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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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martes, 13 de agosto de 2013

Hambre

Hambre
Se tiró en la cama embriagada por la emoción. Abrió los brazos y se detuvo a oír. Los
pasos de su marido alejándose de la puerta todavía retumbaban en sus oídos. Cerró los
ojos, se sintió estremecer. Quiso llorar. Rememoró momentos tristes, y nada. “Deja de
temer, dice el corazón en el cuerpo, deja de temer”. La frase salvadora la inundó. Los
ojos se le llenaron de lágrimas, el mentón comenzó a temblar. De pronto vislumbró una
luz en el techo, y las gotas se fueron. En un movimiento brusco y espontáneo, se abrazó
el cuerpo como si quisiera evitar que la tristeza la abandonara. “Entonces yo no sé que
hacer”, pensó; y se largó a llorar amargamente. Cuando recuperó el control sobre su
espasmódico cuerpo, ya era de noche. La casa estaba a oscuras. El corte de luz y la luna
nueva se las arreglaban para acrecentar su temor. Corrió hasta la cocina en puntas de pie
para no despertar al monstruo que vivía en el placard del living. Prendió una vela y se
decidió por fin a ir al baño para enjugarse las lágrimas del rostro. Susceptible como
estaba, la sobrecogió el temor de que detrás de cada ventana se ocultaba la muerte y que
su marido colgaba sin vida en el ombú del jardín. Era de esas personas que gozan con el
dolor propio. Si su esposo moría sólo podría significar para ella la oportunidad de bañar
con sus lágrimas a todo el barrio y, de esta forma, desquitarse por una vida entera de
morder la almohada por las noches mientras Mario le besaba el cuello en busca de algo
que satisficiera las ansias acalladas que sólo salían a la luz cuando se escabullía a
“Adonis”, el único bar gay de la comarca. Ella no sospechaba nada, quizás porque su
frigidez prematura no le permitía siquiera imaginar que un ser humano tuviera deseos
carnales tan intensos. Con la vela en la mano, temblando hasta la punta del pelo,
empezó a caminar vacilante por el pasillo en tinieblas. Sus pies descalzos sentían el frío
de los cerámicos. La bata vieja, que usaba desde que su madre se la heredara, estaba
raída en tantos lugares que parecía inconcebible que la privara del frío. Y sin embargo
lo hacía. Por la cercanía corporal con la difunta quizás. Esperó algún sonido.
Repentinamente notó que algo titilaba en el baño, por la puerta entreabierta se veían
figuras danzantes. Presa de la ansiedad y del temor, se apresuró a cerciorarse de lo que
ocurría. Lentamente sus largos dedos empujaron la puerta que chirrió con un sonido que
quebró la noche. A lo lejos, un cuervo. Las sombras chinescas captaron su atención,
hasta que cierta sustancia en la que se hallaban parados sus pies despertó su curiosidad.
Dio un paso más allá, pero aparentemente cubría todo el piso del baño. Se agachó con la
vela. ¿Qué podía ser? Lo tocó. “No entiendo. ¿Qué es esto?”, se preguntó en voz alta.
“Ketchup…”, dijo la voz. “Si, eso es. Ketchup en el piso”, pensó Estela. La bañadera
llena de Ketchup había rebalsado y éste se esparcía por todo el piso mojando la cortina,
que yacía rota para recogerlo y llevarlo a la cocina, donde Mario seguramente esperaría
que ella lo pusiera en algún recipiente. El cuchillo en medio del Ketchup, dejado de lado
luego de picar el tomate, bien finito, bien finito… “¿Era así como se hacía el
Ketchup…?”, se preguntó. “Si, así se consigue”, dijo la voz, “y la mostaza picando los
granos de mostaza, y la mayonesa…”; “¡¡…picando huevo!!”, gritó triunfal ella. “Bien,
bien”, la felicitó. Claro, eso era. Y la vela, para poder ver mejor entre tanta penumbra.
¡Listo! Todo tenía sentido, no había porque temer… ¿Y su marido en la bañera?
“Picadillo”, dijo la voz de Estela. Y se secó una lágrima.

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