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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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lunes, 23 de julio de 2012

EL ESPECTRO HORACIO QUIROGA

EL ESPECTRO 
HORACIO QUIROGA


Todas las noches, en el Grand Splendid de Santa Fe, Enid y yo asistimos a los estrenos cinematográficos. Ni borrascas ni noches de hielo nos han impedido introducirnos, a las diez en punto, en la tibia penumbra del teatro. Allí, desde uno u otro palco, seguimos las historias del film con un mutismo y un interés tales, que podrían llamar sobre nosotros la atención, de ser otras las circunstancias en que actuamos.
Desde uno u otro palco, he dicho; pues su ubicación nos es indiferente. Y aunque la misma localidad llegue a faltarnos alguna noche, por estar el Splendid en pleno, nos instalamos, mudos y atentos siempre a la representación, en un palco cualquiera ya ocupado.
No estorbamos, creo; o, por lo menos, de un modo sensible. Desde el fondo del palco, o entre la chica del antepecho y el novio adherido a su nuca, Enid y yo, aparte del mundo que nos rodea, somos todos ojos hacia la pantalla. Y si en verdad alguno, con escalofrío de inquietud cuyo origen no alcanza a comprender, vuelve a veces la cabeza para ver lo que no puede, o siente un soplo helado que no se explica en la cálida atmósfera, nuestra presencia de intrusos no es nunca notada; pues preciso es advertir ahora que Enid y yo estamos muertos. De todas las mujeres que conocí en el mundo vivo, ninguna produjo en mí el efecto que Enid. La impresión fue tan fuerte que la imagen y el recuerdo mismo de todas las demás mujeres se borró. En mi alma se hizo de noche, donde se alzó un solo astro imperecedero: Enid. La sola posibilidad de que sus ojos llegaran a mirarme sin indiferencia, deteníame bruscamente el corazón. Y ante la idea de que alguna vez podía ser mía, la mandíbula me temblaba ¡Enid!
Tenía ella entonces, cuando vivíamos en el mundo, la más divina belleza que la epopeya del cine ha lanzado a miles de leguas y expuesto a la mirada fija de los hombres. Sus ojos, sobre todo, fueron únicos; y jamás terciopelo de mirada tuvo un marco de pestañas como los ojos de Enid; terciopelo azul, húmedo y reposado, como la felicidad que sollozaba en ellos.
La desdicha me puso ante ella cuando ya estaba casada.
No es ahora del caso ocultar nombres. Todos recuerdan a Duncan Wyoming, el extraordinario actor que, comenzando su carrera al mismo tiempo que William Hart, tuvo, como éste y a la par de éste, las mismas hondas virtudes de interpretación viril. Hart ha dado ya al cine todo lo que podíamos esperar de él, y es un astro que cae. De Wyoming, en cambio, no sabemos lo que podíamos haber visto, cuando apenas en el comienzo de su breve y fantástica carrera creó—como contraste con el empalagoso héroe actual— el tipo del varón rudo, áspero, feo, negligente y cuanto se quiera, pero hombre de la cabeza a los pies, por la sobriedad, el empuje y el carácter distintivos del sexo.Hart prosiguió actuando, y ya lo hemos visto. Wyoming nos fue arrebatado en la flor de la edad, en instantes en que daba fin a dos cintas extraordinarias, según informes de la empresa: El páramo y Más allá de lo que se ve.
Pero el encanto—la absorción de todos los sentimientos de un hombre—que ejerció
sobre mí Enid, no tuvo sino una amargura como igual: Wyoming, que era su marido, era también mi mejor amigo. Habíamos pasado dos años sin vernos con Duncan; él, ocupado en sus trabajos de cine, y yo en los míos de literatura. Cuando volví a hallarlo en Hollywood, ya estaba casado.
—Aquí tienes a mi mujer—me dijo echándomela en los brazos.
Y a ella:
—Apriétalo bien, porque no tendrás un amigo como Grant. Y bésalo, si quieres. No me besó, pero al contacto con su melena en mi cuello, sentí en el escalofrío de todos mis nervios que jamás podría yo ser un hermano para aquella mujer. Vivimos dos meses juntos en el Canadá, y no es difícil comprender mi estado de alma respecto de Enid. Pero ni en una palabra, ni en un movimiento, ni un gesto me vendí
ante Wyoming. Sólo ella leía en mi mirada, por tranquila que fuera, cuán profundamente la deseaba. Amor, deseo... Una y otra cosa eran en mí gemelas, agudas y mezcladas; porque si la deseaba con todas las fuerzas de mi alma incorpórea, la adoraba con todo el torrente de mi sangre substancial.
Duncan no lo veía. ¿Cómo podía verlo?
A la entrada del invierno regresamos a Hollywood, y Wyoming cayó entonces con el ataque de gripe que debía costarle la vida. Dejaba a su viuda con fortuna y sin hijos. Pero no estaba tranquilo, por la soledad en que quedaba su mujer.
—No es la situación económica—me decía—, sino el desamparo moral. Y en este infierno del cine...
En el momento de morir, bajándonos a su mujer y a mí hasta la almohada, y con voz ya difícil:
—Confíate a Grant, Enid... Mientras lo tengas a él, no temas nada. Y tú, viejo amigo, vela por ella. Sé su hermano... No, no prometas... Ahora puedo ya pasar al otro lado... Nada de nuevo en el dolor de Enid y el mío. A los siete días regresábamos al Canadá, a la misma choza estival que un mes antes nos había visto a los tres cenar ante la carpa. Como entonces, Enid miraba ahora el fuego, achuchada por el sereno glacial, mientras yo, de pie, la contemplaba. Y Duncan no estaba más.
Debo decirlo: en la muerte de Wyoming yo no vi sino la liberación de la terrible águila enjaulada en nuestro corazón, que es el deseo de una mujer a nuestro lado que no se puede tocar. Yo había sido el mejor amigo de Wyoming, y mientras él vivió el águila no deseó su sangre; se alimentó—la alimenté—con la mía propia. Pero entre él y yo se había levantado algo más consistente que una sombra. Su mujer fue, mientras él vivió
—y lo hubiera sido eternamente—, intangible para mí. Pero él había muerto. No podía Wyoming exigirme el sacrificio de la Vida en que él acababa de fracasar. Y Enid era mi vida, mi porvenir, mi aliento y mi ansia de vivir, que nadie, ni Duncan—mi amigo íntimo, pero muerto—, podía negarme. Vela por ella... ¡Sí, mas dándole lo que él le había restado al perder su turno: la adoración de una vida entera consagrada a ella!
Durante dos meses, a su lado de día y de noche, velé por ella como un hermano. Pero al tercero caí a sus pies. Enid me miró inmóvil, y seguramente subieron a su memoria los últimos instantes de Wyoming, porque me rechazó violentamente. Pero yo no quité la cabeza de su falda.
—Te amo, Enid—le dije—. Sin ti me muero...
—¡Tú, Guillermo! —murmuró ella—. ¡Es horrible oírte decir esto!
—Todo lo que quieras —repliqué—. Pero te amo inmensamente.
—¡Cállate, cállate!
—Y te he amado siempre... Ya lo sabes.
—¡No, no sé!
—Sí, lo sabes.
Enid me apartaba siempre, y yo resistía con la cabeza entre sus rodillas.
—Dime que lo sabías...
—¡No, cállate! Estamos profanando...
—Dime que lo sabías...
—¡Guillermo!
—Dime solamente que sabías que siempre te he querido. . .
Sus brazos se rindieron cansados, y yo levanté la cabeza. Encontré sus ojos un instante, un solo instante, antes que Enid se doblegara a llorar sobre sus propias rodillas. La dejé sola; y cuando una hora después volví a entrar, blanco de nieve, nadie hubiera sospechado, al ver nuestro simulado y tranquilo afecto de todos los días, que acabábamos de tender, hasta hacerlas sangrar, las cuerdas de nuestros corazones. Porque en la alianza de Enid y Wyoming no había habido nunca amor. Faltóle siempre una llamarada de insensatez, extravío, injusticia—la llama de pasión que quema la moral entera de un hombre y abrasa a la mujer en largos sollozos de fuego—. Enid había querido a su esposo, nada más; y lo había querido, nada más que querido ante mí, que era la cálida sombra de su corazón, donde ardía lo que no le llegaba de Wyoming, y donde ella sabía iba a refugiarse todo lo que de ella no alcanzaba hasta él. La muerte, luego, dejando un hueco que yo debía llenar con el afecto de un hermano...
¡De hermano, a ella, Enid, que era mi sola sed de dicha en el inmensomundo!
A los tres días de la escena que acabo de relatar regresamos a Hollywood. Y un mes más tarde se repetía exactamente la situación: yo de nuevo a los pies de Enid con la cabeza en sus rodillas, y ella queriendo evitarlo.
—Te amo cada día más, Enid...
—¡Guillermo!
—Dime que algún día me querrás.
—¡No!
—Dime solamente que estás convencida de cuánto te amo.
—¡No!
—Dímelo.
—¡Déjame! ¿No ves que me estás haciendo sufrir de un modo horrible?
Y al sentirme temblar mudo sobre el altar de sus rodillas, bruscamente me levantó la cara entre las manos:
—¡Pero déjame, te digo! ¡Déjame! ¿No ves que también te quiero con toda el alma y que estamos cometiendo un crimen?
Cuatro meses justos, ciento veinte días transcurridos apenas desde la muerte del hombre que ella amó, del amigo que me había interpuesto como un velo protector entre su mujer y un nuevo amor... Abrevio. Tan hondo y compenetrado fue el nuestro, que aun hoy me pregunto con asombro qué finalidad absurda pudieron haber tenido nuestras vidas de no habernos encontrado por bajo de los brazos de Wyoming.
Una noche—estábamos en Nueva York—me enteré de que se pasaba por fin "El Páramo", una de las dos cintas de que he hablado, y cuyo estreno se esperaba con ansiedad. Yo también tenía el más vivo interés de verla, y se lo propuse a Enid. ¿Por qué no? Un largo rato nos miramos; una eternidad de silencio, durante el cual el recuerdo galopó hacia atrás entre derrumbamiento de nieve y caras agónicas. Pero la mirada de Enid era la vida misma, y presto entre el terciopelo húmedo de sus ojos y los míos no medió sino la dicha convulsiva de adorarnos. ¡Y nada más!
Fuimos al Metropole, y desde la penumbra rojiza del palco vimos aparecer, enorme y con el rostro más blanco que a la hora de morir, a Duncan Wyoming. Sentí temblar bajo mi mano el brazo de Enid.
¡Duncan!
Sus mismos gestos eran aquéllos. Su misma sonrisa confiada era la de sus labios. Era su misma enérgica figura la que se deslizaba adherida a la pantalla. Y a veinte metros de él, era su misma mujer la que estaba bajo los dedos del amigo íntimo... Mientras la sala estuvo a oscuras, ni Enid ni yo pronunciamos una palabra ni dejamos un instante de mirar. Y mudos siempre, volvimos a casa. Pero allí Enid me tomó la cara entre las manos. Largas lágrimas rodaban por sus mejillas, y me sonreía. Me sonreía sin tratar de ocultarme sus lágrimas.
—Sí, comprendo, amor mío... —murmuré, con los labios sobre un extremo de sus pieles, que, siendo un oscuro detalle de su traje, era asimismo toda su persona idolatrada—. Comprendo, pero no nos rindamos... ¿Sí?... Así olvidaremos... Por toda respuesta, Enid, sonriéndome siempre, se recogió muda en mi cuello. A la noche siguiente volvimos. ¿Qué debíamos olvidar? La presencia del otro, vibrante en el haz de luz que lo transportaba a la pantalla palpitante de vida; su inconsciencia de la situación; su confianza en la mujer y el amigo; esto era precisamente a lo que debíamos acostumbrarnos . Una y otra noche, siempre atentos a los personajes, asistimos al éxito creciente de El Páramo.
La actuación de Wyoming era sobresaliente y se desarrollaba en un drama de brutal energía: una pequeña parte en los bosques del Canadá y el resto en la misma Nueva York. La situación central constituíala una escena en que Wyoming, herido en la lucha con un hombre, tiene bruscamente la revelación del amor de su mujer a ese hombre, a quien él acaba de matar por motivos apartes de este amor. Wyoming acababa de atarse un pañuelo a la frente. Y tendido en el diván, jadeando aún de fatiga, asistía a la desesperación de su mujer sobre el cadáver del amante.
Pocas veces la revelación del derrumbe, la desolación y el odio han subido al rostro humano con más violenta claridad que en esa circunstancia a los ojos de Wyoming. La dirección del film había exprimido hasta la tortura aquel prodigio de expresión, y la escena se sostenía un infinito número de segundos, cuando uno solo bastaba para mostrar al rojo blanco la crisis de un corazón en aquel estado. Enid y yo, juntos e inmóviles en la oscuridad, admirábamos como nadie al muerto amigo, cuyas pestañas nos tocaban casi cuando Wyoming venía desde el fondo a llenar él solo la pantalla. Y al alejarse de nuevo a la escena del conjunto, la sala entera parecía estirarse en perspectiva. Y Enid y yo, con un ligero vértigo por este juego, sentíamos aún el roce de los cabellos de Duncan que habían llegado a rozarnos. ¿Por qué
continuábamos yendo al Metropole? ¿Qué desviación de nuestras conciencias nos llevaba allá noche a noche a empapar en sangre nuestro amor inmaculado? ¿Qué
presagio nos arrastraba como a sonámbulos ante una acusación alucinante que no se dirigía a nosotros, puesto que los ojos de Wyoming estaban vueltos a otro lado? ¿A dónde miraban? No sé a dónde, a un palco cualquiera de nuestra izquierda. Pero una noche noté, lo sentí en la raíz de los cabellos, que los ojos se estaban volviendo hacia nosotros. Enid debió de notarlo también, porque sentí bajo mi mano la honda sacudida de sus hombros. Hay leyes naturales, principios físicos que nos enseñan cuán fría magia es esa de los espectros fotográficos danzando en la pantalla, remedando hasta en los más íntimos detalles una vida que se perdió. Esa alucinación en blanco y negro es sólo la persistencia helada de un instante, el relieve inmutable de un segundo vital. Más fácil nos sería ver a nuestro lado a un muerto que deja la tumba para acompañarnos que percibir el más leve cambio en el rastro lívido de un film. Perfectamente. Pero a despecho de las leyes y los principios, Wyoming nos estaba viendo. Si para la sala El páramo era una ficción novelesca, y Wyoming vivía sólo por una ironía de la luz; si no era más que un frente eléctrico de lámina sin costados ni fondo, para nosotros —Wyoming, Enid y yo—la escena filmada vivía flagrante, pero no en la pantalla, sino en un palco, donde nuestro amor sin culpa se transformaba en monstruosa infidelidad ante el marido vivo... ¿Farsa de actor? ¿Odio fingido por Duncan ante aquel cuadro de El páramo? ¡No! Allí estaba la brutal revelación; la tierna esposa y el amigo íntimoen la sala de espectáculos, riéndose, con las cabezas juntas, de la confianza depositada en ellos... Pero no nos reíamos, porque noche a noche, palco tras palco, la mirada se iba volviendo cada vez más a nosotros.
—¡Falta un poco aún!... —me decía yo.
—Mañana será... —pensaba Enid.
Mientras el Metropole ardía de luz, el mundo real de las leyes físicas se apoderaba de nosotros y respirábamos profundamente. Pero en la brusca cesación de la luz, que como un golpe sentíamos dolorosamente en los nervios, el drama espectral nos cogía otra vez. A mil leguas de Nueva York, encajonado bajo tierra, estaba tendido sin ojos Duncan Wyoming. Mas su sorpresa ante el frenético olvido de Enid, su ira y su venganza estaban vivas allí, encendiendo el rastro químico de Wyoming, moviéndose en sus ojos vivos, que acababan, por fin, de fijarse en los nuestros.
Enid ahogó un grito y se abrazó desesperada a mí.
—¡Guillermo!
—Cállate, por favor...
—¡Es que ahora acaba de bajar una pierna del diván!
Sentí que la piel de la espalda se me erizaba, y miré: Con lentitud de fiera y los ojos clavados en nosotros, Wyoming se incorporaba del diván. Enid y yo lo vimos levantarse, avanzar hacia nosotros desde el fondo de la escena, llegar al monstruoso primer plano... Un fulgor deslumbrante nos cegó, a tiempo que Enid lanzaba un grito. La cinta acababa de quemarse.
Mas en la sala iluminada las cabezas todas estaban vueltas a nosotros. Algunos se incorporaron en el asiento a ver lo que pasaba.
—La señora está enferma; parece una muerta—dijo alguno en la platea.
—Más muerto parece él—agregó otro.
El acomodador nos tendía ya los abrigos y salimos. ¿Qué más? Nada, sino que en todo el día siguiente Enid y yo no nos vimos. Únicamente al mirarnos por primera vez de noche para dirigirnos al Metropole, Enid tenía ya en sus pupilas profundas la tiniebla del más allá, y yo tenía un revólver en el bolsillo.
No sé si alguno de la sala reconoció en nosotros a los enfermos de la noche anterior. La luz se apagó, se encendió y tornó a apagarse, sin que lograra reposarse una sola idea normal en el cerebro de Guillermo Grant, y sin que los dedos crispados de este hombre abandonaran un instante el gatillo.
Yo fui toda la vida dueño de mí. Lo fui hasta la noche anterior, cuando contra toda justicia un frío espectro que desempeñaba su función fotográfica de todos los días crió
dedos estranguladores para dirigirse a un palco a terminar el film. Como en la noche anterior, nadie notaba en la pantalla algo anormal, y es evidente que Wyoming continuaba jadeante adherido al diván. Pero Enid—¡Enid entre mis brazos!—
tenía la cara vuelta a la luz, pronta para gritar... ¡Cuando Wyoming se incorporó por fin!
Yo lo vi adelantarse, crecer, llegar al borde mismo de la pantalla, sin apartar la mirada de la mía. Lo vi desprenderse, venir hacia nosotros en el haz de luz; venir en el aire por sobre las cabezas de la platea, alzándose, llegar hasta nosotros con la cabeza vendada. Lo vi extender las zarpas de sus dedos... a tiempo que Enid lanzaba un horrible alarido, de esos en que con una cuerda vocal se ha rasgado la razón entera, e hice fuego. No puedo decir qué pasó en el primer instante. Pero en pos de los primeros momentos de confusión y de humo, me vi con el cuerpo colgado fuera del antepecho, muerto. Desde el instante en que Wyoming se había incorporado en el diván, dirigí el cañón del revólver a su cabeza. Lo recuerdo con toda nitidez. Y era yo quien había recibido la bala en la sien. Estoy completamente seguro de que quise dirigir el arma contra Duncan. Solamente que, creyendo apuntar al asesino, en realidad apuntaba contra mí mismo. Fue un error, una simple equivocación, nada más; pero que me costó la vida. Tres días después Enid quedaba a su vez desalojada de este mundo. Y aquí concluye nuestro idilio. Pero no ha concluído aún. No son suficientes un tiro y un espectro para desvanecer un amor como el nuestro. Más allá de la muerte, de la vida y sus rencores, Enid y yo nos hemos encontrado. Invisibles dentro del mundo vivo, Enid y yo estamos siempre juntos, esperando el anuncio de otro estreno cinematográfico. Hemos recorrido el mundo. Todo es posible esperar menos que el más leve incidente de un film pase inadvertido a nuestros ojos. No hemos vuelto a ver más El Páramo. La actuación de Wyoming en él no puede ya depararnos sorpresas, fuera de las que tan dolorosamente pagamos.
Ahora nuestra esperanza está puesta en más allá de lo que se ve. Desde hace siete años la empresa filmadora anuncia su estreno, y hace siete años que Enid y yo esperamos. Duncan es su protagonista; pero no estaremos más en el palco, por lo menos en las condiciones en que fuimos vencidos. En las presentes circunstancias, Duncan puede cometer un error que nos permita entrar de nuevo en el mundo visible, del mismo modo que nuestras personas vivas, hace siete años, le permitieron animar la helada lámina de su film.
Enid y yo ocupamos ahora, en la niebla invisible de lo incorpóreo, el sitio privilegiado de acecho que fue toda la fuerza de Wyoming en el drama anterior. Si sus celos persisten todavía, si se equivoca al vernos y hace en la tumba el menor ovimiento hacia afuera, nosotros nos aprovecharemos. La cortina que separa la vida de la muerte no se ha descorrido unicamente en su favor, y el camino está entreabierto. Entre la Nada que ha disuelto lo que fue Wyoming, y su eléctrica resurrección, queda un espacio vacío. Al más leve movimiento que efectúe el actor, apenas se desprenda de la pantalla, Enid y yo nos deslizaremos como por una fisura en el tenebroso corredor. Pero no seguiremos el camino hacia el sepulcro de Wyoming; iremos hacia la Vida, entraremos en ella de nuevo. Y es el mundo cálido de que estamos expulsados, el amor tangible y vibrante en cada sentido humano, lo que nos espera entones a Enid y a mí. Dentro de un mes o de un año, ello llegará. Sólo nos inquieta la posibilidad de que Más allá de lo que se ve se estrene bajo otro nombre, como es costumbre en esta ciudad. Para evitarlo, no perdemos un estreno. Noche a noche entramos a las diez en punto en el Grand Splendid, donde nos instalamos en un palco vacío o ya ocupado, indiferentemente.

EL DESIERTO HORACIO QUIROGA



EL DESIERTO 
HORACIO QUIROGA 

La canoa se deslizaba costeando el bosque, o lo que podía parecer bosque en aquella oscuridad. Más por instinto que por indicio alguno Subercasaux sentía su proximidad, pues las tinieblas eran un solo bloque infranqueable, que comenzaban en las manos del remero y subían hasta el cenit. El hombre conocía bastante bien su río, para no ignorar dónde se hallaba; pero en tal noche y bajo amenaza de lluvia, era muy distinto atracar entre tacuaras punzantes o pajonales podridos, que en su propio puertito. Y Subercasaux no iba solo en la canoa.
La atmósfera estaba cargada a un grado asfixiante. En lado alguno a que se volviera el rostro, se hallaba un poco de aire que respirar. Y en ese momento, claras y distintas, sonaban en la canoa algunas gotas. Subercasaux alzó los ojos, buscando en vano en el cielo una conmoción luminosa o la fisura de un relámpago. Como en toda la tarde, no se oía tampoco ahora un solo trueno.
Lluvia para toda la noche —pensó. Y volviéndose a sus acompañantes, que se mantenían mudos en popa:
—Pónganse las capas —dijo brevemente—. Y sujétense bien. En efecto, la canoa avanzaba ahora doblando las ramas, y dos o tres veces el remo de babor se había deslizado sobre un gajo sumergido. Pero aun a trueque de romper un remo, Subercasaux no perdía contacto con la fronda, pues de apartarse cinco metros de la costa podía cruzar y recruzar toda la noche delante de su puerto, sin lograr verlo. Bordeando literalmente el bosque a flor de agua, el remero avanzó un rato aún. Las gotas caían ahora más densas, pero también con mayor intermitencia. Cesaban bruscamente, como si hubieran caído no se sabe de dónde. Y recomenzaban otra vez, grandes, aisladas y calientes, para cortarse de nuevo en la misma oscuridad y la misma depresión de atmósfera.
—Sujétense bien —repitió Subercasaux a sus dos acompañantes—. Ya hemos llegado. En efecto, acababa de entrever la escotadura de su puerto. Con dos vigorosas remadas lanzó la canoa sobre la greda, y mientras sujetaba la embarcación al piquete, sus dos silenciosos acompañantes saltaban a tierra, la que a pesar de la oscuridad se distinguía bien, por hallarse cubierta de miríadas de gusanillos luminosos que hacían ondular el piso con sus fuegos rojos y verdes.
Hasta lo alto de la barranca, que los tres viajeros treparon bajo la lluvia, por fin uniforme y maciza, la arcilla empapada fosforeció. Pero luego las tinieblas los aislaron de nuevo; y entre ellas, la búsqueda del sulky que habían dejado caído sobre las varas. La frase hecha: "No se ve ni las manos puestas bajo los ojos", es exacta. Y en tales noches, el momentáneo fulgor de un fósforo no tiene otra utilidad que apretar enseguida la tiniebla mareante, hasta hacernos perder el equilibrio. Hallaron, sin embargo, el sulkv, mas no el caballo. Y dejando de guardia junto a una rueda a sus dos acompañantes, que, inmóviles bajo el capuchón caído, crepitaban de lluvia, Subercasaux fue espinándose hasta el fondo de la picada, donde halló a su caballo naturalmente enredado en las riendas.
No había Subercasaux empleado más de veinte minutos en buscar y traer al animal; pero cuando al orientarse en las cercanías del sulky con un:
—¿Están ahí, chiquitos? —oyó:
—Si, piapiá.
Subercasaux se dio por primera vez cuenta exacta, en esa noche, de que los dos compañeros que había abandonado a la noche y a la lluvia eran sus dos hijos, de cinco y seis años, cuyas cabezas no alcanzaban al cubo de la rueda, y que, juntitos y chorreando esperaban tranquilos a que su padre volviera.
Regresaban por fin a casa, contentos y charlando. Pasados los instantes de inquietud o peligro, la voz de Subercasaux era muy distinta de aquella con que hablaba a sus chiquitos cuando debía dirigirse a ellos como a hombres. Su voz había bajado dos tonos; y nadie hubiera creído allí, al oír la ternura de las voces, que quien reía entonces con las criaturas era el mismo hombre de acento duro y breve de media hora antes. Y quienes en verdad dialogaban ahora eran Subercasaux y su chica, pues el varoncito —el menor— se había dormido en las rodillas del padre.
Subercasaux se levantaba generalmente al aclarar; y aunque lo hacía sin ruido, sabía bien que en el cuarto inmediato su chico, tan madrugador como él, hacía rato que estaba con los ojos abiertos esperando sentir a su padre para levantarse. Y comenzaba entonces la invariable fórmula de saludo matinal de uno a otro cuarto:
—¡Buen día, piapiá!
—¡Buen día, mi hijito querido!
—¡Buen día, piapiacito adorado!
—¡Buen día, corderito sin mancha!
—¡Buen día, ratoncito sin cola!
—¡Coaticito mío!
—¡Piapiá tatucito!
—¡Carita de gato!
—¡Colita de víbora!
Y en este pintoresco estilo, un buen rato más. Hasta que, ya vestidos, se iban a tomar café bajo las palmeras en tanto que la mujercita continuaba durmiendo como una piedra, hasta que el sol en la cara la despertaba.
Subercasaux, con sus dos chiquitos, hechura suya en sentimientos y educación, se consideraba el padre más feliz de la tierra. Pero lo había conseguido a costa de dolores más duros de los que suelen conocer los hombres casados. Bruscamente, como sobrevienen las cosas que no se conciben por su aterradora injusticia, Subercasaux perdió a su mujer. Quedó de pronto solo, con dos criaturas que apenas lo conocían, y en la misma casa por él construida y por ella arreglada, donde cada clavo y cada pincelada en la pared eran un agudo recuerdo de compartida felicidad. Supo al día siguiente al abrir por casualidad el ropero, lo que es ver de golpe la ropa blanca de su mujer ya enterrada; y colgado, el vestido que ella no tuvo tiempo de estrenar.
Conoció la necesidad perentoria y fatal, si se quiere seguir viviendo, de destruir hasta el último rastro del pasado, cuando quemó con los ojos fijos y secos las cartas por él escritas a su mujer, y que ella guardaba desde novia con más amor que sus trajes de ciudad. Y esa misma tarde supo, por fin, lo que es retener en los brazos, deshecho al fin de sollozos, a una criatura que pugna por desasirse para ir a jugar con el chico de la cocinera.
Duro, terriblemente duro aquello... Pero ahora reía con sus dos cachorros que formaban con él una sola persona, dado el modo curioso como Subercasaux educaba a sus hijos. Las criaturas, en efecto, no temían a la oscuridad, ni a la soledad, ni a nada de lo que constituye el terror de los bebés criados entre las polleras de la madre. Más de una vez, la noche cayó sin que Subercasaux hubiera vuelto del río, y las criaturas encendieron el farol de viento a esperarlo sin inquietud. O se despertaban solos en medio de una furiosa tormenta que los enceguecía a través de los vidrios, para volverse a dormir enseguida, seguros y confiados en el regreso de papá.
No temía a nada, sino a lo que su padre les advertía debían temer; y en primer grado, naturalmente, figuraban las víboras. Aunque libres, respirando salud y deteniéndose a mirarlo todo con sus grandes ojos de cachorros alegres, no hubieran sabido qué hacer un instante sin la compañía del padre. Pero si éste, al salir, les advertía que iba a estar tal tiempo ausente, los chicos se quedaban entonces contentos a jugar entre ellos. De igual modo, si en sus mutuas y largas andanzas por el monte o el río, Subercasaux debía alejarse minutos u horas, ellos improvisaban enseguida un juego, y lo aguardaban indefectiblemente en el mismo lugar, pagando así, con ciega y alegre obediencia, la confianza que en ellos depositaba su padre.
Galopaban a caballo por su cuenta, y esto desde que el varoncito tenía cuatro años. Conocían perfectamente —como toda criatura libre— el alcance de sus fuerzas , y jamás lo sobrepasaban. Llegaban a veces , solos, hasta el Yabebirí, al acantilado de arenisca rosa.
—Cerciórense bien del terreno, y siéntense después —le había dicho su padre. El acantilado se alza perpendicular a veinte metros de un agua profunda y umbría que refresca las grietas de su base. Allá arriba, diminutos, los chicos de Subercasaux se aproximaban tanteando las piedras con el pie. Y seguros, por fin, se sentaban a dejar jugar las sandalias sobre el abismo.
Naturalmente, todo esto lo había conquistado Subercasaux en etapas sucesivas y con las correspondientes angustias.
—Un día se mata un chico —decíase—. Y por el resto de mis días pasaré
preguntándome si tenía razón al educarlos así.
Sí, tenía razón. Y entre los escasos consuelos de un padre que queda solo con huérfanos, es el más grande el de poder educar a los hijos de acuerdo con una sola línea de carácter.
Subercasaux era, pues, feliz, y las criaturas sentíanse entrañablemente ligadas a aquel hombrón que jugaba horas enteras con ellos, les enseñaba a leer en el suelo con grandes letras rojas y pesadas de minio y les cosía las rasgaduras de sus bombachas con sus tremendas manos endurecidas.
De coser bolsas en el Chaco, cuando fue allá plantador de algodón, Subercasaux había conservado la costumbre y el gusto de coser. Cosía su ropa, la de sus chicos, las fundas del revólver, las velas de su canoa, todo con hilo de zapatero y a puntada por nudo. De modo que sus camisas podían abrirse por cualquier parte menos donde él había puesto su hilo encerado. En punto a juegos, las criaturas estaban acordes en reconocer en su padre a un maestro, particularmente en su modo de correr en cuatro patas, tan extraordinario que los hacía enseguida gritar de risa. Como, a más de sus ocupaciones fijas, Subercasaux tenía inquietudes experimentales, que cada tres meses cambiaban de rumbo, sus hijos, constantemente a su lado, conocían una porción de cosas que no es habitual conozcan las criaturas de esa edad. Habían visto
—y ayudado a veces— a disecar animales, fabricar creolina, extraer caucho del monte para pegar sus impermeables; habían visto teñir las camisas de su padre de todos los colores, construir palancas de ocho mil kilos para estudiar cementos; fabricar superfosfatos, vino de naranja, secadoras de tipo Mayfarth, y tender, desde el monte al bungalow, un alambre carril suspendido a diez metros del suelo, por cuyas vagonetas los chicos bajaban volando hasta la casa.
Por aquel tiempo había llamado la atención de Subercasaux un yacimiento o filón de arcilla blanca que la última gran bajada del Yabebirí dejara a descubierto. Del estudio de dicha arcilla había pasado a las otras del país, que cocía en sus hornos de cerámica —
naturalmente, construido por él—. Y si había de buscar índices de cocción, vitrificación y demás, con muestras amorfas, prefería ensayar con cacharros, caretas y animales fantásticos, en todo lo cual sus chicos lo ayudaban con gran éxito. De noche, y en las tardes muy oscuras del temporal, entraba la fábrica en gran movimiento. Subercasaux encendía temprano el horno, y los ensayistas, encogidos por el frío y restregándose las manos, sentábanse a su calor a modelar. Pero el horno chico de Subercasaux levantaba fácilmente mil grados en dos horas, y cada vez que a este punto se abría su puerta para alimentarlo, partía del hogar albeante un verdadero golpe de fuego que quemaba las pestañas. Por lo cual los ceramistas retirábanse a un extremo del taller, hasta que el viento helado que filtraba silbando por entre las tacuaras de la pared los llevaba otra vez, con mesa y todo, a caldearse de espaldas al horno.
Salvo las piernas desnudas de los chicos, que eran las que recibían ahora las bocanadas de fuego, todo marchaba bien. Subercasaux sentía debilidad por los cacharros prehistóricos; la nena modelaba de preferencia sombreros de fantasía, y el varoncito hacía, indefectiblemente, víboras.
A veces, sin embargo, el ronquido monótono del horno no los animaba bastante, y recurrían entonces al gramófono, que tenía los mismos discos desde que Subercasaux se casó y que los chicos habían aporreado con toda clase de púas, clavos, tacuaras y espinas que ellos mismos aguzaban. Cada uno se encargaba por turno de administrar la máquina, lo cual consistía en cambiar automáticamente de disco sin levantar siquiera los ojos de la arcilla y reanudar enseguida el trabajo. Cuando habían pasado todos los discos, tocaba a otro el turno de repetir exactamente lo mismo. No oían ya la música, por resaberla de memoria; pero les entretenía el ruido. A la diez los ceramistas daban por terminada su tarea y se levantaban a proceder por primera vez al examen crítico de sus obras de arte, pues antes de haber concluido todos no se permitía el menor comentario. Y era de ver, entonces, el alborozo ante las fantasías ornamentales de la mujercita y el entusiasmo que levantaba la obstinada colección de víboras del nene. Tras lo cual Subercasaux extinguía el fuego del horno, y todos de la mano atravesaban corriendo la noche helada hasta su casa. Tres días después del paseo nocturno que hemos contado, Subercasaux quedó sin sirvienta; y este incidente, ligero y sin consecuencias en cualquier otra parte, modificó
hasta el extremo la vida de los tres desterrados.
En los primeros momentos de su soledad, Subercasaux había contado para criar a sus hijos con la ayuda de una excelente mujer, la misma cocinera que lloró y halló la casa demasiado sola a la muerte de su señora.
Al mes siguiente se fue, y Subercasaux pasó todas las penas para reemplazarla con tres o cuatro hoscas muchachas arrancadas al monte y que sólo se quedaban tres días por hallar demasiado duro el carácter del patrón.
Subercasaux, en efecto, tenía alguna culpa y lo reconocía. Hablaba con las muchachas apenas lo necesario para hacerse entender; y lo que decía tenía precisión y lógica demasiado masculinas. Al barrer aquéllas el comedor, por ejemplo, les advertía que barrieran también alrededor de cada pata de la mesa. Y esto, expresado brevemente, exasperaba y cansaba a las muchachas.
Por el espacio de tres meses no pudo obtener siquiera una chica que le lavara los platos. Y en estos tres meses Subercasaux aprendió algo más que a bañar a sus chicos. Aprendió, no a cocinar, porque ya lo sabía, sino a fregar ollas con la misma arena del patio, en cuclillas y al viento helado, que le amorataba las manos. Aprendió a interrumpir a cada instante sus trabajos para correr a retirar la leche del fuego o abrir el horno humeante, y aprendió también a traer de noche tres baldes de agua del pozo —ni uno menos— para lavar su vajilla.
Este problema de los tres baldes ineludibles constituyó una de sus pesadillas, y tardó un mes en darse cuenta de que le eran indispensables. En los primeros días, naturalmente, había aplazado la limpieza de ollas y platos, que amontonaba uno al lado de otro en el suelo, para limpiarlos todos juntos. Pero después de perder una mañana entera en cuclillas raspando cacerolas quemadas (todas se quemaban), optó por cocinar-comerfregar, tres sucesivas cosas cuyo deleite tampoco conocen los hombres casados. No le quedaba, en verdad, tiempo para nada, máxime en los breves días de invierno. Subercasaux había confiado a los chicos el arreglo de las dos piezas, que ellos desempeñaban bien que mal. Pero no se sentía él mismo con ánimo suficiente para barrer el patio, tarea científica, radial, circular y exclusivamente femenina, que, a pesar de saberla Subercasaux base del bienestar en los ranchos del monte, sobrepasaba su paciencia.
En esa suelta arena sin remover, convertida en laboratorio de cultivo por el tiempo cruzado de lluvias y sol ardiente, los piques se propagaron de tal modo que se los veía trepar por los pies descalzos de los chicos. Subercasaux, aunque siempre de stromboot, pagaba pesado tributo a los piques. Y rengo casi siempre, debía pasar una hora entera después de almorzar con los pies de su chico entre las manos, en el corredor y salpicado de lluvia o en el patio cegado por el sol. Cuando concluía con el varoncito, le tocaba el turno a sí mismo; y al incorporarse por fin, curvaturado, el nene lo llamaba porque tres nuevos piques le habían taladrado a medias la piel de los pies. La mujercita parecía inmune, por ventura; no había modo de que sus uñitas tentaran a los piques, de diez de los cuales siete correspondían de derecho al nene y sólo tres a su padre. Pero estos tres resultaban excesivos para un hombre cuyos pies eran el resorte de su vida montés.
Los piques son, por lo general, más inofensivos que las víboras, las uras y los mismos barigüis. Caminan empinados por la piel, y de pronto la perforan con gran rapidez, llegan a la carne viva, donde fabrican una bolsita que llenan de huevos. Ni la extracción del pique o la nidada suelen ser molestas, ni sus heridas se echan a perder más de lo necesario. Pero de cien piques limpios hay uno que aporta una infección, y cuidado entonces con ella.
Subercasaux no lograba reducir una que tenía en un dedo, en el insignificante meñique del pie derecho. De un agujerillo rosa había llegado a una grieta tumefacta y dolorosísima, que bordeaba la uña. Yodo, bicloruro, agua oxigenada, formol, nada había dejado de probar. Se calzaba, sin embargo, pero no salía de casa, y sus inacabables fatigas de monte se reducían ahora, en las tardes de lluvia, a lentos y taciturnos paseos alrededor del patio, cuando al entrar el sol el cielo se despejaba y el bosque, recortado a contraluz como sombra chinesca, se aproximaba en el aire purísimo hasta tocar los mismos ojos.
Subercasaux reconocía que en otras condiciones de vida habría logrado vencer la infección, la que sólo pedía un poco de descanso. El herido dormía mal, agitado por escalofríos y vivos dolores en las altas horas. Al rayar el día, caía por fin en un sueño pesadísimo, y en ese momento hubiera dado cualquier cosa por quedar en cama hasta las ocho siquiera. Pero el nene seguía en invierno tan madrugador como en verano, y Subercasaux se levantaba achuchado a encender el primus y preparar el café. Luego el almuerzo, el restregar ollas. Y por diversión, al mediodía, la inacabable historia de los piques de su chico.
—Esto no puede continuar así —acabó por decirse Subercasaux—. Tengo que conseguir a toda costa una muchacha.
Pero ¿cómo? Durante sus años de casado esta terrible preocupación de la sirvienta había constituido una de sus angustias periódicas. Las muchachas llegaban y se iban, como lo hemos dicho, sin decir por qué, y esto cuando había una dueña de casa. Subercasaux abandonaba todos sus trabajos y por tres días no bajaba del caballo, galopando por las picadas desde Apariciocué a San Ignacio, tras de la más inútil muchacha que quisiera lavar los pañales. Un mediodía, por fin, Subercasaux desembocaba del monte con una aureola de tábanos en la cabeza y el pescuezo del caballo deshilado en sangre; pero triunfante. La muchacha llegaba al día siguiente en ancas de su padre, con un atado; y al mes justo se iba con el mismo atado, a pie. Y Subercasaux dejaba otra vez el machete o la azada para ir a buscar su caballo, que ya sudaba al sol sin moverse. Malas aventuras aquellas, que le habían dejado un amargo sabor y que debían comenzar otra vez. ¿Pero hacia dónde? Subercasaux había ya oído en sus noches de insomnio el tronido lejano del bosque, abatido por la lluvia. La primavera suele ser seca en Misiones, y muy lluvioso el invierno. Pero cuando el régimen se invierte —y de esperar en el clima de Misiones—, las nubes precipitan en tres meses un metro de agua, de los mil quinientos milímetros que deben caer en el año.
Hallábanse ya casi sitiados. El Horqueta, que corta el camino hacia la costa del Paraná, no ofrecía entonces puente alguno y sólo daba paso en el vado carretero, donde el agua caía en espumoso rápido sobre piedras redondas y movedizas, que los caballos pisaban estremecidos. Esto, en tiempos normales; porque cuando el riacho se ponía a recoger las aguas de siete días de temporal, el vado quedaba sumergido bajo cuatro metros de agua veloz, estirada en hondas líneas que se cortaban y enroscaban de pronto en un remolino. Y los pobladores del Yabebirí, detenidos a caballo ante el pajonal inundado, miraban pasar venados muertos, que iban girando sobre sí mismos. Y así por diez o quince días. El Horqueta daba aún paso cuando Subercasaux se decidió a salir; pero en su estado, no se atrevía a recorrer a caballo tal distancia. Y en el fondo, hacia el arroyo del Cazador,
¿qué podía hallar?
Recordó entonces a un muchachón que había tenido una vez, listo y trabajador como pocos, quien le había manifestado riendo, el mismo día de llegar, y mientras fregaba una sartén en el suelo, que él se quedaría un mes, porque su patrón lo necesitaba; pero ni un día más, porque ese no era un trabajo para hombres. El muchacho vivía en la boca del Yabebirí, frente a la isla del Toro; lo cual representaba un serio viaje, porque si el Yabebirí se desciende y se remonta jugando, ocho horas continuas de remo aplastan los dedos de cualquiera que ya no está en tren.
Subercasaux se decidió, sin embargo. Y a pesar del tiempo amenazante, fue con sus chicos hasta el río, con el aire feliz de quien ve por fin el cielo abierto. Las criaturas besaban a cada instante la mano de su padre, como era hábito en ellos cuando estaban muy contentos. A pesar de sus pies y el resto, Subercasaux conservaba todo su ánimo para sus hijos; pero para éstos era cosa muy distinta atravesar con su piapiá el monte enjambrado de sorpresas y correr luego descalzos a lo largo de la costa, sobre el barro caliente y elástico del Yabebirí.
Allí les esperaba lo ya previsto: la canoa llena de agua, que fue preciso desagotar con el achicador habitual y con los mates guardabichos que los chicos llevaban siempre en bandolera cuando iban al monte.
La esperanza de Subercasaux era tan grande que no se inquietó lo necesario ante el aspecto equívoco del agua enturbiada, en un río que habitualmente da fondo claro a los ojos hasta dos metros.
—Las lluvias —pensó— no se han obstinado aún con el sudeste... Tardará un día o dos en crecer.
Prosiguieron trabajando. Metidos en el agua a ambos lados de la canoa, baldeaban de firme. Subercasaux, en un principio, no se había atrevido a quitarse las botas, que el lodo profundo retenía al punto de ocasionarle buenos dolores al arrancar el pie. Descalzóse, por fin, y con los pies libres y hundidos como cuñas en el barro pestilente, concluyó de agotar la canoa, la dio vuelta y le limpió los fondos, todo en dos horas de febril actividad.
Listos, por fin, partieron. Durante una hora la canoa se deslizó más velozmente de lo que el remero hubiera querido. Remaba mal, apoyado en un solo pie, y el talón desnudo herido por el filo del soporte. Y asimismo avanzaba a prisa, porque el Yabebirí corría ya. Los palitos hinchados de burbujas, que comenzaban a orlear los remansos, y el bigote de las pajas atracadas en un raigón hicieron por fin comprender a Subercasaux lo que iba a pasar si demoraba un segundo en virar de proa hacia su puerto. Sirvienta, muchacho, ¡descanso, por fin!..., nuevas esperanzas perdidas. Remó, pues, sin perder una palada. Las cuatro horas que empleó en remontar, torturado de angustias y fatiga, un río que había descendido en una hora, bajo una atmósfera tan enrarecida que la respiración anhelaba en vano, sólo él pudo apreciarlas a fondo. Al llegar a su puerto, el agua espumosa y tibia había subido ya dos metros sobre la playa. Y por la canal bajaban a medio hundir ramas secas, cuyas puntas emergían y se hundían balanceándose.
Los viajeros llegaron al bungalow cuando va estaba casi oscuro, aunque eran apenas las cuatro, y a tiempo que el cielo, con un solo relámpago desde el cenit al río, descargaba por fin su inmensa provisión de agua. Cenaron enseguida y se acostaron rendidos, bajo el estruendo del cinc que el diluvio martilló toda la noche con implacable violencia. Al rayar el día, un hondo escalofrío despertó al dueño de casa. Hasta ese momento había dormido con pesadez de plomo. Contra lo habitual, desde que tenía el dedo herido, apenas le dolía el pie, no obstante las fatigas del día anterior. Echóse encima el impermeable tirado en el respaldo de la cama, y trató de dormir de nuevo. Imposible. El frío lo traspasaba. El hielo interior irradiaba hacia afuera, y todos los poros convertidos en agujas de hielo erizadas, de lo que adquiría noción al mínimo roce con su ropa. Apelotonado, recorrido a lo largo de la médula espinal por rítmicas y profundas corrientes de frío, el enfermo vio pasar las horas sin lograr calentarse. Los chicos, felizmente, dormían aún.
—En el estado en que estoy no se hacen pavadas como la de ayer —se repetía—. Estas son las consecuencias.
Como un sueño lejano, como una dicha de inapreciable rareza que alguna vez poseyó, se figuraba que podía quedar todo el día en cama, caliente y descansando, por fin, mientras oía en la mesa el ruido de las tazas de café con leche que la sirvienta —aquella primera gran sirvienta— servía a los chicos... ¡Quedar en cama hasta las diez, siquiera!... En cuatro horas pasaría la fiebre, y la misma cintura no le dolería tanto...
¿Qué necesitaba, en suma, para curarse? Un poco de descanso, nada más. Él mismo se lo había repetido diez veces... Y el día avanzaba, y el enfermo creía oír el feliz ruido de las tazas, entre las pulsaciones profundas de su sien de plomo. ¡Qué dicha oír aquel ruido!... Descansaría un poco, por fin...
—¡Piapiá!
—Mi hijo querido..
—¡Buen día, piapiacito adorado! ¿No te levantaste todavía? Es tarde, piapiá.
—Sí, mi vida, ya me estaba levantando...
Y Subercasaux se vistió a prisa, echándose en cara su pereza, que lo había hecho olvidar del café de sus hijos.
El agua había cesado, por fin, pero sin que el menor soplo de viento barriera la humedad ambiente. A mediodía la lluvia recomenzó, la lluvia tibia, calma y monótona, en que el valle del Horqueta, los sembrados y los pajonales se diluían en una brumosa y tristísima napa de agua.
Después de almorzar, los chicos se entretuvieron en rehacer su provisión de botes de papel que habían agotado la tarde anterior... hacían cientos de ellos, que acondicionaban unos dentro de otros como cartuchos, listos para ser lanzados en la estela de la canoa, en el próximo viaje. Subercasaux aprovechó la ocasión para tirarse un rato en la cama, donde recuperó enseguida su postura de gatillo, manteniéndose inmóvil con las rodillas subidas hasta el pecho.
De nuevo, en la sien, sentía un peso enorme que la adhería a la almohada, al punto de que ésta parecía formar parte integrante de su cabeza. ¡Qué bien estaba así! ¡Quedar uno, diez, cien días sin moverse! El murmullo monótono del agua en el cinc lo arrullaba, y en su rumor oía distintamente, hasta arrancarle una sonrisa, el tintineo de los cubiertos que la sirvienta manejaba a toda prisa en la cocina. ¡Qué sirvienta la suya!... Y
oía el ruido de los platos, docenas de platos, tazas y ollas que las sirvientas —¡eran diez ahora!— raspaban y flotaban con rapidez vertiginosa. ¡Qué gozo de hallarse bien caliente, por fin, en la cama, sin ninguna, ninguna preocupación!... ¿Cuándo, en qué
época anterior había él soñado estar enfermo, con una preocupación terrible?... ¡Qué
zonzo había sido!... Y qué bien se está así, oyendo el ruido de centenares de tazas limpísimas...
—¡Piapiá!
—Chiquita...
—¡Ya tengo hambre, piapiá!
—Sí, chiquita; enseguida...
Y el enfermo se fue a la lluvia a aprontar el café a sus hijos. Sin darse cuenta precisa de lo que había hecho esa tarde, Subercasaux vio llegar la noche con hondo deleite. Recordaba, sí, que el muchacho no había traído esa tarde la leche, y que él había mirado un largo rato su herida, sin percibir en ella nada de particular.
Cayó en la cama sin desvestirse siquiera, y en breve tiempo la fiebre lo arrebató otra vez. El muchacho que no había llegado con la leche... ¡Qué locura! ... Con sólo unos días de descanso, con unas horas nada más, se curaría. ¡Claro! ¡Claro!. .. Hay una justicia a pesar de todo... Y también un poquito de recompensa... para quien había querido a sus hijos como él... Pero se levantaría sano. Un hombre puede enfermarse a veces... y necesitar un poco de descanso. ¡Y cómo descansaba ahora, al arrullo de la lluvia en el cinc!... ¿Pero no habría pasado un mes ya?... Debía levantarse. El enfermo abrió los ojos. No veía sino tinieblas, agujereadas por puntos fulgurantes que se retraían e hinchaban alternativamente, avanzando hasta sus ojos en velocísimo vaivén.
"Debo de tener fiebre muy alta" —se dijo el enfermo. Y encendió sobre el velador el farol de viento. La mecha, mojada, chisporroteó largo rato, sin que Subercasaux apartara los ojos del techo. De lejos, lejísimo, llegábale el recuerdo de una noche semejante en que él se hallaba muy, muy enfermo... ¡Qué
tontería!... Se hallaba sano, porque cuando un hombre nada más que cansado tiene la dicha de oír desde la cama el tintineo vertiginoso del servicio en la cocina, es porque la madre vela por sus hijos...
Despertóse de nuevo. Vio de reojo el farol encendido, y tras un concentrado esfuerzo de atención, recobró la conciencia de sí mismo.
En el brazo derecho, desde el codo a la extremidad de los dedos, sentía ahora un dolor profundo. Quiso recoger el brazo y no lo consiguió. Bajó el impermeable, y vio su mano lívida, dibujada de líneas violáceas, helada, muerta. Sin cerrar los ojos, pensó un rato en lo que aquello significaba dentro de sus escalofríos y del roce de los vasos abiertos de su herida con el fango infecto del Yabebirí, y adquirió entonces, nítida y absoluta, la comprensión definitiva de que todo él también se moría —que se estaba muriendo. Hízose en su interior un gran silencio, como si la lluvia, los ruidos y el ritmo mismo de las cosas se hubieran retirado bruscamente al infinito. Y como si estuviera ya desprendido de sí mismo, vio a lo lejos de un país un bungalow totalmente interceptado de todo auxilio humano, donde dos criaturas, sin leche y solas, quedaban abandonadas de Dios y de los hombres, en el más inicuo y horrendo de los desamparos. Sus hijitos...
Se hallaba ahora bien, perfectamente bien, descansando. Con un supremo esfuerzo pretendió arrancarse a aquella tortura que le hacía palpar hora tras hora, día tras día, el destino de sus adoradas criaturas. Pensaba en vano: la vida tiene fuerzas superiores que nos escapan... Dios provee...
"¡Pero no tendrán que comer!" —gritaba tumultuosamente su corazón. Y él quedaría allí
mismo muerto, asistiendo a aquel horror sin precedentes... Mas, a pesar de la lívida luz del día que reflejaba la pared, las tinieblas recomenzaban a absorberlo otra vez con sus vertiginosos puntos blancos, que retrocedían y volvían a latir en sus mismos ojos... ¡Sí! ¡Claro! ¡Había soñado! No debiera ser permitido soñar tales cosas... Ya se iba a levantar, descansado.
—¡Piapiá!... ¡Piapia!... ¡Mi piapiacito querido!.
—Mi hijo...
—¿No te vas a levantar hoy, piapiá? Es muy tarde. ¡Tenemos mucha hambre, piapiá!
—Mi chiquito... No me voy a levantar todavía... Levántense ustedes y coman galleta... Hay dos todavía en la lata... Y vengan después.
—¿Podemos entrar ya, piapiá?
—No, querido mío... Después haré el café... Yo los voy a llamar. Oyó aún las risas y el parloteo de sus chicos que se levantaban, y después de un rumor in crescendo, un tintineo vertiginoso que irradiaba desde el centro de su cerebro e iba a golpear en ondas rítmicas contra su cráneo dolorosísimo. Y nada más oyó. Abrió otra vez los ojos, y al abrirlos sintió que su cabeza caía hacia la izquierda con una facilidad que le sorprendió. No sentía ya rumor alguno. Sólo una creciente dificultad sin penurias para apreciar la distancia a que estaban los objetos... Y la boca muy abierta para respirar.
—Chiquitos... Vengan enseguida...
Precipitadamente, las criaturas aparecieron en la puerta entreabierta; pero ante el farol encendido y la fisonomía de su padre, avanzaron mudos y los ojos muy abiertos. El enfermo tuvo aún el valor de sonreír, y los chicos abrieron más los ojos ante aquella mueca.
—Chiquitos —les dijo Subercasaux, cuando los tuvo a su lado—. Óiganme bien, chiquitos míos, porque ustedes son ya grandes y pueden comprender todo... Voy a morir, chiquitos... Pero no se aflijan... Pronto van a ser ustedes hombres, y serán buenos y honrados... Y se acordarán entonces de su piapiá... Comprendan bien, mis hijitos queridos... Dentro de un rato me moriré, y ustedes no tendrán más padre... Quedarán solitos en casa... Pero no se asusten ni tengan miedo... Y ahora, adiós, hijitos míos... Me van a dar ahora un besot . . Un beso cada uno... Pero ligero, chiquitos... Un beso... a su piapiá...
—Pero ligero, chiquitos... Un besot...
Las criaturas salieron sin tocar la puerta entreabierta y fueron a detenerse en su cuarto, ante la llovizna del patio. No se movían de allí. Sólo la mujercita, con una vislumbre de la extensión de lo que acababa de pasar, hacía a ratos pucheros con el brazo en la cara, mientras el nene rascaba distraído el contramarco, sin comprender. Ni uno ni otro se atrevían a hacer ruido.
Pero tampoco les llegaba el menor ruido del cuarto vecino, donde desde hacía tres horas su padre, vestido y calzado bajo el impermeable, yacía muerto a la luz del farol.

CHARLES PERRAULT , BARBA AZUL





CHARLES PERRAULT  
BARBA AZUL 






BARBA AZUL Charles Perrault 




Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles forrados en finísimo brocado y carrozas todas doradas. Pero desgraciadamente, este hombre tenía la barba azul; esto le daba un aspecto tan feo y terrible que todas las mujeres y las jóvenes le arrancaban.
Una vecina suya, dama distinguida, tenía dos hijas hermosísimas. Él le pidió la mano de una de ellas, dejando a su elección cuál querría darle. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban una a la otra, pues no podían resignarse a tener un marido con la barba azul. Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabia qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul, para conocerlas, las llevó con su madre y tres o cuatro de sus mejores amigas, y algunos jóvenes de la comarca, a una de sus casas de campo, donde permanecieron ocho días completos. El tiempo se les iba en paseos, cacerías, pesca, bailes, festines, meriendas y cenas; nadie dormía y se pasaban la noche entre bromas y diversiones. En fin, todo marchó tan bien que la menor de las jóvenes empezó a encontrar que el dueño de casa ya no tenía la barba tan azul y que era un hombre muy correcto.
Tan pronto hubieron llegado a la ciudad, quedó arreglada la boda. Al cabo de un mes, Barba Azul le dijo a su mujer que tenía que viajar a provincia por seis semanas a lo menos debido a un negocio importante; le pidió que se divirtiera en su ausencia, que hiciera venir a sus buenas amigas, que las llevara al campo si lo deseaban, que se diera gusto.
—He aquí, le dijo, las llaves de los dos guardamuebles, éstas son las de la vajilla de oro y plata que no se ocupa todos los días, aquí están las de los estuches donde guardo mis pedrerías, y ésta es la llave maestra de todos los aposentos. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete al fondo de la galería de mi departamento: abrid todo, id a todos lados, pero os prohibo entrar a este pequeño gabinete, y os lo prohibo de tal manera que si llegáis a abrirlo, todo lo podéis esperar de mi cólera. Ella prometió cumplir exactamente con lo que se le acababa de ordenar; y él, luego de abrazarla, sube a su carruaje y emprende su viaje.
Las vecinas y las buenas amigas no se hicieron de rogar para ir donde la recién casada, tan impacientes estaban por ver todas las riquezas de su casa, no habiéndose atrevido a venir mientras el marido estaba presente a causa de su barba azul que les daba miedo. De inmediato se ponen a recorrer las habitaciones, los gabinetes, los armarios de trajes, a cual de todos los vestidos más hermosos y más ricos. Subieron en seguida a los guardamuebles, donde no se cansaban de admirar la cantidad y magnificencia de las tapicerías, de las camas, de los sofás, de los bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos donde uno se miraba de la cabeza a los pies, y cuyos marcos, unos de cristal, los otros de plata o de plata recamada en oro, eran los más hermosos y magníficos que jamas se vieran. No cesaban de alabar y envidiar la felicidad de su amiga quien, sin embargo, no se divertía nada al ver tantas riquezas debido a la impaciencia que sentía por ir a abrir el gabinete del departamento de su marido.
Tan apremiante fue su curiosidad que, sin considerar que dejarlas solas era una falta de cortesía, bajó por una angosta escalera secreta y tan precipitadamente, que estuvo a punto de romperse los huesos dos o tres veces. Al llegar á la puerta del gabinete, se detuvo durante un rato, pensando en la prohibición que le había hecho su marido, y temiendo que esta desobediencia pudiera acarrearle alguna desgracia. Pero la tentación era tan grande que no pudo superarla: tomó, pues, la llavecita y temblando abrió la puerta del gabinete.
Al principio no vio nada porque las ventanas estaban cerradas; al cabo de un momento, empezó
a ver que el piso se hallaba todo cubierto de sangre coagulada, y que en esta sangre se reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas y atadas a las murallas (eran todas las mujeres que habían sido las esposas de Barba Azul y que él había degollado una tras otra).
Creyó que se iba a morir de miedo, y la llave del gabinete que había sacado de la cerradura se le cayó de la mano. Después de reponerse un poco, recogió la llave, volvió a salir y cerró la puerta; subió a su habitación para recuperar un poco la calma; pero no lo lograba, tan conmovida estaba. Habiendo observado que la llave del gabinete estaba manchada de sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por mucho que la lavara y aún la resfregara con arenilla, la sangre siempre estaba allí, porque la llave era mágica, y no había forma de limpiarla del todo: si se le sacaba la mancha de un lado, aparecía en el otro.
Barba Azul regresó de su viaje esa misma tarde diciendo que en el camino había recibido cartas informándole que el asunto motivo del viaje acababa de finiquitarse a su favor. Su esposa hizo todo lo que pudo para demostrarle que estaba encantada con su pronto regreso. Al día siguiente, él le pidió que le devolviera las llaves y ella se las dio, pero con una mano tan temblorosa que él adivinó sin esfuerzo todo lo que había pasado.
—¿Y por qué, le dijo, la llave del gabinete no está con las demás?
—Tengo que haberla dejado, contestó ella allá arriba sobre mi mesa.
—No dejéis de dármela muy pronto, dijo Barba Azul.
Después de aplazar la entrega varias veces, no hubo más remedio que traer la llave. Habiéndola examinado, Barba Azul dijo a su mujer:
—¿Por qué hay sangre en esta llave?
—No lo sé, respondió la pobre mujer, pálida corno una muerta.
—No lo sabéis, repuso Barba Azul, pero yo sé muy bien. ¡Habéis tratado de entrar al gabinete!
Pues bien, señora, entraréis y ocuparéis vuestro lugar junto a las damas que allí habéis visto. Ella se echó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón, con todas las demostraciones de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Habría enternecido a una roca, hermosa y afligida como estaba; pero Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca.
—Hay que morir, señora, le dijo, y de inmediato.
—Puesto que voy a morir, respondió ella mirándolo con los ojos bañados de lágrimas, dadme un poco de tiempo para rezarle a Dios.
—Os doy medio cuarto de hora, replicó Barba Azul, y ni un momento más. Cuando estuvo sola llamó a su hermana y le dijo:
—Ana, (pues así se llamaba), hermana mía, te lo ruego, sube a lo alto de la torre, para ver si vienen mis hermanos, prometieron venir hoy a verme, y si los ves, hazles señas para que se den prisa. La hermana Ana subió a lo alto de la torre, y la pobre afligida le gritaba de tanto en tanto;
—Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana respondía:
—No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece. Mientras tanto Barba Azul, con un enorme cuchillo en la mano, le gritaba con toda sus fuerzas a su mujer:
—Baja pronto o subiré hasta allá.
—Esperad un momento más, por favor, respondía su mujer; y a continuación exclamaba en voz baja: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana Ana respondía:
—No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece. 3
—Baja ya, gritaba Barba Azul, o yo subiré.
—Voy en seguida, le respondía su mujer; y luego suplicaba: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
—Veo, respondió la hermana Ana, una gran polvareda que viene de este lado.
—¿Son mis hermanos?
—¡Ay, hermana, no! es un rebaño de ovejas.
—¿No piensas bajar? gritaba Barba Azul.
—En un momento más, respondía su mujer; y en seguida clamaba: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Veo, respondió ella, a dos jinetes que vienen hacia acá, pero están muy lejos todavía... ¡Alabado sea Dios! exclamó un instante después, son mis hermanos; les estoy haciendo señas tanto como puedo para que se den prisa.
Barba Azul se puso a gritar tan fuerte que toda la casa temblaba. La pobre mujer bajó y se arrojó
a sus pies, deshecha en lágrimas y enloquecida.
—Es inútil, dijo Barba Azul, hay que morir.
Luego, agarrándola del pelo con una mano, y levantando la otra con el cuchillo se dispuso a cortarle la cabeza. La infeliz mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecidos, le rogó que le concediera un momento para recogerse.
—No, no, dijo él, encomiéndate a Dios; y alzando su brazo...
En ese mismo instante golpearon tan fuerte a la puerta que Barba Azul se detuvo bruscamente; al abrirse la puerta entraron dos jinetes que, espada en mano, corrieron derecho hacia Barba Azul. Este reconoció a los hermanos de su mujer, uno dragón y el otro mosquetero, de modo que huyó
para guarecerse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes que pudiera alcanzar a salir. Le atravesaron el cuerpo con sus espadas y lo dejaron muerto. La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido, y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos. Ocurrió que Barba Azul no tenía herederos, de modo que su esposa pasó a ser dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; otra parte en comprar cargos de Capitán a sus dos hermanos; y el resto a casarse ella misma con un hombre muy correcto que la hizo olvidar los malos ratos pasados con Barba Azul.


MORALEJA 

 La curiosidad, teniendo sus encantos,
 a menudo se paga con penas y con llantos;
 a diario mil ejemplos se ven aparecer.
 Es, con perdón del sexo, placer harto menguado;
 no bien se experimenta cuando deja de ser;
 y el precio que se paga es siempre exagerado.

OTRA MORALEJA 

 Por poco que tengamos buen sentido
 y del mundo conozcamos el tinglado,
 a las claras habremos advertido
 que esta historia es de un tiempo muy pasado;
 ya no existe un esposo tan terrible,
 ni capaz de pedir un imposible,
 aunque sea celoso, antojadizo.
 Junto a su esposa se le ve sumiso
 y cualquiera que sea de su barba el color,
 cuesta saber, de entre ambos, cuál es amo y señor.

El soldado y la muerte - Aleksandr Nikoalevich Afanasiev


El soldado y la muerte 
  
Aleksandr Nikoalevich Afanasiev 



Un soldado, después de haber cumplido su servicio  durante  veinticinco  años,  pidió  ser licenciado y se fue a correr mundo.
 
Anduvo  algún  tiempo,  y  se  encontró  a  un pobre  que  le  pidió  limosna.  El  soldado  tenía sólo  tres  galletas  y  dio una  al  mendigo,  quedándose  él  con  dos.  Siguió  su  camino,  y  a poco  tropezó  con  otro  pobre  que  también  le pidió  limosna  saludándolo  humildemente.  El soldado  repartió  con  él  su  provisión,  dándole una galleta y quedándose él con la última.

Llevaba  andando  un  buen  rato  cuando  se encontró a un tercer mendigo. Era un anciano de pelo blanco como la nieve, que también lo saludó  humildemente  pidiéndole  limosna.  El soldado  sacó  su  última  galleta  y  reflexionó
así:

«Si le doy la galleta entera me quedaré sin provisiones; pero si le doy la mitad y encuentra  a  los  otros  dos  pobres,  al  ver  que  a  ellos les he dado una galleta entera a cada uno se


podrá ofender. Será mejor que le dé la galleta entera; yo me podré pasar sin ella.»

Le  dio  su  última  galleta,  quedándose  sin provisiones. Entonces el anciano le preguntó:

-Dime,  hijo  mío,  ¿qué  deseas  y  qué  necesitas?

-Dios  te  bendiga  -le  contestó  el  soldado-.
¿Qué  quieres  que  te  pida  a  ti,  abuelito,  si eres tan pobre que nada puedes ofrecerme?

-No  hagas  caso  de  mi  miseria  y  dime  lo que  deseas;  quizá  pueda  recompensarte  por tu buen corazón.

-No  necesito  nada;  pero  si  tienes  una  baraja, dámela como recuerdo tuyo.

El anciano sacó de su bolsillo una baraja y se la dio al soldado, diciendo:



-Tómala,  y  puedes  estar  seguro  de  que, juegues con quien juegues, siempre ganarás. Aquí  tienes  también  una  alforja;  a  quien  encuentres  en el camino, sea persona, sea animal  o  sea  cosa,  si  la  abres  y  dices:  «Entra aquí», en seguida se meterá en ella.

-Muchas gracias -le dijo el soldado.

Y sin dar importancia a lo que el anciano le había  dicho,  tomó  la  baraja  y  la  alforja  y  siguió su camino.

Después de andar bastante tiempo llegó a la orilla de un lago y vio en él tres gansos que estaban  nadando.  Se  le  ocurrió  al  soldado ensayar su alforja; la abrió y exclamó:

-¡Ea, gansos, entren aquí!

Apenas  tuvo  tiempo  de  pronunciar  estas palabras cuando, con gran asombro suyo, los gansos  volaron  hacia  él  y  entraron  en  la  al

forja. El soldado la ató, se la puso al hombro y siguió su camino.

Anduvo,  anduvo  y  al  fin  llegó  a  una  gran ciudad  desconocida.  Entró  en  una  taberna  y dijo al tabernero:

-Oye, toma este ganso y ásamelo para cenar; por este otro me darás pan y una buena copa de aguardiente, y este tercero te lo doy a ti en pago de tu trabajo.

Se  sentó  a  la  mesa  y,  una  vez  lista  la  cena,  se  puso  a  comer,  bebiéndose  el  aguardiente  y  comiéndose  el  sabroso  ganso.  Conforme cenaba, se le ocurrió mirar por la ventana  y  vio  cerca  de  la  taberna  un  magnífico palacio  que  tenía  rotos  todos  los  cristales  de las ventanas.

-Dime  -preguntó  al  tabernero-,  ¿qué  palacio es ése y por qué se halla abandonado?



-Ya hace tiempo -le dijo éste-que nuestro zar hizo construir ese palacio, pero le fue imposible establecerse en él. Hace ya diez años que  está  abandonado,  porque  los  diablos  lo han  tomado  por  residencia  y  echan  de  él  a todo  el  que  entra.  Apenas  llega  la  noche  se reúnen  allí  a  bailar,  alborotar  y  jugar  a  los naipes.

El  soldado,  sin  pararse  a  pensar  en  nada, se dirigió a palacio, se presentó ante el zar, y haciendo un saludo militar, le dijo así:

-¡Majestad! Perdóname mi audacia por venir  a  verte  sin  ser  llamado.  Quisiera  que  me dieses  permiso  para  pasar  una  noche  en  tu palacio abandonado.

-¡Tú estás loco! Se han presentado ya muchos  hombres  audaces  y  valientes  pidiéndome  lo  mismo;  a  todos  les  di  permiso,  pero ninguno de ellos ha vuelto vivo.



-El soldado ruso ni se ahoga en el agua ni se  quema  en  el  fuego  -contestó  el  soldado-. He  servido  a  Dios  y  al  zar  veinticinco  años  y no me he muerto. ¿Crees que ahora me voy a morir en una sola noche?

-Pero  te  advierto  que  siempre  que  ha  entrado al anochecer un  hombre vivo, a la mañana  siguiente  sólo  se  han  encontrado  los huesos -contestó el zar.

El  soldado  persistió  en  su  deseo,  rogando al zar que le diese permiso para pasar la noche en el palacio abandonado.

-Bueno  -dijo  al  fin  el  zar-.  Ve  allí  si  quieres;  pero  no  podrás  decir  que  ignoras  la muerte que te espera.

Se fue el soldado al palacio abandonado, y una vez allí se instaló en la gran sala, se quitó  la  mochila  y  el  sable,  puso  la  primera  en un  rincón  y  colgó  el  sable  de  un  clavo.  Se sentó  a  la  mesa,  sacó  la  tabaquera,  llenó  la


pipa,  la  encendió  y  se  puso  a  fumar  tranquilamente.

A  las  doce  de  la  noche  acudieron,  no  se sabe  de  dónde,  una  cantidad  tan  grande  de diablos que no era posible contarlos. Empezaron  a  gritar,  a  bailar  y  alborotar,  armando una algarabía infernal.

-¡Hola, soldado! ¿Estás  tú también aquí? gritaron al ver a éste-. ¿Para qué has venido?
¿Acaso  quieres  jugar  a  los  naipes  con  nosotros?

-¿Por qué no he de querer? -repuso el soldado-.  Ahora  que  con  una  condición:  hemos de  jugar  con  mi  baraja,  porque  no  tengo  fe en la de ustedes.

En seguida sacó su baraja y empezó a  repartir las cartas. Jugaron un juego y el soldado ganó; la segunda vez ocurrió lo mismo. A pesar  de  todas  las  astucias  que  inventaban los diablos, perdieron todo el dinero que tení

an,  y  el  soldado  iba  recogiéndolo  tranquilamente.

-Espera, amigo -le dijeron los diablos-; tenemos  una  reserva  de  cincuenta  arrobas  de plata  y  cuarenta  de  oro:  vamos  a  jugar  esa plata y ese oro.

Mandaron a un diablejo para que les trajese  los  sacos  de  la  reserva  y  continuaron  jugando.  El  soldado  seguía  ganando,  y  el  pequeño  diablejo,  después  de  traer  todos  los sacos  de  plata,  se  cansó  tanto  que,  con  el aliento perdido, suplicó al viejo diablo calvo:

-Permíteme descansar un ratito.

-¡Nada  de  descanso,  perezoso!  ¡Tráenos en seguida los sacos de oro!

El diablejo, asustado, corrió a todo correr y siguió  trayendo  los  sacos  de  oro,  que  pronto se  amontonaron  en  un  rincón.  Pero  el  resul

tado  fue  el  mismo:  el  soldado  seguía  ganando.

Los  diablos,  a  quienes  no  agradaba  separarse  de  su  dinero,  derribaron  la  mesa  a  patadas y atacaron al soldado, rugiendo a coro:

-Despedácenlo, despedácenlo.

Pero  el  soldado,  sin  turbarse,  cogió  su  alforja, la abrió y preguntó:

-¿Saben qué es esto?

-Una alforja -le contestaron los diablos.

-¡Pues entren todos aquí!

Apenas pronunció estas palabras, todos los diablos en pelotón se precipitaron en la alforja, llenándola por completo, apretados unos a otros.  El  soldado la  ató  lo  más  fuerte  posible con una cuerda, la colgó de la pared, y luego, echándose sobre los sacos de dinero, se dur

mió  profundamente  sin  despertar  hasta  la mañana.

Muy  temprano,  el  zar  dijo  a  sus  servidores:

-Vayan  a  ver  lo  que  le  ha  sucedido  al  soldado, y si se ha muerto, recojan sus huesos.

Los  servidores  llegaron  al  palacio  y  vieron con asombro al soldado paseándose contentísimo por las salas fumando su pipa.

-¡Hola,  amigo!  Ya  no  esperábamos  verte vivo. ¿Qué tal has pasado la noche? ¿Cómo te las has arreglado con los diablos?

-¡Valientes  personajes  son  esos  diablos!
¡Miren cuánto oro y cuánta plata les he ganado a los naipes!

Los  servidores  del  zar  se  quedaron  asombrados  y  no  se  atrevían  a  creer  lo  que  veían sus ojos.



-Se han quedado todos con la boca abierta
-siguió diciendo el soldado-. Envíenme pronto dos herreros y díganles que traigan con ellos el yunque y los martillos.

Cuando  llegaron  los  herreros  trayendo consigo el yunque y los martillos de batir, les dijo el soldado:

-Descuelguen esa alforja de la pared y den buenos golpes sobre ella.

Los herreros se pusieron a descolgar la alforja y hablaron entre ellos:

-¡Dios  mío,  cuánto  pesa!  ¡Parece  como  si estuviera llena de diablos!

Y éstos exclamaron desde dentro:

-Somos nosotros, queridos amigos.



Colocaron  el  yunque  con  la  alforja  encima y  se  pusieron  a  golpear  sobre  ella  con  los martillos  como  si  estuviesen  batiendo  hierro. Los  diablos,  no  pudiendo  soportar  el  dolor, llenos  de  espanto,  gritaron  con  todas  sus fuerzas:

-¡Gracia,  gracia,  soldado!  ¡Déjanos  libres!
¡Nunca te olvidaremos y ningún diablo entrará  jamás  en  este  palacio  ni  se  acercará  a  él en cien leguas a la redonda!

El soldado ordenó a los herreros que cesasen de golpear, y apenas desató la alforja los diablos  echaron  a  correr  sin  siquiera  mirar atrás; en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron  del  palacio.  Pero  no  todos  tuvieron  la suerte  de  escapar:  el  soldado  detuvo,  como prisionero  en  rehenes,  a  un  diablo  cojo  que no pudo correr como los demás.

Cuando  anunciaron  al  zar  las  hazañas  del soldado, lo hizo venir a su presencia, lo alabó
mucho  y  lo  dejó  vivir  en  palacio.  Desde  en

tonces el valiente soldado empezó a gozar de la  vida,  porque  todo  lo  tenía  en  abundancia: los  bolsillos  rebosando  dinero,  el  respeto  y consideración  de  toda  la  gente,  que  cuando se  lo  encontraban  le  hacían  reverencias  respetuosas, y el cariño de su zar.

Se  puso  tan  contento  que  quiso  casarse. Buscó  novia,  celebraron  la  boda  y,  para  colmo  de  bienes,  obtuvo  de  Dios  la  gracia  de tener un hijo al año de su matrimonio.

Poco  tiempo  después  se  puso  enfermo  el niño  y  nadie  lograba  curarlo.  Cuantos  médicos  y  curanderos  lo  visitaban  no  conseguían ninguna  mejoría.  Entonces  el  soldado  se acordó  del  diablo  cojo;  trajo  la  alforja  donde lo tenía encerrado y le preguntó:

-¿Estás vivo, Diablo?

-Sí, estoy vivo. ¿Qué deseas, señor mío?



-Se ha puesto enfermo mi hijo y no sé qué
hacer con él. Quizá tú sepas cómo curarlo.

-Sí  sé.  Pero  ante  todo  déjame  salir  de  la alforja.

-¿Y si me engañas y te escapas?

El  diablo  cojo  le  juró  que  ni  siquiera  un momento había tenido esa idea, y el soldado, desatando  la  alforja,  puso  en  libertad  a  su prisionero.

El  diablo,  recobrando  su  libertad,  sacó  un vaso  de  su  bolsillo,  lo  llenó  de  agua  de  la fuente,  lo  colocó  a  la  cabecera  de  la  cama donde  estaba  tendido  el  niño  enfermo  y  dijo al padre:

-Ven aquí, amigo, mira el agua.

El soldado miró el agua, y el diablo le preguntó:



-¿Qué ves?

-Veo la Muerte.

-¿Dónde se halla?

-A los pies de mi hijo.

-Está  bien.  Si  está  a  los  pies,  quiere  decir que el enfermo se curará. Si hubiese estado a la  cabecera,  se  hubiese  muerto  sin  remedio. Ahora toma el vaso y rocía al enfermo.

El  soldado  roció  al  niño  con  el  agua,  y  al instante se le quitó la enfermedad.

-Gracias -dijo el soldado al diablo cojo, y le dejó libre, guardando sólo el vaso.

Desde  aquel  día  se  hizo  curandero,  dedicándose a curar a los boyardos y a los generales.  No  se  tomaba  más  trabajo  que  el  de mirar en el vaso, y en seguida podía decir con


la mayor seguridad cuál de los enfermos moriría y cuál viviría.

Así  transcurrieron  unos  cuantos  años, cuando un día se puso enfermo el zar. Llamaron  al  soldado,  y  éste,  llenando  el  vaso  con agua de la fuente, lo colocó a la cabecera del lecho,  miró  el  agua  y  vio  con  horror  que  la Muerte estaba, como un centinela, sentada a la cabecera del enfermo.

-¡Majestad!  -le  dijo  el  soldado-.  Nadie  podrá  devolverte  la  salud.  Sólo  te  quedan  tres horas de vida.

Al oír estas palabras el zar se encolerizó y gritó con rabia:

-¿Cómo?  Tú  que  has  curado  a  mis  boyardos y a mis generales, ¿no quieres curarme a mí,  que  soy  tu  soberano?  ¿Acaso  soy  yo  de peor  casta  o  indigno  de  tu  favor?  Si  no  me curas  daré  orden  para  que  te  ejecuten  una hora después de mi muerte.



El  soldado  se  encontró  perplejo  ante  este problema  y  se  puso  a  suplicar  a  la  Muerte, diciendo:

-Dale  al  zar  la  vida  y  toma  en  cambio  la mía, porque si de todos modos he de perecer, prefiero  morir  por  tu  mano  a  ser  ejecutado por la del verdugo.

Miró otra vez en el vaso y vio que la Muerte le hacía una señal de aprobación y se colocaba a los pies del zar.

El  soldado  roció  al  enfermo,  y  éste  en  seguida  recobró  la  salud y  se  levantó  de  la  cama.

-Oye,  Muerte  -dijo  el  soldado-,  dame  tres horas  de  plazo;  necesito  volver  a  casa  para despedirme de mi mujer y de mi hijo.

-Está bien -contestó la Muerte.



El soldado se fue a su casa, se acostó y se puso  muy  enfermo.  La  Muerte  no  tardó  en llegar  y  en  colocarse  a  la  cabecera  de  su  cama, diciéndole:

-Despídete pronto de los tuyos, porque ya no te quedan más que tres minutos de vida.

El  soldado  extendió  un  brazo,  descolgó  de la pared la alforja, la abrió y preguntó:

-¿Qué es esto?

La Muerto le contestó:

-Una alforja.

-Es verdad; pues entra aquí.

Y  la  Muerte  en  un  instante  se  encontró
metida en la alforja.

El soldado sintió tan grande alivio que saltó  de  la  cama,  ató  fuertemente  la  alforja,  se


la colgó al hombro y se encaminó a los espesos  bosques  de  Briauskie.  Llegó  allí,  colgó  la alforja  en  la  cima  de  un  álamo  y  se  volvió
contento a su casa.

Desde  entonces  ya  no  se  moría  la  gente. Nacían  y  nacían,  pero  ninguno  se  moría.  Así
transcurrieron muchos años, sin que el soldado descolgase la alforja del álamo.

Una vez que paseaba por la ciudad tropezó
con una anciana tan vieja y decrépita, que se caía al suelo a cada soplo del viento.

-¡Dios  de  mi  alma,  qué  vieja  eres!  exclamó el soldado-. ¡Ya es tiempo de que te mueras!

-Sí,  hijo  mío  -le  contestó  la  anciana-. Cuando hiciste prisionera a la Muerte sólo me quedaba una hora de vida. Tengo gran deseo de descansar; pero ¿cómo he de hacer? Sin la muerte la tierra no me admite para que descanse en sus profundidades. Dios te castigará


por ello, pues son muchos los seres humanos que  están  sufriendo  como  yo  en  este  mundo por tu causa.

El soldado se quedó pensativo: «Se ve que es  necesario  libertar  a  la  Muerte  aunque  me mate a mí -pensó-. ¡Soy un gran pecador!»

Se  despidió  de  los  suyos  y  se  dirigió  a  los bosques  de  Briauskie.  Llegó  allí,  se  acercó  al álamo  y  vio  la  alforja  colgada  en  lo  alto  del árbol, balanceada por el viento.

-Oye,  Muerte,  ¿estás  viva?  -preguntó  el soldado.

La Muerte le contestó  con una voz apenas perceptible:

-Estoy viva, amigo.

El  soldado  descolgó  la  alforja,  la  desató  y la  abrió,  dejando  libre  a  la  Muerte,  a  la  que suplicó  que  lo  matase  lo  más  pronto  posible


para  sufrir  poco;  pero  la  Muerte,  sin  hacerle caso, echó a  correr y  en un instante desapareció.

El soldado volvió a su casa y siguió viviendo  muchos  años,  gozando  de  la  mayor  felicidad.

Todos  creían  que  ya  no  se  moriría  nunca; pero, según dicen, se ha muerto hace poco.

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