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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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sábado, 26 de septiembre de 2009

LA BESTIA EN LA CUEVA


H. P. Lovecraft
LA BESTIA EN LA CUEVA
*

La horrible conclusión que había ido gradualmente imponién­dose en mi mente confundida y reacia resultaba ahora de una espantosa certeza. Estaba perdido, completa y descorazonadora­mente perdido en las vastas y laberínticas profundidades de la cueva Mammoth. Hacia donde me volviese, por más que forzase la vista no lograba distinguir nada que pudiera servirme de pista para encontrar el camino de salida. Mi intelecto ya no albergaba dudas sobre que nunca más llegaría a contemplar la bendita luz del día, ni a deambular por las amables colinas y valles del hermoso mundo exterior. La esperanza se había esfumado. Pero, condicio­nado como estaba por una vida de estudios filosóficos, obtuve no poca satisfacción de mi desapasionada postura; ya que aunque había leído suficiente acerca del salvaje frenesí que acomete a las víctimas de sucesos similares, yo no experimenté nada parecido, sino que mantuve la calma apenas descubrí que me había perdido.
Tampoco el pensamiento de haber errado más allá del alcance de una búsqueda normal me hizo ni por un momento perder la calma. Si había de morir, reflexionaba, entonces esta caverna terrible pero majestuosa me resultaría un sepulcro tan grato como el que pudiera brindarme un camposanto; una idea que me provocaba tranquilidad antes que desesperación.
La muerte por inanición sería mi destino; de eso estaba con­vencido. Yo sabía que algunos habían enloquecido en similares circunstancias, pero sentía que tal no sería mi fin. Mi desgracia no era fruto sino de mi propia voluntad, ya que, a escondidas del guía, me había despegado voluntariamente del grupo visi­tante y, deambulando cerca de una hora a través de las prohibi­das galerías de la cueva, me había encontrado luego incapaz de desandar los intrincados vericuetos recorridos tras abandonar a mis compañeros.
Mi antorcha comenzaba ya a flaquear y pronto me hallaría sumido en la negrura total y casi palpable de las entrañas de la tierra. Mientras permanecía al resplandor de la menguante y temblorosa luz, especulé ocioso sobre las circunstancias exactas en que se produciría mi cercano fin. Recordé las historias sobre la colonia de tuberculosos que, habiéndose instalado en esta gigantesca gruta buscando la salud en su temperatura uniforme y suave, su aire puro y su pacífica tranquilidad, habían, sin embargo, muerto en circunstancias extrañas y terribles. Yo había mirado los tristes restos de sus chozas destartaladas al pasar con el grupo, preguntándome qué antinatural efecto podría lograr una larga estancia en esta caverna inmensa y silenciosa sobre alguien como yo, saludable y vigoroso. Ahora, me dije tétrica­mente, había llegado la ocasión de comprobar tal respecto, a no ser que la falta de comida acelerase mi tránsito.
Según se esfumaban en la oscuridad los últimos e intermi­tentes resplandores de mi antorcha, resolví no dejar piedra sobre piedra, ni desdeñar cualquier posible medio de escapar; así que prorrumpí en una sucesión de gritos tremendos, a pleno pul­món, con la vana esperanza de llamar la atención del guía. Sin embargo, mientras vociferaba, tuve la sensación de que mis gri­tos resultaban un despropósito, y que mi voz, aumentando y reverberando por las innumerables paredes del negro laberinto circundante, no llegaba a otros oídos que los míos. Sin embargo, a una, mi atención se volvió sobresaltada hacia un sonido de suaves pasos que imaginé escuchar acercándoseme sobre el suelo rocoso de la cueva. ¿Era inminente mí salvación? ¿No habían sido entonces todos mis horribles temores otra cosa que nade­rías, y el guía, habiéndose percatado de mi inexplicable ausen­cia, había seguido mi rastro, buscándome a través de este labe­rinto calcáreo. Mientras aquellas preguntas felices brotaban en mi interior, estuve a punto de reanudar mis gritos para acelerar mi descubrimiento; pero en un instante mi alegría se trocó en horror al volver a escuchar, ya que mis siempre agudos oídos, ahora afinados aún más por el completo silencio de la cueva, dieron a mi entumecido entendimiento la inesperada y espan­tosa certeza de que aquellas pisadas no sonaban como las de un ser humano. En la quietud ultraterrena de esa subterránea región, la aparición del guía con su calzado hubiera resultado como una serie de golpes claros e incisivos. Aquellos sonidos eran blandos y sigilosos, como los que podrían producir las zarpas almohadi­lladas de un felino. Además, a veces, escuchando cuidadosa­mente, me parecía distinguir el paso no de dos, sino de cuatro pies.
Ahora ya estaba convencido de que mis gritos habían des­pertado y atraído a alguna bestia salvaje, quizás un puma extra­viado por accidente en el interior de la cueva. Quizás, refle­xioné, el Todopoderoso me había designado una muerte más rápida y misericordiosa que el hambre. Aunque el instinto de conservación, nunca apagado por completo, se conmovió en mi ser y, a pesar de que evitar el peligro que se acercaba podía depararme un final más largo e inclemente, me dispuse, sin embargo, a vender la vida lo más cara posible. Por extraño que pueda parecer, mi mente no concebía otra intención en el visitante que la de una clara hostilidad. En consecuencia, permanecí inmóvil, esperando que la bestia desconocida, a falta de un sonido que la guiase, perdiese mi dirección y pasase de largo. Pero esa espe­ranza iba a revelarse infundada, ya que aquellas extrañas pisadas avanzaban implacables; sin duda, el animal me olfateaba y, en una atmósfera tan absolutamente limpia de cualquier influencia contaminante como resulta la de una cueva, podía sin duda seguirme hasta gran distancia.
Por consiguiente, viendo que debía armarme para defen­derme de un extraño e invisible ataque en la oscuridad, tanteé en busca de los mayores de entre los fragmentos de roca disper­sos por doquier en el suelo de la caverna circundante y, empu­ñando uno en cada mano, listos para ser usados, esperé resig­nado los inevitables sucesos. Mientras, el odioso paso de garras se acercaba. La conducta de esa criatura era realmente extraña. Casi todo el tiempo, los movimientos parecían propios de un cuadrúpedo, moviéndose con una curiosa descoordinación entre miembros delanteros y traseros; y, sin embargo, durante algunos pocos y cortos intervalos, me pareció que caminaba sobre dos patas tan sólo. Me pregunté qué clase de animal tenía delante; debía tratarse, suponía, de alguna infortunada bestia que había pagado la curiosidad de indagar a las puertas de la temible gruta con una reclusión de por vida en esas interminables profundida­des. Sin duda, se alimentaba de peces ciegos, murciélagos y ratas de la cueva, así como de los peces comunes que nadan en los manantiales del río Verde, el cual comunica por vías ocultas con las aguas de la caverna. Llené mi terrible espera haciendo grotes­cas conjeturas sobre los efectos que una vida cavernaria pudieran haber causado sobre la estructura física de la bestia, recordando las espantosas apariencias que la tradición local achacaba a los tuberculosos muertos tras una larga residencia en la cueva. Entonces, con un sobresalto, recordé que, aun en el caso de lograr matar a mi antagonista, nunca llegaría a contemplar su apariencia, dado que mi antorcha se había extinguido hacía tiempo y no tenía encima ni una cerilla. La tensión mental se volvía ahora espantosa. Mi imaginación desbocada conjuraba formas odiosas y temibles en la siniestra oscuridad circundante, que parecían ya casi presionarme. Las espantosas pisadas se acer­caban, cerca, más cerca. Creo que debí lanzar un grito, aunque de haber sido en verdad tan timorato como para hacerlo, mi voz apenas debió responderme. Estaba petrificado, clavado al sitio. Dudaba de que mi brazo derecho me respondiera lo bastante como para disparar sobre el ser llegado el momento crucial. El inexorable, pat, pat, de pisada está al alcance de la mano, ya muy cerca. Podía oír el trabajoso resuello del animal, y, aterrorizado como estaba, aún llegué a comprender que venía de muy lejos y estaba por tanto fatigado. Repentinamente se rompió el malefi­cio. Mi brazo derecho, guiado por mi siempre fiable oído, lanzó con todas sus fuerzas el pedazo de caliza, de bordes agudos, que sostenía, impulsándolo hacia el lugar de la oscuridad de donde provenían resuello y pisadas; y, por increíble que parezca, estuvo a punto de alcanzar su objetivo, ya que escuché brincar al ser, yendo a cierta distancia y pareciendo detenerse allí.
Reajustando el tiro, lancé el segundo proyectil, esta vez con mejores resultados, ya que lleno de alegría oí cómo la criatura caía de una forma que sonaba a desplome, quedando sin lugar a dudas tendida e inmóvil. Casi desbordado por el tremendo ali­vio consiguiente, me recosté tambaleándome contra la pared. El resuello proseguía, pesado, boqueando inhalaciones y exhalacio­nes; así que comprendí que no había hecho otra cosa que herir a la criatura. Y cualquier deseo de examinar al ser se esfumó. Por fin, algo semejante al miedo ultraterreno y supersticioso se alojó en mi cerebro y no me aproximé al cuerpo, ni seguí cogiendo hiedras para rematarlo. En vez de eso, eché a correr tan rápido como pude y, tanto como me lo permitía mi frenético estado, por donde había llegado. Bruscamente escuché un sonido o, mejor, una sucesión regular de sonidos. AI instante siguiente se habían convertido en un golpeteo claro y metálico. Ahora no había duda. Era el guía. Y entonces grité, chillé, vociferé, incluso aullé de alegría contemplando en los techos abovedados la lumi­nosidad débil y resplandeciente que yo sabía era el reflejo del brillo de una antorcha aproximándose. Corrí al encuentro del resplandor y, antes de comprender del todo lo que hacía, estaba a los pies del guía, abrazándole las botas, balbuceando a pesar de mi reserva ostentosa de una forma que resultaba de lo más insensata y estúpida, barbotando mi terrible historia y, a la vez, aturullando a mi oyente con mis demostraciones de gratitud. El guía había notado mi ausencia cuando el grupo volvió a la entrada de la cueva y, llevado por su intuitivo sentido de la orientación, había procedido a realizar una exploración exhaus­tiva de los pasadizos frente a los que me viera por última vez, localizando mi paradero tras una búsqueda de unas cuatro horas.
Cuando me lo hubo contado, yo, envalentonado por la luz de su antorcha y por su compañía, comencé a pensar en la extraña bestia a la que había herido unos metros más atrás, en la oscuridad, y sugerí que fuéramos a ver, con ayuda del hacha, qué clase de criatura había yo abatido. Así que me volví sobre mis pasos, esta vez con un valor que nacía del estar acompa­ñado, hasta el escenario de mi terrible experiencia. Pronto des­cubrimos un cuerpo blanco en el suelo, más blanco aún que la propia caliza resplandeciente. Avanzando con precaución, pro­rrumpimos en simultáneas exclamaciones de asombro, ya que de todos los monstruos antinaturales que pudiéramos haber contemplado en nuestra vida, éste resultaba con mucho el más extraño. Parecía ser un mono antropoide de grandes dimensio­nes, escapado quizás de algún circo ambulante. Su pelaje era blanco como la nieve, debido sin duda a la acción decolorante de una larga existencia en los recintos negros como la tinta de la cueva, pero asimismo aquel pelo era sorprendentemente ralo, faltando por doquier, excepto en la cabeza, donde era tan largo y abundante que caía sobre sus hombros en profusión conside­rable. El rostro permanecía oculto, ya que la criatura estaba boca abajo. El ángulo de los miembros era también muy singular, explicando empero la alteración de uso que yo antes notara y por la cual la bestia empleaba unas veces cuatro zarpas para des­plazarse y otras sólo dos. Las manos o pies no eran prensiles, algo que atribuí a su larga estancia en la cueva que, como antes dije, parecía probada por aquella blancura completa y casi ultra­terrena tan característica de toda su anatomía. No parecía dota­da de cola.
La respiración se había vuelto ahora sumamente débil, y el guía había empuñado su pistola con la evidente intención de rematar a la criatura, cuando un inesperado sonido lanzado por esta última le hizo abatir el arma sin usarla. Aquel sonido era de naturaleza difícil de explicar. No era como los tonos normales que emiten las especies de simios conocidas, y me pregunté si aquella cualidad antinatural no sería el fruto de una larga estan­cia en silencio total, roto al fin por la sensación provocada por la llegada de luz, algo que la bestia no había visto desde su llegada a la cueva. El sonido, que de lejos puede definirse como una especie de profundo charloteo, proseguía débilmente. De repente, un fugaz espasmo de energía pareció estremecer el cuerpo de la bestia. Las zarpas se movieron convulsivamente y los miembros se contrajeron. Con un espasmo, el cuerpo blanco rodó hasta que el rostro giró en nuestra dirección. Por un ins­tante me vi tan abrumado por lo que mostraban aquellos ojos, que no vi nada más. Eran negros, esos ojos; profundos, tremen­damente negros, contrastando espantosamente con la nívea blancura de cabello y carnes. Como en otros moradores de
cavernas, estaba profundamente hundidos en las órbitas y care­cían completamente de iris. Mirando más detenidamente, vi que se encontraban en un rostro que era menos prognato que el de cualquier mono normal e infinitamente más peludo. La nariz era bastante distinta.
Mientras observábamos la extraña visión que teníamos ante los ojos, los gruesos labios se abrieron y brotaron algunos sonidos, tras lo cual el ser se relajó y murió.
El guía se aferró a la manga de la chaqueta, temblando con tanta violencia que la luz se estremeció espasmódicamente, proyec­tando sombras extrañas y móviles sobre los muros de alrededor.
Yo no hice gesto, sino que permanecí envaradamente quieto, los ojos espantados fijos sobre el suelo de delante.
Y entonces se disipó el miedo, suplantado por asombro, espanto, comprensión y reverencia, ya que los sonidos lanzados por la figura herida que yacía sobre el suelo calcáreo nos habían susurrado la terrible verdad. La criatura que yo había matado, la extraña bestia de la inexplorada caverna, era o había sido en tiempos,
¡¡¡un HOMBRE!!!

jueves, 24 de septiembre de 2009

EL DEMONIO DE LA PESTE


EL DEMONIO DE LA PESTE
H. P .Lovecraft
*
Jamás olvidaré aquel espantoso verano, hace dieciséis años, en que, como un demonio maligno de
las moradas de Eblis, se propagó el tifus solapadamente por toda Arkham. Muchos recuerdan ese
año por dicho azote satánico, ya que un auténtico terror se cernió con membranosas alas sobre los
ataúdes amontonados en el cementerio de la Iglesia de Cristo; sin embargo, hay un horror mayor aún
que data de esa época: un horror que sólo yo conozco, ahora que Herbert West ya no está en este
mundo.
West y yo hacíamos trabajos de postgraduación en el curso de verano de la Facultad de Medicina de
la Universidad Miskatonic, y mi amigo había adquirido gran notoriedad debido a sus experimentos
encaminados a la revivificación de los muertos. Tras la matanza científica de innumerables
bestezuelas, la monstruosa labor quedó suspendida aparentemente por orden de nuestro escéptico
decano, el doctor Allan Halsey; pero West había seguido realizando ciertas pruebas secretas en la
sórdida pensión donde vivía, y en una terrible e inolvidable ocasión se había apoderado de un cuerpo
humano de la fosa común, transportándolo a una granja situada a otro lado de Meadow Hill. Yo
estuve con él en aquella ocasión, y le vi inyectar en las venas exánimes el elixir que según él,
restablecería en cierto modo los procesos químicos y físicos. El experimento había terminado
horriblemente en un delirio de terror que poco a poco llegamos a atribuir a nuestros nervios
sobreexcitados, West ya no fue capaz de librarse de la enloquecedora sensación de que le seguían y
perseguían. El cadáver no estaba lo bastante fresco; es evidente que para restablecer las condiciones
mentales normales el cadáver debe ser verdaderamente fresco; por otra parte, el incendio de la vieja
casa nos había impedido enterrar el ejemplar. Habría sido preferible tener la seguridad de que estaba
bajo tierra.
Después de esa experiencia, West abandonó sus investigaciones durante algún tiempo: pero
lentamente recobró su celo de científico nato, y volvió a importunar a los profesores de la Facultad
pidiéndoles permiso para hacer uso de la sala de disección y ejemplares humanos frescos para el
trabajo que él consideraba tan tremendamente importante. Pero sus súplicas fueron completamente
inútiles, ya que la decisión del doctor Halsey fue inflexible, y todos los demás profesores apoyaron el
veredicto de su superior. En la teor ía fundamental de la reanimación no veían sino extravagancias
inmaduras de un joven entusiasta cuyo cuerpo delgado, cabello amarillo, ojos azules y miopes, y
suave voz no hacían sospechar el poder supranomal "casi diabólico" del cerebro que albergaba en su
interior. Aún le veo como era entonces y me estremezco. Su cara se volvió más severa, aunque no
más vieja. Y ahora Sefton carga con la desgracia, y West ha desaparecido.
West chochó desagradablemente con el Doctor Halsey casi al final de nuestro ultimo año de carrera,
en una disputa que le reportó menos prestigio a él que al bondadoso decano en lo que a cortesía se
refiere. Afirmaba que este hombre se mostraba innecesariamente e irracionalmente grande; una obra
que deseaba comenzar mientras tenía la oportunidad de disponer de las excepcionales instalaciones
de la facultad. El que los profesores, apegados a la tradición ignorasen los singulares resultados
tenidos en animales, y persistiesen en negar la posibilidad de reanimación, era indeciblemente
indignante, y casi incomprensibles para un joven del temperamento lógico de West. Sólo una mayor
madurez podía ayudarle a entender las limitaciones mentales crónicas del tipo "doctor-profesor",
producto de generaciones de puritanos mediocres, bondadosos, conscientes, afables, y corteses, a
veces, pero siempre rígidos, intolerantes, esclavos de las costumbres y carentes de perspectivas. El
tiempo es más caritativo con estas personas incompletas aunque de alma grande, cuyo defecto
fundamental, en realidad, es la timidez, y las cuales reciben finalmente el castigo de la irrisión general
por sus pecados intelectuales: su ptolemismo, su calvinismo, su antidarwinismo, su antinietzaheísmo,
y por toda clase de sabbatarinanismo y leyes suntuarias que practican. West, joven a pesar de sus
maravillosos conocimientos científicos, tenía escasa paciencia con el buen doctor Halsey y sus
eruditos colegas, y alimentaba un rencor cada vez más grande, acompañado de un deseo de
demostrar la veracidad de sus teorías a estas obtusas dignidades de alguna forma impresionante y
dramática. Y como la mayoría de los jóvenes, se entregaban a complicados sueños de venganza, de
triunfo y de magnánima indulgencia final. Y entonces había surgido el azote, sarcástico y letal, de las
cavernas pesadillescas del Tártaro. West y yo nos habíamos graduado cuando empezó, aunque
seguíamos en la Facultad, realizando un trabajo adicional del curso de verano, de forma que aún
estábamos en Arkham cuando se desató con furia demoníaca en toda la ciudad. Aunque todavía no
estábamos autorizados para ejercer, teníamos nuestro título, y nos vimos frenéticamente requeridos a
incorporarnos al servicio público, al aumentar él número de los afectados. La situación se hizo casi
incontrolable, y las defunciones se producían con demasiada frecuencia para que las empresas
funerarias de la localidad pudieran ocuparse satisfactoriamente de ellas. Los entierros se efectuaban
en rápida sucesión, sin preparación alguna, y hasta el cementerio de la Iglesia de Cristo estaba
atestado de ataúdes de muertos sin embalsamar. Esta circunstancia no dejó de tener su efecto en
West, que a menudo pensaba en la ironía de la situación: tantísimos ejemplares frescos, y sin
embargo, ¡ninguno servía para sus investigaciones!. Estábamos tremendamente abrumados de
trabajo, y una terrible tensión mental y nerviosa sumía a mi amigo en morbosas reflexiones. Pero los
afables enemigos de West no estaban enfrascados en agobiantes deberes. La facultad había sido
cerrada, y todos los doctores adscritos a ella colaboraban en la lucha contra la epidemia de tifus. El
doctor Halsey, sobre todo, se distinguía por su abnegación, dedicando toda su enorme capacidad,
con sincera energía, a los casos que muchos otros evitaban por el riesgo que representaban, o por
juzgarlos desesperados. Antes de terminar el mes, el valeroso decano se había convertido en héroe
popular aunque él no parecía tener conciencia de su fama, y se esforzaba en evitar el
desmoronamiento por cansancio físico y agotamiento nervioso. West no podía por menos de admirar
la fortaleza de su enemigo; pero precisamente por esto estaba más decidido aún a demostrarle la
verdad de sus asombrosas teorías. Una noche, aprovechando la desorganización que reinaba en el
trabajo de la Facultad y las normas sanitarias municipales, se las arregló para introducir
camufladamente el cuerpo de un recién fallecido en la sala de disección, y le inyectó en mi presencia
una nueva variante de su solución. El cadáver abrió efectivamente los ojos, aunque se limitó a fijarlos
en el techo con expresión de paralizado horror, antes de caer en una inercia de la que nada fue capaz
de sacarle, West dijo que no era suficientemente fresco; el aire caliente del verano no beneficia los
cadáveres. Esa vez estuvieron a punto de sorprendernos antes de incinerar los despojos, y West no
consideró aconsejable repetir esta utilización indebida del laboratorio de la facultad.
El apogeo de la epidemia tuvo lugar en agosto. West y yo estuvimos a punto de sucumbir en cuanto al
doctor Halsey falleció el día catorce. Todos los estudiantes asistieron a su precipitado funeral el día
quince, y compraron una impresionante corona, aunque casi la ahogaban los testimonios enviados
por los ciudadanos acomodados de Arkham y las propias autoridades del municipio. Fue casi un
acontecimiento público, dado que el decano había sido un verdadero benefactor para la ciudad.
Después del sepelio, nos quedamos bastantes deprimidos, y pasamos la tarde en el bar de la
Comercial House, donde West, aunque afectado por la muerte de su principal adversario, nos hizo
estremecer a todos hablándonos de sus notables teorías. Al oscurecerse, la mayoría de los
estudiantes regresaron a sus casas o se incorporaron a sus diversas publicaciones; pero West me
convenció para que le ayudase a "sacar partida de la noche". La patrona de West nos vio entrar en la
habitación alrededor de las dos de la madrugada, acompañados de un tercer hombre, y le contó a su
marido que se notaba que habíamos cenado y bebido demasiado bien. Aparentemente, la avinagrada
patrona tenía razón; pues hacia las tres, la casa entera se despertó con los gritos procedentes de la
habitación de West, cuya puerta tuvieron que echar abajo para encontrarnos a los dos inconscientes,
tendidos en la alfombra manchada de sangre, golpeados, arañados y magullados, con trozos de
frascos e instrumentos esparcidos a nuestro alrededor. Sólo la ventana abierta revelaba que había
sido de nuestro asaltante, y muchos se preguntaron qué le habría ocurrido, después del tremendo
salto que tuvo que dar desde el segundo piso al césped. Encontraron ciertas ropas extrañas en la
habitación, pero cuando West volvió en sí, explicó que no pertenecían al desconocido, sino que eran
muestras recogidas para su análisis bacteriológico, lo cual formaba parte de sus investigaciones
sobre la transmisión de enfermedades infecciosas. Ordenó que las quemasen inmediatamente en la
amplia chimenea. Ante la policía, declaramos ignorar por completo la identidad del hombre que había
estado con nosotros. West explicó con nerviosismo que se trataba de un extranjero afable al que
habíamos conocido en un bar de la ciudad que no recordábamos. Habíamos pasado un rato algo
alegres y West y yo no queríamos que detuviesen a nuestro belicoso compañero.
Esa misma noche presenciamos el comienzo del segundo horror de Arkham; horror que, para mí, iba
a eclipsar a la misma epidemia. El cementerio de la iglesia de Cristo fue escenario de un horrible
asesinato; un vigilante había muerto a arañazos, no sólo de manera indescriptiblemente espantosa,
sino que había dudas de que el agresor fuese un ser humano. La víctima había sido vista con vida
bastante después de la medianoche, descubriéndose el incalificable hecho al amanecer. Se interrogó
al director de un circo instalado en el vecino pueblo de Bolton, pero este juró que ninguno de sus
animales se había escapado de su jaula. Quienes encontraron el cadáver observaron un rastro de
sangre que conducía a la tumba reciente, en cuyo cemento había un pequeño charco rojo, justo
delante de la entrada. Otro rastro más pequeño se alejaba en dirección al bosque; pero se perdía
enseguida.
A la noche siguiente, los demonios danzaron sobre los tejados de Arkham, y una desenfrenada locura
aulló en el viento. Por la enfebrecida ciudad anduvo suelta una maldición, de la que unos dijeron que
era más grande que la peste, y otros murmuraban que era el espíritu encarnado del mismo mal. Un
ser abominable penetró en ocho casas sembrando la muerte roja a su paso... dejando atrás el mudo y
sádico monstruo un total de diecisiete cadáveres, y huyendo después. Algunas personas que llegaron
a verle en la oscuridad dijeron que era blanco y como un mono malformado o monstruo antropomorfo.
No había dejado entero a nadie de cuantos había atacado, ya que a veces había sentido hambre. El
número de víctimas ascendía a catorce; a las otras tres las había encontrado ya muertas al irrumpir
en sus casas, víctimas de la enfermedad.
La tercera noche, los frenéticos grupos dirigidos por la policía lograron capturarle en una casa de
Crane Street, cerca del campus universitario. Habían organizado la batida con toda minuciosidad,
manteniéndose en contacto mediante puestos voluntarios de teléfono; y cuando alguien del distrito de
la universidad informó que había oído arañar en una ventana cerrada, desplegaron inmediatamente la
red. Debido a las precauciones y a la alarma general, no hubo más que otras dos víctimas, y la
captura se efectuó sin más accidentes. La criatura fue detenida finalmente por una bala; aunque no
acabó con su vida, y fue trasladada al hospital local, en medio del furor y la abominación generales,
porque aquel ser había sido humano. Esto quedó claro, a pesar de sus ojos repugnantes, su mutismo
simiesco, y su salvajismo demoníaco. Le vendaron la herida y trasladaron al manicomio de Sefton,
donde estuvo golpeándose la cabeza contra las paredes de una celda acolchada durante dieciséis
años, hasta un reciente accidente, a causa del cual escapó en circunstancias de las cuales a nadie le
gusta hablar. Lo que más repugnó a quienes lo atraparon en Arkham fue que, al limpiarle la cara a la
monstruosa criatura, observaron en ella una semejanza increíble y burlesca con un mártir sabio y
abnegado al que habían enterrado hacia tres días: el difunto doctor Allan Halsey, benefactor público y
decano de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic.
Para el desaparecido Herbert West, y para mí, la repugnancia y el horror fueron indecibles. Aun me
estremezco, esta noche, mientras pienso en todo ello, y tiemblo más aún de lo que temblé aquella
mañana en que West murmuró entre sus vendajes:
-¡Maldita sea, no estaba bastante fresco!

martes, 22 de septiembre de 2009

LA MOSCA

LA MOSCA
George Langelaan
*
«A Jean Rostand, que un día me habló largamente de mutaciones.»
*
Siempre me han dada horror los timbres. Incluso durante el día, cuando trabajo en mi despacho, contesto al teléfono con cierto malestar. Pero por la noche, especialmente cuando me sorprende en pleno sueño, el timbre del teléfono desencadena en mí un verdadero pánico animal, que debo dominar antes de coordinar lo suficiente mis movimientos para encender la luz, levantarme e ir a descolgar el aparato. Y aun entonces, necesito hacer un verdadero esfuerzo para anunciar con voz tranquila: «Arthur Browning al habla». Con todo, no recupero mi estado normal hasta que reconozco la voz que se dirige a mi desde el otro extremo del hilo y no me siento absolutamente tranquilizado hasta que sé por fin de qué se trata.
En aquella ocasión, sin embargo, pregunté con mucha calma a mi cuñada cómo y por qué había matado a mi hermano, cuando me despertó a las dos de la mañana para anunciarme el atroz asesinato y para pedirme por favor que avisara a la policía.
-No puedo explicártelo por teléfono, Arthur. Llama al cuartelillo y ven después.
-¿No sería mejor que te viera antes?
-No. Es preferible prevenir a la policía sin perder un minuto. De no hacerlo así, van a imaginarse demasiadas cosas y a hacer demasiadas preguntas... Les va a costar bastante trabajo creer que lo he hecho yo sola. En realidad, convendría decirles que el cuerpo de Bob está en la fábrica. Tal vez quieran pasarse por allí antes de venir a buscarme.
-¿Dices que Bob está en la fábrica?
-Sí, debajo del martillo-pilón.
-¿Del martillo-pilón?
-Si, pero no preguntes tanto. Ven, ven de prisa, antes de que mis nervios se nieguen a sostenerme. Tengo miedo, Arthur. ¡Compréndelo, tengo miedo!
Y, cuando colgó, también yo tenía miedo. Hasta aquel momento había escuchado y respondido como si se tratara de un simple asunto de negocios, y sólo entonces empecé a comprender el verdadero significado de las palabras de mi cuñada.
Estupefacto, tiré el cigarrillo que había debido encender mientras hablaba con ella y marqué, dando diente con diente, el número de la policía.
¿Han intentado alguna vez explicar a un soñoliento sargento de guardia que acaban de recibir una llamada telefónica de su cuñada para anunciarles el asesinato de su hermano a golpes de martillo-pilón?
-Sí, señor, le comprendo muy bien. ¿Pero quién es usted? ¿Su nombre? ¿Su dirección ?
En aquel momento, al otro lado del hilo, el inspector Twinker se hizo cargo del aparato y de la dirección de las operaciones. Él, por lo menos, pareció comprenderlo todo y me rogó que le esperara para que fuéramos juntos a casa de mi hermano.
Tuve el tiempo justo de ponerme un pantalón y un jersey, y de coger al pasar una vieja chaqueta y una gorra, antes de que un coche de la policía se detuviera frente a mi puerta.
-¿Tiene usted un vigilante nocturno en la fábrica, míster Browning? -preguntó el inspector mientras arrancaba-. ¿No le ha telefoneado?
-Sí... No. Efectivamente, es curioso., Aunque mi hermano ha podido pasar a la fábrica desde el laboratorio, donde generalmente se queda hasta muy tarde, a veces durante toda la noche.
-¿Entonces Sir Robert Browning no trabaja con usted?
-No. Mi hermano realiza investigaciones por cuenta del Ministerio del Aire. Como necesitaba tranquilidad y un laboratorio cercano a un lugar donde pudiera encontrar en cualquier momento toda clase de piezas, pequeñas y grandes, se instaló hace algún tiempo en la primera casa que hizo construir nuestro abuelo, sobre la colina, cerca de la fábrica. Yo le cedí uno de los talleres antiguos, que ya no utilizamos, y mis obreros, trabajando bajo sus órdenes, lo transformaron en laboratorio.
-¿Sabe usted con exactitud en que consisten las investigaciones de Sir Robert?
-Casi nunca habla de sus trabajos, que son secretos. Pero supongo que el Ministerio del Aire está al corriente. Yo sólo sé que se encontraba a punto de terminar una experiencia en la que llevaba varios años trabajando y por la que demostraba un gran interés. Algo relativo a desintegración y reintegración de la materia.
Frenando a duras penas, el inspector viró en el patio de la fábrica y detuvo el coche al lado de un agente uniformado, que parecía esperarle.
Por mi parte, no necesitaba escuchar la confirmación de labios del policía. Era como si supiera, desde mucho tiempo atrás, que mi hermano estaba muerto. Al bajar del coche, me temblaban las piernas como a un convaleciente en su primera salida.
Otro policía, salido de la sombra, vino a nuestro encuentro y nos condujo hasta un taller brillantemente iluminado. Alrededor del martillo-pilón montaban guardia varios agentes, mientras tres individuos vestidos de paisano se dedicaban a la instalación de pequeños proyectores. Vi la cámara fotográfica dirigida hacia el suelo y tuve que haber un violento esfuerzo para apartar los ojos de él.
Sin embargo, era menos espantoso de lo que había pensado. Mi hermano parecía dormir boca abajo, con el cuerpo ligeramente atravesado sobre los raíles que servían para la conducción de piezas hasta el martillo. Como si su cabeza y su brazo estuviesen hundidos en la masa metálica del instrumento. Casi resultaba increíble que hubieran sido aplastados por él.
Después de cambiar unas palabras con sus colegas, el inspector Twinker regresó junto a mí.
-¿Cómo puede levantarse el martillo, míster Browning?
-Yo mismo haré la maniobra.-¿Quiere que vayamos a buscar a uno de sus obreros?
-No, no hace falta. Mire: el cuadro de mandos está ahí. Fíjese, inspector. El martillo ha sido regulado para desarrollar una potencia de cincuenta toneladas y su índice de descenso es de cero.
-¿ De cero?
-Sí. 0 a ras del suelo, hablando más claro. Por otra parte, se le ha puesto en funcionamiento intermitentemente. Lo cual quiere decir que es preciso volverlo a subir después de cada golpe. No sé aún la versión de Lady Anne, pero estoy seguro de que ella no habría sabido regular con tanta precisión la caída del martillo.
-Tal vez se quedó así ayer por la tarde.
-Imposible. En la práctica, jamás se utiliza el descenso a cero.
-¿Puede alzarse suavemente?
-No. No existe ningún mando para regular la velocidad de subida. Tal como está, sin embargo, es más lenta que cuando actúa de modo continuado.
-Bueno. Hágame ver lo que es preciso ver. Sin duda, no resultará un espectáculo agradable.
-No, inspector. Allá va.
-¿Todos dispuestos? -preguntó Twinker a los demás-. Cuando quiera, mister Browning.
Con los ojos clavados en la espalda de mi hermano, apreté a fondo el voluminoso botón negro que ponía en marcha el mecanismo de subida del martillo.
Al prolongado silbido, que siempre me hacía pensar en un gigante jadeando después de un esfuerzo, siguió la ascensión ligera y elástica de la masa de acero. Pude oír, sin embargo, la succión del desprendimiento y reprimí un movimiento de pánico al ver cómo el cuerpo de mi hermano se movía hacia delante, mientras un borbotón de sangre inundaba el amasijo oscuro descubierto por la ascensión del martillo.
-¿Hay algún peligro de que vuelva a caer, mister Browning?
-Ninguno -dije echando el cerrojo de seguridad.
Y, volviéndome de espaldas, vomité toda la cena a los pies de un joven policía que acababa de hacer lo mismo.
Durante varias semanas y después, en sus ratos perdidos, durante varios meses, el inspector Twinker se entregó en cuerpo y alma al esclarecimiento de la muerte de mi hermano. Más tarde me confesó que yo era uno de sus principales sospechosos, aunque jamás pudo encontrar la menor prueba, motivo o detalle revelador.
Anne, a pesar de su increíble tranquilidad, fue declarada loca y no hubo proceso.
Mi cuñada se confesó única culpable del asesinato de su marido y demostró que conocía perfectamente el funcionamiento del martillo-pilón. Se negó, sin embargo, a explicar la causa de este asesinato y la razón de que mi hermano viniera a colocarse, por su propia voluntad, bajo el martillo.
El vigilante nocturno oyó funcionar el aparato; lo oyó, para ser exacto, dos veces. Y el contador, que siempre se ponía a cero después de cada operación, indicaba que el martillo había llevado a cabo dos golpes. A pesar de todo, mi cuñada se obstinó en afirmar que sólo se había servido de él una vez.
El inspector Twinker empezó dudando de que la víctima fuera realmente mi hermano pero varias cicatrices, una herida de guerra en el muslo y las huellas digitales de su mano izquierda, terminaron por disipar todas sus dudas.
Finalmente, la autopsia reveló que no había ingerido ninguna droga antes de su muerte.
En cuanto a su trabajo, los expertos del Ministerio del Aire vinieron a hojear sus papeles y se llevaron varios instrumentos del laboratorio. Todos ellos celebraron largos conciliábulos con el inspector Twinker y le convencieron de que mi hermano había destruido sus documentos y aparatos más interesantes.
Los técnicos del laboratorio de la policía, por su parte, declararon que Bob había tenido la cabeza envuelta en algo hasta el momento de su muerte y Twinker me enseñó cierto día un andrajo desgarrado, que yo reconocí inmediatamente como el paño de una mesa del laboratorio.
Anne fue trasladada al instituto de Broadmoore, donde se encierra a todos los locos criminales. Las autoridades me confiaron a su hijo Harry, que contaba seis años de edad, y se decidió que su educación y mantenimiento corrieran a mi cargo.
Yo podía visitar a Anne todos los días. En dos o tres ocasiones, el inspector Twinker me acompañó y pude comprobar que se había visto con ella otras veces. Pero jamás consiguió sacarle una palabra del cuerpo. Mi cuñada se había convertido, aparentemente, en un ser al que todo le era indiferente. Rara vez respondía a mis preguntas y casi nunca a las de Twinker. Empleaba parte de su tiempo en la costura, pero su entretenimiento favorito parecía ser la caza de moscas, que examinaba cuidadosamente antes de dejarlas en libertad.
Sólo tuvo una crisis -una crisis de nervios, mejor que una crisis de locura-, el día en que vio cómo una enfermera mataba uno de estos animales. Para tranquilizarla, hubo que recurrir a la morfina.
En varias ocasiones le llevamos a su hijo. Anne le trató con amabilidad, pero sin demostrar el menor afecto hacia él. Le interesaba como podía interesarle cualquier niño desconocido.
El día en que tuvo la crisis por culpa de la mosca muerta, el inspector Twinker vino a verme.
-Estoy convencido de que ahí reside la clave del misterio.
-Yo no veo la menor relación. Creo que mi pobre cuñada lo mismo hubiera podido coger otra manía. Las moscas son una simple fijación de su locura.
-¿Cree que está verdaderamente loca?-¿Cómo puedo dudar de ello, Twinker?
-A pesar de todo lo que dicen los médicos, tengo la impresión, muy clara, de que Lady Browning es absolutamente dueña de sus facultades mentales, incluso cuando ve una mosca.
-De admitir esa hipótesis, ¿cómo explica usted su actitud con relación a Harry?
-De dos formas: o pretende protegerlo o le teme. Tal vez, incluso, lo deteste.
-No le comprendo.
-¿Se ha fijado en que jamás caza moscas cuando él está delante?
-Es cierto... Resulta bastante curioso. Pero confieso que sigo sin comprender nada.
-Yo tampoco, mister Browning. Y seguramente seguiremos igual hasta que Lady Browning se cure.
-Los médicos no tienen la menor esperanza...
-Estoy al corriente de eso. ¿Sabe si su hermano hizo alguna vez experimentos con moscas?
-No lo creo. ¿Se lo ha preguntado a los expertos del Ministerio del Aire?
-Sí. Y se han reído en mis barbas.
-Lo comprendo.
-Tiene usted suerte, mister Browning. Yo, en cambio, no comprendo nada, pero espero comprender algún día.
*****
-Dime, tío Arthur, ¿viven mucho tiempo las moscas?
Estábamos desayunando y mi sobrino, con sus palabras, acababa de romper un prolongado silencio. Le miré por encima del Times, que había apoyado en la tetera. Harry, como la mayor parte de los niños de su edad, tenía la costumbre, o más bien el talento, de plantear cuestiones que los adultos no suelen hallarse en condiciones de responder con precisión. Harry me preguntaba a menudo, siempre de forma inesperada, y cuando tenía la mala suerte de poder aclararle alguna duda, ésta era inmediatamente seguida de otra, después de otra y así sucesivamente, hasta que yo me confesaba vencido, reconociendo que no lo sabía. Entonces, como un campeón de tenis que lanzara su pelota definitiva, la que le convertía en ganador de juego y de partida, decía:
«¿ Por qué no lo sabes, tío? »
Era, sin embargo, la primera vez que me hablaba de moscas, y me estremecí ante la idea de que el inspector Twinker pudiera haberle oído. Imaginaba perfectamente la mirada con que el infatigable sabueso me obsequiaría y la pregunta que, a renglón seguido, dirigiría a mi sobrino. E intuía, al mismo tiempo, cuál habría sido -de hallarse en mi caso- su respuesta. Respuesta que, textualmente y no sin cierto malestar, tuve que repetir en voz alta.
-No lo sé, Harry. ¿Por qué me haces esa pregunta?
-Porque he vuelto a ver la mosca que mamá busca.
-¿Mamá busca una mosca?
-Sí. Ha crecido mucho, pero a pesar de todo la he reconocido.
-¿ Dónde has vuelto a verla y qué tiene de particular?
-Sobre tu despacho, tío Arthur. Su cabeza es blanca en lugar de negra y su pata muy graciosa.
-¿Cuándo viste esa mosca por primera vez, Harry?
-El día que se fue papá. Estaba en su cuarto y la cacé, pero mamá llegó en ese momento y me obligó a dejarla en libertad. Unas horas después, me pidió que la encontrara. Creo que había cambiado de idea y que quería verla.
-En mi opinión debe estar muerta hace mucho tiempo -dije levantándome y yendo sin prisa hacia la puerta.
Pero en cuanto la cerré, di un salto hasta mi despacho y busqué en vano alguna huella de moscas.
Las confesiones de mi sobrino y la seguridad del inspector Twinker sobre la relación existente entre las moscas y la muerte de mi hermano me turbaron hasta el desconcierto.
Por primera vez, admití que el inspector tal vez supiera más de lo que daba a entender. Y, también por vezprimera, me pregunté si mi cuñada estaba verdaderamente loca. Un sentimiento extraño, incluso terrible, empezó a crecer en mí y, cuanto más reflexionaba sobre ello, más me convencía de la cordura de Anne.Un drama originado por la locura podía ser inexplicable y horroroso, pero su horror, por grande que fuera, resultaba, a fin de cuentas, admisible. Sin embargo, la idea de que mi cuñada hubiera sido capaz de asesinar tan atrozmente a mi hermano en plena posesión de sus facultades mentales, con o sin su consentimiento, me daba escalofríos. ¿Cuál podía ser la explicación de un crimen tan monstruoso? ¿Cómo se había llevado a cabo?Pasé una y otra vez revista a todas las respuestas de Anne al inspector Twinker. Éste le había hecho centenares de preguntas. Y mi cuñada contestó con perfecta lucidez a las cuestiones relativas a su vida con mi hermano. Una vida, al parecer, feliz y sin historia.
Twinker, además de ser un psicólogo muy fino, tenía una gran experiencia y estaba acostumbrado a sentir, a adivinar -por decirlo de alguna forma- el engaño. También él estaba convencido de que Anne había contestado honestamente a las preguntas que se había dignado contestar. Pero estaban las otras, aquellas ante las que siempre reaccionó de idéntica manera, repitiendo hasta la saciedad las mismas palabras.
-No puedo aclararle esa cuestión -decía lisa y llanamente, sin perder nunca la calma.
Ni siquiera la acumulación de preguntas de este tipo parecía molestarle. Una sola vez, en el curso de los numerosos interrogatorios, le hizo notar al inspector que ya le había preguntado anteriormente lo mismo. En las restantes ocasiones, siempre contestó de igual forma: «No puedo aclararle esa cuestión».
Su estribillo se convirtió en un muro formidable, contra el cual se estrelló una y otra vez la tenacidad de Twinker. Cuando el inspector cambiaba el rumbo de sus interrogatorios y se interesaba por temas que no guardaban relación directa con el drama, Anne respondía con lucidez y amabilidad. Pero en cuanto la conversación se orientaba, por algún resquicio, hacia el asesinato de Bob, mi cuñada se escondía nuevamente tras la muralla del «no puedo aclararle esta cuestión».
Deseosa de que no recayeran sospechas sobre ninguna otra persona, Anne demostró prácticamente cómo había manejado el martillo-pilón. Nos hizo ver, sin lugar a dudas, que conocía su funcionamiento y la forma de regular la fuerza y la altura del golpe, y como el inspector adujera que todo aquello no probaba su intervención en el asesinato de Bob, nos enseñó el lugar donde se había apoyado con la mano izquierda, contra un montante del cuadro de mandos, mientras manipulaba los botones con la mano derecha.
-Sus técnicos encontrarán aquí mis huellas digitales -añadió con sencillez.
Y sus huellas, efectivamente, fueron encontradas.
Twinker sólo pudo descubrir una mentira en sus declaraciones. Anne afirmaba haber maniobrado el martillo una sola vez, mientras el vigilante nocturno juraba y perjuraba haberlo oído dos. El contador, que siempre se ponía a cero al terminar cada jornada, le daba la razón.Durante algún tiempo, Twinker confió en forzar el mutismo de mi cuñada gracias a este error. Pero un buen día, Anne, con la mayor tranquilidad del mundo, echó por tierra sus esperanzas, declarando:
-Sí, he mentido, pero no, puedo explicarle los motivos de mi mentira.
-¿Sólo me ha engañado en eso? -preguntó inmediatamente Twinker, con el propósito de desconcertarla y de adquirir así alguna ventaja sobre ella.
Con gran sorpresa por su parte -pues esperaba el estribillo habitual-, Anne respondió:
-Sí. Ha sido mi único engaño.
Y Twinker comprendió que Anne había reparado con creces la única fisura de su muro defensivo.
A la luz de las revelaciones de Harry, creció en mí un progresivo sentimiento de horror hacia mi cuñada, porque, si no estaba loca, simulaba estarlo para escapar a un castigo que merecía cien veces. En ese caso Twinker tenía razón y la llave del drama residía en las moscas,.a no ser que la obsesión de Anne formara parte de su engaño. Y si, por el contrario, no estaba en sus cabales, entonces Twinker seguía teniendo razón, porque tal vez a través de las moscas pudiera un psiquiatra descubrir la causa del asesinato.
Diciéndome que Twinker seguramente sabría resolver aquel rompecabezas mejor que yo, estuve a punto de ir a contárselo todo. Pero el pensamiento de que atosigaría a Harry con mil preguntas, me retuvo. Existía también otra razón para no acudir a él: me daba miedo que buscara y encontrara la mosca mencionada por mi sobrino. Y ese miedo era, por incomprensible, profundamente turbador.Pasé revista a todas las novelas policíacas que había leído en mi vida. Este género literario no carece de lógica, incluso cuando presenta casos muy complicados. En la historia de las moscas, por el contrario, no había nada lógico, nada que pudiese encajar. Todo era sorprendentemente sencillo y, al mismo tiempo, misterioso. No existía culpable alguno que desenmascarar: Anne había asesinado a su marido, se había declarado autora del hecho e incluso había reconstruido la escena.
Desde luego, no podía esperarse lógica en un drama provocado por la locura, pero aún admitiendo que fuera así, ¿cómo explicar la extraña pasividad de la víctima?
Mi hermano era el típico sabio partidario de la prueba del nueve. Sentía horror por la intuición y por los golpes de genio. Algunos científicos elaboran teorías que después se esfuerzan en apoyar con hechos; trabajan a saltos en lo desconocido y no tienen inconveniente en abandonar una posición avanzada si las experiencias acumuladas a continuación no bastan para consolidar sus suposiciones. Mi hermano pertenecía, al contrario y -cabe decir - por excelencia, al tipo del investigador receloso, que se guarda siempre las espaldas con un sólido punto de apoyo, probado y archiprobado. Rara vez se traía entre manos más de un experimento y no participaba de ninguna de las características del sabio distraído, que se deja calar por la lluvia con un paraguas cerrado en la mano. Era, en cambio, profundamente humano. Adoraba a los niños y a los animales, y jamás titubeaba en dejar su trabajo para ir al circo con los hijos de su vecino. Le gustaban los juegos de lógica y precisión, como el billar, el tenis, el bridge y el ajedrez.
¿Cómo, entonces, explicar su muerte? ¿Por qué se había colocado debajo del martillo-pilón? En modo alguno podía tratarse de una estúpida jactancia, de un desafío a su propio valor. Jamás se jactaba de nada y no soportaba a las personas aficionadas a apostar. Para vejarlas, siempre decía que una apuesta es un simple negocio concluido entre un imbécil y un ladrón.Sólo existían dos explicaciones posibles: o se había vuelto loco o tenía una razón para hacerse matar por su mujer de tan extraña manera.
Tras largas reflexiones, decidí no poner al inspector Twinker al corriente de mi conversación con Harry e intentar una nueva gestión personal con mi cuñada. Era sábado, día de visita, y como Anne pasaba por ser una enferma muy tranquila, me permitían llevarla a dar una vuelta al gran jardín, donde le habían concedido una pequeña parcela para que la cultivara a su antojo. Anne había trasplantado allí varios rosales de mi jardín.
Sin duda esperaba mi visita, porque llegó al locutorio en seguida. Empezaba a hacer frío y, en previsión de nuestro paseo habitual, se había puesto el abrigo.
Me pidió noticias de su hijo y después me condujo hasta la parcela, donde me hizo sentarme a su lado sobre un banco rústico, fabricado en la carpintería del asilo por un enfermo aficionado a las actividades manuales.
Yo trazaba vagos dibujos en la arena con la contera de mi paraguas, buscando la forma de llevar la conversación al tema de la muerte de mi hermano. Pero fue ella quien primero se refirió al asunto.
-Arthur, quería preguntarte una cosa...-Te escucho, Anne.
-¿Sabes si las moscas viven mucho tiempo?
La miré estupefacto y estuve a punto de confesarle que su hijo me había preguntado lo mismo unas horas antes, pero repentinamente comprendí que por fin se me brindaba la posibilidad de asestar un duro golpe a sus defensas, conscientes o subconscientes. Anne, entretanto, parecía esperar con tranquilidad la respuesta, creyendo sin duda que me esforzaba en resucitar mis recuerdos de escuela sobre la duración de la vida de las moscas.
Sin apartar los ojos de ella, repuse:
-No lo sé con precisión, pero tu mosca estaba hoy por la mañana en mi despacho.
El golpe había alcanzado su objetivo. Anne volvió bruscamente la cabeza hacia mí y abrió la boca como si fuera a gritar, pero sólo en sus inmensos ojos se dibujó un auténtico alarido de terror.
Yo conseguí mantener la impasibilidad. Me daba cuenta de que por fin había adquirido alguna ventaja sobre ella y que sólo podría conservarla adoptando la actitud de un hombre al tanto de todo, que no experimenta rencor o piedad y que ni siquiera se permite emitir un juicio sobre los hechos.
Ella, finalmente, respiró y se tapó la cara con las manos.
-Arthur... ¿la has matado? - murmuró suavemente.
-No.
-¡Pero la tienes! -gritó alzando la cabeza- ¡La tienes ahí! ¡Dámela!
Un poco más y se hubiera atrevido a registrarme los bolsillos.
-No, Anne, no la tengo aquí.
-¡Lo sabes todo! ¿Cómo has podido adivinarlo?
-No, Anne, no sé nada, excepto que tú no estás loca. Pero voy a averiguar la verdad de una u otra manera. O me lo dices todo, y entonces decidiré sobre el mejor modo de resolver este asunto, o...
-¿O qué? ¡Habla de una vez!
-Iba a hacerlo, Anne... O te juro que el inspector Twinker tendrá esa mosca antes de veinticuatro horas.
Mi cuñada permaneció inmóvil un momento, con los ojos clavados en las palmas de sus blancas y afiladas manos. Después, sin alzar la mirada, dijo:
-Si te lo digo todo, ¿me prometes que destruirás esa mosca antes de tomar ninguna otra decisión?
-No, Anne. No puedo prometértelo antes de saber el verdadero significado de esta historia.
-Arthur, compréndelo... Le prometí a Bob que esa mosca sería destruida... Tengo que mantener mi promesa... De otra forma, no te diré nada.
Comprendí que me estaba metiendo en un callejón sin salida; Anne se recuperaba. Era absolutamente necesario encontrar un nuevo argumento, un argumento que la empujara hasta sus últimos baluartes y que la hiciera capitular.
A la desesperada, confiando en un golpe de suerte, dije:
-Anne, debes darte cuenta de que cuando esa mosca sea examinada en los laboratorios de la policía, el inspector Twinker tendrá la prueba de que no estás loca y...
-¡Arthur, no! No lo hagas, por Harry, no lo hagas... Llevo mucho tiempo esperando esta mosca, convencida de que terminaría por encontrarme. Al parecer no ha sido capaz y te ha buscado a ti.
Yo observaba atentamente a mi cuñada, preguntándome si fingía aún estar loca o si, a fin de cuentas, lo estaba. A pesar de todo, loca o no, daba la impresión de sentirse acorralada. Era preciso violentar aún su última resistencia y como, al parecer, temía por su hijo, dije:
-Cuéntamelo todo, Anne. Así podré proteger mejor a Harry.
-¿De qué quieres protegerle? ¿No comprendes que si yo estoy aquí, es únicamente para evitar que Harry se convierta en el hijo de una condenada a muerte, ejecutada por el asesinato de su esposo? Créeme, preferiría cien veces la horca a la muerte lenta de este manicomio.
-Anne, estoy tan interesado como tú en proteger al hijo de mi hermano. Te prometo que, si me lo cuentas todo, haré lo imposible por defender a Harry. Pero si te niegas a hablar, el inspector Twinker tendrá la mosca. De todas formas intentaré velar por el niño, pero tú misma debes hacerte cargo de que entonces ya no tendré las riendas de la situación.
-¿Por qué estás tan empeñado en saber? -dijo lanzándome una curiosa mirada de rencor.
-Anne, es la suerte de tu hijo lo que está en tus manos. ¿Qué decides?
-Vamos dentro. Voy a entregarte el relato de la muerte del pobre Bob.
-¡Lo has escrito!
-Sí. Lo tenía preparado, no para ti, sino para tu maldito inspector. Suponía que, antes o después, terminaría por dar con parte de la verdad.
-En este caso, ¿puedo enseñárselo?
-Haz lo que te parezca.
Me quedé en el locutorio mientras ella subía a su habitación. Al volver, traía un abultado sobre amarillo, que me tendió diciendo:
-Procura leerlo a solas y sin que nadie te moleste.
-De acuerdo, Anne. Lo haré en cuanto llegue y mañana vendré a verte.
-Muy bien.
Y salió del locutorio sin despedirse.
Hasta que algunas horas más tarde empecé la lectura, no descubrí la advertencia escrita en el exterior del sobre:
A quien corresponda - Probablemente al inspector Twinker.
Tras dar órdenes rigurosas de que no se me molestara bajo ninguna excusa, hice saber que no cenaría y pedí té con bizcochos. Después subí rápidamente a mi despacho.
Una vez en él, examiné cuidadosamente las paredes, las tapicerías y los muebles, sin encontrar el menor rastro de moscas. Luego, cuando la criada me subió el té y añadió leña al fuego, cerré las ventanas y corrí las cortinas. Finalmente eché el cerrojo de la puerta, descolgué el teléfono -lo hacía todas las noches desde la muerte de mi hermano-, apagué las luces, excepto la de mi mesa de trabajo, y abrí el grueso sobre amarillo.
Tras servirme una taza de té, comencé la lectura del manuscrito:
«Esto no es una confesión, porque nunca he intentado ocultar la responsabilidad que me incumbe en el trágico fin de mi marido y también porque, a pesar de declararme única autora de su muerte, no soy una criminal Al actuar como lo hice, me limitaba a ejecutar fielmente las últimas voluntades de Robert Browning, aplastándole la cabeza y el antebrazo derecho con el martillo-pilón de la fábrica de su hermano.»
Sin haber probado una sola gota de té, volví la página.
«Con alguna anterioridad a su desaparición, mi marido me había puesto al corriente de sus experimentos. Ya entonces comprendía perfectamente que el Ministerio se los hubiera prohibido como demasiado peligrosos, pero confiaba en obtener resultados positivos antes de informar sobre ellos.
»Aunque hasta el momento la ciencia sólo ha conseguido transmitir a través del espacio el sonido y la imagen, gracias a la radio y la televisión, Bob aseguraba haber encontrado el medio de transmitir la propia materia. La materia - es decir, un cuerpo sólido - colocada en un aparato emisor, se desintegraba y reintegraba instantáneamente en un aparato receptor.
»Bob consideraba que su descubrimiento podía ser de tanta trascendencia como el de la rueda. Creía que la transmisión de la materia por desintegración-reintegración instantánea, significaba una revolución sin precedentes, de radical importancia para la evolución del hombre. La difusión de su invento equivaldría al fin de los transportes mecanizados, no sólo para los productos y mercancías que pudieran corromperse, sino también para los propios seres humanos. Bob, hombre eminentemente práctico, que jamás se dejaba llevar por la fantasía, vislumbraba ya un mundo desprovisto de aviones, trenes, coches, carreteras y vías férreas. Todo esto sería reemplazado por estaciones emisoras-receptoras, repartidas por toda la superficie de la Tierra. Bastaría con situar a los viajeros y a las mercancías en el interior de una cabina emisora, para que fueran desintegrados y casi instantáneamente reintegrados en la cabina receptora del punto de destino.
»Mi marido tropezó con algunas dificultades al principio. Su aparato receptor sólo estaba separado de su aparato emisor por una pared. Como sujeto de su primera experiencia, eligió un viejo cenicero, recuerdo de un viaje que habíamos hecho a Francia.
»Cuando me trajo triunfalmente el cenicero, aún no estaba al corriente de sus investigaciones y tardé un poco en comprender el significado de sus palabras.
»-¡Mira, Anne! - dijo -. Este cenicero ha permanecido totalmente desintegrado durante una diezmillonésima de segundo. Por un momento, ha dejado de existir. Era sólo un conjunto de átomos viajando a la velocidad de la luz entre dos aparatos. Y un instante después, los átomos se han unido de nuevo para volver a formar este cenicero.
»-Bob, por favor... ¿de qué hablas? Explícate.
»Entonces me reveló el objetivo de sus experiencias y, al ver que no le comprendía, empezó a esgrimir dibujos y a manejar cifras. Tras lo cual, naturalmente, aún entendí menos sus explicaciones.
»-Perdóname, Anne - dijo al darse cuenta, riéndose de buena gana-. ¿Te acuerdas de aquel artículo sobre los misteriosos vuelos de ciertas piedras, que irrumpen sin causa aparente en algunas casas de la India a pesar de que las puertas y las ventanas están cerradas?
»-Sí, me acuerdo muy bien. El profesor Downing, que había venido a pasar el fin de semana con nosotros, dijo que -si no había algún truco - el fenómeno sólo podía explicarse por la desintegración de las piedras en la calle y su reintegración en el interior de la casa, antes de su caída.
»-Exactamente. -Y añadió: A menos que el fenómeno se produzca por una desintegración parcial y momentánea de la pared atravesada por las piedras.
»-Todo eso es muy bonito, pero sigo sin comprender ¿Cómo puede pasar una piedra, por muy desintegrada que esté, a través de una pared o de una puerta?
>-Puede, Anne, porque entonces los átomos que componen la materia no se tocan. Están separados entre sí por espacios inmensos.
»-¿Espacios inmensos entre los átomos que componen, por ejemplo, una simple puerta?
»-Entendámonos: los espacios entre átomos son relativamente inmensos. Es decir, inmensos con relación al tamaño de los átomos. Tú pesas cien libras y mides cinco pies y tres pulgadas... Si todos los átomos que componen tu cuerpo fueran comprimidos unos contra otros, sin que quedara el menor espacio entre ellos, tú seguirías pesando lo mismo, pero no abultarías más que una cabeza de alfiler.
»-Entonces, si no he comprendido mal, ¿tu pretendes haber reducido este cenicero al tamaño de una cabeza de alfiler?
»-No, Anne. En primer lugar, si los átomos de este cenicero, que apenas pesa dos onzas, fueran comprimidos, el conjunto resultante sólo sería visible al microscopio. En segundo lugar, todo esto era una simple imagen. Lo que intento explicarte pertenece a otro orden de fenómenos. Este cenicero, una vez desintegrado, puede atravesar cualquier cuerpo opaco y sólido, a ti misma, por ejemplo, sin la menor dificultad, porque entonces sus átomos separados no encuentran obstáculo alguno en la masa de tus átomos, que también están separados.
»-¿Y tú has desintegrado este cenicero y lo has reintegrado un poco más allá, después de hacerlo pasar a través de otro cuerpo?
»-A través, para ser exacto, de la pared que separaba mi aparato emisor de mi aparato receptor.
»-¿Y puede saberse qué utilidad tiene enviar ceniceros a través del espacio?
»Bob inició entonces un gesto de malhumor, pero al darse cuenta de que sólo le estaba gastando una broma, se dedicó a explicarme algunas de las posibilidades de su descubrimiento.
»-¡Bueno! Espero que nunca me obligues a viajar así, Bob. No me gustaría terminar como tu dichoso cenicero.
»-¿Cómo ha terminado?
»-Te acuerdas de lo que había escrito en él?
»-Sí, claro. La inscripción «Made in France», que ahí sigue.
»-Pero, ¿te has fijado cómo?
»Cogió el cenicero con una sonrisa y palideció al darse cuenta de lo que yo quería decir. Las tres palabras seguían, efectivamente allí, pero invertidas, de forma que sólo podía leerse: «ecnarF ni edaM».
»-Es inaudito -murmuró.
»Y, sin terminar el té, se precipitó hacia. el laboratorio, del cual ya no volvió a salir hasta el día siguiente por la mañana, tras una noche entera de trabajo.
»Algunos días más tarde, Bob sufrió un nuevo revés, que le puso de malhumor durante varias semanas. Después de muchas preguntas, terminó por confesar que su primera experiencia con un ser vivo había resultado un completo fracaso.
»-Bob, ¿ha sido Dandelo?
»-Sí -reconoció a duras penas-. Se desintegró perfectamente, pero no volvió a reintegrarse en el aparato receptor.
»-¿Y entonces... ?
»-Entonces ya no existe Dandelo. Sólo existen sus átomos dispersos, que se pasean por alguna parte, Dios sabe cuál, del universo.
»Dandelo era un gato blanco que la cocinera había encontrado en el jardín. -Una buena mañana desapareció sin saber cómo. Bob acababa de aclararme lo sucedido.
»Tras una serie de nuevas experiencias y largas horas de vigilia, Bob me anunció que su aparato funcionaba ya perfectamente y me invitó a que lo viera.
»Hice preparar una bandeja con una botella de champagne y dos copas para festejar dignamente su éxito, porque yo sabía que mi marido, de no estar a punto el aparato, no me hubiera llevado a verlo.
»-Excelente idea - exclamó quitándome la bandeja de las manos. ¡Vamos a celebrarlo con champagne reintegrado!
»-Espero que sabrá tan bien como antes de su desintegración, Bob.
»-No temas, Anne. Ven aquí.
»Abrió la puerta de un compartimento cuadrangular, que era una simple cabina telefónica, debidamente transformada.
»-Ahí tienes el aparato de desintegración-transmisión -me explicó mientras ponía la bandeja sobre un taburete colocado en su interior.
»Cerró con cuidado, me tendió unas gafas de sol y me hizo situarme ante la puerta de cristales de la cabina.
»Tras ponerse él mismo las gafas negras, manipuló varios botones en el exterior de la cabina, y de ésta se elevó el dulce ronroneo de un motor eléctrico.
»-¿ Dispuesta? - preguntó apagando la luz y haciendo girar otro conmutador, que llenó el aparato de un resplandor azulado-, ¡Entonces, fíjate bien!
»Bajó una palanca y todo el laboratorio se iluminó violentamente con un cegador destello anaranjado. Vislumbré, en el interior de la cabina, una especie de bola de fuego, que crepitó un instante, y sentí un repentino calor en la cara y en el cuello. Después sólo pude ver dos agujeros negros bordeados de verde, como cuando se mira durante cierto tiempo al sol.
»-Puedes quitarte las gafas, Anne. La operación ha terminado.
»Con un gesto teatral, mi marido abrió la puerta de la cabina y, a pesar de que lo esperaba, fingí una gran sorpresa al comprobar que el taburete, la bandeja, las copas y la botella habían desaparecido.
»Después me hizo pasar ceremoniosamente a la habitación contigua, donde se encontraba una cabina idéntica a la que servía de aparato emisor. Abrió la puerta y sacó triunfalmente la bandeja y el champagne que descorchó al instante. El tapón saltó alegremente y el líquido burbujeó en las copas.
»-¿Estás seguro de que se puede beber sin peligro?
»-Absolutamente -dijo Bob tendiéndome una copa-. Y ahora vamos a intentar una nueva experiencia. ¿Quieres asistir a ella?
»Pasamos a la sala donde estaba el aparato de desintegración
»-¡Oh, Bob! ¡Acuérdate del pobre Dandelo!
»-Es sólo un cobaya, Anne. Pero estoy convencido de que ahora saldrá bien.
»Colocó al animal en el suelo metálico de la cabina y me obligó a ponerme las gafas de sol. Oí el ronroneo del motor, presencié de nuevo el estallido de luz y, sin esperar a que Bob abriera el emisor, me precipité a la habitación contigua. A través de la puerta de cristal pude ver al cobaya corriendo de un lado a otro.
»-¡ Bob, amor mío! ¡Está aquí! ¡Lo has conseguido!
»-Un poco de paciencia, Anne. No lo sabremos con seguridad hasta dentro de algún tiempo.
»-Pero está tan vivo como antes.
»-Es preciso comprobar que todos sus órganos siguen intactos. Si continúa así durante un mes, podremos intentar otras experiencias.
»Ese mes me pareció un siglo. Todos los días iba a ver al cobaya, que parecía portarse de maravilla.
»Cuando Bob se convenció de su buena salud, puso a Pickles, nuestro perro, en la cabina. No me avisó, porque jamás hubiera consentido que Pickles pasara por una experiencia semejante. Al animal, sin embargo, pareció gustarle. En una sola tarde fue desintegrado y reintegrado diez o doce veces y en cuanto salía de la cabina receptora, se precipitaba al aparato emisor para repetir el juego.
»Suponía que Bob iba a convocar una reunión de científicos y especialistas del Ministerio como solía hacer cuando terminaba un trabajo, para comunicar sus conclusiones y llevar a cabo algunas demostraciones prácticas. Al cabo de algunos días, yo misma se lo hice notar.
»-No, Anne. Este descubrimiento es demasiado importante para anunciarlo sin más ni más. Hay algunas fases de la operación que ni yo mismo he llegado a comprender todavía. No puedo abandonarlo ahora en otras manos.
»A veces, aunque no siempre, me hablaba de la marcha de su trabajo. Desde luego, en ningún momento se me pasó por la cabeza la idea de que fuera a intentar una primera experiencia humana con su propia persona y sólo después de la catástrofe descubrí que un segundo cuadro de mandos había sido instalado en el interior de la cabina emisora.
»La mañana en que intentó su terrible experiencia, Bob no vino a comer. Encontré una nota clavada en la puerta de su laboratorio:
»"Sobre todo, que nadie me moleste. Estoy trabajando."
»Ya en otras ocasiones había hecho lo mismo. Por otra parte, no concedí importancia a la extraña y deforme escritura del mensaje.
»Y fue precisamente algo más tarde, a la hora de la comida, cuando Harry vino corriendo a decirme que había cazado una mosca con la cabeza blanca. Yo, sin querer verla, le dije que la soltara inmediatamente. Ni Bob ni yo soportábamos que se le hiciera el menor daño a un animal. Yo sabía que Harry había atrapado aquella mosca sólo porque era rara, pero también sabía que su padre no vería en ello disculpa alguna.
»A la hora del té, Bob continuaba encerrado en su laboratorio y el mensaje clavado en la puerta. A la hora de la cena, las cosas seguían igual y por fin, vagamente inquieta, me decidí a llamarle.
»Le oí moverse por la habitación y un momento después apareció un segundo mensaje por debajo de la puerta. Lo desplegué y leí:
»"Anne: he tenido algunas complicaciones. Acuesta al niño y vuelve dentro de una hora. B."
»Golpeé de nuevo y llamé varias veces a Bob, sin recibir respuesta. Al cabo de un instante le oí teclear en la máquina de escribir y, tranquilizada por ese ruido familiar, regresé a la casa.
»Después de acostar a Harry, volví al laboratorio y encontré una nueva hoja de papel, que Bob había deslizado, como la anterior, por debajo de la puerta. Esta vez, leí con espanto:
»Anne:
»Cuento con tu firmeza de espíritu para que no pierdas la cabeza, porque sólo tú puedes ayudarme. Me ha sucedido un grave accidente. Mi vida no corre peligro por el momento, pero se trata, a pesar de ello, de una cuestión de vida o muerte. Me es imposible hablar: nada se consigue, por lo tanto, llamándome o haciéndome preguntas a través de la puerta. Tienes que obedecer mis instrucciones al pie de la letra. Después de dar tres golpes, para indicarme que estás de acuerdo, vete a buscar una taza de leche y añádele una copa colmada de ron. No he comido ni bebido nada desde anoche y tengo necesidad de hacerlo. Confío en ti.
B.»Con el corazón acelerado, di los tres golpes convenidos y me precipité hacia la casa para satisfacer su petición.
»De regreso al laboratorio encontré un nuevo mensaje en el suelo:
»Anne, sigue fielmente mis instrucciones:
»Cuando llames, abriré la puerta. Pon la taza de leche sobre mi mesa de trabajo, sin hacer ninguna pregunta, y pasa después a la habitación donde se encuentra la cabina receptora. Una vez allí, mira bien por todas partes. Es absolutamente necesario que encuentres una mosca. Aunque no puede andar muy lejos, yo me he pasado horas buscándola en vano. Ahora tengo un serio handicap y veo mal las cosas pequeñas.
»Pero antes de nada, júrame que me obedecerás en todo y que bajo ninguna excusa intentarás verme. Me es imposible discutir. Tres golpes en la puerta me demostrarán que estás nuevamente de acuerdo. Mi vida depende de tu ayuda.
»Sobreponiéndome a la emoción, di tres golpes espaciados.»Entonces oí que Bob venía hacia ella. Un instante después, su mano buscaba y descorría el cerrojo.
»Al entrar, comprendí que se había quedado detrás de la puerta. Resistiendo el deseo de volverme, dije:
»-Puedes contar conmigo, querido.
»Después de poner la taza en la mesa, bajo la única luz encendida, me dirigí hacia la otra habitación, que estaba, por el contrario, brillantemente iluminada. En ella reinaba el más absoluto desorden: había una gran cantidad de fichas y probetas rotas por el suelo, entre taburetes y sillas patas arriba. De una especie de enorme balde se desprendía un olor acre, originado por la combustión de unos papeles que acababan de consumirse
»Antes de empezar, sabía yo que mi búsqueda no daría resultado. El instinto me decía que la mosca deseada por Bob era la misma que Harry había atrapado y puesto en libertad, por orden mía, aquella misma mañana.
»Oí que Bob, en la habitación de al lado, se acercaba a la mesa y de ella se elevó, al cabo de un instante, una especie de succión, como si le costara trabajo beber.
»-Bob, no hay ninguna mosca. ¿No podrías ayudarme algo? Si no puedes hablar, recurre a los golpes en la mesa. Ya sabes: uno para el sí y dos para el no.
»Aunque había intentado dar una entonación normal a mi voz, tuve que hacer un esfuerzo terrible, cuando oí dos golpes secos en su escritorio, para reprimir un sollozo.
»-¿Puedo entrar en esa habitación, Bob? No comprendo nada de lo que pasa, pero sea lo que sea sabré enfrentarme a ello con valor.
»Hubo un momento de silencio y, por fin, un solo golpe.
»Al llegar a la puerta me quedé paralizada de estupor. Bob se había echado por la cabeza el paño de terciopelo dorado que generalmente se encontraba sobre la mesa donde comía, cuando por cualquier motivo no quería salir del laboratorio.
»-Bob, seguiremos buscando mañana, a la luz del sol. ¿No podrías ir a acostarte? Si quieres, te llevaré a la habitación de los huéspedes y cuidaré de que nadie te vea.
»Su mano izquierda surgió repentinamente del paño, que le tapaba hasta la cintura, y dio dos golpes en la mesa.
»-¿Necesitas un médico?
»"No", dijo con dos nuevos golpes.
»-¿Quieres que telefonee al profesor Moore? Te sería más útil que yo.
»La respuesta fue, una vez más, negativa. Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Algo, sin embargo, me daba vueltas en la cabeza. Por fin dije:
»-Harry encontró esta mañana una mosca muy extraña, que yo le obligué a dejar en libertad. ¿No podría ser la que buscas? El niño me dijo que tenía la cabeza blanca.
»Bob emitió un extraño suspiro, ronco y metálico. Y en aquel momento tuve que morderme la mano hasta que brotó sangre para no gritar. Mi marido había dejado caer su brazo derecho a lo largo del cuerpo y tenía, en vez de mano y muñeca, una especie de artejo gris con ganchos, que le asomaban por debajo de la manga.
»-Bob, amor mío, explícame lo que ha pasado... Seguramente podría ayudarte mejor si supiera de lo que se trata... ¡Oh, Bob, es espantoso! -dije tratando vanamente de ahogar los sollozos.
»Sacó la mano izquierda y, tras golpear una vez en la mesa, me indicó la puerta.
»Salí por ella, la cerré y me desplomé en el suelo. Bob echó el cerrojo, anduvo un poco por la habitación y finalmente se puso a escribir a máquina. Al poco tiempo, una nueva hoja apareció bajo la puerta:
»Vuelve mañana. Para entonces te tendré preparada una explicación. Toma un somnífero y duerme. Voy a necesitar todas tus fuerzas.
B.»-¿No querrás nada durante la noche, Bob? - grité a través de la puerta en cuanto conseguí dominar el temblor de mi voz.
»Dio dos golpes rápidos y nuevamente se oyó el tecleo de la máquina.»El sol me hizo abrir los ojos. Había puesto el despertador a las cinco, pero no lo había oído por culpa del somnífero. Eran casi las siete y me levanté enloquecida. Había dormido sin un solo sueño, como si alguien me hubiera arrojado al fondo de un oscuro pozo. Pero entonces, al regresar a la pesadilla de la vida real y acordarme del brazo de Bob, rompí nuevamente a llorar.
»Luego me precipité a la cocina y preparé, ante la sorpresa de las criadas, una bandeja de té con tostadas, que llevé al laboratorio sin perder un minuto.
»Bob me abrió al cabo de unos segundos y cerró a puerta tras de mí. Aún llevaba el paño sobre la cabeza. Por el lecho improvisado y por las arrugas de su traje gris, comprendí que había intentado descansar un poco. Una hoja mecanografiada me esperaba sobre la mesa. Bob se encontraba junto a la puerta de la otra habitación y comprendí que quería estar solo. Llevé, pues, el mensaje a ella y, mientras lo leía, le oí servirse una taza de té. A continuación, reproduzco sus palabras:
»¿Te acuerdas del cenicero? Me ha pasado un accidente similar, aunque por desgracia mucho más grave. Me he desintegrado y reintegrado yo mismo, una vez, con éxito. Pero, al intentar una segunda experiencia, no me he dado cuenta de que había una mosca en la cabina de transmisión.
»Mi única esperanza se cifra en encontrar esa mosca y en volver a "pasar" con ella. Búscala por todas partes. Si no la encuentras, será preciso que idee un procedimiento, para desaparecer sin dejar rastro.
»Yo hubiera preferido una explicación más detallada, pero Bob debía tener alguna poderosa razón para no dármela. "Seguramente está desfigurado", pensé. E intenté imaginarme su rostro invertido, como la inscripción del cenicero, con los ojos en el sitio de la boca o las orejas.
»Pero era preciso conservar la calma y tratar de salvarle. Ante todo, debía cumplir sus órdenes y esforzarme por encontrar aquella dichosa mosca a cualquier precio.
»-¿Puedo entrar ya?
»Bob abrió la puerta que ponía en comunicación las dos habitaciones.
»-No desesperes. Voy a traerte esa mosca. Aunque no se la ve por parte alguna del laboratorio, tiene que andar cerca... Supongo que estás desfigurado y que por eso pretendes desaparecer sin dejar huellas. Pero yo no lo permitiré. Si fuera necesario, te haría una máscara o una capucha y continuarías tus investigaciones hasta que consiguieras volver a la normalidad. Incluso, si no hubiera otro remedio, avisaría al profesor Moore y a otros sabios amigos tuyos y entre todos te salvaríamos.
»Bob golpeó con violencia la mesa, y emitió el suspiro ronco y metálico de la noche anterior.
»-No te irrites, Bob. No haré nada sin prevenirte, te lo prometo. Ten confianza en mí y déjame ayudarte. Estás desfigurado, ¿no es cierto? Seguramente, de un modo terrible. ¿Quieres enseñarme la cara? No me darías asco. ¡Soy tu mujer, Bob!
»Dio dos rabiosos golpes, para indicarme su total negativa, y me ordenó con la mano que saliera.
»-Bueno. Voy a buscar esa mosca, pero júrame antes que no harás ninguna tontería y que no tomaras la menor iniciativa sin consultarme.
»Extendíó lentamente la mano izquierda y comprendí que ese gesto equivalía a una promesa.
»Jamás olvidaré aquella espantosa jornada dedicada íntegramente a la caza de moscas. Puse la casa patas arriba, obligando a las criadas a participar en mi búsqueda. Aunque les expliqué que se trataba de una mosca, escapada del laboratorio de mi marido, sobre la cual se había llevado a cabo un importante experimento y que a toda costa era preciso recuperar viva, creo que en más de un momento me creyeron loca. Eso fue, por otra parte, lo que más tarde me salvó de la vergüenza de la horca.
»Interrogué a Harry. No comprendió inmediatamente y le sacudí hasta que empezó a llorar. Entonces tuve que armarme de paciencia. Sí, se acordaba. Había encontrado la mosca en el reborde de la ventana de la cocina, pero la había soltado, obedeciendo mis órdenes.
»A pesar de encontrarnos en pleno verano, en nuestra casa apenas habla moscas, porque vivíamos en lo alto de una colina donde siempre hacía viento. De todos modos, atrapé varios centenares. Hice poner jícaras de leche, confituras y azúcar en los rebordes de las ventanas y en varios sitios del jardín. Ninguno de los insectos cazados, sin embargo, respondió a la descripción dada por Harry. Los examiné personalmente con una lupa y todos parecían iguales.
»A la hora de comer, llevé al laboratorio leche y puré de patatas. Por si acaso, dejé también algunas moscas, cogidas al azar. Pero mi marido me dio a entender que no le servían para nada.
»-Si de aquí a la noche no aparece la mosca, estudiaremos el procedimiento a seguir. Mi idea es ésta: me instalaré en la habitación de al lado, con la puerta cerrada y te haré preguntas. Cuando no puedas contestar con un sí o un no, escribirás la contestación a máquina y me la echarás por debajo de la puerta... ¿Te parece bien?
»"Sí", golpeó Bob con su mano útil.
»Al ponerse el sol, seguíamos sin encontrar la mosca. Antes de llevarle la cena a Bob, titubeé un momento ante el teléfono. Sin duda alguna, todo aquello era una cuestión de vida o muerte para mi marido. ¿Tendría yo fuerza suficiente para oponerme a su voluntad e impedirle que pusiera fin a sus días? Seguramente jamás me perdonaría que faltara a mi promesa, pero pensé que su resentimiento era, a fin de cuentas, preferible a su desaparición y, febrilmente, me decidí a descolgar el aparato y a marcar el número del profesor Moore, su más íntimo amigo.
»-El profesor está de viaje y no volverá hasta finales de semana -me explicó cortésmente una voz neutra.
»La suerte estaba echada. Tendría que luchar sola y sola - decidí - salvaría a Bob.
»Cuando unos minutos después entré en el laboratorio, casi había recuperado la tranquilidad y me instalé, como habíamos convenido, en la habitación vecina para comenzar aquella penosa discusión, llamada a durar buena parte de la noche.»-Bob, ¿podrías decirme con exactitud lo que ha pasado ?»Oí el tecleo de su máquina durante varios minutos. Después apareció una hoja de papel bajo la puerta.
»Anne:
»Prefiero que me recuerdes con mi aspecto anterior. No va a quedar más remedio que destruirme. He reflexionado largamente sobre el asunto y sólo se me ocurre un procedimiento, para el cual necesito tu ayuda. Al principio pensé en una sencilla desintegración por medio de mi aparato emisor, pero se trata de una idea descabellada porque algún sabio podría reintegrarme en un futuro más o menos lejano y no quiero que eso suceda a ningún precio.
»Por un momento llegué a preguntarme si Bob se había vuelto Ioco.
»-No quiero saber cuál es tu procedimiento, porque jamás aceptaré esa solución, Bob. Por terrible que sea el resultado de tu experiencia, estás vivo, eres un hombre, con un alma y una inteligencia. ¡No tienes derecho a destruir todo eso!
»La respuesta fue de nuevo mecanográfica.
»Estoy vivo, pero no soy ya un hombre. En cuanto a mi inteligencia, puede desaparecer de un momento a otro. Ni siquiera sigue intacta. Y no puede haber alma sin inteligencia.
»-Tienes que poner a los otros sabios al corriente de tus experiencias y trabajos. Ellos terminarán por salvarte.
»Casi me asusté al oír los golpes de Bob sobre la puerta.
»-¿Por qué no? ¿Por qué te niegas a recibir una ayuda que todos te prestarían de corazón?
»Mi marido aporreó entonces la puerta con una docena. de furiosos golpes, y yo comprendí que por ese camino no iba a ninguna parte.
»Entonces le hablé de mí, de su hijo, de su familia. No me contestó. Cada vez me sentía más desconcertada. Por fin me aventuré a lanzar un tímido:
-Bob..., ¿me escuchas?
»Esta vez se oyó un solo golpe, mucho más suave
»-En una de tus cartas te referías al cenicero de tu primera experiencia. ¿Crees que si lo hubieras metido otra vez en el aparato, las letras habrían podido recuperar su primitivo orden?
»Unos instantes más tarde, leí en la nueva hoja que acababa de ser deslizada bajo la puerta:
»Veo donde vas a parar, Anne. He pensado en ello y esa, precisamente, es la razón de que tenga tanto interés en recuperar la mosca. Si no nos transmitimos juntos, no hay esperanza alguna.
»-Inténtalo al azar. Nunca se sabe.
»"Ya lo he intentado", fue esta vez su respuesta.
»-¡Prueba una vez más!
»La respuesta de Bob me animó un poco, porque ninguna mujer ha comprendido ni comprenderá jamás que un condenado a muerte se dedique a gastar bromas. Un minuto más tarde, efectivamente, pude leer
»Admiro tu deliciosa lógica femenina. Podríamos repetir la experiencia un millar de veces... Pero para darte ese placer, sin duda el último, voy a hacerlo. En el caso de que no encuentres las gafas negras, vuélve te de espaldas a la cabina receptora y tápate los ojos con las manos. Avísame cuando estés dispuesta.
»-¡Ya, Bob!
»Sin molestarme en buscar las gafas, obedecí sus instrucciones. Le oí mover varias cosas y cerrar la puerta de la cabina de transmisión. Tras un momento de espera, que me pareció interminable, se escuchó un ruido violento y pude percibir un brillante resplandor a través de mis párpados cerrados y de mis manos.
»Me di la vuelta y miré.
»Bob, siempre con su paño de terciopelo sobre la cabeza, salió lentamente de la cabina receptora.
»-¿ Ningún cambio? - pregunté dulcemente, tocándole en el brazo.
»Al sentir el contacto, retrocedió rápidamente y tropezó con un taburete volcado. Entonces hizo un violento esfuerzo para no perder el equilibrio y el paño de terciopelo dorado resbaló lentamente por su cabeza y cayó al suelo tras él.
»Jamás olvidaré aquella visión. Grité de miedo y cuanto más gritaba, más miedo tenía. Me metí los dedos en. la boca, como si fueran una mordaza, para ahogar los gritos y, tras sacarlos empapados en sangre, grité aun con más fuerza. Sabía, me daba cuenta de que sólo apartando la mirada de él y cerrando los ojos , podría dominarme.
»Sin prisa, el monstruo en que se había convertido Bob volvió a taparse la cabeza y se dirigió a tientas hacia la puerta. Por fin pude cerrar los ojos.
»Yo, antes de aquello, creía en la posibilidad de una vida mejor y nunca había sentido miedo de la muerte. Ahora sólo me queda una esperanza: la nada total de los materialistas, porque ni siquiera en otro mundo podría olvidar. No, jamás olvidaré aquel cráneo aplastado, aquella cabeza de pesadilla, blanca, velluda, con puntiagudas orejas de gato y ojos protegidos por grandes placas oscuras. La nariz rosada y palpitante, era también la de un gato, pero la boca había sido sustituida por una especie de hendidura vertical cubierta de largos pelos rojos y prolongada por una trompa negra y viscosa, que se abocinaba en su extremo.
»Debí desmayarme, porque me desperté, algún tiempo más tarde, tendida sobre las frías baldosas del laboratorio y con los ojos clavados en la puerta, tras la cual se oía, una vez más, el tecleo de la máquina de escribir de Bob.
»Estaba atontada, como esas personas que - tras un accidente grave - no se dan cuenta cabal de lo sucedido. Me acordaba de un hombre, perfectamente lúcido, al que había visto cierta vez en una estación, sentado al borde del andén, mirando con una especie de indiferente estupor su pierna, aun sobre la vía por donde acababa de pasar el ferrocarril.
»La garganta me dolía atrozmente y temí haber arruinado mis cuerdas vocales a fuerza de gritar.
»Al otro lado de la pared cesó el ruido de la máquina y una nueva hoja apareció bajo la puerta. Estremecida, la cogí con la punta de los dedos y leí:
»Ahora ya lo comprendes. Esta experiencia ha sido un último desastre, querida Anne. Sin duda habrás reconocido una parte de la cabeza de Dandelo. Antes de la transmisión, mi cabeza era, simplemente, la de una mosca. Ahora sólo tengo de ésta los ojos y la boca. El resto ha sido reemplazado por una reintegración parcial de la cabeza del gato desaparecido.
»Supongo que hasta tú misma te das cuenta de que sólo existe una solución. Debo desaparecer, como te decía, sin dejar rastro. Da tres golpes en la puerta si estás de acuerdo. En ese caso, te explicaré el procedimiento que considero más adecuado.
»Sí, Bob tenía razón. Era preciso que nadie supiera de él ni de su triste destino. Comprendía mi error al proponerle una nueva desintegración y, confusamente, me daba cuenta de que nuevas tentativas sólo conducirían a transformaciones aun más horribles.
»Me acerqué a la puerta e intenté hablar, pero ningún sonido salió de mi garganta abrasada. Entonces di los tres golpes convenidos.
»El resto puede adivinarse. Bob me explicó su plan por medio de mensajes mecanografiados y yo lo aprobé.
»Helada, temblorosa, con la cabeza a punto de estallar, como un autómata, le seguí de lejos hasta la fábrica. Llevaba en la mano un papel con todas las instrucciones relativas al funcionamiento del martillo-pilón.
»La cosa fue más fácil de lo que parece, porque no tenía la sensación de estar matando a mi marido, sino a un monstruo. El verdadero Bob había dejado de existir muchas horas antes. Yo me limitaba simplemente a ejecutar sus últimas voluntades.
»Con los ojos clavados en su cuerpo, tendido en el suelo e inmóvil, pulsé el botón de descenso. La masa metálica bajó silenciosamente, aunque menos deprisa de lo que yo había supuesto. El golpe sordo de su llegada al suelo se confundió con un crujido seco. El cuerpo de mi... del monstruo fue recorrido por un estremecimiento y después ya no volvió a moverse.
»Entonces me acerqué y vi que se había olvidado de meter el brazo derecho, la pata de mosca, bajo el martillo.
»Sobreponiéndome al asco y al miedo, y con prisa, porque temía que el ruido del martillo atrajera al vigilante nocturno, puse en marcha el mecanismo de ascensión de la máquina.
»Después, dando diente con diente y llorando de terror, me vi nuevamente obligada a superar el asco y a levantar y empujar hacia delante su brazo derecho, extrañamente ligero.
»Hice caer nuevamente el martillo y eché a correr.
»Ahora lo sabe todo. Haga lo que mejor le parezca.>>

*****
Al día siguiente, el inspector Twinker vino a tomar el té conmigo.
-Me enteré inmediatamente de la muerte de Lady Browning y, como me había ocupado de la muerte de su marido, me encargaron también de este asunto.
-Cuáles son sus conclusiones, inspector?
-La medicina no admite réplicas. Lady Browning, según el diagnóstico del forense, se ha suicidado con una cápsula de cianuro. Debía llevarla encima desde hace tiempo.
-Venga a mi despacho, inspector. Quiero enseñarle un curioso documento, antes de destruirlo.
Twinker se sentó ante mi mesa y leyó, al parecer sin alterarse, la larga «confesión» de mi cuñada, mientras yo fumaba mi pipa al lado de la chimenea.
Cuando volvió la última página, reunió cuidadosamente, todas las hojas y me las tendió.
-¿Qué le parece? -pregunté mientras las arrojaba con cierta delectación a la chimenea.
En lugar de responder inmediatamente, esperó a que el fuego devorara por completo las blancas hojas, que se retorcían y adquirían extrañas formas.
-En mi opinión, este manuscrito prueba definitivamente, que Lady Browning estaba loca de atar -dijo clavando en mí sus ojos claros.
-Sin duda - asentí yo mientras encendía la pipa. Permanecimos un buen rato mirando el fuego.
-Esta mañana me ha pasado algo muy curioso, inspector. Fui al cementerio, al sitio donde está enterado mi hermano. No había nadie.
-Sí, había alguien, míster Browning. Yo estaba allí. No quise molestarle en sus... trabajos.
-¿Entonces me vio... ?
-Sí. Le vi enterrar una caja de cerillas.
-¿Sabe lo que había dentro?
-Supongo que una mosca.
-Sí. La encontré de buena mañana en el jardín. Había caído en una tela de araña.
-¿Estaba muerta?
-No del todo. Tuve que acabar con ella... La aplasté entre dos piedras. Tenía la cabeza blanca..., completamente blanca.

lunes, 21 de septiembre de 2009

La Catacumba


La catacumba
Peter Shilston



Estoy relatando esta historia tal como me fue contada. Imaginen si pueden un autocar efectuando la visita de la isla de Sicilia a mediados de agosto, transportando un par de docenas de turistas ingleses de vacaciones, ansiosos de inspeccionar los lugares habituales de interés... Palermo en dos días, Agrigento en otros dos, Siracusa mereciendo sólo uno, un viaje en telesilla hasta la cima del Etna, y luego de vuelta a casa. El tipo de gente que uno encuentra en tales viajes es invariablemente el mismo: cierto número de maestros de escuela, serias parejas de jubilados, padres que han traído equivocadamente a sus hijos y están empezando a preguntarse por qué no se han ahorrado problemas yendo simplemente a la playa, y un puñado de personas solas sin ningún lazo aparente. Además, su comportamiento es siempre el mismo: algunos pasan todo el tiempo gruñendo sobre la calidad de los hoteles y la comida, los jóvenes se preguntan por qué no hay chicas jóvenes y atractivas disponibles en el viaje, los niños se aburren, y los maestros de escuela cargan por todos lados con sus mapas y sus guías y toman muchas fotos. Otros no parecen mostrar el menor interés por los lugares históricos y pasan todo su tiempo sentados en el café más próximo o comprando los recuerdos más horribles y variados.
Ese autocar en particular era uno de los típicos, creo. Entre sus miembros había un tal señor Pearsall, un tranquilo y solitario hombre de mediana edad de apariencia vagamente erudita. Había gozado del viaje turístico y se había mostrado convenientemente impresionado por los templos griegos de Agrigento y los mosaicos de la gran catedral de Monreale, pero no había conseguido hacer amistad con ninguno de los demás pasajeros, y como las vacaciones estaban a un par de días de su término empezaba a considerar el regreso a casa. En consecuencia, se mostró ligeramente irritado cuando la vieja señora Tavistock, en la parte de atrás del autocar, empezó a quejarse de dolores en el estómago. No había dejado de quejarse en todo el viaje, pero ahora parecía realmente enferma, lo que dio como resultado que Giuliano, el guía, pidiera al conductor que se detuviera en el primer pueblo a fin de buscar un doctor.
El primer pueblo resultó ser un conjunto de casas que ni siquiera estaba señalizado en los mapas, apiñadas debajo de un enorme farallón, sin ningún rasgo característico que permitiera distinguirlo de cualquiera de los otros cincuenta pequeños pueblos por los que habían cruzado a lo largo de su camino. Allí Giuliano fue en busca de un médico, dejando a sus turistas medio adormilados, leyendo ociosamente sus libros o charlando de cosas inconcretas. Era la media tarde, y el sol caía con fuerza. Todos los sicilianos sensatos estaban dentro de sus casas durmiendo la siesta. Todos los postigos de las ventanas estaban cerrados, y no se veía ni un alma en la calle.
Al cabo de un rato regresó Giuliano, lamentando informarles que iban a tener que esperar al menos una hora antes de que la señora Tavistock pudiera recibir atención y ellos pudieran continuar. Mientras tanto, podían salir y estirar las piernas, aunque era difícil que hallaran algo abierto. El autocar haría sonar el claxon para llamarles de vuelta cuando llegara el momento. En este punto se enzarzó en una animada conversación en italiano con Umberto, el conductor, que hizo varios gestos enfáticos, resultado de los cuales fue una información no demasiado alentadora. La gente del lugar, dijo Giuliano, no era muy sociable precisamente, de modo que los turistas no iban a encontrar muchas facilidades. Los autocares normalmente no se paraban nunca allí, y no tenía el menor objeto visitar el pueblo; realmente, no tema nada que ofrecer. Expresó de nuevo su consternación y habló unas cuantas palabras más con Umberto. El conocimiento del italiano del señor Pearsall no era demasiado grande, pero creyó captar que «no es probable que surjan complicaciones si van todos juntos».
Sin embargo, el señor Pearsall no tenía la menor intención de permanecer con los demás mientras se quedaban parados sin saber qué hacer. Había vislumbrado una iglesia en la parte de debajo de una calle lateral cuando penetraban en el pueblo, le pareció antigua y sorprendentemente grande para un lugar tan insignificante, y pensó que quizá valdría la pena efectuar una visita de exploración. Las «complicaciones» que Giuliano había mencionado (suponiendo que lo hubiera comprendido bien) podían interpretarse como ladrones. Les había advertido que tuvieran cuidado con los tirones de bolsos en las grandes ciudades, pero era muy poco probable que bandas de asaltantes se molestaran en patrullar un pueblo donde los turistas no se paraban nunca. Las calles aparecían absolutamente desiertas. Además, el señor Pearsall aún estaba en buena forma, e imaginaba que podía defender sus pertenencias contra cualquier tipo de ratero; o, en el peor de los casos, echar a correr lo suficientemente rápido como para librarse de él. Así pues, agarrando su cámara, comunicó su pretendido destino a otro pasajero (que no demostró ni la más pequeña inclinación a acompañarle) y partió decidido.
Las calles laterales del pueblo eran muy estrechas y ascendían en pronunciada pendiente la colina hacia el imponente farallón que lo dominaba desde arriba. Algunas de ellas tenían gradas. El señor Pearsall se preguntó si no sería claustrofóbico vivir bajo aquella gran sombra negra, y también especuló acerca de si el pueblo no habría sufrido nunca daños por la caída de rocas. Tras un par de vueltas por calles sin salida, desembocó en una pequeña placita pavimentada con guijarros, y tan desprovista de gente como el resto
del pueblo, que daba paso a la iglesia. Una mirada al sol le indicó que estaba acercándose a ella por su lado oeste: la esquina meridional casi tocaba la base del farallón. Debido a que tenía exactamente el mismo color y textura que aquella imponente masa, la iglesia daba la inquietante impresión de haber sido tallada, por la mano de un gigante, de un solo bloque de la enorme roca.
Su primera sensación, nos dijo el señor Pearsall, fue de gran vejez y ruina general. La iglesia parecía mucho más vieja que los templos dóricos de Agrigento que habían admirado aquella misma semana, aunque su intelecto le decía que aquél no podía ser el caso. Supuso que debía tratarse de un edificio normando, aunque posiblemente erigido sobre unos cimientos aún más viejos: árabes o incluso romanos. El estilo era sin embargo lo suficientemente típico, aunque más bien fuera de proporciones. Dos achaparradas y pesadas
torres, con muy pocas ventanas (y además muy pequeñas), flanqueaban un pórtico de tres amplios arcos puntiagudos. La escasa decoración que pudo existir en algún momento allí, apenas era ahora discernible. Parecía como si en su época hubiese habido frescos en el interior del pórtico, pero ahora el enlucido estaba terriblemente cuarteado, y en algunos lugares había caído por completo. Sólo unas pocas e imprecisas siluetas de figuras humanas —presumiblemente santos— podían descubrirse aún. Había una gran puerta de madera, deteriorada y carcomida, con paneles tallados en lo que en su tiempo habían sido recargados esquemas abstractos. Influencia morisca, se dijo a sí mismo el señor Pearsall, y empujó la puerta. Estaba cerrada.
Aquello era predecible bajo cualquier circunstancia, pero aun así irritante. El señor Pearsall retrocedió hasta la plaza para tomar una foto, y luego miró su reloj. Apenas habían pasado quince minutos desde que abandonara el autocar y aún quedaba mucho tiempo que matar. El día era más caluroso que nunca, y si había algunas tiendas en aquella plaza olvidada de Dios, todas estaban resueltamente cerradas. Decidió dar la vuelta a la iglesia, a falta de otra cosa que hacer. Además, durante parte del recorrido estaría en la sombra, donde haría más fresco. Sin gran entusiasmo, inició el camino. Era un hombre de temperamento tranquilo, pero si había algo que le irritaba era encontrarse de pronto sin nada que hacer cuando había confiado en estar ocupado.
A lo largo del lado sur, las cerradas casas estaban situadas tan cerca de la iglesia que la calle más bien parecía un túnel. No había avanzado gran cosa cuando observó una pequeña puerta lateral. No debe sorprendemos que intentara abrirla. Para su gran alegría, descubrió que no estaba cerrada con llave. Sorprendido ante su buena suerte, y felicitándose por su persistencia, penetró en el interior.
Al principio no vio nada, tan oscuro estaba después del fuerte resplandor del sol de la tarde allá afuera. Muy pronto, los ojos del señor Pearsall se acostumbraron a la penumbra y fue capaz de mirar a su alrededor. Inmediatamente supo que su paseo había sido provechoso. Con su metódica costumbre, empezó a clasificar cuanto podía ver. Una larga y alta nave, con pequeñas naves laterales a ambos lados. Claramente, otra iglesia normanda, con los puntiagudos arcos aprendidos de los árabes. Pero, a diferencia de algunas de las otras que había visto en sus visitas, aquella no había sido reformada durante el período barroco. No se veía ninguna pilastra corintia. Los capiteles de las columnas parecían una masa de grotesca talla, aunque estaban tan sucios de un espeso tizne que no podían distinguirse claramente. Por supuesto, todo el interior estaba muy sucio; los bancos llenos de polvo y las velas tan descoloridas que parecía como si no hubieran sido encendidas en años. Sin lugar a dudas, no esperaban visitantes, puesto que no había guía alguno para la visita ni postales visibles por ningún lado.
Entonces el señor Pearsall vio los mosaicos. Había sido iniciado ya en las maravillas que los normandos habían legado a Sicilia al respecto, con muestras tan asombrosas como las de la catedral de Monreale y la Capilla Palatina en Palermo, pero, pese a ello, los ejemplos de aquel arte desplegados en aquel lugar apartado le hicieron perder el aliento. Allí, algún anónimo artesano del siglo XII había tomado el estilo bizantino y lo había interpretado con un vigor y un álito propios. Una verdadera biblia popular de sorprendente fuerza cubría las paredes. El señor Pearsall olvidó por completo el paso del tiempo mientras seguía aquellos tesoros. Allí estaba la creación del mundo en una secuencia de siete cuadros, y allí estaban Adán y Eva tentados por la serpiente y expulsados del Paraíso. Seguían más escenas: Caín asesinando a Abel, la construcción del Arca, la embriaguez de Noé, la Torre de Babel, Abraham y la destrucción de las Ciudades de la Llanura, el sacrificio de Isaac; y así muchas más, cada una más sorprendente que la anterior.
Resultaba extraño, pensó el señor Pearsall mientras avanzaba de escena en escena lleno de maravilla y admiración, que los habitantes de aquel pueblo desanimaran a los turistas. Allí tenían algunos de los mosaicos más excelentes de la isla, si no de toda Italia, y sin embargo dejaban que fueran deteriorándose lejos de la vista, en una sucia iglesia cerrada. Solamente con un poco de iniciativa y energía por parte de las autoridades del pueblo, era seguro que los visitantes acudirían en tromba para ver tales maravillas. ¿Qué tenían en contra de los turistas? Seguro que en el lugar había suficientes propietarios de cafés en perspectiva y vendedores de recuerdos como para insistir en que se hiciera algo. ¿Por qué la iglesia no se mencionaba en ninguna de las guías turísticas que tan asiduamente había leído antes de iniciar el viaje? Tales eran los pensamientos que cruzaron la mente del señor Pearsall, pero al cabo de un rato empezó a sufrir otras dudas.
Se le hizo evidente que, aunque el artista poseía un gran vigor natural, era la plasmación del mal lo que más atraía lo mejor de su arte. La serpiente en el Jardín del Edén, por ejemplo, poseía un rostro humano que exhibía una siniestra y seductora mirada de soslayo. En la historia de Caín y Abel, no había la menor duda de que era Caín quien representaba al héroe: Abel, mientras yacía impotente en el suelo, era un simple y desventurado bobalicón, mientras que su asesino, de pie sobre él con una espada alzada para hendirle el cráneo, estaba lleno de potencia salvaje. En Babel, los soldados del rey Nimrod parecían meros autómatas sin voluntad. Por su parte, el cuadro de Saúl y la bruja de Endor estaba situado en el extremo más oscuro de la iglesia, quizá deliberadamente, cubierto de telarañas. Tras examinarlo de cerca, el señor Pearsall casi se alegró de ello, porque dentro de la cueva de la bruja había algunas desagradables formas no humanas que quizá hubiera sido mejor no exponerlas a la vista.
«Quizás el artista era un maniqueo —se dijo el señor Pearsall—, un cátaro o un albigense. (¿O son todos lo mismo? ¿He tomado bien las fechas?), más convencido de la existencia del mal que de la del bien. Quizá sus mosaicos fueron condenados por heréticos. Pero, en ese caso, ¿por qué no fueron destruidos, en vez de mantener cerrada la iglesia? Me pregunto qué habrá hecho con el Nuevo Testamento...»
Aquellos mosaicos aún le resultaron más turbadores. El señor Pearsall no pudo descubrir una Anunciación, ni siquiera una Natividad, pero había una horriblemente realista Matanza de los Inocentes, en la cual se representaba un amplio número de ingeniosos y repugnantes medios para asesinar niños, mientras el rey Heredes permanecía sentado en su trono, contemplando la carnicería y riendo. El retrato de Judas recibiendo sus treinta monedas de plata por parte de Caifas hubiera sido considerado una obra maestra de todos los tiempos, de no haber sido tan absolutamente desagradable. Y así seguía... a través de varios detestables retratos de gente poseída por los demonios, a través de las historias de Simón Mago y Ananías, los cuales eran de nuevo la más viva caracterización de sus respectivas escenas, hasta el aterrador cuadro de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.
En ese momento, el señor Pearsall no sólo estaba claramente trastornado por los mosaicos, sino que empezaba a sentirse francamente mal. Al principio la iglesia estaba en completo silencio, pero ahora parecía llena de pequeños ruidos incapaces de localizar. Sus pasos resonaban una y otra vez en un largo decrescendo, pero parecía como si les respondiesen extraños roces y crujidos. Sin duda eran los sonidos normales de la vida roedora, o de una madera envejecida al inicio de su penosa muerte, pero cuando, como el señor Pearsall, uno se encuentra solo en una antigua iglesia en medio de un pueblo extraño, donde ni siquiera un solo habitante ha mostrado aún su rostro y donde además uno está rodeado por las más inquietantes ilustraciones del mal bíblico, tales explicaciones racionales pierden inevitablemente fuerza. Una o dos veces contuvo el aliento y permaneció completamente inmóvil para ver si los ruidos continuaban. No sólo por eso, sino que además tema la creciente sensación de que estaba siendo observado. Probablemente sólo eran los rostros de los mosaicos los que le provocaban aquello, pero en más de una ocasión pensó que había visto un movimiento exactamente en su ángulo de visión. Alarmado, dio media vuelta sólo para descubrir que no había nada.
Finalmente llegó ante una Virgen María que no sólo estaba desprovista de la habitual serenidad, sino que además poseía la voluptuosidad de un vampiro. Tan sorprendente era su expresión, que por un momento pensó que debía tratarse de una representación de la Prostituta Escarlata de Babilonia, pero no, tenía la postura y las ropas habituales de la Virgen. Además, en sus brazos estaba el niño Jesús, un horrible pequeño con una untuosa y mojigata sonrisa que hizo pensar al señor Pearsall en el saciado apetito hacia algo perverso. Se estremeció y sintió una sensación de tan agudo desagrado que por un momento olvidó completamente los ruidos.
Durante todo aquel tiempo había evitado mirar hacia el lado este, procurando reservar para el final la visión de lo que siempre era la gloria de las iglesias sicilianas: la gran figura de Cristo en el ábside encima del altar. Incapaz de contenerse por más tiempo, volvió su mirada en aquella dirección.
Por supuesto, era una obra maestra, pese a la suciedad y a las telarañas que lo envolvían. Como es costumbre, la imagen representaba la cabeza y los hombros de Cristo, vestido de rojo y azul, el brazo derecho levantado para dar la bendición, el izquierdo sosteniendo un libro abierto escrito en griego. El tratamiento dado por el desconocido artista era maravilloso, pero la expresión en el rostro de Cristo únicamente podía calificarse de horrible: una maligna sonrisa de desprecio, la mirada muy penetrante. El señor Pearsall
no sabía griego, pero sospechó que las palabras escritas en la página abierta del libro no eran ningún texto normal de las escrituras. Y la mano derecha... ¿Era el gesto habitual de bendición? ¿O el primero y último dedos estaban erguidos con... el conocido gesto de los
cuernos del diablo?
«Ésta es una iglesia blasfema —se dijo el señor Pearsall a sí mismo—. Los mosaicos pueden ser excelentes, pero también son terribles. Algún obispo, quizá incluso el Papa, los condenó e hizo que la iglesia fuera cerrada. Ni siquiera la gente del pueblo querrá hablar de ellos porque sigue siendo gente muy religiosa, ni dejará que los turistas entren en ella. En realidad, esos cuadros son capaces de provocar pesadillas a cualquiera. Bien, me alegro de haberlos visto, pero éste no es un lugar agradable para visitar solo.»
Miró a su reloj, y casi se sintió aliviado al descubrir que su hora había prácticamente expirado. Eso le dio una excusa para marcharse sin explorar el resto de la iglesia. Con paso rápido, que cualquier observador imparcial hubiera dicho que estaba peligrosamente cerca de una carrera motivada por el pánico, volvió a la puerta del lado sur por donde había entrado.
Estaba cerrada.
Durante un rato, el señor Pearsall luchó con la puerta de forma más bien fútil, sacudiéndola, girando a un lado y a otro la manija metálica, intentando averiguar si se había quedado trabada con algo, pero enteramente incapaz de conseguir algún resultado. Golpeó la puerta con la palma de las manos y le dio patadas, con lo que un gran estruendo resonó formando múltiples ecos por toda la iglesia, parecidos a una salva de cañonazos, y hasta el día de hoy jura que desde algún lugar le llegó como respuesta una especie de siniestra risita.
Con un considerable esfuerzo, logró tranquilizarse.
«Eso es estúpido —se dijo a sí mismo—. Probablemente se trata de algún vigilante que olvidó cerrar la iglesia antes de la siesta, y sólo se dio cuenta de su error cuando despertó. Debe de ser un hombre muy estúpido o descuidado, de lo contrario hubiese mirado para comprobar si había alguien dentro.»
De todos modos, no deseaba volver a golpear de nuevo la puerta y obtener aquel horrible eco, así que decidió buscar otra puerta que pudiera estar abierta. La lógica le sugería que debía haber una en el lado norte, quizá abriéndose a un claustro o algo parecido. Cruzó la nave con una cierta ansiedad nerviosa (y evitando cuidadosamente mirar la blasfema figura del Cristo, aunque podía sentir la cruel mirada clavada en él con una fuerza casi tangible) y fue en su busca.
Por supuesto, existía una puerta en el ángulo de la nave lateral norte, y no estaba cerrada, aunque daba la sensación de que hacía mucho tiempo que no había sido abierta. Necesitó desarrollar una gran fuerza para hacerla girar. Chirrió horriblemente mientras se
abría hacia dentro, dejando escapar una lluvia de polvo, y un peculiar olor a moho se expandió por el aire. El señor Pearsall se encontró ante un tramo de gastados peldaños de piedra que descendían hacia la oscuridad.
Aquello no parecía en absoluto una salida. De hecho, el olor sugería que la cámara inferior, fuera lo que fuese, estaba completamente aislada del aire exterior, y así había estado durante mucho tiempo. Era un camino nada prometedor para alguien que deseaba abandonar el edificio, e incluso hoy el señor Pearsall no ha sido nunca capaz de proporcionar una explicación satisfactoria del porqué decidió descender aquellos peldaños. Ya era tarde, y después del turbador efecto de los mosaicos, la mayor parte de su celo explorador se había evaporado. Sin embargo, no conseguía resistir la atracción de aquel umbral. Más tarde se preguntó si realmente había poseído un completo control de sus movimientos. Todo aquel lugar tenía un aire claramente siniestro; pese a todo, empujó la puerta hasta abrirla por completo y dio sus primeros pasos tentativos hacia la descendente oscuridad.
La escalera era larga y curiosamente húmeda pese a la sequedad del clima. Muy pronto, todo rastro de luz procedente del cuerpo principal de la iglesia (que le había parecido tan tenebrosa cuando entró) desapareció, viéndose obligado a sacar el encendedor de su bolsillo y avanzar a la luz de la oscilante llama. Giró un recodo bajo un amenazante arco de piedra sin desbastar, descendió una rampa, y se quedó con la boca abierta ante la visión.
Era una catacumba. Un largo corredor se abría ante él, con pasadizos laterales a ambos lados. Quizá cubría toda el área bajo la nave. Y estaba habitada. Una larga hilera doble de formas humanas se alineaba en cada pasadizo. Todas las clases y edades tenían sus representantes allí: hombres, mujeres y niños, monjes y guerreros, eruditos y damas encopetadas. Todos vestidos con ropas que en su tiempo debieron de ser las mejores; pieles, sedas y trajes recamados, ahora lamentablemente rotos y deteriorados, pero conservando aún un destello de su pasada gloria. Y todos tenían rostro, puesto que evidentemente se había gastado mucho ingenio para conservar los cuerpos, aunque con distintos grados de éxito. Había una muchachita cuyas ropas parecían tener al menos doscientos años de antigüedad, pero que por su piel y su pelo cualquiera hubiera dicho que estaba dormida. Sin embargo, más allá, un hombre con ropas de clérigo había perdido su nariz y sus mejillas, y sus ojos se habían degradado hasta convertirse en unos glóbulos lechosos. Y algo más apartado, un soldado con coraza de acero repujado, que quizá fuera un mercenario del período del Renacimiento, había perdido enteramente su carne, sonriendo impávido desde su calavera desnuda.
¡Pobre señor Pearsall! El efecto habría sido ya bastante desagradable bajo una potente luz eléctrica y rodeado por sus compañeros de viaje, pero allí, completamente solo, encerrado, y tras la alarma y el trastorno de aquellos horribles mosaicos, y sólo con una tenue llama para protegerle de la oscuridad, la impresión fue abrumadora. Jamás ha conseguido explicar por qué no dio media vuelta y salió huyendo. Se refugia diciendo que «sintió como una llamada» que le atraía hacia allí. Realmente es irrefutable que caminó adentrándose en aquel pasillo, por entre aquellas espeluznantes hileras de muertos, el horror apoderándose de él, entrando en él, pero totalmente incapaz de retroceder.
Todos aquellos cuerpos llevaban allí mucho tiempo. El conocimiento que el señor Pearsall tenía de la historia de la indumentaria no era muy grande, pero estaba completamente seguro de que ninguno de aquellos deteriorados atuendos se había colocado más allá de mediado el siglo XVIII, y sin embargo la mayoría parecían medievales. Lo que le quedaba de su mente racional le dijo que catacumbas similares eran algo común en todas partes, pero tal pieza de información parecía extraordinariamente inútil. A medida que penetraba en la catacumba, le parecía retroceder en el tiempo hasta los inicios de la Edad Media. Muy pocos de los rostros conservaban carne ya en ellos; algunos casi estaban desnudos, con las ropas reducidas a pobres andrajos, y otras simplemente caídas en el suelo. Pero siguió adelante, hasta llegar al final.
Por entonces ya había perdido todo sentido de la orientación, pero sospechaba que estaba avanzando bajo el altar, bajo el Cristo de los cuernos del diablo bendiciendo y su malevolente mirada. Y allí estaba el centro de aquel laberinto de muerte: un gran trono de madera dorada, en buena parte podrida, donde había un cuerpo sentado, con las espléndidas ropas y la mitra de un obispo. Todo esto, el señor Pearsall lo vio a distancia, pero a medida que se iba acercando no miraba directamente a la figura. Intentó forzar la vista para mirar solamente las zapatillas, pues estaba convencido de que perdería la razón si miraba más arriba. Pero fue incapaz de luchar cuando una fuerza más fuerte que su propia mente le hizo levantar gradualmente la cabeza más y más arriba: la capa consistorial bordada en oro, las esqueléticas manos con el anillo episcopal rodeando holgadamente el hueso de un dedo, el báculo sujeto verticalmente en la otra mano, los huesos del rostro desnudos de toda carne, los risueños dientes amarillos, los ojos... ¡Los ojos! ¡No habían desaparecido! ¡Seguían vivos, penetrantes, mirando fijamente! ¡Dios mío! ¡Los mismos ojos del Cristo en el mosaico!
El encendedor cayó de la inerte mano del señor Pearsall, que se vio sumido en la oscuridad. Era un encendedor de forma cilíndrica, y pudo oír cómo rodaba fuera de su alcance. Por unos breves segundos tanteó inútilmente el suelo en su busca, luego se dio cuenta de que la búsqueda era inútil. Tendría que encontrar su camino de salida en una total oscuridad. ¿Cuan lejos estaba? ¿Cuántas vueltas había dado? Agitó sus brazos hacia delante y a ambos lados, caminó unos pocos pasos, tocó piedra, se volvió, anduvo un poco más hasta que encontró otro obstáculo, giró de nuevo... Fue en ese instante cuando empezó de nuevo a oír ruidos, un roce seco, horrible, que hubiese querido pensar que se trataba de una rata. Iba detrás de él. Avanzó más de prisa y chocó con uno de los cuerpos. Su rostro se enterró en la podrida tela y sintió cómo los brazos sin vida rodeaban sus hombros. Perdiendo completamente los nervios, gritó: un sonido ahogado que se extinguió rápidamente. Corrió a la ventura, golpeó contra otro cuerpo, volvió a correr y chocó de nuevo. Los cadáveres se estaban derrumbando a todo su alrededor, y sin embargo aún se oía un roce como si se arrastraran y un seco y sepulcral crujido detrás de él, también moviéndose. No rápidamente, pero pronto le alcanzaría si no conseguía hallar las escaleras. Cayó, se cortó en las manos y gritó de nuevo, pero no de dolor. Perdió la cuenta de cuántas veces tropezó con obstáculos, hasta que, lleno de arañazos y sangrante, no pudo ir más allá y se cubrió las espaldas apoyándolas contra el muro de piedra. El sonido susurrante estaba muy cerca ahora. Luz. ¡Necesitaba luz! Había perdido su encendedor y no tenía cerillas. Frenéticamente, sus manos rebuscaron en sus bolsillos esperando un milagro. ¡Por supuesto! ¡Los cubos de flash para su cámara! Con dedos temblorosos, extrajo uno y tanteó durante lo que le pareció una eternidad hasta conseguir encajarlo en su lugar. Pulsó el disparador y nada. ¡Un fracaso! Le dio un cuarto de vuelta y probó otra vez. Nada tampoco. El sonido susurrante estaba ahora tan sólo a unos pocos centímetros. ¡Piensa hombre, piensa! ¡Claro! Había olvidado correr la película, así que el flash no podía funcionar. Haz pasar la película a inténtalo de nuevo... justo a tiempo...
En el cegador instante pudo verle a no más de un metro de su rostro: las ropas doradas, la mitra, el cráneo, y los ojos, los terribles ojos...
Debió de perder el conocimiento. Cuando despertó, estaba rodeado por la brillante luz del día, tendido en el asiento trasero del autocar, y Giuliano se inclinaba sobre él. El otro turista le había dicho dónde se había dirigido el señor Pearsall, y cuando vieron que no regresaba a tiempo, Giuliano y Umberto se habían dirigido a la iglesia en su busca. Al entrar por la puerta sur (negaron categóricamente que estuviese cerrada) oyeron sus gritos desde la cripta y vieron el flash. Lo encontraron sin dificultad: estaba a pocos metros de las escaleras.
Giuliano se sentía más aliviado que irritado, pero reprendió al señor Pearsall por desordenar los cuerpos de la catacumba. Chocar contra ellos en la oscuridad podía considerarse una falta de cuidado y poco respeto, pero arrastrar deliberadamente un cuerpo desde su lugar de reposo... y además el cuerpo de un obispo...
El señor Pearsall no tuvo fuerzas para discutir.

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