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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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viernes, 11 de octubre de 2013

Capitulo 10 Cronicas Vampiricas -Mennoch El Diablo

10
Nos hallábamos inmersos en un torbellino que conformaba un túnel. Entre nosotros reinaba un silencio tan profundo que incluso podía percibir el sonido de mi respiración. Memnoch estaba muy cerca de mí, sosteniéndome por los hombros, de forma que vi su oscuro rostro y sentí el roce de su cabello en mi mejilla.
No presentaba el aspecto del Hombre Corriente, sino del ángel de granito. Sus gigantescas alas nos envolvían, protegiéndonos de la ferocidad del viento.
Mientras nos elevábamos sin la menor señal que hiciese referencia a la ley de la gravedad, comprendí dos cosas. La primera era que estábamos rodeados de millares y millares de almas. ¡Almas, sí! ¿Qué es lo que vi? Unas formas suspendidas en el torbellino, algunas completamente antropomórficas, otras unos meros rostros, que me rodeaban por doquier, unas entidades espirituales o unos individuos. Oí levemente sus voces —murmullos, gritos y aullidos— mezcladas con el rugido del viento.
El sonido no podía herirme ahora como lo había hecho en las apariciones anteriores, pero percibí un fuerte estruendo cuando nos elevamos, como si girásemos sobre un eje, mientras el túnel se hacía de pronto tan angosto que las almas parecían rozarnos. Después el túnel se ensanchó durante unos breves instantes, para volver a estrecharse.
Lo segundo que comprendí fue que la oscuridad empezaba a desvanecerse alrededor de Memnoch. Su perfil aparecía brillante, casi translúcido, al igual que las informes prendas que llevaba. Las patas de macho cabrío del tenebroso diablo se convirtieron en las piernas de un hombre alto y corpulento. En suma, toda su turbia y humosa presencia había sido sustituida por algo cristalino y reflectante que poseía un tacto dúctil, cálido y vivo.
Percibí unas frases sueltas, unos fragmentos de las Sagradas Escrituras, de visiones, declaraciones proféticas y poesías; pero no había tiempo de evaluarlas, analizarlas ni grabarlas en la memoria.
Memnoch se dirigió a mí con una voz que quizá no fuera técnicamente audible, pero capté la forma de hablar sin acento del Hombre Corriente.
—Es difícil ir al cielo sin haberse sometido a cierta preparación. Te sentirás perplejo y desorientado ante lo que verás. Pero si no te lo muestro ahora, permanecerás obsesionado con ello durante todo nuestro diálogo, de modo que voy a conducirte hasta las mismas puertas del cielo. Prepárate a oír una risa que no es risa, sino gozo. Lo captarás como risa porque es el único medio de recibir o percibir ese exaltado sonido.
No bien hubo pronunciado la última sílaba aparecimos en un jardín, sobre un puente que atravesaba un río. Durante unos instantes sentí que la luz me cegaba y cerré los ojos, pensando que el sol de nuestro sistema solar se había propuesto quemarme tal como merecía: un vampiro convertido en una antorcha que luego se extinguiría para siempre.
Pero la intensa y misteriosa luz era benéfica. Abrí los ojos y comprobé que nos hallábamos de nuevo rodeados de individuos, en la orilla del río. Vi seres que se abrazaban, conversaban, lloraban y gemían. Al igual que los anteriores, presentaban toda clase de formas. Un individuo parecía tan sólido como cualquier ciudadano con el que hubiera podido toparme en la ciudad, otro no era más que una gigantesca expresión facial, mientras que otros parecían simples fragmentos de materia y luz. Algunos eran totalmente diáfanos y otros parecían invisibles, sólo que yo sabía que estaban presentes. Resultaba imposible calcular el número.
El espacio donde nos hallábamos era infinito. En las aguas del río se reflejaba la luz; la hierba tenía un color verde tan vivo como si hubiera acabado de brotar, de nacer, como en una pintura o una película de dibujos animados.
Mientras Memnoch seguía sujetándome, me volví para contemplar su nueva forma. Era todo lo contrario del siniestro ángel, pero su rostro poseía los mismos rasgos enérgicos que la estatua de granito y los ojos expresaban ira. Era el rostro de los ángeles y los diablos de William Blake. Un rostro más allá de la inocencia.
—Vamos a entrar —dijo Memnoch.
Yo me agarré a él con ambas manos.
—¿Te refieres a que esto no es el cielo? —pregunté. El tono de mi voz era normal, confidencial.
—Así es —respondió con una sonrisa mientras me conducía al otro lado del puente—. Cuando penetremos, debes ser fuerte. Ten presente que habitas un cuerpo terrenal, por lo que te sentirás abrumado ante todo cuanto veas y oigas. No podrás soportarlo como si estuvieras muerto o fueras un ángel o mi lugarteniente, que es justamente lo que deseo que seas.
No había tiempo para discutir. Atravesamos rápidamente el puente; ante nosotros se abrían las gigantescas puertas del cielo. Los muros eran tan altos que no alcanzaba a ver su cima.
El ruido aumentó de volumen y nos envolvió por completo. Sí, era como la risa, como unas oleadas de risas lúcidas y fulgurantes, con la particularidad de que poseían un sonido canoro, como si quienes reían entonaran al mismo tiempo unos cánticos.
Lo que vi, sin embargo, me impresionó infinitamente más que aquel sonido.
Era el lugar más denso, intenso, bullicioso y magnífico que jamás había contemplado. Nuestro lenguaje requiere multitud de sinónimos para describir la belleza; mis ojos veían lo que las palabras no pueden describir.
De nuevo estábamos rodeados de individuos, unas personas llenas de luz y por completo antropomorfas; poseían brazos, piernas, rostros sonrientes, cabello, iban vestidas con toda clase de prendas, si bien corrientes. Aquellas gentes se movían, se desplazaban en grupo o por separado, formaban unos corros, se abrazaban, se acariciaban, se cogían de la mano.
Me volví hacia derecha e izquierda. Por doquier había multitud de seres que charlaban o intercambiaban impresiones, algunos se abrazaban y besaban, otros bailaban; los grupos y corros seguían desplazándose en todas direcciones, aumentando o disminuyendo de tamaño, extendiéndose y encogiéndose.
Aquella combinación de desorden y orden constituía un misterio que me intrigaba. Lo que presenciaba no era el caos ni un tumulto, sino la hilaridad de una reunión inmensa y definitiva, y al decir definitiva me refiero a que parecía la resolución de algo que se desarrollaba perpetuamente, una prodigiosa y constante revelación a la que todos asistían, a medida que se movían apresurada o lánguidamente (algunos estaban sentados, sin hacer nada) entre colinas, valles, senderos, bosques y edificios que parecían ligados entre sí de un modo que yo jamás había contemplado en ninguna estructura en la Tierra.
No vi ningún edificio específicamente doméstico, como una casa o un palacio. Por el contrario, las estructuras eran infinitamente mayores, llenas de luz y alegres como un jardín, con pasillos y escalinatas que se extendían aquí y allá en perfecta armonía. Todo poseía una fascinante cualidad ornamental. Las superficies y las texturas eran tan vanadas que no me habría cansado de admirarlas.
No puedo explicar la sensación de observación simultánea que experimenté. Trataré de describir por partes lo que vi, oí y sentí, a fin de arrojar mi pobre y limitada luz sobre el conjunto de aquel infinito y maravilloso lugar.
Había arcos, torres, salas, galerías, jardines, campos, bosques, arroyos. Una zona se confundía con otra, y yo viajaba a través de ellas junto a Memnoch, quien me sujetaba con fuerza. Una y otra vez me sentí atraído por una escultura espectacularmente hermosa, una cascada de flores o un árbol gigantesco que se elevaba hacia la bóveda azul, pero Memnoch me obligaba a volverme bruscamente, como si me mantuviera sobre una cuerda floja de la que pudiera caer.
Reí, lloré, ambas cosas a un tiempo. Las emociones sacudían todo mi ser. Agarrado a Memnoch, traté de mirar por encima de su hombro, de ver lo que había a sus espaldas, y me revolví inquieto como un niño para lograr ver durante una fracción de segundo a esa o aquella persona, para observar a un grupo, para captar una conversación.
De pronto aparecimos en una enorme sala.
—¡Ojalá estuviera David aquí! —exclamé.
La sala estaba repleta de libros y pergaminos. No había nada ilógico o confuso en la forma en que aquellos documentos yacían abiertos, listos para ser examinados.
—No los mires, porque no recordarás lo que has visto —me advirtió Memnoch.
Cuando traté de coger un pergamino en el que figuraba una asombrosa explicación sobre algo referente a los átomos, fotones y neutrinos, me propinó una palmada en la mano como si yo fuera una criatura. Pero Memnoch tenía razón. Olvidé en un instante lo que había visto. De pronto me encontré en un vasto jardín. Perdí el equilibrio, pero Memnoch me sostuvo.
Al mirar hacia abajo vi unas flores de una rara perfección; unas flores que eran el ideal de flor al que podían aspirar las flores de nuestro mundo. No se me ocurre ninguna otra forma de describir la perfección de sus pétalos, tallos y colores. Los colores eran tan vivos y tan exquisitos que durante unos momentos dudé que pertenecieran a nuestro espectro óptico.
Me refiero a que no creo que nuestro espectro óptico fuera el límite, sino que intervenían otras normas. O puede que se tratara simplemente de una ampliación, de la capacidad de ver unas combinaciones de colores que químicamente no son visibles en la Tierra.
Las oleadas de risas, cantos y conversaciones aumentaron hasta el punto de nublar el resto de mis sentidos. Estaba cegado por el sonido y, sin embargo, la luz ponía de relieve cada maravilloso detalle.
—¡Zafirino! —exclamé, tratando de identificar el azul verdoso de las hojas que nos rodeaban y se agitaban con suavidad. Memnoch me miró sonriendo y asintió, impidiéndome una vez más que tocara el cielo, que intentara atrapar un pedazo de lo que éste contenía.
—Pero no voy a estropearlo —protesté. De pronto me pareció impensable que alguien pudiera estropear algo de lo que había allí, desde los muros de cuarzo y cristal con sus gigantescas torres y campanarios, hasta las suaves y delicadas parras que trepaban por las ramas de unos árboles cargados de frutas y flores—. No pretendo causar ningún daño —dije.
Oí mi voz con toda claridad, aunque las voces de quienes me rodeaban parecían sofocarla.
—¡Míralos! —dijo Memnoch—. ¡Fíjate en ellos!
Memnoch me hizo volver la cabeza para evitar que ocultase el rostro contra su pecho y me obligó a contemplar aquella multitud, compuesta por grupos, clanes, familias o amigos íntimos que se conocían bien, unos seres que compartían las mismas manifestaciones físicas y materiales. Durante un breve momento, sólo un instante, vi que todos esos seres se hallaban conectados de un extremo de este infinito lugar hasta el otro a través de las manos, las yemas de los dedos, un brazo o el roce de un pie. Los clanes parecían replegarse en el útero de los otros clanes, las tribus se extendían entre las innumerables familias, las familias se unían para formar naciones, y que todos ellos conformaban una entidad palpable, visible e interconectada. Todos se encontraban vinculados entre sí. La individualidad de cada ser existía en función de la individualidad de los demás.
Me sentí mareado, a punto de perder el conocimiento. Pero Memnoch me sostuvo.
—¡Míralos otra vez! —me ordenó.
Pero yo me tapé los ojos, porque sabía que si presenciaba de nuevo aquellas interconexiones perdería el sentido. ¡Perecería dentro de mi propio sentido de la individualidad! Y, sin embargo, cada uno de los seres que vi constituían un individuo.
—¡Todos son ellos mismos! —grité, tapándome los ojos con las manos.
Los cantos, los interminables rápidos y cascadas de voces, sonaban cada vez con mayor intensidad, pero debajo de aquel estruendo percibí una secuencia de ritmos que se superponían, y empecé también a cantar.
Durante unos instantes me separé de Memnoch y canté con los demás, con los ojos abiertos, escuchando mi voz que brotaba de mi garganta y se alzaba hacia el universo.
Canté y canté; pero mi canción estaba teñida de melancolía, de una curiosidad inmensa y de desespero. De golpe comprendí que ninguno de los seres que me rodeaban parecía sentirse insatisfecho o en peligro, que no experimentaba nada remotamente parecido al tedio o al anquilosamiento; con todo, la palabra «frenesí» no era aplicable al constante movimiento y animación de los rostros y las formas que tenía ante mí.
Mi canción era la única nota triste en el cielo, pero la tristeza se transfiguró de inmediato en armonía, en una forma de salmo o cántico, en un himno de alabanza, júbilo y gratitud.
Grité. Creo que en mi grito pronuncié una sola palabra: «¡Dios!» No fue una oración, una confesión de fe o un ruego, sino una exclamación.
Memnoch y yo nos hallábamos en un portal desde el que podía contemplarse un vasto panorama, y de pronto comprendí que al otro lado de la balaustrada se extendía el mundo entero.
El mundo como jamás lo había visto, con sus secretos del pasado al descubierto. Sólo tenía que correr hacia la balaustrada y mirar abajo para contemplar la época del Edén y de la arcaica Mesopotamia, o el momento en que las legiones romanas marchaban a través de los bosques de mi hogar terrenal; vería el Vesubio en erupción, derramando sus funestas cenizas sobre la antigua ciudad viva de Pompeya.
Al fin lo conocería y comprendería todo; todos los enigmas quedarían resueltos, el olor, el sabor de otros tiempos...
Me precipité hacia la balaustrada, que parecía alejarse por momentos. Yo corrí cada vez más y más deprisa hacia ella, pero no conseguí salvar la distancia. De golpe me di cuenta de que esa visión de la Tierra se mezclaba con humo, fuego y sufrimiento, y que podía aniquilar en mí la sensación de euforia que experimentaba. No obstante, tenía que ver lo que había más allá de la balaustrada. No estaba muerto. No iba a quedarme para siempre en el cielo.
Memnoch trató de detenerme, pero yo seguí corriendo.
De pronto se alzó una inmensa luz rosada, una fuente directa infinitamente más calurosa e intensa que la espléndida luz que se derramaba sobre todo cuanto veía. Aquella inmensa luz unificadora fue agrandándose hasta que el mundo que yacía más abajo, el sombrío paisaje de humo, horror y sufrimiento, adquirió un color blanco bajo ella y pasó a ofrecer la imagen de una abstracción de sí mismo, a punto de estallar.
Memnoch me obligó a retroceder y alzó los brazos para cubrirme los ojos. Yo hice otro tanto. Me di cuenta de que él había agachado la cabeza y ocultaba sus ojos tras mi espalda.
De repente lo oí suspirar, ¿o fue acaso un suspiro? No estoy seguro. Durante un segundo el sonido de los gritos, risas y cánticos llenó el universo, y comprendí que el suspiro de Memnoch era como un gemido que brotara de las entrañas de la Tierra.
Noté que sus poderosos brazos se relajaban, y me soltó.
Levanté la vista y vi de nuevo, en medio del torrente de luz, la balaustrada, sólida e inmóvil, ante mí.
Inclinado sobre ella, mirando hacia abajo, había una silueta alta y esbelta, que parecía la de un hombre. De repente se volvió, me miró y extendió los brazos para recibirme.
Tenía el cabello y los ojos de color castaño oscuro, el rostro simétrico y perfecto, la mirada intensa, las manos vigorosas.
Respiré hondo, sintiendo mi cuerpo en toda su solidez y fragilidad mientras aquellas manos me agarraban con fuerza. Estaba a punto de morir. Temí dejar de respirar o que cesara todo movimiento y acabara entregándome a la muerte.
El misterioso ser me atrajo hacia sí. De su persona emanaba una luz que se mezclaba con la que había a sus espaldas y a su alrededor, resaltando cada detalle de su rostro. Observé los poros de su piel dorada, las grietas de sus labios, la sombra del vello que se había afeitado en las mejillas y la barbilla.
De pronto habló en voz alta, con tono suplicante. Era una voz recia y masculina, incluso juvenil.
—Jamás te convertirás en mi adversario, ¿no es cierto, Lestat?
¡Dios mío! De súbito sentí que Memnoch me arrancaba de sus brazos, de su presencia, de su alcance.
El torbellino nos engulló de nuevo. ¡El cielo había desaparecido! Rompí a sollozar amargamente.
—¡Suéltame, Memnoch! —grité, golpeándole en el pecho—. ¡Era Dios!
Pero Memnoch me sujetó con fuerza, para arrastrarme hacia abajo, obligarme a someterme a él y emprender el descenso hacia los infiernos.
Sentí que nos precipitábamos en el vacío a gran velocidad. Estaba tan aterrado que era incapaz de protestar o de agarrarme a Memnoch, ni de hacer nada salvo contemplar las rápidas corrientes de almas que a nuestro alrededor ascendían, observaban, descendían, se sumían de nuevo en la oscuridad, en unas impenetrables tinieblas, hasta que noté que atravesábamos un espacio húmedo, rebosante de aromas familiares y naturales, y de pronto se produjo una suave y silenciosa pausa.
Nos hallábamos de nuevo en un jardín apacible y bellísimo. Era la Tierra. Estaba seguro de ello. Mi Tierra, con su complejidad, sus olores y su sustancia. Aliviado, me arrojé al suelo y clavé los dedos en la mullida tierra, sintiendo su tacto suave y rugoso al mismo tiempo, su sabor a barro. Luego, rompí a llorar.
El sol brillaba en lo alto. Memnoch estaba sentado, observándome. De pronto sus inmensas alas empezaron a desvanecerse, hasta que asumió una forma masculina semejante a la mía; dos seres solitarios en medio de aquel vasto jardín, el uno tumbado boca abajo, llorando como un niño, mientras el otro, el imponente ángel cuya alborotada melena despedía destellos, aguardaba pacientemente con aire pensativo.
—¡Ya has oído lo que me ha dicho! —exclamé, incorporándome de repente. Supuse que voz mi voz resonaría de forma ensordecedora, pero sólo era lo suficientemente fuerte para que Memnoch comprendiera mis palabras—. Me dijo: «¡Jamás te convertirás en mi adversario!» ¡Tú mismo lo oíste! Me llamó por mi nombre.
Memnoch tenía un aire sosegado y mucho más seductor y encantador bajo su pálida forma angélica que cuando adoptaba la apariencia del Hombre Corriente.
—Por supuesto que te llamó por tu nombre —respondió, abriendo los ojos para recalcar sus palabras—. No quiere que me ayudes. Ya te lo dije. Estoy ganando la batalla.
—Pero ¿qué hacías tú allí? ¿Cómo es posible que siendo su adversario puedas entrar en el cielo?
—Únete a mí, Lestat. Quiero que seas mi lugarteniente, podrás ir y venir a tu antojo.
Yo le miré atónito, sin decir palabra.
—¿Lo dices en serio? ¿Podré entrar y salir del infierno a mi voluntad?
—Sí, ya te lo he dicho. ¿No conoces las Sagradas Escrituras? No pretendo afirmar la autenticidad de los fragmentos que quedan, ni siquiera de los poemas originales, pero no dudes que podrás entrar y salir a tu antojo. No te convertirás en un morador de ese lugar hasta que te redimas en él, pero una vez que te hayas puesto de mi parte tendrás absoluta libertad para ir y venir.
Traté de comprender lo que Memnoch decía. Intenté visualizar de nuevo las galerías, las bibliotecas, las interminables hileras de libros. De golpe comprendí que todo ello se había vuelto inmaterial; los detalles desaparecían. Yo había retenido una décima parte de lo que había contemplado; tal vez menos. Lo que he descrito aquí es lo que pude retener en aquellos momentos y lo que recuerdo ahora, una ínfima parte.
—¿Cómo es posible que Dios nos permitiera entrar en el cielo? —pregunté.
Traté de concentrarme en las Sagradas Escrituras, de recordar algo que David había comentado hacía tiempo acerca del Libro de Job, algo sobre que Satanás andaba volando de un lado al otro y Dios le había preguntado un día: «¿Dónde has estado?» Una explicación sobre el bene ha elohim o la corte celestial...
—Somos sus criaturas —contestó Memnoch—. ¿Quieres saber cómo comenzó todo, la historia de la creación y mi caída, o prefieres simplemente regresar y arrojarte en sus brazos?
—¿Qué otra cosa puedo hacer? —pregunté.
Pero yo comprendía muy bien lo que decía Memnoch. Sabía que para entrar en el cielo se requería algo más. No podía presentarme ante sus puertas sin más, y Memnoch lo sabía. Yo podía elegir, sí, entre ponerme del lado de Memnoch o regresar a la Tierra, pero la entrada en el cielo no es algo que se consiga tan fácilmente. Recordé el sarcástico comentario de Memnoch: puedes regresar y arrojarte en sus brazos.
—Tienes razón —dijo Memnoch—. Y a la vez estás muy equivocado.
—¡No quiero contemplar el infierno! —exclamé, espantado. Miré a mi alrededor. Estábamos en un jardín, en mi jardín salvaje, donde proliferaban las plantas llenas de espinos y los árboles de tronco retorcido, los hierbajos y las orquídeas suspendidas de ramas cubiertas de musgo y aves que revoloteaban sobre la maraña de hojas—. ¡No quiero contemplar el infierno! —repetí—. ¡Me niego!
Memnoch no respondió. Parecía pensativo. Al cabo de un rato preguntó:
—¿Quieres saber el motivo de todo ello, sí o no? Tenía la certeza de que estarías interesado en averiguarlo. Supuse que querrías que te contara todos los detalles.
—¡Claro que quiero saberlo! —respondí—. Pero... no creo que deba.
—Puedo revelarte lo que sé —dijo Memnoch con suavidad, encogiéndose levemente de hombros.
Poseía un cabello más suave y recio que el pelo humano, más grueso, y desde luego más incandescente. Observé las raíces, que asomaban sobre la frente despejada. Su rebelde melena parecía haberse alisado y caía como una silenciosa cascada sobre sus hombros. La piel de su rostro tenía también un aspecto suave y terso. Observé la nariz larga y bien formada, la boca amplia y carnosa, la pronunciada línea de la mandíbula.
Advertí que sus alas no habían desaparecido, aunque eran casi invisibles. La configuración de las plumas, superpuestas en múltiples hileras, sí me resultaba visible, pero sólo si entrecerraba los ojos e intentaba aislar los detalles sobre un fondo semejante a la oscura corteza de un árbol.
—No puedo pensar con claridad —dije—. Sé lo que opinas de mí, crees que has elegido a un cobarde. Temes haber cometido un tremendo error. Soy incapaz de razonar. Yo... lo he visto. Me dijo: «¡Jamás te convertirás en mi adversario!» ¡Tú me condujiste ante su presencia y luego me apartaste violentamente de Él!
—Él mismo lo consintió —contestó Memnoch arqueando las cejas.
—¿Ah, sí?
—Por supuesto.
—Entonces ¿por qué me habló con tono suplicante? ¿Por qué lo hizo?
—Porque era Dios Encarnado; Dios Encarnado sufre y siente las mismas emociones que un ser humano. Eso fue lo que te ofreció de sí mismo, su capacidad de sufrimiento, eso es todo.
Memnoch alzó la mirada al cielo y meneó la cabeza, arrugando un poco el ceño. Su rostro, bajo esa forma, no podía expresar ira ni rencor. Blake también se había asomado al cielo.
—Pero era Dios —dije.
Memnoch asintió con un movimiento de cabeza y respondió:
—Sí, era la encarnación del Señor.
Luego se quedó absorto, con la mirada perdida en los árboles. No parecía molesto, ni tampoco irritado ni harto. Quizá no podía mostrar unas emociones negativas bajo aquella forma. Comprendí que estaba escuchando los suaves murmullos del jardín, que yo también percibía.
Aspiré el olor de los animales, los insectos, el penetrante perfume de esas flores selváticas recalentadas por el sol que han experimentado una mutación y que las selvas tropicales pueden alimentar sólo en sus zonas más recónditas o en las elevadas ramas de los árboles. De pronto capté el olor de unos seres humanos.
Nos hallábamos en un jardín real, poblado de mortales.
—Hay otros seres aquí—dije.
—Así es —respondió Memnoch sonriendo con ternura—. No eres un cobarde. ¿Quieres que te lo cuente todo, o simplemente que te deje marchar? Ahora sabes más cosas de lo que tres millones de humanos consiguen aprender a lo largo de sus vidas. No sabes qué hacer con esa información ni cómo seguir existiendo, siendo lo que eres... Pero has visto el cielo, tal como deseabas. ¿Quieres que te deje ir? ¿No quieres saber por qué necesito tu ayuda?
—Sí, quiero saberlo —contesté—. Pero en primer lugar deseo saber cómo es posible que tú y yo, unos adversarios, nos encontremos aquí juntos, y cómo es posible que tengas este aspecto y seas el diablo, y que yo... —añadí, soltando una carcajada—... tenga el aspecto que tengo y sea el mismísimo diablo. Eso es lo que quiero saber. Jamás había visto romperse las leyes estéticas del mundo. Las únicas leyes que conozco y que me parecen naturales son la belleza, el ritmo, la simetría.
»Yo denomino a ese mundo "el Jardín Salvaje", porque los seres que lo pueblan son insensibles al sufrimiento y la belleza de la mariposa atrapada en la tela de araña, del ñu que yace en la estepa, con el corazón aún palpitante todavía, mientras los leones se acercan a lamer la sangre que mana de la herida de su cuello.
—Comprendo y respeto tu filosofía —dijo Memnoch—. Coincido plenamente con lo que has dicho.
—Pero ahí arriba vi algo —dije—. Vi el cielo. Vi que el jardín salvaje se había convertido en un jardín ideal. ¡Lo vi con mis propios ojos! —exclamé, rompiendo a llorar de nuevo.
—Lo sé, lo sé —respondió Memnoch, en un intento de consolarme.
—De acuerdo —dije, tratando de recobrar la compostura.
Tras rebuscar en los bolsillos de mi chaqueta encontré un pañuelo de hilo con el que me sequé las lágrimas. El aroma del hilo me hizo recordar mi casa de Nueva Orleans, donde la chaqueta y el pañuelo habían permanecido hasta el anochecer de ese mismo día, cuando los había sacado del armario para ir a secuestrar a Dora en plena calle.
¿O había sucedido otra noche?
No tenía la menor idea.
Oprimí el pañuelo sobre los labios, aspirando el olor del polvo, el moho y el calor de Nueva Orleans. Luego me limpié la boca.
—¡De acuerdo! —repetí con firmeza—. Si no estás asqueado de mí...
—¿Sí...?
—Quiero saberlo todo.
Memnoch se puso en pie, se sacudió unas briznas de hierba de la túnica y contestó:
—Eso es lo que estaba esperando. Ahora podemos empezar en serio.

Crónicas Vampíricas - Memnoch El Diablo - Anne Rice


Memnoch El Diablo

Anne Rice


Os dedico este libro

con cariño a vosotros
y a todos los de vuestra especie.


LO QUE DIOS NO HABÍA PREVISTO
Duerme bien,
llora bien,
ve al pozo profundo
tan a menudo como puedas.
Trae agua
cristalina y reluciente.
Dios no había previsto que la conciencia
se desarrollara de forma tan
perfecta. Pues bien,
dile que
nuestro cubo se ha colmado
y que
puede irse al diablo.
Stan Rice,
24 de junio de 1993
LA OFRENDA
A aquello tangible o intangible
que impide la nada,
como el jabalí de Homero,
que amenaza
con sus blancos colmillos
cual feroces estacas
con destrozar a seres humanos.
A ello ofrezco
el sufrimiento de mi padre
Stan Rice,
16 de octubre de 1993
DUETO EN LA CALLE IBERVILLE
El hombre vestido de cuero negro
que compra una rata para alimentar a su pitón
no pierde el tiempo en detalles superfluos.
Se conforma con cualquier rata.
Cuando salgo de la tienda de animales
veo a un hombre en el garaje de un hotel
que talla un cisne en un bloque de hielo
con una sierra eléctrica.
Stan Rice,
30 de enero de 1994


PRÓLOGO
Me llamo Lestat. ¿Sabéis quién soy? En caso afirmativo podéis saltaros los párrafos siguientes. Para quienes no me conozcan, quiero que esta presentación sea un amor a primera vista.
Fijaos en mí: soy vuestro héroe, la perfecta imitación de un anglosajón rubio de ojos azules y metro ochenta de estatura. Soy un vampiro, uno de los más poderosos que han existido jamás. Tengo unos colmillos tan pequeños que apenas resultan visibles, a menos que yo quiera, pero muy afilados, y cada pocas horas siento el deseo de beber sangre humana.
No es que la precise con mucha frecuencia. En realidad, desconozco la frecuencia con que la necesito, puesto que jamás he hecho la prueba.
Poseo una fuerza monstruosa. Soy capaz de volar y de captar una conversación en el otro extremo de la ciudad, e incluso del globo. Adivino el pensamiento; puedo hechizar a la gente.
Soy inmortal. Desde 1789, no tengo edad.
¿Un ser único? Ni mucho menos. Que yo sepa, existen unos veinte vampiros en el mundo. A la mitad de ellos los conozco íntimamente, y a la mitad de éstos los amo.
Añadamos a esos veinte vampiros un centenar de vagabundos y extraños a los que no conozco, pero de quienes oigo hablar de vez en cuando, y, para redondear, otro millar de seres inmortales que deambulan por el mundo con apariencia humana.
Hombres, mujeres, niños..., cualquier ser humano puede convertirse en vampiro. Lo único que necesita es un vampiro dispuesto a ayudarle, a chuparle una buena cantidad de sangre y después dejar que la recupere mezclada con la suya. No es tan sencillo como parece, pero si uno consigue superarlo vivirá para siempre. Mientras sea joven, sentirá una sed irresistible y es probable que tenga que matar una víctima cada noche. Cuando cumpla mil años parecerá y se expresará como un sabio, aunque se haya iniciado en esto durante su juventud, beberá sangre humana y matará para obtenerla tanto si la necesita como si no.
En el caso de que viva más tiempo, como sucede con algunos vampiros, cualquiera sabe lo que puede pasar. Se convertirá en un ser más duro, más pálido, más monstruoso. Sabrá tanto sobre el sufrimiento que atravesará rápidos ciclos de crueldad y bondad, lucidez y paranoica ceguera. Es probable que enloquezca; luego recuperará la cordura. Al fin, es posible que olvide su propia identidad.
Personalmente, reúno lo mejor de la juventud y la ancianidad vampíricas. Sólo tengo doscientos años y, por razones que no vienen al caso, se me ha concedido la fuerza de los antiguos vampiros. Poseo una sensibilidad moderna junto al impecable gusto de un aristócrata difunto. Sé exactamente quién soy: rico y hermoso, veo mi imagen reflejada en los espejos y escaparates. Me entusiasma cantar y bailar.
¿Que a qué me dedico? A lo que me place.
Piensa en ello. ¿Es suficiente para que te decidas a leer mi historia? ¿Has leído algunas de mis crónicas sobre vampiros?
Te confesaré algo: en este libro, el hecho de ser vampiro carece de importancia. No influye en la historia. Es simplemente una característica, como mi inocente sonrisa y mi voz suave y acariciadora, con acento francés, y mi elegante modo de caminar. Forma parte del paquete. Lo que ocurrió pudo haberle pasado a un ser humano; de hecho, estoy seguro de que le ha sucedido a más de uno y de que volverá a suceder.
Tú y yo tenemos alma. Deseamos saber cosas; compartimos la misma tierra, rica, verde y salpicada de peligros. Lo cierto es que, digamos lo que digamos, ninguno de nosotros sabe lo que significa morir. Si lo supiéramos, yo no escribiría esta historia y tú no estarías leyendo este libro.
Lo que sí deseo dejar claro desde el principio, cuando ambos nos disponemos a adentrarnos en esta aventura, es que me he impuesto la tarea de ser un héroe de este mundo. Me conservo tan moralmente complejo, espiritualmente fuerte y estéticamente relevante como en mi juventud, un ser de extraordinaria perspicacia e impacto, un tipo que tiene cosas que decirte.
De modo que si decides leer esta historia hazlo por ese motivo, por el hecho de que Lestat ha vuelto a hablar, porque está asustado, porque busca con desespero la lección, la canción y la raison d'être, porque desea comprender su historia y quiere que tú la comprendas, y porque en estos momentos es la mejor historia que puede ofrecerte.
Si no te resultan suficientes estas razones, lee otra cosa.
Si te bastan, sigue leyendo. Encadenado, dicté estas palabras a mi amigo y escriba. Acompáñame. Escúchame. No me dejes solo.


1
Lo vi en cuanto entró por la puerta del hotel. Alto, corpulento, ojos marrones, cabello castaño oscuro y piel más bien morena, tal como la tenía cuando lo convertí en un vampiro. Caminaba de forma demasiado apresurada, pero podía pasar por un ser humano. Mi querido David.
Yo me encontraba en la escalera. Mejor dicho, en la escalinata de uno de esos lujosos hoteles antiguos, divinamente recargado, decorado en tonos escarlata y oro, cómodo y acogedor. Lo había elegido mi víctima, no yo. Mi víctima estaba cenando con su hija. Según me transmitió su mente, siempre se reunía con ella en Nueva York en este mismo hotel, por la sencilla razón de que se hallaba situado frente a la catedral de San Patricio.
David me vio de inmediato, es decir, vio a un joven alto y desgarbado, rubio, con el cabello largo y bien peinado, para variar, y el rostro y las manos bronceados, que lucía sus habituales gafas de sol violeta y un traje azul marino cruzado de Brooks Brothers.
Lo vi sonreír con disimulo. Conocía mi vanidad, y probablemente sabía que a principios de los noventa del siglo veinte la moda italiana había saturado el mercado con tal cantidad de prendas holgadas e informes, que uno de los atuendos más eróticos y atractivos que podía elegir un hombre era un traje azul marino, impecablemente cortado, de Brooks Brothers.
Por lo demás, una espesa y larga mata de pelo y un traje bien cortado constituyen una combinación muy sugerente. Nunca falla.
Pero no insistiré más en mi atuendo. Al diablo con la ropa y las modas. Lo cierto es que estaba orgulloso de ofrecer un aspecto tan elegante y al mismo tiempo contradictorio: un joven melenudo, bien trajeado y de porte aristocrático que, apoyado de forma indolente en la balaustrada de la escalera, bloqueaba el paso.
David se me acercó de inmediato. Olía a invierno, como las nevadas y embarradas calles por las que transitaba la gente procurando no resbalar y perder el equilibrio. Su rostro mostraba el sutil y misterioso resplandor que sólo yo era capaz de detectar, y amar, y apreciar y besar.
Nos dirigimos juntos hacia el fondo del salón.
Durante unos instantes odié a David por medir cinco centímetros más que yo. Pero me alegraba de verlo, de estar junto a él. El rincón del amplio salón donde nos hallábamos, cálido y sumido en la penumbra, era uno de los pocos lugares donde la gente no te miraba de forma indiscreta.
—Has venido —dije—. No creí que lo hicieras.
—Por supuesto —contestó David. Como de costumbre, su suave y distinguido acento inglés me desconcertó.
Tenía ante mí a un anciano cuyo cuerpo era el de un joven recién convertido en vampiro, y nada menos que por mí mismo, uno de los exponentes más poderosos de nuestra especie.
—¿Qué esperabas? —preguntó en tono confidencial—. Armand me informó de que habías llamado y también me lo dijo Maharet.
—Bien, eso responde a mi primera pregunta.
Sentí deseos de besarlo y de improviso extendí los brazos en un gesto tentativo y educado para que pudiera zafarse si lo deseaba. Al acogerme y corresponder de forma calurosa a mi abrazo, me embargó una felicidad que no había experimentado en muchos meses.
Quizá no la había experimentado desde que lo dejé con Louis. Los tres nos encontrábamos en un remoto y selvático lugar cuando decidimos separarnos. De eso hacía ya un año.
—¿Tu primera pregunta? —inquirió David, observándome con tanta atención como si me estuviera estudiando con todos los medios de que dispone un vampiro para calibrar el estado de ánimo de su creador, puesto que un vampiro no puede adivinar el pensamiento de éste, al igual que tampoco el creador puede adivinar el pensamiento del neófito.
David y yo nos miramos de frente. He aquí a dos seres cargados de dotes sobrenaturales, ambos con excelente aspecto, conmovidos e incapaces de comunicarse excepto a través del sistema más sencillo y eficaz: las palabras.
—Mi primera pregunta —empecé a explicarle, a responder— era la siguiente: ¿Dónde has estado? ¿Te has topado con los otros y han tratado acaso de hacerte daño? Ya sabes, las estupideces de rigor. Luego iba a referirme a cómo rompí las normas al crearte y demás cuestiones.
—Las estupideces de rigor —repitió imitando mi acento francés, mezclado con cierto deje norteamericano—. ¡Qué tontería!
—Vamos —dije—, entremos en el bar para charlar con tranquilidad. Es evidente que nadie te ha hecho daño. No supuse que podrían ni querrían hacértelo. Ni que se atreverían. No hubiera dejado que deambularas por el mundo si creyera que corrías peligro.
David sonrió. Durante unos instantes se reflejó una luz dorada en sus ojos marrones.
—¿No me dijiste eso unas veinticinco veces antes de que nos separáramos?
Nos sentamos a una pequeña mesa que había junto a la pared. El bar estaba medio lleno, justo en la proporción ideal. ¿Qué aspecto teníamos David y yo? ¿La de dos jóvenes que trataban de ligarse a algún hombre o mujer mortal? Ni lo sé ni me importa.
—Nadie me ha hecho daño —dijo David—, y nadie ha mostrado la menor curiosidad hacia mí.
Alguien tocaba el piano, muy suavemente por tratarse del bar de un hotel. Interpretaba una pieza de Eric Satie, por fortuna.
—Tu corbata —dijo David, inclinándose hacia delante mientras mostraba su resplandeciente dentadura, aunque sin dejar ver los colmillos—, ese pedazo de seda que llevas alrededor del cuello, supongo que no es de Brooks Brothers —dijo soltando una carcajada—. ¿Cómo se te ha ocurrido ponerte esos zapatos puntiagudos? ¿A qué viene todo esto?
El camarero se acercó, proyectando una enorme sombra sobre la mesa, y murmuró las frases de rigor, que no alcancé a oír debido al alboroto.
—Me apetece una bebida caliente —dijo David, lo cual no me sorprendió—. Un ponche de ron o algo por el estilo.
Yo asentí e indiqué al camarero con un pequeño gesto que tomaría lo mismo.
Los vampiros siempre piden bebidas calientes. No las beben, pero perciben su calor y aroma, lo cual resulta muy reconfortante.
David me miró de nuevo, mejor dicho, ese cuerpo familiar que ocupaba David. Para mí, David siempre sería el anciano mortal que yo había conocido y apreciado, además de ese magnífico y bronceado armazón de carne robado al cual él iba dando forma lentamente con sus expresiones, modales y talante.
No te inquietes, querido lector, pues David cambió de cuerpo antes de que yo lo convirtiera en vampiro. No tiene nada que ver con esta historia.
—¿Vuelves a sentirte perseguido? —preguntó David—. Eso fue lo que me dijo Armand y también Jesse.
—¿Dónde los viste?
—¿A Armand? En París —respondió David—. Me lo encontré de forma casual por la calle. Fue al primero que vi.
—¿No trató de lastimarte?
—¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué me habías llamado? ¿Quién te persigue? Explícate.
—Así que has visto a Maharet.
David se reclinó en la silla y meneó la cabeza.
—Lestat —dijo—, he examinado unos manuscritos que ningún ser humano ha visto jamás; he acariciado unas tablillas de arcilla que...
—David el Erudito —le interrumpí—. Educado por los miembros de Talamasca para ser el perfecto vampiro, aunque jamás sospecharon que acabarías convirtiéndote precisamente en esto.
—¿Es que no lo comprendes? Maharet me condujo a los lugares donde conserva sus tesoros. No sabes lo que significa sostener en las manos una tablilla cubierta de símbolos anteriores a la escritura cuneiforme. En cuanto a Maharet... He vivido no sé cuántos siglos sin conocerla, sin saber siquiera que existía.
Maharet era la única persona a quien David temía. Supongo que ambos lo sabíamos. Mis recuerdos de Maharet no contenían nada amenazador, sólo el misterio de una superviviente del milenio, un ser tan anciano que cada gesto suyo parecía de mármol líquido y cuya suave voz constituía la destilación de toda la elocuencia humana.
—Si Maharet te ha dado su bendición, no tienes de qué preocuparte —dije, soltando un breve suspiro. Me preguntaba si algún día volvería a verla. Era un encuentro que no deseaba en absoluto.
—También he visto a mi amada Jesse —declaró David.
—Claro, debí suponerlo.
—Recorrí el mundo entero buscándola desesperadamente, de la misma forma que tú me buscabas a mí.
Jesse. Pálida, menuda, pelirroja, nacida en el siglo veinte, muy culta y dotada de poderes extraordinarios. David la había conocido como humano; ahora la conocía como ser inmortal. Jesse había sido su pupila en la orden de Talamasca. Ahora David era comparable a Jesse en belleza y poder vampírico.
Jesse había sido introducida en la Orden por la vieja Maharet, de la primera generación de vampiros y nacida como ser humano antes de que los mismos humanos empezaran a escribir su propia historia o supieran siquiera que tenían una historia. Maharet formaba parte de los Mayores, era la Reina de los Malditos, un vampiro hembra, al igual que su hermana muda, Mekare, de quien ya nadie hablaba.
Jamás había visto a un neófito apadrinado por una persona tan anciana como Maharet. La última vez que la vi, Jesse parecía una vasija transparente que contuviera una inmensa fuerza. Supuse que a estas alturas debía de tener muchas historias que contar, su propias andanzas y aventuras.
Yo había transmitido a David mi añeja sangre mezclada con un linaje aún más antiguo que el de Maharet. Sí, sangre de Akasha y del anciano Marius. También le había transmitido mi fuerza, que, como todos sabemos, era incalculable.
De modo que David y Jesse se habían hecho grandes amigos. ¿Qué había sentido Jesse al ver a su anciano mentor vestido con la llamativa indumentaria de un joven macho humano?
De pronto sentí envidia y desesperación. Yo había conseguido apartar a David de aquellas frágiles y blancas criaturas que lo habían atraído hacia su santuario ubicado en tierras lejanas, donde sus tesoros podían permanecer ocultos durante generaciones, al abrigo de cualquier crisis o guerra. Recordé algunos nombres exóticos, pero no logré recordar adonde habían ido las dos pelirrojas, la anciana y la joven, que habían admitido a David en su santuario.
En aquel momento oí un ruido y volví la cabeza. Después me acomodé de nuevo en la silla, avergonzado por haberme sobresaltado delante de David, y me concentré en silencio en mi víctima.
Se hallaba aún en el restaurante del hotel, muy cerca de donde nos encontrábamos nosotros, acompañada de su hermosa hija. Esa noche no se me escaparía, de eso estaba seguro.
Al cabo de unos instantes suspiré y aparté la vista. Hacía meses que seguía a mi víctima. Era muy interesante, pero no tenía nada que ver con todo aquello. ¿O tal vez sí? Puede que la matara esa misma noche, aunque lo dudaba. Después de haber espiado a la hija, y sabiendo lo mucho que la quería, decidí aguardar a que ella regresara a casa. ¿Por qué había de ser cruel con una joven tan bella? Sí, era evidente que su padre la quería mucho. En esos momentos le estaba rogando que aceptara un regalo, algo que acababa de hallar y que era muy valioso para él. Por desgracia, no logré visualizar el regalo ni en la mente de él ni en la de ella.
Había resultado muy fácil seguir a mi víctima, pues se trataba de un individuo llamativo, codicioso, a veces bondadoso y siempre muy divertido.
Pero volvamos a David. Cuánto debía de amar ese espléndido ser inmortal que estaba sentado ante mí al vampiro hembra Jesse para convertirse en pupilo de la decrépita Maharet. Pero ¿es que no sentía yo ningún respeto hacia los ancianos? ¿Qué demonios pretendía? No, ésa no era la cuestión. La cuestión era... ¿Qué pretendían de mí? ¿De qué huía? ¿Por qué?
David aguardaba educadamente a que yo volviera a centrar la vista en él, cosa que hice pero sin decir nada. No inicié la conversación, de modo que él hizo lo que la gente educada suele hacer, hablar despacio como si yo no lo estuviera mirando fijamente a través de las gafas violeta, tras las cuales parecía ocultar un siniestro secreto.
—Nadie ha tratado de hacerme daño —repitió con la típica flema británica—, nadie cuestiona que tú fuiste mi creador, todos me han tratado con respeto y amabilidad, aunque querían saber los detalles de cómo conseguiste sobrevivir al ladrón de cuerpos. No imaginas lo mucho que te quieren y lo preocupados que estaban por ti.
David se refería a la última aventura, gracias a la cual nos habíamos encontrado y yo lo había convertido en uno de los nuestros. En aquel momento, no se había dedicado precisamente a alabarme por ello.
—¿De veras crees que me quieren? —pregunté, refiriéndome a los otros, los escasos representantes de nuestra espectral especie que quedaban por el mundo—. Ninguno de ellos trató de ayudarme —añadí, pensando en el ladrón de cuerpos, al cual había conseguido derrotar.
Es posible que sin la ayuda de David no hubiera ganado la batalla. Prefería no pensar en algo tan terrible, pero desde luego tampoco deseaba pensar en mis brillantes y dotados colegas vampíricos, que se habían limitado a presenciar la escena desde lejos sin mover un dedo para ayudarme.
El ladrón de cuerpos había ido a parar al infierno. El cuerpo en cuestión estaba sentado frente a mí, ahora ocupado por David.
—Bien, me alegro que se preocuparan por mí —dije—. Alguien me está siguiendo, David, y esta vez no se trata de un astuto mortal que conoce los trucos de la proyección astral y la forma de apoderarse del cuerpo de otra persona. Me siento perseguido.
David me miró fijamente, no con expresión incrédula sino intentando asimilar lo que acababa de decirle.
—¿Te persiguen?
—Así es —asentí—. Estoy asustado, David, muy asustado. Si te dijera lo que opino sobre... sobre esa cosa que me persigue, te reirías.
—¿Estás seguro?
El camarero depositó sobre la mesa las bebidas calientes. Despedían un vapor delicioso. El pianista seguía interpretando suavemente a Satie. En aquellos momentos la vida casi merecía la pena de ser vivida, incluso por un depravado monstruo como yo. De pronto se me ocurrió una idea.
Hacía dos noches, en este mismo bar, oí a mi víctima decirle a su hija:
—He vendido mi alma por lugares como éste.
Yo me encontraba a muchos metros de ellos, a una distancia insalvable para cualquier mortal, pero percibía cada palabra que salía de labios de mi víctima, cuya hija me tenía cautivado; se llamaba Dora. Era la única persona a la que esa extraña y apetecible víctima amaba, su única hija.
Me di cuenta de que David me observaba con curiosidad.
—Pensaba en la víctima que me ha atraído hasta aquí —dije—, y en su hija. Esta noche no saldrán. Las calles están nevadas y sopla un fuerte viento. Él acompañará a su hija a la suite, desde la cual podrán contemplar las torres de San Patricio. No quiero perder de vista a mi víctima.
—No te habrás enamorado de unos mortales —dijo David.
—No. Se trata de un nuevo método de caza, simplemente. Ese hombre es muy singular, posee unas características que me atraen. Lo adoro. Sentí deseos de alimentarme de su sangre la primera vez que lo vi, pero no deja de sorprenderme. Hace medio año que lo sigo por doquier
Volví a concentrarme en ellos. Sí, iban a subir a la suite, tal como supuse. Acababan de levantarse de la mesa y se disponían a abandonar el restaurante. Hacía una noche de perros y Dora, aunque deseaba ir a la iglesia para rezar por su padre, y a su vez rogarle que se quedara y rezara con ella, tenía miedo de salir. A través de sus pensamientos y de algunas palabras sueltas que captaba advertí que compartían un recuerdo. Dora era una niña cuando mi víctima la había llevado por primera vez a la catedral.
Él no creía en nada, mientras ella era una especie de líder religioso. Theodora. Predicaba sobre los valores morales y el alimento del alma ante las audiencias de la televisión. ¿Y el padre? Decidí que era preferible matarlo antes de averiguar más detalles sobre él, para evitar que se me escapara ese magnífico trofeo por no lastimar a Dora.
Miré a David. Estaba sentado y apoyaba los hombros contra la pared revestida de raso oscuro, mientras me observaba atentamente. Bajo esa luz, nadie habría sospechado que no era humano, ni siquiera uno de los nuestros. En cuanto a mí, seguramente parecía una excéntrica estrella del rock ansiosa de que la atención del mundo entero la aplastara lentamente hasta matarla.
—La víctima no tiene nada que ver en ello —dije—. Otro día hablaremos de ese asunto. Estamos en este hotel porque la seguí hasta aquí. Ya conoces mis costumbres, mi forma de cazar. Ya no necesito sangre, como tampoco la necesita Maharet, pero no soporto la idea de no conseguirla.
—¿Qué jueguecito te traes entre manos? —preguntó el exquisitamente educado y británico David.
—Ya no busco a simples asesinos, a gente malvada, sino a cierto tipo de criminal más sofisticado, alguien con la mentalidad de Iago. Ese hombre es un narcotraficante. Excéntrico y brillante, se dedica a coleccionar obras de arte y disfruta ordenando que liquiden a alguien a tiros, gana billones en una semana con la cocaína y la heroína, y quiere con locura a su hija, que dirige una iglesia televangélica.
—Estás obsesionado con esos mortales.
—Mira a mis espaldas. ¿Ves a esas dos personas que se dirigen hacia los ascensores? —pregunté.
—Sí —respondió David, mirándolos fijamente.
Se habían detenido en el lugar preciso. Yo podía sentirlos, oírlos y olerlos, pero era incapaz de establecer con exactitud dónde se encontraban a menos que me volviera. Allí estaban, el hombre de tez oscura, sonriente, que miraba embelesado a su hija, una niña-mujer pálida y con aspecto inocente, de unos veinticinco años de edad, si mis cálculos no andaban errados.
—Conozco la cara de ese hombre —dijo David—. Es un pez gordo a escala internacional. Tratan de imputarle los suficientes cargos para encerrarlo en la cárcel, pero es un tipo listo. ¿No organizó hace poco un asesinato bastante sonado?
—Sí, en las Bahamas.
—¿Cómo demonios diste con él? ¿Lo viste en persona en alguna parte, ya sabes, como quien se encuentra una concha en la playa, o viste su fotografía en los periódicos y revistas?
—¿Reconoces a la chica? Nadie sabe que son padre e hija.
—No, no la reconozco —contestó David—. ¿Por qué? ¿Acaso es conocida? Es muy guapa y muy dulce. Supongo que no pensarás alimentarte de su sangre...
Su caballerosa indignación ante semejante atrocidad me hizo sonreír. Me pregunté si David pedía permiso a sus víctimas antes de chuparles la sangre o si, cuando menos, insistía en que se presentaran debidamente. No tenía idea de qué métodos empleaba para matar a sus víctimas, ni con qué frecuencia necesitaba alimentarse de sangre humana. Yo le había transmitido mi fuerza. Eso significaba que no tenía que hacerlo cada noche, lo cual no dejaba de ser una ventaja.
—La chica canta himnos a Jesús en un programa de televisión —dije—. Un día instalará la sede de su iglesia en un viejo convento en Nueva Orleans. Actualmente vive sola, y graba sus programas en unos estudios que se hallan en el Quarter. Creo que el programa se transmite por un canal ecuménico vía satélite fuera de Alabama.
—Estás enamorado de ella.
—No, sólo estoy impaciente por matar a su padre. Esa chica transmite por la pantalla un encanto muy especial. Habla sobre teología con una sensatez aplastante; es el tipo de telepredicadora que conmueve a las masas. ¿No hemos temido siempre que el día menos pensado apareciera alguien como ella? Baila como una ninfa, o más bien una virgen de un templo; canta como un serafín e invita a la audiencia que llena el estudio a corearla. Una combinación de teología y éxtasis sabiamente dosificados, aparte de las consabidas recomendaciones morales y éticas.
—La entiendo —contestó David—: eso añade emoción a la perspectiva de chuparle la sangre a su padre. A propósito, el padre no es un tipo que pase precisamente inadvertido. Ninguno de los dos parece querer ocultarse. ¿Estás seguro de que nadie sabe que están emparentados?
En aquellos momentos se abrieron las puertas del ascensor. Mi víctima y su hija se dirigieron hacia las plantas superiores del edificio.
—Él entra y sale de aquí cuando le conviene. Tiene un montón de guardaespaldas. Ella se reúne aquí con él. Creo que conciertan la cita por teléfono celular. Él es un gigante del negocio de la cocaína, y ella una de sus operaciones secretas mejor guardadas. Los guardaespaldas están por todo el vestíbulo. Si hubiera algún intruso husmeando por el lugar, ella habría abandonado el restaurante antes que él. Pero él se escurre como nadie de entre las manos de la justicia.
Hay una orden de busca y captura contra él en cinco estados, pero eso no le impide asistir a un campeonato de pesos pesados en Atlantic City. Se sienta en primera fila, delante de las cámaras de televisión. Jamás le echarán el guante. Lo atraparé yo, el vampiro que está deseando matarlo. ¿Verdad que es estupendo?
—Vamos a ver si me aclaro —contestó David—. Dices que alguien te sigue, pero que no tiene nada que ver con tu víctima, con ese narcotraficante, ni tampoco con su hija telepredicadora. Es decir, te sientes perseguido y asustado, pero no lo suficiente para dejar de perseguir a tu vez a ese tipo de aire siniestro que acaba de entrar en el ascensor.
Yo asentí, aunque las palabras de David me hicieron dudar durante unos segundos. No, no podía existir ninguna relación entre ambas cosas.
Además, ese asunto que me tenía tan preocupado había comenzado antes de que yo me fijara en mi víctima. Había presentido por primera vez que me perseguían en Río, poco después de separarme de Louis y David para regresar allí de «caza».
No sabía nada de mi nueva víctima hasta que un día se cruzó en mi camino en mi propia ciudad, Nueva Orleans. Se había trasladado allí para pasar un rato con Dora. Se habían encontrado en un pequeño bar del barrio francés, y al pasar me fijé en aquel individuo que vestía un atuendo de lo más chillón, y en el pálido semblante y los grandes y bondadosos ojos de su hija. ¡Paf! Fue una atracción fatal, instantánea.
—No, no tiene nada que ver con él —dije—. Empecé a notar que me perseguían hace meses, antes de elegir a mi víctima. Él no sabe que lo estoy acechando. Yo tampoco noté que me perseguía esa cosa, esa...
—¿Qué?
—Observar a ese hombre y a su hija es como contemplar un culebrón. Es el tipo más perverso que he conocido jamás.
—Ya me lo habías comentado. Pero ¿qué es lo que te persigue? ¿Una cosa, una persona o...?
—Deja que te hable primero de mi víctima. Ha matado a un montón de gente. Esos tipos se alimentan de números. Kilos, números de muertos, cuentas secretas. La chica, por supuesto, no es una estúpida que se dedique a hacer milagros asegurando a los diabéticos que puede curarlos a través de una imposición de manos.
—Estás divagando, Lestat. ¿Qué te sucede? ¿De qué tienes miedo? ¿Por qué no matas de una vez a tu víctima y te olvidas del asunto?
—Estás impaciente por regresar junto a Jesse y Maharet, ¿no es cierto? —pregunté a David. De pronto me sentí indefenso, impotente—. Quieres pasar los próximos cien años entre esas tablillas y pergaminos, contemplando los angustiados ojos azules de Maharet, escuchando su voz. ¿Sigue eligiendo siempre a víctimas con ojos azules?
Por la época en que Maharet se convirtió en vampiro estaba ciega, le habían arrancado los ojos. En consecuencia, sacaba los ojos a sus víctimas y los utilizaba hasta que volvía a caer en la ceguera, por más que se esforzara en conservar la visión alimentándose de sangre humana. Ésa era la trágica verdad de la reina de mármol de ojos sangrantes. ¿Por qué no le había retorcido el cuello a un vampiro neófito para robarle los ojos? No se me había ocurrido nunca. Quizá se había abstenido por lealtad hacia nuestra especie. Puede que no hubiera funcionado. El caso es que Maharet tenía sus escrúpulos, severos e inamovibles como ella misma. Una mujer de su edad recuerda los tiempos en que no existía Moisés ni el código de Hammurabi; cuando sólo los faraones atravesaban el Valle de la Muerte...
—Presta atención, Lestat —dijo David—. Quiero saber lo que te preocupa. Es la primera vez que reconoces estar asustado. Olvídate de mí durante unos momentos. Olvídate de tu víctima y de la chica. Cuéntame lo que te pasa, amigo mío. ¿Quién te persigue?
—Antes de responder quiero hacerte unas preguntas.
—No. Explícate. ¿Estás en peligro? ¿O presientes que lo estás? Me mandaste llamar. Fue una clara petición de socorro.
—¿Son ésas las palabras que utilizó Armand, «una clara petición de socorro»? Odio a Armand.
David sonrió e hizo un rápido gesto de impaciencia con ambas manos.
—No odias a Armand, lo sabes de sobra.
—¿Qué te apuestas?
David me miró severamente, con aire de reproche. Debía de ser cosa del internado inglés donde se educó.
—De acuerdo —dije—. Te lo contaré. Pero primero debo recordarte algo. Una conversación que mantuvimos cuando aún estabas vivo, la última vez que charlamos en tu casa de los Cotswolds, cuando eras un encantador anciano que moría en el más absoluto desespero...
—Lo recuerdo —respondió David en tono de resignación—. Antes de que partieras hacia el desierto.
—No, cuando regresé del desierto con graves quemaduras y comprendí que no podía morirme tan fácilmente como había supuesto. Tú me cuidaste. Luego me hablaste de ti, de tu vida. Dijiste algo acerca de una experiencia que habías vivido antes de la guerra, en un café de París. ¿Recuerdas esa anécdota?
—Desde luego. Te dije que en mi juventud tuve una visión.
—Sí, que durante unos segundos te pareció como si el tejido de la vida se hubiera desgarrado y entonces vislumbraste unas cosas que jamás debiste ver.
David sonrió y dijo:
—Fuiste tú quien sugirió que era como si se hubiera desgarrado el tejido de la vida, permitiéndome así contemplar ciertas cosas. Sin embargo, yo no creía, ni lo creo ahora, que fuera algo casual, sino una visión. Pero han pasado cincuenta años y apenas recuerdo el asunto.
—Es lógico. Como vampiro, recordarás todo lo que te suceda a partir de ahora con gran precisión, pero los detalles de tu existencia mortal se irán difuminando, sobre todo los que guardan relación con los sentidos, como el sabor del vino, etcétera.
David me rogó que me callara, pues mis palabras le entristecían. Yo le aseguré que no había sido ése mi propósito.
Levanté mi copa y aspiré el aroma, semejante al de los ponches navideños. Luego la deposité de nuevo en la mesa. Tenía todavía las manos y el rostro bronceados debido a la excursión al desierto, mi pequeño intento de volar hacia la faz del sol. Eso me ayudaba a pasar por un ser humano. ¡Qué ironía! También hacía que mis manos fueran más sensibles al calor.
Al notar el calor me estremecí de gozo. Soy un tipo que disfruta con todo. No hay forma posible de disimular una sensualidad como la mía; soy capaz de morirme de risa durante horas mientras observo el dibujo de una alfombra en el vestíbulo de un hotel.
De pronto advertí que David me miraba fijamente.
Parecía haber recobrado la compostura, o al menos haberme perdonado por enésima vez el hecho de haber metido su alma en el cuerpo de un vampiro sin su consentimiento, es decir, en contra de su voluntad. Me miraba casi con amor, como si quisiera tranquilizarme.
Yo le devolví la mirada. Sí, necesitaba calmarme.
—Según me contaste, en ese café de París oíste una conversación entre dos seres —dije, regresando al tema de la visión que había tenido David hacía años—. Eras muy joven. Todo sucedió de forma gradual. De pronto comprendiste que en realidad esos seres no estaban allí, al menos en un sentido material, y que se expresaban en una lengua que tú comprendías aunque no sabías cuál era.
David asintió.
—En efecto —contestó—. Era como si estuvieran hablando Dios y el diablo.
—El año pasado, cuando te dejé en la selva me dijiste que no me preocupara, que no pensabas emprender un peregrinaje en busca de Dios y el diablo en un café parisino. Me dijiste que habías dedicado toda tu existencia mortal a buscar eso en Talamasca, pero que habías cambiado.
—Sí, eso fue lo que te dije —reconoció David—. La visión ha perdido nitidez desde el día en que te hablé de ella, aunque todavía la recuerdo. Sigo creyendo que vi y oí algo extraordinario, pero me he resignado a no descubrir jamás su misterio.
—De modo que, tal como me prometiste, has decidido dejar los asuntos de Dios y el diablo para los de Talamasca.
—Dejo los asuntos del diablo a los de Talamasca —respondió David—. No creo que a la Orden le interese Dios, sino más bien otras cuestiones esotéricas y sobrenaturales.
Ese ámbito verbal me resultaba familiar. Ambos manteníamos una discreta vigilancia sobre Talamasca, por decirlo así. Sin embargo, sólo un miembro de aquella devota orden de eruditos había conocido la verdadera suerte de David Talbot, antiguo superior general, y ese ser humano había muerto. Se llamaba Aaron Lightner. La muerte del único ser humano que sabía en qué se había convertido David, que había sido su amigo cuando David era un ser mortal, al igual que David había sido amigo mío, le había causado una profunda tristeza.
—¿Acaso has tenido una visión? —me preguntó David, deseoso de retomar el hilo de la conversación—. ¿Por eso estás asustado?
—No, no se trata de algo tan claro como una visión —respondí—. Pero ese ser me persigue, de vez en cuando me permite verlo brevemente, en un abrir y cerrar de ojos. A veces lo oigo conversar con otros en un tono normal, o percibo sus pasos por la calle, siguiéndome. Cuando me vuelvo, se esfuma. Lo reconozco, estoy aterrado. Las pocas veces que se muestra ante mí suelo terminar completamente desorientado, tendido en la calle como un borracho. A veces pasa una semana sin que lo vea o lo oiga. Luego, de pronto, vuelvo a captar el fragmento de una conversación...
—¿Y qué dice?
—No puedo repetir esos fragmentos en orden. Llevo oyéndolos desde hace mucho tiempo, antes de darme cuenta de su significado. Sabía que oía una voz procedente de otra estancia, por decirlo así, que no era un ser mortal que se encontrara en una habitación contigua. Pero quizá tenga una explicación natural, una razón acústica.
—Comprendo.
—Son como fragmentos de una conversación normal entre dos personas. De pronto, uno de ellos, el que me persigue, le dice al otro: «No, es perfecto, no tiene nada que ver con la venganza. ¿Acaso me crees capaz de hacer eso simplemente para vengarme?» Son frases sueltas —añadí, encogiéndome de hombros.
—¿Y crees que esa cosa, o ese ser, quiere que oigas algunas de las cosas que dice, de la misma forma que yo pienso que alguien quería que yo tuviera aquella visión en el café de París?
—Exactamente. Este asunto me está atormentando. En otra ocasión, hace dos años, me hallaba en Nueva Orleans espiando a Dora, la hija de mi víctima. Reside en el viejo convento del que te hablé, un edificio del siglo pasado, medio derruido y abandonado. Es como un viejo castillo. Pero esa hermosa joven, que parece tan frágil e inocente, vive allí sola.
»Pues bien, entré en el patio del convento, que consta de un edificio principal, dos alas rectangulares y un patio interior...
—El típico edificio construido en piedra de finales del siglo diecinueve.
—Exacto. Estaba espiando a la chica a través de las ventanas, cuando la vi avanzar por un pasillo oscuro como boca de lobo. Llevaba una linterna y cantaba uno de sus himnos. Esas gentes que predican por televisión son una curiosa mezcla entre lo medieval y lo moderno.
—Sí, creo que lo llaman la «Nueva Era» —apuntó David.
—Algo así. Como te he dicho, esa joven trabaja en una cadena religiosa ecuménica. Su programa es muy convencional. Invita a los telespectadores a creer en Jesús para salvarse. Pretende conducir a la gente hacia el cielo con sus cánticos y danzas, especialmente a las mujeres, que siempre llevan la batuta.
—Continúa, decías que la estabas espiando...
—Sí, y no dejaba de pensar en lo valiente que era. Al fin llegó a sus habitaciones, que se hallan en una de las cuatro torres del edificio, y la oí echar el cerrojo a las puertas. Pensé que no había muchos mortales dispuestos a vivir solos en un edificio tan oscuro y siniestro como aquél. Además, desde el punto de vista espiritual está contaminado.
—¿A qué te refieres?
—Está habitado por pequeños espíritus, duendes... ¿Cómo los llamáis en Talamasca?
—Trasgos.
—Hay varios en ese edificio, aunque no representan ninguna amenaza para esa joven; es demasiado valiente y fuerte para dejarse intimidar por ellos.
»No así el vampiro Lestat, que la estaba espiando. Como he dicho antes, me encontraba en el patio cuando de pronto oí una voz junto a mí, como si a mi derecha hubiera dos individuos que estuviesen manteniendo una amistosa charla. Uno de ellos, el que no se dedica a seguirme, dijo: "No tengo la misma opinión de él que tú." Me volví precipitadamente, tratando de hallar a esa cosa, atraparla mental y espiritualmente, enfrentarme a ella, desafiarla. Estaba temblando como una hoja. Esos pequeños espíritus a los que me he referido, cuya presencia advertí en el convento... No creo que se dieran cuenta de que esa persona, o lo que fuera, me estaba hablando al oído.
—Lestat, tengo la impresión de que has perdido tu inmortal juicio —dijo David—. No, no te ofendas. Te creo. Pero retrocedamos un poco. ¿Por qué estabas siguiendo a la chica?
—Porque quería verla. Mi víctima está muy preocupada por lo que es, por los crímenes que ha cometido, por lo que las autoridades saben sobre él. Teme que cuando consigan detenerlo y los periódicos aireen el caso su hija salga perjudicada. Claro que nunca llegarán a juzgarlo, pues pienso matarlo antes de que consigan detenerlo.
—Y con ese gesto salvarías la iglesia de la chica, ¿verdad? Es decir, que vas a liquidarlo de forma expeditiva. ¿Me equivoco?
—No haría daño a esa joven por nada del mundo. Nada podría inducirme a lastimarla —contesté.
A continuación guardé silencio durante unos minutos.
—¿Estás seguro de que no te has enamorado de ella? —preguntó David—. Parece como si te hubiera hechizado.
Las palabras de David me hicieron recordar que no hacía mucho me había enamorado de una mujer mortal, una monja. Se llamaba Gretchen. La pobre había perdido la razón por culpa mía. David conocía la historia. La había escrito yo mismo; también había escrito la historia de David, de modo que él y Gretchen habían pasado a los anales de la historia en forma de personajes de ficción. David estaba al corriente de ello.
—Jamás me comportaría con Dora como hice con Gretchen —dije—. No. No voy a lastimarla. He aprendido la lección. Lo único que me interesa es matar a su padre de forma que ella sufra lo menos posible y obtenga el máximo beneficio. Ella sabe a qué se dedica su padre, pero no estoy seguro de que esté preparada para afrontar todos los problemas que se le echarían encima si lograran detenerlo y juzgarlo.
—Veo que sigues con tus jueguecitos.
—Tengo que hacer algo para distraerme, para no pensar en esa cosa que me persigue. ¡Me está volviendo loco!
—Cálmate, hombre, no te pongas nervioso.
—No puedo evitarlo —contesté.
—Dame más detalles sobre esa «cosa», cuéntame más fragmentos de conversación.
—No merece la pena repetirlos. Se trata de una discusión acerca de mí. Te aseguro, David, que es como si Dios y el diablo estuvieran discutiendo sobre mí.
Me detuve bruscamente. El corazón me latía con tal violencia que casi me dolía, lo cual resulta extraño tratándose del corazón de un vampiro. Me apoyé en la pared y observé a los clientes del bar, en su mayoría mortales de mediana edad, señoras enfundadas en anticuados abrigos de piel y hombres calvos lo suficientemente bebidos para hablar a voces y comportarse como si tuvieran veinte años.
El pianista interpretaba una melodía popular muy triste y dulce, de una obra que se había representado en Broadway. Una de las mujeres que había en el bar se balanceaba suavemente al compás de la música mientras deletreaba en silencio las palabras de la canción con sus grotescos labios pintados de rojo y se fumaba un cigarrillo. Pertenecía a una generación que llevaba tantos años fumando que le resultaba imposible dejar de hacerlo. Tenía la piel arrugada y áspera como un lagarto, pero era una vieja inofensiva y encantadora. Todos eran inofensivos y encantadores.
¿Mi víctima? La oí arriba. Seguía hablando con su hija. Trataba de convencerla de que aceptara otro regalo, creo que un cuadro.
Era evidente que mi víctima estaba dispuesta a mover montañas por su hija, pero ella no quería sus regalos y tampoco iba a salvar su alma.
Me pregunté hasta qué hora permanecería abierta la catedral de San Patricio. Dora deseaba ir allí a rezar. Como de costumbre, rechazó el dinero que le ofreció su padre. «Lo que quiero es tu alma —dijo—. No puedo aceptar tu dinero para la iglesia. Está sucio, manchado de sangre.»
Fuera seguía nevando. La música del piano empezó a sonar a un ritmo más acelerado y urgente. De lo mejorcito de Andrew Lloyd Weber, pensé. Era una canción de El fantasma de la ópera.
De pronto volví a oír un ruido en el vestíbulo y me volví bruscamente. Luego miré a David para comprobar si él había notado algo, pero no parecía haber oído nada anormal. Al cabo de unos segundos creí oír de nuevo algo así como unos pasos, unos pasos sigilosos y aterradores. No, no era fruto de mi imaginación. Me eché a temblar. De repente el ruido cesó. No oí ninguna voz hablándome al oído.
Miré a David.
—¿Qué pasa, Lestat? —preguntó David, preocupado—. Estás trastornado.
—Creo que el diablo ha venido a por mí —contesté—. Voy a ir al infierno.
David me miró estupefacto. ¿Qué podía responder? ¿Qué suele decir un vampiro a otro respecto a esos temas? ¿Qué hubiera dicho yo si Armand, trescientos años mayor que yo e infinitamente más malvado, me hubiera dicho que el diablo iba tras él? Me habría reído ante sus narices. Habría soltado algún chiste sobre que se lo tenía bien merecido y que estaría en buena compañía, rodeado de los de nuestra especie, sometido a un tormento vampírico mucho peor que los que experimentan los pecadores mortales. Sentí que un escalofrío me recorría el cuerpo.
—Dios mío —murmuré.
—¿Dices que lo has visto? —preguntó David.
—No exactamente. Yo estaba en... no tiene importancia. Creo que había regresado a Nueva York, estaba con él...
—La víctima.
—Sí, lo estaba siguiendo. Había ido a una galería de arte situada en el centro para cerrar un trato. Se dedica al contrabando de obras de arte. El hecho de que le entusiasmen los objetos antiguos y exquisitos, como a ti, David, forma parte de su extraña personalidad. Cuando lo mate y me dé un festín, quizá te traiga uno de sus tesoros.
David no dijo nada, pero noté que la idea de que yo birlara un objeto valioso a alguien a quien aún no había matado pero a quien con toda certeza iba a matar, le disgustaba.
—Libros medievales, cruces, joyas, reliquias, es el tipo de objetos que adquiere. El afán de poseer obras de arte religiosas, como estatuas de ángeles y santos de incalculable valor que habían sido robadas de las iglesias en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, es lo que le llevó al tráfico de drogas. Sus tesoros más valiosos los mantiene a buen recaudo en su casa del Upper East Side. Es su gran secreto. Creo que el dinero de las drogas representa para él un medio para alcanzar un fin. No estoy seguro. A veces me entretengo en adivinar su pensamiento, pero luego me canso y lo dejo correr. Es un tipo malvado, esas reliquias no poseen ninguna magia y yo acabaré en el infierno.
—No tan deprisa —dijo David—. Volvamos al ser que te persigue. Dijiste que habías visto algo. ¿Qué fue lo que viste exactamente?
Yo guardé silencio. Había temido este momento. Ni siquiera había tratado de describir esas experiencias para mí mismo. Pero tenía que seguir adelante. Había llamado a David para que me ayudara. Tenía que darle una explicación.
—Nos encontrábamos en la Quinta Avenida; él, la víctima, circulaba en un coche por el centro y yo conocía las señas de la casa donde conserva sus tesoros.
»Yo iba andando por la calle, como cualquier ser mortal. Me detuve ante un hotel y entré para admirar las flores. Siempre que me siento a punto de perder el juicio debido a los rigores del invierno entro en uno de esos hoteles lujosos y me deleito contemplando los arreglos florales.
—Te comprendo —respondió David con un breve suspiro.
—Me hallaba en el vestíbulo, contemplando un inmenso ramo de flores. Quería... dejar un donativo, como si estuviera en una iglesia..., para quienes habían confeccionado el ramo, y me dije a mí mismo que podía matar a la víctima. De pronto..., te juro que fue así como sucedió, David...
»... el suelo cedió bajo mis pies. El hotel desapareció. Yo no estaba en ninguna parte, ni sujeto a nada, y sin embargo me encontraba rodeado de personas que no cesaban de parlotear, gritar, llorar y reír; sí, tal como te lo cuento, todo sucedía de forma simultánea. En lugar de las clásicas tinieblas del infierno, había una luz cegadora. Traté de agarrarme a algo, de recuperar el equilibrio, no con las manos, pues no tenía manos, sino tensando cada músculo y nervio de mi cuerpo, cuando de repente sentí que pisaba terreno firme y vi a ese ser ante mí. No tengo palabras para describir lo que experimenté, David. Fue horripilante. Jamás había visto nada tan espantoso. La luz brillaba a sus espaldas, proyectando su gigantesca sombra sobre mí. Su rostro era muy oscuro y al mirarlo perdí el control. Creo que proferí un alarido, aunque no sé si se oyó en el mundo de los mortales.
»Cuando me recuperé de la impresión comprobé que yo seguía allí, en el vestíbulo del hotel. Todo presentaba un aspecto normal. Tuve la sensación de haber permanecido años y años en aquel espantoso lugar, y noté que mi memoria se desintegraba, que los fragmentos de mis recuerdos se escapaban con tal rapidez que resultaba imposible atrapar siquiera un pensamiento, una frase o una palabra.
»Lo único que recordaba con certeza es lo que acabo de relatarte. Me quedé inmóvil, mirando las flores. Nadie en el vestíbulo se fijó en mí. Fingí que todo era normal, pero al mismo tiempo me esforzaba en recordar, perseguía esos fragmentos que habían huido de mi memoria, unos retazos de conversación, unas palabras sueltas, una amenaza o una descripción, mientras veía ante mí a aquel horripilante y siniestro ser, el tipo de demonio que uno crearía si deseara conducir a alguien a la locura. No dejaba de ver su rostro y...
—Lo he visto en otras dos ocasiones.
Me enjugué el sudor de la frente con la servilleta que me había tendido el camarero, el cual se había acercado de nuevo a la mesa. David le pidió que nos sirviera otras bebidas y luego se inclinó hacia mí y dijo:
—De modo que crees que has visto al diablo.
—Yo no me dejo impresionar fácilmente, David —respondí—. Lo sabes tan bien como yo. No existe un vampiro capaz de atemorizarme. Ni el más viejo, ni el más sabio, ni el más cruel. Ni siquiera Maharet. Además, ¿qué sé yo acerca de lo sobrenatural, a no ser lo que nos concierne a nosotros? Los pequeños espíritus, los poltergeist, lo que todos conocemos y vemos... lo que tú invocas por medio de las artes de la macumba.
—Cierto —dijo David.
—Ese ser era el Hombre, el Macho Cabrío, la encarnación del Mal.
David sonrió, pero sin ánimo de ofenderme.
—Es decir, el mismísimo diablo —contestó en tono suave y seductor.
Ambos nos echamos a reír, aunque con una risa un tanto amarga, como suelen decir los escritores.
—La segunda vez fue en Nueva Orleans. Yo estaba cerca de casa, del apartamento de la calle Royale. Estaba dando un paseo. De pronto oí unas pisadas detrás de mí, como si la persona que me estaba siguiendo quisiera que yo lo notara. Es un viejo truco que yo mismo he utilizado en más de una ocasión para atemorizar a mis víctimas. Te aseguro que funciona. ¡Dios, estaba aterrado! La tercera vez noté la presencia de esa cosa aún más cerca. La misma puesta en escena; un ser alado gigantesco, o por lo menos yo, debido al pavor que me invadía, lo había dotado de alas. En cualquier caso se trata de un ser alado, grotesco, pero esa última vez conseguí retener la imagen el tiempo suficiente para huir de ella, para escapar como un cobarde. Luego me desperté, como de costumbre, en un lugar conocido, el mismo en el que había tenido la visión. Todo parecía sumido en la más absoluta normalidad, nadie mostraba ni un signo de alteración.
—¿No dice nada cuando se aparece ante ti?
—No, nada. Creo que intenta volverme loco. Trata de... obligarme a hacer algo. ¿Recuerdas lo que dijiste, David, aquello de que no sabías por qué Dios y el diablo te habían permitido verlos?
—¿No se te ha ocurrido que este asunto está relacionado con la víctima a la que persigues? ¿Que quizás algo o alguien quiere impedirte que mates a ese hombre?
—Eso es absurdo, David. Piensa en el sufrimiento que existe en el mundo, en las víctimas inocentes que mueren en Europa oriental, en las guerras que se libran en Tierra Santa, en lo que sucede en esta misma ciudad. ¿Crees que a Dios o al diablo les importa la suerte de la humanidad? En cuanto a nuestra especie, durante siglos se ha dedicado a atacar a las personas más débiles, atractivas e indefensas. ¿Cuándo ha impedido el diablo que Louis, Armand, Marius o cualquiera de nosotros lleváramos a cabo nuestras fechorías? ¡Ojalá pudiera invocar su augusta presencia y averiguar de una vez por todas qué pretende de mí!
—¿De veras deseas averiguarlo? —inquirió David.
Antes de responder, reflexioné unos instantes. Luego sacudí la cabeza y dije:
—Quizá tenga una explicación lógica. Detesto vivir atemorizado. Quizá me esté volviendo loco. Quizás el infierno consista en eso, en que te vuelves loco y todos los demonios se ceban en ti.
—Dijiste que era la encarnación del Mal, ¿no es cierto?
Abrí la boca para responder, pero me detuve. El Mal.
—Dijiste que era grotesco; describiste un ruido insoportable y una luz cegadora. ¿Era el Mal? ¿Sentiste la presencia del Mal?
—No, noté lo mismo que cuando percibo esos fragmentos de conversaciones, una especie de sinceridad y determinación. Te diré algo sobre ese ser que me persigue: posee una mente que no descansa en su corazón y una personalidad insaciable.
—¿Cómo?
—Una mente que no descansa en su corazón y una personalidad insaciable —insistí. Sabía que era una cita que había sacado de algún libro, tal vez de una poesía.
—¿Qué quieres decir? —preguntó David.
—No lo sé. Ni siquiera sé por qué lo he dicho. No sé por qué se me han ocurrido esas palabras. Pero es cierto. Posee una mente que no descansa en su corazón y una personalidad insaciable. No es mortal. No es humano.
—«Una mente que no descansa en su corazón —repitió David—. Una personalidad insaciable.»
—Sí. Es el Hombre, el Ser, el Macho Cabrío. No, espera, no sé si se trata de un macho; quiero decir que no sé a qué sexo pertenece. Digamos que no parece una hembra, y por consiguiente deduzco que es un macho.
—Ya.
—Crees que me he vuelto loco, ¿no es cierto? En el fondo confías en que me haya vuelto loco.
—No digas tonterías.
—Es lógico que prefieras pensar que estoy loco, porque si ese ser no reside en mi mente, si existe fuera de ella, también puede atacarte a ti.
David adoptó un aire pensativo y distante, y guardó silencio durante un rato. Luego dijo algo muy extraño, algo que no me esperaba.
—Pero no me persigue a mí, sino a ti. Tampoco persigue a los otros, sino sólo a ti.
Sus palabras me hirieron en lo más profundo. Soy un ser orgulloso, egocéntrico; me encanta llamar la atención; deseo que me admiren, que me amen; deseo ser amado por Dios y por el diablo. Deseo, deseo, deseo...
—No pretendo criticarte —dijo David—, sólo digo que ese ser no ha amenazado a los otros. A lo largo de cientos de años, ninguno de los demás, que sepamos, ha mencionado jamás una experiencia semejante. Es más, en tus libros siempre has dejado bien claro que ningún vampiro había visto jamás al diablo, ¿no es así?
Tuve que reconocer que David tenía razón. Louis, mi querido pupilo, había atravesado una vez el mundo en busca del vampiro más viejo, y Armand se le había adelantado con los brazos abiertos para decirle que no existían ni Dios ni el diablo. Medio siglo antes, también yo había emprendido la búsqueda del vampiro más viejo y había comprobado que era Marius, creado en los tiempos de la antigua Roma, el cual me declaró lo mismo que Armand: Dios no existía; el diablo no existía.
Permanecí inmóvil, consciente de ciertos estúpidos detalles que me irritaban, como el calor que hacía en el bar, el desagradable perfume que flotaba en el ambiente, la ausencia de lirios, el frío que reinaba en el exterior, la incomodidad de no poder descansar hasta el amanecer, el hecho de que aquélla iba a ser una noche muy larga y de que las cosas que decía no tenían ningún sentido para David, quien probablemente acabaría abandonándome. También sabía que ese ser podía aparecer de nuevo en el momento más inesperado.
—¿Te quedarás junto a mí? —pregunté, odiándome por haber formulado esa pregunta.
—Permaneceré a tu lado y trataré de sujetarte si ese ser pretende llevarte consigo.
—¿Eso harás?
—Sí —contestó David.
—¿Por qué?
—No seas idiota —respondió David—. Mira, no sé qué es lo que vi en aquel café. Jamás he vuelto a ver ni oír nada parecido. En cierta ocasión te conté mi historia. Como sabes, fui a Brasil, aprendí los secretos de la macumba. La noche que tú... me perseguiste, traté de invocar a los espíritus.
—Y acudieron, pero eran demasiado débiles para ayudarte.
—Cierto. Pero lo que pretendo decir es que te amo, en cierto modo estamos ligados de una forma especial. Louis te adora. Para él eres una especie de dios siniestro y temible, aunque finge odiarte por haberlo creado. Armand te envidia y te observa más de lo que imaginas.
—Oigo y veo con frecuencia a Armand, pero hago caso omiso de él —respondí.
—Marius, como supongo que sabes, no te ha perdonado que no te convirtieras en discípulo suyo, en su acólito, que no creyeras en la historia como una suerte de coherencia redentora.
—Lo has expresado a la perfección, pero te aseguro que está enojado conmigo por motivos mucho más serios. Tú no estabas con nosotros cuando desperté a la Madre y al Padre. No estabas presente. Pero ésa es otra historia.
—Sé lo que sucedió. Olvidas que he leído tus libros. Leo tus obras en cuanto terminas de escribirlas, en cuanto las lanzas al mundo de los mortales.
—Puede que el diablo también las haya leído —dije soltando una amarga carcajada.
Insisto en que detesto sentirme atemorizado. Me pone furioso.
—Descuida, prometo permanecer a tu lado —dijo David.
Luego observó la mesa con aire distraído, como solía hacer cuando era un ser mortal, cuando yo era capaz de adivinar su pensamiento pero él me derrotaba, impidiéndome penetrar en su mente. Ahora se trataba simplemente de una barrera. Jamás volvería a saber lo que pensaba David.
—Tengo hambre —murmuré.
—Pues ve en busca de tu víctima.
Yo meneé la cabeza y contesté:
—Todavía no. La atraparé en cuanto Dora abandone Nueva York y regrese a su viejo convento. Sabe que su padre está condenado. Cuando yo acabe con él pensará que lo hizo uno de sus numerosos enemigos, que su muerte fue una venganza por los males causados y ese tipo de pensamientos bíblicos, cuando lo cierto será que lo mató una especie asesina que rondaba por el jardín salvaje de la Tierra, un vampiro en busca de un suculento mortal que fue a fijarse en su padre.
—¿Piensas torturar a ese hombre?
—¡David! Me choca que me hagas esa pregunta tan indiscreta.
—¿Lo harás? —insistió David con timidez, como si me implorara.
—No lo creo. Sólo quiero...
Miré a David sonriendo. Conocía de sobra los detalles. Nadie tenía que explicarle lo de la sangre, el alma, la memoria, el espíritu, el corazón. Yo no conocería a ese desdichado mortal hasta que consiguiera atraparlo, atraerlo hacia mi pecho y abrirle la única vena honesta que tenía en el cuerpo, por decirlo de alguna manera. Demasiados pensamientos, demasiados recuerdos, demasiada rabia...
—Me alojaré contigo —dijo David—. ¿Tienes una suite en este hotel?
—Sí, pero es demasiado pequeña para los dos. Busca un apartamento cómodo y espacioso. A ser posible cerca..., cerca de la catedral.
—¿Por qué?
—¿No lo adivinas? Si el diablo se pone a perseguirme por la Quinta Avenida, entraré corriendo en la catedral de San Patricio, me acercaré al altar mayor, caeré de rodillas ante el Sagrado Sacramento y rogaré a Dios que me perdone, que no me arroje a las llamas del infierno.
—Creo que estás a punto de volverte completamente loco.
—Te equivocas. Mírame. Soy capaz de atarme los cordones de los zapatos yo solito, y también de ponerme el fular; no creas, colocártelo con gracia, sin que parezca la bufanda de un payaso, requiere cierta habilidad. Tengo las pilas cargadas, como dicen los mortales. ¿Te encargarás de buscar un apartamento para nosotros?
David asintió.
—Junto a la catedral hay un rascacielos de cristal, un edificio monstruoso.
—La Torre Olímpica.
—Exacto. Averigua si disponen de algún apartamento para alquilar. En realidad, puedo decir a mis agentes que se ocupen de ello, no sé por qué te pido que te encargues de esos menesteres tan humillantes...
—Lo haré encantado. Ahora es demasiado tarde, pero mañana mismo alquilaré un apartamento a nombre de David Talbot.
—¿Te importa recoger el equipaje que tengo en mi habitación? Me he inscrito con el nombre de Isaac Rummel. Se trata de un par de maletas y unos abrigos. Estamos en invierno, ¿no?
Entregué a David la llave de mi habitación. Era humillante, lo trataba como si fuera mi sirviente. Quizá cambiase de opinión y decidiría alquilar nuestro nuevo apartamento bajo el nombre de Renfield.
—Descuida, me ocuparé de todo. A partir de mañana dispondremos de una suntuosa base de operaciones. Te dejaré las llaves en recepción. Pero ¿qué harás tú entretanto?
Yo guardé silencio. Mi víctima seguía hablando con Dora, que partiría al día siguiente.
Al cabo de unos minutos señalé hacia arriba y contesté:
—Voy a matar a ese cabrón. Lo haré mañana, al anochecer, si consigo atraparlo. Dora se habrá ido. ¡Dios, qué hambre tengo! Ojalá tomase Dora un avión esta misma noche. Dora, Dora.
—Te gusta esa chica, ¿verdad?
—Sí. Me gustaría que la vieras en televisión. Tiene un talento espectacular, y su mensaje encierra un elevado y peligroso contenido emocional.
—De modo que es un dechado de virtudes.
—Así es. Tiene la piel muy blanca, el pelo corto y negro, las piernas largas y esbeltas y baila con tal abandono, con los brazos extendidos, que recuerda a un derviche o a un sufí, y cuando habla no se expresa con humildad, sino con asombro. Todo cuanto dice es muy positivo.
—Es lógico.
—La religión no siempre fue una cosa positiva. Ella no se pone a hablar sobre el apocalipsis ni amenaza con que el diablo perseguirá a quienes no le envíen un cheque para su iglesia.
David reflexionó unos instantes y luego dijo:
—Veo que te ha causado una honda impresión.
—No, te equivocas. La quiero, sí, pero pronto me olvidaré de ella. Lo que ocurre es que... su versión de la religión me parece muy convincente, se expresa con gran seguridad y a la vez delicadeza. Está convencida de que Jesús vino a la Tierra.
—¿Estás seguro de que ese ser que te persigue no está de algún modo relacionado con su padre, tu víctima?
—Existe un medio de averiguarlo —contesté.
—¿Cómo?
—Mataré a ese canalla esta noche. Quizá lo haga después de que deje a su hija. Mi víctima no se aloja aquí con ella. Tiene miedo de perjudicarla, de que su presencia suponga un peligro para ella. Jamás se aloja en el mismo hotel que su hija. Posee tres casas en la ciudad. Me sorprende que no se haya marchado todavía.
—Me quedaré contigo.
—No, vete, tengo que liquidar este asunto. Te necesito, de veras, necesitaba contártelo, pero no te quiero a mi lado. Sé que estás sediento de sangre. No es preciso adivinar tu pensamiento para saberlo. Contuviste tus deseos para acudir de inmediato en mi ayuda. Vete a dar una vuelta por la ciudad —dije sonriendo—. Nunca has deambulado por Nueva York en busca de una víctima, ¿verdad?
David hizo un gesto negativo con la cabeza. Sus ojos habían cambiado. Era el hambre lo que confería a su mirada una expresión velada, como un perro que ha captado el olor de una perra en celo. Todos mostramos a veces esa expresión animal, aunque no somos tan buenos y nobles como las bestias. Ninguno de nosotros.
—No olvides alquilar un apartamento en la Torre Olímpica —dije, al tiempo que me levantaba—, con vistas a San Patricio. Procura que no esté situado en un piso demasiado alto, para sentirme cerca de las torres de la catedral.
—¿Te has vuelto loco?
—No. Me marcho. Oigo su voz y sus pasos arriba. Se está despidiendo de su hija con un casto y afectuoso beso. Su coche le aguarda frente a la puerta del hotel. Cuando salga de aquí se dirigirá a la casa que posee en la parte alta de la ciudad, donde guarda sus reliquias. Cree que sus compinches y las autoridades no saben nada de ello, o que piensan que son unas baratijas adquiridas en la tienda de un amigo. Pero yo sé que es propietario de un auténtico tesoro, y también sé lo que significa para él. Le seguiré hasta su casa... Debo irme, el tiempo apremia, David.
—Jamás me había sentido tan confundido —contestó éste—. Estaba a punto de decir «ve con Dios».
Tras soltar una carcajada, me incliné y lo besé rápidamente en la frente, para que nadie pudiera interpretar ese gesto más que como una muestra de afectuosa amistad.
Dora lloraba en su habitación, en uno de los últimos pisos del hotel. Estaba sentada junto a la ventana y contemplaba la nieve llorando. Se arrepentía de haber rechazado el último regalo que le había ofrecido su padre. Si al menos... La joven apoyó la frente contra el frío cristal y rezó por su padre.
Atravesé la calle. La nieve me produjo una sensación reconfortante, aunque, claro está, yo soy un monstruo.
Desde la parte trasera de la catedral de San Patricio vi que mi víctima salía del hotel, echaba a andar apresuradamente bajo la nieve y se instalaba en el asiento posterior de su elegante limusina negra. Le oí dar al chófer una dirección próxima a la casa donde guardaba sus tesoros. Adelante, Lestat, me dije, ésta es la tuya. Permanecerá allí, solo, un buen rato.
Deja que el diablo venga a por ti. No te dejes intimidar. No entres en el infierno temblando como un cobarde. ¡Ánimo!


2
Llegué a la casa de mi víctima, en el Upper East Side, antes que él. Lo había seguido hasta allí en numerosas ocasiones. Conocía sus costumbres. Los sirvientes se alojaban en la planta inferior y en la superior, aunque no creo que supieran quién era él. Su estilo era semejante al de un vampiro. El segundo piso de la casa estaba ocupado por un sinfín de habitaciones, cerradas a cal y canto como una prisión, a las que él accedía por una entrada trasera.
Mi víctima no descendía nunca del coche delante de su casa, sino en Madison, daba un rodeo a la manzana y entraba por la puerta trasera del edificio. A veces se apeaba en la Quinta Avenida. Utilizaba dos rutas, y parte de los terrenos circundantes era de su propiedad. Pero nadie, ni siquiera quienes le perseguían, sabía que tenía una casa allí.
Yo no estaba seguro de que su hija, Dora, conociera la ubicación exacta de la casa. Su padre no la había llevado allí ni una sola vez en todos los meses en que yo lo había estado vigilando, relamiéndome al pensar en el festín que iba a darme. Tampoco había captado en la mente de Dora una imagen precisa de la casa.
Sin embargo, Dora conocía la existencia de su colección de obras de arte. Tiempo atrás no había tenido inconveniente en aceptar sus regalos. Algunos de ellos los conservaba en el abandonado convento de Nueva Orleans. Yo había intuido la presencia de dos de esas maravillosas piezas la noche en que la había seguido hasta allí. Mi víctima seguía lamentándose de que Dora hubiera rechazado su último regalo. Un objeto sagrado, según deduje.
No tuve ninguna dificultad para entrar en el apartamento.
En realidad, no se trataba exactamente de un apartamento, aunque incluía un pequeño lavabo, sucio debido al estado de abandono, y una serie de habitaciones atestadas de baúles, estatuas, figuras de bronce y montones de cachivaches entre los que, sin duda, se escondían tesoros de incalculable valor.
Me producía una extraña sensación el hecho de estar dentro, oculto en una pequeña habitación trasera, pues antes sólo había contemplado el interior a través de las ventanas. Hacía mucho frío. Cuando llegara mi víctima, instauraría el calor y la luz con el mero gesto de pulsar unos botones.
Presentí que él se encontraba todavía en Madison debido a un atasco, y decidí explorar la casa.
Al salir de la habitación y toparme con la estatua de mármol de un ángel me sobresalté. Era uno de esos ángeles que solían hallarse junto a las puertas de las iglesias, ofreciendo agua bendita en una concha. Yo los había visto en Europa y Nueva Orleans.
Se trataba de una estatua gigantesca, y su cruel perfil contemplaba ciegamente las sombras. Al fondo del pasillo se reflejaba la luz de la bulliciosa calle que daba a la Quinta Avenida. A través de los muros se filtraba el ruido del tráfico de Nueva York.
El ángel estaba de pie, ligeramente inclinado hacia delante, como si acabara de descender del cielo para ofrecer agua bendita a los fieles. Le propiné una suave palmada en la rodilla y pasé de largo. No me gustaba su aspecto. Noté un olor a pergamino y diversas clases de metal. La habitación que había frente a mí estaba llena de iconos rusos. Las paredes aparecían literalmente cubiertas de ellos y la luz se reflejaba en los halos de las vírgenes de mirada triste y en las imágenes de Jesús.
Al entrar en otra habitación vi numerosos crucifijos. Algunos de ellos poseían un inconfundible estilo español, otros un estilo barroco italiano, y unos cuantos muy primitivos y raros, representaban a un Cristo grotesco y desproporcionado, clavado en la tosca cruz y mostrando una expresión de indecible sufrimiento.
De pronto comprendí que todas las obras de arte que había allí eran religiosas. Claro que, bien pensado, buena parte de las obras de arte que se crearon con anterioridad a nuestro siglo son eminentemente religiosas.
El apartamento carecía de vida.
Apestaba a insecticida. Lógicamente, mi víctima había saturado el lugar de insecticida para preservar sus estatuas de madera. No oí ni percibí un olor a ratas, ni detecté la presencia de ningún ser vivo.
El piso inferior estaba desierto, aunque sus ocupantes habían dejado una pequeña radio encendida en el baño, que emitía en esos momentos un boletín informativo.
Resultaba muy fácil eliminar aquel pequeño sonido. Los pisos superiores estaban ocupados por unos mortales de edad muy avanzada. Vi a un anciano sentado que llevaba unos pequeños auriculares en los oídos y se balanceaba al compás de una esotérica música alemana, Wagner, mientras unos desgraciados amantes se lamentaban del «odioso amanecer», o algo parecido, entonando un reiterativo y estúpido canto pagano. El tema me ponía enfermo. Había otra persona allí arriba, una mujer, pero era tan vieja y débil que su presencia no me preocupó. Sólo capté una imagen de ella, sentada mientras cosía o hacía punto.
Nada de aquello me importaba en la medida suficiente como para intentar concentrarme en ello. Me sentía seguro en el apartamento, y mi víctima no tardaría en aparecer, para llenar esas habitaciones con el perfume de su sangre. Yo procuraría no partirle el pescuezo antes de haberle chupado hasta la última gota. Sí, ésta era la noche.
Dora no se enteraría hasta la mañana siguiente, cuando regresara a casa. ¿Quién iba a saber que yo había dejado el cadáver de su padre allí?
Acto seguido entré en el cuarto de estar. Era una estancia relativamente limpia, donde mi víctima descansaba, leía, estudiaba y acariciaba sus preciados objetos. Estaba amueblada con unos cómodos sofás repletos de cojines y unas lámparas halógenas de hierro negro tan delicadas, ligeras, modernas y fáciles de manipular que parecían unos insectos que se hubieran posado sobre las mesas y el suelo, e incluso sobre algunas cajas de cartón.
El cenicero de cristal estaba lleno de colillas, confirmándose que mi víctima prefería la seguridad a la limpieza. Había copas de licor sobre las mesas cuyo contenido se había secado hacía tiempo, dejando un poso reluciente como la laca.
Las ventanas estaban cubiertas por unos deslucidos visillos, a través de los cuales se filtraba una luz sucia y huidiza.
En la habitación había también unas estatuas de santos: un pálido y emotivo san Antonio que sostenía en brazos a un niño Jesús regordete; una corpulenta y remota Virgen, obviamente de procedencia latinoamericana, y un monstruoso ser angélico de granito negro, más parecido a un demonio mesopotámico que a un ángel, cuyos detalles ni siquiera unos ojos tan perspicaces como los míos conseguirían captar en la penumbra.
Durante unos segundos ese monstruo de granito hizo que me estremeciera. Se parecía a... no, eran sus alas las que me recordaron al horripilante ser que había visto, esa cosa que me perseguía implacablemente.
Pero no oí pasos. El tejido del mundo no se desgarró. Era una estatua de granito, simplemente, una grotesca figura ornamental que tal vez procediera de una siniestra iglesia repleta de imágenes del cielo y el infierno.
En las mesas aparecían numerosos libros. ¡De modo que a mi víctima le gustaban los libros! Algunos eran tomos muy antiguos, de pergamino, pero también había libros modernos, obras de filosofía y religión, temas actuales, memorias escritas por conocidos corresponsales de guerra, así como algunos volúmenes de poesía.
Mircea Eliade, la historia de las religiones en varios volúmenes, un regalo muy adecuado para Dora, pensé yo, y un libro que se había publicado recientemente, Historia de Dios, escrito por una mujer llamada Karen Armstrong; también había una obra sobre el significado de la vida, Comprender el presente, de Bryan Appleyard. Unos mamotretos muy entretenidos. El tipo de libros que me gustan. Estaban manoseados, lo que indicaba que habían sido leídos, e impregnados del olor de él, no de Dora.
Por lo visto, mi víctima pasaba más tiempo allí de lo que había imaginado.
Escruté las sombras, los objetos, y aspiré el olor que exhalaba la estancia. Sí, mi víctima acudía aquí con frecuencia acompañado de otra persona, y esa persona... había muerto aquí. No me había dado cuenta de esa circunstancia, que añadía emoción al asunto. De modo que el narcotraficante, el asesino, había hecho el amor con un joven en aquel apartamento que no siempre había presentado este aspecto de desorden y abandono. De pronto empecé a percibir una serie de flashes, más que imágenes unas sensaciones muy intensas que me abrumaron. Esa muerte había sucedido hacía poco tiempo.
De haberme cruzado con el padre de Dora en esa época, cuando su amigo estaba a punto de morir, no lo hubiera elegido como víctima. Pero tenía un aspecto tan llamativo...
De pronto lo oí subir por la escalera trasera, una escalera secreta, con cautela, la mano apoyada en la culata de la pistola que ocultaba debajo de la chaqueta, en plan hollywoodiense. No era un tipo excesivamente previsible, pero ya se sabe que los traficantes de cocaína suelen ser unos excéntricos.
Cuando llegó a la puerta trasera y comprobó que alguien la había forzado, se puso furioso. Yo me escondí en un rincón, frente a la imponente estatua de granito, entre dos santos cubiertos de polvo. La habitación estaba en penumbra, por lo que mi víctima tendría que encender una de las pequeñas lámparas halógenas, cuya luz no alcanzaba a iluminar el rincón donde me había ocultado.
Mi víctima se detuvo, en un intento de percibir algún ruido, presintiendo mi presencia. Le indignaba que alguien hubiera forzado la puerta de su casa. Estaba rabioso y decidido a investigar por su cuenta lo sucedido. Incluso escenificó mentalmente un breve proceso judicial: no, era imposible que alguien conociera la existencia de aquel lugar, decidió el juez. Maldita sea, pensó furioso, debía tratarse de un vulgar ladrón.
Sacó la pistola y empezó a explorar todas las habitaciones de la casa, sin olvidar algunas que yo me había saltado. Le oí encender las luces y vi el resplandor en el pasillo mientras recorría el apartamento de punta a punta.
¿Cómo podía estar segura mi víctima de que no había nadie en la casa? Podía haber entrado cualquier intruso. Yo sabía que no había nadie. Pero ¿por qué estaba ella tan segura? Quizás era justamente eso lo que le había permitido sobrevivir, esa curiosa mezcla de creatividad e imprudencia.
Al fin se produjo el delicioso momento que yo anhelaba. Mi víctima llegó a la conclusión de que se hallaba sola.
Entró en la sala de estar, de espaldas al pasillo, y examinó detenidamente la estancia, pero no me vio. Acto seguido enfundó de nuevo la pistola de nueve milímetros y se quitó los guantes lentamente.
Había suficiente luz para permitir recrearme en los adorables rasgos de mi víctima.
El cabello suave y negro, un rostro asiático que no podía identificar claramente como hindú, japonés o gitano; incluso podría ser italiano o griego; los astutos ojos negros y la perfecta simetría de su osamenta, uno de los pocos rasgos que había heredado su hija Dora. Ella tenía la tez clara, probablemente como su madre. Su padre, en cambio, era de piel color caramelo, mi preferido.
De pronto mi víctima se volvió de espaldas a mí y clavó la vista en algo que sin duda lo había alarmado. En cualquier caso, no tenía nada que ver conmigo. Yo no había tocado nada. Pero su inquietud había erigido una barrera entre mi mente y la suya, pues ya no pensaba de forma ordenada y racional.
Era muy alto, de porte erguido. Vestía una chaqueta deportiva y calzaba unos elegantes zapatos ingleses, hechos a mano en Savile Row. Al apartarse bruscamente comprendí, por las confusas imágenes que logré captar, que era la estatua negra de granito lo que le había sobresaltado.
Estaba claro. Mi víctima no sabía qué era aquel objeto ni cómo había llegado hasta allí. Se acercó con cautela, como temiendo que hubiera alguien oculto tras la estatua. Luego se volvió precipitadamente y sacó la pistola.
Se le ocurrieron varias posibilidades. Conocía a un marchante lo suficientemente torpe para llevarle la estatua y dejar la puerta abierta, pero lógicamente le habría avisado antes de presentarse en su casa.
¿Cual era la procedencia de ese objeto? ¿Mesopotamia, Asiria? De pronto mi víctima olvidó todas las consideraciones de orden práctico y extendió la mano para tocar la estatua. Era perfecta. Se había enamorado de ella y se estaba comportando de forma estúpida.
No se le ocurrió la posibilidad de que hubiera un enemigo oculto en la habitación. Aunque, bien mirado, ¿qué motivo tendría un gángster o un investigador federal para regalarle un objeto como aquél?
El caso era que estaba entusiasmado con aquella nueva adquisición. Yo no podía distinguir la estatua con claridad. De haberme quitado las gafas violetas la habría visto con más detalle, pero no me atrevía a moverme. No quería perderme el espectáculo, la adoración con que mi víctima contemplaba la estatua. Sentí su deseo de poseerla, de conservarla en el apartamento, esa pasión que había hecho que me sintiera atraído hacia él.
Mi víctima sólo pensaba en la estatua, en el exquisito trabajo artesano, en que era una obra reciente, no antigua, por motivos estilísticos obvios, tal vez del siglo diecisiete; una perfecta representación de un ángel caído.
Un ángel caído. Mi víctima se hallaba tan embelesada que por un instante pensé que iba a alzarse de puntillas para besar la estatua. Pasó la mano izquierda por el rostro y el cabello de granito. ¡Maldita sea! La penumbra me impedía distinguir la figura con claridad. ¿Por qué no se encendían las luces de la habitación? Claro que él estaba junto a ella, mientras que yo me encontraba a seis metros de distancia, encajonado entre dos santos, sin una buena perspectiva.
Al fin, se volvió y encendió una de las lámparas halógenas, semejante a una mantis religiosa. Luego movió el delgado brazo de metal negro para que la luz incidiera sobre el rostro de la estatua, y entonces pude observar los perfiles de mi víctima y de la estatua con total nitidez.
Mi víctima emitió unos pequeños gemidos de gozo. La estatua era una pieza única. Se había olvidado del marchante, de la puerta trasera, del posible peligro que corría. Enfundó la pistola de nuevo, distraídamente, y se puso de puntillas para examinar en detalle la asombrosa figura tallada. Poseía alas, efectivamente, no como las de los reptiles, sino de plumas. Un rostro clásico, robusto, con la nariz larga, la barbilla... No obstante, el perfil expresaba ferocidad. ¿Y por qué era negra? Quizá se trataba de san Miguel arrojando enfurecido a los diablos al infierno. No, tenía el cabello demasiado tupido y enmarañado. Iba cubierto con una armadura, un peto... De pronto me fijé en un detalle muy revelador: la estatua tenía las patas de un macho cabrío. Era el diablo.
Sentí de nuevo un escalofrío. Era como el ser que había contemplado. Pero eso resultaba absurdo. No tenía la sensación de que mi perseguidor me estuviera acechando. No me sentía desorientado ni asustado. Tan sólo había sido un leve estremecimiento.
Permanecí inmóvil. Tómate tu tiempo, pensé. Mide bien tus pasos. Tienes a tu víctima, y esa estatua no es más que un detalle fortuito que viene a añadir emoción al asunto. Mi víctima encendió otra lámpara halógena y la enfocó hacia la estatua. Mientras la examinaba con un interés casi erótico, no pude por menos que sonreír. Yo también observaba de forma erótica a ese hombre de cuarenta y siete años que poseía la salud de un joven y la mentalidad de un criminal. Retrocedió unos pasos, olvidándose de cualquier posible amenaza, y contempló su nueva adquisición. ¿De dónde provenía? ¿A quién pertenecía? El precio le tenía sin cuidado. Si Dora... No, a Dora no le gustaría ese objeto. Dora. Dora, que esa noche le había herido profundamente al rechazar su regalo.
Su actitud cambió entonces por completo; no deseaba pensar en Dora ni en las cosas que ésta le había dicho: que debía renunciar a sus negocios, que jamás volvería a aceptar un centavo suyo para la iglesia, que no podía evitar quererlo y sufriría si lo detenían y juzgaban, que no quería aquel velo.
¿Qué velo? Su padre había insistido en que se trataba de una imitación, la mejor que había descubierto hasta entonces. ¿Un velo? De golpe relacioné ese importante dato que acababa de recordar con un objeto que colgaba en la pared que tenía frente a mí, un pedazo de tela enmarcado que ostentaba el rostro de Cristo. Un velo. El velo de Verónica.
Hacía escasamente una hora que mi víctima le había dicho a su hija:
—Es del siglo trece, una maravilla. Te ruego que lo aceptes. ¿A quién voy a legar estos objetos si no es a ti?
De modo que el regalo que le había ofrecido era ese velo.
—No aceptaré más regalos de ti, papá, ya te lo he dicho. Me niego rotundamente.
Su padre había tratado de convencerla haciéndole ver que podían exponer ese valioso objeto religioso, al igual que todas las reliquias que él poseía, a fin de recaudar dinero para su iglesia.
Dora se había echado a llorar. Todo aquello había sucedido en el hotel, mientras David y yo estábamos sentados en el bar, a pocos metros de ellos.
—Supongamos que esos cabrones consiguen arrestarme por una nimiedad, por algo que yo no había previsto. ¿Vas a decirme que te niegas a aceptar estos objetos? ¿Que dejarás que vayan a parar a manos de unos extraños?
—Son robados, Rogé —había replicado Dora—. Están manchados.
Mi víctima no alcanzaba a comprender a su hija. Por lo que recordaba, se había dedicado a robar desde niño. Nueva Orleans; la pensión, la curiosa mezcla de pobreza y elegancia, su madre, que estaba casi siempre borracha; el viejo capitán que regentaba la tienda de antigüedades. De golpe acudieron a su mente esos viejos recuerdos. El capitán ocupaba las habitaciones delanteras de la casa, y él, mi víctima, le llevaba cada mañana la bandeja del desayuno, antes de ir a la escuela. La pensión, el servicio, los distinguidos ancianos, la avenida de St. Charles. Al atardecer los hombres se sentaban en las galerías, junto a las ancianas, tocadas con unos curiosos sombreros. Una época que ya no volvería.
Mi víctima se hallaba inmersa en sus pensamientos. No, a Dora no le gustaría la estatua. De pronto pensó que quizá tampoco a él le acabara de convencer. Sostenía unos principios que a veces le costaba explicar a los demás. Como si quisiera justificarse ante el marchante que le había llevado este objeto, se dijo: «Es precioso, sí, pero resulta demasiado barroco. Le falta ese elemento de distorsión que tanto me gusta.»
Yo sonreí. Me encantaba la mentalidad de ese individuo. Y el olor a sangre, por supuesto. Aspiré profundamente, tratando de captarlo, como un depredador salvaje. Despacio, Lestat. Llevas meses esperando este momento. No te precipites. Este tipo es un monstruo. Ha matado a gente de un tiro en la cabeza, o de una puñalada. Un día, en una pequeña tienda de ultramarinos, mató a tiros a un enemigo suyo y a la esposa del propietario con la más absoluta frialdad; la mujer le estorbaba. Luego salió de la tienda tan tranquilo. Sucedió en Nueva York, al comienzo de su carrera de narcotraficante, antes de Miami y Suramérica. Él recordaba perfectamente aquel asesinato, y por eso yo estaba enterado de ello.
Él pensaba con frecuencia en los asesinatos que había cometido, de ahí que yo estuviera al corriente.
Examinó las pezuñas de la estatua de ese ángel, ese diablo, ese demonio. Me di cuenta de que sus alas alcanzaban el techo. Sentí de nuevo un ligero escalofrío, pero estaba pisando terreno firme y en la habitación no había ningún elemento que procediera de un ámbito sobrenatural.
Mi víctima se quitó la chaqueta y se quedó en mangas de camisa. Aquello era demasiado. Al desabrocharse la camisa observé la piel de su cuello, el punto estratégico que se localizaba justo debajo de la oreja, ese espacio entre el cogote y el lóbulo de la oreja, que tanto tiene que ver con la belleza masculina.
No fui yo quien determinó la relevancia del cuello. Todo el mundo conoce el significado de esas proporciones. El físico de ese hombre me gustaba, pero lo más importante era su mente. Al diablo con su belleza asiática y su ostentosa vanidad. Era su mente lo que me atraía, una mente que en aquellos momentos estaba obsesionada con la estatua, hasta el punto de olvidarse durante unos instantes de Dora.
Encendió otra lámpara halógena, la agarró por la parte superior, sin temor a quemarse, y la orientó hacia una de las alas del demonio, permitiéndome así apreciar su perfección, el elaborado detallismo barroco. No, mi víctima no se dedicaba a coleccionar este tipo de objetos. Le gustaba lo grotesco, y esa estatua era grotesca sólo de modo circunstancial. Era horrible. Mostraba una feroz mata de pelo, una expresión iracunda, como las que describe William Blake, y unos ojos redondos y enormes que observaban con odio.
—¡Blake, sí! —exclamó de forma inesperada el padre de Dora—. Blake. Esa cosa parece un boceto de Blake.
De pronto advertí que me estaba mirando. Yo había proyectado ese pensamiento distraídamente, y él lo había captado. Al comprobar que me miraba sentí una especie de descarga eléctrica. Quizá fueran mis gafas, en las cuales se reflejaba la luz, lo que había captado su atención, o puede que fuera mi pelo.
Salí despacio de mi escondite, sin levantar los brazos. No quería que hiciera algo tan vulgar como sacar la pistola. Él no se movió, sino que me miró estupefacto, deslumbrado por la luz de la lámpara halógena, que proyectaba la sombra del ala del ángel sobre el techo. Avancé un paso.
Mi víctima no dijo ni una palabra. Estaba asustada o, mejor dicho, alarmada. Aún más: temía que ésa fuera su última confrontación. Alguien había conseguido colarse en su casa y era demasiado tarde para sacar la pistola o intentar algo parecido. Sin embargo, mi presencia no le inspiraba pavor.
Enseguida se dio cuenta de que yo no era humano.
Me acerqué a él con rapidez y le cogí la cara entre las manos. Él se puso a temblar y a sudar, naturalmente, pero me arrancó las gafas y las arrojó al suelo.
—¡Es maravilloso estar al fin junto a ti! —murmuré.
Él no consiguió articular palabra. Ningún mortal en su situación habría sido capaz de pronunciar más que una oración, y él no conocía ninguna. Me miró a los ojos y me analizó lentamente, sin atreverse a mover una pestaña, mientras yo sujetaba su lívido y frío rostro. Sí, sabía que yo no era humano.
Su reacción me extrañó. Por supuesto, no era la primera vez que un mortal me reconocía, había sucedido en diversos países del mundo; pero ese reconocimiento iba siempre acompañado de una oración, de una mirada enloquecida, de una desesperada reacción atávica. Incluso en la vieja Europa, donde creían en Nosferatu, gritaban una oración antes de que les clavara los colmillos.
Pero él me observaba con su ridícula arrogancia criminal.
—¿Vas a morir como viviste? —murmuré.
De pronto un pensamiento le hizo reaccionar: Dora. Empezó a forcejear en un intento desesperado de sujetarme las manos, que lo mantenían atenazado, mientras se agitaba de forma convulsiva. Pero fue inútil.
Súbitamente me invadió un inexplicable sentimiento de compasión. No le atormentes de ese modo. Sabe demasiado. Comprende demasiadas cosas. Has pasado meses vigilándole, no tienes por qué prolongar su agonía. Aunque, por otro lado, no tropezarás fácilmente con otra víctima como ésta.
Al fin, mi apetito superó todo razonamiento. Apoyé la frente en su cuello mientras lo sujetaba por la parte posterior de la cabeza, dejando que sintiera el roce de mi pelo, y escuché su respiración entrecortada; entonces bebí con avidez.
Lo tenía atrapado. Le había abierto la vena. Pude verlos, a él y al viejo capitán en la sala de estar mientras el tranvía pasaba traqueteando frente a la pensión. El joven le decía al viejo capitán: «Si vuelves a mostrármelo o me pides que te lo toque, te juro que no volveré a acercarme a ti.» Entonces el viejo capitán juró que no volvería a hacerlo. El viejo capitán lo llevaba al cine y a cenar al Monteleone, y en avión a Atlanta, tras jurar repetidamente que no lo volvería a hacer. «Sólo te pido que me dejes estar cerca de ti, hijo, no volveré a hacerlo, te lo juro.» Su madre, borracha, lo observaba desde la puerta mientras se cepillaba el pelo. «No creas que me engañas, sé lo que hacéis ese viejo y tú. ¿Ha sido él quien te ha comprado esta ropa? ¿Crees que no me doy cuenta de lo que pasa?» Después vio a Terry, una chica rubia con un balazo en el rostro, caer al suelo. El quinto asesinato, y tenías que ser tú, Terry, precisamente tú. Él y Dora iban en la furgoneta, y Dora lo sabía. Dora sólo tenía seis años, pero lo sabía. Sabía que él había matado a su madre, a Terry. Pero jamás habían cruzado una palabra sobre aquello. El cuerpo de Terry metido en una bolsa de plástico. Dios, una bolsa de plástico. «Mamá se ha marchado», dijo él, aunque Dora no le había hecho ninguna pregunta. Seis añitos, pero lo sabía. «¿Crees que dejaré que me quites a mi hija? —había gritado Terry—. ¡Eres un hijo de puta! Esta noche me marcho con Jake y me llevo a la niña.» ¡Bang! «Estás muerta, cariño. No te aguanto más.» Terry yacía en el suelo como un pelele, la típica chica mona y llamativa, de uñas ovaladas pintadas con esmalte rosa, labios en carmín fresco y jugoso y cabello rubio teñido, pantalones cortos de color rosa y muslos delgados.
Aquella noche él y Dora partieron en la furgoneta, sin decir una palabra.
Pero ¿qué haces? ¡Me estás matando! ¡Me estás robando la sangre, no el alma, ladrón...! ¡Dios mío!
—¿Me hablas a mí? —pregunté, apartándome bruscamente, con los labios chorreando sangre. ¡Se dirigía a mí! Volví a clavarle los colmillos y esta vez le partí el cuello, pero no conseguí silenciarlo.
Sí, a ti. ¿Quién eres? ¿Por qué me chupas la sangre? ¡Dímelo, maldito seas!
Le partí los huesos de los brazos, le disloqué el hombro, sorbí hasta la última gota de sangre. Metí la lengua en la herida, ávido de más sangre...
¿Cómo te llamas? ¿Quién eres?
Estaba muerto. Lo dejé caer al suelo y retrocedí unos pasos.
¡Era increíble! No había cesado de hablar mientras lo mataba, de preguntarme quién era yo.
—No dejas de sorprenderme —murmuré.
Sacudí la cabeza para despejarme. Me sentía saciado, repleto de sangre. La paladeé unos minutos. Sentí deseos de levantar su cuerpo del suelo y morderle las muñecas para sorber las últimas gotas, pero habría sido una ordinariez, y además no deseaba tocarlo de nuevo. Tragué el último sorbo de sangre que tenía en la boca y me pasé la lengua por los dientes. Él y Dora en la furgoneta, una niña de seis años: «Mamá ha muerto de un tiro en la cabeza y a partir de ahora estaré siempre con papá.»
—¡Fue el quinto asesinato! —me había dicho en voz alta, lo había oído con toda claridad—. ¿Quién eres ?
—¡Como te atreves a dirigirte a mí, cabrón! —exclamé, mirando su cuerpo tendido en el suelo.
Sentí palpitar la sangre en las yemas de mis dedos y descender por mis piernas. Cerré los ojos y pensé: «Merece la pena vivir para gozar de un instante como éste, para experimentar esta sensación.» De pronto recordé sus palabras, el comentario que le había hecho a Dora en el bar del hotel: «He vendido mi alma por lugares como éste.»
—¡Muérete de una vez! —murmuré. Deseaba sentir la sangre fluyendo a través de mi cuerpo, pero estaba harto de él. Seis meses era tiempo más que suficiente para un idilio entre un vampiro y un ser humano.
De pronto alcé la vista y comprobé que la figura negra no era una estatua. Me estaba mirando. Estaba viva, respiraba y me observaba con sus feroces ojos negros.
—No, es imposible —dije en voz alta, tratando de sumirme en la profunda calma que a veces me produce el peligro—. Es imposible.
Propiné una pequeña patada al cadáver de mi víctima para asegurarme de que seguía ahí, de que no me había vuelto loco, temeroso de acabar desorientado como en otras ocasiones. Luego grité.
Me puse a chillar como un niño y salí huyendo de la habitación.
Atravesé corriendo el pasillo y salí por la puerta trasera. Había anochecido.
Trepé por los tejados y luego, extenuado, me metí en un estrecho callejón y me tumbé en el suelo a descansar. No, aquella visión no era cierta. Era una imagen que había proyectado mi víctima y me la había transmitido en el momento de expirar para vengarse de mí, haciendo que aquella estatua negra y alada, aquella figura con patas de macho cabrío, cobrara vida...
—Eso debió de ser —dije.
Me limpié los labios. Me hallaba tendido sobre la sucia nieve y había otros mortales en aquel callejón. No nos molestes. No os preocupéis, no os molestaré.
—Sí, quiso vengarse de mí —murmuré en voz alta—, por separarlo de sus tesoros, y me arrojó eso a la cara. Él sabía lo que yo era. Sabía que...
Además, el ser que me perseguía nunca se había mostrado tan sosegado, tan reflexivo. Siempre aparecía en medio de una intensa y apestosa humareda, y aquellas voces... No, esa figura era simplemente una estatua.
Me levanté, furioso conmigo mismo por haber huido, por haberme perdido el último golpe de efecto en aquel asunto. Estaba tan rabioso que pensé en regresar a casa de mi víctima y propinar una serie de patadas al cadáver y a la estatua, la cual sin duda se habría convertido de nuevo en granito al cesar por completo la actividad cerebral de mi víctima.
Le había partido los brazos y los hombros. Era como si mi víctima, reducida a una masa sanguinolenta, hubiera aprovechado sus últimas fuerzas para invocar a aquel espíritu maléfico.
Dora se enterará de cómo murió su padre, con los brazos, los hombros y el cuello destrozados.
Doblé hacia la Quinta Avenida y eché a andar con el viento de frente.
Metí las manos en los bolsillos del blazer azul marino, demasiado ligero para protegerme de la nieve, y seguí caminando durante horas.
—De acuerdo, sabías lo que yo era y durante unos instantes hiciste que esa estatua cobrara vida.
Me detuve en seco y contemplé, más allá del tráfico, los oscuros árboles coronados de nieve de Central Park.
—Si todo esto guarda algún tipo de relación ven a por mí —dije, dirigiéndome no a mi víctima ni a la estatua, sino a mi perseguidor. Me negaba a dejarme intimidar por él. Me había vuelto completamente loco.
¿Dónde estaba David? ¿Cazando? ¿Había salido de caza como solía hacer cuando era un ser mortal en las selvas de la India? Yo lo había convertido en el perpetuo cazador de sus hermanos.
Decidí regresar de inmediato al apartamento, examinar la maldita estatua y convencerme de una vez por todas de que era totalmente inanimada. Luego haría lo que debía hacer por Dora, desembarazarme del cadáver de su padre.
Tardé unos pocos minutos en llegar a la casa, subir la estrecha y oscura escalera posterior y entrar en el apartamento. Más que atemorizado, me sentía furioso, humillado y, al mismo tiempo, curiosamente excitado, como suelo sentirme ante lo desconocido.
El apartamento apestaba a cadáver, a sangre derramada.
No oí ni presentí nada. Entré en una pequeña estancia que antiguamente había sido una cocina y que aún conservaba algunos utensilios de la época en que el mortal que había muerto mantenía relaciones con su enamorado. Debajo del fregadero hallé una caja de bolsas de basura de color verde, precisamente lo que andaba buscando para ocultar el cadáver.
De pronto recordé que mi víctima había ocultado también el cadáver de su esposa Terry en una bolsa de basura; yo lo había visto y olido mientras le chupaba la sangre, de modo que había sido él mismo quien me había proporcionado la idea.
Vi unos tenedores y cuchillos, pero nada que me permitiera realizar un buen trabajo quirúrgico o artístico. Cogí el cuchillo más grande que encontré, de acero inoxidable, entré decidido en el cuarto de estar y me planté delante de la gigantesca estatua.
Las lámparas halógenas todavía estaban encendidas y proyectaban su potente luz sobre los objetos que se hallaban diseminados por la habitación.
Miré la estatua, el ángel con patas de macho cabrío.
Eres un idiota, Lestat.
Me acerqué a la estatua y la analicé de forma objetiva. Probablemente no pertenecía al siglo diecisiete, sino que era actual, hecha a mano, sí, pero con la perfección de los objetos contemporáneos. El rostro mostraba la sublime expresión de un ser malvado, feroz, con patas de macho cabrío y unos ojos como los de los santos y pecadores de Blake, rebosantes de inocencia e ira.
De golpe sentí el deseo de llevármela a mi casa de Nueva Orleans, como recuerdo del terror que había experimentado y que casi me había obligado a postrarme de rodillas a sus pies. La estatua se alzaba fría y solemne ante mí. En cuanto descubrieran la muerte de mi víctima confiscarían todas esas reliquias. Ese era el motivo por el que el padre de Dora, temiendo que sus tesoros pasaran a manos extrañas, había intentado convencer a su hija de que las aceptara como legado.
La frágil y menuda Dora se había vuelto de espaldas a él y había roto a llorar desconsoladamente, abrumada por el dolor, la angustia y la impotencia, incapaz de complacer a la persona que más quería en el mundo.
Bajé la vista y miré el cuerpo que yacía a mis pies, roto, exánime, asesinado por un manazas. Tenía el negro y sedoso cabello alborotado, los ojos entreabiertos. La camisa blanca presentaba unas siniestras manchas rosadas, producto de la sangre que había brotado de las heridas que yo le había causado de forma involuntaria mientras lo aplastaba entre mis brazos. El torso yacía en una curiosa posición con respecto a las piernas. Le había partido el cuello y la espina dorsal.
Era preciso sacarlo de allí cuanto antes. Me desembarazaría de su cadáver y durante mucho tiempo nadie tendría noticia de lo ocurrido. Nadie sabría que mi víctima había muerto; los investigadores no acosarían a Dora, haciéndola sufrir innecesariamente. Luego ocultaría las reliquias en algún lugar para que más adelante, cuando las autoridades hubieran archivado el caso de su padre, las heredara Dora.
Registré los bolsillos de mi víctima y hallé varias tarjetas y documentos de identidad, todos ellos falsos.
Su nombre auténtico había sido Roger.
Yo lo sabía desde el principio, pero sólo Dora lo llamaba así. En su trato con los demás mi víctima utilizaba una serie de exóticos apodos con curiosas resonancias medievales. En el pasaporte que sostenía en mis manos figuraba el nombre de Frederick Wynken. Un nombre bastante cómico, Frederick Wynken.
Guardé todos sus documentos de identidad en mis bolsillos para destruirlos más tarde.
Luego cogí el cuchillo y me puse manos a la obra. Le amputé ambas manos, no sin sentir admiración ante la delicadeza de éstas y sus cuidadas uñas. Mi víctima era un enamorado de sí mismo, y con razón. Acto seguido le corté la cabeza, aunque de forma más chapucera que artística, abriéndome paso con el cuchillo a través de tendones y huesos. No me molesté en cerrarle los ojos. La mirada de los muertos no ofrece el menor interés; es una burda imitación de la mirada de un ser vivo. Tenía la boca fláccida, sin el menor rictus, y las mejillas suaves y tersas. Lo de costumbre. Coloqué la cabeza y las manos en dos bolsas de basura, doblé el cuerpo, por así decirlo, y lo introduje en una tercera bolsa.
La alfombra estaba manchada de sangre, así como otras cuantas que cubrían el suelo de la estancia, que parecía un bazar. Pero lo importante es que el cadáver estaba a punto de desaparecer. El hedor a podredumbre no atraería la atención de los vecinos y, si no existía un cadáver, es posible que nadie averiguara jamás lo que había sido de mi víctima. Era mejor para Dora ignorarlo que verse obligada a contemplar unas fotografías de la macabra escena que yo había organizado allí.
Eché un último vistazo al hosco semblante del ángel, diablo o lo que fuera, con su feroz melena, sus bellos labios y sus inmensos y pulidos ojos. Luego, cargado con los tres sacos, como Papá Noel, salí del apartamento para deshacerme de los restos de Roger.
No me representó ningún problema.
Dispuse de una hora para pensar en ello mientras me arrastraba por las nevadas calles desiertas de la parte alta de la ciudad en busca de un solar abandonado o un vertedero donde se hubiera acumulado la suciedad y la podredumbre, y no se le ocurriera a nadie examinar lo que se hallaba enterrado allí.
Enterré la bolsa que contenía las manos debajo de un paso elevado, entre un montón de basuras. Los escasos mortales que pululaban por allí, envueltos en unas mantas y sentados junto a un fuego que ardía en un bidón, ni siquiera se fijaron en lo que hacía. Sepulté la bolsa debajo del montón de basura, a fin de que nadie intentase rescatarla. Luego me acerqué a los mortales, que ni siquiera alzaron la vista, y dejé caer unos billetes junto al fuego. En aquel momento se levantó una ráfaga de aire que por poco se lleva el dinero. De pronto vi asomar la mano de uno de los vagabundos, agarró apresuradamente los billetes y los ocultó debajo de la manta.
—Gracias, hermano.
—Amén —respondí.
Deposité la cabeza en otro montón de desperdicios frente a la puerta trasera de un restaurante. Olía que apestaba. No eché un último vistazo a la cabeza antes de enterrarla. No quería verla. No la consideraba un trofeo. Jamás se me ocurriría conservar la cabeza de un hombre a modo de trofeo. Me parecía una idea deplorable. No me gustaba notar su duro tacto a través del plástico. Si la hallaban unos vagabundos hambrientos, no se molestarían en denunciar el hallazgo. Además, los vagabundos acudían a ese lugar en busca de restos de tomates, lechuga, espaguetis y trozos de pan seco. El restaurante había cerrado hacía horas y los desperdicios estaban tan helados que me costó bastante sepultar la cabeza debajo de aquel montón de basura.
Regresé al centro a pie, cargado con la última bolsa, la cual contenía el torso, los brazos y las piernas de mi víctima. Enfilé la Quinta Avenida y pasé frente al hotel donde dormía Dora, la catedral de San Patricio y los elegantes comercios. Los mortales atravesaban apresuradamente los portales cubiertos por toldos y marquesinas; los taxistas tocaban con furia el claxon para azuzar a las lujosas limusinas que circulaban lentamente por la avenida.
Seguí andando. Me sentía tan irritado conmigo mismo que propiné una patada a la sucia nieve que se acumulaba junto a la alcantarilla. El olor del cadáver de mi víctima me ponía enfermo. Sin embargo, me había dado un magnífico festín y, en cierto modo, aquello era como recoger y ordenarlo todo después de una fiesta.
Los otros —Armand, Marius, todos mis compinches, amantes amigos y enemigos inmortales— siempre me regañaban por no «deshacerme de los restos». Pues bien, esta vez Lestat se había portado como un vampiro pulcro y diligente.
Había llegado casi al Village cuando me topé con otro lugar perfecto, un inmenso almacén, al parecer abandonado. Las ventanas de los pisos superiores estaban destrozadas, y el interior estaba lleno de todo tipo de desperdicios. Incluso percibí el olor a carne descompuesta. Alguien había muerto allí hacía tres semanas. Sólo el frío evitaba que el hedor se propagara hasta cualquier nariz humana. O puede que no le importara a nadie.
Al penetrar en la cavernosa estancia percibí un olor a gasolina, metal y ladrillos rojos. En el centro se alzaba una gigantesca montaña de basura, como una pirámide mortuoria. Junto a ella había una furgoneta aparcada que aún mantenía el motor caliente. Pero no vi un alma.
El montón más grande de basura contenía al menos los restos diseminados de tres cadáveres, o quizá más. El hedor era insoportable, de modo que no perdí el tiempo en analizar la situación.
—Adiós, amigo mío, entrego tus restos a un cementerio —dije, hundiendo la bolsa entre los restos de botellas, latas, fruta, cartón, madera y demás basura. Al hacerlo casi provoqué un alud. Durante unos segundos la precaria pirámide tembló, pero por fortuna no llegó a derrumbarse. Lo único que se oía era el sonido que producían las ratas. Una botella de cerveza rodó hasta el suelo y fue a detenerse a unos pocos metros del monumento, reluciente, silenciosa, solitaria.
Observé durante unos minutos la destartalada y anónima furgoneta, la cual emitía un olor a seres humanos. ¿Qué me importaba a mí lo que hicieran allí? El caso es que entraban y salían por las grandes puertas metálicas para alimentar esos montones de basura o haciendo caso omiso de ellos. Seguramente, pocas eran las veces que se fijaban en ellos. ¿Quién iba a aparcar la furgoneta junto al cadáver de un tipo al que acababa de asesinar?
Pero en estas densas y modernas ciudades, me refiero a las grandes metrópolis, esos centros de perversión —Nueva York, Tokio o Hong Kong—, se dan las más extrañas configuraciones de actividades humanas. Había empezado a sentirme fascinado por las múltiples facetas de la criminalidad. Eso fue lo que me llevó hasta Roger.
Roger. Adiós, Roger.
Di media vuelta y salí del almacén. Había dejado de nevar. El panorama era desolador, y triste. En la esquina de la manzana yacía un colchón cubierto de nieve. Las farolas estaban rotas. No sabía exactamente dónde me encontraba.
Eché a andar en dirección al río, hacia el extremo de la isla, cuando de pronto vi una iglesia muy antigua, una de esas iglesias que se remontan a los tiempos en que los holandeses ocupaban Manhattan. Junto a ella, rodeado por una cerca, había un pequeño camposanto con unas lápidas en las que figuraban unas fechas tan antiguas como 1704 e incluso 1692.
Se trataba de un hermoso edificio gótico, una joya como San Patricio, posiblemente incluso más complejo y misterioso, una maravilla arquitectónica en cuanto a detalle, organización y convicción que destacaba entre los anodinos edificios de la gran ciudad.
Me senté en los escalones de la iglesia, con la espalda apoyada en las venerables piedras, y admiré las superficies labradas de los arcos de punta deseando sumirme en la oscuridad que ofrecía el interior del templo.
Comprendí que mi perseguidor no andaba al acecho, que los acontecimientos de la noche no habían propiciado una visita del más allá ni la presencia de pasos sospechosos, que la estatua de granito no era más que un objeto inanimado, que todavía guardaba en el bolsillo los documentos de identidad de Roger y que eso proporcionaría a Dora un respiro de vanas semanas o incluso meses, antes de que empezara a preocuparse por la desaparición de su padre, cuyos detalles jamás llegaría a descubrir.
La aventura había concluido. Me sentí mejor, mucho mejor que cuando había hablado con David. Había hecho bien en regresar para examinar la monstruosa estatua de granito y cerciorarme de que no era sino un objeto inanimado.
El único problema era que apestaba a Roger. ¿Hasta cuándo había sido «la víctima»? De pronto había empezado a llamarlo Roger. ¿Acaso era un síntoma emblemático de amor? Dora le había llamado Roger, papá o Rogé indistintamente. «Cariño, soy Rogé —le había dicho él al llamarla desde Estambul—. ¿Por qué no te reúnes conmigo en Florida para que pasemos unos días juntos? Quiero hablar contigo...»
Saqué del bolsillo el pasaporte de Roger. Soplaba un viento frío, pero había dejado de nevar y la nieve que cubría el suelo se estaba endureciendo. Ningún mortal habría permanecido allí sentado, en el portal de una iglesia gótica, pero yo me sentía a gusto.
Examiné el documento de identidad, tan falso como los otros. Algunos estaban escritos en un idioma incomprensible para mí. Había un visado expedido en Egipto, de donde seguramente había sacado alguno de sus tesoros de contrabando. El apellido Wynken me hizo sonreír, pues era uno de esos nombres absurdos que provocan la carcajada de los niños. Wynken, Blinken y Nod. ¿No era un poema infantil?
Sólo quedaba romper estos documentos en pedacitos y dejar que se los llevara el viento. Los fragmentos de papel se esfumaron como cenizas sobre las lápidas del pequeño camposanto, como si la identidad de Roger hubiera sido incinerada y sus restos esparcidos a los cuatro vientos en un último tributo a su persona.
Me sentía cansado, repleto de sangre, satisfecho y ridículo por haber mostrado temor al hablar con David. David debía de pensar que yo era un idiota. Pero ¿qué era lo que yo había constatado? Sólo que la cosa que me perseguía no protegía a mi víctima ni tenía nada que ver con ella. ¿Acaso no lo sabía ya? Aunque eso no significaba que mi perseguidor hubiera desaparecido.
Significaba que mi perseguidor elegía los momentos que le parecían más oportunos y que, probablemente, nada tenían que ver con lo que yo hiciera o dejara de hacer.
Admiré la pequeña iglesia, ese maravilloso e insólito tesoro que contrastaba con los edificios de la parte baja de Manhattan, dejando a un lado el hecho de que nada en esta extraña ciudad resulta insólito, pues la mezcla de los estilos gótico, antiguo y moderno estaba muy de moda. El cartel indicador de la calle adyacente rezaba: Wall Street.
¿Me había convertido en el idiota de Wall Street? Me apoyé contra las piedras y cerré los ojos. David y yo nos reuniríamos la noche siguiente. ¿Y Dora? ¿Dormía como un ángel en su lecho del hotel frente a la catedral? ¿Me perdonaría a mí mismo por espiarla unos breves instantes en su cama antes de archivar esta aventura? La aventura había concluido.
Lo mejor era olvidarme de la chica; olvidarme de la figura que atravesaba los inmensos y tenebrosos pasillos del abandonado convento de Nueva Orleans con una linterna en las manos. ¡Qué valiente era Dora! Tan distinta de la última mujer mortal a la que había amado. No, no quería recordar ese episodio. Olvídate de ello, Lestat, ¿me oyes?
El mundo estaba lleno de posibles víctimas, si uno lo pensaba en términos de modelo vital: el ambiente que envolvía una existencia, una personalidad completa, por decirlo así. Quizá regresara a Miami si conseguía que David me acompañara. La noche siguiente David y yo charlaríamos.
Temía que David se enojara por haberlo enviado a buscar refugio en la Torre Olímpica y ahora le anunciara que había decidido trasladarme al sur. En cualquier caso, cabía la posibilidad de que no lo hiciéramos.
Sabía que si en esos momentos percibía unos pasos sospechosos, si intuía la presencia de mi perseguidor, la siguiente noche temblaría entre los brazos de David. A mi perseguidor no le importaba adonde me dirigiera, y era real.
Unas alas negras, la sensación de que algo siniestro se cernía sobre mí, una densa humareda, y la luz. No pienses en ello. Ya has pensado en bastantes cosas desagradables esta noche.
¿Cuándo volvería a tropezarme con un mortal como Roger? ¿Cuándo vería a otro ser que emitiera una luz tan brillante y especial? El muy cabrón no había dejado de preguntarme quién era yo mientras le partía los huesos y le chupaba la sangre. Además había logrado hacer que la estatua pareciera cobrar vida a través de un débil impulso telepático. Sacudí la cabeza. No, debí de ser yo mismo quien provocó aquella reacción. Pero ¿cómo? ¿Qué es lo que había hecho?
¿Es posible que durante los meses que había seguido a Roger hubiera llegado a amarlo hasta el punto de hablarle mientras le estaba matando, a través de un silencioso soneto de amor? No, había bebido su sangre y me había apoderado de él, de su vida. Roger estaba dentro de mí.
En aquel momento apareció un coche que circulaba lentamente en la oscuridad y se detuvo junto a mí; unos mortales me preguntaron si no tenía dónde dormir. Respondí con un vago movimiento de cabeza, atravesé el pequeño camposanto, pisando las tumbas mientras me abría camino entre las lápidas, y me dirigí corriendo hacia el Village.
Supongo que los amables mortales se quedaron estupefactos al ver a un joven rubio, con un elegante traje azul marino y un vistoso foulard alrededor del cuello, sentado en los fríos escalones de la pequeña iglesia, que de golpe se esfuma. Lancé una sonora carcajada, cuyo eco se propagó entre los altos muros de ladrillo. Oí una música que sonaba cerca, vi a unas parejas que iban cogidas del brazo, percibí voces humanas, el aroma de comida. Por la calle transitaban numerosos jóvenes lo bastante fuertes y sanos para sostener que los rigores del invierno resultaban divertidos.
El frío empezaba a fastidiarme. Rayaba en lo humanamente doloroso. Deseaba refugiarme en algún sitio.


3
Eché a caminar y al cabo de unos minutos vi una puerta giratoria, entré en el vestíbulo de un restaurante y me senté en el bar. Era justamente lo que andaba buscando, un lugar medio vacío, oscuro, invadido por un calor sofocante, con relucientes botellas dispuestas en el centro de la barra circular. A través de las puertas abiertas se dejaba oír la amena charla de los comensales.
Apoyé los codos en la barra y los tacones en el tubo de metal que se hallaba en la parte inferior. Permanecí allí sentado, temblando, escuchando el parloteo de los mortales, las inevitables estupideces que suelen decirse en un bar, con la cabeza agachada, sin mis gafas de sol. ¡Maldita sea, había perdido mis gafas de color violeta! Por fortuna, el local estaba muy oscuro, sumido en la languidez propia de la madrugada. Quizá fuera un club. En cualquier caso, me tenía sin cuidado.
—¿Le sirvo algo, señor? —preguntó el camarero. Su expresión era arrogante, indolente.
Pedí un agua mineral. En cuanto el camarero depositó la bebida frente a mí, introduje los dedos en el vaso para enjuagármelos. El camarero se había esfumado. Le importaba bien poco lo que yo hiciera con el agua, aunque fuera a utilizarla para bautizar a los parroquianos. Había varios clientes sentados a las mesas que se hallaban diseminadas en la oscuridad. Una mujer, sentada en un rincón, no cesaba de llorar mientras su compañero le advertía con acritud que estaba llamando la atención. No era cierto. A nadie le importaba un comino lo que hiciera.
Me limpié la boca con la servilleta enjugada en el agua.
—Más agua —dije, empujando el vaso contaminado hacia el camarero. Éste me sirvió otra bebida con gesto de fastidio. Era un joven sin personalidad, sin ambiciones. Luego volvió a esfumarse.
De pronto oí una risita junto a mí. Procedía del hombre que se hallaba sentado a mi derecha, dos taburetes más allá, y que ya estaba en el bar cuando entré yo. Era más bien joven. Lo más desconcertante es que no emitía el menor olor.
Irritado, me volví hacia él.
—¿Vas a salir corriendo de nuevo? —murmuró. Era mi víctima.
Ahí estaba Roger, sentado en el bar, junto a mí.
No tenía el cuerpo destrozado ni estaba muerto. Intacto, conservaba sus manos y su cabeza. En realidad no estaba allí, sólo lo parecía; sólido, sereno, sonriente, gozaba con mi terror.
—¿Qué pasa, Lestat? —preguntó con aquella voz que me tenía seducido desde la primera vez que la oí, seis meses atrás—. No irás a decirme que en todos estos siglos nunca ha regresado ninguna de tus víctimas para atormentarte.
No contesté. Era imposible que él estuviera allí. Imposible. Era material, pero de un material distinto al de los otros. Traté de recordar la expresión que empleaba David: «De otra pasta.» En este caso, la expresión resultaba patéticamente inadecuada. No conseguía salir de mi estupor. Aparte de incredulidad, sentía una profunda rabia.
Roger se levantó y fue a sentarse en el taburete que había junto al mío. Al cabo de unos segundos empecé a verlo con mayor nitidez, con más detalle. Percibí algo similar a un sonido, un ruido emitido por un ser vivo, aunque no un ser humano que estaba vivo y respiraba.
—Dentro de unos minutos me sentiré lo suficientemente fuerte para pedir un cigarrillo o un vaso de vino —dijo.
Dicho esto, Roger introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta, no la que llevaba cuando le maté sino una hecha a medida en París y que le gustaba mucho, sacó un pequeño mechero de oro y lo encendió, haciendo que brotara una larga llama, muy azul y peligrosa, de butano.
Luego me miró. Observé que su pelo negro y rizado estaba perfectamente peinado y que su mirada era límpida y serena. Era un hombre muy guapo. Su voz sonaba exactamente como cuando estaba vivo: originaria de Nueva Orleans y cosmopolita, carente de la meticulosidad británica o la paciencia sureña. Una voz precisa, rápida.
—En serio, ¿es posible que en todos estos años no haya regresado ni una sola de tus víctimas para atormentarte? —preguntó de nuevo.
—Así es.
—Eres asombroso. No soportas sentir miedo ni un instante, ¿verdad?
—No.
Roger presentaba una apariencia totalmente sólida. Yo no sabía si los demás podían verlo. No tenía la menor idea, pero sospechaba que sí. Ofrecía un aspecto de lo más normal. Observé los botones de los puños de la camisa, así como el inmaculado cuello blanco que le rozaba los pelos del cogote. Me fijé en sus pestañas, que siempre habían sido extraordinariamente largas.
El camarero apareció de nuevo y depositó un vaso de agua frente a mí, sin mirar a Roger. Yo no estaba seguro de que lo hubiera visto. Nos encontrábamos en Nueva York, por lo que la grosería del joven camarero no demostraba nada.
—¿Cómo lo has conseguido? —pregunté a Roger.
—Como cualquier otro fantasma —respondió—. Estoy muerto. Llevo muerto más de una hora y media, pero quería hablar contigo. No sé cuánto tiempo podré permanecer aquí, ni cuándo empezaré a... Dios sabe lo que pasará, pero debes escucharme.
—¿Por qué? —pregunté secamente.
—No seas tan antipático —murmuró en tono ofendido—. Tú me asesinaste.
—¿Y tú? ¿A cuántas personas has asesinado, aparte de la madre de Dora? ¿Acaso ha regresado ella alguna vez para exigirte una entrevista?
—¡Lo sabía! —exclamó Roger, visiblemente asustado—. ¡Así que conoces a Dora! ¡Dios bendito, arroja mi alma al infierno pero no permitas que este canalla lastime a Dora!
—No digas ridiculeces. Jamás le haría daño. Era a ti a quien perseguía. Te he seguido por medio mundo. De no haber sido por el respeto que siento por Dora, te habría liquidado hace tiempo.
En aquel momento reapareció el camarero. Roger lo miró sonriendo y dijo:
—Veamos, hijo, la última copa que me tomé, si mal no recuerdo... Dame un bourbon. Me crié en el sur. ¿Tú qué vas a tomar? O mejor, sírveme un Southern Comfort —dijo soltando una pequeña carcajada, como si se tratara de un chiste privado.
Cuando el camarero se alejó, Roger se volvió furioso hacia mí.
—¡Tienes que escucharme, repugnante vampiro, demonio, diablo o lo que seas! ¡No consentiré que le hagas daño a mi hija!
—No pienso hacérselo. Jamás le haría daño. Vete al infierno, te sentirás más a gusto allí. Buenas noches.
—Eres un hijo de puta. ¿Cuántos años crees que tenía? —preguntó.
Su frente estaba perlada de sudor y la leve corriente de aire le agitaba un poco el pelo.
—Me importa un carajo —contesté—. Deseaba chuparte la sangre.
—Te crees muy listo, ¿verdad? —replicó ásperamente—. Pero no eres tan frívolo como aparentas.
—¿Eso crees? Te equivocas. Soy tan frívolo y casquivano como una cortesana.
Mi respuesta lo dejó perplejo.
Confieso que a mí también. ¿De dónde había sacado aquello? No acostumbro a emplear ese tipo de metáforas.
Roger me miró fijamente, captando mi preocupación y mis evidentes dudas. ¿Cómo se manifestaban esos sentimientos? ¿Estaba quizás ensimismado, decaído, como un vulgar mortal, o simplemente parecía confundido?
El camarero le sirvió la copa. Roger la rodeó de forma cuidadosa con la mano, la levantó, se la llevó a los labios y bebió un sorbo. De pronto parecía asombrado, agradecido y tan aterrado que creí que iba a desintegrarse. La visión casi se desvaneció.
Sin embargo, logró dominarse. Resultaba tan evidente que se trataba del hombre que yo acababa de matar y descuartizar, para después desperdigar sus restos por todo Manhattan, que el hecho de mirarlo me ponía enfermo. Sólo una cosa impedía que cayera presa del pánico: el hecho de que me estuviera hablando. ¿No había dicho David en una ocasión, cuando aún estaba vivo, que no mataría a un vampiro porque éste no dejaría de hablarle? Pues aquel maldito fantasma tampoco dejaba de hacerlo.
—Tengo que hablarte sobre Dora —dijo.
—Ya te he dicho que jamás le haré daño, ni a ella ni nadie como a ella —aseguré—. ¿Qué has venido a hacer aquí? Cuando apareciste, ni siquiera sabías que conocía la existencia de Dora. ¿Acaso deseabas hablarme sobre ella?
—Qué suerte la mía, he sido asesinado por un ser realmente profundo, que siente profundamente mi muerte —dijo Roger mientras bebía otro trago del Southern Comfort, un cóctel de olor dulzón—. Era la bebida preferida de Janis Joplin, sabes —dijo, refiriéndose a la cantante muerta de la que yo también había estado enamorado—. Escúchame, aunque sólo sea por curiosidad. Deja que te hable de Dora y de mí. Deseo que sepas algunas cosas. Quiero que sepas quién era yo realmente, no quien tú crees que era. Quiero que cuides de Dora. En el apartamento hay algo que deseo que tú...
—¿El velo de Verónica que está enmarcado?
—No, eso no vale nada. Tiene cuatro siglos de antigüedad, por supuesto, pero es una versión muy corriente del velo de Verónica. Cualquiera que tenga dinero puede adquirirla. Supongo que habrás registrado mi casa.
—¿Por qué querías regalar ese velo a Dora?
Mi pregunta lo desconcertó.
—¿Nos oíste hablar?
—Innumerables veces.
Roger empezó a hacer conjeturas, a sopesar aspectos. Parecía una persona totalmente razonable. Su oscuro rostro asiático expresaba sinceridad e interés.
—¿Has dicho «quiero que cuides de Dora»? —pregunté—. ¿Es eso lo que me has pedido que haga? ¿Que cuide de ella? Es una proposición muy extraña, ¿no? ¿Y por qué demonios quieres contarme la historia de tu vida? No soy yo ante quien debes dar cuenta de tus actos. Me tiene sin cuidado cómo llegaste a ser lo que fuiste. ¿Por qué te interesan las cosas que hay en el apartamento si ya no eres más que un fantasma?
Esa actitud despectiva que yo mostraba no era totalmente sincera, y ambos lo sabíamos. Era normal que le preocuparan sus tesoros. Pero era Dora lo que le había empujado a regresar de entre los muertos.
Su cabello era más negro que antes y la chaqueta había adquirido una textura más definida; observé la trama de seda y cachemir. Contemplé también sus uñas, perfectamente arregladas por una manicura profesional; las mismas manos que yo había arrojado a un montón de basura. Sólo unos momentos antes, no había pensado en esos detalles.
—¡Dios! —murmuré.
Roger se echó a reír y dijo:
—Estás más asustado que yo.
—¿Dónde estás?
—¿Qué quieres decir? —preguntó—. Estoy sentado junto a ti. Nos encontramos en un bar del Village. ¿A qué viene esa pregunta? En cuanto a mi cuerpo, sabes tan bien como yo lo que hiciste con mis restos.
—¿Es ése el motivo por el que has venido a atormentarme?
—No. Me importa un comino lo que hayas hecho con mi cuerpo. Dejó de interesarme en el mismo momento en que lo abandoné.
—No. Me refiero a la dimensión en que te encuentras; cómo es, qué viste cuando... qué...
Roger sacudió la cabeza y sonrió con tristeza.
—Tú conoces la respuesta a eso. No sé dónde me encuentro. De lo único que estoy seguro es de que algo me aguarda, quizá simplemente el vacío, la oscuridad. Pero parece una entidad corpórea. No aguardará eternamente. Aunque no puedo decirte cómo lo sé.
»No sé cómo he conseguido llegar a ti. Tal vez se deba a mi fuerza de voluntad, que siempre me ha sobrado, dicho sea de paso, o quizá se me han concedido estos momentos como una especie de gracia. Sinceramente, lo ignoro. Te seguí cuando abandonaste el apartamento, cuando regresaste a él y cuando saliste de nuevo cargado con el cadáver. He venido aquí para charlar contigo. No me iré hasta que lo haya hecho.
—Así que tienes la sensación de que algo te aguarda —murmuré impresionado. No me importa reconocerlo—. Y una vez que hayamos charlado, si no te disuelves, ¿qué piensas hacer?
Roger sacudió la cabeza irritado y clavó la vista en las botellas que había en el centro de la barra, un amasijo de luz, colores y etiquetas.
—Cállate —respondió—. Me aburres.
Eso me fastidió. ¿Cómo se atrevía a ordenarme que me callara?
—No puedo ocuparme de tu hija —dije.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, mirándome enojado. Luego tomó un trago de la bebida y le pidió al camarero que sirviera otra.
—¿Es que piensas emborracharte? —pregunté.
—No creo que lo consiga. Es preciso que te ocupes de ella. Cuando se publiquen todos los detalles de mi vida, mis enemigos irán a por ella simplemente por el hecho de ser hija mía. No sabes lo que me esforzado en protegerla, pero ella es muy impulsiva, cree firmemente en la divina providencia. Además hay que tener en cuenta al Gobierno, a sus chacales, mis cosas, mis reliquias, mis libros...
Por espacio de unos tres segundos había olvidado que me encontraba ante un fantasma. Aunque mis ojos no me daban ninguna prueba de ello, aquel ser carecía de olor y el leve sonido que surgía de él nada tenía que ver con los pulmones o el corazón de un ser humano.
—De acuerdo, te lo diré con mayor claridad —prosiguió—: temo por ella. Tendrá que soportar una publicidad muy desagradable y dejar pasar el tiempo hasta que mis enemigos se olviden de ella. La mayoría ni siquiera conoce la existencia de Dora, pero puede que alguno esté al corriente. Si tú lo sabías, es posible que otros también lo sepan.
—No necesariamente. Yo no soy humano.
—Debes protegerla.
—No puedo hacerlo. Me niego rotundamente.
—Escúchame, Lestat.
—No deseo escucharte. Quiero que te vayas.
—Lo sé.
—Mira, no tenía intención de matarte, lo siento, fue un error. Debí elegir a otro... —Las manos me temblaban. Todo eso me parecería muy interesante más tarde, pero en aquellos momentos rogué a Dios, nada menos que a Dios, que pusiera fin a esa pesadilla.
—¿Sabes dónde nací? —preguntó Roger—. ¿Conoces la manzana de St. Charles, cerca de Jackson?
Yo asentí.
—Supongo que te refieres a la pensión —contesté—. No me cuentes la historia de tu vida. No viene al caso. Tuviste la oportunidad de escribirla cuando estabas vivo, como todo el mundo. ¿Qué pretendes que haga?
—Quiero explicarte las cosas que cuentan. ¡Mírame! Mírame, por favor, trata de comprenderme y amarme, y de amar a Dora por ser hija mía. Te lo suplico.
No tenía que ver su expresión para entender que sufría, que imploraba mi ayuda. ¿Existe algo en el mundo que nos afecte más que ver sufrir a nuestros hijos, a nuestros seres queridos, a las personas más próximas a nosotros? Dora, la diminuta Dora caminando por el abandonado convento. Dora en la pantalla de televisión, con los brazos extendidos, entonando un himno.
Creo que dejé escapar una exclamación. No lo sé. Me recorrió un escalofrío. Algo. Durante unos momentos me sentí aturdido y, sin embargo, no se trataba de nada sobrenatural; se debía a la tristeza, al hecho de tenerlo ante mí, palpable, visible, pidiéndome un favor, al hecho de ver que había conseguido llegar hasta mí, que había sobrevivido lo suficiente bajo esa efímera forma para tratar de arrancarme una promesa.
—Sé que me amas —murmuró Roger. Se mostraba sereno e intrigado a la vez. Estaba más allá de todo tipo de vanidad, más allá incluso de lo que yo pudiera pensar de él.
—Lo que me atraía era tu pasión —murmuré.
—Sí, lo sé. Me siento halagado. No he muerto atropellado por un camión o a causa de los disparos de un asesino a sueldo. Me has matado tú. Tú, que debes de ser uno de los mejores.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a los de tu especie, como quiera que os llaméis. No eres humano. Me chupaste la sangre, te alimentaste de ella. Supongo que no debes de ser el único de tu especie. —Roger apartó la vista y continuó—: Vampiros. De niño solía ver fantasmas en nuestra casa de Nueva Orleans.
—Todo el mundo ve fantasmas en Nueva Orleans.
Roger soltó una breve y suave carcajada.
—Lo sé —dijo—. Te aseguro que he visto fantasmas, y no sólo en nuestra casa sino en otros lugares. Pero nunca he creído en Dios, en el diablo, en ángeles, en vampiros, en hombres lobos ni en ningún ser capaz de influir en el destino y alterar el curso del caótico ritmo que rige el universo.
—¿Crees en Dios ahora?
—No. Sospecho que conservaré esta forma durante tanto tiempo como pueda —como todos los fantasmas que he visto—, y luego empezaré a desvanecerme. Como una luz. Eso es lo que me aguarda. El vacío, la nada. No es corpóreo. Creí que lo era porque mi mente, lo que queda de ella, lo que se aferra al ámbito terrenal, no alcanza a concebir otra cosa. ¿Qué opinas al respecto?
—Sea lo que fuere, me aterra —respondí. No estaba dispuesto a hablarle sobre mi perseguidor, ni preguntarle sobre la estatua. Roger no tenía nada que ver con el hecho de que la estatua, aparentemente, hubiera cobrado vida. En aquellos momentos estaba muerto y bien muerto.
—¿Te aterra? —preguntó de forma respetuosa—. Pero si a ti no te afecta. Tú haces que lo experimenten otros. Deja que te hable sobre Dora.
—Es muy guapa. Yo... trataré de protegerla.
—No, necesita algo más. Necesita un milagro.
—¿Un milagro?
—Estás vivo, seas lo que fueres, pero no eres humano. Puedes hacer milagros, ¿no? Te ruego que lo hagas por Dora. No debe de ser complicado para un ser tan hábil como tú.
—¿Te refieres a una especie de falso milagro religioso?
—Claro. Dora no conseguirá salvar al mundo sin un milagro y ella lo sabe. ¡Tú podrías hacerlo!
—¿Has vuelto a la Tierra para venir a jorobarme con esta proposición? —pregunté indignado—. Eres incorregible. Estás muerto, pero mantienes la mentalidad de gángster y criminal. ¿Pretendes que monte un falso espectáculo religioso para Dora? ¿Crees que ella lo aceptaría?
Roger se quedó estupefacto. No esperaba que lo insultara de aquel modo.
Depositó el vaso sobre la barra y se quedó allí sentado, compuesto y sereno, fingiendo que observaba el ambiente del local. Ofrecía un aspecto muy digno y parecía diez años más joven que cuando lo maté. Supongo que a nadie le gusta regresar como fantasma si no es bajo una forma atractiva. Es natural. Sentí que aumentaba la inevitable y fatal fascinación que sentía hacia él, por mi víctima. ¡Tu sangre fluye a través de mi cuerpo, monsieur!
Roger se volvió bruscamente.
—Tienes razón —murmuró con tristeza—. Toda la razón. No puedo pedirte que realices un falso milagro para Dora. Es monstruoso. Ella jamás lo aceptaría.
—No te hagas el muerto agradecido —le espeté.
Roger soltó otra breve y despectiva carcajada. Luego, con sombría emoción, dijo:
—Debes cuidar de ella, Lestat... al menos durante un tiempo.
Al ver que no obtenía respuesta, insistió suavemente:
—Sólo durante un tiempo, hasta que los periodistas dejen de darle la lata, hasta que haya recobrado la fe y vuelva a ser la Dora de siempre. Tiene que vivir su vida. No quiero que sufra por mi culpa, Lestat, no es justo.
—¿Justo?
—Llámame por mi nombre —me pidió Roger—. Mírame.
Yo obedecí. Fue un momento exquisitamente doloroso. Roger estaba muy triste. No sé si los seres humanos son capaces de expresar una amargura tan intensa. Sinceramente, no lo sé.
—Me llamo Roger —dijo.
En aquellos momentos me pareció aún más joven que antes, como si hubiera retrocedido en el tiempo, en su mente, o hubiera recuperado cierta inocencia, como si los muertos, cuando deciden quedarse un rato en la Tierra, tuvieran derecho a recobrar su inocencia originaria.
—Sé como te llamas —respondí—. Lo sé todo sobre ti, Roger. Roger, el fantasma. Nunca permitiste que el viejo capitán te pusiera las manos encima; sólo dejaste que te adorara, te educara, te llevara a sitios elegantes y te comprara cosas bonitas, pero nunca tuviste la decencia de acostarte con él.
Le hablé, sin malicia, sobre las imágenes que había absorbido junto con su sangre; algo así como una reflexión sobre lo perversos y embusteros que éramos todos.
Roger guardó silencio durante unos minutos.
Yo me sentía abrumado por la tristeza, la amargura y el horror de lo que le había hecho, a él y a otros, por haber lastimado a un ser vivo. Auténtico horror.
¿Cuál era el mensaje de Dora? ¿Cómo pretendía que nos salváramos? ¿Se trataba acaso de la misma cantinela de adoración?
Roger me observó. Era joven, decidido, una magnífica imitación de la vida. El bueno de Roger.
—De acuerdo —dijo en voz baja, con tono impaciente—. Es cierto, no me acosté con el viejo capitán, pero él tampoco pretendía que lo hiciera, no era eso lo que quería de mí, era demasiado viejo. No sabes de la misa la mitad. Puede que sepas que me siento culpable, pero ignoras cuánto me arrepentí más tarde de no haberlo hecho, de no haber vivido esa experiencia con el viejo capitán. No fue eso lo que me pervirtió; no se debió a una gran desilusión o a un trauma. Me encantaban las cosas que me enseñaba el capitán. Él me quería. Vivió dos o tres años más probablemente gracias a mí. Sentíamos una gran admiración por Wynken de Wilde, leíamos juntos sus libros. Las cosas pudieron haber sido distintas. Yo estaba con el viejo capitán cuando murió. No me aparté ni un instante de su lado. Soy fiel a mis amigos y a las personas que me necesitan.
—Como tu esposa, Terry, ¿no es cierto? —contesté con cierta crueldad, aunque sin ánimo de herirlo, mientras veía el rostro de la pobre mujer destrozado por un balazo—. Olvídalo. Lo siento. ¿Quién demonios es Wynken de Wilde?
Me sentía profundamente deprimido.
—Deja de atormentarme —dije—. En el fondo soy un cobarde. ¿Por qué has pronunciado ese nombre tan extraño? Da igual, no quiero saberlo. No me lo digas. Estoy cansado. Me voy. Puedes quedarte en este bar hasta el día del juicio. Búscate a otro primo a quien soltarle el rollo.
—Escucha —dijo Roger—. Tú me amas. Me elegiste como víctima. Sólo pretendo explicarte los detalles.
—Me ocuparé de Dora, trataré de ayudarla, y también me ocuparé de las reliquias. Las pondré a buen recaudo hasta que ella decida aceptarlas.
—¡Sí!
—De acuerdo, suéltame.
—Si no te estoy sujetando —protestó Roger.
Es cierto, lo amaba. Deseaba mirarlo. Deseaba que me lo explicara todo, hasta el último detalle. En un impulso, le toqué la mano. No estaba viva; no era carne humana. Sin embargo, estaba llena de vitalidad, poseía un tacto abrasador y excitante.
Roger sonrió.
Acto seguido me agarró la muñeca derecha y me atrajo hacia él. Noté su cabello, un pequeño mechón que rozaba mi frente, haciéndome cosquillas. Roger me miró con sus grandes ojos negros.
—Escucha —repitió. Su aliento no olía a nada.
—Sí...
Roger empezó a relatar su historia en voz baja y urgente.


4
—El viejo capitán era un contrabandista, un coleccionista de obras de arte. Pasé varios años junto a él. Mi madre me envió a Andover pero al cabo de un tiempo me hizo regresar, pues no podía vivir sin mí. Estudié en una escuela de jesuitas, me sentía como si no perteneciera a nadie ni a ningún sitio. El viejo capitán era la persona ideal para mí. Lo de Wynken de Wilde empezó a raíz de mi relación con el viejo capitán y las antigüedades que vendía en el Quarter, generalmente objetos pequeños y fáciles de transportar.
»Wynken de Wilde no significa nada, absolutamente nada, excepto un sueño que concebí un día, una idea perversa. La pasión de mi vida, aparte de Dora, ha sido Wynken de Wilde, pero es posible que después de esta conversación no quieras volver a oír hablar de él. Dora lo detesta.
—¿Quién era ese Wynken de Wilde?
—El arte con mayúsculas, por supuesto. La belleza. A los diecisiete años se me ocurrió fundar una nueva religión, un culto basado en el amor libre, la generosidad para con los pobres, no alzar la mano contra nadie; en definitiva, una especie de comunidad amish fornicadora. Estábamos en 1964, la época de los hippies, la marihuana, Bob Dylan y sus canciones sobre la ética y la caridad. Yo quería fundar una nueva Hermandad de la Vida Común, una que estuviese en sintonía con los valores sexuales modernos. ¿Sabes qué principios regían esa hermandad ?
—Sí, el misticismo popular, los valores del Medievo tardío, la posibilidad de que todos conocieran a Dios.
—¡Exacto! Me asombra que lo sepas.
—No era necesario ser un sacerdote o un monje.
—En efecto. Los monjes estaban celosos, pero por aquellas fechas mi concepto de ese nuevo culto se hallaba ligado a Wynken, el cual se había dejado influir por el misticismo alemán y todos esos movimientos populares, Meister Eckehart, etcétera, aunque trabajaba en el scriptorium de un monasterio y confeccionaba a mano unos libros de oraciones en pergamino. Los libros de Wynken eran completamente distintos del resto. Supuse que si conseguía dar con ellos ganaría una fortuna.
—¿Distintos? ¿En qué sentido?
—Deja que te lo cuente a mi manera. Era la típica pensión un tanto tronada pero elegante; mi madre no tenía que ensuciarse las manos, disponía de tres criadas y un sirviente de color que se encargaban de todo. Los ancianos, los huéspedes, contaban con unos ingresos saneados y todo tipo de comodidades: limusinas aparcadas en un garaje en el Garden District, tres comidas diarias, alfombras rojas, etcétera. La casa, de estilo victoriano tardío, la diseñó Henry Howard. Mi madre la había heredado de la suya.
—Lo sé, te he visto detenerte frente a ella. ¿A quién pertenece ahora?
—Lo ignoro. Dejé que se me escapara de entre las manos. He arruinado muchas cosas. Pero imagina una calurosa tarde de verano, he cumplido quince años, me siento solo y el viejo capitán me invita a entrar. Sobre la mesa del segundo salón (el capitán tenía alquilados los dos salones de la parte delantera, vivía en una especie de mundo de fábula lleno de objetos raros)...
—Puedo imaginar la escena.
—... yacían unos diminutos libros de oración medievales. Por supuesto, conozco el aspecto de un breviario, pero no el de un códice medieval. De niño fui monaguillo, solía asistir a misa todos los días con mi madre, y por consiguiente conocía el latín litúrgico. El caso es que comprendí que ésos eran unos libros de oración muy raros, y que el viejo capitán pensaba venderlos.
»—Puedes tocarlos con cuidado, Roger —me dijo el capitán.
»Durante dos años, me había permitido escuchar sus discos de música clásica y a veces salíamos a dar un paseo. Pero yo empezaba a atraerle sexualmente, aunque no me daba cuenta, y en cualquier caso nada tiene nada que ver con lo que te contaré más adelante.
»El capitán hablaba por teléfono con alguien sobre un barco que se encontraba en puerto.
»Al cabo de unos minutos, nos dirigimos a visitar el barco. El capitán me llevaba con frecuencia a visitar los barcos que atracaban en el puerto. Supongo que se trataba de contrabando, aunque jamás lo averigüé. Lo único que recuerdo es al viejo capitán sentado frente a una gran mesa redonda con toda la tripulación, creo que holandesa, y a un amable oficial con acento extranjero que me enseñaba la sala de máquinas, los mapas, la radio, etcétera. Nunca me cansaba de explorar esos barcos. Por aquellos tiempos el puerto de Nueva Orleans era un nido de actividad, ratas y marihuana.
—Lo sé.
—¿Recuerdas aquellos largos cabos que se extendían desde los barcos hasta el muelle y estaban cubiertos con unos discos de acero para impedir que las ratas treparan por ellos?
—Sí.
—Aquella noche, al llegar a casa, en vez de irme a mi habitación rogué al viejo capitán que me dejara ver aquellos libros. Quería examinarlos antes de que los vendiera. Como mi madre no me estaba esperando, supuse que se habría acostado.
«Permíteme que te describa brevemente a mi madre y la pensión. Como he dicho, ésta poseía cierta elegancia. Los muebles eran de estilo neorrenacentista, unos pesados armatostes fabricados en serie, el tipo de muebles que se veían en todas las mansiones a partir de 1880.
—Sí, lo sé.
—La casa poseía una espléndida escalera que ascendía majestuosamente frente a los vitrales que adornaban las paredes. Justo en el hueco de esta maravillosa escalinata, una obra de arte de la que Henry Howard debió sentirse muy orgulloso, se hallaba el enorme tocador de mi madre. Imagínate, mi madre se sentaba ante el tocador, en la entrada, para cepillarse el pelo. El mero hecho de recordarlo me produce jaqueca. Mejor dicho, me producía jaqueca cuando estaba vivo. La imagen era realmente trágica y, aunque la contemplara todos los días, no dejaba de pensar que un tocador con mármoles, espejos, palmatorias y filigranas, frente al cual se sentaba una anciana de cabello oscuro, no pinta nada en el vestíbulo de una mansión...
—¿Y los huéspedes lo aceptaban sin protestar?
—Sí, porque la casa se hallaba distribuida en vanas zonas destinadas a los huéspedes. El viejo señor Bridey se alojaba en lo que antiguamente era el porche de los sirvientes, y la señorita Stanton, que estaba ciega, en una pequeña alcoba del piso superior. En la parte posterior de la casa, donde residían los sirvientes, mi madre había hecho construir cuatro apartamentos. Soy muy sensible al desorden; a mi alrededor suele reinar el más perfecto orden, o bien un caos como el que viste en el lugar donde me mataste.
—Comprendo.
—Si heredara esa casa de nuevo... En fin, no tiene importancia. Lo que pretendo decir es que creo en el orden, y cuando era joven soñaba constantemente con él. Quería ser un santo, una especie de santo secular. Pero volvamos a los libros.
—Continúa.
—Contemplé los libros sagrados que yacían sobre la mesa. Saqué uno de ellos de su minúsculo saquito. Las diminutas ilustraciones me entusiasmaron. Aquella noche les eché un vistazo y decidí examinarlos más detenidamente a lo largo de los próximos días. Como es lógico, no podía leer aquellos textos escritos en latín.
—Demasiado densos. Demasiados trazos de pluma.
—Veo que sabes muchas cosas.
—¿Te sorprende? Continúa.
—Dediqué una semana a examinarlos a fondo. Dejé de asistir a la escuela. De todos modos era muy aburrida. Yo iba muy adelantado en mis estudios y quería hacer algo emocionante, como por ejemplo asesinar a un personaje conocido.
—Un santo o un criminal.
—Sí, parece una contradicción. Sin embargo, es una definición perfecta.
—A mí también me lo parece.
—El viejo capitán me explicó muchas cosas sobre esos libros. El del saquito solían llevarlo los hombres sujeto al cinturón; era un libro de oraciones. Otro de esos libros ilustrados, el de mayor tamaño, era el Libro de las Horas. También había una Biblia en latín. El viejo capitán no les daba excesiva importancia.
»Yo me sentía poderosamente atraído por esos libros, aunque no sabría decirte por qué. Siempre he sentido atracción por los objetos que brillan y parecen valiosos, y esa colección de libros constituía un auténtico tesoro.
—Te comprendo —contesté con una sonrisa.
—Las páginas estaban llenas de oro, de color rojo y de maravillosas figuritas. Cogí una lupa y me dediqué a estudiar detenidamente esas ilustraciones. Fui a la vieja biblioteca de Lee Circle, ¿la recuerdas?, para informarme sobre los libros medievales y el sistema que empleaban los benedictinos para confeccionarlos. ¿Sabías que Dora posee un convento? No está construido como la abadía de Saint-Gall, pero no deja de ser un convento del siglo diecinueve.
—Sí, lo sé. La vi allí. Es muy valiente, parece que no le impresionan la oscuridad ni la soledad.
—Cree en la divina Providencia hasta extremos increíbles. Sólo conseguirá lo que se propone si no la destruyen. Me apetece otra copa. Sé que hablo muy deprisa. No tengo más remedio.
Roger indicó al camarero que le sirviera otra copa.
—Continúa —dije—. ¿Qué pasó, quién es Wynken de Wilde?
—Wynken de Wilde era el autor de dos de esos maravillosos libros que poseía el viejo capitán. No lo averigüé hasta al cabo de unos meses. Después de estudiar las diminutas ilustraciones, llegué a la conclusión de que dos de los libros eran obra del mismo artista y, aunque el viejo capitán insistía en que no estaban firmados, encontré su nombre en varios lugares en ambos libros. El capitán, como te he dicho, se dedicaba a vender este tipo de objetos. Tenía tratos con una tienda que se hallaba en la calle Royal.
Yo asentí.
—Yo temía el día en que el viejo capitán me anunciara que iba a vender aquellos dos libros. Eran distintos a los demás. En primer lugar, las ilustraciones eran detallistas en extremo. Algunas páginas tenían como motivo decorativo una enredadera en flor a la que acudían los pájaros a beber; en las flores aparecían unas figuritas humanas entrelazadas a modo de guirnalda. Los libros contenían unos salmos. Al examinarlos por primera vez creí que se trataba de los salmos de la Vulgata, la Biblia que aceptamos como canónica.
—Sí...
—Pero no lo eran. Eran unos salmos que no aparecían en ninguna Biblia. Lo averigüé al compararlos con unas separatas en latín de la misma época, que saqué de la biblioteca. Eran obras originales. Por otra parte, las ilustraciones no sólo mostraban pequeños animales, árboles y frutas, sino también figuras humanas desnudas que hacían todo tipo de cosas.
—El Bosco.
—Exactamente, era como el lujurioso y sensual paraíso que aparece en El jardín de las delicias, de El Bosco. Por supuesto, yo no había visto todavía el cuadro que se encuentra en el Museo del Prado. El caso es que en ambos libros aparecían las diminutas figuritas retozando bajo los frondosos árboles. El viejo capitán me explicó que ese tipo de imágenes del jardín del Edén eran muy frecuentes en la época. Sin embargo, me sorprendió que ambos libros estuvieran repletos de ellas y decidí estudiarlos y realizar una traducción precisa de cada palabra del texto.
»Entonces el viejo capitán me hizo el mayor favor que podía hacerme, y gracias al cual pude haberme convertido en un gran líder religioso. Confío en que Dora lo consiga, aunque su credo es muy distinto al mío.
—Te regaló los libros.
—En efecto, me los regaló, y además aquel verano me llevó de viaje por todo el país para mostrarme manuscritos medievales. Visitamos la Biblioteca Huntington de Pasadena, y la Biblioteca Newbury, en Chicago. Fuimos a Nueva York. Quería llevarme a Inglaterra, pero mi madre se opuso.
»Tuve ocasión de contemplar todo tipo de libros medievales y comprendí que los de Wynken eran distintos a todos los demás. Eran unos libros blasfemos y profanos. En ninguna de esas bibliotecas había obra alguna de Wynken de Wilde, aunque los conservadores conocían su nombre.
»El capitán dejó que me quedara con los libros y de inmediato me ocupé de su traducción. El viejo capitán falleció en la habitación de la parte delantera, la primera semana del último año escolar. Me negué a asistir a la escuela hasta que lo enterraron. Permanecí sentado día y noche junto a él. El capitán cayó en coma y al tercer día su rostro estaba tan desfigurado que resultaba irreconocible. No volvió a cerrar los ojos, tenía la mirada vidriosa, la boca flácida y entreabierta, y respiraba con gran dificultad. Te aseguro que no me moví de su lado.
—Te creo.
—Yo tenía diecisiete años, mi madre estaba muy enferma y no había dinero para enviarme al instituto, que era el sueño de todos mis compañeros de escuela en los jesuitas. Pero yo soñaba con los hippies de Haight Ashbury, en California, mientras escuchaba las canciones de Joan Baez y pensaba en trasladarme a San Francisco con el mensaje de Wynken de Wilde para fundar un movimiento religioso.
»El mensaje lo descubrí a través de la traducción. En esa tarea conté con la ayuda de un viejo sacerdote jesuita, uno de esos brillantes estudiosos de latín que se pasaban la mitad de la jornada intentando que los alumnos obedecieran. Se ofreció encantado a traducir los textos, lo cual, por supuesto, implicaba el hecho de compartir cierta intimidad, puesto que pasamos muchas horas encerrados a solas.
—¿De modo que te vendiste de nuevo, aun antes de que muriera el viejo capitán?
—No. No es lo que piensas. Bueno, sí, en cierto modo. Era un sacerdote auténticamente célibe, irlandés, de carácter impenetrable. Esos individuos nunca hacían nada a los alumnos; dudo incluso que se masturbaran. Lo que les gustaba era estar cerca de los chicos. A veces notabas que jadeaban un poco o cosas por el estilo. Hoy en día la vida religiosa no atrae a ese tipo de individuos sanos y reprimidos. Aquel hombre era tan incapaz de abusar de un niño como yo de subirme en un altar y ponerme a gritar.
—Quizá no se daba cuenta de que se sentía atraído por ti, de que estaba haciéndote un favor especial.
—Justamente. Pasábamos muchas horas juntos traduciendo los libros de Wynken. Gracias a él no me volví loco. Todos los días venía a casa para visitar al viejo capitán. Si éste hubiera sido católico, el padre Kevin le habría administrado la extremaunción. Trata de comprenderlo, te lo ruego. No puedes juzgar a gente como el viejo capitán y el padre Kevin.
—Ni a chicos como tú.
—Por otra parte, ese año mi madre se echó un novio que era un desastre, un tipo remilgado que se hacía pasar por un caballero, uno de esos tipos que se expresan correctamente, con los ojos demasiado brillantes, un sujeto poco recomendable y de dudosos antecedentes. Había demasiadas arrugas en su joven rostro; parecían grietas. Fumaba cigarrillos du Maurier. Supongo que pensaba que al casarse con mi madre heredaría la casa. ¿Me sigues?
—Desde luego. Así que cuando murió el viejo capitán, el único amigo que te quedaba era el sacerdote.
—En efecto. Al padre Kevin le gustaba trabajar conmigo en la pensión. Acudía en coche, lo aparcaba en la calle Philip y subíamos a mi habitación del segundo piso, el dormitorio de la parte delantera. Desde allí tenía una espléndida vista de los desfiles del martes de Carnaval. De joven, yo creía que era normal que toda una ciudad enloqueciera cada año durante dos semanas. El caso es que el padre Kevin y yo nos encontrábamos en mi habitación la noche de uno de los desfiles, sin hacer el menor caso, pues estábamos hartos de ver carrozas de cartón piedra, serpentinas y antorchas...
—Esas horribles antorchas.
—Tú lo has dicho. —Roger se detuvo. El camarero acababa de aparecer con la bebida y él se quedó mirándola.
—¿Qué pasa? —pregunté. Roger me había contagiado su inquietud—. Mírame, Roger. No empieces a desvanecerte, sigue hablando. ¿Quién reveló la traducción de los libros? ¿Eran profanos? Contéstame, Roger.
Al cabo de unos minutos Roger rompió su meditabundo silencio. Cogió la bebida y apuró la mitad de un trago.
—Es repugnante pero la adoro. La primera bebida alcohólica que tomé de joven fue un Southern Comfort.
Luego me miró a los ojos.
—No me estoy desvaneciendo —me aseguró—. Es sólo que durante unos momentos vi y olí de nuevo la casa; percibí el olor de unas habitaciones ocupadas por ancianos, las habitaciones en las que mueren. Pero era muy hermoso. ¿Por dónde iba? Pues bien, durante el desfile de Proteo, uno de los desfiles nocturnos, el padre Kevin llegó a la increíble conclusión de que Wynken de Wilde había dedicado los dos libros a Blanche de Wilde, su benefactora y la esposa de su hermano Damien; la dedicatoria aparecía disimulada entre las ilustraciones de las primeras páginas. Ese hallazgo arrojó una nueva luz sobre los salmos, los cuales estaban llenos de lascivas invitaciones y sugerencias, y posiblemente unas claves secretas en colores para fijar las citas clandestinas. En los libros aparecía repetidas veces un diminuto jardín (todas las ilustraciones eran minúsculas)...
—He visto numerosos ejemplos.
—En esos pequeños dibujos del jardín figuraban siempre un hombre y cinco mujeres desnudos que bailaban alrededor de una fuente situada dentro de los muros de un castillo medieval. A través de la lupa se podían observar todos los detalles. Era perfecto. El padre Kevin se moría de risa.
»—No es de extrañar que no haya un solo santo ni una escena bíblica en estos libros —decía el padre Kevin, más divertido que escandalizado—. Ese Wynken de Wilde era un hereje redomado. Era un brujo o un demonólatra, y estaba enamorado de esa mujer, Blanche. Sabes, Roger —me decía el padre Kevin—, si te pusieras en contacto con una casa de subastas es posible que con los beneficios que te reportase la venta de esos libros pudieras cursar tus estudios en Loyola o Tulane. No se te ocurra venderlos aquí. Piensa en Nueva York; Butterfield and Butterfield o Sotheby's.
»A lo largo de los dos últimos años el padre Kevin había copiado a mano para mí unos treinta y cinco poemas en inglés, perfectamente traducidos del latín, los cuales repasamos de forma metódica, estudiando las reiteraciones e imágenes, hasta que empezó a aflorar una historia.
»En primer lugar nos dimos cuenta de que en su origen debían haber existido varios libros, y que los que obraban en nuestro poder eran el primero y el tercero. En el tercero los salmos reflejaban no sólo una adoración por Blanche, a quien Wynken comparaba con la Virgen debido a su pureza y luminosidad, sino las respuestas a una especie de correspondencia en la que la dama en cuestión exponía lo que había padecido a manos de su esposo.
»Estaba hecho con gran inteligencia. Tienes que leerlo. Tienes que regresar al apartamento donde me mataste para recoger esos libros.
—Así pues, ¿no los vendiste para matricularte en Loyola o Tulane?
—Por supuesto que no. Las orgías que se montaba Wynken con Blanche y unas amigas de ésta me tenían fascinado. Wynken era mi santo en virtud de su talento, su sexualidad era mi religión porque había sido la suya, y cada palabra filosófica que escribió contenía, en clave, su pasión por la carne. Ten en cuenta que en realidad yo no profesaba ningún credo ortodoxo. En mi opinión, la Iglesia católica estaba moribunda y el protestantismo era una broma. Tardé varios años en comprender que el enfoque protestante es fundamentalmente místico, dirigido a la unión con Dios que Meister Eckehart habría alabado y sobre la cual escribió Wynken.
—Te muestras muy generoso con el enfoque protestante. ¿De modo que Wynken escribió sobre la unión con Dios?
—Sí, a través de la unión con las mujeres. Era cauteloso pero claro: «En tus brazos he conocido a la Trinidad de forma más auténtica que en las enseñanzas de los hombres», y cosas por el estilo. Era un sistema nuevo, sin duda. Yo sólo conocía el protestantismo como mero materialismo, esterilidad, a través de los visitantes baptistas que se emborrachaban en la calle Bourbon porque no se atrevían a hacerlo en su ciudad natal.
—¿Cuándo cambiaste de opinión? —pregunté a Roger.
—Estoy hablando en general —respondió—. Las religiones que existían en Occidente en nuestra época no me inspiraban la menor confianza. Dora opina lo mismo, pero ya llegaremos a eso.
—¿Conseguiste acabar la traducción de esos libros?
—Sí, poco antes de que trasladaran al padre Kevin. No volví a verlo. Me escribió una carta, pero yo ya me había escapado de casa.
»Me encontraba en San Francisco. Me había marchado sin la bendición de mi madre y había tomado un autocar de la compañía Trailway porque costaba unos centavos menos que los de Greyhound. No llevaba ni setenta y cinco dólares en el bolsillo. Había dilapidado todo el dinero que me había dado el capitán, y cuando éste murió, sus parientes de Jackson, Mississippi, dejaron sus habitaciones limpias.
»Se lo llevaron todo. Siempre pensé que el capitán me había dejado un pequeño legado. Pero no me importó. Su mejor regalo fueron esos libros y los almuerzos en el hotel Monteleone. Siempre pedíamos sopa de quingombó y yo disfrutaba desmenuzando las galletitas en la sopa hasta que parecía una papilla.
»¿Por dónde iba? Compré un billete para California y reservé algo de dinero para tomarme un pedazo de tarta y un café en cada parada. Sucedió algo muy curioso. Llegamos a un punto sin retorno. Es decir, al pasar una población en Tejas comprendí que, aunque quisiera, no tenía suficiente dinero para regresar a casa. Era de noche. Creo que estaba en El Paso. De todos modos, yo sabía que jamás regresaría.
»Me dirigía hacia el Haight Ashbury, en San Francisco, donde pensaba fundar un culto religioso basado en las enseñanzas de Wynken, que propugnaban el amor y la unión carnal, alegando que ésta equivalía a la unión con Dios, y mostraría sus libros a mis seguidores. Era mi gran sueño, aunque a decir verdad Dios no me inspiraba ningún sentimiento personal.
»Al cabo de tres meses comprobé que mi credo no era una rareza. Toda la ciudad estaba llena de hippies que creían en el amor libre y subsistían de las limosnas que les daban. Aunque di varias conferencias sobre Wynken ante unos círculos de amigos, sosteniendo en alto sus libros y recitando los salmos, los más recatados, claro...
—Ya lo supongo.
—... mi tarea principal consistía en trabajar como representante de tres músicos de rock que querían hacerse famosos y siempre estaban demasiado pirados para recordar sus compromisos de trabajo o cobrar el dinero que habían ganado. Uno de ellos, a quien llamábamos Blue, cantaba muy bien; tenía voz de tenor y un registro muy amplio. El grupo sonaba francamente bien. Al menos, eso creíamos.
»Cuando recibí la carta del padre Kevin me había instalado en el ático de la Mansión Spreckles, en Buena Vista Park. ¿Conoces esa casa?
—Sí. Es un hotel.
—Exacto. En aquellos días era una casa particular. El ático consistía en una sala de baile con un baño y una cocinita. Eso fue mucho antes de que la restauraran. Todavía no se había inventado lo del «alojamiento y desayuno», así que alquilé la sala de baile y los músicos tocaban allí; todos usábamos el asqueroso baño y la cocina, y durante el día, cuando los otros dormían tirados en el suelo, yo soñaba con Wynken. Deseaba averiguar más cosas sobre ese hombre y el significado de sus poemas de amor. No dejaba de pensar en él.
»Me pregunto qué habrá sido de aquel ático. Tenía unas ventanas que daban a tres puntos cardinales y unos asientos adosados a la pared que estaban cubiertos con unos raídos cojines de terciopelo. Disfrutábamos de una amplia vista de San Francisco, excepto por el este, según creo recordar, pero tal vez me equivoque, pues carezco de todo sentido de la orientación. Nos encantaba sentarnos junto a los ventanales y charlar durante horas. Mis amigos me pedían que les hablara sobre Wynken. Queríamos escribir unas canciones inspiradas en sus poemas, pero no llegamos a hacerlo.
—Estabas obsesionado con ese hombre.
—Absolutamente. Lestat, en cuanto acabemos de hablar quiero que vayas a recoger esos libros, sea cual fuere la opinión que yo te merezca. Todos los libros que escribió Wynken están en el apartamento. Dediqué mi vida entera a reunirlos. Me introduje en el negocio de las drogas a causa de ellos. En realidad, empecé con eso en Haight.
»Te hablaba sobre el padre Kevin. En su carta me decía que había consultado el nombre de Wynken de Wilde en unos manuscritos y así averiguó que éste había sido el líder de un culto herético y que murió ejecutado. Wynken de Wilde había fundado una religión cuyos seguidores eran únicamente mujeres, y sus obras habían sido condenadas formalmente por la Iglesia. El padre Kevin dijo que eso era «historia», y me recomendó que vendiera aquellos libros. Prometió volver a escribirme, pero no lo hizo. Dos meses más tarde cometí un múltiple asesinato de forma espontánea, sin premeditación, que cambió el curso de mi vida.
—¿Debido al negocio de las drogas?
—Sí, aunque no fui yo quien metió la pata. Blue estaba más introducido en el tráfico de drogas que yo. Las transportaba en una maleta. Yo las vendía en saquitos y eso me reportaba unos beneficios parecidos a lo que ganaba con el grupo. Blue las compraba por kilos y un día perdió dos kilos. Nadie sabía lo que había pasado. Supusimos que se los había dejado en un taxi, aunque nunca conseguimos averiguarlo.
»En aquella época abundaban los jóvenes estúpidos e incautos. Se metían en el negocio de las drogas sin darse cuenta de que los peces gordos eran unos canallas que no tenían el más mínimo reparo en cargarse a alguien de un tiro. Blue creyó que podría convencerlos de su inocencia, explicarles que le habían timado unos amigos. Decía que sus contactos se fiaban de él, que incluso le habían facilitado una pistola.
»La pistola estaba en el cajón de la cocina. Los individuos con los que trataba Blue le habían dicho que quizá tendría que utilizarla algún día, pero él nos aseguró que no lo haría jamás. Supongo que cuando uno está tan zumbado como él, cree que los demás también lo están. Esos hombres, según dijo Blue, no eran más que unos yonquis como nosotros, y no le preocupaban lo más mínimo. Estaba convencido de que no tardaríamos en ser tan famosos como Big Brother, la Holding Company o Janis Joplin.
»Vinieron a buscarlo de día. Yo era el único que estaba en casa, aparte de Blue.
»Blue se encontraba en el salón de baile, junto a la puerta, hablando con esos hombres y tratando de justificarse. Yo estaba en la cocina y no prestaba atención a lo que decían; probablemente estaba estudiando los libros de Wynken. El caso es que poco a poco me fui dando cuenta de lo que pretendían.
»Esos dos hombres iban a matar a Blue. Repetían con voz fría y monótona que no se preocupara, que todo estaba bien, que tenía que acompañarlos, que se diera prisa, tenían que irse, no, no tenía que ir ahora mismo, no, tenía que apresurarse. Al fin uno de ellos dijo con voz áspera: "Venga, no perdamos más tiempo." Por primera vez Blue se quedó mudo, incapaz de seguir con sus pláticas hippies del tipo "la verdad acabará imponiéndose" y "no soy culpable de ningún delito, hermano". Se produjo un denso silencio y comprendí que iban a matarlo y arrojar su cuerpo a un vertedero o algo por el estilo. No sería la primera vez que se cargaban a un joven camello. Estaba cansado de leer ese tipo de noticias en los periódicos. Sentí que se me erizaba el vello del cogote. Sabía que Blue no tenía escapatoria.
»No pensé en lo que iba a hacer. Ni siquiera me acordé de la pistola que había en el cajón de la cocina. De forma impulsiva, entré en el salón. Los dos individuos que hablaban con Blue eran unos tipos de mediana edad, duros, nada hippies; ni siquiera eran unos Ángeles del Infierno. Eran unos matones, sin más. Ambos se quedaron bastante cortados al comprobar que no les sería tan fácil llevarse a mi amigo de allí.
»Ya me conoces, sabes que soy tan vanidoso como tú. Estaba convencido de que yo era especial, de que tenía una importante misión en la vida, por lo que me dirigí hacia esos individuos echando chispas, con gesto arrogante y seguro. Si algo tenía claro, era que si mataban a Blue también podían matarme a mí, y no iba a permitir que esos tíos se salieran con la suya, ¿comprendes?
—Lo comprendo.
—Empecé a hablar precipitadamente, como una especie de filósofo psicodélico, utilizando palabras de cuatro sílabas mientras me dirigía a ellos para condenar la violencia, quejándome de que con sus voces me habían molestado a mí y a «los otros» que había en la cocina. Les dije que estábamos estudiando.
»De pronto uno de ellos sacó una pistola. Supongo que pensó que iba a liquidarnos sin mayor problema. Recuerdo perfectamente cómo ocurrió. Sacó la pistola y me apuntó con ella, pero yo se la arrebaté, le propiné una patada y lo maté a él y a su compañero de un balazo.
Roger se detuvo.
Yo no dije nada. Me sentí tentado de sonreír. Me gustaba su historia. Pero me limité a asentir. Era lógico que hubiera empezado así. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? No era un asesino nato; en tal caso, no me habría parecido tan interesante.
—Así fue como me convertí en un asesino —dijo Roger—. Imagínate, en un abrir y cerrar de ojos. Los dejé secos en el acto.
Roger bebió otro trago y se quedó ensimismado durante unos momentos, evocando aquel episodio. Parecía hallarse bien dentro de su cuerpo de fantasma, acelerado como una moto.
—¿Qué hiciste después? —pregunté.
—En aquellos instantes decisivos cambió el curso de mi existencia. Pensé en entregarme a la policía, en acudir a un sacerdote, en que iría al infierno, en llamar a mi madre, en que había destrozado mi vida, en llamar al padre Kevin, en arrojar la hierba por el retrete, en pedir auxilio a los vecinos y muchas cosas más.
»Luego cerré la puerta, Blue y yo nos sentamos y no paré de hablar durante una hora. Él no despegó los labios. Yo confiaba en que nadie hubiera visto el coche de esos individuos aparcado frente a nuestra casa, pero si sonaba el timbre estaba preparado, porque tenía una pistola con el cargador lleno de balas y me había apostado frente a la puerta.
«Mientras hablaba y esperaba, sin dejar de observar los dos cadáveres que yacían en el suelo, pensé en la forma de salir de aquel atolladero; Blue tenía la mirada perdida en el infinito, como si estuviera bajo los efectos del LSD. ¿Por qué iba a pasarme el resto de la vida en la cárcel por haber matado a aquellos cabrones? Tardé una hora en llegar a una conclusión lógica.
—Ya.
—Blue y yo limpiamos inmediatamente el apartamento, retiramos todas nuestras pertenencias, llamamos a los otros dos músicos y les dijimos que fueran a recoger sus cosas a la estación de autobuses. Les explicamos que temíamos que la policía registrara la casa. Jamás se enteraron de lo ocurrido. El ático estaba tan repleto de huellas dactilares debido a nuestras fiestas, orgías y sesiones de rock, que era imposible que dieran con nosotros. Ninguno de nosotros teníamos antecedentes penales. Además, disponía de pistola.
»Cogí el dinero que llevaban los individuos. Blue no quería tocarlo, pero yo necesitaba pasta para salir de allí.
»Blue y yo nos separamos y jamás volvimos a vernos. Tampoco volví a ver a Ollie y a Ted, los otros dos músicos. Creo que se trasladaron a Los Angeles. Supongo que Blue se convertiría en un drogadicto terminal. En cualquier caso, yo seguí mi camino. Me tenía sin cuidado lo que hicieran mis compañeros. Aquel episodio me marcó para siempre y nunca volví a ser el mismo.
—¿En qué sentido te marcó? —pregunté—. ¿A qué te refieres exactamente? ¿Te divirtió matar a esos tipos?
—No. Más que divertirme, fue un éxito. Matar nunca me ha parecido divertido. Es un trabajo duro y arriesgado. Comprendo que a ti sí te divierta matar a la gente, puesto que no eres humano. No, no fue eso. Fue el hecho de haberlo conseguido, de acercarme a aquel cabrón y arrebatarle la pistola sin darle tiempo a reaccionar, porque ni siquiera llegó a sospechar que fuera a hacerlo, y cargármelos a los dos sin vacilar. Murieron con la estupefacción pintada en sus rostros.
—Creyeron que Blue y tú erais un par de críos.
—Creyeron que éramos unos soñadores. Es cierto, yo era un soñador. Durante el viaje a Nueva York no cesaba de pensar en que me aguardaba un destino fantástico, que iba a convertirme en algo grande, y que este poder, el poder de liquidar a dos tipos, venía a ser la epifanía de mi fuerza.
—¿Una epifanía divina?
—No, una epifanía del destino. Ya te he dicho que Dios no me inspiraba ningún sentimiento personal. En la Iglesia católica dicen que si uno no siente devoción hacia la Virgen, lo más seguro es que se condene. Yo nunca sentí devoción hacia la Virgen. Jamás sentí ninguna devoción hacia una deidad personal ni ningún santo. No me inspiraban la menor emoción. Ése fue el motivo por el que la inclinación religiosa de Dora me sorprendió tanto. Dora es muy sincera. Pero ya hablaremos más adelante de eso. Cuando llegué a Nueva York, comprendí que mi culto no se fundaría en unos principios religiosos sino en el mundo real, con multitud de seguidores, poder y todo tipo de lujos y excesos.
—Comprendo.
—Ésa había sido la visión de Wynken, el mensaje que había comunicado a sus seguidoras: no merecía la pena esperar a morirse para disfrutar del paraíso. Todo debía hacerse aquí y ahora, cometer todo tipo de pecados... ¿No era eso lo que propugnaban los herejes?
—En parte, sí. Al menos, eso decían sus enemigos.
—El siguiente asesinato lo cometí puramente por dinero. Me contrataron para liquidar a un tipo. Yo era el chico más ambicioso de la ciudad. Trabajaba como representante de otro grupo musical, una pandilla de vagos que no habían logrado alcanzar el éxito de otras estrellas del rock. De paso, traficaba con drogas, pero me lo había montado mejor que antes. Personalmente, detestaba las drogas. Era la época dorada en que la gente transportaba la hierba en unos pequeños aviones, como si fuera una aventura del Oeste.
»Me enteré de que el tipo figuraba en la lista negra de un mafioso que estaba dispuesto a pagar treinta mil dólares para que alguien se lo cargara. El tipo era un cabrón. Todo el mundo lo temía. Sabía que iban a por él. Se paseaba a plena luz del día, pero nadie se atrevía a mover un dedo.
»Pensé en la forma más segura de liquidarlo. Había cumplido diecinueve años y me vestí como un universitario, con un jersey de cuello redondo, un blazer y un pantalón de franela. Me corté el pelo al estilo de Princeton y cogí unos libros. Averigüé que ese individuo vivía en Long Island, de modo que una noche, cuando se apeó del coche, me acerqué a él y lo maté de un tiro a un par de metros de su casa, donde su esposa y sus hijos estaban cenando.
Roger se detuvo durante unos momentos y luego dijo con tono solemne:
—Hay que ser un animal para hacer eso y no sentir el menor remordimiento.
—Sin embargo, no lo torturaste como yo hice contigo —contesté suavemente—. Al menos, eres consciente de lo que has hecho. Comprendes tus motivaciones. Yo, en cambio, no tenía una idea cabal de ti mientras te seguía. Supuse que eras un tipo más perverso, convencido de tu importancia. Un iluso.
—¿Dices que me torturaste? —preguntó Roger—. No recuerdo haber sentido dolor, sólo ira porque sabía que iba a morir. El caso es que maté a ese hombre en Long Island por dinero. Su muerte no significaba nada para mí. Ni siquiera me sentí aliviado después de haberlo liquidado, sólo una especie de fuerza, de satisfacción por haberlo conseguido, y el deseo de repetir cuanto antes la experiencia.
—Te habías convertido en un asesino profesional.
—Absolutamente. Un excelente profesional, con mucho estilo. Cuando se trataba de un asunto complicado se tenía que llamar a Roger. Era capaz de colarme en un hospital vestido como un joven doctor, con una tarjeta de identificación colgada en la bata y un historial médico en la mano, y liquidar de un tiro a un tipo postrado en la cama antes de que alguien pudiera darse cuenta.
»De todos modos, no me hice rico como asesino a sueldo. Primero fue la heroína, luego la cocaína. Con la cocaína viví algo así como las aventuras de vaqueros que había conocido antes, los cuales se encargaban de transportar la mercancía a través de la frontera por las mismas rutas, con los mismos aviones. Ya conoces la historia. Todo el mundo lo hace hoy en día. Los traficantes de antaño utilizaban unos métodos más toscos. Los aviones que se empleaban eran más veloces que los del Gobierno y a veces, cuando aterrizaban, estaban tan repletos de cocaína que el piloto no podía salir de la cabina. Nosotros corríamos a descargar la mercancía del avión, la cargábamos en el coche y nos largábamos a toda velocidad.
—Lo sé.
—Actualmente existen verdaderos genios en el negocio, gente que sabe utilizar teléfonos celulares, ordenadores y técnicas de blanqueo de dinero para borrar cualquier pista. En mi época, yo era el genio de los narcotraficantes. A veces la operación era tan dura y pesada como mover muebles. Yo lo organizaba todo, elegía a mis confidentes y a mis mulas para cruzar las fronteras. Antes de que la cocaína se pusiera de moda, por decirlo así, tenía unos contactos muy importantes en Nueva York y Los Ángeles entre la gente rica, ya sabes, el tipo de clientes a quienes entregas personalmente la mercancía. Ni siquiera tienen que abandonar sus mansiones palaciegas. Recibes una llamada y te presentas con la mercancía, la más pura que existe en el mercado. Incluso les caes bien. Pero al fin tuve que dejarlo. No quería depender de eso.
»Yo era muy listo. Hice unos negocios inmobiliarios realmente brillantes, puesto que disponía del dinero y, como bien sabes, en aquellos días había una inflación galopante. Gané una fortuna.
—¿Pero cómo conociste a Terry, la madre de Dora?
—Por pura casualidad. O quizá fuera el destino. ¿Quién sabe? Regresé a Nueva Orleans para ver a mi madre, conocí a Terry y la dejé embarazada. Fui un imbécil.
»Yo tenía veintidós años, mi madre se estaba muriendo y me pidió que regresara a casa. Aquel estúpido novio con el rostro lleno de arrugas había muerto y ella se había quedado sola. Yo solía enviarle dinero con regularidad.
»La pensión se había convertido en la casa particular de mi madre, disponía de dos doncellas y un chófer para pasearla en Cadillac cuando le apeteciera. Se lo pasaba estupendamente y jamás me hacía preguntas sobre la procedencia del dinero. Yo había empezado a coleccionar los libros de Wynken. Por aquella época adquirí otros dos libros suyos y la casa donde guardar mis tesoros en Nueva York, pero de eso hablaremos más tarde. De todos modos, ten presente el nombre de Wynken.
»Mi madre nunca me había pedido nada. Ocupaba el dormitorio principal, que se hallaba en el piso superior. Me dijo que hablaba con todos los que la habían precedido: su pobre y difunto hermano Mickey, su difunta hermana Alice y su madre, la doncella irlandesa —fundadora de nuestra familia, por decirlo así—, quien había heredado la casa de una señora loca de remate que vivía allí. También me contó que hablaba con frecuencia con Little Richard, un hermano suyo que había muerto a los cuatro años de edad a causa del tétanos. Mi madre dijo que Little Richard la seguía por todas partes, repitiéndole que había llegado el momento de reunirse con ellos.
»Mi madre estaba empeñada en que yo regresara a casa. Me quería en aquella habitación, junto a ella. Yo lo comprendía. Ella había atendido a varios huéspedes que habían fallecido en la pensión sin apartarse de su cabecera, al igual que había hecho yo con el viejo capitán. De modo que regresé a casa.
»No revelé a nadie a dónde me dirigía, ni mi verdadero nombre ni de dónde provenía, de forma que me resultó muy fácil abandonar Nueva York sin que nadie se diera cuenta. Me dirigí a la casa de la avenida St. Charles y me senté junto al lecho de mi madre, dispuesto a sostener bajo su barbilla el recipiente para que vomitara, a limpiarle las babas y obligarla a utilizar el orinal para enfermos que guardan cama cuando la agencia no podía enviar una enfermera. Teníamos sirvientes, sí, pero mi madre no quería que ellos la atendieran, sobre todo la chica de color, como ella la llamaba; ni tampoco la horrible enfermera. Descubrí con asombro que esas cosas no me repugnaban tanto como había supuesto. He perdido la cuenta de las sábanas que lavé. Por supuesto, teníamos una lavadora, pero había que cambiarle las sábanas cada dos por tres. De todos modos, no me importaba. Quizá nunca fui una persona muy normal. El caso es que hice lo que debía hacer. Lavaba el orinal mil veces a lo largo del día, lo secaba, le echaba unos polvos de talco y lo colocaba junto a su lecho. No existe ningún hedor que dure eternamente.
—Al menos, en la Tierra —murmuré. Afortunadamente, Roger no me oyó.
—Esa situación se prolongó durante dos semanas. Mi madre no quería que la ingresara en el hospital Mercy. Contraté a dos enfermeras, que se turnaban día y noche, para que me ayudaran y le tomaran las constantes vitales cuando yo me asustaba. Cumplí con las obligaciones de rigor, como rezar el rosario en voz alta con mi madre y todo lo que suele hacerse cuando una persona está a punto de morir. De dos a cuatro de la tarde mi madre recibía visitas. «¿Dónde está Roger?», preguntaron unos viejos primos a los que hacía tiempo no veía. Yo me negué a aparecer.
—Deduzco que su agonía no te afectó en exceso.
—No me trastornó, si te refieres a eso. Mi madre estaba consumida por el cáncer y ni todo el dinero del mundo habría podido salvarla. Yo quería que muriera de la forma más rápida, pues no soportaba contemplar su sufrimiento, pero siempre he tenido un carácter duro e hice lo que debía hacer. Permanecí con ella en su habitación, sin dormir, día y noche hasta que murió.
»Mi madre hablaba mucho con los fantasmas, pero yo no los oía ni los veía. Yo no hacía más que repetir: "Little Richard, ven a buscarla. Tío Mickey, si ella no puede ir a reunirse con vosotros, ven a buscarla."
»Un día antes de producirse el desenlace apareció Terry, una enfermera no diplomada que mandó la agencia porque las otras estaban ocupadas. Un metro setenta, rubia, la tía más vulgar y atractiva que he visto en mi vida. Todo encajaba. La chica era basura, aunque en un envoltorio muy apetitoso.
—Uñas con laca de color rosa, labios rosas y jugosos —apunté con una sonrisa. Había visto su imagen en la mente de Roger.
—Cada detalle rezumaba vulgaridad: el chicle, la esclava dorada en el tobillo, las uñas pintadas de los pies, la forma en que se quitaba los zapatos para que pudiera verlas, los botones desabrochados de su bata de nailon blanca, que dejaban entrever el canalillo, y sus ojos de párpados caídos y mirada estúpida, bien perfilados con lápiz y rímel. Solía limarse las uñas delante de mí. Pero, ya te digo, jamás había visto algo tan acabado, tan... Era una obra de arte.
Ambos soltamos una carcajada.
—La encontraba irresistible —prosiguió Roger—. Era como un pequeño animal desprovisto de pelo. Me la tiraba cada vez que se presentaba la ocasión. Mientras mi madre dormía lo hacíamos en el baño, de pie. En un par de ocasiones nos acostamos en uno de los dormitorios; nunca tardábamos más de veinte minutos, cronometrados. Terry se bajaba las braguitas de color rosa hasta los tobillos. Apestaba a un perfume que se llamaba Vals Azul.
Yo sonreí.
—Te comprendo perfectamente —dije—. Y, a pesar de todo, te enamoraste de ella.
—Me encontraba a tres mil doscientos kilómetros de mis mujeres y mis chicos de Nueva York y de ese poder barato que ofrece el negocio de las drogas, de los guardaespaldas que se apresuran a abrirte la puerta de la limusina y las chicas que te dicen que están locas por ti mientras te prestan sus favores en el asiento trasero sólo porque ha corrido la voz que la noche anterior te cargaste a un tipo.
—Somos más parecidos de lo que había imaginado. He vivido una mentira basada en los dones que poseo.
—¿A qué te refieres? —preguntó Roger.
—No tengo tiempo de explicártelo. No es necesario que me conozcas. Sigue hablándome de Terry. ¿Cómo es que nació Dora?
—Terry se quedó embarazada. Me dijo que tomaba la píldora. Creía que yo estaba forrado. Le tenía sin cuidado que yo no la amara; tampoco ella me quería. Era la persona más estúpida e ignorante que he conocido. Me pregunto si no sientes nunca la tentación de chupar la sangre a cretinos como ella.
—Y nació Dora.
—Sí. Terry me amenazó con abortar si no me casaba con ella, de modo que hicimos un trato; utilicé un alias, por lo que nunca fue legal excepto sobre el papel, lo cual es una ventaja porque de este modo Dora y yo no estamos legalmente emparentados. Le ofrecí cien mil dólares cuando nos casáramos y otros cien mil cuando naciera la niña. Después le concedería el divorcio y me quedaría con mi hija.
—«Nuestra hija», imagino que diría ella.
—Exacto, «nuestra hija». Fui un imbécil. No tuve en cuenta algo que saltaba a la vista, que esa mujer, esa enfermera de ojos pintados, zapatos con suela de goma y un flamante anillo de brillantes que se pasaba el día limándose las uñas y mascando chicle, aunque fuera estúpida no dejaba de ser un mamífero y no estaba dispuesta a que nadie le arrebatara a su retoño. De modo que el juez fijó los días en que yo podía visitar a mi hija.
»Me pasé seis años yendo y viniendo de Nueva Orleans para pasar un rato con Dora, para abrazarla, hablar con ella y llevarla de paseo. ¡Era mi hija! Carne de mi carne. En cuanto me veía echaba a correr y se arrojaba en mis brazos.
»A veces íbamos en taxi al Quarter y nos paseábamos por el Cabildo; a Dora le encantaba contemplar la catedral. Luego íbamos a comprar muffaletas, unos bocadillos rellenos de aceitunas, a la tienda de ultramarinos.
—Ya lo sé.
—Dora me contaba todo lo que había sucedido durante la semana, desde la última vez que nos habíamos visto. Me sentía tan feliz que me ponía a bailar y cantar con ella en medio de la calle. Dora siempre ha tenido una voz preciosa, que por cierto no ha heredado de mí. Mi madre poseía una bonita voz, y Terry también. Supongo que la heredó de ellas. Dora era una niña muy inteligente. Cogíamos el transbordador y dábamos un paseo por el río. Nos situábamos junto a la barandilla para ver el paisaje y cantábamos. La llevaba a D. H. Holmes y le compraba unos vestidos muy bonitos. A su madre no le importaba que le comprara ropa y, de paso, también compraba algo para Terry con el fin de tenerla contenta: un sostén de encaje, un estuche con productos cosméticos de París o un perfume que costaba a cien dólares los 30 mililitros. ¡Cualquiera menos el Vals Azul! Dora y yo nos divertíamos mucho. A veces pensaba que era capaz de soportarlo todo con tal de poder verla cada pocos días.
—Era una niña muy expresiva e imaginativa, como tú.
—Sí, siempre llena de sueños y visiones. Dora es muy ingenua, sabes. Es una teóloga. Qué curioso, ¿no? Le atrae lo espectacular, como a mí. Pero su fe en Dios, en la teología, no sé de quién la ha heredado.
Teología. Esa palabra me hizo reflexionar.
—Al cabo de un tiempo Terry y yo empezamos a odiarnos. Cuando llegó el momento de enviar a Dora a la escuela comenzaron las peleas. Yo quería que estudiara en el Sagrado Corazón y asistiera a clases de baile y música, así como llevármela dos semanas a Europa. Terry me odiaba. Dijo que no permitiría que convirtiera a su hija en una esnob. Entretanto, Terry había dejado la casa de la avenida St. Charles, pues decía que era vieja y le producía escalofríos, para mudarse a una chabola prefabricada de estilo ranchero que se hallaba en una calle sin plantas ni árboles de los suburbios. Se llevó a mi hija del Garden District para instalarla en un lugar donde el monumento arquitectónico más próximo era la carretera comarcal 7-Once. Yo estaba desesperado. Dora se iba haciendo mayor, quizá demasiado para tratar de arrebatársela en el plano afectivo a su madre, a quien quería mucho. Existía algo inexpresable entre ellas, una relación que nada tenía que ver con las palabras. Terry se sentía muy orgullosa de Dora.
—Entonces apareció ese novio en escena.
—Exacto. De haberme presentado un día más tarde, no habría encontrado a mi esposa ni a mi hija allí. Terry iba a abandonarme. Estaba dispuesta a renunciar a mis generosos cheques para largarse a Florida con un electricista medio muerto de hambre.
»Dora, que no sabía nada, estaba jugando en la acera que había frente a la casa. Terry tenía el equipaje preparado. Maté de un tiro a Terry y a su novio en aquella ridícula casa prefabricada en Metairie, donde Terry había decidido criar a mi hija en lugar de la casa de St. Charles. Los maté a los dos. Dejé la moqueta de poliéster del salón y la encimera de fórmica de la cocina empapadas de sangre.
—Me lo imagino.
—Arrojé los cadáveres a la ciénaga. Hacía mucho tiempo que no me ocupaba directamente de una operación de ese tipo, pero no tuve dificultades. La furgoneta del electricista estaba aparcada en el garaje, así que metí los cuerpos en unas bolsas y los cargué en la furgoneta. Enfilé la autopista Jefferson y me deshice de ellos. No, quizá cogí por Chef Menteur. Sí, era Chef Menteur, cerca de uno de los viejos fuertes que hay junto al río Rigules. Se hundieron en el lodo.
—A mí también me han dejado tirado a veces en el lodo.
Roger estaba demasiado excitado para comprender lo que farfullaba.
—Luego regresé para recoger a Dora, que estaba sentada en los escalones, con los codos apoyados en las rodillas, preocupada porque nadie acudía a abrirle la puerta. Al verme empezó a gritar: «¡Sabía que vendrías, papaíto!» No me atreví a entrar en la casa para recoger su ropa. No quería que ella viera la sangre. De modo que la subí a la furgoneta del novio de Dora y nos largamos de Nueva Orleans. Abandoné la furgoneta en Seattle, Washington. Ésa fue mi odisea con Dora.
»Fue una locura. Recorrimos cientos de kilómetros, los dos solos, hablando sin parar. Creo que trataba de explicarle las cosas que había aprendido. Nada perverso ni destructivo, naturalmente, nada que pudiera perjudicarla, sino todo lo que había aprendido sobre la virtud y la honestidad, lo que corrompe a la gente y lo que merece la pena defender.
»—No puedes cruzarte de brazos y no hacer nada en esta vida, Dora —le dije—. No puedes dejar este mundo tal como lo has encontrado. —También le expliqué que de joven había decidido convertirme en un líder religioso y que ahora me dedicaba a coleccionar objetos hermosos, obras de arte religiosas procedentes de Europa y Oriente. Le hice creer que trataba con antigüedades para quedarme con las piezas que me interesaban, que así era como me había hecho rico, lo cual en cierto modo era verdad.
—Y ella sabía que habías matado a Terry.
—No. Estás equivocado. Noté que esas imágenes se agolpaban en mi mente mientras me chupabas la sangre, pero Dora sólo sabía que me había librado de Terry, mejor dicho, que la había librado a ella de Terry, y que a partir de entonces viviría y viajaría siempre con papá. Dora no sabe que yo asesiné a su madre. Un día, cuando tenía doce años, se echó a llorar y me suplicó: «Dime dónde está mamá, dime adonde fue cuando se marchó a Florida con aquel hombre.» Yo le seguí el juego, pues no quería que supiera que Terry había muerto. Gracias a Dios que existe el teléfono. Soy un artista con el teléfono. Me gusta. Es como hablar por la radio.
»Pero volvamos a Dora. En aquel entonces tenía seis años. Su papá la llevó a Nueva York y la instaló en una suite en el Plaza. A partir de aquel momento, Dora tuvo todo lo que su papá podía comprarle.
—¿Lloraba al recordar a su madre?
—Sí. Probablemente fue la única persona que lloró por ella. Antes de casarnos, la madre de Terry me dijo que su hija era una zorra. Se odiaban. El padre había sido policía. Era buena gente, pero tampoco quería a su hija. Terry no era buena persona. Era mezquina; no merecía la pena pasar siquiera una noche con ella, y mucho menos enamorarte y casarte con ella.
»Su familia creyó que se había fugado a Florida y nos había abandonado a Dora y a mí. Es lo único que el viejo y la vieja supieron hasta el día de su muerte, me refiero a los padres de Terry. Sus primos siguen creyendo que se largó a Florida. En realidad no me conocen, no saben quién soy, aunque supongo que habrán visto los artículos en los periódicos y las revistas. No lo sé, me tiene sin cuidado. Dora lloró por su madre, sí, pero después de la mentira que le conté cuando tenía doce años, no volvió a preguntarme por ella.
»Debo reconocer que el cariño de Terry hacia Dora fue tan perfecto como el de cualquier madre del género de los mamíferos: instintivo, protector, antiséptico. Le procuraba una alimentación sana y equilibrada. La vestía con ropa cara, la llevaba a clase de baile y charlaba con las otras madres. Se sentía orgullosa de Dora, pero apenas hablaba con ella. A veces pasaban días sin que ni siquiera se cruzaran sus miradas. Era una relación esencialmente mamífera. Todo en la vida de Terry era así.
—Es curioso que te casaras con una persona como ella.
—No, fue cosa del destino. Engendramos a Dora. Terry le dio su voz y su belleza. Dora ha heredado también de su madre una especie de dureza, aunque dicho así suene peyorativo. En el fondo, Dora es una mezcla de los dos, una mezcla excelente.
—También ha heredado tu belleza.
—Sí, pero cuando los genes se encontraron sucedió algo mucho más interesante y provechoso. Ya has visto a mi hija. Es muy fotogénica, y bajo el carisma que ha heredado de mí, posee la sensatez de Terry. Es capaz de convertir a la gente a través de la televisión. «¿Cuál es el auténtico mensaje de Jesús?» pregunta, mirando fijamente a la cámara. «Jesús está en cada extraño con el que te topas por la calle, en los pobres, los hambrientos, los enfermos, en vuestros vecinos.» Y el público lo cree.
—Sí, la he visto en televisión. Podría llegar adonde quisiera.
Roger suspiró.
—Envié a Dora a estudiar lejos de Nueva York. En aquella época yo ganaba una fortuna. Tuve que poner muchos kilómetros de distancia entre mi hija y yo. La cambié tres veces de colegio antes de que se graduara, lo cual fue muy duro para ella, pero jamás protestó por esas maniobras ni por el misterio que rodeaba siempre nuestros encuentros. Le decía que tenía que viajar cuanto antes a Florencia para evitar que unos gamberros destrozaran un mural, o a Roma para explorar una catacumba que se acababa de descubrir.
»Cuando Dora empezó a interesarse de forma seria por la religión, me pareció una decisión espiritualmente elegante. Supuse que mi nutrida colección de estatuas y libros la habían inspirado. Cuando a los dieciocho años me comunicó que la habían aceptado en Harvard y que había decidido estudiar teología comparada, sonreí e hice un comentario típicamente machista: estudia lo que quieras y luego cásate con un hombre rico, pero ahora deja que te muestre mi último icono o estatua. Sin embargo, el fervor de Dora y su afición a la teología eran mucho más fuertes de lo que yo había imaginado. Cuando Dora cumplió diecinueve años hizo un viaje a Tierra Santa. Antes de graduarse regresó aún en dos ocasiones. Dedicó los dos años siguientes a estudiar las diversas religiones que existen en el mundo. Luego me propuso la idea de aparecer en un programa por televisión: quería dirigirse a la gente. Gracias a la televisión por cable existen numerosas cadenas religiosas; no tienes más que darle al mando para contemplar a un pastor protestante o a un sacerdote católico.
»—¿Estás decidida? —pregunté a Dora. No sabía que le hubiera dado tan fuerte. Dora quería defender unos ideales que nunca llegué a comprender que yo mismo le había transmitido.
»—Papá, consígueme una hora en televisión tres veces a la semana y proporcióname dinero para utilizarlo como yo quiera —me dijo Dora—, y verás lo que es bueno.
»Empezó a hablar sobre cuestiones éticas, sobre la forma de salvar nuestra alma en el mundo actual. Había pensado un programa que incluía breves alocuciones aderezadas con cánticos y bailes. Sobre el tema del aborto pronuncia unos discursos apasionados y lógicos, recalcando que ambos bandos tienen razón: explica que toda vida es sagrada, pero que una mujer tiene derecho a hacer lo que quiera con su cuerpo.
—He visto el programa.
—¿Te das cuenta de que se transmite por setenta y cinco cadenas de televisión por cable? ¿Te das cuenta del perjuicio que la noticia de mi muerte puede ocasionar a la iglesia de mi hija?
Roger hizo una pausa para reflexionar. Al cabo de unos minutos empezó a hablar con tanta rapidez como antes:
—Creo que nunca tuve ninguna aspiración religiosa, un meta espiritual, por así decirlo, que no encerrase un trasfondo materialista y atrayente. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Desde luego.
—Pero Dora es distinta. A Dora no le importan las cosas materiales. Las reliquias e iconos no significan nada para ella. Dora cree, contra todo razonamiento de orden psicológico e intelectual, que Dios existe.
Roger se detuvo de nuevo y meneó la cabeza como si sintiera lástima de su hija.
—Tenías razón en lo que me dijiste hace un rato. Soy un gángster. Incluso era capaz de estafar y matar por mi querido Wynken. Dora no es como yo.
Recordé su comentario en el bar del hotel: «He vendido mi alma por lugares como éste.» En aquel momento comprendí lo que quería decir, y ahora también.
—Volvamos a mi historia. Hace años, como ya te he dicho, renuncié a la idea de fundar una religión secular. Cuando Dora inició su programa de televisión, hacía años que me había olvidado de aquellas aspiraciones. Tenía a Dora y a Wynken, el cual seguía constituyendo mi obsesión. Había conseguido más libros suyos, y a través de mis contactos había logrado adquirir cinco cartas escritas en aquella época que hacen referencia a Wynken de Wilde, a Blanche de Wilde y a su marido, Damien. Había encargado a mis agentes que buscaran ese tipo de objetos raros en Europa y América. Me atraía el misticismo alemán.
»Mis agentes hallaron una versión abreviada de la historia de Wynken en un par de textos alemanes, en la que se hacía referencia a mujeres que practicaban los ritos de Diana, hechizos y artes mágicas. Wynken había sido expulsado del monasterio y acusado públicamente. Las actas del juicio, lamentablemente, se habían perdido.
»No habían sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial. Pero existían otros documentos y cartas secretas en otros lugares. Era cuestión de utilizar la palabra clave, "Wynken", y saber lo que andabas buscando.
»Cuando disponía de una hora me dedicaba a examinar las figuritas desnudas que aparecían en los libros de Wynken y a memorizar sus poemas de amor. Conocía tan bien esos poemas que era incluso capaz de cantarlos. Cuando veía a Dora los fines de semana —nos reuníamos siempre que podíamos— se los recitaba y le mostraba mi último hallazgo.
»Dora toleraba mi "trasnochada versión hippy sobre amor libre y el misticismo", según decía ella.
»—Te quiero, Rogé —decía Dora—, pero eres un romántico y un iluso si crees que ese sacerdote pervertido era un santo. Su único mérito era acostarse con mujeres. Los libros constituían el medio de comunicarse con su cuñada... de fijar una cita.
»—Pero Dora —protestaba yo—, la obra de Wynken de Wilde no contiene una sola palabra cruel o desagradable. Compruébalo tú misma. —Poseía seis libros de Wynken. Todos versaban sobre el amor. El traductor que trabajaba para mí en aquella época, un profesor de Columbia, había quedado maravillado ante el misticismo de los poemas, la combinación de amor por Dios y el acto carnal. Pero a Dora no la convencía. Estaba obsesionada con sus cuestiones religiosas. Leía a Paul Tillich, William James, Erasmo y numerosas obras sobre el estado en que se encuentra el mundo. La obsesión de Dora es precisamente el estado en que se encuentra el mundo.
—De modo que aunque rescate los libros de Wynken Dora los rechazará.
—En estos momentos no quiere saber nada de mi colección de obras de arte —contestó Roger.
—No obstante quieres que yo proteja esos objetos —dije.
—Hace dos años —contestó Roger con un suspiro de resignación— aparecieron unos artículos sobre mí. Ninguno de ellos mencionaba a Dora, pero me ponían al descubierto. Ella llevaba algún tiempo sospechando; dijo que era inevitable que acabara intuyendo que mi dinero no era limpio.
Roger meneó la cabeza con tristeza y repitió:
—Dijo que no era limpio. El último regalo que permitió que le hiciera fue el convento. Pagué un millón de dólares por el edificio, además de otro millón para eliminar todas las reformas y dejarlo como en tiempos de las monjas, en el siglo diecinueve, con una capilla, un refectorio, unas celdas y unos amplios pasillos...
»No obstante, lo aceptó con reservas. En cuanto a mi colección de obras de arte, olvídalo. Jamás aceptará de mí el dinero que necesita para instruir a sus seguidores, su orden o comoquiera que se llame. La televisión por cable no es nada comparado con lo que yo podía haber hecho por ella, remozando el convento para que lo utilizara como sede de su iglesia. Imagina la riqueza de que dispondría si aceptara mi colección de estatuas e iconos... Un día le dije: "Podrías llegar a ser tan importante como Billy Graham o Jerry Falwell. Por el amor de Dios, no rechaces mi dinero."
Roger sacudió la cabeza con amargura.
—Si acepta verme es por compasión, una virtud de la que mi hermosa hija anda sobrada. De vez en cuando me permite que le haga un pequeño obsequio. Esta noche, sin embargo, se negó en redondo. En cierta ocasión, cuando el programa estaba a punto de hundirse, aceptó la cantidad de dinero suficiente para salvar la situación. Pero no quiere saber nada de mis santos y mis ángeles. Detesta mis libros y mis tesoros.
»Ambos sabemos que su reputación corre peligro. En el fondo le has hecho un favor eliminándome, pero no tardará en aparecer publicada la noticia de mi desaparición. Imagino los titulares: "Una célebre telepredicadora, financiada por el rey de la cocaína". ¿Cuánto tiempo podrá mantener oculto su secreto? Tanto ella como su secreto deben sobrevivir a mi muerte. ¡A cualquier precio! ¿Me oyes, Lestat?
—Sí, Roger, te oigo perfectamente. Pero Dora todavía no corre peligro.
—Mis enemigos son implacables y el Gobierno... ¿Quién sabe quién es el Gobierno ni qué demonios hace?
—¿Crees que Dora teme que estalle el escándalo?
—No. Puede que se sienta deprimida por mi desaparición, pero el escándalo no la afectará. Quería que renunciara a mis negocios. Ésa era su línea de ataque. No le importaba que la gente descubriera que éramos padre e hija. Quería que renunciara a todo. Temía por mí, como haría cualquier hija o esposa de un gángster.
»—Permíteme ayudarte a construir tu iglesia —le rogué—. Acepta el dinero.
»La televisión ha servido para demostrar que Dora es una joven de carácter, pero poco más. Su situación es complicada. Carece de fondos. Tendrá que subir ella sola la escalera que conduce al cielo. No puedo ayudarla. Depende exclusivamente de sus seguidores para obtener los millones que necesita.
»¿Has leído las obras de las místicas a las que se refiere con frecuencia, Hildegard de Bingen, Julia de Norwich y Teresa de Ávila?
—Sí, he leído las obras de todas ellas —contesté.
—Unas mujeres inteligentes que desean ser oídas por otras mujeres inteligentes. Dora ha empezado a atraer una audiencia que incluye ambos sexos. En este mundo no consigues nada si te diriges sólo a un sexo. Es imposible. Hasta yo lo sé, el magnate, el genio de Wall Street. Dora atrae a todo tipo de personas. Ojalá dispusiera de otros dos años para levantar su iglesia antes de que Dora descubriera...
—Estás equivocado. Deja de arrepentirte. Si hubieras construido una iglesia importante habrías precipitado el escándalo.
—No, una vez que la iglesia estuviera edificada y consolidada el escándalo no habría tenido importancia. El problema radica en que es una iglesia pequeña, y cuando eres pequeño e insignificante un escándalo puede hundirte —replicó Roger con enojo. Estaba muy agitado, pero su imagen había adquirido mayor fuerza—. No puedo destruir a Dora...
Roger se detuvo bruscamente y se estremeció. Luego se volvió hacia mí y preguntó:
—¿Cómo crees que acabará todo esto, Lestat?
—Dora tiene que seguir adelante —contesté—. Tiene que conservar la fe después de que se descubra tu muerte.
—Sí. Yo soy su mayor enemigo, vivo o muerto, y su iglesia está en una situación precaria; mi hija no es una puritana. Considera a Wynken un hereje, pero no se da cuenta de que su propia compasión por las debilidades de la carne es justamente a lo que se refería Wynken.
—Comprendo. Pero ¿qué pretendes que haga yo? ¿Que salve también a Wynken?
—En realidad, Dora es un genio —prosiguió Roger, sin molestarse en responder—. A eso me refería cuando te dije que era una teóloga. Ha conseguido dominar el griego, el latín y el hebreo, aunque de niña no era bilingüe. Ya sabes lo difícil que es aprender esas lenguas.
—Sí, no para nosotros, pero... —Me detuve bruscamente. Se me había ocurrido una terrible idea.
La fuerza de ese pensamiento lo interrumpió todo.
Era demasiado tarde para convertir a Roger en un ser inmortal. ¡Estaba muerto!
No me había dado cuenta de que durante todo el rato, mientras él me relataba su historia, yo había dado por sentado que si me apetecía podía atraerlo hacia mí, retenerlo aquí, evitar que desapareciera. Pero de golpe comprendí con un atroz sobresalto que Roger era un fantasma. Estaba hablando con un hombre que ya estaba muerto.
La situación era tan dolorosa, desesperante y anómala, que de no haber tenido que disimular para que Roger continuara su relato me habría puesto a gemir.
—¿Qué te pasa? —preguntó Roger.
—Nada. Cuéntame más sobre Dora. Cuéntame de qué tipo de cosas habla Dora.
—Habla sobre lo estéril que es esta época, dice que la gente necesita aferrarse a algo. Deplora los crímenes que se cometen en el mundo y la falta de aspiraciones de la juventud. Quiere fundar una religión en la que nadie lastime a nadie. Es el sueño americano. Se conoce de memoria las Sagradas Escrituras, ha leído los libros apócrifos, los escritos de Agustín, Marción y Maimónides; está convencida de que la prohibición contra el sexo destruyó el cristianismo, lo cual no es una idea original suya, y complace a las mujeres que la escuchan...
—Sí, lo comprendo, ¿pero no siente Dora ninguna simpatía o admiración hacia Wynken?
—Los libros de Wynken no significan para ella lo mismo que para mí: una serie de visiones.
—Entiendo.
—A propósito, los libros de Wynken no son sólo perfectos, sino singulares en muchos aspectos. Wynken realizó su obra a lo largo de los veinticinco años previos a que Gutenberg inventara la imprenta. Sin embargo, Wynken se encargó de todo. Fue el escriba, el autor de las letras ornamentales y también el miniaturista que añadió las figuritas desnudas triscando en el jardín del Edén, así como las parras y enredaderas que decoran todas las páginas. Tuvo que hacerlo todo él solo en una época en que esas funciones se distribuían en el scriptorium.
«Permíteme que termine con Wynken. Ya sé que estás pensando en Dora, pero deja que siga con él. Es preciso que vayas a buscar esos libros.
—Genial —respondí secamente.
—Deja que te explique con detalle. Esos libros te van a encantar, aunque Dora los deteste. Poseo los doce libros que escribió Wynken, como creo que ya te dicho. Era un católico alemán que de joven fue obligado a ingresar en la orden de los benedictinos y estaba enamorado de Blanche de Wilde, la esposa de su hermano. Ella mandó que se confeccionaran esos libros en el scriptorium. Así comenzó su relación secreta con el monje, su amante. Poseo unas cartas que se intercambiaron Blanche y su amiga Eleanor. He logrado descifrar algunas de las anécdotas que contienen los poemas.
»Las cartas que Blanche escribió a Eleanor cuando Wynken fue ejecutado son muy tristes. Blanche envió las cartas clandestinamente a Eleanor, y ésta las remitió a Diane. Había otra mujer envuelta en el asunto, pero existen muy pocos fragmentos escritos de su puño y letra.
»Según he podido deducir, Wynken y las mujeres se encontraban en el castillo de los De Wilde para realizar sus ritos. No era el jardín del monasterio, como había supuesto con anterioridad. Ignoro qué métodos utilizaba Wynken para llegar hasta allí, pero en algunas cartas se deja entrever que salía disimuladamente del monasterio y seguía un sendero secreto que conducía hasta la casa de su hermano.
»Por lo visto, esperaban a que Damien de Wilde se retirase a hacer lo que solían hacer los condes o duques en aquella época, y entonces se reunían para bailar alrededor de la fuente y hacer el amor. Wynken se acostaba con cada una de las mujeres por turno, o bien organizaban distintos cuadros. Esto es lo que consta en los libros. Al fin, los descubrieron.
»Damien castró y apuñaló a Wynken delante de las mujeres, a quienes echó de su casa, y conservó los restos de su hermano. Luego, tras un interrogatorio que se prolongó varios días, las aterradas mujeres confesaron su amor por Wynken y la forma en que él se había comunicado con ellas a través de los libros. Damien cogió los doce libros de su hermano, todo lo que el artista había creado...
—Su inmortalidad —murmuré yo.
—¡Exactamente, su progenie! ¡Sus libros! Damien los enterró junto con los restos de Wynken en el jardín del castillo, junto a la fuente que aparece en las pequeñas ilustraciones de los libros. Blanche contemplaba cada día desde su ventana el lugar donde Wynken había sido sepultado. No hubo juicio ni acusación de herejía ni ejecución. Sencillamente Damien, su hermano, lo había asesinado. Es probable que pagara a los monjes del monasterio una importante suma para comprar su silencio. ¿Quién sabe si era necesario? Puede que sus compañeros no sintieran ningún afecto por Wynken. Actualmente el monasterio se halla en ruinas y los turistas acuden a tomar fotografías del mismo. En cuanto al castillo, fue destruido por los bombardeos durante la Primera Guerra Mundial.
—¿Y qué pasó luego? ¿Cómo consiguieron los libros salir del ataúd? Es posible que los libros que posees sean unas copias...
—No, poseo los originales de los doce libros que escribió. He visto algunas copias, bastante burdas por cierto, hechas por encargo de Eleanor, la prima y confidente de Blanche, pero según tengo entendido dejaron de hacerlas. Sólo existen doce libros. No sé cómo aparecieron, aunque me lo imagino.
—¿Qué es lo que imaginas?
—Que Blanche salió una noche con las otras mujeres, desenterró el cadáver y sacó los libros del ataúd, o lo que fuera que contuviese los restos del desgraciado Wynken.
—¿Crees que fueron ellas?
—Sí. Imagino a las cuatro mujeres cavando en el jardín, a la luz de unas velas. ¿No lo crees posible?
—Sí.
—Creo que lo hicieron porque sentían lo mismo que yo. Amaban la belleza y la perfección de esos libros. Sabían que constituían un tesoro, Lestat. Lo hicieron empujadas por su obsesión y su amor hacia Wynken. Quién sabe, quizá querían conservar los huesos de Wynken. Vete a saber. Puede que una de las mujeres se quedara con el fémur y otra con los huesos de los dedos y...
La macabra visión me remitió al instante a las manos de Roger, que yo había amputado con un cuchillo de cocina y había enterrado envueltas en una bolsa de plástico. Contemplé esas manos ante mí, moviéndose sin cesar, acariciando el borde del vaso, golpeando nerviosamente la superficie de la barra.
—¿Has podido seguir la pista a esos libros? —pregunté.
—En parte. En mi profesión, me refiero a la de anticuario, no es fácil averiguar el destino de un objeto. Los libros han aparecido de uno en uno, en ciertos casos de dos en dos. Algunos proceden de colecciones particulares, otros de museos que fueron bombardeados durante las dos guerras mundiales. En un par de ocasiones he pagado un precio irrisorio por ellos. Comprendí lo que eran en cuanto los vi, pero los otros ignoraban su valor. Encargué a mis agentes que buscaran esos códices medievales por todo el mundo. Soy un experto en este campo. Conozco el lenguaje del artista medieval. Tienes que salvar mis tesoros, Lestat, no permitas que se pierdan los libros de Wynken. Dejo mi legado en tus manos.
—¿Pero qué quieres que haga con esos libros y con las otras reliquias, si Dora no quiere saber nada de ellos?
—Dora es joven, cambiará de parecer. Tengo la esperanza de que en mi colección —olvídate de Wynken—, entre las estatuas y las reliquias, exista un objeto decisivo que ayude a Dora a levantar su iglesia. ¿Te crees capaz de calcular el valor de lo que viste en el apartamento? Tienes que conseguir que Dora vuelva a tocar esos objetos, que los examine, que aspire su olor. Tienes que hacerle comprender la grandeza de esas estatuas y cuadros, que son expresión de la búsqueda de la verdad por parte del hombre, la misma búsqueda que la obsesiona a ella, aunque todavía no lo sepa.
—Pero dijiste que a Dora no le importan esos cuadros y esas estatuas.
—Haz que cambie de opinión.
—¿Yo? ¿Cómo? Puedo conservar esos objetos, sí, ¿pero cómo voy a hacer que Dora se enamore de esas obras de arte? Es impensable. ¿Pretendes que establezca contacto con tu preciosa hija?
—Dora te encantará —contestó Roger en voz baja.
—¿Cómo dices?
—Encuentra un objeto milagroso en mi colección para obligarla a cambiar de parecer.
—¿El Santo Sudario de Turín?
—Me haces gracia, de veras. Sí, encuentra algo significativo, algo que la transforme, algo que yo, su padre, adquirió y conservó con cariño, algo que pueda ayudarla.
—Estás tan loco ahora como cuando estabas vivo. Tratas de comprar tu salvación con un pedazo de mármol o un montón de pergaminos. ¿O acaso crees realmente que los objetos que posees son sagrados?
—Por supuesto que creo que son sagrados. ¡Es lo único en lo que creo! Y tú también. Sólo crees en lo que brilla, en lo que es de oro.
—Me dejas atónito.
—Por eso me asesinaste allí, entre mis tesoros. Pero debemos apresurarnos. El tiempo apremia. Volvamos a nuestro asunto. Tu carta de triunfo para convencer a mi hija es su ambición.
»Dora deseaba el convento para alojar en él a sus misioneras, su orden, las cuales difundirían un mensaje de amor con el mismo fervor con que lo han difundido otros misioneros. Dora quería enviar a sus misioneras a los barrios pobres para que predicasen la importancia de iniciar un movimiento de amor desde la base, desde el pueblo, que con el tiempo alcanzaría a los gobiernos de todo el mundo, a fin de acabar con la injusticia.
—¿Qué es lo que distinguiría a esas mujeres de otras órdenes o misioneros, desde los franciscanos a otros predicadores...?
—En primer lugar, el hecho de ser unas predicadoras femeninas. Las monjas trabajan de enfermeras, maestras, sirvientas, o bien permanecen enclaustradas para rezar a Dios, como un rebaño de ovejas. Las misioneras de Dora serían doctores de su iglesia, predicadoras. Conmoverían a las masas con su fervor personal; se dirigirían a las mujeres, especialmente a las pobres y marginadas, y las ayudarían a reformar el mundo.
—Una visión feminista conjugada con la religión.
—Era una idea viable. Tan viable como cualquier otro movimiento de ese tipo. ¿Quién sabe por qué un monje del siglo catorce se volvió loco y otro se convirtió en santo? Dora sabe enseñar a la gente a pensar. Yo no poseo ese don. Debes hallar la forma de convencerla, es preciso.
—Y de paso salvar los ornamentos de la iglesia —repliqué.
—Sí, hasta que Dora los acepte o los utilice para conseguir algo positivo. La convencerás si le haces ver que por medio de mis tesoros puede conseguir algo positivo.
—Eso puede convencer a cualquiera —contesté con cierta melancolía—. Así es como me has convencido a mí.
—Entonces, ¿lo harás? Dora cree que yo estaba equivocado. Dijo: «No creas que conseguirás salvar tu alma, después de todos los crímenes que has cometido, legándome esos objetos religiosos.»
—Es evidente que te quiere —afirmé—. Lo noté desde la primera vez que os vi juntos.
—Lo sé. Estoy convencido de ello. No tenemos tiempo de entrar en detalles. La visión de Dora es inmensa, te lo aseguro. Todavía es un personaje poco importante, pero aspira a cambiar el mundo. No le basta con fundar un culto como el que yo quería instaurar y limitarse a ser un gurú rodeado de dóciles seguidores. Dora piensa que hay que cambiar el mundo, y se ha propuesto hacerlo ella misma.
—¿No es eso lo que piensa toda persona religiosa?
—No. No todo el mundo sueña con ser Mahoma o Zaratustra.
—¿Y Dora sí?
—Ella sabe lo que quiere.
Roger meneó la cabeza, bebió otro trago y echó un vistazo a su alrededor. Luego frunció el ceño, como si siguiera dándole vueltas al tema.
—Un día Dora me dijo: «La religión no procede de las reliquias y los textos. Éstos son una mera expresión de aquélla.» Siguió hablando durante horas sobre la cuestión. Tras estudiar las Sagradas Escrituras, había llegado a la conclusión de que lo que contaba era el milagro interior. Al final acabé por dormirme. Te ruego que no hagas uno de tus chistes crueles.
—¡Jamás se me ocurriría tal cosa!
—¿Qué va a ser de mi hija? —murmuró Roger con desesperación—. Observa el patrimonio que le he legado. Soy apasionado, extremista, gótico y un loco. He perdido la cuenta de las iglesias que hemos visitado Dora y yo juntos, los crucifijos de incalculable valor que le he mostrado, antes de venderlos para obtener un beneficio, las horas que hemos pasado contemplando los techos de una iglesia barroca en Alemania. Le he regalado magníficas cruces auténticas engastadas en plata y rubíes. He adquirido numerosos velos de Verónica, unas obras de arte que te dejarían estupefacto. ¡Dios mío!
—¿Crees que esa actitud de Dora pueda deberse a cierto concepto de expiación, a un sentimiento de culpa?
—¿Por dejar que Terry desapareciera de su vida sin una explicación, sin una pregunta, hasta años más tarde? Lo he pensado con frecuencia. En todo caso, si lo hubo, Dora ya lo ha superado. Dora cree que el mundo necesita una nueva revelación, un nuevo profeta. Pero un profeta no se improvisa. Dice que la transformación debe producirse a través de la vista y el sentimiento, pero no se trata de un experimento popular-milagrero.
—Los místicos nunca admiten que se trate de una experimento popular-milagrero.
—Tienes razón.
—¿Dirías que Dora es una mística?
—¿Qué crees tú? La has seguido, la has observado. No, Dora no ha visto el rostro de Dios ni ha oído su voz, ni tampoco mentiría jamás sobre ello, si a eso te refieres. Pero es lo que busca. Espera el momento, el milagro, la revelación.
—La aparición del ángel.
—Exacto.
Ambos guardamos silencio durante unos minutos. Roger probablemente pensaba, al igual que yo, en su propuesta inicial, es decir, que yo montase el simulacro de un milagro, yo, el ángel perverso que una vez conduje a una monja católica a la locura, a hacer que sangrara a través de los estigmas de sus manos y pies.
De pronto Roger tomó la decisión de continuar, con lo que se eliminó la tensión que se había creado.
—Al construirme una existencia de lujos y comodidades —dijo—, dejé de preocuparme por cambiar el mundo. Mi mundo era mi vida, ¿comprendes? Pero Dora ha abierto su alma de un modo muy sofisticado a... algo. Mi alma está muerta.
—Según parece, no es así —contesté.
La idea de que antes o después Roger pudiera desvanecerse, me resultaba intolerable, y mucho más aterradora que su aparición inicial.
—Vayamos al grano —dijo Roger—. Me estoy poniendo nervioso.
—¿Por qué?
—Escucha y no me interrumpas. Hay un dinero que he reservado para Dora y que nadie puede relacionar conmigo. El Gobierno no puede tocarlo, porque gracias a ti no consiguieron detenerme ni acusarme de nada. La información está en el apartamento, en una carpeta de cuero negra que hay en un archivador, junto con los recibos de unos cuadros y estatuas. Quiero que pongas todo eso a buen recaudo. Dejo en tus manos el trabajo de toda mi vida, mi patrimonio, con el fin de que lo conserves para Dora. ¿Me harás este favor? No es necesario que te apresures, fuiste tan hábil al deshacerte de mis restos que tardarán un tiempo en descubrir mi muerte.
—Lo sé. Me pides que actúe como un ángel guardián, que me encargue de velar por Dora y que reciba le herencia que le corresponde...
—Sí, amigo mío, esto es lo que te ruego que hagas. Sé que puedes hacerlo. Y no olvides la obra de Wynken. Si Dora no quiere aceptar esos libros, quédate tú con ellos.
Roger me tocó el pecho con la mano. Sentí un leve golpecito, como una llamada en la puerta de mi corazón.
Roger prosiguió:
—Cuando mi nombre aparezca en toda la prensa, suponiendo que pase de los archivos del FBI a los teletipos, haz que Dora reciba el dinero. Con él podrá construir su iglesia. Dora tiene una personalidad carismática. Puede conseguirlo, si dispone del dinero. ¿Me sigues? Puede hacerlo, al igual que Francisco, Pablo y Jesús. De no haberse convertido en teóloga, habría llegado a ser un personaje importante en cualquier otro ámbito. Cualidades no le faltan. Es muy cerebral. Su teología es lo que la distingue del resto de la gente.
Roger se detuvo. Hablaba muy rápido y yo sentí un escalofrío. Percibía su temor. Pero ¿de qué?
—Voy a repetirte algo que me dijo Dora anoche. Habíamos leído unos párrafos de un libro de Bryan Appleyard, ¿te suena el nombre? Es un columnista de un periódico inglés. Escribió una obra llamada Comprender el presente. Tengo un ejemplar que me regaló Dora. En ese libro Appleyard dice cosas en las que Dora cree firmemente, como que todos estamos «espiritualmente empobrecidos».
—Estoy de acuerdo.
—Pero fue otra cosa, algo acerca del dilema de la humanidad, de que uno puede inventar todos los sistemas teológicos que quiera, pero para que funcionen tienen que brotar de lo más profundo de tu ser... Dora dijo... Appleyard lo denomina «la totalidad de la experiencia humana».
Roger se detuvo, distraído.
—Sí, es evidente que eso es lo que Dora busca, que está abierta a esa experiencia —dije, esforzándome por retener la atención de Roger asegurándole que comprendía lo que me decía.
De pronto me di cuenta de que me aferraba a él con la misma desesperación que él a mí.
Pero Roger estaba ensimismado.
Sentí de pronto tal tristeza que no pude articular ni una sola palabra. ¡Yo había matado a ese hombre! ¿Por qué motivo? Sabía que era un individuo interesante y malvado, pero, joder, pude haber... Si permanecía junto a mí tal como aparecía ahora, bajo la forma de un fantasma, ¿por qué no podía convertirse en mi amigo?
Era una idea pueril, egoísta y absurda. Estábamos hablando sobre Dora, sobre teología. Por supuesto que entendía el argumento de Appleyard. Comprender el presente. Imaginé el libro. Sí, iría a recogerlo. Lo archivé en mi memoria vampírica. Lo leería de inmediato.
Roger permanecía inmóvil, sin decir palabra.
—¿De qué tienes miedo? —le pregunté—. ¡No vayas a desvanecerte! —exclamé agarrándome a él, sintiéndome insignificante y vulnerable, casi sollozando al pensar que yo lo había matado, que le había arrebatado la vida, y ahora deseaba con todas mis fuerzas aferrarme a su espíritu.
Roger no respondió. Parecía aterrado.
Yo no era el monstruo osificado que creía ser. No corría el peligro de volverme inmune contra el sufrimiento humano. Era un estúpido sentimental.
—¡Mírame, Roger! Sigue hablando.
Roger murmuró algo acerca de que confiaba en que Dora hallara lo que él no había hallado jamás.
—¿Qué? —pregunté.
—Teofanía.
¡Qué palabra tan maravillosa! La palabra preferida de David. Yo la había oído por primera vez sólo unas horas antes, y ahora acababa de pronunciarla Roger.
—Creo que vienen a por mí —dijo Roger de pronto al tiempo que abría los ojos desmesuradamente. Más que asustado, parecía perplejo. Ladeó la cabeza, como si oyera algo. Yo también lo percibí—. Recuerda mi muerte —dijo de improviso, como si acabara de recordarla—. Cuéntale a Dora cómo sucedió. Convéncela de que mi muerte ha purificado el dinero. Ése es el argumento que debes utilizar. He pagado con mi muerte. El dinero ya no está sucio. Los libros de Wynken, todos mis tesoros, ya no están manchados. Mi sangre los ha purificado. Utiliza tu ingenio para convencerla, Lestat.
Oí aquellos funestos pasos.
El ritmo de algo que avanzaba lentamente... y el murmullo de unas voces, cantando, hablando. Noté que me mareaba, que iba a caerme de la silla. Me agarré a Roger, a la barra.
—¡Roger! —grité.
Supongo que todos los clientes del bar oyeron mi exclamación. Roger me miró con una expresión extraordinariamente pacífica, sin mover un músculo. Parecía extrañado, desconcertado.
Vi alzarse las alas sobre mí, sobre él. Vi una inmensa oscuridad que lo envolvía todo, como si brotara de una grieta volcánica en la tierra, y tras ella la luz, una luz hermosísima, cegadora.
—¡Roger! —grité de nuevo.
El ruido de las voces, los cantos, se volvió ensordecedor mientras la figura crecía hasta adquirir unas dimensiones gigantescas.
—¡No te lo lleves! ¡Yo soy el culpable! —exclamé enfurecido, oponiendo mi voluntad a la de aquel ser, dispuesto a despedazarlo con tal de que soltara a Roger. Pero no lo distinguía con claridad. No sabía dónde me encontraba. De pronto se produjo una densa y potente humareda, imparable, y en medio de aquel caos, durante un segundo, mientras la imagen de Roger se iba desvaneciendo, vi el rostro de la estatua de granito, sus ojos, precipitándose hacia mí...
—¡Suéltalo!
El bar no existía, el Village no existía, ni tampoco la ciudad ni el mundo. ¡Sólo ellos!
Tal vez los cánticos no fueran más que el sonido producido por un vaso al romperse.
Luego me sumí en la oscuridad. En la quietud.
Silencio.
Tenía la impresión de haber permanecido inconsciente durante largo rato en un lugar insólitamente apacible.
Al despertarme, aparecí tumbado en la calle.
El camarero estaba inclinado sobre mí, tiritando, y me preguntaba con aquella irritante voz nasal:
—¿Se encuentra bien?
Los hombros de su chaleco negro y las mangas blancas de su camisa estaban salpicados de copos de nieve.
Asentí y me levanté apresuradamente para que el camarero me dejara en paz. Llevaba puesto el foulard y tenía la chaqueta abrochada. Las manos estaban limpias.
La nieve, inmaculada y espléndida, caía suavemente a mi alrededor.
Atravesé de nuevo la puerta giratoria y me detuve en la puerta del bar. Vi el lugar donde Roger y yo habíamos estado sentados, vi su copa sobre la barra. Aparte de eso, el ambiente era el mismo. El camarero hablaba con expresión aburrida con un cliente, no había visto nada más que a mí saliendo disparado del bar para caer de bruces en la calle.
Cada nervio de mi cuerpo me decía: huye. ¿Pero adónde? ¿Qué podía hacer? ¿Echar a volar? Me habría atrapado en un instante. No, era mejor mantener los pies bien plantados en el gélido suelo.
¡Te has llevado a Roger! ¿Es por eso por lo que me seguiste hasta aquí? ¿Quién eres?
El camarero alzó la vista sobre el polvoriento mostrador y me miró perplejo. Supongo que debí decir o hacer algo extraño. No, sólo estaba farfullando. Permanecí de pie, en la puerta, llorando estúpidamente. Cuando el que llora es un servidor, significa que derrama lágrimas de sangre. Había llegado el momento de hacer mutis por el foro.
Di media vuelta y salí del bar. Seguía nevando. Pronto amanecería. No tenía por qué caminar bajo aquel frío intenso hasta que despuntara el alba. Lo mejor era ir en busca de una tumba donde acostarme y dormir un rato.
—¡Roger! —sollocé, secándome las lágrimas con la manga de la chaqueta—. ¿Dónde estás? ¡Maldita sea! —El eco de mi voz resonó entre los edificios—. ¡Maldita sea!
De pronto recordé que había oído unas voces confusas y había luchado contra aquella cosa que poseía rostro. ¡Una mente que no descansa en su corazón y una personalidad insaciable! Vas a marearte, no trates de recordar. Alguien abrió una ventana y gritó:
—Deja de dar esos alaridos.
No trates de reconstruir la escena. Volverás a desmayarte.
De pronto vi la imagen de Dora y temí caer redondo al suelo, tembloroso e impotente y farfullando cosas ininteligibles.
Ésta era la experiencia más cósmicamente espantosa que había vivido.
¿Qué significaba la expresión que mostraba Roger justo antes de desvanecerse? ¿Era una expresión de paz, calma, resignación, o simplemente la de un fantasma que empezaba a perder vitalidad, a desprenderse de su forma fantasmal?
Comprendí que me había puesto a gritar. Un gran número de mortales se había asomado a las ventanas de sus casas para ordenarme que callara.
Seguí caminando.
Me hallaba solo. Lloré en silencio. La calle estaba desierta, nadie podía oírme.
Avancé lentamente, como si me arrastrara, doblado hacia delante, entre amargos sollozos. No noté que nadie se detuviera para mirarme o que alguien se fijara en mí. Deseaba reconstruir mentalmente la escena, pero temía volver a perder el conocimiento. Roger, Roger... Mi monstruoso egoísmo me instaba a ir a ver a Dora, a caer de rodillas ante ella y confesarle que había matado a su padre.
Me encontraba en el centro, supongo. Vi unos abrigos de visón en un escaparate. La nieve se posaba suavemente sobre mis párpados. Me quité el foulard y me enjugué el rostro para eliminar cualquier rastro de sangre procedente de mis lágrimas.
Acto seguido entré en un pequeño hotel.
Alquilé una habitación, pagué al contado, di al conserje una generosa propina para que nadie me molestara durante veinticuatro horas, subí a la habitación, eché el cerrojo, corrí las cortinas, cerré la desagradable calefacción, me metí debajo de la cama y me quedé dormido.
El último y extraño pensamiento que se me ocurrió antes de sumirme en un letargo mortal —faltaban unas horas para el amanecer, tenía mucho tiempo para soñar— fue que David se enojaría cuando le explicara lo sucedido, pero que Dora posiblemente lo creería y comprendería...
Creo que dormí durante unas horas. Podía oír los murmullos de la noche en el exterior.
Cuando me desperté, empezaba a clarear. La noche casi había tocado a su fin. El día me ayudaría a olvidar la pesadilla que había vivido. Era demasiado tarde para pensar. Decidí sumirme de nuevo en el profundo sueño de un vampiro. Muerto junto con todos los seres «no muertos» que pululan por ahí, tratando de ocultarse de la luz del día.
De pronto me sobresalté al oír una voz.
—No va a ser tan sencillo —decía ésta con toda claridad.
Me levanté de forma precipitada, volcando la cama, y miré hacia donde creía haber oído la voz. La pequeña habitación del hotel era como una sórdida trampa.
En el rincón había un hombre, un hombre normal y corriente, ni alto, ni bajo, ni apuesto como Roger ni vistoso como yo, ni muy joven ni muy viejo. Era un hombre de aspecto agradable que mantenía los brazos cruzados y un pie cruzado sobre el otro.
El sol apareció sobre los edificios. Su fuego me cegó, impidiéndome por completo la visión.
Me desplomé en el suelo, levemente chamuscado y maltrecho. La cama cayó sobre mí, protegiéndome.
Esto es todo. Quienquiera que fuese aquella aparición, tan pronto como el sol brilló en el cielo sobre el blanco y espeso manto de la mañana invernal yo quedé indefenso.


5
—Muy bien —dijo David—. Siéntate. Deja de pasearte arriba y abajo. Cuéntame otra vez todos los detalles. Si necesitas beber sangre para reponer fuerzas, saldremos y...
—¡Te lo he repetido mil veces! No necesito beber sangre. La deseo, me encanta, pero no la necesito. Anoche me di un festín con Roger, le chupé la sangre como un demonio glotón. Olvida el tema de la sangre.
—¿Quieres hacer el favor de sentarte?
David se refería a que me sentara a la mesa, frente a él.
Yo me encontraba de pie junto al muro de cristal, contemplando el tejado de San Patricio.
David había alquilado un apartamento ideal en la Torre Olímpica, justo encima de las torres de la catedral. Era un apartamento inmenso, que excedía nuestras necesidades, pero no dejaba de ser un domicilio perfecto. La proximidad a la catedral era imprescindible. Desde mi posición podía ver el tejado cruciforme, las elevadas agujas de las torres; eran tan afiladas que parecían capaces de traspasar a un hombre. El cielo estaba cubierto por un suave y silencioso manto de nieve, igual que la noche anterior.
Yo suspiré.
—Lo siento, pero no deseo volver a hablar de ello. No puedo. O lo aceptas tal como te lo he contado o... acabaré loco.
David permaneció sentado tranquilamente. Había alquilado el apartamento ya amueblado. Ostentaba el llamativo estilo del mundo de los ejecutivos, con mucha caoba, cuero, pantallas de color crema, tapicerías en tonos tostado y oro que, supuestamente, no ofendían el buen gusto de nadie. También había flores. David había encargado muchas flores, y el ambiente estaba impregnado de perfume.
La mesa y las sillas eran armoniosamente orientales, de influencia china, muy en boga por aquel entonces. Creo recordar que había también un par de urnas.
Más abajo alcanzaba a ver la fachada de San Patricio que daba a la calle Cincuenta y uno, así como la gente que circulaba por la Quinta Avenida bajo la nieve. El apacible espectáculo de la nieve.
—No disponemos de mucho tiempo —dije—. Tenemos que ir al apartamento de Roger y cerrarlo a cal y canto o trasladar todos sus tesoros. No permitiré que nadie toque la herencia de Dora.
—Está bien, pero antes quiero que describas otra vez a ese hombre, no el fantasma de Roger ni la estatua ni el ser alado, sino al individuo que viste de pie en un rincón de la habitación del hotel, cuando salió el sol.
—Era de lo más corriente, ya te lo he dicho. ¿Anglosajón? Quizá. ¿Con aspecto decididamente irlandés o nórdico? No. Un hombre vulgar y corriente. No creo que fuera francés. No, tenía cierto aire americano. Un hombre de mediana estatura, de complexión similar a la mía, pero no tan excesivamente alto como tú. Sólo pude verlo durante cinco segundos. Había salido el sol. El colchón me cubría, y cuando me desperté él había desaparecido, como si se tratara de una visión. Pero era real.
—Gracias. ¿Y el pelo?
—Rubio ceniza, casi gris. Ya sabes que a veces el rubio ceniza acaba convirtiéndose en un castaño pálido grisáceo, un color indefinido, o totalmente gris.
David hizo un breve gesto para indicar que estaba de acuerdo.
Yo me apoyé con cautela en el muro de cristal. Temía que pudiera romperse de forma accidental a causa de mi fuerza. No quería cometer una torpeza. David quería que yo le contara más cosas, y yo intenté complacerlo. Recordaba al hombre con bastante claridad.
—Tenía un rostro muy agradable. Era el tipo de individuo que no te impresiona por su estatura o físico, sino más bien por su mirada perspicaz y su inteligencia. Parecía muy interesante.
—¿La ropa?
—Nada fuera de lo común. Negra, creo, algo manchada de polvo. No era de un negro intenso ni reluciente, ni nada espectacular.
—¿Recuerdas sus ojos?
—Tenían una mirada inteligente, pero no eran grandes ni de un color especial. Parecía un tipo normal, inteligente. Tenía las cejas oscuras, pero no excesivamente tupidas, una frente normal y el cabello espeso, bien peinado, aunque no lucía un corte a la moda como tú o como yo.
—¿Y estás seguro de que pronunció unas palabras?
—Por completo. Le oí con toda claridad. Me llevé un susto de muerte. Estaba despierto. Vi el sol. Fíjate, tengo la mano quemada.
No estaba tan pálido como cuando partí hacia el desierto de Gobi, desafiando al sol a que acabara conmigo, pero los rayos del sol me habían provocado una quemadura en la mano y me escocía la mejilla derecha, aunque no había ninguna señal visible porque seguramente había vuelto la cabeza.
—De modo que cuando te despertaste estabas debajo de la cama y ésta se había volcado.
—Así es. También había derribado una lámpara. No fue un sueño, como tampoco lo fue mi encuentro con Roger. Quiero que me acompañes a su apartamento y veas sus obras de arte.
—Iré encantado —contestó David, levantándose de la mesa—. No me lo perdería por nada en el mundo. Pero quiero que descanses un poco más, que trates de...
—¿Cómo quieres que me calme, después de haber hablado con el fantasma de una de mis víctimas y haber visto a ese extraño individuo en mi habitación? ¡Después de ver cómo ese ser se llevaba a Roger, ese ser que me ha perseguido por todo el mundo, que va a volverme loco, que...!
—Pero en realidad no viste cómo se lo llevaba, ¿verdad?
Tras reflexionar unos instantes, contesté:
—No estoy seguro. Roger presentaba un aspecto muy sereno, casi inanimado. Luego se desvaneció y durante unos segundos vi el rostro de ese ser, o esa cosa. Yo estaba completamente confuso, había perdido el sentido del equilibrio, de la orientación. No recuerdo si Roger empezó a desvanecerse cuando ese ser se lo llevó a la fuerza o si aceptó su suerte con resignación.
—Es decir, no estás seguro de lo que pasó. Sólo sabes que el fantasma de Roger desapareció y en aquel mismo momento apareció ese ser. Es lo único que sabes con certeza.
—Así es.
—Yo creo que tu perseguidor decidió manifestarse y su presencia eliminó al fantasma de Roger.
—No. Ambos hechos están relacionados. Roger lo oyó aproximarse. Supo que se acercaba incluso antes de que yo percibiera sus pasos. Afortunadamente, no puedo transmitirte mi temor.
—¿Qué quieres decir?
—Que no tienes ni idea de lo sentí en aquellos momentos. Fue algo espantoso. Sé que me crees, lo cual es más que suficiente de momento, pero si supieras lo que experimenté, perderías tu típica flema británica.
—Es posible. Anda, vamos. Quiero ver los tesoros de Roger. Tienes razón, no puedes permitir que arrebaten a esa chica su patrimonio.
—No es una chica sino una mujer; joven, pero hecha y derecha.
—Luego intentaremos localizarla.
—Ya lo hice antes de venir aquí.
—¿En el estado en que te encontrabas?
—Cuando logré sobreponerme, fui al hotel para comprobar si se había marchado. Tenía que hacerlo. Me dijeron que una limusina la había trasladado al aeropuerto de La Guardia a las nueve de la mañana. Habrá llegado a Nueva Orleans esta tarde. En cuanto al convento, no sé cómo localizarla allí. Ni siquiera sé si tiene teléfono. De momento se encuentra a salvo, al menos en la misma medida que cuando vivía su padre.
—De acuerdo. Vamos al apartamento de Roger.
A veces el temor constituye una advertencia. Es como si alguien te pusiera la mano en el hombro y te dijera: «No pases de aquí.»
Cuando entramos en el apartamento, durante unos segundos sentí pánico. No pases de aquí.
Pero era demasiado orgulloso para manifestarlo y David estaba impaciente por contemplar los tesoros de Roger. Me precedió por el pasillo notando sin duda, al igual que yo, que el apartamento carecía de vida. Supongo que también él percibió el olor a una muerte reciente. Me pregunté si le resultaba menos repulsivo que a mí, puesto que él no había matado a Roger.
¡Roger! De pronto, la fusión en mi mente del cadáver desmembrado y el fantasma de Roger me dejó helado.
David se dirigió al cuarto de estar mientras yo me detenía para contemplar el ángel de mármol blanco que sostenía una concha para el agua bendita. Pensé que se parecía mucho a la estatua de granito. Blake. William Blake lo sabía; había visto ángeles y demonios y conocía sus proporciones. Lamenté que Roger y yo no hubiéramos hablado de Blake... Pero eso había terminado. Yo estaba ahí, en el pasillo del apartamento.
De golpe la perspectiva de seguir avanzando, de colocar un pie delante del otro hasta alcanzar el cuarto de estar y ver la estatua de granito, me resultó insoportable.
—No está aquí—dijo David.
No había adivinado mi pensamiento. Simplemente, constataba un hecho. Se hallaba de pie en el cuarto de estar, a unos quince metros de distancia. Las lámparas halógenas proyectaban una parte de su concentrada luz sobre él.
—Aquí no hay ninguna estatua negra de granito —repitió David.
—Me iré al infierno —dije, suspirando.
Veía a David con toda nitidez, aunque ningún mortal habría podido distinguirlo con tal detalle. Su silueta estaba en la penumbra. De pie, de espaldas a la tenue luz que penetraba por las ventanas, parecía muy alto y fuerte. La luz de las lámparas halógenas arrancaba pequeños destellos a los botones de metal de su chaqueta.
—¿Hay sangre?
—Sí, y también están tus gafas. Tus gafas violetas. Una bonita prueba.
—¿Una prueba de qué?
Era absurdo que permaneciera allí, en medio del pasillo, hablando casi a voces con David. Eché a andar como si me dirigiera a la guillotina y entré en el cuarto de estar.
El espacio que había ocupado la estatua estaba vacío; ni siquiera tenía la seguridad de que fuera lo suficientemente grande para acogerla. La sala estaba atestada de estatuas de santos e iconos, algunos tan antiguos y frágiles que se hallaban protegidos por un cristal. La noche anterior no me había dado cuenta de que hubiera tantos colgados en las paredes, reluciendo bajo los destellos de luz que despedían las lámparas halógenas.
—¡Es increíble! —exclamó David.
—Sabía que te encantaría —murmuré. Yo también me habría entusiasmado ante la visión de aquellas obras de arte de no estar atenazado por el pánico.
David examinó detenidamente todos los objetos, empezando por los iconos y luego los santos.
—Son magníficos —dijo—. Es una colección extraordinaria. Supongo que no te das cuenta del valor que representa todo esto.
—Más o menos —respondí—. No soy un analfabeto en materia de arte.
—¿Reconoces esos iconos? —preguntó David, señalando una larga hilera de frágiles iconos.
—No —confesé.
—El velo de la Verónica —dijo David—. Son unas copias primitivas del célebre velo, que supuestamente desapareció hace siglos, quizá durante la cuarta Cruzada. Esta copia es rusa, una obra perfecta y esa otra italiana; y ahí, apiladas en el suelo, están las estaciones del vía crucis.
—Roger estaba obsesionado por hallar reliquias para regalárselas a Dora. Además, gozaba coleccionando estos objetos. Había adquirido recientemente en Nueva York esa copia rusa del velo de Verónica para regalársela a Dora. Anoche, él y Dora discutieron porque ella se negó a aceptar el regalo.
Roger se había esmerado en describir a Dora el exquisito trabajo y valor de aquel objeto. Era como si lo conociese desde mi juventud; habíamos hablado largo y tendido de estos objetos, los cuales estaban impregnados de la admiración y el cariño que sentía Roger por ellos, incluso de su compleja personalidad.
Las estaciones del vía crucis. Por supuesto. Las conocía a la perfección, como cualquier católico. Solíamos seguir las catorce estaciones de la pasión y el viaje al Calvario a través de la sombría iglesia, deteniéndonos y doblando la rodilla delante de cada una de ellas para pronunciar la oración pertinente; o bien el sacerdote y los monaguillos recorrían la iglesia en procesión mientras los fieles recitábamos con ellos las meditaciones sobre la pasión de Cristo.
David examinaba un objeto tras otro.
—Este crucifijo es una pieza muy antigua, capaz de impresionar a cualquiera.
—Supongo que como todas las demás, ¿no?
—Desde luego, pero no me refería a Dora ni a su religión, sino a que se trata de unas obras de arte fabulosas. Tienes razón, no podemos dejar todo esto en manos del azar. Esta estatuilla, por ejemplo, podría pertenecer al siglo noveno, es celta, de un valor increíble, y esta otra probablemente procede del Kremlin.
David se detuvo ante el icono de una Virgen y el Niño. Eran unas figuras muy estilizadas, como todas. El niño, a punto de perder una sandalia, se apoyaba en su madre mientras unos ángeles lo atormentaban con pequeños símbolos de su próxima pasión. La madre mantenía la cabeza tiernamente inclinada sobre su hijo. El halo de la Virgen casi rozaba al del niño. El cuadro representaba al niño Jesús huyendo del futuro y refugiándose en los brazos protectores de su madre.
—¿Comprendes el principio fundamental de un icono? —me preguntó David.
—Que está inspirado por Dios.
—No realizado por manos humanas —dijo David—, sino supuestamente impreso sobre el material del fondo por Dios mismo.
—¿Del mismo modo que el rostro de Jesús quedó impreso sobre el velo de la Verónica?
—Exacto. Fundamentalmente, todos los iconos eran obra de Dios. Una revelación materializada. En ocasiones podía obtenerse una nuevo icono a partir de otro con sólo oprimir un lienzo nuevo sobre el original, y la imagen quedaba grabada en éste como por arte de magia.
—Comprendo. Se suponía que nadie lo había pintado.
—Justamente. Fíjate en esta reliquia de la auténtica Cruz, en el marco adornado con piedras preciosas, y en ese libro... ¡Dios mío, es imposible! ¡Pero si se trata del Libro de las Horas que se perdió en Berlín durante la Segunda Guerra Mundial!
—Haremos el inventario más tarde, ¿de acuerdo? Lo importante es decidir lo que debemos hacer ahora, David.
Mi temor se había disipado, aunque de vez en cuando miraba de reojo el lugar que había ocupado el diablo de granito.
Eso era lo que era, el diablo. Estaba convencido de ello. Pensé que si no nos poníamos pronto manos a la obra acabaría obsesionándome de nuevo con él.
—¿Qué hacemos con estos objetos hasta que Dora los reclame? ¿Dónde podemos guardarlos? —preguntó David—. Venga, empecemos por los archivos y los cuadernos, pongamos un poco de orden, busquemos los libros de Wynken de Wilde, hay que tomar una decisión y trazarse un plan.
—No se te ocurra meter a tus aliados mortales en este asunto —advertí a David de forma brusca y desagradable, lo confieso.
—¿Te refieres a los de Talamasca? —preguntó David, volviéndose hacia mí con el valioso Libro de las Horas en la mano. Las tapas eran tan frágiles como el hojaldre.
—Todo esto pertenece a Dora —dije—. Debemos conservarlo en buen estado. Si ella no quiere los libros de Wynken, me los quedaré yo.
—Por supuesto, lo comprendo perfectamente —respondió David—. ¿Pero crees que todavía mantengo contacto con los de Talamasca? Sé que podría fiarme de ellos en ese sentido, pero no quiero volver a tener tratos con mis aliados mortales, como tú los llamas. A diferencia de ti, no quiero que guarden mi expediente en sus archivos: «El vampiro Lestat.» No deseo que me recuerden más que como su superior general, muerto a causa de la vejez. Venga, pongámonos manos a la obra.
La voz de David expresaba rencor y tristeza. Recordé que la muerte de Aaron Lightner, su viejo amigo, había supuesto la gota que desborda el vaso, la causa de la ruptura entre David y la orden de Talamasca. La muerte de Lightner había estado rodeada de cierta polémica, pero nunca averigüé los detalles de la misma.
El archivador se encontraba en una sala adyacente al cuarto de estar, junto con unas cajas que contenían unas carpetas. Encontré de inmediato los documentos financieros, que repasé mientras David examinaba el resto del material.
Como quiera que poseo numerosos bienes, conozco perfectamente la jerga de los documentos legales y los trucos que emplean los bancos internacionales. El legado de Dora procedía de unas fuentes impecables, y quienes pretendían hacerse con él para resarcirse de los crímenes de Roger no podían tocarlo. Todo estaba a nombre de ella, Theodora Flynn, su nombre legítimo debido al seudónimo nupcial de Roger.
Había tantos documentos que resultaba imposible calcular el valor de las obras, el cual había ido en aumento con el tiempo. De haberlo querido así, Dora habría podido emprender una nueva cruzada para arrebatar Estambul a los turcos. Al examinar unas cartas comprobé que dos años antes Dora había rechazado toda ayuda de dos fondos fiduciarios de cuya existencia estaba enterada. En cuanto al resto, me pregunté si Dora tenía idea de la envergadura de todo aquello.
La envergadura es lo más importante en materia de dinero, eso y una buena dosis de imaginación. Sin esos ingredientes no se puede tomar una decisión moral. Quizá suene frío y calculador, pero no es así. El dinero significa poder para alimentar a los hambrientos, para vestir a los pobres. Pero uno tiene que saberlo. Dora poseía un sinfín de fondos fiduciarios, que a su vez le permitían pagar los impuestos sobre esos mismos fondos.
Recordé con tristeza que había intentado ayudar a mi amada Gretchen —la hermana Marguerite—, pero mi mera presencia dio al traste con mis buenos propósitos. De modo que me aparté de su vida, con mis cofres llenos de oro. Las cosas suelen acabar así. Yo no era un santo. No me dedicaba a dar de comer a los hambrientos.
De pronto se me ocurrió que Dora se había convertido en mi hija. Se había convertido en mi santa, al igual que lo había sido para Roger. Ahora tenía otro padre rico, yo.
—¿Qué pasa? —preguntó David, alarmado. Estaba revisando una caja llena de papeles—. ¿Has vuelto a ver al fantasma?
Durante un momento temí echarme de nuevo a temblar, pero conseguí dominarme. No dije nada, pero la situación se me representaba con toda claridad.
Cuida de Dora. Por supuesto que cuidaría de Dora e intentaría convencerla de que aceptara el legado de su padre. Quizá Roger no había sabido utilizar los argumentos más convincentes, pero sus tesoros lo habían convertido en un mártir. Sí, sus últimos momentos lo habían redimido. Había purificado sus tesoros con su sangre. Quizá si se lo explicara a Dora debidamente... Estaba distraído. De repente descubrí los doce libros de Wynken de Wilde, cada uno envuelto en un pedazo de plástico, sobre el estante superior de un pequeño escritorio, junto al archivador. Los reconocí de inmediato. Al acercarme vi que Roger había enganchado en ellos unas pequeñas etiquetas blancas sobre las que había escrito con letra menuda: «W de W.»
—Mira —dijo David, incorporándose y sacudiéndose el polvo de los pantalones, pues había estado de rodillas—. Aquí tienes todos los documentos legales sobre la compra de las obras. Todo está aquí, se trata de unas operaciones claras y a simple vista legítimas, aunque puede que sirvieran para blanquear dinero. Hay docenas de recibos y certificados de autenticidad. Opino que deberíamos trasladar estos papeles.
—Sí, pero ¿cómo y adonde?
—¿Cuál es el lugar más seguro? Tu casa de Nueva Orleans no, desde luego. Tampoco podemos depositar estas cosas en un almacén en una ciudad como Nueva York.
—Exactamente. He alquilado una habitación en un hotelito que hay al otro lado del parque, pero...
—Sí, recuerdo que me dijiste que el ladrón de fantasmas te siguió hasta allí. Pero ¿no te habías cambiado de hotel?
—No importa. De todos modos, estas cosas no cabrían en la habitación del hotel.
—Pero sí cabrían en nuestro fastuoso apartamento de la Torre Olímpica —respondió David.
—¿Lo dices en serio? —pregunté.
—Naturalmente. ¿Dónde estarán más seguras? Vamos, tenemos mucho qué hacer. No podemos pedirle a ningún mortal que nos ayude en este asunto. Tendremos que hacerlo todo nosotros solitos.
—¡Uf! —exclamé con fastidio y resignación—. ¿Pretendes que envolvamos todo esto y lo saquemos de aquí ahora?
David se echó a reír y contestó:
—¡Sí! Hércules también tuvo que hacer esas cosas, igual que los ángeles. ¿Cómo crees que se sintió Miguel cuando tuvo que ir de puerta, en puerta en Egipto, matando al primogénito de cada familia? Venga, ánimo. Es muy sencillo, todo consiste en envolver bien esos objetos con plásticos. Es preferible que los traslademos nosotros mismos. Será como una aventura. Treparemos por los tejados.
—No hay nada más irritante que la energía de un vampiro neófito —contesté con resignación.
Pero sabía que David tenía razón. Nuestra fuerza era infinitamente superior a la de cualquier mortal que pudiera ayudarnos. Es probable que consiguiéramos trasladarlo todo esa misma noche. ¡Menuda nochecita!
Reconozco que el trabajo duro constituye un eficaz antídoto contra la angustia, la tristeza y el temor a que el diablo te agarre por el pescuezo y te arrastre hasta el pozo en llamas.
Reunimos una ingente cantidad de un material aislante con burbujas de aire atrapadas en plástico, capaz de proteger la reliquia más frágil sin riesgo a que se rompiera. Recogí los documentos financieros y las obras de Wynken, cerciorándome de que no me había equivocado de libros, y luego pasamos a otras tareas más arduas.
Transportamos los objetos pequeños en unos sacos a través de los tejados, tal como había sugerido David, sin ser observados por ningún mortal; dos sigilosas figuras negras volando como unas brujas para asistir al aquelarre.
Los objetos grandes los transportamos en brazos con gran cuidado. Yo evité cargar con el enorme ángel blanco de mármol. David lo hizo encantado y no dejó de hablarle a la estatua durante todo el trayecto, hasta que llegamos a nuestro destino. Transportamos todos los objetos por la escalera de servicio, como hubiera hecho cualquier mortal, y los depositamos en nuestro apartamento de la Torre Olímpica.
Nuestros pequeños relojes disminuyeron de velocidad cuando aterrizamos en el mundo de los mortales, en el que penetramos rápidamente. Parecíamos unos distinguidos caballeros que se dispusieran a decorar su nueva residencia con unas valiosas obras de arte cuidadosamente envueltas.
Al poco rato las pulcras y enmoquetadas habitaciones situadas sobre San Patricio aparecían atestadas de fantasmagóricos paquetes, algunos de los cuales parecían momias o, cuando menos, unos cuerpos torpemente embalsamados. El gigantesco ángel de mármol blanco con su concha de agua bendita destacaba sobre los demás objetos. Los libros de Wynken, envueltos y sujetos con un cordel, yacían sobre la mesa oriental del comedor. Aún no había tenido ocasión de examinarlos detenidamente, pero aquél no era el momento de hacerlo.
Me senté en un sillón en la sala de estar, jadeante, aburrido y furioso de tener que hacer una tarea tan poco gratificante. David, en cambio, estaba eufórico.
—La seguridad aquí es perfecta —dijo.
Su joven cuerpo masculino parecía animado por su espíritu personal. A veces, cuando lo miraba, veía al mismo tiempo al anciano David y al joven anglo-indio. Pero la mayoría de las veces era simplemente perfecto, el vampiro neófito más fuerte que yo había creado.
Ello se debía no sólo a la potencia de mi sangre y a las tribulaciones que había tenido que superar antes de convertirlo en un vampiro. Mientras lo creaba, yo le había proporcionado más sangre que a los otros. Había puesto en peligro mi propia supervivencia, pero lo daba por bien empleado.
Permanecí allí sentado observándolo con cariño, contemplando mi propia obra. Me había ensuciado de polvo.
Habíamos realizado una excelente labor. Allí estaban las alfombras enrolladas, e incluso la alfombra empapada con la sangre de Roger, una reliquia de su martirio. Cuando hablara con Dora omitiría ese detalle.
—Tengo que salir de caza —murmuró David, interrumpiendo mis ensoñaciones.
Yo no respondí.
—¿Me acompañas?
—¿Quieres que vaya contigo? —pregunté.
David me miró con una expresión muy extraña. En su rostro bronceado y juvenil no se reflejaba ningún reproche palpable o indicio alguno de enojo.
—Claro, ¿por qué no? ¿No te gusta presenciarlo, aunque no participes?
Yo asentí. Jamás había soñado que David me dejara acompañarlo. A Louis no le gustaba que yo estuviera presente. El año anterior, cuando los tres habíamos estado juntos, David se había mostrado receloso y nunca me invitó a acompañarlo cuando salía en busca de una presa.
Nos dirigimos hacia la densa oscuridad de Central Park. Oímos a los ocupantes nocturnos del parque roncar, mascullar, captamos pequeños fragmentos de conversación, vimos unas pequeñas columnas de humo. Eran unos individuos recios, capaces de sobrevivir en la selva en medio de una ciudad conocida por su crueldad hacia los seres desasistidos por la fortuna.
David no tardó en encontrar lo que andaba buscando: un joven con una gorra de lana y unos zapatos a través de los cuales asomaban los dedos de los pies, un caminante de la noche, solo y drogado e insensible al frío, que hablaba en voz alta a unas gentes que habían desaparecido ya hacía rato.
Me oculté entre los árboles, sin hacer caso de la nieve que caía inexorable. David propinó una palmadita en el hombro del joven y cuando éste se volvió lo atrajo hacia sí y lo abrazó. El método clásico. Cuando David se inclinó para chuparle la sangre, el joven empezó a reírse y hablar a la vez. De pronto se quedó callado, paralizado, hasta que David depositó su cuerpo suavemente al pie de un árbol desprovisto de hojas.
Hacia el sur resplandecían los rascacielos de Nueva York; las cálidas lucecitas del East y el West Side nos rodeaban. David permaneció inmóvil, sumido en sus impenetrables pensamientos.
Parecía haber perdido la capacidad de moverse. Me dirigí hacia él. La diligencia y serenidad de que había hecho gala un rato antes habían desaparecido. Era evidente que estaba sufriendo.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Lo sabes de sobra —me respondió—. No sobreviviré mucho tiempo.
—¿Lo dices en serio? Con los dones que posees...
—Debemos desterrar la costumbre de decir cosas que ambos sabemos que son inaceptables.
—¿Y decir sólo la verdad? De acuerdo. Esta es la verdad. En estos momentos crees que no sobrevivirás. Es lo que piensas ahora, cuando su sangre está caliente y fluye a través de tu cuerpo, y es natural. Pero pronto dejarás de sentirte así. Esa es la clave. No quiero hablar más sobre este tema. Traté de poner fin a mi vida, pero no funcionó. Además, tengo otras cosas en que pensar, como por ejemplo en ese ser que me persigue y en ayudar a Dora antes de que mi perseguidor logre atraparme.
David guardó silencio.
Echamos a andar, al estilo de los mortales, a través del oscuro parque, sintiendo cómo nuestros pies se hundían en la nieve. Caminamos bajo los desnudos árboles, apartando sus ramas húmedas y negras, sin perder de vista los gigantescos edificios del centro.
Yo permanecí alerta, pendiente del sonido de unas pisadas sospechosas. Me sentía nervioso y de mal humor. De pronto se me ocurrió que el monstruoso ser que se me había revelado, el diablo o quienquiera que fuera, en realidad perseguía a Roger.
Pero entonces, ¿quién era aquel extraño, aquel individuo anónimo, corriente y vulgar que había visto poco antes del amanecer?
A medida que nos aproximábamos a las luces de Central Park South, los gigantescos edificios se erguían ante nosotros con una arrogancia digna de Babilonia. Percibimos entonces los gratificantes sonidos propios de la gente bien vestida, de hombres de negocios que se dirigen a sus oficinas, el incesante clamor de los taxis que no hacía sino intensificar la baraúnda del tráfico.
David estaba serio, melancólico.
—Si hubieras visto al ser que yo vi, no te mostrarías tan impaciente por precipitarte al próximo estadio —dije, suspirando con tristeza. No estaba dispuesto a volver a describir al monstruo alado.
—Te aseguro que me siento muy tentado —confesó David.
—¿De ir al infierno? ¿Con un diablo como ése?
—¿Tuviste la sensación de que era horrible? ¿Sentiste la presencia del Mal? Te lo pregunté antes, en el bar del hotel. ¿Sentiste la presencia del Mal cuando ese ser se llevó a Roger? ¿Crees que Roger sufría?
Las preguntas de David eran ganas de buscarle los tres pies al gato.
—No seas tan optimista respecto a la muerte —contesté—. Te lo advierto. He cambiado de opinión. El ateísmo y el nihilismo de mi juventud me parecen triviales, una postura provocadora.
David sonrió condescendiente, como solía hacer cuando era mortal y ostentaba los laureles de su venerable edad.
—¿Has leído las historias de Hawthorne? —me preguntó con suavidad.
Al alcanzar la calle, la atravesamos y dimos la vuelta a la fuente que había frente al Plaza.
—Sí —contesté—. Prácticamente todas.
—¿Recuerdas a Ethan Brand y su búsqueda del pecado imperdonable?
—Creo que sí. Fue en busca de él dejando atrás a sus congéneres.
—Te refrescaré la memoria —dijo David.
Doblamos por la Quinta Avenida, una vía que jamás está desierta ni oscura, mientras David recitaba el siguiente párrafo:
—«Había perdido el control de la cadena magnética de la humanidad. Ya no era un hombre-hermano que abría cámaras subterráneas o mazmorras de nuestra naturaleza común con la llave de la sacrosanta comprensión, lo cual le daba derecho a compartir todos sus secretos; era un frío observador que contemplaba a la humanidad como un experimento, convirtiendo al hombre y a la mujer en meras marionetas, tirando de sus hilos a fin de obligarlos a cometer los delitos necesarios para su estudio.»
Yo guardé silencio. Deseaba protestar, pero no hubiera sido honesto por mi parte. Quería decir que jamás manipularía a los seres humanos como si fueran marionetas. Lo único que había hecho era observar a Roger, y a Gretchen, debatiéndose en la selva. No había tirado de sus hilos. Era precisamente la honradez lo que nos había perdido a Gretchen y a mí. Pero comprendí que David, al pronunciar aquellas palabras, no se refería a mí sino a él mismo, a la distancia que lo separaba de los humanos. Había comenzado a convertirse en Ethan Brand.
—Permíteme que continúe —dijo David respetuosamente. Luego siguió citando a Hawthorne—: «Ethan Brand se convirtió en un monstruo. Empezó a serlo desde el preciso instante en que su naturaleza mortal dejó de estar en sintonía con su intelecto...»
David se detuvo.
Yo no respondí.
—Ésa es nuestra perdición —murmuró David—. Nuestro progreso moral ha llegado a su fin, mientras que nuestro intelecto crece a pasos agigantados.
Yo guardé silencio. ¿Qué podía decir? Conocía el sentimiento de desesperación tan bien como David, pero me olvidaba de él al contemplar un decorativo maniquí en un escaparate. El espectáculo de las luces alrededor de un rascacielos bastaba para borrarlo. La gigantesca y fantasmagórica silueta de San Patricio hacía que desapareciera. Pero luego volvía a aparecer.
No tiene ningún sentido, pensé, casi pronunciando las palabras en voz alta, aunque me limité a decir:
—Tengo que pensar en Dora.
Dora.
—Sí, y gracias a ti yo también tengo que pensar en ella —respondió David.


6
¿Cómo, y cuándo y qué debía contarle a Dora? Ésa era la cuestión. Al día siguiente, por la tarde, David y yo partimos hacia Nueva Orleans.
No había ni rastro de Louis en la casa de la calle Royale, lo cual no resultaba extraño. Louis se ausentaba cada vez con más frecuencia. David lo había visto en cierta ocasión en París, acompañado de Armand. La casa estaba impecable, como un sueño de otra época, llena de muebles Luis XV, mis preferidos, las paredes elegantemente tapizadas y los suelos cubiertos de suntuosas alfombras orientales.
David, por supuesto, conocía la casa, aunque no la había pisado desde hacía un año. En uno de mis numerosos y espléndidos dormitorios, decorado con sedas de color azafrán y espectaculares mesas y mamparas turcas, se hallaba todavía el ataúd en el que había dormido durante su breve y primera estancia después de transformarse en un vampiro.
El ataúd, por supuesto, quedaba perfectamente disimulado. David había insistido en dormir en un ataúd, como suelen hacer todos los neófitos a menos que sean nómadas por naturaleza. Éste se hallaba guardado en una pesada arca de bronce que Louis había adquirido con posterioridad, un armatoste rectangular tan singular como un piano cuadrado y sin ninguna abertura visible, aunque, claro está, si uno pulsaba un resorte secreto se alzaba de inmediato la tapa.
Había construido mi lugar de descanso tal como me había prometido a mí mismo cuando se restauró esta casa en la que Claudia, Louis y yo habíamos vivido en otros tiempos. Lo ubiqué no en mi viejo dormitorio, que ahora sólo albergaba el inmenso lecho y el tocador de rigor, sino en la buhardilla, donde había creado una celda de metal y mármol.
En suma, David y yo disponíamos de una confortable casa, y me sentí francamente aliviado de que Louis no estuviera para decirme que no creía una palabra de lo que aseguraba haber visto. Observé que sus habitaciones estaban en orden y que había añadido más libros a su colección. También me fijé en un nuevo y espléndido cuadro de Matisse. Aparte de esos detalles, todo estaba igual que antes.
En cuanto nos instalamos, y tras cerciorarnos de que el sistema de alarma funcionaba, como suelen hacer los mortales, aunque nos disgustaba seguir sus pautas de comportamiento, decidimos que fuera yo solo a visitar a Dora.
Yo no había vuelto a saber nada de mi perseguidor, aunque había pasado poco tiempo desde su última aparición; tampoco había vuelto a ver al Hombre Corriente.
David y yo temíamos que uno u otro se presentaran en el momento más inesperado.
No obstante, me separé de David y dejé que fuera a explorar la ciudad.
Antes de abandonar el Quarter para dirigirme a la parte alta de la ciudad fui a ver a Mojo, mi perro. En caso de que el lector no haya leído El ladrón de cuerpos y no sabe quién es Mojo, lo describiré brevemente: es un gigantesco pastor alemán, lo cuida una amable mujer mortal en un edificio de mi propiedad y me quiere, un rasgo que encuentro irresistible. Se trata de un perro, ni más ni menos, aunque posee un tamaño muy superior al de otros de su raza y un pelo muy tupido, y no puedo permanecer mucho tiempo alejado de él.
Pasé un par de horas jugando con él en el jardín, revoleándonos por el suelo, contándole las últimas novedades. Pensé en llevármelo a ver a Dora. Su rostro oscuro y alargado, semejante al de un lobo y aparentemente malvado, expresaba, como de costumbre, una gran bondad y paciencia. Es una lástima que Dios no nos haya hecho a todos perros.
En realidad, Mojo me proporcionaba una sensación de seguridad. Si aparecía el diablo y yo estaba con Mojo... ¡Qué idea tan absurda! Sería capaz de enfrentarme al mismísimo diablo con tal de defender a un perro de carne y hueso. En fin, supongo que los humanos han defendido cosas más extrañas.
Poco antes de marcharme, pregunté a David:
—¿Qué opinas de todo esto? Me refiero a mi perseguidor y al Hombre Corriente.
David contestó sin vacilar:
—Creo que ambos son fruto de tu imaginación, que te castigas a ti mismo; es la única forma en que sabes divertirte.
Debí sentirme ofendido, pero no fue así.
Dora era real.
Al fin, comprendí que no podía llevarme a Mojo. Iba a espiar a Dora y el perro sería un obstáculo. Besé a Mojo y me marché. Más tarde lo llevaría a dar un paseo por nuestros parajes preferidos, justo debajo del River Bridge, entre la hierba y las basuras. De momento, nadie podía arrebatarme esos instantes con Mojo.
Pero regresemos a Dora.
Por supuesto, ella ignoraba que Roger había muerto. Era imposible que lo supiera, a menos que se le hubiera aparecido el fantasma de Roger. Sin embargo, Roger no me había indicado que pensara hacer tal cosa. El esfuerzo de aparecerse ante mí había consumido todas sus energías. Además, quería demasiado a su hija para gastarle esa broma pesada.
Pero ¿qué sabía yo sobre fantasmas? Salvo algunas apariciones puramente mecánicas e indiferentes, jamás había hablado con uno hasta esa noche.
A partir de ahora me acompañaría siempre la indeleble impresión de su gran amor por la hija, así como su peculiar mezcla de conciencia y sublime seguridad en sí mismo. Bien pensado, su visita era una clara muestra de esta última característica. El hecho de que se me apareciera no tenía nada de particular, pues el mundo está lleno de interesantes y creíbles historias de fantasmas. Sin embargo, el hecho de entablar una conversación conmigo, de convertirme en su confidente, sin duda requería una aplastante seguridad en uno mismo.
Me dirigí a pie hacia la parte alta de la ciudad, como los mortales, aspirando el olor del río y satisfecho de hallarme de nuevo entre mis robles de corteza negra, las mansiones tenuemente iluminadas de Nueva Orleans y la hierba, las enredaderas y las flores que proliferaban por doquier. Me sentía en casa.
Al poco rato llegué al viejo convento de ladrillos que se hallaba en la avenida Napoleón, donde residía Dora. La avenida era como tantas otras hermosas calles de Nueva Orleans, con una amplia vía central por la que antiguamente circulaban los tranvías. En la actualidad hay árboles plantados en el centro de la avenida, los cuales ofrecen generosa sombra, así como ante la fachada del convento.
Era la parte más frondosa de la zona alta de la ciudad, de evidente sabor Victoriano.
Me acerqué despacio al edificio para que cada detalle del mismo quedara grabado en mi mente, lo cual demostraba lo mucho que yo había cambiado desde la última vez que había espiado a Dora.
El convento era de estilo Segundo Imperio, con la típica buhardilla que cubría la parte central del edificio y sus extensas alas. Observé que se habían desprendido algunas tejas de la buhardilla, cuyo centro era cóncavo, lo cual le confería un aire singular. La mampostería, las ventanas abovedadas, las cuatro torres que se elevaban en cada esquina del edificio y el porche de dos pisos —igual al de las haciendas de las plantaciones— que presidía la fachada del edificio central, de columnas blancas y verja de hierro negra, recordaba vagamente el estilo italianizante de Nueva Orleans. El edificio guardaba unas exquisitas proporciones. En la base del tejado asomaban unos canales de cobre. No había postigos, pero seguro que antiguamente debió haberlos.
En el segundo y el tercer piso se veían numerosas ventanas, altas, abovedadas y enmarcadas por unos ladrillos pintados de blanco, ya algo desteñidos.
Un amplio y austero jardín cubría la parte frontal del edificio que daba a la avenida, y el interior debía de albergar un enorme patio. Toda la manzana estaba presidida por este pequeño universo en el que las monjas y las huérfanas, muchachas de todas las edades, residían antiguamente. Las ramas de los gigantescos robles pendían sobre la acera. En una calle lateral que daba al sur vi una hilera de vetustos mirtos.
Al dar la vuelta al edificio contemplé las grandes vidrieras de la capilla, que constaba de dos pisos. En su interior parpadeaba una pequeña luz, como si estuviera presente el Sagrado Sacramento, cosa que dudaba. Por último me dirigí hacia la parte posterior del convento y salté la tapia.
Algunas puertas estaban cerradas, pero no todas. El edificio permanecía sumido en el silencio, y en medio del invierno de Nueva Orleans —templado pero invierno al fin— advertí que el frío era más intenso dentro que fuera.
Me adentré en el pasillo de la planta baja con cautela, admirando las hermosas proporciones, la anchura y longitud de los pasillos, el intenso olor de las paredes de piedra y el aroma a madera noble de los desnudos suelos de pino amarillo. Todo exhalaba un aire rústico, muy en boga entre esos artistas de las grandes ciudades que se instalan en viejos almacenes y llaman a sus inmensos apartamentos «buhardillas».
Pero esto no era un almacén. Esto había sido una morada sagrada. Anduve lentamente por el largo pasillo hacia la escalera que se hallaba al nordeste. Arriba, a mi derecha, vivía Dora, en la torre del nordeste del edificio, por decirlo así. Sus aposentos privados se hallaban en el tercer piso.
No intuí la presencia de ninguna persona en el edificio. Tampoco el olor ni los pasos de Dora. Oí el sonido de ratas e insectos, y de algo mayor que una rata, tal vez un mapache, que comía en el desván. Luego me detuve en un intento de captar la presencia de los pequeños espíritus, o poltergeist.
Cerré los ojos y escuché. Parecía como si en el silencio recogiese las emanaciones de unas personalidades, pero eran demasiado débiles y confusas para alcanzar mi corazón o mi mente. Sí, había algunos fantasmas, pero no presentí una turbulencia espiritual, una tragedia sin resolver o una justicia pendiente. Antes bien, noté una profunda calma y firmeza espiritual.
El edificio estaba intacto y exhibía su auténtica personalidad.
Creo que el convento se sentía complacido de haber vuelto a adquirir su fisonomía primitiva; incluso las vigas del techo, aunque no hubieran sido construidas para mostrarse a la vista, resultaban hermosas tal cual: en ellas podía apreciarse la oscura y recia madera y el excelente trabajo de carpintería que se hacía en aquellos tiempos.
La escalera era original. Yo había subido y bajado por miles de escaleras semejantes en Nueva Orleans. El edificio contenía por lo menos cinco. Noté la huella de cada pisada de los niños que un día habitaron el convento, el sedoso tacto de la balaustrada que había sido encerada innumerables veces a lo largo de un siglo. Reconocí el tipo de descansillo que daba directamente a una ventana exterior, ajeno a la forma y la existencia de la ventana, dividiendo la luz que provenía de la calle.
Cuando llegué al segundo piso, comprendí que me hallaba ante la puerta de la capilla. Desde el exterior no daba la impresión de tener aquellas dimensiones.
Era tan grande como muchas iglesias que había visitado en mi vida. A ambos lados del pasillo central había unos veinte bancos colocados en hilera. El techo de yeso estaba cubierto y coronado por unas decorativas molduras. Observé unos viejos medallones de los que, sin duda, antiguamente debieron colgar unos candelabros de gas. Los vitrales de colores, aunque no incluían figuras humanas, estaban muy bien realizados, según ponía de relieve la luz que procedía de una farola y penetraba en la capilla; los nombres de los santos patrones aparecían inscritos con unas letras muy decorativas en los paneles inferiores de cada vidriera. La luz del sagrario no estaba encendida; la única iluminación consistía en unas velas delante de una Regina María, es decir, una virgen que lucía una vistosa corona.
El lugar parecía conservar el mismo aspecto que cuando fue vendido y las hermanas se vieron obligadas a abandonarlo. Había todavía una fuente de agua bendita, aunque no estaba sostenida por un ángel; se trataba simplemente de un pila de mármol sobre una peana.
Al entrar, pasé debajo de la galería del coro y quedé maravillado ante la pureza y simetría de su diseño. ¿Qué siente uno al vivir en un edificio que dispone de capilla propia? Doscientos años antes me había arrodillado más de una vez en la capilla de mi padre, pero se trataba tan sólo de una pequeña estancia de piedra construida dentro de nuestro castillo. Sin embargo, este inmenso convento, con sus viejos ventiladores eléctricos para refrescar el ambiente en verano, parecía no menos auténtico que la pequeña capilla de mi padre.
Esta capilla parecía destinada a la realeza, todo el convento se me antojó de pronto un palacio más que un edificio religioso. Por unos instantes imaginé que vivía allí, no con la austeridad que habría querido Dora, sino rodeado de gran esplendor, y que a través de los kilómetros de suelos pulimentados me dirigía cada noche a este inmenso santuario para rezar mis oraciones.
Me sentía a gusto en este lugar. De golpe se me ocurrió la idea de comprar un convento y convertirlo en mi residencia, para vivir en él a salvo y con todo lujo y confort, en un olvidado rincón de una ciudad moderna. Sentí una profunda envidia o, mejor dicho, sentí que mi respeto hacia Dora aumentaba.
Multitud de europeos vivían todavía en este tipo de edificios con varios pisos y alas distribuidas alrededor de amplios y suntuosos patios privados. En París existían muchas mansiones así, pero la idea de vivir en un edificio como éste en América, rodeado de toda clase de lujos, resultaba muy tentadora.
Sin embargo, ése no había sido el sueño de Dora. Ella deseaba instruir allí a sus misioneras, a las predicadoras que extenderían la palabra de Dios con el fervor de san Francisco o Buenaventura.
En cualquier caso, si la muerte de Roger arrebataba a Dora su fe, siempre podría vivir ahí como una princesa.
¿Qué poder tenía yo para influir en el sueño de Dora? ¿Qué deseos se cumplirían si lograba convencerla de que aceptara la enorme riqueza que le había legado su padre y se convirtiera en la princesa de este palacio? ¿Los de un ser humano feliz de haberse salvado del dolor que genera la religión?
No era una idea tan absurda como pueda parecer. En cualquier caso, típica de mí, algo así como imaginar el cielo en la Tierra, pintado en tonos pasteles, exquisitamente pavimentado y dotado de calefacción central.
Eres terrible, Lestat.
¿Quién era yo para pensar esas cosas? Dora y yo podíamos vivir allí como la Bella y la Bestia. Solté una sonora carcajada. Sentí un escalofrío que me recorrió la columna dorsal, pero no oí pasos sospechosos.
De pronto me sentí solo. Me detuve para escuchar, alarmado.
—No te atrevas a acercarte a mí en estos momentos —murmuré a mi perseguidor, cuya presencia no había detectado—. Estoy en una capilla, tan a salvo como si me encontrara en una catedral.
Me pregunté si mi perseguidor se estaría riendo de mí. Son imaginaciones tuyas, Lestat.
No te preocupes. Camina por el pasillo de mármol hacia el comulgatorio. Sí, todavía había un comulgatorio. Mira al frente y no pienses en nada.
La voz urgente de Roger resonó en el oído de mi memoria. Pero yo amaba a Dora, me encontraba allí para ayudarla. Simplemente me estaba tomando mi tiempo.
Mis pasos sonaron a través de la capilla. No me importaba. Las estaciones del vía crucis, pequeñas, grabadas en relieve sobre el yeso, estaban colocadas entre las vidrieras, en el orden acostumbrado, y el altar había desaparecido del nicho que lo albergaba para ser sustituido por un gigantesco Cristo crucificado.
Los crucifijos siempre me han fascinado. Existen muchos modos de representar diversos detalles, y el arte del Cristo crucificado ocupa buena parte de los museos actuales así como las catedrales y basílicas que se han convertido en museos. El crucifijo que tenía ante mí era impresionante, inmenso, antiguo y realizado según los cánones realistas del siglo diecinueve. Examiné detenidamente cada detalle, el breve taparrabos de Jesús agitado por el viento, el rostro enjuto, traspasado por el dolor.
Supuse que era un hallazgo de Roger. Resultaba demasiado grande para colocarlo en el nicho del altar, y mostraba un soberbio trabajo artesanal. En cambio, los santos de yeso que permanecían sobre sus pedestales —la previsible y dulce santa Teresa de Lisieux ataviada con su túnica de carmelita, su cruz y su ramo de rosas; san José sosteniendo un lirio; e incluso la María Regina con su corona, dentro de una hornacina junto al altar—, si bien eran unas estatuas de tamaño natural y estaban minuciosamente pintadas, no eran unas obras maestras.
El crucifijo te impelía a adoptar algún tipo de resolución: o bien «odio el cristianismo con toda su crueldad», o bien un sentimiento más doloroso, quizá como cuando uno, de joven, imagina sus propias manos atravesadas por aquellos clavos. La cuaresma. Las meditaciones. La Iglesia. La voz del sacerdote entonando las palabras. Padre nuestro.
Sentí al mismo tiempo odio y dolor. Entre las sombras, mientras observaba el reflejo de las luces de la calle en las vidrieras, evoqué unos recuerdos de mi infancia, o digamos que los toleré. Luego pensé en el cariño que sentía Roger por su hija, y mis recuerdos, comparados con aquel cariño, resultaban insignificantes. Subí los escalones que antaño conducían al altar y al tabernáculo. Extendí la mano y toqué el crucifijo. Noté el tacto de la vieja madera. Percibí el leve y secreto sonido de los himnos. Miré el rostro del Cristo pero no vi un semblante crispado por el dolor, sino sabio y sereno en los últimos instantes previos a la muerte.
De pronto oí un ruido cuyo eco resonó en todo el edificio. Retrocedí de forma apresurada, casi perdiendo el equilibrio, y me volví. Alguien se hallaba en la planta baja y se dirigía con pasos moderadamente rápidos hacia la escalera por la que yo había accedido a la capilla.
Me encaminé con rapidez hacia la entrada del vestíbulo. No oí ninguna voz ni detecté el menor olor. «¡Esto es intolerable!», murmuré desmoralizado. Estaba temblando. Lo cierto es que algunos olores humanos no son fáciles de detectar debido a factores como la brisa o las corrientes de aire, que en aquel lugar abundaban.
La misteriosa persona estaba subiendo la escalera.
Me coloqué detrás de la puerta de la capilla para observar el descansillo. Si se trataba de Dora, me ocultaría enseguida.
Pero no era Dora. Ascendía la escalera con paso rápido y ligero, en dirección adonde yo me encontraba. Cuando se detuvo ante mí, lo reconocí de inmediato.
Era el Hombre Corriente.
Permanecí inmóvil, mirándolo de hito en hito. Era algo más bajo que yo; más flaco; absolutamente normal y corriente, tal como lo recordaba. Emanaba de él cierto olor, extraño, mezclado con sangre, sudor y sal, y percibí los leves latidos de su corazón...
—No te atormentes —dijo con voz cortés y diplomática—. Estoy dudando. No sé si hacerte mi proposición ahora o antes de que te líes con Dora. No sé qué es lo más aconsejable.
El extraño se encontraba a menos de un metro y medio de distancia.
Me apoyé en el marco de la puerta del vestíbulo, crucé los brazos y lo miré con arrogancia. A mis espaldas quedaba la capilla, iluminada por las velas. ¿Parecía asustado? ¿Estaba asustado? ¿Iba a desmayarme de pánico?
—Ya sabes quién soy —dijo el extraño con un tono reticente y directo.
De pronto advertí algo que me llamó la atención: la regularidad de las proporciones de su cuerpo y su rostro. No poseía ningún rasgo fuera de lo común. Era un tipo absolutamente corriente, del montón.
—Sí —dijo sonriendo—. Es la forma que prefiero adoptar en todo momento y lugar para no llamar la atención. —Su voz era cordial—. No es cuestión de pasearse con unas alas negras y patas de macho cabrío para asustar a los mortales.
—Quiero que salgas de aquí antes de que aparezca Dora —dije. De pronto me había vuelto loco de remate.
El extraño se volvió, se dio una palmada en el muslo y soltó una carcajada.
—No te pongas chulo conmigo, Lestat —dijo sin alzar la voz—. Con razón tus compinches te llaman el Engreído. No puedes darme órdenes.
—¿Ah, no? ¿Y si te echo de aquí?
—¿Quieres intentarlo? ¿Quieres que adopte mi otra forma? Puedo hacer que mis alas...
Oí el sonido confuso de unas voces y mi visión empezó a nublarse.
—¡No! —grité.
—De acuerdo.
La transformación se interrumpió. El mal momento pasó. El corazón me latía con violencia, como si estuviera a punto de saltar de mi pecho.
—Te diré lo que vamos a hacer —dijo el extraño—. Dejaré que resuelvas el asunto con Dora, puesto que estás obsesionado con ello y no piensas en otra cosa. Luego, cuando hayas solventado lo de esa chica y sus sueños, hablaremos.
—¿Sobre qué?
—Sobre tu alma, por supuesto.
—Estoy dispuesto a ir al infierno —contesté, mintiendo descaradamente— Pero no creo que seas quien pretendes ser. Eres algo, sin duda, algo similar a mí y para lo que no existen explicaciones científicas, pero detrás de ello hay una serie de datos que al final lo pondrán todo al descubierto, incluso la textura de cada pluma de tus alas.
El extraño frunció ligeramente el ceño, pero no parecía enojado.
—A este paso, no llegaremos a ningún sitio —dijo—. Sin embargo, de momento dejaré que sigas pensando en Dora. Está a punto de llegar. Acaba de aparcar el coche en el patio. Me marcho por donde vine. Pero antes te daré un consejo, para el bien de los dos.
—¿Cuál? —pregunté.
El extraño dio media vuelta y empezó a bajar la escalera con tanta rapidez y agilidad como la había subido. Al llegar abajo se volvió. Yo ya había captado el olor de Dora.
—¿Qué consejo?—insistí.
—Que te olvides de ella. Deja que sus abogados se ocupen de sus asuntos. Aléjate de este lugar. Tenemos cosas más importantes de que hablar. Todo esto te tiene obsesionado.
Tras pronunciar estas palabras desapareció por una puerta lateral, que cerró de un portazo.
Casi de inmediato oí cómo Dora entraba por la puerta trasera y se dirigía al centro del edificio, al igual que habíamos hecho yo y el extraño. Luego enfiló el pasillo.
Mientras avanzaba se puso a cantar, o a canturrear para ser más precisos. Percibí el dulce olor de su menstruación, intensificándose así el suculento aroma de la joven que se aproximaba hacia donde yo me encontraba.
Me oculté de nuevo entre las sombras del vestíbulo. De esa forma Dora no descubriría mi presencia mientras subía por la escalera hacia su habitación, que se hallaba en el tercer piso.
Al llegar al segundo piso noté que salvaba los escalones de dos en dos. Llevaba una mochila al hombro y lucía un bonito vestido de algodón de estilo retro, con flores estampadas y mangas ribeteadas de encaje blanco.
Cuando se disponía a subir el tercer tramo de escalera, se detuvo bruscamente y se volvió hacia donde estaba yo. Me quedé helado. Era imposible que me hubiera visto.
A continuación se dirigió hacia mí, alargó la mano y vi que sus dedos tocaban algo en la pared. Era el interruptor de la luz, un simple interruptor de plástico blanco. De pronto la bombilla que colgaba del techo inundó la sala de luz.
Imagínate la escena: un intruso alto y rubio, con los ojos ocultos tras unas gafas de sol violetas, limpio y aseado, sin rastro de la sangre del padre de Dora, vestido con una chaqueta y unos pantalones de lana de color negro.
Alcé las manos, en un gesto que venía a indicar «no temas, no voy a hacerte daño». Me había quedado mudo del susto.
Acto seguido desaparecí.
Es decir, pasé junto a ella con tal rapidez que no me vio. La rocé ligeramente, como una corriente de aire. Eso fue todo. Subí dos pisos hasta alcanzar el desván y atravesé una puerta que se hallaba sobre la capilla; allí dentro sólo unas pocas ventanas permitían el paso de la luz de la calle. Una de las ventanas estaba rota. Se me ocurrió huir a través de ella pero me senté en un rincón y allí me quedé absolutamente quieto, sin atreverme apenas a respirar. Encogí las rodillas, me coloqué bien las gafas y contemplé la puerta por la que había entrado.
No oí ningún grito, nada. A Dora no le había dado ningún ataque de histeria; no corría como una loca por el edificio. No había hecho sonar la alarma. Era admirable. Ni siquiera el hecho de haber visto a un intruso le había hecho perder la serenidad. ¿Qué puede ser más peligroso para una mujer sola que un joven macho, aparte de un vampiro?
Noté que me castañeteaban los dientes. Oprimí el puño derecho contra la palma de la mano izquierda. ¡Maldito seas! A qué viene presentarte de este modo, advirtiéndome que no hable con ella, utilizando tus sucios trucos, si jamás pensé en hablar con ella. ¿Qué demonios voy a hacer ahora, Roger? ¡No pretendía que Dora me sorprendiera de ese modo!
No debí acudir sin David. Necesitaba el apoyo de un testigo. ¿Acaso se habría atrevido el Hombre Corriente a aparecer si David hubiera estado conmigo? ¡Cómo odiaba a ese ser, hombre, demonio o lo que fuera! Estaba hecho un lío. Temía no sobrevivir a esta aventura.
¿Significaba eso acaso que ese ser iba a matarme?
De pronto oí que Dora subía la escalera, lenta y sigilosa. Un mortal no habría percibido sus pasos. Llevaba una linterna en la que yo no había reparado antes. Vi el haz de luz a través de la puerta abierta del desván proyectarse sobre las oscuras tablas del techo.
Dora entró en el desván, apagó la linterna y echó una mirada a su alrededor. En sus ojos se reflejaba la luz blanquecina que penetraba por las ventanas. La luz de las farolas iluminaba suavemente la estancia.
De pronto me vio.
—¿Por qué está asustado? —me preguntó con voz tranquilizadora.
Yo la miré. Estaba encogido en el rincón, con las piernas cruzadas, las rodillas debajo de la barbilla y los brazos alrededor de las piernas.
—Lo... lo siento —contesté—. Temí... haberla sobresaltado. Ha sido una torpeza imperdonable.
Dora se acercó con paso decidido. Su olor invadió lentamente el desván, como los vapores del incienso.
Era alta y esbelta. El vestido de flores con mangas de encaje le sentaba muy bien. Su pelo negro, corto y rizado le cubría la cabeza como un casquete. Tenía unos ojos grandes y oscuros, parecidos a los de Roger.
Su mirada era espectacular, capaz de inquietar al más feroz depredador. La luz ponía de relieve sus delicados pómulos, su boca de expresión serena y carente de toda emoción.
—Si quiere, me marcho—dije con timidez—. Me levantaré muy despacio y me iré sin lastimarla. Se lo juro. No se alarme.
—¿Por qué usted? —preguntó Dora.
—No entiendo —contesté. No sabía si estaba llorando o simplemente temblaba como una hoja—. ¿Qué quiere decir con esa pregunta?
Dora avanzó unos pasos y me miró fijamente. Se hallaba tan cerca de mí que podía verla con toda claridad.
Quizá le llamara la atención mi cabello rubio, mis gafas violetas o mi aspecto juvenil.
Observé sus largas pestañas rizadas, su barbilla menuda pero firme y la suave curva de sus pequeños hombros debajo del vestido de flores y encaje. Era hermosa y esbelta como un lirio. Imaginé que su cintura, bajo el holgado vestido, era tan estrecha que casi podría rodearla con una sola mano.
Había algo en su presencia que me intimidaba, aunque no daba la impresión de ser fría ni cruel. Tal vez era su aura de santidad. No recordaba haber estado en presencia de un santo de carne y hueso. Yo tenía mis propias definiciones para esa palabra.
—¿Por qué ha venido a comunicármelo usted? —preguntó Dora con suavidad.
—¿Comunicarle qué, querida?
—Lo de Roger. Que ha muerto —respondió Dora, arqueando ligeramente las cejas—. Por eso ha venido, ¿no es cierto? Lo supe en cuanto le vi. Comprendí que Roger había muerto. Pero ¿por qué ha venido usted?
Dora se arrodilló delante de mí.
Solté un sonoro y prolongado gemido. ¡Me había adivinado el pensamiento! Mi gran secreto. Mi gran decisión. ¿Hablar con ella? ¿Razonar con ella? ¿Espiarla? ¿Engañarla? ¿Aconsejarla? De golpe mi mente le había transmitido la alegre noticia: ¡Lo siento, guapa, Roger ha muerto!
Dora se aproximó algo más. Demasiado. No debió hacerlo. Dentro de unos instantes se pondría a gritar. Al ver que alzaba la linterna dije:
—No encienda la linterna.
—¿Por qué no quiere que la encienda? No le deslumbraré, se lo prometo. Sólo quiero verle.
—No.
—No me inspira ningún miedo, se lo aseguro —dijo Dora con sencillez, sin aspavientos, mientras un sinfín de pensamientos se agolpaban en su mente y me observaba sin perder detalle.
—¿Y eso? —pregunté.
—Dios no dejaría que una criatura como usted me hiciera daño. Estoy convencida de ello. No sé si es un diablo, un espíritu maligno o un espíritu bondadoso. Quizá desaparezca si me santiguo, aunque no lo creo. Lo que no me explico es por qué está tan asustado. No creo que le intimide la presencia de la virtud...
—Un momento, recapitulemos. ¿Se refiere a que se ha dado cuenta de que no soy humano?
—Sí. Lo veo, lo presiento. He visto a otros seres como usted. Los he visto en las grandes ciudades, brevemente, mezclados entre multitud. He visto muchas cosas. No voy a decir que siento lástima de usted, porque sería una tontería, pero no le tengo miedo. Es usted terrenal, ¿no?
—Desde luego —contesté—, y espero seguir siéndolo siempre. Mire, no pretendía sobresaltarla con la noticia de la muerte de su padre. Yo le quería.
—¿De veras?
—Sí. Y... sé que él la quería a usted mucho. Me pidió que le explicara ciertas cosas. Pero, por encima de todo, me pidió que cuidara de usted.
—No le creo capaz de hacerlo, parece demasiado asustado. ¡Si hasta está temblando!
—No es usted quien me inspira temor, Dora —contesté irritado—. No sé lo que está pasando. Soy terrenal, sí, es cierto. Y yo... yo maté a su padre. Soy culpable de su muerte. Más tarde se me apareció y me pidió que cuidara de usted. Ahora ya lo sabe. No es a usted a quien temo, sino a la situación. Jamás me había encontrado en semejantes circunstancias, nunca había tenido que responder a este tipo de interrogatorio.
—Comprendo —dijo Dora. Estaba profundamente impresionada. Su rostro brillaba como si estuviera sudando. El corazón le latía aceleradamente. Agachó la cabeza. Su mente resultaba impenetrable. Sin embargo, era evidente que estaba muy apenada, y las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. No soportaba verla de ese modo.
—Dios mío, esto es un infierno —murmuré—. No debí matarlo. Yo... lo hice por una razón muy sencilla. Él... se cruzó en mi camino. Fue un trágico error. Pero luego se me apareció y charlamos durante horas, tranquilamente, su fantasma y yo. Me habló sobre usted, sobre las reliquias y Wynken.
—¿Wynken? —repitió Dora, mirándome con extrañeza.
—Sí, Wynken de Wilde, ya sabe, el autor de los doce libros que posee su padre. Mire, Dora, me gustaría cogerle la mano para consolarla, pero no desearía que se echase a gritar.
—¿Por qué mató a mi padre? —increpó. Su pregunta significaba algo más. En realidad, me estaba diciendo: «¿Cómo es posible que un ser que se expresa como tú sea capaz de cometer semejante atrocidad?»
—Deseaba chuparle la sangre. Me alimento de la sangre de los demás. Por eso me conservo joven y sigo vivo. ¿No cree en los ángeles? Pues crea en los vampiros. Crea en mí. Existen peores cosas en el mundo.
Dora me miró estupefacta.
—Nosferatu —dije suavemente—. Verdilak. El vampiro. Lamia. Seres terrenales —añadí, encogiéndome de hombros. Me sentía totalmente desarmado—. Existen numerosas especies extrañas. Pero Roger apareció ante mí en forma de fantasma para hablarme de usted.
Dora empezó a sacudir la cabeza y sollozar. Sin embargo, no era un ataque de histeria. Tenía los ojos llenos de lágrimas y la cara crispada en una mueca de dolor.
—Dora, le aseguro que no le haré daño, se lo juro. No quiero lastimarla.
—¿Es cierto que mi padre está muerto? —preguntó Dora. De pronto rompió a llorar desconsoladamente, con el rostro oculto entre las manos. Sus delgados hombros se agitaban de forma violenta—. ¡Dios mío, ayúdame! —murmuró—. ¡Roger! ¡Roger!
Luego se santiguó y permaneció sentada en el suelo, llorando.
Yo aguardé mientras la observaba. Sus lágrimas y su dolor se nutrían de sí mismos. Su desconsuelo iba en aumento. Al cabo de unos minutos se inclinó hacia delante y se tumbó de bruces. Resultaba evidente que no me temía. Era como si yo no estuviera presente.
Me levanté despacio y abandoné mi escondite. Por fortuna, el techo del desván era bastante alto. Luego me acerqué a Dora y apoyé las manos sobre sus hombros.
Ella no opuso resistencia. Siguió llorando y moviendo la cabeza de un lado a otro como si estuviera bebida, agitando las manos como si quisiera atrapar el aire.
—¡Dios, Dios, Dios! —exclamó—. ¡Dios... Roger!
La cogí en brazos. Era tan ligera como había sospechado, aunque en ningún caso su peso hubiera representado un obstáculo para alguien tan fuerte como yo. Dora apoyó la cabeza en mi pecho.
—Lo sabía, me di cuenta cuando me besó —dijo con voz entrecortada—. Entonces comprendí que no volvería a verlo. Lo sabía...
Dora continuó pronunciando una serie de frases ininteligibles. Parecía tan frágil y vulnerable... La sostuve con cuidado, procurando no lastimarla. Cuando echó la cabeza hacia atrás, observé que estaba muy pálida. Su indefensión habría sido capaz de conmover incluso al mismísimo diablo.
Me dirigí hacia la puerta de su habitación. Dora yacía en mis brazos como una muñeca de trapo, sin oponer resistencia alguna. Al abrir la puerta de su habitación advertí una corriente de aire cálido.
La habitación, que antiguamente debió de cumplir las funciones de aula o dormitorio de las alumnas, era muy grande. Estaba ubicada en una esquina del edificio. En dos lados de la estancia había unas grandes ventanas por las que penetraba la luz de las farolas.
El resplandor del tráfico iluminaba la habitación.
El lecho de Dora estaba adosado a la pared que se hallaba frente a la puerta. Era un viejo camastro de hierro forjado, pintado de blanco, sencillo y estrecho como el lecho de un convento, con un marco rectangular del que antiguamente debió de colgar una mosquitera. La pintura se había desprendido en algunas de las delgadas varas de hierro. Vi unas estanterías llenas de libros. Había montones de libros por doquier, algunos abiertos, otros apoyados en unos improvisados atriles; y su reliquias, centenares de cuadros, estatuas y todo tipo de objetos que quizá le había regalado Roger antes de que ella averiguara la verdad. En los marcos de madera de las puertas y las ventanas aparecían escritas unas palabras en cursiva con tinta negra.
Me dirigí hacia el lecho y deposité a Dora en él. Ella apoyó la cabeza en la almohada, agradecida de poder tumbarse sobre el mullido colchón. La habitación estaba inmaculadamente limpia y ofrecía un aire alegre y moderno.
Entregué a Dora mi pañuelo de seda. Ella lo cogió, lo miró y dijo:
—Es demasiado bueno.
—No, úselo. No tiene importancia. Tengo muchos pañuelos.
Dora me observó en silencio y se secó los ojos y las mejillas. El corazón le latía ahora más despacio, pero la intensa emoción que había sentido al enterarse de la muerte de su padre había intensificado su olor.
Pensé en su menstruación, absorbida por una compresa de algodón blanco que llevaba entre las piernas. Era un olor muy intenso, deliciosamente penetrante. La idea de lamer esa sangre empezó a atormentarme. Aunque no sea propiamente sangre, la contiene, y sentí la tentación que experimentaría cualquier vampiro en mi lugar: lamer la sangre que fluía entre sus piernas, alimentarme de ella sin hacerle daño.
Naturalmente, dadas las circunstancias eso era una idea absolutamente disparatada.
Se produjo un largo silencio.
Yo me senté en una silla de madera. Sabía que ella estaba junto a mí, sentada en la cama, con las piernas cruzadas, enjugándose los ojos y sonándose con unos pañuelos de papel que había hallado en la mesita de noche. Todavía sostenía en la mano mi pañuelo de seda.
Mi presencia la excitaba pero no le infundía miedo. Estaba demasiado deprimida para gozar de esta confirmación de millares de creencias: un ser no humano vivo, con aspecto de hombre y que se expresaba como un mortal. En esos momentos no podía asimilarlo, pero resultaba evidente que se sentía impresionada. Su valor era auténtico coraje. Dora no era estúpida. Se encontraba en un plano moral tan superior que ningún cobarde habría alcanzado a entenderlo.
Algunos imbéciles lo habrían interpretado como fatalismo. Pero no era eso. Era la facultad de pensar más allá del instante presente, evitando así caer presa del pánico. Algunos mortales quizás experimenten esa sensación poco antes de morir, cuando el juego ha tocado a su fin y todo el mundo se ha despedido. Dora lo contemplaba todo desde esa perspectiva fatal, trágica, infalible.
Yo miré hacia el suelo. No vayas a enamorarte de ella.
Las tablas de pino amarillo habían sido lijadas, lacadas y enceradas. Eran de color ámbar. Preciosas. Quizá todo el palacio sería un día así. La Bella y la Bestia. Aunque, para ser una bestia, les aseguro que no estoy nada mal.
Me odiaba a mí mismo por disfrutar en unos momentos tan delicados para Dora, imaginando que bailaba con ella por los pasillos. Pensé en Roger, lo cual me devolvió a la realidad, y en el Hombre Corriente, aquel monstruo que me estaba esperando.
Contemplé el escritorio de Dora, los dos teléfonos, el ordenador, más pilas de libros y, en un rincón, aquel pequeño televisor, un instrumento de estudio, cuya pantalla no medía más de cuatro o cinco pulgadas, aunque estaba conectado a un largo cable negro que, a su vez, conectaba el aparato al resto del mundo.
Había muchos otros artilugios electrónicos. No era la celda de una monja. Las palabras que aparecían inscritas en los marcos de puertas y ventanas consistían en frases como: «El misterio se opone a la teología», «Extraña conmoción» y, la más curiosa de todas, «Escucho las tinieblas».
Sí, pensé, el misterio se opone a la teología, eso era lo que Roger había tratado de decirme, que Dora no había alcanzado la fama que se merecía porque en ella se conjugaba lo místico con lo teológico y le faltaba fuego o magia. Roger había insistido en que su hija era una teóloga. También estaba convencido de que sus reliquias eran misteriosas, lo cual era cierto.
De nuevo evoqué un remoto recuerdo de mi infancia, cuando ante el crucifijo que había en nuestra iglesia de la Auvernia me sentí impresionado por la sangre que brotaba de las manos y los pies de Jesús. Yo era muy pequeño. A los quince años ya me acostaba con las jóvenes aldeanas en la parte posterior de la iglesia, lo cual constituía un auténtico prodigio en aquellos tiempos. Claro que en nuestra aldea se suponía que el hijo del terrateniente tenía que ser una especie de sátiro. Mis hermanos, de talante excesivamente conservador, habían defraudado a la mitología local al comportarse siempre como auténticos caballeros. Su mezquina virtud era capaz incluso de afectar a las cosechas. Sonreí. Por fortuna, mis proezas amatorias compensaban con creces las deficiencias de mis hermanos. Sin embargo, al contemplar el crucifijo —yo debía de tener unos siete u ocho años a lo sumo— había exclamado: «¡Qué forma tan horrible de morir!» Mi madre se había echado a reír ante aquella ocurrencia, pero mi padre se había sentido humillado.
El tráfico que circulaba por la avenida Napoleón generaba un leve ruido previsible y tranquilizador.
Al menos, a mí me parecía tranquilizador.
Oí suspirar a Dora. Luego advertí que apoyaba la mano en mi brazo y lo oprimía con delicadeza, como si quisiera sentir la textura que yacía bajo la armadura de la ropa.
A continuación noté que sus dedos me rozaban la cara.
Por alguna razón, es lo que suelen hacer los mortales cuando quieren asegurarse de que somos de carne y hueso: flexionan los dedos hacia dentro y nos tocan la cara con los nudillos. Es una forma de tocar a alguien superficialmente. Supongo que hacerlo con la palma de la mano o con las suaves yemas de los dedos sería un gesto demasiado íntimo.
No me moví. Dejé que me palpara el rostro como si estuviera ciega y aquél fuera un gesto de cortesía. Noté sus dedos en mi cabello, del cual me sentía muy orgulloso; sabía que lo tenía sedoso y brillante. Pese a sentirme desorientado y confuso, seguía siendo el mismo individuo vanidoso y egocéntrico de siempre.
Dora se santiguó de nuevo. Pero no me temía. Supongo que lo hizo para confirmar algo, aunque, bien pensado, no sé exactamente qué. Luego rezó en silencio.
—Yo también sé rezar —dije—. «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.» —Repetí toda la letanía en latín.
Dora me miró con asombro y emitió una suave risita.
Yo sonreí. El lecho y la silla que Dora y yo ocupábamos respectivamente, a escasa distancia uno del otro, se hallaban en un rincón. Había una ventana por encima del hombro de Dora y otra detrás de mí. Ventanas y más ventanas; era un palacio lleno de ventanas. La madera oscura del techo se encontraba a casi cinco metros de altura. Me fascinaba la escala de aquel edificio; en Europa eso era normal. Por fortuna, no había sido sacrificado a las dimensiones modernas.
—La primera vez que entré en Notre Dame —dije— después de haberme convertido en esto, en un vampiro, lo cual no fue idea mía dicho sea de paso... era completamente humano y más joven que usted, me obligaron a ello, no recuerdo si recé cuando sucedió, pero sí que luché como un desesperado, y consta por escrito. Pero, como le iba diciendo, la primera vez que entré en Notre Dame me extrañó que Dios no me fulminara.
—Debe de reservarle un lugar en el esquema de las cosas.
—¿Usted cree?
—Sí. Jamás imaginé encontrarme cara a cara con un ser como usted, pero tampoco me parecía imposible o siquiera improbable. Durante años he esperado una señal, una confirmación. De no haberse producido me habría resignado, pero en el fondo siempre tuve la sensación... de que esa señal iba a producirse.
Dora tenía una voz atiplada, típicamente femenina, pero se expresaba con aplastante seguridad y sus palabras poseían tanta autoridad como si las hubiera pronunciado un hombre.
—De repente se presenta aquí, me comunica que ha matado a mi padre y me dice que su fantasma habló con usted. No soy dada a despachar este tipo de cosas a la ligera. Lo que dice me interesa, posee una retórica que me atrae. De joven, lo que más me gustaba de la Biblia era su calidad retórica. He percibido cosas que se salen de lo común. Le confiaré un secreto. En cierta ocasión deseé que mi madre muriera, y ese mismo día, al cabo de una hora, mi madre desaparecía de mi vida para siempre. Deseo aprender de usted. Según me ha explicado, entró en la catedral de Notre Dame y Dios no le fulminó.
—Le contaré algo divertido —dije—. Sucedió hace doscientos años. En París, antes de la Revolución. Por aquel entonces vivían numerosos vampiros en París, en Les Innocents, un enorme cementerio que ya no existe. Vivían en las catacumbas y no se atrevían a pisar Notre Dame. Cuando me vieron entrar allí, creyeron que Dios iba a fulminarme.
Dora me observaba plácidamente.
—Destruí su fe, dejaron de creer en Dios y en el diablo —dije—. Y eran unos vampiros. Unas criaturas terrenales, como yo, medio demonios y medio humanos, estúpidas, torpes, que creían que Dios las destruiría si se atrevían a poner un pie en la catedral.
—¿Y antes del episodio que me ha relatado eran creyentes?
—Sí, tenían su propia religión —contesté—. Se consideraban siervos del diablo, lo cual era un honor. Vivían como vampiros, pero llevaban una existencia desgraciada y deliberadamente penitente. Yo era, por decirlo así, un príncipe. Me paseaba por París con una capa roja forrada con pelo de lobo. Ésa era mi vida humana, la capa. ¿Le impresiona el hecho de que unos vampiros creyeran en Dios? Como le he dicho, destruí su fe. Creo que jamás me lo han perdonado, me refiero a los escasos vampiros que todavía hay desperdigados por el mundo. Nuestra especie casi se ha extinguido.
—Un momento —dijo Dora—. Me interesa mucho lo que dice, pero antes quiero hacerle una pregunta.
—Adelante.
—Mi padre... ¿Cómo murió? ¿Fue una muerte rápida y...?
—No sufrió, se lo aseguro —respondí, volviéndome hacia ella y mirándola a los ojos—. Él mismo me lo dijo. No sintió el menor dolor.
Dora me miró con sus ojos negros muy abiertos, los cuales contrastaban con la palidez de su rostro. En realidad, su aspecto era un tanto fantasmagórico. Seguro que de haber aparecido un mortal en aquellos momentos se habría asustado al verla tan pálida, casi exangüe, con los ojos a punto de salirse de las órbitas.
—Su padre perdió el conocimiento antes de morir —dije—. Se sumió en un trance pleno de variadas imágenes y luego perdió el conocimiento. Su alma abandonó su cuerpo antes de que el corazón cesara de latir. No sintió ningún dolor. Mientras le chupaba la sangre, una vez que hube... No, le garantizo que no sufrió.
Dora estaba sentada con las piernas encogidas, dejando a la vista unas rodillas muy blancas.
—Más tarde hablé con Roger durante dos horas —dije—. Dos horas. Regresó por un motivo muy concreto, para que le prometiera cuidar de usted, impedir que las autoridades la molestaran y que los enemigos de su padre, la gente con la que él estaba relacionado, pudieran lastimarla. En definitiva, regresó para evitar que su muerte... la perjudicara.
—¿Por qué lo consentiría Dios? —murmuró Dora.
—¿Qué tiene que ver Dios en este asunto? Escuche, querida, no sé nada sobre Dios. Ya se lo he dicho. Entré en Notre Dame y no pasó nada, nunca he temido...
Eso era una descarada mentira. ¿Y el otro? Presentándose allí disfrazado de Hombre Corriente, dando portazos, con esa prepotencia, qué se había figurado ese cabrón...
—Me cuesta creer que fuera designio de Dios —dijo Dora.
—¿Habla en serio? —pregunté—. Podría relatarle infinidad de historias. Lo de los vampiros de París que creían en el diablo no es nada comparado con lo que podría contarle. Mire...
De pronto me detuve.
—-¿Qué pasa? —preguntó Dora.
Percibí de nuevo aquel sonido, aquellas pisadas lentas y medidas. En cuanto se me ocurrió pensar en él de aquel modo, enfurecido, maldiciéndole, noté sus pasos.
—Iba... a decir... —empecé de nuevo, procurando no hacer caso.
Le oí aproximarse. Sí, eran las inconfundibles pisadas que anunciaban la presencia de aquel ser alado y cuyo eco resonaba a través de la gigantesca cámara donde transcurría mi existencia, independiente de todo cuanto existía en la habitación.
—Tengo que marcharme, Dora.
—¿Por qué?
Las pisadas sonaban cada vez más cerca.
—¡No te atrevas a aparecer estando ella presente! —grité, levantándome de un salto.
—¿Qué pasa? —insistió Dora mientras se situaba de rodillas sobre el lecho.
Yo retrocedí hasta alcanzar la puerta. El ruido de las pisadas se hizo más débil.
—¡Maldito seas! —murmuré.
—¿Volveré a verlo? ¿Se marcha para siempre? —preguntó Dora.
—No, claro que no. He venido para ayudarla. Escuche, Dora, si me necesita llámeme —dije, apoyando un dedo en la sien—. Hágalo una y otra vez, insista. Es como rezar, ¿comprende? No tema, no es idolatría, no soy un dios maligno. No deje de llamarme. Debo irme.
—¿Cómo se llama?
Percibí de nuevo las pisadas, distantes pero resueltas, persiguiéndome, aunque resultaba imposible determinar su posición en aquel inmenso edificio.
—Lestat —respondí, pronunciando mi nombre de forma lenta y clara, acentuando la segunda sílaba y remarcando la última «t»—. Nadie sabe lo de su padre. Tardarán un tiempo en averiguarlo. Hice todo lo que él me pidió. Sus reliquias están en mi poder.
—¿Los libros de Wynken?
—Sí, todo los objetos que él valoraba... Quería que todo cuanto poseía fuera para usted. Una fortuna... Debo irme.
Me pareció que las pisadas se habían desvanecido, pero no estaba seguro. En cualquier caso, no podía correr el riesgo de quedarme.
—Volveré en cuanto pueda. ¿Cree en Dios? Pues aférrese a él, Dora, porque quizá tenga toda la razón en lo que respecta a Dios.
Salí de allí a la velocidad de la luz, subí la escalera, atravesé la ventana del desván que estaba rota y me encaramé al tejado; me movía con tal rapidez que no tuve tiempo de pensar en si alguien me seguía o no. Mientras, la ciudad que yacía a mis pies se había convertido en un espectacular torbellino de luces.


7
Al cabo de unos instantes ya me encontraba en el jardín posterior de mi casa en el barrio francés, en la calle Royale, contemplando las ventanas iluminadas, unas ventanas que hacía mucho tiempo que me pertenecían, y confiando en que David siguiese allí.
Estaba furioso, me fastidiaba huir de aquel ser. Me detuve unos minutos con el fin de calmarme. ¿Por qué había salido huyendo? ¿Para no verme humillado delante de Dora, que de buen seguro sólo me habría visto a mí caer redondo al suelo, aterrado ante la visión de aquella criatura?
Por otro lado, era posible que ella hubiera visto a mi perseguidor.
Mi intuición me decía que había obrado con sensatez al marcharme y evitar que éste se acercara a Dora. Al fin al cabo, me perseguía a mí. Yo tenía que proteger a Dora. Tenía una excelente razón para luchar contra ese ser, no sólo por mi bien, sino también por el de ella.
Fue entonces cuando la bondad de Dora asumió una forma definida en mi mente, cuando pude hacerme una idea cabal de ella sin dejarme influir por el olor de la sangre que brotaba de entre sus piernas y por su rostro pálido y fantasmagórico. Los mortales van dando tumbos por la vida desde que nacen hasta que mueren. Una vez cada siglo, uno se cruza con un ser como Dora: una inteligencia elegante y la encarnación de la bondad, junto a la otra cualidad que Roger había tratado de describir, su magnetismo, que aún no se había liberado de la maraña de fe y teología que lo mantenían atrapado.
Hacía una noche cálida y sensitiva.
Aquel invierno los plátanos de mi jardín no se habían visto afectados por una helada, y crecían altos y vigorosos contra los muros de piedra. Las balsamináceas y la lantana relucían en los desbordantes parterres, y la fuente, con su querubín, creaba una música cristalina a medida que el agua caía del cuerno del querubín a la pila.
Nueva Orleans, los aromas del barrio francés.
Subí apresuradamente la escalera del jardín que daba acceso a la puerta trasera de mi casa, entré y eché a correr por el pasillo en un visible estado de confusión mental. De pronto avisté una sombra en la sala de estar.
—¡David!
—No está aquí.
Me detuve en seco.
Era el Hombre Corriente.
Se hallaba de espaldas al escritorio de Louis, entre los dos ventanales que daban a la fachada, con los brazos cruzados. Su rostro expresaba un intelecto paciente y una inquebrantable seguridad en sí mismo.
—No vuelvas a huir —dijo sin rencor—. Te seguiré allá donde vayas. Te pedí que dejaras a esa chica al margen, ¿no es cierto? Sólo trataba de agilizar las cosas.
—Nunca he huido de ti —repliqué sin demasiada convicción, pero resuelto a no volver a dejarme intimidar por él—. No quería que te acercaras a Dora. ¿Qué quieres?
—¿Tú qué crees?
—Ya te lo dije —contesté, haciendo acopio de todo mi valor—. Si has venido a buscarme, estoy dispuesto a ir al infierno.
—Sudas sangre —dijo—. Estás aterrado. Es cuanto necesito para llegar a alguien como tú —añadió con tono razonable—. ¿Acaso pretendes convertirte en un ser mortal? —preguntó—. Pude haber aparecido ante ti sólo una vez para decirte lo que te tenía que decir. Sin embargo, has trascendido demasiados estadios, tienes muchas bazas que jugar, y por eso deseo apoderarme de ti en estos momentos.
—¿Bazas? ¿Te refieres a que puedo zafarme de esto? ¿A que no vas a llevarme al infierno? ¿A que vamos a celebrar una especie de juicio? ¿A que puedo solicitar la presencia de un Daniel Webster moderno que me defienda?
Me expresaba con desprecio e ironía, pero la pregunta era lógica y quería obtener también una respuesta lógica.
—Lestat —contestó mi perseguidor con tono paciente mientras avanzaba un paso—, el asunto se remonta a David y a su visión en el café. La pequeña anécdota que te contó. Yo soy el diablo y te necesito. No he venido para llevarte al infierno por la fuerza. En cualquier caso, no sabes nada sobre el infierno. No es como imaginas. He venido para pedirte que me ayudes. Estoy cansado y te necesito. Estoy ganando la batalla, y es imprescindible que no la pierda.
Sus palabras me dejaron perplejo.
Durante unos minutos el diablo me miró fijamente y luego empezó a transformarse; su cuerpo adquirió mayor volumen y se oscureció, las alas se elevaron hacia el techo envueltas en una densa humareda. Oí unas voces mezcladas con una exquisita música y vi aparecer una luz casi cegadora tras él. Sus peludas patas de macho cabrío avanzaron hacia mí. Sentí que el suelo se hundía bajo mis pies, no tenía donde agarrarme y me puse a gritar. Sus plumas negras refulgían, sus gigantescas alas se alzaban más y más, mientras la algarabía de voces y música alcanzaba un nivel ensordecedor.
—¡No, esta vez no! —grité, abalanzándome sobre él. Mis dedos se aferraron a su negra y peluda muñeca y contemplé su inmenso rostro, el rostro de la estatua de granito, animado por una magnífica expresión. El horripilante estruendo de cánticos y voces ahogaba mis palabras. De pronto el diablo abrió la boca y frunció su oscuro ceño mientras abría desmesuradamente los ojos, rasgados y de mirada inocente, en los que se reflejaba un extraño resplandor.
Yo seguí sujetando su poderoso brazo con la mano izquierda, convencido de que estaba tratando de liberarse de mí sin conseguirlo. ¡Aja! ¡No podía liberarse de mí! Luego le propiné un puñetazo en la cara. Noté su extraordinaria dureza, como si hubiera golpeado a uno de mi misma especie. Pero lo que tenía ante mí no era una forma vampírica sólida.
El diablo parpadeó y la imagen comenzó a perder volumen. Al cabo de unos instantes recobró la compostura y empezó a crecer de nuevo. Yo le propiné un empujón con todas mis fuerzas, apoyando las manos sobre su negra armadura. Su reluciente peto estaba a escasos centímetros de mis ojos y vi las figuras e inscripciones que había grabadas en el metal. De pronto agitó sus monstruosas alas como si quisiera intimidarme. Se alzaba ante mí como una gigantesca y amenazadora figura, sí, pero yo había logrado repelerlo de un empujón. Eufórico, lancé un grito de guerra y me precipité de nuevo sobre él, aunque ignoro qué extraña fuerza me impelía hacia delante.
De repente se produjo un remolino de plumas negras y refulgentes y noté que me caía. Pero no grité. Pasara lo que pasase, no gritaría.
Sentí que me precipitaba en un vacío insondable, como en una pesadilla, un vacío tan perfecto que me resulta imposible describir.
Sólo la luz permanecía, una luz que lo ofuscaba todo, tan hermosa que de pronto perdí el sentido de mis brazos y piernas, de mis órganos, de las partes de que se compone el cuerpo. No tenía forma ni peso. Caí presa del terror de precipitarme en el vacío, atraído inexorablemente por la ley de la gravedad. El sonido de las voces iba en aumento.
—¡Están cantando! —exclamé.
Cuando recobré el sentido me hallaba tendido en el suelo.
Lentamente, palpé la rugosa superficie de la moqueta, aspiré el olor a polvo y a cera, los olores de mi casa, y comprendí que me encontraba en la misma habitación.
El diablo estaba sentado en la silla de Louis, frente al escritorio, mientras yo yacía de espaldas, contemplando el techo y sintiendo un intenso dolor en el pecho.
Me incorporé de inmediato, crucé las piernas y lo miré con actitud desafiante.
—Está claro —dijo con aire perplejo.
—¿Qué?
—Eres tan poderoso como nosotros.
—No lo creo —contesté furioso—. No poseo alas, no sé crear música.
—Sí puedes, sabes crear imágenes ante los mortales, atraparlos con tus hechizos. Eres tan poderoso como nosotros. Has alcanzado una etapa muy interesante en tu desarrollo. Sabía que no me equivocaba contigo. Me has dejado impresionado.
—¿Impresionado? ¿De mi independencia? Deja que te diga algo, Satanás, o como quiera que te llames.
—No pronuncies ese nombre, lo detesto.
—Basta que digas eso para que lo repita una y otra vez.
—Soy Memnoch —dijo con calma, haciendo un gesto un tanto ambiguo—. Memnoch, el diablo. Tenlo bien presente.
—Memnoch, el diablo.
—Así es —asintió—. Así es como firmo.
—Bien, pues deja que te diga, alteza, príncipe de las tinieblas, que no pienso ayudarte en nada. ¡No soy tu siervo!
—Creo que puedo hacerte cambiar de opinión —dijo Memnoch sin perder la compostura—. Creo que llegarás a ver las cosas desde mi perspectiva.
De golpe me sentí exhausto y desesperado.
Típico.
Me tumbé boca abajo, coloqué el brazo debajo de la cabeza y me eché a llorar como un niño. Estaba muerto de cansancio. Me sentía roto, deprimido, y me encanta llorar. No puedo evitarlo. De modo que di rienda suelta a mis lágrimas, lo cual me proporcionó un gran alivio.
¿Saben lo que pienso sobre el llanto? Pues que algunas personas no saben llorar. Sin embargo, una vez que has aprendido a llorar no existe nada comparable. Compadezco a la gente que no sabe. Es como silbar o cantar.
De todos modos, estaba demasiado deprimido para que el hecho de sentirme aliviado por unos instantes en medio de aquel torrente de lágrimas teñidas de sangre me procurara un consuelo duradero.
Pensé en aquel episodio de años atrás, cuando entré en Notre Dame mientras mis perversos colegas aguardaban en la puerta para verme caer fulminado por un rayo divino; unos vampiros al servicio de Satanás. Pensé en mi forma mortal, en Dora y en Armand, el joven líder inmortal de los Elegidos de Satanás que se reunían junto al cementerio, el cual se había convertido en un siniestro santo que enviaba a sus feroces bebedores de sangre a atormentar a los mortales, a sembrar el terror y la muerte como una plaga. A todo esto, yo no paraba de llorar.
—¡No es cierto! —creo que dije—. No existe ni Dios ni el diablo. No es cierto.
Memnoch no respondió. Al cabo de un rato me incorporé y me enjugué las lágrimas con la manga de la chaqueta. No llevaba pañuelo. Se lo había dado a Dora. Mi ropa exhalaba un ligero olor a ella, que había apoyado la cabeza sobre mi pecho mientras la transportaba en brazos a su habitación. Era un olor dulzón, a sangre. Dora. No debí dejarla en aquel estado. Estaba obligado a velar por su cordura. Maldita sea.
Miré a Memnoch.
Este permaneció sentado frente a mí, con el brazo apoyado en el respaldo de la silla de Louis, sin dejar de observarme.
—¿Es que no vas a dejarme nunca en paz? —pregunté, con un suspiro de resignación.
Memnoch me miró perplejo y soltó una carcajada. Cuando se reía, su rostro asumía un aire extraordinariamente simpático.
—No, por supuesto que no —contestó con tono pausado y solemne, como intentando evitar así que me alterara más—. Llevo siglos esperando a alguien como tú, Lestat. Te he estado observando durante todo el tiempo. No, me temo que no voy a dejarte en paz. Pero no quiero que estés triste. ¿Qué puedo hacer para que te calmes? ¿Un pequeño milagro, un regalo, para que dejes de llorar y podamos hablar con tranquilidad?
—¿Hablar con tranquilidad?
—Te lo contaré todo —respondió Memnoch—, para que comprendas por qué es necesario que gane esta batalla.
—¿Insinúas que puedo negarme a cooperar contigo? —pregunté.
—Desde luego. Nadie puede ayudarme si no desea hacerlo. Estoy cansado. Cansado de mi trabajo. Necesito ayuda. Eso es lo que oyó tu amigo David en el café, cuando experimentó aquella fortuita epifanía.
—¿De modo que fue una epifanía fortuita? ¿Cómo es aquella palabra que utilizó David? No la recuerdo. ¿Así que no pretendíais que David os viera hablando a Dios y a ti?
—Es muy complicado de explicar.
—¿Acaso os he fastidiado el plan al convertir a David en uno de los nuestros?
—Sí y no. Esa parte que oyó David es correcta. Mi tarea es ardua y estoy cansado. El resto de las ideas de David sobre aquella breve visión... —Memnoch meneó la cabeza para indicar que le parecían un disparate—. He venido a buscarte, a solicitar tu ayuda, pero es necesario que lo dejes todo resuelto antes de tomar una decisión.
—No creía que fuese tan perverso —murmuré con voz temblorosa, a punto de romper de nuevo a llorar—. Con todas las barbaridades que han cometido los humanos en el mundo, los crímenes que han perpetrado contra sus semejantes, el indecible sufrimiento que han padecido mujeres y niños a manos de la humanidad, y vienes a buscarme precisamente a mí. ¡Debo de ser un monstruo! Supongo que David era demasiado bueno. No se convirtió en un consumado degenerado como imaginabas.
—Por supuesto que no eres un monstruo —respondió Memnoch para tranquilizarme. Luego soltó un breve suspiro.
Empecé a fijarme en más detalles de su aspecto. No es que ahora se me revelasen con mayor nitidez, como había sucedido cuando el fantasma de Roger apareció en el bar, sino que yo me había sosegado. Observé que tenía el pelo rubio oscuro, suave y rizado. Las cejas no eran negras sino del mismo color, y las mantenía fruncidas en un gesto que no encerraba la menor vanidad ni arrogancia. No parecía estúpido, desde luego. La ropa era corriente, aunque no creo que fueran unas prendas como las que se venden en las tiendas. Eran de material real, pero la chaqueta resultaba demasiado simple, sin botones, y la camisa blanca demasiado sencilla.
—Siempre has tenido conciencia —dijo Memnoch—. Eso es precisamente lo que me gusta de ti. Conciencia, razón, voluntad, dedicación. ¡Pero si eres un portento! Y te diré algo más: fue como si me hubieras llamado.
—Imposible.
—Vamos, piensa en todos los retos que has lanzado al diablo.
—Eso era poesía, versos burlescos o como quieras llamarlo.
—No es cierto. Piensa en todas las cosas que has hecho. Recuerda cuando despertaste a aquel vejestorio y lo dejaste suelto por el mundo —dijo Memnoch lanzando una breve carcajada—. ¡Como si no tuviéramos suficientes monstruos creados por la evolución! Y después tu aventura con el ladrón de cuerpos. Tuviste la oportunidad de reencarnarte, y la rechazaste para volver a ser lo que eras antes. No sé si sabrás que tu amiga Gretchen se ha convertido en una santa. Vive en la selva.
—Sí, he leído la noticia en los periódicos.
Gretchen, mi monja, mi amor durante el breve tiempo en que fui mortal, no había vuelto a pronunciar una palabra desde la noche en que huyó de mí para refugiarse en su capilla misionera e hincarse de rodillas ante el crucifijo. Permaneció en aquella aldea en medio de la selva rezando día y noche, sin apenas probar bocado. Los viernes la gente recorría centenares de kilómetros, desde Caracas y Buenos Aires, para ver cómo sangraba a través de los estigmas de sus manos y pies. Ese había sido el fin de Gretchen.
De pronto, en medio de aquella delicada situación, se me ocurrió que quizá Gretchen estuviera realmente con Jesús.
—No, no lo creo —dije secamente—. Gretchen perdió la razón; está sumida en un permanente estado de histeria y yo soy el culpable. Es simplemente una mística más, como tantas otras, que sangra por unas heridas como Jesús.
—No pretendo juzgar ese incidente —dijo Memnoch—. Pero volvamos a nuestro asunto. Te decía que lo habías intentado todo menos pedirme directamente que acudiera. Has desafiado a la autoridad, has vivido todo tipo de experiencias. Te has enterrado vivo en dos ocasiones y una vez trataste de elevarte hasta el sol para convertirte en un montón de cenizas. Lo único que te faltaba era... llamarme. Era como si me hubieras preguntado: «¿Qué más puedo hacer, Memnoch?»
—¿Se lo has contado a Dios? —pregunté con frialdad, negándome a caer en sus redes, evitando no mostrarme curioso ni excitado.
—Naturalmente —contestó Memnoch.
Me quedé tan perplejo que no conseguí articular palabra.
No se me ocurría nada ingenioso. Pensé en plantearle algunos problemas de carácter teológico o ciertas preguntas complicadas, del tipo: «¿Cómo es que Dios no estaba enterado?» Pero no venía a cuento.
Tenía que pensar, concentrarme en lo que me decían mis sentidos.
—¡Tú y Descartes! —exclamó Memnoch con desprecio—. ¡Tú y Kant!
—No me metas en el mismo saco que a los demás —protesté—. Soy el vampiro Lestat, único e irrepetible.
—Lo sé —contestó Memnoch.
—¿Cuántos vampiros quedan en el mundo? No me refiero a otros seres inmortales, monstruos, espíritus malignos y criaturas semejantes a ti, sino a vampiros. No hay ni un centenar, y ninguno es como Lestat.
—Estoy completamente de acuerdo contigo. Deseo que seas mi ayudante.
—¿No te ofende que no te respete, que no crea en ti ni te tema, aun después de lo que ha sucedido? ¿No te fastidia que estemos en mi casa y yo me esté burlando de ti? No creo que Satanás lo consintiera. Yo, en tu lugar, no lo permitiría. A veces me he comparado contigo. Lucifer, el hijo de la mañana. Les he dicho a mis detractores e inquisidores que era el diablo, o que si alguna vez me topaba con Satanás lo arrojaría de la Tierra.
—Memnoch —me rectificó éste—. No pronuncies el nombre de Satanás, te lo ruego, ni ninguno de estos otros: Lucifer, Belcebú, Azazel, Sammael, Marduk, Mefistófeles, etcétera. Me llamo Memnoch. Pronto comprobarás que los otros representan diferentes combinaciones de orden alfabético o bíblico. Memnoch es un nombre intemporal. Adecuado y agradable. Memnoch, el diablo. No lo busques en ningún libro, porque no lo hallarás.
No contesté. Estaba dándole vueltas a algo que me intrigaba. El diablo podía cambiar de forma, pero debía de existir una esencia invisible. ¿Me había topado quizá con la fuerza de esa esencia invisible al atizarle el puñetazo? No sentí el tacto de su rostro, sólo una fuerza que oponía resistencia. Si me lanzaba ahora sobre él, ¿comprobaría que esa apariencia humana estaba llena de la esencia invisible, de tal modo que era capaz de repeler mi agresión con una fuerza equiparable a la del ángel negro?
—Sí —dijo Memnoch—. Imagina lo que supondría intentar convencer a un mortal de esas cosas. Pero ése no es el motivo por el que te elegí. Te elegí no tanto porque sabía que no te costaría tanto comprenderlo todo, sino porque eres perfecto para esa tarea.
—La tarea de ayudar al diablo.
—Sí, de ser mi mano derecha, por decirlo así, mi bastón cuando me siento fatigado. Mi príncipe.
—Estás muy equivocado. ¿Te parece divertido el sufrimiento que me causa mi conciencia? ¿Crees que me gusta la maldad o que pienso en ella cuando contemplo algo tan hermoso como el rostro de Dora?
—No, no creo que te guste la maldad —respondió Memnoch—. Ni a mí tampoco.
—¿Que no te gusta la maldad? —repetí, mirándolo con recelo.
—La odio. Y si no me ayudas, si dejas que Dios siga haciendo las cosas a su modo, la maldad, que en realidad no es nada, acabará destruyendo el mundo.
—¿Dios desea que el mundo se destruya? —pregunté arrastrando lentamente las palabras.
—Quién sabe —replicó Memnoch con frialdad—. Aunque no creo que Dios levantase ni un dedo para evitar que sucediera. Yo no lo deseo, desde luego. Pero mi sistema es el más eficaz, mientras que los de Dios son cruentos y devastadores, y muy peligrosos. Lo sabes tan bien como yo. Tienes que ayudarme. Estoy ganando la batalla, te lo aseguro. Pero este siglo ha sido insoportable para todos.
—De modo que pretendes decirme que no eres malvado...
—Exactamente. ¿Recuerdas que tu amigo David te preguntó que si ante mi presencia intuías la maldad, y respondiste con una negativa?
—El diablo es un embustero reconocido.
—Mis enemigos también son de todos conocidos. Ni Dios ni yo mentimos por naturaleza. Mira, no espero que creas lo que te digo. No he venido aquí para convencerte de nada con mi charla. Si quieres te conduciré al infierno y al cielo, y así podrás hablar con Dios todo el tiempo que quieras. No precisamente con el Dios Padre, no En Sof, pero... bueno, ya lo irás comprendiendo todo más adelante. Ahora es inútil que trate de explicarte las cosas si no estás dispuesto a renunciar a tu vida frívola y vacía para consagrarte a una batalla crucial con el fin de salvar el mundo.
No contesté. No sabía qué decir. Memnoch y yo estábamos a muchas leguas del punto en el que habíamos iniciado la conversación.
—¿Ver el cielo? —murmuré, tratando de asimilarlo todo poco a poco—. ¿Ver el infierno?
—Por supuesto —respondió Memnoch con tono paciente.
—Necesito una noche para pensarlo.
—¿Cómo?
—He dicho que quiero pensarlo durante una noche.
—No me crees. ¿Acaso quieres una señal?
—No, estoy empezando a creerte —respondí—. Por eso tengo que pensarlo. Tengo que sopesar los pros y los contras.
—Estoy dispuesto a responder a cualquier pregunta que desees formularme, a mostrarte lo que quieras.
—Entonces, déjame tranquilo durante dos noches. Esta noche y la de mañana. Creo que es una petición razonable, ¿no? Ahora, déjame tranquilo.
Memnoch parecía desilusionado, quizás incluso un poco receloso. Pero yo había dicho lo que pensaba. No hubiese podido ser de otro modo. Reconocí la verdad en cuanto brotó de mis labios, pues el pensamiento y la palabra estaban estrechamente unidos en mi mente.
—¿Es posible engañarte? —pregunté.
—Desde luego —respondió Memnoch—. Yo confío en mis dotes, al igual que tú en las tuyas. Tengo mis límites, como tú. Cualquiera puede engañarte, lo mismo que a mí.
—¿Y a Dios?
—¡Uf! —contestó Memnoch con desprecio—. Esa es una pregunta irrelevante. No imaginas cuánto te necesito. Estoy cansado. —Su voz había adquirido una elevada carga emocional—. En cuanto a lo de engañar a Dios... digamos, para decirlo piadosamente, que está por encima de esos temas. Te concedo esta noche y la de mañana. No te molestaré ni te acosaré. Pero ¿puedo preguntarte qué piensas hacer?
—¿Por qué? ¡O me concedes las dos noches para meditarlo o no!
—Todos sabemos que eres bastante imprevisible —respondió Memnoch, sonriendo con afabilidad.
Descubrí otra cosa en la que no había reparado antes. No sólo tenía unas proporciones perfectas, sino que carecía de cualquier defecto; era el paradigma del Hombre Corriente.
Ignoro si adivinó lo que yo estaba pensando en aquellos momentos, pero no observé ninguna reacción. Se limitó a esperar educadamente mi respuesta.
—Debo ir a ver a Dora.
—¿Por qué? —preguntó Memnoch.
—No tengo por qué darte más explicaciones.
Memnoch me miró perplejo.
—¿No vas a ayudarla a resolver ese lío referente a su padre? ¿Por qué no se lo explicas con claridad? Quisiera saber hasta qué punto estás dispuesto a comprometerte, qué es lo que vas a revelar a esa mujer. Estoy pensando en el tejido de las cosas, por utilizar la palabra que empleó David. Es decir, ¿qué será de esa mujer cuando te vengas conmigo?
No contesté.
Memnoch suspiró y dijo:
—Está bien, llevo siglos esperándote. Qué más da que espere otras dos noches. Estamos hablando sólo de mañana por la noche, ¿de acuerdo? Pasado mañana, al anochecer, vendré a por ti.
—De acuerdo.
—Te haré un pequeño regalo, que te ayudará a creer en mí. No es tan fácil descifrar lo que piensas y lo que crees. Estás lleno de paradojas y conflictos. Te daré algo que te sorprenderá.
—Muy bien.
—Éste es mi regalo, llamémoslo un signo. Pregunta a Dora sobre el ojo del tío Mickey. Pídele que te cuente la verdad, que te explique lo que Roger nunca supo.
—Parece un juego espiritista de salón.
—¿Tú crees? Pregúntaselo.
—De acuerdo. La verdad sobre el ojo del tío Mickey. Permíteme que te haga una última pregunta. Eres el diablo. Está claro. Pero dices que no eres malvado. ¿Cómo se entiende eso?
—Otra pregunta irrelevante. Te responderé de forma algo misteriosa. Resulta completamente innecesario que yo sea malvado. Tú mismo lo comprobarás. Todavía tienes mucho que aprender.
—Pero ¿no eres opuesto a Dios?
—¡Naturalmente, es mi adversario! Lestat, cuando veas todo lo que quiero mostrarte y oigas todo lo que tengo que decirte, cuando hayas hablado con Dios y comprendas su punto de vista, así como el mío, te unirás a mí en contra de él. Estoy seguro de ello.
Memnoch se levantó, dando así por terminada la entrevista.
—Me marcho. ¿Te ayudo a levantarte del suelo?
—Irrelevante e innecesario —dije enojado—. Voy a echarte de menos —solté de forma inesperada.
—Lo sé —contestó Memnoch.
—Me has concedido dos noches de plazo —dije—. Recuérdalo.
—¿No comprendes que si me acompañas ahora ya no habrá noches ni días? —respondió Memnoch.
—Es una propuesta muy tentadora —dije—, pero ésa es vuestra especialidad, ¿no? Tentar a la gente. Necesito meditar y consultarlo con otras personas.
—¿Para qué? —preguntó Memnoch, sorprendido.
—No voy a marcharme con el diablo sin decírselo antes a nadie —respondí—. Eres el diablo. ¿Por qué habría de fiarme de ti? ¡Es absurdo! Tú juegas según tus normas, como todo el mundo, y yo no conozco esas normas. Hemos quedado en que lo pensaré durante dos noches. Entretanto, déjame en paz. Júralo.
—¿Por qué? —preguntó Memnoch educadamente, como si hablara con un niño terco y rebelde—. ¿Para liberarte del temor de oír mis pasos?
—Es posible.
—¿De qué sirve que te lo jure si no crees una palabra de lo que te he dicho? —preguntó Memnoch, meneando la cabeza como si se hallara ante un imbécil.
—¿Eres capaz de jurarlo o no?
—Te lo juro —dijo, llevándose la mano al corazón, o al lugar donde se suponía que estaba su corazón—. Con absoluta sinceridad, por supuesto.
—Gracias, así me quedo más tranquilo —dije.
—David no te creerá —afirmó Memnoch con suavidad.
—Lo sé.
—La tercera noche —dijo Memnoch, asintiendo con la cabeza para subrayar sus palabras— vendré a buscarte aquí, o dondequiera que te encuentres.
Así, con una última sonrisa tan afable como la anterior, desapareció.
No fue una despedida como la que yo habría previsto, pues Memnoch se largó a una velocidad que ningún humano hubiera podido captar.
Puede decirse que se esfumó en el acto.


8
Me levanté temblando, me sacudí los pantalones y la chaqueta, y constaté sin sorpresa que la habitación estaba tan intacta como cuando había entrado en ella. Por lo visto, la batalla se había librado en otra dimensión. Pero ¿en cuál?
Tenía que encontrar a David. Faltaban menos de tres horas para que amaneciera, así que partí de inmediato en su busca.
No podía adivinar el pensamiento de David, ni tampoco llamarlo, puesto que sólo disponía de un instrumento telepático. Es decir, sólo podía explorar las mentes de los mortales con los que me tropezaba para tratar de captar alguna imagen de David al pasar éste por un lugar reconocible.
No había recorrido aún tres manzanas, cuando comprendí que no sólo había detectado una poderosa imagen de David, sino que me la transmitía la mente de otro vampiro.
Cerré los ojos y traté con todas mis fuerzas de ponerme en contacto con David. Al cabo de unos segundos, ambos captaron mi mensaje, David a través del ser que estaba junto a él. Se hallaba en un lugar boscoso que reconocí enseguida.
En mis tiempos, la carretera Bayou cruzaba esa zona en dirección a la campiña. En cierta ocasión, cerca de allí, Claudia y Louis, tras intentar asesinarme, habían dejado mis restos flotando en las aguas del pantano.
Actualmente la zona se había convertido en un parque que de día se llenaba de madres y niños, además de contar con un museo que albergaba obras muy interesantes, y de noche ofrecía un denso follaje donde ocultarse.
En esa zona crecían los robles más vetustos de Nueva Orleans, y una hermosa e inmensa laguna serpenteaba bajo el pintoresco puente que se hallaba en el centro del parque.
No tardé en encontrar allí a los dos vampiros, comunicándose a través de la densa oscuridad, lejos de los caminos señalizados. David, como de costumbre, iba impecablemente vestido.
Sin embargo, al ver al otro me quedé perplejo.
Se trataba de Armand.
Estaba sentado en un banco y su postura era desenfadada, como la de un chiquillo, con un pie apoyado en el asiento, observándome con su mirada inocente, cubierto de polvo y luciendo una larga melena castaña, rizada y alborotada.
Vestía unos ceñidos vaqueros y una cazadora. Podía pasar por un ser humano, desde luego un vagabundo, aunque su rostro estaba pálido como la cera y más suave que la última vez que nos habíamos visto.
En cierto modo, me recordaba a un muñeco con ojos de cristal de color pardo, ligeramente brillantes, un muñeco que hubiera sido hallado en un desván. Sentí deseos de cubrirlo de besos, limpiarlo, pulirlo, procurarle un aspecto aún más radiante.
—Eso es lo que deseas siempre —dijo Armand. Su voz me desconcertó. Había perdido cualquier rastro de acento francés e italiano. Su tono era melancólico y estaba desprovisto de rencor—. Cuando me hallaste bajo Les Innocents —dijo—, querías bañarme con perfume y vestirme con una bata de terciopelo y grandes mangas bordadas.
—Sí, y peinar tu maravilloso pelo castaño —contesté irritado—. Tienes buen aspecto, lo suficiente como para abrazarte y amarte.
Ambos nos miramos durante un momento. Luego Armand se levantó y avanzó hacia mí en el preciso instante en que yo me aproximaba para abrazarlo. Su gesto no era tentativo, pero sí extraordinariamente delicado. Yo podría haber retrocedido, pero no lo hice. Permanecimos abrazados unos momentos. Un cuerpo frío y duro abrazado a otro cuerpo frío y duro.
—Pareces un querubín —dije. Luego hice una cosa bastante descarada y atrevida: le revolví el pelo de forma juguetona.
Armand es más bajo que yo, pero mi gesto no pareció ofenderlo.
De hecho, sonrió complacido y se alisó el cabello con la mano. Al sonreír, sus mejillas adoptaron el aspecto de unas manzanas tersas y sonrosadas y la expresión de sus labios se suavizó. Luego levantó la mano derecha y me atizó un puñetazo en el pecho, también juguetonamente.
Fue un puñetazo en toda regla. Armand siempre ha sido un bravucón. De todos modos, sonreí amablemente.
—No recuerdo ningún problema entre nosotros —dije.
—Ya lo recordarás —contestó Armand—. Y yo también. ¿Pero qué importa?
—Cierto —dije—. Lo importante es que ambos estamos aquí.
Armand soltó una carcajada, sonora pero profunda, y meneó la cabeza mientras dirigía a David una mirada que dejaba entender que se conocían muy bien, tal vez demasiado. No me hacía gracia que se conocieran. David era mi David; Armand, mi Armand.
Me senté en el banco de piedra.
—De modo que David te lo ha contado todo —dije, mirando a Armand y luego a David.
David sacudió la cabeza en sentido negativo.
—No sin tu permiso, Príncipe Engreído —dijo David con desdén—. Jamás me atrevería a hacerlo. El único motivo que ha traído a Armand hasta aquí es su preocupación por ti.
—¿De veras? —pregunté con sarcasmo
—Sabes que es cierto —respondió Armand.
Armand mostraba una actitud desenfadada. Se notaba que había recorrido mucho mundo, que había aprendido. Ya no parecía el objeto ornamental de una iglesia. Mantenía las manos en los bolsillos, como un tipo duro.
—No me busques las cosquillas —dijo Armand lentamente, sin rencor—. Te crees el amo del mundo, ¿no es cierto? Esta vez quería hablar contigo antes de que ocurra un desastre.
—De modo que te has convertido en mi ángel guardián —dije con sorna.
—Así es —contestó Armand sin parpadear—. ¿Qué vas a hacer? ¿Vas a contármelo o no?
—Vamos a dar un paseo —respondí.
David y Armand me siguieron y nos dirigimos a paso de mortal hacia un lugar donde crecían unos robles milenarios, cubierto de hierbajos y abandonado, donde ni siquiera el vagabundo más desesperado buscaría refugio.
Nos hicimos un pequeño claro entre las raíces negras volcánicas y la tierra. La brisa que soplaba del lago, fresca y límpida, barría los aromas de Nueva Orleans, de la ciudad. Henos aquí a los tres, reunidos de nuevo.
—Dime en qué andas metido —insistió Armand. De pronto se inclinó hacia mí y me besó de una forma infantil, muy europea—. Es evidente que te encuentras en un aprieto. Todo el mundo lo sabe.
Los botones metálicos de su cazadora eran helados al tacto, como si sólo hiciera unos minutos que hubiera regresado de un lugar donde el invierno era mucho más crudo.
Nunca estamos muy seguros sobre los poderes de nuestros colegas. Es como un juego. No se me habría ocurrido preguntar a Armand cómo había llegado hasta allí, ni por qué medios, de la misma forma que tampoco se me ocurriría preguntar a un mortal cómo hacía el amor con su mujer.
Observé a Armand detenidamente, consciente de que David yacía sobre la hierba, apoyado en un codo, mientras nos estudiaba.
Al cabo de unos minutos dije:
—El diablo se ha aparecido ante mí y me ha pedido que le acompañe con objeto de mostrarme el cielo y el infierno.
Armand no contestó. Se limitó a fruncir un poco el entrecejo.
—Es el mismo diablo en el que te dije que no creía —continué— hace siglos, cuando tú sí creías en él. Tenías razón, al menos en una cosa: existe. Lo he visto y he hablado con él. Me ha concedido esta noche y la noche de mañana para consultarlo con quien quiera. Desea mostrarme el cielo y el infierno. Afirma que no es malvado.
David tenía la vista perdida en el infinito. Armand me observaba atentamente, en silencio.
Les conté toda la historia. Relaté a Armand la historia de Roger y la aparición de su fantasma. Luego les expliqué a ambos mi accidentada visita a Dora, la conversación que había mantenido con ella y que, al dejarla, el diablo me había perseguido hasta mi casa, además de la pelea que se produjo entre ambos.
Les conté todos los pormenores. Les hablé con total franqueza, sin reservas, dejando que Armand sacara sus propias conclusiones.
—No quieras humillarme —le advertí—. No me preguntes por qué huí de Dora ni por qué le comuniqué de una forma tan torpe la muerte de su padre. No consigo librarme de la presencia de Roger, de la sensación de su amistad hacia mí y su cariño hacia su hija. Ese Memnoch, el diablo, es un individuo bastante razonable y cordial, muy convincente. En cuanto a nuestra pelea, no sé cómo acabó, pero creo que lo dejé impresionado. Dentro de dos noches vendrá a buscarme y, si la memoria no me falla, cosa que sucede con frecuencia, dijo que me encontraría dondequiera que estuviera.
—Sí, eso está claro —dijo Armand en voz baja.
—Veo que no te divierten mis desgracias —tuve que reconocer con un pequeño suspiro de resignación.
—Por supuesto que no me divierte —contestó Armand—. Aunque, como de costumbre, no pareces sentirte desgraciado. Estás a punto de vivir una fantástica aventura, sólo que esta vez te muestras más prudente que cuando dejaste que aquel mortal se largara con tu cuerpo y tú le arrebataste el suyo.
—No es prudencia, es pánico. Creo que ese ser, Memnoch, es realmente el diablo. Si hubieras tenido aquellas visiones, tú también lo creerías. No eran artes de magia, todos sabemos hacer esos trucos. Te aseguro que luché contra él. Posee una esencia capaz de habitar cuerpos mortales. Él mismo es objetivo e incorpóreo, de eso estoy seguro. ¿El resto? Quizá fuera un encantamiento. Me dio a entender que dominaba esas artes tan bien como yo.
—Estás describiendo a un ángel —terció David—, un ángel caído.
—El mismo diablo... —dijo Armand—. ¿Qué pretendes de nosotros, Lestat? ¿Que te aconsejemos? Pues bien, yo que tú no me iría con él.
—¿Por qué? —preguntó David antes de que yo pudiera meter baza.
—Sabemos que existen seres terrenales que no podemos clasificar, localizar ni controlar —respondió Armand—. Sabemos que existen algunas especies mortales y ciertos tipos de mamíferos que parecen humanos pero no lo son. Esa criatura podría ser cualquier cosa. Hay algo muy sospechoso en la forma en que se aparece ante ti, con tanta parafernalia pero sin perder los buenos modales.
—No obstante, quizá se trate realmente del diablo, en cuyo caso todo encajaría —declaró David—. Dices que es un ser razonable, Lestat, tal como suponías que era. No es un idiota moral, sino un ángel auténtico, y desea tu colaboración. Ha empleado la fuerza en su primera aparición ante ti, pero no quiere seguir haciéndolo.
—Yo no creo en él —dijo Armand—. ¿Qué significa que quiere que le ayudes? ¿Que tendrás una existencia simultánea en la Tierra y en el infierno? No, no me convence su imaginería, su vocabulario. Ni tampoco su nombre. Memnoch. Suena malvado.
—Esas cosas ya os las había contado en diversas ocasiones —dije.
—Jamás he visto al príncipe de las tinieblas con mis propios ojos —dijo Armand—. He asistido a muchos siglos de superstición, a portentos realizados por seres demoníacos como nosotros. Tú has visto más cosas que yo, Lestat. Pero tienes razón. Ya me habías hablado de esas cosas, y yo te digo que no debes creer en el diablo ni en que eres hijo de él. Eso mismo le dije una vez a Louis, cuando éste acudió a mí en busca de una explicación sobre Dios y el universo. Yo no creo en el diablo. Te aconsejo que no creas lo que te dice ese misterioso ser ni tengas más tratos con él.
—En cuanto a Dora —dijo David suavemente—, creo que obraste de forma imprudente, pero quizá puedas subsanar esa torpeza.
—No lo creo —contesté.
—¿Por qué? —inquirió David.
—Permitidme que os haga una pregunta: ¿creéis lo que os he contado?
—Sé que nos has dicho la verdad —contestó Armand—, pero ya te lo he dicho, no creo que esa criatura sea el diablo ni que vaya a llevarte al cielo ni al infierno. Francamente, si fuera cierto... razón de más para que no tengas más tratos con él.
Observé a Armand durante unos minutos en un intento de distinguir sus rasgos en la oscuridad, de descifrar lo que realmente pensaba sobre aquel asunto, y al fin comprendí que era sincero. No me tenía envidia ni me guardaba rencor; no estaba resentido ni se sentía engañado. Todas esas cosas eran agua pasada, suponiendo que alguna vez le hubieran obsesionado. Quizás habían sido imaginaciones mías.
—Quizá —dijo Armand, como si me hubiera adivinado el pensamiento—. Pero no te equivocas al creer que te hablo con sinceridad. Te aconsejo que desconfíes de esa criatura, y rechaces la propuesta de una colaboración verbal con ella.
—El concepto medieval de un pacto —dijo David.
—¿Qué diantres significa? —pregunté, sin ánimo de ser descortés.
—Hacer un pacto con el diablo —contestó David—, acordar algo con él. Es lo que Armand te advierte que no debes hacer. No hagas un pacto con él.
—Exacto —dijo Armand—. Me parece más que sospechosa su insistencia en el aspecto moral de vuestro acuerdo. —Su rostro juvenil reflejaba preocupación y los hermosos ojos lanzaban destellos en la oscuridad—. ¿Por qué tienes que acceder de forma voluntaria?
—No recuerdo con exactitud los términos en los que me expresé —respondí. Estaba confundido—. Pero le dije algo sobre las normas del juego.
—Quiero hablar contigo sobre Dora —dijo David en voz baja—. Tienes que remediar de inmediato el daño que le has causado, o al menos prométenos que no...
—No voy a prometeros nada respecto a Dora —respondí—. No puedo.
—No destruyas a esa joven, Lestat —dijo David con firmeza—. Si es cierto que nos encontramos en un ámbito donde los espíritus de los muertos pueden rogar que les ayudemos, también pueden perjudicarnos. ¿Has pensado en eso?
David se incorporó, furioso, tratando de dominar su distinguida voz, de no perder su flema británica.
—No le hagas daño a esa chica —dijo—. Su padre te pidió que velaras por ella, no que la trastornes hasta hacerla enloquecer.
—No sigas con tu discurso, David. Sé adonde quieres ir a parar. Pero estoy solo. Solo con Memnoch, el diablo. Los dos habéis sido buenos amigos míos; pertenecemos a la misma especie. Pero no creo que nadie pueda aconsejarme sobre lo que debo hacer, excepto Dora.
—¡Dora! —exclamó David, atónito.
—¿Acaso piensas contarle esta historia? —preguntó Armand tímidamente.
—Sí, eso es lo que pienso hacer. Ella es la única que cree en el diablo. En estos momentos necesito apoyarme en un creyente, un santo, un teólogo, y por eso voy a recurrir a Dora.
—Eres perverso, obstinado, destructivo —dijo David. Sonaba como una maldición—. ¡Siempre has de salirte con la tuya!
Estaba furioso. En aquellos momentos habían aflorado todas las razones que tenía para despreciarme, y no había nada que yo pudiera decir en mi defensa.
—Espera —dijo Armand con suavidad—. Lestat, esto es una locura. Es como consultar con la sibila. ¿Pretendes que esa chica asuma el papel de oráculo, te diga lo que ella, como mortal, opina que debes hacer?
—No es una simple mortal, es diferente. No le inspiro ningún temor. No teme nada. Es humana y, sin embargo, parece de una especie distinta. Es una santa, Armand, tal como debía de ser Juana de Arco cuando condujo a los ejércitos. Dora sabe cosas sobre Dios y el diablo que yo desconozco.
—Hablas de fe, lo cual sin duda atraerá a Dora —dijo David— igual que atrajo a tu amiga la monja, Gretchen, que ahora está irremediablemente loca.
—Loca y muda —apostillé—. No dice una palabra, tan sólo reza, al menos eso dicen los periódicos. Pero ten presente que, antes de aparecer yo en escena, Gretchen no creía realmente en Dios. En su caso, la fe y la locura son una misma cosa.
—¡Nunca aprenderás! —exclamó David.
—¿Qué es lo que debo aprender? —pregunté—. Iré a ver a Dora, David. Es la única persona a la que puedo recurrir. Además, no puedo dejar las cosas tal como han quedado entre ella y yo. Debo volver y reparar mi torpeza. En cuanto a ti, Armand, quiero que me prometas una cosa; supongo que imaginas a qué me refiero. He arrojado una luz protectora alrededor de Dora, ninguno de nosotros puede tocarla.
—¿Me crees capaz de lastimar a tu amiga? Me duele que pienses eso de mí —protestó Armand, ofendido.
—Lamento haberlo dicho —respondí—. Pero sé lo que es la sangre y sé lo que es la inocencia, y ambas cosas constituyen una mezcla muy tentadora. Confieso que yo mismo me siento tentado por esa joven.
—Entonces, serás tú quien caiga en la tentación —me espetó Armand—. Como sabes, ya no me molesto en elegir a mis víctimas. Sólo tengo que colocarme delante de una casa y esperar a que las personas que lo deseen se arrojen en mis brazos. Puedes estar seguro que no haré daño a esa chica. ¿Acaso crees que vivo en el pasado? ¿No comprendes que uno cambia con cada era? ¿Qué demonios puede decirte Dora para ayudarte?
—No lo sé —contesté—. Pero iré a verla mañana por la noche. Si no fuera tan tarde, iría ahora mismo. Si algo me sucediera, David, si desapareciera, si... la herencia de Dora está en tus manos.
David asintió.
—Tienes mi palabra de honor de que velaré por los intereses de esa joven, pero te ruego que no vayas a verla.
—Si me necesitas, Lestat... —dijo Armand—. Si ese ser trata de llevarte con él a la fuerza...
—¿Por qué te preocupas por mí? —pregunté—. Después de todas las malas pasadas que te he jugado, ¿por qué?
—No seas idiota —respondió con suavidad—. Hace tiempo me convenciste de que el mundo es un jardín salvaje. ¿Recuerdas tus viejas poesías? Dijiste que las únicas leyes verdaderas, las únicas que te merecían respeto, eran las leyes estéticas.
—Sí, lo recuerdo muy bien. Me temo que es cierto. Siempre he temido que fuera cierto, desde que era un niño mortal. Una mañana, al despertarme, comprobé que no creía en nada.
—Pero en tu jardín salvaje brillas con luz propia —dijo Armand—. Te paseas por él como si te perteneciera y pudieras hacer lo que te viniera en gana. He recorrido el mundo entero, pero siempre regreso a ti para contemplar los colores del jardín a tu sombra o reflejados en tus ojos, o para escuchar tus últimas locuras y obsesiones. Además, somos hermanos, ¿no es así?
—¿Por qué no me ayudaste la última vez, cuando me metí en un lío por haber cambiado mi cuerpo por el de un ser humano?
—Si te lo digo no me lo perdonarás —contestó Armand.
—Dímelo.
—Porque confiaba en que permanecieras en aquel cuerpo inmortal y salvaras tu alma, y recé por ello. Creí que te habían concedido el mayor don, me sentía eufórico por ti, por tu triunfo. No debía inmiscuirme. ¡No podía hacerlo!
—Eres infantil e idiota, siempre lo has sido.
Armand se encogió de hombros.
—Por lo visto, tienes otra oportunidad de salvar tu alma. Espero que esta vez sepas hacer uso de tu fortaleza y tu talento, Lestat. No me fío de ese Memnoch, creo que es mucho peor que todos los enemigos humanos a los que te enfrentaste cuando estabas atrapado en aquel cuerpo humano. No creo que ese Memnoch tenga nada que ver con el cielo. ¿Por qué habían de dejarte entrar con él?
—Una excelente pregunta.
—Lestat —intervino David—, no vayas a ver a Dora. Recuerda que, de haber seguido mi consejo, te habrías evitado muchos problemas la última vez que te viste en un aprieto.
Habría mucho que comentar sobre eso, pues en tal caso él no se habría convertido en lo que era ahora, una espléndida criatura. Por más que quisiera, no podía arrepentirme de que estuviera ahí, de que hubiera ganado el trofeo carnal del ladrón de cuerpos. Sencillamente, no podía.
—Creo que el diablo quiere apoderarse de ti.
—¿Por qué? —pregunté.
—Te ruego que no vayas a ver a Dora —dijo David con aire solemne.
—Debo hacerlo, está a punto de amanecer. Os quiero.
Ambos me miraron perplejos, recelosos, con incertidumbre.
Hice lo único que podía hacer. Me largué de allí.


9
La noche siguiente abandoné mi escondite del desván y salí en busca de Dora. No deseaba encontrarme otra vez con David o Armand. Por más que lo intentaran, no conseguirían disuadirme.
El problema era qué hacer respecto a Dora. David y Armand, sin quererlo, habían confirmado varias cosas: yo no estaba loco de remate ni había imaginado todo lo que estaba sucediendo a mi alrededor. Tal vez una parte, pero no todo.
Sea como fuere, decidí utilizar con Dora un método radical que, de buen seguro, ni David ni Armand habrían aprobado.
Puesto que conocía bastante bien sus costumbres y los lugares que frecuentaba, fui a su encuentro cuando salía de los estudios de televisión de la calle Chartres, en el barrio francés. Había pasado la tarde grabando un programa de una hora y charlando luego con sus seguidores. Aguardé en el portal de una tienda mientras Dora se despedía de sus «hermanas» o seguidoras. Eran unas mujeres jóvenes, aunque no unas adolescentes, convencidas de que debían ayudar a Dora a cambiar el mundo. Tenían un aire informal, inconformista.
Cuando desaparecieron, Dora se dirigió hacia la plaza donde había dejado aparcado el coche. Vestía un abrigo de lana negra, con medias también de lana y calzaba unos zapatos de tacón alto, como los que le solía ponerse para bailar en el programa. Su atuendo, rematado por su casquete de cabello negro y rizado, le daba un aspecto muy dramático y frágil, tremendamente vulnerable en un mundo de hombres mortales.
La agarré por la cintura antes de que pudiera advertir mi presencia. Nos elevamos a tal velocidad que era imposible que ella consiguiera ver o comprender nada.
—Estás a salvo —le dije al oído.
Luego la estreché entre mis brazos para impedir que el viento y la velocidad a la viajábamos pudieran lastimarla, y seguí ascendiendo con ella, indefensa y vulnerable, mientras permanecía atento al ritmo de su corazón y respiración.
Al cabo de unos momentos noté que se relajaba entre mis brazos, mejor dicho, que confiaba en mí. Su reacción no dejó de sorprenderme, como todo lo referente a ella. Dora hundió el rostro en mi chaqueta, como si temiera mirar a su alrededor, aunque creo que era más bien para defenderse del frío. Yo la protegí con mi chaqueta y seguimos volando. El viaje duró más de lo previsto, pues no podía volar con un ser humano tan frágil como Dora a una altitud excesiva, pero resultó mucho menos aburrido y peligroso que en un reactor; esos trastos contaminan la atmósfera con sus emanaciones y siempre existe el riesgo de que estallen.
En menos de una hora aterrizamos en el vestíbulo de la Torre Olímpica. Dora recobró el conocimiento en mis brazos, como si despertara de un profundo letargo. Fue inevitable: había perdido el conocimiento, por diversos motivos físicos y psicológicos, aunque se recuperó de inmediato. Me miró con sus enormes ojos de búho y luego contempló la fachada lateral de San Patricio, que se alzaba ante nosotros en su inexorable gloria.
—Vamos, te enseñaré las cosas de tu padre —dije, mientras la conducía hacia el ascensor.
Dora me siguió sin titubear, tal como los vampiros soñamos que se comporten los mortales ante nosotros y jamás sucede, igual que si no existiera el menor motivo para que sintiera miedo de mí.
—No dispongo de mucho tiempo —dije. Subimos al ascensor y pulsé el botón que correspondía a mi apartamento—. Me persigue algo y no sé lo que quiere de mí. Pero tenía que traerte aquí. Descuida, me ocuparé de que regreses a casa sana y salva.
Le expliqué que no conocía ninguna entrada al edificio por el tejado, pues hacía poco que me había mudado a mi nuevo apartamento, y ése era el motivo por el que habíamos cogido el ascensor. Era una forma de disculparme por obligarla a utilizar este lento y anacrónico medio de transporte después de haber cruzado un continente en una hora.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, entregué a Dora las llaves del apartamento y la conduje hacia él.
—Abre tú misma la puerta, todo lo que contiene te pertenece.
Dora me miró perpleja durante unos instantes, luego se alisó el pelo con la mano, introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta.
—Las cosas de Roger —fueron las primeras palabras que pronunció al entrar en el apartamento.
Las reconoció por su olor, tal como cualquier anticuario habría reconocido aquellos iconos y reliquias. Luego descubrió el ángel que había instalado en el pasillo, con el ventanal al fondo, y creí que iba a desmayarse en mis brazos.
Dora se desplomó hacia atrás, como si ya hubiera previsto mi apoyo. La sostuve con las yemas de los dedos, temeroso de lastimarla.
—¡Dios mío! —murmuró. Su corazón latía aceleradamente, pero era joven y fuerte, capaz de resistir la impresión—. Estamos aquí. Veo que no me has mentido.
Dora se apartó de mí antes de que yo pudiera responder, pasó frente al ángel y se dirigió con paso decidido hacia la amplia sala de estar. Las torres de San Patricio asomaban justo por debajo del nivel de la ventana. La sala se hallaba atestada de paquetes envueltos en plástico, a través del cual se detectaba la forma de un crucifijo o de un santo. Los libros de Wynken yacían en la mesa, pero no quise abordar ese tema en aquellos momentos.
Dora se volvió hacia mí y me analizó detenidamente. Soy muy sensible a este tipo de escrutinio, hasta el extremo de creer que mi vanidad reside en cada una de mis células.
Dora murmuró unas palabras en latín, pero no las capté ni tampoco se produjo una traducción automática en mi mente.
—¿Qué has dicho? —pregunté.
—Lucifer, el Hijo de la Mañana —murmuró Dora al tiempo que me observaba con franca admiración.
Acto seguido tomó asiento en un sillón de cuero, uno de los anodinos muebles que contenía el apartamento, destinados a hombres de negocios aunque sumamente confortables. Dora no retiró la vista de mí.
—No, no soy Lucifer —respondí—. Sólo soy lo que te dije, nada más. Pero él es quien me persigue.
—¿El diablo?
—Sí. Te lo contaré todo y luego quiero que me aconsejes. Entretanto... —me volví hacia el archivador— tu herencia, las obras de arte, el dinero que posees y cuya existencia ignorabas, limpio y legítimo, todo aparece detallado en unas carpetas negras que hay dentro del archivador. Tu padre murió con el deseo de que utilizaras su herencia para construir tu iglesia. Si la rechazas, no estés tan segura de que eso sea la voluntad de Dios. Recuerda, tu padre ha muerto. Su sangre ha purificado el dinero.
¿Estaba convencido de lo que acababa de decir? En todo caso, era lo que Roger quería que le transmitiera.
—Roger me pidió que te lo dijera —añadí, tratando de mostrarme seguro de mí mismo.
—Te comprendo —contestó Dora—. Te preocupas por algo que ya no tiene importancia. Acércate, deja que te abrace. Estás temblando.
—¿Que estoy temblando?
—Aquí hace calor, pero tú no pareces notarlo. Anda, acércate.
Me arrodillé delante de ella y la abracé como había abrazado a Armand. Luego apoyé la cabeza contra la suya. Tenía la mejilla fría, pero ni siquiera el día en que la enterrasen estaría tan fría como lo estaba yo en aquellos momentos. Yo había absorbido todo el frío del invierno como si fuera un mármol poroso, lo cual quizá fuera cierto.
—Dora, Dora, Dora —murmuré—. No sabes lo mucho que te quería tu padre. Deseaba ayudarte a conseguir todo lo que te habías propuesto.
El olor que exhalaba su persona era muy poderoso, pero yo también.
—Explícame lo del diablo, Lestat —dijo Dora.
Me senté en la moqueta con objeto de poder contemplar su rostro. Dora estaba sentada en el borde del sillón, con las rodillas a la vista. Entre las solapas del abrigo asomaba el extremo de una bufanda dorada. Su semblante estaba pálido pero animado por una expresión muy vivaz que le daba un aire radiante y ligeramente mágico, como si no fuera humana.
—Ni siquiera tu padre fue capaz de describir tu belleza —dije—. Eres como la virgen de un templo, una ninfa de los bosques.
—¿Es eso lo que te dijo mi padre?
—Sí. Por cierto, el diablo, o lo que fuera, me pidió que te hiciese una pregunta. Me pidió que te preguntara la verdad sobre el ojo del tío Mickey. —Acababa de recordarlo. No se me había ocurrido contar esa anécdota a David ni a Armand, pero no tenía importancia.
Dora me miró sorprendida.
—¿El diablo te pidió que me preguntaras eso? —preguntó, visiblemente impresionada.
—Dijo que era un regalo que me hacía. Quiere que le ayude. Afirma que no es un ser maligno. Dice que Dios es su adversario. Te lo explicaré todo, pero antes contesta a mi pregunta. El diablo quiso hacerme ese regalo, un pequeño obsequio para convencerme de que es quien asegura ser.
Dora se llevó la mano a la sien al tiempo que sacudía la cabeza, en un gesto que indicaba confusión.
—Espera. ¿Estás seguro de que fue el diablo quien te dijo que me preguntaras la verdad sobre el ojo del tío Mickey? ¿No te habló mi padre de él?
—No, ni tampoco capté ninguna imagen de tu tío en la mente o el corazón de tu padre. El diablo dijo que Roger no conocía la verdad. ¿A qué se refería?
—Es cierto, mi padre no sabía la verdad —respondió Dora—. Su madre nunca se la contó. Mickey era tío suyo, el hermano de mi abuelo. Fueron los padres de mi madre, la familia de Terry, quienes me explicaron la historia. Según me dijeron, la madre de mi padre era muy rica y poseía una magnífica casa en la avenida St. Charles.
—Conozco la historia de esa casa. Roger conoció a Terry allí.
—Exacto, pero mi abuela de joven había sido pobre. Su madre trabajaba de sirvienta en el Garden District, como tantas otras chicas irlandesas. El tío Mickey era un tipo amable y campechano, que no se daba ninguna importancia.
»Mi padre desconocía la verdadera historia del tío Mickey. Los padres de mi madre me la contaron para demostrarme que era absurdo que mi padre se diera tantos aires, teniendo en cuenta que provenía de una familia humilde.
»Mi padre quería mucho al tío Mickey. Éste murió cuando mi padre aún era un niño. El tío Mickey tenía una fisura en el paladar y un ojo de cristal. Recuerdo que mi padre me enseñó su fotografía y me contó la historia de cómo había perdido el ojo. Le encantaban los fuegos artificiales y un día, mientras jugaba con unos cohetes, se le disparó uno accidentalmente y le hirió en el ojo. Ésa es la historia sobre el tío Mickey que yo había creído siempre. Lo conocía sólo de verlo en fotografías. Mi abuela y mi tío abuelo murieron antes de que yo naciese.
—Y un día la familia de tu madre te contó la verdad.
—Mi abuelo materno era policía. Conocía la historia de la familia de Roger. Me dijo que el abuelo de Roger había sido un borracho, igual que el tío Mickey. De joven, el tío Mickey trabajaba para un corredor de apuestas. En cierta ocasión se quedó con el dinero en lugar de apostarlo por un determinado caballo, y éste ganó la carrera.
—Ya.
—El tío Mickey, que era muy joven y me imagino que estaría muerto de miedo, se encontraba en el Corona's Bar, en el Canal Irlandés.
—En la calle Magazine —dije—. Ese bar estuvo allí durante años, quizás un siglo.
—Sí. Los matones del corredor de apuestas se presentaron en el bar y arrastraron al tío Mickey hasta la parte trasera del local. El padre de mi madre presenció toda la escena. Estaba allí, pero no podía intervenir. Nadie se atrevía a hacer nada. El caso es que mi abuelo vio cómo aquellos individuos propinaban una soberana paliza al tío Mickey. Ellos fueron quienes le causaron esa fisura en el paladar que lo obligaba a hablar de una forma muy rara. También le vaciaron un ojo de una patada. Cada vez que mi abuelo me relataba esa historia, me decía: «Esos tipos pudieron haber salvado el ojo, Dora, pero lo pisotearon salvajemente con sus zapatos puntiagudos.»
Dora se detuvo.
—Y Roger nunca supo la verdad.
—La única persona viva que lo sabe soy yo —contestó Dora—. Mi abuelo ha muerto. Que yo sepa, todas las personas que presenciaron la escena han muerto. El tío Mickey falleció a principios de los cincuenta. Roger me llevaba de vez en cuando al cementerio para visitar su tumba. Roger siempre sintió un gran cariño por el tío Mickey, con su extraña forma de hablar y su ojo de cristal. Todo el mundo lo quería, según me dijo Roger. Hasta lo decían los padres de mi madre. Era un encanto. Cuando murió trabajaba de vigilante nocturno. Vivía en una pensión de la calle Magazine, sobre Baer's Bakery. Murió en el hospital de una neumonía, aunque nadie de la familia sabía que estuviera enfermo. Roger jamás supo la verdad sobre el ojo del tío Mickey. De haberlo sabido, me lo habría comentado, como es natural.
Permanecí sentado en la moqueta, reflexionando sobre lo que me acababa de contar Dora. No captaba ninguna imagen de su mente, que mantenía totalmente cerrada a mí, pero se había expresado con suficiente generosidad. Yo conocía el Corona's Bar, como cualquiera que hubiera pasado por la calle Magazine en la época de los irlandeses. Conocía al tipo de criminales que había descrito Dora, capaces de pisotear un ojo humano con sus puntiagudos zapatos.
—Lo pisotearon y lo aplastaron —dijo Dora, como si me hubiera adivinado el pensamiento—. Mi abuelo siempre decía: «Podían haber salvado el ojo, de no haberlo pisoteado con sus zapatos puntiagudos.»
Al cabo de unos minutos de silencio, dije:
—Eso no demuestra nada.
—Demuestra que tu amigo, o enemigo, conoce algunos secretos.
—Pero no demuestra que sea el diablo —insistí—. Me pregunto por qué se le ocurrió elegir esa anécdota.
—Quizá se hallaba presente —contestó Dora sonriendo con amargura.
Ambos soltamos una pequeña carcajada.
—Dices que era el diablo, pero sin embargo declaró que no era maligno —dijo Dora. Hablaba en un tono persuasivo, sincero y controlado.
Tenía la sensación de haber obrado de forma sensata al buscar su consejo. Dora me observó fijamente.
—Cuéntame lo que hizo ese diablo —me rogó Dora.
Le expliqué toda la historia. Tuve que reconocer que había seguido a su padre durante un tiempo, acechando cada uno de sus movimientos, y que el diablo había hecho lo mismo conmigo. Se lo conté todo, sin omitir ningún detalle, tal como había hecho con David y Armand. Concluí con estas enigmáticas palabras:
—Te diré lo siguiente sobre ese ser, quienquiera que sea: posee una mente que no descansa en su corazón y una personalidad insaciable. Es la pura verdad. La primera vez que utilicé estas palabras para describirlo, se me ocurrieron de pronto, sin más. No sé de dónde las saqué. Pero son ciertas.
—¿Puedes repetirlas? —preguntó Dora.
Yo hice lo que me pedía.
Dora guardó un profundo silencio. Permaneció sentada con una mano apoyada en la barbilla y los ojos entrecerrados.
—Voy a pedirte un favor que te parecerá absurdo, Lestat —dijo Dora al cabo de unos instantes—. Encarga que nos suban algo para comer y beber. O ve tú a por ello. Debo meditar sobre lo que me has contado.
—Desde luego —respondí, levantándome de un salto—. ¿Qué te apetece?
—Me da lo mismo. Lo que sea. No he probado bocado desde ayer. Me siento demasiado débil para pensar con claridad. Ve a comprar algo para comer y vuelve aquí. Necesito estar sola para rezar, reflexionar y deambular entre las cosas de mi padre. Espero que al diablo no se le ocurra apoderarse de ti antes del tiempo acordado...
—No lo creo, aunque sólo sé lo que te he dicho. Voy enseguida a comprar algo.
Salí de inmediato, caminando como un mortal, en busca de un restaurante del centro donde me vendieran algún plato preparado y caliente. También compré varias botellas de agua mineral, puesto que es lo que los mortales suelen beber en estos tiempos, y regresé cargado con los paquetes.
Pero cuando se abrieron las puertas del ascensor en el tercer piso, me di cuenta de que había hecho algo que se salía por completo de lo normal. Yo, un vampiro de doscientos años, feroz y orgulloso por naturaleza, había ido a hacer un recado para una joven mortal sólo porque ella me lo había pedido.
Claro que las circunstancias justificaban mi conducta. Había secuestrado a Dora y la había llevado a Nueva York. La necesitaba. ¡La amaba!
Aquel episodio me demostró un hecho palpable: Dora tenía la facultad, como suelen tener los santos, de hacer que los demás la obedecieran. Yo había salido tan contento a comprarle algo para comer, como si fuera ella quien me hubiera hecho un favor a mí al pedírmelo.
Entré en el apartamento con los paquetes y los coloqué sobre la mesa.
La atmósfera del apartamento estaba impregnada de los aromas de Dora, incluyendo su menstruación, esa sangre especial que fluía entre sus piernas. Todo el lugar estaba saturado de su presencia y su olor.
Me esforcé en dominar el intenso deseo de chuparle la sangre hasta dejarla muerta.
Dora seguía sentada en el sillón, con las manos entrelazadas y aspecto pensativo. Vi que las carpetas negras yacían abiertas en el suelo. De modo que había examinado los documentos de su herencia, o una parte de los mismos.
Sin embargo, Dora no miraba las carpetas, sino que estaba inmersa en sus pensamientos. Cuando entré ni siquiera alzó la vista.
Al cabo de unos segundos se levantó y se dirigió hacia la mesa, como sumida en un trance. Entretanto, fui a la cocina en busca de unos platos y unos cubiertos. Tras revolver en los armarios y cajones, cogí un plato de porcelana y unos tenedores y cuchillos de acero inoxidable de aspecto inofensivo. Los coloqué en la mesa y abrí los paquetes que contenían unas humeantes raciones de carne y verduras. También le había comprado un postre. Todo aquello me resultaba completamente extraño, como si no hubiera habitado recientemente un cuerpo mortal y jamás hubiera probado los alimentos que comen los humanos. En cualquier caso, era una experiencia que prefería no recordar.
—Gracias —dijo Dora distraídamente, sin mirarme siquiera—. Eres un encanto.
Luego abrió una botella de agua mineral y bebió con avidez.
Mientras Dora bebía observé su cuello. Aunque procuraba apartar de mi mente cualquier tentación, su intenso olor era capaz de volverme loco.
Si crees que no podrás dominar este deseo, me dije, es mejor que te marches y no vuelvas a verla.
Dora comió sin fijarse en lo que ingería, de forma mecánica. De pronto me miró y dijo:
—Disculpa. Siéntate, por favor. No puedes comer estas cosas, ¿verdad?
—No —respondí—, pero puedo sentarme.
Tomé asiento junto a ella, procurando no observarla ni aspirar su aroma. Con el fin de distraerme, dirigí la vista hacia el ventanal. Parecía que nevaba, porque todo estaba cubierto por un espeso manto blanco. Eso, sin duda, significaba que o bien Nueva York había desaparecido sin dejar rastro, o que estaba nevando.
Dora tardó menos de seis minutos y medio en devorar la comida. Jamás había visto a nadie comer a esa velocidad. Luego lo recogió todo y lo llevó a la cocina. Yo insistí en que no era necesario que lavara el plato y los cubiertos y la conduje de nuevo a la sala de estar, lo cual me dio la oportunidad de sostener sus manos cálidas y frágiles entre las mías y aproximarme a ella.
—¿Qué me aconsejas? —pregunté.
Dora se sentó y reflexionó durante unos minutos antes de contestar.
—Creo que no tienes nada que perder si colaboras con ese ser. Es evidente que si quisiera destruirte ya lo habría hecho. Fuiste a dormir a tu casa aun sabiendo que él, el Hombre Corriente, como tú lo llamas, conocía la dirección. Es obvio que no le temes en un sentido material. Cuando se transformó en un diablo, conseguiste apartarlo de ti. ¿Qué arriesgas cooperando con él? Supongamos que sea capaz de llevarte al cielo o al infierno. Siempre puedes negarte a ayudarle, ¿no? Puedes decirle, utilizando su distinguida forma de expresarse: «Lo siento, no veo las cosas desde el mismo punto de vista que tú.»
—Cierto.
—Quiero decir que si te muestras dispuesto a hacer lo que te pide, ello no significa que le aceptes. Por el contrario, es él quien tiene la obligación de hacerte ver las cosas desde su óptica, ¿no crees? Además, siempre puedes romper las reglas.
—¿Te refieres a que no conseguirá llevarme al infierno con engaños?
—¿Bromeas? ¿Crees que Dios permitiría que el diablo se llevara a las personas al infierno por medio de engaños?
—Yo no soy una persona, Dora. Soy lo que soy. No pretendo trazar ningún paralelismo con Dios en mis reiterativos epítetos. Sólo pretendo decir que soy malvado. Muy malvado. Lo sé. Desde que empecé a alimentarme de sangre humana. Soy Caín, el asesino de su hermano.
—En tal caso, Dios podría arrojarte al infierno en cualquier momento, ¿no es cierto?
—Ojalá lo supiera —contesté, sacudiendo la cabeza—. Ojalá supiera por qué Dios no me ha arrojado ya al infierno. Pero, si lo he entendido bien, lo que dices es que el poder se halla repartido entre ambos.
—Es evidente.
—Y que creer que el diablo pueda embaucarme es casi una superstición.
—Justamente. Si vas al cielo, si hablas con Dios...
Dora se detuvo.
—Si te pidiera que le ayudaras, si te asegurara que no es malvado, aunque sea el adversario de Dios, ¿estarías dispuesta a aceptar que es capaz de cambiar tu forma de pensar?
—No lo sé —contestó Dora—. Es posible. Conservaría mi libre albedrío durante la experiencia, pero es posible que aceptara.
—De eso se trata. El libre albedrío. Temo perder mi voluntad y el juicio.
—Creo que estás en plena posesión de ambas cosas, así como de una enorme fuerza sobrenatural.
—¿No intuyes la maldad en mí?
—No, eres demasiado hermoso, lo sabes de sobra.
—Pero debe de existir algo podrido y perverso en mí que presientes y ves.
—Quieres que te consuele y no puedo hacerlo —respondió Dora—. No, no lo presiento. Creo lo que me has dicho.
—¿Por qué?
Dora reflexionó durante largo rato. Luego se levantó y se dirigió al ventanal.
—He elevado una petición a las fuerzas sobrenaturales —contestó Dora mientras contemplaba el tejado de la catedral, que yo no alcanzaba a ver—. Les he pedido que me concedan una visión.
—¿Y crees que yo puedo ser la respuesta a tu petición?
—Posiblemente —contestó Dora volviéndose hacia mí—. Aunque ello no signifique que todo esto esté sucediendo debido a Dora y a lo que Dora desea. Al fin y al cabo, te está ocurriendo a ti. Pero he rogado por una visión, y he asistido a varios hechos en apariencia prodigiosos; y, sí, te creo, lo mismo que creo en la existencia y la bondad de Dios.
Dora se acercó a mí, procurando no pisar las carpetas que yacían en el suelo, y añadió:
—Nadie sabe por qué Dios permite que exista el mal.
—Cierto.
—Ni cómo irrumpió en el mundo. Pero el mundo está lleno de millones de personas —gentes que creen en la Biblia, musulmanes, judíos, católicos, protestantes, descendientes de Abraham— que se ven envueltas en situaciones en las que el mal se halla presente, en las que está el diablo, en las que existe un elemento que Dios permite que exista, un adversario, por utilizar el lenguaje de tu amigo.
—Sí. Adversario. Esa es la palabra que él empleó.
—Creo firmemente en Dios —dijo Dora.
—Y piensas que también yo debería hacerlo.
—¿Qué puedes perder? —preguntó Dora.
No respondí.
Dora comenzó a pasearse por la habitación, con la cabeza inclinada y aire pensativo. Un mechón de pelo negro le rozaba la mejilla; sus largas piernas, enfundadas en unas medias, eran muy delgadas pero resultaban atractivas. Se había quitado el abrigo y me fijé en que llevaba un sencillo vestido de seda negro. Noté de nuevo su olor, el olor de su sangre femenina, íntima, fragante. Turbado, aparté la vista.
—Yo sé lo que puedo perder en estas cuestiones. Si creo en Dios, y si Dios no existe, estaría perdiendo mi vida. Podría acabar lamentándome en mi lecho de muerte de haber desperdiciado la única experiencia real del universo que podía haber vivido.
—Exactamente eso es lo que yo pensaba cuando estaba vivo. No quería desperdiciar mi vida creyendo en algo que era indemostrable y disparatado. Quería conocer lo que podía ver, sentir y saborear en la vida.
—Sí, pero tu situación es distinta. Eres un vampiro. Desde un punto de vista teológico, eres un demonio. Eres poderoso y no puedes morir de forma natural. Eso te da una ventaja.
Las palabras de Dora me hicieron reflexionar.
—¿Sabes lo que ha sucedido hoy en el mundo? —preguntó Dora—. Siempre iniciamos nuestro programa con unos boletines informativos y preguntamos a la audiencia: ¿Sabéis cuántas personas han muerto hoy en Bosnia, Rusia o África? ¿Sabéis cuántas escaramuzas se han librado hoy en el mundo, cuántos asesinatos se han cometido?
—Ya te entiendo.
—Me refiero a que no es probable que ese ser tenga el poder de embaucarte. Por tanto, deja que te muestre lo que te ha prometido. Si resulta que estoy equivocada... si haces que me condene, entonces habré cometido un trágico error.
—No, habrás vengado la muerte de tu padre, eso es todo. Pero estoy de acuerdo contigo. No creo que pretenda embaucarme. Me lo dice mi instinto. Y te diré algo más sobre Memnoch, el diablo, algo que te sorprenderá.
—¿Que te cae bien? Lo sé. Lo comprendí enseguida.
—¿Cómo es posible? Yo no me gusto. Me amo, me amaré hasta el día en que muera, pero no me gusto.
—Anoche dijiste algo —respondió Dora—. Dijiste que si te necesitaba no tenía más que llamarte en mis pensamientos, en mi corazón.
—Así es.
—Pues bien, quiero que tú hagas lo mismo. Si te marchas con ese ser, y me necesitas, llámame. Si no consigues librarte de él por tu propia voluntad y necesitas que interceda, llámame y le pediré a Dios que te ayude. No por una cuestión de justicia sino de misericordia. ¿Me prometes hacerlo?
—Sí.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Dora.
—Pasar contigo las horas que me quedan y ocuparme de tus asuntos. Me aseguraré, a través de mis numerosos aliados mortales, de que nadie pueda perjudicarte en lo referente a tu herencia.
—Ya lo ha hecho mi padre —contestó Dora—. Créeme. Lo ha dejado todo bien atado.
—¿Estás segura?
—Sí, lo ha resuelto con su habitual brillantez. Ha dejado una gran suma de dinero que irá a parar a manos de sus enemigos, superior a la fortuna que me ha legado a mí. No tienen necesidad de acosarme. En cuanto se enteren de que ha muerto, se apresurarán a apoderarse de sus bienes.
—¿Lo sabes con certeza?
—Sí. Dedícate esta noche a poner orden en tus asuntos. No te preocupes de los míos. Prepárate para embarcarte en la aventura que te espera.
Observé a Dora durante unos minutos. Todavía permanecía sentado a la mesa. Ella estaba de pie, de espaldas al ventanal. Su silueta, aparte de su pálido rostro, parecía dibujada con tinta negra.
—¿Existe Dios? —pregunté a Dora en voz baja. ¡Cuántas veces había formulado esa pregunta! Incluso se lo había preguntado a Gretchen mientras yacía en mis brazos.
—Sí, Dios existe, Lestat —respondió Dora—. Puedes estar seguro. Es posible que le hayas estado rezando durante tanto tiempo y con tanta insistencia, que al final ha oído tus ruegos. A veces me pregunto si no lo hará adrede, me refiero a no atender nuestros ruegos.
—¿Prefieres quedarte aquí o te acompaño a casa?
—Prefiero quedarme. No quiero volver a emprender otro viaje como el anterior. Pasaré el resto de mi vida tratando de recordar cada detalle, pero sé que no lo conseguiré. Quiero permanecer en Nueva York, junto a las cosas de mi padre. En cuanto al dinero, has cumplido tu misión.
—Así pues, ¿aceptas las reliquias, la fortuna?
—Desde luego. Conservaré los preciados libros de Roger hasta el momento en que pueda mostrárselos a otros, las obras de su admirado y herético Wynken de Wilde.
—¿Necesitas algo más de mí? —pregunté.
—¿Crees que... crees que amas a Dios?
—Rotundamente, no.
—¿Por qué lo dices?
—¿Cómo quieres que lo ame? —repliqué—. ¿Cómo quieres que lo ame nadie? ¿Recuerdas lo que dijiste hace un rato sobre las cosas que ocurren en el mundo? Todo el mundo odia a Dios. No es que Dios haya muerto en el siglo veinte, es que todo el mundo le odia. Al menos, ésa es mi opinión. Quizá fuera eso lo que trataba de decirme Memnoch.
Dora me miró perpleja y disgustada. Quería decir algo. Hizo un gesto ambiguo, como si tratara de atrapar unas flores en el aire para mostrarme su belleza.
—Le odio —dije.
Dora se santiguó y unió las manos en señal de oración.
—¿Vas a rezar por mí?
—Sí —respondió—. Aunque no vuelva a verte después de esta noche, aunque jamás me tropiece con una prueba que demuestre tu existencia ni que estuviste aquí conmigo, que mantuvimos esta conversación, nuestro encuentro me ha transformado para siempre. Tú eres mi milagro, por decirlo así. Eres la mayor prueba que se le podría conceder a un mortal. No sólo confirmas la existencia de lo sobrenatural, lo misterioso y lo prodigioso, sino que confirmas justamente lo que yo creo.
—Comprendo —respondí. Todo parecía perfectamente lógico, simétrico y cierto. Sacudí la cabeza, sonriendo, y añadí—: Me disgusta tener que dejarte.
—Vete —contestó Dora. De golpe apretó los puños y dijo furiosa—: Pregúntale a Dios qué quiere de nosotros. Tienes razón. ¡Todos le odiamos!
Durante unos instantes sus ojos expresaron una intensa ira. Luego recuperó la compostura y me miró con los ojos llenos de lágrimas:
—Adiós, cariño —dijo.
Fue una despedida muy dolorosa para ambos.
Al salir del apartamento comprobé que estaba nevando con intensidad.
Las puertas de la imponente catedral de San Patricio permanecían cerradas a cal y canto. Me detuve en los escalones de piedra y contemplé la Torre Olímpica, preguntándome si Dora podía verme ahí de pie, tiritando de frío, mientras la nieve se deslizaba con suavidad por mi rostro de modo persistente, doloroso, maravilloso.
—De acuerdo, Memnoch —dije en voz alta—. No es necesario perder más tiempo. Puedes venir a por mí cuando quieras.
De inmediato, oí resonar sus pasos a través del túnel monstruoso y desierto de la Quinta Avenida, entre las grotescas torres de Babel.
Mi suerte estaba echada.
Me volví a un lado y a otro, pero no había un alma a la vista.
—¡Estoy listo para ir contigo, Memnoch! —grité.
Estaba muerto de pánico.
—Demuéstrame que tienes razón, Memnoch. ¡Te lo exijo!
Los pasos sonaban cada vez con más fuerza. Era uno de sus trucos favoritos.
—Recuerda, tienes que hacer que vea las cosas desde tu perspectiva. ¡Eso fue lo que prometiste!
De pronto se levantó un fuerte viento, aunque no sé de dónde soplaba.
La metrópoli parecía vacía, congelada, como si se hubiera convertido en mi tumba. La nieve caía en espesos copos sobre la catedral, ocultando las torres.
Al cabo de unos instantes oí su voz junto a mí, incorpórea, íntima.
—Bien, querido amigo —dijo—. Empezaremos ahora mismo.



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