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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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lunes, 20 de mayo de 2013

EDGAR ALLAN POE - Cuentos II


EDGAR ALLAN POE
Cuentos II



La isla del hada
Nullus enim locus sine genio est.
(SERVIUS)
La musique —dice Marmontel en esos Contes Moraux89 que en nuestras traducciones
hemos insistido en llamar Cuentos morales como en remedo de su ingenio—, la musique
est le seul des talents qui jouisse de lui même; tous les autres veulent des témoins. Aquí
confunde el placer que brindan los sonidos agradables con la capacidad de crearlos. Como
en cualquier otro talento, no es posible un goce completo de la música si no hay una
segunda persona que aprecia su ejecución. Y tiene en común con los otros talentos la
posibilidad de producir efectos que pueden ser plenamente disfrutados en soledad. La idea
que el raconteur no ha sido capaz de elaborar claramente, o que ha sacrificado en aras de
ese amor nacional por el dicho agudo, es, sin duda, la muy sostenible de que la música más
elevada es la que mejor se estima cuando estamos exclusivamente solos. En esta forma
pueden admitir la proposición tanto aquellos que aman la lira por sí misma como los que la
aman por sus usos espirituales. Pero hay un placer al alcance de la humanidad caída, y
quizá sólo uno, que debe aún más que la música a la accesoria sensación de aislamiento.
Me refiero a la felicidad experimentada en la contemplación del paisaje natural. En verdad,
el hombre que quiere contemplar plenamente la gloria de Dios en la tierra debe
contemplarla en soledad. Para mí, al menos, la presencia, no sólo de vida humana, sino de
cualquier otra clase que no sea la de los seres verdes que brotan del suelo y no tienen voz,
es una mancha en el paisaje, está en pugna con su genio. Me gusta mirar los valles oscuros,
las rocas grises, las aguas que sonríen silenciosas, los bosques que suspiran en sueños
intranquilos, las orgullosas montañas vigilantes que lo contemplan todo desde arriba; me
gusta mirarlos como si fueran los miembros colosales de un vasto todo animado y sensible,
un todo cuya forma (la de la esfera) es la más perfecta y la más amplia de todas, que
prosigue su camino en compañía de otros planetas; cuya mansa sierva es la luna, su mediato
soberano el sol, su vida la eternidad, su pensamiento el de un dios, su goce el conocimiento;
cuyos destinos se pierden en la inmensidad; que nos conoce de manera análoga a como
nosotros conocemos los animálculos que infestan el cerebro, un ser al que, en consecuencia,
consideramos como puramente inanimado y material, de manera muy semejante a la de
esos animálculos con respecto a nosotros.
Nuestro telescopio y nuestras investigaciones matemáticas nos aseguran por doquiera
—a pesar de la gazmoñería del más ignorante de los sacerdocios— que el espacio, y en
consecuencia el volumen, es una consideración importante a los ojos del Todopoderoso.
Los ciclos en los cuales se mueven las estrellas son los mejor adaptados para la evolución,
sin choque, de la mayor cantidad posible de cuerpos. Las formas de esos cuerpos son las
exactamente precisas para incluir, dentro de una superficie dada, la mayor cantidad posible
de materia, al par que dichas superficies están dispuestas de manera de acomodar una
población más densa de la que cabría en las mismas ordenadas de otra manera. Que el
espacio sea infinito no es un argumento contra la idea de que el volumen es una finalidad
89 Moraux deriva aquí de moeurs, y significa a la moda, o más estrictamente, «de costumbres».
de Dios, pues puede haber una infinidad de materia para llenarlo. Y puesto que vemos
claramente que dotar a la materia de vitalidad es un principio —en realidad, en la medida
del alcance de nuestros juicios, el principio conductor de las operaciones de la Deidad—,
no es muy lógico imaginarla reducida a las regiones de lo pequeño, donde diariamente la
descubrimos, y no extendida a las de lo augusto. Así como encontramos un círculo dentro
de otro, infinitamente, pero girando todos en torno a un centro lejano que es la divinidad,
¿no podemos suponer analógicamente, de la misma manera, la vida dentro de la vida, lo
menor dentro de lo mayor y el todo dentro del Espíritu Divino? En una palabra, erramos
grandemente por fatuidad al creer que el hombre, ya en su destino temporal, ya futuro, es
más importante en el universo que ese vasto «terrón del valle» que labra y menosprecia, y
al cual niega un alma sin ninguna razón profunda, como no sea porque no le contempla en
acción90.
Estas fantasías y otras semejantes siempre conferían a mis meditaciones en las
montañas y en los bosques, junto a los ríos y al océano, ese matiz que el común de las
gentes llama fantástico. Mis vagabundeos por esos paisajes eran frecuentes, extraños, a
menudo solitarios, y el interés con que me perdía por numerosos valles sombríos y
profundos, o contemplaba el cielo reflejado de muchos lagos brillantes, era un interés
acrecentado por la convicción de que me había perdido en una contemplación solitaria.
¿Quién fue el francés charlatán91 que dijo, aludiendo a la bien conocida obra de
Zimmerman, que «la solitude est une belle chose; mais il faut quelqu’un pour vous dire que
la solitude est une belle chose»? El epigrama es irrefutable; pero esa necesidad es una cosa
que no existe.
Durante uno de mis viajes solitarios, en una lejanísima región de montañas encerradas
entre montañas, y tristes ríos y melancólicos lagos sinuosos o dormidos, hallé cierto
arroyuelo con una isla. Llegué de improviso, en junio, el mes de la fronda, y me tendí en el
césped, bajo las ramas de un oloroso arbusto desconocido, de manera de adormecerme
mientras contemplaba la escena. Sentía que sólo así podría verla, tal era el carácter
fantasmal que presentaba.
En todas partes, salvo en occidente, donde el sol estaba por ponerse, se elevaban los
verdes muros del bosque. El riacho, que formaba un brusco codo en su curso perdiéndose
inmediatamente de vista, parecía no salir de su prisión, sino ser absorbido por el profundo
follaje verde de los árboles hacia el este, mientras en el lado opuesto (así lo pensé, tendido
en el suelo mirando hacia arriba) se derramaba en el valle, silenciosa y continua desde las
crepusculares fuentes del cielo, una espléndida cascada oro y carmesí.
Más o menos en el centro de la breve perspectiva que abarcaba mi visión soñadora, una
pequeña isla circular, profusamente verde, reposaba en el seno de la corriente.
Tan fundidas estaban la ribera y la sombra
que todo parecía suspendido en el aire,
tan semejante a un espejo era el agua transparente, que resultaba casi imposible decir
en qué punto del inclinado césped esmeralda comenzaba su dominio de cristal.
Mi posición me permitía abarcar de una sola mirada las dos extremidades, este y oeste,
90 Hablando de las mareas, Pomponius Mela dice, en su tratado De Situ Orbis: «O el mundo es un gran
animal, o...», etc.
91 Balzac, en esencia; no recuerdo las palabras.
del islote, y observé una diferencia singularmente marcada en su aspecto. El último era un
radiante harén de bellezas jardineras. Ardía y se ruborizaba bajo la mirada del sol poniente,
y reía bellamente con sus flores. El césped era corto, muelle, suavemente perfumado y
sembrado de asfódelos. Los árboles eran flexibles, alegres, erguidos, brillantes, esbeltos y
graciosos, de línea y follaje orientales, con una corteza suave, lustrosa, multicolor. En todo
parecía haber un profundo sentido de vida y de alegría, y, aunque no soplaba el aire de los
cielos, todo parecía animado por el delicado ir y venir de innumerables mariposas que
podían tomarse por tulipanes con alas92.
El otro lado, el lado este de la isla, estaba sumido en la más negra sombra. Una oscura
y sin embargo hermosa y apacible melancolía penetraba allí todas las cosas. Los árboles
eran de color sombrío, lúgubres de forma y de actitud, retorcidos en figuras tristes,
solemnes, espectrales, que expresaban pena letal y muerte prematura. El césped tenía el
matiz profundo del ciprés y se inclinaba lánguido, y aquí y allá veíanse numerosos
montículos pequeños y feos, bajos y estrechos, no muy largos, que tenían el aspecto de
tumbas, pero no lo eran, aunque alrededor y encima treparan la ruda y el romero. La
sombra de los árboles caía densa sobre el agua y parecía sepultarse en ella, impregnando de
oscuridad las profundidades del elemento. Imaginé que cada sombra, a medida que el sol
descendía, se separaba tristemente del tronco donde había nacido y era absorbida por la
corriente, mientras otras sombras brotaban por momentos de los árboles ocupando el lugar
de sus predecesoras sepultas.
Una vez que esta idea se hubo adueñado de mi fantasía, la excitó mucho y me perdí de
inmediato en ensueños. «Si hubo alguna isla encantada —me dije—, hela aquí. Ésta es la
morada de las pocas hadas graciosas que sobreviven a la ruina de la raza. ¿Son suyas esas
verdes tumbas? ¿O entregan sus dulces vidas como el hombre? Para morir, ¿consumen su
vida melancólicamente, ceden a Dios poco a poco su existencia, como esos árboles
entregan sombra tras sombra, agotando sus sustancias hasta la disolución? Lo que el árbol
agotado es para el agua que embebe su sombra, ennegreciéndose a medida que la devora,
¿no será la vida del hada para la muerte que la anega?»
Mientras así meditaba, con los ojos entrecerrados, y el sol se hundía rápidamente en su
lecho, y los remolinos corrían alrededor de la isla, arrastrando en su seno anchas,
deslumbrantes, blancas cortezas de sicómoro, cortezas que, en sus múltiples posiciones
sobre el agua, podían sugerir a una imaginación rápida lo que ésta gustara; mientras así
meditaba, me pareció que la forma de una de esas mismas hadas en las cuales había estado
pensando se encaminaba lentamente hacia la oscuridad desde la luz de la parte oriental de
la isla. Allí estaba, erguida en una canoa singularmente frágil, impulsándola con el simple
fantasma de un remo. Mientras estuvo bajo la influencia del sol tardío, su actitud parecía
indicar alegría, pero la pena la alteró al pasar al dominio de la sombra. Lentamente se
deslizó por ella y, al fin, rodeando la isla, volvió a la región de la luz. «La revolución que
acaba de cumplir el hada —continué soñador— es el ciclo de un breve año de su vida. Ha
atravesado el invierno y el verano. Está un año más cerca de la muerte»; pues no dejé de
ver que, al llegar a la tiniebla, su sombra se desprendía y era tragada por el agua oscura,
tornando más negra su negrura.
Y de nuevo aparecieron el bote y el hada; pero en la actitud de ésta había más
preocupación e incertidumbre, menos dinámica alegría. Navegó de nuevo desde la luz hacia
la tiniebla (que se ahondaba por momentos), y de nuevo se desprendió su sombra y cayó en
92 Florem putares mare per liquidum aethera (P. Commire).
el agua de ébano, que la absorbió en su negrura. Y una y otra vez repitió el circuito de la
isla (mientras el sol se precipitaba hacia su lecho), y cada vez que surgía en la luz había
más pesar en su figura, cada vez más débil, más abatida, más indistinta; y a cada paso hacia
la tiniebla desprendíase de ella una sombra más oscura, que se hundía en una sombra más
negra. Pero, al fin, cuando el sol hubo desaparecido totalmente, el hada, ahora simple
espectro de sí misma, se dirigió desconsolada con su bote a la región de la corriente de
ébano y, si salió de allí, no puedo decirlo, pues la oscuridad cayó sobre todas las cosas y
nunca más contemplé su mágica figura.
El alce
Con frecuencia se ha opuesto el escenario natural de Norteamérica, tanto en sus líneas
generales como en sus detalles, al paisaje del Viejo Mundo —en especial de Europa—, y
no ha sido más profundo el entusiasmo que mayor la disensión entre los defensores de cada
parte. No es probable que la discusión se cierre pronto, pues aunque se ha dicho mucho por
ambos lados, aún queda por decir un mundo de cosas.
Los turistas ingleses más distinguidos que han intentado una comparación, parecen
considerar nuestro litoral norte y este, comparativamente hablando, así como todo el de
Norteamérica o, por lo menos, el de Estados Unidos, digno de consideración. Poco dicen,
porque han visto menos, del magnífico paisaje de algunos de nuestros distritos occidentales
y meridionales —del dilatado valle de Luisiana, por ejemplo—, realización del más
exaltado sueño de un paraíso. En su mayor parte estos viajeros se conforman con una
apresurada inspección de los lugares más espectaculares de la zona: el Hudson, el Niágara,
las Catskills, Harper’s Ferry, los lagos de Nueva York, el Ohio, las praderas y el
Mississippi. Son éstos, en verdad, objetos muy dignos de contemplación, aun para aquel
que ha trepado a las encastilladas riberas del Rin, o ha errado
Junto al azul torrente del Ródano veloz.
Pero éstos no son todos los que pueden envanecernos y en realidad llegaré a la osadía
de afirmar que hay innumerables rincones tranquilos, oscuros y apenas explorados, dentro
de los límites de los Estados Unidos, que el verdadero artista o el cultivado amante de las
más grandes y más hermosas obras de Dios preferirá a todos y cada uno de los prestigiosos
y acreditados paisajes a los cuales me he referido.
En realidad, los verdaderos edenes de la tierra quedan muy lejos de la ruta de nuestros
más sistemáticos turistas; ¡cuánto más lejos, entonces, del alcance de los forasteros que,
habiéndose comprometido con los editores de su patria a proveer cierta cantidad de
comentarios sobre Norteamérica en un plazo determinado, no pueden cumplir este pacto de
otra manera que recorriendo a toda velocidad, libreta de notas en mano, los más trillados
caminos del país!
Acabo de mencionar el valle de Luisiana. De todas las regiones extensas dotadas de
belleza natural, ésta es quizá la más hermosa. Ninguna ficción se le ha aproximado. La más
espléndida imaginación podría derivar sugestiones de su exuberante belleza. Y la belleza
es, en realidad, su única característica. Poco o nada tiene de sublime. Suaves ondulaciones
del suelo entretejidas con cristalinas y fantásticas corrientes costeadas por pendientes
floridas, y como fondo una vegetación forestal, gigantesca, brillante, multicolor, rutilante
de gayos pájaros, cargada de perfume: estos rasgos componen, en el valle de Luisiana, el
paisaje más voluptuoso de la tierra.
Pero, aun en esta deliciosa región, las partes más encantadoras sólo se alcanzan por
sendas escondidas. A decir verdad, por lo general el viajero que quiere contemplar los más
hermosos paisajes de Norteamérica no debe buscarlos en ferrocarril, en barco, en
diligencia, en su coche particular, y ni siquiera a caballo, sino a pie. Debe caminar, debe
saltar barrancos, debe correr el riesgo de desnucarse entre precipicios, o dejar de ver las
maravillas más verdaderas, más ricas y más indecibles de la tierra.
En la mayor parte de Europa esta necesidad no existe. En Inglaterra es absolutamente
desconocida. El más elegante de los turistas puede visitar todos los rincones dignos de ser
vistos sin detrimento de sus calcetines de seda, tan bien conocidos son todos los lugares
interesantes y tan bien organizados están los medios de acceso. Nunca se ha dado a esta
consideración la debida importancia cuando se compara el escenario natural del viejo
mundo con el del nuevo. Toda la belleza del primero es parangonada tan sólo con los más
famosos pero en modo alguno más eminentes lugares del último.
El paisaje fluvial tiene indiscutiblemente en sí mismo todos los elementos principales
de la belleza y, desde tiempos inmemoriales, ha sido el tema favorito del poeta. Pero mucha
de su fama es atribuible al predominio de los viajes por vía fluvial sobre los realizados por
terreno montañoso. De la misma manera los grandes ríos, por ser habitualmente grandes
caminos, han acaparado en todos los países una indebida admiración. Han sido más
observados y, en consecuencia, han constituido tema de discurso más a menudo que otras
corrientes menos importantes pero con frecuencia de mayor interés.
Un singular ejemplo de mis observaciones sobre este tópico puede hallarse en el
Wissahiccon, un arroyo (pues apenas merece nombre más importante) que se vuelca en el
Schuykill, a unas seis millas al oeste de Filadelfia. Ahora bien, el Wissahiccon es de una
belleza tan notable, que si corriera en Inglaterra sería el tema de todos los bardos y el tópico
común de todas las lenguas, siempre que sus orillas no hubieran sido loteadas a precios
exorbitantes como solares para las villas de los opulentos. Sin embargo, hace muy pocos
años que se oye hablar del Wissahiccon, mientras el río más ancho y más navegable, en el
cual se vuelca, ha sido celebrado desde largo tiempo atrás como uno de los más hermosos
ejemplos de paisaje fluvial americano. El Schuykill, cuyas bellezas han sido muy
exageradas —y cuyas orillas, por lo menos en las cercanías de Filadelfia, son pantanosas
como las del Delaware—, en modo alguno es comparable, en cuanto objeto de interés
pintoresco, con el más humilde y menos famoso riachuelo del cual hablamos.
Hasta que Fanny Kemble, en su extraño libro sobre los Estados Unidos, señaló a los
nativos de Filadelfia el raro encanto de esa corriente que llega a sus propias puertas, este
encanto no era más que sospechado por algunos caminantes aventureros de la vecindad.
Pero una vez que el Diario abrió los ojos de todos, el Wissahiccon, hasta cierto punto,
alcanzó de inmediato la notoriedad. Digo «hasta cierto punto», pues en realidad la
verdadera belleza del riachuelo se encuentra lejos de la ruta de los cazadores de
pintoresquismo de Filadelfia, quienes rara vez avanzan más allá de una milla o dos de la
boca del riacho, por la excelentísima razón de que allí se detiene la carretera. Yo
aconsejaría al aventurero deseoso de contemplar sus más hermosos parajes que tomara el
Ridge Road, el cual corre desde la ciudad hacia el oeste, y, después de alcanzar el segundo
sendero más allá del sexto mojón, siguiera este sendero hasta el final. Así sorprenderá al
Wissahiccon en uno de sus mejores parajes, y en un esquife, o recorriendo sus orillas,
puede remontar la corriente y bajar con ella, como se le ocurra: en cualquier dirección
encontrará su recompensa.
Ya he dicho, o debería haber dicho, que el arroyo es estrecho. Sus orillas son casi
siempre escarpadas y consisten en altas colinas cubiertas de nobles arbustos cerca del agua
y coronadas, a gran altura, por algunos de los más espléndidos árboles forestales de
América, entre los cuales sobresale el Liriodendron Tulipifera. Las orillas inmediatas, sin
embargo, son de granito, de aristas agudas o cubiertas de musgo, que el agua diáfana lame
en su suave flujo, como las azules olas del Mediterráneo los peldaños de sus palacios de
mármol. A veces, frente a los acantilados, se extiende una pequeña y limitada meseta
cubierta de ricos pastos, la cual brinda la posición más pintoresca para un cottage y un
jardín que la más opulenta imaginación pueda concebir. Los meandros de la corriente son
numerosos y bruscos, como ocurre habitualmente cuando las orillas son escarpadas, y así la
impresión que reciben los ojos del viajero al avanzar, es la de una interminable sucesión de
laguitos, o, mejor dicho, de estanques, infinitamente variados. El Wissahiccon, sin
embargo, debe ser visitado, no como el «bello Melrose», al claro de luna o aun con tiempo
nublado, sino en el más brillante fulgor del mediodía, pues la estrechez de la garganta por la
cual corre, la altura de las colinas laterales, la espesura del follaje, conspiran para producir
un efecto sombrío, si no absolutamente lóbrego, que, a menos de ser aliviado por una luz
general, brillante, desmerece la pura belleza del paisaje.
No hace mucho visité el arroyo por el camino descrito y pasé la mayor parte de un día
bochornoso navegando en un esquife por sus aguas. El calor fue venciéndome
gradualmente y, cediendo a la influencia del paisaje y del tiempo y al suave movimiento de
la corriente, me sumí en un semisueño, durante el cual mi imaginación se solazó en
visiones de los antiguos tiempos del Wissahiccon, de los «buenos tiempos» en que no
existía el Demonio de la Locomotora, cuando nadie soñaba con picnics, cuando no se
compraban ni se vendían «derechos de navegación», cuando el piel roja hollaba solo, junto
con el alce, los cerros que ahora se destacan allá arriba. Y mientras estas fantasías iban
adueñándose gradualmente de mi espíritu, el perezoso arroyo me había llevado, pulgada
tras pulgada, en torno a un promontorio y a plena vista de otro que limitaba la perspectiva a
una distancia de cuarenta o cincuenta yardas. Era un cantil empinado, rocoso, que se hundía
profundamente en el agua y presentaba las características de una pintura de Salvator Rosa
mucho más señaladas que en cualquier otra parte del recorrido. Lo que vi sobre ese
acantilado, aunque seguramente era un objeto de naturaleza muy extraordinaria,
considerados la estación y el lugar, al principio ni me sorprendió ni me asombró, por su
absoluta y apropiada coincidencia con las soñolientas fantasías que me envolvían. Vi, o
soñé que veía, de pie en el borde mismo del precipicio, con el cuello tendido, las orejas
tiesas y toda la actitud reveladora de una curiosidad profunda y melancólica, uno de los más
viejos y más osados alces, idénticos a los que yo uniera con los pieles rojas de mi visión.
Digo que durante unos minutos esta aparición ni me sorprendió ni me asombró.
Durante ese intervalo mi alma entera quedó absorta en una intensa simpatía. Imaginé al alce
quejoso tanto como maravillado de la manifiesta decadencia operada en el arroyo y en su
vecindad, aun en los últimos años, por la cruel mano del utilitarismo. Pero un ligero
movimiento de la cabeza del animal destruyó de inmediato el conjuro del ensueño que me
envolvía, y despertó en mí la sensación cabal de la novedad de la aventura. Me incorporé
sobre una rodilla dentro del esquife y, mientras dudaba entre detener mi marcha o dejarme
llevar más cerca del objeto que me había maravillado, oí las palabras «¡chist!, ¡chist!»,
pronunciadas rápidamente pero con prudencia desde los matorrales de lo alto. Instantes
después un negro emergía de la maleza, separando las ramas con cuidado y caminando
cautelosamente. Llevaba en una mano un puñado de sal y, tendiéndola hacia el alce, se
acercó lento pero seguro. El noble animal, aunque un poco inquieto, no hizo el menor
intento de escapar. El negro avanzó, ofreció la sal y dijo unas palabras de aliento o
conciliación. Entonces el alce agachó la cabeza, pateó y después se echó tranquilamente y
aceptó el ronzal.
Así termina mi cuento del alce. Era un viejo animal mimado, de hábitos muy
domésticos, y pertenecía a una familia inglesa que ocupaba una villa de la vecindad.
La esfinge
Durante el espantoso reinado del cólera en Nueva York acepté la invitación de un
pariente a pasar quince días en el retiro de su confortable cottage, a orillas del Hudson.
Teníamos allí todos los habituales medios de diversión veraniegos; y vagabundeando por
los bosques con nuestros cuadernos de diseño, navegando, pescando, bañándonos, con la
música y los libros hubiéramos pasado bastante bien el tiempo, de no ser por las temibles
noticias que nos llegaban todas las mañanas de la populosa ciudad. No transcurría un día
sin que nos trajeran nuevas de la muerte de algún conocido. Por lo tanto, como la
mortalidad aumentaba, aprendimos a esperar diariamente la pérdida de algún amigo. Al fin
temblábamos ante la cercanía de cada mensajero. El mismo aire del sur nos parecía
impregnado de muerte. Este paralizante pensamiento se apoderó de mi alma toda. No podía
hablar, ni pensar, ni soñar en nada. Mi huésped era de temperamento menos excitable y,
aunque su ánimo estaba muy deprimido, se esforzaba por confortar el mío. En ningún
momento lo imaginario afectaba su intelecto, bien nutrido de filosofía. Estaba
suficientemente vivo para los terrores concretos, pero sus sombras no lo atemorizaban.
Sus intentos por sacarme del estado de anormal melancolía en que me hallaba sumido
fueron frustrados en gran medida por ciertos volúmenes que yo había encontrado en su
biblioteca. Por su índole, tenían fuerza suficiente para hacer germinar cualquier simiente de
superstición hereditaria que se hallara latente en mi pecho. Había estado leyendo estos
libros sin que él lo supiese, y, por lo tanto, le resultaba imposible explicarse a veces las
violentas impresiones que habían hecho en mi fantasía.
Uno de mis tópicos favoritos era la creencia popular en presagios, creencia que en esa
época de mi vida yo estaba seriamente dispuesto a defender. Teníamos largas y animadas
discusiones sobre este punto, en las que él sostenía la absoluta falta de fundamento de la fe
en tales cosas, y yo replicaba que un sentimiento popular nacido con absoluta
espontaneidad —es decir, sin aparentes huellas de sugestión— tiene en sí mismo
inequívocos elementos de verdad y es digno de mucho respeto.
El hecho es que, poco después de mi llegada a la casa, me ocurrió un incidente tan
absolutamente inexplicable y que tenía en sí tanto de ominoso, que bien se me podía
excusar si lo consideraba como un presagio. Me aterró y al mismo tiempo me dejó tan
confundido y tan perplejo, que transcurrieron varios días antes de que me resolviera a
comunicar la circunstancia a mi amigo.
Casi al final de un día de calor abrumador, estaba yo sentado con un libro en la mano
delante de una ventana abierta desde la cual dominaba, a través de la larga perspectiva
formada por las orillas del río, la vista de una distante colina cuya ladera más cercana había
sido despojada por un desmoronamiento de la mayor parte de sus árboles. Mis
pensamientos habían errado largo tiempo desde el volumen que tenía delante, a la tristeza y
desolación de la vecina ciudad. Levantando los ojos de la página, cayeron éstos en la
desnuda ladera de la colina y en un objeto, en una especie de monstruo viviente de horrible
conformación, que rápidamente se abrió camino desde la cima hasta el pie, desapareciendo
por fin en el espeso bosque inferior. Al principio, cuando esta criatura apareció ante la
vista, dudé de mi razón o, por lo menos, de la evidencia de mis sentidos, y transcurrieron
algunos minutos antes de lograr convencerme de que no estaba loco ni soñaba. Sin
embargo, cuando describa el monstruo (que vi claramente y vigilé durante todo el período
de su marcha), para mis lectores, lo temo, será más difícil aceptar estas cosas de lo que lo
fue para mí.
Considerando el tamaño del animal en comparación con el diámetro de los grandes
árboles junto a los cuales pasara —los pocos gigantes del bosque que habían escapado a la
furia del desmoronamiento—, concluí que era mucho más grande que cualquier paquebote
existente. Digo paquebote porque la forma del monstruo lo sugería; el casco de uno de
nuestros barcos de guerra de setenta y cuatro cañones podría dar una idea muy aceptable de
sus líneas generales. La boca del animal estaba situada en el extremo de una trompa de
unos sesenta o setenta pies de largo, casi tan gruesa como el cuerpo de un elefante común.
Cerca de la raíz de esta trompa había una inmensa cantidad de negro pelo hirsuto, más del
que hubieran podido proporcionar las pieles de veinte búfalos; y brotando de este pelo hacia
abajo y lateralmente surgían dos colmillos brillantes, parecidos a los del jabalí, pero de
dimensiones infinitamente mayores. Hacia adelante, paralelo a la trompa y a cada lado de
ella, se extendía una gigantesca asta de treinta o cuarenta pies de largo, aparentemente de
puro cristal y en forma de perfecto prisma, que reflejaba de manera magnífica los rayos del
sol poniente. El tronco tenía forma de cuña con la cúspide hacia tierra. De él salían dos
pares de alas, cada una de casi cien yardas de largo, un par situado sobre el otro y todas
espesamente cubiertas de escamas metálicas; cada escama medía aparentemente diez o
doce pies de diámetro. Observé que las hileras superior e inferior de alas estaban unidas por
una fuerte cadena. Pero la principal peculiaridad de aquella cosa horrible era la figura de
una calavera que cubría casi toda la superficie de su pecho, y estaba diestramente trazada
en blanco brillante sobre el fondo oscuro del cuerpo, como si la hubiera dibujado
cuidadosamente un artista. Mientras miraba aquel animal terrible, y especialmente su
pecho, con una sensación de espanto, de pavor, con un sentimiento de inminente calamidad
que ningún esfuerzo de mi razón pudo sofocar, advertí que las enormes mandíbulas en el
extremo de la trompa se separaban de improviso y brotaba de ellas un sonido tan fuerte y
tan fúnebre que me sacudió los nervios como si doblaran a muerto; y, mientras el monstruo
desaparecía al pie de la colina, caí de golpe, desmayado, en el suelo.
Al recobrarme, mi primer impulso fue, por supuesto, informar a mi amigo de lo que
había visto y oído; y apenas puedo explicar qué sentimiento de repugnancia me lo impidió.
Por fin, una tarde, tres o cuatro días después de lo ocurrido, estábamos juntos en el
aposento donde había visto la aparición, yo ocupando el mismo asiento junto a la misma
ventana y él tendido en un sofá al alcance de la mano. La asociación del lugar y la hora me
impulsaron a referirle el fenómeno. Me escuchó hasta el final; al principio rió cordialmente
y luego adoptó un continente excesivamente grave, como si sobre mi locura no cupiese
ninguna duda. En ese momento tuve otra clara visión del monstruo, hacia el cual, con un
grito de absoluto terror, dirigí su atención. Miró ansiosamente, pero afirmó que no veía
nada, aunque yo le señalé con detalle el camino de la bestia mientras descendía por la
desnuda ladera de la colina.
Entonces me alarmé muchísimo, pues consideré la visión, o como un presagio de mi
muerte, o, peor aún, como anuncio de un ataque de locura. Me eché violentamente hacia
atrás y durante unos instantes hundí la cara en las manos. Cuando me destapé los ojos, la
aparición ya no era visible.
Mi huésped, sin embargo, había recobrado en cierto modo la calma de su continente y
me interrogaba con minucia sobre la conformación de la bestia. Cuando le hube dado cabal
satisfacción sobre este punto, suspiró profundamente, como aliviado de alguna carga
intolerable, y siguió conversando con una calma que me pareció cruel sobre varios puntos
de filosofía que habían constituido hasta entonces el tema de discusión entre nosotros.
Recuerdo que insistió muy especialmente (entre otras cosas) en la idea de que la principal
fuente de error de todas las investigaciones humanas se encontraba en el riesgo que corría
la inteligencia de menospreciar o sobrestimar la importancia de un objeto por el cálculo
errado de su cercanía.
—Para estimar adecuadamente —decía— la influencia ejercida a la larga sobre la
humanidad por la amplia difusión de la democracia, la distancia de la época en la cual tal
difusión puede posiblemente realizarse no dejaría de constituir un punto digno de ser tenido
en cuenta. Sin embargo, ¿puede usted mencionarme algún autor que, tratando del gobierno,
haya considerado merecedora de discusión esta particular rama del asunto?
Aquí se detuvo un momento, se acercó a una biblioteca y sacó una de las comunes
sinopsis de historia natural. Pidiéndome que intercambiáramos nuestros asientos para poder
distinguir mejor los menudos caracteres del volumen, se sentó en mi sillón junto a la
ventana y, abriendo el libro, prosiguió su discurso en el mismo tono que antes.
—De no ser por su extraordinaria minucia —dijo— en la descripción del monstruo
quizá no hubiera tenido nunca la posibilidad de mostrarle de qué se trata. En primer lugar,
permítame que le lea una sencilla descripción del género Sphinx, de la familia
Crepuscularia, del orden Lepidóptera, de la clase Insecta o insectos. La descripción dice lo
siguiente: «Cuatro alas membranosas cubiertas de pequeñas escamas coloreadas, de
apariencia metálica; boca en forma de trompa enrollada, formada por una prolongación de
las quijadas, sobre cuyos lados se encuentran rudimentos de mandíbulas y palpos vellosos;
las alas inferiores unidas a las superiores por un pelo rígido; antenas en forma de garrote
alargado, prismático; abdomen en punta. La Esfinge Calavera ha ocasionado gran terror en
el vulgo, en otros tiempos, por una especie de grito melancólico que profiere y por la
insignia de muerte que lleva en el corselete.»
Aquí cerró el libro y se reclinó en el asiento, adoptando la misma posición que yo
ocupara en el momento de contemplar «el monstruo».
—¡Ah, aquí está! —exclamó entonces—. Vuelve a subir la ladera de la colina, y es una
criatura de apariencia muy notable, lo admito. De todos modos, no es tan grande ni está tan
lejos como usted lo imaginaba; pues el hecho es que, mientras sube retorciéndose por este
hilo que alguna araña ha tejido a lo largo del marco de la ventana, considero que debe de
tener la decimosexta parte de un pulgada de longitud, y que a esa misma distancia,
aproximadamente, se encuentra de mis pupilas.
El Ángel de lo Singular
Extravagancia
Era una fría tarde de noviembre. Acababa de dar fin a un almuerzo más copioso que de
costumbre, en el cual la indigesta trufa constituía una parte apreciable, y me encontraba
solo en el comedor, con los pies apoyados en el guardafuegos, junto a una mesita que había
arrimado al hogar y en la cual había diversas botellas de vino y liqueur. Por la mañana
había estado leyendo el Leónidas, de Glover; la Epigoniada, de Wilkie; el Peregrinaje, de
Lamartine; la Columbiada, de Barlow; la Sicilia, de Tuckermann, y las Curiosidades, de
Griswold; confesaré, por tanto, que me sentía un tanto estúpido. Me esforzaba por
despabilarme con ayuda de frecuentes tragos de Laffitte, pero como no me daba resultado,
empecé a hojear desesperadamente un periódico cualquiera. Después de recorrer
cuidadosamente la columna de «casas de alquiler», la de «perros perdidos» y las dos de
«esposas y aprendices desaparecidos», ataqué resueltamente el editorial, leyéndolo del
principio al fin sin entender una sola sílaba; pensando entonces que quizá estuviera escrito
en chino, volví a leerlo del fin al principio, pero los resultados no fueron más satisfactorios.
Me disponía a arrojar disgustado
Este infolio de cuatro páginas, feliz obra
Que ni siquiera los poetas critican,
cuando mi atención se despertó a la vista del siguiente párrafo:
«Los caminos de la muerte son numerosos y extraños. Un periódico londinense se
ocupa del singular fallecimiento de un individuo. Jugaba éste a “soplar el dardo”, juego que
consiste en clavar en un blanco una larga aguja que sobresale de una pelota de lana, todo lo
cual se arroja soplándolo con una cerbatana. La víctima colocó la aguja en el extremo del
tubo que no correspondía y, al aspirar con violencia para juntar aire, la aguja se le metió por
la garganta, llegando a los pulmones y ocasionándole la muerte en pocos días.»
Al leer esto, me puse furioso sin saber exactamente por qué.
—Este artículo —exclamé— es una despreciable mentira, un triste engaño, la hez de
las invenciones de un escritorzuelo de a un penique la línea, de un pobre cronista de
aventuras en el país de Cucaña. Individuos tales, sabedores de la extravagante credulidad de
nuestra época, aplican su ingenio a fabricar imposibilidades probables... accidentes
extraños, como ellos los denominan. Pero una inteligencia reflexiva («como la mía», pensé
entre paréntesis apoyándome el índice en la nariz), un entendimiento contemplativo como
el que poseo, advierte de inmediato que el maravilloso incremento que han tenido
recientemente dichos «accidentes extraños» es en sí el más extraño de los accidentes. Por
mi parte, estoy dispuesto a no creer de ahora en adelante nada que tenga alguna apariencia
«singular».
—¡Tios mío, qué estúpido es usted, verdaderamente! —pronunció una de las más
notables voces que jamás haya escuchado.
En el primer momento creí que me zumbaban los oídos (como suele suceder cuando se
está muy borracho), pero pensándolo mejor me pareció que aquel sonido se asemejaba al
que sale de un barril vacío si se lo golpea con un garrote; y hubiera terminado por creerlo
de no haber sido porque el sonido contenía silabas y palabras. Por lo general, no soy muy
nervioso, y los pocos vasos de Laffitte que había saboreado sirvieron para darme aún más
coraje, por lo cual alcé los ojos con toda calma y los pasee por la habitación en busca del
intruso. No vi a nadie.
—¡Humf! —continuó la voz, mientras seguía yo mirando—. ¡Debe de estar más
borracho que un cerdo, si no me ve sentado a su lado!
Esto me indujo a mirar inmediatamente delante de mis narices y, en efecto, sentado en
la parte opuesta de la mesa vi a un estrambótico personaje del que, sin embargo, trataré de
dar alguna descripción. Tenía por cuerpo un barril de vino, o una pipa de ron, o algo por el
estilo que le daba un perfecto aire a lo Falstaff. A modo de extremidades inferiores tenía
dos cuñetes que parecían servirle de piernas. De la parte superior del cuerpo le salían, a
guisa de brazos, dos largas botellas cuyos cuellos formaban las manos. La cabeza de aquel
monstruo estaba formada por una especie de cantimplora como las que se usan en Hesse y
que parecen grandes tabaqueras con un agujero en mitad de la tapa. Esta cantimplora (que
tenía un embudo en lo alto, a modo de gorro echado sobre los ojos) se hallaba colocada
sobre aquel tonel, de modo que el agujero miraba hacia mí; y por dicho agujero, que parecía
fruncirse en un mohín propio de una solterona ceremoniosa, el monstruo emitía ciertos
sonidos retumbantes y ciertos gruñidos que, por lo visto, respondían a su idea de un
lenguaje inteligible.
—Digo —repitió— que debe de estar más borracho que un cerdo para no verme
sentado a su lado. Y digo también que debe ser más estúpido que un ganso para no creer lo
que está impreso en el diario. Es la ferdad... toda la ferdad... cada palabra.
—¿Quién es usted, si puede saberse? —pregunté con mucha dignidad, aunque un tanto
perplejo—. ¿Cómo ha entrado en mi casa? ¿Y qué significan sus palabras?
—Cómo he entrado aquí no es asunto suyo —replicó la figura—; en cuanto a mis
palabras, yo hablo de lo que me da la gana; y he fenido aquí brecisamente para que sepa
quién soy.
—Usted no es más que un vagabundo borracho —dije—. Voy a llamar para que mi
lacayo lo eche a puntapiés a la calle.
—¡Ja, ja! —rió el individuo—. ¡Ju, ju, ju! ¡Imposible que haga eso!
—¿Imposible? —pregunté—. ¿Qué quiere decir?
—Toque la gambanilla —me desafió, esbozando una risita socarrona con su extraña y
condenada boca.
Al oír esto me esforcé por enderezarme, a fin de llevar a ejecución mi amenaza, pero
entonces el miserable se inclinó con toda deliberación sobre la mesa y me dio en mitad del
cráneo con el cuello de una de las largas botellas, haciéndome caer otra vez en el sillón del
cual acababa de incorporarme. Me quedé profundamente estupefacto y por un instante no
supe qué hacer. Entretanto, él seguía con su chachara.
—¿Ha visto? Es mejor que se quede quieto. Y ahora sabrá quién soy. ¡Míreme! ¡Fea!
Yo soy el Ángel de lo Singular.
—¡Vaya si es singular! —me aventuré a replicar—. Pero siempre he vivido bajo la
impresión de que un ángel tenía alas.
—¡Alas! —gritó, furibundo—. ¿Y bara qué quiero las alas? ¿Me doma usted por un
bollo?
—¡Oh» no, ciertamente! —me apresuré a decir muy alarmado—. ¡No, no tiene usted
nada de pollo!
—Pueno, entonces quédese sentado y bórlese pien, o le begaré de nuevo con el baño. El
bollo tiene alas, y el púho tiene alas, y el duende tiene alas, y el gran tiablo tiene alas. El
ángel no tiene alas, y yo soy el Ángel de lo Singular.
—¿Y qué se trae usted conmigo? ¿Se puede saber...?
—¡Qué me draigo! —profirió aquella cosa—. ¡Bues... qué berfecto maleducado tebe
ser usted para breguntarle a un ángel qué se drae!
Aquel lenguaje era más de lo que podía soportar, incluso de un ángel; por lo cual,
reuniendo mi coraje, me apoderé de un salero que había a mi alcance y lo arrojé a la cabeza
del intruso. O bien lo evitó o mi puntería era deficiente, pues todo lo que conseguí fue la
demolición del cristal que protegía la esfera del reloj sobre la chimenea. En cuanto al ángel,
me dio a conocer su opinión sobre mi ataque en forma de dos o tres nuevos golpes en la
cabeza. Como es natural, esto me redujo inmediatamente a la obediencia, y me avergüenza
confesar que sea por el dolor o la vergüenza que sentía, me saltaron las lágrimas de los
ojos.
—¡Tíos mío! —exclamó el ángel, aparentemente muy sosegado por mi
desesperación—. ¡Tios mío, este hombre está muy borracho o muy triste! Usted no tebe
beber tanto... usted tebe echar agua al fino. ¡Vamos beba esto... así, berfecto! ¡Y no llore
más, famos!
Y, con estas palabras, el Ángel de lo Singular llenó mi vaso (que contenía un tercio de
oporto) con su fluido incoloro que dejó salir de una de las botellas-manos. Noté que las
botellas tenían etiquetas y que en las mismas se leía: «Kirschenwasser».
La amabilidad del ángel me ablandó grandemente y, ayudado por el agua con la cual
diluyó varias veces mi oporto, recobré bastante serenidad como para escuchar su
extraordinarísimo discurso. No pretendo repetir aquí todo lo que me dijo, pero deduje de
sus palabras que era el genio que presidía sobre los contretemps de la humanidad, y que su
misión consistía en provocar los accidentes singulares que asombraban continuamente a los
escépticos. Una o dos veces, al aventurarme a expresar mi completa incredulidad sobre sus
pretensiones, se puso muy furioso, hasta que, por fin, estimé prudente callarme la boca y
dejarlo que hablara a gusto. Así lo hizo, pues, extensamente, mientras yo descansaba con
los ojos cerrados en mi sofá y me divertía mordisqueando pasas de uva y tirando los cabos
en todas direcciones. Poco a poco el ángel pareció entender que mi conducta era desdeñosa
para con él. Levantóse, poseído de terrible furia, se caló el embudo hasta los ojos,
prorrumpió en un largo juramento, seguido de una amenaza que no pude comprender
exactamente y, por fin, me hizo una gran reverencia y se marchó, deseándome en el
lenguaje del arzobispo en Gil Blas, beaucoup de bonheur et un peu plus de bon sens.
Su partida fue un gran alivio para mí. Los poquísimos vasos de Laffitte que había
bebido me producían una cierta modorra, por lo cual decidí dormir quince o veinte minutos,
como acostumbraba siempre después de comer. A las seis tenía una cita importante, a la
cual no debía faltar bajo ningún pretexto. La póliza de seguro de mi casa había expirado el
día anterior, pero como surgieran algunas discusiones, quedó decidido que los directores de
la compañía me recibirían a las seis para fijar los términos de la renovación. Mirando el
reloj de la chimenea (pues me sentía demasiado adormecido para sacar mi reloj del bolsillo)
comprobé con placer que aún contaba con veinticinco minutos. Eran las cinco y media;
fácilmente llegaría a la compañía de seguros en cinco minutos, y como mis siestas
habituales no pasaban jamás de veinticinco, me sentí perfectamente tranquilo y me
acomodé para descansar.
Al despertar, muy satisfecho, miré nuevamente el reloj y estuve a punto de empezar a
creer en accidentes extraños cuando descubrí que en vez de mi sueño ordinario de quince o
veinte minutos sólo había dormido tres, ya que eran las seis menos veintisiete. Volví a
dormirme, y al despertar comprobé con estupefacción que todavía eran las seis menos
veintisiete. Corrí a examinar el reloj, descubriendo que estaba parado. Mi reloj de bolsillo
no tardó en informarme que eran las siete y media y, por consiguiente, demasiado tarde
para la cita.
—No será nada —me dije—. Mañana por la mañana me presentaré en la oficina y me
excusaré. Pero, entretanto, ¿qué le ha ocurrido al reloj?
Al examinarlo descubrí que uno de los cabos del racimo de pasas que había estado
desparramando a capirotazos durante el discurso del Ángel de lo Singular había
aprovechado la rotura del cristal para alojarse —de manera bastante singular— en el
orificio de la llave, de modo que su extremo, al sobresalir de la esfera, había detenido el
movimiento del minutero.
—¡Ah, ya veo! —exclamé—. La cosa es clarísima. Un accidente muy natural, como los
que ocurren a veces.
Dejé de preocuparme del asunto y a la hora habitual me fui a la cama. Luego de colocar
una bujía en una mesilla de lectura a la cabecera, y de intentar la lectura de algunas páginas
de la Omnipresencia de la Deidad, me quedé infortunadamente dormido en menos de
veinte segundos, dejando la vela encendida.
Mis sueños se vieron aterradoramente perturbados por visiones del Ángel de lo
Singular. Me pareció que se agazapaba a los pies del lecho, apartando las cortinas, y que
con las huecas y detestables resonancias de una pipa de ron me amenazaba con su más
terrible venganza por el desdén con que lo había tratado. Concluyó una larga arenga
quitándose su gorro-embudo, insertándomelo en el gaznate e inundándome con un océano
de Kirschenwasser, que manaba a torrentes de una de las largas botellas que le servían de
brazos. Mi agonía se hizo, por fin, insoportable y desperté a tiempo para percibir que una
rata se había apoderado de la bujía encendida en la mesilla, pero no a tiempo de impedirle
que se metiera con ella en su cueva. Muy pronto asaltó mis narices un olor tan fuerte como
sofocante; me di cuenta de que la casa se había incendiado, y pocos minutos más tarde las
llamas surgieron violentamente, tanto, que en un período increíblemente corto el entero
edificio fue presa del fuego.
Toda salida de mis habitaciones había quedado cortada, salvo una ventana. La multitud
reunida abajo no tardó en procurarme una larga escala. Descendía por ella rápidamente
sano y salvo cuando a un enorme cerdo (en cuya redonda barriga, así como en todo su aire
y fisonomía, había algo que me recordaba al Ángel de lo Singular) se le ocurrió interrumpir
el tranquilo sueño de que gozaba en un charco de barro y descubrir que le agradaría
rascarse el lomo, no encontrando mejor lugar para hacerlo que el ofrecido por el pie de la
escala. Un segundo después caía yo desde lo alto, con la mala fortuna de quebrarme un
brazo.
Aquel accidente, junto con la pérdida de mi seguro y la más grave del cabello
(totalmente consumido por el fuego), predispuso mi espíritu a las cosas serias, por lo cual
me decidí finalmente a casarme.
Había una viuda rica, desconsolada por la pérdida de su séptimo marido, y ofrecí el
bálsamo de mis promesas a las heridas de su espíritu. Llena de vacilaciones, cedió a mis
ruegos. Arrodilléme a sus pies, envuelto en gratitud y adoración. Sonrojóse, mientras sus
larguísimas trenzas se mezclaban por un momento con los cabellos que el arte de Grandjean
me había proporcionado temporariamente. No sé cómo se enredaron nuestros cabellos pero
así ocurrió. Levánteme con una reluciente calva y sin peluca, mientras ella ahogándose con
cabellos ajenos, cedía a la cólera y al desdén. Así terminaron mis esperanzas sobre aquella
viuda por culpa de un accidente por cierto imprevisible, pero que la serie natural de los
sucesos había provocado.
Sin desesperar, empero, emprendí el asedio de un corazón menos implacable. Los
hados me fueron propicios durante un breve período, pero un incidente trivial volvió a
interponerse. Al encontrarme con mi novia en una avenida frecuentada por toda la élite de
la ciudad, me preparaba a saludarla con una de mis más respetuosas reverencias, cuando
una partícula de alguna materia se me alojó en el ojo, dejándome completamente ciego por
un momento. Antes de que pudiera recobrar la vista, la dama de mi amor había
desaparecido, irreparablemente ofendida por lo que consideraba descortesía al dejarla pasar
a mi lado sin saludarla. Mientras permanecía desconcertado por lo repentino de este
accidente (que podía haberle ocurrido, por lo demás, a cualquier mortal), se me acercó el
Ángel de lo Singular, ofreciéndome su ayuda con una gentileza que no tenía razones para
esperar. Examinó mi congestionado ojo con gran delicadeza y habilidad, informándome
que me había caído en él una gota, y —sea lo que fuere aquella «gota»— me la extrajo y
me procuró alivio.
Pensé entonces que ya era tiempo de morir, puesto que la mala fortuna había decidido
perseguirme, y, en consecuencia, me encaminé al río más cercano. Una vez allí me despojé
de mis ropas (dado que bien podemos morir como hemos venido al mundo) y me tiré de
cabeza a la corriente, teniendo por único testigo de mi destino a un cuervo solitario, el cual,
dejándose llevar por la tentación de comer maíz mojado en aguardiente, se había separado
de sus compañeros. Tan pronto me hube tirado al agua, el pájaro resolvió echar a volar
llevándose la parte más indispensable de mi vestimenta. Aplacé, por tanto, mis designios
suicidas, y luego de introducir las piernas en las mangas de mi chaqueta, me lancé en
persecución del villano con toda la celeridad que el caso reclamaba y que las circunstancias
permitían. Mas mi cruel destino me acompañaba, como siempre. Mientras corría a toda
velocidad, la nariz en alto y sólo preocupado por seguir en su vuelo al ladrón de mi
propiedad, percibí de pronto que mis pies ya no tocaban terra firma: acababa de caer a un
precipicio, y me hubiera hecho mil pedazos en el fondo, de no tener la buena fortuna de
atrapar la cuerda de un globo que pasaba por ahí.
Tan pronto recobré suficientemente los sentidos como para darme cuenta de la terrible
situación en que me hallaba (o, mejor, de la cual colgaba), ejercité todas las fuerzas de mis
pulmones para llevar dicha terrible situación a conocimiento del aeronauta. Pero en vano
grité largo tiempo. O aquel estúpido no me oía, o aquel miserable no quería oír. Entretanto
el globo ganaba altura rápidamente, mientras mis fuerzas decrecían con no menor rapidez.
Me disponía a resignarme a mi destino y caer silenciosamente al mar, cuando cobré ánimos
al oír una profunda voz en lo alto, que parecía estar canturreando un aire de ópera. Mirando
hacia arriba, reconocí al Ángel de lo Singular. Con los brazos cruzados, se inclinaba sobre
el borde de la barquilla; tenía una pipa en la boca y, mientras exhalaba tranquilamente el
humo, parecía muy satisfecho de sí mismo y del universo. En cuanto a mí, estaba
demasiado exhausto para hablar, por lo cual me limité a mirarlo con aire implorante.
Durante largo rato no dijo nada, aunque me contemplaba cara a cara. Por fin, pasándose
la pipa al otro lado de la boca, condescendió a hablar.
—¿Quién es usted y qué diablos hace aquí? —preguntó.
A esta demostración de desfachatez, crueldad y afectación sólo pude responder con una
sola palabra: «¡Socorro!»
—¡Socorro! —repitió el malvado—. ¡Nada te eso! Ahí fa la potella... ¡Arréglese usted
solo, y que el tiablo se lo lleve!
Con estas palabras, dejó caer una pesada botella de Kirschenwasser que, dándome
exactamente en mitad del cráneo, me produjo la impresión de que mis sesos acababan de
volar. Dominado por esta idea me disponía a soltar la cuerda y rendir mi alma con
resignación, cuando fui detenido por un grito del ángel, quien me mandaba que no me
soltara.
—¡Déngase con fuerza! —gritó—. ¡Y no se abresure! ¿Quiere que le dire la otra
potella... o brefiere bortarse bien y ser más sensato?
Al oír esto me apresuré a mover dos veces la cabeza, la primera negativamente, para
indicar que por el momento no deseaba recibir la otra botella, y la segunda
afirmativamente, a fin de que el ángel supiera que me portaría bien y que sería más sensato.
Gracias a ello logré que se dulcificara un tanto.
—Entonces... ¿cree por fin? —inquirió—. ¿Cree por fin en la bosipilidad de lo extraño?
Asentí nuevamente con la cabeza.
—¿Y cree en mí, el Ángel de lo Singular?
Asentí otra vez.
—¿Y reconoce que usted es un borracho berdido y un estúbido?
Una vez más dije que sí.
—Bues, pien, bonga la mano terecha en el polsillo izquierdo te los bantalones, en señal
de su entera sumisión al Ángel de lo Singular.
Por razones obvias me era absolutamente imposible cumplir su pedido. En primer
lugar, tenía el brazo izquierdo fracturado por la caída de la escala y, si soltaba la mano
derecha de la soga, no podría sostenerme un solo instante con la otra. En segundo término,
no disponía de pantalones hasta que encontrara al cuervo. Me vi, pues, precisado, con gran
sentimiento, a sacudir negativamente la cabeza, queriendo indicar con ello al ángel que en
aquel instante me era imposible acceder a su muy razonable demanda. Pero, apenas había
terminado de moverla, cuando...
—¡Fáyase al tiablo, entonces! —rugió el Ángel de lo Singular.
Y al pronunciar dichas palabras dio una cuchillada a la soga que me sostenía, y como
esto ocurría precisamente sobre mi casa (la cual, en el curso de mis peregrinaciones, había
sido hábilmente reconstruida), terminé cayendo de cabeza en la ancha chimenea y aterricé
en el hogar del comedor.
Al recobrar los sentidos —pues la caída me había aturdido terriblemente— descubrí
que eran las cuatro de la mañana.
Estaba tendido allí donde había caído del globo. Tenía la cabeza metida en las cenizas
del extinguido fuego, mientras mis pies reposaban en las ruinas de una mesita volcada,
entre los restos de una variada comida, junto con los cuales había un periódico, algunos
vasos y botellas rotos y un jarro vacío de Kirschenwasser de Schiedam. Tal fue la venganza
del Ángel de lo Singular.
El Rey Peste
Relato en el que hay una alegoría
Los dioses toleran a los reyes
Aquello que aborrecen en la canalla.
(BUCKHURST,
La tragedia de Ferrex y Porrex)
Al toque de las doce de cierta noche del mes de octubre, durante el caballeresco reinado
de Eduardo III, dos marineros de la tripulación del Free and Easy, goleta que traficaba
entre Sluis y el Támesis y que anclaba por el momento en este río, se asombraron
muchísimo al hallarse instalados en el salón de una taberna de la parroquia de St. Andrews,
en Londres, taberna que enarbolaba por muestra la figura de un «Alegre Marinero».
Aquel salón, aunque de pésima construcción, ennegrecido por el humo, bajo de techo y
coincidente en todo sentido con los tugurios de su especie en aquella época, se adaptaba
bastante bien a sus fines, según opinión de los grotescos grupos que lo ocupaban, instalados
aquí y allá.
De aquellos grupos, nuestros dos marinos constituían el más interesante, si no el más
notable.
El que aparentaba más edad, y a quien su compañero daba el característico apelativo de
«Patas», era mucho más alto que el otro. Debía de medir seis pies y medio, y el
encorvamiento de su espalda era sin duda consecuencia natural de tan extraordinaria
estatura. Lo que le sobraba en un sentido, veíase más que compensado por lo que le faltaba
en otros. Era extraordinariamente delgado y sus camaradas aseguraban que, estando
borracho, hubiera servido muy bien como gallardete en el palo mayor; mientras que,
hallándose sobrio, no habría estado mal como botalón de bauprés. Pero estas bromas y otras
de la misma naturaleza no parecían haber provocado jamás la menor reacción en los
músculos de la risa de nuestro marino. De pómulos salientes, gran nariz aguileña, mentón
huyente, mandíbula inferior caída y enormes ojos protuberantes, la expresión de su
semblante parecía reflejar una obstinada indiferencia hacia todas las cosas de este mundo
en general, aunque al mismo tiempo mostraba un aire tan solemne y tan serio que inútil
sería intentar describirlo.
Por lo menos en la apariencia exterior, el marinero más joven era el exacto reverso de
su camarada: Su estatura no pasaba de cuatro pies. Un par de sólidas y arqueadas piernas
sostenía su rechoncha y pesada figura mientras los cortos y robustos brazos, terminados en
un par de puños más grandes que lo habitual, colgaban balanceándose a los lados como las
aletas de una tortuga marina. Unos ojillos de color impreciso chispeaban profundamente
incrustados bajo las cejas. La nariz se perdía en la masa de carne que envolvía su cara
redonda y purpúrea, y su grueso labio superior descansaba sobre el inferior, todavía más
carnoso, con una expresión de profundo contento que se hacía más visible por la costumbre
de su dueño de lamérselos de tiempo en tiempo. No cabía duda de que miraba a su altísimo
camarada con una mezcla de maravilla y de burla; de cuando en cuando contemplaba su
rostro en lo alto, como el rojo sol poniente contempla los picos del Ben Nevis.
Varias y llenas de incidentes habían sido las peregrinaciones de aquella meritoria pareja
durante las primeras horas de la noche, por las diferentes tabernas de la vecindad. Pero ni
las mayores fortunas duran siempre, y nuestros amigos se habían aventurado en este último
salón con los bolsillos vacíos.
En el momento en que empieza esta historia, Patas y su camarada Hugh Tarpaulin93
hallábanse instalados con los codos sobre la gran mesa de roble del centro de la sala, y las
manos en las mejillas. Más allá de un gran frasco de cerveza (sin pagar), contemplaban las
ominosas palabras: «No se da crédito», que para su indignación y asombro, habían sido
garrapateadas en la puerta mediante el mismísimo mineral cuya presencia pretendían
negar94. Lejos estamos de pretender que el don de descifrar caracteres escritos —don que
en aquellos días se consideraba apenas menos cabalístico que el arte de trazarlos— hubiera
sido conferido a nuestros dos hijos del mar; pero la verdad es que en aquellas letras había
cierto carácter retorcido, ciertos bandazos de sotavento totalmente indescriptibles pero que,
en opinión de ambos marinos, presagiaban abundancia de mal tiempo, y que los
determinaron al unísono, conforme a las metafóricas expresiones de Patas, a «darle a las
bombas, arriar todo el trapo y largarse viento en popa».
Habiendo, pues, apurado la cerveza que quedaba, y abotonados apretadamente sus
cortos jubones, se lanzaron ambos a toda carrera hacia la puerta. Aunque Tarpaulin rodó
dos veces en la chimenea, confundiéndola con la salida, acabaron por escabullirse
felizmente, y media hora después de las doce, nuestros héroes estaban otra vez prontos a
cualquier travesura, huyendo a toda carrera por una oscura calleja rumbo a St. Andrews’
Stair, encarnizadamente perseguidos por la huéspeda del «Alegre Marinero».
En los tiempos de este memorable relato, así como muchos años antes y muchos
después, en toda Inglaterra, y especialmente en Londres, resonaba periódicamente el
espantoso clamor de: «¡La peste!» La ciudad había quedado muy despoblada, y en las
horribles regiones vecinas al Támesis, donde entre tenebrosas, angostas e inmundas
callejuelas y pasajes parecía haber nacido el Demonio de la Enfermedad, erraban tan sólo el
Temor, el Horror y la Superstición.
Por orden del rey aquellos distritos habían sido condenados, y se prohibía, bajo pena de
muerte, penetrar en sus espantosas soledades. Empero, el mandato del monarca, las barreras
erigidas a la entrada de las calles y, sobre todo, el peligro de una muerte atroz que con casi
absoluta seguridad se adueñaba del infeliz que osara la aventura, no podían impedir que las
casas, vacías y desamuebladas, fueran saqueadas noche a noche por quienes buscaban el
hierro, el bronce o el plomo, que podía luego venderse ventajosamente.
Lo que es más, cada vez que al llegar el invierno se abrían las barreras, comprobábase
que los cerrojos, las cadenas y los sótanos secretos habían servido de poco para proteger los
ricos depósitos de vinos y licores que, teniendo en cuenta el riesgo y la dificultad de todo
traslado, fueran dejados bajo tan insuficiente custodia por los comerciantes de alcoholes de
aquellas barriadas.
Pocos, sin embargo, entre aquellos empavorecidos ciudadanos atribuían los pillajes a la
mano del hombre. Los demonios populares del mal eran los espíritus de la peste, los dueños
de la plaga y los diablos de la fiebre; contábanse historias tan escalofriantes, que aquella
masa de edificios prohibidos terminó envuelta en el terror como en una mortaja, y hasta los
93 Tarpaulin, lienzo o sombrero encerado, y también marinero. (N. del T.)
94 Juego de palabras intraducibie. El letrero dice: «No chalk», literalmente: No tiza, o sea la negativa a
llevar cuentas, a dar crédito. (N. del T.)
saqueadores solían retroceder aterrados por la atmósfera que sus propias depredaciones
habían creado; así, el circuito estaba entregado por completo a la más lúgubre melancolía,
al silencio, a la pestilencia y a la muerte.
En una de aquellas aterradoras barreras que señalaban el comienzo de la región
condenada viéronse súbitamente detenidos Patas y el digno Hugh Tarpaulin en el curso de
su carrera callejuelas abajo. Imposible era retroceder y tampoco perder un segundo, pues
sus perseguidores les pisaban los talones. Pero, para lobos de mar como ellos, trepar por
aquellas toscas planchas de madera era cosa de juego; excitados por la doble razón del
ejercicio y del licor, escalaron en un santiamén la valla y, animándose en su carrera de
borrachos con gritos y juramentos, no tardaron en perderse en el fétido e intrincado
laberinto.
De no haber estado borrachos perdidos, sus tambaleantes pasos se hubieran visto muy
pronto paralizados por el horror de su situación. El aire era helado y brumoso. Las piedras
del pavimento, arrancadas de sus alvéolos, aparecían en montones entre los pastos crecidos,
que llegaban más arriba de los tobillos. Casas demolidas ocupaban las calles. Los hedores
más fétidos y ponzoñosos lo invadían todo; y con ayuda de esa luz espectral que, aun a
medianoche, no deja nunca de emanar de toda atmósfera pestilencial, era posible columbrar
en los atajos y callejones, o pudriéndose en las habitaciones sin ventanas, los cadáveres de
muchos ladrones nocturnos a quienes la mano de la peste había detenido en el momento
mismo en que cometían sus fechorías.
Aquellas imágenes, aquellas sensaciones, aquellos obstáculos no podían, sin embargo,
detener la carrera de hombres que, de por sí valientes y ardiendo de coraje y de cerveza
fuerte, hubieran penetrado todo lo directamente que su tambaleante condición lo permitiera
en las mismísimas fauces de la muerte. Adelante, siempre adelante balanceábase el lúgubre
Patas, haciendo resonar la profunda desolación con los ecos de sus terribles alaridos,
semejantes al espantoso grito de guerra de los indios; y adelante, siempre adelante
contoneábase el robusto Tarpaulin, colgado del jubón de su más activo compañero, pero
sobrepasando sus más asombrosos esfuerzos en materia de música vocal con rugidos in
basso que nacían de la profundidad de sus estentóreos pulmones.
No cabía duda de que habían llegado a la plaza fuerte de la peste. A cada paso, a cada
tropezón, su camino se volvía más fétido y horrible, los senderos más angostos e
intrincados. Enormes piedras y vigas que de tiempo en tiempo se desplomaban de los
podridos tejados mostraban con la violencia de su caída la enorme altura de las casas
circundantes; y cuando, para abrirse paso a través de continuos montones de basura, había
que apelar a enérgicos esfuerzos, no era raro que las manos encontraran un esqueleto, o se
hundieran en la carne descompuesta de algún cadáver.
Súbitamente, cuando los marinos se tambaleaban frente a la entrada de un alto y
espectral edificio, un grito más agudo que de ordinario, brotando de la garganta del
excitado Patas, fue respondido desde adentro con una rápida sucesión de salvajes alaridos,
que semejaban carcajadas demoníacas. En nada acoquinados por aquellos sonidos que,
dada su naturaleza, el lugar y la hora, hubieran helado la sangre de corazones menos ígneos
que los suyos, nuestra pareja de borrachos se lanzó de cabeza contra la puerta, abriéndola
de par en par y entrando a tropezones, en medio de un diluvio de juramentos.
La habitación en la cual se encontraron resultó ser la tienda de un empresario de
pompas fúnebres; pero una trampa abierta en un rincón del piso, próximo a la entrada,
dejaba ver el comienzo de una bodega ampliamente provista, como lo proclamaba además
la ocasional explosión de una que otra botella. En medio de la habitación había una mesa,
en cuyo centro surgía un enorme cubo de algo que parecía punch. Profusamente
desparramadas en torno aparecían botellas de diversos vinos y cordiales, así como jarros,
tazas y frascos de todas formas y calidades. Sentados sobre soportes de ataúdes veíase a
seis personas alrededor de la mesa. Trataré de describirlas una por una.
De frente a la entrada y algo más elevado que sus compañeros sentábase un personaje
que parecía presidir la mesa.
Era tan alto como flaco, y Patas se quedó confundido al ver a alguien más descarnado
que él. Tenía un rostro amarillo como el azafrán, pero, salvo un rasgo, sus facciones no
estaban lo bastante definidas como para merecer descripción. El rasgo notable consistía en
una frente tan insólita y horriblemente elevada, que daba la impresión de un bonete o una
corona de carne encima de la verdadera cabeza. Su boca tenía un mohín y un pliegue de
espectral afabilidad, y sus ojos —como los de todos los presentes— estaban fijos y
vidriosos por los vapores de la embriaguez. Este caballero hallábase envuelto de pies a
cabeza en un paño mortuorio de terciopelo negro ricamente bordado, que caía en pliegues
negligentes como si fuera una capa española. Tenía la cabeza llena de plumas como las que
se ponen a los caballos en las carrozas fúnebres, y las agitaba a un lado y otro con aire tan
garboso como entendido; sostenía en la mano derecha un enorme fémur humano, con el
cual parecía haber estado apaleando a alguno del grupo por cualquier fruslería.
Frente a él, y dando la espalda a la puerta, veíase a una dama cuya extraordinaria
apariencia no le iba a la zaga. Aunque casi tan alta como la persona descrita, no podía
quejarse de una flacura anormal. Al contrario, hallábase por lo visto en el último grado de
hidropesía y su cuerpo se asemejaba extraordinariamente a la enorme pipa de cerveza que,
saltada la tapa, aparecía cerca de ella en un ángulo del aposento. Aquella señora tenía el
rostro perfectamente redondo, rojo y relleno, y presentaba la misma peculiaridad (o, más
bien, falta de peculiaridad) que mencionamos en el caso del presidente; vale decir que tan
sólo uno de sus rasgos alcanzaba a distinguirse claramente en su cara. El sagaz Tarpaulin
no había dejado de notar que la misma observación podía aplicarse a todos los asistentes a
la fiesta, pues cada uno parecía poseer el monopolio de una determinada porción del rostro.
En la dama de quien hablamos, se trataba de la boca. Comenzando en la oreja derecha
abríase en un terrorífico abismo hasta la izquierda, al punto que los cortos aros que llevaba
se le metían todo el tiempo en la abertura. Esforzábase, sin embargo, por mantenerla
cerrada, adoptando un aire de gran dignidad. Su vestido consistía en una mortaja recién
planchada y almidonada que le llegaba hasta la barbilla, cerrándose en un volante rizado de
muselina de algodón.
Sentábase a su derecha una jovencita minúscula, a quien la dama parecía proteger. Esta
delicada y frágil criatura daba evidentes señales de una tisis galopante a juzgar por el
temblor de sus descarnados dedos, la lívida coloración de sus labios y las manchas héticas
que aparecían en su piel terrosa. Pese a ello, en toda su figura se advertía un extremado
haut ton; lucía con un aire tan gracioso como negligente un ancho y hermoso sudario del
más fino linón de la India; el cabello le colgaba en bucles sobre el cuello, y había en su
boca una suave sonrisa juguetona; pero su nariz, extraordinariamente larga, fina, sinuosa,
flexible y llena de barrillos, le llegaba hasta más abajo del labio inferior; a pesar del aire
delicado con que de cuando en cuando la movía a uno y otro lado con ayuda de la lengua,
aquella nariz daba a su fisonomía una apariencia un tanto equívoca.
Al otro lado, a la izquierda de la dama hidrópica, veíase a un hombrecillo achacoso,
rechoncho, asmático y gotoso, cuyas mejillas descansaban en los hombros de su propietario
como dos enormes odres de vino oporto. Cruzado de brazos y con una pierna vendada
puesta sobre la mesa, parecía imaginar que tenía derecho a alguna especial consideración.
Sin duda se sentía profundamente orgulloso de cada pulgada de su persona, pero se
esmeraba especialmente en llamar la atención sobre su abigarrado levitón. No poco dinero
le habría costado este último, que le sentaba admirablemente, pues estaba hecho con una de
esas fundas de seda bordada que en Inglaterra y otras partes sirven para cubrir los escudos
que se cuelgan en lugares visibles cuando ha muerto algún miembro de una casa
aristocrática.
A su lado, y a la derecha del presente, veíase a un caballero con largas calzas blancas y
calzones de algodón. Estremecíase de la manera más ridícula, como si sufriera un acceso de
lo que Tarpaulin llamaba «los espantos». Su mentón, recién afeitado, estaba apretadamente
sujeto por un vendaje de muselina, y sus brazos, igualmente atados por las muñecas, no le
permitían servirse a gusto de los licores de la mesa, precaución que Patas encontró muy
acertada en vista del aire embrutecido y avinado de su fisonomía. De todas maneras, las
inmensas orejas de aquel personaje, que por lo visto no era posible sujetar como el resto de
su cuerpo, se proyectaban en el espacio y, cada vez que alguien descorchaba una botella, se
estremecían como en un espasmo.
Frente a él, sexto y último de la reunión, veíase a un personaje extrañamente rígido,
atacado de parálisis, quien debía sentirse sumamente incómodo dentro de sus vestiduras. En
efecto, su único atavío lo constituía un flamante y hermoso ataúd de caoba. Su parte
superior apretaba la cabeza de quien lo vestía, extendiéndose hacia adelante como una
caperuza, y daba a su rostro un aire indescriptiblemente interesante. A los lados del ataúd se
habían practicado agujeros para los brazos, teniendo en cuenta tanto la elegancia como la
comodidad; pero aquel traje impedía a su propietario mantenerse tan erguido como sus
compañeros; y mientras yacía reclinado contra su soporte, en un ángulo de cuarenta y cinco
grados, un par de enormes ojos protuberantes giraban sus terribles globos blanquecinos
hacia el techo, como si estuvieran estupefactos de su propia enormidad.
Frente a cada uno de los presentes veíase una calavera que servía de copa. De lo alto
colgaba un esqueleto, atado por una pierna a una soga sujeta en un gancho del techo. La
otra pierna, suelta, se apartaba del cuerpo en ángulo recto, haciendo que aquella masa
crujiente girara y se balanceara a cada ráfaga de viento que penetraba en la estancia. En el
cráneo de tan horribles restos había carbones encendidos, que arrojaban una luz vacilante
pero intensa sobre la escena; en cuanto a los ataúdes y otros implementos propios de una
empresa de pompas fúnebres, habían sido apilados en torno de la habitación y contra las
ventanas, impidiendo que el menor rayo de luz escapara a la calle.
A la vista de tan extraordinaria asamblea y de sus atavíos no menos extraordinarios,
nuestros dos marinos no se condujeron con el decoro que cabía esperar. Apoyándose en la
pared que tenía más próxima, Patas dejó caer más de lo acostumbrado su mandíbula
inferior, mientras abría los ojos hasta que alcanzaron el diámetro máximo mientras Hugh
Tarpaulin, agachándose hasta que su nariz quedó al nivel de la mesa, apoyó las palmas de
las manos en las rodillas y estalló en un mar de carcajadas tan agudas, sonoras y
estrepitosas como fuera de lugar y descomedidas.
No obstante, sin ofenderse por tan grosera conducta, el alto presidente dirigió una
afable sonrisa a los intrusos, saludándolos muy dignamente con un movimiento de las
plumas de la cabeza; tras de lo cual, levantándose, los tomó del brazo y los condujo a un
asiento que otros de los presentes habían preparado para ellos. Patas no ofreció la menor
resistencia y se instaló como le indicaron, pero el galante Hugh, llevando su caballete de
ataúd desde donde lo habían puesto hasta un lugar próximo a la jovencita tísica de la
mortaja, se instaló a su lado lleno de alegría y, zampándose una calavera llena de vino tinto,
brindó por una amistad más íntima. Al oír esto, el rígido caballero en el ataúd pareció
excesivamente incomodado, y hubieran podido producirse consecuencias graves de no
mediar la intervención del presidente, quien, luego de golpear en la mesa con su hueso,
reclamó la atención de los presentes con el discurso siguiente:
—En tal feliz ocasión, es nuestro deber...
—¡Sujeta ese cabo! —lo interrumpió Patas con gran seriedad—. ¡Sujeta ese cabo, te
digo, y que sepamos quiénes sois y qué demonios hacéis aquí, equipados como todos los
diablos del infierno y bebiéndoos las buenas bebidas que guarda para el invierno mi
excelente camarada Will Wimble, el empresario de pompas fúnebres!
Ante esta imperdonable demostración de descortesía, todos los presentes se
enderezaron a medias, profiriendo una nueva serie de espantosos y demoníacos alaridos
como los que habían llamado la atención de los marinos. Pero el presidente fue el primero
en recobrar la compostura y, volviéndose con gran dignidad hacia Patas, le dijo:
—Con el mayor placer satisfaré tan razonable curiosidad por parte de nuestros ilustres
huéspedes, a pesar de no haber sido invitados. Sabed que en estos dominios soy el monarca
y que gobierno mi imperio absoluto bajo el título de “Rey Peste I”.
»Esta sala, que suponéis injuriosamente la tienda de Will Wimble, el empresario de
pompas fúnebres, persona a quien no conocemos y cuyo plebeyo nombre no había ofendido
hasta ahora nuestros reales oídos... esta sala digo, es la Sala del Trono de nuestro palacio,
consagrada al consejo del reino y a otras sagradas y augustas finalidades.
»La noble dama sentada frente a mí es la “Reina Peste”, nuestra serenísima consorte.
Los otros augustos personajes que contempláis son miembros de mi familia y llevan la
insignia de la sangre real bajo sus títulos respectivos de “Su Gracia el Archiduque Pestífero”,
“Su Gracia el Duque Pest-ilencial”, “Su Gracia el Duque Tem-pestad” y “Su Alteza
Serenísima la Archiduquesa Ana-Pesta”.
»Con referencia a vuestra consulta sobre las razones de nuestra presencia en este
consejo, se nos perdonará que contestemos que sólo nos concierne, y que es asunto
exclusivo de nuestro privado y real interés, sin que nadie este autorizado a inmiscuirse en
absoluto. Pero en consideración a esos derechos de que, como huéspedes y desconocidos,
podéis imaginaros poseedores, os explicaremos que nos encontramos aquí esta noche, luego
de profundas búsquedas y prolongadas investigaciones, para examinar, analizar y
determinar exactamente ese espíritu indefinible, esas incomprensibles cualidades y
caracteres de los inestimables tesoros del paladar, vale decir los vinos, cervezas y licores de
esta excelente metrópoli; todo ello para llevar adelante no solamente nuestros propios
designios, sino para acrecentar la prosperidad de ese soberano extraterreno cuyo reino
cubre todos los nuestros, cuyos dominios son ilimitados, y cuyo nombre es “Muerte”.»
—¡Cuyo nombre es Davy Jones! —gritó Tarpaulin, sirviendo un cráneo de licor a la
dama que tenía a su lado y bebiéndose otro por su cuenta.
—¡Profano lacayo! —dijo el presidente, concentrando su atención en el meritorio
Hugh—. ¡Profano y execrable canalla! Hemos dicho que, en consideración de esos
derechos que, aun en tu repugnante persona, no queremos quebrantar, hemos
condescendido a responder a vuestras groseras e insensatas demandas. Empero, frente a tan
sacrílega intrusión en nuestro consejo, creemos de nuestro deber condenarte y multarte, a ti
y a tu compañero, a beber un galón de ron con melaza, que tragaréis brindando por la
prosperidad de nuestro reino de un solo trago y de rodillas; tras lo cual quedaréis libres para
seguir vuestro camino o quedaros y ser admitidos a los privilegios de nuestra mesa,
conforme a vuestros gustos respectivos e individuales.
—Sería cosa por completo imposible —dijo entonces Patas, a quien las frases y la
dignidad del Rey Peste I habían inspirado evidentemente cierto respeto, por lo cual se puso
de pie para hablar, sujetándose a la vez a la mesa—. Sería imposible, sabedlo, majestad,
que yo estibara en mi bodega la cuarta parte del licor que acabáis de mencionar. Aun
dejando de lado el cargamento subido a bordo esta mañana a manera de lastre, y sin
mencionar las distintas cervezas y licores embarcados por la tarde en diversos puertos, me
encuentro ahora con un arrumaje completo de cerveza, adquirido y debidamente pagado en
la enseña del «Alegre Marinero». Vuestra Majestad tendrá, pues, la gentileza de considerar
que la intención reemplaza el hecho, pues de ninguna manera podría tragar una sola gota...
y mucho menos una gota de esa infame agua de sentina que responde a la denominación de
ron con melaza.
—¡Amarra eso! —interrumpió Tarpaulin, no menos asombrado por la longitud del
discurso de su compañero que por la naturaleza de su negativa—. ¡Amarra eso, marinero de
agua dulce! ¡Basta de charla, Patas! Mi casco está todavía liviano, aunque ya veo que tú te
estás hundiendo un poco. En cuanto a tu parte de cargamento, en vez de armar tanto jaleo
me animo a encontrar sitio para él en mi propia cala, pero...
—Semejante arreglo —interrumpió el presidente— no está para nada de acuerdo con
los términos de la multa o sentencia, que es por naturaleza irrevocable e inapelable. Las
condiciones que hemos impuesto deben ser cumplidas al pie de la letra sin un segundo de
vacilación... ¡Y si así no se hiciere, decretamos que ambos seáis atados juntos por el cuello
y los talones y ahogados por rebeldes en aquel casco de cerveza!
—¡Magnífica sentencia! ¡Justa y apropiada sentencia! ¡Gloriosa decisión! ¡La más
meritoria, adecuada y sacrosanta condena! —gritó al unísono la familia Peste. El rey hizo
aparecer en su frente una infinidad de arrugas; el hombrecillo gotoso sopló como dos
fuelles juntos; la dama de la mortaja balanceaba su nariz de un lado al otro; el caballero de
los calzones levantó las orejas, y la dama del sudario jadeó como un pez fuera del agua,
mientras el del ataúd parecía más rígido que nunca y revolvía los ojos.
—¡Uh, uh, uh! —rió Tarpaulin, sin cuidarse de la excitación general—. ¡Uh, uh, uh!
Estaba yo diciendo, cuando Mr. Rey Peste se inmiscuyó en la conversación, que una
tontería de dos o tres galones más o menos de ron con melaza nada pueden hacerle a un
barco tan sólido como yo si no anda demasiado cargado. Pero si se trata de beber a la salud
del Diablo (¡a quien Dios perdone!) y ponerme de rodillas delante de ese espantajo de rey, a
quien conozco tan bien como a mí mismo, pobre pecador que soy... ¡Sí, lo conozco, puesto
que se trata de Tim Hurlygurly, el actor...! Pues bien, en ese caso, ya no sé realmente qué
pensar ni qué creer.
No pudo terminar en paz su discurso. Al oír el nombre de Tim Hurlygurly, la entera
asamblea saltó de sus asientos.
—¡Traición! —gritó su majestad el Rey Peste I.
—¡Traición! —exclamó el hombrecillo gotoso.
—¡Traición! —chilló la Archiduquesa Ana-Pesta.
—¡Traición! —murmuró el caballero de las mandíbulas atadas.
—¡Traición! —gruñó el del ataúd.
—¡Traición, traición! —aulló su majestad la de la inmensa boca. Y, sujetando al
infortunado Tarpaulin por la parte posterior de sus pantalones en momentos en que se
disponía a beber otra calavera de licor, lo alzó en el aire y lo dejó caer sin ceremonia en el
gran casco abierto de su amada cerveza. Luego de flotar y hundirse varias veces como una
manzana en un jarro de toddy, terminó por desaparecer en un torbellino de espuma que sus
movimientos creaban en el ya efervescente brebaje.
Patas, empero, no estaba dispuesto a soportar mansamente la derrota de su compañero.
Luego de arrojar al Rey Peste por la trampa abierta, el valiente marino le dejó caer la tapa
sobre la cabeza, mientras lanzaba un juramento, y corrió al centro de la habitación.
Aferrando el esqueleto que colgaba sobre la mesa, empezó a agitarlo con tal energía y
buena voluntad que, en momentos en que los últimos resplandores se apagaban en la
estancia, alcanzó a romper la cabeza del hombrecillo gotoso. Lanzándose luego con todas
sus fuerzas contra el fatal casco lleno de cerveza y de Hugh Tarpaulin, lo derribó al suelo
en un segundo. Brotó un verdadero diluvio de cerveza, tan terrible, tan impetuoso, tan
arrollador, que el cuarto se inundó de pared a pared, la mesa se volcó con toda su carga, los
caballetes quedaron patas arriba, el jarro de ponche cayó en la chimenea... y las señoras en
grandes ataques de nervios. Montones de artículos mortuorios flotaban aquí y allá. Jarros,
picheles, damajuanas se confundían en la melée, y las botellas revestidas de paja se
entrechocaban desesperadamente con los botellones vacíos. El hombre de los
estremecimientos se ahogó allí mismo, el caballero paralítico salió flotando en su ataúd... y
el victorioso Patas, tomando por la cintura a la gruesa dama de la mortaja, lanzóse con ella
a la calle, corriendo en línea recta hacia el Free and Easy, seguido con viento fresco por el
temible Hugh Tarpaulin, quien, luego de estornudar tres o cuatro veces, jadeaba y resoplaba
tras él, llevándose consigo a la Archiduquesa Ana-Pesta.
Cuento de Jerusalén
Intensos rigidam in frontem ascendere canos Passus erat.
(LUCANO, De Catone)
(...un hirsuto pelmazo.)
Traducción95
Corramos a las murallas —dijo Abel-Phittim a Buzi-Ben-Levi y a Simeón el Fariseo, el
décimo día del mes de Tammuz del año del mundo tres mil novecientos cuarenta y uno—.
Corramos a las murallas, junto a la puerta de Benjamín, en la ciudad de David, que
dominan el campamento de los incircuncisos; pues es la última hora de la cuarta guardia y
va a salir el sol; y los idólatras, cumpliendo la promesa de Pompeyo, deben de estar
esperándonos con los corderos para los sacrificios.
Simeón, Abel-Phittim y Buzi-Ben-Levi eran los Gizbarim o subcolectores de las
ofrendas en la santa ciudad de Jerusalén.
—Bien has dicho —replicó el Fariseo—. Apresurémonos, porque esta generosidad por
parte de los paganos es sorprendente, y la volubilidad ha sido siempre atributo de los
adoradores de Baal.
—Que son volubles y traidores es tan cierto como el Pentateuco —dijo Buzi-Ben-
Levi—, pero ello tan sólo para con el pueblo de Adonai. ¿Cuándo se ha sabido que los
amonitas descuidaran sus intereses? ¡No me parece que sea tan generoso facilitarnos
corderos para el altar del Señor y recibir en cambio treinta siclos de plata por cabeza!
—Olvidas, Ben-Levi —replicó Abel-Phittim—, que el romano Pompeyo, impío
sitiador de la ciudad del Altísimo, no tiene la seguridad de que los corderos así adquiridos
serán dedicados a alimento del espíritu y no del cuerpo.
—¡Cómo, por las cinco puntas de mi barba! —gritó el Fariseo, que pertenecía a la secta
de los llamados Tundidores (pequeño grupo de santos, cuya manera de tundirse y lacerarse
los pies contra el suelo era desde hacía mucho una espina y un reproche para los devotos
menos ahincados, y una piedra de toque para los transeúntes menos dotados)—. ¡Por las
cinco puntas de esa barba, que, por ser sacerdote, me está vedado afeitarme! ¿Habremos
vivido para ver el día en que un blasfemo idólatra advenedizo romano nos acuse de destinar
a los apetitos de la carne los elementos más santos y consagrados? ¿Habremos vivido para
ver el día en que...?
—No nos preocupemos de las razones del filisteo —lo interrumpió Abel-Phittim—,
pues hoy nos beneficiamos por primera vez de su avaricia o de su generosidad;
apresurémonos a llegar a las murallas, no sea que las ofrendas falten en ese altar cuyo fuego
las lluvias del cielo no pueden extinguir, y cuyas columnas de humo ninguna tempestad
puede alterar.
La parte de la ciudad hacia la cual se encaminaban nuestros excelentes Gizbarim
ostentaba el nombre de su arquitecto, el rey David, y era considerada como la zona mejor
fortificada de Jerusalén, hallándose situada sobre la abrupta y majestuosa colina de Sión.
95 Bore, pelmazo, suena también como boar, cerdo. (N. del T.)
Un ancho y profundo foso circunvalatorio, tallado en la roca viva, estaba defendido por una
solidísima muralla que nacía en su borde interno. A intervalos regulares surgían en la
muralla torres cuadradas de mármol blanco, las menores tenían sesenta pies de alto, y las
mayores, ciento veinte. Pero en las cercanías de la puerta de Benjamín la muralla no nacía
del borde mismo del foso. Por el contrario, entre el nivel de éste y la base del baluarte
alzábase un risco de doscientos cincuenta codos que formaba parte del abrupto monte
Moriah. Así, cuando Simeón y sus compañeros llegaron a lo alto de la torre llamada Adoni-
Be-zek —la más alta de las torres que rodeaban Jerusalén y lugar habitual de parlamentos
con el ejército sitiador— pudieron contemplar el campamento del enemigo desde una
eminencia que sobrepasaba en muchos pies la pirámide de Keops y en no pocos el templo
de Belus.
—En verdad digo —suspiró el Fariseo, mientras se inclinaba sobre el vertiginoso
precipicio—, los incircuncisos son tantos como las arenas de la playa... como las langostas
del desierto. El valle del Rey se ha convertido en el valle de Adommin.
—Y, sin embargo —agregó Ben-Levi—, no podrías señalarme un solo filisteo... ¡No, ni
siquiera uno, desde Aleph a Tau, desde el desierto hasta las fortificaciones, que parezca
más grande que la letra Jod!
—¡Bajad la cesta con los siclos de plata! —gritó de pronto, con acentos tan broncos
como ásperos, un soldado romano que parecía haber surgido de las regiones de Plutón—.
¡Bajad esa cesta con el maldito dinero, cuyo solo nombre basta para dislocar la mandíbula
de un noble romano! ¿Es así como mostráis vuestra gratitud hacia nuestro amo Pompeyo,
que, en su condescendiente bondad, ha creído oportuno escuchar vuestras importunidades
de idólatras? El dios Febo, que es un dios verdadero, corre en su carro desde hace una hora.
¿Y no teníais vosotros que estar en las murallas cuando asomara? ¡Ædepol! ¿Creéis que
nosotros, conquistadores del mundo, no tenemos otra cosa que hacer que esperar a la puerta
de cada perrera para traficar con los perros de este mundo? ¡Vamos, abajo... y atención a
que vuestras baratijas tengan el color y el peso debidos!
—¡El Elohim! —profirió el Fariseo, mientras los discordantes acentos del centurión
resonaban en los peñascos del precipicio y se perdían contra el templo—. ¡El Elohim!
¿Quién es el dios Febo? ¿A quién invoca el blasfemador? ¡Dilo tú, Buzi-Ben-Levi, que eres
versado en las leyes de los gentiles, y has habitado entre los que se contaminan con los
Teraphim? ¿Habló de Nergal el idólatra? ¿O de Ashimah? ¿De Nibhaz... de Tartak... de
Adramalech... de Anamalech... de Succoth-Benith... de Dagon... de Belial... de Baal-
Perith... de Baal-Peor... o de Baal-Zebub?
—De ninguno de ellos, en verdad... pero ten cuidado que la cuerda no resbale
demasiado rápidamente entre tus dedos, pues si la cesta quedara colgada de aquel peñasco
saliente harías caer lamentablemente las santas cosas del santuario.
Con ayuda de una máquina de construcción bastante grosera, la cesta pesadamente
cargada descendió entonces con lentitud hasta llegar a la muchedumbre de abajo; desde el
vertiginoso pináculo podía verse a los romanos que se amontonaban confusamente en torno
de ella, pero la gran altura y la niebla no permitían divisar con precisión lo que pasaba.
Transcurrió así media hora.
—¡Llegaremos demasiado tarde! —suspiró el Fariseo al cumplirse este período,
mientras miraba hacia el abismo—. ¡Llegaremos demasiado tarde, y los Katholim nos
despojarán de nuestras funciones!
—¡Nunca más nos regalaremos con lo mejor de la tierra! —agregó Abel-Phittim—.
¡Nuestras barbas perderán su perfume de incienso y nuestros cuerpos el hermoso lino del
Templo!
—¡Raca! —juró Ben-Levi—. ¿Pretenderán robarnos el dinero de la compra?
¡Santísimo Moisés! ¿Estarán acaso pesando los siclos del tabernáculo?
—¡Han dado la señal! —gritó el Fariseo—. ¡Por fin han dado la señal! ¡Tira de la
cuerda, Abel-Phittim... y también tú, Buzi-Ben-Levi! ¡Pues en verdad digo que los filisteos
están sujetando todavía la cesta o el Señor ha dulcificado sus corazones y la han cargado
con un animal de gran peso!
Y los Gizbarim tiraron de la cuerda, mientras su carga ascendía balanceándose
pesadamente entre la espesa niebla.
—¡Booshoh! ¡Booshoh!
Tal fue la exclamación que brotó de los labios de Ben-Levi cuando, después de una
hora de trabajo, empezó a verse algo en la extremidad de la cuerda.
—¡Booshoh! ¡Oh vergüenza! ¡Es un carnero de los sotos de Engedi... y más arrugado
que el valle de Jehoshaphat!
—Es un primer nacido del rebaño —opuso Abel-Phittim—. Lo reconozco por su balido
y por su manera inocente de doblar las patas. Sus ojos son más hermosos que las joyas del
Pectoral, y su carne es como la miel del Hebrón.
—Es un becerro engordado en las praderas de Bashan —dijo el Fariseo—. ¡Los
paganos se han portado admirablemente con nosotros! ¡Que nuestras voces se alcen en un
salmo! ¡Demos las gracias con el shawm y el salterio! ¡Con el arpa y el huggab, con la
cítara y el sacabuche!
Sólo cuando la cesta se hallaba a pocos pies de los Gizbarim, un sordo gruñido les
reveló que contenía un cerdo de enorme tamaño.
—¡El Emanu! —gritó el trío, levantando los ojos y soltando la cuerda, con lo cual el
cerdo se volvió de cabeza entre los filisteos—. ¡El Emanu! ¡Dios sea con nosotros...! ¡Es la
carne innominable!
El hombre que se gastó
Un relato de la reciente campaña
contra los cocos y los kickapoos
Pleurez, pleurez, mes yeux, et
fondez vous en eau! La moitié de ma
vie a mis l’autre au tombeau.
(CORNEILLE)
No recuerdo ahora dónde o cuándo vi por primera vez a aquel apuesto militar, el
brigadier general honorario John A. B. C. Smith. Sin duda, alguien me presentó a él en
alguna ceremonia pública, ¡naturalmente!, presidida por alguna persona muy importante,
¡claro está!, en un sitio o en otro, ¡por supuesto!, aunque me haya olvidado
inexplicablemente de su nombre. Debo decir que esperé aquella presentación en un estado
de nervios que me impidió formarme una idea bien definida del lugar y del tiempo. Soy
constitucionalmente nervioso; es un defecto de familia, y no lo puedo impedir. La menor
apariencia de misterio, la cosa más ínfima que no alcance a comprender, bastan para
sumirme de inmediato en un estado de lamentable agitación.
Había por así decir algo notable —sí, notable, aunque el término es muy débil para
expresar plenamente lo que quisiera dar a entender— en la apariencia de aquel personaje.
Tenía probablemente seis pies de estatura y un aspecto muy imponente. Se notaba en él un
air distingué que hablaba de una refinada cultura y hacía suponer una alta cuna. Sobre este
tema —el de la apariencia personal de Smith— siento una especie de melancólica
satisfacción en ser minucioso. Su cabello hubiera hecho honor a un Bruto; ondulábase de la
manera más extraordinaria, y tenía un brillo incomparable. Era de un negro azabache, y este
color —o, mejor dicho, este no-color— era asimismo el de sus inimaginables patillas. Ya
habréis advertido que no puedo hablar sin entusiasmo de estas últimas; no es decir
demasiado si afirmo que eran el más hermoso par de patillas existentes bajo el sol.
Flanqueaban, y a veces hasta cubrían en parte la más perfecta boca imaginable, donde
lucían los dientes más regulares y más blancos que concebirse puedan. En cada ocasión
apropiada nacía de aquella boca una voz sumamente clara, melodiosa y bien timbrada. Con
respecto a los ojos, Smith estaba igualmente muy bien dotado. Cada uno de los suyos valía
por un par de órganos oculares ordinarios. Muy grandes y brillantes, tenían pupilas de un
color castaño profundo, y una que otra vez se advertía en ellos esa ligera e interesante
oblicuidad que da tanta fuerza a la expresión.
El torso del general era sin duda alguna el más hermoso que haya visto jamás. En vano
se hubiera querido encontrar alguna falla en sus maravillosas proporciones. Tan rara
peculiaridad ponía de manifiesto, muy ventajosamente, unos hombros que hubieran
provocado el rubor de la humillación en el Apolo de mármol. Me apasionaban los hombros,
y puedo decir que jamás había visto perfección semejante. Los brazos estaban igualmente
bien modelados, y los miembros inferiores no les iban en zaga en cuanto a perfección. Eran
realmente el nec plus ultra de las piernas hermosas. Todo conocedor de la materia
reconocía que aquellas piernas eran notables. Ni demasiado carnosas, ni demasiado flacas;
ni rudeza ni fragilidad. Imposible imaginar una curva más graciosa que la del os femoris; ni
siquiera faltaba la suave prominencia de la parte posterior de la fibula, que contribuye a la
conformación de una pantorrilla debidamente proporcionada. Hubiera pedido a los dioses
que a mi amigo y talentoso escultor Chiponchipino le fuera dado contemplar las piernas del
brigadier general honorario John A. B. C. Smith.
Empero, aunque los hombres tan apuestos no abundan tanto como las razones o las
zarzamoras, me resultaba imposible creer que lo notable a que he aludido, ese extrañó je ne
sais quoi que envolvía a mi reciente conocido, procediera tan sólo de la acabada perfección
de sus dones corporales. Quizá emanara de su actitud, pero tampoco en esto puedo ser
demasiado afirmativo. Había un estiramiento, por no decir rigidez, en su actitud, un grado
de precisión mesurada y, si se me permite decirlo así, rectangular, en todos sus
movimientos, que en una persona más pequeña hubiera parecido lamentable afectación o
pomposidad, pero que en un caballero de las dimensiones del general no podía atribuirse
más que a reserva, a hauteur y, en una palabra, al loable sentido de lo que corresponde a la
dignidad de las proporciones colosales.
El excelente amigo que me presentó al general Smith me dijo al oído algunas frases
elogiosas sobre el militar. Era un hombre notable, muy notable, y en realidad uno de los
más notables de la época. Gozaba de especial favor ante las damas, sobre todo por su alta
reputación de hombre valeroso.
—En ese terreno es insuperable. No hay nadie más temerario que él. Un verdadero
paladín, sin la menor duda —dijo mi amigo con un susurro, llenándome de excitación por
el misterio que había en su voz.
—Sí, un paladín completo, a no dudarlo. Y lo demostró, a fe mía, durante la última y
terrible lucha en los pantanos del sud, contra los indios cocos y los kickapoos. (Aquí mi
amigo abrió mucho los ojos.) ¡Dios me asista! ¡Cuánta sangre, pólvora... todo lo
imaginable! ¡Prodigios de valor! Supongo que ha oído usted hablar de él... Probablemente
no ignora que es el hombre que...
—¡Vaya, vaya! ¿Cómo está usted? ¿Cómo le va? ¡Cuánto me alegro de encontrarlo! —
lo interrumpió en ese momento el general en persona, tomando del brazo a mi amigo e
inclinándose rígida pero profundamente cuando le fui presentado.
Pensé en aquel momento (y lo sigo pensando) que jamás había escuchado una voz tan
clara y resonante, ni contemplado semejante dentadura. Pero debo reconocer que lamenté
que nos hubiera interrumpido justamente cuando, después de los murmullos y las
insinuaciones que anteceden, me sentía interesadísimo por el héroe de la campaña contra
los cocos y los kickapoos.
Empero, la deliciosa y brillante conversación del brigadier general honorario John A.
B. C. Smith no tardó en disipar completamente mi disgusto. Como nuestro amigo se
marchó casi de inmediato, sostuvimos un largo tête-à-tête, y no sólo quedé muy
complacido sino que aprendí muchas cosas. Jamás he oído a un narrador más fluido, ni a un
hombre más informado. Con loable modestia, sin embargo, se abstuvo de tocar el tema que
más me apasionaba —aludo a las misteriosas circunstancias referentes a la guerra contra los
cocos—, y por mi parte, una delicadeza que considero oportuna me vedó mencionar la
cuestión, pese a que me sentía tentadísimo de hacerlo. Noté asimismo que el valeroso
militar prefería los tópicos de interés filosófico y que se complacía especialmente en
comentar el rápido progreso de las invenciones mecánicas. Cualquiera fuera el rumbo de
nuestro diálogo, volvía invariablemente a ocuparse del asunto.
—No hay nada comparable a esto —decía—. Somos un pueblo admirable y vivimos en
una edad maravillosa. ¡Paracaídas y ferrocarriles... trampas perfeccionadas y fusiles de
gatillo! Nuestros barcos a vapor recorren todos los mares, y el globo de Nassau se dispone a
efectuar viajes regulares (a sólo veinticinco libras el pasaje) entre Londres y Timboctú.
¿Quién puede prever la inmensa influencia sobre la vida social, las artes, el comercio, la
literatura, que habrán de tener los grandes principios del electromagnetismo? ¡Y le aseguro
a usted que no es todo! El progreso de las invenciones no conoce fin. Las más admirables,
las más ingeniosas... y permítame usted agregar, Mr... Mr. Thompson, según creo,
permítame agregar, digo, que los dispositivos mecánicos mas útiles, los más
verdaderamente útiles... surgen día a día como hongos, si es que puedo expresarme así o,
más figurativamente, como... sí, como saltamontes... como saltamontes, Mr. Thompson...
en torno de nosotros... ¡ja, ja!... en torno de nosotros.
Mi nombre no es Thompson; pero de más está decir que me separé del general Smith
con multiplicado interés por su persona, imbuido de una altísima opinión sobre sus dotes de
conversador y una profunda convicción de los valiosos privilegios que gozamos por vivir
en esta época de invenciones mecánicas. Mi curiosidad, sin embargo, no había quedado
completamente satisfecha, y resolví de inmediato hacer averiguaciones entre mis amistades
sobre el brigadier general honorario y sobre los tremendos sucesos quorum pars magna fuit
durante la campaña de los cocos y de los kickapoos.
La primera oportunidad que se me presentó y que (horresco referens) no tuve el menor
escrúpulo en aprovechar, aconteció en la iglesia del reverendo doctor Drummummupp,
donde un domingo, a la hora del sermón, me encontré no solamente instalado en uno de los
bancos, sino al lado de mi muy meritoria y comunicativa amiga Miss Tabitha T. Apenas la
descubrí, me congratulé por el buen cariz que tomaban mis asuntos, y no me faltaba razón,
ya que si alguien sabía alguna cosa sobre el brigadier general honorario John A. B. C.
Smith, esa persona era Mis Tabitha T. Nos telegrafiamos unas cuantas señales y
empezamos sotto voce un animado tête-à-tête.
—¿Smith? —dijo ella, en respuesta a mi ansiosa pregunta—. ¿Querrá usted decir el
general A. B. C.? ¡Dios me asista, hubiera jurado que estaba al tanto de todo! ¡Un episodio
tan horrible! ¡Ah, esos kickapoos, qué monstruos sanguinarios! Sí, luchó como un héroe...
prodigios de valor... renombre inmortal. ¡Smith! ¡Brigadier general honorario John A. B.
C.! Vamos, bien sabe usted que se trata del hombre que...
—¡El hombre —gritó el doctor Drummummupp con todas sus fuerzas, y con un
puñetazo que estuvo a punto de romper el pulpito—, que ha nacido de mujer, sólo vivirá
poco tiempo; así como crece, así es cortado como una flor!
Me apresuré a correrme al extremo del banco, advirtiendo por las miradas que me
echaba el predicador que la cólera, poco menos que fatal para el pulpito, provenía de los
murmullos entre la dama y yo. No había nada que hacerle; me sometí, pues,
resignadamente, y escuché envuelto en el martirio de un silencio digno el resto de aquel
importantísimo discurso.
A la noche siguiente acudí algo tarde al teatro Rantipole, donde estaba seguro de
satisfacer inmediatamente mi curiosidad mediante el simple expediente de entrar al palco
de aquellas exquisitas muestras de afabilidad y omnisciencia, las señoritas Arabella y
Miranda Cognoscenti. El notable trágico Climax representaba a Yago ante un público
numeroso, y me costó algún trabajo hacerme entender, máxime cuando nuestro palco estaba
casi suspendido sobre la escena.
—¡Smith! —dijo Miss Arabella, que por fin comprendió mi pregunta—. ¡Smith! ¿El
general John A. B. C.?
—¡Smith! —coreó pensativamente Miranda—. ¡Dios me bendiga! ¿Vio usted alguna
vez un hombre de mejor estampa?
—Jamás, amiga mía; pero, por favor, dígame usted...
—¿Y una gracia tan inimitable?
—Nunca, bajo palabra de honor. Pero quisiera saber...
—¿O un sentido tan profundo de la escena?
—¡Señorita!
—¿O una apreciación más delicada de las verdaderas bellezas de Shakespeare? ¡Mire
usted qué piernas!
—¡Oh, qué demonios! —dije, y me volví otra vez hacia su hermana.
—¡Smith! —repitió ella—. ¿No será el general John A. B. C.? ¡Ah, qué horrible fue
aquello! ¿No es cierto? ¡Y qué miserables los cocos... de un salvajismo...! Afortunadamente
vivimos en una época de tantas invenciones... ¡Smith, oh, sí, un gran hombre! ¡Temerario
hasta el límite! ¡Renombre inmortal! ¡Prodigios de coraje! ¡Nunca oí nada parecido! (Esto
fue dicho a gritos.) ¡Dios me asista! Ya sabe usted, es el hombre que...
...ni la mandragora
Ni todos lo elixires somníferos del mundo
Te proporcionarán jamás ese dulce sueño
De que gozaste ayer!
—aulló Climax casi en mi oído y agitando el puño delante de mi cara en una forma que
no pude ni quise tolerar. Me separé inmediatamente de las señoritas Cognoscenti, pasé
entre bastidores y, al aparecer aquel pillo, le di una paliza que espero recordará hasta el día
de su muerte.
Durante la soirée en casa de una encantadora viuda, Mrs. Kathleen O’Trump, me sentí
seguro de que no volvería a sufrir una decepción. Apenas nos habíamos sentado a la mesa
de juego, teniendo a mi bonita huéspeda vis-à-vis, le hice las preguntas cuya respuesta se
había convertido en algo tan esencial para mi tranquilidad de espíritu.
—¡Smith! —dijo mi amiga—. ¿Supongo que alude usted al general John A. B. C.?
¡Qué terrible episodio! ¿Oros, dijo usted? ¡Ah, esos kickapoos, qué miserables! Por favor,
Mr. Tattle, estamos jugando al whist... De todas maneras ésta es la época de las
invenciones... ciertamente es la época par excellence... ¿habla usted francés? ¡Sí, un héroe,
y de una temeridad increíble! ¿No tiene usted corazones, Mr. Tattle? ¡Imposible! ¡Sí, un
renombre inmortal... prodigios de valor! ¿Qué nunca había oído hablar de él? ¡Cómo! ¡Si se
trata del hombre que...!
—¿Hombrequet? ¿El capitán Hombrequet? —interrumpió desde lejos y a gritos una
invitada—. ¿Está usted hablando del capitán Hombrequet y del duelo? ¡Oh, quiero escuchar
lo que dicen! ¡Por favor, Mrs. O’Trump... siga usted, le suplico que siga contando!
Y así lo hizo Mrs. O’Trump, emprendiendo una narración sobre un cierto capitán
Hombrequet, a quien habían ahorcado o muerto a tiros, o que por lo menos lo merecía.
¡Palabra! Y como Mrs. O’Trump continuaba indefinidamente... acabé por marcharme.
Aquella noche me sería imposible escuchar nada referente al brigadier general honorario
John A. B. C. Smith.
Me consolé, sin embargo, pensando que tanta mala suerte no podía durar siempre, y me
decidí audazmente a procurarme informaciones en los salones de fiesta de aquel hechicero
angelillo, la graciosa Mrs. Pirouette.
—¡Smith! —exclamó ésta mientras dábamos vueltas y vueltas en un pas de zéphyr—
¿Se refiere usted al general John A. B. C.? ¡Ah, qué terrible esa historia de los cocos! ¿No
es cierto? ¡Qué gentes tan horribles son los indios! ¡Ponga la punta de los pies hacia afuera!
¿No le da vergüenza? Un hombre valerosísimo, el pobre... Pero vivimos en una época de
maravillosas invenciones... ¡Dios mío, me falta el aliento! ¡Sí, un coraje temerario!
¡Prodigios de valor! ¿Que nunca oyó usted hablar de él? ¡Imposible! ¡Tengo que sentarme
y hacérselo saber! ¡Si justamente Smith es el hombre que...!
—¡Man-fredo! —gritó Miss Sabihonda, en momentos en que yo llevaba a Mrs.
Pirouette hacia un sofá—. ¿Cómo sé puede decir semejante cosa? ¡Le aseguro que se trata
de Man-fredo y no de Man-frido!
Y como Miss Sabihonda me tomara por testigo de la manera más perentoria, me vi
precisado, quisiera o no, a terciar en la solución de una disputa referente al título de cierto
drama poético de Lord Byron. Y aunque afirmé de inmediato que el verdadero título era
Man-frido, y de ninguna manera Man-fredo, apenas me volví en busca de Mrs. Pirouette
descubrí que se había perdido de vista, por lo cual me marché de su casa envuelto en la más
amarga animosidad contra la entera raza de las sabihondas.
Las cosas se estaban poniendo muy serias, y resolví visitar sin pérdida de tiempo a mi
amigo íntimo Mr. Theodore Sinivate, pues estaba seguro de obtener de él alguna
información precisa.
—¡Smith! —exclamó, con su peculiar manera de arrastrar las palabras—. ¿No se
tratará del general John A. B. C.? Triste asunto ese de los kickapoos, ¿no es cierto? Una
temeridad extraordinaria... ¡una lástima verdaderamente! ¡Qué época, qué maravillosos
inventos! ¡Prodigios de valor! Dicho sea de paso, ¿no oyó hablar usted del capitán
Hombrequet?
—¡Que se vaya al diablo el capitán Hombrequet! —repuse—. Por favor, siga con su
relato.
—¡Ejem! Pues bien... es exactamente la même cho-o-ose, como decimos en Francia.
¿Smith, eh? ¿El brigadier general John A. B. C.? Vea usted... —y aquí Mr. Sinivate creyó
oportuno ponerse un dedo contra la nariz—. ¿No pretenderá insinuar, verdadera y
conscientemente, que no sabe nada de la historia de Smith? Porque usted habla de Smith,
supongo, de John A. B. C., ¿eh? Pues, estimado amigo, se trata del hombre...
—Señor Sinivate —imploré—. ¿Se trata del hombre de la máscara de hierro?
—No-o-o —repuso, con aire de entendido—. Ni tampoco del hombre de la luna.
Consideré que esta réplica constituía un punzante y claro insulto, y abandoné de
inmediato la casa, lleno de cólera y dispuesto a exigir a mi amigo Mr. Sinivate una pronta
explicación por tan poco caballeresca conducta y tanta mala educación.
Pero, en el ínterin, no estaba dispuesto a renunciar a las informaciones que deseaba. Me
quedaba todavía un recurso. Lo mejor sería ir a la fuente misma. Visitaría inmediatamente
al general, pidiéndole con palabras explícitas una solución de tan abominable misterio.
Aquí al menos, no habría posibilidad de error. Sería llano, positivo, perentorio, tan conciso
como Tácito o Montesquieu.
Llegué muy temprano a casa del general, que se estaba vistiendo, pero como insistí en
que se trataba de algo urgente, un viejo mucamo negro me hizo pasar al dormitorio, y se
quedó allí para servir a su amo. Como es natural, al entrar en la habitación miré en torno
buscando a su ocupante, pero no lo distinguí. Había un bulto muy grande y muy raro contra
mis pies, y, como no estaba yo del mejor de los humores, le di un puntapié para quitarlo del
camino.
—¡Ejem... ejem... no me parece una conducta muy correcta, que digamos! —dijo el
bulto con una vocecilla tan débil como curiosa, algo entre chirrido y silbido.
Grité de terror y huí diagonalmente hasta refugiarme en el rincón más alejado del
dormitorio.
—¡Mi estimado amigo! —volvió a silbar el bulto—. ¿Qué... qué... qué cosa le sucede?
¡Hasta creería que no me reconoce usted!
¿Qué podía yo contestar a eso? Tambaleándome, me dejé caer en un sillón y, con la
boca abierta y los ojos fuera de las órbitas, esperé la solución de aquel enigma.
—No deja de ser raro que no me haya reconocido, ¿verdad? —insistió la indescriptible
cosa, que, según alcancé a ver, estaba efectuando en el suelo unos movimientos
inexplicables, bastante parecidos a los de ponerse una media. Pero sólo se veía una pierna.
—No deja de ser raro que no me haya reconocido, ¿verdad? ¡Pompeyo, tráeme esa
pierna!
Pompeyo se acercó al bulto y le alcanzó una notable pierna artificial, con su media ya
puesta, que el bulto se aplicó en un segundo, tras lo cual vi que se enderezaba.
—Y aquella batalla fue harto sangrienta —continuó diciendo la cosa, como si
monologara—. Pero no hay que meterse a pelear contra los cocos y los kickapoos y creer
que se va a salir de allí con un mero rasguño. Pompeyo, haz el favor de darme ese brazo.
Thomas —agregó, volviéndose a mí— es el mejor fabricante de piernas postizas; pero si
alguna vez necesitara usted un brazo, querido amigo, permítame que le recomiende a
Bishop.
Y a todo esto Pompeyo le atornillaba un brazo.
—Aquella lucha fue una cosa terrible, puedo asegurárselo. Vamos, perillán, colócame
los hombros y el pecho. Pettit fabrica los mejores hombros, pero si quiere usted un pecho
vaya a Ducrow.
—¡Un pecho! —exclamé.
—¡Pompeyo! ¿Terminarás de ponerme la peluca? Que lo esculpen a uno no tiene nada
de agradable, pero a fin de cuentas siempre es posible procurarse un peluquín tan bueno
como éste en De L’Orme.
—¡Peluquín!
—¡Vamos, negro, mis dientes! Para una buena dentadura, le aconsejo ir en seguida a
Parmly. Cuesta caro, pero hacen trabajos excelentes. En cuanto a mí, me tragué no pocos de
mis dientes cuando uno de los indios cocos me machacaba con la culata del rifle.
—¡Culata del rifle! ¡Lo machacaba! ¿Pero qué ven mis ojos?
—¡Oh, ahora que lo menciona... trae aquí ese ojo Pompeyo, y atorníllalo pronto! Esos
kickapoos no son nada lerdos para dejarlo a uno tuerto. Pero el doctor Williams es un
hombre de talento, y no puede imaginarse lo bien que veo con los ojos que fabrica.
Comencé entonces a percibir con toda claridad que el objeto erguido ante mí era nada
menos que mi reciente conocido, el brigadier general honorario John A. B. C. Smith. Debo
reconocer que las manipulaciones de Pompeyo habían transformado por completo la
apariencia de aquel hombre. Pero su voz me seguía dejando perplejo, aunque el misterio no
tardó en disiparse como los otros.
—¡Pompeyo, condenado negro —chirrió el general—, estaría por creer que vas a
dejarme salir sin mi paladar!
Murmurando una excusa el negro se acercó a su amo, le abrió la boca con el aire
entendido de un jockey y le ajustó en el interior un aparato de singular aspecto, haciéndolo
con grandísima destreza, aunque por mi parte no alcancé a ver nada. El cambio en la
expresión del general fue tan instantáneo como sorprendente. Cuando habló de nuevo, su
voz había recobrado aquella rica tonalidad y potencia que me habían llamado la atención en
nuestra primera entrevista.
—¡Malditos sean esos perros! —dijo con una articulación tan clara que me
sobresalté—. ¡Malditos sean! No sólo me hundieron el paladar, sino que se tomaron el
trabajo de cortarme por lo menos siete octavos de lengua. Pero, afortunadamente, tenemos a
Bonfanti, que es inigualable en toda América cuando se trata de artículos de esta especie.
Se lo recomiendo a usted con toda confianza —agregó el general, inclinándose— y le
aseguro que mucho me complace poder hacerlo.
Agradecí su gentileza lo mejor posible y me despedí de inmediato, perfectamente
enterado de la verdad y sin el menor resto de aquel misterio que tanto me había perturbado.
Era evidente. Era clarísimo. El brigadier general honorario John A. B. C. Smith era el
hombre... que se gastó.
Tres domingos por semana
¡Viejo empedernido, zamacuco, obstinado, mohoso, tozudo, emperrado y bárbaro! —
dije cierta tarde (en mi fantasía) a mi tío abuelo Rumgudgeon, mientras lo amenazaba con
el puño (en mi imaginación).
Sólo en la imaginación. Diré que, en verdad, había cierta discrepancia entre lo que yo
decía y lo que no tenía el coraje de decir, entre lo que hacía y lo que no me faltaba gana de
hacer.
Cuando abrí la puerta del salón la vieja marsopa habíase instalado con los pies sobre la
chimenea, un vaso de oporto en la zarpa, esforzándose violentamente por poner en práctica
la cancioncilla:
Remplis ton verre vide!
Vide ton verre plein!
—Querido tío —dije, cerrando suavemente la puerta y aproximándome con la más
blanda de mis sonrisas—, ha sido usted siempre tan amable y considerado manifestándome
su benevolencia de tantas... de tantísimas maneras, que... que siento como si sólo fuera
necesario sugerirle una vez más cierta insignificante cosilla, para tener la seguridad de su
plena aprobación.
—¡Ejem! —dijo él—. ¡Veamos, muchacho... sigue!
—Estoy seguro, querido tío (¡condenado vagabundo!), de que usted no tiene intención
de oponerse a mi casamiento con Kate. Ya sé que se trata de una broma... ¡Ja, ja! ¡Qué
gracioso es usted a veces!
—¡Ja, ja, ja! —repitió él—. ¡Que te cuelguen... vaya si lo soy!
—¿No es cierto? ¡Bien sabía yo que bromeaba! Pues bien, tío, todo lo que Kate y yo
deseamos ahora es que tenga usted la gentileza de aconsejarnos sobre... sobre la fecha... ya
sabe usted, tío... En fin, ¿cuándo sería más conveniente para usted que se realice la... la
boda?
—¡Vete de aquí, vagabundo! ¿Qué pretendes decir? ¡Espérate sentado!
—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Oh, magnífico! ¡Oh, qué broma extraordinaria! ¡Qué ingenio!
Pero todo lo que quisiéramos, tío, es que nos indique exactamente la fecha.
—¡Ah! ¿Exactamente?
—Sí, tío. Es decir... siempre que le resulte agradable.
—¿Y no sería lo mismo, Bobby, si lo dejáramos al azar... digamos, alguna fecha dentro
de un año o cosa así, eh? ¿O tengo que fijarla exactamente?
—Por favor, tío... exactamente.
—Pues bien, Bobby, puesto que eres un excelente muchacho... y puesto que quieres
una fecha exacta... te la diré.
—¡Mi querido tío!
—¡Silencio, caballerito! —exclamó, ahogando mi voz—. Sí, te la diré. Tendrás mi
consentimiento... y la pecunia96, no debemos olvidarnos de la pecunia... ¡Veamos! ¿Qué día
fijaremos? ¿Hoy es domingo, verdad? Pues bien, te casarás exactamente... ¿me has oído?,
96 Poe usa el término plum, que en Inglaterra designaba popularmente la suma de 100 libras esterlinas. (N. del T.)
exactamente cuando haya tres domingos en una semana. ¿Has entendido, caballerito? ¿Por
qué te quedas boquiabierto? Te lo repito: tendrás a Kate y tendrás la pecunia cuando haya
tres domingos en una semana, pero no hasta entonces, gran bribón... ¡no hasta entonces,
aunque me maten! Ya me conoces, y sabes que soy hombre de palabra. ¡Y ahora vete!
Tras lo cual vació su vaso de oporto, mientras yo escapaba desesperado del salón.
Mi tío abuelo Rumgudgeon era un «excelente anciano caballero inglés», pero, a
diferencia del de la canción, tenía sus puntos débiles. Era un personaje diminuto, obeso,
pomposo, apasionado y hemisférico, de roja nariz, gran cabezota, abundante faltriquera y
elevado concepto de su persona. Dueño del mejor corazón de este mundo, un especial
espíritu de contradicción le había hecho ganar, entre aquellos que sólo lo conocían
superficialmente, fama de tacaño. Como muchas personas excelentes, parecía dominado
por el caprichoso deseo de gastar la paciencia, deseo que, a primera vista, hubiera podido
confundirse con maldad. A cualquier pedido que le hacía, un rotundo «¡No!» era su
respuesta inmediata; pero al final —muy al final— terminaba negándose a muy pocos
pedidos. Se defendía empecinadamente contra todo ataque que llevara a su faltriquera, pero
terminaba dando sumas que estaban en proporción directa con la duración del sitio y el
empecinamiento de la resistencia. En materia de caridad, nadie daba más con menos
amabilidad.
Mi tío demostraba el más profundo de los desprecios por las bellas artes y, muy
especialmente, por la literatura. Casimir Perier le había inspirado este último, con su
petulante pregunta: A quoi un poète est-il bon?, que mi tío repetía en todos los casos y con
la más extraña de las pronunciaciones, considerándola el nec plus ultra del ingenio. Así, mi
frecuentación de las Musas había provocado su profundo disgusto. Cierto día en que le
solicité un nuevo ejemplar de Horacio, me aseguró que la traducción de Poeta nascitur non
fit era: «A nasty poet for nohting fit» (Un repugnante poeta, incapaz de nada); naturalmente
su versión me produjo grandísima cólera. El antagonismo de mi tío hacia las
«humanidades» había ido en aumento en los últimos tiempos, a causa de una inclinación
hacia lo que él consideraba ciencias naturales. Alguien lo había detenido en la calle
confundiéndolo nada menos que con el doctor Dubble L. Dee, conferenciante en física
recreativa y otras fruslerías. Esta confusión lo deslumbró, y, en la época de este relato (ya
que en definitiva se está convirtiendo en un relato), mi tío abuelo Rumgudgeon sólo se
mostraba accesible y pacífico en todo aquello que coincidiera con el capricho científico que
lo dominaba. En cuanto al resto, se reía desaforadamente de todo, y en materia política era
tan obstinado como simple. Creía con Horsley, que «nada tiene el pueblo que ver con las
leyes, aparte de obedecerlas».
Había yo pasado toda mi vida a su lado, pues mis padres, al morir, me legaron a él
como la más rica de las herencias. Creo que el viejo miserable me quería como a su propio
hijo (y casi tanto como quería a Kate), pero lo mismo me daba una vida de perros. Desde
que cumplí un año hasta los cinco, me aplicó constantes y regulares azotainas. De los cinco
a los quince, me amenazó a cada momento con enviarme a un reformatorio. De los quince a
los veinte, no pasó un día sin que me prometiera desheredarme hasta el último centavo.
Cierto es que yo era una buena pieza, pero esto formaba parte de mi naturaleza y valía
como un artículo de fe. En Kate, empero, tenía una amiga leal, y no lo ignoraba. Era una
excelente muchacha, que me había prometido gentilmente ser mi esposa (con pecunia y
todo), siempre que me las arreglara para obtener el consentimiento de mi tío abuelo. ¡Pobre
niña! Tenía apenas quince años y, sin ese consentimiento, su escaso capital no le sería
entregado hasta después de que cinco interminables veranos «arrastraran consigo su lenta
duración». ¿Qué hacer, entonces? A los quince años, y aun a los veintiuno (pues yo había
franqueado ya mi quinta olimpiada), cinco años de espera equivalen a quinientos.
Inútilmente asediaba a mi tío con mis demandas. Había él encontrado una pièce de
résistence (como dirían los señores Ude y Carene), que se adaptaba maravillosamente a su
petulante fantasía. Job mismo se hubiera indignado al ver cómo aquel viejo gato jugaba con
nosotros cual si fuéramos dos miserables ratoncillos. En lo profundo de su corazón nada
deseaba con más ardor que nuestra unión. Desde el principio había estado de acuerdo. Y
hubiera sido capaz de sacar diez mil libras de su propio bolsillo (pues la dote de Kate era de
ella), de habérsele ocurrido alguna cosa que excusara nuestro natural deseo. Pero habíamos
sido lo bastante imprudentes como para mencionar el tema por nuestra cuenta. No
oponerse, bajo tales circunstancias, hubiera estado más allá de sus fuerzas.
He dicho ya que mi tío tenía sus puntos débiles, pero no debe entenderse por ello que
aludo a su obstinación. Al contrario, ésta se contaba entre sus puntos fuertes: assurément ce
n’était pas son faible. Cuando hablo de sus debilidades me refiero a una superstición de
vieja solterona que lo dominaba. Se consideraba muy fuerte en sueños, portentos, et id
genus omne de galimatías. Mostrábase asimismo muy puntilloso en pequeños detalles de
honor y, a su manera, era hombre de palabra. Más aún: estas cosas le constituían una
verdadera obsesión. No tenía el menor escrúpulo en faltar al espíritu de sus promesas, pero
la letra era para él cosa inviolable.
Esta peculiaridad de su carácter, sumada al ingenio de Kate, nos permitió un día —
poco después de mi entrevista con mi tío en el salón— sacarle una inesperada ventaja; pero
ahora, después de haber agotado como los modernos bardos y oradores todo mi tiempo
disponible en prolegómenos, resumiré lo sucedido en las pocas palabras que constituyen el
meollo de la historia.
Ocurrió —pues así lo ordenaron los hados— que entre los conocidos de mi prometida
se contaban dos oficiales de la marina que acababan de volver a Inglaterra después de un
año de ausencia. Concertado nuestro plan, mi prima, ambos caballeros y yo acudimos a
visitar a mi tío en la tarde del domingo 10 de octubre, exactamente tres semanas después de
la memorable decisión que tan cruelmente había desbaratado nuestras esperanzas. Durante
la primera media hora la conversación tocó los temas ordinarios, pero luego logramos, de
manera muy natural, darle el siguiente giro:
Capitán Pratt.—Pues bien, he estado un año ausente. Exactamente un año... ¡Veamos!
¡Pues, sí, hoy es diez de octubre! ¿Recuerda, Mr. Rumgudgeon, que vine a despedirme de
usted hace exactamente un año? Dicho sea de paso, me parece una coincidencia bastante
curiosa que nuestro amigo aquí presente, el capitán Smitherton, haya estado también
ausente un año... Exactamente un año, ¿no es así?
Smitherton.—En efecto, hoy hace un año justo. Recordará usted, Mr. Rumgudgeon,
que vine aquel día en compañía del capitán Pratt, a fin de despedirme de usted.
Tío.—Sí, sí... me acuerdo muy bien... ¡Ciertamente es muy raro! Ambos ausentes
durante un año... Muy extraña coincidencia, por cierto. Lo que el doctor Dubble L. Dee
llamaría una extraordinaria concurrencia de sucesos. El doctor Dub...
Kate.—(Interrumpiéndolo.) ¡Sí, papá, es muy extraño! Pero el capitán Pratt y el capitán
Smitherton no siguieron la misma ruta, y eso significa una diferencia.
Tío.—¿Una diferencia, muchacha? ¡Al contrario! ¡La cosa es así muchísimo más
notable! El doctor Dubble L. Dee...
Kate.—¿Sabes, papá? El capitán Pratt dio la vuelta al cabo de Hornos, y el capitán
Smitherton al de Buena Esperanza.
Tío.—¡Pues bien! El uno fue hacia el este y el otro hacia el oeste, y los dos dieron la
vuelta completa a la tierra. Dicho sea de paso, el doctor Dubble L. Dee...
Yo.—(Presurosamente.) Capitán Pratt, ¿por qué no viene a pasar la velada de mañana
con nosotros...? También usted, capitán Smitherton. Nos contarán los detalles de sus viajes,
haremos una partida de whist, y...
Pratt.—¡Vamos, querido muchacho! ¿Jugar al whist en domingo? Alguna otra noche, si
quiere, pero...
Kate.—¡Oh, no, Robert no es tan impío como para proponer eso! Pero hoy es domingo,
capitán.
Tío.—¡Naturalmente!
Pratt.—Les pido disculpas a ambos, pero no puedo engañarme hasta ese punto. Sé que
mañana es domingo porque...
Smitherton.—(Muy sorprendido.) ¿Qué están diciendo ustedes? ¿No fue ayer
domingo?
Todos.—¡Ayer! ¡Vamos, usted bromea!
Tío.—¡Hoy es domingo! ¡Como si no lo supiera!
Pratt.—¡Oh, no! ¡Mañana es domingo!
Smitherton.—¡Se han vuelto ustedes locos! ¡Tan seguro estoy de que ayer era domingo,
como de que estoy sentado en esta silla!
Kate.—(Dando un brinco.) ¡Ya sé..., ya sé! ¡Oh, papá, ésta es una sentencia contra ti,
por... por lo que sabes! Ya veo lo que ocurre, y puedo explicarlo fácilmente. Es muy
sencillo. El capitán Smitherton dice que ayer era domingo, y tiene razón. El primo Bobby,
papá y yo decimos que hoy es domingo, y tenemos razón. El capitán Pratt sostiene que
mañana será domingo, y tiene razón. El hecho es que todos estamos en lo cierto, y que hay
tres domingos en una semana.
Smitherton.—(Tras una pausa.) Dicho sea entre nosotros, Pratt, Kate nos ha aventajado
en astucia. ¡Qué tontos hemos sido! Mr. Rumgudgeon, la cuestión es la siguiente: como
usted sabe, la tierra tiene una circunferencia de veinticuatro mil millas. El globo gira sobre
su eje... da vueltas sobre el mismo... hace pasar esas veinticuatro mil millas de su
circunferencia, yendo de oeste a este, exactamente en veinticuatro horas. ¿Me sigue usted,
Mr. Rumgudgeon?
Tío.—Por supuesto... por supuesto. El doctor Dub...
Smitherton.—(Tapando su voz.) Pues bien, señor: la velocidad de esta revolución es de
mil millas por hora. Supongamos ahora que yo me traslado a mil millas al este de donde
estamos. Como es natural, me anticipo a la salida del sol en una hora exacta con respecto a
Londres. Veo salir el sol una hora antes que usted. Si avanzo otras mil millas en la misma
dirección, me anticipo en dos horas, otras mil millas, y tendré tres horas de adelanto, y así
sucesivamente hasta que, terminada la vuelta al globo, y otra vez en este mismo sitio
después de viajar veinticuatro mil millas al este, me habré anticipado en veinticuatro horas
a la salida del sol en Londres; vale decir que estaré adelantado en un día con respecto al
tiempo de usted. ¿Claro, no es cierto?
Tío.—Pero Dubble L. Dee...
Smitherton.—(A gritos.) El capitán Pratt, en cambio, una vez que hubo viajado mil
millas al oeste de este punto, se encontró atrasado en una hora, y cuando terminó su
recorrido de veinticuatro mil millas al oeste quedó atrasado en un día con respecto al
tiempo de Londres. Vale decir que, para mí, ayer era domingo, como lo es hoy para usted y
lo será mañana para Pratt. Y, lo que es más, Mr. Rumgudgeon, los tres tenemos razón, pues
ningún principio científico puede darnos ventaja al uno sobre los otros.
Tío.—¡Santo cielo! ¡Pues bien, Kate... pues bien, Bobby... como habéis dicho, ésta es
una sentencia contra mí! Pero soy hombre de palabra... ¡no lo olvidéis! ¡Kate será tuya,
muchacho (con pecunia y todo), cuando te parezca bien! ¡Atrapado, por Júpiter! ¡Tres
domingos juntos! ¡Tendré que ir a preguntarle a Dubble L. Dee lo que opina de esto!
«Tú eres el hombre»
Yo haré el papel de Edipo en el enigma de Rattleborough. Explicaré a ustedes —como
solamente yo puedo hacerlo— el secreto mecanismo que produjo el milagro de
Rattleborough, el único, el verdadero, el admitido, el indiscutible, el indisputable milagro
que acabó definitivamente con la infidelidad de los rattleburguenses y devolvió a la
ortodoxia de los abuelos a todos los pecadores que se habían atrevido a mostrarse
escépticos.
Este suceso —que lamentaría mucho exponer en un tono de inadecuada ligereza— tuvo
lugar durante el verano de 18... Mr. Barnabas Shuttleworthy, uno de los vecinos más ricos y
respetables del pueblo, había desaparecido días atrás bajo circunstancias que llevaban a
sospechar las más funestas consecuencias. Había salido de Rattleborough un sábado muy
temprano, a caballo, con la manifiesta intención de trasladarse a la ciudad de N..., a unas
quince millas, y volver aquella misma noche. Empero, dos horas después su caballo volvió
sin él y sin los sacos que al partir llevaba en la montura. El animal estaba herido y cubierto
de barro. Aquellas circunstancias, como es natural, alarmaron mucho a los amigos del
desaparecido; y cuando el domingo por la mañana se supo que no había vuelto, el pueblo se
levantó en masa para ir a buscar su cadáver.
El primero y más enérgico organizador de esta búsqueda era un amigo íntimo de Mr.
Shuttleworthy, llamado Mr. Charles Goodfellow, o, como todo el mundo le decía, «Charley
Goodfellow» o «el viejo Charley Goodfellow». Ahora bien, si se trata de una maravillosa
coincidencia o si el nombre tiene un efecto imperceptible sobre el carácter, es cosa que no
he podido verificar jamás; pero existe el hecho incuestionable de que jamás ha existido un
hombre llamado Charles que no fuera un individuo recto, varonil, honesto, bondadoso y
franco, dueño de una voz profunda y clara, agradable de escuchar, y unos ojos que miran a
la cara, como diciendo: «Tengo la conciencia tranquila, no temo a nadie, y jamás sería
capaz de una acción mezquina». Y así ocurre que todos los generosos, negligentes «actores
de carácter» se llaman con toda seguridad Charles.
Pues bien, aunque sólo llevaba unos seis meses en Rattleborough y nadie tenía noticias
sobre él antes de que llegara para instalarse entre nosotros, el «viejo Charley Goodfellow»
no había hallado la menor dificultad para hacerse amigo de toda la gente respetable del
pueblo. Ni un solo vecino hubiera dudado un momento de su palabra, y, en cuanto a las
damas, hacían cuanto estaba en su poder para congraciarse con él. Y esto provenía del
hecho de llamarse Charles y de ser, por tanto, dueño de uno de esos rostros sinceros que
proverbialmente constituyen «la mejor carta de recomendación».
He dicho ya que Mr. Shuttleworthy era uno de los hombres más respetables y, sin duda,
el más rico de Rattleborough, y que el «viejo Charley Goodfellow» había intimado con él al
punto de que parecía su hermano. Ambos caballeros eran vecinos, y aunque Mr.
Shuttleworthy visitaba rara vez —si es que lo hizo alguna— al «viejo Charley», y jamás se
supo que comiera en su casa, ello no impedía que ambos amigos estuvieran muchísimo
juntos como ya lo he dicho; en efecto, el «viejo Charley» no dejaba pasar un día sin entrar
tres o cuatro veces a ver cómo estaba su vecino, y muchas veces se quedaba a tomar el
desayuno o el té, y casi siempre a cenar. En estas últimas ocasiones hubiera sido difícil
saber cuánta cantidad de vino se tomaban los dos camaradas de una sola vez. La bebida
favorita del «viejo Charley» era el Chateau Margaux, y a Mr. Shuttleworthy parecía
agradarle ver cómo su amigo se tomaba botella tras botella. Tanto es así que un día, cuando
el vino había despertado el ingenio de ambos, aquél dijo a su compañero, dándole una
palmada en la espalda:
—Te diré una cosa «viejo Charley», y es que eres el mejor compañero que haya
encontrado desde que nací. Y, puesto que te gusta tanto beber de ese vino, que me cuelguen
si no voy a regalarte un gran cajón de Chateau Margaux. ¡Que me cuelguen —repitió Mr.
Shuttleworthy, que tenía la mala costumbre de decir juramentos, aunque no pasaba de
algunos bastante inofensivos— si esta misma tarde no mando pedir a la ciudad un doble
cajón del mejor vino que tengan y te lo regalo! ¡Vaya si lo haré! No digas ni una palabra: te
repito que lo haré y se acabó. De modo que ponte al acecho...; ya te llegará uno de estos
días, justamente cuando menos lo esperes.
Menciono este ejemplo de generosidad por parte de Mr. Shuttleworthy a fin de mostrar
a ustedes lo muy íntimos que eran aquellos dos amigos.
Pues bien, el domingo de mañana, cuando no quedó duda alguna de que a Mr.
Shuttleworthy le había sucedido algo grave, jamás vi a nadie tan preocupado como «el
viejo Charley Goodfellow». Cuando oyó por primera vez que el caballo había vuelto a casa
sin su amo, sin los sacos de la montura y cubierto de sangre de resultas de un pistoletazo
que había atravesado el pecho del pobre animal sin llegar a matarlo; cuando oyó todo eso,
se puso tan pálido como si el desaparecido hubiese sido su padre o su hermano, mientras
temblaba convulsivamente como si lo hubiese atacado una fiebre palúdica.
Al principio pareció demasiado abatido por el dolor como para tomar ninguna iniciativa
o decidir algún plan de acción; durante largo rato se esforzó por disuadir a los restantes
amigos de Mr. Shuttleworthy de que tomaran medidas, pensando que era preferible esperar
—una semana o dos, y aun un mes o dos— hasta ver si no se producía alguna novedad o si
el mismo desaparecido no se presentaba explicando sus razones por haber abandonado en
esa forma a su caballo. Pienso que ustedes habrán observado frecuentemente esta tendencia
a contemporizar o a diferir en gentes que se hallan bajo la acción de un dolor muy intenso.
Sus facultades mentales parecen entorpecidas, y experimentan una especie de horror hacia
toda acción; nada les parece preferible a quedarse inmóviles en su cama y «acunar su
propia pena», como les gusta decir a las señoras de edad; en otras palabras, rumiar sus
dificultades.
Las gentes de Rattleborough tenían en tan alta estima la sensatez y la discreción del
«viejo Charley», que la mayor parte se manifestó dispuesta a seguir sus consejos y no
efectuar investigaciones «hasta que hubiera alguna novedad», según lo expresaba el
honesto caballero. Y estoy convencido de que esta decisión hubiera sido unánime de no
mediar la muy sospechosa interferencia del sobrino de Mr. Shuttleworthy, joven de hábitos
sumamente disipados y de pésima reputación. Este sobrino, llamado Pennifeather, no quiso
atender razones ni «quedarse tranquilo», sino que insistió en salir inmediatamente en busca
«del cadáver del asesinado». Tal fue la expresión que empleó, y Mr. Goodfellow no dejó de
hacer notar en esa ocasión que «era una frase extraña, por no decir más». Semejante
observación en boca del «viejo Charley» provocó gran efecto en la multitud, y oyóse a uno
del grupo preguntar de manera muy vehemente «cómo era posible que el joven
Pennifeather estuviera tan bien enterado de las circunstancias relativas a la desaparición de
su acaudalado tío como para sentirse autorizado a afirmar, clara e inequívocamente, que su
tío había sido asesinado». Siguieron a esto picantes réplicas y controversias entre varios de
los presentes, y especialmente entre el «viejo Charley» y Mr. Pennifeather, lo que no
provocó ninguna sorpresa, pues bien era sabida la animosidad existente entre ambos desde
hacía varios meses. Las cosas habían alcanzado a tal punto que Mr. Pennifeather llegó en
una ocasión a derribar de un golpe al amigo de su tío, acusándolo de algunos excesos
cometidos por aquél en casa de su pariente, donde se alojaba el joven. Se afirmaba que, en
esta ocasión, el «viejo Charley» se había conducido con ejemplar moderación y cristiana
caridad. Incorporándose, sacudió sus ropas y no hizo la menor tentativa de devolver el
golpe recibido, limitándose a murmurar unas palabras sobre sus propósitos de «vengarse
sumariamente en la primera oportunidad», reacción muy natural y justificable de su cólera,
que no tenía ningún sentido especial y que, sin duda, había olvidado casi inmediatamente.
Como quiera que fuesen aquellos incidentes (que no se relacionan con lo que estamos
narrando), los pobladores de Rattleborough terminaron dejándose persuadir por Mr.
Pennifeather, y decidieron dispersarse en las regiones adyacentes en busca del
desaparecido. Tal fue la primera intención, pues parecía lo más natural que las gentes se
dispersaran en distintos grupos que explorarían de la manera más minuciosa las regiones
circunvecinas. Sin embargo, no sé por qué ingenioso razonamiento que he olvidado, el
«viejo Charley» acabó convenciendo a la asamblea de que este plan no era el más
conveniente. Al decir que los convenció exceptúo a Mr. Pennifeather; pero el hecho es que
al final se decidió efectuar una búsqueda cuidadosa a cargo de todos los vecinos en masse;
naturalmente, el «viejo Charley» tomó la dirección.
Por lo que a esto último respecta, no hay duda de que el jefe era el más capacitado,
pues todo el mundo sabía que el «viejo Charley» tenía ojos de lince; empero, aunque los
llevó a toda clase de rincones apartados, por senderos que nadie había sospechado jamás
que existieran en la región, y aunque la búsqueda continuó incesantemente noche y día
durante más de una semana, fue imposible hallar la menor huella de Mr. Shuttleworthy.
Cuando digo «la menor huella» no debe entendérseme literalmente, pues no dejaron de
encontrarse algunas huellas. Las señales de las herraduras del caballo (que eran de un tipo
especial) fueron seguidas hasta un lugar situado a tres millas al este del pueblo, sobre el
camino real a la ciudad. Aquí las huellas se desviaban por un atajo que atravesaba un
bosque y volvía a salir al camino real, abreviando en media milla el recorrido regular. Al
seguir las pisadas por este sendero, el grupo llegó finalmente hasta un charco de agua
estancada oculto a medias por las zarzas a la derecha del sendero; en este punto se
interrumpían las marcas de herraduras.
Advirtióse, sin embargo, que en el lugar había habido una lucha, y las señales
indicaban que un cuerpo grande y pesado había sido arrastrado desde el sendero al charco.
Se procedió a dragar cuidadosamente este último, pero ninguna tentativa dio resultado.
Disponíanse los presentes a volverse, desesperando de conocer la verdad, cuando la
Providencia sugirió a Mr. Goodfellow la idea de desaguar completamente el charco. El
proyecto fue recibido con hurras y el «viejo Charley» muy elogiado por su sagacidad e
inteligencia. Como muchos vecinos traían palas, dada la eventualidad de desenterrar un
cadáver, el desagüe pudo efectuarse rápida y eficazmente. Tan pronto quedó visible el
fondo se vio en el centro del lecho de barro un chaleco de terciopelo de seda negra que casi
todos los presentes reconocieron como de propiedad de Mr. Pennifeather. El chaleco estaba
desgarrado y manchado de sangre.
Varias personas de la asamblea recordaban claramente que el joven lo llevaba puesto la
mañana de la partida de Mr. Shuttleworthy, mientras otros se manifestaban dispuestos a
afirmar bajo juramento que Mr. Pennifeather no había usado dicha prenda en ningún
momento posterior a aquel día. Y no se encontró a nadie que afirmara haber visto al joven
vistiendo el chaleco en cualquier momento subsiguiente a la desaparición de Mr.
Shuttleworthy.
Todo esto creaba una situación sumamente seria para el joven, y como confirmación de
las sospechas desatadas contra él notóse que se ponía terriblemente pálido y que no era
capaz de pronunciar una palabra cuando se lo urgió a que se explicara. Ante esto, los pocos
amigos que su disoluta manera de vivir le habían dejado lo abandonaron instantáneamente
y se mostraron todavía más enérgicos que sus antiguos y reconocidos enemigos al
demandar su arresto inmediato
Empero, la magnanimidad de Mr. Goodfellow brilló entonces, por contraste, con su
más alto resplandor. Hizo una cálida y elogiosa defensa de Mr. Pennifeather, durante la
cual aludió más de una vez a su propio y sincero perdón por el insulto que aquel disipado
joven, «heredero del excelente Mr. Shuttleworthy», le había inferido en un arrebato de
pasión. «Lo perdonaba —agregó— desde lo más profundo de su corazón, en cuanto a él
(Mr. Goodfellow), lejos de llevar a su extremo las sospechosas circunstancias que
desgraciadamente existían contra Mr. Pennifeather, haría todo cuanto estuviera en su poder
y emplearía la escasa elocuencia de que era capaz para... para suavizar, en la medida en que
pudiera hacerlo en paz con su conciencia, los peores aspectos que presentaba aquel
extraordinario y enigmático asunto.»
Mr. Goodfellow continuó durante una larga media hora en este tono, que hacía gran
honor tanto a su inteligencia como a su corazón; pero las gentes de corazón generoso pocas
veces son capaces de observaciones sensatas; incurren en toda clase de errores, contretemps
y despropósitos en el entusiasmo de su celo por servir a un amigo; y así, con las mejores
intenciones de este mundo, le hacen muchísimo daño en lugar de favorecerlo.
Así ocurrió en el presente caso con la elocuencia del «viejo Charley», pues, aunque se
esforzaba por ayudar al sospechoso, sucedió —no sé bien cómo— que cada sílaba que
pronunciaba, con la deliberada o inconsciente intención de no exagerar la buena opinión del
público sobre el orador, tuvo el efecto de acentuar las sospechas ya latentes sobre la
persona cuya causa defendía y exasperar contra él la furia de la multitud.
Uno de los errores más inexplicables cometidos por el orador fue su alusión al
sospechoso como «el heredero del excelente Mr. Shuttleworthy». Ninguno de los presentes
había pensado antes en eso. Recordaban solamente ciertas amenazas proferidas un año atrás
por el tío en el sentido de desheredar a su sobrino (que era su único pariente), y daban por
seguro que éste había sido, en efecto, desheredado; tan simples eran los vecinos de
Rattlesborough. Pero las observaciones del «viejo Charley» los hicieron pensar en el asunto
y advirtieron la posibilidad de que aquellas amenazas no hubieran pasado de tales. Sin
transición, pues, surgió la pregunta natural de cui bono?, que sirvió aún más que el chaleco
para atribuir tan horrible crimen al joven Pennifeather. Aquí, a fin de no ser mal entendido,
permítaseme una digresión para hacer notar que esta brevísima y sencilla frase latina es
invariablemente mal traducida y mal concebida. En todas las novelas de misterio y en otras
—por ejemplo, las de Mrs. Gore, autora de Cecil, dama que cita en todas las lenguas, desde
el caldeo al chickasaw, ayudada sistemáticamente en su erudición por Mr. Beckford—, en
todas esas novelas, repito, desde las de Bulwer Lytton y Dickens hasta las de Turnapenny y
Ainsworth, las dos palabritas latinas cui bono son traducidas: «¿con qué fin?», o (como si
fuera quo bono): «¿con qué ventaja?». Empero, su verdadero sentido es: «¿para beneficio
de quién?». Cui, de quién; bono, ¿es para beneficio? La frase es puramente legal y se aplica
precisamente en casos como el que nos ocupa, donde la probabilidad de que alguien haya
cometido un delito depende del beneficio que recaiga sobre el mismo como consecuencia
del delito. Ahora bien, en este caso, la pregunta cui bono? implicaba directamente a Mr.
Pennifeather. Luego de testar en su favor, su tío lo había amenazado con desheredarlo. Pero
la amenaza no había sido llevada a efecto; el testamento original, según se supo, no
presentaba alteración. En caso contrario, el único motivo presumible para el crimen habría
sido el muy ordinario de la venganza; pero aún éste podía rebatirse por la esperanza de todo
desheredado de volver a ganar la confianza de su pariente. No habiéndose modificado el
testamento, mientras la amenaza seguía suspendida sobre la cabeza del sobrino, todos
vieron en ello el más manifiesto motivo para tan horrible crimen, y tal fue la sagaz
conclusión de los meritorios ciudadanos de Rattlesborough.
Mr. Pennifeather, pues, fue arrestado allí mismo y la multitud, luego de buscar otro
poco, se volvió al pueblo llevándolo bien custodiado. En el camino, además, ocurrió otra
cosa tendente a confirmar las sospechas existentes. Mr. Goodfellow, cuyo celo lo hacía
adelantarse siempre al grueso del grupo, corrió unos pasos, agachóse y levantó un objeto
que había en el pasto. Luego de examinarlo rápidamente, se notó que intentaba esconderlo
en el bolsillo de la chaqueta, pero los otros se lo impidieron, viéndose que el objeto hallado
era una navaja española que una docena de personas reconocieron inmediatamente como de
propiedad de Mr. Pennifeather. Lo que es más, sus iniciales aparecían grabadas en el puño.
La hoja de la navaja estaba abierta y ensangrentada.
Ya no podía quedar duda sobre la culpabilidad del sobrino del muerto, y, apenas
llegados a Rattlesborough, fue entregado al juez para su interrogatorio.
Su situación adquirió entonces un cariz aún más desagradable. Al preguntársele dónde
había estado la mañana de la desaparición de Mr. Shuttleworthy, tuvo la descarada audacia
de admitir que aquel día había salido con su rifle a cazar ciervos en las inmediaciones del
charco donde se había encontrado, gracias a la sagacidad de Mr. Goodfellow, su chaleco
ensangrentado.
El «viejo Charley» levantóse entonces y, con lágrimas en los ojos, pidió permiso para
declarar. Dijo que un profundo sentido del deber para con su Hacedor y sus semejantes no
le permitía continuar en silencio por más tiempo. Hasta ahora, el más sincero afecto hacia
el joven inculpado (no obstante la forma en que se había conducido con él) lo había movido
a imaginar cuanta hipótesis le sugería la imaginación, a fin de explicar todo lo sospechoso
de esas circunstancias tan incriminatorias para Mr. Pennifeather; pero dichas circunstancias
eran ya demasiado convincentes, demasiado condenatorias. No podía vacilar, diría lo que
sabía, aunque su corazón le estallara de dolor al hacerlo.
Procedió entonces a declarar que, la tarde anterior a la partida de Mr. Shuttleworthy,
este venerable caballero había dicho a su sobrino (y él, Mr. Goodfellow, lo había oído) que
el motivo que lo llevaba a viajar al día siguiente por la mañana era hacer un depósito de una
cuantiosa suma de dinero en el Banco de los Granjeros y Mecánicos de la ciudad; agregó
que en el curso de la conversación, Mr. Shuttleworthy había manifestado redondamente a
su sobrino la irrevocable determinación de anular su testamento y desheredarlo hasta el
último centavo. Y, tras de ello, el testigo pidió solemnemente al inculpado que declarara si
lo que acababa de decir era o no la más escrupulosa de las verdades.
Para la estupefacción de los presentes, Mr. Pennifeather admitió francamente que lo
dicho era la verdad.
El magistrado consideró entonces pertinente enviar a dos oficiales de policía para que
efectuaran una perquisición en el aposento que el joven ocupaba en casa de su tío. Los
policías no tardaron en volver trayendo consigo la bien conocida cartera de cuero bermejo,
con aplicaciones de metal, que el anciano desaparecido llevara consigo durante años.
Faltaba su valioso contenido y vanamente se esforzó el magistrado por obtener del
inculpado una confesión sobre el destino del dinero o el lugar donde se hallaba escondido.
Mr. Pennifeather se obstinó en afirmar que no sabía nada de todo aquello. Por otra parte,
los policías descubrieron entre el elástico y el colchón de la cama una camisa y un pañuelo
para el cuello, con el monograma del acusado, espantosamente manchados con la sangre de
la víctima.
A esta altura de la encuesta se hizo saber que el caballo del asesinado acababa de morir
a consecuencia de la herida que recibiera. Mr. Goodfellow propuso entonces que se
procediera a efectuar la autopsia del animal, a fin de descubrir, si era posible, la bala. Así se
hizo; y como para que la culpabilidad del acusado quedara demostrada de manera
definitiva, Mr. Goodfellow, luego de larga búsqueda dentro del pecho del caballo, terminó
por localizar y extraer una bala de gran tamaño que, hechas las pruebas correspondientes,
resultó corresponder exactamente al calibre del rifle de Mr. Pennifeather, que era mayor
que el de cualquier otro vecino del pueblo o sus inmediaciones. Para confirmar aún más la
cuestión se descubrió que la bala tenía una señal o reborde en ángulo recto con la sutura
habitual; no tardó en verificarse que dicha señal coincidía con la existente en los moldes
para fundir balas que, según confesión del acusado, le pertenecían. Apenas probado esto, el
magistrado a cargo de la encuesta rehusó escuchar nuevos testimonios y ordenó de
inmediato que el prisionero fuera juzgado por asesinato, negándose resueltamente a dejarlo
en libertad bajo fianza, a pesar de que Mr. Goodfellow protestó calurosamente contra esta
severidad, y ofreció salir como fiador por cualquier suma que se pidiera. Esta generosidad
por parte del «viejo Charley» hallábase muy de acuerdo con su amable y caballeresca
conducta a lo largo de toda su permanencia en Rattleborough. En este caso, el excelente
caballero se dejaba llevar de tal manera por la excesiva fogosidad de su simpatía, que al
ofrecerse como fiador de su joven amigo parecía olvidar que no poseía un centavo en el
mundo entero.
Los resultados de la decisión pueden imaginarse fácilmente. Acompañado por el odio y
la execración de todo Rattleborough, Mr. Pennifeather fue juzgado en el tribunal de causas
criminales; la cadena de pruebas circunstanciales (reforzada por algunos hechos
condenatorios adicionales, que la sensible conciencia de Mr. Goodfellow le prohibió
mantener secretos) fue considerada tan sólida y concluyente, que el jurado no se molestó en
abandonar sus asientos para pronunciar el inmediato veredicto de culpable de asesinato en
primer grado. Momentos después el miserable era condenado a muerte y conducido
nuevamente a la cárcel del condado para esperar la inexorable venganza de la ley.
En el ínterin, la noble conducta del «viejo Charley Goodfellow» había duplicado la
estima que le profesaban los honestos ciudadanos del pueblo. Su popularidad era diez veces
mayor que antes, y, como consecuencia natural de la hospitalidad que recibía en todas
partes, se vio forzado a modificar un tanto los hábitos parsimoniosos que su pobreza le
impusiera hasta entonces; empezó con frecuencia a ofrecer pequeñas réunions en su casa,
donde la alegría y el buen humor reinaban supremos —enfriados momentáneamente, claro
está, por el recuerdo ocasional del prematuro y melancólico destino que aguardaba al
sobrino del íntimo amigo de tan generoso huésped.
Un bello día, este magnífico caballero tuvo la agradable sorpresa de recibir la siguiente
carta:
Mr. Charles Goodfellow, Esq., Rattleborough.
Estimado señor:
De conformidad con un pedido transmitido a nuestra firma, hace dos meses, por
nuestro estimado cliente Mr. Barnabas Shuttleworthy, tenemos el honor de remitirle a su
domicilio un doble cajón de Chateau Margaux, marca antílope, sello violeta. Cajón
numerado y marcado como se indica al pie.
Saludamos a usted muy atentamente,
HOGGS, FROGS, BOGS & CO.
Ciudad de. ..,21 de junio 18...
P. S.—El cajón le llegará al día siguiente del recibo de esta carta. Agregamos nuestros
saludos a Mr. Shuttleworthy.
H.,F.,B.&CO.
Chal. Mar. A. N° 1, 6 doc. bot. (1/2 gruesa).
A decir verdad, desde la muerte de Mr. Shuttleworthy, Mr. Goodfellow había perdido
toda esperanza de recibir alguna vez el prometido Chateau Margaux, por lo cual le pareció
que recibirlo ahora representaba una especial merced de la Providencia. Como es natural,
se llenó de regocijo, y en la exuberancia de su alegría invitó a un numeroso grupo de
amigos a un petit souper para la noche siguiente, dispuesto a hacerles probar parte del
regalo del buen Mr. Shuttleworthy. Por cierto que no dijo nada acerca del «buen
Shuttleworthy» cuando expidió las invitaciones. Después de pensarlo mucho, decidió
proceder así. Que yo sepa, a nadie mencionó que hubiera recibido un regalo de Chateau
Margaux. Limitóse a invitar a sus amigos a que compartieran con él un vino de excelente
calidad y fino aroma que había encargado dos meses atrás y que recibiría al día siguiente.
Muchas veces me he sentido perplejo pensando por qué el «viejo Charley» decidió no decir
a nadie que aquel vino era un obsequio de su viejo amigo, pero me fue imposible
comprender sus razones para callar, aunque sin duda debía tenerlas, y excelentes.
Llegó el día siguiente, y con él una numerosa y distinguida asistencia se hizo presente
en casa de Mr. Goodfellow. Puede decirse que la mitad del pueblo estaba allí (y yo entre
ellos), pero, para gran irritación del huésped, el Chateau Margaux no apareció hasta última
hora, cuando la suntuosa cena ofrecida por el «viejo Charley» había sido ampliamente
saboreada por los huéspedes. Llegó, empero, y por cierto que era un cajón enormemente
grande; entonces, como la asamblea se hallaba de muy buen humor, decidióse por
unanimidad que se colocaría sobre la mesa y que se extraería inmediatamente su contenido.
Dicho y hecho. Por mi parte, di una mano, y en menos de un segundo teníamos el cajón
sobre la mesa, en medio de las botellas y vasos, gran parte de los cuales se rompieron en la
confusión. El «viejo Charley», que estaba completamente borracho y tenía el rostro
empurpurado, sentóse con aire de burlona dignidad en la cabecera, golpeando furiosamente
sobre la mesa con un vaso, mientras reclamaba orden y silencio «durante la ceremonia del
desentierro del tesoro».
Luego de algunas vociferaciones, se logró restablecer el orden y, como suele suceder
en tales casos, se produjo un profundo y extraño silencio. Habiéndoseme pedido que
levantara la tapa, acepté, como es natural, «con infinito placer». Inserté un formón, pero
apenas hube dado unos martillazos, la tapa del cajón se alzó bruscamente y, en el mismo
instante, surgió del interior, enfrentando al huésped, el magullado, sangriento y putrefacto
cadáver de Mr. Shuttleworthy. Por un instante contempló fija y dolorosamente, con sus ojos
sin brillo y ya sin forma, el rostro de Mr. Goodfellow. Entonces, lenta pero claramente, se
oyó que decía estas palabras: «¡Tú eres el hombre!» Y cayendo sobre el borde del cajón,
como satisfecho de lo que había dicho, quedó con los brazos colgando sobre la mesa.
La escena que siguió excede toda descripción. La carrera hacia las puertas y ventanas
fue espantosa, y muchos de los hombres más robustos se desmayaron allí mismo de puro
horror. Pero, después del primer clamoroso arrebato de miedo, todos los ojos se clavaron en
Mr. Goodfellow. Aunque viva mil años, jamás olvidaré la más que mortal agonía reflejada
en la horrorosa expresión de su cara, espectralmente pálida después de haberse mostrado
tan rubicunda de vino y de triunfo. Durante varios minutos permaneció inmóvil como una
estatua de mármol; sus ojos, absolutamente privados de expresión, parecían vueltos hacia
adentro y perdidos en el espectáculo de su propia alma asesina. Por fin la vida surgió otra
vez, proyectada hacia el mundo exterior; levantándose de un salto, cayó pesadamente con la
cabeza y los hombros sobre la mesa, en contacto con el cadáver, mientras de sus labios
brotaba rápida y vehemente la detallada confesión del espantoso crimen por el cual Mr.
Pennifeather hallábase encarcelado y esperando la muerte.
Lo que contó fue, en resumen, lo siguiente: Había seguido a su víctima hasta las
vecindades del charco, hirió allí al caballo de un pistoletazo y mató a Mr. Shuttleworthy a
golpes de culata. Luego de apoderarse de la cartera de la víctima, supuso que el caballo
había muerto y lo arrastró con gran trabajo hasta las zarzas contiguas al charco. Cargó el
cadáver de su víctima sobre su propio caballo y lo llevó a un lugar donde hacerlo
desaparecer, situado a mucha distancia a través de los bosques.
El chaleco, la navaja, la cartera y la bala habían sido colocados por él mismo donde
fueron hallados, a fin de vengarse de Mr. Pennifeather. También se las arregló para dejar en
su cuarto el pañuelo y la camisa manchados de sangre.
Hacia el final del espeluznante relato, las palabras del miserable asesino se hicieron
sordas y entrecortadas. Cuando hubo terminado, se enderezó, alejándose tambaleante de la
mesa, hasta caer... muerto.
Aunque eficientes, los medios mediante los cuales pudo lograrse esta oportuna
confusión fueron bien sencillos. La exagerada franqueza y bonhomía de Mr. Goodfellow
me había disgustado desde el principio, despertando mis sospechas. Me hallaba presente
cuando Mr. Pennifeather lo golpeó, y la diabólica expresión de su rostro, por más pasajera
que fuese, me dio la seguridad de que no dejaría de cumplir al pie de la letra su promesa de
vengarse. Hallábame, pues, preparado para apreciar las maniobras del «viejo Charley» de
una manera muy diferente de la de los buenos vecinos de Rattleborough. Vi de inmediato
que todos los descubrimientos incriminatorios nacían directa o indirectamente de él. Pero lo
que me abrió completamente los ojos fue el episodio de la bala hallada por Mr. Goodfellow
en el cuerpo del caballo. Aunque los vecinos lo habían olvidado, yo no dejé de recordar que
el caballo presentaba un orificio por donde había penetrado el proyectil, y otro por donde
había salido. Si se encontraba una bala en el cuerpo, tenía que haber sido depositada allí por
la misma persona que decía haberla encontrado. La camisa y el pañuelo ensangrentados
confirmaron la idea sugerida por el hallazgo de la bala; en efecto, el examen de la sangre
demostró que se trataba solamente de vino tinto. Pensando en esas cosas, y también en el
rumboso cambio de vida de Mr. Goodfellow, mis sospechas se hicieron cada vez más
fuertes, y no eran menos intensas por ser el único que las abrigaba.
En el ínterin, me ocupé privadamente de buscar el cadáver de Mr. Shuttleworthy; tenía
mis buenas razones para hacerlo en zonas completamente opuestas a aquellas hacia las
cuales Mr. Goodfellow había dirigido a los vecinos. El resultado fue que, algunos días más
tarde, llegué a un antiguo pozo seco, cuya boca estaba casi enteramente cubierta de zarzas;
y allí, en el fondo, hallé lo que buscaba.
Ocurrió que yo había escuchado el diálogo entre los dos amigos, cuando Mr.
Goodfellow se las arregló para inducir a su anfitrión a que le regalara un cajón de Chateau
Margaux. Basándome en este hecho, decidí obrar en consecuencia. Procurándome un trozo
muy fuerte de barba de ballena, lo introduje por la garganta del cadáver y metí a éste en un
viejo cajón de vino, teniendo cuidado de doblarlo en forma tal que la barba de ballena se
doblara junto con él. De esta manera tuve que apretar fuertemente la tapa para mantenerla
ajustada mientras la clavaba; y, como es natural, tenía la seguridad de que, tan pronto los
clavos fueran extraídos, la tapa se levantaría, y tras ella el cuerpo.
Arreglado así el cajón, lo marqué y numeré como se ha dicho; luego de escribir una
supuesta carta de los vinateros que surtían a Mr. Shuttleworthy, di instrucciones a mi criado
para que llevara el cajón en una carretilla hasta la puerta de Mr. Goodfellow, a una señal
que yo le haría. En cuanto a las palabras que pensaba hacer pronunciar al cadáver, confiaba
suficientemente en mis habilidades de ventrílocuo, y por lo que respecta a su efecto,
confiaba en la conciencia del miserable asesino.
Creo que no me queda nada por explicar. Mr. Pennifeather fue puesto inmediatamente
en libertad, heredó la fortuna de su tío y, aprovechando la lección de la experiencia, inició
desde aquel día una nueva y dichosa vida.
Bon-Bon
Quand un bon vin meuble mon estomac
Je suis plus savant que Balzac,
Plus sage que Pibrac;
Mon seul bras faisant l’attaque
De la nation Cossaque
La mettroit au sac;
De Charon je passerois le lac
En dormant dans son bac;
J’irois au fier Eac,
Sans que mon coeur fit tic ni tac,
Présenter du tabac.
(Vaudeville francés)
No creo que ninguno de los parroquianos que, durante el reino de... frecuentaban el
pequeño café en el cul-de-sac Le Febre, en Rúan, esté dispuesto a negar que Pierre Bon-
Bon era un restaurateur de notable capacidad. Me parece todavía más difícil negar que
Pierre Bon-Bon era igualmente bien versado en la filosofía de su tiempo. Sus pâtés de foies
eran intachables, pero, ¿qué pluma podría hacer justicia a sus ensayos sur la Nature, a sus
pensamientos sur l’âme, a sus observaciones sur l’esprit? Si sus omelettes, si sus
fricandeaux eran inestimables, ¿qué literato de la época no hubiera dado el doble por una
idée de Bon-Bon que por la despreciable suma de todas las idées de los savants? Bon-Bon
había explorado bibliotecas que para otros hombres eran inexploradas; había leído más de
lo que otros podían llegar a concebir como lectura, había comprendido más de lo que otros
hubieran imaginado posible comprender; y si bien no faltaban en la época de su
florecimiento algunos escritores de Rúan para quienes «su dicta no evidenciaba ni la pureza
de la Academia, ni la profundidad del Liceo», y a pesar, nótese bien, de que sus doctrinas
no eran comprendidas de manera muy general, no se sigue empero de ello que fuesen
difíciles de comprender. Pienso que su propia evidencia hacía que muchas personas las
tomaran por abstrusas. Kant mismo —pero no llevemos las cosas más allá— debe
principalmente su metafísica a Bon-Bon. Este no era platónico ni, hablando en rigor,
aristotélico; tampoco, a semejanza de Leibniz, malgastaba preciosas horas que podían
emplearse mejor inventando una fricassée o, facili gradu, analizando una sensación, en
frívolas tentativas de reconciliar todo lo que hay de inconciliable en las discusiones éticas.
¡Oh no! Bon-Bon era jónico. Bon-Bon era igualmente itálico. Razonaba a priori. Razonaba
a posteriori. Sus ideas eran innatas... o de otra manera. Creía en Jorge de Trebizonda. Creía
en Bessarion. Bon-Bon era, enfáticamente... Bon-Bonista.
He hablado del filósofo en su calidad de restaurateur. No quisiera, empero, que alguno
de mis amigos vaya a imaginarse que, al cumplir sus hereditarios deberes en esta última
profesión, nuestro héroe dejaba de estimar su dignidad y su importancia. ¡Lejos de ello!
Hubiera sido imposible decir cuál de las dos ramas de su trabajo le inspiraba mayor orgullo.
Opinaba que las facultades intelectuales estaban íntimamente vinculadas con la capacidad
estomacal. Incluso no creo que estuviera muy en desacuerdo con los chinos, para quienes el
alma reside en el estómago. Pensaba que, como quiera que fuese, los griegos tenían razón al
emplear la misma palabra para la mente y el diafragma97. No pretendo insinuar con esto una
acusación de glotonería, o cualquier otra imputación grave en perjuicio del metafísico. Si
Pierre Bon-Bon tenía sus debilidades —¿y qué gran hombre no las tiene por miles?—, eran
debilidades de menor cuantía, faltas que, en otros caracteres, suelen considerarse con
frecuencia a la luz de las virtudes. Con respecto a una de estas debilidades, ni siquiera la
mencionaría en este relato si no fuera por su notable prominencia, el extremo alto rilievo
con que asoma en el plano de sus características generales. Hela aquí: jamás perdía la
oportunidad de hacer un trato.
No digo que fuera avaricioso... nada de eso. Para la satisfacción del filósofo, no era
necesario que el trato fuese ventajoso para él. Con tal que se hiciera el convenio —de
cualquier género, término o circunstancia—, veíase por muchos días una triunfante sonrisa
en su rostro y un guiñar de ojos llenos de malicia que daba pruebas de su sagacidad.
Un humor tan peculiar como el que acabo de describir hubiera llamado la atención en
cualquier época, sin que tuviera nada de maravilloso. Pero en los tiempos de mi relato, si
esta peculiaridad no hubiese llamado la atención, habría sido ciertamente motivo de
maravilla. Pronto se llegó a afirmar que, en todas las ocasiones de este género, la sonrisa de
Bon-Bon era muy diferente de la franca sonrisa irónica con la cual reía de sus propias
bromas, o recibía a un conocido. Corrieron rumores de naturaleza inquietante; repetíanse
historias sobre tratos peligrosos, concertados en un segundo y lamentados con más tiempo;
y se citaban ejemplos de inexplicables facultades, vagos deseos e inclinaciones anormales,
que el autor de todos los males suele implantar en los hombres para satisfacer sus
propósitos.
El filósofo tenía otras debilidades, pero apenas merecen que hablemos de ellas en
detalle. Por ejemplo, es sabido que pocos hombres de extraordinaria profundidad de espíritu
dejan de sentirse inclinados a la bebida. Si esta inclinación es causa o más bien prueba de
esa profundidad, es cosa más fácil de decir que de demostrar. Hasta donde puedo saberlo,
Bon-Bon no consideraba que aquello mereciera una investigación detallada, y tampoco yo
lo creo. Empero, al ceder a una propensión tan clásica, no debe suponerse que el
restaurateur perdía de vista esa intuitiva discriminación que caracterizaba al mismo tiempo
sus ensayos y sus tortillas. Cuando se encerraba a beber, el vino de Borgoña tenía su honra,
y había momentos destinados al Côte du Rhone. Para él, el Sauternes era al Medoc lo que
Catulo a Homero. Podía jugar con un silogismo al probar el St. Peray, desenredar una
discusión frente al Clos de Vougeot y trastornar una teoría en un torrente de Chambertin.
Bueno hubiera sido que un análogo sentido del decoro lo hubiese detenido en la frívola
tendencia a que he aludido más arriba, pero no era así. Por el contrario, dicho trait del
filosófico Bon-Bon llegó a adquirir a la larga una extraña intensidad, un misticismo, como
si estuviera profundamente teñido por la diablerie de sus estudios germánicos favoritos.
Entrar en el pequeño café del cul-de-sac Le Pebre, en la época de nuestro relato, era
entrar en el sanctum de un hombre de genio. Bon-Bon era un hombre de genio. No había un
sólo sous-cuisinier en Rúan que no afirmara que Bon-Bon era un hombre de genio. Hasta
su gato lo sabía, y se cuidaba mucho de atusarse la cola en su presencia. Su gran perro de
aguas estaba al tanto del hecho y, cuando su amo se le acercaba, traducía su propia
inferioridad conduciéndose admirablemente y bajando las orejas y las mandíbulas de
97 Φρένες.
manera bastante meritoria en un perro. Sin duda, empero, mucho de este respeto habitual
podía atribuirse a la apariencia del metafísico. Un aire distinguido se impone, preciso es
decirlo, hasta a los animales; y mucho había en el aire del restaurateur que podía
impresionar la imaginación de los cuadrúpedos. Siempre se advierte una majestad singular
en la atmósfera que rodea a los pequeños grandes —si se me permite tan equívoca
expresión— que la mera corpulencia física no es capaz de crear por su sola cuenta. Por eso,
aunque Bon-Bon tenía apenas tres pies de estatura y su cabeza era minúscula, nadie podía
contemplar la rotundidad de su vientre sin experimentar una sensación de magnificencia
que llegaba a lo sublime. En su tamaño, tanto hombres como perros veían un arquetipo de
sus capacidades, y en su inmensidad, el recinto adecuado para su alma inmortal.
En este punto podría —si ello me complaciera— extenderme en cuestiones de atuendo
y otras características exteriores de nuestro metafísico. Podría insinuar que llevaba el
cabello corto, cuidadosamente peinado sobre la frente y coronado por un gorro cónico de
franela con borlas; que su chaquetón verde no se adaptaba a la moda reinante entre los
restaurateurs ordinarios; que sus mangas eran algo más amplias de lo que permitía la
costumbre; que los puños no estaban doblados, como ocurría en aquel bárbaro período, con
el mismo material y color de la prenda, sino adornados de manera más fantasiosa, con el
abigarrado terciopelo de Génova; que sus pantuflas eran de un púrpura brillante,
curiosamente afiligranado, y que se las hubiera creído fabricadas en el Japón de no ser por
su exquisita terminación en punta y la brillante coloración de sus bordados y costuras; que
sus calzones eran de esa tela amarilla semejante al satén, que se denomina aimable; que su
capa celeste, que por la forma semejaba una bata, ricamente ornamentada con dibujos
carmesíes, flotaba gentilmente sobre los hombros como la niebla de la mañana... y que este
tout ensemble fue el que dio origen a la notable frase de Benevenuta, la Improvisatrice de
Florencia, al afirmar «que era difícil decir si Pierre Bon-Bon era realmente un ave del
paraíso, o más bien un paraíso de perfecciones». Podría, como he dicho, explayarme sobre
todos estos puntos si ello me complaciera, pero me abstengo; los detalles meramente
personales pueden ser dejados a los novelistas históricos, pues se hallan por debajo de la
dignidad moral de la realidad.
He dicho que «entrar en el café del cul-de-sac Le Pebre era entrar en el sanctum de un
hombre de genio»; pero sólo otro hombre de genio hubiera podido estimar debidamente los
méritos del sanctum. Una muestra, consistente en un gran libro, balanceábase sobre la
entrada. De un lado del volumen aparecía una botella; del otro, un pâté. En el lomo se leía
con grandes letras: OEuvres de Bon-Bon. Así, delicadamente, se daban a entender las dos
ocupaciones del propietario.
Al pisar el umbral, presentábase a la vista todo el interior del local. El café consistía tan
sólo en un largo y bajo salón, de construcción muy antigua. En un ángulo se veía el lecho
del metafísico. Varias cortinas y un dosel a la griega le daban un aire a la vez clásico y
confortable. En el ángulo diagonal opuesto aparecían en familiar comunidad los
implementos correspondientes a la cocina y a la biblioteca. Un plato lleno de polémicas
descansaba pacíficamente sobre el aparador. Más allá había una hornada de las últimas
éticas, y en otra parte una tetera de mélanges en duodécimo. Libros de moral alemana
aparecían como carne y uña con las parrillas, y un tenedor para tostadas descansaba al lado
de Eusebius, mientras Platón reclinábase a su gusto en la sartén, y manuscritos
contemporáneos se arrinconaban junto al asador.
En otros sentidos, el café de Bon-Bon difería muy poco de cualquiera de los
restaurants de la época. Una gran chimenea abría sus fauces frente a la puerta. A la
derecha, un armario abierto desplegaba un formidable conjunto de botellas.
Allí mismo, cierta vez a eso de medianoche, durante el riguroso invierno de..., Pierre
Bon-Bon, después de escuchar un rato los comentarios de los vecinos sobre su singular
propensión, y echarlos finalmente a todos de su casa, corrió el cerrojo con un juramento y
se instaló, malhumorado, en un confortable sillón de cuero junto a un buen fuego de leña.
Era una de esas espantosas noches que sólo se dan una o dos veces cada siglo. Nevaba
copiosamente y la casa temblaba hasta los cimientos bajo las ráfagas del viento que,
entrando por las grietas de la pared, corriendo impetuosas por la chimenea, agitaban
terriblemente las cortinas del lecho del filósofo y desorganizaban sus fuentes de pâté y sus
papeles. El pesado volumen que colgaba fuera, expuesto a la furia de la tempestad, crujía
ominosamente, produciendo un sonido quejumbroso con sus puntales de roble macizo.
He dicho que el filósofo se instaló malhumorado en su lugar habitual junto al fuego.
Varias circunstancias enigmáticas ocurridas a lo largo del día habían perturbado la
serenidad de sus meditaciones. Al preparar unos oeufs à la Princesse, le había resultado
desdichadamente una omelette à la Reine; el descubrimiento de un principio ético se
malogró por haberse volcado un guiso, y, finalmente —aunque no en último lugar—,
habíasele frustrado uno de esos admirables tratos que en todo momento le encantaba llevar
a feliz término. Empero, a la irritación de su espíritu nacida de tan inexplicable contrariedad
no dejaba de mezclarse algo de esa ansiedad nerviosa que la furia de una noche
tempestuosa se presta de tal manera a provocar.
Luego de silbar a su gran perro de aguas negro para que se instalara más cerca de él, y
de ubicarse intranquilo en su sillón, Bon-Bon no pudo dejar de recorrer con ojos inquietos y
cautelosos esos lejanos rincones del aposento cuyas densas sombras sólo parcialmente
alcanzaba a disipar el rojo fuego de la chimenea. Luego de completar un escrutinio cuya
exacta finalidad ni siquiera él era capaz de comprender, acercó a su asiento una mesita llena
de libros y papeles y no tardó en absorberse en la tarea de corregir un voluminoso
manuscrito, cuya publicación era inminente.
Llevaba así ocupado algunos minutos, cuando...
—No tengo ningún apuro, Monsieur Bon-Bon —murmuró una voz quejumbrosa en la
estancia.
—¡Demonio! —exclamó nuestro héroe, enderezándose de un salto, derribando la mesa
a un lado y mirando estupefacto en torno.
—Exactísimo —repuso tranquilamente la voz.
—¡Exactísimo! ¿Qué es exactísimo? ¿Y cómo ha entrado usted aquí? —vociferó el
metafísico, mientras sus ojos se posaban en algo que yacía tendido cuan largo era sobre la
cama.
—Le estaba diciendo —continuó el intruso, sin molestarse por las preguntas— que no
tengo la menor prisa, que el negocio que con su permiso me trae aquí no es urgente... y que,
en resumen, puedo muy bien esperar a que haya terminado con su exposición.
—¡Mi exposición! ¿Y cómo sabe usted... como puede saber que estaba escribiendo una
exposición? ¡Gran Dios...!
—¡Sh...! —susurró el personaje, con un sonido sibilante; y levantándose
presurosamente del lecho, dio un paso hacia nuestro héroe, mientras una lámpara de hierro
que colgaba sobre él se balanceaba convulsivamente ante su cercanía.
El asombro del filósofo no le impidió observar en detalle el atuendo y la apariencia del
desconocido. Su silueta, extraordinariamente delgada y muy por encima de la estatura
común, podía apreciarse gracias al raído traje negro que la ceñía, y cuyo corte correspondía
al estilo del siglo anterior. No cabía duda de que aquellas ropas habían estado destinadas a
una persona mucho más pequeña que su actual poseedor. Los tobillos y muñecas se
mostraban al descubierto en una extensión de varias pulgadas. En los zapatos, empero, un
par de brillantísimas hebillas parecía dar un mentís a la extrema pobreza manifiesta en el
resto del atavío. Llevaba la cabeza cubierta y era completamente calvo, aunque del
occipucio le colgaba una queua de considerable extensión. Un par de anteojos verdes, con
cristales a los lados, protegía sus ojos de la luz y al mismo tiempo impedían que Bon-Bon
pudiera verificar de qué color y conformación eran. No se notaba por ninguna parte la
presencia de una camisa, pero una corbata blanca, muy sucia, aparecía cuidadosamente
anudada en la garganta, y las puntas, colgando gravemente, daban la impresión (que me
atrevo a decir no era intencional) de que se trataba de un eclesiástico. Por cierto que
muchos otros detalles, tanto de su atuendo como de sus modales, contribuían a robustecer
esa impresión. Sobre la oreja izquierda, a la manera de los pasantes modernos, llevaba un
instrumento semejante al stylus de los antiguos. En el bolsillo superior de la chaqueta
veíase claramente un librito negro con broches de acero. Este libro estaba colocado de
manera tal que, accidentalmente o no, permitía leer las palabras Rituel Catholique en letras
blancas sobre el lomo.
La fisonomía del personaje era atractivamente saturnina y de una palidez cadavérica.
La frente, muy alta, aparecía densamente marcada por las arrugas de la contemplación. Las
comisuras de la boca caían hacia abajo, con una expresión de humildad por completo servil.
Tenía asimismo una manera de juntar las manos, mientras avanzaba hacia nuestro héroe, un
modo de suspirar y una apariencia general de tan completa santidad, que impresionaba de la
manera más simpática. Toda sombra de cólera se borró del rostro del metafísico una vez
que hubo completado satisfactoriamente el escrutinio de su visitante; estrechándole
cordialmente la mano, lo condujo a un sillón.
Sería un error radical atribuir este instantáneo cambio de humor del filósofo a
cualquiera de las razones que podían haber influido en su ánimo. Hasta donde pude
alcanzar a conocer su carácter, Pierre Bon-Bon era el hombre menos capaz de dejarse llevar
por las apariencias exteriores, aunque fueran de lo más plausibles. Imposible, además, que
un observador tan sagaz de los hombres y las cosas no hubiera advertido instantáneamente
el verdadero carácter del personaje que así se abría paso en su hospitalidad. Por no decir
más, la conformación de los pies del visitante era suficientemente notable, mantenía apenas
en la cabeza un sombrero exageradamente alto, notábase una trémula vibración en la parte
posterior de sus calzones y la vibración del faldón de su chaqueta era cosa harto visible.
Júzguese, pues, con qué satisfacción encontróse nuestro héroe en la repentina compañía de
una persona hacia la cual había experimentado en todo tiempo el más incondicional de los
respetos. Demasiado diplomático era, sin embargo, para que se le escapara la menor señal
de que sospechaba la verdad. No era su intención demostrar que se daba perfecta cuenta del
alto honor que tan inesperadamente gozaba, sino que se proponía inducir a su huésped a
que, en el curso de una conversación, le permitiera elucidar ciertas importantes ideas éticas,
las cuales, una vez incluidas en su próxima publicación, esclarecerían a la humanidad,
inmortalizando de paso a su autor, y bien puedo agregar que la avanzada edad del visitante,
así como su conocido dominio de la ciencia moral, permitían suponer que no dejaría de
estar al tanto de dichas ideas.
Movido por tan elevadas miras, nuestro héroe invitó a sentarse al caballero visitante,
mientras echaba nuevos leños al fuego y colocaba sobre la mesa, devuelta a su primitiva
posición, algunas botellas de Mousseux. Completadas rápidamente estas operaciones, puso
su sillón vis-à-vis con el de su compañero y esperó a que este último iniciara la
conversación. Pero los planes, aun los más hábilmente elaborados, suelen verse frustrados
en la aplicación, y el restaurateur quedó estupefacto ante las primeras palabras de su
visitante.
—Veo que me conoce usted, Bon-Bon —dijo—. ¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Ji, ji, ji! ¡Jo, jo,
jo! ¡Ju, ju, ju!
Y el diablo, renunciando bruscamente a la santidad de su apariencia, abrió en toda su
capacidad una boca de oreja a oreja, como para mostrar una dentadura mellada pero
terriblemente puntiaguda, y, mientras echaba la cabeza hacia atrás, rió larga y sonoramente,
con maldad, con un resonar estentóreo, mientras el perro negro, agazapado, se agregaba al
clamoreo, y el gato, huyendo a la carrera, se erizaba y maullaba desde el rincón más alejado
del aposento.
Pero nada de esto fue imitado por el filósofo; era un hombre de mundo y no rió como el
perro ni traicionó su temblor con maullidos como el gato. Preciso es confesar que estaba
algo asombrado al ver que las blancas letras que formaban las palabras Rituel Catholique
sobre el libro que sobresalía del bolsillo de su huésped se transformaban instantáneamente
en color y en sentido, y que en lugar del título original brillaban con rojo resplandor las
palabras Registre des Condamnés. Esta sorprendente circunstancia dio a la respuesta de
Bon-Bon un tono un tanto confuso que, de lo contrario, creemos, no hubiera tenido.
—Pues bien, señor —dijo el filósofo—. Pues bien, señor... para hablar sinceramente...
creo que usted es... palabra de honor... que es el di... quiero decir que, según me parece,
tengo una vaga... muy vaga idea del alto honor que...
—¡Oh, ah! ¡Sí, perfectamente! —interrumpió su Majestad—. ¡No diga usted más! ¡Ya
me doy cuenta!
Y, quitándose los anteojos verdes, limpió cuidadosamente los cristales con la manga de
su chaqueta y los guardó en el bolsillo.
Si Bon-Bon se había asombrado por el incidente del libro, su asombro creció
enormemente ante el espectáculo que se presentó ante él. Al levantar los ojos, lleno de
curiosidad por conocer el color de los de su huésped, se encontró con que no eran negros,
como había imaginado; ni grises, como podía haberlo imaginado; ni castaños o azules, ni
amarillos o rojos, ni purpúreos o blancos, ni verdes... ni de ningún otro color de los cielos,
de la tierra o de las aguas. En resumen, no solamente Bon-Bon vio claramente que su
Majestad no tenía ojos de ninguna especie, sino que le resultó imposible descubrir la menor
señal de que hubieran existido en otro momento; pues el espacio donde debían hallarse era
tan sólo —me veo obligado a decirlo— una lisa superficie de carne.
No entraba en la naturaleza del metafísico abstenerse de hacer algunas averiguaciones
sobre las fuentes de tan extraño fenómeno, y la respuesta de su Majestad fue tan pronta
como digna y satisfactoria.
—¡Ojos! ¡Mi querido Bon-Bon ... ojos! ¿Dijo usted ojos? ¡Oh, ah! ¡Ya veo! Supongo
que las ridículas imágenes que circulan sobre mí le han dado una falsa idea de mi
apariencia personal... ¡Ojos! Los ojos, Pierre Bon-Bon, están muy bien en su lugar
adecuado... Dirá usted que dicho lugar es la cabeza. De acuerdo, si se trata de la cabeza de
un gusano. Igualmente para usted, dichos órganos son indispensables... Pero ya lo
convenceré de que mi visión es más penetrante que la suya. Hay un gato en ese rincón... un
bonito gato... ¿lo ve usted? Mírelo con cuidado. Pues bien, Bon-Bon, ¿alcanza usted a
contemplar los pensamientos... he dicho los pensamientos... las ideas, las reflexiones... que
nacen en el pericráneo de ese gato? ¡Ahí tiene... no los ve usted! Pues el gato está pensando
que admiramos el largo de su cola y la profundidad de su mente. Acaba de llegar a la
conclusión de que soy un distinguido eclesiástico, y que usted es el más superficial de los
metafísicos. Ya ve, pues, que no tengo nada de ciego; pero, para uno de mi profesión, los
ojos a que usted alude serían únicamente una molestia y estarían en constante peligro de ser
arrancados por una horquilla de tostar o un agitador de brea. Para usted, lo admito, esos
aparatos ópticos resultan indispensables. Esfuércese por emplearlos bien, Bon-Bon; por mi
parte, mi visión es el alma.
Tras esto el visitante se sirvió vino y, luego de llenar otro vaso para Bon-Bon, lo invitó
a beberlo sin escrúpulos y a sentirse perfectamente en su casa.
—Un libro muy sagaz el suyo, Pierre —continuó su Majestad, dándole una palmada de
connivencia en la espalda, una vez que nuestro amigo hubo vaciado su vaso en
cumplimiento del pedido de su visitante—. Un libro muy sagaz, palabra de honor. Un libro
como los que a mí me gustan... Pienso, sin embargo, que su presentación del tema podría
mejorarse, y muchas de sus nociones me recuerdan a Aristóteles. Este filósofo fue uno de
mis conocidos más íntimos. Lo quería muchísimo por su terrible malhumor, así como por la
increíble facilidad que tenía para equivocarse. En todo lo que escribió sólo hay una verdad
sólida, y se la sugerí yo a fuerza de tenerle lástima al verlo tan absurdo. Supongo, Pierre
Bon-Bon, que sabe usted muy bien a qué divina verdad moral aludo.
—No podría decir que...
—¿De veras? Pues bien, fui yo quien dijo a Aristóteles que, al estornudar, el hombre
expelía las ideas superfluas por la nariz.
—Lo cual... ¡hic!... es absolutamente cierto —dijo el metafísico, mientras se servía otro
gran vaso de Mousseux y ofrecía su tabaquera de rapé al visitante.
—Tuvimos también a Platón —continuó su Majestad, declinando modestamente la
invitación a tomar rapé y el cumplido que entrañaba—. Tuvimos a Platón, por quien en un
tiempo sentí el afecto que se guarda a los amigos. ¿Conoció usted a Platón, Bon-Bon? ¡Ah,
es verdad, le pido mil perdones! Pues bien, un día me lo encontré en Atenas, en el Partenón.
Me dijo que estaba preocupadísimo buscando una idea. Le hice escribir que
Me dijo que lo haría y se volvió a casa, mientras yo seguía viaje a las
pirámides. Pero mi conciencia me remordía por haber pronunciado una verdad, aunque
fuera para ayudar a un amigo, y, volviéndome rápidamente a Atenas, llegué junto a la silla
del filósofo cuando se disponía a escribir el
Dando un capirotazo a la lambda, la hice volverse cabeza abajo. Por eso la frase dice
ahora: y constituye, como usted sabe, la doctrina fundamental de su
metafísica.
—¿Estuvo usted en Roma? —preguntó el restaurateur mientras terminaba su segunda
botella de Mousseux y extraía del armario una amplia provisión de Chambertin.
—Sólo una vez, Monsieur Bon-Bon, sólo una vez. Hubo un tiempo —dijo el diablo
como si recitara un pasaje de un libro— en que la anarquía reinó durante cinco años, en los
cuales la república, privada de todos sus funcionarios, no tuvo otra magistratura que los
tribunos del pueblo, y éstos carecían de toda investidura legal que los capacitara para las
funciones ejecutivas. En ese momento, Monsieur Bon-Bon... y sólo en ese momento estuve
en Roma... y, por tanto, carezco de relaciones terrenas con su filosofía98.
—¿Y qué piensa usted... qué piensa usted... ¡hic!... de Epicuro?
—¿Qué pienso de quién? —preguntó el diablo estupefacto—. No pretenderá usted
98 «Ils écrivaient sur la philosophie (Cicerón, Lucrecio, Séneca) mais c’était la philosophie grecque» (Condorcet).
encontrar ningún error en Epicuro, espero. ¿Qué pienso de Epicuro? ¿Habla usted de mí,
caballero? ¡Epicuro soy yo! Soy el mismo filósofo que escribió cada uno de los trescientos
tratados que tanto celebraba Diógenes Laercio.
—¡Miente usted! —dijo el metafísico, a quien el vino se le había subido un tanto a la
cabeza.
—¡Muy bien! ¡Muy bien, señor mío! ¡Ciertamente muy bien! —dijo su Majestad, al
parecer sumamente halagado.
—¡Miente usted! —repitió el restaurateur, dogmáticamente—. ¡Miente... ¡hic!... usted!
—¡Pues bien, sea como usted quiera! —dijo el diablo pacíficamente, y Bon-Bon,
después de vencer a su Majestad en la controversia, consideró de su deber concluir una
segunda botella de Chambertin.
—Como iba diciendo —continuó el visitante—, y como hacía notar hace un momento,
en ese libro suyo, Monsieur Bon-Bon, hay algunas nociones demasiado outrées. ¿Qué
pretende usted, por ejemplo, con todo ese camelo del alma? ¿Puede usted decirme,
caballero, qué es el alma?
—El... ¡hic!... alma —repitió el metafísico, remitiéndose a su manuscrito— es
indudablemente...
—¡No, señor!
—Indudablemente...
—¡No, señor!
—Indudablemente...
—¡No, señor!
—Evidentemente...
—¡No, señor!
— Incontrovertiblemente...
—¡No, señor!
—¡Hic!
—¡No, señor!
—E incuestionablemente, el...
—¡No, señor, el alma no es eso!
(Aquí el filósofo, con aire furibundo, aprovechó la ocasión para dar instantáneo fin a la
tercera botella de Chambertin.)
—Pues entonces... ¡hic!... Diga usted, señor: ¿qué es?
—No es ni esto ni aquello, Monsieur Bon-Bon —repuso pensativo su Majestad—. He
probado... quiero decir he conocido algunas almas muy malas, y algunas otras excelentes.
Al decir esto se relamió, pero, como apoyara involuntariamente la mano en el volumen
que llevaba en el bolsillo, se vio atacado por una violenta serie de estornudos.
—Conocí el alma de Cratino —continuó—. Era pasable... La de Aristófanes,
chispeante. ¿Platón? Exquisito... No su Platón, sino el poeta cómico; su Platón hubiera
hecho vomitar a Cerbero... ¡puah! Veamos... tuvimos a Nevio, Andrónico, Plauto y
Terencio. Luego Lucilio, Catulo, Nasón y Quinto Flaco... ¡Querido Quintón! Así lo
apodaba yo mientras cantaba un seculare para divertirme, y yo lo tostaba suspendido de un
tridente... ¡tan divertido! Pero a esos romanos les falta sabor. Un griego gordo vale por una
docena de ellos, aparte de que se conserva, cosa que no puede decirse de un Quirite.
Probemos su Sauternes.
A esta altura, Bon-Bon había decidido mantenerse fiel al nil admirari, y se apresuró a
bajar las botellas en cuestión. Notaba, empero, un extraño sonido, como si alguien estuviera
meneando el rabo. Pero el filósofo prefirió no darse por enterado de tan indecorosa
conducta de su Majestad; limitóse a dar un puntapié al perro y ordenarle que se estuviera
quieto. El visitante continuó entonces:
—Descubrí que Horacio tenía un sabor muy parecido al de Aristóteles... y ya sabe
usted que me agrada la variedad. Imposible diferenciar a Terencio de Menandro. Para mi
asombro, Nasón era Nicandro disfrazado. Virgilio tenía un tonillo nasal como el de
Teócrito. Marcial me hizo recordar muchísimo a Arquíloco, y Tito Livio era sin duda
alguna Polibio.
—¡Hic! —observó aquí Bon-Bon, mientras su Majestad proseguía.
—Empero, si algún penchant tengo, Monsieur Bon-Bon... si algún penchant tengo, es
el de la filosofía. Permítame decirle, sin embargo, que no cualquier demo... que no
cualquier caballero sabe cómo elegir a un filósofo. Los de estatura elevada no son buenos,
y los mejores, si no se los descascara bien, tienden a ser un tanto amargos a causa de la hiel.
—¡Si no se los descascara...!
—Quiero decir, si no se los saca de su cuerpo.
—¿Y qué pensaría usted de un... ¡hic!... médico?
—¡Ni los mencione, por favor! ¡Puah, puah! —y su Majestad eructó violentamente—.
Solamente probé uno... ese canalla de Hipócrates... ¡Olía a asafétida!... ¡Puah, puah! Pesqué
un terrible resfrío, lavándolo en la Estigia... y a pesar de todo me contagió el cólera morbo.
—¡Qué... hic... qué miserable! —exclamó Bon-Bon—. ¡Qué aborto... hic... de una caja
de píldoras!
Y el filósofo vertió una lágrima.
—Después de todo —continuó el visitante—, si un demo... si un caballero ha de vivir,
necesita desplegar suficiente habilidad. Entre nosotros, un rostro rechoncho indica
diplomacia.
—¿Cómo es eso?
—Pues bien, a veces nos vemos bastante apretados en materia de provisiones. Tiene
usted que saber que, en un clima tan bochornoso como el nuestro, resulta imposible
mantener vivo a un espíritu por más de dos o tres horas, y, luego de muerto, a menos de
encurtirlo inmediatamente (y un espíritu encurtido no es sabroso), se pone a... a oler,
¿comprende usted? La putrefacción es de temer siempre que nos envían las almas en la
forma habitual.
—¡Hic! ¡Hic! ¡Gran Dios! ¿Y cómo se las arreglan?
En este momento la lámpara de hierro empezó a oscilar con redoblada violencia y el
diablo saltó a medias de su asiento; pero luego, con un contenido suspiro, recobró la
compostura, limitándose a decir en voz baja a nuestro héroe:
—Le ruego una cosa, Pierre Bon-Bon: que no profiera juramentos.
El filósofo se zampó otro vaso, a fin de denotar su plena comprensión y aquiescencia, y
el visitante continuó:
—Pues bien, nos arreglamos de diversas maneras. La mayoría de nosotros se muere de
hambre; algunos transigen con el encurtido; por mi parte, compro mis espíritus vivient
corpore, pues he descubierto que así se conservan muy bien.
—¿Pero el cuerpo ...hic ...el cuerpo?
—¡El cuerpo, el cuerpo! ¿Y qué, el cuerpo? ¡Oh, ah, ya veo! Pues bien, señor mío, el
cuerpo no se ve afectado para nada por la transacción. He efectuado innumerables
adquisiciones de esta especie en mis tiempos, y los interesados jamás experimentaron el
menor inconveniente. Vayan como ejemplo Caín y Nemrod, Nerón, Calígula, Dionisio y
Pisístrato... aparte de otros mil, que jamás sospecharon lo que era tener un alma en los
últimos tiempos de sus vidas. Empero, señor mío, esos hombres eran el adorno de la
sociedad. ¿Y no tenemos a A... a quien conoce usted tan bien como yo? ¿No se halla en
posesión de todas sus facultades mentales y corporales? ¿Quién escribe un epigrama más
punzante que él? ¿Quién razona con más ingenio? ¿Quién...? ¡Pero, basta! Tengo este
convenio en el bolsillo.
Así diciendo, extrajo una cartera de cuero rojo y sacó de ella cantidad de papeles. Bon-
Bon alcanzó a ver parte de algunos nombres en diversos documentos: Maquiav... Maza...
Robesp... y las palabras Calígula, George, Elizabeth. Su Majestad eligió una angosta tira de
pergamino y procedió a leer las siguientes palabras:
«A cambio de ciertos dones intelectuales que es innecesario especificar, y a cambio,
además, de mil luises de oro, yo, de un año y un mes de edad, cedo por la presente al
portador de este convenio todos mis derechos, títulos y pertenencias de esa sombra llamada
mi alma. (Firmado) A...»99.
(Y aquí su Majestad leyó un nombre que no me creo justificado a indicar de una
manera más inequívoca.)
—Era un individuo muy astuto —resumió—, pero, como usted, Monsieur Bon-Bon, se
equivocaba acerca del alma. ¡El alma... una sombra! ¡Ja, ja, ja! ¡Je, je je! ¡Ju, ju, ju!
¡Imagínese una sombra fricassée!
—¡Imagínese... hic... una sombra fricassée! —repitió nuestro héroe, cuyas facultades se
estaban iluminando grandemente ante la profundidad del discurso de su Majestad.
—¡Imagínese... hic... una sombra fricassée! —repitió—. ¡Que me cuelguen... hic...
hic...! ¡Y si yo hubiera sido tan... hic... tan estúpido! ¡Mi alma señor... hic!
—¿Su alma, Monsieur Bon-Bon?
—¡Sí, señor! ¡Hic! Mi alma es...
—¿Qué, señor mío?
—¡No es ninguna sombra, que me cuelguen!
—¿Quiere usted decir...?
—Sí, señor. Mi alma es... hic... ¡sí, señor!
—¿No pretende usted afirmar que...?
—Mi alma est... hic... especialmente calificada para... hic... para un...
—¿Un qué, señor mío?
—Un estofado.
—¡Ah!
—Un souflée.
—¡Eh!
—Un fricassée.
—¿De veras?
—Ragout y fricandeau... ¡Veamos un poco, mi buen amigo! ¡Se la dejaré a usted...
hic... haremos un trato! —y el filósofo palmeó a su Majestad en la espalda.
—Semejante cosa es imposible —dijo este último calmosamente, mientras se levantaba
de su asiento.
El metafísico se quedó mirándolo.
—Tengo suficiente provisión por el momento —dijo su Majestad.
—¡Hic! ¿Cómo?
99 ¿Arouet, acaso?
—Y, en cambio, carezco de fondos disponibles.
—¿Qué?
—Además, no está nada bien de mi parte que...
—¡Caballero!
—...que me aproveche...
—¡Hic!
—...de su triste y poco caballeresca situación en este momento.
Y con esto, el visitante saludó y se retiró —sin que pueda decirse exactamente de qué
manera—. Pero en un bien pensado esfuerzo por arrojar una botella al «villano» rompióse
la fina cadena que colgaba del techo, y el metafísico quedó postrado por el golpe de la
lámpara al caer.
Los anteojos
Hace años estaba de moda ridiculizar la noción de «amor a primera vista»; pero
aquellos que piensan y sienten profundamente han defendido siempre su existencia. Los
descubrimientos modernos en el campo que cabe llamar magnetismo ético o estética
magnética permiten suponer con toda probabilidad que los afectos humanos más naturales
y, por tanto, más verdaderos e intensos son aquellos que surgen en el corazón como obra de
una simpatía eléctrica; en una palabra, que los grilletes psíquicos más brillantes y duraderos
son aquellos que quedan remachados por una mirada. La confesión que me dispongo a
hacer agregará otro ejemplo a tantos que prueban la verdad de esta concepción. Mi historia
requiere cierto detalle. Soy todavía muy joven, pues no he cumplido aun los veintidós años.
Mi nombre actual es muy vulgar y hasta plebeyo: Simpson. Digo «actual», pues hace poco
que se me conoce por él, que adopté legalmente el año pasado a fin de recibir una cuantiosa
herencia que me dejó un pariente lejano, Adolphus Simpson, Esq. El legado incluía la
condición de que adoptara el nombre del testador; al decir nombre me refiero al apellido y
no al nombre; mi nombre o, más exactamente, mis nombres, son Napoleón Bonaparte.
Asumí el apellido con cierta resistencia, pues mi verdadero patronímico, Froissart, me
inspira un muy perdonable orgullo, y creo que me sería posible trazar mi descendencia del
inmortal autor de las Crónicas. Y ya que hablamos de apellidos, mencionaré una singular
coincidencia de sonido en los de mis predecesores inmediatos. Mi padre era Monsieur
Froissart, de París. Su esposa, mi madre, con la cual se casó teniendo ella quince años, era
Mademoiselle Croissart, la hija mayor del banquero Croissart, cuya esposa, a su vez, sólo
tenía dieciséis años al casarse con él, y era la hija mayor de un tal Víctor Voissart. Muy
curiosamente, Monsieur Voissart habíase casado con una dama de nombre parecido,
Mademoiselle Moissart. También ella se desposó siendo todavía una niña; y su madre,
Madame Moissart, tenía sólo catorce años cuando la llevaron al altar. Estos matrimonios
tempranos son usuales en Francia. De todas maneras, he aquí a los Moissart, Voissart,
Croissart y Froissart de mi línea de ascendencia directa. Empero, mi nombre se convirtió en
el de Simpson por disposición legal, con tanta repugnancia de mi parte que en un momento
dado vacilé en aceptar el legado que tan inútil y molesta condición traía aneja.
Por lo que se refiere a dotes personales, no creo carecer de ellas. Antes bien, estimo que
soy muy proporcionado y poseo lo que nueve de cada diez personas llaman un hermoso
semblante. Mido cinco pies y once pulgadas de estatura. Tengo cabello negro y rizado. La
nariz está bastante bien. Los ojos son grandes y grises y, aunque —he de confesarlo—
sumamente débiles, su apariencia no hace sospechar semejante cosa. La debilidad de mi
visión me preocupó siempre en alto grado, y acudí a todos los remedios posibles —salvo el
de usar anteojos. Siendo joven y bien parecido es natural que me desagraden y que me haya
negado redondamente a llevarlos. Nada conozco que desfigure tanto el rostro de un joven, o
que dé a cada rasgo un aire de gravedad si no de santurronería y de vejez. Un monóculo,
por otra parte, tiene un sabor de afectación y rebuscamiento. Hasta ahora me las he
arreglado lo mejor posible sin ninguno de los dos. Pero estoy hablando demasiado de
detalles meramente personales, que después de todo carecen de importancia. Me contentaré
con agregar que poseo temperamento sanguíneo, arrebatado, ardiente y entusiasta, y que
toda mi vida he sido devoto admirador de las mujeres.
Una noche del invierno pasado entré en un palco del teatro P..., acompañado de mi
amigo Mr. Talbot. Era una velada de ópera y el programa presentaba especial atractivo, por
lo cual la sala hallábase de bote en bote. Entramos empero a tiempo para obtener las plateas
que habíamos reservado, y a las cuales conseguimos llegar con no poca dificultad.
Durante dos horas, mi compañero, que era un melómano consumado, consagró su
mayor atención a la escena; por mi parte pasé ese tiempo entreteniéndome en observar al
público, formado en su mayor parte por la élite de la ciudad. Satisfecho sobre este punto me
disponía a contemplar a la prima donna, cuando mis ojos quedaron detenidos y paralizados
por una figura sentada en uno de los palcos que hasta entonces había escapado a mi
escrutinio.
Aunque viva mil años, jamás olvidaré la intensa emoción que sentí al contemplar
aquella imagen. Era aquella la mujer más exquisita que jamás viera antes. El rostro estaba
vuelto hacia el escenario y, durante varios minutos, no pude distinguirlo, pero su forma era
divina; imposible usar otra palabra que exprese suficientemente sus admirables
proporciones; hasta ese término, «divino», parece ridículamente débil mientras lo escribo.
La magia de una bella forma de mujer, la nigromancia de la gracia femenina, eran
poderes a los cuales jamás había resistido; pero aquí estaba la gracia personificada,
encarnada, el beau idéal de mis más exaltadas y entusiasmadas visiones. Hasta donde la
barandilla del palco permitía adivinarlo, la figura de aquella dama era de estatura mediana y
se aproximaba, sin serlo del todo, a lo majestuoso. Su perfecta plenitud, su tournure, eran
deliciosas. La cabeza, de la cual sólo veía la parte posterior, rivalizaba en sus líneas con la
Psique griega, y una toca de gaze aérienne, que me recordó el ventum textilem de Apuleyo,
la exhibía más que la ocultaba. El brazo derecho apoyábase en el antepecho del palco y
estremecía cada fibra de mi ser con su exquisita simetría. La parte superior estaba cubierta
con una de esas mangas sueltas y abiertas, a la moda, y bajaba apenas más allá del codo.
Por debajo de ella nacía otra de un material muy leve y ceñido que terminaba en un puño de
rico encaje, el cual caía graciosamente sobre la mano y sólo permitía ver los delicados
dedos, en uno de los cuales centelleaba un anillo de brillantes, cuyo extraordinario valor
advertí de inmediato. La admirable redondez de la muñeca veíase realzada claramente por
un brazalete ornamentado con una magnífica aigrette de joyas, todo lo cual expresaba, en
términos inequívocos, la riqueza y el exquisito gusto de su portadora.
Contemplé aquella real aparición durante casi media hora, como si me hubiese vuelto
de piedra, y en ese período sentí toda la fuerza y la verdad de cuanto se ha dicho y cantado
sobre el «amor a primera vista». Mis sentimientos diferían completamente de los que
experimentara hasta entonces, aun en presencia de los parangones más célebres de
hermosura femenina. Una inexplicable simpatía de alma a alma, que me veo impelido a
considerar magnética, parecía no solamente fijar mi visión, sino mi capacidad mental y
sentimental, sobre el admirable objeto que tenía ante mí. Vi... sentí... supuse que estaba
profunda, loca, irrevocablemente enamorado... y todo ello antes de haber contemplado el
rostro de mi amada. Tan intensa era la pasión que me consumía, que incluso si las facciones
aún invisibles de aquella mujer resultaban ser comunes y vulgares me sentía seguro de que
no cambiaría; tan anómala es la naturaleza del único amor verdadero —del amor a primera
vista—, y tan poco depende de las condiciones externas, que sólo parecen crearlo y
controlarlo.
Mientras seguía envuelto en admiración frente a tan encantador espectáculo, un
repentino murmullo del público hizo que la dama desviara un tanto el rostro,
permitiéndome contemplarla claramente de perfil. Su belleza excedía mis esperanzas, pese
a lo cual había en ella algo que me decepcionó, sin que me fuera posible decir exactamente
de qué se trataba. He dicho «decepcionó», pero la palabra no hace al caso. Mis sentimientos
se calmaron y exaltaron al mismo tiempo. Asumieron un tono en el que había menos
transporte y más entusiasmo sereno, un entusiasmo reposado. Quizá ese sentimiento nació
del aire matronil, como de Madonna, que reinaba en aquel semblante, pero al mismo
tiempo comprendí que no procedía enteramente de ello. Había otra cosa, un misterio que no
alcanzaba a develar, cierta expresión del rostro que me perturbaba a la vez que acrecía
intensamente mi interés. En suma, me hallaba en ese estado mental que predispone a un
hombre joven y susceptible a cometer cualquier extravagancia. De haber visto sola a la
dama hubiera entrado resueltamente en su palco para hablarle; pero, afortunadamente, la
acompañaban dos personas: un caballero y una mujer extraordinariamente hermosa, que
parecía varios años menor que ella.
Di vueltas en mi imaginación a mil planes que me permitieran ser presentado a la
dama, o que, por lo menos, me permitieran apreciar más de cerca su hermosura. De haber
podido hubiese buscado un asiento cercano al palco, pero el teatro estaba repleto; para
colmo, los despiadados decretos de la moda habían prohibido imperiosamente el uso de
gemelos y me hallaba desprovisto de un instrumento que tanto me hubiese ayudado.
Por fin me decidí a apelar a mi compañero.
—Talbot —dije—, sé que usted tiene unos gemelos. Préstemelos.
—¡Unos gemelos! ¡Vamos! ¿Y para qué querría yo unos gemelos? —respondió,
volviéndose impaciente hacia el escenario.
—Pero, Talbot —insistí, tocándole el hombro—, escúcheme al menos, por favor... ¿Ve
ese palco? ¡Allí... no, el siguiente! ¿Vio alguna vez una mujer más hermosa?
—No cabe duda de que es muy hermosa —dijo él.
—¿Quién puede ser?
—¡Vamos! ¿Va usted a decirme que no lo sabe? «No reconocerla significa que usted
mismo es desconocido...» Es la celebrada Madame Lalande, la belleza de la temporada por
excelencia, el tema de conversación de toda la ciudad. Inmensamente rica, además... viuda,
y un magnífico partido... Acaba de llegar de París.
—¿La conoce usted?
—Sí, he tenido ese honor.
—¿Me presentará a ella?
—Por supuesto, con el mayor placer. ¿Cuándo?
—Mañana, a la una, nos encontraremos en B...
—Perfectamente. Y ahora cállese, si le es posible.
Me vi precisado a obedecer, pues Talbot se mantuvo obstinadamente sordo a mis
restantes preguntas o pedidos, ocupándose exclusivamente de lo que ocurría en el escenario
hasta el fin de la velada.
Entretanto guardaba yo mis ojos fijos sobre Madame Lalande, y por fin tuve la buena
suerte de contemplar de frente su rostro. Era exquisitamente hermoso como mi corazón me
lo había anunciado aun antes de que Talbot me lo confirmara; empero, ese algo ininteligible
continuaba perturbándome. Concluí finalmente que lo que me afectaba era cierto aire de
gravedad, de tristeza o, más exactamente, de cansancio, que robaba algo de juventud y
frescura a aquel rostro, dándole en cambio una seráfica ternura y majestad, y multiplicando
así diez veces su interés para un temperamento tan romántico y entusiasta como el mío.
Mientras satisfacía mis ojos descubrí con profunda conmoción que la dama acababa de
advertir la intensidad de mi mirada y que se había sobresaltado levemente. Pero me sentía
tan fascinado que me fue imposible dejar de mirarla. Desvió ella el rostro, y otra vez vi el
cincelado contorno de su nuca y su cabeza. Pasados unos minutos como si sintiera
curiosidad por saber si persistía en mi examen, movió gradualmente la cabeza y otra vez
encontró mi ardiente mirada. Sus grandes ojos oscuros bajaron al punto, mientras un
profundo rubor teñía sus mejillas. Pero cuál sería mi estupefacción al notar que no
solamente se abstenía de apartar el rostro, sino que tomaba de su regazo unos gemelos, los
ajustaba y se ponía a observarme intensa y deliberadamente durante varios minutos.
Si una centella hubiese caído a mis pies, no me habría sentido más asombrado. Pero mi
asombro no involucraba la menor ofensa o disgusto pese a que acción tan audaz me hubiera
ofendido y disgustado en otra mujer. Su proceder, en cambio, revelaba tanta serenidad,
tanta nonchalance, tanto reposo... y a la vez traducía un refinamiento tan grande, que
hubiera sido imposible percibir allí el menor descaro, y mis únicos sentimientos fueron de
admiración y sorpresa.
Noté que, al levantar por primera vez los gemelos, la dama parecía quedar satisfecha de
su rápida inspección de mi persona, y los retiraba ya de sus ojos cuando, cediendo a un
nuevo pensamiento, volvió a mirar y continuó haciéndolo, con la atención fija en mí
durante varios minutos; puedo incluso asegurar que no fueron menos de cinco.
Esta conducta, tan fuera de lo común en un teatro norteamericano, atrajo la atención
general y originó un perceptible movimiento y murmullo entre el público, que por un
momento me llenó de confusión, aunque no pareció causar el menor efecto en el rostro de
Madame Lalande.
Satisfecha su curiosidad —si era tal—, apartó los gemelos y volvió a concentrarse en la
escena, quedando de perfil como al principio. Continué mirándola incansable, aunque me
daba perfecta cuenta de lo descortés de mi conducta. No tardé en ver que su cabeza
cambiaba lenta y suavemente de posición y comprobé que la dama, mientras fingía
contemplar la escena, no hacía más que observarme atentamente. Inútil decir el efecto que
semejante proceder, en una mujer tan fascinadora, podía causar en mi vehemente espíritu.
Luego de escrutarme durante un cuarto de hora, el bello objeto de mi pasión se dirigió
al caballero que la acompañaba y, mientras ambos hablaban, vi por la forma en que
miraban que la conversación se refería a mi persona.
Terminado el diálogo, Madame Lalande se volvió otra vez hacia la escena y durante un
momento pareció absorta en la representación. Pero, pasado un momento, sentí que me
dominaba una incontenible agitación al ver que por segunda vez dirigía hacia mí los
gemelos y que, desdeñando el renovado murmullo del público, me examinaba de la cabeza
a los pies con la misma milagrosa compostura que tanto había deleitado y confundido mi
alma momentos antes.
Tan extraordinaria conducta, sumiéndome en afiebrada excitación, en un verdadero
delirio de amor, sirvió para alentarme más que para desconcertarme. En la alocada
intensidad de mi devoción me olvidé de todo lo que no fuera la presencia y la majestuosa
hermosura de la visión que así respondía a mis miradas. Esperé la oportunidad, y cuando
me pareció que el público estaba concentrado en la ópera y que los ojos de Madame
Lalande se fijaban en los míos, le hice una ligera pero inconfundible inclinación de cabeza.
Sonrojóse profundamente y apartó los ojos; después, lenta y cautelosamente, miró en
torno como para asegurarse de que mi audacia no había sido advertida y se inclinó
finalmente hacia el caballero sentado junto a ella.
Tuve entonces clara conciencia de la torpeza que había cometido, e imaginé un
inmediato pedido de explicaciones, mientras una imagen de pistolas al amanecer flotaba
rápida y desagradablemente en mi pensamiento. Pero me esperaba una tranquilidad tan
grande como instantánea al ver que la dama se limitaba a alcanzar un programa al caballero
sin decirle palabra; el lector podrá empero hacerse una vaga idea de mi estupefacción, de
mi profundo asombro, del delirante trastorno de mi corazón y de mi alma cuando, después
de haber mirado furtivamente en torno, Madame Lalande posó de lleno sus ojos en los
míos, y luego, con una débil sonrisa que dejaba ver sus brillantes dientes como perlas, me
hizo dos inclinaciones de cabeza tan inequívocas como afirmativas...
Sería inútil que me extendiera sobre mi alegría, mi transporte, el ilimitable éxtasis de
mi corazón. Si algún hombre se volvió loco por exceso de felicidad, ése fui yo en aquel
momento. Amaba. Era mi primer amor y lo sentía así. Era un amor supremo, indescriptible.
Era «amor a primera vista», y también a primera vista había sido apreciado y
correspondido.
¡Sí, correspondido! ¿Cómo y por qué había de dudarlo? ¿Qué otra explicación podía
dar de semejante conducta por parte de una mujer tan hermosa, tan acaudalada, tan llena de
cualidades y altísimos méritos, de posición social tan encumbrada y en todo sentido, tan
respetable como indudablemente lo era Madame Lalande? ¡Sí, me amaba... correspondía al
entusiasmo de mi amor con un entusiasmo tan ciego, tan firme, tan desinteresado, tan lleno
de abandono, tan ilimitado como el mío!
Aquellas deliciosas fantasías se vieron interrumpidas por la caída del telón. Levantóse
el público y sobrevino la confusión de costumbre. Apartándome de Talbot, me esforcé
desesperadamente por acercarme a Madame Lalande. Pero como la multitud no me lo
permitiera, renuncié a mi propósito y volví a casa, consolándome por no haber podido rozar
siquiera el borde de su manto, al pensar que Talbot me presentaría a ella al día siguiente.
Llegó, por fin, la mañana; vale decir que por fin amaneció después de una larga y
fatigosa noche de impaciencia. Las horas se arrastraron, lúgubres e innumerables caracoles,
hasta la una. Pero está dicho que aun Estambul tendrá su fin, y la hora llegó. Oyóse la
campanada de la una. Con su último eco me presenté en B... y pregunté por Talbot.
—Está ausente —me respondió el lacayo, que era precisamente el de mi amigo.
—¡Ausente! —exclamé, retrocediendo varios pasos—. Permítame decirle, amiguito,
que eso es completamente imposible. Mr. Talbot no está ausente. ¿Qué quiere usted
hacerme creer?
—Nada, señor... salvo que Mr. Talbot está ausente. Se fue a S... apenas terminó de
desayunar, y dejó dicho que no volvería hasta dentro de una semana.
Me quedé petrificado de horror y rabia. Quise replicar, pero la lengua no me obedecía.
Por fin, me alejé, lívido de cólera, mientras en mi interior enviaba a toda la familia Talbot a
las regiones más recónditas del Erebo. No cabía duda de que mi amable amigo, il fanatico,
habíase olvidado de su cita conmigo y que la había olvidado en el momento mismo de
fijarla. Jamás había sido hombre de palabra. Imposible remediarlo, y, por tanto, ahogando
lo mejor posible mi resentimiento, remonté malhumorado la calle, haciéndole fútiles
averiguaciones sobre Madame Lalande a cuanto amigo encontraba en mi camino. Descubrí
que todos habían oído hablar de ella, pero como sólo llevaba algunas semanas en la ciudad,
pocos podían jactarse de conocerla personalmente. Estos pocos carecían de familiaridad
suficiente para creerse autorizados a presentarme en el curso de una visita matinal.
Mientras, lleno de desesperación, hablaba con un trío de amigos sobre el único tema
que absorbía mi corazón, ocurrió que el tema mismo pasó cerca de nosotros.
—¡Allí está, por mi vida! —exclamó uno de ellos.
—¡Extraordinariamente hermosa! —dijo el segundo.
—¡Un ángel sobre la tierra! —pronunció el tercero.
Miré y vi un carruaje abierto que se nos acercaba lentamente y en el cual hallábase
sentada la encantadora visión de la ópera, acompañada por la dama más joven que había
compartido su palco.
—Su compañera es igualmente interesante —dijo el amigo que había hablado primero.
—Ya lo creo, y me parece asombroso —dijo el segundo—. Tiene todavía un aire de lo
más lozano. Claro que el arte hace maravillas... Palabra, se la ve mejor que hace cinco años
en París. Todavía es una hermosa mujer. ¿No le parece, Froissart... quiero decir, Simpson?
—¡Todavía! —exclamé—. Y ¿por qué no habría de ser una hermosa mujer? Pero,
comparada con su amiga, es como una bujía frente a la estrella vespertina... como una
luciérnaga al lado de Antar.
—¡Ja, ja, ja! ¡Vamos, Simpson, vaya estupenda manera que tiene de hacer
descubrimientos... por lo menos originales!
Y nos separamos, mientras uno del trío empezaba a canturrear un alegre vaudeville, del
cual sólo pode oír las palabras
Ninon, Ninon, Ninon à bas
À bas Ninon de l’Enclos!
En el curso de esta escena había ocurrido algo que sirvió para consolarme muchísimo,
alimentando aún más la pasión que me consumía. Cuando el carruaje de Madame de
Lalande pasó junto a nuestro grupo, observé que me reconocía y, lo que es más, que me
llenaba de felicidad al concederme la más seráfica de las sonrisas sobre cuyo sentido no
podía caber la más pequeña duda.
Por lo que se refiere a la presentación, me vi precisado a abandonar toda esperanza
hasta que a Talbot se le ocurriera regresar de la campaña. Entretanto, frecuenté asiduamente
todos los lugares de diversión distinguidos y, por fin, en el mismo teatro donde la viera por
primera vez tuve la suprema dicha de encontrarla nuevamente y de cambiar con ella mis
miradas. Pero esto sólo ocurrió después de una quincena. Diariamente, en el ínterin, había
preguntado por Talbot, y diariamente me había estremecido de rabia ante el eterno «No ha
regresado todavía» de su lacayo.
Aquella noche, pues, me sentía al borde de la locura. Me habían dicho que Madame
Lalande era francesa y que acababa de llegar de París. ¿No podría ocurrir que regresara
bruscamente a su patria? ¿Y si partía antes del regreso de Talbot? ¿No la perdería para
siempre? La sola idea me resultaba insoportable. Y, puesto que mi felicidad futura estaba
en juego, me decidí a proceder virilmente. En una palabra: terminada la representación
seguí a la dama hasta su residencia, tomé nota de la dirección y a la mañana siguiente le
envié una larga y detallada carta donde volcaba plenamente los sentimientos de mi corazón.
Hablé en ella audaz y libremente... en una palabra, lleno de pasión. No oculté nada, ni
siquiera mis defectos. Aludí a las románticas circunstancias de nuestro primer encuentro, y
mencioné las miradas que se habían cruzado entre nosotros. Llegué al extremo de decirle
que me sentía seguro de su amor, a la vez que le ofrecía esta seguridad y mi propia e
intensa devoción como doble excusa por mi imperdonable conducta. Como tercer
argumento, aludí a mis temores de que pudiera marcharse de la ciudad antes de haber
tenido la ocasión de serle formalmente presentado. Y terminé aquella epístola, la más
exaltada y entusiasta que se haya escrito nunca, con una franca declaración de mi estado
social y mi fortuna, a la vez que le ofrecía mi corazón y mi mano.
Esperé la respuesta dominado por la más desesperante ansiedad. Después de lo que me
pareció un siglo, me fue entregada.
Sí, me fue entregada su respuesta. Por más romántico que parezca, recibí una carta de
Madame Lalande... la hermosa, la acaudalada, la idolatrada Madame Lalande. Sus ojos, sus
magníficos ojos, no habían desmentido su noble corazón. Como una verdadera francesa,
había obedecido a los francos dictados de la razón, a los impulsos generosos de su
naturaleza, despreciando las convencionales mojigaterías de la sociedad. No se había
burlado de mi propuesta. No se había refugiado en el silencio. No me había devuelto mi
carta sin abrir. Por el contrario, me contestaba con otra escrita por su propia y exquisita
mano. Decía:
Monsieur Simpson, me bernodará bor no écrire muy bien en su hermoso idioma. Hace
muy boco que soy arrivée y no he tenido la obortunité de l’étudier.
Desbués de disculbarme por mi redacción, diré que, hélas!!, Monsieur Simpson ha
adivinado berfectamente... ¿Necesito decir más? Hélas!! ¿No habré dicho más de lo que
corresbondía?
Eugènie Lalande
Besé un millón de veces este billete de tan noble inspiración, e incurrí en mil otras
extravagancias que escapan a mi memoria. Pero, entretanto, Talbot no volvía. ¡Ay! Si
hubiera podido concebir el sufrimiento que su ausencia me ocasionaba, ¿no habría volado
inmediatamente, dada nuestra amistad y simpatía, en mi auxilio? Pero, entretanto, no
volvía. Le escribí. Me contestó. Hallábase retenido por urgentes negocios, pero no tardaría
en regresar. Me suplicaba que no me impacientara, que moderase mis transportes, leyera
libros tranquilizadores, bebiera únicamente vino del Rin y requiriese los consuelos de la
filosofía para que me ayudaran. ¡El muy insensato! Si no podía venir en persona, ¿por qué,
en nombre de todo lo razonable, no agregaba a su carta otra de presentación? Volví a
escribirle, rogándole que así lo hiciera. La carta me fue devuelta por el mismo lacayo con
una nota a lápiz escrita al dorso. El villano se había reunido con su amo en la campaña y me
decía:
Salió ayer de S..., pero no dijo a dónde iba ni cuándo va a volver. Me parece mejor
devolverle esta carta, pues reconozco su letra y pienso que usted tiene siempre mucha prisa.
Lo saluda atentamente,
Stubbs
Inútil agregar que después de esto consagré tanto al amo como al criado a las
divinidades infernales; pero de nada me valía encolerizarme y las quejas no me servían de
consuelo.
Sin embargo, la audacia de mi temperamento me daba una última posibilidad. Hasta
ahora esa audacia me había sido útil y decidí que la emplearía nuevamente para mis fines.
Además, después de la correspondencia que habíamos mantenido, ¿qué acto de mera
informalidad podía cometer que, dentro de ciertos límites, pudiera Madame Lalande
considerar indecoroso? Desde el envío de mi carta había tornado la costumbre de observar
su casa, y descubrí que la dama salía al atardecer, acompañada por un negro de librea, y
paseaba por la plaza a la cual daban sus ventanas. Allí, entre los sotos sombríos y
lujuriantes, en la gris penumbra de un anochecer estival, esperé la oportunidad de
aproximarme a ella.
Para engañar mejor al sirviente que la acompañaba procedí con el aire de una vieja
relación de familia. En cuanto a ella, con una presencia de ánimo verdaderamente
parisiense, comprendió de inmediato y, al saludarme, me tendió la más hechiceramente
pequeña de las manos. Instantáneamente el lacayo se quedó atrás y, entonces, con los
corazones rebosantes, nos explayamos larga y francamente sobre nuestro amor.
Como Madame Lalande hablaba el inglés con mayor dificultad de la que tenía para
escribirlo, nuestra conversación se desarrolló necesariamente en francés. Esta dulce lengua,
tan apropiada para la pasión, me permitió liberar el impetuoso entusiasmo de mi naturaleza,
y con toda la elocuencia de que era capaz supliqué a mi amada que consintiera en un
matrimonio inmediato.
Sonrió ella ante mi impaciencia. Aludió a la vieja cuestión del decoro —ese espantajo
que a tantos aleja de la dicha hasta que la oportunidad de ser dichosos ha pasado para
siempre—. Me hizo notar que, imprudentemente, había yo dicho a todos mis amigos que
ansiaba conocerla; por ello resultaba imposible ocultar la fecha en que nos habíamos visto
por primera vez. Sonrojándose, aludió a lo muy reciente de dicha fecha. Casarnos de
inmediato sería impropio, indecoroso... outré. Y todo esto lo decía con un encantador aire
de naïveté que me arrobaba al mismo tiempo que me lastimaba y me convencía. Llegó al
punto de acusarme, entre risas, de precipitación, de imprudencia. Me pidió que tuviera en
cuenta que, en el fondo, yo no sabía siquiera quién era ella, cuáles sus perspectivas, sus
vinculaciones, su posición social. Pidióme, con un suspiro, que reconsiderara mi propuesta,
y agregó que mi amor era un capricho, un fuego fatuo, una fantasía del momento, un
castillo en el aire del entusiasmo más que del corazón. Y todo esto mientras las sombras del
suave anochecer se hacían más y más profundas en torno de nosotros; pero luego, con una
gentil presión de la mano semejante a la de un hada, sentí que en un instante dulcísimo
destruía todos los argumentos que acababa de levantar.
Repliqué lo mejor que pude... como sólo un enamorado puede hacerlo. Hablé
extensamente y en detalle de mi devoción, de mi arrobo, de su rara belleza y de mi
profunda admiración. Insistí finalmente, con la energía de la convicción, en los peligros que
rodean el sendero del amor, ese sendero que jamás avanza en línea recta... y deduje de ello
el evidente peligro de alargar innecesariamente el recorrido.
Este último argumento pareció, por fin, mitigar el rigor de su determinación. Aplacóse,
pero me dijo que todavía quedaba un obstáculo, que sin duda yo no había tenido en cuenta.
Tratábase de una delicada cuestión, especialmente si era una mujer quien debía aludir a
ella; al hacerlo contrariaba sus sentimientos, pero por mí estaba dispuesta a cualquier
sacrificio. Mencionó entonces la edad. ¿Me había dado plenamente cuenta de la diferencia
de edad entre nosotros? Que el marido sobrepasara a su esposa en algunos años —incluso
quince y hasta veinte— era cosa que la sociedad consideraba admisible y hasta aconsejable.
Pero, por su parte, siempre había creído que la edad de la esposa no debía exceder jamás la
del esposo. ¡Ay, demasiado frecuente era ver cómo diferencias tan anormales conducían a
una vida desdichada! Sabía que yo no pasaba de los veintidós años, mientras quizá yo no
estuviera enterado de que los años de mi Eugènie excedían muy considerablemente de esa
cifra.
En todo lo que decía notábase una nobleza de alma, una candorosa dignidad que me
deleitó y me encantó, cerrando para siempre tan dulces cadenas. Apenas pude contener el
excesivo transporte que me dominaba.
—¡Querida, querida Eugènie! —dije—. ¿Qué dice usted? Tiene usted unos años más
que yo. Y ¿qué importa eso? Las costumbres del mundo son otras tantas locuras
convencionales. Para aquellos que se aman como nosotros, ¿qué diferencia hay entre un
año y una hora? Dice usted que tengo veintidós años; de acuerdo, y hasta le diría que puede
considerar que tengo veintitrés. En cuanto a usted, queridísima Eugènie, apenas puede tener
usted... apenas puede tener unos… unos...
Detúveme un instante esperando que Madame Lalande me interrumpiera para decirme
su edad. Pero una francesa rara vez se expresa directamente, y en vez de responder a una
pregunta embarazosa usa siempre alguna forma que le es propia. En este caso, Eugènie, que
parecía estar buscando algo que llevaba guardado en el seno, dejó caer una miniatura que
recogí inmediatamente y le presenté.
—¡Guárdela! —me dijo con una de sus más adorables sonrisas—. Guárdela como mía,
como de alguien a quien representa de manera demasiado halagadora. Por lo demás, en el
reverso de esta miniatura hallará usted la información que desea. Está oscureciendo, pero
podrá examinarla en detalle mañana por la mañana. Ahora me escoltará usted hasta casa.
Mis amigos se disponen a celebrar allí una pequeña levée musical. Me atrevo a decirle que
escuchará cantar muy bien. Y como los franceses no somos tan puntillosos como ustedes
los norteamericanos, no tendré dificultad en presentarlo como a un antiguo conocido.
Y, con esto, se apoyó en mi brazo y volvimos a su casa. La mansión era muy hermosa y
descuento que estaba finamente amueblada. No puedo pronunciarme sobre este último
detalle, pues había anochecido cuando llegamos y en las casas más distinguidas de
Norteamérica las luces se encienden raras veces a esa hora, la más placentera de la estación
estival. Pero más tarde encendióse una sola lámpara con pantalla en el salón principal y
pude ver que la estancia hallábase dispuesta con insólito buen gusto y hasta esplendor; las
dos salas siguientes, donde había también grupos de invitados, permanecieron durante toda
la velada en una agradable penumbra. He ahí una costumbre llena de encanto, pues da a los
asistentes la elección entre la luz y la sombra, y que nuestros amigos de ultramar harían
muy bien en seguir.
Aquella noche fue la más deliciosa de mi vida. Madame Lalande no había exagerado al
aludir a la capacidad musical de sus amigos. El canto que escuché en esa ocasión me
pareció superior al de cualquier otro círculo privado que hubiese escuchado anteriormente
fuera de los de Viena. Los instrumentistas eran muchos y de gran talento. En cuanto a las
cantantes —pues predominaban las damas—, revelaban un alto nivel artístico. Hacia el
final, insistentemente solicitada por los auditores, Madame Lalande se levantó sin
afectación y sin hacerse rogar de la chaise longue donde había estado sentada a mi lado, y
en compañía de uno o dos caballeros y de su amiga de la ópera encaminóse hacia el piano
situado en el salón. Hubiera querido acompañarla, pero comprendí que, dada la forma en
que había sido presentado, convenía que me quedara discretamente en mi lugar. Me vi,
pues, privado del placer de verla cantar, aunque no de escucharla.
La impresión que produjo en los presentes puede calificarse de eléctrica, pero en mí su
efecto fue todavía más grande. No sé cómo describirlo. Nacía en parte del sentimiento
amoroso que me poseía, pero, sobre todo, de la extraordinaria sensibilidad de la cantante. El
arte es incapaz de comunicar a un aria o a un recitativo una expresión más apasionada de la
que ella les infundía. Su versión de la romanza de Otello, el tono con que pronunció las
palabras «Sul mio sasso», en Los Capuletos, resuena todavía en mi memoria. Su registro
bajo era sencillamente milagroso. Su voz abarcaba tres octavas completas, extendiéndose
desde el re de contralto hasta el re de soprano ligera; aunque suficientemente poderosa
como para llenar la sala del San Carlos, la articulaba con la más minuciosa precisión, tanto
en las escalas ascendentes como en las descendentes, las cadencias y florituras. En el final
de La Sonámbula logró el más notable de los efectos en el pasaje donde se dice:
Ah!, non giunge uman pensiero
Al contento ond’io son piena.
Aquí, imitando a la Malibrán, modificó la melodía original de Bellini, dejando caer la
voz hasta el sol tenor, y entonces, con una rápida transición, saltó al sol sobreagudo, a dos
octavas de intervalo.
Terminados aquellos milagros de ejecución vocal, Madame Lalande volvió a la
estancia donde me hallaba y se sentó nuevamente a mi lado, mientras yo le expresaba en
términos entusiastas el deleite que me había causado su interpretación. No dije nada de mi
sorpresa y, sin embargo, estaba muy sorprendido; pues cierta debilidad o mejor cierta
trémula indecisión en la voz de mi amada cuando conversaba naturalmente, me había hecho
suponer que, cantando, no se elevaría sobre un nivel ordinario de interpretación.
Nuestro diálogo volvióse entonces tan largo, profundo e ininterrumpido, como pleno de
franqueza. Hízome narrar muchos episodios de mi vida y escuchó con ansiosa atención
cada palabra que le decía. No oculté nada, pues no me creía con derecho para hacerlo, a su
cariñosa confianza. Alentado por su candor sobre la delicada cuestión de la edad, no sólo
detallé con toda franqueza muchos defectos menudos que me aquejaban, sino que confesé
francamente todos esos defectos morales y aun físicos cuya revelación, al exigir un coraje
muy grande, prueban categóricamente la fuerza del amor. Me referí a mis locuras de
estudiante, mis extravagancias, las juergas de la juventud, mis deudas y mis galanteos.
Llegué incluso a referirme a cierta tos hética que me había preocupado en un tiempo, a un
reumatismo crónico, a una tendencia a la gota y, finalmente, a la desagradable y
molestísima debilidad visual que hasta entonces ocultara cuidadosamente.
—Sobre este último punto —dijo riendo Madame Lalande— ha cometido usted una
imprudencia al confesar, pues de no haberlo hecho doy por sentado que nadie hubiese
podido acusarlo de tal defecto. Y ya que hablamos de esto —continuó, mientras me parecía,
pese a la penumbra de la estancia, que el rubor ganaba sus mejillas—, ¿recuerda usted, mon
cher ami, este pequeño auxiliar que cuelga de mi cuello?
Mientras hablaba hizo girar entre sus dedos el pequeño par de gemelos que tanto me
habían trastornado en la ópera.
—¡Oh, cómo quiere usted que no lo recuerde! —exclamé, oprimiendo
apasionadamente la delicada mano que me ofrecía el instrumento para que lo examinara.
Era un complicado y admirable juguete, ricamente revestido y afiligranado,
resplandeciente de gemas que, a pesar de la falta de luz, daban prueba de su altísimo valor.
—Eh bien, mon ami! —continuó ella, con cierto empressement en su voz que me
sorprendió un tanto—. Eh bien, mon ami, me ha pedido usted insistentemente un favor que,
según sus amables palabras, considera inapreciable. Me ha pedido que nos casemos
mañana... Si le doy mi consentimiento... que, añado, representa asimismo consentir a los
requerimientos de mi corazón... ¿no tendré derecho a pedir, a mi vez, un pequeño favor?
—¡Pídalo usted! —exclamé con una energía que estuvo a punto de concentrar sobre
nosotros la atención de los asistentes, mientras sólo la presencia de éstos me impedía
arrojarme apasionadamente a los pies de mi amada—. ¡Pídalo, queridísima Eugènie, ahora
mismo... aunque esté ya concedido antes de que haya usted dicho una sola palabra!
—Pues bien, mon ami, entonces vencerá usted, por esta Eugènie a quien ama, esa
menuda debilidad que acaba de confesarme... esa debilidad antes moral que física, y que,
permítame decírselo, no sienta a la nobleza de su verdadero carácter ni a la sinceridad de su
temperamento; una debilidad que, de no ser dominada, habrá de crearle tarde o temprano
muy penosas dificultades. Vencerá usted, por mí, esa afectación que lo induce (como usted
mismo reconoce) a negar franca o tácitamente el defecto visual de que padece. A negarlo,
sí, puesto que no quiere emplear los medios habituales para remediarlo. En una palabra, que
deseo verle usar anteojos... ¡Sh...! ¡No me diga nada! Usted ha consentido ya en usarlos...
por mí. Por eso aceptará ahora este juguete que tengo en la mano, y que, aunque admirable
auxiliar de la visión, no puede considerarse —una joya demasiado valiosa. Advertirá usted
que, mediante una ligera modificación, en esta forma... o así... puede adaptarse a los ojos
como un par de anteojos comunes, o sirve para llevar en el bolsillo del chaleco como
gemelos de teatro. Pero usted ha consentido, por mí, en llevarlos desde ahora en la primera
de sus formas.
Este pedido —¿debo confesarlo?— me confundió profundamente. Pero la recompensa
a la cual estaba unido no me permitía vacilar un solo momento.
—¡De acuerdo! —exclamé, con todo el entusiasmo de que era dueño—. ¡Acepto...
acepto de todo corazón! Sacrifico cualquier sentimiento por usted. Esta noche llevaré estos
gemelos sobre mi corazón... como gemelos; pero con las primeras luces de esa mañana que
me proporcione la felicidad de llamarla mi esposa... habré de colocarlos sobre mi... sobre
mi nariz... y usarlos desde entonces en la forma que usted lo desea, menos a la moda y
menos romántica, cierto, pero mucho más útil para mí.
Nuestra conversación se encaminó entonces a los detalles concernientes al siguiente
día. Me enteré por mi prometida que Talbot acababa de regresar a la ciudad. Debía ir a
verlo inmediatamente y procurarme un coche. La soirée no terminaría antes de las dos, y a
esa hora el coche estaría en la puerta; entonces, aprovechando la confusión ocasionada por
la partida de los invitados, Madame Lalande podría subir al carruaje sin ser observada.
Acudiríamos a casa de un pastor que estaría esperando para unirnos en matrimonio; luego
de eso dejaríamos a Talbot en su casa y saldríamos para realizar una breve jira por el este,
dejando a la sociedad local que hiciera los comentarios que se le ocurriera.
Una vez todo planeado, salí de la casa y me encaminé en busca de Talbot, pero en el
camino no pude contenerme y entré en un hotel para examinar la miniatura. Los anteojos
me ayudaron muchísimo para ver todos sus detalles y me permitieron descubrir un rostro de
admirable belleza. ¡Ah, esos ojos tan grandes como luminosos, la altiva nariz griega, los
rizos abundantes y negros...!
—¡Sí! —me dije, exultante—. ¡He aquí la imagen misma de mi adorada!
Y al examinar el reverso encontré estas palabras: «Eugènie Lalande, veintisiete años y
siete meses».
Hallé a Talbot en su casa y le informé inmediatamente de mi buena fortuna. Pareció
extraordinariamente sorprendido, como era natural, pero me felicitó muy cordialmente y
me ofreció toda la ayuda que pudiera proporcionarme. En resumen, cumplimos el plan
como había sido trazado y, a las dos de la mañana, diez minutos después de la ceremonia
nupcial, me encontré en un carruaje cerrado en compañía de Madame Lalande... es decir de
la señora Simpson, viajando a gran velocidad rumbo al noreste.
Puesto que deberíamos viajar toda la noche, Talbot nos había aconsejado que
hiciéramos el primer alto en C..., pueblo a unas veinte millas de la ciudad, donde podríamos
desayunar y descansar un rato antes de seguir viaje. A las cuatro, el coche se detuvo ante la
puerta de la posada principal. Ayudé a salir a mi adorada esposa y ordené inmediatamente
el desayuno. Entretanto fuimos conducidos a un saloncito y nos sentamos.
Amanecía ya y pronto sería la mañana. Mientras contemplaba arrobado al ángel que
tenía junto a mí, se me ocurrió de golpe la singular idea de que era aquélla la primera vez,
desde que conociera la celebrada belleza de Madame Lalande, que podía contemplar
aquella hermosura a plena luz del día.
—Y ahora, mon ami —dijo ella, tomándome la mano e interrumpiendo mis
reflexiones—, puesto que estamos indisolublemente unidos, puesto que he cedido a sus
apasionados ruegos y cumplido mi parte de nuestro convenio... espero que no olvidará
usted que también le queda por cumplir un pequeño favor, una promesa. ¡Ah, vamos!
¡Déjeme recordar! Pues sí, me acuerdo perfectamente de las palabras con las cuales hizo
anoche una promesa a su Eugènie. Dijo usted así: «¡Acepto... acepto de todo corazón!
Sacrifico cualquier sentimiento por usted. Esta noche llevaré estos gemelos sobre mi
corazón... como gemelos; pero con las primeras luces de esa mañana que me proporcione la
felicidad de llamarla mi esposa... habré de colocarlos sobre mi... sobre mi nariz... y usarlos
desde entonces en la forma que usted lo desea, menos a la moda y menos romántica, cierto,
pero mucho más útil para mí...» Tales fueron sus exactas palabras, ¿no es así, queridísimo
esposo?
—Tales fueron, en efecto —repuse—, y veo que tiene usted una excelente memoria.
Lejos de mí, querida Eugènie, faltar al cumplimiento de la insignificante promesa. Pues
bien... ¡vea! ¡Contemple! Me quedan bien, ¿no es cierto?
Y luego de preparar los cristales en su forma ordinaria de anteojos, me los apliqué
rápidamente, mientras Madame Simpson, ajustándose la toca y cruzándose de brazos,
sentábase muy derecha en una silla, en una actitud tan rígida como estirada, que incluso
cabía considerar indecorosa.
—¡Que el cielo me asista! —grité, en el instante mismo en que el puente de los
anteojos se hubo posado en mi nariz—. ¡Dios mío! ¿Qué les ocurre a estos cristales?
Y, luego de quitármelos rápidamente, me puse a limpiarlos con un pañuelo de seda y
me los ajusté otra vez.
Pero si en la primera ocasión había ocurrido algo capaz de sorprenderme, esta vez la
sorpresa se transformó en estupefacción, y esta estupefacción era profunda, extrema... y
bien puede calificarse de espantosa. En nombre de todo lo horrible, ¿qué significaba esto?
¿Podía creer a mis ojos... ? ¿Podía? Lo que estaba viendo ¿era... era colorete? ¿Y esas...
esas arrugas en el rostro de Eugènie Lalande? Y... ¡oh, Júpiter y todos los dioses y diosas!,
¿qué había sido de... de... de sus dientes?
Arrojé violentamente al suelo los anteojos y, levantándome de un salto, enfrenté a Mrs.
Simpson, los brazos en jarras, convulsa y espumante la boca que, al mismo tiempo, era
incapaz de articular palabra por el espanto y la rabia.
Creo haber dicho ya que Madame Eugènie Lalande —quiero decir, Simpson— hablaba
el inglés apenas algo mejor de como lo escribía y por esta razón jamás empleaba dicha
lengua en las conversaciones usuales. Pero la cólera puede arrastrar muy lejos a una dama,
y en esta ocasión llevó a Mrs. Simpson al punto de pretender expresarse en un idioma del
cual no tenía la menor idea.
—Pues pien, monsieur —dijo, después de contemplarme con aparente asombro durante
un momento—. ¡Pues pien, monsieur! ¿Qué basa? ¿Qué le ocurre? ¿Le ha dado el baile de
San Vito? Si no le barezco pien, ¿bor qué se casó conmigo?
—¡Miserable! —bisbiseé—. ¡Vieja bruja...!
—¿Fieja? ¿Bruja? No tan fieja, desbués de todo... apenas ochenta y tos años.
—¡Ochenta y dos! —balbuceé, retrocediendo hasta la pared—. ¡Ochenta y dos mil
mandriles! ¡La miniatura decía veintisiete años y siete meses!
—¡Y así es... así era! La miniatura fue bintada hace cincuenta y cinco años. Cuando me
casé con mi segundo esboso, Monsieur Lalande, hice bintar ese retrato para la hija que
había tenido con mi primer esboso, Monsieur Moissart.
—¡Moissart! —dije yo.
—Sí, Moissart —repitió, burlándose de mi pronunciación, que, a decir verdad, no era
nada buena—. ¿Y qué? ¿Qué sabe usted de Moissart?
—¡Nada, vieja espantosa, absolutamente nada, aparte de que hay un antepasado mío
que llevaba ese nombre!
—¡Ese nombre! ¿Y gué hay de malo en ese nombre? Es un egcelente nombre, lo
mismo que Voissart, que también es un egcelente nombre. Mi hija, Mademoiselle Moissart,
se gasó con Monsieur Voissart, y los dos nombres son egcelentes nombres.
—¿Moissart? —exclamé—. ¿Y Voissart? ¿Qué quiere usted decir?
—¿Qué guiero decir? Guiero decir Moissart y Voissart, y si me da la gana diré también
Croissart y Froissart. La hija de mi hija, Mademoiselle Voissart, se gasó con Monsieur
Croissart, y luego la nieta de mi hija, Mademoiselle Croissart, se gasó con Monsieur
Froissart. ¡Y no dirá usdé que éste no es también un egcelente nombre!
—¡Froissart! —murmuré, empezando a desmayarme—. ¿No pretenderá usted decir...
Moissart... y Voissart... y Croissart... y Froissart?
—Glaro que lo digo —declaró aquel horror, repantigándose en su silla y estirando
muchísimo las piernas—. Digo Moissart, Voissart, Croissart y Froissart. Pero Monsieur
Froissart sí era lo que ustedes llaman estúbido... pues salió de la bella France para fenir a
esta estúbida América... y cuando estuvo aquí nació su hijo que es todavía más estúbido,
muchísimo más estúbido... según oigo decir, bues todavía no he tenido el placer de
gonocerlo bersonalmente... ni yo ni mi amiga, Madame Stéphanie Lalande. Sé que se llama
Napoleón Bonaparte Froissart... y supongo que ahora usdé dirá que tamboco ése es un
egcelente y respetable nombre.
Fuera la extensión o la naturaleza de este discurso, el hecho es que pareció provocar
una excitación asombrosa en Mrs. Simpson. Apenas lo hubo terminado con gran trabajo,
saltó de su silla como si la hubiesen hechizado y al hacerlo dejó caer al suelo un enorme
polisón. Ya de pie, hizo chasquear sus desnudas encías, agitó los brazos, mientras se
arremangaba y sacudía el puño delante de mi cara, y terminó sus demostraciones
arrancándose la toca, y con ella una inmensa peluca del más costoso y magnífico cabello
negro, todo lo cual arrojó al suelo con un alarido y se puso a pisotear y a patear en un
verdadero fandango de arrebato y de enloquecida rabia.
Entretanto yo me había desplomado en el colmo del horror en la silla vacía.
—¡Moissart y Voissart! —repetía enmimismado, mientras asistía a las cabriolas y
piruetas—. ¡Croissart y Froissart! ¡Moissart, Voissart, Croissart... y Napoleón Bonaparte
Froissart! Pero, entonces, inefable serpiente... ¡Pero si se trata de mí! ¡De mí! ¿Oye usted?
¡De mí...! —continué, vociferando con todas mis fuerzas—. ¡Yo soy Napoleón Bonaparte
Froissart, y que me confunda por toda la eternidad si no acabo de casarme con mi
tatarabuela!
En efecto, Madame Eugènie Lalande, quasi Simpson y anteriormente Moissart, era mi
tatarabuela. Había sido hermosísima en su juventud, y todavía ahora, a los ochenta y dos
años, conservaba la estatura majestuosa, la escultural cabeza, los hermosos ojos y la nariz
griega de su doncellez. Con ayuda de ello, polvos de arroz, carmín, peluca, dentadura
postiza, falsa tournure y las más hábiles modistas de París, lograba mantener una respetable
posición entre las bellezas un peu passées de la metrópoli francesa. En ese sentido, merecía
ciertamente compararse a la celebérrima Ninon de l’Enclos.
Era inmensamente rica, y al quedar viuda por segunda vez, y sin hijos, recordó que yo
vivía en Norteamérica, y dispuesta a convertirme en su heredero se encaminó a los Estados
Unidos acompañada de una parienta lejana de su segundo esposo, llamada Stéphanie
Lalande.
En la ópera, la atención de mi tatarabuela se vio reclamada por mi insistente escrutinio
de su persona; cuando a su vez me examinó con ayuda de los gemelos parecióle notar en mí
un aire de familia. Muy interesada y no ignorando que el heredero que buscaba vivía en la
ciudad, quiso saber algo acerca de mi persona. El caballero que la acompañaba me conocía
y le dijo quién era. Sus palabras renovaron su interés y la indujeron a repetir su escrutinio,
fue este gesto el que me dio la audacia suficiente para conducirme en la forma imprudente
que he narrado. Cuando me devolvió el saludo, lo hizo pensando que, por alguna rara
coincidencia, yo había descubierto su identidad. Y cuando, engañado por mi miopía y las
artes de tocador sobre la edad y los encantos de la extraña dama, pregunté con tanto
entusiasmo a Talbot quién era, mi amigo supuso que me refería a la belleza más joven,
como es natural, y me contestó sin faltar a la verdad, que era «la célebre viuda, Madame
Lalande».
A la mañana siguiente, mi tatarabuela se encontró en la calle con Talbot, a quien
conocía desde hacía mucho en París, y, como es natural, la conversación versó sobre mí.
Aclaróse entonces la cuestión de mi defecto visual, pues era bien conocido aunque yo no
estuviera enterado de ello. Para su gran pesar, mi excelente tatarabuela se dio cuenta de que
se había engañado al suponerme enterado de su identidad, y que, en cambio, había estado
poniéndome en ridículo al expresar públicamente mi amor por una anciana desconocida.
Dispuesta a castigarme por mi imprudencia, urdió un plan en connivencia con Talbot.
Decidieron que éste se marcharía, a fin de no verse obligado a presentarme. Mis
averiguaciones en la calle sobre «la hermosa viuda Madame Lalande», eran tomadas por
todos como referentes a la dama más joven; así, la conversación con los tres amigos a
quienes encontrara poco después de salir de casa de Talbot se explica fácilmente, lo mismo
que sus alusiones a Ninon de l’Enclos. Nunca tuve oportunidad de ver en pleno día a
Madame Lalande, y en el curso de su soirée musical, mi tonta resistencia a usar anteojos
me impidió descubrir su verdadera edad. Cuando se pidió a «Madame Lalande» que
cantara, todos se referían a la más joven, y fue ésta quien acudió al salón, pero mi
tatarabuela, dispuesta a confundirme cada vez más, se levantó igualmente y acompañó a la
joven hasta el piano. Si hubiese querido ir con ella, estaba pronta a decirme que las
conveniencias exigían que me quedara donde estaba; pero mi propia y prudente conducta
hizo innecesario esto último. Las canciones que tanto admiré, y que me confirmaron en la
idea de la juventud de mi amada, fueron cantadas por Madame Stéphanie Lalande. En
cuanto a los anteojos, me fueron entregados como complemento del engaño, como un
aguijón en el epigrama de la burla. El obsequio dio además oportunidad para aquel sermón
sobre mi presuntuosidad, que escuché tan religiosamente. Es casi superfluo añadir que los
lentes del instrumento habían sido expresamente cambiados por otros que se adaptaban a
mi miopía. Y por cierto que me iban estupendamente.
El sacerdote que nos había unido en matrimonio era un amigo de diversiones de Talbot
y no tenía nada de sacerdotal. Su especialidad eran los caballos y, después de permutar la
sotana por un levitón, se encargó de guiar el carruaje que llevaba a «la feliz pareja» en su
viaje de bodas. Talbot se había instalado junto a él. Los dos miserables estaban metidos
hasta el fondo en aquella burla y, por una rendija de la ventana del saloncito de la posada,
divirtiéronse la mar presenciando el dénouement del drama. Me temo que tendré que
desafiarlos a ambos.
De todas maneras, no soy el marido de mi tatarabuela, cosa que me produce un
inmenso alivio con sólo pensarlo; pero, en cambio, soy el marido de Madame Lalande... de
Madame Stéphanie Lalande, con la cual mi excelente y anciana parienta se ha tomado el
trabajo de unirme para siempre, aparte de declararme su heredero universal cuando muera
(si es que muere alguna vez). En resumen: jamás volveré a tener nada que ver con billets
doux, y dondequiera que se me encuentre, andaré con ANTEOJOS.
El diablo en el campanario
¿Qué hora es?
(Antiguo adagio)
Todo el mundo sabe, de una manera general, que el lugar más hermoso del mundo es
—o era, ¡ay!— la villa holandesa de Vondervotteimittiss. Sin embargo, como queda a
alguna distancia de cualquiera de los caminos principales, en una situación en cierto modo
extraordinaria, quizá muy pocos de mis lectores la hayan visitado. Para estos últimos
convendrá que sea algo prolijo al respecto. Y ello es en verdad tanto más necesario cuanto
que si me propongo hacer aquí una historia de los calamitosos sucesos que han ocurrido
recientemente dentro de sus límites, lo hago con la esperanza de atraer la simpatía pública
en favor de sus habitantes. Ninguno de quienes me conocen dudará de que el deber que me
impongo será cumplido en la medida de mis posibilidades, con toda esa rígida
imparcialidad, ese cauto examen de los hechos y esa diligente cita de autoridades que deben
distinguir siempre a quien aspira al título de historiador.
Gracias a la ayuda conjunta de medallas, manuscritos e inscripciones estoy capacitado
para decir, positivamente, que la villa de Vondervotteimittiss ha existido, desde su origen,
en la misma exacta condición que aún hoy conserva. De la fecha de su origen, sin embargo,
me temo que sólo hablaré con esa especie de indefinida precisión que los matemáticos se
ven a veces obligados a tolerar en ciertas fórmulas algebraicas. La fecha, puedo decirlo,
teniendo en cuenta su remota antigüedad, no ha de ser menor que cualquier cantidad
determinable.
Con respecto a la etimología del nombre Vondervotteimittiss, me confieso, con pena,
en la misma falta. Entre multitud de opiniones sobre este delicado punto —algunas agudas,
algunas eruditas, algunas todo lo contrario— soy incapaz de elegir ninguna que pueda
considerarse satisfactoria. Quizá la idea de Grogswigg —que casi coincide con la de
Kroutaplenttey— deba ser prudentemente preferida. Es la siguiente: Vondervotteimittiss —
Vonder, lege Donder— Votteimittiss, quasi und Bleitziz —Bleitziz obsol: pro Blitzen. Esta
etimología, a decir verdad, se halla confirmada por algunas huellas de fluido eléctrico
manifiestas en lo alto del campanario del edificio de la Municipalidad. No deseo, sin
embargo, pronunciarme en tema de semejante importancia, y debo remitir al lector deseoso
de información a las Oratiunculae de Rebus Praeter-Veteris, de Dundergutz. Véase
también, Blunderbuzzard, De Derivationibus, págs. 27 a 5.010, in folio, edición gótica,
caracteres rojos y blancos, con reclamos y sin iniciales, donde pueden consultarse también
las notas marginales autógrafas de Stuffundpuff y los comentarios de Gruntundguzzell.
No obstante la oscuridad que envuelve la fecha de la fundación de Vondervotteimittiss
y la etimología de su nombre, no cabe duda, como dije antes, de que siempre existió como
lo vemos actualmente. El hombre más viejo de la villa no recuerda la menor diferencia en
el aspecto de cualquier parte de la misma, y, a decir verdad, la sola insinuación de
semejante posibilidad es considerada un insulto. La aldea está situada en un valle
perfectamente circular, de un cuarto de milla de circunferencia, aproximadamente, rodeado
por encantadoras colinas cuyas cimas sus habitantes nunca osaron pasar. Lo justifican con
la excelente razón de que no creen que haya absolutamente nada del otro lado.
En torno a la orilla del valle (que es muy uniforme y pavimentado de baldosas chatas)
se extiende una hilera continua de sesenta casitas. De espaldas a las colinas, miran, claro
está, al centro de la llanura que queda justo a sesenta yardas de la puerta de cada una. Cada
casa tiene un jardinillo delante, con un sendero circular, un cuadrante solar y veinticuatro
repollos. Los edificios mismos son tan exactamente parecidos que es imposible distinguir
uno de otro. A causa de su gran antigüedad el estilo arquitectónico es algo extraño, pero no
por ello menos notablemente pintoresco. Están construidos con pequeños ladrillos
endurecidos a fuego, rojos, con los extremos negros, de manera que las paredes semejan un
tablero de ajedrez de gran tamaño. Los gabletes miran al frente y hay cornisas, tan grandes
como todo el resto de la casa, sobre los aleros y las puertas principales. Las ventanas son
estrechas y profundas, con vidrios muy pequeños y grandes marcos. Los tejados están
cubiertos de abundantes tejas de grandes bordes acanalados. El maderaje es todo de color
oscuro, muy tallado, pero pobre en la variedad del diseño, pues desde tiempo inmemorial
los tallistas de Vondervotteimittiss sólo han sabido tallar dos objetos: el reloj y el repollo.
Pero lo hacen admirablemente bien y los prodigan con singular ingenio allí donde
encuentran espacio para la gubia.
Las casas son tan semejantes por dentro como por fuera, y el moblaje responde a un
solo modelo. Los pisos son de baldosas cuadradas, las sillas y mesas de madera negra con
patas finas y retorcidas, adelgazadas en la punta. Las chimeneas son anchas y altas, y tienen
no sólo relojes y repollos esculpidos en el frente, sino un verdadero reloj que hace un
prodigioso tic-tac, en el centro de la repisa, y en cada extremo un florero con un repollo que
sobresale a manera de batidor. Entre cada repollo y el reloj hay un hombrecillo de
porcelana con una gran barriga, y en ella un agujero a través del cual se ve el cuadrante de
un reloj.
Los hogares son amplios y profundos, con morillos de aspecto retorcido y agresivo.
Allí arde constantemente el fuego sobre el cual pende un enorme pote lleno de repollo agrio
y carne de cerdo, que una buena mujer de la casa vigila continuamente. Es una anciana
pequeña y gruesa, de ojos azules y cara roja, y usa un gran bonete como un terrón de
azúcar, adornado de cintas purpúreas y amarillas. El vestido es de una basta mezcla de lana
y algodón de color naranja, muy amplio por detrás y muy corto de talle, a decir verdad muy
corto en otras partes, pues no baja de la mitad de la pierna. Las piernas son un poco
gruesas, lo mismo que los tobillos, pero lleva un bonito par de calcetines verdes que se las
cubren. Los zapatos, de cuero rosado, se atan con un lazo de cinta amarilla que se abre en
forma de repollo. En la mano izquierda lleva un pequeño reloj holandés; en la derecha
empuña un cucharón para el repollo agrio y el cerdo. Tiene a su lado un gordo gato
mosqueado, con un reloj de juguete atado a la cola que «los muchachos» le han puesto por
bromear.
En cuanto a los muchachos, están los tres en el jardín cuidando el cerdo. Tienen cada
uno dos pies de altura. Usan sombrero de tres puntas, chaleco color púrpura que les llega
hasta los muslos, calzones de piel de ante, calcetines rojos de lana, pesados zapatos con
hebilla de plata y largos levitones con grandes botones de nácar. Cada uno de ellos tiene,
además, una pipa en la boca y en la mano derecha un pequeño reloj protuberante. Una
bocanada de humo y un vistazo, un vistazo y una bocanada de humo. El cerdo, que es
corpulento y perezoso, se ocupa ya de recoger las hojas que caen de los repollos, ya de dar
una coz al reloj dorado que los pillos le han atado también a la cola para ponerle tan
elegante como al gato.
Justo delante de la puerta de entrada, en un sillón de alto respaldo y asiento de cuero,
con patas retorcidas de puntas finas como las mesas, está sentado el viejo dueño de la casa
en persona. Es un anciano pequeño e hinchado, de grandes ojos redondos y doble papada
enorme. Sus ropas se parecen a las de los muchachos, y no necesito decir nada más al
respecto. Toda la diferencia reside en que su pipa es un poco más grande que la de aquéllos
y puede aspirar una bocanada mayor. Como ellos, usa reloj, pero lo lleva en el bolsillo. A
decir verdad, tiene que cuidar algo más importante que un reloj, y he de explicar ahora de
qué se trata. Se sienta con la pierna derecha sobre la rodilla izquierda, muestra un grave
continente y mantiene, por lo menos, uno de sus ojos resueltamente clavado en cierto objeto
notable que se halla en el centro de la llanura.
Este objeto está situado en el campanario del edificio de la Municipalidad. Los
miembros del Consejo Municipal son todos muy pequeños, redondos, grasos, inteligentes,
con grandes ojos como platos y gordo doble mentón, y usan levitones mucho más largos y
las hebillas de los zapatos mucho más grandes que los habitantes comunes de
Vondervotteimittiss. Desde que vivo en la villa han tenido varias sesiones especiales y han
adoptado estas tres importantes resoluciones:
«Que está mal cambiar la vieja y buena marcha de las cosas.»
«Que no hay nada tolerable fuera de Vondervotteimittiss», y
«Que seremos fieles a nuestros relojes y a nuestros repollos.»
Sobre la sala de sesiones del Consejo se encuentra la torre, y en la torre el campanario,
donde existe y ha existido, desde tiempos inmemoriales, el orgullo y maravilla del pueblo:
el gran reloj de la villa de Vondervotteimittiss. Y a este objeto se dirige la mirada de los
viejos señores sentados en los sillones con asiento de cuero.
El gran reloj tiene siete cuadrantes, uno a cada lado de la torre, de modo que se lo
puede ver fácilmente desde todos los ángulos. Sus cuadrantes son grandes y blancos, las
agujas pesadas y negras. Hay un campanero cuya única obligación es cuidarlo; pero esta
obligación es la más perfecta de las sinecuras, pues jamás se ha sabido hasta hoy que el
reloj de Vondervotteimittiss haya necesitado nada de él. Hasta hace poco tiempo, la simple
suposición de semejante cosa era considerada herética. Desde el más remoto período de la
antigüedad al cual hacen referencia los archivos, la gran campana ha dado regularmente la
hora. Y a decir verdad, lo mismo ocurría con todos los otros relojes grandes y chicos de la
villa. Nunca hubo otro lugar semejante para saber la hora exacta. Cuando el gran badajo
consideraba oportuno decir: «¡Las doce!», todos sus obedientes seguidores abrían la boca
simultáneamente y respondían como un verdadero eco. En una palabra: los buenos
burgueses eran aficionados a su repollo agrio, pero estaban orgullosos de sus relojes.
Todas las gentes que poseen sinecuras son más o menos respetadas, y como el
campanero de Vondervotteimittiss tiene la más perfecta de las sinecuras, es el más
perfectamente respetado de todos los hombres del mundo. Es el principal dignatario de la
villa, y los mismos cerdos lo miran con un sentimiento de reverencia. Los faldones de su
levita son mucho más largos; su pipa, las hebillas de sus zapatos, sus ojos y su barriga,
mucho más, grandes que los de cualquier otro señor del pueblo; y, en cuanto a su papada,
no sólo es doble, sino triple.
Acabo de pintar la feliz condición de Vondervotteimittiss. ¡Lástima que tan hermoso
cuadro tuviera que sufrir un cambio!
Era un viejo dicho de los más prudentes habitantes que «nada bueno puede venir del
otro lado de las colinas»; y en verdad parece que las palabras tuvieron algo de proféticas.
Faltaban anteayer cinco minutos para mediodía cuando apareció un objeto de aspecto muy
extraño en lo alto de la colina del este. Semejante suceso atrajo, por supuesto, la atención
universal, y cada pequeño señor sentado en un sillón con asiento de cuero volvió uno de sus
ojos con asombrada consternación hacia el fenómeno, mientras mantenía el otro en el reloj
de la torre.
En el momento en que faltaban sólo tres minutos para mediodía se advirtió que el
singular objeto en cuestión era un joven muy diminuto con aire de extranjero. Descendía las
colinas a gran velocidad, de modo que todos tuvieron pronto oportunidad de mirarlo bien.
Era en verdad el personaje más precioso y más pequeño que jamás se hubiera visto en
Vondervotteimittiss. Su rostro mostraba un oscuro color tabaco y tenía una larga nariz
ganchuda, ojos como guisantes, una gran boca y una excelente hilera de dientes que parecía
deseoso de mostrar sonriendo de oreja a oreja. Entre los bigotes y las patillas no quedaba
nada del resto de su cara por ver. Llevaba la cabeza descubierta y el pelo cuidadosamente
rizado con papillotes. Constituía su traje una levita de faldones puntiagudos, de uno de
cuyos bolsillos colgaba la larga punta de un pañuelo blanco, pantalones de casimir negro,
medias negras y escarpines de punta mocha con grandes lazos de cinta de satén negra. Bajo
un brazo llevaba un gran chapeau-de-bras y bajo el otro un violín casi cinco veces más
grande que él. En la mano izquierda tenía una tabaquera de oro de la cual, mientras bajaba
la colina haciendo cabriolas y toda clase de piruetas fantásticas, aspiraba incesantemente
tabaco con el aire más satisfecho del mundo. ¡Santo Dios! ¡Qué espectáculo para los
honestos burgueses de Vondervotteimittiss!
Hablando francamente el individuo tenía, a pesar de su sonrisa, un aire audaz y
siniestro, y mientras corcoveaba derecho hacia la villa, el viejo aspecto de sus escarpines
mochos despertó no pocas sospechas, y más de un burgués que lo miraba aquel día hubiera
dado algo por atisbar debajo del pañuelo de algodón blanco que colgaba tan
importunamente del bolsillo de su levita puntiaguda. Pero lo que provocaba justa
indignación era que el picaro galancete, mientras daba aquí un paso de fandango, allí una
vuelta, no parecía tener la más remota idea de eso que se llama guardar el compás.
Las buenas gentes del pueblo apenas habían tenido tiempo de abrir por completo los
ojos cuando, faltando medio minuto para mediodía, el bribón se plantó de un salto en medio
de ellos, hizo un chassez aquí, un balancez allá y luego, después de una pirouette y de un
pas-de-zephyr, subió como en un vuelo hasta el campanario del edificio de la
Municipalidad, donde el campanero, estupefacto, fumaba con expresión de dignidad y
espanto. Pero el pequeño personaje lo tomó de inmediato por la nariz, lo sacudió y lo
empujó, le encajó el gran chapeau-de-bras en la cabeza, se lo hundió hasta la boca y
entonces, enarbolando el violín, lo golpeó tanto y con tanta fuerza que entre el campanero
tan gordo y el violín tan hueco se hubiera jurado que había un regimiento de tambores
redoblando la retreta del diablo en lo alto del campanario de la torre de Vondervotteimittiss.
No se sabe qué acto desesperado de venganza hubiera provocado en los habitantes este
ataque sin conciencia, de no ser por el importante hecho de que entonces faltaba sólo medio
segundo para mediodía. La campana estaba a punto de sonar y era una cuestión de absoluta
y suprema necesidad que todos pudieran mirar bien sus relojes. Parecía evidente, sin
embargo, que justo en ese momento el individuo de la torre estaba haciendo con el reloj
algo que no le correspondía. Pero como empezaba a sonar, nadie tuvo tiempo de atender a
sus maniobras, pues estaban todos entregados a contar las campanadas.
—¡Una! —dijo el reloj.
—¡Uuna! —repitió como un eco cada viejo y pequeño señor en cada sillón con asiento
de cuero, en Vondervotteimittiss—. ¡Uuna! —dijo también su reloj—. ¡Una! —dijo
también el reloj de su mujer—. ¡Uuna! —los relojes de los muchachos y los pequeños y
dorados relojitos de juguete en las colas del gato y el cerdo.
—¡Dos! —continuó la gran campana.
—¡Tos! —repitieron todos los relojes.
—¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! —dijo la campana.
—¡Dres! ¡Cuatro! ¡Cingo! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nuefe! ¡Tiez! —respondieron los
otros.
—¡Once! —dijo la grande.
—¡Once! —asintieron las pequeñas.
—¡Doce! —dijo la campana.
—¡Toce! —replicaron todos, perfectamente satisfechos, y dejando caer la voz.
—¡Y las toce son! —dijeron todos los viejos y pequeños señores, guardando sus
relojes. Pero el gran reloj todavía no había terminado con ellos.
—¡Trece! —dijo.
—¡Der Teufel! —boquearon los viejos y pequeños hombrecitos empalideciendo,
dejando caer la pipa y bajando todos la pierna derecha de la rodilla izquierda.
—¡Der Teufel! —gimieron—. ¡Drece! ¡Drece! ¡Mein Gott, son las drece!
¿Para qué intentar la descripción de la terrible escena que siguió? Todo
Vondervotteimittiss se sumió de inmediato en un lamentable estado de confusión.
—¿Qué le pasa a mi fiendre? —gimieron todos los muchachos—. ¡Ya tebo esdar
hambriento a esda hora!
—¿Qué le pasa a mi rebollo? —chillaron todas las mujeres—. ¡Ya tebe esdar deshecho
a esta hora!
—¿Qué le pasa a mi biba? —juraron los viejos y pequeños señores—. ¡Druenos y
cendellas! —y la llenaron de nuevo con rabia y, reclinándose en los sillones, aspiraron con
tanta rapidez y tanta furia que el valle entero se llenó inmediatamente de un humo
impenetrable.
Entretanto los repollos se pusieron muy rojos y parecía como si el viejo Belcebú en
persona se hubiese apoderado de todo lo que tuviera forma de reloj. Los relojes tallados en
los muebles empezaron a bailar como embrujados, mientras los de las chimeneas apenas
podían contenerse en su furia y se obstinaban en tal forma en dar las trece y en agitar y
menear los péndulos, que eran realmente horribles de ver. Pero lo peor de todo es que ni los
gatos ni los cerdos podían soportar más la conducta de los relojitos atados a sus colas, y lo
demostraban disparando por todas partes, arañando y arremetiendo, gritando y chillando,
aullando y berreando, arrojándose a las caras de las gentes, metiéndose debajo de las faldas
y creando el más horrible estrépito y la más abominable confusión que una persona
razonable pueda concebir. Y el pequeño y desvergonzado bribón de la torre hacía
evidentemente todo lo posible para tornar más afligentes las cosas. De vez en cuando podía
vérselo a través del humo. Estaba sentado en el campanario sobre el campanero, que yacía
tirado de espaldas. El bellaco sujetaba con los dientes la cuerda de la campana y la sacudía
continuamente con la cabeza, provocando tal estrépito que me zumban los oídos de sólo
pensarlo. Sobre su regazo descansaba el gran violín, y lo rascaba sin ritmo ni compás con
las dos manos, haciendo una gran parodia, ¡el badulaque! de «Judy O’Flannagan and Paddy
O’Rafferty».
Estando las cosas en esa lastimosa situación abandoné el lugar con disgusto, y ahora
apelo a todos los amantes de la hora exacta y del buen repollo agrio. Marchemos en masa a
la villa y restauremos el antiguo orden de cosas reinante en Vondervotteimittiss,
expulsando de la torre al pequeño individuo.
El sistema del doctor Tarr y del profesor
Fether100
En el otoño de 18..., mientras viajaba por las provincias meridionales de Francia, mi
camino me condujo a pocas millas de cierta Maison de Santé, o manicomio privado, del
cual mucho había oído hablar a mis amigos médicos en París. Dado que jamás había
visitado un establecimiento de esa clase, me pareció que no debía perder tan excelente
oportunidad, y propuse a mi compañero de viaje (caballero con el cual me había
relacionado casualmente pocos días antes) que nos desviáramos de la ruta por una o dos
horas, a fin de visitar el hospicio. Mi amigo se opuso, arguyendo en primer término estar de
prisa, y luego un comprensible horror a la vista de un lunático. Me rogó, empero, que la
cortesía no impidiera la satisfacción de mi curiosidad, agregando que cabalgaría despacio a
fin de darme ocasión de alcanzarlo ese mismo día o, a más tardar, al siguiente.
Cuando nos despedíamos se me ocurrió que podía surgir alguna dificultad para mi
admisión en el establecimiento, y así se lo dije a mi amigo. Contestó que, a menos que yo
conociera personalmente al director, Monsieur Maillard, o le presentara alguna credencial
por escrito, sería difícil que me dejasen pasar, pues los reglamentos de dichos manicomios
privados eran mucho más rígidos que los de los hospitales públicos. Pero como él había
conocido años atrás a Maillard, tendría el placer de acompañarme hasta la puerta y
presentarme, aunque sus sentimientos con respecto a la locura no le permitirían penetrar en
la casa.
Le di las gracias y, luego de abandonar el camino real, tomamos un sendero cubierto de
pasto que, media hora más tarde, nos llevó a una densa floresta situada al pie de una
montaña. Cabalgamos casi dos millas por ese húmedo y lúgubre bosque, hasta divisar la
Maison de Santé. Era un fantástico castillo, muy deteriorado, que, a juzgar por su edad y el
descuido en que se hallaba, debía ser apenas habitable. Su apariencia me llenó de espanto y,
conteniendo el caballo, estuve a punto de volverme. Pero pronto me avergoncé de mi
debilidad y seguimos adelante.
Cuando nos acercábamos a la gran puerta noté que estaba entornada y que alguien
espiaba por ella. Un instante después se asomó un hombre que se dirigió a mi compañero
llamándolo por su nombre y estrechándole cordialmente la mano, mientras lo instaba a que
desmontara. Se trataba de Monsieur Maillard en persona. Era un robusto y apuesto
caballero de la vieja escuela, de modales muy finos y un cierto aire de gravedad, dignidad y
autoridad que impresionaban sobremanera.
Luego de presentarme, mi amigo informó a Monsieur Maillard de mi deseo de visitar el
establecimiento, y, al recibir de éste la seguridad de que yo sería bien atendido, se despidió
y no tardó en perderse de vista.
El director me condujo entonces a una pequeña sala de recibo muy bien instalada, que
entre otras señales de un gusto refinado contenía diversos libros, dibujos, vasos con flores e
instrumentos de música. Ardía en el hogar un alegre fuego. Sentada al piano y cantando un
aria de Bellini había una joven y hermosísima mujer que, al verme entrar, hizo una pausa en
100 De tar, alquitrán, y feather, pluma. To tar and feather significa untar a alguien con alquitrán y cubrirlo luego
de plumas. (N. del T.)
su canción y me recibió con graciosa cortesía. Hablaba en voz baja y todas sus actitudes
eran apagadas. Me pareció advertir asimismo huellas de dolor en su rostro, de una palidez
excesiva aunque no desagradable para mi gusto. Vestía de luto riguroso y provocó en mí un
sentimiento donde se mezclaban el respeto, el interés y la admiración.
Había oído decir en París que la institución de Monsieur Maillard se regía por lo que se
denominaba vulgarmente el «sistema de la dulzura»; que los castigos estaban abolidos, que
se prescindía en casi todos los casos del confinamiento, y que los pacientes, aunque
secretamente vigilados, gozaban de gran libertad aparente, permitiéndoseles que pasearan
por la casa y los jardines con todos los derechos de las personas en su sano juicio.
Teniendo en cuenta estos informes, me cuidé de lo que decía en presencia de la joven,
pues no estaba seguro de que fuese cuerda; había en sus ojos cierto brillo inquieto que me
llevaba a sospechar que no lo era. Limité, pues, mis observaciones a tópicos generales,
escogiendo aquellos menos indicados para desagradar o excitar a una loca. Contestó de la
manera más sensata a todo lo que le dije, y hasta sus observaciones personales mostraban la
señal del sentido común más evidente. Empero, una larga familiaridad con los fundamentos
de la locura me habían enseñado a no fiarme de ninguna apariencia de cordura, y a lo largo
de toda la conversación seguí obrando con las mismas precauciones iniciales.
Poco después presentóse un apuesto doméstico de librea, trayendo una bandeja con
frutas, vino y otros refrescos, que compartí con el director y la dama, quien al poco rato
abandonó el salón. Tan pronto hubo salido miré a mi huésped con aire de interrogación.
—No, no —repuso—. Forma parte de mi familia. Es mi sobrina, y por cierto que una
mujer muy notable.
—Le pido mil disculpas por mi sospecha —dije—, pero sé muy bien que sabrá usted
excusarme. La excelente administración de esta casa es bien conocida en París, y pensé
que, después de todo, bien podía suceder que...
—Sí, claro está. No diga usted más. Soy yo quien debo darle las gracias por la loable
prudencia que ha demostrado. Pocas veces se advierte tanta previsión en los jóvenes, y más
de una vez han sucedido tristes contratiempos por culpa del aturdimiento de nuestros
visitantes. Cuando mi antiguo sistema se hallaba en vigencia y se permitía a mis pacientes
que pasearan a gusto por todos lados, con frecuencia caían en crisis frenéticas a causa de
los imprudentes que visitaban este lugar. Por eso me vi obligado a establecer un sistema
rígido de exclusión, y no permito la entrada de nadie en cuya discreción no pueda confiar.
—¡Cuando su antiguo sistema estaba en vigencia! —exclamé, repitiendo sus
palabras—. ¿Debo entender, pues, que el «sistema de la dulzura», de que tanto he oído
hablar, no se aplica más?
—Hace ya varias semanas —me contestó— que hemos renunciado a él por completo.
—¿Realmente? ¡Me asombra usted!
—Mi querido señor —dijo suspirando—, nos convencimos de la absoluta necesidad de
volver a los antiguos métodos. El peligro del sistema de la dulzura era realmente espantoso,
mientras que sus ventajas han sido muy exageradas por la opinión. Entiendo que en esta
casa el experimento se ha cumplido de la manera más leal. Hicimos todo lo que era humana
y racionalmente posible. Lamento que no nos haya visitado usted en otro tiempo, pues
entonces podría juzgar por sí mismo. Supongo, sin embargo, que se halla al tanto del
sistema de la dulzura... con todos sus detalles.
—No, ciertamente. Sólo he oído noticias de tercera o cuarta mano.
—Puedo decirle entonces que, en términos generales, el sistema consiste en que el
paciente es ménagé, en que se toleran sus caprichos. Jamás nos oponíamos a las fantasías
que asaltaban la mente de los locos. Por el contrario, no sólo las permitíamos, sino que las
estimulábamos, y muchas de nuestras curas definitivas se lograron en esa forma. Ningún
argumento impresiona tanto la débil razón del insano como la reductio ad absurdum. Por
ejemplo, había aquí enfermos que se creían pollos. En estos casos el tratamiento consistía
en aceptar la cosa como un hecho, en acusar al enfermo de estupidez por no admitir
suficientemente que se trataba de un hecho, y, en consecuencia, privarlo durante una
semana de todo alimento que no consistiera en la comida propia de los pollos. En esta
forma, bastaban unos puñados de grano y de cascajo para hacer maravillas.
—Pero, ¿se reducía el sistema a esta especie de aceptación?
—En modo alguno. Teníamos mucha fe en las diversiones sencillas, tales como la
música, la danza, los ejercicios gimnásticos, juegos de cartas, cierto tipo de libros y cosas
parecidas. Pretendíamos tratar a cada enfermo como si sólo sufriera de un trastorno físico
ordinario, y la palabra «locura» no se empleaba jamás. Un detalle de gran importancia
consistía en que cada loco tenía la misión de vigilar las acciones de todos los demás.
Depositar confianza en la comprensión o la discreción de un insano equivale a ganárselo en
cuerpo y alma. De esta manera evitábamos el gasto de un nutrido cuerpo de guardianes.
—¿Y no aplicaba usted castigos de ninguna especie?
—Ninguno.
—¿Jamás encerraba a sus pacientes?
—Muy rara vez. Una que otra, si la enfermedad de alguno de ellos degeneraba en una
crisis o en un acceso de locura furiosa, lo encerrábamos en una celda secreta para que su
estado no se transmitiera a los demás, y lo manteníamos allí hasta entregarlo a sus amigos,
pues nada teníamos que ver con los locos furiosos. Por lo general los trasladaban a un
hospicio público.
—¿Y ahora ha cambiado usted todo eso... y cree haber obrado bien?
—Ciertamente. El sistema tenía sus ventajas, y aun sus peligros. Afortunadamente ha
fracasado en todas las maisons de santé de Francia.
—Me sorprende usted mucho —observé—, pues daba por descontado que actualmente
no había en este país ningún otro tratamiento para la locura.
—Es usted joven, amigo mío —replicó mi huésped—, pero llegará un día en que
aprenderá a juzgar por sí mismo lo que ocurre en el mundo, sin confiar en las charlas
ajenas. No crea nada de lo que oye, y sólo la mitad de lo que ve. No cabe duda de que, con
respecto a nuestras maisons de santé, algún ignorante lo ha engañado. Después de cenar,
cuando se haya recobrado de la fatiga de su viaje, tendré el placer de llevarlo a recorrer la
casa y hacerle conocer un sistema que, en mi opinión y en la de todos aquellos que han
presenciado su aplicación, es incomparablemente más efectivo que los utilizados hasta
ahora.
—¿Es suyo el sistema? —pregunté.
—Me enorgullezco de afirmar que lo es... por lo menos en cierta medida.
Seguí conversando con Monsieur Maillard durante una o dos horas, durante las cuales
me mostró los jardines y los invernáculos del establecimiento.
—En este momento no puedo permitirle que vea a mis pacientes —dijo—. Para los
espíritus sensibles significa siempre un choque más o menos violento, y no quisiera
privarlo de su apetito. Ahora iremos a cenar. Puedo ofrecerle ternera à la St. Menehoult,
con coliflor en salsa veloutée. Y luego de una copa de Clos-Vougeot, sus nervios estarán
suficientemente preparados.
A las seis se anunció la cena y mi huésped me condujo a un gran comedor, donde se
hallaba reunida una numerosa asistencia, veinticinco o treinta personas en total. Todas ellas
parecían de alto rango e indudablemente de gran cultura aunque no pude menos de pensar
que sus vestimentas eran extravagantemente suntuosas, al punto de recordar los ostentosos
despliegues de las cortes de antaño. Reparé en que dos tercios de los huéspedes eran
señoras y que algunas no estaban vestidas como una parisiense hubiera juzgado de buen
gusto en la actualidad. Muchas de ellas, por ejemplo, cuya edad no debía bajar de los
setenta, se cubrían con profusión de joyas tales como anillos, brazaletes y aros, dejando el
seno y los brazos desvergonzadamente descubiertos. Noté que muy pocos vestidos estaban
bien cortados o, por lo menos, que muy pocos sentaban bien a sus portadoras. Mirando en
torno descubrí a la interesante joven que Monsieur Maillard me había presentado en el
pequeño recibimiento; pero grande fue mi sorpresa al ver que se había puesto un vestido
con miriñaque, zapatos de tacón alto y un sucio gorro de encaje de Bruselas, tan grande que
su rostro parecía ridículamente pequeño. La primera vez que la había visto llevaba luto
riguroso, de la manera más recatada. En resumen, toda aquella asamblea vestía de una
manera tan rara, que llegué a pensar por un instante en el «sistema de la dulzura», y me
pregunté si Monsieur Maillard no querría engañarme hasta después de la cena, a fin de
evitarme toda sensación desagradable mientras comía, por el hecho de encontrarme entre
locos. Pero recordé haber oído en París que los provincianos del Sud eran gentes
excéntricas, llenas de nociones anticuadas, y me bastó conversar con varios de los
asistentes para que mis aprensiones se disiparan instantáneamente y por completo.
El comedor, aunque de buenas dimensiones y suficientemente cómodo, no parecía
tampoco muy elegante. El suelo, por ejemplo, no estaba alfombrado, aunque reconozco que
en Francia suele prescindirse de las alfombras. Faltaban cortinas en las ventanas; las
persianas, ya cerradas, aparecían aseguradas con barras de hierro colocadas diagonalmente,
a la manera de los cierres de las tiendas. Noté que aquella estancia constituía una de las alas
del château, por lo cual tenía ventanas en tres lados del paralelogramo, hallándose la puerta
en el cuarto. Había por lo menos diez ventanas.
La mesa estaba espléndidamente servida. La vajilla era abundantísima y aparecía
repleta de toda clase de exquisitos bocados. La profusión era absolutamente bárbara. Había
allí golosinas suficientes para satisfacer a los Anakim. Jamás en mi vida había presenciado
un derroche tan generoso, tan desorbitado de todas las buenas cosas de la vida. Muy poco
gusto imperaba, sin embargo, en su presentación, y mis ojos, habituados a las luces
discretas, se sintieron ofendidos por el prodigioso resplandor de multitud de bujías
colocadas sobre la mesa en candelabros de plata, así como en todos los lugares del aposento
donde era posible fijarlas. Varios domésticos se ocupaban de servir, y en una gran mesa
situada en la parte más lejana del comedor habíanse instalado siete u ocho personas
provistas de violines, pífanos, trombones y un tambor. Durante la comida, estos individuos
me fastidiaron muchísimo con una infinita variedad de ruidos que parecían considerar como
música y que, por lo visto, entretenían muchísimo a los presentes.
En conjunto, pues, no pude dejar de pensar que había mucho de raro en cada cosa que
allí se me ofrecía... Pero el mundo está formado por toda clase de gentes con toda clase de
costumbres convencionales. Demasiado había viajado para no ser un perfecto adepto del nil
admirari; por lo cual me senté con toda compostura a la diestra de mi huésped y, como
estaba dotado de un sólido apetito, hice los honores a las excelentes viandas que me
presentaron.
La conversación, entretanto, era muy animada. Como de costumbre, las damas
hablaban mucho. Pronto noté que casi todos los presentes eran personas muy bien
educadas, y en cuanto a mi huésped, resultaba una fuente inagotable de anécdotas
divertidas. Se mostraba muy inclinado a hablar de sus funciones de director de la maison de
santé y, para mi gran sorpresa, advertí que el tema de la locura era el favorito de todos los
presentes. Se contaban historias muy graciosas sobre los caprichos de los pacientes.
—Una vez tuvimos aquí a un individuo —dijo un hombrecillo sentado a mi derecha—
que se creía una tetera. Dicho sea de paso, ¿no es singular que esta manía se repita con tanta
frecuencia entre los locos? Apenas hay un manicomio en Francia que no pueda
proporcionar una tetera humana. La nuestra era una tetera de fabricación británica y
cuidaba de pulirse a sí misma todas las mañanas con tiza y una piel de ante.
—Además —dijo un hombre de alta estatura, sentado frente a mí— no hace mucho
tuvimos a un enfermo a quien se le había metido en la cabeza que era un asno, lo cual,
hablando figurativamente, no dejaba de ser muy cierto. Era un paciente de lo más molesto y
nos daba mucho trabajo mantenerlo dentro de ciertos límites. Largo tiempo se negó a comer
nada que no fueran cardos, pero lo disuadimos de su idea al no dejarlo que comiera otra
cosa. Se pasaba el tiempo soltando coces, así, vean ustedes... así... así...
—¡Señor de Kock, le ruego que se comporte debidamente! —lo interrumpió una
anciana señora ubicada al lado del orador—. ¡Guárdese usted sus coces! ¡Ha estropeado mi
vestido de brocado! ¿Acaso es necesario ilustrar de manera tan práctica una observación?
Nuestro amigo aquí presente comprenderá lo mismo. Palabra, casi es usted tan asno como
aquel pobre infeliz creía serlo. Sus coces eran de lo más naturales, puede creerme.
—Mille pardons, mam’zelle! —repuso Monsieur de Kock—. ¡Mil perdones! No tenía
la menor intención ofensiva.
Mam’zelle Laplace, Monsieur de Kock tendrá el honor de beber vino con usted.
Y aquí Monsieur de Kock inclinóse, besó ceremoniosamente su propia mano y bebió en
unión de Mam’zelle Laplace.
—Permítame usted, amigo mío —dijo Monsieur Maillard dirigiéndose a mí— ofrecerle
un trozo de esta ternera à la St. Menehoult. Estoy seguro de que la encontrará
especialmente sabrosa.
En este momento tres robustos camareros acababan de depositar con gran trabajo en la
mesa un enorme plato, o mejor plato trinchero, conteniendo lo que supuse era el monstrum,
horrendum, informe, ingens, cui lumen ademptum. Pero un escrutinio más cuidadoso me
aseguró que se trataba tan sólo de un ternerillo asado entero, apoyado en las rodillas y
sosteniendo una manzana en la boca, como se acostumbra en Inglaterra para servir una
liebre.
—Muchas gracias —repuse—. Para decir verdad, no me gusta mucho la ternera à la...
¿cómo era?, pues siento que no me cae bien. Prefiero cambiar de plato y probar un bocado
de conejo.
Había sobre la mesa algunas fuentes conteniendo lo que parecía ser conejo ordinario,
plato muy exquisito y digno de ser recomendado.
—¡Pierre! —gritó el huésped—. Cambie el plato del señor y sírvale un trozo de conejo
au-chat.
—¿Al qué? —dije yo.
—Au-chat.
—Pues bien, muchas gracias, pero... pensándolo mejor, prefiero servirme un poco de
jamón.
«Verdaderamente uno no sabe nunca lo que come en las mesas de estos provincianos
—me dije—. No quiero saber nada de su conejo al gato, ni tampoco de su gato al conejo, si
es que lo sirven...»
—Y luego —dijo un personaje de aire cadavérico situado hacia el final de la mesa,
recogiendo el hilo interrumpido de la conversación—, entre otras extravagancias tuvimos
cierta vez a un paciente que sostenía con gran obstinación ser un queso de Córdoba, y
andaba cuchillo en mano pidiendo a sus amigos que probaran una rebanada de su muslo.
—Era un perfecto loco, sin duda —dijo otro—, pero no se lo puede comparar con
cierto individuo a quien todos conocemos, excepción hecha de ese extraño caballero. Aludo
al hombre que se creía una botella de champaña y andaba siempre descorchándose con un
ruido y un burbujeo... como esto.
Y el orador, muy groseramente según pensé, apoyó el pulgar derecho en la mejilla
izquierda, retirándolo con un sonido semejante al de una botella que se descorcha, tras lo
cual y mediante un hábil juego de la lengua entre los dientes, produjo un agudo silbido que
duró largo tiempo y que imitaba el de la espuma del champaña. Noté claramente que esta
conducta no era del agrado de Monsieur Maillard, pero no dijo nada y la conversación
continuó a cargo de un hombrecito muy delgado que usaba una enorme peluca.
—Teníamos también a un ignorante —dijo— que se tomaba por una rana, a la cual por
cierto no dejaba de parecerse bastante. Me hubiera gustado que le viese usted, señor —
agregó, dirigiéndose a mí—, pues le habría encantado la naturalidad con que actuaba. Si
aquel hombre no era una rana, sólo puedo agregar que lo lamento mucho. Su croar, en esta
forma... O-o-o-ogh... O-o-o-o-ogh... era la nota más bella del mundo... ¡un si bemol! Y
cuando ponía los codos en la mesa así... después de haber bebido un vaso o dos de vino... y
abría la boca, así... y revolvía los ojos en esta forma... y los guiñaba con extraordinaria
rapidez... pues bien, señor mío, puedo asegurarle que hubiera caído en el colmo de la
admiración frente al genio de aquel hombre.
—No tengo la menor duda —dije.
—Y también teníamos a Petit Gaillard —dijo otro—, que se creía un polvo de rapé, y
estaba afligidísimo porque no podía tomarse a sí mismo entre el pulgar y el índice.
—Y también a Jules Desoulières, que había sido un genio muy notable y, al
enloquecer, creyó que era una calabaza. Perseguía de continuo al cocinero, pidiéndole que
lo utilizara para hacer un pastel, a lo cual el cocinero se negaba indignado. Por mi parte no
dejo de pensar que un pastel de calabaza à la Desouliè hubiera sido excelente.
—¡Me asombra usted! —exclamé, mirando con aire interrogativo a Monsieur Maillard.
—¡Ja, ja, ja! —rió este caballero—. ¡Ja, ja, ja; je, je, je; ji, ji, ji! ¡Excelente! No tiene
por qué asombrarse, amigo mío. Nuestro compañero es todo un ingenio... un drôle... No
hay que tomarlo al pie de la letra.
—También —dijo otro de los comensales— estaba Bouffon-Le Grand, un tipo
extraordinario a su modo. El amor lo trastornó, y se creía dueño de dos cabezas. Sostenía
que una de ellas era la de Cicerón, mientras la otra estaba compuesta; vale decir que era la
de Demóstenes desde la frente a la boca, y la de Lord Brougham, de la boca al mentón. No
es imposible que estuviera equivocado, pero lo hubiese convencido a usted de lo contrario,
pues era hombre de grandísima elocuencia. Tenía verdadera pasión por la oratoria y no
podía dejar de manifestarla. Por ejemplo, solía saltar sobre la mesa, en esta forma, y...
En este momento, alguien que se hallaba al lado del que hablaba le puso la mano en el
hombro y le susurró unas palabras al oído; inmediatamente el otro guardó silencio y se dejó
caer en su asiento.
—Y no olvidemos —dijo el que lo había interrumpido— a Boullard, la perinola. Le
llamo la perinola porque le había entrado la manía muy singular, aunque no por completo
irrazonable, de que se había convertido en perinola. Se hubiera usted muerto de risa
viéndolo dar vueltas. Era capaz de pasarse horas girando sobre un talón, así... y...
Pero entonces, el amigo a quien el orador había interrumpido poco antes hizo lo mismo
con él.
—¡Pues bien —gritó una anciana señora con todas sus fuerzas—, su Monsieur Boullard
era un loco, y un loco muy tonto, por lo que veo! Permítame preguntarle: ¿quién ha oído
hablar jamás de una perinola humana? ¡Qué absurdo! Madame Joyeuse era mucho más
sensata, como todos saben. Tenía una manía, pero llena de buen sentido y que
proporcionaba gran placer a todos los que se honraban en conocerla. Después de maduras
reflexiones llegó a la conclusión de que a causa de algún accidente se había convertido en
gallo. Pero en su calidad de tal se conducía muy correctamente. Batía las alas de una
manera prodigiosa, así... así... así... y así... y en cuanto a su cacareo, era delicioso. ¡Co,
corocó! ¡Co... corocó! ¡Co... corocóooo!
—¡Madame Joyeuse, le ruego que se reporte! —le interrumpió muy encolerizado
nuestro anfitrión—. ¡O se conduce usted como una dama... o abandona inmediatamente la
mesa! ¡Elija!
La dama (a la cual había oído con gran estupefacción llamar Madame Joyeuse, luego
de la descripción que acababa de hacernos de alguien de ese mismo nombre), sonrojóse
hasta la raíz de los cabellos y pareció sumamente humillada por el reproche. Bajó la cabeza,
sin responder una sola palabra. Mas en ese momento otra señora, mucho más joven,
reanudó la conversación. Era mi hermosa jovencita del recibimiento.
—¡Oh, Madame Joyeuse era una loca! —exclamó—. En cambio en la conducta de
Eugènie Salsafette había mucho de buen sentido. Era una joven muy modesta y hermosa,
que se había convencido de que la manera ordinaria de vestirse era indecente, y trataba de
vestirse al revés, vale decir quedándose fuera de sus ropas y no dentro de ellas. Después de
todo es algo muy fácil de hacer. Basta con empezar así... y luego así... y así... así... y
entonces...
—Mon Dieu! ¡mam’zelle Salsafette! —gritaron al unísono una docena de voces—.
¿Qué hace usted? ¡Deténgase... es suficiente! ¡Hemos visto perfectamente cómo se hace...!
¡Basta, basta!
Y numerosos comensales abandonaban ya sus sillas para impedir que mam’zelle
Salsafette se pusiera a la par de la Venus de Médicis, cuando su intervención dejó de ser
necesaria a causa de unos terribles gritos y alaridos que procedían de alguna parte del
cuerpo central del château.
Mis nervios sufrieron un tardo choque al escuchar aquellos clamores, pero no pude
dejar de sentir lástima por el resto de la asamblea. Jamás he visto a un grupo de personas
razonables bajo un espanto semejante. Se pusieron pálidos como otros tantos cadáveres y,
mientras se desplomaban en sus asientos, temblaban y se estremecían de terror, esperando
la repetición de los gritos. Volvieron a oírse éstos con mayor fuerza y al parecer más cerca,
se repitieron por tercera vez con gran intensidad y luego más apagados. Ante esta aparente
cesación de los clamores, los comensales recobraron inmediatamente los ánimos y todo
volvió a ser alegría y conversación como antes. Me atreví entonces a preguntar la causa de
aquella interrupción
—Una simple bagatelle —dijo Monsieur Maillard—. Estamos habituados a estas cosas
y en realidad nos preocupamos muy poco de ellas. De vez en cuando los locos se ponen a
gritar a coro, pues uno excita al otro, como suele ocurrir con los perros de noche. Pero al
coro de alaridos sucede en ocasiones una tentativa simultánea para emprender la fuga, y en
esos casos no deja de haber cierto peligro.
—¿Y cuántos tiene usted a su cargo en este momento?
—No más de diez.
—¿Mujeres en su mayoría, supongo?
—¡Oh, no! Todos ellos hombres, y puedo asegurarle que bien robustos.
—¿De veras? Había oído decir que la mayoría de los insanos pertenecían al sexo bello.
—Así es en general, pero no siempre. Hace algún tiempo había aquí unos veintisiete
pacientes, y entre ellos no menos de dieciocho mujeres; pero las cosas han cambiado
mucho, como puede ver.
—Sí... han cambiado mucho, como puede ver —interrumpió el caballero que había
dado de coces a Mam’zelle Laplace.
—¡Sí... han cambiado mucho, como puede ver! —coreó la asamblea.
—¡A sujetar la lengua todo el mundo! —gritó mi anfitrión lleno de cólera, tras lo cual
los presentes guardaron un silencio de muerte durante casi un minuto, mientras una de las
damas obedecía al pie de la letra a Monsieur Maillard, vale decir, sacaba la lengua, que
tenía notablemente larga, y la sujetaba resignadamente con ambas manos hasta el fin de la
fiesta.
—Pero esta dama —dije al director, inclinándome hacia él para que los demás no me
oyeran—, esa excelente señora que acaba de hablar y nos ha ofrecido el cocoricó... supongo
que es inofensiva, ¿verdad? Completamente inofensiva.
—¡Inofensiva! —exclamó él, en el colmo de la sorpresa—. ¿Qué... qué quiere usted
decir?
—¿O nada más que un poco tocada? —dije, acompañando mis palabras con el ademán
de tocarme la sien—. Doy por descontado que su enfermedad no es particularmente...
peligrosa, ¿verdad?
—Mon Dieu! ¿Qué esta usted imaginándose? Esta señora, mi antigua e íntima amiga,
Madame Joyeuse, es tan cuerda como yo. Tiene sus pequeñas excentricidades, claro está...
pero bien sabe usted que todas las mujeres... todas las mujeres muy ancianas las tienen en
mayor o menor grado.
—Por supuesto —convine—. Por supuesto... pero entonces, el resto de las damas y
caballeros...
—Son mis amigos y colaboradores —interrumpió Monsieur Maillard, irguiéndose
altaneramente.— Mis excelentes amigos y ayudantes.
—¡Cómo! ¿Todos ellos? ¿Las damas también?
—Claro está; no podríamos arreglarnos sin ayuda de mujeres, que son las mejores
enfermeras del mundo para atender a los locos. Tienen una modalidad propia, sabe usted;
sus ojos brillantes producen efectos maravillosos... algo así como la fascinación de la
serpiente.
—Por supuesto —repetí—, por supuesto... De todos modos, actúan de manera un tanto
extraña, ¿no? Son ligeramente raras... ¿no le parece a usted?
—¡Extrañas! ¡Raras! ¿Por qué piensa así? Aquí, en el Sud, no somos nada mojigatos;
hacemos lo que más nos gusta, gozamos de la vida y de todo el resto... ¿Comprende usted?
—Por supuesto —dije—. Por supuesto.
—Y, además, puede ser que este Clos Vougeot se suba un tanto a la cabeza, ¿sabe
usted?... Un tanto fuerte... Usted comprende, ¿no?
—Por supuesto —dije—, por supuesto. Dicho sea de paso, señor, ¿no dijo usted, si he
oído bien, que el sistema que había adoptado en reemplazo del famoso sistema de la
dulzura es de una extremada severidad?
—De ninguna manera. La reclusión es obligadamente rigurosa; pero el tratamiento...
quiero decir el tratamiento médico, es más bien agradable a los pacientes.
—¿Y es usted el inventor del nuevo sistema?
—No en su totalidad. Parte del mismo procede del profesor Tarr, de quien habrá usted
oído hablar seguramente; y mi plan contiene, además, modificaciones que, me complazco
en decirlo, provienen del celebrado Fether, con quien, si no me equivoco, está usted
estrechamente vinculado.
—Me avergüenza muchísimo reconocer que no he oído jamás mencionar a dichos
caballeros —repliqué.
—¡Grandes dioses! —exclamó mi huésped, echando bruscamente atrás su silla y
alzando las manos—. ¡Sin duda he oído mal! ¿No pretenderá decirme que jamás ha oído
hablar del sabio doctor Tarr o del famoso profesor Fether?
—Me veo precisado a reconocer mi ignorancia —repuse—, pero la verdad está por
encima de todas las cosas. Mucho me humilla ignorar las obras de esos extraordinarios
estudiosos. Las buscaré lo antes posible, para leerlas con la máxima atención. Monsieur
Maillard, usted ha conseguido... se lo digo muy sinceramente... avergonzarme de mí
mismo.
Y era muy cierto.
—No diga usted más, mi joven amigo —replicó amablemente el director,
estrechándome la mano—, y acompáñeme con una copa de Sauternes.
Bebimos. La asamblea imitó sin vacilar nuestro ejemplo. Todos charlaban, bromeaban,
reían, hacían las cosas más absurdas, mientras los violines chirriaban, el tambor tronaba, los
trombones mugían como otros tantos toros de bronce de Falaris... y aquella escena,
empeorando de minuto en minuto, a medida que los vinos hacían su efecto, se convertía
finalmente en una especie de pandemonio in petto. A todo esto, con algunas botellas de
Sauternes y Vougeot entre los dos, Monsieur Maillard y yo continuábamos nuestro diálogo
a gritos. Cualquier palabra pronunciada con tono natural se hubiera oído mucho menos que
la voz de un pez en las cataratas del Niágara.
—¿No mencionó usted antes de la cena —le grité al oído— que el antiguo sistema de la
dulzura encerraba ciertos peligros? ¿Puede explicarme cuáles?
—Sí —repuso él—, en algunas ocasiones era sumamente peligroso. Los caprichos de
los locos son inexplicables, y en mi opinión, así como en la del doctor Tarr y el profesor
Fether, nunca se está seguro si se los deja andar solos y sin vigilancia. Un insano puede ser
«calmado» por un tiempo, pero terminará siempre provocando algún alboroto. Su astucia,
además, es tan proverbial como grande. Si proyecta alguna cosa, la ocultará con
maravillosa sagacidad, y la destreza con que finge la cordura presenta para el filósofo uno
de los problemas más singulares del estudio de la mente. Créame usted: cuando un loco
parece completamente sano, ha llegado el momento de ponerle la camisa de fuerza.
—Pero el peligro del cual hablaba usted, mi querido señor... En el curso de su propia
experiencia... mientras dirigía esta casa... ¿ha tenido razones para creer que la libertad era
peligrosa en un caso de locura?
—¿Aquí? ¿En el curso de mi propia experiencia? Pues bien... sí. Por ejemplo: no hace
mucho, sucedió en esta misma casa algo muy extraño. Como usted sabe regía el sistema de
dulzura y todos los enfermos andaban en libertad. Se conducían muy bien...; tan bien, que
cualquier persona sensata se hubiera dado cuenta de que se preparaba algún designio
diabólico, tanta era la compostura con que se portaban. Y así ocurrió, en efecto: una
mañana, los guardianes se despertaron atados de pies y manos y metidos en las celdas,
donde fueron atendidos como si fueran los locos... por los locos mismos, que habían
usurpado las funciones de guardianes.
—¡No me diga usted! ¡Jamás he oído cosa tan absurda!
—Le cuento la verdad. Todo sucedió por culpa de un imbécil... un loco que sostenía
haber inventado el mejor sistema de gobierno jamás imaginado... gobierno de locos, se
entiende. Supongo que quería experimentar su invención y persuadió al resto de los
enfermos a que se le unieran en una conspiración destinada a derrocar los poderes
reinantes.
—¿Y lo consiguió?
—Naturalmente. Los guardianes y los guardados cambiaron muy pronto de puesto, con
la importante diferencia de que los locos habían estado sueltos con anterioridad, mientras
que los guardianes fueron encerrados en las celdas y tratados, lamento decirlo, de una
manera muy desdorosa.
—Pero supongo que no tardó en producirse una contrarrevolución. Imposible que
semejante estado de cosas se prolongara mucho. Las personas de la vecindad... los
visitantes que acudían al establecimiento... no hay duda de que debieron dar la alarma.
—Pues se equivoca usted. El jefe de los rebeldes era demasiado astuto para eso. No
admitió a ningún visitante, excepción hecha, cierto día, de un joven de aire tan estúpido que
no le inspiró el menor temor. Lo dejó entrar en el establecimiento... simplemente para
variar un poco... para divertirse con él. Tan pronto se hubo burlado lo suficiente, lo dejó
salir para que se volviera a sus negocios.
—¿Y cuánto tiempo duró el reinado de los locos?
—¡Oh, mucho tiempo! Por lo menos, un mes..., no podría decir exactamente cuánto.
Pero, entretanto, lo pasaron admirablemente, eso puedo jurárselo. Tiraron sus viejas ropas
ajadas y se apoderaron del guardarropa y las joyas de la familia. La bodega del
establecimiento estaba bien provista de vino, y esos diablos de locos son precisamente los
que mejor saben beberlo. Vivieron muy bien, se lo aseguro.
—Y el tratamiento... ¿En qué consistía ese tratamiento especial que puso en práctica el
jefe de los rebeldes?
—Pues bien; como ya le he hecho notar, un loco no es necesariamente un tonto, y en
mi honesta opinión, dicho tratamiento era muchísimo mejor que el anterior. Consistía en un
sistema verdaderamente extraordinario... muy sencillo... pulcro... nada complicado...
realmente delicioso... Era...
Las observaciones de mi huésped se vieron bruscamente interrumpidas por una nueva
serie de alaridos semejantes a los que tanto nos habían desconcertado previamente. Pero
esta vez parecían proceder de personas que se aproximaban rápidamente.
—¡Santo Dios! —grité—. ¡Los locos han debido escaparse...!
—Mucho me lo temo —replicó Monsieur Maillard poniéndose mortalmente pálido.
Apenas había terminado la frase cuando se oyeron gritos e imprecaciones bajo las
ventanas, y no tardó en verse que algunas gentes del exterior estaban tratando de abrirse
paso en el comedor. Golpeaban la puerta con algo que parecía ser un acotillo, mientras
sacudían las persianas con violencia prodigiosa.
Siguió una escena de espantosa confusión. Para mi indescriptible asombro, Monsieur
Maillard se metió debajo del aparador. Yo hubiera esperado una mayor resolución de su
parte. Los miembros de la orquesta que en el último cuarto de hora habían dado la
impresión de estar demasiado borrachos para cumplir con su obligación, se enderezaron
bruscamente aferrando sus instrumentos y, trepándose a la mesa, atacaron de común
acuerdo el Yankee Doodle, que ejecutaron, si no afinadamente, por lo menos con energías
sobrehumanas durante todo el transcurso del tumulto.
Entretanto, el caballero a quien con tanta dificultad habían impedido que saltara sobre
la mesa se apresuró a hacerlo y, tras de plantarse entre las botellas y vasos, comenzó una
arenga que no dudo hubiera sido de primer orden de haber podido escucharla. En el mismo
instante, el hombre cuyas predilecciones iban hacia las perinolas comenzó a girar por la
estancia con inmensa energía, abiertos los brazos en ángulo recto con el cuerpo, con lo cual
se parecía realmente a una peonza, y derribando a todo aquel que se le ponía en el camino.
Entonces, al escuchar un increíble ruido de botella descorchada y de vino espumante
saliendo de ella, terminé por descubrir que procedía de la persona que había imitado a una
botella de champaña en el curso de la cena. Por su parte, el hombre-rana croaba como si la
salvación de su alma dependiera de cada sonido que profería. Y en mitad de todo esto
alzábase el continuo rebuznar de un asno. En cuanto a mi buena amiga Madame Joyeuse,
me daba verdadera lástima contemplar el estado de perplejidad en que se encontraba. Todo
lo que hacía era quedarse en un rincón, al lado de la chimenea, repitiendo continuamente y
con todas sus fuerzas: «¡Cocoricó-o-o-o-o!»
Y entonces se produjo la crisis, la catástrofe del drama. Como, aparte de los hurras, los
alaridos y los cocoricós, quienes me rodeaban no ofrecían la menor resistencia a los de
fuera, las diez ventanas no tardaron en ser forzadas casi simultáneamente. Y jamás olvidaré
el asombro y el horror con que vi saltar por ellas y lanzarse entre nosotros, golpeando,
pateando, arañando y aullando, un ejército que creí de chimpancés, orangutanes o enormes
babuinos negros del cabo de Buena Esperanza.
Recibí una terrible paliza, tras de la cual rodé bajo un sofá y me quedé inmóvil. Luego
de un cuarto de hora, tiempo en el cual escuché con todos mis sentidos lo que seguía
ocurriendo en la habitación, llegué a una explicación satisfactoria del desenlace de aquella
tragedia. Por lo visto, al hablarme del loco que había incitado a sus compañeros a la
rebelión, Monsieur Maillard no había hecho otra cosa que relatarme sus propias hazañas.
Este caballero había sido el director del establecimiento dos o tres años atrás, pero acabó
por enloquecer a su turno y pasó a la categoría de paciente. El compañero de viaje que me
había presentado ignoraba semejante cosa. En cuanto a los guardianes, dominados por los
locos, habían sido primeramente untados de alquitrán, luego emplumados y finalmente
metidos en las celdas subterráneas. Llevaban allí un mes, en el curso del cual Monsieur
Maillard no solamente les había prodigado generosamente el alquitrán y las plumas (que
constituían su «sistema»), sino que los había tenido a pan y agua. Esta última en forma de
ducha diaria... Pero, al fin, tras de escapar por una cloaca, uno de los prisioneros logró
poner en libertad a los demás.
El «sistema de la dulzura» —con importantes modificaciones— se ha reanudado en el
château; sin embargo, no puedo dejar de reconocer con Monsieur Maillard que su propio
«tratamiento» era verdaderamente radical. Como muy bien lo había expresado, era «muy
sencillo... pulcro... nada complicado...».
Sólo me resta añadir que, aunque he revisado todas las bibliotecas de Europa en busca
de las obras del doctor Tarr y del profesor Fether, he fracasado hasta ahora en mi empeño
por procurarme un ejemplar de las mismas.
Nunca apuestes tu cabeza al diablo
Cuento con moraleja
Con tal que las costumbres de un autor sean puras y castas —dice don Tomás de las
Torres en el prefacio a sus Poemas amatorios—, importa muy poco que no sean igualmente
severas sus obras101. Presumimos que don Tomás ha de estar ahora en el Purgatorio a causa
de su afirmación. Sería bueno tenerlo allí, desde un punto de vista de justicia poética, hasta
que sus Poemas amatorios se agoten o empiecen a juntar polvo en las bibliotecas por falta
de lectores. Toda ficción debería tener una consecuencia moral; y, lo que es más, los
críticos han descubierto que no hay ficción que no la tenga. Hace ya tiempo, Felipe
Melancthon escribió un comentario de la Batracomiomaquia, probando que lo que el poeta
quería era volver odiosas las sediciones. Pierre La Seíne, dando un paso adelante, mostró
que la verdadera intención consistía en recomendar a los jóvenes la temperancia en la
comida y la bebida. Jacobus Hugo, por su parte, quedó convencidísimo de que, en Euenis,
Homero insinuaba la persona de Calvino; que Antinoo era Martín Lutero; los Lotófagos,
los protestantes en general, y las arpías, los holandeses. Nuestros escoliastas modernos son
igualmente agudos. Estos señores demuestran la existencia de un sentido oculto en Los
antediluvianos, de una parábola en Powhatan, de nueve ideas en Arrorró mi niño y del
trascendentalismo en Pulgarcito. En resumen, se ha demostrado que ningún hombre de este
mundo puede sentarse a escribir sin un profundísimo designio. Con esto, los autores se
ahorran muchas preocupaciones. Un novelista, por ejemplo, no necesita preocuparse de las
consecuencias morales, pues allí están —vale decir, están en alguna parte de su libro—, y
tanto ellas como los críticos pueden arreglarse solos. Cuando llegue el momento oportuno,
todo lo que dicho caballero se proponía y todo lo que no se proponía asomará a la luz, sea
en el Dial o en el Down Easter, conjuntamente con aquello que debería haberse propuesto y
aquello que claramente intentó proponerse; vale decir que todo se arreglará muy bien al
final.
No hay ninguna justificación, pues, en la acusación que ciertos ignorantes han
formulado contra mí; a saber: que jamás he escrito un cuento moral o, con palabras más
precisas, un cuento con moraleja. Lo que pasa es que aquéllos no son los críticos
predestinados a ponerme de manifiesto y a desarrollar mis moralejas; he ahí el secreto.
Poco a poco, la North American Quarterly Humdrum los hará sentir avergonzados de su
estupidez. Pero por el momento, con el fin de aplazar la ejecución capital y mitigar las
acusaciones alzadas contra mí, ofrezco el siguiente y triste relato, cuya obvia moraleja no
puede ser cuestionada de ninguna manera, ya que cualquiera puede leerla en las mayúsculas
que forman el título del relato. Debería reconocerse mi mérito por esta disposición, mucho
más sabia que la de La Fontaine y otros, que reservan hasta el último momento la impresión
que desean producir y la meten de rondón en el final de sus fábulas.
Defuncti injuria ne officiantur, decía una ley de las doce tablas, y De mortuis nil nisi
bonum es un excelente corolario, aun si los muertos en cuestión no son más que bagatelas
difuntas. Lejos de mí la intención, pues, de vituperar a mi finado amigo Toby Dammit. Era
un pobre perro, la verdad sea dicha, y tuvo una muerte de perros; pero no hay que
101 En español en el original. (N. del T.)
reprocharle sus vicios. Nacieron de un defecto personal de su madre. Aquella señora hacía
todo lo posible en materia de azotes cuando Toby era niño, ya que para su bien ordenada
mente los deberes eran siempre placeres, y los niños, al igual que las chuletas duras o los
olivos griegos, mejoran si se los golpea. Pero, ¡pobre mujer!, tenía el infortunio de ser
zurda, y mejor es no azotar a un chico que azotarlo con la mano izquierda. El mundo gira
de derecha a izquierda. Dar de latigazos a un crío de izquierda a derecha no sirve de nada.
Si cada golpe en la dirección adecuada arranca de raíz una propensión maligna, se sigue
que cada porrazo propinado en el sentido opuesto ahincará aún más la maldad. Muchas
veces fui testigo de los castigos aplicados a Toby, y, aunque sólo fuera por la forma en que
pateaba, podía percatarme de que cada día se estaba poniendo más malo. Noté, por fin, a
través de las lágrimas que velaban mis ojos, que no quedaba esperanza alguna para el
pequeño miserable, y cierto día en que le habían dado tantos golpes que tenía la cara
completamente negra, al punto que lo hubieran tomado por un pequeño africano, sin otro
efecto visible que el de hacerlo retorcerse en un ataque de ira, me fue imposible soportar
aquello por más tiempo y, cayendo de rodillas, alcé mi voz para profetizar su ruina.
La precocidad de Toby para el vicio era horrorosa. A los cinco meses de edad le daban
tales ataques de rabia que no podía articular palabra. A los seis meses lo pesqué
mordisqueando un mazo de barajas. A los siete tenía por costumbre abrazar y besar a los
bebés del sexo opuesto. A los ocho rehusó perentoriamente agregar su firma a un memorial
en pro de la temperancia. Y así fue creciendo en iniquidad, mes tras mes, hasta que, al
cumplir su primer año de vida, no sólo insistía en usar bigotes, sino que había adquirido
una gran propensión a las palabrotas y juramentos, así como a sostener sus afirmaciones
mediante apuestas.
La ruina que había vaticinado a Toby Dammit se cumplió, por fin, a causa de la poco
caballeresca práctica mencionada en último término. Aquella costumbre «creció con su
crecimiento y se esforzó con sus fuerzas», de modo que, cuando Toby llegó a ser hombre,
apenas podía pronunciar una frase sin aderezarla con una promesa de juego. Y no apostaba
en firme... nada de eso. Seré justo con mi amigo y diré que antes hubiera preferido hacerse
monje. En su caso, aquello era una simple fórmula, y nada más. Sus expresiones no tenían
el menor sentido positivo. Eran desahogos, simplemente —ya que no puedo decir que lo
fueran inocentemente—; frases imaginativas con las cuales redondeaba sus declaraciones.
Cuando decía: «Le apuesto esto y aquello», a nadie se le ocurría formalizar la apuesta, pero
de todos modos yo no podía dejar de considerar que mi deber era reprenderlo. Aquella
costumbre era inmoral, y así se lo decía. Era vulgar, y le rogaba que me creyera. Era
desaprobada por la sociedad, y nadie me desmentiría por decirlo. Estaba prohibida por una
ley del Congreso, y afirmándolo así no incurría en ninguna mentira. Le hacía reproches, sin
resultado; aducía pruebas, vanamente. Si lo amenaza, se sonreía; si le suplicaba, prorrumpía
en carcajadas. Si rogaba, se encogía desdeñosamente de hombros. Si lo amenazaba... se
ponía a jurar. Si le daba de puntapiés... llamaba a la policía. Si le tironeaba de la nariz, se
sonaba y apostaba su cabeza al diablo a que no me atrevería a repetir el experimento.
La pobreza era otro vicio que la deficiencia física de la madre de Dammit había
acumulado sobre su hijo. Era detestablemente pobre, y por esa razón, sin duda, sus
expresiones coléricas acerca de las apuestas tomaban raras veces un giro pecuniario. Nadie
me hará decir que en alguna oportunidad le haya escuchado figuras de lenguaje tales como:
«Le apuesto a usted un dólar». Por lo regular decía: «Le apuesto lo que quiera», o «Le
apuesto cualquier cosa», o bien, mucho más significativamente, «Le apuesto mi cabeza al
diablo».
Esta última fórmula era la que parecía agradarle más, quizá porque envolvía menos
riesgo, pues Dammit se había vuelto muy parsimonioso. Si alguien le hubiera aceptado la
apuesta, poco habría perdido, dado que tenía la cabeza muy pequeña; pero ésta es una
observación personal y no estoy nada seguro de poder atribuírsela con justicia. De todos
modos, la frase en cuestión se le pegaba más y más, a pesar de lo impropio que resultaba
que un hombre apostara todo el tiempo su cerebro como si fuese un billete de banco;
empero, la perversa naturaleza de mi amigo no le permitía darse cuenta de ello. Terminó
por abandonar todas las restantes fórmulas, entregándose de lleno a: Le apuesto mi cabeza
al diablo, con una pertinacia y una exclusividad que me desagradaban tanto como me
sorprendían. Siempre me repelen aquellas circunstancias que no puedo explicarme. Los
misterios obligan a un hombre a pensar, con lo cual su salud se perjudica. A decir verdad,
había algo en el aire con que Mr. Dammit pronunciaba aquella ofensiva expresión, algo en
su modo de enunciarla, que primero me interesó y luego me hizo sentirme muy preocupado;
algo que, a falta de un término más preciso, se me permitirá calificar de raro —pero que
Mr. Coleridge hubiese llamado místico, Mr. Kant panteístico, Mr. Carlyle retorcido y Mr.
Emerson hiperenigmático—. Aquello empezó a no gustarme nada. El alma de Mr. Dammit
estaba en peligro. Resolví emplear toda mi elocuencia a fin de salvarla. Prometí
consagrarme a él como San Patricio, en la crónica irlandesa, se consagró al sapo, vale decir
«despertándolo a su verdadera situación». Me puse a la tarea de inmediato. Una vez más
me preparé para reprochar su lenguaje a mi amigo. Una vez más reuní mis energías para
una tentativa final de reconvención.
Cuando hube terminado mi conferencia, Mr. Dammit se permitió algunas actitudes
sumamente equívocas. Durante unos instantes guardó silencio, limitándose a mirarme
interrogativamente a la cara. Luego ladeó la cabeza, mientras alzaba muchísimo las cejas.
Tendiendo las palmas de sus manos, se encogió de hombros. Guiñó a continuación el ojo
derecho, repitiendo la operación con el izquierdo. Inmediatamente cerró los dos ojos,
apretando mucho los párpados. Los abrió a continuación de tal manera que me alarmé
seriamente por las consecuencias. Aplicándose el pulgar a la nariz, consideró oportuno
efectuar un indescriptible movimiento con el resto de los dedos. Por fin, colocando los
brazos en jarras, condescendió a contestarme.
Sólo recuerdo los titulares de su discurso. Me estaría muy agradecido si me callaba la
boca. No tenía ninguna necesidad de mis consejos. Despreciaba mis insinuaciones. Era lo
bastante crecido como para cuidarse a sí mismo. ¿Lo creía todavía el bebé Dammit?
¿Pretendía insinuar alguna cosa sobre su carácter? ¿Me proponía insultarlo? ¿Estaba loco?
¿Estaba mi madre enterada, en una palabra, de que yo había salido de casa sin permiso? Me
hacía esta última pregunta considerándome capaz de responder la verdad, y se declaraba
dispuesto a creer en mi respuesta. Una vez más me preguntaba explícitamente si mi madre
estaba enterada de que yo había salido solo de casa. Mi confusión —agregó— me
traicionaba y, por tanto, estaba dispuesto a apostarle la cabeza al diablo a que mi buena
madre no estaba enterada.
Mr. Dammit no se detuvo a esperar mi réplica. Girando sobre los talones, se alejó con
precipitación muy poco digna. Y más le valió haberlo hecho así. Me sentí injuriado. Hasta
colérico. Hubiera querido recoger por una vez su insultante apuesta. Hubiera ganado para el
Archienemigo la mínima cabeza de Mr. Dammit; pues la verdad es que mamá estaba
perfectamente enterada de mi momentánea ausencia del hogar.
Pero Khoda shefa midêhed —el cielo trae alivio—, como dicen los musulmanes cuando
alguien les pisa los pies. Había sido insultado mientras cumplía con mi deber, y soporté el
insulto como un hombre. Parecióme, no obstante, que había hecho todo lo que se podía
pedir en el caso de aquel miserable individuo y resolví no molestarlo más con mis consejos,
abandonándolo a su conciencia y a sí mismo. De todos modos, aunque no volví a hablarle
del asunto, no pude privarme por completo de su compañía. Llegué incluso a tolerar
algunas de sus tendencias menos reprobables y en ciertas ocasiones hasta alabé sus pésimas
bromas (aunque con lágrimas en los ojos, como elogian los epicúreos la mostaza); a tal
punto me dolía oír su profano lenguaje.
Un día radiante, en que habíamos salido a pasear tomados del brazo, nuestro camino
nos condujo hasta un río. Había un puente y resolvimos cruzarlo. Era un puente techado,
que protegía del mal tiempo y, como dentro tenía pocas ventanas, resultaba
desagradablemente oscuro. Cuando penetramos, el contraste entre el brillo exterior y la
penumbra influyó penosamente en mi ánimo. No así en el desdichado Dammit, quien
apostó en seguida su cabeza al diablo a que yo estaba melancólico. Por su parte parecía de
excelente humor. Quizá en exceso, lo cual me hacía sentir no sé qué rara sospecha. No me
parecía imposible que fuera víctima de algún trascendentalismo. Pero no soy tan versado en
el diagnóstico de esta enfermedad como para afirmar nada y, por desgracia, ninguno de mis
amigos del Dial se hallaba presente. Sugiero la idea, no obstante, a causa de una cierta
austera bufonería que parecía haber invadido a mi pobre amigo, induciéndolo a
comportarse como un estúpido. Nada podía disuadirlo de deslizarse y saltar por encima o
por debajo de cualquier cosa que se cruzara en su camino; todo esto gritando o susurrando
palabras y palabrotas, a tiempo que su rostro conservaba una profunda gravedad. Realmente
yo no sabía si tenerle lástima o emprenderla a puntapiés con él. Por fin, cuando habíamos
atravesado casi todo el puente y nos acercábamos a su fin, nuestra marcha se vio impedida
por un molinete. Pasé como corresponde en estos casos, es decir, que hice girar el molinete.
Pero esto no convenía al capricho de Mr. Dammit. Insistió en saltar sobre el molinete,
afirmando que era capaz de hacer al mismo tiempo una pirueta en el aire.
Pues bien, hablando seriamente, no me pareció que pudiera hacerlo. Las mejores
piruetas, en cualquier estilo, las ha hecho mi amigo Mr. Carlyle, y sé muy bien que, así
como no sería capaz de hacer ésta, tampoco podría hacerla Toby Dammit. Así se lo dije,
agregando que era un fanfarrón y que hablaba por hablar. No me faltaron luego razones
para lamentar haberme expresado así; pues instantáneamente Toby apostó su cabeza al
diablo a que lo hacía.
Disponíame a replicarle, no obstante mi anterior resolución, con algunos reproches
sobre su impiedad, cuando oí toser a mi lado. Aquella tos se parecía mucho a la
exclamación «¡hola!», tanto que me sobresalté y miré en torno lleno de sorpresa. Por fin
mis ojos cayeron de lleno en un nicho que había en la estructura del puente y vieron a un
anciano y diminuto caballero cojo, de venerable aspecto. Nada podía ser más venerable que
su apariencia, pues no sólo estaba enteramente vestido de negro sino que usaba una camisa
muy limpia, cuyo cuello se plegaba esmeradamente sobre una corbata blanca, y sus
cabellos aparecían partidos al medio, como los de una muchacha. Apoyaba pensativamente
las manos en el estómago y tenía los ojos en blanco.
Al observarlo más de cerca percibí que llevaba puesto un delantal de seda negra sobre
sus ropas, y la cosa me pareció sumamente extraña. Pero antes de que tuviera oportunidad
de hacer la menor observación sobre tan singular circunstancia, me interrumpió con un
segundo «¡hola!».
No me hallaba preparado para contestarle de inmediato. A decir verdad, las
observaciones tan lacónicas como aquélla son de muy difícil respuesta. He conocido cierta
revista trimestral que se quedó estupefacta a causa de la expresión «¡Disparates!»; se
comprenderá, pues, que no me avergoncé de volverme a Mr. Dammit en busca de ayuda.
—Dammit —dije—, ¿qué estás haciendo? ¿No oyes? Este caballero dice «¡hola!»
Y lo miré severamente a tiempo que le hablaba. Porque si he de decir la verdad, me
sentía especialmente perplejo, y cuando un hombre está especialmente perplejo debe fruncir
el ceño y tomar un aire salvaje, pues de lo contrario es seguro que pondrá cara de estúpido
—Dammit —continué, aunque esta repetición del nombre empezaba a parecerse a un
juramento, cosa que estaba muy lejos de mis intenciones102—. Dammit —agregué—, este
caballero ha dicho «¡hola!»
No tengo intención de sostener que mi observación era profunda, pero he notado que el
efecto de nuestras palabras no siempre está de acuerdo con la importancia que tienen para
nosotros. Si hubiera hecho estallar una bomba a los pies de Mr. Dammit, o le hubiese
golpeado en la cabeza con los Poetas y Poesías de Norteamérica, no lo hubiera visto tan
trastornado como cuando me dirigí a él con aquellas simples palabras: «¡Dammit! ¿Qué
estás haciendo? ¿No oyes? Este caballero dice ¡hola!»
—¡No me digas! —jadeó por fin, después de pasar por más colores que los que
enarbola sucesivamente un barco pirata cuando se ve perseguido por otro de guerra—.
¿Estás seguro de que dijo eso? En fin, de todas maneras ya estoy pronto, y lo mejor es
poner al mal tiempo buena cara. Ahí va, pues... ¡Hola!
Al oír esto el diminuto caballero pareció muy complacido, Dios sabe por qué. Saliendo
del hueco que había ocupado hasta entonces, avanzó cojeando con un aire muy gentil y
estrechó la mano de Dammit, mientras lo miraba en la cara con el más auténtico aire de
bondad que pueda imaginar un ser humano.
—Estoy absolutamente seguro de que usted ganará, Dammit —dijo con una sonrisa
llena de franqueza—. Pero, de todos modos, tenemos que hacer una prueba, aunque no sea
más que por mera formalidad.
—¡Hola! —repitió mi amigo, quitándose la chaqueta con un profundo suspiro, atándose
un pañuelo de bolsillo a la cintura y modificando indescriptiblemente su expresión al
revolver los ojos y dejar caer las comisuras de la boca—. ¡Hola! —agregó, repitiendo la
palabra después de una pausa. Y desde ese instante no le oí pronunciar ninguna otra que no
fuese el consabido «¡hola!».
«Pues bien —me dije—, he aquí un silencio bastante notable por parte de Toby
Dammit, y sin duda es consecuencia de toda su verbosidad anterior. Un extremo induce al
otro. Me pregunto si se habrá olvidado de las numerosas preguntas que me hizo con tanta
fluidez el día en que le propiné mi última conferencia. De todas maneras parece que se ha
curado del trascendentalismo.»
—¡Hola! —prorrumpió Toby, como si hubiera estado leyendo en mis pensamientos, y
mirándome con la cara de una oveja decrépita en una pesadilla.
El anciano caballero lo tomó del brazo y lo condujo un trecho hacia el interior del
puente, a cierta distancia del molinete.
—Estimado amigo —dijo—, considero mi deber concederle todo este terreno para
tomar impulso. Espere aquí, mientras me instalo junto al molinete a fin de verificar si usted
lo salta elegante y trascendentalmente, sin omitir ninguno de los movimientos de una buena
pirueta. Pura formalidad, por supuesto. Diré «una, dos, tres... ¡vamos!». Tenga buen
cuidado de no arrancar hasta oír el «vamos».
102 Damn it, ¡maldito sea! (N. del T.)
Colocóse al lado del molinete, hizo una pausa como si se sumiera en profunda
reflexión, luego miró hacia arriba y, según me pareció, sonrióse ligeramente, tras lo cual se
ajustó las cintas del delantal, observó largamente a Dammit y, finalmente, dio la orden
convenida:
—¡Una... dos... tres... y... vamos!
Exactamente al oírse la última palabra mi pobre amigo se lanzó a la carrera. Su estilo
no era tan excelente como el de Mr. Lord, pero tampoco tan malo como el de los críticos de
Mr. Lord; de todos modos me sentí seguro de que saltaría el obstáculo. Después de todo, si
no lo saltaba... ¿qué? ¡Ah, ésa era la cuestión! ¿Y si no lo saltaba?
—¿Qué derecho tiene este caballero de obligar a otro a dar un salto? —dije en alta
voz—. ¿Quién es este personaje achacoso? ¡Si me pide a mí que salte, no lo haré, como que
estoy vivo, y no me importa en absoluto quién demonios sea!
Ya he dicho que el puente aquel estaba cubierto de la manera más ridícula, por lo cual
las palabras producían un eco desagradable... aunque nunca había reparado en él tan
claramente como al pronunciar mis últimas tres palabras.
Pero lo que dije, o pensé, o escuché fueron cosas que sólo llenaron un instante. Menos
de cinco segundos después de tomar impulso, mi pobre Toby daba su salto. Lo vi venir
corriendo ágilmente y dar un grandísimo salto, a tiempo que efectuaba las evoluciones más
extraordinarias con las piernas a medida que se elevaba. Lo vi en el aire, haciendo una
admirable figura de danza justamente encima del molinete; y, como es natural, me pareció
insólitamente singular que no siguiera su recorrido hacia adelante. Pero todo aquello fue
cosa de un segundo; antes de que tuviera tiempo de hacer la menor reflexión profunda, vi a
Mr. Dammit que se desplomaba de espaldas y del mismo lado del molinete de donde se
había elevado. Y al mismo tiempo vi que el anciano caballero salía corriendo a toda
velocidad, tras de recoger y envolver en su delantal alguna cosa que acababa de caer desde
la oscuridad de la techumbre del puente, justamente sobre el molinete.
Me quedé profundamente estupefacto ante todo esto, pero no tuve tiempo de pensar,
pues Mr. Dammit estaba curiosamente inmóvil, por lo cual deduje que se sentía muy
agraviado y que necesitaba de mi ayuda. Me apresuré a acercarme, descubriendo que había
recibido lo que cabe calificar de herida grave. En efecto, había sido privado de la cabeza,
que inútilmente busqué por todas partes. Decidí entonces llevarlo a casa y mandar llamar a
los homeópatas. Entretanto se me ocurrió algo y, luego de abrir una ventana que había en
esa parte del puente, descubrí instantáneamente la triste verdad. A unos cinco pies sobre el
nivel del molinete, atravesando la techumbre a manera de soporte, veíase una fina barra de
acero, con el filo colocado horizontalmente; formaba parte de una serie de soportes
análogos que reforzaban la estructura del puente. No cabía duda de que el cuello de mi
infortunado amigo habíase puesto en contacto con el filo de aquella barra.
Mr. Dammit no sobrevivió a su terrible pérdida. Los homeópatas no le suministraron
bastante poca medicina, y la poca que le dieron no pudo él tomarla. Al final empeoró y
acabó muriéndose, dando con ello una lección a todos los seres de vida desenfrenada.
Regué su tumba con mis lágrimas, agregué una barra siniestra en el escudo de armas de su
familia y, a fin de cubrir los gastos generales de su funeral, envié una cuenta sumamente
moderada a los trascendentalistas. Los villanos se negaron a pagarla, por lo cual hice
exhumar de inmediato a Mr. Dammit y lo vendí como alimento para perros.
Mixtificación
¡Diantre! Si éstos son tus «pasos» y tus «montantes»,
no quiero saber nada de ellos.
(NED KNOWLES)
El barón Ritzner von Jung descendía de una noble familia húngara, cuyos miembros,
hasta donde permiten asegurarlo antiquísimas y fidedignas crónicas, se habían destacado
por esa especie de grotesquerie imaginativa de la cual Tieck, descendiente también de la
familia, ha dado una ejemplificación tan vívida, aunque no la mejor.
Mi relación con Ritzner comenzó en el magnífico castillo de los Jung, al cual una serie
de extrañas aventuras que no deseo hacer públicas me llevó en los meses de estío de 18...
Fue allí donde gané su estima y, lo que era más difícil, un primer atisbo de su conformación
mental. En tiempos posteriores estos atisbos se hicieron más profundos, y más estrecha la
intimidad entre los dos; por eso, al encontrarnos otra vez en G...n, luego de tres años de
separación, sabía todo lo que se necesitaba saber del carácter del barón Ritzner von Jung.
Recuerdo el rumor de expectativa que su llegada provocó en el recinto de la
universidad la noche del 25 de junio. Recuerdo también claramente que, si todos los
presentes lo declararon a primera vista «el hombre más notable del mundo», ninguno se
esforzó por fundamentar su opinión. Tan innegable parecía el hecho de que fuera único, que
toda pregunta sobre las razones de esa rareza hubieran resultado impertinentes. Pero,
dejando esto de lado por el momento, me limitaré a observar que desde su llegada a la
universidad el barón empezó a ejercer sobre los hábitos, modales, personas, faltriqueras y
propensiones de la comunidad que lo rodeaba una influencia tan vasta como despótica, y al
mismo tiempo tan indefinida como inexplicable. Así, el breve período de su residencia en la
universidad constituyó una era en sus anales, y fue desde entonces denominada por los que
pertenecían a ella o a sus descendientes como «aquella extraordinaria época de la
denominación del barón Ritzner Von Jung».
A su llegada a G...n, Von Jung fue a visitarme a mis habitaciones. Carecía en aquel
entonces de edad, con lo cual quiero decir que resultaba imposible hacerse una idea de sus
años basándose en su apariencia personal. Lo mismo podía haber tenido quince que
cincuenta, y en realidad tenía veintiún años y siete meses. Nada de apuesto había en él, más
bien lo contrario. El contorno de su rostro era angular y áspero. Tenía una frente tan alta
como hermosa, nariz chata, ojos grandes, pesados, vidriosos e inexpresivos. Pero en la boca
había más terreno de observación. Los labios sobresalían ligeramente y estaban siempre
apretados, al punto que sería imposible imaginar otra combinación de rasgos, por más
compleja que fuera, capaz de producir de manera tan total y sencilla la impresión de
gravedad, de solemnidad y reposo.
De lo que ya he adelantado se deducirá que el barón constituía una de esas anomalías
humanas que se encuentran una que otra vez, y que hacen de la ciencia de las bromas el
estudio y la ocupación de su vida. Una especial conformación de su mente lo capacitaba
instintivamente para esta ciencia, mientras su aspecto físico le proporcionaba grandes
facilidades para llevarla a la práctica. Estoy firmemente convencido de que en la época tan
curiosamente llamada «de la dominación» del barón Ritzner von Jung, ninguno de los
estudiantes de G...n sospechó jamás el misterio que envolvía su persona. Lo repito: estoy
convencido de que nadie, fuera de mí, imaginó nunca que el barón era capaz de una broma
fuera verbal o de hecho; antes hubieran acusado al viejo bulldog del jardín, al fantasma de
Heráclito o a la peluca del emérito profesor de teología. Y esto mientras saltaba a los ojos
que los más egregios e imperdonables artificios, extravagancias y bufonadas tenían por
causa al barón, si no de manera directa, al menos por su intermedio o connivencia. La
belleza, si así puedo llamarla, de su arte mystifique residía en la consumada habilidad —
resultante de un conocimiento casi intuitivo de la naturaleza humana, y de un admirable
dominio de sí mismo—, mediante la cual el barón lograba aparentar que las extravagancias
que preparaba se producían a pesar de sus laudables esfuerzos para impedirlas y para
mantener el buen orden y la dignidad de la casa de estudios. La profunda, la punzante, la
sobrecogedora mortificación que el fracaso de sus meritorios esfuerzos dibujaba en cada
rasgo de su semblante no dejaba la menor sombra de duda en el ánimo de sus compañeros
más escépticos. Y no era menos digna de observación la habilidad que tenía para hacer
derivar lo grotesco del creador a lo creado, de su propia persona a las absurdas
consecuencias que de ella nacían. Jamás, antes de conocer al barón, había visto que un
bromista escapara a las consecuencias inevitables de sus maniobras, es decir, que lo
ridículo acabara por contaminar a su propia persona. Mi amigo, en vez, aunque envuelto
continuamente en una atmósfera de capricho, daba la impresión de vivir tan sólo para las
formas sociales más severas, y ni siquiera los miembros de su propia casa pensaron jamás
en asociar a la memoria del barón Ritzner Von Jung otras nociones que las de rigidez y
majestad.
Durante la época de su residencia en G...n, parecía como si el demonio del dolce far
niente dominara como un incubo la universidad. Nada se hacía allí que no fuera comer,
beber y divertirse. Las habitaciones de los estudiantes se habían convertido en sendas
tabernas, y ninguna de ellas tenía tanta fama ni estaba tan concurrida como la del barón.
Nuestras juergas eran numerosas, turbulentas y continuas, llenas siempre de incidentes.
Cierta vez habíamos prolongado la fiesta hasta el alba después de beber una insólita
cantidad de vino. Fuera del barón y de mí, había siete u ocho asistentes. La mayoría eran
jóvenes adinerados y de abolengo, orgullosos de su alcurnia y todos ellos imbuidos de un
exagerado sentimiento del honor. Abundaban en las opiniones más ultragermánicas acerca
del duelo. Estas opiniones quijotescas se habían visto vigorizadas por ciertas publicaciones
aparecidas en París, así como por tres o cuatro duelos de resultado fatal que habían tenido
lugar en G...n; por eso pasamos la mayor parte de la noche discutiendo entusiastamente
aquel tema tan absorbente como apasionante.
El barón, que durante la primera parte de la fiesta se había mostrado extrañamente
silencioso y abstraído, pareció por fin salir de su apatía, intervino en la conversación y
disertó sobre los beneficios y, sobre todo, las bellezas del código de etiqueta imperante en
materia de duelos caballerescos, haciéndolo con un ardor, una elocuencia y un
apasionamiento tan grandes que provocó el entusiasmo de todos sus oyentes, y aún de mí
mismo, que sabía perfectamente cómo el barón se burlaba en el fondo de aquellas mismas
cosas que ahora defendía, y consideraba la fanfaronade de la etiqueta del duelo con el
soberano desdén que ésta merece.
Mirando a mi alrededor en el curso de una de las pausas del discurso de mi amigo (del
cual mis lectores podrán formarse una débil idea si digo que se parecía a la manera
fervorosa, cantante, monótona y, sin embargo, musical del sentencioso Coleridge), advertí
que uno de los presentes evidenciaba síntomas de un interés más que común. Este
caballero, al que llamaré Hermann, era muy original en todo sentido —salvo, quizá, en el
hecho muy general de ser un perfecto tonto—. Había llegado a gozar en cierto sector de la
universidad de gran reputación como profundo pensador metafísico y, según creo, como
discurridor lógico. Asimismo disfrutaba de gran renombre como duelista, aun en G...n; he
olvidado el número exacto de víctimas que habían sucumbido a sus manos, pero eran
varias. No cabe dudar de que era hombre valiente, pero su orgullo se fundaba
principalmente en el minucioso conocimiento de la etiqueta del duelo y la exquisitez de su
sentido del honor. Estas cosas constituían una manía que habría de acompañarlo hasta su
muerte. Para Ritzner, siempre a la búsqueda de lo grotesco, aquellas peculiaridades le
habían ofrecido ya amplio campo para sus bromas. Y aunque yo lo ignoraba, no tardé en
darme cuenta esta vez de que mi amigo se traía entre manos alguna de las suyas, y que
Hermann era el destinatario.
A medida que el barón adelantaba en su discurso —o más bien monólogo— advertí que
la excitación de su auditor iba en aumento. Por fin intervino, objetando un punto sobre el
cual Ritzner insistía entusiastamente, y dio detalladas razones para su oposición. A éstas
contestó también en detalle el barón, sin alterar su tono de exagerado entusiasmo,
terminando sus palabras con algo que me pareció de pésimo gusto, es decir, con un
sarcasmo y una reflexión irónica.
La manía de Hermann se manifestó entonces en toda su fuerza. Fácil era advertirlo en
la estudiada minuciosidad de su réplica. Me acuerdo perfectamente de sus últimas palabras:
—Permítame decir, barón Von Jung, que, si bien sus opiniones son en general
correctas, en varios puntos me parecen ignominiosas para usted y para la universidad de la
cual forma parte. Ciertos puntos no merecen siquiera que los refute seriamente. Y aun diría
más, señor mío, si no temiera ofenderlo (y aquí sonrió amablemente); diría que sus
opiniones no son las que cabe esperar de un caballero.
Cuando Hermann hubo pronunciado esta equívoca frase, todos los ojos se volvieron
hacia el barón. Éste se puso pálido y luego muy rojo; dejando caer el pañuelo, se agachó
para recogerlo, momento en el cual alcancé a atisbar en su rostro una expresión que no
podía ser apreciada por ninguno de los asistentes. Aquel rostro estaba radiante y mostraba
el aire zumbón que constituía su verdadero carácter, pero que jamás le había visto asumir,
salvo cuando estábamos a solas y él se permitía una completa libertad.
Un instante después se puso en pie, enfrentando a Hermann; jamás he vuelto a ver tan
instantáneo cambio de expresión. Hasta pensé por un momento que me había equivocado y
que el barón procedía con la más absoluta seriedad. Parecía contenerse para no estallar, y su
rostro estaba blanco como el de un cadáver. Guardó silencio breve tiempo, como si luchara
por dominar sus emociones. Luego, pareciendo haberlo logrado en parte, alzó un vaso que
había a su alcance y, mientras lo aferraba con fuerza, le oímos decir:
—El lenguaje que ha creído usted adecuado utilizar para dirigirse a mí, Mynheer
Hermann, es tan objetable que no tengo tiempo ni paciencia para señalárselo en detalle. De
todos modos, decir que mis opiniones no son las que cabe esperar de un caballero
constituye una observación tan ofensiva que sólo me permite adoptar una línea de conducta.
La cortesía, empero, no me permite olvidar que estos señores y usted mismo son mis
huéspedes. Me perdonará, pues, que, teniendo en cuenta esta consideración, me aparte
ligeramente de lo que se acostumbra entre caballeros en casos análogos de afrenta personal.
Perdóneme por imponer un ligero trabajo a su imaginación, si le pido que considere por un
instante que el reflejo de su persona en ese espejo es Mynheer Hermann en persona.
Aceptado esto, no habrá la menor dificultad. Arrojaré este vaso de vino contra su imagen en
el espejo con lo cual cumpliré en espíritu, ya que no al pie de la letra, lo que me
corresponde hacer frente a su insulto, evitando al mismo tiempo ejercer contra usted una
violencia física.
Y con estas palabras lanzó el vaso colmado de vino contra el espejo colgado frente a
Hermann, golpeando la parte que reflejaba su imagen y, como es natural, rompiendo el
cristal en mil pedazos. Todos los presentes se pusieron de pie al unísono y abandonaron la
estancia, con excepción de Ritzner y de mí. En momentos en que Hermann salía, el barón
me susurró al oído que lo siguiera y le ofreciera mis servicios. Así lo hice, sin saber qué
pensar a ciencia cierta de tan ridículo asunto.
El duelista aceptó mi asistencia con su aire estirado y ultra recherché y, luego de
tomarme del brazo, me guió a sus habitaciones. Trabajo me costó no reírmele en la cara
mientras procedía a discutir, con la más profunda gravedad, lo que denominaba el «carácter
refinadamente peculiar» del insulto que había recibido. Luego de una aburridora arenga en
su estilo habitual, extrajo de la biblioteca cantidad de polvorientos volúmenes que trataban
del duello, y me retuvo largo tiempo leyéndome fragmentos de los mismos y
comentándolos profusamente. Tenía en sus manos la Ordenanza de Felipe el Hermoso
sobre el combate singular, el Teatro del honor, de Favyn, y el tratado Sobre la autorización
para los duelos, de Andiguier. Exhibió, además, pomposamente las Memorias de duelos, de
Brantôme, publicado en Colonia, 1666, en caracteres elzevirianos, preciso y único volumen
en papel vitela, con espaciosos márgenes y encuadernado por Derôme. Pero me llamó
especialmente la atención, con aire de misteriosa sagacidad, sobre un espeso volumen en
octavo, escrito en latín bárbaro por un tal Hedelin, un francés, que ostentaba el raro título
de Duelli Lex Scripta, et non; aliterque. De este libro me leyó uno de los capítulos más
raros del mundo, concerniente a las Injurioe per applicationem, per constructionem, et per
se, la mitad de lo cual, según me aseguró, se aplicaba estrictamente a su propio y
«refinadamente peculiar» caso, aunque a mí me fue totalmente imposible comprender una
sola sílaba de lo que me leyó.
Terminado el capítulo, Hermann cerró el libro y me preguntó qué consideraba oportuno
en la circunstancia. Repuse que tenía la mayor confianza en la delicadeza y refinamiento de
sus sentimientos, y que me atendría a lo que propusiera. Pareció lisonjeado con la respuesta
y sentóse a escribir un mensaje al barón. Decía así:
Señor: Mi amigo Mr. P... le hará entrega de esta nota. Considero de mi incumbencia
solicitarle que tenga a bien darme una explicación sobre lo ocurrido esta noche en sus
aposentos. En caso de que declinara usted hacerlo, Mr. P... está conforme en arreglar, con la
persona designada por usted, los detalles preliminares de un encuentro.
Con la expresión de mi profundo respeto, su muy humilde servidor.
Johann Hermann
Al barón Ritzner von Jung
18 de agosto de 18...
No sabiendo qué podía hacer mejor, llevé la epístola a Ritzner. Inclinóse al
presentársela, y con grave expresión me rogó que me sentara. Luego de haber leído el cartel
de desafío, escribió la siguiente respuesta, que llevé a Hermann:
Señor: Por intermedio de nuestro común amigo Mr. P... he recibido su carta de la fecha.
Luego de reflexionar, admito francamente la conveniencia de la explicación sugerida por
usted. Admito esto, me veo en gran dificultad (debido a la naturaleza refinadamente
peculiar de nuestro desacuerdo y de la afrenta personal de que soy responsable) para
expresar lo que tengo que decir por vía de explicación, en forma tal que satisfaga las
minuciosas exigencias y los variados matices del presente caso. Deposito toda mi
confianza, sin embargo, en la delicadísima discriminación en cuestiones vinculadas con la
etiqueta, que ha dado a usted un renombre tan eminente y duradero. En la plena
certidumbre de ser comprendido, pues, me permito no expresar mis sentimientos personales
sino remitir a usted a las opiniones del Sieur Hedelin, tales como figuran en el noveno
párrafo del capítulo Injurioe per applicationem, per constructionem, et per se de su Duelli
Lex Scripta, et non; aliterque. La finura de su discernimiento en las materias allí tratadas
será suficiente, estoy seguro, para convencerlo de que la mera circunstancia de que yo lo
remita a ese admirable pasaje bastará para satisfacer su caballeresco pedido de una
explicación.
Con la expresión de mi profundo respeto, su muy obediente servidor.
Von Jung
Al señor Johann Hermann
18 de agosto de 18...
Hermann comenzó la lectura de esta carta con el entrecejo fruncido, pero no tardó en
sonreír de la manera más ridículamente vanidosa al llegar a la jerigonza sobre las Injurioe
per applicationem, per constructionem, et per se. Una vez que hubo terminado, me pidió
con la más suave de las sonrisas que tomara asiento, mientras consultaba el tratado en
cuestión. Buscando el pasaje especificado, lo leyó para sí con gran cuidado y luego,
cerrando el libro, me solicitó en mi carácter de amigo personal que expresara al barón Von
Jung su profundo reconocimiento ante tan caballeresco proceder, y que le asegurara que la
explicación ofrecida era de naturaleza tan honorable como satisfactoria.
Un tanto sorprendido por esto, retorné a los aposentos del barón, quien pareció recibir
el amistoso mensaje de Hermann como si fuera la cosa más natural del mundo. Luego de
conversar conmigo unos instantes, pasó a otra habitación, de la cual regresó trayendo el
inmortal tratado Duelli Lex Scripta, et non; aliterque. Alcanzándome el volumen, me pidió
que leyera una parte del mismo. Traté de hacerlo sin resultado, pues no me era posible
comprender una sola sílaba. Ritzner tomó entonces el libro y me leyó un capítulo en voz
alta. Para mi gran sorpresa, lo que leía resultó ser el más absurdo de los relatos acerca del
duelo entre dos mandriles...
No tardó mi amigo en explicarme el misterio, mostrándome que aquel volumen, contra
lo que aparentaba prima facie, estaba escrito siguiendo el sistema de los versos disparatados
de Du Bartas; es decir, que las palabras habían sido ingeniosamente dispuestas para
producir una apariencia inteligible y hasta de profundidad conceptual, aunque en realidad
aquello no tenía pies ni cabeza. La clave del libro consistía en leer una palabra de cada tres,
con lo cual surgían una serie de ridiculas chanzas sobre un combate celebrado en nuestros
tiempos.
El barón me informó más tarde que se las había arreglado para que Hermann conociera
el tratado dos o tres semanas antes de la aventura, y que por el tono general de su
conversación se había dado cuenta de que lo había estudiado atentamente y que estaba
convencidísimo de que era una obra de raro mérito. Basándose en esto, puso en práctica su
broma. Hermann se hubiera dejado matar diez mil veces antes de reconocer su incapacidad
para comprender cualquiera de las cosas que en este mundo se llevan escritas sobre el
duelo.
Por qué el pequeño francés lleva la
mano en cabestrillo
Claro que sí! Está en mi tarjeta de visita (y en papel satinado color rosa); cualquiera
que desee puede leer en ellas las interesantes palabras: «Sir Patrick O’Grandison, Baronet,
39, Southampton Row, Rusell Square, Parroquia de Bloomsbury». Y si quisiera usted
descubrir quién es el rey de la buena educación y el que da el último grito del buen tono en
la ciudad de Londres... pues aquí lo tiene. No vaya a asombrarse (y mejor será que deje de
pellizcarse la nariz), pues por cada pulgada de las seis vigilias afirmo que soy un caballero,
y desde que salí de los pantanos irlandeses para convertirme en baronet, vuestro Patrick ha
estado viviendo como un emperador, educándose y refinándose. ¡Caracoles, para sus ojos
sería una bendición si se posaran un momento sobre Sir Patrick O’Grandison, Baronet,
cuando se viste para ir a la ópera o va a subir a su coche para dar una vuelta por Hyde Park!
A causa de mi elegante figura, todas las damas se enamoran de mí. ¿Va a negarme alguien
que mido seis pies y tres pulgadas, con los calcetines puestos, y que soy perfectamente bien
proporcionado? En cambio, el extranjero, el pequeño francés que vive frente a mi casa,
mide apenas tres pies y un poquitín más. ¡Sí, el mismo que se pasa el día comiéndose con
los ojos (¡para su mala suerte!) a la preciosa viuda Mistress Tracle, vecina mía (¡Dios la
bendiga!) y excelente amiga y conocida! Habrá usted observado que el pequeño gusano
anda un tanto alicaído y que lleva la mano izquierda en cabestrillo; bueno, precisamente me
disponía a contarle por qué.
La verdad es muy sencilla, sí, señor; el mismísimo día en que llegué a Connaught y salí
a ventilar mi apuesta figura a la calle, apenas me vio la viuda, que estaba asomada a la
ventana, ¡zas, su corazón quedó instantáneamente prendado! Me di cuenta en seguida,
como se imaginará, y juro ante Dios que es la santa verdad. Primero de todo vi que abría la
ventana en un santiamén y que sacaba por ella unos ojazos abiertos de par en par, y después
asomó un catalejo que la lindísima viuda se aplicó a un ojo, y que el diablo me cocine si ese
ojo no habló tan claro como puede hacerlo un ojo de mujer, y me dijo: «¡Buenos días tenga
usted, Sir Patrick O’Grandison, Baronet, encanto! ¡Vaya apuesto caballero! Sepa usted que
mis garridos cuarenta años están desde ahora a sus órdenes, hermoso mío, siempre que le
parezca bien.» Pero no era a mí a quien iban a ganar en gentileza y buenos modales, de
manera que le hice una reverencia que le hubiera partido a usted el corazón de
contemplarla, me quité el sombrero con un gran saludo y le guiñé dos veces los ojos, como
para decirle: «Bien ha dicho usted, hermosa criatura, Mrs. Tracle, encanto mío, y que me
ahogue ahora mismo en un pantano si Sir Patrick O’Grandison, Baronet, no descarga una
tonelada de amor a los pies de su alteza en menos tiempo del que toma cantar una tonada de
Londonderry».
A la mañana siguiente, cuando estaba pensando si no sería de buena educación mandar
una cartita amorosa a la viuda, apareció mi criado con una elegante tarjeta y me dijo que el
nombre escrito en ella (porque yo nunca he podido leer nada impreso a causa de ser zurdo)
era el de un Mosiú, el conde Augusto Luquesi, maître de danse (si es que todo esto quiere
decir algo), y que el dueño de esa endiablada jerigonza era el pequeño francés que vive
enfrente de casa.
En seguida apareció el pequeño demonio en persona, me hizo un complicado saludo,
diciendo que se había tomado la libertad de honrarme con su visita, y siguió charlando y
charlando largo rato, y maldito si le comprendía una sola palabra, salvo cuando repetía, y
me soltaba una carretada de mentiras, entre las cuales (¡mala suerte para él!) que estaba
loco de amor por mi viuda Mrs. Tracle y que mi viuda Mrs. Tracle estaba enamoradísima
de él.
Cuando escuché esto, ya puede suponerse usted que me puse más rabioso que un
leopardo, pero me acordé que era Sir Patrick O’Grandison, Baronet, y que no estaba bien
que la cólera pudiera más que la buena educación, de manera que disimulé la rabia y me
conduje con mucha gentileza, y al cabo de un rato, ¿qué piensa usted que el pequeño
demonio me propone? Pues me propone visitar juntos a la viuda, agregando que tendría el
placer de presentarme.
«¿Conque ésas tenemos?», me dije. «Patrick, hijo mío, eres el hombre más afortunado
de la tierra. Muy pronto veremos si Mistress Tracle está enamorada de este Mosiú Metré
Dedans o de mi apuesta persona.»
Así fue como llegamos en un santiamén a casa de la viuda, y bien puede creerme si le
digo que era una casa muy elegante. Había una alfombra en el piso, y en un rincón un piano
y un arpa, y el diablo sabe cuántas cosas más, y en otro rincón había un sofá que era la cosa
más bonita de toda la naturaleza, y sentada en el sofá estaba nada menos que ese
preciosísimo ángel, Mistress Tracle.
—¡Buenos días tenga usted, Mrs. Tracle! —le dije, a tiempo le hacía una reverencia tan
elegante que usted se hubiera quedado con la lengua afuera.
—Woully woo, parley woo —dijo el pequeño forastero francés—. Mrs. Tracle —
agregó—, este caballero es su reverencia Sir Patrick O’Grandison, Baronet, el mejor y más
íntimo amigo que tengo en el mundo.
Entonces la viuda se levantó del sofá, nos hizo el saludo más bonito que se ha visto
nunca y volvió a sentarse. ¿Querrá usted creerlo? En ese mismo momento el condenado
Mosiú Metré Dedans se instaló tranquilamente en el sofá, a la derecha de la viuda. ¡Que el
diablo se lo lleve! Por un momento creí que los ojos se me iban a salir de la cara, tan
furibundo estaba. Pero pensé: «¿Conque ésas tenemos? ¿Conque así nos portamos, Mosiú
Metré Dedans?» Y al mismo tiempo me instalé a la izquierda de su alteza, a fin de estar a la
par con el miserable. ¡Condenación! Usted se hubiera sentido feliz de presenciar la doble
guiñada que le hice a la viuda en plena cara, con un ojo después del otro.
El pequeño francés no sospechaba nada, y con todo atrevimiento se puso a cortejar a su
alteza.
—Woully wou —le decía—. Parley wou —agregaba.
«Todo esto no te servirá de nada, Mosiú Rana, bonito mío», pensaba yo, y entonces me
puse a hablar en voz muy alta y continuamente, hasta atraer la atención de su alteza gracias
a la elegante conversación que mantenía con ella sobre mis queridos pantanos de
Connaught. Y una que otra vez me dedicaba su preciosísima sonrisa, abriendo la boca de
oreja a oreja, con lo cual yo me sentía más osado que un cerdo, y por fin le atrapé la punta
del dedo meñique de la manera más delicada que se pueda imaginar en toda la naturaleza,
al mismo tiempo que la miraba con los ojos en blanco.
No tardé en percatarme de lo inteligente que era aquel hermoso ángel, pues apenas
observó que quería estrecharle la mano la retiró en un santiamén y se la puso a la espalda,
como si me dijera: «Ahí tienes, Sir Patrick O’Grandison, te ofrezco una oportunidad mejor,
bonito mío, pues no es muy gentil que me tomes la mano y me la aprietes en presencia de
este pequeño forastero francés, Mosiú Metré Dedans».
Entonces le guiñé a fondo el ojo, como para decirle: «No hay como Sir Patrick para
esta clase de triquiñuelas», me puse en seguida a la tarea, y usted se hubiera muerto de risa
de haber visto la forma tan astuta con que deslicé el brazo derecho entre el respaldo del sofá
y la espalda de su alteza, hasta encontrar, como es natural, su preciosa manecita, que
parecía esperarme y decirme: «Buenos días tenga usted, Sir Patrick O’Grandison, Baronet».
Y yo no hubiera sido quien soy si no le hubiera dado un apretón muy suave, el más gentil
del mundo, para no hacer daño a su alteza, ¿verdad? Pero entonces, ¡condenación!, ¿qué
diría usted al saber que a cambio de mi apretón recibí otro, el más delicado y gentil de
todos los apretones? «Sangre y truenos, Sir Patrick, querido mío —pensé para mis
adentros—, ¡cómo se ve que eres el hijo de tu madre, y nadie más que él, y que nunca se
vio hombre más elegante y afortunado desde que dejaste los pantanos y saliste de
Connaught!»
Y sin perder tiempo apreté con más fuerza la manita, y por mi alma que el apretón que
me dio a su vez su alteza era también mucho más fuerte. Pero en ese momento a usted se le
hubieran roto una a una las costillas de reírse si hubiese visto cómo se comportaba Mosiú
Metré Dedans. Nunca se vio semejante parloteo, sonrisas estúpidas, parley wou y todo lo
que dedicaba a su alteza. ¡Nunca se vio algo así en la tierra! Y que el diablo me queme si
no lo vi con mis propios ojos cuando el condenado se permitía guiñarle uno de los suyos a
mi ángel... ¡Condenación! ¡Si no me puse más furioso que un gato de Kilkenny, quisiera
que me lo dijesen!
—Permítame informarle, Mosiú Metré Dedans —le dije con la mayor educación—,
que no es nada gentil, aparte de que a usted no le queda nada bien estar mirando a su alteza
de manera tan descarada.
Y al mismo tiempo apreté la mano de la viuda como para decirle: «¿No es verdad que
Sir Patrick la protegerá a usted ahora, joya mía, encanto?»
Y como respuesta recibí otro buen apretón de ella, con el cual quería decirme muy
claramente: «Verdad es, Sir Patrick, encanto mío; es usted el más cumplido de los
caballeros de este mundo». Y al mismo tiempo la vi abrir sus preciosísimos ojos de manera
tal que creí que se le saldrían instantáneamente y por completo de la cara, mientras miraba
furiosa como un gato a Mosiú Rana y después me miraba a mí sonriéndose como un ángel.
—¿Cómo? —dijo entonces el miserable—. ¡Cómo! Woully wou, parley wou.
Y al mismo tiempo se encogió tanto de hombros que pensé que iba a quedarle el faldón
de la camisa al aire haciendo simultáneamente una mueca despectiva con su condenada
boca. Y ésa fue la única explicación que conseguí de él.
Créame usted, el que se puso furibundo en aquel momento fue Sir Patrick, y mucho
más al darme cuenta de que el francés insistía con sus guiñadas a la viuda, mientras la viuda
seguía apretándome muy fuerte la mano, como si me dijera: «¡No se deje intimidar, Sir
Patrick O’Grandison, bonito mío!». Por lo cual solté un terrible juramento, mientras decía:
—¡Maldita rana insignificante, condenado gusano impertinente!
¿Creerá usted lo que hizo entonces su alteza? Dio un salto en el sofá como si acabaran
de morderla y corrió a la puerta, mientras yo la miraba muy asombrado y estupefacto y la
seguía en su carrera con mis dos ojos. Se dará usted cuenta de que yo tenía mis razones
para saber que mi ángel no podía salir del salón aunque quisiera, puesto que tenía su mano
en la mía, y que el diablo me queme si pensaba soltarla. Por eso le dije:
—¿No está usted olvidando un poquitín que le pertenece, su alteza? ¡Vuelva usted,
encanto mío, que pueda yo devolverle su manita!
Pero ella salió corriendo escaleras abajo sin escucharme, y entonces miré al pequeño
forastero francés. ¡Condenación, que me cuelguen si su maldita mano, pequeña como era,
no estaba perfectamente instalada dentro de la mía!
Y que vuelvan a colgarme si en ese momento no estuve a punto de morirme de risa al
ver la cara del pobre diablo cuando se dio cuenta de que lo que había tenido todo el tiempo
en la mano no era la de la viuda, sino la de Sir Patrick O’Grandison. ¡Ni el mismo demonio
contempló nunca una cara tan larga como aquélla! En cuanto a Sir Patrick O’Grandison,
Baronet, no es hombre de preocuparse por una equivocación tan insignificante. Baste con
decir que antes de soltar la mano del condenado Mosiú (y esto sólo ocurrió después que el
lacayo de la viuda nos hubo echado a puntapiés escaleras abajo) le di un apretón tan grande
que se la dejé convertida en jalea de frambuesa.
—Woully wou —dijo él—. Parley wou—agregó—. ¡Maldición!
Y por eso es que ahora anda con la mano izquierda en cabestrillo.
El aliento perdido
Cuento que nada tiene que ver con el Blackwood
¡Oh, no respires...!, etc.
(Melodías, de MOORE)
La desdicha más manifiesta cede finalmente ante el incansable coraje de un espíritu
filosófico, así como la ciudad más inexpugnable ante la incesante vigilancia de su enemigo.
Salmanasar, como nos lo enseñan las Escrituras, sitió Samaria durante tres años, pero ésta
cayó al fin. Sardanápalo —consúltese a Diodoro— se defendió en Nínive durante siete
años, pero no le sirvió de nada. Troya cayó al terminar el segundo lustro, y Azoth, según lo
afirma Aristeo por su honor de caballero, abrió, por fin, sus puertas a Psamético, después de
haberlas tenido cerradas durante la quinta parte de un siglo...
—¡Miserable! ¡Zorra! ¡Arpía! —dije a mi mujer a la mañana siguiente de nuestras
bodas—. ¡Bruja... carne de látigo... pozo de iniquidad... horrible quintaesencia de todo lo
abominable... tú... tú...!
Y en puntas de pie, mientras la aferraba por la garganta y acercaba mi boca a su oreja,
disponíame a botar un nuevo y más enérgico epíteto de oprobio, que de ser dicho no dejaría
de convencerla de su insignificancia, cuando, para mi extremo horror y estupefacción,
descubrí que había perdido el aliento.
Las frases: «Me falta el aliento», o «He perdido el aliento», se repiten con frecuencia
en la conversación; pero jamás se me había ocurrido que el terrible accidente de que hablo
pudiera ocurrir bona fide y de verdad. ¡Imaginaos, si tenéis fantasía suficiente, imaginaos
mi maravilla, mi consternación, mi desesperación!
Tengo un genio protector, empero, que jamás me ha abandonado por completo. En mis
accesos más incontrolables conservo siempre el sentido de la propiedad, et le chemin des
passions me conduit —como dice Lord Edouard en Julie— à la philosophie véritable.
Aunque en el primer momento no pude verificar hasta qué punto me afectaba lo
sucedido, decidí de todos modos ocultarlo a mi mujer hasta que nuevas experiencias me
mostraran la amplitud de tan inaudita calamidad. Cambié de inmediato la expresión de mi
rostro, haciéndolo pasar de su apariencia hinchada y retorcida a un aire de traviesa y
coqueta bondad, y di a mi dama un golpecito en una mejilla y un beso en la otra, todo esto
sin articular una sílaba (¡Furias! ¡Me era imposible!), dejándola estupefacta de mi
extravagancia, tras lo cual salí de la habitación pirueteando y haciendo un pas de zéphyr.
Contempladme ahora, encerrado en mi boudoir privado, terrible ejemplo de las tristes
consecuencias que se derivan de la irascibilidad; vivo, pero con todas las características de
la muerte; muerto, con todas las propensiones de los vivos; una verdadera anomalía sobre la
tierra; perfectamente tranquilo y, no obstante, sin aliento.
¡Sí, sin aliento! No bromeo al afirmar que mi aliento había desaparecido. No hubiera
sido capaz de mover una pluma con él, aunque de ello dependiera mi vida, y menos aún
empañar la transparencia de un espejo. ¡Crueles hados! Poco a poco, sin embargo, hallé
algún alivio a ese primer incontenible paroxismo de angustia. Luego de algunas pruebas
descubrí que la facultad vocal que, dada mi incapacidad para proseguir la conversación con
mi esposa, había considerado como totalmente perdida, sólo se hallaba parcialmente
afectada; noté también que, si en aquella interesante crisis hubiera bajado mi voz a un tono
profundamente gutural, habría podido continuar comunicándole mis sentimientos; en
efecto, este tono de voz (el gutural) no depende de la corriente de aire del aliento, sino de
cierta acción espasmódica de los músculos de la garganta.
Dejándome caer en una silla, permanecí algún tiempo sumido en meditación. Ni que
decir que mis reflexiones distaban de ser consoladoras. Mil vagas y lacrimosas fantasías se
posesionaban de mi alma, y la idea del suicidio llegó a cruzar por mi mente. Pero la
perversidad de la naturaleza humana se caracteriza por rechazar lo obvio y lo fácil,
prefiriendo lo distante y lo equívoco. Me estremecía, pues, al pensar en el suicidio como en
la más terrible de las atrocidades, mientras mi gato ronroneaba con todas sus fuerzas sobre
la alfombra, y el perro de aguas suspiraba fatigosamente bajo la mesa, jactándose ambos de
la fuerza de sus pulmones y burlándose con toda evidencia de mi incapacidad respiratoria.
Oprimido por un mar de vagos temores y esperanzas oí finalmente los pasos de mi
mujer que bajaba la escalera. Seguro de su ausencia, volví con el corazón palpitante a la
escena de mi desastre.
Cerrando cuidadosamente la puerta, inicié una minuciosa búsqueda. Era posible que el
objeto de mis afanes estuviera escondido en algún sombrío rincón, o agazapado en algún
armario o cajón. Podía tener quizá una forma tangible o vaporosa. La mayoría de los
filósofos son muy poco filosóficos sobre diversos puntos de la filosofía. Empero, en su
Mandeville, William Godwin sostiene que «las cosas invisibles son las únicas realidades»,
y se admitirá que esto merece tenerse en cuenta. Me agradaría que el lector sensato
reflexionara antes de pensar que tales aseveraciones exceden lo absurdo. Se recordará que
Anaxágoras sostenía que la nieve era negra, y desde este episodio estoy convencido de que
tenía razón.
Larga y cuidadosamente seguí buscando, pero la despreciable recompensa de tanta
industria y perseverancia resultó ser tan sólo una dentadura postiza, un par de caderillas, un
ojo y cantidad de billets-doux dirigidos por Mr. Alientolargo a mi esposa. Aprovecho para
hacer notar que esta confirmación de la parcialidad de mi esposa hacia Mr. Alientolargo me
preocupaba muy poco. El hecho de que Mrs. Faltaliento admirara a alguien tan distinto de
mí era un mal tan natural como necesario. Bien sabido es que poseo una apariencia
corpulenta y robusta, pero que mi estatura está por debajo de la normal. No hay que
maravillarse, pues, de que la delgadez como de palo de mi conocido, y su estatura, que se
ha vuelto proverbial, mereciera la más natural de las admiraciones por parte de Mrs.
Faltaliento. Pero volvamos a nuestro tema.
Como he dicho, mis esfuerzos resultaron inútiles. Vanamente revisé armario tras
armario, cajón tras cajón, hueco tras hueco. Hubo un momento en que me sentí casi seguro
de mi presa, cuando al revolver en una caja de tocador volqué accidentalmente una botella
de aceite de Arcángeles de Grandjean —que, como perfume agradable, me tomo la libertad
de recomendar.
Con el corazón lleno de pena me volví a mi boudoir a fin de discurrir algún método que
burlara la astucia de mi esposa; necesitaba ganar tiempo para completar mis preparativos de
viaje, pues estaba dispuesto a abandonar el país. En una nación extranjera, desconocido,
tenía algunas probabilidades de ocultar mi desdichada calamidad —calamidad aún más
propia que la miseria para privarme de la estimación general y provocar con mi miserable
persona la bien merecida indignación de los virtuosos y los felices—. No vacilé mucho
tiempo. Como estaba dotado de una natural aptitud, me aprendí íntegramente de memoria la
tragedia de Metamora103. Había recordado felizmente que en este drama, o por lo menos en
las partes correspondientes a su héroe, los tonos de voz que había perdido eran
completamente innecesarios, pues todo el recitado debía hacerse con una profunda voz
gutural.
Practiqué algún tiempo mi texto en los bordes de un concurrido pantano, aunque sin
acudir a procedimientos similares a los de Demóstenes, sino a un método absoluta y
especialmente mío. Así eficazmente armado decidí hacer creer a mi esposa que me había
apasionado súbitamente por el teatro. Tuve un éxito que puede considerarse milagroso; a
cada pregunta o sugestión que me hacía le contestaba (con una voz sepulcral y en un todo
semejante al croar de una rana) declamando algún pasaje de la tragedia; por lo demás, no
tardé en observar con grandísimo placer que dichos pasajes se aplicaban igualmente bien a
cualquier tema. No debe suponerse, además, que al proceder al recitado de dichos pasajes
dejaba yo de mirar de través, exhibir mis dientes, entrechocar las rodillas, patear el piso, o
hacer cualquiera de esas innominables gracias que constituyen justamente las características
de un trágico popular. Ni que decir tiene que todo el mundo hablaba de ponerme una
camisa de fuerza; pero, ¡gracias a Dios!, jamás sospecharon que había perdido el aliento.
Puestos por fin en orden mis asuntos, ocupé una mañana temprano mi asiento en la
diligencia de N..., dando a entender a mis relaciones que en aquella ciudad me aguardaban
asuntos de máxima importancia.
La diligencia estaba atestada de pasajeros, pero a la débil luz del amanecer no podía
distinguir los rasgos de mis compañeros. Sin hacer mayor resistencia me dejé ubicar entre
dos caballeros de colosales dimensiones, mientras un tercero, aún más grande, pedía
disculpas por la libertad que iba a tomarse y se instalaba sobre mí cuan largo era,
quedándose dormido en un instante ahogando mis guturales clamores de socorro con unos
ronquidos que hubieran hecho sonrojar a los bramidos del toro de Falaris. Felizmente el
estado de mis facultades respiratorias eliminaba todo riesgo de sofocación.
Cuando fue día claro y nos acercábamos a los suburbios de la ciudad, mi atormentador
se levantó y, mientras se ajustaba el cuello, me dio cortésmente las gracias por mi gentileza.
Viendo que yo permanecía inmóvil (pues tenía todos los miembros dislocados y la cabeza
torcida hacia un lado), se sintió un tanto preocupado; despertando al resto de los pasajeros,
les dijo de manera muy decidida que, en su opinión, durante la noche les habían endilgado
un cadáver pretendiendo que se trataba de otro pasajero, y me hundió un dedo en el ojo
derecho como demostración de lo que estaba sosteniendo.
En vista de ello, el resto de los pasajeros (que eran nueve) consideraron su deber
tirarme sucesivamente de las orejas. Un mediquillo joven me aplicó un espejo a los labios
y, al descubrir que me faltaba el aliento, declaró que las afirmaciones de mi atormentador
eran rigurosamente ciertas; por lo cual los viajeros manifestaron que no estaban dispuestos
a tolerar mansamente semejantes imposiciones en el futuro, y que, en cuanto al presente, no
seguirían en compañía de un cadáver.
Dicho esto, y mientras pasábamos delante de la taberna del Cuervo, me arrojaron de la
diligencia sin sufrir otro accidente que la ruptura de ambos brazos aplastados por la rueda
trasera izquierda del vehículo. Diré, además, en homenaje al cochero, que no dejó de
tirarme también el más pesado de mis baúles, que desdichadamente me cayó en la cabeza,
fracturándomela de manera tan interesante cuanto extraordinaria.
El posadero del Cuervo, que era hombre hospitalario, descubrió que mi baúl contenía lo
103 Metamora, o El último de los Wampanoags, tragedia de J. A. Stone. (N. del T.)
suficiente para indemnizarlo de cualquier pequeño trabajo que se tomara por mí, y, luego de
mandar llamar a un médico conocido, me confió a su cuidado conjuntamente con una
cuenta y recibo por diez dólares.
El comprador me llevó a su casa y se puso a trabajar inmediatamente sobre mi persona.
Comenzó por cortarme las orejas; pero al hacerlo descubrió ciertos signos de vida. Mandó
entonces llamar a un farmacéutico vecino, para consultarlo en la emergencia. Pero en el
ínterin, y por si sus sospechas sobre mi existencia resultaban exactas, me hizo una incisión
en el estómago y me extrajo varias visceras para disecarlas privadamente.
El farmacéutico tendía a creer que yo estaba muerto. Traté de refutar su idea pateando y
saltando con todas mis fuerzas, mientras me contorsionaba furiosamente, ya que las
operaciones del cirujano me habían devuelto los sentidos. Pero ello fue atribuido a los
efectos de una nueva batería galvánica con la cual el farmacéutico, que era hombre
informado, efectuó diversos experimentos que no pudieron dejar de interesarme, dada la
participación personal que tenía en ellos. Lo que más me mortificaba, sin embargo, era que
todos mis intentos por entablar conversación fracasaban, al punto de que ni siquiera
conseguía abrir la boca; imposible contestar, pues, a ciertas ingeniosas pero fantásticas
teorías que, bajo otras circunstancias, mis detallados conocimientos de la patología
hipocrática me habrían permitido refutar fácilmente.
Dado que le era imposible llegar a una conclusión, el cirujano decidió dejarme en paz
hasta un nuevo examen. Fui llevado a una buhardilla, y luego que la esposa del médico me
hubo vestido con calzoncillos y calcetines, su marido me ató las manos y me sujetó las
mandíbulas con un pañuelo, cerrando la puerta por fuera antes de irse a cenar, y dejándome
entregado al silencio y a la meditación.
Descubrí entonces con inmenso deleite que, de no haber tenido atada la boca con el
pañuelo, hubiese podido hablar. Consolándome con esta reflexión, me puse a repetir
mentalmente algunos pasajes de la Omnipresencia de la Divinidad, como era mi costumbre
antes de entregarme al sueño; pero en ese momento dos gatos de voraz y vituperable
aspecto entraron por un agujero de la pared, saltaron con una pirueta à la Catalani y
cayeron uno frente a otro sobre mi cara, entregándose a una indecorosa contienda por la
fútil posesión de mi nariz.
Así como la pérdida de sus orejas sirvió para elevar al trono a Ciro, el Mago de Persia,
y la mutilación de su nariz dio a Zopiro la posesión de Babilonia, así la pérdida de unas
pocas onzas de mi cara sirvió para la salvación de mi cuerpo. Exasperado por el dolor y
ardiendo de indignación, hice saltar de golpe las cuerdas y el vendaje. Corrí por la
habitación, lanzando una mirada de desprecio a los beligerantes, y, luego de abrir la
ventana ante su horror y desencanto, me precipité por ella con gran destreza.
El ladrón de caminos W., al cual me parecía muchísimo, era llevado en ese momento
desde la ciudad al cadalso erigido en los suburbios para su ejecución. Su extremada
debilidad y el largo tiempo que llevaba enfermo le habían valido el privilegio de que no lo
ataran; vestido con las ropas de los condenados a muerte —que se parecían mucho a las
mías— yacía tendido en el fondo del carro del verdugo (carro que pasaba justamente bajo
las ventanas del cirujano en momentos en que yo salía por la ventana), sin otra custodia que
el carrero, que iba dormido, y dos reclutas del 6 de infantería, que estaban borrachos.
Para mi mala suerte, caí de pie en el vehículo. W., que era hombre astuto, percibió al
instante su oportunidad. Dando un salto se dejó caer del carro y, metiéndose por una calleja,
se perdió de vista en un guiñar de ojos. Sobresaltados por el ruido, los reclutas no pudieron
darse cuenta del cambio producido. Pero al ver a un hombre semejante en todo al villano,
que se erguía en el carro frente a ellos, supusieron que el miserable (es decir W.) trataba de
escapar, y, luego de comunicarse el uno al otro esta opinión, bebieron sendos tragos y me
derribaron a culatazos con los mosquetes.
No tardamos mucho en llegar a nuestro destino. Por supuesto, nada podía yo decir en
mi defensa. Era inevitable que me ahorcaran. Me resigné, con un estado de ánimo entre
estúpido y sarcástico. Había en mí muy poco de cínico, pero tenía todos los sentimientos de
un perro104. Entretanto el verdugo me ajustaba el dogal al cuello. La trampa cayó.
Me abstengo de describir mis sensaciones en el patíbulo, aunque indudablemente
podría hablar con conocimiento de causa, y se trata de un tema sobre el cual no se ha dicho
aún nada correcto. La verdad es que para escribir al respecto conviene haber sido ahorcado
previamente. Todo autor debería limitarse a las cuestiones que conoce por experiencia. Así,
Marco Antonio compuso un tratado sobre la borrachera.
Mencionaré, empero, que no perecí. Mi cuerpo estaba suspendido, pero aquello no
podía suspender mi aliento; de no haber sido por el nudo debajo de la oreja izquierda (que
me daba la impresión de un corbatín militar), me atrevería a afirmar que no sentía mayores
molestias. En cuanto a la sacudida que recibió mi cuello al caer desde la trampa, sirvió
meramente para enderezarme la cabeza que me ladeara el gordo caballero de la diligencia.
Tenía buenas razones, empero, para compensar lo mejor posible las molestias que se
había tomado la muchedumbre presente. Mis convulsiones, según opinión general, fueron
extraordinarias. Imposible hubiera sido sobrepasar mis espasmos. El populacho pedía bis.
Varios caballeros se desmayaron y multitud de damas fueron llevadas a sus casas con
ataques de nervios. Pinxit aprovechó la oportunidad para retocar, basándose en un croquis
tomado en ese momento, su admirable pintura de Marsias desollado vivo.
Cuando hube proporcionado diversión suficiente, se consideró llegado el momento de
descolgar mi cuerpo del patíbulo —sobre todo porque, entretanto, el verdadero culpable
había sido descubierto y capturado, hecho del que por desgracia no llegué a enterarme.
Como es natural lo ocurrido me valió simpatías generales, y como nadie reclamó mi
cadáver se ordenó que fuera enterrado en una bóveda pública.
Allí, después de un plazo conveniente, fui depositado. Marchóse el sepulturero y me
quedé solo. En aquel momento un verso del Malcontento de Marston,
La muerte es un buen muchacho, y tiene casa abierta...
me pareció una palpable mentira.
Arranqué, sin embargo, la tapa de mi ataúd y salí de él. El lugar estaba espantosamente
húmedo y era muy lóbrego, al punto que me sentí asaltado por el ennui. Para divertirme, me
abrí paso entre los numerosos ataúdes allí colocados. Los bajé al suelo uno por uno y,
arrancándoles la tapa, me perdí en meditaciones sobre la mortalidad que encerraban.
—Éste —monologué, tropezando con un cadáver hinchado y abotagado— ha sido sin
duda un infeliz, un hombre desdichado en toda la extensión de la palabra. Le tocó en vida la
terrible suerte de anadear en vez de caminar, de abrirse camino como un elefante y no como
un ser humano, como un rinoceronte y no como un hombre.
Sus tentativas para avanzar resultaban inútiles y sus movimientos giratorios terminaban
en rotundos fracasos. Al dar un paso adelante, su desgracia consistía en dar dos a la derecha
104 Cínico, del griego kyon, kynós, «perro». (N. del T.)
y tres a la izquierda. Sus estudios se vieron limitados a la poesía de Crabbe105. No tuvo idea
de la maravilla de una pirouette. Para él, un pas de papillon era sólo una concepción
abstracta. Jamás ascendió a lo alto de una colina. Nunca, desde un campanario, contempló
el esplendor de una metrópolis. El calor era su mortal enemigo. Durante la canícula sus días
eran días de can. Soñaba con llamas y sofocaciones, con una montaña sobre otra, el Pelión
sobre el Osa. Le faltaba el aliento, para decirlo en una palabra; sí, le faltaba el aliento.
Consideraba una extravagancia tocar instrumentos de viento. Fue el inventor de los
abanicos automáticos, de las mangueras de viento, de los ventiladores. Protegió a Du Pont,
el fabricante de fuelles, y murió miserablemente mientras intentaba fumar un cigarro.
Siento profundo interés por su caso, pues simpatizo sinceramente con su suerte.
—Pero aquí —dije, extrayendo desdeñosamente de su receptáculo un cuerpo alto, flaco
y extraño, cuya notable apariencia me produjo una sensación de desagradable
familiaridad—, aquí hay un miserable indigno de conmiseración en esta tierra.
Y diciendo así, para lograr una mejor vista de mi sujeto, lo agarré por la nariz con el
pulgar y el índice, obligándolo a sentarse en el suelo, y lo mantuve en esta forma mientras
continuaba mi monólogo.
—Indigno —repetí— de conmiseración en esta tierra. ¿A quién se le ocurriría
compadecer a una sombra? Por lo demás, ¿no ha tenido el pleno goce de las dichas propias
de los mortales? Fue el creador de los monumentos elevados, de las altas torres donde se
fabrica la metralla, de los pararrayos, de los álamos de Lombardía. Su tratado sobre
Sombras y penumbras lo inmortalizó. Fue distinguido y hábil editor de la obra de South
sobre «los huesos». A temprana edad concurrió al colegio y estudió la ciencia neumática.
De vuelta a casa, no hacía más que hablar y tocar el corno francés. Protegió las gaitas. El
capitán Barclay, que andaba en contra del tiempo, no pudo andar contra él. Sus escritores
favoritos eran Windham y Allbreath, y Phiz su artista preferido106. Murió gloriosamente,
mientras inhalaba gas; levique flatu corrupitur, como la fama pudicitioe en San Jerónimo107.
Era indudablemente un...
—¿Cómo se atreve... cómo... se... atreve...? —interrumpió el objeto de mi
animadversión, jadeando por respirar y arrancándose con un desesperado esfuerzo el
vendaje de la mandíbula—. ¿Cómo puede usted Mr. Faltaliento, ser tan infernalmente cruel
para sujetarme de esa manera por la nariz? ¿No ve que me han atado la boca? ¡Debería
darse cuenta, si es que se da cuenta de algo, que debo exhalar un enorme exceso de aliento!
Pero, si no lo sabe, siéntese y lo verá. En mi situación representa un grandísimo alivio
poder abrir la boca, explayarse, hablar con una persona como usted que no es de los que se
creen llamados a interrumpir a cada momento el hilo del discurso de su interlocutor. Las
interrupciones son molestas y deberían abolirse. ¿No lo cree usted? ¡Oh, no conteste, por
favor! Basta con que uno solo hable a la vez. Pronto habré terminado, y entonces podrá
empezar usted. ¿Cómo demonios llegó a este lugar, señor? ¡Ni una palabra, le ruego! Llevo
aquí algún tiempo... ¡Terrible accidente! ¿Supo usted de él, presumo? ¡Espantosa
calamidad! Mientras pasaba bajo sus ventanas... hace un tiempo... justamente en la época
en que a usted le dio por el teatro... ¡cosa horrible! ... ¿Oyó alguna vez la expresión «retener
el aliento»? ¡Cállese, le digo! ¡Pues bien... yo retuve el aliento de otra persona! Y eso que
105 Alusión al crab, cangrejo, y a su manera de moverse. (N. del T.)
106 Wind, viento; Allbreath podría entenderse como «todo aliento»; Phiz alude al sonido de la palabra, como un
escape de aire. (N. del T.)
107 Ternera res in feminis fama pudicitioe, et quasi flos pulcherrimus, cito ad levem marcescit, levique flatu corrupitur,
maxime, etc. (Hieronymus ad Salviniam).
siempre había tenido bastante con el mío propio... Al ocurrirme eso me encontré con Blab
en la esquina... pero no me dio la menor posibilidad de decir una palabra... imposible
deslizar una sola sílaba... Naturalmente, fui víctima de un ataque epiléptico... Blab salió
huyendo... ¡Los muy estúpidos! Creyeron que había muerto y me metieron aquí... ¡Vaya
hato de imbéciles! En cuanto a usted, he oído todo lo que ha dicho... y cada palabra es una
mentira... ¡Horrible, espantoso, ultrajante, atroz, incomprensible...! Etcétera, etcétera,
etcétera...
Imposible concebir mi estupefacción ante tan inesperado discurso, y la alegría que sentí
poco a poco al irme convenciendo de que el aliento tan afortunadamente capturado por
aquel caballero (que no era otro que mi vecino Alientolargo) era precisamente el que yo
había perdido durante mi conversación con mi mujer. El tiempo, el lugar y las
circunstancias lo confirmaban sin lugar a dudas. Pero de todas maneras no solté mi mano de
la nariz de Mr. Alientolargo, por lo menos durante el largo período durante el cual el
inventor de los álamos de Lombardía siguió favoreciéndome con sus explicaciones.
Obraba en este sentido con la habitual prudencia que siempre constituyó mi rasgo
dominante. Reflexioné que grandes obstáculos se amontonaban en el camino de mi
salvación, y que sólo con grandísimas dificultades podría superarlos. Muchas personas,
bien lo sabía, estiman las cosas que poseen —por más insignificantes que sean para ellas, y
aun molestas o incómodas— en razón directa de las ventajas que obtendrían otras personas
si las consiguieran. ¿No sería éste el caso con Mister Alientolargo? Si me mostraba ansioso
por ese aliento que tan dispuesto se mostraba a abandonar, ¿no me convertiría en una
víctima de las extorsiones de su avaricia? Hay villanos en este mundo, como le recordé
mientras suspiraba, que no tendrán escrúpulos en aprovecharse del vecino de al lado; y
además (esta observación proviene de Epicteto), en el momento en que los hombres están
más deseosos de arrojar la carga de sus calamidades, es cuando menos dispuestos se
muestran a ayudar en el mismo sentido a sus semejantes.
Frente a consideraciones de este género, manteniendo siempre mi presa por la punta de
la nariz, consideré oportuno dirigirle la siguiente réplica:
—¡Monstruo! —empecé, con un tono de profunda indignación—. ¡Monstruo e idiota
de doble aliento! Tú, a quien los cielos han castigado por tus iniquidades dándote una doble
respiración, ¿te atreves a dirigirte a mí con el lenguaje familiar de la amistad? «¡Mentiras!»,
dices y «que me calle la boca», ¡naturalmente! ¡Vaya conversación con un caballero que
sólo tiene un aliento! ¡Y todo esto cuando de mí depende aliviarte de la calamidad que
sufres, y eliminar todas las superfluidades de tu malhadada respiración!
Al igual que Bruto, me detuve esperando una respuesta, que, semejante a un huracán,
me arrolló inmediatamente. Mr. Alientolargo presentó toda clase de protestas y excusas. No
había una sola cosa con la cual no se mostrara perfectamente de acuerdo, y no dejé de sacar
ventaja de cada una de sus concesiones.
Arreglados los detalles preliminares, mi interlocutor procedió a devolverme mi
respiración; luego de examinarla cuidadosamente, le entregué un recibo.
Comprendo que muchos me harán reproches por referirme tan brevemente a un negocio
de tanta importancia. Se dirá que bien podía haber proporcionado minuciosos detalles de la
operación gracias a la cual (y es muy cierto) podría arrojar nuevas luces sobre una
interesantísima rama de las ciencias naturales.
Lamento mucho no poder responder a esto. Sólo me está permitido hacer una vaga
alusión. Había circunstancias —pero después de pensarlo bien, me parece más seguro decir
lo menos posible sobre tan delicado asunto—, circunstancias muy delicadas, repito, que al
mismo tiempo involucran a una tercera persona cuyo resentimiento no tengo el menor
interés en padecer en este momento.
No tardamos mucho, después de aquella transacción, en escaparnos de las mazmorras
del sepulcro. Las fuerzas unidas de nuestras resucitadas voces fueron muy pronto oídas
desde afuera. Tijeras, el director de un periódico centralista, aprovechó para publicar de
nuevo su tratado sobre «la naturaleza y origen de los sonidos subterráneos». Una réplicarefutación-
respuesta-justificación no tardó en aparecer en las columnas de un diario
democrático. Abriéronse las puertas de la bóveda para liquidar la controversia, y la
aparición de Mr. Alientolargo y mía probó a ambas partes que estaban igualmente
equivocadas.
No puedo determinar estos detalles sobre algunos pasajes singulares de una vida
bastante memorable, sin llamar otra vez la atención del lector acerca de los méritos de esa
filosofía sin distinciones que sirve de seguro escudo contra los dardos de la calamidad que
no alcanzan a verse, sentirse ni comprenderse. Está en el espíritu de esta sabiduría la
creencia, entre los antiguos hebreos, de que las puertas del cielo se abrirían inevitablemente
para aquel pecador o santo que, con buenos pulmones y lleno de confianza, vociferaba la
palabra «¡Amén!». Y se halla también dentro del espíritu de esa sabiduría el que, durante la
gran plaga que asolaba Atenas, y luego que se agotaron todos los medios para alejarla,
Epiménides —como relata Laercio en su segundo libro sobre el filósofo— aconsejara la
erección de un santuario y un templo «al Dios apropiado».
El duque de l’Omelette
Y pasó al punto a un clima más fresco.
(COWPER)
Keats sucumbió a una crítica. ¿Quién murió de una Andrómaca?108. ¡Almas innobles!
El duque de l’Omelette pereció de un verderón. L’historie en est brève. ¡Ayúdame, espíritu
de Apicio!
Una jaula de oro llevó al pequeño vagabundo alado, enamorado, derretido, indolente,
desde su hogar en el lejano Perú a la Chaussée d’Antin; de su regia dueña, La Bellísima, al
duque de l’Omelette; y seis pares del reino transportaron el dichoso pájaro.
Aquella noche el duque debía cenar a solas. En la intimidad de su despacho reclinábase
lánguidamente sobre aquella otomana por la cual había sacrificado su Lealtad al pujar más
que su rey en la subasta... la famosa otomana de Cadêt.
El duque hunde el rostro en la almohada. ¡Suena el reloj! Incapaz de contener sus
sentimientos, su Gracia come una aceituna. En ese instante ábrese la puerta a los dulces
sones de una música y, ¡oh maravilla!, el más delicado de los pájaros aparece ante el más
enamorado de los hombres. Pero, ¿qué inexpresable espanto se difunde en las facciones del
duque? «Horreur! -chien! -Baptiste! -l’oiseau! ah, bon Dieu! cet oiseau modeste que tu as
deshabillé de ses plumes, et que tu as servi sans papier!» Seria superfluo agregar nada: el
duque expira en un paroxismo de asco.
—¡Ja, ja, ja! —dijo su Gracia, tres días después de su fallecimiento.
—¡Je, je, je! —repuso suavemente el diablo, enderezándose con un aire de hauteur.
—Vamos, supongo que esto no es en serio —observó de l’Omelette—. He pecado,
c’est vrai, pero, querido señor... ¡supongo que no tendrá la intención de llevar a la práctica
tan bárbaras amenazas!
—¿Tan qué? —dijo su Majestad—. ¡Vamos, señor, desnúdese!
—¿Desnudarme? ¡Muy bonito en verdad! ¡No, señor, no me desnudaré! ¿Quién es
usted para que yo, duque de l’Omelette, príncipe de Foie-Gras, apenas mayor de edad, autor
de la Mazurquiada y miembro de la Academia, tenga que quitarme obedientemente los
mejores pantalones jamás cortados por Bourdon, la más bonita robe de chambre salida de
manos de Rombêrt, por no decir nada de los papillotes y para no mencionar la molestia que
me representaría quitarme los guantes?
—¿Que quién soy? ¡Ah, es verdad! Soy Baal-Zebub, príncipe de la Mosca. Acabo de
sacarte de un ataúd de palo de rosa incrustado de marfil. Estabas extrañamente perfumado y
tenías una etiqueta como si te hubieran facturado. Te mandaba Belial, mi inspector de
cementerios. En cuanto a esos pantalones que dices cortados por Bourdon, son un excelente
par de calzoncillos de lino, y tu robe de chambre es una mortaja de no pequeñas
dimensiones.
108 Montfleury. El autor del Parnasse Réformé le hace decir en el Hades: L’homme donc qui voudrait savoir ce dont je
suis mort, qu’il ne demande pas s’il fût de fièvre ou de podagre ou d’autre chose, mais qu’il entende que ce fût de
«L’Andromache».
—¡Caballero —replicó el duque—, no me dejo insultar impunemente! ¡Aprovecharé la
primera oportunidad para vengarme de esta afrenta! ¡Oirá usted hablar de mí! ¡Entretanto...
au revoir!
Y el duque se inclinaba, antes de apartarse de la satánica presencia, cuando se vio
interrumpido y devuelto a su sitio por un guardián. En vista de ello, su Gracia se frotó los
ojos, bostezó, encogióse de hombros y reflexionó. Luego de quedar satisfecho sobre su
identidad, echó una mirada a vuelo de pájaro sobre los alrededores.
El aposento era soberbio a un punto tal, que de l’Omelette lo declaró bien comme il
faut. No tanto por su largo o su ancho, sino por su altura... ¡ah, qué espantosa altura! No
había techo... ciertamente no lo había... Solamente una densa masa atorbellinada de nubes
de color de fuego. Su Gracia sintió que la cabeza le daba vueltas al mirar hacia arriba.
Desde lo alto colgaba una cadena de un metal desconocido de color rojo sangre; su
extremidad superior se perdía, como la ciudad de Boston, parmi les nuages. En su extremo
inferior se balanceaba un enorme fanal. El duque comprendió que se trataba de un rubí;
pero de ese rubí emanaba una luz tan intensa, tan fija, como jamás fue adorada en Persia, o
imaginada por Gheber, o soñada por un musulmán cuando, intoxicado de opio, cae
tambaleándose en un lecho de amapolas, la espalda contra las flores y el rostro vuelto al
dios Apolo. El duque murmuró un suave juramento, decididamente aprobatorio.
Los ángulos del aposento se curvaban formando nichos. Tres de ellos aparecían
ocupados por estatuas de proporciones gigantescas. Su hermosura era griega, su
deformación egipcia, su tout ensemble francés. En el cuarto nicho, la estatua aparecía
velada y no era colosal. Veíase empero un tobillo ahusado, un pie con sandalia. De
l’Omelette llevó su mano al corazón, cerró los ojos, volvió a abrirlos y sorprendió a su
satánica majestad... cuando se sonrojaba.
¡Pero aquellas pinturas! ¡Kupris! ¡Astarté! ¡Astoreth! ¡Mil y la misma! ¡Y Rafael las ha
contemplado! Sí, Rafael estuvo aquí: ¿acaso no pintó la...? ¿Y no se condenó a causa de
ello? ¡Las pinturas, las pinturas! ¡Oh lujo, oh amor! ¿Quién, contemplando aquellas
bellezas prohibidas, tendría ojos para las exquisitas obras que, en sus marcos de oro,
salpican como estrellas las paredes de jacinto y de pórfido?
Empero, el corazón del duque desfallece. No se siente, como lo suponéis, marcado por
la magnificencia, ni embriagado por el intenso perfume de los innumerables incensarios.
C’est vrai que de toutes ces choses il a pensé beaucoup-mais! El duque de l’Omelette está
aterrado. ¡A través de la cárdena visión que le ofrece la sola ventana sin cortinas se divisa el
más espantoso de los fuegos!
Le pauvre Duc! No podía impedirse imaginar que las admirables, las voluptuosas, las
inmortales melodías que invadían aquel salón, a medida que pasaban filtrándose y
trasmutándose por la alquimia de las encantadas ventanas, eran los gemidos y los alaridos
de los condenados sin esperanza. ¡Y allí, allí, sobre la otomana! ¿Quién está ahí? ¡Es él, el
petit-maître... no, la Deidad... sentado como si estuviera esculpido en mármol, et qui sourit,
con su pálido rostro, si amèrement!
Mais il faut agir... vale decir que un francés no se desmaya nunca de golpe. Además, a
su Gracia le repugna una escena... De l’Omelette ha recobrado todo su dominio. Ha visto
unos floretes sobre la mesa y unas dagas. El duque ha estudiado con B...; il avait tué ses six
hommes. Por lo tanto, il peut s’échapper. Mide dos armas y, con inimitable gracia, ofrece la
elección a su Majestad. Horreur! ¡Su Majestad no sabe esgrima!
Mais il joue! ¡Feliz idea! Su Gracia tuvo siempre una excelente memoria. Alguna vez
hojeó Le Diable, del abate Gualtier. Allí se dice que le Diable n’ose pas refuser un jeu
d’écarté.
¡Pero las probabilidades... las probabilidades! Remotísimas, desesperadas, es verdad;
empero, apenas más desesperadas que el duque mismo. Además, ¿no está en el secreto?
¿No ha leído al Père Le Brun? ¿No era miembro del Club Vingt-et-un? Si je perds —dice—
je serai deux fois perdu... quedaré dos veces condenado... voilà tout! (Y aquí su Gracia se
encogió de hombros.) Si je gagne, je reviendrai à mes ortolons... que les cartes soient
préparées!
Su Gracia era todo cuidado, todo atención; su Majestad, todo confianza. Un espectador
hubiera pensado en Francisco y en Carlos. Su Gracia pensaba en su juego. Su Majestad no
pensaba: barajaba. El duque cortó.
Distribuyéronse las cartas. Diose vuelta la primera. ¡El rey! ¡Pero no... era la reina! Su
Majestad maldijo sus vestimentas masculinas. De l’Omelette se llevó la mano al corazón.
Jugaron. El duque contaba. Había terminado la mano. Su Majestad contaba lentamente,
sonriendo, bebiendo vino. El duque escamoteó una carta.
—C’est à vous de faire —dijo su Majestad, cortando. Su Gracia se inclinó, barajó las
cartas y levantóse en presentant le Roi.
Su Majestad pareció apesadumbrado.
Si Alejandro no hubiese sido Alejandro, hubiera querido ser Diógenes, y el duque
aseguró a su antagonista, mientras se despedía de él, que s’il n’eût été de l’Omelette il
n’aurait point d’objection d’être le Diable.
Cuatro bestias en una
El hombre-camaleopardo
Chacun a ses vertus.
(CREBILLON, Jerjes)
Por lo general, se considera a Antíoco Epifanes como el Gog del profeta Ezequiel.
Cabe sin embargo atribuir con más propiedad este honor a Cambises, hijo de Ciro. De todos
modos, el carácter del monarca sirio no necesita ningún embellecimiento suplementario. Su
acceso al trono, o más bien su usurpación de la soberanía, en el año ciento setenta y uno
antes de Cristo; su tentativa de saquear el templo de Diana, en Éfeso; su implacable
hostilidad hacia los judíos; su profanación del santo de los santos, y su miserable muerte en
Taba, después de un tumultuoso reinado de once años, constituyen circunstancias
prominentes y, por tanto, mucho más tenidas en cuenta por los historiadores de su tiempo
que las impías, cobardes, crueles, estúpidas y extravagantes acciones que forman la suma
total de su vida privada y su reputación.
Supongamos, amable lector, que estamos en el año del mundo tres mil ochocientos
treinta, e imaginémonos por un momento en la más grotesca de las moradas humanas, en la
notable ciudad de Antioquía. Por cierto que en Siria y otros países había un total de
dieciséis ciudades de este nombre, aparte de aquella a que aludo particularmente. Pero la
nuestra es la que recibió el nombre de Antioquia Epidafne a causa de su vecindad con el
pueblo de Dafne, donde se alzaba un templo a dicha divinidad. Fue construida (aunque la
cuestión está muy controvertida) por Seleuco Nicanor, primer rey del país después de
Alejandro Magno, en memoria de su padre, Antíoco, y no tardó en convertirse en capital de
los monarcas sirios. En los florecientes tiempos del imperio romano, Antioquía era la
residencia habitual del prefecto de las provincias orientales, y muchos emperadores de la
ciudad reina (entre los cuales cabe mencionar especialmente a Veras y a Valente) pasaron
aquí la mayor parte de su tiempo. Pero advierto que estamos ya en la ciudad. Subamos a esa
muralla, a fin de contemplar Antioquia y las comarcas circundantes.
—¿Qué río es ése, tan ancho y rápido, que se abre camino entre innumerables saltos, a
través de la confusa multitud de las montañas, y de la multitud no menos confusa de los
edificios?
—Es el Orontes. Sus aguas son las únicas visibles, fuera de las del Mediterráneo, que
se tiende como un ancho espejo a unas doce millas al sur. Todo el mundo ha visto el
Mediterráneo, pero permítame decirle que muy pocos han podido tener un atisbo de
Antioquía. Cuando digo pocos, aludo a personas como usted y como yo, que poseen al
mismo tiempo las ventajas de una educación moderna. Deje, pues, de contemplar el mar y
conceda toda su atención a la masa de edificios que se tiende por debajo de nosotros.
Recordará que estamos en el año del mundo tres mil ochocientos treinta. Si fuera más tarde
—si, por ejemplo, estuviéramos en el año de Nuestro Señor mil ochocientos cuarenta y
cinco—, nos veríamos privados de tan extraordinario espectáculo. En el siglo diecinueve
Antioquia es —o, mejor dicho, será— un lamentable montón de ruinas. Para ese entonces
habrá quedado destruida, en tres ocasiones diferentes, por tres terremotos sucesivos, Y a
decir verdad, lo poco que quede de ella estará en un estado tan ruinoso y desolado que el
patriarca habrá trasladado su residencia a Damasco. ¡Ah, muy bien! Veo que aprovecha
usted mi consejo y se dedica a inspeccionar los lugares,
satisfaciendo sus ojos
con los recuerdos y los monumentos famosos
que tanto renombre dan a esta ciudad.
Perdóneme usted; me olvidaba de que Shakespeare no florecerá hasta dentro de mil
setecientos cincuenta años. Veamos: ¿no justifica la apariencia de Epidafne que la califique
de grotesca?
—Está bien fortificada, y en este sentido debe tanto a la naturaleza como al arte.
—Muy cierto.
—Hay una prodigiosa cantidad de majestuosos palacios.
—En efecto.
—Y los numerosos templos, tan ricos corno magníficos, pueden compararse con los
más alabados de la antigüedad.
—Lo reconozco. Pero hay también infinidad de cabañas de barro y abominables
barracas. No podemos dejar de advertir en las calles la cantidad de inmundicias tiradas en el
arroyo, y si no fuera por las continuas humaredas del incienso de los idólatras no hay duda
que el hedor resultaría intolerable. ¿Vio usted alguna vez calles tan sofocadamente angostas
o edificios tan milagrosamente altos? ¡Qué penumbra arrojan sus sombras sobre la tierra!
Por suerte, las oscilantes lámparas de aquellas columnatas permanecen encendidas durante
el día; de lo contrario, tendríamos aquí las tinieblas de Egipto en tiempos de su desolación.
—¡Ciertamente es un extraño lugar! ¿Qué significa aquel singular edificio? ¡Mírelo!
Domina todos los otros y se halla situado al este de lo que creo debe ser el palacio real.
—Es el nuevo templo del Sol, a quien se adora en Siria bajo el nombre de Elah
Gabalah. Más tarde, un emperador romano harto notorio instituirá su culto en Roma y
extraerá de él su propio nombre, Heliogábalo. Pienso que le gustaría a usted echar una
ojeada a la divinidad del templo. No necesita mirar hacia el cielo: el Sol no está allí, por lo
menos el Sol que adoran los sirios. La deidad reposa en el interior de aquel edificio. Se lo
adora bajo la forma de una ancha columna de piedra rematada por un cono o pirámide —
que denota el Fuego.
—¡Escuche! ¡Mire! ¿Quiénes son esos ridículos seres semidesnudos, pintarrajeado el
rostro, que gritan y gesticulan dirigiéndose a la chusma?
—Unos pocos son saltimbanquis. Otros pertenecen a la clase de los filósofos. Pero la
mayoría —justamente aquellos que están apaleando a la muchedumbre— son los
principales cortesanos de palacio, que ejecutan, como es su deber, alguna loable
extravagancia ordenada por el rey.
—Pero, ¿qué es eso? ¡Cielos, la ciudad está infestada de bestias salvajes! ¡Qué
espectáculo terrible... qué peligrosa singularidad!
—Terrible, si usted quiere; pero nada peligrosa. Si mira atentamente, verá que cada uno
de esos animales sigue tranquilamente a su amo. Algunos van con una cuerda al cuello,
pero se trata de las especies más pequeñas o tímidas. El león, el tigre y el leopardo se
mueven con entera libertad. Han sido adiestrados para sus actuales funciones, y sirven a sus
respectivos dueños de valets de chambre. A veces, claro está, la naturaleza reivindica sus
violadas leyes; pero que un guerrero sea devorado, o que un toro sagrado aparezca muerto,
son cosas demasiado insignificantes para causar sensación en Epidafne.
—¡Qué tumulto tan extraordinario se escucha! ¡Un ruido terrible, aun para Antioquía!
Sin duda ocurre cosa fuera de lo común.
—Así es. El rey ha dispuesto algún nuevo espectáculo: una exhibición de gladiadores
en el hipódromo, quizá la matanza de los prisioneros escitas, el incendio de su nuevo
palacio, la demolición de algún hermoso templo... o quizá una hoguera alimentada por
algunos judíos. El rumor aumenta. Gritos y carcajadas ascienden a los cielos. El aire se
conmueve con la estridencia de los instrumentos de viento y el horrible clamoreo de un
millón de gargantas. ¡Bajemos, en nombre de la diversión, y veamos qué pasa! ¡Por ahí...
cuidado! Ya estamos en la calle principal, llamada calle de Timarco. Un mar de gente se
acerca y difícil nos será remontar la corriente. La multitud se derrama por la calle de
Heráclides, que nace directamente en palacio... Es de suponer entonces que el rey se
encuentra entre los alborotadores. ¡Sí, oigo los gritos de los heraldos, anunciando su llegada
con la pomposa fraseología del Oriente! Podremos echar una ojeada a su persona cuando
pase frente al templo de Ashimah. Refugiémonos en el vestíbulo del santuario; no tardará
en llegar. Entretanto, examinemos esta imagen. ¿Qué es? ¡Oh, el dios Ashimah en persona!
Advertirá usted que no se trata ni de un cordero, ni de un chivo, ni de un sátiro; tampoco se
parece gran cosa al Pan de los árcades. Y, sin embargo, todas estas apariencias han sido
asignadas... ¡oh, perdón: serán asignadas!, por los sabios de los tiempos venideros al
Ashimah de los sirios. Póngase los anteojos y dígame qué es. ¿Qué es?
—¡Dios me bendiga! ¡Un mono!
—Exacto: un mandril. Pero no por eso deja de ser una deidad. Su nombre deriva del
griego Simia... ¡Ah, qué grandes tontos son los arqueólogos! ¡Pero... vea! ¡Ese pequeño
vagabundo que corre allí! ¿A dónde va? ¿Y qué vocifera? ¿Qué dice? ¡Oh! Dice que el rey
viene en triunfo, que está vestido con traje de ceremonia y que acaba de quitar la vida con
su propia mano a mil prisioneros israelitas encadenados. ¡Y el canalla lo ensalza hasta los
cielos por esa hazaña! ¡Atención! ¡Viene una turba igualmente desastrada! Han compuesto
un himno en latín sobre el valor del rey, y lo cantan mientras desfilan.
Mille, mille, mille,
Mille, mille, mille,
Decollavimus, unus homo!
Mille, mille, mille, mille, decollavimus!
Mille, mille, mille,
Vivat qui mille mille occidit!
Tantum vini habet nemo
Quantum sanguinis effudit!109.
Lo cual puede parafrasearse así:
¡Mil, mil, mil,
Mil, mil, mil,
Con un solo guerrero degollamos a mil!
¡Mil, mil, mil, mil!
109 Flavio Vospicus cuenta que este himno fue cantado por el populacho luego que Aureliano, en la guerra
contra los sármatas, hubo matado con su propia mano novecientos cincuenta enemigos.
¡Cantemos otra vez mil!
¡Ohé, cantemos:
Larga vida a nuestro rey,
Que bellamente mató a mil!
¡Ohé! ¡Proclamemos
Que él nos ha dado
Más galones de sangre
Que toda la Siria vino!
—¿Oye usted ese toque de trompetas?
—Sí: el rey se acerca. ¡Vea, el pueblo está estupefacto de admiración y alza los ojos al
cielo en señal de reverencia! ¡Ya viene... ya viene... ya está aquí!
—¿Quién? ¿Dónde? ¿El rey? No lo veo... no lo distingo por ninguna parte.
—¡Se ha vuelto usted ciego!
—Es posible. Lo único que veo es una tumultuosa muchedumbre de imbéciles y de
locos que se prosternan ante un gigantesco Camaleopardo110, tratando de besarle las
pezuñas. ¡Vea, el animal acaba de dar una coz a uno de la chusma... a otro... y a otro! ¡Ah,
no puedo dejar de admirar a esa bestia por el excelente uso que hace de sus patas!
—¡La chusma! ¡Vamos, si se trata de los nobles y libres ciudadanos de Epidafne!
¿Bestia, dijo usted? Tenga cuidado de que no lo oigan. ¿No ve usted que ese animal tiene
rostro humano? ¡Mi querido señor ese Camaleopardo es nada menos que Antíoco Epifanes,
Antíoco el Ilustre, rey de Siria, el más potente de los autócratas del Oriente! Cierto que con
frecuencia suelen llamarlo Antíoco Epimanes... Antíoco el Loco... pero sólo porque el
pueblo no está capacitado para apreciar sus méritos. Lo seguro es que en este momento se
ha escondido en la piel de un animal, haciendo todo lo posible para representar a un
Camaleopardo; pero su intención es la de elevar aún más su dignidad de rey. Sepa usted
que el monarca es de gigantesca estatura y que el traje no le resulta inapropiado ni
excesivamente grande. Cabe presumir, empero, que no se lo hubiera puesto si no se tratara
de alguna ocasión especialmente solemne. ¡Y no me negará usted que la matanza de un
millar de judíos no es cosa solemne! ¡Con qué excelsa dignidad se pasea el monarca en
cuatro patas! Repare en que sus dos concubinas principales, Elliné y Argelais, le sostienen
la cola; toda su apariencia sería infinitamente atractiva de no ser por la protuberancia de sus
ojos, que ciertamente acabarán saltándosele de las órbitas, y el extraño color de su rostro,
que se ha convertido en algo indescriptible a causa de la cantidad de vino que ha bebido.
Sigámoslo al hipódromo, al cual se encamina ahora, y escuchemos el canto de triunfo que
él mismo entona el primero:
¿Quién es rey, sino Epifanes?
¡Decidlo! ¿Lo sabéis?
¿Quién es rey, sino Epifanes?
¡Bravo! ¡Bravo!
¡No hay nadie fuera de Epifanes,
No, no hay nadie!
¡Derribad entonces los templos
Y apagad el sol!
110 Los antiguos llamaban así a la jirafa, por hallarla parecida al camello y al leopardo. (N. del T.)
—¡Muy bien, magníficamente cantado! El populacho lo está saludando como «Príncipe
de los Poetas», «Gloria del Oriente», «Delicia del Universo» y «El más asombroso de los
Camaleopardos». Le han pedido un bis... ¿oye usted? ¡Lo está cantando de nuevo! Cuando
llegue al hipódromo recibirá la corona de la poesía, como anticipación de su victoria en las
próximas olimpíadas.
—¡Por Júpiter! ¿Qué ocurre entre la multitud, que viene detrás de nosotros?
—¿Detrás, dice usted? ¡Ah, oh... ya veo! Querido amigo, ha hablado usted a tiempo.
¡Refugiémonos lo antes posible en algún lugar seguro! ¡Ahí, en ese arco del acueducto! Le
diré inmediatamente la causa de la conmoción. Ha ocurrido lo que yo estaba previendo. La
singular apariencia del Camaleopardo con cabeza humana parece haber ofendido el sentido
de la dignidad que, en general, poseen los animales feroces domesticados en esta ciudad.
Como consecuencia se ha producido un motín. Y como es usual en tales ocasiones, ningún
esfuerzo humano será capaz de contener a la muchedumbre. Muchos sirios han sido ya
devorados, pero la consigna general de estos patriotas de cuatro patas parece ser la de
comerse al Camaleopardo. Razón por la cual el «Príncipe de los Poetas» corre en estos
momentos sobre sus dos piernas para salvar la vida. Los cortesanos lo han dejado en la
encrucijada, y sus concubinas han seguido tan excelente ejemplo. ¡«Delicia del Universo»,
en qué lío te has metido! ¡«Gloria del Oriente», qué peligro de masticación corres! No
mires, no, tu cola con tanta lástima; tendrá que arrastrar por el fango, no hay remedio. No
mires hacia atrás, para asistir a su inevitable degradación; toma coraje, mueve
vigorosamente las piernas y enfila hacia el hipódromo. ¡Recuerda que eres Antíoco
Epifanes, Antíoco el Ilustre! ¡«Príncipe de los Poetas», «Gloria del Oriente», «Delicia del
Universo» y «El más asombroso de los Camaleopardos»! ¡Cielos, qué velocidad eres capaz
de desplegar! ¡Qué capacidad para proteger tus piernas! ¡Corre, príncipe! ¡Bravo, Epifanes!
¡Bien hecho, Camaleopardo! ¡Glorioso Antíoco! ¡Cómo corre... cómo salta... cómo vuela!
¡Se aproxima al hipódromo como una flecha recién disparada por una catapulta! ¡Salta...
grita... ya llegó! Magnífico, pues si tardabas un segundo más en llegar a las puertas del
anfiteatro, ¡oh «Gloria del Oriente»!, no hubiera quedado un solo cachorro de oso en
Epidafne sin probar el sabor de tu carne. ¡Vámonos, salgamos de aquí! ¡Nuestros delicados
oídos modernos son incapaces de soportar el alarido que va a alzarse para celebrar la
escapatoria del rey! ¡Escuche... ya ha empezado! ¡Toda la ciudad está patas arriba!
—¡No hay duda de que es ésta la más populosa ciudad del Oriente! ¡Qué cantidad de
gente! ¡Qué revoltillo de clases y de edades! ¡Qué multiplicidad de sectas y naciones! ¡Qué
variedad de trajes! ¡Qué Babel de idiomas! ¡Qué rugidos de fieras! ¡Qué resonar de
instrumentos! ¡Qué hato de filósofos!
—¡Vamos, salgamos de aquí!
—¡Un momento! Veo una gran confusión en el hipódromo. ¿Puede decirme, por favor,
qué ocurre?
—¿Eso? ¡Oh, no es nada! Los nobles y libres ciudadanos de Epidafne, luego de
declararse satisfechos de la fe, valor, sabiduría y divinidad de su rey, y habiendo sido
además testigos presenciales de la sobrehumana agilidad de hace un instante, consideran su
deber depositar sobre su frente (además de la corona poética) la guirnalda de la victoria en
la carrera pedestre, guirnalda que sin duda ganará en las próximas olimpíadas y que, por
tanto, le conceden por adelantado.
Autobiografía literaria de Thingum Bob,
Esq.111
(Ex director del Goosetherumfoodle)
Dado que mis años van en aumento y, según tengo entendido, tanto Shakespeare como
Mr. Emmons fallecieron alguna vez, no es imposible que hasta yo tenga que morir. He
pensado, pues, que bien podía retirarme del campo de las letras y dormir en mis laureles.
Pero ansío dejar señalada mi abdicación del cetro literario con algún importante legado a la
posteridad, y quizá nada mejor para ello que narrar la historia de los primeros tiempos de
mi carrera. Tanto y tan constantemente ha brillado mi nombre ante los ojos del público, que
no sólo estoy dispuesto a admitir lo natural de ese interés universalmente provocado, sino a
satisfacer la extrema curiosidad que inspiró siempre. Por lo demás, constituye un deber de
aquel que ha llegado a la grandeza dejar en su ascenso los hitos necesarios para guiar a los
otros que ascenderán a su vez. Me propongo, pues, detallar en este artículo (que estuve a
punto de titular «Datos para servir a la historia literaria de Norteamérica») esos
importantes, aunque débiles y vacilantes primeros pasos por los cuales llegué a la larga al
pináculo del renombre humano.
Superfluo sería hablar demasiado de nuestros ascendientes muy remotos. Mi padre,
Thomas Bob, Esq., mantúvose muchos años en la cumbre de su profesión, que era la de
barbero en la ciudad de Smug. Su negocio constituía el centro de reunión de los principales
del lugar, y especialmente de los pertenecientes al cuerpo periodístico —cuerpo que
provoca en todas partes profunda veneración y respeto—. Por mi parte, contemplábalos yo
como a dioses, y bebía ávidamente el opulento ingenio y la sabiduría que continuamente
fluía de sus augustas bocas durante el desarrollo del proceso conocido por «jabonadura».
Mi primer momento de verdadera inspiración data de aquella época memorable, cuando el
brillante director del Gad-fly, en los intervalos del importante proceso mencionado, recitó
en alta voz, ante un cónclave formado por nuestros aprendices, un inimitable poema en
honor del «Único genuino Aceite de Bob» (así llamado por el nombre de su talentoso
inventor, mi padre), y recibió por aquella efusión una generosa y real recompensa de la
firma Thomas Bob & Compañía, comerciantes barberos.
El genio presente en las estrofas del «Aceite de Bob» me infundió por primera vez el
divino afflatus. Inmediatamente resolví llegar a ser un gran hombre, comenzando para ello
por ser un gran poeta. Aquella misma noche caí de hinojos a los pies de mi padre.
—¡Padre, perdóname —dije—, pero mi alma está por encima de la espuma de jabón!
Tengo el firme propósito de marcharme del negocio. Quiero ser director... quiero ser
poeta... quiero escribir estrofas al «Aceite de Bob». ¡Perdóname, y ayúdame a ser grande!
—Querido Thingum —repuso mi padre (el nombre Thingum me venía de un pariente
rico así llamado)—, querido Thingum —agregó, levantándome por las orejas—, Thingum,
muchacho, eres un real mozo, y gracias a tus padres has recibido un alma. Además, como tu
111 Thingum-bob se usa en inglés para reemplazar un nombre que no se recuerda en el momento. Estos juegos
de palabras se multiplican a lo largo del relato. (N. del T.)
cabeza es enorme, contiene sin duda un cerebro considerable. Hace tiempo que lo vengo
notando, y por eso tenía pensado hacer de ti un abogado. Pero la profesión ha perdido su
caballerosidad, y la de político no da para gastos. Creo que no estás desacertado; el negocio
de director de periódico es lo mejor, y, si al mismo tiempo puedes ser un poeta (como lo
son la mayoría de los directores, dicho sea de paso), pues bien, matarás dos pájaros de un
tiro. Para estimularte en tus comienzos te asignaré la buhardilla; tendrás pluma, tinta y
papel, un diccionario de la rima y un ejemplar del Gad-Fly. Supongo que no pretenderás
nada más.
—¡Sería un ingrato y un villano si tal pretendiera! —repuse entusiasmado—. Tu
generosidad es ilimitada. ¡Te la retribuiré convirtiéndote en el padre de un genio!
Terminó así mi confesión con el mejor de los hombres, e inmediatamente me consagré
con todo celo a mis labores poéticas, ya que fundaba en ellas mis principales esperanzas
para elevarme hasta la cátedra de la dirección periodística.
En mis primeras tentativas de composición descubrí que las estrofas del «Aceite de
Bob» eran más un inconveniente que otra cosa. Su esplendor, en vez de iluminarme me
mareaba. La contemplación de su excelencia tenía, como es natural, que descorazonarme si
la comparaba con mis propios abortos; por lo cual trabajé largo tiempo en vano. Por fin
nació en mi mente una de esas ideas exquisitamente originales que alguna que otra vez
invaden el cerebro de un hombre de genio. Hela aquí —o, más bien, he aquí la forma en
que la llevé a la práctica—. En una vetusta librería situada en los aledaños de la ciudad
desenterré algunos volúmenes tan antiguos como desconocidos, que el librero me vendió
por menos que nada. De uno de ellos, que pretendía ser la traducción de una obra llamada
Inferno, de un tal Dante, copié con suma prolijidad un largo pasaje acerca de un individuo
llamado Ugolino, que tenía varios chiquillos. De otro libro, que contenía numerosas obras
de teatro del tiempo viejo, escritas por alguien cuyo nombre he olvidado, extraje del mismo
modo y con idéntico cuidado muchos versos que hablaban de «ángeles», «sacerdotes
bendiciendo la mesa» y «espíritus malignos», y muchos más. De un tercero, que era obra de
un ciego, no sé si griego o indio Choctaw (no se puede pretender que me acuerde en detalle
de cada insignificancia), extraje unos cincuenta versos que empezaban hablando de «la
cólera de Aquiles», de «grasa» y otras cosas. De un cuarto, que, según recuerdo, era
también obra de un ciego, elegí una o dos páginas llenas de «salves» y «santa luz»», y
aunque me pregunto qué tiene un ciego que escribir acerca de la luz, de todos modos
aquellos versos eran bastante buenos a su manera.
Luego que hube pasado en limpio los poemas, los firmé a todos «Oppodeldoc» (un
hermoso, sonoro nombre) y, poniéndolos en sendos y bonitos sobres separados, los envié
respectivamente a las cuatro principales revistas literarias, solicitando su rápida publicación
y pronto pago. Pero el resultado de este bien concebido plan (cuyo éxito me hubiera evitado
tantos disgustos en el futuro) sirvió para convencerme de que no es posible embaucar a
ciertos directores, y dio el coup de grâce (como dicen en Francia) a mis nacientes
esperanzas (como dicen en la ciudad de los trascendentales)112.
La cuestión es que cada una de las revistas dio un terrible vapuleo a Mr. «Oppodeldoc»
en sus «Respuestas Mensuales a los Colaboradores». El Hum-Drum lo hizo de la siguiente
manera:
«Oppodeldoc (sea quien sea) nos ha enviado una larga tirada referente a un loco a
quien llama “Ugolino’, padre de muchos hijos que merecían una buena azotaina y que los
112 Alusión a la escuela filosófica cuya primera figura era Emerson. (N. del T.)
mandaran a la cama sin cenar. El poema en cuestión es lamentablemente flojo, por no decir
chato. Oppodeldoc (sea quien sea) carece por completo de imaginación, y la imaginación,
según pensamos humildemente, no sólo es el alma de la POESÍA, sino su corazón.
Oppodeldoc (sea quien sea) ha tenido la audacia de exigirnos “rápida publicación y pronto
pago” de su chachara. Jamás publicamos ni adquirimos colaboraciones de esa estofa. No
cabe duda, sin embargo, que le será muy fácil encontrar comprador para todos los
disparates que garrapatee, en las redacciones del Rowdy-Dow, del Lollipop o del
Goosetherumfoodle.»
Preciso es reconocer que todo esto era sumamente severo para «Oppodeldoc», pero el
rasgo más cruel consistía en la impresión de la palabra POESÍA con mayúsculas. ¡Qué
mundo de amargura no está contenido en esas seis letras preeminentes!
Pero «Oppodeldoc» era castigado con igual severidad en el Rowdy-Dow, quien se
expresaba así:
«Hemos recibido una muy singular e insolente comunicación de una persona que (sea
quien sea) se firma “Oppodeldoc”, profanando así la grandeza del ilustre emperador
romano de ese nombre. Acompañando la carta de “Oppodeldoc” (sea quien sea)
encontramos abundantes versos tan campanudos como repelentes e ininteligibles, que
hablan de “ángeles y ministros bendicientes”, y que sólo insanos como un Nat Lee113 o un
“Oppodeldoc” son capaces de perpetrar. Y por esta hojarasca de hojarascas se pretende que
“paguemos prontamente”. ¡No, señor, no! No pagamos cosas semejantes. Diríjase usted al
Hum-Drum, al Lollipop o al Goosetherumfoodle. Dichos periódicos aceptarán sin duda
alguna cualquier desperdicio literario que se le ocurra enviarles, y también sin duda alguna
prometerán pagarlo.»
Esto era muy amargo, por cierto, para el pobre «Oppodeldoc», pero en este caso el peso
de la sátira caía sobre el Hum-Drum, el Lollipop y el Goosetherumfoodle, a quienes se
calificaba ácidamente de «periódicos» (y en itálicas, para colmo), cosa que debió de
herirlos en pleno corazón.
Apenas menos salvaje se mostró el Lollipop, que se expresó en esta forma:
«Cierto individuo que se goza en hacerse llamar “Oppodeldoc” (¡a qué bajos usos se
aplican a veces los nombres de los muertos ilustres!) nos ha hecho llegar cincuenta o
sesenta versos que comienzan de esta manera:
La cólera de Aquiles, para Grecia calamitosa fuente
de innumerables males, etc., etc.
»Informamos respetuosamente a Oppodeldoc (sea quien sea) que no hay en nuestra
casa un solo aprendiz que no componga cotidianamente mejores versos. Los de
Oppodeldoc no se pueden escandir. Oppodeldoc debería aprender a contar. Pero lo que va
más allá de nuestra comprensión es cómo se le puede haber ocurrido la idea de que
nosotros (¡nosotros, nada menos!) deshonraríamos nuestras páginas con sus inefables
disparates. Semejantes garrapateos son apenas buenos para figurar en el Hum-Drum, el
Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle, que no vacilan en publicar, como si fueran grandes
novedades, los versos que todos sabíamos de niños. Y “Oppodeldoc” (sea quien sea) tiene
el coraje de pretender que le paguemos sus ñoñerías. ¿No sabe acaso que ninguna paga
sería suficiente para que publicáramos sus engendros?»
113 Nathaniel Lee, dramaturgo inglés, 1653?-1692. Ni que decir que los versos son de «Nat»Lee. (N. del T.)
Mientras leía todo esto me iba sintiendo cada vez más pequeño y, cuando llegué a la
parte donde el director se burlaba del poema calificándolo de verso, apenas sobrepasaba del
nivel del suelo. En cuanto a «Oppodeldoc», comencé a sentir compasión por el pobre
diablo. Pero el Goosetherumfoodle mostró aún menos piedad que el Lollipop, si ello era
posible, al decir:
«Un lamentable poetastro que firma “Oppodeldoc” ha sido lo bastante tonto para
imaginar que le publicaríamos y pagaríamos una rapsodia tan bombástica como incoherente
que nos ha remitido, y que comienza con el siguiente verso más o menos inteligible:
¡Salve, santa luz! ¡Progenie del Cielo, primogénito!
»Decimos “más o menos inteligible”; pero Oppodeldoc (sea quien sea) tendrá la
bondad de explicarnos cómo es posible que el granizo pueda ser una luz santa114. Siempre
lo consideramos lluvia solidificada. ¿Nos informará, además, cómo la lluvia solidificada
puede ser al mismo tiempo luz santa (sea lo que sea) y progenie? Pues, si algo sabemos de
inglés, progenie sólo se usa apropiadamente al referirse a niños de unas seis semanas de
edad. Pero sería ridículo seguir comentando esta absurdidad, pese a que “Oppodeldoc” (sea
quien sea) tiene el cinismo incomparable de suponer que no solamente publicaremos sus
ignorantes delirios, sino que además... ¡se los pagaremos!
»Esto es verdaderamente admirable. Estaríamos tentados de castigar al joven
escritorzuelo por su egotismo, publicando sus efusiones verbatim et literatim, tal como las
ha escrito. Ningún castigo podría ser más severo, y bien se lo infligiríamos, si no
quisiéramos evitar el hastío consiguiente para nuestros lectores.
»Que “Oppodeldoc” (sea quien sea) envíe sus futuras “composiciones” al Hum-Drum,
al Lollipop o al Rowdy-Dow. Con toda seguridad se las publicarán. No hacen otra cosa en
cada número que sacan. Sí, mejor es que se las envíe a ellos. NOSOTROS no nos dejamos
insultar impunemente.»
Esto acabó conmigo, y en cuanto al Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Lollipop, jamás
pude comprender cómo sobrevivieron. Mencionarlos con los caracteres más pequeños, con
miñonas (y ahí estaba la ofensa, al insinuar su inferioridad, su bajeza), mientras
NOSOTROS aparecía mirándolos desde lo alto de sus mayúsculas... ¡oh, era demasiado
duro! ¡Era ajenjo, era hiel! Si yo hubiera pertenecido a uno de aquellos periódicos no
hubiera escatimado esfuerzo para llevar a los tribunales al Goosetherumfoodle. Habría
podido basarme para ello en la ley destinada a «prevenir la crueldad contra los animales».
En cuanto a Oppodeldoc (fuere quien fuese) ya había perdido la paciencia con respecto a él,
y no le guardaba ninguna simpatía. Era indudablemente un estúpido (fuere quien fuese), y
merecía todos los puntapiés que acababa de recibir.
El resultado de mi experimento con los viejos libros me convenció, en primer lugar, de
que «la honestidad es la mejor política», y, en segundo, que si yo era incapaz de escribir
mejor que Mr. Dante, los dos ciegos y el resto de la vieja camarilla, por lo menos me
resultaría difícil escribir peor que ellos. Recobré el ánimo, pues, decidiéndome a lograr por
fin algo «completamente original», como dicen en las cubiertas de las revistas, a costa de
cualquier esfuerzo y estudio. Una vez más coloqué ante mis ojos como modelo las
brillantes estrofas del «Aceite de Bob», escritas por el director del Gad-fly, y resolví
fabricar una oda sobre el mismo sublime tema, rivalizando con la escrita.
114 Hail: granizo, y también salve (sentido en que la usa Milton en este verso). (N. del T.)
Mi primer verso no me costó trabajo. Decía así:
Exaltar en una oda el «Aceite de Bob»...
Luego de revisar mi diccionario en procura de todas las rimas adecuadas para «Bob»,
me resultó imposible seguir adelante. Acudí entonces a la ayuda paterna y, después de
varías horas de madura reflexión, mi padre y yo finalizamos el siguiente poema:
Exaltar en una oda el «Aceite de Bob»
Vale por todas las angustias de Job.
(Firmado) Snob
No hay duda de que esta composición no era muy extensa, pero aún «me queda por
aprender», como dicen en el Edinburgh Review, que la mera extensión de una obra literaria
tiene algo que ver con su mérito. En cuanto a las alabanzas que hace la Quarterly del
«esfuerzo sostenido», me resulta imposible encontrarle el menor sentido. Por eso, todo bien
considerado, quedé satisfecho con el éxito de mi virginal intento, y lo único que faltaba era
decidir su destino. Mi padre sugirió que lo mandase al Gad-fly, pero dos razones me lo
impedían: los celos del director y la seguridad de que no pagaba las colaboraciones. Por
eso, luego de larga deliberación, remití mi poema a las más dignas columnas del Lollipop y
esperé los resultados con ansiedad, pero con resignación.
En el número siguiente tuve el orgullo de ver mi poema impreso a dos columnas, como
si fuera el editorial, precedido por las siguientes significativas palabras, en itálicas y entre
corchetes:
[Señalamos a la atención de nuestros lectores las admirables estrofas que siguen
acerca del «Aceite de Bob». No diremos nada de lo sublime de las mismas, ni de su pathos:
imposible leerlas sin verter lágrimas. Aquellos que han padecido las tristes consecuencias
de que la pluma de ganso del director del Gad-Fly osara profanar el mismo augusto tema,
harán bien en comparar las dos composiciones.
P. S.- Nos consume la ansiedad por develar el misterio que envuelve el seudónimo
«Snob» ¿Podemos esperar una entrevista personal?]
Todo esto era estrictamente justo, pero confieso que excedía lo que había esperado; lo
reconozco, téngase bien en cuenta, para eterno deshonor de mi país y de la humanidad. De
todas maneras no perdí tiempo en presentarme al director del Lollipop, y tuve la buena
suerte de que dicho caballero se hallara en casa. Saludóme con aire de profundo respeto,
ligeramente teñido de paternal y protectora admiración, ocasionada sin duda por mi aire
extremadamente joven e inexperto. Rogándome que tomara asiento, púsose a hablar
inmediatamente sobre mi poema... pero la modestia me veda repetir los mil cumplidos que
derramó sobre mí. Los elogios de Mr. Crab (pues tal era el nombre del director) no fueron
sin embargo indiscriminados. Analizó mi composición con gran libertad y conocimiento,
sin vacilar en señalarme algunos defectos insignificantes, circunstancia esta última que lo
elevó grandemente en mi estima. Como es natural, el Gad-fly fue puesto sobre el tapete, y
espero no verme jamás sometido a una crítica tan escudriñadora ni a reproches tan
humillantes como los que Mr. Crab dejó caer sobre aquella desdichada publicación.
Habíame acostumbrado a considerar al director del Gad-fly como a un ser sobrehumano,
pero Mr. Crab no tardó en quitarme esa idea. Tanto el aspecto literario como el personal de
la Mosca115 —así calificaba satíricamente a su rival— fueron expuestos a su verdadera luz.
La Mosca no valía nada. Había escrito cosas infames. Era un escritorzuelo de a un centavo
la línea. Era un malvado. Había compuesto una tragedia que hizo morir de risa a todo el
país, y una farsa que sumió el mundo en lágrimas. Fuera de esto, había tenido la
imprudencia de publicar un panfleto contra él (Mr. Crab) y la temeridad de calificarlo de
«asno». Si en cualquier momento deseaba yo expresar mi opinión sobre Mr. Mosca, las
páginas del Lollipop quedaban ilimitadamente a mi disposición. En el ínterin, era seguro
que el Gad-fly me atacaría por haberme animado a componer un poema rival sobre el
«Aceite de Bob»; pero Mr. Crab tomaba a su cargo lo concerniente a mis intereses privados
y personales. Y si yo no salía de todo aquello convertido en un hombre cabal, no sería culpa
suya.
Habiendo hecho Mr. Crab una pausa en su discurso (cuya última parte me resultó
imposible de comprender), me atreví a insinuar algo sobre la remuneración que creía
merecer por mi poema, puesto que en la cubierta del Lollipop figuraba habitualmente una
noticia según la cual la revista «insistía en que se le permitiera pagar precios exorbitantes
por todas las colaboraciones aceptadas, gastando con frecuencia más dinero en un solo y
breve poema que el costo anual combinado del Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el
Goosetherumfoodle».
Apenas hube mencionado la palabra «remuneración», Mr. Crab abrió mucho los ojos,
todavía más la boca, llegando a adquirir la apariencia de un pato viejo extremadamente
agitado en el momento de graznar. Quedóse así, llevándose una que otra vez las manos a la
frente, como si pasara por una crisis de terrible desconcierto y no cambió de actitud hasta
que hube terminado lo que tenía que decir.
Instantáneamente se hundió hasta lo más hondo de su asiento, como si le faltaran las
fuerzas, mientras los brazos le colgaban inertes y su boca continuaba invariablemente
abierta a la manera del pato. Mientras lo contemplaba mudo de estupefacción por una
conducta tan alarmante, Mr. Crab saltó de pronto del asiento y corrió hacia la campanilla,
pero cuando aferraba el cordón pareció cambiar de idea, pues se sumergió debajo de la
mesa y volvió a aparecer con un garrote. Levantábalo ya (con finalidades que no podría
explicar), cuando repentinamente se difundió en su rostro una benigna sonrisa, y volvió a
sentarse plácidamente a mi lado.
—Señor Bob —dijo (pues yo había presentado mi tarjeta antes de aparecer en
persona)— , supongo que es usted un hombre joven... muy joven.
Asentí, añadiendo que todavía no había completado mi tercer lustro.
—¡Ah, perfectamente! —exclamó—. Ya veo, ya veo... ¡no diga usted más! Con
respecto a ese asunto de la remuneración, lo que ha dicho es muy justo... casi diría que
demasiado. Pero... ejem... la primera colaboración... repito, la primera... ninguna revista
tiene por costumbre pagarla, ¿comprende usted? Para decirle la verdad, en ese caso los
recipientes somos nosotros. (Mr. Crab sonrió con blandura al enfatizar la palabra.) En la
mayoría de los casos se nos paga para que publiquemos una primera composición... sobre
todo si es en verso. En segundo lugar, señor Bob, la revista tiene por norma no desembolsar
jamás lo que en Francia se denomina argent comptant... Supongo que me entiende usted.
Tres o seis meses después de la publicación del artículo... o un año o dos más tarde... no
115 Gad-fly, tábano; fly, mosca. (N. del T.)
tenemos inconvenientes en librar un pagaré a nueve meses; siempre, claro está, que
podamos disponer nuestros negocios de manera de estar seguros de liquidarlo en seis.
Espero sinceramente, señor Bob, que considerará usted satisfactoria esta explicación.
Mr. Crab guardó silencio con lágrimas en los ojos.
Herido en lo más hondo del alma por haber sido, aunque inocentemente, causante de un
dolor a una persona tan sensible, me apresuré a pedirle disculpas, asegurándole que
coincidía en todo con su punto de vista y que apreciaba perfectamente lo delicado de su
situación. Y luego de manifestar todo esto en un discurso claro y conciso, me despedí de
Mr. Crab.
Poco tiempo más tarde, una hermosa mañana «me desperté y supe que era famoso»116.
La extensión de mi renombre podrá apreciarse mejor a través de las opiniones de los
editoriales del día. Como se verá, dichas opiniones hallábanse incluidas en las reseñas
críticas del número de Lollipop, donde había aparecido mi poema, y eran tan satisfactorias
y concluyentes como diáfanas, con la excepción quizá de las marcas jeroglíficas Sep. 15-1
t, agregadas a cada una de dichas reseñas.
El Owl, diario de profunda sagacidad, y bien conocido por lo grave y ponderado de sus
decisiones literarias, hablaba como sigue:
«¡El Lollipop! El número de octubre de esta deliciosa revista supera a los anteriores,
desafiando toda competencia. En la belleza de su tipografía y su papel, en el número y
excelencia de sus grabados al acero, así como en el mérito literario de sus colaboraciones,
el Lollipop está tan por encima de sus lerdos rivales como Hiperión de un sátiro. Cierto es
que el Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle descuellan en fanfarronería;
pero, para todo el resto, ¡que nos den el Lollipop! No llegamos a comprender, en verdad,
cómo esta revista consigue subvenir a sus enormes gastos. Sabemos, eso sí, que tiene una
circulación de 100.000 ejemplares, y que su lista de suscriptores ha aumentado en un cuarto
a lo largo del mes pasado; pero, por otra parte, las sumas que desembolsa continuamente en
pago de colaboraciones son inconcebibles. Se afirma que Mr. Slyass ha recibido no menos
de treinta y siete centavos y medio por su inimitable artículo sobre “Cerdos”. Con Mr. Crab
en la dirección, y con colaboradores tales como Snob y Slyass, la palabra “fracaso” no
existe para Lollipop. ¡Suscríbase usted! Sep. 15-1 t»
Debo confesar que me sentí muy contento con una reseña tan cordial proveniente de un
periódico respetable como el Owl. Que mi nombre —es decir, mi nom de guerre—
apareciera colocado antes que el del gran Slyass, me pareció un cumplido tan feliz como
merecido.
De inmediato llamáronme la atención los siguientes párrafos del Toad, periódico
altamente distinguido por su rectitud e independencia, y por prescindir de toda sicofancia y
servilismo hacia los que ofrecen convites. Decía así:
«El Lollipop de octubre se pone a la cabeza de todos sus colegas, sobrepasándolos
infinitamente por el esplendor de su presentación y la riqueza de su contenido. El Hum-
Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle se destacan, cabe reconocerlo, en la
fanfarronería, pero en todo el resto que nos den el Lollipop. No llegamos a comprender,
cómo esta revista consigue subvenir a sus enormes gastos. Es cierto que tiene una
circulación de 200.000 ejemplares y que su lista de suscriptores ha aumentado en un tercio
durante la última quincena; pero, por otra parte, las sumas que desembolsa mensualmente
para el pago de colaboraciones son enormemente abultadas. Hemos oído decir que el señor
116 Lord Byron. (N. del T.)
Mumblethumb recibió no menos de cincuenta centavos por su reciente “Monodia en un
charco de barro”.
»Entre los colaboradores del presente número advertimos (aparte del eminente director
Mr. Crab) a escritores como Snob, Slyass y Mumblethumb. Luego del editorial, lo más
valioso nos parece una gema poética de Snob sobre el “Aceite de Bob”; pero nuestros
lectores no deben suponer por el título de este incomparable bijou que tiene la menor
similitud con ciertos garrapateos sobre el mismo tema, de los cuales es autor cierto
despreciable individuo cuyo nombre no puede mencionarse ante personas delicadas. Este
poema sobre el “Aceite de Bob” ha provocado general curiosidad sobre el verdadero
nombre de aquel que se oculta bajo el seudónimo de “Snob”. Afortunadamente, estamos en
condiciones de satisfacer dicha ansiedad. “Snob” es el nom de plume del señor Thingum
Bob, de esta ciudad, pariente del gran Mr. Thingum (de quien deriva su nombre), y
vinculado con las más ilustres familias del Estado. Su padre, Thomas Bob, Esq., es un
opulento comerciante de Smug. Sep. 15-1 t.»
Esta generosa aprobación me tocó en lo más hondo, especialmente por emanar de una
fuente tan reconocida, tan proverbialmente pura como el Toad. Consideré que la palabra
«garrapateo» aplicada al «Aceite de Bob» del Gad-fly, era notablemente apropiada y
punzante. Sin embargo, las palabras «gema» y bijou referidas a mi composición me
parecieron un tanto débiles. Me daban la impresión de carecer de la fuerza suficiente. No
estaban lo bastante prononcés (como decimos en Francia).
Apenas había terminado de leer el Toad, cuando un amigo me puso en la mano un
ejemplar del Mole, diario que gozaba de gran reputación por la agudeza de su percepción de
las cosas en general y el estilo abierto, honesto y elevado de sus editoriales. El Mole
hablaba del Lollipop como sigue:
«Acabamos de recibir el Lollipop de octubre y debemos decir que jamás la lectura de
una revista nos proporcionó una felicidad tan suprema. Hablamos con conocimiento de
causa. El Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle deberían cuidar sus laureles.
Estos periódicos, sin duda alguna, sobrepujan a cualquiera en la vocinglería de sus
pretensiones, pero para todo el resto que nos den el Lollipop. No llegamos a comprender, en
verdad, cómo esta revista consigue subvenir a sus enormes gastos. Es cierto que tiene una
circulación de 300.000 ejemplares y que su lista de suscriptores ha aumentado al doble en
la última semana; pero, por otra parte, las sumas que desembolsa mensualmente para el
pago de colaboraciones son asombrosamente crecidas. De buena fuente sabemos que Mr.
Fatquack recibió no menos de sesenta y dos centavos y medio por su última narración
familiar “El paño de cocina”.
»Los colaboradores de este número son Mr. Crab (el eminente director), Snob,
Mumblethumb, Fatquack y otros; pero, después de las inimitables composiciones del
director, preferimos la efusión adamantina de la pluma de un poeta naciente que escribe con
el seudónimo de “Snob”, nom de guerre que, lo profetizamos, extinguirá algún día la
radiación del de “Boz”117. Según hemos oído, “Snob” es el señor Thingum Bob, Esq., único
heredero de un acaudalado comerciante de esta ciudad, Thomas Bob, Esq., y pariente
cercano del distinguido Mr. Thingum. El título del admirable poema de Mr. Bob alude al
“Aceite de Bob”, y por cierto que se trata de un desdichado nombre, ya que un despreciable
vagabundo relacionado con la prensa de un penique ha disgustado ya a la ciudad con sus
garrapateos sobre el mismo tópico. No hay peligro, sin embargo, de que ambas
117 «Boz», seudónimo de Charles Dickens. (N. del T.)
composiciones puedan ser confundidas. Sep. 15—1 t.»
La generosa aprobación de un diario tan clarividente como el Mole colmó mi alma de
satisfacción. Lo único que se me ocurrió objetar fue que los términos «despreciable
vagabundo» podrían haber sido sustituidos ventajosamente por «odioso y despreciable
villano, miserable y vagabundo». Pienso que esto hubiera sonado de manera más graciosa.
«Adamantino»; además, expresaba insuficientemente lo que sin duda alguna pensaba el
Mole de la brillantez del «Aceite de Bob».
Aquella misma tarde en que leí las reseñas llegó a mis manos un ejemplar del Daddy-
Long-Legs, periódico proverbial por la amplísima latitud de sus apreciaciones. En él
encontré lo siguiente:
«¡Lollipop! Esta rutilante revista acaba de publicar su número de octubre. Toda
cuestión de preeminencia queda definitivamente descartada, y de ahora en adelante sería
completamente ridículo que el Hum-Drum, el Rowdy-Dow o el Goosetherumfoodle hicieran
cualquier otro espasmódico esfuerzo por competir con ella. Dichas revistas podrán
sobrepasar al Lollipop en vocinglería, pero en todo el resto que nos den el Lollipop. Cómo
esta celebrada revista puede sostener sus gastos, evidentemente asombrosos, va más allá de
nuestra comprensión. Es cierto que tiene una circulación de medio millón de ejemplares y
que su lista de suscriptores ha aumentado en un setenta y cinco por ciento en los dos
últimos días, pero las sumas que desembolsa mensualmente en concepto de pago a los
colaboradores son de no creer; estamos enterados de que Mademoiselle Cribalittle recibió
no menos de ochenta y siete centavos y medio por su último y valioso cuento
revolucionario titulado “El saltamontes de la ciudad de York y el saltacolinas de Bunker
Hill”.
»Las contribuciones más valiosas al presente número son, claro está, las procedentes
del director (el eminente Mr. Crab), pero hay además magníficas colaboraciones, tales
como las de “Snob”, Mademoiselle Cribalittle, Slyass, Mrs. Cribalittle, Mumblethumb,
Mrs. Squibalittle y, finalmente, aunque no el último, Fatquack. Puede muy bien desafiarse
al mundo entero a que produzca semejante galaxia de genios.
»El poema firmado por “Snob” está logrando elogios universales, pero es nuestro deber
afirmar que merece todavía mayores aplausos de los que ha recibido. Esta obra maestra de
elocuencia y de arte se titula “El Aceite de Bob”. Uno o dos de nuestros lectores recordarán
quizá, aunque con profundo desagrado, un poema (?) de igual título, perpetrado por un
miserable escritorzuelo matón y pordiosero a la vez, que, según tenemos entendido, trabaja
como pinche en uno de los indecentes periodicuchos de los arrabales; a esos lectores les
pedimos encarecidamente que no confundan ambas composiciones. El autor del “Aceite de
Bob”, según tenemos entendido, es Mr. Thingum Bob, Esq., caballero de vastos talentos y
profundos conocimientos. “Snob” es tan sólo un nom de guerre. Sep. 15-1 t.»
Apenas si pude contener mi indignación cuando llegué a la parte final de esta diatriba.
Era claro como la luz que la manera entre dulce y amarga (por decir la gentileza) con que el
Daddy-Long-Legs aludía a ese cerdo, el director del Gad-Fly, sólo podía nacer de su
parcialidad hacia el mismo y de la clara intención de exaltar su reputación a expensas de la
mía. Cualquiera podía darse cuenta con los ojos entornados de que si la verdadera intención
del Daddy hubiese sido la que pretendía, hubiese podido expresarla perfectamente en
términos más directos, más punzantes y muchísimo más apropiados. Las palabras
«escritorzuelo», «pordiosero», «pinche» y «matón» eran epítetos tan intencionalmente
inexpresivos y equívocos que resultaban peores que nada aplicados al autor de las estrofas
más innobles escritas por un miembro de la raza humana. Todos sabemos muy bien lo que
quiere decir «condenar con fingidos elogios»; pues bien, ¿quién podía dejar de advertir aquí
el encubierto propósito del Daddy... vale decir glorificar mediante débiles insultos?
Pero lo que el Daddy había decidido decir a la Mosca no era asunto mío. En cambio sí
lo era lo que decía de mí. Después de la nobilísima manera con que el Owl, el Toad y el
Mole se habían expresado acerca de mis aptitudes, resultaba insoportable que un diarucho
como el Daddy-Long-Legs se refiriera fríamente a mí calificándome tan sólo de «caballero
de vastos talentos y profundos conocimientos». ¡Caballero! Instantáneamente me resolví a
obtener excusas por escrito o llevar las cosas a otro terreno.
Imbuido de este propósito, busqué un amigo a quien pudiera confiar un mensaje para el
director del Daddy, y como el director del Lollipop me había dado señaladas muestras de
consideración, decidí solicitar su asistencia.
Jamás he llegado a explicarme de manera satisfactoria la muy extraña expresión y
actitud con las cuales escuchó Mr. Crab la explicación de mis intenciones. Una vez más
representó la escena del cordón de la campanilla y el garrote, sin omitir el pato. En un
momento dado creí que iba realmente a graznar. Pero su acceso cedió como la vez anterior,
y se puso a hablar y a obrar de manera racional. Rechazó, sin embargo, ser portador del
desafío, y me disuadió de que lo enviara, aunque fue lo bastante sincero como para admitir
que el Daddy-Long-Legs se había equivocado lamentablemente, sobre todo en lo referente a
los epítetos «caballero» y de «profundos conocimientos».
Hacia el final de la entrevista, Mr. Crab, que parecía interesarse paternalmente por mí,
sugirió que podría ganar honradamente algún dinero y al mismo tiempo aumentar mi
reputación si de cuando en cuando hacía de Thomas Hawk para el Lollipop.
Supliqué a Mr. Crab que me dijera quién era Mr. Thomas Hawk y de qué manera
tendría yo que hacer su papel.
Mr. Crab abrió mucho los ojos (como decimos en Alemania), pero luego, recobrándose
de un profundo ataque de estupefacción, me aseguró que había empleado las palabras
«Thomas Hawk» para evitar la baja forma familiar «Tommy», pero que la verdadera forma
era Tommy Hawk, es decir, tomahawk, y que la expresión «hacer de tomahawk»
significaba escalpar, intimidar y, en una palabra, moler a palos al rebaño de los autores del
momento.
Aseguré a mi protector que si se trataba de eso estaba perfectamente decidido a hacer
de Thomas Hawk. En vista de lo cual Mr. Crab me propuso liquidar inmediatamente al
director del Gad-fly empleando el estilo más feroz que me fuera posible y dando la suma de
mis posibilidades. Así lo hice sin perder un instante, escribiendo una reseña del «Aceite de
Bob» (el original) que ocupaba treinta y seis páginas del Lollipop. Lo cierto es que hacer de
Thomas Hawk me resultó una ocupación mucho menos pesada que la de poetizar, pues me
confié completamente a un sistema, y la cosa resultó de una facilidad extraordinaria. He
aquí cómo procedía. En un remate compré ejemplares baratos de los Discursos de Lord
Brougham, las obras completas de Cobbett, el diccionario del nuevo slang, el Arte de
desairar, El aprendiz de insultos (edición infolio) y La lengua, por Lewis G. Clarke.
Procedí a cortar dichos volúmenes con una almohaza y luego, colocando las tiras en una
sierra, separé cuidadosamente todo lo que podía considerarse como decente (apenas nada),
reservando las frases duras, que arrojé a un gran pimentero de hojalata con agujeros
longitudinales, por los cuales podía salir una frase entera sin que sufriera el menor daño. La
mezcla quedaba entonces pronta para el uso. Cuando me tocaba hacer de Thomas Hawk
untaba un pliego con clara de huevo de ganso; luego, desgarrando la obra que debía reseñar
en la misma forma en que había desgarrado previamente los libros (sólo que con más
cuidado, para que cada palabra quedase separada), arrojaba las tiras en la pimentera, donde
se hallaban las otras, ajustaba la tapa, daba una sacudida al recipiente y dejaba caer la
mezcla sobre el pliego engomado, donde no tardaba en pegarse. El efecto que lograba era
bellísimo de contemplar. Era cautivante. Por cierto que las reseñas que obtuve mediante
este simple expediente jamás han sido superadas y constituían el asombro del mundo. Al
principio, a causa de mi timidez (fruto de la inexperiencia), me sentí algo desconcertado por
cierta inconsistencia, cierto aire bizarre (como decimos en Francia) que presentaba la
composición. No todas las frases coincidían (como decimos en anglosajón). Muchas eran
sumamente sesgadas. Algunas estaban incluso patas arriba; y estas últimas sufrían siempre
en su eficacia a causa de dicho accidente, con excepción de los párrafos de Mr. Lewis
Clarke, los cuales eran tan vigorosos y robustos que no parecían perder nada por la posición
en que quedaban, sino que producían el mismo efecto satisfactorio y feliz de cabeza o de
pie.
Resulta un tanto difícil determinar lo que fue del director del Gad-Fly después de la
publicación de mi crítica sobre el «Aceite de Bob». La conclusión más razonable es que
lloró tanto que acabó por morirse. Sea como fuere, desapareció instantáneamente de la
superficie terrestre y nadie ha vuelto a saber nada de él.
Cumplida satisfactoriamente esta tarea y aplacadas las furias, me convertí de golpe en
el favorito de Mr. Crab. Me otorgó su confianza, me confirmó en mis funciones de Thomas
Hawk del Lollipop, y como, por el momento, no podía pagarme sueldo, me permitió que
usara a discreción de sus consejos.
—Querido Thingum —me dijo cierta noche después de cenar—. Respeto sus talentos y
lo amo como a un hijo. Será usted mi heredero. Cuando muera, le dejaré el Lollipop.
Entretanto, haré de usted un hombre... Lo prometo, siempre que siga mis consejos. La
primera cosa que debe hacer es quitarse de encima al viejo cargoso.
—¿A quién? —pregunté.
—A su padre.
—¡Ah! Comprendo lo de cargoso, en efecto.
—Tiene usted que hacer fortuna, Thingum —continuó Mr. Crab—, y su padre es como
una rueda de molino que lleva atada al cuello. Tenemos que cortarla inmediatamente.
Yo saqué el cuchillo.
—Debemos cortarla —agregó Mr. Crab— de una vez por todas y para siempre. Ese
viejo es una molestia. Bien pensado, debería usted darle de puntapiés o de bastonazos, o
algo por el estilo.
—¿Qué diría usted —sugerí modestamente— de darle primero los puntapiés, luego los
bastonazos y terminar retorciéndole la nariz?
Mr. Crab me miró pensativamente unos instantes y luego contestó:
—Pienso, señor Bob, que lo que usted propone es precisamente lo que se requiere, y
que está muy bien hasta cierto punto; pero los barberos son gentes difíciles de pelar, y por
eso me parece que, después de cumplir con Thomas Bob las operaciones sugeridas, sería
aconsejable que procediera a ponerle los ojos negros a puñetazos, de manera tan cuidadosa
como completa, a fin de que no pueda volver a verlo a usted en los paseos de moda. Luego
de esto, no creo que sea necesario nada más. De todos modos... bien podría revolearlo una o
dos veces en el arroyo y confiarlo luego al cuidado de la policía. A la mañana siguiente
bastará con que se presente a la comisaría y denuncie que se trata de un asalto.
Me sentí sumamente emocionado por los amables sentimientos hacia mi persona que se
traslucían en el excelente consejo de Mr. Crab, y no dejé de llevarlo inmediatamente a la
práctica. Como resultado del mismo, me libré del viejo cargoso y comencé a sentirme un
tanto independiente y con aires de caballero. Lo malo era que la falta de dinero me afectó
mucho las primeras semanas, pero después de haber aprendido a usar mis ojos descubrí
cómo tenía que manejar la cosa. Nótese que digo «la cosa», pues estoy informado de que la
palabra latina correspondiente es rem. Dicho sea de paso, y ya que hablamos de latín,
¿podría decirme alguien el significado de quocumque y el de modo?
Mi plan era extremadamente sencillo. Compré por menos de nada una decimosexta
participación en la revista The Snapping-Turtle. Y eso fue todo. La cosa quedaba terminada
así, y el dinero entraba en mi bolsillo. Cierto que hubo algunas cosillas insignificantes por
hacer con posterioridad, pero no formaban parte del plan, sino que eran su consecuencia.
Por ejemplo, compré pluma, tinta y papel y los puse en furiosa actividad. Habiendo
completado un artículo en esta forma, lo titulé: FOL LOL, por el autor de «Aceite de Bob»,
y la remití al Goosetherumfoodle. Pero, como esta revista lo declarara «disparate» en sus
«Respuestas mensuales a los colaboradores», cambié el título del artículo por el de:
MANTANTIRULIRULÁ, por THINGUM BOB, Esq., autor de la Oda sobre el «Aceite de
Bob» y director de «The Snapping-Turtle». Así enmendado, volví a enviarlo al
Goosetherumfoodle, y mientras esperaba la respuesta publiqué diariamente en The
Snapping-Turtle seis columnas de lo que cabe calificar de investigación filosófica y
analítica de los méritos literarios del Goosetherumfoodle, así como de la persona de su
director. Al final de la semana, el Goosetherumfoodle descubrió que, para su equivocación,
había confundido un estúpido artículo titulado «Mantantirulirulá», compuesto por algún
ignorante anónimo, con una gema de resplandeciente brillo que respondía al mismo título y
que era obra de Thingum Bob, Esq., el celebrado autor del «Aceite de Bob». El
Goosetherumfoodle lamentaba sinceramente «este muy natural accidente», y prometía que
el verdadero «Mantantirulirulá» sería publicado en el número siguiente de la revista.
La verdad es que pensé, realmente pensé, lo pensé en el momento, lo pensé entonces y
no tengo razón para pensar de otro modo ahora, que el Goosetherumfoodle se había
equivocado de veras. Con las mejores intenciones del mundo, jamás he conocido nada
capaz de tantas equivocaciones como esa revista. A partir de ese día empecé a tomarle
simpatía, y el resultado fue que no tardé en comprender la profundidad de sus méritos
literarios, y no dejé de explayarme sobre ellos en The Snapping-Turtle, toda vez que se me
presentaba oportunidad. Y cabe considerar como una coincidencia muy peculiar, como una
de esas muy notables coincidencias que hacen pensar seriamente a un hombre, que esa total
modificación de mis opiniones, que ese completo bouleversement (como decimos en
francés), que ese absoluto trastocamiento (si se me permite emplear este término más bien
enérgico de los choctaws) entre mis opiniones, por una parte, y las Goosetherumfoodle, por
la otra, volviera a producirse, a breve intervalo y en condiciones similares, entre el Rowdy-
Dow y yo y entre el Hum-Drum y yo.
Fue así como, por un golpe maestro de genio, consumé finalmente mis triunfos
llenándome los bolsillos de dinero, y así también como principió, según cabe afirmarlo
verdadera y noblemente, esa brillante y fecunda carrera que me hizo ilustre y que hoy me
permite decir con Chateaubriand: «He hecho historia» (J’ai fait l’histoire).
Sí, he hecho historia. Desde aquella radiante época que acabo de consignar, mis
acciones y mi trabajo son propiedad del género humano. El mundo entero los conoce. Inútil
me parece, pues, detallar cómo, remontándome rápidamente, me convertí en heredero del
Lollipop, cómo uní esta revista con el Hum-Drum y cómo adquirí luego el Rowdy-Dow,
combinando las tres publicaciones; cómo, finalmente, hice una oferta al único rival
remanente y reuní toda la literatura de la región en una sola y magnífica revista, conocidas
en todas partes con el nombre de Rowdy-Dow, Lollipop, Hum-Drum y Goosetherumfoodle.
Sí. He hecho historia. Mi fama es universal. Se extiende hasta los más alejados
confines de la tierra. No puede usted abrir un periódico sin encontrar en él alguna alusión al
inmortal THINGUM BOB. Mr. Thingum Bob dijo esto, Mr. Thingum Bob escribió aquello
y Mr. Thingum Bob hizo lo de más allá. Pero soy modesto y expiro con el corazón lleno de
humildad. Después de todo, ¿qué es ese algo indescriptible que los hombres persisten en
llamar «genio»? Coincido con Buffon y con Hogarth: no es más que asiduidad.
¡Contempladme! ¡Cuánto trabajé, cuánto bregué, cuánto escribí! ¡Oh dioses, lo que
habré escrito! Siempre ignoré la palabra «facilidad». De día no me apartaba de mi mesa y
de noche, pálido estudiante, veía consumirse la bujía. Deberíais haberme visto; sí,
deberíais. Me inclinaba a la derecha. Me inclinaba a la izquierda. Me sentaba hacia
adelante. Me sentaba hacia atrás. Me sentaba tête baissée (como dicen los kickapoos),
acercando mi rostro a la página alabastrina. Y todo el tiempo escribía. A través de la alegría
y del dolor, escribía. Con hambre y con sed, escribía. Fuera buena o mala mi reputación,
escribía. Con luz del sol o luz de la luna, escribía. Inútil decir qué escribía. ¡El estilo... eso
era todo! Lo tomé de Fatquack... ¡ejem, ejem!... y ahora mismo os estoy dando una
muestra.
Cómo escribir un artículo a la manera
del Blackwood
En nombre del Profeta..., ¡higos!
(Pregón de los vendedores turcos de higos)
Doy por supuesto que todo el mundo ha oído hablar de mí. Soy la Signora Psyche
Zenobia. De ello no cabe la menor duda. Sólo mis enemigos son capaces de llamarme Suky
Snobbs. He oído decir que Suky es una corrupción vulgar de Psyche, palabra del más
excelente griego, que significa «el alma» (y así soy yo: toda alma), y a veces «mariposa»,
sentido este último que alude indudablemente a mi apariencia cuando luzco mi nuevo
vestido de satén carmesí, con mantelet arábigo celeste, guarnición de agraffas verdes y los
siete volantes del auriculas anaranjado. En cuanto a Snobbs, cualquiera que fije en mí sus
ojos se dará instantáneamente cuenta de que no puedo llamarme Snobbs. Miss Tabitha
Nabo difundió esa especie por pura envidia. ¡Nada menos que Tabitha Nabo! ¡La malvada
intrigante! ¿Pero qué se puede esperar de un nabo? Me pregunto si alguna vez oyó el viejo
adagio sobre «la sangre que sale de un nabo», etc. (Memorándum: Recordárselo en la
primera oportunidad.) (Otro memorándum: Tirarle de la nariz.) ¿Dónde estaba? ¡Ah! Me
han asegurado que Snobbs es una corrupción de Zenobia, y que Zenobia era una reina
(como yo, pues el Dr. Moneypenny me llama siempre la Reina de Corazones); que tanto
Zenobia como Psyche vienen del mejor griego, y que mi padre era «un griego»118, por lo
cual tengo derecho de usar nuestro patronímico, vale decir Zenobia y no Snobbs. Nadie
fuera de Tabitha Nabo me llama Suky Snobbs. Yo soy la Signora Psyche Zenobia.
Como he dicho, todo el mundo ha oído hablar de mí. Soy la misma Signora Psyche
Zenobia, tan justamente celebrada como secretaria correspondiente de la Philadelphia,
Regular, Exchange, Tea, Total, Young, Belles, Lettres, Universal, Experimental,
Bibliographical, Association, To, Civilize, Humanity. El doctor Moneypenny es el autor de
esta denominación, y dice que la eligió porque sonaba a grande como una pipa de ron vacía.
(A veces este hombre es vulgar, pero siempre profundo.) Todos nosotros agregamos las
iniciales de la sociedad a nuestros nombres, como lo hacen los miembros de la R. S. A.
(Royal Society of Arts), o la S. D. U. K. (Society for the Diffusion of Useful Knowledge),
etc. El doctor Moneypenny afirma de esta última que S. quiere decir «soso», y que D. U. K.
se pronuncia como duck, pato (lo que no es cierto), y que, por tanto, la S. D. U. K. significa
«el pato soso» y no la sociedad fundada por Lord Brougham. Pero el doctor Moneypenny
es un hombre tan original que jamás sé si está diciendo la verdad. De todos modos,
nosotros agregamos siempre a nuestros nombres las iniciales P. R. E. T. T. Y. B. L. U. E.
B. A. T. C. H.119, vale decir: Philadelphia, Regular, Exchange, Tea, Total, Young, Belles,
Lettres, Universal, Experimental, Bibliographical, Association, To, Civilize, Humanity;
como se verá, tenemos una letra para cada palabra, lo cual representa un gran adelanto
sobre la sociedad de Lord Brougham. El doctor Moneypenny sostiene que esta sigla traduce
118 Zenobia no sabe que probablemente en este caso aluden a su padre como a un fullero. (N. del T.)
119 O sea, «Bonita hornada de pedantes». (N. del T.)
nuestro verdadero carácter, pero realmente no sé lo que quiere dar a entender.
A pesar de los buenos oficios del doctor y las extenuantes tentativas de la asociación
para alcanzar renombre, los resultados fueron nimios hasta el día en que me incorporé a
ella. Digamos la verdad: los socios se complacían en discusiones llenas de petulancia. Los
artículos que se leían los sábados por la tarde se caracterizaban por su bufonería y no por su
profundidad. No era más que crema verbal batida. No se inventaban ni las primeras causas
ni los primeros principios. No se investigaba nada. No se prestaba la menor atención al
punto más importante: el «ajuste de todas las cosas». En resumen, no se escribía tan
bellamente como lo hago yo. Todo era bajo, muy bajo. Ninguna profundidad, ninguna
cultura, ninguna metafísica..., nada de lo que los sabios llaman espiritualidad y que los
ignorantes prefieren estigmatizar con la denominación de «jerigonza».
Al incorporarme a la sociedad hice todo lo posible por sentar en ella un mejor estilo de
pensamiento y de redacción, y el mundo sabe muy bien hasta qué punto lo logré.
Producimos actualmente en el P. R. E. T. T. Y. B. L. U. E. B. A. T. C. H. artículos tan
excelentes como los que podrían encontrarse en el Blackwood. Menciono el Blackwood,
pues me han asegurado que los mejores ensayos sobre cualquier tema deben buscarse en las
páginas de tan justamente celebrado magazine. Lo hemos tomado por modelo en todo
sentido y, como es natural, estamos conquistando rápida notoriedad. Al fin y al cabo no es
tan difícil escribir un artículo que tenga la genuina estampa de los que se publican en el
Blackwood, una vez que se ha aprendido la manera de hacerlo. Se entiende que no hablo de
los artículos políticos. Todo el mundo sabe cómo se escriben desde que el Dr. Moneypenny
nos lo explicó. El señor Blackwood tiene unas tijeras de sastre y tres aprendices que
aguardan sus órdenes. Uno de ellos le alcanza el Times, otro el Examiner, y el tercero el
Nuevo compendio de insultos en «slang». El señor B. se limita a cortar de ahí y a mezclar.
Todo eso se cumple en un momento, y no lleva más que Examiner, insultos en slang y
Times, o bien Times, insultos en slang y Examiner, o bien Times, Examiner e insultos en
slang.
Pero el mayor mérito de la revista reside en sus diversos artículos, y los mejores
responden a lo que el Dr. Moneypenny llama las bizarreries (vaya una a saber lo que
significa eso), pero que todo el mundo califica de artículos intensos. Hace mucho tiempo
que he aprendido a apreciar esta clase de composiciones, aunque sólo en mi reciente visita a
Mr. Blackwood (en calidad de delegada de la asociación) llegué a comprender exactamente
el método que se sigue para escribirlas. Trátase de un método muy sencillo, aunque no
tanto como el de los artículos políticos. Cuando me presenté ante Mr. Blackwood,
expresándole los deseos de la sociedad, me recibió muy amablemente, llevóme a su
gabinete y procedió a explicarme con toda claridad el procedimiento aludido.
—Estimada señora —dijo, evidentemente impresionado por mi majestuosa apariencia,
pues llevaba el vestido de satén carmesí con agraffas verdes y auriculas anaranjadas—,
estimada señora, tenga la bondad de sentarse. La cuestión es la siguiente: En primer
término, el escritor de intensidades debe procurarse una tinta muy negra y una gran pluma
de tajo bien romo. Y, además, Miss Psyche Zenobia... ¡mucha atención! —agregó luego de
una pausa, hablando con gran energía y solemnidad—, ¡mucha atención a lo que voy a
decirle! ¡Dicha pluma... jamás... jamás debe ser afilada! Ahí, señora, reside el secreto, el
alma de la intensidad. Tomo la responsabilidad de afirmar que jamás un escritor ha
producido un buen artículo con una buena pluma, por más grande que fuera su genio. Dé
usted por sentado que cuando un manuscrito es legible jamás vale la pena leerlo. Tal es el
principio conductor de nuestra fe, y si no asiente usted a él de inmediato, nuestra
conferencia ha llegado a su término.
Hizo una pausa, pero como, naturalmente, yo no quería que nuestra conferencia llegara
a su término, me manifesté de acuerdo con algo tan evidente y de cuya verdad no había
tenido jamás la menor duda. Pareció complacido y continuó con sus instrucciones.
—Puede resultar odioso, Miss Psyche Zenobia, que la remita a un artículo o a una serie
de ellos para que los tome por modelos, y, sin embargo, quisiera llamar su atención sobre
algunos. Veamos. Está, por ejemplo, «El muerto vivo», que es algo extraordinario: la
crónica de las sensaciones de un señor que fue enterrado antes de exhalar el último aliento;
ahí tiene usted un tema lleno de sabor, espanto, sentimiento, metafísica y erudición. Juraría
usted que el escritor nació y fue criado en un ataúd. Tenemos luego las «Confesiones de un
tomador de opio». ¡Bello, hermosísimo! Imaginación extraordinaria, profunda filosofía,
reflexiones agudas, muchísimo fuego y furor, y todo eso bien salpimentado de cosas
ininteligibles. Le aseguro que su publicación fue una verdadera golosina, que resbaló
deliciosamente por la garganta de los lectores. Todos sostenían que el autor era Coleridge,
pero no era así. Lo compuso mi mandril preferido, «Junípero», ayudado por una gran copa
de ginebra holandesa con agua, «caliente y sin azúcar». (Imposible me hubiese sido creer
esto de no habérmelo asegurado el mismo Mr. Blackwood.) Tenemos luego «El
experimentador involuntario», referente a un señor que se quedó encerrado en un horno de
pan, del cual salió sano y salvo aunque chamuscado. Y está asimismo «El diario de un
médico», cuyos méritos residen en el lenguaje campanudo y el mediocre griego que
emplea, cosas ambas que entusiasman al público. Y también mencionemos «El hombre en
la campana», un relato, estimada Miss Zenobia, que no puedo menos de recomendarle
calurosamente. Trátase de un joven que se queda dormido debajo de una campana y
despierta cuando ésta se pone a tocar a difuntos. Los tañidos lo vuelven loco, y entonces,
extrayendo papel y lápiz, nos da una crónica de sus sensaciones. Las sensaciones son
después de todo lo que cuenta. Si alguna vez le ocurre a usted ahogarse o que la ahorquen,
no se olvide de trazar un relato de sus sensaciones; le representará diez guineas por página.
Si desea usted escribir con energía, Miss Zenobia, preste toda su atención a las sensaciones.
—Por supuesto que lo haré, Mr. Blackwood —dije.
—¡Muy bien! Veo que es usted una alumna como a mí me gustan. Pero ahora debo
ponerla al tanto de los detalles necesarios para componer lo que podríamos denominar un
genuino artículo a la manera del Blackwood, es decir, algo sensacional. Y no se extrañará
usted si le digo que este tipo de composiciones me parece el mejor para cualquier fin.
»EL primer requisito consiste en meterse en un lío como jamás se haya visto otro
semejante. El horno, por ejemplo, era un tema excelente. Pero si no tiene usted ni horno ni
campana a mano, y si no le resulta fácil caerse de un globo, ser tragada por un terremoto, o
quedar encajada dentro de una chimenea, tendrá que contentarse con la simple imaginación
de desventuras similares. De todos modos, yo preferiría que los hechos corroboraran su
relato. Nada ayuda tanto a la fantasía como el conocimiento empírico de la cuestión de que
se trata. “La verdad es más extraña que la ficción”, como usted sabe, aparte de que viene
más al caso.
En este punto le aseguré que disponía de un excelente par de ligas, y que me ahorcaría
inmediatamente con ellas.
—¡Muy bien! —repuso—. Hágalo así, aunque ahorcarse ya está muy trillado. Quizá
pueda encontrar algo mejor. Tome una dosis de las píldoras de Brandeth y descríbanos
luego sus sensaciones. Sea como sea, mis instrucciones se aplicarán igualmente bien a
cualquier clase de infortunio, y puede ocurrir que en el camino de vuelta a su casa le den un
palo en la cabeza, la aplaste un ómnibus, la muerda un perro hidrófobo o se ahogue en una
alcantarilla. Pero sigamos adelante.
»Una vez elegido el tema, corresponde considerar el tono o manera de su narración.
Tenemos el tono didáctico, el tono entusiasta, el tono natural... pero todos ellos son bastante
vulgares. Encontramos también el tono lacónico o cortante, que se emplea mucho en los
últimos tiempos. Consiste en frases breves, algo así como: Imposible ser más breve. Ni más
seco. Dos palabras y punto y aparte. Nunca párrafos largos.
«Tenernos luego el tono elevado, difusivo e interjeccional. Varios de nuestros mejores
novelistas patrocinan este tono. Las palabras deben ser como un torbellino, como un
trompo zumbador, y sonarán a la manera de este último, lo cual reemplaza ventajosamente
el que no tengan ningún sentido. Cuando un escritor se halla demasiado apurado para
detenerse a pensar, éste es el mejor de todos los estilos.
»También el tono metafísico es excelente. Si conoce usted algunas palabras
retumbantes, ha llegado el momento de emplearlas. Hable de las escuelas jónica y eleática,
de Arquitas, Gorgias y Alcmeón. Diga algo sobre la objetividad y la subjetividad. No tenga
miedo e insulte a un individuo llamado Locke. Mire desdeñosamente las cosas en general y,
cuando se le escape alguna frase demasiado absurda, no se tome la molestia de borrarla;
bastará con agregar una nota al pie, diciendo que debe dicha profunda observación a la
Kritik der reinen Vernunft o a la Metaphysische Anfangsgründe der Naturwissenschaft.
Esto parecerá erudito y... y franco.
»Hay varios otros tonos igualmente célebres, pero sólo mencionaré dos: el tono
trascendental y el tono heterogéneo. En el primero, el mérito consiste en ver mucho más
allá que cualquier otro en la naturaleza de las cosas. Esta doble vista es sumamente útil si se
la maneja bien. La lectura del Dial la ayudará bastante para ello. Evite, en este caso, las
grandes palabras; elíjalas lo más pequeñas posible y escríbalas al revés. Examine los
poemas de Channing y cite lo que dice acerca de un «hombrecillo gordo con una engañosa
exhibición de poder». Agregue alguna cosa sobre la Unidad Suprema. No diga una sola
palabra sobre la Dualidad Infernal. Por sobre todo, estudie el arte de la insinuación. Aluda a
todo, sin asegurar nada. Si se siente inclinada a escribir “pan con manteca”, por nada del
mundo se le ocurra decirlo así. Puede, en cambio, escribir cualquier cosa que se aproxime
al pan con manteca. El pastel de alforfón, por ejemplo. O llegar al extremo de insinuar el
porridge de avena; pero si su verdadero objeto es el pan con manteca, ¡tenga cuidado, mi
querida Miss Psyche, y por nada del mundo vaya a escribir esas palabras!
Le aseguré que no las escribiría mientras viviera. Me besó, continuando luego así:
—Por lo que respecta al tono heterogéneo, consiste en una juiciosa mezcla de todos los
otros tonos, en proporciones iguales, y, por tanto, incluye todo lo profundo, grande,
extraño, picante, pertinente y bonito.
»Supongamos ahora que ha elegido los incidentes a narrar y el tono. Falta lo más
importante, el alma del asunto: aludo al relleno. A nadie se le ocurre suponer que una
dama, y aun un caballero, se pase la vida haciendo de ratón de bibliotecas. Y sin embargo
es absolutamente necesario que su artículo tenga un aire de erudición, o que por lo menos
proporcione pruebas de una vasta información general. Pues bien, le mostraré ahora la
manera de conseguirlo. ¡Mire! (Y procedió a sacar tres o cuatro volúmenes de apariencia
vulgar y abrirlos al azar.) Si echa una ojeada a cualquiera de estas páginas descubrirá al
punto una multitud de fragmentos, ya sea de erudición o de fina espiritualidad, que
constituyen lo esencial para salpimentar un artículo a la manera del Blackwood. Convendría
que tome nota de unos cuantos a medida que se los leo. Haremos una doble división.
Primero, Hechos picantes para la fabricación de símiles, y segundo, Expresiones picantes
a introducir según lo requiera la ocasión. ¡Escriba usted!
Y así lo hice, mientras me dictaba:
—Hechos picantes para símiles. «Al principio sólo hubo tres musas: Melete, Mneme y
Aoede: la Meditación, la Memoria y el Canto». Bien elaborado, este pequeño fragmento
puede ser muy útil. Bien ve usted que no es muy sabido y que da la impresión de recherché.
Tendrá que tener cuidado y presentarlo con un aire franco y natural.
»He aquí otro: “El río Alfeo pasaba por debajo del mar y volvía a salir sin que sus
aguas hubieran perdido su pureza”». Esto es un tanto añejo, pero si se lo aliña y se lo
presenta debidamente parecerá tan fresco como nunca.
»He aquí algo mejor: “El iris de Persia tiene para algunas personas un perfume tal
dulce como penetrante, mientras que otras es completamente inodoro”. ¡Muy bello y cuán
delicado! Déle usted unas vueltas y logrará maravillas. Todavía nos quedan otras cosas en
la sección botánica. Nada es tan útil, sobre todo con ayuda de una pizca de latín. ¡Escriba!
“El Epidendrum Flos aeris de Java produce una hermosísima flor si se arranca la planta de
raíz. Los nativos la cuelgan del techo con una soga y gozan durante años de su fragancia.”
¡Esto es magnífico! Pero basta ya de símiles. Pasemos a las Expresiones picantes: “La
venerable novela china Ju-Kiao-Li”. ¡Excelente! Si intercala usted hábilmente estas pocas
palabras, mostrará su íntimo conocimiento del lenguaje y la literatura china. Con esto podrá
seguir adelante sin necesidad del árabe, el sánscrito o el chickasaw. Pero, en cambio, resulta
imprescindible incluir el español, el italiano, el alemán, el latín y el griego. Le daré una
pequeña muestra de cada uno. Cualquier fragmento servirá, ya que todo depende de su
habilidad para insertarlo en el artículo. ¡Escriba! “Aussi tendre que Zaire”, tan tierna como
Zaira... en francés. Alude a la frecuente repetición de la frase la tendre Zaire, en la tragedia
francesa de ese nombre. Bien ubicada, no sólo mostrará su conocimiento de dicho idioma,
sino sus conocimientos generales y su ingenio. Puede usted decir, por ejemplo, que el pollo
que estaba comiendo (escriba un artículo sobre cómo se ahogó con un hueso de pollo) no
era de ninguna manera aussi tendre que Zaire. ¡Escriba!:
Ven, muerte, tan escondida
Que no te sienta venir
Porque el placer del morir
No me torne a dar la vida.
»Esto es español, y su autor, Miguel de Cervantes. Aproveche para deslizarlo en el
momento en que exhala los últimos estertores del hueso de pollo. ¡Escriba!:
Il pover’uomo che non se n’era accorto
Andava combattendo ed era morto.
»Notará que se trata de italiano. Es obra del Ariosto. Quiere decir que un gran héroe no
se había dado cuenta en el calor del combate de que ya lo habían matado y continuaba
combatiendo valientemente. La aplicación de este fragmento a su propio caso cae de su
peso, pues confío, Miss Psyche, que no dejará usted de seguir vivita y coleando por lo
menos una hora y media después de haberse ahogado mortalmente con el hueso de pollo.
¡Escriba, por favor!:
Und sterb’ich doch, so sterb’ich denn
Durch sie - durch sie!
»Esto es alemán, y de Schiller. “Y si muero, por lo menos muero por ti... por ti!” Está
claro que aquí está usted apostrofando a la causa de su desastre, o sea, el pollo. Y la verdad
es que me gustaría saber quién no estaría pronto a morir por un buen capón gordo de las
Molucas, relleno de alcaparras y hongos, y servido en una ensaladera con jalea de naranja
en mosaïques. ¡Escriba! (Por cierto, que los puede comer así en Tortoni.) ¡Escriba, por
favor!
»He aquí una preciosa frasecita latina, sumamente rara (nunca se será lo bastante
recherché en latín, pues se está volviendo tan vulgar...): ignoratio elenchi. Fulano ha
cometido una ignoratio elenchi, es decir, que ha entendido las palabras de lo que usted
decía, pero no la idea. Se entiende que a dicho personaje hay que presentarlo como a un
tonto, un pobre diablo a quien se dirigió usted mientras se estaba ahogando con el hueso de
pollo, y que no comprendió exactamente lo que usted quería decirle. Arrójele a la cara su
ignoratio elenchi y con eso lo liquidará para siempre. Si se atreve a replicar, siempre puede
decirle con Lucano (aquí está) que sus discursos son menos anemonoe verborum, palabras
como anémonas. La anémona, a pesar de su brillo, no tiene olor. Y si se pone a
bravuconear, derríbelo con insomnia Jovis, ensueños de Júpiter, frase que Silius Italicus
(¡véalo aquí!) aplica a los pensamientos pomposos e hinchados. Esto lo herirá en lo más
hondo del corazón. No le quedará más que morirse. ¿Quiere tener la amabilidad de escribir?
»En griego debemos elegir algo bonito, por ejemplo de Demóstenes. Άνερό φεύγων καì
πάλύν μακέσεται (Αηετο ρheugοη Καi ραliη mαkesetαi). En Hudibrás hay una traducción
pasable:
Pues el que huye puede volver a combatir
Mientras que no podrá hacerlo el que está muerto.
»En un artículo a la manera del Blackwood, nada presenta mejor aspecto que el griego.
Hasta los caracteres tienen un aire de profundidad. ¡Observe, señora, el aire astuto de esa
épsilon! ¡Y esa phi... realmente debería ser un obispo! ¿Se vio alguna vez un tipo tan listo
como esa omicrón? ¡Y esa tau! En fin, que no hay como el griego para un artículo
sensacionalista. En este caso, su aplicación es la cosa más evidente del mundo. Profiera la
frase acompañada de un sólido juramento, a manera de ultimátum, contra el estúpido que no
pudo comprender lo que le decía usted en inglés acerca del hueso del pollo. Ya verá cómo
entiende la alusión y desaparece de inmediato.
Tales fueron las instrucciones que Mr. Blackwood pudo proporcionarme sobre el tópico
en cuestión, pero comprendí que eran suficientes. Por fin me hallaba capacitada para
escribir un genuino artículo a la manera del Blackwood, y me decidí a hacerlo de inmediato.
Al despedirme, Mr. Blackwood me hizo una oferta por el artículo, pero como sólo podía
ofrecerme cincuenta guineas por página me pareció mejor que quedara en el seno de
nuestra sociedad en vez de sacrificarlo por suma tan mezquina. Empero, a pesar de su
tacañería, Mr. Blackwood me mostró una alta consideración en todo sentido, tratándome de
la manera más cortés. Sus palabras de despedida impresionaron profundamente mi corazón
y espero recordarlas siempre con gratitud.
—Mi querida Miss Zenobia —díjome, con lágrimas en los ojos—, ¿puedo hacer algo
para ayudar al buen éxito de su laudable empresa? ¡Permítame reflexionar! ¿No sería
posible, por ejemplo, que se ahogara usted en seguida... o se atragantara con un hueso de
pollo... o se ahorcara... o se hiciera morder por un...? ¡Ah, espere! Ahora que lo pienso, en
el patio hay dos excelentes bulldogs... magníficos ejemplares, le aseguro... absolutamente
salvajes... Justamente lo que usted necesita... Seguro que se la comerán con auriculas y
todo en menos de cinco minutos... (Aquí está mi reloj.) ¡Piense en las sensaciones! ¡Pues
bien... Tom... Peter...! ¡Dick, maldito villano... ! ¿Van a soltar de una vez a los...?
Pero, como yo tenía realmente mucha prisa y no podía perder un momento más, me vi
obligada con mucha pena a apresurar mi partida y a marcharme en el acto... quizá algo más
bruscamente de lo que la cortesía hubiera exigido en otras circunstancias.
Apenas me separé de Mr. Blackwood, mi objetivo inmediato consistió en seguir su
consejo y meterme en alguna dificultad, para lo cual pasé la mayor parte del día dando
vueltas por Edimburgo en busca de aventuras desesperadas... aventuras propias de la
intensidad de mis sentimientos y bien adaptadas al amplio carácter del artículo que me
proponía escribir. Me acompañaron en esta excursión Pompeyo, mi sirviente negro, y
Diana, mi perrita, a quienes había traído conmigo desde Filadelfia. Pero sólo hacia el final
de la tarde logré triunfar en mi ardua empresa. Y un importante evento tuvo lugar, que el
próximo artículo a la manera del Blackwood (en tono heterogéneo) contendrá en sustancia y
resultados.
Una malaventura
Continuación del relato precedente
Señora, ¿qué coyuntura os ha afligido así?
(COMUS)
Era una tarde serena y silenciosa cuando eché a andar por la excelente ciudad de
Edina120. Terribles eran la confusión y el movimiento en las calles. Los hombres hablaban.
Las mujeres gritaban. Los niños se atragantaban. Los cerdos silbaban. Los carros
resonaban. Los toros bramaban. Las vacas mugían. Los caballos relinchaban. Los gatos
maullaban. Los perros bailaban. ¡Bailaban! ¿Era posible? ¡Bailaban! ¡Ay, pensé yo, mis
tiempos de baile han pasado! Siempre es así. ¡Qué legión de melancólicos recuerdos
despertará siempre en la mente del genio y en la contemplación imaginativa, especialmente
la del genio condenado a la incesante, eterna, continua y, como cabría decir, continuada...
sí, continuada y continuamente, amarga, angustiosa, perturbadora, y, si se me permite la
expresión, la muy perturbadora influencia del sereno, divino, celestial, exaltador, elevador y
purificador efecto de lo que cabe denominar la más envidiable, la más verdaderamente
envidiable, ¡sí, la más benignamente hermosa!, la más deliciosamente etérea y, por así
decirlo, la más bonita (si puedo usar una expresión tan audaz) de las cosas de este mundo!
¡Perdóname, gentil lector, pero me dejo arrastrar por mis sentimientos! En ese estado de
ánimo, repito, ¡qué legión de recuerdos se remueven al menor impulso! ¡Los perros
bailaban! ¡Y yo no podía bailar! ¡Retozaban... y yo sollozaba! ¡Brincaban... y yo gemía!
¡Conmovedoras circunstancias, que no dejarán de evocar en el recuerdo del lector clásico
aquel exquisito pasaje sobre la justeza de las cosas que aparece al comienzo del tercer
volumen de la admirable y venerable novela china Yo-Ke-Sé!
En mi solitario paseo por la ciudad me acompañaban dos humildes pero fieles amigos:
Diana, mi perra de lanas, la más gentil de las criaturas... Caíale un gran mechón sobre un
ojo y llevaba una cinta azul con un lazo a la moda en el cuello. Diana no medía más de
cinco pulgadas de alto, pero su cabeza era algo más grande que el cuerpo, y su cola, que le
habían cortado demasiado al ras, daba un aire de inocencia ofendida a aquel interesante
animal y le ganaba las simpatías generales,
Y Pompeyo, mi negro. ¡Dulce Pompeyo! ¿Te olvidaré alguna vez? Iba yo del brazo de
Pompeyo. Tenía tres pies de estatura (me gusta ser precisa) y entre setenta y ochenta años
de edad. Tenía las piernas corvas y era corpulento. Su boca no podía considerarse pequeña,
ni cortas sus orejas. Pero sus dientes eran como perlas, y deliciosamente puro el blanco de
sus grandes ojos. La naturaleza no le había otorgado cuello, colocando sus tobillos (como
es frecuente en dicha raza) hacia la mitad de la parte superior de los pies. Vestía con
notable sencillez. Sus únicas ropas consistían en una faja de nueve pulgadas y un gabán casi
nuevo, que había pertenecido anteriormente al apuesto, majestuoso e ilustre doctor
Moneypenny. Era un excelente gabán. Estaba bien cortado. Estaba bien cosido. El gabán
era casi nuevo. Pompeyo lo sostenía con ambas manos para que no juntara polvo.
120 Nombre poético de Edimburgo. (N. del T.)
Había tres personas en nuestro grupo y dos de ellas han sido ya motivo de comentario.
Queda la tercera... y esa persona era yo misma. Soy la Signora Psyche Zenobia. No soy
Suky Snobbs. Mi aspecto es imponente. En la memorable ocasión de que hablo, hallábame
ataviada con un traje de satén carmesí, que tenía un mantelet arábigo de color celeste. Y el
vestido tenía guarnición de agraffas verdes, y los siete volantes del auricula, anaranjados.
Constituía yo así el tercer miembro del grupo. Estaba la perrita de aguas. Estaba Pompeyo.
Estaba yo. Éramos tres. Así es como se dice que en el comienzo sólo había tres Furias:
Melaza, Mema y Hiede: la Meditación, la Memoria y el Violín.
Apoyándome en el brazo del apuesto Pompeyo, y seguida a respetuosa distancia por
Diana, recorrí una de las populosas y muy agradables calles de la ya desierta Edina.
Repentinamente alzóse ante mi vista una iglesia, una catedral gótica: vasta, venerable, con
un alto campanario que subía a los cielos. ¿Qué locura se posesionó de mí? ¿Por qué me
precipité hacia mi destino? Me sentí dominada por el incontrolable deseo de escalar el
vertiginoso pináculo y contemplar desde allí la inmensa extensión de la ciudad. La puerta
de la catedral mostrábase incitantemente abierta. Mi destino prevaleció. Entré bajo la
ominosa arcada. ¿Dónde estaba en ese momento mi ángel guardián, si en verdad tales
ángeles existen? ¡Sí! ¡Angustioso monosílabo! ¡Qué mundo de misterio, y oscuro sentido, y
duda, e incertidumbre envuelto en esas dos letras! ¡Entré bajo la ominosa arcada! Entré y,
sin que mis auriculas anaranjadas sufrieran el menor daño, pasé el portal y emergí en el
vestíbulo, tal como se afirma que el inmenso río Alfredo pasaba ileso y sin mojarse por
debajo del mar.
Creí que la escalera no terminaría jamás. Girando y subiendo, girando y subiendo,
girando y subiendo, llegó un momento en que no pude dejar de sospechar, al igual que el
sagaz Pompeyo, en cuyo robusto brazo me apoyaba con toda la confianza de los afectos
tempranos...; sí, no pude dejar de sospechar que el extremo de aquella escalera en espiral
había sido suprimido accidentalmente o a propósito. Me detuve para recobrar el aliento; y
en ese instante ocurrió un accidente tan importante desde un punto de vista y asimismo
metafísico, que no puedo dejar de mencionarlo. Parecióme... aunque en realidad estaba
segura... ¡no podía engañarme, no!... que Diana, cuyos movimientos había yo observado
ansiosamente... y repito que no podía engañarme..., que Diana había olido una rata. Llamé
inmediatamente la atención de Pompeyo sobre el hecho y estuvo de acuerdo conmigo. No
quedaba, pues, ningún lugar a dudas. La rata había sido olida... por Diana. ¡Cielos!
¿Olvidaré jamás la intensa excitación de aquel momento? ¡La rata... estaba allí... estaba en
alguna parte! ¡Y Diana la había olido! Mientras que yo... no. Así también se dice que el iris
de Prusia tiene para ciertas personas un perfume tan dulce como penetrante, mientras que
para otras es completamente inodoro.
La escalera había sido franqueada y sólo quedaban dos o tres peldaños entre nosotros y
la cumbre. Seguimos subiendo, hasta que sólo faltaba un peldaño. ¡Un peldaño, un solo
pequeño peldaño! Pero de un pequeño peldaño en la gran escalera de la vida humana, ¡qué
vasta suma de felicidad o miseria depende! Pensé en mí misma, luego en Pompeyo, y luego
en el misterioso e inexplicable destino que nos rodeaba. ¡Pensé en Pompeyo... ay, pensé en
el amor! Pensé en los muchos pasos en falso que había dado y que volvería a dar. Resolví
ser más cauta, más reservada. Solté el brazo de Pompeyo y, sin su ayuda, ascendí el
peldaño faltante y gané el campanario. Mi perrita de aguas me siguió de inmediato. Sólo
Pompeyo había quedado atrás. Acerquéme al nacimiento de la escalera y lo animé a que
subiera. Tendió hacia mí la mano, pero infortunadamente se vio obligado a soltar el gabán
que hasta entonces había sostenido firmemente. ¿Jamás cesarán los dioses su persecución?
Caído está el gabán y uno de los pies de Pompeyo se enreda en el largo faldón que arrastra
en la escalera. La consecuencia era inevitable: Pompeyo se tambaleó y cayó. Cayó hacia
adelante y su maldita cabeza me golpeó en medio del... del pecho, precipitándome boca
abajo, conjuntamente con él, sobre el duro, sucio y detestable piso del campanario. Pero mi
venganza fue segura, repentina y completa. Aferrándolo furiosamente con ambas manos
por la lanuda cabellera, le arranqué gran cantidad de negro, matoso y rizado elemento, que
arrojé lejos de mí con todas las señales del desdén. Cayó entre las cuerdas del campanario y
allí permaneció. Levantóse Pompeyo sin decir palabra. Pero me miró lamentablemente con
sus grandes ojos y... suspiró. ¡Oh, dioses... ese suspiro! ¡Cómo se hundió en mi corazón! ¡Y
el cabello... la lana! De haber podido recogerla la hubiese bañado con mis lágrimas en
prueba de arrepentimiento. Pero, ¡ay!, hallábase lejos de mi alcance. Y, mientras se
balanceaba entre el cordaje de la campana, me pareció que estaba viva. Me pareció que se
estremecía de indignación. Así es como el epicentro Flos Aeris, de Java, produce una
hermosa flor cuando se la arranca de raíz. Los nativos la cuelgan del techo con una soga y
gozan durante años de su fragancia.
Nuestra querella había terminado y buscamos una abertura por la cual contemplar la
ciudad de Edina. No había ninguna ventana. La única luz admitida en aquella lúgubre
cámara procedía de una abertura cuadrada, de un pie de diámetro, situada a unos siete pies
de alto. Empero, ¿qué no emprenderá la energía del verdadero genio? Resolví encaramarme
hasta el agujero. Gran cantidad de ruedas, engranajes y otras maquinarias de aire cabalístico
aparecían junto al orificio, y a través del mismo pasaba un vastago de hierro procedente de
la maquinaria. Entre los engranajes y la pared quedaba apenas espacio para mi cuerpo; pero
estaba enérgicamente decidida a perseverar. Llamé a Pompeyo.
—¿Ves ese orificio, Pompeyo? Quiero mirar a través de él. Te pondrás exactamente
debajo... así. Ahora, Pompeyo, estira una mano y déjame poner el pie en ella... así. Ahora la
otra, Pompeyo, y en esta forma me treparé a tus hombros.
Hizo todo lo que le mandaba, y descubrí que, al enderezarme, podía pasar fácilmente la
cabeza y el cuello por la abertura. El panorama era sublime. Nada podía ser más magnífico.
Apenas si me detuve un instante para ordenar a Diana que se portara bien y asegurar a
Pompeyo que sería considerada y que pesaría lo menos posible sobre sus hombros. Le dije
que sería sumamente tierna para sus sentimientos... ossí tendre que biftec. Y, luego de
cumplir así con mi fiel amigo, me entregué con gran vivacidad y entusiasmo a gozar de la
escena que tan gentilmente se desplegaba ante mis ojos.
Empero, no me demoraré en este tema. No describiré la ciudad de Edimburgo. Todo el
mundo ha ido a la ciudad de Edimburgo. Todo el mundo ha ido a Edimburgo, la clásica
Edina. Me limitaré a los trascendentales detalles de mi lamentable aventura personal.
Después de haber satisfecho en alguna medida mi curiosidad sobre la extensión, topografía
y apariencia general de la ciudad, me quedó tiempo para observar la iglesia donde me
hallaba y la delicada arquitectura del campanario. Noté que la abertura por la cual había
sacado la cabeza era un orificio en la esfera de un gigantesco reloj y que, visto desde la
calle, debía parecer el que se usa en los viejos relojes franceses para darles cuerda. Sin
duda, su verdadero objeto era permitir que el encargado del reloj sacara por allí el brazo y
ajustara las agujas desde adentro. Noté asimismo con sorpresa el inmenso tamaño de dichas
agujas, la mayor de las cuales no tendría menos de diez pies de largo y ocho o nueve
pulgadas de ancho en su parte más cercana a mí. Parecían de un acero muy sólido y
sumamente afiladas. Luego de reparar en dichos detalles y otros más, dirigí nuevamente la
mirada hacia el glorioso panorama que se extendía allá abajo, y pronto quedé absorta en
contemplación.
Minutos más tarde me arrancó del mismo la voz de Pompeyo, declarando que no podía
sostenerme más y pidiéndome que tuviera la gentileza de bajar. Esto me pareció poco
razonable y así se lo dije mediante un discurso de cierta duración. Replicóme con una
evidente tergiversación de mis ideas al respecto. Enojéme en consecuencia y le dije lisa y
llanamente que era un estúpido, que había cometido una ignorancia del elenco, que sus
nociones eran meros insomnios del jueves y que sus palabras apenas valían más que una
mona verbosa. Con esto pareció convencido y reanudé mi contemplación.
Habría pasado media hora de este altercado, cuando, absorta como me hallaba en el
celestial escenario ofrecido a mis ojos, me sobresaltó la sensación de algo sumamente frío
que se posaba suavemente en mi nuca. Inútil decir que me sentí sobremanera alarmada.
Sabía que Pompeyo se hallaba bajo mis pies y que Diana seguía sentada sobre las patas
traseras en un rincón del campanario, de acuerdo con mis instrucciones explícitas. ¿Qué
podía entonces ser? ¡Ay, no tardé en descubrirlo! Girando suavemente a un lado la cabeza,
percibí para mi extremo horror que el enorme, resplandeciente, cimitarresco minutero del
reloj había descendido en el curso de su revolución horaria hasta posarse en mi cuello.
Comprendí que no debía perder un segundo. Me eché hacia atrás... pero era demasiado
tarde. Imposible pasar la cabeza por la boca de aquella terrible trampa en la que había caído
tan desprevenidamente, y que se hacía más y más angosta con una rapidez demasiado
horrenda para ser concebida. La agonía de aquellos instantes no puede imaginarse. Alcé las
manos, luchando con todas mis fuerzas para levantar aquella pesadísima barra de hierro.
Hubiera sido lo mismo tratar de alzar la catedral. Más, más y más bajaba, cada vez más
cerca, más cerca. Grité para que Pompeyo me auxiliara, pero me contestó que había herido
sus sentimientos al llamarlo un ignorante verboso. Clamé el nombre de Diana, que sólo me
contestó «bow-bow-bow», agregando que le había mandado que no se saliera del rincón.
No tenía, pues, que esperar socorro de mis compañeros.
Entretanto la pesada y terrífica guadaña del tiempo (pues ahora descubría el valor
literal de la clásica frase) no se había detenido ni parecía dispuesta a hacerlo. Continuaba
bajando más y más. Había ya hundido su filoso borde en mi cuello, penetrando más de una
pulgada, y mis sensaciones se tornaron indistintas y confusas. En un momento dado me creí
en Filadelfia, con el majestuoso Dr. Moneypenny, y en otro me vi en el estudio de Mr.
Blackwood, recibiendo sus impagables instrucciones. Y luego me invadió el dulce recuerdo
de tiempos pasados y mejores, y pensé en la época feliz, cuando el mundo no era un
desierto, ni Pompeyo tan cruel.
El tic-tac de la máquina me divertía. Digo que me divertía, pues mis sensaciones
bordeaban ahora la perfecta felicidad, y las más triviales circunstancias me proporcionaban
vivo placer. El eterno tic-tac, tic-tac, tic-tac del reloj era la más melodiosa de las músicas en
mis oídos y llegaba a recordarme las graciosas arengas y sermones del Dr. Ollapod. Y
luego estaban los grandes números en la esfera del reloj... ¡Cuán inteligentes, cuan
intelectuales parecían! Muy pronto empezaron a bailar una mazurca y me pareció que el
número V era quien lo hacía más a mi gusto. No cabía duda de que era una dama bien
educada. Nada de fanfarronería, nada de indelicado en sus movimientos. Hacía la pirueta
admirablemente, girando como un torbellino sobre su eje. Me esforcé por alcanzarle una
silla, pues parecía fatigada por el esfuerzo... y sólo entonces recobré la conciencia de mi
lamentable situación. ¡Oh, cuán lamentable! La aguja se había introducido dos pulgadas
más en mi cuello. Nació en mí una sensación de dolor exquisito. Rogué que la muerte
llegara y en la agonía de aquel momento no pude impedirme repetir aquellos admirables
versos del poeta Miguel de Cervantes:
Vanny Buren, tan escondida
Query no te senty venny
Pork and pleasure delly morry
Nommy, torny, darry, widdy!
Pero ya un nuevo horror se presentaba, capaz de conmover los nervios más templados.
A causa de la cruel presión de la máquina, mis ojos se estaban saliendo de las órbitas.
Mientras pensaba cómo podría arreglármelas sin su ayuda, uno de ellos saltó de mi cabeza
y, rodando por el empinado frente del campanario, se alojó en un caño de desagüe que
corría por el alero del edificio. La pérdida del ojo no fue tan terrible como el insolente aire
de independencia y desprecio con que me siguió mirando cuando estuvo fuera. Allí estaba,
en la canaleta, debajo de mis narices, y los aires que se daba hubieran sido ridículos de no
resultar repugnantes. Jamás se vieron guiñadas y bizqueos semejantes. Esta conducta por
parte de mi ojo en la canaleta no sólo era irritante por su manifiesta insolencia y vergonzosa
ingratitud, sino que resultaba sumamente incómoda a causa de la simpatía siempre existente
entre los dos ojos de la cara, por más alejados que se hallen uno del otro. Me veía, pues,
obligada a guiñar y bizquear, me gustara o no, en exacta correspondencia con aquel objeto
depravado que yacía debajo de mis narices. Pero pronto me alivió la caída de mi otro ojo, el
cual siguió la dirección del primero (probablemente se habían puesto de acuerdo), y ambos
desaparecieron por la canaleta, con gran alegría de mi parte.
La aguja del reloj se hallaba ahora cuatro pulgadas y media dentro de mi cuello y sólo
quedaba por cortar un pedacito de piel. Mis sensaciones eran las de una perfecta felicidad,
pues comprendía que en pocos minutos a lo sumo me vería libre de tan desagradable
situación. Y no me vi defraudada en mi expectativa. Exactamente a las cinco y veinticinco
de la tarde el pesado minutero avanzó lo suficiente en su terrible revolución para dividir el
trocito de cuello faltante. No lamenté ver que mi cabeza, causa de tantas preocupaciones,
terminaba por separarse completamente del cuerpo. Primero rodó por el frente del
campanario, detúvose unos segundos en el caño de desagüe y, finalmente, se precipitó al
medio de la calle.
Confieso honestamente que mis sentimientos eran ahora de lo más singulares; aún más,
misteriosos, desconcertantes e incomprensibles. Mis sentidos estaban aquí y allá en el
mismo momento. Con la cabeza imaginaba en un momento dado que yo, la cabeza, era la
verdadera Signora Psyche Zenobia; pero en seguida me convencía de que yo, el cuerpo, era
la persona antedicha. Para aclarar mis ideas al respecto tanteé en mi bolsillo buscando mi
cajita de rapé, pero al encontrarla y tratar de llevarme una pizca de su grato contenido a la
parte habitual de mi persona, advertí inmediatamente la falta de la misma y arrojé la caja a
mi cabeza, la cual tomó un polvo con gran satisfacción y me dirigió una sonrisa de
reconocimiento. Poco más tarde, se puso a hablarme, pero como me faltaban los oídos
escuché muy mal lo que me decía. Alcancé a comprender lo suficiente, sin embargo, para
darme cuenta de que la cabeza estaba sumamente extrañada de que yo deseara seguir
viviendo bajo tales circunstancias. En sus frases finales citó las nobles palabras de Ariosto:
Il pover hommy che non sera corty
Andaba combattendo y erry morty,
comparándome así con el héroe que, en el calor del combate, no se daba cuenta de que
ya estaba muerto y seguía luchando con inextinguible valor. Ya nada me impedía descender
de mi elevación, y así lo hice. Jamás he podido saber qué vio de particular Pompeyo en mi
apariencia. Abrió la boca de oreja a oreja y cerró los ojos como si quisiera partir nueces con
los párpados. Finalmente, arrojando su gabán, dio un salto hasta la escalera y desapareció.
Vociferé tras del villano aquellas vehementes palabras de Demóstenes:
Andrew O’Phlegethon, qué pálido que estás,
y me volví hacia la muy querida de mi corazón, la del único ojo a la vista, la lanudísima
«Diana». ¡Ay! ¿Qué horrible visión me esperaba? ¿Vi realmente a una rata que se volvía a
su cueva? ¿Y eran estos huesos los del desdichado angelillo, cruelmente devorado por el
monstruo? ¡Oh dioses! ¡Qué contemplo! ¿Es ése el espíritu, la sombra, el fantasma de mi
amada perrita, que diviso allí sentado en el rincón con melancólica gracia? ¡Escuchad, pues
habla y, cielos... habla en el alemán de Schiller!:
Unt stubby duk, so stubby dun
Duk she! Duk she!
¡Ay! ¡Cuan verdaderas sus palabras!
Y si he muerto, al menos he muerto
Por ti... por ti.
¡Dulce criatura! ¡También ella se ha sacrificado por mí! Sin perra, sin negro, sin
cabeza, ¿qué queda ahora de la infeliz Signora Psyche Zenobia? ¡Ay, nada! He terminado.
Los leones
... Y las gentes se fueron pisando
sobre sus diez dedos, llenas de asombro
(Sátiras del obispo Hall)
Hoy —vale decir fui— un gran hombre; no soy, sin embargo, ni el autor de junius ni el
hombre de la máscara de hierro. Puede creérseme que mi nombre es Robert Jones y que
nací en alguna parte de la ciudad de Fum-Fudge.
La primera acción de mi vida consistió en tomarme la nariz con ambas manos. Mi
madre vio esto y me llamó genio; mi padre lloró de alegría, regalándome luego un tratado
de Nasología. Me lo aprendí antes de usar los primeros pantalones.
Comencé a abrirme camino en esta ciencia y no tardé en comprender que si un hombre
disponía de una nariz lo suficientemente conspicua le bastaría andar detrás de ella para
llegar a convertirse en un «león» social. Pero no me limitaba a atender solamente a la
teoría. Todas las mañanas aplicaba a mi proboscis un par de tirones y me enviaba al coleto
media docena de tragos.
Cuando llegué a la mayoría de edad, mi padre me invitó cierto día a entrar en su
despacho.
—Hijo mío —manifestó cuando nos hubimos sentado—. ¿Cuál es la finalidad esencial
de tu existencia?
—Padre —contesté—, es el estudio de la Nasología.
—¿Y qué es la Nasología, Robert?
—La ciencia de las narices, señor —contesté, amostazado.
—¿Y puedes decirme cuál es el significado de una nariz?
—Una nariz, padre mío —dije, grandemente aplacado—, ha sido diversamente definida
por unos mil autores diferentes. (Aquí saqué el reloj y lo consulté.) Es casi mediodía, es
decir, que tendremos tiempo de mencionarlos a todos antes de medianoche. Comencemos,
pues: La nariz, según Bartolinus, es esa protuberancia, esa saliente, esa excrecencia, esa...
—Ya basta, Robert —me interrumpió aquel excelente caballero—. Me quedo
estupefacto ante la extensión de tus conocimientos. Me pasmas, palabra de honor. (Aquí
cerró los ojos y se llevó la mano al corazón.) ¡Acércate! (Aquí me tomó del brazo.) Tu
educación puede considerarse como terminada... y es tiempo de que te arregles por tu
cuenta. Nada mejor podrías hacer que limitarte a seguir a tu nariz... así... así... y así... (Aquí
me echó a puntapiés escaleras abajo.) ¡Vete de mi casa, pues, y que Dios te bendiga!
Como sentía dentro de mí el divino afflatus, consideré este accidente más afortunado
que otra cosa. Resolví guiarme por el consejo paterno. Decidí seguir a mi nariz. Le di uno o
dos tirones y escribí al punto un folleto sobre Nasología.
Toda Fum-Fudge entró en conmoción.
—¡Genio maravilloso! —dijo el Quarterly.
—¡Fisiólogo soberbio! —dijo el Westminster.
—¡Un hombre inteligente! —dijo el Foreign.
—¡Magnífico escritor! —dijo Edinburgh.
—¡Pensador profundo! —dijo el Dublin.
—¡Grande hombre! —dijo el Bentley.
—¡Alma divina! —dijo el Fraser.
—¡Uno de los nuestros! —dijo el Blackwood.
—¿Quién podrá ser? —dijo la señora Marisabidilla.
—¿Quién podrá ser? —dijo la primera señorita Marisabidilla.
—¿Quién podrá ser? —dijo la segunda señorita Marisabidilla.
Pero yo no prestaba atención a esas gentes. Todo lo que hice fue entrar en el estudio de
un artista.
La duquesa Fulana posaba para su retrato. El marqués Mengano se ocupaba del perrito
de la duquesa. El conde de Zutano jugaba con sus Frasquitos de sales. Su Alteza Real
Perengano inclinábase sobre la silla de la duquesa.
Acerquéme al artista y levantó la nariz.
—¡Oh, cuan hermosa! —suspiró su Gracia.
—¡Oh, rayos! —susurró el marqués.
—¡Oh, qué repugnante! —gruñó el conde.
—¡Oh, qué abominable! —bramó su Alteza Real.
—¿Cuánto quiere usted? —preguntó el artista.
—¡Por su nariz! —gritó su Gracia.
—Mil libras —dije, tomando asiento.
—¿Mil libras? —repitió el artista, pensativo.
—Mil libras —dije.
—¡Hermosa! —murmuró él, extático.
—Mil libras —dije.
—¿La garantiza usted? —preguntó, colocándola de modo que le diera la luz.
—La garantizo —contesté, soplando con fuerza por ella.
—¿Es completamente original? —inquirió, tocándola con reverencia.
—¡Hum! —dije, retorciéndola.
—¿No se han sacado copias de ella? —interrogó, examinándola con un microscopio.
—Ninguna —dije, alzándola.
—¡Admirable! —pronunció, tomado completamente de sorpresa ante la belleza de la
maniobra.
—Mil libras—dije.
—¿Mil libras? —dijo él.
—Precisamente —dije.
—¿Mil libras? —dijo él.
—En efecto —dije.
—Las tendrá usted —declaró el artista—. ¡Qué pieza tan perfecta!
Me entregó un cheque de inmediato y se puso a dibujar mi nariz. Alquilé un
departamento en la calle Jermyn y envié a Su Majestad la nonagesimonovena edición de mi
Nasología, con un retrato de la proboscis. Aquel pobre insignificante libertino, el Príncipe
de Gales, me invitó a cenar.
Todos éramos «leones» y recherchés.
Había un platónico moderno. Citó a Porfirio, a Yámblico, a Plotino, a Proclo, a
Hierocles, a Máximo Tirio y a Siriano.
Había un defensor de la perfectibilidad humana. Citó a Turgot, a Price, a Priestley, a
Condorcet, a De Staël y al «Estudiante Ambicioso de Mala Salud».
Estaba Sir Paradoja Positiva. Hizo notar que todos los locos eran filósofos, y que todos
los filósofos eran locos.
Estaba Ético Estético. Habló del fuego, la unidad y los átomos; del alma bipartita y
preexistente; de la afinidad y la discordia; de la inteligencia primitiva y las homeomerías.
Estaba Teología Teólogo. Habló de Eusebio y de Arrio; de la herejía y el concilio de
Nicea, del puseyismo y el consustancialismo, del homousios y del homouioisios.
Estaba Fricassée del Rocher de Cancale. Mencionó el muritón de lengua roja, las
coliflores con salsa velouté, la ternera à la St. Menehoult, la marinada à la St. Florentin y
las jaleas de naranjas en mosaïques.
Estaba Bíbulo O’Barril. Se refirió al Latour y al Markbrünnen, al Mousseux y al
Chambertin, al Richbourg y al St. George, al Haubrion, Leonville y Medoc, al Barac y al
Preignac, al Grâve y al Sauternes, al Lafitte, al St. Peray. Meneó la cabeza ante el Clos de
Vougeot, y, cerrando los ojos, nos dijo la diferencia que hay entre el jerez y el amontillado.
Estaba el Signor Tintontintino, de Florencia. Disertó sobre Cimabue, Arpino, Carpacio
y Argostino, de la melancolía de Caravaggio, de la amenidad de Albano, de los colores de
Tiziano, de las damas de Rubens y de las bufonadas de Jan Steen.
Estaba el Presidente de la Universidad de Fum-Fudge. Manifestó la opinión de que la
luna se llama Bendis en Tracia, Bubastis en Egipto, Diana en Roma y Artemisa en Grecia.
Había un Gran Turco procedente de Estambul. No podía impedirse pensar que los
ángeles eran caballos, gallos y otros; que alguien en el sexto cielo tenía setenta mil cabezas,
y que la tierra estaba sostenida por una vaca color celeste, con incalculable cantidad de
cuernos verdes.
Estaba Poligloto Delfino. Nos dijo lo que les había ocurrido a las ochenta y tres
tragedias perdidas de Esquilo, a las cincuenta y cuatro oraciones de Iseo, a los trescientos
noventa y un discursos de Lisias, a los ciento ochenta tratados de Teofrasto, al octavo libro
del tratado de las secciones cónicas de Apolonio, a los himnos y ditirambos de Píndaro y a
las cuarenta y cinco tragedias de Homero (hijo).
Estaban Ferdinando Fitz Feldespato Fósilus. Nos informó de todo lo concerniente a los
fuegos internos y las formaciones terciarias; sobre aeriformes, fluidiformes y solidiformes;
sobre cuarzo y marga, esquisto y turmalina; sobre yeso y roca trapeana, talco y cal, blenda
y hornablenda; sobre la mica y la piedra pómez, la cianita y la lepidolita; sobre la hematita
y la tremolita, el antimonio y la calcedonia; sobre el manganeso, y todo lo que usted quiera.
Estaba yo. Hablé de mí. De mí, de mí, de mí. De la Nasología, de mi folleto y de mí.
Levanté la nariz y hablé de mí.
—¡Qué maravillosa inteligencia! —dijo el príncipe.
—¡Soberbia! —dijeron sus huéspedes. Y a la mañana siguiente recibí la visita de su
Gracia la duquesa Fulana.
—¿Irá usted al Salón de Almack, encantadora criatura? —me dijo, dándome unos
golpecitos en el mentón.
—Por mi honor... iré —dije.
—¿Con nariz y todo? —preguntó.
—Como que estoy vivo —dije.
—Pues bien, vida mía, aquí tiene mi tarjeta. ¿Puedo decir que estará usted presente?
—Querida duquesa, de todo corazón.
—¡Bah, no me interesa el corazón! Diga, más bien: «De toda nariz».
—Cada trocito de ella, amor mío —dije; y luego de retorcerme una o dos veces la
nariz, me encontré en el Salón de Almack.
Las diversas estancias hallábanse colmadas hasta la sofocación.
—¡Ahí viene! —dijo alguien en la escalera.
—¡Ahí viene! —dijo otro algo más arriba.
—¡Ahí viene! —dijo un tercero, aún más lejos.
—¡Ha llegado! —exclamó la duquesa—. ¡Ha llegado el encantador amorcillo!
Y, tomando mis manos con fuerza, me besó tres veces en la nariz.
Siguió a esto una gran conmoción entre los presentes.
—Diavolo! —gritó el conde Capricornutti.
—¡Dios guarde! —murmuró Don Estilete.
—Mille tonnerres! —exclamó el príncipe de Grenouille.
—Tousand Teufel! —gruñó el elector de Bluddennuff.
Esto ya era intolerable. Me encolericé. Enfrenté a Bluddennuff.
—¡Caballero —le dije—, es usted un mandril!
—Caballero —repuso él, luego de una pausa—, Donner und Blitzen!
Con esto bastaba. Cambiamos tarjetas. A la mañana siguiente, en Chalk-Farm, le hice
volar la nariz de un pistoletazo y luego me fui a visitar a mis amigos.
—Bête! —dijo el primero.
—¡Tonto! —dijo el segundo.
—¡Mastuerzo! —dijo el tercero.
—¡Asno! —dijo el cuarto.
—¡Badulaque! —dijo el quinto.
—¡Mentecato! —dijo el sexto.
—¡Fuera de aquí! —dijo el séptimo.
Todo esto me mortificó, y fui a visitar a mi padre.
—Padre —pregunté—. ¿Cuál es la finalidad esencial de mi existencia?
—Hijo mío —me contestó—, sigue siendo el estudio de la Nasología; pero, al herir al
elector en la nariz, te has excedido lamentablemente. Tienes una hermosa nariz, es verdad;
pero ahora Bluddennuff no tiene ninguna. Estás condenado, y él se ha convertido en el
héroe del día. Doy fe de que en Fum-Fudge la grandeza de un «león» se halla
proporcionada con el tamaño de su proboscis. Pero, ¡santo cielo!, no se puede competir con
un león que no tiene absolutamente ninguna proboscis.
El timo
(Considerado como una de las ciencias exactas)
Hey diddle diddle.
The cat and the fiddle.
Desde que el mundo empezó ha habido dos Jeremías. Uno de ellos escribió una
jeremiada sobre la usura, y se llamaba Jeremías Bentham. Fue sumamente admirado por
Mr. John Neal, y era un gran hombre en pequeña escala. El otro dio nombre a la más
importante de las ciencias exactas y era un gran hombre en gran escala; bien puedo agregar
que en la mayor de las escalas.
El timo —o la idea abstracta contenida en el verbo timar es cosa bien conocida. El
hecho, sin embargo, la cosa en sí, el timo, no se define fácilmente. Podemos llegar a tener,
sin embargo, una concepción aceptable del asunto, si definimos, no la cosa en sí, el timo,
sino al hombre como un animal que tima. Si Platón hubiera dado con esto, se hubiera
ahorrado la afrenta del pollo desplumado.
A Platón le preguntaron, muy pertinentemente, por qué un pollo desplumado, que
respondía perfectamente a la condición de «bípedo implume», no entraba en su definición
del hombre. Pero a mí no vendrán a importunarme con preguntas parecidas. El hombre es
un animal que tima y, fuera de él, no existe ningún animal que lo haga. Para invalidar esta
afirmación haría falta todo un gallinero de pollos pelados.
Aquello que constituye la esencia, el núcleo, el principio del timo, sólo se encuentra en
esa clase de criaturas que visten chaquetas y pantalones. Un cuervo roba, un zorro engaña,
una comadreja triunfa por el ingenio, un hombre tima. Su destino es el timo. «El hombre
fue hecho para lamentarse», afirma el poeta. Pero no es así: fue hecho para timar. Tal es su
ambición, su objeto, su fin. Y por eso cuando a un hombre le han hecho un timo decimos
que está «acabado».
Bien considerado, el timo es un compuesto cuyos ingredientes consisten en la
pequeñez, el interés, la perseverancia, el ingenio, la audacia, la nonchalance, la
originalidad, la impertinencia y la risita socarrona.
Pequeñez.- Nuestro timador practica sus operaciones en pequeña escala. Su negocio
reside en la venta al por menor, en efectivo o con pagaré a la vista. Si alguna vez se deja
tentar por especulaciones de gran vuelo, inmediatamente pierde sus rasgos distintivos y se
convierte en lo que denominamos «financiero». Este último término contiene la noción del
timo en todos sus aspectos mencionados, salvo la pequeñez. Por eso un timador puede ser
considerado como un banquero en potencia, y una «operación financiera», como un timo en
Brobdingnag121. El uno es al otro como Homero a «Flaccus», como un mastodonte a un
ratón, como la cola de un cometa a la de un cerdo.
Interés.- Nuestro timador se guía por el interés. No le atrae el timo por el timo mismo.
Tiene una finalidad a la vista: su bolsillo... y el tuyo. Busca siempre la oportunidad mayor.
Sólo vela por el Número Uno. Tú eres el Número Dos, y debes velar por ti mismo.
121 País imaginario de los Viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, donde las cosas existen en una escala colosal. (N. del
T.)
Perseverancia.- Nuestro timador persevera. No se descorazona fácilmente. Aunque
quiebren los bancos, no se preocupa. Continúa tranquilamente con su negocio, y
Ut canis a corio numquam absterrebitur uncto,
y así procede él con lo suyo.
Ingenio.- Nuestro timador es audaz. Es hombre osado. Traslada la guerra al África.
Todo lo conquista por asalto. No temería los puñales de Frey Herren. Con un poco más de
prudencia, Dick Turpin hubiera sido un buen timador; Daniel O’Connell, con un poco
menos de adulaciones, y Carlos XII, con una pizca más de cerebro.
«Nonchalance».- Nuestro timador es displicente. No se pone nunca nervioso. Nunca
tuvo nervios. Imposible hacerle perder la calma. Jamás se lo sacará de sus casillas; lo más
que puede hacerse es sacarlo de la casa. Es frío, frío como un pepino. Es tranquilo, «como
una sonrisa de Lady Bury». Es blando y accesible, como un guante viejo o las damiselas de
la antigua Baia.
Originalidad.- Nuestro timador es original, y lo es deliberadamente. Sus pensamientos
le pertenecen. Le parecería despreciable hacer uso de los ajenos. Rechaza todo timo
gastado. Estoy seguro de que devolvería una cartera si se diese cuenta de que la había
obtenido mediante un timo sin originalidad.
Impertinencia.- Nuestro timador es impertinente. Fanfarronea. Pone los brazos en
jarras. Mete las manos en los bolsillos del pantalón. Se ríe irónicamente en nuestra cara.
Nos pisa los callos. Nos come la cena, se bebe nuestro vino, nos pide dinero prestado, nos
tira de la nariz, da de puntapiés a nuestro perro y besa a nuestra mujer.
Risita socarrona.- Nuestro verdadero timador hace el balance final con una risita
socarrona. Pero sólo él es testigo de ella. Sonríe cuando el trabajo cotidiano ha terminado,
cuando las labores han llegado a su fin; de noche, en su despacho, y para su entretenimiento
privado. Va a su casa. Cierra la puerta. Se desnuda. Sopla la vela. Se acuesta. Apoya la
cabeza en la almohada. Y hecho esto, nuestro timador sonríe. No se trata de una hipótesis.
Es así, es elemental. Razono a priori, y un timador no lo sería sin la risita socarrona.
El origen del timo se remonta a la infancia de la raza humana. Quizá el primer timador
fue Adán. De todos modos, podemos seguir las huellas hasta una antigüedad muy remota.
Los modernos, empero, han llevado el timo a una imperfección que jamás soñaron los
cabezaduras de nuestros progenitores. Por eso, sin detenerme a hablar de los viejos
timadores, me contentaré con un compendio de «ejemplos» modernos.
He aquí un excelente timo: En busca de un sofá, una señora recorre sucesivamente
varias mueblerías. Llega finalmente a una que ofrece un variado surtido. La detiene en la
puerta un locuaz caballero, quien la invita a entrar. No tarda la dama en descubrir un sofá
que se adapta perfectamente a sus deseos, y al preguntar su precio se entera con gran placer
de que cuesta un veinte por ciento menos de lo que esperaba. Como es natural, se apresura
a finiquitar la compra, recibe una factura con recibo y deja su dirección con encargo de que
el mueble le sea remitido lo antes posible, retirándose entre una profusión de inclinaciones
y cortesías del vendedor. Llega la noche, pero no el sofá. Pasa el día siguiente, y nada. La
dama envía a su criada para que averigüe lo que ocurre. En la mueblería niegan que se haya
hecho tal compra. No se ha vendido ningún sofá ni se ha recibido ningún dinero; quien lo
recibió es el timador, que ha sustituido diestramente al verdadero vendedor.
Nuestras mueblerías están siempre desatendidas y proporcionan en esta forma todas las
facilidades para una triquiñuela semejante. Los visitantes entran, miran los muebles y
vuelven a salir sin que nadie los vea ni los atienda. Si alguien desea comprar un artículo,
hay una campanilla al alcance de la mano, la cual se considera harto suficiente.
He aquí otro respetable timo: Un señor bien vestido entra en un negocio, compra por
valor de un dólar y descubre con gran mortificación que se ha dejado la cartera en otra
chaqueta. Dice entonces al tendero:
—¡No se preocupe, señor mío! Le pido simplemente que tenga la gentileza de mandar
el paquete a casa. ¡Un momento! Ahora que recuerdo, tampoco hay en casa billetes por
debajo de cinco dólares. De todas maneras, junto con el paquete puede usted mandar cuatro
dólares de vuelto.
—Muy bien, señor —replica el tendero, que se ha formado de inmediato una alta idea
de su cliente. «Conozco individuos —piensa— que se habrían echado el paquete al brazo,
prometiendo volver a pagar cuando pasaran otra vez por aquí.»
De inmediato despacha a un mandadero con el paquete y el vuelto. En el camino,
casualmente, se encuentra éste con el cliente, quien exclama:
—¡Ah, mi paquete! Creí que lo habrían mandado a casa hace rato. Bueno, vete. Mi
esposa, Mrs. Trotter, te dará los cinco dólares, pues ya está enterada. Mejor es que me des
el vuelto a mí, pues necesito algo de cambio para el correo. ¡Perfecto! Uno, dos... ¿es buena
esta moneda? Tres, cuatro... ¡muy bien! Di a Mrs. Trotter que te encontraste conmigo, y no
pierdas tiempo por la calle.
El chico no pierde tiempo... pero tarda muchísimo en regresar a la tienda, pues le
resulta imposible encontrar a ninguna señora que responda al nombre de Mrs. Trotter. Se
consuela, empero, pensando que no ha sido tan tonto como para dejar la mercadería sin
recibir dinero en cambio, y cuando aparece en el negocio con aire satisfecho se queda muy
perplejo e indignado al preguntarle su amo qué ha hecho con el vuelto...
He aquí un timo muy sencillo: Una persona con aire de funcionario presenta al capitán
de un buque que se dispone a zarpar una factura sumamente módica de gastos portuarios.
Contento de tener que pagar tan poco, y atareado con las mil obligaciones que lo asedian en
ese momento, el capitán paga la nota sin tardar. Quince minutos después le llega otra
factura, mucho más razonable, y la persona que se la entrega no tarda en convencerlo de
que el primer funcionario era un timador.
El siguiente timo es parecido: Un vapor suelta amarras y está a punto de separarse del
muelle. Un viajero, con el abrigo al brazo, corre presuroso para no perder el barco. De
pronto se detiene, se agacha y recoge algo del suelo con evidentes muestras de agitación.
—¿Alguno de los presentes ha perdido una cartera? —grita.
Nadie puede contestarle, pero al subir a bordo se produce un gran revuelo, pues no
tarda en verse que la cartera contiene una gruesa suma. Empero, el barco no puede demorar
su salida.
—El tiempo y la marea no esperan a nadie —dice el capitán.
—¡Por favor, esperemos un momento! —exclama el que ha encontrado la cartera—.
¡Sin duda, no tardará en presentarse el dueño!
—¡Imposible! —responde autoritariamente el capitán—. ¡Fuera la planchada!
—¿Qué voy a hacer? —pregunta el viajero, lleno de tribulación—. Me alejo del país
por muchos años y mi conciencia me impide partir llevándome esta suma que no me
pertenece. ¡Perdone usted, señor —agrega, dirigiéndose a un caballero que ha quedado en
el muelle—, pero su aspecto me parece el de una persona honesta! ¿Tendría usted la
gentileza de hacerse cargo de esta cartera? Estoy seguro de que puedo confiar en usted y
que no dejará de publicar un anuncio del hallazgo. La suma que hay en la cartera es muy
considerable. No hay duda de que el dueño insistirá en ofrecerle una recompensa por su
honradez...
—¿A mí? ¡No, por cierto! ¡A usted! ¡Usted encontró la cartera!
—En fin, si lo toma usted así... Aceptaría una pequeña recompensa... simplemente para
calmar sus escrúpulos. Veamos... ¡Imposible, estos billetes son todos de a cien! No puedo
tomar tanto...; bastaría con cincuenta...
—¡Fuera la planchada! —repite el capitán.
—Pero no tengo cambio de cien, y me parece que lo mejor...
—¡Suelta ese cabo! —grita el capitán.
—¡No se preocupe usted! —exclama el caballero del muelle, que ha estado revisando
su propia cartera—. ¡Aquí tengo un billete de cincuenta del Banco Norteamericano!
¡Páseme usted la cartera!
Y el superescrupuloso viajero toma el dinero con marcada resistencia y alcanza la
cartera al caballero del muelle, mientras el vapor humea y silba al abandonar el amarradero.
Media hora más tarde se descubre que la «gruesa suma» consiste en billetes falsificados y
que todo el episodio no era más que un formidable timo.
Un timo audaz es el siguiente: Va a celebrarse una reunión rural o algo parecido en un
lugar sólo accesible por medio de un puente. El timador se instala en la cabecera del puente
e informa respetuosamente a todos los que llegan que la nueva ley del condado establece un
peaje de un centavo por peatón, dos por caballos y burros, etc. Algunos protestan, pero
todos se someten y el timador se vuelve a casa con cincuenta o sesenta dólares bien
ganados, pues cobrar un peaje a una gran multitud es trabajo muy fatigoso.
He aquí un timo muy hábil: Un amigo del timador acepta un pagaré de éste,
debidamente llenado y firmado en uno de los formularios usuales impresos en tinta roja. El
timador compra una o dos docenas de dichos formularios y diariamente moja uno de ellos
en su sopa, hace que su perro salte para atraparlo y finalmente se lo cede como un buen
bocado. Cuando el pagaré llega a su vencimiento, el timador y su perro se presentan en casa
del amigo y se habla del documento en cuestión. El amigo lo saca de su escritorio y va a
alcanzarlo al timador cuando el perro reconoce el formulario y de un salto lo atrapa y lo
devora. El timador se muestra no sólo sorprendido sino vejado y furioso por la absurda
conducta de su perro, y se manifiesta dispuesto a cancelar la obligación... en el momento en
que le presenten una prueba de que existe.
Un pequeño timo tiene lugar en esta forma: Una señora es insultada en la calle por el
cómplice del timador. Éste acude en defensa de la dama y, luego de dar una soberana paliza
a su amigo, insiste en acompañar a la señora hasta su domicilio. Una vez allí, se inclina con
la mano sobre el corazón y se despide respetuosamente. Pero la dama ruega a su salvador
que entre, a fin de presentarle a su papá y a su hermano mayor. Con un suspiro, el salvador
declina la invitación.
—¿No hay, pues, un medio, señor, de testimoniarle mi gratitud? —murmura la dama.
—Por supuesto que sí, señora. ¿Podría usted prestarme dos chelines?
Bajo la impresión que le causan estas palabras la dama decide primeramente
desmayarse. Pero lo piensa mejor y, luego de soltar los lazos de su bolso, hace entrega del
dinero pedido. Como he dicho, este timo es muy modesto, pues hay que entregar la mitad
de la suma obtenida al caballero que se tomó el trabajo de insultar a la señora y debió luego
aguantar sin resistencia una buena paliza.
El que sigue es también un timo menudo, pero científico. El timador se acerca al
mostrador de una taberna y pide dos rollos de tabaco. Una vez que se los entregan, los
examina y declara:
—No me gusta este tabaco. Tómelo y déme en cambio un vaso de coñac.
Bebe el coñac y se encamina a la puerta. Pero la voz del tabernero lo detiene:
—Me temo, señor, que se ha olvidado de pagar la bebida.
—¿Pagar la bebida? ¿No le di el tabaco a cambio del coñac? ¿Qué más quiere usted?
—Pero, señor... no recuerdo que me haya pagado el tabaco.
—¿Qué quiere decir con eso, bribón? ¿No le devolví su tabaco? ¿No es ése su tabaco,
encima del mostrador? ¿Pretende entonces que pague por algo que no me llevo?
—Pero, señor... —dice el tabernero, completamente confundido—. Pero, señor...
—Nada de peros conmigo —interrumpe el timador, aparentemente muy disgustado y
golpeando la puerta al alejarse—. ¡Nada de peros conmigo, y mucho menos esas
triquiñuelas con los viajeros!
El timo siguiente es muy hábil, y la simplicidad no es una de sus menores cualidades.
En ocasión de haberse perdido realmente una cartera o un bolso, el perdedor inserta en uno
de los periódicos de una gran ciudad un aviso lleno de detalles. Nuestro timador copia los
detalles, cambiando el encabezamiento, la fraseología general, y el domicilio. Si, por
ejemplo, el aviso original es largo, verboso y comienza: ¡CARTERA EXTRAVIADA!,
solicitando que la misma sea entregada en el número 1 de la calle Tom, la copia fabricada
por el timador será breve, sólo encabezada por la palabra EXTRAVÍO, y dará como
domicilio el 2 de la calle Dick o el 3 de la calle Harry. Inserta su aviso en cinco o seis
periódicos de la localidad que aparecen unas pocas horas después que el original. Si el que
ha perdido la cartera lee uno de estos avisos, no es muy probable que advierta la relación
que existe con el suyo. Y, en cambio, hay cinco o seis probabilidades contra una de que la
persona que encontró la cartera se presente a la dirección dada por el timador en vez de
acudir a la del verdadero dueño. Nuestro timador paga la recompensa, embolsa el tesoro y
desaparece.
Un timo análogo es el siguiente: Una dama acaudalada ha perdido en la calle un anillo
de brillantes de grandísimo valor. Ofrece una recompensa de cuarenta o cincuenta dólares,
agregando en su aviso una minuciosa descripción de la joya, sus engastes, y afirmando que
la recompensa será pagada en determinado domicilio contra entrega del anillo y sin que se
hagan preguntas.
Un día o dos más tarde, cuando la dama se halla ausente de su casa, se oye sonar la
campanilla; acude una criada, informando al visitante que la señora ha salido, noticia que
produce en éste el más lamentable de los efectos. Afirma que lo trae una cuestión de suma
importancia y que concierne solamente a la señora. Agrega, por fin, que ha tenido la buena
suerte de hallar el anillo. De todas maneras, quizá sea mejor que vuelva otro día... «¡De
ninguna manera!», exclama la criada. «¡De ninguna manera!», corean la hermana de la
señora y su cuñada, que acuden al punto. Todas ellas identifican clamorosamente el anillo,
pagan la recompensa y hacen salir al visitante poco menos que a empujones. La dueña de la
casa regresa y no tarda en manifestar cierto disgusto hacia su hermana y su cuñada por la
sencilla razón de que acaban de pagar cuarenta o cincuenta dólares por un facsímile de su
anillo de brillantes, muy bien hecho con similor y piedras falsas.
Pero como el timo es cosa infinita, también lo sería este artículo, aunque me limitara a
sugerir apenas la mitad de las variantes y los matices de que dicha ciencia es susceptible.
Como he de concluir estas páginas, nada mejor que hacerlo con una noticia resumida de un
timo muy decente, pero más bien complicado, del que fue teatro no hace mucho nuestra
ciudad, y que se repitió más tarde con buen éxito en otras ciudades todavía más inocentes
de nuestro país.
Un caballero de edad mediana llega a la ciudad, sin que se sepa de dónde procede. Se
conduce de manera notablemente precisa, cauta y reflexiva. Viste con toda corrección, sin
que haya en él nada de ostentoso. Lleva corbata blanca, amplio chaleco, sólo destinado a la
comodidad; confortables zapatos de gruesa suela y pantalones sin trabilla. En suma, tiene el
aire de nuestro acomodado, sobrio y respetable hombre de negocios par excellence; uno de
esos caballeros exteriormente severos y duros, pero tiernos por dentro, como suelen
pintarse en las comedias; hombres cuyas palabras son otras tantas garantías, y que mientras
distribuyen guineas con una mano para fines caritativos extraen hasta el último centavo con
la otra en el terreno de sus propios negocios.
Nuestro caballero se muestra muy difícil de complacer en lo que respecta a una casa de
pensión. No le gustan los niños. Está habituado a una gran quietud. Tiene costumbres
metódicas y además le gustaría habitar en casa de una familia pequeña y respetable, de
tendencias piadosas. Las condiciones de pago lo tienen sin cuidado; insiste solamente en
que liquidará la cuenta el primero de cada mes (estamos ahora a dos), y una vez que ha
hallado una casa a su gusto, pide encarecidamente a la dueña que no olvide de ninguna
manera sus instrucciones al respecto: la cuenta, así como el recibo, deberán ser presentados
a las diez de la mañana del día primero de cada mes, y bajo ninguna circunstancia dejados
para el día siguiente.
Hechos estos arreglos, nuestro hombre de negocios alquila una oficina en un barrio más
respetable que a la moda. No hay cosa que desprecie tanto como la ostentación. «Donde
mucho se muestra —suele decir—, poco hay de sólido», observación que impresiona tan
profundamente a su casera que se apresura a copiarla a lápiz en la gran biblia de la familia,
aprovechando el amplio margen que hay en los Proverbios de Salomón.
El paso siguiente consiste en publicar un aviso en los principales periódicos mercantiles
de a seis peniques, pues los de a uno no son considerados por él como «respetables», aparte
de que reclaman el pago adelantado de todo aviso, práctica que nuestros hombres de
negocios detestan, pues, según él, jamás debe pagarse un trabajo hasta que no esté
concluido. El aviso dice aproximadamente así:
SE NECESITAN EMPLEADOS.- En ocasión de iniciar importantes operaciones
comerciales en esta ciudad, requerimos los servicios de tres o cuatro inteligentes y
competentes empleados. Sueldo importante. Exigimos las mejores recomendaciones sobre
la integridad del postulante, que nos interesa aún más que su capacidad. Dado que las
obligaciones a cumplir suponen una alta responsabilidad, pues grandes sumas de dinero
deberán pasar por las manos de nuestros empleados, consideramos necesario solicitar una
caución de cincuenta dólares, que será depositada por el empleado respectivo. Inútil
presentarse, por tanto, si no se está en condiciones de hacer dicho depósito, así como de
exhibir los mejores testimonios sobre moralidad. Se preferirá a los jóvenes con
inclinaciones piadosas. Presentarse de diez a once y de dieciséis a diecisiete en las oficinas
de los señores
Bogs, Hogs, Logs, Frogs & Co.
Calle de los Perros, 110
Al cumplirse el 31 del mes, este aviso ha llevado a la oficina de los señores Bogs,
Hogs, Logs, Frogs y Compañía a unos quince o veinte jóvenes de inclinaciones piadosas.
Pero nuestro hombre de negocios no tiene prisa en cerrar trato con ninguno de ellos; ningún
hombre de negocios tiene prisa; y, sólo después de haber pasado un severo examen
concerniente a sus inclinaciones piadosas, los jóvenes son finalmente aceptados y, al mismo
tiempo, por vía de simple precaución, se los invita a hacer efectiva la fianza de cincuenta
dólares, por la cual la respetable firma de Bogs, Hogs, Logs, Frogs y Compañía libra el
correspondiente recibo. En la mañana del primero de cada mes la casera no presenta su
cuenta, como había prometido hacerlo; negligencia por la cual el director de la casa con
tantos ogs no habría dejado de reprenderla severamente, suponiendo que se hubiera
quedado un día o dos más en la ciudad para tal propósito.
Como es de suponer, la policía se ve abrumada de trabajo, corriendo inútilmente de un
lado a otro, y todo lo que puede hacer es declarar enfáticamente que aquel hombre de
negocios es n. e. i., letras que parecen corresponder a la muy clásica frase non es inventus.
Y entretanto los jóvenes postulantes ven mermar sensiblemente sus inclinaciones piadosas,
mientras la casera compra una excelente goma de borrar de un chelín, y con todo cuidado
suprime la nota a lápiz que algún tonto había escrito en la gran biblia familiar,
aprovechando los anchos márgenes de los Proverbios de Salomón.
X en un suelto
Como es sabido que los «sabios» vienen «del Oriente»122 y el señor Veleta Cabezudo
vino también del Este, se sigue que el señor Cabezudo era un sabio. Si hiciera falta una
prueba accesoria, hela aquí: el señor C. era director de periódico. La irascibilidad constituía
su solo lado flaco, pues la obstinación de la cual se lo acusaba no era en absoluto una
debilidad, ya que él la consideraba justamente como su fuerte. Allí residía su mérito, su
virtud, y hubiera hecho falta toda la lógica de un Brownson para convencerlo de que estaba
equivocado.
He demostrado que Veleta Cabezudo era un sabio; la única ocasión en que no se
mostró irascible fue cuando hizo abandono de ese legítimo hogar de todos los sabios, el
este, y emigró a la ciudad de Alejandromagnópolis, o a cualquier sitio de nombre parecido,
en el oeste.
Debo, sin embargo, declarar en su favor que, cuando se decidió finalmente a instalarse
en dicha ciudad hallábase convencido de que en esta parte del país no existía ningún
periódico y, por tanto, ningún director. Al fundar La Tetera, esperaba ser el único dueño del
campo. Estoy seguro de que jamás se le habría ocurrido instalarse en Alejandromagnópolis
si hubiera sabido que en Alejandromagnópolis vivía un caballero llamado John Smith (si
recuerdo bien), quien, durante muchos años, había engordado tranquilamente dirigiendo y
publicando la Gaceta de Alejandromagnópolis. Vale decir que, sólo por haber sido mal
informado, el señor Cabezudo vino a parar a Alejan... Llamémosle Nópolis, para abreviar.
Pero, una vez que estuvo en ella, decidió mantener su reputación de obsti... de firmeza, y
quedarse. Por lo cual se quedó, e hizo aún más: desempaquetó su prensa, su tipo, etcétera,
etc., alquiló un local situado exactamente enfrente de la Gaceta y, a la tercera mañana de su
arribo, lanzó el primer número de La Tetera de Alejan..., vale decir La Tetera de Nópolis,
que así, si mis recuerdos no me engañan, se titulaba el nuevo periódico.
El editorial, debo admitirlo, era brillante, por no decir severo. Se mostraba
especialmente duro con todas las cosas en general, y en particular con el director de La
Gaceta, quien quedaba reducido a hilas. Algunas observaciones de Cabezudo eran tan
terribles, que desde entonces me he visto obligado a considerar a John Smith —quien
todavía vive— como una especie de salamandra. No pretendo reproducir verbatim todas las
frases de Cabezudo, pero una de ellas era como sigue:
«¡Oh, sí! ¡Oh, ya vemos! ¡Oh, indudablemente! El director de enfrente es un genio...
¡Oh, dioses! ¡Oh, cielos! ¿A qué ha llegado el mundo? O Témpora! O mores!»
Semejante filípica, a la vez tan cáustica y tan clásica, cayó como una granada entre los
hasta entonces pacíficos ciudadanos de Nópolis. Grupos de excitados vecinos se juntaban
en las esquinas. Todos esperaban, con sincera ansiedad, la respuesta del decoroso Smith, la
cual apareció al día siguiente en esta forma:
«Extraemos de La Tetera de ayer el siguiente párrafo: “¡Oh, sí! ¡Oh, ya vemos! ¡Oh,
indudablemente! ¡Oh dioses! ¡Oh, cielos! O, témpora! O, mores!” ¡Vamos! ¡Pero este
hombre es todo O! Esto explica que razone en círculo, y que por eso no haya ni pies ni
cabeza en lo que dice. Estamos plenamente convencidos de que el pobre hombre es incapaz
de escribir una sola palabra que no contenga una O. ¿Será una costumbre suya? Dicho sea
122 The wise men, los Reyes Magos. Literalmente, «los sabios». (N. del T.)
de paso, este sujeto llegó del este con gran precipitación. ¿No habrá cometido algún dolo, o
tendrá tantas deudas como las que ya tiene aquí? ¡Oh, es lamentable!»
No intentaré describir la indignación del señor Cabezudo ante estas escandalosas
insinuaciones. Contra lo imaginable, sin embargo, y de acuerdo con el principio de las
plumas de pato sobre las cuales resbala el agua, no era el ataque a su integridad el que más
lo ofendía. Lo que lo inducía a la desesperación era que se burlaran de su estilo. ¡Cómo!
¡Él, Veleta Cabezudo, incapaz de escribir una palabra que no contuviera una O! Bien
pronto iba a probar a ese ganapán que estaba equivocado. ¡Sí, ya le mostraría hasta qué
punto estaba equivocado! El Veleta Cabezudo, procedente de Ranápolis, demostraría al
señor John Smith que él, Cabezudo, era capaz de redactar, si así le parecía, un suelto
completo... ¡sí, señor, un artículo entero!... donde tan despreciable vocal no figuraría ni una
sola, lo que se dice ni una sola vez. ¡Pero no! Eso significaría inclinarse ante el susodicho
John Smith. Él, Cabezudo, no cambiaría en nada su estilo, y menos para satisfacer los
caprichos de un señor Smith. ¡Que tan vil pensamiento cayera en la nada! ¡Viva la O!
Persistiría en la O. Sería todo lo O-bstinado que pudiera.
Lleno de ardor ante lo caballeresco de tal determinación, el gran Veleta se limitó a
insertar en La Tetera el siguiente suelto alusivo al desdichado asunto:
«El director de La Tetera tiene el honor de informar al director de La Gaceta que (La
Tetera) aprovechará su edición de mañana para convencer (a La Gaceta) de que (La Tetera)
puede y ha de ser su propio amo en materia de estilo; y que (La Tetera), con objeto de
mostrar (a La Gaceta) el supremo y absoluto desprecio que las críticas (de La Gaceta)
provocan en el seno independiente (de La Tetera), compondrá para especial satisfacción (?)
(de La Gaceta) un artículo de fondo de cierta extensión, en el cual tan hermosa vocal —
emblema de la Eternidad—, tan inofensiva para la hiperexquisita sensibilidad (de La
Gaceta) no ha de ser ciertamente evitada por este muy obediente y humilde servidor (de La
Gaceta). La Tetera.»
En cumplimiento de tan augusta amenaza, antes nebulosamente insinuada que
claramente enunciada, el gran Cabezudo hizo oídos sordos a todos los pedidos de
«material» y, limitándose a decir a su regente que se fuera al demonio, en momentos en que
éste (el regente) le aseguraba que ya era tiempo de que La Tetera entrara en prensa, el gran
Cabezudo, repetimos, hizo oídos sordos a todo y pasó la noche quemándose las pestañas
hasta el alba, absorto en la composición del incomparable suelto que sigue:
«¡Oh, John; oh, tonto! ¿Cómo no te tomo encono, lomo de plomo? ¡Ve a Concord,
John, antes de todo! ¡Vuelve pronto, gran mono romo! ¡Oh, eres un sollo, un oso, un topo,
un lobo, un pollo! ¡No un mozo, no! ¡Tonto goloso! ¡Coloso sordo! ¡Te tomo odio, John!
¡Ya oigo tu coro, loco! ¿Somos bobos nosotros? ¡Tordo rojo! ¡Pon el hombro, y ve a
Concord en otoño, con los colonos!», etc.
Exhausto, como es natural, por tan estupendo esfuerzo, el gran Veleta no fue capaz de
ocuparse aquella noche de otra cosa. Firme, sereno, pero a la vez con un aire de autoridad
vigilante, alargó su manuscrito al aprendiz tipógrafo y, tras ello, marchando sin apuro a
casa, acogióse a su lecho con inefable dignidad.
Entretanto, el aprendiz a quien había sido confiado el suelto voló sin perder un instante
a su caja y dispúsose a componer el manuscrito. Dado que la palabra inicial era ¡Oh...!,
zambulló la mano en el agujero correspondiente al signo de admiración y la retiró triunfante
con uno de dichos signos. Entusiasmado por este buen éxito, lanzóse de inmediato y con
gran ímpetu al cajetín de las «oes» mayúsculas; pero, ¿quién describirá su horror cuando
sus dedos volvieron a salir sin la anticipada letra entre los mismos? ¿Quién pintará su
estupefacción y su rabia al advertir, mientras se frotaba los nudillos, que su mano no había
hecho otra cosa que tantear inútilmente el fondo de un cajetín vacío? En el compartimento
de las «o» mayúsculas no quedaba una sola «o» mayúscula; y, lanzando una ojeada
temerosa al de las «o» minúsculas, el aprendiz comprobó para su indescriptible espanto que
tampoco había allí ninguna letra. Despavorido, su primer impulso fue correr en busca del
regente.
—¡Oh, señor! —jadeó, tratando de recobrar el aliento—. ¡No puedo componer nada si
me faltan las oes!
—¿Qué diablos quieres decir? —gruñó el regente, malhumorado por el retardo de la
edición.
—¡Señor... no queda ni una o en la caja... ni grande ni chica!
—¿Cómo? ¿Y dónde demonio han ido a parar todas las que había?
—Yo no sé, señor —dijo el chico—, pero uno de los aprendices de La Gaceta anduvo
dando vueltas por aquí toda la noche, y a mí me parece que se las debe de haber robado.
—¡Que el infierno se lo trague! ¡Claro que sí! —gritó el regente, rojo de rabia—. No
importa, Bob, yo te diré lo que has de hacer. En la primera ocasión que tengas entras allá y
les sacas todas las «íes» que tengan... ¡y las «zetas» también, malditos sean!
—De acuerdo —dijo Bob, guiñando el ojo—. Ya lo creo que iré, y ya lo creo que les
haré una buena. Pero... ¿y este suelto? Hay que componerlo esta noche, porque si no...
—Ya veo —dijo el regente, suspirando profundamente—. ¿Es un suelto muy largo,
Bob?
—Yo no diría que es muy largo —opinó Bob.
—¡Ah, bueno, entonces arréglate como puedas! Sea como sea, tenemos que entrar de
una vez por todas en prensa —agregó distraídamente el regente, sumergido hasta los codos
en su trabajo—. En vez de «o» pon cualquier otra letra; de todos modos nadie va a leer lo
que este tipo escribe.
—Muy bien —dijo Bob, y se volvió corriendo a su caja, mientras murmuraba para sí:
«¿Con que tengo que ir a sacarles todas las “íes” y las “zetas”, eh? ¡Pues yo soy el hombre
para eso!» La verdad es que Bob, aunque sólo tenía doce años y cuatro pies de estatura,
estaba pronto para afrontar cualquier lucha, siempre que no fuera muy dura.
La orden que acababa de darle el regente no era demasiado insólita, pues cosas así
suelen ocurrir en las imprentas. Aunque me resulta imposible explicarlo, cuando eso sucede
se acude siempre a la x como sustituto de la letra faltante. Quizá la razón resida en que la x
tiende a sobreabundar en las cajas de composición (o, por lo menos, así ocurría en otros
tiempos), por lo cual los impresores se han ido acostumbrando a emplearla para sustituir
otras letras. En cuanto a Bob, frente a un caso como el presente, hubiera considerado
escandaloso emplear otra letra que la x, pues tal era su costumbre.
—Tendré que ponerle x a este suelto —se dijo, mientras lo leía lleno de
estupefacción—, pero que me cuelguen si no es el suelto con más oes que he visto en mi
vida.
Inflexible, sin embargo, procedió a componer usando la x, y así entró el suelto en
prensa.
A la mañana siguiente la población de Nópolis se quedó de una pieza al leer en La
Tetera el siguiente extraordinario artículo:
«¡Xh, Jxhn, xh, txntx! ¿Cxmx nx te txmx encxnx, lxmx de plxmx! ¡Ve a Cxncxrd,
Jxhn, antes de txdx! ¡Vuelve prxntx, gran mxnx rxmx! ¡Xh, eres un sxllx, un xsx, un txpx,
un lxbx, un pxllx! ¡Nx un mxzx, nx! ¡Txntx gxlxsx! ¡Cxlxsx sxrdx! ¡Te txmx xdix, Jxhn!
¡Ya xigx tu cxrx, lxcx! ¿Sxmxs bxbxs nxsxtrxs? ¡Txrdx rxjx! ¡Pxn el hxmbrx, y ve a
Cxncxrd en xtxñx, cxn Ixs cxlxnxs!», etc.
Difícil es concebir la agitación ocasionada por este místico y cabalístico artículo. La
primera idea concreta que circuló entre el pueblo fue que en esos jeroglíficos se encerraba
alguna traición diabólica, por lo cual hubo un avance general en dirección al domicilio de
Cabezudo, a efectos de lincharlo. Pero dicho caballero no se encontraba allí. Habíase
evaporado, sin que nadie supiera decir cómo, y desde entonces no se ha vuelto a ver ni
siquiera su fantasma.
Incapaz de descubrir al legítimo objeto de su cólera, la muchedumbre fue calmándose
poco a poco, dejando a manera de sedimento diversas opiniones sobre este desdichado
asunto.
Un caballero opinaba que todo había sido una excelente broma.
Otro sostuvo que, de todas maneras, Cabezudo había demostrado poseer una fantasía
exuberante.
Un tercero lo declaró excéntrico, pero no más que eso.
Un cuarto sólo alcanzaba a suponer, en el plan de Cabezudo, el deseo de expresar su
exasperación de manera general.
«Digamos —completó un quinto— que quería exponer un ejemplo para la posteridad.»
Para todo el mundo resultaba claro que Cabezudo había sido arrastrado a tales extremos
y, puesto que dicho director había desaparecido, hablóse en cierto momento de linchar al
que quedaba.
La conclusión más compartida, sin embargo, fue que el asunto era sencillamente
extraordinario e inexplicable. Incluso el matemático del pueblo admitió que no encontraba
la solución del problema. Como todo el mundo sabía, x representaba una cantidad
desconocida, una incógnita; pero en este caso (como hizo notar apropiadamente) había
además una cantidad desconocida de x.
La opinión de Bob (que mantuvo en secreto su intervención en las x del suelto) no
encontró la atención que a mi juicio merecía, aunque fue expresada abiertamente y sin
ningún temor. Bob manifestó que, por su parte, no le cabían dudas sobre el asunto, pues era
muy sencillo: «Nadie pudo persuadir jamás al señor Cabezudo de que bebiera lo que bebían
los otros muchachos del pueblo; se pasaba el tiempo bebiendo esa condenada cerveza
marca XXX, y, como natural consecuencia, se le mezcló con la bilis y lo hizo volverse
extremadamente extravagante.»
El hombre de negocios
El método es el alma de los negocios.
(Antiguo adagio)
Soy un hombre de negocios. Soy un hombre metódico. El método es lo que cuenta,
después de todo. Pero a nadie desprecio más profundamente que a esos excéntricos que
charlan mucho sobre el método sin entenderlo, y que se atienen estrictamente a la letra
mientras violan el espíritu. Individuos así se pasan la vida haciendo las cosas más
desorbitadas, de una manera que ellos califican de ordenada. Pero esto es una paradoja; el
verdadero método pertenece tan sólo a lo que es normal, ordinario y obvio, y no se puede
aplicar a nada outré. ¿Acaso sería posible referirse a una nube metódica, o a un fatuo
sistemático?
Mis nociones sobre este punto podrían no haber sido todo lo claras que son, de no
mediar un afortunado accidente que me ocurrió en la infancia. Una bondadosa y anciana
niñera irlandesa (a quien no olvidaré en mi testamento) me agarró un día por los pies, en
momentos en que yo alborotaba más de lo necesario, y luego de hacerme revolar dos o tres
veces, me maldijo empecinadamente por ser «un mocoso gritón», y me convirtió la cabeza
en una especie de tricornio, golpeándola contra un poste de la cama. Debo reconocer que
esto decidió mi destino e hizo mi fortuna. No tardó en salirme un gran chichón en la
coronilla, el cual se convirtió para mí en el órgano del orden. De ahí proviene ese marcado
gusto por el sistema y la regularidad que me han convertido en el distinguido hombre de
negocios que soy.
Para mí, lo más odioso en esta tierra es un hombre de genio. Los genios son una
colección de asnos redomados; cuanto más geniales, más asnos; y no hay ninguna
excepción a la regla. Imposible hacer un hombre de negocios de un genio; sería como
querer sacar dinero a un judío o nueces a un abeto. Dichos seres se salen continuamente del
buen camino para dedicarse a alguna ocupación fantástica o a ridículas especulaciones,
totalmente divorciadas de las cosas bien ordenadas; jamás hacen negocios que puedan
considerarse como tales. Resulta fácil descubrir a estos personajes por la naturaleza de sus
ocupaciones. Si alguna vez repara usted en un hombre que se instala como comerciante o
fabricante, que fabrica algodón, tabaco o cualquiera de esos excéntricos productos, que se
ocupa de tejidos, jabón, o algo parecido, o pretende ser abogado, herrero o médico, es decir,
cualquier cosa fuera de lo usual... pues bien, tenga la seguridad de que es un genio y, por
tanto, de acuerdo con la regla de tres, es un asno.
En cuanto a mí, no tengo absolutamente nada de genio, sino que soy un hombre de
negocios normal. Mi diario y mi libro mayor pueden demostrarlo en un minuto. Están bien
llevados, aunque sea yo quien lo dice, y no es el reloj quien va a ganarme en mis hábitos de
exactitud y puntualidad. Lo que es más, mis ocupaciones han coincidido siempre con las
costumbres ordinarias de mis semejantes. Y no es que a este respecto me sienta en lo más
mínimo agradecido a mis débiles progenitores, quienes sin duda hubieran hecho de mí un
redomado genio si mi ángel guardián no hubiese acudido oportunamente a socorrerme. En
las biografías la verdad es lo que cuenta, y muchísimo más en una autobiografía; no
obstante, apenas espero que me crean si afirmo solemnemente que mi pobre padre me hizo
ingresar a los quince años en la oficina de lo que él llamaba «un respetable comerciante y
comisionista en ferretería, que hace excelentes negocios». ¡Excelentes negocios!
¡Excelentes disparates, diría yo! Como consecuencia de esta locura, tuve que volverme dos
o tres días después a casa de mi obtusa familia, víctima de un acceso de fiebre y sufriendo
los más violentos y peligrosos dolores en la coronilla, vale decir, alrededor de mi órgano
del orden. Estuve entre la vida y la muerte durante seis semanas, y los médicos me
desahuciaban. Pero, aunque sufrí mucho, quedé muy agradecido. Me había salvado de
convertirme en un «respetable comerciante y comisionista en ferretería, que haría
excelentes negocios», y bendije la protuberancia que había coadyuvado a mi salvación, así
como a la bondadosa mujer que había puesto dicho medio a mi alcance.
La mayoría de los chicos se escapan de su casa entre los diez y los doce años, pero yo
esperé hasta los dieciséis. Y ni siquiera creo que me hubiese ido, de no oír hablar a mi
madre sobre un proyecto de instalarme por mi cuenta con un negocio de almacén. ¡Un
negocio de almacén! ¡Nada menos! Inmediatamente resolví marcharme, a fin de iniciar por
mi lado alguna tarea decente sin seguir esperando el resultado de los caprichos de aquellos
excéntricos viejos, ni correr el peligro de que al final hicieran de mí un genio. Mi proyecto
se vio coronado por el mejor de los éxitos en la primera tentativa y al cumplir los dieciocho
años me encontré haciendo amplios y proficuos negocios en el renglón de la Propaganda
Callejera de Sastrerías.
Las onerosas tareas de mi profesión sólo podía llevarlas a cabo gracias a la rígida
fidelidad a un sistema que constituía el rasgo distintivo de mi inteligencia. El método
escrupuloso caracterizaba tanto mis acciones como mis cuentas. En mi caso no era el
dinero, sino el método, quien «hacía» al hombre —por lo menos aquello que no hacía el
sastre que me empleaba—. Todas las mañanas, a las nueve, me presentaba para que éste me
entregara las ropas del día. A las diez ya me hallaba en algún paseo de moda o lugar
frecuentado por el público. La precisión y regularidad con que hacía girar mi elegante
persona, a fin de mostrar sucesivamente cada porción de mi vestimenta, era la admiración
de todos los conocedores del oficio. Jamás llegaba el mediodía sin que regresara con algún
cliente a la sastrería de los señores Corte y Vuelva. Lo digo orgullosamente, pero con
lágrimas en los ojos, pues aquella firma se condujo conmigo de la manera más ingrata. La
moderada cuenta por la cual disputamos, para finalmente separarnos, no puede considerarse
en modo alguno excesiva; no lo pensarían así aquellos que conocen a fondo la profesión.
De todas maneras, siento tanto orgullo como satisfacción al permitir que el lector juzgue
por sí mismo. He aquí cómo estaba redactada mi cuenta:
SEÑORES CORTE Y VUELVA, SASTRES, DEBEN
A PETER PROFITT, ANUNCIADOR CALLEJERO:
Ce
nts
Julio
10.-
Paseo como de costumbre, y regreso con un
cliente……
25
Julio ídem íd. 25
11.- íd………………………………………….……….
Julio
12.-
Mentira de segunda clase: género negro estropeado
vendido como verde invisible….………………….
25
Julio
13.-
Mentira de primera clase: recomendación de un
satinete como si fuera de paño fino
75
Julio
20.-
Compra de un cuello de papel, para hacer juego con
el completo gris…..……………………………………
2
Agosto
15.-
Por vestir el traje con doble forro (mientras el
termómetro marcaba 706 a la sombra)……………
25
Agosto
16.-
Por pararme en una sola pierna durante tres horas,
para exhibir los nuevos pantalones con trabilla, a 12,1/2
centavos por pierna y por hora……………
37,
1/2
Agosto
17.-
Paseo como de costumbre, y regreso con un cliente
(hombre muy grueso)………………………………
50
Agosto
18.-
ídem íd. íd. (estatura
mediana)…………………………..
25
Agosto
19.-
ídem íd. íd. (estatura pequeña y mal
pagador)…………
6
Total………………………………………………
…..
$2,
951/2
El punto en disputa de mi cuenta era el muy moderado precio de dos centavos por el
cuello de papel. Doy mi palabra de honor de que no era un precio exagerado. Se trataba de
uno de los cuellos más limpios y bonitos que he visto nunca, y tengo buenas razones para
creer que influyó en la venta de los tres completos grises. Sin embargo, el socio principal de
la firma sólo quiso pagarme un centavo, tomando a su cargo la demostración de cuántos
cuellos podían obtenerse con una hoja de papel de oficio. Inútil señalar que insistí en el
principio de la cosa. Los negocios son los negocios, y deben ventilarse como corresponde.
No alcanzaba a distinguir ningún sistema en el hecho de que me estafaran un centavo (un
evidente fraude del 50 por 100), y mucho menos un método. Abandoné de inmediato el
empleo de los señores Corte y Vuelva, instalándome por mi cuenta en el negocio del Mal
de Ojo, que es una de las ocupaciones ordinarias más lucrativas, respetables e
independientes.
También aquí entraron en juego mi estricta integridad, economía y rigurosas
costumbres comerciales. Pronto me encontré en plena prosperidad, y no tardé en ser muy
conocido y señalado. La verdad es que jamás me metí en negocios sensacionalistas, sino
que me atuve a la antigua y excelente rutina de la profesión en la cual seguiría actualmente
de no ser por un pequeño accidente que sobrevino en el curso de una de las operaciones
habituales de la misma. Toda vez que un avaro rico, o un heredero manirroto, o una
sociedad en bancarrota se decide a construir un palacete, no hay en el mundo mejor cosa
que impedir que lo hagan, y toda persona inteligente sabe cómo arreglárselas para ello. En
realidad, esta intervención constituye la base del Mal de Ojo como profesión. En efecto, tan
pronto como alguna de las partes nombradas proyecta levantar un edificio, nosotros, los
hombres de negocios, adquirimos un bonito rincón del lote donde van a edificarlo,
buscando quedar situados frente al mismo o al lado. Hecho esto, esperamos hasta que el
palacio anda ya por la mitad, y entonces pagamos a un arquitecto de buen gusto para que
nos levante a nuestra vez una cabaña de barro sumamente decorativa, o una pagoda oriental
u holandesa, o un chiquero, o alguna fantasía ingeniosa, sea esquimal, kickapoo u
hotentote. Como es natural, no podemos consentir en demoler dicha construcción por
menos de un precio superior en un 500 por 100 al de nuestro lote y material de
construcción. ¿Cómo podríamos proceder de otro modo? Lo pregunto a los hombres de
negocios. Sería irracional suponer semejante cosa. Y, sin embargo, no faltó una sociedad de
aventureros que me pidió que lo hiciera... ¡a mí, nada menos! Ni que decir que ni siquiera
contesté a tan absurda propuesta, pero aquella misma noche consideré de mi deber cubrir el
frente de su palacio con negro de humo. Aquellos irrazonables villanos me metieron en la
cárcel y, cuando salí, las personas vinculadas con el negocio del Mal de Ojo se vieron
forzadas a interrumpir sus relaciones conmigo.
El negocio de Asalto y Agresión, en el cual me vi forzado a aventurarme a fin de ganar
el sustento, no se adaptaba muy bien a mi delicada constitución, pero de todos modos lo
tomé de buen grado y me vi protegido, como antes, por los severos hábitos de metódica
precisión que me había inculcado aquella excelente nodriza, por cierto que sería el más vil
de los hombres si no la tuviera en cuenta en mi testamento. Observando, repito, el sistema
más estricto en todas mis operaciones, y llevando mis libros con mucho cuidado, pude
superar grandísimas dificultades, estableciéndome por fin de manera muy cómoda en la
profesión. Estoy seguro de que pocas personas han tenido un negocio tan agradable como el
mío. Copiaré una o dos páginas de mi diario, lo cual me evitará hablar en especial de mí
mismo, condenable práctica a la cual no se rebaja ningún hombre de altas miras. El diario,
en cambio, no miente nunca.
«2 de enero.- Vi a Snap en la Bolsa. Me le acerqué y le pisé los pies. Cerró el puño y
me tumbó al suelo. ¡Excelente! Volví a levantarme. Tuve una ligera dificultad con Bag, mi
abogado. Quiero mil dólares de indemnización, pero insiste en que por un mero puñetazo
no conseguiremos más que quinientos. Memorándum: debo quitarme de encima a Bag.
Carece de sistema.
»3 de enero.- Fui al teatro en busca de Gruff. Lo vi en un palco de la segunda fila, entre
una dama gruesa y otra delgada. Los estuve mirando con los gemelos hasta que la dama
gorda enrojeció y dijo algo a G. Entré entonces en el palco, poniendo la nariz al alcance de
la mano de G. No me quiso tirar de ella. Me soné e hice otra tentativa: nada. Me senté
entonces y me puse a guiñar el ojo a la dama flaca, hasta tener la satisfacción de que G. me
agarrara por el cuello y me tirara a la platea. Dislocación de cuello y pierna derecha
completamente astillada. Volví a casa contentísimo, bebí una botella de champaña y asenté
en mis libros al joven Gruff por la suma de cinco mil dólares. Bag dice que todo saldrá
bien.
»15 de febrero.- Llegué a un acuerdo en el caso de Mr. Snap. Ingreso consignado:
cincuenta centavos (ver libros).
»16 de febrero.- Perdí el pleito contra el canalla de Gruff, quien me hizo un regalo de
cinco dólares. Costas del proceso: cuatro dólares y veinticinco centavos. Beneficio neto
(ver libros), setenta y cinco centavos.»
Pues bien, en un período tan breve, puede verse, por lo que antecede, que había
obtenido un beneficio de un dólar y veinticinco, nada más que en los casos de Snap y Gruff;
por lo demás, aseguro solemnemente al lector que estos extractos han sido tomados de mi
diario al azar.
Un viejo y muy cierto adagio afirma, sin embargo, que el dinero no es nada al lado de
la salud. Pronto descubrí que los esfuerzos de mi profesión no convenían a mi delicada
constitución; cuando no me quedó hueso sano en el cuerpo, y mis amigos, al encontrarme
en la calle, no se atrevían a asegurar que yo fuera Peter Profitt en persona, se me ocurrió
que lo mejor era cambiar de negocio. Consagré por tanto mi atención al Barrido de las
Aceras y me dediqué al mismo durante varios años.
Lo malo de esta ocupación está en que demasiadas personas se aficionan a ella y la
competencia se vuelve excesiva. Cualquier ignorante que no tiene inteligencia en cantidad
suficiente como para abrirse camino como anunciador callejero, en el Mal de Ojo o en el
Asalto y Agresión, piensa que le irá perfectamente como barredor de aceras. Pero nunca
hubo idea tan errónea como la de creer que para este negocio no hace falta inteligencia. Y,
sobre todo, que en él se puede prescindir del método. Por mi parte sólo lo practicaba al por
menor, pero mis viejos hábitos de sistema me mantenían magníficamente a flote. En primer
lugar elegí con todo cuidado el cruce de calle que me convenía, y jamás arrimé una escoba
a otras aceras que no fueran ésas. Tuve buen cuidado, además, de contar con un excelente
charco de barro a mano, del cual podía proveerme en un instante. Gracias a todo ello llegué
a ser conocido como hombre de confianza; y permítaseme decir que, en los negocios, esto
representa la mitad de la batalla ganada. Jamás persona alguna que me hubiera ofendido
tirándome tan sólo un cobre alcanzó a llegar al otro lado de mi cruce con los pantalones
limpios. Y como mis costumbres comerciales en este sentido eran suficientemente
conocidas, nunca me vi sometido al menor abuso. De haber ocurrido así, no lo habría
tolerado. Puesto que no pretendía imponerme a nadie, no estaba dispuesto a que nadie se
burlara de mí. Claro que no podía impedir los fraudes de los bancos. El cierre de sus
puertas me creaba inconvenientes ruinosos. Pero los bancos no son individuos, sino
sociedades, y las sociedades carecen de cuerpos donde se puedan aplicar puntapiés y de
almas que mandar al demonio.
Estaba ganando dinero en este negocio cuando, en un momento aciago, me dejé tentar e
ingresé en la Salpicadura de Perro, profesión un tanto análoga, pero de ninguna manera tan
respetable. A decir verdad, estaba muy bien instalado en pleno centro y tenía lo necesario
en materia de betún y cepillos. Mi perrito era muy gordo y estaba habituado a todas las
variantes del oficio, pues llevaba en él largo tiempo, y me atrevo a decir que lo comprendía.
Nuestra práctica general era la siguiente: Luego de revolcarse convenientemente en el
barro, Pompeyo se instalaba en la puerta de la tienda hasta ver a un dandy que venía por la
calle con los zapatos relucientes. Se le acercaba entonces y se frotaba una o dos veces
contra él. Como es natural, el dandy juraba abundantemente y luego miraba en torno en
busca de un lustrador de zapatos. Y allí estaba yo, bien a la vista, con betún y cepillos. El
trabajo sólo tomaba un minuto y su resultado eran seis centavos. Esto me bastó por un
tiempo; yo no era avaricioso, pero en cambio mi perro sí lo era. Le cedía un tercio de los
beneficios, hasta que le aconsejaron que pidiera la mitad. Imposible tolerar semejante cosa,
de modo que, luego de discutir, nos separamos.
Por un tiempo ensayé la profesión de organillero, y debo admitir que me fue bastante
bien. Es un negocio sencillo, directo y que no requiere aptitudes especiales. Puede usted
comprar un organillo por muy poco dinero y, a fin de ponerlo en buen estado, basta abrirlo
y darle tres o cuatro martillazos. Mejora el tono del instrumento —para sus finalidades
comerciales— mucho más de lo que usted imaginaría. Hecho esto, no hay más que echar a
andar con el organillo a la espalda hasta ver un jardín delantero bien cubierto de grava y un
llamador envuelto en piel de ante. Se detiene uno entonces y se pone a dar vueltas a la
manija, adoptando el aire de quien está dispuesto a quedarse ahí y tocar hasta el juicio final.
Muy pronto se abre una ventana y alguien arroja seis peniques, pidiendo al mismo tiempo:
«¡Deje de tocar y váyase!» Estoy enterado de que ciertos organilleros han aceptado
marcharse por esta suma; por mi parte, mis gastos de capital eran demasiado grandes para
permitirme hacerlo por menos de un chelín.
Obtuve buenos beneficios con esta ocupación, pero de todos modos no me sentía
satisfecho y acabé por abandonarla. Diré la verdad: trabajaba con el inconveniente de
carecer de un mono, aparte de que las calles de Norteamérica son tan sucias, el populacho
tan molesto... y no digamos nada de la cantidad de mocosos traviesos.
Estuve sin empleo algunos meses, pero por fin, a fuerza de gran perseverancia, logré
introducirme en el Falso Correo. En este negocio las obligaciones son sencillas y procuran
bastantes beneficios. Por ejemplo: de mañana muy temprano, tenía que preparar mi fajo de
cartas falsas. Dentro de cada una escribía unas pocas líneas sobre cualquier cosa, con tal de
que tuviera un aire misterioso, y firmaba aquellas epístolas «Tom Dobson» o «Bobby
Tompkins». Cerradas y lacradas, procedía a aplicarles falsos sellos de Nueva Orleans,
Bengala, Botany Bay o cualquier otro lugar muy distante. Me ponía luego en marcha, como
si llevara mucha prisa. Siempre llamaba a las casas importantes, entregaba una carta y
recibía el pago del porte correspondiente. Nadie vacila en pagar el porte de correos por una
carta, especialmente si es voluminosa. ¡La gente es tan estúpida! Y ni que decir que me
sobraba tiempo para dar vuelta a la esquina antes de que tuvieran tiempo de enterarse de la
epístola. Lo peor de esta profesión es que me obligaban a caminar mucho y rápidamente,
así como a variar de continuo mi itinerario. Además, me producía grandes escrúpulos de
conciencia. Jamás he podido tolerar los insultos a las personas inocentes, y la forma en que
toda la ciudad maldecía a Tom Dobson y a Bobby Tompkins era realmente muy penosa de
escuchar. Terminé lavándome las manos del asunto lleno de repugnancia.
Mi octava y última especulación consistió en la Cría de Gatos. Dicho negocio me
resultó el más agradable y lucrativo de todos, sin que me diera el menor trabajo. Como es
sabido, la región está plagada de gatos, al punto que recientemente se debatió en la
Legislatura, en una memorable sesión, un pedido de ayuda firmado por personas tan
numerosas como respetables. En aquel momento la Asamblea se hallaba excepcionalmente
bien informada de los problemas públicos, y coronó sus muchas, sabias y saludables
decisiones con la Ley de los Gatos. En su forma original, esta ley ofrecía una recompensa
por toda cabeza de gato, a razón de cuatro centavos la pieza; pero más tarde el Senado
enmendó el artículo correspondiente, sustituyendo «cola» por «cabeza», y la enmienda era
tan adecuada que la Asamblea la aprobó nemine contradicente123.
Tan pronto el gobernador hubo firmado el decreto, invertí todo mi capital en la compra
de gatos. Al principio sólo podía alimentarlos con ratones, que son baratos, pero pronto
aquellos animales cumplieron las prescripciones de la Escritura a una velocidad tan
maravillosa que su número me permitió adoptar una política liberal, y desde entonces los
alimenté con ostras y tortuga. Sus colas, a precio legislativo, me proporcionan hoy en día
una buena renta, pues he descubierto un procedimiento basado en el aceite macasar, que me
permite obtener tres cosechas anuales. Me encanta asimismo que los animalitos se hayan
acostumbrado de tal manera que prefieran perder la cola a conservarla. Me considero, pues,
un hombre que ha completado su carrera, y estoy negociando la compra de una finca sobre
el Hudson.
123 Hay aquí un juego de palabras intraducibie pues «cabeza»y «cola» equivalen a «cara»y «cruz». (N. del T.)
Notas
La ordenación de las narraciones de Poe plantea un problema de gusto, pues aunque
cada cuento sea una obra independiente y autónoma, no hay duda de que todos ellos se
atraen o se rechazan conforme a ciertas fuerzas dominantes, a ciertos efectos
deliberadamente concertados, y a ese tono indefinible pero presente que conecta, por
ejemplo, relatos tan disímiles como Manuscrito hallado en una botella y William Wilson.
Por ello, y puesto que el lector tiende con lógico sentido a leer los relatos en el orden en
que se los presenta el editor, parece elemental publicarlos de la manera más armoniosa
posible, como, sin duda, lo hubiera hecho Edgar Poe de haber tenido tiempo y posibilidades
de preparar la edición definitiva de sus relatos. La mayoría de las compilaciones existentes,
sean completas o no, pecan de arbitrarias. Para no citar más que un caso, si se consulta el
índice de la muy leída edición de la Everyman’s Library (Tales of Mystery and Imagination
by Edgar Allan Poe, London, Dent, 1908), se verá que entre El retrato oval y La máscara
de la muerte roja aparece El Rey Peste, que rompe incongruentemente toda continuidad de
atmósfera en la lectura, tal como lo hace La cita entre La caída de la Casa Usher y Ligeia.
Algunos de los editores han optado por imprimir los cuentos con arreglo a su fecha de
primera publicación, suponiendo quizá que ello permitiría al lector apreciar la evolución del
estilo y el poder narrativo de Poe. Pero aparte de que esta evolución no existe
prácticamente, pues Metzengerstein, el primer cuento publicado de Poe, contiene ya todos
sus recursos de narrador, se incurre además en la falta de gusto de colocar en primer
término, después del citado, cuatro cuentos relativamente insignificantes (El duque de
l’Omelette, Cuento de Jerusalén, El aliento perdido y Bon-Bon) antes de arribar a La cita y
Berenice, con el agravante de la probable y justificada perplejidad del lector desprevenido.
En la presente edición se han ordenado los cuentos tomando como norma esencial el
interés de los temas, como norma secundaria el valor comparativo de los relatos. Ambas
características coinciden en una medida que no sorprenderá a los conocedores del genio de
Poe. Sus mejores cuentos son siempre los más imaginativos e intensos; los peores, aquéllos
donde la habilidad no alcanza a imponer un tema de por sí pobre o ajeno a la cuerda del
autor. De manera general, los relatos así presentados pueden dividirse en ocho grupos
sucesivos: cuentos de terror, de lo sobrenatural, de lo metafísico, analíticos, de anticipación
y retrospección, de paisaje, de lo grotesco y satíricos. Este orden tiene en cuenta la
disminución progresiva del interés, que coincide, como dijimos, con una disminución
paralela de calidad. Así, los cuentos satíricos del último grupo tienen un valor muy relativo
en la obra de Poe, pues les falta verdadero humor, como falta también en la serie que
calificamos de grotesca.
Para aclarar esta ordenación —pues no hemos querido intercalar subdivisiones, siempre
discutibles e impertinentes—, diremos que los primeros veinte relatos, de William Wilson a
Sombra, se cumplen en un clima donde el terror, en todas sus formas, domina
obsesivamente. El grupo siguiente penetra en lo sobrenatural con Eleonora, pasando por
diversos grados hasta culminar en La caída de la Casa Usher. Ingresamos entonces en una
serie de relatos metafísicos, que se cierran con Silencio. Pisamos de lleno la tierra en el
grupo siguiente, el de los grandes cuentos analíticos: El escarabajo de oro y las tres
investigaciones del chevalier Dupin. Poe explora luego el futuro y el pasado, avanzando y
retrocediendo desde La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall hasta Mellonta tauta.
A esta altura del camino nos esperan los bellos relatos contemplativos —casi ensayos—,
donde Poe expone su filosofía del paisaje. Con La esfinge pasamos del paisaje real a la
dimensión de lo grotesco, que señala asimismo la declinación de la calidad de los relatos.
La autobiografía literaria de Thingum Bob, Esq., abre finalmente la serie de los relatos
satíricos, octava y última de esta ordenación.
Dentro de cada grupo, los cuentos han sido dispuestos de manera que los temas o
escenarios parecidos no se sucedan. En el primer grupo, por ejemplo, los tres relatos de
ambiente marino están a bastante distancia uno de otro. Por lo demás, hay muchos cuentos
que podrían pasar de un grupo a otro, pues reúnen distintas características; esto se nota,
sobre todo, en los dos primeros grupos. Mellonta tauta, para citar ejemplos dentro de los
grupos siguientes, es un relato satírico y a la vez de anticipación y retrospección; La esfinge
es un relato de terror, pero hay en él mucho de grotesco. De todas maneras, ésta no pretende
ser una clasificación, vale más considerarla como considera el mosaiquista su labor, y
entender que cada trozo, autónomo en sí, ha sido colocado como fondo o dibujo dominante
para que todos ellos integren el cuadro fiel de la narrativa poeiana.
En una carta, el mismo Poe señalaba: «Al escribir estos cuentos uno por uno, a largos
intervalos, mantuve siempre presente la unidad de un libro, es decir, que cada uno fue
compuesto con referencia a su efecto como parte de un todo. Con esta intención, uno de mis
designios principales fue la máxima diversidad de temas, pensamiento y, sobre todo, tono y
presentación. Si todos mis cuentos estuvieran incluidos en un gran volumen y los leyera
como si se tratara de una obra ajena, lo que más me llamaría la atención sería su gran
diversidad y variedad. Se sorprenderá usted si le digo que, con excepción de uno o dos de
mis primeros relatos, no considero a ninguno de ellos mejor que otro. Hay gran variedad de
clases, y esas clases son más o menos valiosas; pero cada cuento es igualmente bueno en su
clase. La clase más elevada es la que nace de la más alta imaginación, y por esto sólo
Ligeia puede ser llamado mi mejor cuento.»
El criterio seguido aquí coincide con el de Poe, en cuanto ordenamos los cuentos
partiendo de «la más alta imaginación», y respetamos, además, el deseo de variedad
explícito en el texto citado.
En las notas siguientes, luego del título original de cada cuento, se menciona la primera
publicación del mismo. La cifra entre paréntesis indica el orden cronológico de cada
publicación con referencia al total (67 cuentos). Así, William Wilson, publicado en 1840, es
el vigesimotercer relato publicado de Poe. Este dato puede servir para situar
aproximadamente la fecha de composición de los cuentos, aunque esto último es materia de
abundante controversia.
William Wilson
William Wilson.
The Gift: A Christmas and New Year’s Present for 1840.
Filadelfia, 1839 (23)
La idea de un doppelgänger circula desde hace mucho en las tradiciones y la literatura.
La usual referencia a Hoffmann (El elixir del diablo) no parece aplicarse a este memorable
relato. Se ha citado como fuente a Calderón (vía Shelley), cuyo drama El purgatorio de San
Patricio habría inspirado a Byron un proyecto de tragedia donde el doble moría a manos
del héroe, revelándose entonces como la conciencia del matador. Poe pudo leer una
mención de este plan en un artículo de Washington Irving (Knickerbocker Magazine,
agosto de 1835). Baldini recuerda el Monos and Daimonos, de Bulwer, y The Haunted
Man, de Dickens. Edward Shanks ve aquí el germen de The Portrait of Dorian Gray, de
Oscar Wilde. Newcomer menciona Dr. Jekyll and Mr. Hyde, de Stevenson. El cine,
finalmente, le dio una versión en El estudiante de Praga.
Como en Usher, Berenice y Ligeia, el retrato psicológico y aun físico del héroe
coincide con los rasgos más profundos del mismo Poe. En cuanto a la verdad
autobiográfica de los episodios escolares del comienzo, es cosa debatida. Según Hervey
Allen, Poe combinó sus recuerdos de la escuela de Irvine, en Escocia, y la Manor House
School, en Stoke Newington, Londres, incorporando múltiples elementos imaginarios. El
retrato del doctor Bransby, por ejemplo, es inexacto; el doctor tenía apenas treinta y tres
años cuando Poe entró en su escuela.
El pozo y el péndulo
The Pit and the Pendulum,
The Gift: A Christmas and New Year’s Present for 1843.
Filadelfia, 1842 (38)
A. H. Quinn ha señalado aquí la influencia del capítulo XV de Edgar Huntley, novela
de Charles Brockden Brown, uno de los pioneros del cuento corto en Estados Unidos. En
Una malaventura, escrito antes que este relato, Poe usa ya el recurso del péndulo —en este
caso, la aguja de un reloj gigantesco—, pero en tono de farsa. El mismo Quinn recuerda la
mención hecha por Poe de The Man in the Bell, truculento relato publicado en el
Blackwood, y que pudo influir en su tema (véase Cómo escribir un artículo a la manera del
Blackwood) En su estudio sobre Poe, el reverendo Griswold lo acusa de haber plagiado el
cuento de otro publicado asimismo en el Blackwood: Vivenzio, or ltalian Vengeance.
Baldini, por su parte, remite al canto XXXIII del Infierno.
Se ha querido ver en este cuento la utilización de una pesadilla (o la combinación de
más de una) resultante del opio; alguien lo ha clasificado, después de El escarabajo de oro
y Los crímenes de la calle Morgue, entre los relatos más famosos del autor. El hecho,
generalmente admirado, de que el personaje no ose decir lo que vio en el fondo del pozo,
encolerizaba a R. L. Stevenson, que veía en eso «una impostura, un audaz e imprudente
escamoteo».
Manuscrito hallado en una botella
MS. found in a Bottle.
Baltimore Saturday Visiter, 19 de octubre de 1833 (6)
George Snell ha creído ver en este cuento «una parábola del paso del hombre por la
vida». La perfección de su factura fue elogiada por Joseph Conrad. Para Edward Shanks
«posee esa atmósfera de lo inexplicablemente terrible que pertenece a Poe, a unos pocos
autores más y a los anónimos creadores de leyendas».
El héroe del relato muestra los rasgos románticos del nomadismo, el desasosiego
inexplicable, el exilio a perpetuidad; por debajo se adivinan impulsos menos literarios y
más terribles que, al igual que el drama en sí, no alcanzarán explicación final. Pero la
característica más memorable reside en la intensidad de efecto lograda con un mínimo de
palabras. «Su don de armar situaciones con cien palabras», decía de Poe el crítico Charles
Whibley.
Este cuento ganó el premio ofrecido por el Baltimore Saturday Visiter e inició en cierto
modo la carrera literaria de Poe. En carta a Beverly Tucker, éste afirma que se trata de una
de sus primeras composiciones.
El gato negro
The Black Cat.
United States Saturday Post (Saturday Evening Post),
19 de agosto de 1843 (41)
Con más ingenuidad que ingenio, Alfred Colling ve en el trío central (el narrador, su
esposa, el gato) un reverso infernal de Poe, Virginia y la gata Caterina, tan mimada por
ellos. Parece más interesante recordar que Baudelaire conoció a Poe a través de una
traducción francesa de El gato negro, publicada en La Démocratie Pacifique, de París.
Marie Bonaparte ha demostrado psicoanalíticamente los elementos constitutivos de este
cuento, uno de los más intensos de Poe.
La verdad sobre el caso del señor Valdemar
The Facts in the Case of M. Valdemar.
American Review, diciembre de 1845. Título original:
The Facts of M. Waldemar’s Case (59)
En Marginalia, I, Poe se ocupa de las repercusiones que este relato tuvo en Londres,
donde fue tomado por un informe científico. El mesmerismo y sus campos afines
interesaban extraordinariamente en su época; el tono clínico del cuento, donde no se
retrocede ante el menor detalle descriptivo, por repugnante que sea, explica el engaño. Un
preludio a este relato puede verse en Revelación mesmérica (véase también Cuento de las
Montañas Escabrosas). Margaret Alterton ha mostrado la influencia de la literatura
efectista del Blackwood’s Magazine en Poe, sobre todo en la tendencia a las descripciones
que buscan crear una sensación de informe científico. Pero de los cuentos del Blackwood a
Valdemar hay exactamente la distancia del periodista al poeta.
El retrato oval
The Oval Portrait.
Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine, abril de 1842.
Título original: Life in Death (35)
En una primera versión —al igual que en Berenice—, Poe presentó al héroe sometido a
la influencia del opio, lo cual explica mejor la tonalidad de su visión del retrato oval.
Charles Whibley afirmó de este cuento que «otro escritor necesitaría cinco páginas para
explicar lo que Poe sugiere en las cinco primeras líneas». Marie Bonaparte ha visto otra
prueba de un complejo de Edipo en Poe: «En ese retrato oval revive el medallón de
Elizabeth Arnold» (la madre de Poe, cuyo retrato en miniatura conservó él siempre).
El corazón delator
The Tell-Tale Heart.
The Pioneer, enero de 1843 (39)
El tema de Caín —la soledad que sigue al crimen, el descubrimiento gradual que hace
el asesino de su separación del resto de los hombres— se expresa en Poe a través de una
serie de grados, El demonio de la perversidad es su forma más pura; William Wilson ilustra
la alucinación visual; El corazón delator, la auditiva. En los tres casos el crimen rebota
contra su autor y lo aniquila.
Se ha visto en este cuento otra expresión de obsesiones sádicas en Poe. El ojo de la
víctima reaparecerá en el del gato negro. La admirable concisión del relato, su fraseo breve
y nervioso, le dan un valor oral, de confesión escuchada, que lo hace inolvidable.
Un descenso al Maelström
A Descent into the Maelström.
Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine,
mayo de 1841 (29)
Arlin Turner ha mostrado cuatro fuentes que Poe habría usado para este relato. La más
importante procede de un cuento publicado, en 1836, en un periódico francés ilustrado, Le
Magasin Universel, que lo tomó de otro aparecido en el Fraser’s Magazine (septiembre de
1834). W. T. Bandy hace notar que Poe debió de leer la historia en el Fraser y que
aprovechó su tema —la caída en el remolino y la expulsión posterior— para elaborar una
teoría explicativa de cómo pudo producirse esta última. La Enciclopedia británica le
proporcionó acaso los elementos científicos que se utilizan en el relato.
El tonel de amontillado
The Cask of Amontillado.
Godey’s Lady’s Book, noviembre de 1846 (61)
La suerte de Ugolino, la visión de tanta mazmorra donde se consumó la venganza del
que sacrifica el espectáculo del sufrimiento del enemigo, sustituyéndolo por la imaginación
de una agonía infinitamente más cruel, dan a este relato su fuerza irresistible. Y también la
brillante técnica narrativa, el diálogo incisivo, seco, la presencia del carnaval en esa
comedia monstruosa de desquite y sadismo. D. H. Lawrence ha señalado la equivalencia
entre Usher y este cuento: Fortunato es enterrado vivo por odio como Lady Madeline lo es
por amor. «El ansia que nace del odio es un deseo irracional de poseer y consumir el alma
de la persona odiada, así como el ansia amorosa es el deseo de poseer hasta el límite a la
persona amada.»
Brownell, que ve en el tono lo mejor de los cuentos de Poe, dice del de éste que es
«como el golpetear de castañuelas malignas». Y R. L. Stevenson: «Todo el espíritu de El
tonel de amantillado depende del disfraz carnavalesco de Fortunato, el gorro de cascabeles
y el traje de bufón. Una vez que Poe acertó en vestir a su víctima grotescamente, halló la
clave del cuento.»
La máscara de la Muerte Roja
The Mask of the Red Death.
Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine,
mayo de 1842, título original:
The Mask of the Red Death: A Fantasy (36)
Shanks dice de este cuento que «su contenido es el puro horror de la pesadilla, pero ha
sido elaborado y ejecutado por un artífice de suprema y deliberada habilidad». Su tema y
atmósfera corresponden en la poesía de Poe a The Conqueror Worm (incluido en Ligeia).
Al margen de su obvia alegoría —que quizá Poe negara— hay campo para otras, todas ellas
igualmente ajenas a la fuerza y a la eficacia del relato. En los últimos años, Joseph Patrick
Roppolo ha proporcionado un análisis exhaustivo de las fuentes e intenciones de este relato.
Un cuento de las Montañas Escabrosas
A Tale of the Ragged Mountains.
Godey’s Lady’s Book, abril de 1844 (45)
Este relato, publicado en una época avanzada de la producción poeiana, no alcanzó el
prestigio que merece. Su tema ilumina doblemente la persona de Poe: el paisaje de las
Ragged Mountains es el que recorría con sus camaradas de la Universidad de Virginia, y las
sensaciones, derivadas de la morfina, que experimenta Bedloe en su paseo, provienen de
una experiencia harto repetida en la época de la composición de la historia.
Por su tema, que retoma la noción del «doble» en un plano diferente del de William
Wilson, y la brillantísima ejecución, nerviosa y sucinta, este cuento es uno de los más
hermosos del autor. Su tono, a salvo de toda exageración y todo énfasis, le confiere una
actualidad sobrecogedora. Pudo ser escrito por Wells, por Kipling, por el mejor «Saki».
Colling lo declara «uno de los cuentos de Poe más fuertemente impregnados de
surrealidad».
El demonio de la perversidad
The Imp of the Perverse.
Graham’s Lady’s and Gentleman ‘s Magazine,
julio de 1845 (57)
Acertadamente previene Émile Lauvrière al lector sobre la diferencia de sentido que la
palabra perverse tiene para un inglés y un francés. El distingo se aplica igualmente en
nuestro caso. Perverseness, perversidad, no es gran maldad o corrupción (aunque pueda
serlo), sino —citamos a Lauvrière— «el sentido del encarnizamiento en hacer lo que no se
quisiera y no se debiera hacer». Por su parte, Poe lo explica al comienzo del relato; en la
traducción, empero, subsiste el inconveniente de no disponer de un término más preciso.
Poe, como casi todos en su tiempo, aceptaba en general los principios de la frenología;
aquí, sin embargo, parece advertir que se trata de una seudociencia y no lo oculta.
El entierro prematuro
The Premature Burial.
Dallar Newspaper, 31 de julio de 1844 (47)
En rigor, se trata menos de un cuento que de un artículo donde se enumeran casos de
enterramientos prematuros, seguidos de una supuesta experiencia personal del autor. Se ha
visto en este tema —fundándose en su tono obsesivo y las propias palabras de Poe— el
resultado de las pesadillas del opio o, mejor aún, de los trastornos cardíacos con sensación
de ahogo que aquél experimentaba en ocasiones.
Hop-Frog
Hop-Frog.
The Flag of our Union, 17 de marzo de 1849.
Título original: Hop-Frog, or the Eight Chained Orang-Outangs. (64)
«Hop-Frog —dice Jacques Castelnau— no es más que el relato donde Froissart nos
muestra a los compañeros de Carlos VI quemándose vivos en el famoso Bal des Ardents. A
falta de las Crónicas, que no pudo leer, Poe meditó sin duda frente a una miniatura que
evoca el accidente, y donde se ve en una de las salas del hotel Saint-Pol a los jóvenes
príncipes metidos en sus disfraces de hombres salvajes cubiertos de pelos de la cabeza a los
pies y ardiendo bajo las arañas de madera donde se consumen las velas de sebo.» Quizá Poe
no leyó las Crónicas aunque Woodberry señala que pudo conocerlas en una vieja
traducción inglesa del siglo XVI; de todos modos debió enterarse del episodio a través de un
artículo del Broadway Journal, febrero de 1847, donde se cuenta cómo Carlos VI y cinco
cortesanos se disfrazaron de sátiros y cómo se incendiaron sus trajes. Según Hobson Quinn,
a esta fuente se agregaría Frogère, relato de un tal «Px» publicado en el New Monthly
Magazine, en 1830, acerca de un bufón de la corte del zar Pablo de Rusia; víctima de una
broma cruel de su amo, el bufón se presta a colaborar en su asesinato.
Hervey Allen ve en Hop-Frog un valor simbólico: La realidad, tirana, mantiene en
esclavitud a la imaginación, la obliga a servir de bufón, hasta que ésta se venga de la más
terrible manera.
Metzengerstein
Metzengerstein.
Saturday Courier, 14 de enero de 1832 (1)
Este cuento —el primero publicado— apareció por segunda vez con el subtítulo
«Cuento a imitación de los alemanes». Su aire marcadamente «gótico» —en el sentido que
toma la palabra cuando se aplica a las novelas de Maturin, Mrs. Radcliffe, Walpole y,
naturalmente, a la narrativa de los románticos alemanes, como Hoffmann y Von Arnim—
contiene ya valores puramente poeianos. La presencia del tapiz, por ejemplo, abre la serie
de las decoraciones misteriosas y en extraña analogía con el drama que se cumple entre
ellas.
La caja oblonga
The Oblong Box
Godey’s Lady’s Book, septiembre de 1844 (49)
Otra transparente presencia de la necrofilia, que se muestra sin ambages y en su forma
más repugnante.
El hombre de la multitud
The Man of the Crowd.
Burton’s Gentleman’s Magazine, diciembre de 1840 (27)
El prestigio de este relato no parece basarse tanto en su tema, ya de por sí interesante y
sugestivo, como en la gran habilidad técnica de su factura. El ensayo de caracterización de
una multitud —que tanto obsesionará a muchos novelistas contemporáneos— se logra aquí
con recursos aparentemente simples, pero tras los cuales se esconde la sensibilidad del
observador «capaz de leer la historia de muchos años en el breve intervalo de una mirada».
La cita
The Assignation.
Godey’s Lady’s Book, enero de 1834.
Titulo original: The Visionary (7)
Hobson Quinn ha señalado el paralelismo de este relato con Doge und Dogaressa, de
Hoffmann, mostrando, empero, una esencial diferencia de clima. La extravagante efusión
romántica del principio, nada frecuente en Poe, y el no menos extravagante absurdo de que
un niño pueda permanecer alrededor de diez minutos bajo el agua sin ahogarse, y ser
salvado por un héroe que se arroja al canal embozado en su capa, contrastan con la justeza
habitual de los relatos poeianos.
Digamos del poema To one in Paradise que Poe intercaló en el cuento, que su versión
española no pasa de un equivalente aproximado, que busca salvar algo del ritmo del
original. Lo mismo cabe decir de los poemas que aparecen en Ligeia y La caída de la casa
Usher.
Sombra
Shadow.
Southern Literary Messenger, septiembre de 1835.
Título original: Skadow. A Fable (13)
W. C. Brownell ha aludido a «la elaborada y hueca solemnidad» de esta parábola, «que
concluye, empero, con una nota de verdadera sustancia y dignidad», mientras Killis
Campbell encuentra que, junto con Silencio, «se aproxima a la elocuencia y al esplendor de
De Quincey».
Eleonora
Eleonora.
The Gift: A Christmas and New Year’s Present for 1842.
Filadelfia, 1841 (33)
Existe acuerdo casi total en ver en este cuento una evocación de la vida de Poe con
Virginia Clemm y su madre. A George Snell debemos estas aclaraciones: «Eleonora
representa para el narrador su amante, una dualidad de naturalezas, y luego de su muerte
reaparece para él como Ermengarda, con la cual aquél se casa. Una de las versiones
originales del cuento contiene pruebas directas de que Poe buscaba que entendiéramos así
su texto: “Mientras asistía, arrobado, a sus humores alternados de melancolía y de júbilo,
no pude dejar de soñar que en ella había encerradas dos almas separadas”. Cuando
Ermengarda llega para reemplazar a la muerta Eleonora, el texto decía: “Y hubo un
exaltado delirio en el amor que sentí por ella cuando me sobresalté al ver en su rostro la
idéntica transición de las lágrimas a las sonrisas que me habían asombrado en la perdida
Eleonora”. Luego Poe suprimió ambos pasajes, aumentando lo indefinido del relato, pero
sin alterar su sentido.»
Morella
Morella.
Southern Literary Messenger, abril de 1835 (9)
Este relato constituye la primera expresión de uno de los temas capitales de la narrativa
de Poe, que alcanzará su perfección en Ligeia (véase nota correspondiente). Poe tenía alta
estima por Morella, y en una carta de 1835 escribe: «El último cuento que he escrito se
llama Morella, y es el mejor que he compuesto», opinión que luego traspasaría a Ligeia.
Charles Whibley ha señalado aquí la presencia de la risa, «que se convierte en terror»,
y que Poe usa en la frase final de su relato, en La cita (donde la risa es una diosa) y en El
tonel de amantillado.
Berenice
Berenice
Southern Literary Messenger, marzo de 1835 (8)
Uno de los primeros cuentos de Poe —hay quien lo cree el primero—, tiene ya toda la
eficacia de los mejores: el horror se instala aquí de lleno en unas pocas páginas impecables.
La primera versión (la que tradujo Baudelaire) contenía pasajes referentes al opio y una
visita del narrador a la cámara donde están velando a Berenice. Al suprimir varios pasajes,
Poe mejoró sensiblemente el cuento. En 1835 escribía a White: «El tema es demasiado
horrible, y confieso que vacilé antes de remitirle el cuento... El relato nació de una apuesta;
se dijo que yo no podría lograr nada efectivo con un tema tan singular si lo trataba en
serio... Reconozco que llega al borde mismo del mal gusto, pero no volveré a pecar tan
egregiamente...»
Ligeia
Ligeia.
American Museum of Science, Literature an the Arts,
Septiembre de 1838 (18)
Poe proporciona interesantes noticias sobre la concepción de este cuento —su
preferido— en una carta a Philip P. Cooke: «Tiene usted razón, muchísima razón, acerca de
Ligeia. La percepción gradual del hecho de que Ligeia vuelve a vivir en la persona de
Rowena constituye una idea mucho más elevada y excitante que la expresada por mí. Me
parece que ofrece el campo más amplio a la imaginación y podría llegar a lo sublime. Mi
idea era precisamente ésa, y, a no ser por una razón, la hubiera adoptado; pero había que
tener en cuenta a Morella. ¿Recuerda usted la gradual convicción del padre de que el
espíritu de la primera Morella habita la persona de la segunda? Puesto que Morella estaba
escrita, se hacía necesario modificar Ligeia. Me vi obligado a contentarme con la súbita
semiconciencia que tiene el narrador de que Ligeia se alza ante él. Hay un punto que no he
desarrollado completamente: hubiera debido insinuar que la voluntad no alcanzaba a
perfeccionar su intención; hubiérase producido una recaída, la última, y Ligeia (quien sólo
habría logrado provocar una idea de la verdad en el narrador) hubiese sido finalmente
enterrada como Rowena, al desvanecerse gradualmente las modificaciones físicas. Pero
puesto que Morella ha sido escrita, dejaré que Ligeia quede como está. Su afirmación de
que es “inteligible” me basta. En cuanto a la multitud, dejémosla que hable. Me sentiría
agraviado si creyera que me comprende en este punto.»
Joseph Wood Krutch menciona una nota, escrita a lápiz por Poe y agregada a un poema
que éste envió a Helen Whitman: «Todo lo que he expresado aquí se me apareció de
verdad. Recuerdo el estado mental que dio origen a Ligeia...» Las referencias al opio en el
relato se enlazan desde la ficción con estas palabras, que sería insensato creer falsas.
D. H. Lawrence ha analizado la mutua destrucción de los enamorados, su vampirismo
espiritual, la lucha encarnizada de sus voluntades. Según Snell, el cuento debe ser
entendido de otra manera: «El narrador, loco, ha asesinado a Rowena, y sólo la lectura
literal de la segunda parte puede dar la impresión de que una transmigración de identidades
ha tenido realmente lugar». La frase en que el narrador dice haber creído ver que unas gotas
caían en el vaso, «es la prueba concluyente de que él la ha envenenado... Desea la vuelta de
Ligeia, la quiere, y en su locura le parece (tratando, además, de persuadirnos) que las
convulsiones de Rowena en la agonía son la lucha del espíritu de Ligeia para entrar en su
cuerpo. Y cuando, al fin, se convence de que el atroz drama ha terminado, la megalomanía
final lo envuelve y el relato se cierra cuando “una locura inenarrable” se apodera de él». En
Sex Symbolism, and Psychology in Literature, Roy P. Basler aporta un nuevo e interesante
análisis de las motivaciones de Poe, y de la pugna del escritor entre su racionalismo teórico
y los impulsos irrefrenables que se abren paso en sus mejores relatos.
La caída de la Casa Usher
The Fall of the House of Usher.
Burton’s Gentleman’s Magazine, septiembre de 1839 (22)
«Poe no consiguió superar jamás esta creación de una atmósfera maléfica» —ha dicho
Colling—. Si los temas son repetición de los de otros relatos —el opio, la angustia, la
enfermedad, la hiperestesia mórbida, el entierro prematuro, los sentimientos incestuosos—,
«el genio parece aquí un fluido que todo lo sensibiliza». Hervey Allen insiste en la carga
autobiográfica: Usher es «el retrato de Poe a los treinta años»; Lady Madeline es Virginia.
«Sus extrañas relaciones con su hermano y la inconfesable razón de éste para desear su
entierro en vida, todo ello recuerda las prolongadas torturas de Poe junto al lecho de su
moribunda esposa y prima hermana.»
El tono del relato le parece a Brownell su personaje central: «Nada ocurre que no sea
trivial o inconvincente comparado con su eficaz monotonía, su atmósfera de fantástica
lobreguez y melancolía desintegradora». D. H. Lawrence lo ha estudiado partiendo del
incesto como tema central y del principio de que todo hombre tiende a matar aquello que
ama. Para Shanks, Usher es «la presentación de un estado de ánimo». Como en Eleonora,
hay aquí un estrecho paralelismo entre el drama y las alteraciones del mundo exterior. La
«casa de Usher», cae en un doble sentido: como linaje y como edificio. El mismo Shanks
podrá decir irrefutablemente: «La casa de Usher es una imagen del alma misma de Poe, y
en ella encontramos como un epítome de sus supremas contribuciones a la literatura
mundial. Es la historia de una debilidad, y, sin embargo, su fuerza nace de ese mismo
abandono a la debilidad. Posee en ella la esencia de lo que los admiradores extranjeros de
Poe habrían de encontrar admirable en él, y aunque no es la más perfecta de sus
narraciones, debe considerársela, por sus cualidades típicas y la extravagante riqueza de su
presentación, como la suprema entre todas.»
Baldini —coincidiendo desde otro ángulo con Brownell— ha mostrado sagazmente las
analogías musicales de la estructura de este cuento. En general, los personajes de Poe
«están regulados por una ley semejante a la que regula entre ellos y justifica las pasiones de
los personajes del drama musical. Éstos no ceden a sus instintos, a sus deseos, no rigen sus
impulsos, no frenan la voluntad para bien o para mal, sino mediante una ley armónica y
estructural, y sería vano y estéril tratar de explicarse el mundo de sus efectos mediante la
confrontación con los humanos. Ahora bien, el sentimiento del horror, del miedo, del
abatimiento, como también el de la alegría desenfrenada y salvaje, son, para Poe, como
otras tantas tonalidades o tiempos musicales, con los cuales organiza la estructura de sus
dramas... y sólo un orden similar al armónico preside y regula las relaciones entre la intriga
y aquellos a quienes sería mejor llamar figuras antes que personajes, y que deben
habitarla... La caída de la casa Usher constituye la obra maestra de esta poesía, a la vez que
el corolario de esta poética. El argumento —que también tiene su relieve—, los personajes,
sus contrastes y, en una palabra, su drama son movidos como otras tantas estructuras
indispensables para conseguir la armonía de la composición, pero no más que eso. Es
interesante notar, así, que las tres imágenes o figuras del huésped, Lady Madeline y Usher,
son después la misma figura, la cual se reviste de ese triple ropaje tan sólo para poder
habitar más intensamente, y ubicarse con mayor libertad en el escenario, en la atmósfera del
cuento; atmósfera que, más fácilmente susceptible de cuajar en torno suyo esa musicalidad
(en el sentido antes expuesto), constituye la protagonista absoluta de este excepcional ciclo
poético».
Gioconda de Poe, caja de resonancia por excelencia, La caída de la casa Usher ha
suscitado las más variadas y contradictorias interpretaciones. Arthur Hobson Quinn, Lyle
H. Kendall, Jr., Harry Levin, Darrel Abel, Richard Wilbur, Edward H. Davidson, Maurice
Beebe, James M. Cox, Marie Bonaparte, por no citar más que un pequeño número de
críticos y exégetas, han escrutado este relato en busca de sus claves y del secreto de su
fascinación.
Revelación mesmérica
Mesmeric Revelation.
Columbian Lady’s and Gentleman‘s Magazine, agosto de 1844 (48)
Por lo que respecta al episodio, de este relato habrá de salir Valdemar; en cuanto a su
contenido especulativo, Eureka desarrollará muchos gérmenes aquí presentes.
El relato refleja el vivo interés contemporáneo por el mesmerismo. Poe se familiarizó
con el tema, leyendo su abundante bibliografía científica o seudocientífica y asistiendo a
conferencias de «magos» tales como Andrew Jackson Davis, de quien se burlaría más
tarde. Jamás aceptó los principios del mesmerismo, pero usaba sus materiales con la
destreza de que da cuenta un episodio registrado en Marginalia, CCIV.
El poder de las palabras
The Power of Words.
United States Magazine and Demacratic Review, junio de 1845 (56)
Éste y los dos cuentos (o poemas, o diálogos metafísicos) siguientes continúan en el
plano del relato anterior. La búsqueda de lo absoluto, de un nivel angélico de esencias, halla
aquí un acento de profunda intensidad.
Para A. Clutton-Brock: «El poder de las palabras vale por todos los cuentos famosos
de Poe... Es uno de los más admirables trozos de prosa del lenguaje inglés, tanto por la
forma como por el tema... (El relato) implica la filosofía de alguien para quien el mismo
Cielo está lleno de deseo y de pasión de infinitud; para quien es pasión antes que delicia,
pues sólo la pasión contaba para él en este mundo.»
La conversación de Eiros y Charmion
The Conversation of Eiros and Charmion.
Burton’s Gentleman’s Magazine, diciembre de 1839.
En 1843 se publicó con el título: The Destructio of the World (24)
Sin duda Poe conocía las teorías estoicas de los ciclos y de la destrucción del universo
por el fuego. Un biógrafo concienzudo ha hecho notar que Poe pudo ver una lluvia de
meteoritos en Baltimore, en 1833. Incidentalmente, de este relato pudieron nacer dos
novelas de Julio Verne: Hétos Servadac y El experimento del Dr. Ox.
El coloquio de Monos y Una
The Colloquy of Monos and Una.
Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine, agosto de 1841 (31)
El admirable relato que hace Monos de su muerte explica entre tantas otras pruebas la
prodigiosa influencia de Edgar Poe sobre los simbolistas franceses. La interfusión de los
sentidos (donde se ha señalado la presencia del opio), la visión por el olfato, la visión como
sonido, preludian las correspondencias que Baudelaire habría de ilustrar en su famoso
soneto, y las sabias sustituciones de Des Esseintes en la novela de Huysmans.
Silencio
Silence: A Fable.
The Baltimore Book and New Year’s Present,
Baltimore, 1837. Título original: Siope: A Fable (17)
Una «fábula», y mejor aún poema en prosa, que la tradición induce a incluir entre los
cuentos. La metafísica alemana, a través de Coleridge, parece haber influido en estas
páginas, que Poe presentó «a la manera de los autobiógrafos psicológicos». Allen dice de
ellas que son «la contribución más majestuosa de Poe a la prosa», lo cual parece una
confusión de géneros. Silencio es poesía, exige ser leído como un poema, escondido
rítmicamente, salmodiado como un conjuro o un texto profético. El lector pensará en
William Blake, en ciertos pasajes de Rimbaud, en ciertas cadencias del primer Saint-John
Perse.
El escarabajo de oro
The Gold Bug.
Dollar Newspaper, 21-28 de junio de 1843 (40)
Poe vendió este cuento por 52 dólares al editor Graham. Enterado luego de que el
Dollar Newspaper ofrecía 100 dólares al vencedor de un concurso, lo permutó por unas
reseñas y ganó el premio. Probablemente es hoy el cuento más popular de Poe, pues la
enorme latitud de su interés abarca todas las edades y niveles mentales. Como en la novela
de Stevenson, como en A High Wind in Jamaica, de Richard Hughes, el atractivo mundo de
los bucaneros vuelve memorable cada una de sus líneas.
Aparte de algunos detalles orográficos (no hay montañas en la zona de Charleston), Poe
utilizó fielmente los recuerdos de su vida militar en Fort Moultrie. Hay una abundante
bibliografía sobre este cuento, y no faltan quienes han reconstruido el misterioso
escarabajo, suponiendo que Poe combinó tres especies conocidas para lograr su bug (véase
Allen, Israfel, págs. 171 ss.)
El personaje de Legrand fue igualmente trazado del natural y Poe le incorporó el genio
analítico de Dupin. Pese a ello —según Krutch—, «su único esfuerzo por crear personajes
realistas fue un fracaso abismal, y jamás logró Poe describir nada que se vinculara ni
remotamente con la vida que lo rodeaba». Aparte de la exageración de este juicio, cabe
preguntarse si verdaderamente Poe se proponía tal cosa; este relato no debe su belleza a los
elementos realistas, sino al misterio que late, ambiguo y amenazador, en la primera parte, y
a la brillante labor de raciocinio que llena la segunda.
Los crímenes de la calle Morgue
The Murders in the Rue Morgue.
Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine,
diciembre de 1841 (28)
En Estados Unidos se ha llamado a Poe el padre del cuento, the father of the shortstory,
afirmación que tiene defensores e impugnadores igualmente encarnizados.
Concretamente, nadie negará que inventó el cuento «detectivesco», lo que hoy llamamos
cuento (o novela) policíaca. Parece ser que Conan Doyle se burló, por boca de Sherlock
Holmes, de los métodos del chevalier Dupin; a ellos le debía, sin embargo, su técnica
analítica, y hasta el truco de utilizar como representante indirecto del lector a un supuesto
amigo o confidente, por lo general bastante bobo.
Este memorable relato, que inicia la serie de los del chevalier Dupin, figura en casi
todas las listas de los-diez-cuentos-que-uno-se-llevaría-a-la-isla-desierta. La combinación
felicísima —salvo para paladares demasiado delicados— de folletín truculento y frío
ensayo analítico es de las que atacan al lector con fuegos cruzados.
Parece ser que Poe tomó el nombre «Dupin» de la heroína de un relato publicado en el
Burton’s Gentleman’s Magazine, que se refería al famoso Vidocq, el ministro de policía
francés. Las pesquisas de Vidocq debieron interesar a Poe, quien critica su método en el
curso del relato (la historia se repite, como se ve) y lo aprovecha para explayar su propia
teoría sobre los inconvenientes de ser demasiado profundo.
El misterio de Marie Rogêt
The Mystery of Marie Rogêt.
Ladies’ Compartían, noviembre-diciembre de 1842, febrero de 1843 (37)
Mary Cecilia Rogers, empleada del negocio de tabacos de John Anderson, en Liberty
Street, Nueva York, fue asesinada en agosto de 1841. Poe parece haberse procurado todos
los recortes periodísticos concernientes a este famoso crimen, y los delegó al chevalier
Dupin, instalando la escena en París para exponer con más libertad su teoría, tendiente a
probar que el asesinato había sido cometido por un solo individuo (un enamorado de la
víctima) y no por una pandilla de malhechores. En general, este cuento ha merecido todos
los reparos que se hacen a Los crímenes de la calle Morgue, sin ninguno de sus elogios.
La carta robada
The Purloined Letter.
The Gift: A Christmas, New Year’s and Birthday Present, Nueva York, 1845 (53)
Para Brownell, «el efecto de la desdeñosa altanería de Dupin predomina sobre el que
produce su habilidad». Baldini ve en este cuento «una comedia en dos actos con tres
interlocutores. Muy escasas son las referencias al margen del diálogo, destinadas solamente
a ilustrar el ambiente donde se desenvuelve la escena y a sugerir, se diría, los movimientos
de los actores encargados de representarla».
La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall
The unparalleled adventure of one Hans Pfaall.
Southern Literary Messenger, junio de 1835.
Título original: Hans Pfaall: A Tale (11)
Padre del cuento policial, Poe lo es también del de anticipación científica, que Julio
Verne, su discípulo directo, llevará al campo de la novela; con la diferencia, que alguien ha
señalado acertadamente, de que Poe utiliza elementos científicos sin admirarlos ni creer en
el progreso mecánico en sí, mientras Verne ilustra el entusiasmo finisecular por los
descubrimientos y sus aplicaciones a la conquista de la naturaleza.
Von Kempelen y su descubrimiento
Von Kempelen and his Discovery.
The Flag of Our Union, 14 de abril de 1849 (65)
Poe quiso publicarlo como si se tratara de un hecho cierto, aprovechando el entusiasmo
público por los descubrimientos auríferos en California, y la consiguiente «fiebre del oro»;
las circunstancias no se prestaron a la farsa y el relato apareció como tal; de todos modos, a
juzgar por lo ocurrido con Valdemar, es de suponer que tuvo también sus creyentes.
El cuento mil y dos de Scheherazade
The Thousand-and-second Tale of Scheherazade.
Godey’s Lady’s Book, febrero de 1845 (54)
Poco original, pues repite un procedimiento caro al siglo XVIII, este relato marca en la
presente ordenación el comienzo de las composiciones secundarias de Poe. A su tema se le
puede aplicar la observación de Brownell: empeñado siempre en hacer creer lo increíble,
Poe invertía a veces su técnica. Aquí, en efecto, la verdad pasa por pura fábula.
El camelo del globo
The Balloon Hoax.
New York Sun, 13 de abril de 1844 (46)
La noticia que figura al comienzo es absolutamente exacta. En la peor miseria, recién
llegado a Nueva York con su mujer, Poe vendió el relato al New York Sun, sugiriendo que
se publicara como «noticia de último momento». Ganó unos pocos dólares y el placer de
contemplar a la multitud que se agolpaba frente a las oficinas del diario y se arrebataba los
ejemplares, algunos de los cuales se vendieron a cincuenta centavos de dólar. «Preciso es
convenir —señala Colling— que el genio intuitivo de Poe se aplicaba aquí admirablemente.
Esta idea de un globo orientable a voluntad, llevado por las corrientes aéreas y recorriendo
las mayores distancias, era extraordinariamente nueva, osada, hermosa.»
El globo de Mr. Monck Mason aterriza en las vecindades de Fort Moultrie, es decir, en
los recuerdos juveniles del soldado Poe, alias Edgar Perry. En su libro The Fantastic
Mirror, Benjamin Appel proporciona interesantes datos sobre las circunstancias en que este
relato vio la luz.
Conversación con una momia
Some Words with a Mummy.
American Review, abril de 1845 (55)
La nostalgia de una inmortalidad en la tierra, de la posibilidad de prolongar
indefinidamente la vida, tiñe el trasfondo de esta sátira contra el arrogante cientificismo de
la época. Poe aprovecha también para arremeter contra la democracia demagógica, los
ídolos técnicos y otros males de su tiempo.
Mellonta tauta
Mellonta tauta.
Godey’s Lady’s Book, febrero de 1849 (63)
El título significa: «en un futuro próximo». Anterior a Eureka, aunque habría de
publicarse después, proporcionará a aquélla el texto satírico de su parte inicial, donde se
comentan las vías tradicionales del conocimiento. Cuento con retrospección imaginaria,
contiene entre muchos párrafos curiosos uno donde se anticipan los rascacielos de Nueva
York, y otro en el que se alude a los turbios procedimientos electorales —anticipo trágico
de lo que habría de ocurrirle en Baltimore en octubre de 1849.
El dominio de Arnheim, o el jardín—paisaje
The Domain of Arnheim.
Columbian Lady’s and Gentleman’s Magazine, marzo de
1847 (62)
Con los tres siguientes, este cuento constituye la mayor aproximación de Poe a la
naturaleza, profundamente modificada por su especial visión y por su idea —que
Baudelaire recogerá— de que la confusión de lo natural debe ser reparada por el artista. Poe
escribió una primera versión, que tituló El jardín paisaje, y la perfeccionó en el presente
texto. Hervey Allen ha señalado la probable influencia del Prince Linnoean Garden, paseo
público de Nueva York, donde existían variedad de especies vegetales, invernáculos con
20.000 plantas en macetas, todo ello en una superficie de 30 acres. Poe y Virginia iban allí
a pasear en 1837. Señala asimismo que Poe atribuía gran importancia a este relato y a su
complemento, El cottage de Landor, por considerar que tenían un sentido espiritual secreto.
El cottage de Landor
Landor’s Cottage
The Flag of Our Union, 9 de junio de 1849.
Título original: Landor’s Cottage. A Pendant to «The Domain of
Arnheim» (67)
El cottage se basa en el de Fordham, donde murió Virginia. «Annie» es Mrs. Annie
Richmond, a quien Poe conoció en ese tiempo.
La isla del hada
The Island of the Fay.
Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine: junio de
1841 (30)
«Lo que más me asombra en este relato —dice Colling— no es su tono filosófico, la
apelación a la música y a la soledad, y ni siquiera el elemento encantado, sino el aspecto
absolutamente insólito de un paisaje visto acostado, de un paisaje observado por alguien
tendido, que sueña pero no duerme. Hay allí una óptica que recordarán de ahora en adelante
los paisajes de Poe, quien por lo demás ha escrito: “Siempre podemos duplicar la belleza de
un paisaje si lo miramos con los ojos entornados”.»
El alce
The Opal: A Pare Gift for the Holy Days, Nueva York, 1844.
Título original: Morning on the Wissahiccon (43)
Poe vio efectivamente un alce durante uno de sus paseos por las afueras de Filadelfia;
pertenecía a un sanatorio, donde había diversos animales domesticados para
entretenimiento de los pacientes.
La esfinge
Le Sphinx.
Arthur’s Ladies’ Magazine, noviembre de 1846 (60)
Ópticamente imposible, la ilusión que domina al narrador podría derivar
plausiblemente de una dosis de opio. Poe alude a su «estado de anormal melancolía»; quizá
no quiso mencionar el remedio que tenía al alcance de la mano.
El Ángel de lo Singular
The Angel of the Odd.
Columbian Lady’s and Gentleman’s Magazine, octubre de 1844.
Título original: The Angel of the Odd: An Extravagance
Baudelaire señaló que la obra de Lamartine que Poe llama Peregrinaje debe ser Voyage
en Orient.
El Rey Peste
King Pest.
Southern Literary Messenger, septiembre de 1835.
Título original: King Pest the First A Tale Containing an Allegory (12)
Shanks ha visto aquí «una bufonada increíblemente estúpida e ineficaz». Quizá cupiera
ver también un gran fracaso; la primera mitad del relato es excelente, y la descripción de
Londres bajo la peste parece digna de cualquiera de los buenos cuentos de Poe; pero hay
algo de callejón sin salida al final, y hasta podría pensarse en una resolución vertiginosa
como la de los sueños, un brusco viraje que echa abajo el castillo de naipes. Baldini ve en
este cuento algún eco de I Promessi Sposi, de Manzoni, que Poe había reseñado unos meses
antes. Para R. L. Stevenson, «el ser capaz de escribir El Rey Peste había dejado de ser
humano».
Cuento de Jerusalén
A Tale of Jerusalem.
Saturday Courier, 9 de junio de 1832 (3)
Uno de los primeros relatos de Poe. Según George Snell, tiene alguna semejanza con
los de Charles Brockden Brown (quien también debió influir en El pozo y el péndulo).
El hombre que se gastó
The Man that was Used-up.
Burton’s Gentleman’s Magazine, agosto de 1839 (21)
Tres domingos por semana
Three Sundays on a Week.
Saturday Evening Post, 27 de noviembre de 1841.
Título original: A Sucession of Sunday (34)
Julio Verne utilizará este cuento para la sorpresa final de Le Tour du Monde en quatrevingt
Jours. El personaje del tío recuerda la figura de John Allan.
«Tú eres el hombre»
«Thou are the Man».
Godey’s Lady’s Book, noviembre de 1844 (51)
Bon-Bon
Bon-Bon.
Saturday Courier, 1 de diciembre de 1832.
Título original: The Bargain Lost (5)
Brownell atribuye a la ebriedad el que Poe admitiera el ingreso de este cuento entre los
suyos. Aludiendo al término «grotesco» aplicado a las narraciones, dice George Snell: «Es
un término descriptivo, pues tales relatos apenas pasan de caricaturas, escritas con un
extraño humor habitualmente mecánico y raras veces eficaz, del que Bon-Bon ofrece un
excelente ejemplo».
Los anteojos
The Spectacles
Dollar Newspaper, 27 de mayo de 1844 (44)
De no mediar cierto vocabulario, ciertos giros inconfundibles, costaría creer que este
cuento es de Poe. «Tengo la imborrable sospecha de que (Poe) apreciaba bastante las
repelentes bufonerías de un cuento como Los anteojos», dice Shanks, fundándose en que el
relato es extenso y ha sido escrito con evidente cuidado y complacencia.
El diablo en el campanario
The Devil in the Belfry.
Saturday Chronicle and Mirror of the Times, 18 de mayo
de 1839 (20)
Julio Verne se acordó de este relato al narrar los experimentos del doctor Ox. Adriano
Lualdi lo ha utilizado para escribir una ópera en un acto. Jean-Paul Weber señala la
importancia del tema del reloj en la obra de Poe.
El sistema del doctor Tarr y del profesor Fether
The System of Dr. Tarr and Prof. Fether.
Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine, noviembre
de 1845 (58)
Brownell, tan riguroso en sus juicios sobre Poe, encuentra que este relato «posee
excepcional interés por ser un estudio inteligente —sin pretensión de profundidad— de una
fase mental y del carácter bajo ciertas condiciones y en cierta circunstancia, escrito con una
insólita liviandad de toque y una alegre apariencia. El escenario, empero, es el de una
maison de santé, y los personajes son sus pensionistas. Nada resulta más característico de la
perversidad de Poe que su ficción más normal constituya la representación de lo anormal».
Nunca apuestes tu cabeza al diablo
Never Bet the Devil your Head. A Tale with a Moral.
Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine, septiembre de 1841.
Título original: Never Bet your Head: A Moral Tale (32)
Mixtificación
Mystification.
American Monthly Magazine, junio de 1837.
Título original: Von Jung, the Mystic (16)
Por qué el pequeño francés lleva la mano en cabestrillo
Why the Little Frenchman wears his Hand in a Sling.
Tales of the Grotesque and Arabesque, 1840 (25)
El aliento perdido
Loss of Breath.
Saturday Courier, 10 de noviembre de 1832.
Título original: A Decided Loss (4)
Uno de los primeros relatos de Poe, despierta hoy considerable interés entre los
surrealistas, y se ha prestado a un extraordinario psicoanálisis de Marie Bonaparte. Como
relato, muestra la típica imposibilidad de Poe para escribir nada humorístico, así como su
fácil abandono a lo macabro y lo necrofílico, so pretexto de una sátira a los cuentos
«negros» del Blackwood. (Cuando se publicó en el Southern Literary Messenger, se
subtitulaba: «Un cuento à la Blackwood»; por lo demás, Margaret Alterton cree ver en Mr.
Alientolargo una caricatura de John Wilson, director de dicho magazine.)
El duque de l’Omelette
The Duc de l’Omelette
Saturday Courier, 3 de marzo de 1832 (2)
Título original: Epimanes (15)
Autobiografía literaria de Thingum Bob, Esq.
Literary Life of Thingum Bob, Esq.
Southern Literary Messenger, diciembre de 1844 (52)
Este relato inicia la serie de las sátiras de Poe. La relación de Thingum Bob y su padre
correspondía, según Allen y otros, a la de Poe y John Allan. Las referencias a diversos
directores de revistas son imaginarias, pero en la versión definitiva del cuento Poe introdujo
el nombre de Lewis G(aylord) Clarke, que en aquel entonces dirigía el Knickerbocker
Magazine, órgano de una de las camarillas literarias contra las cuales estaba Poe en guerra.
Cómo escribir un artículo a la manera del Blackwood
How to Write a Blackwood Article.
American Museum of Science, Literature and the Arts,
noviembre de 1838. Título original: Psyche Zenobia (19)
El cuento no tiene ya la resonancia que pudo tener para los admiradores del famoso
Blackwood’s Magazine, una de las revistas trimestrales escocesas que dominaban la escena
literaria de su tiempo. Poe no deja de satirizar su propia vena narrativa en esta serie de
recetas para escribir cuentos «intensos»; se burla también de los trascendentalistas de
Boston, y se le pasa por alto la importancia de De Quincey.
Una malaventura
A Predicament.
American Museum of Science, Literature and the Arts.
Título original: The Scythe of Time (19 A)
La triste suerte de la señora Psyche Zenobia contiene acaso el germen de El pozo y el
péndulo.
Los leones
Lionizing.
Southern Literary Messenger, mayo de 1835 (10)
Escribiendo a John P. Kennedy le dice Poe: «Los leones y El aliento perdido fueron
sátiras propiamente dichas: la primera, de la manía de los “leones” sociales, y la otra, de las
extravagancias del Blackwood».
El timo
Diddling Considered as one of the Exact Sciences.
Saturday Courier, octubre de 1843.
Título original: Raising the Wind; or, Diddling
Considered as one of the Exact Sciences (42)
X en un suelto
X-ing a Paragraph.
The Flag of Our Union, 4 de mayo de 1849 (66)
Hervey Allen alude, sin precisarla, a una fuente francesa de este relato.
El hombre de negocios
The Business Man.
Burton’s Gentleman’s Magazine, febrero de 1840.
Título original: Peter Pendulun, the Business Man

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