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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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sábado, 29 de marzo de 2008

HECHOS TOCANTES AL DIFUNTO ARTHUR JERMYN Y SU FAMILIA -- LOVECRAFT


H. P. Lovecraft
HECHOS TOCANTES AL DIFUNTO
ARTHUR JERMYN Y SU FAMILIA

I
La vida es algo terrible, y tras el telón de lo conocido asoman atisbos de demoníaca
verdad que la hacen a veces infinitamente más temible. La ciencia, ya opresiva de por sí con
sus estremecedoras revelaciones, puede resultar quizás el definitivo exterminador de las
especies humanas -si varias especies somos—, ya que sus reservorios de inesperados horrores
no podrían ser soportados por los humanos cerebros en caso de desencadenarse sobre la
Tierra. De saber lo que somos, podríamos hacer lo mismo que sir Arthur Jermyn; y Arthur
Jermyn se empapó en gasolina y prendió fuego a sus ropas una noche. Nadie guardó los
restos carbonizados en una urna ni realizó memoriales en su honor, ya que fueron
descubiertos ciertos papeles y cierto objeto en una caja, lo que llevó a los hombres el deseo
de olvidar. Algunos de quienes lo conocieron no admiten que haya existido jamás.
Arthur Jermyn salió al páramo y se prendió fuego tras ver el objeto en la caja que
había llegado de África. Fue ese objeto y no su peculiar apariencia personal lo que lo llevó a
quitarse la vida. A muchos les hubiera disgustado poseer las peculiares facciones de Arthur
Jermyn, aunque él fue un poeta y un erudito y nunca paró en esas mientes. Llevaba la
erudición en la sangre, ya que su bisabuelo, sir Robert Jermyn, baronet, fue un reputado
antropólogo, y su tatarabuelo, sir Wade Jermyn, uno de los primeros exploradores de la zona
del Congo, habiendo escrito tratados sobre sus tribus, animales y supuestas reliquias. De
hecho, el viejo sir Wade había estado dotado de un celo intelectual que degeneró casi en
manía; sus extravagantes conjeturas sobre una prehistórica civilización blanca congoleña lo
cubrieron de ridículo cuando fue publicado su libro Observaciones sobre las diversas partes
del África. En 1765 este indomable explorador había sido ingresado en un manicomio de
Huntingdon.
La locura acompañaba a todos los Jermyn, y la gente se alegraba de que fueran
escasos. El linaje no dio lugar a ramas, y Arthur resultó el último de todos. De no haber sido
así, no se sabe qué podría haber hecho con el objeto que le llegó. Los Jermyn nunca
resultaron demasiado normales... algunos eran deformes, aunque Arthur era el peor de todos,
y los viejos retratos de familia de Jermyn House mostraban facciones regulares antes de sir
Wade. Sin duda, la locura comenzó con sir Wade, cuyas extrañas historias africanas eran a un
tiempo delicia y terror de sus escasas amistades. Se insinuaba en su colección, que reunía
trofeos y especímenes que no eran como las que un hombre normal acostumbra a reunir y
conservar, y se hizo patente con la reclusión oriental a la que sometió a su esposa. Ésta
última, según él mismo contaba, era hija de un traficante portugués que había encontrado en
África, y no gustaba del estilo de vida inglés. Ella, con un retoño nacido en África, lo había
acompañado de vuelta al segundo y más largo de sus viajes, y había partido con él en el
tercero y último, esta vez para no volver. Nunca nadie la había visto, ni siquiera los criados,
ya que su carácter era violento y peculiar. Durante su breve estancia en Jermyn House ocupó
un ala apartada y había sido exclusivamente atendida por su esposo. Sir Wade resultaba, sin
duda, de lo más curioso en sus atenciones respecto a su familia, ya que cuando volvió de
África no permitió que nadie sino una espantosa negra guineana atendiera a su hijo. De
vuelta, tras la muerte de la señora Jermyn, asumió por completo el cuidado de su hijo.
Pero eran las palabras de sir Wade, especialmente cuando bebía, la causa principal
que lo llevó a ser considerado un loco por sus amigos. En una época racionalista como el
siglo dieciocho, resultaba de necios el que un hombre de ciencia divagase sobre extravagantes
visiones y extrañas escenas bajo la luz del Congo; sobre gigantescas murallas y columnas de
una ciudad perdida, desmoronadas y cubiertas de lianas; y sobre peldaños de piedra,
húmedos, silenciosos, descendiendo sin fin hacia la oscuridad de abismales criptas repletas de
tesoros e inconcebibles catacumbas. Especialmente insensato resultaba el desvarío sobre los
seres vivos que pudieran haber habitado tal sitio; criaturas mitad selváticas y mitad
pertenecientes a esa ciudad de edad impía... criaturas fabulosas que el propio Plinio hubiera
mencionado con escepticismo; seres que pudieran haber nacido luego que los grandes monos
asolaran la moribunda ciudad de las murallas y las columnas, las bóvedas y las extrañas
tallas. Aun después de volver a casa por última vez, sir Wade era capaz de hablar sobre tales
asuntos con un realismo estremecedoramente extraño, sobre todo tras despachar su tercer
vaso en el Knight's Head; jactándose de lo encontrado en la jungla y de cómo había vivido
entre ruinas terribles tan sólo conocidas por él. Y por último contaba acerca de aquellos seres
vivos en una forma que provocó su ingreso en el manicomio. Había mostrado poco pesar al
ser encerrado en la alcoba con rejas de Huntingdon, ya que su mente funcionaba de singular
manera. Desde que su hijo salió de la infancia había ido gustando cada vez menos del hogar,
hasta que al final parecía temerlo. El Knight's Head había sido su cuartel general, y cuando
fue recluido expresó cierta gratitud, como si eso sirviese para protegerlo. Tres años más tarde
murió.
El hijo de Wade Jermyn, Philip, resultó un personaje de lo más peculiar. A pesar del
gran parecido físico con su padre, su apariencia y comportamientos resultaban en multitud de
facetas tan groseros que acabó siendo rehuido por todos. Aunque no heredó la locura que
tantos temían, era verdaderamente estúpido y dado a cortos lapsos de violencia incontenible.
Era frágil de cuerpo, pero muy fuerte y dotado de increíble agilidad. A los veinte años de
recibir el título se casó con la hija de su guardabosques, alguien de quien se decía tenía sangre
gitana, pero antes de nacer su hijo se enroló en la armada como marinero raso, completando
el disgusto general que sus hábitos y casorio habían comenzado. Tras el fin de la guerra
americana se corrió el rumor de que estaba de marinero en un mercante de la ruta africana,
habiéndose hecho reputación de hombre fuerte y buen gaviero, pero al fin desapareció una
noche en que su barco se hallaba fondeado frente a la costa del Congo.
La ahora aceptada característica familiar tuvo un giro extraño fatal en el hijo de sir
Philip Jermyn. Alto y apuesto, con una especie de exótica gracia oriental, a pesar de una
ligera desproporción, Robert Jermyn comenzó su vida como estudioso e investigador. Fue el
primero en estudiar científicamente la gran colección de restos que su loco abuelo había
recogido en África, y el que hizo del nombre familiar algo tan reputado en etnología como en
exploración. En 1815 sir Robert se casó con una hija del séptimo vizconde de Brightholme y
posteriormente fue bendecido con tres hijos, de los cuales el mayor y el menor jamás fueron
mostrados en público a causa de sus deformidades físicas y mentales. Entristecido por ese
infortunio familiar, el científico buscó alivio en el trabajo y realizó dos largas expediciones al
interior de África. En 1849 su segundo hijo, Nevil, un personaje singularmente repulsivo que
parecía combinar la hosquedad de Philip con la altanería de los Brightholme, se fugó con una
vulgar bailarina, pero obtuvo el perdón a su regreso el año siguiente. Volvió a Jermyn House
como viudo y con hijo pequeño, Alfred, que un día sería el padre de Arthur Jermyn.
Los amigos dicen que fue esa serie de reveses lo que desquició la mente de sir Robert
Jermyn, aunque probablemente fue un retazo de folclor africano lo que desencadenó el
desastre. El envejecido erudito había estado recopilando leyendas de las tribus Onga, cerca de
donde él y su abuelo habían llevado a cabo sus exploraciones, esperando corroborar de algún
modo los extravagantes informes de sir Wade acerca de una ciudad perdida habitada por
extrañas criaturas híbridas. Cierta consistencia en los extraños escritos de su antepasado
sugerían que la imaginación del demente podía haberse visto estimulada por mitos nativos. El
19 de octubre de 1852 el explorador Samuel Seaton se presentó en Jermyn House con un
manuscrito de notas recogidas entre los ongas, creyendo que cierta leyenda sobre una ciudad
gris de monos blancos regidos por un dios blanco podía interesar al etnólogo. Durante su
conversación suministró sin duda detalles adicionales, pero tales nunca pudieron ser conocidos,
ya que una espantosa serie de tragedias se desencadenó de repente. Cuando sir Robert
Jermyn salió de su biblioteca, dejaba atrás el cadáver estrangulado del explorador y, antes de
que nadie pudiera detenerlo, había dado muerte a sus tres hijos, los dos que nunca nadie viera
y aquel que se fugó. Nevil Jermyn murió logrando preservar la vida de su propio hijo de dos
años, quien aparentemente entraba en el plan de asesinato del enloquecido
anciano. Sir Robert mismo, tras intentar repetidas veces el suicidio, y con una terca negativa a
pronunciar sonido articulado alguno, murió de apoplejía durante su segundo año de encierro.
Sir Alfred fue baronet antes de cumplir cuatro años, aunque sus inclinaciones nunca
dieron lustre al título. A los veinte se había unido a una banda de artistas de cabaret, y a los
treinta y seis abandonó mujer e hijos para viajar en compañía de un circo ambulante
americano. Su final resultó truculento. Entre los animales del espectáculo con el que viajaba
había un inmenso gorila de color más claro de lo normal, una bestia sorprendentemente
mansa, con gran popularidad entre los cómicos. Alfred Jermyn se sentía singularmente
fascinado por tal gorila, y en multitud de ocasiones se miraban el uno al otro a través de las
barras interpuestas durante largos periodos de tiempo. Finalmente, Jermyn pidió y obtuvo
permiso para adiestrar al animal, asombrando a espectadores y compañeros de carpa con los
resultados. Una mañana en Chicago, mientras Alfred y el gorila ensayaban un combate
verdaderamente inteligente de boxeo, el segundo propinó al primero un golpe más fuerte de
lo debido, lastimando la integridad y la dignidad del domador aficionado. De lo que
aconteció, el personal del Mayor Espectáculo del Mundo no gusta de hablar. No esperaban
oír cómo sir Alfred Jermyn lanzaba un alarido estridente, inhumano, ni verlo aferrar a su
desmañado antagonista con ambas manos, derribarle sobre el suelo de la jaula ni morderlo
furiosamente en la peluda garganta. El gorila se hallaba desprevenido, pero no por mucho
tiempo, y antes de que el verdadero domador pudiera hacer nada, el cuerpo de quien fuera
baronet resultaba irreconocible.
II
Arthur Jermyn era hijo de sir Alfred Jermyn y una cantante de cabaret de antecedentes
desconocidos. Cuando el marido y padre abandonó a su familia, la madre fue con su hijo a
Jermyn House, donde no quedaba nadie que pudiera oponerse a su presencia. No carecía de
nociones acerca de lo que debe ser la dignidad de un noble y procuró que su hijo gozara de la
mejor educación que un peculio limitado podía proporcionar. Los recursos familiares ahora
se encontraban lamentablemente menguados y Jermyn House había caído en una desdichada
postración, pero el joven Arthur amaba el viejo edificio y cuanto contenía. En contra de otros
Jermyn precedente, era un poeta y un soñador. Algunas familias vecinas que habían oído
hablar de sir Wade Jermyn y su invisible esposa afirmaban que en él se manifestaba la sangre
latina, pero la mayoría se limitaba a sonreír con desdén ante su sentido de la belleza,
atribuyéndola a su madre artista, socialmente rechazada. La delicadeza poética de Arthur
Jermyn era lo más destacable, debido a su tosco aspecto personal. La mayoría de los Jermyn
habían estado dotados de un aspecto algo extraño y repelente, pero en el caso de Arthur esto
resultaba sumamente impresionante. Resulta difícil describir su aspecto, pero su expresión, el
ángulo facial y la longitud de brazos provocaban un escalofrío de repulsa en aquellos que se
topaban por primera vez con él.
Lo que hacía olvidar la apariencia de Arthur Jermyn estaba en su intelecto y su
carácter. Culto y talentoso, había logrado los más altos honores en Oxford y parecía capaz de
restaurar la fama intelectual de su familia. Aunque su temperamento era más poético que
científico, pensaba proseguir el trabajo de sus antepasados sobre etnología y antigüedades
africanas, utilizando la verdaderamente maravillosa colección de sir Wade. Su mente
fantasiosa pensaba a menudo en la prehistórica civilización en la que el enloquecido
explorador creyera tan a pies juntillas, y entretejía un cuento tras otro sobre la silenciosa
ciudad de la jungla, mencionada en las postreras y más estrafalarias notas y párrafos, ya que
las nebulosas aseveraciones sobre una indescriptible e insospechada raza de híbridos
selváticos despertaban en él un peculiar sentimiento, mezcla de terror y atracción, y especulaba
sobre las fuentes posibles de tal fantasía, buscando arrojar luz sobre los más recientes
datos recogidos por su tatarabuelo y Samuel Seaton entre los ongas.
En 1911, tras la muerte de su madre, sir Arthur Jermyn decidió continuar sus
investigaciones sobre el terreno. Vendiendo parte de sus posesiones para obtener el dinero
necesario, equipó una expedición y se embarcó rumbo al Congo. Contratando con las
autoridades belgas un equipo de guías, pasó un año en territorio onga y kaliri, logrando datos
que sobrepasaban cualquier esperanza. Entre los kaliris había un anciano jefe llamado
Mwanu que gozaba no sólo de prodigiosa memoria, sino también de un singular grado de
inteligencia e interés por las viejas tradiciones. Este anciano confirmó cada relato oído por
Jermyn, añadiendo narraciones propias acerca de la ciudad de piedra y los monos blancos, tal
como le fuera narrado.
Según Mwanu, la ciudad gris y las criaturas híbridas ya no existían, habiendo sido
exterminadas por los belicosos n'bangus hacía muchos años. Esta tribu, tras destruir la
mayoría de los edificios y matar a todo ser viviente, se había llevado la diosa momificada que
fuera el objetivo de su incursión, diosa mono blanca que los extraños seres adoraban, y que
según la tradición congoleña era el cuerpo de quien reinara como princesa entre tales seres.
Qué habían sido exactamente las simiescas criaturas blancas, Mwanu no sabía decir, pero
pensaba que fueron los constructores de la ciudad arruinada. Jermyn no pudo sacar
conclusiones, ya que una indagación más profunda lo llevó a una leyenda sumamente
pintoresca sobre la diosa embalsamada.
La princesa mono, según se decía, se convirtió en consorte de un gran dios blanco
llegado del oeste. Durante largo tiempo reinaron juntos sobre la ciudad, pero, al tener un hijo,
los tres se marcharon. Más tarde el dios y la princesa volvieron, y, tras la
muerte de ésta, su divino esposo había momificado el cuerpo, encerrándolo en una inmensa
mansión de piedra, donde recibía adoración. Luego volvió a marcharse solo. A partir de aquí
la' leyenda parecía presentar tres variantes. Según una primera versión, no sucedió nada con
posterioridad excepto que la diosa momificada se convirtió en símbolo de supremacía, por lo
que todas las tribus ansiaban poseerla. Ése fue el motivo por el que los n'bangus se la
llevaron. Una segunda historia habla del regreso del dios y de su muerte a los pies de su
deificada esposa. La tercera relata el regreso del hijo, llegado a la madurez -madurez de mono
o de dios, según- aunque desconocedor de su identidad. Sin duda, los imaginativos negros
habían estirado cualesquiera sucesos que pudiera haber bajo la estrafalaria leyenda.
Arthur Jermyn ya no albergaba dudas sobre la existencia de la ciudad selvática
descrita por el viejo sir Wade, y no sufrió una gran impresión cuando a principios de 1912
descubrió sus ruinas. Su tamaño había sido exagerado por los relatos, pero las piedras que
quedaban probaban que no se trataba de un simple poblado negro. Por desgracia, no pudo
descubrir relieves, y el pequeño tamaño de la expedición desaconsejaba operaciones
tendentes a franquear el único acceso visible que llevaba abajo, al sistema de bóvedas
mencionado por sir Wade. Se preguntó sobre los monos blancos y la diosa momificada a
todos los jefes nativos de la región, pero hubo de ser un europeo quien probara la información
suministrada por el viejo Mwanu. M. Verhaeren, un agente belga y tratante del Congo, creía
que podía no sólo localizar sino también conseguir la diosa embalsamada, acerca de la que
tenía vagas noticias; ya que los otrora poderosos n'bangus eran ahora dóciles súbditos del
gobierno del rey Alberto, y sin demasiados esfuerzos podría convencerlos para que se
librasen de esa tosca deidad robada. Cuando Jermyn embarcó rumbo a Inglaterra, por tanto,
lo hizo con la exultante posibilidad de que en pocos meses llegaría a sus manos un resto
etnológico sin precio, capaz de confirmar las más extravagantes historias de su tatarabuelo...
es decir, lo más extravagante que jamás oyera. Los coterráneos próximos a Jermyn House
quizás habían oído cuentos aún más extraños, transmitidos por antepasados que habían
escuchado a sir Wade sentados a las mesas del Knight's Head.
Arthur Jermyn aguardó con gran paciencia la ansiado caja de M. Verhaeren,
estudiando entretanto con creciente diligencia los manuscritos legados por su enloquecido
antepasado. Comenzaba a sentirse cada vez más afín a sir Wade y a buscar reliquias tanto de
la vida personal de éste en Inglaterra como de sus aventuras africanas. Los relatos orales
sobre su esposa, misteriosa y recluida, habían sido abundantes, pero no quedaba ningún rastro
de su estancia en Jermyn House. Jermyn se preguntaba la razón de tal hecho y llegó a la
conclusión de que la fuente estaba en la locura de su esposo. De su tatarabuela, recordaba,
decían que era hija de un mercader portugués de África. Sin duda su estirpe pragmática y su
conocimiento superficial del Continente Negro le habían llevado a burlarse de los relatos de
sir Wade sobre el interior, algo que un hombre así no lograría olvidar. Ella había perecido en
África, quizás arrastrada allí por un marido dispuesto a probar sus afirmaciones. Pero al
tiempo que se permitía tales lucubraciones, Jermyn no podía por menos que sonreírse ante su
futilidad, siglo y medio después de la muerte de aquellos dos extraños antepasados suyos.
En junio de 1913 llegó una carta de M. Verhaeren notificando el hallazgo de la diosa
momificada. Era, según el belga, un objeto de lo más extraordinario, algo bastante fuera de la
capacidad de clasificación de un lego. Si era humano o simio, sólo un científico podía
dictaminarlo, y el proceso de dictamen se vería estorbado en gran modo por el mal estado de
conservación. El paso del tiempo y el clima del Congo no resultaban
idóneos para las momias, especialmente si su preparación era cosa de aficionados, como
parecía ser el caso. En torno al cuello de la criatura se había descubierto una cadena de oro
con un guardapelo vacío, ostentando blasones nobiliarios; sin duda el recuerdo de algún
desgraciado viajero cogido por los n'bangus y colgado en el cuello de la diosa como un
presente. Respecto a las facciones de la momia, M. Verhaeren sugería una pintoresca
comparación, o mejor, expresaba un humorístico asombro acerca de lo impresionante que
resultaría a su corresponsal, pero mostraba demasiado interés científico como para gastar
mucha palabrería en liviandades. La diosa momificada, escribía, llegaría debidamente
embalada alrededor de un mes tras la recepción de la carta.
La caja fue recibida en Jermyn House en la tarde del 3 de agosto de 1913, siendo
inmediatamente transportada a la gran estancia que albergaba la colección de curiosidades
africanas, tal y como decidieran sir Robert y Arthur. Lo que ocurrió después puede colegirse
con seguridad por los relatos de los criados, así como por los objetos y papeles
posteriormente objeto de examen. De las diferentes narraciones, la del anciano Soames, el
mayordomo de la familia, resulta la más amplia y coherente. Según este hombre cabal, sir
Arthur Jermyn echó a todos de la sala antes de la apertura de la caja, aunque el inmediato
resonar de martillo y escoplo demostraban que no había retardado la operación. No se oyó
nada durante cierto tiempo; exactamente cuánto es algo que Soames no puede precisar; pero
está convencido de que menos de un cuarto de hora más tarde se escuchó un grito horrible,
procedente sin duda de Jermyn. Inmediatamente después Jermyn salió del cuarto corriendo
frenéticamente hacia la delantera de la casa como si algún terrible enemigo fuese en su
persecución. La expresión de su rostro, una cara ya de por sí bastante fea, resultaba
indescriptible. Cerca ya de la puerta principal pareció caer en la cuenta de algo y dio un giro a
su huida, desapareciendo finalmente escaleras abajo en dirección al sótano. Los criados
quedaron totalmente atónitos y espiaron desde lo alto de las escaleras, pero el amo no volvía.
Tras caer la noche se escuchó un golpeteo en la puerta que iba del sótano al patio, y un mozo
de cuadras vio a Arthur Jermyn, reluciendo de pies a cabeza por la gasolina derramada y
apestando a tal líquido, escabullirse furtivamente hacia el exterior y desaparecer en el negro
páramo que circundaba la casa. Entonces, en una exaltación de horror supremo, todos
asistieron al final. Brotó una chispa en el páramo, se alzó una llamarada y una columna de
fuego humano rozó los cielos. El linaje de los Jermyn tocó a su fin.
El motivo por lo que los restos calcinados de Arthur Jermyn no fueron recogidos y
enterrados reside en lo hallado después, principalmente en el ser de la caja. La diosa
momificada resultaba una visión nauseabunda, marchita y carcomida, pero aún claramente un
mono blanco, embalsamado y de alguna especie desconocida, menos peluda e infinitamente
más cercana a los humanos que cualquier variedad descrita... de hecho, bastante escalofriante.
Las descripciones en detalle podrían resultar desagradables, pero hay dos particularidades
sobresalientes que deben reseñarse, ya que encajan estremecedoramente con algunas
anotaciones de las expediciones africanas de sir Wade Jermyn y con las leyendas congoleñas
del dios blanco y la princesa mono. Las dos particularidades en cuestión son éstas: las armas
del guardapelo dorado del cuello del ser eran las de los Jermyn, y la jocosa insinuación de M.
Verhaeren sobre cierto parecido con el rostro arrugado se ajustaba con vívido, espantoso y
antinatural horror a nada menos que al sensible Arthur Jermyn, tataranieto de sir Wade
Jermyn, y una mujer desconocida. Los miembros del Real Instituto Antropológico quemaron
el ser y arrojaron el guardapelo a un pozo, y algunos niegan que Arthur Jermyn haya jamás existido.

EL GRITO DEL MUERTO -- HOWARD P. LOVECRAFT

EL GRITO DEL MUERTO
H. P. Lovecraft





El grito de un muerto fue lo que me hizo concebir aquel intenso horror hacia el doctor Herbert
West, horror que enturbió los últimos años de nuestra vida en común. Es natural que una cosa
como el grito de un muerto produzca horror, ya que, evidentemente, no se trata de un suceso
agradable ni ordinario. Pero yo estaba acostumbrado a esta clase de experiencias; por tanto, lo
que me afectó en esa ocasión fue cierta circunstancia especial. Quiero decir, que no fue el muerto
lo que me asustó.
Herbert West, de quien era yo compañero y ayudante, poseía intereses científicos muy alejados
de la rutina habitual de un médico de pueblo. Esa era la razón por la que, al establecer su
consulta en Bolton, había elegido una casa próxima al cementerio. Dicho brevemente y sin
paliativos, el único interés absorbente de West consistía en el estudio secreto de los fenómenos
de la vida y de su culminación, encaminados a reanimar a los muertos inyectándoles una
solución estimulante. Para llevar a cabo estos macabros experimentos era preciso estar
constantemente abastecidos de cadáveres humanos muy frescos; porque aún la más mínima
descomposición daña la estructura del cerebro; y humanos, y descubrimos que el preparado
necesitaba una composición específica, según los diferentes tipos de organismos. Matamos
docenas de conejos y cobayas para tratarlos, pero este camino no nos llevó a ninguna parte. West
nunca había conseguido plenamente su objetivo porque nunca había podido disponer de un
cadáver suficientemente fresco. Necesitaba cuerpos cuya vitalidad hubiera cesado muy poco
antes; cuerpos con todas las células intactas, capaces de recibir nuevamente el impulso hacia esa
forma de movimiento llamado vida. Había esperanzas de volver perpetua esta segunda vida
artificial mediante repetidas inyecciones; pero habíamos averiguado que una vida natural
ordinaria no respondía a la acción. Para infundir movimiento artificial, debía quedar extinguida
la vida nocturna: los ejemplares debían ser muy frescos, pero estar auténticamente muertos.
Habíamos empezado West y yo la pavorosa investigación siendo estudiantes de la Facultad de
Medicina de la Universidad Miskatonic, de Arkham, profundamente convencidos desde un
principio del carácter absolutamente mecanicista de la vida. Eso fue siete años antes; sin
embargo, él no parecía haber envejecido ni un día: era bajo, rubio de cara afeitada, voz suave, y
con gafas; a veces había algún destello en sus fríos ojos azules que delataba el duro y creciente
fanatismo de su carácter, efecto de sus terribles investigaciones. Nuestras experiencias habían
sido a menudo espantosas en extremo, debidas a una reanimación defectuosa, al galvanizar
aquellos grumos de barro de cementerio en un movimiento morboso, insensato y anormal,
merced a diversas modificaciones de la solución vital.
Uno de los ejemplares había proferido un alarido escalofriante; otro, se había levantado,
violentamente, nos había derribado dejándonos inconscientes, y había huido enloquecido, antes
de que lograran cogerle y encerrarlo tras los barrotes del manicomio; y un tercero, una
monstruosidad nauseabunda y africana, había surgido de su poco profunda sepultura y había
cometido una atrocidad... West había tenido que matarlo a tiros. No podíamos conseguir
cadáveres lo bastante frescos como para que manifestasen algún vestigio de inteligencia al ser
reanimados, de modo que forzosamente creábamos horrores indecibles. Era inquietante, pensar
que uno de nuestros monstruos, o quizá dos, aun vivían... tal pensamiento nos estuvo
atormentando de manera vaga, hasta que finalmente West desapareció en circunstancias
espantosas.
Pero en la época del alarido en el laboratorio del sótano de la aislada casa de Bolton, nuestros
temores estaban subordinados a la ansiedad por conseguir ejemplares extremadamente frescos.
West se mostraba más ávido que yo, de forma que casi me parecía que miraba con codicia el
físico de cualquier persona viva y saludable. Fue en julio de 1910 cuando empezó a mejorar
nuestra suerte en lo que a ejemplares se refiere. Yo me había ido a Illinois a hacerle una larga
visita a mis padres, y a mi regreso encontré a West en un estado de singular euforia. Me dijo
excitado que casi con toda probabilidad había resuelto el problema de la frescura de los
cadáveres abordándolo desde un ángulo enteramente distinto: el de la preservación artificial. Yo
sabía que trabajaba en un preparado nuevo sumamente original, así que no me sorprendió que
hubiera dado resultado; pero hasta que me hubo explicado los detalles, me tuvo un poco perplejo
sobre cómo podía ayudarnos dicho preparado en nuestro trabajo, ya que el enojoso deterioro de
los ejemplares se debía ante todo al tiempo transcurrido hasta que caían en nuestras manos. Esto
lo había visto claramente West, según me daba cuenta ahora, al crear un compuesto
embalsamador para uso futuro, más que inmediato, por si el destino le proporcionaba un cadáver
muy reciente y sin enterrar, como nos había ocurrido años antes, con el negro aquel de Bolton,
tras el combate de boxeo. Por último, el destino se nos mostró propicio, de forma que en esta
ocasión conseguimos tener en el laboratorio secreto del sótano un cadáver cuya corrupción no
había tenido posibilidad de empezar aun. West no se atrevía a predecir que sucedería en el
momento de la reanimación, ni si podíamos esperar una revivificación de la mente y la razón. El
experimento marcaría un hito en nuestros estudios, por lo que había conservado este nuevo
cuerpo hasta mi regreso, a fin de que compartiésemos los dos el resultado de la forma
acostumbrada.
West me contó cómo había conseguido el ejemplar. Había sido un hombre vigoroso; un
extranjero bien vestido que se acababa de apear al tren, y que se dirigía a las Fabricas Textiles de
Bolton a resolver unos asuntos. Había dado un largo paseo por el pueblo, y al detenerse en
nuestra casa a preguntar el camino de las fábricas, había sufrido un ataque al corazón. Se negó a
tomar un cordial, y cayo súbitamente muerto, un momento después. Como era de esperar, el
cadáver le pareció a West como llovido del cielo. En su breve conversación, el forastero le había
explicado que no conocía a nadie en Bolton; y tras registrarle los bolsillos después, averiguó que
se trataba de un tal Robert Leavitt, de St. Louis, al parecer sin familia que pudiera hacer
averiguaciones sobre su desaparición. Si no conseguía devolverlo a la vida, nadie se enteraría de
nuestro experimento. Solíamos enterrar los despojos en una espesa franja de bosque que había
entre nuestra casa y el cementerio de enterramientos anónimos. En cambio, si teníamos éxito,
nuestra fama quedaría brillante y perpetuamente establecida. De modo que West había inyectado
sin demora, en la muñeca del cadáver, el preparado que le mantendría fresco hasta mi llegada. La
posible debilidad del corazón, que a mi juicio haría peligrar el éxito de nuestro experimento, no
parecía preocupar demasiado a West. Esperaba conseguir al fin lo que no había logrado hasta
ahora: reavivar la chispa de la razón y devolverle la vida, quizá, a una criatura normal. De modo
que la noche del 18 de julio de 1910; Herbert West y yo nos encontrábamos en el laboratorio del
sótano, contemplando la figura blanca e inmóvil bajo la luz cegadora de la lámpara. El
compuesto embalsamador había dado un resultado extraordinariamente positivo; pues al
comprobar fascinado el cuerpo robusto que llevaba dos semanas sin que sobreviniese la rigidez,
pedí a West que me diese garantías de que estaba verdaderamente muerto. Me las dio en el acto,
recordándome que jamás administrábamos la solución reanimadora sin una serie de pruebas
minuciosas para comprobar que no había vida; ya que en caso de subsistir el menor vestigio de
vitalidad original no tendría ningún efecto. Cuando West se puso a hacer todos los preparativos,
me quedé impresionado ante la enorme complejidad del nuevo experimento; era tanta, que no
quiso confiar el trabajo a otras manos que las suyas. Y tras prohibirme tocar siquiera el cuerpo,
inyectó primero una droga en la muñeca, cerca del sitio donde había pinchado para inyectarle el
compuesto embalsamador. Ésta, dijo, neutralizaría el compuesto y liberaría los sistemas
sumiéndolos en una relajación normal, de forma que la solución reanimadora pudiese actuar
libremente al ser inyectada. Poco después, cuando se observó un cambio, y un leve temblor
pareció afectar los miembros muertos, West colocó sobre la cara espasmódica una especie de
almohada, la apretó violentamente y no la retiró hasta que el cadáver se quedó absolutamente
inmóvil y listo para nuestro intento de reanimación. Él, pálido y entusiasta se dedicó ahora a
efectuar unas cuantas pruebas finales y someras para comprobar la absoluta carencia de vida, se
aparto satisfecho y, finalmente inyectó en el brazo izquierdo una dosis meticulosamente medida
del elixir vital, preparado durante la tarde con más minuciosidad que nunca, desde nuestros
tiempos universitarios, en que nuestras hazañas eran nuevas e inseguras. No me es posible
describir la tremenda e intensa incertidumbre con que esperamos los resultados de este primer
ejemplar auténticamente fresco: el primero del que podíamos esperar razonablemente que abriese
los labios y nos contase quizá, con voz inteligente, lo que había visto al otro lado del insondable
abismo.
West era materialista, no creía en el alma, y atribuía toda función de la conciencia a fenómenos
corporales; por consiguiente, no esperaba ninguna revelación sobre espantosos secretos de
abismos y cavernas más allá de la barrera de la muerte. Yo no disentía completamente de su
teoría, aunque conservaba vagos e instintivos vestigios de la primitiva fe de mis antecesores; de
modo que no podía dejar de observar el cadáver con cierto temor y terrible expectación.
Además... no podía borrar de mi memoria aquel grito espantoso e inhumano que oímos la noche
en que intentamos nuestro primer experimento en la deshabitada granja de Arkham.
Había transcurrido muy poco tiempo, cuando observé que el ensayo no iba a ser un fracaso total.
Sus mejillas, hasta ahora blancas como la pared, habían adquirido un levísimo color, que luego
se extendió bajo la barba incipiente, curiosamente amplia y arenosa. West, que tenía la mano
puesta en el pulso de la muñeca izquierda del ejemplar, asintió de pronto significativamente; y
casi de manera simultánea, apareció un vaho en el espejo inclinado sobre la boca del cadáver.
Siguieron unos cuantos movimientos musculares espasmódicos; y a continuación una respiración
audible y un movimiento visible del pecho. Observe los párpados cerrados, y me pareció percibir
un temblor. Después, se abrieron y mostraron unos ojos grises, serenos y vivos, aunque todavía
sin inteligencia, ni siquiera curiosidad. Movido por una fantástica ocurrencia, susurre unas
preguntas en la oreja cada vez más colorada; unas preguntas sobre otros mundos cuyo recuerdo
aun podía estar presente. Era el terror lo que las extraía de mi mente; pero creo que la última que
repetí, fue: "¿Dónde has estado?". Aún no sé si me contestó o no, ya que no brotó ningún sonido
de su bien formada boca; lo que sí recuerdo es que en aquel instante creí firmemente que los
labios delgados se movieron ligeramente, formando sílabas que yo habría vocalizado como "sólo
ahora", si la frase hubiese tenido sentido o relación con lo que le preguntaba. En aquel instante
me sentí lleno de alegría, convencido de que habíamos alcanzado el gran objetivo y que, por
primera vez, un cuerpo reanimado había pronunciado palabras movido claramente por la
verdadera razón. Un segundo después, ya no cupo ninguna duda sobre el éxito, ninguna duda de
que la solución había cumplido cabalmente su función, al menos de manera transitoria,
devolviéndole al muerto una vida racional y articulada... Pero con ese triunfo me invadió el más
grande de los terrores... no a causa del ser que había hablado, sino por la acción que había
presenciado, y por el hombre a quien me unían las vicisitudes profesionales. Porque aquel
cadáver fresco, cobrando conciencia finalmente de forma aterradora, con los ojos dilatados por el
recuerdo de su última escena en la tierra, manoteó frenético en una lucha de vida o muerte con el
aire y, de súbito, se desplomó en una segunda y definitiva disolución, de la que ya no pudo
volver, profiriendo un grito que resonara eternamente en mi cerebro atormentado:
¡Auxilio! ¡Aparta, maldito demonio pelirrojo... aparta esa condenada aguja!

LAS LEGIONES DE LA TUMBA -- H. P. LOVECRAFT

Las legiones de la tumba
Howard Phillips Lovecraft






Cuando desapareció el doctor Herbert West, hace un año, la policía de Boston me
sometió a un minucioso interrogatorio. Sospechaban que me callaba cosas, o algo peor;
pero no podía decirles la verdad porque no me habrían creído. Sabían, efectivamente, que
West había estado complicado en actividades que iban más allá de la capacidad de crédito
de los hombres ordinarios; pues sus espantosos experimentos sobre la reanimación de
cadáveres habían sido demasiado numerosas para poder mantener un perfecto secreto en
torno a ellos; pero la escalofriante catástrofe final adquirió caracteres de demoníaca
fantasía que me hacen dudar incluso de la realidad de lo que vi.
Yo era el amigo más allegado de West, y su único ayudante confidencial. Nos habíamos
conocido años antes en la Facultad de Medicina, y desde el principio había participado yo
en sus terribles investigaciones. Había intentado perfeccionar lentamente una solución
que, inyectaba en las venas de un recién fallecido, podía devolverle la vida. Este trabajo
requería abundancia de cadáveres frescos, y comportaba, consiguientemente, las
actividades más espantosas. Más horribles aun eran los resultados de alguno de sus
experimentos: masas horrendas de carne que había estado muertas, pero que West
despertaba, dotándola de una ciega, insensata y nauseabunda animación. Estos eran los
resultados usuales; ya que para que volviera a despertar la mente era necesario que los
ejemplares fuesen absolutamente frescos, y que las delicadas células cerebrales no
hubiesen sufrido la más mínima descomposición.
Esta necesidad de cadáveres muy frescos supuso la ruina moral de West. Eran difíciles de
conseguir; y un día espantoso llegó a apoderarse de un ejemplar cuando aún estaba vivo y
en todo su vigor. Un forcejeo, una aguja, y un poderoso alcaloide lo convirtieron en
cadáver fresquísimo, y el experimento fue positivo durante un instante breve y
memorable; pero West salió de él con un alma seca y endurecida, y una mirada fría que
observaba con una especie de calculadora y horrenda apreciación de los hombres de
cerebro especialmente sensible y un físico vigoroso. Hacia el final, cobré a West un
intenso terror, ya que empezaba a mirarme de esa misma manera. La gente no parecía
darse cuenta de sus miradas, aunque me notaba asustado; y tras su desaparición, se
valieron de eso para propalar unas sospechas absurdas.
En realidad West tenía más miedo que yo; sus abominables trabajos le hacían llevar una
vida furtiva y llena de sobresaltos. En parte era la policía quien le daba miedo; pero a
veces su nerviosismo era más hondo y brumoso, y estaba relacionado con abominaciones
indescriptibles a las que había inyectado una vida morbosa, y en las que no había visto
extinguirse dicha vida. Por lo general, terminaba sus experimentos con el revólver; pero a
veces no era bastante rápido. Es lo que ocurrió con aquel primer ejemplar en cuya
saqueada sepultura se descubrieron más tarde huellas de arañazos. Y lo que sucedió
también con el cadáver de aquel profesor de Arkham que cometió actos de canibalismo
antes de ser capturado y encerrado sin identificar en una celda del manicomio de Sefton
donde estuvo dieciséis años golpeándose la cabeza contra las paredes. Casi todos los
demás resultados que posiblemente subsistían eran productos de lo que resulta más difícil
hablar, dado que en los últimos años, el celo científico de West había degenerado en una
manía insana y fantástica, y había consagrado su prodigiosa habilidad a vitalizar cuerpos
enteramente humanos, sino trozos aislados de cadáveres, o partes unidas a una materia
orgánica no humana. En la época en que desapareció. Se había convertido en algo
diabólicamente repugnante; muchos de los experimentos no podrían ser referidos en la
letra impresa. La Gran Guerra, en la que servimos los dos como cirujanos, había
intensificado este aspecto de West. Al decir que el miedo de West a sus ejemplares era
brumoso pensaba sobre todo en el carácter complejo de ese sentimiento. En parte se debía
sólo al hecho de saber que aún seguían existiendo esos monstruos abominables, y en
parte a su miedo al daño corporal que podían infringirle en determinadas circunstancias.
La desaparición de estos seres aumentaban el horror de la situación: West sólo conocía el
paradero de uno de ellos, la lastimosa criatura del manicomio. Pero, además, había un
miedo más sutil: una sensación verdaderamente fantástica, consecuencia de un extraño
experimento que llevó a cabo en el ejército canadiense, en 1915. En medio de una
enconada batalla, West había reanimado al comandante Eric Moreland Clapman-Lee,
D.S.O., colega nuestro que estaba al tanto de sus experimentos, y el cual podía haberlos
duplicado. Le había seccionado la cabeza a fin de poder estudiar las posibilidades de vida
cuasi-inteligente del tronco. El experimento dio resultado en el mismo instante en que el
edificio era barrido por una granada alemana. El tronco se movió de forma inteligente; y,
por increíble que parezca, tuvimos la seguridad de que brotaron sonidos articulados de la
cabeza seccionada que estaba en el fondo oscuro del laboratorio. En cierto modo, la
granada fue misericordiosa. Pero West jamás estuvo seguro, como habría sido su deseo,
de que fuéramos el y yo los únicos supervivientes. Después, solía hacer estremecedoras
conjeturas sobre lo que sería capaz de hacer un médico decapitado con capacidad para
reanimar a los muertos.
La última residencia de West fue una venerable casa, muy elegante, que dominaba uno de
los más antiguos cementerios de Boston. Había escogido el lugar por razones puramente
simbólicas y fantásticas, ya que la mayoría de los enterramientos databan del periodo
colonial, y por tanto era muy poca utilidad para un científico que necesitaba cadáveres
frescos. Había instalado el laboratorio en un subsótano secretamente construido por
obreros traídos de otra región, y en él tenía un gran incinerador para la total y discreta
eliminación de los cadáveres, fragmentos y remedos sintéticos de cuerpos que quedaban
de los morbosos experimentos e impías diversiones del dueño. Durante la excavación de
este sótano, los obreros habían dado con cierta albañilería extraordinariamente antigua;
sin duda comunicaba con el viejo cementerio, aunque era demasiado profunda para que
desembocara en ningún sepulcro conocido. Después de muchos cálculos, West concluyó
que debía de haber alguna cámara secreta bajo la tumba de los Averill, en la que el último
enterramiento se había efectuado en 1768. Yo estaba con él cuando estudió las paredes
goteantes y nitrosas que habían dejado al descubierto las palas y los picos de los obreros,
y estaba preparado para el espantoso escalofrío que nos aguardaba en el instante de
descubrir los secretos sepulcrales y seculares; pero por primera vez, la nueva timidez de
West se impuso a su natural curiosidad, y traicionó su degenerada fibra imponiéndole que
dejase intacta la albañilería y la tapase con yeso. Y así permaneció, hasta la noche
infernal, como parte de las paredes del laboratorio secreto. He hablado del debilitamiento
de West, pero debo añadir que era puramente mental e intangible. Exteriormente, fue él
mismo hasta el final: tranquilo, frío, delgado, con el pelo amarillo, ojos azules y con
gafas, y un aspecto general de joven que los años y los terrores no llegaron a cambiar.
Parecía sereno incluso cuando pensaba en aquella sepultura arañada y miraba por encima
del hombro, o cuando pensaba en aquel ser carnívoro que mordía y manoteaba los
barrotes de Sefton.
El final de Herbert West comenzó una tarde, en nuestro despacho común, cuando
alternaba su extraña mirada entre el periódico y yo. Un curioso titular había atraído su
atención desde las arrugadas páginas, y una zarpa titánica pareció atraparle desde
dieciséis años atrás. En el manicomio de Sefton, a cincuenta millas de distancia había
sucedido algo espantoso e increíble que había dejado estupefactos al vecindario y
perpleja a la policía. A primeras horas de la madrugada; un grupo de hombres silenciosos
había penetrado en el parque de la institución y su jefe había despertado a los celadores.
Era una amenazadora figura militar que hablaba sin mover los labios; cuya voz parecía
conectada casi ventrilocuamente a un gran estuche negro que, transportaba. Su
inexpresivo rostro tenía las facciones bien parecidas, hasta a punto de dar la impresión de
una belleza radiante, aunque el director se había llevado un sobresalto cuando la luz del
vestíbulo cayó sobre él, ya que era un rostro de cera, y los ojos de cristal pintado. Debió
de sucederle algún accidente atroz a este hombre. Otro, más alto, guiaba sus pasos: un
sujeto repugnante cuya cara azulenca aparecía medio devorada por alguna enfermedad
desconocida. El que hablaba pidió que le cediesen la custodia del monstruo caníbal traído
de Arkham hacia dieciséis años; y al serle negada, dio una señal que provocó un
espantoso alboroto. Los demonios aquellos golpearon, patearon y mordieron a todos los
celadores que no lograron huir; mataron a cuatro, y finalmente consiguieron liberar al
monstruo. Estas víctimas, que podían recordar el suceso sin histerismos, juraban que las
criaturas se habían comportado menos como hombres que como puros autómatas guiados
por el jefe de cabeza de cera. Cuando les llegó ayuda, aquellos hombres y la criatura
caníbal habían desaparecido sin dejar rastro.
Desde el momento en que leyó el artículo, hasta la medianoche, West permaneció casi
paralizado. A las doce sonó el timbre de la puerta y se sobresaltó terriblemente. Todos los
criados se encontraban durmiendo en el ático, de modo que fui yo a abrir. Como he
contado a la policía, no había ningún vehículo en la calle; sólo vi un grupo de figuras de
aspecto extraño, con un gran estuche cuadrado que depositaron en la entrada, después de
gruñir uno de ellos con voz asombrosamente inhumana: "Correo urgente; pagado".
Salieron de la casa con paso desigual, y al verles alejarse, tuve el extraño convencimiento
de que se dirigían al antiguo cementerio con el que lindaba la parte de atrás de la casa. Al
oírme cerrar la puerta de golpe, bajó West y miró la caja. Tenía unos dos pies cuadrados,
y llevaba el nombre correcto de West, con su actual dirección. También traía remitente:
"Eric Moreland Clapman-Lee, St. Clare. Eloi, Flandes". Seis años antes, en Flandes, el
hospital se había derrumbado, a causa de una granada, sobre el tronco decapitado y
reanimado del doctor Clapman-Lee, y sobre su cabeza separada, la cual (quizá) había
llegado a proferir sonidos articulados. Ahora West ni siquiera se emocionó. Su estado era
más espantoso. Dijo rápidamente: "Es el fin... pero incineremos... ésto". Transportamos la
caja al laboratorio, con el oído atento. No recuerdo muchos de los detalles -ya pueden
imaginar mi estado psíquico-, pero es una mentira maliciosa decir que fue el cuerpo de
Hebert West lo que metí en el incinerador. Entre los dos, introdujimos la caja sin abrir,
cerramos la puerta, y conectamos la corriente. Y no brotó sonido alguno la caja.
Fue West quien observó primero que se caía el yeso de una parte de la pared, donde había
sido cubierta la antigua albañilería de la tumba. Iba yo a echar a correr, pero él me retuvo.
Entonces vi una pequeña abertura negra, sentí una bocanada de viento frío y hediondo, y
percibí el olor de las entrañas abominables de una tierra putrescente. No oímos ningún
ruido; pero en ese preciso instante se apagaron las luces, y vi recortarse contra cierta
fosforescencia del mundo inferior una horda de seres silenciosos que avanzaban
penosamente, producto de la locura... o de algo peor. Sus siluetas eran humanas,
semihumanas; se trataba de una horda grotescamente heterogénea. Retiraban las piedras
en silencio, una a una, del muro secular. Luego, cuando la brecha fue bastante ancha,
entraron al laboratorio en fila de a uno, guiados por el ser de paso solemne y cabeza de
cera. Una especie de monstruosidad con ojos desorbitados que marchaba detrás del jefe
agarró a Herbert West. West no se resistió ni profirió grito alguno. Luego se abalanzaron
todos sobre él y lo despedazaron ante mis ojos, llevándose sus trozos a la cripta
subterránea de fabulosas abominaciones. El jefe de cabeza de cera, que iba vestido con
uniforme de oficial canadiense, se llevó la cabeza de West. Al desaparecer, vi que sus
ojos azules; detrás de las gafas, centelleaban espantosamente, revelando por primera vez
una frenética y visible emoción.
Los criados me encontraron inconsciente por la mañana. West había desaparecido. E1
incinerador contenía sólo ceniza inidentificable. Los detectives me han interrogado; pero,
¿qué puedo decir?. No relacionarán a West, con la tragedia de Sefton; ni con éso, ni con
los hombres de la caja, cuya existencia niegan. Les he hablado de la cripta; pero ellos me
han enseñado el yeso intacto de la pared, y se han reído. Así que no les he contado nada
más. Quieren dar a entender que estoy loco, o que soy un asesino... probablemente es que
estoy loco. Pero podría no ser así, si esas condenadas legiones de las tumbas no
estuviesen tan calladas.

EL ALQUIMISTA -- HOWARD P. LOVECRAFT


EL ALQUIMISTA
HOWARD P. LOVECRAFT


El viejo castillo de mis antepasados se yergue allá en lo alto, apoyado sobre la verde cumbre de un
rollizo monte, en cuyas laderas radica, en su parte más baja, un bosque de antiquísimos y nudosos
árboles. Durante muchos siglos, las almenas han dominado desde su rígido trazado el campo nunca
cultivado que las rodea. Sus muros han servido de morada y fortaleza a la presuntuosa casa cuyo
linaje es mucho más antiguo que las musgosas paredes del castillo. Sus torres inmemoriales,
oscurecidas por el paso de las generaciones y averiadas por la inexorable zapa del tiempo supieron
ser durante el feudalismo uno de los más temibles e inexpugnables reductos fortificados en toda
Francia. Desde su interior fueron desafiados barones, condes e incluso reyes, sin que jamás el
enemigo pudiera poner los pies dentro del castillo.
Mas todo ha cambiado desde aquellos años de gloria. Algo así como una pobreza a veces
indistinguible de la miseria, aliada a un orgullo también ancestral que condena cualquier intento de
mitigarla entregándose a actividades comerciales o manuales, ha determinado que los herederos de
nuestra familia no hayan podido conservar las propiedades de acuerdo con su antiguo brillo.
Derrumbes en las paredes, la agreste vegetación en los parques, el foso convertido en una irregular y
polvorienta hendidura del terreno, los suelos hundidos, los podridos revestimientos de madera, las tapicerías reducidas a mugrientos jirones que cuelgan de algunos sitios, todos éstos son apenas
algunos datos que balbucear; la triste historia de una grandeza perdida. El tiempo fue abatiendo una
a una las cuatro grandes torres; finalmente sólo quedaron las maltrechas ruinas de una de ellas. Allí debieron ubicarse los escasos descendientes de quienes en mejores tiempos, fueran los más
poderosos señores de aquellas tierras.
Precisamente en una de esas inmensas y oscuras cámaras de la devastada torre fue donde yo,
Antoine, el último de los desdichados condes de C., nací hace noventa años. Pasé los primeros años de mi vida entre esos muros, en los bosques laberínticos, en los barrancos siempre amenazadores, en las grutas que se abrían al pie de la ladera.
No conocí a mis padres. Mi padre murió un mes antes que yo naciera, como consecuencia del
desprendimiento de una gran piedra de uno de los muros del castillo. Tenía treinta y dos años. Mi madre murió como consecuencia del parto, a los pocos días de mi nacimiento. Por lo tanto mi
crianza y educación quedó obligadamente en manos del único servidor que quedaba en la casa: era
un anciano de gran fidelidad e inteligencia, cuyo nombre, si mal no recuerdo, era Pierre. Yo era hijo
único y la soledad que esta circunstancia siempre comporta se vio aumentada en mi caso por el
celoso cuidado que tuvo mi padre adoptivo por apartarme de los hijos de los campesinos que vivían
en modestas moradas que se diseminaban de tanto en tanto por las llanuras que rodeaban al monte.
Recuerdo haberle oído a Pierre que dicha prohibición se debía a que la nobleza de mi cuna impedía
que alternara con semejante plebe. Sin embargo, supe mucho después que el verdadero propósito
que guiaba al criado consistía en evitar que llegaran a mis oídos las historias acerca de la terrible
maldición que, infinitamente contada, ampliada y modificada, ocupaba las noches de los campesinos reunidos en torno al fuego.
Condenado a la soledad y librado a mi albedrío, pasé toda mi niñez escudriñando los viejos y
musgosos tomos que abarrotaban la biblioteca del castillo y vagabundeando incesantemente entre el polvoriento y retorcido bosque que cubre la ladera casi hasta la llanura. Tal vez por ambas
circunstancias, mi personalidad fue tiñéndose con un fuerte tinte de melancolía. Por lo demás,
aquellos estudios y tareas arraigadas en lo oculto y misterioso de la naturaleza eran las que más me gustaban.
Muy poco llegué a saber acerca de mi estirpe, pero ese poco sirvió para sumirme en la depresión.
Posiblemente en un comienzo fue la propia y férrea resistencia de mi viejo preceptor al referirse a mi
pasado lo que suscitó ese terror que siempre he sentido ante la sola mención de mi casa paterna. No
obstante, al crecer fui enhebrando fragmentos aislados, entresacados de conversaciones cuyo centro
temático era otro, que ya en sus tiempos más seniles escapaban a su proverbial reserva; esas aisladas
pistas se orientaban hacia determinada circunstancia que siempre había considerado extraña, pero que por entonces se había tornado francamente terrible.
Me refiero al hecho que todos los condes de la familia habían encontrado la muerte a edad muy
temprana. En un comienzo, como ya dije, había considerado a esta circunstancia como una
característica natural: en nuestra familia los hombres tenían una vida corta. Paulatinamente fui
pensando más en detalle sobre aquellas muertes prematuras y relacionándolas con los delirios del anciano, los que con frecuencia volvían a cierta maldición que durante siglos había impedido a mis ancestros varones sobrepasar los treinta y dos años. Al cumplir los veintiún años, recibí de manos de
Pierre un documento y la somera explicación que durante generaciones había pasado de padres a
hijos. El contenido era sobrecogedor y no hizo más que confirmar todos mis temores. Por entonces,
yo creía a pie juntillas en lo sobrenatural; si así no hubiese sido habría desechado sin más la
desmesurada revelación del pergamino.
Éste me devolvía al siglo XIII, época en la que las ruinas donde ahora moraba eran una
inexpugnable y temible fortaleza. El documento se refería a determinado anciano que vivía en
nuestras posesiones, hombre de cualidades muy especiales aunque de condición no muy diferente a
la de los demás campesinos. Se llamaba Michel y a su nombre se había colgado el apodo de le
mauvais, el malo, con el que se hacía exiguo homenaje a su reputación. Pese a su clase, era hombre
que había cursado muchos estudios, todos ellos orientados a asuntos tales como la piedra filosofal o el elíxir de la eterna juventud; también era conocedor de los secretos de la magia negra y la alquimia.
Michel le mauvais tenía una hijo llamado Charles, joven tan conocedor como el padre de las artes
ocultas; por estas habilidades también él había recibido el sobrenombre de le sorcier, el brujo. Padre
e hijo, a quienes la gente procuraba evitar, eran sospechados de prácticas horribles. Del viejo, por
ejemplo, se rumoreaba que había quemado viva a su esposa como sacrificio ritual al diablo. La
misteriosa desaparición de muchos pequeños, hijos de campesinos de la zona, era atribuida a estos
dos siniestros personajes. Al margen de ese generalizado sentir, también era cierto que en ambos
brillaba la luz de una intensa humanidad: el viejo amaba a su hijo con una intensa pasión mientras éste experimentaba hacia el padre un afecto mucho mayor que el filial.
Cierta noche, la confusión hizo presa del castillo como consecuencia de la misteriosa
desaparición de Godfrey, el joven hijo del conde Henri. El apesadumbrado padre reunió un grupo e inició una desesperada búsqueda que culminó en la casa de los brujos. Allí encontró a Michel le
mauvais concentrado en revolver un bullente y misterioso caldo que llenaba un enorme caldero.
Inducido por la desesperación, cegado por la furia y la locura, arrastrado por la fama de padre e hijo,
sin prueba alguna, tomó al anciano del cuello y sólo aflojó la presión de sus enormes manos cuando
Michel ya había dejado de respirar. Casi de inmediato, los criados trasmitían la novedad que el joven
Godfrey había aparecido en una de las habitaciones más apartadas del castillo, en una cámara que no
se utilizaba. Michel había muerto absurdamente. En el momento en que el conde y sus acompañantes
abandonaban la humilde morada del alquimista, surgió Charles le sorcier. Los nerviosos
comentarios de los criados le permitieron formarse una idea de lo sucedido; en un principio pareció
no afectado por la muerte del padre, pero luego, lentamente, salió al paso del conde y con voz
desprovista de toda emoción descargó sobre él la espantosa maldición que de allí en más caería
sobre la casa de C.:
«¡Que ninguno de los de tu estirpe criminal
cumpla más años de los que tienes ahora!»
Tras esas palabras terribles, dio un paso hacia atrás, sacó de entre sus ropas un frasco conteniendo
un líquido incoloro y lo arrojó a la cara del conde. Luego desapareció entre los árboles y la noche.
Henri murió sin alcanzar a pronunciar palabra alguna y fue enterrado al día siguiente. Poco antes
había cumplido treinta y dos años. Denodados grupos de campesinos recorrieron infatigablemente
los bosques y llanuras vecinas en pos del asesino, pero nunca lograron descubrir el menor rastro de él.
El paso del tiempo y la casi nula conservación de recuerdos sepultaron la idea de la maldición en
los familiares del conde. Por eso, cuando Godfrey, detonante casual de la tragedia y entonces
portador del título, murió como consecuencia de una flecha mal dirigida en el curso de una jornada
de cacería, precisamente a la edad de treinta y dos años, nadie experimentó otros sentimientos que
los de aflicción por la perdida de una joven vida. Pero, muchos años después, cuando Robert, el
conde que sucedió a Godfrey, apareció muerto de causa desconocida, los campesinos comenzaron a
murmurar acerca del hecho que su señor acababa de cumplir los treinta y dos años. Louis, el hijo de Robert, fue encontrado ahogado en el foso a la fatídica edad. Con esa terrible secuencia transcurría la historia familiar: todos los Henri, Robert, Antoine y Armand abandonaron esta vida poco después de cumplir la edad que tenía Henri en el momento de morir.
De acuerdo con lo que acababa de leer, me quedaban once años de vida como mucho. Hasta
entonces le había dado poco valor a la vida, pero a partir de ese momento fui apreciándola cada vez
más, sobre todo cuando me adentraba más y más en los misterios de la magia negra. Dado mi
aislamiento, la ciencia moderna me era completamente ajena y trabajaba del mismo modo que en la
Edad Media, tal como seguramente lo habían hecho el viejo Michel o su hijo Charles,
completamente enajenados por el afán de llegar a la posesión del saber alquimista. Pese a mis
esfuerzos, en los libros no encontraba ninguna explicación acerca de la maldición que pesaba sobre
mi familia. Trataba de investigar por un camino más racional, buscando alguna explicación natural,
suponiendo que las primeras muertes podían haber sido obra de los descendientes del brujo; pero
tras escrupulosas investigaciones llegué a la irrefutable conclusión que el alquimista no había tenido
descendencia. Nuevamente volví al ocultismo procurando descubrir algún medio que suspendiese la
terrible maldición. Sólo tenía una cosa en claro. Jamás me casaría: puesto que en la familia no había
ninguna otra rama, podía hacer que la maldición concluyera conmigo.
Cerca de mis treinta años, el viejo Pierre murió. Con mis propias manos lo enterré bajo las losas
del patio, sitio por el que había paseado durante toda su vida. Quedé a solas, como único habitante
de las ruinas del castillo. En medio de la soledad, lentamente fui renunciando a la lucha contra el
inexorable fin que me aguardaba mientras me reconciliaba pasivamente con el destino que me uniría
a mis antepasados. La mayor parte del tiempo la invertía en pasear por las habitaciones ruinosas y
abandonadas, por los sitios del castillo que debido al miedo que me inspiraban había evitado durante
la niñez y la adolescencia; según lo que me contaba Pierre, se trataba de lugares que no habían sido
hollados por ningún pie humano en, al menos cuatrocientos años. Singulares y espantosos me
resultaban muchos de los objetos con los que me encontraba. Descubrí muebles cubiertos por
gruesas capas de polvo y carcomidos por la humedad; en todas partes colgaban gruesas telarañas, de
una densidad como jamás había visto, y enormes murciélagos aleteaban en todos los lóbregos
rincones.
Por mi parte, llevaba una estricta cuenta de mi edad, con cifras que incluían días y hasta horas;
sentía que cada movimiento del péndulo del enorme reloj que colgaba de la biblioteca se llevaba un
trozo de mi apreciada existencia. De este modo, inevitablemente vi la cercanía del día que tanto
había temido. Dado que la mayor parte de mis antepasados habían muerto poco antes de cumplir la
edad que tenía el conde Henri, no tenía otra expectativa que aguardar la inevitable muerte. Ignoraba
completamente la forma en que se cumpliría la maldición, pero había llegado a la convicción que
fuera como fuese, no me sorprendería amedrentado ni pasivamente. Supongo que algún arresto de
esa decisión fue lo que me llevó a registrar denodadamente el viejo castillo.
Precisamente, durante una de esas exploraciones en la parte más derruida y, por lo tanto,
abandonada del castillo, poco menos de una semana antes que se cumpliera el plazo fatal, extinguido
el cual no esperaba seguir estando en el mundo de los vivos, ocurrió un suceso extraordinario que
habría de cambiar mi vida. Había ocupado una mañana entera en bajar y subir por los restos de las
escaleras que llevaban a lo alto de una de las más ruinosas torres. En un momento determinado bajé
a los niveles más inferiores hasta dar con una especie de mazmorra medieval o, tal vez, un polvorín
de tiempos más recientes. El corredor estaba tapizado con una gruesa capa de salitre y, tras recorrer
la última escalera, comprobé que el piso comenzaba a humedecerse y, pocos pasos más adelante, la
luz de la antorcha me reveló una pared completamente empapada que cerraba el paso. Al volverme
para desandar el camino descubrí a mis pies una especie de trampa con una argolla. Me incliné sobre
ella, tiré de la argolla y sin dificultad dejé a la vista una negra abertura de la que emanaron vapores
malsanos que chisporrotearon en el fuego de la antorcha. Una vez que la luz se estabilizó pude
descubrir en las tinieblas una escalera que se hundía en las entrañas de la tierra. Introduje la antorcha
en las malsanas profundidades hasta lograr una cierta firmeza en su combustión. Entonces me
aventuré a las profundidades. La escalera parecía larga y llevaba a un corredor muy angosto que, por
lo que se veía, se internaba profundamente en el subsuelo. Efectivamente, el corredor era muy largo
y concluía ante una impresionante puerta de roble completamente impregnada de humedad, pero aún
lo suficientemente firme como para resistir incólume todos mis intentos por abrirla. Tras arduos
esfuerzos comprobé la inutilidad de mi propósito y ya me volvía por el corredor cuando una
sobrecogedora sensación puso en duda los datos que la razón me brindaba acerca de la realidad.
Inesperadamente oí un chirrido a mis espaldas que no podía provenir de otra fuente que no fuese el
movimiento de apertura de la enorme puerta, el ruido de sus herrumbrados goznes. Mis impresiones
y sensaciones fueron completamente caóticas. Tenía la absoluta certeza que el castillo no albergaba
otra presencia humana que no fuese la mía; por eso, la hipótesis más razonable llevaba a pensar en lo
espectral, con lo que me invadió un indescriptible horror. Luego de algunos momentos en que estuve
completamente paralizado, logré volverme hacia el lugar de donde había surgido el chirrido y estuve a punto de desvanecerme ante la presencia que se erguía ante mí.
En medio de la gigantesca puerta había una figura humana. Se trataba de un hombre enfundado en
una amplia túnica medieval de color oscuro y con una suerte de casco de tela en la cabeza. Tenía
cabellos muy largos y una abundante barba renegrida que le confería un aspecto terrible. La frente
era muy amplia, las mejillas lucían hundidas y cubiertas de arrugas e impresionaban sus manos en forma de garras aunque de una blancura nívea, como jamás había visto. Toda su figura era de una delgadez esquelética, encorvada y se confundía en los recios pliegues de su vestimenta. Sin
embargo, lo más impresionante eran sus ojos: semejaban dos pozos de abismales tinieblas, en cuyo
fondo brillaba tanto la brasa de la inteligencia como una inhumana perversidad. Y justamente ahora, que estaban hundidos en mí, sentía cómo el odio que en ellos destellaba se cebaba en mí dejándome clavado en el lugar donde me encontraba.
Luego de una eternidad, la figura habló con una atronadora y gutural voz que resonó como un
terremoto en mis amedrentados oídos. Hablaba en ese latín degradado que fue el idioma entre la
gente docta durante la Edad Media, lengua que me era familiar por las largas horas que había
dedicado al estudio de los viejos alquimistas y demonólogos en la polvorienta biblioteca del castillo.
La singular figura habló de la maldición, aludió a mi próximo fin, refirió extensamente el mal que
mi antepasado había hecho al viejo Michel le mauvais y se demoró entusiasmado en la venganza
urdida por Charles le sorcier. Explicó el modo en que el joven Charles se había internado en la
oscuridad, de donde surgió años después para matar de un certero flechazo a Godfrey, exactamente
el mismo día en que llegaba a la edad que tenía su padre al morir, refirió su secreto regreso a los
dominios de la familia para instalarse precisamente en la cámara donde ahora me encontraba, recinto
ya por entonces abandonado, describió la manera en que había sorprendido a Robert, el hijo de
Godfrey, para hacerle tragar un fulminante veneno exactamente el mismo día en que cumplía los
treinta y dos años, con lo que mantenía puntualmente vigente la maldición vengadora. A través de sus palabras comencé a comprender el mayor de todos los enigmas, es decir la continuidad del
maleficio, luego que, según la ley natural, Charles le sorcier debía haber abandonado este mundo; el hombre habló de los profundos y exitosos estudios que sobre la alquimia habían practicado ambos
hechiceros y, en especial, de las investigaciones que Charles le sorcier había realizado sobre el elíxir de la eterna juventud.
Llevado por el entusiasmo del relato, durante algunos momentos desapareció de sus ojos la
oscura maldad que tanto me había impresionado en un primer momento; mas de pronto lo
demoníaco volvió a centellar en su mirada y tras soltar una especie de silbido, que asocié al de la
serpiente, levantó un frasco de vidrio con el obvio propósito de acabar conmigo del mismo modo
con que Charles le sorcier había terminado con mi antecesor. Instintivamente rompí el sortilegio que hasta entonces me había paralizado y arrojé contra la fatal criatura la ya debilitada antorcha. El
frasco se rompió inofensivamente contra las losas del piso, mientras la túnica de aquel demonio
comenzaba a ser devorada por un fuego que iluminaba siniestramente la escena. Un atroz aullido en el que coexistían tanto el pánico como la expresión de una maldad absoluta brotó de aquel ser
demoníaco y logró acabar con el ya precario equilibrio de mis maltrechos nervios; caí al suelo
inconsciente.
Cuando recuperé el sentido me envolvía la oscuridad. Mi razón se negaba a rememorar lo que
poco antes había ocurrido, pero el acicateo de la curiosidad era intenso. ¿Quién era ese hombre
maligno? ¿Cómo había entrado al castillo? ¿Qué lo movía a querer vengar la muerte de Michel le
mauvais? ¿Cómo se había cumplido la maldición al cabo de seiscientos años? Pese a mi confusión,
una cosa era clara: me había librado de un miedo secular, ya que el ser que había destruido era el
instrumento mediante el cual la maldición se iba a cumplir en mí. Me sentía liberado y con unas
súbitas ganas de saber más sobre la amenaza que durante tantos siglos se había cernido sobre mi
familia, y que tanta angustia había producido a mi juventud. Nada me impediría proseguir con la
exploración que había iniciado; con ese impulso busqué en los bolsillos pedernal y algunos otros
elementos que en poco tiempo me permitieron contar con una nueva antorcha. La luz me entregó la
figura ennegrecida y retorcida del desconocido. Tenía los ojos cerrados. Impresionado con aquella
visión, me aparté internándome en la habitación que cerraba la enorme puerta de roble. En lo
fundamental era lo que parecía el laboratorio de un alquimista. En uno de los rincones se veía un
considerable montón de un metal amarillo que refulgía a la luz de la antorcha. Tal vez fuese oro,
pero no me ocupé en constatarlo porque todavía estaba muy afectado por lo ocurrido poco antes. En la pared del fondo se distinguía un agujero que evidentemente daba a una de las laderas del monte.
Asombrado, comprendí entonces cómo el hombre había conseguido ingresar al castillo. Poco más
tenía que hacer en aquel lugar, por lo que decidí emprender el retorno. Me armé de la intención de pasar junto a los restos del desconocido sin mirarlos. No obstante, al deslizarme por un costado me pareció percibir un tenue murmullo que se desprendía de ellos, como si los restos aún conservaran algo de vida. Pese al horror que me produjo semejante descubrimiento, me acerqué al montón carbonizado que yacía en el suelo.
De repente, los espantosos ojos, mucho más negros que el conjunto en el que sobresalían, se
abrieron y trasmitieron una sensación que no soy capaz de describir. Los labios destrozados
procuraban pronunciar unas palabras que yo no entendía. En un determinado momento me pareció oír el nombre de Charles le sorcier, luego las palabras años y maldición. Ignoraba qué sentido podían tener aquellos jadeos póstumos. Mi incapacidad de entender el significado de sus intentos de expresión exacerbó el centelleo maligno de aquellos ojos y pese a que sabía inerme a mi enemigo, no pude evitar un estremecimiento de terror.
Haciendo acopio de ignotas energías, el ser consiguió alzar la cabeza del piso húmedo. En tanto
yo seguía inmovilizado por el pánico, logró hilvanar estas últimas palabras que desde aquel
momento me acompañan día y noche como una nueva maldición:
¾Imbécil ¾me dijo¾, ¿no adivinas mi secreto? ¿No tienes cerebro para acatar el designio que
durante seiscientos años se ha cumplido en esta casa? Te he instruido sobre el gran elíxir de la
verdad. ¿Cómo es que no sabes quién fue el que resolvió el secreto de la alquimia? ¡Fui yo! ¡Yo!
¡Yo, el que ha vivido seiscientos años para llevar a cabo mi venganza! ¡Yo, Charles le sorcier!
F I N
Título Original: The Alquimist ( 1916 )

lunes, 24 de marzo de 2008

EL BARRIL DE AMONTILLADO – Edgar Allan Poe (1809 –1849)

Título en Inglés: THE CASK OF AMONTILLADO
Texto de dominio público.

EL BARRIL DE AMONTILLADO
Edgar Allan Poe



Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Vosotros, que conocéis tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegaréis a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando esta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.
Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.
Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.
Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.
—Querido Fortunato —le dije en tono jovial—, este es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.
—¿Cómo? —dijo él—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!
—Por eso mismo le digo que tengo mis dudas —contesté—, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.
—¡Amontillado!
—Tengo mis dudas.
—¡Amontillado!
—Y he de pagarlo.
—¡Amontillado!
—Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá...
—Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.
—Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.
—Vamos, vamos allá.
—¿Adónde?
—A sus bodegas.
—No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi...
—No tengo ningún compromiso. Vamos.
—No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.
—A pesar de todos, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.
Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire,
[1] me dejé conducir por él hasta mi palazzo.
Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.
Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.
El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.
—¿Y el barril? —preguntó.
—Está más allá —le contesté—. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.
Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.
—¿Salitre? —me preguntó, por fin.
—Salitre —le contesté—. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?
—¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!
A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.
—No es nada —dijo por último.
—Venga —le dije enérgicamente—. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...
—Basta —me dijo—. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.
—Verdad, verdad —le contesté—. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.
Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.
—Beba —le dije, ofreciéndole el vino.
Se llevó la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludo con familiaridad. Los cascabeles sonaron.
—Bebo —dijo— a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.
—Y yo, por la larga vida de usted.
De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.
—Esas cuevas —me dijo— son muy vastas.
—Los Montresors —le contesté— era una grande y numerosa familia.
—He olvidado cuáles eran sus armas.
—Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.
—¿Y cual es la divisa?
—Nemo me impune lacessit
[2]
—¡Muy bien! —dijo.
Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.
—El salitre —le dije—. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...
—No es nada —dijo—. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.
Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender.
Le miré sorprendido. Él repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
—¿No comprende usted? —preguntó.
—No —le contesté.
—Entonces, ¿no es usted de la hermandad?
—¿Cómo?
—¿No pertenece usted a la masonería?
—Sí, sí —dije—; sí, sí.
—¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?
—Un masón —repliqué.
—A ver, un signo —dijo.
—Este —le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.
—Usted bromea —dijo, retrocediendo unos pasos—. Pero, en fin, vamos por el amontillado.
—Bien —dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.
Se apoyó pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas.
En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.
Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo.
Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.
En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.
—Adelántese —le dije—. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...
—Es un ignorante —interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.
En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.
—Pase usted la mano por la pared —le dije—, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.
—¡El amontillado! —exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.
—Cierto —repliqué—, el amontillado.
Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tarde en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho.
Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte.
El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.
Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.
Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.
Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:
—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je! a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!
—El amontillado —dije.
—¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.
—Sí —dije—; vámonos ya.
—¡Por el amor de Dios, Montresor!
—Sí —dije—; por el amor de Dios.
En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:
—¡Fortunato!
No hubo respuesta, y volví a llamar.
—¡Fortunato!
Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!

F I N

[1] Capa o capote
[2] Nadie me ofende impunemente

POPSY -- STEPHEN KING

POPSY
Por : Stephen King

Sheridan conducía con lentitud frente a la larga fachada lisa del centro comercial cuando vió al
chiquillo salir por las puertas principales, situadas bajo el cartel iluminado. Era un niño, de tal
vez algo más de tres años, aunque, sin duda, no pasaba de los cinco. En su rostro se leía una
expresión a la que Sheridan se había tornado muy perceptivo. Estaba intentando contener las
lágrimas, pero no tardaría en echarse a llorar.
Sheridan se detuvo un instante mientras le acometía la familiar sensación de disgusto..., aunque
cada vez que se llevaba a un niño, la sensación se hacía menos acuciante.
Sheridan estacionó la furgoneta en unas de las plazas mas cercanas al centro comercial y
reservadas a los inválidos. En la parte trasera de la furgoneta llevaba una matrícula especial que
el estado concede a los inválidos. La matrícula valía su peso en oro, porque impedía que los
guardias de seguridad sospecharan y, además, porque esas plazas resultaban muy prácticas y casi
siempre estaban vacías.
Se apeó de la furgoneta y camino hacia el niño, que miraba en derredor con una expresión de
creciente pánico. Sí, señor, pensó Sheridan, unos cinco años, tal vez seis, pero muy menudito.
Bajo las estridentes luces fluorescentes que emanaba el interior del edificio, el niño aparecía
blanco como la nieve, no solo asustado, sino realmente enfermo. Sheridan supuso que su aspecto
se debía al miedo. Por lo general, reconocía aquella expresión cuando la veía, porque había visto
un gran terror reflejado en su propio espejo durante el último año y medio.
El niño alzó los ojos esperanzado hacia las personas que pasaban junto a él, personas que
entraban en el centro comercial ansiosas por comprar, que salían cargadas de paquetes, con el
rostro soñador, casi como drogado, impregnado de algo que probablemente tomaban por
satisfacción.
El niño, enfundado en vaqueros Tuffskin y una camiseta de los Penguins de Pittsburgh, buscaba
ayuda, buscaba a alguien que le mirara y comprobara que algo andaba mal, buscaba a alguien
que le formulara la pregunta adecuada.
«Aquí estoy yo -pensó Sheridan mientras se acercaba-. Aquí estoy yo. »
Cuando estaba a punto de alcanzar al niño, divisó a uno de los guardias del centro comercial.
Avanzaba despacio por el pasillo central en dirección a las puertas principales. Tenía la mano
metida en un bolsillo, sin duda buscaba un paquete de cigarrillos. Dentro de un momento saldría
y al diablo con el golpe de Sheridan.
Sheridan retrocedió unos pasos y fingió rebuscar en sus bolsillos para asegurarse de que todavía
llevaba las llaves. Su mirada pasó del niño al guardia de seguridad y otra vez al niño. El pequeño
se echo a llorar. No a aullar, todavía no, pero gruesas lágrimas, que parecían rosadas, empezaron
a rodar por sus mejillas.
Al fin Sheridan decidió ir hacia donde el chiquillo estaba.
¿Has perdido a tu padre? pregunto Sheridan.
Mi papito- repuso el niño mientras se secaba las lagrimas. No lo encuentro.
De pronto el niño estallo en sollozos, y una mujer se volvió con una expresión de vaga
preocupación.
La mujer siguió su camino. Sheridan rodeó los hombros del chico en ademán de consuelo y tiró
de él hacia la derecha... en dirección a la furgoneta. A continuación echó otro vistazo al interior
del centro comercial.
Quiero a mi papito- Sollozó el pequeño
Claro que sí- Lo consoló Sheridan. Y lo encontraremos.
Empezó a dirigirse a la entrada principal, olvidadas ya las lágrimas, y Sheridan tuvo que hacer un
gran esfuerzo para no agarrar al pálido chiquillo en aquel preciso instante.
Primero tenía que conseguir que subiera a la furgoneta.
Llevo al chico a la furgoneta, que tenía cuatro años y estaba pintada de un desvaído color azul.
Abrió la portezuela y dedicó una sonrisa al niño, quien lo miró con expresión de duda. Los ojos
verdes parecían nadar en su pequeño rostro pálido, ojos tan grandes como los de un niño
extraviado de una de esas fotos que anuncian en los semanarios sensacionalistas baratos.
Sheridan salió del estacionamiento principal del centro comercial, se detuvo para comprobar que
no venían coches. El niño estaba sentado en el borde del asiento, con las manos sobre las rodillas
de los téjanos y los ojos completamente atentos.
¿Por que vamos por detrás?- Quiso saber el niño.
Hay que dar la vuelta para ir a las otras puertas- Explicó Sheridan.
La expresión atormentada del pequeño se transformo en otra de sublime alivio, y por un instante,
Sheridan sintió compasión por él. Al fin y al cabo, no era un monstruo ni un maníaco, por dios.
Pero las deudas iban aumentando un poco mas cada vez. Y era la única forma que tenía para
pagarlo.
Sheridan extrajo unas esposas de la guantera sin que el niño lo notara.
El chico se inclinó por un momento, Sheridan se acercó a él y cerró una de las esposas sobre la
mano extendida del niño con toda la facilidad del mundo, y entonces empezaron los problemas.
El crío peleaba como un lobezno, retorciéndose con una fuerza a la que Sheridan nunca habría
dado crédito de no estar experimentando sus consecuencias en aquel mismo instante.
Sheridan agarró al niño por el cuello redondo de la camiseta y tiró de el hacia dentro. Intentó
cerrar la segunda esposa en torno a la riostra especial que había junto al asiento del copiloto, pero
falló. El niño le mordió la mano dos veces hasta hacerle sangrar. Dios, tenía los dientes como
cuchillas de afeitar. Le acometió un intenso dolor que le ascendió por el brazo. Asestó al niño un
puñetazo en la boca. El niño cayó sobre el asiento, medio atontado, con la sangre de Sheridan
sobre los labios, la barbilla y el cuello de la camiseta. Sheridan cerró la esposa sobre la riostra y
se hundió en su propio asiento mientras se succionaba la sangre de la mano.
El dolor era terrible. Se sacó la mano de la boca y observó las heridas a la mortecina luz del
salpicadero. Distinguió dos hileras de orificios superficiales, de unos cinco centímetros de
longitud, que avanzaban hacia la muñeca desde los nudillos. la sangre brotaba en pequeños
hilillos. Pese a todo no sentía deseos de volver a golpear al muchacho, y eso no tenía nada que
ver con dañar la mercancía.
-Se arrepentirá- Anunció el niño.
Sheridan miró en derredor con impaciencia.
-Mi papito es muy fuerte, señor.
Me encontrará.
ajá- dijo Sheridan
Puede olerme
Sheridan no lo dudaba. El mismo podía oler al crío. El miedo despedía un olor con el que se
había familiarizado en sus expediciones anteriores, pero el olor de este niño era irreal, una
mezcla de sudor, barro y ácido sulfúrico hervido. Cada vez estaba mas convencido de que al niño
le pasaba algo grave.
Siete kilómetros mas adelante, Sheridan tomó un camino de tierra apisonada que rodeaba el lado
norte de una laguna. Ocho kilómetros mas adelante y hacia el oeste, tomaría la carretera 41.
Echó un vistazo a la laguna, una extensión plateada a la luz de la luna... y de pronto la luna dejó
de brillar. Desapareció.
Sobre la furgoneta se oyó un ruido parecido al que producen las sábanas al ondear al viento.
¡Abuelito! gritó el niño.
-Cierra el pico- es un pájaro.
Pero de pronto sintió que un gran escalofrío le recorría el cuerpo. Un escalofrío tremendo. Miró
al pequeño. Había vuelto a abrir los labios, mostrando todos los dientes. Tenía dientes blancos,
muy blancos y grandes.
Algo aterrizó sobre el techo de la furgoneta con un gran golpe sordo.
¡Papito! Volvió a gritar el pequeño, casi loco de alegría.
De pronto Sheridan dejo de ver la carretera... una enorme ala membranosa, sembrada de venas
palpitantes, cubrió toda la extensión del parabrisas.
El abuelito sabe volar.
Sheridan lanzó un grito y pisó el freno con la esperanza de que aquella cosa saliera despedida del
techo.
Me ha raptado abuelito.
De pronto, una mano, que parecía mas una garra que una autentica mano, atravesó el vidrio de la
ventanilla y le arrebató dos dedos. Al cabo de un instante, el abuelito arrancó toda la portezuela
de cuajo, convirtiendo las bisagras en brillantes birutas de metal inútil.
El abuelito sacó a Sheridan del coche de un solo tirón, y sus garras se le clavaron en la chaqueta,
después en la camisa y a continuación, en lo mas profundo de la carne de sus hombros. De
repente los ojos verdes del abuelito adquirieron un color rojo oscuro como la sangre.
Hemos ido al centro comercial para comprar juguetes articulados- susurro el abuelito.
El aliento le olía a carne plagada de cresas.
Todos los niños los quieren. Debería haberlo dejado en paz.
Zarandeó a Sheridan como si de un muñeco se tratara. Cuando el hombre gritó, lo zarandeo un
poco mas. Sheridan oyó que el papito le preguntaba al niño con toda amabilidad si todavía tenía
sed; oyó al niño responder que sí, que tenía mucha sed, que el hombre malo lo había asustado y
que tenía la garganta muy seca. Vió la uña del pulgar de su abuelito una fracción de segundo
antes de que desapareciera bajo su barbilla; una uña mordida y gruesa que le rebanó el cuello
antes de que se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo, y lo último que vió antes de sumergirse
en las tinieblas fue al niño, con las manos formando un cuenco para recoger en ellas el río de
sangre.


FIN.

algo para leer