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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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domingo, 9 de junio de 2013

H.P. Lovecraft - El color que cayó del cielo


H.P. Lovecraft
El color que cayó del cielo


Al Oeste de Arkham las colinas se yerguen selváticas, y hay valles con profundos bosques en los cuales no ha resonado nunca el ruido de un hacha. Hay angostas y oscuras cañadas donde los árboles se
inclinan fantásticamente, y donde discurren estrechos arroyuelos que nunca han captado el reflejo de la luz del sol. En las laderas menos agrestes hay casas de labor, antiguas y rocosas, con edificaciones
cubiertas de musgo, rumiando eternamente en los misterios de la Nueva Inglaterra; pero todas ellas están ahora vacías, con las amplias chimeneas desmoronándose y las paredes pandeándose debajo de los
techos a la holandesa.
Sus antiguos moradores se marcharon, y a los extranjeros no les gusta vivir allí. Los francocanadienses lo han intentado, los italianos lo han intentado, y los polacos llegaron y se marcharon. Y ello no es
debido a nada que pueda ser oído, o visto, o tocado, sino a causa de algo puramente imaginario. El lugar no es bueno para la imaginación, y no aporta sueños tranquilizadores por la noche. Esto debe ser lo que
mantiene a los extranjeros lejos del lugar, ya que el viejo Ammi Pierce no les ha contado nunca lo que él recuerda de los extraños días. Ammi, cuya cabeza ha estado un poco desequilibrada durante años, es el
único que sigue allí, y el único que habla de los extraños días; y se atreve a hacerlo, porque su casa está muy próxima al campo abierto y a los caminos que rodean a Arkham.
En otra época había un camino sobre las colinas y a través de los valles, que corría en mi recta donde ahora hay un marchito erial1; pero la gente dejó de utilizarlo y se abrió un nuevo camino que daba un
rodeo hacia el sur. Entre la selvatiquez del erial pueden encontrarse aún huellas del antiguo camino, a pesar de que la maleza lo ha invadido todo. Luego, los oscuros bosques se aclaran y el erial muere a orillas
de unas aguas azules cuya superficie refleja el cielo y reluce al sol. Y los secretos de los extraños días se funden con los secretos de las profundidades; se funden con la oculta erudición del viejo océano, y con
todo el misterio de la primitiva tierra.
Cuando llegué a las colinas y valles para acotar los terrenos destinados a la nueva alberca, me dijeron que el lugar estaba embrujado. Esto me dijeron en Arkham, y como se trata de un pueblo muy antiguo
lleno de leyendas de brujas, pensé que lo de embrujado debía ser algo que las abuelas habían susurrado a los chiquillos a través de los siglos. El nombre de "marchito erial" me pareció muy raro y teatral, y me
pregunté cómo habría llegado a formar parte de las tradiciones de un pueblo puritano. Luego vi con mis propios ojos aquellas cañadas y laderas, y ya no me extrañó que estuvieran rodeadas de una leyenda de
misterio. Las vi por la mañana, pero a pesar de ello estaban sumidas en la sombra. Los árboles crecían demasiado juntos, y sus troncos eran demasiado grandes tratándose de árboles de Nueva Inglaterra. En
las oscuras avenidas del bosque había demasiado silencio, y el suelo estaba demasiado blando con el húmedo musgo y los restos de infinitos años de descomposición.
En los espacios abiertos, principalmente a lo largo de la línea del antiguo camino, había pequeñas casas de labor; a veces, con todas sus edificaciones en pie, y a veces con sólo un par de ellas, y a veces con
una solitaria chimenea o una derruida bodega. La maleza reinaba por todas partes, y seres furtivos susurraban en el subsuelo. Sobre todas las cosas pesaba una rara opresión; un toque grotesco de irrealidad,
como si fallara algún elemento vital de perspectiva o de claroscuro. No me estuvo raro que los extranjeros no quisieran permanecer allí, ya que aquélla no era una región que invitara a dormir en ella. Su aspecto
recordaba demasiado el de una región extraída de un cuento de terror.
Pero nada de lo que había visto podía compararse, en lo que a desolación respecta, con el marchito erial. Se encontraba en el fondo de un espacioso valle; ningún otro nombre hubiera podido aplicársele
con más propiedad, ni ninguna otra cosa se adaptaba tan perfectamente a un nombre. Era como si un poeta hubiese acuñado la frase después de haber visto aquella región. Mientras la contemplaba, pensé que
era la consecuencia de un incendio; pero, ¿por qué no había crecido nunca nada sobre aquellos cinco acres de gris desolación, que se extendía bajo el cielo como una gran mancha corroída por el ácido entre
bosques y campos? Discurre en gran parte hacia el norte de la línea del antiguo camino, pero invade un poco el otro lado. Mientras me acercaba experimenté una extraña sensación de repugnancia, y sólo me
decidí a hacerlo porque mi tarea me obligaba a ello. En aquella amplia extensión no había vegetación de ninguna clase; no había más que una capa de fino polvo o ceniza gris, que ningún viento parecía ser capaz
de arrastrar. Los árboles más cercanos tenían un aspecto raquítico y enfermizo, y muchos de ellos aparecían agostados o con los troncos podridos. Mientras andaba apresuradamente vi a mi derecha los
derruidos restos de una casa de labor, y la negra boca de un pozo abandonado cuyos estancados vapores adquirían un extraño matiz al ser bañados por la luz del sol. El desolado espectáculo hizo que no me
maravillara ya de los asustados susurros de los moradores de Arkham. En los alrededores no había edificaciones ni ruinas de ninguna clase; incluso en los antiguos tiempos, el lugar dejó de ser solitario y
apartado. Y a la hora del crepúsculo, temeroso de pasar de nuevo por aquel ominoso lugar, tomé el camino del sur, a pesar de que significaba dar un gran rodeo.
Por la noche interrogué a algunos habitantes de Arkham acerca del marchito erial, y pregunté qué significado tenía la frase "los extraños días" que había oído murmurar evasivamente. Sin embargo, no pude
obtener ninguna respuesta concreta, y lo único que saqué en claro era que el misterio se remontaba a una fecha mucho más reciente de lo que había imaginado. No se trataba de una vieja leyenda, ni mucho
menos, sino de algo que había ocurrido en vida de los que hablaban conmigo. Había sucedido en los años ochenta, y una familia desapareció o fue asesinada. Los detalles eran algo confusos; y como todos
aquellos con quienes hablé me dijeron que no prestara crédito a las fantásticas historias del viejo Ammi Pierce, decidí ir a visitarlo a la mañana siguiente, después de enterarme de que vivía solo en una ruinosa
casa que se alzaba en el lugar donde los árboles empiezan a espesarse. Era un lugar muy viejo, y había empezado a exudar el leve olor miásmico que se desprende de las casas que han permanecido en pie
demasiado tiempo. Tuve que llamar insistentemente para que el anciano se levantara, y cuando se asomó tímidamente a la puerta me di cuenta de que no se alegraba de verme. No estaba tan débil como yo
había esperado; sin embargo, sus ojos parecían desprovistos de vida, y sus andrajosas ropas y su barba blanca le daban un aspecto gastado y decaído.
No sabiendo cómo enfocar la conversación para que me hablara de sus "fantásticas historias", fingí que me había llevado hasta allí la tarea a que estaba entregado; le hablé de ella al viejo Ammi,
formulándole algunas vagas preguntas acerca del distrito. Ammi Pierce era un hombre más culto y más educado de lo que me habían dado a entender, y se mostró más comprensivo que cualquiera de los
hombres con los cuales había hablado en Arkham. No era como otros rústicos que había conocido en las zonas donde iban a construirse las albercas. Ni protestó por las millas de antiguo bosque y de tierras de
labor que iban a desaparecer bajo las aguas, aunque quizá su actitud hubiera sido distinta de no haber tenido su hogar fuera de los límites del futuro lago. Lo único que mostró fue alivio; alivio ante la idea de que
los valles por los cuales había vagabundeado toda su vida iban a desaparecer. Estarían mejor debajo del agua..., mejor debajo del agua desde los extraños días. Y, al decir esto, su ronca voz se hizo más
apagada, mientras su cuerpo se inclinaba hacia delante y el dedo índice de su mano derecha empezaba a señalar de un modo tembloroso e impresionante.
Fue entonces cuando oí la historia, y mientras la ronca voz avanzaba en su relato, en una especie de misterioso susurro, me estremecí una y otra vez a pesar de que estábamos en pleno verano. Tuve que
interrumpir al narrador con frecuencia, para poner en claro puntos científicos que él sólo conocía a través de lo que había dicho un profesor, cuyas palabras repetía como un papagayo, aunque su memoria había
empezado ya a flaquear; o para tender un puente entre dato y dato, cuando fallaba su sentido de la lógica y de la continuidad. Cuando hubo terminado, no me extrañó que su mente estuviera algo desequilibrada,
ni que a la gente de Arkham no le gustara hablar del marchito erial. Me apresuré a regresar a mi hotel antes de la puesta del sol, ya que no quería tener las estrellas sobre mi cabeza encontrándome al aire libre.
Al día siguiente regresé a Boston para dar mi informe. No podía ir de nuevo a aquel oscuro caos de antiguos bosques y laderas, ni enfrentarme otra vez con aquel gris erial donde el negro pozo abría sus fauces
al lado de los derruidos restos de una casa de labor. La alberca iba a ser construida inmediatamente, y todos aquellos antiguos secretos quedarían enterrados para siempre bajo las profundas aguas. Pero creo
que ni cuando esto sea una realidad, me gustará visitar aquella región por la noche..., al menos, no cuando brillan en el cielo las siniestras estrellas.
Todo empezó, dijo el viejo Ammi, con el meteorito. Antes no se habían oído leyendas de ninguna clase, e incluso en la remota época de las brujas aquellos bosques occidentales no fueron ni la mitad de
temidos que la pequeña isla del Miskatonic, donde el diablo concedía audiencias al lado de un extraño altar de piedra, más antiguo que los indios. Aquéllos no eran bosques hechizados, y su fantástica oscuridad
no fue nunca terrible hasta los extraños días. Luego había llegado aquella blanca nube meridional, se había producido aquella cadena de explosiones en el aire y aquella columna de humo en el valle. Y, por la
noche, todo Arkham se había enterado de que una gran piedra había caído del cielo y se había incrustado en la tierra, junto al pozo de la casa de Nahum Gardner. La casa que se había alzado en el lugar que
ahora ocupaba el marchito erial.
Nahum había ido al pueblo para contar lo de la piedra, y al pasar ante la casa de Ammi Pierce se lo había contado también. En aquella época Ammi tenía cuarenta años, y todos los extraños acontecimientos
estaban profundamente grabados en su cerebro. Ammi y su esposa habían acompañado a los tres profesores de la Universidad de Miskatonic que se presentaron a la mañana siguiente para ver al fantástico
visitante que procedía del desconocido espacio estelar, y habían preguntado cómo era que Nahum había dicho, el día antes, que era muy grande. Nahum, señalando la pardusca mole que estaba junto a su pozo,
dijo que se había encogido. Pero los sabios replicaron que las piedras no se encogen. Su calor irradiaba persistentemente, y Nahum declaró que había brillado débilmente toda la noche. Los profesores
golpearon la piedra con un martillo de geólogo y descubrieron que era sorprendentemente blanda. En realidad, era tan blanda como si fuera artificial, y arrancaron, más bien que escoplearon, una muestra para
llevársela a la Universidad a fin de comprobar su naturaleza. Tuvieron que meterla en un cubo que le pidieron prestado a Nahum, ya que el pequeño fragmento no perdía calor. En su viaje de regreso se
detuvieron a descansar en la casa de Ammi, y parecieron quedarse pensativos cuando la señora Pierce observó que el fragmento estaba haciéndose más pequeño y había empezado a quemar el fondo del cubo.
Realmente no era muy grande, pero quizás habían cogido un trozo menor de lo que habían supuesto.
Al día siguiente (todo esto ocurría en el mes de junio de 1882), los profesores se presentaron de nuevo, muy excitados. Al pasar por la casa de Ammi le contaron lo que había sucedido con la muestra,
diciendo que había desaparecido por completo cuando la introdujeron en un recipiente de cristal. El recipiente también había desaparecido, y los profesores hablaron de la extraña afinidad de la piedra con el
silicón. Había reaccionado de un modo increíble en aquel laboratorio perfectamente ordenado; sin sufrir ninguna modificación ni expeler ningún gas al ser calentada al carbón, mostrándose completamente
negativa al ser tratada con bórax y revelándose absolutamente no volátil a cualquier temperatura, incluyendo la del soplete de oxihidrógeno. En el yunque apareció como muy maleable, y en la oscuridad su
luminosidad era muy notable. Negándose obstinadamente a enfriarse, provocó una gran excitación entre los profesores; y cuando al ser calentada ante el espectroscopio mostró unas brillantes bandas distintas a
las de cualquier color conocido del espectro normal, se habló de nuevos elementos, de raras propiedades ópticas, y de todas aquellas cosas que los intrigados hombres de ciencia suelen decir cuando se
enfrentan con lo desconocido.
Caliente como estaba, fue comprobada en un crisol con todos los reactivos adecuados. El agua no hizo nada. Ni el ácido clorhídrico. El ácido nítrico e incluso el agua regia se limitaron a resbalar sobre su
tórrida invulnerabilidad. Ammi se encontró con algunas dificultades para recordar todas aquellas cosas, pero reconoció algunos disolventes a medida que se los mencionaba en el habitual orden de utilización:
amoniaco y sosa cáustica, alcohol y éter, bisulfito de carbono y una docena más; pero, a pesar de que el peso iba disminuyendo con el paso del tiempo, y de que el fragmento parecía enfriarse ligeramente, los
disolventes no experimentaron ningún cambio que demostrara que habían atacado a la sustancia. Desde luego, se trataba de un metal. Era magnético, en grado extremo; y después de su inmersión en los
disolventes ácidos parecían existir leves huellas de la presencia de hierro meteórico, de acuerdo con los datos de Widmanstalten. Cuando el enfriamiento era ya considerable colocaron el fragmento en un
recipiente de cristal para continuar las pruebas Y a la mañana siguiente, fragmento y recipiente habían desaparecido sin dejar rastro, y únicamente una chamuscada señal en el estante de madera donde los habían
dejado probaba que había estado realmente allí.
Esto fue lo que los profesores le contaron a Ammi mientras descansaban en su casa, y una vez más fue con ellos a ver el pétreo mensajero de las estrellas, aunque en esta ocasión su esposa no lo acompañó.
Comprobaron que la piedra se había encogido realmente, y ni siquiera los más escépticos de los profesores pudieron dudar de lo que estaban viendo. Alrededor de la masa pardusca situada junto al pozo había
un espacio vacío, un espacio que eran dos pies menos que el día anterior. Estaba aún caliente, y los sabios estudiaron su superficie con curiosidad mientras separaban otro fragmento mucho mayor que el que se
habían llevado. Esta vez ahondaron más en la masa de piedra, y de este modo pudieron darse cuenta de que el núcleo central no era completamente homogéneo.
Habían dejado al descubierto lo que parecía ser la cara exterior de un glóbulo empotrado en la sustancia. El color, parecido al de las bandas del extraño espectro del meteoro, era casi imposible de
describir; y sólo por analogía se atrevieron a llamarlo color. Su contextura era lustrosa, y parecía quebradiza y hueca. Uno de los profesores golpeó ligeramente el glóbulo con un martillo, y estalló con un leve
chasquido. De su interior no salió nada, y el glóbulo se desvaneció como por arte de magia, dejando un espacio esférico de unas tres pulgadas de diámetro, Los profesores pensaron que era probable que
encontraran otros glóbulos a medida que la sustancia envolvente se fuera fundiendo.
La conjetura era equivocada, ya que los investigadores no consiguieron encontrar otro glóbulo, a pesar de que taladraron la masa por diversos lugares. En consecuencia, decidieron llevarse la nueva muestra
que habían recogido... y cuya conducta en el laboratorio fue tan desconcertante como la de su predecesora. Aparte de ser casi plástica, de tener calor, magnetismo y ligera luminosidad, de enfriarse levemente en
poderosos ácidos, de perder peso y volumen en el aire y de atacar a los compuestos de silicón con el resultado de una mutua destrucción. La piedra no presentaba características de identificación; y al fin de las
pruebas, los científicos de la Universidad se vieron obligados a reconocer que no podían clasificarla. No era nada de este planeta, sino un trozo del espacio exterior; y, como tal, estaba dotado de propiedades
exteriores y desconocidas y obedecía a leyes exteriores y desconocidas.
Aquella noche hubo una tormenta, y cuando los profesores acudieron a casa de Nahum al día siguiente, se encontraron con una desagradable sorpresa. La piedra, magnética como era, debió poseer alguna
peculiar propiedad eléctrica ya que había "atraído al rayo", como dijo Nahum, con una singular persistencia. En el espacio de una hora el granjero vio cómo el rayo hería seis veces la masa que se encontraba
junto al pozo, y al cesar la tormenta descubrió que la piedra había desaparecido. Los científicos, profundamente decepcionados, tras comprobar el hecho de la total desaparición, decidieron que lo único que
podían hacer era regresar al laboratorio y continuar analizando el fragmento que se habían llevado el día anterior y que como medida de precaución hablan encerrado en una caja de plomo. El fragmento duró
una semana transcurrida la cual no se había llegado a ningún resultado positivo. La piedra desapareció, sin dejar ningún residuo, y con el tiempo los profesores apenas creían que habían visto realmente aquel
misterioso vestigio de los insondables abismos exteriores; aquel único, fantástico mensaje de otros universos y otros reinos de materia, energía y entidad.
Como era lógico, los periódicos de Arkham hablaron mucho del incidente y enviaron a sus reporteros a entrevistar a Nahum y a su familia. Un rotativo de Boston envío también un periodista, y Nahum se
convirtió rápidamente en una especie de celebridad local. Era un hombre delgado, de unos cincuenta años, que vivía con su esposa y sus tres hijos del producto de lo que cultivaba en el valle. Él y Ammi se
hacían frecuentes visitas, lo mismo que sus esposas; y Ammi sólo tenía frases de elogio para él después de todos aquellos años. Parecía estar orgulloso de la atención que había despertado el lugar, y en las
semanas que siguieron a su aparición y desaparición habló con frecuencia del meteorito. Los meses de julio y agosto fueron cálidos; y Nahum trabajó de firme en sus campos, y las faenas agrícolas lo cansaron
más de lo que lo habían cansado otros años, por lo que llegó a la conclusión de que los años habían empezado a pesarle.
Luego llegó la época de la recolección. Las peras v manzanas maduraban lentamente, y Nahum aseguraba que sus huertos tenían un aspecto más floreciente que nunca. La fruta crecía hasta alcanzar un
tamaño fenomenal y un brillo musitado, y su abundancia era tal que Nahum tuvo que comprar unos cuantos barriles más a fin de poder embalar la futura cosecha. Pero con la maduración llegó una desagradable
sorpresa, ya que toda aquella fruta de opulenta presencia resultó incomible. En vez del delicado sabor de las peras y manzanas, la fruta tenía un amargor insoportable. Lo mismo ocurrió con los melones y los
tomates, y Nahum vio con tristeza cómo se perdía toda su cosecha. Buscando una explicación a aquel hecho, no tardó en declarar que el meteorito había envenenado el suelo, y dio gracias al cielo porque la
mayor parte de las otras cosechas se encontraban en las tierras altas a lo largo del camino.
El invierno se presentó muy pronto y fue muy frío. Ammi veía a Nahum con menos frecuencia que de costumbre, y observó que empezaba a tener un aspecto preocupado. También el resto de la familia
había asumido un aire taciturno; y fueron espaciando sus visitas a la iglesia y su asistencia a los diversos acontecimientos sociales de la comarca. No pudo encontrarse ningún motivo para aquella reserva o
melancolía, aunque todos los habitantes de la casa daban muestras de cuando en cuando de un empeoramiento en su estado de salud física y mental. Esto se hizo más evidente cuando el propio Nahum declaró
que estaba preocupado por ciertas huellas de pasos que había visto en la nieve. Se trataba de las habituales huellas invernales de las ardillas rojas, de los conejos blancos y de los zorros, pero el caviloso
granjero afirmó que encontraba algo raro en la naturaleza y disposición de aquellas huellas. No fue más explícito, pero parecía creer que no era característica de la anatomía y las costumbres de ardillas y
conejos y zorros. Ammi no hizo mucho caso de todo aquello hasta una noche que pasó por delante de la casa de Nahum en su trineo, en su camino de regreso de Clark's Corners. En el cielo brillaba la luna, y
un conejo cruzó corriendo el camino, y los saltos de aquel conejo eran más largos de lo que les hubiera gustado a Ammi y a su caballo. Este último, en realidad, se hubiera desbocado si su dueño no hubiera
empuñado las riendas con mano firme. A partir de entonces, Ammi mostró un mayor respeto por las historias que contaba Nahum, y se preguntó por qué los perros de Gardner parecían estar tan asustados y
temblorosos cada mariana. Incluso habían perdido el ánimo para ladrar.
En el mes de febrero los chicos de McGregor, de Meadow Hill, salieron a cazar marmotas, y no lejos de las tierras de Gardner capturaron un ejemplar muy especial. Las proporciones de su cuerpo parecían
ligeramente alteradas de un modo muy raro, imposible de describir, en tanto que su rostro tenía una expresión que hasta entonces nadie había visto en el rostro de una marmota. Los chicos quedaron
francamente asustados y tiraron inmediatamente el animal, de modo que por la comarca sólo circuló la grotesca historia que los mismos chicos contaron. Pero esto, unido a la historia del conejo que asustaba a
los caballos en las inmediaciones de la casa de Nahum, dio pie a que empezara a tomar cuerpo una leyenda, susurrada en voz baja.
La gente aseguraba que la nieve se había fundido mucho más rápidamente en los alrededores de la casa de Nahum que en otras partes, y a principios de marzo se produjo una agitada discusión en la tienda
de Potter, de Clark's Corners. Stephen Rice había pasado por las tierras de Gardner a primera hora de la mañana y se había dado cuenta de que la hierba fétida empezaba a crecer en todo el fangoso suelo.
Hasta entonces no se había visto hierba fétida de aquel tamaño, y su color era tan raro que no podía ser descrito con palabras. Sus formas eran monstruosas, y el caballo había relinchado lastimeramente ante la
presencia de un hedor que hirió también desagradablemente el olfato de Stephen. Aquella misma tarde, varias personas fueron a ver con sus propios ojos aquella anomalía, y todas estuvieron de acuerdo en que
las plantas de aquella clase no podían brotar en un mundo saludable. Se mencionaron de nuevo los frutos amargos del otoño anterior, y corrió de boca en boca que las tierras de Nahum estaban emponzoñadas.
Desde luego, se trataba del meteorito; y recordando lo extraño que les había parecido a los hombres de la Universidad, varios granjeros hablaron del asunto con ellos.
Un día, hicieron una visita a Nahum; pero como se trataba de unos hombres que no prestaban crédito con facilidad a las leyendas, sus conclusiones fueron muy conservadoras. Las plantas eran raras, desde
luego, pero toda la hierba fétida es más o menos rara en su forma y en su color. Quizás algún elemento mineral del meteorito había penetrado en la tierra, pero no tardaría en desaparecer. Y en cuanto a las
huellas en la nieve y a los caballos asustados... se trataba únicamente de habladurías sin fundamento, que habían nacido a consecuencia de la caída del meteorito. Pero unos hombres serios no podían tener en
cuenta las habladurías de los campesinos, ya que los supersticiosos labradores dicen y creen cualquier cosa. Ese fue el veredicto de los profesores acerca de los extraños días. Sólo uno de ellos, encargado de
analizar dos redomas de polvo en el curso de una investigación policíaca, año y medio más tarde, recordó que el extraño color de la hierba fétida era muy parecido al de las insólitas bandas de luz que reveló el
fragmento del meteoro en el espectroscopio de la Universidad, y al del glóbulo que encontraran en el interior de la piedra. En el análisis que el mencionado profesor llevó a cabo, las muestras revelaron al
principio las mismas insólitas bandas, aunque más tarde perdieran la propiedad.
Los árboles florecieron prematuramente alrededor de la casa de Nahum, y por la noche se mecían ominosamente al viento. El segundo hijo de Nahum, Thaddeus, un muchacho de quince años, juraba que
los árboles se mecían también cuando no hacía viento; pero ni siquiera los más charlatanes prestaron crédito a esto. Desde luego, en el ambiente había algo raro. Toda la familia Gardner desarrolló la costumbre
de quedarse escuchando, aunque no esperaban oír ningún sonido al cual pudieran dar nombre. La escucha era en realidad resultado de momentos en que la conciencia parecía haberse desvanecido en ellos.
Desgraciadamente, esos momentos eran más frecuentes a medida que pasaban las semanas, hasta que la gente empezó a murmurar que toda la familia Nahum estaba mal de la cabeza. Cuando salió la primera
saxífraga2, su color era también muy extraño; no completamente igual al de la hierba fétida, pero indudablemente afín a él e igualmente desconocido para cualquiera que lo viera. Nahum cogió algunos capullos y
se los llevó a Arkham para enseñarlos al editor de la Gazette, pero aquel dignatario se limitó a escribir un artículo humorístico acerca de ellos, ridiculizando los temores y las supersticiones de los campesinos.
Fue un error de Nahum contarle a un estólido ciudadano la conducta que observaban las mariposas (también de gran tamaño) en relación con aquellas saxífragas.
Abril aportó una especie de locura a las gentes de la comarca y empezaron a dejar de utilizar el camino que pasaba por los terrenos de Nahum, hasta abandonarlo por completo. Era la vegetación. Los
renuevos de los árboles tenían unos extraños colores, y a través del suelo de piedra del patio y en los prados contiguos crecían unas plantas que solamente un botánico podía relacionar con la flora de la región.
Pero lo más raro de todo era el colorido, que no correspondía a ninguno de los matices que el ojo humano había visto hasta entonces. Plantas y arbustos se convirtieron en una siniestra amenaza, creciendo
insolentemente en su cromática perversión. Ammi y los Gardner opinaron que los colores tenían para ellos una especie de inquietante familiaridad, y llegaron a la conclusión de que les recordaban el glóbulo que
había sido descubierto dentro del meteoro. Nahum labró y sembró los diez acres de terreno que poseía en la parte alta, sin tocar los terrenos que rodeaban su casa. Sabía que sería trabajo perdido y tenía la
esperanza de que aquellas extrañas hierbas que estaban creciendo arrancarían toda la ponzoña del suelo. Ahora estaba preparado para cualquier cosa, por inesperada que pudiera parecer, y se había
acostumbrado a la sensación de que cerca de él había algo que esperaba ser oído. El ver que los vecinos no se acercaban por su casa le molestó, desde luego; pero afectó todavía más a su esposa. Los chicos
no lo notaron tanto porque iban a la escuela todos los días; pero no pudieron evitar el enterarse de las habladurías, las cuales los asustaron un poco, especialmente a Thaddeus, que era un muchacho muy
sensible.
En mayo llegaron los insectos y la hacienda de Gardner se convirtió en un lugar de pesadilla, lleno de zumbidos y de serpenteos. La mayoría de aquellos animales tenían un aspecto insólito y se movían de un
modo muy raro, y sus costumbres nocturnas contradecían todas las anteriores experiencias. Los Gardner adquirieron el hábito de mantenerse vigilantes durante la noche. Miraban en todas direcciones en busca
de algo..., aunque no podían decir de qué. Fue entonces cuando comprobaron que Thaddeus había estado en lo cierto al hablar de lo que ocurría con los árboles. La señora Gardner fue la primera en
comprobarlo una noche que se encontraba en la ventana del cuarto contemplando la silueta de un arce que se recortaba contra un cielo iluminado por la luna. Las ramas del arce se estaban moviendo y no corría
el menor soplo de viento. Cosa de la savia, seguramente. Las cosas más extrañas resultaban ahora normales. Sin embargo, el siguiente descubrimiento no fue obra de ningún miembro de la familia Gardner. Se
habían familiarizado con lo anormal hasta el punto de no darse cuenta de muchos detalles. Y lo que ellos no fueron capaces de ver fue observado por un viajante de comercio de Boston, que pasó por allí una
noche, ignorante de las leyendas que corrían por la región. Lo que contó en Arkham apareció en un breve artículo publicado por la Gazette; y aquel articulo fue lo que todos los granjeros, incluido Nahum, se
echaron primero a los ojos. La noche había sido oscura, pero alrededor de una granja del valle (que todo el mundo supo que se trataba de la granja de Nahum) la oscuridad había sido menos intensa. Una leve
aunque visible fosforescencia parecía surgir de toda la vegetación, y en un momento determinado un trozo de aquella fosforescencia se deslizó furtivamente por el patio que había cerca del granero.
Los pastos no parecían haber sufrido los efectos de aquella insólita situación, y las vacas pacían libremente cerca de la casa, pero hacia finales de mayo la leche empezó a ser mala. Entonces Nahum llevó a
las vacas a pacer a las tierras altas y la leche volvió a ser buena. Poco después el cambio en la hierba y en las hojas, que hasta entonces se habían mantenido normalmente verdes, pudo apreciarse a simple vista.
Todas las hortalizas adquirieron un color grisáceo y un aspecto quebradizo. Ammi era ahora la única persona que visitaba a los Gardner, y sus visitas fueron espaciándose más y más. Cuando cerraron la
escuela, por ser época de vacaciones, los Gardner quedaron virtualmente aislados del mundo, y a veces encargaban a Ammi que les hiciera sus compras en el pueblo. Continuaban desmejorando física y
mentalmente, y nadie quedó sorprendido cuando circuló la noticia de que la señora Gardner se había vuelto loca.
Esto ocurrió en junio, alrededor del aniversario de la caída del meteoro, y la pobre mujer empezó a gritar que veía cosas en el aire, cosas que no podía describir. En su desvarío no pronunciaba ningún
nombre propio, sino solamente verbos y pronombres. Las cosas se movían, y cambiaban, y revoloteaban, y los oídos reaccionaban a impulsos que no eran del todo sonidos. Nahum no la envió al manicomio del
condado, sino que dejó que vagabundeara por la casa mientras fuera inofensiva para sí misma y para los demás. Cuando su estado empeoró no hizo nada. Pero cuando los chicos empezaron a asustarse y
Thaddeus casi se desmayó al ver la expresión del rostro de su madre al mirarlo, Nahum decidió encerrarla en el ático. En julio, la señora Gardner dejó de hablar y empezó a arrastrarse a cuatro patas, y antes de
terminar el mes, Nahum se dio cuenta de que su esposa era ligeramente luminosa en la oscuridad, tal como ocurría con la vegetación de los alrededores de la casa.
Esto sucedió un poco antes de que los caballos se dieran a la fuga. Algo los había despertado durante la noche, y sus relinchos y su cocear habían sido algo terrible. A la mañana siguiente, cuando Nahum
abrió la puerta del establo, los animales salieron disparados como alma que lleva el diablo. Nahum tardó una semana en localizar a los cuatro, y cuando los encontró se vio obligado a matarlos porque se habían
vuelto locos y no había quién los manejara. Nahum le pidió prestado un caballo a Ammi para acarrear el heno, pero el animal no quiso acercarse al granero. Respingó, se encabritó y relinchó, y al final tuvieron
que dejarlo en el patio, mientras los hombres arrastraban el carro hasta situarlo junto al granero. Entretanto, la vegetación iba tomándose gris y quebradiza. Incluso las flores, cuyos colores habían sido tan
extraños, se volvían grises ahora, y la fruta era gris y enana e insípida. Las jarillas y el trébol dorado dieron flores grises y deformes, y las rosas, las rascamoños y las malvarrosas del patio delantero tenían un
aspecto tan horrendo, que Zenas, el mayor de los hijos de Nahum, las cortó todas. Al mismo tiempo fueron muriéndose todos los insectos, incluso las abejas que habían abandonado sus colmenas.
En septiembre toda la vegetación se había desmenuzado, convirtiéndose en un polvillo grisáceo, y Nahum temió que los árboles murieran antes de que la ponzoña se hubiera desvanecido del suelo. Su
esposa tenía ahora accesos de furia, durante los cuales profería unos gritos terribles, y Nahum y sus hijos vivían en un estado de perpetua tensión nerviosa. No se trataban ya con nadie, y cuando la escuela
volvió a abrir sus puertas los chicos no acudieron a ella. Fue Ammi, en una de sus raras visitas, quien descubrió que el agua del pozo ya no era buena. Tenía un gusto endiablado, que no era exactamente fétido ni
exactamente salobre, y Ammi aconsejó a su amigo que excavara otro pozo en las tierras altas para utilizarlo hasta que el suelo volviera a ser bueno. Sin embargo, Nahum no hizo el menor caso de aquel consejo,
ya que había llegado a impermeabilizarse contra las cosas raras y desagradables. Él y sus hijos siguieron utilizando la teñida agua del pozo, bebiéndola con la misma indiferencia con que comían sus escasos y mal
cocidos alimentos y conque realizaban sus improductivas y monótonas tareas a través de unos días sin objetivo. Había algo de estólida resignación en todos ellos, como si anduvieran en otro mundo entre hileras
de anónimos guardianes hacia un lugar familiar y seguro.
Thaddeus se volvió loco en septiembre, después de una visita al pozo. Había ido allí con un cubo y había regresado con las manos vacías, encogiendo y agitando los brazos y murmurando algo acerca de
"los colores movibles que había allí abajo". Dos locos en una familia representaban un grave problema, pero Nahum se portó valientemente. Dejó que el muchacho se moviera a su antojo durante una semana,
hasta que empezó a portarse peligrosamente, y entonces lo encerró en el ático, enfrente de la habitación ocupada por su madre. El modo como se gritaban el uno al otro desde detrás de sus cerradas puertas era
algo terrible, especialmente para el pequeño Merwin, que imaginaba que su madre y su hermano hablaban en algún terrible lenguaje que no era de este mundo. Merwin se estaba convirtiendo en un chiquillo
peligrosamente imaginativo, y su estado empeoró desde que encerraron al hermano que había sido su mejor compañero de juegos.
Casi al mismo tiempo empezó la mortalidad entre el ganado. Las aves de corral adquirieron un color gris y murieron rápidamente. Los cerdos engordaron desordenadamente y luego empezaron a
experimentar repugnantes cambios que nadie podía explicar. Su carne era desaprovechable, desde luego, y Nahum no sabía qué pensar ni qué hacer. Ningún veterinario rural quiso acercarse a su casa, y el
veterinario de Arkham quedó francamente desconcertado. La cosa resultaba tanto más inexplicable por cuanto aquellos animales no habían sido alimentados con la vegetación emponzoñada. Luego les llegó el
turno a las vacas. Ciertas zonas, y a veces el cuerpo entero, aparecieron anormalmente hinchadas o comprimidas, y aquellos síntomas fueron seguidos de atroces colapsos o desintegraciones. En las últimas fases
(que terminaban siempre con la muerte) adquirían un color grisáceo y un aspecto quebradizo, tal como había ocurrido con los cerdos. En el caso de las vacas no podía hablarse de veneno, ya que estaban
encerradas en mi establo. Ninguna mordedura de un animal salvaje podía haber inoculado el virus, ya que no hay ningún animal terrestre que pueda pasar a través de obstáculos sólidos. Debía tratarse de una
enfermedad natural..., aunque resultaba imposible conjeturar qué clase de enfermedad producía aquellos terribles resultados. En la época de la cosecha no quedaba ningún animal vivo en la casa, ya que el
ganado y las aves de corral habían muerto y los perros habían huido. Los perros, en número de tres, habían desaparecido una noche y no volvieron a aparecer. Los cinco gatos se habían marchado un poco
antes, pero su desaparición apenas fue notada, ya que en la casa no había ahora ratones y únicamente la señora Gardner sentía cierto afecto por los graciosos felinos.
El 19 de octubre Nahum se presentó en casa de Ammi con espantosas noticias. La muerte había sorprendido al pobre Thaddeus en su habitación del ático, y lo habla sorprendido de un modo que no podía
ser contado. Nahum había excavado una tumba en la parte trasera de la granja y había metido allí lo que encontró en la habitación. En la habitación no podía haber entrado nadie, ya que la pequeña ventana
enrejada y la cerradura de la puerta estaban intactas; pero lo sucedido tenía muchos puntos de contacto con lo ocurrido en el establo. Ammi y su esposa consolaron al atribulado granjero lo mejor que pudieron,
aunque no consiguieron evitar un estremecimiento. El horror parecía rondar alrededor de los Gardner y de todo lo que tocaban, y la sola presencia de uno de ellos en la casa era como un soplo de regiones
innominadas e innominables. Ammi acompañó a Nahum a su hogar de muy mala gana e hizo lo que pudo para calmar los histéricos sollozos del pequeño Merwin. Zenas no necesitaba ser calmado. Se
encontraba en un estado de completo atontamiento y se limitaba a mirar fijamente un punto indeterminado del espacio y a obedecer lo que su padre le ordenaba. Y Ammi pensó que ese estado de abulia era lo
mejor que podía ocurrirle. De cuando en cuando los gritos de Merwin eran contestados desde el ático, y en respuesta a una mirada interrogadora Nahum dijo que su esposa estaba muy débil. Cuando se
acercaba la noche, Ammi se las arregló para marcharse, ya que ningún sentimiento de amistad podía hacerle permanecer en aquel lugar cuando la vegetación empezaba a brillar débilmente y los árboles podían o
no moverse sin que soplara el viento. Era una verdadera suerte para Ammi el hecho de que no fuese una persona imaginativa. De haberlo sido, de haber podido relacionar y reflexionar sobre todos los portentos
que lo rodeaban, no cabe duda de que hubiese perdido la chaveta. A la hora del crepúsculo regresó apresuradamente a su casa, sintiendo resonar terriblemente en sus oídos los gritos de la loca y del pequeño
Merwin.
Tres días más tarde Nahum se presentó en casa de Ammi muy de mañana, y en ausencia de su huésped le contó a la señora Pierce una horrible historia que ella escuchó temblando de miedo. Esta vez se
trataba del pequeño Merwin. Había desaparecido. Había salido de la casa cuando ya era de noche con un farol y un cubo para traer agua, y no había regresado. Hacía días que su estado no era normal y se
asustaba de todo. El padre oyó un frenético grito en el patio, pero cuando abrió la puerta y se asomó el muchacho había desaparecido. No se veía ni rastro de él, y en ninguna parte brillaba el farol que se había
llevado. En aquel momento, Nahum creyó que el farol y el cubo habían desaparecido también; pero al hacerse de día, y al regreso de su búsqueda de toda la noche por campos y bosques, Nahum había
descubierto unas cosas muy raras cerca del pozo: una retorcida y semifundida masa de hierro, que había sido indudablemente el farol; y junto a ella un asa doblada junto a otra masa de hierro, asimismo
retorcida y semifundida, que correspondía al cubo. Eso fue todo. Nahum imaginaba lo inimaginable. La señora Pierce estaba como atontada, y Ammi, cuando llegó a casa y oyó la historia, no pudo dar ninguna
opinión. Merwin había desaparecido y sería inútil decírselo a la gente que vivía en aquellos alrededores y que huían de los Gardner como de la peste. Tan inútil como decírselo a los ciudadanos de Arkham que
se reían de todo. Thad había desaparecido, y ahora había desaparecido Merwin. Algo estaba arrastrándose y arrastrándose, esperando ser visto y oído. Nahum no tardaría en morirse, y deseaba que Ammi
velara por su esposa y por Zenas, si es que lo sobrevivían. Todo aquello era un castigo de alguna clase, aunque Nahum no podía adivinar a qué se debía, ya que siempre había vivido en el santo temor de Dios.
Durante más de dos semanas, Ammi no tuvo ninguna noticia de Nahum; y entonces, preocupado por lo que pudiera haber ocurrido, dominó sus temores y efectuó una visita a la casa de los Gardner. De la
chimenea no salía humo y por unos instantes el visitante temió lo peor. El aspecto de la granja era impresionante: hierba y hojas grisáceas en el suelo, parras cayéndose a pedazos de arcaicas paredes y aleros, y
enormes árboles desnudos silueteándose malignamente contra el gris cielo de noviembre. Ammi no pudo dejar de notar que se habla producido un sutil cambio en la inclinación de las ramas. Pero Nahum estaba
vivo, después de todo. Estaba muy débil y reposaba en un catre en la cocina de techo bajo, pero conservaba la lucidez y seguía dando órdenes a Zenas. La estancia estaba mortalmente fría; y al ver que Ammi
se estremecía, Nahum le gritó a Zenas que trajera más leña. La leña, en realidad, era muy necesaria, ya que el cavernoso hogar estaba apagado y vacío, y el viento que se filtraba chimenea abajo era helado. De
pronto, Nahum le preguntó si la leña que había traído su hijo lo hacía sentirse más cómodo, y entonces Ammi se dio cuenta de lo que había ocurrido. Finalmente, la mente del granjero había dejado de resistir a
la intensa presión de los acontecimientos.
Interrogando discretamente a su vecino, Ammi no consiguió poner en claro lo que le había sucedido a Zenas. "En el pozo... vive en el pozo...", fue todo lo que su padre dijo.
Luego el visitante recordó súbitamente a la esposa loca y cambió de tema. "¿Nabby? Está aquí, desde luego...", fue la sorprendida respuesta del pobre Nahum, y Ammi no tardó en darse cuenta de que
tendría que investigar por sí mismo. Dejando al inofensivo granjero en su catre, cogió las llaves que estaban colgadas detrás de la puerta y subió los chirriantes escalones que conducían al ático. La parte alta de
la casa estaba completamente silenciosa y no se oía el menor ruido en ninguna dirección. De las cuatro puertas a la vista, sólo una estaba cerrada, y en ella probó Ammi varias llaves del manojo que había
cogido. A la tercera tentativa la cerradura giró, y Ammi empujó la puerta pintada de blanco.
El interior de la habitación estaba completamente a oscuras, ya que la ventana era muy pequeña y estaba medio tapada por las rejas de hierro; y Ammi no pudo ver absolutamente nada. El aire estaba muy
viciado, y antes de seguir adelante tuvo que entrar en otra habitación y llenarse los pulmones de aire respirable. Cuando volvió a entrar vio algo oscuro en un rincón, y al acercarse no pudo evitar un grito de
espanto. Mientras gritaba creyó que una nube momentánea había tapado la escasa claridad que penetraba por la ventana, y un segundo después se sintió rozado por una espantosa corriente de vapor. Unos
extraños colores danzaron ante sus ojos; y si el horror que experimentaba en aquellos momentos no le hubiera impedido coordinar sus ideas hubiera recordado el glóbulo que el martillo de geólogo había
aplastado en el interior del meteorito, y la malsana vegetación que habla crecido durante la primavera. Pero, en el estado en que se hallaba, sólo pudo pensar en la horrible monstruosidad que tenía enfrente, y
que sin duda alguna había compartido la desconocida suerte del joven Thaddeus y del ganado. Pero lo más terrible de todo era que aquel horror se movía lenta y visiblemente mientras continuaba
desmenuzándose.
Ammi no me dio más detalles de aquella escena, pero la forma del rincón no reapareció en su relato como un objeto movible. Hay cosas que no pueden ser mencionadas, y lo que se hace por humanidad es
a veces cruelmente juzgado por la ley. Comprendí que en aquella habitación del ático no quedó nada que se moviera, y que no dejar allí nada capaz de moverse debió de ser algo horripilante y capaz de acarrear
un tormento eterno. Cualquiera, no tratándose de un estólido granjero, se hubiera desmayado o enloquecido, pero Ammi volvió a cruzar el umbral de la puerta pintada de blanco y encerró el espantoso secreto
detrás de él. Ahora debía ocuparse de Nahum; éste tenía que ser alimentado y atendido, y trasladado a algún lugar donde pudieran cuidarlo.
Cuando empezaba a bajar la oscura escalera, Ammi oyó un estrépito debajo de él. Incluso le pareció haber oído un grito, y recordó nerviosamente la corriente de vapor que lo había rozado mientras se
hallaba en la habitación del ático. Oprimido por un vago temor, oyó más ruidos debajo suyo. Indudablemente estaban arrastrando algo pesado, y al mismo tiempo se oía un sonido todavía más desagradable,
como el que produciría una fuerte succión. Sintiendo aumentar su terror, pensó en lo que había visto en el ático. ¡Santo cielo! ¿En qué fantástico mundo de pesadilla había penetrado? No se atrevió a avanzar ni
a retroceder, y permaneció inmóvil, temblando, en la negra curva del rellano de la escalera. Cada detalle de la escena estallaba de nuevo en su cerebro.
De repente se oyó un frenético relincho proferido por el caballo de Ammi, seguido inmediatamente por un ruido de cascos que hablaba de una precipitada fuga. Al cabo de un instante, caballo y calesa
estaban fuera del alcance del oído, dejando al asustado Ammi, inmóvil en la oscura escalera, la tarea de conjeturar qué podía haberlos impulsado a desaparecer tan repentinamente. Pero aquello no fue todo. Se
produjo otro ruido fuera de la casa. Una especie de chapoteo en el agua..., debió de haber sido en el pozo. Ammi había dejado a Hero desatado cerca del pozo, y algún animalito debió meterse entre sus patas,
asustándolo, y dejándose caer después en el pozo. Y la casa seguía brillando con una pálida fosforescencia. ¡Dios mío! ¡Qué antigua era la casa! La mayor parte de ella edificada antes de 1670, y el tejado
holandés más tarde de 1730.
En aquel momento se oyó el ruido de algo que se arrastraba por el suelo de la planta baja, y Ammi aferró con fuerza el palo que había cogido en el ático sin ningún propósito determinado. Procurando
dominar sus nervios, terminó su descenso y se dirigió a la cocina. Pero no llegó a ella, ya que lo que buscaba no estaba ya allí. Había salido a su encuentro, y hasta cierto punto estaba aún vivo. Si se había
arrastrado o si había sido arrastrado por fuerzas externas, es cosa que Ammi no hubiera podido decir; pero la muerte había tomado parte en ello. Todo había ocurrido durante la última media hora, pero el
proceso de desintegración estaba ya muy avanzado. Había allí una horrible fragilidad, debida a lo quebradizo de la materia, y del cuerpo se desprendían fragmentos secos. Ammi no pudo tocarlo, limitándose a
contemplar horrorizado la retorcida caricatura de lo que había sido un rostro. "¿Qué ha pasado, Nahum..., qué ha pasado?", susurró, y los agrietados y tumefactos labios apenas pudieron murmurar una
respuesta final.
"Nada..., nada...; el color... quema...; frío y húmedo, pero quema...; vive en el pozo..., lo he visto..., una especie de humo... igual que las flores de la pasada primavera...; el pozo brilla por la noche... Se llevó
a Thad, y a Merwin, y a Zenas..., todas las cosas vivas...; sorbe la vida de todas las cosas...; en aquella piedra tuvo que llegar en aquella piedra...; la aplastaron...; era el mismo color..., el mismo, como las flores
y las plantas...; tiene que haber más...; crecieron..., lo he visto esta semana...; tuvo que darle fuerte a Zenas...; era un chico fuerte, lleno de vida...; le golpea a uno la mente y luego se apodera de él...; quema
mucho...; en el agua del pozo...; no pueden sacarlo de allí..., ahogarlo... Se ha llevado también a Zenas...; tenías razón...; el agua está embrujada... ¿Cómo está Nabby, Ammi?... Mi cabeza no funciona...; no sé
cuánto hace que no le he subido comida...; la cosa la atacó también a ella...; el color...; su rostro tiene el mismo color por las noches..., y el color quema y sorbe; procede de algún lugar donde las cosas no son
como aquí...; uno de los profesores lo dijo...; tenía razón, mira, Ammi, está sorbiendo más..., sorbiendo la vida..."
Pero eso fue todo. La cosa que había hablado no podía hablar más porque se había encogido completamente. Ammi lo cubrió con un mantel a cuadros blancos y rojos y salió de la casa por la puerta
trasera. Trepó por la ladera que conducía a las tierras altas y regresó a su hogar por el camino del Norte y los bosques. No pudo pasar junto al pozo desde el cual había huido su caballo. Miró hacia el pozo a
través de una ventana y recordó el chapoteo que había oído..., el chapoteo de algo que se había sumergido en el pozo después de lo que había hecho con el desdichado Nahum...
Cuando Ammi llegó a su casa se encontró con que el caballo y la calesa lo habían precedido; su esposa lo aguardaba llena de ansiedad. Después de tranquilizarla, sin darle ninguna explicación, se dirigió a
Arkham y notificó a las autoridades que la familia Gardner ya no existía. No entró en detalles, limitándose a hablar de las muertes de Nahum y de Nabby; la de Thaddeus era ya conocida, y dijo que la causa de
la muerte parecía ser la misma extraña dolencia que había atacado al ganado. También dijo que Merwin y Zenas habían desaparecido. En la jefatura de policía lo interrogaron ampliamente, y al final se vio
obligado a acompañar a tres agentes a la granja de Gardner, juntamente con el fiscal, el médico forense y el veterinario que había atendido a los animales enfermos. Ammi fue con ellos de muy mala gana, ya que
la tarde estaba muy avanzada y temía que la noche lo cogiera en aquel lugar maldito, aunque era un consuelo saber que iba a estar acompañado de tantos hombres.
Los seis hombres montaron en un carro, siguiendo a la calesa de Ammi, y llegaron a la granja alrededor de las cuatro. A pesar de que los agentes estaban acostumbrados a presenciar espectáculos
horripilantes, todos se estremecieron a la vista de lo que fue encontrado debajo del mantel a cuadros rojos y blancos, y en la habitación del ático. El aspecto de la granja, con su desolación gris, era ya bastante
terrible, pero aquellos dos retorcidos objetos sobrepasaban toda medida de horror. Nadie pudo contemplarlos más allá de un par de segundos, e incluso el médico forense admitió que allí había muy poco que
examinar. Podían analizarse unas muestras, desde luego, de modo que él mismo se encargó de agenciárselas..., y al parecer aquellas muestras provocaron el más inextricable rompecabezas con que se enfrentara
nunca el laboratorio de la Universidad. Bajo el espectroscopio, las muestras revelaron un espectro desconocido, muchas de cuyas bandas eran iguales que las que había revelado el extraño meteoro al ser
analizado. La propiedad de emitir aquel espectro se desvaneció en un mes, y el polvo consistía principalmente en fosfatos y carbonatos alcalinos.
Ammi no les hubiera hablado del pozo de haber sabido que iban a actuar inmediatamente. Se acercaba la puesta de sol y estaba ansioso por marcharse de allí. Pero no pudo evitar el dirigir miradas
nerviosas al pozo, cosa que fue observada por uno de los policías, el cual lo interrogó. Ammi admitió que Nahum había temido a algo que estaba escondido en el pozo... hasta el punto de que no se había
atrevido a comprobar si Merwin o Zenas se habían caído dentro. La policía decidió vaciar el pozo y explorarlo inmediatamente, de modo que Ammi tuvo que esperar, temblando, mientras el pozo era vaciado
cubo a cubo. El agua hedía de un modo insoportable, y los hombres tuvieron que taparse las narices con sus pañuelos para poder terminar la tarea. Menos mal que el trabajo no fue tan largo como habían
creído, ya que el nivel del agua era sorprendentemente bajo. No es necesario hablar con demasiados detalles de lo que encontraron. Merwin y Zenas estaban allí los dos, aunque sus restos eran principalmente
esqueléticos. Había también un pequeño cordero y un perro grande en el mismo estado de descomposición, aproximadamente, y cierta cantidad de huesos de animales más pequeños. El limo del fondo parecía
inexplicablemente poroso y burbujeante, y un hombre que bajó atado a una cuerda y provisto de una larga pértiga se encontró con que podía hundir la pértiga en el fango en toda su longitud sin encontrar ningún
obstáculo.
La noche se estaba echando encima y entraron en la casa en busca de faroles. Luego, cuando vieron que no podían sacar nada más del pozo, volvieron a entrar en la casa y conferenciaron en la antigua sala
de estar mientras la intermitente claridad de una espectral media luna iluminaba a intervalos la gris desolación del exterior. Los hombres estaban francamente perplejos ante aquel caso y no podían encontrar
ningún elemento convincente que relacionara las extrañas condiciones de los vegetales, la desconocida enfermedad del ganado y de las personas, y las inexplicables muertes de Merwin y Zenas en el pozo.
Habían oído los comentarios y las habladurías de la gente, desde luego; pero no podían creer que hubiese ocurrido algo contrario a las leyes naturales. Era evidente que el meteoro había emponzoñado el suelo
pero la enfermedad de personas y animales que no habían comido nada crecido en aquel suelo era harina de otro costal. ¿Se trataba del agua del pozo? Posiblemente. No sería mala idea analizarla. Pero ¿por
qué singular locura se habían arrojado los dos muchachos al pozo? Habían actuado de un modo muy similar... y sus restos demostraban que los dos habían padecido a causa de la muerte quebradiza y gris. ¿Por
qué todas las cosas se volvían grises y quebradizas?
El fiscal, sentado junto a una ventana que daba al patio, fue el primero en darse cuenta de la fosforescencia que había alrededor del pozo. La noche había caído del todo, y los terrenos que rodeaban la
granja parecían brillar débilmente con una luminosidad que no era la de los rayos de la luna; pero aquella nueva fosforescencia era algo definido y distinto, y parecía surgir del negro agujero como la claridad
apagada de un faro, reflejándose amortiguadamente en las pequeñas charcas que el agua vaciada del pozo había formado en el suelo. La fosforescencia tenía un color muy raro, y mientras todos los hombres se
acercaban a la ventana para contemplar el fenómeno, Ammi lanzó una violenta exclamación. El color de aquella fantasmal fosforescencia le resultaba familiar. Lo había visto antes, y se sintió lleno de temor ante
lo que podía significar. Lo había visto en aquel horrendo glóbulo quebradizo hacía dos veranos, lo había visto en la vegetación durante la primavera, y había creído verlo por un instante aquella misma mañana
contra la pequeña ventana enrejada de la horrible habitación del ático donde habían ocurrido cosas que no tenían explicación. Había brillado allí por espacio de un segundo, y una espantosa corriente de vapor lo
había rozado..., y luego el pobre Nahum habla sido arrastrado por algo de aquel color. Nahum lo había dicho al final..., había dicho que era como el glóbulo y las plantas. Después se había producido la fuga en
el patio y el chapoteo en el pozo..., y ahora aquel pozo estaba proyectando a la noche un pálido e insidioso reflejo del mismo diabólico color.
Una prueba fehaciente de la viveza mental de Ammi es que en aquel momento de suprema tensión se sintió intrigado por algo que era fundamentalmente científico. Se preguntó cómo era posible recibir la
misma impresión de una corriente de vapor deslizándose en pleno día por una ventana abierta al cielo matinal, y de una fosforescencia nocturna proyectándose contra el negro y desolado paisaje. No era
lógico..., resultaba antinatural... Y entonces recordó las últimas palabras pronunciadas por su desdichado amigo: "Procede de algún lugar donde las cosas no son como aquí..., uno de los profesores lo dijo..."
Los tres caballos que se encontraban en el exterior de la casa, atados a unos árboles junto al camino, estaban ahora relinchando y coceando frenéticamente. El conductor del carro se dirigió hacia la puerta
para ver qué sucedía, pero Ammi apoyó una mano en su hombro.
—No salga usted —susurró—. No sabemos lo que sucede ahí afuera. Nahum dijo que en el pozo vivía algo que sorbía la vida. Dijo que era algo que había surgido de una bola redonda como la que vimos
dentro del meteorito que cayó aquí hace más de un año. Dijo que quemaba y sorbía, y que era una nube de color como la fosforescencia que ahora sale del pozo, y que nadie puede saber lo que es. Nahum
creía que se alimentaba de todo lo viviente y afirmó que lo había visto la pasada semana. Tiene que ser algo caído del cielo, igual que el meteorito, tal como dijeron los profesores de la Universidad. Su forma y
sus actos no tienen nada que ver con el mundo de Dios. Es algo que procede del más allá.
De modo que el hombre se detuvo, indeciso, mientras la fosforescencia que salía del pozo se hacía más intensa y los caballos coceaban y relinchaban con creciente frenesí. Fue realmente un espantoso
momento; con los restos monstruosos de cuatro personas (dos en la misma casa y dos en el pozo), y aquella desconocida iridiscencia que surgía de las fangosas profundidades. Ammi había cerrado el paso al
conductor del carro llevado por un repentino impulso, olvidando que a él mismo no le había sucedido nada después de ser rozado por aquella horrible columna de vapor en la habitación del ático, pero no se
arrepentía de haberlo hecho. Nadie podía saber lo que había aquella noche en el exterior; nadie podía conocer la índole de los peligros que podían acechar a un hombre enfrentado con una amenaza
completamente desconocida.
De repente, uno de los policías que estaba en la ventana profirió una exclamación. Los demás se le quedaron mirando, y luego siguieron la dirección de los ojos de su compañero. No había necesidad de
palabras. Lo que había de discutible en las habladurías de los campesinos ya no podría ser discutido en adelante porque allí había seis testigos de excepción, media docena de hombres que, por la índole de sus
profesiones, no creían más que lo que veían con sus propios ojos. Ante todo es necesario dejar sentado que a aquella hora de la noche no soplaba ningún viento. Poco después empezó a soplar, pero en aquel
momento el aire estaba completamente inmóvil. Y, sin embargo, en medio de aquella tensa y absoluta calma, los árboles del patio estaban moviéndose. Se movían morbosa y espasmódicamente, agitando sus
desnudas ramas, en convulsivas y epilépticas sacudidas, hacia las nubes bañadas por la luz de la luna; arañando con impotencia el aire inmóvil, como empujados por una misteriosa fuerza subterránea que
ascendiera desde debajo de las negras raíces.
Por espacio de unos segundos todos los hombres reunidos en la granja de Gardner contuvieron el aliento. Luego, una nube más oscura que las demás veló la luna, y la silueta de las agitadas ramas se disipó
momentáneamente. En aquel instante un grito de espanto se escapó de todas las gargantas, ya que el horror no se había desvanecido con la silueta, y en un pavoroso momento de oscuridad más profunda los
hombres vieron retorcerse en la copa del más alto de los árboles un millar de diminutos puntos fosforescentes, brillando como el fuego de San Telmo o como las lenguas de fuego que descendieron sobre las
cabezas de los Apóstoles el día de Pentecostés. Era una monstruosa constelación de luces sobrenaturales, como un enjambre de luciérnagas necrófagas bailando una infernal zarabanda sobre una ciénaga
maldita; y su color era el mismo que Ammi había llegado a reconocer y a temer. Entretanto, la fosforescencia del pozo se hacía cada vez más brillante, infundiendo en los hombres reunidos en la granja una
sensación de anormalidad que anulaba cualquier imagen que sus mentes conscientes pudieran formar. Ya no brillaba: estaba vertiéndose hacia afuera. Y mientras la informe corriente de indescriptible color
abandonaba el pozo, parecía flotar directamente hacia el cielo.
El veterinario se estremeció y se acercó a la puerta para echar la doble barra. Ammi estaba también muy impresionado y tuvo que limitarse a señalar con la mano, por falta de voz, cuando quiso llamar la
atención de los demás sobre la creciente luminosidad de los árboles. Los relinchos de los caballos se habían convertido en algo espantoso, pero ni uno solo de aquellos hombres se hubiese aventurado a salir por
nada del mundo. El brillo de los árboles fue en aumento, mientras sus inquietas ramas parecían extenderse más y más hacia la verticalidad. De pronto se produjo una intensa conmoción en el camino, y cuando
Ammi alzó la lámpara para que proyectara un poco más de claridad al exterior, comprobaron que los frenéticos caballos habían roto sus ataduras y huían enloquecidos con el carro.
La impresión sirvió para soltar varias lenguas y se intercambiaron inquietos susurros.
—Se extiende sobre todas las cosas orgánicas que hay por aquí —murmuró el médico forense.
Nadie contestó, pero el hombre que había bajado al pozo aventuró la opinión de que su pértiga debió de haber removido algo intangible.
—Fue algo terrible —añadió—. No había fondo de ninguna clase. Únicamente fango, y burbujas, y la sensación de algo oculto debajo...
El caballo de Ammi seguía coceando y relinchando desesperadamente en el camino exterior y casi ahogó el débil sonido de la voz de su dueño mientras éste murmuraba sus deshilvanadas reflexiones.
—Salió de aquella piedra..., fue creciendo y alimentándose de todas las cosas vivas...; se alimentaba de ellas, alma y cuerpo... Thad y Merwin, Zenas y Nabby... Nahum fue el último... Todos bebieron agua
del... Se apoderó de ellos... Llegó del más allá, donde las cosas no son como aquí..., y ahora regresa al lugar de donde procede...
En aquel momento, mientras la columna de desconocido color brillaba con repentina intensidad y empezaba a entrelazase, con fantásticas sugerencias de forma que cada uno de los espectadores describió
más tarde de un modo distinto, el desdichado Hello profirió un aullido que ningún hombre había oído nunca salir de la garganta de un caballo. Todos los que estaban en la casa se taparon los oídos, y Ammi se
apartó de la ventana horrorizado. Cuando miró de nuevo hacia el exterior, el pobre animal yacía inerte en el suelo bañado por la luz de la luna entre las astilladas varas de la calesa. Y allí se quedó hasta que lo
enterraron al día siguiente. Pero el momento presente no permitía entregarse a lamentaciones, ya que casi en el mismo instante uno de los policías les llamó silenciosamente la atención sobre algo terrible que
estaba sucediendo en el interior de la habitación donde se encontraban. Donde no alcanzaba la claridad de la lámpara podía verse una débil fosforescencia que había empezado a invadir toda la estancia. Brillaba
en el suelo de tablas y en la raída alfombra, y resplandecía débilmente en los marcos de las pequeñas ventanas. Corría de un lado para otro, llenando puertas y muebles. A cada momento se hacía más intensa, y
al final se hizo evidente que las cosas vivientes debían abandonar enseguida aquella casa.
Ammi les mostró la puerta trasera y el camino que conducía a las tierras altas. Avanzaron con paso inseguro, como sonámbulos, y no se atrevieron a mirar atrás hasta que llegaron al camino del Norte.
Ninguno de ellos hubiera osado pasar por el camino que discurría junto al pozo... Cuando miraron atrás, hacia el valle y la distante granja de Gardner, contemplaron un horrible espectáculo. Toda la granja
brillaba con el espantoso y desconocido color; árboles, edificaciones e incluso la hierba que no había sido transformada aún en quebradiza y gris. Las ramas estaban todas extendidas hacia el cielo, coronadas
con lenguas de fuego, y radiantes goterones del mismo monstruoso fuego ardían encima de la casa, del granero y de los cobertizos. Era una escena de una visión de Fusell, y sobre todo el resto reinaba aquella
borrachera de luminoso amorfismo, aquel extraño arco iris de misterioso veneno del pozo..., hirviendo, saltando, centelleando y burbujeando malignamente en su cósmico e irreconocible cromatismo.
Luego, súbitamente, la horrible cosa salió disparada verticalmente hacia el cielo, como un cohete o un meteoro, sin dejar ningún rastro detrás de ella y desapareciendo a través de un redondo y curiosamente
simétrico agujero abierto en las nubes, antes de que ninguno de los hombres pudiera expresar su asombro. Ningún espectador podría olvidar nunca aquel espectáculo, y Ammi se quedó mirando estúpidamente
el camino que habla seguido el color hasta mezclarse con las estrellas de la Vía Láctea. Pero su mirada fue atraída inmediatamente hacia la tierra por el estrépito que acababa de producirse en el valle. Había sido
un estrépito, y no una explosión, como afirmaron algunos de los componentes del grupo. Pero el resultado fue el mismo, ya que en un caleidoscópico instante la granja y sus alrededores parecieron estallar,
enviando hacia el cenit una nube de coloreados y fantásticos fragmentos. Los fragmentos se desvanecieron en el aire, dejando una nube de vapor que al cabo de un segundo se había desvanecido también. Los
asombrados espectadores decidieron que no valía la pena esperar a que volviera a salir la luna para comprobar los efectos de aquel cataclismo en la granja de Nahum.
Demasiado asustados incluso para aventurar alguna teoría, los siete hombres regresaron a Arkham por el camino del Norte. Ammi estaba peor que sus compañeros y les suplicó que lo acompañaran hasta
su casa en vez de dirigirse directamente al pueblo. Por nada del mundo hubiera cruzado el bosque solo a aquella hora de la noche. Estaba más asustado que los demás porque había sufrido una impresión que
los otros se habían ahorrado, y se sentía oprimido por un temor que por espacio de muchos años no se atrevió a mencionar. Mientras el resto de los espectadores en aquella tempestuosa colina había vuelto
estólidamente sus rostros al camino, Ammi había mirado hacia atrás por un instante para contemplar el sombrío valle de desolación al que tantas veces había acudido. Y había visto algo que se alzaba débilmente
para hundirse de nuevo en el lugar desde el cual el informe horror había salido disparado hacia el cielo. Era solamente un color..., aunque no era ningún color de nuestra tierra ni de los cielos. Y porque Ammi
reconoció aquel color, y supo que sus últimos y débiles restos debían seguir ocultos en el pozo, nunca ha estado completamente cuerdo desde entonces.
Ammi no se acercaría a aquel lugar por nada del mundo. Hace cuarenta y cuatro años que sucedieron los hechos que acabo de narrar, pero Ammi no ha vuelto a pisar aquellas tierras y le alegra saber que
pronto quedarán enterradas debajo de las aguas. También a mí me alegra la idea, ya que no me gustó nada ver cómo cambiaba de color la luz del sol al reflejarse en aquel abandonado pozo. Espero que el agua
será siempre muy profunda, pero aunque así sea nunca la beberé. No creo que regrese a la región de Arkham. Tres de los hombres que habían estado con Ammi volvieron al día siguiente para ver las ruinas a la
luz del día, pero en realidad no había ruinas. Únicamente los ladrillos de la chimenea, las piedras de la bodega, algunos restos minerales y metálicos, y el brocal de aquel nefando pozo. A excepción del caballo
de Ammi, que enterraron aquella misma mañana, y de la calesa, que no tardaron en devolver a su dueño, todas las cosas que habían tenido vida habían desaparecido. Sólo quedaban cinco acres de desierto
polvoriento y grisáceo, y desde entonces no ha crecido en aquellos terrenos ni una brizna de hierba. En la actualidad aparece como una gran mancha comida por el ácido en medio de los bosques y campos, y
los pocos que se han atrevido a acercarse por allí a pesar de las leyendas campesinas le han dado el nombre de "erial maldito".
Las leyendas campesinas son muy extrañas. Y podrían ser incluso más extrañas si los hombres de la ciudad y los químicos universitarios tuvieran el interés suficiente para analizar el agua de aquel pozo
olvidado, o el polvo gris que ningún viento parece dispersar. Los botánicos podrían estudiar también la sorprendente flora que crece en los límites de aquellos terrenos, ya que de este modo podrían confirmar o
refutar lo que dice la gente: que la zona emponzoñada está extendiéndose poco a poco, quizás una pulgada al año... La gente dice que el color de la hierba que crece en aquellos alrededores no es el que le
corresponde y que los animales salvajes dejan extrañas huellas en la nieve cuando llega el invierno. La nieve no parece cuajar tanto en el erial maldito como en otros lugares. Los caballos (los pocos que quedan
en esta época motorizada) se ponen nerviosos en el silencioso valle; y los cazadores no pueden acercarse con sus perros a las inmediaciones del erial maldito.
Dicen también que las influencias mentales son muy malas, y que todos los que han tratado de establecerse allí, extranjeros en su inmensa mayoría, han tenido que marcharse acosados por extrañas fantasías
y sueños. Ningún viajero ha dejado de experimentar una sensación de extrañeza en aquellas profundas hondonadas, y los artistas tiemblan mientras pintan unos bosques cuyo misterio es tanto de la mente como
de la vista. Y yo mismo estoy sorprendido de la sensación que me produjo mi único paseo solitario por aquellos lugares antes de que Ammi me contara su historia.
No me pregunten mi opinión. No sé: esto es todo. La única persona que podía ser interrogada acerca de los extraños días es Ammi, ya que la gente de Arkham no quiere hablar de este asunto, y los tres
profesores que vieron el meteorito y su coloreado glóbulo están muertos. ¿Había otros glóbulos? Probablemente. Uno de ellos consiguió alimentarse y escapar, en tanto que otro no había podido alimentarse
suficientemente y continuaba en el pozo... Los campesinos dicen que la zona emponzoñada se ensancha una pulgada cada año, de modo que tal vez existe algún tipo de crecimiento o de alimentación incluso
ahora. Pero, sea lo que sea lo que haya allí, tiene que verse trabado por algo, ya que de no ser así se extendería rápidamente. ¿Está atado a las raíces de aquellos árboles que arañan el aire?
Lo que es, sólo Dios lo sabe. En términos de materia, supongo que la cosa que Ammi describió puede ser llamada un gas, pero aquel gas obedecía a unas leyes que no son de nuestro cosmos. No era fruto
de los planetas y soles que brillan en los telescopios y en las placas fotográficas de nuestros observatorios. No era ningún soplo de los cielos cuyos movimientos y dimensiones miden nuestros astrónomos o
consideran demasiado vastos para ser medidos. No era más que un color surgido del espacio..., un pavoroso mensajero de unos reinos del infinito situados más allá de la Naturaleza que nosotros conocemos;
de unos reinos cuya simple existencia aturde el cerebro con las inmensas posibilidades extracósmicas que ofrece a nuestra imaginación.
Dudo mucho de que Ammi me mintiera de un modo consciente, y no creo que su historia sea el relato de una mente desquiciada, como supone la gente de la ciudad. Algo terrible llegó a las colinas y valles
con aquel meteoro, y algo terrible (aunque ignoro en qué medida) sigue estando allí. Me alegra pensar que todos aquellos terrenos quedarán inundados por las aguas. Entretanto, espero que no le suceda nada a
Ammi. Vio tanto de la cosa..., y su influencia era tan insidiosa... ¿Por qué no ha sido capaz de marcharse a vivir a otra parte? Ammi es un anciano muy simpático y muy buena persona, y cuando la brigada de
trabajadores empiece su tarea tengo que escribir al ingeniero jefe para que no lo pierda de vista. Me disgustaría recordarlo como una gris, retorcida y quebradiza monstruosidad de las que turban cada día más
mi sueño.
FIN

La sombra fuera del tiempo - H. P. Lovecraft

La sombra fuera del tiempo

H. P. Lovecraft

I
Capítulo
Después de veintidós años de pesadillas y terrores, de aferrarme desesperadamente a la convicción de que todo ha sido un engaño de mi cerebro enfebrecido, no
me siento con ánimos de asegurar que sea cierto lo que descubrí la noche del 17 al 18 de julio de 1935, en Australia Occidental. Hay motivos para abrigar la esperanza
de que mi experiencia haya sido, al menos en parte, una alucinación, desde luego justificada por las circunstancias. No obstante, la impresión de realidad fue tan
terrible, que a veces pienso que es vana esa esperanza.
Si no he sido víctima de una alucinación, la humanidad deberá estar dispuesta a aceptar un nuevo enfoque científico sobre la realidad del cosmos, y sobre el lugar
que corresponde al hombre en el loco torbellino del tiempo. Deberá también ponerse en guardia contra un peligro que la amenaza. Aunque este peligro no aniquilará la
raza entera, acaso origine monstruosos e insospechados horrores en sus espíritus más intrépidos.
Por esta última razón exijo vivamente que se abandone todo proyecto de desenterrar las ruinas misteriosas y primitivas que se proponía investigar mi expedición.
Sí, efectivamente, me encontraba despierto y en mis cabales, puedo afirmar que ningún hombre ha vivido jamás nada parecido a lo que experimenté aquella noche,
lo cual, además, constituía una terrible confirmación de todo lo que había intentado desechar como pura fantasía. Afortunadamente no hay prueba alguna, toda vez que,
en mi terror, perdí el objeto que -de haber logrado sacarlo de aquel abismo- habría constituido una prueba irrefutable.
Cuando me enfrenté con aquel horror estaba solo, y hasta la fecha no lo he relatado a nadie. No pude impedir que los demás continuasen excavando en dirección a
tal objeto, pero la suerte y la arena evitaron accidentalmente que lo encontraran. Ahora debo hacer una relación completa de los hechos, no sólo en beneficio de mi
propio equilibrio mental, sino como advertencia para todos los lectores serios.
Estas páginas, muchas de las cuales -las primeras sobre todo- resultarán familiares al lector asiduo de la prensa general y científica, están escritas en el camarote del
barco que me trae de regreso a casa. Se las entregaré a mi hijo, el profesor Wingate Peaslee, de la Universidad del Miskatonic, único miembro de mi familia que ha
permanecido a mi lado durante la extraña amnesia que me afectó durante tanto tiempo y la persona más al tanto de las circunstancias y detalles que concurrieron en mi
caso. De todo el mundo, probablemente será él quien menos se burle de lo que voy a contar sobre aquella noche fatal.
No le he dicho nada antes de embarcar, porque pienso que es mejor para él revelárselo por escrito. Leyendo y releyendo estas páginas con calma, podrá formarse
una idea mucho más exacta y convincente que la que podría proporcionarle en cuatro palabras atropelladas.
Que él haga de este relato lo que crea más conveniente; no me importa que lo dé a conocer, con las debidas aclaraciones, en donde más convenga. Teniendo en
cuenta, pues, que quienes lleguen a leerlo pueden no estar al corriente de la fase inicial de mi caso, he hecho un resumen bastante detallado de los antecedentes.
Me llamo Nathaniel Wingate Peaslee, y quienes recuerden mis artículos periodísticos de hace unos quince años -o los artículos, y cartas que publiqué en revistas de
psicología hace un par de lustros- sabrán quién soy. En la prensa aparecieron muchos detalles acerca de la extraña amnesia que me sobrevino entre 1908 y 1913,
amnesia que fue relacionada en gran parte con las horrendas tradiciones de brujería existentes en la pagana ciudad de Arkham, Massachusetts que, como ahora,
constituía entonces mi lugar de residencia. Con todo, me habría gustado saber si no hubo algún elemento de locura hereditaria en los primeros años de mi vida. Este es
un hecho de enorme importancia para mí, ya que si no hubo tal cosa, la sombra de horror que se abatió sobre mí procedía irremisiblemente del exterior.
Puede que los pasados siglos de tinieblas hayan hecho a la ruinosa ciudad de Arkham particularmente vulnerable a ciertas amenazas preternaturales; pero parece
dudoso, a la luz de los distintos casos que posteriormente tuve ocasión de estudiar. Sin embargo, hasta donde he podido indagar, mis antecedentes familiares son
normales por completo. Lo que sobre mí se abatió provenía del exterior, estoy persuadido de ello, pero aún no me atrevo a afirmar de dónde.
Soy hijo de Jonathan Peaslee y de Hannah Wingate, ambos procedentes de antiguas y sanas familias de Haverhill. He nacido y me he criado en Haverhill -en la
vieja mansión de Boardman Street, cerca de Golden Hill- y no fui a Arkham hasta 1895, año en que ingresé en la Universidad del Miskatonic como auxiliar de
economía política.
Durante los trece años que siguieron, mi vida transcurrió apacible y feliz. En 1896, me casé con Alicia Keezer, natural de Haverhill, y mis tres hijos, Robert,
Wingate y Hannah, nacieron en 1898, 1900 y 1903, respectivamente. En 1898 fui ascendido a profesor adjunto y, en 1902, a catedrático. En ninguna ocasión sentí el
menor interés por el ocultismo o la psicología patológica.
La extraña crisis de amnesia me sobrevino un jueves, el 14 de mayo de 1908. Su comienzo fue completamente repentino, aunque más tarde recordé ciertas visiones
breves y caóticas que me habían turbado en gran manera horas antes, y que sin duda constituían los síntomas premonitorios. Sentía, además, fuertes dolores de cabeza,
y una extraña sensación, totalmente nueva para mí: era como si alguien tratara de apoderarse de mis pensamientos.
La cosa me ocurrió a eso de las diez y veinte de la mañana, mientras dictaba una clase de historia y tendencias actuales de la economía política ante numerosos
alumnos de tercer año y unos pocos de segundo. Empecé por ver extrañas formas danzantes y a sentir que me encontraba en una habitación desconocida que no era el
aula de la Universidad.
Mis pensamientos y discurso se desviaron del tema, y los estudiantes comprendieron que algo grave me ocurría. Entonces, sentado donde estaba, me sumí en un
estupor del que nadie podría sacarme. Pasaron cinco años, cuatro meses y trece días, antes de recobrar el uso de mis facultades.
Lo que voy a relatar a continuación, como es natural, lo he sabido a través de otras personas. Permanecí en un coma profundo por espacio de dieciséis horas y
media, a pesar de ser trasladado a mi casa, Crane Street 27, y de prestárseme una magnífica asistencia médica.
A las tres de la madrugada del día 15 de mayo, abrí los ojos y comencé a hablar; pero el médico y mi familia no tardaron en alarmarse vivamente por el cambio de
mi expresión y mi lenguaje. Estaba claro que yo no recordaba mi identidad ni mi pasado, aunque por alguna razón, parecía como si yo pretendiera ocultar esta inmensa
laguna de mi memoria. Mi mirada expresaba extrañeza al contemplar a las personas que me rodeaban, y mis músculos faciales ejecutaban gestos desconocidos por
completo.
Incluso mi habla parecía torpe y extraña. Empleaba mis órganos vocales de modo torpe y vacilante, y mi dicción tenía un tono curioso, como si pronunciase
trabajosamente un idioma aprendido en los libros. Mi acento era bárbaro, como el de un extranjero, y mi lenguaje abundaba en arcaísmos y expresiones
gramaticalmente incomprensibles.
Unos veinte años después, el más joven de los médicos tuvo ocasión de recordar, impresionado y hasta con cierto horror, una de aquellas extrañas frases mías.
Pues últimamente la misma frase que entonces pronuncié ha comenzado a ponerse de moda, primero en Inglaterra y luego en Estados Unidos. A pesar de tratarse de
una expresión rebuscada e indiscutiblemente nueva, reproduce hasta en sus más nimios pormenores las mismas palabras del extraño paciente que fui en 1908.
Después del ataque no tardé en recobrar la fuerza física, aunque hube de necesitar numerosas sesiones de reeducación antes de lograr emplear coordinadamente
mis manos, piernas y aparato locomotor en general. A causa de éste y otros obstáculos inherentes a mi cuadro amnésico, estuve sometido durante largo tiempo a
rigurosos cuidados médicos.
Cuando observé que habían fracasado mis intentos por ocultar la falta de memoria, lo admití abiertamente, y me mostré ansioso de recibir toda clase de
información. En efecto, los médicos pudieron comprobar que yo llegué a perder todo interés por mi propia persona tan pronto como me di cuenta de que el caso de
amnesia era aceptado como cosa natural.
Observaron que mi máximo interés se orientaba hacia determinadas cuestiones de la historia, de la ciencia, del arte, del lenguaje y de las tradiciones populares -
algunas tremendamente oscuras y otras de una simpleza pueril- que, en la mayoría de los casos, yo desconocía por completo.
Al mismo tiempo observaron que poseía ciertos conocimientos asombrosos, muchos de ellos casi ignorados por la ciencia. Pero, al parecer, yo trataba de
ocultarlos, en vez de exhibirlos. En ocasiones aludía, inadvertidamente y con seguridad inusitada, a acontecimientos ocurridos en edades oscuras, muy anteriores a
todos los ciclos aceptados por la historia. Pero al ver la sorpresa que producían, trataba de hacer pasar mis alusiones por una broma. Y mi manera de referirme al
futuro causó pavor más de una vez.
Pronto dejé de manifestar esos misteriosos destellos de asombroso saber. Algunos observadores los atribuyeron a una hipócrita reserva por mi parte, más que a
una disminución de los excepcionales conocimientos que se vislumbraban tras de mis palabras. Por otra parte, se mantenía mi desmesurada avidez por asimilar la
lengua, las costumbres y las perspectivas del mundo en el futuro. Era como si yo fuese un investigador, venido de tierras remotas y extrañas.
En cuanto me lo autorizaron comencé a frecuentar asiduamente la biblioteca de la Universidad. Poco después inicié los preparativos de aquellos viajes
extraordinarios y aquellos cursos especiales que di en diversas universidades americanas y europeas, que tantos comentarios provocaron a continuación.
En ningún momento perdí contacto con sabios y eruditos, aprovechando que mi caso gozaba de alguna celebridad entre los psicólogos de aquel tiempo. En varias
conferencias fui presentado como un caso típico de desdoblamiento de la personalidad, a pesar de que, de vez en cuando, sorprendía a los conferenciantes con algunos
síntomas inexplicables o con cierta sombra de ironía cuidadosamente velada.
No obstante, casi nadie me demostró simpatía o afecto. Había algo en mi aspecto y en mi manera de hablar, que suscitaba temor y aversión en aquellos con
quienes me relacionaba. Era como si yo fuese un ser infinitamente alejado de todo lo equilibrado y normal. Mi presencia les producía una vaga sensación que les hacía
pensar en abismos incalculables de distancia.
Ni siquiera mi propia familia constituía una excepción. Desde el momento en que me recobré del colapso, mi mujer me miró con extremada aversión y horror,
jurando que yo era un desconocido que usurpaba el cuerpo de su marido. En 1910, obtuvo el divorcio judicial, y no consintió en verme ni aun después de haber vuelto
a la normalidad, en 1913. Estos sentimientos eran compartidos por mi hijo mayor y mi hija pequeña; desde entonces, no he vuelto a ver a ninguno de ellos.
Sólo mi hijo segundo, Wingate, fue capaz de vencer el terror y la repugnancia que mi cambio despertaba. Se daba cuenta, indudablemente, de que yo era un
extraño. Pero, aunque tenía ocho años de edad, mantuvo la firme confianza de que al fin recobraría mi propia identidad. Cuando esto sucedió, vino a buscarme, y los
tribunales me confiaron su custodia. Durante los años subsiguientes, me ayudó en los estudios que emprendí, y hoy, con sus treinta y cinco años, es profesor de
psicología de la Universidad de Miskatonic.
Pero, en verdad , no me sorprende el horror que provocaba a los demás… Efectivamente, el espíritu, la voz y la expresión del semblante del ser que despertó el 15
de mayo de 1908, no eran de Nathaniel Wingate Peaslee.
No pretendo extenderme hablando de mi vida entre 1908 y 1913, ya que los lectores pueden averiguar los pormenores de mi caso consultando -como he tenido
que hacer yo mismo- las columnas de periódicos y revistas científicas de esa época.
Cuando se me autorizó a disponer de mis propios recursos económicos, me dediqué a viajar y a estudiar en diversos centros culturales. Mis viajes, no obstante,
eran en extremo singulares, ya que a menudo suponían prolongadas estancias en parajes remotos y desolados.
En 1909 pasé un mes en el Himalaya. En 1911 llamé la atención sobremanera a causa de la expedición que emprendí, en camello, a los ignorados desiertos de
Arabia. Nunca he conseguido saber qué sucedía en aquellos viajes.
Durante el verano de 1912 fleté un barco y zarpé con rumbo al Artico, hasta el norte de archipiélago de Spitzberg. A mi regreso di muestras de decepción.
A finales de ese mismo año pasé unas semanas solo, adentrándome por el vasto sistema de cavernas de Virginia occidental, por sus negros laberintos, más allá de
donde haya alcanzado jamás la huella del hombre. Nadie se ha atrevido después a repetir esta hazaña.
Mis estancias en las universidades se caracterizaban por una asimilación de conocimientos anormalmente rápida, como si mi segunda personalidad tuviera una
inteligencia enormemente superior a la mía propia. He descubierto también que mis capacidades de lectura y de estudio eran extraordinarias. Me bastaba con hojear un
libro para dominarlo a fondo. Mi habilidad para interpretar figuras complicadas en un instante, era verdaderamente asombrosa.
En ocasiones se llegó a rumorear que yo poseía el poder de influir sobre el pensamiento y la voluntad de los demás, aunque por lo visto, procuraba yo disimular
esta facultad.
También se habló de mis relaciones con los dirigentes de diversas sectas ocultistas y con eruditos sospechosos de mantener dudosos contactos con los hierofantes
de cultos abominables tan antiguos como el mundo. Estos rumores, cuyo fundamento no se pudo demostrar entonces, se veían alentados por la conocida temática de
mis lecturas, puesto que en las bibliotecas no se pueden consultar libros raros sin que trascienda el secreto.
Hay pruebas palpables -mis anotaciones marginales- de que estudié a conciencia libros tales como el Cultes de Goules del conde d'Erlette, De Vermis Mysteriis
de Ludvig Prinn, el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, los fragmentos que se conservan del enigmático Libro de Eibon, y el terrible Necronomicon del árabe
loco Abdul Alhazred. Y es innegable, además, que durante el tiempo de mi sorprendente cambio, renació una perversa actividad en numerosos cultos secretos.
En el verano de 1913 comencé a dar muestras de aburrimiento y desinterés, e insinué a varias personas que cabía esperar en mí un pronto cambio. Les dije que
volvían a mí algunos recuerdos de mi vida anterior, pero me juzgaron insincero, considerando que todos los detalles que yo mencionaba podían proceder de mis
antiguas notas personales.
Hacia mediados de agosto regresé a Arkham y abrí mi casa de Crane Street, cerrada durante todo este tiempo. Instalé allí un artefacto de raro aspecto, cuyas
piezas habían sido construidas por diferentes fabricantes americanos y europeos de aparatos de precisión, y lo mantuve celosamente oculto de toda persona inteligente
que pudiera comprender de qué se trataba.
Los pocos que llegaron a verlo -un obrero, una sirvienta y la nueva ama de llaves- decían que era como un armazón de varillas, ruedas y espejos. Tenía unos
sesenta centímetros de alto, treinta de ancho y otros treinta de espesor. En el centro tenía instalado un espejo circular convexo. Todo esto ha sido confirmado por los
fabricantes de las distintas piezas.
La noche del viernes 26 de septiembre despedí al ama de llaves y a la criada hasta el mediodía del día siguiente. Las luces de la casa permanecieron encendidas
hasta muy tarde. Un hombre flaco, moreno, de aspecto extranjero, llegó en un automóvil y entró.
Era alrededor de la una, cuando se apagaron las luces. A las dos y cuarto, un policía que pasaba por allí observó que reinaba la tranquilidad más completa. El auto
del extranjero seguía estacionado junto a la acera. Pero a eso de las cuatro ya no estaba allí.
A las seis de la mañana una voz titubean te y exótica pidió por teléfono al doctor Wilson que viniese a mi casa para sacarme del extraño estado letárgico en que
había caído. Esta llamada -hecha desde larga distancia- fue localizada más tarde. La efectuaron desde un teléfono público de la Estación del Norte, de Boston, pero no
lograron descubrir el menor rastro del flaco extranjero.
Cuando el doctor llegó a casa me encontró inconsciente en el cuarto de estar, sentado en una butaca, ante la mesa. En su pulimentada superficie había unas
arañazos que indicaban el lugar donde se había colocado un objeto de peso considerable. El extraño artefacto había desaparecido y no volvió a saberse de él. Es
indudable que se lo había llevado el individuo moreno y flaco que estuvo allí.
En la chimenea de la biblioteca hallaron gran cantidad de ceniza: era todo cuanto quedaba de las anotaciones tomadas por mí durante el periodo de mi enfermedad.
El doctor Wilson comprobó que mi respiración era agitada; pero después de una inyección hipodérmica, volvió a hacerse regular.
A las once y cuarto de la mañana del día 27 de septiembre experimenté violentas sacudidas, y mi semblante, hasta entonces rígida coma una máscara, comenzó a
dar muestras de cierta expresividad. El doctor Wilson advirtió que aquella expresión no correspondía ya a mi segunda personalidad. Más bien parecía como si
recobrara mi identidad primitiva. Alrededor de las once y media murmuré unas cuantas palabras incomprensibles, sin relación alguna con ningún lenguaje humano. Daba
la sensación de que me revolvía contra algo. Luego, justo después de mediodía, cuando ya habían regresada el ama de llaves y la criada, empecé a decir en inglés:
-…De las economistas ortodoxos de ese periodo, Jevons representa la tendencia predominante a establecer correlaciones científicas. Su intento de relacionar el
ciclo económico de prosperidad y crisis con el ciclo físico de las manchas solares constituye, sin embargo, la cúspide de…
Nathaniel Wingate Peaslee había regresado; según su tiempo vital todavía se hallaba en una mañana de 1908, ante sus alumnos de economía política que le
escuchaban con atención.
II
Capítulo
Mi reintegración a la vida normal fue larga, dolorosa y difícil. Perder cinco años crea más complicaciones de las que se pueden imaginar, y en mi caso, quedaba
además un sinnúmero de cuestiones por resolver.
Lo que me contaron sobre mis actividades posteriores a 1908 me dejó anonadado, pero traté de considerar el asunto lo más filosóficamente posible. Finalmente,
una vez lograda la custodia de mi hijo Wingate, me instalé con él en mi casa de Crane Street y procuré reanudar mis tareas docentes, ya que la Facultad me había
ofrecido cariñosamente mi antigua cátedra.
Me incorporé a mi trabajo en febrero de 1914, y a él me dediqué durante un año. En este tiempo me di cuenta de que, después de aquel largo periodo de amnesia,
yo no era el de antes. Aunque me hallaba mentalmente sano -así lo creía, al menos-, y conservaba íntegra mi propia personalidad, había perdido el vigor y la energía de
otros tiempos. Continuamente me acosaban sueños vagos y extrañas ideas, y cuando el estallido de la Guerra Mundial orientó mi interés hacia temas históricos, me di
cuenta de que consideraba las épocas y los acontecimientos de manera sumamente extraña.
Mi concepción del tiempo -mi capacidad para distinguir entre sucesión y simultaneidad- había sufrido una sutil alteración, de modo que me forjaba quiméricas ideas
sobre la posibilidad de vivir en una época determinada y proyectar mi espíritu por toda la eternidad, para conocer las edades pasadas y futuras.
La guerra originó en mí extrañas impresiones: era como si recordarse algunas de sus últimas consecuencias, como si supiera cuál iba a ser su desenlace, y pudiera
contemplar retrospectivamente los hechos que se desarrollaban en el presente. Todos estos pseudo-recuerdos venían acompañados de fuertes dolores de cabeza, y
la clara sensación de que entre ellos y mi conciencia se alzaba alguna barrera psicológica.
Cuando tímidamente confiaba mis impresiones a los demás, observaba que reaccionaban de la manera más diversa. Casi todos me miraban can desconfianza. Los
matemáticas, en cambio, me hablaban de los últimos adelantos de la ciencia que cultivaban: de la teoría de la relatividad, que entonces sólo era conocida en los medios
científicos, pera que más adelante llegaría a ser mundialmente famosa. Según decían, el doctor Albert Einstein había logrado reducir el tiempo a una simple dimensión.
Sin embargo, los sueños y sentimientos turbadores se apoderaron de mí hasta tal extremo que en 1915 me vi obligado a abandonar mis actividades docentes.
Algunas de mis sensaciones anormales fueron tomando un cariz inquietante. En ocasiones, por ejemplo, me sentía dominado por la convicción de que, en el curso de mi
amnesia, me había sobrevenido un cambio espantoso; que mi segunda personalidad procedía, sin duda, de regiones ignoradas, como si una fuerza desconocida y
remota se hubiera aposentado en mí, mientras mi verdadera personalidad era desplazada de mi propio interior.
Este es el motivo de que entonces me entregase a vagas y espantosas especulaciones sobre cuál habría sido el paradero de mi auténtica mismidad durante los años
en que el intruso había ocupado mi cuerpo. La singular inteligencia y la extraña conducta de ese intruso me turbaban cada vez más, a medida que me enteraba de
nuevos detalles, a través de conversaciones, periódicos y revistas.
Las rarezas que tanto habían desconcertado a los demás parecían armonizar terriblemente con ese trasfondo de conocimientos impíos que emponzoñaba los
abismos de mi subconsciente. Me dediqué a investigar todos los datos y examiné escrupulosamente los estudios y los viajes efectuados por el otro durante mis años de
oscuridad.
No todas mis inquietudes eran de índole especulativa. Los sueños, por ejemplo, eran cada vez más vívidos y detallados. Como sabía la opinión que merecían a la
mayor parte de la gente, raras veces los mencionaba, excepto a mi hijo o a algún psicólogo de mi confianza. Pero finalmente comencé un estudio científico de otros
casos de amnesia, con el fin de averiguar hasta qué punto las visiones que yo parecía eran características de esa afección. Con ayuda de psicólogos, historiadores,
antropólogos y especialistas en enfermedades mentales, realicé un estudio exhaustivo que comprendía todos los casos de desdoblamiento de la personalidad recogidos
en la literatura médica desde los tiempos de los endemoniados hasta el momento actual; pero los resultados, más que consolarme, me inquietaron doblemente.
No tardé mucho tiempo en comprobar que mis sueños diferían radicalmente de los que solían darse en los casos auténticos de amnesia. No obstante, descubrimos
unos pocos casos que me tuvieron desconcertado durante años por su semejanza con mi propia experiencia. Algunos no eran más que relatos fragmentarios de antiguas
historias populares; otros eran casos registrados en los anales de la medicina. En una o dos ocasiones, se trataba únicamente de confusas referencias entremezcladas
con historias bastante vulgares por lo demás.
De este modo averiguamos que, pese a la rareza de mi afección, se habían presentado casos análogos, a largos intervalos, desde los mismos orígenes de la historia.
A veces, en un periodo de varios siglos se presentaban uno, dos y hasta tres casos; a veces, no se presentaba ninguno. Al menos, ninguno de que quedase constancia.
En esencia, se trataba siempre de lo mismo: una persona de alto nivel intelectual se veía dominada por una segunda naturaleza que le obligaba a llevar, durante un
periodo más o menos largo, una existencia absolutamente extraña, caracterizada al principio por una torpeza verbal y motora, y más tarde por la adquisición masiva de
conocimientos científicos, históricos, artísticos y antropológicos. Este aprendizaje se llevaba a cabo con un entusiasmo febril y denotaba una prodigiosa capacidad de
asimilación. Luego, el sujeto regresaba a su propia personalidad, que, en lo sucesivo, se veía atormentada por unos sueños vagos, indeterminados, en los que latían
recuerdos fragmentarios de algo espantoso que había sido borrado de su mente.
La enorme semejanza de aquellas pesadillas con la mía -incluso en algunos detalles insignificantes- no dejaba lugar a dudas sobre su íntima relación. En dos de
aquellos casos por los menos, se daban ciertas circunstancias que me resultaban familiares, como si, a través de algún medio cósmico inimaginable, hubiera tenido
noticia de ellos. En otros, se mencionaba claramente un desconocido artefacto, idéntico al que había estado en mi casa antes de mi regreso a la normalidad.
Otra cosa que llegó a preocuparme durante la investigación fue la frecuencia con que ciertas personas no afectadas por dicha enfermedad sufrían parecida clase de
pesadillas.
Estas últimas personas eran mayormente de inteligencia mediocre o inferior, y algunas tan primitivas, que no se las podía considerar como vectores aptos para la
adquisición de una ciencia y unos conocimientos preternaturales. Durante un segundo, se veían inflamados por una fuerza ajena; pero en seguida volvían a su estado
anterior, quedándoles apenas un recuerdo débil, evanescente, de horrores inhumanos.
En los últimos cincuenta años se habían presentado por lo menos tres casos de estos. Uno de ellos hace tan sólo quince años. ¿Acaso se trataba de una entidad
desconocida que tanteaba a ciegas, a través del tiempo, desde el fondo de algún abismo insospechado de la naturaleza? En tal caso, ¿no serían estos casos las
manifestaciones de unos experimentos monstruosos, cuyo objetivo era preferible ignorar para no perder la razón?
Estas eran las fantásticas divagaciones a las que me entregaba continuamente, excitado por las diversas creencias míticas que iba descubriendo en el curso de mis
investigaciones. No cabía duda, pues, de que había determinadas historias -persistentes desde la más remota antigüedad y desconocidas, al parecer, tanto por las
víctimas de amnesia como por los médicos que habían estudiado sus casos más recientes- que formaban como un plan asombroso y terrible destinado a raptar la mente
de los hombres, como había ocurrido en mi caso. Aún ahora tengo miedo de referir la naturaleza de esos sueños, y las ideas que me asaltaban con mayor intensidad
cada vez. Era de locura. A veces creía que, de verdad, me estaba volviendo loco. ¿Acaso era víctima de algún tipo de alucinación que afectaba a los que habían sufrido
una laguna en la memoria? En ese caso no sería del todo inverosímil que el subconsciente, en un esfuerzo por llenar un vacío confuso con pseudo-recuerdos, diera lugar
a extravagantes aberraciones de la imaginación.
Aunque yo me inclinaba más bien por una interpretación basada en los mitos populares, las teorías basadas en dichos esfuerzos del subconsciente gozaban de
mayor preponderancia entre los alienistas que me ayudaban en mi búsqueda de casos similares al mío, y que compartieron mi asombro ante el exacto paralelismo que
solíamos descubrir.
Para los psiquiatras mi estado no podía diagnosticarse como verdadera enfermedad mental, sino más bien como trastorno neurótico. De acuerdo con las normas
psicológicas más científicas, alentaron todo intento por mi parte de buscar datos que aportaran alguna luz en este asunto, en vez de pretender inútilmente soslayarlo, yo
tenía en cuenta, especialmente, la opinión de aquellos médicos que me habían estudiado durante el tiempo que estuve dominado por la otra personalidad.
Mis primeros trastornos no fueron de índole visual, sino que se relacionaban con las cuestiones abstractas que ya he mencionado. Y experimenté, también al
principio, un sentimiento vago y profundo de inexplicable horror: consistía en una extraña aversión a contemplar mi propia figura, como si temiese que mis ojos fueran a
descubrir algo ajeno e inconcebiblemente repugnante.
Cuando por fin me atrevía a mirarme, y percibía mi figura humana y familiar, sentía invariablemente un raro alivio. Pero para lograr ese descanso tenía que vencer
primero un miedo infinito. Evitaba los espejos por sistema, y me afeitaba en la barbería.
Pasé mucho tiempo sin relacionar estos sentimientos inquietantes con las visiones fugaces que pronto comenzaron a asaltarme cada vez más, y la primera vez que lo
hice, fue con motivo de la extraña sensación que tenía de que mi memoria había sido alterada artificialmente.
Tenía la convicción de que tales visiones poseían un significado profundo y terrible para mí, pero era como si una influencia externa y deliberada me impidiese
captar ese significado. Luego, empecé a sentir esas anomalías en la percepción del tiempo, y me esforcé desesperadamente por situar mis visiones oníricas en sus
correspondientes coordenadas tiempo-espaciales.
Al principio, más que horribles, las visiones propiamente dichas eran meramente extrañas. En ellas, me hallaba en una cámara abovedada cuyas elevadísimas
arquivoltas de piedra casi se perdían entre las sombras de las alturas. Cualquiera que fuese la época o lugar en que se desarrollaba la escena, era evidente que los
constructores de aquella cámara conocían tanta arquitectura, por lo menos, como los romanos.
Había ventanales inmensos y redondos, puertas rematadas en arco y pedestales o altares tan altos como una habitación ordinaria. Sobre los muros se alineaban
vastos estantes de madera oscura, con enormes volúmenes que mostraban incomprensibles descripciones jeroglíficas en sus lomos.
En su parte visible, los muros estaban construidos con bloques en los que había esculpidas unas figuras curvilíneas, de diseño matemático, e inscripciones análogas a
las que mostraban los enormes libros. La sillería, de granito oscuro, era de proporciones megalíticas. Los sillares estaban tallados de forma que la cara superior,
convexa, encajaba en la cara cóncava inferior de los que descansaban encima.
No había sillas, pero sobre los inmensos pedestales o altares había libros desparramados, papeles, y ciertos objetos que tal vez fuesen material de escritorio: un
recipiente de metal purpúreo, curiosamente adornado, y unas varas con la punta manchada. A pesar de la gran altura de dichos pedestales, sin saber cómo, los veía yo
desde arriba. Algunos de ellos tenían encima grandes globos de cristal luminoso que servían de lámparas, y artefactos incomprensibles, construidos con tubos de vidrio
y varillas de metal.
Las ventanas, acristaladas, estaban protegidas por un enrejado de aspecto sólido. Aunque no me atreví a asomarme por ellas, desde donde me encontraba podía
divisar macizos ondulantes de una singular vegetación parecida a los helechos. El suelo era de enormes losas octogonales. No había ni cortinajes ni alfombras.
Más adelante tuve otras visiones. Atravesaba por ciclópeos corredores de piedra, y subía y bajaba por inmensos planos inclinados, construidos con idéntica y
gigantesca sillería. No había escaleras por parte alguna, ni pasadizo que no tuviera menos de diez metros de ancho. Algunos de los edificios, en cuyo interior me parecía
flotar, debían de tener una altura prodigiosa.
Bajo tierra había, también, numerosas plantas superpuestas, y trampas de piedra, selladas con flejes de metal, que hacían pensar en bóvedas aún más profundas,
donde acaso moraba un peligro mortal.
En tales visiones tenía la sensación de hallarme prisionero, y en torno a mí flotaba un horror desconocido. Me daba la impresión de que los burlescos jeroglíficos
curvilíneos de los muros habrían significado la perdición de mi espíritu, de haberlos sabido interpretar.
Luego, andando el tiempo, empecé a soñar con grandes espacios abiertos. Desde los ventanales redondos y desde la gigantesca terraza del edificio, contemplaba
extraños jardines, y una enorme extensión árida, con una alta muralla ondulada, a la que conducía una rampa más elevada que las demás.
A uno y otro lado de las vastas avenidas, que medirían unos setenta metros de anchura, se aglomeraba un sinfín de edificios gigantescos, cada uno de los cuales
poseía su propio jardín. Estos edificios eran de aspecto muy variado, pero casi ninguno de ellos tenía menos de trescientos metros de alto, ni más de sesenta metros
cuadrados de superficie. Algunos parecían realmente ilimitados; sus fachadas superaban sin duda los mil metros de altura, perdiéndose en los cielos brumosos y grises.
Todas las construcciones eran de piedra o de hormigón, y la mayor parte de ellas pertenecía al mismo estilo arquitectónico curvilíneo del edificio donde me
encontraba yo. En vez de tejado, tenían terrazas planas cubiertas de jardines y rodeadas de antepechos ondulados. Algunas veces las terrazas eran escalonadas, y
otras, quedaban grandes espacios abiertos entre los jardines. En las enormes avenidas me pareció vislumbrar cierto movimiento, pero en mis primeras visiones me fue
imposible precisar de qué se trataba.
En determinados parajes llegué a descubrir unas torres enormes, oscuras, cilíndricas, que se elevaban muy por encima de cualquier otro edificio. Su aspecto las
distinguía radicalmente del resto de las construcciones. Se hallaban en ruinas y, a juzgar por ciertas señales, debían ser prodigiosamente antiguas. Estaban construidas
con bloques rectangulares de basalto, y en su extremo superior eran ligeramente más estrechas que en la base. Aparte de sus puertas grandiosas, no se veía el menor
rastro de ventana o abertura. Asimismo, observé que había otros edificios más bajos, todos ellos desmoronados por la acción erosiva de un tiempo incalculable, que
parecían una versión arcaica y rudimentaria de las enormes torres cilíndricas. En torno a todo este conjunto ciclópeo de edificios de sillería rectangular, se cernía un
inexplicable halo de amenaza, análogo al que envolvía a las trampas selladas.
Los jardines eran tan extraños que casi causaban pavor. En ellos crecían desconocidas formas vegetales que sombreaban amplios senderos flanqueados por
monolitos cubiertos de bajorrelieves. Predominaba una vegetación criptógama que recordaba a una especie de helechos descomunales, unos verdes y otros de un color
pálido enfermizo, como los hongos.
Entre ellos se alzaban unos árboles inmensos y espectrales que parecían calamites, y cuyos troncos, semejantes a cañas de bambú, alcanzaban alturas increíbles.
También había otros empenachados, como cicas fabulosas, y arbustos grotescos de color verde oscuro, y otros mayores que, por su aspecto, podrían tomarse por
coníferas.
Las flores eran pequeñas y descoloridas, distintas de cualquier especie conocida, y se abrían entre el verdor de los amplios macizos geométricos.
En unas cuantas terrazas o jardines colgantes se veían otras especies de flores, mucho más grandes, de vivos colores y formas mórbidas y complicadas, producto,
seguramente, de sabias hibridaciones artificiales. Y había ciertos hongos de formas, dimensiones y matices inconcebibles, cuya disposición ornamental ponía de
manifiesto la existencia de una desconocida, pero indiscutible tradición jardinera. En los grandes parques parecía como si se hubiese procurado conservar las formas
irregulares y caprichosas de la naturaleza. En las azoteas, en cambio, se hacía patente el arte del podador.
El cielo estaba casi siempre húmedo y plomizo, y algunas veces presencié lluvias torrenciales. De cuando en cuando, no obstante, aparecían fugazmente el sol -un
sol inmenso- y la luna, que era distinta de la nuestra, aunque nunca llegué a apreciar en qué consistía la diferencia. De noche, rara vez se despejaba el cielo lo suficiente
para dejar a la vista las constelaciones, pero cuando esto sucedió, me resultaron casi totalmente irreconocibles. Sus contornos recordaban a veces los de las nuestras,
pero no eran iguales. A juzgar por la posición de unas pocas que logré situar, debía hallarme en el hemisferio sur de la tierra, no muy lejos del Trópico de Capricornio.
El horizonte se veía siempre brumoso, como envuelto en nieblas fantásticas, pero pude vislumbrar que, más allá de la ciudad, se extendían selvas de árboles
desconocidos -Calamites, Lepidodendros, Sigillarias-, que, en la lejanía, parecían temblar engañosamente entre los vapores cambiantes del horizonte. De cuando en
cuando, me parecía ver algún movimiento en el cielo, pero en mis primeras visiones no llegué nunca a determinar de qué se trataba.
En el otoño de 1914 empecé a soñar que flotaba por encima de la ciudad y sus alrededores. Así descubrí que los temibles bosques de árboles manchados, rayados
o jaspeados como animales, eran atravesados por larguísimas carreteras que, en ocasiones, conducían a otras ciudades parecidas a la que me obsesionaba en mis
sueños.
Vi también edificios fantásticos y lúgubres, de piedra negra o iridiscente, situados en regiones yermas donde reinaba un perpetuo crepúsculo, y volé sobre unas
calzadas ciclópeas que atravesaban pantanos tan oscuros que apenas podía distinguir medianamente su vegetación húmeda y gigantesca.
Una vez pasé por una inmensa llanura salpicada de ruinas de basalto, erosionadas por el tiempo, y cuyo trazado recordaba el de las oscuras torres sin ventanas de
la ciudad que era mi verdadera obsesión.
En otra oportunidad, al pie de una ciudad inmensa de cúpulas y arcos fabulosos, batiendo contra un muelle de rocas colosales, contemplé la mar ilimitada y gris,
sobre la cual se movían grandes sombras informes y cuya superficie se enturbiaba con inquietantes burbujas.
III
Capítulo
Como he dicho, estas visiones no fueron en un principio de carácter terrorífico. Sin duda, muchas personas han soñado cosas aún más extrañas, cosas que son el
producto de una mezcla inconexa de detalles de la vida diaria, de cuadros y lecturas, fundidos fantásticamente por los caprichos de sueño.
Durante un tiempo, aun cuando nunca había tenido ningún sueño de este género, acepté mis visiones como cosa natural. Me dije que muchos de los elementos
fantásticos de esas visiones procedían de causas triviales, aunque demasiado numerosas para poderlas identificar; otros, en cambio, eran probablemente una
interpretación onírica de mis conocimientos elementales sobre la flora y el clima de hace ciento cincuenta millones de años, es decir, de la Edad Pérmica o Triásica.
En el curso de algunos meses, no obstante, el elemento terrorífico fue rápidamente en aumento, a medida que mis sueños iban tomando un aspecto inequívoco de
recuerdos, y yo los relacionaba cada vez más con mis preocupaciones abstractas, con la sensación de que en mi memoria había sido borrado algo muy importante, con
mi sorprendente concepción del tiempo, con la impresión de que, entre 1908 y 1913, había morado un intruso en mí, y con la inexplicable aversión que me causaba
posteriormente mi propia persona.
Cuando comenzaron a aparecer determinados detalles de mis sueños, mi horror se centuplicó. En octubre de 1915 comprendí al fin que debía hacer algo. Fue
entonces cuando emprendí el estudio intensivo de los casos de amnesia y visiones. Pensé que así podría objetivar mi estado de confusión y liberarme de la ansiedad que
me oprimía.
Sin embargo, como he dicho antes, el resultado fue diametralmente opuesto a lo que había previsto. Mi angustia aumentó al descubrir que otras personas habían
tenido idénticos sueños a los míos, y que algunos casos, además, se remontaban a épocas en que no cabía admitir ninguna clase de conocimiento geológico, y por
consiguiente, ninguna idea sobre el paisaje de las edades prehistóricas.
Y lo que es más, en muchos de estos casos se especificaban ciertos pormenores y ciertas explicaciones que se relacionaban con los inmensos edificios y los
selváticos jardines. Mis propias visiones eran ya bastante terroríficas en sí, pero lo que daban a entender o afirmaban algunos otros soñadores era pura locura y
blasfemia. Lo peor de todo fue que la lectura de aquellas experiencias que contaban suscitó en mí nuevos sueños, aún más descabellados, y un presagio de revelaciones
venideras. No obstante, casi todos los médicos me aconsejaron proseguir mi investigación.
Estudié psicología sistemáticamente y, por las mismas razones que yo, mi hijo Wingate me secundó, iniciando entonces los estudios que le llevaron por último a la
cátedra que ocupa actualmente. En 1917 y 1918 me matriculé en varios cursos especiales de la Universidad del Miskatonic. Entretanto, continué examinando
infatigablemente infinidad de documentos médicos, históricos y antropológicos, lo que me obligaba también a efectuar diversos viajes a algunas bibliotecas apartadas
para leer los libros sobre artes ocultas y prohibidas, en las cuales parecía tan febrilmente interesada mi segunda personalidad.
Algunos de estos volúmenes eran, efectivamente, los mismos que había consultado yo durante mi periodo amnésico. Lo desconcertante de estos libros eran las
anotaciones marginales y las correcciones en el texto, escritas en una caligrafía y un lenguaje que, en cierto modo, hacían pensar en algo ajeno por completo al hombre.
Casi todas estas anotaciones estaban redactadas en las lenguas respectivas de los diferentes libros, lenguas que el misterioso glosador parecía conocer
sobradamente, aunque de modo académico. Sin embargo, en el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt figuraba una anotación que difería alarmantemente de las
anteriores. Consistía en unos jeroglíficos curvilíneos, trazados con la misma tinta que las correcciones en alemán, pero en ellos no se reconocía ningún alfabeto humano.
Y estos jeroglíficos eran asombrosa e inequívocamente análogos a los caracteres que constantemente se me aparecían en sueños, caracteres cuyo significado a veces,
de manera fugaz, creía conocer o estaba a punto de recordar.
Para completar mi total confusión muchos bibliotecarios me aseguraron que, teniendo en cuenta mis anteriores indagaciones y las fechas en que había consultado los
volúmenes en cuestión, era muy posible que todas estas notas hubiesen sido realizadas por mí durante mi estado de enajenación. Sin embargo, esto está en
contradicción con el hecho de que yo ignoraba, y todavía ignoro, tres de aquellos idiomas.
Una vez reunidos los datos dispersos, antiguos y modernos, antropológicos y médicos, me encontré con una mezcla medianamente coherente de mitos y
alucinaciones, cuya índole demencial me dejó completamente ofuscado. Sólo una cosa me consolaba: el hecho de que tales mitos existieran desde tiempos remotos. No
podía siquiera imaginar qué ciencia olvidada había sido capaz de introducir tan atinadas descripciones de los paisajes paleozoicos o mesozoicos en aquellas fábulas
primitivas. Pero el caso es que allí estaban, y, por lo tanto, existía una base real sobre la que cabía elaborar un modelo fijo de alucinaciones.
La amnesia creaba sin duda los rasgos generales de los mitos, pero después, los detalles fantásticos con que los propios enfermos enriquecían sus experiencias
morbosas influían en las víctimas posteriormente, adoptando un extraño matiz de pseudo-recuerdo. Yo mismo, durante mis años de enajenación, había leído y oído
infinidad de leyendas primitivas, como puso de manifiesto mi ulterior investigación. ¿No era natural, pues, que mis sueños sufrieran la influencia de los datos asimilados
durante mi estado secundario?
Había mitos que se relacionaban con ciertas leyendas oscuras sobre la existencia de un mundo prehumano, y especialmente con las de origen hindú, que hablan de
espantosos abismos de tiempo y forman parte del saber de los actuales teósofos.
El mito primordial y los modernos casos de amnesia coincidían en suponer que el género humano es tan sólo una -quizá la más insignificante- de las razas altamente
evolucionadas que han gobernado los misteriosos destinos de nuestro planeta. Según esto, hubo seres de forma inconcebible que habían levantado torres hasta el cielo
y ahondado en los secretos de la naturaleza, antes que el primer anfibio, remoto antepasado del hombre, saliese de las cálidas aguas de la mar, hace trescientos millones
de años.
Algunos de aquellos seres habían bajado de las estrellas; otros eran tan viejos como el cosmos; otros se desarrollaron vertiginosamente de gérmenes de la tierra,
tan alejados de los primeros orígenes de nuestro ciclo evolutivo, como éstos de nosotros mismos. En tales mitos se hablaba de miles de millones de años, y de
misteriosas relaciones con otras galaxias y otros universos. En ellos, sin embargo, no existía el tiempo tal como lo concibe el hombre.
Pero la mayor parte de esas leyendas y esas visiones se refería a una raza relativamente tardía, de constitución extraña y complicada, distinta de cualquier forma de
vida conocida por la ciencia actual, que se había extinguido tan sólo cincuenta millones de años antes de la aparición del hombre. Según los mitos había sido la raza más
poderosa de todas, porque únicamente ella había conquistado el secreto del tiempo.
Esta raza conocía la ciencia de todas las civilizaciones pasadas y futuras de la Tierra, ya que sus espíritus más poderosos poseían la facultad de proyectarse en el
pasado y en el futuro, salvando incluso abismos de millones de años, con objeto de estudiar el saber de cada época. De las conquistas de esta raza derivaban todas las
leyendas de profetas, incluidas las pertenecientes a ciclos mitológicos humanos.
Sus inmensas bibliotecas conservaban innumerables textos y grabados que resumían toda la historia de la Tierra. En ellos se describía cada una de las especies que
existieron o llegarían a existir, con especial referencia a sus artes, sus realizaciones, sus lenguas y su psicología.
Gracias a esta ciencia incalculable, la Gran Raza tomaba de cada era y de cada forma de vida, las ideas, las artes y las técnicas que mejor convinieran a sus propias
condiciones y circunstancias. El conocimiento del pasado, logrado mediante una especie de proyección mental que nada tenía que ver con nuestros cinco sentidos, era
más difícil de conseguir que el del futuro.
El método para conocer el porvenir era más sencillo y material. Con ayuda de ciertos aparatos, la mente se proyectaba en el tiempo futuro tanteando su camino por
medios extrasensoriales, hasta que localizaba la época deseada. Luego, después de varios ensayos preliminares, se apoderaba de uno de los mejores ejemplares de la
forma de vida dominante en dicho periodo. Para ello, se introducía en el cerebro del organismo escogido y le imponía sus propias vibraciones, en tanto que la mente así
desplazada se hundía en la noche de los tiempos, hasta la misma época del intruso, en cuyo cuerpo permanecía hasta que se efectuase el proceso inverso.
Entre tanto, la mente desplazada, se proyectaba a su vez hacia la época y el cuerpo del espíritu invasor, era cuidadosamente vigilada. Se impedía que dañase el
cuerpo que ocupaba, y se le extraían todos los conocimientos útiles por medio de interrogatorios especiales, que a menudo se realizaban en su propia lengua, cuando la
Gran Raza era capaz de expresarse en ella, merced a anteriores exploraciones del futuro.
Si el espíritu secuestrado provenía de un cuerpo cuyo idioma no podía reproducir la Gran Raza por falta de órganos adecuados, se recurría a unas máquinas
ingeniosísimas, en las cuales era posible reproducir cualquier lengua extraña como en un instrumento musical.
Los miembros de la Gran Raza eran como enormes conos rugosos de unos cuatro metros de altura y tenían la cabeza y los demás órganos situados en el extremo
de unos tentáculos retráctiles que les nacían en el mismo vértice del cono. Se comunicaban entre sí por medio de castañeteos y roces ejecutados con las garras o pinzas
en que terminaban dos de sus cuatro miembros tentaculares, y avanzaban dilatando y contrayendo una capa muscular viscosa situada en la parte inferior de sus bases,
de unos tres metros de diámetro.
Una vez disipado el aturdimiento del espíritu cautivo, y -suponiendo que viniese de un cuerpo totalmente distinto a los de la Gran Raza- perdido ya el horror por la
forma extraña de su nuevo cuerpo provisional, se le permitía estudiar su situación y adquirir la portentosa sabiduría de esa raza.
Con las debidas precauciones, y a cambio de determinados servicios, se le permitía recorrer aquel extraño mundo en gigantescas aeronaves o en inmensos
vehículos semejantes a embarcaciones atómicas que surcaban las grandes carreteras, y penetrar libremente en las bibliotecas que guardaban documentos sobre el
pasado y el futuro del planeta.
Esto reconciliaba a muchos espíritus cautivos con su destino. Y no era de extrañar, puesto que se trataba únicamente de inteligencias muy elevadas, para las cuales
el descubrimiento de los misterios insondables de la Tierra -capítulos concluidos de un pasado inconcebiblemente remoto y torbellinos vertiginosos del tiempo por
venir- constituye siempre, a pesar de los horrores que puedan salir a la luz, la suprema experiencia de la vida.
En ocasiones, algunos eran autorizados a reunirse con otras inteligencias cautivas procedentes del futuro; de este modo, era posible cambiar impresiones con otros
seres inteligentes de cien mil o un millón de años antes o después de sus propias épocas. Y a todos se les invitaba a escribir, cada uno en su lengua, detallados informes
de sus respectivos periodos, los cuales pasaban a engrosar los grandes archivos centrales.
Puede añadirse que había ciertos cautivos cuyos privilegios eran infinitamente superiores a los de los demás. Eran los desterrados a perpetuidad, seres del futuro
despojados de sus cuerpos por los espíritus más elevados de la Gran Raza que, abocados a la muerte, trataban de evitar así la extinción de sus inteligencias.
Tales desterrados melancólicos no eran tan numerosos como sería de esperar, ya que la longevidad de la Gran Raza reducía su apego a la vida, especialmente entre
sus individuos superiores, capaces de proyectarse indefinidamente hacia tiempos remotos. De estos casos de proyección permanente se habían derivado muchos de
aquellos desdoblamientos duraderos de personalidad recogidos en la historia, incluso en la del género humano.
En cuanto a los casos ordinarios de exploración, cuando la mente proyectada en el futuro había aprendido lo que deseaba, construía un aparato como el que le
había permitido su viaje por el tiempo, e invertía el procedimiento de proyección. Así regresaba a su cuerpo y época, mientras el espíritu cautivo recuperaba su
correspondiente cuerpo orgánico del futuro.
Sólo era imposible esta restitución cuando uno u otro de los cuerpos fallecía durante el periodo de intercambio. En tales casos, naturalmente, el espíritu explorador
-como el de los que habían huido de la muerte- se veía obligado a vivir la vida de un cuerpo extraño del futuro, o bien el alma cautiva -como la de los desterrados
perpetuos- tenía que terminar sus días en el pasado bajo la forma de la Gran Raza.
Este destino era menos horrible cuando el espíritu cautivo pertenecía también a la Gran Raza, lo cual no era raro, ya que, como es natural, dicha raza estaba
profundamente interesada en su propio futuro. El número de desterrados perpetuos de la Gran Raza era escaso, debido a las tremendas penas con que castigaban a los
moribundos que pretendían usurpar un cuerpo futuro de su propia estirpe.
Por medio de la proyección, dichas sanciones se infligían a los espíritus transgresores en sus propios cuerpos futuros recién invadidos. A veces eran obligados
incluso a efectuar la restitución del cuerpo usurpado.
Se habían descubierto -y corregido- casos muy complejos de desplazamiento de espíritus exploradores, o mentes ya cautivas, provocados por otros individuos
procedentes de diversas épocas del pasado. Desde el descubrimiento de la proyección mental, había en todas las épocas un porcentaje pequeño pero reconocible de
los individuos de la Gran Raza, pertenecientes a edades pretéritas, que permanecían en sus cuerpos prestados durante un tiempo más o menos largo.
Cuando una mente cautiva de origen extranjero era restituida a su propio cuerpo futuro, se la purificaba mediante una complicada hipnosis mecánica de todo cuanto
hubiera aprendido en la época de la Gran Raza. Esta purificación se hacía en atención a ciertas consecuencias catastróficas que podían acarrear con el traslado de esas
enormes cantidades de saber a un mundo futuro.
Siempre que el saber de la Gran Raza se había filtrado hasta otras edades, se habían producido -y seguirían produciéndose en ciertos momentos de la historiagrandes
desastres. Según las viejas crónicas, eran precisamente dos de esas filtraciones, las que habían permitido a la humanidad descubrir lo poco que sabía acerca de
la Gran Raza.
En la actualidad, de aquel mundo remoto y distante apenas quedaban unas cuantas ruinas ciclópeas en algún rincón apartado y en los abismos oceánicos, y los
textos fragmentarios de los terribles Manuscritos Pnakóticos.
De esta forma, la mente liberada regresaba a su propia época con una visión muy vaga de su estancia en ese otro mundo. Se le extirpaba la mayor cantidad posible
de recuerdos, de manera que en la mayoría de los casos sólo conservaba un vacío de sueños nebulosos de ese periodo. Algunos espíritus recordaban más que otros, y
el azar, conjuntando a veces los recuerdos brumosos, había permitido en ocasiones que el futuro vislumbrase fugazmente su propio pasado prohibido.
Indudablemente en ninguna época de la historia de la Tierra ha dejado de haber sectas místicas o esotéricas que venerasen en secreto esos vislumbres de otro
mundo. En el Necronomicón se menciona a este respecto que entre los seres humanos ha existido un culto de esta naturaleza, encaminado a facilitar el regreso de los
espíritus procedentes de la época de la Gran Raza.
Y mientras tanto, la Gran Raza misma, bordeando los límites de la omnisciencia, se dedicaba a intercambiar sus espíritus con los moradores de otros planetas, y a
explorar sus pasados y sus futuros. Asimismo, trataba de remontarse, cara al pasado, hasta el origen de aquel orbe negro, perdido en el espacio y el tiempo, de donde
procedía su propia herencia intelectual, ya que sus espíritus eran más viejos que sus estructuras orgánicas.
Los habitantes de un orbe agonizante e incalculablemente antiguo, conocedores de los últimos secretos, habían buscado en el porvenir un mundo, unas especies
nuevas capaces de garantizarles larga vida. Una vez determinada la raza del futuro que reunía las condiciones más idóneas para albergarlos, sus espíritus emigraron a
ella en masa. Así fue cómo se apoderaron de los seres cónicos que habían poblado nuestra tierra hace un billón de años.
De este modo surgió la Gran Raza en la Tierra, en tanto que los espíritus desposeídos fueron proyectados por millares hacia el pasado, y se vieron condenados a
morir en el horror de unos organismos extraños que pertenecían a un mundo extinguido. Más tarde, la Gran Raza tendría que enfrentarse nuevamente con la muerte, si
bien lograría sobrevivir, una vez más, lanzando al futuro a sus espíritus más selectos, que ocuparían los cuerpos de otra especie biológica de mayor longevidad.
Tal era la epopeya que parecía desprenderse del conjunto de mitos y alucinaciones estudiados por mí. Cuando, en 1920, terminé de poner en orden los resultados
de mi investigación, sentí un alivio en la ansiedad que me había dominado al principio. Después de todo, y a pesar de los desvaríos suscitados por oscuras emociones,
¿no era explicable todo lo que me pasaba?
Una eventualidad cualquiera pudo haberme inclinado a estudiar las ciencias esotéricas durante mi estado de amnesia, y de ahí que leyese todas esas horrendas
historias y me relacionara con los miembros de cultos antiguos y maléficos, lo cual me había proporcionado material suficiente para los sueños y los trastornos
emocionales que llevaba padeciendo desde que recobré la memoria.
Por lo que se refiere a esas notas marginales, escritas en fantásticos jeroglíficos y lenguas desconocidas para mí, que los bibliotecarios me atribuían, tampoco eran
decisivas. Podía haber aprendido someramente esas lenguas durante mi amnesia. En cuanto a los jeroglíficos, sin duda los había forjado mi fantasía a partir de las
descripciones leídas en las viejas leyendas, introduciéndolos después en mis sueños. Traté de comprobar algunos pormenores dirigiéndome a ciertos dirigentes de
cultos secretos, pero nunca conseguí establecer relaciones satisfactorias con ellos.
A veces, el paralelismo existente entre tantos casos de épocas tan distintas me preocupaba como al principio; pero me tranquilicé, diciéndome que las leyendas
terroríficas estaban indudablemente más extendidas en el pasado que en el presente.
Era probable que todas las demás víctimas de crisis análogas a la mía hubiesen sabido a fondo, y desde mucho tiempo atrás, los relatos que llegaron a mi
conocimiento durante mi amnesia. Al perder la memoria se habían tomado a sí mismos por los personajes de tales fantasías, por los fabulosos invasores que
suplantaban el espíritu de los hombres, y emprendían la búsqueda de un saber que creían poder conseguir en un imaginario pasado prehumano.
Después, cuando recobraban la memoria, invertían el mismo proceso asociativo y ya no se tomaban a sí mismos por espíritus intrusos, sino por los propios
cautivos. De ahí que los sueños y pseudo-recuerdos se ajustasen al modelo mitológico comúnmente admitido.
A pesar de que esta explicación resultaba un tanto rebuscada, me pareció la más verosímil, y a ella me atuve. Las demás no tenían pies ni cabeza. Por otra parte,
había un crecido número de psicólogos y antropólogos eminentes que coincidía conmigo.
Cuanto más reflexionaba, más convincente me parecía mi razonamiento. Puede decirse que, hasta el final, dispuse de un baluarte realmente eficaz contra las visiones
y las sensaciones desagradables que todavía me asaltaban. ¿Que veía cosas extrañas durante la noche? No eran más que producto de mis lecturas y de lo que había
oído. ¿Que tenía sensaciones desagradables y pseudo-recuerdos? Se trataba solamente de un reflejo de lo que había asimilado durante mi amnesia. Ninguno de mis
sueños, ninguna de mis sensaciones, podían tener significado real.
Fortalecido por esta filosofía mi equilibrio nervioso mejoró considerablemente, aun cuando las visiones se fueron haciendo más frecuentes y circunstanciadas. En
1922 me sentí capaz de reanudar mis actividades habituales. Aprovechando mis conocimientos últimamente adquiridos, me hice cargo de una cátedra de Psicología en
la Universidad.
Hacía tiempo que mi antigua cátedra de Economía Política había sido cubierta. Además, los métodos de enseñanza de esa disciplina habían variado muchísimo
desde mis tiempos. Por si fuera poco, mi hijo se hallaba a la sazón ampliando estudios, con vistas a conseguir su actual cátedra, y con frecuencia trabajábamos juntos.
IV
Capítulo
No obstante, continué tomando notas minuciosamente de los sueños extravagantes que me asaltaban, cada vez más frecuentes y más vívidos. Me dije que tales
descripciones eran muy valiosas desde el punto de vista psicológico. Mis visiones tenían ese horrible no sé qué de recuerdos dudosos, pero yo hacía lo posible por
desechar esta impresión, y lo conseguía.
Cuando hablaba de estos fantasmas en mis notas, los trataba como si fueran reales; en cambio, en cualquier otra circunstancia, los apartaba de mí como
caprichosos desvaríos de la noche. Aunque jamás he mencionado tales asuntos en mis conversaciones, lo cierto es que -como suele suceder en estos casos- la gente
había tenido noticia de ello y habían corrido ciertas habladurías sobre mi salud mental. Lo gracioso es que estas habladurías circulaban sólo entre gentes de escasos
conocimientos; jamás en una tertulia de médicos o psicólogos.
Poca cosa diré aquí sobre mis visiones posteriores a 1914, ya que existen datos e informes a disposición de los que deseen consultarlos. Es evidente que, con el
tiempo, iba disminuyendo de algún modo la inhibición de mi memoria, puesto que la extensión de mis visiones fue gradualmente en aumento, aunque seguían siendo
fragmentos incoherentes, inmotivados al parecer.
En mis sueños me pareció adquirir una mayor libertad de movimientos. Flotaba a través de muchos y extraños edificios de piedra, yendo de unos a otros por unos
pasadizos subterráneos de inmensas proporciones que parecían constituir su vía de acceso habitual. A veces, en el piso de los recintos inferiores, me tropezaba con
aquellas gigantescas trampas selladas, de las cuales emergía un aura de amenaza.
Veía también unos estanques enormes, pavimentados de mosaico, y unas estancias repletas de curiosos e inexplicables utensilios de mil clases diferentes. Recorría
cavernas colosales que contenían maquinarias complicadas, cuyos contornos me resultaban enteramente desconocidos y que producían un ruido que llegué a percibir
solamente después de soñar con ellas durante muchos años. Quiero hacer constar aquí que la vista y el oído son los dos únicos sentidos que he utilizado en ese mundo
de quimeras.
El verdadero horror comenzó en mayo de 1915, cuando vi por primera vez un ser vivo. Esto sucedió antes de que mis estudios pusieran de manifiesto lo que cabía
esperar de aquella mezcla de pura ficción y de historias clínicas. Al disminuir mis barreras mentales, empecé a distinguir grandes masas vaporosas en distintas partes del
edificio y en las calles.
Las visiones se hicieron más consistentes y nítidas, hasta que por fin fui capaz de percibir sus monstruosos perfiles con inquietante facilidad. Eran algo así como
unos conos enormes, iridiscentes, de unos tres o cuatro metros de .altura y otros tantos de diámetro en sus bases; parecían hechos de alguna sustancia rugosa y semielástica.
De su vértice nacían cuatro tentáculos flexibles, cilíndricos, de unos treinta centímetros de espesor, y de la misma sustancia rugosa que el resto.
Estos tentáculos se retraían a veces hasta casi desaparecer; otras veces, se alargaban hasta alcanzar cuatro metros de longitud. Dos de ellos terminaban en enormes
garras o pinzas. En el extremo del tercero había cuatro apéndices rojos en forma de trompetas. El cuarto terminaba en un globo irregular amarillento, de medio metro
de diámetro, provisto de tres grandes ojos oscuros situados horizontalmente en su mitad.
Esta cabeza estaba coronada por cuatro pedúnculos delgados y grises, rematados a su vez por unas excrecencias que parecían flores, y en su parte inferior
colgaban ocho antenas o palpos verdosos. La gran base del cuerpo cónico estaba orlada por una sustancia gris, elástica y contráctil que constituía el aparato locomotor
de ese organismo.
Sus movimientos, aunque inofensivos, me horrorizaban aún más que su apariencia. Resultaba malsano ver unos objetos monstruosos comportándose como seres
humanos. Sin embargo, esas criaturas estaban inequívocamente dotadas de inteligencia: se movían por las grandes habitaciones, cogían libros de los estantes y los
llevaban a las mesas o viceversa, a veces escribían con presteza valiéndose de una curiosa varilla que empuñaban con las antenas verdosas de la parte inferior de la
cabeza. Sus enormes pinzas les servían para coger los libros y también para comunicarse mediante un lenguaje que consistía en una especie de castañeteo.
Estos seres no usaban vestidos, pero llevaban unas bolsas o alforjas colgando de la parte superior del tronco… Normalmente llevaban la cabeza y el miembro que
la soportaba a la altura del vértice del cono, pero la bajaban y subían con frecuencia.
Los otros tres grandes tentáculos, cuando se hallaban en estado de reposo, solían colgar a los lados del cono, retraídos hasta la mitad de su longitud. Por la
velocidad con que leían, escribían y manejaban sus máquinas -en las mesas había varias de ellas que al parecer se relacionaban de algún modo con el pensamiento-,
saqué la conclusión de que su inteligencia era incomparablemente superior a la del hombre.
Más tarde llegué a verlos en todas partes: pululaban en salones y corredores, manejaban sus máquinas en las criptas abovedadas, recorrían sus vastas carreteras a
bordo de gigantescos vehículos en forma de barcos. Dejé de tenerlos miedo, ya que resultaban perfectamente naturales en su medio ambiente.
Luego empecé a ser capaz de percibir diferencias entre distintos individuos. Algunos parecían sufrir cierta invalidez; físicamente eran idénticos a los demás, pero sus
gestos y costumbres los diferenciaban, no sólo de la mayoría, sino incluso entre sí.
Escribían sin cesar; y sin embargo, no utilizaban jamás los jeroglíficos curvilíneos tan característicos de los demás, sino una gran variedad de alfabetos. Con todo,
no estoy muy seguro de esto porque mis visiones habían perdido mucha nitidez. Me pareció que algunos empleaban nuestro habitual alfabeto latino. La mayoría de
estos individuos enfermos, eso sí, trabajaba mucho más lentamente que sus congéneres.
Durante mucho tiempo yo era en mis sueños como una conciencia incorpórea dotada de un campo visual más amplio de lo normal, que flotaba libremente en el
espacio, aunque utilizaba para desplazarme los medios de transporte y las vías de acceso habituales en ese mundo. Hasta agosto de 1915 no me empezó a atormentar
el problema de mi existencia corporal. Y digo atormentar porque, aunque de manera abstracta al principio, dicho problema se me planteó al reaccionar -¡horrible
asociación!- mi repugnancia a contemplar mi propio cuerpo con el contenido de mis sueños y visiones.
Durante algún tiempo mi principal preocupación en sueños había sido evitar la visión de mi propio cuerpo, y recuerdo cuánto agradecí entonces la total ausencia de
espejos en aquellas extrañas habitaciones. Pero me sentía muy turbado por el hecho de que siempre veía las enormes mesas -cuya altura no sería inferior a tres metros
y medio- como si mis ojos se encontrasen al mismo nivel, por lo menos, que su superficie.
Y entonces comencé a sentir cada vez más la morbosa tentación de mirarme. Una noche, por fin, no pude resistir. Al primer golpe de vista no vi absolutamente
nada. Un momento después supe por qué: mi cabeza estaba situada al final de un cuello flexible de una longitud increíble. Encogiendo este cuello y mirando atentamente
hacia abajo, distinguí una forma cónica y rugosa, iridiscente, cubierta de escamas, de unos cuatro metros de altura y otros tantos de diámetro en la base. Aquella noche
desperté a medio Arkham con mi alarido, al saltar como loco de los abismos del sueño.
Sólo después de repetir el mismo sueño, una y otra vez, durante semanas enteras, conseguí acostumbrarme a esta monstruosa visión de mí mismo. Comprobé
desde entonces que, en mis visiones, me movía corporalmente entre los demás seres desconocidos, que leía como ellos en los terribles libros de los estantes
interminables, y que pasaba horas enteras escribiendo en las grandes mesas, con un punzón, manejado gracias a las antenas que me colgaban de la cabeza.
En mi memoria perduraban retazos de lo que leí y escribí entonces. Estudié las crónicas horribles de otros mundos y otros universos, y tuve conocimiento de las
vidas sin forma que palpitan más allá de todo universo. Leí las historias de extraños seres que habían poblado el mundo en tiempos olvidados, y los anales de ciertas
criaturas de prodigiosa inteligencia y cuerpo grotesco, que lo habitarían millones de años después que muriese el último hombre.
Asimismo leí capítulos enteros de la historia del hombre, cuyo contenido no sospecharía jamás un erudito de nuestros días. La mayoría de estos textos estaban
escritos en los caracteres jeroglíficos que estudiaba yo con ayuda de unas máquinas zumbadoras, y que correspondía a un lenguaje verbal aglutinante de raíz diversa a
la de cualquier idioma humano conocido.
Había otros volúmenes que estaban redactados en lenguas distintas, igualmente desconocidas, que, sin embargo, aprendí por el mismo método. De los idiomas
utilizados en aquel mundo, había poquísimos que conociese yo. Las numerosas y muy expresivas ilustraciones, intercaladas a veces en los textos y, otras,
encuadernadas en volúmenes aparte, constituían para mí una ayuda inapreciable. Y si no recuerdo mal, durante toda aquella temporada compaginé mis lecturas y
estudios con la redacción, en inglés, de una crónica de mi propia época. Al despertar de tales sueños, sólo recordaba algunos detalles mínimos e inconexos de los
idiomas desconocidos que había dominado; en cambio, en mi memoria quedaban flotando frases enteras de la historia que yo escribía en inglés.
Aun antes de que mi personalidad vigil estudiase los casos similares al mío o los viejos mitos de donde sin duda procedían los sueños, ya sabía yo que los seres de
ese mundo onírico pertenecían a la raza más grande del mundo, a la raza que había conquistado el tiempo y había enviado espíritus exploradores a todas las eras del
universo. Sabía también que yo había sido arrancado de mi época, mientras un intruso ocupaba mi cuerpo, y que algunos de los demás cuerpos cónicos alojaban
mentes capturadas de manera similar. En mis sueños, me comuniqué -mediante el castañeteo de mis pinzas- con los espíritus exiliados que procedían de todos los
rincones del sistema solar.
Había un espíritu que viviría, en un futuro incalculablemente lejano, en el planeta que llamamos Venus, y otro que había vivido en uno de los satélites de Júpiter hace
seis millones de años. Entre los moradores de la Tierra, conocí varios representantes de cierta raza semivegetal y alada, de cabeza estrellada, que había dominado la
Antártida paleocena; a un espíritu perteneciente al pueblo reptil de la legendaria Valusia; a tres de los seres peludos que habían adorado a Tsathoggua en Hiperbórea,
antes de la aparición del género humano; a uno de los abominables Tcho-Tchos; a dos de los arácnidos que poblarán la última edad de la Tierra; a cinco de la raza de
coleópteros que sucederá inmediatamente al hombre, y a la cual un día, ante una amenaza insoslayable y terrible, la Gran Raza trasladaría en masa sus espíritus más
aventajados. Igualmente, conocí a varios individuos procedentes de distintas ramas de la humanidad.
Tuve ocasión de conversar con el espíritu de Yiang-Li, filósofo del cruel imperio del Tsan-Chan, que florecerá en el año 5000 de nuestra era; con el de un general
de cierto pueblo moreno de cabeza enorme, que gobernó en Africa del Sur 50.000 años antes de Cristo; con el de un monje florentino del siglo XII, llamado
Bartolomeo Corsi; con el de un rey de Lomar, que reinó en aquel terrible país polar, cien mil años antes de que los amarillos Inutos viniesen de Oriente a someterlo.
Conversé con el espíritu de Nug-Soth, mago de los conquistadores negros que invadirán el mundo en el año 16000 de nuestra era; con el de un romano llamado
Titus Sempronius Blaesus, que había sido cuestor en tiempos de Sila; con el de un egipcio de la decimocuarta dinastía llamado Khephnés, que me reveló el horrible
secreto de Nyarlathotep; con el de un sacerdote del reino central de Atlantis; con el de James Woodville, señor de Suffolk en tiempos de Cromwell; con el de un
astrónomo peruano del periodo preincaico; con el de un médico australiano, Nevel Kingston-Brown, que morirá en el año 2518 d. J.; con el de un archimago del reino
de Yhe, perdido en el Pacífico; con el de Theodotides, oficial greco-bactriano del año 200 a. J.; con el de un anciano francés del tiempo de Luis XIII, llamado Pierre-
Louis Montagny ; con el de Crom-Ya, caudillo cimerio del año 15000 antes de Jesucristo; y con tantos otros, que no puedo retener los sorprendentes secretos y las
turbadoras maravillas que me revelaron.
Todas las mañanas me despertaba con fiebre. Cuando los datos aprendidos en sueños podían caer dentro del campo de la ciencia actual, me lanzaba
desesperadamente a los libros para comprobar su veracidad o error. Los hechos tradicionalmente conocidos adquirían así nuevos y dudosos aspectos, y yo me
maravillaba ante aquellas fantasías oníricas capaces de añadir detalles tan atinados y sorprendentes a la historia de la ciencia.
Me estremecí ante los misterios que oculta el pasado, y temblé por las amenazas que el futuro nos depara. Prefiero no consignar aquí lo que insinuaban los seres
post-humanos sobre el destino final de nuestra especie.
Después del hombre vendría una poderosa civilización de escarabajos, de cuyos cuerpos se apoderarían los miembros más selectos de la Gran Raza, cuando se
abatiera sobre su mundo ancestral una terrible catástrofe. Después, al concluir el ciclo de la Tierra, sus espíritus emigrarían nuevamente a través del tiempo y el espacio,
y se alojarían en los cuerpos de unos seres bulbosos y vegetales que habitan el planeta Mercurio. Pero aun después de su emigración, nacerían especies nuevas que se
aferrarían patéticamente a nuestro planeta ya frío, y abrirían galerías hasta su mismo centro, antes del desenlace final.
Entre tanto, en mis sueños -impulsado en parte por mi propio deseo, y en parte por las promesas que se me habían hecho de concederme mayor libertad de
movimiento y más oportunidades de estudio-, seguía escribiendo infatigablemente la historia de mi propia época, que habría de enriquecer la biblioteca central de la
Gran Raza. Esta biblioteca se albergaba en una colosal estructura subterránea, próxima al centro de la ciudad. La llegué a conocer perfectamente gracias a mis
frecuentes consultas y visitas.
Concebido para durar tanto como la misma raza que lo construyera, y para resistir las más violentas convulsiones de la tierra, este titánico archivo sobrepasaba a
todos los demás edificios en tamaño y solidez.
Los documentos, escritos o impresos en grandes hojas de una especie de celulosa extraordinariamente resistente, estaban encuadernados en volúmenes que se
abrían por su parte superior y se guardaban en estuches individuales de un metal grisáceo, inoxidable e increíblemente ligero. Cada estuche estaba decorado con
motivos matemáticos y llevaba el título grabado en los jeroglíficos curvilíneos de la Gran Raza.
Los volúmenes, así protegidos, estaban ordenados en hileras de cofres rectangulares, fabricados con el mismo metal inoxidable, que se cerraban mediante un
complicado sistema de cerrojos, La historia que yo estaba escribiendo tenía ya asignado un lugar en uno de los cofres de la parte inferior, reservada a los vertebrados,
en la sección dedicada a las civilizaciones de la humanidad y de las razas reptilianas y peludas que le habían precedido en nuestro planeta.
Ningún sueño me proporcionó un cuadro completo de la vida cotidiana de ese mundo. Sólo capté retazos brumosos e inconexos que ni siquiera guardaban orden
de sucesión. Tengo, por ejemplo, una idea muy imprecisa de la forma en que se desarrollaba mi propia vida en el mundo de los sueños; sin embargo, me parece que
tenía una gran habitación de piedra para mi uso personal. Mis limitaciones como prisionero fueron desapareciendo gradualmente, de forma que algunas noches soñé
que viajaba por las titánicas calzadas de la selva y que visitaba ciudades extrañas y exploraba las enormes torres sin ventanas, las torres negras y ruinosas que tan
extraordinario terror inspiraban a la Gran Raza. Hice también largos viajes por mar en unos buques inmensos de muchas cubiertas e increíble velocidad, y expediciones
por regiones salvajes en cohetes aerodinámicos de propulsión eléctrica.
Más allá del vasto y cálido océano se alzaban otras ciudades de la Gran Raza, y en un lejano continente vi los toscos poblados de unas criaturas aladas de negro
hocico, que evolucionarían como estirpe dominante cuando la Gran Raza hubiese enviado a sus espíritus más selectos hacia el futuro para huir del horror que
amenazaba. Los paisajes, siempre llanos, se caracterizaban por un verdor fresco y exuberante. Las pocas colinas que se destacaban eran bajas y, a menudo, de
naturaleza volcánica.
Podría escribir libros enteros sobre los animales que poblaban aquel mundo. Todos eran salvajes, puesto que el elevado nivel técnico de la Gran Raza había
suprimido los animales domésticos y permitía una alimentación enteramente vegetal o sintética. Toscos reptiles de gran tamaño surgían vacilantes de las ciénagas
brumosas, agitaban sus alas en una atmósfera densa y pesada, o surcaban los lagos y los mares. Entre ellos, me pareció reconocer prototipos arcaicos y rudimentarios
de los pterodáctilos, laberintodontos, plesiosaurios, y demás dinosaurios conducidos por la paleontología. No descubrí aves ni mamíferos.
En tierra y en las ciénagas rebullían serpientes, lagartos y cocodrilos, y los insectos zumbaban incesantemente entre la lujuriante vegetación. Mar afuera unos
monstruos insospechados lanzaban altas columnas de espuma al cielo vaporoso. En una ocasión descendí al fondo del océano en un submarino gigantesco, provisto de
proyectores que permitían contemplar unas torpes criaturas acuáticas de pavorosa magnitud, y ruinas de arcaicas ciudades sumergidas. Allá, en los abismos más
oscuros, abundaban también corales, peces, crinoideos, braquiópodos y un sinfín de formas de vida.
En mis sueños saqué muy poco en claro sobre la fisiología, psicología, costumbres e historia de la Gran Raza. Gran parte de las observaciones que aquí hago, han
sido deducidas de mis estudios, más que de mis sueños propiamente dichos.
En efecto, llegó el momento en que mis lecturas e investigaciones rebasaron mis sueños en muchos aspectos, de suerte que, en ocasiones, no eran más que una
corroboración de lo que había estudiado.
La época en que se situaban mis sueños correspondía al final de la Era Paleozoica o principios del Mesozoico, hace unos ciento cincuenta millones de años. Los
cuerpos ocupados por la Gran Raza no correspondían a ningún estadio evolutivo conocido por la ciencia; sin duda eran eslabones perdidos que no habían dejado
descendencia en nuestro planeta. Biológicamente poseían una estructura orgánica homogénea y diferenciada, a mitad de camino entre el vegetal y el animal.
Su actividad celular y metabólica era de tales características, que apenas sentían fatigas y no necesitaban dormir. El alimento, ingerido mediante unos apéndices
rojos en forma de trompeta que se alojaban en uno de sus tentáculos retráctiles, era semilíquido y en nada se parecía al de los animales hoy existentes.
Sólo poseían dos órganos de los que llamamos nosotros sensoriales: la vista y el oído. Este último se localizaba en unas excrecencias parecidas a flores que les
crecían en la parte superior de la cabeza. Pero, además, poseían muchos otros sentidos, incomprensibles para mí, que nunca sabían utilizar correctamente los espíritus
cautivos que habitaban sus cuerpos. Sus tres ojos estaban situados de tal modo que les proporcionaba un campo visual mucho más amplio que el nuestro. Su sangre
era una especie de licor verde oscuro muy espeso.
Carecían de sexo. Se reproducían por medio de semillas o esporas que llevaban formando racimos cerca de la base, y que germinaban solamente bajo el agua.
Para el desarrollo de sus crías utilizaban grandes estanques de escasa profundidad. Debo señalar a este respecto que, en razón de la longevidad de esa raza -unos 400
Ó 500 años por término medio- sólo permitían la germinación de un número muy limitado de esporas.
Las crías defectuosas eran eliminadas tan pronto como se manifestaba su anomalía. Al carecer de tacto e ignorar el dolor, reconocían la enfermedad y la
proximidad de la muerte mediante síntomas accesibles a la vista o al oído.
El muerto se incineraba en medio de grandes ceremonias. De cuando en cuando, como he dicho anteriormente, un espíritu sagaz escapaba de la muerte
proyectándose hacia el futuro; pero tales casos no eran frecuentes. Cuando esto ocurría, el espíritu desposeído era tratado con suma benevolencia hasta la total
desintegración de su recién adquirida morada.
La Gran Raza constituía una sola nación, aunque de características muy variadas, según las regiones. Estaba dividida en cuatro provincias que únicamente tenían de
común las instituciones fundamentales. En todas ellas imperaba un sistema político y económico que recordaba a nuestro socialismo, aunque con cierto matiz fascista.
La riqueza se distribuía racionalmente. El poder ejecutivo lo detentaba una pequeña junta de gobierno elegida mediante votación por los ciudadanos capaces de superar
ciertas pruebas psicológicas y culturales. La estructura de la familia era sumamente laxa, aunque se reconocía la existencia de ciertos vínculos entre los individuos del
mismo linaje y los jóvenes eran educados generalmente por sus padres.
Sus semejanzas con las actitudes e instituciones humanas se ponían de relieve en el terreno del pensamiento abstracto y en lo que tienen de común todas las formas
de vida orgánica. Se parecían igualmente a nosotros en aquello que nos habían copiado, ya que la Gran Raza sondeaba el futuro para sacar de él lo que le conviniese.
La industria, mecanizada en alto grado, exigía muy poco tiempo de cada ciudadano; las horas libres, que eran muchas, se empleaban en actividades intelectuales y
estéticas de todas clases.
Las ciencias habían alcanzado un nivel increíble, y el arte era un componente esencial de la vida, aunque en el periodo de mis sueños comenzaba ya a declinar. La
tecnología se veía enormemente estimulada por la constante lucha por la supervivencia, y por la necesidad de proteger los edificios de las grandes ciudades contra los
prodigiosos cataclismos geológicos de aquellos días primigenios.
El índice de criminalidad era sorprendentemente bajo; una policía eficaz se encargaba de mantener el orden. Los castigos oscilaban entre la pérdida de los
privilegios y la pena de muerte, pasando por el encarcelamiento y lo que llamaban «penalización emocional». La justicia nunca se administraba sin estudiar
minuciosamente los motivos del criminal.
Las guerras eran poco frecuentes, pero terribles y devastadoras. Durante los últimos milenios, aparte algunas guerras civiles, llevaron a cabo grandes expediciones
bélicas contra los Primordiales, alados y de cabeza estrellada, que ocupaban las regiones antárticas. Había un ejército enorme, pertrechado con unas terribles armas
eléctricas parecidas a nuestras actuales cámaras fotográficas, que se mantenía siempre alerta por si surgiera una amenaza concreta que jamás se mencionaba, pero
relacionada, evidentemente, con las negras ruinas sin ventanas y las trampas selladas de los subterráneos.
Jamás confesaban abiertamente el horror que inspiraban aquellas ruinas de basalto y aquellas trampas. A lo sumo, se referían a esos lugares prohibidos de manera
recelosa. Era igualmente significativo el hecho de que no encontrara ninguna referencia a este temor en los libros que pude consultar. Creo que era el único tabú de la
Gran Raza, y me dio la impresión de que tenía alguna relación, no sólo con las luchas pasadas, sino también con ese peligro futuro que un día forzaría a la Gran Raza a
enviar al futuro sus espíritus más elevados.
Todo era confuso en mis sueños, pero este asunto en particular estaba envuelto en sombras aún más desorientadoras. Por otra parte, las crónicas lo eludían… o
habían eliminado de ellas, por alguna razón, toda referencia a esta cuestión. En mis sueños, como en los de los demás, no era posible descubrir pista alguna. Los
miembros de la Gran Raza silenciaban el problema, de manera que lo único que sabía era lo que me habían contado algunas mentes cautivas de singular perspicacia.
Según me dijeron, lo que tanto terror inspiraba a la Gran Raza eran ciertos seres espantosos y arcaicos, parecidos a los pólipos, que llegaron desde unos universos
inconmensurablemente distantes, y dominaron la Tierra y otros tres planetas más del sistema solar, hace seiscientos millones de años. Poseían una constitución sólo
parcialmente material -según lo que nosotros entendemos por materia-, y su tipo de conciencia y medios de percepción diferían muchísimo de los de cualquier
organismo terrestre. Por ejemplo, carecían de vista, por lo que su mundo perceptible era una extraña mezcla de impresiones no visuales.
Sin embargo, estas entidades eran lo bastante corpóreas para manejar objetos materiales cuando se hallaban en aquellas zonas cósmicas donde había materia, y
necesitaban alojamientos de un tipo muy peculiar. Aunque sus sentidos podían atravesar todas las barreras materiales, su propia sustancia no poseía esta facultad.
Determinados tipos de energía eléctrica podían destruirlas totalmente. Podían desplazarse por el aire, a pesar de carecer de alas o de cualquier otro medio de vuelo.
Sus mentes eran de tal índole, que la Gran Raza no había podido efectuar con ellas ningún intercambio.
Cuando estas criaturas llegaron a la Tierra, construyeron poderosas ciudades de basalto con grandes torres sin ventanas, y devoraron todos los seres vivos que
encontraron. Entonces fue cuando llegaron los espíritus de la Gran Raza, procedentes de aquel oscuro mundo transgaláctico que, según las turbadoras y discutibles
Arcillas de Eltdown, recibe el nombre de Yith.
Merced a su prodigiosa técnica, no les fue difícil a los recién llegados sojuzgar a las voraces criaturas y recluirlas en las cavernas subterráneas que, comunicadas
con sus torres de basalto, habían comenzado a habitar.
Luego sellaron las entradas y, abandonando a su suerte a las criaturas ancestrales, ocuparon la mayoría de sus grandes ciudades y conservaron algunos de sus
edificios principales por temor más que por indiferencia o interés científico o histórico,
Pero con el transcurso del tiempo, se comenzaron a percibir ciertos signos ominosos de que las entidades prisioneras crecían en fortaleza y número, y ensanchaban
su mundo inferior. En algunas ciudades remotas habitadas por la Gran Raza, y en ciertos pueblos abandonados -lugares en que el mundo subterráneo no había sido
sellado o carecía de una vigilancia eficaz- se llegaron a producir irrupciones esporádicas que revistieron un carácter especialmente horrible.
Después de aquellos conatos de invasión adoptaron mayores precauciones y cerraron casi todos los accesos a las regiones inferiores. En algunas bocas de entrada
se colocaron trampas selladas con objeto de disponer de ciertas ventajas estratégicas sobre los monstruos, en caso de que consiguieran surgir por algún lugar
inesperado.
Las irrupciones de estas criaturas debieron de ser espantosas, ya que habían llegado a modificar de forma permanente la psicología de la Gran Raza, a la que
inspiraban tal horror, que ninguno de sus miembros se atrevía a hacer comentarios sobre ellos. Por mucho que quise, no pude obtener ni la menor descripción de su
aspecto.
A lo sumo, se hacían alusiones veladas a su proteica plasticidad, y a que atravesaban temporadas en que se hacían visibles. En una ocasión, alguien insinuó que eran
capaces de dominar los vientos y utilizarlos con fines bélicos. Parece ser que con estos seres se asociaban también ciertos ruidos sibilantes y determinadas huellas de
pies enormes, dotados de cinco dedos, que aparecieron en algunos parajes desolados.
Era evidente que el futuro cataclismo tan desesperadamente temido por la Gran Raza -cataclismo que un día arrojaría millones de espíritus superiores a los abismos
del tiempo para invadir los cuerpos extraños de una especie aún no existente- se relacionaba con una última irrupción victoriosa de los seres primordiales encarcelados.
Mediante sus proyecciones espirituales en el tiempo, la Gran Raza había pronosticado un horror tal, que supondría una insensatez todo intento de afrontarlo. Los
saqueos estarían motivados por el deseo de venganza, más que por un intento de reconquistar el mundo exterior, como demostraba la historia posterior del planeta: los
espíritus sucesores de la Gran Raza vivirían sin que su paz se viera turbada por las entidades primordiales.
Quizás estos seres se habituasen a los abismos interiores de la Tierra y, puesto que la luz nada significaba para ellos, los prefiriesen a la superficie, siempre castigada
por las tempestades. Quizá, también, se fuesen debilitando en el transcurso de milenios. Pero fuere cual fuese la causa se sabía que, para cuando los espíritus de la Gran
Raza encarnasen en los escarabajos post-humanos, la terrible amenaza habría desaparecido por completo.
Entre tanto, no obstante la radical eliminación del tema en conversaciones y documentos, la Gran Raza mantenía una prudente vigilada armada. Y siempre, en todo
momento, la sombra de terror se cernía en torno a las trampas selladas y las antiquísimas torres sin ventanas.
V
Capítulo
Ese es el mundo del que, cada noche, mis sueños me traían un caos de imágenes confusas. No me creo capaz de dar una idea exacta del horror y el espanto que
tales imágenes despertaban en mí, entre otras cosas porque lo que sentía yo dependía de algo intangible y puramente subjetivo: la viva apariencia de pseudo-recuerdos.
Como he dicho mis estudios me fueron protegiendo gradualmente contra esa impresión, puesto que me suministraban toda clase de explicaciones racionales e
interpretaciones psicológicas. Esta beneficiosa influencia se vio fortalecida por la costumbre que engendra siempre la repetición. A pesar de todo, el terror vago y
solapado me volvía de cuando en cuando. Pero no me hundía en él como antes, y a partir de 1922 inicié una vida normal de trabajo y esparcimiento.
Con el paso de los años empecé a pensar que mi experiencia -junto con los casos clínicos y los mitos emparentados con el tema- debería ser resumida y publicada
en beneficio de la ciencia. Por esta razón preparé una serie de artículos que referían brevemente todo el asunto, y los ilustré con bocetos rudimentarios de las formas,
escenas, motivos ornamentales y jeroglíficos que recordaba de mis sueños.
Estos artículos aparecieron periódicamente, durante los años 1928 y 1929, en la Revista de la Sociedad Americana de Psicología, pero no llamaron
grandemente la atención. Entretanto seguía tomando nota de mis sueños con el mismo interés, aun cuando el material que se me iba amontonando adquiría dimensiones
francamente excesivas.
El 10 de julio de 1934, la Sociedad de Psicología me remitió una carta que vino a ser el preludio al último acto de esta experiencia enloquecedora. Traía matasellos
de Pilbarra (Australia occidental), y su remitente resultó ser un ingeniero de minas sumamente acreditado. El sobre contenía unas fotografías muy curiosas y una carta
cuyo texto reproduciré íntegramente con el fin de que todos los lectores comprendan el tremendo efecto que produjo en mí.
Durante algún tiempo permanecí en tal estado de perplejidad que no supe qué hacer. Aunque más de una vez se me había ocurrido que aquellas leyendas debían de
tener alguna base real en que apoyarse, no por ello estaba preparado para enfrentarme, de repente, nada menos que con una reliquia tangible de ese mundo perdido en
la noche de los tiempos. Allí, en aquellas fotografías, sobre un fondo arenoso, y con frío e incontrovertible realismo, se veían unos bloques de piedra, erosionados,
roídos por las aguas, desgastados por las tempestades, pero perfectamente reconocibles: eran los sillares -convexos en la cara superior, cóncavos por la inferior- de las
murallas gigantescas de mis sueños.
Al examinar las fotografías con una lupa, descubrí en aquellas piedras los restos medio borrados de motivos ornamentales y jeroglíficos curvilíneos tan
horriblemente significativos para mí. Pero aquí reproduzco la carta, que ya es elocuente por sí misma:
49 Dampier St.,
Pilbarra (Australia Occidental)
18 de mayo, 1934.
Prof. N. W. Peaslee
c/o Soc. Americana de Psicología
30 E. 41st St.,
New York City, U.S.A.
Muy señor mío:
Una reciente conversación con el Dr. E. M. Boyle de Perth, junto con los artículos publicados por usted, me han decidido a escribirle esta carta para ponerle al
corriente de lo que he visto en el Gran Desierto Arenoso, situado al este de nuestros distritos auríferos. A juzgar por sus referencias a ciertas leyendas que hablan de
ciudades construidas con sillares ciclópeos ornados con extraños dibujos y jeroglíficos, debo haber realizado un descubrimiento muy importante.
Los obreros indígenas siempre han hablado mucho de unas «grandes piedras marcadas»; parece que sienten gran temor hacia ellas y las relacionan de algún modo
con sus antiguas tradiciones sobre Buddai, gigantesco anciano que, según ellos, duerme desde hace siglos bajo tierra, con la cabeza apoyada sobre uno de sus brazos,
y que algún día despertará y devorará el mundo.
En algunos relatos muy antiguos y casi olvidados se mencionan enormes habitáculos subterráneos, construidos con grandes piedras, de los que nacen unos
pasadizos que conducen a regiones cada vez más profundas, donde han sucedido cosas horribles. Los obreros indígenas pretenden que, una vez, un grupo de
guerreros fugitivos de una batalla se introdujo por uno de esos pasadizos, y no volvió a salir. Poco después de su desaparición surgió un viento horrible por la boca de
la galería. Pero estos relatos, por lo general, suelen ser muy poco fidedignos.
Lo que tengo que decirle es mucho más positivo. Hace dos años, con motivo de unas prospecciones que tuvimos que efectuar a ochocientos kilómetros al este del
desierto, descubrí numerosos bloques de piedra labrada, muy erosionados, cuyo volumen sería, aproximadamente, de 100X60X60 cms.
Al principio no logré ver ninguna de las señales de que hablaban mis obreros, pero al examinarlos con más detenimiento, descubrí unas líneas profundamente
cinceladas, todavía visibles a pesar de la erosión. Eran unas curvas singulares que se ajustaban a lo que los indígenas habían tratado de explicar. En total, habría unos
treinta o cuarenta bloques, en un área de medio kilómetro a la redonda; algunos de ellos estaban casi totalmente enterrados en la arena.
A continuación inspeccioné el lugar, haciendo un cuidadoso reconocimiento con mis instrumentos. De los diez o doce bloques que me parecieron más
característicos, saqué varias fotografías. Las incluyo en la carta para que usted se forme una idea.
Di cuenta de mi descubrimiento al Gobierno de Perth, pero no me han contestado. Poco después conocí al Dr. Boyle, quien había leído sus artículos en la Revista
de la Sociedad Americana de Psicología y, en el curso de una conversación, mencioné las citadas piedras. En seguida se interesó por aquello, y cuando le enseñé las
fotos, me dijo muy excitado que las piedras y las señales eran exactamente iguales a las que usted describía.
Fue él quien pensaba haberle escrito a usted, pero lo ha ido dejando. Mientras tanto, me envió las revistas en donde aparecieron sus artículos. Por sus dibujos y
descripciones, me he dado cuenta de que mis piedras son, sin ninguna duda, de la misma naturaleza que las citadas por usted, como podrá apreciar en las fotos que le
envío. Más adelante se lo ratificará el Dr. Boyle en persona.
Comprendo lo importante que todo esto es para usted. No cabe duda de que nos hallamos ante las ruinas de una civilización desconocida y anterior a cualquier
otra, que ha servido de base a las leyendas que usted cita.
Como ingeniero de minas tengo conocimientos de geología y puedo asegurarle que estos bloques son tan incalculablemente antiguos que me llenan de pavor. En su
mayor parte son de arenisca y granito, pero uno de ellos está formado, casi con toda seguridad, por una especie de cemento u hormigón.
Todos ellos muestran las huellas profundas de la acción del agua, como si esta parte del mundo hubiera permanecido sumergida durante muchos siglos, para
emerger nuevamente después. Esto supone cientos de miles de años, o quizá más. No quiero pensarlo.
En vista del interés con que usted ha investigado las leyendas y todo lo que con ellas se relaciona, no dudo que le interesará realizar una expedición al desierto para
efectuar excavaciones. El Dr. Boyle y yo estamos dispuestos a colaborar en este trabajo si usted o alguna organización pueden aportar los fondos necesarios para esta
empresa.
Podemos conseguir una docena de mineros para llevar a cabo los trabajos de excavación. No hay que contar con los indígenas, ya que sienten un temor casi
obsesivo hacia ese lugar. Boyle y yo no hemos revelado nada a nadie porque consideramos que es a usted, naturalmente, a quien corresponde la prioridad de cualquier
descubrimiento u honor.
Desde Pilbarra, y en tractor, podremos tardar unos cuatro días en llegar a la zona de las excavaciones. El tractor es el medio de locomoción que empleamos para
transportar nuestros aparatos. El punto exacto al que debemos dirigirnos está situado al suroeste de la carretera de Warburton, construida en 1873, y a unos
doscientos kilómetros al sudeste de Joanna Spring. También podríamos embarcar la impedimenta y remontar el curso del río De Grey, en lugar de partir de Pilbarra…
Pero todo esto puede hablarse más adelante.
Las piedras están situadas, sobre poco más o menos a 22° 3’ 14’’ latitud Sur, y 125° 0’ 39" longitud Este. El clima es tropical y las condiciones de vida en el
desierto son muy duras.
Si usted quiere, podemos mantener correspondencia acerca de este tema. Por mi parte, estoy verdaderamente deseoso de colaborar en cualquier proyecto que
usted decida emprender. Después de haber leído sus artículos me siento hondamente impresionado por el alcance de todo este asunto. El Dr. Boyle le escribirá más
adelante. Si desea usted comunicarse rápidamente conmigo puede cablegrafiar a Perth.
Con la esperanza de recibir prontas noticias de usted, le saluda atentamente,
Robert B. F. Mackenzie.
Los resultados inmediatos de esta carta pueden deducirse por la prensa. Tuve la suerte de conseguir apoyo económico de la Universidad del Miskatonic; por su
parte, Mr, Mackenzie y el Dr. Boyle resolvieron hábilmente todos los problemas que se plantearon en la lejana Australia. No quisimos dar demasiadas explicaciones a
los periodistas sobre nuestros propósitos, ya que el asunto podía prestarse a comentarios socarrones por parte de la prensa sensacionalista. Tan sólo se dijo que
partíamos para investigar ciertas ruinas que acababan de descubrirse en alguna parte de Australia. En otra crónica se dio cuenta de nuestros preparativos.
Me acompañarían el profesor William Dyer, del departamento de Geología de la Universidad (que había sido jefe de la expedición a la Antártida, organizada por
nuestra Universidad en 1930-31), Ferdinand C. Ashley, del departamento de Historia Antigua, y Tyler M. Freeborn, del departamento de Antropología. Vendría,
además, mi hijo Wingate.
Mr. Mackenzie vino a Arkham a primeros de 1935, y colaboró en nuestros últimos preparativos. Resultó ser un hombre de unos cincuenta años,
extraordinariamente competente y afable, muy culto también y, sobre todo, muy acostumbrado a viajar por Australia.
Había dejado varios tractores esperándonos en Pilbarra, y fletamos un pequeño vapor para remontar el río hasta dicha localidad. Ibamos equipados para efectuar
una excavación seria y metódica; pretendíamos examinar hasta la menor partícula de arena, sin alterar la posición de ninguno de los objetos que descubriésemos.
Zarpamos de Boston a bordo del Lexington, el 28 de marzo de 1935. Tuvimos un viaje apacible. Atravesamos el Atlántico y el Mediterráneo, cruzamos el Canal
de Suez, y recorrimos el Mar Rojo y el Océano Indico, hasta llegar a nuestro punto de destino. La costa baja y arenosa de Australia occidental me deprimió; también
me produjo una impresión desagradable la pequeña localidad minera, lo mismo que la desolada zona aurífera donde cargamos los tractores.
El Dr. Boyle, que salió a esperarnos, era un hombre maduro, agradable e inteligente. Sus conocimientos de psicología le permitieron entablar largas e interesantes
discusiones con mi hijo y conmigo.
Cuando finalmente se puso en marcha nuestra expedición, compuesta de dieciocho miembros, por las áridas extensiones de arena y rocas, todos nos sentíamos
llenos de esperanza y ansiedad. El viernes, 31 de mayo, vadeamos un afluente del río De Grey y nos adentramos en el reino de la absoluta desolación. A medida que
avanzábamos por aquella región que había sido escenario del mundo ancestral de mis leyendas, me empezó a dominar un auténtico terror. Era como si los sueños
turbadores y los pseudo-recuerdos me acosaran allí con fuerza renovada.
El lunes, 3 de junio, vimos por primera vez los bloques medio enterrados. No puedo describir la emoción con que toqué con mis manos un fragmento de aquella
sillería ciclópea, idéntica en todos los conceptos a la de los edificios soñados. En su superficie había huellas inequívocas del cincel, y me estremecí al reconocer el
diseño curvilíneo que, después de tantos años de atormentadas pesadillas y de búsquedas penosas, se había convertido en un símbolo de horror.
Al cabo de un mes de excavaciones habíamos sacado a la luz 1.250 bloques, unos más desgastados que otros. En su mayoría se trataba de megalitos, convexos
por arriba y cóncavos por abajo. Había otros de menor tamaño, más planos y de superficie lisa, que tenían forma cuadrada u octogonal, como los de los pavimentos de
mis sueños; por último, también descubrimos unos pocos bloques curvados, extraordinariamente sólidos, que bien podían proceder de bóvedas o arquivoltas, o tal vez
de arcos que enmascaran unos ventanales redondos.
A medida que avanzábamos en la excavación, ahondando en dirección noroeste, descubríamos más bloques sueltos; pero no tropezamos con ningún rastro de
construcción. El profesor Dyer estaba impresionado por la desmesurada edad de aquellas piedras, en las que Freeborn halló ciertos símbolos que parecían coincidir
con algunas leyendas papúes y polinesias de tiempo inmemorial. El estado en que se hallaban los bloques y lo enormemente esparcidos que estaban, hacían pensar en
abismos vertiginosos de tiempo y cataclismos geológicos de cósmica violencia.
Disponíamos de una avioneta y mi hijo Wingate la utilizaba para inspeccionar, desde alturas diferentes, el inmenso desierto de roca y arena, en busca de contornos
o desniveles de terreno que denotasen la presencia de nuevos bloques o estructuras arquitectónicas. Sus resultados fueron, sin embargo, negativos, pues siempre que
creía haber observado algún indicio interesante, al día siguiente se encontraba con que había desaparecido a consecuencia de los movimientos de la arena arrastrada
por el viento.
Una o dos de estas pistas efímeras, no obstante, me afectaron desagradablemente. Era como si armonizaran horriblemente con algo que había soñado o había
leído, aunque no lograba recordar qué. Y se me despertó una tremenda sensación de familiaridad, que me hizo mirar con recelo aquel terreno estéril y abominable.
En la primera semana de julio empecé a sentir una inexplicable mezcla de emociones, ante los parajes que se extendían al nordeste del campamento. Era horror y
curiosidad… y algo más: era como una ilusión desconcertante y tenaz de que todo aquello me era conocido.
Traté de quitarme esas ideas de la cabeza con toda clase de argumentos psicológicos. También empecé a padecer de insomnio, pero esto casi me alegró, porque
durmiendo menos, tenía menos tiempo para soñar. Adquirí la costumbre de dar largos paseos de noche, yo solo por el desierto. Solía dirigirme adonde mis extraños y
nuevos impulsos me empujaban inconscientemente: hacia el norte o el nordeste.
Durante estos paseos me tropezaba, a veces, con restos casi sepultados de antiguas sillerías. Aunque en esta zona se veían menos bloques que en el lugar donde
habíamos empezado nuestros trabajos, estaba seguro de que debían abundar bajo tierra. El terreno era más accidentado que en nuestro campamento, y soplaban con
fuerza unos vientos que arrastraban las dunas, dejando al descubierto porciones de rocas antiguas para ocultarlas después.
Yo estaba ansioso por iniciar las excavaciones en esta zona y, al mismo tiempo, tenía miedo de lo que pudiéramos descubrir. Bien claro veía que mi nerviosismo
empeoraba inexplicablemente.
Como muestra de mi pésimo equilibrio mental, citaré la extraña reacción que tuve ante un singular descubrimiento que hice en uno de mis paseos nocturnos. Fue la
noche del 11 de julio. La luz de la luna inundaba el paisaje con su misteriosa palidez sobrenatural.
Esa noche me alejé algo más que de costumbre y descubrí una piedra grande, muy distinta de los bloques que habíamos desenterrado hasta entonces. Estaba casi
totalmente sepultada. Me agaché y aparté la arena con las manos; luego la examiné atentamente a la luz de mi linterna.
A diferencia de los demás sillares éste estaba tallado en ángulos perfectamente rectos, sin superficies cóncavas ni convexas. Parecía de basalto, no de granito, ni de
arenisca u hormigón, como los otros.
Súbitamente me incorporé, di la vuelta y eché a correr a toda velocidad hacia el campamento. Fue una huida completamente inconsciente e irracional, y sólo
cuando estuve cerca de mi tienda comprendí por qué había huido. Entonces descubrí el motivo de mi horror. Con piedras como aquélla había soñado yo; a ellas se
referían también las leyendas ancestrales, y siempre aparecían vinculadas a los más espantosos horrores de aquella remota edad legendaria.
La piedra había formado parte de las ruinas basálticas que inspiraban a la fabulosa Gran Raza un santo temor; era un vestigio de aquellas altas torres sin ventanas
que construyeron las terribles criaturas semimateriales, las que dominaban los vientos, que luego fueron confinadas en los abismos inferiores, bajo losas selladas y
vigiladas día y noche.
Permanecí sin poderme dormir hasta el alba; al clarear el día, comprendí que era necio dejarme dominar por la sombra de una quimera imposible. En vez de
asustarme debería haber sentido entusiasmo ante un descubrimiento capital.
Al levantarnos todos conté a los demás mi hallazgo. Dyer, Freeborn, Boyle, mi hijo y yo, salimos a ver el extraño bloque. Pero sufrimos una decepción. Yo no
podía precisar el lugar exacto de la piedra, y el viento había alterado por completo el paisaje de dunas arenosas.
VI
Capítulo
Llego ahora a la parte crucial de mi aventura, la más difícil de relatar, puesto que ni siquiera estoy completamente seguro de que sea cierta. A veces siento la
penosa convicción de que no fue un sueño ni una pesadilla, y es esa duda, precisamente -habida cuenta de las trascendentales consecuencias que implicaría mi
experiencia, de ser efectivamente real-, la que me impulsa a escribir esta relación.
Mi hijo -que es un psicólogo competente, y que además ha estudiado el asunto a fondo y con cariño- podrá juzgar mejor que nadie lo que voy a decir.
Permítaseme, antes que nada, contar una serie de hechos que mis compañeros de expedición pueden corroborar. En la noche del 17 al 18 de julio, después de un
día ventoso, me retiré temprano, pero no pude dormirme. Poco después de las once, decidí salir a dar un paseo. Como de costumbre, impulsado por mi extraña
desazón, enderecé mis pasos hacia el nordeste. Al abandonar el campamento me crucé con uno de nuestros mineros -un australiano llamado Tupper-, y nos saludamos.
La luna, en cuarto menguante ya, brillaba en el cielo claro e inundaba aquellas arenas ancestrales con un resplandor lívido, leproso, que para mí tenía cierto matiz de
perversidad. Ya no hacía viento y, hasta unas cinco horas después, no se volvió a levantar el más ligero soplo, como pueden atestiguar Tupper y los otros que me
vieron caminar por las dunas en dirección nordeste.
A eso de las tres y media de la madrugada se levantó un furioso vendaval que despertó a todo el mundo y derribó tres tiendas. El cielo estaba despejado, y el
desierto brillaba aún bajo el resplandor enfermizo de la luna. Cuando mis compañeros de expedición fueron a reconocer las tiendas notaron mi ausencia; pero
conociendo mi costumbre de pasear no se alarmaron. No obstante, tres de nuestros hombres -precisamente australianos los tres- dijeron que notaban algo siniestro en
el ambiente.
Mackenzie le explicó al profesor Freeborn que tales presentimientos se debían a la influencia de ciertas supersticiones de los nativos relacionadas con los fuertes
vientos que, de tarde en tarde, azotaban las arenas bajo un cielo claro. Según murmuraban tales vientos surgían de grandes «cabañas» subterráneas de piedra, donde
habían sucedido cosas terribles, y sólo soplaban en las proximidades de las grandes piedras marcadas. A eso de las cuatro cesó el viento tan repentinamente como
había empezado, dejando unas dunas de formas insólitas y nuevas.
Eran las cinco pasadas. La luna, hinchada y fungosa, se hundía ya en occidente cuando me presenté en el campamento, tambaleante, sin sombrero, sin linterna, con
las ropas desgarradas y el rostro arañado y cubierto de sangre. La mayoría de los hombres se había vuelto a acostar. Sólo el profesor Dyer estaba fuera, fumando en
pipa delante de su tienda. Al verme en aquel estado, llamó al Dr. Boyle, y entre los dos me acostaron en mi tienda. Mi hijo se despertó al oír el alboroto y se unió
inmediatamente a ellos. Entre los tres, me obligaron a permanecer echado hasta que cogiera el sueño.
Pero no me pude dormir. Me hallaba en un estado de excitación extraordinario. Lo que me había sucedido en nada se parecía a mis experiencias anteriores. Más
tarde insistí en relatárselo.
Les conté que, después de caminar un rato, me sentí cansado y decidí tumbarme en la arena y dormir un poco. Les dije que entonces tuve unos sueños aún más
espantosos que los de otras veces, y al despertarme violentamente el repentino huracán, mis nervios sobreexcitados estallaron. Huí, preso de pánico, tropezando con
las piedras medio enterradas, cayendo al suelo a cada paso y destrozándome las ropas de ese modo. Debí quedarme dormido mucho tiempo; de ahí mi larga ausencia.
Gracias a un enorme esfuerzo de voluntad conseguí no traicionarme. Así, pues, nada dije que pudiera hacerles sospechar algo fuera de lo normal. Sí les indiqué, en
cambio, que era necesario cambiar todos los planes de trabajo y no seguir excavando en dirección nordeste.
Las razones que aduje eran bien inconsistentes: dije que en esa dirección había muy pocos bloques, que no convenía contrariar a los mineros supersticiosos, que
quizá la Universidad redujera su subvención, y otros muchos desatinos y mentiras. Como es natural, nadie prestó la menor atención a tales argumentos; ni siquiera mi
hijo, cuya preocupación por mi salud era evidente.
Al día siguiente me levanté y estuve vagando por el campamento, pero no tomé parte en las excavaciones. A causa de mi estado de nervios decidí regresar a casa
lo antes posible, y mi hijo me prometió llevarme en la avioneta hasta Perth -a casi dos mil kilómetros al sudoeste- en cuanto hubiera inspeccionado la región que yo no
quería de ninguna manera que se inspeccionara.
Se me ocurrió que, si lo que yo había contemplado estaba todavía a la vista, tal vez aquello podía servir de advertencia a mis compañeros, aun a costa de hacer yo
el ridículo. Era muy probable que me secundaran los mineros, tan empapados de supersticiones locales. Accediendo a mis deseos mi hijo sobrevoló esa tarde todo el
terreno por donde había paseado yo la noche anterior. Pero ya no había nada anormal.
Lo mismo que había sucedido con el bloque de basalto, sucedió esta vez: la arena había borrado toda señal de mi descubrimiento. Por un instante casi lamenté
haber perdido cierto objeto espantoso en mí huida…, pero ahora sé que debo dar gracias a Dios por ello, ya que, así, aún me cabe la posibilidad de explicar mi terrible
aventura como una simple ilusión, sobre todo si, como espero fervientemente, no consiguen encontrar jamás ese abismo diabólico.
Wingate me llevó a Perth el 20 de julio; pero no quiso abandonar la expedición, y regresó al desierto. Estuvimos juntos hasta el 25 de julio, día en que el vapor
zarpó con rumbo a Liverpool. Ahora, en el camarote del Empress, después de mucho meditarlo, he decidido que al menos mi hijo se entere de todo.
Hasta aquí he hablado de hechos sabidos, de hechos que se pueden comprobar. He querido exponerlos de este modo para salir al paso de cualquier eventualidad.
Ahora contaré, lo más brevemente posible, lo que yo viví y sentí aquella noche, cuando me ausenté del campamento.
Con los nervios de punta, dominado por esa perversa ansiedad que me impulsaba hacia el nordeste, caminé bajo el resplandor maléfico de la luna. Por todas partes
había bloques de piedra medio sepultados por la arena, abandonados desde tiempo inmemorial.
La edad incalculable del desierto, y la torva amenaza que flotaba sobre él como un aura, me oprimían más que nunca; sin poderlo evitar, recordé mis sueños
dislocados, las espantosas leyendas en que se basaban, y el terror que el desierto inspiraba, con sus cavernas de piedra, a los nativos y a los mineros.
Y sin embargo, seguí caminando como si acudiese a una cita horrible, cada vez más acometido de turbadoras fantasías y pseudo-recuerdos. Pensé en algunas de
las configuraciones de ciertos montículos que había visto desde la avioneta, y me pregunté por qué razón me parecían tan siniestras y familiares. Algo horrible pugnaba
por forzar las puertas de mi memoria, mientras otra fuerza desconocida trataba de cerrarle el paso.
La noche estaba en calma, sin viento, y la arena pálida ondulaba como las olas de una mar inmóvil. Yo iba sin rumbo, pero como empujado por la mano del
destino. Mis sueños se derramaban en el mundo vigil, y se me antojaba que cada megalito clavado en la arena pertenecía a alguno de los infinitos recintos y corredores
prehumanos, cubiertos de bajorrelieves, jeroglíficos y símbolos, que tan bien conocía yo.
A ratos me parecía ver incluso aquellos monstruos cónicos, omniscientes, atareados en sus trabajos cotidianos, y no me atrevía a mirar mi cuerpo por miedo a verlo
como el de ellos. Alucinación y realidad se superponían. Veía los bloques medio enterrados, y a la vez, los aposentos y corredores; veía el malévolo resplandor de la
luna, y a la vez las lámparas de luminoso cristal; y en el desierto, los helechos ondulaban bajo las redondas ventanas. Estaba despierto, y al mismo tiempo, soñaba.
No sé durante cuánto tiempo, o hasta dónde, ni, verdaderamente, en qué dirección exacta había caminado, cuando percibí por primera vez el montón de piedras
desenterradas por el viento. Nunca había visto una agrupación tan grande de piedras en el curso de nuestras excavaciones, y me sentí tan impresionado, que al punto se
desvanecieron todas mis visiones fabulosas.
Ya no vi más que el desierto, la luna malévola y las ruinas de un pasado insospechado y remoto. Me acerqué a examinarlas con la luz de mi linterna. El viento había
dejado al descubierto una aglomeración chata y circular de megalitos y rocas algo menores, de unos quince metros de diámetro y unos dos metros de altura.
Desde el primer momento me di cuenta de que en estas piedras había algo que las diferenciaba de todas las demás. Por una parte eran más numerosas; pero
además, mostraban unas figuras grabadas en sus caras que llamaban poderosamente la atención.
Pero los bajorrelieves eran muy parecidos a los que habíamos estudiado en otros sillares. La diferencia era mucho más sutil. Cada bloque, aisladamente, no me
decía nada; la impresión me la producía el abarcar el conjunto con una sola mirada.
Y por fin comprendí la verdad. Los dibujos curvilíneos de aquellos bloques se relacionaban entre sí, formando parte de un mismo motivo ornamental. Por primera
vez se me daba el descubrir, en este desierto antiquísimo, un núcleo arquitectónico que conservara su emplazamiento original. La obra de sillería estaba derruida y
fragmentada, es cierto, pero su unidad era evidente.
Comencé a trepar penosamente por el montón de piedras. Aparté la arena con las manos. Me esforcé por interpretar las variaciones de tamaño, forma y estilo de
los dibujos, en busca del nexo que existía entre ellos.
Al cabo de un rato logré adivinar vagamente la índole de la estructura desaparecida, y recomponer mentalmente los dibujos que un día cubrieron los muros
primitivos. La perfecta identidad de estos detalles con los de algunos escenarios de mis sueños me dejó mudo de horror.
Aquellas ruinas pertenecían a un corredor ciclópeo de diez metros de ancho y otros tantos de alto, pavimentado con losas octogonales y cubierto por una sólida
bóveda. A la derecha se abrirían sin duda varias estancias y, de su extremo más alejado, arrancaría uno de aquellos planos inclinados que conducían a otros sótanos
más profundos aún.
Al ocurrírseme esta idea sufrí un violento sobresalto. La verdad es que no podía haberme venido a la cabeza por la sola visión de aquellos bloques.
¿Cómo sabía yo que este corredor correspondía a un sótano? ¿Cómo sabía que la rampa de subida tenía que haberse hallado detrás de mí? ¿Cómo sabía que el
largo pasillo subterráneo que conducía a la Plaza de los Pilares debería estar situado a mi izquierda, en el piso inmediatamente superior?
¿Cómo sabía yo que la sala de máquinas y el túnel que llevaba hasta los archivos centrales debieron estar situados dos plantas más abajo? ¿Cómo sabía que en el
fondo, cuatro plantas más abajo, habría una de aquellas horribles trampas selladas? Aturdido por aquella irrupción del mundo de mis sueños, me di cuenta de que
estaba temblando y bañado en un sudor frío.
Luego, como último detalle intolerable, sentí una débil corriente de aire frío que ascendía a ras de suelo desde una depresión cercana al centro del montón de rocas.
Como antes, mis visiones desaparecieron repentinamente y me encontré nuevamente bajo la luz perversa de la luna, en medio del desierto severo, ante el túmulo
arcaico y derruido. Me hallaba, en verdad, en presencia de algo real y tangible, aunque henchido de misterios infinitos, ya que aquella corriente de aire sólo podía
significar la presencia de un abismo enorme, oculto bajo los megalitos de la superficie.
Lo primero que me vino a la cabeza fueron las leyendas locales sobre recintos subterráneos, ocultos bajo las rocas talladas, en donde suceden cosas horrorosas y
nacen los vendavales. Después, volvieron mis sueños y sentí que los oscuros pseudo-recuerdos se agolpaban en mi mente. ¿Qué clase de lugar había debajo de mí?
¿Qué fuente primaria e inconcebible de ciclos mitológicos y de obsesionantes pesadillas estaba a punto de descubrir?
Sólo vacilé un instante. Al momento se apoderó de mí una fuerza más acuciante que la curiosidad, el interés científico y más aun que mi propio terror.
Tuve la sensación de que me movía casi automáticamente, como impulsado por un destino inexorable. Me guardé la linterna en el bolsillo y, con una energía que
jamás creí poseer, arranqué un fragmento enorme de roca, y luego otro, y otro, hasta que brotó de las profundidades una fuerte corriente cuya humedad contrastaba
con el aire seco del desierto. Comenzó a perfilarse una negra hendidura, y al final, una vez apartadas todas las rocas que pude mover, la leprosa luz de la luna reveló
una abertura lo bastante ancha para darme paso.
Saqué mi linterna y enfoqué su luz en las tinieblas. El caos de piedras desmoronadas formaba una abrupta pendiente hacia abajo.
Entre ella y el nivel del desierto se abría, bostezante, un abismo de impenetrable negrura. En la parte superior se veía el arranque de una bóveda de enormes
proporciones, de suerte que, en aquel punto, las arenas del desierto se extendían directamente sobre una de las plantas de un edificio gigantesco, construido en los
mismos albores de la Tierra… Cómo se conservaba después de millones de años, y después de tantas convulsiones geológicas, es cosa que ni siquiera pretendí
entonces -ni ahora tampoco- adivinar.
Cada vez que lo pienso, la sola idea de bajar a ese abismo así, de pronto, yo solo, y sin que nadie conociese mi paradero, se me antoja el colmo de la locura.
Quizá lo fuese, pero aquella noche me aventuré sin vacilar por aquellas tinieblas subterráneas.
De nuevo se manifestó el impulso fatal que parecía dirigir mis actos desde el principio. Encendiendo la linterna a ratos para no gastar pila, emprendí un descenso
disparatado por el tenebroso declive. Cuando encontraba buen punto de sujeción para los pies y manos, avanzaba de frente; si no, me volvía de cara al montón de
piedras para agarrarme a tientas.
Con ayuda de la linterna descubrí a ambos lados de la pendiente, oscuros y distantes, los muros deshechos de la caverna. Frente a mí, en cambio, sólo había
oscuridad.
En el curso de mi bajada perdí la noción del tiempo. Me encontraba tan agitado, tan lleno de vagos recelos y sospechas, que la realidad objetiva me parecía
incalculablemente alejada. No experimentaba ninguna sensación física; incluso el miedo se había petrificado como una gárgola inerte, incapaz de despertar mi terror.
Por último llegué al suelo sembrado de bloques caídos, pedazos de roca, arena y detritus de todo género. A ambos lados, y a unos diez metros, se alzaban los
muros macizos que culminaban en inmensas arquivoltas. Aunque con dificultad, se veía que estaban esculpidas, pero era imposible distinguir la naturaleza de las
esculturas.
Lo que más me impresionó fue el techo abovedado. La luz de la linterna no conseguía iluminarlo, pero sí permitía distinguir con claridad el arranque de los
monstruosos arcos. Y tan exacta era su similitud con lo que había soñado, que me estremecí violentamente, sobrecogido de horror.
Allá arriba, en la abertura, una débil mancha luminosa delataba el mundo exterior bañado por la luz de la luna. Una vaga alarma del instinto me aconsejaba no
perderla de vista, ya que era la única referencia para mi regreso.
Avancé hacia el muro de la izquierda, cuyos motivos ornamentales se conservaban mucho mejor. El suelo, lleno de escombros, ofrecía casi tantas dificultades como
la pendiente por la que acababa de descender, pero me las arreglé para abrirme paso.
No recuerdo cuánto había avanzado cuando me detuve, levanté unos bloques, aparté con el pie los cascotes para ver el pavimento, y me quedé estupefacto al
reconocer las grandes losas octogonales, que aún se mantenían unidas.
Al llegar a una distancia conveniente del muro, paseé detenidamente la luz de la linterna sobre las desgastadas cinceladuras. Se notaba que el agua había erosionado
la piedra arenisca, pero en su superficie se distinguían unas incrustaciones muy curiosas que no me sería posible explicar.
En algunos sitios las piedras estaban muy sueltas, casi desprendidas. Me preguntaba durante cuántos miles de años más podría conservar su forma este edificio
primigenio, soportando las sacudidas de la tierra.
Pero fueron los motivos ornamentales lo que más me impresionó. A pesar de su estado de erosión podían distinguirse de cerca con relativa facilidad, y fue una
oleada de pánico lo que sentí al ver lo familiares que me resultaban. Pero, en fin de cuentas, no era extraño que esta venerable obra arquitectónica me resultara tan
familiar.
En efecto, sus características esenciales debieron impresionar terriblemente a los que forjaron los mitos, quienes las incorporaron a sus teorías esotéricas. El estudio
de tales teorías, que llevé a cabo durante mi periodo de amnesia, había impreso imágenes muy vivas en mi subconsciente.
Pero, ¿cómo explicar la absoluta exactitud con que concordaba cada línea y cada espira de esos dibujos extraños, con los motivos ornamentales que había soñado
yo durante más de veinte años? ¿Qué oscura y olvidada iconografía era capaz de reproducir, con todo detalle, los dibujos que tan persistente, puntual e invariablemente
visitaban mis sueños noche tras noche?
No se trataba, pues, de ninguna casualidad, ni de un semejanza remota. Puedo afirmar, sin la menor sombra de duda, que el antiquísimo corredor en el que me
encontraba, me era tan familiar como mi propia casa de Crane Street, en Arkham. Es cierto que mis sueños me habían mostrado el lugar en su estado original, aún no
deteriorado, pero no por eso era menos asombrosa la identidad. En esta reliquia de un pasado real, me podía orientar con sobrecogedora facilidad.
En una palabra sabía dónde estaba. Y no sólo conocía la disposición del edificio, sino también la situación de éste en aquella ciudad soñada. Me daba cuenta con
insoslayable certidumbre de que era capaz de dirigirme a cualquier punto de aquella construcción o de aquella ciudad escapada al paso de los tiempos. En nombre del
Cielo, ¿qué significaba todo aquello? ¿Cómo había llegado a saber lo que sabía? ¿Qué tremenda realidad se ocultaba tras aquellos relatos antiguos de seres que habían
vivido en este laberinto de rocas primordiales?
Las palabras sólo pueden expresar un pálido reflejo del tumultuoso horror que me consumía por dentro. Conocía este lugar. Sabía lo que había debajo de mí, y
recordaba las innumerables plantas que se habían alzado sobre el corredor en el cual me encontraba, antes de que se desintegraran en polvo, ruinas y desierto. Pensé
con estremecimiento que el débil resplandor lunar que se filtraba por la abertura ya no me era tan necesario.
Me sentía desgarrado entre un deseo loco de huir y una curiosidad febril por continuar el camino que me señalaba mi fatalidad. ¿Qué había sucedido en esta
megalópolis monstruosa durante los millones de años transcurridos desde la época remota en que se centraban mis sueños? De todos los laberintos subterráneos que
habían minado la ciudad, comunicando entre sí las torres gigantescas, ¿cuántos habían resistido las conmociones de la corteza terrestre?
¿Había dado con todo un mundo primigenio, enterrado bajo las arenas? ¿Sería capaz de encontrar aún la casa del maestro escribano, la torre donde S'gg'ha,
cautivo de la raza de carnívoros vegetales de cabeza estrellada, procedente de la Antártida, había labrado ciertas ilustraciones en los entrepaños vacíos de los muros?
¿Estaría aún abierto y transitable, en el segundo sótano, el corredor que daba acceso a la sala de los espíritus cautivos? En aquella sala, el espíritu de un ser
increíble y semiplástico que habitará en el vacío interior de un desconocido planeta transplutoniano, dentro de dieciocho millones de años, guardaba una figurilla de
terracota modelada por él mismo.
Cerré los ojos y puse todo mi empeño en un inútil y supremo esfuerzo por apartar de mi conciencia estos residuos de sueños quiméricos. Entonces percibí,
inequívocamente, una corriente de aire frío y húmedo que brotaba de abajo. A mis pies, no muy lejos de donde estaba, se abría, sin duda alguna, una inmensa sucesión
de negros abismos que llevaban miles y miles de años silenciosos y vacíos.
Pensé en las cámaras tenebrosas, en los corredores y los planos inclinados, tal como los había visto en mis sueños. ¿Estaría abierto aún el paso a los archivos
centrales? Al evocar los terribles documentos que una vez estuvieron guardados en aquellos estuches de metal inoxidable, me sentí de nuevo impulsado por la fuerza del
destino.
Según mis sueños y las leyendas que conocía, allí había reposado toda la Historia pasada y futura del continuo tempo-espacial, redactada por espíritus capturados
en todo el orbe y en todas las épocas del sistema solar. Puro delirio, por supuesto; pero ¿acaso no acababa de sumergirme en un mundo fantasmagórico, tan loco
como yo?
Pensé en los estantes metálicos y en sus curiosas cerraduras, que sólo se abrían tras complicados giros de sus manivelas. Incluso me vino a la memoria el mío de
manera muy vívida. ¡Cuántas veces había llevado a cabo aquella complicada rutina de giros y presiones, en la sección del último sótano, dedicado a los vertebrados
terrestres! Cada detalle me resultaba reciente y familiar.
De encontrar algún cofre como los de mis sueños, sería capaz de abrirlo en un momento… Y entonces perdí completamente el juicio. La locura se apoderó de mí,
y saltando por encima de los escombros, tropezando en la oscuridad, me lancé en busca de la rampa que -bien lo sabía yo- conducía a las profundidades inferiores.
VII
Capítulo
A partir de ese momento mis impresiones son muy poco fidedignas. Realmente aún abrigo la desesperada esperanza, por así decir, de que todo haya sido un sueño,
una horrenda fantasmagoría provocada por el delirio. Me acometió un furioso ataque de fiebre; todo lo veía como a través de una especie de neblina y, a veces, incluso
de manera intermitente.
Los rayos de mi linterna se proyectaban débilmente en el abismo de las tinieblas, revelando retazos fugaces, horriblemente familiares, de muros y cinceladuras
deteriorados por el paso de los siglos. En un sitio se había derrumbado una enorme porción de bóveda, de manera que hube de trepar por encima del montón de
escombros, que casi llegaba hasta el destrozado techo.
Avanzaba en un increíble estado de enajenación empeorado aún más por aquel rapto de furia. Una cosa me resultaba extraña, y eran mis propias dimensiones en
relación con el tamaño de la construcción. Me sentía oprimido por un inusitado sentimiento de pequeñez; como si, vistas desde un cuerpo humano, aquellas paredes
ciclópeas tomaran un carácter nuevo y anormal. Una y otra vez me miraba vagamente desasosegado por mi propia forma humana.
Continué avanzando en la negrura saltando y sorteando obstáculos de todo género. En varias ocasiones resbalé y caí, desgarrándome la ropa. Una de las veces a
punto estuve de romper la linterna en pedazos. Cada piedra y cada rincón de aquel abismo endemoniado me resultaba conocido. A menudo me detenía a pasear el haz
de la linterna por los pasajes abovedados, no por cegados y derruidos menos familiares.
Algunos recintos se habían venido abajo por completo; otros estaban desiertos o llenos de escombros, En unos cuantos vi unas masas de metal -algunas,
relativamente intactas; otras, rotas, y otras machacadas y totalmente destruidas-, en las que reconocí los ciclópeos pedestales o mesas de mis sueños.
Encontré la rampa descendente y comencé a bajar… Un momento después me detuve ante una grieta que tendría algo más de un metro por su parte más estrecha.
En aquel punto el suelo se había hundido, revelando el negro vacío de las profundidades inferiores.
Yo sabía que aún había dos plantas subterráneas más en este edificio gigantesco, y me estremecí con renovado pánico al recordar las trampas selladas del más
profundo de los sótanos, Ya no había guardianes que las vigilaran. Hacía muchísimo tiempo que las criaturas encerradas bajo aquellas losas de piedra habían cumplido
su espantosa misión, y ahora se hallarían cada vez más hundidas en su larga decadencia. Para cuando llegase la era de los escarabajos post-humanos, ya habrían
desaparecido por completo. Y sin embargo, al pensar en lo que contaban los nativos, no pude evitar otro estremecimiento.
Me costó un gran esfuerzo saltar aquella hendidura. El suelo estaba lleno de escombros y no me permitía tomar impulso. Pero me seguía incitando la locura. Escogí
un punto cercano al muro de la izquierda, porque allí la grieta era más estrecha y al otro lado había poco cascote. Tras un instante de ansiedad aterricé felizmente en la
otra parte.
Por último llegué a la planta inferior y crucé la sala de máquinas, llena de fantásticos restos metálicos, medio enterrados bajo las bóvedas desplomadas. Todo
estaba donde yo sabía que debía estar y, muy seguro de mí mismo, escalé los escombros que obstruían la entrada de un gran corredor transversal que debía llevarme,
por debajo de la ciudad, a los archivos centrales.
Mientras avanzaba, saltando y tropezando por aquel corredor, pareció desplegarse ante mí el panorama de todas las edades del mundo. A cada paso descubría
cinceladuras en los muros desgastados por el tiempo: unas, familiares; otras, añadidas seguramente en un periodo posterior a mis sueños. Como se trataba de un
pasadizo subterráneo que comunicaba diversos edificios sólo en las aberturas que daban acceso a ellos había pórticos laterales.
En algunos de estos pórticos me asomé a echar una mirada. Conocía los lugares aquellos demasiado bien. Sólo en dos ocasiones encontré cambios radicales con
respecto a mis sueños, pero en una de ellas pude descubrir los contornos tapiados de la entrada que recordaba yo.
Al pasar por la cripta de una de aquellas grandes torres ruinosas, sin ventanas, cuya extraña construcción de basalto indicaba su espantoso origen, sentí que me
invadía una oleada de horror y eché a correr precipitadamente, para atravesarla cuanto antes.
Esta cripta tenía una bóveda de medio punto, de unos setenta y cinco metros de parte a parte. No vi grabado alguno en sus muros ennegrecidos. El suelo,
totalmente desnudo, aparte el polvo y la arena, me permitió distinguir sendas aberturas, situadas en el techo y en el suelo. No había escaleras ni rampas,
Verdaderamente, yo sabía por mis sueños que aquellas torres negras no habían sido habitadas jamás por la fabulosa Gran Raza. Y sin duda quienes las habían
construido no necesitaban de escaleras ni de rampas.
En mis sueños la abertura del suelo había estado bien sellada y custodiada celosamente. Ahora estaba abierta como una boca inmensa, bostezante, que exhalaba un
aliento frío y húmedo. No quise imaginar de qué abismos de oscuridad eterna podía brotar aquel hálito.
Después me abrí camino por un sector del pasadizo que se hallaba en mal estado, y llegué por fin a un punto donde la techumbre se había hundido completamente.
Los escombros se elevaban como una montaña; trepé hasta su cima, y me encontré, de pronto, ante un espacio vacío, en el que la luz de mi linterna no revelaba ni
muros ni bóvedas. Este -pensé- debe de ser un sótano de la casa de los proveedores de metal. Estaba situada en la tercera plaza, no lejos de los archivos. No pude
adivinar lo que había sucedido allí.
Al otro lado de la montaña de cascotes y piedras volví a reanudar mi camino por el corredor; pero, después de un corto trecho, me encontré con que no podía
pasar adelante: los escombros casi tocaban el techo, peligrosamente combado. No sé cómo me las arreglé para extraer los bloques y apartarlos violentamente hasta
abrirme paso. Tampoco sé cómo me atreví a quitar aquellos fragmentos encajados firmemente, cuando la menor ruptura del equilibrio podía haber provocado el
derrumbe de muchas toneladas de roca, aplastándome irremediablemente.
Era sin duda la locura lo que me empujaba y me guiaba… si es que aquella aventura subterránea no fue -aunque yo así lo espero- una ilusión infernal o el producto
de una pesadilla. Pero fuese sueño o realidad, el caso es que logré abrirme paso y pude arrastrarme, con la linterna en la boca, por encima del montón de cascotes.
Una vez al otro lado sentí que me arañaban las fantásticas estalactitas del techo.
Me encontraba ahora cerca del gran recinto subterráneo de los archivos que, al parecer, constituía mi objetivo. Me dejé caer por el lado opuesto de la barrera, y
reanudé la marcha por el corredor, encendiendo sólo a ratos la linterna para ahorrar pila. Por último llegué a una cripta baja, circular, que se hallaba en un maravilloso
estado de conservación, y en cuyos muros se abrían arcos en todas direcciones.
Los muros, al menos hasta donde alcanzaba la luz de mi linterna, mostraban gran profusión de jeroglíficos y ornamentos curvilíneos, algunos de los cuales habían
sido añadidos después del periodo de mis sueños.
Seguí caminando, empujado por esa fuerza inexorable de mi destino, y torcí inmediatamente a la izquierda, por un acceso que me era familiar. Estaba seguro de
encontrar despejadas las rampas de todos los pisos. Este edificio subterráneo que albergaba los anales de todo el sistema solar, había sido construida con suprema
habilidad, dándole una solidez tal que duraría tanto como la Tierra misma.
Los bloques, de proporciones inmensas, habían sido equilibrados con exactitud matemática y unidos con cementos de dureza tan grande, que constituían una mole
firme como el núcleo rocoso del propio planeta. Después de incontables milenios esta mole enterrada conservaba intactos sus contornos; sus vastos pavimentos
estaban cubiertos de polvo, pero no había escombros por parte alguna.
La facilidad con que podía caminar, a partir de este momento, se me subió a la cabeza. Toda la frenética ansiedad, contenida hasta aquí por los muchos obstáculos
que me habían impedido la marcha, se desbordó en una especie de prisa febril, y eché a correr -literalmente- por los pasillos de techo bajo que se extendían más allá
del arco de la entrada.
Ya no sentía ningún asombro al reconocer todo lo que me rodeaba. A uno y otro lado se distinguían las grandes puertas de los estantes metálicos, cubiertas de
jeroglíficos. Algunas de ellas seguían en su sitio; otras estaban forzadas, y otras, dobladas y retorcidas por fuerzas geológicas del pasado que, sin embargo, no habían
conseguido destrozar la titánica construcción.
Aquí y allá, al pie de los estantes abiertos, se veían montones cubiertos de polvo que señalaban el lugar donde habían caído los estuches, derribados por las
sacudidas de la tierra. En diversos pilares había grabados símbolos y letras que indicaban el tipo de volúmenes allí clasificados.
Me detuve ante uno de los cofres abiertos, en cuyo fondo descubrí algunos de los acostumbrados estuches de metal, ordenados todavía, pero cubiertos por la
omnipresente arena. Me acerqué, extraje uno de los ejemplares más manejables y lo coloqué en el suelo para examinarlo. El título estaba escrito, como habitualmente,
en jeroglíficos curvilíneos, aunque en la ordenación de ésos me pareció advertir un cambio sutil.
Su sencillo mecanismo de cierre, en forma de gancho, me era perfectamente conocido. Levanté, pues, la tapa, que no se había oxidado, y saqué el volumen de su
interior. Como esperaba tenía unos cincuenta por treinta y cinco centímetros de superficie, y como cinco centímetros de grosor. Las cubiertas, de metal delgado, se
abrían por arriba.
Sus páginas, de celulosa dura, no parecían afectadas por la acción del tiempo, y pude estudiar los extraños signos garabateados en ellas. No se parecían a los
demás jeroglíficos que había tenido ocasión de ver, ni a ningún alfabeto conocido por la ciencia humana. Sin embargo, despertaban en mí el eco de un recuerdo que
pugnaba por aflorar a mi conciencia.
Súbitamente tuve la seguridad de que era el lenguaje de un espíritu cautivo con el que había tenido cierta relación durante mis sueños: se trataba del habitante de un
gran asteroide en el que había sobrevivido gran parte de la vida y del saber del planeta original del que era fragmento. Al mismo tiempo recordé que el sótano en que
me hallaba estaba dedicado a los volúmenes relativos a planetas no terrestres.
Cuando terminé de examinar este documento increíble me di cuenta de que la luz de mi linterna empezaba a agonizar, de modo que le puse rápidamente la pila de
repuesto que siempre llevo conmigo. Entonces, provisto de una luz más potente, reanudé mi carrera febril por la interminable maraña de pasadizos y corredores,
reconociendo de una mirada tal o cual estantería, y vagamente molesto por la resonancia de aquellas catacumbas que repetían mis pasos de modo incongruente.
Las huellas de mis propios zapatos en el polvo milenario me hicieron temblar. Nunca hasta ahora, si mis sueños vesánicos contenían un ápice de verdad, habían
pisado pies humanos estos pavimentos inmemoriales.
Conscientemente no tenía la menor sospecha de cuál era la meta de mi descabellada carrera. Mi voluntad ofuscada y mi subconsciente eran empujados por una
fuerza demoníaca, de forma que presentía vagamente que no corría al azar.
Me dirigí a una rampa y continué mi descenso hacia las profundidades, corriendo ahora vertiginosamente. En mi aturdido cerebro había empezado a latir un pulso
rítmico que se propagó a mi mano derecha. Quería abrir cierta cerradura y mi mano conocía todas las complicadas vueltas y presiones necesarias para ello, Era como
una moderna caja fuerte con cerradura de combinación.
Sueño o no yo había sabido esa combinación, y la sabía aún. Preferí no plantearme la cuestión de cómo era posible aprender un detalle tan fino, tan intrincado y
complejo, en un sueño. Me sentía incapaz de pensar con la menor incoherencia. Porque, ¿acaso no rebasaban los límites de la razón todas estas coincidencias entre lo
que veía y lo que sólo podía conocer por sueños o mitos fragmentarios?
Probablemente, incluso entonces -como ahora, en mis momentos de cordura-, estaba persuadido de que todo era un sueño, y de que la ciudad enterrada era una
mera alucinación febril.
Finalmente llegué a la planta inferior y torcí a la izquierda de la rampa. Por alguna oscura razón traté de caminar con pasos silenciosos, aun cuando esto me obligaba
a avanzar más despacio. En esta última planta subterránea había una zona que temía cruzar.
A medida que me acercaba me daba cuenta de la causa de mi temor. Se trataba de una de aquellas trampas antaño precintadas, pero ya sin vigilancia alguna.
Caminaba de puntillas, con el corazón encogido, lo mismo que al atravesar las negras bóvedas de basalto, donde vi abierta una trampa similar.
Como en aquella ocasión también sentí una corriente de aire frío. Con toda mi alma deseaba que mi camino me llevase en otra dirección. Pero, ¿por qué, si no
quería, tenía que pasar precisamente por allí?
Al llegar vi la trampa brutalmente abierta. Después comenzaron nuevamente las hileras de estanterías. Junto a ellas, en el suelo, cubiertos por una fina capa de
polvo, había varios estuches esparcidos, caídos sin duda recientemente. En ese mismo instante me invadió una nueva oleada de pánico que, de momento, no me supe
explicar.
Los montones de estuches caídos no eran raros, pues en el transcurso de las eras, este oscuro laberinto había sido maltratado por los cataclismos geológicos, y sus
paredes debieron de resonar de manera ensordecedora al derribarse todo aquello. Había recorrido la mitad del espacio que me separaba de los estantes, cuando
descubrí el detalle que -vagamente vislumbrado- había determinado mi horror.
Tal detalle no estaba en el montón de estuches, sino en el polvo del suelo. A la luz de la linterna daba la impresión de que aquella capa de polvo no era tan uniforme
como debiera: en algunos sitios parecía más fina, como si la hubieran pisado en un tiempo relativamente reciente, quizá unos meses antes. De todos modos había
también bastante polvo, de forma que nada puedo asegurar con certidumbre. Pero la mera sospecha de que tales señales pudieran guardar cierta regularidad, me llenó
de una angustia indecible.
Acerqué la linterna para examinarlas mejor, y no me gustó lo que vi: con la luz rasante aún tomaron más aspecto de pisadas. Se hallaban dispuestas de una forma
relativamente regular, agrupadas de tres en tres. Cada una de dichas huellas tendría unos treinta y cinco centímetros de diámetro, y constaba de cinco impresiones casi
circulares, de siete u ocho centímetros de anchura, una de las cuales se hallaba adelantada en relación con las otras cuatro.
Estas supuestas pisadas se hallaban distribuidas en dos series paralelas, pero en sentido opuesto, como si algún animal hubiera ido a un lugar determinado y hubiese
regresado después por el mismo camino. Naturalmente eran muy débiles y podía tratarse de una mera ilusión, o de una casualidad. Pero su doble trayectoria -si es que
de huellas se trataba- sugería un horror insoportable: uno de los extremos del trayecto terminaba en el montón de estuches, tal vez derrumbados no hacía mucho, y el
otro extremo moría en el borde de la trampa siniestra que exhalaba su soplo húmedo y frío, desguarnecida, abierta a los abismos inferiores.
VIII
Capítulo
Tan fatal e ineludible era la fuerza que me impulsaba a seguir adelante, que incluso prevaleció sobre mi pavor. La presencia de aquellas huellas sospechadas
despertaron en mí recuerdos tan palpitantes y terroríficos, que ninguna consideración de índole racional me habría determinado a proseguir mi camino. No obstante, aun
temblando de miedo, mi mano derecha se me seguía contrayendo rítmicamente en un ansia por manipular cierta cerradura que esperaba encontrar. Antes de darme
cuenta de lo que hacía crucé el montón de estuches y me lancé de puntillas por los pasadizos cubiertos de polvo, hacia un punto que parecía conocer sobradamente
bien. Mi mente planteaba cuestiones cuya pertinencia comenzaba entonces a vislumbrar. ¿Llegaría a alcanzar el estante, teniendo en cuenta que mi cuerpo era humano?
¿Podría mi mano de hombre ejecutar todos los movimientos, perfectamente recordados, necesarios para abrir la cerradura? ¿Estaría la cerradura en buenas
condiciones de funcionamiento? ¿Qué haría yo, qué me atrevería a hacer con lo que -ahora empezaba a darme cuenta- a la vez esperaba y temía encontrar? ¿Hallaría la
prueba de que todo era espantosa y enloquecedoramente cierto, de que existía una realidad que rebasaba los límites de la razón, o por el contrario, me convencería al
fin de que todo era una pesadilla?
Seguidamente me di cuenta de que había dejado de correr. Estaba de pie, inmóvil, rígido, ante una fila de estantes cubiertos de los consabidos jeroglíficos. Se
hallaban en un estado de conservación casi perfecto. Solamente había tres puertas forzadas.
El sentimiento que me inspiraron estos estantes no se puede describir. Me parecía conocerlos desde siempre. Miré hacia arriba, a una fila próxima al techo,
completamente inalcanzable, y pensé en la manera de trepar hasta allí. Una puerta que había abierta a cuatro baldas del suelo podría servirme de ayuda. Las cerraduras
de las puertas cerradas proporcionarían puntos de apoyo para mis manos y mis pies. Cogería la linterna con los dientes, como había hecho ya en otras ocasiones,
cuando necesitara ambas manos. Sobre todo no debía hacer ruido.
Lo más difícil sería bajar el objeto que quería coger. Quizá pudiera engancharlo por el cierre al cuello de mi chaqueta, y echármelo a la espalda a modo de mochila.
Una vez más me pregunté si funcionaría la cerradura. Estaba seguro de recordar cada uno de los movimientos necesarios, pero me daba miedo que chirriara. Asimismo
temía no poder hacer los movimientos adecuadamente con la mano.
Mientras pensaba en todo esto tomé la linterna con la boca y empecé a trepar. Las cerraduras no me ofrecieron buenos puntos de apoyo, pero como esperaba, el
estante abierto me sirvió de muchísima ayuda. Me agarré a la hoja y al marco de la puerta, y me las arreglé para no hacer demasiado ruido. Empinándome sobre el
borde superior de la puerta, e inclinándome lo más posible a la derecha, conseguí alcanzar la cerradura que buscaba. Mis dedos, medio entumecidos por el ascenso,
estuvieron muy torpes al principio. Pero al momento me di cuenta de que obedecían. El ritmo del recuerdo se hizo intenso en ellos.
Salvando inconmensurablemente abismos de tiempo, los movimientos complicados y secretos llegaron hasta mi cerebro con todos sus detalles, ya que en menos de
cinco minutos sonó un chasquido cuya familiaridad me resultó tanto más impresionante, cuanto que no tenía conciencia previa de él. Un instante después la puerta de
metal se abría lentamente con un roce apenas perceptible.
Miré deslumbrado la fila grisácea de estuches puestos de canto, y sentí la tremenda oleada de una emoción totalmente imposible de explicar. Justo al alcance de mi
mano derecha había un estuche cuyos jeroglíficos me hicieron temblar con una angustia infinitamente más compleja que el mero terror. Temblando aún me las compuse
para sacarlo de entre el polvo y la arena del estante, y arrastrarlo en silencio hacia mí.
Igual que el otro estuche que había manejado, éste medía unos cincuenta centímetros de alto por treinta y cinco de ancho, y estaba cubierto de curvos dibujos
matemáticos en bajorrelieve. En grosor excedía los ocho centímetros.
Lo encajé como pude entre mi pecho y la pared por la que me había encaramado. Palpé el pasador y solté, por fin, el gancho. Quité la tapa, me eché el pesado
objeto a la espalda y sujeté el gancho al cuello de mi chaqueta. Una vez las manos libres, fui bajando penosamente hasta el suelo y me dispuse a examinar mi botín.
Me arrodillé en el polvo y coloqué el estuche ante mí. Me temblaban las manos; temía sacar el libro de dentro y, a la vez, deseaba hacerlo en seguida. Muy
gradualmente empezaba a darme cuenta de que sabía lo que iba a encontrar, y esta certidumbre, casi paralizaba mis facultades.
Si lo encontraba allí -si no estaba soñando-, las consecuencias de mi descubrimiento rebasarían por completo todo lo que el espíritu humano puede soportar. Lo
que más me atormentaba era que, de momento, me resultaba imposible convencerme de que estaba soñando. Todo lo que me rodeaba me parecía real… y me lo sigue
pareciendo ahora al evocar la escena.
Por último, saqué, temblando, el libro de su receptáculo y contemplé con fascinación los jeroglíficos de la cubierta. Estaba en excelente estado. Las letras
curvilíneas del título me mantenían hipnotizado, como si fuera casi capaz de leerlas. En verdad no puedo jurar que no llegué a leerlas efectivamente en un pasajero y
terrible acceso de memoria anormal.
No sé el tiempo que pasó antes de atreverme a quitar aquella delgada cubierta de metal. Busqué mil pretextos para demorar o eludir el momento fatal. Me quité la
linterna de la boca y la apagué para no gastar pila. Luego, en la más completa oscuridad, hice acopio de ánimo… y abrí el libro. Por último enfoqué la luz sobre la
página en que quedó abierto, y traté de antemano de esforzarme por sofocar cualquier exclamación involuntaria.
Miré allí. Luego, sintiéndome desfallecer, me dejé caer en el suelo. Apreté los dientes, no obstante, y contuve el grito. Tumbado en el suelo me pasé una mano por
la frente. Lo que temía y esperaba estaba allí. Quizá estaba soñando; de otro modo, el tiempo y el espacio se habían convertido en una sombra burlesca.
Debía estar soñando. Pero, para poner a prueba la verdad de mi aventura me llevaría ese libro para mostrárselo a mi hijo si, efectivamente, era real. La cabeza me
daba vueltas, aun cuando nada veía en la oscuridad reinante. Y toda suerte de ideas e imágenes aterradoras -suscitadas por las posibilidades que mi descubrimiento
acababa de abrir- comenzaron a danzar en mi mente nublando mis sentidos.
Recordé las hipotéticas huellas impresas en el polvo, y sentí miedo de mi propia respiración. Una vez más encendí la luz y miré la página del libro, como la víctima
de una serpiente mira los ojos y los colmillos de su destructor.
Después, en la oscuridad, cerré el libro con manos torpes, lo metí en su estuche y cerré la tapa con el pasador en forma de gancho. A toda costa debía sacarlo al
mundo exterior, si es que el tal libro existía realmente… si el abismo entero existía realmente… si yo, y el mundo mismo, existíamos en realidad.
No recuerdo exactamente cuándo me puse en pie y comencé mi regreso. Me sentía tan alejado de mi universo normal que, durante aquellas horas espantosas que
pasé en el subterráneo, no se me ocurrió consultar el reloj ni una sola vez.
Linterna en mano, y con el siniestro estuche bajo el brazo, reanudé finalmente mi marcha cautelosa. De puntillas, preso de un mudo terror, pasé de nuevo junto a la
trampa abierta y junto a aquellas señales sospechosas, impresas en el polvo. Disminuí mis precauciones al subir por las interminables rampas, pero ni aun entonces pude
desechar cierto recelo que no había sentido al bajar.
Me horrorizaba tener que atravesar de nuevo aquella cripta de basalto negro, más vieja aún que la misma ciudad, en donde soplaba un viento helado procedente de
las profundidades insondables. Pensé en el terror de la Gran Raza, y en la causa de ese terror que, aunque débil y agonizante, acaso palpitaba aún en el fondo de
aquellas tinieblas. Igualmente pensé en las cinco huellas circulares que acababa de ver, y en lo que mis sueños me habían revelado sobre ellas. Y en los extraños vientos
y los silbos ululantes que lo acompañaban. Y recordé asimismo los relatos de los indígenas, que expresaban constantemente un horror sin límites a los grandes vientos y
a las ruinas sin nombre.
Cierto signo grabado en el muro de la caverna me indicó el camino correcto y -después de pasar junto al otro libro que había examinado anteriormente- llegué al
gran espacio circular rodeado de arcos que daban acceso a distintos corredores. Inmediatamente reconocí, a mi derecha, el arco por donde había penetrado en el
edificio de los archivos. Me metí por allí sabiendo que, al salir de dicho edificio, mi camino sería más penoso debido a los derrumbamientos. Mi carga metálica me
pesaba, y cada vez me resultaba más difícil no hacer ruido al caminar a tropezones entre escombros de todo género.
Después llegué al montón de piedras que alcanzaba hasta el techo a través del cual había practicado un paso angosto. Al encontrarme de nuevo ante él sentí pavor.
La primera vez había hecho algo de ruido. Y ahora -vistas aquellas posibles huellas-, lo que más me asustaba era hacer ruido. Además, el estuche dificultaba mi paso
por la estrecha abertura.
No obstante, trepé lo mejor que pude a lo alto del obstáculo, y empujé la caja por la abertura. Luego, con la linterna en la mano, me metí gateando destrozándome
la espalda con las estalactitas, como me había ocurrido antes.
Al intentar asir la caja de nuevo se me cayó por la pendiente con un estrépito que llenó el recinto de ecos y resonancias, lo cual me cubrió de un sudor frío. Me
precipité inmediatamente tras ella y logré recuperarla; pero unos momentos después algunos bloques resbalaron bajo mis pies, produciendo un repentino y estrepitoso
desmoronamiento.
Todo este ruido fue mi perdición. Porque, erróneamente o no, me pareció oír, como respuesta, y procedente de alguna lejana galería, un silbido agudo, ululante,
distinto de cualquier otro sonido terrestre, que rebasa con mucho mi posibilidad de describirlo. Si oí bien entonces, lo que ocurrió a continuación fue como un sarcasmo
del destino, ya que, de no haber sido por el pánico que aquel fenómeno me produjo, el segundo hecho no habría sucedido jamás.
El caso es, que enloquecí de terror. Cogí la linterna con la mano, agarré la caja casi sin fuerzas, y salté salvajemente, sin más idea que un loco deseo de correr, de
alejarme de aquellas ruinas de pesadilla, de salir al mundo exterior -el desierto bajo la luna- que ahora se hallaba tan lejos.
Sin saber cómo, llegué ante el segundo montón de escombros, que se elevaba en la negrura bajo el techo desplomado. Tropecé y me lastimé una y otra vez al
gatear por la pendiente de bloques y rocas cortantes.
Y entonces sobrevino el gran desastre. Al cruzar a ciegas la cumbre del montículo, ignorando que al otro lado la pendiente caía bruscamente, perdí pie y resbalé,
envuelto en un alud de piedras y cascotes que se desmoronaban en medio de un estruendo ensordecedor, cuyos ecos retumbaron por todos los rincones.
No tengo idea de cómo salí de ese caos; sin embargo, tengo un recuerdo vago de que, a continuación, me lancé a correr por el corredor, sin esperar a que se
apagaran los ecos. Llevaba la caja y la linterna conmigo.
Luego, al acercarme a aquella cripta de basalto que tanto temía, la locura completa se apoderó de mí, Al apagarse ya todos los ruidos, nuevamente se hizo audible
aquel silbido espantoso que me había aparecido oír antes. Esta vez no cabía duda. Y, lo que era peor, no provenía de atrás, sino de delante de mí.
Me parece que grité con todas mis fuerzas. Tengo la vaga idea de que atravesé a todo correr aquella bóveda de basalto construida por criaturas anteriores a la
Gran Raza. De la trampa abierta seguía brotando el silbido ultraterreno. Y también se levantó viento. No una mera corriente de aire frío y húmedo, sino una ráfaga
violenta, casi deliberada, que procedía de la misma boca negra que el horrible silbido.
Recuerdo vagamente haber saltado y sorteado obstáculos de todo género, perseguido por aquella ráfaga helada y aquel estridente silbido que crecía por momentos
y parecía enroscarse y retorcerse en torno mío.
A pesar de que soplaba a mis espaldas, el viento, en vez de empujarme, me impedía avanzar, igual que si me hubieran trabado con un lazo sutil desde las tinieblas.
Sin preocuparme ya de no hacer ruido, salté una gran barrera de bloques y me encontré de nuevo en la bóveda que me conducía a la superficie.
Recuerdo que eché una mirada a la sala de máquinas, y a punto estuve de gritar al ver el plano inclinado que conducía a una sala, dos pisos más abajo, donde había
otra de esas trampas abominables, probablemente abierta. Pero en vez de gritar comencé a repetirme entre dientes, una y otra vez, que todo era un sueño del que
pronto despertaría. Quizá me hallaba en el campamento, tal vez, incluso, en Arkham. Este razonamiento me tranquilizó un tanto, y empecé a subir por la rampa que
conducía al mundo exterior.
Sabía, naturalmente, que aún me quedaba por salvar una grieta de más de un metro de anchura; pero iba demasiado preocupado por otros temores para darme
cuenta del horror que suponía aquel obstáculo antes de enfrentarme con él. En efecto, a la ida, cuesta abajo, el salto me había resultado relativamente sencillo. Pero
ahora, ¿podría saltarlo cuesta arriba, lastrado por el terror, el agotamiento y el peso de la caja, retenido por el viento embrujado que tiraba de mí hacia atrás? Todo
esto se me ocurrió en el último momento, y también pensé en aquellos seres sin nombre que acaso acechasen, vivos aún, en los abismos tenebrosos que se abrían bajo
la grieta del suelo.
La luz de mi linterna se iba debilitando, pero un vago recuerdo me advirtió de que me encontraba en el borde de la grieta. Las ráfagas de viento frío y los silbidos
ululantes que sonaban atrás actuaron en mí como una droga bienhechora que tuvo la virtud de apartar de mi imaginación el horror de aquel abismo abierto a mis pies.
Pero, en el mismo instante, percibí una nueva ráfaga y un nuevo silbido, que brotó ante mí a través de aquella misma grieta.
Entonces fue cuando realmente llegó lo más alucinante de mi pesadilla. Perdido el juicio, olvidado de todo, excepto del deseo animal de huir, me lancé a trepar por
la pendiente de cascotes, como si ninguna sima hubiera existido detrás. De pronto, vi el borde de la grieta, salté frenéticamente, con todas las fuerzas de mi ser, y en el
acto, me sumí en un torbellino infernal de ruidos inmundos y de negrura materialmente tangible.
Que yo recuerde éste es el final de mi aventura. Todas mis impresiones posteriores caen de lleno en el dominio del delirio y la fantasmagoría. Los sueños, la locura
y los recuerdos se fundieron en un caos de alucinaciones fantásticas y visiones fragmentarias que no pueden tener relación alguna con la realidad.
En primer lugar sentí que caía por un abismo sin fondo; por un abismo de tinieblas vivas y viscosas, de ruidos absolutamente ajenos a toda naturaleza terrena.
En mí despertaron sentidos hasta entonces dormidos, que me revelaron precipicios y vacíos poblados de horrores flotantes, abismos que conducían a simas
insondables, a océanos tenebrosos y a negras ciudades de torres basálticas donde nunca brilló luz alguna.
Los misterios de los orígenes de nuestro planeta y sus ciclos inmemoriales cruzaron por mi mente sin ayuda de la vista ni el oído, y comprendí cosas que ni siquiera
el más disparatado de mis sueños anteriores había llegado a sugerir. Durante todo ese tiempo me sentí atrapado por los dedos fríos de un vapor húmedo, mientras el
silbido enloquecedor y monótono seguía taladrando la vorágine de tinieblas.
Después tuve visiones de la ciudad ciclópea de mis sueños, pero no en ruinas, sino tal como la había soñado. Me vi nuevamente en mi cuerpo cónico, inhumano,
rodeado de numerosos miembros de la Gran Raza y de espíritus cautivos que llevaban libros de un lado a otro por los interminables corredores y las rampas inmensas.
Superponiéndose a estas visiones, tuve fugaces destellos de percepciones no visuales, de las que sólo recuerdo mis esfuerzos desesperados y mis violentas
contorsiones para zafarme de los tentáculos del viento ululante. Me parece recordar, también, como un vuelo de murciélago a través de una atmósfera densa, y un
forcejeo febril por abrirme paso en la oscuridad azotada por el huracán; por fin, me sentí correr frenéticamente entre muros derruidos y derrumbados pilares de piedra.
Hubo un momento en que me pareció vislumbrar algo, en aquel mundo de noche eterna; un leve resplandor azulado en las alturas. Luego soñé que, perseguido por
el viento, trepaba y me arrastraba hasta salir a un espacio bañado por la luna, entre ruinas y escombros que se desmoronaban tras de mí bajo los embates furiosos del
huracán. Fueron las oleadas monótonas de aquella luz lunar las que me indicaron que, al fin, había regresado a mi antiguo mundo objetivo y vigil.
Me hallaba boca abajo, con las manos clavadas como garras en la arena del desierto australiano, Alrededor de mí aullaba un viento huracanado, mucho más
violento que cualquier vendaval. Mi ropa estaba hecha jirones; mi cuerpo entero era un amasijo de arañazos y magulladuras.
La plena lucidez me fue volviendo tan paulatinamente, que no sé decir en qué momento terminó mi sueño delirante y empezaron mis verdaderos recuerdos. Sé que
mi aventura ha tenido relación con un montón informe de ruinas de piedra, con abismos subterráneos, con una monstruosa revelación del pasado, y sé que mi pesadilla
terminaba con horror. Pero, ¿cuánto hay en ella de verdad?
Había perdido la linterna, y la caja de metal que podía haber aducido como prueba. ¿Pero había existido en realidad tal caja? ¿Y el abismo? ¿Y las ruinas de
piedra? Levanté la cabeza y miré hacia atrás. No se veía más que la estéril, la ondulante arena del desierto.
El viento demoníaco se había calmado, y la luna, hinchada y fungosa, se fundía roja en el oeste. Me puse en pie con dificultad y comencé a caminar, tambaleante, en
dirección al campamento. ¿Qué me había sucedido en realidad? Tal vez había sufrido un mareo en el desierto, y había arrastrado, a lo largo de kilómetros y kilómetros
de arena y bloques enterrados, mi cuerpo torturado por las pesadillas. Y si no era así, ¿cómo podría soportar el resto de mi vida?
En efecto, ante esta nueva incertidumbre, toda mi anterior confianza basada en el origen mitológico de mis visiones, se disolvió una vez más en las dudas que ya
otras veces me habían asaltado. Si aquel abismo era real, la Gran Raza también lo era, y las proyecciones y secuestros efectuados en cualquier momento y lugar del
cosmos no eran tampoco un mito ni una pesadilla, sino una terrible realidad.
¿Había sido, pues, arrastrado efectivamente durante mi amnesia hacia un mundo prehumano que existió hace ciento cincuenta millones de años? ¿Había sido mi
cuerpo vehículo de una conciencia espantosamente extraña, surgida del origen de los tiempos?
¿Había conocido realmente, en mi calidad de espíritu cautivo, los días de esplendor de aquella ciudad de piedra, y era cierto que me había deslizado por aquellos
corredores, en el repugnante cuerpo de mi propio raptor? ¿Acaso aquellos sueños que me habían atormentado durante más de veinticinco años no eran sino
consecuencias de mis horribles recuerdos?
¿Era cierto que había conversado realmente con espíritus procedentes de los rincones más remotos del tiempo y el espacio? ¿Llegué a conocer de verdad los
secretos pasados y futuros del universo, y a redactar los anales de mi propio mundo para enriquecer aún más aquellos archivos infinitos? Y aquellas criaturas inmundas
-vientos helados y silbos demoníacos- que moraban en las entrañas de la tierra, ¿seguían constituyendo una amenaza real, a pesar de su lenta agonía, mientras las
distintas formas de vida proseguían su evolución en la superficie del planeta?
No lo sé. Si ese abismo -y lo que contenía- era real, no hay esperanza. Entonces, verdaderamente, se cierne sobre la humanidad una increíble y sarcástica sombra,
procedente de más allá del tiempo.
Pero felizmente no hay prueba alguna de que mi última aventura no haya sido más que el postrer episodio de una serie de sueños basados en remotas leyendas:
perdí el estuche de metal, y hasta ahora, nadie ha descubierto los corredores subterráneos.
Si las leyes del universo son misericordiosas nadie los descubrirá. Pero debo contar a mi hijo lo que vi -o creí ver- y dejarle que, como psicólogo, juzgue cuanto
hay de objetivo en mis vivencias, y si se debe dar publicidad a este documento.
Ya he dicho que el tema de mis sueños encajaba perfectamente con lo que creí descubrir en aquellas ciclópeas ruinas enterradas. Me ha costado un gran esfuerzo
consignar esta revelación final que, como el lector habrá sospechado ya, se refiere al libro, guardado en un estuche de metal, que yo extraje de entre el polvo de
millones de siglos.
Ningún ojo ha contemplado ese libro, ninguna mano lo ha tocado, desde el advenimiento del hombre a este planeta. Y no obstante, cuando en el fondo de aquel
abismo enfoqué la linterna sobre él, vi que las letras trazadas con extraños colores sobre las quebradizas páginas de celulosa tostadas por el tiempo, no eran
desconocidos jeroglíficos de épocas remotas. Eran, al contrario, letras de nuestro alfabeto corriente, que formaban vocablos en lengua inglesa, escritas por mi propia
mano.

algo para leer