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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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martes, 27 de octubre de 2009

S.K. / ABUELA


Abuela
STEPHEN KING
-
La madre de George fue hasta la puerta, vaciló un instante y volvió para acariciarle el pelo.
—No quiero que te preocupes —dijo—. No te pasará nada. Y a Abuela, tampoco.
—Claro que no me pasará nada. Dile a Buddy que se lo tome con filosofía.
—¿Cómo?
George sonrió.
—Que esté tranquilo.
—Ah, qué gracioso —sonrió también, con una sonrisa distraída, como si no sonriera a nadie en particular
—. George, ¿estás seguro...?
—Todo saldrá bien.
«¿Estás seguro de qué? ¿Estás seguro de que no te asusta quedarte a solas con Abuela? ¿Qué es lo
que iba a preguntar?»
Si era eso, la respuesta era no. Después de todo, ya no tenía seis años, como cuando llegaron de Maine
para cuidar a Abuela y gritó de terror cuando ésta le tendió sus enormes brazos desde aquel sillón de
vinilo blanco que olía siempre a huevos pasados por agua y aquel polvo dulzón que Mami le ponía en la
piel. Abuela abría sus blancos brazos para estrecharlo contra su inmenso cuerpo de elefante. A Buddy ya
le había tocado el turno, se había dejado engullir por el ciego abrazo de Abuela y había salido con vida de
la experiencia..., pero Buddy tenía dos años más que él.
Ahora Buddy estaba ingresado en el Hospital CMG de Lewiston, con una pierna rota.
—¿Tienes el número del médico, por si pasara algo? Que no pasará, ¿verdad?
—Verdad —contestó George, sonriente, tragando con la garganta seca. ¿Resultaba natural su sonrisa?
Seguro, seguro que sí. Además, ya no le temía a Abuela. Después de todo, ya no tenía seis años. Mami
se iba al hospital para ver a Buddy y él se quedaba y «se lo tomaba con filosofía». No había problema en
pasar algún tiempo a solas con Abuela.
Mami fue hasta la puerta por segunda vez, dudó nuevamente y retrocedió una vez más, con aquella
sonrisa dirigida a nadie en particular.
—Si se despierta y te pide la infusión...
—Ya sé —contestó George, vislumbrando la preocupación de Mami y su aprensión, bajo aquella sonrisa
distraída. Estaba preocupada por Buddy, Buddy y su estúpida Liga Pony. El entrenador había llamado
diciendo que Buddy se había hecho daño durante un partido en el gimnasio. George se acababa de
enterar de la noticia. Había vuelto de la escuela y estaba engullendo una galleta y un vaso de leche con
cacao, cuando oyó a su madre al teléfono con voz entrecortada:
—¿Herido? ¿Buddy? ¿Muy grave?
—Ya sé lo que tiene Buddy, Mami. Es muy fácil. Se llama transpiración negativa. Anda, vete.
—Sé buen chico, George y no te asustes. Abuela ya no te asusta, ¿verdad?
George carraspeó, sonriendo. Le gustó su propia sonrisa, la sonrisa de un chico que «se lo tomaba con
filosofía», la sonrisa de un chico que lo entendía todo, la sonrisa de un chico que había dejado atrás los
seis años definitivamente. Tragó saliva. Era una gran sonrisa, pero, un poco más allá, en la oscuridad,
sentía la garganta muy seca, como forrada de algodón.
—Dile a Buddy que siento que se haya roto la pierna.
—De tu parte —contestó Mami y se dirigió hacia la puerta de nuevo. El sol de las cuatro de la tarde entró
en un haz oblicuo por la ventana—. Gracias a Dios, suscribimos el seguro de deportes, Georgie. Porque
no sé qué hubiéramos hecho ahora sin él.
—Dile que confío en que le haya dado una buena tunda a ese imbécil.
Mami volvió a sonreír, distraída, una mujer de más de cincuenta años, con dos hijos pequeños, uno de
trece, otro de once, y sin marido. Finalmente, Mami abrió la puerta y un fresco susurro de octubre se coló
en la casa.
—Y recuerda, el doctor Arlinder...
—Sí, Mami —dijo George—. Será mejor que te vayas; si no, llegarás cuando ya le hayan puesto el yeso.
—Seguramente Abuela dormirá todo el tiempo—añadió Mami—. Te quiero, Georgie, eres un buen hijo—
y cerró la puerta.
George fue hasta la ventana y vio cómo Mami se acercaba a toda prisa al viejo Dogde del 69, que
gastaba demasiada gasolina y demasiado aceite, mientras hurgaba en el bolso en busca de las llaves.
Ahora, ya fuera de la casa y sin saber que George la observaba, la sonrisa distraída se esfumó y sólo
quedó una mujer distraída... distraída y preocupada por Buddy. George estaba preocupado por ella. En
cambio, Buddy no le inspiraba exactamente lo mismo. Buddy, que se divertía siempre tirándolo al suelo y
sentándose encima, aplastándole los hombros con las rodillas, mientras le golpeaba con una cuchara en
la frente hasta volverlo loco. Buddy llamaba a aquel estúpido juego la Cuchara de la Tortura del Bárbaro
Chino y se reía como un endemoniado hasta hacer llorar a George. Buddy, que otras veces se divertía
aplicándole la Quemadura de la Cuerda India tan fuerte que el brazo de George se llenaba de minúsculas
gotitas de sangre en los poros, como el rocío en la hierba al amanecer. Buddy, que una noche había
escuchado con tanto interés que a George le gustaba Heather MacArdle, y al que en la mañana siguiente
le faltó tiempo para correr por todo el patio de la escuela a la hora del recreo, gritando: ¡HEATHER Y
GEORGE ESTÁN EN LA COLA, DÁNDOSE BESOS TODA LA NOCHE, PRIMERO EL AMOR, LUEGO
LA BODA Y AL FINAL UN NIÑO EN UN CARRICOCHE!, como una locomotora a toda marcha. Sabía que
una pierna rota no duraba toda la vida, pero también que Buddy le dejaría en paz al menos, mientras
aquello durase. A ver si ahora me vas a dar con la Cuchara de la Tortura del Bárbaro Chino con la pierna
enyesada, Buddy. Claro que sí, chaval, te voy a dar con ella
CADA DÍA.
El Dodge retrocedió hasta la carretera, mientras su madre miraba a ambos lados, aunque no había
tráfico, porque nunca pasaba nadie por allí. Tenía que recorrer dos kilómetros entre cercas y hondonadas
hasta encontrar la carretera principal y, después, diecinueve kilómetros hasta Lewiston.
El coche arrancó y se alejó por el camino, levantando una nube de polvo en el aire brillante de la tarde de
octubre.
Se quedó solo en la casa.
Con Abuela.
Tragó saliva.
—¡Ja! ¡Transpiración negativa! Tienes que tomártelo con filosofía, ¿verdad?
—Verdad —dijo George en voz baja, y cruzó la cocina, bañada por el sol. Era un chico bien parecido,
pelirrojo, con pecas y un reflejo de buen humor en los ojos de un gris oscuro.
Buddy había sufrido el accidente mientras jugaba con su equipo en los campeonatos del 5 de octubre. El
equipo de George, los Tigres, de la Liga Pee Wee, había perdido el primer día, hacía dos semanas
(«¡Vaya puñado de tontos!», había exclamado Buddy, exultante, cuando George salió casi sollozando del
campo. «¡Vaya puñado de MARIQUITAS!»)... y ahora Buddy se había roto la pierna. Si no fuera porque
su madre estaba tan preocupada y tan asustada, se hubiera alegrado.
Había un teléfono en la pared y, junto a él, un tablero para tomar notas y un lápiz borrable. En el ángulo
superior del tablero se veía una Abuela campesina, dicharachera y alegre, con las mejillas sonrosadas, el
pelo blanco recogido en un moño, y apuntando el centro del tablero con el índice. De su boca salía una
nube, como las de las tiras cómicas, en la que se leía: «¡RECUERDA, HIJO!». Era un dibujo muy
divertido. En el tablero, con la penosa caligrafía de su madre, Dr. Arlinder, 681 - 4330. No es que Mami
hubiera apuntado el número precisamente hoy por lo de Buddy. Llevaba allí más de tres semanas, desde
el comienzo de los ataques de Abuela.
George descolgó el teléfono.
«... así que le dije, dije, Mabel, si te trata de esa manera... »
Volvió a colgar el teléfono. Era Henrietta Dodd. Henrietta se pasaba la vida al teléfono y, si era por la
tarde, siempre tenía puesta la televisión como fondo. Una noche en que Mami estaba tomando un vaso
de vino con Abuela (desde la reaparición de los ataques, el doctor Arlinder ordenó que no tomara vino en
la cena... así que Mami dejó de beber también, cosa que George sentía, porque cuando Mami bebía se
reía mucho y les contaba historias de cuando era joven), Mami dijo que cada vez que Henrietta abría la
boca, sacaba hasta las tripas. Buddy y George se rieron como salvajes y Mami se tapó la boca y dijo:
«No le digáis NUNCA a nadie lo que acabo de decir» y se echó a reír también. Acabaron los tres riéndose
a carcajadas en la mesa y el escándalo fue tal que Abuela se despertó y empezó a gritar: «¡Ruth! ¡Ruth!
¡RUUUUUUTH!» con aquella voz quejumbrosa y aguda, y Mami dejó de reír y fue a ver qué quería
inmediatamente.
Por él, Henrietta Dodd podía hablar todo el día y toda la noche. Lo único que le importaba era saber que
el teléfono funcionaba, porque hacía dos semanas había habido un vendaval y desde entonces, el
teléfono iba y venía como le daba la gana.
Se sorprendió a sí mismo contemplando el dibujo de la Abuela del tablero y preguntándose cómo sería
tener una Abuela como aquélla. Su Abuela era enorme, gorda y ciega. Además, la hipertensión había
acentuado su senilidad. A veces, cuando tenía uno de sus ataques, sacaba el Tártaro, como decía su
madre. Llamaba a gente que nadie conocía, mantenía extrañas conversaciones que no tenían ningún
sentido y farfullaba extrañas palabras que no significaban nada. Una de esas veces, Mami se puso
blanca como la nieve y le dijo que se callara, que se callara, ¡QUE SE CALLARA! George se acordaba
muy bien, no sólo porque era la primera vez que veía a Mami gritarle a la Abuela, sino porque al día
siguiente se enteraron de que habían saqueado el cementerio de los Abedules de Maple Sugar, volcando
varias lápidas, arrancando de cuajo las puertas de hierro del siglo diecinueve y abriendo una o dos
tumbas. Profanado era la palabra que usó el señor Burdon, el director, cuando llamó a asamblea a todos
los cursos y les dio una conferencia sobre Conducta Perniciosa y sobre cómo algunas cosas Merecían
Castigo. Aquella noche, al volver a casa, George le preguntó a Buddy qué quería decir profanado y Buddy
dijo que significaba abrir tumbas y mearse en los ataúdes, pero George no se lo creyó... hasta que se
hizo de noche. Y vino la oscuridad.
Abuela hacía mucho ruido cuando tenía uno de sus ataques, pero la mayoría de las veces seguía en la
cama en la que estaba postrada desde hacía tres años, un fardo con pantalones de goma y pañales bajo
el camisón de franela, la cara surcada por grietas y arrugas, los ojos vacíos y ciegos... con pupilas de un
azul desvaído flotando en una córnea amarillenta.
Al principio, Abuela veía bastante bien. Pero poco a poco se fue quedando ciega. Necesitaba siempre
una persona que la ayudara a arrastrarse desde su sillón de vinilo blanco con-olor-de-huevos-y-polvosde-
talco. En aquel tiempo, hacía unos cinco años, Abuela pesaba bastante más de cien kilos.
«Pero ahora no tengo miedo —se dijo, cruzando la cocina—. Ni una chispa. No es más que una vieja con
ataques de vez en cuando.»
Llenó de agua la tetera y la puso a calentar. Tomó una taza y puso dentro una bolsita con hierbas
especiales para la Abuela, por si se despertaba. Tenía la loca esperanza de que eso no ocurriese, porque
no le quedaría más remedio que ir hasta su dormitorio, elevar la cabecera de su cama de hospital y
sentarse junto a ella, dándole su infusión sorbo a sorbo, contemplando cómo aquella boca desdentada
doblaba los labios en el borde de la taza y oyendo el chupeteo y el ruido del líquido al caer en sus
entrañas agonizantes y húmedas. A veces, se caía de la cama y había que levantarla y tenía la carne
blanda como un flan, como si estuviera llena de agua caliente, mientras te miraba con sus ojos ciegos...
George se pasó la lengua por los labios y caminó hacia la mesa de la cocina otra vez. La galleta y el vaso
de cacao seguían donde los había dejado, pero no tenía hambre. Miró sus libros de texto, forrados con
papeles de colores, sin ningún entusiasmo.
Debería entrar en la otra habitación y ver si Abuela estaba bien.
Pero no quería.
Tragó saliva y volvió a sentir la garganta forrada de algodón.
«No tengo miedo de Abuela —pensó—. Si me tendiera los brazos otra vez, dejaría que me abrazara,
porque no es más que una anciana que está senil y por eso tiene esos ataques. Eso es todo. Deja que te
abrace y no llores. Como lo hace Buddy.»
Cruzó el pasillo hasta el dormitorio de Abuela con cara de aceite de ricino y los labios blancos de tan
apretados. Entreabrió la puerta y allí estaba Abuela durmiendo, el pelo blanco amarillento esparcido sobre
la almohada como una aureola, la boca desdentada entreabierta. El pecho, al respirar, se movía tan
suavemente bajo la colcha que apenas si se notaba; tanto, que había que fijarse muy bien para
asegurarse de que no estuviera muerta.
«¡Dios mío! ¿Y qué pasa si se muere mientras Mami está en el hospital?»
«No se morirá. No se morirá.»
«Si, pero, ¿y si se muere?»
«No se morirá, no seas mariquita.»
Una de las manos de Abuela, del color de la cera derretida, se movió lentamente sobre la colcha. Sus
largas uñas rascaron la tela, con un sonido casi imperceptible. George cerró la puerta de golpe, con el
corazón en la boca.
«Está tranquila como una piedra, idiota, ¿no lo ves? Fría como el hielo.»
Volvió a la cocina para ver cuánto hacía que se había ido su madre, si una hora o una hora y media... Si
fuera una hora y media, ya podía empezar a esperar su regreso. Miró el reloj y tuvo un disgusto: hacía
veinte minutos que estaba solo. Ella ni siquiera habría llegado al hospital, de modo que regresaría... Se
quedó escuchando el silencio, inmóvil. Sólo se oía el zumbido de la nevera y el del reloj eléctrico. Y el
murmullo de la brisa de la tarde, fuera. Pero, más lejos aún, en el límite mismo de lo audible, el roce casi
imperceptible de unas uñas sobre la tela... de unas manos arrugadas y huesudas deslizándose sobre la
colcha.
Elevó una oración en una sola bocanada de aire.
«PorfavorDiosmíonodejesquesedespiertehastaqueMamihayavueltoporJesucristoAmén. »
Se sentó y acabó la galleta y el vaso de cacao. Pensó que sería divertido encender la tele para ver algo,
pero temía que Abuela se despertara y empezara a llamar con aquella voz aguda, imperiosa:
¡RUUUUUTH! ¡RUTH! ¡TRÁEME LA INFUSIÓN! ¡LA INFUSIÓN! ¡RUUUUUUUUTH!
George se pasó una lengua muy seca por unos labios más secos todavía, diciéndose a sí mismo que no
tenía que ser tan cobarde. Abuela no era más que una pobre anciana condenada a permanecer en la
cama. Tampoco podía levantarse para hacerle algo malo, ni se iba a morir justamente aquella tarde, a
pesar de que ya tenía ochenta y tres años.
Descolgó el teléfono otra vez y se puso a escuchar.
«...el mismo día! ¡Además, sabía que estaba casado! ¡Jesús, odio esas lagartas que se creen más listas
que nadie! Así que un día que estuve en la Granja, fui y dije, dije... »
George sabía que Henrietta estaba hablando con Cora Simard. Henrietta se colgaba del teléfono cada
día desde la una hasta las seis de la tarde, primero con La esperanza de Ryan y luego con Vivir su vida y
más tarde con Todos mis hilos y después con En busca del mañana y Dios sabe cuántas telenovelas más.
Por otra parte, Cora Simard era una de sus más fieles corresponsales telefónicas y la conversación
versaba siempre sobre:
1) quién iba a dar la próxima comida campestre y qué refrescos se iban a servir, 2) las lagartas esas que
se creían más listas que nadie, y 3) lo que le había dicho a Fulanita y Menganita en 3-a) la Granja, 3-b) la
feria de antigüedades que celebraba la parroquia cada mes, o 3-c) el supermercado.
«... que si volvía a verla por allí, yo, mi deber de ciudadana es llamar a... »
Volvió a colgar el teléfono. Buddy y él se burlaban siempre de Cora al pasar por delante de su casa,
como los demás chicos de la vecindad. Cora era muy gorda y una chismosa y una dejada y por eso le
cantaban «¡Cora-Cora de Bora-Bora, comió caca de perro y quiere más ahora!» Mami los hubiera
matado, de haberse enterado de todo aquello. Pero ahora, en cambio, se sentía muy feliz de que
Henrietta Dodd y Cora Simard estuviesen parloteando por teléfono toda la tarde. Es más, si por él fuera,
se podían pasar hasta el día siguiente. Además, no le tenía tanta tirria a Cora, después de todo. Una vez,
George, que corría porque Buddy le estaba persiguiendo, se cayó frente a la puerta de Cora y se hizo un
corte en la rodilla. Ella le limpió y le curó la herida y les dio un caramelo a cada uno. Aquella vez, se sintió
avergonzado de haberle cantado tan a menudo aquello de la caca de perro y todo lo demás.
George tomó el libro de lecturas del aparador, lo tuvo en sus manos durante unos segundos y volvió a
dejarlo donde estaba. Aunque el curso no había hecho más que empezar, ya había leído todos los
cuentos del libro. En realidad, leía mucho mejor que Buddy, aunque Buddy le superara en los deportes.
«Ahora, con la pierna rota, no me va a sacar ventaja durante algún tiempo», pensó con regocijo.
Tomó el libro de historia, se sentó en la mesa de la cocina y empezó a leer cómo Cornwallis había
rendido su espada en Yorktown, aunque no tenía la cabeza en el tema y perdía el hilo constantemente.
No pudo más, se levantó y se dirigió al pasillo otra vez. La mano amarilla seguía inmóvil y Abuela no
dejaba de dormir, su rostro un círculo gris hundido en la almohada, un sol agonizante rodeado por la
salvaje aureola de pelo blanco amarillento. Para George, no tenía precisamente el aspecto de quien ha
ido envejeciendo y está a punto de morir, ni un aspecto sereno como el de una puesta de sol. A él le
parecía loca y...
(y peligrosa)
si, señor, peligrosa, como una osa salvaje capaz de pegarte un buen zarpazo cuando menos te lo
esperas.
George recordaba bastante bien el traslado a Castle Rock para cuidar de Abuela después de morir
Abuelo. Hasta entonces, Mami había sido empleada en la Lavandería Stratford, de Stratford, Connecticut.
Abuelo era tres o cuatro años más joven que Abuela y había trabajado como carpintero hasta el
mismísimo día de su muerte, de un ataque al corazón.
Ya por aquel entonces Abuela mostraba algunos síntomas de senilidad y tenía ataques de vez en
cuando. De todas formas, siempre había representado un problema para toda la familia con su
temperamento volcánico. Había sido profesora de instituto durante quince años, con intervalos en los
que, o bien tenía un hijo más, o bien se metía en trifulcas con la Iglesia Congregacional, a la que
pertenecía la familia. Mami siempre decía que Abuela había dejado de enseñar a la vez que dejaba, junto
con Abuelo, la Iglesia Congregacional. Pero una vez, hacía casi un año, vino Tía Flo desde Salt Lake City
para visitarlos, y George y Buddy se quedaron escuchando hasta muy tarde la conversación de su madre
y su tía. Mami y su hermana hablaban y hablaban, pero la historia no tenía nada que ver con la que les
habían contado. A Abuela la echaron del instituto porque había hecho algo malo, algo que tenía que ver
con libros, y a los dos los habían echado también al mismo tiempo de la Iglesia. George no llegaba a
entender cómo se podía echar a alguien del trabajo y de la Iglesia por unos libros. Por eso, cuando Buddy
y él se metieron en la cama, George preguntó por qué había pasado todo aquello.
—Hay muchas clases de libros, estúpido —dijo Buddy en voz baja.
—Sí, ¿pero qué clase?
—¿Y yo qué sé? ¡Vete a dormir!
Silencio... George siguió pensando.
—¿Buddy?
—¿Qué? —contestó Buddy con sorda irritación.
—¿Por qué Mami nos dijo que Abuela se fue por su propia voluntad del instituto y de la iglesia?
—¡Porque hay un esqueleto en el armario, por eso!
George tardó mucho en dormirse. Se le iban los ojos hacia la puerta del armario, apenas visible a la luz
de la Luna. ¿Qué pasaría si la puerta se abriera de golpe y saliera un esqueleto de dentro, todo dientes y
huesos y sin ojos? ¿Gritaría? ¿Qué había querido decir Buddy con aquello de «un esqueleto en el
armario»? ¿Qué tenían que ver los esqueletos con los libros? Acabó por dormirse sin darse cuenta y
soñó que volvía a tener seis años y que Abuela le buscaba con sus ojos ciegos y le tendía los brazos
para abrazarlo, diciendo, con aquella horrible voz suya: «¿Dónde está el pequeño, Ruth? ¿Porqué llora?
Si no quiero más que meterlo en el armario... con el esqueleto».
George no dejaba de pensar en todo aquello. Hasta que por fin, cuando ya hacía un mes que se había
ido Tía Flo, le dijo a su madre lo que había oído. Entonces ya había averiguado lo que quería decir tener
un esqueleto en el armario, porque se lo había preguntado a la señora Redenbacher en la escuela. Dijo
que tener un esqueleto en el armario quería decir tener un escándalo en la familia, y un escándalo era
algo que daba mucho que hablar a la gente.
—¿Igual que Cora Simard, que no para de hablar todo el tiempo?
La señora Redenbacher puso una cara muy rara y le temblaron los labios.
—George, eso no se dice... aunque supongo que sí, algo por el estilo.
Cuando George se confió a su madre, ésta puso una cara muy tensa y sus manos se posaron sobre el
solitario que estaba haciendo.
—¿A ti te parece bien lo que has hecho, George? ¿Es que tu hermano y tú tenéis la costumbre de espiar
conversaciones?
George, que tenía entonces sólo nueve años, bajó la cabeza.
—Mami, es que Tía Flo nos gusta mucho. Sólo queríamos oírla un poco más.
Y era la verdad.
—¿Fue idea de Buddy?
Sí que lo había sido, pero él no se lo iba a decir. No quería pasarse todo el tiempo volviendo la cabeza, lo
que sucedería con toda seguridad si Buddy se enteraba de que se había chivado.
—No, mía.
Mami siguió sentada sin decir palabra durante un buen rato y luego empezó a echar las cartas otra vez,
muy lentamente, mientras hablaba.
—Tal vez haya llegado el momento de que lo sepas —dijo—. Mentir es aún peor que escuchar
conversaciones, supongo, y todos hemos mentido a nuestros hijos sobre Abuela. Yo creo que hasta nos
mentimos a nosotros mismos, aunque no nos demos cuenta.
Empezó a hablar con una amargura repentina, como si se le escapara por entre los dientes un ácido.
George sintió el calor de aquellas palabras en la cara y retrocedió un paso.
—Excepto yo —prosiguió—. Yo tengo que vivir con ella y no puedo permitirme el lujo de mentir.
Mami le explicó que Abuela y Abuelo se habían casado y tenido un niño que nació muerto. Un año más
tarde, tuvieron otro niño, y también nació muerto. El médico le dijo a Abuela que nunca podría tener un
embarazo completo y que todos sus niños nacerían muertos o morirían nada más salir a este mundo.
Hasta que uno de ellos muriese demasiado pronto para que su cuerpo pudiera expulsarlo y se le pudriese
dentro y la matara a ella también.
Poco después, empezó lo de los libros.
—¿Libros para tener niños?
Pero Mami no pudo —o no quiso— decir qué clase de libros eran o de dónde los había sacado Abuela o
cómo sabía de dónde sacarlos. Después de aquello Abuela volvió a quedar embarazada y esa vez el niño
vivió y creció muy bien, sin problemas, y era el Tío Lucas Larson. Después, la Abuela quedó embarazada
otras veces y tuvo otros hijos y vivieron todos. Pero, una vez, Abuelo le dijo que tirara los libros y trataran
de hacerlo sin necesidad de ellos. Aunque no pudieran, Abuelo creía que ya habían tenido suficientes
hijos. Pero Abuela se negó. George preguntó a su madre por qué.
—Creo que los libros habían llegado a ser tan importantes para ella como sus propios hijos —contestó.
—No lo entiendo —dijo George.
—Bueno —contestó Mami—. No es que yo lo entienda muy bien tampoco. Además, recuerda que yo era
muy pequeña. Todo lo que sé de cierto es que los libros tenían un cierto poder sobre ella. Abuela dijo que
no había más que hablar sobre el asunto y nunca se volvió a tocar el tema, porque ella era la que llevaba
los pantalones en casa.
George cerró de repente el libro de historia. Miró el reloj y vio que ya eran cerca de las cinco. El
estómago empezaba su música cotidiana. Se dio cuenta, con una sensación muy cercana al horror, de
que si Mami no estaba de vuelta alrededor de las seis, Abuela se despertaría y empezaría a pedir la cena
a gritos, y es que Mami parecía tan preocupada por lo de Buddy, que se había olvidado de darle
instrucciones al respecto. Pensó que, en todo caso, siempre podría darle una de sus cenas congeladas
especiales. Abuela seguía una dieta sin sal, además de tomar mil píldoras diferentes al día.
En cuanto a él mismo, no tenía más que calentar las sobras de los macarrones con queso de la noche
anterior. Con un poquito de ketchup por encima, estaría para chuparse los dedos.
Sacó los macarrones de la nevera y los puso en una sartén, al lado de la tetera, que seguía esperando en
caso de que Abuela se despertara y pidiera lo que a veces llamaba «la fusión». George empezó a
servirse un vaso de leche, pero se detuvo y descolgó el teléfono otra vez.
«... y no daba crédito a mis ojos, cuando...» La voz de Henrietta Dodd se quebró, elevándose a un tono
estridente. «¡Me gustaría a mí saber quién es la fisgona que no hace más que escucharnos, vamos a
ver...!»
George colgó el teléfono de golpe, con la cara roja de vergüenza.
«No sabe quién es, imbécil —se dijo—. ¡Hay seis teléfonos conectados a esa línea! »
De todas maneras, no estaba bien escuchar conversaciones ajenas. Ni siquiera cuando estuviese a solas
con Abuela, aquel enorme bulto que dormía en una cama de hospital en la habitación contigua. Ni
siquiera cuando le resultara imprescindible oír otra voz humana porque Mami estaba muy lejos, en
Lewiston, iba a oscurecer muy pronto y Abuela seguía en la otra habitación y Abuela parecía como
(sí, oh, sí, sí que lo parecía)
una osa descomunal que podía darte el último zarpazo mortal con sus garras sebosas.
George se sirvió la leche.
Mami había nacido en 1930, Tía Flo en 1932 y Tío Franklyn en 1934. Tío Franklyn murió de un ataque de
apendicitis en 1948 y Mami guardaba todavía una foto suya y se le caía una lágrima cuando la sacaba
para mirarla. Mami decía que Frank había sido el mejor de todos los hermanos y que no se merecía
haber muerto de aquella manera y que Dios había jugado sucio al llevarse a Frank.
George miró por la ventana encima del fregadero. La luz tenía ahora un tinte más dorado y el sol estaba
más bajo. La sombra del porche se había ido alargando sobre el césped. Si Buddy no se hubiera roto su
estúpida pierna, Mami estaría ahora aquí, preparando chile o algo así, además de la comida sin sal de la
Abuela, y todos hablarían y reirían y quizás hasta jugarían a las cartas después de cenar.
George encendió la luz de la cocina, aunque todavía fuese temprano, y decidió calentar los macarrones.
Pensaba constantemente en Abuela, sentada en su sillón de vinilo blanco, como una enorme oruga con
camisón, la aureola salvaje de pelo esparcida sobre la bata de rayón rosa, extendiendo los brazos para
cogerlo, y él agarrándose a las faldas de Mami, gritando como un desesperado.
—Dámelo, Ruth, quiero darle un abrazo.
—Está un poco asustado, mamá. Ya te abrazará dentro de un tiempo.
Pero la voz de Mami revelaba que también ella estaba asustada.
«¿Asustada? ¿Mamá?»
George se quedó pensando. ¿Era verdad? Buddy dice que la memoria juega malas pasadas.
¿Realmente parecía Mami asustada?
Sí. Lo parecía.
La voz de Abuela se elevó, autoritaria.
—¡No mimes al niño, Ruth! Dámelo. Quiero abrazarlo.
—No. Está llorando.
Abuela bajó sus pesados brazos con aquellos colgajos blancos de carne. Una sonrisa senil, pero astuta,
se dibujó en su boca sin dientes.
—¿Es cierto que se parece a Franklyn, Ruth? Una vez me dijiste que se parecía mucho.
Lentamente, George removió los macarrones con el queso y el ketchup. No había vuelto a recordar aquel
incidente, hasta ese momento. Tal vez el silencio se lo hubiese traído a la memoria. El silencio y el
hallarse solo con Abuela en la casa.
Por lo visto, Abuela tuvo hijos y siguió enseñando en el instituto, para gran asombro de los médicos que
la habían desahuciado, y Abuelo trabajó como carpintero y ganó más y más dinero, sin que le faltara
nunca trabajo, incluso en lo más negro de la Gran Depresión, hasta que, al final, la gente empezó a
murmurar, dijo Mami.
—¿Qué decían? —preguntó George.
—Bah, nada importante —contestó Mami, recogiendo las cartas de repente—. Decían que tus abuelos
tenían demasiada suerte para ser gente normal, eso es todo.
Poco después se descubrió lo de los libros. Mami no añadió nada más, sino que el consejo del instituto
encontró varios y un investigador que habían contratado encontró unos cuantos más. Hubo un gran
escándalo y los abuelos no tuvieron más remedio que irse a vivir a Buxton y ése fue el final de todo aquel
jaleo.
Los hijos crecieron y tuvieron sus propios retoños, convirtiéndose todos en tías y tíos. Mami se casó y se
fue a vivir a Nueva York con Papá, al que George ni siquiera recordaba. Mientras, nació Buddy. Después
se trasladaron a Stratford y en 1969 nació George. En 1971 Papá murió arrollado por un coche que
conducía «el borracho que tuvo que ir a la cárcel».
Cuando Abuelo tuvo el ataque al corazón hubo muchísimas cartas entre los tíos y tías, arriba y abajo
arriba y abajo. No querían meter a la vieja en un asilo, ella tampoco quería ir. Y cuando Abuela decidía
algo, todos se guardaban muy bien de llevarle la contraria. Ella se proponía pasar los últimos años de su
vida con uno de sus hijos. Pero todos estaban casados, y las mujeres y los maridos de los hijos no
deseaban tener en casa una vieja senil y con frecuentes y muy desagradables arranques. La única que
no tenía marido era Ruth.
Lo de las cartas continuó durante un buen tiempo y, al final, no le quedó a Mami más remedio que
resignarse. Dejó su trabajo y se vino a Maine para cuidar a Abuela. Entre todos los hermanos habían
reunido ahorros para comprar una casita en las afueras de Castle View, donde los precios no eran
demasiado altos. Cada mes le enviarían un cheque para que pudiera mantener a la vieja y hacerse cargo
de ella misma y sus niños.
«Lo que pasa es que mis hermanos me tendieron una trampa», recordó George haberle oído una vez.
No estaba muy seguro de lo que eso significaba, pero lo había dicho con un tono tan amargo, como el de
quien quiere reír una broma, pero se atraganta como con un carozo de aceituna. George sabía, porque
Buddy se lo había contado, que Mami había accedido porque toda la familia le había asegurado que
Abuela no duraría mucho. Tenía demasiados problemas, presión alta, uremia, obesidad, palpitaciones y
otros achaques, para durar eternamente. Probablemente, no pasaran más de ocho meses, dijeron Tía
Flo, Tía Stephanie y Tío George (en honor a ese tío le habían puesto George a él). A lo sumo, un año.
Pero ya llevaba cinco años, lo cual no está mal para una vieja que tiene tantos problemas...
No estaba mal lo que estaba durando, de acuerdo. Como una osa en su madriguera, esperando,
esperando... ¿qué?
(«Ruth, tú sabes cómo llevarla. Ruth, tú sabes hacerla callar.»)
George se detuvo en medio de uno de sus viajes a la nevera para leer las instrucciones del envase de
una de las cenas especiales de Abuela. Se quedó helado. ¿De dónde había salido aquella voz que oía
dentro de su cabeza?
De pronto, se le puso la piel de gallina. Se metió la mano por debajo de la camisa y se tocó una de las
tetillas. Estaba dura como una piedra. Retiró el dedo rápidamente.
Era el Tío George, el que llevaba su mismo nombre, el que trabajaba para Sperry-Rand en Nueva York.
Había sido su voz. Al venir con su familia para verlos, hacía dos —no, tres— años, dijo algo que George
escuchó y no pudo olvidar.
—Es más peligrosa ahora, desde que está senil.
—George, cállate. Los niños andan por ahí.
George permaneció de pie junto a la nevera, la mano en el tirador de cromo descascarillado, pensando,
recordando, mirando la creciente oscuridad. Buddy no estaba el día en que Tío George hizo aquel
comentario. Estaba fuera, jugando y haciendo esquí sobre hierba en la colina de Joe Camber. Pero
George se había quedado en casa y andaba buscando algo en la cajonera de la entrada, un par de
calcetines gruesos que hicieran juego. ¿Y acaso era culpa suya que Mami y el Tío George estuvieran
hablando en la cocina? George creía que no. ¿Era culpa de George que Dios no le hubiera dejado sordo
en aquel preciso instante o, al menos, hubiese hecho inaudible la conversación de los mayores? George
creía que tampoco eso era culpa suya. Como su madre había dicho en más de una ocasión, Dios, a
veces, jugaba sucio.
—Ya sabes a qué me refiero —dijo Tío George.
Su mujer y sus tres hijas se habían ido a Gates Falls para hacer unas compras de Navidad de última hora
y Tío George estaba bastante alegre, como aquel «borracho que tuvo que ir a la cárcel». George lo notó
porque las palabras se le hacían un lío en la lengua.
—Ya sabes lo que le pasó a Franklyn cuando se enfadó con ella.
—¡Cállate o voy a tirar la cerveza en el fregadero!
—Bueno, no es que ella quisiera, en realidad... Fue él quien se fue de la lengua. Peritonitis...
—¡George, cállate!
«Tal vez —recordó George haber pensado en aquel momento— no sea sólo Dios el que juega sucio.»
Interrumpió el hilo de sus recuerdos y sacó una de las cenas congeladas de la Abuela de la nevera. Era
ternera con un acompañamiento de guisantes. Había que precalentar el horno a 80 grados y meterla en
él. Era muy fácil. Además, lo tenía todo dispuesto. El agua para la infusión estaba ya caliente, por si
Abuela lo requería. Podría tener la cena preparada en un periquete si Abuela se despertaba y se la pedía
a gritos. Infusión o cena, un pistolero rápido con dos pistolas. El número del doctor Arlinder estaba en el
tablero, para casos de emergencia. Todo estaba bajo control, así que, ¿por qué preocuparse?
Nunca le habían dejado solo con Abuela, eso es lo que le preocupaba.
«Dame el chico Ruth. Dámelo... »
«No, está llorando.»
«Es más peligrosa ahora... Ya sabes a qué me refiero.»
«Todos mentimos a nuestros hijos sobre Abuela.»
Ni a él, ni a Buddy. A ninguno de los dos los habían dejado jamás solos con la Abuela. Hasta ahora.
De pronto, sintió la boca muy seca. Llenó un vaso con agua del grifo y se lo bebió de un trago. Se
sentía... raro. Todos esos pensamientos, todos esos recuerdos, ¿por qué salían a la luz precisamente
ahora?
Tenía la sensación de hallarse ante un rompecabezas y sin posibilidad de recomponerlo. Tal vez fuese
mejor así, porque la imagen que apareciera podría ser, bueno, bastante horrible. Podría...
En la otra habitación, donde Abuela vivía de día y de noche, se oyó de pronto un sonido con algo de tos
ahogada, algo de jadeo.
George se atragantó al inhalar aire, quedándose sin aliento. Se volvió hacia la habitación de Abuela y no
pudo andar, tenía los zapatos clavados al suelo. El corazón le latía violentamente. Los ojos
desmesuradamente abiertos. «Andad», le decía el cerebro a los pies, y ellos se cuadraban y respondían:
«¡De ninguna manera, señor!».
Abuela nunca había hecho un ruido como aquél.
Abuela nunca había hecho un ruido como aquél.
Otra vez aquel gemido, que se alzó por un momento, para luego bajar, cada vez más, hasta morir
lentamente... George consiguió moverse al fin. Recorrió la distancia que separaba la habitación de Abuela
de la cocina. Entreabrió la puerta y atisbó por la rendija. El corazón le golpeaba en el pecho como un
martillo. Ahora sí que tenía la garganta llena de algodón. No había manera de tragar saliva.
Primero pensó que Abuela estaba durmiendo y que no había pasado nada. No había sido más que un
sonido raro, eso era todo; tal vez algo que hiciera habitualmente mientras Buddy y él estaban en la
escuela. Sólo un ronquido. Abuela estaba bien. Durmiendo.
Eso fue lo primero que pensó, pero un detalle atrajo su atención: la mano que antes reposaba sobre la
colcha, ahora colgaba inerte, al lado del lecho, las uñas casi rozando el suelo. Y tenía la boca abierta, tan
oscura y arrugada como un agujero en una fruta podrida.
Muy tímidamente, vacilando, George se acercó a la cama.
Se quedó junto a ella durante un largo rato, mirando a Abuela sin atreverse a tocarla. El leve movimiento
del pecho bajo la colcha parecía haberse detenido.
Parecía.
Esa era la palabra clave: Parecía.
«Lo que pasa es que estás asustado, George. No eres más que un maldito estúpido, como dice Buddy. No es más
que un juego que le está haciendo tu cerebro a tus ojos. Respira la mar de bien, ella... »
—¿Abuela? —dijo, y todo lo que salió de su garganta fue un susurro incomprensible. Se asustó y
retrocedió de un salto, aclarándose la garganta.
—¿Abuela? ¿Quieres la infusión ahora? ¿Abuela?—dijo, esta vez un poco más alto.
Nada.
Tenía los ojos cerrados.
La boca abierta.
La mano colgando.
Fuera, el Sol poniente brillaba entre los árboles como una naranja rojiza.
De pronto, volvió a verla sentada en su sillón de vinilo blanco, tendiendo los brazos, con una estúpida
sonrisa de triunfo. Y recordó uno de sus ataques, cuando Abuela empezó a gritar palabras extrañas,
palabras que parecían de una lengua extranjera.
—¡Gyaagin! ¡Gyaagin! ¡Hastur degryon Yos-sothoth!
Mami los envió inmediatamente fuera, gritándole a Buddy: «¡VETE!» cuando el chico se entretuvo para
buscar sus guantes en la cajonera de la entrada, y Buddy la miró por encima del hombro, tan asustado
por el tono de su madre, que no gritaba jamás, y salieron los dos y se quedaron fuera un buen rato, con
las manos metidas en los bolsillos por el frío, preguntándose qué demonios estaba pasando...
Más tarde, Mami salió y los llamó para cenar, como si no hubiese pasado nada.
(«Tú sabes cómo llevarla, Ruth, tú sabes cómo hacerla callar.»)
George no había vuelto a pensar en aquel ataque hasta hoy. Sólo que ahora, mirando a Abuela, que
yacía de una forma tan extraña en su cama de hospital, recordó con creciente horror que al día siguiente
de aquel ataque se habían enterado de que la señora Harham, que vivía cerca de allí y a veces visitaba a
Abuela, había muerto en la cama por la noche.
Los «ataques» de la Abuela.
Ataques.
Las brujas tienen poderes mágicos y eso es precisamente lo que las hace brujas, ¿no es así? Manzanas
envenenadas, príncipes convertidos en sapos, casas de mazapán, Abracadabra. Hechizos.
Las piezas sueltas del rompecabezas volaban ante los ojos de George como por arte de magia.
«Magia», pensó George, con un escalofrío.
¿Cuál era la imagen resultante del rompecabezas? Era Abuela, naturalmente. Abuela y sus libros.
Abuela, a quien habían echado del pueblo. Abuela, que primero no podía tener niños y luego sí. Abuela, a
quien habían expulsado de la Iglesia igual que del pueblo. La imagen final era Abuela, amarilla y gorda y
arrugada y sucia, con la boca sin dientes curvada en una sonrisa hundida, con los ojos ciegos y
desvaídos, pero con la mirada astuta e inquietante, con un sombrero negro cónico sobre la cabeza,
salpicado de estrellas de plata y cuartos crecientes babilónicos y rutilantes, con ladinos gatos a los pies,
los ojos amarillos como la orina, entre olores de cerdo y de humedad, de cerdo y de fuego, viejas
estrellas y luces de velas tan oscuras como la tierra en la que reposan los ataúdes, con palabras de libros
antiguos, cada palabra como una piedra, cada frase como una cripta en un pestilente osario, cada párrafo
una caravana de pesadillas con los muertos de las plagas caminando hacia la hoguera. Los ojos infantiles
de George se abrieron en un instante al profundo pozo de la negrura.
Abuela había sido una bruja, igual que la Bruja Malvada de El mago de Oz. Y ahora estaba muerta. Aquel
sonido que había hecho con la garganta, aquel ronquido ahogado había sido un... un... estertor de muerte.
—¿Abuela? —susurró otra vez y pensó locamente:
«Pin pon pin puerto, la bruja ha muerto».
No obtuvo respuesta. Puso la mano delante de la boca de Abuela. Ni una ligera brisa quedaba en ella.
Había calma chicha, y velas caídas y quilla inmóvil en medio del agua. El terror había cedido un poco.
Ahora podía pensar más serenamente. Recordó que Tío Fred le había enseñado a mojarse un dedo para
ver si hacía viento y de dónde venía. Se pasó la lengua por toda la palma de la mano y la sostuvo delante
de la boca de Abuela.
Nada.
Pensó que lo mejor sería llamar al doctor Arlinder, pero se detuvo. ¿Y si llamaras al doctor y no estuviese
muerta del todo? Haría un ridículo espantoso.
«Tómale el pulso.»
Se paró en el vestíbulo, mirando por la puerta entreabierta aquella mano inerte y aquella muñeca blanca,
que la manga del camisón había revelado al quedar un poco remangada. Pero no sabía cómo hacerlo.
Una vez, después de una visita del doctor, la enfermera le tomó el pulso. Cuando ambos se fueron,
George lo intentó por sí mismo, buscando frenéticamente aquel latido, pero sin éxito. Si por él fuera,
estaba tan muerto como Abuela.
Además, en realidad, no quería... bueno... tocar a Abuela. Aun cuando estuviera muerta. Mejor dicho,
especialmente si estaba muerta.
Se quedó en la entrada, mirando ora a la Abuela, ora el número del doctor Arlinder en el tablero. No tenía
otra alternativa, tendría que llamar, tendría que...
¡...busca un espejo!
¡Claro que sí! Si respiras delante de un espejo, se cubre de vaho. Una vez, había visto en una película
cómo un doctor se lo había hecho a un chico. El cuarto de Abuela comunicaba con un cuarto de baño y
George se apresuró a buscar el espejo de Abuela. Era neutro por un lado y de aumento por el otro, de los
que se usan para depilarse las cejas y todo eso.
George volvió al lado de la cama y sostuvo el espejo delante de la boca abierta de Abuela hasta casi
tocarla. Contó hasta sesenta, sin dejar de mirar la cara de la anciana. Nada, el espejo estaba tan limpio y
brillante como antes. No le cabía duda, Abuela había muerto.
Abuela estaba muerta.
George pensó, con cierta sorpresa, pero con alivio, que ahora sí podía sentir piedad por la vieja. Tal vez
hubiese sido bruja. O tal vez no. O tal vez solamente hubiese creído serlo. Fuera lo que fuese, había
muerto. Como un adulto, pensó que las cosas de la realidad concreta tomaban un aspecto, no menos
importante, sino menos vital, vistas a la luz de la muerte. Pensó como un adulto y sintió el alivio de un
adulto. Era una huella en el alma. Como las impresiones infantiles de los adultos. Sólo más tarde el niño
se da cuenta de que estaba siendo formado por experiencias diversas.
Devolvió el espejo al cuarto de baño y volvió a cruzar el dormitorio, sin dejar de mirar el gran bulto en la
cama. El Sol poniente pintaba de rojo y naranja aquella horrible cara. George miró hacia otro lado.
Cruzó de nuevo la entrada y fue hasta el teléfono, dispuesto a actuar como creía que había que hacerlo.
Se sentía interiormente superior a Buddy. Cada vez que se burlara, le diría tan sólo: «Estaba solo en
casa cuando Abuela murió y lo hice todo por mí mismo».
Lo primero que había que hacer era llamar al doctor Arlinder, y decirle: «Mi Abuela acaba de morir.
¿Puede usted decirme lo que tengo que hacer? ¿Cubrirla o algo así?».
No.
«Creo que mi Abuela acaba de morir.»
Sí. Sí, era mucho mejor así. Al fin y al cabo, todo el mundo cree que un niño no sabe hacer nada por sí
mismo.
O:
«Estoy casi seguro de que mi Abuela ha muerto... »
¡Ya estaba! ¡Eso era lo mejor!
Y contarle lo del espejo y lo del estertor y todo lo demás. Y el doctor vendría enseguida y después de
examinar a la Abuela, diría: «Abuela, te pronuncio muerta», y luego, a George, «Has estado muy sereno en una
situación difícil, George, te felicito». Y George diría algo modesto, como requería la ocasión.
George miró el número del doctor Arlinder y aspiró profundamente un par de veces para darse ánimo.
Descolgó el auricular. El corazón seguía latiéndole fuertemente, pero ya no con el terror de antes. Abuela
había muerto. Lo peor ya había sucedido y, en el fondo, era mucho mejor que oírla gritar que quería su
infusión.
El teléfono también se había muerto.
Sólo le llegó el vacío desde el auricular, los labios todavía abiertos como para decir: «Lo siento, señora
Dodd, soy George Bruckner y tengo que llamar al doctor para mi Abuela». Pero no había ni conversaciones, ni
señal para marcar, ni nada. Sólo un vacío muerto, como el de la otra habitación.
Abuela está...
está...
(Oh, está)
Abuela está fría como un témpano.
Otra vez la piel de gallina. Miró con ojos inciertos la tetera Pirex en el fogón, la taza sobre el mostrador,
con la bolsita de hierbas dentro. Abuela nunca más tomará su infusión. Nunca.
(está fría)
George se estremeció.
Apretó la horquilla del teléfono con el dedo, una, dos, muchas veces. El teléfono seguía muerto. Tan
muerto como...
(tan frío como)
Colgó el auricular de un golpe y se oyó un leve timbrazo. George lo volvió a coger en un segundo, con la
esperanza de que la línea hubiera vuelto en aquel preciso instante. En vano. Lo volvió a colgar muy
lentamente.
Otra vez sentía palpitaciones.
Estoy solo en la casa con un cadáver.
Cruzó la cocina muy lentamente, se paró junto a la mesa un minuto y después encendió la luz. La casa
estaba empezando a quedarse a oscuras. Pronto el Sol se habría ido y sería de noche.
Espera. Eso es todo lo que puedes hacer. Esperar a que regrese Mami. Después de todo, es mejor así. Si el teléfono
no funciona, es mejor que se haya muerto a que hubiera tenido uno de sus ataques o algo así... con espuma en la
boca y todo eso y a lo mejor se caía de la cama...
No le gustaba nada todo aquello. Si no fuera por el teléfono, lo hubiera hecho todo tan bien...
Cómo estar completamente solo en medio de la oscuridad, pensando en cosas muertas que viven todavía, viendo
formas y sombras en las paredes y pensando en la muerte y en los muertos y todas esas cosas y cómo deben apestar
y moverse en la oscuridad, pensando esto y pensando aquello, pensando en los gusanos corriendo y enterrándose
en la carne muerta, ojos que brillan en la oscuridad, el crujido de los tablones en el piso de arriba, algo cruza la
habitación, a través de las franjas de luz que vienen de la ventana, oh, sí.
En la oscuridad, los pensamientos dibujan un círculo perfecto. Da lo mismo que trates de pensar en
flores, o en Jesús, o en el fútbol, o en ganar la medalla de oro en las Olimpiadas, porque, al final, todo
vuelve hacia aquella forma con garras y ojos abiertos.
—¡Demonios! —gritó, pegándose una bofetada a sí mismo, bien fuerte. Ya estaba bien, caramba, no
hacía más que asustarse él solo. Además, ya no tenía seis años. Estaba muerta, eso era todo. Aquella
cabeza ya no tenía más pensamientos que los que pudiera tener el mármol, o el suelo, o un pomo de la
puerta, o la esfera de la radio, o...
Una voz interior, extraña, le tomó por sorpresa. Tal vez fuese sólo la voz de la supervivencia.
¡George, cállate y dedícate a tus cosas!
Sí, está bien, está bien, pero...
Volvió hasta la puerta del dormitorio para asegurarse.
Allí seguía Abuela, una mano colgando fuera del lecho, casi tocando el suelo, la boca desencajada.
Abuela era como un mueble. Podías meterle la mano otra vez en la cama o tirarle del pelo o echarle un
vaso de agua o ponerle auriculares en las orejas y tocar Chuck Berry hasta que se hundiera el techo... a
ella le daba lo mismo. Abuela estaba, como decía a veces Buddy, fuera de sí. Abuela se había ido a
pasear.
Un golpeteo continuo y bajo le sobresaltó y lanzó un grito. Era la puerta exterior, que Buddy había
instalado la semana anterior y que daba bandazos en el viento helado.
George abrió la puerta de la cocina, se inclinó y atrapó la puerta exterior en su viaje de vuelta. El viento le
alborotó el pelo. Sujetó la puerta, preguntándose de dónde había salido ese viento tan repentino. Cuando
Mami se fue, el aire estaba en calma. Claro que, cuando se fue Mami, era pleno día y ahora estaba
anocheciendo.
George volvió a mirar cómo estaba Abuela otra vez y probó el teléfono otra vez. Nada, muerto todavía.
Se sentó, se levantó, se sentó nuevamente y optó por pasearse por la cocina, pensando.
Una hora más tarde era noche cerrada.
El teléfono seguía sin línea. George supuso que el viento, que ahora era casi un huracán, habría
derribado algún poste, probablemente cerca de Beaver Bog, donde había tantos. El teléfono dejaba
escapar un sonido de vez en cuando, pero de manera lejana y fantasmal. Fuera, el viento gemía por las
esquinas de la casa. George pensó que ya tenía una historia que contar en la próxima acampada de los
Boy Scouts... sentado solo en la casa, con su Abuela muerta en la habitación de al lado, sin teléfono, y el
viento arrastrando velozmente las nubes bajas, nubes negras por arriba y del color de la grasa rancia por
debajo, el color de las garras, quiero decir, manos de la Abuela.
Era, como decía Buddy, un clásico.
Ojalá pudiera contarlo ya y toda la historia estuviese pasada y enterrada. Se sentó en la mesa de la
cocina, con el libro de historia abierto, dando un respingo con cada ruido.., y ahora que el viento había
crecido, cada rincón de la casa crujía en forma siniestra.
Volverá muy pronto. Volverá y ya no tendré que preocuparme por nada. Nada.
(no le has cubierto la cara)
volverá pro...
(no le has tapado la cara)
George saltó como si alguien le hubiese hablado en voz alta y miró con los ojos muy abiertos toda la
cocina y el inútil teléfono. Hay que tapar la cara de un muerto con una sábana. Como en las películas.
¡Al diablo! ¡Yo no entro en ese dormitorio!
¡No! Y no había razón alguna para que lo hiciera. ¡Mami le cubriría la cara cuando volviese! ¡O el doctor
Arlinder, cuando llegara! ¡O el hombre de las Pompas Fúnebres!
Alguien, cualquiera, menos él.
No tenía por qué hacerlo.
A él no le importaba y seguro que a Abuela tampoco.
Oyó la voz de Buddy.
Si no tenias miedo, ¿cómo es que no le cubriste la cara?
No me importaba.
¡Miedoso!
A Abuela tampoco le hubiera importado.
¡Miedoso! ¡Cobardica!
Sentado a la mesa, con aquel libro de historia que no había manera de leer, empezó a pensar que si no le
cubría la cara a Abuela con la colcha, no podría presumir de haber hecho todo como debía y entonces
Buddy volvería a tener ventaja sobre él (a pesar de la pierna rota).
Se veía a sí mismo, contando la historia de miedo de Abuela muerta en medio de la acampada, delante
del fuego, llegando al final feliz de cuando los faros del coche de Mami barrieron la fachada de la casa —
la reaparición de los adultos, restableciendo y confirmando el concepto del orden— cuando, de pronto,
entre las sombras se alza una figura oscura y una piña explota en el fuego y resulta que la figura en la
sombra es Buddy, riéndose: Si eres tan valiente, so cobardica, ¿cómo es que no le tapaste LA CARA?
George se levantó, recordándose a sí mismo que Abuela estaba fuera de si, que Abuela había muerto, que
Abuela estaba más fría que un témpano y que Abuela se había ido a pasear.
Si quisiera, podría ponerle la mano sobre la cama otra vez, meterle una bolsita de infusión por la nariz,
ponerle auriculares tocando Chuck Berry a todo volumen, etc., etc., y nada molestaría a Abuela, porque
eso es lo que significaba estar muerto, nada podía molestar a un muerto. Una persona muerta era la
persona tranquila por excelencia, y el resto no era más que sueños inexorables y apocalípticos y febriles,
sueños de puertas abriéndose de golpe en la boca muerta de la medianoche, de rayos de luna azul
bañando los huesos en los cementerios...
Susurró: «¿Quieres hacer el favor de parar? Deja de ser tan...».
(macabro)
Se levantó. Había decidido ya lo que iba a hacer: entrar en el dormitorio y cubrirle la cara con la sábana y
así Buddy no tendría ninguna ventaja sobre él. Le administraría unos cuantos rituales sencillos y le
cubriría la cara. Y después —se le iluminó la cara por el simbolismo de la situación— retiraría su taza y su
bolsita de infusión sin usar. Sí, eso era lo que iba a hacer.
Entró en el dormitorio, cada paso un esfuerzo de voluntad. La habitación estaba a oscuras, el cuerpo no
era más que un enorme bulto encima de la cama. Buscó el interruptor torpemente durante lo que parecía
ser una eternidad, sin explicarse cómo no estaba donde él creía que debía estar. Por fin dio con él y una
luz amarilla llenó la estancia.
Abuela estaba en la cama, la mano inerte, la boca abierta. George la contempló, oscuramente consciente
de que unas gotas de sudor se deslizaban por su propia frente. Se preguntó si no bastaría con tomar
aquella mano tan fría y colocar el brazo sobre la cama, a lo largo del cuerpo. Pero decidió que no, que su
mano debía estar colgando hacía bastante rato ya, que era demasiado, que no podía tocarla, que
cualquier cosa, menos eso...
Lentamente, como si flotara en una nube, se acercó a Abuela y se quedó mirándola fijamente, casi
encima de ella. Tenía la cara amarilla, en parte por la luz, pero sólo en parte.
George respiraba por la boca, ansiosamente, como tratando de darse fuerzas. Tomó la colcha y la subió
sobre la cara de Abuela, pero resbaló un poco y volvió a bajar, revelando el nacimiento del pelo y las
cejas, George se alzó de puntillas y volvió a tomar la colcha con mucho cuidado separando bien las
manos, para no rozarle la cara, y la volvió a subir. Esta vez, la colcha permaneció en su sitio. Por fin la
había enterrado. Si, era por eso que se tapaba la cara de un muerto, y eso era lo que se debía hacer:
enterrarlo. Era un gesto definitivo.
Miró la mano que colgaba, que había quedado sin enterrar, y se dio cuenta de que sí, de que ahora podía
tocarla ya, meterla debajo de la colcha y enterrarla con el resto de la Abuela.
Se inclinó para agarrar la mano y la levantó.
La mano se volvió y le agarró la muñeca.
George dio un grito tremendo. Se tambaleó hacia atrás, gritando en aquella casa vacía, gritando más
fuerte que el viento que silbaba en el alero, gritando por encima de todos aquellos crujidos de la casa. Al
retroceder, tiró del cuerpo de Abuela, que quedó inclinado bajo la colcha. La mano volvió a caer,
retorciéndose, viva, intentando agarrar algo... hasta que volvió a colgar inerte.
No pasa nada, no ha sido nada, no era más que un reflejo.
George asintió a su propia aseveración. Pero volvió a recordar cómo aquella mano fría se había vuelto y
le había agarrado la muñeca. Volvió a gritar. Se le salían los ojos de las órbitas, el pelo, completamente
erizado, era como un sombrero cónico sobre su cabeza. El corazón corría como en estampida. La
habitación se inclinó locamente hacia la izquierda, luego se enderezó por un segundo, para inclinarse otra
vez a la derecha. Cada vez que intentaba pensar racionalmente, el pánico le ponía la piel de gallina.
Quería salir de aquella habitación a toda velocidad, meterse en otro sitio, a cuatro kilómetros de distancia,
si pudiera. Dio media vuelta y salió corriendo, estampándose contra la pared: la puerta estaba abierta a
un metro de distancia. Cayó de rebote al suelo, con un tremendo golpe en la cabeza, que empezó a
dolerle, a pesar del pánico. Se tocó la nariz y se manchó la mano de sangre, igual que la camisa, sobre la
que goteaba. Se levantó como pudo y miró la habitación lleno de terror.
La mano colgaba de la cama como antes, pero el cuerpo de Abuela ya no estaba inclinado, sino que
estaba recto otra vez, bajo la colcha.
Todo había sido fruto de su imaginación. Había entrado en el dormitorio y el resto no había sido más que
una película.
No.
El dolor le aclaró las ideas. La gente muerta no te agarra la muñeca. Muerto quiere decir muerto. Cuando
estabas muerto podías servir de perchero, o meterte en el neumático de un tractor y lanzarte ladera
abajo, etc., etc. Cuando estabas muerto, la gente te podía hacer cosas a ti (por ejemplo, un niño podía
tomar tu mano y subirla a la cama), pero tus días activos —por decirlo de alguna manera— habían
terminado.
A menos que seas una bruja. A menos que elijas morirte cuando la casa está sola y no hay más que un niño, porque
así puedes... puedes... ¿puedes qué?
Nada. Era una estupidez. Había imaginado todo porque estaba asustado y ésa era toda la verdad. Se
limpió la nariz con el brazo y gimió de dolor. Una mancha de sangre cubría su antebrazo.
Lo que no iba a hacer era entrar en la otra habitación, eso era todo. Realidad o alucinación, no iba a
hacer el tonto con Abuela. La llamarada de pánico había cedido un poco, pero continuaba asustado, muy
asustado, y todo lo que quería era que su madre llegase cuanto antes y se ocupara de todo.
George salió del dormitorio de espaldas, sin perder de vista la cama, y fue hasta la cocina. Suspiró con
un aliento largo, ahogado. Quería pasarse un trapo mojado por la nariz. Sintió ganas de vomitar. Se
inclinó y tomó un trozo de tela de debajo del fregadero —uno de los pañales viejos de la Abuela— y lo
puso bajo el grifo de agua fría, mientras se sorbía la sangre como si fueran mocos.
Se acababa de poner la tela mojada en la nariz cuando desde la otra habitación le llegó una voz.
—Ven aquí, pequeño —llamaba Abuela con su voz de ultratumba—. Ven aquí. Abuela quiere abrazarte.
George trató de gritar, pero abrió la boca y no pudo emitir sonido alguno, nada. En cambio, en la otra
habitación, allí sí que se estaban produciendo sonidos. Sonidos como los que oía cuando Mami entraba
para bañar a la Abuela, dándole la vuelta, levantándola, dejándola caer, dándole la vuelta otra vez.
Sólo que esos sonidos eran diferentes ahora. Eran como si Abuela estuviera.., estuviera levantándose de
la cama.
—¡Niño! ¡Ven aquí, pequeño! ¡Ahora MISMO! ¡Ven hacia aquí!
Vio con horror cómo sus pies obedecían la orden. Les mandó detenerse, pero ellos seguían, uno, dos,
uno, dos, ep, aro, ep, aro, deslizándose sobre el linóleo. Su cerebro era prisionero del cuerpo.
«Es una bruja, es una bruja y tiene uno de sus ataques. Ay, sí, es un ataque y es muy malo, REALMENTE muy
malo, muy malo. Ay, Dios mío, ay, Jesús, ayúdame, ayúdame. . . »
George atravesó la cocina y entró en el dormitorio.
ABUELA ESTABA FUERA DE LA CAMA, sentada en su sillón de vinilo blanco, el que no había usado
desde hacía cuatro años, desde que se puso demasiado gorda para poder andar y demasiado senil para
saber hacer nada.
Pero Abuela no parecía senil.
Los rasgos de la cara eran fláccidos, pero la senilidad había desaparecido de su expresión, suponiendo
que hubiera estado allí alguna vez y no hubiera sido más que una máscara para engañar a niños
pequeños y mujeres cansadas y sin marido.
Ahora la cara de Abuela resplandecía con feroz inteligencia, como la luz de una vela de cera, vieja y
pestilente. Los ojos bailaban en sus órbitas, muertos. El pecho seguía sin moverse. El camisón,
remangado, dejaba ver unos muslos elefantinos, blancos. La colcha estaba a los pies de la cama.
Abuela le tendió sus enormes brazos.
—Quiero abrazarte, Georgie —dijo la voz apagada y sin entonación—. No tengas miedo, pequeño. Deja que
Abuela te abrace.
George se esforzó por retroceder, tratando de resistir aquella atracción casi magnética. Fuera, el viento
seguía aullando. La cara de George se había alargado y torcido, tensa, crispada por el espanto.
Empezó a caminar hacia ella. No podía remediarlo. Sus pies seguían arrastrándose, uno tras otro, hacia
aquellos brazos abiertos. «Le enseñaría a Buddy que él tampoco tenía miedo de Abuela y dejaría que Abuela le
diera un abrazo porque no era ningún cobardica.» Siguió andando hacia ella.
Cuando ya se encontraba casi entre sus brazos, se oyó un crujido enorme al estallar la ventana, hechos
añicos los cristales, y una rama de árbol penetró en la estancia, con hojas de otoño aún sujetas a ella. El
viento helado barrió toda la habitación, haciendo volar las fotos de Abuela, azotándole el pelo y el
camisón.
George pudo gritar por fin. Se escapó dando tumbos de entre sus brazos, mientras Abuela emitía un
chasquido sibilante, como una serpiente, entreabriendo los labios y dejando ver sus encías desdentadas.
Las manos gruesas, arrugadas, intentaban asir el vacío.
George se hizo un lío con los pies y cayó al suelo. Abuela se levantó del sillón, bamboleándose bajo
aquel enorme peso, caminando hacia él. George no podía levantarse, las piernas, sin fuerza alguna, no le
obedecían. Empezó a arrastrarse de espaldas, gimiendo. Abuela seguía avanzando, lenta, implacable,
muerta, pero viva. George comprendió en un instante lo que significaba aquel abrazo. El rompecabezas
estaba completo. Pero cuando finalmente logró levantarse, Abuela le agarró por la camisa. Se la desgarró
y se quedó con un trozo en la mano. Por un momento, George sintió aquella carne fría contra su piel.
Consiguió escapar hasta la cocina.
Quería huir, correr en medio de la noche, todo, menos dejarse abrazar por la bruja, su Abuela. Porque
cuando su madre volviera, encontraría a Abuela muerta y a George vivo, si..., pero a George le habrían
empezado a gustar las infusiones de hierbas, inexplicablemente.
Miró por encima del hombro y vio la sombra contrahecha, grotesca, de Abuela en la pared al cruzar la
entrada.
De repente, el teléfono sonó, estridente.
George saltó hacia él, sin pensar, y empezó a gritar que alguien viniera, por favor, por favor, que viniera
alguien. Gritó todo ello.., en silencio, porque ni un solo sonido salió de su garganta.
Abuela entró en la cocina, tambaleándose en su camisón rosa. El pelo blanco y amarillo revoloteaba
alrededor de su cara. Uno de los peinecillos se había casi desprendido del pelo y colgaba sobre el
arrugado cuello.
Abuela sonreía.
—¿Ruth?
Era la voz de Tía Flo, lejana, con una conexión defectuosa por el viento. Era Tía Flo, desde Minnesota, a
más de dos mil kilómetros.
—¿Ruth? ¿Estás ahí?
—¡Socorro! —gritó George al teléfono y lo que salió de sus labios fue un pequeño, inaudible silbido.
Abuela se balanceaba sobre el linóleo, tendiéndole los brazos. Sus manos se abrían y se cerraban,
intentando agarrar algo. Abuela quería aquel abrazo, por algo había esperado cinco años.
—Ruth, ¿me oyes? Acaba de estallar una tormenta imponente... y me he asustado... Ruth, no te oigo...
—Abuela —gimió George al teléfono. Abuela estaba casi encima.
—¿George? —la voz de Tía Flo se erizó, aguda como un grito, instantáneamente—. George, ¿ eres tú?
George empezó a retroceder ante el avance de Abuela, cuando se dio cuenta de que se había alejado de
la puerta y se había metido estúpidamente en un rincón, entre los armarios de la cocina y el fregadero. El
horror era inenarrable. La sombra de Abuela lo cubría ya por completo. George pudo, por fin, vencer su
parálisis y gritó desesperadamente al teléfono, una y otra vez.
—¡Abuela! ¡Abuela! ¡Abuela!
Las manos frías de Abuela tocaron su garganta. Los ojos viejos, borrosos, hipnotizaban los suyos,
chupando toda su voluntad.
Vagamente, muy lejos, como si viniera a través de los años y a través de la distancia, oyó la voz llena de
pánico de Tía Flo.
—Dile que se acueste, George, dile que se acueste y que no se mueva. Dile que debe hacerlo en tu
nombre y en el de Hastur. Ese nombre tiene poder sobre ella, George, dile: «Acuéstate en nombre de
Hastur», dile...
La mano vieja y arrugada arrancó el teléfono de la mano sin fuerza de George. De un tirón, rompió el
cordón de la pared. George se dejó caer en el rincón y Abuela, un montón de carne que ocultaba la luz,
se inclinó sobre él.
George gritó.
—¡Acuéstate! ¡No te muevas! ¡En nombre de Hastur! ¡Hastur! ¡Acuéstate! ¡No te muevas!
Las manos de Abuela rodearon su cuello...
—¡Debes hacerlo! ¡Tía Flo dice que debes hacerlo! ¡En mi nombre!, ¡En nombre de tu padre! ¡Acuéstate!
¡No te mue...!
Y empezaron a apretar.
Cuando una hora más tarde las luces del coche por fin bañaron la fachada de la casa, George estaba
sentado en la cocina, delante del libro de historia, sin leer. Se levantó y le abrió la puerta a su madre. A su
izquierda, el teléfono reposaba en el receptor, el cordón colgando inútilmente.
Mami entró, una hoja pegada a la solapa del abrigo.
—¡Qué viento! ¿Fue todo bien, Geor...? ¿George, qué ha pasado?
Mami palideció horriblemente en un segundo. Parecía la cara de un payaso.
—Abuela —contestó George—. Abuela ha muerto. Abuela ha muerto, Mami.
Empezó a llorar.
Su madre lo abrazó fuertemente y luego retrocedió hacia la pared, como si aquel abrazo hubiera acabado
con todas sus fuerzas.
—¿Ha... ha pasado algo? —preguntó—. ¿George, ha pasado algo?
—El viento derribó la rama de un árbol en su ventana —respondió.
Mami lo cogió por los brazos y lo apartó un poco, adivinando aquella expresión de horror. Lo soltó
inmediatamente, y, como un ciclón, entró en la habitación de Abuela. Tal vez estuvo dentro unos cuatro
minutos. Al salir, llevaba en la mano un trozo de tela. Era de la camisa verde de George.
—Le he arrancado esto de la mano —dijo Mami en un susurro imperceptible.
—Ahora no tengo ganas de hablar —dijo George—. Llama a Tía Flo, si quieres. Yo estoy muy cansado.
Quiero irme a la cama.
Mami hizo un gesto como para detenerlo, pero se contuvo. George subió a la habitación que compartía
con Buddy y abrió el aire caliente para oír lo que hacía su madre. Mami no pudo hablar con Tía Flo
aquella noche, porque alguien había arrancado el cordón del teléfono, pero tampoco pudo hablar con ella
al día siguiente porque, poco antes de que Mami regresara, George había dicho una serie de palabras,
algunas de ellas en un latín bastardo, otras en algo que parecían gruñidos predruidas y, a más de dos mil
kilómetros de distancia, Tía Flo había caído muerta de hemorragia cerebral masiva. Era sorprendente
cómo volvían las palabras. Como todo volvía.
George se quitó la ropa y se tendió desnudo en la cama. Puso las manos tras la cabeza y dirigió la vista a
la oscuridad del techo. Lentamente, muy lentamente, una sonrisa horrible, siniestra, empezó a dibujarse
en sus labios.
Las cosas no iban a seguir como antes a partir de ahora. Iban a ser muy, muy diferentes.
Por ejemplo, Buddy. Le costaba esperar a que Buddy volviera del hospital y empezase con su dichosa
tortura de la Cuchara del Bárbaro Chino, o con la Cuerda India, o algo por el estilo. Sabía que, al
principio, tendría que permitírselo, por lo menos, durante el día y cuando hubiese gente alrededor, pero
cuando cayera la noche y estuviesen los dos solos en el dormitorio, en la oscuridad, con la puerta
cerrada...
George se echó a reír en silencio.
Como siempre decía Buddy, iba a ser un clásico.
S.K.

lunes, 26 de octubre de 2009

La Calavera que Gritaba


F.M. Crawford
La Calavera que Gritaba
-
La he oído gritar a menudo.
No, no estoy nervioso, no; no me dejo llevar por la imaginación, y sigo sin creer en fantasmas, a menos que esto sea uno.
Sea lo que sea, me odia casi tanto como odiaba a Luke Pratt, y sus gritos me están destinados. Yo, en lugar de usted, no explicaría nunca una historia referente a los métodos de asesinato más ingeniosos;
nunca se puede saber si alguien, sentado en su misma mesa,
no siente cierto cansancio de su cónyugue.
Me he reprochado a menudo, enérgicamente, la muerte de la señora Pratt,
y supongo que tengo alguna responsabilidad en su defunción,
si bien, el cielo es testigo, nunca le desee
nada que no fuera una larga y
feliz existencia.
Si yo no hubiera explicado aquella historia, quizás la señora Pratt continuaría con vida.
Me parece que es por esto que esa cosa me grita sus amenazas.
La señora Pratt era una buena mujer;
tenía, bien mirado, un temperamento agradable y una bella voz.
Pero recuerdo haberla oído chillar,
un día, al imaginarse que su hijo había fallecido a causa de un disparo;
el revolver se había disparado solo,
cuando nadie lo creía cargado.
Aquel chillido era el mismo,
exactamente el mismo, con una especie de trino agudo al final;
¿entiende lo que quiero decir?
Claro que sí.
En verdad,
yo no había comprendido que el doctor
y su mujer no congeniaban.
Discutían de tanto en tanto,
delante mío, y había observado a menudo que la delicada señora Pratt
se enrojecía y se mordía los labios
con violencia para conservar la calma,
mientras Luke palidecía y
la atacaba con palabras arrogantes.
Acostumbraba a portarse así cuando iba a párvulos,
y también más adelante en las diversas escuelas.
Era primo mío, ¿sabe?
Por eso he venido.
Después de su muerte y de la de su hijo Charlie,
en Africa del Sur,
la familia entera quedó extinguida.
Sí, el lugar es muy agradable,
de lo más conveniente para un viejo marino que ha decidido,
como yo, pasar el resto de sus días practicando la jardinería.
Se recuerdan siempre los errores con mayor intensidad que las acciones inteligentes,
¿no es cierto?
Lo he observado a menudo.
Cenaba con los Pratt,
cierto atardecer,
cuando les expliqué aquella historia destinada a generar tan grandes cambios.
Era una de aquellas húmedas noches de noviembre,
y la mar gemía.
¡Silencio! Si calla podría oírla...
¿Oye la marea?
Su sonido es lúgubre,
¿no? A veces, en esta época del año... ¿eh?
¡Escuche! ¡No tenga miedo, amigo!
No será comido.
Al fin y al cabo, sólo es un ruido.
Pero estoy contento que lo haya escuchado, porque siempre hay quien habla del viento,
de mi imaginación, o de cualquier otra cosa.
Esta noche ya no volverá a escucharlo, me parece;
habitualmente, grita una sola vez.
Sí, ¡muy bien! Ponga más leña en chimenea y
añada un poco de tabaco a esa mezcla que le gusta.
¿Recuerda el viejo Blauklot,
el carpintero de aquel bajel alemán que nos recogió cuando el Clontarf naufragó?
Nos batíamos en medio de la tempestad aquella noche,
tan cómodos como en un salón,
claro, y no había tierra en un radio de quinientas millas.
Y, después, llegó aquel navío,
que se alzaba y caía con la regularidad del tic-tac de un péndulo.
El viejo Blauklot cantaba mientras entraba de guardia en el velero
. He pensado a menudo en aquel suceso ahora que me he quedado en tierra para siempre.
Sí, era una noche como aquella;
estaba pasando una temporada en casa,
a la espera de tomar el mando del Olympia, en la que sería su primera travesía.
Transcurría el año 1892, a principios de noviembre.
El tiempo era detestable. Pratt estaba con un humor de perros,
y la cena, que era infame, verdaderamente infame,
y además estaba fría, para acabar de redondearlo, no contribuía a mejorar el ambiente.
La pobre señora estaba realmente desolada por todo aquello,
e insistió en prepararnos un pastel de queso que redimiera los nabos demasiado crudos y el cordero poco hecho.
Pratt, seguramente, había tenido un mal día.
Quizás se le había muerto algún paciente.
Fuera como fuese, su comportamiento era bastante antipático.
-Mi mujer intenta envenenarme, ¿sabe?
-dijo-.
Un día u otro lo conseguirá.
Noté que esta observación había ofendido a la señora Pratt,
e hice ver que reía diciendo que la señora era demasiado inteligente para deshacerse del marido con un procedimiento tan elemental;
y entonces me puse a hablar de los métodos japoneses:
vidrio picado, pelos desmenuzados de caballo, y yo que sé más.
Pratt, siendo su profesión la medicina, conocía el tema, seguramente,
mucho mejor que yo, pero aquella superioridad suya me provocó.
Les expliqué entonces una historia,
la de una irlandesa que había sido capaz de asesinar
tres maridos antes que sospecharan nada de ella.
¿Ya ha oído hablar de esta historia?
El cuarto marido se las compuso para permanecer despierto y cogerla por sospresa.
Fue colgada.
¿Cómo se las ingeniaba aquella mujer?
Hacía tragar un somnífero al marido de turno y,
cuando éste dormía profundamente,
le derramaba plomo fundido en las orejas con la ayuda de un pequeño embudo de cuerno...
No, esto es solo el viento que silba.
Nuevamente sopla viento del sur. Lo sé por la calidad del sonido.
Y, además, el otro sonido nunca se produce más de una sola vez en el transcurso una misma noche, incluso en esta época del año...
¡si llega a producirse! Era también noviembre.
La pobre señora Pratt murió, súbitamente, en su cama,
poco después de aquella velada.
No puedo precisar la fecha, porque la noticia me llegó, en Nueva York,
en el navío que siguió al Olympia tras su primer viaje conmigo como capitán.
Así, ¿usted mandaba el Leofric aquel mismo año? Sí, lo recuerdo.
¡Qué par de tipos, usted y yo!
Ya casi se cumplen cincuenta años desde que éramos grumetes a bordo del Clontarf.
¿Será posible olvidar algún día al viejo Blauklot y su canción? ¡Ja!, ¡ja!
¡Pero sírvase, haga el favor!
Éste es el viejo Hulstkamp que hallé en la bodega cuando tomé posesión de la casa...,
el mismo que traje de Amsterdam para Luke veinticinco años atrás.
Nunca llegó a beber una sola gota.
Quizás ahora le sepa mal, ¡pobre chico! ¿Por dónde iba?
Ah, sí: le explicaba que la señora Pratt murió súbitamente.
Luke debió sentirse muy solo,
aquí, tras aquella pérdida.
Yo lo visitaba de tanto en tanto.
Daba la impresión de estar preocupado
, nervioso;
me explicaba que su clientela era demasiado numerosa para atenderla él solo,
pero se negaba a contratar un ayudante.
Pasaron los años.
Su hijo encontró la muerte en Africa del Sur, y entonces Luke se convirtió en una persona extrañ
a. No sé qué había en él que lo hacía distinto a los demás.
Me parece que continuó en sus cabales hasta su muerte;
no hubo quejas contra él por su labor, pero corrieron rumores...
De joven Luke era rubicundo, más bien pálido, y tras la muerte de su hijo comenzó a adelgazar,
a adelgazarse cada vez más,
hasta el punto que su cabeza asemejó una calavera cubierta de pergamino;
los ojos le ardían con un brillo tan extraño que incomodaban a quien los observara. Luke poseía un perro viejo,
que la señora Pratt había querido mucho y que la seguía a todas partes.
Aquel magnífico bull-dog era la bestia con mejor carácter del mundo,
aunque encogía el labio superior de una forma muy poco tranquilizadora.
A veces, durante la velada,
Pratt y Bumble (así llamaban al perro) se sentaban y se miraban horas y horas,
recordando, sin duda, los buenos viejos tiempos,
los tiempos,
supongo, cuando la mujer de Luke se instalaba en esta silla de brazos que usted ocupa.
Éste fue siempre su lugar,
mientras que el doctor se sentaba en la silla de brazos donde estoy yo ahora,
Bumble se encaramaba ayudándose con las patas de la silla;
se había vuelto viejo y gordo, no podía saltar gran cosa,
y los dientes le bailaban cada vez más.
Miraba a Luke, directamente a los ojos, mientras éste miraba al perro...
Y el rostro de Luke parecía cada vez más un cráneo en cuyo centro brillaran dos brasas con destellos rojizos; a los cinco minutos,
a veces menos, el viejo Bumble comenzaba a temblar de un extremo a otro,
y, de pronto, dejaba ir un aullido espantoso,
como si acabaran de golpearlo
, se dejaba caer de la silla y corría a esconderse bajo el bufete, y, allí,
gemía de una manera extraña.
El comportamiento del perro no tiene nada de particular para quien recuerde la mirada de Pratt en los últimos meses.
No soy nervioso,
ni poseo demasiada imaginación, pero creo que podría haber puesto histérica a una mujer demasiado sensible...
¡se parecía tanto a una calavera envuelta de pergamino!
Lo visité el día de Navidad, al atardecer,
mientras mi barco se encontraba en dique seco, lo que me dejaba tres semanas de vacaciones.
Bumble no estaba, y,
durante la conversación, comenté que quizás hubiera muerto. -
Sí -contestó Pratt.
Encontré algo extraño en su voz,
no sé qué; lo observé incluso antes que prosiguiera. -
Lo maté; ya no lo soportaba.
Le pregunté por los detalles, aunque ya, más o menos, había entendido.
-¡Tenia una manera de sentarse en la silla y de mirarme, antes de aullar...!
-dijo, tembloroso-. No sufrió más, el pobre Bumble
-prosiguió, inmediatamente, como si yo pudiera sospechar que había dado pruebas de crueldad-. Le drogué la bebida,
para dejarlo profundamente dormido,
y después lo cloroformicé poco a poco para que no se sintiera morir.
Desde entonces, todo va mejor.
Me pregunté qué había querido decir, ya que las palabras se le habían escapado de los labios como si no hubiera podido contenerlas.
Más tarde comprendí.
Quería decir que ya no escuchaba el grito con tanta frecuencia, tras la muerte del perro. Quizás creyó, de principio, que se trataba del viejo Bumble,
que aullaba a la luna, en el patio...,
pero no es el mismo tipo de grito, ¿verdad?
Por otra parte, sé lo que es,
aunque Luke quizás no lo supiera.
Es solo un ruido, al fin y al cabo,
y nunca un ruido ha matado a nadie. Pero Luke era más imaginativo que yo.
Estoy convencido que este lugar oculta algo que no puedo comprender, pero,
cuando no comprendo algo,
me digo que se trata de un «fenómeno» y no comienzo a imaginar que me matará,
como pensó Luke
. No lo entiendo todo, realmente, y usted tampoco;
no más que cualquier otro hombre que haya pasado largo tiempo en la mar.
Se hablaba de las trombas,
pongamos por caso,
y no nos poníamos de acuerdo sobre su naturaleza;
ahora se habla de «terremotos submarinos»
y se exponen cincuenta teorías, que podrían explicar los terremotos si supiéramos qué son.
Sufrí uno, un día, y el escritorio pegó contra la mampara de mi cabina
. Esto mismo pasó al capitán Lecky; supongo que usted debe haber leído esta historia en su libro Reflexiones.
Muy bien. Si este tipo de fenómenos se produjeran en tierra, en esta habitación,
por ejemplo, un tipo nervioso hablaría de espíritus, de levitación y de otras tonterías que nada quieren decir, en lugar de clasificar este misterio, sencillamente,
dentro la categoría de los «fenómenos» aún pendientes de explicación.
Esta es mi opinión, ¿me sigue? Por otro lado, ¿qué cosa puede demostrar que Luke mató a su mujer?
No me atrevería nunca a sugerir una monstruosidad tal a nadie que no fuera usted.
Solo una cosa inquieta:
la coincidencia de que la pobre señora Pratt muriera en la cama al poco tiempo de la cena donde expliqué aquella historia.
No es la única mujer que ha muerto de esta manera. Luke fue a buscar al médico de la parroquia vecina;
los dos concluyeron que había muerto a consecuencia de un paro cardíaco
. ¿Por qué no? Es un mal muy frecuente. Había aquello de la cuchara, claro. No he hablado nunca de ello a nadie,
y confieso que me sobresalté cuando la hallé en el armario del dormitorio. Era una cuchara nueva, un tanto estropeada
aunque no había sido puesta entre las llamas más de un par de veces.
Tenía aún, en su fondo,
restos de plomo derretido.
Era una cuchara gris, manchada de impurezas.
Pero esto no demuestra nada.
Un médico rural suele ser un individuo avispado que realiza toda suerte de trabajos manuales,
y Luke podía haber tenido veinte motivo
s diferentes para fundir un poco de plomo en una cuchara.
Le gustaba pescar en la mar,
por ejemplo, y tal vez necesitó un pedazo de plomo para fabricarse una caña;
o quizás necesitara un peso para el reloj del salón
, o cualquier otra cosa por el estilo.
De todas formas, al descubrir la cuchara, sentí en mi interior algo extraño, porque me acordaba de aquello que había descrito al explicar mi historia de asesinatos. ¿Me entiende?
La cuchara me impresionó,
y de manera negativa.
La tiré.
Ahora se encuentra en el fondo de la mar,
a una milla del Spit y,
si algún día la marea la sacara, estaría tan oxidada que nadie la podría reconocer.
Mire, Luke debió haberla comprado en el pueblo, años ha...,
y aún hoy, el comerciante que se la vendió no vende de otra clase. Supongo que las utilizan para cocinar. De cualquier manera, no era conveniente que una camarera demasiado fisgona descubriera aquel utensilio manchado de plomo: se habría preguntado de qué iba la cosa, y quizás lo habría contado, en la hora del servicio, que me oyó explicar la historia durante la cena; aquella chica se casó con el hijo del fontanero del pueblo, y podría recordar no pocos detalles. Usted me entiende, ¿verdad? Ahora que Luke Pratt está muerto y enterrado junto a su esposa, en una tumba de hombre honesto, no me gustaría nada que ciertos acontecimientos ensuciaran su memoria. Los dos están muertos, y también lo está su hijo. Por otro lado, la muerte de Luke está rodeada de un misterio considerable. ¿Qué misterio? Una mañana lo hallaron muerto en la playa. El juez de instrucción abrió una encuesta. El veredicto estableció que había muerto «a manos o entre los dientes de alguna persona o animal desconocidos». La mitad del jurado consideró que, con probabilidad, algún perro le había mordido la arteria traqueal tras lanzarse sobre él; pero no había orificios en la piel del cuello. Nadie sabía a que hora había salido Luke, ni dónde había ido. Lo encontraron tendido de espaldas, sobre las señales de la marea alta; bajo su mano había, abierta por completo, una vieja caja de sombreros, hecha de cartón, que había sido propiedad de su mujer. La tapa había caído. Parecía como si Luke hubiera intentado transportar, en su interior, una calavera...
Los médicos suelen aficionarse a coleccionar este tipo de objetos. La calavera había rodado por la arena, y se había detenido junto la cabeza de Luke. Era una calavera bastante bonita, más bien pequeña, admirablemente proporcionada y de un perfecto blanco..., tan perfecto como la dentadura. Más exactamente, la hilera superior era perfecta, ya que, cuando la vi por primera vez, le faltaba la mandíbula inferior. Sí, encontré aquí aquella calavera, cuando regresé. Era blanca y pulida, como lo son las calaveras que se conservan bajo cristal. La gente, aquí, no sabía de donde procedía, ni qué debían hacer con ella; de nuevo la habían metido dentro de la caja de cartón, y la habían guardado en el armario del mejor dormitorio. Naturalmente, me la enseñaron cuando tomé posesión de la casa. También me llevaron a la playa, para mostrarme el lugar exacto donde habían encontrado el cadáver de Luke; un viejo pescador me describió la posición del cuerpo, como yacía tendido junto a la calavera. Solo un detalle no conseguía explicarse: ¿por qué el cráneo había rodado sobre un terreno fangoso hasta la cabeza de Luke, y no, siguiendo la pendiente, hacia sus pies? En aquel instante el detalle no me llamó en absoluto la atención, pero luego he pensado con frecuencia, porque aquel lugar es considerablente escarpado. Mañana ya le acompañaré, si usted quiere...,
allí mismo he alzado un túmulo de piedras. Cuando Luke cayó, o cuando lo hicieron caer, la caja golpeó contra la arena y su tapa saltó. Su contenido cayó, y debería haber rodado hacia abajo. Pero no. Se encontraba cerca de la cabeza de Luke, casi tocándolo, y parecía mirarlo de frente. Ya he dicho que aquel detalle no me preocupó al principio, pero después no he podido dejar de pensar en ello, cada vez con mayor frecuencia, hasta el punto de imaginarme la escena con tan sólo cerrar los ojos. Comencé a preguntarme por qué aquel maldito objeto había rodado hacia arriba y no al contrario, y por qué se había detenido cerca de la cabeza de Luke y no en cualquier otro lugar, un paso más allá, pongamos por caso. Naturalmente, usted querrá conocer a qué conclusión he llegado, ¿no es así?
Mis conclusiones no explican para nada el fenómeno, no lo explican más que cualquiera de las muchas ideas que he tenido. Pero, al poco, me rondó por la cabeza otra cosa que me inquietó sobremanera. Oh, ¡no hago intervenir elementos sobrenaturales! Quizás los fantasmas existan, o quizás no. Si existieran, no creo que pudiesen provocar daño alguno a los vivos, como no sea asustándolos; por lo que a mí respecta, preferiría habérmelas con un fantasma, de la manera que fuese, antes que con una niebla en el canal de la Mancha en un día de abundante navegación. No. Aquello que me preocupó fue una idea estúpida, nada más; no sabría decirle cómo nació, ni cómo creció hasta convertirse en una certeza. Pensaba en Luke y en su pobre mujer, una noche, fumando una pipa, y con un grueso libro entre las manos, cuando me dije que aquella calavera podía ser la de la señora Pratt, y desde entonces nunca he podido quitarme esa idea de la mente. Usted, claro, me dirá que esto no tiene ni pies ni cabeza, que la señora Pratt fue enterrada como buena cristiana, y que descansa en el cementerio de la parroquia; incluso me dirá que es monstruoso suponer que su marido quisiese conservar aquella calavera dentro de una caja de sombrero, justo en medio del dormitorio.
Ya lo sé; esto lo dictan la razón, el sentido común y las más elementales probabilidades. Pero estoy convencido de que Luke hizo aquella locura. Los médicos cometen, a veces, extraños actos que pondrían la piel de gallina a personas como usted o como yo, y que no nos parecen ni probables, ni lógicos, ni tan solo humanos. Y, luego..., ¿no lo entiende? Si aquella calavera era la de la señora Pratt, pobre mujer, la única manera de explicar la actitud de Luke está muy clara: verdaderamente asesinó a su esposa, de la misma manera que aquella mujer de la historia que yo les había explicado, y temía que algún análisis acabara acusándolo. Yo también había explicado este último detalle, ¿sabe usted?, y me parece que todo sucedió de la misma manera que hace cincuenta o sesenta años. Los investigadores exhumaron las calaveras y encontraron un pequeño pedazo de plomo que rebotava en el interior de cada una. Fue por esto que colgaron a aquella mujer. Luke lo recordó, estoy seguro de ello. No quiero saber qué pretendía hacer cuando tuvo aquellos pensamientos; mis inclinaciones no me llevan hacia las historias horripilantes, y no creo que a usted le gusten en especial, ¿no es así? No. Si le gustan, no le costará imaginar lo que falta a mi relato.
Aquello debió ser siniestro, ¿no cree? Me gustaría dejar de ver aquella escena de manera tan clara, dejar de imaginar con tanta precisión lo que sucedió. Pratt ccgió la calavera la noche anterior al entierro, estoy seguro, tras cerrarse el fénetro, cuando la criada se durmió. Apostaría que, tras separar la cabeza del cuerpo, algo puso en el fénetro para substituirla. ¿Qué cree usted que puso bajo la ropa que cubría al cadáver? ¡No me sorprende en absoluto que me interrumpa! Primero le confieso que no deseo saber lo que sucedió, y que odio pensar en historias horripilantes, y comienzo, inmediatamente después, a describirle aquella escena como si yo la hubiese presenciado. Incluso estoy seguro de que Pratt remplazó la cabeza con la bolsa de costura de su esposa. Recuerdo muy bien aquella bolsa que la señora Pratt usaba cada atardecer; era de felpa marrón y cuando estaba bien llena podía llegar al tamaño de..., ¿verdad que me entiende? Pues bien, sí, ¡así sigo! Ríase si quiere, pero usted no vive aquí solo, en el lugar donde todo sucedió, y usted tampocó explicó a Luke aquella historia del plomo fundido.
No soy nervioso, lo repito, pero en ocasiones comienzo a entender por qué lo son algunas personas. Pienso en todo esto cuando estoy solo; por la noche sueño con ello y, cuando esa cosa chilla, le seré franco, su grito no me gusta más que a usted, aunque debería estar acostumbrado tras tanto tiempo... No debería estar nervioso. Navegué en un barco maldito, que tenía un activísimo fantasma, ¡se lo juro! Dos tercios de la tripulación murieron por causa de una fibre maligna antes de haber transcurrido diez días de levar anclas; yo siempre he tenido suerte. No habré visto pocas cosas espantosas; tantas como usted, sin duda, y tantas como cualquier otro marinero. Pero nunca nada me ha obsesionado tanto como esta historia. ¿Sabe?, he intentado librarme de ello, librarme de ese objeto. Pero no se deja. Quiere estar aquí, en su lugar, dentro de la sombrerera de la señora Pratt, en el armario del mejor dormitorio. No está contento en ningún otro lugar. ¿Cómo lo sé? Porque lo he intentado. ¿No pensará usted que nunca lo he intentado? Mientras permanece aquí se conforma con gritar de tanto en tanto, por lo general durante esta época del año, pero si la sacara fuera de la casa, chillaría toda la noche...
Ningún criado permanecería aquí más de veinticuatro horas. Incluso con las actuales condiciones, con frecuencia he tenido que depender de mí mismo y arreglármelas solo durante un par o más de semanas.
Ya no queda nadie en el pueblo dispuesto a pasar una noche entera bajo este techo; además, resulta impensable vender la propiedad, incluso alquilarla.
Las viejas murmuran que, si me quedo aquí, conoceré espantosas desgracias antes no transcurra demasiado tiempo. Esto no me da miedo. Usted sonríe con la idea misma de que alguien sea capaz de conceder algún credito a estas habladurías. De acuerdo.
Tiene razón. Es una estupidez evidente.
¿No le he dicho que tan sólo era un sonido?
Pero parece nervioso; mira a su alrededor, como si esperara encontrar un fantasma detrás de su silla. Quizás me equivoco por completo respecto a la calavera...
y me gustaría creer que quizás estoy equivocado...
cuando me lo puedo creer.
Quizás sea sólo un bello espécimen que Luke recogiera quién sabe dónde, hace mucho tiempo...
Y, respecto al objeto que rebota dentro de la calavera al menearla, quizás sólo se trate de una piedrecilla, o un pedazo de tierra endurecida, o alguna otra cosa por el estilo. Las calaveras que han permanecido enterradas por largo tiempo suelen contener algo que hace ruido,
¿no es así? No, nunca he intentado sacar el objeto del interior de la calavera, sea lo que sea.
Temo descubrir un trozo de plomo, ¿me comprende?
Y, de ser éste el caso, no quisiera conocer la historia... porque deseo no poseer la certidumbre.
Si en verdad se tratara de plomo,
yo habría asesinado a aquella mujer, como si yo mismo hubiera cometido el acto.
Todo el mundo lo entendería así, me parece.
Mientras no me halle ante la certidumbre,
puedo decirme para mi consuelo que la señora Pratt murió de muerte natural, y que esa magnífica calavera pertenecía a Luke desde sus tiempos de estudiante en Londres. La certeza, creo, me obligaría a abandonar la casa y, cuanto más pienso en ello, más veces me digo que debería abandonarla.
Al menos, he abandonado la idea de dormir en el mejor de los dormitorios, aquel donde se encuentra el armario. Usted me pregunta por qué no he tirado la calavera al estanque; se lo contestaré, pero,
hágame el favor
, deje de llamarla «espantajo»..., no le gusta nada que le pongan nombres.
¡Escuche! ¡Dios mío, qué chillido! ¡Ya se lo había dicho! Querido amigo,
le veo muy pálido. Llénese la pipa, acérquese al fuego, y tome algo más de alcohol. Las bebidas holandesas nunca han hecho daño a nadie. En Java vi como un alemán se bebía medio barril de Hulstkamp, en una sola mañana y sin parpadear.
Yo no bebo demasiado, porque con mis resfriados la bebida no me sienta demasiado bien,
pero usted no está resfriado y el licor no le causará daño alguno. Además, de noche, allí fuera, está demasiado húmedo. Vuelve a soplar el viento, y pronto girará a sudoeste; ¿oye el golpeteo de las ventanas? La marea debe haber cambiado,
si juzgamos por el gemido de la mar.
No habríamos vuelto a oír nada si usted no hubiera dicho aquello.
Estoy seguro. Si usted quiere explicar el fenómeno mediante una coincidencia, yo estaré, naturalmente, muy contento, pero desearía que, si no le importa,
dejara de poner motes a esa cosa.
Quizás la pobre señora Pratt lo oye y los epítetos la entristecen,
¿no cree? ¿Fantasmas? ¡No! No podemos llamar fantasma a un objeto que se puede coger entre las manos y mirar a plena luz del día, y que suena cuando es meneado, ¿no es así? Pero es algo capaz de oír y de comprender. No le quepa la menor duda. Al instalarme aquí intenté dormir en el mejor dormitorio, porque, sencillamente, aquella habitación era la más cómoda. Pero me vi obligado a abandonar mi idea. Era el dormitorio de los Pratt, allí estaba el lecho donde ella murió, y también, cerca de la cabecera de la cama,
a la izquierda, el armario empotrado. Es allí donde la calavera quiere ser guardada, dentro de su caja de sombreros. Solo dormí en aquella habitación durante los primeros quince días tras mi llegada, tuve que dejarla y ocupar el pequeño dormitorio de la planta baja,
junto al gabinete de consulta, donde Luke solía pasar la noche cuando preveía que algún paciente lo enviaría a buscar a altas horas de la noche.
En tierra siempre he dormido bien.
Ocho horas son mi dosis, desde las once de la noche hasta las siete de la mañana cuando estoy solo, y desde media noche hasta las ocho cuando tengo visita. Pero en aquella habitación no pude conciliar el sueño hasta las tres de la madrugada...,
desde las tres y cuarto para ser preciso...,
como pude comprobar con mi viejo cronómetro de bolsillo, que aún funcionaba con exactitud; me despertaba a las tres y diecisiete minutos, exactamente. Me pregunto si no será la hora en que ella murió. En aquel tiempo, el grito aún no era lo que usted ha oído. Con un chillido así no habría permanecido dos noches seguidas en la habitación. Tan sólo era un comienzo de grito, como un gemido, como una respiración acelerada durante algunos segundos, en el armario; era un ruido sordo que, en circunstancias normales, no me habría despertado, estoy seguro. Supongo que en esto usted se me parece, y que, por otra parte,
esta peculiaridad es compartida por todos aquellos que hemos navegado por la mar: no existe sonido natural que nos moleste,
ni siquiera el estruendo de un velero encarado a una tormenta cuando se escora para luchar mejor contra el viento. Pero si un vulgar lápiz, en un cajon de nuestra cabina, comenzara a rebotar contra la madera, nos despertaríamos al instante, ¿no está de acuerdo?...
Usted siempre me entiende. Pues bien, dentro del armario el ruido no era más fuerte que el de un lápiz a la deriva en un cajón..., pero me quitaba el sueño de inmediato. Ya he dicho que se trataba de una especie de «inicio» de grito. Sé lo que quiero decir, pero es difícil explicárselo sin que crea que desvarío. Naturalmente, usted nunca podrá «escuchar» a nadie «comenzar» a gritar; como mucho escuchará un aliento acelerado entre los labios abiertos, entre los dientes prietos, escuchará un sonido casi inaudible que sale de manera tan súbita como discreta. Pues era así. Usted ya sabe que, en alta mar, cuando uno está en la barra del timón puede saber cómo reaccionará el bajel con dos o tres segundos de antelación. Los jinetes afirman lo mismo de sus monturas, pero su caso me parece menos extraño porque los caballos son seres vivos y poseen sentimientos, mientras que sólo los poetas y la gente de tierra se atreven a hablar de los barcos como de seres vivos. Pero yo siempre he notado, de una manera o de otra, que un barco, al margen de su valor como máquina que transporta determinadas cargas, es un instrumento sensible y un medio de comunicación entre la naturaleza y el hombre, y entre, más particularmente, la naturaleza y el hombre que se halla en la barra del timón, si la nave es gobernada manualmente.
El navío obtiene sus impresiones directamente del viento y la mar, de la marea y las corrientes, y las transmite a la mano del piloto, de la misma manera como, en lo alto del mástil, el telégrafo sin hilos recoge las ondas y las transmite hacia abajo en forma de mensaje. Puede ver donde quiero ir a parar; percibí que dentro del armario «comenzaba» algo, y con tanta viveza lo percibí que logré escucharlo, aunque quizás no hubiera nada a escuchar y sólo había sido despertado por un ruido nacido de mi mente. Pero el otro sonido sí logré oírlo. Se podría decir que aquel ruido estaba envuelto por una caja, y que sonaba lejano como si llegara en forma de una comunicación telefónica a larga distancia.
Sabía que nacía en el armario,
cerca de la cabecera de la cama. Los pelos no se me pusieron de punta, ni se me heló la sangre. Sencillamente, me sentía aturdido al ser despertado por algo que no poseía necesidad alguna de sonar, de la misma manera que, a bordo de un navío,
un lápiz no tiene necesidad de rebotar en el cajón de la cabina.
Por otro lado, no entendía nada. Supuse que el armario comunicaba con el exterior y que el viento,
sólo el viento, gemía por la abertura,
y había emitido aquella especie de débil chillido. Encendí una cerilla para mirar el reloj. Eran las tres y diecisiete minutos.
Después me giré para poder dormirme sobre la oreja derecha.
Es la que me funciona.
Casi no oigo nada por la otra,
desde el día en que, de pequeño, me choqué contra el agua al lanzarme desde lo alto del palo de mesana.
El proceso quizás es discutible,
lo acepto, pero el resultado es bastante cómodo cuando quiero dormir rodeado de ruidos inoportunos. Así transcurrió la primera noche; en la siguiente el fenómeno volvió a repetirse, y también las otras noches, no cada noche, pero sí en el mismo instante, segundo más segundo menos. Algunas noches dormía sobre mi oreja sana, otras no.
Examiné con detalle el armario sin encontrar fisura alguna por donde el viento pudiera filtrarse:
el viento o cualquier otra cosa, ya que las puertas cerraban con precisión,
con toda probabilidad para no dejar entrar polillas. Con toda seguridad, la señora Pratt guardaba su ropa de invierno en aquel armario, porque siempre olía a naftalina y alcanfor.
A las dos semanas, ya tuve suficiente de aquellos sonidos; y eso que me había dicho que sería una estupidez dejarme impresionar por tales fenómenos y que sacaría la calavera de la habitación. ¿Verdad que todo parece distinto a la luz del día? Pero aquella voz iba cogiendo fuerza..., supongo que puede hablarse de una voz...,
e incluso una noche consiguió llegar a mí por el oído sordo. Lo entendí cuando estuve despierto del todo, porque mi oreja sana,
en aquel momento, se hundía en la almohada, y en aquella posición no debería haber sido capaz de oír ni siquiera una sirena.
Pero sí escuché aquel grito, y me hizo perder la sangre fría...,
o quizás me asustó, porque estos dos estados del alma se presentan juntos a menudo. Encendí la luz, me levanté, abrí el armario, cogí la sombrerera y, con todas mis fuerzas, la lancé por la ventana. Entonces se me erizaron los pelos. La cosa chilló al volar, como una bala de cañón del calibre noventa. Cayó al otro lado del camino. La noche era muy oscura y pude verla caer, pero sabía que había aterrizado mucho más allá del camino. La ventana se abre justo sobre la puerta de entrada, a quince pasos de la estacada, y el camino tiene una anchura de diez pasos. Un poco más allá hay una gruesa valla vegetal que bordea las tierras pertenecientes al presbiterio. Ya no pude dormir más aquella noche.
Quizás a la media hora de haber lanzado la sombrerera, casi seguro no más tarde, escuché un grito, allí fuera, un grito parecido a los que hemos oído esta noche
, pero peor, más desesperado diría.
Puede que mi imaginación me la jugara, pero habría jurado que los chillidos se acercaban, se acercaban cada vez más. Me fumé una pipa paseando un buen rato de un lado a otro, luego cogí un libro y comencé a leerlo;
pero que me cuelguen si recuerdo lo que leí, ni siquiera el título del libro, porque sonaba, a intervalos regulares, un grito que habría removido un cadáver en su ataud. Poco antes del alba, alguien llamó a la puerta principal. No había ningún tipo de confusión. Abrí la ventana y miré abajo; esperaba encontrar algún cliente que buscara al doctor, porque la gente, sin duda, creía que el nuevo médico debía vivir en la casa de Luke. Me sentí casi aliviado al escuchar un sonido humano, tras aquellos odiosos chillidos. Resulta imposible ver la puerta desde arriba, porque la cubre un pequeño porche. Volvieron a llamar, y pregunté quien había. Nadie contestó, aunque el sonido volvió a repetirse. Grité de nuevo, aclarando que el doctor ya no vivía allí. No hubo respuesta, pero me dije que tal vez se tratara de algún viejo campesino que era sordo. Así que cogí la vela y bajé a abrir la puerta. Ya no pensaba en aquella cosa, palabra, y casi había olvidado los otros sonidos. Bajé con la seguridad de encontrar allí fuera, delante de la puerta, alguien que trajera un mensaje. Puse la vela sobre la mesa del recibidor, de manera que el viento no pudiera apagarla al abrir la puerta. Mientras manejaba la cerradura, volvieron a llamar. El sonido no era ya imperioso; parecía, al contrario, vacío y extraño ahora que ya no lo tenía tan lejos. Recuerdo muy bien aquellas sensaciones, pero quiero convencerme de que aquellos sonidos procedían de algún cliente impaciente por entrar. ¡Pues bien, no! Allí fuera no había nadie; pero al abrir la puerta, manteniéndome a un lado para mejor ver al visitante, algo rodó por el suelo y se detuvo tocando mi pie. Al sentir aquello, volví a cerrar la puerta; sabía lo que era incluso antes de mirarlo. No puedo decirle cómo lo sabía, y aquella seguridad podía parecer irracional, ya que estaba seguro, lo recordaba, de haber lanzado el objeto al otro lado del camino. El dormitorio tiene una ventana con dos postigos que se abren de par en par, y había cogido un buen empuje, bien calculado, cuando lo lancé. Además, al salir, al día siguiente encontré la caja al otro lado de la valla vegetal. Me dirá usted que quizás la caja se abrió cuando la lancé y que tal vez cayó la calavera. Es imposible, porque nadie puede lanzar una caja vacía a tanta distancia. Esto es indiscutible. Es como intentar lanzar una bolita de papel, o una cáscara de huevo a veinticinco pasos. Cerré de nuevo la puerta, afiancé la del recibidor, recogí el objeto con mucho cuidado y lo coloqué sobre la mesa, al lado de la vela. Realicé todo esto de forma mecánica, de la misma manera que una persona en peligro logra, sin percatarse de ello, ejecutar los gestos que la conducen a su salvación..., a menos que haga aquello que no conviene hacer. Puede parecer extraño, pero creo que mi primer pensamiento fue si alguien podía llegar en aquel instante, y encontrarme allí, en la entrada, mientras aquella cosa me tocaba el pie, un tanto ladeada, fijándome con uno de sus ojos cavernosos, como si me acusara.
Y la luz mezclada con sombras que la vela introducía en sus órbitas las hacía parecer, a la vez, abiertas y cerradas. Después, la vela se apagó inexplicblemente, ya que la puerta volvía a estar cerrada y yo no notaba el más mínimo soplo del viento. Sacrifiqué, con toda seguridad, al menos media docena de cerillas para volver de nuevo a encenderla. Me senté con brusquedad, sin saber la razón. Había experimentado un intenso miedo, y usted admitirá que no es vergonzoso el estar asustado. La cosa había regresado a su casa y quería subir y volver a meterse dentro del armario. Me quedé sentado en silencio, mirando la calavera, hasta que sentí con intensidad el frío. Después cogí el objeto, lo trasladé al armario y lo coloqué allí dentro; recuerdo, incluso, haberle hablado, prometiéndole devolverlo a su caja a la mañana siguiente. ¿Quiere saber si permanecí en aquella habitación hasta el alba? Sí, pero con una luz encendida a mi lado, mientras fumaba y leía, para protegerme, sin duda, del miedo..., un miedo cierto, innegable, que puede calificarse como cobardía, porque la cobardía nada tiene que ver con lo que yo sentía. No podría haberme quedado allí solo con aquella cosa en el armario..., me habría muerto de miedo, aunque no soy más pusilánime que los demás. Pero piense, amigo mío: sin ninguna ayuda la cosa había atravesado el camino, había subido los escalones de la entrada y había llamado a la puerta. Al llegar el alba, me calcé las botas y salí a por la sombrerera. Me vi obligado a buscar un buen rato por los alrededores, cerca de la carretera. Por fin, encontré la caja, abierta; colgaba al otro lado de la estacada. El cordel que la rodeaba tenía adheridos algunas briznas de hierba, y la tapa, que se había desprendido, yacía en el suelo. Esto demuestra que la caja no se abrió en el momento de lanzarla, sino más tarde; y, si no se abrió en el mismo instante de salir de mi mano, aquello que contenía debería haber caído al otro lado del camino. ¿Se da cuenta? Subí la caja al dormitorio, volví a meter la calavera en su interior, y la cerré. Cuando mi joven criada me trajo el desayuno, me pidió disculpas: tenía que marcharse, y tanto le daba si perdía un mes de su paga. La miré; su cara estaba pálida, con matices desagradables. Fingí sorpresa al preguntar qué le iba mal; mi esfuerzo fue inútil, porque ella, sencillamnete, se giró hacia mí y me preguntó si tenía intención de quedarme en una casa maldita y, en caso afirmativo, por cuanto tiempo pensaba continuar viviendo, ya que, aunque ella había observado que yo era en ocasiones duro de oído, no conseguía creer que un sordo pudiera dormir con aquellos chillidos; y si yo podía ¿por qué me había paseado por la casa, y abierto y vuelto a cerrar la puerta principal, entre las tres y las cuatro de la madrugada? No había nada a contestar, pues me había oído. Me dejó librado a mi suerte. En el pueblo, aquella mañana, encontré una mujer que aceptó venir aquí, para poner un poco de orden en la casa y hacerme la comida, con la condición de volver a su casa cada noche. Abandoné el dormitorio aquel mismo día, me instalé en la planta baja y, desde entonces, no he vuelto a intentar dormir en la mejor habitación. A los pocos días, contraté los servicios de dos hermanas de mediana edad, dos criadas escocesas procedentes de Londres; y por algún tiempo gozaron de tranquilidad. Les expliqué que aquel lugar era muy expuesto, que el viento soplaba con violencia durante buena parte del otoño y del invierno, y que aquellas circunstancias habían dado una mala reputación a la casa, porque los campesinos tienden a creerse las supersticiones y las historias de fantasmas. Las dos hermanas, de rasgos duros y negrísimos cabellos, casi sonrieron y me contestaron, despectivamente, que no les preocupaban los fantasmas meridionales, que habían trabajado en dos casas malditas, en Inglaterra, y que sólo habían visto al Chico Gris, una aparición que era relativamente banal en Forfashire. Se quedaron aquí algunos meses y, durante todo el tiempo que vivieron en la casa, disfrutamos de paz y silencio. Una de ellas aún vive por aquí, pero antes de final de año se marchará con su hermana. Era la cocinera. Se casó con el sepulturero, quien trabaja en mi jardín. Esto no tiene nada de extraño. El pueblo es pequeño, y el sepulturero no tiene demasiado trabajo. Entiende bastante de flores, suficiente como para ayudarme de manera adecuada, y para, sobre todo, realizar los trabajos más duros de jardinería; aunque me gusta el ejercicio, mis articulaciones se vuelven cada vez más rígidas. Es un individuo sobrio, silencioso, que no se mete en asuntos que no son de su incumbencia; había enviudado cuando llegó aquí... Su nombre es Trehearn, James Trehearn. Las dos escocesas nunca quisieron admitir que la casa estaba maldita, pero cuando volvió a soplar el viento de noviembre vinieron a avisarme de su marcha; arguyeron que la capilla, que se hallaba en la parroquia vecina, les hacía caminar demasiado, y que no podían oír misa en nuestra iglesia. La más joven regresó por la primavera y, en cuanto se publicaron las amonestaciones, se casó con James Trehearn delante del cura... Por otro lado, ya no parece tener escrúpulos, desde entonces, para escuchar su prédica. Si ella está contenta, ¡yo también! La pareja vive en una pequeña granja que da al presbiterio. Usted se pregunta, sin duda, qué relación tiene todo esto con la historia que le explicaba. Me encuentro tan solo que, cuando me visita algún viejo amigo, me lanzó a hablar, a veces, sólo por el placer de oír mi propia voz. Pero hay algo más que simple palabrería en esto que acabo de explicar. Fue James Trehearn quien enterró a la pobre señora Pratt, y después a su marido, que se le unió en la misma tumba no muy lejos de su granja. Ésta es la relación, en mi mente, ¿lo entiende? Está claro. James Trehearn sabe algo. Estoy seguro de que sabe algo, aunque es muy reticente. Sí, por la noche vuelvo a estar solo, aquí, porque la señora Trehearn duerme en su casa; cuando me visita algún amigo, la sobrina del sepulturero viene para ocuparse de la mesa. Él se lleva su mujer a casa cada atardecer, durante el invierno, pero en el verano, cuando en el campo clarea hasta tarde, vuelve sola. No es una mujer nerviosa, pero, desde hace algún tiempo, parece estar menos segura de que los fantasmas ingleses sean indignos de la atención de una escocesa. ¿No es divertida esta idea de que Escocia tenga el monopolio de lo sobrenatural? Yo lo llamaría una extraña manifestación del orgullo nacional; ¿no le parece? Cuando la madera a la deriva prende bien, no existe mejor. Sí, encontramos bastante, porque, lamento decirlo, hay muchos naufragios en esta zona. Vive poca gente en esta costa; uno puede llevarse toda la madera que quiera solo tomándose la molestia de ir a buscarla. De tanto en tanto, Trehearn y yo cogemos una carro prestado y cargamos, entre el Spit y el pueblo. No quiero saber nada de las hogueras de carbón, mientras pueda conseguir leña de cualquier clase. Un leño acompaña, aunque solo sea un pedazo de tablón de cubierta o de madera aserrada... Además, la sal que lo recubre estalla en chispas bonitas; mire como saltan..., son auténticos petardos japoneses. Palabra que un viejo compañero, un buen fuego y una pipa son suficientes para olvidar aquella cosa, allí arriba, sobre todo ahora que el viento se ha calmado. Pero sólo es una pausa, porque soplará una tempestad antes de amanecer. ¿Le gustaría ver la calavera? ¿Le parece? No veo inconveniente alguno. No hay razón alguna para que no pueda echarle una mirada, y seguro que no ha visto en su vida ninguna tan perfecta, excepto por un detalle: le faltan los dos primeros incisivos de la mandíbula inferior. Es cierto; aún no le he hablado de esa mandíbula. Trehearn la encontró en el jardín, el último verano, mientras cavaba un hoyo para plantar un aspálato. ¿Sabe?, aquí los aspálatos se plantan en hoyos de seis a ocho pies de profundidad. Sí, sí, claro, había olvidado explicarle esto. Trehearn cavaba el suelo con energía, como cuando abre una tumba; si usted quiere que su aspálato quede bien plantado, le aconsejo contrate a un sepulturero: ¡estos individuos saben como debe hacerse, esto de plantar flores y arbustos! Trehearn había llegado hasta los tres pies de profundidad, cuando halló una masa blanca de cal junto a la excavación. Observó que en aquel lugar la tierra era algo más húmeda, aunque, según decía, no había sido removida en años. Creyó, supongo, que la cal no convenía a los aspálatos, de manera que comenzó a romperla y a sacarla a la superficie. Estaba muy dura, me explicó; estaba formada por fragmentos bastante grandes; movido por la fuerza de la costumbre, fue rompiendo los pedazos grandes a picotazos tras sacarlos del agujero. De uno de los trozos rotos salió una mandíbula. El sepulturero dice que él mismo rompió de un golpe de pico los dos incisivos, pero la verdad es que no los encontró por ningún lado. Es un entendido en la materia, ya se lo puede imaginar; afirmó de un modo inmediato que aquella mandíbula correspondía probablemente a una mujer joven que conservaba todos sus dientes en el momento de fallecer. Me trajo el objeto y me preguntó si deseaba conservarlo; si yo no lo quería, el lo arrojaría a la primera tumba que abriera en el cementerio; se trataba sin duda de una mandíbula cristiana que merecía una sepultura decente. Le expliqué que los médicos, con harto frecuencia, tiraban huesos en la cal viva para darles un bello color blanco, y que suponía que el doctor se había fabricado una especie de pozo de cal con ese fin. Y son seguridad había olvidado aquella mandíbula allí dentro. Trehearn me miró, muy tranquilo. -Tal vez irá bien con la calavera del armario de allí arriba, señor -me dijo-. Quizás el doctor Pratt tiró la calavera dentro de la cal para blanquearla y, al sacarla, se dejó la mandíbula inferior. Dentro de la cal aún hay cabellos humanos, señor. En efecto, allí estaban; Trehearn tenía razón. Si Trehearn no sospechaba nada, ¿por que demonios había sugerido que la mandíbula encajaba con la calavera? Y así fue. Esto demuestra que Trehearn sabe más de lo que está dispuesto a admitir. ¿Usted cree que no echó un vistazo al cadáver antes de enterrarlo? O, quizás, cuando enterró a Luke en la misma tumba... Muy bien, muy bien, es inútil extenderse en este tema, ¿verdad? Le contesté que deseaba quedarme con la mandíbula. La llevé a la habitación, y la coloqué en la calavera. No había duda posible: las dos piezas formaban un todo, como ahora. Trehearn sabe muchas cosas. Hace algún tiempo, hablábamos de volver a blanquear la cocina, y él recordó, casualmente, que aquel trabajo no había vuelto a hacerse desde la semana en que la señora Pratt murió. No dijo que el albañil, en aquella ocasión debía haberse dejado un poco de cal, ni que ésta fuera la misma que había encontrado en el hoyo abierto para el aspálato, pero lo pensó. Sabe muchas cosas. Trehearn es de aquellas personas taciturnas que saben muy bien cómo sumar dos más dos. La tumba no está demasiado lejos de su granja, ya lo he dicho, y el tipo es increiblemente rápido cuando trabaja con el pico. Si hubiera deseado conocer la verdad, habría podido arreglárselas para descubrirla, y nadie habría sabido nunca nada, a menos que él decidiera contarlo. En un pueblecito tranquilo como el nuestro, la gente no se va a pasar la noche al cementerio para saber si el sepulturero trabaja o no por su cuenta entre las diez de la noche y el alba. Es horrible, cuando uno lo piensa, la determinación reflexiva de Luke, si en verdad cometió..., su fría certidumbre de gozar de impunidad. Pero, por encima de todo, es necesario admirar la resistencia de sus nervios, porque aquel asesinato debió ser extraordinario. A veces, pienso que es horrible vivir en el mismo lugar donde sucedió todo aquello, si verdaderamente... Siempre acabo por establecer esta condición: «si verdaderamente...», ¿sabe?, por bien de su memoria, y también, un poco, por mi propio bien. Subiré a buscar la caja de aquí a un minuto. Déjeme encender la pipa. ¡No hay prisa! Hemos cenado muy temprano, y ahora sólo son las once y media. No he permitido nunca que un amigo se fuera a dormir antes de media noche, o con menos de tres vasos en el estómago... Beba todo lo que quiera, pero no beba menos que esto, en memoria de los buenos viejos tiempos. El viento vuelve a soplar, ¿lo oye? Era solo una pausa, hasta ahora, y tendremos una mala noche. Sucedió algo, cuando descubrí que la mandíbula encajaba perfectamente..., algo que me sobresaltó. No me asusto con facilidad, pero a menudo he visto gente espantada, con la respiración cortada, cuando, creyendo estar solos, descubrían, al girarse de golpe, la presencia de alguien a quien no esperaban. A esto no se lo puede llamar miedo. Usted no lo llamaría, ¿verdad? Pues bien, en el preciso momento que acababa de poner la mandíbula en el lugar correspondiente de la calavera, los dientes se cerraron de golpe sobre mi dedo; uno podría haber dicho que quería morderme, y debo admitir que me sobresalté, antes no comprendí que, con la otra mano, había presionado la parte superior de la calavera contra la mandíbula. Le aseguro que no estaba nervioso en absoluto. Era en pleno día, un día hermoso, y el sol lucía dentro del dormitorio, que era la mejor habitación de la casa. Era absurdo ponerse nervioso de aquella manera..., sólo era una sensación errónea, aunque me hizo sentir incómodo. Era una tontería, pero aquello me hizo pensar en el extraño veredicto del jurado sobre la muerte de Luke: «...de la mano o entre los dientes de una persona o de un animal desconocidos». Desde entoces a menudo he deseado poder examinar aquellas señales en el cuello de Luke, aunque, anteriormente, hubiera faltado la mandíbula inferior. A menudo he visto a un hombre llevar a cabo, con sus propias manos, actos insensatos que él mismo no entendía. Un día, vi un tipo colgado de un gancho, con una sola mano, en la parte exterior de la borda, mientras, con la otra mano, se dedicaba a cortar un nudo con su navaja; lo cogí en aquel momento. Navegábamos en medio del océano, avanzando a veinte nudos. El hombre no tenía la más mínima idea de lo que hacía. Yo me hallé en el mismo caso cuando aquella cosa me mordió los dedos. Ahora lo entiendo. Uno habría jurado que aquello estaba vivo, y que pretendía morderme. Lo habría hecho de haber podido, porque debe odiarme mucho, ¡pobre cosa! ¿En verdad cree usted que aquello que suena en su interior es un pedazo de plomo? Bien, ahora traeré la caja, y si algo, sea lo que sea, le cae entre las manos, ¡será problema suyo! Si sólo es una piedrecita o un trozo endurecido de tierra, todo este asunto se desvanecerá, y me parece que no volveré a pensar nunca más en esta calavera; pero, a veces, no soy capaz de hacerme el propósito de sacar yo mismo este pedazo de algo. La sola idea de pensar que podría tratarse de plomo me incomoda, y estoy convencido que lo sabré pronto. También estoy convencido de que Trehearn sabe algo; pero es un tipo que nunca dice nada. Subiré a buscarla. ¿Cómo? ¿Dice que sería mejor acompañarme? ¡Ja! ¡Ja! ¿Cree usted que me dan miedo una caja de sombreros y un ruidito? ¡Al diablo esta vela! ¡No se encenderá! Parece como si esta ridícula cosa entendiera que la necesitamos. Mire esto: la tercera cerilla. Se encienden bien cuando es mi pipa. ¿Lo ve? Es una caja nueva de cerillas, y la guardo en este pote de latón, donde protejo las cosas a las que no conviene la humedad. ¡Ah! ¿Piensa que la mecha de la vela está demasiado húmeda? Bien, encenderé esta porquería en el fuego. Allí, al menos, no se apagará. Crepita un poco, cierto, pero quedará encendida. ¿No quema ahora como una vela normal? Es un hecho que, aquí, las velas no son de calidad. Desconozco de dónde las traen, pero a veces se portan de forma extraña: no dan tanta luz, la llama es verdosa y echan chispas; incluso a veces se apagan solas, y esto es, al mismo tiempo, enervante y molesto. Debe aceptarse, porque aún queda para rato antes no instalen la electricidad en nuestro pueblo. Es un brillo muy triste, ¿no cree? ¿Piensa usted que haría bien si le dejara la vela y tomara el quinqué? La verdad, no me gusta llevar quinqué. Nunca se me ha caido ninguno, pero siempre me han atemorizado..., son peligrosos si lo pensamos. Además, con el tiempo me he acostumbrado a estas asquerosas velas. Puede apurar el vaso mientras subo. No quiero que se vaya a dormir sin, al menos, tres vasos en el estómago. Ni tan solo tendrá que habérselas con la escalera, pues dormirá aquí abajo, junto al gabinete de consulta que, por ahora, es mi domicilio. Así está la cosa: no permito que un amigo duerma en el dormitorio de arriba. El último que allí durmió fue el viejo Crackenthorpe, que pasó, según cuenta, toda la noche despierto. ¿Recuerda al viejo Crack? Se aferra a la Armada, y acaban de ascenderlo a almirante. Sí, ya voy, a menos que se apague la vela. No he podido evitar el preguntarle si se acordaba del viejo Crackenthorpe. Si alguien nos hubiera predicho que, de todos nosotros, aquel enclenque bobalicón haría la carrera más brillante, todos nos habriamos echado a reír. A usted y a mí no nos ha ido tan mal las cosas, claro... Pero ya voy, ahora mismo. No quiero que piense que, con la charla, deseo retrasar el momento de ir. ¡Cómo si existiera algo de lo que asustarse! De tener miedo, se lo confesaría sin rodeos, y le pediría que me acompañara arriba. * * * ¡Hela aquí! La he trasladado con muchísimo cuidado, por miedo a molestarla, pobre cosa. Mire, si sacudieramos la caja, quizás la mandíbula volvería a separarse de la calavera, y de seguro esto no le gustaría nada. Sí, la vela se ha apagado mientras bajaba por la escalera, pero ha sido por culpa de una corriente de aire que ha entrado por la ventana del rellano. ¿Ha oído eso? Sí, ha sido otro grito. ¿Dice que estoy pálido? No es nada. El corazón me juega malas pasadas, a veces, y he bajado demasiado deprisa. De hecho, ésta es una de las razones por las que prefiero vivir en la planta baja. Este grito, venga de donde venga, no ha salido de la calavera, por que tenía la caja en la mano cuando he oído el chillido..., y aquí la tenemos, ahora. Hemos demostrado, pues, irrefutablemente, que es otra cosa quien profiere los gritos; nunca dudé, que un día u otro conocería la causa exacta. Alguna grieta en la pared, sin duda, o alguna fisura de la chimenea, o tal vez alguna rotura en la madera de una ventana. Todas las historias de fantasmas terminan así. Mire, me alegro de haber ido arriba y traerle el objeto, porque este último grito resuelve definitivamente la cuestión. ¡Y pensar que he tenido la debilidad de creer que esta pobre calavera podía gritar como un ser vivo! Ahora abriré la caja, sacaré el objeto, y lo examinaremos bajo la luz. Resulta espantoso recordar que la pobre mujer tenía la costumbre de sentarse ahí, en la silla donde ahora está usted, una tarde tras otra, con una luz como esta. Pero..., acabo de convencerme que todo esto sólo han sido tonterías, de comienzo a fin... Nada más es una vieja calavera que Luke conservaba de su época de estudiante y que, tal vez, sumergió en la cal para blanquearla, sin poder encontrar después la mandíbula. Sellé el cordel, ¿lo ve?, tras colocar en su lugar la mandíbula inferior, y escribí algo sobre el papel. Vea..., la vieja etiqueta continua ahí, la etiqueta de la modista con la dirección de la señora Pratt, puesta el día que le enviaron el sombrerero; había espacio, y escribí: «Calavera que perteneció al señor Luke Pratt, ahora difunto». No sé por qué razón escribí esto... Quizás para explicar cómo había ido a parar a mis manos. A veces, no puedo dejar de preguntarme qué tipo de sombrero guardaba la caja. ¿De qué color le parece que podría ser? ¿Sería un simpático sombrero primaveral, con plumas delicadas y caprichosas cintas? ¡Es extraño pensar que la misma caja contiene la cabeza que, quizá, llevaba aquellos fantasiosos ornamentos! Pero no: acabamos de convencernos de que esta calavera proviene del hospital de Londres, donde Luke realizó sus prácticas. ¿No es mucho mejor verlo bajo este prisma? No hay más relación entre esta calavera y la pobre señora Pratt que la existente entre mi historia del asesinato con plomo y... ¡Dios mio! Coja el quinqué... no deje que se apague; cerraré la ventana en un segundo... ¡Vaya! ¡Qué soplido del viento! ¡Ahora se ha apagado! ¡Ya se lo había dicho! Carece de importancia; aún queda el resplandor del fuego. ¡Vea, ya he cerrado la ventana! El pestillo estaba medio descorrido. ¿Y las cerillas? ¿Las ha hecho caer de la mesa el viento? ¿Dónde diablos están? ¡Ah, aquí! La ventana no volverá a abrirse, porque he puesto la barra, una barra como las que antes se fabricaban..., es insustituible. Ahora, busque la sombrerera, mientras yo vuelvo a encender el quinqué. ¡Demonio de cerillas! Un sencillo encendedor de mecha funcionaría mucho mejor..., deberé encenderlo en el fuego..., no lo había pensado..., muchas gracias... Vaya, ¡por fin! ¿Pero donde está la caja? Sí, vuélvala a poner sobre la mesa, que la abriremos. Es la primera vez que el viento hace crujir la ventana de esta manera pero es porque no la he cerrado bien. Sí, claro, he oído el grito. Ha parecido como si diera la vuelta a toda la casa antes de precipitarse por la ventana. Esto demuestra que el viento es el único culpable..., el único culpable de toda esta historia, ¿no es verdad? Y, si el viento no lo es, lo será mi imaginación. Siempre he sido imaginativo, aunque no lo sabía, sin duda. Es al envejecer cuando nos conocemos y entendemos mejor, ¿no cree? Tomaré unos tragos de este Hulstkamp excepcional, aprovechando que usted se llena el vaso. La humedad de esta borrasca me ha dejado helado y, con mi propensión a los resfriados... Me dan miedo los resfriados, porque el frío, a veces, parece clavarse en todas mis articulaciones cuando me atrapa en invierno. ¡Caramba! ¡Esto es casualidad! Encenderé otra pipa, ahora que todo parece calmado alrededor, y luego abriremos la caja. Estoy muy contento de haber escuchado, los dos, ese último grito mientras la calavera permanecía sobre la mesa, entre usted y yo, porque una cosa no puede hallarse en dos sitios diferentes al mismo tiempo, y el grito venía, con toda seguridad, del exterior, como es el caso de todos los sonidos del viento. A usted le parece haber oído un grito atravesar la habitación al abrirse la ventana con tanta violencia. Sí, a mí también, pero era natural, ¿no?, porque todo estaba abierto. No hemos oído nada más que el viento, claro. ¿Qué más podíamos esperar? Eche una ojeada aquí, haga el favor, antes no abramos la caja quiero que compruebe que el sello está intacto. ¿Necesita mis gafas? Ah, ya tiene las suyas. Muy bien. El sello está intacto, y debe poderse leer con facilidad las palabras grabadas en la cera: «Suave, lentamente»; es una alusión al poema El viento del mar occidental, que ruega al viento «que me lo vuelva a traer» y cosas parecidas. Aquí tengo el sello original, en la cadena del reloj, donde lo llevo desde hace cuarenta años. Me lo regaló mi esposa, pobrecilla, antes de casarnos, y nunca he llevado otro. Esto era muy propio de ella, que le gustaran estas palabras..., siempre le gustó Tennyson. Es inútil cortar el cordel, porque está fijado a la caja; me conformaré con romper la cera y desatar el nudo, y luego volveremos a sellarlo. Mire, me gustará saber que esta cosa está intacta, en su lugar, y que nadie puede cogerla. No se trata que sospeche que Trehearnn se meta en todo esto, pero siempre me ha parecido que sabe más de lo que dice. Mire, he logrado desatarlo todo sin romper el cordel, aunque cuando lo sellé no creí que la volvería a abrir. Mire, la tapa sale ella sola. ¡Mire, ahora! ¿Qué? ¿Nada? ¿Vacía? ¡Se ha esfumado! ¡La calavera se ha esfumado! No, no me pasa nada grave. Sólo intento centrar mis ideas. Todo esto es muy extraño. Estoy seguro de que la calavera se encontraba dentro de la caja cuando la sellé la primavera pasada. No lo puedo haber imaginado; no es posible. Si de tanto en tanto me emborrachara con los amigos, podría aceptar haberme equivocado alguna vez, tras beber en exceso. Pero no bebo, ni he bebido nunca. Una pinta de cerveza durante la cena, un poco de ron antes de acostarme, esto es todo lo que bebía en mis mejores tiempos. ¡Me parece que siempre somos los pobres individuos constantemente sobrios quienes acaparamos las crisis reumáticas y de gota! Sí, mi sello estaba intacto, y la caja está vacía. Es muy extraño. ¡Pero esto no puede ser! No es lógico. Mi opinión es que hay algo de sospechoso en este asunto. Y no me hable de manifestaciones sobrenaturales, por que no creo en ellas..., nada, en absoluto. Alguien debe haber tocado el sello y robado la calavera. A veces, cuando en el verano salgo a trabajar al jardín, dejo el reloj y la cadena sobre la mesa. Trehearn ha tenido ocasión de coger el sello durante cualquiera de estos momentos y utilizarlo sin miedo: él sabe que yo no suelo llegar antes de una hora, como mínimo. Si no fuera Trehearn..., oh, ¡no insinúe usted que aquella cosa ha sido capaz de salir sola de la caja! Si ha sido capaz debe hallarse en algún lugar de la casa, emboscada, al acecho, en algún rincón oscuro. Podemos dar con ella en cualquier instante..., porque nos espera, nos espera en las tinieblas. Y, cuando me vea, me lanzará su grito..., me lanzará su grito en medio de la oscuridad, porque me odia, ¡se lo digo! La caja está vacía. No estamos soñando, ni usted, ni yo. Mire, la vuelvo del revés... ¿Qué ha sido eso? Algo ha caido de la caja cuando la he girado. Aquí, en el suelo, a sus pies... Sé que está aquí, debemos encontrarlo. Ayúdeme a encontrarlo, amigo. ¿Ya lo tiene? ¡Por amor de Dios, démelo, deprisa! ¡Plomo! Lo sabía, desde el instante que lo he oído caer. Aquel ruido sordo sobre la alfombra, sabía que no podía ser nada más. Así pues, era plomo en definitiva, y Luke... Me he turbado... No estoy nervioso, se lo aseguro, solo algo turbado, eso es todo. Cualquiera lo estaría. Al fin y al cabo, usted no podrá decir que me dé miedo esa cosa, ya que he subido a buscarla y la he traido hasta aquí... Vaya, creía que la llevaba aquí, lo que es lo mismo, y ¡demonios!, antes de permitir que una tontería así me trastorne, prefiero llevar la caja arriba y guardarla en su sitio. Estoy convencido de que la pobre mujer murió de aquella manera por mi culpa, porque les había explicado aquella historia. Es esto lo que me entristece y me inquieta. A veces esperaba que nunca tendría la certidumbre, pero ahora ya no puedo dudar. ¡Vea esto! ¡Vea! Un trozo de plomo, sin forma particular. ¡Piense lo que hizo este pedazo de plomo! ¿No se horroriza? Luke administró a su mujer alguna droga para que se durmiera, pero, con todo, ella debió padecer un momento de dolor abominable. ¡Piense! ¡Plomo hirviente que entra en el cerebro! ¡Piense! Antes de poder gritar ya estaba muerta, pero piense sólo..., ¡oh!... ¡oh!... ¡Otra vez!... Esto viene de fuera..., sé que viene de fuera... ¡No puedo quitarme este chillido de la cabeza!... ¡oh!... ¡oh!... * * * ¿Cree usted que me he desmayado? No. Me hubiera gustado, porque así todo se habría parado. Está muy bien el decir que esto es tan sólo un ruido, y que un ruido nunca ha dañado a nadie. ¡Pero también usted está blanco como una sábana! Sólo podemos hacer una cosa, si queremos conciliar el sueño esta noche. Debemos encontrarla, volverla a meter dentro la caja y encerrarla en el armario que parece gustarle tanto. No sé como salió, pero desea volver a su lugar. Por eso chilla de esta manera tan espantosa esta noche. Nunca había gritado así, nunca... Excepto la primera vez que... ¿Enterrarla? Sí, si logramos encontrarla, la enterraremos, aunque nos lleve toda la noche. La hundiremos seis pies bajo tierra, y compactaremos bien la tierra encima... Nunca saldrá y, aunque continúe chillando, difícilmente la oiremos si está tan profunda. ¡De prisa! ¡La linterna, y busquémosla! ¡No debe estar demasiado lejos! Seguro que está allí afuera... Estaba a punto de entrar cuando he cerrado la ventana, lo sé. Sí, tiene razón: estoy perdiendo el tiempo y debo volver a controlarme. No me diga nada en un par de minutos; me sentaré tranquilo, cerraré los ojos y repetiré algo que me sea familiar. Es lo mejor que puedo hacer. «Es menester sumar la longitud, la latitud y la distancia polar, dividir por tres y restar la longitud a esta media; después es necesario añadirle el logaritmo de la secante de la longitud, la cosecante de la distancia polar y su seno menos la longitud...» ¿Qué le parece? No me dirá que he perdido los estribos, pues mi memoria continua intacta, ¿no? Usted objetará, claro, que esto es un recitar mecánico, y que lo aprendido en la infancia y que hemos usado casi cada día de nuestra existencia, nunca lo olvidamos. ¡Pero es al contrario! Cuando un hombre enloquece, la parte mecánica de su espíritu es la primera en deteriorarse y dejar de funcionar; uno recuerda entonces acontecimientos que nunca se han producido, o contempla falsas realidades..., o escucha ruidos donde sólo hay silencio. Ahora bien, no es este el caso, ni para usted ni para mí, ¿no es cierto? Venga, recojamos la linterna y registremos los alrededores. No llueve. El viento sopla como mil demonios. La linterna está en el armario, bajo la escalera, en el salón. Siempre la he guardado a punto de funcionar, en previsión del mal tiempo. ¿Dice que es inútil buscarla? No entiendo cómo puede decir algo parecido. Pero es insensato el pensar enterrarla, claro..., por que no quiere ser enterrada. Quiere volver a su sombrerera, y a su armario, allí arriba, ¡pobrecilla! Trahearn la sacó de la caja, ahora lo sé, y rehizo luego el sello. Tal vez la llevó al cementerio, sin otra intención que proceder con corrección. Debió pensar que dejaría de gritar cuando se hallara yaciendo, en reposo, en la tierra consagrada a la que pertenece. Pero ha regresado. Trehearn no es mala persona y lo supongo algo beato. ¿No es natural y razonable todo esto, incluso agradable? Trehearn se dijo que la calavera gritaba porque no estaba enterrada de manera decente..., con el resto del cuerpo. Pero se equivocaba. ¿Cómo podía adivinar Trehearn que la calavera me gritaba su odio porque me detesta y porque soy responsable del trocito de plomo que sonaba en su interior? ¿Sostiene entonces que es inútil buscarla? ¡Absurdo! Ya le he dicho que desea ser encontrada... ¡Ah! ¿Qué ha sido ese golpe en la puerta? ¿Lo oye? Toc... toc... toc..., tres veces, luego una pausa, luego otras tres veces. ¿No lo encuentra un sonido grave? Ha regresado. Antes ya había oido este sonido. Quiere entrar, quiere subir al piso de arriba, quiere su caja. Ahora está delante de la puerta principal. ¿Me acompaña? La entraremos. Sí, debo admitir que no me gustaría nada ir yo solo a abrir la puerta. La cosa rodará ella sola por el suelo y se detendrá tocando mi pie, como la última vez, y la luz se apagará. Me he amedrentado al descubrir el pedazo de plomo y, además, el corazón me juega malas pasadas... Quizás abuso de un tabaco demasiado fuerte. Y además admito que estoy un tanto nervioso esta noche, más nervioso de lo que he estado nunca en mi vida. ¡Muy bien! ¡Venga! Vayamos con la caja, así no nos hará falta volver. ¿Oye esos golpes? No se parecen a nada. Si usted mantiene abierta esta puerta, yo podría encontrar la linterna, bajo la escalera, sólo con la iluminación de la estancia, sin necesidad de llevar una luz al salón, allí se apagaría. La cosa sabe que vamos... ¡Ah! Está impaciente por entrar. Pase lo que pase, no cierre la puerta hasta que la linterna esté preparada. Supongo que volveremos a tener problemas con las cerillas. ¡Vaya! La primera ha fallado, ¡demonio! Ya se lo he dicho: quiere volver a entrar... No existe ningún otro problema. Por lo que respecta la puerta, todo está bien ahora; ciérrela, haga el favor. Venga a sujetar la linterna, que el viento sopla fuerte allí fuera, tanto que necesitaré las dos manos. Así, muy bien: manténgala muy baja. ¿Aún oye aquellas cosas? Ya estamos. Abriré muy poco la puerta y la retendré con el pie. ¡Adelante! ¡Cójala! Sólo es el viento que sopla contra la puerta, nada más... ¡Casi parece un huracán, aquí afuera! ¿Ya la tiene? La caja está sobre la mesa. Un momento, déjeme volver a poner la barra. ¡Ya está! ¿Por qué la ha lanzado dentro de la caja con tanta violencia? Eso no le gusta nada, ¿sabe? ¿Qué me dice? ¿Qué le ha mordido la mano? ¡Tonterías! A usted le ha pasado lo mismo que a mí. Con la otra mano ha cerrado la mandíbula..., se ha herido usted mismo sin quererlo. Déjeme ver. ¿No me dirá que le sale sangre? ¡Se ha golpeado en todos los dedos! Tiene toda la piel levantada. Le pondré una solución de fenol antes no se vaya a dormir; dicen que un rasguño hecho por el diente de un cadáver puede traer complicaciones. Volvamos dentro y déjeme mirar la herida a la luz. Llevaré la caja; ólvide la linterna, no importa si continua encendida en el salón; además, la necesitaré para subir. Sí, cierre la puerta si lo desea; la habitación estará más alegre, tendra más claridad. ¿Le continúa saliendo sangre del dedo? Le traeré el fenol ahora mismo; pero déjeme ver la calavera. ¡Eh! Tiene una gota de sangre en la mandíbula superior. En el colmillo. ¿No es espantoso? Cuando la he visto rodar por el suelo, en el salón, me ha parecido que mis manos casi se quedaban sin energía; me han fallado las rodillas; luego he comprendido que era la borrasca quien la hacía resbalar sobre los tablones lisos. ¿No me echará la culpa? No, me parece que no. Hemos crecido juntos, y juntos hemos visto cosas de toda índole; ambos somos capaces de reconocer que hemos sentido pánico cuando la calavera ha resbalado por el suelo hacia usted. No es nada extraño que tras esto se haya pellizcado el dedo; a mí me pasó lo mismo de tan nervioso como estaba, y a plena luz del día, iluminado por los rayos de sol. ¿No es sorprendente que estas mandíbulas encajen con tanta perfección? Debe ser, supongo, por la humedad, porque cierran como tijeras. Ya he limpiado la mancha de sangre, no era nada agradable de ver. No tema, que no intentaré abrir estas mandíbulas. No volveré a jugar jamás con esta pobre cosa... Sencillamente, volveré a sellar la caja; a continuación la llevaremos al piso de arriba y la dejareemos allí donde quiere estar. La cera está en el bufete, cerca de la ventana. Gracias. Pasará tiempo antes de que vuelva a dejar solo mi sello, no sea que Trehearn... ¿Explicar? Yo no explico los fenómenos naturales, pero si usted prefiere creer que Trehearn había escondido la calavera entre la maleza, que la tormenta la ha empujado hasta dejarla delante de la casa, en la puerta principal, y la ha hecho llamar a la pared como si deseara entrar, no estará suponiendo nada que no sea posible, y le daré la razón. ¿Lo ve? Podrá jurar haber visto colocar el sello en esta ocasión, en el caso de que la historia volviera a repetirse. La cera une tan bien el cordel a la tapa, que ya no puede pasar un dedo entre aquel y el cartón. ¿Está convencido? Sí, además cerraré la puerta y guardaré la llave en mi bolsillo, para siempre. Ahora podemos recojer la linterna y subir. Poseo cierta inclinación a compartir su teoría, según la cual ha sido el viento quien ha llevado la calavera ante la puerta. Como me conozco la escalera, iré delante. Aguante la linterna a la altura de mis pies y subamos. ¡Cómo gime el viento, cómo sopla! ¿Ha oído como crujía en el suelo la arena bajo los pies cuando hemos atravesado el salón? Sí, ya estamos ante la puerta del mejor dormitorio. Levante la linterna, hágame el favor. Por este lado, a la cabecera de la cama. He dejado la puerta del armario abierta, cuando he cogido la caja. ¿No le parece extraño sentir aún, tras tanto tiempo, este olor peculiar de ropa de mujer? Aquí tenemos el estante. Usted ha visto cómo he dejado la caja, y ahora me ve girar la llave en la cerradura, y guardármela en el bolsillo. ¡Ya está! Buenas noches. ¿Está seguro de que no necesita nada? El dormitorio nada tiene de extraordinario, pero creo que esta noche le gustará dormir más aquí que no arriba. Si necesitara algo, llámeme. Solo nos separará un débil tabique de madera y cal. Y aquí el viento sopla con mucha menos intensidad. Si quiere tomarse un último trago antes de dormir, encontrará un frasco de Hulstkamp sobre la mesa. Por segunda vez, buenas noches y, si puede, no sueñe con aquella cosa. * * * La siguiente noticia apareció publicada en el Penraddon News, el 23 de noviembre de 1906: «MUERTE MISTERIOSA DE UN CAPITAN RETIRADO» «La extraña muerte del capitán Charles Braddock ha conmocionado el pueblecito de Tredcombe. Corren historias inverosímiles en relación con las circunstancias del asesinato, unas circunstancias que continuan siendo difíciles de explicar. El capitán retirado, que había mandado con buena fortuna los más rápidos e importantes navíos de una de las principales compañías marítimas transatlánticas, fue hallado muerto en la cama el pasado martes por la mañana, en su propio caserón, a un cuarto de milla del pueblo. El médico local le practicó una autopsia y reveló que el infortunado había sido mordido en el cuello por un agresor humano, con una violencia tal que la arteria traqueal quedó literalmente destrozada, siendo ésta la causa del óbito. Las señales dejadas por los dientes de las dos mandíbulas eran tan claras que se pudo contar y comprobar que al agresor le faltaban dos incisivos inferiores. Se espera que esta particularidad permitirá identificar al asesino, que sólo puede tratarse de un loco peligroso fugado. La víctima, a pesar de contar con sesenta y cinco años, estaba considerado un hombre enérgico que había conservado sin problemas su vitalidad física. Es sorprendente, en consecuencia, no haber hallado en la habitación señal alguna de lucha; tampoco se ha podido descubrir de qué manera el asesino se introdujo en el edificio. Se han remitido anuncios a todos los centros psiquiátricos del Reino Unido, pero aún no se han recibido noticias de la fuga de algún paciente. »El jurado ha emitido un veredicto que se pude clasificar de singular; según el jurado: "el capitán Braddock halló la muerte a manos o entre los dientes de una persona desconocida". El médico local, por lo que parece, ha aventurado la hipótesis que el loco pudiera ser una mujer, conclusión a la que ha llegado por la pequeñez de las mandíbulas revelada por las marcas dejadas por los dientes. Todo el asunto está rodeado de misterio. »El capitán Braddock era viudo y vivía solo. No dejó hijos». NOTA DEL AUTOR: Quien se interese por las casa malditas y los fantasmas, encontrará las fuentes de esta historia en una leyenda referida a una calavera; la leyenda se conserva en un caserón llamado Bettiscombe Manor, sito, según creo, en la costa de Dorsetshire. T.O.: The Screaming Skull

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