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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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martes, 1 de julio de 2008

H. P. LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH -- LA SOMBRA FUERA DEL ESPACIO

H. P. LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH
LA SOMBRA FUERA DEL ESPACIO

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Si hay algo que nos salva en este mundo... es la incapacidad de la mente humana para correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una isla de ignorancia en medio de los mares negros del infinito, y no estamos hechos para viajar lejos...


I
Si es cierto que el hombre vive siempre al borde de un abismo, entonces casi todos los hombres deben experimentar momentos de algo que llamaríamos nivel precognoscitivo, cuando las vastas e imperceptibles profundidades que existen siempre bordeando el pequeño mundo del hombre se convierten por un momento en tangibles, cuando el terrible pozo de conocimientos sin frontera, que incluso las mentes más brillantes sólo han vislumbrado, asume una apariencia borrosa capaz de llenar de terror al corazón más duro. ¿Conoce algún ser viviente los verdaderos orígenes de la humanidad? ¿O el lugar que al hombre le corresponde en el universo? ¿Sabe si el hombre está destinado al ignominioso final de un gusano?
Hay terrores que caminan por los pasillos de los sueños cada noche, que embrujan el mundo de los sueños, terrores que pueden relacionarse con los aspectos más mundanos de la vida cotidiana. Cada vez estoy más convencido de la existencia de un mundo fuera de éste en que estamos, lindante con él pero quizá completamente alucinatorio. Sin embargo, no ha sido siempre así. No fue así hasta que conocí a Amos Piper.
Mi nombre es Nathaniel Corey. He practicado el psicoanálisis durante más de cincuenta años. Soy autor de un libro y de varias monografías publicadas en periódicos dedicados a ese tipo de conocimientos. Practiqué durante muchos años en Boston, después de haber estudiado en Viena, y hace diez años, en el semi retiro, me trasladé a la ciudad universitaria de Arkham, en el mismo Estado. Me había ganado, con mi trabajo, una reputación de persona seria e íntegra, que me temo ponga en duda este relato. Aunque espero que ofrezca una conclusión bien distinta.
Es un firme presentimiento el que me lleva por fin a dejar testimonio de lo que ha sido quizá el problema más interesante y provocativo con que me he encontrado en todos estos años de práctica. No acostumbro a hacer observaciones públicas acerca de mis pacientes, pero me veo obligado a ello dadas las circunstancias peculiares que se dieron en el caso de Amos Piper: a través de ellas se plantean ciertos puntos que, a la luz de otros, sin relación aparente, podrían adquirir más relieve de lo que en principio presumí. Hay poderes de la mente que permanecen en las tinieblas, y quizá también poderes de las tinieblas que van más allá de la mente: no me refiero a brujas, a fantasmas o a duendes, ni a cualquier otra invención creada por civilizaciones primitivas, sino a poderes infinitamente más vastos y terribles que cualquier concepto humano.
El nombre de Amos Piper no será desconocido para mucha gente, especialmente para aquellos que recuerden la publicación de investigaciones antropológicas que llevan su nombre, hará cosa de unos diez años, más o menos. Le conocí por primera vez cuando su hermana, Abigail, le trajo a mi consulta un día de 1933. Era un hombre alto, que parecía haber sido grueso: sobre su cuerpo huesudo colgaban las ropas como si hubiese perdido mucho peso en un tiempo relativamente corto. Este parecía ser el problema: al primer vistazo, Piper necesitaba más la ayuda de un médico que de un psicoanalista, pero su hermana explicó que había acudido a los mejores especialistas y todos le habían indicado que su problema era esencialmente mental y se escapaba a sus facultades terapéuticas. A la señorita Piper le había sido recomendado por varios colegas, y también algunos compañeros de Piper en la facultad de la Universidad de Miskatonic, habían insistido en esa recomendación emanada del consejo médico que le había atendido. La suma de estas razones fue la que les condujo a pedirme una cita.
La señorita Piper me adelantó el problema de su hermano, mientras él descansaba en una habitación contigua a la consulta. Expuso el fondo del problema con admirable concisión... Piper parecía ser víctima de terribles alucinaciones, visiones que se apoderaban de él cada vez que cerraba los ojos o bajaba los párpados, mientras estaba despierto, y en sueños, mientras dormía. No dormía, sin embargo, desde hacía tres semanas. En ese tiempo había perdido tanto peso que a ambos les alarmaba su estado. Como preámbulo, la señorita Piper señaló que su hermano había sufrido un colapso nervioso tres años antes en un teatro; este colapso había durado tanto que hasta este último mes Piper no había vuelto a ser la misma persona. Su más reciente obsesión -si de una obsesión se trataba- se había manifestado una semana después de volver a su estado normal; según la señorita Piper, podía haber alguna relación lógica entre el estado en que se encontraba después del colapso y estas nuevas obsesiones, tras una corta etapa de normalidad. Las drogas habían demostrado su eficacia para inducirle a dormir, pero aun así no habían eliminado los sueños, que al parecer eran de una naturaleza espantosa, tanto que el doctor Piper era reacio a hablar de ellos.
La señorita Piper contestaba con franqueza a las preguntas que yo le hacía, pero revelaba falta de conocimiento acerca de la verdadera situación de su hermano. Me aseguró que en ningún momento había dado muestras de espíritu agresivo, pero que andaba distraído con frecuencia y establecía entre él y el mundo en que vivía una clara línea de separación, como si viviese encerrado en un caparazón que le aislase de ese mundo.
La señorita Piper se marchó, y yo me puse a examinar a mi paciente. Le vi sentado junto a mi escritorio con los ojos muy abiertos a costa de un gran esfuerzo, pues el globo del ojo estaba inyectado en sangre, y el iris parecía estar nublado. Se le notaba agotado, y empezó a excusarse en seguida por estar allí, explicando que su hermana había insistido y tomado la determinación sin permitirle otra opción que ceder. Lo había hecho para complacer a su hermana, ya que él era consciente de que su caso no tenía remedio.
Le dije que la señorita Abigail había hablado a grandes rasgos de su problema, e intenté calmarle los ánimos. Le hablé en un tono consolador y en términos generales. Piper escuchó con paciencia y respeto. Aparentemente cedía ante mi modo natural, reconfortante, con que pretendía siempre inspirar confianza, y cuando por fin le pregunté por qué no cerraba los ojos, me contestó sin titubear, y con sinceridad, que tenía miedo a hacerlo.
-¿Por qué? ¿Puede decir por qué?
Recuerdo su respuesta.
-En cuanto cierro los ojos aparecen en mi retina extrañas figuras geométricas y diseños, junto con tenues luces y formas de lo más siniestras, parecidas a unas enormes criaturas inimaginables por un hombre; y lo más terrible de ellas es que son criaturas inteligentes e inconmensurablemente desconocidas.
Le pedí que intentase describir a estos seres. Tropezaba con dificultades para hacerlo. Sus descripciones eran vagas, pero asombraba lo que sugerían. Ninguno de estos seres parecía estar claramente formado, excepto algunos conos rugosos, que tanto podían ser de origen vegetal como animal. Hablaba con una convicción rotunda, y me describía con esfuerzo aquellas sorprendentes criaturas con las que soñaba tan intensamente. Me chocó la intensidad de su imaginación. ¿Quizá existía un nexo entre esas visiones y la larga enfermedad que había sufrido? Parecía poco dispuesto a hablar de esto, pero al cabo de un rato lo hizo, algo inseguro, en un lenguaje inconexo. Era a mí a quien correspondía unir las piezas de los acontecimientos que me relataba.
La historia comenzó cuando tenía cuarenta y nueve años. Fue entonces cuando sobrevino su enfermedad. Estaba asistiendo a una representación de La carta de Maugham, cuando, a mitad del segundo acto, se desmayó. Le llevaron a la oficina del empresario y se esforzaron por reanimarle. Fue inútil y al fin le trasladaron a su casa en una ambulancia de la policía. De nuevo los médicos estuvieron un buen rato intentando reanimarle. Fracasaron en su intento y Piper fue hospitalizado. Estuvo en estado de coma durante tres días, transcurridos los cuales recobró el conocimiento.
Se observó de inmediato que ya no era «el mismo». Su personalidad había sufrido un profundo desequilibrio. Se creyó al principio que había sido víctima de un ataque de algún tipo, pero al no apreciarse síntomas que lo corroboraran, esta tesis hubo de ser abandonada. Tan profundo era el achaque que incluso algunas elementales actividades del ser humano las realizaba él con extrema dificultad. Por ejemplo, en seguida se apreció que tenía dificultad para coger objetos; sin embargo, físicamente no tenía ningún defecto y sus articulaciones funcionaban normalmente. Sus intentos de agarrar algún objeto hacían pensar en la maniobra ejecutada por una criatura sin dedos; o sea, que apartaba los dedos y el pulgar como si formaran una pinza rígida, en un movimiento que hacía pensar más en las garras de un animal que en el movimiento de una mano humana. No era este el único aspecto sorprendente de su «recuperación». Tuvo que aprender a caminar otra vez, pues parecía avanzar como si careciera de capacidad motriz. Le fue también extraordinariamente difícil aprender a hablar: sus primeros intentos los hizo con las manos, como si fuesen garras que intentasen coger objetos; al mismo tiempo emitía curiosos sonidos, como silbidos, cuya falta de significado le irritaba. Pero su inteligencia no parecía haber sufrido ningún daño, pues en menos de una semana dominaba todos los actos vulgares que componen la vida cotidiana de un hombre.
Pero si bien su inteligencia no se había visto afectada, se había borrado cuanto componía el pasado de su propia vida. No había reconocido a su hermana, ni a ninguno de sus compañeros de Facultad y miembros del cuerpo docente de la Universidad de Miskatonic. Decía no saber nada de Arkham, Massachusetts, y poca cosa de los Estados Unidos. Fue necesario enseñarle todo esto otra vez. Necesitó poco tiempo -menos de un mes- para asimilar cuanto se le puso delante. Redescubrió el conocimiento humano en un tiempo sorprendentemente corto, y demostró una memoria excepcional, pues asimiló con exactitud todo lo que se le dijo y todo lo que leyó. Con el cambio -una vez completado el adoctrinamiento- se puso de manifiesto durante su enfermedad que la parte de su cerebro que alojaba la memoria era infinitamente más valiosa que antes.
Fue después de hacer todos estos ajustes a su nueva situación cuando Piper comenzó a actuar de una forma que él mismo denomina «inexplicable». Obtuvo una excedencia por tiempo indefinido de la Universidad de Miskatonic, y comenzó a viajar extensamente. Pero no le quedaba ningún recuerdo directo o personal de estos viajes cuando me visitó en la consulta, o de ningún momento tras su «recuperación», durante la enfermedad que había sufrido durante tres años . No había nada en su relato de estos viajes que se pareciese a un recuerdo; y tampoco era capaz de decir lo que había hecho durante los mismos: esto era algo extraordinario, si se pensaba en la fabulosa memoria que demostró durante su enfermedad. Le habían dicho cuando se «recuperó» que había ido a extraños y lejanos lugares del mundo -el Desierto Arábigo, las extensiones de Mongolia, el Círculo Ártico, las Islas de Polinesia, las Marquesas y el antiguo país Inca del Perú. No recordaba en absoluto lo que había hecho allí, ni tampoco había nada en su equipaje que probase sus recorridos, excepto uno o dos curiosos trozos de piedra cubiertos de lo que podría ser escritura jeroglífica antigua, adecuados para formar parte de la colección de un turista.
Cuando no estaba ocupado en estos viajes extraños, pasaba su tiempo leyendo, con inconcebible rapidez, en las grandes bibliotecas del mundo. Su recorrido le había llevado desde la biblioteca de la Universidad de Miskatonic en Arkham -muy conocida por sus manuscritos y libros prohibidos, acumulados a lo largo de siglos, a partir de los tiempos coloniales-, hasta El Cairo. Pero la mayor parte del tiempo lo había pasado en el Museo Británico de Londres y en la Biblioteca Nacional de París. Había consultado innumerables bibliotecas privadas, cuando se lo permitían sus dueños.
De todas formas, los datos que había comprobado durante su breve semana de «normalidad» -usando de todos los medios disponibles: cables, telegrama, radio, a causa de la urgencia, decía- demostraban que había leído, devorado, mejor dicho, ciertos libros muy antiguos que antes de caer enfermo desconocía por completo o conocía únicamente a través de las más vagas referencias. Estos libros, relacionados con remotas sabidurías, eran Los Manuscritos Pnakóticos, el Necronomicon del árabe loco Abdul Alhazred, los Unaussprechlichen Kulten de von Juntz, los Cultes des Goules del conde d'Erlette, De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn, el Texto de R’lyeh, los Siete libros Crípticos de Hsan, los Cánticos de Dhol; el Liber Ivonis; los Fragmentos de Celaeno y muchos otros similares, alguno de los cuales existían sólo en forma fragmentaria, esparcidos por toda la superficie de la tierra. Por supuesto, había también otros de historia, pero de acuerdo con las fichas de retirada, las lecturas de Piper habían comenzado siempre con libros de leyendas o que trataban de cuestiones sobrenaturales. A partir de ahí seguía sus estudios de historia y antropología, en progresión directa, como si Piper asumiese que la historia de la humanidad había empezado, no en los tiempos antiguos, sino en un mundo increíblemente viejo, que ya existía antes de que el hombre midiese el tiempo según lo conocen los historiadores, y del que se habla en algunos temibles libros de ciencias ocultas.
También se sabía que había tenido contactos con otras personas a las que no conocía previamente, pero que al encontrarse, en el lugar que fuese, parecían tenerlo todo preparado; personas unidas por los mismos propósitos, relacionadas con investigaciones macabras, o miembros del cuerpo profesoral de alguna Universidad o escuela. Siempre existían puntos comunes entre ellos, según dedujo Piper en sus averiguaciones telefónicas intercontinentales, tras haber encontrado entre sus papeles, cuando volvió a la normalidad, algunos mensajes. Todos y cada uno habían sufrido un idéntico o muy similar estado de postración al que había pasado Piper a partir de la noche del teatro.
Aunque esta forma de actuar no tenía nada que ver con la vida de Piper antes de su enfermedad, una vez adoptada se mantuvo bastante consistente durante todo el tiempo en que estuvo enfermo. Los extraños e inexplicables viajes que había hecho poco después de haberse acostumbrado de nuevo, tras su ‘recuperación’, a vivir entre sus colegas y familiares, habían continuado durante los tres años en que no había sido «el mismo». Dos meses en Ponapé, un mes en Angkor-Vat, tres meses en las tierras antárticas, una conferencia con un colega experimentado en París, y cortos períodos en Arkham entre un viaje y otro. Este era el patrón de su vida; de esta forma pasó los tres años anteriores a su completo restablecimiento. Este período había sido seguido por otro de profundo desequilibrio, que no permitía a Amos Piper conservar la memoria de lo que había hecho en esos tres años, y le esclavizaba el terror de no cerrar los ojos. para no ver aquello que sugería a su mente subconsciente algo espantoso y aterrador, ligado estrechamente a sus sueños.
II
Al cabo de tres visitas, logré convencer a Amos Piper para que me contase algún fragmento de sus extraños y gráficos sueños, esas aventuras nocturnas de su subconsciente que le torturaban. Se parecían mucho unos a otros en esencia: no existía una fase de transición entre el momento de estar despierto y el momento de estar dormido. Pero, a la luz de la enfermedad de Piper, eran desafiadoramente significativos. El más común de ellos repetía un lugar; esto, con algunas variaciones, ocurría repetidamente en la secuencia que Piper me expuso. Reproduzco aquí su propio relato del sueño que se repetía:
«Yo era un erudito que trabajaba en la biblioteca de un edificio colosal. La habitación en la que estaba sentado, y en la que transcribía algo de un libro escrito en un idioma que no era el inglés, era tan grande que las mesas tenían la altura de una habitación normal. Las paredes no eran de madera, sino de basalto, y los estantes que cubrían las paredes eran de una clase de madera negra que no conocía. Los libros no estaban impresos, sino totalmente holografiados, algunos escritos en el mismo extraño idioma en que yo escribía. Pero había algunos idiomas que podía reconocer -este reconocimiento, sin embargo, se remontaba a ancestrales recuerdos-, sánscrito, griego, latín, francés, incluso inglés, pero un inglés muy mezclado, desde el inglés de Piers Plowman hasta el de hoy. Las mesas aparecían iluminadas por grandes globos de cristal, unidos a extrañas máquinas hechas de tubos de vidrio y barras de metal, sin cables que las conectasen.
»Aparte de los libros en los estantes, el lugar daba la impresión de un austero vacío. En la piedra se veían extraños grabados, todos ellos dibujos matemáticos curvilíneos, junto con inscripciones en la misma escritura jeroglífica estampada en los libros. La mampostería era megalítica: en bloques convexos se encajaban las hiladas cóncavas que descansaban en ellos; se elevaban de un suelo compuesto por grandes losas octogonales de un basalto similar al de las paredes. Nada había colgado en ellas, y nada decoraba los suelos. Las estanterías iban desde el suelo hasta el techo, y entre las paredes solamente había las mesas en las que trabajábamos de pie, pues no había nada ante nuestra vista que se pareciese a una silla, ni tampoco sentía necesidad de sentarme.
»Durante el día podía mirar afuera, a un vasto bosque de árboles como helechos. Durante la noche podía mirar las estrellas, pero no reconocía ninguna: ni una sola constelación de esos cielos se parecía siquiera remotamente a las estrellas familiares, a las acompañantes nocturnas de la tierra. Esto me llenaba de terror, pues sabía que estaba en un lugar muy extraño, alejado de los lugares terrestres que había conocido y que ahora aparecían como recuerdos de una existencia increíblemente lejana. Tenía conciencia de que formaba parte integral de aquel mundo y a la vez de que no tenía nada que ver con él; era como si una parte de mí perteneciese a este medio y otra parte no. Estaba muy aturdido, y en especial me confundía darme cuenta de que estaba escribiendo una historia de la tierra de un tiempo que me parecía haber vivido, es decir, del siglo XX. Estaba transcribiéndolo en sus detalles más nimios, como si fuese para estudiarla, pero no sabía con qué propósito. Quizá para añadir una opresora acumulación de saber a todo el saber que se concentraba en los innumerables libros de la habitación en que estaba, y en las habitaciones que la rodeaban, ya que el edificio entero al que pertenecía esta habitación era un gran almacén del saber. Tampoco era el único: por las conversaciones oídas en torno a mí, sabía que había otros más lejanos, y que en ellos había otros escribanos como nosotros, con tareas similares, y que el trabajo que realizábamos era vital para el retorno de la Gran Raza -raza a la que pertenecíamos- a los lugares de los universos donde una vez, hacía mucho, estuvo nuestro hogar, hasta que la guerra con los Primordiales nos obligó a huir.
»Trabajaba siempre con mucho miedo. Todo me inspiraba terror. Tenía miedo de mirarme a mí mismo. Tenía omnipresentemente un miedo terrorífico a un extraño descubrimiento intrínseco en la más fugaz ojeada a mi cuerpo, derivado de la convicción de que me había mirado con anterioridad y me había asustado profundamente al verme. Quizá tenía miedo de ser como los demás, puesto que mis compañeros, que me rodeaban, eran todos iguales. Aparentaban grandes conos de un material rugoso, como la estructura de un vegetal; medían más de diez pies de alto; su cabeza, así como sus manos, en forma de garras, estaban unidas a unas anchas extremidades que salían del vértice del cono. Caminaban merced a la expansión y contracción de la capa viscosa que formaba su base, y aunque no hablaban un lenguaje reconocible, podía entender los sonidos que emitían, pues, en mi sueño, me sabía instruido en ese idioma desde el momento en que llegué a aquel lugar. No hablaban con algo parecido a una voz humana, ni yo tampoco, sino con una extraña combinación de silbidos y golpes y rasguños de las grandes garras con que finalizaban sus cuatro extremidades enraizadas en lo que supuestamente podían ser sus cuellos, aunque esa parte de sus cuerpos no se veía.
»Parte de mi miedo sobrevino al entender ligeramente que era un prisionero dentro de un prisionero, que aun cuando estaba preso dentro de un cuerpo similar a los que me rodeaban, este cuerpo estaba, a su vez, preso dentro de la gran biblioteca. Buscaba en vano cosas que me fueran familiares. Nada de lo que allí había me recordaba a la Tierra que había conocido desde la niñez, y todo indicaba que nos encontrábamos en un punto lejano del espacio. Comprendía que todos mis compañeros eran también cautivos de alguna forma, aunque algunos hacían el oficio de guardianes. Muy similares a los otros en forma, tenían un cierto aire de autoridad, y caminaban entre nosotros muchas veces para ayudarnos. Estos guardianes no amenazaban, sino que se comportaban de un modo cortés y a la vez firme.
»Aunque nuestros guardianes no tenían por qué hablarnos, uno de ellos actuaba sin ningún género de restricciones. Era evidentemente el instructor; se movía entre nosotros con más soltura que los demás y me di cuenta que incluso los otros guardianes eran diferentes a él. Esto no se debía exclusivamente al hecho de que fuera instructor, sino también a que le sabían condenado a muerte, porque la Gran Raza no estaba aún preparada para moverse y el cuerpo en que habitaba estaba destinado a morir antes de que tuviese lugar la migración. Había conocido a otros hombres, y tenía la costumbre de detenerse ante mi mesa: al principio sólo me decía unas palabras para darme ánimo, y más tarde hablaba durante largos ratos.
»Por él supe que la Gran Raza había existido en la Tierra y en otros planetas de nuestro universo, así como de otros universos, billones de años antes de que se escribiese la historia. Los conos rugosos que les daban la apariencia actual los habían ocupado hacía sólo algunos siglos, y estaban lejos de ser su propia forma, que se asemejaba más a un rayo de luz, pues eran una raza de mentes libres, capaces de invadir cualquier cuerpo y de desplazar la mente que lo habitaba anteriormente. Habían habitado la Tierra hasta que se vieron envueltos en la titánica batalla entre los Dioses Arquetípicos y los Primordiales por la dominación del cosmos. De aquella batalla, según me dijo, se derivaba la explicación del Mito Cristiano para la humanidad, pues las mentes simples de los hombres primitivos habían concebido sus recuerdos ancestrales como una batalla entre el Bien y el Mal. Desde la Tierra, la Gran Raza escapó al espacio, en un principio al planeta Júpiter, y luego más lejos, a esa estrella en la que ahora se encontraban, una estrella oscura de Tauro, donde se quedaron a esperar la siempre pendiente invasión de la región del Lago de Hali, que era el lugar del destierro de Hastur -uno de los Primordiales- después de la derrota de los Primordiales por los Dioses Arquetípicos. Pero ahora su estrella agonizaba, y se estaban preparando para una migración masiva a otra estrella, ya fuese hacia adelante o hacia atrás en el tiempo, y para ocupar los cuerpos de otras criaturas de vida mas larga que los conos rugosos donde ahora se alojaban.
»La preparación consistía en el desplazamiento de mentes a criaturas que existían en varias épocas y en muchos lugares del universo. Había entre mis compañeros, afirmó, no sólo hombres-árboles de Venus, sino también miembros de la raza medio vegetal de la Antártica paleógena; no sólo representantes de la gran raza Inca del Perú, sino también miembros de la raza de hombres que vivirían la era post-atómica de la Tierra, horriblemente alterados por las mutaciones causadas por el desprendimiento de materiales radioactivos de las bombas de hidrógeno y cobalto de las guerras atómicas; no sólo seres como hormigas de Marte, sino también hombres de la antigua Roma, y hombres de un mundo de cincuenta mil años después. Había muchos más, de todas las razas, de todos los tipos de vida, de mundos que conocía y de mundos separados de mi tiempo por miles y miles de años. Era así porque la Gran Raza podía viajar cuando lo deseaba en el tiempo y en el espacio. Los conos rugosos que ahora constituían su cuerpo no eran sino un hábitat temporal, más breve que la mayoría de los que habían ocupado. Y el lugar en el cual desarrollaban ahora sus investigaciones, llenando sus archivos con la historia de la vida en todos los tiempos y en todos los lugares, era para ellos una esporádica residencia hasta emprender una existencia nueva y más duradera en otro lugar, en otra forma, en algún otro mundo.
»Todos los que trabajábamos en la gran biblioteca les ayudábamos a recopilar datos, puesto que cada uno de nosotros escribía la historia de su propio tiempo. Con el envío de sus miembros al vacío sideral, la Gran Raza podía ver por sí misma cómo era la vida en otros tiempos y lugares, y conocerla a través de los seres que en ese determinado momento vivían allí, porque de éstos eran las mentes que habían sido enviadas para ocupar el lugar de los miembros ausentes de la Gran Raza, hasta el momento en que se hallasen preparados para volver. La Gran Raza había construido una máquina para ayudarles en sus vuelos a través del tiempo y del espacio, pero no una de esas máquinas que puede imaginarse la humanidad, sino una que funcionaba en un cuerpo para separar y proyectar la mente; y cada vez que intentaba un viaje hacia adelante o hacia atrás en el tiempo, el viajero se sometía a la máquina y el viaje proyectado se realizaba. Así se trasladaban, sin traba alguna, a dondequiera que dirigieran sus migraciones en masa; todo lo accesorio, los aviones, los inventos, incluso la gran biblioteca, se dejaría atrás; la Gran Raza empezaría a construir su civilización, siempre esperando escapar de la destrucción que vendría cuando los Primordiales -el Gran Hastur, el Inefable, y Cthulhu que yace en las profundidades del agua, y Nyarlathotep el Mensajero, y Azathoth y Yog-Sothoth y toda su terrible progenie- escapasen a sus ataduras y se enzarzasen otra vez en una titánica batalla con los Dioses Arquetípicos en sus remotas fortalezas entre las estrellas distantes.»
Este era el sueño más corriente de Piper. De hecho, era probable que no se tratase de un sueño seguido, en el sentido de que se desarrollase en la misma ocasión, sino de uno que se repetía con detalles añadidos, hasta llegar a la versión final que había expuesto y que a él le parecía un mismo sueño repetido, cuando en realidad había sido una acumulación de diversas situaciones. Su forma de actuar en su breve período de «normalidad» en relación con su sueño era clara, pues representaba el reverso de la realidad: en la vida él imitaba las acciones de lo que posteriormente describió como conos rugosos, que habitaban sueños que luego se convertían en realidad. El orden tenía que ser, normalmente, el contrario; si sus acciones -sus intentos de agarrar objetos como si tuviese garras, y de hablar con las manos, y demás- hubiesen tenido lugar después de estos intensos sueños, la progresión normal habría podido ser observada. Era significativo que no hubiese ocurrido de esta forma.
Un segundo sueño parecía ser una simple continuación del primero. De nuevo Piper se encontraba trabajando en la alta mesa de la gran biblioteca, sin poder sentarse, ya que no había sillas, y además la forma de cono rugoso no permitía estar sentado. De nuevo el instructor que iba o morir se había parado a hablar con él, y Piper le había preguntado acerca de la vida de la Gran Raza.
«Le pregunté que cómo podía esperar la Gran Raza mantener sus planes en secreto, si reemplazaba a las mentes que se habían desplazado a otro lugar. Dijo que se conseguiría de dos formas. Primero, todo rastro de recuerdo de este sitio sería cuidadosamente borrado antes de que cualquiera de las mentes desplazadas regresase, bien fuese enviada hacia atrás o hacia adelante en el espacio y en el tiempo. Segundo, si quedase alguna señal, resultaría ser tan difusa e inconexa que carecería de sentido. Cualquier reconstrucción sería tan increíble para los demás, que la considerarían un invento de la imaginación, o incluso una enfermedad.
»Continuó diciéndome que a las mentes de la Gran Raza se les autorizaba para que eligiesen su hábitat. No se les enviaba fortuitamente a ocupar la primera «vivienda» con la que tropezaban, sino que tenían el poder de elegir entre las criaturas que divisaban aquella que deseaban ocupar. La mente desplazada era trasladada al lugar actual de residencia de la Gran Raza, mientras que el miembro de la raza se adaptaba a la vida de la civilización a la que había ido hasta encontrar los rastros de la vieja cultura que había culminado en el gran levantamiento entre los Dioses Arquetípicos y los Primordiales. Incluso tras el regreso, cuando la Gran Raza había aprendido cuanto deseaba acerca de la forma de vida y los puntos de contacto con los Primordiales -particularmente con sus servidores, que podrían oponerse a la Gran Raza, amante de la paz y de la soledad, y más allegada a los Dioses Arquetípicos que a los Primordiales-, en ocasiones se enviaban mentes para asegurarse de que las mentes desplazadas habían quedado limpias de todo recuerdo, o para emprender un nuevo desplazamiento, caso de que no hubiera sido así.
»Me llevó a las habitaciones subterráneas de la gran biblioteca. Había libros por todas partes, todos holografiados. Grupos de ellos estaban empaquetados en cámaras rectangulares alineadas, labradas en un desconocido metal brillante. Los archivos se ordenaban según las formas de vida, y tomé mota del hecho de que los conos rugosos de la estrella negra estaban considerados como superiores al hombre, puesto que el hombre no aparecía muy separado de los reptiles, que inmediatamente le precedían en la tierra. Cuando le interrogué acerca de esto, el instructor respondió que estaba en lo cierto. Explicó que el contacto con la Tierra sólo se mantenía porque en su día había sido el centro de las batallas entre los Dioses Arquetípicos y los Primordiales, y los servidores de estos últimos vivían allí, desconocidos para la mayoría de los hombres: los Profundos en las profundidades del océano, los batracios de Polinesia y área de Innsmouth en Massachusetts, el temible Pueblo Tcho-Tcho del Tíbet, los Shantaks de Kadath en el Desierto de Hielo, y muchos otros, y quién sabe si ahora resultaría necesario para la Gran Raza regresar otra vez al planeta verde que había sido su primer hogar. Me dijo que ayer mismo -un tiempo que parecía infinitamente largo, pues la duración de los días y las noches allí era equivalente a una semana en la Tierra- había regresado una de las mentes de Marte y comunicado que el planeta estaba tan cerca de la muerte, o más, que su propia estrella, y que se había perdido, por tanto, otra de las alternativas.
»De este subterráneo me llevó a la parte de arriba del edificio. Era una gran torre con una cúpula de una sustancia como el cristal, a través de la cual podía mirar el paisaje exterior. El bosque de helechos que había visto era de hojas verdes secas, no frescas, y lejos del borde del bosque se extendía un gran desierto interminable que descendía a un oscuro golfo: la cuenca ya seca de un gran océano, según explicó mi guía. La estrella negra había entrado en la órbita mas alejada de una nova y ahora moría lenta e implacablemente. ¡Qué extraño parecía el paisaje! Los árboles se veían enanos en comparación con los grandes edificios de piedras megalíticas desde donde los contemplábamos; ningún pájaro volaba por el cielo gris; no había ninguna nube, ni niebla en el abismo; y la luz del lejano sol que iluminaba la estrella negra venía indirectamente del espacio, de modo que el paisaje estaba siempre bañado en una irrealidad gris.
»Me estremecí al mirar.»
Los sueños de Piper aparecían cada vez más inmersos en el terror. Este miedo se materializaba en dos planos: uno que le ataba a la Tierra, y otro a la estrella negra. Había pocas variaciones. Un segundo tema, que se produjo dos o tres veces en una misma secuencia, era que se le permitía acompañar al guardián instructor a un curioso cuarto circular, que debía estar en la parte baja de la colosal torre. En cada uno de esos casos, uno de los conos rugosos se hallaba tendido en una mesa entre cúpulas de resplandeciente cristal de una máquina que emitía una luz intermitente, como si se tratase de una especie de electricidad, aunque, al igual que las lámparas de las mesas de trabajo, no había cables que fuesen hacia ellas o saliesen de ellas.
A medida que aumentaban las vibraciones de la luz y la intensidad de su brillo, el cono rugoso que estaba en la mesa entraba en estado de coma, y permanecía así por un tiempo, hasta que la luz oscilaba y el zumbido de la máquina se detenía. Entonces el cono volvía a la vida otra vez, e inmediatamente empezaba a emitir un torrente de silbidos y sonidos. La escena no variaba. Piper comprendía lo que decían, y creía que lo que presenciaba cada vez era el regreso de una mente perteneciente a la Gran Raza, y el envío de la mente desplazada que había ocupado el cono rugoso en su ausencia. La sustancia de la rápida charla del cono redivivo era siempre muy similar: venía a ser un resumen de la estancia de la gran mente lejos de la estrella negra. En una ocasión la gran mente había venido de Inglaterra después de una estancia de cinco años como antropólogo inglés, y pretendía haber visto los lugares en que los sicarios de los Primordiales aguardaban. Algunos habían sido parcialmente destruidos -como, por ejemplo, cierta isla no lejos de Ponapé, en el Pacífico, y el Arrecife del Diablo, cerca de Innsmouth, y una montaña de cavernas y un lago cerca de Machu Pichu. Otros servidores estaban dispersos, sin ninguna organización, y los Primordiales que permanecían en la Tierra estaban prisioneros bajo la estrella de cinco puntas que era el sello de los Dioses Arquetípicos. De los lugares que se nombraron como lugares potenciales para un futuro de la Gran Raza, la Tierra era siempre el que figuraba en cabeza, a pesar de los peligros de una guerra atómica.
Estaba claro, a medida que Piper progresaba en el relato de sus sueños, y a pesar de su confusión, que la Gran Raza pretendía volar a otro planeta o estrella muy distante de la estrella moribunda que ahora ocupaba, y las extensas regiones del planeta verde donde vivían pocos hombres -lugares cubiertos de hielo, regiones arenosas en los países cálidos- se presentaban como un paraíso para la Gran Raza. Básicamente los sueños de Piper eran todos muy similares. Existía siempre la enorme estructura de bloques megalíticos de basalto, siempre el interminable trabajo de esos seres extraños que no necesitaban dormir invariablemente la sensación de estar preso y, en la vida real, concomitante, el miedo siempre presente del que Piper no podía liberarse.
Llegué a la conclusión de que Piper, incapaz de relacionar los sueños con la realidad, era, víctima de una profunda confusión, uno de esos hombres desdichados que han perdido la capacidad de distinguir si el mundo real es el de los sueños o aquel en que habla y se mueve durante el día. Pero esta conclusión no me satisfacía del todo. Pronto supe que acertaba al poner en duda la veracidad de mi juicio.
III
Amos Piper fue mi paciente por un corto período de tres semanas. Pude observar durante ese tiempo, para mi pesar y para descrédito del tratamiento aplicado, que su condición se deterioraba paulatinamente. Empezaron a producirse alucinaciones, o al menos lo parecían, particularmente según el proceso típico de las ilusiones paranoicas de ser perseguido y observado. Este proceso llegó a su punto álgido en una carta que Piper me escribió y me envío por un mensajero. Sin duda, la carta había sido escrita precipitadamente...
«Querido Dr. Corey: Como es posible que no le vea más, quiero decirle que ya no tengo duda alguna respecto a mi situación. Sé que alguien me ha estado vigilando durante algún tiempo, y no es un ser terrestre, sino una de las mentes de la Gran Raza. Ahora estoy convencido de que todas mis visiones y sueños se derivan de ese período de tres años durante el cual estuve desplazado, o ‘no era yo’ según decía mi hermana. La Gran Raza existe aparte de mis sueños. Ha existido durante más tiempo que la medida humana del tiempo. No sé dónde está. En la estrella negra de Tauro o aún más lejos. Pero se preparan para trasladarse otra vez, y uno de ellos está muy cerca.
»No he estado ocioso entre visita y visita a su consulta. He tenido tiempo de hacer más investigaciones por mi cuenta. Muchos hilos atados a mis sueños me habían alarmado y me desconcertaban. ¿Qué ocurrió, por ejemplo, en Innsmouth en el año 1928 para que el gobierno federal hiciese explotar grandes cargas en el Arrecife del Diablo, en la costa atlántica, cerca de esa ciudad? ¿Qué es lo que había en ese pueblo de la costa que dio lugar a la detención y consecuente desaparición de casi todos los ciudadanos? ¿Y qué lazo unía a los polinesios y a la gente de Innsmouth? Además, ¿qué fue lo que descubrió la expedición Miskatonic Antartic de 1930-31 en las Montañas de la Locura, de tal naturaleza que se ha mantenido en secreto para todo el mundo excepto para los sabios de la universidad? ¿Cómo explicar la narración de Johannsen sino como un relato corroborativo de la leyenda de la Gran Raza? ¿Y no ocurre lo mismo con las antiguas ciencias de las naciones Incas y Aztecas?
»Podría continuar así durante muchas páginas, pero no hay tiempo. He descubierto datos de esos inquietantes incidentes, muchos de ellos acallados para no perturbar a un mundo cargado de problemas. El hombre, después de todo, es sólo una pequeña manifestación en la faz de un solo planeta en uno solo de los muchos universos que llenan el espacio. Solamente la Gran Raza conoce el secreto de la vida eterna, moviéndose en el tiempo y en el espacio, ocupando un lugar después de otro, convirtiéndose en animal, vegetal o insecto, según las circunstancias.
»Debo darme prisa. Tengo tan poco tiempo... Créame, mi querido doctor, sé lo que escribo...»
No me sorprendió mucho recibir esta carta, pues sabía por la señorita Abigail Piper que su hermano había sufrido una «recaída», al parecer pocas horas después de escribir esta carta. Me apresuré a ir a casa de los Piper. En la puerta me encontré a mi paciente. Estaba completamente cambiado.
Demostró tener una seguridad en sí mismo que no había tenido durante su visita a mi consulta ni en ningún momento desde el día que le conocí. Me aseguró que por fin había logrado el control sobre sí mismo, que las visiones a las que había estado expuesto habían desaparecido, y que ahora podía dormir libre de esos sueños que tanto le habían molestado. Desde luego, no podía dudar que se había recuperado, y no me era posible comprender por qué la señorita Piper me había escrito esa nota desesperada, a menos que se hubiese acostumbrado a que su hermano se hallase en un estado desconcertante y que hubiese confundido su mejoría con una «recaída». Esta recuperación era extraordinaria, ya que el incremento de su miedo, sus alucinaciones, su intenso nerviosismo y finalmente su rápida carta indicaban, con la misma evidencia que un síntoma físico indicaría una enfermedad, el derrumbe de su precario estado mental.
Me satisfacía esta recuperación; y le felicité. Aceptó mi felicitación con una sonrisa débil, y luego se excusó diciendo que tenía mucho que hacer. Le prometí telefonear una vez a la semana, más o menos, para vigilar cualquier retorno a la sintomatología de su desesperado estado anterior.
Diez días después le vi por última vez. Le encontré amable y cortés. La señorita Abigail Piper estaba delante, algo turbada, pero sin lamentarse. Piper no había vuelto a tener visiones o sueños, y era capaz de hablar con franqueza de su «enfermedad», desaprobando cualquier mención de «desorientación» o «desplazamiento» con una insistencia que sólo podía interpretar como un ansioso deseo por su parte de que yo borrara de mi mente todas aquellas impresiones. Pasé una hora muy agradable con él; pero no podía escapar a la convicción de que, mientras el hombre preocupado que había conocido en mi consulta era un hombre de una inteligencia pareja a la mía, el «recuperado» Amos Piper era un hombre de una inteligencia muy superior.
En el momento de mi visita, me impresionó el hecho de que se estaba preparando para unirse a una expedición a la región del Desierto Arábigo. No se me ocurrió entonces relacionar sus planes con los curiosos viajes que había realizado durante sus tres años de enfermedad. Pero los hechos posteriores me hicieron recordarlo.
Dos noches después, entraron en mi consulta y la saquearon. Todos los documentos originales pertenecientes al caso Amos Piper habían sido robados de los archivos. Afortunadamente, movido por una intuición que no podría explicar, había hecho copias de los más importantes relatos de sus sueños, así como de la carta que me escribió al final, que también había desaparecido. Los documentos no podían tener valor para alguien que no fuese Amos Piper, y Piper estaba ya supuestamente curado de su obsesión, así que la única explicación de este extraño hurto era tan rara que me resistía a admitirla. Además, me enteré de que Piper salía para su viaje al día siguiente, lo que establecía la posibilidad de ser el instrumento -escribo «instrumento» deliberadamente- del robo.
Ahora bien, un Piper curado no podía tener razón alguna para desear de forma tan manifiesta que los datos permaneciesen en su poder. Y en cambio, un Piper «recaído» tendría todos los motivos para desear que estos papeles fuesen destruidos. ¿Cabía suponer que Piper había sido desplazado nuevamente? En este caso, el hecho no habría sido tan obvio como la vez anterior, porque la mente que desplazaba la suya para cobijarse en su cuerpo lo conocía ya y no habría tenido necesidad de acostumbrarse otra vez a los hábitos y formas de comportamiento del hombre...
Por increíble que pareciera esta hipótesis, trabajé en ella iniciando unas investigaciones por mi menta. Mi intención era, en principio, pasar una semana -posiblemente dos- buscando respuesta a algunas de las preguntas que Amos Piper me había hecho en su carta. Pero unas semanas no fueron suficientes; el trabajo se prolongó durante meses, y a finales de año estaba más confundido que nunca. Además me encontraba en el borde del mismo abismo en el que había caído Piper.
Pues algo había pasado en Innsmouth en 1928, algo que había ocupado al gobierno federal, y acerca de lo cual nada podía averiguarse, excepto los vagos y terroríficos indicios de una relación con los batracios de Ponapé. Y había extraños y alarmantes descubrimientos en algunos de los templos de Angkor-Vat, descubrimientos que estaban relacionados con la cultura de los polinesios así como de algunas tribus indias del noroeste americano, y de otros descubrimientos hechos en las Montañas de la Locura por una expedición de la Universidad de Miskatonic.
Había relatos de incidentes similares, todos ocultos en misterio y oscuridad. Y los libros -los libros prohibidos que Amos Piper había consultado- estaban en la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, y lo que en esas páginas leí resultaba horriblemente sugestivo a la luz de lo que había dicho Amos Piper, y de todo lo que posteriormente comprobé. Lo que allí se exponía, aunque indirectamente, era que en algún lugar existió una raza de seres infinitamente superiores -llamémoslos dioses o la Gran Raza, o con cualquier otro nombre- que trasladaban sus mentes libres a través del tiempo y del espacio. Y si esto era aceptado como una premisa, entonces podía ser también cierto que la mente de Amos Piper había sido de nuevo desplazada por una mente de la Gran Raza, enviada a investigar si todos los recuerdos de su estancia entre ellos habían sido borrados.
Pero los hechos más inquietantes de todos son los que han ido saliendo a la luz gradualmente. Me tomé la molestia de indagar cuanto podía descubrir acerca de los miembros de la expedición al Desierto Arábigo a la que Amos Piper se había unido. Venían de todos los rincones del mundo, y eran todos hombres de los que podía esperarse que tuvieran un interés especial en una expedición de esta naturaleza: un antropólogo inglés, un paleontólogo francés, un sabio chino, un egiptólogo, y muchos más. Y supe que cada uno de ellos, al igual que Amos Piper, había sufrido en algún momento durante la última década algún tipo de ataque, descrito variadamente, pero que innegablemente consistía en un desplazamiento de la personalidad, lo mismo que Piper.
En alguna parte de esas remotas tierras del Desierto Arábigo ¡la expedición entera desapareció de la faz de la tierra!
Fue quizá inevitable que mis persistentes investigaciones provocasen interés en sectores ajenos a mí. Ayer un paciente vino a mi consulta. Había algo en sus ojos que me hizo pensar en Amos Piper, la última vez que le vi: una superioridad condescendiente, altiva, que me hizo encogerme de miedo, así como cierta torpeza en sus manos. Y ayer por la noche volví a verle, pasando bajo la farola de la calle de mi casa. Otra vez esta mañana, como un hombre que estudia a otro, y a sus hábitos, por alguna razón enrevesada para ser conocida por su víctima...
Y ahora cruzando la calle...Las hojas sueltas del anterior manuscrito fueron encontradas en el suelo de la consulta del doctor Nathaniel Corey, cuando su enfermera acudió a la policía a causa de unos ruidos alarmantes tras la puerta de la consulta, que estaba cerrada. Cuando irrumpió la policía, el doctor Corey y un paciente no identificado estaban arrodillados, intentando en vano empujar las hojas hacia las llamas de la chimenea situada en la pared norte de la habitación.
Los dos hombres parecían incapaces de agarrar las hojas, pero las empujaban hacia delante con un movimiento similar al de los cangrejos. Ajenos a la presencia de la policía, se ocupaban sólo de la destrucción del manuscrito y persistían en sus esfuerzos poco naturales para conseguirlo con histérica precipitación.. Ninguno fue capaz de dar una explicación inteligible a la policía o a los médicos asistentes, ni era coherente lo que decían.
En vista de que, tras un examen minucioso, ambos parecen haber sufrido un profundo cambio de personalidad, han sido trasladados para internamiento indefinido al Instituto Larkin, el famoso sanatorio privado para dementes...

H.P. Lovecraft -- LA TUMBA

H.P. Lovecraft
LA TUMBA
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«Sedibus ut saltem placidis in morte quiescam.»
VIRGILIO


Al abordar las circunstancias que han provocado mi reclusión en este asilo para enfermos mentales, soy consciente de que mi actual situación provocará las lógicas reservas acerca de la autenticidad de mi relato. Es una desgracia que el común de la humanidad sea demasiado estrecha de miras para sopesar con calma e inteligencia ciertos fenómenos aislados que subyacen más allá de su experiencia común, y que son vistos y sentidos tan sólo por algunas personas psíquicamente sensibles. Los hombres de más amplio intelecto saben que no existe una verdadera distinción entre lo real y lo irreal; que todas las cosas aparecen tal como son tan sólo en virtud de los frágiles sentidos físicos y mentales mediante los que las percibimos; pero el prosaico materialismo de la mayoría tacha de locuras a los destellos de clarividencia que traspasan el vulgar velo del empirismo chabacano.
Mi nombre es Jervas Dudley, y desde mi más tierna infancia he sido un soñador y un visionario. Lo bastante adinerado como para no necesitar trabajar, y temperamentalmente negado para los estudios formales y el trato social de mis iguales, viví siempre en esferas alejadas del mundo real; pasando mi juventud y adolescencia entre libros antiguos y poco conocidos, así como deambulando por los campos y arboledas en la vecindad del hogar de mis antepasados. No creo que lo leído en tales libros, o lo visto en esos campos y arboledas, fuera lo mismo que otros chicos pudieran leer o ver allí; pero de tales cosas debo hablar poco, ya que explayarme sobre ellas no haría sino confirmar esas infamias despiadadas acerca de mi inteligencia que a veces oigo susurrar a los esquivos enfermeros que me rodean. Será mejor para mí que me ciña a los sucesos sin entrar a analizar las causas.
Ya he dicho que vivía apartado del mundo real, aunque no que viviera solo. Eso no es para seres humanos, ya que quien se aparta de la compañía de los vivos inevitablemente frecuenta la compañía de cosas que no tienen, o al menos no demasiada, vida. Cerca de mi casa existe una curiosa hondonada boscosa en cuyas profundidades umbrías pasaba la mayor parte del tiempo; leyendo, pensando y soñando. En sus musgosas laderas tuvieron lugar mis primeros pasos infantiles, y en torno a sus robles grotescamente nudosos se entretejieron mis primeras fantasías de adolescencia. Terminé por conocer bien a las dríadas tutelares de tales árboles, y a menudo he atisbado sus salvajes danzas a los fieros rayos de la luna menguante... pero no debo hablar ahora de eso. Debo ceñirme a la tumba abandonada de los Hydes, una vieja y rancia familia cuyo último descendiente directo había sido introducido en su negro seno décadas antes de mi nacimiento.
Esta cripta de la que hablo es de viejo granito, carcomido y descolorido por brumas y humedades de generaciones. Excavado en la ladera, tan sólo la entrada de la estructura resulta visible. La puerta, un bloque pesado e imponente de piedra, cuelga sobre oxidados goznes de hierro, y se encuentra entornada de forma extraña y siniestra, mediante pesadas cadenas y candados, siguiendo una rústica costumbre de hace medio siglo. La residencia del linaje cuyos vástagos yacen aquí en urnas antiguamente coronaba la cuesta donde se halla la tumba, pero hace mucho que se derrumbó víctima de las llamas provocadas por la desastrosa caída de un rayo. Los mas viejos del lugar a veces hablan con voces apagadas e inquietas acerca de la tormenta de medianoche que destruyó esa melancólica mansión; mencionando lo que ellos llaman «cólera divina» en una forma tal que en años posteriores aumentaría la siempre fuerte fascinación que sentía por ese sepulcro devorado por las malezas. Tan sólo un hombre había perecido por el fuego. Cuando el último de los Hydes fue sepultado en este lugar de sombras y quietud, aquella triste urna de cenizas había llegado de una tierra distante, ya que la familia se había marchado tras el incendio de la mansión. Ya no queda nadie para depositar flores en el portal de granito, y pocos se aventuran entre las deprimentes sombras que parecen demorarse en forma extraña alrededor de sus piedras gastadas por el agua.
Nunca olvidaré la tarde en que me encontré por primera vez con esa casa de muerte casi oculta. Era mediado el verano, cuando la alquimia de la naturaleza transmuta el paisaje silvestre en una vívida y casi homogénea masa de verdor; cuando los sentidos se ven intoxicados por oleadas de húmedo verdor y el aroma sutilmente indefinible de la tierra y la vegetación. En tales parajes la mente pierde la perspectiva; tiempo y espacio se hacen vanos e irreales, y los sucesos de un pasado perdido laten insistentemente sobre la conciencia cautivada. Estuve vagabundeando todo el día a través de las místicas arboledas; pensando
en cosas de las que no hace falta hablar y conversando con seres que no debo mencionar. A la edad de diez años, yo había visto y oído multitud de maravillas ocultas para el vulgo; y era curiosamente viejo en ciertos aspectos. Cuando, tras abrirme paso entre dos exuberantes zarzales, me topé bruscamente con la entrada de la cripta, yo no sabía lo que había descubierto. Los oscuros bloques de granito, la puerta tan curiosamente entreabierta, y los relieves funerarios sobre el arco, no despertaron en mí asociaciones tristes o terribles. Sobre tumbas y sepulcros ya era mucho lo que sabía e imaginaba, aunque por mi peculiar carácter me había apartado de todo contacto con camposantos y cementerios! La extraña casa de piedra en la ladera representaba para mí una fuente de interés y especulaciones; y su interior frío y húmedo, dentro del que vanamente trataba de ojear a través de la abertura tan incitantemente dispuesta, no tenía para mí connotaciones de muerte o decadencia. Pero de ese instante de curiosidad nació el loco e irracional deseo que me ha conducido a este infierno de reclusión. Azuzado por una voz que debía proceder del espantoso corazón de la espesura, resolví penetrar aquellas tinieblas que me reclamaban, a pesar de las cadenas que impedían mi acceso. En la menguante luz del día, alternativamente sacudí los herrumbrosos impedimentos, dispuesto a franquear la puerta de piedra, e intenté escurrir mi magro cuerpo a través del espacio ya abierto; pero nada de todo esto resultó. Tras la curiosidad del principio, ahora me encontraba frenético; y cuando en el crepúsculo que avanzaba volví a casa, había jurado al centenar de dioses del bosque que, a cualquier precio, algún día me abriría paso hasta las oscuras y heladas profundidades que parecían reclamarme. El médico de barba gris que acude cada día a mi cuarto dijo una vez a un visitante que tal decisión representaba el comienzo de una penosa monomanía; pero esperaré el juicio final de los lectores cuando éstos hayan sabido todo.
Consumí los meses posteriores al descubrimiento en inútiles tentativas de forzar el complejo candado de la cripta entreabierta, así como en discretas indagaciones acerca de la naturaleza
e historia de esa estructura. Con el oído tradicionalmente receptivo de los niños, aprendí mucho, aun cuando mi habitual reserva me llevó a no comunicar a nadie ni esos datos ni la decisión tomada. Quizás debiera mencionar que no me sorprendí ni me aterré al conocer la naturaleza de la cripta. Mis originales ideas acerca de la vida y de la muerte me habían llevado a asociar, de alguna vaga forma, la fría arcilla y el cuerpo animado; y sentí que esa grande y siniestra familia de la mansión incendiada estaba en algún modo presente en el pétreo recinto que yo trataba de explorar. Las habladurías sobre ritos salvajes e idólatras orgías ocurridas antiguamente en el viejo lugar despertaban en mí un nuevo y poderoso interés por la tumba, ante cuyas puertas podía sentarme durante horas y más horas cada día. En cierta ocasión lancé una vela por la rendija de la entrada; pero no pude ver nada sino un tramo de húmedos peldaños que descendía. El olor del lugar me repelía al tiempo que me fascinaba. Sentía haberlo aspirado ya antes, en un-remoto pasado anterior a todo recuerdo; previo incluso a mi estancia en el cuerpo que ahora habito.
El año siguiente al descubrimiento de la tumba encontré una traducción carcomida por los gusanos de las Vidas de Plutarco en el ático atestado de libros de mi hogar. Leyendo la vida de Teseo, quedé sumamente impresionado por aquel pasaje que habla sobre la gran roca bajo la que el héroe infantil habría de encontrar las señales de su destino, tras hacerse lo suficientemente adulto como para alzar su enorme peso. Esa leyenda consiguió aplacar mi acuciante impaciencia por penetrar la cripta, ya que me hizo percibir que aún no había llegado el tiempo. Más tarde, me dije, alcanzaría fuerza e ingenio bastantes como para franquear con facilidad la puerta pesadamente encadenada; pero hasta ese momento debía conformarme con lo que parecían los designios del Destino.
En consecuencia, la atención dedicada al húmedo portal se tornó menos persistente, y dediqué mucho de mi tiempo a otras meditaciones sobre asuntos igualmente extraños. A veces me levantaba sigilosamente durante la noche, saliendo a pasear por aquellos camposantos y cementerios de los que mis padres me habían mantenido alejado. Qué hacía allí no sabría decir, ya que no estoy seguro de la realidad de algunos hechos; pero sé que al día siguiente de alguno de tales paseos solía asombrarme con la posesión de un conocimiento sobre temas casi olvidados durante muchas generaciones. Fue durante una noche así que estremecí a la comunidad con una extraña hipótesis acerca del enterramiento del rico y famoso hacendado Brewster, una celebridad local sepultada en 1711 y cuya lápida de pirraza, ostentando el grabado de una calavera y dos tibias cruzadas, iba convirtiéndose lentamente en polvo. En un instante de infantil imaginación juré no sólo que el enterrador, Goodman Simpson, había hurtado sus zapatos con hebilla de plata, medias de seda y calzones de raso al muerto antes del entierro; sino que el mismo hacendado, aún vivo, se había girado por dos veces en su ataúd cubierto de tierra el día después de ser sepultado.
Pero la idea de penetrar la tumba nunca abandonó mis pensamientos; viéndose de hecho estimulada por el inesperado descubrimiento genealógico de que mis propios antepasados maternos mantenían un ligero parentesco con la familia de los Hydes, considerada extinta. El último de mi rama paterna, yo era asimismo el último de ese linaje más viejo y misterioso. Comencé a considerar esa tumba como mía, y a esperar con ansiedad el futuro, esperando el momento en que pudiera traspasar la puerta de piedra y descender en la oscuridad aquellos viscosos peldaños de piedra. Adquirí el hábito de escuchar con gran atención junto al portal entornado, eligiendo para esa curiosa vigilia mis horas preferidas, en la quietud de la medianoche. Al alcanzar la edad adulta, había abierto un pequeño claro en la espesura, ante la fachada cubierta de moho de la ladera, permitiendo a la vegetación adyacente circundar y cubrir aquel espacio, a semejanza de un selvático enramado. Tal enramado era mi templo, la puerta aherrojada del santuario, y aquí yacía tendido en el musgoso suelo, sumido en extraños pensamientos y enroñando sueños extraños.
La noche de la primera revelación hacía bochorno. Debí quedarme dormido a causa del cansancio, ya que tuve la clara sensación de despertar al oír las voces. Dudo de mencionar sus tonos y acentos; de su cualidad no quiero ni hablar; pero puedo decir que había extraordinarias diferencias en su vocabulario, pronunciación y en la construcción de frases. Cada matiz del dialecto de Nueva Inglaterra, desde las groseras sílabas de los colonos puritanos a la retórica precisa de cincuenta años atrás, parecían hallarse representadas en aquel sombrío coloquio, aunque sólo más tarde caí en la cuenta. En ese instante, de hecho, mi atención estaba distraída con otro fenómeno; un suceso tan fugaz que no podría jurar que haya sucedido realmente. Apenas creí estar despierto, cuando una luz se apagó apresuradamente dentro del hondo sepulcro. No creo haber quedado pasmado o sumido en el pánico, aunque soy consciente de haber sufrido un cambio grande y permanente durante esa noche. Al volver a casa me dirigí sin vacilar a un podrido arcón del ático, en cuyo interior encontré la llave que al día siguiente abriría fácilmente la barrera contra la que tanto tiempo había luchado en vano.
Fue al suave resplandor del final de la tarde cuando por vez primera accedí a la cripta de la ladera abandonada. Un hechizo me envolvía, y mi corazón latía con un alborozo que apenas puedo describir. Mientras cerraba a mis espaldas la puerta y descendía los pringosos escalones a la luz de mi solitaria vela, creí reconocer el camino y, aunque la vela chisporroteaba debido al sofocante ambiente del lugar, me sentía singularmente a gusto con aquel aire viciado, como de osario. Mirando alrededor, columbré multitud de losas de mármol sobre las que reposaban ataúdes, o restos de ataúdes. Algunos estaban sellados e intactos, pero otros casi se habían deshecho, dejando las manijas de plata y placas caídas entre algunos curiosos montones de polvo blancuzco. En una de las placas leí el nombre de sir Geoffrey Hyde, que había llegado de Sussex en 1640 y muerto aquí unos años después. En un llamativo nicho había un ataúd bastante bien conservado y vacío que me hizo sonreír a la par que estremecer. Un extraño impulso me llevó a encaramarme a la amplia losa, apagar la vela y yacer dentro de la caja desocupada.
Con la luz gris del alba salí dando tumbos de la cripta y aseguré la cadena de la puerta a mi espalda. Ya no era un joven, aun cuando tan sólo veintiún inviernos habían pasado por mi envoltura corporal. Los aldeanos más madrugadores que alcanzaron a presenciar mi vuelta a casa me contemplaron atónitos, asombrados de los signos de juerga tormentosa visibles en alguien cuya vida era tenida por sobria y solitaria. No me mostré ante mis padres hasta después de un largo y reparador sueño.
En adelante frecuenté cada noche la tumba; viendo, escuchando y realizando actos que jamás debo revelar. Mi forma de hablar, siempre susceptible de las influencias más inmediatas, fue lo primero en sucumbir al cambio, y la súbita aparición de arcaísmos en mi habla fue pronto advertida. Más tarde, mi conducta se tiño de extraño valor y temeridad, hasta el punto de que inconscientemente comencé a adoptar la actitud de un hombre de mundo, a pesar de mi reclusión de por vida. Mi anteriormente silenciosa lengua se tornó voluble, con la gracia fácil de un Chesterfield o el cinismo ateo de un Rochester. Mostraba una curiosa erudición, completamente alejada de los saberes fantásticos y monacales de los que me había empapado en mi juventud, y cubría las hojas de guarda de mis libros con fáciles e improvisados epigramas que tenían influencias de Gay, Prior y los más vivos de los burlones y poetas augustos. Una mañana, durante el desayuno, me puse al borde del desastre al declamar con acentos netamente ebrios una efusión de alegría bacanal del siglo dieciocho; un soplo de alegría georgiana nunca consignada en libros, que rezaba más o menos así:

Acudid acá, mozos, con vuestras jarras de cerveza,
Y bebed por el presente antes de que se esfume;
Apilad en vuestro plato una montaña de carne,
Pues el comer y el beber nos brinda alivio:
Así que colmad vuestros vasos,
Ya que la vida pronto pasará;
¡Cuando estéis muertos no brindaréis a la salud
del rey o de vuestra chica!

Anacreonte tenía la nariz roja, según cuentan:
¿Pero qué es una nariz colorada a cambio de estar alegre y vivaz?
¡Dios me valga! Mejor rojo como estoy aquí,
que blanco como un lirio... ¡y muerto medio año!
Así que Betty, mi dama,
Ven y dame un beso;

¡En el infierno no hay hija de ventero que se te pueda comparar!
El joven Harry se mantiene todo lo tieso que puede,
Pronto perderá la peluca y caerá bajo la mesa;
Pero colmad vuestras copas y hacerlas circular...
¡Mejor bajo la mesa que bajo tierra!
Así que reíd y gozad Bebed sin cesar:
¡Bajo seis pies de tierra no os será tan fácil el disfrutar!

¡El diablo me confunda! Apenas puedo andar,
¡Maldito sea s¡ puedo tenerme en pie o hablar!
Aquí, posadero, manda a Betty por una silla;
¡Me iré a casa en un rato, ya que mi mujer no está!
Así que echadme una mano;
No me tengo en pie,
¡Pero contento estoy mientras me mantenga sobre la tierra!

Por esa época comencé a albergar mi actual miedo al fuego y las tormentas. Antes indiferente a tales cosas, sentía ahora un inexplicable horror ante ellas; y era capaz de recogerme al rincón más profundo de la casa cuando los cielos amenazaban con aparato eléctrico. Uno de mis refugios favoritos durante el día era el ruinoso sótano de la mansión quemada, y con la imaginación podría pintar la estructura tal y como había sido antiguamente. En cierta ocasión asusté a un aldeano conduciéndolo en secreto a un sombrío subsótano cuya existencia me parecía conocer a pesar del hecho de que había permanecido desconocido y olvidado durante muchas generaciones.
Al final ocurrió lo que tanto había temido. Mis padres, alarmados por la alteración de ademanes y apariencia de su único hijo, comenzaron a ejercer sobre mis movimientos un discreto espionaje que amenazaba con conducirme al desastre. No había comentado a nadie mis visitas a la tumba, habiendo guardado mi secreto propósito con religioso celo desde la infancia; pero ahora me veía obligado a guardar precauciones cuando deambulaba por los laberintos de la hondonada boscosa, ya que debía despistar a un posible perseguidor. Guardaba la llave de la cripta colgando de un cordel alrededor de mi cuello, cuya existencia tan sólo era conocida por mí. Nunca saqué del sepulcro ninguna de las cosas que encontré entre sus muros.
Una mañana, mientras salía de la húmeda tumba y cerraba las cadenas del portal con mano no demasiado firme, advertí en un matorral adyacente el rostro de un observador. Sin duda, el fin estaba cerca; ya que mi enramado había sido descubierto y el objeto de mis salidas nocturnas desvelado. El hombre no se me acercó, por lo que me apresuré a volver a casa en un esfuerzo por espiar lo que pudiera informar a mi preocupado padre. ¿Iban mis estancias más allá de la puerta encadenada a ser reveladas al mundo? Imaginen mi regocijado asombro cuando escuché al espía contar a mi padre con un precavido susurro que yo había pasado la noche en el enramado exterior a la tumba; ¡con mis ojos somnolientos clavados en la hendidura que entreabría la puerta aherrojada! ¿Mediante qué milagro se había visto engañado el observador? Ahora estaba convencido de que un agente sobrenatural me protegía. Envalentonado por tal circunstancia celestial, volví a visitar abiertamente la cripta, seguro de que nadie podría presenciar mi entrada. Durante una semana degusté al completo los placeres de ese osario común que no debo describir, cuando aquello sucedió, y me arrancaron de allí para traerme a este maldito lugar de pesar y monotonía.
No debí salir esa noche, ya que el estigma del trueno acechaba en las nubes, y una infernal fosforescencia brotaba del fétido pantano ubicado al fondo de la hondonada. La llamada de los muertos, también, era distinta. En vez de la tumba de la ladera, procedía del calcinado sótano en lo alto, cuyo demonio tutelar me hacía señas con dedos invisibles. Cuando salí de una arboleda intermedia al llano que hay ante las ruinas, contemplé a la brumosa luz lunar, algo que siempre había esperado vagamente. La mansión, desaparecida un siglo antes, alzaba una vez más sus majestuosas formas ante la mirada extasiada; cada ventana resplandecía con el fulgor de multitud de velas. Por el largo sendero acudían los carruajes de la aristocracia de Boston, al tiempo que una muchedumbre de petimetres empolvados iba llegando a pie desde las mansiones vecinas. Con tal gentío me mezclé, a sabiendas de que mi sitio estaba entre los anfitriones, no entre los invitados. En el salón sonaba la música, risas, y el vino estaba en cada mano. Reconocí algunas caras, aunque las hubiera distinguido mucho mejor de haber estado secas, o consumidas por la muerte y la descomposición. Entre una multitud salvaje y audaz yo era el más extravagante y disipado. Alegres blasfemias brotaban a torrentes de mis labios, y mis bruscos chascarrillos no respetaban la ley de Dios, el Hombre o la Naturaleza. Súbitamente, un retumbar de trueno, haciéndose oír aún sobre el estrépito de aquella juerga tumultuosa, rasgó el mismo tejado e impuso un soplo de miedo en aquella porcina compañía. Rojas llamaradas y tremendas ráfagas de calor envolvieron la casa, y los concelebrantes, aterrorizados por el descenso de una calamidad que parecía trascender los designios de una naturaleza ciega, huyeron vociferando en la noche. Tan sólo quedé yo, atado a mi asiento por un terror mortal jamás sentido hasta entonces. Y en ese instante un segundo horror tomó posesión de mi alma. Quemado vivo hasta ser reducido a cenizas, mi cuerpo disperso a los cuatro vientos, ¡jamás podría yacer en la tumba de los Hydes! ¿Acaso no tenía derecho a descansar durante el resto de la eternidad entre los descendientes de sir Geoffrey Hyde? ¡Sí! ¡Reclamaría mi herencia de muerte aun cuando mi espíritu hubiera de buscar durante eras otra morada carnal que la situase en aquella losa vacía del nicho de la cripta. ¡Jervas Hyde nunca arrostraría el triste destino de Palinuro!
Mientras el espejismo de la casa ardiente se desvanecía, me encontré gritando y debatiéndome como un loco entre los brazos de dos hombres, uno de los cuales era el espía que me había seguido hasta la tumba. La lluvia caía a raudales, y sobre el horizonte sur había fogonazos de los relámpagos que acababan de pasar sobre nuestras cabezas. Mi padre, con el rostro surcado de pesar, no hacía gesto mientras yo le pedía a voces que me dejara reposar en la tumba, advirtiendo con frecuencia a mis captores que me trataran con toda la delicadeza posible. Un círculo oscurecido en el suelo del arruinado sótano indicaba un violento golpe de los cielos, y en esa parte un grupo de aldeanos curiosos con linternas indagaban en una pequeña caja de antigua factura que la caída del rayo había aflorado a la luz. Cesando en mis inútiles y ahora sin objeto forcejeos, observé a los espectadores mientras examinaban el hallazgo, y se me permitió participar de su descubrimiento. La caja, cuyos cerrojos habían sido rotos por el golpe que la había desenterrado, contenía multitud de documentos y objetos de valor; pero yo tan sólo tenía ojos para una cosa. Era la miniatura en porcelana de un joven con una elegante peluca de rizos, ostentando las iniciales «J. H.». El rostro era tal y como yo me veía, de suerte que bien pudiera haber estado contemplándome en un espejo.
Al día siguiente me trajeron a este cuarto con barrotes en la ventana, pero me he mantenido al tanto de ciertas cosas merced a un sirviente no muy espabilado, y ya de edad, por quien sentí gran cariño durante la infancia, y quién, al igual que yo, ama los cementerios. Lo que me he atrevido a contar de mis experiencias dentro de la cripta tan sólo me ha brindado sonrisas conmiserativas. Mi padre, que me visita a menudo, dice que no he traspasado el portal encadenado, y jura que el herrumbroso cerrojo, cuando él lo examinó, no daba muestras de haber sido tocado en cincuenta años. Incluso afirma que todo el pueblo conocía mis viajes a la tumba, y que con frecuencia me observaban durmiendo en el enramado exterior a la espantosa fachada, los ojos entreabiertos y fijos en el resquicio que conduce al interior. Contra tales afirmaciones carezco de pruebas, ya que mi llave se perdió durante la lucha en esa noche de horror. Las extrañas cosas del pasado que aprendí durante aquellos encuentros nocturnos con los muertos son atribuidos al fruto de mi codicioso e incesante hojear de los viejos volúmenes de la biblioteca familiar. De no haber sido por mi viejo criado Hiram, a estas alturas yo mismo estaría bastante convencido de mi propia locura.
Pero Hiram, fiel hasta el final, ha tenido fe en mí y ha provocado lo que me lleva a publicar al menos parte de esta historia. Hace una semana forzó el cerrojo que aseguraba la puerta de la tumba perpetuamente entornada y descendió con una linterna a las sombrías profundidades. En una losa, en el interior de un nicho, descubrió un ataúd viejo, pero vacío, en cuya deslustrada placa reza esta simple palabra: «Jervas.» En ese ataúd y en esa cripta me ha prometido que seré sepultado.

H. P. LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH -- LA VENTANA EN LA BUHARDILLA

H. P. LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH
LA VENTANA EN LA BUHARDILLA



I
Me trasladé a casa de mi primo Wilbur cuando aún no había pasado un mes desde su inesperada muerte. Lo hice no sin cierto recelo, pues no me agradaba demasiado la soledad del valle entre montañas del Aylesbury Pike. Pero me parecía bastante lógico que esa propiedad de mi primo favorito hubiese recaído sobre mí. Cuando aún no era propiedad de los Wharton, la casa había estado sin habitar durante mucho tiempo. No había sido utilizada desde que el nieto del campesino que la había construido se marchó a la ciudad de Kingston, en la costa, y mi primo la compró a aquel heredero disgustado con el tipo de vida que llevaba en esa triste y agotada tierra. Fue algo imprevisto, como solían hacer las cosas los Akeley: impulsivamente.
Wilbur había sido estudiante de arqueología y antropología durante muchos años. Se había licenciado en la Universidad de Miskatonic, en Arkham, e inmediatamente después pasó tres años en Mongolia, Tíbet, Sinkiang, y otros tres en América del Sur, América Central y la parte suroeste de Estados Unidos. Había venido personalmente a dar la respuesta a una proposición que le hicieron para formar parte del profesorado de la Universidad de Miskatonic, pero en lugar de eso, se compró la vieja finca de los Wharton y se dedicó a repararla: tiró todas las alas con excepción de una, y dio a la estructura central una forma todavía más extraña que la que había adquirido a lo largo de las veinte décadas de su existencia. Pero ni siquiera yo tuve plena conciencia del alcance de estas reformas hasta que tomé posesión de la casa.
Fue entonces cuando me di cuenta de que Wilbur sólo había dejado sin alterar uno de los laterales de la casa, había reconstruido por completo la fachada y la parte posterior, y había acondicionado una habitación en el desván del ala sur de la planta baja. La casa había sido en principio de una planta, con un enorme desván, que sirvió en su época para llenarse de todo tipo de bártulos de la vida rural de Nueva Inglaterra. En parte había sido construida con troncos; y ese tipo de construcción lo había dejado Wilbur tal cual, lo que demostraba el respeto de mi primo por la artesanía de nuestros antepasados de estas tierras: la familia Akeley llevaba en América cerca de doscientos años cuando Wilbur decidió dejar sus viajes y asentarse en su lugar de origen. El año, si mal no recuerdo, era 1921: no vivió allí más que tres años, de modo que fue en 1924 -el 16 de abril- cuando me trasladé a la casa para hacerme cargo de ella según disponía el testamento.
La casa estaba más o menos como la había dejado. No concordaba con el paisaje de Nueva Inglaterra, ya que a pesar de las huellas del pasado en sus cimientos de piedra y en los troncos, lo mismo que en la chimenea, había sido tan renovada que parecía fruto de varias generaciones. La mayor parte de estas reformas las había hecho Wilbur para su mayor comodidad, pero había un cambio que me causó extrañeza, y del que Wilbur nunca había dado ninguna explicación: era la instalación en la zona sur de la buhardilla, de una gran ventana redonda, con un curioso cristal opaco, del que simplemente había dicho que era una antigüedad muy valiosa, descubierta y adquirida durante su estancia en Asia. Se refirió a ella en una ocasión como «el cristal de Leng» y en otra habló de que «su origen posiblemente se deba a las Híadas». Ninguna de las dos referencias me aclaraba nada, pero, si he de ser sincero, tampoco estos caprichos de mi primo me interesaban lo suficiente como para averiguar más.
Pronto deseé, sin embargo, haberlo hecho. En seguida descubrí, una vez instalado en la casa, que toda la vida de mi primo parecía desenvolverse, no en las habitaciones centrales del piso de abajo, como sería de esperar, puesto que eran las más acondicionadas en cuanto a comodidades, sino en torno al cuarto abuhardillado. Aquí era donde tenía sus pipas, sus libros favoritos, sus discos, y los muebles más cómodos. Era también aquí donde trabajaba, donde estudiaba los manuscritos relacionados con su profesión y donde le sorprendió -mientras consultaba unos volúmenes de la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic- la enfermedad coronaria que acabó con su vida.
O adaptaba mi forma de vida a sus cosas, o adaptaba sus cosas a mi forma de vida. Decidí esto último. Como primera medida, tenía que restablecer la disposición adecuada de la casa y vivir de nuevo en las estancias de la planta baja, ya que, a decir verdad, sentí desde el principio que la buhardilla me repelía. En parte, cierto, porque me recordaba la presencia de mi primo muerto, quien nunca mas ocuparía su lugar favorito de la casa, pero también porque la habitación me resultaba totalmente extraña y fría. Me sentía rechazado como por una fuerza física que no podía comprender, aunque posiblemente aquel rechazo se correspondía con mi actitud hacia la habitación a la que no comprendía, como nunca pude comprender a mi primo Wilbur.
Las reformas que deseaba hacer no eran del todo fáciles. Pronto me di cuenta de que la vieja ‘guarida’ de mi primo imprimía carácter a toda la casa. Hay quien piensa que las casas asumen algo del carácter de sus dueños; si la vieja casa había adquirido algo del carácter de los Wharton, que habían vivido en ella durante tanto tiempo, sin duda mi primo lo había borrado con sus reformas, pues ahora parecía hablar fielmente de la presencia de Wilbur Akeley. No era tanto una sensación opresiva como la molesta convicción de no estar solo, de ser observado minuciosamente por algo que me era desconocido.
Quizá la responsable de estas fantasías era la propia soledad de la casa, pero me daba la impresión de que la habitación favorita de mi primo era algo vivo, que esperaba su regreso, como un animal que no se ha dado cuenta de que la muerte ha hecho acto de presencia y el dueño a quien espera no volverá jamás. Quizá debido a esta obsesión presté a aquel cuarto más atención que la que de hecho merecía. Había retirado de allí algunas cosas, como, por ejemplo, una cómoda silla; pero algo me impulsó a devolverla a su lugar, como una obligación emanada de convicciones diversas, y a menudo conflictivas: que esta silla, por ejemplo, pudiera estar hecha para alguien con diferente constitución a la mía, y por ello resultaba incómoda a mi persona, o que la luz no fuera tan buena abajo como arriba, por lo que también devolví a la buhardilla los libros que había retirado de sus estantes.
Sin lugar a dudas, las características de la habitación eran totalmente diferentes a las del resto de la casa. La casa de mi primo era en general bastante vulgar, si se exceptúa esa habitación. La planta baja estaba llena de comodidades, pero parecía haber sido poco utilizada, con excepción de la cocina. La habitación, en cambio, estaba bien amueblada, pero de un modo diferente, difícil de explicar. Era como si la habitación, sin duda un estudio construido por un hombre para su propio uso, hubiese sido utilizada por innumerables personas, cada una de las cuales hubiese dejado algo de sí misma dentro de esas paredes, pero sin ninguna huella identificadora. Sin embargo, yo sabía que mi primo había llevado una vida de ermitaño, con la excepción de sus salidas a la Universidad de Miskatonic de Arkham y a la Biblioteca Widener de Boston. No había viajado, ni recibía visitas. En las pocas ocasiones en que paré en su casa -por razones de trabajo muchas veces me encontraba en los alrededores-, aunque siempre se portó cortésmente, parecía estar deseando que me marchase. Y eso que nunca permanecí allí más de quince minutos.
A decir verdad, el ambiente que flotaba en la buhardilla me hizo olvidar el deseo de cambiarla. El piso de abajo era suficiente para mí; me proporcionaba un hogar agradable, y no me fue difícil prescindir de la buhardilla y de las reformas que pensaba hacer allí, hasta casi olvidarme de ello y considerarlo sin importancia. Además, con frecuencia pasaba fuera varios días y varias noches, y no tenía prisa alguna por reformar la casa. El testamento de mi primo había sido refrendado oficialmente, y la casa registrada a mi nombre, de modo que nada amenazaba mi propiedad.
Iodo habría ido bien, puesto que ya me había olvidado de los incumplidos planes para la buhardilla, de no haber sido por los pequeños incidentes que empezaron a turbarme. Al principio, sin ninguna consecuencia; eran cosas sin importancia que casi pasaron inadvertidas. Creo recordar que la primera de ellas sucedió al mes escaso de estar allí, y fue tan insignificante que, hasta pasadas varias semanas, no se me ocurrió relacionarla con acontecimientos posteriores. Escuché el ruido una noche, mientras leía cerca de la chimenea en la planta baja, y no era probablemente nada más que un gato o algún animal similar arañando la puerta para que le dejase entrar. Pero se oía con tanta claridad que me levanté a mirar en la puerta principal y en la puerta posterior, sin encontrar rastro de ningún gato. El animal había desaparecido en la noche. Le llamé varias veces, pero no obtuve respuesta ni escuché el menor ruido. No me había dado tiempo a sentarme, cuando empezó de nuevo a arañar la puerta. Lo intenté por lo menos media docena de veces, pero no logré ver al gato, hasta que me molestó tanto aquello que, de haberlo visto, probablemente lo habría matado.
Por sí solo, este incidente era trivial, y nadie pensaría dos veces en él. ¿Sería un gato que conocía a mi primo, y que al no conocerme a mí se había asustado? Pudiera ser. No pensé más en ello. Sin embargo, no había pasado una semana cuando ocurrió un incidente similar, pero con una acusada diferencia respecto al primero. Esta vez, en lugar de arañazos de gato, el sonido era algo que se deslizaba a tientas, y que me provocó un escalofrío, como si una serpiente gigante o la trompa de un elefante rozase en las ventanas y en las puertas. Tras el sonido, mi reacción fue idéntica a la vez anterior. Oí, pero no vi nada; escuchaba y no descubría nada, sólo los sonidos inaprensibles. ¿Un gato? ¿Una serpiente? ¿O qué?
Aparte del gato y de la serpiente, que no tardaron en volver, sucedieron otros nuevos incidentes. En ocasiones escuchaba lo que parecía el sonido de las pezuñas de una bestia, o las pisadas de un gigantesco animal, o los picotazos de pájaros en las ventanas, o el deslizamiento de un gran cuerpo, o el sonido aspirante de unos labios. ¿Qué podía deducir de todo esto? Consideré que eran alucinaciones mías y descarté que existiera una explicación, puesto que los sonidos aparecían en cualquier momento, a todas horas de la noche y del día. De haber habido algún animal de cualquier tamaño en la puerta o en la ventana, tendría que haberlo visto antes de que desapareciese en el bosque de las colinas que rodeaban la casa (lo que había sido campo se hallaba ahora cubierto de álamos, abedules y fresnos).
Este ciclo misterioso quizá no bahía sido interrumpido, de no ser porque una noche abrí la puerta de las escaleras que conducían a la buhardilla de mi primo, debido al calor que hacía en la planta baja; fue entonces cuando los arañazos del gato empezaron otra vez, y me di cuenta de que el ruido no venía de las puertas, sino de la misma ventana de la buhardilla. Subí escaleras arriba, sin dudarlo, sin pararme a pensar que tendría que tratarse de un gato muy especial para poder trepar hasta el segundo piso de la casa y llamar para que le dejasen entrar por la ventana redonda, única abertura al exterior de la habitación. Y puesto que la ventana no se abría, ni siquiera parcialmente, y como se trataba de un cristal opaco, no pude ver nada. Pero sí me quedé allí escuchando el ruido producido por los arañazos de un gato, tan cerca como si viniese del otro lado del cristal.
Bajé corriendo, cogí una potente linterna y salí a la calurosa noche de verano para iluminar la pared en que estaba la ventana. Pero ya había cesado todo ruido, y ya no había nada que ver excepto la pared de la casa y la ventana, tan negra por fuera como blanca y opaca por dentro. Pude haber seguido desconcertado durante el resto de mi vida y muchas veces pienso que indudablemente eso habría sido lo mejor, pero no fue así.
Por esta época recibí de una vieja tía un gato, llamado «Little Sam», que se había llevado un premio y que había sido mascota mía hacía cosa de dos años, cuando aún era pequeño. Mi tía había acogido con cierta alarma mis intenciones de vivir solo, y finalmente me había mandado uno de sus gatos para que me hiciese compañía. «Little Sam», ahora, desafiaba su nombre: tendría que haberse llamado «Big Sam». Había engordado mucho desde la última vez que lo vi, y se había convertido en un felino fiero y negro, todo un ejemplar de su especie. «Little Sam» me demostraba con arrumacos su afecto, pero mostraba una gran desconfianza hacia la casa. A veces dormía cómodamente a los pies de la chimenea; en otros momentos parecía un gato poseído: aullaba para que le dejara salir afuera. Y cuando sonaban aquellos extraños sonidos que parecían de animales que pretendían entrar en la casa, «Little Sam» se volvía loco de miedo y de furia, y tenía que dejarle salir de inmediato para que pudiera refugiarse en una vieja dependencia que no había sido afectada por las reformas de mi primo. Allí dentro se pasaba la noche -allí o en el bosque- y no volvía hasta el amanecer, cuando le entraba hambre. A lo que se negaba siempre rotundamente era a entrar en la buhardilla.
II
Fue el gato, en realidad, el que me impulsó a profundizar en los trabajos de mi primo. Las reacciones de «Little Sam» eran tan anómalas que no me quedó otro remedio que rebuscar entre los revueltos papeles que había dejado mi primo, a ver si encontraba alguna explicación al fenómeno ya habitual de la casa. Casi en seguida me tropecé con una carta sin terminar, en el cajón del escritorio de una habitación de la planta baja; estaba dirigida a mí, y parecía evidente que Wilbur era consciente de su enfermedad, puesto que la carta parecía contener instrucciones en caso de muerte. Pero lo más probable también era que Wilbur ignorase la inminencia de su muerte, pues la carta había sido empezada tan sólo un mes antes de que le sobreviniese aquélla y aguardaba a medio acabar en un cajón, como si mi primo hubiera pensado que le quedaba tiempo de sobra para terminarla.
«Querido Fred -había escrito-, los mejores médicos me dicen que me queda poco tiempo de vida, y como ya he dicho en mi testamento que serás mi heredero, quiero añadir a ese documento unas cuantas disposiciones últimas que te ruego recuerdes y lleves a cabo fielmente. Hay en especial tres cosas que debes hacer sin falta, y del modo que te indico:
l. Todos los papeles que están en los cajones A, B y C de mi armario deben ser destruidos.
2. Todos los libros de los estantes H, I, J y K han de ser devueltos a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic de Arkham.
3. La ventana redonda que está en el cuarto abuhardillado de arriba tiene que ser rota. No se trata de quitarla simplemente, debe ser hecha añicos.
Has de aceptar mi decisión sobre estos tres puntos y si no lo haces puedes ser responsable de enviar un terrible azote sobre el mundo. No quiero hablar más de esto. Hay otras cosas de las que quiero hablar mientras puedo hacerlo. Una de éstas es la cuestión... »
Aquí se interrumpió y dejó su carta.
¿Qué hacer con tan extrañas instrucciones? Comprendía que esos libros se devolviesen a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic. Yo no tenía ningún interés especial en ellos. Pero ¿por qué destruir los papeles? ¿Por qué no llevarlos también allí? Y respecto al cristal... Destruirlo era sin duda una tontería; tendría que comprar una ventana nueva, y esto representaría un gasto superfluo. Esta parte de la carta produjo el desgraciado efecto de despertar más y más mi curiosidad, y me propuse mirar entre sus cosas con mayor atención.
Esa misma noche fui a la habitación abuhardillada del piso de arriba y empecé con los libros de las estanterías indicadas. El interés de mi primo por los temas de arqueología y antropología se reflejaba claramente en la selección de sus libros: textos referentes a las civilizaciones polinesias, mongólicas y de varias tribus primitivas, y obras acerca de las migraciones de pueblos, el culto y los mitos de las religiones primitivas. Estos, sin embargo, sólo podían considerarse los primeros de los libros destinados a ser entregados a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic. Muchos de ellos parecían ser muy viejos, tan viejos que ni siquiera se indicaba fecha alguna, y a juzgar por su apariencia y su letra deduje que provenían de la Edad Media. Los más recientes -ninguno era posterior a 1850- habían sido recibidos de diversos lugares: algunos habían pertenecido al padre de mi primo, Henry Akeley, de Vermont, que se los había dejado a Wilbur ; otros llevaban el sello de la Biblioteca Nacional de París, lo que inducía a sospechar que Wilbur se los había llevado de allí.
Estos libros en varios idiomas llevaban títulos como: los Manuscritos Pnakóticos, el Texto de R’lyeh, los Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, el Libro de Eibon, los Cánticos de Dhol, los Siete Libros Crípticos de Hsan, De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn, los Fragmentos de Celaeno, los Cultes des Goules del conde d’Erlette, el Libro de Dzyan, una copia fotostática del Necronomicon, de un árabe llamado Abdul Alhazred, y muchos otros, algunos aparentemente en forma de manuscritos. Confieso que estos libros me sorprendieron, puesto que estaban llenos -aquellos que leí- de ciencias ocultas, de mitos y de leyendas relativos a las creencias antiguas y primitivas de las religiones de nuestra raza... Y si no había leído mal, también de razas desconocidas. Por supuesto, no podía enjuiciar debidamente los textos en latín, francés y alemán; ya era bastante difícil descifrar el inglés antiguo de algunos de sus manuscritos y libros. De cualquier forma, pronto se acabó la paciencia: los libros mantenían unos postulados tan extraños que sólo un antropólogo con gran vocación podía coleccionar tal cantidad de literatura de ese tipo.
Aquellas obras no carecían de interés, pero todas trataban más o menos del mismo tema. Era el viejo credo del poder de la luz contra el poder de las tinieblas, o por lo menos así lo interpreté yo. No importaba que se denominasen Dios y Demonio, o los Dioses Arquetípicos y los Primordiales, el Bien y el Mal o nombres como los Nodens, el Señor de los Abismos, el único nombrado, el Dios Arquetípico, o éstos de los Primigenios: el dios idiota, Azathoth, amorfa plaga de la confusión de los mundos abismales que blasfema y parlotea en el centro del infinito; Yog-Sothoth, el todo en uno, el uno en todo, no sujeto ni a las leyes del tiempo ni del espacio, coexistente con el tiempo y co-aniquilante con el espacio; Nyarlathotep, el mensajero de los Primordiales: el Gran Cthulhu que, mantenido en un estado letárgico mágico, espera surgir otra vez de la cósmica R’lyeh, sumergida en las profundidades del océano; Hastur, señor del espacio interestelar; Shub-Niggurath, la Cabra Negra de los Bosques y sus mil crías. Y así como las razas de los hombres que adoraban varios dioses conocidos llevaban nombres de sectas, así también ocurría con los adeptos de los Primordiales, que incluían a los Abominables Hombres de las Nieves del Himalaya y de otras regiones montañosas de Asia; los Profundos, que merodeaban en las profundidades del océano, bajo las órdenes de Dagon, para servir al Gran Cthulhu; los Shantaks; el Pueblo Tcho-Tcho; y otros muchos. Según constaba, algunos de ellos habían surgido de aquellos lugares a los cuales los Primordiales fueron desterrados -como Lucifer, que fue desterrado del Paraíso- después de su rebelión contra los Dioses Arquetípicos; eran lugares tales como las distantes estrellas de las Híadas, Kadath la Desconocida, la Meseta de Leng, o incluso la ciudad hundida de R’lyeh.
A través de esos textos, dos elementos preocupantes sugerían que mi primo se había tomado todo esto de las mitologías más en serio de lo que yo pensaba. Las repetidas referencias a las Híadas, por ejemplo, me recordaban que Wilbur me había hablado del cristal de la ventana y de que «su origen posiblemente se deba a las Híadas». Y más específicamente como «el cristal de Leng». Es cierto que estas referencias podían ser meras coincidencias, y me tranquilicé por un momento diciéndome a mí mismo que «Leng» podía ser algún comerciante chino en antigüedades, y la palabra «Híadas» podía provenir de una errónea interpretación. Pero esto era un mero pretexto por mi parte, pues todo indicaba que para Wilbur estas mitologías desconocidas habían significado algo más que un entretenimiento temporal. De no haber sido suficiente su colección de libros, sus anotaciones no habrían dejado lugar a dudas.
Las anotaciones contenían algo más que misteriosas referencias. Había dibujos toscos pero significativos que me causaron una extraña y desagradable impresión: alucinantes escenas y criaturas extrañas, seres que no hubiese podido imaginar en mis peores sueños. En su mayor parte estas criaturas eran imposibles de describir; eran aladas, semejantes a murciélagos del tamaño de un hombre; vastos y amorfos cuerpos, llenos de tentáculos, que parecían a primera vista pulpos, pero definitivamente más inteligentes que un pulpo; seres con garras, mitad hombres, mitad pájaros; cosas horribles, con cara de batracio, que caminaban erectas, con brazos escamosos y de un color verde claro, como el agua del mar. Había seres humanos más reconocibles, aunque distorsionados; hombres con rasgos orientales, atrofiados y enanos, que vivían en lugares fríos a juzgar por sus ropas, y había una raza nacida de repetidos cruces, con ciertos caracteres de batracios, aunque indiscutiblemente humanos. Nunca pensé que mi primo tuviese tanta imaginación; sabía que tío Henry admitía como ciertas las que no eran sino fantasías de su mente, pero nunca, que yo supiese, había demostrado Wilbur esta misma tendencia; veía ahora que había escamoteado lo esencial de su verdadera naturaleza, y este hallazgo me dejaba atónito.
Ciertamente, ningún ser vivo podía haber servido de modelo para estos dibujos, y no había tales ilustraciones en los manuscritos y libros que había dejado. Movido por la curiosidad, busqué más a fondo en sus anotaciones. Finalmente, separé aquellas de sus referencias crípticas que parecían, aunque muy remotamente, encerrar lo que buscaba, y las ordené cronológicamente, cosa fácil, pues estaban fechadas.
«15 de octubre,’21. Paisaje más claro. ¿Leng? Parece el suroeste de América. Cuevas llenas de bandadas de murciélagos -como una densa nube- que empiezan a salir justo antes del ocaso, y tapan el sol. Arbustos y árboles torcidos. Un lugar venteado. A lo lejos, hacia la derecha, montañas con nieve en las cimas, a la orilla de la región desértica.»
«21 de octubre,’21. Cuatro Shantaks en medio del paisaje. Estatura media mayor que la de un hombre. Peludos. Cuerpo similar al de los murciélagos, con alas que se extienden tres pies sobre la cabeza. Cara picuda, como de buitres. Por lo demás se parecen a un murciélago. Cruzaron el escenario en vuelo. Se pararon a descansar en un risco a mitad de camino. No enterados. ¿Iba alguien montado encima de uno de ellos? No puedo estar seguro.»
«7 de noviembre,’21. Noche. Océano. Una isla parecida a un arrecife, en primer plano. Profundos junto con humanos de origen parcialmente similar. blancos híbridos. Los Profundos, escamosos, caminan con movimiento semejante al de las ranas, un andar intermedio entre el salto y el paso, algo encogidos, también como casi todos los batracios. Otros parecían estar nadando hacia el arrecife. ¿Innsmouth? No se veía la costa, ni luces de un pueblo. Tampoco barcos. Salen del fondo, al lado del arrecife. ¿El Arrecife del Diablo? Incluso los híbridos no pueden nadar muy lejos sin pararse a descansar. Posiblemente la costa no se veía.»
«17 de noviembre,’21. Paisaje totalmente desconocido. No de la tierra, por lo que vi. Cielos negros, algunas estrellas, peñascos de pórfido o sustancia similar. En primer plano un profundo lago. ¿Hali? A los cinco minutos el agua empezó a burbujear en el lugar de donde algo acababa de surgir. Mirando hacia adentro. Un ser acuático gigantesco, con tentáculos. Pulpo, pero mucho más grande, diez, veinte veces más grande que el gigante Octopus apollyon de la costa oeste. El cuello medía fácilmente unas quince varas de diámetro. No podía arriesgarme a ver su cara y destruí la estrella.»
«4 de enero,’22. Un intervalo de nada. ¿El espacio? Acercamiento planetario, como si estuviese mirando a través de los ojos de algún ser acercándose a un objeto en el espacio. Cielo negro, pocas estrellas, pero la superficie del planeta cada vez más cercana. Al aproximarme vi parajes arrasados. Sin vegetación, como en la estrella negra. Un círculo de fieles alrededor de una torre de piedra. Sus gritos: ¡Iä! ¡Shub-Niggurath!
«16 de enero,’22. Región bajo el mar. ¿Atlantis? Lo dudo. Un edificio grande y cavernoso semejante a un templo, destruido por cargas de profundidad. Piedras monumentales, similares a las de las pirámides. Escalones que descendían al negro fondo, Profundos al fondo de la escena. Movimiento en la oscuridad de las escaleras. Un enorme tentáculo empezó a subir. A gran distancia de éste, dos ojos líquidos, separado el uno del otro por muchas varas. ¿R’lyeh? Temeroso del acercamiento de la cosa de abajo. destruí la estrella.»
«24 de febrero,’22. Paisaje familiar. ¿La región de Wilbraham? Casas de campo destrozadas, familia encerrada en sí misma. En primer plano, un viejo escuchando. Hora: la noche. Chotacabras llamando muy alto. Una mujer se acerca con una réplica de la estrella de piedra. El viejo huye. Curioso. Debo buscar referencias.
«21 de marzo,’22. Experiencia enervante la de hoy. Debo tener más cuidado. Construí la estrella y pronuncié las palabras: Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn. Se abrió inmediatamente con un enorme shantak en primer plano. Shantak enterado y en seguida se movió hacia adelante. Llegué incluso a oír sus garras. Pude romper la estrella a tiempo.
«7 de abril,’22. Ahora sé que lo atravesarán si no tengo cuidado. Hoy el paisaje tibetano, y los Abominables Hombres de las Nieves. Otro intento. ¿Pero y sus amos? Si los sirvientes intentan trascender el tiempo y el espacio ¿qué será del Gran Cthulhu, Hastur, Shub-Niggurath? Pretendo abstenerme por algún tiempo. Profundo shock.»
No volvió a abordar su extraño intento hasta primeros del otro año. O por lo menos eso indicaban sus notas. Una abstinencia en su obsesiva preocupación, seguida una vez más por un período de breve indulgencia. Su primera anotación era casi de un año después.
«7 de febrero,’23. No hay duda, están enterados ya de la existencia de la puerta. Muy arriesgado mirar dentro. Excepto cuando el paisaje está despejado. Y como uno nunca sabe sobre qué escena se posará la vista, el riesgo es aún más grave. Sin embargo, me resisto a cerrar la entrada. Construí la estrella, como de costumbre, dije las palabras, y esperé. Durante un rato sólo vi el paisaje familiar del suroeste americano al anochecer: murciélagos, búhos, ratas y gatos salvajes. Entonces salió de una cueva un Habitante de la Arena, de piel áspera, ojos grandes, orejas grandes; su rostro guardaba un horrible y distorsionado parecido con el oso koala, y el cuerpo tenía un aspecto consumido. Se arrastró hacia adelante, con evidente intención. ¿Es posible que la puerta abierta les permita ver este lado del mismo modo que me deja ver a mí el suyo? Cuando vi que se dirigía directamente a mí, destruí la estrella. Todo desapareció, como de costumbre. Pero después, la casa se lleno de murciélagos. ¡Veintisiete en total! ¡Y yo no creo en la mera coincidencia!»
Vino después otro paréntesis, durante el cual mi primo escribió notas crípticas sin referencia a sus visiones o a la misteriosa «estrella» de la que tanto había hablado. No me cabía duda de que fue víctima de alucinaciones, producto probablemente del intenso estudio del material de aquellos libros procedentes de todos los rincones del mundo. Estos párrafos eran como una especie de justificación de racionalizar lo que había «visto».
Todas aquellas notas estaban mezcladas con recortes de periódicos, que mi primo sin duda intentaba relacionar con las mitologías a las que era tan aficionado: relatos de extraños acontecimientos, objetos desconocidos en el cielo, desapariciones misteriosas en el espacio, revelaciones curiosas referentes a cultos desconocidos, y otras noticias por el estilo. Era dolorosamente patente que Wilbur había llegado a creer con intensidad en ciertas facetas de credos primitivos: en especial que había supervivientes contemporáneos de los endemoniados Primordiales y de sus adoradores y adeptos, y era esto, más que nada, lo que trataba de probar. Era como si hubiese tomado los escritos impresos en los viejos libros que poseía y, tras aceptarlos como verdades literales, intentase añadir a la evidencia del pasado el peso de la evidencia de su época. Cierto, había un elemento de similitud, que resultaba inquietante, entre aquellos relatos antiguos y muchos de los que mi primo había recortado, pero sin duda podía explicarse como simple coincidencia. Aun siendo convincentes, los envié a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic para la Colección Akeley, sin copiar ninguno. Pero los recuerdo vívidamente, tanto más por el desenlace inolvidable que siguió a mis investigaciones, un poco inciertas, respecto a lo que había obsesionado a mi primo.
III
Nunca habría sabido de la «estrella» de no haberme encontrado accidentalmente con ella. Mi primo había escrito repetidamente acerca de «hacer», «romper», «construir» y «destruir» la estrella, como algo necesario para sus visiones, pero esta referencia carecía de sentido para mí, y posiblemente continuaría sin sentido de no haber tenido oportunidad de fijarme en el suelo, a la tenue luz de la buhardilla de la ventana redonda: las marcas en el suelo formaban una estrella de cinco puntas. Esto no había sido visible previamente, ya que una gran alfombra cubría el suelo; pero la alfombra se había desplazado durante el traslado de libros y papeles a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, y por pura casualidad quedó el suelo al descubierto.
Incluso en aquel momento no caí en que aquellas marcas pudiesen representar una estrella. Hasta que acabé mi trabajo con los libros y papeles y moví del todo la alfombra, quedando al descubierto el centro de la habitación, no se me apareció el diseño entero. Vi entonces que era una estrella de cinco puntas, decorada con dibujos ornamentales, de un tamaño que permitía dibujarla desde el interior de la buhardilla. Me di cuenta en seguida de que ésta era la razón por la que había en el cuarto de mi primo una caja de tizas cuya utilidad no había comprendido antes. Empujé libros, papeles y todo lo demás a un lado. Fui a buscar una tiza y me puse a dibujar el contorno de la estrella y todas las ornamentaciones del interior. Se trataba sin duda de un diseño cabalístico, y no cabía otra opción, para quien lo dibujaba, que sentarse en su interior.
De modo que tras completar el dibujo, de acuerdo con las marcas dejadas por frecuentes reconstrucciones, me senté dentro. Muy posiblemente esperaba que algo ocurriese, aunque estaba confundido con las anotaciones de mi primo referentes a la destrucción del diseño cada vez que se veía amenazado. Recordaba que en los rituales cabalísticos era la destrucción de esos diseños la que traía el peligro de invasión física. Sin embargo, no ocurrió nada. Sólo pasados unos minutos recordé «las palabras». Las había copiado, y me levanté a buscarlas. Regresé y las pronuncié;
«Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.»
De repente se produjo un extraordinario fenómeno. Con la mirada fija en la ventana redonda de la pared sur, pude ver todo lo que pasó. El cristal opaco de la ventana se volvió transparente y me encontré, sorprendido, contemplando un paisaje bañado por el sol, aunque era de noche, algunos minutos después de las nueve de una noche de finales de verano en el Estado de Massachusetts. Pero el paisaje que apareció en el cristal no podía encontrarse en ningún sitio de Nueva Inglaterra: una tierra árida de piedras arenosas, de vegetación desértica, de cavernas y, en el fondo, montañas con nieve en las cimas. Ese mismo paisaje había sido descrito más de una vez en las notas crípticas de mi primo.
Dirigí mi vista fascinada hacia este paisaje, con la mente confusa. Parecía haber vida en el paisaje que yo miraba, y aprehendí uno a uno sus aspectos: la serpiente de cascabel que trepaba sinuosamente y el halcón de ojos rasgados que comenzaba a elevarse. Esto me permitió observar que no era mucho antes de la puesta del sol, ya que el reflejo de la luz en el pecho del halcón así lo indicaba. Todos los caracteres prosaicos -el monstruo del Gila, el correcaminos- del suroeste americano componían lo que estaba presenciando. ¿Dónde se desarrollaba, entonces, la escena? ¿En Arizona? ¿En Nuevo Méjico?
Pero continuaron produciéndose acontecimientos, sin ningún punto de referencia, en la desconocida tierra. La serpiente y el monstruo del Gila desaparecieron, el halcón cayó como un plomo y volvió a subir con una serpiente entre sus garras, el correcaminos se unió a otro. La luz del sol se iba, y la escena toda se convertía en un paisaje de gran belleza. Entonces, de la boca de una de las mayores cavernas emergieron los murciélagos, Venían volando desde la oscura cueva miles de murciélagos, en bandada, y me parecía oírles. No sé cuánto tiempo les llevó volar y volar hacia el crepúsculo. Acababan de desaparecer cuando surgió algo, una especie de ser humano, de ser humano de piel áspera, como si la arena del desierto se le hubiese incrustado en la superficie de su cuerpo, con los ojos y orejas anormalmente grandes. Tenía un aspecto escuálido, con las costillas marcadas a través de la piel, pero lo más repelente era su rostro, parecido al del osito australiano llamado koala. Y al verlo recordé que mi primo había llamado a esta gente -pues aparecieron otros detrás del primero, algunos de ellos hembras- los Habitantes de la Arena.
Procedían de la caverna. Guiñaban sus grandes ojos. Pronto aparecieron en mayor número, y se repartieron por todas partes detrás de los arbustos. Entonces, parsimoniosamente, un monstruo increíble hizo su aparición: primero un tentáculo, o algo así, luego otro, y ahora media docena de ellos que exploraban cautelosamente el exterior de la cueva. Y luego, desde la oscuridad del pozo de la caverna, emergió a medias una terrible cabeza. De pronto, al impulsarse hacia delante, casi grité de horror. La cara era una desfiguración monstruosa del mundo conocido: se elevaba de un cuerpo sin cuello que era una masa de carne gelatinosa -a la vista parecía goma-, y los tentáculos que la adornaban salían de una parte del cuerpo que podía ser la mandíbula inferior o un aparente cuello.
Además, aquella cosa tenía una percepción inteligente, pues desde el principio parecía haberse percatado de mi presencia. Arrastrándose desde la caverna, fijó sus ojos en mí, y empezó a moverse con increíble rapidez en dirección a la ventana sobre el cada vez más oscurecido paisaje. Supongo que no me estaba dando cuenta del verdadero peligro que corría, puesto que observaba absorto, y sólo cuando la cosa empezó a cubrir todo el paisaje, cuando uno de sus tentáculos alcanzaba la ventana -¡y la atravesaba!-, sólo entonces experimenté la parálisis del miedo.
¡La atravesaba! ¿Era ésta, entonces, la alucinación culminante?
Recuerdo haber roto la gelidez del miedo durante el tiempo suficiente para quitarme un zapato y lanzarlo con todas mis fuerzas hacia el cristal de la ventana. Al mismo tiempo, recordaba las frecuentes citas de mi primo relativas a la destrucción de la estrella. Me incliné hacia adelante y borré parte del diseño. Y mientras oía el ruido de los vidrios al romperse, me sumergí en una bendita oscuridad.
Sabía ahora lo que sabía mi primo.
Si no hubiera esperado tanto, podía haberme evitado el conocimiento de todo aquello, podía haber seguido pensando en ilusiones o alucinaciones. Pero ahora sé que la ventana redonda era una potente puerta hacia otras dimensiones, a un espacio y un tiempo desconocidos, una entrada a algún paisaje que Wilbur Akeley deseaba encontrar, la llave de esos lugares secretos de la tierra y del espacio, de las estrellas en que los súbditos de los Primordiales -¡y los propios Primigenios!- se esconden para siempre, esperando resurgir otra vez. El cristal de Leng -que quizá provenía de las Híadas, pues nunca supe de dónde lo había sacado mi primo- podía girar dentro de su marco; no estaba sujeto a las leyes físicas excepto en el hecho de que su dirección variaba al compás del movimiento de la tierra sobre su eje. Y de no haberlo roto, habría dejado caer sobre la tierra el azote de esas otras dimensiones, a causa de mi ignorancia y mi curiosidad.
Y ahora sé que los modelos de los dibujos hechos por mi primo, entre sus anotaciones, por muy toscos que fueran, representaban a seres que existían y no eran producto de su imaginación. La culminante prueba final lo demuestra. Los murciélagos que encontré en la casa cuando recuperé el conocimiento pudieron haber entrado por la ventana rota. Que el cristal opaco se hubiese vuelto translúcido podía explicarse como una ilusión óptica. Pero yo sabía algo más. Sé, sin lugar a dudas, que lo que vi allí no era producto de una fantasía, porque nada podría destruir esa prueba terrible que encontré cerca de los cristales rotos en el suelo de la buhardilla: un trozo de tentáculo, de diez pies de largo, que se había quedado atrapado entre las dimensiones cuando la puerta se cerró contra el monstruoso cuerpo al que pertenecía. ¡El tentáculo que ningún científico hubiese podido identificar como perteneciente a criatura conocida alguna, viva o muerta, en la superficie o en las profundidades subterráneas de la tierra!

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