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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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viernes, 11 de enero de 2013

Edgar Allan Poe - Cuatro Bestias en Una: El Hombre Cameleopardo - 666

Edgar Allan Poe - Cuatro Bestias en Una: El Hombre Cameleopardo

Antíoco Epífanes es generalmente visto como el Gog del profeta Ezequiel.
Este honor es, empero, más propiamente atribuido a Cambises, el hijo de
Ciro. Y ciertamente el caracter del monarca sirio no necesita ningún otro
ornamento. Su acceso al trono, o mejor dicho, su usurpación de la
soberanía, unos ciento setenta años antes de Cristo; su intento de saquear
el templo de Diana en Efeso; su implacable hostilidad hacia los Judíos; su
profanación al Santo de los Santos; y su miserable muerte en Tebas, luego
de un tumultuoso reinado de once años, son circunstancias bastante
relevantes, y generalmente han sido mucho más reportadas por los
historiadores de esta época, que su impía, vil, cruel, tonta y antojadiza
conjunción de hechos que hicieron el sumatoria de su vida privada y
reputación.
Vamos a suponer, amado lector, que estamos ahora en el año tres mil
ochocientos treinta, y vamos, por unos minutos, a imaginarnos a nosotros
mismos dentro de una de las más grotescas habitaciones humanas, la
remarcable ciudad de Antioquía. Se asegura que en Siria y otras naciones,
hubo dieciséis ciudades con el mismo nombre, aparte de la que estoy
aludiendo particularmente. Pero la nuestra es aquella denominada Antioquía
Epidafne, por su vecindad con el pequeño pueblo de Dafne, donde tenemos un
templo dedicada a tal divinidad. Fue construído por (hay, sin embargo,
alguna disputa sobre esta materia) Seleuco Nicanor, el primer rey del país
después de la muerte de Alejandro Magno, en memoria de Antíoco, su padre,
y se convirtió inmediatamente en residencia de la monarquía siria. En los
tiempos florecientes del Imperio Romano, fue una usual estación del
prefecto de las provincias de Medio Oriente; y muchos de los emperadores
pasaron aquí gran parte de sus tiempos. Pero percibo que hemos llegado a
la ciudad misma. Pero, ascendamos por su almenaje, y lancemos nuestra
vista sobre el pueblo y los vecinos.
¿Qué río ancho y rápido es que fuerza su camino, con innumerables saltos,
a través de las salvajes montañas, y finalmente a través de las salvajes
construcciones?
Es el Orontes, y es la única traza de agua a la vista, con la excepción
del Mediterráneo, que se expande, como un ancho espejo, a través de doce
millas hacia el sur. Todos han visto el Mediterráneo, pero déjenme
decirles, hay algunos que han dado miradas furtivas sobre Antioquía.
Estos, unos pocos, como usted y yo, han tenido, al mismo tiempo, las
ventajas de una moderna educación. Por consiguiente desisten de reconocer
el mar, y prestan completa atención a la masa de casas que permanecen bajo
nuestro. Ustedes recordarán que es el año del mundo tres mil ochocientos
treinta. Donde más tarde, por ejemplo, en el año de nuestro Señor mil
ochocientos cuarenta y cinco, no tendríamos tal extraordinario
espectáculo. En el Siglo Diecinueve Antioquía está -o mejor tendríamos que
decir, estará- e un lamentable estado de decaimiento. Ha estado, para esta
época, totalmente destruída, en de tres diferentes períodos, por tres
terremotos sucesivos. Por consiguiente, al decir verdad, lo poco que pudo
haber quedado, será encontrado en un estado tan desolado y ruinoso que el
patriarca debería mudar su residencia a Damasco. Esto está bien. Veo que
aprovecha mi consejo, y dedica la mayoría de su tiempo a reconocer los
lugares para
... Satisfacer vuestros ojos
Con las memorias y las cosas famosas
Que más honran a esta ciudad.
Le pido perdón; había olvidado que Shakespeare no florecería hasta dentro
de diecisiete siglos y medio. Pero ¿la apariencia de Epidaphne no me
justifica en llamarla grotesca?
"Está bien fortificada; y a este respecto, está tan en deuda con la
naturaleza como con el arte."
Muy cierto.
"Hay un gran número de palacios estatales."
Los hay.
"Y los numerosos templos, suntuosos y magníficos, pueder ser
tranquilamente comparados con los más laudados de la antigüedad."
Todo esto tengo que admitirlo. Aún tenemos una infinidad de chozas de
barro, y caramancheles abominables. No podemos sino percibir abundancia de
suciedad en cada esquina, y, no sería por el poderoso humo de idólatras
inciensos, no tendría duda que encontraríamos una intolerable pestilencia.
¿Alguna vez vio calles tan insufriblemente estrechas, o casas tan
milagrosamente altas? ¡Qué lóbrega se ven sus sombras proyectadas sobre el
piso! Es que si no fuera que las lámparas pendientes de las interminables
columnatas son mantenidas encendidas aún de día, tendríamos sin duda la
oscuridad del Egipto en el tiempo de la desolación.
"¡Ciertamente es un lugar extraño! ¿Cuál es el significado particular de
todas estas singulares construcciones? ¡Mire! Son torres encima de otras,
y todas apuntan hacia lo que yo tomo por el Palacio Real."
Este es el nuevo Templo del Sol, que es adorado en Siria bajo el título de
Elah Gabalah. Más adelante, un notorio Emperador Romano instituiría su
culto en Roma, y consecuentemente tomó del mismo su apodo: Heliogábalo. Me
atrevo a decirle que eche un vistazo a la divinidad dentro del templo. No
necesitará mirar hacia arriba, al cielo; su arca no está arriba, al menos
no el arca adorada por los sirios. Esta deidad es encontrada en el
interior de aquella construcción. Es adorada bajo la figura de un gran
pilar que está en la punta de un cono o pirámide, donde se connota el
fuego.
"¡Escucha! ¿Quién puede de aquellos ridículos seres, estar, medio desnudo,
con su rostro pintado, gritando y gesticulando al gentío?"
Algunos son charlatanes de feria. Otros pertenecen a la raza de los
filósofos. La mayoría, empero, aquellos especialmente que machacan al
populacho con palos, son los principales cortesanos del palacio,
ejecutando como tarea pesada, alguna laudable vis cómica del rey.
"¿Pero, qué tenemos aquí? ¡Cielos! ¡El pueblo es abarrotado junto a
bestias salvajes! ¡Qué terrible espectáculo, de peligrosa extravagancia!"
Terrible, con su permiso; pero no tanto como para ser peligroso. Cada
animal si usted se toma la molestia de observar, está siguiendo, muy
tranquilamente, a su amo. Algunos pocos son guiados con sogas alrededor
del cuello, pero estos son mayormente los menos o solamente especies
tímidas. El león, el tigre, y el leopardo están enteramente sin ningún
freno. Todos han sido entrenado sin dificultad para la presente profesión,
y siguen a sus respectivos dueños como si fueran una especie de
valets-de-chambre. Es verdad, hay ocasiones en las que la Naturaleza se
asegura sus dominios violadosl pero por entonces si un hombre era devorado
o si un toro consagrado era sacrificado, eran circunstancias de muy poca
monta para ser menos que inferiores en Epimanes.
"¿Pero, qué extraordinario tumulto escucho? Seguramente este es un ruido
alto para la ciudad. Debe ser el principio de alguna conmoción de inusual
interés."
Si, indudablemente. El rey ha ordenado algún espectáculo novel, algunas
exhibiciones de gladiadores en el hipódromo, o quizás la masacre de los
prisioneros escitas, o la incendio de su nuevo palacio, o la demolición de
algún enorme templo, o tal vez la muerte en la hoguera de algunos judíos.
Los gritos se acrecientan. Los alaridos de risas ascienden a los cielos.
El aire se vuelve disonante con instrumentos de viento, y horrible con el
clamor de un millón de gargantas. Dejémoslo descender, por amor a la
diversión, y veamos que pasa. ¡Pero cuidado! Aquí estamos en la calle
principal, la calle de Timarco. Un mar de gente viene por esta vía, y
encontraremos una gran dificultad en detener la ola. Ellos vienen
desbordando el callejón desde la calle Heracles, que desemboca
directamente en el palacio. Por consiguiente, debe ser probable que el Rey
esté entre los alborotadores. Si, escucho los gritos del líder proclamando
su advenimiento en la pomposa fraseología del Este. Debemos echar un
vistazo a esta persona cuando pase por el templo de Ashimah. Podemos
salvaguardarnos en el vestíbulo del santuario; él estará aquí enseguida.
En mientras podemos examinar esta imagen. ¿Qué es? ¡Oh! Es el dios Ashimah
en persona. Tú lo percibes, sin embargo, que no es un cordero, ni una
cabra ni un sátiro ni tampoco el dios Pan de los Arcadianos. Aún todas
estas apariencias han sido dadas, pido perdón, serán dadas, por los
entendidos de futuras épocas, al dios Ashimah de los sirios. Ponlo en tus
lentes, y dime que es. ¿Qué es?
"¡Dios bendito! ¡Es como un mono!"
Cierto, como un babuino; pero de ninguna manera es menos que una deidad.
Su nombre es una derivación del griego Simia, (¡que grandes tontos son los
arqueologos!) ¡Pero mira! ¡Mira! Aquel pilluelo harapiento que corre a
toda prisa. ¿A dónde va? ¿Por qué está llorando? ¿Qué es lo que dice? ¡Oh!
¡Dice que el rey está viniendo triunfante; que está vestido de protocolo;
que acaba de dar muerte, con sus propias manos, a un centenar de
israelitas encadenados! A raíz de esta hazaña, el mendigo está loándolo
hasta los cielos. ¡Escucha! Aquí viene una tropa. Han hecho un himno
latino sobre el valor del rey, y lo están cantando a medida que marchan.
Mille, mille, mille,
Mille, mille, mille,
Decollavimus, unus homo!
Mille, mille, mille, mille, decollavimus!
Mille, mille, mille,
Vivat qui mille mille occidit!
Tantum vini habet nemo
Quantum sanguinis effudit!(*)
Lo que puede ser interpretado como:
¡Ciento, ciento, ciento,
Ciento, ciento, ciento,
Nosotros, con un guerrero, hemos matado!
¡Ciento, ciento, ciento, ciento, cantamos ciento de nuevo!
¡Viva! Cantemos
Larga vida a nuestro rey,
Quien golpea a un centenar tan valiente
¡Viva! Bramemos,
Él nos ha dado más
Galones de sangre
Que todas las jarras de vino de Siria!
"¿Puedes escuchar el sonido de las trompetas?"
Si: ¡el rey está llegando! ¡Mira! La gente está pasmada de admiración, y
abren sus ojos al cielo en reverencia. ¡Él viene, está viniendo, aquí está!
"¿Quién? ¿Dónde? ¿El rey? No puedo verlo, no puedo decir que lo esté
percibiendo."
Entonces tú debes estar ciego.
"Es muy posible. No veo nada más que un tumultuoso tropel de idiotas y
locos, que se postran ante un gigantesco cameleopardo, y se esfuerzan para
darle un beso en las patas del animal. ¡Mira! La bestia acaba de patear a
uno de los de la chusma, luego a otro y a otro. Ciertamente no puedo dejar
de admirar al animal por la excelente utilización que hace de sus patas."
¡Gentuza! ¡Por qué estos son los ciudadanos nobles y libres de Epidaphne!
¿A qué bestias te refieres? Te cuidado que no seas oído por casualidad.
¿No percibes que el animal tiene el rostro de un hombre? ¡Por qué, mi
querido señor, este cameleopardo no es otro que Antíoco Epífanes, Antíoco
el Ilustre, Rey de Siria, el más potente de todos los autócratas del
Oriente! Es verdad, que también es nombrado, a veces, como Antíoco
Epimanes, Antíoco el loco, pero es a causa de que toda la gente no tiene
la capacidad de apreciar sus méritos. Es también cierto que en este
momento está camuflado bajo la piel de una bestia, y está haciendo su
mejor intento por interpretar el rol de un cameleopardo; pero esto lo hace
para el mejor mantenimiento de su dignidad real. Además, el monarca posee
una gigantesca estatura, y sus vestiduras, por consiguiente, no son nunca
indecorosas ni tampoco muy grandes. Nosotros podemos, sin embargo,
presumir que podría haberlas adoptado por alguna ocasión especial. Tal, si
me permites, la masacre del centenar de judíos. ¡Con que dignidad
superior, el monarca deambula en cuatro patas! Su cola es sujetada, como
tu puedes percibir, por sus dos concubinas principales, Elina y Argelais;
y su presencia sería mucho más agradable si no fuera por las
protuberancias de sus ojos, que parecen ciertamente arrancar fuera de su
cabeza, y el excéntrico color de su rostro es indescriptible a causa de la
gran cantidad de vino que ha ingerido. Sigámosle al hipódromo, adónde se
está encaminando, y escuchemos el cántico triunfal que acaba de comenzar:
¿Quién es el Rey sino Epífanes?
Dilo si lo sabes
¿Quién es el Rey sino Epífanes?
¡Bravo! ¡bravo!
No hay nadie como Epífanes,
No, no hay nadie como él.
¡Así que destruye el templo,
Y póstrate al sol!
¡Una buena y vigorosa canción! El populacho lo vitorea como el 'Príncipe
de los Poetas', también como 'Gloria del Oriente', 'Placer del Universo' y
como 'Más Admirable de los Cameleopardos'. Ellos han entonado su efusión,
¿los escuchas? Ahora lo cantan de nuevo. Cuando arriba al hipódromo, será
coronado con la corona de los poetas, anticipadamente por su victoria en
las próximas Olimpíadas.
"¡Pero, buen Jupiter! ¿Qué sucede con la multitud a nuestras espaldas?"
¿Qué dices? ¡Oh, ah! Ya veo, mi amigo. Es bueno que hables a tiempo.
Vayamos a un lugar seguro lo más rápido posible. ¡Aquí! Ocultémonos bajo
el arco de este acueducto, y te diré en un momento acerca del origen de
esta conmoción. Se volvió como lo había anticipado. La singular apariencia
del cameleopardo y la cabeza de un hombre, hubieron, en apariencia,
realizado alguna ofensa a las nociones de diversión decente, en general,
por los animales salvajes domesticados en la ciudad. Como resultado se ha
desatado un motín, y, como es usual en estos casos, todos los esfuerzos
humanos son inútiles para mitigar a la turba. Varios de los sirios han
sido devorados; pero la voz general de los patriotas cuadrúmanos parece
ser la de comer al cameleopardo. 'El Príncipe de los Poetas', por
consiguiente, debe correr por su vida. Sus cortesanos le han dejado solo,
y sus concubinas han seguido tal excelente ejemplo. 'El Placer del
Universo' ¡qué arte para tal triste prédica! 'Gloria del Oriente' ¡qué
arte para qué peligro de masticación! En consecuencia nunca miró tan
lastimosamente su cola; iba a ser arrastrado indudablemente hacia el
fango, y no había nadie que le ayude. No mires detrás tuyo a esta
inevitable degradación; pero ten coraje, emplea tus piernas con vigor, ¡y
vete del hipódromo! Recuerda a este Antíoco Epífanes. Antíoco el Ilustre,
también 'Príncipe de los Poetas', 'Gloria del Oriente', 'Placer del
Universo', y el 'Más Admirable de los Cameleopardos'. ¡Cielos! Qué rapidez
estás desplegando! ¡Qué capacidad de huida que demuestras! ¡Corre,
Príncipe! ¡Bravo, Epífanes! Bien hecho, Cameleopardo. ¡Glorioso Antíoco!
¡Corre! ¡Brinca! ¡Vuela! ¡Cómo una flecha lanzada de una catapulta, él
escapa del hipódromo! ¡Cabriola! ¡Grita! ¡Está ahí! Esto es bueno; por que
has sido 'Gloria del Oriente', y has sido el segundo en alcanzar las
puertas del Anfiteatro, ya que no hay cachorro de oso en Epidaphne que no
hubiese roído tu osamenta. Salgamos, ¡marchémonos!, ya que no podremos con
nuestros oídos modernos siquiera soportar el vasto estruendo que está por
comenzar para celebrar el escape del rey. ¡Escucha! Ya ha comenzado.
¡Mira! Toda la ciudad está revuelta.
"¡Seguro, esta es la ciudad más populosa del este! ¡Qué cantidad de gente!
¡Qué conglomeración de personas de todas las edades! ¡Qué multiplicidad de
sectas y naciones! ¡Qué variedad de vestimentas! ¡Qué Babel de lenguajes!
¡Qué rugidos de bestias! ¡Qué tintineo de instrumentos! ¡Qué parcela de
filósofos!"
Vamos, debemos irnos.
"¡Espera un momento! Veo una vasta barahúnda en el hipódromo; ¿cuál es el
significado de esto?, te suplico me digas."
¿Eso? ¡Oh, no es nada! Los nobles y los ciudadanos libres de Epidafne
estando, como ellos declararon, satisfechos con la fe, valor, sabiduría y
divinidad de su rey, y teniendo ocasión de presenciar, además, su reciente
agilidad sobrehumana, piensan que deben ceñirle la frente (en añadidura a
su corona poética) con el lauro de la victoria en la carrera pedestre, un
lauro que es evidente que él deberá obtener durante las próximos Juegos
Olímpicos, y que, por consiguiente, está consiguiendo anticipadamente.

Berenice - Edgar Allan Poe - 666

 DOMINIO PÚBLICO

EDGAR ALLAN POE
BERENICE


BERENICE
Edgar Allan Poe
Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem,
curas meas aliquantulum fore levatas.
(EBN ZAIAT)
La desdicha es muy variada. La desgracia cunde multiforme en la tierra. Desplegada por el ancho horizonte, como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste, a la vez tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada por el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza ha derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Igual que en la ética el mal es consecuencia del bien, en realidad de la alegría nace la tristeza. O la memoria de la dicha pasada es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.
Mi nombre de pila es Egaeus; no diré mi apellido. Sin embargo, no hay en este país torres más venerables que las de mi sombría y lúgubre mansión. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios; y en muchos sorprendentes detalles, en el carácter de la mansión familiar, en los frescos del salón principal, en los tapices de las alcobas, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero sobre todo en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca, y, por último, en la naturaleza muy peculiar de los libros, hay elementos suficientes para justificar esta creencia.
Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con esta mansión y con sus libros, de los que ya no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es inútil decir que no había vivido antes, que el alma no conoce una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos este punto. Yo estoy convencido, pero no intento convencer. Sin embargo, hay un recuerdo de formas etéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales y tristes, un recuerdo que no puedo marginar; una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, vacilante; y como una sombra también por la imposibilidad de librarme de ella mientras brille la luz de mi razón.
En esa mansión nací yo. Al despertar de repente de la larga noche de lo que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y de la erudición monásticos, no es extraño que mirase a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi niñez entre libros y disipara mi juventud en ensueños; pero sí es extraño que pasaran los años y el apogeo de la madurez me encontrara viviendo aun en la mansión de mis antepasados; es asombrosa la parálisis que cayó sobre las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión completa en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades del mundo terrestre me afectaron como visiones, sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños, por el contrario, se tornaron no en materia de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi cínica y total existencia.
Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la mansión de nuestros antepasados. Pero crecimos de modo distinto: yo, enfermizo, envuelto en tristeza; ella, ágil, graciosa, llena de fuerza; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo, entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando sin preocuparse de la vida, sin pensar en las sombras del camino ni en el silencioso vuelo de las horas de alas negras. ¡Berenice! —Invoco su nombre—, ¡Berenice! Y ante este sonido se conmueven mil tumultuosos recuerdos de las grises ruinas. ¡Ah, acude vívida su imagen a mí, como en sus primeros días de alegría y de dicha! ¡Oh encantadora y fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces..., entonces todo es misterio y terror, y una historia que no se debe contar. La enfermedad —una enfermedad mortal— cayó sobre ella como el simún, y, mientras yo la contemplaba, el espíritu del cambio la arrasó, penetrando en su mente, en sus costumbres y en su carácter, y de la forma más sutil y terrible llegó a alterar incluso su identidad. ¡Ay! La fuerza destructora iba y venía, y la víctima..., ¿dónde estaba? Yo no la conocía, o, al menos, ya no la reconocía como Berenice.
Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por aquella primera y fatal, que desencadenó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, hay que mencionar como la más angustiosa y obstinada una clase de epilepsia que con frecuencia terminaba en catalepsia, estado muy parecido a la extinción de la vida, del cual, en la mayoría de los casos, se despertaba de forma brusca y repentina. Mientras tanto, mi propia enfermedad —pues me han dicho que no debería darle otro nombre—, mi propia enfermedad, digo, crecía con extrema rapidez, asumiendo un carácter monomaníaco de una especie nueva y extraordinaria, que se hacía más fuerte cada hora que pasaba y, por fin, tuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así tengo que llamarla, consistía en una morbosa irritabilidad de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no me explique; pero temo, en realidad, que no haya forma posible de trasmitir a la inteligencia del lector corriente una idea de esa nerviosa intensidad de interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no hablar en términos técnicos) actuaban y se concentraban en la contemplación de los objetos más comunes del universo.
Reflexionar largas, infatigables horas con la atención fija en alguna nota trivial, en los márgenes de un libro o en su tipografía; estar absorto durante buena parte de un día de verano en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme toda una noche observando la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente una palabra común hasta que el sonido, gracias a la continua repetición, dejaba de suscitar en mi mente alguna idea; perder todo sentido del movimiento o de la existencia física, mediante una absoluta y obstinada quietud del cuerpo, mucho tiempo mantenida: éstas eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, en realidad no único, pero capaz de desafiar cualquier tipo de análisis o explicación.
Pero no se me entienda mal. La excesiva, intensa y morbosa atención, excitada así por objetos triviales en sí, no tiene que confundirse con la tendencia a la meditación, común en todos los hombres, y a la que se entregan de forma particular las personas de una imaginación inquieta. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, una situación grave ni la exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado por un objeto normalmente no trivial, lo pierde poco a poco de vista en un bosque de deducciones y sugerencias que surgen de él, hasta que, al final de una ensoñación llena muchas veces de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece completamente y queda olvidado. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque adquiría, mediante mi visión perturbada, una importancia refleja e irreal. Pocas deducciones, si había alguna, surgían, y esas pocas volvían pertinazmente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran agradables, y al final de la ensoñación, la primera causa, lejos de perderse de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo primordial de la enfermedad. En una palabra, las facultades que más ejercía la mente en mi caso eran, como ya he dicho, las de la atención; mientras que en el caso del soñador son las de la especulación.
Mis libros, en esa época, si no servían realmente para aumentar el trastorno, compartían en gran medida, como se verá, por su carácter imaginativo e inconexo, las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio, De amplitudine beati regni Dei [La grandeza del reino santo de Dios]; la gran obra de San Agustín, De civitate Dei [La ciudad de Dios], y la de Tertuliano, De carne Christi [La carne de Cristo], cuya sentencia paradójica: Mortuus est Dei filius: credibile est quia ineptum est; et sepultus resurrexit: certum est quia impossibile est, ocupó durante muchas semanas de inútil y laboriosa investigación todo mi tiempo.
Así se verá que, arrancada, de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón se parecía a ese peñasco marino del que nos habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la furia más feroz de las aguas y de los vientos, pero temblaba a simple contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador desapercibido pudiera parecer fuera de toda duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desgraciada enfermedad me habría proporcionado muchos temas para el ejercicio de esa meditación intensa y anormal, cuya naturaleza me ha costado bastante explicar, sin embargo no era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, la calamidad de Berenice me daba lástima, y, profundamente conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos mecanismos por los que había llegado a producirse una revolución tan repentina y extraña. Pero estas reflexiones no
compartían la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran como las que se hubieran presentado, en circunstancias semejantes, al común de los mortales. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se recreaba en los cambios de menor importancia, pero más llamativos, producidos en la constitución física de Berenice, en la extraña y espantosa deformación de su identidad personal.
En los días más brillantes de su belleza incomparable no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, mis sentimientos nunca venían del corazón, y mis pasiones siempre venían de la mente. En los brumosos amaneceres, en las sombras entrelazadas del bosque al mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche ella había flotado ante mis ojos, y yo la había visto, no como la Berenice viva y palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, sino como su abstracción; no como algo para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como tema de la más abstrusa aunque inconexa especulación. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado mucho tiempo, y que, en un momento aciago, le hablé de matrimonio.
Y cuando, por fin, se acercaba la fecha de nuestro matrimonio, una tarde de invierno, en uno de esos días intempestivamente cálidos, tranquilos y brumosos, que constituyen la nodriza de la bella Alcíone estaba yo sentado (y creía encontrarme solo) en el gabinete interior de la biblioteca y, al levantar los ojos, vi a Berenice ante mí.
¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la incierta luz crepuscular del aposento, los vestidos grises que envolvían su figura los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. Ella no dijo una palabra, y yo por nada del mundo hubiera podido pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado cruzó mi cuerpo; me oprimió una sensación de insufrible ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma, y, reclinándome en la silla, me quedé un rato sin aliento, inmóvil, con mis ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era extrema, y ni la menor huella de su ser anterior se mostraba en una sola línea del contorno. Mi ardiente mirada cayó por fin sobre su rostro.
La frente era alta, muy pálida, y extrañamente serena; lo que en un tiempo fuera cabello negro azabache caía parcialmente sobre la frente y sombreaba las sienes hundidas con innumerables rizos de un color rubio reluciente, que contrastaban discordantes, por su matiz fantástico, con la melancolía de su rostro. Sus ojos no tenían brillo y parecían sin pupilas; y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar sus labios, finos y contraídos. Se entreabrieron; y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la desconocida Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Quiera Dios que nunca los hubiera visto o que, después de verlos, hubiera muerto!
El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo, y, al levantar la vista, descubrí que mi prima había salido del aposento. Pero de los desordenados aposentos de mi cerebro, ¡ay!, no había salido ni se podía apartar el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni una mota en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una mella en sus bordes había en los dientes de esa sonrisa fugaz que no se grabara en mi memoria. Ahora los veía con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí, y allí, y en todas partes, visibles y palpables ante mí, largos, finos y excesivamente blancos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el mismo instante en que habían empezado a crecer. Entonces llegó toda la furia de mi monomanía, y yo luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los muchos objetos del mundo externo sólo pensaba en los dientes. Los anhelaba con un deseo frenético. Todos las demás preocupaciones y los demás intereses quedaron supeditados a esa contemplación. Ellos, ellos eran los únicos que estaban presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los examiné bajo todos los aspectos. Los vi desde todas las perspectivas. Analicé sus características. Estudié sus peculiaridades. Me fijé en su conformación. Pensé en los cambios de su naturaleza. Me estremecí al atribuirles, en la imaginación, un poder sensible y consciente y, aun sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. De mademoiselle Sallé se ha dicho con razón que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía seriamente que toutes ses dents étaient des ídées. Des idées! ¡Ah, este absurdo pensamiento me destruyó! Des idées!¡Ah, por eso los codiciaba tan desesperadamente! Sentí que sólo su posesión me podría devolver la paz, devolviéndome la razón.
Y la tarde cayó sobre mí; y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon alrededor, y yo seguía inmóvil, sentado, en aquella
habitación solitaria; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible dominio, como si, con una claridad viva y horrible, flotara entre las cambiantes luces y sombras de la habitación. Al fin irrumpió en mis sueños un grito de horror y consternación; y después, tras una pausa, el ruido de voces preocupadas, mezcladas con apagados gemidos de dolor y de pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo las puertas de la biblioteca, vi en la antesala a una criada, deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había sufrido un ataque de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, ya estaba preparada la tumba para recibir a su ocupante, y terminados los preparativos del entierro.
Me encontré sentado en la biblioteca, y de nuevo solo. Parecía que había despertado de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero no tenía una idea exacta, o por los menos definida, de ese melancólico período intermedio. Sin embargo, el recuerdo de ese intervalo estaba lleno de horror, horror más horrible por ser vago, terror más terrible por ser ambiguo. Era una página espantosa en la historia de mi existencia, escrita con recuerdos siniestros, horrorosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero fue en vano; mientras tanto, como el espíritu de un sonido lejano, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. Pero, ¿qué era? Me hice la pregunta en voz alta y los susurrantes ecos de la habitación me contestaron: ¿Qué era?
En la mesa, a mi lado, brillaba una lámpara y cerca de ella había una pequeña caja. No tenía un aspecto llamativo, y yo la había visto antes, pues pertenecía al médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa y por qué me estremecí al fijarme en ella? No merecía la pena tener en cuenta estas cosas, y por fin mis ojos cayeron sobre las páginas abiertas de un libro y sobre una frase subrayada. Eran las extrañas pero sencillas palabras del poeta Ebn Zaiat: «Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas». ¿Por qué, al leerlas, se me pusieron los pelos de punta y se me heló la sangre en las venas?
Sonó un suave golpe en la puerta de la biblioteca y, pálido como habitante de una tumba, un criado entró de puntillas. Había en sus ojos un espantoso terror y me habló con una voz quebrada, ronca y muy baja. ¿Qué dijo? Oí unas frases entrecortadas. Hablaba de un grito salvaje que había turbado el silencio de la noche, y de la servidumbre reunida para averiguar de dónde procedía, y su voz recobró un tono espeluznante, claro, cuando me habló, susurrando, de una tumba profanada, de un cadáver envuelto en la mortaja y desfigurado, pero que aún respiraba, aún palpitaba, ¡aún vivía!
Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro y de sangre. No contesté nada; me tomó suavemente la mano: tenía huellas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había en la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un grito corrí hacia la mesa y agarré la caja. Pero no pude abrirla, y por mi temblor se me escapó de las manos, y se cayó al suelo, y se rompió en pedazos; y entre éstos, entrechocando, rodaron unos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos diminutos objetos blancos, de marfil, que se desparramaron por el suelo.
FIN

Edgar Allan Poe - Annabel Lee - 666

666

 CUENTO



Edgar Allan Poe
Annabel Lee

Hace muchos, muchos años, en un reino junto al mar,
Habitaba una doncella cuyo nombre os he de dar,
Y el nombre que daros puedo es el de Annabel Lee,
quien vivía para amarme y ser amada por mí.
Yo era un niño y era ella una niña junto al mar,
En el reino prodigioso que os acabo de evocar.
Más nuestro amor fue tan grande cual jamás yo
presentí,
Más que el amor compartimos con mi bella Annabel
Lee,
Y los nobles de su estirpe de abolengo señorial
Los ángeles en el cielo envidiaban tal amor,
Los alados serafines nos miraban con rencor.
Aquel fue el solo motivo, ¡hace tanto tiempo ya!,
por el cual, de los confines del océano y más allá,
Un gélido viento vino de una nube y yo sentí
Congelarse entre mis brazos a mi bella Annabel Lee.
La llevaron de mi lado en solemne funeral.
A encerrarla la llevaron por la orilla de la mar
A un sepulcro en ese reino que se alza junto al mar,
Los arcángeles que no eran tan felices cual los dos,
Con envidia nos miraban desde el reino que es de
Dios.
Ese fue el solo motivo, bien lo podéis preguntar,
Pues lo saben los hidalgos de aquel reino junto al mar,
Por el cual un viento vino de una nube carmesí
Congelando una noche a mi bella Annabel Lee.
Nuestro amor era tan grande y aún más firme en su
candor
Que aquel de nuestros mayores, más sabios en el
amor.
Ni los ángeles que moran en su cielo tutelar,
Ni los demonios que habitan negros abismos del mar
Podrán apartarme nunca del alma que mora en mí,
Espíritu luminoso de mi
hermosa Annabel Lee.
Pues los astros no se elevan sin traerme la mirada
Celestial que, yo adivino, son los ojos de mi amada.
Y la luna vaporosa jamás brilla baladí
Pues su fulgor es ensueño de mi bella Annabel Lee.
Yazgo al lado de mi amada, mi novia bien amada,
Mientras retumba en la playa la nocturna marejada,
Yazgo en su tumba labrada cerca del mar rumoroso,
En su sepulcro a la orilla del océano proceloso.

La Máscara de la Muerte Roja - Edgar Allan Poe - 666

dominio público


EDGAR ALLAN POE
LA MASCARA DE LA MUERTE ROJA

 LA MASCARA DE LA MUERTE ROJA
Edgar Allan Poe
Durante mucho tiempo, la «Muerte Roja» había devastado la región. Jamás pestilencia alguna fue tan fatal y espantosa. Su avatar era la sangre, el color y el horror de la sangre. Se producían agudos dolores, un súbito desvanecimiento y, después, un abundante sangrar por los poros y la disolución del ser. Las manchas purpúreas por el cuerpo, y especialmente por el rostro de la víctima, desechaban a ésta de la Humanidad y la cerraban a todo socorro y a toda compasión. La invasión, el progreso y el resultado de la enfermedad eran cuestión de media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios perdieron la mitad de su población, reunió a un millar de amigos fuertes y de corazón alegre, elegidos entre los caballeros y las damas de su corte, y con ellos constituyó un refugio recóndito en una de sus abadías fortificadas. Era una construcción vasta y magnífica, una creación del propio príncipe, de gusto excéntrico, pero grandioso. Rodeábala un fuerte y elevado muro, con sus correspondientes puertas de hierro. Los cortesanos, una vez dentro, se sirvieron de hornillos y pesadas mazas para soldar los cerrojos. Decidieron atrincherarse contra los súbitos impulsos de la desesperación del exterior e impedir toda salida a los frenesíes del interior.
La abadía fue abastecida copiosamente. Gracias a tales precauciones los cortesanos podían desafiar el contagio. El mundo exterior, que se las compusiera como pudiese. Por lo demás, sería locura afligirse o pensar en él. El príncipe había provisto aquella mansión de todos los medios de placer. Había bufones, improvisadores, danzarines, músicos, lo bello en todas sus formas, y había vino. En el interior existía todo esto, además de la seguridad. Afuera, la «Muerte Roja».
Ocurrió a fines del quinto o sexto mes de su retiro, mientras la plaga hacía grandes estragos afuera, cuando el príncipe Próspero proporcionó a su millar de amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.
¡Qué voluptuoso cuadro el de ese baile de máscaras! Permítaseme describir los salones donde tuvo efecto. Eran siete, en una hilera imperial. En muchos palacios estas hileras de salones constituyen largas perspectivas en línea recta cuando los batientes de las puertas están abiertos de par en par, de modo que la mirada llega hasta el final sin obstáculo. Aquí, el caso era muy distinto, como se podía esperar por parte del duque y de su preferencia señaladísima por lo bizarre. Las salas estaban dispuestas de modo tan irregular que la mirada solamente podía alcanzar una cada vez. Al cabo de un espacio de veinte o treinta yardas encontrábase una súbita revuelta, y en cada esquina, un aspecto diferente.
A derecha e izquierda, en medio de cada pared, una alta y estrecha ventana gótica comunicaba con un corredor cerrado que seguía las sinuosidades del aposento. Cada ventanal estaba hecho de vidrios de colores que armonizaban con el tono dominante de la decoración del salón para el cual se abría. El que ocupaba el extremo oriental, por ejemplo, estaba decorado en azul, y los ventanales eran de un azul vivo. El segundo aposento estaba ornado y guarnecido de púrpura, y las vidrieras eran purpúreas. El tercero, enteramente verde, y verdes sus ventanas. El cuarto, anaranjado, recibía la luz a través de una ventana anaranjada. El quinto, blanco, y el sexto, violeta. El séptimo salón estaba rigurosamente forrado por colgaduras de terciopelo negro, que revestían todo el techo y las paredes y caían sobre un tapiz de la misma tela y del mismo color. Pero solamente en este aposento el color de las vidrieras no correspondía al del decorado.
Los ventanales eran escarlata, de un intenso color de sangre. Ahora bien: no veíase lámpara ni candelabro alguno en estos siete salones, entre los adornos de las paredes o del techo artesonado. Ni lámparas ni velas; ninguna claridad de esta clase, en aquella larga hilera de habitaciones. Pero en los corredores que la rodeaban, exactamente enfrente de cada ventana, levantábase un enorme trípode con un brasero resplandeciente que proyectaba su claridad a través de los cristales coloreados e iluminaba la sala de un modo deslumbrante. Producíase así una infinidad de aspectos cambiantes y fantásticos.
Pero en el salón de poniente, en la cámara negra, la claridad del brasero, que se reflejaba sobre las negras tapicerías a través de los cristales sangrientos, era terriblemente siniestra y prestaba a las fisonomías de los imprudentes que penetraban en ella un aspecto tan extraño, que muy pocos bailarines tenían valor para pisar su mágico recinto.
También en este salón erguíase, apoyado contra el muro de poniente, un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo movíase con un tictac sordo, pesado y monótono. Y cuando el minutero completaba el circuito de la esfera e iba a sonar la hora, salía de los pulmones de bronce de la máquina un sonido claro, estrepitoso, profundo y extraordinariamente musical, pero de un timbre tan particular y potente que, de hora en hora, los músicos de la orquesta veíanse obligados a interrumpir un instante sus acordes para escuchar el sonido. Los valsistas veíanse forzados a cesar en sus evoluciones.
Una perturbación momentánea recorría toda aquella multitud, y mientras sonaban las campanas notábase que los más vehementes palidecían y los más sensatos pasábanse las manos por la frente, pareciendo sumirse en meditación o en un sueño febril. Pero una vez desaparecía por completo el eco, una ligera hilaridad circulaba por toda la reunión. Los músicos mirábanse entre sí y reíanse de sus nervios y de su locura, y jurábanse en voz baja unos a otros que la próxima vez que sonaran las campanadas no sentirían la misma impresión. Y luego, cuando después de la fuga de los sesenta minutos que comprenden los tres mil seiscientos segundos de la hora desaparecida, cuando llegaba una nueva campanada del reloj fatal, se producía el mismo estremecimiento, el mismo escalofrío y el mismo sueño febril.
Pero, a pesar de todo esto, la orgía continuaba alegre y magnífica. El gusto del duque era muy singular. Tenía una vista segura por lo que se refiere a colores y efectos. Despreciaba el decora de moda. Sus proyectos eran temerarios y salvajes, y sus concepciones brillaban con un esplendor bárbaro. Muchas gentes lo consideraban loco. Sus cortesanos sabían perfectamente que no lo era. Sin embargo, era preciso oírlo, verlo, tocarlo, para asegurarse de que no lo estaba.
En ocasión de esta gran fête, había dirigido gran parte de la decoración de los muebles, y su gusto personal había dirigido el estilo de los disfraces. No hay duda de que eran concepciones grotescas. Era deslumbrador, brillante. Había cosas chocantes y cosas fantásticas, mucho de lo que después se ha visto en “Hernani”. Había figuras arabescas, con miembros y aditamentos inapropiados.
Delirantes fantasías, atavíos como de loco. Había mucho de lo bello, mucho de lo licencioso, mucho de lo bizarre, algo de lo terrible y no poco de lo que podría haber producido repugnancia. De un lado a otro de las siete salas pavoneábase una muchedumbre de pesadilla. Y esa multitud —la pesadilla— contorsionábase en todos sentidos, tiñéndose del color de los salones, haciendo que la música pareciera el eco de sus propios pasos.
De pronto, repica de nuevo el reloj de ébano que se encuentra en el salón de terciopelo. Por un instante queda entonces todo parado; todo guarda silencio, excepto la voz del reloj. Las figuras de pesadilla quédanse yertas, paradas. Pero los ecos de la campana se van desvaneciendo. No han durado sino un instante, y, apenas han desaparecido, una risa leve mal reprimida se cierne por todos lados. Y una vez más, la música suena, vive en los ensueños.
De un lado a otro, retuércense más alegremente que nunca, reflejando el color de las ventanas distintamente teñidas y a través de las cuales fluyen los rayos de los trípodes. Pero en el salón más occidental de los siete no hay ahora máscara ninguna que se atreva a entrar, porque la noche va transcurriendo. Allí se derrama una luz más roja a través de los cristales color de sangre, y la oscuridad de las cortinas teñidas de negro es aterradora. Y a los que pisan la negra alfombra llégales del cercano reloj de ébano un más pesado repique, más solemnemente acentuado que el que hiere los oídos de las máscaras que se divierten en las salas más apartadas.
Pero en estas otras salas había una densa muchedumbre. En ellas latía febrilmente el corazón de la vida. La fiesta llegaba a su pleno arrebato cuando, por último, sonaron los tañidos de medianoche en el reloj. Y, entonces, la música cesó, como ya he dicho, y apaciguáronse las evoluciones de los danzarines. Y, como antes, se produjo una angustiosa inmovilidad en todas las cosas. Pero el tañido del reloj había de reunir esta vez doce campanadas. Por esto ocurrió tal vez, que, con el mayor tiempo, se insinuó en las meditaciones de los pensativos que se encontraban entre los que se divertían mayor cantidad de pensamientos. Y, quizá por lo mismo, varias personas entre aquella muchedumbre, antes que se
hubiesen ahogado en el silencio los postreros ecos de la última campanada, habían tenido tiempo para darse cuenta de la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie, Y al difundirse en un susurro el rumor de aquella nueva intrusión, se suscitó entre todos los concurrentes un cuchicheo o murmullo significativo de asombro y desaprobación. Y luego, finalmente, el terror, el pavor y el asco.
En una reunión de fantasmas como la que he descrito puede muy bien suponerse que ninguna aparición ordinaria hubiera provocado una sensación como aquélla. A decir verdad, la libertad carnavalesca de aquella noche era casi ilimitada. Pero el personaje en cuestión había superado la extravagancia de un Herodes y los límites complacientes, no obstante, de la moralidad equívoca e impuesta por el príncipe. En los corazones de los hombres más temerarios hay cuerdas que no se dejan tocar sin emoción. Hasta en los más depravados, en quienes la vida y la muerte son siempre motivo de juego, hay cosas con las que no se puede bromear. Toda la concurrencia pareció entonces sentir profundamente lo inadecuado del traje y de las maneras del desconocido. El personaje era alto y delgado, y estaba envuelto en un sudario que lo cubría de la cabeza a los pies.
La máscara que ocultaba su rostro representaba tan admirablemente la rígida fisonomía de un cadáver, que hasta el más minucioso examen hubiese descubierto con dificultad el artificio. Y, sin embargo, todos aquellos alegres locos hubieran soportado, y tal vez aprobado aquella desagradable broma. Pero la máscara había llegado hasta el punto de adoptar el tipo de la «Muerte Roja». Sus vestiduras estaban manchadas de sangre, y su ancha frente, así como sus demás facciones, se encontraban salpicadas con el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero se fijaron en aquella figura espectral (que con pausado y solemne movimiento, como para representar mejor su papel, pavoneábase de un lado a otro entre los que bailaban), se le vio, en el primer momento, conmoverse por un violento estremecimiento de terror y de asco. Pero, un segundo después, su frente enrojeció de ira.
—¿Quién se atreve —preguntó con voz ronca a los cortesanos que se hallaban junto a él—, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfema? ¡Apoderaos de él y desenmascararse, para que sepamos a quién hemos de ahorcar en nuestras almenas al salir el sol!.
Ocurría esto en el salón del Este, o cámara azul, donde hallábase el príncipe Próspero al pronunciar estas palabras. Resonaron claras y potentes a través de los siete salones, pues el príncipe era un hombre impetuoso y fuerte, y la música había cesado a un ademán de su mano.
Ocurría esto en la cámara azul, donde hallábase el príncipe rodeado de un grupo de pálidos cortesanos. Al principio, mientras hablaba, hubo un ligero movimiento de avance de este grupo hacia el intruso, que, en tal instante, estuvo también al alcance de sus manos, y que ahora, con paso tranquilo y majestuoso, acercábase cada vez más al príncipe. Pero por cierto terror indefinido, que la insensata arrogancia del enmascarado había inspirado a toda la concurrencia, nadie hubo que pusiera mano en él para prenderle, de tal modo que, sin encontrar obstáculo alguno, pasó a una yarda del príncipe, y mientras la inmensa asamblea, como obedeciendo a un mismo impulso, retrocedía desde el centro de la sala hacia las paredes, él continuó sin interrupción su camino, con aquel mismo paso solemne y mesurado que le había distinguido desde su aparición, pasando de la cámara azul a la purpúrea, de la purpúrea a la verde, de la verde a la anaranjada, de ésta a la blanca, y llegó a la de color violeta antes de que se hubiera hecho un movimiento decisivo para detenerle.
Sin embargo, fue entonces cuando el príncipe Próspero, exasperado de ira y vergüenza por su momentánea cobardía, se lanzó precipitadamente a través de las seis cámaras, sin que nadie lo siguiera a causa del mortal terror que de todos se había apoderado. Blandía un puñal desenvainado, y se había acercado impetuosamente a unos tres o cuatro pies de aquella figura que se batía en retirada, cuando ésta, habiendo llegado al final del salón de terciopelo, volvióse bruscamente e hizo frente a su perseguidor. Sonó un agudo grito y la daga cayó relampagueante sobre la fúnebre alfombra, en la cual, acto seguido, se desplomó, muerto, el príncipe Próspero.
Entonces, invocando el frenético valor de la desesperación, un tropel de máscaras se precipitó a un tiempo en la negra estancia, y agarrando al desconocido, que manteníase erguido e inmóvil como una gran estatua a la sombra del reloj de ébano, exhalaron un grito de terror inexpresable, viendo que bajo el
sudario y la máscara de cadáver que habían aferrado con energía tan violenta no se hallaba forma tangible alguna.
Y, entonces, reconocieron la presencia de la «Muerte Roja», Había llegado como un ladrón en la noche, y, uno por uno, cayeron los alegres libertinos por las salas de la orgía, inundados de un rocío sangriento. Y cada uno murió en la desesperada postura de su caída.
Y la vida del reloj de ébano extinguióse con la del último de aquellos licenciosos. Y las llamas de los trípodes se extinguieron. Y la tiniebla, y la ruina, y la «Muerte Roja» tuvieron sobre todo aquello ilimitado dominio.
F I N

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