Anne Rice - Taltos
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Marklin oyó el tañido de la
campana.
No estaba realmente
dormido, sino trazando planes. Cuando lo hacía en estado de duermevela, percibía
unas imágenes muy vívidas, unas posibilidades que no acertaba a ver cuando se
hallaba completamente despierto.
Irían a América. Se
llevarían toda la valiosa información que habían logrado reunir. Al diablo con
Stuart y Tessa. Stuart los había dejado en la estacada. No dejarían que
volviera a traicionarlos. Llevarían siempre consigo el recuerdo de Stuart, sus
creencias y principios, su pasión por lo misterioso, pero eso sería lo único
que los ligaría a él.
Alquilarían un pequeño
apartamento en Nueva Orleans e iniciarían una vigilancia sistemática de las
brujas Mayfair. Puede que eso les llevara años, pero los dos disponían de
dinero. Marklin poseía una cantidad de dinero normal, mientras que Tommy
disponía de una suma anormal que se expresaba en billones. Tommy se había hecho
cargo hasta ahora de todos los gastos, pero Marklin podía mantenerse a sí mismo
sin problemas. A sus familias les dirían que habían decidido tomarse un año
sabático. Quizá se inscribieran en unos cursos de una universidad cercana. En
cualquier caso, no había ningún problema.
Cuando tuvieran a los
Mayfair bajo su punto de mira, empezaría de nuevo la diversión.
La campana, Dios santo, esa
campana...
Las brujas Mayfair. Marklin
hubiera querido hallarse en esos momentos en Regent's Park, entre los archivos.
Contemplar aquellas fotografías, los últimos informes de Aaron, fotocopiados.
Michael Curry; leer las abundantes notas de Aaron sobre Michael Curry, el
hombre capaz de engendrar un monstruo, el hombre a quien Lasher había elegido
en su infancia. Los informes de Aaron, apresurados, nerviosos y, en definitiva,
llenos de preocupación, no contenían ninguna duda al respecto.
¿Es posible que un hombre
vulgar y corriente llegase a aprender las artes hechiceras? No sólo se trataba
de un pacto diabólico. ¿Es posible que una transfusión de sangre de una bruja
pudiera transmitirle unas dotes telepáticas? Seguramente no, pero impresionaba
pensar en el poder que tenía esa pareja, Rowan Mayfair, doctora y bruja, y
Michael Curry, el progenitor de una hermosa bestia.
¿Quién dijo que era una hermosa
bestia? ¿Stuart? ¿Dónde puñetas estaba Stuart? Maldito seas, Stuart. Huiste
como una sabandija. Nos dejaste plantados, sin una llamada telefónica, sin unas
palabras de despedida, sin un hasta la vista.
Pero saldrían adelante sin
Stuart. Y, a propósito de Aaron, ¿cómo conseguirían que su nueva esposa americana
les entregara sus documentos?
Todo dependía de una cosa.
Tenían que marcharse de allí con una reputación intachable. Tenían que pedir
permiso para ausentarse un tiempo, sin despertar sospechas.
Sobresaltado, Marklin abrió
los ojos. Tenía que salir de allí. No quería pasar ni un minuto más en aquel
lugar. Sin embargo, había el problema de la campana. Era la señal de que iba a
comenzar el funeral. Su tañido fúnebre lo puso nervioso.
-Despierta, Tommy -dijo
Marklin.
Tommy se había arrellanado
en una butaca que había junto a la mesa y ahora roncaba, dejando que un hilillo
de saliva le colgara de la comisura de los labios. Sus pesadas gafas con
montura de concha se habían deslizado hasta la punta de su redonda nariz.
-Tommy, la campana.
Marklin se incorporó, se
arregló la ropa y abandonó la cama.
Se acercó a Tommy y lo tocó
en el hombro.
Durante unos instantes
Tommy mostró la expresión desconcertada e irritada de quien acaba de ser despertado
bruscamente, pero enseguida se impuso el sentido común.
-Sí, la campana -dijo con
calma, pasándose las manos por su alborotado pelo rojo-. La dichosa campana.
Entraron uno detrás de otro
en el baño para lavarse la cara. Marklin cogió un pañuelo de papel, lo untó con
la pasta dentífrica de Tommy y se limpió los dientes con la mano. Tenía que
afeitarse, pero no había tiempo. Habían decidido ir a Regent's Park, recoger
todas sus cosas y salir hacia América en el primer avión.
-Nada de solicitar permiso
para ausentarnos -dijo Marklin-. Es mejor que nos larguemos cuanto antes, sin
más preámbulos. ¡Al diablo con la ceremonia!
-No seas idiota -murmuró
Tommy-. Diremos lo que tengamos que decir, y averiguaremos lo que podamos
averiguar. Luego elegiremos el momento más apropiado para marcharnos con
discrección.
¡Maldita sea!
Sonaron unos golpes en la
puerta.
-¡Ya vamos! -exclamó Tommy
irritado, frunciendo el ceño, al tiempo que se alisaba la chaqueta. Parecía
sofocado.
Marklin tenía la chaqueta
muy arrugada y no encontraba la corbata. La camisa no quedaba mal con el
jersey. Tendría que presentarse así. Seguramente se había quitado la corbata
mientras conducía y se la habría dejado en el coche.
-Tres minutos -comunicó la
voz a través de la puerta. Era uno de los ancianos. «Este lugar estará atestado
de ancianos», pensó Marklin.
-Esta costumbre me parecía
insoportable incluso cuando me consideraba un novicio consagrado a la Orden
-observó Marklin-. Ahora me parece sencillamente inadmisible. Esto de que te
despierten a las cuatro de la mañana... o a las cinco, para asistir a un
funeral. Resulta tan estúpido como lo de esos modernos druidas, disfrazados
con sábanas, que montan su espectáculo en Stonehenge en el solsticio de verano.
Dejaré que hables tú. Te esperaré en el coche.
-Ni hablar -respondió
Tommy, pasándose el peine por su seco cabello. Era inútil.
Salieron juntos de la
habitación. Tommy se detuvo para cerrar la puerta. El pasillo estaba helado.
-Puedes hacer el equipaje
si quieres -dijo Marklin-, pero yo no quiero volver a subir. Por mí, pueden
quedarse con lo que haya en mi habitación.
-Eso sería una estupidez.
Conviene que hagas el equipaje como si te marcharas por una razón normal. ¿Por
qué no quieres hacerlo?
-No puedo permanecer aquí
ni un instante más.
-Supón que te dejas algo
importante en la habitación, alguna pista que haga que descubran el pastel.
-No me he dejado nada
importante, estoy seguro.
Los pasillos y la escalera
estaban desiertos. Posiblemente fuesen los últimos novicios que habían oído la
campana.
En la planta baja se oían
unos suaves murmullos. Al llegar abajo, Marklin comprobó que la cosa era peor
de lo que había imaginado.
Había velas por doquier.
Todos, absolutamente todos, vestían de negro. Habían apagado todas las luces
eléctricas. Una asfixiante ráfaga de aire caliente envolvió a Marklin y a
Tommy. Las dos chimeneas se hallaban encendidas. ¡Dios santo!, habían colocado
crespones en todas las ventanas.
-Esto es increíble -murmuró
Tommy-. ¿Por qué no nos advirtieron que debíamos vestir de negro?
-Es repugnante -dijo
Marklin-. Me largo dentro de cinco minutos.
-No seas idiota -contestó
Tommy-. ¿Dónde están los otros novicios? Sólo veo ancianos.
Había aproximadamente un
centenar de asistentes, reunidos en pequeños grupos, o bien en solitario, de
pie, junto a los oscuros muros revestidos de roble. Por doquier se veían
cabezas canas. ¿Dónde diablos se habían metido los jóvenes?
-Vamos -dijo Tommy,
agarrando a Marklin del brazo y empujándolo hacia la sala de actos.
Sobre la mesa habían
dispuesto un suntuoso bufé.
-¡Pero si han organizado un
banquete! -exclamó Marklin. Sintió náuseas al contemplar las fuentes de cordero
y buey asado, con humeantes patatas, las pilas de relucientes platos y la
cubertería de plata-. ¡Fíjate cómo se cuidan! -murmuró.
Junto al bufé había un
nutrido grupo de hombres y mujeres ancianos que llevaban sus platos lentamente
y en silencio. Entre ellos se encontraba Joan Cross, en su silla de ruedas.
Había estado llorando. También se hallaba presente el arrogante Timothy
Hollingshed, como de costumbre luciendo sus innumerables títulos en $u rostro,
aunque no tuviese ni un centavo.
Elvera se abrió paso entre
la multitud, con un frasco de vino tinto en sus manos. Las copas estaban sobre
el aparador. «Necesito una copa de vino», pensó Marklin.
De pronto se imaginó a sí
mismo muy lejos de allí, a bordo de un avión que se dirigía a América,
relajado, liberado de sus zapatos, mientras la azafata le servía unas copas y
una deliciosa cena. Era cuestión de horas.
La campana seguía
repicando. ¿Cuánto tiempo iba a durar aquello? Marklin se fijó en unos
individuos que estaban junto a él, todos ellos de corta estatura, que hablaban
en italiano. Asimismo había varios ingleses, amigos de Aaron, que protestaban
por todo, y también una mujer joven -o al menos así le pareció-, morena y con
los ojos muy pintados. Sí, cuando uno los contemplaba detenidamente se daba
cuenta de que eran miembros veteranos, pero no unos viejos decrépitos. Marklin
vio también a Bryan Holloway, de Amsterdam, así como a unos mellizos de
aspecto anémico y ojos saltones que trabajaban en Roma.
Nadie miraba a nadie,
aunque los asistentes conversaban entre sí. El ambiente era solemne pero
cordial. Marklin oyó a la gente de su alrededor murmurar que si Aaron esto, que
si Aaron lo otro... siempre Aaron, el reverenciado Aaron. Parecían haberse
olvidado de Marcus, que no se merecía menos, por haberlos vendido por un plato
de lentejas.
-Servíos un poco de vino
-le dijo Elvera a Marklin y a Tommy, indicando las finas copas que se hallaban
sobre el aparador. Habían dispuesto la mejor vajilla, cristalería y
cubertería para la ocasión. Marklin se fijó en los tenedores de plata antigua
con delicadas incrustaciones; y en los hermosos platos de porcelana, que
probablemente habían sacado de una cámara de seguridad para llenarlos con
dulces de chocolate y pastelitos helados.
-No, gracias -declinó Tommy
secamente-. No puedo comer mientras sostengo un plato y una copa en las manos.
Alguien lanzó una sonora
carcajada en medio de los murmullos y susurros. Otra voz se elevó sobre las demás.
Joan Cross estaba sola, sentada en su silla de ruedas, con la frente apoyada
contra la mano.
-¿A quién se supone que
hemos venido a llorar? -preguntó Marklin en voz baja-. ¿A Marcus o a Aaron?
Tenía que decir algo. Las
velas producían un irritante resplandor en medio de la densa oscuridad que le
rodeaba. Marklin parpadeó. Siempre le había gustado el olor de la cera, pero
aquello era excesivo, absurdo.
Blake y Almage charlaban en
tono acalorado en un rincón. Al cabo de unos minutos, Hollingshed se unió a
ellos. Marklin supuso que debían de tener cerca de sesenta años. ¿Dónde
estaban los otros novicios? No había más novicios que ellos dos. Ni siquiera
se hallaban presentes los serviles y antipáticos Ansling y Perry. El instinto
de Marklin le decía que algo raro sucedía.
Marklin se acercó a Elvera,
la agarró del codo y le preguntó:
-¿Estábamos invitados Tommy
y yo?
-Naturalmente -respondió
Elvera.
-No vamos de luto.
-No importa. Toma -dijo
Elvera, entregándole a Marklin una copa de vino.
Marklin dejó el plato en el
borde de la mesa. Seguramente era de mala educación, pensó, pues nadie lo
había hecho. Miró la inmensa cabeza de jabalí que tenía ante sí, con una
manzana en la boca, y el humeante cochinillo rodeado de frutas sobre una
fuente de plata. Pese a todo, debió reconocer que los aromas de los distintos
platos eran deliciosos. De pronto notó que estaba hambriento. ¡Qué absurdo!
Al volverse, Marklin
comprobó que Elvera había desaparecido, pero Nathan Harberson estaba junto a
él, otro viejo fósil de nariz aguileña, y lo observaba con desprecio.
-¿Es costumbre de la Orden?
-preguntó Marklin-. Me refiero a organizar un banquete cuando muere un
miembro.
-Tenemos nuestros ritos
-contestó Nathan Harberson con tono melancólico-. Somos una orden muy antigua.
Nos tomamos muy en serio nuestros votos.
-Sí, muy en serio -repitió
uno de los mellizos de ojos saltones que trabajaba en Roma. Se trataba de Enzo,
¿o quizás era Rodolfo? Marklin no estaba seguro. Sus ojos le recordaban a los
de un pez, exageradamente saltones e inexpresivos, quizá debido a una
enfermedad que afectaba a los dos hermanos. Cuando los mellizos sonreían, como
sucedía en esos momentos, mostraban un aspecto grotesco. Tenían el rostro
arrugado y enjuto. Sin embargo, existía una importante diferencia entre ellos.
¿Cuál era? Marklin no la recordaba.
-Existen ciertos principios
básicos -afirmó Nathan Harberson, alzando su aterciopelada voz de barítono
como si se sintiera muy seguro de sí mismo.
-Y ciertas cosas -apostilló
Enzo, uno de los mellizos-, no son cuestionables.
Timothy Hollingshed se
acercó al grupo y miró con desdén a Marklin, como de costumbre. Tenía la nariz
aguileña y el cabello blanco y espeso, como el de Aaron. A Marklin no le
gustaba su aspecto. Era una versión cruel de Aaron, más alto, más
ostentosamente elegante. Llevaba los dedos cargados de anillos, cada uno de los
cuales encerraba presuntamente una historia de batallas, traiciones y
venganzas. ¡Qué vulgaridad! ¿Cuándo podrían largarse de allí? ¿Cuándo acabaría
aquello?
-Algunas cosas son sagradas
para nosotros -decía Timothy-, como si constituyéramos una pequeña nación.
En aquel momento apareció
de nuevo Elvera.
-Sí, no se trata
simplemente de una cuestión de tradiciones -dijo.
-En efecto -apostilló un
hombre alto y moreno, con los ojos negros y el rostro tostado por el sol-. Se
trata de un profundo compromiso moral, de lealtad, en definitiva.
-Y de respeto -respondió
Enzo-. No olvides el respeto.
-Un consenso -dijo Elvera,
mirando a Marklin fijamente, como los demás-, respecto a lo que tiene valor y
cómo debemos protegerlo a toda costa.
En aquel momento entraron
más personas en la sala, más miembros veteranos de la Orden, lo cual auguraba
un aumento en el número de banalidades pronunciadas por los presentes. Alguien
lanzó otra carcajada. ¿A qué venían esas risas en un acto para honrar a un
difunto?
A Marklin le inquietaba que
Tommy y él fueran los únicos novicios presentes. A propósito, ¿dónde se había
metido Tommy? De pronto Marklin se dio cuenta, con sobresalto, de que había
perdido a Tommy de vista. No, ahí estaba, engullendo un racimo de uvas como una
especie de plutócrata romano. ¡Qué falta de respeto!
Tras disculparse ante sus
contertulios con un leve gesto de cabeza, Marklin se abrió paso entre la multitud
que atestaba la sala, tropezando con el pie de alguien, hasta llegar alcanzar
la posición de Tommy.
-¿Qué diablos te pasa?
-preguntó Tommy, mirando disimuladamente al techo-. Serénate, hombre. Dentro
de unas horas estaremos rumbo a América. Luego...
-No digas una palabra -le
interrumpió Marklin, consciente de que su voz no sonaba normal, que ya no la
controlaba. No recordaba haberse sentido jamás tan inquieto como en aquellos
instantes.
En aquel instante se fijó
en los crespones negros que colgaban de las paredes; también los dos relojes y
los espejos que había en la sala ostentaban unos crespones negros. Marklin se
puso nervioso. Jamás había visto una sala decorada con crespones negros, a la antigua
usanza. Cuando moría alguien en su familia, los restos eran trasladados al
depósito y luego llamaban para informarles de que éstos habían sido
incinerados. Eso fue lo que sucedió cuando fallecieron sus padres. Marklin
había vuelto de la escuela y estaba tumbado en su cama leyendo una obra de Ian
Fleming, cuando llamaron para comunicarle la triste noticia. Marklin se limitó
a asentir con un movimiento de cabeza y siguió leyendo tranquilamente. ¡Lo
había heredado todo, absolutamente todo!
De pronto Marklin se sintió
asqueado de las velas. Toda la sala estaba llena de valiosos candelabros de
plata maciza, algunos de ellos con incrustaciones de piedras preciosas. ¿Cuánto
dinero ocultaba la Orden en los sótanos y en la cámara blindada? Sí, era como
una pequeña nación. Pero la culpa la tenían los imbéciles como Stuart, el cual
tiempo atrás había legado toda su fortuna a la Orden y actualmente, en vista de
lo sucedido, con toda seguridad habría modificado su testamento.
En vista de lo sucedido.
Tessa. El plan. ¿Dónde estaba ahora Stuart? ¿Con Tessa?
Las voces se iban animando,
mezclándose con el tintineo de las copas. Elvera se acercó de nuevo a él y le
sirvió más vino.
-Anda, bebe, Mark -dijo
Elvera.
-Pórtate bien, Mark
-murmuró Tommy, echándole el aliento en la cara.
Marklin se volvió. Ésa no
era su religión. No tenía por costumbre celebrar la muerte de un compañero comiendo
y bebiendo al amanecer, vestido de negro.
-Yo me largo -declaró de
repente. Era como si su voz hubiera explotado de su boca y su eco se propagase
a través de los muros de la habitación.
Todos los presentes
enmudecieron.
Durante unos segundos, en
medio del insólito silencio, Marklin tuvo deseos de gritar. Era un deseo tintado
de angustia o de pánico, más puro que el que sentía a veces de niño.
Tommy le pellizcó el brazo
y señaló hacia la puerta.
La puerta de doble hoja que
daba acceso al comedor estaba abierta. Así que ése era el motivo del repentino
silencio. ¿Acaso habían trasladado los restos de Aaron a la casa matriz?
El comedor también se
encontraba adornado con velas y crespones. Marklin estaba decidido a no entrar
en aquella siniestra caverna; sin embargo, antes de que pudiera darse cuenta la
multitud empezó a empujarlos, a Tommy y a él, lenta y solemnemente hacia el
comedor, transportándolos casi en volandas.
«Ya he visto suficiente,
quiero marcharme de aquí...»
Al llegar al comedor, la
multitud se dispersó y Marklin dio un suspiro de alivio. De pronto observó que
todos se acercaban a la mesa. Parecía como si hubiera un cadáver dispuesto
sobre la misma. ¡Dios mío! ¿Sería Aaron?
«Saben que soy incapaz de
mirarlo -pensó Marklin-, esperan que me dé un ataque de pánico y salga
corriendo, y que las heridas de Aaron comiencen a sangrar.»
Era horrible, absurdo.
Marklin sujetó a Tommy por el brazo.
¡Estáte quieto! -le
amonestó éste.
Al fin llegaron a un
extremo de la enorme y antigua mesa de madera. Sobre ella yacía un hombre
vestido con una chaqueta de lana cubierta de polvo y unos zapatos manchados de
barro. ¡Barro! ¡Qué manera de disponer un cadáver para que sus compañeros le
presentaran sus respetos!
-Esto es increíble -murmuró
Tommy.
-¿Qué clase de funeral es
éste? -preguntó Marklin.
A continuación se inclinó
lentamente para observar el rostro del cadáver, el cual estaba vuelto hacia el
otro lado. Era Stuart, Stuart Gordon yacía muerto sobre aquella mesa. Marklin
contempló su enjuto rostro de nariz afilada, como el pico de un ave, y sus ojos
azules e inexpresivos. ¡Dios mío, ni siquiera le habían cerrado los ojos!
¿Acaso se habían vuelto todos locos?
Marklin retrocedió de forma
apresurada y torpe y chocó con Tommy, al que propinó un pisotón. Se sentía tan
confundido que era incapaz de razonar. Un profundo temor se apoderó de él.
"Stuart, está muerto -se dijo-, está muerto."
-¿Qué significa esto?
-preguntó Tommy, en voz baja y llena de ira-. ¿Qué le ha ocurrido a Stuart...?
-Pero sus palabras estaban desprovistas de emoción. El tono de su voz, por lo
general frío y monótono, resultó áun más inexpresivo que de costumbre debido a
la conmoción que había sufrido al descubrir el cadáver de su mentor.
Los otros se acercaron a
Marklin y Tommy, agolpándose a su alrededor. La mano izquierda de Stuart,
pálida e inerme, yacía junto a ellos.
-Por el amor de Dios -dijo
Tommy indignado-, que alguien le cierre los ojos.
Los miembros de la Orden se
habían situado alrededor de la mesa, un ejército de compañeros de Stuart que
habían acudido, debidamente enlutados, a llorarlo. ¿O no era así? Hasta Joan
Cross se encontraba allí, a la cabeza de la mesa, con los brazos apoyados sobre
los brazos de su silla de ruedas y observando la escena con ojos enrojecidos.
Nadie dijo una palabra.
Nadie se movió. La primera fase del silencio había sido la ausencia de
palabras. La segunda, la ausencia de movimeinto. Todos estaban tan inmóviles
que Marklin ni siquiera les oía respirar.
-¿Qué ha pasado? -preguntó
Tommy.
Nadie respondió. Marklin no
conseguí apartar la vista del pequeño cráneo de Stuart, cubierto por unas pocas
canas. "¿Te has suicidado, loco? ¿Es eso lo que has hecho? ¿Quitarte la
vida por temor a ser descubierto?"
De pronto, Marklin se dio
cuenta de que los otros no miraban a Stuart, sino a Tommy y a él.
Sintió un dolor en el
pecho, como si alguien le oprimiera con fuerza la clavícula.
Marklin se volvió, desesperado,
escrutando los rostros que lo rodeaban: Enzo, Harberson, Elvera y los demás,
todos ellos observándolo con expresión perversa. Elvera le miró directamente a
os ojos; a su lado, Timothy Hollingshed lo observaba con implacable frialdad.
El único que no tenía su
vista fija en él era Tommy. Cuando Marklin se volvió para ver lo que atraía su
atención de forma tan poderosa hasta el punto de mostrarse indiferente al
grotesco espectáculo que se ofrecía ante sus ojos, vio a Yuri Stefano, ataviado
conr opas fúnebres, a pocos pasos de ellos.
¡Yuri! Marklin no advirtió
hasta entonces la presencia de Yuri. ¿Habría sido él el autor de la muerte de
Stuart? ¿Por qué no había sido Stuart más listo, por qué no había hecho algo
para frustar las intenciones de Yuri? El plan de interceptar las
comunicaciones, la falsa excomunión, habían tenido por objeto impedir que Yuri
regresara a la casa matriz. Y ese idiota, Lanzing, había permitido que Yuri
escapara del valle.
-No -dijo Elvera-, la bala
alcanzó el blanco. Pero no fue mortal. Y ha regresado.
-Vosotros erais los
cómplices de Gordon -dijo Hollingshed con desprecio-. Tú y Tommy. Y ahora sois
los únicos que quedáis con vida.
-Sí, sus cómplices -repitió
Yuri desde el otro lado de la mesa-. Sus inteligentes pupilos, sus genios.
-¡No! -protestó Marklin-.
¡No es cierto! ¿Quién lo dice?
-El mismo Stuart -respondió
Harberson-. Todo apunta hacia vosotros: los papeles que se hallaban en la
torre, su diario, sus versos, Tessa...
¡Tessa!
-¿Con qué derecho habéis
entrado en su casa? -inquirió Tommy, rojo de ira, dirigiendo su mirada hacia
los otros.
-¡No tenéis a Tessa! ¡No os
creo! -gritó Marklin-. ¿Dónde está? ¡Todo lo hicimos por ella!
De pronto, al darse cuenta
de que había cometido un grave error, comprendió lo que venía sospechando desde
el principio.
¡Por qué no había hecho
caso de su intuición! Su intuición le había advertido que se marchara, y ahora
le decía, claramente, que era demasiado tarde.
-Soy un ciudadano británico
-dijo Tommy en voz baja-. No permitiré que me detengáis aquí para someterme a
juicio.
Inmediatamente la multitud
se precipitó sobre ellos, obligándolos a retroceder hacia el otro extremo de la
mesa. Marklin notó que unas manos lo asían por los brazos. Eran la del
impresentable Hollíngshed, que le sujetaban con fuerza. Marklin oyó a Tommy
protestar de nuevo.
-¡Soltadme! -gritó éste.
Resultaba imposible huir.
La multitud los empujó a través del pasillo, mientras el eco de las pisadas
sobre el pulido suelo de madera resonaba bajo el techo abovedado. Estaban
atrapados por la multitud, una multitud de la que no podían escapar.
Las puertas del viejo
ascensor se abrieron con un violento sonido metálico y la multitud los obligó a
empellones a entrar en él. Marklin se volvió, angustiado por la sensación de
claustrofobia que lo invadió, y sintió de nuevo ganas de gritar.
Las puertas del ascensor se
cerraron bruscamente. Marklin y Tommy estaban rodeados por Harberson, Enzo,
Elvera, el hombre alto y moreno, Hollingshed y otros individuos, todos ellos
muy fuertes.
El vetusto ascensor
descendió, entre chirridos y balanceo precario, hacia los sótanos.
-¿Qué vais a hacer con
nosotros? -preguntó Marklin.
-Insisto en que me
devolváis a la planta principal -dijo Tommy con desdén-. Insisto en que me
soltéis de inmediato.
-Existen ciertos delitos
que nos parecen deleznables -respondió Elvera en voz baja, mirando esta vez a
Tommy-. Ciertas cosas que, como miembros de la Orden, no podemos perdonar ni
olvidar.
-¿A qué te refieres?
-inquirió Tommy.
El destartalado ascensor se
detuvo bruscamente y todos salieron al pasillo. Marklin sintió que unas manos
como garras lo sujetaban por los brazos.
Acto seguido los condujeron
hacia los sótanos por una ruta desconocida, a lo largo de un pasadizo sostenido
por unos toscos maderos, semejante a la galería de una mina. El aire olía a
tierra. Los miembros de la Orden formaban un grupo compacto en torno a -Tommy y
a Marklin. Al cabo de unos instantes avistaron dos puertas al final del
pasadizo, unas grandes puertas de madera enmarcadas por un arco y cerradas con
llave.
-No podéis retenerme aquí
contra mi voluntad -protestó Tommy-. Soy un ciudadano británico.
-Habéis matado a Aaron
Lightner -contestó Harberson.
-Habéis matado a otros en
nuestro nombre -añadio Enzo. Su hermano, que estaba junto a él, repitió sus
palabras como si de un siniestro eco se trataba.
-Habéis manchado el nombre
de la Orden -dijo Hollingshed-. Habéis cometido unos actos gravísimos en
nuestro hombre.
-No confesaré nada -replicó
Tommy.
-No es necesario que hagáis
nada -apostilló Enzo.
-Aaron murió creyendo en
vuestras mentiras -dijo Hollingshed.
-¡No consiento que me
tratéis de esta forma! -gritó Tommy.
Marklin sin embargo, no
tenía fuerzas para mostrarse furioso e indignado por el hecho de que lo
hubieran apresado y lo condujeran hacia la misteriosa puerta.
-Esperad un momento, os lo
ruego -balbuceó, desesperado-. ¿Acaso sabéis si Stuart se suicidó? ¿Qué fue lo
que le sucedió? Si él estuviera aquí, nos eximiría de los delitos que nos
imputáis; no pensaréis que un hombre de la edad de Stuart...
-Guárdate esas mentiras
para Dios -respondió Elvera con suavidad-. Hemos examinado las pruebas
minuciosamente durante toda la noche. Hemos hablado con vuestra diosa de
cabello blanco. Podéis aliviar vuestra conciencia explicándonos la verdad, pero
no tratéis de enganarnos.
Los miembros de la Orden
cerraron filas en torno a Tommy y a Marklin, mientras los obligaban a avanzar
hacia la puerta que daba acceso a una habitación secreta o a una mazmorra.
-¡Deteneos! -gritó Marklin
de pronto-. ¡Por el amor de Dios! ¡Deteneos! Hay ciertas cosas sobre Tessa que
desconocéis, cosas que no podéis comprender.
-No les sigas el juego,
idiota -dijo Tommy-. ¿Crees que si desaparezco mi padre no hará algunas
preguntas? No soy un huérfano. Tengo una gran familia. ¿Acaso crees...?
En aquellos momentos
Marklin notó que un brazo lo sujetaba con fuerza por la cintura, miembras otro
lo asía por el cuello. Las puertas de la misteriosa habitación se abrieron
hacia dentro. Por el rabillo del ojo vio cómo Tommy intentaba liberarse a
patadas del individuo que lo tenía sujeto por detrás.
Una ráfaga de aire frío
surgió de la puerta abierta. Marklin observó que la habitación estaba
completamente a oscuras. "No puedo permanecer encerrado en la oscuridad,
es superior a mí."
Al fin, sin poder
contenerse, soltó un grito; un angustioso grito que comenzó antes de que lo
empujaran hacia delante, antes de que tropezara en el umbral de la puerta y
cayera rodando en la oscuridad, hacia la nada, arrastrando consigo a Tommy,
quien no dejaba de blasfemar y maldecirlo. Marklin no comprendió sus palabras,
pues quedaron ahogadas por el eco de su propio grito.
Al cabo de unos instantes
Marklin aterrizó en el suelo. La oscuridad lo envolvía, y también la sentía en
su interior. Luego experimentó un intenso dolor en las piernas. Permaneció
tendido en el suelo, entre unos objetos afilados y coratantes. Al tratar de
incorporarse, apoyó la mano sobre unos objetos que se desintegraron al instante
y que despedían un olor a ceniza.
Marklin alzó la vista y
percibió un haz de luz que se filtraba por encima de las cabezas de las figuras
cuyas siluetas se dibujaban en la peurta.
-¡No podéis hacerlo! -gritó
horrorizado, arrastrándose en la oscuridad, y luego, sin necesidad de ningún
punto de apoyo, se puso en pie.
Marklin no alcanzaba a ver
los rostros de las figuras que se hallaban en la puerta; ni siquiera podía
distinguir la forma de sus cabezas. Había caído a una profundidad de varios
metros, quizá diez. No lo sabía.
-¡No podéis retenernos
aquí, no podéis encerrarnos en este lugar! -gritó, alzando las manos como si
implorara. Pero las figuras retrocedieron y Marklin, horrorizado, oyó el
chirrido que produjeron los goznes de la puerta al cerrarse. La luz se
extinguió de golpe.
-¿Dónde estás, Tommy? -preguntó
angustiado. El eco de sus palabras le inquietaba; lo envolvía y no podía huir
de él. Marklin palpó el suelo y tocó los suaves y extraños objetos que se
habían desintegrado entre sus dedos. De pronto percibió algo húmedo y cálido.
-¡Tommy! -exclamó Marklin
aliviado, sintiendo los labios, la nariz y los ojos de aquél-. ¡Tommy!
Luego, en una fracción de
segundo que se le antojó una eternidad, comprendió la situación. Tommy estaba
muerto. Se habría matado al caer. A los otros, eso no les importaba. Jamás
regresarían para sacar a Marklin de allí. De haber podido ampararse en los
recursos y sanciones, de que dispone la ley no los habrían arrojado desde
semejante altura. Tommy yacía muerto y Marklin estaba solo, encerrado en esa
mazmorra, en la oscuridad, junto al cadáver de su amigo y los objetos que lo
rodeaban, que según pudo comprobar con su tacto eran huesos.
-¡No podéis hacerlo! ¡No
podéis justificar semejante cosa! -gritó Marklin-. ¡Sacadme de aquí! -De nuevo
oyó el eco de sus gritos, como si éstos fueran unos gallardetes que se alzaran
bajo el efecto del viento y luego volvieran a caer sobre él-. ¡Sacadme de aquí!
Sus gritos se tornaron más
tenues y desesperados. Aquel terrible sonido le proporcionaba un extrañó
consuelo. Marklin comprendió que era el último y único consuelo que le quedaba
en la vida.
Al cabo de un rato dejó de
gritar y se quedó tumbado en el suelo, junto a Tommy, sujetándole un brazo.
Quizá Tommy no estuviera muerto. Quizá se despertaría, y ambos explorarían ese
lugar en busca de una salida. Quizás existiera una salida y los otros deseaban
que la hallaran, que atravesaran el valle de la muerte hasta dar con ella; no
pretendían matarlos pues, a fin de cuentas, eran sus hermanos y hermanas de la
Orden. Resultaba imposible que Elvera, la amable Elvera, Harberson, Enzo y su
viejo profesor, Clermont, quisieran matarlos. Eran incapaces de cometer
semejante atrocidad.
Al fin Marklin se incorporó
de rodillas, pero cuando trató de ponerse en pie el tobillo izquierdo cedió,
produciéndole un intenso dolor.
-¡Puedo arrastrarme,
maldita sea! -murmuró Marklin-. ¡Puedo arrastrarme! -repitió, gritando.
Comenzó a avanzar por el
suelo de la mazmorra, apartando de su camino los huesos, los fragmentos de
piedras o huesos, o lo que fuera aquello. «No pienses en ello -se dijo-: No
pienses en las ratas. No pienses en nada.»
De pronto su cabeza chocó
contra un muro.
Al cabo de pocos segundos
ya había recorrido toda la extensión de aquel muro, de otro, otro y otro más.
La habitación no era sino un pequeño cuchitril.
«No me preocuparé sobre
cómo salir de aquí hasta que me encuentre mejor y pueda sostenerme en pie para
buscar una puerta, una ventana u otra salida -se dijo Marklin-.
Afortunadamente, entra un poco de aire fresco.
»Descansaré un rato -pensó,
acurrucándose junto a Tommy y oprimiendo la frente contra la manga de su amigo-
mientras reflexiono sobre lo que debo hacer. Soy demasiado joven para morir de
este modo, en esta mazmorra a la que me han arrojado unos perversos sacerdotes
y monjas, es imposible... Sí, descansa, no trates de resolver ahora mismo el
problema. Descansa...»
Al cabo de unos minutos
empezó a sentir sueño. Tommy había sido un estúpido al pelearse con su madrastra,
al decirle que no quería tener más trato con ella. Pasarían seis meses, quizás
un año... No, el banco intentaría averiguar su paradero, el banco de Tommy y
el suyo, al ver que no acudían a cobrar sus cheques trimestrales. No, era
imposible que sus compañeros hubieran decidido enterrarlos vivos en ese
espantoso lugar.
De pronto Marklin oyó un extraño ruido que lo sobresaltó.
Al cabo de unos instantes volvió a oírlo, varias veces
más. Marklin sabía lo que era, pero no conseguía identificarlo. Maldita sea, en
la oscuridad ni siquiera podía identificar de dónde provenía. Se puso a
escuchar atentamente. Percibió una serie de sonidos, que al fin logró
descifrar.
Estaban colocando unos ladrillos y cubriéndolos con
mortero. Ladrillos y mortero, y el sonido provenía de arriba.
-Pero esto es absurdo, inconcebible. Es una práctica
medieval. ¡Despierta, Tommy! -dijo Marklin.
Sintió de nuevo deseos de gritar, pero no quería humillarse
y que esos cabrones lo oyeran dar alaridos mientras tapiaban la puerta.
Marklin comenzó a sollozar suavemente, con el rostro
apoyado en la manga de Tommy. No, era una medida provisional, un truco para
hacerlos sufrir y conseguir que se arrepintieran antes de entregarlos a las
autoridades. No pretendían dejarlos encerrados allí por siempre, para que se
pudrieran en esa mazmorra. Se trataba de una especie de castigo ritual,
destinado tan sólo a atemorizarlos. Pero lo peor era que Tommy había muerto.
Por fortuna, había sido un accidente. Cuando aparecieran los otros Marklin se
mostraría dócil, cooperaría con ellos. Lo importante era salir de allí. Eso
era lo único que le preocupaba, salir de aquel lugar.
«No puedo morir así, es impensable que muera de esta
forma, es imposible que me arrebaten la vida en plena juventud, los sueños, la
grandeza que vislumbré con Stuart y Tessa...»
En el fondo Marklin sabía que su lógica adolecía de
graves errores, unos errores fatales, pero continuó construyendo el futuro.
Imaginó que sus compañeros acudían a rescatarlo y le decían que sólo habían
pretendido darle un susto y que la muerte de Tommy había sido un accidente,
que no sabían que podría matarse al caer... los muy embusteros, traidores y
estúpidos. Lo importante era estar preparado, serenarse, dormir un rato,
mientras persistía en sus oídos el ruido producido por los ladrillos y el
mortero. No, esos sonidos habían cesado. Quizá ya hubiesen tapiado la puerta,
pero no importaba. Ya encontraría otra forma de salir de esa mazmorra. En poco
rato, empezaría a explorarla a la búsqueda de una salida.
De momento, lo mejor era permanecer tendido junto a
Tommy, a la espera de que se disipara el ataque inicial de pánico y pudiera
pensar de una forma racional.
¡Qué estúpido había sido al olvidarse del mechero de
Tommy! Tommy no fumaba, al igual que él, pero siempre llevaba un mechero para
encender los cigarrillos de las chicas guapas.
Marklin registró los bolsillos del pantalón y la chaqueta
de su amigo, y al fin halló el pequeño encendedor de oro. Confiaba en que
tuviera gasolina o un cartucho -de butano o lo que fuera para poderlo encender.
Marklin se incorporó lentamente, lastimándose la palma
de la mano izquierda con un objeto afilado, y encendió el mechero. La pequeña
llama chiporroteó unos segundos y luego se hizo más larga e iluminó el pequeño
cuchitril subterráneo.
A la luz del mechero, Marklin observó que el suelo
estaba sembrado de fragmentos de huesos, de huesos humanos. Junto a Marklin
había una calavera que lo miraba con las cuencas de los ojos vacías e
inexpresivas, y más allá había otra. ¡Dios mío! Eran unos huesos tan viejos que
algunos se habían convertido en cenizas. Y el rostro de Tommy, muerto, con un
hilillo de sangre seca en la comisura de los labios y en el cuello; a su alrededor,
diseminados por todo el suelo, fragmentos de huesos humanos.
Marklin soltó el mechero y se llevó las manos a la
cabeza. Luego cerró los ojos, abrió la boca y lanzó un grito terrible y
ensordecedor. Lo único que percibía era la oscuridad y el eco de su propio
grito, un grito que lo había liberado, transportando su terror y su angustia
hacia el cielo. Marklin comprendió que todo iría bien si él no dejaba de
gritar; siempre y cuando sus gritos brotaran de sus labios, cada vez con mayor
fuerza, sin cesar jamás.
22
Los aviones rara vez le transmiten a uno la sensación
de aislamiento total. Incluso a bordo de aquel aparato lujosamente amueblado,
con sus cómodos sillones y su amplia mesa, uno era consciente de hallarse en un
avión. Sabes que te encuentras a doce mil metros de altura sobre el Atlántico,
y notas las pequeñas turbulencias producidas por el viento, como si el avión
fuera un inmenso barco que navegara por el mar.
Ocupaban los tres sillones agrupados en torno a la
mesa, como tres puntos de un triángulo equilátero invisible. Un sillón había
sido diseñado específicamente para Ash, lo cual resultaba obvio. Ash se
encontraba de pie junto a él, cuando les indicó a Rowan y a Michael que tomaran
asiento en los otros dos.
Otras sillas, que se hallaban junto a las paredes dotadas
de ventanas, permanecían vacías. Semejaban grandes manos enguantadas dispuestas
a acoger y sostener con firmeza los traseros de los pasajeros. Una de ellas,
sin duda destinada a Ash, era mayor que las otras.
Todo estaba decorado en tonos caramelo y oro, y todo,
hasta el más pequeño detalle, era ultramoderno y perfecto. La joven americana
que les había servido unas copas, perfecta; la música de Vivaldi que sonó durante
un breve rato, perfecta.
Samuel, el extraño enano, dormía en una cabina que se
hallaba en la parte posterior del aparato, acostado en una cama y agarrado a la
botella que se había llevado del apartamento de Belgravia, después de insistir
en que le llevaran un bulldog, un capricho que los empleados de Ash no
pudieron satisfacer.
-Les dijiste que me dieran todo lo que quisiera, Ash
-se quejó Samuel-. Oí cómo se lo ordenabas a tus sirvientes. ¡Pues quiero un
bulldog, y lo quiero ahora mismo!
Rowan permanecía sentada en el sillón, recostada hacia
atrás y con las manos apoyadas en los brazos del mismo.
No sabía cuánto tiempo llevaba sin dormir. Antes de
que llegaran a Nueva York procuraría descabezar un sueñecito. En aquellos
momentos se sentía profundamente intrigada, observando a los dos hombres que
se hallaban frente a ella.
Michael estaba fumando un cigarrillo y sostenía la
colilla entre dos dedos, con el extremo humeante dirigido hacia él.
Ash vestía una de sus holgadas chaquetas cruzadas de
seda, muy a la moda, con las mangas arremangadas, mostrando los puños de la
camisa adornados con unos gemelos de oro y unas piedras que a Rowan le recordaban
a los ópalos, aunque ella no fuese experta en piedras preciosas ni
semipreciosas, ni nada por el estilo. Opalos. Los ojos de Ash poseían una
cualidad opalescente, o al menos eso le parecía a ella. Llevaba un pantalón
ancho, como el de un pijama, un estilo que también estaba muy de moda.
Mantenía uno de los pies apoyado de modo informal en el borde del sillón, y en
la muñeca derecha lucía un fino brazalete de oro que constituía simplemente un
adorno, sin una función específica, una delgada banda de metal que a Rowan le
pareció extraordinariamente sugerente, aunque no sabía muy bien por qué.
Ash alzó la mano y se la pasó por su oscuro cabello,
deslizando el meñique a través de las canas no como si quisiera olvidar que
las tenía, sino para incorporarlas al resto de su espesa y ondulada cabellera.
Ese pequeño gesto confirió a su rostro cierta animación. Luego, sus ojos
recorrieron la habitación y se detuvieron en Rowan.
Rowan apenas se había fijado en lo que había sacado
apresuradamente de la maleta: algo rojo, algo suave, algo holgado y corto que
apenas le rozaba las rodillas.
Michael le había colocado las perlas alrededor del
cuello, un pequeño y hermoso collar. Ese gesto la sorprendió. Se sentía
confusa por todo lo sucedido.
Los sirvientes de Ash se habían encargado de preparar
todo el equipaje.
-No sabía si usted quería que le proporcionáramos a
Samuel un bulldog -había repetido Leslie, la joven secretaria, por enésima
vez, con la preocupación de haber disgustado a su jefe.
-No tiene importancia -había respondido Ash al fin,
como si la oyera por primera vez-. Le compraremos uno en Nueva York. Podrá
acomodarlo en el jardín de la azotea. ¿Sabes, Leslie, que algunos perros viven
en las azoteas de Nueva York y que jamás han pisado la calle?
¿Por quién la ha tomado?, había pensado Rowan. ¿Qué
opinión tenían sus empleados de él? ¿Acaso lo respetaban por ser increíblemente
rico y apuesto?
-Pero quiero un bulldog esta noche -había insistido
el enano, hasta perder de nuevo el conocimiento-, y lo quiero ahora.
Cuando Rowan vio al enano por primera vez recibió una
fuerte impresión. ¿Se debía quizás a sus genes de bruja? ¿O a sus conocimientos
de bruja? ¿O a que los grotescos pliegues que cubrían su rostro la horrorizaban
desde su perspectiva de médico? El rostro de Samuel parecía una enorme y
jaspeada piedra viva. ¿Y si un cirujano eliminara esos pliegues, poniendo al
descubrimiento unos ojos normales, una boca, unos pómulos y una barbilla
correctamente formados? ¿Modificaría eso la vida del enano?
-El brujo y la bruja Mayfair -había dicho Samuel al
ver a Rowan y a Michael.
-¿Es que acaso nos conoce todo el mundo? -había
preguntado Michael, malhumorado-. ¿Es que nuestra reputación nos precede allá
a donde vamos? Cuando vuelva a casa, me dedicaré a leer obras sobre brujería
para estudiar el tema a fondo.
-Una idea excelente -había respondido Ash-. Con tus
poderes, podrás conseguir lo que te propongas.
Michael se había echado a reír. Rowan observó que
ambos se habían caído bien desde el principio. Compartían determinados
criterios y actitudes frente a la vida. Yuri era demasiado nervioso,
impulsivo, demasiado joven.
Durante el trayecto de regreso, tras la macabra visita
a Stuart Gordon en su torreón, Michael les había contado la larga historia que
le había relatado Lasher sobre una vida vivida en el siglo XVI, sus primeros y
extraños recuerdos y la sensación que tenía de haber vivido otra existencia
anterior.
No había sido un relato frío y desapasionado, sino una
emotiva confesión que sólo él y Aaron conocían. Michael se lo había contado una
vez a Rowan, y ésta lo recordaba más bien como una serie de imágenes y catástrofes
que de palabras.
Al oírlo de nuevo en la limusina negra, mientras
conducía a gran velocidad por la carretera hacia Londres, le pareció
contemplar de nuevo aquellas imágenes con mayor detalle. Lasher el sacerdote,
Lasher el santo, Lasher el mártir, y luego, cien años más tarde, la figura de
Lasher como presencia constante junto a la bruja, una voz invisible en la
oscuridad, un viento huracanado que arrasaba los campos de trigo y arrancaba
las hoas de los árboles.
-La voz del valle -había dicho el enano en Londres,
señalando a Michael con el pulgar.
¿Sería cierto?, se había preguntado Rowan. Ella conocía
el valle, jamás olvidaría su estancia allí como prisionera de Lasher, el cual
la arrastró a través de las ruinas del castillo; jamás olvidaría los momentos
en que Lasher «evocaba» lo sucedido, cuando su nuevo cuerpo se apoderó de su
mente y borró de ésta los conocimientos que pueda poseer un fantasma.
Michael no conocía el valle. Quizás irían a visitarlo
juntos un día.
Mientras se dirigían al aeropuerto, Ash le había
aconsejado a Samuel que intentara dormir un rato.
El enano se había bebido otra botella de whisky, entre
protestas y eructos, y lo habían tenido que subir al avión en un estado próximo
al coma.
Ahora volaban sobre el Ártico.
Rowan cerró y abrió los ojos. La cabina estaba inundada
de luz.
-Jamás le haría daño a Mona -dijo Ash de improviso,
sobresaltando a Rowan y haciendo que se despejara, mientras observaba
fijamente a Michael.
Michael dio una última calada a su cigarrillo y lo
apagó en el cenicero de cristal mientras se retorcía como un gusano. Tenía los
dedos grandes, recios, cubiertos de vello negro.
-Ya lo sé -respondió Michael-. Pero hay cosas que no
comprendo. Es lógico. Yuri estaba muerto de miedo.
-Eso fue culpa mía, una estupidez por mi parte. Es por
eso por lo que tenemos que hablar largo y tendido los tres, aparte de otras
razones.
-Pero ¿por qué te fías de nosotros? -preguntó Michael-.
¿Por qué te interesa nuestra amistad? Eres un hombre muy ocupado, un
multimillonario...
-También tenemos eso en común, ¿no es cierto?
-contestó Ash.
Rowan sonrió.
Ambos ofrecían una fascinante posibilidad de estudio
de contrastes: el hombre de voz profunda, con los ojos azules y unas cejas
negras y tupidas; y el otro, increíblemente alto y esbelto, con un movimiento
de manos en extremo grácil y elegante. Dos exquisitos ejemplos de virilidad,
dotados de un cuerpo perfectamente proporcionado y de una acusada personalidad,
y ambos -como todos los hombres importantes- hacían gala de una aplastante
seguridad en sí mismos y de una profunda calma interior.
Rowan miró hacia el techo. Estaba tan cansada que veía
las cosas distorsionadas. Tenía los ojos resecos y necesitaba dormir, pero no
podía hacerlo. Todavía no.
-Conoces una historia que sólo yo puedo oír -dijo
Ash-. Y deseo oírla. Yo también te contaré una que sólo tú debes oír. ¿Acaso no
confías en mí? ¿Es que no quieres mi amistad ni, posiblemente, mi amor?
Michael reflexionó unos instantes.
-Creo que sí quiero esas cosas, ya que me lo preguntas
-contestó, encogiéndose de hombros y sonriendo-. Puesto que me lo preguntas.
-Bien -dijo Ash con suavidad.
Michael soltó una breve y profunda carcajada.
-Pero tú sabes que maté a Lasher, ¿no? Te lo dijo
Yuri. ¿No me guardas rencor por haber matado a uno de los tuyos?
-No era uno de los míos -respondió Ash, sonriendo de
forma amable.
La luz puso de relieve las canas de su sien izquierda.
Un hombre de unos treinta años, con unas canas que le conferían un toque de
distinción, una especie de niño prodigio del mundo empresarial con el cabello
prematuramente gris. Un hombre que contaba siglos e infinitamente paciente.
De pronto Rowan recordó con cierto orgullo que había
sido ella quien había matado a Gordon. No él.
Sí, lo había matado. Era la primera vez en su desgraciada
existencia que había gozado al usar ese poder, condenando a muerte a un hombre
por medio de su voluntad, destruyendo sus tejidos, confirmando lo que siempre
había sospechado: si quería hacerlo, si colaboraba con ese poder en lugar de
tratar de sofocarlo, éste actuaba de forma rápida y eficaz.
-Quiero contarte algo -dijo Ash-. Quiero que conozcas
la historia de lo que sucedió y cómo llegamos al valle. Ahora no, pues todos
estamos demasiado cansados; hablaremos más adelante.
-Sí -contestó Michael-, quiero saberlo. -Introdujo la
mano en el bolsillo, sacó el paquete de tabaco hasta la mitad y extrajo un
cigarrillo-. Quiero conocer tu historia, por supuesto. Quiero estudiar el
libro, si es que no has cambiado de opinión y nos lo dejas ver.
-Desde luego -respondió Ash, acompañando sus palabras
con un gesto de la mano, mientras la otra permanecía apoyada en las rodillas-.
Sois una auténtica tribu de brujos. Nos parecemos mucho, vosotros y yo. En el
fondo, no es muy complicado. He aprendido a vivir con una profunda sensación de
soledad. Durante años consigo olvidarme de ella, pero luego surge de pronto el
deseo de que alguien me coloque en el debido contexto. El deseo de ser
conocido, comprendido, juzgado moralmente por una mente sofisticada. Eso fue
lo que me atrajo desde el principio de Talamasca, el hecho de poder acudir allí
y sincerarme con los eruditos, conversar con ellos hasta bien entrada la
noche. La Orden ha atraído a numerosos seres no humanos. No soy el único que ha
recurrido a ellos.
-Eso es lo que necesitamos todos, ¿no es cierto? -dijo
Michael, mirando a Rowan. Se instauró otro de esos momentos silenciosos,
secretos, como un beso invisible.
Rowan asintió con un movimiento de cabeza.
-Sí -contestó Ash-. Los seres humanos no suelen
sobrevivir sin ese tipo de intercambios, de comunicación. Amor, en definitiva.
Nuestra especie era amable y cariñosa. Nos costó mucho comprender el significado
de la agresividad. Al principio, cuando nos conocen, los humanos nos toman por
niños, pero se equivocan. Somos de temperamento dulce y apacible, pero también
testarudos, caprichosos, impacientes, y nos gustan las cosas simples.
Ash se detuvo. Luego preguntó con tono sincero:
-¿Qué es lo que os inquieta? ¿Por qué dudasteis en
aceptar cuando os pedí que me acompañarais a Nueva York? ¿Qué fue lo que
pensasteis en aquellos momentos?
-Maté a Lasher por una cuestión de supervivencia
-respondió Michael-, ni más ni menos. Había un testigo, un hombre capaz de
comprender y perdonarme, suponiendo que alguien deba perdonarme por ello. Ese
hombre ha muerto.
-Aaron.
-Sí, quería llevarse a Lasher, pero comprendió por qué
no se lo permití. En cuanto a los otros dos individuos... podríamos decir que
fue en defensa propia.
-Y esas muertes te atormentan -dijo Ash con suavidad.
-Maté a Lasher deliberadamente -respondió Michael,
como si hablara consigo mismo-. Ese ser había lastimado a mi esposa, me había
arrebatado a mi hijo. Aunque quién sabe lo que hubiera sido de esa criatura.
Existen numerosos interrogantes, numerosas posibilidades. Lasher había atacado
a varias mujeres. Las había asesinado en su afán de perpetuarse. No podía
vivir con nosotros, como tampoco habría podido hacerlo una plaga o un insecto.
La coexistencia era impensable, y luego estaba -para utilizar el término que
has empleado tú- el contexto, la forma en que se había presentado, bajo la
apariencia de un fantasma, la forma en que... me utilizó desde el principio.
-Te comprendo perfectamente -dijo Ash-. De haber
estado en tu lugar, yo también lo habría matado.
-¿Estás seguro? -preguntó Michael-. ¿No le habrías
perdonado la vida por ser uno de los pocos de tu especie que aún quedaban en la
Tierra? ¿No habrías sentido ninguna lealtad hacia él?
-No -contestó Ashlar-. Creo que no me comprendes, te
hablo en un sentido general. He pasado toda mi vida tratando de demostrarme a
mí mismo que soy prácticamente un ser humano. ¿Recuerdas? En cierta ocasión intenté
convencer al papa Gregorio de que teníamos alma. No soy amigo de las almas
errantes que ambicionan el poder, un alma vieja que usurpa un nuevo cuerpo. Eso
no suscita en mí la menor lealtad.
Michael asintió con un movimiento de cabeza, dando a
entender que lo comprendía.
-De haber hablado con Lasher -prosiguió Ash-, de haber
hablado de sus recuerdos, quizás eso me habría hecho reflexionar. Pero no, no
habría sentido ninguna lealtad hacia él. Los cristianos y los romanos jamás
creyeron que matar fuese asesinar, tanto si se trataba de un ser humano como
de uno de nuestra especie. Pero yo sí lo creo. He vivido demasiado como para
caer en el error de creer que los seres humanos no son dignos de compasión, que
son «distintos». Todos estamos relacionados; todo está relacionado. Cómo y por
qué, no lo sé. Pero es así. Lasher asesinó para alcanzar sus fines, y si era
posible acabar con esa maldad para siempre... -Ash se encogió de hombros y
sonrió con amargura, o quizá con una mezcla de tristeza y amargura-. Siempre
creí, imaginé, soñé, que si regresábamos algún día, si teníamos otra
oportunidad en la Tierra, quizá podríamos borrar ese crimen.
-Y ahora ya no lo crees -dijo Michael, esbozando una
sonrisa.
-No -respondió Ash-, pero tengo mis motivos para no
pensar en esas posibilidades. Lo comprenderás cuando nos sentemos a charlar con
calma en mis aposentos de Nueva York.
-Yo odiaba a Lasher -dijo Michael-. Era perverso y
cruel. Se reía de nosotros. Tal vez fue un error fatal. No estoy seguro. Por
otra parte, estaba convencido de que había otras personas, vivas y muertas,
que deseaban que yo lo matara. ¿Crees en el destino?
-No lo sé.
-¿Cómo que no lo sabes?
-Hace siglos me dijeron que mi destino era convertirme
en el único superviviente de mi especie. La profecía se ha cumplido. Pero no sé
si fue el destino. Yo fui muy hábil, logré sobrevivir a inviernos durísimos,
batallas y todo tipo de avatares. Continúo sobreviviendo. ¿Fue cosa del
destino o de mí propia capacidad de supervivencia? No lo sé. Pero, en cualquier
caso, ese ser era tu enemigo. ¿Por qué necesitas que te perdone por lo que
hiciste?
-Ese no es el problema -terció Rowan, antes de que
Michael pudiera responder. Se encontraba cómodamente sentada en el sillón, con
la cabeza apoyada en el respaldo. Podía verlos a los dos, y ambos la observaban
a ella-. Al menos, no creo que sea eso lo que le preocupa a Michael.
Michael no la interrumpió.
-Lo que le preocupa es algo que yo he hecho, algo que
él no podría haber hecho jamás.
Ash y Michael aguardaron sin interrumpirla.
-He matado a otro Taltos, a una hembra -dijo Rowan.
-¿Una hembra? -preguntó Ash suavemente-. ¿Un auténtico
Taltos hembra?
-Sí, una auténtica hembra, la hija que tuve de Lasher.
La maté. Disparé contra ella. La maté en cuanto comprendí qué y quién era, y
que estaba ahí, conmigo. La maté. La temía tanto como a Lasher.
Ash parecía fascinado ante aquella revelación, pero en
absoluto disgustado.
-Temía una unión entre un macho y una hembra Taltos
-prosiguió Rowan-. Temía las crueles profecías que él había hecho, así como el
siniestro futuro que había descrito. Temía que Lasher hubiera engendrado un
hijo entre las mujeres Mayfair, un macho, y que éste hallara a mi hija y así se
perpetuaran. Ésa habría sido la victoria de Lasher. Michael y yo, y las otras
brujas Mayfair, habíamos sufrido tanto desde el principio por esa... esa unión,
ese triunfo del Taltos.
Ash asintió con un ademán de la cabeza.
-Sin embargo, mi hija vino a mí llena de amor -dijo
Rowan.
-Sí -murmuró Ash, impaciente por oír el final de la
historia.
-Maté a mi propia hija -dijo Rowan-. Disparé contra mi
vulnerable e indefensa hija. Ella me curó, me regaló su savia y me liberó del
trauma del parto.
»Eso es lo que nos preocupaba a Michael y a mí, el
hecho de que tú lo supieras, que tú, que deseas ser amigo nuestro,
descubrieras horrorizado que pudiste haberte unido con una hembra de tu
especie de no haberla matado yo.
Ash se inclinó hacia delante, con los codos apoyados
en las rodillas y un dedo sobre el labio inferior. Miró a Rowan con las cejas
arqueadas y el ceño levemente fruncido.
-¿Qué hubieras hecho de haber descubierto a mi
Emaleth? -preguntó Rowan.
-¿Era ése su nombre?
-El nombre que le impuso su padre. Él me violó
repetidas veces, aunque los abortos que sufría continuamente me estaban
matando. Hasta que al fin esa criatura, Emaleth, consiguió ver la luz.
Ash suspiró. Se reclinó de nuevo en el sillón, apoyó
su mano en el borde del brazo de cuero y estudió a Rowan. No parecía
entristecido ni enojado por la noticia. De cualquier modo, resultaba imposible
adivinar su reacción.
Durante una fracción de segundo Rowan pensó que había
sido una locura contárselo ahí, sentados en su avión particular, mientras
volaban silenciosamente por los aires. Pero luego comprendió que era
inevitable, que no había tenido más remedio que hacerlo de ese modo si quería
sincerarse con él para cimentar su amistad, para no enturbiar el amor que
había nacido entre ellos a raíz de lo que habían presenciado y oído.
-¿Habrías intentado unirte a ella? -preguntó Rowan-.
¿Habrías sido capaz de remover cielo y tierra con tal de dar con ella, de
salvarla, de llevártela para procrear y fundar con ella una nueva tribu?
Rowan observó en los ojos de Michael que éste temía
por ella. Al mirarlos a ambos, comprendió que no estaba revelando esas cosas en
beneficio de ellos, sino de ella misma, de la madre que había matado a su hija,
que había disparado contra ella.
De improviso, Rowan cerró los ojos y se estremeció.
Luego volvió a abrirlos y se reclinó en el sillón, con la cabeza ladeada. Había
oído el ruido del cuerpo al caer al suelo, había visto cómo se desintegraba su
rostro bajo el impacto del proyectil, había probado el sabor de su savia, una
savia dulce y espesa como un jarabe, que ella había bebido con avidez.
-Rowan -dijo Ash suavemente-, no dejes que esos
recuerdos te atormenten de nuevo, no quiero que sufras por mi culpa.
-¿Acaso no habrías removido cielo y tierra para
encontrarla? -insistió Rowan-. Es por eso por lo que viniste a Inglaterra
cuando te llamó Samuel, cuando te relató la historia de Yuri. Viniste porque
habían visto a un Taltos en Donnelaith.
Ash asintió con un ademán lentamente.
-No puedo responder a tu pregunta. No conozco la
respuesta. Habría venido, sí. Pero no sé si habría tratado de llevármela.
Sinceramente, no lo sé.
-No te creo. ¿Cómo no ibas a desearlo?
-¿Te refieres a procrear y fundar una nueva tribu?
-Sí.
Ash sacudió la cabeza con aire pensativo, apoyando de
nuevo el índice en su labio inferior, el codo sobre el brazo de la silla.
-Sois unos brujos muy extraños -murmuró.
-¿Qué quieres decir? -preguntó Michael.
Ash se levantó de repente y su cabeza casi rozó el
techo de la cabina.
Estiró los brazos y las piernas, se volvió de espaldas
a ellos y dio unos pasos, con la cabeza agachada, antes de girarse de nuevo.
-No podemos responder a las preguntas que nos estamos
haciendo mutuamente -dijo-. Lo único que puedo deciros en estos momentos es que
me alegro de que la hembra haya muerto. De veras. -Ash hizó un ademán para
reforzar sus palabras y apoyó la mano en el respaldo del sillón. Alto y enjuto,
con la mirada perdida en el infinito y un mechón de pelo cayéndole sobre la
frente, mostraba un aspecto misterioso y dramático, semejante al de un mago-.
Os juro que me alegro de saber que esa criatura existió pero ya ha muerto.
Michael asintió con un movimiento de cabeza y dijo:
-Creo que empiezo a comprenderte.
-¿De veras? -preguntó Ash.
-No podemos compartir esta Tierra, ¿no es cierto?
Somos dos tribus aparentemente similares, pero totalmente distintas.
-No, no podemos compartirla -contestó Ash, sacudiendo
la cabeza para dar mayor énfasis a sus palabras-. ¿Qué raza puede convivir con
otra? ¿Qué religión puede coexistir con otra? Hay guerras en todo el mundo,
unas guerras tribales, de exterminio, tanto si se trata de los árabes contra
los kurdos, como de los turcos contra los europeos o de los rusos contra los
orientales. Jamás cesarán. La gente sueña con que un día finalicen las guerras,
pero eso es imposible. Naturalmente, si un día aparecieran de nuevo los de mi
especie y eliminaran a los humanos de la Tierra, mis gentes conseguirían al
fin vivir en paz, que es lo que pretenden todas las tribus.
-No tiene por qué haber guerras -replicó Michael-. Es
conceptible que algún día las tribus dejen de luchar entre sí.
-Conceptible, sí, pero no posible.
-Una especie no tiene por qué dominar a otra -insistió
Michael-. Una raza no tiene por qué conocer siquiera la existencia de la otra.
-¿Insinúas que debemos vivir en secreto? -preguntó
Ash-. ¿Sabes a qué velocidad se duplica, triplica y cuadruplica nuestra
población? ¿Tienes idea de lo fuertes que somos? No puedes saberlo, jamás has
visto nacer a un Taltos, no lo has visto desarrollarse hasta alcanzar su plena
estatura durante los primeros meses u horas o días de su existencia. Ni
siquiera puedes imaginarlo.
-Yo sí lo he visto -terció Rowan-. Lo he vivido en dos
ocasiones.
-¿Y qué opinas? ¿Qué pasaría si deseara unirme a con
una hembra?, ¿si pretendiera hallar una sustituta de Emaleth?, ¿si copulara con
tu inocente Mona y la dejara preñada con una semilla capaz de engendrar un Taltos
y matar quizás a la madre?
-Sólo puedo decirte esto -contestó Rowan, deteviéndose
un instante y respirando hondo-. En el momento de disparar contra Emaleth, no
tuve la menor duda de que representaba una grave amenaza para mi especie y que
por ello debía morir.
Ash sonrió e hizo un gesto de aprobación.
-Tenías razón -dijo.
Los tres guardaron silencio. Al cabo de unos minutos,
Michael dijo:
-Ahora ya conoces nuestro terrible secreto.
-Sí, ya lo sabes -apostilló Rowan suavemente.
-Me pregunto si alguna vez descubriremos el tuyo
-apuntó Michael.
-Lo sabréis a su debido tiempo -respondió Ash-. Creo
que ahora deberíamos dormir un rato. Me escuecen los ojos, y en cuanto llegue
tengo que resolver un centenar de pequeños problemas en la empresa. Id a
dormir, y cuando estemos en Nueva York os lo contaré todo. Conoceréis todos mis
secretos, desde el más oscuro hasta el más inocente.
23
-Despierta, Mona.
Mona escuchó el murmullo del pantano antes de alcanzar
a verlo. Oyó el croar de las ranas y el revoloteo de las aves nocturnas, así
como el rumor del agua que la rodeaba, turbia y estancada, pero que de vez en
cuando se movía en el interior de una tubería oxidada, o al rozar el costado
de un esquife. Se habían detenido. Aquél debía de ser el embarcadero al que se
había referido Mary Jane.
Mona había tenido un sueño muy raro. Soñó que tenía
que pasar un examen y que la persona que lo aprobara gobernaría el mundo. Mona
había contestado todas las preguntas, las cuales cubrían distintos ámbitos:
ciencias, matemáticas, historia, informática, que tanto le gustaba, la Bolsa,
en la que era una experta, y el significado de la vida, la materia que le había
resultado la más difícil puesto que se sentía tan llena de vida ,que se sentía
incapaz de justificarlo. Uno simplemente sabe que es magnífico estar vivo.
¿Había respondido correctamente a todas las preguntas? ¿Llegaría a gobernar el
mundo?
-Despierta, Mona -murmuró Mary Jane.
Mary Jane no se dio cuenta de que Mona tenía los ojos
abiertos y contemplaba el paisaje a través de la ventanilla. Vio los raquíticos
árboles, inclinados y cubiertos de musgo, las parras enrolladas como cuerdas
alrededor de los inmensos y vetustos cipreses. A la luz de la luna, Mona
advirtió el brillo de las aguas del pantano a través de la vegetación y los
nudos de los cipreses, las peligrosas ramas que brotaban de los gruesos
troncos de los árboles, así como unos pequeños insectos negros que se movían
en la oscuridad quizá fueran cucarachas, aunque prefería no pensar en ello.
Le dolía la espalda. Cuando trató de inclinarse hacia
delante, Mona se sintió abotargada y dolorida. Le apetecía otro vaso de leche.
Se habían parado dos veces para que Mona bebiera leche, pero quería más.
Llevaban varios cartones en la nevera portátil, pero era mejor esperar a que
llegaran a casa. Allí se bebería un gran vaso de leche.
-Vamos, tesoro, baja del coche y espérame aquí. Dejaré
el coche donde nadie pueda verlo.
-¿Cómo vas a ocultar este trasto tan descomunal?
Mary Jane abrió la portezuela y ayudó a Mona a
apearse. Luego retrocedió unos pasos y la miró asustada, aunque trató de
disimularlo. La luz del interior del coche iluminaba el rostro de Mary Jane.
-¡Dios mío, Mona! ¿Y si te mueres?
Mona sujetó la muñeca de Mary Jane y se levantó,
plantando los pies firmemente en la tierra suave y compacta, sembrada de
conchas blancas que relucían en la oscuridad. Frente a ella vio la silueta del
espigón.
-Deja de pensar en eso, Mary Jane, esperemos que no
suceda.
Mona se agachó para recoger un saco de comestibles,
pero no consiguió levantarlo del suelo.
Mary Jane encendió la linterna. Al volverse, la luz
iluminó sus ojos, confiriéndole un aspecto fantasmagórico. Mona distinguió el
destartalado cobertizo que se alzaba tras Mary Jane, el espigón desmoronado y
los filamentos de musgo que colgaban de las desnudas ramas de los árboles.
El ambiente estaba infestado de bichitos que no cesaban
de revolotear a su alrededor.
-Mona Mayfair, tu aspecto es lamentable. Tienes la
piel tan delgada y transparente que a través de ella veo los huesos de tus
pómulos e incluso tus dientes.
-No digas bobadas -contestó Mona-. Estás loca. Se
debe a la luz. Tú también pareces un fantasma.
Lo cierto es que se sentía muy débil y tenía todo el
cuerpo dolorido; le dolían hasta los pies.
-Tienes un color de piel horrible, parece que te hayas
dado un baño de magnesia.
-Me encuentro bien, sólo que no puedo levantar este
saco.
-Ya lo cogeré yo. Apóyate en ese árbol y descansa. Es
el ciprés del que te hablé, el más antiguo de esta región. Ahí está la pequeña
laguna donde la familia solía ir a remar. Toma, coge la linterna, el mango no
está caaiente.
-Tiene un aspecto peligroso. En las películas del
Oeste, los malos siempre arrojan una linterna como ésta en el pajar donde se
encuentra atrapado el protagonista para quemarlo vivo. No me gusta.
-No te preocupes, nadie va a prender fuego al pajar
-replicó Mary Jane mientras sacaba del coche los sacos de comida y los
depositaba sobre las conchas que tapizaban el suelo-. Para empezar, no hay
ningún pajar, y si lo hubiera la paja estaría húmeda.
Los faros del coche iluminaban el pantano, la interannable
hilera de apretados troncos, gruesos y delgados, y los deteriorados palmitos y
plátanos. Pese al hedor que despedía y la quietud de sus aguas, el pantano
respiraba, suspiraba y se agitaba levemente.
-Qué lugar tan inhóspito -murmuró Mona, aunque en
cierto modo le agradaba. Le encantaba el frescor del ambiente, suave y
lánguido, que más parecía mecerse al ritmo del agua que por el impulso de la
brisa.
Mary Jane dejó caer la pesada nevera.
-Mira, échate a un lado, y cuando me suba al coche y
gire para hacer marcha atrás, podrás ver Fontevrault a la luz de los faros.
Mary Jane cerró la portezuela y puso el coche en
marcha. Los neumáticos chirriaron sobre las piedrecitas.
El vehículo giró hacia la derecha y los potentes faros
iluminaron aquellos raquíticos árboles fantasmagóricos. De pronto Mona vio la
gigantesca mansión, que parecía escorarse hacia un lado, y sus ventanas abuhardilladas
reluciendo a la luz de los faros, mientras el coche describía un círculo.
Luego se hizo de nuevo la oscuridad, pero la imagen
que había contemplado Mona se le quedaría grabada en la mente para siempre:
una inmensa mole negra que se recortaba contra el cielo, desmoronándose a pedazos.
Mona sintió ganas de gritar, aunque no sabía muv bien
por qué. Era imposible que se alojaran en aquella casa, un edificio en ruinas,
a punto de venirse abajo. Una cosa era una mansión edificada sobre un pantano,
pero aquello era un desastre. Cuando el coche se alejó, exhalando una nubecilla
de humo blanco, Mona distinguió unas luces en la casa. Las vió brillar en el
piso superior, en el centro del porche, al fondo de la casa. Cuando el ruido
del motor del coche se apagó, Mona creyó oír, durante un instante, el lejano
sonido de una radio.
La luz de la linterna era bastante potente, pero reinaba
una oscuridad impenetrable. La única fuente de iluminación era la linterna y la
tenue luz que provenía de las entrañas de la desmoronada mansión.
Mona dedujo que Mary Jane no se había dado cuenta de
que la casa se había inclinado durante su ausencia.
Tenemos que sacar a la abuela de allí -pensó Mona-,
suponiendo que no se haya ahogado en las fétidas aguas del pantano.
Jamás había percibido un hedor tan repugnante como
aquél, pero cuando alzó los ojos vio que el cielo estaba teñido de un rosa
típico de las noches de Louisiana, y que los árboles alargaban sus enclenques
ramas en un inútil intento de enlazarse unas con otras, y que el musgo ofrecía
un aspecto translúcido, como un velo. Oyó las voces de los pájaros y vio que
las ramas superiores de los árboles eran muy delgadas y estaban cubiertas de
unas telas plateadas, como telas de araña, ¿o serían tal vez gusanos de seda?
-Reconozco que este lugar posee cierto encanto --dijo
Mona-. La lástima es que la casa esté a punto de derrumbarse.
Madre.
«Estoy aquí, Morrigan.»
De pronto oyó un ruido detrás de ella, en la carretera.
Al volverse vio a Mary Jane que corría hacia ella, sola en medio de la
oscuridad. Mona levantó la linterna. El dolor que sentía en la espalda era casi
insoportable, aunque no había hecho ningún esfuerzo ni había levantado ningún
objeto pesado. Tan sólo sostenía la linterna.
«¿Acaso se supone que la teoría de la evolución explica
la presencia de todas las especies que existen en estos momentos en el planeta?
Quiero decir, ¿no existe una segunda teoría sobre una generación espontánea?»
Por más vueltas que le dio, Mona no halló la respuesta
a esa pregunta. La verdad era que la evolución nunca le había parecido lógica.
«La ciencia ha llegado al punto en que una serie de creencias que antiguamente
ente eran tachadas de metafísicas, hoy resultan totalmente posibles.»
Mary Jane apareció inopinadamente en la oscuridad,
corriendo como una niña, mientras sostenía en la mano derecha sus zapatos de
tacón alto. Al alcanzar la posición de Mona se detuvo, con la respiración entrecortada,
para recobrar el aliento.
-Caray, Mona Mayfair -dijo entre jadeos, su bonito
rostro perlado de sudor-, tengo que llevarte hasta la casa cuanto antes.
-Tienes las medias destrozadas.
-Me alegro -respondió Mary Jane-. Las odio. -Luego
cogió la nevera y echó a correr hacia el espigón-. Vamos, Mona, apresúrate, no
sea que te caigas muerta aquí mismo.
-¿Quieres dejar de decir esas barbaridades? Te va a
oír el bebé.
Mona oyó un ruido seco. Mary Jane había arrojado la
nevera en el bote. Mona trató de correr sobre las precarias tablas del
espigón, pero cada paso le suponía un gran esfuerzo. De pronto sintió un dolor
lacerante, como si le hubieran propinado un latigazo en la espalda y la
cintura, mejor dicho, lo que quedaba de su cintura. Se detuvo bruscamente,
mordiéndose el labio para no gritar.
Mona vio a Mary Jane correr hacia el bote cargada con
otro bulto.
-Me gustaría ayudarte -dijo Mona, sin apenas fuerzas
para pronunciar la última palabra.
Echó a andar lentamente hacia el borde del espigón,
pensando en que era una suerte que llevara zapatos planos, aunque no recordara
habérselos puesto. Luego vio la piragua, en la que Mary Jane estaba colocando
el último saco y un montón de almohadas y mantas.
-Dame la linterna y quédate ahí hasta que acerque más
el bote al espigón.
-Te confieso que el agua me da un poco de miedo, Mary
Jane. Quiero decir que me siento torpe, tengo miedo de caer al agua.
Mona sintió de nuevo un fuerte dolor. Te quiero,
mamá, tengo miedo.
-¡Cállate! No tienes por qué tener miedo -dijo Mona.
-¿A qué viene esto? -preguntó Mary Jane.
Mary Jane saltó a la amplia piragua de metal, agarró
el remo que estaba amarrado a un costado de la embarcación e hizo varias
maniobras hasta situarla de popa. La linterna yacía frente a ella, sobre un
pequeño banco. Detrás de Mary Jane se encontraban los sacos de comida y demás
objetos que habían llevado.
-Vamos, cariño, sube rápidamente, eso, mete los dos
pies.
-¡Dios, vamos a ahogarnos!
-No digas tonterías, el agua no tiene aquí ni dos
metros de profundidad. Nos pondremos perdidas, eso sí, pero no nos ahogaremos.
-Yo soy capaz de ahogarme en dos metros de agua
-replicó Mona-. ¿Te has fijado en la casa, Mary Jane?
-Sí, ¿qué?
Por fortuna, el mundo dejó de oscilar. Mona seguía
asiendo con fuerza la mano de Mary Jane. Al fin la soltó y ésta empuñó el remo
con ambas manos, y empezaron a alejarse del espigón.
-Mira, Mary Jane -dijo Mona.
-Sí, ésa es nuestra casa. No te muevas, tesoro, llegaremos
enseguida. Esta piragua es muy sólida y resistente, no volcaremos. Si quieres
puedes arrodillarte, o sentarte, pero te recomiendo que no lo intentes en estos
momentos.
-¡Fíjate en la casa! ¡Se inclina hacia un lado!
-Cariño, hace cincuenta años que está así.
-Sabía que dirías eso. ¿Y si se hunde el bote?¡Dios,
no soporto mirar esa horrible mole, parece como si fuese a derrumbarse...!
Mona sintió otra punzada en el vientre, breve pero
profunda.
-¡Pues no la mires! -contestó Mary Jane-. No vas a
creerlo, pero yo solita, con un compás y un trozo de cristal, he calculado el
ángulo de inclinación y he comprobado que es menos de cinco grados. Es la línea
vertical de las columnas lo que produce la impresión de que la casa está muy
inclinada y puede desmoronarse de un momento a otro.
Mary Jane levantó el remo, y la piragua se deslizó
rápidamente hacia delante, impulsada por su propia inercia. La oscuridad de la
noche suave y lánguida las envolvía; las ramas pendían de un árbol tan
inclinado que parecía estar también a punto de precipitarse contra el suelo.
Mary Jane hundió de nuevo el remo en el fondo del
agua, propulsando la piragua hacia delante, volando hacia la inmensa sombra que
se erguía ante ellas.
-¿Esa desvencijada puerta es la entrada principal?
-preguntó Mona, aterrada.
-Sí, se ha soltado de las bisagras, pero no te preocupes,
cariño. Te llevaré hasta la misma escalinata que hay en el vestíbulo. Dejaré la
piragua amarrada allí, como de costumbre.
Al alcanzar el porche, Mona se tapó la boca con ambas
manos. Sintió deseos de taparse también los ojos, pero temió caer de la
piragua. Sobre sus cabezas pendían unas tupidas parras. Todo estaba lleno de
espinas. Quizás antiguamente crecieron allí unos rosales. Frente a ella, entre
las sombras, resplandecían unas glicinas. A Mona le entusiasmaban las
glicinas.
Mona jamás había contemplado unas columnas tan
gigantescas. Le extrañaba que no se hubieran derrumbado ya.
Nunca había imaginado, al mirar los cuadros en los que
aparecía Fontevrault, que se tratase de una imponente mansión de estilo
neoclásico. Claro que nunca había conocido a nadie que hubiera vivido aquí, al
menos nadie que ella recordara.
Las molduras del techo del porche estaban podridas.
En el centro del mismo había un agujero capaz de albergar a una pitón o un nido
de cucarachas. Las ranas croaban alegremente, produciendo un sonido muy hermoso,
fuerte y potente comparado con el suave murmullo de las cigarras que cantaban
en el jardín.
-Supongo que no habrá cucarachas -dijo Mona.
¿Cucarachas? -repitió Mary Jane-. Cariño, aquí tenemos
de todo: víboras de agua, serpientes y hasta cocodrilos. Mis gatos se comen
las cucarachas.
Se deslizaron a través de la puerta principal y de
pronto se encontraron en el espacioso vestíbulo, invadido por el olor del yeso
húmedo y la cola del papel que cubría las paredes y que se caía a pedazos, así
como de la madera. Mona se sintió mareada debido al olor a podredumbre y al
hedor procedente del pantano, a la cantidad de bichos que pululaban a su
alrededor y a los destellos del agua sobre los muros y el techo, los cuales
formaban unas ondas de luz.
De pronto imaginó a Ofelia flotando en el río, con
unas flores en el pelo.
A través de la puerta del vestíbulo Mona divisó un
destartalado salón. La luz que se reflejaba en las paredes ponía de relieve
las manchas oscuras que la humedad había causado en la tapicería, hasta el
punto de que resultaba imposible adivinar su color originario. Del techo
colgaban unas tiras de papel.
La piragua chocó bruscamente con la escalera. Mona
extendió la mano y se agarró a la balaustrada, temiendo que ésta se
desmoronara, pero no fue así. De pronto sintió otra punzada que le recorrió el
vientre y espalda, que le cortó la respiración.
-Más vale que nos apresuremos, Mary Jane.
-No hace falta que me lo digas, Mona Mayfair. Estoy
muerta de miedo.
-Tienes que ser valiente. Morrigan te necesita.
La luz de la linterna iluminó durante unos instantes
el techo del segundo piso. El papel que revestía las paredes estaba salpicado
de ramitos de flores, tan desteñidos que sólo quedaba la silueta del dibujo.
El yeso estaba lleno de agujeros, pero Mona no vio nada a través de éstos.
-No te preocupes, todos los muros son de piedra, como
en la casa de la calle Primera -dijo Mary Jane mientras amarraba la
embarcación. Al fin habían llegado. Mona se sujetó a la balaustrada, temerosa
de bajar de la piragua pero incapaz de permanecer en ella ni un minuto más.
-Sube, yo voy enseguida -dijo Mary Jane-. La abuela
está en una habitación que hay al fondo de la planta. Ve a saludarla. No te
preocupes por los zapatos, te daré unos secos. Yo subiré las cosas.
Con cautela, entre leves quejidos, Mona se agarró con
ambas manos a la balaustrada, bajó de la piragua y se detuvo al pie de la
escalera.
Contempló la amplia escalinata. De no haber estado
inclinada, ofrecería un aspecto totalmente seguro. Con una mano sobre la
barandilla y la otra apoyada en el húmedo yeso de la pared, Mona alzó la cabeza
y de pronto sintió como si la poderosa presencia de la casa la envolviera, su
podredumbre, su fuerza, su resistencia a hundirse en las turbias aguas del
pantano.
Era un edificio recio y descomunal, que había cedido
lentamente unos centímetros. Tal vez no llegara a derrumbarse. Pero teniendo en
cuenta que sus cimientos se asentaban en el lodo, a Mona le parecía un milagro
que no se la hubieran tragado ya las aguas del pantano, como a los malos en las
películas del desierto.
-Anda, sube -insistió Mary Jane, dejando caer uno de
los sacos sobre el escalón, junto a Mona. La chica estaba trabajando duro.
Mona echó a andar. Sí, la escalera era firme y resis-tente
y, a medida que subía, notó que la balaustrada y el Yeso de la pared tenían un
tacto más seco, como si el cálido sol primaveral hubiera penetrado por el techo
y
o hubiera secado todo.
Cuando Mona llegó por fin al segundo piso, calculó que
el ángulo de inclinación debía de ser inferior a cinco grados, lo cual ya
bastaba para ponerla a una nerviosa.
Se detuvo y entornó los ojos. En el extremo opuesto
del pasillo avistó otra puerta con abanico, unas luces laterales y unas
bombillas que colgaban de unos alamles suspendidos del techo. También le
pareció ver una .tmensa mosquitera, a través de la cual brillaba la suave tez
de las bombillas.
Mona avanzó unos pasos, agarrándose a la pared de
tacto duro y seco. De pronto escuchó unas risitas que provenían del otro
extremo del pasillo, y cuando subió Mary Jane con la linterna y la depositó
sobre un saco en la cima de la escalera, Mona vio a un chiquillo de pie en la
puerta de una habitación que había al fondo del pasillo.
Era un niño delgaducho, con la tez muy oscura, los
ojos grandes, el pelo suave y negro y una carita parecia a la de un pequeño
santón hindú.
-Hola, Benjy, ayúdame a transportar estas cosas.
¡Tienes que ayudarme! -gritó Mary Jane.
El chico se adelantó y Mona comprobó que de cerca no
resultaba tan pequeño. Era casi tan alto como ella, lo cual no significaba gran
cosa dado que Mona medía tan sólo un metro y cincuenta y ocho centímetros, y
seguramente ya no crecería más.
Era un chico guapísimo, con una misteriosa mezcla de
sangre: africana, hindú, española, francesa y, probablemente, Mayfair. Mona
deseaba tocarlo, acariciarle la mejilla y comprobar si su piel, tostada y
lustrosa como el cuero fino, era tan suave como parecía. De golpe recordó algo
que le había dicho Mary Jane, algo acerca de que el chico vendía sus favores en
la ciudad, y, en un estallido de misteriosa luz, Mona vio unas habitaciones
empapeladas de color morado, pantallas con flecos, caballeros decadentes como
el tío Julien, ataviados de blanco, y a ella misma acostada en una cama de
metal con ese adorable jovenzuelo.
Era una locura.
En aquel momento Mona sintió otra punzada en el
vientre, pero en lugar de detenerse siguió avanzando, arrastrando un pie tras
otro. De pronto aparecieron unos gatos, grandes, con la cola larga, peludos y
de mirada demoníaca, como los gatos de las brujas. Había una media docena de
gatos que se deslizaban a lo largo de las paredes.
El hermoso niño de cabello negro echó a andar por el
pasillo cargado con dos sacos de víveres. Mona comprobó que el pasillo estaba
limpio, como si el chico lo hubiera barrido y fregado.
Mona tenía los zapatos empapados; apenas podía
levantar los pies.
-¿Eres tú, Mary Jane? ¿Ha llegado mi nieta, Benjy?
¡Mary Jane!
-Ya voy, abuela. ¿Qué haces?
Mary Jane pasó apresuradamente junto a Mona,
sosteniendo torpemente la nevera portátil, con los codos apuntando hacia fuera
y agitando su largo y rubio cabello.
-Hola, abuela -dijo Mary Jane, desapareciendo por el
recodo del pasillo-. ¿Qué estás haciendo?
-Me estoy comiendo unas galletas con queso. ¿Quieres
una?
-No, ahora no, dame un beso. ¿Se ha estropeado la
tele?
-No, tesoro, me he cansado de mirarla. Me he entretenido
cantando unas canciones mientras Benjy escribía la letra.
-Escucha, abuela, tengo que irme. He venido con Mona
Mayfair. Voy a llevarla a la buhardilla, para que esté cómoda y calentita.
-Sí, sí, por favor -murmuró Mona.
Se apoyó en la pared, cuya inclinación era tan acusada
que casi hubiera podido acostarse en ella. Tenía los pies hinchados y sentía
unos persistentes dolores en el vientre y la espalda.
Ya voy, mamá.
«Espera unos minutos, cariño, aún falta un tramo de
escalera.»
-Trae a Mona Mayfair, tráela aquí.
-No, abuela, ahora no -contestó Mary Jane.
Dicho esto, salió de la habitación, con tanta prisa
que su falda blanca chocó contra el marco de la puerta, y extendió los brazos
hacia Mona.
-Ánimo, tesoro, ya sólo quedan unos pocos escalones
-dijo Mary Jane.
En el preciso momento en que Mary Jane tomaba a su
prima por los hombros para ayudarla a subir el siguiente tramo de escalera,
Mona vio salir de la habitación del fondo a una diminuta anciana de cabello
cano, peinada con dos trenzas sujetas con unas cintas. Su rostro parecía un
trapo arrugado, con unos expresivos ojos negros surcados de arrugas que
reflejaban un acusado sentido del humor.
-Tengo que apresurarme -dijo Mona, agarrada a la
barandilla y moviéndose tan rápidamente como le 9m posible-. Esta inclinación
me marea.
-Lo que te marea es el bebé -replicó Mary Jane.
-Corre a encender las luces, Benjy -ordenó la anciana, sujetando a Mona del brazo con una mano asombrosamente firme-. ¿Por qué no me dijiste que esta niña estaba embarazada? ¿No es ésta la hija de Alicia? ¡La pobrecita casi se muere cuando le amputaron el sexto dedo!
-Corre a encender las luces, Benjy -ordenó la anciana, sujetando a Mona del brazo con una mano asombrosamente firme-. ¿Por qué no me dijiste que esta niña estaba embarazada? ¿No es ésta la hija de Alicia? ¡La pobrecita casi se muere cuando le amputaron el sexto dedo!
-¿Quién, yo? -preguntó Mona, volviéndose hacia la
anciana.
Esta apretó los labios y asintió con un movimiento de
cabeza.
-¿Se refiere a que nací con un sexto dedo? -inquirió
Mona.
-Sí, tesoro, y por poco te vas al cielo cuando te
anestesiaron. ¿No te han contado nunca que la enfermera te puso dos
inyecciones de anestesia que casi te paralizaron el corazón, y que Evelyn te
salvó la vida?
En aquel momento apareció Benjy, subiendo los escalones
de dos en dos, sus pisadas resonando sobre las desnudas tablas del suelo.
-No, nadie me dijo nada -respondió Mona-. ¡Ese maldito
sexto dedo!
-No te quejes, eso te ayudará -dijo Mary Jane.
A Mona le pareció que aún quedaba un centenar de
escalones para llegar hasta donde se encontraba Benjy, quien, después de
encender las luces, inició de forma lenta y lánguida el descenso aun cuando
Mary Jane no cesara de darle órdenes a gritos.
La abuela se había detenido al pie de la escalera que
conducía a la buhardilla. Llevaba puesto un camisón blanco que rozaba el suelo.
Sus ojos negros y perspicaces observaban detenidamente a Mona, como si la estuviera
estudiando. «No cabe duda de que es una Mayfair», pensó Mona.
-Ve en busca de unas mantas y unas almohadas -dijo
Mary Jane a Benjy-. Apresúrate. Y trae leche. No te olvides de la leche.
-¡Un momento! -gritó la abuela-. Por el aspecto que
tiene, no creo que a esta chica le convenga pasar la noche en una buhardilla.
Deberías llevarla de inmediato al hospital. ¿Dónde está la furgoneta? ¿La has
dejado en el embarcadero?
-.Olvídate de la furgoneta, tendrá al niño aquí -contestó
Mary Jane.
-¡Mary Jane! -gritó la abuela-. ¡Maldita sea! No puedo
subir esos escalones debido a mi cadera.
-Vuelve a la cama, abuela. Dile a Benjy que se
apresure. ¡Como no traigas enseguida las cosas que te he pedido, no te pagaré,
Benjy!
Mona y Mary Jane continuaron trepando por la escalera
hacia la buhardilla. A medida que subían, el aire se tornaba más cálido.
El espacio era inmenso.
Mona vio unas bombillas suspendidas de unos cables
que recorrían el techo, al igual que en la habitación del piso inferior, así
como unos gigantescos baúles y armarios roperos que ocupaban todos los
gabletes, excepto uno, el cual acogía el lecho y, junto a éste, una lámpara de
queroseno.
El lecho era enorme aunque sencillo, de madera oscura,
como los que se suelen utilizar en el campo, desprovisto de dosel y cubierto
con una tupida mosquitera que ocultaba la entrada al gablete. Mary Jane la
levantó justo a tiempo de que Mona cayera de bruces sobre el mullido colchón.
El seco y cómodo lecho estaba cubierto con un suave
,edredón de plumas y un montón de cojines.
La luz de la lámpara, aunque peligrosamente próxin a
a él, lo convertía en una especie de acogedora tienda de campaña.
¡Benjy, trae inmediatamente la nevera!
-Chére, acabo de llevar la nevera al porche trasero
-contestó éste, o algo parecido, con un acento claramete cajun.
El chico no se expresaba como la anciana, la cual
hablaba como una típica Mayfair, según Mona.
-Da lo mismo, ve a por ella -le ordenó Mary Jane.
La mosquitera atrapaba la luz dorada de la lámpara y
aislaba el espléndido lecho del resto de la habitación. "Es un buen lugar
para morir -pensó Mona-, incluso quizá mejor que hacerlo en un río rodeada de
flores."
Sintió de nuevo un intenso dolor, pero esta vez Mona
estaba mucho más cómoda. ¿Qué se suponía que debía hacer? Lo había leído en
alguna parte. ¿Contener la respiración o algo por el estilo? No lograba
recordarlo. No era un tema que hubiera estudiado a fondo. ¡Dios, estaba a punto
de dar a luz!
Mona agarró la mano de Mary Jane. Ésta se acostó junto
a ella, mirándola con preocupación y enjugándole la frente con algo blanco y
suave, más suave que un pañuelo.
-No temas, tesoro, estoy aquí. Cada vez se hace más
grande, Mona, no es un bebé...
-Nacerá -respondió Mona-. Es mío. Nacerá, pero si
muero, tú y Morrigan tendréis que construirlo entre las dos.
-¿El qué?
-Un catafalco de flores...
-¿Un qué?
-Calla, esto es muy importante.
-¡Mary Jane! -gritó la abuela desde el pie e la
escalera-. Baja y ayuda a Benjy a subirme en brazos a la buhardilla.
-Una valsa llena de flores -dijo Mona-; con glicinas,
rosas y flores silvestres, como los lirios que crecen en los pantano...
-Si, si, de acuerdo, ¿y qué más?
-Quiero que sea muy frágil, para que mientras me
deslice flotando sobre ella, la balsa se vaya deshaciendo lentamente y al final
yo me hunda en el fondo del río... como Ofelia.
-Si, si, lo que quieras. Tengo miedo, Mona. Estoy muy
asustada.
-Entonces, compórtate como una bruja, porque ya no
podemos cambiar nada.
De pronto Mona sintió que algo se rompía en su
interior, como si la hubieran atravesado con un objeto punzante. Por unos
instantes temió que el bebé estuviera murto.
No, mamá, ya vengo. Prepárata para cogerme de la mano.
Te necesito.
Mary Jane estaba arrodillada en el lecho, las manos
sobre las mejillas.
-¡Dios santo! -exclamó.
-¡Ayúdala! ¡Ayúdala, Mary Jane! -gritó Mona.
Mary Jane cerró los ojos y apoyó las manos sobre el
descomunal vientre de su prima. Aquel dolor lacerante cegaba a Mona.
Trató de ver la luz atratada en la mosquitera, los
ojos cerrados de Mary Jane, sentir sus manos, oír las palabras que murmuraba,
pero no pudo. Notó que caía rodando entre los árboles del pantano mientras
agitaba las manos en un intento desesperado por asirse a las ramas...
-¡Ven a ayudarme, abuela! -gritó Mary Jane.
Al cabo de unos instantes oyó los apresurados pasos de
la anciana.
-¡Sal de aquí, Benjy! -ordenó la anciana-. Baja
inmediatamente, ¿me has oído?
Mona sintió que seguía precipitándose a través de la
marisma, mientras el dolor se hacía cada vez más intenso.
No resultaba extraño que las mujeres odiaran pasar por
ese trance. No se trataba de ninguna broma. Era horrible. "¡Dios mío,
ayúdame!"
-¡Jesús, María y José! -exclamó la abuela-. ¡Es un
bebé que camina!
-Ayúdame, abuela, cógele la mano -dijo Mary Jane-.
¿Sabes lo que es eso, abuela?
-Un bebé que camina, hija. He oído hablar de ellos
toda mi vida, pero jamás había visto uno. Cuando Ida Bell Mayfair parió un bebé
que caminaba, en el pantano, siendo yo niña, la gente decía que el niño era más
alto que su madre y que al nacer ya caminaba. Grandpére Tobías bajó y lo
despedazó con un hacha mientras la madre yacía postrada en el hospital, chillando
como una loca. ¿No has oído hablar nunca de los bebés que caminan, niña? En Santo
Domingo los quemaban vivos.
-¡A este bebé no! -gritó Mona.
Seguía sumida en la oscuridad, tratando de abrir los
ojos. ¡Dios, qué dolor tan atroz! De pronto una mano pequeña y resbaladiza
cogió la suya: «No te mueras, mamá.»
-Dios te salve María, llena eres de Gracia -dijo la
abuela, y Mary Jane se unió a la oración-. Bendita Tú eres entre todas las
mujeres, y bendito sea el...
-¡Mírame, mamá! -susurró la criatura al oído de Mona-.
¡Mírame! Te necesito, necesito que me ayudes a desarrollarme y a hacerme
grande, grande, grande.
-¡Grande y fuerte! -gritaron las mujeres, pero sus
voces sonaban muy lejanas-. ¡Grande y fuerte! Dios te salve María, llena eres
de Gracia, ayúdala a hacerse grande y fuerte.
Mona se echó a reír. «Eso es, Madre de Dios, ayuda a mi
bebé que camina.»
Pero seguía rodando a través de los árboles del pantano,
cuando de pronto alguien le cogió ambas manos, Mona alzó la mirada y a través
de la rutilante luz verde observó su propio rostro inclinado sobre ella. Su propio
rostro, pálido, pecoso, con sus mismos ojos verdes y su cabello rojo. ¿Acaso
era ella misma, quien había acudido a salvarla? ¡Era su misma sonrisa!
-No, mamá, soy yo -dijo la voz, aferrando con sus
manos las de Mona-. Mírame. Soy Morrigan.
Mona abrió los ojos lentamente. Sentía una gran
opresión en el pecho que le impedía respirar, pero trató de levantar la cabeza,
de acariciar aquella espléndida cabellera roja, de incorporarse lo suficiente
para... para cogerle la cara entre las manos y... besarla.
24
Cuando Rowan se despertó, nevaba. Vestía un grueso y
largo camisón de algodón, que le habían proporcionado para combatir el duro
invierno neoyorquino. El dormitorio estaba decorado en blanco y se hallaba en
silencio. Michael dormía profundamente junto a ella.
Ash trabajaba en su despacho, que estaba en el piso
inferior, o al menos eso le había dicho que haría, aunque quizá ya hubiese
concluido sus tareas y se había ido a acostar.
Rowan no percibía el menor sonido en esa habitación
de mármol, en el silencioso y nevado cielo de Nueva York. Se detuvo frente a
la ventana, contemplando el plomizo cielo y los pequeños copos de nieve que
caían sobre los tejados de los edificios que la rodeaban, sobre el alféizar de
la ventana y en airosas ráfagas contra el cristal, desvaneciéndose al instante.
Había dormido seis horas. Era suficiente.
Se vistió rápidamente con un sencillo traje negro que
sacó de la maleta, de nuevo una costosa prenda eleIda por otra mujer, quizá
más extravagante que el tipo de ropa que ella acostumbraba usar. Perlas y más
perlas.
nos zapatos que se abrochaban con unos cordones sobre
el empeine, pero con unos tacones peligrosamente altos. Medias negras. Un leve
toque de maquillaje.
Luego echó a caminar a través de los silenciosos pasillos.
Si quería visitar el museo de muñecas, según le habían dicho tenía que oprimir
el botón en el que aparecía una M.
Las muñecas. ¿Qué sabía ella sobre muñecas? De niña
habían constituido su pasión secreta, que siempre le había dado vergüenza
confesar ante Ellie y Graham, e incluso ante sus amigas. Por Navidad siempre
pedía cosas como un juego de instrumentos químicos, una raqueta de tenis o un
equipo estereofónico para su habitación.
El viento aullaba a través de la caja del ascensor como
si se tratara de una chimenea. A Rowan le gustaba ese sonido.
Las puertas del ascensor se abrieron, revelando un
interior forrado con paneles de madera y hermosos espejos, que Rowan apenas
recordaba haber visto aquella mañana, cuando habían llegado poco antes del
amanecer. Partieron al amanecer; llegaron al amanecer. Habían ganado seis
horas. Según su reloj biológico era de noche, y ella se sentía despierta y
llena de energía para afrontar la noche.
Rowan bajó en el ascensor, en un silencio mecánico,
escuchando el fantasmagórico sonido del viento y preguntándose si a Ash
también le gustaba.
Rowan suponía que de pequeña debió de tener muñecas,
como todas las niñas, pero no lo recordaba. Todo el mundo regala muñecas a las
niñas, ¿no? Quizá no. Quizá su amable y afectuosa madre adoptiva sabía que el
baúl del desván contenía las muñecas de las brujas, confeccionadas con cabello
y huesos humanos. Quizá sabía que allí había una muñeca por cada bruja Mayfair
que había existido durante los últimos años. Puede que a Ellie no le gustaran
las muñecas. Algunas
personas, con independencia de su clase social, gustos
personales o creencias religiosas, sienten temor de las muñecas.
¿Y ella? ¿También les tenía miedo?
Cuando se abrieron las puertas del ascensor Rowan
observó unas vitrinas de cristal, unos apliques de bronce, y los inmaculados
suelos de mármol, comunes al resto del edificio. En la pared había una placa de
bronce que rezaba simplemente: COLECCIÓN PRIVADA.
Rowan salió del ascensor, dejando que la puerta se
cerrara automáticamente tras ella, y comprobó que se hallaba en una inmensa
sala iluminada con profusión.
Estaba rodeada de muñecas. Rowan observó sus grandes
ojos de cristal, sus rostros de facciones perfectas, sus labios entreabiertos,
expresión de un sincero y conmovedor asombro.
En una enorme vitrina de cristal, que había frente a
ella, Rowan vio una muñeca de porcelana que medía aproximadamente un metro de
estatura, con una larga cabellera de mohair y un exquisito vestido de seda,
algo descolorido. Se trataba de una preciosa muñeca francesa del año 1880,
creada por Casimir Bru, según indicaba la placa de la vitrina, posiblemente el
fabricante de muñecas más importante del mundo.
Era justo reconocer su belleza, tanto si a uno le gustaban
las muñecas como si no. Sus ojos, azules y rasgados, irradiaban luz y estaban
dotados de unas espesas pestañas. Las manos, de color rosa pálido, estaban modeladas
con tal exquisitez que parecían estar a punto de moverse. Pero era el rostro de
la muñeca, su expresión, lo que cautivó a Rowan. Las cejas, finamente perfiladas,
presentaban una leve asimetría, lo cual dotaba de vida a su mirada. Tenía una
expresión a la vez curiosa, inocente y pensativa.
Sin duda, se trataba de un ejemplar único, incomparable.
Y, al margen de que Rowan, cuando era niña, hubiera deseado que le regalaran
muñecas, en aquellos momentos sintió un intenso deseo de tocar la muñeca que
tenía ante sí, de palpar sus redondas mejillas sonrosadas, quizás incluso de
besar sus labios entreabiertos y acariciar con la yema del índice derecho sus
sutiles pechos insinuantes y comprimidos por un ajustado corpiño. Obviamente,
con el paso del tiempo había perdido parte de su dorada cabellera; y sus
elegantes zapatos de cuero estaban gastados y rotos. Pero el efecto era
imborrable, irresistible, «un placer intemporal». Rowan sintió deseos de abrir
la vitrina y estrecharla entre sus brazos.
Rowan se imaginó acunándola, como a un recién nacido y
cantándole una nana, aunque no fuese un bebé; era una niña. De los lóbulos de
sus orejas, perfectamente dibujadas, pendían unas pequeñas cuentas azules.
Alrededor del cuello lucía un vistoso collar, tal vez propiedad de alguna
mujer. Cuando uno examinaba atentamente todos los detalles, comprobaba que en
el fondo no se trataba de una niña, sino de una pequeña mujer sensual y de
extraordinaria frescura, acaso una peligrosa y astuta coqueta.
Una pequeña placa, a los pies de la muñeca, describía
sus singulares rasgos, explicaba que su estatura era superior a lo normal, que
vestía unas prendas originales, que era perfecta, y que fue la primera muñeca
que Ash Templeton adquirió. Sobre éste no constaban más datos, tan sólo su
nombre, probablemente porque no era necesario.
La primera muñeca. Ash le había explicado brevemente
a Rowan, cuando le habló sobre el museo, que la había visto en el escaparate de
una tienda parisina.
Resultaba lógico que la muñeca hubiera atraído su
atención y le hubiera conquistado el corazón. Era lógico que la hubiera
llevado consigo a todas partes durante un siglo; que hubiera fundado su
imperio en homenaje a la muñeca, con el fin de ofrecer, según había dicho, «su
gracia y belleza a todo el mundo en una forma distinta».
La muñeca no tenía nada de trivial, sino que poseía
una cualidad deliciosamente misteriosa. Mostraba una expresión desconcertada,
sí, pensativa, una muñeca capaz de reflexionar.
«Al mirarla -pensó Rowan-, tengo la sensación de
comprenderlo todo.»
Luego contempló las demás vitrinas que había en la
sala. Algunas contenían otras obras maestras francesas, creadas por Jumeau y
Steiner y otros fabricantes cuyos nombres jamás lograría retener, así como
centenares de pequeñas muñecas francesas con caras redondas como la luna llena,
boquitas pintadas de rojo y ojos rasgados. «Qué inocentes parecéis», murmuró Rowan.
A continuación descubrió unas muñecas elegantemente vestidas, que lucían
miriñaques y sofisticados sombreros.
Rowan hubiera permanecido horas allí, paseando por el
museo y examinando vitrinas. Resultó mucho más interesante de lo que había
imaginado. Además, allí reinaba un silencio reconfortante y a través de las
ventanas se divisaba un maravilloso paisaje nevado.
Pero no estaba sola.
A través de los cristales de diversas vitrinas descubrió
que Ash había bajado a reunirse con ella; estaba inmóvil, como si llevara un
rato observándola. El cristal distorsionaba levemente su expresión. Al fin se
movió, y Rowan dio un suspiro de alivio.
Ash se dirigió hacia ella, con pasos silenciosos, y
Rowan vio que sostenía la maravillosa muñeca Bru.
-Toma, puedes cogerla si lo deseas -dijo Ash.
-Parece muy frágil -contestó Rowan.
-Es una muñeca.
Al sostener su cabeza en la palma de su mano izquierda,
Rowan experimentó una extraña y poderosa sensación. Luego percibió el delicado
sonido que produjeron los zarcillos al rozar el cuello de porcelana. Su
cabello tenía al mismo tiempo un tacto suave y áspero, y la peluca presentaba
numerosas zonas calvas.
A Rowan le entusiasmaron los diminutos dedos. Le
encantaron las medias de encaje y las enaguas de seda, muy antiguas, desteñidas,
que amenazaban con romperse si las tocaba.
Ash permaneció inmóvil, observándola con expresión
sosegada, casi insultantemente atractivo, con el cabello canoso perfectamente
cepillado y las manos, unidas como si rezara, apoyadas en la barbilla. Ahora,
llevaba un traje de seda blanco holgado, muy moderno, probablemente italiano.
La camisa era de seda negra y la corbata, blanca. Parecía la versión amable de
un gángster, alto, esbelto, misterioso, luciendo unos enormes gemelos de oro y
unos llamativos y costosos zapatos blancos y negros.
-¿Qué sensación te produce esa muñeca? -preguntó Ash
con aire inocente, como si realmente deseara saberlo.
-Posee una virtud mágica -murmuró Rowan, temerosa de
que su voz sonara más fuerte que la de él. Luego depositó la muñeca en sus
manos.
-¿Una virtud mágica? -preguntó Ash, contemplando la
muñeca y alisándole el pelo y las arrugas del vestido con unos breves y
sencillos ademanes. Acto seguido la alzó en el aire y la besó, mirándola
embelesado-. Una virtud mágica... -repitió-. Pero ¿qué sensación te produce?
-De tristeza -contestó Rowan, apoyando la mano en la
vitrina y observando una muñeca alemana, infinitamente más natural, que estaba
sentada en una pequeña silla de madera. La tarjeta decía: MEIN LIEBLING. Era
mucho menos decorativa y sofisticada. No tenía el aspecto de una coqueta, pero
poseía una belleza radiante y, a su estilo, era tan perfecta como la Bru.
-¿Tristeza? -preguntó Ash.
-Sí, por una femineidad que he perdido, o que tal vez
no he poseído nunca. No es que lo lamente, pero siento tristeza por algo con lo
que quizá soñé de joven. No lo sé.
Luego, mirándolo a los ojos, Rowan añadió:
-No puedo tener más hijos. Mis hijos eran unos
monstruos. Están enterrados juntos, debajo de un árbol.
Ash asintió con un ademán, mirándola con simpatía y
comprensión. La expresión de su rostro era suficientemente elocuente, de modo
que sobraban las palabras.
Rowan deseaba decir otras cosas, como que jamás había
imaginado que existieran semejantes obras de arte en el universo de las
muñecas, ni que éstas pudieran ser tan interesantes y diversas entre sí o estar
dotadas de un encanto inmediato y sencillo.
Pero detrás de esas reflexiones, en el fondo de su
corazón, pensaba fríamente: «Poseen una belleza triste, aunque no sé por qué,
al igual que la tuya.»
Rowan pensó de pronto que si Ash intentaba besarla en
aquellos momentos, ella cedería sin oponer la menor resistencia, que su amor
por Michael no le impediría rendirse a ese impulso, aunque confiaba fervientemente
en que a Ash no se le ocurriera semejante idea.
Rowan decidió no dar ocasión a que eso sucediera.
Cruzó los brazos y se dirigió hacia otra zona inexplorada de la sala, que
estaba presidida por las muñecas alemanas. Las vitrinas contenían una colección
de niñas alegres y sonrientes, de labios abultados, vestidas con unos sencillos
trajes de algodón. Pero Rowan ni siquiera se fijó en ellas. No podía dejar de
pensar en que Ash estaba a sus espaldas, observándola. Sentía su mirada,
percibía el leve sonido de su respiración.
Al cabo de unos minutos, Rowan se volvió. La mirada
de Ash la desconcertó. Sus ojos expresaban sin disimulo una profunda emoción,
un conflicto que se agitaba en su interior.
«Si lo haces, Rowan, perderás a Michael para siempre.»
Luego bajó la mirada lentamente y se alejó con pasos suaves de él.
-Este lugar es mágico -dijo Rowan, sin volverse-.
Pero tengo tantas ganas de conversar contigo, de conocer tu historia, que
prefiero aplazar nuestra charla hasta mejor momento, cuando pueda saborearla.
-De acuerdo. Michael está despierto, supongo que ya
habrá desayunado. ¿Porqué no subimos a reunirnos con él? Estoy dispuesto a
pasar por el penoso trance de contaros mi historia.
Rowan observó a Ash mientras éste colocaba de nuevo la
muñeca francesa en su vitrina de cristal, alisándole una vez más el pelo y la
falda con movimientos rápidos y hábiles. Luego se besó las yemas de los dedos y
las aplicó en la frente de la muñeca. Por último cerró la vitrina, giró la
pequeña llave dorada y la guardó en el bolsillo.
-Sois mis amigos -dijo Ash, volviéndose hacia Rowan.
Después extendió la mano y pulsó el botón de llamada del ascensor-. Creo que he
empezado a amaros, lo cual es peligroso.
-No quiero que sea peligroso -respondió Rowan-. Me
siento demasiado atraída hacia ti para dejar que nuestra relación nos cause
problemas o nos hiera. Pero siento la curiosidad de saber algo, ¿significa eso,
acaso, que estás enamorado de los dos?
-Por supuesto, de otro modo me hincaría de rodillas y
te suplicaría que me permitieras hacerte el amor -contestó Ash. Luego añadió,
bajando la voz-: Te seguiría hasta el fin del mundo.
Rowan se volvió y entró en el ascensor, ofuscada y con
las mejillas ardiéndole, Antes de que las puertas del ascensor se cerraran,
echó una última ojeada a las hermosas muñecas que estaban expuestas en las
vitrinas del cristal.
-Lamento haberte dicho eso -se excusó Ash con
timidez-. Ha sido deshonesto por mi parte primero decírtelo y luego negarlo,
discúlpame.
-Estás disculpado -murmuró Rowan-. Me siento... muy
halagada. ¿Es ésa la palabra adecuada?
-No, sería más justo decir «intrigada» o «fascina»,
pero no creo que te sientas halagada. Amas a tu marido con tal vehemencia que
cuando estoy junto a ti siento el fuego de tu pasión. Deseo ese fuego. Quiero
que derrames tu luz sobre mí. Jamás debí pronunciar esas palabras.
Rowan no contestó. En realidad, no sabía qué decir.
Sólo sabía que en estos momentos no podía concebir estar separada de Ash, ni
creía que Michael tampoco pudiera. En cierto modo, era como si Michael necesitara
a Ash más que ella misma, aunque todavía no habían tenido ocasión de hablar de
esas cosas.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, Rowan se
encontró en una amplia sala de estar con el suelo de mármol rosa y crema y unos
confortables sillones de cuero, iguales a los del avión, aunque éstos fueran
más grandes y de una piel más suave.
En esta ocasión se sentaron también alrededor de una
mesa, más baja que la del avión, en la que había unas pequeñas fuentes con
queso, nueces, fruta y distintas clases de pan.
A Rowan sólo le apetecía un gran vaso de agua fría.
Michael, vestido con una vieja chaqueta de mezclilla con sus gafas de carey
caladas, leía el New York Times.
Cuando Rowan y Ash tomaron asiento, Michael levantó
la vista, dobló el periódico y lo dejó a un lado. Rowan no quería que Michael
se quitara las gafas; le daban un aire distinguido. De golpe Rowan sonrió al
pensar que le gustaba tener a esos dos hombres junto a ella, uno a cada lado.
Durante unos segundos tuvo unas vagas fantasías de un
ménage á trois, aunque sabía que esas cosas no funcionaban nunca e imaginaba
que Michael jamás consentiría ni participaría en ello. En el fondo, era
preferible dejar las cosas tal como estaban.
«Tienes otra oportunidad con Michael -pensó Rowan-.
Sabes que la tienes, al margen de lo que él pueda pensar. No tires por la borda
el único amor que te ha importado. Compórtate como una mujer adulta y ten
paciencia, a fin de saborear el amor en sus múltiples facetas; trata de
sosegar tu espíritu para que cuando aparezca de nuevo la felicidad, seas capaz
de atraparla al vuelo.»
Michael se quitó las gafas, se reclinó en el sillón y
apoyó un tobillo sobre la rodilla de la pierna contraria. Ash se había
instalado también cómodamente en el sillón.
«Formamos un triángulo -pensó Rowan-, y yo soy la
única que enseño las rodillas y mantengo los pies bajo la mesa, como si tuviera
algo que ocultar.»
Ese pensamiento la hizo sonreír. El aroma de café la
distrajo, y al bajar la vista vio sobre la mesa, al alcance de su mano, un bote
de café y una taza.
Pero antes de que Rowan pudiera moverse, Ash se
adelantó y le sirvió una taza de café. Estaba sentado a su derecha, más próximo
a ella que en el avión. Todos estaban sentados más cerca los unos de los otros.
Volvían a formar un triángulo equilátero.
-Deseo hablar con vosotros -dijo de pronto Ash. Juntó
de nuevo las manos como si rezara y se estiró el labio inferior. Tenía el ceño
levemente fruncido, pero luego la expresión de preocupación desapareció y dijo,
con cierta tristeza-: Esto es muy difícil para mí, muy difícil, pero quiero
hacerlo.
-Lo comprendo -respondió Michael-. Pero ¿por qué
quieres hacerlo? Estoy impaciente por oír tu historia, pero ¿por qué te
atormentas de este modo?
Ash reflexionó unos instantes. Rowan observó los
pequeños signos de tensión en sus manos y su rostro.
-Porque quiero que me améis -respondió Ash con
suavidad.
Rowan lo miró atónita, incapaz de articular palabra, y
al mismo tiempo se sintió un poco triste. Michael, en cambio, sonrió de forma
franca y directa, como era habitual en él, y dijo:
-Entonces, cuéntanoslo todo, Ash. Anda, dispara.
Ash se echó a reír ante la ocurrencia. Luego, todos
guardaron silencio, pero era un silencio amable. A continuación, Ash empezó a
relatar su historia.
25
Todos los Taltos nacen sabiendo numerosas cosas hechos
históricos, leyendas, ciertas canciones, la necesidad de ciertos ritos, la
lengua de la madre, así como las que se hablan en torno a ella, los
conocimientos elementales de la madre y probablemente otros superiores que
ésta posee.
Estas dotes básicas son similares a una inexplorada
veta aurífera de una montaña. Ningún Taltos sabe cuánto podrá extraer de la
memoria residual. Con esfuerzo, uno puede descubrir cosas realmente asombrosas
en su mente. Algunos son incluso capaces de hallar el camino de regreso a
Donnelaith, aunque nadie sabe por qué. Algunos se sienten atraídos hacia la
remota costa septentrional de Unst, la isla que está situada en el extremo
septentrional de Gran Bretaña, para contemplar, más allá de Burrafirth, el
faro de Muckle Fluggs, en busca de nuestra tierra natal perdida.
La explicación de todo esto reside en la química cerebral.
Sin duda se trata de una cuestión asombrosamente simple, pero no lograremos comprenderla
hasta fue no sepamos con exactitud por qué los salmones regresan al río donde
han nacido para desovar, o por qué cierta especie de mariposas, cuando les
llega el momento de reproducirse, se dirige a una pequeña zona del bosque.
Poseemos un oído superior al humano; los ruidos
estruendosos nos hieren. La música puede llegar a paralizarnos, por lo que
debemos ser muy prudentes con ella. Reconocemos al instante a otro Taltos por
su olor; reconocemos a un brujo o a una bruja en cuanto los vemos, y su
presencia siempre nos impresiona. Un brujo o una bruja es un ser humano al que
los Taltos no podemos permitirnos el lujo de ignorar.
Pero entraré en más detalles sobre estas cuestiones a
medida que vaya relatando mi historia. Antes de nada quiero decir que no
poseemos, al menos que yo sepa, dos vidas, como creía Stuart Gordon, por más
que se trate de una creencia muy difundida entre los seres humanos. Cuando
exploramos nuestros recuerdos raciales más profundos, cuando nos aventuramos
en el pasado, enseguida comprendemos que éstos no pueden ser los recuerdos de
un solo individuo.
El joven Lasher era un ser que había vivido antes, sí.
Un alma inquieta que se negaba a aceptar la muerte, cosa que lo llevó a
reencarnarse de modo trágico y torpe, un error por el que pagaron otros.
En los tiempos del rey Enrique y la reina Ana, los
Taltos fueron una mera leyenda en Escocia. Lasher no supo explorar los
recuerdos con los que había nacido; su madre era humana, y él estaba empeñado
en convertirse en un ser humano, como muchos otros Taltos.
Deseo precisar que, respecto a mí, la vida comenzó
cuando todavía éramos un pueblo de la tierra perdida y Britania era una tierra
fría e inhóspita. Nosotros conocíamos esa tierra, pero nunca nos dirigimos
allí porque vivíamos en una isla de clima templado. Todos mis recuerdos
constitutivos se referían a esa isla. Eran unos recuerdos alegres y soleados,
desprovistos de preocupaciones, que con el tiempo se han ido desdibujando bajo
el peso de los acontecimientos, bajo el peso de mi larga vida y mis
reflexiones.
La tierra perdida se hallaba en el mar del Norte,
frente a las costas de Unst, tal como he indicado, en un lugar donde por aquel
tiempo la corriente del Golfo hacía que los mares que bañaban nuestras costas
fueran templados.
Pero la tierra en la que realmente nos desarrollamos
era, según creo recordar, nada menos que el gigantesco cráter de un inmenso volcán, con muchos
kilómetros de diámetro, que ofrecía el aspecto de un fértil valle rodeado de
escarpados pero hermosos riscos, un valle tropical dotado de innumerables
géyseres y aguas termales que brotaban de la tierra y formaban pequeños
riachuelos y grandes lagos de aguas límpidas. El ambiente se mantenía siempre
húmedo, los árboles que crecían alrededor de nuestros pequeños lagos y ríos
eran inmensos, y no menos gigantescas eran las plantas; la fruta de distintas
variedades y colores -mangos, peras, melones-, se hallaba presente en grandes
cantidades mientras que sobre los riscos crecían viñas y bayas silvestres, y
la hierba era tupida e intensamente verde.
La fruta más exquisita era la pera, que es casi
blanca. Los mejores productos del mar eran las ostras, las almejas y las
lapas, que también son blancos. El fruto del árbol de pan tenía la pulpa
blanca. Bebíamos la leche que nos proporcionaban las cabras, cuando conseguíamos
atraparlas, aunque no fuese tan buena como la leche materna o la de las
mujeres que ofrecían su néctar a quienes amaban.
Los vientos soplaban rara vez en el valle, puesto que
quedaba al abrigo, a excepción de dos o tres desfiladeros, de la costa. Esta
era muy peligrosa, pues aunque el agua fuese más templada que en la costa de
Britania, no dejaba de ser fría, y uno podía verse arrastrado por los fuertes
vientos y morir ahogado. Cuando un Taltos deseaba morir, cosa que, según me
han contado, sucedía en algunas ocasiones, se arrojaba al mar.
Creo, aunque nunca lo sabré con certeza, que la
nuestra era realmente una isla, muy grande, pero en definitiva una isla. Los
seres con el pelo completamente blanco tenían la costumbre de recorrerla toda,
a lo largo de sus playas, para lo cual, según me han contado, necesitaban
varios días.
Conocíamos el fuego, pues en las montañas había unos
lugares donde surgía de la tierra. De algunos de esos lugares brotaba tierra
ardiente, lava, que en forma de diminuto riachuelo se deslizaba hasta el mar.
Sabíamos cómo obtener fuego, cómo mantenerlo vivo,
alimentarlo y hacer que durara. Lo utilizábamos para iluminar las largas noches
de invierno, aunque desconocíamos su nombre y tampoco hacía frío. En ocasiones
lo usábamos para preparar grandes festines, pero en la mayoría de los casos no
era necesario. A veces incluíamos el fuego en el círculo, cuando se producía
un parto. Bailábamos alrededor de él, y en ocasiones incluso jugábamos con él.
Jamás presencié un incidente en el que alguien resultara herido a causa del
fuego.
Ignoro cuán lejos son capaces los vientos de transportar
las semillas, los pájaros, las ramas, los troncos de los árboles derribados,
pero todo aquello que amaba el calor prosperaba en esa tierra, y allí es donde
comenzamos.
De vez en cuando, uno de los nuestros nos contaba que
había visitado las islas de Britania -conocidas actualmente como las Shetland
o las Orkney, e incluso la costa de Escocia. Nosotros las llamábamos las islas
del invierno, o, más exactamente, las islas heladas. Eran unos relatos
apasionantes. A veces, un Taltos caía al mar y conseguía alcanzar a nado la
tierra del invierno, donde construía una balsa para regresar a casa.
Algunos Taltos se lanzaban al mar en unos precarios
botes en busca de aventuras y, si no perecían ahogados, regresaban medio
muertos de frío, jurando no volver jamás a la tierra del invierno.
Todo el mundo sabía que existían numerosos animales
salvajes en aquella tierra, cubiertos de pelo, capaces de matarte si podían.
Teníamos centenares de leyendas e ideas equivocadas y canciones sobre las
nieves invernales y los osos de los bosques, así como del hielo que flotaba
formando grandes masas en los lagos.
En contadas ocasiones, un Taltos cometía un delito.
Éste o ésta copulaban sin permiso y engendraban un nuevo Taltos que, por algún
motivo, no era bien acogido por los demás. O bien alguien hería deliberadamente
a otro, el cual moría a consecuencia de las heridas. Sin embargo, eso sucedía
muy rara vez. Lo sé porque me lo han contado, no por haberlo presenciado. Los
culpables eran conducidos entonces a Britania a bordo de grandes embarcaciones
para dejarlos morir allí.
No conocíamos el ciclo de las estaciones, pues en
Escocia incluso el verano nos parecía terriblemente frío. Calculábamos el
tiempo a partir de las fases lunares y, que yo recuerde, no sabíamos lo que
era un año.Por supuesto existía una leyenda que oiréis por doquier sobre una
época anterior a la luna.
Se trataba del legendario tiempo anterior al tiempo,
al menos eso creíamos, aunque nadie lo recordara. Soy incapaz de precisar
cuánto tiempo viví en esa tierra antes de que fuera destruida. Conocía el
poderoso aroma de los Taltos que poblaban esa tierra, pero era tan natural
como el aire. No fue hasta más tarde cuando ésta adquirió una característica
singular, para señalar la diferencia entre los Taltos y los humanos.
Recuerdo el Primer Día, al igual que todos los Taltos.
Nací, mi madre me acarició amorosamente, permanecí varias horas junto a mis
padres, hablando con ellos, y luego me dirigí hacia los elevados riscos, justo
debajo de la boca del cráter, donde se hallaban los Taltos de cabello blanco
en animada conversación. Mi madre me amamantó durante muchos años. Era sabido
que la leche de las mujeres se secaba si no permitían que otros la bebieran,
así como que no volvía a aparecer hasta que parían de nuevo. Las mujeres no
querían que se les secara la leche, y les gustaba que los hombres bebieran de
sus pechos; el hecho de que succionaran sus pezones les proporcionaba un
delicioso placer. Era costumbre yacer con una mujer y dejar que el acto de mamar,
de una forma u otra, se convirtiera en la suprema expresión de amor. El semen
de los Taltos era blanco, naturalmente, como el de los seres humanos.
Las mujeres, como es lógico, amamantaban a las otras
mujeres, y se burlaban del hecho de que los pezones de los hombres no
contuvieran leche. Pero nosotros defendíamos que nuestro semen, aunque no
tuviese tan buen sabor, resultaba tan nutritivo y saludable como la leche de
las mujeres.
Uno de los juegos preferidos de los varones era hallar
a una hembra sola, abalanzarnos sobre ella y succionar su leche, hasta que los
otros oían sus protestas y nos obligaban a dejarla tranquila. Pero a nadie se
le hubiera ocurrido crear otro Taltos con esa mujer. Y, si realmente ella no
quería que bebiéramos la leche de sus pechos, al cabo de un rato nos
deteníamos.
De vez en cuando, las mujeres asaltaban también a sus
compañeras con objeto de beber su leche. La belleza tenía mucho que ver con la
poderosa atracción que ejercían ciertas mujeres sobre quienes perseguían ese
placer, al igual que la personalidad; cada cual poseía su propia personalidad,
aunque el buen humor casi siempre fuese común a todos nosotros.
Teníamos nuestros usos y costumbres, pero no recuerdo
que existieran leyes.
Los Talcos morían siempre a causa de un accidente.
Dado nuestro carácter aventurero y temerario, muchos Taltos morían al
despeñarse, al tragarse el hueso de un melocotón o al ser atacados por un
roedor salvaje, lo cual producía una hemorragia imposible de detener.
Los Taltos jóvenes rara vez se partían un hueso, pero
cuando su piel perdía la tersura propia de la infancia, les crecían en la
cabeza unas canas y a partir de aquel momento se exponían a caer de un risco y
matarse. Era durante esa época, según creo recordar, cuando la mayoría de los
Talcos morían. Éramos un pueblo de gente de cabello blanco, rubio, pelirrojo o
moreno. Muy pocos tenían el pelo castaño, y, por supuesto, los jóvenes
superaban en número a los ancianos.
En ocasiones se extendía por el valle una plaga que
diezmaba la población. Las historias sobre la plaga son las más tristes que he
oído relatar.
Ignoro qué tipo de plaga era. Según parece, las que
matan a los seres humanos no nos afectan a nosotros.
Sin embargo, recuerdo la época de la plaga, y tambien
recuerdo haber atendido a los enfermos. Nací sabiendo cómo conseguir fuego y
transportarlo hasta el valle. Sabía cómo hacer fuego a fin de no tener que ir a
buscarlo, aunque el método más sencillo fuese arrebatárselo a otro. Nací
sabiendo cómo cocinar almejas y lapas sobre el fuego. Sabía preparar un pasta
negra con las cenizas del fuego para utilizarla después como pintura.
Pero volvamos al tema de la muerte. El concepto del
asesinato no existía entre nosotros. Nadie creía que un Taltos tuviera el poder
de matar a otro. Si te peleabas con otro y lo arrojabas de un risco, y éste
moría, todos creían que había sido un «accidente». Nadie te acusaba de
haberlo asesinado, aunque podían acusarte de temeridad y expulsarte del valle.
Los Taltos de pelo blanco que se entretenían relatando
historias y leyendas vivían más tiempo que los otros, pero nadie los
consideraba viejos. Se se aostaban una noche y al día siguiente no se
despertaban, se suponía que habían muerto a causa de un golpe provocado por un
accidente imprevisto. Los Taltos de pelo blanco solían tener la piel muy osura,
y tan fina que casi podía verse fluir la sangre por sus venas. Muchos de ellos
habían perdido su aroma. Aparte de eso, desconocíamos el significado de la
vejez.
Ser viejo significaba conoer las historias más largas
e interesantes, poder relatar un sinfín de fábulas y leyendas sobre Taltos ya
desaparecidos.
En esas ocasiones las historias eran recitadas en
verso libre, o bien cantadas, o simplemente narradas con gran profusión de
imágenes y ritmos, fragmentos de melodías y risas. La narración de esas
historias constituían una experiencia maravillosa, era la faeta espiritual de
la vida.
En cuantoa la vertiente material de la vida, no estoy
seguro de que existiera, al menos en sentido literal. No existía la propiedad,
excepto con relación a los instrumentos musicales o los pigmentos para
pinturas, pero incluso esas cosas las compartíamos con nuestros compañeros.
Todo resultaba muy sencillo.
De vez en uando aparecía una ballena muerta en
nuestras costas, y cuando su carne yas se había descompuesto cogíamos los
huesos para fabricar con ellos objetos diversos, mejor dicho, juguetes. Nos
divertíamos cavando hoyos en la rena, o arrancando piedras de la ladera y
dejándolas rodas cuesta abajo. También disfrutábamos tallando una figuritas y
unos aros on los huesos de las ballenas, con ayuda de una piedra afilada o un
hueso.
Para narrar historias, ¡ah!, eso requería una
respetable dosis de talento y memoria; no bastaba con evocar los recuerdos que
uno conserva en la mente, sino que era preciso incluir los recuerdos que otros
ya habían contado.
¿Comprendéis a dónde quiero ir a parar? Nuestras ideas
sobre la vida y la muerte se basaban en esas ideas y condiciones especiales. La
obediencia era una virtud natural en los Taltos; mostrarse conforme, también.
No existían rebeldes ni visionarios, hasta que la sangre de los humanos se
mezcló con la nuestra.
Existían muy pocas mujeres con el abello blanco,
quizás una por cada veinte hombre. Esas mujeres eran muy solicitadas, pues su
fuente se había secado, como la de Tessa, y no quedaban preñadas cuando se entregaban
a los hombres.
Por regla general, muchas mujeres morían al dar a luz,
aunque nadie lo dijese en aquella época. Los partos las debilitaban y si una
mujer no fallecía al cuarto o quinto parto, al cabo de un tiempo se quedaba
dormida y moría. Muhas mujeres no querían parir, o sólo lo hacían una vez.
La copulación de una pareja de euténticos Taltos
siempre daba como fruto un hijo. No fue hasta más tarde, al mezclarnos con los
humanos, que las mujeres se secaron como Tessa tras padecer repetidas hemorragias.
Pero los Taltos poseen orígenes humanos y comparten numerosos rasgos que
detallaré más adelante con ellos. Quién sabe, es posible que Tessa tuviera
hijos. Todo es posible.
Generalmente, las mujeres deseaban copular con los
hombres, aunque no sentía deseos de hacerlo hasta al cabo de un tiempo de haber
naido. Los hombres deseaban hacerlo constantemente, porque gozaban con ello.
Sin embargo, todos sabían que cuando un hombre y una mujer copulaban, de esa
unión nacía un niño tan alto o más que su madre, de modo que nadie lo hacía
simplemente por diversión.
Cuando sólo deseaban divertirse, los Taltos hacían el
amor con una mujer de diversas formas, o con un hombre; o yacían con las
bellezas de cabello blanco; simplemente para gozar. O bien un varón era solicitado
por varias vírgenes, ansiosas de que les hiciera un hijo. Asimismo, se
divertían tratando de hallar a una mujer capaz de parir seis o siete hijos sin
menosabo en su salud; o una joven que, por motivos que nadie conocía, fuese
estéril. El acto de succionar los pezonaes de esas mujeres constituían un
exquisito plaer; hacerlo en grupo todavía procuraba mayor goce, pues la mujer
que ofrecía sus pechos solía caer en un sensual trance. De hecho, las mujeres
experimentaban un intenso placer y solían alcanzar el orgasmo sin necesidad de
ningún otro tipo de contacto físico.
No recuerdo que se produjeran violaciones; ni tampoco
ejecuciones. No recuerdo que los rencores duraran mucho tiempo.
Si recuerdo, en cambio, súplicas y discusiones, e
incluso alguna que otra violenta disputa a propósito de un ompañero o una
compañera, pero siempre dentro de los límites de los antos o las palabras.
No recuerdo a gente malhumorada o cruel. No recuerdo a
inviduos invivilizados. Es decir, todos los poseíamos ya al naer los onceptos
de amabilidad, bondad y del valor de la felicidad. Amábamos el placer y
deseábamos que los otros lo comportieran con nosotros, pues ellos contrubuía a
garantizar la satisfacción de la tribu.
Los hombres solían enamorarse profundamente de las
mujeres, y viceversa. La pareja conversaba durante días y noches, hasta que
decidía unirse. También podía discurtir por algún motivo, lo cual impedía que
se consumara la unión.
Nacían más mujeres que varones. Al menos, eso deían,
aunque nadie se dedicara a controlarlo. Yo creo que nacían más mujeres, pero
también morían con más facilidad que los hombres. Supongo que ése era uno de
los motivos por el que los hombres se comportaban con tanta ternura con las
mujeres: sabían que orrían el riesgo de morir antes que ellos. Las mujeres
transmitían la fuerza de sus cuerpos; las mujeres de espíritu sencillo estaban
muy solicitadas, siempre alegres y contentas ante la vida sin temor a parir. En
resumen, las mujeres poseían un temperamento más infantil, aunque los hombres
también eran sencillos e ingenuos.
Las muertes por accidente eran inevitablemente
seguidas por una cópula ceremonial y la sustitución del individuo que había
muerto. A las épocas de plagas les sucedía siempre un periodo de orgías
desenfrenadas, pues la tribu deseab repoblar cuanto antes su territorio.
No existía escasez. Nuestra tierra no padecía
problemas de aglomeración. La gente no se peleaba por la fruta, los huevos o la
leche de los animales. Había gran abundania de todo. Vivíamos en un paraje
precioso de clima templado, y nos dedicábamos a atividades diversas, a cual más
agradable.
Era el paraíso, el Edén, la época dorada a la que se
han referido todos los pueblos de la Tierra, anterior a aquella otra en que se
enojaron los dioses, antes de que Adán mordiera la fatídica manzana, una época
de felicidad y abundancia. Lo recuerdo perfectamente. Yo estaba allí.
No recuerdo ningún concepto relativo a las leyes.
Recuerdo ritos, bailes, cánticos, gente formando
círculos, cada uno de los cuales se movían en sentido contrario al cíarculo que
alojaba en su interior; y reuerdo a hombres y mujeres que tocaban la gaita y el
tambor, e incluso unas pequeñas arpas fabricadas con conchas. Recuerdo a un
grupo de individuos, entre los que me encontraba yo, que recorrían con antorchas
los riscos más escarpados simplemente para comprobar quién era capaz de hacerlo
sin despeñarse.
Recuerdo que algunos Taltos eran aficionados a pintar,
arte que practicaban tanto en los peñascos como en las cuevas que rodeaban el
valle, y que a veces emprendíamos una exursión de un día para visitar las
cuevas.
Cada pintor mezclaba sus colores con tierra o con su
propia sangre; también podía hacerlo con la sangre de una pobre cabra o una
oveja que se hubiera despeñado o con otras sustanias naturales.
Recuerdo que en ocasiones la tribu se reunía en el
valle para formar un sinfín de círculos, aunque ignoro el motivo de diha
reunión.
Otras veces formábamos pequeños círculos aislados para
constituir una cadena de memoria según los recuerdos que conservábamos en
nuestra mente, no como lo ha descrito Stuart Gordon.
Uno preguntaba: “¿Quién recuerda lo que sucedió hace
mucho, mucho tiempo?” Y alguien comenzaba a relatar una historia que le habían
contado sólo nacer sobre unos Taltos de cabello blanco que habían muerto tiempo
atrás. Relataba esas historias tal como las recordaba, presentándolas como si
fueran las más antiguas, hasta que otro alzaba su voz y narraba una historia
todavía más antigua.
Después intervenían otros para relatar sus primeros
recuerdos; la gente discutía acerca de un dato o añadía otros a fin de ampliar
las historias que narraban sus compañeros. Al fin, entre todos conseguíamos
formar una secuencia de hechos, rigurosos y pormenorizados.
Esas fascinantes secuencias recogían una dilatada época
jalonada de acontecimientos que se vinculaban entre sí por la visión o la
actitud de un individuo. Era una experiencia muy especial, y constituía nuestro
mejor logro mental, aparte de la música y el baile.
Esas secuencias no solían ser espectaulares. Lo que
nos interesaba era el sentido del humor, una pequeña excentricidad y, por
supuesto, todo lo que fuera bello. Nos encantaba hablar de cosas bellas. Cuando
nacía una mujer pelirroja, lo considerábamos un maravilloso acontecimiento.
Si un hombre era más alto que el resto, también lo
considerábamos una magnífia cualidad. Si una mujer estaba dotada para el arpa,
ésta era también una magnífica cualidad. Los accidentes trágicos los
recordábamos tan sólo por un tiempo breve. Existían ciertas historias sobre visionarios
–quienes afirmaban oír voces y adivinar el futuro-, pero no eran frecuentes.
Existían fábulas sobre la vida de un músico o un pintor, o una mujer pelirroja,
o un constructor de barcos que había emprendido una travesía a Britania,
arriesgando su vida, y a su regreso había expliado sus aventuras. Había
historias sobre hombres y mujeres de gran belleza que nunca habían copulado, y
que precisamente por ellos eran muy admirados y solicitados.
Esos juego mnemotécnicos solíamos practiarlos durante
los días más largos del año, es deir, aquéllos en que apenas había tres horas
de oscuridad. Teníamos cierto sentido de las estaciones a través de la luz y la
osuridad, pero no era ése un tema que nos preocupara, puesto que ni los largos
días estivales ni los ortos días de invierno influían en nuestras vidas. Así
pues, no nos regíamos por las estaciones; no calculábamos el tiempo que duraba
la luz y la oscuridad. Jugábamos y retozábamos más durante los días más largos,
pero por lo demás, apenas le conedíamos importancia. Los cortos días de
invierno eran tan templados como los estivales; las cosas crecían con idéntica
profusión. Nuestros géyseres nunca se enfriaban.
Sin embargo, esta cadena de memoria, ese ritual de
contar historias y recuerdos, ha adquirido gran importancia para mí por lo que
llegó a representar más tarde. Tras emigar a la tierra helada, ése era el
sistema que empleábamos para conocernos a nosotros mismos y averiguar quiénes
eramos. Era crucial para nosotros, que luchábamos para sobrevivir en las tierras
altas de Escocia. Nosotros, que no disponíamos de ningún tipo de escritura,
almacenábamos todos nuestros conocimientos en la memoria.
Luego, en la tierra perdida, se convertía en un
excelente pasatiempo, un juego divertido.
El acontecimiento más serio para nosotros era el
nacimiento. Nunca la muerte –que era frecuente, accidental y triste, aunque
intrascendente-, sino el nacimiento de una nueva persona.
Cualquiera que no se tomara eso en serio era tildado
de estúpedio.
Para que se produjera un acoplamiento, los guardianes
de la mujer debían consentirlo, y los hombres dar su autorización a un
determinado varón.
Era sabido que los hijos siempre se parecían a sus
padres, que crecían y se desarrollaban de forma inmediata, y que poseían
características de uno de sus progenitores, o de ambos. Los hombres se oponían
enérgicamente a que una mujer copulara con un varón de aspecto físico
debilucho, aunque todo el mundo tenía derecho a copular al menos una vez.
En cuantoa la mujer, lo importante era que comprendiera
los riesgos que entrañaba el hecho de tener un hijo. Le advertían que sufriría
dolores indecibles, que su cuerpo se debilitaría, que tras el parto podría
padecer una hemorragia y que incluso podía morir en el momento de nacer la
criatura, o al cabo de unos días.
Se consideraba que ciertas combinaiones físicas eran
más propicias que otras. De hecho, ése era el motivo de lo que podríamos llmar
nuestras disputas. Nunca eran sangrientas, pero sí muy escandalosas. Cuando se
peleaban, los Taltos gritaban, pataleaban y se injuriaban en una lengua que
hablaban a gran velocidad, hasta que el contrincante acababa agotado e incapaz
siquiera de razonar.
En ocasiones excepcionales nacía un varón o una hembra
tan perfecto de cuerpo y de rosto, tan alto y bien proporcionado, que era un
honor copular con éste o ésta para tener un hijo tan perfecto como su padre o
su madre. A tal fin, se organizaban juegos y torneos.
Pero éstas son las únicas cosas dolorosas o duras que
recuerdo, tal vez porque las únicas veces que me sentí deseperado fue cuando
participé en esos juegos, y no deseo extenderme en ello. Por otra parte,
abandonamos esos ritos cuando nos trasladamos a la tierra helada. A partir de
aquel momento tuvimos que enfrentarnos a numerosos contratiempos y desgracias.
Una vez que la pareja había obtenido el permiso para
su unión carnal –recuerdo una ocasión en que pedí permiso a veinte personas y,
tras discutir y pelearme con ellas, me hicieron aguardar su respuesta durante
varios días-, la tribu formaba multitud de cículos, que se extendían hasta el
fondo del valle; muhas personas se quejaban de estar demasiado alejadas y no
poder contemplar bien el espectáculo.
Los tambores empezaban a sonar y se abría el baile. Si
era de noche, aparecían las antorchas. La pareja se abrazaba, entre besos y
caricias, prolongando los juegos amorosos hasta que llegaba el momento
culminante. Era una celebración muy larga. Si los juegos preliminares duraban
una hora, era maravilloso, su duraban dos, el goce era sublime. Muchos eran
incapaces de prolongar los juegos amorosos más allá de media hora. Sea como
fuere, cuando llegaba el momento de consumar el acto, la pareja también
procuraba prolongarlo durante el mayor tiempo posible. ¿Cuánto? No lo sé. Creo
que más de lo que podían resistir los humanos o los Taltos hijos de humanos.
Quizás una hora; tal vez más.
Cuando la pareja se separaba y ambos yacían postrados
en el suelo, extenuados, era porque el nuevo Taltos estaba a punto de nacer.
El vientre de la madre se hinchaba hasta adquirir unas dimensiones increíbles.
El padre ayudaba entonces a extraer a la inmensa y grotesca criatura del
vientre de la mujer y le procuraba calor entre sus manos. Luego, la entregaba a
la madre para que ésta le diera de mamar.
Todos se aproximaban para contemplar el milagro, pues
ese niño, que irrumpía en su vida como un ser que ya medía entre sesenta y
noventa centímetros, extremadamente delgado, delicado y frágil, empezaba a
desarrollarse en el acto. Durante los siguientes quince minutos, o menos,
crecía hasta alcanzar la altura de un adulto. El cabello le crecía también a
una velocidad vertiginosa, al igual que sus dedos; los delicados huesos de su
cuerpo, flexibles y resistentes, sustentaban su cuerpo gigantesco. La cabeza
alcanzaba un tamaño tres veces mayor al que ostentaba en el momento de nacer.
La madre yacía como si estuviera muerta, medio
dormida, mientras el niño, tendido junto a ella, le hablaba. A veces, en lugar
de caer dormida hablaba con su hijo y le cantaba, aunque se sintiese aturdida y
mareada, y hacía que el niño le recitara sus primeros recuerdos, a fin de que
no los olvidara jamás.
A veces olvidamos.
Somos muy capaces de olvidar. El hecho de contar
nuestros recuerdos nos ayuda a memorizarlos, a retenerlos en nuestra memoria.
Contarlos equivale a combatir nuestra terrible soledad, fruto del olvido, la
temible ignorancia, la tristeza de no recordar. Al menos, eso pensábamos.
La criatura, ya fuese varón o hembra, y la mayoría de
las veces era hembra, proporcionaba una gran alegría a la tribu. Para nosotros
ese dato significaba más que el hecho de que hubiera nacido un ser. Significaba
que la vida de la tribu era excelente, y que ésta perduraría.
Por supuesto, jamás lo pusimos en duda, pero como
ciertas ciertas leyendas que sostenían que no siempre había sido así, que en
ciertas épocas las mujeres habían copulado y habían parido unos hijos
enclenques, o que no habían quedado preñadas, y que la tribu había disminuido
hasta casi extinguirse. Las epidemias de peste esterilizaban a las mujeres, y a
veces también a los hombres.
Los niños que nacían eran amados y atendidos por ambos
padres, aunque en el caso de las hembras, éstas eran conducidas a un lugar
habitado sólo por mujeres.
En general, los hijos constituían un vínculo entre el
hombre y la mujer. Estos no pretendían amarse de una forma distinta o en
privado. Teniendo en cuenta lo que para nosotros significaba el parto, el
concepto del matrimonio o la monogamia, así como la conveniencia de permanecer
con una sola mujer, nos parecían ideas aburridas, peligrosas y absurdas.
Sin embargo a veces podía suceder que un hombre y una
mujer se amaran tanto que no quisieran separarse, aunque no recuerdo que eso
me ocurriera a mí. Nada se interponía entre el deseo de frecuentar a una mujer
o a un hombre; el amor y la amistad no eran unos conceptos románticos, sino
puros.
Hay muchos otros aspectos de la vida de los Taltos que
os podría describir, como la clase de canciones que cantábamos, la naturaleza
de nuestras disputas, las cuales poseían sus propias reglas, el tipo de lógica
que imperaban entre nosotros, y que seguramente os parecería extraño, así como
las torpezas y errores que cometían los jóvenes Taltos. En la isla había unos
pequeños animales mamíferos -muy parecidos a los monos-, pero no se nos
ocurría cazarlos ni devorarlos; una idea tal nos habría parecido intolerable.
Podría describir también los distintos tipos de viviendas
que construíamos y los escasos adornos que lucíamos -no llevábamos ropa, pues
no lo necesitábamos ni nos gustaba cubrir nuestro cuerpo con materias
impuras-; podría describir nuestras embarcaciones, que eran muy rudimentarias,
y mil cosas más.
A veces nos acercábamos con sigilo al lugar donde
vivían las mujeres, para verlas abrazadas, haciendo el amor. Cuando descubrían
nuestra presencia, nos echaban de allí. Había unos lugares en los riscos,
grutas y cuevas, pequeños nichos próximos a manantiales, que se habían
convertido en auténticos santuarios donde hacían el amor tanto hombres con
hombres, como mujeres con otras mujeres.
Resultaba imposible aburrirse en aquel paraíso.
Existían numerosas actividades. Podíamos retozar durante horas en la playa o
nadar en el mar, si nos atrevíamos.
Recogíamos huevos, fruta, cantábamos, bailábamos. Los
pintores y los músicos eran muy laboriosos, y también había constructores de
barcos y de chozas.
La astucia y el ingenio eran cualidades muy apreciadas
entre nosotros. A mí me consideraban muy listo, pues notaba ciertas cosas que a
mis compañeros les pasaban inadvertidas, como por ejemplo que ciertos moluscos
que habitaban en las charcas de agua templada se desarrollaban más deprisa
cuando el sol brillaba sobre ellas, y que algunas setas eran más abundantes en
los días oscuros. Me gustaba inventar artilugios, como un tosco elevador
fabricado con parras y unas cestas hechas con ramas por medio del cual
transportábamos la fruta desde la copa del árbol hasta el suelo.
Sin embargo, aunque mis compañeros admiraran mi
inteligencia, no renunciaban a burlarse de mí. En el fondo, opinaban que los
instrumentos que yo inventaba no eran imprescindibles.
El trabajo fatigoso era impensable. Cada día que
amanecía ofrecía multitud de posibilidades. Nadie dudaba de la perfecta bondad
del placer.
El dolor era malo.
Ése era el motivo por el que el parto nos infundía a
todos un gran respeto, pues sabíamos que a las mujeres les producía un intenso
sufrimiento. Debo precisar que las mujeres Taltos no eran esclavas de los
hombres. Muchas eran tan fuertes como los machos, y estaban dotadas de unos brazos
tan largos y unos cuerpos tan ágiles como los de sus compañeros. Las hormonas
que poseían creaban una química totalmente distinta.
El parto, en el cual se mezclaban el dolor y el
placer, constituía el misterio más trascendente para nosotros; en realidad, el
único misterio trascendente que existía en nuestras vidas.
Ahora ya conocéis lo que deseaba que supierais. El
nuestro era un mundo en el que reinaba la armonía y la felicidad, un mundo en
el que existía un gran misterio y muchas cosas maravillosas.
Era el paraíso, y jamás ha existido un Taltos, aunque
por sus venas corriera sangre humana procedente de un linaje corrupto, que no
recordara la tierra perdida, así como la época en que reinaba la armonía. Ni
uno solo.
Estoy convencido de que Lasher lo recordaba. Y también
Emaleth.
Llevamos la historia del paraíso en la sangre. Podemos
verlo, oímos los cánticos de los pájaros, sentimos el calor de los manantiales
volcánicos. Percibimos el sabor de la fruta, oímos las canciones; alzamos la
voz y cantamos. Y, por tanto, sabemos algo que los humanos sólo imaginan: que
el paraíso puede existir de nuevo en la Tierra. Antes de referirnos al
cataclismo y a la tierra del invierno, permitidme añadir una cosa.
Creo que entre nosotros existían individuos malvados,
capaces de cometer actos violentos. Estoy convencido de ello. Probablemente
fuesen incluso capaces de matar. Es lógico que existieran. Pero nadie quería hablar
de ello. Jamás se incluían esas cosas en los relatos. Por consiguiente, no
teníamos una historia de episodios sangrientos, de violaciones, de conquistas
de un grupo de individuos por otro. La violencia nos horrorizaba.
Ignoro el sistema que se empleaba en nuestra tierra
para impartir justicia. No teníamos unos líderes en el sentido estricto de la
palabra; sólo había un grupo de individuos sabios que formaban una elite, por
decirlo así, y a los cuales recurríamos en busca de ayuda o consejo.
Otro motivo que me hace suponer que se cometieron
actos violentos, es que poseíamos unos conceptos muy definidos sobre el Dios
Bondadoso y sobre el Maligno. Naturalmente, el Dios Bondadoso era un ser masculino
o femenino -esta deidad no estaba dividida-, que nos había proporcionado la
tierra, el sustento y el placer; y el Maligno había creado la inhóspita tierra
helada. El Maligno gozaba con los accidentes que provocaban la muerte de los
Taltos; de vez en cuando, conseguía apoderarse de un Taltos, aunque no era
frecuente.
Ignoro si existían otros mitos y leyendas sobre esta
vaga religión. Nuestros ritos religiosos no implicaban sacrificios cruentos
para aplacar a los dioses. Adorábamos al Dios Bondadoso con canciones, poesías
y bailes que ejecutábamos en un círculo. Cuando danzábamos al engendrar un
hijo, siempre nos sentíamos unidos al Dios Bondadoso.
Recuerdo con frecuencia las canciones que cantábamos.
A veces, por las tardes, cuando salgo a pasear por las calles de Nueva York,
solo entre la multitud, canto las canciones que recuerdo y percibo de nuevo el
aroma y el sabor de la tierra perdida, el sonido de los tam
bores y las gaitas, y veo a los hombres y las mujeres
bailando en el círculo. Eso sólo se puede hacer en Nueva York, donde nadie se
fija en ti. Es muy divertido.
En ocasiones, cuando recorro las calles de esta ciudad,
se me acercan algunas personas que están canturreando, o murmurando en voz
alta, para charlar unos minutos conmigo. Luego se alejan tranquilamente. En
otras palabras, los locos de Nueva York me aceptan. Y aunque todos estamos
solos, durante aquellos breves momentos gozamos de nuestra mutua compañía. Es
el submundo de la ciudad.
Después, me apeo del coche y reparto abrigos y bufandas
de lana entre los necesitados. A veces envío a Remmick, mi mayordomo. En
ocasiones, cuando nieva instalamos a los mendigos y vagabundos en el vestíbulo
del edificio para que pasen allí la noche. Les proporcionamos sopa caliente y
mantas para abrigarse. Sin embargo, cuando empiezan a pelearse entre sí y uno
acuchilla a otro, tenemos que arrojarlos de nuevo a la calle.
Eso me hace recordar otro problema que nos afectaba
en la tierra perdida. Casi lo había olvidado: algunos Taltos se sentían
atrapados por la música y no podían escapar a ella. Quedaban atrapados por las
melodías que interpretaban sus compañeros, de tal forma que no lograban liberarse
hasta que éstos dejaban de tocar o cantar. Otras veces quedaban atrapados en
sus propias canciones, y seguían cantando hasta caer muertos; o bien bailaban
hasta morir de agotamiento.
Con frecuencia me entretenía durante horas cantando y
bailando, pero siempre conseguía despertarme de esos trances ya que, o bien la
música tocaba a su fin, o yo me cansaba o perdía el ritmo. En cualquier caso,
jamás corrí el peligro de morir de agotamiento, como les había sucedido a otros
compañeros.
Todos creían que los Taltos que morían mientras bai
laban o cantaban iban al cielo, con el Dios Bondadoso.
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Pero nadie hablaba de ello. La muerte nos resultaba
extremadamente desagradable, y las cosas desagradables era mejor olvidarlas.
Ése era uno de nuestros principios básicos.
Cuando estalló el cataclismo, ya habían pasado muchos
años desde mi nacimiento. No sé exactamente cuántos; quizá treinta o cuarenta.
El cataclismo fue un fenómeno natural. Más tarde los
hombres dijeron que los soldados romanos y los pictos nos habían arrojado de
nuestra tierra. Es mentira. Los únicos seres que había en nuestra tierra
éramos nosotros. Jamás la pisó un humano.
Un violento terremoto hizo que nuestra tierra se
pusiera a temblar y se desintegrase. Todo comenzó con un murmullo acompañado de
una leve sacudida, mientras unas nubes de humo cubrían el cielo. Los géyseres
abrasaban a nuestras gentes. Los lagos estaban tan calientes,
que no podíamos beber su agua. La tierra no cesaba de estremecerse día y noche.
Muchos Taltos murieron, así como los peces de los
arroyos, y los pájaros abandonaron los riscos. Hombres y mujeres huyeron
despavoridos en busca de un lugar apacible, pero no lo hallaron y tuvieron que
regresar.
Al fin, tras haberse producido innumerables muertes,
todos los miembros de la tribu comenzaron a construir botes y piraguas para
trasladarse a la tierra helada. No quedaba otra opción. Debíamos abandonar
nuestra tierra si no queríamos perecer.
No sé cuántos Taltos permanecieron en nuestra tierra,
ni cuántos lograron escapar.
Día ' y noche la gente trabajaba con ahínco en la
construcción de unas embarcaciones para salir de allí. Los sabios ayudaban a
los ingenuos -así era como distinguíamos a los viejos de los jóvenes-, y hacia
el décimo día, según mis cálculos, partí con dos de mis hijas, dos hombres a
quienes amaba y una mujer.
Fue en la tierra del invierno, una tarde que contemplé
cómo mi tierra natal se hundía en el mar, cuando se .inició realmente la
historia de mi pueblo.
eA partir de aquel momento comenzaron las desgracias
y tribulaciones, los sufrimientos, y apareció nuestro primer concepto del valor
y el sacrificio. Fue l origen de todas esas cosas que los seres humanos
consideran sagradas, y que sólo pueden surgir de las dificultades, el esfuerzo
y la creciente idealización de la dicha y la perfección, cuestiones que sólo
consiguen prosperar en nuestra mente cuando hemos perdido el paraíso.
Desde un acantilado contemplé cómo el gran catadismo
hallaba su culminación; desde allí pude ver cómo nuestra tierra se
desintegraba y se hundía en el mar, y -cómo las diminutas siluetas de los
Taltos desaparecían con ella. Fue desde allí que vi las gigantescas olas
romper contra los riscos y las colinas e invadir los recónditos valles y
bosques.
El Maligno había triunfado, dijeron los que se hallaban
conmigo. Por primera vez, las canciones que entonamos y las historias que
recitamos se convirtieron en un auténtico lamento.
Debió ser hacia finales de verano cuando huimos a la
tierra helada. Reinaba un frío polar. El agua que bañaba las costas estaba tan
helada que nos cortaba la respiración. Comprendimos de inmediato que nunca llegaría
a templar.
Pero no estábamos preparados para el crudo invierno
que imperaba en aquella región. La mayoría de los Taltos que consiguieron
escapar de la tierra perdida, perecieron durante el primer invierno. Los
escasos supervivientes nos afanábamos en copular y engendrar hijos a fin de
restablecer la tribu. Y, como no sabíamos que el invierno volvería a
presentarse, fueron muchos los Taltos que murieron el siguiente invierno.
No empezamos a comprender el ciclo de las estaciones
hasta el tercer o cuarto año.
Durante aquellos primeros años se instaló entre nosotros
la superstición; circulaban toda clase de hipótesis acerca de por qué habíamos
sido expulsados de la tierra perdida, por qué la nieve y el viento habían tratado
de aniquilarnos y sobre la razón de que el Dios Bondadoso se hubiera vuelto
contra nosotros.
Mi afición a observar las cosas y crear artilugios me
convirtió en líder indiscutible de la tribu. Pero todos aprendimos rápidamente
a defendernos del frío por medio de pieles de oso y otros grandes animales, a
refugiarnos en unos hoyos subterráneos en vez de hacerlo en cuevas, puesto que
ofrecían más calor, y a cavar nuestras madrigueras con cuernos de antílopes
muertos, para cubrirlas después con troncos de árboles y con piedras.
Pronto aprendimos el arte de encender fuego, pues en
la nueva tierra éste no surtía de la roca. Varios Taltos, a lo largo de
distintas épocas, inventaron diversos tipos de ruedas, y con ellas construíamos
carretas para transportar la comida y a los enfermos.
Poco a poco, los que conseguimos sobrevivir todos los
inviernos en la tierra helada empezamos a aprender cosas muy útiles y prácticas,
que enseñábamos a los jóvenes. Por primera vez comprendimos la importancia de
prestar atención a todo cuanto nos rodeaba. Parir y amamantar a un niño se
convirtió en un medio de subsistencia. Todas las mujeres parían al menos una
vez, a fin de contrarrestar la elevada tasa de mortalidad que arrojaba nuestra
tribu.
De no haber sido la vida tan dura para nosotros, habríamos
considerado aquellos años como una época de gran placer creativo. Podría
describiros los numerosos descubrimientos que hicimos.
Baste decir que éramos un pueblo de cazadores y
agricultores muy primitivo, aunque no comíamos la carne de los animales a menos
que estuviéramos famélicos, y que nuestro progreso seguía un curso bastante
errático, muy distinto al de los seres humanos.
Nuestro desarrollado cerebro, nuestra gran capacidad
verbal, nuestra extraña mezcla de intuición e inteligencia nos hizo, en muchos
aspectos, a la vez más listos y más torpes, más perspicaces y más imprudentes.
Por supuesto, entre nosotros estallaban numerosas disputas
a consecuencia de la escasez de alimentos o de disparidad de criterio sobre si
tomar este o aquel camino o cazar determinados animales. Algunos pequeños
grupos se independizaron del grupo central para seguir un camino propio.
Yo me había acostumbrado al papel de líder y no
permitía que nadie discutiera mis decisiones. Me llamaban simplemente por mi
nombre, Ashlar, puesto que los títulos no eran necesarios entre nosotros.
Ejercía una gran influencia sobre mis compañeros, y me aterraba la idea de que
se perdieran, murieran devorados por algún animal salvaje o lucharan entre sí y
se hirieran. Las batallas y las disputas estaban a la orden del día.
Cada invierno que pasaba adquiríamos mayores conocimientos
y aptitudes. Cuando seguíamos a los animales hacia el sur, o nos desplazábamos
en esa dirección por instinto o por azar, llegábamos a unas tierras más
cálidas, donde el verano duraba mucho tiempo. Fue en aquella época cuando
comenzamos a sentir un gran respeto, y experimentar una gran dependencia, por
las estaciones del año.
Montábamos caballos salvajes por diversión, por deporte,
pero no creíamos que pudieran ser domados. Nos conformábamos con los bueyes
para tirar de las carretas, que al principio, arrastrábamos nosotros mismos.
Esas vicisitudes nos condujeron al período religioso
más intenso de nuestra existencia. Yo invocaba el nombre del Dios Bondadoso
cada vez que estallaba el caos, a fin de restablecer el orden en nuestras
vidas. Las ejecuciones, por lo general, se llevaban a cabo dos veces al año.
Podría escribir y contar muchas cosas que sucedieron
durante esos siglos. Lo cierto es que constituyeron una época única -el período
entre la tierra perdida y la aparición de seres humanos-, y que buena parte de
lo que habíamos deducido, supuesto, aprendido y memorizado quedó destruido,
por decirlo así, con la aparición de los seres humanos.
Baste decir que nos convertimos en un pueblo muy
desarrollado, que rendíamos culto al Dios Bondadoso mediante festines y bailes,
como siempre habíamos hecho. Seguíamos practicando el juego de la memoria y
observábamos unas rígidas normas de conducta, aunque ahora los hombres, al
nacer, «recordaban» cómo ser violentos, luchar, competir y esforzarse en ganar,
mientras que las mujeres nacían con el recuerdo del temor.
Ciertos hechos extraños produjeron en nosotros un
impacto tremendo, mucho mayor del que nadie pudiera imaginar.
Sabíamos que existían otros hombres y mujeres en
Britania. Habíamos oído hablar de ellos por boca de unos Taltos, quienes
afirmaban que eran tan odiosos y crueles como los animales. Los Taltos habían
matado a varios en defensa propia. Esas extrañas gentes, que no eran Taltos,
habían dejado tras de sí unos potes hechos de tierra, pintados con decorativos
dibujos, y armas fabricadas con piedra mágica; además de unos pequeños y
curiosos seres parecidos a los monos, aunque desprovistos de pelo e incapaces
de valerse por sí mismos, que supusimos serían sus hijos.
Este hecho nos confirmó que se trataba de unas gentes
brutales, pues, según nuestro criterio, sólo las bestias parían hijos incapaces
de valerse por sí mismos. Ni siquiera las crías de las bestias eran tan
indefensas como esos diminutos seres.
Los Taltos se apiadaron de ellos; los alimentaron con
leche y les prodigaron toda clase de cuidados. Al fin, tras oír hablar tanto de
ellos, decidimos comprar cinco de esos extraños seres, que habían cesado de llorar
continuamente y ya sabían caminar.
Esos seres no vivían mucho tiempo. Unos treinta y omco
años aproximadamente, pero durante ese tiempo
registraban en ellos unos cambios espectaculares.
Aquellas diminutas criaturas rosadas y desvalidas pasaban a ser unos
individuos altos y fuertes para, finalmente, convertirse en unos viejos
encogidos y arruga,dos. Llegamos a la conclusión de que no eran sino unos
animales, y no creo que tratáramos a esos rudimentarios primates mejor de lo
que tratábamos a los perros.
No eran inteligentes, no comprendían nuestra rápida
lengua; como mucho, entendían algunas palabras si las pronunciábamos lentamente;
ellos, al parecer, no poseían un lenguaje.
Nacían ignorantes, según descubrimos, dotados de menos
conocimientos innatos que los pájaros y los zorros; y, aunque a medida que se
desarrollaban adquirían una mayor capacidad de raciocinio, eran mucho menos
,fuertes que nosotros, bajitos y horriblemente peludos.
Cuando un macho de nuestra especie copulaba con una
hembra de la suya, ésta sufría una hemorragia y moría. Los hombres de esa
extraña especie también provocaban hemorragias en nuestras hembras. Por lo más,
eran toscos y torpes.
A lo largo de los siglos nos tropezamos en múltitud
de ocasiones con esos extraños seres, o bien se los adquiríamos a otros
Taltos, pero jamás vimos que estuvieran organizados de alguna forma. Suponíamos
que eran inofensivos. No sabíamos cómo llamarlos. No aprendimos nada de ellos,
y nos desesperábamos al ver que eran incapaces de aprender lo que nosotros
tratábamos de enseñarles.
Es lamentable, pensábamos, que esos grandes animales
que se parecen tanto a nosotros, que caminan en posición erecta y no tienen
cola, sean unos estúpidos e ignorantes.
Por aquel entonces nuestras leyes se habían hecho aún
más severas. La ejecución era el castigo último a la desobediencia. Se había
convertido en un rito, aunque no lo celebrábamos, en el que el reo era
rápidamente despachado mediante unos precisos y contundentes golpes en el
cráneo.
El cráneo de un Taltos es más resistente que los otros
huesos de su cuerpo. No obstante, si se posee cierta habilidad es muy sencillo
partirlo y nosotros, lamentablemente, habíamos adquirido esa habilidad.
Sin embargo, la muerte nos seguía horrorizando. Los
asesinatos eran poco frecuentes. La pena de muerte se aplicaba a quienes
representaban una amenaza para la comunidad. El parto seguía siendo la ceremonia
más importante para nosotros. Cuando hallábamos un lugar apropiado para
establecernos, un lugar que nos ofreciera posibilidad de permanencia, elegíamos
un lugar para celebrar nuestras danzas religiosas formando un círculo, y
colocábamos unas piedras -a veces utilizábamos unas piedras inmensas- para
señalar esos lugares, de los cuales nos enorgullecíamos.
¡Ah, los círculos de piedras! Llegamos a ser conocidos
en todas partes, aunque no éramos conscientes de ello, como el pueblo de los
círculos de piedras.
Cuando nos veíamos obligados a trasladarnos a otro
territorio -debido al hambre o porque había penetrado en nuestro antiguo
territorio otro grupo de Taltos con los que no nos llevábamos bien y no queríamos
tratos-, solíamos construir inmediatamente un nuevo círculo. El diámetro de
nuestros círculos y el peso de sus piedras se convirtió en un signo de
propiedad de determinados territorios, y cuando veíamos un gran círculo de
piedras construido por otras gentes comprendíamos que esa región les pertenecía
y buscábamos otro lugar donde asentarnos.
Quienes cometían la imprudencia de irrumpir en un
círculo sagrado que no les correspondía, eran perseguidos implacablemente para
obligarlos a marcharse. Como es lógico, a menudo era la escasez la que imponía
las normas. Una amplia planicie podía sustentar tan sólo a unos pocos
cazadores. Era preferible establecerse junto a un lago, un río o en el
litoral, pero no existía ningún lugar que fuera un paraíso, una inagotable fuente
de calor y abundancia como la tierra perdida.
Contra los invasores e intrusos, invocábamos la
protección divina. Recuerdo que una vez tallé una figura del Dios Bondadoso,
tal como yo lo imaginaba -con pechos femeninos y un pene- sobre una de las
inmensas piedras del círculo, en nuestro territorio.
Cuando estallaba una auténtica batalla, fruto de la
agresividad de algunas gentes, un error o el afán de apoderarse de un
determinado territorio, los invasores derribaban las piedras de quienes
habitaban allí y a continuación construían un círculo nuevo para delimitar el
territorio recién conquistado.
El hecho de vernos expulsados de nuestro territorio
tener que buscar un nuevo hogar era agotador, pero una vez asentados en un
nuevo lugar experimentábamos la apremiante necesidad de construir un círculo
mayor y más imponente que el anterior. A tal fin, buscamos unas piedras tan
grandes que nadie fuera capaz ni siquiera de intentar derribarlas.
Nuestros círculos expresaban nuestra ambición y estra
sencillez, la alegría de nuestros bailes y nuestro deseo de luchar y morir por
defender el territorio de estra tribu.
Nuestros principios básicos, aunque permanecían
inalterados desde los tiempos de la tierra perdida, se habían endurecido
respecto a ciertos ritos. Era obligatorio que toda la tribu asistiera al parto
de un nuevo Taltos. La ley exigía que dicho acontecimiento estuviera presidido
por una mezcla de respeto y sensualidad, y con frecuencia se desataba una
auténtica euforia sexual para celebrarlo.
El nuevo Taltos era considerado una especie de augurio;
si no era físicamente perfecto, bien proporcionado y hermoso, el pánico se
apoderaba de la tribu. Un recién nacido perfecto constituía una bendición
divina, al igual que antiguamente, pero nuestras creencias habían adquirido
unos tintes más sombríos, y al mismo tiempo que extraíamos unas conclusiones
erróneas a partir de unos fenómenos puramente naturales, nuestra obsesión por
los grandes círculos de piedras, nuestra fe en que éstos complacían al Dios
Bondadoso y que eran moralmente esenciales para la tribu, iba en aumento.
Al fin llegó el año en que nos afincamos en la
planicie.
Ésta se hallaba en el sur de Britania, en un lugar conocido
actualmente como Salisbury donde reinaba un magnífico clima, el mejor de
cuantos habíamos conocido. ¿La época? Anterior a la aparición de los seres humanos.
Habíamos llegado a la conclusión de que no podíamos
huir del invierno, de que no existía ningún lugar en el mundo donde éste no
existiera. Bien pensado, era una deducción absolutamente lógica. En esa región
de Britania los veranos era largos y cálidos, los bosques eran frondosos y
estaban poblados de ciervos, y el mar se hallaba muy cerca.
Por la planicie deambulaban grandes manadas de
antílopes.
Fue ahí donde decidimos construir nuestro definitivo
hogar.
La idea de mudarnos continuamente para evitar disputas
con nuestros vecinos o disfrutar de una caza más abundante, había perdido su
encanto. Nos habíamos convertido, en cierto modo, en un pueblo de colonizadores.
Todas nuestras gentes ambicionaban hallar un refugio estable, un lugar
permanente donde poder entonar nuestros cantos sagrados, practicar el sagrado
juego de la memoria, ejecutar los bailes sagrados, y, por supuesto, el sagrado
ritual del parto.
La última invasión que padecimos fue muy penosa, pues
nos habíamos resistido ferozmente a abandonar nuestro territorio con
interminables argumentaciones; los Taltos siempre procuran convencer primero al
contrincante por medio de las palabras. Al fin, tras numerosas batallas y
ultimátums semejantes a «¡de acuerdo, si insistís en instalaros en estos
bosques, nos iremos nosotros!», accedimos a marcharnos.
Nos considerábamos muy superiores a otras tribus por
diversos motivos; entre otros, porque la mayoría de nosotros habíamos vivido
en la tierra perdida y muchos miembros de nuestra tribu tenían el cabello
blanco. En muchos sentidos, éramos el grupo mejor organizado y el que contaba
con más ritos y costumbres. Algunos poseíamos caballos, que montábamos. Nuestra
caravana estaba compuesta por numerosas carretas. Disponíamos de grandes
rebaños de ovejas y cabras, así como de una especie de ganado salvaje que ya no
existe.
Algunos se reían de nosotros, especialmente porque
montábamos a caballo y caíamos repetidamente, pero en general los otros Taltos
nos respetaban y acudían a nosotros en busca de ayuda cuando se hallaban en un
apuro.
Cuando nos establecimos en Salisbury Plain, a fin de
señalar que aquel territorio era nuestro construimos el mayor círculo de
piedras que ha contemplado jamás el mundo.
Por experiencia, sabíamos que la construcción del
círculo unía a la tribu, contribuía a organizarla, evitaba que se produjeran
altercados y hacía que los bailes fueran más alegres a medida que añadíamos
piedras al círculo y éste iba adquiriendo unas proporciones gigantescas.
Esta descomunal obra, la construcción del mayor
círculo de piedras que existe en el mundo, configuró varios siglos de nuestra
existencia y supuso para nosotros un gigantesco avance en materia de inventiva
y organización. La búsqueda de los monolitos de piedra arenisca, los medios
para transportar las piedras hasta el lugar donde íbamos a construir el
círculo, el hecho de darles forma, erigirlas y, por último, colocar sobre ellas
otras piedras en sentido horizontal a modo de dinteles, se convirtió en el
motor principal de nuestras vidas.
El concepto de diversión y juego prácticamente había
desaparecido de nuestra vida. Los bailes adquirieron un carácter sagrado. Todo
había adquirido un carácter sagrado. Sin embargo, fue una época muy estimulante.
Quienes deseaban compartir nuestra vida podían
hacerlo; nuestra población se incrementó de tal modo que éramos capaces de
resistir cualquier invasión. El primer monolito que colocamos inspiró tal
respeto y fervor que otros Talcos acudían para rendir tributo a sus dioses,
para incorporarse a nuestro círculo o simplemente para asistir a nuestros
ritos, en lugar de tratar de robarnos una parte de nuestro territorio.
La construcción del círculo se convirtió en la base de
nuestro futuro desarrollo.
Durante esos siglos nuestra vida alcanzó su punto
culminante. Construimos nuestros campamentos por toda la planicie, a escasa
distancia de nuestro círculo, y encerrábamos a nuestros animales en pequeños
corrales formados por empalizadas. Plantamos saúcos y espinos negros
alrededor de nuestros campamentos, y éstos se convirtieron en fortalezas.
Durante esa época construimos unas tumbas subterráneas,
donde dábamos sepultura a los muertos según nuestros ritos. Toda nuestra
existencia reflejaba las consecuencias de un asentamiento permanente. No nos
dedicábamos a la cerámica, pero adquiríamos muchas piezas de cerámica a otros
Taltos que, a su vez, afirmaban habérselas adquirido a los extraños y peludos
seres que navegaban por nuestras costas a bordo de unas embarcaciones hechas
con pieles de animales.
Algunas tribus acudían de todos los rincones de
Britana para formar un círculo viviente y bailar alrededor de nuestros
monolitos.
Los círculos se convirtieron en unas inmensas y serpenteantes
procesiones. Se consideraba que traía buena suerte parir entre las gigantescas
piedras de nuestro círculo. Por otra parte, el comercio con otras tribus aumentó,
lo cual nos procuró una gran prosperidad.
Entretanto, en nuestra tierra comenzaron a erigirse
otros imponentes círculos. Unos círculos inmensos, maravillosos, aunque ninguno
comparable al nuestro. Durante esa productiva y fascinante época, la fama de
nuestro círculo se extendió a todos los confines de la Tierra; la gente acudía
no para tratar de copiarlo, sino para admirarlo, bailar en él y unirse a
nuestra procesión, mientras nos deslizábamos a través de las puertas formadas
por los dinteles y los monolitos.
Al cabo de un tiempo se implantó la costumbre de
viajar a otros territorios para admirar sus círculos y bailar con las tribus
que habitaban allí. Durante esas reuniones intercambiábamos información y
formábamos grandes cadenas de memoria; en ellas, cada cual relataba sus
recuerdos, aportaba nuevos datos a las historias más populares y se corregían
algunas leyendas que hablaban de la tierra perdida.
Viajábamos en grupos para contemplar el círculo que
actualmente se denomina Avebury, o admirar otros círculos que se hallaban más
al sur, cerca de Glastonbury, el lugar preferido de Stuart Gordon. También solíamos
viajar hacia el norte para visitar otros círculos.
Sin embargo, el nuestro seguía siendo el círculo más
impresionante de cuantos existían. Cuando Ashlar y sus gentes acudían a visitar
el círculo de otra tribu, ésta lo consideraba un gran honor. Nos pedían
consejo, nos invitaban a permanecer un tiempo en su territorio y nos ofrecían
valiosos regalos.
Como ya sabréis, nuestro círculo se convirtió en
Stonehenge. Tanto éste como otros muchos todavía existen. Pero, permitidme que
os aclare lo que sólo resulta obvio para los estudiosos de Stonehenge. Nosotros
no erigimos en su totalidad el monumento que existe hoy en día, o que se supone
existió en determinado momento.
Construimos únicamente dos círculos de monolitos,
cuyas piedras fueron extraídas de canteras de otras zonas, incluida la remota
Marlborough Downs, pero mayormente de Amesbury, que está muy cerca de Stonehenge.
El círculo interior constaba de diez monolitos, y el exterior de treinta. La
colocación de los dinteles sobre las gigantescas piedras ha sido objeto de
todo tipo de conjeturas. Ya en un principio se decidió colocar unos dinteles,
aunque yo no era muy partidario de hacerlo. Había soñado con un círculo de
piedras que imitara a uno formado por hombres y mujeres. Cada piedra tendría aproximadamente
dos veces la altura de un Taltos, con una anchura equivalente a la estatura del
Taltos. Ésa era mi visión.
Pero a los otros miembros de la tribu, los dinteles
les transmitían la idea de refugio, recordándoles el gran cono volcánico que
antiguamente había protegido el valle tropical de la tierra perdida.
El círculo de arenisca azul y muchas otras formaciones
de Stonehenge fueron construidos más tarde por otros pueblos. Hubo un momento
en que nuestro amado templo al aire libre se hallaba rodeado por una construcción
de madera que había sido levantada por unas tribus humanas salvajes. Prefiero
ni pensar en los sangrientos ritos que debieron celebrarse allí. Pero eso no
fue cosa nuestra.
En cuanto a los emblemas tallados en los monolitos,
utilizamos sólo uno, esculpido en una piedra central que hace tiempo que
desapareció. Era un símbolo del Dios Bondadoso, en el que éste aparecía con
pechos y falo. Se hallaba profundamente grabado en la piedra y estaba al
alcance de cualquier Taltos, de forma que la silueta se pudiera palpar en la
oscuridad.
Posteriormente, los seres humanos tallaron otras figuras
en los monolitos, de igual modo que utilizaron Stonehenge para otros fines.
Pero os aseguro que nadie -ni Taltos, ni ser humano
ni individuo de otra especie- ha contemplado nuestro gigantesco círculo sin
experimentar ante él cierto respeto o sentir la presencia de lo sagrado. Mucho
antes de ser completado ya se había convertido en un lugar de inspiración, y
todavía lo sigue siendo.
En ese monumento se encierra la esencia de nuestro
pueblo. Es el único gran monumento que erigimos.
Para comprender cómo éramos realmente, es preciso
tener presente que conservábamos nuestros principios. Deplorábamos la muerte y
no la celebrábamos. No realizábamos sacrificios sangrientos. No considerábamos
la guerra algo glorioso, sino caótico y nefasto. Y la máxima expresión de
nuestro arte son los círculos de Stonehenge, donde cantábamos y bailábamos.
En nuestros tiempos de máximo esplendor, los festivales
que se celebraban en homenaje al parto, los de la cadena de memoria y los
musicales contaban con la presencia de miles de Taltos, que acudían de todos
los rincones de la Tierra. Era imposible contar los círculos que se formaban
entonces, ni calcular cuál era el más grande. Es imposible calcular cuántas
horas y días duraban esos ritos.
Imaginad la vasta planicie cubierta de nieve, el cielo
azul y despejado, el humo que se alzaba de los campamentos y las chozas que
había junto al círculo de piedras, donde nos refugiábamos en busca de calor,
comida y bebida. Imaginad a los Taltos, hombres y mujeres tan altos como yo,
con el cabello largo, a menudo hasta la cintura o hasta los tobillos, vestidos
con pieles de animales minuciosamente cosidas y calzados con botas altas de
cuero, danzando con las manos unidas y formando estas bellas y sencillas
figuras mientras elevaban sus voces en una sola canción.
En el pelo lucíamos hojas de hiedra, muérdago, acebo
u otras plantas verdes de invierno, que plantábamos en nuestro suelo; las ramas
de pino u otros árboles no perdían sus hojas.
En verano utilizábamos un sinfín de flores. Enviábamos
a unos emisarios para que rastrearan los bosques en busca de flores y plantas
silvestres.
Los cantos y la música eran magníficos. Resultaba
difícil sustraerse al hechizo de los círculos; algunas personas eran incapaces
de marcharse mientras siguiera sonando la música. Entre las hileras de
bailarines encendíamos pequeñas fogatas para calentarnos las manos. Algunos
bailaban y cantaban, y se abrazaban hasta caer rendidos de cansancio o muertos.
Al principio nadie presidía esas celebraciones, pero
al cabo de un tiempo me pidieron que me situara en el centro, que pulsara las
cuerdas del arpa y con ello declarase abierto el baile. Después de pasar
varias horas allí, acudía otro a sustituirme, seguido de otro, y otro. Cada
nuevo cantante o músico interpretaba una melodía que los otros imitaban,
propagándose la canción de un pequeño círculo a uno más grande, como las ondas
que se forman en un estanque cuando se arroja en él una piedra.
En ocasiones encendíamos varias fogatas antes de que
se iniciara el baile, una en el centro y otras en diversos puntos, de forma
que los bailarines pasaban junto a ellas numerosas veces mientras seguían la
ruta circular.
El nacimiento de un Taltos dentro del círculo era para
el recién nacido un acontecimiento sin igual. En la tierra perdida los círculos
eran voluntarios, espontáneos y reducidos. Aquí, sin embargo, el nuevo ser
abría los ojos ante una enorme tribu de individuos de su especie, oía un coro
de voces que parecían ángeles, y permanecía dentro del círculo durante los
primeros días y noches de su vida mientras todos le atendían y acariciaban, y
su madre le amamantaba.
Como es lógico, nosotros íbamos cambiando. A medida
que variaba nuestra percepción de las cosas, nosotros también cambiábamos. Es
decir, lo que aprendíamos modificaba la estructura genética del recién nacido.
Los Taltos que nacían en los círculos poseían un
sentido de lo sagrado más acusado que los viejos, y eran menos propensos que
nosotros al humor, la ironía y los recelos. Quienes nacieron en la época de los
círculos eran más agresivos, capaces incluso de asesinar en caso de necesidad,
fríamente, sin conmoverse.
Si me hubierais pedido en aquella época mi opinión, os
habría dicho que estaba convencido de que nuestra especie gobernaría por
siempre. Si me hubierais advertido: «Pero aparecerán unos hombres que matan a
otros por diversión, que violan a las mujeres y queman lo que encuentran a su
paso», no lo habría creído. Mi respuesta hubiese sido: «Hablaremos con ellos,
les relataremos nuestras historias y recuerdos, y les pediremos que nos
relaten los suyos; luego se pondrán a bailar y a cantar, y dejarán de luchar y
de ambicionar cosas que no pueden poseer.»
Cuando aparecieron los seres humanos, supusimos que se
trataba de los individuos diminutos y peludos, de los amables comerciantes que
a veces arribaban a nuestras costas en unos barcos hechos con pieles de animales,
para vendernos sus mercancías.
Habíamos oído historias sobre feroces ataques y
matanzas, pero no podíamos creerlas. ¿Quién sería capaz de cometer tales
atrocidades?
Luego comprobamos con asombro que los seres humanos
que habían irrumpido en Britaniá tenían la piel suave como nosotros, y que
habían utilizado su piedra mágica para fabricar escudos, cascos y espadas, que
habían traído centenares de caballos adiestrados y que se precipitaban sobre
nosotros, a lomos de sus corceles, para quemar nuestros campamentos, clavar sus
lanzas en nuestros cuerpos y cortarnos la cabeza.
Secuestraron a nuestras mujeres y las violaron hasta
que murieron a causa de las hemorragias. Secuestraron a nuestros hombres y los
esclavizaron, burlándose de ellos y ridiculizándolos hasta que, en muchos
casos, enloquecieron.
Al principio los ataques eran esporádicos. Los guerreros
llegaban por mar, y nos atacaban por la noche desde los bosques. Nosotros
creíamos que cada uno de esos ataques sería el último.
Con frecuencia conseguíamos detenerlos. No éramos
feroces como ellos, pero sabíamos defendernos. Nos reuníamos en grandes
círculos para hablar sobre sus armas de metal y la posibilidad de fabricar unas
similares. Apresamos a varios seres humanos, a nuestros invasores, para tratar
de obtener información. Comprobamos que cuando nos acostábamos con sus mujeres,
tanto si éstas accedían de forma voluntaria como si las forzábamos, morían. Los
hombres detestaban nuestro temperamento afable. Nos llamaban «los locos del
círculo» o «los necios de las piedras».
La vana esperanza de que conseguiríamos derrotar a los
invasores se vino abajo al poco tiempo. Más tarde supimos que tiempo atrás nos
habíamos salvado de ser aniquilados por una sencilla razón: no poseíamos lo que
esas gentes deseaban. Ellos buscaban apoderarse de nuestras mujeres para gozar
con ellas, así como de algunos de los valiosos regalos que los peregrinos
habían traído a nuestro santuario.
Otras tribus de Taltos llegaron a la planicie en busca
de refugio. Habían sido expulsadas de sus hogares de la costa por los bárbaros
humanos, que les inspiraban un terror mortal. Los caballos que montaban les
proporcionaban a esos individuos una desmesurada sensación de poder. Los
humanos gozaban perpetrando esos actos, invadiendo nuestros territorios y
asesinándonos.
Decidimos fortificar nuestros campamentos de cara al
invierno. Los Taltos que se unieron a nosotros sustituyeron a muchos de
nuestros hombres que habían caído en combate.
Entonces se produjeron las primeras nevadas; disponíamos
de suficiente comida y se había restaurado la paz en nuestros campamentos.
Puede que a los invasores no les gustara la nieve. Éramos muchos y habíamos
conseguido arrebatar a los muertos un gran número de lanzas y espadas, de modo
que nos sentíamos seguros.
Llegó el momento de convocar el círculo para celebrar
los nacimientos de nuevos Taltos, lo cual, dadas las bajas que se produjeron
durante el año anterior, era muy importante. No sólo debíamos procrear para incrementar
la población de nuestras aldeas, sino para enviar individuos jóvenes a otras
aldeas que habían sido quemadas y cuyos habitantes se vieron obligados a huir.
Muchos acudieron desde muy lejos para asistir al
círculo destinado a celebrar el nacimiento de nuevos Taltos en invierno, y nos
relataron más historias de muertes y tragedias.
Como ya he dicho, éramos muchos. Y el invierno
constituía nuestra época sagrada.
Formamos unos círculos y encendimos las fogatas
sagradas. Había llegado el momento de declarar ante el Dios Bondadoso que
creíamos que el verano vendría de nuevo, que los partos que iban a producirse
representaban una afirmación de nuestra fe, una confirmación de que el Dios
Bondadoso deseaba que sobreviviéramos.
Pasamos dos días entre cantos, bailes y festines para
celebrar los partos, cuando de pronto irrumpieron las tribus humanas en la
planicie.
Percibimos el sonido de los cascos de los caballos
antes de verlos; era un estruendo parecido al que se produjo cuando se
desintegró la tierra perdida. Los jinetes se abalanzaron sobre nosotros; los
círculos de monolitos quedaron salpicados con nuestra sangre.
Muchos Taltos, ebrios de música y juegos eróticos,
fueron incapaces de oponer la menor resistencia. Los que echamos a correr hacia
los campamentos, luchamos encarnizadamente contra los invasores.
Una vez disipado el humo y después de que los jinetes
desaparecieron llevándose a centenares de nuestras mujeres en nuestras propias
carretas, cuando cada campamento ya había sido reducido a cenizas, comprobamos
que tan sólo quedábamos unos pocos. Estábamos hartos de tantas guerras.
No queríamos volver a presenciar aquel horror. Todos
los recién nacidos de nuestra tribu habían sido asesinados, sin excepción.
Habían muerto a los pocos días de nacer. Quedaban pocas mujeres en el
campamento, y muchas habían parido ya numerosas veces.
La segunda noche después de la matanza, nuestros
emisarios regresaron y confirmaron nuestras sospechas: los guerreros habían
levantado sus campamentos en el bosque. Habían comenzado a construir unas edificaciones
permanentes, al parecer con la intención de afincarse en la región meridional.
Así pues, nos vimos obligados a trasladarnos hacia el
norte.
Tuvimos que regresar a los recónditos valles de las
tierras altas de Escocia, unos lugares inaccesibles para esos crueles bárbaros.
Fue un viaje largo y arduo, en el que invertimos el resto del invierno y
durante el cual los partos y la muerte se convirtieron en hechos cotidianos.
En más de una ocasión fuimos atacados por pequeños grupos de seres humanos, y
también en más de una ocasión los espiamos en sus asentamientos para observar
sus costumbres.
Conseguimos matar a más de una banda de enemigos. En
dos ocasiones atacamos sus fuertes para rescatar a nuestros hombres y mujeres,
cuyos cantos oímos a gran distancia.
Cuando encontramos el elevado valle de Donnelaith era
primavera, la nieve había empezado a fundirse, el frondoso bosque volvía a
mostrar su verdor, el lago ya no estaba helado; nos hallábamos en un refugio al
que sólo se podía acceder a través de un serpenteante río cuya ruta formaba
tantos meandros que resultaba imposible divisar el lago desde el mar; por otra
parte, la tan ensenada a través de la cual entraban los navegantes parecía
desde lejos una cueva.
Después, como sabéis, el lago pasó a ser un puerto,
que los hombres quisieron abrirlo al mar.
Pero en aquellos tiempos nos sentíamos seguros allí.
Habíamos logrado rescatar a muchos Taltos, que
contaron historias espeluznantes. Por lo visto, los humanos habían descubierto
el milagro del parto a través de nosotros. Cautivados por su magia, torturaron
despiadadamente a nuestros hombres y mujeres, tratando de forzarlos a copular,
y luego exclamaron de gozo al contemplar a los Taltos recién nacidos. Violaron
a algunas mujeres hasta matarlas, pero muchas se habían resistido; algunas
habían hallado el medio de poner fin a su vida y otras murieron al oponer
resistencia, al atacar a cada ser humano que se les acercaba e intentar una y
otra vez la huida.
Cuando los seres humanos comprobaron que los recién
nacidos se desarrollaban en el acto y que ya eran capaces de reproducirse, los
obligaron a hacerlo; y éstos, aturdidos y asustados, obedecían dócilmente. Los
humanos conocían el poder que la música ejercía sobre los Taltos, y sabían cómo
utilizarlo. Los seres humanos consideraban a los Taltos sentimentales y
cobardes, aunque ignoro las palabras que empleaban para describirnos.
En suma, entre los guerreros y nosotros se generó un
profundo odio. Nosotros los considerábamos unos animales que sabían hablar y
construir cosas, unos seres abominables que eran capaces de destruir todo lo
hermoso que existía en el mundo. Ellos nos consideraban unos monstruos
ridículos, relativamente inofensivos. Al poco tiempo comprendimos que el mundo
no estaba lleno de gentes como nosotros, sino de individuos con una estatura
semejante a la de los guerreros, e incluso más bajos, que se reproducían y
vivían como ellos.
En nuestras incursiones a sus campamentos conseguimos
apoderarnos de numerosos objetos que esas gentes habían traído de muy lejos.
Los esclavos contaban historias de inmensos reinos rodeados de murallas, de
palacios edificados sobre las arenas del desierto y en las selvas, de tribus
guerreras y grandes congregaciones de personas que vivían en unos gigantescos
campamentos, los cuales tenían nombres.
Todos esos pueblos se reproducían de forma humana.
Todos parían unas criaturas diminutas y desvalidas. Todos se criaban medio
salvajes y medio inteligentes. Todos eran agresivos, les gustaba la guerra y
disfrutaban matando. Deduje que a lo largo de los siglos esos seres debieron
de exterminar a todos los individuos de su especie que no fueran agresivos, de
modo que ellos eran los únicos responsables de haberse convertido en lo que
eran.
Durante nuestros primeros días en el valle de Donnelaith
-fuimos nosotros quienes le pusimos ese nombre- nos dedicábamos a meditar y
discutir acerca de cómo debíamos construir nuestro nuevo círculo, un círculo
tan imponente como el anterior, a rendir culto al Dios Bondadoso y a orar.
Celebramos el nacimiento de numerosos Taltos, a
quienes preparamos para las vicisitudes que deberían afrontar. Enterramos a
muchos que murieron a causa de viejas heridas, y a algunas mujeres que murieron
a consecuencia de los partos, como sucedía con frecuencia, así como a otros
que, fuera de la planicie de Salisbury, no deseaban seguir viviendo.
Fue una época de gran sufrimiento para mi pueblo, peor
incluso que la matanza que había padecido. Vi a unos Taltos fuertes, de cabello
blanco, grandes cantantes, abandonarse por completo a su música hasta caer
muertos sobre la hierba del valle.
Al fin, una vez que establecimos el nuevo consejo,
integrado por recién nacidos, viejos Taltos de cabello blanco y todos aquellos
que deseaban participar en las decisiones de la tribu, llegamos a una
conclusión muy lógica, ¿No adivináis de qué se trataba?
Decidimos que debíamos aniquilar a los seres humanos.
Si no lo hacíamos, destruirían todo lo que el Dios Bondadoso nos había
proporcionado. Utilizaban u caballería, sus antorchas y sus espadas para
arrasarlo todo. Era preciso eliminarlos.
En cuanto al hecho de que los humanos proliferasen a
lo largo y ancho del mundo, nosotros teníamos la ventaja de que nos
reproducíamos con mucha más rapidez que ellos. Podíamos reemplazar a nuestros
muertos de forma inmediata. Ellos, por el contrario, tardaban años en poder
sustituir a un guerrero caído en combate. Sabíamos que podíamos superarlos en
número cuando nos enfrentáramos a ellos, siempre y cuando... fuéramos capaces
de presentarles batalla.
Al cabo de una semana, tras infinitas discusiones
decidimos que no estábamos hechos para luchar. Algunos quizá sí, pues nos
sentíamos tan rabiosos y llenos de odio que no habríamos dudado en atacarlos y
despedazarlos, pero la gran mayoría era incapaz de matar de esa forma; en
general, no poseíamos la ferocidad de los seres humanos. Lo sabíamos
perfectamente. Al final, los humanos habrían acabado con nosotros de forma
cruel y a sangre fría.
Naturalmente, desde aquellos tiempos, y seguramente
mil veces con anterioridad a ellos, muchos pueblos han sido aniquilados a
causa de su falta de agresividad, o por carecer de la furia de otra tribu,
clan, nación o raza.
La diferencia, en nuestro caso, era que nosotros lo
sabíamos. Los incas fueron aniquilados por los españoles sin apenas darse
cuenta, pero nosotros comprendíamos que nos iban a borrar de la faz de la
Tierra.
Por supuesto, estábamos seguros de nuestra superioridad
con respecto a los humanos; nos asombraba que no se sintieran atraídos por
nuestros cantos y nuestras historias; estábamos convencidos de que no sabían
lo que hacían cuando nos atacaban.
Tras comprender que no podíamos compararnos a ellos
como guerreros, supusimos que podríamos razonar con ellos, enseñarles lo que
habíamos aprendido, demostrarles que la vida era infinitamente más hermosa y
agradable sin guerras.
Hay que tener en cuenta que hacía poco que habíamos
empezado a conocerlos.
Hacia finales de aquel año, nos habíamos aventurado
fuera del valle para apresar a unos cuantos humanos, quienes nos demostraron
que las cosas eran mucho peores de lo que sospechábamos. Su misma religión se
cimentaba en la muerte, que era un acto sagrado para ellos.
Mataban en nombre de sus dioses, sacrificando a
centenares de individuos de su propia especie durante sus ritos. La muerte
constituía el centro de su existencia.
Lógicamente, aquello nos horrorizó.
Decidimos construir nuestra vida única y exclusivamente
dentro de los límites del valle. En cuanto a la suerte de otras tribus de Taltos,
nos temíamos lo peor. Durante nuestras pequeñas incursiones en busca de esclavos
humanos habíamos visto multitud de aldeas abrasadas, campos arrasados, el suelo
sembrado de huesos de Taltos que el viento invernal se había encargado de
desperdigar.
Los años transcurrían y nosotros permanecíamos a salvo
en el valle, lugar que abandonábamos rara vez y con gran cautela. Nuestros
emisarios se aventuraban tan lejos como se lo permitía su valor.
Al final de la década, supimos que en esa zona de
Britania no quedaba ningún asentamiento Taltos. Todos los viejos círculos
habían sido abandonados. Asimismo, a través de los pocos guerreros que
logramos capurar -lo cual no era tarea fácil- nos enteramos de que los humanos
nos perseguían a fin de servir como ofrenda a sus dioses.
Las matanzas eran cosa del pasado. Los Taltos eran
perseguidos con el único afán de capturarlos, y sólo los mataban si se negaban
a reproducirse.
Se había comprobado que su semilla causaba la muerte
de las mujeres humanas. Debido a ello, mantenían a los hombres sujetos con
cadenas y en unas condiciones deplorables.
Un siglo más tarde los invasores se adueñaron de la
Tierra.
Muchos de los emisarios que enviábamos en busca de
otros Taltos, para que los devolviesen al valle, no regresaron jamás. Pero
siempre había algunos jóvenes dispuestos a partir en busca de sus compañeros,
que deseaban ver lo que había más allá de las montañas, que querían bajar al
lago y navegar por el mar.
A medida que los jóvenes Taltos heredaron a través de
la sangre nuestros recuerdos, su carácter se tornó más agresivo y belicoso. Su
deseo era matar a seres humanos. Al menos, eso pensaban.
Los emisarios que lograban regresar, a menudo con un
par de prisioneros humanos, confirmaron nuestras peores sospechas. Los Taltos
estaban siendo sistemáticamente exterminados a lo largo y ancho de Britania.
En muchos lugares nuestra especie ya no era más que una leyenda, y algunas
poblaciones, las cuales se habían instalado en los antiguos asentamientos,
estaban dispuestas a pagar una fortuna por un Taltos; pero los hombres ya no
los perseguían, y algunos ya ni siquiera creían que hubieran existido alguna
vez semejantes monstruos.
Los Taltos que lograban capturar eran salvajes.
¿Salvajes?, preguntamos perplejos. ¿Qué significaba esa palabra?
No tardamos en enterarnos.
En numerosos campamentos, al llegar el momento de
realizar el sacrificio a sus dioses, las mujeres elegidas, muchas de las
cuales ardían en deseos de copular con un hombre, eran conducidas ante un
Taltos para encender su pasión y luego morir a causa de su semilla. Decenas de
mujeres perecieron de ese modo en el preciso instante en que muchos varones
humanos morían ahogados en unas calderas, o decapitados, o quemados en unas
horribles jaulas de madera para complacer a los dioses de las tribus humanas.
Sin embargo, a lo largo de los años pudimos comprobar
que algunas de esas mujeres seguían vivas. Algunas habían conseguido escapar
con vida del altar del sacrificio, y al cabo de unas semanas daban a luz.
Parían un Taltos, una semilla salvaje de nuestra especie.
El Taltos acababa invariablemente con la vida de su madre humana, no de forma
deliberada, sino porque ésta no sobrevivía al parto de semejante criatura. Pero
no siempre sucedía así. Si la madre vivía lo suficiente para amamantar a su
hijo, el Taltos crecía, dentro de las acostumbradas tres horas, hasta alcanzar
su plena madurez física.
En algunas aldeas eso era considerado un excelente
augurio; en otras, un desastre. Los seres humanos no se ponían de acuerdo al respecto.
Pero se divertían tratando de capturar a una pareja de Taltos nacidos de una
madre humana, para después forzarlos a parir más Taltos; éstos permanecían
entonces prisioneros, y se les oblijaba a bailar, cantar y reproducirse.
Esos eran los Taltos salvajes.
Existía otra forma de crear un Taltos salvaje. De vez
en cuando un varón humano conseguía dejar preñada a una hembra Taltos. Esa
desgraciada, a la que mantenían prisionera para que los hombres gozaran de su
cuerpo, al principio no sospechaba que estaba preñada. Al cabo de unas semanas
paría un niño, que en cuanto alcanzaba la talla de un adulto era apartado de
su madre para ser utilizado de la forma más vil y deleznable.
¿Y quiénes eran esos mortales capaces de
unirsecarnalmente con un Taltos? ¿Qué rasgos le caracterizaban? Al principio lo
ignorábamos; no percibíamos en ellos ningún signo visible. Pero más adelante, a
medida que aumentaba el número de esos Taltos, observamos que existían ciertos
tipos de humanos más propensos que otros, ya fuese para concebir o para
procrear un Taltos. Se trataba de un ser humano con grandes dotes espirituales,
capaz de adivinar lo que un ser humano encerraba en su corazón, de pronosticar
el futuro o de imponer sus manos sobre otro para hacer que sanara. Finalmente,
aprendimos a detectar a esos seres humanos con gran facilidad.
Pero ese proceso tardó varios siglos en desarrollarse.
La sangre de los humanos y la de los Taltos se mezcló en incontables ocasiones.
Los Taltos salvajes huían de sus raptores. Las mujeres
humanas, preñadas con la semilla de un Taltos y con el vientre monstruosamente
hinchado, se dirigían al valle en busca de refugio. Por supuesto, no dudábamos
en acogerlas.
Esas madres humanos nos explicaron muchas cosas.
Si nuestros bebés nacían al cabo de unas horas, los
suyos tardaban entre quince días y un mes en nacer, dependiendo de que la madre
conociera o no la existencia de la criatura. Si la madre lo sabía y hablaba con
el hijo y le cantaba para calmar sus temores, el desarrollo de éste se aceleraba.
Los Taltos híbridos nacían con los conocimientos de sus antepasados humanos.
Dicho de otro modo, nuestras leyes de dotación genética abarcaban los
conocimeintos adquiridos de la especie humana.
En aquella época no disponíamos de un lenguaje
apropiado para comentar esas cosas. Sólo sabíamos que un híbrido podía cantar
canciones humanas en lenguas humanas y fabricar botas de cuero con una
habilidad desconocida para nosotros.
De ese modo, nuestras gentes adquirieron toda clase
de conocimientos humanos.
Pero los Taltos salvajes, nacidos en cautividad, también
poseían los recuerdos de los Taltos, por lo que desarrollaron un profundo odio
hacia los tiranos humanos. En cuanto se presentó la ocasión, huyeron hacia el
bosque, y hacia el norte, posiblemente en busca de la tierra perdida. Algunos
desgraciados, según nos enteramos más tarde, regresaron a la planicie, y al no
hallar allí un refugio subsistieron como pudieron en el bosque, o bien fueron
capturados y asesinados.
Inevitablemente, algunos de esos Taltos salvajes se
unieron entre ellos; algunos se encontraron como fugitivos, otros fueron
obligados a reproducirse mientras se hallaban cautivos. Siempre podían copular
con un Taltos puro que hubiese caído prisionero, pariendo de forma pura, es
decir, inmediatamente. Así, en los impenetrables bosques de Britania habitaba
una frágil raza de Taltos, un reducido número de marginados por cuyas venas
corría sangre humana, que buscaban desesperadamente a sus antepasados y el
paraíso de sus recuerdos.
Durante esos siglos la raza de los TalTos salvajes se
mezcló con gran cantidad de humanos. Los Taltos salvajes desarrollaron sus
propias creencias y hábitos. Vivían en las copas de los árboles, elaboraban
pinturas con diversos pigmentos naturales y se cubrían con hojas de parra u
otras plantas.
Fueron ellos, según afirman algunos, quienes crearon
a los seres diminutos.
Es posible que los seres diminutos habitaran siempre
en las sombras y en los lugares ocultos. Seguramente los habíamos visto con
anterioridad, cuando gobernábamos en Britania, pero procuraban mantenerse
alejados de nosotros. Según nuestras leyendas, eran una especie de monstruos.
Su aspecto nos atraía tan poco como el de los seres humanos peludos que
veíamos.
Pero de pronto llegó a nuestros oídos la noticia de
que esa especie se había originado a partir de la mezcla de sangre Taltos con
la humana, y que cuando se producía la concepción pero el feto no se
desarrollaba como es debido, nacía un enano jorobado, en lugar de un esbelto y
grácil Taltos.
¿Era eso cierto? ¿O acaso tenían los mismos orígenes
que nosotros? ¿Habíamos sido quizá primos, antes de la época de la tierra
perdida, cuando ambas especies se habían unido en algún paraíso originario?
¿Fue acaso en la época anterior a la luna cuando una rama se desgajó del
árbol, cuando una tribu se separó de la otra?
No lo sabíamos. El caso es que durante la época de los
híbridos, cuando se produjeron ese tipo de experimentos, cuando los Taltos
salvajes trataban de averiguar lo que podían y no podían hacer, o quién podía
unirse con quién, descubrimos que esos horribles monstruos, esos pequeños,
extraños y pérfidos seres eran capaces de engendrar un hijo con un Taltos. Si
lograban seducir a uno de nuestra especie, ya fuese hombre o mujer, era muy probable
que naciera un Taltos.
¿Se trataba acaso de una raza compatible, de un experimento
evolutivo estrechamente vinculado a nosotros ?
Jamás conseguimos averiguarlo. Pero la leyenda se
extendió rápidamente, y los seres diminutos comenzaron a perseguirnos con
tanta virulencia como los humanos. Nos tendían todo tipo de trampas;
intentaban atraernos con música; no se presentaban como bandas de guerreros,
sino como serpientes que trataran de hechizarnos con sus maléficas artes.
Deseaban crear un Taltos. Soñaban con convertirse en una raza de gigantes,
según nos llamaban a nosotros. Cuando conseguían atrapar a nuestras mujeres,
copulaban con ellas hasta matarlas; y cuando capturaban a nuestros hombres, los
atormentaban cruelmente para obligarlos a reproducirse como seres humanos.
La leyenda se cultivó a lo largo de los siglos; antiguamente,
los seres diminutos habían sido altos y hermosos como nosotros. Habían
disfrutado de nuestras mismas ventajas. Pero unos demonios los habían convertido
en lo que eran actualmente, los expulsaron del paraíso en el que vivían y los
hicieron sufrir. Eran longevos como nosotros. Sus monstruosos hijos nacían con
tanta rapidez y de forma tan desarrollada como los nuestros.
Pero nosotros los temíamos, los odiábamos, no queríamos
ser manipulados por ellos, y llegamos a creer que nuestros hijos, si no
conseguían leche, si no eran amados, se convertirían en uno de ellos.
La verdad, fuera cual fuese, y si es que alguien la conocía,
permanecía sepultada en el folklore.
Los seres diminutos habitan todavía en el valle;
existen algunos nativos de Britania que no han oído hablar de ellos. Se les
conoce con multitud de nombres, junto a otras criaturas mitológicas: hadas,
gnomos, duendes, elfos.
Esos seres se están extinguiendo en Donnelaith por
diversas razones. Todavía viven en lugares oscuros y recónditos. De vez en
cuando secuestran a una mujer humana para engendrar un hijo, pero, al igual que
nosotros, no tienen éxito en su empresa. Ansían hallar a un brujo o una bruja,
un mortal con poderes extraordinarios que, al unirse con uno de su especie,
suele concebir o procrear un Taltos. Y cuando hallan a una criatura de esas
características, no la dejan escapar.
No creáis que no pueden lastimaros en Donnelaith, o en
otros valles y bosques. Son capaces de mataros y quemar la grasa de vuestros
cuerpos con sus antorchas, simplemente por diversión.
Pero ésta no es la historia de los seres diminutos.
Otro, quizá Samuel, pueda relatar mejor su historia.
Aunque Samuel también podría explicarnos sus andanzas personales. Sería una
historia más interesante que la de los seres diminutos.
Pero volvamos a la historia de los Taltos salvajes,
los híbridos portadores de genes humanos. Estos solían congregarse fuera del
valle, siempre que les era posible, para intercambiar recuerdos e historias y
constituir sus propios asentamientos.
Periódicamente salíamos en su búsqueda para llevarlos
a nuestro poblado. Se unían con miembros de nuestra tribu, nos proporcionaban
hijos y nosotros, a cambio, les dábamos consejos y les transmitíamos nuestros
conocimientos.
Curiosamente, nunca se quedaban con nosotros. Se
presentaban de vez en cuando en el valle para descansar, pero al cabo de un
tiempo regresaban a los bosques; allí arrojaban lanzas contra los humanos y
luego echaban a correr riendo a mandíbula batiente, convencidos de que eran
unas criaturas mágicas, tal como creían los humanos, quienes los perseguían
para sacrificarlos en sus altares.
La gran tragedia es que, en su afán de recorrer el
mundo libremente, acabaron por revelar el secreto del valle a los humanos.
En cierto sentido, somos unos necios. Unos necios por
no haber previsto que eso podía suceder, que esos Taltos salvajes, una vez
capturados, relatarían historias sobre nuestro valle, a veces para amenazar a
sus enemigos con la perspectiva de una venganza por parte de un pueblo
secreto, o acaso por ingenuidad; o bien para que, tras relatar la historia a
otros Taltos salvajes que jamás nos habían visto, éstos la explicasen a su vez
a otros.
¿Comprendéis lo que sucedió? La leyenda del valle, de
los seres altos que parían niños capaces de hablar y caminar sólo nacer, empezó
a extenderse. En todos los rincones de Britania ya habían oído hablar de
nosotros. Nos convertimos en una leyenda, junto con los seres diminutos y otras
extrañas criaturas a las que los seres humanos rara vez llegaban a ver, pero
que hubieran dado cualquier cosa con tal de capturar.
Así, la vida que habíamos construido en Donnelaith,
una vida que se desarrollaba entre grandes torres y fortificaciones de piedra,
desde las cuales confiábamos en poder repeler algún día las invasiones
enemigas, entre los viejos ritos que habíamos preservado y seguíamos
practicando, entre nuestros recuerdos y nuestros valores, con nuestra fe en el
amor y, sobre todo, en el nacimiento de un nuevo ser, corría el peligro de ser
destruida por quienes deseaban cazar monstruos por mera diversión, por quienes
sólo pretendían «ver con sus propios ojos».
En aquel entonces ocurrió otro hecho de gran importancia.
Como he dicho, siempre había algún Taltos nacido en el valle que deseaba
abandonarlo para recorrer mundo. Nosotros procurábamos inculcarles la necesidad
de recordar el camino de regreso. Les dijimos que debían fijarse en las
estrellas y dejarse guiar por ellas. Eso se convirtió muy pronto en una parte
de los conocimientos innatos, pues pusimos gran empeño en cultivar ese tipo de
enseñanzas. De hecho, nuestro método resultó tan eficaz que enseguida
comprendimos las innumerables posibilidades que ofrecía. Podíamos incluir en
esos conocimientos innatos toda suerte de cosas prácticas. En ocasiones
poníamos a prueba nuestro sistema formulando ciertas preguntas a los Taltos
recién nacidos. Era asombroso. Conocían el mapa de Britania tan bien como
nosotros mismos y lo conservaban en su memoria con gran precisión. Sabían cómo
utilizar armas, conocían la importancia de recelar de los extraños, del odio
hacia los seres humanos y cómo evitarlos o vencerlos. Conocían el Arte de la
Lengua.
El Arte de la Lengua, según lo denominamos nosotros,
era algo en lo que jamás habíamos pensado hasta que aparecieron los humanos. Se
trataba, esencialmente, de hablar y razonar con la gente, cosa que hacíamos
constantemente. Por lo general, entre nosotros hablamos mucho más rápido que
los humanos. Aunque no siempre, claro está. A los humanos les suena como un
silbido, un murmullo o el zumbido de un insecto. También somos capaces de
hablar según el ritmo de los humanos, y habíamos aprendido a hablar con ellos
a su mismo nivel, es decir, procurando confundirlos y desconcertarles,
fascinarlos e influir en ellos.
Evidentemente, el Arte de la Lengua no bastaba para
salvarnos de ser aniquilados.
Sin embargo, podía salvar a un Taltos que resultara
capturado en el bosque por un par de seres humanos, o a otro que fuera apresado
por un pequeño clan humano sin ningún vínculo con las tribus guerreras que
habían invadido nuestros territorios.
Cualquiera que se aventurara fuera del valle debía
conocer el Arte de la Lengua, ser capaz de hablar despacio con los humanos, a
su mismo nivel, y de forma convincente. Inevitablemente, algunos Taltos que
abandonaban el valle decidían afincarse en otro lugar.
Construyeron unas torres como las nuestras, de piedra
seca sin mortero, y habitaban en lugares remotos y aislados, pasando por
humanos a los ojos de la gente que se aproximaba a sus casas.
Llevaban una vida de clan, a la defensiva, en lugares
diseminados por toda la geografía.
Pero, inevitablemente, esos Taltos acababan revelando
su naturaleza a los humanos, o bien los humanos les declaraban la guerra o
alguien descubría el secreto de su nacimiento, y entonces comenzaban de nuevo a
circular entre los seres humanos leyendas sobre el valle y sobre nosotros.
Incluso yo mismo, que poseía una gran inventiva y era
de temperamento audaz -no solía rendirme nunca, ni siquiera cuando vi estallar
en pedazos nuestra tierra perdida-, pensé que la nuestra era una causa perdida.
Hasta el momento habíamos conseguido defender el valle del ataque esporádico de
los intrusos, pero lo cierto es que estábamos atrapados.
La cuestión de los Taltos que se hacían pasar por seres
humanos, los que vivían entre humanos y fingían formar una tribu o un clan, me
intrigaba profundamente. Me puse a pensar... ¿Y si nosotros los imitáramos? ¿Y
si en lugar de impedir el acceso al valle a los humanos les permitiéramos
entrar, haciéndoles creer que también éramos una tribu humana, y viviéramos
entre ellos, siempre manteniendo nuestros ritos en secreto?
Mientras tanto, se habían producido grandes cambios
en el mundo que nos tenían intrigados. Deseábamos hablar con viajeros,
aprender cosas.
Al fin, ideamos un peligroso plan...
26
-Yuri Stefano al habla. ¿Puedo ayudarle?
-¡Qué si puedes ayudarme! ¡Dios, cómo me alegro de
oír tu voz! -exclamó Michael-. Hace menos de cuarenta y ocho horas que nos
separamos, pero se interpone entre nosotros el océano Atlántico.
-Michael. Gracias a Dios que me has llamado. No sabía
dónde localizarte. ¿Todavía estáis con Ash?
-Sí, creo que nos quedaremos aquí otros dos días.
Descuida, te lo contaré todo. ¿Cómo estás?
-Se ha terminado, Michael. Se ha terminado. El mal ha
desaparecido y Talamasca vuelve a ser lo que era. Esta mañana recibí mi primera
comunicación de los Mayores. Vamos a tomar serias medidas para asegurarnos de
que no vuelvan a producirse ese tipo de interceptaciones. Estoy muy ocupado
redactando los informes. El nuevo Superior General me ha recomendado que
descanse, pero es imposible.
-Pero tienes que descansar, Yuri. Lo sabes de sobra.
Todos lo sabemos.
-Duermo unas cuatro horas. Luego me levanto,
reflexiono sobre lo sucedido y me pongo a escribir. Escribo durante unas
cuatro o cinco horas. Luego me acuesto otra vez. A la hora de comer y cenar
vienen a avisarme. Me obligan a bajar al comedor. Es muy agradable. Es
agradable estar de nuevo con ellos. ¿Y tú cómo estás, Michael?
-Amo a este hombre, Yuri. Amo a Ash como amaba a
Aaron. Le he estado escuchando durante horas. Aunque lo que nos ha contado no
es ningún secreto, no permite que lo grabemos. Dice que deberíamos utilizar
únicamente lo que recordemos de modo natural. Yuri, no creo que este hombre sea
capaz de lastimarnos a Rowan y a mí, ni a nadie próximo a nosotros. Estoy
convencido de ello. Tengo plena confianza en él. Y si nos hace daño, por el
motivo que sea, significará que me habré equivocado.
-Comprendo. ¿Cómo está Rowan?
-Creo que ella también lo ama. Sé que lo ama. Pero no
sé hasta qué punto ni de qué forma. Eso es asunto de ella. Como te he dicho,
permaneceremos aquí durante un par de días, o quizá más, y luego regresaremos
al sur. Estamos un poco preocupados por Mona.
-¿Por qué?
-No se trata de nada terrible. Se ha largado con su
prima Mary Jane Mayfair, una jovencita que no has tenido el placer de conocer.
Son un poco jóvenes para andar solas por esos mundos.
-He escrito a Mona. Tenía que hacerlo. Antes de
marcharme de Nueva Orleans, Mona y yo nos comprometimos en matrimonio. Pero he
comprendido que Mona es demasiado joven para comprometerse. Y ahora que he
regresado a casa, junto a la Orden, me he dado cuenta de que no soy el hombre
adecuado para ella. He enviado mi carta a la dirección de la calle Amelia, pero
temo que Mona se enfade conmigo.
-Yuri, en estos momentos Mona tiene otros problemas.
Probablemente es la mejor decisión que podías haber tomado. No olvidemos que
Mona tiene trece años. Todos solemos olvidar la edad que tiene, incluso la
propia Mona. Has hecho lo que debías. Además, si lo desea puede ponerse en
contacto contigo, ¿no es así?
-Desde luego, estoy aquí, a salvo. Estoy en casa.
-¿Y Tessa?
-Se la han llevado, Michael. Así son los de Talamasca.
Estoy seguro que eso es lo que ha sucedido. Estaba rodeada por un grupo muy
educado de señores, que la invitaron a acompañarlos, probablemente a Amsterdam.
Le di un beso antes de que se marchara. Alguien mencionó un lugar agradable
donde podría descansar, y donde todos sus recuerdos e historias serían
archivados. Nadie es capaz de calcular su edad. Nadie sabe si lo que afirmó Ash
sobre Tessa es cierto, que morirá pronto.
-Lo importante es que sea feliz y que los de Talamasca
cuiden de ella.
-Sí, de eso no me cabe la menor duda. No está prisionera;
si alguna vez decide marcharse puede hacerlo. Pero no creo que se le ocurra.
Creo que Tessa anduvo deambulando de un lado a otro durante años -aunque nadie
sabe cuántos-, de un protector a otro. A propósito, la muerte de Gordon no
parece haberla dejado desconsolada. Dice que es mejor no pensar en cosas desagradables.
Michael soltó una carcajada y respondió:
-Lo comprendo perfectamente. Tengo que dejarte. Vamos
a cenar juntos, y luego Ash seguirá contándonos su historia. Esto es precioso.
Está nevando y hace frío, pero es precioso. Todo cuanto rodea a Ash refleja su
personalidad. Como ocurre siempre. Elegimos los edificios porque nos gustan y
nos sentimos cómodos en ellos; siempre son un reflejo de nosotros mismos. Este
lugar está decorado con mármol de colores y con cuadros y... con las cosas que
a él le interesan. Supongo que no debería hablar de ello. Ash defiende su
intimidad, quiere seguir viviendo tranquilo cuando nos marchemos.
-Lo sé. Lo comprendo. Escucha, Michael, cuando veas a
Mona, dale un recado de mi parte... Dile... dile que yo...
-Ella lo comprenderá, Yuri. Está viviendo unos
momentos muy importantes para ella. La familia quiere que abandone el Sagrado
Corazón y que estudie con tutores privados. Tiene un cociente de inteligencia
increíble. Y es la heredera del legado Mayfair. Creo que durante los próximos
años Mona pasará mucho timpo con Rowan y conmigo, estudiando, viajando,
recibiendo la educación que corresponde a una joven de su clase y con sus...
ambiciones. Tengo que marcharme. Te volveré a llamar desde Nueva Orleans.
-Sí, llámame, por favor. Os quiero. Os quiero... a los
tres. Saluda con cariño de mi parte a Ash y a Rowan.
-De acuerdo. A propósito, ¿qué ha sido de los secuaces
de Gordon?
-Se ha terminado. Han desaparecido, no volverán a
perjudicar a la Orden. Espero que me llames pronto, Michael.
-Adiós, Yuri
27
Todo el mundo le había dicho que los Mayfaír de
Fontevrault estaban locos. «Por eso acuden a ti», doctor Jack. La gente de la
ciudad afirmaba que absolutamente todos, incluso sus acaudalados parientes de
Nueva Orleans, estaban locos.
Pero ¿qué necesidad tenía de comprobarlo personalmente
en una tarde como ésa, en la que reinaba una profunda oscuridad y la mitad de
las calles de la ciudad aparecían inundadas?
Le habían mostrado una criatura que acababa de nacer
en medio de esa tormenta, envuelta en unas mantas malolientes ¡y metida en una
nevera portátil! Mary Jane Mayfair había tenido el descaro de pedirle que redactara
el certificado de nacimiento allí mismo, en su despacho.
El doctor había exigido ver a la madre.
Por supuesto, de haber sabido que Mary Jane iba a
conducir la limusina de esa forma, en medio de la tormenta y por esos caminos
de tierra, y que él acabaría sosteniendo a esa criatura sobre sus rodillas,
habría insistido en seguirla con su furgoneta.
Cuando Mary Jane indicó la limusina, el doctor supuso
que la conduciría un chófer. Se trataba de un coche flamante y nuevecito, de
más de siete metros de longitud, con techo transparente, cristales tintados, un
reproductor de disco compactos y un teléfono. Y esa pequeña reina de las
amazonas sentada al volante, con su vestido de encaje manchado por completo y
las piernas y las sandalias cubiertas de barro.
-¿Pretnedes decirme -gritó el doctor para hacerse oír
entre el ruido de la lluvia- que con un cochazo como éste no podías haber
trasladado a la madre de la criatura al hospital?
El bebé, afortunadamente, tenía un buen aspecto. Había
nacido con un mes de antelación, según dedujo el doctor, y estaba algo
desnutrido, pero aparte de eso se encontraba bien y dormía plácidamente en la
nevera portátil rodeado de esas manchas cochambrosas, que apestaba a whisky.
-No corras tanto, Mary Jane -ordenó el doctor. Iban a
tal velocidad que el ruido que producían las ramas al rozas el techo del coche
sonaba como unos latigazos y las hojas húmdas se pegaban al parabrisas. Por no
hablar de los saltos que daban sobre los baches de la carretera-. Vas a
despertar a la criatura.
-La criatura se encuentra perfectamente, doctor
-respondió Mary Jane, arremangándose la falda hasta las inglés.
Era una joven con fama de excéntrica. El doctor había
pensado al principio que la criatura pertenecía a Mary Jane y que ésta iba a
intentar convencerlo de que se la había encontrado en la puerta de su casa.
Pero no, resulta que la madre del bebé se había quedado descansando en la casa
del pantano. ¡Qué cosas! El doctor decidió incluir esta historia en sus
memorias.
-Casi hemos llegado -dijo Mary Jane, haciendo una
brusca maniobra para no chocar con una cerca de bambú que había a la
izquierda-. Cuando nos subamos al bote, coja usted al bebé, ¿de acuerdo,
doctor?
-¿Qué bote? -preguntó el doctor.
Pero sabía perfectamente a qué bote se refería Mary
ane. Todos le habían hablado sobre la vieja mansión, y le habían recomendado
que se acercara al espigón de Fontevrault para contemplarla. Tenía un aspecto
tan ajado, que parecía increíble que todavía se sostuviera en pie; uno de los
costados estaba a punto de desmoronarse. Sin embargo, el clan insistía en
vivir allí. Mary Jane Mayfair prácticamente había acabado con las existencias
de Wal-Mart, a fin de acondicionar la casa para que su abuela y ella pudieran
vivir allí. Todo el mundo lo sabía cuando apareció Mary Jane en la ciudad,
vestida con sus pantaloncitos blancos y sus camisetas ceñidas.
El doctor tuvo que reconocer que era una chica
atractiva, a pesar del sombrero vaquero que llevaba siempre. Tenía los pechos
más altos y puntiagudos que jamás había visto, y unos labios del color de la
goma de mascar.
-Espero que no le hayas dado a la criatura whisky para
que no llore -dijo el doctor.
El bebé seguía roncando, mientras formaba burbujas de
aire con sus diminutos labios rosados. «Pobre criatura -pensó el doctor-.
¡Tener que vivir en esa casa!» Mary Jane no le había permitido examinarla,
aduciendo que ya lo había hecho su abuela y que todo estaba en regla.
La limusina se detuvo bruscamente. Seguía lloviendo a
cántaros. El doctor apenas alcanzaba a distinguir la silueta de la casa que se
alzaba ante él, así como las grandes hojas de un palmito verde que crecía junto
a ésta. Pero vio con claridad que había unas luces encendidas. «Menos mal»,
pensó, pues le habían dicho que no disponían de corriente eléctrica.
-Aguarde un momento, me acercaré con el paraguas
-dijo Mary Jane, cerrando la puerta del coche antes de que el doctor pudiera
sugerir que era mejor esperar a que la lluvia amainara un poco. Al cabo de
unos segundos Mary Jane abrió la portezuela del acompañante y el doctor no
tuvo más remedio que coger la nevera y apearse.
-Tenga, cúbrala con esta toalla para que el niño no se
moje -dijo Mary Jane-. ¡Corra hacia el bote!
-Prefiero ir andando, si no te importa -contestó el
doctor-. Ve delante, yo te seguiré.
-Procure que el bebé no se caiga.
-¡No seas impertinente, niña! Antes de llegar a este
lugar dejado de la mano de Dios, me pasé treinta v ocho años asistiendo a
parturientas en Picayune, Mississippi.
¿Y por qué diantres habré venido aquí?, se preguntó
el doctor. Era una pregunta que se había formulado mil veces, sobre todo
cuando su joven y nueva esposa, Eileen, nacida y educada en Napoleonvílle, no
se hallaba presente para recordárselo.
La embarcación, según comprobó el doctor, consistía
en una piragua de aluminio sin motor. El doctor observó que la casa presentaba
el color de la madera putrefacta que se desliza por el río. Una glicina violácea
envolvía los capiteles de las columnas del piso superior y se colaba por la
balaustrada. «Al menos -pensó el doctor-, los árboles son tan tupidos que
impiden que nos sigamos mojando.» Un túnel de vegetación conducía hasta el
porche. Afortunadamente, en las ventanas superiores se veía luces encendidas,
lo cual evitaría que el doctor tuviera que abrirse camino a la luz de una
lámpara de aceite. «Debo de estar loco -pensó-, al venir aquí con esta
chiflada, atravesar el pantano en una frágil piragua y meterme en una casa que
está a punto de venirse abajo.»
-El día menos pensado se derrumbará -había dicho un
día Eileen-. Una mañana pasaremos con el coche frente esa casa y comprobaremos
que ha desaparecido, que se ha hundido en el pantano. Es un pecado que esa
gente viva en esas condiciones.
Sosteniendo con una mano la nevera portátil en la que
estaba el bebé, el doctor subió a la piragua y descubrió horrorizado que
contenía medio palmo de agua.
-Esto se va a hundir -dijo el doctor-. Podías haber
achicado el agua.
En cuanto puso los pies en el bote sus zapatos se
llenaron de agua. ¿Por qué diablos había accedido a ir hasta allí? Cuando
volviera a casa, Eileen le exigiría que le contara hasta el último detalle.
-No se preocupe, no se hundirá. Si sólo están cayendo
cuatro gotas -respondió Mary Jane, empuñando el remo-. Agárrese bien y procure
que la criatura no se moje.
Esa chica era una descarada. En Picayune, nadie se
dirigía a un médico en ese tono. El niño seguía durmiendo plácidamente y se le
escapó un chorro de pipí bastante insólito para un recién nacido.
El doctor se quedó atónito al presenciar cómo se
deslizaban hasta el mismo porche en aquel trasto desvencijado y penetraban en
el vestíbulo.
-¡Dios santo, esto parece una cueva! -exclamó-. ¿Cómo
es posible que una mujer haya dado a luz en este lugar? ¡Pero si el agua llega
hasta la biblioteca!
-No había nadie aquí cuando la casa se inundó
-contestó Mary Jane, impulsando la embarcación con el remo.
El doctor oyó el sonido que produjo el remo al chocar
contra las tablas de madera del suelo.
-Supongo que todavía hay muchos objetos flotando por
el salón. Además, Mona Mayfair no dio a luz aquí abajo, sino en la buhardilla.
Las mujeres no suelen parir en el salón, aunque no esté inundado.
El bote chocó con los escalones. Al sentir la violenta
sacudida, el doctor se agarró a la resbaladiza balaustrada y saltó del bote,
apoyando firmemente ambos pies en el escalón para asegurarse de que no iban a
ceder bajo su peso.
El vestíbulo estaba iluminado por la luz que porvenía
del piso superior. El doctor percibió, por encima del rumor de la lluvia, otro
sonido muy rápido "clic, clic, clic". Era un sonido que ya había
escuchado otras veces. También pudo iír la voz de una mujer que tatareaba una
bella melodía.
-Me asombra que la escalera no se haya desprendido de
la pared -dijo el doctor, mientras subía con aquella nevera, que empezaba a
pesarle como una tonelada de ladrillos, entre sus manos-. ¿Cómo es que este
lugar se aguanta aún en pie? ¡Si toda la casa se está vininedo a bajo!
-Lleva doscientos años en este estado -replicó Mary
Jane. Acto seguido subió corriendo la escalera, y al llegar al segundo piso se
volvió hacia el doctor y le dijo-: Acompáñeme, tenemos que subir a la
buhardilla.
El doctor alzó la cabeza y divisó a la abuela Mayfair
en lo alto de la escalera, vestida con un camisón de franela estampado con
flores, saludándolo con la mano.
-Hola, doctor Jack. ¿Cómo está mi simpático y guapo
amigo? Deme un beso. Me alegro de verlo.
-Yo tamibén me alegro de verla, abuela -respondió el
doctor.
Mary Jane pasó bruscamente junto a él, advirtiéndole
de nuevo que no dejara caer al bebé. Aún faltaban cuatro escalones. El doctor
estaba deseando dejar la nevera en el suelo; en realidad, no sabía por qué
había tenido que transportarla él.
Al fin accedió al ambiente seco y cálido de la
buhardilla. La anciana se puso de puntillas para que el doctor la besara en la
mejilla. Éste tuvo que reconocer que la abuela Mayfair era una viejecita
encantadora.
-¿Cómo está, abuela? ¿Se toma las pastillas que le
receté? -preguntó el doctor.
En cuanto éste depositó la nevera en el suelo. Mary
Jane la cogió y echó a correr. La buhardilla era el lugar más decente de la
casa. Había unos cabes de los que colgaban unas bombillas y unas prendas de
vestir. Los muebles eran viejos y confortables, y el aire no olía a moho, sino
más bien a flores.
-¿Qué es ese ruido que oigo en el segundo piso? -le
preguntó el doctor a la abuela Mayfair mientras esta lo agarraba del brazo.
-Usted limítese a hacer lo que tenga que hacer, doctor
Jack, y firme el certificado de nacimiento del bebé. No queremos problemas
legales con su nacimiento. ¿Le he contado alguna vez los problemas que tuve no
por inscribir en el registro civil a Yancy Mayfair hasta pasados dos meses de
su nacimiento? No se imagina los líos que tuvo con el Ayuntamiento y...
-Fue usted misma quien la ayudó a nacer, ¿no es
cierto, abuela? -preguntó el doctor, propinándole una palmadita en la mano.
La primera vez que la abuela Mayfair se presentó en su
consulta, sus enfermeras le advirtieron que era mejor no esperar a que
terminara de contarle sus hisotiras, porque éstas no tenían fin. La abuela
apareció en su consulta al segundo día de haberla abierto el doctor Jack,
diciendo que ningún otro médico de la ciudad volvería a ponerle jamás las manos
encima.
-Así es, doctor -respondió la abuela.
-La madre está ahí -dijo Mary Jane, señalando el
gablete lateral de la buhardilla, que estaba cubierto por una mosquitera como
si se tratara de una tienda de campaña rematada con tejado de punta. En un
extremo había una ventana rectangular, por la que penetraba la luz y el
murmullo de la lluvia.
Tenía un aspecto muy decorativo. Debajo de la
mosquitera había una lámpara de queroseno que estaba encendida; el doctor percibió
su olor y su cálido resplandor, reflejado en la pantalla de cristal ahumado. El
lecho era muy grande y estaba cubierto con varia mantas y una colcha. De pronto
el doctor se entristeció al pensar en su abuela, la cual había muerto ya hacía
años, y en esos enormes lechos con tantas mantas que uno no podía mover
siquiera los dedos de los pies, y lo calentito que se sentía al despertarse en
las frías mañanas de invierno en Carriere, Mississippi.
El doctor alzó el sutil velo de la mosquitera y agachó
un poco la cabeza. Las tablas del suelo, de madera de ciprés, estaban desnudas
y limpias y presentaban un color rojo burdeos. No había una sola gotera, aunque
la lluvia que golpeaba el cristal de la ventana proyectaba unos breves
destellos sobre todos los objetos que había en la habitación.
En el lecho yacía, medio dormida, una muchacha
pelirroja. Mostraba unas profundas orejas oscuras y respiraba con dificultad.
-Esta joven debería encontrarse en el hospital.
-Está agotada, doctor. ¿Acaso no lo estaría usted si
acabara de dar a luz? -replicó Mary Jane con descaro-. ¿Por qué no acabamos de
una vez para que la pobre pueda descansar en paz?
Al menos, la cama estaba más limpia que la improvisada
cuna. La joven yacía sobre unas sábanas inmaculadas, vestida con un camisón
blanco ribeteado de encaje y abrochado con unos botoncitos de perlas. Su
cabello, largo y bien cepillado, se desparramaba sobre la almohada. El doctor
jamás había contemplado pelo tan rojo como aquél. Es posible que el bebé
hubiera heredado el cabello rojo de su madre, pero de momento lo tenía de un
color más pálido.
Y, a propósito de la criatura, el doctor se alegró de
oírla emitir unos gorgoritos, pues ya se había empezado a preocupar por ella.
La abuela Mayfair se apresuró a tomarla en brazos. El doctor observó, por la
forma en que la cogía, que el bebé estaba en buenas manos, aunque le sorprendió
que una mujer de esa edad tuviera que hacerse cargo de la criatura. La joven
que yacía postrada en el lecho era menor que Mary Jane.
El doctor Jack se acercó, se arrodilló, no sin esfuerzo,
en el desnudo suelo y apoyó la mano sobre la frente de la madre. Ésta abrió los
ojos lentamente. El doctor se quedó asombrado al observar que eran de un maravilloso
e intenso color verde. La muchacha era una niña, demasiado joven para ser
madre.
-¿Te encuentras bien, guapa? -preguntó el doctor.
-Sí, doctor -respondió la joven con voz clara y
firme-. ¿Sería tan amable de rellenar esos papeles?
-Sabes perfectamente que deberías...
-El bebé ya ha nacido, doctor -le interrumpió la
joven. Por su acento, el doctor dedujo que no era de allí-. He dejado de
sangrar. No pienso ir a ninguna parte. De hecho, me encuentro mejor de lo que
había imaginado.
El doctor la observó atentamente. La carne debajo de
sus uñas presentaba un buen color. Su pulso era normal. Tenía los pechos muy
hinchados. Y junto a la cama había una jarra de leche. Se había bebido la
mitad. «Estupendo -pensó el doctor-, le conviene beber mucha leche.»
Parecía una chica inteligente, segura de sí misma y
bien educada. Era evidente que no se trataba de una campesina.
-Dejadme a solas con ella -indicó el doctor, dirigiéndose
a Mary Jane y a la anciana, las cuales permanecían de pie junto a él como dos
gigantescos ángeles guardianes. El bebé empezó a lloriquear, como si acabara
de descubrir que estaba vivo y eso no le gustase-. Apartaos para que pueda
examinar a esta joven y asegurarme de que no sufre una hemorragia.
-Yo misma cuidé de ella -respondió la abuela suavemente-.
¿Piensa que dejaría que siguiera ahí postrada si sufriera una hemorragia?
De todos modos, salió de la habitación tal como le
había indicado el doctor, sosteniendo al bebé en brazos y acunándolo quizá con
demasiada energía para un recién nacido.
El doctor supuso que la joven madre protestaría por
ello, aunque no lo hizo.
Puesto que no había nadie que le ayudara, él mismo se
vio obligado a sostener la lámpara a fin de examinar, la joven con profundidad.
La chica se incorporó sobre las almohadas. Su larga y
alborotada cabellera enmarcaba su pálido rostro. EI doctor retiró las ropas de
la cama para poder examinarla. Todo estaba limpio; tuvo que reconocer que Mary
Jane y la abuela habían hecho un buen trabajo. La joven estaba tan inmaculada
como si hubiera dado a luz en una bañera llena de agua. Le habían colocado
debajo unas toallas blancas. Apenas sangraba. Pero no cabe duda de que era la
madre del niño; resultaba evidente que acababa de parir. Su camisón blanco
estaba inmaculado.
¿Por qué no habían limpiado al pequeño con tanto
esmero como a la madre?, se preguntó el doctor. Eran tres mujeres, y ni
siquiera fueron capaces de envolverlo, en unas mantas limpias.
-Descansa -le recomendó el doctor a la madre-. Por lo
que veo, el niño no te ha causado ningún desgarro, aunque hubiera sido mejor,
pues de ese modo parto habría sido rnás rápido. La próxima vez te aconsejo que
des a luz en un hospital.
-De acuerdo, doctor -contestó la joven con voz
somnolienta. Luego sonrió v dijo-: No se preocupe por mí, estoy bien.
«Toda una dama», pensó el doctor. Ya nunca volvería a
ser una niña, aunque era menuda de talla. Cuando esta historia empezara a
circular por la ciudad se armaría un escándalo monumental, aunque él no
pensaba decirle a Eileen ni una palabra de ello.
-Ya le dije que se encontraba perfectamente -terció
la abuela, retirando la mosquitera con una mano mientras con la otra sostenía
al bebé. La madre ni siquiera miró a su hijo.
«Probablemente esté cansada a causa del parto», pensó
el doctor. Era mejor que reposara.
-Muy bien -dijo el doctor Jack, cubriendo a la joven
con la colcha-. Pero si empieza a sangrar, si le sube la fiebre, llévenla de
inmediato con la limusina al hospital de Napoleonville.
-De acuerdo, doctor Jack, me alegro de que haya venido
-contestó Mary Jane, tomándolo de la mano y conduciéndolo hacia la puerta.
-Gracias, doctor -dijo suavemente la joven pelirroja-.
¿Hará el favor de rellenar los papeles? Ponga la fecha del nacimiento y todos
los datos. Mary Jane y la abuela firmarán como testigos.
-Puede utilizar esta mesa -dijo Mary Jane, señalando
un par de tablas de pino colocadas sobre dos viejas cajas de Coca-Cola que
hacían las veces de improvisada mesita. Hacía mucho tiempo que el doctor no
veía ese tipo de cajas en las que se depositaban las pequeñas botellas de Coca-Cola
de cinco centavos; eran piezas de coleccionista. El doctor observó el viejo
aplique de gas en la pared que tenía frente a él. Esta casa estaba llena de
viejos objetos que Mary Jane habría podido vender en un mercadillo.
El doctor se inclinó sobre la mesa para rellenar los
papeles. Estaba en una postura bastante incómoda, pero no merecía la pena
quejarse. Sacó la pluma del bolsillo y Mary Jane se apresuró a orientar la luz
de una bombilla hacia él.
De pronto, oyó de nuevo el extraño ruido que provenía
del piso de abajo, «clic, clic, clic», seguido de una especie de zumbido.
-¿Qué es ese ruido? -preguntó el doctor-. Veamos, ¿el
nombre de la madre?
-Mona Mayfair.
-¿Y el del padre?
-Michael Curry.
-Casados legalmente...
-Sáltese ese
párrafo.
El doctor meneó la cabeza.
-La criatura nació anoche, ¿no es así?
-A las dos y diez de la mañana. Asistieron el parto
Dolly Jean Mayfair y Mary Jane Mayfair. En Fontevrault. ¿Sabe cómo se escribe?
El doctor asintió con un movimiento de cabeza.
-¿Nombre de la
criatura?
-Morrigan Mayfair.
-Nunca había oído ese nombre. Es el nombre de un
santo, ¿no?
-Será mejor que se lo deletrees, Mary Jane -indicó la
madre con un hilo de voz, desde el interior de la tienda formada por la
mosquitera-. Con dos erres, doctor.
-Ya sé cómo se escribe -contestó el doctor Jack,
deletreando el nombre para tranquilizar a la madre.- No he traído una
báscula...
-Pesa tres kilos con trescientos veinte gramos
-contestó la abuela, paseando arriba y abajo y propinándole a la criatura unas
palmaditas en la espalda para tranquilizarla-. La pesé en la báscula de la
cocina. Su estatura es normal.
El doctor meneó de nuevo la cabeza. Terminó de
rellenar el formulario e hizo una copia. No merecía la pena discutir con esas
mujeres.
De golpe descargó un rayo que iluminó las cuatro
esquinas de la buhardilla, Norte, Sur, Este y Oeste, y acto seguido se
desvaneció, dejando la estancia sumida en una acogedora oscuridad. La lluvia
caía suavemente sobre el tejado.
-Les dejo esta copia -dijo el doctor, entregando el
certificado a Mary Jane-, y me llevo el original para enviarlo por correo a la
parroquia. Dentro de un par de semanas recibirán el documento oficial. Ahora
-añadió, dirigiéndose a la madre-, procure dar de mamar al bebé. Todavía no le
ha subido la leche, pero tiene calostro y...
-Ya le he explicado todo eso, doctor Jack -le interrumpió
la abuela-. Lo amamantará en cuanto usted se marche. Es muy tímida.
-Vamos, doctor -dijo Mary Jane-. Le acompañaré a
casa.
-Ojalá hubiera algún otro medio de regresar a casa
-replicó el doctor.
-Si tuviera una escoba, lo llevaría en ella -dijo Mary
Jane, indicándole que la siguiera mientras se dirigía con paso apresurado
hacia la escalera. El taconeo de sus sandalias resonó sobre las tablas del
suelo.
La madre soltó una risita infantil. Por un instante su
aspecto pareció completamente normal, incluso con algo de color en las
mejillas. Sus pechos parecían a punto de estallar. El doctor confió en que el
bebé no resultara ser un remilgado. Pensándolo bien, era imposible decir cuál
de las dos jóvenes era más atractiva.
El doctor levantó la mosquitera y se acercó de nuevo
al lecho. Tenía los zapatos llenos de agua, pero ¿qué podía hacer? La camisa
también estaba empapada.
-¿Estás segura de que te encuentras bien? -le preguntó
a la madre.
-Sí, seguro -contestó ésta, sin dejar de beber con
avidez de la jarra de leche.
Era lógico que le apeteciera beber leche, pensó el
doctor Jack, aunque no lo necesitaba. La joven sonrió, mostrando unos dientes
muy blancos, los más blancos que el doctor había visto jamás. Tenía la nariz
salpicada de pecas. Puede que fuera menuda, pero era la pelirroja más guapa que
él había visto en su vida.
-Vamos, doctor -dijo bruscamente Mary Jane-. Mona
tiene que descansar, y temo que el niño empiece a berrear. Adiós, Mona, adiós,
Morrigan; adiós, abuela.
Acto seguido, Mary Jane cogió al doctor de la mano y
lo arrastró a través de la buhardilla, deteniéndose sólo un instante para
ponerse el sombrero vaquero, que se había quitado al entrar en la casa. Al
colocárselo cayó un pequeño chorro de agua al suelo y se formó un pequeño
charco.
-Calla, calla -le dijo la abuela al bebé-. Apresúrate,
Mary Jane. Esta criatura se está poniendo muy nerviosa.
El doctor se disponía a decir que la mejor forma de
calmar al bebé era entregárselo a su madre, pero temió que Mary Jane lo
arrojara escaleras abajo de un empujón. La tenía pegada a los talones, hasta
podía sentir sus puntiagudos pechos rozándole la espalda. Pechos, pechos,
pechos. Menos mal que había elegido la especialidad de geriatría, pues no
habría sido capaz de resistirse ante esas madres adolescentes vestidas con
camisones transparentes, y haciendo ostentación de sus pezones con el mayor de
los descaros.
-Le pagaré quinientos dólares por la visita, doctor -dijo
Mary Jane en voz baja, rozándole la oreja con sus labios rosados y sensuales-,
porque sé lo que significa venir hasta aquí en una tarde como ésta. Además, es
usted tan amable y tan simpático...
-¿Y cuándo veré ese dinero, Mary Jane Mayfair?
-preguntó el doctor Jack, malhumorado.
Las chicas de su edad eran todas unas descaradas.
¿Cómo reaccionaría Mary Jane si él se volviera de pronto y le metiera mano,
como ella parecía estar deseando que hiciera? Debía cobrarle por un par de
zapatos nuevos, pensó, ya que los que llevaba estaban hechos una pena. Siempre
le quedaría el recurso de pedirle el dinero a aquellos parientes ricos de
Nueva Orleans.
Un momento. Si precisamente esa chica que estaba
acostada en la buhardilla pertenecía a los acaudalados Mayfair y había venido
aquí para...
-No se preocupe por nada -dijo Mary Jane-, usted no
entregó el paquete, sólo firmó conforme lo había recibido.
-¿De qué estas hablando? -preguntó el doctor.
-¡Apresúrese, tenemos que coger de nuevo en el bote!
Mary Jane corrió escaleras abajo, seguida por el
doctor Jack, que apenas podía levantar los pies. En realidad, la casa no
estaba tan inclinada como parecía desde fuera. «Clic, clic, clic.» El doctor
oyó de nuevo aquel ruido que lo tenía intrigado. Puede que uno acabara acostumbrándose
a vivir en una casa inclinada, aunque la idea de vivir en una desvencijada
mansión medio inundada...
De pronto cayó otro rayo que inundó de luz el vestíbulo,
permitiendo la visión del papel de las paredes, los techos, los montantes sobre
las puertas y el viejo candelabro del que colgaban dos cables inutilizados.
¡Eso es! ¡Aquel ruido provenía de un ordenador! El
doctor Jack alcanzó a ver en la habitación del fondo, durante la fracción de
segundo que duró el resplandor del rayo, a una mujer muy alta y de cabello rojo
como el de la joven madre que yacía arriba... aunque el doble de largo, que se
hallaba inclinada sobre el ordenador, tecleando apresuradamente, y canturreando
como si repitiese en voz alta lo que iba escribiendo.
Después, las sombras cayeron sobre su silueta y sobre
la pantalla del ordenador, y el flexo proyectó un pequeño círculo de luz
amarilla sobre sus ágiles dedos.
«Clic, clic, clic.»
En aquel momento descargó un trueno que hizo vibrar
todos los objetos de cristal que había en la casa. Mary Jane se tapó los oídos.
La joven y extraña mujer que estaba sentada ante el ordenador lanzó un grito y
se levantó de un salto. Todas las luces de la casa se apagaron de golpe,
sumiéndolos en una penumbra tan densa que parecía haber anochecido.
La hermosa extraña no cesaba de gritar como una
posesa. Era mucho más alta que el doctor.
-Calla, Morrigan, no grites -dijo Mary Jane, corriendo
hacia ella-. Sólo ha sido un rayo. La luz no tardará en volver.
-¡Pero ha desaparecido! -contestó la joven.
Luego se volvió y vio al doctor Jack. Este pensó durante
unos momentos que estaba perdiendo facultades. La chica tenía una cabeza
idéntica a la de su madre, las mismas pecas, el mismo pelo rojo, la blanca
dentadura, los ojos verdes. ¡Dios santo! Era como si alguien hubiera
arrancando la cabeza de la madre para colocarla sobre el largo cuello de esa
extraña y gigantesca criatura. Madre e hija podían haber sido gemelas. El
doctor medía un metro setenta y siete centímetros, y esa chica larguirucha le
pasaba al menos un palmo. Sólo llevaba puesto un camisón holgado, como su
madre, que dejaba ver sus suaves, blancas y larguísimas piernas. Debían de ser
hermanas. A la fuerza.
-¡Eh! -exclamó, mirando fijamente al doctor Jack y
echando a caminar descalza hacia él, aunque Mary Jane trató de detenerla.
-Siéntate otra vez -le ordenó Mary Jane-. La luz
volverá enseguida.
-Eres un hombre -dijo la joven, que no era mayor que
la diminuta madre que yacía arriba, o que la propia Mary Jane. Se detuvo frente
al doctor, mirándolo con cara de pocos amigos. Sus ojos, verdes, enmarcados
por unas cejas rojas y unas pestañas larguísimas, eran más grandes que los de
la joven madre.
-Ya te lo dije -respondió Mary Jane-, el doctor ha
venido para rellenar los papeles del bebé. Doctor Jack, le presento a Morrigan,
la tía del niño. Morrigan, este es el doctor Jack. Siéntate, Morrigan, el
doctor tiene muchas cosas que hacer.
-No te pongas tan ceremoniosa -replicó la laruirucha
joven, sonriendo. Luego se frotó sus largas y sedosas manos. Su voz tenía un
timbre idéntico al de la joven madre que yacía arriba. Una voz bien educada-.
Le ruego me perdone, doctor Jack, mis modales dejan todavía mucho que desear,
aún estoy un poco verde, quizá trato de asimilar más información de la que
nuestra especie es capaz de digerir, pero tenemos tantos problemas que debemos
resolver; por ejemplo, ahora que ya tenemos el certificado de nacimiento,
porque ya lo tenemos, ¿no es así, Mary Jane?, ¿o acaso no era eso lo que
tratabas de decirme cuando me interrumpiste de forma tan poco considerada,
Mary Jane? Sin embargo, lo que realmente quisiera saber es qué habéis decidido
sobre el bautizo del bebé porque, si la memoria no me falla, el legado estipula
claramente que el bebé debe ser bautizado en la fe católica. Según he podido
observar en estos documentos a los que acabo de tener acceso pero que sólo he
hojeado, es más importante bautizarlo que inscribirlo en el registro civil.
-¿De qué diantres estás hablando? -preguntó el doctor
Jack-. ¿Acaso te han vacunado en la RCA Victor? Pareces un disco rayado.
La joven lanzó una carcajada y palmoteó de júbilo,
moviendo al mismo tiempo la cabeza y sacudiendo su larga cabellera pelirroja.
-¿De qué está hablando usted, doctor? -contestó la
joven-. ¿Cuántos años tiene? Es bastante madurito,¿no?, calculo que tendrá unos
sesenta y siete años, ¿me equivoco? Déjeme ver sus gafas.
Antes de que el doctor pudiera protestar, se las
arrebató de la nariz y lo observó a través de ellas. El doctor se quedó
estupefacto; lo cierto es que tenía sesenta y ocho años. Miró a la joven, que
se había convertido en una fragante silueta borrosa.
-Esto es genial -dijo la joven, colocando las gafas
sobre el caballete de la nariz del doctor Jack. Tras recuperar la visión,
observó que la joven lo miraba sonriente, mostrando unos hoyuelos en las
mejillas y los labios más perfectos que él había visto jamás-. Hacen que todo
parezca un poco más grande, y pensar que no es más que uno de los numerosos
inventos con los que me tropezaré durante mis primeras horas de vida, unas
gafas, unos lentes, ¿es ésa la palabra correcta? Unas gafas, un horno
microondas, unos pendientes de clip, el teléfono, programas informáticos, el
monitor del ordenador... Tengo la impresión de que, cuando meditamos sobre ello,
advertimos cierta poesía en esos objetos con los que nos topamos ya al
principio de nuestra vida, sobre todo si es verdad que nada es fortuito, que
las cosas sólo parecen aleatorias según el punto de vista con que se miren y
que, en última instancia, cuando valoramos detenidamente nuestros instrumentos
de observación comprendemos que incluso los inventos con los que nos topamos
en una mansión abandonada y en ruinas se confabulan para expresar algo sobre
sus ocupantes, algo más profundo de lo pudiéramos imaginar. ¿Qué opina, doctor?
El doctor lanzó una sonora carcajada y se dio una
palmada en la pierna.
-Hija, no sé qué opinar sobre eso -contestó-, pero me
encanta cómo lo has expresado. ¿Cómo dices que te llamas? ¿Morrigan? ¿De modo
que le han puesto tu nombre al bebé? No me digas que también eres una Mayfair.
-Desde luego, me llamo Morrigan Mayfair -respondió la
joven, alzando los brazos en un arrebato de entusiasmo.
De pronto se produjo un breve resplandor, seguido de
un leve zumbido; entonces las luces volvieron a encenderse y el ordenador, que
se hallaba detrás de ellos, empezó a emitir su característico sonido de puesta
en marcha.
-¡Estupendo! -exclamó la joven, volviéndose apresuradamente
y agitando su melena pelirroja-. Volvemos a estar en línea con Mayfair y
Mayfair, hasta que la Madre Naturaleza decida humillarnos a todos, prescindiendo
de lo bien dotados, configurados, programados e instalados que estemos. Dicho
de otro modo, hasta que caiga otro rayo.
La joven corrió a sentarse ante la pantalla del ordenador
y comenzó a teclear de nuevo, olvidándose por completo del doctor.
-¡Apresúrate, Mary Jane! -gritó la abuela desde
arriba-. La criatura tiene hambre.
Mary Jane tiró de la manga del doctor.
-Espera un momento -dijo éste.
Pero el doctor Jack comprendió que había perdido
irremediablemente a la asombrosa joven, del mismo modo que comprendió que
debajo del camisón blanco no había más que su piel desnuda y que la luz del
flexo ponía de relieve sus pechos, su vientre liso y sus espléndidos muslos;
ni siquiera llevaba braguitas. El doctor observó sus enormes pies,
preguntándose si era prudente permanecer descalza ante un ordenador con la
tormenta que estaba cayendo. Su larga melena pelirroja rozaba el asiento de la
silla.
La abuela volvió a gritar desde arriba.
-¡Mary Jane, no olvides que tienes que devolver el
niño antes de las cinco!
-Ya voy, ya voy. Vamos, doctor Jack.
-¡Adiós, doctor Jack! -gritó la hermosa y larguirucha
joven agitando su mano derecha, la cual remataba un brazo impresionantemente
largo, sin apartar la vista del ordenador.
Mary Jane pasó corriendo frente al doctor y subió de
un salto en al bote.
-¿Viene o no? -preguntó al doctor Jack-. Me marcho,
tengo muchas cosas que hacer. ¿O es que se va a quedar ahí como un pasmarote?
-¿A dónde tienes que llevar al niño antes de las
cinco? -preguntó al salir de su estupor mientras reflexionaba sobre lo que
acababa de decir la anciana-. Supongo que no pensarás llevarlo a bautizar.
-¡Apresúrate, Mary Jane!
-¡Leven anclas! -gritó Mary Jane, apoyando el remo en
los escalones para impulsar el bote.
-¡Un momento!
El doctor pegó un salto y aterrizó violentamente
dentro de la piragua, haciendo que ésta chocara con la balustrada y la pared.
-Haz el favor de reducir la marcha -le dijo a Mary Jane-.
Llévame hasta el embarcadero sin arrojarme al pantano.
«Clic, clic, clic.»
Afortunadamente la lluvia había amainado algo. A
través de las espesas nubes asomaban tímidamente unos rayos de sol, haciendo
que las gotas brillaran como gemas.
-Tenga, doctor -dijo Mary Jane cuando el doctor Jack
se subió al coche, entregándole un grueso sobre lleno de billetes de veinte
dólares. El doctor calculó, de forma aproximada, que el sobre debía de contener
unos mil dólares. Mary Jane cerró la portezuela y se sentó al volante.
-Esto es mucho dinero, Mary Jane -dijo el doctor,
aunque estaba pensando en un nuevo cortacésped, un artilugio para eliminar
rastrojos, una podadera de setos eléctrica y un televisor en color Sony. Por si
fuera poco, no existía ningún motivo en el mundo que lo obligara a declarar ese
dinero a Hacienda.
-Calle y métaselo en el bolsillo -respondió Mary
Jane-. Se lo ha ganado viniendo aquí con este tiempecito.
Acto seguido, Mary Jane se arremangó de nuevo la falda
hasta medio muslo. Sin embargo, no podía compararse con la espléndida
jovencita pelirroja que habían dejado sentada ante el ordenador. El doctor
hubiera dado cualquier cosa por poder ponerle las manos encima siquiera
durante cinco minutos, acariciar su aterciopelada piel y sus largas piernas.
«Basta, viejo idiota -se dijo-, vas a provocarte un ataque cardíaco.» Mary Jane
dio marcha atrás de forma brusca, haciendo que las ruedas giraran
vertiginosamente en el barro, efectuó un peligroso giro de ciento ochenta grados
y se lanzó a toda velocidad por la carretera llena de baches.
El doctor se volvió para echar un último vistazo a la
casa, a las inmensas y destartaladas columnas que se alzaban sobre los
cipreses y a las lentejas de agua que se introducían por las ventanas de la
planta baja. Luego fijó de nuevo la vista en la carretera y dejó escapar un
suspiro de alivio. Estaba impaciente por alejarse de aquel lugar.
Cuando llegara a casa y su esposa Eileen le preguntara:
«¿Qué es lo que has visto en Fontevrault, Jack?», él no sabría qué responder.
Desde luego, no le diría ni una palabra sobre las tres jóvenes tan atractivas
que había visto reunidas bajo un mismo techo. Ni tampoco sobre el fajo de
billetes de veinte dólares que guardaba en su bolsillo.
28
Nos inventamos una identidad humana.
Nos «convertimos» en la antigua tribu de los pictos,
altos porque proveníamos de los países septentrionales donde la gente tiene
una estatura superior a la normal y ansiosos de vivir en paz con quienes no pretendieran
perturbarnos.
Lógicamente, fue un proceso muy lento. Los rumores
sobre nuestra existencia ya habían empezado a circular. Al principio hubo un
período de espera, durante el cual no permitimos la entrada al valle a ningún
extraño; luego dejamos que entrara algún que otro viajero, que nos
suministraba una información muy valiosa. Por último, decidimos aventurarnos
fuera del valle, afirmando que éramos pictos y ofreciendo nuestra amistad a
todo aquel que nos cruzásemos en el camino.
Con el tiempo, pese a la leyenda que ha existido
siempre sobre los Taltos, y que adquiría nuevas dimensiones cada vez que un
pobre Taltos era capturado, conseguimos engañarlos a todos. Nos sentíamos más
seguros no porque nos hubiéramos atrincherado tras las almenas de nuestras
torres, sino gracias a nuestro lento proceso de integración con los seres
humanos.
Nos convertimos en el orgulloso y solitario clan de
Donnelaith. Vivíamos como reclusos, aunque siempre estábamos dispuestos a
ofrecer a otros nuestra hospitalidad. No solíamos hablar con frecuencia de
nuestros dioses. No nos gustaba que nos interrogaran acerca de nuestras
costumbres ni de nuestros hijos.
Pero vivíamos como nobles, alimentando los conceptos
del honor y el orgullo de nuestra patria.
Las cosas funcionaban a la perfección. Tras abrir las
puertas del valle, tuvimos por primera vez ocasión de adquirir nuevos
conocimientos de unos elementos ajenos a nuestro clan. Muy pronto aprendimos a
coser y a tejer, tareas que se convirtieron en una obsesión para nosotros.
Todos los Taltos, hombres y mujeres, pasábamos días y noches tejiendo. No
podíamos apartarnos del telar.
El único remedio fue dedicar nuestra atención a otra
actividad, por ejemplo a trabajar los metales, cosa que también llegamos a
dominar. Aunque sólo acuñábamos monedas y fabricábamos puntas de lanza, era un
arte que nos absorbía por completo.
También aprendimos a escribir. Arribaron otros pueblos
a las costas de Britania y, a diferencia de los crueles guerreros que habían
destruido nuestro mundo de la planicie, éstos escribían cosas sobre piedra,
sobre tablillas y pieles de oveja preparadas por ellos mismos para que la
escritura perdurara y resultara hermosa a la vista y al tacto.
La escritura sobre esas piedras, tablillas y pergaminos
estaba en griego y latín. Nuestros esclavos nos enseñaron a relacionar el
símbolo con la palabra, y posteriormente perfeccionamos el arte de la
escritura con la ayuda de los eruditos que acudían a nuestro valle.
La escritura se convirtió, para muchos de nosotros, y
entre ellos yo, en una auténtica obsesión. Leíamos y escribíamos
constantemente, traduciendo en palabras nuestra propia lengua, que es mucho más
antigua que todas las que existían en Britania. Ideamos una escritura
denominada ogham, la cual conformaba nuestros escritos secretos. Puede
observarse esa grafía en muchas piedras que se hallan en el norte de Escocia,
pero nadie es capaz de descifrarla hoy en día.
Nuestra cultura, el nombre que adoptamos -pictos-,
nuestro arte y nuestra escritura siguen siendo todavía hoy un misterio. Muy
pronto comprenderéis el motivo de que se perdiera la cultura de los pictos.
A menudo me pregunto, a título de curiosidad, qué fue
de los diccionarios que tanto esfuerzo me costó completar y en los que
invertíamos tantos meses de trabajo ininterrumpido excepto para dormir unas
horas o comer algo.
Se hallaban ocultos en cámaras subterráneas o refugios
que construimos en el subsuelo del valle, un excelente escondite en caso de
que los humanos nos atacaran de nuevo; también se ocultaban allí muchos de los
manuscritos en griego y latín que yo estudiaba en aquellos días.
Las matemáticas representaban otra trampa, algo capaz
de hechizarnos. Algunos de los tomos que cayeron en nuestras manos se referían
a teoremas de geometría, que comentábamos durante días al mismo tiempo que
trazábamos unos triángulos en la tierra.
Fue una época muy estimulante para nosotros. Nuestro
plan nos permitió el acceso a nuevos inventos. Y, aunque disponíamos de tiempo
suficiente para vigilar y advertir a los jóvenes e imprudentes Taltos que no
confiasen en ningún extraño ni se enamorasen de uno de ellos, conseguimos
conocer a muchos de los romanos que habían llegado a Britania, y averiguamos
que esos romanos habían castigado a los bárbaros celtas que nos habían
infligido semejantes atrocidades.
Esos romanos no creían en las supersticiones locales
sobre los Taltos. Hablaban sobre un mundo civilizado, vasto y lleno de grandes
ciudades.
Sin embargo, los temíamos. Aunque construían unos
edificios magníficos, como jamás habíamos contemplado, eran unos guerreros
todavía más expertos que los otros. Habíamos oído muchas historias sobre sus
conquistas. Habían perfeccionado el arte de la guerra hasta extremos inauditos.
Por consiguiente, nos mantuvimos en nuestro remoto valle; no queríamos
encontrarnos con ellos en el campo de batalla.
Muchos comerciantes llegaban con sus libros y pergaminos
para vendérnoslos. Yo leía con avidez a sus filósofos, dramaturgos, poetas,
cronistas satíricos y oradores.
Por supuesto, ninguno de nosotros era capaz de
comprender la esencia auténtica de sus vidas, el ambiente, por utilizar un
término moderno, su alma nacional, su carácter. Pero aprendíamos con rapidez.
Sabíamos que no todos los hombres eran unos bárbaros. Ésa era la palabra
exacta que utilizaban los romanos para describir a las tribus que invadían
Britania por los cuatro costados, unas tribus a las que los romanos pretendían
someter en nombre de su poderoso imperio.
Los romanos, por cierto, nunca llegaron a nuestro
valle, aunque durante doscientos años lucharon en Britania. El romano Tácito
escribió la crónica de la primera campaña de Agricola, que alcanzó Escocia.
Durante el siglo siguiente se construyó la Muralla de Antonino, un prodigio
para las tribus bárbaras que residían en Roma, y cerca de ésta el Camino
Militar, una carretera de setenta y tres kilómetros de longitud por la que no
sólo pasaban los soldados, sino también los comerciantes que portaban toda
clase de artículos allende los mares, un asombroso testimonio de otras
civilizaciones.
Finalmente el mismo emperador romano, Septimio Severo,
llegó a Britania con objeto de someter a las tribus escocesas, pero él tampoco
penetró en nuestros fuertes.
Los romanos permanecieron muchos años en Britania, y
proporcionaron singulares y valiosos botines a nuestra pequeña nación.
Cuando al fin se retiraron de nuestras tierras, cediéndoselas
a los bárbaros, nosotros ya no vivíamos ocultándonos. Cientos de seres humanos
se habían asentado en nuestro valle, rindiéndonos tributo, edificando sus
pequeñas torres de piedra alrededor de las nuestras, que eran más grandes, y
considerándonos una gran, misteriosa pero humana familia de gobernantes.
No siempre resultó fácil mantener las apariencias,
pero los usos y costumbres de la época nos facilitaron la tarea. Otros clanes
fueron apareciendo en sus lejanos baluartes. No éramos un país de ciudades,
sino de pequeños feudos. Aunque nuestra estatura y la negativa a contraer
matrimonio con miembros de nuestro clan eran consideradas poco comunes, en todos
los demás aspectos resultábamos totalmente aceptables.
La clave, como es lógico, residía en no permitir jamás
que ningún extraño presenciase nuestro ritual del parto. En este aspecto los
seres diminutos, que de vez en cuando acudían a nosotros en busca de
protección, se convirtieron en nuestros centinelas.
Cuando decidíamos formar el círculo entre las piedras,
advertíamos a todos los clanes inferiores de Donnelaith que nuestros
sacerdotes sólo podían presidir nuestros ritos familiares en la más estricta
intimidad.
A medida que fuimos perdiendo el temor a ser descubiertos,
dejamos que participaran otros, pero siempre desde los círculos exteriores más
alejados del centro. Jamás llegaron a contemplar lo que los sacerdotes hacían
en el centro de la asamblea. Jamás presenciaron un parto. Imaginaban que se
trataba de un rito dedicado al cielo, el sol, el viento, la luna y las
estrellas. Nos tenían por una familia de magos.
Por supuesto, todo eso dependía de la pacífica colaboración
con los que residían en el valle, colaboración que se mantuvo durante siglos.
En resumidas cuentas, pasábamos por ser personas
normales y corrientes. Otros Taltos se sumaron a nuestro plan, afirmando que
eran pictos, aprendiendo nuestra escritura y llevándola, junto con nuestro
estilo arquitectónico y ornamental, a sus fortalezas. Todos los Taltos que
deseaban sobrevivir estaban obligados a actuar de ese modo, engañando a los
seres humanos.
Sólo los Taltos salvajes seguían haciendo de las suyas
en los bosques, poniendo así en peligro nuestro plan. Pero incluso ellos
conocían la escritura ogham y nuestros numerosos símbolos.
Por ejemplo, si un Taltos vivía solo en el bosque
acostumbraba grabar un símbolo en un árbol para comunicar a otros Taltos que
estaba allí, un símbolo que no tenía ningún significado para los seres humanos.
Cuando un Taltos se topaba con otro en una posada, solía acercarse a él y le
ofrecía un presente, un broche o un alfiler con nuestros emblemas.
Uno de los ejemplos más importantes de esos emblemas
es la aguja de bronce con un rostro humano que fue hallada siglos más tarde por
unos pueblos modernos en Sutherland. Los humanos no advirtieron, al describir
esa aguja, que se trataba de la imagen de un pequeño Taltos abandonando el
útero materno, mostrando una cabeza gigantesca y unos pequeños brazos cruzados,
aunque prestos a extenderse, como las alas de una nueva mariposa, y a
desarrollarse.
Otros símbolos que tallábamos en las rocas, en la
entrada de las cuevas o sobre piedras sagradas, representaban unas caprichosas
imágenes de animales de la tierra perdida, presidida por la exuberancia
tropical. Otras tenían un significado puramente personal. Las imágenes que nos
caracterizaban como feroces guerreros eran engañosas, y habían sido hábilmente
concebidas para mostrar a unas personas que se saludaban en son de paz.
El arte de los pictos es el nombre cormún que se ha
dado a todo lo que he descrito. Y esa tribu se ha convertido en el gran enigma
de Britania.
¿Cuál era nuestro mayor temor, nuestra mayor amenaza?
Había transcurrido mucho tiempo y ya no temíamos a los seres humanos, que nada
sabían de nosotros. Pero los seres diminutos sí sabían quiénes éramos, y
ansiaban unirse con un Taltos y tener descendencia. Aunque necesitaban nuestra
protección, todavía nos causaban de vez en cuando problemas.
Pero la verdadera amenaza a nuestra tranquilidad
provenía de los brujos y las brujas, esos singulares seres humanos que captaban
nuestro olor y pedían copular con nosotros, o que eran descendientes de
individuos que habían copulado con nosotros. Los brujos -que eran muy raros,
por supuesto- transmitían, de madre a hija y de padre a hijo, las leyendas de
nuestra especie, así como la absurda idea de que si llegaban a copular con
nosotros crearían unos monstruos de gran tamaño y belleza que vivirían
eternamente. También sustentaban otra creencia, no menos absurda: si bebían la
sangre de los Talcos, los brujos y las brujas se convertirían en seres
inmortales; si nos mataban, utilizando las palabras y maldiciones pertinentes,
lograríar, arrebatarnos nuestro poder.
El aspecto más terrible de eso, y lo único cierto y
tangible, era que los brujos, al vernos, podían descubrir que no éramos unos
simples seres humanos, sino unos Taltos.
Nosotros evitábamos que entraran en el valle. Cuando
viajábamos al extranjero, procurábamos no tener tratos con la bruja de la aldea
o el hechicero que vivía en el bosque. Naturalmente, ellos también tenían
motivos para temernos, pues éramos capaces de detectar de modo infalible su
presencia y, dado que éramos muy inteligentes y muy ricos, podíamos causarles
numerosos problemas.
Pero cuando aparecía un brujo o una bruja, corríamos
un gran peligro. Temíamos toparnos con una bruja o un brujo listo y ambicioso
que estuviera empeñado en hallar a un auténtico Taltos de las tierras altas de
Escocia entre los clanes de individuos de gran estatura que habitaban allí.
Siempre existía la posibilidad de que apareciera un
poderoso y cautivador brujo o bruja capaz de atraer a un Taltos, atraparlo con
sus hechizos y su música y obligarlo a participar en sus ritos.
De vez en cuando llegaba a nuestros oídos la noticia
de que habían hallado a un Taltos en otro lugar. Corrían infinitas historias
sobre nacimientos de híbridos, brujos, seres diminutos y magia.
No obstante, nos sentíamos seguros en nuestras
fortalezas.
El mundo no conocía la existencia del valle de Donnelaith
y, mientras otras tribus peleaban incesantemente entre ellas, en nuestro valle
reinaba la paz; ello no se debía a que la gente temiera que habitaran allí unos
monstruos, sino a que lo consideraban el bastión de unos respetables nobles.
Durante aquellos años gozamos de una vida cómoda y
próspera, aunque cimentada en la mentira. Muchos jóvenes, incapaces de
soportarlo, abandonaron el valle para no regresar jamás. En ocasiones, aparecía
en Donnelaith un Taltos híbrido que ignoraba por completo sus orígenes.
Poco a poco, fuimos bajando la guardia y cometimos un
grave error. Algunos de nosotros contrajimos matrimonio con seres humanos.
Sucedía de la siguiente forma. Uno de nuestros hombres
emprendía un largo viaje, en el transcurso del cual conocía a una bruja que
vivía sola en un tenebroso bosque. El Taltos se enamoraba de ella, que era
perfectamente capaz de darle hijos. El Taltos amaba sinceramente a la bruja,
y ésta a él; y, puesto que era una pobre y desgraciada criatura, imploraba al
Taltos ayuda y protección. El Taltos la traía a casa, donde, pasado un tiempo,
la bruja le daba otro hijo antes de morir. Algunos de esos híbridos se casaban
con otros híbridos.
En ocasiones, una hermosa hembra Taltos se enamoraba
de un hombre humano y lo abandonaba todo por él. A veces transcurrían años
antes de que ella pariera, y entonces nacía un híbrido, el cual unía más a la
pareja, pues el padre se veía reflejado en su hijo, un Taltos, a quien exigía
lealtad.
Así es cómo aumentó entre los de nuestra especie la
sangre humana. Y también cómo nuestra sangre penetró en el clan humano de
Donnelaith que nos sobrevivió.
No me referiré a la tristeza que nos invadía a menudo,
a las emociones que experimentábamos al celebrar nuestros ritos secretos. No
trataré de describir nuestras largas conversaciones, en las que reflexionábamos
sobre el significado del mundo y sobre el motivo de que tuviéramos que vivir
entre seres humanos. Vosotros os habéis convertido también en unos marginados.
Lo sabéis tan bien como yo. Y si no lo sabéis, sin duda podéis imaginarlo.
¿Qué queda hoy en día del valle?
¿Dónde están las numerosas fortalezas y castillos que
construimos? ¿Dónde están nuestras piedras con sus curiosas inscripciones y sus
extrañas y serpenteantes figuras? ¿Qué fue de los gobernantes pictos de
aquella época, que con su apuesta estampa a caballo, y sus gentiles modales
impresionaron a los romanos?
Como sabéis, lo que queda de Donnelaith es lo siguiente:
una pintoresca posada, un castillo en ruinas, una inmensa excavación que
lentamente va revelando una gigantesca catedral, leyendas de brujería y desgracias,
e nobles que murieron trágicamente y de una extraña familia que llegó a
América desde Europa, portando un maleficio en la sangre, la posibilidad de
parir monstruos, un maleficio reflejado en ciertos signos propios e los
brujos; una familia cuya sangre y dotes hechiceras trajeron a Lasher, el
astuto e implacable fantasma de un de nuestra especie.
¿Cómo fueron aniquilados los pictos de Donnelaith?
¿Por qué sucumbieron al igual que los habitantes de la tierra perdida y las
gentes de la planicie? ¿Qué sucedió?
No fueron los britanos, los anglos ni los escotos
quienes nos conquistaron. No fueron los sajones ni los irlandeses, ni tampoco
las tribus germanas, quienes invadierton la isla. Estaban demasiado ocupados
destruyéndose entre sí.
Antes bien, fuimos destruidos por unos hombres tan
amables como nosotros, con unas normas tan estrictas como las nuestras y unos
sueños tan hermosos como los nuestros. El líder al que seguían, el dios que
adoraban, el salvador en el que creían se llamaba Jesús. Él fue la causa de
nuestra perdición.
Fue el propio Jesús quien puso fin a quinientos años
de prosperidad. Fueron sus gentiles monjes irlandeses quienes precipitaron
nuestra caída.
¿No adivináis cómo sucedió?
¿Imagináis lo vulnerables que éramos, nosotros, que en
la soledad de nuestras torres de piedra nos entretenamos tejiendo y
escribiendo, igual que unos chiquillo, que canturreábamos todo el día, que
creíamos en el amor y en el Dios Bondadoso y nos negábamos a considerar que la
muerte fuera sacrosanta?
¿Cuál era el mensaje puro de los primitivos cristianos?
¿Y el de los monjes romanos y celtas que llegaron a nuestras costas para
predicar el nuevo evangelio?
¿Cuál es el mensaje puro que transmiten hoy en día
esos cultos dispuestos a consagrarse de nuevo a Jesus y a sus enseñanzas?
Amor, el mismo en el que nosotros creíamos.
Perdón, una cualidad que nosotros considerábamos muy
práctica. Humildad, una virtud que nosotros considerábamos, a pesar de nuestro
orgullo, algo mucho más noble que la absurda arrogancia de quienes peleaban
continuamente entre sí. Bondad de corazón, comprensión, el goce de los justos,
es decir, los valores que nosotros sustentábamos. ¿Y qté era lo que condenaban
los cristianos? La carne, lo cual había constituido siempre nuestra perdición.
Los pecados de la carne, que habían hecho que nos convirtiéramos en unos
monstruos a los ojos de los humanos, al copular en grandes círculos
ceremoniales y parir hijos plenamente desarrollados.
Estábamos listos para caer en la trampa. Estaba hecha
a nuestra medida.
El truco, el sublime truco, era que en el fondo el
cristianismo no sólo abrazaba todas esas cosas, sino que sacralizaba la muerte
y al mismo tiempo redimía esa sacralización.
¿Comprendéis mi lógica? La muerte de Jesús no se
produjo en el campo de batalla, no fue la muerte del guerrero con la espada en
la mano, sino un humilde sacrificio, una ejecución que no podía ser vengada,
una rendición total por parte de Dios a fin de salvar a sus criaturas humanas.
Pero en definitiva era muerte, y eso era todo.
Resultaba magnífico. Ninguna otra religión habría
conseguido hacernos caer en sis redes. Detestábamos los panteones de los dioses
bárbaros. Nos reíamos de los dioses de los griegos y romanos. Los dioses de Sumeria
y la India nos parecían igualmente ridículos. Pero Jesús venía a colmar el
ideal de todo Taltos.
Y aunque no hubiera salido plenamente desarrollado
del vientre de su madre, había nacido de una virgen, lo cual resultaba no menos
milagroso. El nacimiento de Jesús era tan importante como su aceptada
crucifixión. Era el triunfo de lo que siempre habíamos defendido. Era el Dios
al que estábamos dispuestos a entregarnos sin reserva.
Por último, permitidme que añada la piéce de résistance.
Esos cristianos también habían sido perseguidos y amenazados con ser
aniquilados. Diocleciano, el emperador romano, los había sometido a una
implacable persecución. Los fugitivos acudían al valle en busca del refugio que
nosotros les ofrecíamos.
Los cristianos conquistaron nuestro corazón. Al conversar
con ellos, llegamos a creer que posiblemente el mundo estaba cambiando. Creímos
que se había iniciado una nueva era y que nuestro resurgimiento e instauración
resultaban concebibles.
El último estadio de la seducción no pudo ser más
simple.
Un monje llegó al valle en busca de refugio. Unos
paganos andrajosos lo habían estado persiguiendo, y nos suplicó que le diéramos
asilo. Como es lógico, no podíamos negárselo. Lo conduje a mi casa, a mis
aposentos, donde le pedí que me hablara del mundo exterior, puesto que hacía
tiempo que yo no salía del valle.
Nos hallábamos a mediados del siglo VI d. de J.,
aunque en aquel entonces yo lo ignoraba. Tratad de visualizarnos: unos hombres
y unas mujeres ataviados con largas y sencillas túnicas ribeteadas de piel,
bordadas con oro y gemas, los hombres con el cabello hasta los hombros. Llevan
unos gruesos cinturones y mantienen la espada siempre a mano. Las mujeres
cubren su cabello con velos de seda sujetos por unas simples diademas de oro.
Nuestras torres son austeras, aunque cálidas y acogedoras, llenas de pieles de
animales, cómodas sillas y fuegos que arden en las chimeneas para proporcionarnos
calor. Todos éramos, por supuesto, muy altos.
Tratad de imaginarme a solas en mi torre con ese
enjuto monje de cabello amarillo, vestido con un hábito marrón, que se apresuró
a aceptar la copa de vino que le ofrecí.
Llevaba un abultado paquete del que no se separó en
ningún momento, y más tarde me pidió que le proporcionara un guardia para que
lo escoltara hasta la isla de lona.
Según me dijo, había emprendido viaje con dos compañeros,
pero unos bandidos los habían asesinado y él se quedó solo e indefenso. Agregó
que era preciso que llevara su preciado paquete a lona, pues de lo contrario
perdería algo más valioso que su vida.
Le prometí ocuparme de que llegara sano y salvo a
lona. El extraño me dijo entonces que era el hermano Ninian, le habían impuesto
el nombre de otro santo, el obispo Ninian; el cual había convertido a numerosos
paganos en su capilla, o monasterio, en Whittern. Dicho obispo había
convertido a varios Taltos salvajes.
A continuación el joven Ninian, un afable y apuesto
celta irlandés, depositó el paquete en una mesa y me reveló su contenido.
Yo había visto muchos libros, pergaminos y códices
romanos, que estaban muy en boga. Sabía latín y griego. Incluso había visto
algunos tomos muy pequeños llamados cathachs, que los cristianos portaban como
talismanes cuando se dirigían al campo de batalla. Los escasos fragmentos de
escritura cristiana que había visto me habían intrigado profundamente, pero no
estaba
preparado para el tesoro que Ninian me mostró.
Se trataba de un espléndido tomo bellamente ilustrado
y decorado que contenía los Cuatro Evangelios.
La cubierta estaba adornada con oro y gemas, estaba
encuadernado en seda y sus páginas contenían unos diminutos y exquisitos
dibujos.
De inmediato me sentí poderosamente atraído por el
libro, que casi devoré. Empecé a leerlo en voz alta, en latín, y aunque
presentaba ciertas irregularidades, no tuve ninguna dificultad en comprender su
significado. Lo leí apresuradamente, como si estuviera poseído, lo cual, por
supuesto, era normal en un Taltos. El texto era de tal belleza que me pareció
oírlo cantado.
A medida que pasaba las páginas del libro, me sentí
asombrado no sólo por la historia que narraba, sino por los increíbles dibujos
que representaban a fantásticas bestias y diminutas figuras. Era un arte que me
subyugaba, por cuanto yo también lo había practicado.
Era como todo el arte que se practicaba en aquella
época de las islas. Posteriormente los entendidos lo tacharían de tosco, pero a
mí me encantó tanto su complejidad como la ingenuidad que había en él.
Ahora bien, para comprender el impacto que causaron en
mí los Evangelios, es preciso tener en cuenta lo distintos que eran de
cualquier tipo de literatura que había caído con anterioridad en mis manos. No
incluyo el Torah de los hebreos, puesto que no lo conocía, pero en cualquier
caso los Evangelios son muy distintos de aquél.
Era un libro diferente a cuantos yo había visto hasta
entonces. En primer lugar, se refería a ese hombre, Jesús, el cual había
predicado el amor y la paz y había sido perseguido, vejado, torturado y
crucificado. Era una historia apasionante. Ese hombre había sido una persona
humilde, remotamente emparentado con antiguos reyes. A diferencia de los otros
dioses sobre los que yo había oído hablar, Jesús relató a sus seguidores un
sinfín de cosas, encomendándoles la tarea de ponerlas por escrito y difundir su
palabra en todo el mundo.
El mensaje apuntaba un renacer a la espiritualidad a
través de la esencia de la religión. Aprender a ser sencillo, humilde, modesto
y amar al prójimo.
Intentad comprender lo que yo sentí en aquellos
momentos. No sólo se trataba de ese dios asombroso y su no menos asombrosa
historia, sino de la relación de ésta con la forma en que había sido escrita.
Como sin duda habréis adivinado por mi relato, la
unica cosa que compartíamos con nuestros vecinos bárbaros era el recelo que
nos inspiraba la escritura. La memoria era algo sagrado para nosotros, y la
escritura no nos merecía ningún respeto, aunque sabíamos leer y escribir. Sin
embargo, ese humilde dios citaba pasajes del libro sagrado de los hebreos,
vinculándose con sus innumerables profecías referentes a un mesías, y después
había encargado a sus seguidores que escribieran sobre él.
Antes de acabar de leer el último Evangelio, mientras
me paseaba de un extremo al otro de la estancia leyendo en voz alta,
sosteniendo el inmenso tomo entre los brazos, sujetando con los dedos los
bordes de las páginas, comprendí que amaba a Jesús por las extrañas cosas que
decía, por la forma en que se contradecía y por su paciencia con los que le
habían matado. En cuanto a su resurrección, en un principio llegué a la
conclusión de que se trataba de un individuo tan longeo como nosotros, los
Taltos, y que había logrado engañar a sus seguidores porque no eran más que
unos seres humanos.
Nosotros también habíamos tenido que recurrir a toda
clase de artimañas, asumir distintas identidades cuando hablábamos con
nuestros vecinos humanos, a fin de confundirlos y evitar que descubrieran que
existíamos desde hacía siglos.
Pero no tardé en comprender, a través de las palabras
llenas de fervor de Ninian -un monje alegre y dicharachero-, que Jesús
efectivamente había resucitado de entre los muertos y había ascendido al
cielo.R
De pronto, como en un arrebato místico, vi todo el
cuadro: a ese dios que predicaba el amor, que fue martirizado por ello, y el
carácter radical de su mensaje. Me sentía atrapado por aquella historia, quizá
porque era absolutamente increíble. La combinación de elementos que contenía
resultaba absurda y ridícula.
Existía otro hecho que me intrigaba. Todos los cristianos
creían que pronto se produciría el fin del mundo. Según deduje por mí
conversación con Ninian, siempre lo habían creído así. Prepararse para el fin
del mundo constituía una parte esencial de su religión, y el hecho de que aún
no se hubiera producido no había mermado su fe.
Ninian habló apasionadamente de la expansión de la
Iglesia desde la época de Jesús, unos quinientos años antes, y me contó que
José de Arimatea, amigo de Jesús, y María Magdalena, la cual le había lavado
los pies y se los había secado con sus cabellos, se habían desplazado a
Inglaterra para fundar una iglesia en la sagrada colina de Somerset. Habían
transportado a ese lugar el cáliz de la última Cena, y durante todo el año
brotaba un manantial cuyas aguas eran rojas como la sangre debido a la mágica
permanencia de la sangre de Jesús que había contenido el cáliz. La vara de José
había sido clavada en el suelo de Wearyall Hill, y se había convertido en un espino
siempre cubierto de flores.
Yo ardía en deseos de acercarcarme ahí, de ver el lugar
sagrado por el que habían penetrado los discípulos del Señor en nuestra isla.
-Os lo ruego -exclamó Ninian-, mi buen amigo Ashlar,
me habéis prometido llevarme a mi monasterio en lona.
El abad, el padre Columba, esperaba su llegada. En los
monasterios de todo el mundo se producían numerosos libros como ése, el cual
era muy importante y debía ser llevado a lona para que lo estudiaran los
monjes.
Yo quería conocer a ese Columba. Parecía tratarse de
un personaje tan pintoresco como Jesús. Es probable que tú, Michael, conozcas
la historia.
Así es como Ninian lo describió: Columba nació en el
seno de una acaudalada familia, y pudo haberse convertido en el rey de Tara.
Pero decidió tomar los hábitos y fundó numerosos monasterios cristianos. Un
día se peleó con Finnian, otro monje, respecto a si él, Columba, tenía derecho
a hacer una copia del Salterio de san Jerónimo, otro libro sagrado que Finnian
había llevado a Irlanda. ¿Una disputa sobre la propiedad de un libro? ¿Sobre
el derecho a copiarlo?
La discusión acabó a puñetazos. Tres mil hombres
murieron a causa de la pelea, y todos culparon por ello a Columba. Él aceptó
humildemente su culpa y partió hacia lona, muy cerca de nuestra costa, con el
propósito de convertirnos a nosotros, los pictos, a la fe cristiana. Su plan
era salvar tres mil almas paganas para compensar los tres mil hombres que
habían muerto a consecuencia de la pelea que sostuvo con Finnian.
No recuerdo quién realizó la copia del Salterio.
El caso es que Columba se hallaba en lona y, desde
allí, enviaba misioneros a todos los rincones de Britania. En esos recintos
sagrados se realizaban unos libros maravillosos, para invitar a los paganos a
abrazar la nueva fe. La iglesia de Jesús representaba la salvación de todos.
Pronto comprendí que aunque Columba y muchos otros
sacerdotes y monjes misioneros como él habían sido reyes o personas de sangre
real, las normas de los monasterios eran extremadamente severas, pues exigían
una constante mortificación de la carne y sacrificios.
Por ejemplo, si un monje derramaba la leche mientras
ayudaba a servir las comidas a la comunidad, debía dirigirse a la capilla
mientras se cantaban los salmos y postrarse en el suelo, boca abajo hasta que
se hubieran terminado de cantar doce salmos. Cuando rompían sus votos de
silencio, los monjes eran azotados. Sin embargo, nada podía impedir que los
ricos y poderosos de la Tierra se recluyeran en esos monasterios.
Yo no salía de mi asombro. ¿Cómo podía ser posible
que un sacerdote que creía en Jesús iniciara una guerra en la que habían muerto
tres mil hombres? ¿Cómo era posible que unos hijos de reyes se dejaran azotar
por haber cometido una falta? Sin embargo, tenía su lógica.
Partí hacia lona con Ninian y dos de mis hijos menores.
Por supuesto, los Taltos seguíamos fingiendo una identidad humana. Ninian
estaba convencido de ella.
Pero cuando llegué a lona, me quedé aún más asombrado
ante el imponente monasterio y la personalidad de Columba.
La isla era magnífica, llena de frondosos bosques y
prados, con espléndidas vistas desde sus riscos, que permitían admirar la
inmensidad y pureza del mar, lo cual proporcionaba de inmediato paz al
espíritu.
Sentí que me embargaba una maravillosa calma. Era como
si hubiera hallado de nuevo la tierra perdida, sólo que ahora los pilares eran
la penitencia y la austeridad. Experimenté una gran armonía en mi interior, una
fe en la bondad de la existencia.
El monasterio era celta, muy distinto a los monasterios
benedictinos que más tarde se fundaron en toda Europa. Consistía en un enorme
recinto circular -llamado vallum-, semejante a una fortaleza, y los monjes
vivían en unos pequeños y austeros cobertizos de unos tres metros cuadrados. La
iglesia no era suntuosa, sino una humilde estructura de madera.
Yo jamás había contemplado unos edificios que se
integraran de forma tan armoniosa con el paisaje que los rodeaba. Era un lugar
para escuchar tranquilamente a los pájaros, para pasear, pensar, rezar, para
conversar con el encantador y afable Columba. Ese hombre tenía sangre real; yo
hacía tiempo que era rey. El nuestro era el país septentrional de Irlanda y
Escocia; nos comprendíamos perfectamente. Y algo en mí impresionó también al
santo, quizá la sinceridad propia de un Taltos, mi ingenuidad, mi entusiasmo.
Columba no tardó en convencerme de que la dura vida
monacal y la mortificación de la carne constituían las claves para alcanzar el
amor que el cristianismo exigía a los hombres. No se trataba de un amor
sensual, sino de un amor espiritualmente elevado, más allá de la mera
expresión carnal.
Columba ansiaba convertir a toda mi tribu o, mejor
dicho, clan. Deseaba que me convirtiera en sacerdote y predicara entre mí
pueblo.
-No sabes lo que dices -protesté.
Luego, obligándole a guardar el secreto de confesión,
le relaté la historia de mi larga vida, de nuestra misteriosa y prodigiosa
forma de parir, de que muchos de nosotros parecíamos capaces de vivir una vida
de eterna juventud, a menos que un accidente, un desastre natural o una plaga
nos destruyera.
Algunas cosas me las callé. No le dije que antiguamente
había sido el líder del gran círculo de danzas en Stonehenge.
Sin embargo, le conté todo lo demás. Incluso le hablé
sobre la tierra perdida y le expliqué que habíamos vivido cientos de años en el
valle, pasando del secreto al engaño de fingir que éramos seres humanos.
Columba me escuchó con gran interés. Luego me hizo una
pregunta que me asombró:
-¿Puedes demostrarme que todo lo que me has contado es
cierto?
Comprendí que eso era imposible. La única forma en que
un Taltos puede demostrar que lo es, era uniéndose con otro y engendrando un
hijo.
-No -respondí-. Pero no tienes más que fijarte en
nuestra estatura.
Columba replicó que eso no significaba nada, pues en
el mundo existían muchos individuos de gran estatura.
-Hace años que la gente sabe que existe vuestro clan;
eres el rey Ashlar de Donnelaith, y saben que eres un buen gobernante. Si crees
esas cosas sobre ti mismo, es porque el diablo te hace imaginarlas. Haz lo que
Dios desea que hagas.
-Pregúntaselo a Ninian, toda la tribu tiene una estatura
muy superior a la normal.
Pero Columba contestó que había oído hablar sobre
unos pictos extraordinariamente altos que vivían en Escocia. Al parecer, con
nuestro plan habíamos conseguido engañarlos a todos.
-Ashlar-dijo Columba-, no dudo de tu bondad. Pero te
aconsejo que no hagas caso de esas fantasías, que son producto del diablo.
Al fin accedí a sus ruegos, por un motivo muy sencillo.
No importaba que creyera o no las cosas que le ha ta contado sobre mi pasado.
Lo importante es que había reconocido que yo poseía un alma.
Como bien sabes, Michael, ése era uno de los puntos
más importantes del relato de Lasher, quien en tiempos del rey Enrique había
querido convencerse de que poseer un alma y no admitía el hecho de no poder
ser un sacerdote de Dios como cualquier otro ser humano. Comprendo su terrible
dilema. Todos aquellos que de algún modo se sientan marginados lo comprenden. Tanto
si hablamos de legitimidad, como de un alma o de sentirse ciudadano de un país
o hermano de alguien, el problema siempre es el mismo: anhelamos que
consideren unos individuos esencialmente tan válidos como cualquier otro.
Yo también lo anhelaba, y cometí el trágico error de
aceptar el consejo de Columba. Me dejé arrastrar por mis deseos, olvidando la
realidad.
Allí mismo, en lona, abracé la fe cristiana, y fui
bautizado, al igual que mis hijos. Más tarde, mis hijos y yo seramos bautizados
de nuevo en una ceremonia mera ente protocolaria. En aquella isla, alejada de
la niebla e Escocia, nos convertimos en unos Taltos cristianos.
Yo olía pasar muchos días en el monasterio. Leí todos
los libros de su biblioteca; me fascinaban las ilustraciones, y al poco tiempo
comencé a realizar unas copias de las mismas; con la debida autorización,
naturalmente. Copié un Salterio y un Evangelio, asombrando a los monjes con mi
comportamiento obsesivo, típico de los Taltos. Me pasaba horas dibujando
extraños animales de brillante colorido. A veces los monjes se reían de los
fragmentos de poesías que copiaba. Les complacía que domira a el griego y el
latín.
No existía otra comunidad que se pareciera tanto a la
de lo Taltos. Pese a ser monjes, se comportaban como chiquillos, renunciando
al concepto de sofisticada madurez para servir al abad como su señor, y por extensión
Jesucristo, quien había muerto para salvarlos.
Fue una época muy feliz.
Poco a poco, empecé a comprender lo que muchos
príncipe paganos habían visto en el cristianismo: la absoluta redención de
todo. Mis sufrimientos cobraban sentido la luz de las desgracias del mundo y la
misión de Jesús de salvarnos del pecado. Todos los desastres que había,
presenciado no habían sino perfeccionado mi alma, preparándola para este
momento. Mi monstruosidad, la monstruosidad de todos los Taltos, no sería
obstáculo para que su Iglesia nos aceptara, ya que todos éramos bien recibidos
en ella, al margen de nuestra raza; era una fe abierta a todos, y nosotros, al
igual que cualquier, otro ser humano, podíamos someternos al bautismo del agua
y del espíritu, a los votos de pobreza, castidad y obediencia.
Las rígidas reglas, que obligaban incluso a los legos
a mantenerse castos, nos ayudarían a controlar nuestra terrible ansia de
procrear, nuestra nefasta afición a la danza y a la música. En cualquier caso,
no tendríamos que renunciar por completo a la música, sino que, dentro de los
límites impuestos por la vida monacal -que para mí, en aquellos momentos, eran
sinónimo de la vida cristiana- entonaríamos los cantos más sublimes y gozosos
que jamás habíamos interpretado.
En definitiva, si la Iglesia nos aceptaba, si nos acogía
en su seno, todos nuestros sufrimientos, pasados y futuros, adquirirían un
significado. Nuestro carácter amable y afectuoso afloraría en libertad. No
tendríamos que recurrir a más subterfugios. La Iglesia no permitiría que nos
siguiéramos sintiendo obligados a llevar a cabo nuestros viejos ritos. Y
aquellos de nosotros, como yo mismo, que, por razón de edad y experiencia,
habíamos llegado a temer la ceremonia del parto por haber visto morir a tantos
jóvenes, nos consagraríamos a Dios en castidad.
Resultaba perfecto.
Regresé de inmediato, acompañado de un pequeño séquito
de monjes, al valle de Donnelaith y convoqué a todas mis gentes. Les dije que
debíamos entregarnos a Jesús. En un largo discurso, no demasiado rápido para
que mis acompañantes humanos pudieran comprenderlo, expliqué el motivo que me
había inducido a dar ese paso, refiriéndome con fervor a la paz y armonía que
experimentaríamos en nuestros corazones.
También les hablé de la creencia cristiana en el fin
del mundo. Les aseguré que todo aquel horror terminaría muy pronto. Luego les
hablé del cielo, que imaginaba semejante a la tierra perdida, excepto que en
él ninguno de nosotros sentiría el deseo de hacer el
amor, sino que se uniría al canto del coro de ángeles
celestiales.
Por último, les insté a confesar sus pecados y disponerse
a recibir el Bautismo. Había sido su líder durante mil años, y debían seguirme.
¿Qué mejor ofrenda podía hacer a mi pueblo que la oportunidad de redimirse?
Al término de mi discurso retrocedí unos pasos. Los
monjes estaban embargados por la emoción, al igual que los centenares de Taltos
que se habían congregado en el valle para oír mis palabras.
De pronto estallaron unas acaloradas disputas, típicas
de nuestra especie -todas ellas expresadas en el Arte de la Lengua humana-,
unas interminables discusiones sobre esa o aquella otra historia o leyenda,
sobre nuestros recuerdos relativos al tema religioso; al fin llegamos a una
conclusión: abrazaríamos la fe de Cristo.
Él era nuestro Dios Bondadoso. Nuestro Dios. Las almas
de mis compañeros se mostraban tan abiertas a Jesús como la mía.
Muchos declararon de inmediato su fe. Otros dedicaron
el resto de la tarde y la noche a examinar los libros que yo había llevado,
comentando algunas de las cosas que habían oído decir o protestando por tener
que mantenerse castos, aspecto que consideraban absolutamente contrario a
nuestra naturaleza; no creían que pudiéramos vivir acatando el vínculo del
matrimonio.
Entretanto, los monjes y yo reunimos a los seres humanos
que habitaban en Donnelaith, a todos los clanes del valle, y ante ellos
prediqué mi sermón de redención.
Allí, en medio de nuestro valle, entre las piedras,
fueron centenares los que afirmaron su deseo de abrazar la fe cristiana.
Algunos de los humanos confesaron que ya se habían convertido a ella, pero que
lo habían mantenido en secreteo por miedo a represalias.
Me quedé perplejo, sobre todo al comprobar que algunas
familias habían sido cristianas durante tres generaciones. «Os parecéis a
nosotros», pensé, pero no dije nada.
Dado que todos parecían dispuestos a convertirse al
cristianismo, pedimos a los sacerdotes que empezaran a bautizarlos y a impartir
su bendición.
Pero una de las mujeres más importantes de nuestra
tribu, Janet, según la llamábamos nosotros, un nombre que en aquel entonces
estaba muy en boga, alzó su voz para hablar contra mí.
Janet también había nacido en la tierra perdida, a la
cual se refirió sin tapujos ante los seres humanos. Ellos, naturalmente, no
sabían de qué se hablaba; pero nosotros, sí. Janet me recordó que ella tampoco
tenía canas en el cabello. Dicho de otro modo, ambos éramos jóvenes y sabios,
una combinación perfecta.
Yo había tenido un hijo con Janet, a la que amé sinceramente.
Había pasado muchas noches en su lecho, sin atreverme a realizar el coito, sólo
acariciándole los pechos mientras ella me prodigaba caricias, y de ese modo nos
procurábamos mutuamente un exquisito placer sensual.
Amaba a Janet, pero sabía que estaba firmemente convencida
de sus creencias.
Janet se adelantó y declaró que la nueva religión constituía
un hatajo de mentiras. Resaltó todos sus puntos débiles en términos de lógica y
coherencia. Se mofó de ella. Contó algunas anécdotas que dejaban a los cristianos
como unos fanfarrones y unos idiotas. Afirmó que el Evangelio resultaba
ininteligible.
De inmediato las opiniones de la tribu se dividieron.
El vocerío me impedía calcular quiénes estaban de parte de Janet y quiénes en
contra. Una vez más, los Taltos trataban de resolver el problema con violentas
e interminables disputas. Ningún ser humano podía presenciar aquel espectáculo
sin darse cuenta de lo distintos que eramos de ellos.
Los monjes retrocedieron hacia nuestro círculo sagrado
donde consagraron la tierra a Jesús y rezaron por nosotros. Aunque todavía no
se habían percatado las diferencias que nos separaban de los humanos, sabían
que no eramos como ellos.
Al fin se produjo el temible cisma. Un tercio de los
se negaron a convertirse, y amenazaron con lunchar contra el resto si
tratábamos de convertir el valle santuario cristiano. Algunos temían el
cristianismos y los conflictos que podía acarrearnos con otras gentes. A
otros, sencillamente no les convencía, pues preferían conservar sus costumbres
en lugar de vivir con austeridad y en penitencia. La mayoría deseaba
convertirse, pero no estaba dispuesta a renunciar a su hogar, es decir,
abandonar el valle. Esa posibilidad me resultaba por completo inconcebible. Yo
era el gobernante de mi pueblo, del valle.
Como muchos otros reyes paganos, di por sentado que mi
pueblo me seguiría en mi conversión a la nueva fe.
Las batallas verbales dieron paso a las agresiones físicas.
Al cabo de una hora comprendí que el futuro del valle se hallaba comprometido.
El fin del mundo no tardaría en producirse. Jesús lo
sabía y había venido a prepararnos. Los enemigos de la Iglesia de Cristo eran
los enemigos de Cristo.
En los prados del valle estallaron unas sangrientas
escaramuzas, e irrumpió el fuego.
Se pronunciaron unas acusaciones muy graves. Los
humanos, que siempre nos habían demostrado leadtad, nos acusaron de ser unos
depravados, de resistirnos a contraer matrimonio legal, de ocultar a nuestros
hijos y de practicar la magia negra. Otros declararon que hacía tiempo
sospechaban que los Taltos practicaban ritos perversos, y comenzaron a
formularnos una serie de preguntas: ¿Dónde ocultábamos a nuestros hijos? ¿Por
qué nadie había visto nunca ningún niño entre nosotros?
Algunos individuos, enloquecidos de rabia por motivos
personales, declararon la verdad. Una mujer humana que había tenido dos hijos
Taltos señaló a su marido y confesó que éste era un Taltos, y que si los
Taltos lográbamos acostarnos con las mujeres humanas no tardaríamos en
exterminar a su raza.
Los defensores incondicionales, a cuya cabeza me
encontraba yo, declaramos que esas cosas ya no tenían importancia. Que
nosotros, los Taltos, habíamos sido acogidos en el seno de la Iglesia por Jesús
y el padre Columba. Insistimos en que estábamos dispuestos a renunciar a
nuestros licenciosos hábitos y a vivir según los preceptos cristianos.
El valle se había convertido en un auténtico caos. La
gente no cesaba de pelear y gritar.
En aquellos momentos comprendí perfectamente el hecho
de que tres mil personas murieran a causa de una disputa sobre el derecho a
copiar un libro. De pronto lo entendí todo.
Sin embargo, por desgracia, era demasiado tarde. La
batalla ya había comenzado. Todos corrieron a sus torres para empuñar las armas
y defender sus posiciones. Una vez armados, se abalanzaron sobre sus vecinos.
El horror de la guerra, el horror que durante tantos
años yo había tratado de mantener alejado de Donnelaith, se había
desencadenado fatalmente.
Permanecí de pie, confundido, con la espada en la
mano, sin saber qué hacer. Los monjes se acercaron a mí y dijeron:
-Ashlar, debes conducirlos a Jesús.
Yo estaba cegado por el fanatismo religioso, como
tantos otros reyes anteriores a mí, y enfrenté a mis seguidores con sus
hermanos y hermanas.
Pero aún faltaba lo peor.
Cuando concluyó la batalla, los cristianos seguían
siendo mayoría y vi, aunque en aquellos momentos de confusión no acertara a
comprenderlo de forma absota,.que buena parte de ellos eran humanos. La mayoria
de Taltos que formaban la elite, cuyo número de integrantes, gracias a nuestro
rígido control, nunca había sido muy elevado, habían sido asesinados. Sólo
quedaba un grupo de unos cincuenta Taltos, los más viejos y sabios, y en
algunos aspectos también los más consagrados, plenamente convencidos de
nuestra conversión.
¿Qué podíamos hacer con el puñado de humanos y Taltos
que no se habían unido a nuestra causa y que no habían llegado a morir,
únicamente porque la matanza cesó antes de que no quedase nadie con vida?
Maltrechos, heridos, cojeando, esos rebeldes, encabezados por Janet, nos
maldijeron. Se negaron a abandonar el valle, y afirmaron que preferían morir
antes que doblegarse ante nosotros.
-¡Mira lo que has conseguido, Ashlar! -me espetó
Janet-. Contempla los cadáveres de tus hermanos y hermanas, hombres y mujeres
que vivían desde los tiempos anteriores a los círculos. ¡Tú los has matado!
Apenas hubo lanzado Janet esa terrible acusación
contra mí, cuando los fanáticos humanos empezaron a preguntar: «¿Cómo es
posible que vivierais desde los tiempos anteriores a los círculos? Si no sois
humanos ¿qué clase de extrañas criaturas sois?»
Al fin, uno de los más temerarios, un individuo que
hacía años que se había convertido al cristianismo, se acercó a mí y rasgó mi
túnica con su espada. Desconcertado por aquel inesperado acto de violencia, me
quedé desnudo en medio del círculo.
Luego comprendí el objeto de aquello. Querían
contemplar nuestro cuerpo, comprobar si los gigantescos Taltos poseíamos el
cuerpo de un ser humano. «Muy bien -dije-, si eso es lo que queréis, os mostraré
mi cuerpo.» Me quité la túnica, coloqué la mano sobre los testículos, tal como
se hacía antiguamente al formular un juramento -es decir, testificar-, y juré
servir a Jesús tan fielmente como cualquier ser humano.
Pero la situación había experimentado un cambio. Los
otros Taltos cristianos habían empezado a acobardarse. Impresionados por la
matanza, rompieron a llorar y a balbucear en la rápida lengua de nuestra
especie, cosa que aterró a los humanos.
Yo alcé mi voz para exigirles silencio y lealtad. Tras
ponerme la túnica de nuevo, me dirigí hacia ellos, enfurecido, utilizando el
Arte de la Lengua con gran precisión y eficacia.
¿Qué diría Jesús al ver lo que habíamos hecho? ¿Qué
delito habíamos cometido, el de atacar a una tribu extranjera o el de haber
asesinado a nuestros propios hermanos? Sollocé de rabia, gesticulando y mesándome
los cabellos, hasta conseguir que los otros rompieran también a llorar.
Los monjes estaban aterrados, al igual que los cristianos
humanos. Lo que siempre habían sospechado, se había confirmado. De nuevo
insistieron en saber dónde ocultábamos a nuestros hijos.
De pronto otro Taltos, un hombre al que yo apreciaba
mucho, se adelantó para declarar que a partir de ese momento se mantendría, en
nombre de Jesús y de la Virgen, célibe. A continuación otros Taltos, hombres y mujeres,
hicieron el mismo juramento.
-No tiene importancia lo que fuéramos antes -dijo una
de las mujeres-. Desde ahora seremos esposas de Jesús y fundaremos nuestro
monasterio en este lugar, siguiendo el ejemplo de lona.
Sus palabras fueron acogidas con grandes exclamaciones
de júbilo. Los humanos que siempre nos habían querido,
que me amaban y respetaban como a su rey, se
apresuraron a mostrarnos su adhesión.
Pero el peligro no había sido conjurado. Yo sabía que
en el momento más inesperado podía surgir de nuevo suca refriega.
-Apresuraos, pronunciad vuestros votos de lealtad a
Jesús -dije, comprendiendo que nuestra única oportunidad de sobrevivir era
comprometernos a mantener la castidad.
Janet me ordenó que pusiera fin a ese absurdo y
perfido plan. Luego, hablando de modo torpe y atropellado, se refirió a
nuestras costumbres, nuestros hijos, nuestros ritos sensuales, nuestra larga
historia, todo lo que yo estaba dispuesto a sacrificar. Fue un error fatal.
-Los cristianos humanos se abalanzaron sobre ella y la
ataron de pies y manos. Los que intentaron defenderla fueron derribados a
golpes. Algunos de los Taltos que acababan de abrazar la fe cristiana trataron
de escapar, pero los otros se lo impidieron. Estalló otra sangrienta batalla,
durante la cual se prendió fuego a numerosas casas y cobertizos mientras la
gente trataba de huir despavorida, gritando y pidiendo a Dios que «aniquilara
a los monstruos».
Uno de los monjes declaró que había llegado el fin del
mundo. Varios Taltos corearon sus palabras y cayeron de rodillas. Los humanos,
al verlos en esa postura de sumisión, se apresuraron a matar a todos aquellos
que no conocían, ni temían ni odiaban, perdonando la pida tan sólo a aquellos,
pocos por los que sentían gran afecto.
Aparte de mí, sólo un puñado de Taltos se salvaron de
la muerte: los que habían desempeñado un papel activo en el gobierno de la
tribu y poseían una personalidad carismática. Conseguimos defendernos con
nuestras espadas de los pocos que aún tenían fuerzas para atacarnos, frenando a
otros con una simple mirada o con una palabra de reproche.
Al fin -una vez que se calmaron los ánimos y los
hombres cayeron rendidos al suelo, gritando y llorando al contemplar aquella
carnicería-, comprobé que sólo quedábamos cinco Taltos; cinco consagrados a Jesús.
Los otros que se habían negado a aceptar a Jesús, excepto Janet, habían sido
asesinados.
Los monjes trataron de imponer órden.
-Habla con tus gentes, Ashlar -dijo uno-. Si no lo
haces, todo se habrá perdido. Donnelaith desaparecerá del mapa, lo sabes
perfectamente.
-Sí, hazlo -dijeron los otros Taltos-, pero procura
no enfrentarlas entre sí. Utiliza tu inteligencia.
Estaba hundido, me creía incapaz de cumplir esa
misión. Sollozaba de rabia y tristeza al ver el valle sembrado de cadáveres.
Muchos de ellos habían nacido cuando construimos el círculo en la planicie, y
ahora habían muerto y desaparecido para siempre, o quizá se consumieran entre
las llamas del infierno sin la misericordia de Dios.
Caí de rodillas y lloré hasta que ya no me quedaron
más lágrimas. Cuando cesé de llorar, se hizo un profundo silencio en el valle.
-Eres nuestro rey, Ashlar -dijeron los seres humanos-.
Jura que no eres un diablo, y te creeremos.
Los otros Taltos me miraron aterrados. Su suerte
estaba en mis manos. Sin embargo, la comunidad humana del valle sentía un gran
afecto y respeto por ellos. Teníamos una oportunidad de salvarnos, siempre v
cuando yo no cometiera una torpeza que nos condenra a todos.
Pero ¿qué quedaba de mi pueblo? ¿Y qué problemas y
conflictos había llevado yo a mi valle? Los monjes se acercaron a mí para
decirme: -Ashlar, Dios pone a prueba a quienes ama.
Eran sinceros, sus ojos expresaban también una gran
tristeza.
-Dios pone a prueba a quienes desea convertir en
santos -dijeron, y haciendo caso omiso de lo que pensaran los otros sobre
nuestra monstruosidad, me abrazaron para demostrarme su lealtad, arriesgando
así su vida.
Janet, que seguía sujeta por varios hombres, dijo
entonces:
-Ashlar, has traicionado a tu pueblo. Has sembrado.la
muerte en el valle en nombre de un dios extranjeso. Has destruido al clan de
Donnelaith, el cual ha habitado en este valle desde tiempos inmemoriales.
-¡Haced que calle esa bruja! -gritó alguien.
-¡Quemadla en la hoguera! -exigieron otros.
Mientras Janet seguía hablando, un murmullo se
extendió entre los presentes, algunos de los cuales empezaron a preparar una
hoguera en medio del círculo de piedra.
Yo observé la escena de reojo, con disimulo, al igual
que Janet, quien no flaqueó en ningún momento.
-Yo te maldigo, Ashlar. Te maldigo ante los ojos del
Dios Bondadoso.
Yo no podía articular palabra, pero sabía que debía
decir algo. Tenía que hablar para salvarme a mí mismo, a los monjes, a mis
seguidores. Tenía que hablar para impedir la muerte de Janet.
Transportaron unos troncos hasta la hoguera y añadieron
unos trozos de carbón. Los seres humanos, algunos de los cuales siempre habían
temido a Janet y a las las hembras Taltos que no podían poseer, llevan unas
antorchas.
-Habla -dijo Ninian, que estaba junto a mí-. por el
amor de Dios, di algo, Ashlar.
Cerré los ojos, recé, me persigné y luego pedí a todos
que me escucharan.
-Veo ante mí un cáliz -dije, expresándome suavemente
pero con voz alta y clara para que todos me oyeran-, el cáliz que contiene la
sangre de Cristo y que José de Arimatea trajo a Inglaterra. Veo derramarse la
sangre de Cristo en el Manantial; veo que el agua se tiñe de rojo, y conozco el
significado de eso.
"La sangre de Crisot constituye nuestro
sacramento y nuestro alimento. A partir de ahora sustituirá a la leche maldita
de las mujeres, que nosotros bebíamos para el goce carnal; será nuestro nuevo
sustento.
"Y pido a Jesús que acepte la terrible matanza
que se ha producido hoy en el valle como nuestro primer sacrificio. Nos repugna
matar. Siempre nos ha repugnado. Sólo matamos a los enemigos de Jesús, para
implantar su Reino en la Tierra y que Él reine en ella para siempre.
Utilicé el Arte de la Lengua como mejor sabía,
pronunciando las palabras con elocuencia y emoción. Cuando terminé, toda la
asamblea, la multitud formada por humanos y Taltos, comenzó a aclamar a Jesús y
arrojó sus espaldas al suelo, desprendiéndose de sus ricos ropajes y de sus
alhajas, brazaletes y sortijas, y declarando su nacimiento a una nueva vida.
En aquel momento, tan pronto como hube pronunciado
aquellas palabras comprendí que era mentira. Esa religión era una falacia; el
cuerpo y la sangre de Cristo poseían un poder tan mortífero como el veneno de
una serpiente.
Pero los Taltos, a quienes todos consideraban unos
monstruos, nos habíamos salvado. Estábamos a salvo, excepto Janet.
La arrastraron entre varios hasta la hoguera. Por más
que protesté, lloré y les rogué que la soltaran, los sacerdotes afirmaron que
Janet debía morir, como castigo ejemplar para todos aquellos que negaran a
Jesús.
A continuación encendieron la hoguera.
Desesperado, me arrojé al suelo. No podía soportarlo.
De pronto, me levanté de un salto y eché a correr hacia la hoguera, pero los
sacerdotes me detuvieron.
-Tu pueblo te necesita, Ashlar -dijeron.
-¡Dales ejemplo! -gritaron otros.
Janet me miró fijamente. Las llamas empezaron a lamer
su traje rosa y su larga cabellera rubia. Janet parpadeó para impedir que el
humo la cegara, y de pronto gritó:
-¡Maldito seas, Ashlar! ¡Yo te maldigo! Espero que la
muerte te rehuya siempre, que te veas obligado a vagar eternamente sin amor,
sin hijos, sin tu pueblo, que nuestro milagroso nacimiento sea el único sueño
que anime tu miserable soledad. Yo te maldigo, Ashlar. Espero que el mundo se derrumbe
a tu alrededor antes de que tus sufrimientos toquen a su fin.
Las llamas se encresparon, ocultando el rostro de
Janet, mientras el fuego devoraba rápidamente los troncos. Luego sonó de nuevo
su voz, más fuerte, henchida de sufrimiento y valor:
-¡Maldito sea Donnelaith y sus gentes! ¡Maldito sea el
clan de Donnelaith! ¡Maldito sea el pueblo de Ashlar!
De pronto vi que algo se agitaba entre las llamas. No
sé si fue Janet en un último espasmo de dolor, o bien un efecto óptico
provocado por el juego de luces y sombras.
Me postré de rodillas, sin dejar de llorar. No podía
apartar los ojos de la hoguera. Era como si deseara compartir su dolor y sus
sufrimientos. Entonces le rogué a Jesús: «Perdónala, porque no sabe lo que
dice. En recompensa a su bondad, a su generosidad, condúcela al Cielo.»
Las llamas se alzaron bruscamente para luego empezar
a extinguirse y dejar a la vista la pira, un montón de troncos carbonizados,
huesos y fragmentos de carne abrasada, los restos de esa maravillosa criatura,
más vieja y sabia que yo mismo.
En el valle reinaba un profundo silencio. Lo único que
quedaba de mi pueblo eran los cinco varones que habían abrazado la fe cristiana
y juraron mantenerse castos.
Eran muchas las vidas que habían existido durante
siglos y ahora habían sido salvajemente aniquiladas. Por doquier aparecían
miembros amputados, cabezas separadas del tronco, cuerpos mutilados.
Los cristianos humanos lloraban. Todos llorábamos ante
aquel triste espectáculo.
En sus últimos momentos, Janet había lanzado su maldición
sobre Donnelaith. Pero ¿qué peor desgracia podía sobrevenirnos después de aquel
desastre?
Rendido y desesperado, me desplomé en el suelo.
En aquellos momentos no deseaba seguir viviendo. No
quería asistir a más sufrimientos ni muertes, no quería saber nada de una
religión capaz de provocar aquella abominable catástrofe.
Los monjes se acercaron y me ayudaron a levantarme.
Mis seguidores me rogaron que contemplara un milagro que se había producido
ante los restos abrasados de la torre que había sido el hogar de Janet y de
sus allegados.
Aturdido, incapaz de articular palabra, me condujeron
a rastras hasta allí y poco a poco me hicieron comprender que un viejo
manantial, que hacía tiempo se había secado, ahora brotaba de nuevo y se abría
paso a través de las pequeñas colinas y las raíces de los árboles, hasta
alcanzar un zona llena de flores silvestres.
¡Era un milagro!
Un milagro. Durante unos instantes guardé silencio y
reflexioné. ¿Acaso no debía hacerles ver que ese manantial había aparecido y
desaparecido varias veces en el transcurso del último siglo? ¿Que las flores ya
existían ayer y anteayer porque la tierra estaba húmeda, presagio de la
pequeña fuente que acababa de brotar de nuevo?
O bien debía exclamar: «¡ Un milagro! »
-Es una señal divina -dije al fin.
-Arrodillaos -ordenó Ninian a todos los presentes-.
Lavaos con este agua milagrosa. Limpiad vuestros cuerpos de la sangre de
quienes no quisieron aceptar la Gracia de Dios y se han condenado para la
eternidad.
Imaginé a Janet abrasándose en las llamas eternas del
Infierno, la pira que no se apagaría jamás, su voz que no cesaría de
maldecirme...
Me estremecí, a punto de desvanecerme, y volví a caer
de rodillas.
En el fondo de mi alma, sabía que debía entregarme sin
reservas a la nueva fe, dejar que ésta consumiera mi vida; de lo contrario,
estaba perdido.
No me quedaban esperanzas, ni sueños ni palabras, nada
me interesaba ya. Si esta religión no me salvaba, moriría allí mismo sin mover
un dedo para impedirlo, estático, sin probar bocado hasta que la muerte acudiera
en mi busca.
Noté que alguien me arrojaba agua en la cara y mi ropa
se empapaba. Los otros se estaban lavando también en el manantial. Los monjes
empezaron a cantar los etéreos salmos que yo había oído en lona. Mis gentes, los
humanos de Donnelaith, llorosos y apenados, ansiosos de alcanzar la redención,
unieron sus voces a las de los monjes, al estilo antiguo, y todos los habitantes
del valle cantaron al unísono alabanzas a Dios.
Todos fuimos bautizados en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo.
A partir de aquel momento, el clan de Donnelaith se
convirtió al cristianismo. Excepto cinco Taltos, el resto eran seres humanos.
Antes del amanecer hallamos a otros Taltos, en su
mayoría mujeres jóvenes que habían tratado de proteger a dos varones Taltos
casi recién nacidos en sus casas, desde las cuales habían presenciado la
matanza y la ejecución de Janet. En total eran seis Taltos.
Los cristianos humanos los condujeron ante mí. Los
Taltos se negaron a hablar, ya fuese para aceptar o para negar a Cristo; se
limitaron a mirarme horrorizados. Los humanos me preguntaron qué debíamos
hacer con ellos.
-Dejadlos marchar -respondí-. Dejad que abandonen el
valle, si así lo desean.
Nadie tenía valor para derramar más sangre. Por otra
parte, la juventud y el candor de los jóvenes consituía un escudo que los
protegía. En cuanto los nuevos conversos retrocedieron, los Taltos huyeron
hacia el bosque, sin más pertenencias que la ropa que llevaban puesta.
Durante los días sucesivos, los cinco varones que
quedábamos logramos conquistar el afecto de la gente. En el fervor de la nueva
religión, nos dieron las gracias por haberles llevado a Jesús y nos mostraron
su respeto por nuestro voto de castidad. Los monjes nos instruían día y noche,
a fin de prepararnos para recibir las Sagradas órdenes. Nuestra jornada se
repartía entre clases, la lectura de los libros sagrados y la oración.
Al poco tiempo empezamos a construir la iglesia, un
imponente edificio de estilo románico en piedra seca, con unas ventanas en arco
redondo y una larga nave.
Yo mismo conduje la procesión a través del antiguo
círculo, del que borramos todos los símbolos de épocas pasadas para grabar en
la piedra nuevos emblemas, esta vez de los Sagrado Evangelios.
Eran las figuras de unos peces, que representaban a
Jesús, la paloma, que simbolizaba al apóstol Juan, el león a Marcos, el buey a
Lucas y el hombre a Mateo. Para rematar nuestro trabajo, también tallamos unas
escenas bíblicas en las piedras lisas. Acto seguido nos trasladamos al
cementerio, donde colocamos unas cruces en las antiguas tumbas, al estilo de
las cruces que aparecían en el libro, muy barrocas y rebuscadas.
Fueron unos momentos en los que volvió a apoderarse
nuevamente de nosotros el fervor que habíamos experimentado en la planicie de
Salisbury. Pero, en lugar de una nutrida tribu sólo quedábamos cinco Talcos,
que habíamos renunciado a nuestra naturaleza para complacer a Dios y a los
humanos cristianos, cinco Taltos que habíamos asumido el papel de santos a fin
de no morir ejecutados.
No obstante, yo sentía en mi interior, al igual que
mis compañeros, una profunda angustia. ¿Cuánto duraría esta precaria tregua?
Cualquier pequeño incidente, cualquier menudencia podía derribarnos de nuestros
pedestales.
Mientras rezaba a Dios pidiéndole que me ayudara, que
perdonara mis errores y me permitiera ser un buen sacerdote, entendí que mis
cuatro compañeros y yo no podríamos permanecer por mucho tiempo en Donnelaith.
Era una tensión insoportable. Durante mis oraciones,
mientras cantaba los salmos con los monjes, no cesaba de oír las maldiciones
de Janet y ver a mis gentes en un charco de sangre. Supliqué a Jesús que me
diera fe, pero en el fondo de mi corazón no creía que el único camino de
salvación para mi especie fuera el del sacrificio y la castidad. Era
imposible. ¿Acaso pretendía Dios que nos extinguiéramos?
Esto, más que un sacrificio, constituía un acto de
renuncia total a nuestra identidad, a nuestra especie.
Sin embargo, yo sentía hacia Jesús un amor abrasador,
tenía una sensación personal de mi Salvador tan intensa y profunda como la de
los cristianos. Noche tras noche, durante mis meditaciones, imaginaba el cáliz
de Jesús, la colina sagrada sobre la que había florecido el espino de José de
Arimatea, la sangre en el agua del Pozo del Cáliz. Me juré dirigirme en
peregrinación a Glastonbury.
Fuera del valle habían comenzado a circular ciertos
rumores. Algunos hombres habían oído hablar de la Batalla Sagrada de
Donnelaith, según se la había querido a denominar. Habían oído hablar de unos
sacerdotes extraordinariamente altos, que habían hecho voto de castidad y
poseían extraños poderes. Los monjes habían escrito a otros monjes,
comunicándoles lo ocurrido.
Las leyendas de los Taltos cobraron vida. Otros Taltos
que vivían como pictos en pequeñas comunidades tuvieron que abandonar sus
hogares debido a las amenazas de sus vecinos paganos y a la insistencia de los
cristianos, quienes trataban de convencerlos de que debían renunciar a sus
perversos ritos y convertirse en «hombres sagrados».
En el bosque, habían sido hallados algunos Taltos
salvajes. Corrían rumores de que algunas personas habían presenciado el parto
mágico en esa o aquella población. Por si fuera poco, los brujos y las brujas
nos acechaban constantemente, jactándose de que podían obligarnos a abandonar
nuestros escondites y arrebatarnos así nuestros poderes.
Otros Taltos, ataviados lujosamente, armados hasta los
dientes y demostrando abiertamente lo que eran, acudieron al valle en grupo
para maldecirme por lo que yo había hecho.
Sus mujeres, vestidas con elegancia y custodiadas por
los cuatro costados, dijeron haber oído rumores sobre las maldiciones de Janet,
sin duda de labios de los Taltos que habían huido de Donnelaith, y me pidieron
que las repitiera delante de ellos para poder juzgarlas.
Yo me negué. No dije una palabra.
Luego, ante mi horror e indignación, repitieron palabra
por palabra las maldiciones que Janet había proferido contra mí:
-«¡Maldito seas, Ashlar! ¡Yo te maldigo! Espero que la
muerte te rehuya siempre, que te veas obligado a vagar eternamente sin amor,
sin hijos, sin tu pueblo, que nuestro milagroso nacimiento sea el único sueño
que anime tu miserable soledad. Yo te maldigo, Ashlar. Espero que el mundo se
derrumbe a tu alrededor antes de que tus sufrimientos toquen a su fin.»
Habían convertido esas maldiciones en un poema que
recitaban cuando les parecía conveniente. Al terminar, me escupieron a la
cara.
-¡Cómo pudiste olvidar la tierra perdida, Ashlar!
-exclamaron las mujeres-. ¡Cómo pudiste olvidar el círculo de Salisbury Plain!
Los arrogantes Taltos se pasearon entre las ruinas de
las viejas torres; los humanos cristianos de Donnelaith los observaron con
frialdad y temor, y dieron un suspiro de alivio cuando al fin abandonaron el
valle.
A lo largo de los meses sucesivos, fueron llegando al
valle unos Taltos que habían aceptado a Jesús y deseaban convertirse en
sacerdotes. Nosotros, por supuesto, los acogimos con alegría.
En todo el norte de Britania, los tiempos de paz habían
concluido para mi especie.
La raza de los pictos estaba desapareciendo rápidamente.
Quienes conocían la escritura ogham me dedicaron terribles maldiciones por
escrito, o bien las grababan con fervor en muros y piedras junto a sus nuevas
creencias cristianas.
Los Taltos que eran descubiertos tenían la oportunidad
de convertirse en sacerdotes o monjes, una transformación que no sólo tenía la
virtud de aplacar al populacho, sino que lo llenaba de gozo. Todas las aldeas
deseaban contar con un sacerdote Taltos; los cristianos y otras tribus rogaban
a los taltos célibes que acudieran a oficiar las misas. En cambio, los Taltos
que no estaban dispuestos a aceptar ese juego, a renunciar a sus costumbres
paganas e invocar la protección de Dios, eran cruelmente perseguidos.
Entretanto, en medio de una gran ceremonia, unos cinco
Taltos, y otros cuatro que habían llegado posteriormente, recibimos las
Sagradas órdenes. Dos Taltos hembra que habían venido al valle se consagraron
como monjas a nuestra comunidad, dedicándose a atender a los necesitados y a
los enfermos. Yo fui designado padre abad de los monjes de Donnelaith, con
autoridad sobre el valle y las comunidades circundantes.
Nuestra fama se acrecentó.
En ocasiones nos veíamos obligados a atrincherarnos
en nuestro nuevo monasterio para huir de los peregrinos que acudían a
«comprobar el aspecto que tenía un Taltos» y a tocarnos. Al poco tiempo se
extendió la noticia de que éramos capaces de «curar» y de «realizar milagros».
Día tras día, mis fieles me instaban a ir al manantial
sagrado y bendecir a los peregrinos que acudían para beber el agua milagrosa.
La torre de Janet también había sido destruida. Las
piedras de su hogar, y los fragmentos de metal procedentes de su escudo,
brazaletes y anillos que podían ser fundidos se emplearon en la construcción de
la nueva iglesia. Junto al manantial erigimos una cruz con una inscripción en
latín, para celebrar la ejecución de Janet en la hoguera y el milagro que se
había producido.
Yo no salía de mi asombro. ¿Era acaso eso lo que los
cristianos llamaban caridad? ¿Era eso amor? Estaba muy claro que para los
enemigos de Jesús, la justicia Divina podía resultar muy amarga.
Pero ¿era eso lo que realmente pretendía Dios?
¿Destruir a mi pueblo, convertir a los pocos que
quedábamos unos animales sagrados? Rogué a los monjes de Iona que desmintieran
la opinión que la gente tenía sobre osotros.
-¡Esas gentes están convencidas de que poseemos
poderes mágicos! -protesté.
Pero los monjes respondieron que era la voluntad de
Dios.
-¿No lo comprendes, Ashlar? -me preguntó Ninian-. Es
por eso por lo que Dios salvó a tu pueblo, para que ejercierais este singular
sacerdocio.
Todo cuanto yo había soñado había sido en balde. Los
Taltos no habían sido redimidos, no habían descubierto la forma de vivir en la
Tierra en paz con los hombres.
La fama de la Iglesia se extendió por todas partes, la
comunidad cristiana fue ampliándose rápidamente. Yo temía los caprichos de
quienes nos reverenciaban.
Al poco tiempo empecé a dedicar una hora diaria, tras
encerrarme en mi celda, a la realización de un gran libro ilustrado,' en el que
apliqué los conocimientos que había adquirido de mis maestros de lona.
El libro recogía la historia de mi pueblo, al estilo
de los cuatro Evangelios, con unas letras doradas en cada página y miniaturas a
modo de ilustración.
Era mi libro.
El libro qué Stuart Gordon halló en los sótanos de
Talamasca.
Cada palabra que escribí, haciendo uso de mis dotes
para el verso, las canción y la oración, estaba dedicada al padre Columbá. En
el libro describía la tierra perdida, nuestro periplo a la planicie de
Salisbury y la construcción de nuestro gran círculo, Stonehenge. Relaté con
minucioso detalle, en latín, todo cuanto recordaba sobre nuestras luchas en el
mundo de los hombres, lo mucho que habíamos sufrido, nuestro afán de sobrevivir,
así como el estado al que al fin mi tribu, mi clan, había quedado reducido:
cinco sacerdotes, entre un mar de humanos, admirados y respetados por unos
poderes que no poseíamos, unos exiliados sin nombre, sin nación y sin un dios
propio, que trataban de salvar el alma por medio del dios de un pueblo que nos
temía.
«Lee las palabras que he escrito, padre -escribí-, tú
que te negaste a escucharlas cuando traté de hablarte. Míralas grabadas aquí en
la lengua de Jerónimo, Agustino, el papa Gregorio. Todo cuanto narro aquí es
cierto, y deseo entrar a formar parte de la Iglesia de Dios como lo que
realmente soy. De otra forma, ¿cómo podría acceder al Reino de los Cielos?»
Una vez finalizada mi labor, contemplé satisfecho la
cubierta del libro, que yo mismo adorné con piedras preciosas, la
encuadernación, que había realizado con seda, y las letras, que yo mismo había
escrito.
Mandé llamar al padre Ninian y le mostré el libro.
Mientras éste lo examinaba, guardé silencio.
Me sentía orgulloso de mi labor, convencido de que
nuestra historia hallaría un contexto redentor en las vastas bibliotecas de la
doctrina e historia eclesiástica. «Pase lo que pase -pensé-, he relatado la
verdad. He explicado lo que sucedió, y el motivo por el que Janet sacrificó su
vida.»
Al fin, Ninian cerró el volumen y me miró con una
expresión que me dejó perplejo.
Tras permanecer unos minutos en silencio, estalló en
carcajadas.
-¿Es que has perdido el juicio, Ashlar? -preguntó
Ninian-. ¿Pretendes que le lleve este libro al padre Columba?
Su reacción me desconcertó.
-Le he dedicado todos mis esfuerzos -respondí con
timidez. .
-Es el libro más hermoso que he visto en mi vida
-reconoció Ninian-. Las ilustraciones son perfectas, el texto, escrito en
esmerado latín, está repleto de frases conmovedoras. Es inconcebible que un
hombre pudiera realizarlo en menos de cuatro años en los scriptorium de lona y
el hecho de que tú lo hayas escrito aquí, en la soledad de tu celda, en menos
de un año, resulta poco menos que milagroso.
-¿De veras lo crees así?
-Pero el contenido, Ashlar, es una blasfemia. En el
latín de las Sagradas Escrituras, utilizando el estilo de los Evangelios, has
escrito unos versos paganos rebosantes de lujuria y monstruosidades. ¿Cómo se
te ha ocurrido escribir tus frívolas historias de magia haciendo uso del estilo
de los Salmos y los Evangelios del Señor?
-Lo he hecho para que el padre Columba vea esas
palabras escritas y comprenda que expresan la verdad -contesté.
Pero Ninian tenía razón. Mi argumento no tenía sentido.
Al verme tan abatido, Ninian cruzó los brazos y me
miró fijamente.
-Desde el primer día que entré en tu casa -dijo-,
reconocí de inmediato tu sencillez y tu bondad. Sólo tú podías cometer un error
tan estúpido como éste. Olvídate del libro; olvídate de tu historia. Dedica tu
extraordinario talento a otras cosas más útiles.
Durante un día y una noche pensé en el consejo de
Ninian.
Luego, tras envolver cuidadosamente el libro, se lo
entregué de nuevo a Ninian.
-He sido nombrado abad de Donnelaith, y por tanto soy
tu superior -dije-. Ésta es la última orden que te daré. Lleva este libro al
padre Columba, tal como te pedí. Y dile de mi parte que he decidido emprender
una peregrinación. No sé cuánto tiempo permaneceré ausente, ni dónde iré. Como
puedes ver por este libro, mi vida abarca numerosas existencias. Es posible que
no vuelva a ver al padre Columba, ni tampoco a ti, pero debo partir. Quiero ver
el mundo. Ignoro si algún día regresaré a este lugar o a Nuestro Señor, sólo Él
lo sabe.
Por más que Ninian trató de protestar, me mantuve
firme. En pocos días Ninian debía trasladarse a Iona, de modo que no tuvo más
remedio que ceder, no sin antes advertime que Columba no me había autorizado a
partir, pero eso me tenía sin cuidado.
No volví a ver ese libro hasta que Stuart Gordon lo
depositó sobre una mesa en su torre de Somerset.
No sé si el libro llegó a Iona.
Sospecho que sí, que permaneción en Iona durante
muchos años, hasta que quienes conocían su existencia o sabían quién lo había
escrito o por qué estaba allí, desaparecieron.
Jamás logré averiguar si el padre Columba lo llegó a
leer. La misma noche en que Ninian partió hacia Iona, decidí abandonar
donnelaith para siempre.
Reuní a los sacerdotes Taltos en la iglesia y les pedí
que cerraran las puertas con llave. No me importaba lo que pensaran los
humanos, ni que el hecho de que las puertas de la iglesia estuvieran cerradas
les preocupara o infundiera recelo, como así sucedió.
Comuniqué a mis sacerdotes que iba a marcharme.
Les confesé que estaba asustado.
-No sé si he obrado bien, pero creo que sí -dije-.
Temo a los humanos que nos rodean. Temo que en cualquier momento puedan
atacarnos. Cualquier desastre natural, como un terremoto, una plaga, una
terrible enfermedad que afectara a los hijos de las familias más poderosas,
podría desencadenar una rebelión contra nosotros.
"Éstas no son nuestras gentes. He sido un necio
al creer que podíamos llegar a convivir pacíficamente con ellos.
"Podéis hacer lo que gustéis, pero mi consejo, el
consejo de Ashlar, vuestro líder desde que abandomos la tierra perdida, es que
os alejéis de aquí. Buscad la absolución de vuestros pecados en un remoto
monasterio, donde nadie os conozca, y solicitad permiso para practicar vuestros
votos allí. Abandonad este valle.
"He decidido emprender un viaje de peregrenación.
En primer lugar iré a Glastonbury para visitar el pozo donde José de Arimatea
vertió la sangre de Cristo en el agua. Allí rezaré a Dios para que guíe mis pasos.
Luego me dirigiré a Roma, y más tarde quizás a Constantinopla para ver los
sagrados iconos que, según dicen, muestran el verdadero rostro de Cristo. Por
último iré a Jerusalén para ver la montaña donde Cristo murió por nosotros. A
partir de este momento, renuncio a mi voto de obediencia al padre columba.
Los sacerdotes protestaron y se echaron a llorar,
rogándome que no me fuera. Pero no consiguieron hacerme desistir. Fue una forma
de poner fin a una situación muy típica de los Taltos.
- Si estoy esquivocado, Jesús hará que regrese al
redil. Confío en que me perdone. En caso contrario... iré al infierno -dije,
encongiéndome de hombros.- Estoy decidido a marcharme.
Al finalizar este discurso, di media vuelta y fui a
preparar mi viaje.
Antes de dirigirme con esas palabras de despedida a
mis sac
Cabalgué durante una hora a través del bosque, siguiendo
viejos senderos que sólo conocían los cazadores de la comarca.
Me encaminé por unas cuestas empinadas y boscosas
hacia un paso secreto que conducía a la carretera.
La tarde estaba muy avanzada, pero sabía que alcanzaría
la carretera antes del anochecer. A la luz de la luna llena, seguiría mi camino
hasta que el cansancio me obligara a detenerme.
Aunque a las gentes de hoy en día les cueste creerlo,
en esos frondosos bosques reinaba una oscuridad casi total. Por aquellos
tiempos todavía no se habían destruido los grandes bosques de Inglaterra, los
cuales estaban repletos de tupidos y vetustos árboles.
Estábamos convencidos de que esos árboles eran los
únicos seres vivos más viejos que nosotros que existían en el mundo, pues no
habíamos visto nada que viviera tantos años como un árbol o un Taltos. El
bosque nos encantaba, y jamás lo habíamos temido.
Al poco rato de haber penetrado en el sombrío bosque,
pude oír las voces de los seres diminutos. Oí sus murmullos, susurros y risas.
Samuel aún no había Nacido, por lo que no se hallaba
presente, pero sí estaban Aiken Drumm y otros que aún hoy viven. Uno de ellos
gritó:
-¡Ashlar, te has dejado engañar por los cristianos y
has traicionado a tus gentes!
-¡Únete a nosotros, Ashlar, crearemos una nueva raza
de gigantes y dominaremos el mundo! -gritó otro.
Siempre he detestado a Aiken Drumm. En aquel entonces
era muy joven, y, su rostro no presentaba tantas arrugas como para no poder
verle los ojos. Se abalanzó hacia mí a través de los matorrales, blandiendo el
puño en actitud amenazadora y mirándome con rencor.
-¿Acaso piensas abandonar el valle después de haberlo
destrozado todo, Ashlar? ¡Ojalá que la maldición de Janet se haga realidad!
-exclamó rabioso.
Después de unos instantes, él y sus compañeros retrocedieron
por un motivo muy simple. Yo me estaba aproximando a una cueva que había en la
ladera, y de la cual me había olvidado totalmente.
De forma espontánea, había elegido la senda que solían
tomar las antiguas tribus cuando se disponían a celebrar sus ritos en ese
lugar. En los tiempos en que los Taltos habitábamos en Salisbury Plain esas
tribus había llenado la cueva de calaveras y más tarde otros pueblos la habían
reverenciado como lugar en el que se llevaban a cabo rituales misteriosos y
siniestros.
Durante los últimos silos, los campesinos solía jurar
que en la cueva había una puerta abierta a través de la cual podían oírse las
voces del infierno, o los cantos celestiales. Numerosos espíritus habían sido
vistos merodeando por los bosques de los alrededores y las brujas, desafiando
nuestra ira, habían acudido también al lugar. Aunque a veces ascendíamos las
colinas en grupos, enfurecidos y dispuestos a arrojarlas de este territorio,
durante los últimos doscientos años apenas nos habíamos ocupado de ellas.
Sólo había subido hasta ahí en un par de ocasiones,
pero la cueva no me infundía ningún temor. Cuando observé que los seres
diminutos estaban aterrados, celebré poder librarme de ellos.
No obstante, a medida que el caballo avanzaba por el
viejo sendero y nos aproximábamos a la cueva, divisé unas luces que parpadeaban
en la penumbra del bosque. Al cabo de unos minutos avisté una tosca choza en
la ladera, construida quizás aprovechando una cueva, cubierta de piedras a
través de las cuales se distinguían una pequeña puerta y una ventana, así como
un agujero practicado en la parte superior por el que se deslizaba el humo.
La luz parpadeaba a través de las brechas y rendijas
de la paredes de la cueva.
Frente a mí, a varios metros de altura, se abría el
sendero que conducía a la inmensa cueva, cuya boca quedaba oculta por pinos,
robles y tejos.
En cuanto vi la choza decidí evitarla. No quería tratos
con quienquiera que viviera cerca de la cueva.
La cueva en sí me intrigaba. Puesto que creía en Jesús,
aunque hubiera desobedecido a mi abad, no temía a los dioses paganos. No creía
en ellos. Pero había abandonado mi hogar. Quizá jamás regresara a él. De pronto
sentí la tentación de entrar en la cueva para descansar un rato, oculto, a
salvo de los seres diminutos.
29
-Escuchadme -dijo Morrigan, sin apartar la vista de la
carretera-. Voy a tomar las riendas de la situación. Lo he estado pensando
desde que nací, sé exactamente lo que debemos hacer. ¿Se ha dormido la abuela?
-Como un tronco -contestó Mary Jane, que ocupaba el
asiento abatible que había entre los asientos trasero y delantero para poder
vigilar a Morrigan, que era quien conducía.
-¿Qué quieres decir con eso de que vas a coger las
riendas de la situación? -preguntó Mona.
-Pues eso -contestó Morrigan, sujetando el volante
por la parte superior con ambas manos. Conducía de forma relajada, pues hacía
bastante rato que circulaban a ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora y
no les había parado ningún guardia-. Lleváis horas discutiendo sobre
estupideces, meros tecnicismos morales.
Morrigan llevaba el cabello alborotado y le caía sobre
los hombros. los brazos; era de un rojo más intenso, según comprobó Mona, pero
de la misma tonalidad que el suyo. El extraordinario parecido entre ambos
rostros hacía que Mona se sintiera incómoda después de observar un rato a
Morrigan. En cuanto a la voz, el peligro era obvio. Morrigan podía fingir por
teléfono que era Mona. Lo había hecho cuando al fin había llamado el tío Ryan
desde Fontevrault. Fue una conversación de lo más cómica. Ryan había
preguntado a «Mona» con mucho tacto si estaba tomando anfetaminas, recordándole
cariñosamente que cualquier cosa que ingiriera podía perjudicar a la criatura.
Pero lo más divertido fue que el tío Ryan no sospechase que la jovencita que
hablaba a toda velocidad al otro lado de la línea y no cesaba de hacerle
preguntas no era Mona.
Iban todas hechas un brazo de mar, según había dicho
Mary Jane, incluida Morrigan, a quien habían equipado en las tiendas más
elegantes de Napoleonville. Llevaba un vestido camisero de algodón blanco que
a Mona y a Mary Jane les hubiera llegado al tobillo, pero que a ella apenas le
rozaba la rodilla. Tenía una cintura muy ceñida y un sencillo escote en uve,
símbolo del recato burgués, que en virtud de los desarrollados pechos de
Morrigan resultaba de vértigo. Era la historia de siempre: le pones un vestido
sencillo a una chica espectacularmente atractiva, y éste se convierte en una
prenda más llamativa que el papel dorado o las martas cibelinas. Los zapatos no
habían supuesto ningún problema, una vez asumido que Morrigan calzaba el cuarenta;
de haber calzado una talla más, habrían tenido que acudir al departamento de
caballeros. Había elegido un par de zapatos con tacón de aguja y se había
puesto a cantar y bailar alrededor del coche durante quince minutos, hasta que
Mona y Mary Jane la cogieron con firmeza por el hombro y le ordenaron que cerrara
la boca, que dejara de moverse y que se subiera de una vez al coche. Morrigan
insistió entonces en que quería conducir. En fin, no era la primera vez...
La abuela, que vestía un elegante traje pantalón de
algodón, dormía arropada con una manta eléctrica de color azul celeste. El
cielo presentaba un espléndido color azul, las nubes eran de un blanco
inmaculado.
Por fortuna, Mona ya no se sentía mareada, tan sólo
débil. Terriblemente débil.
Faltaba una hora para que llegaran a Nueva Orleans.
-¿A qué tecnicismos morales te refieres? -preguntó
Mary Jane-. Se trata de nuestra seguridad, sabes. ¿Qué pretendes con eso de
que «vas a tomar las riendas»?
-Se trata de algo inevitable -respondió Morrigan-, pero
os lo contaré poco a poco para que lo entendáis.
Mona se echó a reír.
-Mamá, como es muy lista, lo ha comprendido enseguida;
supongo que el hecho de ser bruja le permite adivinar el futuro. Pero tú, Mary
Jane, insistes en comportarte como una mezcla de tía solterona y quejica y
abogado del diablo.
-¿Estas segura de saber el significado de esas palabras?
-Querida, me he tragado dos diccionarios enteros.
Conozco todas las palabras que conocía mi madre antes de que nacer yo, y
muchas de las palabras que sabe mí padre. ¿Cómo iba a saber si no lo que es una
llave de tuerca de boca tubular, y el motivo de que llevéis varias en el
maletero?
-Volvamos al asunto que nos ocupa en estos momentos,
como a dónde debemos ir, a qué casa debemos dirigirnos y otras nimiedades por
el estilo.
Sin dar tiempo a que las otras contestaran, Morrigan
prosiguió:
-En mi opinión, el hecho de que nos dirijamos a una u
otra casa no es tan importante. La casa de la calle Amelia no es una buena
idea, simplemente porque está atestada de gente, como habéis repetido ya tres
veces, y aunque sea la casa de mamá, en realidad pertenece a la tía Evelyn.
Fontevrault queda demasiado lejos. Pase lo que pase, no estoy dispuesta a
retroceder. La idea de ocultarme en un pequeño apartamento, alquilado bajo una
identidad falsa, francamente no la soporto. Necesito espacio para vivir. La
casa de la calle Primera pertenece a Michael y a Rowan, es cierto, pero al fin
y al cabo Michael es mi padre. Tenemos que ir a la calle Primera. Necesito el
ordenador de Mona, sus archivos, las notas de Lasher y las que tomó mi padre
cuando copió el célebre documento de Talamasca; todo lo que se encuentre en
estos momentos en aquella casa y a lo que Mona tenga acceso. Sí, ya sé que
teóricamente no puede tocar las notas de Lasher, pero ésa es otra cuestión
técnica. Reivindico mis derechos a leer esas notas. Y no tengo el menor
inconveniente en leer el diario de Michael si consigo dar con él. No empecéis
a protestar.
-Haz el favor de frenar un poco -ordenó Mary Jane-. No
me gusta nada la forma en que has dicho eso de «coger las riendas».
-Vamos a pensar las cosas con más calma -terció Mona.
-Habéis repetido hasta la saciedad que de lo que se
trata es de sobrevivir -replicó Morrigan-. Bien, pues para sobrevivir necesito
esa información, diarios, archivos, documentos... En estos momentos la casa de
la calle Primera está vacía, de modo que podemos preparar tranquilamente el
regreso de Michael y Rowan. Así pues, he decidido que nos quedaremos ahí, al
menos hasta que Michael y Rowan regresen y los pongamos al corriente de la
situación. Si mi padre decide entonces echarme de su casa, buscaremos otra
vivienda, o bien pondremos en marcha el plan que ha ideado mamá para obtener
los fondos necesarios con objeto de restaurar Fontevrault como Dios manda. ¿Se
os ha quedado todo esto bien grabado en la cabeza?
-Mona te ha dicho que en aquella casa hay varias
pistolas -contestó Mary Jane-. Las guardan en cualquier sitio, en el piso de
arriba y en la planta baja. Esa gente se asustará al verte. Es su casa.
Empezarán a gritar. ¿Acaso no lo comprendes? Creen que los Taltos son unos
seres malvados que tratan de dominar el mundo.
-¡Soy una Mayfair! -declaró Morrigan-. Soy hija de mi
padre y de mi madre. Me importan un pimiento las pistolas. No van a
utilizarlas contra mí. Sería absurdo. Ni siquiera sospechan que estaré allí, no
les dará tiempo a reaccionar. Además, vosotras estaréis a mi lado para
protegerme, para alzar la voz en mí defensa, para advertirles que no deben
hacerme ningún daño. Os agradecería que tuvierais presente que poseo una lengua
con la que defenderme yo solita, que esta situación no se parece en nada a
otras situaciones anteriores, y que es preferible que nos instalemos allí,
donde puedo examinar todo lo que debería examinar, como el famoso Victrola,
el jardín trasero... ¡No empecéis a gritar otra vez!
-¡Ni se te ocurra desenterrar los cadáveres! -exclamó
Mona.
-Sí, déjalos tranquilos -dijo Mary Jane.
-Vale, vale. No desenterraré los cadáveres. Ha sido
una mala idea. Morrigan os pide disculpas. No volveré a insinuarlo, os lo
prometo. No es el momento de ponerse a desenterrar cadáveres. Además, a mí que
me importan esos cadáveres -añadió Morrigan, sacudiendo enérgicamente su larga
y roja cabellera-. Soy hija de Michael Curry y de Mona Mayfair. Y eso es lo
único que importa, ¿no?
-Estamos asustadas, eso es todo -declaró Mary Jane-.
Ahora, si damos la vuelta y regresamos a Fontevrault...
-No sin unas bombas, unos andamios, unos gatos y unos
tablones para restaurar la casa. Le tendré siempre un cariño muy especial,
desde luego, pero en estos momentos no puedo vivir allí. Me muero de ganas de
ver mundo, ¿es que no lo comprendéis? El mundo no se limita al almacén de
Wal-Mart, Napoleonville y el último número de Time, Newsweek y The New Yorleer.
No quiero perder más tiempo. Además, puede que Rowan y Michael ya hayan
regresado a casa. Tengo ganas de reunirme con ellos cuanto antes. Seguro que
pondrán a mi disposición todos los archivos y documentos que necesite, aunque
en el fondo de su corazón sientan deseos de liquidarme.
-No han regresado -respondió Mona-. Ryan dijo que
volverían dentro de un par de días.
-Bien, ¿pues de qué tenéis miedo?
-No lo sé -contestó Mona.
-Entonces iremos a la calle Primera, está decidido, y
no quiero oír ni una palabra más sobre el asunto. ¿Hay un cuarto de huéspedes?
Me instalaré en él. No sigamos discutiendo. Más adelante buscaremos un lugar
cómodo y agradable donde poder instalarnos de forma permanente. Además, me
apetece ver esa casa, quiero ver la casa que construyeron las brujas. ¿Es que
no comprendéis hasta qué punto mi persona y mi suerte están vinculadas a esa
casa, una casa destinada a perpetuar el linaje de la hélice gigante?
Sentimentalismos aparte, resulta obvio que Stella, Antha y Deirdre murieron
para que yo pudiera vivir, y que los absurdos sueños de ese perverso espíritu,
Lasher, han tenido como consecuencia una encarnación que él jamás pudo imaginar,
pero que sin embargo constituye mi destino. Ambiciono vivir, ambiciono
alcanzar una posición elevada.
-De acuerdo -dijo Mona-, pero tendrás que permanecer
calladita. No debes hablar con nadie, ni siquiera con los guardias, ni
contestar el teléfono.
-Sí, no te lances sobre el teléfono cuando suene
-apostilló Mary Jane-, sería una locura.
Morrigan se encogió de hombros.
-Lo que no comprendéis -respondió-, es que cada día
que pasa representa un importante paso en mi desarrollo. No soy la misma chica
que era hace dos días -agregó. De pronto hizo una mueca y soltó un pequeño gemido.
-¿Qué pasa, qué ocurre? -preguntó Mona.
-Los recuerdos se agolpan en mi mente. Pon en marcha
la grabadora, mamá. Es muy extraño, algunos se desvanecen enseguida, pero otros
no. Es como si los recuerdos procedieran de diversas personas, unas personas
como yo. Veo a Ashlar a través de los ojos de todo el mundo... El valle es el
mismo que figura en el documento de Talamasca, lo sé. Donnelaith. Oigo a Ashlar
pronunciar ese nombre.
-Habla más alto para que pueda oírte -protestó Mary
Jane.
-Este recuerdo se refiere a las piedras; todavía no
hemos llegado al valle, estamos cerca del río. Veo a unos hombres que arrastran
las inmensas piedras hacia unos troncos con los que las transportarán hasta el
lugar donde van a erigir el círculo. Nada es casual en este mundo, os lo
garantizo; la naturaleza es lo suficientemente vasta y rica como para que las
cosas sucedan casi de forma inevitable. Quizás os parezca que no tiene sentido,
pero os aseguro que el caos y el sufrimiento de esas tenaces y valerosas brujas
han hecho que llegue el momento de que esta familia se convierta en una familia
de humanos y Taltos. Experimento unas sensaciones muy extrañas. El círculo es
más pequeño, pero es nuestro, Ashlar ha consagrado ambos círculos, y las estrellas
que brillan en lo alto se encuentran en la configuración invernal. Ashlar
desea que los sombríos bosques nos protejan, que se interpongan entre nosotros
y el mundo hostil. Estoy muy cansada. Quiero dormir.
-No sueltes el volante -le advirtió Mary Jane-.
Describe a ese hombre, Ashlar. ¿Tiene siempre el mismo aspecto? ¿Me refiero,
en ambos círculos y en ambas épocas?
-Tengo ganas de llorar. Oigo una música. Cuando
lleguemos allí tenemos que bailar.
-¿Cuando lleguemos a dónde?
-A la calle Primera, a donde sea. Al valle. A la planicie.
Tenemos que bailar formando un círculo. Os mostraré cómo, cantaré las
canciones. Algo terrible me ha sucedido en más de una ocasión, a mí y a mis
gentes. Veo muerte y dolor, ambas cosas se han convertido en algo normal. Sólo
los inteligentes consiguen zafarse de la muerte y el dolor; los inteligentes no
se dejan engañar por los seres humanos. Los demás estamos ciegos.
-¿Ashlar es el único que tiene nombre?
-No, pero todo el mundo lo conoce. Es como un imán,
que atrae las emociones de todos. No quiero...
-Tranquila -dijo Mona-. Cuando lleguemos allí podrás
escribir todo lo que has visto. Podrás descansar dos días hasta que lleguen.
-¿Y quién seré entonces?
-Yo sé quién eres -contestó Mona-. Sabía quién eras
cuando te llevaba en mi vientre. Eres Michael y yo, y algo más, algo muy fuerte
y maravilloso, y también formas parte de las otras brujas.
-Habla, cariño -dijo Mary Jane, dirigiéndose a
Morrigan-. Háblanos de él y de las muñequitas de yeso que fabricaban.
Cuéntanos cómo enterraban a las muñequitas al pie de los monolitos. ¿Lo
recuerdas?
-Creo que sí. Las muñecas tenían unos pechos y un
pene.
-Eso no lo habías mencionado.
-Eran unas muñecas sagradas. Pero todo esto debe de
tener un propósito, una redención por este dolor... Yo... Quiero olvidar esos
recuerdos, pero no antes de extraer todo cuanto contienen de valioso. ¿Serías
tan amable de coger un pañuelo y enjugarme los ojos, Mary Jane? Os cuento esto
para que conste, prestad atención. Estamos arrastrando la enorme piedra hacia
la planicie. Todo el mundo bailará y cantará alrededor
de ella durante un rato, antes de empezar a construir una plataforma con los
troncos que nos ayude a levantar el monolito. Todos han confeccionado unas
muñequitas. Son diferentes, cada muñeca se parece a uno de ellos. Tengo sueño.
Tengo hambre. Quiero bailar. Ashlar nos pide que le prestemos atención.
-Dentro de quince minutos entraremos por la puerta
trasera -dijo Mary Jane-. De modo que mantén bien abiertos los ojitos.
-No digas una palabra a los guardias -dijo Mona-. Yo
me ocuparé de ellos. ¿Qué más recuerdas? Quedamos en que estaban arrastrando la
piedra hacia la planicie. ¿Cómo se llama esa planicie? Di su nombre en la
lengua que empleaban ellos.
-Ashlar la llama simplemente la «tierra lisa», o la
«tierra segura», o «la tierra de la hierba». Para pronunciarlo como hacen
ellos tengo que hablar muy rápidamente, sonará como un silbido. Todo el mundo
conoce esas piedras. Lo sé. Mi padre las conoce, las ha visto. ¿Creéis que
existe otra Morrigan idéntica a mí en algún del mundo? ¿Creéis que es posible?
¿Otra que está enterrada debajo del árbol? ¡No es posible que yo sea la única
que esté viva!
-Tranquilízate, cariño -respondió Mary Jane-. Tenemos
mucho tiempo para averiguarlo.
-Somos tu familia -dijo Mona-. No lo olvides.
Prescindiendo de todo lo demás, eres Morrigan Mayfair, a quien he nombrado
heredera del legado. Tenemos tu certificado de nacimiento, el certificado de
bautismo y quince instantáneas Polaroid con mi palabra de honor estampada en
una etiqueta que he pegado al dorso de cada foto.
-Eso no es suficiente -contestó Morrigan, llorando y
haciendo pucheros como una criatura-. Son unos documentos sin valor legal.
El coche continuó avanzando por su carril correspondiente.
Habían entrado en Metairie y el tráfico era muy denso.
-Quizá necesitaríamos una cinta de vídeo, ¿no crees,
mamá? -preguntó Morrigan-. Pero tampoco bastará, lo único que basta y sobra es
el amor. ¿Por qué nos molestamos en hablar de cuestiones legales?
-Porque son importantes.
-Pero, mamá, si no aman...
-Grabaremos una cinta de vídeo en cuanto lleguemos a
la casa de la calle Primera. Y tendrás todo el amor que necesitas, Morrigan, te
lo aseguro. Yo te lo procuraré. No permitiré que esta vez ocurra nada malo.
-¿Por qué estás tan segura, teniendo en cuenta tus
reservas y temores así como tu deseo de protegerme de la mirada de los
curiosos?
-Porque te quiero. Por eso estoy segura.
Las lágrimas no cesaban de brotar de los ojos de
Morrigan. Mona no podía soportarlo.
-Si no me quieren, no tendrán que molestarse en
utilizar una pistola -dijo Morrigan.
«Tu dolor me parte el corazón, cariño.»
-No digas tonterías -contestó Mona, tratando de
expresarse con calma, como una mujer adulta-. Nuestro cariño es suficiente. Sí
tienes que olvidarlos, hazlo. Nos bastamos nosotras solas para darnos cariño,
no necesitamos a nadie más, ¿me oyes?
Mona miró a la airosa gacela que iba conduciendo y
llorando al mismo tiempo, rebasando a todos los vehículos que se interponían
en su camino. «No cabe duda de que es hija mía -pensó-. Siempre he tenido una
ambición monstruosa, una inteligencia monstruosa, un valor monstruoso, y ahora
una hija monstruosa. Pero ¿cómo es exactamente, aparte de brillante, impulsiva,
cariñosa, alegre, hipersusceptible ante todo lo que pueda herirla u ofenderla,
y dueña de una fantasía y un en
tusiasmo desbordados? ¿Cómo se las arreglará? ¿Qué
significa para ella recordar esas historias y anécdotas tan antiguas? ¿Acaso
significa que las posee y que sus conocimientos se derivan de ellas? ¿Qué puede
salir de todo esto? En el fondo, no me importa. Al menos, en estos momentos no,
cuando acaba de empezar, cuando todo es tan interesante y existen tantas
posibilidades.»
De pronto vio a su gigantesca hija caer herida al
suelo, mientras ella extendía las manos para protegerla, sujetándole la cabeza
y acercándosela a su pecho. «No os atreváis a lastimarla.»
Ahora todo era muy distinto.
-Deja que conduzca yo -terció Mary Jane-. Hay mucho
tráfico y así no vamos a llegar nunca.
-Estás loca, Mary Jane -replicó Morrigan, deslizándose
hacia el borde del asiento y pisando el acelerador para pasar al coche que
tenía a su izquierda. Luego se enderezó y se secó las lágrimas con el dorso de
la mano-. No pienso soltar el volante hasta que lleguemos a casa. No me
perdería esto por nada en el mundo.
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