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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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domingo, 26 de mayo de 2013

La Hermosa Vampirizada

La Hermosa Vampirizada
(1849)
Alexandre Dumas

 Yo soy polaca, nacida en Sandomir,vale decir en un país donde las leyendas se tornan artículos de fe, donde creemos en las tradiciones de familia como y —acaso más que— en el Evangelio. No hay castillo entre nosotros que no tenga su espectro, ni una cabaña que no tenga su genio familiar. En la casa del rico como en la del pobre, en el castillo como en la cabaña, se reconoce el principio amigo y el principio enemigo.
 A veces estos dos principios entran en lucha y se combaten. Entonces se escuchan ruidos tan misteriosos en los corredores, rugidos tan horrendos en las antiguas torres, sacudidas tan formidables en las murallas, que los habitantes huyen de la cabaña como del castillo, y aldeanos y nobles corren a la iglesia en procura de la cruz bendita o de las santas reliquias, únicos resguardos contra los demonios que nos atormentan. Pero otros dos principios más terribles aún, más furiosos e implacables, se encuentren allí enfrentados: la tiranía y la libertad.
 El año 1825 vio empeñarse entre Rusia y Polonia una de esas luchas en las cuales creyérase agotada toda la sangre de un pueblo, como a menudo se agota la sangre de una familia entera. Mi padre y mis dos hermanos, rebelados contra el nuevo zar, habían ido a alinearse bajo la bandera de la independencia polaca, postrada siempre, siempre renacida. Un día supe que mi hermano menor había sido muerto; otro día me anunciaron que mi hermano mayor estaba mortalmente herido; y por fin, después de una jornada angustiosa, durante la cual yo había escuchado aterrorizada el tronar siempre más cercano del cañón, vi llegar a mi padre con un centenar de soldados de a caballo, residuo de tres mil hombres que él comandaba.
Había venido a encerrarse en nuestro castillo con la intención de sepultarse bajo sus ruinas. Mientras no temía nada por él, temblaba por mí. Y en efecto, para él era único riesgo la muerte, porque estaba segurísimo de no caer vivo en manos del enemigo; pero a mí me amenazaba la esclavitud, el deshonor, la vergüenza. Mi padre escogió diez hombres entre los cien que le quedaban, llamó al intendente, le hizo entrega de cuanto dinero y objetos preciosos poseíamos y, recordando que —en ocasión de la segunda división de Polonia— mi madre, casi niña aún, había encontrado un asilo inaccesible en el monasterio de Sabastru, situado en medio de los montes Cárpatos, le ordenó conducirme a aquel monasterio que abriría a la hija, como hacía tiempo a la madre, sus hospitalarias puertas.
 A despecho del gran amor que mi padre alimentaba por mí, nuestros saludos no fueron largos. Según todas las probabilidades, los rusos debían llegar el día siguiente a la vista del castillo, por lo que no había tiempo que perder. Me puse de prisa un vestido de amazona, con el que solía acompañar a mis hermanos en la caza. Me trajeron ensillado el mejor caballo de la cuadra; mi padre me puso en los bolsillos del arzón sus propias pistolas, obras maestras de las fábricas de Tula, me abrazó y dio la orden de partida.
Durante aquella noche y el día siguiente recorrimos veinte leguas, costeando uno de esos ríos sin nombre que desembocan en el Vístula. Esta primer doble etapa nos había sustraído al peligro de caer en manos de los rusos. El sol se dirigía al tramonto, cuando vimos brillar las nevadas cimas de los Cárpatos.
 Hacia la noche del día siguiente llegamos a su pie: al fin, en la mañana del tercer día, comenzamos a avanzar por una de sus gargantas. Nuestros Cárpatos no se parecen a los fértiles montes de vuestro occidente. Cuanto la naturaleza tiene de extraordinario y grandioso se presenta allí en toda su majestad. Sus tempestuosas cumbres se pierden en las nubes cubiertas de eternas nieves; sus inmensos bosques de abetos se inclinan sobre el terso espejo de lagos que por su vastedad semejan mares; y de aquellos lagos, jamás navecilla alguna ha surcado sus ondas, jamás redes de pescadores turbaron su cristal profundo como el azul del cielo; apenas, de tiempo en tiempo, resuena allí la voz humana, haciendo escuchar un canto moldavo al que contestan los gritos de los animales selváticos: y cantos y gritos van a desvelar algún solitario eco, atónito de que un ruido cualquiera le haya revelado su propia existencia. Por millas y millas se viaja allí bajo la umbría bóveda de los bosques entrecruzados de las inesperadas maravillas que la soledad nos descubre a cada instante, y que hacen pasar nuestro ánimo del estupor a la admiración. Ahí doquiera hay peligro, y el peligro se compone de mil riesgos diversos; pero no se tiene tiempo para atemorizarse, tan sublimes son aquellos riesgos. Aquí hay alguna cascada a la que dio origen imprevistamente la licuefacción de los hielos y que, saltando de roca en roca, invade de pronto el angosto sendero que se recorre, trazado por el paso de las fieras en fuga y del cazador que las persigue; allí hay árboles minados por el tiempo, que se desprenden del suelo y se derrumban con horrible estrépito semejante al de un terremoto; en otra parte, en fin, son los huracanes los que os envuelven de nubes, en medio de las cuales se ve centellear, extenderse y contorsionarse el relámpago, como sierpe inflamada. Luego, tras de haber superado aquellas moles agrestes, aquellos bosques primitivos, tras de encontraros en medio de gigantescas montañas y bosques interminables, os veis ante inmensos páramos, como mares que tienen también sus ondas y sus tempestades, áridas y gibosas estepas, donde la vista se pierde en un horizonte sin límite. Entonces no es terror lo que experimentáis, sino una triste y profunda melancolía, de la cual nada hay que pueda distraeros, porque el aspecto de la región, por lejos que se alargue vuestra mirada, es siempre el mismo. Ascended o descended las cien veces iguales pendientes, buscando en vano un camino trazado: al hallaros tan perdidos en aquel aislamiento, en medio de desiertos, os creéis solos en la naturaleza, y vuestra melancolía se convierte en desolación. Os parece inútil caminar más adelante, porque no veis una meta para vuestros pasos; no encontráis una aldea, ni un castillo, ni una cabaña, ni en suma vestigio de humana morada. Sólo de cuando en cuando, como una tristeza más en aquella región melancólica, un pequeño lago sin cañas, sin arbustos, dormido en el fondo de un barranco, casi otro mar Muerto, os cierra el camino con sus verdes aguas, sobre las cuales se levantan al acercaros algunas aves acuáticas de gritos prolongados y discordantes. Rodead ese lago, trasponed el collado que está delante de vosotros, descended a otro valle, superad otra colina, y así sucesivamente, hasta que hayáis llegado a los comienzos de la cadena de montes que van siempre disminuyendo más. Pero si al concluir esa cadena os volvéis hacia el mediodía, la región recobra un carácter majestuoso, se os presenta una naturaleza más grandiosa y descubriréis otra cadena de montañas más altas, de forma más pintoresca, de más rica vegetación, toda cubierta de espesos bosques, toda surcada de arroyos: con la sombra y con el agua renace también la vida en aquella comarca; se escucha ya el tañido de la campana de una ermita, y sobre el flanco de aquella montaña se ve serpentear una caravana. Por fin, a los últimos rayos del sol poniente se perciben desde lejos, a guisa de bandada de pájaros blancos, apoyándose las unas en las otras, las casas de una aldea, que parece se hubieran agrupado en cierto modo para defenderse de un asalto nocturno; pues con la vida ha vuelto el peligro: aquí no se luchará con osos y lobos, como en aquella altas montañas, sino con hordas de bandidos moldavos.
Entretanto nos acercábamos a nuestra meta. Diez días de camino habían transcurrido sin ningún incidente. Ya distinguíamos la cumbre del monte Pion, que se eleva sobre toda aquella familia de gigantes, y sobre cuya vertiente meridional está situado el convento de Sabastru al cual yo me trasladaba. Tres días más, y nos hallábamos al término de nuestro viaje. Eran los últimos días de julio. Habíamos tenido una jornada muy cálida, y hacia las cuatro respirábamos con ansioso deleite las primeras brisas del atardecer. Habíamos dejado atrás hacía poco las torres ruinosas de Niantzo. Bajábamos a una llanura que empezábamos a ver a través de una hendidura de la montaña.
 Desde el sitio donde estábamos, ya podíamos seguir con la vista el curso del Bistriza, de riberas esmaltadas de bermejeantes viñedos y de altas campánulas de flores blancas. Bordeábamos un abismo en cuyo fondo corría el río, que en aquel lugar tenía apenas forma de torrente, y nuestras cabalgaduras tenían escaso espacio para caminar dos de frente. Nos precedía un guía, quien, inclinado de flanco sobre la grupa de su caballo, cantaba una canción morlaca, cuyas palabras seguía con singular atención. El cantor era también al mismo tiempo el poeta. Necesitaría ser uno de aquellos montañeses para poder expresarnos la melancolía de su canción con su salvaje tristeza, con toda su profunda sencillez. Las palabras de la canción eran poco más o menos las siguientes:
"¡Ved allí ese cadáver en la palude de Stavila, donde corriera tanta sangre de guerreros! No es un hijo de Iliria, no; es un feroz bandido, que después de haber engañado a la gentil María, robó, exterminó, incendió.
"Rauda como el relámpago una bala ha venido a atravesar el corazón del bandido; un yatagán le ha tronchado el cuello. Pero, oh misterio, después de tres días, su sangre, tibia aún, riega la tierra bajo el pino tétrico y solitario y ennegrece el pálido Ovigan.
"Sus ojos turquíes brillan siempre; huyamos, huyamos: guay de quien pase por la palude cerca de él: ¡es un vampiro! El feroz lobo se aleja del impuro cadáver, y el fúnebre buitre huye al monte de calvo frontis."
De pronto se oyó la detonación de un arma de fuego y el silbar de una bala. La canción quedó interrumpida, y el guía, herido de muerte, precipitóse al abismo, mientras su caballo se detenía temblando y tendiendo la inteligente testa hacia el fondo del precipicio, donde desapareciera su dueño. Al mismo tiempo, se levantó por los aires un grito estridente, y sobre los flancos de la montaña vimos aparecer una treintena de bandidos: estábamos completamente rodeados. Cada uno de los nuestros empuñó un arma, y bien que tomados inopinadamente, mis acompañantes, como que eran viejos soldados avezados al fuego, no se dejaron intimidar, y se pusieron en guardia. Yo misma, dando el ejemplo, empuñé una pistola, y conociendo bien cuán desventajosa era nuestra situación, grité: ¡Adelante!, y di con la espuela a mi caballo que se lanzó a toda carrera hacia la llanura. Pero teníamos que vérnosla con montañeses que brincaban de roca en roca como verdaderos demonios de los abismos, que aun saltando, hacían fuego, manteniendo a nuestros flancos la posición tomada. Por lo demás, nuestro plan había sido previsto. En un punto donde el camino se ensanchaba y la montaña se allanaba un poco, aguardaba nuestro paso un joven a la cabeza de diez hombres a caballo. Cuando nos vieron, pusieron al galope sus cabalgaduras, y nos asaltaron de frente, mientras aquellos que nos perseguían bajaban saltando en gran cantidad, y cortada de tal modo nuestra retirada, nos rodeaban por todas partes.
La situación era grave y sin embargo, acostumbrada desde niña a las escenas de guerra, pude apreciarla sin que se me escapara una sola circunstancia. Todos aquellos hombres, vestidos de pieles de carnero, llevaban inmensos sombreros redondos, coronados de flores naturales al modo de los húngaros. Cada uno de ellos manejaba un largo fusil turco, que agitaban vivamente luego de haber disparado, dando gritos salvajes, y en la cintura portaba un sable corvo y dos pistolas. Su jefe era un joven de apenas veintidós años, de tez pálida, de ojos negros y cabellos ensortijados y cayéndole sobre las espaldas. Vestía la casaca moldava guarnecida de piel y ajustada al cuerpo por una faja con listas de oro y seda. En su mano resplandecía un sable corvo, y en su cintura relucían cuatro pistolas. Durante la lucha daba gritos roncos e inarticulados que parecían no pertenecer al habla humana, y sin embargo eran una eficaz expresión de sus deseos, pues a aquellos gritos obedecían todos sus hombres, ora echándose a tierra boca abajo para esquivar nuestras descargas, ora levantándose para disparar a su vez, haciendo caer a aquellos de nosotros que aún estaban de pie, matando a los heridos, haciendo en suma de la lucha una carnicería. Yo había visto caer uno después del otro los dos tercios de mis defensores. Cuatro estaban aún ilesos y se apretaban a mi alrededor, no pidiendo una gracia que tenían la certidumbre de no conseguir, y pensando sólo en vender la vida lo más cara que fuese posible. Entonces el joven jefe dio un grito más expresivo que los anteriores, tendiendo la punta de su sable hacia nosotros. En verdad aquella orden significaba que debía rodearse nuestro último grupo de un cerco de fuego y fusilarnos a todos juntos, pues de un golpe vimos apuntarnos todos aquellos largos mosquetes.
Comprendí, que había llegado la hora final. Alcé los ojos y las manos al cielo, murmurando una última plegaria, y aguardé la muerte. En ese instante vi, no descender sino precipitarse de peña en pena, un joven que se detuvo enhiesto sobre una roca que dominaba la escena, semejante a una estatua en un pedestal, y, extendiendo la mano hacia el campo de batalla, pronunció esta sola palabra: "¡Basta!" Todas las miradas se volvieron a esa voz, y cada uno pareció obedecer al nuevo amo. Sólo un bandido apuntó de nuevo su fusil e hizo el disparo. Uno de nuestros hombres dio un grito; la bala le había roto el brazo izquierdo. Se volvió al punto para lanzarse sobre el que le hiriera, pero aún no había hecho cuatro pasos su caballo, que un relámpago brilló por encima de nosotros y el bandido rebelde cayó herido por una bala en la cabeza... Tantas y tan diversas emociones habían acabado mis fuerza; me desvanecí. Cuando recobré los sentidos, me hallé acostada sobre la hierba, con la cabeza apoyada en las rodillas de un hombre, de quien no veía sino la mano blanca y cubierta de anillos rodeándome el cuerpo, mientras ante mí estaba parado, de brazos cruzados y la espada bajo la axila, el joven jefe moldavo que dirigiera el asalto contra nosotros. "Kostaki", decía en francés y con gesto autoritario el que me sostenía, "haced que vuestros hombres se retiren de inmediato, y dejadme el cuidado de esta joven. "Hermano, hermano", respondió aquel a quien eran dirigidas tales palabras, y que parecía contenerse con esfuerzo, "cuídate de no cansar mi paciencia; yo os dejo el castillo, dejadme a mí el bosque. En el castillo vos sois el amo, pero aquí yo soy todopoderoso. Aquí me bastaría una sola palabra para obligaros a obedecerme". "Kostaki, yo soy el mayor; lo que quiere decir que soy amo en todas partes, así en el bosque como en el castillo, allá y aquí. Como a vos, me corre por las venas la sangre de los Brankovan, sangre real que tiene el hábito de mandar, y yo mando." "Mandad a vuestros servidores, Gregoriska, no a mis soldados." "Vuestros soldados son bandidos, Kostaki... bandidos que haré ahorcar en las almenas de nuestras torres si no me obedecen al instante." "Bien, probad de darles una orden."
Sentí entonces que quien me sostenía retiraba su rodilla, y colocaba suavemente mi cabeza sobre una piedra.
Le seguí ansiosa con la mirada, y pude examinar a aquel joven, que cayera, por así decirlo, del cielo en medio de la refriega, y que yo había podido ver apenas, estando desmayada, mientras aparecía a punto en escena. Era un joven de veinticuatro años, de alta estatura y con dos grandes ojos celestes y resplandecientes como el relámpago, en los que se leía una extraordinaria decisión y firmeza. Los largos cabellos rubios, indicio de la estirpe eslava, le caían sobre las espaldas como los del arcángel Miguel, circundando dos mejillas rubicundas y frescas; sus labios realzados por una sonrisa desdeñosa, dejaban ver una doble hilera de perlas. Vestía una especie de túnica de velludo negro, calzones ceñidos a las piernas y botas bordadas; en la cabeza tenía un gorro puntiagudo ornado de una pluma de águila; en la cintura portaba un cuchillo de caza, y al hombro una pequeña carabina de dos caños, cuya precisión había aprendido a apreciar uno de los bandidos. Extendió la mano, y con ese gesto imperioso pareció imponerse hasta a su hermano. Pronunció algunas palabras en lengua moldava, las cuales parecieron causar profunda impresión sobre los bandidos. Entonces, a su vez, habló en la misma lengua el joven jefe, y me pareció que su discurso estaba lleno de amenazas y de imprecaciones. A aquel largo y vehemente discurso el hermano mayor contestó con una sola palabra. Los bandidos se sometieron; hizo un gesto, y los bandidos se sometieron; hizo un gesto, y los bandidos se reunieron detrás de nosotros.
"¡Bien! Sea, pues, Gregoriska", dijo Kostaki volviendo a hablar en francés. "Esta mujer no irá a la caverna, pero no por ello será menos mía. La encuentro hermosa, la he conquistado yo y la quiero yo." Así diciendo, se lanzó él hacia mí, y me levantó entre sus brazos. "Esta mujer será llevada al castillo y entregada a mi madre, yo no la abandonaré", dijo mi protector. "¡Mi caballo!", gritó Kostaki en lengua moldava. Varios bandidos se apresuraron a obedecer, condujeron a su señor la cabalgadura pedida... Gregoriska miró en torno, asió las bridas de un caballo sin dueño, y saltó a la silla sin tocar los estribos. Kostaki, bien que me tenía aún apretada entre sus brazos, montó en la silla casi tan ágilmente como su hermano, y partió a todo galope. El caballo de Gregoriska pareció haber recibido el mismo impulso y fue a ponerse pegado al flanco y al pescuezo del corcel de Kostaki. Extraño de verse eran aquellos dos caballeros que volaban el uno junto al otro, taciturnos, silenciosos, sin perderse de vista un solo instante, aun cuando aparentaran no mirarse, y se entregaban por entero a sus cabalgaduras, cuya impetuosa carrera los llevaba a través de bosques, rocas y precipicios.
Tenía la cabeza caída, y esto me permitía ver los bellos ojos de Gregoriska fijos en mí. Kostaki lo advirtió, me levantó la cabeza, y ya no vi más que su tétrica mirada devorándome. Bajé los párpados, pero en vano; a través de su velo, veía no obstante siempre aquella mirada relampagueante que me penetraba hasta las vísceras y me punzaba el corazón. Entonces me acaeció una extraña alucinación; parecíame ser la Leonora de la balada de Bürger, llevada por el caballo y el caballero fantasmas, y cuando sentí que se me cerraban abrí los ojos amedrentada, tan persuadida estaba de ver alrededor mío sólo cruces rotas y tumbas abiertas. Vi algo un poco más alegre; era el patio interno de un castillo moldavo construido en el siglo décimocuarto.
Kostaki me dejó resbalar a tierra, bajando casi en seguida después que yo; pero, por rápido que hubiera sido su acto, Gregoriska le había precedido. Como lo dijera, en el castillo él era el amo. Al ver llegar a los dos jóvenes y a la extranjera que llevaban con ellos, acudieron los servidores; pero, aunque dividieron sus diligencias entre Kostaki y Gregoriska, aparecía claro que los mayores miramientos, el respeto más profundo eran para el segundo. Se aproximaron dos mujeres, Gregoriska les dio una orden en lengua moldava, y con la mano me indicó que la siguiera. La mirada que acompañaba aquel gesto era tan respetuosa que yo no vacilé absolutamente en obedecerle. Cinco minutos después me encontraba en una cámara que, aun cuando pudiera parecer desnuda y triste a una persona de menos fácil contentamiento, era sin embargo evidentemente la más hermosa del castillo. Una gran habitación cuadrada, con una especie de diván de sayal verde, asiento de día, lecho de noche. Había también allí cinco o seis sillones de encina, un inmenso cofre, y en un ángulo un trono semejante a una gran silla de coro.
 No había que hablar de cortinas en las ventanas y en el lecho. A los costados de la escalera que llevaba a aquella cámara, erguíanse, dentro de nichos, tres estatuas de los Brankovan de tamaño superior al natural. Al poco rato trajeron nuestros bagajes, entre los cuales se encontraban también mis maletas. Las mujeres me ofrecieron sus servicios. Pero no obstante, reparando el desorden que lo sucedido causara en mi tocado, conservé mi vestimenta de amazona, la cual, más que cualquier otra, acordaba con el modo de vestir de mis huéspedes. Apenas había hecho los pocos cambios necesarios en mis ropas, cuando oí golpear levemente en la puerta.
 "Adelante", dije en francés, siendo esta lengua para nosotros los polacos, como sabéis, casi una segunda lengua materna. Entró Gregoriska. "¡Ah! señora, cuánto me complace que habléis francés." "Y yo también", respondí, "estoy contenta de saber esta lengua, porque de tal modo he podido, gracias a este hecho, apreciar toda la generosidad de vuestra conducta conmigo. En esa lengua vos me defendisteis de los designios de vuestro hermano, y en esa lengua os ofrezco yo la expresión de mi sincero reconocimiento". "Os lo agradezco, señora. Era cosa muy natural que me preocupara de una mujer que se encontraba en vuestra situación. Andaba de caza por los montes, cuando llegaron a mi oído algunas detonaciones anormales y continuas; comprendí que se trataba de un asalto a mano armada, y marché al encuentro del fuego, como decimos nosotros en términos guerreros. A Dios gracias, llegué a tiempo, pero ¿sería tal vez demasiado atrevido si os preguntara, oh señora, por cuál motivo una mujer de alto linaje, como lo sois vos, se ha visto reducida a aventurarse en nuestros montes?" "Yo soy polaca", le contesté: "Mis dos hermanos sucumbieron, no ha mucho, en la guerra contra Rusia; mi padre, a quien dejé yo mientras se preparaba a defender su castillo, sin duda se les ha reunido ya a esta hora, y yo, huyendo por orden de mi padre, de todos aquellos estragos, iba en busca de refugio al monasterio de Sabastru, donde mi madre, en su juventud y en circunstancias semejantes, había encontrado asilo seguro." "Sois enemiga de los rusos, tanto mejor", dijo el joven; "este título os será poderosa ayuda en el castillo, y nosotros necesitaremos de todas nuestras fuerzas para sostener la lucha que se prepara. Pero ante todo, señora, pues que yo sé quién sois vos, sabed también quiénes somos nosotros: el nombre de los Brankovan no os es desconocido, ¿verdad, señora?" Yo me incliné. "Mi madre es la última princesa de este nombre, la última descendiente del ilustre jefe mandado matar por los Cantimir, los viles cortesanos de Pedro I. Casó en primeras nupcias con mi padre, Serban Waivady, príncipe también él, pero de estirpe menos ilustre. Mi padre había sido educado en Viena, y allí pudo apreciar las ventajas de la civilización. Decidió hacer de mí un europeo. Partimos para Francia, Italia, España y Alemania. Mi madre —no le toca a un hijo, lo sé, narraros lo que os diré, pero, ya que por nuestra salvación es necesario que nos conozcamos bien, reconoceréis justos los motivos de esta revelación— mi madre, digo, que durante los primeros viajes de mi padre, mientras era yo aún niño, había tenido culpables relaciones con un jefe de parciales (que con tal nombre, agregó sonriendo Gregoriska, se llaman en este país a los hombres por quienes fuisteis agredida), cierto conde Giordaki Koproli, medio griego y medio moldavo, escribió a mi padre confesándole todo y pidiéndole el divorcio, apoyando su demanda en que no quería ella, una Brankovan, continuar siendo por más tiempo mujer de un hombre que se tornaba día a día más extranjero a su patria. ¡Ay! Mi padre no tuvo necesidad de dar su asentimiento a esa petición, que os podrá parecer extraña, pero entre nosotros es cosa muy natural. Él había muerto de un aneurisma que desde mucho tiempo le atormentaba, y la carta de mi madre la recibí yo. A mí ahora no me quedaba otra cosa que hacer votos sinceros por la felicidad de mi madre, y le escribí una carta, en la que le comunicaba estos votos míos junto con la noticia de su viudez. En aquella carta le pedía también permiso para poder continuar mis viajes, que me fue concedido. Tenía yo la firme intención de establecerme en Francia o Alemania para no encontrarme cara a cara con un hombre que aborrecía, y que no podía amar, quiero decir al marido de mi madre; cuando he aquí, que, de improviso, vine a saber que el conde Giordaki Koproli había sido asesinado, según decires, por los viejos cosacos de mi padre. Amaba yo demasiado a mi madre para no apresurarme a regresar a la patria, comprendía su aislamiento y la necesidad en que debía encontrarse de tener junto a ella en tales circunstancias las personas que podían serle queridas. Aun cuando ella nunca se hubiera mostrado muy tierna conmigo, era su hijo. Una mañana llegué inesperadamente al castillo de mis padres. Allí encontré un joven, a quien al principio tomé por un extranjero, pero luego supe que era mi hermano. Era Kostaki, el hijo del adulterio, legitimado por un segundo matrimonio; Kostaki, la indomable criatura que visteis, para quien son leyes sólo sus pasiones, que nada tiene por sagrado aquí abajo fuera de su madre, que me obedece como la tigresa obedece al brazo que la ha domado, pero rugiendo por siempre, en la vaga esperanza de poder devorarme un día. En el interior del castillo, en el hogar de los Brakovan y de los Waivady, yo soy aún el amo; pero fuera de este recinto, en la abierta campiña, él se convierte en el salvaje hijo de los bosques y de los montes, que quiere doblegarlo todo bajo su férrea voluntad. Cómo hoy él y sus hombres hicieron para ceder, no lo sé; quizá por antigua costumbre, o por un resto de respeto que me tienen. Pero no quisiera arriesgar otra prueba. Permaneced aquí, no salgáis de esta cámara, del patio, del castillo en suma, y respondo de todo; si dais un paso fuera del castillo, no puedo prometeros otra cosa que hacerme matar por defenderos."
 "¿No podré entonces", dije yo, "según el deseo de mi padre, continuar el viaje hacia el convento de Sabastru?" "Obrad, intentad, ordenad, yo os acompañaré, pero quedaré en mitad del camino, y vos... vos ciertamente no alcanzaréis la meta de vuestro viaje." "Pero ¿qué hacer, entonces?" "Quedaros aquí, aguardar, tomar consejo de los hechos y aprovechar las circunstancias. Suponeos haber caído en una caverna de bandidos, y que sólo vuestro valor podrá sacaros del apuro, vuestra calma salvaros. Mi madre, a despecho de la preferencia que concede a Kostaki, hijo de su amor, es buena y generosa. Por otra parte, es una Brankovan, vale decir una verdadera princesa. La veréis: ella os defenderá de las brutales pasiones de Kostaki. Poneos bajo la protección de ella: sed cortés, os amará. Y en realidad (agregó él con expresión indefinible), ¿quién podría veros y no amaros? Venid ahora al comedor donde mi madre os espera. No demostréis fastidio ni desconfianza: hablad polaco: aquí nadie conoce esta lengua; yo traduciré a mi madre vuestras palabras, y estáos tranquila, que sólo diré aquello que sea conveniente decir. Sobre todo ni una palabra de cuanto os he revelado: nadie debe sospechar que estamos de acuerdo. Vos no sabéis aún de cuanta astucia y disimulación es capaz el más sincero de entre nosotros. Venid."
 Le seguí por la escalera iluminada de antorchas de resina ardiendo, puestas dentro de manos de hierro que sobresalían del muro. Era evidente que aquella insólita iluminación había sido dispuesta para mí. Llegamos al comedor. Apenas Gregoriska hubo abierto la puerta de aquella sala, y pronunciado en el umbral una palabra en lengua moldava, que después supe significaba la extranjera, vino a nuestro encuentro una mujer de alta estatura. Era la princesa Brankovan. Tenía cabellos blancos entrelazados alrededor de la cabeza, la cual estaba cubierta de un gorro de cibelina, ornado de un penacho, signo de su origen principesco. Vestía una especie de túnica de brocado, el corpiño sembrado de piedras preciosas, sobrepuesta a una larga hopalanda de estofa turca, guarnecida de piel igual a la del gorro. Tenía en la mano un rosario de cuentas de ámbar, que hacía correr rápidamente entre los dedos. Junto a ella estaba Kostaki, vestido con el espléndido y majestuoso traje magiar, en el cual me pareció aún más extraño. Su traje estaba compuesto de una sobrevesta de velludo negro, de ancha mangas, que le caía hasta debajo de la rodilla, calzones de casimir rojo, y los largos cabellos de color negro tirando a azulado le caían sobre el cuello desnudo, rodeado solamente por la orla blanca de una fina camisa de seda. Me saludó torpemente, y pronunció en moldavo algunas palabras para mí ininteligibles.
 "Podéis hablar en francés, hermano mío", dijo Gregoriska; "la señora es polaca y comprende esta lengua".
 Entonces Kostaki dijo en francés algunas palabras casi tan incomprensibles para mí como las que pronunciara en moldavo; pero la madre, tendiendo gravemente el brazo, interrumpió a los dos hermanos. Aparecía claro que intimaba a sus hijos que esperaran a que sólo ella me recibiera. Comenzó entonces en lengua moldava un discurso de cumplimiento, al cual la movilidad de sus facciones daba un sentido fácil de explicarse. Me indicó la mesa, me ofreció una silla cerca de ella, señaló con un gesto la casa toda, como diciendo que estaba a mi disposición, y, sentándose antes que los demás con benévola dignidad, hizo la señal de la cruz y pronunció una plegaria. Entonces cada uno ocupó su lugar propio, establecido por la etiqueta, Gregoriska cerca de mí. Como extranjera, yo había determinado que a Kostaki le tocara el puesto de honor junto a su madre Smeranda. Así se llamaba la condesa. También Gregoriska había mudado de vestimenta. Llevaba él igualmente la túnica magiar y los calzones de casimir, pero aquélla de color granate y estos turquíes. Tenía colgada del cuello una espléndida condecoración, el nisciam del sultán Mahmud. Los otros comensales de la casa cenaban en la misma mesa, cada uno en el sitio que le correspondía según el grado que ocupaba entre los amigos o los servidores. La cena fue triste: Kostaki no me dirigió nunca la palabra, si bien su hermano tuvo siempre la atención de hablarme en francés. La madre me ofrecía de todo con sus propias manos con ese ademán solemne que le era natural; Gregoriska había dicho la verdad: era una verdadera princesa. Luego de la cena, Gregoriska se acercó a su madre, y le explicó en lengua moldava el deseo que yo debía tener de estar sola, y cuán necesario que sería el reposo después de las emociones de aquella jornada. Smeranda hizo un gesto de aprobación, me tendió la mano, me besó en la frente, como lo hubiera hecho con una hija suya, y me deseó buena noche en su castillo. Gregoriska no se había engañado: yo ansiaba ardientemente aquel instante de soledad. Agradecí por eso a la princesa, quien me condujo hasta la puerta, donde me esperaban las dos mujeres que antes ya me acompañaran en mi cámara. Saludado que hube a la madre y a los dos hijos, volví a mi aposento, de donde saliera una hora antes.
 El sofá estaba transformado en lecho. Otros cambios no se habían hecho. Agradecí a las mujeres: les hice comprender que me desvestiría sola, y ellas salieron en seguida con mil testimonios de respeto que querían significar tener órdenes de obedecerme en todo y por todo. Quedé sola en aquella inmensa cámara, que mi candela podía alumbrar apenas en parte. Era un singular juego de luces, una especie de lucha entre el resplandor trémulo de mi cirio y los rayos de la luna que pasaban a través de la ventana sin cortinados. Además de la puerta por la que entrara, y que caía sobre la escalera, habían otras dos en la cámara; pero sus gruesos cerrojos, que se cerraban por dentro, bastaban para tranquilizarme. Miré la puerta de entrada; también ella tenía medios de defensa. Abrí la ventana: daba sobre un abismo. Comprendí que Grigoriska había elegido aquella cámara calculadamente. De vuelta por fin a mi sofá, encontré sobre una mesita puesta junto a la cabecera una tarjeta doblada. La abrí y leí en polaco: Dormid tranquila: nada tenéis que temer mientras permanezcáis en el interior del castillo. Seguí el buen consejo, y como el cansancio vencía sobre las preocupaciones que me tenían desazonada, me acosté y en seguida me dormí.
  Desde aquel momento quedaba fijada mi permanencia en el castillo y tenía principio el drama que voy a narraros.
 Los dos hermanos se enamoraron de mí, cada uno según su propia índole. Kostaki me confesó de improviso al día siguiente que me amaba, y declaró que sería suya y no de otro, y que me mataría antes que cederme a quienquiera que fuese. Gregoriska no me dijo nada, pero se mostró lleno de amor y de consideraciones conmigo. Para complacerme puso en práctica todos los medios de su refinada educación, todos los recuerdos de una juventud transcurrida en la más nobles Cortes de Europa. ¡Ay! No era cosa tan difícil pues ya el primer sonido de su voz me había acariciado el alma, y ya su primera mirada me había serenado el corazón. Al cabo de tres meses Kostaki me había repetido cien veces que me amaba, y yo le odiaba; Gregoriska aun no me había dicho una palabra de amor y yo sentía que cuando él lo deseara sería toda suya.
 Kostaki había renunciado a sus incursiones. Encerrado siempre en el castillo, había cedido momentáneamente el mando a un lugarteniente, quién de cuando en cuando venía a pedirle órdenes, y en seguida desaparecía. También Smeranda había concebido por mí una amistad apasionada, cuyas expresiones me causaban temor. Protegía ella visiblemente a Kostaki, y parecía celosa de mí más aún de lo que él lo fuera. Pero como no hablaba polaco ni francés, y yo no comprendía el moldavo, ella no tenía modo de insistir ante mí en favor de su hijo predilecto. Había sin embargo aprendido a decir en francés unas palabras que me repetía siempre cuando posaba sus labios en mi frente: —¡Kostaki ama a Edvige!...
Un día recibí una noticia horrible que colmó mi desventura. Los cuatro hombres sobrevivientes al combate habían sido puestos en libertad y regresado a Polonia, prometiendo que uno de ellos, antes de que pasaran tres meses, volvería para darme noticias de mi padre. En efecto, una mañana se presentó de nuevo uno de ellos. Nuestro castillo había sido tomado, incendiado, destruido, y mi padre se había hecho matar defendiéndolo. En adelante estaba sola en el mundo. Kostaki redobló sus insinuaciones, y Smeranda sus ternuras; pero esta vez aduje como pretexto mi duelo por la muerte de mi padre. Kostaki insistió diciendo que cuanto más sola me encontraba tanto más necesidad tenía de apoyo, y su madre insistió al par y acaso más que él.

 Gregoriska me había hablado del poder que los moldavos tienen sobre sí mismos, cuando no quieren que otros lean en su corazón. Él era un vivo ejemplo de ello. Estaba segurísima de su amor, y sin embargo, si alguien me hubiera preguntado en qué prueba se fundaba tal certidumbre, me habría sido imposible decirlo: nadie en el castillo había visto nunca que su mano tocara la mía, o que sus ojos buscaran los míos. Sólo los celos podían hacer clara a Kostaki la rivalidad del hermano, como sólo el amor que alimentaba yo por Gregoriska podía hacerme claro su amor. Sin embargo, lo confieso, me inquietaba mucho aquel poder de Gregoriska sobre sí mismo. Yo tenía fe en él, pero no bastaba; necesitaba ser convencida; cuando he aquí que una noche, de vuelta apenas en mi cámara, oí golpear levemente a una de las dos puertas que se cerraban por dentro. Por el modo de golpear adiviné que era una llamada amiga. Me acerqué, preguntando quién estaba allí.
 "Gregoriska", contestó una voz cuyo acento no podía engañarme. "¿Qué queréis de mí?", le pregunté toda temblorosa. "Si tenéis fe en mí", dijo Gregoriska, "si me creéis hombre de honor, ¿me permitís una pregunta?" "¿Cuál?" "Apagad la luz como si os hubierais acostado, y de aquí en media hora, abridme esta puerta." "Volved dentro de media hora...", fue mi única respuesta.
  Apagué la luz, y aguardé. El corazón me palpitaba con violencia, pues comprendía yo que se trataba de un hecho importante. Transcurrió la media hora: oí golpear más levemente aún que la primera vez. Durante el intervalo había descorrido los cerrojos; no me quedaba pues sino abrir la puerta, Gregoriska entró, y sin que me dijera, cerré la puerta tras él y eché los cerrojos. Él permaneció un instante mudo e inmóvil, imponiéndome silencio con el gesto. Luego, cuando estuvo seguro de que ningún peligro nos amenazaba por el momento, me llevó al centro de la vasta cámara, y sintiendo, por mi temblor, que no habría podido sostenerme de pie, me buscó una silla. Me senté o más bien me dejé caer sobre el asiento.
 "¡Dios mío!", le dije; "¿qué hay de nuevo, o por qué tantas precauciones?" "Porque mi vida, que no contaría para nada, y acaso también la vuestra, dependen de la conversación que tendremos."
 Amedrentada, le aferré una mano. Se la llevó él a los labios, mirándome como si quisiera pedir excusas por tanta audacia. Bajé yo los ojos, era un tácito consentimiento.
 "Yo os amo", me dijo con aquella voz melodiosa como un canto; "¿me amáis vos?" "Sí", le respondí. "¿Y consentiréis en ser mi mujer?" "Sí."
 Llevó la mano a la frente con profunda expresión de felicidad. "Entonces, ¿no rehusaréis seguirme?" "Os seguiré doquiera." "Pues comprenderéis bien que no podemos ser felices sino huyendo de estos lugares."
 "¡Oh sí! Huyamos", exclamé. "¡Silencio", dijo él estremeciéndose, "¡Silencio!" "Tenéis razón." Y me le acerqué toda tremante. "Escuchad lo que he hecho", continuó Gregoriska; "escuchad por qué he estado tanto tiempo sin confesaros que os amaba. Quería yo, cuando estuviera seguro de vuestro amor, que nadie pudiera oponerse a nuestra unión. Yo soy rico, querida Edvige, inmensamente rico, pero como lo son los señores moldavos: rico en tierras, en ganados, en servidores. Ahora bien, he vendido por un millón, tierras, rebaños y campesinos al monasterio de Hango. Me han dado trescientos mil francos en muchas piedras preciosas, cien mil francos en oro, el resto en letras de cambio sobre Viena. ¿Os bastará un millón?" Le apreté la mano. "Me hubiera bastado vuestro amor, Gregoriska, juzgadlo vos." "¡Bien! Escuchad; mañana voy al monasterio de Hango para tomar mis últimas disposiciones con el superior. Él me tiene listos caballos que nos esperarán de las nueve de la mañana en adelante ocultos a cien pasos de castillo. Después de la cena, subiréis de nuevo como hoy a vuestra cámara; como hoy apagaréis la luz; como hoy entraré yo en vuestro aposento. Pero mañana, en vez de salir solo vos me seguiréis, saldremos por la puerta que da sobre los campos, encontraremos los caballos, montaremos, y pasado mañana por la mañana habremos recorrido treinta leguas. —¡Oh! ¡Por qué no será ya pasado mañana!— ¡Querida Edvige!"
 Gregoriska me apretó sobre el corazón, y nuestros labios se encontraron. ¡Oh! Lo había dicho él, yo había abierto la puerta de mi cámara a un hombre de honor; pero comprendió bien que si no le pertenecía en cuerpo le pertenecía en alma. Transcurrió la noche sin que pudiera cerrar los ojos. Me veía huir con Gregoriska, me sentía transportada por él como ya lo había sido por Kostaki: sólo que aquella carrera terrible, espantable, fúnebre, se trocaba ahora en un apuro suave y delicioso, al que la velocidad del movimiento agregaba deleite, pues también el movimiento veloz tiene un deleite propio... Nació el día. Bajé. Parecióme que el ademán con que me saludó Kostaki era aún más tétrico que de costumbre. Su sonrisa era irónica y amenazadora. Smeranda no me pareció cambiada. Durante la colación, Gregoriska ordenó sus caballos. Parecía que Kostaki no pusiera ni la mínima atención en aquella orden. Hacia loas once, Gregoriska nos saludó, anunciando que estaría de regreso recién a la noche, y rogando a su madre que no le esperase a cenar: después, volvióse hacia mí y rogóme quisiera admitir sus excusas.
 Salió. La mirada de su hermano le siguió hasta cuando dejó la cámara, y en ese momento le brotó de los ojos un tal relámpago de odio que me estremecí. Podéis imaginaros con qué inquietud pasé aquel día.  A nadie había confiado nuestros designios, a duras penas le hablé a Dios de ello en mis plegarias, y parecíame que todos los conocieran, que cada mirada puesta en mí pudiera penetrar y leer en lo íntimo de mi corazón... La cena fue un suplicio; hosco y taciturno, Kostaki, por costumbre, hablaba raramente: esta vez no dijo más que dos o tres palabras en moldavo a su madre, y siempre con tal acento que hacía estremecer. Cuando me levanté para subir a mi aposento, Smeranda, como de ordinario, me abrazó, y al abrazarme repitió aquella frase que desde ya ocho días no le saliera de la boca: ¡Kostaki ama a Edvige!
 Esta frase me siguió como una amenaza hasta mi cámara, y aun allí parecíame que una voz fatal me susurrase al oído: ¡Kostaki ama a Edvige! Ahora el amor de Kostaki, me lo había dicho Gregoriska, equivalía a la muerte. Hacia las siete de la noche vi a Kostaki atravesar el patio. Se volvió para verme, pero me aparté para que no pudiera descubrirme. Estaba inquieta, pues por cuanto podía yo ver desde mi ventana, me parecía que él iba directamente hacia la caballeriza. Me arriesgué a correr los cerrojos de una de las puertas internas de mi cámara y pasar a la cámara vecina, desde donde podía ver todo lo que él estaba por hacer. Dirigíase, en efecto, hacia la caballeriza, y cuando hubo llegado a ella sacó él mismo su caballo favorito, ensillándolo de su propia mano con el cuidado de un hombre que da la mayor importancia a cada detalle. Vestía el mismo traje que cuando se me apareciera la vez primera, pero no llevaba otra arma que el sable. Cuando hubo ensillado el caballo, miró otra vez hacia la ventana de mi cámara. No habiéndome visto, saltó sobre la silla, se hizo abrir la misma puerta por la que saliera y debía volver su hermano, y se alejó a todo galope en dirección del monasterio de Hango. Se me apretó entonces terriblemente el corazón; un fatal presentimiento me decía que Kostaki iba al encuentro de su hermano. Estuve a la ventana hasta cuando pude distinguir el camino que, a un cuarto de legua de distancia del castillo, hacía un recodo a la izquierda y se perdía en el comienzo de un bosque. Pero la noche se tornaba cada vez más cerrada, y pronto no pude yo distinguir más el camino.
 Me quedé todavía.
 Finalmente, la inquietud que me atormentaba renovó, precisamente por exceso, mis fuerzas, y pues las primeras noticias, de uno o de otro hermano, debían llegarme en la sala inferior, bajé.
 Miré ante todo Smeranda. En la tranquilidad de su rostro advertí que no tenía ninguna aprensión; daba órdenes para la acostumbrada cena, y los cubiertos de los hermanos estaban en los lugares habituales. No me atreví a interrogar a nadie. Por otra parte, ¿a quién hubiera podido dirigirme? En el castillo ninguno, excepto Kostaki y Gregoriska, hablaban las dos lenguas que yo sabía. Me sobresaltaba al mínimo rumor. Por costumbre, nos poníamos a la mesa a las nueve.
 Había bajado a la sala a las ocho y media, y seguía con la mirada la aguja de los minutos, cuyo avance era casi visible sobre el amplio cuadrante del reloj. La viajera aguja transitó la distancia que nos separaba del cuarto de hora.
 El cuarto golpeó, y las vibraciones resonaron profundas y tristes; en seguida, la aguja continuó su girar silencioso, y la vi recorrer de nuevo la distancia con la regularidad y la lentitud de la punta de un compás. Algunos minutos antes de dar las nueve parecióme oír el pataleo de un caballo en el patio. Lo oyó también Smeranda, y volvió el rostro hacia la ventana: pero la noche era demasiado oscura para poder distinguir objeto alguno. ¡Oh! Si me hubiera mirado en aquel momento, cuán presto habría adivinado lo que pasaba en mi corazón...
 Se había oído el patalear de un solo caballo, y era cosa muy natural, pues estaba yo bien segura de que habría regresado un solo caballero. ¿Pero cuál? Resonaron algunos pasos en la antecámara; pasos lentos, como los de un hombre que camina hesitando: cada uno de ellos me parecía transitarme el corazón. La puerta se abrió, y en la oscuridad vi delinearse una sombra.
 La sombra se detuvo un instante en la puerta; el corazón se me quedó en suspenso. La sombra avanzó, y a medida que entraba en el círculo de la luz, recobraba yo el aliento.
 Reconocí a Gregoriska. Algunos momentos más, y el corazón se me quebraba. Reconocí a Gregoriska, pero estaba pálido como un cadáver. Con sólo verle podíase adivinar que había acontecido algo terrible. "¿Eres tú, Kostaki?", preguntó Smeranda. "No, madre mía", contestó Gregoriska con sorda voz. "¡Ah, al fin!", dijo ella, "¿y desde cuándo acá toca a vuestra madre esperaros?" "Madre mía", dijo Gregoriska mirando la péndola, "apenas son las nueve". Y efectivamente en ese mismo momento sonaron las nueve. "Es verdad", dijo Smeranda. "¿Dónde está vuestro hermano?
A pesar mío se presentó en mi mente el pensamiento de que Dios había hecho la misma pregunta a Caín. Gregoriska no contestó. "Nadie ha visto hasta ahora a Kostaki ?", preguntó Smeranda.
 El vatar, o sea el mayordomo, fue a informarse.
 "Hacia las siete", dijo él de regreso, "el conde ha estado en las caballerizas, ha ensillado con propia mano su caballo, y ha partido por el camino de Hango".
 En ese instante mis ojos se encontraron con los de Gregoriska. No sé si fue realidad o alucinación, pero me pareció notar una gota de sangre en medio de su frente. Me llevé lentamente el dedo a la frente indicando el punto donde creía yo ver aquella mancha, Gregoriska me comprendió: sacó el pañuelo, secándose. "Sí, sí", murmuró Smeranda, "habrá encontrado algún lobo u oso, y se habrá entretenido en perseguirlo. He aquí por qué un hijo hace esperar a su madre. ¿Dónde le habéis dejado, Gregoriska?" "Madre mía", respondió éste con voz conmovida pero firme, "mi hermano y yo no hemos salido juntos". "Bien", dijo Smeranda. "Vamos a la mesa, cada uno póngase en su lugar, y luego ciérrense las puertas; quien esté afuera, dormirá afuera."
 Las dos primeras partes de estas órdenes fueron estrictamente ejecutadas. Smeranda se puso en su lugar, Gregoriska se sentó a su diestra, yo a su siniestra. Después los servidores salieron para cumplir la tercera parte de las órdenes, es decir para cerrar las puertas del castillo. En ese momento mismo se escuchó un gran estrépito en el patio, y un servidor entró espantado diciendo:
 "Princesa, ha entrado en este instante al patio el caballo del conde Kostaki, solo y por entero cubierto de sangre". "¡Oh!", murmuró Smeranda levantándose pálida y amenazadora; "de tal modo volvió una noche al castillo el caballo de su padre".
 Dirigió una mirada a Gregoriska, no estaba pálido ya, estaba lívido. El caballo del conde Koproli, en efecto, había regresado una noche al castillo todo manchado de sangre, y una hora después los servidores encontraron y trajeron el cuerpo del amo cubierto de heridas. Smeranda tomó una antorcha de manos de un criado, acercóse a la puerta y abriéndola bajó al patio. El caballo, espantado, era retenido trabajosamente por tres o cuatro servidores que hacían toda clase de esfuerzos para tranquilizarlo, Smeranda se aproximó al animal, examinó la sangre que cubría la silla y vio una herida en su testuz.
 "Kostaki fue muerto de frente", dijo ella, "en duelo, y por un solo enemigo. Buscad su cuerpo, hijos míos, más tarde buscaremos al homicida".
 Así como el caballo había entrado por la puerta de Hango, todos los servidores se precipitaron afuera por ella, y se vieron sus antorchas perderse en la campiña y entrar en lo profundo del bosque, como en una hermosa noche de estío se ven centellear las luciérnagas en la llanura de Niza o de Pisa.
 Smeranda, como si hubiera estado segura de que la búsqueda no duraría mucho, aguardó enhiesta en la puerta. Ni una lágrima humedecía las mejillas de aquella madre desolada, sin embargo se veía que la desesperación rugía tempestuosa en lo profundo de su corazón... Gregoriska estaba detrás de ella, y yo cerca de Gregoriska. Al abandonar la sala, pareció querer ofrecerme su brazo, pero no se había atrevido a hacerlo. De ahí en cerca de un cuarto de hora se vio aparecer en el recodo del camino una antorcha, luego una segunda, una tercera, y finalmente distinguiéronse todas. Sólo que ahora, en vez de dispersarse estaban agrupadas en torno a un centro común. Ese centro era, como bien pronto se pudo advertir, unas parihuelas con un hombre tendido sobre ellas. El fúnebre cortejo avanzaba lentamente, pero al cabo de diez minutos, quienes le llevaban se descubrieron instintivamente la cabeza, y taciturnos entraron en el patio, donde fue depositado el cuerpo. Entonces, con un majestuoso gesto Smeranda ordenó se le abriera paso, y acercándose al cadáver puso una rodilla en tierra ante él, apartó los cabellos que le formaban un velo sobre el rostro, y estuvo contemplándolo largamente, sin derramar una lágrima. Le abrió luego la vestimenta moldava y apartóla camisa ensangrentada. La herida hallábase en la parte diestra del pecho. Debía haber sido hecha con una hoja recta y de dos filos. Recordé haber visto esa mañana misma al a costado de Gregoriska el largo cuchillo de caza que servía de bayoneta a su carabina. Busqué con los ojos el arma: no estaba ya allí. Smeranda se hizo llevar agua, mojó en ella su pañuelo y lavó la llaga. Una sangre pura y tibia todavía enrojeció los labios de la herida. El espectáculo que tenía bajo los ojos era a un tiempo atroz y sublime. Aquella vasta cámara ahumada por las antorchas de resina, aquellos rostros bárbaros, aquellos ojos centelleantes de ferocidad, aquellos ropajes singulares, aquella madre que, a la vista de la sangre aun cálida, calculaba cuánto tiempo hacía que la muerte arrebatara a su hijo, aquel profundo silencio interrumpido sólo por los sollozos de los bandidos cuyo jefe era Kostaki, todo eso, repito, tenía en sí algo de atroz y de sublime. Smeranda acercó sus labios a la frente de su hijo, y se levantó; en seguida, echándose a las espaldas las largas trenzas de blancos cabellos que se le había desunido:
 "¡Gregoriska!", dijo. Gregoriska se estremeció, sacudió la cabeza y saliendo de su atonía: "Madre mía", respondió.
 "Venid aquí, hijo mío, y escuchadme."
 Gregoriska obedeció, temblando, pero obedeció.
 A medida que se aproximaba al cuerpo de Kostaki, la sangre brotaba de la herida más abundante y más roja. Afortunadamente Smeranda no miraba más hacia aquel lado, pues a la vista de aquella sangre no habría tenido ya necesidad de buscar el asesino. "Gregoriska", dijo ella, "bien sé que Kostaki y tú no os mirabais con buenos ojos, bien sé que tú eres un Waivady por parte de tu padre, y él un Koproli por parte del suyo, pero por parte de vuestra madre sois ambos de la sangre de los Brankovan. Sé que tú eres un hombre de ciudad occidental y él un hijo de las montañas orientales; pero por el seno que os llevó a ambos, sois hermanos.
¡Pues bien! Gregoriska, quiero saber si mi hijo será llevado a yacer junto a la tumba de su padre sin que haya sido pronunciado el juramento, si yo en fin podré llorar tranquila, como mujer, descansando en vos, vale decir en un hombre, para el castigo". "Decidme, señora, el nombre del homicida, y ordenad; os juro que dentro de una hora, si vos lo exigís, habrá dejado de vivir." "¿Juráis so pena de mi maldición, lo habéis entendido, hijo mío? ¿Juráis que el asesino morirá, que no dejaréis piedra sobre piedra de su casa: que su madre, sus hijos, sus hermanos, su mujer o su prometida perecerán por vuestra mano? Juradlo, y, al jurarlo, invocad sobre vos la cólera celeste, si faltáis a la sacra promesa. Si faltáis a esta sacra promesa, padeceréis la miseria, la execración de los amigos, la maldición de vuestra madre."
 Gregoriska extendió la mano sobre el cadáver, y: "¡Juro que el asesino morirá", dijo.
 A aquel singular juramento, cuyo verdadero sentido yo sola y el muerto quizá podíamos comprender, vi o creí ver cumplirse un horrendo prodigio. Los ojos del cadáver se abrieron, se fijaron sobre mi más vivos cual nunca los viera, y, como si aquella mirada hubiera sido palpable, sentí penetrarme hasta el corazón un hierro candente. No resistí tanto dolor, y me desvanecí.
 Cuando recobré los sentidos me encontré acostada sobre el lecho de mi cámara: una de las dos mujeres velaba cerca de mí. Pregunté dónde estaba Smeranda; me fue contestado que velaba junto al cuerpo de su hijo. Pregunté dónde estaba Gregoriska: se me dijo que en el monasterio de Hango.
 Ahora no era preciso huir: ¿no había muerto Kostaki? No se debía ya hablar de boda, ¿podía yo casarme con el fratricida? Transcurrieron así tres días y tres noches en medio de extraños sueños. En la vigilia y en el sueño veía siempre aquellos dos ojos vivos en ese rostro de muerto: era una visión horrenda. Kostaki debía ser sepultado al tercer día.
 Por la mañana me fue traído de parte de Smeranda un vestido completo de viuda. Me lo puse y bajé. La casa parecía vacía, todos estaban en la capilla. Me encaminé hacia ella, y al tiempo que trasponía su umbral, vino a mi encuentro Smeranda a quien no había visto desde hacia tres días.
 Hubierais dicho que era la imagen del Dolor. Con lento movimiento como el de una estatua, posó sobre mi frente sus helados labios, y con voz que parecía salir ya de la tumba, pronunció las habituales palabras; ¡Kostaki os ama!... No os podéis imaginar el efecto que produjeron en mi aquellas palabras. Esa protesta de amor expresada en presente en vez de en pasado, que decía os ama, y no ya os amaba; ese amor de ultratumba que venía a buscarme en la vida, hizo sobre mi corazón una impresión terrible. Al mismo tiempo apoderábase de mí un extraño sentimiento, tal como si fuera verdaderamente la mujer de aquel que había muerto, no la prometida del vivo. Aquel ataúd me atraía a mi pesar, dolorosamente, como la sierpe atrae al pajarillo por ella fascinado.
 Busqué con los ojos a Gregoriska; lo vi pálido y enhiesto contra una columna: miraba hacia lo alto. No sé decir si me vio. Los monjes del convento de Hango rodeaban el cuerpo cantando salmos del rito griego, a veces armoniosos, con frecuencia monótonos. También yo hubiera querido orar, pero la plegaria expiraba en mis labios; mi mente estaba tan confusa que parecíame antes bien presenciar un consistorio de demonios que una reunión de monjes. Cuando fue sacado el cuerpo de allí, quise seguirlo, pero desfallecieron mis fuerzas. Sentí doblárseme las piernas, y me apoyé en la puerta. Entonces Smeranda se me acercó e hizo una seña a Gregoriska. Este se aproximó. Smeranda me habló en moldavo:
 "Mi madre me ordena repetiros palabra por palabra lo que va a decir", me expresó Gregoriska.
 Smeranda habló de nuevo; cuando hubo terminado:
 "He aquí las palabras de mi madre", dijo él: "Lloráis a mi hijo, Edvige, vos le amabais, ¿verdad? Os agradezco vuestras lágrimas y vuestro amor; de ahora en adelante tenéis una patria, una madre, una familia. Derramemos las muchas lágrimas debidas a los muertos, luego seamos de nuevo dignas ambas de aquel que ya no es... ¡yo su madre, vos su mujer! Adiós, tornad a vuestra cámara; yo acompañaré a mi hijo hasta su última morada; cuando regrese, me encerraré en mi estancia con mi dolor, y me volveréis a ver sólo cuando lo haya vencido; estad tranquila, mataré este dolor, porque no quiero que me mate a mí".
 A estas palabras de Smeranda, traducidas por Gregoriska, no pude responder sino con un gemido. Subí a mi cámara: el fúnebre cortejo se alejó, y lo vi desaparecer en el ángulo del camino. El convento de Hango estaba a sólo media legua de distancia del castillo en línea recta; pero los obstáculos del suelo hacían dar muchas vueltas al camino, de modo que se empleaban dos horas en recorrer aquel espacio. Era el mes de noviembre. Las jornadas habíanse tornado frías y breves, y a las cinco ya era noche oscura. Hacia las siete vi reaparecer las antorchas; el cortejo fúnebre había regresado. El cadáver reposaba en la tumba de sus padres; todo estaba concluido.
 Os dije ya en qué singular pesadilla vivía presa luego del fatal suceso que nos sumergiera a todos en el duelo, y sobre todo después que viera reabrirse y fijarse sobre mí los ojos cerrados del muerto. La noche que siguió, oprimida por las emociones experimentadas durante el día, estaba aún más triste. Escuchaba sonar todas las horas del reloj del castillo, y a medida que el tiempo fugitivo me acercaba al momento en que había muerto Kostaki, sentíame cada vez más desconsolada. Sonaron las nueve menos cuarto. Entonces se apoderó de mí una extraña sensación. Me corría por todo el cuerpo un terror, un estremecimiento que me helaba; luego una especie de sueño invencible entorpecía mis sentidos, oprimíame el pecho, y me velaba los ojos. Tendí el brazo y fui a caer de espaldas sobre el lecho. Sin embargo no había perdido totalmente los sentidos como para que no pudiera oír como unos pasos acercándose a mi puerta, después me pareció abrirse la puerta, en seguida no vi ni escuché más nada. Sólo sentí un vivo dolor en el cuello. Luego de lo cual caí en profundo letargo.
 Me desperté a medianoche; mi lámpara ardía aún; intenté levantarme, pero estaba tan débil que hube de repetir la tentativa dos veces. Finalmente logré superar mi debilidad, y como despierta sentía en el cuello el mismo dolor que experimentara en el sueño, me arrastré, apoyándome en el muro, hasta el espejo, y miré. Algo que semejaba la punzadura de un alfiler marcaba la arteria de mi cuello. Creí que algún insecto me hubiera picado durante el sueño, y como me sentía abatida por la extenuación, me acosté de nuevo y me dormí. A la mañana me desperté como de costumbre; pero entonces sentí una tal debilidad como la experimentara sólo una vez en mi vida, a la mañana siguiente de un día en que fuera sangrada. Me miré en el espejo, y me sorprendí de mi extraordinaria palidez. La jornada transcurrió triste y oscura; experimentaba yo una cosa singular; cuando me encontraba en un lugar sentía necesidad de quedarme allí: cualquier cambio de posición me fatigaba.
 Llegada la noche, me trajeron la lámpara; mis mujeres, según podía yo comprender por sus gestos, se ofrecieron a quedarse conmigo. Se lo agradecí y salieron. A la misma hora que la noche precedente experimenté los mismos síntomas. Quise levantarme entonces y pedir ayuda; pero no pude llegar a la salida. Oí vagamente dar las nueve menos cuarto; los pasos resonaron, abrióse la puerta, pero yo no veía ni escuchaba nada, y, como la noche anterior, caí de espaldas sobre el lecho. Como el día anterior experimenté un dolor en el mismo sitio. Como el día anterior me desperté a medianoche; pero más pálida y más débil aún. Al día siguiente renovóse la horrible pesadilla.
 Estaba decidida a bajar a la estancia de Smeranda por muy débil que me sintiera, cuando entró en la cámara una de mis mujeres y pronunció el nombre de Gregoriska. El joven la seguía. Intenté levantarme para recibirle; pero volví a caer en mi sillón. El dio un grito al verme, y quiso lanzarse hacia mí; pero tuve la fuerza de tender el brazo hacia él.
 "¿Qué venís a hacer aquí?, le pregunté. "¡Ay!", dijo él; "¡venía a deciros adiós! A deciros que abandono este mundo que me es insoportable sin vuestro amor y vuestra presencia; a anunciaros que me retiro al monasterio de Hango". "Gregoriska", le respondí, "estáis privado de mi presencias, pero no de mi amor. ¡Ay! Os amo siempre, y mi mayor pena es que este amor sea en adelante casi un delito". "Entonces, ¿puedo esperar que rogaréis por mí, Edvige? "Sí, pero no lo podré hacer por largo tiempo", repliqué yo con una sonrisa. "¿Por qué no? Pero en verdad os veo muy abatida, Decidme, ¿qué tenéis? ¿Por qué tan pálida?" "Porque... Dios tiene ciertamente piedad de mí, y a él me llama."
 Gregoriska se me acercó, tomóme una mano que no tuve fuerza de sustraerle, mirándome fijo al rostro: "Esa palidez no es natural. Edvige" me dijo; "¿cuál es la causa?" "Si os la dijera, Gregoriska, creeríais que estoy loca." "No, no, hablad, Edvige, os lo suplico; estamos en un país que no se parece a ningún otro país, en una familia que no se asemeja a ninguna otra familia. Decidme, decídmelo todo, os lo encarezco."
 Se lo narré todo: la extraña alucinación que me poseía a la hora en que Kostaki debió morir; ese terror, ese letargo, ese frío glacial, esa postración que me hacía caer de espaldas sobre el lecho, ese ruido de pasos que me parecía oír, esa puerta que creía ver abrirse, y finalmente ese agudo dolor en el cuello seguido de una palidez y de una debilidad siempre crecientes. Creía yo que mi relato parecería a Gregoriska un comienzo de locura, y lo terminaba con una cierta timidez, cuando por el contrario advertí que me prestaba gran atención.
 Cuando hube terminado de hablar, Gregoriska reflexionó un instante. "¿De manera —preguntó él— que os dormís cada noche a las nueve menos cuarto?" "Sí, por muchos que sean los esfuerzos que hago para resistir al sueño." "¿Y a esa misma hora creéis ver abrirse la puerta?" "Sí, aunque eche el cerrojo." ¿Y luego experimentáis un agudo dolor en el cuello?" "Sí, aunque sea apenas visible la señal de la herida". ¿Me permitís ver?" Doblé la cabeza hacia atrás. Examinó él la cicatriz. "Edvige —dijo Gregoriska después de un momento de reflexión—, ¿tenéis confianza en mí?" "¿Me lo preguntáis?", contesté. "¿Creéis en mi palabra?" "Como creo en el Evangelio." "¡Bien! Edvige, por mi fe, os juro que no tenéis ocho días de vida, si no consentís hacer, hoy mismo, lo que voy a deciros." "¿Y si consiento?" "Si consentís, quizás os salvéis." "¿Quizás? Él se calló. "Suceda lo que fuere, Gregoriska", continué diciendo yo "haré cuanto me ordenéis hacer". "Escuchad entonces", dijo él. "y ante todo no os espantéis. En vuestro país, como en Hungría y en nuestra Rumania, existe una tradición". Temblé "porque esa tradición ya había vuelto a mi memoria". "¡Ah! ¿Sabéis lo que quiero decir?" "Sí", contesté, "en Polonia vi algunas personas padecer el horrendo hecho". "Queréis hablar del vampiro, ¿no es verdad?" "Sí, niña aún, me sucedió ver desenterrar en el cementerio de una aldea perteneciente a mi padre cuarenta personas muertas en quince días, sin que se hubiera podido en ninguna ocasión acertar con la causa de su muerte. Diecisiete de esos cadáveres expusieron todos los signos de vampirismo, es decir fueron encontrados frescos como si hubieran estado vivos; los otros eran sus víctimas". "¿Y qué se hizo para liberar de eso a la región?" "Se les clavó un palo en el corazón, y luego los quemaron." "Sí, así se acostumbra hacer; pero para nosotros eso no basta. Para libraros de vuestro fantasma antes quiero conocerlo, y ¡por Dios! lo conoceré. Sí, y si es preciso, lucharé cuerpo a cuerpo con él, quienquiera fuere." "¡Oh, Gregoriska!", exclamé espantada. Dijo: "Quienquiera que fuere", lo repito. Mas para llevar a buen fin esta terrible aventura, es necesario que consintáis en hacer todo lo que os exigiré." "Decid." "Estad pronta a las siete. Descended a la capilla, pero descended sola; es necesario que venzáis a toda costa vuestra debilidad, Edvige. Allí recibiremos la bendición nupcial. Consentídmelo, amada mía: para velar por ti. Luego subiremos de nuevo a esta cámara, y entonces veremos." "¡Oh! Gregoriska", exclamé, "¡si es él, os matará!" "No temáis, amada Edvige. Consentid solamente." "Sabéis bien que haré todo lo que queráis, Gregoriska." "Entonces, hasta luego a la noche." "Sí, haced lo que creáis más oportuno, y os secundaré yo cuanto mejor pueda; adiós."
 Se fue. Un cuarto de hora después vi a un caballero precipitarse a toda carrera por el camino del monasterio; era él.
  Apenas le hube perdido de vista, caí de rodillas y oré, oré como ya no se reza en vuestras tierras sin fe, y aguardé a las siete, ofreciendo a Dios y a los santos el holocausto de mis pensamientos; no me levanté sino al sonar las siete. Estaba débil como una moribunda, pálida como una muerta. Me eché sobre la cabeza un gran velo negro, descendí la escalera, apoyándome en el muro, y me dirigí a la capilla sin encontrar a nadie.
 Gregoriska me esperaba con el padre Basilio, prior del monasterio de Hango. Ceñía una espada santa, reliquia de un antiguo cruzado que asistiera a la toma de Constantinopla con Ville-Hardouin y Baldouin de Flandes. "Edvige", dijo él golpeando con la mano su espada, "con la ayuda de Dios, ésta romperá el encantamiento que amenaza vuestra vida. Acercaos pues resueltamente; este santo hombre, que ya ha recibido mi confesión, recibirá nuestros juramentos".
 Comenzó la ceremonia; quizá nunca otra fue más sencilla y a un tiempo más solemne. Nadie asistía al monje; él mismo nos puso sobre la cabeza las coronas nupciales. Vestidos ambos de luto, giramos en torno al altar con un cirio en la mano; luego el monje, tras de pronunciar las sacras palabras, agregó: "Idos ahora, hijos míos, y el Señor os dé fuerza y valor para luchar contra el enemigo del humano género. Armados de vuestra inocencia y defendidos por Su justicia, venceréis al demonio. Id, y benditos seáis".
 Besamos los libros santos y salimos de la capilla. Entonces por vez primera me apoyé en el brazo de Gregoriska, y parecióme que al contacto de aquel fuerte brazo, de aquel noble corazón, volvía a mis venas la vida. Estaba segura del triunfo, porque Gregoriska estaba conmigo; subimos a mi cámara. Sonaban las ocho y media.
 "Edvige", me dijo entonces Gregoriska "no tenemos tiempo que perder. ¿Quieres dormir, como de costumbre, para que todo suceda durante tu sueño, o bien permanecer desvelada y verlo todo?" "Junto a ti nada temo: quiero permanecer despierta y verlo todo."
 Gregoriska extrajo de su pecho un boj bendito, húmedo aún de agua santa, y me lo dio: "Toma entonces esta ramita", me dijo, "acuéstate en tu lecho, recita las preces de la Virgen y aguarda sin temor. Dios está con nosotros. Cuida ante todo de no dejar caer la ramita; con ella podrás ordenar aun en el infierno. No me llames, no des ningún grito; reza, confía y aguarda".
 Me acosté en el lecho. Crucé las manos sobre el seno, y puse sobre él la ramita bendecida. Gregoriska ocultóse tras del trono de que ya os hablé. Contaba yo los minutos, y de seguro mi esposo hacía lo mismo. Sonaron los tres cuartos. Vibraba aún el tañir del martillo, cuando me sentí presa del mismo entorpecimiento, del mismo terror y del mismo frío glacial de los días precedentes; acerqué a mis labios la rama bendita, y aquella primera sensación se desvaneció. Oí entonces muy claro el ruido de aquel conocido paso lento y medido que subía los peldaños de la escalera, y se aproximaba a la puerta. Luego la puerta se abrió despaciosamente, sin ruido, como empujada por sobrenatural fuerza, y entonces...
 La voz se apagó a medias, casi sofocada en la garganta de la narradora.
 Y entonces, continuó haciendo un esfuerzo, vi a Kostaki, pálido como se me apareciera en las parihuelas; los largos cabellos negros, cayéndole sobre las espaldas, goteaban sangre; vestía como de costumbre, pero tenía descubierto el pecho y dejaba ver su sangrante herida. Todo estaba muerto, todo era cadáver...carne, ropas, porte... solamente los ojos, aquellos terribles ojos, estaban vivos.
 Ante aquella aparición, ¡extraño es decirlo!, en vez de sentir duplicárseme el espanto, sentí crecerme el valor. Dios me lo enviaba de seguro para decidir mi situación y defenderme del infierno. Al primer paso que el espectro dio hacia mi lecho, le clavé intrépidamente los ojos en el rostro y le presenté la rama bendita. El espectro intentó avanzar, pero un poder más fuerte que él lo retuvo en el sitio. Se detuvo. "¡Oh", murmuró; "ella no duerme, lo sabe todo". Pronunció él estas palabras en lengua moldava, y sin embargo las comprendí yo como si hubieran sido pronunciadas en lengua por mí sabida.
 Estábamos así uno frente al otro, el fantasma y yo, sin que pudiera apartar mis miradas de las suyas, cuando con el rabillo del ojo vi a Gregoriska salir detrás del baldaquino, semejante al ángel exterminador y con la espada en el puño. Se hizo la señal de la cruz con la mano siniestra, y avanzó lentamente con la espada tendida vuelta hacia el fantasma; éste, al ver al hermano, desenvainó también el sable soltando una horrible carcajada; pero apenas su sable tocó el hierro bendito, el brazo le cayó inerte junto al cuerpo. Kostaki exhaló un suspiro de rabia y desesperación. "¿Qué quieres de mí?", preguntó al hermano. "En nombre del Dios verdadero y viviente", dijo Gregoriska, "conjúrote a que respondas." "Habla", dijo el espectro rechinando los dientes. "¿Te he tendido yo una emboscada?" "No." "¿Te he asaltado yo?" "No." "Te he herido yo?" "No." "Te arrojaste tú mismo sobre mi espada y tú mismo corriste al encuentro de la muerte. Luego, ante Dios y los hombres no soy culpable yo del delito de fratricidio; luego no has recibido una misión divina sino infernal; luego has salido de tu tumba no como una sombra santa sino como un espectro maldito, y volverás a tu tumba." "¡Con ella, sí!", exclamó Kostaki haciendo un supremo esfuerzo para apoderarse de mí. "¡Volverás allá solo!", exclamó a su vez Gregoriska; "esta mujer me pertenece".
 Y al pronunciar tales palabras tocó con la punta del hierro bendito la llega viva. Kostaki exhaló un grito como si le hubiera tocado una espada de fuego y, llevándose una mano al pecho, dio un paso atrás. Al mismo tiempo, Gregoriska, con un movimiento que parecía coordinado con el del hermano, dio un paso adelante; entonces, con los ojos fijos en los ojos del muerto, con la espada contra el pecho de su hermano, comenzó una marcha lenta, terrible, solemne. Era algo semejante al pasaje de don Juan y el comendador; el espectro retrocedía bajo la presión de la sacra espada, bajo la voluntad irresistible del campeón de Dios, que lo seguía paso a paso, sin pronunciar una palabra, ambos anhelantes, ambos lívidos del rostro, el vivo arrojando al muerto y obligándolo a abandonar el castillo, su anterior morada, para volver a la tumba, su morada futura... Os lo aseguro, a fe mía, ¡era cosa horrenda de verse! Y sin embargo, yo misma, movida por una fuerza superior, invisible, desconocida, sin saber lo que hacía, me levanté y los seguí. Bajamos la escalera, iluminados sólo por las ardientes pupilas de Kostaki. Atravesamos la galería y el patio, y luego traspusimos la puerta siempre con el mismo paso medido, el espectro retrocediendo, Gregoriska con el brazo tendido, yo detrás de ellos.
  Esta marcha fantástica duró una hora, pues era necesario volver el cadáver a su tumba; pero en vez de seguir el camino acostumbrado, Kostaki y Gregoriska atravesaron el terreno en línea recta, cuidándose poco de los obstáculos, que para ellos ya no existían; ante ellos el suelo se allanaba, los torrentes se secaban, los árboles se apartaban, las rocas se abrían. El mismo milagro se operaba para mí: sólo que el cielo me parecía todo cubierto de un negro velo, las lunas y las estrellas habían desaparecido y en medio de las tinieblas sólo veía resplandecer los ojos llameantes del vampiro. Llegamos de tal modo a Hango y pasamos a través del seto vivo de madroños que servía de cerco al cementerio. Apenas entrada, distinguí entre las sombras la tumba de Kostaki, junto a la de su padre, no sabía que estuviera allí y sin embargo la reconocí. Nada me era desconocido en aquella noche.
 Gregoriska se detuvo al borde de la fosa abierta. "Kostaki", dijo él, "aun no está todo terminado para ti, y una voz del cielo me avisa que se puede ser concebido el perdón si te arrepientes; ¿prometes retornar a la tumba?, ¿no salir de ella más?, ¿consagrar a Dios el culto que consagraste al infierno?". "¡No!", respondió Kostaki. "¿Te arrepientes?", preguntó Gregoriska. "¡No!" "Por última vez, ¿te arrepientes?" "¡No!" "Por última vez, ¿te arrepientes?" "¡Bien!" invoca la ayuda de Satanás, como invoco yo la de Dios, y veremos quién saldrá esta vez aún victorioso."
  Resonaron simultáneamente dos gritos; los hierros se cruzaron despidiendo centellas, y la lucha duró un minuto que me pareció un siglo. Kostaki cayó; vi alzarse la terrible espada de su hermano, introducírsela en el cuerpo, y clavar ese cuerpo sobre la tierra recién removida. Un último grito que nada tenía de humano se alzó por el aire. Acudí: Gregoriska estaba en pie, pero vacilante. Le di apoyo con mis brazos.
  "¿Estás herido?", le pregunté ansiosamente. "No", me respondió, "pero en tal duelo, querida Edvige, la lucha, no la herida, mata. He luchado con la muerte, y a ella pertenezco". "Amigo, amigo", exclamé, "aléjate de aquí y acaso vuelvas a la vida". "No, ésta es mi tumba, Edvige, pero no perdamos tiempo; toma un poco de esta tierra impregnada de su sangre y aplícala a la mordedura que te hizo; es el único medio que puede preservarte en el porvenir de su horrendo amor."
 Obedecí temblando. Me incliné para recoger aquella tierra sanguinosa, y al doblarme vi el cadáver clavado al suelo: la espada bendita le atravesaba el corazón, y una sangre oscura le brotaba abundante de la herida, como si hubiera muerto en aquel momento.
 Amasé un poco de tierra con la sangre, y apliqué a mi herida el espantoso talismán. "Ahora, mi adorada Edvige", dijo Gregoriska con voz semiapagada, "escucha bien mi último consejo. Abandona el país apenas te sea posible. Sólo la distancia es una seguridad para ti. El padre Basilio recibió hoy mi suprema voluntad y la cumplirá. "Edvige, un beso! ¡El último, el único beso! ¡Edvige, me muero!" Y así diciendo, Gregoriska cayó junto al hermano.
 En cualquier otra circunstancia, en medio de aquel cementerio, cerca de aquella tumba abierta, con aquellos dos cadáveres yaciendo uno junto al otro, hubiera enloquecido; pero como dije ya, Dios me había inspirado una fuerza igual a los acontecimientos, de los que él me hacía no sólo testigo sino también actriz. Mientras miraba a mi alrededor en busca de ayuda, vi abrirse la puerta del monasterio y avanzar los monjes de a dos conducidos por el padre Basilio, llevando cirios ardientes y cantando las preces de difuntos. El padre Basilio había llegado hacía poco al convento, y previendo lo sucedido, dirigíase al cementerio con toda la congregación. Me encontró viva cerca de los dos muertos. Una última convulsión había retorcido el rostro de Kostaki; Gregoriska en cambio estaba tranquilo y casi sonriente. Fue sepultado, como lo deseara él, junto al hermano, el cristiano junto al maldito. Smeranda, cuando tuvo noticia de la nueva desdicha, quiso verme, fue a buscarme al convento de Hango, y supo de mis labios cuanto había acontecido en aquella tremenda noche.
 Le referí todos los detalles de la fantástica historia, pero ella me escuchó, como ya me escuchara Gregoriska, sin mostrar estupor ni espanto. "Edvige", me contestó ella después de un instante de silencio, "por muy extraño que sea lo que me habéis narrado, dijisteis sólo la verdad. La estirpe de los Brankovan está maldita hasta la tercera y cuarta generación, porque un Brankovan mató a un sacerdote. El término de la maldición ha llegado, pues vos, aunque esposa, sois virgen, y en mí se extingue el linaje. Si mi hijo os ha dejado en herencia un millón, tomadlo. Después de mi muerte, salvo los píos legados que tengo la intención de hacer, recibiréis el resto de mis bienes. Y ahora seguid el consejo de vuestro esposo. Volveos lo más presto que podáis a aquellas tierras donde Dios no permite se cumplan tan horrendos prodigios. No necesito de nadie para llorar conmigo a mis hijos. Mi dolor quiere soledad. Adiós, no me tengáis ya en cuenta. Mi suerte futura me pertenece a mí sola y a Dios".
 Y luego de besarme en la frente como de costumbre, me dejó y fue a encerrarse en el castillo de Brankovan.
 Ocho días después partí para Francia. Como lo esperara Gregoriska, mis noches no fueran turbadas ya por el terrible fantasma. Restablecióse mi salud, y de aquel suceso no me quedó otro recuerdo fuera de esta palidez mortal que suele acompañar hasta la tumba a toda humana criatura que haya sufrido el beso de un vampiro.


ALGERNON BLACKWOOD - EL WENDIGO



ALGERNON BLACKWOOD
EL WENDIGO


I
Aquel año se organizaron numerosas partidas de caza, pero apenas si se llegó a
descubrir rastro alguno; los alces parecían excepcionalmente tímidos aquella
temporada y los chasqueados Nemrods regresaron al seno de sus respectivas
familias formulando las mejores excusas que se les ocurrieron. El doctor
Cathcart, como otros muchos, regresó sin un solo trofeo. Pero trajo, en cambio,
el recuerdo de una experiencia que, según confiesa, vale por todos los alces
cazados en su vida. Y es que Cathcart, de Aberdeen, aparte de los alces, estaba
interesado en otras cosas; entre ellas, en las extravagancias de la mente humana.
Sin embargo, esta singular historia no figura en su libro La Alucinación
colectiva por la sencilla razón de que (así lo confesó una vez a un colega suyo)
vivió los hechos demasiado de cerca para poder opinar con entera objetividad...
Además de él y de su guía Hank Davis, iban el joven Simpson, su sobrino, que
era estudiante de teología y visitaba por primera vez los apartados bosques del
Canadá, y el guía de éste, Défago. Joseph Défago era un franco-canadiense que
había huido de su originaria provincia de Quebec años antes, y había
conseguido trabajo en Rat Portage, cuando el Canadian Pacific Railway estaba
en construcción. Era un hombre que, además de sus incomparables
conocimientos sobre bosques y monte bajo, sabía cantar viejas canciones de
viajeros y narrar emocionantes historias de caza. Por otra parte, era
profundamente sensible al encanto singular que posee la naturaleza salvaje y
solitaria de ciertos parajes, y sentía por esa soledad una especie de pasión
romántica que rayaba en lo obsesivo. La vida de los bosques le fascinaba. De
ahí, sin duda, la certera perspicacia con que era capaz de desentrañar sus
misterios.
Fue Hank quien lo escogió para esta expedición. Hank lo conocía ya, y tenía
plena confianza en él. Y él le correspondía del mismo modo, «como buen
compadre». Tenía un vocabulario salpicado de juramentos pintorescos, aunque
totalmente carentes de significado, y la conversación entre los dos fornidos
cazadores a menudo subía de tono. Hank trataba de paliar esta riada de
exabruptos por respeto a su viejo «patrón de caza», el doctor Cathcart -a quien
llamaba «Doc», según costumbre del país-, y también porque sabía que el joven
Simpson era ya « medio cura». Con todo, Défago tenía un defecto y solo uno, a
juicio suyo, y era que, como franco-canadiense, daba muestras de lo que Hank
definía como «un maldito carácter»; esto significaba, al parecer, que a veces se
comportaba como genuino tipo latino y tenía arrebatos de sordo mal humor en
los que nadie en el mundo era capaz de sacarle una palabra. Hay que decir que
Défago era imaginativo y melancólico, y por lo general, las estancias demasiado
largas en la «civilización» parecían originarle esos accesos, ya que le bastaban
unos pocos días en despoblado para curarse por completo.
Estos eran, pues, los cuatro expedicionarios que se encontraban en el
campamento durante la última semana del mes de octubre de aquel «año de
alces tímidos», en la región de selvática espesura que se extiende, abandonada y
solitaria, al norte de Rat Portage. También estaba Punk, un cocinero indio que
siempre había acompañado al doctor Cathcart y a Hank en sus cacerías de años
anteriores. Su trabajo consistía únicamente en permanecer en el campamento,
pescar y preparar las tajadas de carne de venado y el café. Iba vestido con las
ropas usadas que le daban sus amos y, aparte su cabello negro y espeso y su tez
oscura, con aquella indumentaria de ciudad se parecía tanto a un piel roja como
un blanco disfrazado de negro a un africano auténtico. A pesar de eso, Punk
poseía aún los instintos de su raza moribunda: su silencio reservado y su gran
resistencia. Y también sus supersticiones.
El grupo, sentado alrededor del fuego, se sentía desanimado aquella noche
porque había pasado una semana sin descubrir un solo rastro de alce. Défago
había cantado su canción y había comenzado uno de sus relatos. Pero Hank, de
mal humor, le recordaba tan a menudo que «lo estás contando mal, no fue así»,
que el «francés» se hundió finalmente en un hosco silencio del que nada
probablemente podría sacarle ya. El doctor Cathcart y su sobrino estaban
cansados, después del día agotador. Punk estuvo fregando los platos y
rezongando para sus adentros bajo el sombrajo de ramas, donde más tarde
acabó por dormirse. Nadie se molestaba en reavivar el fuego que lentamente se
consumía. Allá arriba, las estrellas brillaban en un cielo completamente
invernal; y hacía tan poco viento, que comenzaban ya, solapadamente, a helarse
las orillas del lago que se extendía a sus espaldas. El silencio de la inmensidad
del bosque se desplegaba en torno para envolverlos.
De pronto, lo quebró inesperadamente la voz nasal de Hank:
-Deberíamos intentarlo por otra zona, Doc -exclamó con energía mirando a su
patrón-. Por aquí ya se ve que no tenemos maldita la suerte.
-Vale -dijo Cathcart, que era hombre de pocas palabras-. Buena idea.
-Claro que es buena -continuó Hank con confianza-. ¿Qué tal si, para variar,
diésemos una batida hacia el oeste, por el camino de Garden Lake? Aún no
hemos explorado esa zona solitaria.
-De acuerdo.
-Y tú, Défago, te llevas al señorito Simpson en la canoa, cruzas el remanso,
pasas el Lago de las Cincuenta Islas, y haces un buen ojeo por la orilla sur. El
año pasado estaba aquello lleno de alces, y por lo que llevamos visto hasta
ahora, puede que también lo esté ahora, nada más que para fastidiarnos.
Défago, con los ojos clavados en el fuego, no dijo nada. Probablemente estaba
ofendido aún por la interrupción de su relato.
-Por esa parte no se ha visto ningún alce este año, ¡me apuesto mi último dólar!
-añadió Hank con énfasis. Miraba a su patrón con astucia-. Mejor sería recoger
la tienda y alejarnos un par de noches -concluyó, como si el asunto estuviera
definitivamente decidido.
A Hank se le reconocía una gran competencia para organizar cacerías, y era el
encargado de esta expedición.
Para todo el mundo estaba claro que Défago no aprobaba el plan, pero su
silencio parecía dar a entender algo más que una simple desaprobación. Por su
sensitivo rostro atezado cruzó una curiosa expresión, como un fugaz resplandor
de llamas, que no pasó desapercibido para los tres hombres que estaban allí.
-Me parece que tiene miedo por alguna razón -comentaría Simpson más tarde,
una vez solos su tío y él en la tienda que compartían. El doctor Cathcart no
replicó inmediatamente, aunque pareció interesarse y tomar nota mentalmente
de la observación. La expresión de Défago le había causado una pasajera
inquietud, sin motivo aparente a la sazón.
Pero Hank, como era natural, fue el primero en observarla; y lo extraño fue que,
en lugar de irritarse o ponerse furioso por la falta de interés del otro, comenzara
inmediatamente a gastarle bromas.
-Me parece a mí que no hay ninguna razón especial para que vayamos allí este
año -dijo, con cierta ironía en el tono-; ¡al menos, no la razón que quieres dar a
entender! El año pasado fue el incendio lo que contuvo a la gente. Este año me
parece que... que la gente ya no quiere ir. ¡Eso es todo! -su actitud trataba de ser
alentadora.
Joseph Défago alzó los ojos un momento, y luego los bajó otra vez. Una ráfaga
de viento se deslizó por el bosque avivando los rescoldos y levantando llamas
pasajeras. El doctor Cathcart observó nuevamente el semblante del guía, y
tampoco esta vez le agradó su expresión. Le traicionaba su mirada. Por un
instante, vio en aquellos ojos el destello de un hombre verdaderamente
asustado. Esto le inquietó más de lo que le habría gustado admitir.
-¿Hay indios peligrosos en esa dirección? -preguntó con una sonrisa
conciliadora, en tanto que Simpson, demasiado soñoliento para percatarse de
estas sutilezas, se marchaba a la cama con un prodigioso bostezo- ¿o... o pasa
algo? -añadió, cuando su sobrino ya no podía oírle.
Hank le miró con menos franqueza que de costumbre.
-Está asustado -exclamó, fingiendo buen humor-. está asustado por algún
cuento de hadas que le han contado. Eso es todo, ¿eh, viejo? -y le dio
amistosamente en el pie que tenía más cercano al fuego.
Défago alzó los ojos con rapidez, como si le hubieran interrumpido algún
sueño, de un sueño que, sin embargo, no le había abstraído de todo lo que
pasaba a su alrededor.
-¿Asustado…? ¡Ni hablar! -contestó con desafiadora animación-. No hay nada
en el bosque que pueda asustar a Joseph Défago, ¡que no se te olvide! -y la
natural energía con que habló, hizo imposible saber si contaría toda la verdad, o
sólo una parte.
Hank se volvió hacia el doctor. Iba a añadir algo, cuando se detuvo
bruscamente y miró en torno. Justo detrás de ellos, en la oscuridad, había
sonado un ruido que les hizo estremecer a los tres. Era el viejo Punk, que había
abandonado su yacija mientras hablaban y ahora estaba de pie, un poco más
allá del círculo de luz, escuchando lo que decían.
-Ahora no, Doc -susurró Hank haciendo un guiño- ; más adelante, cuando no
haya moros en la costa.
Y poniéndose en pie de un salto, le dio al indio una manotada en la espalda y
exclamó sonoramente:
-¡Acércate al fuego y calienta un poco esa sucia piel colorada que tienes! -lo
arrastró hacia el fuego y echó más leña-. Ha sido muy buena la comida que nos
has preparado antes -continuó cordialmente, como si quisiera encauzar los
pensamientos del hombre por otros derroteros- y no sería de cristianos dejarte
ahí, de pie, enfriándote el pellejo, mientras nosotros estamos aquí bien
calentitos.
Punk avanzó, y se calentó los pies, sonriendo ante la verbosidad del otro, que
comprendía sólo a medias, pero no dijo nada. El doctor Cathcart, viendo que
era imposible proseguir la conversación, siguió el ejemplo de su sobrino y se
metió en la tienda, dejando a los tres hombres que siguieran fumando alrededor
de las renovadas llamas del fuego.
No es fácil desnudarse en una tienda pequeña sin despertar al compañero, y
Cathcart, hombre duro y de sangre ardorosa a pesar de sus cincuenta años, hizo
al raso lo que Hank habría descrito como «una temeridad». Mientras se
desnudaba observó que Punk había regresado a su yacija, y que Hank y Défago
seguían charlando junto al fuego. Era la típica escena convencional del Oeste: el
fuego de campamento iluminaba sus rostros con luces y sombras. Défago, con
el sombrero echado y los mocasines, parecía representar el papel de malvado;
Hank, con el rostro despejado y sin sombrero, encogiéndose de hombros con
indiferencia, podía ser el héroe justo y desengañado; y el viejo Punk,
escuchando oculto en la oscuridad, proporcionaba la atmósfera de misterio. El
doctor sonrió al darse cuenta de los detalles. Pero al mismo tiempo sintió en su
interior como si algo muy hondo -no sabía qué- le oprimiera un poco, como si
un soplo casi imperceptible de advertencia hubiera rozado la superficie de su
alma, desapareciendo antes de poderlo captar. Probablemente se debía a la
«expresión asustada» que había observado en los ojos de Défago.
«Probablemente»... porque de no ser a esto, no sabía a qué atribuir esta sombra
de emoción fugitiva que escapaba a su fina capacidad de análisis. Le dio la
impresión de que acaso hubiera problemas con Défago. No le parecía un guía
tan seguro como Hank, por ejemplo... aunque no sabía exactamente por qué.
Antes de zambullirse en la tienda donde Simpson dormía ya ruidosamente,
observó un poco más a los dos hombres. Hank juraba como un africano loco en
una sala de fiestas; pero sus juramentos eran de «afecto». Los pintorescos
denuestos brotaban libremente, ahora que dormía la causa de sus anteriores
represiones. Luego pasó el brazo cariñosamente por encima del hombro de su
camarada y se marcharon juntos hacia las sombras donde tenían la tienda. Punk
siguió su ejemplo también, un momento después, y desapareció entre sus
malolientes mantas, en el otro extremo del claro.
El doctor Cathcart se retiró a su vez. La fatiga y el sueño luchaban en su mente
contra una oscura curiosidad por averiguar qué había al otro lado de las
Cincuenta Islas, que tanto parecía atemorizar a Défago... Se preguntaba también
por qué la presencia de Punk impidió a Hank terminar lo que había empezado
a decir. Después, el sueño le venció. Mañana lo sabría. Se lo contaría Hank
mientras caminaran en pos de los alces huidizos.
Un profundo silencio descendió sobre el pequeño campamento, tan
atrevidamente instalado ante las mismas fauces de la selva. El lago brillaba
como una lámina de cristal negro bajo las estrellas. Picaba el aire frío. En las
brisas nocturnas que surgían silenciosas de las profundidades del bosque, con
mensajes de lejanas cordilleras y de lagos que comenzaban a helar, flotaban ya
unos perfumes fríos y desmayados que anunciaban la llegada del invierno. El
hombre blanco, con su olfato embotado, jamás habría podido adivinarlos; la
fragancia del fuego de leña le habría ocultado, en un centenar de millas a la
redonda, la viveza de ese olor a musgo, a corteza de árbol y a marisma seca.
Incluso Hank y Défago, ligados íntimamente al espíritu de los bosques, habrían
olfateado en vano...
Pero una hora más tarde, cuando todos estuvieron dormidos como troncos, el
viejo Punk salió a gatas de entre sus mantas y se escurrió como una sombra
hasta la orilla del lago, en silencio, como únicamente un indio sabe moverse.
Después levantó la cabeza y miró a su alrededor. La espesa negrura hacía casi
imposible toda visibilidad; pero, como los animales, poseía él otros sentidos que
la oscuridad no era capaz de anular. Escuchó, y luego olfateó el aire. Se quedó
quieto, inmóvil como un arbusto. Al cabo de unos cinco minutos, estiró de
nuevo la cabeza y olfateó el aire una y otra vez. Un prodigioso hormigueo de
nervios le corrió por el cuerpo al oler el aire penetrante. Luego, se sumergió en
la negrura como sólo hacen los animales y los hombres salvajes, y regresó
finalmente, deslizándose bajo el ramaje, hasta su lecho.
Poco después de dormirse, el cambio de viento que había presentido agitaba
blandamente el reflejo de las estrellas en el lago. Procedía de las lejanas
montañas de la región situada al otro lado del Lago de las Cincuenta Islas, venía
en la dirección que había observado él, pasaba por encima del campamento
dormido y cruzaba, como un murmullo apagado y suspirante, apenas
perceptible, por entre las copas de los árboles inmensos. Con él, por los
desiertos senderos de la noche, aunque demasiado tenue aún para los agudos
sentidos del indio, cruzó un olor ligerísimo, muy particular y extrañamente
inquietante; un olor de algo raro... absolutamente desconocido.
El franco-canadiense y el hombre de sangre india se agitaron intranquilos en su
sueño, aunque ninguno de los dos se despertó. Luego, el espectro de aquel olor
innominado se alejó para perderse entre las regiones remotas del bosque
deshabitado.
II
Por la mañana, antes de que saliera el sol, el campamento estaba ya en plena
actividad. Había caído una ligera capa de nieve durante la noche, y el aire era
frío y penetrante. Punk había cumplido con sus deberes matinales, ya que el
olor del café y del tocino frito llegaba hasta las tiendas. Todo el mundo estaba
de buen humor.
-¡El viento ha cambiado! -gritó Hank a Simpson y a su guía, que se hallaba a
bordo de la pequeña canoa-. ¡Hay que cruzar el lago en línea recta! ¡Estupendos
rastros nos va a dejar la nieve! Si hay algún alce olisqueando por allí, tal como
viene el viento, no os va a ver hasta teneros encima. ¡Buena suerte, Monsieur
Défago! -añadió alegremente, dándole por una vez la pronunciación francesa al
nombre- ¡Bonne chance!
Défago le deseó lo mismo, de buen humor al parecer, sin acordarse para nada
de su silencioso enfado de la noche anterior. Antes de las ocho, el viejo Punk se
encontraba solo ya en el campamento. Cathcart y Hank, muy lejos de allí,
seguían un rastro que se dirigía hacia occidente, en tanto que la canoa que
llevaba a Défago y a Simpson, con una tienda de seda y provisiones para dos
días, era sólo un punto confuso balanceándose en la lejanía, rumbo al este.
La crudeza invernal del aire se atemperaba con el sol que coronaba las lomas
cubiertas del bosque y resplandecía con voluptuoso calor sobre los árboles y el
lago. Los somormujos volaban rasantes a través del centelleo del rocío que el
viento espolvoreaba; algunos sacudían sus mojadas cabezas al sol, y luego las
sumergían de nuevo con vivacidad. Y hasta donde alcanzaba la vista, se
elevaban las masas interminables y apretadas de los arbustos desolados que
cubrían toda aquella región, jamás hollada por el hombre, que se extendía como
un poderoso e ininterrumpido tapiz vegetal hasta las costas heladas de la Bahía
de Hudson.
Simpson, que contemplaba todo esto por primera vez a la par que remaba
vigorosamente, se sentía embelesado por la austera belleza. Su corazón se
embriagaba con el sentimiento de libertad de los grandes espacios, y sus
pulmones con el aire frío y perfumado. Detrás de él, sentado a popa, Défago
gobernaba con soltura aquella embarcación de corteza de abedul y contestaba
alegremente a todas las preguntas de su compañero. Los dos se sentían
contentos y gozosos. En tales ocasiones, los hombres pierden las superficiales
diferencias que el mundo establece; se convierten en seres humanos que
trabajan juntos por un fin común. Simpson, el patrón, y Défago, el servidor,
entre aquellas fuerzas primitivas, eran simplemente eso: dos hombres, el «guía»
y el «guiado». La superior destreza asumía naturalmente el mando, y el
«señorito» había pasado sin preámbulos a una situación de cuasi-subordinado.
No se le ocurrió, ni mucho menos, poner objeción alguna cuando Défago
suprimió el «señor» y se dirigió a él con un «oiga, Simpson», o bien «oiga, jefe»,
como se dio el caso invariablemente hasta que llegaron a la lejana orilla,
después de remar de firme durante doce millas con viento de proa. El
solamente se reía, le gustaba; después, dejó de notarlo por completo.
Este «estudiante de teología» era, pues, un joven de buen natural y mejor
carácter, aunque sin mundo, como era de comprender. Y en este viaje -la
primera vez que salía de su pequeña Escocia natal-, la gigantesca proporción de
las cosas le producía cierto aturdimiento. Ahora comprendía que una cosa era
oír hablar de los bosques primordiales, y otra muy distinta verlos. Y vivir en
ellos y tratar de familiarizarse con su vida salvaje era, además, una iniciación
que ningún hombre inteligente podía sufrir sin verse obligado a alterar una
escala de valores considerada hasta entonces como inmutable y sagrada.
Simpson sintió las primeras manifestaciones de esta emoción cuando cogió en
sus manos el nuevo rifle 303 y contempló sus perfectos y relucientes cañones.
Los tres días de viaje hasta el campamento general, a través del lago, y por
tierra, después, habían constituido una nueva fase de este proceso. Y ahora que
estaba tan lejos, más allá incluso de la orla de espesura donde habían
acampado, en el corazón de unas regiones deshabitadas tan extensas como
Europa, la verdadera realidad de su situación le producía un efecto de placer y
pavor que su imaginación sabía apreciar perfectamente. Eran Défago y él,
contra una muchedumbre... o, al menos, ¡contra un Titán!
La fría magnificencia de estos bosques solitarios y remotos le abrumaba y le
hacían sentir su propia pequeñez. De la infinidad de copas azulencas que se
balanceaban en el horizonte, se desprendía y revelaba por sí misma esa
severidad que emana de las vegetaciones enmarañadas y que sólo puede
calificarse como despiadada y terrible. Comprendía la muda advertencia. Se
daba cuenta de su total desamparo. Sólo Défago, como símbolo de una
civilización distante en la que era el hombre el que dominaba, se levantaba
entre él y una muerte implacable por hambre y agotamiento.
Por esta razón, le resultaba emocionante ver a Défago dirigir la canoa a la orilla,
guardar las palas cuidadosamente en su interior y hacer marcas, luego, en las
ramas de los abetos situados a uno y otro lado de un rastro casi invisible, al
tiempo que le explicaba con entera despreocupación:
-Oiga, Simpson; si me llegara a pasar algo, encontrará la canoa siguiendo
exactamente estas señales. Después cruza él lago todo recto hacia el sol, hasta
dar con el campamento. ¿Ha comprendido?
Era la cosa más natural del mundo, y lo dijo sin un solo cambio de voz. No
obstante, con ese lenguaje, que reflejaba perfectamente la situación y el
desamparo de ambos, acertó a expresar las emociones del joven en aquel
momento. Se encontraba, con Défago, en un mundo primitivo: eso era todo. La
canoa -otro símbolo del poder del hombre- debía dejarse atrás. Aquellas
muescas amarillentas cortadas a golpes de hacha sobre los árboles, eran las
únicas señales de su escondite.
Entre tanto, con los bártulos y el rifle al hombro, los dos hombres comenzaron a
seguir un rastro casi imperceptible por entre rocas, troncos caídos y charcas
medio heladas, sorteando los numerosos lagos que festoneaban el bosque, y
bordeando sus orillas cubiertas de niebla desflecada. Hacia las cinco, se
encontraron de improviso con que estaban en el límite del bosque. Ante ellos se
abría una vasta extensión de agua, moteada de innumerables islas cubiertas de
pinos.
-El Lago de las Cincuenta Islas -anunció Défago con voz cansada-, ¡y el sol está
metiendo en él su vieja cabeza pelada! -añadió poéticamente, sin darse cuenta.
Inmediatamente, comenzaron a plantar la tienda. En cinco minutos escasos,
gracias a aquellas manos que nunca hacían un movimiento de más ni de menos,
quedó armada la tienda, fueron preparados los techos con ramas de bálsamo y
se encendió un buen fuego para guisar con el mínimo de humo. Mientras el
joven escocés limpiaba el pescado que cogieron al curricán durante la travesía,
Défago dijo que «pensaba» dar una vuelta «nada más» por los alrededores, en
busca de señales de alce.
-Pudiera tropezarme con algún tronco donde hubiesen estado restregando los
cuernos -dijo mientras se iba-, o acaso hayan mordisqueado las hojas de algún
arce.
Su pequeña figura se fundió como una sombra en el crepúsculo. Simpson se
quedó observando, con admiración, cuán fácilmente lo absorbía la floresta. Sólo
unos pasos, y ya había desaparecido.
No obstante, había poca maleza por los alrededores. Los árboles se elevaban
algo más allá, muy espaciados, y en los claros crecían el abedul y el arce,
delgados y esbeltos, junto a los troncos inmensos de los abetos. De no haber
sido por algunos troncos derribados, de monstruosas proporciones, y por los
fragmentos de roca gris que se hincaban en el lomo de la tierra, el paraje podía
haber sido el rincón de un viejo parque. Casi se podía ver en él la mano del
hombre. Un poco más a la derecha, no obstante, comenzaba aquella extensa
comarca que llamaban el Brûlé, completamente arrasada por el incendio del año
anterior. La zona entera estuvo ardiendo con furia durante semanas y semanas.
Ahora se alzaban, descarnados y feos, unos tocones ennegrecidos en forma de
cerillas gigantescas. Reinaba una desolación indescriptible. El olor a carbón y a
ceniza empapada de lluvia aún persistía débilmente en el aire.
El crepúsculo se iba haciendo más denso cada vez. Las marismas se cubrían de
sombras. El crepitar de la leña en el fuego y el romper de las olas a lo largo de la
costa rocosa del lago eran los únicos ruidos audibles. El viento se había calmado
al ponerse el sol, y nada se agitaba en aquel vasto mundo de ramas. En
cualquier momento, los dioses de los bosques podían esbozar sus tremendos y
poderosos perfiles entre los árboles. Delante, a través de los pórticos sostenidos
por los enormes troncos erguidos, se extendía el escenario del Lago de Fifty
Islands, de las Cincuenta Islas, que era como una media luna de veinticinco
kilómetros, más o menos, de punta a punta, y de unos nueve de anchura, desde
donde estaban ellos acampados. Un cielo rosa y azafrán, más claro que
cualquiera de los que había visto Simpson en su vida, derramaba aún sus
raudales de fuego sobre las olas, y las islas -seguramente más cerca de las cien
que de las cincuenta- flotaban como mágicas embarcaciones de una escuadra
encantada. Cubiertas de pinos, con las crestas apuntando al cielo, casi parecían
moverse en la borrosa luz del anochecer… a punto de recoger el ancla y
navegar por las rutas de los cielos, y no por las del lago arcaico y solitario.
Y los encendidos jirones de nubes, como pendones ostentosos, eran la señal de
que zarpaban rumbo a las estrellas...
El espectáculo era de una belleza arrobadora. Simpson ahumaba el pescado, y
se había quemado los dedos al intentar probarlo; al mismo tiempo, cuidaba de
la sartén y a fuego. Pero, por debajo de sus pensamientos, percibía otro aspecto
de la naturaleza salvaje: la indiferencia hacia la vida humana, el espíritu
despiadado de la desolación, que no tiene en cuenta al hombre. El sentimiento
de su completa soledad, ahora que incluso Défago se había ido, se le hizo más
palpable al mirar en torno suyo y aguzar el oído en espera de adivinar las
pisadas de su compañero que regresaba.
Esta sensación tenía algo de placentera; y de alarmante, también. E
irremediablemente, se le ocurrió una idea que le hizo temblar: «¿Qué podría...
qué podría hacer yo si... si sucediera algo y no regresara?»...
Disfrutaron de una cena bien merecida, comieron pescado a placer, y tomaron
un té fuerte, capaz de matar a un hombre que no hubiera hecho treinta millas a
«marcha forzada». Y al terminar, estuvieron un rato fumando, charlando y
riendo junto al fuego. Después, estiraron las piernas cansadas y discutieron el
programa del día siguiente. Défago se encontraba de un humor excelente,
aunque decepcionado por no haber encontrado ningún rastro todavía. Pero
estaba oscureciendo y no había podido alejarse demasiado. El Brûlé era mal
sitio también. Las ropas y las manos le olían a carbón.
Simpson, al mirarle, volvió a sentir con renovada intensidad que la situación
seguía siendo la misma: los dos juntos en la soledad agreste.
-Défago -dijo-, estos bosques son... cómo decirlo, un poco demasiado grandes
para sentirse uno a gusto... tranquilo, quiero decir... ¿no?
Con estas palabras tan sólo daba expresión a su sentir del momento. Apenas si
estaba preparado para la seriedad, para la solemnidad, incluso, con que el guía
acogió sus palabras.
-Está usted en lo cierto, jefe -exclamó, clavándole en el rostro sus ojos
escrutadores-, Es la pura verdad. No tienen límite… ninguna clase de límite.
Luego añadió, bajando la voz como si hablara consigo mismo:
-Son muchos los que han descubierto eso, y han sucumbido.
Pero la gravedad que había en su actitud no agradó en absoluto a Simpson. Sus
palabras y su expresión resultaban demasiado sugerentes en un escenario y un
crepúsculo como aquellos. Lamentó haber tocado ese tema. De pronto le vino a
la memoria lo que había contado su tío sobre una fiebre extraña que afectaba a
los hombres en la soledad de la selva. Se sentían irresistiblemente atraídos por
las regiones despobladas, y caminaban, fascinados, hacia su muerte. Y se le
ocurrió que su compañero tenía ciertos síntomas afines a ese extraño tipo de
afección. Desvió la conversación hacia otros derroteros. Habló de Hank y del
doctor, así como de la natural rivalidad entre los dos grupos por ser los
primeros en avistar un alce.
-Si ellos fuesen en dirección oeste -observó Défago con desgana-, ahora estarían
a cien kilómetros de nosotros; y en mitad de camino, quedaría el viejo Punk,
hinchándose de pescado y café.
Se rieron de imaginárselo. Pero al mencionar de pasada, por segunda vez,
aquellos cien kilómetros, Simpson se percató de las inmensas proporciones del
territorio donde estaban cazando. Cien kilómetros eran solamente un paseo; y
doscientos, tal vez poco más. A su memoria acudían continuamente relatos
sobre cazadores que se habían extraviado. La pasión y el misterio de unos
hombres perdidos y errabundos, seducidos por la belleza de las grandes selvas,
cruzaban por su mente de una forma demasiado vívida para resultar
completamente placentera. Se preguntaba si sería el talante de su compañero lo
que provocaba con tanta persistencia estas ideas inquietantes.
-Cantemos una canción, Défago, si no está usted demasiado cansado- rogó-. una
de esas viejas canciones de viajeros que cantaba la otra noche.
Le alargó le petaca al guía. Después, se puso a llenar su pipa mientras el
canadiense, de buena gana, elevaba su templada voz por el lago en uno de
aquellos cantos dolorosos, ante los cuales los madereros y los tramperos
detenían sus tareas. Tenía un acento suplicante, algo que evocaba el ambiente
de los viejos tiempos de los colonizadores, cuando los indios y la rigurosa
naturaleza estaban aliados, cuando las luchas eran frecuentes, y el Viejo Mundo
estaba más lejano que hoy. Su voz sonora se extendió placentera por el agua;
pero el bosque que había a sus espaldas parecía tragársela, de forma que no
producía ecos ni resonancias.
Cuando estaba a mitad de la tercera estrofa, Simpson notó algo raro, algo que
removió en su pensamiento un torrente de reminiscencias lejanas. Se había
producido un cambio en la voz de Défago. Antes incluso de saber lo que era, se
sintió intranquilo, y al levantar los ojos, vio que, aunque seguía cantando,
miraba nervioso a su alrededor como si oyera o viera algo. Su voz se debilitó, se
hizo inaudible, y luego calló del todo. En ese mismo instante, con un
movimiento asombrosamente alerta, dio un salto y se puso de pie... olfateando
el aire. Como un perro «toma» un rastro con el olfato, así sorbió él el aire por las
ventanas nasales, en cortas y profundas aspiraciones, volviéndose rápidamente
en todos los sentidos, hasta que «apuntó» la nariz a la orilla del lago, hacia el
este, y se quedó parado. Fue algo inquietante, y al mismo tiempo singularmente
dramático. El corazón de Simpson latía con angustia viéndole actuar.
-¡Hombre, por Dios! ¡El salto que me ha hecho dar! -exclamó, levantándose y
poniéndose a su lado para escudriñar aquel océano de oscuridad-. ¿Qué es?
¿Acaso tiene miedo?…
Antes de terminar la pregunta se dio cuenta de que era ociosa. Cualquier
persona con un par de ojos en la cara habría visto al canadiense ponerse pálido
de terror. Ni siquiera el color moreno de su piel y el resplandor de las llamas lo
pudieron ocultar.
El estudiante temblaba, le flaqueaban las rodillas.
-¿Qué es? -repitió alarmado- ¿Siente el olor de algún alce? ¿O... o pasa algo? -
acabó, bajando la voz instintivamente.
La selva se estrechaba en torno a ellos como una muralla circular. Los troncos
de los árboles más cercanos brillaban como bronce a la luz de la hoguera. Más
allá, las tinieblas. Y en la lejanía, un silencio de muerte. Justo detrás de ellos,
una ráfaga de viento levantó una solitaria hoja de árbol y luego la dejó caer sin
mover las demás. Parecía como si se hubieran combinado un millón de causas
invisibles para producir este efecto tan simple. Junto a ellos había palpitado otra
vida... y había desaparecido.
Défago se volvió bruscamente. El color lívido de su rostro se había convertido
en un gris repugnante.
-Yo no he dicho que he oído... o he olido nada -dijo despacioso y enfático, con
voz singularmente alterada-. Sólo quería echar una mirada alrededor... por así
decir. Se precipita usted preguntando; por eso se equivoca.
Y añadió, de pronto, en un claro esfuerzo por dar a su voz un tono natural:
-¿Tiene cerillas, jefe?
Y procedió a encender la pipa que había llenado a medias, antes de empezar a
cantar.
Sin más hablar, se sentaron otra vez junto al fuego. Défago cambió de sitio, de
forma que ahora estaba de cara a la dirección del viento. La maniobra era
elocuente por sí misma: Défago había cambiado de posición con el fin de oír y
oler todo lo que hubiera que oír y oler. Y, puesto que se había colocado de
espaldas a los árboles, era evidente que no provenía del bosque lo que había
alarmado repentinamente su fina sensibilidad.
-Se me han quitado las ganas de cantar -.explicó espontáneamente-. Esa clase de
canciones me traen recuerdos penosos. No debía haber empezado. Me hace
pensar, ¿sabe?
Se notaba que el hombre luchaba todavía con alguna emoción que le agitaba
profundamente. Quería justificarse ante los ojos del otro. Pero el pretexto, que
por otra parte tenía algo de verdad, era falso; y él sabía perfectamente que
Simpson no se había quedado convencido. Nada podría explicar el terror lívido
que había reflejado su semblante mientras estuvo olfateando el aire, y nada -ni
el fuego, ni ninguna charla sobre cualquier tema corriente- podría devolverles
la naturalidad anterior. La sombra de desconocido horror que cruzó, fugaz, por
el semblante del guía, se había comunicado de manera indefinible a su
compañero. Los visibles esfuerzos del guía por disimular la verdad no hicieron
sino empeorar las cosas. Además, para mayor intranquilidad del joven, se
sentía incapaz de hacer preguntas y en completa ignorancia de lo que pasaba.
Los indios, los animales salvajes, el incendio... todas estas cosas no tenían nada
que ver, lo sabía. Su imaginación se debatía febrilmente, pero en vano…
Sin embargo, no se sabe cómo, cuando ya llevaba largo rato fumando y
charlando ante el fuego reavivado, la sombra que tan repentinamente invadiera
el pacífico campamento comenzó a disiparse, quizá por los esfuerzos de Défago
o por haber retornado a su actitud normal y sosegada; puede también que el
mismo Simpson hubiera exagerado la realidad, o tal vez la densa atmósfera de
la naturaleza salvaje había conseguido purificarles. Fuera cual fuese la causa, la
sensación de horror inmediato pareció desvanecerse tan misteriosamente como
había venido, ya que nada ocurrió. Simpson comenzó a pensar que se había
dejado llevar por un terror irracional propio de un chiquillo. En parte, lo
atribuyó a la exaltación que este escenario inmenso y salvaje comunicaba a su
sangre; en parte, al encanto de la soledad, y en parte, también, al tremendo
cansancio. En cuanto a la palidez del rostro del guía, era, naturalmente,
muchísimo más difícil de explicar, aunque podía deberse, en cierto modo, a un
efecto del resplandor del fuego, o a su propia imaginación... Consideró que era
mejor ponerlo en duda. Simpson era escocés.
Cuando desaparece una emoción fuera de lo común, la razón encuentra
siempre una docena de argumentos para explicarla a posteriori. Encendió una
última pipa, y trató de reír. Sería un buen relato para cuando estuviese en
Escocia, de regreso. No se daba cuenta de que aquella risa era señal de que el
terror acechaba aún en lo más recóndito de su alma; de que, en realidad, era
uno de los síntomas más característicos con que un hombre seriamente
alarmado trata de persuadirse de que no lo está.
En cambio, Défago oyó aquella risa y lo miró con sorpresa. Los dos hombres
permanecieron un rato, el uno junto al otro, dándole con el pie a los rescoldos,
antes de marcharse a dormir. Eran las diez, hora bastante avanzada para que los
cazadores estén despiertos aún.
-¿En qué piensa usted? -preguntó Défago en tono corriente, aunque con
gravedad.
-En este momento estaba pensando en... en los bosques de juguete que tenemos
allí -balbuceó Simpson, sobresaltado por la pregunta, pero expresando lo que
realmente dominaba su pensamiento- y los comparaba con todo esto -añadió,
haciendo un gesto amplio con la mano para indicar la vasta espesura.
Hubo una pausa. Ninguno de los dos parecía querer decir nada.
-De todos modos, yo que usted no me reiría -exclamó Défago, mirando las
sombras por encima del hombro de Simpson-. Hay lugares ahí dentro que nadie
ha visto jamás... Nadie sabe lo que se oculta ahí.
El tono del guía sugería algo inmenso y terrible.
-¿Tan grande es?
Défago asintió. La expresión de su rostro era sombría. También él se sentía
intranquilo. El joven comprendió que en un territorio de aquellas dimensiones
muy bien podía haber profundidades de bosque jamás conocidas ni holladas en
toda la historia de la tierra. El pensamiento no era precisamente tranquilizador.
En voz alta, y tratando de manifestar alegría, dijo que ya era hora de irse a
dormir. Pero el guía remoloneaba, trasteaba en el fuego, ordenaba las piedras
innecesariamente, y seguía haciendo una porción de cosas que, en realidad, no
hacían falta alguna. Evidentemente, había algo que tenía ganas de decir, aunque
le resultaba muy difícil «empezar».
-Oiga, Simpson -exclamó de pronto, cuando las últimas chispas se perdieron,
por fin, en el aire-, ¿no nota usted... no nota nada en el olor... nada de particular,
quiero decir?
Simpson se dio cuenta de que la pregunta, normal y corriente en apariencia,
encerraba una sombra de amenaza. Sintió un escalofrío.
-Nada, aparte el olor a leña quemada -contestó con firmeza, dándole con el pie a
los rescoldos. Incluso el ruido de su propio pie le asustó.
-Y en toda la tarde, ¿no ha notado ningún... ningún olor? -insistió el guía,
mirándole por encima del resplandor-. ¿Nada extraordinario y distinto de
cualquier otro olor que haya olido antes?
-No; desde luego que no -replicó agresivamente, casi con mal humor.
El rostro de Défago se aclaró.
-¡Eso está bien! -exclamó con evidente alivio-. Me gusta oír eso.
-¿Y usted? -preguntó Simpson con viveza, y en el mismo instante, se arrepintió
de haberlo hecho.
El canadiense se le acercó en la oscuridad. Sacudió la cabeza.
-Creo que no -dijo, sin demasiada convicción-. Debe de haber sido la canción
esa. Suelen cantarla en los campamentos de madereros y en sitios abandonados
de la mano de Dios, como éste, cuando están asustados porque oyen al
Wendigo andar por ahí cerca.
-¿Y qué es el Wendigo, si se puede saber? -preguntó Simpson, contrariado por
la imposibilidad de reprimir otro escalofrío. Sabía que se encontraba muy cerca
del terror de aquel hombre, y de su causa. No obstante, una imperiosa
curiosidad venció su buen sentido y su temor.
Défago se volvió rápidamente y le miró como si estuviera a punto de gritar. Sus
ojos refulgían, tenía la boca completamente abierta. No obstante, lo único que
dijo -o más bien que susurró, porque su voz sonó muy baja-, fue:
-No es nada... nada. Algo que dicen esos tipos piojosos cuando se han soplado
una botella de más... Una especie de animal que vive por allá -sacudió la cabeza
hacia el norte-, veloz como un relámpago, y no muy agradable de ver, según se
cree... ¡Eso es todo!
-Una superstición de los bosques -comenzó Simpson, mientras se dirigía a la
tienda apresuradamente con el fin de sacudirse la mano del guía, que se le
aferraba al brazo- ¡Vamos, vamos de prisa, por Dios, y tráigame esa lámpara!
¡Deberíamos estar durmiendo ya, si tenemos que levantarnos mañana al
amanecer! ...
El guía iba pisándole los talones.
-Ya voy, ya voy -dijo.
Después de una pequeña dilación, apareció con la lámpara y la colgó en una
clavo del palo plantado delante de la tienda. Las sombras de un centenar de
árboles se movieron inquietas y rápidas al cambiar la luz de posición. Tropezó
con la cuerda al entrar, y la tienda entera tembló como agitada por una súbita
ráfaga de viento.
Los dos hombres se echaron, sin desvestirse, en sus techos de ramas de
bálsamo. En el interior se estaba caliente y cómodo. Afuera, en cambio, un
mundo formado por múltiples árboles se espesaba a su alrededor, fundiendo
sus sombras milenarias y ahogando la pequeña tienda que se alzaba como una
concha blanca y diminuta frente al océano tremendo de la selva.
Entre las dos figuras solitarias de su interior se condensaba también, otra
sombra que no era de la noche. Era la Sombra que proyectaba el extraño Temor,
aún no conjurado del todo, que se había introducido en el espíritu de Défago a
mitad de su canción. Y Simpson, que vigilaba la oscuridad a través de la
pequeña abertura de la tienda, dispuesto ya a sumergirse en el fragante abismo
del sueño, sintió aquella quietud profunda y única del bosque primitivo, en la
que nada se movía... y en la cual la noche adquiría una corporeidad y un
espesor que se filtraba en el espíritu y lo invadía de tinieblas... Después, el
sueño se apoderó de él.
III
Así le pareció a él al menos. Sin embargo, lo cierto era que el pulso del agua,
junto a la tienda, seguía marcando sin cesar el paso del tiempo, cuando se dio
cuenta de que estaba con los ojos abiertos y de que otro sonido acababa de
irrumpir, con solapado disimulo, en el rítmico murmullo de las olas.
Y mucho antes de comprender de qué se trataba, se agitaron en su interior
vagos sentimientos de dolor y de alarma. Escuchó atento, aunque en vano al
principio, porque los latidos de su pulso golpeaban como sonoros tambores en
sus sienes. ¿De dónde provenía? ¿Del lago, del bosque?…
Luego, de repente, con el corazón en un puño, se dio cuenta de que sonaba muy
cerca de él, dentro de la tienda; y cuando se volvió para oír mejor, lo localizó de
manera inequívoca a medio metro de donde él estaba. Era un sonido
quejumbroso: Défago, en su lecho de ramas, sollozaba en la oscuridad como si
fuera a partírsele el corazón y se taponaba la boca con la manta para sofocar el
llanto.
Su primer sentimiento, antes de pararse a pensar, fue una punzante y dolorosa
ternura. Aquel sonido íntimo, humano, oído en medio de aquella desolación, le
movía a piedad. Era tan incongruente, tan enternecedoramente incongruente...
¡y tan inútil! ¿De qué servían las lágrimas en aquella inmensidad cruel y
salvaje? Imaginó a una criatura llorando en medio del Atlántico... Después,
naturalmente, al recobrar mayor conciencia y recordar lo que había sucedido
antes de acostarse, sintió que el terror comenzaba a dominarle y que se le
helaba la sangre.
-Défago -susurró con nerviosismo, haciendo esfuerzos por hablar bajo-, ¿qué
sucede? ¿Se siente usted mal?
No obtuvo respuesta, pero cesaron inmediatamente los sollozos. Alargó la
mano y lo tocó. Su cuerpo no se movía.
-¿Está despierto? -se le había ocurrido que podía estar llorando en sueños-.
¿Tiene usted frío?
Había observado que tenía los pies destapados y que le salían hacia afuera de la
tienda. Extendió el doblez de su manta y se los tapó. El guía se había escurrido
de su lecho, y parecía haber arrastrado las ramas con él. Le daba apuro tirar de
su cuerpo hacia adentro, otra vez, por miedo a despertarle.
Hizo una o dos preguntas más en voz baja, pero, aunque esperó varios minutos,
no obtuvo contestación alguna ni apreció ningún movimiento. Después, oyó su
respiración regular y sosegada. Le puso la mano en el pecho y lo sintió subir y
bajar pausadamente.
-Dígame si le ocurre algo -murmuró- o si puedo hacer alguna cosa por usted.
Despiérteme inmediatamente si llegara a sentirse... mal.
No sabía qué decir. Se dejó caer, sin dejar de pensar ni de preguntarse qué
significaría todo aquello. Défago había estado llorando entre sueños, por
supuesto. Algo le afligía. Fuera como fuese, jamás en la vida se le olvidarían
aquellos sollozos lastimeros, ni la sensación de que toda la impresionante
soledad de los bosques los escuchaba.
Estuvo meditando durante mucho tiempo sobre los últimos sucesos, entre los
cuales, era éste, en verdad, el más misterioso; y aunque su razón encontraba
argumentos satisfactorios con que desechar cualquier eventualidad
desagradable, le quedó, no obstante, una sensación muy arraigada...extraña a
más no poder.
IV
Pero el sueño, a la larga, siempre acaba por imponerse a cualquier emoción.
Pronto se desvanecieron sus pensamientos. Se encontraba arropado, cómodo, y
demasiado fatigado. La noche era agradable y reparadora, y en ella se diluía
toda sombra de recuerdo y alarma. Media hora más tarde, había perdido
conciencia de todo cuanto le rodeaba.
Y sin embargo, esta vez fue el sueño su gran enemigo, al embotarle la sensación
de inminencia y anular el estado de alarma de sus nervios.
Así como en algunas de esas pesadillas que se presentan con terrible apariencia
de realidad, basta a veces la inconsistencia de un simple detalle para poner de
manifiesto la incoherencia y falsedad del todo, del mismo modo los
acontecimientos que ahora se desarrollan, aun sucediendo en realidad, sugerían
la existencia de un detalle que podía ser la clave de la explicación y que había
sido pasado por alto en la confusión del momento. Todo aquello sólo debía ser
cierto en parte; y lo demás, pura fantasía. En las profundidades de una mente
dormida, algo permanece despierto, preparado para emitir el juicio: «Todo esto
no es completamente real; cuando despiertes lo comprenderás.»
Y así, en cierto modo, le sucedía a Simpson. Los acontecimientos no eran
totalmente inexplicables o increíbles por sí mismos, aunque formaban, para el
hombre que los veía y oía, una sucesión de hechos horribles, pero
independientes, porque el detalle mínimo que podía haber esclarecido el
enigma permanecía oculto o desfigurado.
Por lo que Simpson puede recordar, fue un movimiento violento, como de algo
que se arrastraba en el interior de la tienda, lo que le despertó y le hizo darse
cuenta de que su compañero estaba sentado, muy tieso, junto a él. Estaba
temblando. Debían de haber pasado varias horas, porque el pálido resplandor
del alba recortaba su silueta contra la tela de la tienda. Esta vez no lloraba;
temblaba como una hoja, y su temblor lo sentía él a través de la manta. Défago
se había arrebujado contra él, en busca de protección, huyendo de algo que
aparentemente se escondía junto a la entrada de la tienda.
Por esta razón, Simpson le preguntó en voz alta -con el aturdimiento del
despertar, no recuerda exactamente qué-, y el guía no contestó. Una atmósfera
de auténtica pesadilla le envolvía, le embarazaba hasta impedirle moverse.
Durante unos instantes, como es natural, no supo dónde se encontraba, si en
uno de los anteriores campamentos o en su cama de Aberdeen. Estaba confuso
y aturdido.
Después -casi inmediatamente-, en el profundo silencio del amanecer, oyó un
ruido de lo más extraño. Fue repentino, sin previo aviso, inesperado e
indeciblemente espantoso. Simpson afirma que se trataba de una voz, acaso
humana, ronca, aunque lastimera. Una voz suave y retumbante a la vez, que
parecía provenir de las alturas y que, al mismo tiempo, sonaba muy cerca de la
tienda. Era un bramido pavoroso y profundo que, sin embargo, poseía cierta
calidad dulce y seductora. Distinguió en él como tres notas, como tres gritos
separados que recordaban vagamente, apenas reconocibles, las sílabas que
componían el nombre del guía: «¡Dé-fa-go!»
El estudiante admite que es incapaz de describir cabalmente este sonido, ya que
jamás había oído nada semejante en su vida y en él se combinaban cualidades
contradictorias. El lo describe como «una especie de voz lastimera y ululante
como el viento, que sugería la presencia de un ser solitario e indómito, tosco y a
la vez increíblemente poderoso»...
Y aun antes de que cesara la voz y se hundiera de nuevo en los inmensos
abismos del silencio, el guía se puso en pie de un salto y gritó una respuesta
ininteligible. Al incorporarse, chocó violentamente contra el palo de la tienda;
sacudió toda la armazón al extender los brazos frenéticamente para abrirse
camino, y pateó con furia para desembarazarse de las mantas. Durante un
segundo, o quizá dos, permaneció rígido ante la puerta; su oscuro perfil se
recortó contra la palidez del alba. Luego, con desenfrenada rapidez, y antes de
que su compañero pudiera mover un dedo para detenerle, se arrojó por la
entrada de la tienda... y se marchó. Y al marcharse -con tan asombrosa rapidez,
que pudo oírse cómo su voz se perdía a lo lejos- gritaba con un acento de
angustia y terror, pero que al mismo tiempo parecía expresar un tremendo
éxtasis de gozo...
-¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis ardientes pies de fuego! ¡Ah! ¡Qué altura, qué
carrera abrasadora!
Pronto la distancia acalló sus gritos, y el silencio del amanecer descendió de
nuevo sobre la floresta.
Sucedió todo con tal rapidez que, a no ser por el lecho vacío que tenía junto a él,
Simpson casi hubiera podido creer que acababa de sufrir una pesadilla. Pero a
su lado sentía aún la cálida presión del cuerpo desaparecido. Las mantas
estaban todavía en un montón, en el suelo. La misma tienda temblaba aún por
la vehemencia de su salida impetuosa. Las extrañas palabras, propias de un
cerebro repentinamente trastornado, resonaban en sus oídos como si las oyera
todavía a lo lejos... No eran únicamente los sentidos de la vista y el oído los que
denunciaban cosas extrañas a la razón, ya que mientras el guía gritaba y corría,
pudo captar él un olor extraño y acre que había invadido el interior de la tienda.
Y parece que fue en ese preciso momento, despabilado por el olor atosigante,
cuando recobró el ánimo, se puso en pie de un salto y salió de la tienda.
La luz grisácea del amanecer se derramaba indecisa y fría por entre los árboles,
permitiendo que se distinguieran las cosas, Simpson se quedó de pie, de
espaldas a la tienda empapada de rocío. Aún quedaba alguna brasa entre las
cenizas de la hoguera. Contempló el lago pálido bajo la capa de bruma, las islas
que emergían misteriosamente como envueltas en algodón, y los rodales de
nieve, al otro lado, en los espacios despejados del bosque de arbustos. Todo
estaba frío, silencioso, inmóvil, esperando la salida del sol. Pero en ninguna
parte había señal del guía desaparecido. Sin duda corría aún, frenéticamente,
por los bosques helados. Ni siquiera se oían sus pasos, ni los ecos evanescentes
de su voz. Se había ido... definitivamente.
No había nada; nada, excepto el recuerdo de su presencia reciente, que persistía
vivamente en el campamento, y ese penetrante olor que lo invadía todo.
Y aun el olor estaba desapareciendo con rapidez. A pesar de la enorme
turbación que experimentaba, Simpson se esforzó por descubrir su naturaleza.
Pero averiguar la calidad de un olor fugaz, que no se ha reconocido
inconscientemente al instante, es una operación muy ardua; y fracasó. Antes de
que pudiera captarlo del todo, o reconocerlo, había desaparecido. Incluso ahora
le cuesta hacer una descripción aproximada, ya que era distinto de todo otro
olor. Era acre, no muy diferente del que exhalan los leones, aunque más suave,
y no completamente desagradable. Tenía algo de dulzarrón que le recordaba el
aroma de las hojas otoñales de un jardín, la fragancia de la tierra, y los mil
perfumes que se elevan de una selva inmensa. Sin embargo, la expresión «olor a
leones» es la que, a mi juicio, resume mejor todo esto.
Finalmente, el olor se desvaneció por completo y Simpson se dio cuenta de que
se encontraba de pie, junto a las cenizas del fuego, en un estado de asombro y
estúpido terror que le incapacitaba para hacer frente a la menor eventualidad. Si
una rata almizclera hubiese asomado entonces su hocico puntiagudo por
encima de una roca, o hubiese visto escabullirse una ardilla, lo más probable es
que se hubiera desmayado sin más. Su instinto acababa de percibir el hálito de
un gran Horror Exterior... y todavía no había tenido tiempo de rehacerse y
adoptar una actitud firme y alerta.
Sin embargo, nada sucedió. Un soplo de aire suave acarició la floresta que
despertaba, y unas pocas hojas de arce se desprendieron temblorosas y cayeron
a tierra. El cielo se hizo repentinamente más claro. Simpson sintió el aire frío en
sus mejillas y en su cabeza descubierta. Tembló, aterido, y con gran esfuerzo se
hizo cargo de que estaba solo entre los arbustos... y de que lo más prudente era
ponerse en marcha, en busca de su compañero desaparecido, con el fin de
socorrerle.
Y así lo hizo, en efecto, pero sin resultado. Con aquella maraña de árboles en
torno suyo, el lago cortándole el camino por detrás, y el horror de aquellos
gritos salvajes latiendo aún en su sangre, hizo lo que cualquier otro inexperto
habría hecho en semejante situación: correr, correr sin sentido alguno, como un
niño enloquecido, y gritar continuamente el nombre de su guía: ¡Défago!
¡Défago! ¡Défago! -vociferaba, y los árboles le devolvían el nombre, en un eco
apagado, tantas veces cuantas lo gritaba él:
-¡Défago! ¡Défago! ¡Défago!
Siguió el rastro impreso en la nieve hasta donde los árboles, demasiado espesos,
habían impedido que la nieve llegara al suelo. Gritó hasta quedarse ronco, y
hasta que el sonido de su propia voz comenzó a asustarle en aquel paraje
desierto y silencioso. Su confusión aumentaba con la violencia de sus esfuerzos.
La angustia se le hizo dolorosamente aguda. Por último, fracasados sus
intentos, dio la vuelta y se dirigió al campamento, completamente agotado. Fue
un milagro que encontrara el camino. El caso es que, después de seguir un
sinfín de direcciones falsas, encontró la blanca tienda de campaña entre los
árboles, y se sintió a salvo.
El cansancio, entonces, administró su propio remedio. Encendió fuego y se
preparó el desayuno. El café caliente y el tocino le devolvieron un poco de
sentido común y de juicio, y comprendió que se había portado como un
chiquillo. Debía medir los esfuerzos para hacer frente a la situación de una
manera más sensata. Una vez recobrado el ánimo, debía hacer en primer lugar
una exploración lo más completa posible y, si no daba resultado, debía buscar el
camino de regreso cuanto antes y traer ayuda.
Y eso fue lo que hizo. Cogió provisiones, cerillas, el rifle y un hacha pequeña
para marcar los árboles, y se puso en camino. Eran las ocho cuando salió, y el
sol brillaba por encima de los árboles en un cielo despejado. Plantó una estaca
junto al fuego y dejó una nota, para el caso de que Défago volviera mientras él
estaba ausente.
Esta vez, de acuerdo con un plan cuidadoso, tomó una nueva dirección.
Cubriendo un área más amplia, podría tropezarse con señales del rastro del
guía. Y en efecto, antes de haber recorrido medio kilómetro, encontró las
huellas de un animal grande y, al lado, las huellas, menores y más ligeras, de
unos pies indudablemente humanos: los de Défago. El alivio que experimentó
inmediatamente fue natural, aunque breve. Al primer golpe de vista vio que
esas huellas explicaban clara y simplemente lo sucedido: las señales más
grandes pertenecían, sin duda alguna, a un alce que, con el viento en contra, se
había acercado equivocadamente al campamento, lanzando un grito de alarma
en el momento en que comprendió su error. Défago, que tenía el instinto de la
caza desarrollado hasta un grado de increíble perfección, había notado su
presencia horas antes, por el olor del viento. Su excitación y su desaparición se
debían, naturalmente, a... este...
Entonces, la explicación imposible a la cual quería aferrarse, se le reveló
implacablemente falsa. Ningún guía, y mucho menos de la categoría de Défago,
habría reaccionado de forma tan insensata, echando a correr incluso sin rifle...
Todo el episodio exigía una explicación mucho más compleja. Recordó los
detalles de todo lo que había sucedido: el grito de terror, las enigmáticas
palabras, el semblante asustado, el extraño olor que había notado, aquellos
sollozos contenidos en la oscuridad, y -también esto le vino oscuramente a la
memoria- la inicial aversión del guía a estos parajes.
Además, ahora que las examinaba de cerca, ¡aquellas huellas no eran de alce, ni
mucho menos! Hank le había explicado el perfil que deja la pezuña de un alce
macho, de una hembra o de una cría. Se las había dibujado claramente sobre
una tira de abedul. Estas eran totalmente distintas. Eran grandes, redondas,
amplias, no tenían la forma puntiaguda de la pezuña afilada. Por un momento,
se preguntó si serían de oso. No se le ocurrió pensar en ningún otro animal,
porque el reno no bajaba tan al sur en esa época del año y, aun cuando fuese así,
sus huellas dibujarían la forma de una pezuña.
Eran siniestros aquellos trazos dejados en la nieve por una misteriosa criatura
que había atraído a un ser humano lejos de su refugio. Y, al querer
relacionarlos, en su imaginación, con aquel susurro obsesionante que
interrumpió la paz del amanecer, le invadió un vértigo momentáneo, una
angustia inconcebible. Sintió una sombra de amenaza por todo su alrededor. Y
al examinar con más detalle una de las huellas, notó una débil vaharada de
aquel olor dulzarrón y penetrante, que le hizo dar un respingo y le produjo
náuseas.
Entonces su memoria le jugó otra mala pasada. Recordó, de pronto, aquellos
pies destapados que se salían de la tienda, y cómo el cuerpo del guía parecía
haber sido arrastrado hacia la entrada. Recordó también cómo Défago había
retrocedido, aterrado, ante algo que había percibido junto a la tienda, cuando él
se despertó. Los detalles acudían a su mente con violencia, asediándola de
forma obsesiva; parecían agolparse en aquellos espacios profundos de la selva
silenciosa que le rodeaba, donde él, en medio de los árboles, permanecía de pie,
a la escucha, esperando, tratando de actuar del modo más aconsejable. El
bosque le cercaba.
Con la firmeza de una suprema resolución, Simpson inició la marcha, siguiendo
las huellas lo mejor que podía, y tratando de reprimir las emociones
desagradables que trataban de debilitar su voluntad. Marcó una infinidad de
árboles a medida que caminaba, con el temor siempre de no poder encontrar el
camino de regreso, gritando de cuando en cuando el nombre del guía. El seco
golpear del hacha sobre lo troncos macizos, y el acento extraño de su propia voz
se convirtieron finalmente en unos sonidos que a él mismo le daba miedo
producir. Incluso le daba miedo oírlos. Atraían la atención y delataban su
situación exacta, y si se diera realmente el caso de que le estuvieran siguiendo,
lo mismo que seguía él a otro...
Con un esfuerzo supremo, rechazó tal idea en el mismo instante en que se le
ocurrió. Comprendía que era el principio de un aturdimiento diabólico que
podía conducirle vertiginosamente a su propia perdición.
Aunque la nieve no formaba una alfombra continua, sino sólo ligeras capas en
los espacios más despejados, no le fue difícil seguir el rastro durante varios
kilómetros. Caminaba en línea recta, en la medida en que se lo permitían los
árboles. Las pisadas impresas en la nieve comenzaron pronto a distanciarse,
hasta que, finalmente, su separación fue tal que parecía absolutamente
imposible que ningún animal diera zancadas tan enormes. Eran como saltos
enormes. Midió una de aquellas zancadas y, aunque sabía que la «distancia» de
seis metros no debía de ser muy exacta, se quedó perplejo; no comprendía cómo
no encontraba en la nieve ninguna pisada intermedia entre las huellas extremas.
Pero lo que más confundido le tenía, lo que le hacía mirar con recelo, era que las
zancadas de Défago crecían también en longitud, poco a poco, hasta cubrir
exactamente las mismas distancias. Parecía como si la enorme bestia lo hubiera
arrastrado con ella en esos saltos asombrosos. Simpson, que tenía las piernas
mucho más largas, comprobó que no podía cubrir la mitad del trecho, ni aun
tomando impulso.
Y la visión de aquellas huellas que corrían unas junto a otras, mudo testimonio
de una carrera espantosa en la que el terror o la locura habían provocado unas
consecuencias imposibles, le impresionó profundamente y le conmovió en lo
más hondo de su alma. Era lo más espantoso que habían visto sus ojos.
Comenzó a seguirlas maquinalmente, casi enajenado, mirando de soslayo,
furtivamente, por si algún ser, con zancadas gigantescas, le seguía los pasos a él
también... Y sucedió que, al poco tiempo, no supo ya lo que significaban
aquellas pisadas en la nieve, acompañadas por las huellas del pequeño francocanadiense,
su guía, su camarada, el hombre que había compartido su tienda
unas horas antes, charlando, riendo, incluso cantando con él.
V
Sólo un valiente escocés, basado en el sentido común y amparado por la lógica,
podía conservar el sentido de la realidad como lo conservó este joven, mal que
bien, para salir de aquella aventura. De no haber sido así, los descubrimientos
que hizo mientras avanzaba valerosamente le habrían hecho retroceder hasta el
refugio relativamente seguro de su tienda, en vez de apretar el rifle en sus
manos y encomendarse a Dios con el pensamiento. Lo primero que observó fue
que los dos rastros hablan sufrido una transformación; y esta transformación,
por lo que se refería a las huellas del hombre, era ciertamente aterradora.
Al principio, lo notó en las huellas más grandes, y se quedó un buen rato sin
poder creer lo que veían sus ojos. ¿Eran las hojas caídas que producían extraños
efectos de sombra, o tal vez la nieve, seca y espolvoreada como harina de arroz
por los bordes, era responsable del efecto aquel? ¿O se trataba efectivamente de
que las huellas hablan adquirido un ligero matiz coloreado? Lo innegable era
que las pisadas del animal tenían un tinte rojizo y misterioso, que más parecía
debido a un efecto de luz que a una sustancia que impregnara la nieve. Y a
medida que avanzaba se hacía más intenso aquel matiz encendido que venta a
añadir un toque nuevo y horrible a la situación.
Pero cuando, completamente perplejo, se fijó en las huellas del hombre por ver
si presentaban la misma coloración, observó que, entretanto, éstas hablan
experimentado un cambio infinitamente peor. Durante el último centenar de
metros más o menos, habían comenzado a parecerse a las huellas del animal. El
cambio era imperceptible, pero inequívoco. No se podía apreciar dónde
comenzaba. El resultado, de todos modos, estaba fuera de duda: más pequeñas,
más recortadas, modeladas con mayor nitidez, las huellas del hombre
constituían ahora, sin embargo, un duplicado casi exacto de las otras. Así, pues,
los pies que las habían grabado se habían transformado también. Al darse
cuenta de lo que esto significaba, sintió una sensación de repugnancia y terror.
Por primera vez, Simpson dudó. Después, avergonzado de su indecisión, corrió
unos cuantos pasos más; un poco más allá, se detuvo en seco. Allí mismo
terminaban todas las señales. Los dos rastros acababan de repente. Buscó
inútilmente en un radio de cien metros o más, pero no encontró el menor
indicio de huellas. No había nada.
Precisamente allí los árboles se espesaban bastante. Se trataba de enormes
cedros y abetos. No había monte bajo. Permaneció un rato mirando alrededor,
completamente turbado, sin saber qué pensar. Luego se puso a buscar con
empeñada insistencia, pero siempre llegaba al mismo resultado: nada. ¡Los pies
que se habían marcado en la superficie de la nieve hasta allí, parecían ahora
haber dejado de tocar el suelo!
En ese instante de angustia y confusión, sintió cómo el terror se le enroscaba en
el corazón, dejándole totalmente paralizado. Todo el tiempo había estado
temiendo que sucediera... y sucedió.
Allá arriba, muy lejos, debilitada por la altura y la distancia, singularmente
quejumbrosa y apagada, oyó la plañidera voz de Défago, su guía.
Cayó sobre él un cielo invernal y tranquilo, y despertó en él un terror jamás
rebasado. El rifle le resbaló de las manos. Durante un segundo, permaneció
inmóvil donde estaba, escuchando con todo su ser. Después se retiró
tambaleante hasta el árbol más cercano y se apoyó en él, deshecho e incapaz de
razonar. En aquel momento aquélla le parecía la experiencia más aniquiladora
del mundo. Se le había quedado el corazón vacío de todo sentimiento, tal como
si se le hubiera secado.
-¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah, mis pies de fuego! ¡Mis pies candentes! -oyó
que imploraba la angustiada voz del guía, con un acento de súplica
indescriptible. Después, el silencio volvió a reinar entre los árboles.
Y Simpson, una vez recobrada la conciencia de sí, se dio cuenta de que estaba
corriendo de un lado para otro, gritando, tropezando con las raíces y las
piedras, buscando desenfrenadamente al que llamaba. Rasgóse el velo de
recuerdos y emociones con que la experiencia vela habitualmente los
acontecimientos; y medio enloquecido, forjó visiones que llenaron de terror sus
ojos, su corazón y su alma. Porque, con aquella voz lejana, le había llamado el
pánico de la Selva, el Poder de la Indómita Lejanía, el Hechizo de la Desolación
que aniquila... En aquel momento, se le revelaron todos los suplicios de un ser
irremisiblemente perdido que sufría la fatiga y el placer del alma que ha llegado
a la Soledad final. Por las oscuras nieblas de sus pensamientos, como una llama,
pasó fugaz la visión de Défago, eternamente perseguido, acosado por toda la
inmensidad celeste de aquellos bosques antiquísimos.
Le pareció que transcurría una eternidad y, en el caos de sus desorganizadas
sensaciones, no consiguió encontrar nada a que aferrarse por un momento y
pensar...
El grito no se repitió; sus propias llamadas no tuvieron respuesta. Las fuerzas
inescrutables de la Naturaleza Salvaje habían llamado a su víctima con voz
inapelable y la habían atenazado.
Sin embargo, aún continuó buscando y llamando durante unas cuatro horas,
por lo menos, puesto que ya era casi de noche cuando decidió, por fin,
abandonar tan inútil persecución y regresar al campamento, a orillas del Lago
de las Cincuenta Islas. De todos modos, se marchaba de mala gana. Aquella voz
implorante resonaba aún en sus oídos. Le costó trabajo encontrar el rifle y la
pista de regreso. La necesidad de concentrarse en la tarea de seguir los árboles
mal marcados, y un hambre voraz que le roía las tripas, le ayudaron a apartar
de su mente lo ocurrido. De no haber sido así, él mismo admite que su extravío
le habría acarreado peores consecuencias. Gradualmente, las dificultades
concretas del momento le devolvieron a su ser, y no tardó en recuperar el
equilibrio de sus nervios.
No obstante, durante toda la marcha, a través de las sombras crecientes, se
sintió miserablemente perseguido. Oía innumerables ruidos de pasos que le
seguían, voces que reían y hablaban por lo bajo; y veía figuras agazapadas tras
los árboles y las rocas, haciéndose señas unas a otras como para atacarle a un
tiempo, en el instante en que pasara. El rumor del viento le hizo dar un
respingo y detenerse a escuchar. Caminó furtivamente, tratando de ocultar su
presencia, haciendo el menor ruido posible. Las sombras de los árboles, que
hasta entonces le protegían o le cubrían, se volvían ahora amenazadoras,
inquietantes; y la confusión de su mente asustada le hacía sentir una multitud
de posibilidades, tanto más siniestras cuanto más oscuras. El presentimiento de
un destino fatal acechaba detrás de cada uno de los acontecimientos que
acababan de suceder.
Fue realmente admirable el modo como salió airoso al final. Acaso hombres de
madura experiencia hubieran fracasado en esta prueba. Consiguió dominarse
bastante bien y pensó en todo, como demuestra su plan de acción. Puesto que
no tenía sueño en absoluto, y caminaba siguiendo un rastro invisible en la total
oscuridad, se sentó a pasar la noche, rifle en mano, delante de una hoguera que
ni por un momento dejó de alimentar. El rigor de aquella vigilancia dejó
marcado su espíritu para siempre; pero la llevó a cabo con éxito, y a las
primeras claridades del día emprendió el viaje de regreso, en busca de ayuda.
Como la vez anterior, dejó una nota escrita en la que explicaba su ausencia e
indicaba también dónde dejaba un depósito de abundantes provisiones y
cerillas... ¡aunque no esperaba que lo encontrasen manos humanas!
Sería por sí misma una historia digna de contarse la manera como Simpson
encontró el camino, solo, a través del lago y del bosque. Oírsela a él es conocer
la apasionada soledad de espíritu que puede sentir un hombre cuando la
Naturaleza Salvaje lo tiene en el hueco de su mano ilimitada... y se ríe de él. Es,
también, admirar su voluntad inquebrantable.
No reclama para sí ningún mérito. Confiesa que seguía maquinalmente, y sin
pensar, el rastro casi invisible. Y esto, indudablemente, es verdad. Confiaba en
la guía inconsciente de la razón, que es el instinto. Tal vez le ayudara también
cierto sentido de orientación, tan desarrollado en los animales y en el hombre
primitivo. El caso es que, a través de toda aquella enmarañada región,
consiguió llegar al sitio donde Défago, casi tres días antes, había escondido la
canoa con estas palabras:
-Cruzar el lago todo recto, hacia el sol, hasta dar con el campamento.
No había sol de ninguna clase, pero se ayudó con la brújula como Dios le dio a
entender, y cubrió los últimos veinte kilómetros de su viaje a bordo de la frágil
piragua, con una inmensa sensación de alivio al dejar atrás, por fin, el bosque
interminable. Por fortuna, el agua estaba tranquila. Enfiló proa al centro del
lago, en vez de costear, Y tuvo la suerte, además, de que los otros estuvieran ya
de regreso. La luz de la hoguera le proporcionó un punto de referencia, sin el
cual habría perdido toda la noche para encontrar el campamento.
De todos modos, era cerca de media noche cuando su canoa rozó la arena de la
ensenada. Hank, Punk y su tío, despertados por sus gritos, echaron a correr. Y
viéndole cansado y deshecho, le ayudaron a abrirse camino por las rocas hasta
el fuego casi apagado.
VI
La repentina irrupción de su prosaico tío en este mundo de pesadilla en que
vivía desde hacía dos días y dos noches, tuvo el efecto inmediato de dar al
asunto un cariz enteramente nuevo. Bastó con oír su cordial «¡Hola, hijo mío!
¿Qué te pasa?» y sentirse agarrado por aquella mano seca y vigorosa, para que
su manera de enfocar los hechos sufriera un giro radical. Estalló en su interior
como una violenta reacción purificadora y comprendió que su comportamiento
no había sido normal. Incluso se sintió algo avergonzado de sí mismo. La
original terquedad de su raza le dominaba por completo.
Y esto último explica, indudablemente, por qué le resultó tan difícil contar su
extraña aventura ante el grupo reunido junto al fuego. Dijo lo necesario, no
obstante, para que se tomase la inmediata decisión de ir a rescatar al guía. Pero
antes, Simpson debía comer y, sobre todo, dormir para estar en condiciones de
llevarles hasta allá. El doctor Cathcart, que se daba más cuenta del estado del
muchacho que lo que éste se creía, le inyectó una dosis muy ligera de morfina
que le permitió dormir como un tronco durante seis horas.
De la descripción que más adelante redactó con todo detalle este estudiante de
teología, se desprende que en lo que contó al principio había omitido diversos
detalles de suma importancia. Confiesa que, ante la presencia sólida y real de su
tío, cara a cara, no tuvo el valor de mencionarlos. De este modo, los
componentes de la expedición entendieron, al parecer, que Défago había
sufrido un ataque de locura agudo e inexplicable durante la noche, en el cual se
creyó «llamado» por alguien o por algo, y que se había internado por la
espesura sin provisiones ni rifle, exponiéndose a una muerte horrible por frío y
hambre si ellos no llegaban a tiempo. Por lo demás, «a tiempo» quería decir
«inmediatamente».
En el curso del día siguiente -salieron a las siete, dejando a Punk en el
campamento con el encargo de que tuviera comida y lumbre siempre
preparadas-, Simpson contó bastantes cosas más sin sospechar que, en realidad,
era su tío quien se las estaba sonsacando. Para cuando llegaron al lugar donde
comenzaba el rastro, junto al escondrijo de la canoa, Simpson había contado ya
que Défago habló de «algo que él llamaba Wendigo» que había llorado durante
el sueño, y que él mismo había creído notar un olor raro en el campamento, y
que había experimentado ciertos síntomas de excitación mental. Asimismo,
admitió haber experimentado el efecto turbador de «aquel olor extraordinario,
acre y penetrante como el de los leones». Y cuando se encontraban a menos de
una hora del Lago de las Cincuenta Islas, dejó caer otro detalle, que más
adelante calificó de estúpida confesión debida a su estado de histerismo. Dijo
que había oído al guía desaparecido «pidiendo ayuda». Omitió las extrañas
palabras que éste había proferido, sencillamente por no repetir aquel absurdo
lenguaje. Además, al describir cómo las pisadas del hombre, en la nieve, se iban
convirtiendo gradualmente en una réplica en miniatura de las huellas
profundas del animal, se calló intencionadamente que tanto las zancadas del
uno como las del otro eran de dimensiones completamente increíbles. Le
pareció oportuno llegar a un término medio entre su orgullo personal y la
absoluta sinceridad, y decidir en cada caso lo que debía y lo que no debía
contar. Sí mencionó, pues, el tinte encendido de la nieve, por ejemplo, y no se
atrevió a contar, en cambio, que tanto el cuerpo como el lecho del guía habían
sido arrastrados hacia afuera de la tienda...
El resultado fue que el doctor Cathcart, que se consideraba a sí mismo como un
hábil psicólogo, le explicó con claridad y exactitud que su mente, influida por la
soledad, el aturdimiento y el terror, habían sucumbido frente a una tensión
excesiva, provocando esas alucinaciones. No por elogiar su conducta dejó de
señalar, dónde, cuándo y cómo se había extraviado su mente. El resultado fue
que su sobrino, hábilmente halagado, se creyó, por una parte, más perspicaz de
lo que era en realidad, y más tonto por otra, al ver cómo quitaban importancia a
sus declaraciones. Como tantos otros materialistas, su tío había sabido utilizar
con sagacidad el argumento de la insuficiencia de datos para enmascarar el
hecho de que los datos aducidos le resultaban a él totalmente inadmisibles.
-El hechizo de estas inmensas soledades -decía- es muy nocivo para la mente; es
decir, siempre que ésta posea una elevada capacidad de imaginación. Y lo ha
sido para ti exactamente igual que lo fue para mí cuando tenia tu edad. El
animal que merodeaba por vuestro pequeño campamento era indudablemente
un alce, ya que el bramido de un alce puede tener a veces una calidad muy
peculiar. El color que creíste ver en las huellas fue, evidentemente, una ilusión
óptica provocada por tu estado de excitación. Las dimensiones de las huellas,
ya tendremos ocasión de comprobarlas cuando lleguemos. En cuanto a las
voces que te pareció oír, naturalmente, fueron alucinaciones muy corrientes que
se suelen producir por la misma excitación mental... excitación que resulta
perfectamente excusable y que ha sido, si me lo permites, maravillosamente
dominada por ti en esas circunstancias. En cuanto a lo demás, tengo que decir
que has obrado con gran valor, porque el terror de sentirse uno perdido en esta
espesura no es ninguna bagatela; de haber estado yo en tu lugar, creo que no
me habría portado ni con la mitad de juicio y decisión que tú. Lo único que
encuentro particularmente difícil de explicar es... es ese… ese condenado olor.
-Me puso enfermo, te lo aseguro -declaró su sobrino-; estuve a punto de
marearme.
La imperturbable serenidad de su tío, debida tan sólo a su habilidad
psicológica, le impulsaba a adoptar una actitud ligeramente retadora. ¡Era tan
fácil explicar con términos eruditos unos hechos de los que uno no había sido
testigo presencial!
-Era un olor salvaje y terrible. Así es únicamente como podría describirlo -
concluyó, sosteniendo la mirada reposada y fría de su tío.
-Lo que me maravilla -comentó éste-, es que, en semejantes circunstancias, no
hayas experimentado nada peor.
Simpson comprendió que estas palabras quedaban a mitad de camino entre la
verdad y la interpretación que de ella hacía su tío.
Y así, por último, llegaron al pequeño campamento y encontraron la tienda
plantada aún. Tanto la tienda como los restos del fuego y el papel clavado en la
estaca, estaban intactos. El escondrijo, en cambio, improvisado de mala manera
por manos inexpertas, había sido descubierto y saqueado por las ratas
almizcleras, los visones y las ardillas. Los fósforos estaban esparcidos por el
agujero; en cuanto a las provisiones, habían desaparecido hasta la última miga.
-Bueno, señores, aquí no hay nadie -exclamó sonoramente Hank, según era
costumbre suya-; ¡tan cierto como el sol que nos alumbra! Pero saber dónde se
ha metido, que el diablo me lleve si lo sé.
La presencia del estudiante de teología no fue entonces obstáculo para su
lengua, aunque por respeto al lector se hayan de moderar las expresiones que
utilizó.
Propongo -añadió- que empecemos ahora mismo a buscarle y que registremos
hasta el infierno, si es necesario.
El destino de Défago, probablemente fatal, abrumaba a los tres expedicionarios
y les llenaba de una espantosa aprensión, sobre todo después de haber visto los
vestigios de su estancia allí. La tienda, sobre todo, con el lecho de ramas de
bálsamo aplastado aún por el peso de su cuerpo, parecía sugerirles vivamente
su presencia. Simpson, como si notara vagamente que sus palabras podían
ponerse en tela de juicio, intentó explicar algunos detalles. Ahora estaba mucho
más tranquilo, aunque fatigado por el esfuerzo de tantas caminatas. El método
de su tío para explicar -para «desechar» más bien- sus terroríficos recuerdos,
contribuyó también a tranquilizarle.
-Y esa es la dirección que tomó al echar a correr -dijo Simpson a sus dos
compañeros, apuntando por donde había desaparecido el guía aquella
madrugada de claridades grises-. Por allá, en línea recta. Corría como un ciervo,
por entre los abedules y los cedros...
Hank y el doctor Cathcart se miraron.
-Y seguí el rastro unas dos millas en la misma dirección -prosiguió, con algo de
su antiguo terror en la voz-; después, a eso de unas dos millas o así, las huellas
se detienen... ¡se terminan!
-Que fue donde usted oyó que le llamaba y notó el mal olor y todo lo demás -
exclamó Hank con una volubilidad que traicionaba su profundo pesar.
-Y donde tu excitación te dominó hasta el extremo de provocar toda clase de
ilusiones -añadió el doctor Cathcart en voz baja, aunque no tanto que su sobrino
no lo oyera.
La tarde no había hecho más que empezar. Habían caminado de prisa, y
todavía les quedaban más de dos horas de luz. El doctor Cathcart y Hank
comenzaron inmediatamente la búsqueda. Simpson estaba demasiado cansado
para acompañarles. Le dijeron que ellos seguirían las marcas de los árboles y, en
cuanto les fuera posible, las pisadas también. Entre tanto, lo mejor que podía
hacer él era cuidar del fuego y descansar.
Al cabo de unas tres horas de exploración, ya oscurecido, los dos hombres
regresaron al campamento sin novedad. La nieve reciente había borrado todas
las huellas, y aunque habían seguido los árboles marcados hasta donde
Simpson emprendió el camino de regreso, no descubrieron el menor indicio de
ser humano... ni de animal alguno. No había huellas de ninguna clase: la nieve
estaba impoluta.
Era difícil decidir qué convenía hacer, aunque la realidad era que no se podía
hacer nada más. Podían quedarse y continuar buscando durante semanas y
semanas sin demasiadas probabilidades de éxito. La nieve de la noche anterior
había destruido su única esperanza. Se sentaron alrededor del fuego para cenar.
Formaban un grupo sombrío y desalentado. Los hechos, efectivamente, eran
bastante tristes, ya que Défago tenía esposa en Rat Portage y lo que él ganaba
era el único medio de subsistencia para el matrimonio.
Ahora que se sabía la verdad en toda su descarnada crudeza, parecía inútil
tratar de seguir disimulándola. A partir de ese momento, hablaron con
franqueza de lo que había sucedido y de las posibilidades existentes. No era la
primera vez, incluso para el doctor Cathcart, que un hombre sucumbía a la
seducción singular de las Soledades y perdía el juicio. Défago, por otra parte,
estaba bastante predispuesto a una eventualidad de ese tipo, ya que a su
natural melancolía se sumaban sus frecuentes borracheras que a menudo le
duraban varias semanas. Algo debió de ocurrir en la excursión -no se sabía qué-
, que bastó para desencadenar su crisis. Eso era todo. Y había huido. Había
huido a la salvaje espesura de los árboles y los lagos, para morir de hambre y de
cansancio. Las posibilidades de que no consiguiera volver a encontrar el
campamento eran abrumadoras. El delirio que le dominaba aumentaría sin
duda, y era completamente seguro que había atentado contra sí mismo,
apresurando de esta forma su destino implacable. Podía incluso que a estas
horas hubiera sobrevenido ya el desenlace final. Por iniciativa de Hank, su viejo
camarada, esperarían algo más y dedicarían todo el día siguiente, desde el
amanecer hasta que oscureciese a una búsqueda sistemática. Se repartirían el
terreno a explorar. Discutieron el proyecto con todos los pormenores. Harían lo
humanamente posible por encontrarlo.
Y a continuación se pusieron a hablar de la curiosa forma en que el pánico de la
Selva había atacado al infortunado guía. A Hank, a pesar de estar familiarizado
con esta clase de relatos, no le agradó el giro que había tomado la conversación.
Intervino poco, pero ese poco fue revelador. Admitió que se contaba, por
aquella región, la historia de unos indios que «habían visto al Wendigo»
merodeando por las costas del Lago de las Cincuenta Islas en el otoño del año
anterior, y que éste era el verdadero motivo de la aversión de Défago a cazar
por allí. Hank, indudablemente, estaba convencido de que, en cierto modo,
había contribuido a la muerte de su compañero, ya que era él quien le había
persuadido para que fuese allí.
-Cuando un indio se vuelve loco -explicó, como hablando consigo mismo-, se
dice que ha visto al Wendigo. ¡Y el pobre Défago era supersticioso hasta los
tuétanos!...
Y entonces Simpson, sintiendo un ambiente más propicio, contó todos los
hechos de su asombrado relato. Esta vez no omitió ningún detalle; refirió sus
propias sensaciones y el miedo sobrecogedor que había pasado. Unicamente se
calló el extraño lenguaje que había empleado el guía.
-Pero, sin duda, Défago te había contado ya todos esos pormenores acerca de la
leyenda del Wendigo -insistió el doctor-. Quiero decir que él habría hablado ya
sobre todo esto, y de esta suerte imbuyó en tu mente la idea que tu propia
excitación desarrolló más adelante.
Entonces Simpson repitió nuevamente los hechos. Declaró que Défago se había
limitado a mencionar el nombre de la bestia. Él, Simpson, no sabía nada de
aquella leyenda y, que él recordara, no había leído jamás nada que se refiriese a
ella. Incluso le resultaba extraño el nombre aquel.
Naturalmente, estaba diciendo la verdad, y el doctor Cathcart se vio obligado a
admitir, de mala gana, el carácter singular de todo el caso. Sin embargo, no lo
manifestó tanto con palabras como con su actitud: a partir de entonces mantuvo
la espalda protegida contra un árbol corpulento, reavivaba el fuego cuando le
parecía que empezaba a apagarse, era siempre el primero en captar el menor
ruido que sonara en la oscuridad circundante -acaso un pez que saltaba en el
lago, el crujir de alguna rama, la caída ocasional de un poco de nieve desde las
ramas altas donde el calor del fuego comenzaba a derretirla- e incluso se alteró
un tanto la calidad de su voz, que se hizo algo menos segura y más baja. El
miedo, por decirlo lisa y llanamente, se cernía sobre el pequeño campamento y,
a pesar de que los tres preferían hablar de otras cosas, parecía que lo único de
que podían discutir era de eso: del motivo de su miedo. En vano intentaron
variar de conversación; no encontraban nada que decir. Hank era el más
honrado del grupo: no decía nada. Con todo, tampoco dio la espalda a la
oscuridad ni una sola vez. Permaneció de cara a la espesura y, cuando
necesitaron más leña, no dio un paso más allá de, los necesarios para obtenerla.
VII
Una muralla de silencio los envolvía, toda vez que la nieve, aunque no
abundante, sí era lo suficiente para apagar cualquier clase de ruido. Además,
todo estaba rígido por la helada. No se oía más que sus voces y el suave crepitar
de las llamas. Tan sólo, de cuando en cuando, sonaba algo muy quedo, como el
aleteo de una mariposa. Ninguno parecía tener ganas de irse a dormir. Las
horas se deslizaban en busca de la medianoche.
-Es bastante curiosa la leyenda esa -observó el doctor, después de una pausa
excepcionalmente larga y con la intención de interrumpirla, más que por ganas
de hablar-. El Wendigo es simplemente la personificación de la Llamada de la
Selva, que algunos individuos escuchan para precipitarse hacia su propia
destrucción.
-Eso es -dijo Hank-. Y cuando lo oyes, no hay posibilidad de que te equivoques.
Te llama por tu propio nombre.
Siguió otra pausa. Después, el doctor Cathcart volvió tan súbitamente al tema
prohibido, que pilló a los otros dos desprevenidos.
-La alegoría es significativa -dijo, tratando de escrutar la oscuridad que le
rodeaba-, porque la Voz, según dicen, recuerda los ruidos menudos del bosque:
el viento, un salto de agua, los gritos de los animales, y cosas así. Y una vez que
la víctima oye eso… ¡se acabó! Dicen que sus puntos más vulnerables son los
pies y los ojos; los pies, por el placer de caminar, y los ojos, porque gozan de la
belleza. El infeliz vagabundo viaja a una velocidad tan espantosa, que los ojos le
sangran y le arden los pies.
El doctor Cathcart, mientras hablaba, seguía mirando inquieto hacia las
tinieblas. Su voz se convirtió en un susurro.
-Se dice también -añadió- que el Wendigo quema los pies de sus víctimas,
debido a la fricción que provoca su tremenda velocidad, hasta que se destruyen
esos pies; y que los nuevos que entonces se les forman son exactamente como
los de él.
Simpson escuchaba mudo de espanto. Pero lo que más fascinado le tenía era la
palidez del semblante de Hank. De buena gana se habría tapado los oídos y
habría cerrado los ojos, si hubiera tenido valor.
-No siempre anda por el suelo -comentó Hank arrastrando las palabras-, pues
sube tan alto, que la víctima piensa que son las estrellas las que le han pegado
fuego. Otras veces da unos saltos enormes y corre por encima de las copas de
los árboles, arrastrando a su víctima con él, para dejarla caer como hace el
albatros con las suyas, que las mata así, antes de devorarlas. Pero de todas las
cosas que hay en el bosque, lo único que come es… ¡musgo! -y se rió con una
risa nerviosa. -Sí, el Wendigo come musgo -añadió, mirando con excitación el
rostro de sus compañeros-. Es un comedor de musgo -repitió, con una sarta de
juramentos de lo más extraño que uno puede imaginar.
Pero Simpson comprendía ahora el verdadero propósito de su conversación. Lo
que aquellos dos hombres fuertes y «experimentados» temían, cada uno a su
manera, era ante todo el silencio. Hablaban para ganar tiempo. Hablaban,
también, para combatir la oscuridad, para evitar el pánico que les invadía, para
no admitir que se hallaban en un terreno hostil, decididos, ante todo, a no
permitir que sus pensamientos más profundos llegaran a dominarles. Pero
Simpson, que ya había sido iniciado en esa espantosa vigilia de terror, se
encontraba más avanzado, a este respecto, que sus dos compañeros. El había
alcanzado ya un estadio en el que se sentía inmune. En cambio, los otros dos, el
médico burlón y analítico y el honrado y tozudo hombre de los bosques,
temblaban en lo más íntimo.
De esta forma pasó una hora tras otra, y de esta forma el pequeño grupo
permaneció sentado, determinado a resistir espiritualmente, ante las fauces de
la espesura salvaje, hablando ociosamente y en voz baja de la terrible y
obsesionante leyenda. Considerándolo bien, era una lucha desigual, porque el
espíritu indomable de los bosques tenía la doble ventaja de haber atacado
primero y de contar ya con un rehén. El destino del compañero se cernía sobre
ellos y les causaba una creciente opresión, que a lo último se les haría
insoportable.
Fue Hank, después de una pausa larga y enervante, el que liberó de modo
totalmente inesperado toda esa emoción contenida. De pronto, se puso en pie
de un salto y lanzó a las tinieblas el aullido más terrible que se pueda imaginar.
Seguramente no podía dominarse por más tiempo. Para darle mayor sonoridad,
se dio palmadas en la boca, provocando de este modo numerosas y breves
intermitencias.
-Eso para Défago -dijo, mirando a sus compañeros con una sonrisa extraña y
retadora-, porque estoy convencido (aquí se omiten varios exabruptos) de que
mi compadre no está demasiado lejos de nosotros en este preciso momento.
Había tal vehemencia y tal seguridad en su afirmación, que Simpson dio un
salto también y se puso en pie. Al doctor se le fue la pipa de la boca. El rostro de
Hank estaba lívido y el de Cathcart daba muestras de un súbito
desfallecimiento, casi de una pérdida de todas las facultades. Luego brilló una
furia momentánea en sus ojos, se puso de pie con una calma que era fruto de su
habitual autodominio y se encaró con el excitado guía. Porque esto era
inadmisible, estúpido, peligroso, y había que cortarlo de raíz.
Puede uno imaginarse lo que pasaría a continuación, aunque no puede saberse
con certeza, porque en aquel momento de silencio profundo que siguió al
alarido de Hank, y como contestándolo, algo cruzó la oscuridad del cielo por
encima de ellos a una velocidad prodigiosa, algo necesariamente muy grande,
porque produjo un gran ramalazo de viento, y, al mismo tiempo, descendió a
través de los árboles un débil grito humano que, en un tono de angustia
indescriptible, clamaba:
-¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis candentes pies de
fuego!
Blanco como el papel, Hank miró estúpidamente en torno suyo, como un niño.
El doctor Cathcart profirió una especie de exclamación incomprensible y echó a
correr, en un movimiento instintivo de terror ciego, en busca de la protección de
la tienda, y a los pocos pasos se paró en seco. Simpson fue el único de los tres
que conservó la presencia de ánimo. Su horror era demasiado hondo para
manifestarse en reacciones inmediatas. Ya había oído aquel grito anteriormente.
Volviéndose hacia sus impresionados compañeros, dijo, casi con toda
naturalidad:
-Ese es exactamente el grito que oí... ¡y las mismas palabras que dijo!
Luego, alzando su rostro hacia el cielo, gritó muy alto:
-¡Défago! ¡Défago! ¡Baja aquí, con nosotros! ¡Baja!...
Y antes de que ninguno tuviera tiempo de tomar una decisión cualquiera, se
oyó un ruido de algo que caía entre los árboles, rompiendo las ramas, y
aterrizaba con un tremendo golpe sobre la tierra helada. El impacto fue
verdaderamente terrible y atronador.
-¡Es él, que el buen Dios nos asista! -se oyó exclamar a Hank, en un grito
sofocado, a la vez que maquinalmente echaba mano al cuchillo.
-¡Y viene! ¡Y viene! -añadió, soltando unas irracionales carcajadas de terror, al
oír sobre la nieve helada el ruido de unos pasos que se acercaban a la luz.
Y, mientras avanzaban aquellas pisadas, los tres hombres permanecieron de
pie, inmóviles, junto a la hoguera. El doctor Cathcart se había quedado como
muerto; ni siquiera parpadeaba. Hank sufría espantosamente y, aunque no se
movía tampoco, daba la impresión de que estaba a punto de abalanzarse no se
sabe hacia dónde. En cuanto a Simpson, parecía petrificado. Estaban atónitos,
asustados como niños. El cuadro era espantoso. Y entre tanto, aunque todavía
invisible, los pasos se acercaban, haciendo crujir la nieve. Parecía que no iban a
llegar jamás. Eran unos pasos lentos, pesados, interminables como una
pesadilla.
VIII
Por último, una figura brotó de las tinieblas. Avanzó hacia la zona de dudoso
resplandor, donde la luz del fuego se mezclaba con las sombras, a unos diez
pasos de la hoguera. Luego, se detuvo y les miró fijamente. Siguió adelante con
movimientos espasmódicos, como una marioneta, y recibió la luz de lleno.
Entonces se dieron cuenta los presentes de que se trataba de un hombre. Y al
parecer aquel hombre era… Défago.
Algo así como la máscara del horror cubrió en aquel momento el semblante de
los tres hombres; y sus tres pares de ojos brillaron a través de ella, como si sus
miradas cruzaran las fronteras de la visión normal y percibiesen lo
Desconocido.
Défago avanzó. Sus pasos eran vacilantes, inseguros. Primero se aproximó al
grupo, después se volvió bruscamente y clavó los ojos en el rostro de Simpson.
El sonido de su voz brotó de sus labios:
-Aquí estoy, jefe. Alguien me ha llamado -era una voz seca, débil, jadeante-.
Estoy de viaje. He atravesado el fuego del Infierno... No ha estado mal...
Y se rió, avanzando la cabeza hacia el rostro del otro. Pero aquella risa puso en
marcha el mecanismo del grupo de figuras de cera mortalmente pálidas que
formaban los otros tres. Hank saltó inmediatamente sobre él, lanzando una
sarta de juramentos tan rebuscados y sonoros que a Simpson ni siquiera le
sonaron a inglés sino más bien a algún lenguaje indio o cosa así. Lo único que
comprendía era que el hecho de que Hank se hubiese interpuesto entre los dos,
le resultaba grato… extraordinariamente grato. El doctor Cathcart, aunque más
reposadamente, avanzó tras él a trompicones.
Simpson no recuerda bien lo que pasó en aquellos pocos segundos, porque los
ojos de aquel rostro apergaminado y maldito que le escudriñaba de cerca, le
aturdieron totalmente. Se quedó alelado, ni abrió la boca siquiera, No poseía la
disciplinada voluntad de los otros dos, que les permitía actuar desafiando toda
tensión emocional. Los vio moverse como si se encontrara detrás de un cristal,
como si la escena fuese una pura fantasía evanescente. Sin embargo, en medio
del torrente de frases sin sentido de Hank, recuerda haber oído el tono
autoritario de su tío -duro y forzado-- que decía algo sobre alimento, calor,
mantas, whisky, y demás… Y durante la escena que siguió, no dejó de percibir
las vaharadas de aquel olor penetrante, insólito, maligno pero embriagador a la
vez.
Sin embargo, fue él -con menos experiencia y habilidad que los otros dos- quien
profirió la frase que vino a aliviar la horrible situación, expresando así la duda y
el pensamiento que encogía el corazón de los tres.
-¿Eres… eres TÚ, Défago? -preguntó, quebrando un horror de silencio con su
voz.
E inmediatamente, Cathcart irrumpió con una sonora respuesta, antes que el
otro hubiera tenido tiempo de mover los labios:
-¡Claro que sí! ¡Claro que sí! Lo que ocurre… ¿no lo ves?... es que está exhausto
de hambre y de cansancio. ¿No es eso suficiente para cambiar a un hombre
hasta el punto de hacerlo irreconocible?
Lo decía más para convencerse a sí mismo que a los demás. El énfasis de su
tono lo dejaba bien claro. Y mientras hablaba y se movía, se llevaba
continuamente el pañuelo a la nariz. Aquel olor había penetrado en todo el
campamento.
Porque el «Défago» que se arrebujó en las mantas junto al fuego, bebiendo
whisky caliente y comiendo con las manos, apenas si se parecía más al guía que
ellos habían conocido que un hombre de sesenta años a un retrato de su propia
juventud. No es posible describir honradamente aquella caricatura fantasmal,
aquella parodia de la imagen de Défago. Conservaba algún vestigio espantoso y
remoto de su aspecto anterior. Simpson afirma que el rostro era más animal que
humano, que los rasgos se le habían contraído en proporciones dislocadas. La
piel, fláccida y colgante, como si hubiera sido sometido a presiones y tensiones
físicas, le recordaba vagamente una de esas vejigas con una cara pintada que
cambia de expresión a medida que la van inflando y que, al desinflarse, emiten
un sonido quejumbroso y débil como un sollozo. Tanto la voz como la cara de
Défago tenían una abominable semejanza con esas vejigas. Pero Cathcart,
mucho después, al tratar de describir lo indescriptible, afirma que aquel podía
ser el aspecto de un rostro y de un cuerpo que, habiéndose hallado en una capa
de aire rarificada, estuviera a punto de disgregarse hasta... hasta perder toda
consistencia.
Hank, aunque totalmente confundido y agitado por una emoción sin límites
que no podía reprimir ni comprender, fue quien, sin más dilaciones, puso fin a
la cuestión. Se apartó unos pasos de la hoguera, de forma que el resplandor no
le deslumbrara demasiado y, haciéndose sombra con las dos manos en los ojos,
exclamó con voz potente, mezcla de furia y excitación:
-¡Tú no eres Défago! ¡Ni hablar! ¡A mí me importa un condenado pimiento lo
que tú... pero aquí no vengas diciendo que eres mi compadre de hace veinte
años! -los ojos le fulguraban como si quisiera destruir aquella figura acurrucada
con su mirada furibunda-. Y si es verdad, que me caiga un rayo de punta y me
mande al infierno de cabeza. ¡Dios nos asista! -añadió, sacudido por un violento
escalofrío de repugnancia y horror.
Fue imposible hacerlo callar. Allí estuvo gritando como un poseso, y tan terrible
era verle como oír lo que decía… porque era verdad. No hizo más que repetir lo
mismo cincuenta veces, y cada vez, en una lengua más enrevesada que la
anterior. El bosque se llenaba de sus ecos. Llegó un momento en que parecía
como si quisiera arrojarse sobre «el intruso», pues su mano subía
constantemente hacia su cinturón, en busca de su largo cuchillo de monte.
Pero al final no hizo nada y la tempestad estuvo a punto de terminar en
lágrimas. Súbitamente, la voz de Hank se quebró. Se dejó caer en el suelo y
Cathcart se las arregló para convencerle de que se marchara a la tienda y se
echase a descansar. El resto de la escena, claro está, lo presenció desde dentro.
Su pálida cara de terror atisbaba por la abertura de la tienda.
Luego el doctor Cathcart, seguido de cerca por su sobrino, que tan bien había
conservado su presencia de ánimo, adoptó un aire de determinación y se puso
en pie, frente a la figura arrebujada junto al fuego. La miró de frente y habló, Al
principio, le salió una voz firme:
-Défago, díganos qué ha sucedido... no hace falta que entre en detalles, sólo
deseamos saber cómo podemos ayudarle -preguntó con acento autoritario, casi
como una orden.
Pero inmediatamente después varió de tono, porque el rostro de aquella figura
se volvió hacia él con una expresión tan lastimera, tan terrible y tan poco
humana, que el médico retrocedió como si tuviera delante un ser
espiritualmente impuro. Simpson, que miraba desde atrás, dice que le daba la
impresión de que el rostro de Défago era una máscara a punto de caerse y de
que debajo se iba a revelar, en toda su desnudez, su verdadero rostro, negro y
diabólico.
-¡Vamos, hombre, vamos! -gritaba Cathcart, a quien el terror le atenazaba la
garganta-. No podemos estarnos aquí toda la noche… -era el grito del instinto
sobre la razón.
Y entonces «Défago», con una sonrisa inexpresiva, contestó; y su voz era débil,
inconsistente y extraña, como a punto de convertirse en un sonido enteramente
distinto:
-He visto al gran Wendigo -susurró, olfateando el aire en torno suyo,
exactamente igual que una bestia-. He estado con él, también...
Allí terminaron el pobre diablo su discurso y el doctor Cathcart su
interrogatorio, porque en ese momento se oyó un grito desgarrador de Hank,
cuyos ojos se veían brillar desde fuera de la tienda:
-¡SUS pies! ¡Oh, Dios, sus pies! ¡Mirad Cómo le han cambiado los pies!
Défago, que se había removido en su sitio, se había colocado de tal forma que
por primera vez aparecieron sus piernas a la luz y sus pies quedaron al
descubierto. Sin embargo, Simpson no tuvo tiempo de ver lo que Hank
señalaba. En el mismo instante, con un salto de tigre asustado, Cathcart se
arrojó sobre él y le tapó las piernas con mantas con tal rapidez que el joven
estudiante apenas si llegó a vislumbrar algo oscuro y singularmente abultado
allí donde deberían verse sus pies enfundados en un par de mocasines.
Después, antes que al doctor le diera tiempo de nada más, antes de que a
Simpson se le ocurriera ninguna pregunta, y mucho menos pudiera formularla,
Défago se puso en pie, se irguió frente a ellos, bamboleándose con dificultad, y
con una expresión sombría y maliciosa en su rostro deforme. Resultaba
literalmente monstruoso.
-Ahora, vosotros lo habéis visto también -jadeó-. ¡Habéis visto mis ardientes
pies de fuego! Y ahora... bueno, a no ser que podáis salvarme y evitar… poco
falta para…
Su voz lastimera fue interrumpida por un ruido, como por el rugir de un
vendaval que viniese cruzando el lago. Los árboles sacudieron sus ramas
enmarañadas. Las llamas del fuego se agitaron, azotadas por una ráfaga
violenta, y algo pasó sobre el campamento con furia ensordecedora. Défago
arrancó de sí todas las mantas, dio media vuelta hacia el bosque y con aquel
torpe movimiento con que había venido... se marchó. Pero lo hizo a una
velocidad tan pasmosa que, cuando quisieron darse cuenta, la oscuridad ya se
lo había tragado. Y pocos segundos después, por encima de los árboles
azotados y del rugido del viento repentino, los tres hombres oyeron, con el
corazón encogido, un grito que parecía provenir de una altura inmensa.
-¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis candentes pies de
fuego!...
Luego, la voz se apagó en el espacio incalculable y silencioso.
El doctor Cathcart -que había dominado de pronto sus nervios, y se había
adueñado también de la situación- agarró a Hank violentamente del brazo en el
momento que iba a lanzarse hacia la espesura.
-¡Quiero que conste! -gritaba el guía-, ¡que conste, digo, que ése no es él! ¡De
ninguna manera! ¡Ese es algún... demonio que le ha usurpado el sitio!
De una u otra forma -el doctor Cathcart admite que nunca ha sabido claramente
cómo lo consiguió--, se las arregló para retenerle en la tienda y apaciguarlo. El
doctor, por lo visto, había conseguido reaccionar, y era capaz nuevamente de
dominar sus propias energías. En efecto, manejó a Hank admirablemente. Sin
embargo, su sobrino, que hasta ese momento se había portado
maravillosamente, fue quien vino a causarle más preocupación, pues la tensión
acumulada se le desbordó en un acceso de llanto histérico que hizo necesario
aislarle en un lecho de ramas y mantas, lo más lejos posible de Hank.
Allí permaneció, debatiéndose bajo las mantas, gritando cosas incoherentes,
mientras pasaban las horas de aquella noche de pesadilla. Sus palabras
formaban una jerigonza en la que velocidad, altura y fuego se mezclaban
extrañamente con las enseñanzas recibidas en sus clases de teología.
-¡Veo unas gentes con la cara destrozada y ardiendo, que caminan de manera
alucinante y se acercan al campamento!
Y lloraba durante un minuto. Luego se incorporaba, se ponía de cara al bosque,
escuchaba atento, y susurraba:
-¡Qué terribles son, en la espesura salvaje... los pies de... de los que…
Y su tío le interrumpía, distraía sus pensamientos, y le reconfortaba.
Por fortuna, su histerismo fue transitorio. El sueño le curó, igual que a Hank.
Hasta que apuntaron las primeras claridades del amanecer, poco después de las
cinco de la madrugada, el doctor Cathcart estuvo despierto. Su cara tenía el
color de la pared y un extraño rubor bajo sus ojos. Durante todas aquellas horas
de silencio, su voluntad había estado luchando con el espantoso terror de su
alma, y de esta lucha provenían las huellas de su rostro...
Al amanecer, encendió fuego, preparó el desayuno y despertó a los otros. A eso
de las siete, se pusieron en camino de regreso al otro campamento. Eran tres
hombres perplejos y afligidos; pero, cada uno a su modo, habían conseguido
mitigar la inquietud interior recobrando más o menos el sosiego.
IX
Hablaron poco, y únicamente de cosas corrientes y sensatas, porque tenían la
cabeza cargada de pensamientos dolorosos que pedían una explicación, aunque
ninguno se decidía a tocar el tema. Hank, el más acostumbrado a la vida de la
naturaleza, fue el primero en encontrarse a sí mismo, ya que era también el de
menos complicaciones interiores. En el caso del doctor Cathcart, las fuerzas de
su «civilización» luchaban contra la experiencia de un hecho bastante singular.
Hoy por hoy sigue sin estar completamente seguro de determinadas cosas. Sea
como fuere, a él le costó mucho más «encontrarse a sí mismo».
Simpson, el estudiante de teología, fue el que sacó conclusiones más ordenadas,
aunque no de la índole más científica. Allá, en el corazón de la inextricable
espesura, habían presenciado algo cruda y esencialmente primitivo. Habían
presenciado algo aterrador que había logrado sobrevivir a la evolución de la
humanidad, pero que aún se mostraba como una forma de vida monstruosa e
inmadura. Para él, era como si se hubieran asomado a edades prehistóricas en
que las supersticiones, rudimentarias y toscas, oprimían aún los corazones de
los hombres, en que las fuerzas de la naturaleza eran indomables y no se habían
dispersado los Poderes que atormentaban el universo. A ellos se refirió cuando,
años más tarde, habló en un sermón de «las Potencias formidables y salvajes
que acechan en las almas de los hombres, Potencias que tal vez no sean
perversas en sí mismas, aunque sí instintivamente hostiles a la humanidad tal
como ahora la concebimos».
Nunca discutió a fondo todo aquello con su tío, porque lo impedía la barrera
que se alzaba entre sus respectivas formas de pensar. Únicamente una vez, al
cabo de varios años, rozaron este tema; o más exactamente, aludieron a un
detalle relacionado con él:
-¿Puedes decirme, al menos, cómo… cómo eran? -preguntó Simpson.
La contestación, aunque llena de tacto, no fue alentadora:
-Es mucho mejor que no intentes descubrirlo.
-Bueno, ¿y aquel olor?… -insistió el sobrino--. ¿Qué opinas de él?
El doctor Cathcart le miró y alzó las cejas,
-Los olores -contestó- no son tan fáciles de comunicar por telepatía como los
sonidos o las visiones. Sobre eso puedo decir tanto como tú, o acaso menos.
Cuando se trataba de explicar algo, el doctor Cathcart solía ser bastante locuaz.
Esta vez, sin embargo, no lo fue.
Al caer el día, cansados, muertos de frío y de hambre, llegaron los tres al
término de la penosa expedición: el campamento, que, a primera vista, parecía
desierto. Fuego, no había; ni tampoco salió Punk a recibirles. Tenían demasiado
agotada la capacidad de emocionarse, para sorprenderse o disgustarse. Pero el
grito espontáneo de Hank, que brotó de sus labios al acercarse a la hoguera
apagada, fue una especie de llamada de advertencia, un aviso de que aquella
extraña aventura no había concluido aún. Y tanto Cathcart como su sobrino
confesaron después que, cuando le vieron arrodillarse, preso de incontenible
excitación, y abrazar algo que yacía ante las cenizas apagadas, tuvieron el
presentimiento de que ese «algo» era Défago, el verdadero Défago, que había
regresado.
Y así era, en efecto.
Agotado hasta el último extremo, el franco-canadiense -es decir, lo que quedaba
de él-, hurgaba entre las cenizas tratando de encender un fuego. Su cuerpo
estaba allí, agachado, y sus dedos flojos apenas eran capaces de prender unas
ramitas con ayuda de una cerilla. Ya no había una inteligencia que dirigiera esta
sencilla operación. La mente había huido al más allá y, con ella, también la
memoria. No sólo el recuerdo de los acontecimientos recientes, sino todo
vestigio de su vida anterior.
Esta vez era un hombre de verdad, aunque horriblemente contrahecho. En su
rostro no había expresión de ninguna clase: ni temor, ni reconocimiento, ni
nada. No dio muestras de conocer a quien le había abrazado, a quien le
alimentaba y le hablaba con palabras de alivio y de consuelo. Perdido y
quebrantado más allá de donde la ayuda humana puede alcanzar, el hombre
hacía mansamente lo que se le mandaba. Ese «algo» que antes constituyera su
«yo individual» había desaparecido para siempre.
En cierto modo, lo más terrible que habían visto en su vida era aquella sonrisa
idiota, aquel meterse puñados de musgo en la boca, mientras decía que sólo
«comía musgo», y los vómitos continuos que le producían los más sencillos
alimentos. Pero acaso peor aún fuera la voz infantil y quejumbrosa con que les
contó que le dolían los pies «ardientes como el fuego», lo que era natural. Al
examinárselos el doctor Cathcart, vio que los tenía espantosamente helados. Y
debajo de los ojos tenían débiles muestras de haber sangrado recientemente.
Los detalles referentes a cómo había sobrevivido a aquel suplicio prolongado,
dónde había estado o cómo había recorrido la considerable distancia que
separaba los dos campamentos, teniendo en cuenta que hubo de dar a pie el
enorme rodeo del lago, puesto que no disponía de canoa, continúan siendo un
misterio. Había perdido completamente la memoria. Y antes de finalizar el
invierno, en cuyos comienzos había ocurrido esta tragedia, Défago, perdidos el
juicio, la memoria y el alma, desapareció también. Sólo vivió unas pocas
semanas.
Lo que Punk fue capaz de aportar más tarde a la historia no arrojó ninguna luz
nueva. Estaba limpiando pescado a la orilla del lago, a eso de las cinco de la
tarde -esto es, una hora antes de que regresara el grupo expedicionario-, cuando
vio a la caricatura del guía que se dirigía tambaleante hacia el campamento.
Dice que le precedía una débil vaharada de olor muy singular.
En ese mismo instante, el viejo Punk abandonó el campamento. Hizo el largo
viaje de regreso con la rapidez con que sólo puede hacerlo un piel roja. El terror
de toda su raza se había apoderado de él. Sabía lo que significaba todo aquello:
Défago «había visto el Wendigo».

algo para leer