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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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jueves, 27 de junio de 2013

Stephen King - El Resplandor - II

Stephen King
El Resplandor


29. CONVERSACIÓN EN LA COCINA
Jack llevó a Danny a la cocina. El chico seguía sollozando
desesperadamente, negándose a apartar la cara del pecho de Jack. En la
cocina, Jack volvió a entregárselo a Wendy, que seguía pareciendo azorada e
incrédula.
—Jack, no se de qué está hablando. Créeme, por favor.
—Te creo —asintió él, aunque para sus adentros tenía que admitir que
le daba cierto placer ver la forma tan inesperada, tan desconcertante, en que
se habían dado la vuelta las cosas. Sin embargo, su furia con Wendy no había
sido más que un arranque del momento; en su fuero interno, Jack sabía que
Wendy se vertería encima una lata de gasolina y se prendería fuego antes de
dañar a Danny.
Sobre el quemador de atrás de la cocina, con fuego bajo, se mantenía
la tetera. Jack puso un saquito de té en su gran tazón de cerámica y lo llenó
de agua caliente hasta la mitad.
—¿Tienes jerez para cocinar, verdad? —presunto a Wendy.
—¿Cómo? Ah, si... hay dos o tres botellas.
—¿En qué armario?
Ella se lo señaló, y Jack bajó una de las botella, Echó un buen chorro
en el tazón, volvió a guardar el jerez y llenó de leche el resto del tazón. Le
agregó tres cucharadas de azúcar y lo revolvió. Después se lo alcanzó a
Danny, cuyos sollozos habían disminuido hasta convertirse en un lloriqueo
entrecortado. Pero seguía temblando de pies a cabeza y los ojos, muy
abiertos, no habían perdido su fijeza.
—Haz el favor de beberte eso, doc —le pidió Jack—. Te va a parecer
horrible, pero te hará sentir mejor. ¿Quieres bebértelo, por papá?
Con un gesto afirmativo, el chico cogió el tazón. Bebió un sorbo, hizo
una mueca y miró interrogativamente a su padre. Jack asintió con la cabeza
y Danny siguió bebiendo. Dentro de ella, Wendy sintió el familiar aguijonazo
de los celos; sabia que su hijo no lo habría bebido por ella.
Inmediatamente se le ocurrió una idea inquietante, alarmante incluso:
¿habría deseado ella pensar que el culpable era Jack? ¿Estaría tan celosa?
Era la forma en que habría pensado su madre, y eso era lo más horrible de
todo. Wendy recordaba un domingo en que su papá la había llevado al
parque y que ella se había caído del armazón de gimnasia y se había
lastimado las rodillas. Cuando su padre la llevó a casa, la madre le había
gritado: «¿Y tú qué hacías? ¿Por qué no estabas vigilándola? ¿Qué clase de
padre eres?»
(La madre lo había llevado a la tumba; cuando por fin él se divorció ya
era demasiado tarde.)
Wendy sentía que jamás había concedido a Jack el beneficio de la
duda. Ni por asomo. Wendy sentía que le ardía la cara, y sin embargo sabía
irremediablemente, que si todo hubiera de suceder otra vez, ella haría lo
mismo y pensaría de la misma manera. Para bien o para mal, llevaba por
siempre consigo una parte de su madre.
—Jack... —comenzó, no muy segura de si quería disculparse o
justificarse, y sabiendo que ninguna de las dos cosas serviría de nada.
—Ahora no —la interrumpió él.
Danny tardó quince minutos en beberse la mitad del contenido del
tazón, pero pasado ese rato se había calmado visiblemente Los
estremecimientos casi habían desaparecido.
Jack apoyó solemnemente las manos en los hombros de su hijo.
—Danny, ¿crees que puedes contarnos exactamente lo que te sucedió?
Es muy importante.
Danny miró de Jack a Wendy y después volvió de nuevo los ojos a su
padre En la pausa de silencio, se pusieron de relieve el marco en que se
hallaban y su situación: afuera el alarido del viento, que seguía
amontonando nieve desde el noroeste; adentro los crujidos y gemidos del
viejo hotel que se preparaba para otra tormenta. La realidad de su
aislamiento se abatió con inesperada fuerza sobre Wendy, como solía
sucederle, como un impacto en el corazón.
—Quiero contaros todo —susurró Danny—. Ojalá lo hubiera hecho
antes —volvió a levantar la taza y la sostuvo con ambas manos, como si la
tibieza le diera seguridad.
—¿Por que no lo hiciste, hijo? —suavemente, Jack le aparto de la
frente el pelo desordenado y sudoroso.
—Porque el tío Al te había conseguido el trabajo, y yo no podía
entender que este lugar fuera bueno y malo para ti, al mismo tiempo. Era...
—los miró pidiendo ayuda, al no poder encontrar la palabra necesaria.
—¿Un dilema? —le preguntó suavemente Wendy—. ¿Cuando nada de
lo que puedes elegir parece bueno?
—Eso, si —asintió el chico, aliviado.
—El día que tú estuviste podando el cerco, Danny y yo tuvimos una
conversación en la furgoneta —terció Wendy—. El día de la primera nevada
en serio, ¿te acuerdas?
Jack hizo un gesto afirmativo. El día que arregló los setos estaba muy
bien grabado en su memoria.
—Pues me parece que no hablamos lo suficiente —suspiró Wendy—.
¿No te parece, doc?
Danny, la imagen del infortunio, movió la cabeza.
—¿De qué hablasteis, exactamente? —preguntó Jack—. No estoy
seguro de que me guste que mi mujer y mi hijo...
—...hablen de lo mucho que te quieren.
—De lo que fuere, no lo entiendo. Me siento como si hubiera entrado
a ver una película después del descanso.
—Hablamos de ti —reconoció Wendy en voz baja—. Y tal vez no lo
dijéramos todo en palabras, pero los dos lo sabíamos. Yo porque soy tu
mujer, y Danny porque él entiende cosas.
Jack siguió en silencio.
—Danny lo dijo con toda exactitud. El lugar parecía bueno para ti.
Estabas lejos de todas las presiones que tan desdichado te hacían en
Stovington. Eras tu propio jefe, y estar trabajando con las manos te
permitiría reservar tu cerebro, sin restricciones, para escribir por las noches.
Después... no sé exactamente en que momento, empezó a parecer que este
lugar no era bueno para ti. Te pasabas todo el tiempo en el sótano,
revisando esos papeles viejos, toda esa historia antigua. Hablas en sueños.
—¿En sueños? —preguntó Jack, mientras en su rostro aparecía una
expresión entre sorprendida y cautelosa—. ¿Que yo hablo en sueños?
—La mayor parte no se entiende. Una vez que me levanté para ir al
baño, tú estabas diciendo: «Demonios, traed las ranuras por lo menos, que
nadie lo sabrá jamás.» Otra vez me despertaste, vociferando prácticamente:
«Quitaos las máscaras, quitaos las máscaras.»
—Cristo —susurró Jack y se pasó una mano por la cara. Parecía
descompuesto.
—Y todos los hábitos de cuando bebías, también. Masticar
«Excedrina». Frotarte continuamente la boca. Caprichoso por las mañanas. Y
tampoco has podido terminar la obra todavía, ¿no es eso?
—No, todavía no, pero no es mas que cuestión de tiempo. Estuve
pensando en otra cosa. Tengo un proyecto nuevo.
—Este hotel. Es el proyecto por el cual te llamó Al Shockley. El que no
quería que pusieras en práctica.
—¿Y tú como lo sabes? —ladró Jack—. Estabas escuchando?
¿Estabas...?
—No —respondió Wendy—. Aunque hubiera querido escuchar, no
habría podido hacerlo, y tú te darías cuenta si usaras la cabeza. Esa noche,
Danny y yo estábamos abajo. El conmutador está desconectado. Nuestro
teléfono de arriba era el único que funcionaba en el hotel, porque está
conectado directamente con la línea exterior. Tú mismo me lo dijiste.
—Entonces, ¿cómo pudiste saber lo que me dijo Al?
—Porque Danny me lo dijo. Danny sabía, de la misma manera que a
veces sabe dónde están las cosas que se han perdido, o sabe que alguien está
pensando en divorciarse.
—El médico dijo...
Wendy movió la cabeza con impaciencia.
—Ese médico era una mierda y los dos lo sabemos. Lo hemos sabido
todo el tiempo. ¿Te acuerdas de cuando Danny dijo que quería ver los
camiones de bomberos? Eso no fue una corazonada. Apenas si era un bebé.
Danny sabe cosas. Y ahora tengo miedo —miró los magullones en el cuello
del chico.
—¿Sabías de verdad que el tío Al me había llamado, Danny?
Danny afirmó con la cabeza.
—Y estaba de veras enfadado, papá. Porque tú habías llamado al
señor Ullman, y el señor Ullman lo llamó a él. El tío Al no quería que tú
escribieras nada sobre el hotel.
—Jesús —suspiró Jack—. Y los magullones, Danny... ¿quién intentó
estrangularte?
El rostro de Danny se ensombreció.
—Ella —respondió—. La mujer que hay en esa habitación. La 217. La
señora muerta.
Nuevamente, los labios empezaron a temblarle, y volvió a tomar el
tazón para beber.
Por encima de su cabeza inclinada, Jack y Wendy cambiaron una
mirada de inquietud.
—¿Sabes tú algo de esto? —preguntó Jack. Wendy negó con la
cabeza.
—No, de esto no sé nada.
—¿Danny? —Jack levantó la carita asustada de su hijo—. Inténtalo
hijo, que estás con nosotros.
—Yo sabía que este lugar era malo —dijo Danny en voz baja—. Ya
desde que estábamos en Boulder, porque Tony me hacía soñar con eso.
—¿Que clase de sueños?
—No los recuerdo todos. Me mostraba el «Overlook» de noche, con
una calavera y tibias cruzadas en el frente. Y se oían golpes. Y había algo...
no recuerdo qué... que me perseguía. Un monstruo. Y Tony me mostró lo de
redrum.
—¿Y eso qué es, doc? —interrogo Wendy. El chico negó con la cabeza.
—No lo sé.
—¿Será ron, como lo de «ay, ay., ay la botella de ron»? —le preguntó
Jack, pero Danny volvió a hacer un gesto negativo.
—No lo sé. Después llegamos aquí, y el señor Hallorann hablo
conmigo en su coche. Porque él también tiene el esplendor.
—¿El esplendor?
—Es... —Danny abrió las manos en un gesto que lo abarcaba todo—.
Es poder entender las cosas. Saber cosas. A veces uno ve cosas... como
cuando yo supe que había llamado el tío Al. O el señor Hallorann, que sabia
que vosotros me llamabais doc. Y el señor Hallorann, una vez que estaba
pelando patatas en el Ejército, supo que su hermano se había matado en un
choque de trenes . Y cuando llamó a su casa, era verdad.
—Santo Dios —susurró Jack—. ¿No estarás inventando todo esto,
verdad, Danny?
El chico negó violentamente con la cabeza.
—No, lo juro por Dios. El señor Hallorann —añadió después con un
toque de orgullo— dijo que yo tenia el mejor esplendor que él hubiera visto
en su vida. Los dos podíamos hablarnos sin tener siquiera que abrir la boca.
Sus padres volvieron a mirarse entre si, francamente aturdidos.
—El señor Hallorann quiso hablar conmigo porque estaba preocupado
—continuó Danny—. Me dijo que este es un mal lugar para la gente que
esplende. Dijo que el había visto cosas. Yo también vi algo, después de haber
hablado con él, mientras el señor Ullman nos llevaba a los tres por el hotel.
—¿Qué viste? —pregunto Jack.
—En la suite presidencial. Sobre la pared que hay junto a la puerta,
yendo hacia el dormitorio. Había un montón de sangre y algo más. Algo
desagradable. Creo... que eso desagradable deben de haber sido sesos.
—Ay, Dios mío —suspiró Jack.
Wendy estaba muy pálida, con los labios casi de color gris.
—De ese lugar —explicó Jack—, hace algún tiempo. fueron
propietarios unos tipos bastante siniestros. Gente de una organización de
Las Vegas.
—¿Mafiosos? —preguntó Danny.
—Exactamente mafiosos —confirmó Jacky y miró a Wendy—. En 1966,
allí mataron a un gángster llamado Vito Gienelli, y a sus dos guardaespaldas.
En el periódico se publicó una foto; es exactamente la imagen que acaba de
describir Danny.
—Y el señor Hallorann dijo que él vio algunas otras cosas —siguió
contando Danny—. Una vez, en la zona infantil. Y otra vez vio algo malo en
ese cuarto, el 217. Una de las camareras lo vio y la echaron de su trabajo por
contarlo. Entonces, el señor Hallorann subió, y él también lo vio, pero no se
lo dijo a nadie porque no quería quedarse sin trabajo. Salvo que a mí me
dijo que nunca entrara allí... pero yo entré, porque él también me dijo que
las cosas que viera aquí no podían hacerme daño, y yo le creí —las últimas
palabras fueron casi un susurro, emitido en voz baja y ronca, y Danny se tocó
el hinchado círculo de magullones que le rodeaba el cuello.
—¿Y qué pasó con la zona infantil? —preguntó Jack con voz
extrañamente diferente.
—Eso no sé. Él habló de la zona infantil, y de los animales del seto.
Jack se sobresaltó, y Wendy lo miró con curiosidad.
—¿Es que tú has visto algo allí, Jack?
—No, nada —negó él.
Danny lo miraba.
—Nada —repitió Jack, con más calma. Y era la verdad. Había sido
víctima de una alucinación, y nada más.
—Danny, tienes que contarnos lo de esa mujer —lo animó suavemente
Wendy.
El chico empezó a contar, pero las palabras le salían en cíclicos
estallidos, que a ratos se convertían en un farfullar incomprensible, movidos
por la prisa de sacarlo todo fuera y terminar de una vez. Mientras hablaba,
iba oprimiéndose cada vez más contra el pecho de su madre.
—Entré —contó—. Robé la llave maestra y entré. Era como si no
pudiera contenerme. Tenía que saber. Y ella... la señora... estaba en la
bañera. Estaba muerta, toda hinchada. Estaba des... desnu... no tenía puesta
nada de ropa —con aire lamentable, miró a su madre—. Y empezó a
levantarse y quería atacarme. Yo lo sé, porque lo sentía. No es que ella
pensara, así como pensáis papá y tú. Era algo negro... ruin... un pensar
hiriente... como... ¡como las avispas, aquella noche en mi cuarto! Sólo quería
herir. Como las avispas.
Tragó saliva y, durante un momento, mientras la imagen de las avispas
se adueñaba de todos, reinó el silencio.
—Entonces corrí —prosiguió Danny—. Quise escapar, pero la puerta
estaba cerrada. Yo la dejé abierta, pero estaba cerrada. No se me ocurrió
que podía volver a abrirla y salir corriendo. Estaba asustado. Entonces... me
apoyé contra la puerta y cerré los ojos y me puse a pensar que el señor
Hallorann había dicho que las cosas de aquí eran como las figuras de un
libro, y que si... me repetía a mí mismo... tú no existes, vete, tú no existes...
ella se iría. Pero no resultó.
Su voz empezó a elevarse en tonos histéricos.
—Me cogió... me hizo dar la vuelta... y le vi los ojos... vi cómo eran los
ojos... y empezó a asfixiarme... le sentí el olor... le sentí el olor a muerta...
—Basta, shii... —interrumpió Wendy, alarmada—. Basta, Danny, ya
está bien...
De nuevo se preparaba para empezar a arrullarlo. El Arrullo para
Ocasiones Múltiples, de Wendy Torrance, patente en trámite.
—Déjalo terminar —intervino secamente Jack.
—No sé más —articuló el chico—. Me desmayé, no sé si porque ella me
estaba ahogando o porque tenía miedo. Cuando reaccioné estaba soñando
que tú y mami os peleabais por mí, y que tú querías hacer de nuevo Algo
Malo, papito. Entonces me di cuenta de que no era un sueño y... me
desperté del todo... y... me mojé los pantalones. Me mojé los pantalones
como un bebé —volvió a dejar caer la cabeza sobre el pecho de Wendy y
empezó a llorar con un desvalimiento horrible, las manos yertas e inmóviles
sobre las piernas.
—Ocúpate de él —Jack se puso de pie.
—¿Qué vas a hacer? —la expresión de Wendy era de terror.
—Voy a subir a esa habitación, ¿qué pensabas que iba a hacer?
¿Prepararme café?
—¡No! ¡Jack, por favor, no!
—Wendy, si hay alguien más en el hotel, tenemos que saberlo.
—¡No te atrevas a dejarnos solos! —le gritó ella con tal fuerza que
una lluvia de gotitas de saliva brotó de sus labios.
Jack se detuvo.
—Wendy, estás haciendo una excelente imitación de tu madre.
Wendy estalló en llanto, sin poder ocultar la cara porque tenía a
Danny sentado en el regazo.
—Lo lamento —se disculpó Jack—, pero tú sabes que tengo que
hacerlo. Por algo soy el maldito vigilante, me pagan para eso.
Wendy siguió llorando, y llorando la dejó Jack al salir de la cocina,
frotándose la boca con el pañuelo mientras la puerta se cerraba a sus
espaldas.
—No te preocupes, mami —la tranquilizó Danny—. No le pasará nada.
Papá no esplende, y allí no hay nada que pueda hacerle daño.
—No, creo que no —suspiró ella, entre sus lágrimas.
30. NUEVA VISITA A LA 217
Para subir tomó el ascensor, cosa rara, porque desde que llegaron
ninguno de ellos había utilizado el ascensor. Manipuló la palanca de bronce
y el aparato subió, entre quejosas vibraciones, por el hueco, mientras las
puertas de reja se sacudían desaforadamente. Jack sabía que a Wendy el
ascensor le inspiraba un horror realmente claustrofóbico. Se imaginaba a
ellos tres atrapados entre dos plantas, mientras afuera rugían las tormentas
invernales, y podía verlos cada vez más flacos y más débiles, hasta morirse de
hambre. O se imaginaba que se devorarían entre ellos, como había pasado
con aquellos jugadores de rugby. Recordó una de esas etiquetas que se
pegan en los parabrisas, que había visto en Boulder: JUGADORES DE RUGBY
DEVORAN A SUS MUERTOS. También recordaba otras: USTED ES LO QUE
COME. O frases de menús. Bienvenido al comedor del «Overlook», el orgullo
de las Montañas Rocosas. Coma espléndidamente en el techo del mundo.
Cuadril humano asado a las cerillas, la spécialité de la Maison. La sonrisa
despectiva volvió a juguetear en sus labios. Cuando en la pared del hueco
apareció el número 2, volvió la palanca de bronce a su posición inicial y el
ascensor se detuvo. Jack se echó tres pastillas de «Excedrina» en la mano y
abrió la puerta del ascensor. En el «Overlook» no había nada que lo
asustara. Él y el hotel simpatizaban.
Recorrió el pasillo mientras se iba echando las tabletas en la boca y
masticándolas una por una. Dobló la esquina del corto pasillo que se
apartaba del corredor principal. La puerta de la habitación 217 estaba
entreabierta y la llave maestra colgaba de la cerradura.
Jack frunció el ceño, sintiéndose recorrido por una oleada de irritación
y hasta de cólera. Cualquiera que hubiera sido el resultado no importaba; el
chico había desobedecido. Se le había dicho, y de manera inequívoca, que
había ciertas partes del hotel que no eran para él; el cobertizo de las
herramientas, el sótano y todas las habitaciones para huéspedes. Tan pronto
como se le hubiera pasado el susto, hablaría con Danny de ese asunto. Le
hablaría de manera razonable, pero con severidad. Eran muchos los padres
que no se habrían limitado a hablar; le habrían dado una buena zurra, y tal
vez fuera eso lo que Danny necesitaba. Y si ya se había llevado un susto, ¿no
era eso exactamente lo que se merecía?
Fue hacia la puerta, quitó la llave maestra, se la echó al bolsillo y
entró. La luz del techo estaba encendida. Echó un vistazo a la cama, vio que
no estaba deshecha y después fue directamente hacia la puerta del baño. En
su interior se había afirmado una curiosa certidumbre. Aunque Watson no
hubiera mencionado apellidos ni número de habitación, Jack tenía la
seguridad de que esas eran las habitaciones que habían compartido la mujer
del abogado y su amante, que ése era el cuarto de baño donde la habían
encontrado muerta, llena de barbitúricos y de alcohol del Salón Colorado.
Empujó la puerta de espejo del cuarto de baño, la abrió y entró. Allí,
la luz estaba apagada. La encendió y se quedó mirando el largo cuarto
parecido a un coche «Pullman», decorado en el estilo característico de
comienzos de siglo y remodelado en la década del 20, que parecía común a
todos los cuartos de baño del «Overlook», excepción hecha de los de la
tercera planta, que eran directamente bizantinos... como convenía a los
miembros de la realeza, los políticos, estrellas de cine y capos de la mafia
que habían desfilado por allí a lo largo de los años.
La cortina de la ducha, de color rosado pastel, estaba corrida
defensivamente en torno de la gran bañera con patas en forma de garras.
(sin embargo se movía)
Y por primera vez Jack sintió que la flamante sensación de seguridad
(de lactancia casi) que se había apoderado de él cuando Danny corrió a sus
brazos gritando ¡Fue ella! ¡Fue ella!, lo abandonaba. Un dedo gélido le
oprimió suavemente la base de la columna, provocándole un escalofrío. Se le
unieron otros dedos que de pronto empezaron a subirle por las vértebras a
lo largo de la espalda, recorriéndole la espina dorsal como si fuera un
instrumento musical.
Su furia con Danny se evaporó, y al avanzar un paso para apartar la
cortina, con la boca seca, no sentía más que compasión por su hijo y terror
por sí mismo.
La bañera estaba seca y vacía.
La irritación y el alivio se exhalaron en un súbito suspiro que se lo
escapó de los labios tensos, como una pequeña explosión. Al terminar la
temporada, la bañera había sido escrupulosamente fregada y, a no ser por la
mancha de herrumbre que se había formado bajo los grifos, brillaba de
limpia. El olor del detergente era débil, pero inconfundible, uno de esos que,
semanas después de haber sido usados, pueden seguir irritándole a uno las
narices durante semanas y meses con el olor de su virtuosa pulcritud.
Se inclinó para pasar los dedos por el fondo de la bañera. Seca como
un hueso. Ni el más leve rastro de humedad. O el chico había tenido una
alucinación o había mentido, directamente. Volvió a sentirse irritado, y en
ese momento le llamó la atención la alfombrilla de baño sobre el suelo. La
miró con el ceño fruncido. ¿Qué hacía allí una alfombrilla de baño? Debería
haber estado en el armario de la ropa blanca, al final del ala oeste, junto con
las sábanas, toallas y fundas. Se suponía que ahí estaba toda la ropa blanca.
Ni siquiera las camas estaban hechas en las habitaciones de huéspedes; los
colchones, tras haberlos protegido con fundas de plástico con cremalleras,
estaban directamente cubiertos por las colchas. Se imaginó que tal vez
Danny hubiera ido a buscarla, ya que con la llave maestra se podía abrir el
armario de la ropa blanca, pero... ¿por qué? La recorrió con las yemas de los
dedos. La alfombrilla estaba seca.
Volvió hacia la puerta del cuarto de baño y se quedó ahí parado. Todo
estaba en orden. El chico había soñado; no había nada fuera de lugar. Lo de
la alfombrilla de baño lo tenía un poco intrigado, es cierto, pero la
explicación lógica sería que alguna de las camareras, apresurándose como
locas el día de cierre de la temporada, se hubieran olvidado de recogerla.
Aparte de eso, todo estaba...
Las narices se le dilataron un poco. Desinfectante, ese virtuoso olor a
limpieza. Y...
¿Jabón?
No, seguramente. Pero, una vez identificado el olor, era demasiado nítido para no
darle importancia. Jabón. Pero no uno de esos jabones corrientes que le dan a uno en
hoteles, y moteles. Era algo leve y aromático, un jabón de mujer. Como si fuera un olor
rosado. «Camay» o «Lowila», alguna de las marcas que usaba siempre Wendy en Stovington.
{No es nada. Es tu imaginación.)
(sí como los setos que sin embargo se movían)
(¡No se movían!)
Con paso irregular se dirigió a la puerta que daba al pasillo, sintiendo
cómo en las sienes empezaba a martillarle un dolor de cabeza. Ese día había
sido demasiado, habían sucedido demasiadas cosas. Claro que no castigaría
al niño ni le daría una zurra, solamente hablaría con él, pero por Dios que ya
tenía bastantes problemas para agregarles la habitación 217. Y sin más base
que una alfombrilla de baño seca y un débil perfume a jabón de tocador...
Tras él se produjo un súbito ruido metálico. Lo oyó en el momento
mismo en que su mano se cerraba sobre el picaporte, y un observador podría
haber pensado que la manija de acero pulido le había transmitido una
descarga eléctrica. Se estremeció convulsivamente, con los ojos muy abiertos,
contraídos todos los demás rasgos en una mueca.
Después consiguió dominarse, un poco por lo menos, soltó el
picaporte y se dio vuelta cuidadosamente. Las articulaciones le crujían.
Empezó a volverse hacia la puerta del baño, paso a paso, como con pies de
plomo.
La cortina de la ducha, que él había apartado para mirar dentro de la
bañera, estaba otra vez corrida. El ruido metálico, que a él le había sonado
como el crujir de huesos en una cripta, lo había producido los anillos de la
cortina al deslizarse por la barra. Jack se quedó mirando la cortina. Sentía la
cara como si se la hubieran encerado, cubierta por fuera de piel muerta, por
dentro llena de vivos, ardientes arroyuelos de espanto. Lo mismo que había
sentido en la zona infantil.
Había algo detrás de la cortina de plástico rosado. Había algo en la
bañera.
Alcanzaba a verlo, mal definido y oscuro a través del plástico, una
figura casi amorfa. Podría haber sido cualquier cosa. Un juego de luz. La
sombra del dispositivo de la ducha. Una mujer muerta desde hacía mucho
tiempo, yacente en la bañera, con una pastilla de jabón «Lowila» en la mano
rígida mientras esperaba pacientemente la eventual llegada de un amante.
Jack se dijo que debía avanzar sin vacilación para correr de un tirón la
cortina. Para dejar al descubierto lo que hubiera allí. En cambio, se dio la
vuelta con espasmódicos pasos de marioneta, con el corazón retumbándole
espantosamente en el pecho, y volvió al dormitorio.
La puerta que daba al pasillo estaba cerrada.
Durante un largo segundo permaneció inmóvil, mirándola. Podía
sentir el gusto del terror, en el fondo de la garganta, como un sabor de
cerezas pasadas.
Con el mismo andar convulsivo fue hacia la puerta y obligó a sus
dedos a cerrarse sobre el picaporte.
(No se abrirá )
Pero se abrió.
Con gesto torpe apagó la luz, salió al pasillo y, sin mirar hacia atrás,
cerró la puerta. Desde adentro, le pareció oír un ruido extraño, de golpes
húmedos, lejano, incierto, como si algo hubiera conseguido salir demasiado
tarde, trabajosamente, de la bañera, como para saludar a su visitante, como
si se hubiera dado cuenta de que el visitante se iba antes de haber satisfecho
las convenciones sociales y se precipitara ahora hacia la puerta, algo
purpúreo y horriblemente sonriente, para invitarlo a que entrara de nuevo.
Tal vez para siempre.
¿Pasos que se aproximaban a la puerta, o solo los latidos del corazón
en sus oídos?
Tanteó en busca de la llave maestra. La sintió fangosa, remisa a girar
en la cerradura. La golpeo, y de pronto los pestillos se corrieron y él
retrocedió contra la pared opuesta del pasillo, dejando escapar un gruñido
de alivio. Cerró los ojos y por su mente empezaron a desfilar todas las
antiguas frases, parecía que las hubiera por centenares
(estás chillado no estás en tus cabales te chalaste, perdiste la chaveta
chico, se te fue la onda, estás mal del coco, estás para la camisa de fuerza,
estás ido del todo, perdiste un tornillo, estás sonado)
y todas querían decir la misma cosa: perder el juicio.
—No —gimoteó, casi sin darse cuenta de que estaba reducido a eso, a
gimotear con los ojos cerrados, como un niño—. Oh no, Dios. Dios por favor,
no.
Pero bajo el tumulto de sus pensamientos caóticos, bajo el martilleo
de los latidos de su corazón, podía oír el ruido suave, fútil del picaporte
movido de un lado a otro porque eso encerrado dentro trataba inútilmente
de salir, eso que querrá conocerlo, que quería que él le presentara a su
familia mientras la tormenta vociferaba en torno de ellos y la luz blanca del
día se convertía en lóbrega noche. Si abría los ojos y veía moverse el
picaporte, se volvería loco, así que los dejó cerrados y después de un tiempo
inconmensurable, hubo tranquilidad.
Jack se obligó a abrir los ojos, convencido a medias de que, cuando los
abriera, ella estaría en pie ante él. Pero el pasillo estaba vacío.
De todas maneras, se sentía observado.
Sus ojos se posaron en la mirilla que había en el centro de la puerta y
se preguntó que sucedería si se acercaba para mirar a través de ella. ¿Con
qué clase de ojo se vería enfrentado su ojo?
Sus pies empezaron a moverse
(pies no me falléis ahora)
antes de que él se diera cuenta. Se apartaron de la puerta y lo llevaron
hacia el corredor principal, susurrando sobre la jungla negra y azul de la
alfombra. A mitad del camino hacia la escalera se detuvo para mirar el
extintor de incendios. Le pareció que los pliegues de lona de la manguera
estaban dispuestos de manera diferente. Y estaba seguro de que cuando él
vino por el pasillo, la boquilla de bronce apuntaba hacia el ascensor. Ahora
estaba mirando para el otro lado.
—Yo no vi nada de eso —dijo muy claramente Jack Torrance. Tenía la
cara blanca y ojerosa, y sus labios insistían en dibujar una sonrisa.
Pero para bajar no tomó el ascensor. Se parecía demasiado a una boca
abierta. Demasiado. Bajó por la escalera.
31. EL VEREDICTO
Jack entró en la cocina y los miró, mientras hacía saltar la llave
maestra en la mano izquierda para recogerla al caer, tintineante la cadena
de la blanca chapa de metal. Danny estaba pálido y agotado. Wendy había
estado llorando, era evidente; tenía los ojos enrojecidos y se la veía ojerosa.
Advertido lo alegró súbitamente. Por lo menos no era él el único que sufría.
Ellos lo miraban, sin hablar.
—Allí no hay nada —declaró Jack, atónito ante la despreocupación de
su propia voz—. Absolutamente nada.
Siguió haciendo saltar en el aire la llave maestra, tranquilizándolos
con su sonrisa, sintiendo cómo el alivio se les pintaba en la cara, y pensó que
jamás en su vida había necesitado tan desesperadamente un trago como en
ese momento.
32. EL DORMITORIO
Más hacia el atardecer, Jack cogió un catre en el cuarto destinado a
almacén en la primera planta, y lo puso en un rincón del dormitorio de ellos.
Wendy se había imaginado que Danny no se dormiría hasta bien avanzada la
noche, pero el niño estaba cabeceando antes de que estuviera mediada la
serie de TV, y quince minutos después de que lo hubieran arropado, estaba
ya sumergido en el sueño, inmóvil, con una mano debajo de la mejilla.
Wendy, sentada vigilante junto a él, marcaba con un dedo el punto donde
había llegado en la novela que leía. Ante su escritorio, Jack recorría con la
vista su obra de teatro.
—Qué mierda —farfulló Jack.
—¿Cómo? —interrogó Wendy, arrancada a su contemplación de
Danny.
—Nada.
Jack siguió mirando la obra con creciente furia. ¿Cómo podía haberle
parecido que era buena? Era pueril. Algo que se había hecho un millar de
veces. Y lo peor era que no tenía idea de cómo terminarla. En algún
momento le había parecido bastante simple. En un acceso de rabia, Denker
se apodera del atizador que hay junto a la chimenea y golpea santamente a
Gary, hasta matarlo. Después de pie junto al cuerpo, con el atizador
ensangrentado en la mano, vocifera dirigiéndose al público: «¡Está aquí, en
alguna parte, y yo lo encontraré!» Entonces, a medida que las luces pierden
intensidad y el telón baja lentamente, el público ve el cuerpo de Gary boca
abajo sobre el proscenio, mientras Denker se encamina a zancadas hacia la
biblioteca y empieza a arrojar febrilmente los libros de los estantes,
tirándolos a un lado después de mirarlos. Había pensado que era algo lo
bastante viejo para parecer nuevo, una obra cuya originalidad era tal que
podría convertirla en un éxito en Broadway: una tragedia en cinco actos.
Pero, además de que su interés se había orientado súbitamente hacia
la historia del «Overlook», había sucedido algo más: sus sentimientos hacia
los personajes habían cambiado, y eso era algo totalmente nuevo. Por lo
general, a Jack le gustaban sus personajes, los buenos y los malos. Y se
alegraba de que fuera así. Eso le facilitaba el intento de verlos desde todos
los ángulos y entender con mayor claridad sus motivaciones. Su cuento
favorito, el que había vendido a una revista pequeña del sur de Maine, era
un relato titulado: Aquí está el mono, Paul DeLong. El personaje era un
violador de niños, a punto de suicidarse en su cuarto amueblado. El hombre
se llamaba Paul DeLong, y sus amigos lo llamaban Mono. A Jack le había
gustado mucho Mono: comprendía sus extravagantes necesidades y sabía
que no era él el único culpable de las tres violaciones seguidas de asesinato
que tenía en su historial. Sus padres habían sido malos, el padre violento y
agresivo como había sido el de Jack, la madre un estropajo blando y
silencioso como su propia madre. Una experiencia homosexual en la escuela
primaria. La humillación pública. Experiencias aún peores en la secundaria y
en la universidad. Después de hacer víctimas de un acto de exhibicionismo a
dos niñitas que se bajaban de un autobús escolar, lo habían arrestado y
enviado a un correccional. Y lo peor de todo era que allí lo habían dado de
alta, lo habían vuelto a dejar en la calle, porque el director del
establecimiento había decidido que estaba bien. Ese hombre se llamaba
Grimmer, y sabía que Mono DeLong presentaba síntomas de desviación,
pero había presentado un buen informe, favorable, y lo había dejado en
libertad. A Jack también le gustaba y simpatizaba con Grimmer. Grimmer
tenía que dirigir una institución con escasez de fondos y de personal,
intentando que las cosas no se le vinieran abajo a fuerza de saliva, alambre
de embalar y míseras subvenciones de una legislatura estatal que estaba
pendiente de la opinión de los votantes. Grimmer sabía que Mono podía
establecer contacto con la gente, que no se ensuciaba en los pantalones ni
trataba de asesinar a los otros reclusos con las tijeras. No se creía Napoleón,
tampoco. El psiquiatra a quien se confió el caso pensaba que eran excelentes
las probabilidades de que Mono pudiera valerse por sí mismo en libertad, y
los dos sabían que cuanto más tiempo pasa un hombre en una institución,
tanto más llega a necesitar de ese medio cerrado, como un drogadicto de la
droga. Y entretanto, la gente se les agolpaba a la puerta. Paranoicos,
esquizoides, ciclotímicos, semicatatónicos, hombres que sostenían haber
subido al cielo en platillos volantes, mujeres que les habían quemado los
genitales a sus hijos con un encendedor, alcohólicos, pirómanos,
cleptómanos, maníaco-depresivos, suicidas frustrados. El mundo de siempre,
vaya. Si no estás bien atado, te sacudes, te desintegras, te desarmas antes de
haber llegado a los treinta. Jack podía entender el problema de Grimmer,
como podía entender a los padres de las víctimas asesinadas. Y a las propias
víctimas también, por cierto. Y al Mono DeLong. Que el lector se ocupara de
buscar culpables. En aquel tiempo, Jack no quería juzgar. La capa del
moralista le caía mal sobre sus hombros.
Con el mismo ánimo optimista había empezado La escuelita, pero
últimamente había empezado a tomar partido y, lo que era peor, había
empezado a odiar a su héroe Gary Benson. Imaginado originariamente como
un muchacho brillante para quien el dinero era más bien una carga que una
bendición, un muchacho que nada ambicionaba más que hacer valer sus
méritos para poder entrar en una buena universidad porque se lo había
ganado y no porque su padre le hubiera abierto las puertas, a los ojos de
Jack se había convertido en una especie de fatuo engreído, un postulante
frente al altar del saber (en vez de ser un acólito sincero), una imitación
superficial de las virtudes del boy scout, cínico por dentro, caracterizado no
por una auténtica inteligencia —tal como lo había concebido al principio—,
sino por una insidiosa astucia animal. A lo largo de toda la obra se dirigía
infaliblemente a Denker llamándolo «señor», tal como Jack había enseñado
a su hijo a llamar «señor» a las personas mayores e investidas de autoridad.
Jack pensaba que Danny empleaba con toda sinceridad la palabra, al igual
que el Gary Benson originario, pero al comenzar el quinto acto, tenía cada
vez más la sensación de que Gary decía «señor» en vena satírica, como una
careta que se pusiera exteriormente, en tanto que el Gary Benson que había
detrás de ella se mofaba de Denker. De Denker, que jamás había tenido
nada de lo que tenía Gary. De Denker, que había tenido que trabajar
durante toda su vida, nada más que para llegar a director de una mísera
escuelita. Que ahora se veía enfrentado con la ruina por obra de ese
muchacho rico, apuesto y de apariencia inocente que había hecho trampa
con su composición y después había disimulado astutamente las pistas.
Cuando empezó La escuelita, Jack veía a Denker como alguien no muy
diferente de los pequeños cesares sudamericanos ensorbecidos por sus
imperios bananeros que fusilan a los oponentes contra el frontón de la
cancha de pelota más próxima, un fanático exagerado para la magnitud de
su causa, un hombre que de cada uno de sus caprichos hace una Cruzada. Al
comienzo, había querido hacer de su obra un microcosmos que fuera una
metáfora del abuso del poder. Ahora, se sentía cada vez más impulsado a ver
a Denker como una especie de Mister Chips, y la tragedia no residía en la
vejación intelectual infligida a Gary Benson, sino más bien en la destrucción
de un viejo maestro bondadoso que no alcanzaba a ver las cínicas
supercherías de ese monstruo disfrazado de estudiante.
En definitiva, Jack no había podido terminar la obra.
Ahora estaba inmóvil, con los ojos fijos en los papeles, hosco,
preguntándose si habría alguna manera de rescatar la situación. En realidad,
no creía que la hubiera. Había empezado con una obra que a mitad de
camino se le había convertido en otra, abracadabra. Bueno, con mil diablos.
De cualquiera de las dos maneras, era algo que ya se había hecho antes. De
cualquier manera era un montón de mierda. Y en definitiva, ¿por qué se
estaba preocupando por eso esa noche? Después del día que acababa de
tener, no era de maravillarse que no pudiera hilar bien los pensamientos.
—¿... llevarlo abajo?
Levantó los ojos, parpadeando en el intento de sacarse las telarañas.
—¿Que?
—Decía que cómo haríamos para llevarlo abajo. Tenernos que sacarlo
de aquí, Jack.
Durante un momento se sintió tan disperso que ni siquiera estaba
seguro de qué era lo que quería decir Wendy. Cuando lo entendió emitió
una breve risa, casi un ladrido.
—Lo dices como si fuera tan fácil.
—No quise decir...
—No es ningún problema, Wendy. Me cambiaré de ropa en esa cabina
telefónica que hay en el vestíbulo y lo llevaré volando a Denver, sobre los
hombros. Cuando era muchacho, solían llamarme Supermán Jack Torrance.
El rostro de Wendy se mostró dolido.
—Entiendo el problema, Jack. La radio está rota. Y está la nieve, pero
tú tienes que entender el problema de Danny. ¿No te das cuenta, por Dios?
¡Si estaba casi catatónico, Jack! ¿Y si no hubiera salido de ese estado?
—Pero salió —señaló Jack, con cierta sequedad. Los ojos inexpresivos
de Danny, las facciones muertas, también lo habían asustado a él,
indudablemente. Al principio. Pero, cuanto más lo pensaba, más se
preguntaba si no habría sido una escena montada para escapar del castigo.
Después de todo, Danny había estado desobedeciendo.
—Es lo mismo —continuó Wendy, se acercó y se sentó en el extremo
de la cama junto al escritorio de su marido, Con expresión a la vez
sorprendida y preocupada—. Jack, ¡esos magullones en el cuello! ¡Algo lo
atacó, y yo quiero alejarlo de eso!
—No grites —pidió Jack—. Me duele la cabeza, Wendy. Y estoy tan
preocupado como tú, así que por favor... no grites.
—Está bien, no gritaré —Wendy bajó la voz—. Pero es que no te
entiendo, Jack. Hay alguien aquí con nosotros. Y alguien que no es muy
buena persona, por cierto. Tenemos que volver a Sidewinder, no solamente
Danny: todos. Y pronto. Y tú... ¡tu estás ahí sentado, leyendo la obra!
—«Tenemos que bajar, tenemos que bajar.» Ya puedes seguir
diciéndolo. Realmente, tú debes pensar que yo soy Supermán.
—Pienso que eres mi marido —articuló Wendy, suavemente y se quedó mirándose
las manos.
El mal humor de Jack estalló. De un golpe dejó el manuscrito sobre el
escritorio, volviendo a desordenar la pila y arrugando las hojas de abajo.
—Es hora de que te des cuenta de algunas cosas, Wendy, que
aparentemente no has interiorizado, como dicen los sociólogos, y que te
andan dando vueltas por la cabeza como bolas de billar. Y más vale que las
metas de una vez en las troneras. Tienes que entender que estamos cercados
por la nieve.
En su cama, repentinamente, Danny se mostraba inquieto. Aunque
seguía dormido, había empezado a retorcerse y a dar vueltas. Como hacía
siempre que ellos peleaban, pensó Wendy con desánimo. Y nos estamos
peleando de nuevo.
—No lo despiertes, Jack, por favor —pidió.
Jack miró rápidamente a Danny y pareció que la cara se le viera menos
arrebatada.
—Está bien. Disculpa. Lamento haberme enojado, Wendy. En realidad
no es contigo. Pero es que yo rompí la radio; la culpa es sólo mía. Era nuestro
principal vínculo con el exterior. Por favor, venga a buscarnos, señor
guardabosques. No podemos seguir aquí hasta tan tarde.
—No —pidió Wendy, apoyándole una mano en el hombro. Jack
reclinó la cabeza sobre ella, y Wendy le pasó la otra mano por el pelo—.
Supongo que tienes razón, después de mis acusaciones. A veces son como mi
madre. Puedo ser malintencionada. Pero tienes que entender que algunas
cosas, son difíciles de superar. Tienes que entenderlo.
—¿Te refieres al brazo? —Jack se quedó tenso.
—Si —reconoció Wendy, y se apresuró a continuar—: Pero no es sólo
por ti. Me preocupo por él cuando sale a jugar. Me preocupa que quiera una
bicicleta para el año próximo, aunque sea con ruedas suplementarias. Me
preocupo por sus dientes y por sus ojos y por eso que él llama el esplendor.
Me preocupo… Porque es pequeño y parece muy frágil y porque... porque
en este hotel hay algo que parece que quiere apoderarse de él. Y que si es
necesario pasará por encima de nosotros para conseguirlo. Por eso tenemos
que sacarlo de aquí, Jack. ¡Lo sé, lo siento! ¡Debemos sacarlo de aquí!
En su agitación, Wendy había cerrado dolorosamente la mano sobre el
hombro de su marido, pero Jack no se apartó. Con una mano buscó el firme
peso del pecho izquierdo y empezó a acariciárselo por encima de la camisa.
—Wendy —empezó y se detuvo. Ella espero a que diera forma a lo
que iba a decir. Sobre su pecho, la mano de Jack era un contacto bueno,
sedante—. Tal vez podría bajarlo yo, con las raquetas para la nieve. Él podría
hacer andando una parte del camino, pero la mayor parte tendría que
llevarlo en brazos. Eso significaría acampar una o dos noches, tres quizás. Y
tendríamos que armar un pequeño trineo para llevar provisiones y mantas.
Tenemos la radio AM/FM, de modo que podríamos elegir un día en que el
pronóstico fuera de tres días de buen tiempo. Pero si el pronóstico no fuera
exacto —concluyó Jack, con voz calma y medida— podría significar la
muerte.
Wendy había palidecido. Su cara brillaba con algo casi espectral. Jack
siguió acariciándole el pecho, pasándole suavemente la yema del pulgar por
el pezón.
Wendy dejó escapar un gemido, Jack no sabía si provocado por sus
palabras o como reacción a la caricia de él sobre su pecho. Levantó un poco
la mano y le desabrochó el primer botón de la camisa. Wendy movió un poco
las piernas. De pronto los tejanos le parecían demasiado ajustados, un poco
incómodos aunque de una manera no desagradable.
—Significaría dejarte a ti sola, porque tú no sabes andar bastante bien
con las raquetas para la nieve. Podrían pasar tres días sin que supieras nada.
¿Es eso lo que quieres? —la mano bajó hasta el segundo botón y lo
desabrochó, dejando al descubierto el surco entre los pechos.
—No —respondió Wendy, con voz que se había vuelto pastosa. Se dio
la vuelta a mirar a Danny, que había dejado de moverse y tenía otra vez el
pulgar en la boca. Entonces, todo iba bien. Pero había algo que Jack estaba
dejando fuera del cuadro. Era todo demasiado yermo. Había algo más... pero
¿qué?
—Si nos quedamos aquí —continuó Jack, mientras desabrochaba los
dos botones siguientes con la misma deliberada lentitud—, en algún
momento vendrá un guardabosques del parque, nada más que por ver qué
tal andamos. Entonces, simplemente, le decimos que queremos bajar, y él ya
se ocupará del asunto —por la amplia V de la camisa abierta hizo salir los
pechos desnudos, se inclinó y apoyó los labios alrededor de un pezón. Estaba
duro y erecto. Jack lo recorrió suavemente con la lengua, varias veces, en la
forma en que sabía que a ella le gustaba. Wendy volvió a gemir, arqueando
la espalda.
(¿No hay algo que he olvidado?)
—¿Mi amor? —le preguntó. Inconscientemente sus manos se
deslizaron hacia la nuca de él, de manera que la respuesta quedó ahogada
contra su carne.
—¿Cómo nos sacaría de aquí el guardabosques?
Jack levantó un poco la cabeza para contestar y después rodeó con la
boca el otro pezón.
—Si el helicóptero estuviera reservado, me imagino que tendría que
ser con un vehículo para la nieve.
(¡¡¡!!!)
—Pero, ¡nosotros tenemos un vehículo para la nieve! ¡Fue lo que dijo
Ullman!
Durante un momento pareció que la boca de él se hubiera congelado.
Después, Jack se enderezó. Wendy tenía el rostro arrebatado, los ojos
brillantes; en cambio, la expresión de Jack era tan calma como si en vez de
estar en preliminares eróticos con su mujer estuviera leyendo un libro
bastante aburrido.
—Si tenemos un vehículo para la nieve no hay problema —exclamó
Wendy, acaloradamente—. Podremos bajar los tres juntos.
—Wendy, yo jamás en mi vida he conducido un vehículo de esos.
—No puede ser tan difícil. Si allá en Vermont se ve a chiquillos de diez
años paseándose con ellos por las pistas... aunque en realidad, no sé en qué
pueden estar pensando los padres. Y cuando nos conocimos, tú tenías una
motocicleta.
Así era. Tenía una «Honda» de 350 c.c., que había cambiado por un
«Saab» poco después que él y Wendy se fueran a vivir juntos.
—Me imagino que podría —respondió lentamente—. Pero no sé en
qué condiciones estará. Ullman y Watson... están a cargo de este lugar desde
mayo a octubre, y lo dirigen con la mentalidad del verano. Seguramente no
tendrá gasolina, y tal vez le falten las bujías o la batería, también. No quiero
que te hagas demasiadas ilusiones, Wendy.
Ya totalmente excitada, Wendy se inclinó hacia él, escapándosele los
pechos de la camisa, Jack tuvo el súbito impulso de retorcerle uno hasta que
gritara. Tal vez así aprendería a callarse la boca.
—La gasolina no es problema —le recordó Wendy—. Tanto el
«Volkswagen» como la «Furgoneta» del hotel están llenos. Y hay más para el
generador de emergencia que está en la planta baja. Y hasta debe de haber
una lata en el cobertizo, así que podrías llevar una reserva.
—Sí, la hay —reconoció Jack. En realidad había tres, dos de veinte
litros y una de diez.
—Y lo más seguro es que las bujías y la batería también anden por ahí.
A nadie se le va a ocurrir guardar el vehículo para la nieve en un lugar y los
repuestos en alguna otra parte, ¿no te parece?
—Muy probable no parece, no —convino Jack. Se levantó y fue hacia
donde Danny seguía durmiendo. Un mechón de pelo le había caído sobre la
frente y Jack se lo apartó con suavidad. Danny no se movió.
—Y si puedes ponerlo en marcha, ¿nos llevarás? —preguntó Wendy a
sus espaldas—. ¿El primer día que la radio anuncie buen tiempo?
Durante un momento, Jack no respondió. Estaba mirando a su hijo, y
la confusión de sus sentimientos se disolvió en una oleada de amor. Danny
era como había dicho Wendy: vulnerable, frágil. Las marcas del cuello se le
notaban muchísimo.
—Sí —respondió—. Lo pondré en condiciones y saldremos de aquí tan
pronto como podamos.
—¡Gracias a Dios!
Jack se dio la vuelta. Wendy se había quitado la camisa y lo esperaba
en la cama, con su vientre plano, los pechos apuntados al cielo raso, mientras
sus dedos jugaban ociosamente con los pezones.
—Dense prisa, caballeros, que ya es hora —susurró.
Después, sin más luz en la habitación que la lamparilla nocturna que
Danny había traído de su cuarto, se quedó acurrucada en el hueco del brazo
de él, con una deliciosa sensación de paz. Se le hacía difícil creer que
pudieran estar conviviendo en el «Overlook» con un polizón asesino.
—¿Jack?
—¿Hum?
—¿Qué fue lo que lo atacó?
Él no le respondió directamente.
—Él tiene algo. Como un talento que a los demás nos falta. A la
mayoría, vamos. Y tal vez el «Overlook» también tenga algo.
—¿Fantasmas?
—No sé. No en el sentido de Algernon Blackwood, seguramente. Más
bien algo así como residuos de los sentimientos de las personas que han
estado aquí. Cosas buenas y malas. En ese sentido, supongo que cualquier
gran hotel tiene sus fantasmas. Especialmente si es viejo.
—Pero una mujer muerta en la bañera... Jack, ¿no estará perdiendo el
juicio, verdad?
Jack la abrazó fugazmente.
—Ya sabemos que cae en... bueno, llamémosle trances, a falta de una
palabra mejor... de vez en cuando. Sabemos que cuando está en ese estado,
a veces... ¿ve?... cosas que no entiende. Si los trances de precognición son
posibles, probablemente sean funciones del subconsciente. Freud dijo que el
subconsciente nunca nos habla en lenguaje literal. Se vale de símbolos. Si
uno sueña que está en una panadería donde nadie habla su idioma, tal vez
esté preocupado por su capacidad para mantener a su familia. O tal vez sea
que siente que nadie lo entiende. He leído que soñar que uno se cae es una
de las canalizaciones más comunes de los sentimientos de inseguridad. Son
juegos, nada más que juegos. La parte consciente de un lado de la red, el
subconsciente del otro, pasándose uno a otro una imagen absurda. Lo
mismo que con la enfermedad mental, las corazonadas y todo eso. ¿Por qué
habría de ser diferente la precognición? Tal vez Danny realmente hubiera
visto sangre en las paredes de la suite presidencial. Para un chico de esa
edad, la imagen de la sangre y el concepto de la muerte son poco menos que
intercambiables. De todas maneras, para los niños la imagen es siempre más
accesible que el concepto. William Carlos Williams lo sabía, como pediatra
que era. A medida que crecemos, los conceptos nos resultan poco a poco
más fáciles y dejamos las imágenes para los poetas... pero estoy divagando.
—Me gusta oírte divagar.
—Lo dijo, muchachos, lo dijo. Todos lo habéis oído.
—Pero las marcas en el cuello, Jack... eso es real.
—Sí.
Durante largo rato no hubo más palabras. Wendy empezaba a pensar
que Jack debía de haberse quedado dormido, y ella misma empezaba a
adormecerse, cuando lo oyó decir:
—Para eso, se me ocurren dos explicaciones, y ninguna de ellas implica
que haya alguien más en el hotel.
—¿Qué? —Wendy se enderezó sobre un codo.
—Estigmas, tal vez.
—¿Estigmas? ¿Eso no es cuando la gente sangra el Viernes Santo, o
algo así?
—Sí. A veces, la gente que cree profundamente en la divinidad de
Cristo exhibe marcas sangrantes en las manos y en los pies durante la
Semana Santa. En la Edad Media era más común que ahora. En esa época, a
personas así se las consideraba bendecidas por Dios. No creo que la Iglesia
católica lo proclamara directamente como milagroso... y era muy inteligente
al no hacerlo. Los estigmas no se diferencian mucho de algunas cosas que
pueden hacer los yoguis. Ahora se comprende mejor, eso es todo. La gente
que entiende la interacción entre mente y cuerpo... que la estudia, quiero
decir, porque como entenderla, nadie la entiende... cree que tenemos
mucho más control de nuestras funciones involuntarias de lo que solía
creerse. Si uno se concentra lo suficiente, puede disminuir el ritmo de los
latidos cardíacos, o acelerar su metabolismo. O aumentar la cantidad de
transpiración, o provocarse hemorragias.
—¿Quieres decir que Danny se concentró hasta que le aparecieron
esos magullones en el cuello? Jack, eso no puedo creerlo.
—Yo creo que es posible, aunque a mí también me parece
improbable. Lo que es más probable es que se lo haya hecho solo.
—¿Sólo?
—Ya otras veces ha caído en esos «trances», y se ha lastimado él solo.
¿Recuerdas aquella vez mientras cenábamos? Hace un par de años, creo. Tú y
yo estábamos muy mal entre nosotros, y nadie hablaba mucho. Entonces,
repentinamente, se le pusieron los ojos en blanco y se cayó de cara sobre el
plato. Y después, al suelo. ¿Te acuerdas?
—Sí, claro que sí —asintió Wendy—. Yo pensé que era una convulsión.
—Otra vez estábamos en el parque —continuó Jack—, Danny y yo
solos. Un sábado por la tarde. Él estaba en un columpio, balanceándose, y de
pronto se cayó al suelo. Fue como si le hubieran disparado. Yo corrí a
levantarlo, y de pronto volvió en sí. Parpadeó un poco y me dijo: «Me hice
mal en la barriga. Dile a mami que esta noche cierre las ventanas del
dormitorio si llueve.» Y esa noche llovió a cántaros.
—Sí, pero...
—Y siempre aparece con arañazos y raspones en los codos. Tiene las
piernas que parecen un campo de batalla. Y cuando le preguntas cómo se
hizo tal o cual magullón, te dice que estaba jugando, y no da más
explicaciones.
—Jack, todos los chicos se hacen chichones y se lastiman. Con los
muchachitos es lo de siempre, desde el momento en que aprenden a andar
hasta que tienen doce o trece años.
—Y estoy seguro de que Danny no se queda atrás —continuó Jack—.
Es un chico activo. Pero yo me acuerdo de ese día en el parque, y de esa
noche durante la cena, y me pregunto si todos los chichones y los cardenales
de nuestro hijo vienen simplemente de que se cayó de rodillas. ¡Demonios, si
ese doctor Edmonds dijo que Danny se puso en trance allí mismo, en su
despacho!
—Está bien. Pero esos magullones son de dedos, puedo jurarlo. Eso no
se lo hizo porque se cayó.
—El chico cae en trance —insistió Jack—, y tal vez ve algo que sucedió
en esa habitación. Una discusión, un suicidio tal vez. Emociones violentas. No
es como estar viendo una película; está en un estado de gran
sugestionabilidad, en mitad misma del episodio. Tal vez subconscientemente
esté contemplando de manera simbólica algo que sucedió... por ejemplo,
una muerta que vuelve a la vida, un resucitado, un vampiro, un espectro o la
palabra que más te guste.
—Me haces poner la carne de gallina —se estremeció Wendy.
—No creas que a mí no se me pone. Yo no soy psiquiatra, pero me
parece que la explicación es coherente. La muerta que camina como símbolo
de emociones muertas, de vidas muertas que se resisten a desaparecer, a
irse... pero como es una imagen subconsciente, ella también es él. En el
estado de trance, el Danny consciente queda sumergido, y la que mueve los
hilos es la imagen subconsciente. De modo que Danny se pone las manos al
cuello y...
—Basta —lo detuvo Wendy—. Ya lo veo, y creo que es más aterrador
que tener a un extraño merodeando por los pasillos, Jack. De un extraño te
puedes apartar, pero de ti mismo no. De lo que estás hablando es de
esquizofrenia.
—De un tipo muy limitado—aclaró Jack, un poco inseguro—. Y de
naturaleza muy especial. Porque efectivamente, parece que pudiera leer el
pensamiento, y de veras parece que ocasionalmente tuviera premoniciones.
Y a esas cosas, por más que me esfuerce, no puedo considerarlas como
enfermedad mental. De todas maneras, todos tenemos componentes
esquizofrénicos. Pienso que a medida que Danny crezca, los controlará
mejor.
—Si estás en lo cierto, entonces es imperativo que lo saquemos de
aquí. Tenga lo que tuviere, este hotel está empeorándolo.
—Yo no diría eso —objetó Jack—. Para empezar, si hubiera hecho lo
que le habían dicho, jamás habría ido a esa habitación. Y jamás habría
ocurrido eso.
—¡Por Dios, Jack! ¿Quieres decir que el hecho de que estuviera a
punto de morir estrangulado fue... el castigo que se merecía por haber
desobedecido?
—No... no. Claro que no. Pero...
—No hay peros —Wendy sacudió violentamente la cabeza—. La
verdad es que sólo hacemos conjeturas. No tenemos la menor idea de cuál
será el momento en que, al doblar por un pasillo, Danny caiga en uno de
esos... pozos de aire, una de esas películas de terror o lo que sea. Tenemos
que sacarlo de aquí —dejó escapar una risita en la oscuridad— porque si no,
seremos nosotros quienes empezaremos a ver cosas.
—No digas disparates —la regañó Jack, que en la oscuridad de la
habitación veía los leones del cerco amontonándose junto a la senda, ya no
flanqueándola sino vigilándola, los hambrientos leones de noviembre.
Gotitas de sudor frío le cubrieron la frente.
—¿Realmente, tú no viste nada? —le preguntaba Wendy—. Cuando
subiste a esa habitación, quiero decir, ¿realmente no viste nada?
Los leones habían desaparecido, y ahora Jack veía una cortina para
ducha de color rosado pastel, tras la cual se perfilaba una forma oscura. La
puerta cerrada. Esos golpes ahogados, presurosos, y después el ruido que
podía haber sido de pasos que corrían.
El latido lento y horrible de su propio corazón, mientras él luchaba
con la llave maestra.
—Nada —respondió, y era la verdad. Se había sentido tenso e
inseguro de lo que pasaba. No había tenido ocasión de pasar revista a sus
pensamientos en busca de una explicación razonable para los magullones
que tenía su hijo en el cuello, él mismo había estado demasiado
sugestionable. A veces, las alucinaciones podían ser contagiosas.
—¿Y no has cambiado de opinión? Sobre el vehículo para la nieve,
quiero decir.
Súbitamente, las manos de Jack se convirtieron en puños
(¡Déjate de fastidiarme!)
a sus costados.
—Ya te dije que lo haría, ¿no? Pues lo haré. Ahora, ponte a dormir,
que el día ha sido largo, y duro.
—Ya lo creo —suspiró Wendy. Las sábanas susurraron cuando se volvió
hacia su marido para besarlo en el hombro—. Te amo, Jack.
—Yo también —le aseguró él, pero sólo era de labios afuera. Seguía
aun con los puños contraídos, y los sentía como si fueran piedras al extremo
de los brazos. En la frente, una vena le latía obstinadamente: Wendy no
había dicho una palabra de lo que les sucedería después de que bajaran a
Sidewinder, cuando la fiesta hubiera terminado. Ni una sola. Lo único había
sido Danny esto y Danny lo otro y Jack estoy tan asustada. Sí, claro, estaba
asustada de los espantajos que había en los armarios y las sombras al acecho,
vaya si lo estaba. Pero tampoco faltaban las preocupaciones reales. Cuando
llegaran a Sidewinder no tendrían más que sesenta dólares y la ropa que
llevaban puesta. Ni coche siquiera. Y aunque en Sidewinder hubiera un
prestamista —que no lo había—, no tenía qué empeñar, como no fuera el
brillante del anillo de casada de Wendy, que valdría unos noventa dólares, si
era un usurero bondadoso. Tampoco habría trabajo, ni siquiera por horas o
para la temporada de invierno, a no ser despejar de nieve las entradas para
coches, a tres dólares por casa. La imagen de Jack Torrance, a los treinta
años, tras haber publicado en Esquire y haber acariciado el sueño (no del
todo irrazonable, en su sentir) de convertirse en un importante escritor
norteamericano en el curso del siguiente decenio, llamando a las puertas con
una pala al hombro... esa imagen acudió de súbito a su mente con mucha
mayor nitidez que la de los leones del cerco, y Jack contrajo los puños con
más fuerza todavía, sintiendo cómo las uñas se le clavaban en las palmas,
arrancándole sangre en la forma de místicas medias lunas. John Torrance,
haciendo cola para cambiar sus sesenta dólares por cupones de
racionamiento, volviendo a hacer cola en la iglesia metodista de Sidewinder
para conseguir que le dieran alojamiento, mirado con rencor por los
necesitados del lugar. John Torrance, explicándole a Al que simplemente
habían tenido que irse, que él había tenido que apagar la caldera e irse y
dejar el «Overlook» y todo lo que contenía a merced de los vándalos o los
ladrones o las barredoras de nieve, porque fíjate Al, attendez-vous, Al, allá
arriba hay fantasmas y la habían tomado con mi hijo. Adiós, Al. Título del
capitulo cuatro, «Llega la primavera para John Torrance». Y entonces, ¿qué?
¿Qué demonios, entonces? Se imaginaba que en el «Volkswagen» podrían
llegar a la costa Oeste. Con cambiarle la bomba de aceite, asunto arreglado.
A noventa kilómetros hacia el oeste, ya todo el camino era descendente, así
que casi se podía poner el coche en punto muerto y seguir costeando hasta
Utah. Hacia la soleada California, tierra de naranjas y de oportunidades. Un
hombre con sus legítimos antecedentes de alcohólico, de colérico con los
estudiantes y de cazador de fantasmas, conseguiría indudablemente
cualquier cosa. Lo que pidiera. Como ingeniero de caminos... para
desempantanar autobuses «Greyhound». En el negocio de automotores...
lavando coches, enfundado en un mono de goma. En las artes culinarias, tal
vez, como lavaplatos en algún restaurante. O tal vez un cargo de más
responsabilidad, como podía ser cargar gasolina. Un trabajo así le ofrecería
incluso el estímulo intelectual de contar el cambio y recibir los talones de
crédito. Puedo darle veinticinco horas semanales, pagándole el salario
mínimo. Melodía celestial, oír eso en un año en que el pan envasado se
vendía a sesenta centavos la hogaza. La sangre había empezado a
escurrírsele de las palmas. Como si tuviera estigmas, vaya. Contrajo con más
fuerza los puños, complaciéndose en el dolor. Su mujer estaba dormida a su
lado, ¿por qué no? Si no había problemas. Jack había accedido a ponerlos, a
ella y a Danny, fuera del alcance del gran espantajo malo, y ya no había
problemas. Conque ya ves, Al, me pareció que lo mejor que podía hacer
era...
(matarla.)
La idea se elevó desde la misma nada, despojada y sin ornamentos. La
necesidad de arrojarla de la cama, desnuda, atónita, apenas empezando a
despertarse; de abalanzarse sobre ella, aferrarle el cuello como se coge el
débil tallo de un álamo joven y estrangularla, con los pulgares contra la
tráquea, los demás dedos oprimiendo las vértebras del cuello, sacudiéndole
la cabeza y golpeándosela contra las tablas del piso, una y otra vez, golpear,
sacudir, romper, destrozar. Eso sí que es bailar, chiquita. Sacúdete con ritmo
de rock and roll. Ya se ocuparía él de que tomara su medicina. Hasta la
última gota. Hasta las heces.
Percibió oscuramente que de algún lado llegaba un ruido ahogado,
desde fuera de su mundo interior afiebrado y tumultuoso. Miró hacia el otro
lado de la habitación y vio que Danny se agitaba de nuevo en la cuna,
retorciéndose y envolviéndose en las mantas. De su garganta brotaba un
profundo gemido, un grito débil, como enjaulado. ¿Una pesadilla? ¿Una
mujer de color púrpura, muerta desde hacía tiempo, que lo perseguía por los
retorcidos corredores del hotel? De alguna manera, Jack no pensó que fuera
eso. Era otra cosa la que perseguía a Danny en sus sueños. Algo peor.
El amargo nudo de sus emociones se deshizo. Jack se bajó de la cama y
fue hacia donde estaba el niño, sintiéndose asqueado y avergonzado de sí
mismo. Era en Danny en quien tenía que pensar, no en Wendy ni en sí
mismo. Solamente en Danny. Y no importaba la forma que se esforzara por
imponer a los hechos: en su fuero interno, él sabía que debía sacar a Danny
de allí. Le acomodó las mantas y les agregó el edredón dispuesto a los pies
de la cama. Danny había vuelto a calmarse. Jack le tocó la frente
(¿qué monstruos jugueteaban tras esa pantalla de hueso?)
y la encontró tibia, pero no caliente. Y el chico había vuelto a
dormirse profundamente. Qué extraño.
Volvió a acostarse, y él también intentó dormir. Inútilmente.
Era tan injusto que las cosas tuvieran que resultar así... parecía que la
mala suerte lo acechara. Después de todo, al venir aquí no habían
conseguido quitársela de encima. Para cuando llegaran a Sidewinder,
mañana por la tarde, la dorada oportunidad se habría evaporado, se habría
ido por el camino del zapato de gamuza azul, como solía decir uno de sus
antiguos compañeros de habitación. En cambio, ¡qué diferencia si no
bajaban, si de alguna manera conseguían aguantar! La obra quedaría
terminada; de una manera o de otra, ya le encontraría un final. Su propia
incertidumbre respecto de sus personajes podía agregar al desenlace original
un toque de conmovedora ambigüedad. Y tal vez le permitiera ganar algún
dinero, no era imposible. Y aunque así no fuera, era muy posible que Al
convenciera al consejo directivo de Stovington de que volvieran a
contratarlo. Claro que si lo tomaban sería a prueba, y una prueba que podía
ser de hasta tres años, pero si se mantenía sobrio y seguía escribiendo, tal
vez no tuviera que quedarse tres años en Stovington. Por cierto que
Stovington nunca le había interesado mucho; ahí se sentía ahogado,
enterrado vivo, pero de todos modos su reacción había sido inmadura.
Aunque tampoco se podía esperar que un hombre disfrutara de la
enseñanza cuando cada dos o tres días daba las tres primeras horas de clase
con una resaca que hacía que se le partiera la cabeza. Pero eso no le volvería
a suceder. Ahora sería capaz de afrontar mucho mejor sus responsabilidades,
de eso estaba seguro.
En mitad de esos pensamientos, las cosas empezaron a desmembrare y
Jack flotó a la deriva hasta hundirse en el sueño. Ese último pensamiento lo
siguió en su descenso como el resonar de una campana:
Le parecía que allí podría encontrar la paz. Por fin. Sólo faltaba que lo
dejaran.
Cuando se despertó, estaba otra vez de pie en el cuarto de baño del
217.
(otra vez andando en sueños... ¿por qué...? si aquí no hay radios para
romper)
La luz del cuarto de baño estaba encendida y, a sus espaldas, el
dormitorio estaba a oscuras. La cortina de la ducha estaba corrida, ocultando
la larga bañera con patas como garras. Junto a ella, la alfombrilla estaba
arrugada y húmeda.
Jack empezó a tener miedo, pero un miedo cuya propia cualidad
onírica le decía que la situación no era real. Sin embargo, no por eso
desaparecía el miedo. En el «Overlook» eran tantas las cosas que parecían
sueños...
Atravesó el baño en dirección a la bañera; no quería hacerlo, pero le
era imposible retroceder.
De golpe, abrió la cortina.
En la bañera, desnudo, flotando casi ingrávidamente en el agua,
estaba George Hatfield, con un cuchillo clavado en el pecho. El agua estaba
teñida de un color rosado brillante. Los ojos de George estaban cerrados. El
pene flotaba blandamente, como algas.
—George —se oía decir Jack.
Cuando él pronunciaba la palabra, los ojos de George se abrían
bruscamente. Ojos de plata, que no tenían nada de humanos. Las manos de
George, blancas como peces, se apoyaban en los lados de la bañera, y
George se levantaba hasta quedar sentado. El cuchillo le asomaba
limpiamente del pecho, por una herida sin labios, equidistante de las dos
tetillas.
—Usted adelantó el cronómetro —le decía ese George de ojos de
plata.
—No, George, de ningún modo. Yo...
—Yo no tartamudeo.
Ahora George estaba de pie, sin dejar de mirarlo con esa inhumana
fijeza de plata, pero la boca se le había contraído en una sonrisa burlesca,
letal. Pasaba una pierna por encima del borde esmaltado de la bañera, y
apoyaba sobre la alfombrilla de baño un pie blanco y arrugado.
—Primero usted trató de atropellarme cuando yo iba en bicicleta y
después adelantó el cronómetro y después intentó apuñalarme pero así y
todo yo no tartamudeo. —George se le acercaba con las manos extendidas,
ligeramente curvados los dedos. De él emanaba un olor húmedo y mohoso,
como el de las hojas caídas cuando les ha llovido encima.
—Fue por tú bien —decía Jack, y empezaba a retroceder—. Lo
adelanté por tú bien. Además, casualmente sé que tú plagiaste tu
composición.
—Yo no plagié... y además no tartamudeo.
Las manos de George le tocaban el cuello.
Jack se daba la vuelta y corría, corría con esa lentitud flotante e
ingrávida que es tan común en los sueños.
—¡Sí! ¡Sí que plagiaste! —vociferaba Jack, furioso, mientras
atravesaba a la carrera el dormitorio a oscuras—. ¡Yo lo demostraré!
Las manos de George le alcanzaban otra vez el cuello. El miedo
hinchaba el corazón de Jack hasta que parecía que fuera a estallar. Entonces,
finalmente, su mano se cerraba en torno del picaporte, y éste giraba bajo la
mano y Jack abría la puerta y se precipitaba, no en el pasillo de la segunda
planta, sino en la habitación que había en el sótano, pasando el arco. La luz
de las telarañas estaba encendida. Su silla de campamento, austera y
geométrica, lo esperaba debajo. Todo rodeado por una cordillera en
miniatura, hecha de cajas y cajones y paquetes de recibos y facturas y Dios
sabría qué. Una oleada de alivio lo inundaba.
—¡Lo encontraré! —se oía vociferar, y se apoderaba de una caja de
cartón, húmeda y a punto de deshacerse, que se le desarmaba en las manos,
dejando caer una cascada de delgados papeles amarillentos.
—¡Está por aquí! ¡Lo encontraré! —Jack metía ambas manos en lo más
hondo de la pila de papeles y las sacaba con un avispero seco en una mano y
un cronómetro en la otra. El cronómetro estaba en marcha; se oía el tictac.
Del dorso le salía un cable, que por el otro extremo estaba conectado a un
cartucho de dinamita.
—¡Aquí! —vociferaba—. ¡Ven a cogerlo!
Su alivio se convertía en una absoluta sensación de triunfo. Había
hecho algo más que escapar de George; lo había vencido. Con semejantes
talismanes en sus manos, George jamás volvería a tocarlo. George escaparía
aterrorizado.
Jack empezaba a darse la vuelta para poder hacer frente a George, y
ése era el momento en que las manos de George se le cerraban en torno del
cuello, apretándolo, cortándole el aliento, bloqueándole completamente la
respiración después de una última boqueada.
—Yo no tartamudeo —susurraba George a sus espaldas.
Jack dejaba caer el avispero y las avispas salían bullendo de él en una
furiosa oleada amarilla y negra. Él sentía fuego en los pulmones. Sus ojos
vacilantes caían sobre el cronómetro y la sensación de triunfo reaparecía,
junto a una ola creciente de justa cólera. En vez de conectar el cronómetro
con la dinamita, el cable iba hasta el puño de oro de un recio bastón negro,
como el que acostumbraba a llevar su padre después del accidente con el
camión lechero.
Al cogerlo Jack, el cable se partía. El bastón, en sus manos, era pesado
y justiciero. Jack lo levantaba con fuerza por encima del hombro. Al subir, el
bastón rozaba el cable del cual pendía la bombilla de luz, y la luz empezaba
a mecerse hacia atrás y hacia delante, haciendo que las sombras embozadas
en las paredes y en el techo se columpiaran monstruosamente. Al volver a
descender, el bastón golpeaba algo mucho más duro. George dejaba escapar
un alarido, y la presión sobre el cuello de Jack se aflojaba.
Arrancándose de las manos de George, giraba sobre sí mismo. George
estaba de rodillas, con la cabeza caída, ambas manos entrelazadas sobre la
coronilla. Por entre los dedos le brotaba la sangre.
—Por favor —susurraba George, humildemente—. Déme una
oportunidad, señor Torrance.
—Ahora te tomarás tu medicina —gruñía Jack—. Vaya si lo harás, por
Dios. Cachorro, mocoso inútil. Ahora mismo, por Dios, ahora mismo. ¡Hasta
la última gota, carajo!
Mientras la luz oscilaba por encima de él y las sombras danzaban y se
arremolinaban, él empezaba a blandir el bastón, haciéndolo bajar una y otra vez,
levantando y subiendo el brazo como si fuera una máquina. La ensangrentada protección
de los dedos de George se le desprendía de la cabeza y Jack volvía a asestarle una y otra vez
el bastón encima, en el cuello, en los hombros, en la espalda, en los brazos. Pero el bastón
ya no seguía siendo un bastón; se había convertido en un mazo con una especie de mango a
rayas brillantes. Un mazo con un lado duro y un lado blando. Y el lado con el que golpeaba
tenía pegotes de pelo y sangre. Y el ruido seco y sordo del mazo al golpear contra la carne
había sido reemplazado por un ruido hueco, retumbante, que se ampliaba en ecos y
reverberaba. Su propia voz había asumido una cualidad así, la de un bramido desencarnado.
Y sin embargo, paradójicamente, sonaba más débil, confusa, impaciente... la voz de un
borracho.
La figura que estaba de rodillas levantaba lentamente la cabeza, en
un gesto de súplica. Lo que había allí no era un rostro, precisamente, sino
apenas una máscara sangrienta a través de la cual atisbaban los ojos. Jack
volvía a alzar el mazo para asestar el último, sibilante golpe de gracia y ya lo
había lanzado, con todas sus fuerzas cuando se daba cuenta de que el rostro
suplicante que se alzaba hacia él no era el de George, sino el de Danny. Era
la cara de su hijo.
—Papito...
Y entonces el mazo daba en el blanco, golpeando a Danny entre los
ojos, cerrándoselos para siempre. Y parecía que algo, en alguna parte,
estuviera riéndose...
(¡No!)
Se despertó de pie, desnudo, junto a la cama de Danny, con las manos
vacías, el cuerpo cubierto de sudor. Su último alarido no había pasado de su
mente. Volvió a articularlo, esta vez en forma de susurro.
—No. No, Danny. Jamás.
Volvió a su cama con piernas que se le habían vuelto de goma. Wendy
estaba profundamente dormida. Sobre la mesa de noche, el reloj decía que
eran las cinco menos cuarto. Jack siguió insomne hasta las siete, cuando
sintió que Danny empezaba a despertarse. Entonces bajó las piernas de la
cama y empezó a vestirse. Era hora de ir abajo, a verificar la presión de la
caldera.
33. EL VEHÍCULO PARA LA NIEVE
En algún momento después de medianoche, mientras estaban todos
sumidos en un sueño inquieto, la nieve había dejado de caer, tras haber
agregado unos veinte centímetros más a la antigua capa. Las nubes se
abrieron, un viento fresco las disipó, y ahora Jack estaba parado en mitad de
un polvoriento lingote de sol que entraba oblicuamente a través de la sucia
ventana situada en la pared oriental del cobertizo para herramientas.
Por sus dimensiones, el lugar se parecía mucho a un vagón de carga.
Olía a grasa, a petróleo y a gasolina y también —débil y nostálgicamente— a
césped cortado. Cuatro cortadoras de motor se alineaban como soldados en
revista a lo largo de la pared del sur; dos de ellas eran del tipo para ir
sentado, como en un pequeño tractor. A la izquierda de ellas se veían
azadas, palas de punta destinadas a reponer el césped en el campo de golf,
una sierra de cadena, las tijeras eléctricas para podar el cerco y un poste de
acero, largo y delgado, con una banderita roja en la punta. Caddy, si me
traes la pelota en menos de diez minutos, te ganarás veinticinco centavos. Sí,
señor.
Contra la pared del este, por donde el sol de la mañana entraba con
más fuerza, había tres mesas de ping-pong apoyadas unas contra otras como
un desmoronado castillo de naipes. Se les habían retirado las redes, que
colgaban de un estante. En el rincón había una pila de discos para jugar al
tejo y un equipo de roque; los aros estaban atados juntos con varias vueltas
de alambre y las bolas, pintadas de brillantes colores, dispuestas en una caja
parecida a las que se utilizan como hueveras (qué gallinas raras tienen
ustedes aquí, Watson... sí, y si viera usted los animales que hay en la parte de
césped del frente, ja-ja). Ordenadamente dispuestos en sus soportes, había
dos juegos de mazos.
Jack fue hacia ellos pasando por encima de una vieja batería de ocho
elementos (que indudablemente había pertenecido a la furgoneta del
hotel), de un cargador de batería y un par de rollos de cable. Retiró del
soporte del frente uno de los mazos de mango corto y lo levantó,
sosteniéndolo frente a la cara como un caballero que antes de entrar en
combate saludara a su rey.
Volvieron a elevarse en él fragmentos del sueño (ahora ya apenas una
maraña que iba esfumándose), algo de George Hatfield y el bastón de su
padre, lo suficiente para que se sintiera un poco inquieto y —qué cosa
absurda— un poco culpable por estar sosteniendo en la mano un simple
mazo de roque, ese antiguo juego de jardín. Claro que en la actualidad el
roque ya no era tan popular como juego de jardín; lo había sustituido el
croquet, su primo más moderno... que, para el caso, era una versión infantil
del juego. El roque, en cambio... eso sí que debía de haber sido juego de
hombres. Jack había encontrado un enmohecido folleto con las reglas en el
sótano; debía de haber quedado allí desde principios de la década del 20,
cuando en el «Overlook» se había jugado un torneo norteamericano de
roque. Juego de hombres.
(esquizofrénico)
Frunció un momento el ceño y después sonrió. Sí, claro que era un
juego un poco esquizofrénico. El mazo lo expresaba a la perfección, con la
parte blanda y la parte dura. Un juego de precisión y destreza, y también de
fuerza bruta.
Hizo silbar el mazo en el aire... huuup, sonriendo apenas ante el ruido
poderoso y silbante que hacía. Después volvió a dejarlo en el soporte y se dio
la vuelta hacia la izquierda. Lo que vio allí le hizo fruncir nuevamente el
ceño.
El vehículo para la nieve estaba casi en el medio del cobertizo; era
bastante nuevo, y a Jack no le gustó nada su aspecto. Sobre el costado de la
tapa del motor que miraba hacia él se leía BOMBARDIER SKIDOO, escrito en
grandes letras negras que se inclinaban hacia atrás, probablemente para dar
la sensación de velocidad. Los esquís, que sobresalían hacia delante, también
eran negros. A la derecha y a la izquierda de la tapa del motor había unos
tubos negros como los que tienen los coches de carreras. Pero el color básico
de la pintura era un amarillo brillante, agresivo, que era lo que no le
gustaba a Jack. Ahí sentado bajo el rayo de sol matinal, con el cuerpo
amarillo y los tubos negros, los esquís negros y negra también la cabina
abierta, tapizada, el vehículo parecía una monstruosa avispa mecanizada. Y
en marcha debía de hacer un ruido también como si lo fuera. Algo como un
zumbido, un silbido... y dispuesto a picar. Pero claro, ¿qué otro aspecto
podía tener? Por lo menos, no se disfrazaba. Y una vez. que esa avispa
hubiera hecho su trabajo, bien doloridos que estarían. Todos. Para la
primavera, la familia Torrance estaría tan dolorida que lo que las otras
avispas le habían hecho en la mano a Danny parecería el beso de una madre.
Se sacó el pañuelo del bolsillo de atrás, se lo pasó por los labios y fue
hacia el «Skidoo». Se quedó mirándolo, con el ceño ahora muy fruncido,
mientras volvía a meterse el pañuelo en el bolsillo. Desde afuera, una súbita
ráfaga de viento se lanzó contra el cobertizo, haciéndolo rugir y
estremecerse. Al mirar por la ventana, vio que el viento arrastraba un manto
de chispeantes cristales de nieve hacia el fondo, ya cubierto por los
ventisqueros, del hotel, y los elevaba en glandes remolinos hacia el
implacable cielo azul.
El viento se calmó y Jack volvió a mirar la máquina. Que cosa
repugnante, de veras. Uno casi esperaba ver que de la parte de atrás le
asomara un largo aguijón flexible. A él siempre le habían disgustado esos
malditos vehículos para la nieve, que astillaban el religioso silencio del
invierno en un millón de estrepitosos fragmentos. Que sobresaltaban a la
fauna del bosque. Que dejaban tras de sí enormes nubes de contaminación,
de ondulantes humos azules de la combustión... tos, tos... ejem, ejem,
dejando respirar. Tal vez fueran el último juguete grotesco de una edad del
combustible de la que pronto no quedarían sino fósiles, y que ahora se
regalaba para Navidad a los niños de diez años.
Jack recordó un artículo periodístico que había leído en Stovington,
un relato procedente de algún lugar de Maine. Un chico andaba tonteando
en un vehículo para la nieve, por un camino que no conocía, a más de
cincuenta kilómetros por hora. De noche, y sin encender las luces delanteras.
Entre dos postes habían tendido una gruesa cadena de la cual pendía una
señal de PROHIBIDO EL PASO. En el diario decía que lo más probable era que
el chico no la hubiera visto. Tal vez la luna se hubiera escondido entre las
nubes; la cadena lo decapitó. Al leer la nota, Jack casi se había alegrado y
ahora, al mirar esa máquina, volvió a tener la misma sensación.
(Si no fuera por Danny, qué placer me daría coger uno de esos mazos,
levantar la tapa del motor y empezar a golpearlo hasta que...)
Dejó que la respiración contenida se le escapara en un suspiro, largo y
lento. Wendy tenía razón. Que fueran a parar al infierno, que les llegara el
agua al cuello o los esperara la cola de bienestar social, Wendy tenía razón.
Destruir a mazazos ese aparato, por placentero que pudiera parecerle, sería
el colmo de la locura. Sería casi el equivalente de matar a mazazos a su
propio hijo.
En voz alta, masculló una maldición.
Fue hacia la parte de atrás del vehículo y destornilló la tapa del
depósito de gasolina. En uno de los estantes que, más o menos a la altura
del pecho, rodeaban totalmente las paredes, había encontrado una varilla
medidora y la sumergió en el depósito. Apenas si habría medio centímetro
de gasolina. No era mucho, pero alcanzaba para ver si el maldito armatoste
funcionaba. Después tendría que hacer sifón para cargar más gasolina,
sacándola del «Volkswagen» y de la furgoneta del hotel.
Volvió a atornillar la tapa del depósito y levantó la del motor. No
había bujías ni batería. Volvió hacia el estante y empezó a recorrerlo,
apartando destornilladores y llaves inglesas, un viejo carburador que alguien
había sacado de una de las cortadoras de césped, cajas de plástico donde
había tornillos, tuercas y clavos de diferentes tamaños. El estante estaba
cubierto de una espesa capa de grasa oscura y rancia, sobre la cual se había
acumulado el polvo de años hasta darle un aspecto de piel. A Jack le daba
asco tocarlo. Encontró una caja pequeña, manchada de aceite, sobre la cual
se leía, lacónicamente anotada con lápiz, la abreviatura Skid. La sacudió y
algo hizo ruido dentro. Bujías. Levantó una para mirarla a la luz, tratando de
ver cómo estaba la separación de electrodos sin andar por ahí buscando el
medidor. A la mierda, pensó con resentimiento, mientras volvía a dejar caer
la bujía dentro de la caja. Si los electrodos estaban mal, sería una reverenda
mala suerte. Se joderá, esa perra maldita.
Tras la puerta había una banqueta. Jack la acercó, se sentó e instaló
las cuatro bujías; después le ajustó a cada una el pequeño sombrerete de
goma. Una vez hecho eso, dejó que sus dedos juguetearan un momento
sobre la magneto. Y cómo se reían cuando yo me sentaba al piano.
Volvió a los estantes. Esta vez no pudo encontrar lo que buscaba: una
pequeña batería, de tres o cuatro elementos. Había llaves de tuerca, un
cajoncito lleno de brocas y trozos de brocas, sacos de fertilizante para el
césped y para los arrietes de flores, pero la batería del vehículo para la nieve
no estaba... cosa que no lo preocupó en lo más mínimo. Hasta lo alegró, en
realidad. Se sintió aliviado. Hice todo lo que pude, capitán, pero no pude
pasar. Estupendo, muchacho. Te propondré para la Estrella de Plata y el
«Skidoo de Púrpura». Eres el orgullo de tu regimiento. Gracias, señor. Yo lo
intenté, de veras.
Empezó a silbar Red River Valley con un ritmo un poco acelerado,
mientras seguía recorriendo el último par de metros del estante. Las notas
salían en nubecitas de vapor blanco. Había hecho un recorrido completo del
cobertizo, y la batería no estaba. Tal vez se la hubiera llevado alguien. Quizá
fuera Watson. Jack soltó la risa. El viejo contrabando de siempre, en las
oficinas... unos cuantos clips, un par de resmas de papel, este mantel que
nadie echará de menos o este servicio de mesa... ¿y qué tal esta hermosa
batería del vehículo para la nieve? Ya lo creo que puede venir bien. Pues a
meterla en el bolso. Delincuencia de guante blanco, nena. A todo el mundo
se le queda algo pegado en los dedos. Un descuento «bajo la chaqueta»,
como decíamos cuando éramos chicos.
Volvió lentamente hacia el vehículo, no sin asestarle una buena
patada en el costado al pasar. Bueno, pues ése era el fin del proyecto.
Simplemente, tendría que decirle a Wendy lo siento, nena, pero...
En el rincón, junto a la puerta, había una caja que había quedado
antes oculta por la banqueta. Sobre la tapa, escrita con lápiz, estaba la
abreviatura: Skid.
Jack la miró, mientras la sonrisa se le marchitaba en los labios. Mire, señor, llegó la
caballería. Parece que, después de todo, las señales de humo que usted hizo funcionaron.
Pero eso no era justo.
No era justo, carajo.
Algo —se llamara suerte, destino, providencia— había intentado
salvarlo. Alguna otra suerte, una suerte blanca. Y en el último momento la
eterna mala suerte de Jack Torrance había vuelto a aparecer. La piojosa
racha de cartas mal servidas todavía no se había cortado.
En una oleada hosca y gris, el resentimiento le cerró la garganta. De
nuevo, las manos se le habían convertido en puños.
(¡No es justo, carajo, no es justo!)
¿Acaso no podía haber mirado hacia cualquier otra parte?
¡Cualquiera! ¿Por qué no le había dado un dolor en el cuello o una picazón
en la nariz, o no había parpadeado en ese preciso instante? Una pequeñez
así, nada más, y jamás la habría visto.
Bueno, pues no la había visto. Asunto arreglado. Era una alucinación,
como lo que le había pasado ayer fuera de esa habitación de la segunda
planta, o la vez pasada con el maldito zoológico del seto. Un momento de
tensión, eso era todo. Qué raro, me pareció ver una batería de vehículo para
la nieve en ese rincón. Y ahora no está. Supongo que es fatiga del combate,
señor. Lo siento. No te desanimes hijo, aunque a todos nos sucede, tarde o
temprano.
Abrió de par en par la puerta, con tanta fuerza que estuvo a punto de
arrancar las bisagras, y entró las raquetas para la nieve, tan cubiertas de
copos que cuando las golpeó contra el suelo para limpiarlas la nieve voló en
una pequeña nube. Cuando estaba poniendo el pie izquierdo sobre la
raqueta correspondiente, se quedó inmóvil.
Allí afuera, junto a la plataforma de la leche, estaba Danny. Por lo que
parecía, estaba intentando hacer un muñeco de nieve, aunque no le salía
muy bien; la nieve estaba demasiado helada para mantener la forma. Pero
así y todo, el chico estaba empeñado en hacerlo, en la mañana
resplandeciente, una motita de niño envuelto en ropa sobre el brillo de la
nieve, bajo el brillo del cielo. Con la gorra puesta hacia atrás como Carlton
Fiske.
(Pero en nombre de Dios, ¿en qué estabas pensando?)
La respuesta le llegó sin la menor demora.
(En mí. Estaba pensando en mí.)
Súbitamente recordó que la noche anterior había estado tendido en la
cama, tendido y nada más, y que de pronto se le había ocurrido la idea de
asesinar a su mujer.
En ese instante, de rodillas en el cobertizo, todo se le aclaró. No era
solamente sobre Danny sobre quien estaba actuando el «Overlook»; estaba
actuando sobre él también. No era Danny el eslabón más débil, era él. Él era
el vulnerable, era a él a quien podían doblar y retorcer hasta que algo se
quebrara.
(hasta que afloje y me duerma... y entonces si es que pasa...)
Levantó la vista hacia las hileras de ventanas y el sol le devolvió un
reflejo brillante casi cegador desde las múltiples superficies espejeantes de
los cristales, pero Jack siguió mirando. Por primera vez advirtió qué parecidas
a ojos eran las ventanas: reflejaban la luz del sol mientras guardaba dentro
su propia oscuridad. Y no era a Danny a quien estaban mirando: era a él.
En esos pocos segundos lo entendió todo. Recordaba que de niño,
cuando iba al catecismo, les habían mostrado una figura, en blanco y negro.
La monja la había puesto sobre un caballete para que ellos la vieran,
diciéndoles que era un milagro de Dios. Los chicos la habían mirado atónitos,
sin ver nada más que una maraña de negro y blanco, informe y sin sentido.
Después, uno de los chicos de la tercera fila se había quedado boquiabierto,
balbuceando: «¡Es Jesús!» Y después se había ido a su casa con un ejemplar
flamante del Nuevo Testamento, además de un calendario, por haber sido el
primero. Los otros, y entre ellos Jack Torrance, se esforzaron más por ver.
Uno por uno, todos los demás chicos habían ido conteniendo el aliento de la
misma manera; hasta hubo una niñita, transportada al borde del éxtasis, que
gritaba con voz aguda: «¡Lo veo! ¡Lo veo!» También a ella la habían
recompensado con el Nuevo Testamento. Al final, todos habían visto la cara
de Jesús en la maraña de blancos y negros, salvo Jacky, que se esforzaba
cada vez más, finalmente asustado. Una parte de él pensaba cínicamente
que todos los otros chicos no hacían más que actuar para agradar a la
hermana Beatrice, pero otra estaba secretamente convencida de que, si no lo
veía, era porque Dios había decidido que él era el más sucio pecador de toda
la clase. «¿No le ves, Jacky?», le había preguntado con su voz dulce y triste la
hermana Beatrice, y él con perversa desesperación, había pensado «Te veo
las tetas». Empezó a negar con la cabeza y de pronto exclamó, con fingida
excitación: «¡Oh, sí, lo veo! ¡Es Jesús!» Y todos los chicos de la clase habían
reído y habían aplaudido, dándole una sensación de triunfo, de vergüenza y
de miedo. Más tarde, cuando todos los otros salieron tumultuosamente del
sótano de la iglesia para desparramarse por la calle, Jack se quedó atrás,
mirando la absurda maraña blanca y negra que la hermana Beatrice había
dejado sobre el caballete. Cómo la odiaba. Todos eran unos farsantes, lo
mismo que él, hasta la hermana. Todo era una gran farsa. «A la mierda, al
infierno, a la mierda», farfulló en voz baja y, en el momento en que se daba
la vuelta para irse, por el rabillo del ojo, vio el rostro de Jesús, afectuoso y
triste. Con el corazón en la garganta, giró sobre sus talones. Con una especie
de clic, súbitamente, todas las piezas habían caído en su lugar, y Jacky se
había quedado mirando la imagen con temeroso asombro, incapaz de
entender cómo no la había visto antes. Los ojos, el zigzag de sombra que
atravesaba la frente preocupada, la nariz delicada, el gesto de compasión de
los labios. Y miraba a Jack Torrance. Lo que no había sido más que un
garabato sin sentido se convertía de pronto en un inequívoco boceto en
blanco y negro de la faz de Cristo Nuestro Señor. El temeroso asombro se
convirtió en terror: había blasfemado frente a una imagen de Jesús. Se
condenaría por siempre; iría al infierno, junto con los pecadores. El rostro de
Cristo había estado allí todo el tiempo. Todo el tiempo.
Ahora, arrodillado al sol mientras miraba a su hijo jugar a la sombra
del hotel, Jack supo que todo era verdad. El hotel quería a Danny, a todos
ellos tal vez, pero a Danny seguramente. Los animales del cerco se habían
movido de veras. Y en la habitación 217 había una mujer muerta, una mujer
que probablemente no era más que un espíritu Inofensivo en la mayoría de
las circunstancias, pero que ahora significaba un peligro activo. Como un
malévolo juguete mecánico al cual hubiera dado cuerda y puesto en
movimiento la extraña mentalidad de Danny... y la del propio Jack. ¿Había
sido Watson el que le habló de un hombre que un día, en la cancha de
roque, se había desplomado muerto de un ataque? ¿O fue Ullman? En
realidad no importaba. En la tercera planta había habido un asesinato.
¿Cuántas antiguas rencillas, cuántos suicidios, ataques? ¿Cuántos asesinatos?
¿No estaría Grady al acecho por algún rincón del ala oeste, con su hacha,
esperando que la fuerza de Danny lo pusiera en movimiento para volver a
salirse de las paredes?
El círculo de hinchados magullones en torno al cuello de Danny.
Las botellas titilantes, entrevistas apenas en el salón desierto.
La radio.
Los sueños.
El álbum de recortes que había encontrado en el sótano.
(Medoc, ¿estás aquí? Otra vez he andado caminando en sueños, amor
mío...)
Súbitamente se levantó, volvió a arrojar fuera las raquetas para la
nieve, temblando todo entero, cerró de un golpe la puerta y levantó la caja
donde estaba la batería. La caja se le escapó de los dedos temblorosos
(oh cristo si se me rompe)
y cayó ruidosamente sobre un lado. Jack abrió las solapas de cartón
para sacar de un tirón la batería, sin prestar atención al ácido que podía
estar escapándose si se había rajado la cubierta de la batería. Sin embargo,
no: estaba entera. Un suspiro se escapó de sus labios.
Sosteniéndola en brazos como si fuera un niño, la llevó hasta el
«Skidoo» y la dejó sobre su plataforma, justo a la parte delantera del motor.
En uno de los estantes encontró una pequeña llave inglesa y con ella conectó
rápidamente los cables de la batería, sin dificultad alguna. La batería estaba
cargada; no sería necesario volverla a cargar. Cuando Jack conectó el cable
positivo con su terminal se había producido una chispa y un leve olor a
ozono. Cuando terminó de colocarla dio un paso atrás, mientras se frotaba
nerviosamente las manos sobre la descolorida chaqueta tejana. Listo. Tenía
que funcionar. No había motivo para que fuera de otro modo. Ninguno, en
absoluto, a no ser que era parte del «Overlook» y el «Overlook» en realidad
no quería que ellos se fueran de allí. De ninguna manera. El «Overlook» se
estaba divirtiendo en grande. Tenía un niñito a quien aterrorizar, un hombre
y su mujer para convertirlos en recíprocos enemigos, y si jugaba bien sus
cartas, serían ellos quienes terminarían paseándose por los pasillos del
«Overlook» como sombras insustanciales en una novela de Shirley Jackson, lo
que andaba en Hill House andaba solo, pero claro que en el «Overlook» no
andarían solos, nada de eso, ahí estarían muy bien acompañados. Pero en
realidad, no había razón para que el vehículo para la nieve no arrancara.
Excepto, naturalmente
(Excepto que en realidad él no quería irse.)
sí, excepto eso.
Se quedó inmóvil mirando el «Skidoo», respirando frías nubecillas
blancas. Él quería que las cosas siguieran siendo como eran. Al venir, no
había tenido la menor duda. Ya desde entonces había sabido que bajar sería
una decisión equivocada. Wendy apenas si estaba asustada del espantajo
convocado por un muchachito histérico. Ahora, de pronto, Jack podía ver el
punto de vista de ella. Era como su obra, su condenada obra, en la que ya no
podía saber de qué lado estaba o cómo debían resolverse las cosas. Una vez
que uno veía el rostro de un dios en esa confusión de blancos y negros, ya la
suerte estaba echada: nunca más podía dejar de verlo. Otros podrían reírse y
decir que no era nada, apenas un montón de manchas sin sentido, a mí que
me den una de esas pinturas rutinarias hechas por un buen artesano en un
día cualquiera, y siempre verás allí el rostro de Cristo Nuestro Señor que te
está mirando. Lo había visto una vez, en un salto guestáltico en el que lo
consciente y lo inconsciente se mezclaban en un sobrecogedor momento de
comprensión. Desde entonces, uno lo vería siempre. Estaría condenado a
verlo.
(Otra vez, he andado caminando en sueños, amor mío...)
Todo había estado bien hasta que Jack vio a Danny jugando en la
nieve. La culpa era de Danny. Todo había sido culpa de Danny. Era él quien
tenía el esplendor o lo que fuere. Porque no era un esplendor; era una
maldición. Si él y Wendy hubieran estado allí solos, podrían haber pasado
tranquilamente el invierno. Sin ningún sufrimiento, sin tensiones cerebrales.
(No quiero irme. ¿No puedo?)
El «Overlook» no quería que ellos se fueran, y Jack tampoco quería
que se fueran. Ni Danny tampoco. Tal vez el chico ya fuera parte del hotel.
Quizás el «Overlook» como un enorme y vagabundo Samuel Johnson que
era, lo hubiera elegido a él para ser su Boswell. ¿Conque dice usted que el
nuevo vigilante escribe? Estupendo, contrátelo. Era hora de que diéramos
nuestro punto de vista. Sin embargo, nos libraremos primero de la mujer y
del mocoso de su hijo. No queremos que nadie lo distraiga. No queremos...
Jack estaba de pie junto a la cabina del vehículo para la nieve; de
nuevo empezaba a dolerle la cabeza. ¿A qué se reducía todo? A irse o a
quedarse. Muy sencillo. Pues no lo compliquemos. ¿Nos vamos o nos
quedamos?
Si nos vamos, ¿cuánto tiempo tardarás en encontrar el exacto lugar de
Sidewinder? le preguntó una voz interior. Ese lugar sombrío con un piojoso
televisor en colores frente al cual un grupo de hombres sin afeitar y sin
trabajo se pasan el día contemplando los partidos. Donde en el lavabo de
hombres hay un olor a pis que parece que tuviera dos mil años y una eterna
colilla de «Camel» mojada y despachurrada en el inodoro. Donde te sirven
cerveza a treinta centavos el vaso y uno la corta con sal y el fonógrafo
tragaperras tiene setenta viejísimas canciones folklóricas.
¿Cuánto tiempo?, ¡Cristo! tenía tanto miedo de que no fuera un
tiempo largo.
—No puedo ganar —dijo muy suavemente. Era eso. Era como tratar
de hacer un solitario con un mazo donde falta uno de los ases.
Bruscamente se inclinó sobre el compartimiento del motor del
«Skidoo» y arrancó la magneto. Salió con una facilidad aterradora. Se quedó
un momento mirándola y después fue hacia la puerta del fondo del
cobertizo y la abrió.
Desde allí nada obstruía el panorama de las montañas, una imagen de
una belleza de tarjeta postal bajo la rutilante luz de la mañana. Una
extensión de nieve inmaculada se elevaba hasta los primeros pinos, a un
kilómetro y medio de distancia. Jack arrojó la magneto en la nieve, tan lejos
como pudo. Cayó mucho más lejos de lo que habría debido, levantando un
montoncito de nieve. La brisa se llevó los gránulos de nieve para depositarlos
nuevamente en otro sitio.
Dispérsate, te ordeno. No hay nada que ver. Todo ha terminado.
Dispérsate.
Se sintió en paz.
Durante largo rato se quedó en la puerta, respirando la pureza del
aire de montaña, y después la cerró firmemente y volvió a salir por la otra
puerta, a decirle a Wendy que se quedarían. En el camino, se detuvo a
entablar con Danny una batalla con bolas de nieve.
34. LOS SETOS
Era el 29 de noviembre, tres días después del Día de Acción de Gracias.
La última semana había sido espléndida, y la cena de Acción de Gracias la
mejor que había conocido la familia. Wendy había cocinado bien el pavo
que les había dejado Dick Hallorann, y habían comido todos a reventar sin
conseguir siquiera que la enorme ave perdiera la forma. Jack se había
quejado, gruñendo, de que se pasarían el resto del invierno comiendo pavo:
pavo a la crema, sandwiches de pavo, pavo con tallarines, pavo surprise.
No, le había dicho Wendy con una sonrisita. Sólo hasta Navidad.
Después tendremos el capón.
Jack y Danny gimieron al unísono.
Los magullones en el cuello de Danny habían desaparecido, y con ellos parecían
haberse disipado los miedos de todos. Durante la tarde del día de Acción de Gracias, Wendy
había estado paseando a Danny en el trineo, mientras Jack trabajaba en su obra, que ya
estaba casi terminada.
—¿Todavía tienes miedo, doc? —le había preguntado, sin saber cómo
plantear la cuestión de manera menos directa.
—Sí —le había contestado sencillamente el chico—. Pero ahora me
quedo en los lugares seguros.
—Papito dice que tarde o temprano a los guardabosques les extrañará
que no nos comuniquemos por radio y vendrán a ver si nos pasa algo.
Entonces podremos bajar con ellos, tú y yo, y dejar que papito termine aquí
el invierno. Tiene sus razones para hacerlo. En cierto modo, doc... y sé que
para ti es difícil entenderlo... estamos entre la espada y la pared.
—Sí —había respondido el chico, sin comprometerse.
Durante esa tarde rutilante, sus padres estaban arriba, y Danny sabía
que habían estado haciéndose el amor. Y que ahora dormitaban. Él sabía
que eran felices. Su madre seguía teniendo un poco de miedo, pero lo
extraño era la actitud de su padre. Era la sensación de que hubiera hecho
algo que era muy difícil, y lo hubiera hecho bien. Pero Danny no conseguía
ver exactamente qué era ese algo. Su padre lo ocultaba cuidadosamente,
incluso de sí mismo. ¿Sería posible, se preguntaba Danny, que uno se
alegrara de haber hecho algo que, sin embargo, lo avergonzara tanto que
tratara de no pensar en eso? La cuestión era inquietante. A él no le parecía
que una cosa así fuera posible... para una mente normal. Sus más empeñosos
intentos de sondear a su padre no le habían dado más resultado que la
incierta imagen de algo que parecía un pulpo, que giraba sobre un helado
cielo azul. Y en las dos ocasiones en que se había concentrado hasta
conseguir esa imagen, se había encontrado de pronto con que papá lo
miraba de una manera intensa, inquietante, como si supiera lo que él estaba
haciendo.
Ahora, el chico estaba en el vestíbulo, preparándose para salir. Le
gustaba salir, con el trineo o con las raquetas para la nieve. Le gustaba salir
del hotel; cuando estaba fuera, al sol, tenía la impresión de que le hubieran
quitado un peso de los hombros.
Buscó una silla, se subió en ella y sacó del guardarropas del salón de
baile su anorak y los pantalones para la nieve; después se sentó en la silla a
ponérselos. Sus botas estaban en el botinero y Danny se las calzó
cuidadosamente, sacando la punta de la lengua mientras se concentraba en
pasar las correas por los ganchos y atar bien los nudos. Después se puso los
mitones y el pasamontañas, estaba dispuesto.
A grandes pasos cruzó la cocina para salir por la puerta de atrás, pero
se detuvo. Estaba cansado de jugar en la parte de atrás, y además a esa hora
haría sombra sobre la parte donde él jugaba. Y no le gustaba estar a la
sombra del «Overlook». Decidió que en cambio se pondría las raquetas para
la nieve e iría hasta la zona infantil. Dick Hallorann le había dicho que no se
acercara al jardín ornamental, pero la idea de los animales del seto no lo
inquietaba demasiado. Ahora estaban sepultados por los ventisqueros, y
apenas si se veía algo como una vaga joroba que era la cabeza del conejo, o
la cola de un león. Al asomarse de la nieve en la forma en que se asomaban,
las colas daban más sensación de absurdo que de miedo.
Danny abrió la puerta del fondo y buscó sus raquetas para la nieve en
la plataforma para la leche. Cinco minutos después estaba en la terraza del
frente, asegurándoselas en los pies. Su papá le había dicho a él que él
(Danny) tenía condiciones para usar las raquetas para la nieve: el paso lento
y arrastrado, la forma de mover el tobillo que hacía que la nieve se
desprendiera de los cordones antes de volver a bajar el pie. Lo único que le
faltaba era desarrollar mejor los músculos en los muslos, pantorrillas y
tobillos. A Danny le parecía que lo que se le cansaba más pronto eran los
tobillos. Andar con raquetas para la nieve era casi tan cansado para los
tobillos como patinar, porque había que ir sacando la nieve de los cordones.
Cada cinco minutos más o menos, el chico tenía que detenerse con las
piernas abiertas y las raquetas bien planas sobre la nieve, para descansar.
Pero mientras bajaba hacia la zona infantil no necesitó descansar,
porque era todo cuesta abajo. Menos de diez minutos después de haberse
esforzado en trepar y volver a descender la monstruosa duna de nieve que se
había formado en la terraza del frente del «Overlook», Danny apoyaba la
mano enmitonada en el tobogán de la zona infantil. Y ni siquiera respiraba
con agitación.
Bajo la nieve, esa zona parecía mucho más agradable que en el otoño,
una especie de escultura de cuento de hadas. Las cadenas de los columpios
se habían helado en posiciones extrañas, y los asientos de los columpios de
los chicos mayores descansaban directamente sobre la nieve. El armazón de
hierro para gimnasia formaba una caverna de hielo guardada por los
goteantes dientes de los carámbanos. Sólo las chimeneas del «Overlook» de
juguete asomaban por encima de la nieve
(ojalá el otro estuviera tan sepultado como éste pero nosotros no
estuviéramos adentro)
y la parte alta de los tubos de cemento asomaba, en dos lugares, como
los iglús de los esquimales. Danny fue hacia allí y, poniéndose en cuclillas,
empezó a cavar. No tardó mucho en dejar al descubierto la oscura boca de
uno de ellos y en deslizarse al interior del frío túnel. En su imaginación era
Patrick McGoohan, el agente secreto (por el canal de TV de Burlington
habían vuelto a pasar episodios de ese programa en dos ocasiones, y su papá
nunca se los perdía; era capaz de no ir a una fiesta por quedarse en casa a
ver el Agente secreto o Los vengadores, y Danny siempre había visto esas
series con él), persiguiendo a los agentes de la KGB por las montañas de
Suiza. Se habían producido aludes en la zona, y Slobbo, el conspicuo agente
de la KGB, había matado a su novia con un dardo envenenado, pero la
máquina antigravitatoria rusa debía de estar por las inmediaciones. Tal vez
al final de ese mismo túnel. Sacó la automática y empezó a recorrer el túnel
de cemento, con los ojos muy abiertos, alerta, respirando lentamente.
El otro extremo del tubo de cemento estaba totalmente bloqueado
por la nieve. Trató de cavar para atravesarla y se quedó atónito (y un poco
inquieto) al ver qué dura estaba, casi totalmente congelada por el frío y
endurecida por el peso de la nieve que tenía encima.
De pronto, la ficción del juego se desplomó sobre él y súbitamente
cobró conciencia de que se sentía encerrado y sumamente nervioso en el
estrecho tubo de cemento. Oía el murmullo de su respiración, húmeda,
rápida y hueca. Estaba bajo la nieve, y por el agujero que había excavado
para llegar hasta allí apenas si se filtraba la luz. De pronto deseó, más que
ninguna otra cosa, estar a la luz del sol, recordó súbitamente que su mamá y
su papá dormían y no sabían dónde estaba él, que si el agujero que había
excavado se desmoronaba, él quedaría atrapado, y que el «Overlook» era su
enemigo.
Danny se dio la vuelta con cierta dificultad y se arrastró de vuelta a lo
largo del tubo de cemento, oyendo cómo las raquetas para la nieve
traqueteaban a sus espaldas con un ruido de madera, hundiendo las manos
en las hojas secas que quedaban del otoño. Acababa de llegar al extremo del
túnel y a la fría luz que entraba inciertamente desde arriba, cuando la nieve
efectivamente se desmoronó, no en mucha cantidad, pero la suficiente para
espolvorearle la cara y tapar la abertura por la que había entrado y dejarlo
en la oscuridad.
Durante un momento, el pánico más absoluto le heló el cerebro y lo
dejó incapaz de pensar. Después, como si viniera desde muy lejos, oyó la voz
de su papá, diciéndole que nunca debía jugar en el vertedero de basura de
Stovington, porque a veces había gente estúpida que llevaba allí frigoríficos
viejos sin haberles quitado la puerta, y si un niño llegaba a meterse dentro
de uno de ellos y la puerta se cerraba, no había manera de salir. Y uno se
moría en la oscuridad.
(Y tú no querrás que te pase una cosa así, ¿no es cierto, doc?)
(No, papá.)
Y sin embargo le había pasado, le dijo su cerebro aterrorizado, ahora
estaba en la oscuridad, estaba encerrado y hacía tanto frío como en un
frigorífico. Y...
(aquí dentro hay algo conmigo.)
La respiración se le cortó bruscamente. Un terror que era casi una
somnolencia se le infiltró en las venas. Sí, sí. Había algo allí dentro con él,
algo espantoso que el «Overlook» tenía reservado precisamente para un
momento como ése. Tal vez alguna araña enorme que se hubiera escondido
bajo las hojas, o una rata... o quizás el cadáver de algún niñito que hubiera
muerto allí, en la zona infantil. ¿Había ocurrido eso alguna vez? Sí, Danny
pensaba que sí. Pensó en la mujer de la bañera. En la sangre y los sesos sobre
la pared de la suite presidencial. O en algún niñito que se hubiera partido el
cráneo al caerse de las barras o de un columpio y que ahora se arrastrara tras
él en la oscuridad, con una mueca horrible, en busca de un último
compañero para sus juegos interminables. Eternos. En un momento lo oiría
acercarse.
En el extremo opuesto del tubo de cemento, Danny oyó los crujidos
furtivos de las hojas muertas, mientras algo se acercaba a él lentamente, a
gatas. En cualquier momento sentiría sobre el tobillo una mano helada...
Esa idea lo arrancó de su parálisis. Empezó a excavar la nieve suelta
que se había desmoronado y obstruía la salida del tubo de cemento,
arrojándola hacia atrás por entre las piernas, en polvorientos montones,
como un perro que intenta desenterrar un hueso. Una luz azul se filtraba
desde arriba y hacia ella se dirigió Danny, como un buceador que emerge
desde aguas profundas. Se raspó la espalda en el borde del tubo. Una de las
raquetas para la nieve se le enredó en la otra. La nieve se le metía dentro del
pasamontañas y por debajo del cuello del anorak. Con las manos convertidas
en garras, siguió excavando la nieve, que parecía empeñada en retenerlo, en
absorberlo hacia abajo, hacia el tubo de cemento por donde andaba eso,
todavía no visto, que hacía crujir las hojas, y en dejarlo allí. Para siempre.
Después consiguió salir, su rostro se volvió hacia el sol, y se encontró
arrastrándose por la nieve, arrastrándose para alejarse del tubo de cemento
semienterrado, jadeando ásperamente, con la cara casi cómicamente
blanqueada por la nieve en polvo... una máscara viviente de terror. Llegó
como pudo hasta las barras gimnásticas y allí se detuvo a ajustarse mejor las
raquetas para la nieve y recuperar el aliento. Mientras se enderezaba las
raquetas y volvía a ajustarles las correas, no separó un momento los ojos del
agujero del extremo del tubo, esperando a ver si algo salía de allí. No salió
nada y, pasados tres o cuatro minutos, a Danny empezó a regularizársele la
respiración. Fuera lo que fuere, era algo que no podía soportar la luz del sol.
Algo que estaba recluido allá abajo, que tal vez sólo pudiera salir cuando
oscurecía... o cuando los dos extremos de su prisión circular estaban
taponados por la nieve.
(pero estoy a salvo ahora estoy a salvo y me volveré porque ahora
estoy...)
Tras él se oyó un golpe, suave, de algo que caía.
Danny se dio la vuelta a mirar, en dirección del hotel. Pero ya antes de
mirar
(¿Puedes ver los indios que hay en esta figura?)
sabía lo que iba a ver, porque sabía lo que había sido ese ruido suave
de algo que se desmoronaba. Era el ruido de un gran montón de nieve al
caerse, el mismo ruido que hacía cuando se deslizaba del tejado del hotel y
caía al suelo.
(¿Puedes ver...?)
Sí. Sí que podía. Al perro del seto se le había caído toda la nieve.
Cuando él se acercó, el perro no era más que un inofensivo montón de
nieve, fuera de la zona infantil. Ahora se lo veía perfectamente, como una
incongruente mancha verde en mitad de esa blancura que hacía llorar los
ojos. Estaba sentado, como si pidiera que le dieran un dulce o sobras de
comida.
Pero ahora Danny no se enloquecería, no perdería la calma. Porque
por lo menos ahora no estaba atrapado en un viejo agujero oscuro. Estaba a
la luz del sol. Y eso no era más que un perro. Hoy hace bastante calor afuera,
pensó esperanzado. Tal vez el sol derritió tanto la nieve que toda la que
cubría al perro se cayó en un montón. Quizá sea eso y nada más.
(No te acerques a ese lugar... manténte alejado.)
Las correas de las raquetas para la nieve estaban tan tirantes como
debían estar. Danny se levantó y miró hacia atrás, hacia el tubo de cemento,
casi completamente cubierto por la nieve, y lo que vio en el extremo por
donde había salido le heló el corazón. En ese extremo había una mancha
redonda oscura, un pliegue de sombra que señalaba el agujero que él había
excavado para meterse dentro. Ahora, pese al deslumbramiento de la nieve,
le pareció que veía algo allí. Algo que se movía. Una mano. La mano
aleteante de un niño desesperadamente desdichado, una mano aleteante,
suplicante, que se ahogaba.
(Sálvame oh por favor sálvame y si no puedes salvarme por lo menos
ven a jugar conmigo. Por siempre. Por siempre. Por Siempre Jamás.)
—No —susurró roncamente Danny. La palabra le salió como algo
áspero y desnudo de la boca, que se le había secado por completo. Sintió
que su mente estaba a punto de perderse en la inconsciencia, de desaparecer
como había desaparecido cuando aquella mujer de la habitación había... no,
mejor era no pensar en eso.
Él se agarró a los aspectos de la realidad y los sujetó con firmeza.
Tenía que salir de allí. Concéntrate en eso. No pierdas la calma. Pórtate como
un agente secreto. ¿Acaso Patrick McGoohan estaría llorando y mojándose
los pantalones como si fuera un bebé?
¿O su papá?
Al pensar eso se calmó un tanto.
Desde atrás llegó de nuevo el mismo ruido, el flamp de la nieve al
caer. Se dio la vuelta y vio que ahora la cabeza de uno de los leones se
alzaba sobre la nieve, mostrándole los dientes. Y estaba más cerca de lo que
debería haber estado, casi junto al portón de la zona infantil.
El terror intentó resurgir y él lo dominó. Era el Agente Secreto, y se
escaparía.
Empezó a andar para salir de la zona infantil, dando el mismo rodeo
que había dado su padre el día de la primera nevada. Se concentró en la
forma de andar con raquetas. Pasos lentos y llanos. No levantar demasiado el
pie, para no perder el equilibrio. Girar el tobillo para hacer que la nieve
caiga de las correas. Qué lento parecía. Llegó a la esquina de la zona, donde
la nieve formaba un ventisquero alto, que le permitió pasar por encima de la
cerca. Ya estaba a mitad de camino cuando estuvo a punto de caerse,
cuando la raqueta del pie que quedaba atrás se le enredó en uno de los
postes de la cerca. Se inclinó en un ángulo inverosímil, extendiendo los
brazos, recordando lo difícil que era volver a levantarse cuando uno se caía.
Desde su derecha le llegó el mismo ruido sordo de desmoronamiento
de nieve. Al mirar vio que los otros dos leones, despejados de nieve hasta las
garras delanteras, estaban uno junto al otro, a unos sesenta pasos de
distancia. Las muescas verdes que señalaban los ojos estaban fijas en él. El
perro había vuelto la cabeza.
(Eso sólo sucede cuando no estás mirando.)
—¡OH! Ay...
Las raquetas para la nieve se le habían cruzado y Danny cayó boca
abajo en la nieve, extendiendo inútilmente los brazos. La nieve se le metió
por la capucha y por el cuello y dentro de los bordes de las botas. Se esforzó
por enderezarse y salir, procurando volver a pisar sobre las raquetas,
sintiendo cómo el corazón ya le latía enloquecido
(El Agente Secreto recuerda que eres el Agente Secreto)
y volvió a perder el equilibrio, esta vez hacia atrás. Durante un
momento se quedó tendido mirando al cielo, pensando que lo más sencillo
era entregarse.
Después pensó en eso que había en el tubo de cemento y se dio
cuenta de que no podía. Volvió a ponerse de pie, y se dio la vuelta a mirar el
jardín ornamental. Ahora los tres leones estaban juntos, tal vez a unos doce
metros de distancia. El perro se había desplazado a la izquierda de ellos,
como para bloquearle la retirada a Danny. No tenia nada de nieve, salvo un
collarín polvoriento en torno del cuello y del hocico. Y todos estaban
mirándolo.
La respiración había vuelto a acelerársele, y detrás de la frente sentía
el pánico como una rata que lo roía desde dentro, retorciéndose. Peleó con
el pánico, peleó con las raquetas para la nieve.
(La voz de papá: no, no pelees con ellas, doc. Camina sobre ellas como
si fueran tus propios pies. Camina con ellas.)
(Si, papa.)
Empezó de nuevo a caminar, intentando recuperar el ritmo fácil que
había practicado con su papá. Poco a poco empezó a encontrarlo, pero con
el ritmo vino el darse cuenta de lo cansado que estaba, de hasta que punto
el miedo lo había extenuado. Sentía los tendones de las piernas ardientes y
temblorosos. Hacia delante se distinguía el «Overlook», burlescamente
distante, que daba la impresión de estar mirándolo con sus múltiples
ventanas, como si todo no fuera más que una especie de competición en la
que apenas estaba interesado.
Danny volvió a mirar por encima del hombro y la respiración presurosa
se le cortó durante un momento antes de reanudarse, más entrecortada aún.
El león más próximo no estaría ahora a más de seis metros a sus espaldas,
abriéndose paso en la nieve como un perro que nadara en un estanque. Los
otros dos, a derecha e izquierda lo seguían. Eran como un pelotón del
ejército en misión de patrulla; el perro, que seguía un poco a la izquierda,
guardándoles el flanco. El león más próximo tenía la cabeza baja; los
músculos de las paletillas se le perfilaban poderosamente por encima del
cuello. Tenia la cola levantada, como si en el instante antes de que Danny se
volviera a mirarlo hubiera estado agitándola inquietamente. El chico pensó
que parecía un gato común, pero grande, que se divirtiera en jugar con un
ratón antes de matarlo.
(…caerse...)
No, si se caía estaba perdido. Jamás lo dejarían que se levantara. Le
saltarían encima. Extendió desesperadamente los brazos y se precipitó hacia
delante; el centro de gravedad se le desplazó fuera del cuerpo. Danny lo
atrapó y siguió adelante, sin dejar de mirar por encima del hombro. El aire le
silbaba al entrar y salir de la garganta, seca como un vidrio.
El mundo se había reducido a la nieve cegadora, el verde de los setos y
el murmullo susurrante de las raquetas para la nieve. Y algo más. Un ruido
suave, ahogado, acolchado. Trató de apresurarse más, pero no podía. En ese
momento iba andando por la senda sepultada bajo la nieve, con su carita de
niño casi hundida en la capucha del anorak, en la tarde calma y luminosa.
Cuando volvió a mirar hacia atrás, el león delantero estaba apenas a
un metro y medio de él. Con una mueca. La boca abierta, las grupas tensas
como la cuerda de un reloj. Por detrás de él y de los otros leones alcanzó a
ver al conejo, que ahora también asomaba fuera de la nieve la cabeza, de un
verde brillante, como si se hubiera despojado de su horrenda máscara
inexpresiva para ver el final de la cacería.
Ahora, ya sobre el césped del jardín delantero del «Overlook» entre la
calzada circular para coches y la terraza, Danny se dejó ganar por el pánico y
empezó a correr torpemente con sus raquetas para la nieve, ya sin atreverse
a mirar hacia atrás, cada vez más inclinado hacia delante, con los brazos
extendidos ante él como un ciego que tanteara los obstáculos. La capucha se
le había caído y dejaba al descubierto la cara de un blanco enfermizo,
pastoso, que en las mejillas dejaba lugar a rojas manchas afiebradas, los ojos
desorbitados por el terror. Ahora ya estaba muy cerca de la terraza.
Tras él oyó de pronto el crujido áspero de la nieve, en el momento en
que algo saltaba.
Cayó sobre los escalones de la terraza, gritando sin emitir ruido
alguno, y trepó a gatas, mientras las raquetas se sacudían ruidosamente tras
él.
En el aire resonó un ruido sibilante y Danny sintió un repentino dolor
en la pierna. Ruido de tela que se desgarra. Algo más que tal vez estuviera
—que tenia que estar— únicamente en su mente.
Un bramido, un rugido colérico.
Olor de sangre y de arbustos.
Cayó en la terraza cuan largo era, sollozando roncamente, sintiendo
en la boca, rico, metálico, un sabor a cobre. El corazón le golpeaba como un
trueno en el pecho. De la nariz se le escurría un hilillo de sangre.
No tenía idea de cuánto tiempo llevaba allí tendido cuando se
abrieron las puertas del vestíbulo y Jack salió corriendo, sin más ropa que los
tejanos y un par de zapatillas. Tras él venia Wendy.
—¡Danny!
—¡Doc! ¡Danny, por Dios! ¿Qué te pasa? ¿Qué sucedió?
Papá lo ayudaba a levantarse. Por debajo de la rodilla, Danny tenía los
pantalones desgarrados. Además, el calcetín de lana de esquiar también
estaba desgarrado, y en la pantorrilla se le veía un raspón superficial... como
si hubiera intentado abrirse paso a través de un seto verde muy vivo muy
tupido y las ramas lo hubieran rasguñado.
El chico miró por encima del hombro. Allá lejos en el parque, pasando
el campo de golf, se veían varias formas imprecisas, cubiertas de nieve. Los
animales del seto. Entre ellos y la zona infantil. Entre ellos y el camino.
Las piernas se le aflojaron. Jack lo recogió, y Danny empezó a llorar.
35. EL VESTÍBULO
Danny les había contado todo, salvo lo que le sucedió cuando la nieve
le dejó bloqueada la entrada del tubo de cemento. Eso, no pudo obligarse a
relatarlo. Tampoco sabía con qué palabras expresar la insidiosa, lánguida
sensación de terror que lo había invadido cuando oyó que las hojas secas
empezaban a crujir, furtivamente, en la fría oscuridad. Pero sí les habló de
ese ruido suave que hacía la nieve al desmoronarse. Del león, con la cabeza
inclinada y las paletillas tensas por el esfuerzo de salir de la nieve para
perseguirlo. Hasta les contó que, hacia el final, el conejo había vuelto la
cabeza para vigilarlo.
Estaban los tres en el vestíbulo. Jack había encendido un rugiente
fuego en la chimenea. Danny, envuelto en una manta, estaba acurrucado en
el sofá donde, hacía como un millón de años, se habían sentado las tres
monjas, riéndose como chiquillas mientras esperaban a que disminuyera la
cola formada frente al mostrador. Tenía en las manos un jarro con sopa de
fideos y, sentada junto a él, Wendy le acariciaba el pelo. Jack se había
sentado en el suelo; parecía que sus rasgos hubieran ido cobrando una
expresión cada vez más impasible, cada vez más rígida a medida que Danny
contaba su historia. En dos ocasiones sacó el pañuelo del bolsillo de atrás del
pantalón y se lo pasó por los labios irritados.
—Y entonces me persiguieron —concluyó Danny. Jack se levantó y fue
hacia la ventana, donde se quedó dándoles la espalda. El chico miró a su
madre—. Me persiguieron todo el camino hasta llegar a la terraza.
Danny se esforzaba en mantener tranquila la voz porque si conseguía
mantener la calma, era posible que le creyeran. El señor Stenger no había
mantenido la calma; había empezado a llorar sin poder contenerse, de
manera que LOS HOMBBRES DE BATA BLANCA habían venido a llevárselo
porque si uno no podía dejar de llorar eso significaba que se le habían
AFLOJADO LOS TORNILLOS y entonces, ¿cuándo volvería? NADIE LO SABE. El
anorak, los pantalones para la nieve y las raquetas estaban sobre el felpudo
que había del lado de adentro de la doble puerta.
(No quiero llorar no me dejaré llorar)
Tal vez eso podría, pensó; lo que no podía era dejar de temblar. Se
quedó mirando al fuego, esperando a que su papá dijera algo. Las largas
llamas amarillas danzaban en el hueco de piedra del hogar. Una piña estalló
ruidosamente y las chispas subieron por la chimenea.
—Danny, ven aquí —Jack se dio la vuelta. Su rostro seguía teniendo
esa expresión mortalmente atormentada, que a Danny no le gustó al
mirarla.
—Jack...
—Quiero que el chico venga un momento aquí, nada más.
Danny se bajó del sofá y se acercó a su padre.
—¡Buen chico! Ahora, dime qué ves.
Antes de haber llegado a la ventana, Danny ya sabía lo que iba a ver.
Más allá de la maraña de huellas de botas, trineo y raquetas para la nieve
que señalaba la zona donde solían salir a jugar, la nieve que cubría el parque
del «Overlook» descendía lentamente hacia el jardín ornamental y la zona
infantil. En su blancura no había más que dos series de pisadas, una que iba
en línea recta desde la terraza hasta la zona infantil, la otra, una larga línea
sinuosa que regresaba.
—Nada más que mis huellas, papito. Pero...
—Y con los setos, ¿qué pasa, Danny?
A Danny empezaron a temblarle los labios. Estaba a punto de llorar.
¿Y si no podía contenerse...?
(no lloraré No Lloraré NO NO LLORARÉ)
—Están todos cubiertos de nieve —susurró el chico—. Pero, papito...
—¿Qué? No alcancé a oírte.
—Jack, ¿qué haces? ¿Estás haciéndole un examen? ¿No ves que no se siente bien,
que está...
—¡Cállate! ¿A ver, Danny?
—Pero me rasguñaron, papá. En la pierna...
—Ese raspón en la pierna debes de habértelo hecho con la nieve
congelada.
Con el rostro pálido y colérico, Wendy se interpuso entre ellos.
—¿Qué quieres obligarle a hacer? —preguntó—. ¿A confesar un
asesinato? ¿Qué demonios te pasa?
Pareció que algo quebrara la extraña mirada fija de los ojos de Jack.
—Quiero ayudarle a encontrar la diferencia entre algo real y algo que
es solamente una alucinación, nada más —se puso en cuclillas junto al chico
para mirarlo desde su altura, y lo abrazó con fuerza—. Danny, eso no
sucedió en realidad. ¿Entiendes? Fue como uno de esos trances que tienes a
veces, y nada más.
—Pero, papito...
—¿Qué, Dan?
—Yo no me corté la pierna con la nieve. La nieve no tiene costra, es
toda nieve en polvo. Si ni siquiera se pega lo suficiente para hacer bolas. ¿Te
acuerdas de que cuando quisimos hacer bolas de nieve no pudimos?
Sintió que su padre volvía a ponerse tenso, a la defensiva.
—Entonces, en los escalones de la terraza.
Danny se apartó de él. Súbitamente, entendía. Todo se le había
aclarado mentalmente en un relámpago, como se le revelaban a veces las
cosas, como le había sucedido con la mujer aquella que quería estar en los
pantalones del hombre gris. Miró a su padre con ojos muy abiertos.
—Tú sabes que digo la verdad —balbuceó, horrorizado.
—Danny... —la cara de Jack se crispó.
—Tú lo sabes porque viste...
El ruido de la palma de Jack al abofetear la mejilla del chico fue sordo,
nada espectacular. Mientras la cabeza de Danny rebotaba hacia atrás, la
huella de los dedos ya empezaba a enrojecerse, como una marca de ganado.
Wendy dejó escapar un gemido.
Durante un momento, los tres se quedaron inmóviles, y después Jack
tomó del brazo a su hijo.
—Danny, discúlpame, ¿estás bien, doc?
—¡Le pegaste, bestia! —gritó Wendy—. ¡Oh, qué bestia repugnante
eres!
Le cogió el otro brazo, y durante un momento Danny se debatió entre
los dos.
—¡Por favor, dejad de tironearme! —clamó el chico, y era tal la
angustia de su voz que los dos lo soltaron, y entonces las lágrimas lo
inundaron y Danny se desplomó, llorando, entre el sofá y la ventana,
mientras sus padres lo miraban impotentes, como dos niños podrían mirar el
juguete que han roto mientras discutían furiosamente a quién pertenecía.
En el hogar estalló otra piña, como una granada de mano, sobresaltándolos
a todos.
Wendy le dio aspirina para niños y Jack lo deslizó, sin que el chico
protestara, entre las sábanas de su catre. En un abrir y cerrar de ojos, Danny
se quedó dormido, con el pulgar en la boca.
—Eso no me gusta —observó Wendy—. Es una regresión.
Jack no le contestó.
Ella lo miraba serenamente, sin enojo, sin sonreír tampoco.
—¿Quieres que me disculpe por haberte llamado bestia? Está bien,
discúlpame. Lo siento. Pero de todas maneras, no deberías haberle pegado.
—Ya lo sé —masculló Jack—. Bien que lo sé. No sé qué demonios me
pasó.
—Pero prometiste que nunca volverías a pegarle.
Él la miró con furia, y después la furia también se desmoronó. De
pronto, con horror y compasión, Wendy vio cómo sería Jack cuando fuera
viejo. Nunca lo había visto con ese aspecto.
(¿con qué aspecto?)
Derrotado, se respondió ella misma. Parece derrotado.
—Siempre pensé que era capaz de cumplir una promesa —murmuró
Jack.
Wendy se le acercó y le apoyó la mano en el brazo.
—Bueno, ya pasó. Pero cuando venga el guardabosques a buscarnos,
le diremos que queremos bajar todos. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —asintió Jack y en ese momento, por lo menos, lo sentía
así. Como siempre lo había sentido así las mañanas siguientes al mirar en el
espejo del cuarto de baño su cara pálida y ojerosa. Voy a terminar con esto,
lo voy a cortar de una vez por todas. Pero a la mañana le seguía la tarde, y
por las tardes se sentía un poco mejor. Y a la tarde seguía la noche. Como
había dicho algún gran pensador del siglo XX, la noche debe caer.
Jack se encontró deseando que Wendy le preguntara por los animales
del seto, que le preguntara a qué se refería Danny al decir Tú lo sabes
porque viste... Si se lo preguntaba, se lo contaría todo. Todo. Lo de los
animales, lo de la mujer en la habitación, incluso lo de la manguera para
incendios que le había parecido ver cambiada de posición. Pero, ¿dónde
debía detenerse la confesión? ¿Podía contarle a Wendy que había tirado la
magneto y que si no hubiera sido por eso ya podrían estar todos en
Sidewinder?
Pero lo que le preguntó ella fue:
—¿Quieres una taza de té?
—Sí. Una taza de té me vendría bien.
Wendy fue hacia la puerta y allí se detuvo, frotándose los antebrazos
por encima del suéter.
—La culpa es tanto mía como tuya —comentó—. ¿Qué estábamos
haciendo mientras él tenía semejante... sueño, o lo que fuera?
—Wendy...
—Estábamos durmiendo —continuó ella—. Dormidos como una pareja
de adolescentes que acaban de rascarse a gusto.
—Déjalo —protestó Jack—. Ya pasó.
—No, no pasó —respondió Wendy, mirándolo con una sonrisa
extraña, excitante.
Salió para preparar el té, dejando a Jack a cargo del hijo de ambos.
36. EL ASCENSOR
Jack se despertó de un sueño superficial e inquieto en el que formas
enormes e imprecisas lo perseguían a través de interminables campos
cubiertos de nieve hacia algo que, primero, le pareció otro sueño: una
oscuridad llena de un súbito estrépito de ruidos mecánicos... golpeteos,
chirridos, murmullos, tintineos y crujidos.
Sólo cuando Wendy, junto a él, se sentó en la cama, comprendió que
no era un sueño.
—¿Qué es eso? —fría como de mármol, la mano de ella le cogió la
muñeca. Jack dominó el impulso de quitársela de encima... ¿cómo diablos
iba a saber él qué era? El reloj luminoso que tenían sobre la mesita de noche
marcaba las doce menos cinco.
Otra vez el murmullo, sonoro y continuo, casi sin variación. Seguido
por un choque metálico al cesar el murmullo. Un ruido seco. Un golpe sordo.
Después volvió a empezar el murmullo.
Era el ascensor.
Danny también se había sentado.
—¡Papá! ¿Papito? —la voz, soñolienta y asustada.
—Estoy aquí, doc —respondió Jack—. Vente a nuestra cama. Mami
también está despierta.
Las sábanas crujieron mientras el chico se metía en la cama, entre
ellos.
—Es el ascensor —susurró.
—Eso mismo —asintió Jack—. No es más que el ascensor.
—¿Qué quieres decir con no es más? —lo apremió Wendy, con un
gélido filo de histeria en la voz—. Es medianoche. ¿Quién lo puso en
marcha?
Hummm. Click/clak. Ahora se oía por encima de ellos. El traqueteo de
la puerta al correrse, el golpe de las puertas que se abrían y se cerraban.
Después de nuevo, el murmullo del motor y de los cables.
Danny empezó a lloriquear.
Jack sacó los pies de la cama, los apoyó en el suelo.
—Probablemente sea un cortocircuito. Lo comprobaré.
—Jack, ¡no salgas de esta habitación!
—No seas estúpida, que es mi trabajo —Jack se enfundó en la bata.
Un momento después, Wendy también salía de la cama, con Danny en
brazos.
—Nosotros también vamos.
—Wendy...
—¿Qué pasa? —preguntó sombríamente Danny—. ¿Qué pasa, papá?
En vez de contestar, Jack se dio la vuelta para ocultar su expresión
tensa y colérica. Parado en la puerta, se ató el cinturón de la bata. Después
abrió la puerta y salió a la oscuridad del pasillo.
Wendy vaciló un momento, y en realidad fue Danny quien empezó a
moverse. Rápidamente, ella lo alcanzó y los dos salieron juntos.
Jack no se había preocupado en encender las luces. Wendy buscó a
tientas la llave que accionaba las cuatro luces colocadas en el techo del
pasillo que conducía al corredor principal. Delante de ellos, Jack daba ya la
vuelta hacia el corredor. Esta vez fue Danny el que encontró la llave y
encendió las luces. El pasillo que conducía a la escalera y al hueco del
ascensor se iluminó.
Jack estaba parado, inmóvil, frente a la puerta cerrada del ascensor.
Con el desteñido albornoz escocés y las chinelas de piel marrón con el tacón
gastado, el pelo todo enredado por la almohada y sus mechones pajizos,
parecía un absurdo Hamlet del siglo veinte, una figura indecisa tan
hipnotizada por el precipitarse de la tragedia que era incapaz de desviar su
curso o alterarlo de ninguna manera.
(jesús basta de pensar semejantes locuras...)
En su mano, la mano de Danny se había crispado dolorosamente. El
niño la miraba con atención, con expresión tensa y angustiada. Wendy
comprendió que había estado siguiendo el hilo de sus pensamientos.
Imposible era decir cuánto era lo que había entendido, pero Wendy se
ruborizó, casi como si su hijo la hubiera sorprendido masturbándose.
—Vamos —le dijo, y los dos fueron por el pasillo hacia donde estaba
Jack.
Allí los murmullos, crujidos y golpes metálicos eran más fuertes,
aterradores en una forma inconexa, aturdidora. Jack estaba mirando con
afiebrada intensidad la puerta cerrada. A través de la ventanilla en forma de
rombo que se abría en la puerta del ascensor a Wendy le pareció ver los
cables, que vibraban levemente. Estrepitosamente, el ascensor se detuvo
debajo de ellos, en la planta baja. Oyeron el ruido de las puertas al abrirse.
Y...
(fiesta)
¿Por qué había pensado en una fiesta? La palabra le había aparecido
simplemente en la cabeza, sin razón alguna. En el «Overlook» el silencio era
total e intenso, salvo por los ruidos escalofriantes que les llegaban por el
hueco del ascensor.
(vaya fiesta que debe de haber sido)
(¿¿¿QUÉ FIESTA???)
Durante un momento apenas, una imagen tan real que parecía un
recuerdo invadió la mente de Wendy. No un recuerdo cualquiera, sino uno
de esos que uno atesora, que guarda para ocasiones muy especiales y al que
muy rara vez se alude en voz alta. Luces... centenares, tal vez millares de
ellas. Luces y colores, el ruido de los corchos de champaña, una orquesta de
cuarenta instrumentos tocando In the Mood, de Glenn Miller. Pero Glenn
Miller había pasado de moda antes de que ella hubiera nacido... ¿cómo
podía, pues, tener un recuerdo de Glenn Miller?
Miró a Danny y lo vio con la cabeza inclinada hacia un lado, como si
oyera algo que ella no alcanzaba a oír. El chico estaba muy pálido.
Zump.
Allá abajo, las puertas se habían cerrado con un golpe sordo. Se oyó
un murmullo quejoso, mientras el ascensor empezaba a subir. Wendy vio a
través de la ventanilla en forma de rombo, primero el motor alojado en la
parte alta de la caja del ascensor, después, a través de los rombos adicionales
que dibujaba el bronce de las puertas corredizas, el interior de la caja. De la
parte alta del ascensor salía una luz amarilla. Venía vacía. La caja venía vacía,
estaba vacía, pero
(la noche de la fiesta debían de haberse metido allí por docenas,
amontonándose allí dentro sobrepasando el límite de seguridad pero claro
que entonces era nuevo y todos llevaban máscaras)
(¿¿¿QUÉ MASCARAS???)
La caja se detuvo encima de ellos, en la tercera planta. Wendy miró a Danny. La cara
del chico no parecía tener más que ojos. Los labios, apretados hasta quedar exangües, eran
una línea de terror. Sobre ellos, volvieron a resonar las puertas de bronce. Se oyó cómo se
abría la puerta del ascensor, se abría porque era la hora, había llegado el momento, era el
momento de decir
(Buenas noches... buenas noches... sí, estuvo encantador... no,
realmente no puedo quedarme para el desenmascaramiento... acostarse
pronto, levantarse temprano... ah, ¿sabe, ésa era Sheila?... ¿el monje?… ¿No
es gracioso que Sheila vistiera de monje?... sí, buenas noches... buenas)
Zump.
Ruido de engranajes. El motor que arrancaba. Gimiendo, la caja
empezó a descender.
—Jack —susurró Wendy—. ¿Qué es esto? ¿Qué le pasa?
—Un cortocircuito —reiteró él. Su rostro parecía de madera—. Ya te
dije que era un cortocircuito.
—¡Pero yo oigo como si tuviera voces dentro de la cabeza! —gimió
Wendy—. ¿Qué es lo que pasa? ¿Qué es todo esto? ¡Siento que voy a
volverme loca!
—¿Qué voces? —Jack la miró con una dulzura siniestra. Wendy se
volvió hacia Danny.
—¿Tú oíste?
—Sí —el chico asintió lentamente con la cabeza—. Y música. Como si
fuera desde hace mucho tiempo, dentro de mi cabeza.
La caja del ascensor volvió a detenerse. El hotel seguía silencioso, lleno
de crujidos, desierto. Afuera, el viento gemía en los aleros, en la oscuridad.
—Creo que vosotros dos estáis chiflados —declaró con toda
naturalidad Jack—. Yo no oigo nada, maldita sea, a no ser ese ascensor que
está con un ataque de hipo eléctrico. Si queréis tener un ataque de histeria a
dúo, daos el gusto, pero no contéis conmigo.
El ascensor volvía a descender.
Jack dio un paso hacia la derecha, donde una caja con el frente de
cristal pendía de la pared, a la altura del pecho. Asestó un puñetazo al
vidrio, que cayó tintineando hacia dentro. De los nudillos empezó a brotarle
sangre. Jack metió la mano en la caja y sacó de ella una llave larga y pulida.
—Jack, no, por favor.
—Estoy aquí para hacer mi trabajo. Déjame en paz, Wendy.
Cuando ella trató de aferrarlo del brazo, Jack la apartó bruscamente.
Enredados los pies en el borde del salto de cama, Wendy cayó pesadamente
sobre la alfombra. Con un grito agudo, Danny se arrojó de rodillas junto a
ella. Jack se volvió hacia el ascensor y metió la llave en su lugar
correspondiente.
En la ventanilla rombal, desaparecieron los cables y se hizo visible el
piso de la caja. Un segundo después, Jack hacía girar con fuerza la llave. Se
oyó un ruido áspero y chirriante al detenerse instantáneamente la caja del
ascensor. Durante un momento, en el sótano, el motor desconectado se
quejó con más fuerza aún, hasta que el interruptor lo apagó y en el
«Overlook» se instaló un silencio sobrenatural. Afuera, en comparación, el
viento nocturno sonaba muy fuerte. Jack estaba mirando estúpidamente la
puerta gris del ascensor. Bajo el agujero de la llave había tres salpicaduras de
sangre, de sus nudillos heridos.
Durante un momento se volvió hacia Danny y Wendy. Ella estaba
levantándose, mientras el chico la rodeaba con un brazo. Los dos lo miraban
con cautelosa fijeza, como si él fuera un extraño que jamás hubieran visto
antes, posiblemente peligroso. Abrió la boca, sin saber bien qué era lo que
iba a salir de ella.
—Es... Wendy, es mi trabajo.
—A la mierda con tu trabajo —respondió ella.
Jack se volvió otra vez hacia el ascensor, metió los dedos por la rendija
que quedaba al lado derecho de la puerta y consiguió abrirla un poquito.
Después pudo echar contra ella todo el peso de su cuerpo, hasta que se abrió
del todo.
La caja se había detenido a medio camino, y el piso quedaba a la
altura del pecho de Jack. De su interior salía una luz cálida que contrastaba
con la oscuridad aceitosa del hueco que quedaba abajo.
Durante un tiempo que pareció muy largo, Jack se quedó mirando
dentro.
—Está vacío —declaró después—. Es un cortocircuito, lo que yo dije —
introdujo los dedos en la rendija que había detrás de la puerta para correrla
y empezó a tirar de ella... pero, con fuerza sorprendente, la mano de Wendy
lo sujetó por el hombro, para apartarlo.
—¡Wendy! —gritó él, pero su mujer ya se había afirmado en el borde
del piso, subiéndose lo bastante como para poder mirar hacia dentro.
Después, con un esfuerzo convulsivo de los músculos del hombro y del
vientre, trató de entrar en la caja. Durante un momento pareció que no lo
conseguiría; sus pies aletearon sobre la negrura del hueco. Una chinela
rosada se le cayó y se perdió de vista en la oscuridad.
—¡Mami! —chilló Danny.
Después, Wendy estuvo arriba, con las mejillas arrebatadas, la frente
pálida y brillante como una lámpara de alcohol.
—¿Y esto, Jack? ¿Es esto un cortocircuito? —arrojó algo, y súbitamente el corredor
se llenó de confeti rojo, blanco, amarillo, azul—. ¿Y esto? —un gallardete de papel verde,
descolorido por el tiempo hasta quedar de color pastel.
—¿Y esto?
Su mano arrojó hacia fuera algo que quedó inmóvil sobre la jungla
azul y negra de la alfombra: un antifaz de seda negra, espolvoreado de
lentejuelas en las sienes.
—¿A ti eso te parece un cortocircuito, Jack? —la voz de Wendy era un
alarido.
Jack se apartó con paso lento, sacudiendo lentamente la cabeza.
Desde la alfombra salpicada de confeti, el antifaz miraba inexpresivamente
hacia el techo.

37. EL SALÓN DE BAILE
Era el primero de diciembre.
Danny estaba en el salón de baile del ala este, y se había subido a un
alto sillón tapizado, de respaldo de orejas, para mirar el reloj que, protegido
por un fanal de cristal, ocupaba el lugar de honor en la ornamentada repisa
de la chimenea, flanqueado por dos grandes elefantes de marfil. El niño
esperaba casi que los elefantes empezaran a moverse e intentaran ensartarlo
con los colmillos, pero siguieron inmóviles. Los elefantes eran «seguros».
Desde la noche que había sucedido lo del ascensor, Danny había dividido
todas las cosas del «Overlook» en dos categorías. El ascensor, el sótano, la
zona infantil, la habitación 217 y la suite presidencial eran lugares
«peligrosos». Los cuartos de ellos, el vestíbulo y la terraza eran «seguros».
Aparentemente, el salón de baile también.
(Los elefantes sí, en todo caso.)
De otros lugares Danny no tenía la certeza, de manera que, por
principio, los evitaba.
Miró el reloj cobijado bajo el fanal. Lo tenían bajo vidrio porque tenía
todas las ruedecillas, engranajes y resortes al descubierto. Alrededor del
mecanismo, exteriormente, corría una especie de raíl cromado o de acero, y
directamente bajo la esfera del reloj había un pequeño eje con un engranaje
en cada extremo. Las manecillas del reloj estaban detenidas a las XI y cuarto,
y aunque no sabía los números romanos, por la posición de las agujas Danny
podía adivinar a qué hora se había parado el reloj, situado sobre su base de
terciopelo. Delante y ligeramente deformada por la curva del fanal, había
una llavecita de plata bellamente labrada.
El chico se imaginaba que el reloj sería una de las cosas que él no
debía tocar, lo mismo que el juego de atizadores de bronce que se
guardaban junto a la chimenea del vestíbulo o el enorme armario para la
porcelana, al fondo del comedor.
Dentro de él se elevó de pronto una sensación de injusticia, lo invadió
un impulso de colérica rebelión y
(qué me importa lo que no tengo que tocar, no me importa nada,
¿acaso no me tocaron? ¿no jugaron conmigo?)
Claro que sí. Y sin haber puesto ningún cuidado especial en no
romperlo, tampoco.
Danny tendió las manos, cogió el fanal de cristal, lo levantó y lo puso
a un lado. Durante un momento dejó que un dedo se paseara por el
mecanismo; la yema del índice se detuvo, en los dientes de los engranajes,
acarició las ruedecillas. Cogió la llavecita de plata, que habría sido incómoda,
por lo pequeña, para la mano de un adulto, pero que se adaptaba
perfectamente a sus dedos. La insertó en el agujero que había en el centro
de la esfera. La llave quedó encajada con un pequeño clic, más bien una
sensación táctil que sonora. Se le daba cuerda hacia la derecha,
naturalmente: en el sentido de las agujas del reloj.
Danny hizo girar la llavecita hasta que encontró resistencia, y después
la retiró. El reloj empezó a latir. Las ruedecillas giraron. Una gran rueda
catalina se movía en semicírculos, hacia delante y hacia atrás. Las manecillas
avanzaban. Si uno mantenía la cabeza perfectamente inmóvil y los ojos bien
abiertos, se veía cómo el minutero marchaba con su acostumbrada lentitud
hacia la próxima reunión de ambas agujas, dentro de cuarenta y cinco
minutos, en el XII.
(Y la Muerte Roja imperaba sobre todos.)
Danny frunció el ceño, y sacudió la cabeza para librarse de la idea, que
para él no tenía significado ni connotación alguna.
Volvió a extender el índice y empujó el minutero hasta hacerlo llegar
a la hora, con curiosidad por ver lo que sucedería. Evidentemente, no era un
reloj de cuco, pero ese raíl de acero tenía que servir para algo.
Resonó una breve serie de clics metálicos, y después el reloj empezó a
entonar, en un campanilleo, el vals del Danubio azul, de Strauss. Empezó a
desenvolverse un prieto rollo de tela de no más de cuatro centímetros de
ancho, mientras una serie de martillos diminutos se levantaban y caían
rítmicamente. Desde atrás de la esfera del reloj aparecieron dos figurillas
deslizándose por el raíl de acero, dos danzarines de ballet, a la izquierda una
muchacha de falda vaporosa y medias blancas, a la derecha un muchacho
con ajustada malla de baile negra y zapatillas de ballet. Con las manos
formaban un arco por encima de la cabeza.
Los dos se reunieron en el centro, frente al número VI.
Danny advirtió que en los costados, debajo de las axilas, los
muñequitos tenían unos surcos muy pequeños. En esos surcos se insertó el
pequeño eje y volvió a percibirse un clic. Los engranajes que había en los
extremos del eje empezaron a girar, mientras seguía tintineando el Danubio
azul. Los dos bailarines se abrazaron. El muchacho levantó a la chica y
después resbaló sobre el eje hasta que los dos quedaron tendidos, la cabeza
del chico oculta bajo la breve falda de la bailarina, el rostro de ella oprimido
contra el centro del leotardo de él, sacudiéndose ambos con mecánico
frenesí.
Danny arrugó la nariz. Se estaban besando los pipís; eso le pareció
asqueroso.
Un momento más, y la secuencia empezó a repetirse al revés. El
muchacho se enderezó sobre el eje y dejó a la chica en posición vertical.
Danny tuvo la impresión de que se cruzaban una mirada de entendimiento
mientras volvían a poner los brazos en arco sobre la cabeza. Después los dos
se retiraron por donde habían venido, y desaparecieron en el momento en
que terminaba el Danubio azul. El reloj empezó a desgranar lentamente una
hilera de gorjeos argentinos.
(¡La medianoche! ¡El toque de medianoche!)
(¡Vivan las máscaras!)
Bruscamente, Danny giró sobre el sillón, y estuvo a punto de caerse. El
salón de baile estaba vacío. Por la enorme ventana doble, que parecía la de
una catedral, se veía que de nuevo estaba empezando a nevar. La enorme
alfombra del salón de baile (naturalmente, arrollada para poder bailar),
ricamente entretejida de dibujos en rojo y oro, descansaba tranquilamente
en el suelo. Alrededor se agrupaban mesitas para la intimidad de dos, y
sobre ellas, con las patas apuntadas al techo, las livianas sillas que las
acompañaban.
El lugar estaba completamente vacío.
Pero, en realidad, no lo estaba, porque allí, en el «Overlook», las cosas
seguían y seguían. Allí, en el «Overlook», todos los momentos eran un
momento. Había una interminable noche de agosto de 1946, llena de risas y
bebidas, en que unos pocos elegidos —que esplendían— se paseaban
subiendo y bajando en el ascensor, mientras bebían copa tras copa de
champaña y se prodigaban unos a otros cortesanas atenciones. También
había una hora, antes del amanecer, en una mañana de junio de veinte años
después, en que los asesinos a sueldo de la Organización disparaban
interminablemente sus armas sobre los cuerpos retorcidos y sangrantes de
tres hombres cuya agonía se prolongaba interminablemente. En una
habitación de la segunda planta, flotando en la bañera, una mujer esperaba
a sus visitantes.
En el «Overlook», todas las cosas tenían una especie de vida. Era como
si a todo el lugar le hubieran dado cuerda con una llave de plata. El reloj
estaba en marcha.
El reloj estaba andando.
Él era esa llave, pensó tristemente Danny. Tony se lo había advertido,
y él había dejado que las cosas siguieran su curso.
(¡Si no tengo más que cinco años!)
protestó ante alguna presencia que sentía inciertamente en la
habitación.
(¿Acaso no significa nada que no tenga más que cinco años?)
No hubo respuesta.
De mala gana, el chico volvió a mirar el reloj.
Había estado demorándolo, en la esperanza de que sucediera algo
que le hubiera permitido no volver a intentar llamar a Tony; que apareciera
un guardabosques, o un helicóptero, o un equipo de rescate; como pasaba
siempre en los programas de TV, que llegaban a tiempo y salvaban a la
gente. En la TV los guardabosques y las patrullas de rescate y los médicos
paracaidistas eran un ejército blanco y amistoso que contrapesaba las
confusas fuerzas del mal que Danny percibía en el mundo. Cuando la gente
tenía dificultades, la ayudaban a salir de ellas, le arreglaban las cosas. Nadie
tenía que salir solo de un embrollo.
(¿Por favor?)
No había respuesta.
No había respuesta y, si Tony venía, ¿no sería la misma pesadilla? ¿Los
ruidos retumbantes, la voz áspera e impaciente, la alfombra azul y negra
que parecía hecha de serpientes? ¿Y redrum?
Pero, ¿qué más?
(Por favor oh por favor)
Sin respuesta.
Con un tembloroso suspiro, el niño miró la esfera del reloj. Los
engranajes giraban y se articulaban con otros engranajes. La rueda catalina
se mecía hipnóticamente, adelante, atrás. Y si uno mantenía la cabeza
perfectamente inmóvil, podía ver el minutero arrastrándose
inexorablemente de XII a I. Si uno mantenía la cabeza perfectamente inmóvil
podía ver que...
La esfera del reloj desapareció. En su lugar se instaló un redondo
agujero negro que se hundía por siempre hacia abajo. Empezó a hincharse.
El reloj desapareció. Tras él, la habitación. Danny vaciló y se precipitó en la
oscuridad que durante todo el tiempo se había ocultado tras la esfera del
reloj.
El pequeño que estaba en el sillón se desplomó y quedó tendido en un
ángulo deforme, antinatural, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos
clavados, sin ver, en el techo del salón de baile.
Abajo y abajo y más y más abajo hasta...
...el corredor, agazapado en el corredor, y se había equivocado de
dirección, queriendo volver a la escalera se había equivocado de dirección Y
AHORA...
... vio que estaba en el breve corredor sin salida que no conducía más
que a la suite presidencial y los ruidos retumbantes se acercaban, el mazo de
roque silbaba de manera salvaje a través del aire, y a cada golpe la cabeza se
incrustaba en la pared, destrozando el empapelado, levantando nubecillas
de polvo de yeso.
(¡Ven aquí, carajo! A tomar tu...)
Pero en el pasillo había otra figura. Recostada negligentemente
contra la pared, a espaldas de él. Como un fantasma.
No, un fantasma no era, pero estaba todo vestido de blanco. Todo de
blanco.
(¡Ya te encontraré, maldito ENANO alcahuete!)
Danny se encogió, aterrorizado por los ruidos. Que ahora venían por
el corredor principal de la tercera planta. El dueño de esa voz no tardaría en
aparecer en el pasillo.
(¡Ven aquí! ¡Ven aquí, mocoso de mierda!)
La figura vestida de blanco se enderezó un poco, se quitó un cigarrillo
de la comisura de los labios y escupió una hebra de tabaco que le había
quedado en el carnoso labio inferior. Danny vio que era Hallorann, vestido
con su traje blanco de cocinero, no con el azul que él le había visto el último
día de la temporada.
—Si estás en dificultades —dijo Hallorann—, entonces llámame. Con
un grito bien fuerte, como el que diste hace unos minutos y me atontó.
Aunque yo esté en Florida, es posible que te oiga. Y si te oigo, vendré
corriendo. Vendré corriendo. Vendré...
(¡Ven ahora, entonces! ¡Ven ahora, AHORA! Oh
Dick te necesito todos te necesitamos)
—...corriendo. Lo siento, pero tengo que irme corriendo. Perdona,
Danny, muchacho, perdona doc, pero tengo que irme corriendo. Fue muy
agradable, hijo de tu madre, pero tengo que darme prisa, tengo que irme
corriendo.
(¡No!)
Pero mientras él lo miraba, Dick Hallorann se dio la vuelta, se puso de
nuevo el cigarrillo en la comisura de los labios y pasó negligentemente a
través de la pared.
Dejándolo solo.
Y fue en ese momento cuando la figura sombría apareció en el pasillo,
enorme en la penumbra del pasillo, sin más claridad que el rojo que se
reflejaba en sus ojos.
(¡Ahí estás! ¡Ahora te alcancé, jodido! ¡Ahora te enseñaré!)
Se precipitó sobre él con horribles pasos vacilantes, blandiendo cada
vez más alto el mazo de roque. A tientas, Danny retrocedía, chillando, hasta
que de pronto estuvo cayendo, del otro lado de la pared, cayendo y dando
tumbos por el agujero abajo, por la conejera que llevaba a un país de
maravillas dementes.
Muy por debajo de él, Tony también caía.
(Ya no puedo venir más, Danny... él no me deja acercarme a ti...
ninguno de ellos me dejará que me acerque a ti... llama a Dick... llama a
Dick...)
—¡Tony! —vociferó el chico.
Pero Tony había desaparecido y de pronto él se encontró en una
habitación a oscuras. Pero no estaba completamente a oscuras. De alguna
parte llegaba una luz amortiguada. Era el dormitorio de mami y de papito;
podía ver el escritorio de papá. Pero el cuarto era un desorden espantoso.
Danny ya había estado en ese cuarto. El tocadiscos de mami volcado en el
suelo. Sus discos desparramados por la alfombra. El colchón caído a medias
de la cama. Los cuadros arrancados de las paredes. Su catre volcado sobre un
costado como un perro muerto, el «Volkswagen» Violeta Violento reducido
a fragmentos de plástico.
La luz venía de la puerta del cuarto de baño, que estaba entreabierta.
Un poco más allá una mano pendía, inerte, goteando sangre las puntas de
los dedos. Y en el espejo del botiquín se encendía y se apagaba la palabra:
REDRUM.
De pronto, frente al espejo se materializó un enorme reloj metido en
un fanal de vidrio. La esfera no tenía cifras ni manecillas, nada más que una
fecha, escrita en rojo: DICIEMBRE 2. Después, con los ojos agrandados de
horror, Danny vio que en el fanal de cristal se reflejaba inciertamente la
palabra REDRUM; y al verla así, doblemente reflejada, pudo deletrear:
MURDER5.
Danny Torrance dejó escapar un alarido de terror desesperado. La
fecha había desaparecido de la esfera del reloj, y la esfera también había
desaparecido, devorada por un agujero negro circular que iba
ensanchándose y ensanchándose como un iris que se dilata, hasta que lo
cubrió todo y Danny cayó hacia delante y empezó a caer y a caer.
Estaba...
5 Asesinato. La primera vez que el niño leyó esa palabra, la vio reflejada en
un espejo, por tanto, al revés.
... cayéndose de la silla.
Durante un momento quedó tendido en el suelo del salón de baile,
respirando con dificultad.
REDRUM.
MURDER.
REDRUM.
MURDER.
(Sobre todos ellos imperaba la Muerte Roja.)
(¡Quitaos las máscaras! ¡Quitaos las máscaras!)
Y debajo de cada máscara —rutilante, encantadora— que caía, el
rostro todavía ignorado de la forma que lo perseguía por eso pasillos a
oscuras, muy abiertos los ojos enrojecidos, inexpresivos y homicidas.
Oh, tenía miedo de qué cara aparecería a la luz cuando llegara
finalmente el momento de quitarse las máscaras.
(¡DICK!)
gritó con todas sus fuerzas, con una intensidad tal que le pareció que
la cabeza le estallaba.
(¡¡¡OH DICK POR FAVOR POR FAVOR
OH POR FAVOR VEN!!!)
Por encima de él, el reloj al que había dado cuerda con la llave de
plata seguía marcando los segundos, los minutos, las horas.
Quinta Parte
CUESTIÓN DE VIDA O MUERTE
38. FLORIDA
Dick, el tercer hijo de la señora Hallorann, con su ropa blanca de
cocinero y un «Lucky Strike» aparcado en un ángulo de la boca, hizo
retroceder su recuperado «Cadillac» para sacarlo del aparcamiento que
había al fondo del Mercado Mayorista de Verduras y dio lentamente la
vuelta al edificio. Masterton, que pese a ser uno de los dueños seguía
andando con el paso cansado que había adoptado desde antes de la
Segunda Guerra Mundial, estaba entrando un cajón de lechugas en el
edificio alto y oscuro.
Hallorann oprimió el botón que bajaba la ventanilla del acompañante.
—¡Esos aguacates están demasiado caros, tacaño! —vociferó.
Masterton lo miró por encima del hombro, dilató su sonrisa hasta
dejar ver los tres dientes de oro y gritó a su vez:
—¡Y te puedo decir exactamente dónde puedes metértelos,
compañero!
—Comentarios como ése son dignos de atención, hermano.
Masterton le mostró el dedo del medio. Hallorann le devolvió la
cortesía.
—¿Encontraste los pepinillos en vinagre, sí? —preguntó Masterton.
—Sí.
—Ven mañana por la mañana, que te daré las mejores patatas nuevas
que hayas visto en tu vida.
—Te enviaré al chico —respondió Hallorann—. ¿Vienes esta noche?
—¿Tú pones las bebidas, hermano?
—Ya las tengo compradas.
—Cuenta conmigo. Y no pises a fondo cuando vuelvas, ¿me oyes?
Desde aquí hasta St. Pete todos los polis se saben tu nombre.
—Qué enterado estás, ¿no? —comentó Hallorann, burlón.
—Más de lo que estarás tú en tu vida, hombre.
—Pero escuchen qué negro impertinente. ¿Qué te crees?
—Vamos, vete de una vez si no quieres que empiece a tirarte las
lechugas.
—Pues si me las tiras gratis, ya puedes empezar.
Masterton hizo ademán de tirarle una. Hallorann la esquivó, volvió a
subir la ventanilla y se alejó. Se sentía estupendamente. Hacía más o menos
media hora que venía sintiendo olor a naranjas, pero no le parecía extraño.
Se había pasado la última media hora en un mercado de frutas y verduras.
Eran las cuatro y media de la tarde, hora del Este, del primero de
diciembre, y el perro invierno estaría asestando su trasero helado sobre la
mayor parte del país, pero aquí los hombres andaban con camisas de manga
corta y cuello abierto, y las mujeres usaban vestidos de verano y shorts. En lo
alto del edificio del «First Bank» de Florida, un termómetro numérico
adornado con enormes pomelos anunciaba obstinadamente 29 grados.
Gracias te sean dadas, oh Dios, por Florida, pensó Hallorann. Con mosquitos
y todo.
En la parte de atrás del coche llevaba dos docenas de aguacates, un
cajón de pepinos, otro tanto de naranjas y de pomelos. Tres sacos llenos de
cebollas de Bermudas, la mejor hortaliza que pueda habérsele ocurrido a un
Dios bondadoso, algunos guisantes estupendos que serían servidos como
entrada y que en nueve casos de cada diez volverían a la cocina intactos, y
una magnífica calabaza que era estrictamente para su consumo personal.
Hallorann se detuvo en el carril de salida ante el semáforo de Vermont
Street y cuando la flecha verde le dio paso tomó por la carretera estatal 219,
subió la velocidad a 65 y allí se mantuvo hasta que la ciudad empezó a
diluirse en la sucesión suburbana de gasolineras y cafeterías. La compra del
día no era grande y podría haber encargado a Baedecker que la hiciera, pero
Baedecker había estado fastidiando para que lo enviaran a comprar la carne
y, además, Hallorann no se perdía la oportunidad de una alegre discusión
con Frank Masterton si no era un caso de fuerza mayor. Tal vez esa noche
Masterton se apareciera a ver un rato de televisión y tomar algunas copas
con él, y tal vez no. De cualquier manera estaría bien. Lo que importaba era
haberlo visto. Y ahora cada vez importaba, porque ya habían dejado de ser
jóvenes. En los últimos días, Dick tenía la impresión de estar pensando
mucho en eso. Ya no era tan joven, y cuando uno se acercaba a los sesenta
(o cuando los pasaba, más bien; para qué mentir) tenía que empezar a
pensar en la salida de escena, que podía ser en cualquier momento. Era en
eso en lo que había estado pensando esa semana, aunque no era una
obsesión: era un hecho. Morir era una parte de la vida, y para ser una
persona entera había que reconocer ese hecho. Y por más difícil de entender
que pudiera ser el hecho de la propia muerte, por lo menos no era imposible
de aceptar.
Hallorann no podría haber dicho por qué se le ocurrían todas esas
cosas, pero la otra razón que tenia para hacer personalmente esa pequeña
compra era que así podría llegarse hasta la pequeña oficina que había sobre
el «Bar-Parrilla» de Frank. Allí había instalado su despacho un abogado (ya
que aparentemente el dentista que estuvo el año anterior había quebrado),
un joven negro de apellido McIver. Hallorann había subido a decirle al tal
McIver que quería hacer testamento y a preguntarle si él podría ayudarle.
Bueno, preguntó McIver, ¿para cuándo lo quiere? Para ayer, contestó
Hallorann y se echo a reír, echando la cabeza hacia atrás. La pregunta
siguiente de McIver fue si la idea que tema Hallorann era muy complicada.
Pues no. Tenía su «Cadillac», su cuenta de ahorros —unos nueve mil
dólares—, una exigua cuenta corriente y un poco de ropa. Y quería que todo
fuera para su hermana. ¿Y si su hermana muriera antes que usted?,
preguntó McIver. No se preocupe, contestó Hallorann, que en ese caso haré
un nuevo testamento. El documento había quedado redactado y firmado en
menos de tres horas —rápido para ser un abogadillo—, y se alojaba ahora en
el bolsillo del pecho de Hallorann, protegido por un rígido sobre azul en el
que se leía la palabra TESTAMENTO en pulcras mayúsculas.
Hallorann no habría podido decir por qué había elegido ese día cálido
y soleado en que se sentía tan bien para hacer algo que venía posponiendo
desde hacía años, pero se había sentido acometido por el impulso y no se
había negado a seguirlo. Hallorann estaba acostumbrado a seguir sus
corazonadas.
Ahora ya estaba bastante alejado de la ciudad. Llevó el automóvil a
cien —más de lo permitido— y lo dejó rodar por el carril de la izquierda,
mientras iba pasando a la mayoría de los coches. Sabía por experiencia que
incluso a ciento cuarenta el «Cadillac» seguiría aferrándose al cemento, y
que a ciento ochenta apenas si parecería perder estabilidad. Pero hacia
tiempo que había dejado atrás esas locuras. La idea de poner el coche a
ciento ochenta en una recta no le despertaba más emoción que el miedo. Se
estaba haciendo viejo.
(Dios, qué olor fuerte tienen esas naranjas. ¿No estarán pasadas?)
Las mariposas se aplastaban contra el parabrisas. Sintonizó en la radio
una estación de negros de Miami y le llegó la voz suave y gemebunda de Al
Green.
Qué hermoso rato hemos pasado juntos. Ahora se está haciendo tarde
y tenemos que despedirnos...
Volvió a bajar un poco la ventanilla para arrojar fuera la colilla del
cigarrillo, y después siguió bajándola para que se fuera el olor a naranjas.
Mientras tamborileaba con los dedos sobre el volante, empezó a tararear
para sus adentros. Colgada sobre el espejo retrovisor, la medalla de San
Cristóbal se mecía suavemente hacia delante y hacia atrás.
Y de pronto, el olor a naranjas se intensificó y Hallorann comprendió
que venía, que algo venía hacia él. Se vio los ojos en el espejo retrovisor,
agrandados por la sorpresa. Después todo se le vino encima, como una
enorme explosión que echara fuera todo lo demás: la música, el camino, la
vaga conciencia que tenía de sí mismo como criatura humana, única. Era
como si alguien le hubiera apoyado en la cabeza un revólver psíquico y le
hubiera disparado un grito de calibre 45.
(¡¡¡OH DICK POR FAVOR POR FAVOR OH POR FAVOR VEN!!!)
El «Cadillac» acababa de ponerse a la par de una camioneta «Pinto»,
conducida por un hombre con mono de obrero. El obrero vio que el coche
serpenteaba por su carril y se apoyó sobre la bocina. Como el «Cadillac»
seguía su trayectoria irregular, el hombre miró rápidamente al conductor y
vio a un negro grande, sentado muy erguido al volante, con los ojos
dirigidos vagamente hacia arriba. Más tarde, le contó a su mujer que
seguramente debía ser uno de esos peinados afro que llevaba todo el
mundo hoy en día, pero que en ese momento había tenido la impresión de
que el maldito negro idiota tuviera todos los pelos de punta. Hasta pensó
que el negro estaría sufriendo un ataque al corazón.
El obrero clavó los frenos y aprovechó un espacio vacío que quedaba
afortunadamente tras él. La parte de atrás del «Cadillac» lo pasó, sin dejar
de cerrarse sobre él, y el obrero vio con atónito horror cómo las largas luces
de cola en forma de cohete pasaban a no más de medio centímetro de su
parachoques delantero.
Sin dejar de apoyarse sobre la bocina, el hombre se apartó a la
izquierda y pasó vociferando junto al coche cuyo conductor parecía
borracho, invitándolo a que cometiera actos sexuales solitarios, penados por
la ley; a que incurriera en sodomía con diversas aves y roedores. De paso
verbalizó su convicción de que todas las personas de sangre negra deberían
volverse a su continente; expresó su sincera opinión sobre el lugar que le
correspondería en la otra vida al alma del otro conductor y terminó
diciéndole que le parecía haber conocido a su madre en un prostíbulo de
Nueva Orleáns.
Cuando hubo terminado de pasarlo y se vio fuera de peligro, se dio cuenta
repentinamente de que tenía mojados los pantalones.
En la mente de Hallorann seguía repitiéndose la misma idea
(VEN DICK POR FAVOR VEN DICK POR FAVOR)
pero empezó a perderse, de la misma manera que se pierde una
estación de radio cuando uno se acerca a los límites de su alcance de
emisión. Nebulosamente, se dio cuenta de que su coche rodaba sobre el
arcén a más de ochenta kilómetros por hora, y lo volvió a la carretera,
sintiendo cómo coleaba durante un momento antes de volver a afirmarse
sobre el asfalto.
A poca distancia, delante de él, había un puesto de cerveza. Hallorann
indicó la maniobra y se detuvo, con el corazón todavía latiéndole
dolorosamente en el pecho, la cara de un color gris enfermizo. Se dirigió al
lugar de aparcamiento, sacó el pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente.
(¡Santo Dios!)
—¿En qué puedo servirle?
La voz lo sobresaltó, aunque no fuera la voz de Dios, sino la de una
camarera muy mona que se había acercado al coche con un anotador en la
mano.
—Sí, nena, un vaso grande de cerveza y dos paquetes de patatas, ¿eh?
—Sí, señor. —La chica se alejó, haciendo oscilar agradablemente las
caderas bajo el uniforme de nylon rojo.
Hallorann se recostó contra el asiento de cuero y cerró los ojos. La
transmisión había terminado; había acabado de disiparse mientras él detenía
el coche y hacía el pedido a la camarera. Lo único que le quedaba era un
dolor de cabeza atroz, palpitante, como si le hubieran retorcido el cerebro
para escurrírselo y colgarlo a secar. Como el dolor de cabeza que le había
quedado cuando se expuso al esplendor de ese chico, Danny, allá en el
Manicomio de Ullman.
Pero esta vez había sido mucho más intenso. Entonces el chico lo
había hecho como un juego nada más. Ahora había sido el pánico en estado
puro, cada palabra un grito de terror en su cabeza.
Se miró los brazos, que a pesar de la cálida caricia del sol seguían
mostrando la carne de gallina. Él le había dicho al chico que lo llamara si
necesitaba ayuda, recordó Hallorann. Y ahora, el chico lo estaba llamando.
De pronto, se preguntó cómo era posible que hubiera permitido que
ese niño se quedara allá, con semejante manera de esplendor. Era inevitable
que hubiera problemas, y graves tal vez.
Sin esperar más, volvió a hacer girar la llave del coche, le dio marcha
atrás y se lanzó a la carretera con un chirrido de neumáticos que dejó a la
camarera de caderas oscilantes paralizada en la entrada del puesto, con la
bandeja y el vaso de cerveza en las manos.
—Pero, ¿qué le pasa a usted, hay un fuego? —gritó la chica, pero
Hallorann ya no estaba.
El apellido del gerente era Queems, y cuando Hallorann llegó,
Queems estaba hablando por teléfono con su corredor de apuestas. Quería
apostar a cuatro caballos en Rockaway. No, nada de apuesta triple ni de
quiniela ni ninguna otra sutileza. Lo más sencillo, a cuatro caballos,
seiscientos dólares por cabeza. Y a los Jets el domingo. ¿Cómo, que él no
sabía con quién jugaban los Jets? Jugaban con los Bills, por eso apostaba.
Quinientos, sí, como siempre. Cuando Queems colgó, con aire fastidiado,
Hallorann comprendió cómo era que un hombre podía sacar cincuenta mil
por año con un pequeño balneario y, así y todo, seguir teniendo brillantes
los fondillos de los pantalones. El gerente miró a Hallorann con ojos todavía
irritados de tanto haber mirado anoche la botella de whisky.
—¿Algún problema, Dick?
—Sí, señor Queems, creo que sí. Necesito tres días de permiso.
En el bolsillo del pecho de la camisa amarilla de Queems había un
paquete de «Kent». Sin sacárselo del bolsillo, extrajo un cigarrillo del
paquete, entre dos dedos, y mordisqueó con mal humor el filtro patentado.
Después, lo encendió con un encendedor de mesa.
—Yo también —declaró—. Pero, ¿cómo se le ocurre?
—Necesito tres días —repitió Hallorann—. Es por mi hijo.
Los ojos de Queems bajaron a la mano izquierda de Hallorann que no
llevaba anillo.
—Estoy divorciado desde 1964 —explicó pacientemente Hallorann.
—Dick, usted sabe cómo son las cosas el fin de semana. Todo lleno.
Hasta los bordes. El domingo por la noche, hasta el «Florida Room» se llena,
los lugares más baratos. Así que pídame el reloj, la billetera, la cuota de la
pensión. Vaya, hasta mi mujer se la doy si la aguanta. Pero por favor no me
pida días de permiso. ¿Qué le pasa, está enfermo?
—Sí, señor —asintió Hallorann, tratando de verse a sí mismo mientras
daba vueltas al sombrero en la mano y ponía los ojos en blanco—. Le
dispararon.
—¡Le dispararon! —Se espantó Queems, y dejó el «Kent» en un
cenicero con el emblema de la escuela de administración de empresas donde
había estudiado.
—Sí, señor —volvió a asentir sombríamente Hallorann.
—¿En un accidente de caza?
—No, señor —respondió Hallorann, haciendo que su voz sonara aún
más grave y ronca—. Jana está viviendo con un camionero. Blanco. Él le
disparó al muchacho. Está en un hospital en Denver, Colorado. Muy grave.
—¿Y usted cómo demonios lo supo? Creí que había ido a comprar la
verdura.
—Sí, señor, eso es.
Antes de volver, Hallorann había pasado por la oficina de la «Western
Union» para reservar un coche de la «Agencia Avis» en el aeropuerto de
Stapleton. Al salir, sin saber por qué, había tomado un formulario. Ahora lo
sacó, doblado y arrugado, del bolsillo y lo pasó rápidamente ante los ojos
inyectados en sangre de Queems. Se lo volvió a meter en el bolsillo y,
bajando todavía más la voz explicó:
—Lo mandó Jana. Estaba en mi buzón, ahora cuando regresé.
—Cristo. Cristo santo —farfulló Queems, con una peculiar expresión
preocupada y tensa en la cara, una expresión que Hallorann conocía bien:
era lo que más se aproximaba a una expresión de simpatía que podía
conseguir un blanco que se consideraba «bueno con la gente de color»,
cuando el objeto de su compasión era un negro o su mítico hijo.
—Sí, está bien, váyase —concluyó—. Me imagino que durante tres
días, Baedecker puede arreglárselas. Y el lavaplatos puede ayudarle.
Hallorann hizo un gesto afirmativo y puso una cara más larga todavía,
pero la idea de que el lavaplatos ayudara a Baedecker le provocó
internamente una sonrisa. Ni siquiera estando en uno de sus mejores días,
pensaba Hallorann, el lavaplatos sería capaz de acertarlo al orinal al primer
chorro.
—Y quisiera adelantada la paga de la semana —continuó Hallorann—.
Completa. Ya sé que lo estoy poniendo a usted en un lío, señor Queems.
La expresión del otro se hacía cada vez más rígida, como si tuviera una
espina de pescado atravesada en la garganta.
—Ya hablaremos de eso. Vaya a hacer su equipaje, que yo hablare con
Baedecker. ¿Quiere que le haga la reserva para el avión?
—No, señor, la haré yo mismo.
—De acuerdo. —Queems se levantó, se inclinó con aire de sinceridad
hacia delante y al hacerlo inhaló el humo que subía de su cigarrillo, se ahogo
y tosió violentamente, mientras el delgado rostro blanco se le enrojecía.
Hallorann se esforzó por mantener su expresión sombría—. Espero que todo
salga bien. Dick. Llámeme cuando sepa algo.
—Lo haré, seguro.
Por encima de la mesa se estrecharon la mano.
Hallorann se obligó a llegar a la planta baja y a las dependencias del
personal antes de estallar en sonoras carcajadas. Todavía estaba riéndose y
enjugándose los ojos con el pañuelo cuando reapareció el olor a naranjas,
denso y repugnante, seguido por el golpe, en plena cabeza, que lo hizo
retroceder tambaleando como un borracho contra la pared estucada de
color rosado.
(¡¡¡POR FAVOR VEN DICK POR FAVOR
DICK VEN PRONTO!!!)
Se recuperó poco a poco hasta que por fin se sintió capaz de subir la escalera que
llevaba a su apartamento. Siempre guardaba la llave bajo el felpudo y cuando se inclinó a
recogerla algo se le cayó del bolsillo del pecho y aterrizó en el suelo con un ruido leve y
sordo. Hallorann seguía oyendo tan intensamente la voz que le había sacudido la cabeza
que durante un momento no hizo más que mirar el sobre azul sin entender, sin darse cuenta
de que era.
Después le dio la vuelta y la palabra TESTAMENTO saltó ante sus ojos,
en negras letras ornamentales.
(Oh Dios mío, ¿conque era esto?)
Aunque en realidad no lo sabía, era posible. Durante toda la semana
la idea de su propio fin le había rondado la cabeza como una bueno, como
una
(Adelante, dilo)
como una premonición.
¿La muerte? Durante un momento le pareció que su vida entera se
mostraba ante él, no en un sentido histórico, no como una topografía de los
altibajos que había vivido Dick, el tercer hijo de la señora Hallorann, sino su
vida tal como era en ese momento. Poco antes de que una bala lo convirtiera
en mártir, Martin Luther King les había dicho que había llegado a la
montaña. Dick no podía pretender tanto pero, sin ser una montaña, había
llegado a una soleada meseta tras años de lucha. Tenía buenos amigos.
Tenía todas las referencias que pudiera necesitar para conseguir trabajo en
cualquier parte. Si lo que quería era sexo, encontraba amigas que no
hicieran preguntas ni se empeñaran en buscarle significados ocultos. Había
llegado a aceptar, y a aceptar bien, su condición de negro. Pasaba ya de los
sesenta y, a Dios gracias, iba tirando.
¿Iba a correr el riesgo de terminar con todo eso —de terminar consigo
mismo— por tres blancos a los que no conocía siquiera?
Pero eso era mentira, ¿o no?
Hallorann conocía al chico. Los dos tenían en común algo que suele
ser difícil incluso después de cuarenta años de amistad. Él conocía al chico y
el chico lo conocía, porque los dos llevaban en la cabeza una especie de foco,
algo que no habían pedido tener, algo que les había sido conferido
(No, tú tienes una linterna, el que tiene un foco es él.)
Y había veces que esa luz, ese esplendor, parecía algo bastante grato.
Uno podía acertar con el caballo o, como había dicho el chico, podía decirle
a su papá dónde estaba el baúl que faltaba. Pero eso no era más que el
condimento, el aderezo para la ensalada, de una ensalada en la que había
tanto el amargo de la arveja como la frescura del pepino. Uno podía
saborear el dolor, la muerte, las lágrimas. Y ahora que el chico estaba
encerrado allá, él tenía que ir. Por el chico. Porque, hablando con él, sólo
habían sido de colores diferentes cuando abrían la boca. Por eso iría para
hacer lo que pudiera, porque si no lo hacía, el chico iba a morírsele ahí,
dentro de la cabeza.
Pero era humano, y no pudo dejar de desear amargamente que
hubieran apartado de él ese cáliz.
(Ella había empezado a salir y a perseguirlo.)
Estaba metiendo una muda de ropa en una bolsa de viaje cuando se le
apareció la idea, inmovilizándolo con todo el poder del recuerdo, como le
sucedía siempre que pensaba en eso. Por eso trataba de pensar en ello lo
menos posible.
La camarera, Delores Vickery se llamaba, se había puesto histérica. Les
había contado algo a las otras camareras y, lo que era peor, a algunos de los
huéspedes. Cuando Ullman llegó a enterarse, como la muy tonta debería
saber que sucedería, la había despedido sin más trámites. Ella había ido a ver
a Hallorann deshecha en llanto, no porque la despidiera, sino por lo que
había visto en esa habitación de la segunda planta. Había entrado en el 217
para cambiar las toallas, dijo, y allí estaba la señora Massey muerta en la
bañera. Claro que eso era imposible. El cuerpo de la señora Massey había
sido discretamente retirado el día anterior, y en ese momento estaría en
camino a Nueva York, no en un vagón de primera como solía viajar ella, sino
en el furgón.
Aunque a Hallorann no le gustaba mucho Delores, esa noche había
subido a ver qué pasaba. La camarera era una chica de veintitrés años, de
cutis oliváceo, que servía las mesas al final de la temporada cuando ya había
menos ajetreo. En opinión de Hallorann, tenia cierto esplendor, no más que
una chispa en realidad; por ejemplo, para la cena llegaba un hombre de
aspecto arratonado, con una mujer vestida de algodón desteñido, y Delores
hacía un cambio con una de sus compañeras para atender esa mesa. El
hombrecillo de aspecto arratonado dejaría bajo el plato un billete de diez
dólares, y eso ya era bastante malo para la chica que había aceptado el
trato; pero lo peor era que Delores se jactaría de ello. Era haragana, una
necia en un lugar dirigido por un hombre que no permitía necedades. Se
escondía en los armarios de la ropa blanca a leer revistas sentimentales y a
fumar, pero cada vez que Ullman hacía una de sus imprevistas rondas (y
pobre de la muchacha a quien encontrara con las manos cruzadas), a ella la
encontraba trabajando afanosamente, tras haber escondido la revista en
algún estante, bajo las sábanas, y con el cenicero bien metido en el bolsillo
del uniforme. Sí, Hallorann pensaba que había sido una necia y una vaga, y
que las otras chicas no la querían, pero Delores tenia su chispita de
esplendor, que hasta entonces siempre le había facilitado las cosas. Pero lo
que había visto en la habitación 217 la había asustado lo suficiente para que
se alegrara, y mucho, de aceptar la nada amable invitación de Ullman para
que se fuera de paseo.
Pero, ¿por qué había ido a verlo a él? Un negro sabe quién esplende,
pensó Hallorann, divertido por el retruécano6.
De manera que esa misma noche había subido a ver qué pasaba en la habitación,
que volvería a quedar ocupada al día siguiente. Para entrar se valió de la llave maestra del
despacho, a sabiendas de que, si Ullman lo descubría con esa llave, se habría unido a Delores
Vickery en el camino del desempleo.
En torno de la bañera, la cortina de la ducha estaba corrida. Hallorann había vuelto
a abrirla, pero antes de haberlo hecho tuvo la premonición de lo que iba a ver. La señora
Massey, hinchada y purpúrea, yacía mojada en la bañera, llena de agua hasta la mitad.
Hallorann se había quedado paralizado mirándola, mientras una vena le latía sordamente
en la garganta. En el «Overlook» había habido otras cosas: un mal sueño que se repetía a
intervalos irregulares (una especie de baile de disfraces durante el cual él atendía el salón
del «Overlook» y en el que, cuando se daba la voz de quitarse las máscaras, todos los
presentes mostraban repugnantes rostros de insectos), y también estaban los animales del
seto. En dos ocasiones, tres tal vez, Hallorann había visto (o le parecía haber visto) que se
movían, casi imperceptiblemente. El perro daba la impresión de haber aflojado un poco su
postura erguida, y parecía que los leones avanzaran un poco, como si quisieran amenazar a
los chiquillos de la zona infantil. Y el año pasado, en mayo, Ullman le había encargado que
fuera al desván a buscar el juego de atizadores de bronce que adornaban ahora la chimenea
del vestíbulo. Mientras estaba allá arriba, se habían apagado de prontos las tres bombillas
que pendían del techo, y Hallorann se había desorientado, sin poder regresar a la trampilla.
Cada vez más próximo al pánico, había andado a tientas en la oscuridad durante un tiempo
que no podía precisar, hiriéndose las espinillas contra cajones y golpeándose contra las
cosas, sintiendo con creciente intensidad que algo lo acechaba desde las tinieblas. Alguna
criatura enorme, aterradora, que había rezumado entre el maderamen al apagarse las luces.
Y cuando tropezó —literalmente— con el pasador de la trampilla se apresuró a bajar a todo
lo que le daban las piernas, dejando la puerta sin cerrar, sucio de polvo y desaliñado, con la
sensación de haber escapado del desastre por un pelo. Después, Ullman había ido
6 A shine knows a shine: como termino de slang. «shine» es «negro»; en el
contexto de la novela, es alguien que «esplende». (N. de la T.)
personalmente a la cocina a informarle que había dejado la puerta del ático abierta y las
luces encendidas. ¿Acaso pensaba que los huéspedes querrían subir allí a jugar a la caza del
tesoro? ¿Y se creía que la electricidad era gratuita?
Además, Hallorann sospechaba —bueno, estaba casi seguro— que
también algunos huéspedes habían visto cosas, o las habían oído. En los tres
años que llevaba allí, la suite presidencial había sido ocupada diecinueve
veces. Seis de los huéspedes que la habían ocupado se fueron del hotel antes
de lo previsto, y algunos de ellos con bastante mal aspecto. En forma
igualmente imprevista se habían ido otros huéspedes de otras habitaciones.
Una noche de agosto de 1974, al anochecer, un hombre que había ganado
en Corea la Estrella de Bronce y la Estrella de Plata (que en la actualidad
formaba parte de la directiva de tres importantes empresas, y de quien se
decía que había despedido personalmente a un conocido locutor de TV) tuvo
un inexplicable ataque de histeria mientras estaba en la cancha de golf. Y
durante el tiempo que Hallorann llevaba en el «Overlook», había habido
docenas de chicos que se negaban, lisa y llanamente, a ir a la zona infantil.
Un niño había sufrido convulsiones mientras jugaba en los tubos de
cemento, pero Hallorann no sabía si atribuírselo al letal canto de sirena del
«Overlook» o no, ya que entre el personal de servicio del hotel se había
difundido el rumor de que la criatura, hija única de un apuesto actor de cine,
y que estaba bajo vigilancia médica por su condición de epiléptica,
simplemente se había olvidado ese día de tomar su medicamento.
Pues bien, al mirar el cadáver de la señora Massey, Hallorann se había
asustado, pero sin llegar a aterrorizarse. La cosa no era del todo inesperada.
El terror se apoderó de el cuando ella abrió los ojos, dejando ver las
plateadas pupilas inexpresivas, y le dirigió una mueca. Y se convirtió en
horror cuando
(ella había empezado a salir y a perseguirlo.)
Entonces huyó, con el corazón palpitante, y no se sintió seguro ni
siquiera después de cerrar la puerta tras él y volver a echarle la llave. En
realidad, admitió ahora mientras cerraba su bolsa de vuelo, nunca más había
vuelto a sentirse seguro en el «Overlook».
Y ahora, ese chico., clamando por él, pidiendo socorro.
Miró su reloj. Eran las cinco y media de la tarde. Cuando iba hacia la
puerta del apartamento, recordó que en Colorado estaban en pleno
invierno, especialmente arriba en las montañas, y volvió a su guardarropas.
Sacó de la bolsa de la tintorería su abrigo largo, forrado en piel de oveja, y
se lo colgó del brazo; era la única prenda de invierno que tenía. Apagó todas
las luces y miró a su alrededor. ¿Se olvidaba de algo? Sí, de una cosa. Sacó
del bolsillo su testamento y lo encajó en el marco del espejo de la cómoda. Si
tenía suerte, ya volvería para sacarlo.
Si tenía suerte.
Salió del apartamento, echó llave a la puerta, dejó la llave, bajó el
felpudo, bajó la escalera y subió a su coche.
Mientras se dirigía al aeropuerto internacional de Miami a distancia
segura del conmutador donde, bien lo sabia, Queems o alguno de sus
adulones podía estar escuchando, Hallorann se detuvo en una lavandería
automática para llamar a «United Airlines». Preguntó por los vuelos a
Denver.
Había uno que salía a las 6:36. ¿El señor podría alcanzarlo?
Hallorann miro el reloj, que marcaba las 6:02, y contestó que podría.
¿Habría plazas para ese vuelo?
Un momento, lo comprobaré.
El auricular hizo un ruido metálico, seguido por el azucarado
«Mantovani»; debían suponer —erróneamente— que así la espera era más
agradable. Hallorann empezó a pasar el peso de un pie a otro, mientras
miraba alternativamente su reloj y a una muchacha que llevaba colgado a la
espalda un bebé dormido, y sacaba ropa de una de las lavadoras. La joven
temía llegar a su casa más tarde de lo que había planeado; pensaba que se le
quemaría el asado y que su marido (¿Mark? ¿Mike? ¿Matt?) se enfadaría.
Pasó un minuto. Dos. En el momento en que se decidía a seguir viaje y
correr el riesgo, volvió a resonar en el auricular la voz metálica de la
empleada de reservas de vuelo. Había un asiento vacante en ese vuelo, una
cancelación. Pero era primera clase. ¿Tendría él inconveniente?
No, lo reserva.
¿A pagar en efectivo o a crédito?
En efectivo, nena. Lo que necesito es volar.
¿Y su apellido era...?
Hallorann, con dos eles y dos enes. Hasta luego.
Colgó y se apresuró a salir. Parecía que la sencilla obsesión de la chica,
su preocupación por el asado, lo acosarían hasta enloquecerlo. A veces las
cosas eran así, sin motivo alguno se recibía una idea así, completamente
aislada, completamente pura y clara y por lo general, completamente inútil.
Casi lo alcanzó.
Iba casi a ciento treinta y estaba ya a la vista del aeropuerto, cuando
uno de los patrulleros de Florida lo detuvo.
Hallorann bajó la ventanilla eléctrica y abrió la boca para explicarle al
policía, que pasaba las páginas de su libreta.
—Ya sé —le dijo el otro, en tono comprensivo—. Es en Cleveland, el
funeral de su padre. Es que se casa su hermana en Seattle. En San José hubo
un incendio que destruyó la tienda de caramelos de su abuelito. O una
pelirroja estupenda que está esperándolo en la consigna de equipajes de
Nueva York. Me encanta esta parte del camino, llegando al aeropuerto. Ya
de pequeño, en la escuela, la hora de contar cuentos era mi favorita.
—Escuche, oficial, mi hijo está...
—La única parte del cuento que nunca llego a saber de antemano —
continuó el policía, que ya había encontrado la hoja que buscaba—, es el
número de carnet de conductor del automovilista/narrador en falta y la
matrícula correspondiente. Sea buen chico y déjeme verlos.
Hallorann miró los tranquilos ojos azules del policía, pensó si valdría la
pena insistir con el cuento de que su hijo estaba muy grave y comprendió
que con eso no haría más que empeorar las cosas. Ese tipo no era Queems.
Sacó la billetera.
—Estupendo —asintió el policía—. Hágame el favor de sacar los
papeles, así puedo ver el final de la historia.
Silenciosamente, Hallorann sacó su carnet de conductor y el recibo de
matrícula de Florida y se lo entregó.
—Muy bien. Tan bien que se merece un premio.
—¿Qué? —preguntó Hallorann, esperanzado.
—Cuando termine de anotar estos números, le voy a dejar que me
hinche un globito.
—¡Oh, por Dios! —gimió Hallorann—. Agente, mi vuelo...
—Calladito —le aconsejó el policía—. No se haga el malo.
Hallorann cerró los ojos.
Llegó al mostrador de «United Airlines» a las 6.49, esperando contra
toda esperanza que el vuelo se hubiera demorado. Ni siquiera tuvo que
preguntar: el monitor de partidas, encendido sobre la puerta de entrada de
los pasajeros, le informó que el vuelo 901, para Denver, de las 6:36. hora del
Este, había salido a las 6.40. Hacía nueve minutos.
—Mierda —mascullo Dick Hallorann.
Repentinamente, denso y pegajoso, el olor a naranjas. Apenas si le dio
tiempo para llegar al lavabo de nombres antes de recibir el mensaje,
aterrado, ensordecedor:
(¡¡¡VEN DICK POR FAVOR POR FAVOR VEN!!!)
39. EN LAS ESCALERAS
Unas de las cosas que habían vendido para salir un poco del paso
mientras estaban en Vermont, poco antes de mudarse a Colorado, fue la
colección de antiguos álbumes de rock and roll y de rythme and blues que
tenia Jack, y que fueron a parar a la subasta a un dólar por disco. Uno de
esos álbumes, el favorito de Danny, era una colección de discos dobles de
Eddie Cochran con cuatro páginas en la cubierta con notas de Lenny Kaye.
Muchas veces, a Wendy la había sorprendido la fascinación de Danny por ese
determinado álbum de un hombre-niño que vivió deprisa y murió joven...
que había muerto cuando ella sólo tenía 10 años.
Ahora, a las siete y cuarto (hora de las montañas), en el momento en
que Dick Hallorann le contaba a Queems la historia del amante blanco de su
ex mujer, Wendy se encontró a Danny sentado en mitad de la escalera que
iba del vestíbulo a la primera planta, pasándose de una mano a otra una
pelota roja de goma y cantando con voz baja y monocorde una de las
canciones de ese álbum: So / climb one-two flight three flight four, five
flight six flight seven flight more… when I get to the top, I'm too tired to
rock…7
Wendy se le acercó, se sentó en uno de los escalones y vio que el niño
tenía el labio inferior hinchado al doble de su tamaño, y rastros de sangre
seca en el mentón. Aunque el corazón le dio un salto de terror en el pecho,
se las arregló para hablar con voz neutra.
—¿Qué sucedió, doc? —le preguntó, aunque estaba segura de saberlo.
Jack le había pegado, seguro. Era lo mas probable, ¿no? Eso tenía que
suceder. Las ruedas del progreso, que tarde o temprano lo llevaban a uno al
punto de partida.
—Llamé a Tony —explicó Danny—. Estaba en el salón de baile; y creo
que me caí del sillón. Pero ya no me duele; sólo noto... que el labio es
demasiado gordo.
—¿Fue eso lo que sucedió de verdad? —insistió su madre, mirándolo
preocupada.
—Papito no fue —le aseguró el chico—. Hoy no.
Wendy lo miró, atemorizada. La pelota seguía pasando de una mano
a otra. Danny le había leído el pensamiento. Su hijo le había leído el
pensamiento.
—¿Qué... qué fue lo que te dijo Tony, Danny?
—No importa. —El rostro estaba tranquilo, la voz de una indiferencia
helada.
—Danny... —Wendy lo cogió del hombro, con más fuerza de la que se
proponía, pero el chico no se encogió ni trató de apartarse.
(Dios estamos destruyendo a este chico. No es solamente Jack, soy yo
también, y quizá no seamos solamente los dos, también el padre de Jack, mi
madre, ¿no estarán ellos aquí también? Seguro, ¿por qué no? Si de todas
maneras el lugar bulle de fantasmas, por qué no ha de haber un par más?
7 Entonces subo uno, dos pisos, tres pisos, cuatro/cinco pisos, seis pisos, siete
pisos mas cuando llego arriba, estoy demasiado cansado para bailar rock…
Oh Dios del cielo si es como una de esas maletas que muestran por la TV,
aplastadas, arrojadas desde los aviones, pasadas por trituradoras. O como un
reloj de cuerda automática. Lo maltratan y siguen funcionando. Oh, Danny,
lo siento tanto.)
—No importa —repitió el chico. La pelota pasó de una mano a la
otra—. Tony no puede venir más, porque no lo dejan. Lo vencieron.
—¿Quién no lo deja?
—La gente que hay en el hotel. —Por fin Danny la miró, y en sus ojos
no había indiferencia alguna; había miedo, profundo miedo—. Y las... las
cosas que hay en el hotel. Cosas de todas clases. El hotel está lleno de ellas.
—Tú puedes ver...
—Yo no quiero verlas —dijo el chico en voz baja, y volvió a mirar la
pelota, que seguía pasando de mano en mano—. Pero a veces las oigo, por
la noche muy tarde. Son como el viento, suspirando todas juntas. En el
desván, en el sótano, en las habitaciones En todas partes. Yo pensé que la
culpa era mía, por ser como soy. La llave. La llavecita de plata.
—Danny, no te… no te alteres de esta manera.
—Pero es por él también —continuó Danny—. Por papá. Y por ti. Nos
quiere a todos. Lo tiene atrapado a papá, lo está engañando, tratando de
hacerle creer que es a él a quien más necesita. A quien más necesita es a mí,
pero nos atrapará a todos.
—Si el vehículo para la nieve...
—Ellos no lo dejaron —siguió explicando Danny, con la misma voz.
monocorde y sombría—. Fueron ellos los que le hicieron arrojar a la nieve
una pieza del vehículo. Bien lejos. Yo lo soñé. Y él sabe que esa mujer está
realmente en el 217. —Miró a su madre con los oscuros ojos asustados—. No
tiene importancia que tú me creas o no.
Wendy lo rodeó con el brazo.
—Te creo. Danny, dime la verdad. Jack... ¿intentará hacernos daño?
—Ellos tratarán de obligarlo —explicó Danny—. Yo estuve llamando al
señor Hallorann, que me dijo que si alguna vez lo necesitaba, lo llamara. Y lo
hice. Pero es muy difícil y me deja muy cansado. Y lo peor es que no sé si él
me oye o no. No creo que él pueda contestarme, porque es demasiado lejos
para él. Y no sé si para mí es también demasiado lejos. Mañana .
—¿Qué pasa con mañana?
El chico movió la cabeza.
—Nada.
—¿Dónde está ahora? —pregunto Wendy—. ¿Tu papá?
—Está en el sótano. No creo que esta noche suba.
Súbitamente, Wendy se puso de pie.
—Espérame aquí, solo cinco minutos.
Bajo los tubos de luz fluorescente, la cocina estaba helada y desierta.
Wendy fue al estante donde los cuchillos de trinchar pendían de su soporte
imantado. Tomó el más largo y más afilado, lo envolvió en un paño de
cocina y salió sin olvidarse de apagar las luces antes.
Danny seguía sentado en las escaleras, siguiendo con los ojos el ir y
venir de la pelota entre una y otra mano, cantando.
—She lives on the twentieth floor uptown, the elevator is broken
down. So I walk one-two flighl three flight four...8
(Lou, Lou, salta sobre mí, Lou...)
Danny interrumpió su propia canción, para escuchar
(Salta sobre mí, Lou...)
la voz que hablaba dentro de su cabeza, a tal punto parte de él, tan
aterradoramente próxima, que podría haber sido parte de sus propios
pensamientos. Suave e infinitamente insidiosa. Como si se burlara de él.
Como si le dijera:
(Oh sí, sí que te gustará estar aquí. Prueba, que te gustará. Prueba,
que te gustaaa....)
Ahora que los oídos se le habían abierto podía oírlos de nuevo: la
reunión de fantasmas o espíritus, o tal vez fuera el hotel mismo, un
espantoso laberinto de espejos donde todos los espectáculos terminaban en
la muerte, donde todos los espantajos pintados estaban realmente vivos,
donde los setos se movían, donde una llavecita de plata podía desencadenar
la obscenidad. Suspirando suavemente, susurrando, cuchicheando como el
interminable viento invernal que de noche jugueteaba bajo los aleros,
entonando esa mortífera canción de cuna que los huéspedes del verano
ignoraban. Era como el zumbido soñoliento de las avispas que, adormecidas
desde el verano en un avispero subterráneo, empezaran a despertarse. Y
estaban a tres mil metros de altura.
(¿En qué se parece un cuervo a un escritorio? ¡Cuanto más arriba
menos seguro! ¿No quieres otra taza de té?)
Eran ruidos vivientes, pero no voces, ni respiración. Alguien en vena
filosófica podría haber hablado del eco de las almas. La abuela de Dick
Hallorann, que había crecido allá en el Sur a fines del siglo pasado, habría
hablado de aparecidos. Un psicólogo le habría dado algún nombre largo:
resonancia psíquica, psicocinesis, juego telésmico. Pero para Danny no era
más que la voz del hotel, del viejo monstruo que crujía incesantemente en
torno de ellos, cada vez más cerca: pasillos que ahora se extendían no sólo
por el espacio, también por el tiempo, sombras ávidas, huéspedes inquietos
que no conseguían descansar.
En el salón de baile a oscuras, el reloj protegido por el fanal de vidrio
anunció las siete y media con una sola nota, melodiosa.
Una voz ronca, que el alcohol hacía brutal, vocifero:
—¡Quitaos las máscara y todo el mundo a joder!
Wendy, que regresaba de la cocina, se detuvo bruscamente
paralizada.
Miró a Danny, que seguía en la escalera, pasándose la pelota de una a
otra mano.
—¿Tú oíste algo?
El chico no hizo más que mirarla y seguir jugando con la pelota.
8 Ella vive en el centro, en el piso veinte, y el ascensor está roto. Entonces yo subo uno,
dos pisos, tres pisos, cuatro.…
Poco podrían dormir esa noche, por más que se encerraran juntos bajo
llave.
En la oscuridad, con los ojos abiertos, Danny pensaba:
(Lo que quiere es ser uno de ellos y vivir para siempre. Eso es lo que
quiere.)
(Si es necesario, lo llevaré más arriba. Si tenemos que morir, prefiero
que sea en la montaña), pensaba Wendy.
Había puesto el cuchillo de trinchar, todavía envuelto en el paño de
cocina, debajo de la cama, para tenerlo bien a mano. Madre e hijo
dormitaron intermitentemente. El hotel seguía crujiendo en torno de ellos.
Afuera, desde un cielo que parecía de plomo, había empezado de nuevo a
caer la nieve.
40. EN EL SÓTANO
(¡¡¡LA CALDERA LA MALDITA CALDERA!!!)
La idea apareció de pronto en la mente de Jack Torrance, grabada a
fuego en brillantes letras rojas. Tras ella, la voz de Watson:
(Si se olvida irá subiendo y subiendo y lo más probable es que usted y
toda su familia se despierten en la maldita luna... está regulada para dos
cincuenta pero mucho antes de llegar a eso habrá volado... a mí me daría
miedo acercarme a ella si está marcando ciento ochenta.)
Jack se había pasado allí toda la noche, recorriendo las cajas de
papeles viejos, poseído por la frenética sensación de que el tiempo se
acortaba y de que tenía que darse prisa. Y los indicios vitales, las claves que
le darían sentido a todo, seguían escapándosele. Tenía los dedos
amarillentos y pegajosos de tanto hojear papeles viejos. Y se había dejado
absorber tanto que no había vigilado la caldera ni siquiera una vez... La
había bajado la noche anterior, a eso de las seis de la tarde, cuando bajó al
sótano. Y ahora eran...
Miró su reloj y dio un salto, derribando una pila de recibos viejos.
Cristo, eran las cinco menos cuarto de la madrugada.
A sus espaldas, el horno se sacudía. La caldera emitía una especie de
gruñido sibilante.
Corriendo, fue hacia ella. Con lo que había adelgazado en el último
mes, y la cara cubierta de una barba de dos días, tenía el aire ausente de un
prisionero de campo de concentración.
El manómetro de la caldera señalaba doscientas diez libras por
pulgada cuadrada. Jack se imaginó que hasta se veía cómo las viejas paredes
de la caldera, soldadas y parcheadas, cedían bajo la fuerza mortífera de la
presión.
(Se sube... a mí me daría miedo acercarme a ella si está marcando
ciento ochenta...)
De pronto, le habló una voz interior, tentándolo fríamente.
(Déjala que estalle. Vete a buscar a Wendy y a Danny, y largaos de
aquí. Déjala que vuele hasta el cielo.)
Podía imaginarse la explosión, como un doble trueno que primero
haría pedazos el corazón de ese lugar, después su alma. La caldera volaría
con un relámpago anaranjado y violáceo que derramaría sobre todo el
sótano una lluvia de esquirlas ardientes. Mentalmente, Jack se imaginó
trozos de metal al rojo, rebotando por el suelo, las paredes y el techo como
extrañas bolas de billar, atravesando el aire con mortífero silbido. Algunos,
naturalmente, atravesarían volando el arco de piedra para ir a caer sobre los
viejos papeles que había del otro lado, para convertirlos en un alegre
infierno. A destruir los secretos, a quemar las claves; un misterio que ningún
ser viviente resolverá jamás. Después vendría la explosión del gas, un gran
estallido de llamas restallantes, una gigantesca llama piloto que convertiría
en una parrilla la parte central del hotel; escaleras, pasillos, techos y
habitaciones, todo en llamas como en el último carrete de una película de
Frankenstein. Las lenguas de luego extendiéndose por las alas del hotel,
devorando las alfombras entretejidas de azul y negro como huéspedes
voraces. El empapelado sedoso achicharrándose, retorciéndose. No había
rociadores automáticos; sólo esas anticuadas mangueras, y nadie que las
utilizara. Y no había coche de bomberos en el mundo que pudiera llegar
hasta allí antes de fines de marzo. Quémate, pequeño, quémate. En doce
horas apenas si quedaría el esqueleto.
La aguja del manómetro había llegado a doscientos doce. La caldera
crujía y gemía como una vieja que trata de levantarse de la cama. Sibilantes
chorros de vapor habían empezado a juguetear en los bordes de los antiguos
parches, que goteaban lentamente material de soldar.
Jack no veía ni oía nada. Paralizado con la mano sobre la válvula que
podía bajar la presión y amortiguar el fuego, sus ojos resplandecían como
zafiros dentro de las órbitas.
(Es mi última oportunidad.)
Lo único que todavía no habían convertido en efectivo era la póliza de
seguro de vida que había sacado, él y Wendy, durante el primer verano que
estuvieron en Stovington. Cuarenta mil dólares en caso de muerte, doble
indemnización si él o ella morían en un accidente ferroviario o de aviación, o
en un incendio.
(Un incendio… ochenta mil dólares.)
Todavía tendrían tiempo de salir. Aunque su mujer y su hijo estuvieran
durmiendo, tendrían tiempo de salir, creía Jack. Y seguramente, ni los
animales del seto ni nada más trataría de retenerlos, si el hotel estaba en
llamas.
(Llamas.)
Dentro del dial grasiento, casi opaco, la aguja había llegado a
doscientas quince libras por pulgada cuadrada.
Otro recuerdo acudió a él, un recuerdo de su niñez. Detrás de la casa,
en las ramas bajas del manzano, había un avispero. Las avispas habían
picado a uno de sus hermanos mayores —Jack no podía recordar a cuál, en
ese momento—, mientras se columpiaba en el neumático viejo que había
colgado su padre de una de las ramas bajas. Había sucedido a fines del
verano, cuando las avispas se ponen peores.
Su padre, que acababa de volver del trabajo, vestido de blanco,
rodeada la cara por la fina niebla del olor a cerveza, había llamado a los tres
varones, Brett, Mike y el pequeño Jacky, para decirles que se iba a deshacer
de las avispas.
—Ahora fijaos —les había dicho, sonriente y tambaleándose un poco
(por aquel entonces no usaba el bastón, para el choque con el camión
lechero faltaban años todavía)—. Tal vez aprendáis algo; esto me lo enseñó
mi padre.
Había amontonado con el rastrillo una gran pila de hojas mojadas por
la lluvia, bajo la rama donde estaba el avispero, un fruto más letal que las
manzanas, arrugadas pero sabrosas, que les ofrecía el árbol para fines de
setiembre, pero para eso todavía faltaba un mes. Su padre puso fuego a las
hojas. El día era despejado y sin viento. Las hojas se convirtieron en brasas,
sin llegar a hacer fuego, y daban un olor —una fragancia— que despertaba
resonancias en Jack siempre que, para el otoño, veía a un hombre con la
ropa de! fin de semana, rastrillando hojas para quemarlas después. Un olor
dulce pero con un dejo amargo, denso y evocativo. Al arder, las hojas
despedían grandes rachas de humo que subían a envolver el avispero.
Durante toda la tarde el padre había dejado que las hojas ardieran
lentamente, mientras bebía cerveza en el porche e iba arrojando las latas
vacías en el cubo de plástico de su mujer, mientras los dos hijos mayores lo
acompañaban y el pequeño Jacky, sentado en los escalones, a sus pies,
jugaba absorto, entonando interminablemente, con monotonía, la misma
canción: «Tu engañoso corazón., te hará llorar, tu engañoso corazón te lo va
a decir.»
A las seis menos cuarto, antes de la cena, papá había vuelto a
acercarse al manzano, cuidadosamente seguido por los tres hijos. En una
mano llevaba un escardillo, con el que apartó las hojas, dejando montoncitos
encendidos que seguían ardiendo un poco antes de extinguirse. Después,
con el mango del escardillo hacia arriba, tanteando y parpadeando, en dos o
tres golpes consiguió derribar el avispero.
Los chicos corrieron en busca de la protección del porche, pero su
papá se quedó junto al avispero, tambaleándose y mirándolo, parpadeante.
Jack volvió a acercarse para ver. Algunas avispas se paseaban torpemente
sobre la superficie de su propiedad, pero sin hacer el menor intento de volar.
Desde el interior del avispero, de ese lugar negro y ajeno, llegaba un ruido
que Jack jamás habría de olvidar: un zumbido bajo, soñoliento, como el de
los cables de alta tensión.
—¿Por qué no tratan de picarte, papi? —había preguntado Jacky.
—Porque el humo las emborracha, Jacky. Ve a buscarme la lata de
gasolina.
Jacky corrió a buscarla y papá roció el avispero con la gasolina.
—Ahora apártate, Jacky, si no quieres quedarte sin pestañas.
Jacky se había apartado, mirando cómo, desde algún rincón de los
pliegues de su voluminosa blusa blanca, papá sacaba un fósforo de madera,
que encendió contra la uña del pulgar y arrojó sobre el avispero. Había
habido una explosión de color blanco y anaranjado, insonora casi en su
ferocidad. Con una risa cascada, papá se había alejado del fuego. El avispero
desapareció en un abrir y cerrar de ojos.
—El fuego —había explicado su padre, volviéndose a Jacky con una
sonrisa—, el fuego mata cualquier cosa.
Después de la cena, los chicos habían salido para ver, a la última luz
del día, el avispero chamuscado y ennegrecido, todos de pie alrededor de él.
Desde el interior, ardiente, salía el ruido de los cuerpos de las avispas, como
copos de cereal tostados.
El manómetro marcaba doscientas veinte libras. De las entrañas de la
caldera se elevaba un gemido bajo, férreo. Como las espinas de un
puercoespín, de su mole se elevaban, rígidos, cien chorros de vapor.
(El fuego mata cualquier cosa.)
Súbitamente, Jack se sobresaltó. Había estado dormitando y su
dormitar lo había llevado al borde del juicio final. En nombre de Dios, ¿en
qué había estaba pensando? Cuidar del hotel era su trabajo. Él era el
vigilante.
El terror le inundó de sudor las manos, de tal manera que en el primer
momento no pudo afirmarlas sobre la válvula. Después cerró los dedos en
torno a los radios y le hizo dar una vuelta, dos, tres. Se produjo un
gigantesco silbido de vapor, como el aliento de un dragón. Una ardiente
bruma tropical se elevó desde abajo de la caldera, hasta envolverlo. Durante
un momento, sin poder ver el dial, pensó que ya había esperado demasiado;
los gimientes retumbos iban en aumento en el interior de la caldera,
seguidos por una serie de ruidos entrecortados y por el chirrido del metal al
retorcerse.
Cuando el vapor se disipo parcialmente, Jack vio que el manómetro
había descendido a doscientas libras y que seguía bajando. Los chorros de
vapor que se escapaban alrededor de los parches soldados empezaron a
perder fuerza. Los ruidos internos empezaron a disminuir.
Ciento noventa... ciento ochenta ciento setenta y cinco..
(Iba descendiendo la pendiente a ciento cuarenta kilómetros por hora
cuando el silbato prorrumpió en un alarido. )
Pero, seguramente, ya no iba a estallar. La presión había bajado a
ciento sesenta.
(... y lo encontraron entre los restos, con la mano en el regulador, todo quemado
por el vapor de agua.)
Tembloroso, respirando con dificultad, se apartó de la caldera. Se miró
las manos y vio las ampollas que va empezaban a formársele en las palmas.
Al demonio con las ampollas, pensó, con una risa estremecida. Había estado
a punto de morir con la mano en el regulador, como el mecánico Casey en la
novela aquella. Y lo peor era que había estado a punto de matar al
«Overlook». Su último fracaso, el decisivo. Había fracasado como maestro,
como escritor, como marido y como padre. Hasta como borracho era un
fracaso. Pero en la vieja categoría de los fracasados, no se podía ir mucho
mas lejos que dejar volar el edificio que —se suponía— uno tenia que cuidar.
Y este no era un edificio cualquiera.
De ningún modo.
¡Cristo!, que falta le hacia un trago.
La presión había descendido a ochenta. Cautelosamente, contraído el
rostro por el dolor de las manos, volvió a cerrar la válvula. De ahora en
adelante, con la caldera habría que tener más cuidado que nunca. Tal vez
hubiera quedado resentida. Durante el resto del invierno, no la dejaría subir
a más de cien libras. Y si pasaban un poco de frío, sería cuestión de
aguantárselo con buen humor.
Dos de las ampollas se le habían reventado, y las manos le latían como
dientes infectados.
Un trago. Una copa era lo que le vendría bien, y en todo el maldito
hotel no había más que jerez para cocinar. En ese momento, un poco de
alcohol sería curativo. Eso, exactamente, por Dios. Un anestésico. Acababa
de cumplir con su deber y lo que necesitaba era un poco de anestesia... algo
más fuerte que la «Excedrina». Pero no había nada.
Recordó las botellas que destellaban en las sombras.
Acababa de salvar al hotel, y el hotel lo recompensaría; de eso estaba
seguro. Sacó el pañuelo del bolsillo de atrás del pantalón y se dirigió a la
escalera. Se frotó la boca. Una copita, una sola, para calmar el dolor.
Jack había respondido a la confianza del «Overlook», y ahora el
«Overlook» respondería a la suya, qué duda cabía. En los peldaños de la
escalera, sus pies eran rápidos y ágiles; los pasos presurosos de un hombre
que regresa de una guerra larga y cruel. Eran las cinco y veinte de la
mañana, hora de las montañas.
41. A LA LUZ DEL DÍA
Con un grito ahogado, Danny se despertó de una pesadilla terrible.
Había habido una explosión. Un incendio. El «Overlook» se quemaba. Él y su
mamá lo miraban desde el césped del frente.
—Mira, Danny, mira los setos —le decía mami.
Cuando él miraba, los setos estaban muertos. Las hojas se les habían
puesto de color marrón oscuro. Las ramas, prietas, se veían entre el follaje
quemado como el esqueleto de un cuerpo semidescompuesto. Y después su
papá había irrumpido por entre las dobles puertas del frente del
«Overlook», ardiendo como una tea. Tenía la ropa en llamas, la piel de un
color oscuro y siniestro que se ennegrecía más por momentos, el pelo una
zarza ardiendo.
En ese momento se despertó, con la garganta cerrada por el terror, las
manos contraídas sobre la sábana y las mantas. ¿Habría gritado? Miró a su
madre. Wendy estaba tendida de costado, cubierta hasta la barbilla, con un
mechón de pelo color de lino caído sobre las mejillas.
Ella misma parecía una niña. No, no había gritado.
De espaldas en la cama, mirando hacia arriba, sintió como la pesadilla
comenzaba a disiparse. Tenía la curiosa sensación de que habían escapado
por un pelo de algo
(¿un incendio? ¿una explosión?)
espantoso. Dejó vagar la mente, en busca de su padre, y lo encontró
abajo, en el vestíbulo. Danny se esforzó un poco más, intentando penetrar
en su mente. Le hizo daño, porque papá estaba pensando en Algo Malo.
Estaba pensando qué
(bien me vendrían uno o dos qué importa si el maldito sol se pone en
algún lugar del mundo ¿recuerdas al que solíamos decir eso? un gin y tonic
aguardiente con apenas una gota de bitter whisky con soda ron y alguna
cola tweedledum y tweedledee un trago para mí y otro para ti los marcianos
habrían aterrizado en algún lugar del mundo princeton o houston o stokely
sobre carmichael en algún podrido lugar al fin y al cabo es temporada y
ninguno de nosotros está)
(¡SAL DE SU CABEZA, MOCOSO DE MIERDA!)
El chico se encogió, aterrorizado por esa voz que le habló desde
dentro, con los ojos muy abiertos, las manos convertidas en garras sobre el
cobertor. No había sido la voz de su padre, sino una imitación, muy hábil.
Una voz que él conocía. Áspera y brutal, pero matizada por una especie de
humor fatuo.
¿Estaba tan próximo, entonces?
Retiró las mantas para apoyar los pies en el suelo. Tanteó con los pies
las zapatillas que estaban debajo de la cama y se las calzó. Fue hacia la
puerta, la abrió y se dirigió presurosamente al corredor principal. Sus pies
susurraron sobre la felpa de la alfombra del pasillo. Danny dobló la esquina.
En mitad del corredor, entre él y la escalera, había un hombre en
cuatro patas.
Danny se quedó helado.
El hombre levantó los ojos, pequeños y enrojecidos, para mirarlo.
Llevaba una vestimenta plateada, como con lentejuelas. El chico se dio
cuenta de que iba vestido de perro. Del trasero de la extraña vestidura salía
una cola, larga y floja, terminada en una borla. El traje estaba cerrado por
una cremallera que corría por el lomo hasta el cuello. A la izquierda del
hombre había una cabeza de perro o de lobo, con las órbitas vacías sobre el
hocico, la boca abierta en un gesto ociosamente amenazador que, por entre
los colmillos que parecían de cartón piedra, dejaban ver el dibujo azul y
negro de la alfombra.
El hombre tenia la boca, el mentón y las mejillas manchados de
sangre.
Empezó a gruñir a Danny. Aunque sonreía, el gruñido era real, venía
desde lo más hondo de la garganta, era un ruido escalofriante, primitivo.
Después se puso a ladrar; los dientes también estaban manchados de sangre.
Empezó a avanzar a rastras hacia Danny, arrastrando detrás de sí esa cola
invertebrada. La cabeza de perro del traje seguía tirada en la alfombra sin
que nadie le hiciera caso, mirando inexpresivamente por encima de Danny.
—Déjame pasar —dijo Danny.
—Voy a comerte, muchachito —anunció el hombre-perro, y de pronto
su boca sonriente dejó escapar una serie de ladridos. Por más que fueran una
imitación humana, la ferocidad de los ladridos era real. El hombre tenía el
pelo oscuro, aceitoso por el sudor que le hacía brotar el traje ajustado. Su
aliento olía a whisky escocés y a champaña, mezclados.
Danny retrocedió, pero no huyó.
—Déjame pasar.
—Ni se te ocu-u-u-rrra —contesto el hombre-perro, con los ojillos
enrojecidos fijos atentamente en el rostro de Danny, sin dejar de sonreír—.
Pienso comerte, amiguito. Y creo que voy a empezar por la pilila.
Empezó a avanzar con movimientos retozones, a saltitos y mostrando los dientes.
El chico perdió el aplomo y huyó hacia el corto pasillo que conducía al
apartamento de ellos, mirando por encima del hombro. Lo siguió una serie
de ladridos, aullidos y gruñidos, entrecortados por risitas y balbuceos
estropajosos.
Danny se quedó en el pasillo, temblando.
—¡Levántala! —gritaba el hombre-perro, borracho, desde el corredor
principal, con voz violenta a la vez, que desesperada—. ¡Levántala, Harry
hijo de puta! ¡No me importa cuantos casinos y líneas aéreas y compañías
cinematográficas tengas! ¡Yo se lo que a ti te gusta en la intimidad!
¡Levántala, que yo resoplaré... y chupare... hasta que todo lo de Harry
Derwent caiga derribado.
La diatriba terminó con un aullido largo y estremecedor que pareció convertirse en
un alarido de dolor y de cólera antes de extinguirse.
Temeroso, Danny se volvió hacia la puerta cerrada del dormitorio, al
extremo del pasillo, y se acerco silenciosamente a ella. La abrió y asomó la
cabeza. Su madre seguía durmiendo, exactamente en la misma posición.
Todo eso no lo oía nadie mas que él.
Cerró suavemente la puerta y volvió a la intersección del pasillo con el
corredor principal, en la esperanza de que el hombre-perro se hubiera ido,
como se había ido también la sangre que Danny había visto en las paredes
de la suite presidencial. Cautelosamente, espió por el corredor.
El hombre vestido de perro seguía allí. Había vuelto a colocarse la
cabeza del disfraz y en ese momento retozaba a cuatro patas junto a la
escalera, persiguiéndose la cola. A veces, con un salto se elevaba de la
alfombra y volvía a caer sobre ella, con sordos gruñidos.
—¡Guau! ¡Guau! ¡Grrrrr!
Los ruidos salían con una resonancia hueca de la máscara que imitaba
una estilizada mueca amenazante, mezclados con otros ruidos que tanto
podrían haber sitio carcajadas como sollozos.
Danny volvió al dormitorio y se sentó sobre su cuna, cubriéndose los
ojos con las manos. Ahora, el hotel estaba en pleno despliegue. Tal vez al
principio las cosas que habían sucedido no hubieran sido más que accidentes.
Tal vez al principio las cosas que él había visto sólo fueran, realmente,
imágenes que le daban miedo, pero que no podían hacerle daño. Pero
ahora, esas cosas las controlaba el hotel y eran cosas que podían hacer daño.
El «Overlook» no había querido que él viera a su padre, porque con eso
podría estropeársele toda la diversión. Por eso había interpuesto en su
camino al hombre-perro, de la misma manera que había interpuesto, entre
ellos y la carretera, los animales del seto.
Pero su papá podría venir hacia él. Y vendría, tarde o temprano.
Danny empezó a llorar. Las lágrimas le rebosaban silenciosamente por
las mejillas: era demasiado tarde. Iban a morir allí, los tres, y a la primavera
siguiente, cuando el «Overlook» se abriera, ellos seguirían allí para saludar a
los turistas, junto con el resto de los aparecidos. La mujer en la bañera. El
hombre-perro. Esa cosa horrible y oscura que había en el túnel de cemento.
Estarían...
(¡Basta! ¡Termina con eso!)
Furiosamente, el chico se enjugó las lágrimas. Él haría todo lo posible
para evitar que eso sucediera. A él no tenía que sucederle, ni a su mamá ni a
su papá.
Lo intentaría con todas sus fuerzas.
Cerró los ojos y concentró su fuerza mental en una dura flecha
cristalina.
(¡¡¡DICK VEN PRONTO ESTAMOS EN
PELIGRO DICK NECESITAMOS)
Y de pronto, en la oscuridad, detrás de sus párpados, eso que lo
perseguía en sus sueños a través de los oscuros pasillos del «Overlook»
apareció, estaba allí, allí mismo, una enorme criatura vestida de blanco con
el garrote prehistórico levantado por encima de la cabeza:
—¡Ya te haré yo que termines! ¡Cachorro maldito! ¡Ya te haré
terminar con eso, porque yo soy tu PADRE!
—¡No! —con un sobresalto, el chico volvió a la realidad del
dormitorio, con los ojos muy abiertos en la oscuridad, mientras los gritos
salían irrefrenablemente de su boca, ante el espanto de su madre,
súbitamente despierta, apretándose contra el pecho la ropa de cama.
—No, papito, no, no, no...
Y los dos oyeron el silbido maligno, angustiante, del garrote invisible
al descender por los aires, muy cerca, para después desvanecerse en el
silencio mientras Danny corría a abrazarse a su madre, como un conejo en
una trampa.
El «Overlook» no lo dejaría llamar a Dick. Con eso también se le podía
estropear la diversión.
Estaban solos.
Afuera, la nieve caía con más fuerza, aislándolos más del mundo
exterior.
42. EN VUELO
A las 6:45 de la mañana, hora del Este, llamaron a los pasajeros para el
vuelo de Dick Hallorann, pero a él lo retuvieron en la puerta de embarque,
pasándose nerviosamente la bolsa de vuelo de una mano a otra, hasta la
última llamada, a las 6:55. Estaban esperando a Carlton Vecker, el único
pasajero del vuelo 196 de la «TWA», de Miami a Denver, que no se había
presentado.
—Muy bien, tuvo suerte —declaró el empleado mientras entregaba a
Hallorann el billete azul de primera clase—. Puede embarcar, señor.
Hallorann subió presuroso por la escalerilla y dejó que, con una
sonrisa mecánica, la azafata le cortara el pase, y le devolviera el resto.
—Serviremos el desayuno durante el vuelo —anunció la azafata—. Si
quiere usted...
—Café, nada más, niña —respondió Hallorann y se encaminó por el
pasillo en busca de un asiento en la sección de fumar, temeroso de que a
último momento el demorado Vecker hiciera su aparición como un muñeco
sorpresa. La mujer que ocupaba el asiento junto a la ventanilla estaba
leyendo Sea usted su mejor amigo, con una ácida expresión de incredulidad.
Hallorann se abrochó el cinturón de seguridad y afirmó sus negras manazas
sobre los brazos del asiento, mientras para sus adentros prometía al ausente
Carlton Vecker que para sacarlo de allí necesitaría la ayuda de cinco robustos
empleados de la «TWA».
No quitaba los ojos del reloj, que se arrastraba con desesperante
lentitud hasta las 7.00, la hora fijada para la partida.
A las 7.05, la azafata les informó que habría una pequeña demora
mientras el personal de tierra revisaba una de las cerraduras de la puerta de
carga.
—Tienen mierda en vez de sesos —masculló Dick Hallorann.
La mujer de rasgos afilados volvió hacia él su expresión de ácida
incredulidad y volvió a su libro.
Hallorann se había pasado la noche en el aeropuerto, corriendo de un
mostrador a otro, acosando a los empleados que expedían los billetes en
«United», en «American», en «TWA», en «Continental», en «Braniff»... en
algún momento, pasada la medianoche, mientras se tomaba el octavo o
noveno café en el bar, reconoció que era una estupidez haberse hecho
cargo, él solo, de semejante asunto. Para eso estaban las autoridades.
Entonces fue al grupo de cabinas telefónicas más próximo y, después de
haber hablado con tres telefonistas diferentes, consiguió el número de
urgencia del Parque Nacional de las Montañas Rocosas.
El hombre que contestó al teléfono daba la impresión de estar a
punto de morirse de cansancio. Hallorann le había dado un nombre falso,
tras lo cual le informó que había problemas en el «Overlook Hotel», al oeste
de Sidewinder.
Problemas graves.
Le dijeron que esperara.
Después de unos cinco minutos, el guardabosques (Hallorann supuso
que era un guardabosques) regresó.
—Allá tienen un radiotransmisor-receptor —le informó.
—Ya sé que lo tienen —contestó Hallorann.
—Y no hemos tenido ninguna llamada de ellos.
—Hombre, eso qué importa. Están...
—¿Cuál es exactamente el problema que tienen, señor Hall?
—Bueno, hay una familia allí. El vigilante y su familia. Creo que quizá
él no esté muy bien de la cabeza ¿sabe? Es posible que llegue a atacar a su
mujer y a su hijito.
—¿Puedo preguntarle cómo es que tiene usted esa información,
señor?
Hallorann cerró los ojos.
—¿Cómo se llama usted, amigo?
—Tom Staunton, señor.
—Pues bien, Tom, lo sé. Le diré las cosas en la forma más sencilla que
pueda. Allá arriba hay problemas graves. Posiblemente algo mortal, ¿se da
cuenta de lo que estoy diciendo?
—Señor Hall, realmente necesito saber de qué manera...
—Escuche —había insistido Hallorann—, le digo que lo sé. Hace unos
años, allí hubo otro tipo, de apellido Grady, que mató a su mujer y a sus dos
hijas y después se ahorcó. ¡Le digo que va a suceder lo mismo si no se dan
ustedes prisa para evitarlo!
—Señor Hall, usted no está hablando desde Colorado.
—No, pero no veo que importancia...
—Si no esta en Colorado, no le llega la frecuencia de la radio del
hotel. Y si no está en esa frecuencia, no tiene manera de haberse puesto en
contacto con la, a ver —débil ruido de papeles—. Con la familia Torrance.
Mientras esperaba usted, intenté telefonearles, pero la línea está cortada, lo
que no es nada raro. Todavía hay cuarenta kilómetros de líneas telefónicas
aéreas entre el hotel y la central telefónica de Sidewinder. Mi conclusión es
que debe ser usted algún bromista chillado.
—Oh, que estupidez... —la desesperación de Hallorann no le dejó
terminar la frase. Súbitamente, se iluminó—. ¡Llámelos! —gritó.
—¿Cómo?
—Usted tiene el radiotransmisor en la misma frecuencia que ellos.
¡Llámelos, entonces! ¡Llámelos y pregúnteles qué pasa!
Se hizo un breve silencio, y Hallorann oyó el zumbido de los cables.
—Ah, ¿ya lo intentó también, entonces? —preguntó—. Por eso me
tuvo esperando tanto tiempo. Probó con el teléfono y después con la radio,
sin conseguir nada, pero de todas maneras no piensa que nada ande mal
¿para que están ustedes allí arriba? ¿Para estar sentados en sus traseros
jugando a las cartas?
—No, para eso no —contesto Staunton, enojado. Hallorann se sintió
aliviado al percibir emoción en la voz. Por primera vez, tenía la sensación de
estar hablando con un hombre, no con una grabación—. Aquí no hay nadie
más que yo, señor, todos los demás guardabosques del parque, más los
guardas del coto, más un grupo de voluntarios, están en Hasty Notch,
arriesgando la vida porque a tres idiotas con seis meses de experiencia en
montañismo se les ocurrió escalar la ladera norte del King's Ram. Se
quedaron atascados a mitad de camino y tal vez puedan bajar y tal vez no.
Hemos mandado allá dos helicópteros, y los hombres que los pilotan
también se están jugando la vida, porque aquí es de noche y está
empezando a nevar. Así que si a usted todavía le cuesta entenderlo, le
echaré una mano. Primero, no tengo a nadie a quien mandar al «Overlook».
Segundo, aquí la prioridad no le corresponde al «Overlook»; le corresponde
a lo que suceda en el parque. Tercero, para cuando amanezca ninguno de
los helicópteros podrá volar, porque el Servicio Meteorológico Nacional
anuncia una nevada de mil demonios. ¿Entiende usted la situación?
—Sí, la entiendo —había dicho Hallorann, en voz baja.
—Además, la explicación que se me ocurre de por que no puedo
comunicar por radio con ellos es muy sencilla. No sé qué hora será donde
está usted, pero aquí son las nueve y media. Me imagino que la
desconectaron y se fueron a dormir. Ahora, si quiere...
—Buena suerte para sus montañeros, hombre —le deseó Hallorann—.
Pero créame que no son los únicos que se quedaron atascados allá arriba por
no haber sabido en qué se metían.
Después cortó la comunicación.
A las 7:20 de la mañana, el «747» de «TWA» empezó lentamente a
rodar hacia la pista de despegue. Hallorann dejó escapar, silenciosamente,
un largo suspiro, Carlton Vecker, seas quien fueres, perdiste.
El vuelo 196 despegó a las 7:28, y a las 7:31, mientras el aparato iba
ganando altura, la pistola mental volvió a dispararse dentro de la cabeza de
Hallorann. Se encogió inútilmente para escapar del olor a naranjas y después
se estremeció, impotente, con la frente contraída, la boca tensa en un gesto
de dolor.
(¡¡¡DICK. VEN PRONTO ESTAMOS EN
PELIGRO DICK NECESITAMOS!!!)
Y eso fue todo. Un corte repentino. Esta vez no fue esfumándose
gradualmente. La comunicación quedó limpiamente cortada, como de una
cuchillada. Hallorann se asustó. Las manos, que seguían aferradas a los
brazos del asiento, se le habían puesto casi blancas. Tenía la boca seca. Algo
le había sucedido al chico, estaba completamente seguro. Si alguien había
hecho daño a esa criatura...
—¿Siempre tiene usted una reacción tan violenta ante el despegue?
Se dio la vuelta. Era la mujer de gafas.
—No fue eso —respondió Hallorann—. Es que tengo una plancha de
acero en la cabeza, de cuando estuve en Corea. De vez en cuando, las
vibraciones me molestan, es como si me diera una sacudida.
—¿De veras?
—Sí, señora.
—Siempre es el soldado raso el que en última instancia paga nuestro
intervencionismo en el extranjero —declaró hoscamente la mujer.
—¿Le parece?
—Seguro. Este país no debería seguir con esas pequeñas guerras
sucias. La CIA ha estado en la base de todas las pequeñas guerras sucias en
que se han metido los Estados Unidos en lo que va del siglo. La CIA y la
diplomacia del dólar.
Abrió su libro y empezó a leer. La señal de NO FUMAR se apagó.
Hallorann miró alejarse la tierra y pensó si el chico estaría bien. Le había
tomado cariño a ese chico, aunque los padres no le habían parecido gran
cosa.
Ojalá estén cuidándolo como Dios manda, pensó.
43. INVITA LA CASA
Jack estaba en el comedor, sin haber pasado todavía las puertas
dobles que daban al Salón Colorado, con la cabeza inclinada, escuchando,
con una débil sonrisa.
En torno a él, podía sentir cómo el «Overlook Hotel» cobraba vida.
Era difícil decir exactamente cómo lo sabía, pero se daba cuenta de
que lo que le sucedía no era muy diferente de las percepciones que tenía
Danny de tiempo en tiempo... de tal padre, tal hijo. ¿No era así como se
decía popularmente?
No era una percepción visual ni sonora, aunque se aproximara mucho
a ellas, ya que lo que la separaba de tales sentidos no era más que una
levísima cortina perceptiva. Era como si a escasos centímetros de este
«Overlook» hubiera otro, separado del mundo real (si es que hay algo a lo
que se pueda llamar el «mundo real», pensó Jack), pero que gradualmente
iba equilibrándose con él. Se acordó de los filmes tridimensionales que había
visto de niño. Si uno miraba la pantalla sin las gafas especiales, se veía una
doble imagen... algo un poco parecido a lo que sentía en ese momento. Pero
cuando se ponía uno las gafas todo tenía sentido.
En ese momento, todas las épocas del hotel estaban justas, todas salvo
la actual, la Era de Torrance... que tampoco tardaría mucho en reunirse con
las demás. Qué bien estaba eso. Muy bien.
Casi alcanzaba a oír el arrogante ¡ding! ¡ding! de la campanilla
plateada del mostrador de recepción, que iba llamando a los botones para
que atendieran a clientes vestidos con los trajes de franela que imponía a los
elegantes la década de 1920, y con las americanas cruzadas y a rayas de la de
1940, que iban y venía. Frente a la chimenea había tres monjas sentadas en
el sofá, esperando a que la cola disminuyera, y tras ellas, garbosamente
vestidos con alfileres de diamante en las corbatas estampadas en azul y
blanco, Charles Gordin y Vito Gienelli hablaban de ganancias y pérdidas, de
vidas y muertes. En el patio de atrás, una docena de camiones descargaban
mercaderías, algunos superpuestos uno encima de otro como en una foto
con doble exposición. En el salón de baile del ala este, se realizaban al
mismo tiempo una docena de convenciones de negocios diferentes, a
centímetros de distancia temporal una de otra. Se celebraba un baile de
disfraces. Había veladas, fiestas de bodas, cumpleaños y reuniones de
aniversario. Hombres que hablaban de Neville Chamberlain y del archiduque
de Austria. Música. Risas. Borrachera. Histeria. No había mucho amor aquí,
pero sí una constante corriente soterrada de sensualidad. Una corriente que
Jack casi podía oír, recorriendo todo el hotel en una graciosa cacofonía. En el
comedor donde él estaba se servían simultáneamente a sus espaldas los
desayunos, almuerzos y cenas de setenta años. Casi se los podía... no,
borremos el casi. Se los podía oír, débilmente todavía, pero con claridad,
como oye, uno el trueno a kilómetros de distancia en un ardiente día de
verano. Se los podía oír a todos aquellos hermosos extranjeros. Jack
empezaba a percibir la existencia de ellos como ellos debían de haber
percibido, desde el primer día, la existencia de él.
Esa mañana, todas las habitaciones del «Overlook» estaban ocupadas.
La casa llena.
Y del otro lado de las dobles puertas de vaivén llegaba el bajo
murmullo de las conversaciones y se elevaban como volutas ociosas de humo
de tabaco. Todo más sofisticado, más íntimo. Risas graves y guturales de
mujeres, de esas risas que parecen formar un anillo mágico de vibraciones en
torno a las vísceras y a los genitales. El ruido de una caja registradora, la
ventanilla débilmente iluminada en la cálida oscuridad, mientras iba
marcando el precio de un gin tonic, un Manhattan, un Depression Bomber,
un gin fizz, un zombie. El tocadiscos de monedas, que vertía suavemente sus
melodías para los bebedores, superpuestas todas una con otra en el tiempo...
Jack empujó las puertas de vaivén y pasó a través de ellas.
—Hola, muchachos —saludó suavemente Jack Torrance—. Aquí me
tenéis de vuelta.
—Buenas noches, señor Torrance —le respondió Lloyd, muy
complacido—. Encantado de verlo.
—Y yo encantado de volver, Lloyd —dijo gravemente Jack, mientras
apoyaba una nalga sobre un taburete, entre un hombre trajeado de azul
brillante y una mujer de ojos legañosos de negro que clavaba la vista en las
profundidades de un vaso de Singapur.
—¿Qué va a ser, señor Torrance?
—Martini —respondió Jack, encantado. Miró hacia el fondo del bar, con sus hileras
de botellas que relucían en la penumbra, con sus pequeños tapones que eran sifones
plateados. Jim Beam. Wild Turkey. Gilby's. Sharrod's Private Label. Todo. Seagrams's. Por fin
de vuelta.
—Un Marciano grande, por favor —pidió—. En algún lugar del mundo
ya han aterrizado, Lloyd —sacó la cartera y cuidadosamente extendió sobre
el mostrador un billete de veinte dólares.
Mientras Lloyd le preparaba la bebida, Jack miró por encima del
hombro. Todos los reservados estaban ocupados, y algunos de sus ocupantes
vestían... una mujer con pantalones orientales de gasa y el corpiño salpicado
de diamantes de imitación, un hombre con una cabeza de zorro que
asomaba astutamente de la camisa almidonada, otro con un disfraz de
perro, lleno de lentejuelas, que para regocijo general hacía cosquillas con la
borla que tenía en la punta de la cola en la nariz de una mujer envuelta en
un sarong.
—A usted no se le cobra, señor Torrance —le informo Lloyd, mientras
dejaba la copa sobre los veinte dólares de Jack—. Su dinero no se acepta
aquí, por orden del director.
—¿Del director?
Aunque súbitamente se sintió un poco inquieto, Jack levantó la copa
con el martini y la hizo girar, mirando como se mecía levemente la aceituna
en las heladas profundidades de la bebida.
—Claro, del director —la sonrisa de Lloyd se hizo más amplia, pero sus
ojos se perdían en la sombra y tenía la piel de un blanco horrible, como si
fuera un cadáver—. Y después espera ocuparse personalmente del bienestar
de su hijo. Está muy interesado por su hijo, Danny es un chico inteligente.
Los vapores de la ginebra le daban un mareo placentero, pero
también parecía que estuvieran obnubilándole la razón. ¿Danny? ¿A que
venía todo eso sobre Danny? ¿Y qué hacia él en un bar, con una copa en la
mano?
Había jurado ABSTENERSE, se había SUBIDO AL FURGÓN y había
ROTO su juramento.
¿Para qué podían querer a su hijo? ¿Para que podían querer a Danny?
Wendy y Danny no tenían nada que ver en todo eso. Jack intentó leer algo
en los oscuros ojos de Lloyd, pero eran demasiado oscuros, demasiado; era
como tratar de hallar emociones en las órbitas vacías de una calavera.
(Es a mí quien quieren… ¿no es verdad? Soy el único. No a Danny, ni a
Wendy. Es a mí a quien le encanta estar aquí. Ellos querían irse. Soy yo quien
se ocupo del vehículo para la nieve... quien recorrió los viejos archivos... yo
bajé la presión de la caldera ... yo mentí... vendí el alma, prácticamente.,
¿para que puede interesarles Danny?)
—¿Dónde está el director? —intentó hacer la pregunta con aire
casual, pero parecía que las palabras le brotaran de los labios ya empastadas
por el primer trago; eran las palabras de una pesadilla, más bien que de un
sueño.
Lloyd sólo sonrió.
—¿Que quieren ustedes con mi hijo? Danny no tiene nada que ver
en... ¿verdad? —le impresionó la angustiosa súplica de su propia voz
La cara de Lloyd daba la impresión de estar desmoronándose,
cambiando, convirtiéndose en algo pestilente. La piel blanca se
resquebrajaba, se ponía de un amarillo hepático; en ella se abrían llagas
rojas de las que rezumaba un liquido de olor inmundo. Como un sudor rojo,
en la frente de Lloyd aparecieron gotitas de sangre, mientras en alguna
parte, con un sonido argentino, un carillón marcaba el cuarto de hora.
(¡A quitarse las máscaras, a quitarse las máscaras!)
—Beba usted su martini, señor Torrance —aconsejó suavemente
Lloyd—, que lo demás no es asunto que a usted le concierna, a esta altura.
Jack volvió a levantar la copa y se la llevo a los labios, pero titubeó. De
pronto oyó el chasquido áspero, horrible, del hueso de Danny al romperse.
Vio la bicicleta que volaba por encima de la cubierta del motor del coche de
Al y se estrellaba contra el parabrisas. Vio una sola rueda tendida en la
carretera con los radios retorcidos apuntando al cielo como las destrozadas
cuerdas de un piano.
De pronto, se dio cuenta de que todas las conversaciones se habían
interrumpido.
Volvió a mirar por encima del hombro: todos estaban mirándolo
expectantes, en silencio. El hombre que jugaba junto a la mujer del sarong
se había quitado la cabeza de zorro y Jack vio que era Horace Derwent, con
el pelo de un color rubio pálido caído sobre la frente. Todos los que estaban
en el bar también lo miraban. La mujer que tenía a su lado lo observaba
atentamente, como intentando ponerlo en foco. El vestido se le había
resbalado del hombro y al mirar hacia abajo Jack distinguía el pezón
arrugado que remataba un pecho caído. Cuando volvió a mirarla en la cara,
empezó a pensar que esa podría ser la mujer de la habitación 217, la que
había intentado estrangular a Danny. Al otro lado de él, el hombre de traje
azul había sacado del bolsillo de la americana un pequeño revolver de
calibre 32, con cachas de nácar, y lo hacia girar ociosamente sobre el
mostrador, como si estuviera pensando en una ruleta rusa.
(Quiero...)
Al darse cuenta de que las palabras no salían de sus cuerdas vocales,
paralizadas, volvió a empezar.
—Quiero ver al director. No... no creo que él entienda que mi hijo
nada tiene que ver con esto. Es...
—Señor Torrance —la voz de Lloyd, de aborrecible cortesía, le llegaba
desde un rostro asolado por las llagas—, ya verá usted al director a su debido
tiempo, puesto que, de hecho, ha decidido que sea usted su representante
en este asunto. Ahora bébase esa copa.
—Bébase esa copa —le hicieron eco los demás.
Jack la levanto, con una mano que temblaba incontrolablemente. Era
gin puro. Miró dentro de la copa y sintió que se ahogaba.
—Traed... el barril... grande... y., nos reiremos... en grande... —empezó
a cantar la mujer que estaba a su lado, con voz muerta y sin inflexiones.
Lloyd se unió a la canción, y lo mismo hizo el hombre de traje azul.
También el hombre-perro se les unió, marcando el compás con una pata
sobre la mesa.
—¡Es el momento de traer el barril...
La voz de Derwent se sumo a las de los demás. Tenia un cigarrillo en
un ángulo de la boca, con aire jactancioso. Con el brazo derecho rodeaba los
hombros de la mujer del sarong, mientras la mano, suavemente y con aire
ausente, le acariciaba un pecho. AI mismo tiempo que cantaba miraba, con
divertido desprecio al hombre-perro.
—...ahora que estamos todos aquí!
Jack se llevó el vaso a la boca y en tres largos tragos apuró la bebida.
El gin le pasó por la garganta como un camión por un túnel, le estalló en el
estomago y de un salto rebotó al cerebro, donde se apoderó finalmente de
él con un estremecimiento convulsivo.
Una vez pasado el choque, se sintió estupendamente.
—Otro, por favor —pidió, empujando hacia Lloyd la copa.
—Sí, señor —asintió el barman cogiendo el vaso. Lloyd parecía otra
vez perfectamente normal. El hombre de cutis oliváceo había vuelto a
guardar su 32. A su derecha, la mujer tenía de nuevo los ojos clavados en su
Singapur, ahora con un pecho totalmente al descubierto, descansando sobre
el borde de cuero de la barra. De la boca entreabierta salía una especie de
arrullo vacío. El murmullo de las conversaciones se había reiniciado, y otra
vez iba y venía, como una lanzadera.
Frente a él se materializó la copa pedida.
—Muchas gracias9, Lloyd —dijo mientras la alzaba.
—Siempre encantado de servirlo, señor Torrance —le sonrió Lloyd.
—Fue usted siempre el mejor de todos, Lloyd.
—Muy amable de su parte, señor.
Esta vez, Jack bebió lentamente, dejando que el licor se le escurriera
por la garganta, acompañado en su caída por algunos cacahuetes, que
siempre daban suerte.
9 En español en el original (N. de la T.)
En un abrir y cerrar de ojos el gin había desaparecido, y Jack pidió
otro. Señor Presidente, después de mi entrevista con los marcianos tengo la
satisfacción de informarle que su actitud es amistosa. Mientras Lloyd le
preparaba la bebida, Jack empezó a buscar en los bolsillos una moneda para
echar en el tocadiscos. Volvió a pensar en Danny, pero ahora la cara de su
hijo se le presentaba placenteramente borrosa, indescriptible. Una vez le
había hecho daño, pero eso fue antes de que aprendiera a manejarse con la
bebida. En una época que había quedado atrás. Jamás volvería a hacer daño
a su hijo.
Por nada del mundo.
44. CONVERSACIONES EN LA FIESTA
Ahora estaba bailando con una hermosa mujer.
No tenía idea de la hora que era, del tiempo que había pasado en el
Salón Colorado ni de cuánto hacía que estaba allí, en el salón de baile. El
tiempo ya no importaba.
Tenía vagos recuerdos: el de haber escuchado a un hombre que había
triunfado como cómico en la radio, y después, un artista de variedades, en
los primeros tiempos de la TV, contando una historia larguísima y muy
divertida sobre incesto entre hermanos siameses; el de haber visto a la mujer
con pantalones de odalisca y corpiño de lentejuelas haciendo un striptease
lento y sinuoso, al ritmo obsesivo y retumbante de una música del tocadiscos
(que le había parecido el tema musical de David Rose para The Stripper);
haber atravesado el vestíbulo en medio de otros dos hombres, vestidos
ambos con un traje de etiqueta anterior a la década del 20, cantando los tres
algo sobre una mancha seca que había en los calzones de Rosie O'Grandy. Le
parecía recordar que al mirar el parque había visto linternas japonesas
colgadas en graciosos arcos que se curvaban siguiendo la dirección de la
entrada para coches, que resplandecían en suaves tonos pastel como
sombrías joyas. El gran globo de cristal que pendía del cielo raso de la
terraza estaba encendido, y los insectos nocturnos chocaban contra él y se
metían dentro, y una parte de él, tal vez la última chispa, diminuta, de
sobriedad, intentaba decirle que eran las seis de una mañana de diciembre.
Pero el tiempo había quedado anulado.
(Los argumentos contra la locura caen con un leve sonido ahogado
capa sobre capa.. )
¿De quién era eso? ¿De algún poeta que había leído mientras era
estudiante? ¿De algún estudiante poeta que ahora estaría vendiendo
lavadoras en Wausau o pólizas de seguros en Indianápolis? ¿O tal vez algo
original de él mismo? Qué importaba.
(La vaca es un animal/todo forrado de cuero/tiene las patas tan
largas/que le llegan hasta el suelo...)
Se rió, sin poder evitarlo.
—¿De qué te ríes, cariño?
De nuevo se encontró ahí, en el salón de baile. La araña estaba
encendida y las parejas daban vueltas en torno de ellos, algunos disfrazados
y otros no, al sonido terso de alguna banda de posguerra... pero, ¿de qué
guerra? ¿Podía acaso estar seguro?
No, claro que no. Sólo estaba seguro de una cosa: de que estaba
bailando con una mujer bella.
Era alta, de pelo castaño, se envolvía en una adherente túnica de
satén blanco, y bailaba muy cerca de él, con los pechos suave y
deliciosamente oprimidos contra su pecho. Una mano blanca se entrelazaba
a la suya. El rostro estaba semicubierto por un pequeño antifaz con
lentejuelas, y el pelo, cepillado a un lado, caía en una cascada suave y
brillante que parecía remansarse en el valle formado por los hombros de
ambos al tocarse. La falda del vestido era larga, pero Jack sentía los muslos
de ella contra las piernas, de vez en cuando, y cada vez estaba más seguro de
que su compañera estaba lisa y llanamente desnuda bajo la túnica.
(es lo mejor para sentir tu erección, cariño mío)
y él se sentía más bien al rojo vivo. Si a ella le molestaba, lo disimulaba
muy bien; cada vez se arrimaba más a él.
—De nada, tesoro —contestó, y volvió a reírse.
—Tú me gustas —susurró ella, y Jack pensó que su perfume era como
el de los lirios, una fragancia secreta que emanaba de grietas revestidas de
musgo verde, de lugares donde el sol es breve y las sombras largas.
—Tú también me gustas.
—Podríamos subir, si quieres. Se supone que estoy con Harry, pero ni
se dará cuenta. Está demasiado ocupado en fastidiar al pobre Roger.
La pieza terminó. Hubo una ráfaga de aplausos y, casi sin dar un
respiro, la orquesta atacó Mood Indigo.
Al mirar por encima del desnudo hombro de ella, Jack vio a Derwent,
de pie junto a la mesa, acompañado por la muchacha del sarong. El mantel
blanco que cubría la mesa estaba lleno de botellas de champaña en sus
correspondientes cubos de hielo, y Derwent tenía en la mano una botella
recién abierta. A su alrededor se había formado un grupo que reía a
carcajadas. Frente a él y a la chica envuelta en el sarong, Roger hacía
grotescas piruetas, a cuatro patas, arrastrando lentamente la cola. En ese
momento estaba ladrando.
—¡Habla, muchacho, habla! —le ordenó Harry Derwent.
—¡Guau, guau! —respondió Roger y todos aplaudieron; algunos
hombres silbaron.
—Ahora, siéntate. ¡Siéntate, perrito!
Roger se enderezó, en cuclillas. El hocico de la máscara seguía
inmovilizado en su eterno mostrar los dientes. Por los agujeros de los ojos,
los ojos de Roger brillaban con frenética y sudorosa hilaridad. Al
enderezarse, extendió los brazos, dejando colgar las manos.
—¡Guau, guau!
Derwent volcó la botella de champaña, derramando un Niágara de
espuma sobre la máscara que lo miraba. Roger hizo unos ruidos frenéticos,
chapoteantes, entre los aplausos de todos. Algunas mujeres chillaban de risa.
—¿No es gracioso este Harry? —preguntó la compañera de Jack,
volviendo a oprimirse contra él—. Todo el mundo lo dice. Transmite y recibe
en dos bandas, sabes... y el pobre Roger, solamente en una. Una vez... pero
de esto hace meses, ¿eh?, se pasó un fin de semana con Harry en Cuba, y
ahora lo sigue por todas partes, meneando el rabito tras él.
Se rió, y la fragancia de los lirios subió de ella en una oleada.
—Pero claro, Harry no quiere saber nada de segundas partes en esa
banda, por lo menos... y Roger está enloquecido. Harry le dijo que si venía al
baile de máscaras disfrazado de perrito, pero de perrito listo, tal vez lo
volvería a pensar, y Roger es tan estúpido que...
La pieza terminó. Hubo más aplausos, y los músicos empezaron a bajar
del estrado para tomarse un descanso.
—Discúlpame, encanto —dijo ella de pronto—. Hay alguien a quien
tengo que... ¡Darla! Darla, queridísima, ¿dónde te habías metido?
Se le escapo entre la muchedumbre que comía y bebía, mientras Jack
la seguía estúpidamente con la mirada, preguntándose como era que había
llegado a bailar con ella, para empezar. No podía recordarlo. Parecía que los
incidentes se hubieran sucedido sin relación alguna. Primero aquí, después
allá, en todas partes. La cabeza le daba vueltas; sentía olor a lirios y a bayas
de enebro. Junto a la mesa cubierta de bebidas y de comestibles, Derwent
sostenía ahora un diminuto sandwich triangular sobre la cabeza de Roger,
mientras lo instaba, para general regocijo de los espectadores, a que diera
un salto mortal. La máscara de perro miraba hacia arriba; los costados subían
y bajaban como fuelles. De pronto, Roger dio un salto, bajando la cabeza y
procurando dar la vuelta en el aire. Saltó demasiado bajo, y estaba
demasiado exhausto; aterrizó torpemente de espaldas, golpeándose la
cabeza contra las baldosas. De la máscara de perro salió un áspero gruñido.
Derwent inició los aplausos.
—¡De nuevo, perrito! ¡De nuevo!
Inmediatamente, los espectadores empezaron la melopea —de nuevo,
de nuevo—, mientras Jack, sintiéndose vagamente asqueado, buscaba
tambaleante la salida.
Estuvo a punto de caerse sobre el carrito de las bebidas, que
transportaba un hombre ceñudo, de chaquetilla blanca. Al golpear con el pie
contra el estante inferior del carrito, las botellas y sifones entonaron una
azarosa melodía.
—Disculpe —farfulló Jack, que de pronto se sentía encerrado y
claustrofóbico; quería salir. Quería que el «Overlook» volviera a ser como
había sido, que quedara libre de esos huéspedes indeseables. A él no le
demostraban el respeto debido como verdadero iniciador del camino; no era
sino un extra más entre diez mil, un perrito que se hacía el muerto o se
sentaba según lo que le ordenaran.
—No tiene importancia —contestó el hombre de la chaquetilla blanca,
y a Jack le sonó a surrealista el inglés tajante y pulido viniendo de esa cara
de facineroso—. ¿Una copa?
—Un martini.
A espaldas de él volvieron a estallar las risas: Roger estaba aullando la
melodía de Home on the Range. Alguien lo acompañaba en el piano
«Steinway».
—Sírvase usted.
Sintió que le ponían en la mano el vaso helado y bebió con
agradecimiento; el gin volvía a atacar y desmoronar los primeros atisbos de
sobriedad.
—¿Está bien, señor?
—Perfecto.
—Gracias, señor.
El carrito echó a rodar de nuevo.
De pronto, Jack tendió la mano para tocar al camarero en el hombro.
—¿Sí, señor?
—Perdón, pero... ¿cómo se llama usted?
El otro no pareció sorprendido.
—Grady, señor. Delbert Grady.
—Pero usted... Quiero decir que…
El camarero lo miraba cortésmente. Jack volvió a hacer el intento,
aunque sentía la boca empastada por el gin y una sensación de irrealidad;
cada palabra le parecía tan grande como un cubo de hielo.
—¿No trabajó usted aquí como vigilante una vez? Cuando... Fue
cuando usted... —pero no pudo terminar. Le resultaba imposible decirlo.
—Pero no, señor. No lo creo.
—Pero su mujer... y sus hijas...
—Mi mujer trabaja como ayudante de cocina, señor. Y las niñas ya
están dormidas, por cierto. Es demasiado tarde para ellas.
—Pero usted fue el vigilante. Usted... —¡Demonios, dilo!—. Usted las
mató.
En el rostro de Grady no se leía más que inexpresiva cortesía.
—Yo no recuerdo absolutamente nada de todo eso, señor.
El vaso estaba vacío. Grady se lo quitó de los dedos, sin que Jack se
resistiera, y empezó a prepararle otra copa. En el carrito traía un pequeño
cubo de plástico blanco, lleno de aceitunas, que por alguna razón le hicieron
pensar a Jack en cabezas cortadas. Hábilmente, Grady ensartó una, la dejó
caer dentro del vaso y se lo entregó.
—Pero usted...
—El vigilante es usted, señor —articuló suavemente Grady—. Siempre
ha sido usted el vigilante. Estoy seguro, señor, porque yo siempre he estado
aquí. El mismo director nos contrató a los dos, al mismo tiempo. ¿Está bien
así, señor?
Jack se bebió de golpe el martini, sintiendo que la cabeza le daba
vueltas.
—El señor Ullman...
—No conozco a nadie de ese nombre, señor.
—Pero es que él...
—El director —dijo Grady—, es el hotel, señor. Supongo que se da
usted cuenta de quien lo contrato a usted, señor.
—No —dijo dificultosamente Jack—. No, yo…
—Creo que debe usted hablarlo más con su hijo, señor Torrance. Él lo comprende
todo, por más que no se lo haya explicado a usted. Muy criticable de su parte, señor, si me
permite el atrevimiento de decirlo. En realidad, lo ha contrariado a usted casi
constantemente, ¿no es verdad? Y no tiene todavía seis años.
—Sí, eso es —asintió Jack. Desde atrás de ellos llegó otra ráfaga de
risas.
—Es necesario que lo corrija usted, si no le molesta a usted que se lo
diga. Es necesario que hable un poco con él, y tal vez algo más. A mis hijas,
señor, al principio no les importaba el «Overlook». Una de ellas llegó incluso
a sustraerme una caja de cerillas e intentó pegarle fuego. Pero yo las corregí;
las corregí con toda severidad. Y cuando mi mujer intentó impedirme que
cumpliera con mi deber, la corregí a ella también —miró a Jack con una floja
sonrisa inexpresiva—. En mi opinión, es un hecho, triste pero cierto, que las
mujeres rara vez entienden la responsabilidad de un padre hacia sus hijos.
Maridos y padres tienen cierta responsabilidades, ¿no es así, señor?
—Si —coincidió Jack.
—Ellas no querían al «Overlook» como yo lo quería —siguió evocando Grady,
mientras empezaba a preparar otra copa. En la botella de gin, invertida, se elevaron
plateadas burbujas—. Como tampoco lo quieren su mujer y su hijo... por el momento, en
todo caso. Pero ya llegarán a quererlo. Debe usted mostrarles el error en que se encuentran,
señor Torrance. ¿No le parece?
—Sí. Claro que sí.
Bien que lo veía. Había sido demasiado blando con ellos. Maridos y
padres, tenían ciertas responsabilidades. Papá lo sabe mejor. Ellos no
comprendían. Y en realidad, eso no era ningún pecado, pero es que a
propósito no entendían. En general, Jack no era hombre duro. Pero creía en
el castigo, eso sí. Y si su mujer y su hijo se ponían a propósito en contra de
sus deseos, en contra de las cosas que el sabía que eran lo mejor para ellos,
entonces, ¿no tenía hasta cierto punto el deber…?
—Un hijo desagradecido es peor que la mordedura de una serpiente
—dijo Grady mientras le entregaba la bebida—. Realmente, creo que el
director podría poner en línea a su hijo. Y a su mujer también. ¿No cree
usted, señor?
De pronto, Jack dudó.
—Yo... es que... tal vez ellos podrían irse, quiero decir que, después de
todo, a quien quiere el director es a mí, ¿no es eso? Tiene que ser, porque...
Porque ¿qué? Jack sentía que debería saberlo, pero no. Su pobre
cerebro se sumergía.
—¡Perro malo! —decía Derwent en alta voz, entre un contrapunto de
risas—. Perro malo, que te haces pis en la alfombra.
—Naturalmente —Grady se inclinó sobre el carrito para hablarle en
tono confidencial—, usted sabe que su hijo intenta introducir en todo esto a
un extraño. Su hijo tiene un talento muy grande, que el director podría
emplear para introducir mejoras en el «Overlook», para, enriquecerlo,
digamos. Pero su hijo está empeñado en emplear ese verdadero talento
contra nosotros Es testarudo, señor Torrance. Muy testarudo.
—¿A un extraño? —pregunto Jack, estúpidamente.
Grady asintió, sin hablar.
—¿Quién?
—Un negro —respondió Grady—. Un cocinero negro.
—¿Hallorann?
—Creo que ése es su nombre, señor, sí.
Un nuevo estallido de risas detrás de ellos fue seguido por la voz de
Roger que decía algo en quejoso tono de protesta.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —empezó a salmodiar Derwent. Los que lo rodeaban le
hicieron eco, pero antes de que Jack alcanzara a oír qué era lo que querían
ahora que hiciera Roger, la orquesta empezó a tocar de nuevo, esta vez
Tuxedo Junction, con mucho saxo dulzón, pero con poca alma.
(¿Alma? Todavía nadie ha inventado el alma. ¿O no es así?)
(Un negro... un cocinero negro.)
Jack abrió la boca para hablar, sin saber lo que podría salirle. Lo que le
salió fue:
—Me dijeron que usted no había terminado la escuela secundaria,
pero su manera de hablar no es la de un hombre inculto.
—Es verdad que dejé muy temprano mi educación formal, señor. Pero
el director se ocupa de su personal. Considera que eso le rinde. La educación
siempre rinde, ¿no cree usted, señor?
—Sí —asintió Jack, aturdido.
—Por ejemplo, usted demuestra gran interés en saber más sobre el
«Overlook Hotel». Muy sensato por su parte, señor. Muy noble. En el sótano
fue dejado cierto álbum de recortes para que lo encontrara usted...
—¿Quién lo dejó? —preguntó ansiosamente Jack.
—El director, por supuesto. Si lo deseara usted, también se podría
poner a su disposición otros materiales...
—Sí, naturalmente que sí —Jack intentó controlar la ansiedad de su
voz, sin conseguirlo.
—Es usted un verdadero estudioso —dijo Grady—. Sigue hasta el final
con el tema. Agota todas las fuentes —bajó la poco inteligente cabeza, se
miró la solapa de su chaquetilla blanca y le sacudió con los nudillos, con
pulcritud, una mota de polvo que Jack no alcanzaba a ver.
—Y el director no pone límites a su generosidad —prosiguió—.
Ningún límite. Míreme a mí, con poco más que la escuela primaria, e
imagínese hasta dónde podría llegar usted en la estructura organizativa del
«Overlook». Tal vez a su tiempo hasta lo más alto...
—¿De veras? —susurró Jack.
—Pero eso, en realidad, queda librado a la decisión de su hijo, ¿no es verdad? —le
pregunto Grady, levantando las cejas abundantes y enmarañadas.
—¿De Danny? —Jack lo miró, frunciendo el ceño—. No, claro que no.
Yo no permitiría que mi hijo tomara decisiones referentes a mi carrera. De
ningún modo. ¿Por quien me toma usted?
—Por un estudioso —le aseguró cordialmente Grady—. Tal vez yo me
haya expresado mal, señor. Digamos que el futuro de usted aquí depende de
la forma en que decida usted enfrentar la indocilidad de su hijo.
—Yo tomo mis propias decisiones —susurro Jack.
—Pero debe usted ocuparse de él.
—Así lo haré.
—Y con firmeza.
—Naturalmente.
—Un hombre que no es capaz de controlar a su familia ofrece muy
poco interés a nuestro director. De un hombre que no puede encarrilar a su
mujer y a su hijo, mal puede esperarse que a su vez se encarrile, y menos aún
que asuma un cargo de responsabilidad en una operación de esta magnitud.
Si...
—¡Ya dije que me ocupare de él! —gritó súbitamente Jack, furioso.
Tuxedo Junction había terminado y la orquesta no había empezado
aún otra pieza. El grito se había oído perfectamente en el intermedio, y las
conversaciones se extinguieron de pronto a sus espaldas. Súbitamente sintió
como un fuego en toda la piel, y tuvo la absoluta seguridad de que todo el
mundo lo miraba. Habían acabado con Roger y podrían empezar ahora con
él. Échate. Siéntate. Hazte el muerto. Si juegas con nosotros, nosotros
jugaremos contigo. Cargo de responsabilidad. Lo que quería era que
sacrificara a su hijo.
(...Ahora sigue a Harry por todas partes, meneando el rabito tras él...)
(Échate. Hazte el muerto. Castiga a tu hijo.)
—Por aquí, señor —le decía en ese momento Grady—, hay algo que
puede interesarle.
Las conversaciones habían vuelto a empezar, subían y bajaban de tono
según su propio ritmo, entretejiéndose con la música de la orquesta, que
ahora tocaba una versión en swing de Ticket to Ride, de Lennon y
McCartney.
(Lo he oído mejor por los altavoces de los supermercados.)
Se rió estúpidamente, vio que en la mano izquierda tenia de nuevo
una copa mediada y la vació de un trago.
Ahora estaba de pie ante la repisa de la chimenea y el calor del
restallante fuego que ardía en el hogar le calentaba las piernas.
(¿fuego?., ¿en agosto?... sí... y no... todos los tiempos son uno)
Había un reloj bajo un fanal de cristal, flanqueado por dos elefantes
tallados en marfil. Las manecillas marcaban la medianoche menos un
minuto. Jack lo miró con ojos ofuscados. ¿Era eso lo que Grady quería que
viera? Se volvió para preguntárselo, pero Grady había desaparecido.
En mitad de Ticket to Ride, la orquesta prorrumpió en un estruendo
de bronces.
—¡La hora se acerca! —proclamó Horace Derwent—. ¡Medianoche! ¡A
desenmascararse! ¡A desenmascararse!
De nuevo, Jack intentó darse la vuelta para ver que rostros famosos se
ocultaban bajo lentejuelas, pinturas y máscaras, pero se encontró paralizado,
incapaz de apartar los ojos del reloj, cuyas manecillas habían llegado a
juntarse y apuntaban directamente hacia arriba.
—¡A desenmascararse! ¡A desenmascararse! —continuaba el
sonsonete.
El reloj empezó a sonar delicadamente. Por el raíl de acero que corría
bajo la esfera del reloj, de izquierda a derecha, avanzaron dos figuras. Jack
las observaba, fascinado, olvidando que era la hora de quitarse las máscaras.
El mecanismo del reloj chirrió, las ruedecillas de los engranajes giraron y se
articularon con un cálido resplandor de bronce. La rueda catalina se movía
hacia delante y hacia atrás con precisión.
Una de las figuras era un hombre alzado en las puntas de los pies, que
llevaba en las manos algo semejante a un garrote en miniatura. El otro
personaje era un niño pequeño que llevaba puesto un capirote. Las dos
figuras resplandecían con una fantástica precisión. En el frente del capirote
del niño se leía la palabra TONTO.
Los dos personajes se deslizaron hacia los extremos opuestos de un eje
de acero. Desde alguna parte llegaban, en débil e incesante tintineo, los
acordes de un vals de Strauss, que en la mente de Jack movilizaron con su
melodía un insano estribillo comercial: Tenga a su perro contento con Guau,
tenga a su perro contento con Guau...
El mazo de acero que tenía en las manos el papá mecánico descendió
sobre la cabeza del niño. El niño mecánico se desplomó hacia delante. El
mazo se elevaba y caía, se elevaba y caía. Las manos del niño, elevadas en
súplica y protesta, empezaron a vacilar. Estaba acurrucado y su cuerpo
resbaló hasta quedar tendido boca abajo. El martillo se elevaba y seguía
cayendo al ritmo leve y tintineante de la melodía de Strauss, y a Jack le
pareció que podía ver la cara del hombre, tensa y concentrada, como hecha
nudos, que alcanzaba a ver cómo la boca del papá de relojería se abría y se
cerraba mientras ponía como nuevo a su hijo, inconsciente y vapuleado.
Una gota roja se elevó contra el interior del fanal de cristal.
Otra la siguió, y dos más se estrellaron junto a ella.
Pronto el líquido rojo se empezó a elevar como un surtidor obsceno
que daba contra la pared de cristal del fanal y se escurría hacia bajo, velando
lo que sucedía en el interior, y con el líquido escarlata venían minúsculos
fragmentos de tela, de hueso, de sesos. Y Jack seguía viendo el martillo que
se alzaba y caía mientras el mecanismo de relojería seguía andando y las
ruedecillas de los engranajes giraban sin cesar para mantener en movimiento
el diabólico mecanismo.
—¡A desenmascararse! ¡A desenmascararse! —gritaba Derwent a sus
espaldas, y por alguna parte un perro gañía con tonos humanos.
(Pero una maquinaria de reloj no sangra una maquinaria de reloj no
sangra)
Todo el fanal estaba salpicado de sangre y Jack veía coágulos y
mechones de pelo pero nada más. A Dios gracias, no podía ver nada más, y
sin embargo pensaba que iba a ponerse enfermo porque seguía oyendo caer
los golpes, los oía caer a través del vidrio con tanta claridad como oía la
melodía del Danubio azul. Pero el ruido ya no era el tintineo mecánico de un
martillo mecánico que se desploma sobre una cabeza mecánica, era el
retumbo sordo y ahogado de un mazo de verdad que baja a estrellarse sobre
una ruina blanda, esponjosa. Una ruina que había sido antes...
—¡A DESENMASCARARSE!
(…¡sobre todos ellos imperaba la Muerte Roja!)
Con un horrible grito de angustia. Jack se apartó del reloj, con las
manos extendidas, y se dio la vuelta enredándose en sus propios pies, como
si fueran bloques de madera, para pedirles a todos que se detuvieran, que se
lo llevaran a él, a Danny, a Wendy, al mundo entero si querían, pero que por
favor se detuvieran y le dejaran un poquito de cordura, un poquito de luz.
El salón de baile estaba vacío.
Las sillas estaban puestas patas arriba sobre las mesas cubiertas de manteles de
plástico. La alfombra roja, con sus dibujos en oro estaba de forma extendida sobre la pista,
protegiendo la lustrada superficie de roble. El estrado para la orquesta estaba vacío, salvo
un micrófono sin conectar y una guitarra, polvorienta y sin cuerdas, apoyada contra la
pared. Una fría luz matinal, de mañana de invierno, se filtraba lánguidamente por las altas
ventanas.
A Jack la cabeza le daba aún vueltas, todavía se sentía borracho, pero
cuando volvió a mirar hacia la repisa de la chimenea, la borrachera se le
disipó. Allí no estaban más que los elefantes de marfil... y el reloj.
Tambaleándose, atravesó el vestíbulo frío y oscuro, y después el
comedor. Se enganchó el pie en la pata de una mesa y cayó cuan largo era,
derribando estrepitosamente la mesa. Se golpeó contra el suelo, y le empezó
a sangrar la nariz. Se levantó, aspirando sangre al tiempo que se enjugaba
con el dorso de la mano.
Fue hacia el Salón Colorado y apartó violentamente las puertas de
vaivén, haciéndolas chocar contra las paredes.
El lugar estaba vacío... pero los estantes del bar bien provistos.
¡Alabado sea Dios! El vidrio y los bordes plateados de las etiquetas relucían
cálidamente en la penumbra.
Una vez, recordó Jack, hacía muchísimo tiempo, se había enojado al
ver que no había espejo al fondo del bar. Ahora se alegraba. De haberlo
habido, no habría visto en él más que a otro borracho que acababa de
quebrantar su propósito de abstinencia: la nariz ensangrentada, la camisa
fuera de los pantalones, el pelo en desorden, la barba de dos días
(Así queda uno cuando mete la mano entera en el avispero.)
Repentinamente, la soledad lo invadió por completo. Jack gimió con
súbita desdicha, deseando con toda sinceridad estar muerto. Su mujer y su
hijo estaban arriba, y habían echado llave a la puerta para protegerse de él.
Los demás, se habían ido todos. La fiesta había terminado.
Se precipitó hacia delante, hacia el bar.
—Lloyd, ¿dónde carajo estás? —vociferó.
No hubo respuesta. En esa habitación
(celda)
de revestimiento acolchado, ni siquiera el eco de sus propias palabras
le daba una mínima ilusión de compañía.
—¡Grady!
Silencio. Sólo las botellas, rígidamente dispuestas en posición de
firmes.
(Échate. Hazte el muerto. Busca. Hazte el muerto. Siéntate. Hazte el
muerto.)
—No importa, ya me las arreglaré solo, maldita sea.
Mientras se acercaba al bar perdió el equilibrio y cayó hacia delante,
golpeándose la cabeza contra el suelo. Se levantó hasta quedar en cuatro
patas, con los ojos desorbitados, bizcos, farfullando ruidos sin sentido.
Después se desplomó, con la cabeza de lado, respirando con sonoros
ronquidos.
Afuera, el viento aullaba cada vez, con más fuerza, empujando
delante de sí la nieve incesante. Eran las ocho y media de la mañana.
45. AEROPUERTO DE STAPLETON, DENVER
A las 8:31 de la mañana, hora de las montañas, una mujer que viajaba
en el vuelto 196 de la «TWA» estalló en lágrimas y empezó a anunciar su
opinión personal, tal vez no del todo ajena para algunos otros pasajeros
(incluso para algún miembro de la tripulación), de que el avión iba a
estrellarse.
La mujer de rasgos afilados que iba sentada junto a Hallorann levantó
la cabeza de su libro.
—Papanatas —declaró, y tras ese breve análisis del carácter volvió a
sumergirse en la lectura. Durante el vuelo se había bebido dos vodkas con
zumo de naranja, que no parecían haberla descongelado en absoluto.
—¡Nos vamos a estrellar! —gritaba histéricamente la mujer—. ¡Oh,
estoy segura!
Una de las azafatas se le acercó, presurosa, y se puso en cuclillas junto
a su asiento. Hallorann pensó para sus adentros que solamente las azafatas y
las amas de casa muy jóvenes parecían capaces de ponerse en esa posición
con cierta gracia; lo cual es un talento raro y admirable. Siguió pensando lo
mismo mientras la azafata conversaba en voz baja, sedante, con la pasajera,
tranquilizándola poco a poco.
Hallorann no sabía qué les pasaba a sus restantes compañeros de
viaje, pero él personalmente estaba poco menos que muerto de miedo. Por
la ventanilla no se veía otra cosa que una densa cortina blanca. El avión se
balanceaba de un lado a otro en forma impresionante, acosado por rachas
que lo atacaban desde todos lados. Los motores tenían su funcionamiento
ajustado para compensar parcialmente el movimiento y, como resultado, el
suelo vibraba bajo los pies de los viajeros. En la clase turista, a espaldas de
ellos, varias personas gemían, una azafata acababa de pasar con una nueva
provisión de bolsitas de papel y, tres asientos delante, un hombre acababa
de vomitar sobre el National Observer y miraba con aire avergonzado a la
azafata que lo ayudaba a limpiarse.
—No se preocupe —lo consoló la muchacha—. Es lo mismo que me
pasa a mí con el Reader's Digest.
Hallorann tenía la experiencia de vuelo suficiente para conjeturar lo
que había sucedido. Durante la mayor parte del viaje habían volado con el
viento de frente y de pronto, sobre Denver, el tiempo había empeorado
inesperadamente, de modo que era demasiado tarde para un cambio de
ruta que les permitiera entrar con un tiempo más favorable. Patitas para qué
os quiero.
(Amigo mío, si esto parece una jodida carga de caballería.)
Aparentemente, la azafata había conseguido calmar bastante la
histeria de la mujer, que seguía lloriqueando y sonándose con un pañuelo de
encajes, pero, por lo menos, había dejado de proclamar públicamente su
opinión sobre la posible terminación del viaje. Dándole una última
palmadita en el hombro, la azafata se incorporó, en el preciso instante en
que el 747 daba su peor bandazo. La joven retrocedió, tambaleante, y fue a
aterrizar en las rodillas del hombre que había vomitado en el periódico,
exhibiendo un delicioso trozo de pierna enfundada en nylon. El hombre
parpadeó y le palmeó bondadosamente el hombro. Aunque la chica le
devolvió la sonrisa, Hallorann pensó que se la notaba tensa. Esa mañana
había tenido un vuelo de mil demonios.
Se produjo un pequeño sobresalto cuando se entendió el anuncio de
NO FUMAR.
—Habla el capitán —informó una voz suave, de acento levemente
sureño—. Estamos a punto de empezar nuestro descenso en el aeropuerto
internacional de Stapleton. Hemos tenido un vuelo difícil y les pido
disculpas. Es posible que el aterrizaje también sea un poco difícil, pero no
tenemos previsto ningún problema grave. Les ruego que observen la
indicación de abrocharse el cinturón y de no fumar, y esperamos que
disfruten ustedes de su estancia en la ciudad de Denver. Esperamos
también...
El avión dio otra violenta sacudida y volvió a caer en otra bolsa de
aire. Hallorann sintió que se le revolvía el estómago. Varias personas (no
todas mujeres) gritaron.
—... tener el placer de volver a verles pronto en otro vuelo de «TWA».
—Espérame sentado —masculló alguien, detrás de Hallorann.
—Qué tontería —comentó la mujer de facciones afiladas, mientras
marcaba con una carterilla de cerillas vacía su libro y lo cerraba al ver que el
avión empezaba su descenso—. Cuando uno ha visto los horrores de una
pequeña guerra sucia... como usted o captado la degradante inmoralidad de
la política de intervención diplomática en el dólar que practica la «CIA»...
como yo... un aterrizaje difícil se reduce a una insignificancia. ¿No tengo
razón, señor Hallorann?
—Indudablemente, señora —asintió Hallorann, y siguió mirando la
nieve que se arremolinaba afuera.
—¿Puedo preguntarle cómo reacciona ante todo esto su plancha de
acero?
—Oh, con la cabeza no tengo problemas —le aseguró Hallorann—,
pero tengo el estomago un poco revuelto.
—Qué pena —y volvió a abrir su libro.
Mientras descendían por entre las impenetrables nubes de nieve,
Hallorann pensaba en un accidente aéreo que se había producido algunos
años atrás en el aeropuerto Logan, de Boston. Las condiciones eran similares,
sólo que lo que había reducido la visibilidad a cero era la niebla, no la nieve.
El tren de aterrizaje del avión había chocado con un muro de retención
próximo al final de la pista de aterrizaje. Lo que había quedado de los
ochenta y nueve pasajeros y tripulantes no era muy diferente a un estofado.
Hallorann pensaba que no le importaría tanto si sólo se tratara de él.
Ahora ya estaba poco menos que solo en el mundo, y a su funeral irían sobre
todo los que alguna vez habían trabajado con él, y el viejo renegado de
Masterton, que por lo menos se bebería una copa en su nombre. Pero el
chico... el chico confiaba en él. Tal vez no hubiera otra ayuda que ese niño
pudiera esperar, y a Hallorann no le gustaba la manera en que se había
interrumpido la ultima llamada. No dejaba de recordar la forma en que le
había parecido ver moverse a esos animales del seto...
Una delgada mano blanca se posó sobre la suya.
La mujer de cara afilada se había quitado las gafas, sin las cuales sus
facciones se suavizaban muchísimo.
—Todo saldrá bien —le dijo.
Hallorann le sonrió e hizo un gesto afirmativo.
Tal como les habían prevenido, el aterrizaje fue accidentado; el avión
tomó contacto con tierra con la brusquedad suficiente para derribar casi
todas las revistas del estante del frente y para provocar en la cocina una
cascada de bandejas de plástico que cayeron como enormes naipes. Aunque
nadie gritó, Hallorann oyó castañetear incontrolablemente más de una
dentadura.
Después se oyó el rugido de las turbinas al frenar el avión, y a medida
que aquél perdía volumen volvió a oírse por el intercomunicador la voz
sureña del piloto, suave aunque tal vez no del todo firme.
—Señoras y señores, acabamos de aterrizar en el aeropuerto de
Stapleton. Permanezcan, por favor, en sus asientos hasta que el avión se
haya detenido por completo en la terminal. Gracias.
La mujer sentada junto a Hallorann cerró el libro y exhaló un largo
suspiro.
—Señor Hallorann, nos espera aún otro día de lucha.
—Todavía no hemos terminado con éste, señora.
—Sí, es cierto. Muy cierto. ¿Le importaría a usted beber algo conmigo
en el bar?
—Me gustaría, pero tengo que acudir a una cita.
—¿Urgente?
—Muy urgente —afirmó con seriedad Hallorann.
—Algo que en su pequeña medida mejorará la situación general,
espero.
—También yo lo espero —asintió Hallorann, sonriendo. Ella le sonrió a
su vez y mientras lo hacía, diez años se le resbalaron silenciosamente de la
cara.
Como su único equipaje era la bolsa de vuelo, Hallorann fue el
primero en llegar al mostrador de «Hertz» en la planta baja. A través de los
vidrios ahumados de las ventanas se alcanzaba a ver que la nieve seguía
cayendo sin pausa. Las rachas de viento la arrastraban de un lado a otro,
formando nubes blancas, y la gente que atravesaba el aparcamiento se
defendía de ellas como podía. Un hombre perdió el sombrero, y Hallorann se
condolió con él al verlo elevarse gallardamente en el aire. El hombre se lo
quedó mirando, mientras Hallorann pensaba:
(Vaya, olvídate de él, hombre, que no creo que aterrice hasta llegar a
Arizona.)
Inmediatamente se le ocurrió:
(Si en Denver hace tan mal tiempo, ¿cómo estará al oeste de Boulder?)
Tal vez fuera mejor no pensar en eso.
—¿Puedo servirle en algo, señor? —le pregunto la chica con el
uniforme amarillo de «Hertz».
—Puede usted servirme, si tiene un coche —le sonrió Hallorann.
Por un poco más del precio medio pudo conseguir un coche algo más
pesado que los comunes, un «Buick Electra», negro y plata. Pero en lo que
pensaba Hallorann no era tanto en el estilo como en los serpenteantes
caminos de montaña; en algún lugar del camino tendría que detenerse para
que le pusieran cadenas, porque sin ellas no podría ir muy lejos.
—¿Qué tal está el tiempo? —preguntó mientras la chica le entregaba
el formulario para firmar.
—Dicen que es la peor tormenta que ha habido desde 1969 —contestó
ella, alegremente—. ¿Va usted muy lejos, señor?
—Más de lo que quisiera.
—Si quiere usted, señor, puedo telefonear a la estación de Texaco, en
el cruce con la 270, para que le pongan cadenas cuando llegue.
—Sería una verdadera bendición, se lo aseguro.
La chica levantó el teléfono e hizo la llamada.
—Estarán esperándole.
—Muchas gracias.
Cuando se apartó del mostrador, vio a la mujer de facciones afiladas
en una de las colas que se habían formado frente a la cinta de equipajes.
Todavía estaba leyendo su libro. Hallorann le hizo un guiño al pasar. Ella
levantó los ojos, le sonrió y le hizo el signo de la paz.
(esplende)
Todavía sonriendo, se levantó el cuello del abrigo y se cambio de
mano la bolsa de vuelo. Aunque no era más que un poquito, eso le hizo
sentirse mejor. Lamentaba haberle contado ese cuento de que tenia una
plancha de acero en la cabeza. Mentalmente le deseó el bien y, mientras
salía al aullido del viento y de la nieve, sintió que ella le deseaba lo mismo.
En la estación de servicio no cobraban mucho por colocar las cadenas, pero
Hallorann deslizó furtivamente un billete de diez dólares en la mano del hombre que lo
atendió, para conseguir que lo adelantaran un poco en la lista de espera. Así y todo, eran las
diez. menos cuarto cuando realmente se puso en camino, acompañado rítmicamente por el
ruido de los limpiaparabrisas y el traqueteo metálico y monocorde de las cadenas sobre las
grandes ruedas del «Buick».
La autopista era un desastre. Ni siquiera con cadenas se podía ir a más
de cincuenta. Los coches se salían de la ruta en los ángulos más inverosímiles,
y en algunas pendientes el tráfico estaba atascado: los neumáticos de
verano, sin cadenas, patinaban irremisiblemente en el polvo de nieve. Era la
primera tormenta importante del invierno allí, en las tierras bajas (si es que
se podía llamar «bajo» a mil seiscientos metros sobre el nivel del mar). A
muchos los había tomado desprevenidos, y era natural, pero así y todo
Hallorann no podía dejar de maldecirlos mientras avanzaba por entre ellos,
centímetro a centímetro, tratando de ver en el retrovisor exterior, rodeado
de nieve, para asegurarse de que
(Se le abalanzaba entre la nieve...)
no se le acercaba nadie por el carril de la izquierda.
La mala suerte seguía esperándolo en la rampa de acceso a la ruta
número 36. Esa ruta, la autopista de peaje que lleva de Denver a Boulder, va
también hacia el Oeste, hasta Estes Park, donde se une a la ruta 7 por un
camino conocido también como Carretera de las Tierras Altas, que atraviesa
Sidewinder, pasa por el «Overlook Hotel» y finalmente desciende por la
planicie occidental hasta llegar a Utah.
La rampa de acceso estaba bloqueada por un camión volcado,
alrededor del cual ardían las balizas como las velitas en el bizcocho de
cumpleaños de algún niño idiota.
Hallorann detuvo el coche y bajó la ventanilla. Un policía
encasquetado hasta las orejas con un gorro cosaco de piel le indicó con una
mano enguantada que se uniera a la caravana de vehículos que iban hacia el
Norte por la I-25.
—¡Por aquí no se puede pasar! —gritó entre el aullido del viento—.
¡Pase dos entradas más, tome la 91 y entre por la 36 en Broomfield!
—¡Creo que puedo darle la vuelta por la izquierda! —gritó a su vez
Hallorann—. ¡Lo que usted me dice es un rodeo de más de treinta
kilómetros!
—¡Lo que yo le digo, usted lo hace! —volvió a gritar el policía—. ¡Este
acceso está cerrado!
Hallorann dio marcha atrás, esperó a encontrar por dónde meterse y se incorporo al
tráfico de la ruta 25. Los letreros le informaron que estaba apenas a ciento sesenta
kilómetros de Cheyenne, Wyoming. Si no alcanzaba a ver la rampa de salida, iría a terminar
allí.
Llevó la velocidad a cerca de sesenta, pero sin atreverse a más. La
nieve amenazaba ya con atascarle los limpiaparabrisas, y el tráfico estaba
verdaderamente enloquecido. Un rodeo de más de treinta kilómetros.
Maldijo por lo bajo, mientras surgía otra vez en él, con urgencia casi
sofocante, la sensación de que el chico tenía cada vez, menos tiempo. Y
además, le invadía la convicción fatalista de que de ese viaje no volvería.
Encendió la radio y fue pasando anuncios navideños hasta dar con un
pronóstico meteorológico.
—… ya quince centímetros, y se espera que esta noche caigan unos
treinta centímetros más en el área metropolitana de Denver. La Policía
Municipal y la del Estado ruegan que nadie saque su coche a menos que sea
absolutamente necesario, y advierten al público que la mayoría de los pasos
de montaña se encuentran ya cerrados. De manera, estimados oyentes, que
a quedarse en casita y a sintonizar...
—Gracias, señora —gruñó Hallorann, y cortó furiosamente la radio.
46. WENDY
A mediodía, en un momento en que Danny había ido al cuarto de
baño, Wendy sacó de bajo la almohada el cuchillo envuelto en el paño de
cocina, se lo puso en el bolsillo de la bata y fue hacia la puerta del baño.
—¿Danny?
—¿Qué?
—Voy abajo a preparar algo para el almuerzo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. ¿Quieres que baje contigo?
—No, yo lo subiré. ¿Qué te parece una tortilla de queso y un plato de
sopa?
—Perfecto.
Ante la puerta cerrada, Wendy titubeó un momento más.
—Danny, ¿está bien así? ¿Seguro?
—Sí —respondió la voz del chico—. Pero ten cuidado.
—¿Dónde está papá? ¿Tú sabes?
—No. Pero ve tranquila. —La voz era extrañamente calmada.
Wendy sofocó la necesidad de seguir preguntando, de seguir
picoteando los bordes de la cosa. La cosa estaba ahí, los dos sabían de qué se
trataba, y seguir insistiendo sólo serviría para asustar más a Danny... y a ella.
Jack había perdido el juicio. Alrededor de las ocho de la mañana,
mientras la tormenta volvía a cobrar nuevo impulso, Wendy y su hijo,
sentados en la cuna, lo habían oído pasearse por la planta baja, entre
bramidos y tropezones. Casi siempre, los ruidos parecían llegar del salón de
baile. Jack cantaba desafinadamente fragmentos de canciones, daba
expresión a una de las partes de una discusión, en un momento dado había
gritado con todas sus fuerzas, helándoles la sangre a ambos, mientras se
miraban sin hablar. Finalmente, lo habían oído atravesar de nuevo el
vestíbulo, tambaleante, y Wendy tenía la impresión de haber escuchado un
gran golpe sordo, como si se hubiera caído o hubiera abierto violentamente
una puerta. Desde las ocho y media más o menos, hacia ya tres horas y
media, sólo había habido silencio.
Wendy tomó por el corto pasillo, siguió por el corredor principal de la
primera planta y fue hacia la escalera. En el descansillo de la primera planta
se detuvo a mirar hacia el vestíbulo. Parecía desierto, pero el día gris y de
nieve dejaba gran parte del largo salón en las sombras. Danny podía
equivocarse. Jack podía estar escondido detrás de un sillón o de un sofá, tal
vez detrás del mostrador de recepción . esperando a que ella bajara...
Wendy se humedeció los labios.
—¿Jack?
No hubo respuesta.
Con la mano sobre el mango del cuchillo, siguió bajando. Wendy se
había imaginado muchas veces el final de su matrimonio: el divorcio, la
muerte de Jack en un accidente, por conducir bebido (la visión más habitual
en la oscuridad de las madrugadas de espera cuando vivían en Stovington) y
alguna vez había fantaseado que llegaría otro hombre, un héroe de novela
de aventuras que se la llevaría, junto con Danny, en la silla de su corcel
blanco como la nieve. Pero jamás se había representado a sí misma
merodeando por pasillos y escaleras como un ladrón, con la mano cerrada
firmemente sobre un cuchillo para defenderse de Jack.
Al pensarlo la invadió una oleada de desesperación, y tuvo que
detenerse en mitad de la escalera, aferrándose al pasamanos, temerosa de
que las rodillas se le doblaran.
(Admítelo. No es solamente Jack. Jack no es más que la única cosa
sólida, en medio de todo esto, a la que puedes colgarle todas las demás, las
cosas que no puedes creer y que sin embargo te ves obligada a creer, esa
historia de los setos, el grupo de la fiesta en el ascensor, ese antifaz.)
Intentó detener el pensamiento, pero era demasiado tarde.
(Y las voces.)
Porque, de vez en cuando, la impresión no había sido la de que ahí
abajo hubiera un loco solitario, conversando con los fantasmas de su propia
mente alterada, gritándoles. Algunas veces, como una onda de radio que se
pierde y que vuelve alternativamente, Wendy había oído —o le había
parecido oír— otras voces, y música, y risas. En un momento había oído que
Jack mantenía una conversación con alguien que se llamaba Grady (y el
nombre le parecía vagamente conocido, pero no podía identificarlo),
dirigiendo afirmaciones y haciendo preguntas al silencio, pero hablando en
voz alta, como si tuviera que hacerse oír por encima de un constante bullicio
de fondo. Y después, escalofriantes, se oían otros ruidos que parecían
completar el rompecabezas: la música de una orquesta, gente aplaudiendo,
un hombre que con voz divertida, pero autoritaria, intentaba persuadir a
alguien de que pronunciara un discurso. Durante treinta segundos a un
minuto, Wendy oía esas cosas y se sentía a punto de desmayarse de terror;
después, todo volvía a esfumarse y sólo quedaba la voz de Jack, hablando en
ese tono de mando, aunque ligeramente pastoso, que ella recordaba como
su hablar de borracho. Pero en el hotel no había nada para beber, salvo el
jerez de la cocina. ¿O no era así? Sí, pero... si ella se podía imaginar que el
hotel estaba lleno de voces y de música, ¿acaso no podía Jack imaginarse
que estaba borracho?
La idea no le gustaba. No le gustaba nada.
Al llegar al vestíbulo, miró a su alrededor. El cordón de terciopelo que
cerraba simbólicamente el salón de baile estaba en el suelo, y el poste de
acero que lo sostenía había sido derribado, como si alguien hubiera chocado
con él al pasar. Una descolorida luz blanca, proveniente de las ventanas altas
y estrechas del salón de baile, atravesaba la puerta abierta e iba a dar sobre
la alfombra del vestíbulo. Con el corazón palpitante, Wendy fue hasta las
puertas abiertas del salón de baile para mirar hacia adentro. Estaba vacío y
silencioso, y no se oía mas que esa extraña especie de eco que parece
perdurar en todos los ámbitos muy grandes, desde una imponente catedral
hasta un modesto salón de bingo pueblerino.
Wendy volvió al mostrador y allí se quedó un momento indecisa,
escuchando cómo vociferaba el viento afuera. Era la peor tormenta que
habían tenido hasta entonces, y su fuerza todavía seguía en aumento. En
algún lugar del ala Oeste se había roto la cerradura de un postigo, y la hoja
se sacudía incesantemente con un ruido seco y crujiente, como si fuera un
tiro al blanco con un solo cliente.
(Jack, realmente tendrías que ocuparte de eso. Antes de que entre
algo.)
Wendy se preguntó qué haría si él se le apareciera en ese momento. Si
surgiera detrás del oscuro escritorio barnizado, con su pila de formularios
por triplicado y su campanilla plateada, como uno de esos muñecos que
saltan por sorpresa de una caja, pero un muñeco asesino, sonriente, con una
maza en una mano y ninguna expresión humana en los ojos. ¿Se quedaría
helada de terror, o le quedaría el instinto maternal necesario para luchar con
él por el hijo de ambos, hasta que uno de los dos muriera? Wendy no lo
sabía, y de sólo pensarlo se sentía enferma, sentía que toda su vida había
sido un sueño largo y fácil que de ninguna manera la había preparado para
esta pesadilla despierta. Wendy no estaba endurecida. Cuando tenía un
problema, dormía. Su pasado no tenía nada notable. Jamás se había visto
sometida a una prueba de fuego, y ésta a la que se veía sometida no era de
fuego, era de hielo, y no podía pasarla durmiendo. Su hijo estaba arriba y la
esperaba.
Aferró con más fuerza el mango del cuchillo y miró por encima del
mostrador.
No había nada.
El alivio se canalizó en un largo suspiro.
Wendy apartó la puerta y pasó, no sin hacer una pausa para mirar en
el interior del despacho antes de entrar. Buscó a tientas, antes de atravesar
la puerta siguiente, las llaves de la luz de la cocina, esperando que en
cualquier momento una mano se cerrara sobre la suya. Después las luces
fluorescentes se encendieron, zumbando y titilando, y Wendy vio la cocina
del señor Hallorann... su cocina, ahora, para bien o para mal: azulejos verde
pálido, fórmica reluciente, esmaltes inmaculados, resplandecientes bordes
cromados. Le había prometido que le conservaría la cocina limpia, y lo había
cumplido. Sentía como si fuera uno de los «lugares seguros» de Danny. Era
como si allí la presencia de Dick Hallorann la rodeara y la consolara. Danny
había llamado al señor Hallorann y allá arriba, sentada junto a su hijo,
aterrorizados ambos mientras su marido deliraba y desvariaba abajo, a
Wendy eso le había parecido la más débil de todas las esperanzas. Pero
ahora que estaba allí, en el lugar del señor Hallorann, le parecía casi posible.
Tal vez Hallorann estuviera ya en camino, empeñado en llegar hasta ellos
pese a la tormenta. Tal vez.
Fue hacia la despensa, descorrió el cerrojo y entró. Buscó una lata de
sopa de tomates, volvió a cerrar la puerta y a correr el cerrojo. La puerta
cerraba muy bien contra el suelo y, si uno la mantenía con cerrojo, no tenía
que preocuparse de que ratas o ratones fueran a ensuciar el arroz, la harina
o el azúcar.
Abrió la lata y dejó caer el contenido, con su consistencia gelatinosa,
en una cacerola donde resonó con un plop. Fue a la nevera en busca de
leche y huevos para la tortilla. Después a la cámara frigorífica a buscar el
queso. Todas esas acciones, tan comunes, tan parle de su vida antes de que
el «Overlook» se convirtiera en parte de su vida, la ayudaron a calmarse.
Wendy derritió la mantequilla en la sartén, diluyó la sopa con leche,
vertió en la sartén los huevos batidos.
Súbitamente tuvo la sensación de que alguien estaba de pie detrás de
ella, pronto a estrangularla.
Giró en redondo, mientras aferraba el cuchillo. No había nadie.
(¡A ver si te dominas, muchacha!)
Ralló la cantidad necesaria de queso, se lo agregó a la tortilla, la
removió y bajó el gas hasta dejarlo reducido a un anillo de tenue llama azul.
La sopa ya estaba caliente. Puso la sopera sobre una bandeja grande, junto
con los cubiertos, dos tazones, dos plalos, el salero y el pimentero. Cuando la
tortilla estuvo hinchada y dorada, Wendy la deslizó sobre uno de los platos y
la tapó.
(Ahora, a volverfe por donde viniste. Apaga las luces de la cocina.
Atraviesa el despacho, después la puerta del mostrador, recoge doscientos
dólares.)
Se detuvo en el costado del mostrador hacia el vestíbulo y dejó la
bandeja junto a la campanilla plateada. La irrealidad no daba más que hasta
cierto punto; todo eso era una especie de surrealista juego del escondite.
Con el ceño fruncido. Wendy se detuvo en la penumbra del vestíbulo.
(Esta vez, no fuerces los hechos, muchacha. Hay ciertas realidades, por
lunática que pueda parecerte la situación. Una de ellas es que tal vez tú seas
la única persona responsable que queda en medio de este grotesco montón.
Tienes a tu cuidado un hijo de cinco años, que va para seis. Y tu marido, sea
lo que fuere lo que le ha sucedido y por más peligroso que pueda ser... quizá
también sea parte de tu responsabilidad. Y aunque no lo fuera, piensa una
cosa: hoy es dos de diciembre. Si no aparece algún guardabosques, todavía
puedes pasarte cuatro meses aquí encerrada. Aunque empezarán a
extrañarse de que nadie haya recibido una llamada nuestra por la radio,
nadie va a venir hoy... ni mañana... ni en varias semanas tal vez. ¿Te vas a
pasar aquí un mes bajando furtivamente a buscar la comida con un cuchillo
en el bolsillo, y sobresaltándole al menor ruido? ¿Realmente crees que
puedes eludir a Jack durante un mes? ¿O piensas que puedes impedirle que
suba si a él se le ocurre entrar? Él tiene la llave maestra, y de una patada
puede hacer saltar el cerrojo.)
Dejando la bandeja sobre el mostrador, Wendy avanzó lentamente
hacia el comedor y miró hacia adentro. Estaba desierto. Había una sola mesa
con las sillas dispuestas a su alrededor: la que ellos habían intentado usar
para comer, hasta que la vacía soledad del comedor los ahuyentó.
—¿Jack? —llamó con vacilación.
En ese momento se elevó una ráfaga de viento que arremolinó la
nieve contra los postigos, pero a Wendy le pareció que había oído algo más.
Una especie de gruñido ahogado.
—¿Jack?
Esa vez no alcanzó a oír nada, pero en cambio sus ojos se posaron
sobre algo que estaba bajo las dobles puertas de vaivén del Salón Colorado,
algo que brillaba débilmente en la luz mortecina. El encendedor de Jack.
Reunió todo su valor para atravesar las puertas de vaivén, abriéndolas
de par en par. El olor del gin era tan fuerte que el aliento se le atravesó en la
garganta. Ni siquiera se le podía llamar olor; era un tufo, realmente. Pero los
estantes estaban vacíos. ¿Dónde podía haberlo encontrado, por Dios? ¿Una
botella escondida en alguno de los armarios? ¿Dónde?
Se oyó otro gruñido, bajo e impreciso, pero perfectamente audible
esta vez. Wendy avanzó lentamente hacia el bar.
—¿Jack? —Nadie respondía.
Wendy miró por encima del bar y ahí lo encontró, despatarrado en el
suelo, sumido en el estupor. Borracho como un lord, por el olor. Debía de
haber intentado pasar por encima del mostrador y perdió el equilibrio.
Increíble que no se hubiera roto el pescuezo. Un viejo proverbio acudió a su
memoria: De los borrachos y de los niños se cuida Dios. Amén.
Sin embargo, Wendy no estaba enfadada con él; al mirarlo, pensó que
parecía un chiquillo horriblemente cansado que se hubiera esforzado
demasiado, hasta quedarse dormido en mitad del suelo del cuarto de estar.
Jack había dejado de beber, pero no era él quien había tomado la decisión
de volver a empezar; en el edificio no había bebidas para comenzar ...
entonces, ¿de dónde habían venido?
A lo largo de la barra en forma de herradura, separadas por distancia
de un metro aproximadamente, había botellas de vino con envoltura de
paja, cada una con una vela en la boca. Deben creer que eso parece
bohemio, pensó Wendy. Levantó una y la sacudió, esperando casi oír el ruido
del gin en su interior
(vino nuevo en botellas viejas)
pero no había nada, y la volvió a dejar.
Jack empezaba a moverse. Wendy dio la vuelta a la barra, encontró la
puerta de entrada y pasó al interior, donde estaba tendido Jack, sin
detenerse más que para mirar los relucientes grifos cromados. Estaban
completamente secos, pero al pasar cerca de ellos sintió olor a cerveza, un
olor húmedo y nuevo, como una fina niebla.
Iba llegando donde él estaba cuando Jack se dio la vuelta, abrió los
ojos y la miró. Durante un momento su mirada fue completamente
inexpresiva; después se aclaró.
—¿Wendy? —preguntó—. ¿Eres tú?
—Sí. ¿Crees que puedes subir si te ayudo? ¿Si te apoyas en mí? Jack,
¿dónde te...?
La mano de él se le cerró brutalmente en torno al tobillo.
—¡Jack! ¿Qué es lo que…?
—¡Te tengo! —exclamó él, con una mueca de triunfo. De él emanaba un olor rancio,
a gin y a aceitunas, que desencadenó en Wendy un antiguo terror, un terror más intenso
que ninguno de los que pudieran provenir del hotel. Una parte distante de sí misma
pensaba que lo peor era que todo hubiera quedado nuevamente reducido a eso: ella y su
marido borracho.
—Jack, quiero ayudarte.
—Ah, claro. Lo único que queréis tú y Danny es ayudar. —La presión
de la mano en el tobillo se hacía aplastante. Sin dejar de sujetarla, Jack iba
poniéndose temblorosamente de rodillas—. Tu quisiste ayudar a que nos
fuéramos todos de aquí. Pero... ahora... ¡te tengo!
—Jack, me haces daño en el tobillo.
—Ya te haré daño en algo más que en el tobillo, perra.
El insulto la dejó tan aturdida que Wendy no intentó siquiera moverse
cuando Jack le soltó el tobillo para ponerse de pie, tambaleante, y quedarse
inciertamente parado frente a ella.
—Tú nunca me amaste —se quejó—. Tú quieres que nos vayamos
porque sabes que de ese modo terminarás conmigo. ¿Pensaste alguna vez en
mis res... res... responsabilidades? No, no pensaste un carajo. En lo único en
que tú piensas es en la forma de hundirme. Eres lo mismo que mi madre,
¡perra de mierda!.
—Oh, basta —pidió Wendy, llorando—. No sabes lo que dices. Estás borracho. No sé
como, pero estás borracho.
—Oh, yo si lo sé. Bien lo sé ahora. Tú y él. Ese maldito cachorro de
arriba. Vosotros dos, haciendo planes juntos., ¿no es eso?
—¡No. no! ¡Jamás hemos planeado nada! ¿Qué es lo que...?
—¡Mentirosa! —aulló Jack—. ¡Si yo sé cómo hacéis! ¡Vaya si lo se!
Cuando yo digo que vamos a quedarnos aquí y que yo voy a hacer mi
trabajo, tu dices: «Sí, cariño», y él dice: «Sí, papito», y después os ponéis los
dos a hacer planes. Vosotros planeasteis usar el vehículo para la nieve;
fuisteis vosotros. Pero yo lo sabía; yo me di cuenta. ¿O creísteis que no me
daría cuenta? ¿Pensasteis que era un estúpido?
Wendy lo miraba atónita, incapaz ya de hablar. Jack la mataría,
primero ella y después a Danny. Entonces, tal vez el hotel se diera por
satisfecho y le permitiera suicidarse. Como aquel otro vigilante, como
(Grady.)
Con un horror que la llevó al borde del desmayo, Wendy se dio cuenta
por fin de quién era el personaje con quien Jack había estado conversando
en el salón de baile.
—Y tú pusiste a mi hijo en mi contra. Eso fue lo peor. —La compasión
de sí mismo le desfiguraba el rostro—. Mi hijito, que ahora también me odia.
Tú te encargaste de eso. Ése fue tu plan, desde el principio, ¿no es verdad?
Tú siempre estuviste celosa, ¿no es eso? Lo mismo que tu madre. No podías
estar satisfecha a menos que le comieras todo el pastel, ¿verdad? ¡Contenta!
Wendy no podía decir palabra.
—Bueno, pues ya te arreglaré —declaró Jack, e intentó rodearle la
garganta con las manos.
Wendy retrocedió un paso, después otro, y entonces Jack cayó sobre
ella. Recordó que tenía el cuchillo en el bolsillo de la bata e intentó buscarlo,
pero el brazo izquierdo de él ya la había rodeado y la tenía inmovilizada.
Wendy lo sentía muy cerca, oliendo a sudor y a gin.
—Necesitas un castigo —gruñía Jack—. Un correctivo... Un correctivo
bien fuerte...
Con la mano derecha le encontró la garganta. Al no poder respirar,
Wendy se sintió presa del pánico. Jack había unido la mano izquierda a la
derecha, y ahora Wendy quedaba en libertad de usar el cuchillo, pero se
había olvidado de él. Sus dos manos subieron en el intento desesperado de
apartar las de Jack, más grandes, más fuertes.
—¡Mami! —se oyó desde alguna parte el grito de Danny—. ¡Papito,
basta! ¡Le estás haciendo daño a mami! —gritó con voz penetrante, con un
sonido agudo y cristalino que Wendy oyó como si le llegara de muy lejos.
Frente a sus ojos, como danzarines de ballet, pasaban relámpagos de
luz roja. La habitación se oscureció. Wendy vio que su hijo trepaba al
mostrador y se arrojaba sobre los hombros de Jack. Repentinamente, una de
las manos que le apretaban la garganta desapareció: de un golpe, Jack se
había quitado de encima a Danny. El chico cayó contra los estantes vacíos y
rodó al suelo, aturdido. La mano volvió a la garganta de Wendy. Los
relámpagos rojos empezaron a volverse negros.
Danny lloraba débilmente. Wendy sentía como si tuviera fuego en el
pecho. Muy cerca de ella, Jack vociferaba:
—¡Ya te arreglaré! ¡Maldita sea, yo te enseñaré quién es el que
manda aquí! ¡Te mostraré...!
Pero todos los ruidos empezaban a desvanecerse por un largo
corredor oscuro. La defensa de Wendy empezó a debilitarse. Una de sus
manos soltó la de Jack y cayó lentamente hasta que el brazo quedó
extendido en ángulo recto con el cuerpo, la mano flojamente pendiente de
la muñeca como la mano de alguien que se ahoga.
La mano tocó una botella: una de las botellas de vino envueltas en
paja que servían como decorativos candeleros.
Sin poder verla, con el último resto de sus fuerzas, Wendy tanteó en
busca del cuello de la botella hasta encontrarlo, palpando las grasientas
chorreaduras de cera.
(oh dios si se me escapa de la mano)
La levantó y la dejó caer, rogando que el golpe fuera certero,
sabiendo que si solamente llegaba a acertarle en el hombro o en el brazo
podía darse por muerta.
Pero la botella cayó directamente sobre la cabeza de Jack Torrance, y
el vidrio se hizo pedazos, violentamente, dentro de la envoltura de paja. La
botella tenía la base gruesa y pesada, y al chocar contra el cráneo de Jack
produjo un ruido sordo como el de una gran pelota blanda que se hace
rebotar sobre un suelo de madera dura. Jack giró hacia atrás sobre los
talones, mientras los ojos le quedaban en blanco. La presión en la garganta
de Wendy empezó a ceder y después se aflojó por completo. Jack abrió las
manos, como en un intento de recuperar el equilibrio, y después se
desplomó de espaldas.
Wendy inhaló el aire con un gemido largo y sollozante. Ella también
se sentía a punto de caer; se aferró al borde del mostrador y consiguió
mantenerse en pie. La consciencia era como una ola que iba y venía.
Alcanzaba a oír llorar a Danny, pero no tenía la menor idea de dónde estaba
el niño. El llanto le llegaba como un eco en una cámara acústica.
Turbiamente, vio que grandes gotas de sangre caían sobre la superficie del
mostrador, y se imaginó que debían salirle de la nariz. Se aclaró la garganta
y escupió en el suelo. Toser le produjo un dolor intolerable en la columna, a
la altura del cuello, un dolor que se fue reduciendo luego a una sensación
dolorida, constante, pero soportable.
Poco a poco, consiguió ir recuperando el dominio de sí misma.
Dejó de apoyarse en el bar, se dio la vuelta y vio a Jack, tendido cuan
largo era, junto a la botella hecha pedazos. Parecía un gigante caído. Danny
estaba en cuclillas bajo la caja registradora del bar, con las dos manos en la
boca, mirando fijamente a su padre inconsciente.
Con paso inseguro, Wendy fue hacia él y lo tocó en el hombro. El
chico se apartó de ella.
—Danny, escúchame...
—No, no —farfulló el chiquillo con una ronca voz de viejo—. Papito te
hizo daño... tú le hiciste daño a papito... papito te hizo daño... Quiero irme a
dormir. Danny quiere irse a dormir.
—Danny...
—Dormir, dormir. Toda la noche.
—¡No!
El dolor volvió a atenazarle la garganta. Wendy dio un respingo, pero
Danny había abierto los ojos, que la miraban cautelosamente desde las
órbitas hundidas, rodeadas de sombras azules.
Sin apartar los ojos de los de él, Wendy se obligó a hablar con calma,
con voz ronca y baja que era apenas más que un susurro. Hablar le hacía
daño.
—Escúchame, Danny. No fue tu papá el que intentó hacerme daño. Ni
yo quise hacerle daño a él. El hotel se ha metido dentro de él, Danny. El
«Overlook» se ha metido dentro de tu papá. ¿Puedes entenderme?
Lentamente, cierta expresión de inteligencia volvió a los ojos de
Danny.
—Le dio Algo Malo —murmuró—. Pero antes no había nada de eso
aquí, ¿no es verdad?
—No, lo puso el hotel. El... —la acometió un ataque de tos, y Wendy
volvió a escupir sangre. Sentía la garganta hinchada, como si tuviera el doble
de su tamaño—. El hotel lo obligó a beber. Esta mañana, ¿oíste tú que él
estaba hablando con gente?
—Sí... con la gente del hotel...
—Yo también los oí. Y eso significa que el hotel se está haciendo más
fuerte. Quiere hacernos daño a todos. Pero yo creo... espero... que
únicamente puede conseguirlo a través de papito. Él fue el único de quien
pudo adueñarse. ¿Comprendes lo que te digo, Danny? Es tremendamente
importante que me comprendas.
—El hotel se adueñó de papito —con un gemido de impotencia, el
chico miró a Jack.
—Yo sé que tú quieres a papá. Y yo también. Tenemos que recordar
que el hotel trata de hacerle daño a él tanto como a nosotros.
Wendy estaba convencida de que lo que decía era verdad. Más aún:
pensaba que tal vez fuera a Danny a quien realmente quería el hotel, que el
chico podía ser la razón de que estuviera yendo tan lejos... tal vez, incluso, la
razón de que pudiera ir tan lejos. Hasta podría ser que, de alguna manera
desconocida, el esplendor de Danny estuviera abasteciendo de energía al
hotel, como lo hace una batería con el sistema eléctrico de un automóvil...
así como es la batería lo que hace arrancar el coche. Si conseguían salir de
allí, tal vez el «Overlook» volviera a asumirse en su viejo estado de
semiconsciencia, no volviera a ser capaz de otra cosa que de ofrecer
diapositivas de horror barato a los clientes más dotados de percepción
psíquica que entraran en él. Sin Danny, no era mucho más que la casa
encantada de un parque de atracciones, donde tal vez uno o dos huéspedes
podrían oír golpecitos, o escuchar los ruidos fantasmagóricos de una fiesta
de disfraces, o ver ocasionalmente algo que los inquietara. Pero si el hotel
absorbía a Danny... el esplendor de Danny o su fuerza vital o su espíritu...
como quiera que se llame... y se adueñara de él... entonces, ¿qué sucedería?
La sola idea le hizo sentir frío.
—Ojalá papito estuviera mejor —suspiró Danny, y las lágrimas
volvieron a correrle por la cara.
—Yo también lo quisiera —asintió Wendy, mientras lo abrazaba
estrechamente—. Por eso, tesoro, tienes que ayudarme a poner a papá en
alguna parte, en algún lugar donde el hotel no pueda obligarlo a que nos
haga daño, y donde no pueda dañarse él tampoco. Después... si viene tu
amigo Dick, o un guarda del parque podremos llevárnoslo, y tal vez podría
volver a ponerse bien. Todos podríamos ponernos bien. Creo que todavía
podemos tener una oportunidad, si somos fuertes y valientes, como lo fuiste
tú cuando le saltaste sobre la espalda. ¿Me entiendes?
Al mirarlo con un gesto de súplica, Wendy pensó qué extraño era
todo; jamás había visto cuánto se parecía Danny a Jack.
—Sí —dijo el chico, e hizo un gesto de asentimiento—. Creo que... si
podemos sacarlo de aquí... todo volverá a ser como era. ¿Dónde podríamos
ponerlo?
—En la despensa. Allí tiene comida, y se la puede cerrar desde afuera
con un buen cerrojo. Y es abrigado. Y nosotros comer lo que tenemos en la
nevera y en el congelador. Habrá suficiente para los tres, hasta que nos
llegue alguna ayuda.
—¿Lo hacemos ahora mismo?
—Sí, ahora mismo, antes de que se despierte.
Danny abrió la puerta del mostrador del bar mientras Wendy le
cruzaba a Jack las manos sobre el pecho, deteniéndose un instante para oírlo
respirar, con ritmo lento, pero regular. Por el olor que emanaba de él se dio
cuenta de que debía haber bebido mucho... y ya no estaba habituado.
Wendy pensó que lo que lo había dejado fuera de combate podía haber sido
tanto el licor como el golpe en la cabeza.
Levantándole las piernas, empezó a arrastrarlo por el suelo. Hacía casi
siete años que estaba casada con él y muchísimas veces —miles— el cuerpo
de Jack había estado sobre el de ella, pero Wendy jamás se había dado
cuenta de lo pesado que era. El aliento silbaba dolorosamente al entrar y
salir de su garganta magullada. Sin embargo Wendy se sentía mejor de lo
que se había sentido en muchos días. Estaba viva. Después de haber estado
tan al borde de la muerte, eso era inapreciable. Y Jack también estaba vivo.
De pura suerte, más bien que por haberlo planeado, habían encontrado
quizá la única manera que podía sacarlos a todos del atolladero.
Jadeante, se detuvo un momento, sosteniendo contra las caderas los
pies de Jack. La situación le hacía recordar el grito del viejo capitán en La isla
del tesoro cuando el viejo ciego Pew le entregó la Señal Negra: ¡Esto ya está!
Pero entonces recordó, con inquietud, que el viejo lobo de mar había
caído muerto apenas unos pocos segundos después.
—¿Está bien, mamá? ¿No es... no es demasiado pesado?
—Me las arreglo —Wendy empezó de nuevo a arrastrar a Jack. Danny
estaba junto a su padre. Una de las manos se le había deslizado del pecho, y
el chico volvió a plegársela suavemente, con amor.
—¿Estás segura, mamá?
—Sí, Danny, es lo mejor.
—Es como ponerlo en la cárcel.
—Sólo será por un tiempo.
—Bueno, está bien. ¿Estas segura de que puedes hacerlo?
—Sí.
Pero la cosa no sería tan fácil. Al pasar los umbrales, Danny había
sostenido con ambas manos la cabeza de su padre, pero al entrar en la
cocina se le resbalaron en el pelo grasiento de Jack, y la cabeza de éste fue a
golpear contra las baldosas. Jack empezó a gemir y a moverse.
—Tenéis que usar humo —farfulló con voz. pastosa—. Ahora corred a
traerme esa lata de gasolina.
Wendy y Danny intercambiaron una tensa mirada de alarma
—Ayúdame —pidió ella, en voz baja.
Durante un momento pareció que Danny se quedara paralizado junto
al rostro de su padre. Después, con movimientos espasmódicos, se puso junto
a Wendy y la ayudó a sostenerle la pierna izquierda. Entre los dos lo
arrastraron por el suelo de la cocina en una especie de pesadilla que parecía
filmada a cámara lenta y en la que no había más ruido que el débil zumbido
de insecto de las luces fluorescentes y el ritmo trabajoso de su propia
respiración.
Cuando llegaron a la despensa, Wendy dejó en el suelo los pies de
Jack y empezó a manipular el cerrojo. Danny miraba a su padre, que de
nuevo yacía flojo y relajado. La parte de atrás de la camisa se le había salido
de los pantalones mientras lo arrastraban hasta allí, y Danny no sabia si su
padre estaría demasiado borracho para sentir frío. Le parecía mal encerrarlo
en la despensa como si fuera un animal salvaje, pero ya había visto lo que
intentó hacerle a su madre. Mientras aun estaba arriba, ya había percibido lo
que su papá iba a hacer. Los había oído discutir dentro de su cabeza.
(Si pudiéramos estar todos fuera de aquí. O si esto no fuera más que
un sueño que tengo, mientras estamos allá en Stovington. Si...)
El cerrojo estaba atascado.
Wendy tiraba de él con todas sus fuerzas, sin conseguir moverlo. No
podía correr el maldito cerrojo. Qué estupidez, qué cosa injusta, si cuando
entró en la despensa a buscar la lata de sopa lo había abierto sin ninguna
dificultad. Pero ahora no quería moverse, ¿y qué podían hacer entonces? No
podían ponerlo dentro del cuarto refrigerado; allí se congelaría y moriría.
Pero si lo dejaban suelto, cuando se despertara...
En el suelo, Jack volvió a moverse.
—Ya me ocuparé yo de eso —murmuró—. Ya entiendo.
—¡Se está despertando, mamá! —advirtió Danny.
Sollozando ya, Wendy tiró del cerrojo con ambas manos.
—¿Danny? —aunque todavía borroso, en la voz de Jack había un
matiz suavemente amenazante—. ¿Eres tú, doc?
—Tú sigue durmiendo, papá —respondió nerviosamente el chico—. Es
hora de dormir, ya sabes.
Levantó los ojos hacia su madre, que seguía luchando con el cerrojo, e
inmediatamente vio lo que pasaba. Wendy se había olvidado de hacer girar
el cerrojo antes de empujarlo hacia atrás, de manera que la pequeña traba
estaba atascada en su muesca.
—Déjame —dijo Danny en voz baja, y apartó las manos temblorosas
de su madre con las suyas, no mucho más firmes. Con el borde de la mano
aflojó la traba y el cerrojo retrocedió sin resistencia.
—Date prisa —urgió Danny. Al mirar hacia bajo vio que los ojos de
Jack habían vuelto a abrirse y que esa vez su papá lo miraba directamente a
él con una extraña mirada vacía y calculadora.
—Tú la copiaste —le dijo papá—. Sé que la copiaste. Pero está por
aquí, en alguna parte, y yo la encontraré. Te aseguro que la encontraré... —
las palabras volvieron a hacérsele inciertas.
Con la rodilla, Wendy empujó la puerta de la despensa para abrirla, sin advertir casi
el penetrante olor de frutas secas que salió del interior. Volvió a levantar los pies de Jack y
lo arrastro hacia adentro, jadeando ya penosamente, en el límite de sus fuerzas. En el
momento en que Wendy tiraba del cordón para encender la luz, Jack volvió a abrir los ojos.
—¿Qué es lo que estas haciendo? Wendy, ¿que es lo que estás
haciendo?
Cuando ella dio un paso para pasar por encima de él, Jack se movió
con rapidez; con una rapidez pasmosa. Una mano se lanzó hacia ella como
un látigo, y Wendy tuvo que dar el paso de costado y estuvo a punto de
caerse, para evitar que la agarrara. Así y todo, Jack había conseguido cogerla
por el dobladillo de la bata, y se oyó el crujido de la costura al desgarrarse
Ahora, Jack ya estaba en cuatro patas, con el pelo caído sobre los ojos,
como algún animal enorme. Un perro grande o un león.
—A la mierda con vosotros dos. Ya se lo que queréis. Pero no lo vais a
conseguir. Este hotel... es mío. Es a mí a quien quieren. ¡A mí, a mí!
—¡La puerta, Danny, cierra la puerta! —vociferó Wendy.
Con un fuerte golpe, el chico cerró tras ellos la pesada puerta de
madera, en el momento en que Jack saltaba. El picaporte se cerró y Jack se
estrelló inútilmente contra la puerta.
Las manecitas de Danny se tendieron hacia el cerrojo. Wendy estaba
demasiado lejos para ayudarlo; la cuestión del aprisionamiento o de la
libertad de Jack quedaría resuelta en un par de segundos. A Danny se le
escapó el cerrojo, lo volvió a coger y consiguió correrlo en el preciso instante
en que el picaporte, unos centímetros más abajo, empezaba a sacudirse
furiosamente. Después se inmovilizó de nuevo, pero entonces vino una serie
de golpes sordos, que daba Jack con el hombro contra la puerta. El cerrojo,
una barra de acero de casi un centímetro de diámetro, no dio señales de
aflojarse. Wendy dejó escapar su aliento lentamente.
—¡Dejadme salir de aquí! —gritaba furiosamente Jack—. ¡Dejadme
salir! Danny, ¡maldita sea, que soy tu padre y quiero salir! ¡A ver si haces lo
que te digo!
Automáticamente, la mano del niño se levantó hacia el cerrojo.
Wendy se la detuvo, apretándosela contra su pecho.
—¡Obedece a tu padre, Danny! ¡Haz lo que te digo! Mira que si no lo
haces, te daré una paliza que no olvidarás en tu vida. ¡Abre esta puerta si no
quieres que te aplaste los sesos!
Pálido como el papel, Danny miraba a su madre.
Los dos oían la respiración entrecortada de Jack, detrás de centímetro
y medio de sólido roble.
—¡Wendy! ¡Déjame salir! ¡Déjame ahora mismo! ¡Puta frígida y
barata! ¡Déjame salir! ¡Lo digo en serio! ¡Dejadme salir de aquí y os
perdonaré! ¡Si no, os haré picadillo! ¡Lo digo en serio! ¡Os haré pedazos de
tal manera que ni vuestra madre os reconozca! ¡Abrid la puerta, ahora!
Danny gemía y, al mirarle, Wendy se dio cuenta de que el chico estaba
a punto de desmayarse.
—Vamos, doc —le dijo, y ella misma se sorprendió de la calma de su
voz—. Recuerda que el que habla no es tu papá; es el hotel.
—¡Volved aquí y dejadme salir AHORA mismo! —vociferaba Jack.
Después se oyó un ruido áspero, reiterado, el de las uñas al empezar a rascar
el interior de la puerta.
—Es el hotel —repitió Danny—. Es el hotel, ya recuerdo.
Pero al mirar por encima del hombro, su carita estaba contraída,
aterrorizada.
47. DANNY
Eran las tres de la tarde de un día largo, muy largo.
Wendy y Danny estaban sentados en la cama grande, en sus
habitaciones. Compulsivamente, Danny daba vueltas en las manos al
«Volkswagen» en miniatura, color púrpura, con su monstruo asomándose
por el techo corredizo.
Mientras atravesaban el vestíbulo habían oído todo el tiempo los
golpes que daba su papá, los golpes y la voz, ronca y colérica, jactanciosa
como si fuera la de un rey destronado, vomitando promesas de castigo,
blasfemias, prometiéndoles a ambos que en la vida dejarían de lamentar
haberlo traicionado, después de los años que Jack se había pasado
sacrificándose por ellos.
Danny había pensado que desde arriba ya no llegarían a oírlo, pero
los alaridos de furia les llegaban perfectamente por el hueco del
montacargas. Mami estaba pálida, y tenía unas marcas horribles en el cuello,
donde papito había tratado de...
Danny seguía dando vueltas y vueltas en las manos al «Volkswagen»,
el premio que le había dado papá por haber estudiado tan bien sus lecturas.
(... donde papá había tratado de abrazarla con demasiada fuerza.)
Mamá puso música en el pequeño tocadiscos, un disco rayado, lleno
de corno y flauta, y le sonrió con aire de cansancio. Danny intentó devolverle
la sonrisa, pero no pudo. Hasta con el máximo de volumen, le parecía que
seguía oyendo a su papá que vociferaba y sacudía la puerta de la despensa
como un animal enjaulado. ¿Y si tenía que ir al cuarto de baño? Entonces,
¿qué haría?
Danny se puso a llorar.
Wendy bajó inmediatamente el volumen del tocadiscos, lo abrazó,
empezó a mecerlo en el regazo.
—Danny, amor, todo saldrá bien, ya verás. Si el señor Hallorann no
recibió tu mensaje, alguien lo recibirá. Tan pronto como pase la tormenta.
De todas maneras, antes de que pare nadie puede llegar hasta aquí arriba, ni
el señor Hallorann ni nadie. Pero cuando la tormenta termine todo se
arreglará. Nos iremos de aquí, y, ¿sabes lo que haremos para la próxima
primavera? ¿Los tres?
Con la cabeza apoyada en el pecho de ella, Danny hizo un gesto
negativo. No, no sabía. Le parecía que jamás volvería a haber una primavera.
—Saldremos a pescar. Alquilaremos un bote y saldremos a pescar,
como hicimos el año pasado en el lago Chatterton. Tú y yo, y papito. Y tal
vez saques una lubina para la cena... y tal vez no saques nada, pero ¿te
imaginas lo que nos divertiremos?
—Te quiero, mami —respondió el chico, abrazándose a ella.
—Oh, Danny... yo también te quiero.
Fuera, seguían los latigazos y los aullidos del viento.
Alrededor de las cuatro y media, cuando la luz del día empezaba a
amortiguarse, los gritos cesaron.
Los dos estaban sumidos en una inquieta modorra, Wendy con Danny
todavía en sus brazos, y ella no se despertó. Pero el chico sí. De alguna
manera, el silencio era peor, más amenazador que los gritos y los golpes
contra la recia puerta en la despensa. ¿Papito se habría dormido? ¿O se
habría muerto? ¿O qué?
(¿Se habría escapado?)
Quince minutos más tarde, el silencio era quebrado por un traqueteo
áspero, duro, metálico. Primero un chirrido, después un zumbido mecánico.
Con un grito, Wendy se despertó.
El ascensor estaba de nuevo funcionando.
Los dos se quedaron escuchándolo, con los ojos muy abiertos,
abrazándose. Iba de una planta a otra, se oía el golpe de la puerta, al
cerrarse y al abrirse. Se oían risas, gritos de borrachos, de vez en cuando
alaridos y el ruido de algo que se rompía.
En torno de ellos, el «Overlook» cobraba vida nuevamente.
48. JACK
Sentado en el suelo de la despensa con las piernas abiertas, con un
paquete de galletas entre ellas, Jack miraba hacia la puerta mientras iba
comiéndose las galletas una por una, sin saborearlas, comiéndoselas
simplemente, porque tenía que comer algo. Cuando saliera de allí
necesitaría de todas sus fuerzas. De todas.
En ese preciso instante pensaba que jamás en toda su vida se había
sentido tan desdichado. La mente y el cuerpo no eran más que un largo
escrito de dolor. La cabeza lo atormentaba, con el latido enfermizo de una
resaca. Y estaban también todos los demás síntomas: el mal sabor en la boca,
como si le hubieran pasado un rastrillo después de haber recogido estiércol,
el zumbido en los oídos, la densa palpitación del corazón, que parecía un
tam-tam. Además, le dolían muchísimo los hombros de tanto golpearlos
contra la puerta, y tenía la garganta irritada de tanto gritar inútilmente. Y se
había hecho un corte en la mano derecha, con el picaporte.
Y cuando saliera de allí, vaya si iba a repartir unas cuantas patadas.
Fue masticando una por una las galletitas, negándose a darle el gusto
al estómago, que quería vomitarlo todo. Recordó que en el bolsillo tenía
«Excedrina», pero decidió esperar a tener un poco mejor el estómago. No
tenía ningún sentido engullirse un analgésico para vomitarlo a las primeras
de cambio. Era cuestión de usar el cerebro, el celebrado cerebro de Jack
Torrance. ¿No es usted el tipo que pensaba vivir de su ingenio? Jack
Torrance, autor de bestsellers. John Torrance, aplaudido dramaturgo y
ganador del Premio de los Críticos, en Nueva York, John Stephen Torrance,
hombre de letras, pensador de valía, ganador del premio Pulitzer a los
setenta, por su conmovedor libro de memorias, Mi vida en el siglo veinte. Y
toda esa mierda se reducía a una sola cosa: vivir de su ingenio.
Vivir del propio ingenio es saber siempre dónde están las avispas.
Se puso otra galletita en la boca y la masticó.
Y a lo que todo se reducía en realidad, supuso Jack, era a que no
confiaban en él. A que no podían convencerse de que él sabía qué era lo
mejor para ellos y como conseguirlo. Su mujer había intentado usurpar su
lugar, primero valiéndose de un juego limpio
(bueno, más o menos),
después, sucio. Cuando sus insinuaciones mezquinas, sus gimoteantes
objeciones, no habían podido resistir el peso de los sólidos y meditados
argumentos de él, Wendy había puesto en contra de él a su hijo, había
intentado matarle con una botella, y después le había encerrado, y nada
menos que en la maldita despensa, entre todos los lugares posibles.
Con todo, una vocecilla interior seguía hostigándolo.
(Sí pero, ¿de dónde vino ese alcohol? ¿En realidad no es ese el punto
central? Tú ya sabes lo que te sucede cuando bebes, bien que lo sabes por
amarga experiencia. Cuando bebes, pierdes los estribos.)
Lanzó la caja de galletas a través de la pequeña habitación. Fue a
chocar contra un estante de latas de conserva y después cayó al suelo. Jack
miró la caja, se enjugó los labios con el dorso de la mano, después miró el
reloj. Eran casi las seis y media. Hacia horas que estaba allí dentro. Su mujer
lo había encerrado, y estaba allí desde hacia horas.
Sentía que ahora empezaba a entender a su padre.
Lo que él jamas se había preguntado, Jack se daba cuenta ahora, era
qué fue, exactamente, lo que por primera vez impulsó a su padre hacia la
bebida. Y realmente... si se decidía uno a ir en forma directa a lo que sus
antiguos alumnos habrían llamado el quid de la cuestión ¿no había sido la
mujer con quien se había casado? Semejante esponja estúpida, siempre
arrastrándose silenciosamente por toda la casa con esa expresión de mártir
resignada. ¿No había sido una bola de hierro encadenada al tobillo de su
padre? No, nada de bola de hierro y cadena. Ella jamas había tratado
activamente de convertir a papá en un prisionero, como había hecho Wendy
con él. Para el padre de Jack. su destino debía de haberse parecido más al de
McTeague, el dentista que al final de la gran novela de Frank Norris se
encuentra esposado a un cadáver, en medio del páramo. Sí, esa imagen era
mejor. Mental y espiritualmente muerta, su madre había estado esposada al
padre por el matrimonio. Y así y todo, su padre había intentado seguir el
camino recto mientras arrastraba por la vida ese cadáver en putrefacción.
Había intentado criar a sus cuatro hijos de manera que distinguieran el bien
y el mal, que entendieran lo que era la disciplina y, sobre todo, que
respetaran a su padre.
Pues bien, todos ellos habían sido unos ingratos, él el primero. Y
ahora estaba pagando el precio: su propio hijo también le resultaba un
ingrato. Pero aún tenía esperanzas. De alguna manera conseguiría salir de
allí, y les impondría un correctivo a los dos, bien severo. Para que le sirviera
de ejemplo a Danny, para que llegara el día en que, ya hombre, Danny
supiera mejor que su padre qué era lo que tenía que hacer.
Recordaba aquella cena del domingo, cuando su padre le había dado
de bastonazos a su madre, en la mesa... lo horrorizados que se habían
quedado él y sus hermanos. Pero ahora Jack advertía lo necesario que había
sido aquello; comprendía que su padre no había hecho más que fingir
ebriedad, que su ingenio se había mantenido despierto y alerta, atento al
más leve signo de falta de respeto.
Jack se arrastró hacia donde habían caído las galletas y de nuevo
empezó a comérselas, sentado junto a la puerta que Wendy había atrancado
de manera tan traidora. Se preguntaba qué sería exactamente lo que había
visto su padre, cómo era que la había descubierto en su comedia. ¿Habría
ocultado ella con la mano algún gesto despectivo? ¿La habría visto
sacándole la lengua? ¿Haciéndole algún gesto obsceno con los dedos? ¿O
simplemente lo habría mirado insolentemente, con arrogancia, convencida
de que él estaba demasiado idiotizado por la bebida para verla? Fuera lo
que fuese, él la había sorprendido mientras lo hacía, y la había castigado
severamente. Y ahora, veinte años más tarde, Jacky comprendía finalmente
la sabiduría de su padre.
Claro que siempre se podía decir que éste había sido un tonto al
casarse con una mujer así, al dejarse unir a semejante cadáver, para
empezar... y para colmo, a un cadáver irrespetuoso. Pero cuando los jóvenes
se casan deprisa, tienen mucho tiempo para arrepentirse, y tal vez su abuelo
se hubiera casado con una mujer del mismo tipo, de modo que
inconscientemente su padre lo había imitado, como le había sucedido
también a él mismo. Salvo que su mujer, en vez de conformarse con el papel
pasivo (había arruinado una carrera y obstaculizado otra), había optado por
la actitud —ponzoñosamente activa— de intentar destruir su última y mejor
oportunidad: llegar a ser miembro del personal del «Overlook» y ascender
quizás... hasta lo más alto, hasta el cargo de director con el tiempo. Wendy
trataba de arrebatarle a Danny, y Danny era el precio de que a él lo
aceptaran. Era una estupidez, claro, ya que no se entendía por qué querían
al hijo cuando podían tener al padre... pero era muy común que a los
patrones se les ocurrieran tonterías así, y la condición estipulada era esa.
Naturalmente, Jack advertía ahora que con ella no podría razonar.
Había procurado hacerla entrar en razones en el Salón Colorado, pero
Wendy no sólo se había negado a escucharlo: le había asestado un botellazo
en la cabeza. Pero ya habría otra oportunidad, y pronto. Ya conseguiría salir
de allí.
De pronto, contuvo el aliento e inclinó la cabeza. De alguna manera le
llegaba la música de un piano que tocaba un boogie-woogie, y se oían ecos
de risas y aplausos. Los ruidos llegaban amortiguados por la puerta de
madera, pero se oían. La canción era En la ciudad vieja se armará lío esta
noche.
Cerró los puños desesperanzado; y se contuvo para no volver a
emprenderla a puñetazos con la puerta. La fiesta empezaba nuevamente, y
habría de todo para beber. En alguna parte, bailando con algún otro, estaría
la muchacha que él había sentido tan enloquecedoramente desnuda bajo la
túnica de satén blanco.
—¡Ya me las pagaréis! —volvió a aullar—. ¡Ya me las pagaréis los dos,
malditos! ¡Os prometo que os haré tomar vuestra medicina por esto, seguro!
¡Os...!
—Tranquilo, tranquilo, vamos —se oyó decir a una voz, calma, del
otro lado de la puerta—. No hace falta gritar, amigo. Lo oigo perfectamente
bien.
De un salto, Jack se puso de pie.
—¿Grady? ¿Es usted?
—Sí, señor. Claro que sí. Parece que lo han encerrado a usted.
—Déjeme salir, Grady. Pronto.
—Por lo que veo, mal podría usted haberse ocupado del asunto que
hablamos, señor. De encarrilar a su mujer y a su hijo.
—Son ellos quienes me han encerrado aquí. ¡Quite el cerrojo, por
amor de Dios!
—¿Y dejó usted que lo encerraran? —en la voz de Grady se traslucía
una cortés sorpresa—. Vaya vaya. Una mujer que es la mitad de usted y un
niño pequeño. No es como para pensar que tenga usted madera de
directivo, ¿no le parece?
Acompasadamente, en la sien derecha de Jack empezó a latir una
vena.
—Déjeme salir, Grady, que yo me ocuparé de ellos.
—¿Lo hará, realmente, señor? Lo dudo —la cortés sorpresa había
cedido el paso a una cortés preocupación—. Me duele decir que lo dudo.
Hemos llegado... yo y los otros... hemos llegado a creer realmente que usted
no se toma todo esto muy a pecho. Y que no tiene las... las agallas
necesarias.
—¡Sí que las tengo! —gritó Jack—. ¡Las tengo, lo juro!
—¿Y nos traerá usted a su hijo?
—¡Sí! ¡Sí!
—Su mujer se opondrá enérgicamente a eso, señor Torrance. Y
aparentemente tiene... algo más de fuerza de lo que nos habíamos
imaginado. Y más recursos. A usted, indudablemente, parece que le ganó.
Jack oyó una risita.
—Tal vez, señor Torrance, deberíamos haber empezado desde el
primer momento a tratar con ella.
—Yo se los entregaré, lo juro —aseguró Jack, con la cara apoyada
contra la puerta, transpirando—. Y ella no se opondrá. Le juro que no. No
podrá.
—Me temo que tenga usted que matarla —dijo fríamente Grady.
—Haré lo que tenga que hacer. Usted déjeme salir.
—¿Me da usted su palabra, señor? —insistió Grady.
—Mi palabra, mi promesa, mi voto sagrado, lo que quiera, demonios.
Si...
Se produjo un chasquido al correrse hacia atrás el cerrojo.
Lentamente, la puerta se entreabrió. Jack dejó de hablar, de respirar.
Durante un momento tuvo la sensación de que la muerte misma estaba del
otro lado de esa puerta.
La sensación pasó.
—Gracias, Grady —susurró Jack—. Le juro que no lo lamentarán. Le
juro que no.
No hubo respuesta; Jack cobró conciencia de que todos los ruidos se
habían detenido, salvo el frío ulular del viento, afuera.
Empujó la puerta, y las bisagras cedieron con un débil chirrido.
La cocina estaba vacía. Grady había desaparecido. Todo estaba en
silencio, congelado bajo el frío resplandor blanco de los tubos fluorescentes.
Los ojos de Jack se posaron sobre la enorme tabla de picar carne que los tres
solían usar como mesa para las comidas.
Sobre ella había un vaso para martini, casi un litro de gin y un platillo
de plástico lleno de aceitunas.
Apoyado contra la mesa, estaba uno de los mazos de roque que se
guardaban en el cobertizo.
Jack estuvo largo rato mirándolo.
Después una voz, mucho más profunda, y más potente que la voz de
Grady, le habló desde alguna parte, desde todas partes... desde dentro de sí
mismo.
(Mantenga usted su promesa, señor Torrance.)
—Sí, lo haré —asintió, y él mismo percibió el bajo servilismo de su voz,
pero no era capaz de evitarlo—. Lo haré.
Fue hasta la mesa y apoyó la mano en el mango del mazo.
Lo levantó.
Lo blandió.
El mazo silbó malignamente en el aire.
Jack Torrance empezó a sonreír.

49. EL VIAJE DE HALLORANN
Eran las dos menos cuarto de la tarde, y según decían las señales de
carretera cubiertas de nieve y el cuentakilómetros del coche, Hallorann ya
debía estar a menos de cinco kilómetros de Estes Park cuando finalmente se
salió del camino.
En la sierra, la nieve caía más cerrada y más furiosa de lo que
Hallorann hubiera visto en su vida (lo que probablemente no era mucho
decir, ya que se las había arreglado siempre para ver tan poca nieve como le
fuera posible), y el viento soplaba en caprichosas rachas, que tan pronto
venían del Oeste como daban la vuelta para acosarlo desde el Norte,
oscureciéndole el campo visual con nubes de nieve polvorienta que lo
obligaban a tener continuamente presente que, si no acertaba bien con una
curva, podía despeñarse sesenta metros hacia abajo, dando vueltas
interminablemente dentro del «Buick». Lo peor era su inexperiencia como
conductor de invierno.
Le daba miedo que la raya amarilla del centro estuviera enterrada
bajo remolinos de nieve y le daba miedo que las rachas de viento pasaran
libremente entre los picachos haciendo que el «Buick» se tambaleara. Le
daba miedo ver que las señales de información estuvieran cubiertas de nieve
en su mayor parte, de manera que lo mismo daba arrojar al aire una moneda
para saber si el camino doblaría a la derecha o a la izquierda en la enorme
pantalla blanca de autocine a través de la cual le parecía estar
aventurándose continuamente. Tenía miedo, y cómo no. Desde que empezó
a trepar la sierra, al oeste de Boulder y de Lyons, venía conduciendo bañado
en sudor frío, manejando el acelerador y el freno como si fueran vasos de la
época «Ming». En la radio, en los intervalos de música de rock and roll, el
locutor aconsejaba continuamente a los automovilistas que se mantuvieran
lejos de las carreteras principales y que por ninguna circunstancia se
acercaran a las montañas, ya que muchos caminos estaban totalmente
bloqueados, y todos eran peligrosos. Había información de multitud de
pequeños accidentes, pero también había habido dos graves: un grupo de
esquiadores en un microbús «Volkswagen», y una familia que se dirigía a
Albuquerque atravesando las montañas. Sangre de Cristo. Entre los dos
arrojaban un saldo de cuatro muertos y cinco heridos.
—De manera que ni acercarse a esos caminos, y a quedarse
escuchando buena música por nuestra emisora —concluyó alegremente el
locutor, y terminó de rematar la desdicha de Hallorann anunciando que
tocarían Temporada al sol—. Nos divertimos, nos regocijamos, nos... —siguió
parloteando alegremente, pero Hallorann apagó con furia la radio, por más
que supiera que a los cinco minutos la volvería a encender. Por malos que
fueran los programas, era mejor que seguir andando a solas a través de esa
blancura enloquecedora.
(Admítelo. Este negrito por lo menos tiene un miedo de todos los
demonios, que le corre de arriba abajo por toda la espalda.)
La cosa no tenía ninguna gracia, y Hallorann habría dado marcha atrás
antes de salir de Boulder, si no hubiera sido por su sensación compulsiva de
que el chico estaba en un peligro terrible. Todavía ahora, una vocecita
seguía diciéndole en el fondo de la cabeza (y Hallorann pensaba que era más
bien la voz de la razón que la de la cobardía) que se metiera a pasar la noche
en un motel de Estes Park y esperara, por lo menos, a que las máquinas
quitanieves volvieran a despejar el camino, dejando visible la raya del centro.
La misma voz seguía recordándole el accidentado aterrizaje del reactor en
Stapleton, y la sensación abrumadora de que el aparato aterrizaría de morro
y dejaría a sus pasajeros más bien en las puertas del infierno que en la
puerta 39 del aeropuerto.
Pero la razón no podía prevalecer sobre la compulsión. Tenía que ser
hoy. La tormenta de nieve era cuestión de su propia mala suerte, y tenía que
hacerle frente. Hallorann temía que, de no hacerlo, le tocara enfrentar algo
mucho peor en sus sueños.
El viento volvió a acometerlo, esta vez desde el Noroeste, como dando
efecto a una bola de billar y, Hallorann se encontró de nuevo aislado de las
vagas formas de las montañas, e incluso de los muros de contención que
flaqueaban el camino. Iba conduciendo a través de una nada blanca.
De pronto, de esa especie de sopa blanca emergieron las luces de
sodio de una máquina quitanieves, y Hallorann comprobó con horror que,
en vez de estar a un costado, el morro del «Buik» apuntaba directamente en
medio de las dos luces. La máquina quitanieves no había sido demasiado
escrupulosa en cuanto a respetar su lado del camino y Hallorann había
dejado que el «Buik» se desviara.
El rugido chirriante del motor diesel de la quitanieves se entremetió
con el bramido del viento, y después se oyó el sonido de la bocina, largo,
clamoroso, ensordecedor casi.
A Hallorann los testículos se le transformaron en dos pequeños sacos
arrugados, llenos de hielo picado, y tuvo la sensación de que las tripas se le
habían convertido en una masa informe.
En la blancura empezaba ahora a materializarse un color, un naranja
moteado de nieve. Hallorann distinguió la cabina, alta, e incluso la figura
gesticulante del conductor, detrás del largo limpiaparabrisas. Distinguió
también la forma de V de las palas de la máquina, que venían arrojando
nieve sobre el terraplén izquierdo del camino, en pálidas nubes humeantes.
¡UAAAAA! La bocina bramaba, indignada.
Hallorann apretó el acelerador como si fuera el pecho de una mujer
amada, y el «Buick» se lanzó hacia delante y hacia la derecha. De ese lado no
había terraplén, y las palas de la quitanieves no tenían más que empujar la
nieve directamente pendiente abajo.
(Pendiente abajo, ah sí, pendiente abajo...)
A la izquierda de Hallorann, las palas quitanieves, un metro más largas que el techo
del «Electra», pasaron raspando, con no más de cuatro o cinco centímetros de holgura.
Hasta que la máquina no terminó de pasar junto a él, Hallorann pensó en todo momento
que el choque era inevitable. En su mente se agitaba, como un harapo, una plegaria que era
a medias una disculpa inarticulada, dirigida al chico.
Finalmente, la quitanieves pasó, y Hallorann vio destellar en el espejo
retrovisor las parpadeantes luces giratorias azules.
Volvió a girar el volante del «Buick» hacia la izquierda, pero no pasó
nada. No pudo detener el avance porque ahora el coche patinaba, flotando
soñolientamente hacia el borde de la pendiente, haciendo volar la nieve con
los guardabarros.
Hizo girar el volante en el otro sentido, en la dirección de la patinada,
y el coche empezó a colear. Presa ya del pánico, Hallorann clavó los frenos y
sintió que chocaba con algo. Frente a él, el camino había desaparecido, y se
encontró mirando dentro de un abismo insondable de nieve arremolinada y
vagas formas grisverdosas: pinos que se extendían muy lejos, muy abajo.
(me voy santa madre de Dios me voy abajo)
Y ahí fue donde se detuvo el coche, suspendido en un ángulo de casi
treinta grados, con el guardabarros izquierdo estrujado contra la barandilla
de protección, las ruedas traseras casi levantadas del suelo.
Cuando Hallorann intentó dar marcha atrás, no hicieron más que girar
en el vacío. Sentía el corazón como si fuera un solo de batería de Gene
Krupa.
Se bajó —muy cuidadosamente, por cierto—, y dio la vuelta hacia la
parte de atrás del «Buick».
Cuando estaba ahí parado, mirando con un sentimiento de
impotencia las ruedas traseras, oyó a sus espaldas una voz alegre.
—Hola, amigo. Usted debe estar completamente chiflado.
Al darse la vuelta vio que la quitanieves se había detenido unos
cuarenta metros más allá, y casi desaparecía en la nube de nieve, a no ser
por la columna de humo oscuro que salía del tubo de escape y por las luces
giratorias azules que llevaba sobre la cabina.
El conductor, envuelto en un largo abrigo de oveja, sobre el cual
llevaba un holgado impermeable, estaba de pie detrás de él. Encasquetada
en la cabeza llevaba una gorra de mecánico, a rayas azules y blancas; a
Hallorann le parecía casi increíble que se le quedara allí, con semejante
viento.
(Con cola. Seguramente la tiene pegada con cola.)
—Hola —lo saludó—. ¿Puede usted volverme al camino?
—Oh, me imagino que sí —asintió el otro—. Pero, ¿qué demonios
anda haciendo por aquí? Es una buena manera de romperse la crisma.
—Tengo un asunto urgente.
—No hay nada tan urgente —precisó el conductor de la quitanieves
hablando lentamente y con paciencia, como si se dirigiera a un retrasado
mental—. Si hubiera dado usted contra ese poste con un poquito más de
fuerza, nadie lo habría sacado de allí abajo hasta la primavera. Usted no es
de la zona, ¿no?
—No. Ni estaría aquí si no fuera porque el asunto es tan urgente como
le digo.
—¿De veras? —el hombre se acomodó para seguir hablando, tan
tranquilamente como si estuvieran conversando de vuelta a casa, en vez de
encontrarse en mitad de una tormenta de nieve entre el purgatorio y el
infierno, con el coche de Hallorann haciendo equilibrio a cien metros de un
bosque de pinos.
—¿Hacia dónde se dirige? ¿A Estes?
—No, a un lugar que se llama el «Overlook Hotel» —explicó
Hallorann—. Queda un poco más allá de Sidewinder...
Pero su interlocutor sacudía la cabeza con aire dolorido.
—Oh, yo sé perfectamente dónde queda eso —asintió—. Amigo,
jamás conseguirá llegar hasta el «Overlook». Los caminos entre Estes Park y
Sidewinder son un maldito infierno. Los ventisqueros se vuelven a formar allí
tan pronto como los sacamos. Hace unos cuantos kilómetros tuve que
atravesar ventisqueros que en el medio tenían una profundidad de casi un
metro ochenta. Y aunque consiguiera llegar a Sidewinder, vaya, si el camino
está cerrado completamente desde allí hasta Buckland, Utah. No, no —
sacudió la cabeza—. Jamás podrá llegar, amigo. De ninguna manera.
—Tengo que intentarlo —insistió Hallorann, que ya recurría a sus
últimas reservas de paciencia para hablar con voz normal—. Allá arriba hay
un niño...
—¿Un niño? No. El «Overlook» se cierra a fines de setiembre. No les
rinde tenerlo abierto más tiempo. Hay demasiadas tormentas de mierda, al
estilo de ésta.
—Es el hijo del vigilante, y está en dificultades.
—Y usted, ¿cómo lo sabe?
La paciencia de Hallorann se acabó.
—¡Por el amor de Dios! ¿Piensa pasarse ahí todo el día haciéndome
preguntas? ¡Lo sé y basta! Ahora, ¿me va a volver de una vez al camino, o
no?
—Vaya cabezota que es usted, ¿no? —comentó el hombre, sin
alterarse demasiado—. Seguro. Súbase ahí, que debajo del asiento tengo
una cadena.
Hallorann volvió a sentarse al volante, y sintió que temblaba todo
entero, con retrasada reacción emotiva. Además, tenía las manos tan
entumecidas que casi no las sentía. Se había olvidado de ponerse guantes.
La quitanieves retrocedió hasta la parte posterior del «Buick», y
Hallorann vio que el conductor se bajaba con un largo rollo de cadena.
—¿Puedo ayudarlo en algo? —se ofreció, abriendo la puerta.
—Con que no moleste, basta —le gritó el otro, a su vez—. Esto estará
en un abrir y cerrar de ojos.
Y así fue. El armazón del «Buick» se estremeció en el momento en que
la cadena se puso tensa, y un segundo después estaba de nuevo en el
camino, apuntando más o menos en dirección de Estes Park. El conductor de
la quitanieves se acercó a la ventanilla y golpeó el cristal. Hallorann lo bajó.
—Gracias —le dijo—. Y disculpe que le haya gritado.
—No es la primera vez que me gritan —le informó el hombre, con una
sonrisa—. Parece que anda un poco tenso, usted. Tome, llévese esto —un par
de gruesos mitones azules cayeron sobre las rodillas de Hallorann—. Me
parece que cuando tenga que volver a bajarse los va a necesitar. Afuera hace
frío. Póngaselos si no quiere terminar sus días usando una aguja de ganchillo
cada vez que quiera hurgarse la nariz. Y después me los manda de vuelta.
Me los tejió mi mujer y les tengo cariño. En el forro está cosido el nombre y
la dirección. Me llamo Howard Cotlrell, de paso. Mándemelos cuando ya no
los necesite, y ojo, que no quiero tener que pagar contrareembolso.
—De acuerdo —asintió Hallorann—. Y gracias. Muchas gracias.
—Ande con cuidado. Yo lo llevaría, pero con el trabajo que tengo en
este momento, no puedo.
—No se preocupe. Gracias de nuevo.
Empezó a levantar la ventanilla, pero Cottrell lo detuvo.
—Cuando llegue a Sidewinder... sí es que llega a Sidewinder... váyase
a la estación de servicio Conoco, de Durkin. Está junto a la biblioteca, no
puede equivocarse. Pregunte por Larry Durkin y dígale que le manda Howie
Cottrell y que quiere alquilarle uno de sus vehículos para la nieve. Dígale mi
nombre y muéstrele estos mitones, que le hará precio especial.
—Gracias otra vez —repitió Hallorann.
Cottrell hizo un gesto afirmativo.
—Es gracioso. No hay manera de que usted pueda saber que alguien
está en peligro allá arriba, en el «Overlook»... el teléfono está cortado,
seguro. Pero yo le creo; a veces tengo una sensación.
—Sí. Yo también, a veces —asintió Hallorann.
—Claro. Ya lo sé. Pero cuídese.
—Me cuidaré.
Cottrell desapareció entre los remolinos de nieve con un último
saludo, con la gorra de mecánico gallardamente calada en la cabeza.
Hallorann volvió a ponerse en marcha, y las cadenas se hundieron en la nieve
del camino, encontrando por fin la resistencia para poner en marcha el
«Buick». A sus espaldas, Howard Cottrell lo saludó con un último bocinazo,
deseándole buena suerte, aunque en realidad no era necesario: Hallorann
percibía directamente sus deseos.
Encontrar dos de los míos en un día, pensó, debería ser una especie de
buen augurio. Pero Hallorann desconfiaba de los augurios, buenos o malos.
Y tal vez encontrarse en un solo día con dos personas que tenían esplendor
(cuando por lo general en el transcurso de un año no solía encontrarse con
más de cuatro o cinco) no significara nada. Esa sensación de cosa definitiva,
esa sensación
(como de que el paquete ya está todo envuelto)
que no podía definir del todo, seguía acompañándolo. Era...
El «Buick» se empeñaba en patinar en una curva cerrada, y Hallorann
lo enderezó cuidadosamente, atreviéndose apenas a respirar. Encendió de
nuevo la radio: Aretha. Aretha estaba estupenda. El no tendría
inconveniente en llevarla en su coche, cuando ella quisiera.
Otra ráfaga de viento azotó el coche y lo sacudió. Con una maldición,
Hallorann es inclinó más aun sobre el volante. Aretha terminó de cantar y
apareció de nuevo el locutor, recordándole que conducir un automóvil con
semejante día era una excelente manera de matarse.
Bruscamente, Hallorann apagó la radio.
Finalmente llegó a Sidewinder, aunque en el trayecto desde Estes Park
hasta allí tardó cuatro horas y media. Para cuando llegó a la Carretera de las
Tierras Altas ya había oscurecido del todo, pero la tormenta de nieve no
daba señales de menguar. En dos ocasiones, Hallorann tuvo que detenerse
ante ventisqueros tan altos como la tapa del motor del coche, y esperar a
que vinieran las quitanieves para abrirle paso.
En uno de los ventisqueros, la quitanieves venía de contramano y de
nuevo había estado a punto de producirse un choque. El conductor se había
limitado a pasar junto a su coche sin bajarse a discutir, pero no dejó de
hacerle uno de los dos gestos con los dedos que todos los norteamericanos
mayores de diez años reconocen, y no era el signo de la paz.
Hallorann tenía la impresión de que a medida que se aproximaba al
«Overlook», su necesidad de apresurarse se hacia cada vez más apremiante.
Casi constantemente se encontraba mirando el reloj, y cada vez le parecía
que las manecillas volaran.
Diez minutos después de haber entrado en la carretera, pasó dos
señales, despejadas las dos de nieve por el azote del viento, de manera que
pudo leerlas, SIDEWINDER 16. Anunciaba la primera.
En la segunda se leía: 20 KM HACIA DELANTE, CAMINO CERRADO
DURANTE MESES DE INVIERNO.
—Larry Durkin —murmuró Hallorann, para sí mismo, contraído y tenso
el rostro oscuro al débil resplandor verde del tablero de instrumentos. Eran
las seis y diez—. En Conoco, junto a la biblioteca. Larry...
En ese momento se abatió sobre él, súbitamente, con todas sus
tuerzas, el olor a naranjas y el impacto mental, denso y maligno, asesino:
(NO TE METAS EN ESTO NEGRO SUCIO QUE NO ES ASUNTO TUYO
VUÉLVETE NEGRO PORQUE SI NO TE VUELVES TE MATAREMOS TE
COLGAREMOS DE UN ÁRBOL JODIDO CONEJO NEGRO DE LA SELVA Y
DESPUÉS QUEMAREMOS TU CADÁVER PORQUE ESO ES LO QUE HACEMOS
CON LOS NEGROS DE MANERA QUE VUÉLVETE AHORA MISMO.)
En el mínimo espacio del coche, Hallorann exhaló un grito. El mensaje
no le había llegado en palabras, sino en una serie como de imágenes en
jeroglífico que se le metían en la cabeza con una fuerza tremenda. Apartó
las manos del volante y se las llevó a los ojos, como para borrar las imágenes.
En ese momento el coche se estrelló contra uno de los terraplenes,
rebotó, giró sobre sí mismo y finalmente se detuvo, mientras las ruedas
seguían girando inútilmente.
Hallorann puso el motor en punto muerto y se cubrió la cara con las
manos. Aunque no lloraba, precisamente, de su pecho jadeante se escapaba
un gemido entrecortado. Sabía que si le hubieran asestado semejante golpe
en un tramo del camino que hubiera tenido un precipicio hacia cualquiera
de los dos lados, en ese momento bien podría estar muerto. Y tal vez esa
hubiera sido la intención. Además, el golpe podía volver, en cualquier
momento, y de alguna manera tenía que protegerse contra él. Estaba
rodeado por una fuerza roja, de un poder enorme, que tal vez fuera la
memoria de la raza. Se sentía ahogar en el instinto.
Se quitó las manos de la cara y abrió cautelosamente los ojos. Nada. Si
algo intentaba nuevamente asustarlo, a él no le llegaba. Estaba cerrado.
¿Le había sucedido eso al chico? Dios santo, ¿le había sucedido eso al
pequeño?
Entre todas las imágenes, la que más lo inquietaba era ese ruido
sordo, opaco, como el de un martillo que se estrella contra un queso. ¿Qué
significa eso?
(Jesús, a ese niñito no. Jesús, por favor.)
Volvió a embragar y apretó el pedal para que la gasolina volviera a
entrar poco a poco al motor. Las ruedas giraron, se afirmaron, siguieron
girando, se afirmaron más. El «Buick» empezó a moverse, los faros se
abrieron paso entre los remolinos de nieve. Hallorann miró su reloj: las seis y
media casi. Empezaba a tener la sensación de que era demasiado tarde.

50. REDRUM
Wendy Torrance estaba de pie, indecisa, en mitad del dormitorio,
mirando a su hijo que se había quedado dormido.
Hacía media hora que los ruidos habían cesado, todos juntos, al mismo
tiempo. El ascensor, la fiesta, el ruido de las puertas de las habitaciones al
abrirse y cerrarse. En vez de calmarla, eso hacía que la tensión mental de
Wendy se intensificara; era como un susurro maléfico antes del último
estallido brutal de la tormenta. Pero Danny se había dormido casi de
inmediato, cayendo primero en un sueño superficial e inquieto, que en los
diez últimos minutos se había hecho más profundo. Incluso si lo miraba
directamente, Wendy apenas si veía en su pecho el lento movimiento de la
respiración.
Se preguntó cuánto tiempo haría que el niño no dormía una noche
entera, una noche sin sueños que lo atormentaran, sin largos períodos
desvelado, a oscuras, escuchando algazaras que para ella sólo se habían
vuelto audibles —y visibles— en los dos o tres últimos días, a medida que se
intensificaba la influencia del «Overlook» sobre ellos tres.
(¿Auténticos fenómenos parapsicológicos o hipnosis de grupo?)
Wendy no lo sabía, ni creía que eso tuviera importancia. Lo que había
venido sucediendo era igualmente horrible. Miró a Danny y pensó
(Quiera Dios que siga durmiendo)
que tal vez si nada se interponía podría dormir toda la noche. Por más
poderes que tuviera, seguía siendo un niño y necesitaba descanso.
El que había empezado a preocupar a Wendy era Jack.
Con un repentino gesto de dolor se sacó la mano de la boca y vio que
se había arrancado una uña al mordérsela. Y las uñas eran una cosa que ella
se había cuidado siempre. Aunque no las llevaba muy largas, las tenía bien
cuidadas y
(y en definitiva, ¿qué te importa ahora las uñas?)
La idea la hizo reír, pero con una risa temblorosa, como encogida.
Primero, Jack había dejado de vociferar y de sacudir la puerta.
Después había vuelto a empezar la fiesta
(¿o tal vez nunca se interrumpía? ¿tal vez a veces cuando no querían
que los oyeran se deslizaban apenas en un ángulo temporal levemente
diferente?)
en medio del contrapunto de los ruidos del ascensor. Después eso se
había interrumpido. En ese nuevo silencio, mientras Danny iba durmiéndose,
a Wendy le había parecido oír voces bajas que hablaban en tono de
conspiración en la cocina, casi debajo de donde ellos estaban. Al principio les
había restado importancia, pensando que era el viento, que podía imitar
tantos sonidos vocales humanos, desde el cascado susurro en el lecho de
muerte, en los marcos de puertas y ventanas, hasta un escalofriante alarido
en los aleros... el grito de una mujer que huye de un asesino en un
melodrama barato. Y sin embargo, ahí sentada junto a Danny, la idea de
que se trataba en realidad de voces le parecía cada vez más convincente.
Jack y alguien más, hablando de las condiciones para que él escapara
de la despensa.
Hablando del asesinato de su mujer y de su hijo.
Que no sería ninguna novedad entre esas paredes; ya antes habían
cobijado asesinatos.
Wendy había ido hacia el tubo de calefacción para apoyar contra él el
oído, pero precisamente en ese momento había empezado a funcionar el
horno, y todos los demás ruidos se perdieron en la oleada de aire caliente
que subía desde el sótano. Cuando el horno se había apagado, cinco minutos
antes, el lugar estaba en completo silencio a no ser por el viento, por el
constante azote de la nieve contra el edificio y el ocasional crujido de alguna
tabla.
Wendy se miró la uña partida y vio que por debajo le salían algunas
gotitas de sangre.
(Jack se escapó.)
(No digas tonterías.)
(Sí, se escapó. Y tiene un cuchillo de la cocina, o tal vez la cuchilla de
picar carne. En este momento viene subiendo hacia aquí, pisando los bordes
de los escalones para que la escalera no cruja.)
(¡Estás loca!)
Los labios le temblaban, y durante un momento le pareció que debía
haberlo dicho en voz alta, pero el silencio se mantuvo.
Wendy se sentía vigilada.
Giró en redondo y al mirar a la ventana oscurecida por la noche vio un
horrible rostro blanco que no tenia por ojos más que círculos oscuros y que
le hacía muecas burlonas, la cara de un lunático monstruoso que durante
todo el tiempo se había ocultado en esas paredes y...
Era un dibujo que formaba la nieve en el exterior del vidrio.
Wendy dejó escapar el aire en un largo susurro de miedo y le pareció
que oía, con toda claridad esta vez un murmullo de risitas divertidas.
(Te estás asustando de las sombras. Ya bastante mala está la situación
sin eso. Para mañana por la mañana estarás lisia para el cuarto acolchado.)
No había más que una manera de aplacar esos miedos, y Wendy sabía
cuál era.
Tendría que bajar a asegurarse de que Jack seguía encerrado en la
despensa.
Muy sencillo. Vas abajo. Te fijas. Vuelves. Ah, y de paso vas a buscar la
bandeja que dejaste sobre el mostrador de recepción. La tortilla estará
estropeada, pero la sopa se puede recalentar en el calientaplatos que tiene
Jack junto a la máquina de escribir.
(Claro, y si él anda allá abajo con un cuchillo, no le dejes matar.)
Wendy fue hacia la cómoda, tratando de sacudirse de encima el miedo
que la oprimía. Sobre la cómoda había una pila de monedas, algunos vales
de gasolina para la furgoneta del hotel, las dos pipas que Jack llevaba
consigo a todas partes, aunque rara vez las fumara... y su llavero.
Wendy lo levantó, lo tuvo un momento en la mano y volvió a dejarlo.
Acababa de ocurrírsele la idea de echar llave a la puerta del dormitorio, pero
no le gustaba del todo. Danny estaba dormido. Pensó vagamente en la
posibilidad de un incendio y sintió que algo más quería acudir a su mente,
pero no le prestó atención.
Atravesó la habitación, se detuvo un momento indecisa junto a la
puerta, y después sacó el cuchillo del bolsillo de la bata y apretó con la mano
derecha el mango de madera.
Lentamente, abrió la puerta.
El corto pasillo que llevaba a las habitaciones de ellos estaba desierto.
Todos los apliques eléctricos de la pared estaban encendidos, a intervalos
regulares, destacando el fondo azul de la alfombra, con su sinuoso y
ondulante dibujo negro.
(¿Ves que no hay ningún espantajo?)
(No, claro que no. Si lo que quieren es que salgas. Quieren que hagas
alguna cosa tonta y femenina, que es precisamente lo que estás haciendo.)
Wendy volvió a vacilar, lamentablemente indecisa, sin ganas de
alejarse de Danny y de la seguridad del apartamento y, al mismo tiempo,
ansiosa de asegurarse de que Jack todavía estaba... recluido en la seguridad
de la despensa.
(Claro que está.)
(Pero y las voces.)
(Eso no eran voces. Era tu imaginación. Era el viento.)
—No era el viento.
El sonido de su propia voz la sobresaltó, pero en ese sonido había una
letal certidumbre que la impulsó a seguir. Al costado de su cuerpo, el
cuchillo reflejaba la luz sobre el material sedoso del empapelado. Sobre la
fibra de la alfombra, las chinelas susurraban. Wendy tenía los nervios tensos
como alambres.
Llegó a la esquina del corredor principal y se detuvo para atisbar,
alerta a cualquier cosa que pudiera ver allí.
No había nada.
Tras un momento de vacilación, siguió andando, ahora ya por el
corredor principal. Con cada paso que daba hacia las sombras de la escalera,
su terror iba en aumento y Wendy tenía cada vez más clara conciencia de
que había dejado tras de sí a su hijo dormido, solo e indefenso. En sus oídos,
el murmullo de las chinelas sobre la alfombra sonaba a cada momento más
fuerte; en dos ocasiones se dio la vuelta a mirar por encima del hombro,
para convencerse de que nadie la seguía.
Al llegar a la escalera, apoyó la mano sobre la frialdad del remate que
daba comienzo al pasamanos. Hasta el vestíbulo había diecinueve escalones.
Wendy los había contado demasiadas veces y lo sabía. Diecinueve peldaños
alfombrados, y ni un solo Jack agazapado en ninguno de ellos. Claro que no.
Jack estaba encerrado en la despensa, tras una gruesa puerta de madera y
un recio cerrojo de acero.
Pero el vestíbulo estaba a oscuras y ¡lleno de sombras!
Wendy sentía el pulso, retumbante y profundo, en la garganta.
Hacia delante, un poco hacia la izquierda, la boca broncínea del
ascensor se abría con un gesto de burla, como si la invitara a subir en él para
un último viaje.
(No gracias.)
En el interior de la caja había colgaduras de papel crepé, rosadas y
blancas. El confeti se había derramado de dos paquetes cilíndricos y en el
rincón de la izquierda había una botella de champaña, vacía.
Wendy tuvo la sensación de que algo se movía por encima de ella y
giró sobre sí misma para mirar hacia los diecinueve escalones que llevaban al
descansillo de la segunda planta y no vio nada; sin embargo con el rabillo
del ojo seguía teniendo la sensación inquietante de que había cosas
(cosas)
que, antes de que sus ojos alcanzaran a percibirlas, se habían ocultado
rápidamente en la oscuridad del pasillo.
Volvió a mirar hacia la escalera.
La mano derecha le sudaba contra el mango de madera del cuchillo;
Wendy se lo pasó a la izquierda, se enjugó la palma derecha contra la tela
rosada del albornoz y volvió a aferrar con esa mano el cuchillo. Casi sin darse
cuenta de que su mente había dado al cuerpo orden de avanzar, empezó a
bajar la escalera, primero el pie izquierdo, después el derecho, izquierdo,
derecho, con la mano libre apoyada levemente sobre el pasamanos.
(¿Dónde está la fiesta? ¡A ver si os dejáis asustar por mí, fantasmas
enmohecidos! ¡Por una mujer aterrorizada, con un cuchillo! ¡A ver si hay un
poco de música por aquí! ¡A ver si hay un poco de vida!)
Diez escalones, once, doce, trece.
La luz que llegaba desde el pasillo de la primera planta se filtraba
hasta allí como un opaco resplandor amarillento, y Wendy recordó que
tendría que encender las luces del vestíbulo, ya fuera las que estaban junto a
la puerta de entrada del comedor o las del interior del despacho del director.
Y sin embargo, de alguna otra parte llegaba una pálida luz blanca.
De la cocina, por supuesto. Los tubos fluorescentes.
En el decimotercer escalón se detuvo, tratando de recordar si las había
apagado o las había dejado encendidas cuando ella y Danny salieron de allí.
Imposible, no se acordaba.
Abajo, en el vestíbulo, las sillas de respaldo alto se amontonaban en
reductos de sombra. Los vidrios de las puertas estaban revestidos por la
manta blanca, uniforme de nieve acumulada. En los almohadones del sofá,
los botones de bronce resplandecían débilmente, como ojos de gatos. Había
cien lugares para esconderse.
Con las piernas temblorosas de miedo. Wendy siguió bajando.
Diecisiete, dieciocho... diecinueve.
(El vestíbulo, señora. Baje con cuidado.)
Las puertas del salón de baile estaban abiertas de par en par: dentro
no había mas que tinieblas. De alguna parte le llegaba un tictac constante,
como el de una bomba. Wendy se puso rígida. Después recordó el reloj que
estaba sobre la repisa de la chimenea, bajo un fanal de vidrio. Seguramente,
Jack o Danny le habrían dado cuerda... o tal vez se hubiera dado cuerda solo,
como todo lo que había en el «Overlook».
Se volvió hacia el mostrador de recepción, con la intención de pasar
por allí y atravesar el despacho del director para ir a la cocina. Con un opaco
resplandor de plata, la bandeja seguía allí, con su frustrado almuerzo.
En ese momento, con claras notas tintineantes, el reloj empezó a dar
la hora.
Wendy se inmovilizó, con la lengua contra el paladar. Después se
relajó. Estaba dando las ocho, nada más. Las ocho.
... cinco, seis, siete...
Fue contando las campanadas; de pronto, le parecía mal moverse
mientras el reloj no se hubiera silenciado.
... ocho, nueve...
(¿¿nueve??)
... diez., once...
De pronto, demasiado tarde, Wendy comprendió. Torpemente, se
volvió una vez más hacia la escalera, sabiendo ya que era demasiado tarde.
Pero, ¿cómo podía haberlo sabido?
Doce.
Todas las luces del salón de baile se encendieron. Estridente, resonó
un estrépito de bronces. Wendy dejó escapar un grito, pero el grito sonó
insignificante contra el estruendo que brotaba de esos pulmones broncíneos.
—¡A desenmascararse! —clamaban los ecos—. ¡A desenmascararse, a
desenmascararse!
Después se eclipsaron, como si se perdieran en un largo corredor del
tiempo, dejándola nuevamente sola.
No, sola no.
Al darse vuelta lo vio venir hacia ella.
Era Jack, pero no era Jack. En sus ojos brillaba un resplandor vacío y
asesino; en la boca familiar había ahora una mueca temblorosa, sin alegría.
En una mano traía el mazo de roque.
—¿Pensaste que me habías encerrado? ¿Fue eso lo que te creíste?
Él mazo bajó silbando por el aire. Wendy retrocedió, tropezó con una
banqueta, cayó sobre la alfombra del vestíbulo.
—Jack...
—Perra, bien que te conozco —masculló Jack.
El mazo volvió a bajar con mortífera, sibilante celeridad, y se le hundió
en el vientre. Wendy gritó, súbitamente hundida en un océano de dolor.
Turbiamente vio que el mazo volvía a subir. Como de una abrumadora
realidad, tomó conciencia de que Jack tenía la intención de matarla a golpes
con el mazo que sostenía en las manos.
Wendy quiso gritar nuevamente, rogarle a Jack que se detuviera, por
Danny, por su hijo, pero se había quedado sin aliento. Lo único que pudo
emitir fue un débil gimoteo, poco menos que inaudible.
—Ahora. Ahora, por Cristo —dijo Jack con sonrisa siniestra, mientras
de una patada apartaba del camino la banqueta—. Ahora sí que te tomarás
tu medicina.
El mazo descendió velozmente y Wendy rodó de costado, hacia la
izquierda, enredándose en la bata. La presión de las manos de Jack sobre el
mazo se aflojó cuando éste fue a estrellarse contra el suelo. Tuvo que
inclinarse a recogerlo y entretanto Wendy consiguió levantarse y correr hacia
la escalera, recuperando por fin el aliento en una tempestad de sollozos. Un
dolor sordo y palpitante le atenazaba el vientre.
—Perra —masculló él, con la misma mueca, mientras volvía a
acercársele—. Perra hedionda, me imagino que ya ves qué es lo que te
espera.
Wendy oyó el silbido del mazo al bajar por el aire y después el dolor le
desgarró el costado derecho cuando la cabeza del mazo se le estrelló encima
de la cintura, rompiéndole dos costillas. Cayó hacia delante sobre los
escalones, y el dolor se intensificó: había vuelto a golpearse el costado
herido. Pero el instinto la llevó a rodar sobre sí misma, alejándose, y el mazo
le pasó zumbando junto a la cara, errando por un par de centímetros
apenas, y fue a dar con un ruido ahogado contra la gruesa alfombra que
recubría la escalera. En ese momento, Wendy vio el cuchillo, que se le había
escapado de la mano en su caída, y que brillaba inmóvil sobre el cuarto
escalón.
—Perra —repetía Jack. El mazo volvió a bajar. Ella consiguió subir un
escalón y recibió el golpe bajo la rodilla. Sintió que la pierna se le incendiaba
y vio que la sangre empezaba a correrle por la pantorrilla. Cuando vio que el
mazo volvía a descender, apartó desesperadamente la cabeza. Esta vez se
estrelló en un peldaño, en el hueco entre el cuello y el hombro de Wendy,
raspándole el lóbulo de la oreja.
Cuando él volvió a levantar el arma, Wendy se arrojó hacia Jack,
escaleras abajo, por dentro del arco que describía el mazo al bajar. Un grito
se le escapó al volver a golpearse las costillas laceradas, pero al dar con todo
su cuerpo contra las piernas de él consiguió hacerle perder el equilibrio. Jack
cayó de espaldas, con un aullido de furia y de sorpresa, procurando
inútilmente volver a hacer pie en los escalones hasta que finalmente se
desplomó, mientras el mazo se le escapaba de las manos. Después se sentó, y
durante un momento se quedó mirándola con ojos horrorizados.
—Te mataré por eso —farfulló.
Mientras él rodaba y se estiraba para alcanzar de nuevo el mazo,
Wendy luchó por ponerse de pie. La pierna izquierda era una sucesión de
relámpagos de dolor que la recorrían hasta la cadera. Aunque mostraba una
palidez de ceniza, la expresión de su rostro era resuelta. En el momento en
que la mano de él se cerraba de nuevo sobre el mango del mazo de roque,
Wendy le saltó sobre la espalda.
—¡Oh, santo Dios! —clamó en el sombrío vestíbulo del «Overlook», y
le hundió el cuchillo de cocina, hasta las cachas, en la espalda.
Bajo el impacto, él se puso rígido y exhaló un alarido. Wendy jamás
había oído nada tan espantoso en su vida; era como si todo el hotel hubiera
gritado, las puertas, las ventanas, hasta las tablas, un grito que parecía
seguir prolongándose y prolongándose mientras Jack seguía inmóvil, rígido
bajo su peso. Parecía que los dos estuvieran haciendo algún juego de
prendas, como caballo y jinete. Pero la espalda de la camisa de franela a
cuadros blancos y negros iba oscureciéndose y humedeciéndose de sangre.
Después, Jack se desplomó boca abajo, y al caer hizo rodar a Wendy
sobre el costado herido, arrancándole un grito ahogado.
Durante un rato, ella se quedó inmóvil, respirando trabajosamente.
De pies a cabeza, toda ella no era más que una palpitación de dolor. Cada
vez que respiraba, algo la apuñalaba cruelmente en el costado, y por el
cuello le corría la sangre de la oreja lastimada.
No se oía más que el ruido áspero de su respiración, el del viento y el
tictac del reloj en el salón de baile.
Finalmente, Wendy consiguió ponerse de pie y se dirigió,
tambaleante, hacia la escalera. Cuando llegó a los peldaños se aferró al
remate del pasamanos, con la cabeza baja, sintiéndose a punto de
desmayarse. Cuando la sensación se le pasó un poco, empezó a subir,
apoyándose en la pierna sana y haciendo fuerza con los brazos sobre el
pasamanos para izarse. En un momento miró hacia arriba, pensando que
vería a Danny, pero en la escalera no había nadie.
(Gracias a Dios siguió durmiendo gracias gracias a Dios)
En el sexto escalón tuvo que detenerse a descansar, con la cabeza
baja, el pelo rubio cayéndole sobre el pasamanos. El aire silbaba
dolorosamente al pasarle por la garganta, como si fueran púas, y sentía el
costado derecho como una masa ardiente, hinchada y dolorida.
(Vamos Wendy vamos muchacha cuando consigas interponer una
puerta con llave entre los dos puedes ver lo que te hizo. Faltan trece que no
es tanto. Y cuando llegues al corredor de arriba puedes seguir arrastrándote.
Te doy permiso.)
Respiró lo más profundamente que le permitían las costillas rotas y
subió como pudo un escalón más. Y después otro.
Cuando estaba en el noveno, casi a mitad de camino, oyó la voz de
Jack desde abajo, a sus espaldas.
—Perra infame, me mataste —masculló.
Sobrecogida por un terror tan negro como la medianoche, Wendy vio
por encima del hombro que él se ponía lentamente de pie.
Tenía la espalda encorvada y de ella se veía sobresalir el mango del
cuchillo de cocina. Parecía que los ojos se le hubieran achicado hasta
perderse casi en los flojos pliegues de piel que los rodeaban. En la mano
izquierda seguía sosteniendo el mazo de roque, con el extremo teñido de
sangre. Un trozo de la bata rosada de Wendy estaba pegoteando en el
centro.
—Ya te daré tu medicina —tartamudeó, y empegó a avanzar,
tambaleante, hacia la escalera.
Gimiendo de terror, Wendy empezó otra vez a subir penosamente.
Diez peldaños, once, doce, trece, pero todavía el pasillo de la primera planta
le parecía tan lejano como un inaccesible pico de montaña. Su respiración
era jadeante, el dolor del costado la traspasaba. Frente a sus ojos, el pelo se
le sacudía de un lado a otro. El sudor no la dejaba ver. El ruido acompasado
del reloj oculto bajo su fanal en el salón de baile le llenaba los oídos, sin más
contrapunto que la respiración entrecortada, dolorosa, de Jack que
empezaba a subir por la escalera.
51. LA LLEGADA DE HALLORANN
Larry Durkin era un hombre alto y flaco, de cara adusta, coronada por
una abundante mata de pelo rojo. Hallorann lo encontró en el momento
mismo en que salía de la estación de servicio «Conoco» con el rostro adusto
hundido en la capucha de un chaquetón militar. Con ese día tan tormentoso
ya no tenía ganas de hacer más negocios, por más que Hallorann viniera
desde muy lejos, y menos ganas todavía de alquilarle uno de sus vehículos
para la nieve a ese negro de ojos enloquecidos que insistía en que tenía que
subir hasta el viejo «Overlook». Entre la gente que había vivido casi toda su
vida en el pueblo de Sidewinder, el hotel tenía una reputación malísima. Allá
arriba había habido asesinatos. Durante un tiempo, un grupo de mafiosos
había dirigido el lugar, y también lo habían administrado hombres de
negocios despiadados. Y en el «Overlook» habían pasado cosas de las que
jamás llegan a los periódicos, porque el dinero tiene su propio idioma. Pero
la gente de Sidewinder tenía una idea bastante aproximada. La mayoría de
las camareras del hotel procedían de allí, y ya se sabe que las camareras ven
muchas cosas.
Pero, cuando Hallorann mencionó el nombre de Howard Cottrell y le
mostró a Durkin la etiqueta cosida en el interior de los mitones azules, el
propietario de la gasolinera se ablandó.
—¿Conque fue él quien lo envió, eh? —le preguntó, mientras abría
una de las puertas del garaje e invitaba a entrar a Hallorann—. Pues me
alegro de saber que a ese viejo libertino todavía le quedan sesos. Creí que ya
los había perdido del todo —dio un golpecito a una llave, y un artefacto con
luces fluorescentes, muy vieja y muy sucias, empezó a zumbar fatigosamente
hasta encenderse—. Pero, ¿qué puede haber en el mundo que lo lleve a
usted a semejante lugar, amigo?
Los nervios de Hallorann habían empezado a fallar. Los últimos
kilómetros de recorrido hasta Sidewinder habían sido malísimos. Hubo un
momento en que una racha de viento que andaba jugando por ahí a casi
cien kilómetros por hora hizo dar al «Buick» un giro de 360 grados. Y
todavía le fallaban kilómetros por recorrer y sólo Dios sabía con que se
encontraría al final. Hallorann estaba aterrorizado por el chico. Ahora eran
casi las siete menos diez, y tenía que pasar de nuevo por el mismo baile.
—Allá arriba hay alguien que esta en dificultades —explicó muy
cuidadosamente—. El hijo del vigilante.
—¿Quién, el chico de Torrance? No veo en qué tipo de dificultades
puede estar.
—No lo sé —masculló Hallorann, a quien le ponía enfermo el tiempo
que le estaba llevando todo el trámite. Estaba hablando con un campesino, y
él sabia que todos los campesinos tienen la misma necesidad de acercarse
oblicuamente a un tema, de olfatearlo por los costados y por las puntas
antes de entrar en él de lleno. Pero esta vez no había tiempo, porque él
sentía que no era más que un negro asustado, y si las cosas se prolongaban
mucho terminaría por abandonarlo todo para escapar.
—Mire, por favor —le dijo—. Necesito subir hasta allá, y para llegar
tengo que tener un vehículo para la nieve. Le pagaré lo que me pida, pero
por favor, ¡déjeme que me ocupe solo de mis cosas!
—Está bien —respondió Durkin, sin alterarse—. Si Howard lo mandó,
para mí es bastante. Llévese este «Artic Cal». Le pondré una lata de veinte
litros de gasolina. El deposito está lleno, y con eso le alcanzará para ir y
volver.
—Gracias —respondió Hallorann, todavía no muy convencido.
—Le cobraré veinte dólares, incluyendo el combustible.
Hallorann buscó en su cartera un billete de veinte dólares y se lo entregó. Casi sin
mirarlo, Durkin se lo metió en uno de los bolsillos de la camisa.
—Tal vez sea mejor que cambiemos también los abrigos —dijo Durkin
mientras se quitaba el chaquetón—. El abrigo que usted tiene no le va a
servir de nada esta noche. Los volveremos a cambiar cuando me traiga de
vuelta el vehículo.
—Oh, pero es que no puedo...
—No me discuta —lo interrumpió Durkin sin perder la calma—. No
pienso dejarlo que se congele. Yo solo tengo que andar dos manzanas y
estoy en mi casa. Vamos, démelo.
Un poco aturdido, Hallorann cambió su abrigo por el chaquetón
forrado en piel que le ofrecían. Por encima de ellos, las luces fluorescentes
que zumbaban le hicieron pensar en las luces de la cocina del «Overlook».
—El chico de Torrance —caviló Durkin, sacudiendo la cabeza—. Un
chico muy despierto, ¿no? Él y su papá estuvieron aquí bastante antes de
que empezara a nevar en serio. Casi siempre venían en la furgoneta del
hotel. Me pareció que los dos estaban muy unidos. Es un chico que quiere
mucho a su papá. Espero que esté bien.
—Lo mismo espero yo —Hallorann se subió la cremallera del
chaquetón y se puso la capucha.
—A ver, que yo lo ayudaré a sacarlo —se ofreció Durkin, y entre los
dos llevaron el vehículo sobre el engrasado piso de cemento, hasta la
entrada del garaje—. ¿Alguna vez condujo uno de éstos?
—No.
—Bueno, no tiene ningún secreto. Las instrucciones están pegadas en
el tablero, pero en realidad todo es muy fácil, frenar y marchar. Aquí tiene el
acelerador; es lo mismo que el de una motocicleta. El freno al otro lado.
Acuérdese de él en las curvas. En terreno firme puede dar más de ciento
diez, pero con esta nieve en polvo no podrá ir a más de ochenta, cuando
mucho.
Estaban ya en el aparcamiento, cubierto por la nieve, de la estación de
servicio, y Durkin había elevado la voz para hacerse oír por encima del
estrépito del viento.
—¡No se salga del camino! —gritó en el oído de Hallorann—. No
pierda de vista la barandilla de seguridad ni las señales de carretera, y espero
que no tenga problemas. Si se sale del camino, es hombre muerto.
¿Entendido?
Hallorann le aseguró que sí.
—¡Espere un momento! —lo detuvo Durkin, y volvió a entrar en el
garaje.
Mientras lo esperaba, Hallorann hizo girar la llave del motor y apretó
un poco el acelerador. El vehículo para la nieve cobró vida inmediatamente,
rezongando.
Durkin volvió con un pasamontañas, rojo y negro.
—¡Póngaselo debajo de la capucha! —le gritó.
Hallorann se lo puso. Le iba un poco justo, pero le protegía la cara del
azote despiadado del viento.
Durkin se le acercó más, para hacerse oír.
—Me imagino que usted debe enterarse de las cosas de la misma
forma que se entera a veces Howie —conjeturó—. Está bien, salvo que por
aquí ese lugar tiene una reputación pésima. Si quiere, le daré un rifle.
—No creo que me sirva de nada —gritó a su vez Hallorann.
—Usted manda. Pero si trae al chico, llévelo al numero dieciséis de
Peach Lane. Mi mujer siempre tiene sopa lista.
—De acuerdo. Gracias por todo.
—¡Cuidado! —volvió a gritarle Durkin—. ¡No se salga del camino!
Con un gesto de asentimiento, Hallorann hizo girar lentamente el acelerador. El
vehículo avanzó, ronroneando, mientras el faro recortaba un límpido cono de luz en la
nieve que caía densamente. AI ver en el espejo retrovisor que Durkin lo saludaba,
levantando la mano, Hallorann lo saludó a su vez. Viró el manillar hacia la izquierda y se
encontró recorriendo la calle principal. El vehículo para la nieve avanzaba sin dificultad bajo
la blanca luz que arrojaban las farolas de la calle. El velocímetro marcaba cincuenta
kilómetros por hora. Eran las siete y diez. En el «Overlook», Wendy y Danny dormían
mientras Jack Torrance discutía cuestiones de vida o muerte con el anterior vigilante.
Después de recorrer unas cinco manzanas por la calle principal, las
farolas se acabaron. Durante casi un kilómetro siguió habiendo casitas, todas
firmemente cerradas contra la tormenta; después no quedó mas que la
oscuridad llena del aullido del viento. De nuevo en las tinieblas, sin más luz.
que la delgada lanza que arrojaba el faro del vehículo, el terror volvió a
cerrarse sobre él, un miedo infantil, irracional, que lo descorazonaba.
Hallorann jamás se había sentido tan solo. Durante algunos minutos,
mientras las escasas luces de Sidewinder iban desapareciendo en el
retrovisor, luchó contra un impulso casi insuperable de dar la vuelta y
regresar. Pensó que, con toda su preocupación por el hijo de Jack Torrance.
Durkin no se había ofrecido a acompañarlo en otro vehículo.
(Por aquí ese lugar tiene una reputación pésima.)
Con los dientes apretados, hizo girar más el acelerador, observando
cómo la aguja del velocímetro subía a sesenta y cinco y se estabilizaba en
setenta. Le parecía que iba a una velocidad espantosa, y sin embargo temía
que no fuera suficiente. A esa velocidad, necesitaría casi una hora para llegar
al «Overlook». Pero si iba más rápido tal vez no llegara, simplemente.
No apartaba los ojos de las barandillas que iba pasando y de los
diminutos reflectantes montados sobre ellas. Muchos de ellos estaban
cubiertos por la nieve. En dos ocasiones vio la indicación de una curva
peligrosamente tarde, y sintió que los patines del vehículo empezaban a
trepar el ventisquero tras el cual se ocultaba el precipicio antes de virar hacia
donde, en el verano, estaba el camino. El cuentakilómetros avanzaba con
una lentitud enloquecedora... cinco, diez, quince por fin. Incluso con el
pasamontañas de lana sentía rigidez en la cara, y en cuanto a las piernas, se
le estaban entumeciendo.
(Creo que daría cien dólares por un par de pantalones de esquiar.)
A medida que pasaban los kilómetros, su terror aumentaba, como si el
lugar tuviera una atmósfera ponzoñosa que se hacía más densa a medida
que uno se acercaba. ¿Le había sucedido lo mismo antes? Verdad que nunca
le había gustado el «Overlook», y que otros compartían con él la misma
sensación, pero nunca le había pasado algo así.
Otra vez sentía que la voz que había estado a punto de destruirlo en
las afueras de Sidewinder trataba de adueñarse de él, de penetrar sus
defensas para llegar a la vulnerabilidad interior. Si cuarenta kilómetros más
atrás había sido tan fuerte, ¿qué intensidad podría alcanzar ahora? No podía
excluirla completamente. Algo de ella se le infiltraba sin cesar, inundándole
el cerebro de siniestras imágenes subliminales. Y cada vez con más fuerza se
le aparecía la imagen de una mujer malherida, en un cuarto de baño,
levantando desesperadamente las manos para parar un golpe, y tenía la
creciente sensación de que esa mujer debía ser...
(¡Cuidado, por Dios!)
Desde adelante, el terraplén se le venía encima como un tren de
carga. Perdido en sus pensamientos, había pasado por alto una señal de
curva. Giró bruscamente hacia la derecha y el vehículo para la nieve dio una
vuelta sobre sí mismo, amenazando volcarse. Desde abajo le llegó el ruido
áspero del patín al raspar contra la roca. Hallorann creyó que la brusquedad
de la maniobra lo arrojaría fuera del vehículo, que efectivamente estuvo
durante un momento al borde de perder la estabilidad, hasta que
trabajosamente volvió a la superficie, más o menos horizontal, del camino
cubierto de nieve. Después se encontró de pronto frente al precipicio, y la
luz frontal le mostró el brusco final del manto de nieve y la oscuridad que se
extendía más allá. Con la sensación de que el corazón se le había subido a la
garganta, giro el vehículo hacia el otro lado.
(Dicky viejo amigo no te salgas del camino.)
Hizo girar un poco más el acelerador, con esfuerzo, hasta que la aguja
del velocímetro se acercó a los ochenta. El viento aullaba y rugía. El faro
perforaba la oscuridad.
No sabía cuánto tiempo después, al doblar una curva flanqueada por
ventisqueros, alcanzó a ver, hacia delante, un destello de luz. No fue más
que un resplandor que desapareció tras una elevación del terreno. La visión
fue tan fugaz, que Hallorann trataba de persuadirse de que no había sido
más que una proyección de su deseo cuando en otra curva volvió a ver la luz,
esta vez un poco más cerca, durante algunos segundos. Ahora, su realidad
era ya incuestionable; eran muchas las veces que, antes, lo había visto desde
ese mismo lugar. Era el «Overlook», y parecía que hubiera luces encendidas
en el vestíbulo y en la primera planta.
Parte de su terror —la parte que se refería a salirse del camino o a
estropear el vehículo al tomar una curva que no hubiera visto— se
desvaneció por completo. Comenzó a recorrer con una sensación de
seguridad la primera mitad de una curva en S que ahora recordaba
perfectamente, palmo a palmo, y fue entonces cuando el faro enfocó lo
(oh dios jesús mío qué es eso)
que se alzaba frente a él en el camino. Delineado en blanco y negro,
sin matices, Hallorann creyó al principio que se trataba de algún enorme
lobo gris que la tormenta había hecho descender de las alturas. Después, al
acercarse más y reconocer lo que era, el horror le cerró la garganta.
No era un lobo, sino un león. Uno de los leones del seto.
La cara era una máscara de sombras negras y nieve en polvo, tensos
los músculos en la preparación del salto. Y saltó, por cierto, mientras la nieve
se elevaba, movilizada por el resorte de las patas traseras, en un silencioso
estallido de destellos de cristal.
Dejando escapar un grito, Hallorann giró hacia la derecha el manillar,
inclinándose al mismo tiempo. Un dolor lacerante, desgarrador, se le
extendió por la cara, el cuello, los hombros. El impacto le rasgó el
pasamontañas por atrás y a él lo arrojó del vehículo. Cayó sobre la nieve,
hundiéndose y rodando sobre ella.
Sintió cómo se le acercaba el león. De sus narices emanaba un olor
áspero, de hojas verdes y de acebo. Una enorme garra lo golpeó en la
espalda y Hallorann voló por el aire a tres metros de altura y volvió a caer,
despatarrado como una muñeca de trapo. Vio cómo el vehículo, sin
conductor, iba a chocar contra el terraplén, rebotaba, recorriendo el cielo
con el faro, y se quedaba inmóvil después de desplomarse con un ruido
sordo.
Un segundo después el león estaba sobre él. Con un ruido susurrante,
como el de algo que se desgarra, algo que le rasguñó delante del
chaquetón. Tal vez hubieran podido ser ramitas, pero Hallorann sabía que
eran garras.
—¡Tú no estás ahí! —gritó Hallorann al león que se le volvía a acercar
gruñendo, describiendo círculos—. ¡Tú no existes!
Con un esfuerzo se puso de pie y consiguió empezar a acercarse al
vehículo para la nieve antes de que el león se le abalanzara, cruzándole la
cabeza con una garra que parecía rematada por agujas. Hallorann vio un
estallido de luces, silenciosas.
—No existes —repitió con voz que era apenas un murmullo. Las
rodillas se le aflojaron y lo dejaron caer en la nieve. Hallorann se arrastró
hacia el vehículo, sintiendo cómo le corría la sangre por el lado derecho de la
cara. El león volvió a atacarlo haciéndole quedar de espaldas, como una
tortuga. Rugía gozoso.
Hallorann se esforzó por llegar al vehículo. Lo que necesitaba estaba
allí. Mientras, el león volvía a acercársele, desgarrando y arañando.
52. WENDY Y JACK
Wendy se arriesgó a volver a mirar por encima del hombro. Jack
estaba en el sexto escalón, ayudándose no menos que ella con el pasamanos.
Seguía con su espantosa sonrisa, y entre los dientes le rezumaba, lenta y
oscura, un poco de sangre que descendía por el cuello. Iba enseñándole los
dientes.
—Te voy a aplastar los sesos, aplastártelos y joderlos —consiguió subir
otro peldaño.
Azuzada por el pánico, Wendy tuvo la sensación de que el costado le
dolía un poco menos. Sin hacer caso del dolor, se aferró con toda la fuerza
que podía al pasamanos, convulsivamente, para seguir subiendo. Cuando
llegó arriba, volvió a mirar hacia atrás.
Aparentemente, en vez de perder fuerzas, las de Jack se
multiplicaban. Ya estaba apenas a cuatro escalones del descansillo y,
mientras se ayudaba para subir con la mano derecha, medía la distancia con
el mazo de roque que traía en la izquierda.
—Te vengo alcanzando —articuló, jadeante, como si le leyera el
pensamiento—. Te vengo alcanzando ya, perra. Y traigo tu medicina.
Tambaleándose, Wendy huyó por el corredor principal, apretándose el
costado con ambas manos.
Bruscamente, se abrió la puerta de una de las habitaciones y por ella
se asomó un hombre con una máscara verde de vampiro.
—Estupenda fiesta, ¿no? —le gritó en la cara, mientras tiraba de la
cuerdecilla encerada de un artículo de cotillón. Con un estampido, el juguete
se abrió y de pronto Wendy se vio envuelta en una nube de serpentinas. El
hombre con la máscara de vampiro dejó escapar una risita y se metió en su
habitación, con un portazo. Wendy cayó boca abajo sobre la alfombra,
traspasada por el dolor del costado derecho, luchando desesperadamente
por no dejarse invadir por la inconsciencia. Oyó como desde muy lejos que el
ascensor volvía a ponerse en movimiento y, bajo sus dedos extendidos, vio
que los dibujos de la alfombra se movían, retorciéndose en sinuosas
ondulaciones.
El mazo de roque resonó tras ella y Wendy se arrastró hacia delante,
sollozando. Por encima del hombro vio que Jack tropezaba, perdía el
equilibrio y conseguía bajar el mazo antes de desplomarse sobre la alfombra,
dejando sobre ella una brillante mancha de sangre.
La cabeza del mazo fue a dar directamente entre los omoplatos de
Wendy, y por un momento el dolor que la atravesó fue tal que lo único que
pudo hacer fue retorcerse, sintiendo cómo las manos se le abrían y se le
cerraban solas. Se le había roto algo, Wendy lo había oído con toda claridad,
y durante unos instantes su conciencia se redujo a algo amortiguado,
atenuado, como si ella no fuera más que una simple espectadora de lo que
sucedía, como si estuviera viendo todo a través de una nebulosa envoltura
de gasa.
Después la conciencia volvió, plenamente, y con ella el dolor y el
espanto.
Jack estaba intentando levantarse para poner fin a su trabajo.
Wendy quiso levantarse y se encontró con que no podía. Parecía que
el esfuerzo le hiciera correr descargas eléctricas a lo largo de toda la espalda.
Empezó a arrastrarse de costado, como si nadara. Jack, a su vez, se
arrastraba tras ella, apoyándose en el mazo de roque como si fuera un
bastón o una muleta.
Cuando llegó al cruce de los pasillos, Wendy se aferró con ambas
manos a la esquina para dar la vuelta. Su terror se hizo más grande... jamás
lo habría creído posible, pero lo era. Era cien veces peor no poder verlo, no
saber a qué distancia estaba. Arrancando puñados de fibra de la alfombra al
afirmarse en ella, siguió avanzando, y cuando estaba por la mitad del pasillo
advirtió que la puerta del dormitorio estaba abierta.
(¡Danny! ¡Oh Dios santo!)
Se esforzó en ponerse de rodillas y después, las manos convertidas en
garras que se le resbalaban sobre el empapelado, arrancándole pedazos con
las uñas, consiguió afirmarse sobre los pies. Sin hacer caso del dolor, entre
caminando y arrastrándose, atravesó la puerta en el momento en que Jack
aparecía en el pasillo y empezaba a avanzar por él hacia la puerta abierta,
apoyándose en el mazo de roque.
Wendy se cogió del borde de la cómoda, se recostó contra ella y
aferró el batiente de la puerta.
—¡No cierres esa puerta, maldita seas, no te atrevas a cerrarla! —le
gritó Jack.
Wendy la cerró de un golpe y corrió el cerrojo. Con la mano izquierda
tanteó desesperadamente entre las chucherías que había sobre la cómoda,
arrojando las monedas sueltas al suelo, por donde se desparramaron en
todas direcciones. Por último la mano encontró el llavero, en el momento
mismo en que el mazo silbaba contra la puerta, haciéndola estremecer en el
marco. AI segundo intento, Wendy consiguió meter la llave en la cerradura y
girarla hacia la derecha. Al oír la cerradura, Jack dio un aullido. El mazo
empezó a caer contra la puerta en una serie de golpes atronadores que la
hicieron retroceder atemorizada. ¿Cómo era posible que hiciera algo así, con
un cuchillo clavado en la espalda? ¿De dónde sacaba las fuerzas? Wendy
sintió el impulso de gritar ¿Cómo no estás muerto? a la puerta cerrada.
En vez de hacerlo, giró sobre sí misma. Ella y Danny tendrían que
refugiarse en el cuarto de baño contiguo y cerrar también esa puerta con
llave, por si Jack conseguía realmente forzar la del dormitorio. En un
momento de desvarío, le pasó por la cabeza la idea de escapar por el hueco
del montacargas, pero la desechó. Danny era lo bastante menudo como para
pasar por allí, pero a ella le faltarían fuerzas para aguantar su peso, y el
chico terminaría por estrellarse en el fondo.
Tendrían que encerrarse en el cuarto de baño. Y si Jack también
conseguía entrar ahí...
No quiso detenerse a pensarlo.
Danny, tesoro tienes que despertarte y...
La cama estaba vacía.
Cuando el niño terminó por quedarse dormido, Wendy le había
echado encima las mantas y uno de los edredones. Ahora la cama estaba
abierta, vacía.
—¡Ya os alcanzaré! —vociferaba Jack—. ¡Ya os alcanzaré a los dos!
Repetidos golpes del mazo iban subrayando las palabras, pero Wendy,
concentrada únicamente en la cama vacía, no les prestaba atención.
—¡Salid de una vez! ¡Abrid esa maldita puerta!
—¿Danny? —susurró Wendy.
Ahora entendía... Cuando Jack la atacó, Danny había percibido todo,
como le sucedía siempre con las emociones violentas. Tal vez lo hubiera visto
todo en una de sus pesadillas, y había corrido a esconderse.
Torpemente, Wendy se arrodilló, atormentada por el dolor de la
pierna hinchada y sangrante, para mirar debajo de la cama. Allí no había
nada más que polvo, y un par de zapatillas de Jack.
Sin dejar de vociferar su nombre, Jack seguía golpeando. Esta vez, al
caer, el mazo hizo saltar una larga astilla de madera de la puerta, al tiempo
que destrozaba el revestimiento de madera dura. El mazazo siguiente
produjo un estrépito estremecedor, un ruido como el de la leña seca bajo los
golpes de un hacha. La cabeza ensangrentada del mazo, ya deformada y
astillada de tantos golpes, asomó por el agujero de la puerta, desapareció un
momento y volvió a caer, inundando, prácticamente, toda la habitación de
esquirlas de madera.
Apoyándose en los pies de la cama, Wendy volvió a levantarse y,
cojeando, atravesó la habitación hasta el armario. Las costillas rotas se le
clavaban al moverse, haciéndola gemir.
—¿Danny?
Frenéticamente, apartó la ropa colgada; algunas prendas resbalaron
de las perchas y cayeron torpemente al piso. Danny no estaba en el armario.
Mientras se dirigía al cuarto de baño, Wendy volvió a mirar por
encima del hombro, ya desde la puerta. El mazo seguía golpeando,
agrandando el agujero; después, buscando a tientas el cerrojo, apareció una
mano. Wendy vio con horror que había dejado en la cerradura el llavero de
Jack.
La mano descorrió el cerrojo y, al hacerlo, tropezó con el manojo de
llaves, que tintinearon alegremente. La mano las cogió con un gesto de
triunfo.
Con un sollozo, Wendy entró en el cuarto de baño y cerró lentamente
la puerta en el preciso instante en que la del dormitorio cedía, dejando pasar
a Jack, vociferante.
Wendy corrió el cerrojo e hizo girar la llave, mirando
desesperadamente a su alrededor. El cuarto de baño estaba vacío. Danny no
estaba allí tampoco. Y cuando alcanzó a ver en el espejo del botiquín un
rostro horrorizado y manchado de sangre, Wendy se alegró. Jamás había
creído que los niños debieran ser testigos de las mezquinas disputas entre
sus padres. Y tal vez eso que en ese momento se ensañaba en asolar el
dormitorio, derribándolo y aplastándolo todo, terminaría por desplomarse
exánime antes de poder ir en persecución de su hijo. Tal vez, pensó Wendy,
ella misma podría volver a herirlo, incluso... matarlo, quizás.
Sus ojos recorrieron rápidamente los artefactos del baño, en busca de
cualquier cosa que se pudiera utilizar como un arma. Había una pastilla de
jabón, pero Wendy no creía que, ni siquiera envolviéndola en una toalla,
pudiera resultar bastante mortífero. Y todo lo demás estaba bajo llave. Dios,
¿no habría nada que pudiera hacer?
Del otro lado de la puerta, los ruidos bestiales de la destrucción
seguían sin pausa, acompañados de amenazas vociferadas con voz pastosa.
Que los dos «se tomarían su medicina» y «pagarían todo lo que le habían
hecho». Que él «ya les enseñaría quién manda». Que eran unos «cachorros
inútiles», los dos.
Se oyó un estrépito, el del tocadiscos derribado al suelo; el ruido
hueco del tubo del televisor de segunda mano al estallar, el tintineo de los
vidrios de la ventana, seguido por una corriente de aire frío que se coló por
debajo de la puerta del cuarto de baño. Los colchones de las camas gemelas
donde habían dormido juntos, cadera con cadera, cayeron al suelo con un
ruido sordo. Se oían los golpes indiscriminados del mazo contra las paredes.
Pero en esa voz aullante, aterradora, vociferante, no quedaba nada del verdadero
Jack. Era una voz que tan pronto gimoteaba en un frenesí de autocompasión como se
elevaba en chillidos espeluznantes; a Wendy le daba escalofríos, le recordaba las voces que
resonaban a veces en el pabellón de geriatría del hospital donde ella había trabajado
durante el verano, mientras estaba en la escuela secundaria. Demencia senil. El que estaba
ahí fuera ya no era Jack. Lo que Wendy oía era la voz lunática y destructora del propio
«Overlook».
El mazo se encarnizó ahora con la puerta del baño, arrancando un
gran trozo del débil revestimiento. Una cara agotada, semienloquecida, la
miró. La boca, las mejillas, la garganta, estaban cubiertas de sangre; lo único
que Wendy alcanzaba a ver, minúsculo y brillante, era el ojo de un cerdo.
—No te queda dónde escapar, so puta. —La insultó, jadeante, con su
monstruosa sonrisa. El mazo volvió a descender, y una lluvia de astillas cayó
dentro de la bañera y fue a dar contra la superficie reflectante del botiquín...
(¡¡El botiquín!!)
Un gemido desesperado empezó a salir de su garganta mientras
Wendy, momentáneamente olvidada del dolor, giraba sobre sí misma para
abrir violentamente la puerta del botiquín y empezaba a revolver en su
contenido, mientras a sus espaldas la voz seguía bramando.
—¡Ya te alcanzo! ¡Ya te alcanzo, cerda!
Jack seguía demoliendo la puerta en un mecánico frenesí.
Frascos y botellas rodaban bajo los dedos desesperados de Wendy;
jarabe para la tos, vaselina, champú, agua oxigenada, benzocaína, todo iba
cayendo en el lavabo y haciéndose pedazos.
En el momento en que oía de nuevo la mano que empezaba a tantear
en busca del cerrojo y de la cerradura, Wendy encontró el estuche de las
hojas de afeitar de doble filo.
Con la respiración entrecortada, el pulso tembloroso, sacó torpemente
una de las hojitas, cortándose al hacerlo la yema del pulgar. Giró de nuevo
en redondo y asestó un tajo a la mano, que había dado la vuelta a la llave e
intentaba ahora descorrer el cerrojo.
Jack dio un grito y la mano desapareció. Acechante, sosteniendo la
cuchilla entre el pulgar y el índice, Wendy esperó un nuevo intento. Cuando
se produjo, volvió a atacarlo; él volvió a gritar, tratando de cogerle la mano,
pero Wendy siguió asestándole tajos. La hoja de afeitar le resbaló de la
mano, volvió a cortarla y se le cayó al suelo, junto al inodoro.
Wendy sacó otra del estuche y esperó. Oyó movimientos en la
habitación de al lado...
(¿¿él se iría??)
y un ruido que entraba por la ventana del dormitorio. Un motor. Un ruido agudo,
zumbante, como un insecto.
Un furioso rugido de Jack y después... sí, sí, Wendy estaba segura... lo
oyó irse del apartamento del vigilante, caminar entre los despojos para salir
al pasillo.
(¿¿Llegaba alguien, un guardabosques, Dick Hallorann??)
—Oh, Dios —susurró agotada Wendy, que sentía la boca como si la
tuviera llena de serrín rancio—. Oh, Dios, por favor.
Ahora tenía que salir, tenía que ir en busca de su hijo para que los dos
juntos pudieran hacer frente al resto de la pesadilla. Tendió la mano hacia el
cerrojo, con la impresión de que el brazo tuviera kilómetros de largo, y
finalmente consiguió descorrerlo. Lentamente abrió la puerta y salió; de
pronto, la abrumó la horrible certidumbre de que Jack no se había ido, de
que en realidad estaba esperándola, al acecho.
Wendy miró a su alrededor. El cuarto estaba vacío y el cuarto de estar
también. Todo lleno de una maraña de cosas destrozadas. ¿El armario?
Vacío.
Entonces una marea de olas grises empezó a avanzar sobre ella y
Wendy se desplomó casi inconsciente sobre el colchón que Jack había
quitado de la cama
53. LA DERROTA DE HALLORANN
Hallorann llegó al vehículo volcado en el momento en que, a dos
kilómetros y medio de distancia, Wendy conseguía dar la vuelta y empezar a
recorrer el corto pasillo que llevaba al apartamento del vigilante.
Lo que le interesaba no era el vehículo como tal, sino la lata de
gasolina sujeta a la parte de atrás por un par de bandas elásticas. Sus manos,
enfundadas todavía en los mitones azules de Howard Cottrell, consiguieron
coger la banda de arriba y soltarla en el momento en que el león del seto,
con un estrépito que parecía estar más en su cabeza que en la realidad, rugía
a sus espaldas. Sintió un golpe recio, ramoso en la pierna izquierda, y la
rodilla le crujió de dolor, obligada a doblarse en un sentido que no era el
suyo propio. Por entre los dientes apretados de Hallorann se escapó,
sordamente, un gemido. Cuando se cansara de jugar con él, le tiraría a
matar.
A tientas, cegado por la sangre que le corría por la cara, buscó la
segunda banda.
(¡Roar! ¡Pías!)
Un segundo golpe le acertó en las nalgas y estuvo a punto de
derribarlo de nuevo, alejándolo otra vez del vehículo para la nieve.
Hallorann se aferró a él — sin exageración— como a la vida.
Consiguió soltar la segunda banda. En el momento en que el león
volvía a saltar, haciéndolo rodar de espaldas, se aferró a la lata de gasolina.
Siguió con los ojos la sombra que se movía en la oscuridad, entre la nieve,
con el aspecto de pesadilla de una gárgola que se moviera. Mientras la
sombra majestuosa se volvía a acercar a él, Hallorann destornilló la tapa de
la lata; en el momento en que volvía a saltar, levantando nubes de nieve, ya
la tenía destapada y el olor acre de la gasolina lo invadió.
Hallorann se puso de rodillas y mientras el león se echaba sobre él de
un salto bajo y de una rapidez increíble, lo salpicó con el combustible.
Se oyó un ruido sibilante, y el león retrocedió.
—¡Es gasolina! —anunció Hallorann con voz chillona—. ¡Ahora te
quemaré, ya verás!
El león volvió a abalanzarse sobre él, furiosamente. Hallorann volvió a
echarle gasolina, pero esa vez el león no se hizo atrás; siguió cargando. Más
que verla, Hallorann sintió que con la cabeza le buscaba la cara y se arrojó
hacia atrás, esquivándolo a medias. Así y todo, el león consiguió asestarle un
fuerte golpe en lo alto de la caja torácica, y Hallorann sintió un relámpago
de dolor. Con el golpe, la lata regurgitó un poco de gasolina que, con una
frialdad de muerte, le cayó sobre el brazo derecho y la mano con que seguía
sosteniéndola.
Ahora estaba tendido de espaldas en la nieve, a la derecha del
vehículo para la nieve, a unos diez pasos de éste quizás. El león, sibilante, era
una maciza presencia a su izquierda, que volvía a acercarse. Hallorann casi
creía verle sacudir la cola.
Con los dientes se arrancó de la mano derecha el mitón de Cottrell,
que sabía a lana húmeda y a gasolina. Se levantó el borde del chaquetón y
metió la mano en el bolsillo de los pantalones. Allí, junto con las llaves y el
cambio, llevaba siempre un viejísimo encendedor «Zippo», que había
comprado en Alemania en 1954. Una vez que se le había roto el cierre lo
devolvió a la fábrica, donde se lo repararon sin cargo, tal como anunciaban.
En una fracción de segundo, una pesadilla de ideas anegó su mente
como una inundación.
(Estimado Zippo a mi encendedor se lo tragó un cocodrilo que dejó
caer un avión perdido en el Pacífico me salvó de una bala alemana en la
batalla de las Arderías pero estimado Zippo si este armatoste no funciona el
león me arrancará la cabeza)
El encendedor no funcionó. Hallorann volvió a accionarlo. El león que
se precipitaba sobre él con un gruñido como de tela que se desgarra, el dedo
que frotaba desesperadamente la ruedecilla, la chispa, la llama,
(mi mano)
la mano empapada en gasolina súbitamente en llamas, llamas que
trepaban por la manga del chaquetón, dolor no, todavía no había dolor, el
león que se detenía ante la antorcha repentinamente encendida ante él, una
odiosa escultura vegetal, vacilante, con ojos y boca, que retrocedía,
demasiado tarde.
Con una mueca de dolor, Hallorann hundió el brazo en llamas en el
costado, rígido y ramoso, del animal.
En un instante la monstruosa criatura estaba en llamas, era una pira
que saltaba y se retorcía sobre la nieve, bramando de dolor y furia,
doblándose como si quisiera morderse la cola mientras se alejaba,
zigzagueante, de Hallorann.
Sin poder apartar ni un momento los ojos de la mortal agonía del
león, Hallorann hundió profundamente el brazo en la nieve. La manga del
chaquetón de Durkin estaba tiznada, pero no quemada, lo mismo que su
mano. Treinta metros más abajo de donde él estaba, el león vegetal se había
convertido en una bola de fuego, de la que se elevaba al cielo un surtidor de
chispas que arrebataba violentamente el viento. Durante un momento las
costillas y el cráneo se perfilaron como en un aguafuerte, dibujados por las
llamas anaranjadas, y después pareció que todo se derrumbaba, se
desintegraba y caía en varios montoncitos de brasas.
(No te ocupes más de él. Adelante)
Recogió la lata de gasolina y trabajosamente, volvió hacia el vehículo.
Parecía que la conciencia se le desenfocara continuamente, transmitiéndole
retazos y fragmentos de una película, nunca las imágenes completas. En uno
de ellos se dio cuenta de que había vuelto a enderezar el vehículo y de que
se había subido en él, sin aliento e incapaz de hacer ningún otro
movimiento. En otro estaba él volviendo a asegurar la lata de gasolina,
todavía mediada. La cabeza le dolía horriblemente, por el olor de la gasolina
(y como reacción ante su batalla con el león, se imaginaba), y lo que vio en la
nieve, junto a él, le hizo comprender que había vomitado, aunque no
pudiera recordar cuándo.
El vehículo para la nieve, que todavía no se había enfriado, arrancó
inmediatamente. Con pulso inseguro, hizo girar el acelerador y el aparato
avanzó con una serie de sacudidas que le retumbaron espantosamente en la
cabeza. Al principio, el vehículo serpenteaba de un lado a otro como si
estuviera ebrio, pero enderezándose para asomar la cara por encima del
parabrisas y recibir el penetrante aguijonazo del aire. Hallorann consiguió
arrancarse parcialmente de su estupor. Giró más el acelerador.
(¿Dónde están los demás animales del seto?)
No importaba dónde estuvieran; ya no lo sorprenderían desprevenido.
El «Overlook» se alzaba frente a él. Desde la primera planta las
ventanas iluminadas arrojaban sobre la nieve largos rectángulos de luz
amarilla. El portón de entrada estaba cerrado y Hallorann se bajó del
vehículo mirando cautelosamente a su alrededor, rogando no haber perdido
las llaves cuando sacó el encendedor del bolsillo... no, ahí estaban. Las
recorrió, bajo la brillante luz del foco del vehículo, hasta encontrar la que
necesitaba y abrir el candado, que dejó caer en la nieve. Al principio, le
pareció que no podría mover el portón y se afirmó frenéticamente en la
nieve que lo rodeaba, sin hacer caso del doloroso latido que le partía la
cabeza, apartando deliberadamente la idea de que otro de los leones
pudiera estar acercándose por detrás. Cuando consiguió apartarlo unos
cuarenta centímetros del poste, se metió en la brecha para hacer fuerza con
todo el cuerpo. Así pudo moverlo unos sesenta centímetros más, y cuando
tuvo lugar suficiente para el vehículo, pasó con él por la abertura.
Se dio cuenta de que algo se movía delante de él, en la oscuridad. Los
animales del seto estaban todos agrupados en la base de los escalones de la
terraza, guardando la salida y la entrada. Los leones se paseaban, y el perro
tenía las patas delanteras apoyadas en el primer escalón.
Hallorann dio el máximo de paso al acelerador, y el vehículo dio un
salto hacia delante, levantando nieve tras él. En el apartamento del
vigilante, al oír el zumbido como de avispa del motor que se aproximaba,
Jack Torrance se había dado de vuelta con un sobresalto, y de pronto
empezó a moverse con esfuerzo para regresar al pasillo. Esa perra ya no
importaba. Esa perra podía esperar. Ahora le tocaba el turno a ese negro
inmundo. Negro sucio y entrometido, que venía a meter las narices donde
no le importaba. Primero él, y después su hijo. Ya les enseñaría. ¡Ya las
enseñaría que... que él... que él tenía madera de gerente!
Afuera, el vehículo para la nieve cobraba velocidad, como un cohete.
Parecía que el hotel se precipitara hacia él. La nieve volaba contra el rostro
de Hallorann. Al acercarse, el resplandor del faro destacó la cara del mastín
vegetal, sus ojos inexpresivos, desorbitados.
El monstruo se apartó, dejando una abertura. Con toda la fuerza que
le quedaba, Hallorann torció el manillar e hizo describir al vehículo un
brusco semicírculo, levantando nubes de nieve, amenazando de nuevo con
volcarse. La parte de atrás golpeó contra la pared inferior de los escalones de
la terraza y rebotó. En un abrir y cerrar de ojos, Hallorann se había bajado y
subía corriendo los escalones. Tropezó, se cayó, se levantó. El perro gruñía —
siempre dentro de su cabeza— a espaldas de él. Algo lo aferró por el
hombro del chaquetón, pero de pronto se encontró ya en la terraza, de pie
en el estrecho corredor que había abierto Jack en la nieve, ya a salvo. Eran
demasiado grandes para pasar por allí.
Llegó a la gran doble puerta que se abría sobre el vestíbulo y volvió a
buscar las llaves. Mientras las buscaba, probó de todas maneras el picaporte
el cual cedió sin resistencia. Empujó la puerta y entró.
—¡Danny! —gritó roncamente—. Danny, ¿dónde estás?
El silencio le respondió.
Sus ojos recorrieron el vestíbulo, hasta el pie de la amplia escalera, y
Hallorann dejó escapar un grito ahogado. La alfombra estaba salpicada de
sangre. Sobre ella había un trozo de tela rosada. El rastro de sangre
conducía a la escalera. En el pasamanos también se veían manchas de
sangre.
—Oh, Dios —murmuró Hallorann, y volvió a levantar la voz—: ¡Danny!
¡DANNY!
Parecía que el silencio del hotel se mofara de él con sus ecos,
malignos, retorcidos.
(¿Danny? ¿Quién es Danny? ¿Hay alguien aquí que conozca a Danny? Danny, Danny,
¿quién tiene el Danny? ¿Alguien quiere jugar a busquemos el Danny? ¿A ponerle la cola al
Danny? Vete de aquí, negro, que aquí nadie conoce a Danny desde Adán.)
Jesús, ¿acaso habría pasado por todo eso para en definitiva llegar
demasiado tarde? ¿Se había consumado ya todo?
Subió la escalera de dos en dos peldaños y se detuvo al llegar a la
primera planta. El rastro de sangre conducía al apartamento del vigilante. El
horror se le infiltró lentamente en las venas y en el cerebro, mientras
empezaba a andar por el corto pasillo. Los animales del seto habían sido
algo tremendo, pero esto era peor, íntimamente, sabía lo que iba a
encontrar cuando llegara.
Y no le corría prisa verlo.
Jack se había ocultado en el ascensor mientras Hallorann subía la
escalera. Ahora, iba subiendo tras la figura enfundada en su chaquetón
cubierto de nieve, como un fantasma sucio de sangre y coágulos, con una
sonrisa estereotipada en la cara. Traía el mazo de roque levantado hasta
donde el dolor lacerante de la espalda
(¿¿esa perra me hirió no lo recuerdo??)
se lo permitía.
—Ya te enseñaré a meter las narices donde no te importa, negrito —
susurraba.
Hallorann oyó el murmullo y empezó a darse la vuelta, al tiempo que
se agachaba, pero el mazo de roque bajó silbando. La capucha del
chaquetón amortiguó el golpe, pero no lo suficiente. Sintió como si en la
cabeza le estallara un cohete, deshaciéndose en un rastro de estrellas... y
después, nada.
Tambaleante, retrocedió contra la pared empapelada, y Jack volvió a
golpearlo; esta vez, el mazo le acertó de costado y le hizo astillas el pómulo,
al mismo tiempo que le rompía la mayor parte de los dientes del lado
izquierdo de la mandíbula. Hallorann se desplomó, inerte.
—Ahora —murmuró Jack—. Ahora, por Cristo. —¿Dónde estaba
Danny? Tenía un asunto con su hijo culpable.
Tres minutos más tarde, la puerta del ascensor se abría
estrepitosamente en la penumbra de la tercera planta. Sólo Jack Torrance
estaba en él. La caja se había detenido antes de llegar a la puerta, y Jack
Torrance tuvo que izarse hasta el nivel del pasillo, retorciéndose
penosamente de dolor. Tras él arrastraba el astillado mazo de roque. Afuera,
en los aleros, el viento aullaba y rugía. Los ojos de Jack giraban salvajemente
en las órbitas. Tenía el pelo sucio de sangre y confeti.
Allí arriba estaba su hijo, allí arriba en alguna parte. Jack lo percibía.
Sin nadie que lo controlara, sería capaz de cualquier cosa. De garrapatear
con sus pasteles de colores el carísimo empapelado sedoso, de estropear los
muebles, de romper las ventanas. Era un mentiroso, un falso, a quien había
que castigar... severamente.
Jack Torrance se puso de pie, con esfuerzo.
—¿Danny? —llamó—. Danny, ven un minuto, ¿quieres? No te has
portado bien, y quiero que vengas a tomar tu medicina, como un hombre.
¿Danny? ¡Danny!
54. TONY
(DANNY...)
(Dannyyy...)
Oscuridad y pasillos. Danny andaba perdido por una oscuridad y unos
pasillos que eran como los que había dentro del hotel, pero de algún modo
diferentes. Las paredes, revestidas con su papel sedoso, se elevaban
interminablemente sin que Danny, por más que estirara el cuello, alcanzara
a ver el techo. Estaba perdido en la oscuridad. Todas las puertas tenían
echada la llave, y también ellas se perdían en la oscuridad. Debajo de las
mirillas (que en esas puertas gigantescas tenían el tamaño de miras de armas
de fuego), en vez, de leerse el número de la habitación, en cada puerta
había una minúscula calavera con las libias cruzadas.
Y desde alguna parte, Tony le llamaba.
(Dannyyy...)
Se oía un ruido retumbante, que él conocía bien, y gritos ásperos,
amortiguados por la distancia. No lograba entender todas las palabras, pero
a esa altura ya sabía bastante bien el texto: lo había oído muchas veces, en
sueños y despierto.
Se detuvo, un niño que aún no hacía tres años había dejado los
pañales, y ahí estaba, solo para intentar decidir dónde se encontraba, dónde
podía estar. Le daba miedo, pero era un miedo que podía soportar. Ya hacía
dos meses que vivía todos los días con miedo, con un miedo que variaba
desde una inquietud sorda a un terror embrutecedor y directo. Eso se podía
soportar. Pero quería saber por que había venido Tony, por qué estaba
pronunciando quedamente su nombre en ese pasillo que no era parte de las
cosas reales ni tampoco del país de los sueños donde a veces Tony le
mostraba cosas. Por qué, dónde...
—Danny.
Muy lejos por el gigantesco pasillo, casi tan diminuta como el propio
Danny, se perfilaba una silueta oscura. Tony.
—¿Dónde estoy? —le preguntó en voz baja Danny.
—Durmiendo —respondió Tony, y en su voz había tristeza—. Estás
durmiendo en el dormitorio de tu mamá y de tu papá.
—Danny —prosiguió—, tu madre saldrá de esto malherida... muerta
quizás. Y el señor Hallorann también.
—¡No!
El grito fue de un dolor distante, de un terror que parecía sofocado
por ese melancólico entorno de sueño. Sobre él se abatieron imágenes de
muerte: un sapo muerto, aplastado sobre la carretera como un siniestro
sello; reloj de papá, roto, en lo alto de un cajón de basura para tirar; lápidas,
y debajo de cada una de ellas un muerto; un grajo inerte junto a un poste
telefónico; los restos de comida fríos que mami despegaba de los platos para
arrojarlos en la oscura boca del triturador de basuras.
Pero Danny no podía establecer una ecuación entre esos simples
símbolos y la compleja, cambiante realidad de su madre; ella satisfacía su
definición infantil de la maternidad. Había existido cuando él no existía, y
seguiría estando cuando Danny no estuviera. El chico podía aceptar la
posibilidad de su propia muerte; era algo a lo que había hecho frente desde
su encuentro en la habitación 217.
Pero la de ella no.
Ni la de papá.
Jamás.
Danny empezó a debatirse, y la oscuridad y el pasillo comenzaron a
fluctuar. La imagen de Tony se hizo quimérica, confusa.
—¡No! —le advirtió Tony—. ¡No, Danny, no hagas eso!
—¡Ella no va a morirse ella no!
—Entonces, tienes que ayudarla. Danny... ahora estás en un lugar muy
profundo de ti mismo. El lugar donde estoy yo. Yo soy una parte de ti,
Danny.
—Tú eres Tony, no eres yo. Quiero a mi mamá... quiero a mi mamá...
—Yo no te traje aquí, Danny. Tú mismo te trajiste. Porque tú sabías.
—No...
—Siempre lo has sabido —continuó Tony, mientras empezaba a
acercarse. Por primera vez, Tony empezaba a acercarse—. Ahora estás
profundamente dentro de ti mismo, en un lugar donde nada puede entrar.
Por un rato, estamos aquí solos, Danny. En un «Overlook» donde nadie
puede llegar jamás. Aquí no hay reloj que marche. No hay llave que les
venga bien, y nadie puede darles cuerda. Las puertas jamás han sido abiertas
y nadie ha entrado jamás en las habitaciones. Pero no es mucho lo que
puedes quedarte aquí, porque ya viene...
—Ya viene... —repitió Danny en un susurro aterrado, y le pareció que
esa resonancia de golpes sordos, irregulares, estaba más cerca, se oía con
más fuerza. El terror, que un momento antes era algo frío y distante, se
convirtió en una cosa inmediata. Ahora ya lograba entender las palabras,
roncas, mezquinas, articuladas en una burda imitación de la voz de su padre,
pero eso no era papá. Ahora Danny lo sabía. Sabia.
(Tú mismo te trajiste. Porque tú sabías.)
—Oh, Tony, ¿es ése mi papá? —vociferó Danny—. ¿Es mi papá el que
viene para cogerme?
Tony no respondió, pero Danny no necesitaba respuesta: sabía. Donde
estaba tenía lugar una larga mascarada de pesadilla, que se prolongaba
desde hacía años. Poco a poco una fuerza se había acrecentado,
secretamente, silenciosamente, como los intereses en una cuenta de ahorros.
Una fuerza, una presencia, una forma... todo eso no eran más que palabras,
y ninguna de ellas importaba. Eso se ponía diversas máscaras, pero todas
eran la misma. Ahora, desde alguna parte, venía hacia él. Se ocultaba tras el
rostro de papá, imitaba la voz de papá, se vestía con la ropa de papá.
Pero no era su papá.
No era su papá.
—¡Tengo que ayudarlos! —gritó.
Ahora, Tony estaba directamente frente a él, y mirarlo era como mirar
un espejo mágico que le mostrara lo que él sería dentro de diez años, los
ojos bien separados y muy oscuros, el mentón firme, la boca bellamente
modelada. El pelo era rubio claro, como el de su madre, y sin embargo los
rasgos llevaban el sello de su padre, como si Tony —como si el Daniel
Anthony Torrance que algún día llegaría a ser— fuera algo intermedio entre
padre e hijo, un fantasma o una fusión de los dos.
—Tienes que tratar de ayudarlos —asintió Tony—. Pero tu padre...
ahora está con el hotel, Danny, y es allí donde quiere estar. Y el hotel te
quiere a ti también, porque es muy voraz.
Tony pasó junto a él y empezó a perderse en las sombras.
—¡Espera! —gritó Danny—. ¿Qué puedo...?
—Ya está cerca —previno Tony, mientras seguía alejándose—. Tendrás
que escapar... esconderte . apartarte de él. Apartarte.
—¡Tony, no puedo!
—Sí, ya has empezado —le aseguró Tony—. Tú recordarás lo que
olvidó tu padre.
Desapareció.
Ya desde alguna parte, muy cerca, llegaba la voz de su padre,
fríamente zalamera:
—¿Danny? Ya puedes salir, doc. Serán unos azotes, nada más. Pórtate
como un hombre y terminaremos pronto. A ella no la necesitamos, doc. Tú y
yo estaremos bien, ¿eh? Una vez que hayamos arreglado lo de esos... azotes,
no estaremos más que tú y yo.
Danny huyó.
A sus espaldas, la furia de aquello que lo perseguía irrumpió a través
de la vacilante charada de normalidad.
—¡Ven aquí, mocoso de mierda! ¡Ahora mismo!
Por un largo pasillo, jadeando, ahogándose. Doblando una esquina.
Subiendo un tramo de escalera. Mientras corría, las paredes que habían sido
tan altas, tan remotas, empezaron a descender; la alfombra que no había
sido más que un borrón bajo sus pies le mostró de nuevo el conocido dibujo
sinuoso, entretejido en azul y negro; las puertas volvieron a tener números y
tras ellas continuó el jolgorio múltiple que no era más que uno, constante,
interminable, poblado por generaciones de huéspedes. Parecía que el aire
rielara a su alrededor, mientras los golpes del mazo contra las paredes se
repetían en mil ecos. Le parecía que estaba atravesando una delgada
membrana, útero o placenta, que separaba el sueño de
el felpudo que había fuera de la suite presidencial, en la tercera
planta; cerca de él, en un montón sangriento, yacían los cadáveres de dos
hombres vestidos con traje y corbata estrecha. Derribados por el impacto de
armas de fuego, ahora empezaron a moverse ante él, a levantarse.
Danny inspiró profundamente, a punto de gritar, pero no lo hizo.
(¡¡CARAS FALSAS!! ¡¡NO SON REALES!!)
Como fotografías viejas, se desvanecieron bajo su mirada y
desaparecieron.
Pero por debajo de él continuaba, débilmente, el golpe sordo del
mazo contra las paredes, elevándose por el hueco del ascensor y por la
escalera. La fuerza que dominaba el «Overlook», y que tenía la forma de su
padre, se paseaba ciegamente por la primera planta.
Con un débil chirrido, una puerta se abrió a sus espaldas.
Por ella salió una mujer que era una ruina, enfundada en una túnica
de seda que se desintegraba con los dedos amarillentos cubiertos de anillos
verdosos por el orín. Una multitud de avispas se le paseaba lentamente por
la cara.
—Entra —le susurró, sonriéndole con sus labios negros—. Ven, que
bailaremos un taaango...
—¡Cara falsa! —le siseó Danny—. ¡No eres real!
Ella retrocedió alarmada, y al retroceder se disipó y desapareció.
—¿Dónde estás? —gritaba aquello, pero la voz todavía no estaba más
que en su cabeza. Danny seguía oyendo que aquello que usaba como
máscara el rostro de Jack andaba por la primera planta... pero también oyó
algo más.
El zumbido de un motor que se aproximaba.
El aliento se le detuvo en la garganta, con un suspiro entrecortado.
¿No sería más que otro rostro del hotel, otra ilusión? ¿O era Dick? El chico
quería —quería desesperadamente— creer que era Dick, pero no se atrevía a
correr el riesgo.
Retrocedió por el corredor principal y después tomó por uno de los
laterales. Sus pies susurraban sobre la alfombra; las puertas cerradas lo
miraban con ceño, como le había pasado en los sueños, en las visiones, pero
ahora Danny estaba en el mundo de las cosas reales, donde el juego se
jugaba para quedarse con ello.
Dobló hacia la derecha y se detuvo; el corazón le latía sordamente en
el pecho. Una ráfaga de aire caliente le azotó los tobillos. Las cañerías de
calefacción, claro. Debía ser el día que su papá daba calefacción al ala oeste,
y
(Tú recordarás lo que olvidó tu padre.)
¿Qué era? Danny casi lo sabía. ¿Algo que podía salvarlos, a él y a su
madre? Pero Tony había dicho que tendría que hacerlo todo él solo. ¿Qué
era?
Se apoyó contra la pared, tratando desesperadamente de pensar. Era
tan difícil... con el hotel que seguía intentando metérsele en la cabeza... con
la imagen de esa forma oscura, encorvada, que blandía el mazo a izquierda y
derecha, destrozando el empapelado... haciendo volar bocanadas de polvo
de yeso.
—Ayúdame —murmuró—. Tony, ayúdame.
Y de pronto tomó conciencia de que en el hotel reinaba un silencio de
muerte. El zumbido del motor se había detenido
(no debía de haber sido real)
y los ruidos de la fiesta se habían detenido y no quedaba más que el
viento, que gemía y aullaba interminablemente.
Con un chirrido repentino, el ascensor volvió a la vida.
Estaba subiendo.
Y Danny sabía quién —qué— venía en él.
De un salto se enderezó, con los ojos desmesuradamente abiertos.
Como una garra, el pánico le oprimió el corazón. ¿Por qué lo había enviado
Tony a la tercera planta? Había caído en una trampa. Allí todas las puertas
estaban cerradas.
¡El desván!
Danny sabía que había un desván. Había subido hasta allí con papá, el
día que puso las ratoneras, aunque su padre no lo había dejado entrar, por
temor a las ratas. Tenía miedo de que lo mordieran. Pero el chico sabía que
la trampilla que conducía al desván se abría en el techo del último corredor
corto en esa ala. Allí había un palo apoyado contra la pared. Papá había
empujado la trampilla con el palo y, con un chirrido de poleas, a medida que
ésta se abría había ido descendiendo una escalera. Si pudiera llegar hasta allí
y después de subir levantar la escalera...
En algún punto del laberinto de corredores que el chico iba dejando
tras de sí, el ascensor se detuvo. Se oyó un ruido metálico al correrse la
puerta. Y después una voz, que ya no estaba en su cabeza, sino que era
terriblemente real:
—¿Danny? Danny, ven aquí un minuto, ¿quieres? Te has portado mal
y quiero que vengas y te tomes tu medicina como un hombre. ¿Danny?
¡Danny!
La obediencia estaba tan profundamente arraigada en él que llegó a
dar dos pasos, automáticamente, hacia donde lo llamaba la voz antes de
detenerse. Junto al cuerpo, los puños se le tensaron con violencia.
(¡No eres real! ¡Cara falsa! ¡Ya sé lo que eres! ¡Quítate la máscara!)
—¡Danny! —se reiteró el rugido—. ¡Ven aquí, cachorro! ¡Ven aquí y
tómatela como un hombre!
Un retumbar profundo y hueco, el del mazo al abatirse contra la
pared. Cuando la voz volvió a tronar su nombre, había cambiado de lugar:
ahora estaba más cerca. En el mundo de las cosas reales, la cacería
comenzaba.
Danny escapó. Sin hacer ruido sobre la espesa alfombra, pasó
corriendo frente a las puertas cerradas, a lo largo del sedoso papel
estampado, junto al extintor de incendios asegurado a la esquina de la
pared. Tras una breve vacilación, echó a correr por el último pasillo. Al final
no había nada más que una puerta cerrada; ya no quedaba por dónde
escapar.
Pero el palo seguía allí, todavía apoyado contra la pared, donde lo
había dejado papá.
Danny lo atrapó, lo levantó, estiró el cuello para mirar la trampilla. En
el extremo del palo había un gancho que había que ensartar en una argolla
fija en la trampilla. Y entonces...
De la trampilla pendía un candado «Yale», flamante. Era el que Jack
Torrance había colocado en el cerrojo después de instalar las ratoneras para
el caso de que a su hijo se le ocurriera algún día la idea de hacer una
exploración por allí.
Un candado. El terror lo invadió.
Tras él, aquello venía, torpemente, tambaleándose, ya a la altura de la
suite presidencial, haciendo silbar malignamente en el aire el mazo de
roque.
Danny retrocedió contra la última puerta, infranqueable, y lo esperó.
55. LO QUE FUE OLVIDADO
Wendy volvió en sí poco a poco; el agotamiento gris se disipó y fue
remplazándole el dolor: en la espalda, en la pierna, en el costado... no creyó
que sería capaz de moverse. Hasta los dedos le dolían, y en el primer
momento no sabía por qué.
(Por la hojita de afeitar, por eso.)
El pelo rubio, ahora pegoteado y enredado, le caía sobre los ojos. Se
lo apartó con la mano y sintió que las costillas rotas se le clavaban por
dentro, haciéndola gemir. Empezó a ver el campo azul y blanco del colchón,
manchado de sangre. De ella, o tal vez de Jack. En todo caso, era sangre
fresca. No había estado mucho tiempo sin conocimiento, y eso era
importante porque...
(¿Por qué?)
Porque...
Lo primero que recordó fue el zumbido, como de insecto, de un
motor. Durante un momento se quedó estúpidamente detenida en el
recuerdo y después, en una especie de picada vertiginosa y nauseabunda, su
mente retrocedió y le hizo ver todo en una sola mirada.
Hallorann. Debía de haber sido Hallorann. ¿Por qué, si no, podría
haberse ido Jack tan de improviso, sin haber terminado con... sin haber
terminado con ella?
Porque ya no le quedaba tiempo. Tenía que encontrar rápidamente a Danny y... y
hacer lo que tenía que hacer antes de que Hallorann pudiera detenerlo.
¿O tal vez ya habría sucedido?
Alcanzó a oír el chirrido del ascensor que subía por el hueco.
(No Dios por favor no la sangre la sangre todavía está fresca no
permitas que ya haya sucedido.)
De alguna manera se las arregló para ponerse de pie, ir
tambaleándose por el dormitorio y, a través de las ruinas del cuarto de estar,
hasta la destrozada puerta del apartamento. La abrió de un empujón y salió
al pasillo.
—¡Danny! —gritó, aunque el dolor en el pecho la hacía estremecer—.
¡Señor Hallorann! ¿Hay alguien ahí? ¿Hay alguien?
El ascensor, que se había puesto otra vez en movimiento, se detuvo.
Wendy oyó el choque metálico de la puerta plegable al correrse, y después le
pareció oír una voz. Tal vez hubiera sido su imaginación. El ruido del viento
era demasiado fuerte para estar segura, en realidad.
Recostándose contra la pared, se dirigió lentamente hacia la
intersección con el pasillo corto. Cuando estaba a punto de llegar allí, la dejó
helada el grito que subió por el hueco del ascensor y por el de la escalera:
—¡Danny! ¡Ven aquí, cachorro! ¡Ven aquí y tómala como un hombre!
Jack. En la segunda o en la tercera planta. Buscando a Danny.
Al llegar a la esquina, Wendy tropezó y estuvo a punto de caerse. El
aliento se le heló en la garganta. Había algo
(¿alguien?)
acurrucado contra la pared, no lejos del comienzo de la escalera.
Wendy empezó a darse más prisa, con un gesto de dolor cada vez que se
apoyaba en la pierna herida. Ya veía que era un hombre, y al acercarse más
entendió el significado del zumbido de aquel motor.
Era el señor Hallorann. Había venido, después de todo.
Cuidadosamente, Wendy se arrodilló junto a él, rogando en una
incoherente plegaria que no estuviera muerto. Le sangraba la nariz, y de la
boca le había salido un terrible coágulo de sangre. Un lado de la cara era un
solo magullón hinchado y purpúreo. Pero respiraba, a Dios gracias. Eran
bocanadas largas y difíciles que lo sacudían todo entero.
Al mirarlo con más atención, los ojos de Wendy se ensancharon. Un
brazo del chaquetón tenía un desgarrón en un costado. Tenía el pelo
manchado de sangre, y un raspón, superficial pero de mal aspecto, en la
base del cuello.
(Dios mío ¿qué es lo que le ha pasado?)
—¡Danny! —rugió desde arriba la voz, impaciente—. ¡Sal de ahí,
maldito!
No quedaba tiempo para pensarlo. Wendy sacudió a Hallorann, con la
cara contraída por el dolor de las costillas rotas, que sentía en el costado
como una masa ardiente, hinchada y magullada.
(¿Y si me desgarran el pulmón cada vez que me muevo?)
Tampoco eso había manera de evitarlo. Si Jack encontraba a Danny, lo
mataría, lo golpearía con el mazo hasta matarlo, como había intentado
hacer con ella.
Wendy sacudió a Hallorann y después empezó a darle con la mano
suavemente al lado sano de la cara.
—Despiértese, señor Hallorann. Tiene que despertarse. Por favor... por
favor...
Desde arriba, el retumbo incesante del mazo enunciaba que Jack
Torrance seguía buscando a su hijo.
Danny se quedó de espaldas contra la puerta, mirando hacia la
intersección donde los dos pasillos se cortaban en ángulo recto. El ruido
constante, irregular, retumbante del mazo contra las paredes se oía cada
vez, más. Aquello que lo perseguía aullaba, vociferaba y maldecía. Sueño y
realidad se habían unido sin fisura alguna.
Ahora apareció ante sus ojos.
En cierto sentido, lo que sintió Danny fue alivio. Eso no era su padre.
La máscara del rostro y del cuerpo, desgarrada, hecha pedazos, era una triste
parodia. Eso no era su papá, ese horror de los programas de televisión
terroríficos del sábado por la noche, con los ojos en blanco, los hombros
encorvados, la camisa empapada de sangre. No era su papá.
—Ahora, por Dios —jadeó aquello y se enjugó los labios con una
mano temblorosa—. Ahora vas a ver quién es el que manda aquí. Ya verás.
No es a ti a quien quieren, es a mí. ¡A mí, a mí!
Asestó un golpe con el destrozado mazo, ya deformado y astillado después de
innumerables impactos. El mazo fue a estrellarse contra la pared, arrancando un trozo del
papel al tiempo que levantaba una nubecilla de yeso. Aquello esbozó una horrible sonrisa.
—A ver si me sales con alguno de tus trucos ahora —farfulló—. No
nací ayer, ¿sabes? No acabo de caerme de la higuera, por Dios. Y voy a
cumplir mis deberes de padre contigo, muchachito.
—Tú no eres mi padre —declaró Danny.
Aquello se detuvo. Durante un momento pareció indeciso, como si en
realidad no estuviera seguro de quién —o qué— era. Después empezó a
andar de nuevo. El mazo descendió silbando y se estrelló contra una puerta,
que respondió con un ruido hueco.
—Eres un mentiroso —respondió—. ¿Quién soy, si no? Tengo las dos
marcas de nacimiento, el ombligo hundido y la picha, muchachito.
Pregúntale a tu madre.
—Tú eres una máscara —insistió Danny—. Una cara falsa. La única
razón que tiene el hotel para usarte es que no estás tan muerto como los
otros. Pero cuando el hotel haya terminado contigo, no quedará nada de ti.
A mí no me asustas.
—¡Pues ya te asustaré! —fue un aullido. El mazo silbó ferozmente al
descender y se estrelló sobre la alfombra, entre los pies de Danny. El chico no
retrocedió—. ¡Tú me mentiste! ¡Te conchabaste con ella! ¡Conspirasteis
contra mí! Además, ¡hiciste trampa! ¡Copiaste el examen final! —bajo las
cejas pobladas, los ojos lo miraban furiosamente con un resplandor de
lunática astucia—. Pero ya lo encontraré, también. Está por ahí en alguna
parte, en el sótano. Ya yo encontraré. Me prometieron que podía buscar
todo lo que quisiera —el mazo volvió a alzarse en el aire.
—Claro que prometen —reconoció Danny—, pero mienten.
En lo más alto de su recorrido, el mazo vaciló.
Hallorann había empezado a reaccionar, pero de pronto Wendy dejó
de darle suaves golpes en la mejilla. Hacía un momento que por el hueco del
ascensor, casi inaudibles entre el rugido del viento, habían llegado unas
palabras:
—¡Hiciste trampa! ¡Copiaste el examen final!
Venían desde algún lugar muy alejado del ala oeste. Wendy estaba
casi convencida de que estaban en la tercera planta, y de que Jack—o
aquello que había tomado posesión de Jack— había encontrado a Danny. Ni
ella ni Hallorann podían hacer nada ahora.
—Oh, doc —murmuró, y las lágrimas le velaron los ojos.
—El hijo de puta me rompió la mandíbula —masculló turbiamente
Hallorann—. Y la cabeza... —trabajosamente, se sentó.
El ojo derecho se le iba ennegreciendo rápidamente, al tiempo que la
hinchazón se lo cerraba, pero de todas maneras, Hallorann alcanzó a ver a
Wendy.
—Señora Torrance...
—Shh —lo silenció Wendy.
—¿Dónde está el niño, señora Torrance?
—En la tercera planta —respondió Wendy—. Con su padre.
—Mienten —repitió Danny. Con la rapidez relampagueante de un
meteoro, demasiado rápido para echarle mano y detenerlo, algo le había
pasado por la cabeza. No le quedaban más que algunas palabras de la idea.
(está por ahí en alguna parte en el sótano)
(tú recordarás lo que olvidó tu padre)
—No... no deberías hablarle de esa forma a tu padre —la voz era
ronca, el mazo tembló y descendió lentamente—. Sólo haces empeorar las
cosas para ti. El... el castigo. Peor.
Tambaleándose como si estuviera ebrio, aquello lo miraba con una
llorosa conmiseración que empezaba a convertirse en odio. El mazo empezó
a levantarse nuevamente.
—Tú no eres mi papá —volvió a decirle Danny—. Y si dentro de ti
queda algún pedacito de mi papá, sabe que ellos mienten. Aquí todo es una
mentira y un engaño. Como los dados cargados que mi papá me regaló la
Navidad pasada, como los paquetes de regalo que ponen en los escaparates
y que mi papá dice que no tienen nada dentro, que no hay regalos, que no
son más que las cajas vacías. Para vista, nada más, dice mi papá. Eso eres tú,
no mi papá. Eres el hotel. Y cuando consigas lo que quieras, no le darás nada
a mi papá, porque eres egoísta. Y mi papá lo sabe. Por eso tuviste que
hacerle beber Algo Malo, porque era la única manera en que podías
vencerlo, cara falsa y mentirosa.
—¡Mentiroso! ¡Mentiroso! —las palabras fueron un débil chillido y el
mazo se elevó furiosamente en el aire.
—Adelante, pégame. Pero de mí jamás conseguirás lo que quieres.
El rostro que Danny tenía ante sí cambió, sin que el chico pudiera
decir cómo; en los rasgos no hubo alteración alguna. El cuerpo se estremeció
ligeramente y después las manos ensangrentadas se aflojaron, como garras
exhaustas. El mazo cayó de ellas sobre la alfombra con un ruido sordo. Eso
fue todo, pero de pronto su papá estuvo allí, mirándolo con una angustia de
muerte, con un dolor tan grande que Danny sintió que el corazón se le
consumía dentro del pecho. Los ángulos de la boca descendieron,
temblorosos.
—Doc —dijo Jack Torrance—, huye. Escapa pronto. Y recuerda lo
mucho que te quiero.
—No —susurró Danny.
—Oh, Danny por Dios...
—No —repitió Danny, mientras tomaba una de las manos
ensangrentadas de su padre para besarla—. Todavía no ha terminado.
Con la espalda apoyada en la pared para ayudarse, Hallorann
consiguió ponerse de pie. Él y Wendy se miraban como los únicos
supervivientes de la pesadilla de un hospital bombardeado.
—Tenemos que subir —dijo Hallorann—. Tenemos que ayudarlo.
Perseguidos e impotentes, los ojos de Wendy lo miraron desde un
rostro blanco como un papel.
—Es demasiado tarde. Ahora sólo él puede ayudarse.
Pasó un minuto, dos. Tres. Entonces lo oyeron gritar, allá arriba, no
con un grito de triunfo ni de cólera, sino de un terror mortal.
—Dios santo —balbuceó Hallorann—. ¿Y ahora qué sucede?
—No lo sé —respondió Wendy.
—¿Lo habrá matado?
—No lo sé.
El ascensor empezó a moverse y después a descender, y encerrado
dentro iba algo furioso y vociferante.
Danny se quedó inmóvil. No había ningún lugar donde pudiera
escapar y donde el «Overlook» no estuviera. Lo comprendió de pronto, con
total claridad, sin dolor. Por primera vez en su vida tuvo un pensamiento de
adulto, sintió lo que siente un adulto, condensó en una dilatación penosa lo
esencial de su experiencia en ese lugar funesto:
(Mamá y papá no pueden ayudarme y estoy solo)
—Vete —dijo al extraño ensangrentado que se alzaba frente a él—.
Vamos, vete de aquí.
Aquello se dobló y al hacerlo dejó ver el mango del cuchillo que tenía
clavado en la espalda. Sus manos volvieron a cerrarse en torno de la
empuñadura del mazo de roque, pero en vez de apuntar a Danny invirtió la
dirección de éste, haciendo que el lado duro de la cabeza apuntara a su
propio rostro.
Una oleada de comprensión inundó a Danny.
Después, el mazo empezó a elevarse y a descender, destruyendo lo
último que quedaba de la imagen de Jack Torrance. Aquello que estaba con
Danny en el pasillo danzaba una polca torpe, espeluznante, marcando el
compás con el ritmo aborrecible de la cabeza del mazo que golpeaba y
volvía a golpear. La sangre empezó a salpicar el empapelado. Los
fragmentos de hueso volaban por el aire como las teclas rotas de un piano.
Imposible decir durante cuánto tiempo se prolongó aquello, pero cuando la
figura volvió a dirigirse a Danny, su padre había desaparecido para siempre.
Lo que quedaba de la cara era una mezcla extraña y cambiante de muchas
caras que se fundían imperfectamente en una. Danny reconoció a la mujer
del 217, al hombre perro, a esa cosa o muchacho hambriento que había
encontrado en el tubo de cemento.
—A quitarse las máscaras, pues —susurró aquello—. Ya no más
interrupciones.
El mazo se levantó por última vez. Un ruido como el de un reloj llenó
los oídos de Danny.
—¿Quieres decir algo más? —preguntó aquello—. ¿Estás seguro de
que no quisieras escapar? ¿O jugar al escondite, tal vez? El tiempo nos sobra,
fíjate. Tenemos una eternidad de tiempo. ¿O quieres que terminemos ya?
Para mí es lo mismo. Después de todo, nos estamos perdiendo la fiesta.
Mientras hablaba mostraba los dientes destrozados, en una mueca
voraz.
Y de pronto Danny lo supo. Supo qué era lo que su padre había
olvidado.
Una súbita expresión de triunfo se extendió por el rostro del chico; al
verlo, aquello titubeó, sin entender.
—¡La caldera! —gritó Danny—. ¡Desde esta mañana, nadie le ha
bajado la presión! ¡Está subiendo y va a estallar!
Por los rasgos destrozados, grotescos de la cosa que había frente a él
pasó una expresión de terror grotesco, de incipiente comprensión. El mazo
rodó de las manos contraídas, rebotando inofensivamente sobre la alfombra
azul y negra.
—¡La caldera! —gimió aquello—. ¡Oh, no! ¡Es imposible permitirlo!
¡No, de ningún modo! ¡Cachorro maldito! ¡De ningún modo! ¡Oh, oh, oh...!
—¡Pues así es! —volvió a gritarle Danny, desafiante, mostrando al
mismo tiempo los puños cerrados a la ruina que tenía delante—. ¡En
cualquier momento! ¡La caldera, papá se olvidó de la caldera! ¡Y tú también
te olvidaste!
—Oh, no, no, eso no puede ser, muchacho maldito, no puede ser, no
debe, ya verás cómo te hago tomar tu medicina, hasta la última gota, oh no,
no...
Repentinamente giró sus talones y empezó a alejarse torpemente.
Durante un momento, incierta y vacilante, su sombra cayó sobre la pared.
Después aquello desapareció, dejando tras de sí un cortejo de gritos, como
ajados gallardetes de una fiesta.
Casi inmediatamente, el ascensor se puso en marcha.
De pronto como una aureola gloriosa y deslumbrante
( i el señor Hallorann dick para mis amigos juntos vivos están vivos hay
que salir de aquí esto va a volar va a volar hasta el cielo)
el esplendor lo anegó. Al echar a correr tropezó con el mazo de
roque, destrozado, ensangrentado, sin advertirlo siquiera.
Llorando, corrió hacia la escalera.
Tenían que escapar.
56. LA EXPLOSIÓN
Hallorann jamás pudo reconstruir con certeza el desarrollo de las cosas
que siguieron. Recordaba que, en su descenso, el ascensor había pasado
junto a ellos sin detenerse, y que algo iba dentro. Pero Hallorann no hizo
intento alguno de mirar por la ventanilla en forma de rombo, porque lo que
iba dentro, no parecía humano. Un momento más tarde se oyeron pasos que
descendían corriendo la escalera. Primero, Wendy Torrance retrocedió,
buscando refugio en él; después echó a correr, tambaleándose, por el
corredor principal hasta llegar a la escalera, con toda la rapidez que podía.
—¡Danny, Danny! ¡Oh, gracias a Dios! ¡Gracias a Dios!
Lo arrebató en un abrazo, con un gemido en que se volcaba tanto el
júbilo como el dolor.
(Danny.)
Desde los brazos de su madre, Danny lo miró, y Hallorann advirtió
cuánto había cambiado el chico. Tenía la cara pálida y acosada, oscuros e
insondables los ojos. Daba la impresión de haber perdido peso. Al mirar
ahora a los dos juntos, Hallorann pensó que era la madre la que parecía más
joven, pese al terrible castigo que había sufrido.
(Dick... tenemos que... escapar... esto está a punto de...)
Imagen del «Overlook». Lenguas de fuego que se elevaban del tejado.
Lluvia de ladrillos sobre la nieve. Repique de alarmas de incendio... aunque
ningún coche de bomberos sería capaz de llegar hasta esos parajes hasta
fines de marzo. Pero lo que más intensamente se transmitía en el mensaje
del chico era una urgencia apremiante, la sensación de que aquello iba a
suceder en cualquier momento.
—Está bien —asintió Hallorann, y empezó a acercarse a ellos, al
principio con la sensación de estar nadando en aguas profundas. Su sentido
del equilibrio estaba alterado y no podía enfocar bien el ojo derecho. Desde
la mandíbula le irradiaban punzadas de un dolor palpitante que se le
extendía hasta la sien y bajaba por el cuello, y tenía la sensación de la mejilla
como algo del tamaño de una col. Pero el apremio del chico había
conseguido ponerlo en movimiento e hizo que todo le resultara más fácil.
—¿Qué está bien? —preguntó Wendy, mirando alternativamente a
Hallorann y a su hijo—. ¿Qué quiere decir con eso de que está bien?
—Que tenemos que irnos —explicó Hallorann.
—Pero yo no estoy vestida... mi ropa...
Como una flecha Danny se le escapó de los brazos y se fue corriendo
por el pasillo. Wendy lo siguió con la vista y cuando el chico desapareció tras
la esquina, se volvió a Hallorann.
—¿Qué hacemos si vuelve?
—¿Su marido?
—Ése no es Jack —murmuró Wendy—. Jack ha muerto... este lugar lo
mató. Este lugar maldito —con el puño golpeó la pared, y el dolor de las
cortaduras de los dedos la hizo gemir—. Es la caldera, ¿no es verdad?
—Sí, señora. Danny dice que va a estallar.
—Bueno —en su voz había una determinación mortal—. No sé si
puedo volver a bajar esa escalera. Las costillas... él me rompió las costillas, y
algo en la espalda, y me hace daño.
—Sí que podrá —le aseguró Hallorann—. Todos podremos.
De pronto, se acordó de los animales del seto y se preguntó qué
harían en caso de que siguieran allí, en la entrada, montando guardia.
En ese momento volvía Danny, con las botas, el abrigo y los guantes
de Wendy, y también con sus guantes y su chaquetón.
—Danny, tus botas —le advirtió Wendy.
—Es demasiado tarde —exclamó el chico, que los miraba con
expresión de desesperada angustia. Cuando clavó los ojos en Dick, en la
mente de éste se pintó de repente la imagen de un reloj bajo un fanal de
cristal: el reloj del salón de baile, que un diplomático suizo había donado al
hotel en 1949. Las manecillas del reloj marcaban que faltaba un minuto para
medianoche.
—Oh, Dios mío —gimió Hallorann—. Ay, Dios santo.
Rodeó con un brazo a Wendy y la levantó, mientras con el otro alzaba
a Danny, y echó a correr hacia la escalera.
Wendy gritó, dolorida, al sentir la presión sobre las costillas, al sentir
una punzada de dolor en la espalda, pero Hallorann no se detuvo. Con los
dos en sus brazos, se lanzó escaleras abajo. Un ojo desesperadamente
abierto, el otro reducido a una rendija por la hinchazón, parecía un pirata
tuerto que huye con los rehenes por los que más tarde ha de pedir rescate.
Inesperadamente, el esplendor le hizo comprender qué era lo que
había querido decir Danny al declarar que era demasiado tarde. Percibió
nítidamente la explosión a punto de desencadenarse desde las
profundidades del sótano para desgarrar las entrañas de ese lugar de
espanto.
Y corrió más de prisa, precipitándose a través del vestíbulo hacia las
dobles puertas.
A toda prisa aquello atravesó el sótano y entró en el débil resplandor
amarillento que irradiaba la única luz del cuarto donde ardía el horno. Iba
sollozando de terror. Había estado tan, tan próximo a adueñarse del
muchacho y de su fantástico poder. Imposible perderlo ahora, eso no debía
suceder. Primero bajaría la presión de la caldera, y después le aplicaría un
correctivo al chico. Con severidad.
—¡No debe suceder! —gemía—. ¡Oh, no, eso no debe suceder!
A tropezones llegó hasta la caldera; de la larga masa tubular emanaba
un sombrío resplandor rojizo. Como un monstruoso órgano de vapor, se
estremecía, crujía y dejaba escapar en cien direcciones columnas y nubecillas
de vapor. La aguja del manómetro estaba en el extremo mismo del dial.
—¡No, imposible permitirlo! —vociferó el vigilante/director.
Apoyó sobre la válvula las manos de Jack Torrance, sin preocuparse
por el olor de carne quemada ni por el dolor, dejando que el volante al rojo
se le hundiera despiadadamente en las palmas.
El volante cedió y, con un alarido de triunfo, aquello lo hizo girar
hasta abrir completamente la válvula. Un rugido gigantesco de vapor que se
escapa brotó de las profundidades de la caldera, como el bramido conjunto
de una docena de dragones. Pero antes de que el vapor tornara invisible la
aguja del manómetro, ya se advertía claramente que esta había empezado a
retroceder.
—¡GANÉ! —aulló aquello mientras prorrumpía en obscenas piruetas
en medio de la ardiente niebla que iba en aumento, elevando por encima de
la cabeza las manos llameantes—. ¡NO ES DEMASIADO TARDE! ¡NO ES
DEMASIADO TARDE! ¡NO...!
Las palabras se disiparon en un alarido de triunfo, y el alarido se
perdió, devorado por el estruendo ensordecedor de la explosión de la
caldera del «Overlook».
Hallorann irrumpió a través de las dobles puertas y empezó a
atravesar con su carga la trinchera excavada en el gran ventisquero de la
terraza. Vio con toda claridad, con más claridad que antes, los animales del
seto, y en el momento mismo en que comprendía que sus peores temores se
habían realizado y que los monstruos se interponían entre el porche y el
vehículo para la nieve, el hotel estalló. Aunque más tarde comprendió que
en realidad no podía haber sido así, en ese momento tuvo la impresión de
que todo sucedía simultáneamente.
Hubo una explosión sorda, un ruido que parecía la prolongación de
una sola nota grave que lo invadiera todo
(BUUUMMMM)
y después, a espaldas de ellos, una ráfaga de aire caliente que avanzaba,
empujándolos con suavidad. Esa masa de aire arrojó de la terraza a los tres, y mientras
volaban por el aire, una idea confusa
(así es como se sentiría supermán)
pasó rápidamente por la mente de Hallorann. Su carga se le escapó de
los brazos y sintió que aterrizaba blandamente sobre la nieve. La sintió,
fresca, bajo la camisa y metiéndose en la nariz, y tuvo la vaga sensación de
algo grato y calmante sobre la mejilla herida.
Después, sin pensar por el momento en los animales del seto, ni en
Wendy Torrance, ni siquiera en el chico, se dio la vuelta lentamente hasta
quedar boca arriba, para ver la muerte del «Overlook».
Las ventanas del hotel se hicieron pedazos. En el salón de baile, el
fanal de cristal que cubría el reloj sobre la chimenea se partió en dos
pedazos y cayó al suelo. El reloj interrumpió su tictac: las ruedecillas y los
engranajes y la rueda catalina se quedaron inmóviles. Se produjo un susurro
grave y suspirante y una gran bocanada de polvo. En la habitación 217 la
bañera se partió repentinamente en dos y dejó escapar un poco de agua,
verdusca y hedionda. En la suite presidencial el empapelado estalló en una
súbita llamarada. Las puertas de vaivén del Salón Colorado saltaron
bruscamente de sus goznes y cayeron en el piso del comedor. Más allá del
arco del sótano, las enormes pilas y montones de papeles viejos se
convirtieron en otras tantas antorchas sibilantes, que no conseguía sofocar el
agua hirviendo de la caldera al derramarse sobre ellas. Como las hojas de
otoño que van quemándose bajo un avispero, fueron ennegreciéndose y
retorciéndose. Al estallar, el horno destrozó las vigas del techo del sótano,
que se desplomaron como el esqueleto de un dinosaurio. Ya sin nada que lo
obstruyera, el conducto de gas que había servido para alimentar el horno se
elevó en un bramante pilar de fuego a través del abierto piso del vestíbulo.
Los alfombrados de las escaleras estallaron en llamas que subían a la carrera
hacia la primera planta, como para proclamar la terrible buena nueva. Las
explosiones lo iban destrozando todo como una descarga cerrada. La
lámpara del comedor, un globo de cristal de ochenta kilos de peso, se
desplomó con un tremendo estrépito, derribando mesas por todas partes. De
las cinco chimeneas del «Overlook», enormes llamaradas se elevaban hacia el
cielo.
(¡No! ¡No debe ser! ¡No debe ser, NO DEBE!) gritaba aquello y seguía
gritando, pero ahora sin voz porque no era más que un pánico vociferante
de condenación y espanto en sus propios oídos, algo que se disuelve, que
pierde el pensamiento y la voluntad, la telaraña que se deshace, búsqueda a
tientas, sin resultado, una salida, apertura, escapatoria, asomarse al vacío, a
la inexistencia, desmoronarse. La fiesta había terminado.
57. LA SALIDA
El rugido de la explosión sacudió toda la fachada del hotel. Un vómito
de vidrios rotos se derramó sobre la nieve y quedó allí destellando como
diamantes tallados. El perro del seto, que en ese momento se aproximaba a
Danny y a su madre, retrocedió, aplastando las verdes orejas, con el rabo
entre las patas y encogiéndose abyectamente contra el suelo. Mentalmente,
Hallorann lo oyó gañir aterrorizado, y en su cabeza se mezclaron al gemido
del perro los rugidos de terror y desconcierto de los leones. Con esfuerzo, se
puso de pie para ir en ayuda de los otros dos, y mientras lo hacía vio algo
que le pareció más de pesadilla que todo lo demás: el conejo del seto,
todavía cubierto de nieve, se lanzaba desesperadamente contra el enrejado
de seguridad que separaba la zona infantil de la carretera, y la malla de
acero resonaba, tintineante, con una especie de música de pesadilla como la
de una cítara espectral. Desde donde estaba, Hallorann alcanzaba a oír el
ruido de las ramas y ramitas tupidamente entretejidas que formaban el
cuerpo, al quebrarse con los golpes como si fueran huesos.
—¡Dick! ¡Dick! —gritó Danny, que intentaba ayudar a su madre para
que Wendy pudiera subir al vehículo para la nieve. Las ropas que el chico
había conseguido rescatar del hotel para ellos dos estaban dispersas sobre la
nieve, tal como habían caído. De pronto, Hallorann cayó en la cuenta de que
Wendy apenas si tenía puesta su ropa de dormir, Danny no tenía suficiente
abrigo, y la temperatura debía estar en los doce grados bajo cero.
(dios mío si esta mujer está descalza)
Trabajosamente volvió atrás sobre la nieve para recoger el abrigo de
ella, sus botas, el chaquetón de Danny, los guantes que pudo. Después volvió
a la carrera hacia ellos, hundiéndose a veces hasta la cadera en la nieve, para
volver a salir con fatigoso esfuerzo.
Wendy estaba horriblemente pálida, con un costado del cuello
cubierto de sangre proveniente del lóbulo de la oreja herida; la sangre
empezaba a congelársele.
—No puedo —balbuceó, ya casi inconsciente—. No... no puedo. Lo
siento.
Danny miró a Hallorann con ojos suplicantes.
—Ya saldremos de ésta —le aseguró Hallorann, y volvió a alzar a
Wendy—. Vamos.
Como pudieron, los tres llegaron hasta donde se había atascado el
vehículo para la nieve. Hallorann dejó a Wendy en el asiento del
acompañante y la abrigó con su ropa. Le levantó los pies, que estaban ya
muy fríos, pero no mostraban síntomas de congelamiento, y se los frotó
enérgicamente con el chaquetón de Danny antes de ponerle las botas. El
rostro de Wendy tenía una palidez de alabastro y sus ojos, medio cerrados,
tenían una clara expresión de aturdimiento, pero cuando la joven empezó a
estremecerse, Hallorann pensó que eso era buena señal.
Tras ellos, una serie de tres explosiones sacudió el hotel. Las llamas
iluminaron la nieve con un resplandor anaranjado.
Con la boca casi apoyada en el oído de Hallorann, Danny le gritó algo.
—¿Qué?
—Digo si necesitas eso.
El chico señalaba la lata de gasolina, a medias hundida en la nieve.
—Sí, creo que sí.
Hallorann la levantó y la sacudió. Aunque no pudiera decir cuánta,
todavía le quedaba gasolina. Volvió a asegurarla en la parte de atrás del
vehículo, tras varios intentos inútiles, ya que los dedos se le estaban
entumeciendo. Sólo en ese momento se dio cuenta de que había perdido los
mitones de Howard Cottrell.
(si salgo de ésta ya me ocuparé de que mi hermana te teja una docena
de pares, howie)
—¡Vamos! —gritó, dirigiéndose al chico.
Danny titubeó.
—¡Nos vamos a helar!
—Primero pasaremos por el cobertizo. Allí encontraremos mantas... o
algo parecido. ¡Ponte detrás de tu madre!
Danny subió al vehículo y Hallorann volvió la cabeza para asegurarse
de que Wendy lo oyera.
—¡Señora Torrance! ¡Cójase a mí! ¿Me entiende? ¡Con todas sus
fuerzas!
Wendy lo rodeó con los brazos y apoyó la mejilla contra la espalda de
Hallorann. Éste puso en marcha el vehículo, haciendo girar con delicadeza el
acelerador para que arrancara sin sacudidas. Wendy apenas si tenía fuerzas
para aferrarse a él, y si resbalaba hacia atrás, arrastraría con su peso a su
hijo.
Cuando se pusieron en movimiento, Hallorann hizo describir un
círculo al vehículo, para después dirigirse hacia el Oeste, en un sentido
paralelo al del hotel, y finalmente acercarse más a éste para llegar al
cobertizo de las herramientas.
Durante un momento vieron con toda claridad el vestíbulo del
«Overlook». La llama de gas que se elevaba a través del suelo destrozado
parecía una gigantesca vela de cumpleaños, de un orgulloso amarillo en el
centro y azul en los bordes oscilantes. En ese momento daba la impresión de
que no hiciera más que iluminar, sin destruir. Alcanzaron a ver el mostrador
de recepción con la campanilla de plata, las calcomanías de las tarjetas de
crédito, la antigua caja registradora, las alfombras, las sillas de respaldo alto,
los escabeles tapizados en tela de crin. Danny pudo distinguir el pequeño
sofá junto a la chimenea, donde habían estado sentadas las tres monjas el
día que ellos llegaron... el día del cierre. Pero el cierre, en realidad, era
ahora.
Después, el ventisquero de la terraza no les dejó seguir viendo. Un
momento después iban bordeando el lado oeste del hotel. Todavía había luz
suficiente como para ver sin el faro delantero del vehículo para la nieve. Las
dos plantas de arriba estaban en llamas, que se asomaban por las ventanas
como ardientes gallardetes. La resplandeciente pintura blanca había
empezando a ennegrecerse y descascararse. Los postigos que cerraban la
ventana panorámica de la suite presidencial —los que Jack había asegurado
escrupulosamente, ateniéndose a las instrucciones recibidas a mediados de
octubre— pendían ahora como flameantes despojos, dejando al descubierto
la profunda y desgarrada oscuridad de la habitación, como si fuera una boca
desdentada que se abre en una última mueca, mortal y silenciosa.
Como Wendy había apoyado la cara contra la espalda de Hallorann
para protegerse del viento, y a su vez Danny escondía la cara en la espalda
de su madre, Hallorann fue el único que vio el final, aunque nunca habló de
él. Le pareció ver que por la ventana de la suite presidencial salía una
enorme forma oscura que por un momento oscureció la extensión de nieve
que se dilataba detrás del hotel. Al principio asumió la forma de un pulpo,
enorme y obsceno, y después pareció que el viento se apoderara de ella para
desgarrarla y hacerla pedazos como papel viejo. Se fragmentó, quedó
atrapada en un remolino de humo y un momento después había
desaparecido tan completamente como si no hubiera existido nunca. Pero en
esos segundos en que se arremolinaba sombríamente en una danza que
parecía de negativos de puntos de luz, Hallorann recordó algo de cuando
era niño... de hacía cincuenta años, más tal vez. Él y su hermano habían
encontrado un enorme avispero en la parte norte de su granja, metido en un
hueco entre la tierra y el tronco de un viejo árbol abatido por el rayo. Su
hermano llevaba, metido en la cinta del sombrero, un gran buscapiés que
había guardado desde los festejos del cuatro de julio. Lo había encendido, lo
había arrojado contra el avispero, y cuando estalló con gran estrépito, del
nido destrozado se elevó un murmullo, un zumbido colérico que iba en
aumento, casi como un alarido bajo y ronco. Los dos chicos habían escapado
como si los demonios les pisaran los talones. Y en cierto modo, suponía
Hallorann, debían haber sido demonios. Aquel día, al mirar por encima del
hombro, como estaba haciendo ahora, había visto una gran nube oscura de
insectos que se elevaban en el aire caliente, describiendo círculos juntos para
después apartarse, en busca del enemigo que había hecho tal cosa con el
hogar común, para poder, como una sola inteligencia grupal que eran,
atacarlo a aguijonazos hasta darle muerte.
Después, eso que había en el cielo desapareció y tal vez no hubiera
sido más que humo o un gran trozo de empapelado humeante que salió por
la ventana, y no quedó más que el «Overlook»: una pira restallante en la
rugiente garganta de la noche.
Aunque en su llavero tenía una llave para el candado del cobertizo,
Hallorann vio que no tendría necesidad de usarla. La puerta estaba
entornada, con el candado, abierto, pendiente del cerrojo.
—Yo no puedo entrar ahí —susurró Danny.
—De acuerdo. Quédate con tu madre. Allí solía haber una pila de
viejas mantas para equitación, que probablemente estén todas apolilladas,
pero siempre será mejor eso que morir congelados. Señora Torrance, ¿sigue
usted estando con nosotros?
—No sé, creo que sí —respondió débilmente la voz de Wendy.
—Bueno. En un segundo vuelvo.
—Vuelve lo más pronto que puedas, por favor —le pidió Danny.
Hallorann hizo un gesto afirmativo. Había enfocado sobre la puerta el
haz de luz del vehículo, y avanzó trabajosamente entre la nieve, arrojando
ante sí una larga sombra. Abrió del todo la puerta del cobertizo y entró. Las
mantas seguían en el mismo rincón, junto al juego de roque. Levantó cuatro
mantas —que olían a humedad y a viejo, y con las cuales las polillas
indudablemente se habían dado un buen banquete— y de pronto se detuvo.
Faltaba uno de los mazos de roque.
(¿Habrá sido con eso con lo que me golpeó?)
Bueno, ¿acaso tenía alguna importancia con qué lo hubieran
golpeado? De todas maneras, sus dedos subieron hasta el costado de la cara
y empezaron a tantear la hinchazón. Seiscientos dólares le había pagado al
dentista por ese trabajo, deshecho ahora de un solo golpe. Y después de
todo
(tal vez no me golpeó con uno de éstos. Tal vez uno se perdió, o lo
robaron. O se lo llevaron de recuerdo. Después de todo)
en realidad no importaba. Nadie iba a andar por ahí jugando al roque
el verano próximo... ni en ningún otro, hasta donde se podía prever.
No, en realidad no importaba, pero de todas maneras el hecho de
estar mirando el juego de mazos entre los cuales faltaba uno ejercía sobre él
una especie de fascinación. Hallorann se encontró pensando en el ruido
sordo de la cabeza de madera del mazo al golpear la bola de madera. Un
ruido con gratas resonancias de verano. Como mirar la bola cuando iba
saltando sobre la
(sangre, hueso)
grava. Algo que evocaba imágenes de
(sangre, hueso)
té helado, columpios y mecedoras, señoras con amplios sombreros de
paja, el zumbido de los mosquitos y
(los niñitos rebeldes que no se atienen a las reglas del juego)
Todas esas cosas. Seguro. Bonito juego. Ya no tan de moda, ahora,
pero... bonito.
—¿Dick? —la voz sonaba débil, asustada y, le pareció a Hallorann,
francamente desagradable—. ¿Estás bien, Dick? Date prisa. ¡Por favor!
(«Vamos date prisa negro que los señores te llaman.»)
La mano se le cerró sobre el mango de uno de los mazos, y Hallorann
sintió que la sensación era grata.
(Porque te quiero te aporreo.)
En la vacilante oscuridad interrumpida solamente por el fuego, los
ojos se le pusieron en blanco. En realidad, sería hacerles un favor a los dos.
Ella estaba malherida... dolorida... y casi todo eso.
(todo eso)
era culpa del maldito chiquillo. Seguro. Si era él quien había dejado a
su padre allá dentro, que se quemara. Cuando uno lo pensaba, era poco
menos que un asesinato. Parricidio, le llamaban a eso. Una bajeza, vamos.
—¿Señor Hallorann? —ahora era la voz de la mujer, baja, débil,
quejosa. A Hallorann no le gustó nada.
—¡Dick! —el chico prorrumpió en un sollozo aterrorizado.
Hallorann sacó el mazo de su soporte y se volvió hacia el torrente de
luz blanca que vertía el faro del vehículo. Con incertidumbre, sus pies se
movieron sobre las tablas del piso del cobertizo, como los pies de un juguete
mecánico al que alguien ha dado cuerda y puesto en movimiento.
Repentinamente se detuvo, miró sin comprender el mazo que tenía en
las manos y se preguntó con creciente horror qué era lo que había estado
pensando hacer. ¿Asesinar? ¿Había estado pensando en asesinar?
Durante un momento fue como si una voz colérica, débilmente
jactanciosa, le llenara la cabeza:
(¡Hazlo! ¡Hazlo negro flojo y sin pelotas! ¡Mátalos! ¡MÁTALOS A LOS
DOS!)
Con un grito ahogado, aterrorizado, Hallorann arrojó lejos de sí el
mazo de roque, que cayó ruidosamente en el rincón donde habían estado las
mantas, con una de las dos cabezas apuntada hacia él como en una
invitación inexpresable.
Huyó.
Danny estaba sentado en el asiento del vehículo para la nieve y
Wendy se abrazaba débilmente a él. El chico tenía la cara brillante de
lágrimas y se estremecía como si tuviera fiebre.
—¿Dónde estabas? —le preguntó, castañeteando los dientes—.
¡Estábamos asustados!
—Es que este lugar es como para asustarse —respondió lentamente
Hallorann—. Y aunque se queme hasta los cimientos, a mí no conseguirán
jamás hacerme acercar a doscientos kilómetros de aquí. Tome, señora
Torrance, envuélvase usted con esto, que la abrigará. Y tú también Danny.
Póntelo, que parecerás un árabe.
Con dos de las mantas envolvió a Wendy, acomodándole una de ellas
para formar una capucha que le cubriera la cabeza, y ayudó a Danny a
envolverse en la suya de modo que no se le cayera.
—Ahora, a sosteneros con toda la fuerza que podáis —les dijo—. Nos
espera un largo viaje, la peor parte ya la hemos dejado atrás.
Dio la vuelta alrededor del cobertizo y después volvió con el vehículo
por donde había venido, rodeando el hotel. El «Overlook» parecía ahora una
antorcha que se elevara hasta el cielo. En las paredes se habían abierto
grandes agujeros, y el interior era un infierno al rojo vivo alzándose y
amortiguándose. Por los canalones retorcidos, la nieve derretida se vertía en
humeantes cascadas.
Al atravesar el jardín de la entrada, tenían el camino bien iluminado
por el resplandor escarlata que bañaba las dunas de nieve.
—¡Mira! —grito Danny mientras Hallorann disminuía la marcha para
atravesar el portón de entrada, señalando hacia la zona infantil.
Los animales del seto estaban todos en sus posiciones originarias, pero
desnudos, ennegrecidos, chamuscados. Las ramas muertas eran una densa
red que se entrelazaba bajo el resplandor del fuego, las hojas estaban caídas
a su alrededor sobre la nieve.
—¡Están muertos! —había una nota histérica en el grito triunfal de
Danny—. ¡Muertos! ¡Están muertos!
—Shh —lo tranquilizó Wendy—. Está bien, tesoro. Está bien.
—Bueno, doc, vamos a buscar algún lugar abrigado —anuncio Hallorann—. ¿Estás
dispuesto?
—Si —susurro Danny—. Hace tanto tiempo que lo estaba...
Hallorann volvió a atravesar la angosta brecha entre el portón y el
poste, y un momento después estaban en el camino, de regreso a
Sidewinder. El ruido del motor del vehículo para la nieve se estabilizó hasta
perderse en el incesante rugido del viento, que sonaba entre las ramas
desnudas de los animales del seto con un gemido bajo, palpitante, desolado.
El fuego se alzaba y se amortiguaba alternativamente. Un rato después de
que hubiera dejado de oírse el zumbido del motor del vehículo, el tejado del
«Overlook» se desplomó: primero el del ala oeste, después el del ala este,
segundos más tarde la parte central. Una enorme espiral de chispas y
despojos en llamas se elevó en la vociferante noche invernal.
Arrastrado por el viento, un tizón en llamas fue a meterse por la
puerta abierta del cobertizo de las herramientas.
Un rato después, el cobertizo también empezó a arder.
Estaban todavía a más de treinta kilómetros de Sidewinder cuando
Hallorann se detuvo para echar el resto de la gasolina en el depósito del
vehículo. Se sentía muy preocupado por Wendy Torrance, que parecía cada
vez más a punto de írseles. Y todavía faltaba un largo trecho por recorrer.
—¡Dick! —gritó Danny, que se había erguido en el asiento, señalando
hacia adelante—. ¡Dick mira! ¡Mira allá!
Había dejado de nevar, y una luna como una moneda de plata se
asomaba a espiar entre las nubes deshilachadas. Por el camino, muy hacia
abajo, pero viniendo hacia ellos, subiendo la larga serie de curvas en forma
de S, venía una perlada hilera de luces. El viento se acalló durante un
momento, y Hallorann distinguió el zumbido lejano de los motores de varios
vehículos para la nieve.
Hallorann, Danny y Wendy se encontraron con ellos quince minutos
más tarde. Les traían ropa de abrigo, brandy y al doctor Edmonds.
La larga oscuridad había terminado.
58. EPÍLOGO / VERANO
Tras revisar las ensaladas que había preparado su ayudante y probar
las judías condimentadas que servirían esa semana entre los aperitivos,
Hallorann se desató el delantal, lo colgó en su percha y salió por la puerta
trasera. Le quedaban unos cuarenta y cinco minutos hasta el momento de
ocuparse seriamente de la cena.
El lugar se llamaba la «Posada de la Flecha Roja» y era un rincón
perdido en las montañas del oeste de Maine, a unos cincuenta kilómetros
del pueblo de Rangely. En opinión de Hallorann, una buena solución.
El trabajo no era demasiado pesado, las propinas eran buenas y hasta
ese momento nadie le había devuelto ni una sola comida. Lo cual no estaba
nada mal, teniendo en cuenta que la temporada ya andaba por la mitad.
Lentamente recorrió el tramo entre el bar del exterior y la piscina
(aunque él jamás entendería cómo podía nadie querer una piscina cuando
tenían el lago tan a mano), atravesó un tramo de césped donde un grupo de
cuatro personas jugaban al croquet entre grandes risas, y rebasó una
pequeña elevación. Tras ella empezaban los pinos y entre ellos el viento
suspiraba agradablemente, impregnado de un aroma de abetos y resina.
Al otro lado, discretamente distribuidas entre los árboles había varias
cabañas con vistas sobre el lago. La última era la más bonita, y en el mes de
abril —cuando había conseguido esa ganga—, Hallorann la había reservado
para dos amigos suyos.
La mujer estaba sentada en el porche, en una mecedora, con un libro entre las
manos. Hallorann fue hacia ella.
La causa era en parte esa forma de sentarse rígida, formal casi, a pesar
de lo informal del ambiente... pero claro, eso se debía al corsé de escayola.
Además de las tres costillas rotas y algunas lesiones internas, la mujer tenia
una vértebra partida. Ésa era la lesión más lenta de curar y por la que seguía
con la escayola... que le imponía a su vez tal postura. Pero el cambio era más
profundo. Parecía mayor y su rostro había perdido en parte la expresión
riente. Ahora, al verla sentada leyendo su libro, Hallorann advirtió una
especie de grave belleza que había echado de menos en ella el primer día
que la conoció, hacía ya nueve meses. Entonces había visto, sobre todo, una
muchacha; ahora era una mujer, un ser humano a quien había llevado por
fuerza al lado oscuro de la luna y que al volver había podido ¡untar otra vez
sus trozos. Pero, pensaba, esos trozos jamás volverían a ensamblar
exactamente de la misma manera. Nunca en la vida.
Al oír sus pasos, levantó la cabeza y cerró el libro.
—¡Hola, Dick! —hizo ademán de levantarse y una expresión de dolor
le atravesó fugazmente la cara.
—No, nada de levantarse —la detuvo él—. Yo no ando con
ceremonias, a no ser con corbata blanca y frac.
Ella le sonrió mientras él subía los escalones para ir a sentarse junto a
ella en el porche.
—¿Qué tal van las cosas?
—Bastante bien —reconoció Hallorann—. Esta noche no deje de
probar los camarones a la criolla. Le gustarán.
—Trato hecho.
—¿Dónde está Danny?
—Por ahí abajo.
Al mirar hacia donde ella señalaba, Hallorann vio una figurita sentada
en el extremo del muelle. Danny llevaba los tejanos arremangados hasta las
rodillas y una camisa a rayas rojas. Sobre las aguas tranquilas del lago
flotaba una boya. De vez en cuando, el chico recogía el hilo para examinar la
plomada y el anzuelo, y después volvía a arrojarlos al agua.
—Está poniéndose moreno —comentó Hallorann.
—Sí, muy moreno —Wendy lo miró con afecto.
Él sacó un cigarrillo, le dio unos golpecitos y después lo encendió. El
humo se fue deshilachando perezosamente en la tarde soleada.
—¿Qué hay con esos sueños que venía teniendo?
—Eso va mejor —explicó Wendy—. Sólo uno esta semana. Al principio
solían ser todas las noches, y a veces dos o tres por noche. Las explosiones,
los setos. Y sobre todo... bueno, usted lo sabe.
—Sí. Al final se pondrá bien, Wendy.
Ella lo miró.
—¿Sí? Lo dudo.
Hallorann afirmó con un gesto.
—Tanto usted como él están de vuelta. Posiblemente algo diferentes,
pero bien. Ninguno de los dos es lo que era, pero eso no es necesariamente
malo.
Durante un rato permanecieron en silencio; Wendy hacía oscilar
suavemente la mecedora y Hallorann, con los pies apoyados en la barandilla
del porche, fumaba. Se levantó una leve brisa, que abría su camino secreto
entre los pinos pero sin alborotar apenas el pelo de Wendy. Ella se lo había
dejado muy corto.
—He decidido aceptar el ofrecimiento de Al... del señor Shockley —
dijo ella.
Hallorann asintió con la cabeza.
—El trabajo parece bueno. Y además, algo que podría interesarle.
¿Cuándo empieza?
—El primer martes de setiembre, inmediatamente después del Día del
Trabajo. Cuando Danny y yo salgamos de aquí, nos iremos directamente a
Maryland a buscar vivienda. Fíjese que, en realidad, lo que me convenció fue
ese folleto de la Cámara de Comercio. Parece una agradable ciudad para que
crezca allí un chico. Y me gustaría estar ya trabajando antes de haber tenido
que recurrir demasiado al dinero del seguro que nos dejó Jack. Todavía hay
una reserva de más de cuarenta mil dólares. Es suficiente para enviar a
Danny a la Universidad y para que nos quede todavía algo con lo que pueda
empezar a trabajar, si es que lo invertimos bien.
Hallorann volvió a hacer un gesto afirmativo.
—¿Y su madre? —preguntó después. Wendy lo miró y le sonrió,
débilmente.
—Creo que Maryland ya es bastante lejos.
—No se olvidará usted de los viejos amigos, me imagino.
—¿Y Danny? Vaya usted a verlo, que se ha pasado todo el día
esperándolo.
—Pues yo también —Hallorann se levantó y se estiró el uniforme
blanco de cocinero—. Ya verá usted cómo los dos quedan perfectamente —
repitió—. ¿No lo siente usted, acaso?
La joven levantó los ojos hacia él; esta vez, su sonrisa era más cálida.
—Sí —admitió; después le tomó una mano y se la besó—. A veces creo
que sí.
—Los camarones a la criolla —le recordó Hallorann mientras
empezaba a bajar los escalones—. No se olvide.
—No, no.
Descendió lentamente por la senda de grava que conducía al muelle y
después corrió hasta el final las tablas pulidas por la intemperie, hasta llegar
hasta donde estaba sentado Danny, con los pies sumergidos en el agua
transparente. Más a lo lejos, el lago se extendía reflejando los pinos a lo
largo de su margen. Allí, donde estaban, el terreno era montañoso, pero
eran montañas viejas, suavizadas y domesticadas por el paso del tiempo. A
Hallorann le parecían estupendas.
—¿Se pesca mucho? —preguntó, mientras se sentaba junto al chico. Se
sacó un zapato, después el otro, y con un suspiro de alivio sumergió los pies
en el agua fresca.
—No. Pero hace un rato parecía que picaban.
—Mañana por la mañana saldremos en bote. Si quieres pescar algo
que se pueda comer, hijo mío, hay que ir hasta el medio del lago. Allá es
donde están los peces grandes.
—¿Cómo de grandes?
Hallorann se encogió de hombros.
—Bueno... tiburones, peces espada, ballenas... cosas así.
—¡Si aquí no hay ballenas!
—No, ballenas azules no. Claro que no. Las que hay por aquí no llegan
a medir más de veinticinco metros. Son ballenas rosadas.
—Y ¿cómo pudieron llegar aquí, desde el océano?
Hallorann apoyó una mano en el pelo rubio rojizo del chico y se lo
revolvió.
—Vienen nadando contra la corriente, hijo mío, y así llegan.
—¿De veras?
—De veras.
Durante un rato permanecieron en silencio, Hallorann pensativo,
mirando a lo lejos sobre la quietud del lago. Cuando volvió a mirar a Danny,
advirtió que al chico se le habían llenado los ojos de lágrimas.
—¿Qué pasa? —interrogó, mientras le pasaba un brazo por los
hombros.
—Nada —susurró Danny.
—Echas de menos a tu papá, ¿no es eso?
Danny afirmó con la cabeza.
—Tú siempre lo sabes —una lágrima se le derramó por el ángulo del
ojo derecho y le rodó lentamente por la mejilla.
—Efectivamente, no podemos tener secretos —admitió Hallorann—.
Así son las cosas.
Con los ojos clavados en la caña, Danny volvió a hablar.
—A veces quisiera que me hubiera tocado a mí. La culpa fue mía.
Todo culpa mía.
—No te gusta hablar de eso cuando está tu madre, ¿verdad? —
preguntó Hallorann.
—No. Ella quiere olvidar todo lo que sucedió. Y yo también, pero...
—Pero no puedes.
—No.
—¿Necesitas llorar?
El chico intentó responder, pero las palabras desaparecieron en un
sollozo. Con la cabeza apoyada en el hombro de Hallorann, Danny lloró,
dejando ya que las lágrimas le inundaran todo el rostro. Hallorann lo
abrazaba sin decir palabra. Bien sabía que el chico tendría que derramar una
y otra vez sus lágrimas, y Danny tenía la suerte de ser aún lo bastante niño
como para poder hacerlo. Las lágrimas que curan son también las lágrimas
que queman y mortifican.
Cuando el niño se hubo calmado un poco, Hallorann dijo:
—Todo esto irás dejándolo atrás. Ahora no te parece posible, pero ya
verás. Y con tu esplendor...
—¡Ojalá no lo tuviera! —gimió ahogadamente Danny, con la voz
todavía alterada por el llanto—. ¡Ojalá no lo tuviera!
—Pero lo tienes —señaló Hallorann, en voz baja—. Para bien o para
mal. Tú no tuviste ni voz ni voto, muchachito. Pero lo peor ya ha pasado.
Ahora puedes usarlo para hablar conmigo, cuando las cosas te resulten
difíciles. Y si se ponen demasiado difíciles, pues me llamas, que yo acudiré.
—¿Aunque yo esté allá, en Maryland?
—Aunque estés allá.
Se quedaron en silencio, observando cómo la boya de Danny se
alejaba varios metros desde el extremo del desembarcadero. Después el
chico volvió a hablar, en voz baja que era casi inaudible.
—¿Y tú serás mi amigo?
—Siempre que me necesites.
El niño se apretó contra él y Hallorann lo abrazó.
—¿Danny? Escúchame, que lo que voy a decirte te lo diré una vez y no
te lo repetiré jamás. Hay cosas que no habría que decirle a ningún niño de
seis años en el mundo, pero la forma en que deberían ser las cosas y la forma
en que son rara vez coinciden. El mundo es un lugar difícil, Danny. Un lugar
que se desentiende. No nos odia, ni a ti ni a mí, pero tampoco nos ama. En el
mundo suceden cosas terribles, y son cosas que nadie es capaz de explicar.
Hay gente buena que muere en alguna forma triste y dolorosa, y deja solos a
quienes lo amaban. A veces, parecería que únicamente los malos gozaran de
salud y prosperidad. El mundo no te quiere, pero tu mamá y yo sí te
queremos. Tú eres un niño bueno, y estás dolido por tu padre, y cuando
sientas que tienes necesidad de llorar por lo que le sucedió, ocúltate en un
armario o cúbrete con las mantas, y llora hasta que todo se haya pasado. Eso
es lo que tiene que hacer un buen hijo. Pero empéñate en salir adelante. Ésa
es tu misión en este mundo difícil, mantener vivo tu amor y salir adelante,
no importa lo que pase. Rehacerse y seguir, nada más.
—Está bien —susurró Danny—. El verano que viene vendré de nuevo a
verte, si quieres... si no tienes inconveniente. El verano próximo ya tendré
siete años.
—Y yo sesenta y dos. Y te abrazaré con tanta fuerza que te aplastaré.
Pero vale más que terminemos un verano, antes de pensar en el próximo.
—Está bien —asintió Danny, y miró a Hallorann—. ¿Dick?
—¿Qué?
—¿Tú no te morirás en mucho tiempo, ¿verdad?
—Te aseguro que no es en eso en lo que estoy pensando. ¿Y tú?
—No, señor, yo...
—Fíjate, que pican, hijito —señaló Hallorann. La boya roja y blanca se
había hundido. Volvió a subir, húmeda y brillante, y se sumergió de nuevo.
—¡Eh! —se atragantó Danny.
—¿Qué es? —preguntó Wendy, que había venido por el muelle a
reunirse con ellos, deteniéndose detrás de su hijo—. ¿Un sollo?
—No, señora. Creo que es una ballena rosada —le explicó Hallorann.
La punta de la caña se arqueó y, cuando Danny tiró hacia atrás, un pez
largo e irisado describió en el aire una destellante parábola de colores y
volvió a desaparecer.
Danny hacía girar frenéticamente el carrete.
—¡Ayúdame, Dick! ¡Ayúdame, que ya lo tengo!
—Lo estás haciendo estupendamente bien solo, hombrecito —sonrió
Hallorann—. No sé si es una ballena rosada o una trucha, pero de todos
modos está bien. Está muy bien.
Rodeó con el brazo los hombros de Danny mientras el chico iba
sacando el pez, poco a poco. Wendy se sentó al otro lado de su hijo y los tres
se quedaron sentados en el extremo del muelle, bajo el sol de la tarde.
FIN

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