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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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jueves, 8 de agosto de 2013

Jerusalén de los Evangelios - José María Gironella


 

 

Jerusalén de los Evangelios


José María Gironella




Partiendo del ámbito geográfico concreto, que es en sí una encrucijada de símbolos y significados religiosos, José María Gironella, en su estilo ágil y ameno, aborda, entre otras cuestiones, la historia del pueblo judío, de sus reyes y profetas, con comentarios sobre la religión mosaica, episodios del Antiguo Testamento y una aproximación al tema de los esenios. A partir de ahí da su visión personal de la figura de Jesucristo siguiendo el hilo de su vida, a través del relato evangélico, con incursiones en los Evangelios apócrifos. El autor, gran viajero, espléndido novelista y probado conocedor del tema, ha enfocado aquí con originalidad y al mismo tiempo espíritu objetivo una cuestión polémica, que suscita opiniones muy diversas entre creyentes y ateos, judíos, musulmanes y cristianos.


José María Gironella nació en Darnius, Gerona, en 1917. Después de participar en la guerra civil, ejerció diversos oficios, y en 1946 se reveló como escritor con su novela “Un hombre”, con la que ganó el Premio Nadal. A esta obra siguieron “La marea” (1948) y la famosa serie novelesca formada por “Los cipreses creen en Dios” (1953), “Un millón de muertos” (1961) y “Ha estallado la paz” (1966), que luego continuó con “Los hombres lloran solos”. Es autor asimismo de “Condenados a vivir”, que obtuvo el Premio Planeta 1971, del libro–test “100 españoles y Dios” (1969) y de numerosos títulos y ensayos y viajes como “Los fantasmas de mi cerebro” (1958), “China, lágrima innumerable” (1965), “En Asia se muere bajo las estrellas” (1968), “El escándalo de Tierra Santa” (1978), “Carta a mi padre muerto” (1978) y un libro de entrevistas, en colaboración con Rafael Borrás, “100 españoles y Franco”, 7 que fue uno de los best–sellers de 1979. “Mundo tierno, mundo cruel” (1981) recogía una selección de sus mejores trabajos periodísticos. En 1982 publicó “El escándalo del Islam” y en 1983 “Cita en el cementerio”. Con su novela “La duda inquietante” ha obtenido el Premio Ateneo de Sevilla 1988. Está casado (1946) con Magda Castañer.

Ésta es una colección de retratos de ciudades en sus momentos más brillantes, curiosos y significativos.
Su ambiente, su vida cotidiana, sus personajes, sus mitos y anécdotas, la configuración urbana y sus características, el arte y la literatura, los restos más importantes de la época que aún se conservan y que pueden ser objeto de una especie de itinerario turístico, cultural o nostálgico, todo lo que contribuyó a hacer la leyenda y la historia de una ciudad en el período de mayor fama, se recoge en estas páginas de evocación del pasado.
Grandes escritores que se sienten particularmente identificados con la atmósfera y el hechizo de estas ciudades de ayer y de hoy resumen para el lector contemporáneo lo que fue la vida, la belleza y a menudo el drama de cada uno de estos momentos estelares de la historia que se encarnan en un nombre de infinitas resonancias.
Una copiosísima ilustración de planos y mapas, grabados antiguos, reproducciones de obras de arte, fotografías y caricaturas completan admirablemente los textos de los autores.
Siendo mucho más que una simple guía turística y algo muy diferente de un libro de historia en su acepción usual, “Ciudades en la Historia” presenta un panorama ameno y muy bien documentado de lo más profundo, interesante y vistoso que cada ciudad, en su momento de máximo esplendor o de mayor singularidad histórica, puede ofrecernos.


ÍNDICE





Al aceptar la invitación a escribir esta obra tuve plena conciencia de que debería abrirme paso a través de una selva de libros y documentos, y que el éxito o el fracaso del empeño dependería, en gran medida, de mi acierto en efectuar la consabida selección.
Se trataba, nada más y nada menos, que de hurgar en el Jerusalén de hace dos mil años... ¡Menudo desafío! El Jerusalén actual, dominado por el controvertido Estado de Israel, lo tenía al alcance de la mano. No sólo podía visitarlo de cabo a rabo sino que disponía de una arma insuperablemente útil: mi propio texto “El escándalo de Tierra Santa”, escrito con extremados rigor y cautela, que vio la luz en 1977 y que me valió, por partes iguales, una retahíla de plácemes y de dicterios. Los plácemes provinieron de los fieles de a pie, del pueblo llano; los dicterios, de un sector de la jerarquía católica, incapaz de aceptar un análisis –una experiencia– de carácter neutral.
Hablar del Jerusalén de hace veinte siglos, y, por supuesto, de los Evangelios, es otro cantar. Mi obligación ha sido tener en cuenta no sólo las corrientes históricas, sino la infinita contradicción de las interpretaciones. Tendría que hacer diana, sin permitir la infiltración de datos folklóricos repetidos hasta la saciedad y valiéndome de dos muletas insustituibles: la fe que mamé al venir al mundo y los incesantes hallazgos de la filología y de la arqueología. Al término de unos cuantos meses de duro trabajo he puesto la palabra “Fin”, la mágica palabra de los escritores, que siempre y en cualquier caso presupone una mezcla de alivio y de miedo. Alivio por la “tarea ya hecha”, miedo de haber caído en algún desenfoque o desmadre que ya nadie podrá remediar.
La mayor dificultad ha consistido en que “yo no podía inventarme nada”, darle espacio a la imaginación. Debía atenerme a los hechos comprobados –menos abundantes de lo deseable– o al dictamen de aquellas que yo considerase válidas autoridades en la materia, desde el mismísimo Jesús de Nazaret y Flavio Josefo hasta los más recientes exegetas, entre los que, a mi entender, figuraban por méritos propios Renan, Bertrand Russell (“¿Por qué no soy cristiano?”), el padre Ricciotti, Daniel Rops, Giovanni Papini y una multitud de enciclopedias, entre las que me atrevería a destacar la “Enciclopedia Británica”. La selva, por tanto, y por desgracia, no era virgen. Antes había sido hollada por millares de autores, inclinados hacia uno u otro lado, todos y cada cual empeñados en desvelar el misterio, o parte de él.
Como es lógico, me ha sorprendido, y casi deslumbrado, la “cantidad”. Es ingente el número de “biografías” del Jerusalén de Herodes y Pilato y de la personalidad de Jesús. Desde insignes Padres de la Iglesia hasta humildes párrocos de villorrio, desde venerables filósofos hasta corazones infantiles (supersticiosos) con la “fe del carbonero”, quien más, quien menos, en el terreno de la cultura occidental, ha querido aportar su grano de arena. Lo cual, en el fondo, no es de extrañar, por cuanto la materia tratada es trascendental, proyectándose más allá de la propia vida, y porque se da el caso, por muchas razones doloroso, de que ni Mateo, ni Marcos, ni Lucas, ni san Juan se propusieron en ningún momento trazar una síntesis biográfica de Jesús. Lo que a ellos les interesaba, con respecto al Maestro y Mesías, era su doctrina y sus relaciones con el Padre.
Así las cosas, debo confesar que buena parte de las páginas que suscribo con mi nombre han sido extraídas de los autores ya citados, y, en lo que atañe al Antiguo Testamento, de la “Enciclopedia de la Biblia” publicada por la editorial Garriga, S. A., el año 1965. Porque debo observar que, para una mejor comprensión del lector, opté por abordar mi obra a partir del Antiguo Testamento, puesto que Jesús bebió en él, se apoyó en él y “no vino para abolir la Ley sino para cumplirla”.
Repetiré los nombres del padre Giuseppe Ricciotti –implacable historiador–, de Daniel Rops –el más coherente de los divulgadores de la escuela francesa–, y de Giovanni Papini –exaltado converso, con tendencia a la dramatización–. También le debo mucho al padre José Luis Martín Descalzo, a Giacomo Kauri–Volpi, a Dobraczyuski (“Cartas de Nicodemo”), al teólogo Franz K9nig (“Cristo y las religiones de la tierra”), a Walter Brandt y un largo etcétera.
Formulo esta declaración para que no se me tache de plagiario, de plagiario que se esconde bajo el ala.
Confieso mi “pecado”, citando las fuentes, todas ellas de fácil comprobación. A más de esto, jamás estuvo en mi ánimo servir vino nuevo en odres viejos. Lo que sí me pertenece en exclusiva es la “intención”, sumamente ortodoxa, creo, y muchos de los comentarios de tipo emocional. Porque querría dejar también constancia de que a medida que me adentraba en el tema, que me identificaba con él, mi pluma se sobresaltaba con recuerdos de mi infancia, con vacilaciones posteriores, con rachas de indiferencia e incluso de agnosticismo demoledor. La figura de Jesús se agigantaba a mis ojos, ocupando el centro de la mesa en que trabajaba y, sobre todo, de mi conciencia. Lo cual no significa que haya pergeñado un texto apologético.
Me costó Dios y ayuda –nunca mejor dicho– no incurrir en semejante error.
Estaba claro que debía mantener un tono lo más “objetivo” posible (casi distante), por cuanto el hombre de hoy retrocede atemorizado ante vocablos tan polémicos como “milagro”, “transubstanciación”, “infierno”, “eternidad”. Si en el curso de mis averiguaciones solté alguna lágrima, ello pertenece al secreto del sumario.
Y nada más. Misión cumplida. Personalmente, ¿he salido “ileso” de la aventura? Acabo de declarar que no.
Siento a Jesús más próximo, más pegado a mi piel. En algunos pasajes mi ánimo era trasunto del que me invadió en 1974 y 1975 al recorrer, en el Jerusalén moderno, la Vía Dolorosa, el torrente Cedrón, el monte de los Olivos y, ¡cómo no!, reviví las emociones experimentadas en Belén, en el lago Tiberíades, en Cafarnaum, en Nazaret, en el monte Carmelo y en el desgraciado maremágnum del Santo Sepulcro. Con frecuencia pensaba en el mar Muerto, donde desemboca el Jordán. En vez del Bautista había por aquellas fechas ingenieros y químicos de origen hebreo, en su mayoría procedentes de Argentina. Me bañé en el mar Muerto, no porque sus aguas, según ciertos especialistas, contengan propiedades curativas, sino porque está muy cerca de las cuevas de Qumrán. Los documentos de Qumrán dividen la historia del pueblo judío en antes y después, motivo por el cual yo quería empaparme del color y el olor de aquellas rocas, cercanas a su vez del coloso de Massada, cuyos defensores ocupan un lugar de excepción en la historia del heroísmo humano.
Eso es todo, y que el lector juzgue el resultado de mi esfuerzo.
Arenys de Munt, 1 de enero de 1988.

El valor relativo de los apócrifos se echa de ver, además, si consideramos el influjo enorme que estas leyendas han ejercido en las diversas manifestaciones del sentir cristiano. A este influjo no podemos sustraernos ni siquiera nosotros en la actualidad.
Las severas prohibiciones de algunos Padres no fueron capaces de hacer desaparecer esta literatura que, como corriente subterránea, fue aflorando de diversas maneras a la superficie de la liturgia, del arte, de la literatura e incluso de la misma piedad cristiana. Una sencilla ojeada por estos diversos sectores nos permitiría descubrir mil huellas de estas sencillas narraciones populares.
Los nombres que damos a los padres de la Virgen, “Joaquín” y “Ana”, cuyas fiestas respectivas celebra la liturgia romana el 16 de agosto y el 26 de julio; la fiesta de la “Presentación” de la Virgen niña, fijada por el calendario bizantino y romano en el 21 de noviembre; el nacimiento de Jesús en una “cueva”, en que no faltan nunca el “buey” y el “asno”; la huida a Egipto, con los “ídolos” que se derruban; los “tres reyes” Magos, con sus nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar; la historia de los Ladrones “Dimas” y “Gestas”; el nombre del soldado que atravesó con una lanza el costado de Jesús, a quien llamamos “Longinos”; la historia de la “Verónica”, que enjugó con un lienzo el rostro de Jesús mientras éste iba por la calle de la Amargura... “Éstos y otros detalles parecidos están tan íntimamente compenetrados con nuestra manera de sentir, que nos resistimos a reconocer que no descansan sobre otro fundamento histórico que el de las narraciones apócrifas”.
“Los Evangelios apócrifos”, Biblioteca de Autores Cristianos.



Jerusalén

Varias veces he contado la anécdota del embajador inglés en Jerusalén, al que el Foreign Office comunicó que lo ascendían en su carrera y lo trasladaban a París, a lo que el embajador respondió por medio de un telegrama diciendo que “ascender desde Jerusalén era imposible, puesto que Jerusalén es el punto más alto de la tierra”.
¿Puede producirse este hecho, esta situación, en algún otro lugar del mundo occidental? Creo que no. Jerusalén tiene mucho que ver con lo único, con lo exclusivo. Ha sido llamada la eterna, la celeste, la de los mil nombres, la innombrable; pero nada de ello hace falta. Con decir Jerusalén basta. Se origina una automática resonancia en el corazón, un lamido en las capas más sensibles de la piel. Jerusalén, que historia en mano equivaldría a “guerra sin cuartel”, evoca, paradójicamente, la paz, la Paz con mayúscula (y el hebreo no tiene mayúsculas) a la que el hombre desde siempre aspira. Es la ciudad de la muerte –Gehenna, el valle de Josafat–, y sin embargo rezuma vida.
¿Misterio de lo trascendente? No querría exagerar. Dejémoslo, por el momento, en el misterio de lo poético.
Algo semejante al diálogo entre una madame sofisticada que le confesó a Paul Valéry que no acababa de entender su poesía; Paul Valéry le replicó: “Madame, es que soy de la poesía secreta”.
La poesía secreta de Jerusalén es una realidad. Es algo que perciben los sentidos, los cuales no saben nunca si el polvo calcáreo del torrente Cedrón proviene de las piedras o de los esqueletos, ni si la mujer gestante que cruza la calle Yafo o entra por la puerta de Sión en la vieja ciudad lleva dentro un feto como cualquier otro o el de un profeta. Vuelve uno la cabeza, y no puede afirmar jamás si el ser humano que tiene al lado es un taxista, un estudiante de teología, el bueno o el mal ladrón. Cualquier áspero promontorio recuerda el Gólgota, y si el periódico del día, “The Jerusalem Post”, habla de que estalló una bomba, uno imagina que al atardecer habrá crucifixión –supuesto que se encuentren voluntarios para la tarea– y que el crucificado será un palestino melenudo, rondando los treinta años, que no podía con su apatrismo, con su orfandad, con su prolongada desesperación en la frontera jordana, libanesa o en la zona de Gaza.
A quien reside habitualmente en Jerusalén le sucede algo raro: un buen día, y a través de lo esotérico, se siente radicalmente otro. Diríase que “la apariencia del bien le alegra tanto que le dispensa de practicar la virtud”. Que ha recibido el carisma del que están desprovistos, pongamos por caso, quienes habitan en Atenas, en Lisboa o en Nueva York. Imaginan que los ciegos que andan por la ciudad con su bastón blanco, de improviso verán. La posibilidad del milagro, de que “los mudos hablen y los sordos oigan”, está al doblar de la esquina, de cualquier esquina, aun cuando a cien metros escasos, y entre semáforos, una muchacha sabra uniformada regule con porte autoritario el tráfico y en un camión pasen soldados apuntando con metralleta al Nuevo Testamento.
La definición según la cual “la originalidad es un plagio no descubierto”, falla en Jerusalén. Jerusalén es original. No porque en ella en vez de agonizar el día se enciende la noche, sino porque una tarde cualquiera alguien que se embriaga y anda preguntándole a la gente: “¿De dónde eres tú?”, oye las respuestas más peregrinas. “Yo soy de Jericó”. “Yo soy de Naím”. “Yo soy de Hebrón”.
“Yo soy de Nazaret”. “Yo nací en Cafarnaum, pero vivo a orillas del mar Muerto...” ¿Cómo es posible?
¿Estamos bromeando? No, no, nada de eso. Es así. Claro que también puede ocurrir que respondan: “Yo soy de Buenos Aires”; o “de Varsovia”; o “de Kíev” (como Golda Meir); o “de Viena” (como T. Benjamin Herl).
“¡No es culpa mía que Dios exista!”, gritan en Jerusalén, con Léon Bloy, los judíos creyentes, que también los hay, que recitan salmos y sienten predilección por el libro de Amós. “¡Que Alá os proteja!”, le contestan desde los minaretes unos cuantos árabes de buena voluntad. Y un franciscano de la Custodia que por azar pasa por allí, con su hábito pardo y sus sandalias, “se hace cruces” a vuela mano, temeroso, recordando que este signo era la contraseña de los primeros cristianos cuando la persecución de Roma.
¿Y ésos del caftán en la cabeza y los tirabuzones colgándoles a ambos lados, en los parietales? Son los fanáticos del barrio de Mea Shearim, que no se afeitan las sienes porque lo prohíbe el “Levítico” y que rechazan el actual Estado de Israel porque creen que sólo puede fundarlo, llegado el momento, el Mesías. ¿Y ese hombre del salacot y el pantalón corto, que fuma en pipa y se pasea aplicándose de vez en cuando una lupa en un ojo? No es un detective; es un arqueólogo que lleva dos mil quinientos años buscando la auténtica tumba de David. ¿Y ese anciano que resopla como un búfalo y tiembla como un ratón en el monte del Escándalo? Es Matusalén, que tiene miedo de que estalle otra guerra y lo movilicen. ¿Y Gorbachev, dónde está?
¿E Isaac Shamir? Se han ido a Hollywood, a recoger el Oscar a los dos mejores actores del año. ¿Y esa monja con hábito azul, que capitanea con energía a unos cuantos subnormales?
Es una santa, de origen libanés, que lleva más de tres lustros en el Hospital de la Caridad y cuyo amor al prójimo “hace retroceder a la vez las estrellas y el diccionario”. ¡Pero cuidado, no distraerse con el trajín jerosolimitano! Que por ahí andan dos rapazuelos en espera de poder trincarle a uno la cartera o el reloj.
Y sea lo que sea, y al margen de lo contingente, en el centro hay algo –las murallas– que seguro que están en su lugar. O mejor dicho, la Gran Muralla construida, según cuentan, por Solimán el Magnífico. ¿Por qué magnífico? ¿Porque era un centauro que ganaba batallas? Bueno, como fuere, el caso es que las únicas piedras auténticas, de la época, que al parecer se conservan son las de la puerta Dorada, aquella por donde tiene que entrar el Justo –situada cara al monte de los Olivos–, las cuales, según el “Talmud”, se le cayeron a Dios cuando, al término del sexto día, ya un poco cansado, se aprestaba a rematar, a dar por cumplida, su incomprensible gesta de crear la Creación.
Jerusalén no será nunca, ni siquiera “al final de los tiempos”, una respuesta. Jerusalén es un compendio de preguntas y quizá por eso Pilato prefirió vivir en Cesarea. ¿Fue fundada por el dios Shalem? ¿Por qué Tántalo no nació allí? ¿Por qué Mendelssohn no se instaló junto al Muro de las Lamentaciones –era judío– y no compuso a sus pies una grandiosa partitura definitoria: “La Sinfonía de los Suspiros”? ¿Será reconstruido alguna vez el Templo?
¿Por qué todas las campanas del mundo, en la tarde del Viernes Santo, viajan hacia Jerusalén y allá permanecen calladas e invisibles? ¿Por qué algunos gimnastas judíos se niegan a hacer el “Cristo” en las anillas y, viceversa, los jordanos al ocupar la urbe utilizaron las lápidas de los cementerios para construir sus casas e incluso letrinas? ¡Ay, Jerusalén!
El Muro de las Lamentaciones.
Hombres y cosas terminan siempre por acercarse a él. Los hombres moviendo todos sus huesos, como es preceptivo, e inquiriendo por qué varias palomas blancas se instalan siempre allá arriba, a la derecha, en un hueco cercano a la escalera que conduce a la explanada de la mezquita de Omar. El Muro es el desahogo, el pasado y la esperanza. Los guías lo miran pensando: “¡Cuánto dinero nos das!”; pero las plegarias son fervorosas, inquietantes, y los supervivientes de los campos nazis y los que van y vienen del frente palpan aquellas rocas como si palparan la túnica de Moisés.
Delante del Muro hay una tapia que separa hombres y mujeres, ¡no importa!
La fe es asexual, como lo es la voz de Yahvé. En Jerusalén la carne parece una blasfemia y las escasas prostitutas que hay tienen nombres tan eufónicos y tan bíblicos que inspiran un profundo respeto.
Hay muchos perros vagabundos. Y mucha basura. E impactos de obuses y restos de alambradas. Por eso tiene mil nombres. Por eso es Jerusalén.
¿Su poesía es secreta? Está en las sinagogas, en el Aksa, en el Santo Sepulcro y en los niños que no han nacido aún. Algún día caerá una nevada universal y la ciudad se teñirá de un blanco jamás conocido. En Jerusalén no se sabe si el cielo está arriba o abajo, aunque para llegar a ella hay que subir. En el zoo los animales se mueren. Es natural. Querrían irse al desierto, donde hay tantos dioses que ninguno de ellos se atreve a erigirse en juez. Jerusalén no es un plagio, no es culpa mía que exista y no me sorprendería que mi otro yo fuese aquel hombre del salacot y del pantalón corto, que fuma en pipa y lleva dos mil quinientos años buscando con una lupa la auténtica tumba de David.



La identidad de los judíos

Una de las incógnitas con que me enfrenté durante mi estancia en Jerusalén, los años 1974–1975 (de la que surgió mi libro “El escándalo de Tierra Santa”), fue el de la identidad de los judíos. ¿Cómo se sabe que tal persona es judía? ¿Qué significa ser judío? ¿Ha encontrado alguien una explicación convincente?
Mis tentativas, prolongadas luego con numerosas lecturas, entre las que destaca la de Nathan Ausubel, “Historia ilustrada del pueblo judío”, fueron vanas. Nadie será nunca capaz de contestar a esta pregunta. Los judíos no son una “raza” pura –las razas puras no existen–, dado que se proclaman descendientes de Abraham y de Moisés, y resulta que Abraham era caldeo y Moisés, egipcio. Tampoco forman una “nación”, puesto que durante milenios han vivido dispersos, adoptando en cada caso la nacionalidad del lugar en que han habitado. La mezcolanza que esto supone imposibilita, en consecuencia, hablar de “unidad” morfológica; no hay más que echar un vistazo a la actual Universidad Hebrea o entrar en cualquier sinagoga –o irse un sábado al Muro de las Lamentaciones– para advertir las diferencias en los tonos de la piel y en la mímica facial y, por supuesto, la variedad de las formas craneanas y del tronco esquelético.
Hablar del “pueblo” judío es asimismo tan aleatorio como hablar del grupo idiomático o cultural, aunque desarrollar el tema sería tan latoso como el intento de enumerar los disfraces que el diablo guarda en sus armarios. Bastará con decir que la autoridad suprema para la interpretación de la Ley, que era el sanedrín del Templo de Jerusalén, desapareció el año setenta de nuestra era, al ser destruido dicho Templo por los romanos, y que desde entonces hasta 1948, en que se creó el artificial Parlamento que funciona hoy en día, no ha existido ningún poder central y unificador.
Así que lo mejor es remitirse a las conclusiones de los estudiosos, que de hecho tampoco aportan ninguna solución, limitándose a elaborar juegos de palabras más o menos ingeniosos.
Sartre, por ejemplo, dijo que “es judío aquel de quien se dice que lo es”. Ben Gurion, nada sospechoso, realizó una encuesta al respecto y acabó confesando su fracaso y escribiendo que “judío es quien dice de sí mismo que lo es”. Einstein se expresó en términos similares y habló de “la conciencia de ser judío”, que por lo visto era su caso particular; etcétera. En otro orden de ideas, hubo un antropólogo danés que pretendió que los cadáveres de los judíos despiden un olor peculiar; aunque los policías nazis afirmaban que dicho olor peculiar es detectable en los judíos precisamente cuando están vivos... Por último, algunos médicos pusieron de moda una definición tan vaga que igual podría adscribirse a los habitantes del Cáucaso o a los niños prodigio: la de que los judíos eran –y sonneuróticos geniales. Así pues, quizá el resumen más correcto sea admitir que el misterio judío entraña un fenómeno histórico sin equivalente conocido. Por una razón sencilla: porque, pese a dicha imposibilidad de identificación individual –circuncidarse no ha sido privativo de ellos–, y a su constante dispersión por el mundo, el hecho indiscutible es que siempre ha habido comunidades que, por considerarse judías, han creído ser depositarias de una verdad fundamental, la Biblia, y que con ella a cuestas han ido cruzando los siglos y han sobrevivido a toda suerte de persecuciones y catástrofes. El hecho inspira respeto, y en cualquier caso aporta una prueba nada despreciable sobre la eficacia de la fe en la plegaria, en la intervención divina, en lo que ellos llaman “la alianza”. La Biblia se ha considerado como el “territorio portátil” de los judíos, lo cual no es sólo una bella metáfora, sino que posiblemente constituye la única aproximación aceptable para situar como es debido el enigma que el tema plantea. ¡Ah, sin que, pese a lo dicho, pueda hablarse tampoco de una determinada “confesionalidad” religiosa!; en la práctica, el actual Israel es un Estado laico, y en la vida cotidiana la mayoría de sus ciudadanos también lo son. Por supuesto, la palabra Israel, que significa “fuerte contra Dios”, fue el nombre que se dio a Jacob, y a raíz de ello todos los descendientes de Jacob fueron llamados israelitas. Ahí se inició el batiburrillo. Más tarde, cuando dichos israelitas se instalaron en el reino de Judá, fueron llamados judíos; y así hasta hoy.
Naturalmente, todos esos trasiegos dialécticos son válidos referidos a las generaciones actuales. En el Antiguo Testamento, en los Evangelios, en las cartas de san Pablo y en los “Hechos de los Apóstoles” la cosa está más clara. Israel –el pueblo judío– era una entidad viva. Tan viva, que fue declarada “el pueblo elegido”, “el pueblo de Dios”, diferenciado de los demás por su “trascendencia” y al que le fueron dadas la Ley y las Promesas. Una retahíla de patriarcas y profetas presintieron y anunciaron la llegada del Mesías que debía brotar de las entrañas de este pueblo. El monoteísmo, Jehová. En el principio de la Historia se nos presentan los pueblos aislados, con sus dioses propios y sus propios cultos, sus reyes, sus territorios, viviendo siempre con gran recelo de sus vecinos y enzarzados en múltiples guerras entre sí. “De aquí nacieron los grandes imperios orientales”, que poco a poco fueron borrando las fronteras y preparando la unidad del mundo antiguo (el imperio asirio, el babilónico, el persa...). Al final, de las regiones occidentales llegó la fuerza de Roma, creadora de una unidad política que se extendió desde el Éufrates hasta el océano y desde el Rin y el Danubio hasta la africana cordillera del Atlas. Unidad política y cultural, ambas influidas por el helenismo, cuyas concepciones religiosas (mitológicas) condicionaron su expansión.
En consecuencia, del batiburrillo cabe exceptuar la figura de Jesús, judío por antonomasia, puesto que nació en Belén, creció en Nazaret y murió en Jerusalén, proclamado con escarnio “rey de los judíos”. Todo ello aconteció hace dos mil años, en plena apoteosis de Roma, y el Nuevo Testamento da fidedigno testimonio de ello. La Iglesia católica, que durante siglos calificó a los judíos de “deicidas”, terminó por exonerarlos de tan terrible carga, histórica decisión que en la actual Jerusalén fue recibida con entusiasmo.
El nombre de Jerusalén nace en los tiempos más remotos de la población, cuando Israel era conocida aún por Tierra de Canaán. La palabra se menciona por primera vez en las tablillas de Tell al–Amarna. En los pasajes arameos de la Biblia ostenta la grafía de yer_us_el_em en el Antiguo Testamento con el nombre de Sión, el monte meridional de Jerusalén, que incluía la colina del Templo y la del mediodía, donde estaba ubicada la ciudad antigua.
Cuando David tomó Jerusalén, la ciudad, y en especial la fortaleza de Sión, recibieron el nombre de “Ciudad de David”; tuvo asimismo el título de “la” Ciudad y se le dieron diferentes apelativos religiosos y honrosos, tales como “Ciudad Santa”, “Ciudad de Dios”, etc.
El emplazamiento de Jerusalén era ventajoso desde muchos puntos de vista; desde el estratégico, porque estaba en el punto de confluencia de los principales caminos y rodeada de valles, lo que facilitaba su defensa, hasta la posibilidad de abastecimiento de agua, debido a la fuente de Gibón, que brotaba de lo hondo de la tierra en la ladera oriental de la ciudad.
Atestiguan que Jerusalén estaba habitada a principios de la Edad del Bronce, diferentes objetos de cerámica descubiertos en ella y sus alrededores. Las más antiguas noticias epigráficas sobre Jerusalén provienen de los textos egipcios de execración, tanto de la primera mitad como del final del siglo Xix antes de Cristo.
En un momento más avanzado de la historia de la ciudad, aunque siempre en el período del Bronce Ii, hay que asignar el relato bíblico de Melquisedek, rey de Salem, que no es otra que Jerusalén. Conforme a este testimonio, se conocía a Jerusalén no sólo como una ciudad real del país, sino también como lugar en que se rendía culto a Dios Altísimo, Creador del cielo y de la tierra. Melquisedek regía la población y ceñía dos diademas: la del soberano, como monarca de Salem, y la sacerdotal, como sacerdote de El Elyon. A fuer de lo segundo, bendijo al primer hebreo –Abraham– y recibió diezmo de él.

Palestina

Tal como queda dicho, en los tiempos más primitivos la región era conocida como Tierra de Canaán. Cuando los israelitas se establecieron en ella, cambiaron su nombre por el de Tierra de Israel. Más tarde, cuando los mencionados romanos la subyugaron, la llamaron Palestina.
Debido a su situación estratégica, casi no hubo un momento en que el paso de ejércitos extranjeros que marchaban hacia la guerra y las conquistas no recalasen en esta región. Cada vez que pasaban dejaban un lastre de devastación y luto, “porque los conquistadores no respetan a los débiles”.
En cierta forma, este contacto directo, aunque áspero, con otros pueblos benefició a los antiguos judíos. En primer lugar, los apartó de su estrecho provincianismo tribal. Los puso en contacto con otras culturas, a veces más avanzadas, y en consecuencia influyó sobre su modo de vida.
Sin embargo, también fue inevitable que asimilasen de su peculiar situación geográfica y de su experiencia histórica “un sentimiento trágico de la vida”, la convicción de que los asuntos humanos eran imprevisibles y azarosos, y que, según palabras de Job, “el hombre ha nacido para el sufrimiento así como las cenizas vuelan hacia arriba”. El adjetivo “jeremíaco” vale por todo un tratado sobre esta materia.
En los tiempos antiguos, Palestina era un país relativamente fértil. La Biblia la designa constantemente como la Tierra Prometida de los deseos y los ensueños del hombre. “Un país de trigo y cebada, de higueras y granadas, una tierra de olivos y de miel”.
Sin embargo, como resultado de la despreocupación y el abuso, gran parte de la tierra sufrió erosiones y se convirtió en yerma. Los bosques empezaron a desaparecer, excepto en Galilea, y hacia el este del río Jordán los árboles se convirtieron en una rareza. Como sucedió en el Néguev, la capa superior fértil desapareció.
“Durante muchos siglos, hasta que aparecieron los colonos sionistas, los chacales y las hienas se disputaban fieramente los medios de supervivencia”.
En Palestina eran escasos los cursos naturales del agua. Los ríos más importantes eran el Jordán, el Khison, el Arnón y el Yarmuk; los lagos principales, el “mar” de Galilea o lago Kinnereth (en hebreo, “lago del Arpa”), el lago Huleh y, en Judea, el mar Muerto.
Palestina ofrecía gran variedad de flora. Los botánicos han llegado a clasificar más de dos mil variedades de plantas. Los árboles mencionados en la Biblia son probablemente los mismos que se encuentran hoy. Los cereales y las hortalizas también eran cultivados en cantidades considerables. Otros cultivos eran también el maíz, el mijo y las lentejas (Esaú).
Las flores más comunes eran la rosa de Sharon, que crecía en Judea, y el lirio de los valles (ambas inmortalizadas en el “Cantar de los Cantares”).
Los palestinos se dedicaron siempre a la cría de animales. Apacentaban rebaños de ovejas y de cabras y tropas de ganado; criaban gallinas, engordaban patos y gansos, pescaban y atendían sus colmenas. Las ovejas y las cabras eran por su número y su valor las más importantes. Un sabio práctico del “Talmud” creía conveniente recomendar la cría de animales como un atajo hacia la prosperidad. “Aquel que desee ser rico, deberá dedicarse a la cría de animales pequeños”. Indudablemente el motivo de su entusiasmo era que las ovejas y las cabras servían para muchos fines útiles: lana para el vestido, carne para la mesa, leche para beber y fabricar queso.
Los cueros de cabra eran convertidos en odres para el vino y el agua. También había bueyes y toros. El “ternero engordado” era algo más que un modismo idiomático. Servía como plato principal en los banquetes importantes. La mesa del rey Salomón crujía bajo su peso, aunque la gente sencilla debía conformarse con una gallina o un gallo en las fiestas o días de celebración.
Lo mismo que hoy, el pequeño asno, bestia de carga trabajadora y paciente, aunque difícil de manejar por su carácter, era el medio principal de transporte, junto al camello, conocido por “la nave del desierto”. Algunos de los animales salvajes y fieras de presa mencionados en la Biblia desaparecieron: el leopardo, el cocodrilo, el avestruz. El león es nombrado aproximadamente 130 veces en las Sagradas Escrituras. En la región mesopotámica el león (símbolo del evangelista Marcos) era reverenciado como vivo ejemplo de fuerza y majestad. El “Talmud” da este consejo zoológico: “Sé valiente como un leopardo, sé veloz como un águila, sé ágil como un venado, sé fuerte como un león, para poder cumplir la voluntad de Tu Padre que está en el Cielo”.
Es difícil olvidarse de los palestinos de hoy, que andan dispersos por el mundo, divididos en facciones, y que sueñan con recuperar sus terrenos perdidos en Israel, a raíz de los acontecimientos de 1948. Sueñan con regresar a sus hogares, Jerusalén incluida, recordando las palabras que el salmista pone en boca de los judíos cautivos y exiliados en Babilonia:
Si me olvidare de ti, oh, Jerusalén, mi diestra sea olvidada.
Mi lengua se pegue a mi paladar si no me acordara de ti.
Si no hiciese subir a Jerusalén en el principio de mi alegría.
Ahí destaca el hecho de que durante el exilio judío a Babilonia y la añoranza de Jerusalén, Babilonia estaba pasando por un período de gran prosperidad. A los prisioneros judíos se les permitía cierto grado de gobierno autónomo en su vida comunitaria. Como habían sido deliberadamente escogidos para la deportación por su educación superior y capacidad como artesanos, encontraron un campo propicio para sus talentos en la vida productiva de la región. Prosperaron como mercaderes, como agricultores y como trabajadores especializados.
Incluso se les permitió adquirir propiedades y guardar sus riquezas. Pero lo más importante fue la libertad que se les brindó para adorar a su propio Dios según sus ritos, sin interferencias. Además, todos los judíos recordaban su árbol genealógico. Las autoridades babilónicas no hicieron ningún esfuerzo por dispersar los clanes y grupos tribales encabezados por sus propios ancianos. Gracias a ello se mantuvo la cohesión de grupo y la solidaridad de los exiliados. Por otra parte, la necesidad comunal los impulsó a formar asambleas en todos los lugares. A partir de ellas se desarrolló la sinagoga, esa institución de la religión judía que marcó época y cuyas formas fueron copiadas más tarde por la Iglesia fundada por Jesús, y, mucho más tarde aún, por la mezquita.


Abraham

El pueblo hebreo reconoce por padre a Abraham. Es una de las figuras más relevantes en la historia religiosa del mundo. Eslabón entre la gentilidad idólatra y los creyentes en la revelación sobrenatural del único Dios verdadero, se perfila sobre el Oriente Próximo como profeta y confidente de Dios, que trae un mensaje divino de bendición para todas las naciones. La fidelidad a su vocación le impuso las más dolorosas renuncias, arrancándole a su patria y familia.
En la perspectiva teológica de la Biblia, Abraham forma con Sem y Noé los primeros anillos de la revelación divina después del pecado. Los primeros retoques inspirados de su perfil histórico lo presentan como amigo a quien Dios visita en su tienda y le comunica sus designios, como guerrero experto y valeroso, y como dechado padre de los creyentes, venerado por judíos, musulmanes y cristianos.
Abraham recibió ya en Ur la orden de emigrar a Canaán y ser el promotor de la partida: “Yo soy Yahvé, que te hice salir de Ur de los caldeos”. Y dijo Yahvé a Abraham: “Sal de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre, para el país que Yo te mostraré; y Yo haré de ti una gran nación, te bendeciré y engrandeceré tu nombre. Bendeciré a quienes te bendigan, y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti serán benditas todas las naciones de la tierra”. La pronta obediencia del patriarca y su fe ciega en la palabra divina hacen de él un modelo para los que aspiran a la felicidad eterna, según la “Epístola a los Hebreos”: “Por la fe, Abraham, al ser llamado, obedeció saliendo para el país que había de recibir en herencia, y salió no sabiendo adónde iba.
Por la fe habitó peregrino, como en tierra extraña, en la tierra de la promesa, morando en tierras de campaña con Isaac y Jacob, los herederos de la misma promesa; porque tenía puesta la mirada en la ciudad asentada sobre los fundamentos, cuyo artífice y constructor es Dios”. En el momento de comenzar su peregrinación a Canaán, acompañado de su sobrino Lot, de su mujer Sara y de las personas que había reunido en Harrán, Abraham contaba 75 años de edad.
Al término de muchos acontecimientos, relatados con detalle en el Antiguo Testamento, Abraham se enfrentó con el mayor de los sacrificios –el de su propio hijo, Isaac, que había tenido a la edad de 100 años–. El conmovedor relato de tal sacrificio es considerado como la joya literaria más preciosa de la tradición elohísta. En sueños, o en una visión nocturna, Dios, para probar a su siervo, le mandó ir al país de Moriyyah para ofrecer allí en holocausto a su hijo único, Isaac, sobre una de las montañas que le indicaría. Tras una marcha de tres días, llegaron padre e hijo al pie del monte, identificado con la colina sobre la que se había de levantar el Templo, y allí mandó Abraham que sus servidores se quedaran con el asno que les acompañaba.
Llevando él el fuego y el cuchillo, cargó a Isaac con la leña para el holocausto. La intervención del ángel en el momento en que iba a herir con el cuchillo al hijo, atado y colocado ya sobre la leña del altar, impidió la consumación del sacrificio, siendo sustituido el hijo por un carnero.
Respondiendo a la pregunta que durante la subida al monte le había formulado su hijo, Abraham dio a aquel lugar el nombre de “Yahvé provee”.
Son múltiples las enseñanzas teológicas que entraña este episodio.
Dios, como dueño absoluto, puede exigir incluso el sacrificio de la vida de un único hijo, pero condena con su proceder la práctica de los sacrificios humanos extendida entonces entre los cananeos. La sustitución de una víctima animal por el hijo único, en un lugar de culto, cuyo nombre se explica, fundamentaría divinamente el rito mosaico de respetar a los primogénitos. Mientras Abraham aparece como modelo del justo por su obediencia heroica, mereciendo con ella que Dios le colmara de bendiciones, de las que habían de participar su descendencia –”tan numerosa como las estrellas del cielo”– y todos los pueblos de la tierra, Isaac es considerado por los Santos Padres como tipo profético de Cristo, el Hijo Único, que llevó hasta el lugar del suplicio el leño de la Cruz, siendo inmolado como un cordero por la salvación del género humano.
Abraham falleció a la edad de 175 años y fue enterrado por sus hijos Isaac e Ismael en la gruta de Makpel1h. La ejemplaridad de su vida la proclamó ya Isaías, proyectándola sobre la liberación mesiánica. Su paternidad se resume en el Evangelio con el título de “Padre Abraham”.
Pero el Bautista proclama ya que dicha paternidad no basta para librar de la ira divina a sus hijos según la carne. El papel desempeñado por Abraham en la economía de la salvación está escenificado en la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro.
San Pablo pone de relieve la paternidad espiritual de Abraham, del que son verdaderos hijos los que imitan su fe.


Moisés

La Biblia es la única fuente directa de información sobre la vida y la actividad de Moisés. La literatura y el arte egipcio, así como los textos cuneiformes del segundo milenio antes de Cristo, confirman e ilustran muchos detalles, y también la elaboración del “Pentateuco” (los cinco primeros Libros), pero nunca mencionan al libertador y al legislador de Israel. Lo que de él refieren antiguos autores, como Flavio Josefo y Filón de Alejandría, procede de la Biblia, con ampliaciones carentes de base en los testimonios históricos. Así pues, el historiador que pretenda trazar con la mayor fidelidad posible la figura de Moisés, tal como la vieron egipcios e israelitas en la época del éxodo de Egipto, debe ante todo formarse una opinión sobre el valor histórico de las narraciones bíblicas, especialmente del libro del “Éxodo”.
La inspiración divina, como tal, no implica la realidad objetiva de cualquier narración bíblica, porque, junto al género literario estrictamente histórico, los autores inspirados se sirvieron de otros géneros, que no tienen relación con la verdad histórica. En el caso de la vida de Moisés no existiría problema de consideración si el “Pentateuco”, íntegramente y en su actual forma, fuese obra personal de Moisés, porque en este caso se trataría de unas memorias autobiográficas por encima de toda discusión. Pero, en realidad, no se puede por ahora definir con exactitud las relaciones entre el Moisés de la historia y los libros que tradicionalmente se le atribuyen. Desde luego, se puede dar crédito a los informes del propio “Éxodo” sobre la actividad literaria de Moisés, al que se concede el papel de cronista y de redactor de textos legales. Así pues, cuanto más se conocen las costumbres y las instituciones del antiguo Oriente, y más exactamente las de Egipto, tanto más se evidencia que las fuentes originales de las tradiciones de Israel tuvieron un contacto inmediato con la evolución histórica y el medio físico cultural del país, escenario de los acontecimientos relatados. Las diez plagas, anteriores a la partida de los israelitas, coinciden en su mayor parte con fenómenos característicos del país de los faraones.
Moisés es, en la historia religiosa hebraica, el hombre que ha revelado el “nombre” de Dios. Frente a la zarza en llamas, exclama: “He aquí que llego yo a los hijos de Israel y les digo: el Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros; si ellos me preguntaren: _”¿Cuál es su nombre?_” ¿Qué les responderé?” (“Éx.”, 3, 13). Dios dijo a Moisés: “Yo soy el que soy”. Y añadió: “Así dirás a los hijos de Israel. “Él es” el Dios de vuestros padres, Dios de Abraham, de Isaac, Dios de Jacob, quien me ha enviado a vosotros; éste es mi nombre para siempre, éste es mi memorial para todos los siglos”.
(“Éx.”, 3, 15–16). Al hablar de sí, dice Dios: “Yo soy”. Cuando el hombre habla de Él, tendrá que decir: “Él es”. Este último vocablo es el nombre de Dios tal como lo encontramos a lo largo de la Biblia. “Él es” se decía, en hebreo arcaico, Yahvé y había que pronunciarlo “iawé”.
¿Qué significa la enigmática fórmula: “Yo soy el que soy”? Se han escrito incontables páginas sobre esta sencilla palabra. El estudio gramatical permite dos interpretaciones: Yahvé podría significar ““Él es””, lo que expresaría la idea metafísica del ser increado, que existe por sí mismo, que no necesita de nada ni de nadie para ser el Dios de la eternidad; o bien “Él hace ser”, “Él realiza”, el que crea, que suscita, que cumple sus promesas, el Dios del tiempo. Las dos interpretaciones, por otra parte, están íntimamente ligadas y no las separará la tradición de Israel.
A ese Dios sublime lo reconoce Israel como su Dios. El–Elohim, Dios de Abraham, había prometido a los patriarcas que su posteridad sería grande y Canaán le pertenecería.
Frente a Yahvé, de ahora en adelante, Israel se siente con mayor dependencia: es el pueblo cuya misión es darlo a conocer y cumplir sus mandatos.
¿Cuál es el texto dado a Moisés por Dios, ese Decálogo grabado sobre las tablas de la Ley? Es un tratado de moral, el más sencillo, el más natural que existe. La Biblia nos lo ha legado en dos pasajes, el capítulo 20 del “Éxodo” y el capítulo 5 del “Deuteronomio”. Cuatro mandamientos disponen los deberes para con Dios: “No tendrás dioses extraños ante Mí.
No harás para ti escultura. No tomarás en vano el nombre de tu Dios.
Guardarás el “sabbat” para santificar el séptimo día”. Seis mandamientos disponen las relaciones de los hombres entre ellos: “Honra a tu padre y a tu madre. No matarás. No cometerás adulterio. No hurtarás. No dirás falso testimonio contra tu prójimo.
No codiciarás nunca cosa que sea de tu prójimo”.
Sencillez admirable. Es toda la moral natural, resumida en ese pequeño tratado de diez líneas; las más altas formas de civilización humana no lo han perfeccionado en nada, y sólo podrá ensanchar el cuadro hasta lo sublime quien, más que las prescripciones estrictas, insista sobre la ley del “Amor”, que, en definitiva, lo absorbe todo.
Tan sencillo, tan humano, el Decálogo ha podido ser comparado a los tratados donde semejantes problemas son planteados. Moisés, “instruido en la ciencia egipcia”, conocía seguramente los textos donde la antigua sabiduría estaba resumida. En el país del Nilo, cuando moría un hombre, su alma se presentaba para ser juzgada conforme a sus méritos. Según “El Libro de los Muertos” decía, sobre todo: “Yo no he deshonrado a Dios, no he regateado la ofrenda del templo.
No he cometido injusticias; no he matado hombres; no he dicho mentiras.
No he fornicado. ¡Soy puro! ¡Soy puro!” La semejanza es impresionante. No lo es menos con un ritual de exorcismo babilónico, en el cual el sacerdote hacía preguntas como las siguientes: “¿Ofendió a un dios? ¿Odiaba a sus antepasados? ¿Despreció a su padre y a su madre? ¿Pronunció palabras impuras, cometió acciones reprobables?
¿Se acercó demasiado a la mujer del prójimo? ¿Vertió sangre de su prójimo? ¿Hurtó su ropa? ¿Dijo sí en lugar de no? ¿Afirmaba su boca cuanto negaba su corazón?” Estas semejanzas no prueban otra cosa que la universalidad de los preceptos de Moisés. Al Decálogo, Moisés añadió múltiples decretos cuyo conjunto constituye el “Libro de la Alianza” (en el “Éxodo”) e inspiró evidentemente el “Deuteronomio”. La Ley de Israel llegará desde Moisés hasta nuestros días. ¡Qué bien se ve al gran conductor de hombres en su función de legislador! Sentado ante “la tienda de la cita” que guardaba Josué, acogía a quien tuviera con su prójimo algún conflicto que resolver.
Con las inspiradas sentencias del jefe se constituía una jurisprudencia que luego fue codificada. En ese código mosaico se trata de todo: de la situación de los esclavos, de golpes y heridas, de la violación de las vírgenes, de los daños causados por los animales... Visiblemente, todo esto está inspirado en los acontecimientos de la vida. Los desordenados artículos reflejan los incidentes de la tribu. A menudo se le califica de severo y se cita la famosa ley de Talión: “Vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, herida por herida, contusión por contusión” (“Éx.”, 21, 23–25). Era el tributo concedido a la disciplina; el “pueblo de cuello tieso” lo necesitaba. Mas ¡cuántos preceptos son, por el contrario, de una extremada delicadeza! “No hagas agravio ninguno a la viuda y al huérfano. Si prestas dinero a un pobre, no le exijas interés. Cuando siegues la cosecha, no cortarás el trigo hasta la raíz ni recogerás las espigas caídas; las dejarás para los pobres. Si tienes esclavo hebreo, al cabo de seis años lo libertarás, así como a su mujer. Si te han dejado en prenda una capa, la devolverás por la noche. Si ves al asno de tu amigo sucumbir bajo su carga, no lo abandonarás; une tú tus esfuerzos a los suyos para descargarlo”. ¿No apunta ya en esos preceptos la dulzura del Evangelio?
La innovación más importante de la época mosaica fue la creación de un sacerdocio. En tiempos de los patriarcas no había intermediario entre el hombre y Dios. Los sacerdotes formaron un cuerpo especializado, a la par que una guardia celosa del Arca que transportaban en sus desplazamientos; eran sacrificadores y mediadores con poder, jueces instruidos de la Ley, a veces hasta policías sagrados que castigaban a los infieles. Los vestidos suntuosos con los que se revestían para las ceremonias indicaban su carácter sagrado: traje de lino retorcido, túnicas de púrpura violeta o carmesí, mitras o tiaras altas, adornadas con una diadema, y sobre el pecho, un pesado pectoral “artísticamente trabajado”, guarnecido de cuatro hileras de piedras preciosas, donde alternaban la esmeralda, el ópalo, el ónice y la amatista con el zafiro y el diamante. En esas funciones sacerdotales se especializó una tribu: la de Leví, a la cual pertenecía Moisés. Su hermano Aarón fue el primer superior.


David

Samuel, impulsado por el Espíritu divino, se dirigió a Belén, y allí ungió secretamente por rey a David.
David apareció después como escudero de Saúl. Según los “Salmos”, este nombramiento se debió a su destreza en tañer el arpa, por lo cual el rey utilizaba sus servicios en las crisis de melancolía. La entrada de David en la corte fue motivada por su famosa victoria sobre Goliat, lo que le valió la simpatía del pueblo. Sus victorias se multiplicaron y creció sin cesar su nombradía, de suerte que Saúl intentó por todos los medios eliminarlo. Intentó traspasarlo con una lanza. Mandó capturarlo durante la noche en su propia casa, consiguiendo David salvarse por la intervención de su mujer, Mikal. Puesto que su vida se encontraba en continuo peligro, se vio obligado a refugiarse, primero en casa de Samuel, en Ramah, y luego en el palacio del rey Akis, de Gat. Salvó la vida en este lugar recurriendo a la estratagema de fingirse loco. Por último, después de un intento, fracasado, de reconciliación, decidió alejarse definitivamente de la corte. A partir de este momento comenzó su vida de fugitivo y proscrito.
Se constituyó en jefe de banda en el desierto de Judá y en el Néguev.
Por su conducta noble y valiente, se ganó el afecto de las tribus judías y de otros clanes no israelitas, burlando de ese modo la persecución de Saúl.
Después de la muerte del rey y de su entrañable amigo Jonatán, a quienes lloró amargamente, componiendo una sentida elegía, fijó su residencia en Hebrón, haciéndose proclamar rey por los de Judá. Sobrevino la guerra civil. David aprovechó las circunstancias favorables para afirmar su derecho al trono, basándose en la elección divina y en sus victorias contra los filisteos.
Siete años y medio transcurrieron en tales alternativas hasta que al fin también las tribus de Israel reconocieron a David “por único rey de todo el país”. La primera tarea de David como rey fue liberarse del yugo de los filisteos, para expulsarlos luego del territorio. Liberado éste, emprendió la conquista de Jerusalén, adueñándose de la ciudadela de Sión. Por el traslado del Arca a Sión, y, más tarde, a consecuencia de la construcción del Templo, la ciudad de Jerusalén se convirtió en el centro religioso y político de todo el reino.
El libro de las “Crónicas” informa ampliamente sobre la labor realizada por David en beneficio de la ciudad y de la centralización del culto: preparativos para la construcción del Templo, número, funciones y ordenación de los levitas y los sacerdotes, ordenamiento de los cantores, músicos, porteros y empleados. El censo del pueblo y la organización civil y militar reflejan la misma tendencia centralizadora. Se vio obligado a sofocar algunas rebeliones de las tribus del norte. Emprendió después la expansión del territorio, llegando a dominar toda la Palestina. Llegó a fundar un dominio que se extendió desde Damasco hasta el mar Rojo, el reino más vasto y próspero que conoció Israel en toda su historia. David, “Servidor del Eterno”, murió exhausto a los 70 años y fue sepultado en la “ciudad de David”. Su sepulcro era conocido aún en tiempos de Nehemías y de Cristo.
A pesar de sus pecados, que expió cumplidamente, David aparece ante la historia desde todos los puntos de vista como hombre muy superior a su tiempo, sobre todo si se le compara con Saúl, su predecesor. Efectuó la unión de las doce tribus, hecho decisivo. Dejó una dinastía estable y una capital, Jerusalén, fortificada.
Fiel y moderado en el uso del poder, imparcial en la administración de la justicia y prudente en las decisiones.
Como hombre religioso fue aún más admirable. De fe sencilla y profunda, sincero y constante en la piedad. No fue soberbio en la prosperidad, ni desconfiado en la tribulación. Nada emprendía sin consultar antes la voluntad de Yahvé. Las generaciones posteriores le han considerado con razón como modelo del rey ideal según el corazón de Dios. Los escritores bíblicos le han celebrado como el héroe más valeroso y perfecto. La tradición sagrada considera a David como un gran artista y poeta. Se le atribuyen lamentaciones sobre Saúl y Jonatán, un himno y el “Testamento de David”. Compuso salmos, cuyo número exacto es imposible precisar.
La esperanza mesiánica fue muy antigua en Israel. El autor del “Génesis” anuncia que el género humano vencerá a la serpiente por medio de un descendiente de la mujer. Dios prometió a Abraham que entre todas las familias de la tierra la suya daría los progenitores del Mesías.
Jacob, moribundo, profetizó que en la descendencia de Judá se encontraría el fundador de un reino espiritual universal. El adivino Ballam lanzó la idea de un rey poderoso que surgiría de Israel. A pesar de estas indicaciones, la esperanza mesiánica permanecía aún imprecisa. No se había hablado nunca de un reino “Eterno”.
Los autores bíblicos hablan insistentemente de un hijo de David restaurador y continuador “eterno” de la dinastía. San Pablo afirma que las palabras: “Yo seré para Él Padre y Él será Hijo para mí”, se refieren explícitamente a Cristo. La misma conclusión se desprende, respecto a la eternidad del Reino, de las palabras del ángel Gabriel a María. Los Santos Padres la afirman unánimemente, de acuerdo con la profecía de Natán.
Con la profecía de Natán la historia de la salvación da un gran paso hacia adelante. Dios se ligó una vez más a la humanidad a través de un pacto. Le ligó primero con Abraham, luego con Moisés y, por último, con David.
Los recuerdos de la vida de David ejercieron una influencia capital sobre los evangelistas, sobre los autores del Nuevo Testamento y a través de ellos sobre todo el cristianismo. El cumplimiento de las esperanzas mesiánicas de los profetas del advenimiento de Cristo revierte sobre la persona de David una gloria inigualable. David aparece en el Nuevo Testamento no sólo como el “prototipo” del Mesías esperado, sino del Mesías presente y nacido en Belén. Jesús –el dato es importante– es “Hijo de David” por la sangre. Él continúa y consume la obra del gran rey. Desde la primera página del Evangelio se afirma la continuidad dinástica de David a Jesús. San Mateo (1, 1) le llama “Hijo de David” antes de llamarle “Hijo de Abraham”. El mismo título reaparece en labios de los que se acercan a Jesús, en demanda de auxilio. Es la expresión con que la multitud le aclamará repetidas veces.
Además de este apelativo existen otros en el Evangelio que ponen a Jesús en relación con David, entre los que cabe destacar el de “vástago y posteridad de David”. En el relato de la Anunciación, el ángel le dice a María que “Dios le dará (al Hijo) el trono de David, su padre”. En otros pasajes se afirma que Cristo sería descendiente de la raza de David.
Numerosos son los hechos de la vida de Cristo que pueden relacionarse con otros de su antepasado David. En el bautismo, Jesús es proclamado el Mesías por el Padre Celestial, que le aplica el verso del salmista: “Tú eres mi Hijo muy amado, en Ti me complazco”. Esta afirmación es como un eco de la respuesta que Yahvé dio a Natán con respecto a David: “Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo”. Inmediatamente después del bautismo, Jesús lucha victoriosamente contra Satanás en el desierto, lucha que recuerda el duelo entre el joven David con el gigante Goliat.
La misma predicación de Jesús no podría comprenderse íntegramente desligándola de toda referencia a David.
El tema del “Reino de Dios” es básico en el Nuevo Testamento. San Pedro en el discurso de Pentecostés, san Pablo en Antioquía de Pisidia y Santiago en el Concilio de Jerusalén comparan la gloria de Cristo con la de David y afirman que se cumplen en Jesús las promesas hechas al gran rey. A título de Mesías, Jesús ejerce como David las funciones de Juez y de Príncipe en el Reino de Dios. Al entrar solemnemente en Jerusalén va montado en una humilde pollina, recordando así la montura favorita de David, la mula real. Los habitantes de Jerusalén le reciben triunfalmente, como en otro tiempo los judíos a David vencedor de los filisteos, y le aclamaban al grito de “Bendito el reino de David, nuestro padre, que comienza”. En el proceso religioso de la Pasión, Jesús es acusado de mesianismo. El sumo sacerdote le pregunta si es “el Cristo, el Hijo de Dios”. El procurador romano, desconocedor de las doctrinas judías, sólo ve el aspecto político de la acusación; por eso, le pregunta si es “el rey de los judíos”. Jesús, en la respuesta, no niega su dignidad de rey. Sólo aclara al pagano Pilato el profundo y verdadero sentido de su realeza. San Marcos vuelve insistentemente sobre estas palabras y no lo hace sin intención.
La influencia de la persona de David continúa viva en la Iglesia primitiva. Los primeros cristianos buscaron siempre en los “Salmos”, y en especial, en los salmos davídicos, la confirmación de su fe en Jesucristo. La “Epístola a los Hebreos” está toda ella entretejida de textos sálmicos, en los que aparece el sacerdocio real de Cristo vinculado a David, en oposición al sacerdocio levítico.
Jesús, en una palabra, es el heredero de las promesas davídicas y a través de Él la persona y la obra del santo rey entran en la eternidad.


Salomón

Rey de Israel que debió de ocupar el trono desde el año 970 al 931 antes de Cristo. Era hijo del rey David y de su esposa predilecta, Betsabé.
Salomón no era guerrero como su padre, y su misión como gobernante consistió en mantener las conquistas y el prestigio de David, más con la habilidad y la diplomacia que con las armas. Era un hombre de extraordinario talento y de un gran carácter organizador, siendo su obsesión la magnificencia y el embellecimiento de las ciudades de su país y más concretamente de la ciudad de Jerusalén.
Sin embargo, no puede decirse que descuidara el aspecto militar. Fortificó las ciudades fronterizas e introdujo en el ejército israelita una modalidad de arma muy importante: el carro de combate. Para ello compró grandes manadas de caballos, que importó de Asia Menor, e hizo construir enormes caballerizas en las principales ciudades en donde había guarnición bélica.
Por lo que se refiere a sus relaciones con el exterior, Salomón figuró como un rey de indiscutible prestigio y de gran habilidad diplomática.
Pactó con el faraón egipcio Siamón (?), de la Xxi dinastía, el cual le cedió en matrimonio a su hija, distinción que los faraones solían hacer únicamente a los grandes monarcas orientales. Pero no sólo de Egipto, sino de otros países acudieron al palacio real mujeres principales que pasaban a formar parte de la corte.
Más aún, el rey sentía vanagloria por lo variado y cosmopolita de su harén –tenía mil mujeres–, lo que más tarde había de ser una de las causas de su ruina, ya que, por complacer a las mujeres extranjeras, permitió cultos idolátricos en Israel, llegando a participar personalmente en ellos.
Muy conocida es la visita que le hizo la reina de Saba, en Arabia, y cómo ella, para comprobar la proverbial sabiduría de Salomón, le sometió a un largo interrogatorio con preguntas difíciles, a las que contestó el sabio ante el asombro de todos los presentes.
La política exterior de Salomón estaba además íntimamente ligada al comercio, una de las principales riquezas en Israel. Salomón llegó a disponer de la madera abundante del Líbano y de los artistas fenicios para solucionar el problema de sus grandes construcciones, de las que se benefició especialmente Jerusalén, siguiendo en esto la tradición de su padre. En dicha ciudad construyó grandes palacios, entre ellos el llamado “Bosque del Líbano”, a causa de su arquitectura basada esencialmente en el empleo de grandes columnas. En la “sala del trono”, naturalmente el objeto más precioso era la silla del rey, cubierta de un baldaquino, elevada por varios escalones sobre el pavimento y rodeada de doce fantásticas esculturas de leones. El trono era totalmente de marfil. Además de los edificios oficiales, Salomón levantó en Jerusalén su propio palacio, lleno de esplendor y rebosante de riqueza, donde tenía las dependencias para todo su harén. Sólo su primera esposa, la hija del faraón egipcio, ocupaba con sus esclavas medio palacio.
Sin embargo, la obra arquitectónica más importante de Salomón fue el Templo de Yahvé sobre el monte Moriah, elegido como lugar más adecuado urbanísticamente y porque el monte tenía ya tradición teofánica, ya que allí en tiempos de David se había aparecido el ángel de Yahvé anunciando el fin de la peste, castigo de Dios contra Israel. En dicho Templo se encontraba la famosa Arca de la Alianza, que contenía las tablas de la Ley, y acaso también la vara de Aarón y restos del maná del desierto. Custodiando el Arca había dos colosales querubines de madera recubierta de oro, cuya altura sobrepasaba los cinco metros.
Todas estas obras suponían enormes dispendios. Es verdad que Israel en aquella época era un país rico, a causa sobre todo del comercio, y de que “la plata en Jerusalén abundaba tanto como las piedras”, pero los gastos crecieron de tal modo que la economía real empezó a resentirse y Salomón impuso un sistema fiscal drástico en todo el país. Para ello dividió el reino en doce territorios, que no coincidían exactamente con las doce tribus.
Salomón era, además de un talento organizador y político, un hombre de un entendimiento y de una cultura extraordinarios, y así ha pasado a la posteridad la proverbial sabiduría de Salomón.
Sobre la cultura científica del rey se sabe que conocía e incluso había escrito tratados de botánica y zoología. Por otra parte, se cree asimismo que codificó sus sentencias filosóficas hasta la suma de tres mil proverbios y que entre su producción literaria se contaban también cinco mil poemas.
A este respecto, Salomón es representado en la tradición bíblica como el iniciador y el máximo exponente de la literatura sapiencial. Su nombre va unido a los libros canónicos (“Proverbios”, “Eclesiastés” y “Sabiduría”) y a obras apócrifas de fechas tardías (“Salmos de Salomón”, “Odas”, “Testamento”).
David, su padre, que había sido favorecido con una inteligencia natural poco común, reconoció poco antes de morir la precoz sabiduría del joven monarca. Pero a esta agudeza natural añadió Yahvé el don de una sabiduría no adquirida, como premio a la humilde petición: “Da a tu siervo un corazón prudente para juzgar a tu pueblo y poder discernir entre lo bueno y lo malo”.
Escuchó Yahvé la prudente petición del rey, que no imploró larga vida ni riquezas. “Yo te concedo lo que me has pedido y te doy un corazón sabio e inteligente, tal como antes de ti no ha habido otro ni lo habrá en adelante después de ti”.
La sabiduría de Salomón fue elogiada por Hiram de Tiro y su fama se extendió a todos los pueblos vecinos.
Las secciones Ii y V de los “Proverbios”, tradicionalmente atribuidas a Salomón, completan los testimonios bíblicos sobre su sabiduría, “tal como no había otra entre todos los hijos de Oriente”.
No son pocos los críticos y exégetas que ponen en duda la base histórica de la fama sapiencial de Salomón. Pero los argumentos aducidos no son convincentes. Aun admitiendo que la tradición oral haya deformado algunos hechos y que el género hiperbólico esté ampliamente representado, no parece que se pueda negar en bloque su historicidad básica. Sin embargo, y para poner un ejemplo, el “Cantar de los Cantares” está escrito en una lengua posterior, por lo menos en tres siglos, al hebreo de Salomón.
David y Salomón fueron creyentes que vivieron en el amor y el temor de Yahvé, pese a que su psicología religiosa fuera muy distinta. Y aunque sólo una parte de las colecciones atribuidas por la tradición fueran verdaderamente obra suya, no en balde los nombres de los dos grandes reyes están asociados a aquellos monumentos de la fe humana. Nunca ha dado la poesía hebraica obras más puras de arte que algunos “Salmos”, y asombra la profundidad alcanzada por algunos “Proverbios”. Lengua violenta, llena de color, comparada por algunos al sonido de un trombón de cobre rasgando el aire con algunas notas agudas, su psicología intuitiva encuentra en seguida el detalle significativo, la expresión concisa y rica a la par, que cubre con imágenes las abstracciones, consiguiendo una belleza literaria a la que aún hoy permanecemos sensibles.
Los sentimientos allí expresados son los que comprende eternamente el corazón del hombre. “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? ¿Y el hijo del hombre, para que te preocupes? Le has hecho poco menor que los ángeles y lo coronaste de gloria y de lustre. Le hiciste enseñorearse de las obras de tus manos; todo lo pusiste bajo sus pies” (“Sal.”, 8).


La Ciudad de Dios

Pese a la plegaria de Salomón: “Yo he edificado una casa que será tu morada, un lugar donde tú residirás eternamente” (1 “Re.”, 8, 13), durante los primeros siglos de su existencia, el centralismo de Jerusalén y de su Templo estaban muy lejos de ser reconocidos unánimemente. En Israel, Jeroboam levantó santuarios rivales en Dan y en Bethel. Incluso en Judea existían en otros lugares santuarios al Dios de Israel, desde los tiempos de Salomón a los de Josué. Los peligros exteriores que pesaban sobre Jerusalén amenazaban con borrar su imagen; no obstante, “la Casa del Eterno” se nimbó entonces de una aureola sobrenatural. Tal como lo dice Isaías, frente a la pujanza aparentemente irresistible de los asirios, “Yo protegeré esta ciudad para salvarla, a causa de Mí, y a causa de David, mi servidor” (2 “Re.”, 19, 34). Los grandes profetas de Judea veían ciertamente los pecados de la Jerusalén terrestre, y los denunciaban con vehemencia, pero al mismo tiempo preveían un porvenir espléndido para la ciudad después de su “purificación”, puesto que “de Sión brotará la Ley, y de Jerusalén la palabra del Eterno” (“Is.”, 2, 3). Cuando el desastre anunciado por los profetas se abatió sobre el pueblo, y que éste, en su mayoría, se encontró en el exilio, su amor por Jerusalén no menguó.
Ezequiel consagra los últimos capítulos de su libro a una visión de la ciudad y de su Templo restaurados, en la que el porvenir de Jerusalén aparece descrito con toda suerte de detalles.
La situación de Jerusalén después del primer retorno a Sión era prácticamente inatacable. Pese a que el segundo Templo era al principio mucho más modesto que el primero, no tuvo rival durante varios siglos. El Templo y la ciudad continuaron siendo el centro de la vida nacional judía en una diáspora que aumentaba sin cesar.
Numerosos peregrinos viajaban a Jerusalén durante las tres fiestas específicamente designadas para la ocasión. El papel principal de la ciudad en la vida judía durante siglos –los que precedieron a la destrucción del segundo Templo– es testificada por los “Hechos de los Apóstoles” (2, 5–11). Herodes consagró una parte importante de sus recursos a la reconstrucción del Templo. Su magnificencia era tal que incluso los rabinos, tan críticos en la cuestión, se vieron obligados a reconocer que “Quien no ha visto el Templo de Herodes no ha visto jamás un monumento realmente esplendoroso”. Cuando los zelotes se sublevaron contra Roma, sus “shekels” llevaban la leyenda “Jerusalén la Santa”. En el transcurso de la Segunda Rebelión (o guerra de Bar Kochba), las monedas conmemoraban el retorno de los judíos a la ciudad, lo que, a los ojos de todo el mundo, constituía el hecho más relevante de dicha rebelión.

Los profetas

Por breve que sea un resumen de la historia de Israel, no puede pasar por alto ese fenómeno misterioso que constituyen los profetas. Se recordará el relato de Saúl que parte en busca de las borricas de su padre.
Encuentra un grupo de profetas en éxtasis que le hacen sumarse a ellos.
El hecho se repetirá más tarde, y Saúl pasará un día y una noche tendido, desnudo en el suelo. Al leer atentamente estos viejos relatos parece que esta clase de hombres que entraban en delirio, con la ayuda de medios quizá difícilmente aceptables por nosotros –la música y la danza–, era considerada en Israel como uno de los canales por los que Dios se revelaba. Así se cuenta de Eliseo, sin la menor reticencia, que necesitaba de un citarista para entrar en ese estado y poder proferir luego una palabra de Yahvé. Así también un oficial de Jehú hablaba en estos términos de un profeta de la escuela de Eliseo: “¿Por qué ha venido a ti este loco?” El rey Ajan tenía a su servicio cuatrocientos de estos profetas. Sabemos que este profetismo era conocido también en los países vecinos y que muchos reyes tenían en su corte a gente de esta clase. Pero lo peculiar de Israel es que en estas agrupaciones había hombres que tenían clara conciencia de ser los interlocutores de Dios, del Dios de Israel.
Al peregrino de Palestina cada lugar que visita le recuerda a estos heraldos de Dios. Al desembarcar en Haifa se imagina al servidor de Elías, sobre el promontorio del Carmelo, espiando las nubes. Si sube al monte de los Olivos, probable localización de Nob, recordará inmediatamente el brioso poema de Isaías que describe la marcha de los asirios contra Sión. A sus pies verá toda suerte de lugares citados por el profeta. Volviéndose hacia el SO el viajero comprenderá cómo los mencionados asirios podían agitar sus puños amenazadores contra Sión mientras bajaban. No lejos está la aldea de “An1ta”, patria de Jeremías.
Siguiendo el oleoducto se llega a la fuente tumultuosa que surte a Jerusalén de agua potable. En tiempos de Jeremías este lugar se llamaba Para, al que con el nombre de Perat (equivalente ordinario de Éufrates) alude quizá Jeremías (13, 4, 7). Al volver a Jerusalén, el viajero podrá extrañarse ante este campesino que ha puesto bozal a sus bueyes que trillan.
Más allá dos aldeanos arrojan al aire el trigo trillado: los granos pesados caen, mientras la paja es llevada por el viento. Ante este cuadro un profeta pensaba en el aventador divino que vendría a separar, el Día del Juicio, el grano de la paja.

Los esenios

Según la “Historia de la Humanidad”, publicada bajo el patrocinio de la “Unesco” (tomo Ii), la palabra “esenio” es de etimología incierta y muy debatida y puede significar “santos”, o “monjes silenciosos”, o “sanadores”. Los descubrimientos de Qumrán –me pasé muchas horas contemplando las cuevas de aquellas rocas– han dado una información bastante minuciosa sobre la regla de la secta, especialmente el “Manual de Disciplina”.
Las comunidades de los esenios, cronológicamente las más próximas a la irrupción del cristianismo, habían alcanzado un alto grado de desarrollo.
Exigían a sus adeptos un completo desapego del mundo, el reparto total de sus bienes y la meticulosa observación de las normas de la comunidad.
El ideal que se proponía a los candidatos a la admisión en el monasterio era que debían buscar a Dios por medio de la obediencia a su Ley y, por consiguiente, volver al espíritu y a la letra del más puro sistema mosaico.
Muchos de ellos –declara Josefo“llegaron a pasar de los cien años a causa de lo simple de su comida y de su vida regular”. Cada cual llevaba consigo un pequeño azadón para enterrar sus deyecciones, se lavaban después, como los brahmanes, y tenían por sacrilegio evacuar en sábado. Unos pocos se casaban y vivían en ciudades, pero practicaban la norma tolstoiana de usar de sus mujeres únicamente para engendrar hijos. Los esenios evitaban todos los deleites de los sentidos y trataban de llegar, mediante la meditación y la oración, a una unión mística con Dios. Creían que por medio de la piedad, la abstinencia y la contemplación, podían adquirir poderes mágicos y prever el futuro. Lo mismo que muchas personas de su época, creían en ángeles y demonios, consideraban las enfermedades como la posesión por espíritus malos y trataban de exorcizar a éstos con fórmulas mágicas.
Al describir Josefo sus costumbres y sus sufrimientos, nos sentimos envueltos en la atmósfera del cristianismo: “Aunque se les torturaba y se les ponía en el potro y se les quemaba y despedazaba y se les aplicaban todos los tormentos conocidos, ya para obligarlos a blasfemar de su legislador o para que comiesen lo que estaba prohibido, no podían conseguir que hicieran ni lo uno ni lo otro; y ni siquiera adulaban a sus atormentadores, ni derramaban una lágrima.
Sino que se sonreían en medio de sus dolores, y se reían para mostrar su desprecio hacia sus verdugos, y daban su alma con gran contento como si esperaran recobrarla”.
Este programa exigía que Dios por su parte seleccionara a sus elegidos y les diera su gracia, pero que a su vez los “Hijos de la Luz” se comprometieran a seguir un plan de vida que reclamaba la práctica de muchas virtudes, con el desempeño de diversos actos de culto, la sumisión a superiores reconocidos y la observancia de una serie de preceptos. Un “postulante” se convertía después de cierto lapso en un novicio por dos años; seguían un examen y una ceremonia de admisión, efectuada con una solemne liturgia. La comunidad estaba gobernada por una jerarquía de ancianos, con inclusión de un presidente, un inspector de obras que era también el tesorero, un consejo de quince miembros y un sacerdote al frente de cada grupo de diez laicos. Había reuniones plenarias, en las que los asuntos que afectaban a la vida de la comunidad se debatían y decidían por mayoría de votos. Las transgresiones se castigaban, según la gravedad de la falta, con castigos que iban desde la expulsión hasta la privación de una parte del alimento del transgresor.
Están catalogadas en el “Manual” unas treinta de estas faltas, desde la mentira hasta la conducta indecorosa, desde el fraude hasta la persecución de una venganza, desde el bostezo en las reuniones hasta la murmuración acerca de los compañeros. Nada se dice sobre sacrificios ordinarios: de hecho, se nos dice que la expiación del pecado y agradar a Dios valen más que la carne de las víctimas. Era obligatorio ungirse con agua lustral, confesar todos los pecados, tomar baños y usar vestiduras blancas.
Pero, aunque se insta muchísimo a la pureza ritual, no por ello se deja de reconocer que la limpieza externa no sirve de nada a menos que haya “salud interior”.
Pero, en mucha mayor medida que por éstos y análogos detalles, la comunidad de la Alianza se caracterizó por dos rasgos, manifiestos por la naturaleza de las obras compuestas en el monasterio de Qumrán o incorporadas a su biblioteca. Uno fue la deliberada intención de preservar el grupo como una asociación de tipo sacerdotal: los “hijos de Aarón” (o sacerdotes) tienen un lugar aparte y reciben siempre la primacía, mientras se recuerda constantemente a los fieles que deben proteger la legitimidad del principal cargo religioso. El segundo rasgo es la definida visión escatológica que se impone a los iniciados en todos los aspectos de sus vidas. Se cree que afectan a la humanidad dos fuerzas, Dios y el Mal, y hay una constante apelación a la eterna lucha entre hombres buenos y malos.
Las cuevas de Qumrán han proporcionado también varias partes de la Biblia, tanto en fragmentos como en libros enteros (especialmente dos ejemplares de “Isaías” y una serie de partes de “Daniel”), que preceden en mil años a la fecha de los más antiguos manuscritos bíblicos. Entre los manuscritos se hallaron otros textos religiosos, de naturaleza no canónica o apócrifa, que formaban parte de una biblioteca especializada; y, en otro lugar, Murabba.at, han aparecido algunos documentos históricos, en unión de cartas y contratos, interesantes por sí mismos. Finalmente, el descubrimiento de los documentos debe ser relacionado con excavaciones emprendidas en lugares próximos a las cuevas, trabajos que han revelado la existencia de un asentamiento colectivo, análogo a un monasterio (con inclusión de un refectorio, un “scriptorium” y depósitos de agua), y también un cementerio, donde fueron enterrados unos mil cadáveres pertenecientes a hombres y mujeres entre los 20 y los 50 años de edad. Tenemos, pues, lo suficiente para señalar la vida y la organización de una comunidad religiosa que fue creada en un ambiente judío y se inspiró en la herencia espiritual del judaísmo, pero estuvo gobernada por sus propias reglas y en oposición bastante abierta con los representantes oficiales de la nación judía. Desde su aparición hasta su trágico final, podemos reconstruir las fases de este fenómeno histórico y esbozar los ideales de quienes lo inspiraron, aunque no podamos todavía identificar exactamente el significado de ciertas figuras (como el “maestro de justicia”) ni comprender siempre las razones de algunas de las decisiones que la comunidad tomó.
Uno de los enigmas más difíciles de descifrar es, sin duda, el referente a la eventual relación de la comunidad de Qumrán y el cristianismo primitivo. No es posible dar una respuesta satisfactoria, definitiva, pero cabe decir que la vida religiosa de la secta esenia junto al mar Muerto fue indudablemente de alto nivel. Pero ninguno de sus escritos está libre del sistema del Antiguo Testamento: no hay nada todavía que presagie el mensaje de Jesús o que ofrezca un cuadro de la personalidad y la obra de un Salvador que sea a la vez humano y divino. Esto último es, sin embargo, la esencia del Evangelio cristiano.


El pensamiento mesiánico

Una descripción de la religión hebrea no sería completa sin unas palabras sobre la doctrina mesiánica, uno de los rasgos más interesantes al acercarnos al período cristiano. Apenas necesitamos decir que el concepto hebreo del Mesías no fue consecuente e invariable. “Mesías” es la transcripción de una palabra hebrea que significa “Ungido” y denotó originariamente a alguien santo, a un rey o sacerdote o una de esas personas que mantenían una relación con Dios.
Cuando los hebreos perdieron por primera vez su independencia con la cautividad de Babilonia, centraron todas sus esperanzas en un futuro mejor y dieron así al ideal mesiánico un contenido concreto, en cuanto esperaron el advenimiento del reino de David y la llegada de una era de prosperidad y poder. En la base de sus esperanzas estaban el orgullo nacional y el odio al extraño. Pero la idea mesiánica no era solamente política; era también una expresión de “hambre y sed” de justicia y suponía el cumplimiento del pacto santificado entre Dios e Israel. El punto esencial de este asunto era la impresión de que el Mesías debía ser algo más que un hombre.
Tenía que llevar a una realización plena el imperio de la Ley sobre la tierra, restaurar el poder de los hebreos y someter a los gentiles porque éstos, como eran paganos, no creían en el verdadero Dios ni practicaban la justicia. En relación con esto hallamos la palabra “Salvador” en una serie de escritos y ésta fue en el futuro una típica expresión cristiana. Pero tenía aún una significación muy mundana y material y nunca hallamos la declaración de que el Mesías va a ser una víctima para la expiación del pecado. Los hebreos juzgaban odioso e insostenible decir que el Elegido de Dios, un hombre encargado de una misión especial y destinado a restaurar la gloria de Israel, podía ser un hombre despreciado y, según todas las apariencias, derrotado.
Durante el siglo I antes de Cristo la expectación de un Mesías fue espasmódica y caprichosa. Empeoraron las condiciones políticas y surgieron muchos pseudomesías, que hallaron considerable aceptación en la gente y provocaron corrientes de fanatismo.
Los evangelistas, entre otros, nos dicen cuán ansiosamente los contemporáneos de Jesús trataban de saber quién era el Mesías, dónde estaba actuando y cuál podía ser su tarea.
De hecho, una diversidad de pruebas nos hacen ver fácilmente que, en la esfera religiosa, la confusión y la inquietud eran la norma en Palestina y que a esta situación se debió la serie de visiones apocalípticas referentes al Reino de Dios. En estas condiciones cualquier aventurero podía tener éxito, pero la tierra estaba también preparada para una genuina y vehemente predicación de arrepentimiento y reforma como la traída por el cristianismo.


Usos y costumbres de los israelitas

Cuando la organización democrática de la primitiva sociedad israelita empezó a dejar paso a las diferencias de casta más marcadas, apareció una clase bastante importante de terratenientes que gustaba de los lujos. Esto se advertía especialmente en las ciudades capitales de Jerusalén y Samaria. Allí las clases superiores construían edificios de muchas habitaciones, con piedra tallada adornada con cedro. Los muebles no eran sólo de los mejores materiales sino que tenían excelente diseño y constituían obras maestras de artesanía. Los objetos decorativos se importaban de Egipto y Asiria. Los ricos tenían gran variedad de vasijas de bronce, copas para el vino y cántaros de oro y plata. Usaban ropas de “tela púrpura”, tejida por los artífices de Tiro, y de telas egipcias teñidas de los colores más delicados. También había encajes y toda clase de tejidos de Babilonia.
“Ungüentos y perfumes deleitan el corazón”, aseguraba el sibarítico Salomón, en los “Proverbios”. Los perfumes y las aguas olorosas usados tanto por hombres como por mujeres refinadas estaban hechos con incienso, mirra, áloe y acacia. Los ungüentos compuestos de especias aromáticas y aceite de oliva eran usados después del baño y el lavado. En emulación de las clases superiores de otras regiones, los judíos ricos rizaban y perfumaban sus cabellos y sus barbas según la moda predominante.
Las mujeres de la nobleza y de la clase terrateniente cometían toda suerte de extravagancias. Con penetrante ironía, el profeta Isaías, que pertenecía también a la aristocracia, presentaba un inventario de las mujeres elegantes de esa época. “El atavío de los calzados, y las redecillas, y las lunetas, las ajorcas y las diademas, las tiaras, los atavíos de las piernas, las vendas, las ampollas, los anillos y los joyeles de las narices, las ropas de remuda, las manteletas, las escofias, los alfileres y los espejos, las tocas y los tocados...” La mayoría de estos artículos de lujo llegaban de otros países, porque eran pocos los que se fabricaban en Palestina, excepto durante los últimos y más desarrollados períodos, bajo la influencia griega y romana. Los mercaderes eran cananeos, filisteos y fenicios, todos ellos pueblos que vivían a lo largo de la costa. A través de sus territorios se extendía la gran ruta de caravanas por la que transitaba gran parte del comercio de los países mediterráneos. Debido a este contacto directo con una de las principales arterias del comercio mundial, en los pueblos costeros se desarrolló una influyente clase de mercaderes.
Éste era un grupo tan importante que casi todas las menciones a mercaderes que hace la Biblia se refieren a cananeos, fenicios e ismaelitas. Incluso es frecuente que en los antiguos documentos y crónicas hebreos la palabra “cananeo” signifique también “comerciante”.
La artesanía, la escultura y la pintura no se desarrollaron mucho, sin duda debido a la prohibición de representar figuras e imágenes. En cambio, en todas las épocas los judíos fueron grandes amantes de la música. Los cosechadores cantaban en los campos mientras trabajaban, y quienes tiraban de cargas pesadas sincronizaban sus movimientos con el ritmo de su canción. En todas las festividades y celebraciones domésticas el pueblo cantaba, bailaba y tocaba instrumentos musicales. Cuando Jefta, el héroe conquistador, regresó de la batalla contra los ammonitas, “... he aquí, su hija salió a su encuentro, con adufes y canciones”. La música, la poesía y la danza eran artes que en esos días estaban unificadas, y cada una de ellas destinada a realzar los efectos de las otras sobre los sentidos y las emociones de los oyentes. Durante las peregrinaciones festivas al Templo de Jerusalén, había danzas procesionales. Se entonaban canciones mientras vibraban las cuerdas del “kinnor”, y el “halil”, con forma de caramillo, derramaba sus notas líquidas y sonaban los címbalos. Las danzas eran primitivas, y a veces salvajes y abandonadas; la palabra hebrea para designar la danza significaba “saltar como corderos”. El rasgo distintivo, tanto de la música como de la danza, era su agudo ritmo.
Quizá nada hay en la literatura religiosa del mundo comparable a los salmos hebreos, elemento muy importante del ritual del Templo. Aproximadamente la mitad de los ciento cincuenta poemas del “Libro de los Salmos”, que fueron escritos para ser cantados según conocidas melodías y que frecuentemente eran acompañados por instrumentos musicales específicos, se atribuyen al rey David, arpista y poeta. Los salmos restantes fueron compuestos por músicos poetas relacionados con la vida musical del Templo. Ocupan un lugar predominante en la gran poesía del mundo. La gran variedad de su inspiración lírica y dramática, su evocación de sentimientos de exaltación, dolor, esperanza o melancolía, su apasionada expresividad en la alabanza de la justicia y en la búsqueda de la equidad, se han convertido en parte de la herencia cultural del mundo.




El Nuevo Testamento

El nacimiento de Jesucristo partió en dos mitades la historia de la Humanidad. Es el antes y el después.
“El niño llamado Jesús, nacido en Nazaret, modificó radicalmente los conceptos de tierra y cielo”. Es el momento culminante de nuestro peregrinaje hacia la eternidad. “Arrojó luz sobre las tinieblas y nos legó toda esperanza”. Con su llegada se inicia el Nuevo Testamento, cuyos textos alimentan nuestro espíritu y alegran nuestro corazón.
La popularidad y prestigio de Jesús han tenido altibajos, incluso en el mundo llamado creyente. Ello se debe a la acción del Maligno en las profundidades del alma humana y al estupor que causan ciertas palabras y acciones contenidas en el Nuevo Testamento. Es difícil, en nuestra área geográfica y de influencia planetaria, permanecer toda la vida insensible a la fascinación de la figura de Cristo. Algunos hombres lo han conseguido; pero, por lo general, ha sido a costa de cargar permanentemente con un cúmulo de preguntas sin respuesta.
Negar la “existencia histórica” de Jesús ha sido, para gran parte de dichos hombres, la mayor tentación; sin embargo, tal tentación se ha hecho cada vez más difícil, a medida que los investigadores –arqueólogos, teólogos, filósofos, lingüistas, etcétera– han avanzado en su quehacer.
Fran&ois Mauriac, en el prólogo de su “Vida de Jesús”, escribe: “Un Couchoud o un Dujardin no son unos blasfemos, ni, dicho propiamente, unos ateos; sólo niegan la existencia histórica del Salvador para asegurarle una vida independiente de todo cuanto limita, mengua y humilla en Él a Dios. Aun cuando esta tentación jamás había hecho mella en mí, en este punto he cedido siempre a una exigencia de mi espíritu que no se mueve a sus anchas más que en lo concreto.
¿Voy a confesarlo? Si no hubiera conocido a Cristo, _”Dios_” hubiera sido para mí una palabra desprovista de sentido. Excepto por una gracia muy particular, el Ser Infinito me hubiese resultado inimaginable e impensable. El Dios de los filósofos y de los sabios no hubiera tenido cabida alguna en mi vida moral. Era preciso que Dios se sumergiera en la humanidad y que en un momento preciso de la historia, en un punto determinado del globo, un ser humano, hecho de carne y de sangre, hubiese pronunciado ciertas frases, ejecutado determinados ademanes para que yo me hincara de rodillas. Si Cristo no hubiera dicho: _”Nuestro Padre..._”, yo nunca hubiera alcanzado el sentimiento de esta filiación; esta invocación nunca hubiera asomado desde mi corazón a mis labios”.
Altibajos en el prestigio de Jesús. El padre José Luis Martín Descalzo, en su impresionante capítulo “El enigma de Cristo” inserto en la obra “Jesucristo” que él mismo dirigió, describe con amenidad uno de los momentos de euforia “mesiánica” vivida por él en los Estados Unidos.
“En 1971 viví en Norteamérica los meses en que estallaba la “Jesus revolution”. Miles de jóvenes se agrupaban gozosos en lo que llamaban “el ejército revolucionario del Pueblo de Jesús”. El Evangelio se había convertido en su _”libro rojo_”. Vestían camisetas en las que se leía: “Jesús es mi Señor” o “Sonríe, Dios te ama”. En los cristales de los coches se leían letreros que voceaban: “Si tu Dios está muerto, acepta el mío.
Jesús está vivo”. Por las calles te tropezabas con jóvenes de largas melenas sobre cuyas túnicas brillaban gigantescas cruces y que te saludaban con su signo marcial: brazo levantado, mano cerrada y un dedo que apuntaba al cielo señalando el “one way”, el único camino. Levantabas un teléfono y al otro lado no te respondían “dígame” o “alló”, sino “Jesús te ama”. La radio divulgaba canciones que decían cosas como éstas: _”)Buscaba mi alma( y no la encontraba(( o )Buscaba a mi Dios( y no lo encontraba.( Entonces me mostrasteis a Jesús( y encontré en Él a mi alma y a mi Dios((_”. Y un día los periódicos contaban que un cura metodista –el reverendo Blessitarrastró a un grupo de más de mil jóvenes que fueron al cuartel de la policía de Chicago para gritar a grandes voces: _”¡Polis! Jesús os ama, nosotros os amamos_” Y tras el griterío, la colecta: las bolsas, tras circular de mano en mano, regresaron a las manos del reverendo llenas de marihuana, de píldoras, de LSD, que el padre Blessit entregó a los atónitos policías”.
¿Anécdotas? ¿Modas? Probablemente. Pero no hay que estar demasiado seguros de que las modas no signifiquen algo más profundo y de que aquellos muchachos no estuvieran buscando respuesta a la terrible frase de Robert Kennedy: “El drama de la juventud americana es que lo sabe todo, menos una cosa. Y esa cosa es la esencial”. ¿Y no será ése el drama de todo nuestro mundo? “Odio a mi época con todas mis fuerzas –ha escrito Saint–Exupéry–. En ella el hombre muere de sed. Y no hay más que un problema para el mundo: dar a los hombres un sentido espiritual. No se puede vivir de frigoríficos, de balances, de política. No se puede. No se puede vivir sin poesía, sin color, sin amor. Trabajando únicamente para el logro de bienes materiales, estamos construyendo nuestra propia prisión”.
Los comienzos de nuestro siglo acentuarán de nuevo los aspectos humanos de Jesús. Camus escribirá: “Yo no creo en su resurrección, pero no ocultaré la emoción que siento ante Cristo y su enseñanza. Ante Él y ante su historia no experimento más que respeto y veneración”. Gide, en cambio, le pintará como un “profeta de la alegría” (entendida como un hedonismo pagano, exaltador del mundo material). “Hay que cambiar –dirá– la frase “Dios es amor” por la inversa: “El amor es Dios””. Malegue, en cambio, abriendo el camino de los grandes escritores cristianos, dedicará su vida a descender “al abismo de la santa humanidad de nuestro Dios” y ofrecerá una de las más significativas formulaciones de la fe de nuestro siglo: “Hoy lo difícil no es aceptar que Cristo sea Dios; lo difícil sería aceptar a Dios si no fuese Cristo”.
A la polémica de los escritores ha seguido la de los científicos, la de los estudiosos de las Sagradas Escrituras. Y en ella pesará hondamente la obra de Rudolf Bultmann.
Si la ciencia ha demostrado con claridad suficiente que los evangelistas no trataron de escribir unas biografías de Jesús en el sentido técnico que hoy tiene esa palabra, sino de apoyar con su predicación la fe de las primeras comunidades, ¿cómo podríamos reconstruir hoy con suficientes garantías científicas una vida de Cristo, puesto que las únicas fuentes con que contamos son los escritos de los apóstoles, que son antes predicadores que biógrafos? Bultmann tratará de resolver el problema por superación. Según él, no es el Jesús histórico el que nos interesa, sino el Cristo de la fe. La teología no debería perder tiempo en investigar los detalles de una biografía, sino concentrarse en la interpretación del anuncio de Cristo, el Salvador, el Hijo del Hombre y el Hijo de Dios. De la vida de Jesús sólo nos interesa saber que vivió y que murió en la Cruz. Es más importante creer en el mensaje de Jesús que conocer su vida.
Este retorno al interés por la “persona” de Cristo es compartido hoy a todos los niveles y desde todos los ángulos. Pero, si la característica de nuestro siglo es que en él se mezclan muchos siglos pasados y futuros, también hoy conviven en medio de nosotros muy diferentes imágenes de Cristo. Del Jesús superestrella que aman los “hippies” ya se ha hablado.
Hace unos años me lo describía así un sacerdote americano que lucía una gigantesca mata de pelo cardado: “Cristo era la misma juventud, los fariseos eran el envejecimiento. En cambio, Cristo era la juventud: estrenaba cada día su vida, la inventaba, improvisaba. Nunca se sabía qué haría mañana. No entendía una palabra de dinero. Amaba la libertad. Vestía a su gusto y dormía en cualquier campo, donde la noche le sorprendía. Y era manso y tranquilo; sólo ardía de cólera con los comerciantes. La gozaba poniendo en ridículo a los ilustres.
Le encantaban las bromas y los acertijos. Y ya se sabe que le acusaron de borracho y de amistad con la gente de mala vida. Como a nosotros”.
Frente a esta imagen del Cristo sonriente y feliz, bastante “estilo americano de vida”, ha surgido, unos cientos de quilómetros más abajo (Hispanoamérica), un tipo de Cristo de rostro hosco, duro, casi rencoroso.
Yo he visto alguna imagen de este “Cristo guerrillero”. Tras su espalda, atado o con correas, aparece el cañón de un fusil ametrallador y una de sus manos ase, casi como una garra, una culata. Si en este Cristo hubiera sólo sed de justicia, lo cmprenderíamos. Pero hay también violencia y casi odio. Y uno, que llega a entender que Cristo derribara las mesas de los cambistas del Templo, nunca logrará imaginárselo presidiendo un pelotón de fusilamiento de Pilato, Herodes, Stalin, Hitler o Nerón.
Según Daniel Rops, la existencia de aquel hombre (Jesús) es un hecho indiscutible. Vivió en una época perfectamente determinada, bajo los reinados de Augusto y de Tiberio. Le conocieron trabajando manualmente como carpintero, llevando en la oreja la peculiar viruta, signo del oficio, empujando la garlopa y manejando el martillo. Le vieron caminar por tal o cual sendero que todavía pueden enseñarnos; le miraron comer pan, aceitunas y, a veces, esos pescados que son la golosina de su pueblo, y, por la noche, pudieron contemplarle tendido sobre una estera de juncos o en una hamaca de cuerdas; lo hallaron dormido, muerto de cansancio, como un hombre entre los demás hombres, del todo semejante a cualquiera de nosotros.
Y, sin embargo, dijo las más sorprendentes palabras que puedan oírse; dijo que Él era el Mesías, el testigo providencial que había de promover al pueblo elegido a su gloria y culminación; y, lo que es más asombroso aún, dijo que Él era hijo de Dios. Y lo creyeron. Hubo gente capaz de escoltarle por aquellos caminos de Palestina por los cuales peregrinaba sin cesar. Los prodigios salían de sus manos con facilidad desconcertante. Fueron muchos los que esperaron de Él la liberación política de Israel. ¿Acaso no tienen sus fanáticos todo iluminado? Pero para que este escándalo llegara al colmo, aquel hombre se desplomó de un golpe, sin oponer resistencia. Ahora bien, lejos de dejarse desanimar por semejante quiebra, sus seguidores se expandieron por el mundo para sellar con sangre el testimonio de su Divinidad; y, desde entonces, la Humanidad ha convertido aquella derrota en prueba de victoria y se prosterna ante una cruz patibularia, lo que es exactamente igual que si, mañana, otra iglesia propusiera que las muchedumbres venerasen la abyección del cadalso.
El misterio de Jesús no es nada más, ni nada menos, que el Misterio de la Encarnación. ¿Qué importan esos pequeños enigmas sobre los cuales se escriben volúmenes de glosas? Que no se sepa con precisión ni el año de su nacimiento ni el de su muerte, que se identifique mal su villorrio de origen, todo eso y lo demás tiene sólo una importancia secundaria y referida a estrechas perspectivas. Lo esencial reside en el enigma que nos plantea este hombre tan semejante a nosotros, pero cuyas palabras y gestos sujetaron, en cualquier instante, fuerzas desconocidas, y en cuyo rostro, crispado por la agonía, se transparenta la faz de Dios.
Jesús pertenece a la Historia. Si consideramos el número y la convergencia de los documentos que le atañen, y la abundancia de los manuscritos que nos ha transmitido el Evangelio, tenemos que decir que no hay ningún personaje de su tiempo sobre quien estemos tan bien informados. Pero a fuer de “signo de contradicción”, como ya lo anunció Él mismo, sigue dando ocasión a una disputa milenaria que cada generación cree útil reanudar a costa de las otras. Que aquel hombre vulgar, inculto, renovara de pronto las bases de la filosofía y abriese al mundo futuro un desconocido campo de pensamiento; que aquel humilde hijo de una nación decaída, nacido en un oscuro rincón de una pequeña provincia romana, aquel judío innominado, igual a tantos otros de aquellos a quienes despreciaban los procuradores del César, hablase con voz tan potente que cubriera las de los mismos emperadores, son sorpresas que todavía puede admitir la Historia.
Pero es que su vida, tal como nos la cuentan, está tejida de milagros y todo refulge en ella con sobrenatural evidencia. Y esos sorprendentes hechos son tan inseparables de la trama de su existencia que, para suprimirlos, es menester desgarrar su misma urdimbre, negar su existencia entera, dudar de la palabra de todos sus testigos. Y, en fin, aún hay algo más asombroso; y es que aquella vida, concluida en el suplicio, se reanuda en una perspectiva que pasma. Aquel muerto renace; habla, obra, se muestra a quienes le conocieron vivo; y este supremo desafío a la lógica, dicen sus discípulos que es para ellos el testimonio más formal, el más irrefragable.
“¡Si Cristo no resucitó –grita san Pablo–, nuestra predicación es vana y vana también nuestra fe!” (1 “Cor.”, 15, 1). La Historia debe, pues, rechazar el cristianismo o aceptar la Resurrección.
¿Explican estas solas dificultades la violencia y la aspereza que acompañan a las discusiones referentes a Jesús? Parece como si no se pudiera hablar de su persona sin hacerlo con una pasión en la que no fuesen los intereses del conocimiento los únicos que lo juzgasen. Pues también es “signo de contradicción” en otro terreno. Su mirada penetra en lo más profundo de cada uno y juzga; estamos en Él o contra Él. Y Él es Aquel cuya voz obliga a todo hombre digno de este nombre a repetirse: “¿Y tú quién eres?” La moral cambió de sentido desde que, en aquella colina sobre el lago Tiberíades, Él pronunció las frases de las Bienaventuranzas. Y desde entonces todo acontecimiento no trasciende sino por Él. Episodio histórico que supera a la Historia, la vida de Cristo hace algo más que arrinconar la razón a no sabemos qué trágica humildad: es la suprema explicación y el patrón por el que todo se mide; y la Historia adquiere por ello su sentido y su justificación.
Dicho esto, aparece ante nosotros un escollo. ¿Hablaron de Jesús sus grandes contemporáneos? ¿Es total el silencio de los documentos oficiales de la administración romana? Ateniéndonos a éstos, no es rigurosamente demostrable que Cristo existiera y que fuera condenado y crucificado bajo Poncio Pilato. El “silencio” más evocado ha sido siempre el de Flavio Josefo. Josefo es un historiador considerable. Sus “Antigüedades Hebraicas” son, con algunas reservas, infinitamente preciosas para completar las indicaciones del Antiguo Testamento sobre el destino de Israel. Su “Guerra Judía”, publicada hacia el 77, es decir, muy poco después de la catástrofe en que se desplomó para siempre el pueblo elegido, es un documento inestimable.
Dos personajes contemporáneos de Jesús son citados por Josefo: Juan Bautista, de quien cuenta la predicación y el suplicio en términos perfectamente exactos, y Santiago, primer obispo de Jerusalén, cuya lapidación narra y a quien designa así: “El hermano de Jesús, apodado el Cristo”.
No hay otra alusión al Mesías, a no ser unas líneas que se pueden leer en el libro Xviii de las “Antigüedades”, pero cuya autenticidad ha sido puesta en duda por muchos Padres de la Iglesia, que las consideran interpoladas “con la mejor intención”.
Tales líneas dicen: “En esta época apareció Jesús, hombre sabio, “si es menester llamarlo hombre”. Pues realizó cosas maravillosas, fue el Maestro de quienes reciben con alegría la verdad, y arrastró a muchos judíos y también a muchos griegos.
Aquél era el Cristo. Por la denuncia de los primates de nuestra nación, Pilato lo condenó a la Cruz; pero sus fieles no renunciaron a su amor por él; pues al tercer día se les apareció resucitado, como lo habían anunciado los divinos profetas, así como otras mil maravillas a su respecto.
Todavía subsiste hoy la secta que, de Él, ha recibido el nombre de cristianos”. Por supuesto, nadie puede probar que Flavio Josefo escribiera realmente este texto.
Separados, pues, paganos y judíos, no nos queda sino volvernos hacia quienes, desde el comienzo, se declararon a favor de Jesús: hacia los cristianos. El haz de tales testimonios es tan sólido que siglos de crítica no han podido disociarlo. Sin embargo, en el umbral de un examen de estos textos se presenta una dificultad, no ligera, para el hombre moderno. Habituado éste, desde su nacimiento, a no aprender nada sino por medio de la imprenta y en lo impreso, cada uno de nosotros se representa toda tradición referida a Cristo bajo la forma habitual de unos libritos.
Ahora bien, es cierto absolutamente que la enseñanza cristiana más antigua desdeñaba el texto escrito y era rigurosamente oral.
Nadie ignora que el medio social en que vivió Jesús fue el de gente muy humilde: obreros, artesanos, pescadores del lago de Tiberíades. ¿Cuántos supieron escribir entre sus doce discípulos? Con certeza, Leví, llamado Mateo, el recaudador de contribuciones, y Judas, el cajero del grupo.
¿Y los demás? Lo ignoramos. Pero incluso aun cuando todos hubieran sido versados en el arte de los escribas, no hubiesen ciertamente preferido la letra a la palabra, pues todo el hábito de los semitas, por lejos que nos remontemos en la historia de Israel, era inverso. Papías, el viejo obispo de Frigia que hacia el año 130 invocaba la autoridad de la “palabra viva y perdurable”, tenía absolutamente toda la razón. La memoria, tanto en los israelitas como en los árabes, nada tiene de común con la nuestra, tan empobrecida, tan esclerosada. Los discípulos de un maestro lo escuchaban y retenían sus palabras “de memoria”, gracias a un entrenamiento especial que se imponía al niño desde sus primeros estudios. ¿No fueron redactadas las profecías de Jeremías después de veintidós años de recitación oral?
¿Qué otra cosa es la “Mishna”, la parte más esencial del “Talmud”, que la tardía escritura de una enseñanza hecha de viva voz? ¿No se elaboró todo el “Corán”, íntegro, por el mismo medio? “Un buen discípulo –decían los rabinos judíos– es semejante a una cisterna bien construida, de donde no se escapa ni una gota de agua”. Antes de ser redactado, el Evangelio fue conservado así, en unas memorias sin fisuras, mucho más intacto de cuanto podemos imaginar.
Este “arte de aprender y retener” estaba ligado a un “arte de hablar”, fundado sobre el ritmo y la mnemotécnica, en la cual participaba el cuerpo entero, por medio de vaivenes, mímicas e incluso de la misma danza. Cuando en el Evangelio de san Lucas (7, 31–32) se alude a esos niños que, sentados en las plazas públicas, se responden unos a otros: “Os tocamos la flauta, y no danzasteis; entonamos endechas, y no llorasteis”, captamos ahí uno de esos medios de ayudar a la memoria haciendo repetir versículos a voces alternadas. Todo un conjunto de “trucos” pedagógicos, el empleo de cadencias regulares, a menudo de forma estrófica, el uso de ciertas palabras impresionantes, verdaderas grapas del discurso a las cuales se adherían los desarrollos posteriores, el recurso a los paralelismos y la antítesis que arrastran la memoria casi automáticamente. “Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá, no juzguéis para no ser juzgados, pues con el juicio que juzgareis, seréis juzgados”, son, entre muchos otros, dos ejemplos de estos paralelismos; y todo el Sermón de la Montaña, tal como es referido en san Lucas (7, 20–29), con su sucesión de bienaventuranzas y de maldiciones, es un perfecto ejemplo del procedimiento antitético.
¿Han pasado a nuestros textos tradicionales todas las frases de Cristo? Quizá no. Conocemos, en efecto, sentencias semejantes, que no figuran en nuestros Evangelios actuales y que, sin embargo, tienen el brillo de la palabra crítica. Por ejemplo, san Pablo, en los “Hechos de los Apóstoles” (20, 35), cita esta frase de Jesús: “Mayor felicidad es dar que recibir”; y ni un instante se duda de su autenticidad. Se han encontrado algunas otras en los Padres de la Iglesia y en los polemistas de los primeros siglos: “Quien se acerca a Mí se acerca al fuego; quien de Mí se aleja, se aleja del Reino”; “Si viste a tu hermano, viste a Dios”; “Allí donde están dos, no están sin Dios”; “Levanta la piedra y me encontrarás allí; hiende la madera, Yo estoy dentro”, etcétera.
Hoy ya no se cree que el Nuevo Testamento sea obra de “la colectividad creadora”, sino un brote “espontáneo” de aquellas comunidades primitivas, del mismo modo que ya no se piensa que la “Ilíada” y la “Odisea” fueron obra de semejantes potencias gregarias. En tales campos las muchedumbres no producen nada, sino obras cortas, informes, pueriles; y únicamente son creadoras las personas y el genio.
Por supuesto, alrededor del Evangelio y de los textos apostólicos hay toda una manera de leyendas, de habladurías, de documentos falsos y de autoridades usurpadas. Llámase a este conjunto los “apócrifos”. El mismo san Juan pareció darles alguna autoridad cuando aseguró al fin de su Evangelio: “Hay, además de éstas, otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales, si se escribieran una por una, ni en todo el mundo creo que cabrían los libros que se escribieran”. Y aunque ciertos “apócrifos” parecen haber sido, en su origen, documentos admitidos en diversas partes de la Iglesia, fueron apartados luego, sea porque eran incompletos, sea porque pudieron desviarse insensiblemente por una dirección sospechosa.
Tal sucede al “Evangelio según los Hebreos”, que san Jerónimo conoció a fines del siglo Iv y que declaró muy próximo a nuestro san Mateo, del cual no poseemos más que tres fragmentos y que se usó ciertamente en las comunidades judeocristianas donde no se conocía el griego. Estaba escrito en arameo; la prueba de ello está en que el Espíritu Santo es llamado allí “madre”, porque espíritu, “rou1h”, es femenino en arameo. Contenía elementos tan excelentes como esta frase de Jesús: “No sintáis alegría sino cuando miréis con amor a vuestros hermanos”, pero también detalles tan estrafalarios como el del Espíritu Santo que transporta a Cristo a la cumbre de un monte sosteniéndolo por un solo pelo.
Pese a lo cual volveremos a encontrar los apócrifos en muchos de nuestros templos e iglesias. Si la verja del coro de Nuestra Señora de París nos muestra la estrella de los Magos llevada por un ángel, fue el Evangelio apócrifo de la Infancia el responsable. Estamos tan habituados a encontrar al asno y al buey calentando al Niño Dios en su cuna, que nos olvidamos completamente de que esta tradición no tiene nada de canónica, y de que sólo nos la ha dado el apócrifo. Más todavía, la liturgia de la Iglesia católica celebra la Presentación de la Virgen en el Templo, que la Escritura no refiere; y si admiramos, en Venecia, esa deliciosa escena que pintó Ticiano, se lo debemos al “Protoevangelio” de Santiago.
No todo es forzosamente falso en esos legendarios apócrifos, pero casi todo aparece deformado por unos cerebros infantiles.
El “Decreto sobre las Escrituras canónicas” del Concilio de Trento fijó los escritos del Nuevo Testamento en la cifra de veintisiete: los cuatro Evangelios, los “Hechos de los Apóstoles”, catorce “Epístolas” de san Pablo, una de Santiago, dos de san Pedro, tres de san Juan, una de san Judas y el “Apocalipsis” de san Juan. En su origen, los textos del Nuevo Testamento fueron escritos ciertamente por el autor o por un escriba, bajo su dictado, “sobre rollos de papiro”. La “Epístola” de san Pablo a los romanos debía cubrir, por sí sola, un rollo de tres o cuatro metros de largo. Ninguno de tales originales nos es conocido. Pero las comunidades se enviaban entre sí unos papiros semejantes, de los cuales volvía a copiarse el texto sagrado.
¡Material éste demasiado frágil para subsistir hasta nosotros! Y sin embargo, poseemos numerosos fragmentos de estas copias, que proceden, sobre todo, de las tumbas de Egipto; la cifra actual es de cincuenta, y frecuentemente se descubren otros nuevos.
Sin duda en el siglo Iii se generalizó el uso de transcribir los escritos sobre pergamino, para darles mayores posibilidades de indestructibilidad. Reunidos en cuadernos, estos pergaminos se presentan como nuestros libros. Gracias al empleo de la preciosa “piel de carnero de Pérgamo”, muchos han resistido al tiempo maravillosamente. Anotemos esta fecha: siglo Iv. Los textos del Nuevo Testamento datan, en conjunto, del período 50–100, pero luego se intercalan tres siglos entre su redacción y los primeros manuscritos completos que de ellos poseemos. Puede parecer un intervalo enorme, pero hay que subrayar que eso no es nada al lado del período que, para todos los clásicos de la Antigüedad, media entre el desconocido autógrafo y la copia más antigua conocida: mil cuatrocientos años para las tragedias de Sófocles, así como para las obras de Esquilo, de Aristófanes y de Tucídides; mil seiscientos para las de Eurípides y de Catulo, mil trescientos para las de Platón, mil doscientos para las de Demóstenes. El Nuevo Testamento, pues, por lo que se refiere a la proximidad de la copia con respecto al original, está en una situación incomparablemente privilegiada. El número de copias del Nuevo Testamento excede de lo imaginable. Nada más que de los Evangelios existen alrededor de 2.500 manuscritos escritos en griego, de los cuales más de cuarenta tienen más de mil años de existencia.



Situación a la llegada del Nuevo Testamento

Según el padre Alberto Colunga, a la llegada de Cristo dominaban en Israel dos sectas principales: la de los fariseos y la de los saduceos, que venían a ser los directores espirituales de la nación. La primera era la que tenía más influencia en el pueblo. Se distinguía por su severidad en la interpretación y en la práctica de la Ley, aunque la interpretación fuera puramente material y la práctica puramente externa. Con esta práctica externa de la Ley pretendían alcanzar la justicia; pero una justicia también externa, no según Dios, sino según su propia conciencia y el parecer de los hombres. Cuán arraigada estuviera en ellos esta idea, se echa de ver en la parábola del publicano y del fariseo y en el empeño que pone san Pablo en combatir la justicia de las obras, opuesta a la justicia de la fe, que nos confiere el Espíritu Santo. El apóstol, que había pertenecido a la secta, conocía sus ideas y cuán lejos estaban de aquellos altos principios morales que se hallan en la Ley. Con ésta admitían las tradiciones, en las cuales se apoyaban para interpretarla y completarla. El Salvador reprende en ellos la falta de sentido moral, la avaricia, la ostentación, la vanagloria, la hipocresía (Mt., 23). Hasta dónde llegaban estos vicios, nos lo muestran las recriminaciones que dirigían a Jesús porque milagrosamente curaba en sábado a los enfermos.
Por otra parte, los fariseos esperaban el Reino de Dios y el Reino del Mesías, que impondría al mundo el imperio de la Ley mosaica y la hegemonía de Israel. Admitían el Juicio Final y la resurrección de los muertos. Aunque muy celosos de los privilegios de Israel, todavía sabían acomodarse a las circunstancias y vivir en paz con los romanos.
Los saduceos formaban la aristocracia y el partido sacerdotal, aunque no faltasen entre los sacerdotes algunos adictos al fariseísmo. Su interpretación, y sobre todo la práctica de la Ley, era más libre. La severidad la reservaban para las sanciones penales.
Se mezclaban mucho con los gentiles y se mostraban muy complacientes con los romanos dominadores, con tal de poder disfrutar de los altos cargos de la nación. Esto les quitaba la popularidad de que gozaban los fariseos. En cuanto a sus doctrinas, admitían la Ley, pero rechazaban las tradiciones; negaban la Providencia, la resurrección y la existencia de los espíritus.
Por los Evangelios conocemos, además de los fariseos y los saduceos, a los escribas. La palabra significaba el que escribe o el que sabe escribir.
En los tiempos antiguos se aplicaba a los secretarios y otros funcionarios públicos. Más tarde se aplicó a los que copiaban y estudiaban la Ley; luego vino a ser sinónimo de doctor de la Ley. Era un oficio importante en Israel, y la mayoría de ellos no era adicta al fariseísmo.
Palestina, con Jerusalén, y el Templo como centro de ella, no era sino el “hogar nacional”, porque la inmensa mayoría de la nación se hallaba dispersa por todas las provincias del imperio romano y aun fuera de sus fronteras. Las deportaciones, ejecutadas por los asirios primero y luego por los caldeos, aventaron a las provincias orientales a muchos hijos de Israel, de los cuales sólo una pequeña porción volvió a la patria al promulgar Ciro el edicto de libertad (539). En los siglos posteriores, otros más abandonaron Palestina, unas veces forzados, como prisioneros de guerra; otras espontáneamente, buscando mejores condiciones de vida. Los que de éstos perdieron su fe religiosa y nacional quedaron como el agua de un arroyo que en el mar desemboca, diluidos entre la masa de los gentiles; pero la mayoría, que se mantuvo fiel a la fe de sus padres, formó colonias, con frecuencia ricas por el comercio, que lograron de los poderes públicos el reconocimiento de su nacionalidad y el respeto de su religión. Todas las grandes ciudades del imperio tenían colonias numerosas, y todas las vías de tierra y mar eran recorridas por los judíos. La fe religiosa y la Ley, que los separaba de los gentiles, los unía entre sí, y era la sinagoga el centro de cada colonia.
Sinagoga (del griego “sinagoge”), etimológica y originalmente significa cualquier “reunión de personas”.
Luego se aplicó al conjunto de personas que vivían en el mismo lugar o solían reunirse para rendir culto a Dios. Equivale en este sentido a “comunidad”.
La institución se mantiene en constante florecimiento cuando el pueblo judío regresa a Palestina. Hay noticias de sinagogas ya del siglo Iii antes de Cristo. Puede decirse que en tiempo de Jesús todo pueblo tenía –o, mejor, formaba– una sinagoga. Donde la población era numerosa, había varias. Abundaban particularmente en Jerusalén, aunque no en el exagerado número de 480, como pretende una relación rabínica. En el destierro eran también un importante foco proselitista. Se han encontrado sinagogas en unos 150 puntos del vasto imperio romano; más numerosas, por supuesto, en los grandes centros de población. En Roma, por ejemplo, se contabilizaron hasta trece.
Emociona imaginarse la sinagoga de Nazaret, a la que Jesús, María y José acudirían puntualmente y donde el “Niño” aprendió los primeros rudimentos de la Ley. Debió de ser una sinagoga modesta, parecida a la que yo visité en Jerusalén hace ahora doce años y a la que me acompañó el profesor Edery, en el barrio de Mea Shearim (las Cien Puertas), y cuya descripción transcribo literalmente de “El escándalo de Tierra Santa”: “Llega el momento de entrar en la sinagoga, a la que hemos ido acercándonos sin yo saberlo. Es un local modesto, huérfano de cualquier boato.
Más bien lo que se busca, a primera vista, es crear un ambiente familiar, con el _”Arca_” alzada en el _”presbiterio_”, un estrado en medio, al que suben los encargados de las “Lecturas” y al fondo unas rejas, tras las cuales se colocan las mujeres.
“Hay unas treinta personas y van llegando algunas más, que se sientan en las correspondientes sillas y en los bancos. El profesor Edery pasa a ocupar, acto seguido, el sitio que tiene reservado a la derecha del Arca y yo, que soy su amigo, me convierto en huésped de honor, lo que me permite sentarme con él. Naturalmente, me entregan la “kipá”, que por fortuna se ajusta muy bien a mi cabeza; observo que la mayoría sostienen la suya con una horquilla.
“La ceremonia se inicia sin tardanza y, por las trazas, va a resaltar también por su modestia. Ni el menor parentesco con aquellos oficios solemnes que establecen una barrera que rompe la intimidad. Pronto me siento a gusto precisamente porque no ocurre nada de particular. El primero en leer la Torah es el “cohen”, el sacerdote, título que simplemente se hereda. Es un hombre ya mayor, más bien enclenque, lo que contrasta con su voz tronitronante. Todo el mundo lo escucha con respeto. Luego le toca el turno al _”diácono_”, al “leví”.
Al revés que su predecesor, su timbre es monocorde. Sin embargo, lee con convicción, rígido el cuello, sin pestañear apenas. Los asistentes tampoco se mueven, muchos de ellos con el librito en las rodillas o la vista fija en el Arca. En un momento determinado –ha transcurrido un buen cuarto de hora–, se produce un cambio, como una relajación. Veo que el “cohen” y el “leví” han cedido su sitio a los fieles, los cuales son ahora los que se encargan del resto de las “Lecturas”. Por turnos van subiendo al estrado, y dichas “Lecturas” deben de ser menos importantes, ya que, con toda evidencia, la atención que se les presta es mucho menor.
“Tales relevos, que se efectúan entre cordiales saludos, tienen una finalidad muy concreta: la participación. Todo el mundo ha de ser _”oficiante_”, la pasividad ha de quedar excluida. Es frecuente que al bajar del estrado el lector que ya concluyó se acerque a los bancos y a las sillas y vaya estrechándoles uno por uno la mano a los asistentes. En alguna ocasión, en lugar de etrechársela se la besa, lo que indica que existe entre ambos relación de sangre: padre, hermano, tío, abuelo... Cuando ello ocurre, los niños, que a decir verdad no se están demasiado quietos, se intercambian miradas sonrientes, de divertida complicidad.
“Y con ello entramos en la parte de la ceremonia que mayormente me interesa. Los textos sagrados dejan paso a la expansión personal. Quienquiera que tenga algo que comunicar a la comunidad sube al estrado y hace uso de su derecho. Por lo común, se trata de informar de las novedades que se hayan producido en el seno de la familia a lo largo de la semana: una boda, un nacimiento, una defunción. Según la índole del suceso, la reacción colectiva es de júbilo o lo contrario. Por fortuna, esta semana no se ha registrado ningún fallecimiento, _”nadie ha cerrado los ojos para siempre_”.
En cambio, un muchacho joven, ancho de tórax, ha sido padre por tercera vez. Revuelto el pelo y con expresión de cómica felicidad, ha abierto los brazos para decir: _”Os comunico que ha nacido en mi casa un hijo varón_”.
La noticia ha sido acogida con murmullos equivalentes a un fuerte aplauso.
_”Bien venido, bien venido sea el bebé_”. A renglón seguido, ha tomado la palabra un hombre de aspecto lastimero, que durante un buen rato se ha dedicado a dar las gracias, mirando de vez en cuando en dirección al Arca, por haber salido con bien de una grave adversidad que amenazaba a los suyos.
Su relato ha sido escuchado con recogimiento y al final todo el mundo ha asentido con la cabeza, indicándole que quedaban impuestos del caso y que se congratulaban de que se hubiera resuelto favorablemente.
“Y llega la hora de las promesas y de la petición de bendiciones. Varios fieles, en concepto de _”aportación simbólica para las necesidades del niño varón recién nacido_”, prometen efectuar, en cuanto finalice el “shabat”, un donativo económico con destino al tesoro de la sinagoga. Acto seguido, y del modo más inesperado, uno de dichos fieles se dirige a mí y pronuncia unas palabras. Todo el mundo me mira, y el hombre continúa hablando. Por fin el profesor Edery me informa de que está pidiendo una bendición especial para el _”huésped_” que se ha dignado compartir con todos el rito comunitario.
“No se me ocurre nada con que corresponder a tan emotivo detalle.
Me limito a ruborizarme, y a lamentar en mi fuero interno no haber hecho los necesarios cursillos de hebreo, en cuyo caso podría levantarme y expresarles con toda honestidad lo que siento: que todo aquello me parece muy bien, que así entiendo yo que debe ser la “ecclesia”, la asamblea religiosa: un intercambio de plegarias y de noticias, trascendentes unas, cotidianas otras, fraternales todas, en un clima de la más estricta sencillez.
“El acto culmina con una nueva intervención del “cohen”, el cual toma el Arca, da con ella una vuelta por el local y la devuelve al sitio que le está asignado en el _”altar_”, cerrándola luego con sumo cuidado”.

Herodes Antipas, Caifás, Anás y Pilato

Jesús nació en Belén de Judá y a lo largo de un período de treinta años, más o menos, vivió en Nazaret.
Sus parientes y paisanos lo designaban con el calificativo de “artesano, hijo de María”, o “artesano, hijo de artesano”. Poco se sabe de su infancia, de sus llamados “años oscuros”, sobre los que se ha especulado hasta el límite. Ha sido dicho que viajó por Oriente... Nadie ha podido atestiguarlo. Lo más probable es que permaneciera en Nazaret, como uno más, a solas con María después del fallecimiento de José, su padre putativo.
Cuando tenía alrededor de los treinta años dejó su retiro y bajó a las orillas del Jordán para recibir el bautismo de Juan. Hacía quince años que Tiberio había sucedido a Augusto. Era tetrarca de Galilea Herodes Antipas y gobernaba Judea Poncio Pilato. Era sumo sacerdote Caifás y su suegro Anás. Pilato empezó su gobierno el año 26–27 y fue depuesto al final del imperio de Tiberio, el año 36. La actividad pública de Jesús tuvo tres notas esenciales: “enseñó”, sobre todo al principio, con gran aceptación por parte del pueblo; “obró” grandes milagros en favor de los pobres y enfermos, curando ciegos, leprosos, paralíticos, endemoniados y hasta resucitando tres muertos; finalmente, “reunió” discípulos, de entre los cuales escogió doce, para que estuvieran siempre a su lado, para instruirlos y formarlos a fin de enviarlos más tarde por todo el mundo a predicar la “Buena Nueva”.
El ministerio público de Jesús duró como mínimo dos años y unos meses. Con bastante probabilidad, hasta tres años y varios meses, ya que por los datos del Iv Evangelio se cuentan tres Pascuas expresas y una implícita.
Como fechas probables de la muerte de Jesús se dan la Pascua del año 29, la del año 30 o la del año 33. La más aceptada es la del año 30. Gobernaban las mismas autoridades civiles y religiosas que al empezar su ministerio público: Anás y Caifás, Herodes Antipas y Poncio Pilato.
Herodes Antipas, el tetrarca, era hijo de Herodes el Grande y de una de sus esposas, la samaritana Maltace. Su padre le dejó en testamento el gobierno de Galilea y Perea.
A la muerte de Augusto, Herodes Antipas gozó de la intimidad del nuevo emperador Tiberio, a quien servía de espía frente a los gobernadores de Oriente. Estaba casado con una hija de Aretas, rey de los nabateos; no obstante, llegó a enamorarse de tal forma de Herodías, que no tuvo reparos en repudiar a su mujer, pese a que tales relaciones eran incestuosas, puesto que Herodías, además de ser sobrina de Antipas, era la esposa de su hermano Herodes Filipo.
Juan el Bautista le reprochó abiertamente su proceder escandaloso, por lo que, irritado ante la verdad, Herodes Antipas le mandó encarcelar.
Dado el carácter por una parte levemente religioso y por otra supersticioso y débil del tetrarca, la figura del Bautista le infundía respeto y hasta una cierta veneración. Mientras celebraba una fiesta –probablemente en la fortaleza de Maqueronte, donde se hallaba encarcelado Juan–, la hija de Herodías, Salomé, causó las delicias de sus comensales con sus danzas; Herodes, en un momento de entusiasmo, prometió dar a la doncella todo cuanto le pidiera, aunque fuera la mitad de su reino. Salomé pidió la cabeza del Bautista, para acabar con la pesadilla del profeta que recriminaba su vida licenciosa. Entristecióse Herodes ante semejante petición, pero por fin accedió, y al punto un criado trajo en una bandeja la cabeza del Bautista, que la bailarina entregó a su madre.
Cuando más tarde el tetrarca se enteró de que un nuevo profeta, Jesús de Nazaret, predicaba y realizaba milagros en las regiones de su jurisdicción, pensó que se trataba de Juan, que había resucitado. Por eso quiso alejarle. Entonces unos fariseos se acercaron a Jesús y le dijeron que Herodes Antipas quería prenderle; pero el Maestro, después de llamar “zorro” al tetrarca, y prescindiendo de la amenaza de muerte, siguió predicando, “pues aún no había llegado la hora de su pasión”.
Herodes Antipas fue un gobernante astuto, soberbio, sin duda dotado de alguna preocupación por el bien público y con ciertos rasgos de sentimentalismo religioso (judío de adopción).
A él se deben la construcción de varias ciudades, entre ellas la capital de sus dominios, Tiberíades, en honor de su protector, Tiberio. Menos emprendedor que su padre, Herodes el Grande, y más indeciso que él, la suerte en su gobierno le fue adversa.
Al morir Tiberio fue desterrado por Calígula a las Galias, donde debió de sorprenderle la muerte.
Caifás (piedra) era sumo sacerdote hebreo, llamado José. Su pontificado, que duró desde el 18 al 36 después de Cristo, destacó por su abyecto servilismo a los romanos, señores de Palestina.
Fue yerno de Anás. Juan el Bautista inició la predicación bajo su reinado. Fue él quien recomendó al sanedrín la muerte de Jesucristo, a raíz de la resurrección de Lázaro, “en beneficio de la nación”. En su casa se congregaron los sacerdotes y escribas, poco antes de las fiestas de Pascua, con el fin de hallar un expediente para condenar a Cristo sin que el pueblo, cuyas reacciones temían, se alborotase. La inopinada traición de Judas les facilitó el camino.
Caifás y el sanedrín interrogaron a Jesús con diversas estratagemas y testigos falsos, hasta que declaró allí oficialmente su filiación divina, momento en que el sumo sacerdote procedió al desgarramiento de sus vestiduras, como el que oye una blasfemia, con lo cual declaró solemnemente no aceptar su mensaje. Los santos Pedro y Juan, después de su predicación de la Resurrección de Cristo, comparecieron también ante él; pero en tal ocasión no ostentaba ya el sumo pontificado.
Anás, abreviatura de Ananías (“Dios es gracioso”), hijo de Seti, fue sumo sacerdote judío y ocupó probablemente su cargo hacia la misma época en que Juan el Bautista principió su ministerio, o sea, sobre el año 26 de nuestra era.
Su yerno, Caifás, en prueba de afecto a su suegro y en señal de respeto a la autoridad que aún conservaba, mandó que Jesucristo fuera llevado a su casa. Anás le interrogó y lo devolvió atado a la morada de su yerno. Después de esto, Anás no vuelve a aparecer en el relato evangélico.
Poncio Pilato, procurador romano de Judea, desempeñó su cargo del año 26 al 36 después de Cristo. A pesar de que los judíos gozaban de cierta autonomía y tenían tribunales propios (el sanedrín), el procurador romano representaba la suprema autoridad (“imperium”) sobre el pueblo, reservándose en exclusiva el derecho a la pena de muerte. Su misión, además de mantener en orden el país, consistía en urgir y vigilar el cobro de los impuestos. Para ello poseía algunos batallones de soldados (“cohortes”) generalmente acuartelados en Cesarea y Jerusalén.
Poncio Pilato fue el tercer procurador de Judea. Pertenecía a la familia de los Poncio, de la clase ecuestre, ya que el cargo de procurador era accesible a quienes seguían la carrera política de los caballeros y no a los magistrados del orden senatorial.
Desde el primer momento el procurador se distinguió por su desprecio y odio hacia los judíos, con los que tuvo importantes roces, siendo acaso el principal la matanza de unos galileos en el Templo, al tiempo de ofrecer los sacrificios. Después vino el proceso de Jesús. Desde el primer momento Pilato se puso al lado del Maestro, y en contra de los sanedritas. “¿Qué acusación traéis contra este hombre?” Sin embargo, su falta de decisión le llevó más allá de donde era su voluntad, y acabó por condenar a Jesús, por miedo a una denuncia ante el gobernador de Siria de ser negligente en atajar brotes políticos, contrarios a la autoridad imperial.
“Si sueltas a éste, no eres amigo del César, pues todo el que se hace rey –caso de Jesús– contradice al César”.
Pilato cedió, no sin antes lavarse simbólicamente las manos en señal de inocencia, y vengarse de los fariseos, haciendo escribir sobre el madero de Jesús esta sentencia: “Jesús Nazareno, rey de los judíos”, lo que provocó la indignación entre éstos, que hubieran preferido que la sentencia dijera: “Éste es el que dijo: _”Soy el rey de los judíos_”“.
Todavía en otra ocasión Pilato tuvo que habérselas con el pueblo, pero en este caso por última vez. Los samaritanos se congregaron en el monte Garizim, en donde un pseudoprofeta decía que iba a desenterrar allí mismo los vasos sagrados de los tiempos de Moisés. Con esto comenzarían los tiempos mesiánicos. El romano ahogó la fiesta con sangre. Mandó rodear el monte con sus tropas y atacó a los samaritanos, haciendo en ellos una verdadera matanza. Esta vez la hazaña le costó cara al procurador. Los samaritanos protestaron ante el gobernador de Siria, Vitelio, y éste hizo dimitir de su cargo a Pilato y le mandó a Roma para rendir cuentas de su actuación ante el emperador.



La Misión

Al ser encarcelado Juan, Jesús tomó a su cargo la tarea de su primo y empezó a predicar el advenimiento del Reino. “Volvió a Galilea –dice san Lucas– y enseñaba en las sinagogas”.
El mismo evangelista nos ofrece una impresionante pintura del joven idealista que, habiendo entrado en la sinagoga de Nazaret, se levanta a leer las Escrituras y elige un pasaje de Isaías: “El espíritu del Señor es sobre Mí por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado para sanar a los quebrantados de corazón; para pregonar libertad a los cautivos y vista a los ciegos, para poner en libertad a los quebrantados”.
“Los ojos de todos en la sinagoga –agrega san Lucas– estaban fijos en Él. Y comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura en vuestros oídos. Y todos le daban testimonio y estaban maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca”. Según Will Durant, al llegar la noticia de que Juan había sido decapitado, como sus seguidores buscaran un nuevo conductor, Jesús echó sobre sus hombros la carga y el riesgo, retirándose al principio cautamente a tranquilas aldeas, absteniéndose siempre de toda disputa política, y, luego, proclamando, cada vez con más osadía, el evangelio del arrepentimiento, la fe y la salvación.
Algunos de sus oyentes creían que era Juan resucitado de entre los muertos.
Se hace difícil ver a Jesús con objetividad, no sólo porque los testimonios proceden de quienes le adoraban, sino, más aún, porque nuestra propia herencia y nuestros ideales morales están tan estrechamente ligados a él y formados tan a su ejemplo que nos hiere encontrar defecto alguno en su personalidad. Era tan intensa su sensibilidad religiosa que condenaba severamente a quienes no compartían su doctrina; podía perdonar cualquier falta menos el descreimiento. En los Evangelios figuran varios pasajes duros que no armonizan con lo que de ordinario se nos dice sobre Cristo.
Parece haber aceptado sin reparo los conceptos más rigurosos que en la época corrían sobre un infierno eterno en el que los incrédulos y los pecadores impenitentes sufrirían los tormentos de un fuego inextinguible y de insaciables gusanos. Declara, como cosa natural, que al pobre que vaya a los cielos no se le permitirá dejar caer una sola gota de agua en la lengua del rico que se halle en el infierno. Aconsejaba noblemente: “No juzguéis para no ser juzgados”, pero maldecía a los hombres y ciudades que no querían recibir su evangelio y a la higuera sin fruto. Tal vez fue un poco duro con su madre. Tenía el celo puritano de un profeta hebreo más que la tolerante serenidad del sabio griego. Sus convicciones le consumían; su indignación ante la injusticia anublaba a veces su profunda humanidad; sus “defectos” fueron el precio que hubo de pagar por aquella ardiente fe que le permitió conmover al mundo.
Por lo demás era el más amable de los hombres. No tenemos retrato alguno de Él y los evangelistas no nos lo describen; pero debió de poseer cierto encanto corporal, junto con una especie de magnetismo espiritual para atraer a tantas mujeres como hombres.
Por algunas palabras sueltas sabemos que, al igual que otros individuos de aquella época y país, llevaba túnica y un manto encima, sandalias, y probablemente se cubría la cabeza con un paño que le caía sobre los hombros para protegerse del sol. Muchas mujeres percibían en Él una entrañable ternura que las impulsaba a desbordante devoción. El hecho de que sólo san Juan refiera la historia de la mujer sorprendida en adulterio no es una razón valedera contra su veracidad; no ayuda en nada a la teología de san Juan y concuerda perfectamente con el carácter de Cristo. De pareja belleza, y difícilmente atribuible a la capacidad inventiva de los evangelistas, es el relato de la prostituta que, movida por la prontitud con que Cristo aceptaba a los pecadores arrepentidos, se arrodilló ante Él, le ungió los pies con preciosa mirra, los regó con sus lágrimas y los limpió con sus cabellos. Jesús dijo de ella que sus pecados le habían sido perdonados “porque amó mucho”. Las madres le llevaban a sus hijos para que los tocara y él, “tomándolos en los brazos, poniendo las manos sobre ellos, los bendecía”.
A diferencia de los profetas, de los esenios y del Bautista, no era un asceta. Se le presenta proporcionando vino en abundancia para una fiesta de bodas, viviendo entre “publicanos y pecadores”, y recibiendo a la Magdalena en su compañía. No condenaba los goces sencillos de la vida aunque era de una severidad antibiológica respecto al deseo que siente un hombre por una joven. A veces participaba en los banquetes que los ricos daban en sus casas. Sin embargo, de ordinario andaba entre los pobres, incluso entre los casi intocables “amhaarez” que los saduceos y los fariseos por igual despreciaban y evitaban. Dándose cuenta de que los ricos jamás lo aceptarían, basó sus esperanzas en un cambio radical que daría preferencia a los pobres y humildes en el Reino que iba a venir. Asemejábase a César únicamente en que buscaba la alianza de las clases inferiores y en su benignidad; pero, por lo demás, los separaba todo un abismo en punto a propósitos, carácter e intereses. César había querido reformar a los hombres modificando las instituciones y las leyes; Cristo quería rehacer las instituciones y reducir el papel de las leyes cambiando a los hombres.
César era también capaz de indignarse, pero sus emociones estaban siempre bajo el control de su claro intelecto.
Jesús respondía a las preguntas capciosas de los fariseos casi con la habilidad de un abogado y, ello no obstante, con sabiduría; nadie podía turbarlo y confundirlo, ni siquiera ante la muerte. Pero los poderes de su espíritu no eran intelectuales, no dependían del conocimiento; derivaban de su penetrante percepción, de la intensidad de su sentimiento y de la sencillez de sus objetivos. No pretendía ser omnisciente; los acontecimientos podían sorprenderle; solamente su buena fe y su entusiasmo le llevaron a sobreestimar sus capacidades, como en Nazaret y Jerusalén. Que estas facultades eran, sin embargo, excepcionales es cosa que parecen probar sus milagros.
Fueron éstos, probablemente, en muchos casos resultados de la sugestión, del influjo de un espíritu fuerte y seguro de sí mismo sobre almas impresionables. Su mera presencia ejercía un efecto tonificante; a su contacto, el débil se fortalecía y el enfermo se curaba. El hecho de que se hayan dicho cosas semejantes de otros personajes de la leyenda y la historia no significa que los milagros de Cristo hayan sido mitos. Con unas pocas excepciones, no están más allá de lo que puede ser creído y que acaecía en tiempos de Jesús en Epidauro y otros centros de curación psíquica del antiguo mundo; también los apóstoles harían curaciones semejantes. La naturaleza psicológica de los milagros aparece indicada por dos detalles: el propio Cristo atribuía sus curaciones a la “fe” de los que curaba; y no pudo realizar milagros en Nazaret, según parece, porque allí la gente veía en él “al hijo del carpintero” y se resistía a creer en sus poderes extraordinarios, de aquí la observación de Jesús de que “no hay profeta sin honra sino en su tierra y en su casa”. De María Magdalena se nos dice que “habían sido expulsados de ella siete demonios”, es decir, que sufría enfermedades nerviosas que se aplacaban en la presencia de Jesús; por eso le amaba ella, como a quien la había devuelto a la vida normal y cuya proximidad le traía la salud. En el caso de la hija de Jairo, Cristo declaró francamente que la muchacha no estaba muerta sino dormida, tal vez en estado cataléptico; al llamarla para que se despertara, no procedió con su acostumbrada amabilidad sino que le dijo en tono imperioso: “¡Muchacha, levántate!” Con esto no queremos decir que Jesús estimase a sus milagros como fenómenos puramente naturales; sentía que sólo podía realizarlos con la ayuda de un espíritu divino que moraba en Él. No sabemos si estaba equivocado ni tampoco cabe todavía poner límites a los poderes que yacen potencialmente en la mente y la voluntad del hombre. Parece que Cristo experimentaba un agotamiento psíquico después de cada uno de sus milagros.
Se resistía a intentarlos, prohibía a sus partidarios que los pregonasen, censuraba que los hombres pidieran “signos” y se dolía de que hasta sus apóstoles lo siguieran principalmente por las “maravillas” que realizaba.
Estos últimos apenas si pertenecían al tipo que pudiera estimarse el indicado para transformar el mundo. Los Evangelios distinguen de modo realista sus diferentes caracteres y señalan con toda honradez sus defectos. Jesús les prometía que en el Juicio Final se sentarían en doce tronos y juzgarían a las doce tribus de Israel.
Cuando el Bautista fue encerrado en la prisión, uno de sus secuaces, Andrés, se unió a Jesús llevando consigo a su hermano Simón, a quien Cristo dio el nombre de Cephas, “la roca”; los griegos tradujeron este nombre convirtiéndolo en “Petros”.
Pedro es una figura enteramente humana, impulsivo, serio, generoso, envidioso y, a las veces, tímido hasta llegar a una perdonable cobardía. Él y Andrés eran pescadores del lago de Galilea; y el mismo oficio tenían los dos hijos del Zebedeo, Juan y Jacobo; estos cuatro abandonaron su trabajo y sus familias para constituir un círculo íntimo en torno a Cristo.
Mateo era recaudador de impuestos en la ciudad fronteriza de Cafarnaum; era un “publicano”, es decir, un sujeto dedicado a negocios públicos o del Estado, por cuya razón servía a Roma y era odiado por todos los judíos que ansiaban la libertad. Judas de Keriot fue el único de los apóstoles que no procedía de Galilea. Los doce reunieron sus bienes materiales y encomendaron el común patrimonio a Judas. Como seguían a Cristo en su errante predicación, vivían a expensas del país, alimentándose de lo que podían recoger en los campos por donde pasaban y aceptando la hospitalidad de conversos y amigos. A esos doce Jesús agregó otros setenta y dos en carácter de discípulos, los cuales envió por parejas a cada una de las ciudades que se proponía visitar. Ordenábales “que no llevasen bolsa, ni alforja, ni calzado”. A los apóstoles y discípulos se unieron algunas mujeres bondadosas y pías, que los ayudaban a buscar mantenimiento y hacían para ellos las solícitas funciones domésticas.
Por medio de este reducido grupo de gente humilde e iletrada Cristo envió su evangelio al mundo.
Enseñaba con la sencillez que exigían sus oyentes, con interesantes relatos que hacían más vívidas sus lecciones, con incisivos aforismos más que con demostraciones. La fórmula de parábola que empleó era usual en Oriente y algunas de las analogías de que se vale las había tomado, acaso inconscientemente, de los profetas, los salmistas y los rabinos; sin embargo, lo directo de su lenguaje, el colorido de sus imágenes y la cálida sinceridad de su natural convertían sus palabras en inspirada poesía. Algunos de sus dichos son oscuros, otros parecen a primera vista injustos, y otros revelan sarcasmo y amargura; casi todos son modelos de concisión, claridad y fuerza.
Su punto de partida fue el Evangelio de Juan el Bautista, el cual, a su vez, procedía de Daniel y Enoc; “historia non facit saltum”. Decía que el Reino de los Cielos estaba próximo; Dios pondría, en breve, término al reino de la maldad sobre la tierra; el Hijo del Hombre vendría “sobre las nubes del cielo” para juzgar a toda la humanidad, vivos y muertos. Estaba para terminar el tiempo del arrepentimiento; los que se arrepintiesen, vivieran justamente, amaran a Dios y pusieran su fe en el enviado del Señor heredarían el Reino y se verían alzados al poder y a la gloria de un mundo libre, al fin, de todo mal, de sufrimientos y de la muerte.
Como esos conceptos eran familiares a sus oyentes, Cristo no los define claramente, lo que hace que su doctrina aparezca hoy oscura en muchos aspectos. ¿Qué entendía exactamente por Reino? ¿Acaso un paraíso sobrenatural? Parece que no, pues los apóstoles y los primitivos cristianos esperaban un reino terrrenal. Era ésta la tradición judía que Cristo heredó; y Él enseñaba a sus seguidores a rogar al Padre: “Venga a nos el tu Reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en los cielos”.
Únicamente después de haberse debilitado esta esperanza, hizo decir a Jesús el Evangelio de san Juan: “Mi Reino no es de este mundo”. ¿Se refería a una situación espiritual o a una utopía material? A veces hablaba del Reino como un estado del alma que alcanzaba el hombre puro y sin pecado.
“El Reino de Dios está dentro de vosotros”; en otras ocasiones lo pintaba como una dichosa sociedad futura en la que los apóstoles serían los gobernantes, y los que habían dado o sufrido por amor de Cristo recibirían recompensa centuplicada.
¿Cuándo había de llegar el Reino?
En breve. “No beberé más del fruto de la vid hasta el día en que lo beberé de nuevo en el Reino de Dios”.
Más tarde lo aplaza un poco: “Hay algunos de los que están aquí que no gustarán de la muerte hasta que hayan visto al Hijo del Hombre viviendo en su Reino”; y “no pasará esta generación que todas estas cosas no sean hechas”. En momentos de mayor circunspección advierte a sus apóstoles: “Empero de aquel día y de la hora nadie sabe; ni aun los ángeles que están en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre”. El advenimiento será precedido de ciertos signos: “Guerras y rumores de guerras, se levantará nación contra nación, habrá hambres y terremotos. Y muchos entonces serán escandalizados y unos a otros se aborrecerán. Y muchos falsos profetas se levantarán y engañarán a muchos. Y por haberse multiplicado la maldad, la caridad de muchos se enfriará”. A veces Jesús hacía depender la llegada del Reino de la conversión del hombre a Dios y a la justicia; de ordinario afirmaba que sobrevendría por obra de un acto de Dios, como un don subitáneo y milagroso de la gracia divina.
Muchos han visto en el Reino una utopía comunista y considerado a Cristo como un revolucionario social.
Los Evangelios no dejan de proporcionar cierto apoyo a esta tesis.
Cristo desprecia evidentemente a aquellos para quienes el principal objetivo de su vida es amontonar dinero y lujos. Anuncia hambre y aflicción al rico y al saciado, y consuela al pobre con las Bienaventuranzas que el Reino le promete. A aquel joven rico que le preguntó qué debía hacer además de guardar los mandamientos, Cristo le respondió: “Vende lo que tienes, da el dinero a los pobres... y sígueme”. Según parece, los apóstoles interpretaban el Reino como una revolucionaria inversión de las relaciones existentes entre los ricos y los pobres, los veremos a ellos y a los primitivos cristianos formando un grupo apiñado en el que “todas las cosas eran comunes”. La acusación por la que se condenó a Jesús fue la de conspirar para hacerse “rey de los judíos”.
Pero también un conservador puede citar el Nuevo Testamento en apoyo de sus puntos de vista. Cristo trabó amistad con Mateo, que seguía siendo agente del poder romano; no criticaba al gobierno civil, que se sepa no intervino en el movimiento judío en favor de la liberación nacional y aconsejaba una sumisa mansedumbre que no tiene mucho sabor de revolución política. Recomendaba a los fariseos “pagar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. En la parábola del hombre que, antes de partir de viaje, “llamó a sus esclavos y les entregó sus bienes”, no se contiene ninguna protesta contra el interés ni contra la esclavitud, sino que considera ambas instituciones como cosa aceptable. Cristo, al parecer, aprueba la conducta del esclavo que granjeó con las diez “minas” que el amo le había encomendado e hizo otras diez; y en cambio condena al esclavo que habiendo recibido una “mina” la escondió en la tierra, por lo que nada le había producido cuando el señor retornó; y Cristo pone en boca del amo la tremenda declaración de que “a cualquiera que tuviere, le será dado y tendrá más; y al que no tuviere, aun lo que tiene le será quitado”; excelente resumen de las operaciones mercantiles, si no de la historia del mundo. En otra parábola unos obreros “murmuraban contra el patrón” porque pagaba lo mismo al que había trabajado una hora que al que había trabajado todo el día; Cristo hace responsable al patrón: “¿No me es lícito a Mí hacer lo que quiera con lo mío?” No parece que Jesús se haya propuesto acabar con la pobreza; “siempre tendréis pobres entre vosotros”. Da por supuesto, como todos los antiguos, que el esclavo tiene el deber de servir bien a su maestro; “bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su señor viniere, lo hallare realizando su trabajo”. No se cuida de atacar las instituciones económicas o políticas existentes; por el contrario, condena a las almas fogosas “que tomarían el Reino de los Cielos por la fuerza”.
La revolución que buscaba era una revolución mucho más profunda, y sin ella las reformas sólo podían ser superficiales y transitorias. Si pudiera limpiar el corazón humano de egoísmo, crueldad y concupiscencia, la utopía vendría por sí misma, y todas las instituciones que nacen de la codicia y la violencia del hombre, y la consiguiente necesidad de leyes, desaparecerían. Como ésta sería la más radical de las revoluciones, junto a la cual las otras no serían sino meros golpes de Estado por los que una clase desposee a otra y de explotada se convierte en explotadora. Cristo fue, en este sentido espiritual, el mayor revolucionario de la historia. Su obra no consistió en crear un nuevo Estado sino en delinear una moralidad ideal. Su código ético fue predicado con vistas a la próxima llegada del Reino y a fin de hacer a los hombres dignos de entrar en él. De aquí las Bienaventuranzas, con su exaltación sin precedentes de la humildad, la pobreza, la mansedumbre y la paz; el consejo de ofrecer la otra mejilla y ser como los pequeñuelos; la indiferencia hacia la adquisición económica, la propiedad y el gobierno; el preferir el celibato al matrimonio; el precepto de renunciar a los vínculos familiares. No eran estas normas acomodadas para la vida ordinaria, sino que constituían un régimen semimonástico tendente a preparar a hombres y mujeres para que Dios los escogiera para el Reino que estaba próximo a llegar y en el que no habría ley, ni matrimonio, ni relacciones sexuales, ni propiedad, ni guerra. Jesús elogia a aquellos que “dejan casa, padres o hermanos, o mujer e hijos”, y aun a “los que se hacen a sí mismos eunucos por causa del Reino de los Cielos”; todo esto, evidentemente, no podía dirigirse a una sociedad de carácter continuo sino solamente a una devota minoría religiosa. Era una ética limitada en su propósito aunque universal en su alcance por cuanto aplicaba la concepción de la hermandad y la regla de oro tanto a extranjeros como a vecinos y amigos. Soñaba con una época en que los hombres adorarían a Dios no en templos “sino en espíritu y en verdad”, en los hechos más que en las palabras pasajeras.
¿Eran, por ventura, nuevas estas ideas morales? Nada hay que sea nuevo salvo la disposición y ordenamiento.
El tema central de la predicación de Cristo –el Juicio y el Reino que iban a venir– tenía ya un siglo de antigüedad entre los judíos. Y, desde hacía mucho tiempo, la Ley exhortaba a la fraternidad: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, decía el “Levítico”; y hasta al “extranjero que peregrinare entre vosotros debéis tenerlo como a un natural de vosotros, y ámalo como a ti mismo”. El “Éxodo” había ordenado a los judíos hacer bien a los enemigos. A Jeremías e Isaías se debe el consejo: “Dará la mejilla al que le hiriere”. Los profetas, asimismo, habían puesto por encima de todo ritual la vida recta; e Isaías y Oseas habían comenzado a convertir a Yahvé de un Señor de los Ejércitos en un Dios de Amor.
Durante mucho tiempo Cristo se consideró solamente como un judío, compartiendo las ideas de los profetas, continuando su obra y predicando, como ellos, únicamente a judíos.
Cuando envió a sus discípulos para que difundieran su evangelio, los dirigió exclusivamente a ciudades judías: “Por el camino de los gentiles no vayáis y en ciudad de samaritanos no entréis”; de aquí que, después de su muerte, los apóstoles vacilasen en llevar la Buena Nueva al mundo “pagano”. Cuando encontró en el pozo a la samaritana, le dijo: “La salvación viene de los judíos”. Una vez que una mujer cananea le pidió que curara a su hijo, al principio se negó, diciendo: “No soy enviado sino a las ovejas perdidas de Israel”. Al leproso que había sanado le dijo: “Ve, muéstrate al sacerdote y ofrece el presente que mandó Moisés”. “Todo lo que os dijeren los escribas y fariseos que guardéis, guardadlo y hacedlo; mas no hagáis conforme a sus obras”: Al sugerir modificaciones y mitigaciones de la Ley judaica, Jesús no pensaba estar destruyéndola: “No he venido para abrogar la Ley de Moisés sino para cumplirla”.
Hizo más dura la Ley en materias referentes a lo sexual y al divorcio, pero la suavizó en el sentido de hacer más fácil el perdón, y recordó a los fariseos que el sábado había sido hecho por causa del hombre. Judíos de todas las sectas, menos la de los esenios, se opusieron a sus innovaciones, irritándoles especialmente que se atribuyera la potestad de perdonar los pecados y de hablar en nombre de Dios. Algunos de los fariseos simpatizaban con Jesús y le prevenían de las conjuras que se tramaban para darle muerte. Nicodemo, uno de los protectores de Jesús, era un rico fariseo.
La ruptura final sobrevino como consecuencia de la convicción creciente y del claro anuncio de Jesús de que Él era el Mesías. Al principio sus seguidores lo habían considerado como el continuador de Juan el Bautista; poco a poco llegaron a creer que era el Redentor tanto tiempo esperado que libraría a Israel de la servidumbre romana e implantaría el Reino de Dios sobre la tierra.
“Señor –le preguntaron–, ¿restituirás el reino de Israel en este tiempo?” Cristo eludió la pregunta, diciéndoles: “No toca a vosotros saber los tiempos o las sazones que el Padre puso en su sola potestad”; y una respuesta igualmente vaga dio a los emisarios del Bautista que le preguntaron: “¿Eres tú el que tenía que venir?” No se identificó ni igualó (en los Evangelios sinópticos) con el Padre. “¿Por qué me llamas bueno?”, pregunta; “ninguno es bueno sino uno, a saber, Dios”. “No como yo quiero –oró en Getsemaní–, sino como quieras Tú”: Llamaba Padre a Dios, a veces en sentido no exclusivo; sin embargo, en algún caso, hablaba de “mi” Padre, al parecer para significar que era Hijo de Dios en una especial manera o grado. Durante mucho tiempo prohibió a sus discípulos que le llamaran el Mesías; pero en Cesarea de Filipos aprobó que Pedro lo reconociera como “el Cristo, Hijo de Dios vivo”. Cuando, el último lunes antes de su muerte, se acercaba a Jerusalén para hacer al pueblo un último llamamiento, “toda la multitud de sus discípulos” lo saludó con las palabras: “Bendito el rey que viene en nombre del Señor”, y como algunos fariseos le pidieran que reprobara esta salutación, respondió: “Os digo que si éstos callaren, las piedras clamarían”.
El cuarto Evangelio refiere que la multitud lo aclamó como “rey de Israel”. Al parecer, sus partidarios seguían considerándolo como un Mesías político que destruiría el poder romano y emanciparía a Judea. Fueron estas aclamaciones las que condenaron a Cristo a sufrir la muerte de un revolucionario.



Infancia de Jesús

Según Daniel Rops, cuando el Niño Jesús tuvo ocho días, plazo normal de espera, procedióse a su circuncisión, según la vieja costumbre de sus antepasados, que, desde Abraham, tenía Israel como prenda de su alianza con Dios. La circuncisión de Juan, el futuro Bautista, había ocasionado una ceremonia familiar, durante la cual la gloria de Dios había brillado sobre Zacarías, su padre.
Para Jesús, hijo de unos viajeros de paso, todo sucedió sencillamente.
Diósele su nombre, el que había designado el ángel, y se le circuncidó para obedecer a la Ley.
No era ésta sino una de esas obligaciones legales que el nacimiento de un hijo, y, en especial, el de un primogénito, imponía a sus padres. “Todo primogénito varón me será consagrado” (“Éx.”, 13, 2, 13), había ordenado Yahvé, en recuerdo de la gracia que otorgara la noche en que, al herir de muerte a los niños de Egipto, perdonó a los de Israel. Se redimía al muchacho por una ofrenda de cinco “siclos” y, aunque el texto santo no lo exigiera formalmente, la costumbre era presentarlo al Señor.
Por otra parte, los preceptos mosaicos imponían a las mujeres que acababan de dar a luz que fuesen al Templo para purificarse, pues durante cuarenta días, si había parido un hijo, u ochenta, si era una hija, la madre permanecía impura. Además, debía ofrecer un sacrificio: un cordero del año o una pareja de tórtolas o palomas, según sus medios (“Lev.”, 12).
Para cumplir esas dos obligaciones dirigiéronse, pues, María y José a Jerusalén, y ello dio ocasión para otro signo de especial relevancia. Un anciano de la ciudad, hombre justo y temeroso de Dios, advertido por el Espíritu Santo, llegó al Templo en el momento en que la humilde pareja, perdida entre la multitud, llevaba allí a su hijo. Se llamaba Simeón.
Dios le había prometido que no moriría sin haber visto, con sus propios ojos corpóreos, al Mesías que esperaba su alma. El conocimiento profético le señaló al Ungido del Señor en el niñito de María, y cogiéndolo en sus brazos, transportado de fervor, dejó brotar su alegría en un cántico, ese “Nunc dimitis” que la liturgia católica repite a la hora del sueño y de la muerte, como la más noble expresión de una absoluta confianza en Dios.
“Deja ahora, Señor, partir en paz a tu siervo, según tu palabra, pues ya mis ojos vieron tu Salud, la que preparaste a la faz de las naciones, la Luz que disipará las tinieblas de los pueblos, la gloria de los hijos de Israel” (“Lc.”, 2, 29, 32).
Pero apenas acabó de dar gracias al Señor, cuando el espíritu de profecía le inspiró otras frases, y dirigiéndose a María, dijo: “Este Niño viene al mundo para caída y resurrección de muchos en Israel, y será signo de contradicción. Y a ti te traspasará el alma una espada. Y así se revelará lo que se oculta en el fondo de los corazones” (“Lc.”, 2, 34, 35). El cántico de Simeón predecía la gran apelación de Jesús al universalismo y, en sus restantes palabras, fijaba de antemano los aspectos del drama, la negación de Israel, el fatal conflicto, y a María, erguida y llorosa, al pie de la futura Cruz.
Los dos Evangelios de la Infancia de Jesús se completan aquí de modo sorprendente. Tan sólo Lucas nos refiere la escena de la Presentación en el Templo, presagio del Cristo doloroso. Y tan sólo Mateo narra otro episodio en que, por el contrario, brilló la gloria del Altísimo, Rey de los Cielos.
“Unos Magos llegaron de Oriente a Jerusalén y dijeron: _”¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Pues nosotros vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarle_”“. Y en cuanto se enteraron de que, según la Escritura, debía ser Belén el lugar de nacimiento de este predestinado, encamináronse hacia allí. “Y sucedió que la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta que se detuvo encima del lugar donde se encontraba el Niño”. María y José, de vuelta de Jerusalén, no habitaban ya entonces en la gruta, sino en una casa del pueblo. “Los Magos hallaron al Niño con María, su madre, y prosternándose, le adoraron; luego abrieron sus tesoros y le ofrecieron oro, incienso y mirra” (“Mt.”, 2, 1, 12).
Esta fastuosa escena en que tres viajeros de Oriente van a inclinarse ante la cuna de un pobre niño de pecho es, de todo el Evangelio de la Navidad, una de las que más han impresionado las imaginaciones. Su sentido simbólico se evidenció muy a menudo por los místicos: las potestades de la tierra, prosternadas, reconocieron la suprema autoridad del Niño Dios; y las tres ofrendas de los Magos tuvieron valor de signos; oro, como a un rey; incienso, como a un Dios; y mirra, como a un condenado a muerte.
Multitud de artistas la tomaron por tema, y así Sassetta, Gentile da Fabriano, Durero en la rutilante tela de los Uffizi, y otros tantos felicísimos por hacer jugar en sabroso contraste el falso de los ornamentos, los mantos reales y las pedrerías con que visten a los Magos, con la gris y morena modestia del marco del Niño Dios.
Muchos detalles retenidos por el arte no deben nada al Evangelio según san Mateo, sino que proceden no ya de los apócrifos, que en este punto mostráronse particularmente discretos, sino de fuentes desconocidas de origen oriental. La leyenda formada alrededor de los Magos proliferó a lo largo de los siglos hasta el punto de crear en muchos sitios una verdadera tradición folklórica. Los Magos eran descendientes del gran adivino Balaam.
Las monedas de oro que llevaron a Jesús las acuñó Terah, el padre de Abraham, y fueron dadas a la gente del país de Saba por José, hijo de Jacob, cuando fue a su tierra para comprar los perfumes con que embalsamar el cuerpo de su padre. El número de los Magos visitantes se fijó en tres, ya para hacerles encarnar las tres edades de la vida, ya para que representasen uno a la raza semita, otro a todos los demás blancos y el tercero a los negros. Se les llamó Gaspar, Melchor y Baltasar; y esos nombres escritos en una cinta llevada en la muñeca preservan de la epilepsia.
¿Puede añadir la Historia precisión a cosas tan lindas? ¿Quiénes eran esos Magos venidos de Oriente?
Que esos hombres, cuyo oficio era atender a las cosas misteriosas, se hubieran percatado del nacimiento del Mesías, es cosa que fácilmente puede admitirse. Los judíos habían difundido por todo el Oriente y hasta por aquella lejana Persia donde se situaban las aventuras de Tobías y las de Ester, el gran tema de su esperanza. Pudieron conocer la profecía que Balaam viose obligado por Dios a pronunciar en favor del pueblo elegido: “Una estrella sale de Jacob y un cetro surge de Israel” (“Núm.”, 24, 17). Y Tácito, por más orgulloso romano que fuera, tuvo que escribir: “Había una persuasión general, basada en viejas profecías a las que se les daba fe, de que el Oriente iba a encumbrarse y de que antes de poco tiempo se vería salir de Judea a quienes regirían el Universo”.
Herodes, al verse burlado por los Magos, que regresaron a sus tierras por otros caminos, enfurecióse en extremo y mandó matar a todos los niños que había en Belén y en sus contornos, de dos años para abajo.
María, José y Jesús se salvaron milagrosamente, gracias a que un ángel del Señor se apareció a José y le dijo: “Levántate, coge al Niño y a su madre, huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te avise, pues Herodes va a buscar al Niño para hacerlo perecer” (“Mt.”, 2, 13). Desde que Jerusalén fue arrasada por Nabucodonosor, había muchos judíos en tierras del Nilo; su colonia no había cesado de incrementarse cuando Palestina se convirtió en provincia helenística. Eran casi un millón.
El matrimonio partió, por tanto, con el Niño. Un asno llevaba toda la fortuna y toda la esperanza de aquella pobre gente, un asno, un buen animal incansable al que no desanimaban unas etapas de cuarenta quilómetros.
Siguieron, sin duda, la pista de caravanas que se mantiene lo menos lejos posible de la costa, pues el interior del país es espantoso: es un océano de arena donde no se ve el más pequeño vegetal, mientras que las orillas, en desquite, tienen, sí, algo de estepa, pero pedregosa y rizada de achaparrados matorrales.
Los redactores del Evangelio apócrifo de la Infancia, conmovidos por la penosa suerte del pobre trío en ese viaje, contaron dos encantadoras fábulas. En una, vemos a la Virgen María sentada al pie de una palmera de la cual desea comer algunos frutos; pero como resultan inaccesibles, el Niño Jesús ordena inclinarse al árbol y, para recompensarlo por su obediencia, le anuncia que un ángel se llevará al Paraíso una de sus ramas para plantarla allí con el fin de que, de ahora en adelante, las palmas sirvan a los bienaventurados para alabar a Dios. En la otra fábula, José y María son avituallados por dos bandidos que se compadecen de su miseria; uno de esos caritativos bandidos será el buen ladrón al que Jesús, en la Cruz, prometerá el Paraíso.
En cuanto a la misma permanencia en Egipto, nada se sabe de ella. En una cripta del viejo Cairo, en pleno arrabal copto, se venera, todavía hoy, un lugar en donde habría permanecido la Sagrada Familia. A diez quilómetros de El Cairo, en Matarieh, un sicómoro pasa por ser aquel bajo el cual le gustaba sentarse a María; es un árbol viejo, pero a pesar de las verjas que le protegen de la piedad excesiva, es muy dudoso que tenga dos mil años. Naturalmente, los Evangelios apócrifos pretenden saber más, y nos cuentan que en el instante en que Jesús entró en el templo de Heliópolis, se desplomaron los ídolos que allí había, al ver lo cual el gobernador Afrodisio, el centurión de la plaza y sus hombres se convirtieron al cristianismo.
En todo caso, esa permanencia no debió de ser muy larga, pues san Mateo nos dice que, advertido José, por el ángel, de la muerte de Herodes, llevó a Palestina a María y a Jesús, pero al enterarse de que Arquelao había sustituido a su padre, no se atrevió a quedarse en Judea y regresó a Galilea. Prudente precaución, pues Arquelao era casi tan feroz como su predecesor, como lo prueba el haber inaugurado su reinado con la matanza de tres mil judíos.
Herodes murió en marzo o abril del año 750 de Roma, y Arquelao le sucedió inmediatamente. La ejecución de los tres mil rebeldes ocurrió sin duda al comienzo de su reinado. Luego, Jesús, nacido sin duda en 749 o 748 de la era romana, debía de tener entre ocho y dieciocho meses cuando sus padres volvieron al país natal.
San Lucas y san Mateo dicen que la Sagrada Familia volvió a Nazaret, a Galilea, después de residir en Egipto. San Mateo añade que esto sucedió “para que se cumpliese la frase de los profetas: y le llamarán Nazareno” (“Mt.”, 2, 23). Esta misma precisión provocó infinitas discusiones, hasta el punto de hacer dudar de la existencia de esta aldea galilea.
Por supuesto, ningún texto anterior a Cristo, pagano o judío, señala la existencia de Nazaret. Ni siquiera en el “Talmud”, ni en Josefo, se menta su nombre. No obstante, parece igualmente científico admitir que Nazaret existía y que Jesús vivió allí, e incluso aceptar la antiquísima tradición que nos presenta como patria de Cristo a esa blanca y verde aldehuela, que hoy se anida, en el reborde de las escarpadas alturas que cierran por el norte la llanura de Esdrelón.
Cuenta hoy tres o cuatro mil almas y sus calles y casas se parecen a todas las de Oriente, de las que no se distingue sino por la multiplicidad de sus iglesias, de sus conventos y de sus campanarios. Está rodeada por todo un círculo de armoniosas colinas, salpicadas de granjitas de blanco adobe; unos grupos de negros cipreses se yerguen entre olivares, viñedos y trigales. Sus jardines rebosan de lirios y verbenas, y las buganvillas despliegan suntuosamente sobre muchos muros su manto de púrpura episcopal.
En ese marco es como podemos representarnos al Niño Jesús. En lo físico, mucho menos bajo la apariencia, encantadora por otra parte, con que nos lo muestra una antigua estatua del siglo Iv que se ve en Roma en el Museo de las Termas, y en la que aparece demasiado apacible, demasiado atildado en los pliegues de su larga túnica; que como uno de esos nerviosos y vivísimos chicuelos judíos que encontramos a lo largo de los caminos de Palestina, en esa llanura de Esdrelón convertida hoy en uno de los centros del sionismo, que van poco vestidos y calzados, pero que tan grande aire de inteligencia y grave pasión llevan pintado en el rostro.
La educación que debió de recibir Jesús fue la que se daba entonces a todos los jóvenes israelitas. Parece que, en esa época, hubo un verdadero ciclo de estudios que nos describe el “Talmud”. Dependían de la sinagoga y los presidía el “hassan”, especie de bedel y de administrador del venerado lugar donde los fieles se reunían.
Los niños repetían a coro versículos de la Escritura hasta sabérselos de corrido. Y así, en hebreo, una misma palabra acabó por significar repetir o aprender. Esta enseñanza explica ciertamente el profundo conocimiento de los textos del Antiguo Testamento que, al llegar a hombre, mostró Jesús, pues las cosas que aprendimos bien en nuestra infancia se graban en nosotros, y el niño judío recibía su formación inicial de la Torá y sólo de la Torá. ¿Llevó Jesús sus estudios más adelante? ¿Fue a alguna de esas escuelas rabínicas como podían encontrarse no lejos de Nazaret?
Nada lo indica y cabe dudarlo, a juzgar por el asombro que mostraron sus propios compatriotas cuando, al inaugurar su ministerio, se reveló más sabio y más instruido de las cosas divinas que “los maestros de Israel” (“Mc.”, 6, 2).
José y María, judíos piadosos, iban a Jerusalén todos los años para la Pascua. ¿Sería ésta la primera vez que llevaban allí a su Hijo?
Durante todo el camino, cantaron el coro de los peregrinos, esos salmos que los antiguos escribieron para llevar el paso. “Alzo a los montes mis ojos. ¿De dónde vendrá mi auxilio?
Mi ayuda viene de Dios, que cielos y tierra hizo” (“Sal.”, 121).
“Nuestros pasos ya llegan a tus puertas, Jerusalén, hasta ti cuyas murallas carecen de brecha, hacia quien suben las tribus poco a poco...” (“Sal.”, 122). Comieron cordero y panes sin levadura y paladearon el vino con hierbas amargas y la roja salsa de la antigua usanza. Y cuando se extinguió el clamor de los postreros “aleluyas”, volviéronse a marchar.
La noche de la primera etapa, José y María buscaron a su Hijo entre sus parientes y sus conocidos. No le habían visto durante todo el camino, pero creyeron que se habría unido a algún grupo de peregrinos amigos. Inquietos, regresaron entonces a Jerusalén. Necesitaron tres días para volverlo a hallar en el Templo. Los doctores y los maestros de la Ley enseñaban bajo los porches, en medio de círculos de discípulos. Algunos niños se mezclaban a los grupos, e incluso sucedía que les dejasen hacer preguntas. El historiador Josefo refiere que, de niño, participaba él en estas justas del espíritu. Pues allí estaba Jesús, entre los doctores y los sabios de Israel. “Y cuantos le oían, quedaban pasmados de su inteligencia y sus respuestas” (“Lc.”, 2, 47).
Y cuando su madre se extrañó y le reprochó dulcemente: “¿Por qué hiciste eso con nosotros? Tu padre y yo te buscábamos afligidos”, el Niño Dios respondió: “¿Y por qué me buscábais?
¿No sabéis que me tengo que dedicar a las cosas de mi Padre?” Frase dura, inhumana, donde brilló por primera vez la certidumbre que Jesús tenía de su misión y donde se perfiló ya esa gran lección del Evangelio, de que, para quien quiere seguir a Cristo, toda relación humana, por querida que sea, debe romperse.
Pero este único episodio, de tan significativo valor, no bastó para satisfacer la curiosidad de las multitudes; y los apócrifos, especialmente el Evangelio de la Infancia y el llamado de “Tomás”, multiplicaron las anécdotas sobre este ignorado período de la vida de Cristo. Algunas de ellas son célebres y encantadoras.
Jesús jugaba con unos amiguitos a modelar con arcilla unos pajarillos, pero luego dioles vida y los milagrosos animalitos rompieron a volar cuando Él dio una palmada. Otra vez, estaba divirtiéndose con sus amigos a la entrada de una caverna, cuando surgieron en ella dos enormes serpientes, y toda la alegre banda se escapó chillando, menos Jesús, que permaneció tranquilo y ordenó a tan temibles bestias que fueran a posar sus cabezas a los pies de María, su madre. Se le atribuyeron muchísimos milagros, algunos de ellos calcados sobre los Evangelios canónicos. Así, por ejemplo, un grano de trigo que sembró en una época de hambre, bastó por sí solo para alimentar a toda una ciudad; y un joven obrero muerto fue resucitado por Él. Otros milagros tienen un carácter raro, más o menos mágico, como cuando al montarse en un mulo, lo liberó Jesús de un maleficio y el animal se convirtió en un hermoso joven; o cuando un pescado conservado en salmuera rebulló al llamarlo la voz divina; o cuando al empezar a enseñarle el alfabeto el maestro de escuela, le demostró el Niño que lo sabía sin haberlo estudiado nunca.
Y pasaron los años, muchos años, puesto que sólo después de haber alcanzado la treintena fue cuando Jesús abandonó esa vida oculta y comenzó a hablar. De esos años no sabemos nada, sino que “Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres” (“Lc.”, 2, 52). En ese minúsculo rincón del imperio, el más modesto de los judíos era tan desconocido del mundo como una hormiga entre sus iguales. Los acontecimientos que de este período retuvo la Historia se llevaron sin ningún contacto con aquellos otros en los que el Niño–Dios concluyó su formación humana.
Un solo hecho referente a Jesús puede ser adivinado entre las líneas del Evangelio: la muerte de José.
Vivía éste cuando el incidente en el Templo, pero ya no vuelve a aparecer más en toda la vida pública de su Hijo. Una tradición antiquísima afirma que Jesús tenía diecinueve años cuando se produjo el fallecimiento de su padre, y la legendaria “Historia de José el carpintero” hace constar sus circunstancias por el mismo Cristo. La impresión que da María a través del Evangelio es la de una mujer que ya no tiene esposo, y cabe imaginarla en la casa de Nazaret, llevando el riguroso vestido de las viudas y ocupando en la sala común el lugar de honor al que tenían derecho, según el “Talmud”, las madres de familia no sujetas a la potestad marital. El buen padre nutricio desapareció con la sencillez de quien sabe que cumplió su tarea sobre la tierra y que, para todo lo demás, se confía a Dios. Había protegido al Niño del mismo modo que había permitido a la madre asumir su vocación sobrenatural.
Es muy probable que fuese él quien enseñó a Jesús el oficio del que Éste vivió durante sus años oscuros. En la comunidad judía todos debían saber trabajar con sus manos, incluso quienes se consagraban al estudio de la Ley: y así Rabbi Hillel era leñador, y Rabbi “Schammai”, carpintero.
Pero Jesús trabajó verdaderamente para vivir, como un pobre, según la obligación impuesta a Adán. “Quien no enseña a su hijo un oficio, le enseña el robo”, decía un precepto rabínico. El artesano que acostumbramos a llamar carpintero era, en realidad, un obrero que conocía todos los oficios de la madera, que lo mismo encuadraba las vigas que sostendrían las terrazas, que fabricaba yugos, varas de carro o aguijones o camas, cofres, sitiales, artesas y amasaderos. “Tekton” en griego y “nagga” en arameo significan a la vez carpintero y maestro ebanista. “El labrador, el herrero, el albañil y el carpintero –ha observado Papini justamente– son los obreros cuyas artes manuales están más mezcladas en la vida humana, los más inocentes y los más religiosos”.
La vida que llevó Jesús fue la de un pobre. Su alimentación fue la del pueblo galileo: pan con cebada, muy poca carne, huevos, requesón, legumbres y, los días festivos, “pescados asados, que fertilizan el cuerpo del hombre”, como decían los rabinos.
Bien se comprende, al leer las parábolas de la Escritura, que Jesús no se acercó nunca a los ricos y a los poderosos de la tierra; pues habló del lujo con esa tendencia simplificadora que se ve en los humildes. Y cuando evocó la dracma perdida, pudo, sin duda, acordarse de cuando su madre buscaba, lámpara en mano, por la pobre casa una monedita extraviada y se alegraba tanto cuando la encontraba.
Fue en ese medio social de pobre gente, de pescadores del lago, de vendimiadores, de labradores, de artesanos, donde aceptó Jesús esta formación que cada uno de nosotros recibe de los contactos humanos que les es dado tener. Los galileos eran gente honrada, menos formalista que los judíos de Judea, corazones sencillos, un poco rudos. Jesús tomó de ellos su lenguaje, sus costumbres y muchas imágenes de sus palabras. Durante toda su vida fue uno más entre los hombres del pueblo.
En los Evangelios, toda Galilea da una impresión de riqueza y de belleza que contrasta con la severidad de Judea. Las colinas son allí blandas; la tierra, más fértil, no deja ver su rocoso esqueleto. Allí llueve más que en Jerusalén. Allí se vive mejor. Galilea fue así la alegría de Jesús; su infancia, su existencia secreta y laboriosa y, más tarde, los primeros éxitos de su apostolado tuvieron allí su marco. Judea, en cambio, fue la tierra de su dolor.
En su método de organización colonial, daban prueba los romanos de aquel realismo que fundó su poderío.
Los impuestos, que fijaban muy gravosos, eran recaudados por empleados del terruño, los llamados “publicanos”, sobre los cuales recaía la ira popular. Cuando se presentaba la ocasión, fomentaban la división entre los partidos que se combatían con violencia en Jerusalén.
Hablando sin remilgos, el sentimiento más seguro que animaba a los romanos respecto a los judíos era un perfecto desprecio. Un Poncio Pilato debía considerar a sus administrados casi como una especie de animales raros o de niños malcriados, a quienes conviene castigar de vez en cuando si se quiere evitar las perturbaciones, pero a los que sería inútil tomar demasiado en serio. Estuvo eso muy claro en su actitud respecto a la muchedumbre durante el proceso de Cristo.
Se guardaba muy mucho de vivir en Jerusalén, en medio de las perpetuas vociferaciones y del hedor de aquellos fanáticos; Cesarea, ciudad nueva, a orillas del mar, era más atractiva.
Es absolutamente cierto que la mayoría de aquellos funcionarios de Roma ignoraban tranquilamente la auténtica grandeza del pueblo elegido, la fuerza de sus convicciones monoteístas y su obstinación incansable en arrostrar el destino.
Apenas entró en funciones, aprendió Poncio Pilato, a su propia costa, a conocer el orgullo judío. Había hecho penetrar de noche en Jerusalén unas insignias con la efigie del emperador; pero los judíos se estremecieron de horror ante semejante idolatría y corrieron a Cesarea para suplicar al procurador que retirase tan impíos emblemas. Durante cinco días la muchedumbre vociferó ante su palacio.
Él amenazó con matar a todo el mundo; pero entonces los fieles de Dios descubrieron su pecho y declaráronse dispuestos a morir antes que ceder. Fue Pilato quien cedió. Otra vez, como el procurador decidiera dedicar a la construcción de un acueducto parte de los fondos sagrados del Templo, estallaron las manifestaciones, tan violentas, que Pilato ordenó a sus soldados mezclarse disfrazados con la multitud, y luego, a una señal, abalanzarse contra ella a garrotazos; hubo algunos muertos. Otra vez se reprodujo la agitación porque el procurador había hecho colgar en el palacio de Herodes unos escudos que llevaban el nombre de Tiberio; y se hubiese llegado sin duda a lo peor, si el mismo emperador, muy prudentemente, no hubiera ordenado que fueran retirados.
Al común de las gentes se les llamaba “am–ha–arez”, lo que quiere decir “gente del país”, pero, en la práctica, ese término tenía un significado muy peyorativo. ¿Acaso no estaban aquellos zopencos cubiertos de impurezas legales? ¿Habrían sido correctamente “diezmados” los frutos que vendían? ¿Provendrían sus carnes de animales sacrificados según los ritos?
Más valdría tenerlos completamente a un lado. Y en cuanto a los saduceos, sentían respecto a esos gañanes el desdén que las caducas aristocracias muestran siempre, desde el momento en que pierden su contacto con la gleba nutricia. Muchos de aquellos campesinos eran pobres –en el Evangelio se menciona a un granjero que tenía cinco pares de bueyes–; pero todos se sentían humillados.
Esta situación social fue de la máxima importancia. Entre las clases de Israel se estaba incubando un verdadero estado de hostilidad. En el Evangelio de san Juan, dicen con odio a los fariseos. “Esas turbas ignorantes de la Ley están malditas” (7, 49), y Rabbi Aquiba, que en el siglo Ii fue una de las glorias de la secta farisea, refiere que cuando aún no pertenecía a ella, cuando figuraba sólo entre la gente del país, sentía tal cólera frente a los doctores, que si hubiese podido tener a su merced a uno de ellos, lo hubiera mordido como un asno hace triturar los huesos. Por su parte, los doctores profesaban sobre los “am–ha–arez” opiniones no menos categóricas; y así Rabbi Hillel, el dulce Hillel, aseguraba que “un pelafustán no tiene conciencia”; Rabbi Jonatán aconsejaba “rajar por la mitad, como a un pescado, a la gente que ignora la Ley”; y Rabbi Eleazar precisaba que era menester rajarlos de punta a cabo, y ni tan siquiera inmolarlos, porque la palabra “inmolar” todavía tiene sentido religioso. Y todos estaban de absoluto acuerdo en que un día de sábado no estaba prohibido en absoluto dar de cuchilladas a un “amar–ha–arez”. En la “Enciclopedia Judaica”, en el artículo “Am–ha–arez”, se lee esta conclusión de un escritor judío: “Esta separación contribuyó mucho a fortificar la nueva secta de los cristianos, pues en ellos _”la gente del país_” halló acogida y amor, mientras que por parte de los letrados sólo encontraban la más brutal repulsión.
El cristianismo no tuvo para quienes a él vinieron las exigencias de los fariseos respecto a la fidelidad a la Ley, sino que tuvo más en cuenta las condiciones de la población galilea”.
Fariseos, saduceos, “am–ha–arez”; Jesús desenvolvería su labor de propaganda entre estos tres elementos, y dependería, cuando fuera acusado, del sumo sacerdote y del sanedrín.



El Hijo de Dios

Desde el momento en que Jesús –pues éste es su nombre– comienza a predicar la Buena Nueva, Juan, terminada su misión, fugaz como la de una estrella, desaparece en segundo plano.
Jesús se presenta primero como un heredero, como un continuador. No ha venido a derogar la Ley, sino a cumplirla. Es Hijo de Dios, pero según la carne es hijo de Jacob, de Isaac, de Abraham y de Adán. Ocho días después de nacer es circuncidado y luego es educado en el respeto de los Libros Sagrados y en la escrupulosa observancia de los usos tradicionales. Es en todo un hombre de su tiempo y de su país. En las grandes fiestas cumple con los preceptos de Moisés y sube al Templo de Jerusalén. En las aldeas de Galilea toma parte en el culto divino que semanalmente se celebra en la sinagoga y a veces se le presenta ocasión de leer en él los textos de los profetas e interpretarlos. Para una perfecta comprensión de su doctrina es de esencial interés el recordar las especiales circunstancias que enmarcan su predicación. Habla en parábolas porque éste era el método corriente de los maestros judíos de su época y porque sus oyentes estaban acostumbrados a que los pequeños acontecimientos de la vida cotidiana sirvieran de punto de arranque para consideraciones de carácter religioso. Sus principales enseñanzas se refieren al Reino de Dios porque éste había sido el objeto de los vaticinios de los profetas y lo era de las esperanzas del pueblo.
Hasta cierto punto, toda su vida está conformada por su época y por su país.
Pero éste es sólo un aspecto de su personalidad. Cuando Él vino al mundo, los maestros de Israel no eran ya más que exegetas que se limitaban a repetir lo que todos habían oído muchas veces, comentaristas infatigables de los Libros Sagrados, de los que explicaban cada palabra, si es que no cada letra. Atribuían un significado misterioso a todos los pasajes, e incluso a su puntuación, y habían levantado barricadas en torno a las escrituras que a los no iniciados les resultaban insuperables. Otras veces se limitaban a repetir sin variaciones las doctrinas que habían aprendido de sus grandes maestros; sabían lo que Hillel y Sammai habían enseñado, y, según pertenecieran a la escuela del uno o a la del otro, ofrecían ésta o aquella interpretación, que sus discípulos recogían reverentemente para repetirla a su vez cuando les llegara su turno. El Evangelio los compara con muertos que instruyen a los muertos. Jesús, en cambio, vive, y esto basta para que cause una gran impresión en todos los que le escuchan.
Habla con autoridad, y, cundo lo tiene por necesario, no vacila en ponerse contra los ancianos. Heredero de los profetas y de su espíritu, enlaza con las más fieles tradiciones de Israel. No niega ninguna, pero las supera. ¿Qué importa que no siempre se le comprenda en seguida, en el momento en que Él habla? Se le comprenderá luego, cuando la ocasión se presente; del futuro vendrá la luz para comprender el pasado. De la misma forma que Él revela a sus discípulos los ocultos misterios de la Escritura, todos aquellos que en el futuro crean en Él y permanezcan fieles a su espíritu medirán la profundidad de sus doctrinas.
Jesús viene tarde a un mundo ya viejo, y no tiene necesidad de empezar por el principio; los muertos todos hablan de Él. Si no hubiera sido así, sus mismos contemporáneos habrían sido incapaces de comprenderle. Con Él se abre la era de los días postrimeros, sin que nos sea posible saber lo que durará. En un principio se pensó que muy poco. Muchas veces en el curso de estos siglos se creyó haber descubierto en el cielo y en la tierra las señales del fin de las cosas. Hoy preferimos confesar nuestra ignorancia a este respecto, aunque nunca falten los profetas que intentan fijar fechas seguras. Pero lo único importante es nuestra convicción de que el Reino de Dios ha comenzado ya, que comenzó con la Natividad de Cristo, y que cada uno tiene que decidir si quiere o no pertenecer a él.
Para pertenecer al Reino de Dios es preciso creer en Jesús y cumplir sin reservas todos sus mandamientos.
Muy raras veces dice Jesús “mi Reino”; cuando lo hace, es siempre dentro de una perspectiva escatológica. Pero, en cambio, habla frecuentemente como soberano del Reino, en el que dispone a su arbitrio. A san Pedro le promete: “Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos”. A los fariseos los amenaza: “Os será quitado el Reino de Dios y será entregado a un pueblo que rinda sus frutos”. Y durante la Cena dice a sus apóstoles: “Yo dispongo del Reino en favor vuestro, como mi Padre ha dispuesto de él en favor Mío, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino”. “No penséis que he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz, sino espada. Porque he venido a separar al hombre de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de su suegra, y los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de Mí; y el que ama al hijo o a la hija más que a mí, no es digno de Mí. El que halla su vida, la perderá, el que la perdiere por amor de mí, la hallará” (“Mt.”, 10, 34–39).
Jesús les exige a estos discípulos una renuncia total. San Lucas relata tres episodios con emocionante brevedad: “Siguiendo el camino, vino uno que le dijo: _”Te seguiré donde quiera que vayas_”. Jesús le respondió: _”Las raposas tienen cuevas y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza_”. A otro le dijo: _”Sígueme_”, y respondió: _”Señor, déjame ir primero a sepultar a mi padre_”. Él le contestó: _”Deja a los muertos sepultar a sus muertos, y tú vete y anuncia el Reino de Dios_”. Otro le dijo: _”Te seguiré, Señor; pero déjame antes despedirme de los de mi casa_”. Jesús le dijo: _”Nadie que después de haber puesto la mano sobre el arado mire hacia atrás es apto para el Reino de Dios_”“. Las exigencias de Jesús no admiten compromiso; es comprensible que muchos retrocedan asustados, y sobre todo los doctores y los ricos, cuya situación material está lejos de ser un presupuesto favorable para su entrada en el Reino de Dios. Jesús es el primero en darse cuenta de ello: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños.
Sí, Padre, porque tal ha sido tu beneplácito”. Y cuando el joven que le ha preguntado qué debe hacer para poseer la vida eterna, y al que Él le contesta que venda todos sus bienes y le siga, se vuelve de Él triste y malhumorado, Jesús se limita a decir: “¡Cuán difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen hacienda! Es más fácil a un camello pasar por el hondón de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios”.
De hecho, los que le rodean son casi exclusivamente pobres, pescadores del lago de Genesaret y un recaudador de impuestos de Cafarnaum. Los ricos y los doctores de la Ley que en ocasiones se convierten no se unen a los discípulos que acompañan constantemente al Maestro. Se limitan a acogerle con simpatía, a Él y a su doctrina, pero manteniéndose fuera del círculo de sus íntimos. Zaqueo, el publicano de Jericó, da la mitad de sus bienes a los pobres, y, si a alguien defrauda, le devuelve el cuádruplo.
Después de la Crucifixión, José de Arimatea, miembro ilustre del sanedrín, se atreve a presentarse a Pilato y a pedirle el cuerpo de Jesús, que sepulta en un sepulcro nuevo, observando todos los usos tradicionales. Nicodemo, el mismo que había venido a Él de noche al principio por temor de los judíos, no demuestra su fidelidad hasta el día en que trae la mezcla de mirra y áloe para cubrir el cadáver (“Jn.”, 19, 39).
El grupo de discípulos crece y decrece según las circunstancias.
Grandes muchedumbres le siguen a la montaña de las Bienaventuranzas, a la playa del mar de Tiberíades, donde les dice muchas cosas en parábolas; el lugar solitario donde por dos veces, para colmar su hambre, multiplica los panes. Pero con la misma rapidez con que se reúnen, se dispersan, y muchas veces su entusiasmo no dura más que un día. Otros, más fieles, cumplen durante algunos días con las exigencias hechas por el Señor. En algunos momentos, el grupo de éstos debe de ser bastante numeroso, pues un día Jesús puede escoger de entre ellos setenta y dos discípulos y enviarlos a todos los lugares a que Él piensa ir, con el encargo de anunciar la proximidad del Reino de Dios (“Lc.”, 10, 1). La misión de los setenta y dos consiguió indudablemente resultados satisfactorios. Pero parece que el éxito fue sólo pasajero, y que ni siquiera todos los que la integraban se mantuvieron hasta el fin fieles a Jesús.
Sus verdaderos discípulos, y los que Él se aplica especialmente a formar, son aquellos a los que da el nombre de apóstoles. Él mismo los elige, evidentemente poco después de haber comenzado su predicación. Su número –doce– es simbólico y corresponde a las doce tribus de Israel.
Para seguir a Jesús lo dejan todo: los pescadores, sus barcas y sus redes; el publicano, sus impuestos, y todos ellos, sus familias. Cumplen así al pie de la letra la exigencia del Maestro. “El que quiera venir en pos de mí y el Evangelio, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues quien quiera salvar su vida, la perderá, y quien pierda la vida por Mí y el Evangelio, ése la salvará”. “Si alguno viene a Mí y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo”. Jesús les informa claramente de lo que pueden esperar de sus compatriotas, o por lo menos de los fariseos y de los escribas: “Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los sanedrines y en sus sinagogas os azotarán. Seréis llevados a los gobernadores y reyes por amor a Mí, para dar testimonio ante ellos y los gentiles”. Todos lo aceptan sin sufrir vacilación ni lamentarlo.
Jesús guarda para ellos lo mejor de su alma y de su espíritu. Y siempre es a sus apóstoles a quienes inicia en sus designios. A ellos confía el anuncio de su Pasión, que les entristece y turba profundamente, aunque parece extraño que la tercera vez no lo comprendan mejor que la primera.
Ni siquiera cuando llega el momento y se cumple esta predicción son capaces de comprender su misterio. Verdad es que precisamente en este punto la doctrina de Jesús está en extrema oposición con todas las ideas y esperanzas tradicionalmente asociadas a las profecías del Reino mesiánico.
Los apóstoles lo han abandonado todo y han seguido a Jesús porque Él les ha anunciado el Reino y les ha prometido que se sentarán en doce tronos y juzgarán a las doce tribus de Israel, y que ya en este mundo, aunque sufran persecución, recibirán el ciento por uno de lo que dejen por amor de Él.
Cuando les dice claramente que Él les abandonará y que en Jerusalén le espera la muerte, no entienden ni quieren entender el profundo sentido de las palabras de su Maestro.
No puede, pues, sorprendernos que, en el momento de la decisión, los apóstoles se dispersen sin pérdida de tiempo. Uno de ellos, Judas, traiciona a su Maestro por treinta monedas de plata. Otro, Pedro, lo niega por tres veces bajo las irónicas miradas de algunos criados. Otros se ocultan, sin que ni siquiera sepamos dónde, mientras el sumo sacerdote y Pilato interrogan a Jesús y mientras Jesús, clavado en la Cruz, muere y exhala su espíritu. Pero los lazos que los unen unos a otros y que los atan a todos a Jesús son demasiado fuertes y no se rompen ni siquiera con la muerte de aquel en quien han creído. Al amanecer del domingo que sigue al drama del Calvario, Pedro y Juan corren juntos al sepulcro. En la tarde de ese mismo día, los once –número a que se habían quedado reducidos por la muerte de Judas– vuelven a estar juntos, a excepción de Tomás, casualmente ausente. Pasados ocho días, otra vez están juntos los discípulos, y Tomás con ellos. Después de esto, Simón Pedro, Tomás, Natanael, Juan, Santiago y otros dos discípulos pescan juntos en el mar de Tiberíades (“Jn.”, 21, 2). Y en el día de la Ascensión los once están en el monte de los Olivos para recibir las últimas instrucciones de Jesús.
Es éste un hecho de la máxima importancia; por fluctuante e inconstante que parezca a primera vista el número de los oyentes de Jesús, es preciso admitir que existe en él un núcleo fijo, que supera todas las pruebas. Digamos más: dentro de este grupo hay tres predilectos: Pedro y los hijos de Zebedeo. No sabemos la razón de esta predilección, pero el hecho es que ellos tres son los únicos que presencian la resurrección de la hija de Jairo, los únicos testigos de la transfiguración del Señor, los únicos que Jesús toma consigo en su agonía en Getsemaní.
Hay otros detalles que nos revelan también su intimidad con el Maestro; por ejemplo, la milagrosa curación de la suegra de Pedro (“Mc.”, 1, 29) o la audaz petición que en favor de sus hijos hace la madre de Santiago y Juan. Pero aun entre estos tres, la personalidad de san Pedro destaca decididamente de forma especial. Generoso y lleno de entusiasmo, tan rápido en la acción como en el desánimo, el hijo de Jonás parece haber sido distinguido desde el principio por el Maestro, que le adscribe un lugar de preferencia entre aquellos a quienes otorga su confianza. Pedro es siempre el primero en hacerle preguntas, en interrogarle acerca de sus designios, en contestar en nombre de sus compañeros, incluso cuando Jesús no le pregunta a él. No hay, pues, nada de sorprendente en que el día en que Jesús les pregunta a los doce lo que los hombres piensan de Él, sea Pedro quien conteste en nombre de los discípulos. “Ellos contestaron: unos, que Juan Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías u otro de los profetas...” “Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?” Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. San Mateo es el único evangelista que formula con tan perfecta claridad la profesión de fe del apóstol y el único que nos informa de la grandiosa recompensa que le promete Jesús: “Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es la carne ni la sangre quien eso te ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos. Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos” (“Mt.”, 16, 17–19).
La Iglesia –pues desde este momento ya podemos darle este nombre– no es más que la forma temporal del Reino de Dios. En su seno alberga a buenos y malos. Para entrar en la Iglesia es necesario creer en Jesús y recibir el bautismo. El Maestro mismo es quien ha impuesto estas dos condiciones indispensables: “El que creyere y fuere bautizado, se salvará, mas el que no creyere, se condenará” (“Mc.”, 16, 16). La fórmula empleada en el Evangelio de san Mateo es todavía más precisa: “Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado”.
Pero la fe, si es necesaria, no es por sí sola suficiente. El amor debe penetrarla y darle vida hasta que lleguen los días postrimeros del mundo y aparezca en las nubes del cielo la señal del Hijo del Hombre y para siempre se separe a los buenos de los malos. Como el pastor a los cabritos de las ovejas, así el Sumo Juez separará a los elegidos de los condenados, y a los elegidos los colocará a su derecha y a los condenados a su izquierda. “Entonces dirá el Rey a los que están a su derecha: _”Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis que beber; peregriné y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y vinisteis a verme_”. Y le responderán los justos: _”Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos peregrino y te acogimos, desnudo y te vestimos?
¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?_” Y el Rey les dirá: _”En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a Mí me lo hicisteis_”“ (“Mt.”, 25, 34–40).
La Buena Nueva que Jesús anuncia a los hombres es la llegada del Reino de Dios. Antes que Él, Juan el Bautista ha proclamado con incomparable vigor la proximidad del Reino, abierto a los justos, pero temible para los impíos. “Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira que llega? Haced, pues, dignos frutos de penitencia y no andéis diciéndoos: Tenemos por padre a Abraham. Ya el hacha está puesta a la raíz del árbol; todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego”. Pero el Bautista no intenta en ningún momento predicarse a sí mismo ni reclamar para sí el amor de sus oyentes. Antes al contrario, el único título que se da es el de “voz que clama en el desierto”. Voz que clama para anunciar al que ha de venir; sólo eso. A la pregunta de si él es el Mesías o el Profeta, contesta siempre negativamente.
Cedo la palabra a Papini, converso genial, en un momento clave de su vida. Su “Historia de Cristo” es una de las mejores que han sido escritas por los hombres. A veces resulta algo enfático, por culpa de su temperamento, pero él se defendía. “¿Acaso, para hablar de Dios, hay que bajar el listón?” En su libro hay detalles conmovedores, que revelan que su “Historia” no está escrita con tinta sino con sangre, deseoso de recuperar el tiempo perdido. Empieza diciendo que Jesús nació en un establo, en un auténtico establo, no en el portal simpático y agradable que los pintores cristianos dispusieron para el Hijo de David, “avergonzados casi de que su Dios hubiese nacido en la miseria y en la porquería”. No es tampoco el pesebre en escayola que la fantasía confiteril de los imagineros ha ideado en los tiempos modernos; el establo limpio y bonito, de lindos colores, con el pesebre aseadito y repulido, el borriquillo en éxtasis y el buey contrito, los ángeles encima del tejado con el festón que ondea al viento, las figuritas de los reyes con sus mantos y las de los pastores con sus capuchas, de hinojos a uno y otro lado del cobertizo. Todo eso puede ser un sueño para novicios, un lujo para los párrocos, un juguete para niños pequeños, la “hostería profetizada”.
Un establo, un auténtico establo, es una casa de las bestias, es la cárcel de las bestias que trabajan para el hombre. Ése es el verdadero establo en que Jesús fue parido: el primer aposento del único puro entre todos los nacidos de mujer fue el lugar más asqueroso del mundo. El Hijo del Hombre, que había de ser devorado por las bestias que se llaman hombres, tuvo como primera cuna el pesebre en que los animales desmenuzan las flores milagrosas de la primavera. Una noche, sobre esa pocilga pasajera que es la tierra, en la que ni con todos los embellecimientos y perfumes se logra ocultar el estiércol, apareció Jesús, parido por una Virgen sin mancha, armado sólo de su inocencia.
Los primeros en adorarlo fueron los animales, y no los hombres. Buscaba Él entre los hombres a los simples y entre los simples a los niños; más simples aún que los niños, más mansos, lo acogieron los animales domésticos.
El asno y el buey, aunque humildes, aunque siervos de otros seres más débiles y feroces que ellos, habían visto a las muchedumbres postradas de hinojos ante ellos. El pueblo de Jesús, el pueblo santo –al que Jehová había libertado de la servidumbre de Egipto–, el pueblo al que el pastor había dejado solo en el desierto para subir a conversar con el Eterno, había obligado a Aarón a que le fabricase un buey de oro para adorarlo. El asno estaba consagrado, en Grecia, a Ares, a Dionisos y a Apolo Hiperbóreo. La burra de Balaam había salvado con sus palabras al profeta, demostrando ser más sabia que el sabio; Ocos, rey de Persia, colocó un asno en el templo de Fta e hizo que lo adorasen. Pocos años antes que Cristo naciese, Octaviano, que había de ser su señor, se cruzó cuando iba a reunirse con su flota, la víspera de la batalla de Azio, con un burrero que marchaba con su burro. La bestia se llamaba “Nicón el Victorioso”, y el emperador hizo levantar en el templo un asno de bronce como recordatorio de la victoria.
Reyes y pueblos habíanse inclinado hasta entonces con reverencia ante los bueyes y los asnos. Eran los reyes de la tierra, eran los pueblos que sentían predilección por la materia.
Pero Jesús no nacía para reinar sobre la tierra, ni para amar la materia. Con Él se acabarán la adoración a la bestia, la flaqueza de Aarón y la superstición de Augusto. Las bestias de Jerusalén lo matarán, pero las de Belén le dan por ahora calor con su resuello. Cuando llegue Jesús para la última Pascua a la ciudad de la muerte, lo hará cabalgando en un asno. Pero Él es mayor profeta que Balaam, ha venido a salvar a todos los hombres y no sólo a los hebreos, y no se apartará de su camino, aunque todos los mulos de Jerusalén lo acometan con sus rebuznos.
Después de las bestias, los guardianes de las bestias. Aunque no hubiese anunciado el ángel el gran nacimiento, habrían acudido ellos al establo para ver al hijo de la forastera.
Viven los pastores casi siempre solitarios y apartados. Nada saben del mundo lejano y de las fiestas de la tierra. Cualquier hecho que ocurra en su vecindad, por pequeño que sea, los conmueve. Estaban en vela cuidando a sus rebaños durante la noche larga del solsticio cuando vinieron a sacudirlos la luz y las palabras del ángel.
Y apenas distinguieron en la penumbra del establo a una mujer joven y hermosa que contemplaba en silencio a su hijito, y vieron al Niño con los ojos recién abiertos, sus carnes sonrosadas y finas, su boca que aún no sabía lo que era comer, se estremeció su corazón. Un nacimiento, el nacimiento de un hombre, un alma que sólo unos momentos antes se ha encarnado y viene a padecer con las otras almas, es siempre un milagro tan doloroso como para llenar de compasión incluso a las gentes sencillas que no lo comprenden. Pero éstas de ahora estaban advertidas y el nacido no era un ignorado, no era un niño como todos los demás, sino el que su pueblo dolorido esperaba desde hacía mil años.
Los pastores ofrecieron lo poco que tenían, que, cuando se entrega con amor, es, sin embargo, tanto. Llevaron los albos regalos del pastoreo: la leche, el queso, la lana, el cordero.
Aún hoy, en nuestras montañas, donde agonizan los últimos vestigios de la hospitalidad y de la fraternidad, las mujeres, las hermanas y las hijas de los pastores acuden en cuanto una esposa ha dado a luz. Ninguna se presenta con las manos vacías; una lleva dos pares de huevos que aún conservan la tibieza del nido; otra, una jarra de leche fresca recién ordeñada; otra, un queso que apenas ha formado corteza; otra, una gallina para que beba su caldo la parturienta. Un ser nuevo ha surgido al mundo y ha dado principio a su llanto; casi como para consolarla, llevan las vecinas a la madre sus ofrendas.
Los pastores antiguos eran pobres y no despreciaban a los pobres; eran simples como niños y gozaban contemplando a los niños. Procedían de un pueblo engendrado por el Pastor de Ur y salvado por el Pastor de Madián. Pastores habían sido sus primeros reyes, Saúl y David; pastores de rebaños antes de ser pastores de tribus. Pero los pastores de Belén no eran soberbios. Había nacido entre ellos un pobre y ellos lo contemplaban con amor, y con amor le ofrendaban aquellas pobres riquezas.
Sabían que aquel Niño, nacido de pobres y en la pobreza, nacido inocente en la inocencia, nacido de pueblerinos en medio del pueblo, había de ser el redentor de los humildes; aquellos hombres de “buena voluntad” para los que el ángel había invocado la paz.
La permanencia de los tres miembros de la Familia en la gruta debió de ser breve, quizá sólo de unos días. A medida que el censo progresaba, partía la gente y se vaciaban las casas. Una de ellas fue ocupada por José, que se trasladó a ella con esposa e hijo, y ésta sería la “casa” donde se presentaron los Magos unas semanas después.
Quizá se efectuara ya en aquella morada la circuncisión del Niño, practicada según las prescripciones judaicas ocho días después del nacimiento, y en tal ocasión le fue impuesto el nombre de Jesús, notificado por el ángel ya a María, ya a José. El ángel había dicho, en efecto, que el Niño sería llamado “Hijo del Altísimo”, pero de hecho había aparecido en el mundo como descendiente de Israel por la estirpe de David y el ángel no había comunicado instrucción alguna que eximiese a aquel nuevo israelita de las obligaciones comunes a todos los israelitas. Por ello, José y María cumplieron todos sus deberes respecto a Él.
También los cumplieron respecto a sí mismos. La Ley hebrea prescribía que la mujer después del parto fuese considerada impura y permaneciese apartada cuarenta días si hubiese parido un varón y ochenta si hembra, tras lo cual debía presentarse en el Templo para purificarse legalmente y hacer una ofrenda que para los pobres estaba limitada a dos tórtolas o pichones. Además, si el niño era primogénito, pertenecía por Ley al Dios Yahvé, como todos los primogénitos de los animales domésticos y las primicias del campo, y sus padres venían obligados a rescatarlo pagando al Templo, en cambio del primogénito, cinco siclos.
Estas dos usanzas fueron seguidas respecto a Jesús. A los cuarenta días, María se dirigió al Templo para su purificación, ofrendó lo prescrito para los pobres y llevó consigo a Jesús al objeto de presentarlo a Dios, pagando los cinco siclos, fruto tal vez de los ahorros de José conseguidos en su taller de Nazaret.
Aquel reducido grupo de tres personas que entraban en el Templo de Jerusalén no era muy propio para atraer sobre sí las miradas de la gente que estaba allí holgando o escuchando las disertaciones de los maestros fariseos, o bien comerciando en el “atrio de los Gentiles”. Eran tantas las madres que iban todos los días a purificarse después del parto y a presentar sus primogénitos, que aquel grupito de tres personas no merecía en verdad atención particular alguna. Pero precisamente aquel día se hallaba en el atrio un hombre que miraba de modo diferente de los otros y podía ver lo que los demás no veían: el anciano Simeón, del que antes se ha hablado (capítulo Vii), y al que el Espíritu Santo había revelado que no vería la muerte antes de haber visto el Cristo del Señor (“Lc.”, 2, 25–26). De ahí que en cuanto Simeón hubo tenido en brazos al Niño bendijera a Dios y le dijera: “Ahora, Señor, deja partir a tu esclavo en paz, conforme a tu palabra. Porque mis ojos han visto tu salvación que preparaste a la faz de los pueblos.
Luz para la revelación de los gentiles y gloria de tu pueblo a Israel”.
Si allí hubiera estado algún fariseo de los genuinos y típicos, no habría podido reprimir su indignación al oír tales palabras, según las cuales el Mesías debía obrar la salvación de “todos los pueblos” y ser una “revelación de los gentiles”, es decir, de los paganos que no formaban parte del pueblo elegido de Israel. El futuro Mesías, a juicio de tales fariseos, debía aparecer en Israel y sólo para Israel, y las demás gentes, los “gojim”, serían, como máximo, admitidos a guisa de humildes súbditos y discípulos de Israel en los templos triunfales del Mesías. Equiparar a Israel y a los gentiles a efectos de la salvación mesiánica era, pues, una herejía y una revolución.
Por contraste, en aquel mismo tiempo existía en Jerusalén mucha más gente cuya anhelosa espera consistía en conocer las decisiones de los sumos sacerdotes Hillel y Sammai sobre una formidable cuestión que entonces se discutía: la de saber si era lícito o no comer un huevo puesto por la gallina durante el sacro reposo del sábado.
Hasta ahora, Lucas sólo ha situado en torno al recién nacido Mesías gentes humildes en funciones de cortesanos terrestres. Mateo calla sobre éstos, y, por el contrario, conduce ante Jesús personajes no sólo insignes, sino además precisamente no israelitas y pertenecientes a los aborrecidos gojim. Mateo escribe: “He aquí que áunos] Magos de Oriente se presentaron en Jerusalén diciendo: _”¿Dónde está el nacido rey de los judíos? Porque hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarlo_”. Y oyendo áesto], el rey Herodes se turbó, y toda Jerusalén con él, y reuniendo todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo les inquiría dónde debía nacer el Cristo.
Y ellos le dijeron: _”En Belén de Judea, porque así ha sido escrito por el profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, de ningún modo eres la menor entre los príncipes de Judá; porque de ti saldrá un conductor que apacentará a mi pueblo Israel_”“ (“Mt.”, 2, 1–6).
Los inesperados extranjeros eran, pues, “Magos” y venían de “Oriente”.
Ésos son respecto a ellos los únicos datos seguros y, aun así, muy vagos.
El más vago es Oriente, que geográficamente designa todas las regiones más allá del Jordán y en las cuales, internándose hacia Levante, se halla primero el inmenso desierto sirio–arábigo, luego Mesopotamia (Babilonia), y, por fin, Persia. En el Antiguo Testamento, en efecto, estas tres regiones son designadas como “Oriente”, incluso la remotísima Persia. Y es precisamente a Persia, con preferencia a las otras dos regiones más próximas, a donde nos lleva la palabra “Magos”, que es originariamente pérsica y está estrechamente ligada a la persona y doctrina de Zoroastro.
Los Magos fueron originariamente discípulos de Zoroastro, y a ellos había confiado él su doctrina reformadora de las poblaciones de Irán, de la que fueron después custodios y transmisores. Los Magos mantuvieron su poder en el imperio persa y en los regímenes sucesivos hasta el siglo Viii después de Cristo. En el campo cultural, se ocuparían también del curso de los astros, como todas las personas instruidas en aquellos tiempos y regiones. Pero no eran astrólogos ni hechiceros. Antes bien, como discípulos de Zoroastro y fieles transmisores del “Avesta” debían ser naturales enemigos de las doctrinas astrológicas y nigrománticas de los caldeos, las cuales el “Avesta” condena con energía.
“¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Pues nosotros vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarle”, preguntaron los Magos en Jerusalén. En cuanto se enteraron de que, según la Escritura, debía ser Belén el lugar de nacimiento del predestinado, encamináronse allí. “Y sucedió que la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos hasta que se detuvo encima del lugar donde se encontraba el Niño”. “Los Magos hallaron al Niño con María, su madre, y prosternándose, le adoraron; luego, abrieron sus tesoros y le ofrecieron oro, incienso y mirra”. Tales presentes tenían valor de “signos”: oro, como a un rey; incienso, como a un Dios; y mirra, como a un condenado a muerte.
Había en Judea otro hombre a quien esta visita de los Magos interesaba tanto como a José y María, pero de otro modo: era Herodes, el propio amo del país, el viejo déspota que, enfermo por aquellos días y obsesionado por el temor de la muerte, de día en día más amenazadora, no por ello dejaba de continuar defendiendo sus prerrogativas de reyezuelo, con la misma pasión que siempre puso en ello. Cuando los visitantes de Oriente llegaron a Jerusalén y él se enteró de lo que buscaban, sobrecogióle una profunda turbación. Él fue quien, tras haber escuchado opiniones competentes, aconsejó a los Magos que fuesen a Belén, invitándoles a que, una vez hubiesen descubierto al Niño, regresaran para advertírselo, pues también él quería adorarle. Pero los Magos, hecha su visita, regresaron por otro camino sin volver al palacio herodiano, pues así se lo ordenó un sueño.
“Entonces Herodes, al verse burlado por los Magos, enfurecióse en extremo y mandó matar a todos los niños que había en Belén y en todos sus contornos, de dos años para abajo, según el tiempo exacto que había averiguado por los Magos” (“Mt.”, 2, 6). Esta “Degollación de los Inocentes”, según la fórmula consagrada, no parece del todo incompatible con lo que sabemos del carácter de Herodes.
Puede ser que a los antiguos les pareciese menos horrible que a nosotros: Suetonio se hizo eco de un rumor según el cual, poco antes del nacimiento de Augusto, advertido el Senado romano por un presagio de que iba a venir al mundo un niño que reinaría sobre Roma, decretó una matanza totalmente análoga. La cifra de los asesinatos cometidos con los recién nacidos de Belén no parece haber sido muy considerable. La aldea debía de contar entonces unas dos mil almas.
Si se admite que cada año nacen alrededor de treinta niños por un millar de habitantes, y si se tiene en cuenta su reparto entre ambos sexos (pues sólo los varones caían dentro de la regia orden) y la mortalidad normal, puede llegarse a una cifra de unos veinticinco. La Iglesia venera a estas pequeñas víctimas que pagaron con su vida la salvación del Mesías y, en la liturgia que les consagra, los muestra con sus palmas y sus coronas de mártiles recién nacidos.
Pues, milagrosamente, Jesús se salvó. Un ángel del señor se apareció a José y le dijo: “Levántate, coge al Niño y a su madre, huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te avise, pues Herodes va a buscar al Niño para hacerle perecer” (“Mt.”, 2, 13). El matrimonio partió, por tanto, con el Niño. Un asno llevaba toda la fortuna y toda la esperanza de aquella pobre gente; un asno, un buen animal incansable al que no desanimaban unas etapas de cuarenta quilómetros.



Los años oscuros

La vida de la Sagrada Familia, cuyo secreto trataron de evocar tantos pintores, se desarrolló en una de esas modestas casitas que se hallaban en la aldea y que de ordinario tenían una sola habitación, donde reinaría un dulzón olor a aceite de oliva. A menudo el humo saldría solamente por la puerta; y por la noche, una lámpara de arcilla colocada sobre un candelero de hierro o sobre una piedra saliente del muro daría una escasa claridad.
Aquí se plantea una cuestión más delicada: ¿vivió el Niño Jesús entre hermanos y hermanas, o fue hijo único?
El Evangelio habla varias veces de “hermanos” del Señor, e incluso los enumera: Santiago, José Judas, Simón, y aun añade, “y sus hermanas” (“Mc.”, 6, 3). Pero la doctrina de gran número de cristianos se opone a la interpretación que en seguida se viene a la mente, de que José y María, después del milagroso nacimiento de Jesús, habrían tenido otros hijos, concebidos naturalmente. La Iglesia católica enseña la virginidad perpetua de María –”ante partum, in partum, post partum”– fundándose esta última sobre una tradición que existe en la Iglesia desde sus primeros tiempos. A quien considere los textos objetivamente, le parece cierto que, en el Evangelio, no se ve más que un solo niño junto a José y María; en particular, cuando el incidente de la pérdida de Jesús en el Templo, donde se tiene la sensación de que sus padres no tenían otros. Durante toda su vida, los conciudadanos de Jesús le llamaron siempre “el Hijo de María” y Renan interpretó ese calificativo como la prueba de que Jesús era el hijo único de María, viuda.
¿Cómo Jesús, moribundo en la Cruz, iba a confiar a su madre a su discípulo Juan, si ella tenía otros siete hijos?
La expresión “hermanos del Señor” requiere una explicación. El más sencillo estudio de las lenguas semíticas la proporcionó, hace ya mucho tiempo.
“Aha”, en arameo, y “ah”, en hebreo, significan a un tiempo hermano, hermanastro, primo e incluso pariente próximo. El Antiguo Testamento proporciona ejemplos muy numerosos de esa palabra de “hermano” entendido en un sentido amplio. Abraham dice a su sobrino Lot: “Somos hermanos” (“Gén.”, 3, 8), y Labán emplea la misma palabra respecto a Jacob, también sobrino suyo. En el primer libro de las “Crónicas” (33, 21–22) los hijos de Kis son calificados de “hermanos” de los hijos de Eleazar, cuando en realidad son sólo sus primos hermanos. Muy bien pudo, pues, ese término significar en el Evangelio que Jesús tenía primos y primas, y puede ser que se emplease con mucho más gusto, si esos parientes próximos –los hijos de María de Cleofás, por ejemplo– vivieron con Jesús en una misma casa, como suele suceder a menudo en Oriente, donde las familias se congregan fácilmente.
Treinta años de vida oscura por parte de Jesús. Los evangelistas son aquí de una parquedad absoluta: sólo tres líneas genéricas y la narración de una pequeña anécdota ocurrida a los doce años.
El libro “Jesucristo”, de J. L.
Martín Descalzo –de nuevo acudimos a él– se ocupa de este silencio. Silencio intrigante. ¿Qué hacía Jesús?
No creo que la explicación sea la que es común entre los científicos. Robert Aron lo comenta situándolo en la tradición judía: “El pensamiento judío auténtico, el de la Biblia y el del “Talmud”, que se prolonga en tiempo de Jesús, está poco interesado por los hechos cuando éstos no presentan una importancia capital o religiosa. La vida de un hombre aun eminente, aun trascendente, no le interesa sino en los momentos en que manifiesta la voluntad de Dios. Así hace la Biblia con Moisés: da muchos detalles sobre su nacimiento y el hecho inicial de su predestinación. Después, una serie de años oscuros, cortados solamente por un episodio aislado, hasta el momento en que su destino se confunde estrechamente con el del pueblo elegido por Dios; sólo entonces su biografía abunda en acontecimientos precisos”.
Me temo que un análisis profundo no pueda aceptar estos planteamientos.
Ello sería tanto como aceptar que Dios sólo actúa en lo extraordinario; como reconocer que la voluntad de Dios sólo se manifestó en los últimos años de Cristo; que el hecho de que Dios viviera treinta años entre nosotros siendo y pareciendo un hombre corriente, nada aporta para “mostrar la intervención de Dios en el destino de la humanidad”. Los evangelistas no eran tan malos teólogos como para pensar estas cosas. ¿Qué fuentes tenemos para conocer esa infancia de Jesús?
Sólo tres, pero mucho más fecundas de cuanto suele suponerse. La primera es el conocimiento de la vida cotidiana de la época. Si sabemos que nada extraordinario vivió Cristo en su infancia, y, al mismo tiempo, conocemos con toda precisión cómo vivía un niño galileo de la época, podemos estar muy cerca de su verdadera infancia sin acudir a la imaginación. La segunda fuente no es menos importante.
Si conocemos con precisión las ideas, las actitudes, las expresiones del adulto Jesús, podemos, con sólo buscar las raíces, excavar grandes territorios de su infancia. Hoy conocemos bien esa enorme verdad que Vigny logró resumir en una sola frase: “Una gran obra es un pensamiento infantil realizado en la edad madura”. Tenemos aún una tercera fuente, que no hemos de olvidar: lo que sabemos de la naturaleza de este Niño, radicalmente hombre, radicalmente trascendente.
Por eso cada puerta que abramos será para ver al fondo una nueva puerta.
Veremos a este Niño como en una galería de espejos, sin terminar de saber nunca cómo es el verdadero.
De todo esto (Galilea), sólo el paisaje existía en los tiempos de Cristo, un bello paisaje sin nada de excepcional. Dios no eligió para encarnarse el milagro de las playas de Copacabana, ni las montañas de Suiza, ni siquiera la gloria del mar y las nieves del Líbano. Eligió un paisaje modesto como su vida, árido como el corazón humano. Sólo Galilea es un país sonriente, con algo de infantil. Buen país para vivir una niñez serena y pacífica, sin la ácida tensión del paisaje de Judea, que acompañará las horas de su Pasión.
Hasta el siglo Iv no llegará visiblemente la presencia extranjera a Nazaret. Era un pueblo tradicional, casi una fortaleza del judaísmo puro, que se defendía de la invasión del mundo “moderno”.
El mismo clima ayudaba a esta soledad para la maduración de un alma contemplativa y religiosa: Nazaret, una ciudad sin río alguno, sin otra agua para regar los campos que la que cae del cielo. La tierra –como dice un comentario rabínico del “Eclesiastés”– aquí no es fecundada sino por las aguas que vienen de lo alto, a fin de que todos levanten los ojos al cielo y que el hombre pueda constatar que es tributario de él. Bajo este cielo –ni milagroso ni trágico– vivirá el Niño su infancia, en un clima de religiosidad tradicional, sin las influencias paganas que tanto se marcaban ya en el Jerusalén de la época.
La casa palestina es más dormitorio que morada. No hay mobiliario alguno, a excepción de las esteras de esparto sobre las que se duerme. En un rincón está el hornillo de barro. Es panzudo y en su parte baja tiene varias aberturas para meter la leña. La vida se hace en la terraza o, más comúnmente, en el patio delantero. En Galilea hace buen tiempo la mayor parte del año, y se vive, por tanto, al aire libre. Las excavaciones en muchas ciudades de la época nos han mostrado que la mayor parte de estas casas se abren sobre un patinillo en el que coinciden generalmente varias viviendas. El galileo de los tiempos de Jesús puede decir, en justicia, que vive “con derecho a patio”. En el patio se trabaja –allí debió de tener José toda su carpintería–, en el patio se guisa y se prepara el pan, entre el piar de las gallinas y los gritos y carreras de los niños. En este patio hay con frecuencia árboles frutales, casi siempre alguna higuera.
En uno de sus rincones puede haber un horno que sirve para todas las familias que colindan. Y tal vez algún sombrajo para protegerse del sol.
Allí vivió la casi totalidad de su vida la Familia de Jesús. José trabaja en su madera, al lado de su vecino el talabartero o el curtidor.
María hila y guisa junto a sus convecinas. El Niño vive en mezcla continua con la patulea de los críos de las casas próximas. La familia es netamente patriarcal. La casa palestina no es la “casa de la familia”, sino la “casa del padre”, que es, a la vez, padre, amo y señor. Él tiene todos los derechos: decidir, dar órdenes, castigar... Él es el único responsable de los bienes de la familia, el que decide la herencia de los ricos y el matrimonio de las hijas. Es, a la vez, el sacerdote, el maestro, el jefe indiscutido e indiscutible.
La mujer sólo existe en cuanto engendradora. Como mujer simplemente no existe, no cuenta. El culto en la sinagoga no puede celebrarse si no asisten, al menos, diez hombres. Poco importa el número de mujeres que haya.
Ni a ellas ni a los niños se les contará al numerar las multitudes en las páginas evangélicas.
Nacer mujer en Palestina era una desgracia. El rabí Juda ben Ilay escribe: “Tres glorificaciones es preciso hacer a diario: ¡Alabado seas, Señor, porque no me hiciste pagano! ¡Alabado seas, porque no me hiciste mujer! ¡Alabado seas, porque no me hiciste inculto!” En la vida religiosa se mira a la mujer con desprecio. De Hillel procede el dicho: “Muchas mujeres, mucha magia”.
Al rabí Eleazar se atribuye la máxima: “Quien enseña a su hija la Torá (la Ley), le enseña necedades”.
Y aquella otra: “Mejor fuera que pereciera entre las llamas la Torá antes de que le fuera entregada a las mujeres”. Y el rabí José ben Yohanán ordena: “No hables mucho con la mujer, que a la hora de la muerte se pedirá cuentas al varón por cada conversación innecesaria tenida con su mujer”.
Consecuencia de esta mentalidad es que la mujer no existía en la vida pública. Su testimonio no era válido en los juicios, no se les permitía servir en las comidas de varones, no podían saludar por la calle, pasaban de hecho la mayor parte de su vida en casa, y aun aquí –fuera de los ambientes rurales– estaban siempre con una toca que les cubría el rostro. El mismo lenguaje reflejaba este clima segregador: palabras tan fundamentales como “santo”, “justo” o “piadoso” no tenían femenino.
Tampoco los niños eran muy venerados en Israel. Nacer varón era una fortuna, pero sólo comenzaba a disfrutarse con la adolescencia. El pensamiento del tiempo de Jesús valoraba sólo al niño por el adulto que llegaría a ser. El rabí Dosa ben Arquinos llegó a escribir que cuatro cosas alejaban al hombre de la realidad y sacaban del mundo: el sueño de la mañana, el vino del mediodía, el entretenerse en lugares donde se reúne el vulgo y el charlar con los niños.
¿Se respiraba este clima discriminatorio en la casa de José? Todo hace pensar que con muchos atenuantes.
Jesús habla a sus padres con respeto, pero con una cierta distancia. Por otro lado, ya adulto no cumplirá precisamente este mandato de no hablar con los niños. E incorporará a las mujeres en su comunidad, viéndolas como personas completas ante Dios.
Mandará incluso a los adultos que se hagan como niños si quieren alcanzar el Reino de Dios.
Las comidas no eran complicadas.
Se comía dos veces al día: una más suave a mediodía y una comida más fuerte a la puesta del sol. Casi nadie desayunaba. El alimento principal era el pan. Lo había de muchas clases. El de la gente común era el pan de cebada. El de trigo era, en cambio, lujo de ricos. Solía comerse caliente y, con frecuencia, untado en aceite. Y nunca se cortaba, se partía con las manos, como Jesús haría siempre.
El resto de la comida era principalmente vegetariano: calabazas, lentejas, puerros y guisantes eran lo más frecuente en la mayoría de las mesas.
También el pescado era abundante.
El lago de Genezaret era fecundo en peces, y en los pueblecillos de las orillas había fábricas rudimentarias de salazón y escabechado. Pero con mayor frecuencia se comía asado sobre las brasas, con un cierto sabor a humo.
La carne sólo llegaba a las mesas de la gente humilde en los días de fiesta y especialmente en la Pascua.
Los judíos eran especialmente amigos de los dulces. Su tierra sería definida como “la que mana leche y miel”, porque la miel era su plato favorito.
Se decía que “daba brillo a los ojos” y se la consideraba un buen digestivo.
La fruta no faltaba nunca en una casa de Galilea, especialmente los higos y las nueces. No conocían, en cambio, la naranja y el plátano.
Entre las bebidas era abundante la leche –que era lo primero que se ofrecía a un huésped–, los zumos de frutas, la mezcla de leche y miel y, como refrescante, el agua con un poco de vinagre. También era abundante el vino.
Las comidas se hacían sentados en el suelo, en cuclillas o levemente inclinados sobre el codo izquierdo.
Un plato común sería para todos, que tomaban de él y en él mojaban. Todo se comía con los dedos. La misma carne se desgarraba con las manos y se comía a trocitos.
Preparar la comida era una buena parte del trabajo de la mujer. Pero no la única. Estaba también el cuidado de los vestidos de los suyos. Por el país circulaban buhoneros ofreciendo todo tipo de telas, pero era orgullo de la mujer prepararlas ella misma. En el himno bíblico a la mujer hacendosa se elogia aquella “cuyos dedos toman el huso y cuya mano empuña la rueca”. María hace, pues, los vestidos de su esposo y su Hijo. Los cose y remienda ante los ojos del pequeño. Y aún no concluye la jornada de la esposa. A la tarde tendrá que ir a recoger leña. Salían en grupo las mujeres a recoger rastrojos, zarzas, estiércol seco. Volvían después con enormes haces cargados sobre la cabeza, desnudos los pies. Se trabajaba, sí. En la casa de Nazaret no había servidores.
No faltaban, como es lógico, ni el estudio ni los juegos. La educación era obligatoria en Palestina. Todos los pueblos, aun los más pequeños, tenían su escuela, unida generalmente a la sinagoga. La enseñanza era eminentemente religiosa. Los niños estudiaban la Biblia, la historia patria, los mandamientos de la Ley. Pero tampoco se olvidaban las matemáticas y las lenguas. El arameo era la lengua materna de Jesús, pero en la escuela el estudio se centraba en el hebreo, la lengua de la Biblia. No es imposible, incluso, que Jesús supiera algo de griego.
El aprendizaje era puramente memorístico. Los estudiantes estaban siempre en pie mientras recibían su lección, salvo que el maestro los llevase, en los días de calor, a tener la clase en el campo. Pero más que un estudio intelectual, se enseña a Jesús un oficio. El trabajo manual era sagrado para los judíos. “Aquel que gana su vida con su trabajo es más grande que el que se encierra ociosamente en la piedad”, enseñaban los rabinos. Y precisaban aún más: “El artesano en su trabajo no debe levantarse ante el más grande doctor”.
¿Cómo se vivía en la casa de José?
Podemos estar seguros de que el trabajo llenaba la mayor parte de la jornada. El pequeño Jesús acompañaría con frecuencia a su padre ayudándole en lo que pudiera. Es un hecho que Jesús, de mayor, habla como un experto en muchos trabajos. Habla de la siembra y de la labranza como alguien que lo conociera por experiencia directa y personal. Entiende de granos y semillas, conoce los tiempos precisos para hacer la siembra y la recolección. Lo mismo podemos decir del pastoreo.
Pero, si el padre trabajaba, no lo hacía menos la mujer. No era precisamente descansada la vida de una campesina nazaretana. Los molinos para hacer el pan eran rústicos: dos simples piedras, la más pequeña de las cuales giraba sobre la inferior. El sonido de los molinos era tradicional en la mañana de las aldeas de Galilea. Se elaboraba “el pan de cada día” de que hablaría más tarde Jesús.
Había además que acarrear el agua.
Bajaba María con sus cántaros a la fuente, como las demás mujeres. Al regreso, la cuesta se hacía empinada y sudorosa.
El trabajo manual era, así, tarea de todos y no de una clase. Era normal que lo realizaran los sacerdotes y los escribas. Siendo, pues, un trabajador, no inicia Jesús un camino inédito. El famoso Hillel fue leñador; el rabí Yshudi, panadero; Yohanán, zapatero, y en los “Hechos de los Apóstoles” veremos a Pablo como experto en fabricación de tiendas de campaña.
José enseñó su oficio a su Hijo como una simple obligación de padre.
El “Talmud” lo decía: “Del mismo modo que se está obligado a alimentar a sus hijos, se está obligado a enseñarles una profesión manual, porque quien no lo hace es como si hiciera de su hijo un bandido”.
Y junto al trabajo, el juego. El pequeño galileo de quien estamos hablando era radicalmente un niño, y como niño obraría. En sus primeros años sus juegos serían los de siempre.
En esto sí es útil lo que nos cuentan los apócrifos, sólo con que despojemos de milagros los juegos que describen.
Los niños jugaban con el barro, hacían travesuras, saltaban sobre las terrazas, se caían de ellas y, a veces, correteaban entre sus madres cuando éstas iban a coger leña o a buscar agua. Eran felices como los niños de todos los siglos. No jugaban, como se ha pretendido, a fabricar cruces simbólicas; harían, en todo caso, carros, espadas o muñecos. Y hablarían de lo que iban a hacer cuando fueran mayores; tal vez soñaban con el privilegio de coincidir con la llegada del Mesías, que iba a venir de un momento a otro y a cuyas órdenes se apuntarían para salvar a su pueblo.
Un estudio objetivo de la vida pública de Cristo nos muestra que Jesús no es que haga actos o gestos religiosos, es que no sale jamás del mundo de lo religioso; no es que “ore”, es que vive orando. Y con una vivencia de la oración que es típica y totalmente la que vivía el pueblo en que nació y se formó.
La Palestina donde vivió Jesús nos presenta, con asombro por nuestra parte, este clima religioso que nosotros juzgaríamos obsesivo. El judío de los tiempos de Jesús llenaba materialmente su día de bendiciones, no podía respirar sin bendecir. Había una bendición para ser dicha apenas se abrían los ojos, una segunda para el gesto de estirarse, una tercera para el momento de ponerse en pie, una cuarta para el primer paso que se daba, varias para cada uno de los vestidos que se ponía, otra para ponerse las sandalias, una para cubrirse la cabeza, otra más para el momento de lavarse. No faltaba una oración para el momento de hacer las necesidades corporales. El judío bendecía a Dios cuando olía un perfume; tenía una oración para cuando recibía una buena noticia, para cuando encontraba a un amigo a quien hacía tiempo no había visto y una diferente para cuando el amigo se recuperaba de una enfermedad.
Conocemos hoy todas estas plegarias, y son bellísimas.
Según escribe Martín de Azcárate –información muy del gusto de ciertos grupos jóvenes actuales–, Cristo viajó por oriente en sus años oscuros, y llegó a la India, donde habría pasado algunos años de su adolescencia y su juventud.
Desde un punto de vista doctrinal, no habría el menor inconveniente en aceptar tal hipótesis. Ni a Cristo ni a su Doctrina quitaría ni pondría nada el haber tenido maestros en el mundo de las doctrinas orientales, como los tuvo de hecho en la judía.
Pero, científicamente, la idea carece de toda base sólida. La mayor parte de los textos presentados que aludirían a tal viaje, o son falsificaciones modernas o documentos en todo caso tardíos y con menos valor histórico que los mismos apócrifos. Puede afirmarse que no hay un solo texto, un solo indicio serio de tal viaje de Jesús.
Pero es que, además, difícilmente podría encajarse tal viaje en las costumbres y creencias de los judíos. Ni ese tipo de viajes eran frecuentes entre los israelitas de la época, ni, sobre todo, encaja en la mentalidad de un judío de entonces este deseo de buscar la verdad fuera del pueblo de Israel.
Pero el argumento más serio es que en toda la persona, obra y doctrina de Jesús no hay una sola mota de otra cultura que la hebrea. Sus modos de hablar, de pensar, sus alusiones, todo queda enmarcado en el universo judío.
Más serio que el tema de los posibles influjos indios es este otro del papel que pudo jugar el helenismo en Jesús. Argumentos favorables a una cultura griega en Jesús serían el hecho de que Galilea era el país de tránsito entre las ciudades griegas del norte y las de Perea, o el hecho de que muchos mercaderes griegos vendían sus productos en los alrededores del lago Tiberíades. Pero frente a estos argumentos está el semitismo total de las expresiones, de las parábolas, de las ideas que los evangelistas ponen en boca de Jesús. Y el argumento de que, cuando los evangelistas quieren poner una palabra absolutamente propia de Jesús en su boca, es siempre el arameo el que usan. En el Gólgota grita: ““Eloi, lama sabactani””; y resucita a la hija de Jairo hablándole en arameo: ““Talitha koumi””.
Por otro lado, no se debe exagerar el peso del griego en la Palestina de la época. Cuando Flavio Josefo piensa en escribir su “Guerra judía”, proyecta en un primer momento hacerlo en arameo, porque sabe que ésta es la lengua que conocen sus compatriotas.
Cuando Tito invita a rendirse a los defensores de Jerusalén, lo hace en la lengua que ellos saben: el arameo.
Lo mismo hace Pablo cuando se dirige al pueblo de Jerusalén (“Ac.”, 21, 40, y 22, 2).
Un análisis serio de la vida de Jesús muestra que toda su actividad humana, todo su universo cultural, quedó circunscrito –porque así lo quiso Él– al mundo, los conocimientos y el lenguaje del pueblo judío de la época.
De Galilea fue de donde partió, cierto día de invierno del año 27, para ir a ese vado de Betabara donde, con la gran figura del Bautista, le esperaba el anuncio de su destino.
“El sembrador salió a sembrar...” (“Mc.”, 4, 3). ¿Dónde caería la semilla?



La vida pública de Jesús

Mientras en la casucha de Nazaret manejaba Jesús el hacha y la escuadra, allá en el desierto, del lado del Jordán y del mar Muerto, se había levantado una voz. Juan el Bautista, último de los profetas, llamaba a los judíos a penitencia, anunciaba la proximidad del Reino de los Cielos, predecía la venida inminente del Mesías, reprendía a los pecadores que acudían a él y los zambullía en las aguas del río a fin de que aquel lavado exterior fuese casi el principio de la purificación interior.
Papini escribe que en aquella turbia época de Herodes, la vieja Judea, profanada, vejada, sin gloria, medio dispersa ya por el mundo, pero confiada en un triunfo de su Dios, en la llegada de un Libertador que habría de reinar en una nueva Jerusalén más fuerte y hermosa que la de Salomón, daba muy a gusto oídos a la voz del desierto y acudía a las orillas del Jordán.
La figura de Juan parecía, en efecto, hecha ex profeso para apoderarse de las imaginaciones. Hijo de la vejez y del milagro, consagrándolo desde su nacimiento para que fuese “nazir”, es decir, puro, no se había cortado jamás la cabellera, jamás había bebido vino ni sidra, nunca había tocado mujer ni conocido otro amor que el de Dios.
Muy pronto, joven todavía, abandonó la casa de los viejos y se había retirado a las soledades. Llevaba allí viviendo muchos años, sin casa, sin tienda de campaña, sin criados, sin ninguna cosa suya fuera de lo que llevaba puesto. Envuelto en la piel de un camello, ceñidos los costados con un cinturón de cuero, alto, adusto, huesudo, la larga barba que casi le cubría la cara, mostraba, por debajo de las cejas enmarañadas, dos pupilas relampagueantes y punzantes cuando brotaban de la boca escondida las grandes frases de maldición.
A los que se acercaban a él para que los bautizase, les decía: —No basta con bañarse en el Jordán. La ablución es saludable, pero sólo constituye un principio; haced lo contrario de lo que hicisteis hasta ahora, porque si no seréis convertidos en ceniza por Aquel que bautizará con fuego.
Entonces las gentes le preguntaban: —¿Qué debemos hacer?
Y les contestaba: —El que tiene dos vestidos, que dé uno a quien no tiene, y que haga eso mismo quien tiene que comer.
Vinieron desde Jerusalén a preguntarle quién era él.
—¿Eres tú Elías?
—No.
—¿Eres tú el profeta?
—No.
—¿Eres el Cristo?
—No. Yo soy la voz que clama en el desierto. Detrás de mí vendrá Uno al que no soy digno de desatar la cinta del calzado, ni de ofrecerle las sandalias.
Jesús estaba ya en su trigésimo año. La edad justa y la que estaba señalada.
Jesús venía a mezclarse con los pecadores, pero no era pecador. Venía a bañarse en el agua corriente bajo los ojos de Juan, pero no llevaba manchas dentro de Sí. Marchó hacia Juan para que se cumpliese la profecía. Y si se quisiese ver en el bautismo de Jesús una segunda significación, quizá pudiera recordarse que la inmersión en el agua es la supervivencia de un sacrificio humano. Los pueblos antiguos tuvieron durante siglos la costumbre de matar a los enemigos, o a uno cualquiera de sus propios hermanos, como ofrenda a las divinidades irritadas. En Curio de Chipre, en Terracina, en Marsella, dentro de los tiempos ya históricos, se arrojaba todos los años un hombre al mar, y la víctima era considerada como el salvador de sus conciudadanos.
Estaba Jesús a punto de empezar una nueva época de su vida (la vida pública). El sumergirse en las aguas testimoniaba su voluntad de morir, pero al mismo tiempo la certidumbre de resucitar.

El desierto

Apenas sale Jesús del agua se encamina al desierto: de la multitud a la soledad. Hasta entonces había vivido entre las aguas y los campos de Galilea y en las praderas de las orillas del Jordán. Ahora se dirige a los montes pedregosos, donde no brota ninguna fuente, donde no forma espiga ningún grano, donde sólo se crían los reptiles y las zarzas. Hasta entonces había vivido entre los jornaleros de Nazaret; ahora se encamina hacia los montes yermos, en los que no se ven rostros humanos ni se oyen voces humanas. El hombre nuevo interpone entre Él y ellas el desierto. El que dijo: “¡Ay del solitario!”, no midió su propio miedo.
Jesús ha estado con los hombres y volverá a mezclarse con los hombres porque siente amor por ellos. Pero con frecuencia se ocultará para permanecer solo, lejos de los discípulos.
Estos cuarenta días de soledad son para Jesús la última preparación. El pueblo hebreo –representación profética de Cristo– anduvo errante durante cuarenta años en el desierto antes de entrar en el Reino que Dios le había prometido. Moisés tuvo que permanecer por espacio de cuarenta días cerca de Dios para escuchar sus Leyes. Elías se vio en la necesidad de caminar cuarenta días por el desierto para escapar a la venganza de la reina malvada.
También el nuevo Libertador tuvo que esperar cuarenta días a solas con Dios antes de anunciar el Reino prometido. Pero no estará completamente solo. Le acompañan las fieras y los ángeles. Los seres inferiores al hombre y los seres superiores al hombre. Los seres vivientes que son todo materia y los seres vivientes que son todo espíritu.
Y Satanás llegó, al cabo de los cuarenta días, al desierto para tentar a Jesús, su enemigo. Jesús había sentido hambre y Satanás le acechaba, agazapado e invisible. Y el Adversario habló.
—Si Tú eres Hijo de Dios, manda que se conviertan en panes estas piedras.
La réplica es rápida: —No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra de Dios.
No se da por vencido Satanás y le enseña desde la cumbre de un monte los reinos de la tierra.
—Te daré por entero ese poder y la gloria de aquéllos, porque me han sido dados a mí y yo los doy a quien quiero. Si te postras delante de mí, todo será tuyo.
Jesús le responde: —Apártate, Satanás, porque escrito está: Al Señor tuyo adorarás y a Él sólo servirás.
Satanás lo transporta entonces a Jerusalén y lo pone sobre el pináculo del Templo.
—Si eres el Hijo de Dios, tírate de aquí abajo.
Pero Jesús le contesta de inmediato: —Está escrito: No tentarás al Señor tu Dios.
Jesús ha vencido a Satanás en Sí mismo, y ahora sale del desierto para vencerlo en medio de los hombres.
Jesús decidió regresar a Nazaret.
Escogió como suyos, entre los penitentes del Bautista, a tres de sus compatriotas: Andrés, Juan y Simón.
El camino más corto para Nazaret sube por el Jordán hasta llegar a dos leguas del lago de Tiberíades, durante unos noventa quilómetros. Jesús emprendió con sus tres fieles esta vieja ruta del valle, seguida por largas cohortes de peregrinos desde los tiempos más antiguos. Al llegar a la encrucijada en que hubiera debido separarse de ellos, parece que Jesús se desvió de su camino y acompañó a sus amigos hacia el norte del lago, donde se hallaba su pesquería. Fue efectivamente en Bethsaida, patria de Andrés y de Simón Pedro, donde se ganó a otros dos hombres, tal y como lo hizo con los precedentes.
Encontró a Felipe y le dijo: “¡Sígueme!” El Evangelio no refiere nada más de esta escena, pero preciso es que la impresión de Jesús sobre aquel nuevo discípulo fuera muy honda, pues inmediatamente vemos que éste se lanzó a anunciar su descubrimiento a sus amigos y se transformó en propagandista con celo de convertido.
“¡Hemos hallado a Aquel a quien preparó Moisés en la Ley y a quien anunciaron los profetas!” Le interrogaron. “¿Quién es?” “Jesús, hijo de José, el de Nazaret”. Natanael, uno de los oyentes, contestó: “¿Pero de Nazaret puede salir algo bueno?” Entonces volvió a desarrollarse una de aquellas breves escenas en las que Jesús se apoderaba de pronto de un ser, sin duda la más misteriosa y la más evocadora. Ese Natanael era un hombre recto, una inteligencia gustosamente crítica, pero una conciencia sin desvíos. “Natanael –le dijo Jesús, antes de que le llamase Felipe–.
Yo te vi cuando estabas debajo de la higuera”. Bastó con esta frase. La revelación trastornó el corazón de aquel justo. “Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”.
Jesús lo devolvió a una mayor mesura.
“Sí, creíste porque te dije que te vi debajo de la higuera. Pero verás cosas mucho mayores”.
De Betabara a Bethsaida, Jesús acababa, pues, de sumarse a cinco hombres de gran fe, que le siguieron hasta la muerte. Los cinco fueron apóstoles. El que el cuarto Evangelio llamó Natanael fue verosímilmente el que los sinópticos llamaron Bartolomé. Y cuatro de ellos acabaron mártires. Pues así entran en la vida trágica aquellos a quienes encuentra la mirada de Dios.

En las bodas de Caná

Felipe y Natanael acompañaron a su nuevo Maestro. Se dirigía Éste a Caná de Galilea para asistir a un festín de bodas; María, su madre, se hallaba ya allí. El lugar que hoy se visita como si fuera el del milagro es Kefr Kenna. Allí van las jóvenes parejas cristianas de Palestina a que se bendiga su unión.
En tierra judía festejábanse las bodas con ceremonias y regocijos innumerables, que duraban de tres a ocho días, según la fortuna de los esposos.
Los judíos, sobrios de ordinario, amaban en tales ocasiones el fasto y casi el exceso. Los platos fuertes, chorreando grasa, las carnes y la caza, los pescados rellenos, se sucedían largamente. En casi todos había cebolla, base de la cocina de Israel, desde su permanencia en Egipto en tiempos de José. Se bebía mucho. En hebreo, banquete y borrachera se emplean como sinónimos, sin ningún matiz peyorativo. La viña es allí una planta tan amada y tan usual, que Jesús tomó de ella muchos de sus símbolos e incluso declaró: “Yo soy la verdadera vid, y mi Padre, el viñador” (“Jn.”, 15, 1).
Y sucedió que, transcurrido algún tiempo de la fiesta, faltó el vino.
Jesús, que participaba en el festín entre los convidados tendidos en los lechos de la sala, vio venir hacia Él a su madre. “Ya no tienen vino”, dijo María. La invitación era discreta.
Pero Jesús no se plegó a ella. “¿Y qué tenemos que ver tú y yo, mujer?”, fue su respuesta, contestación que sorprende en un hijo amante y que vuelve a ver a su madre tras dos largos meses de ausencia. En nuestras lenguas modernas, sobre todo, parece abrupta y casi brutal, pero no lo era en arameo, donde el término “mujer” era de absoluta cortesía. Jesús pensaba: “Todavía no ha llegado mi hora”. Pero María dijo a los servidores: “Haced cuanto Él os ordene”. A la entrada de la casa había seis ánforas de piedra destinadas a las abluciones rituales, Jesús dijo a los criados: “Llenad de agua esas ánforas”. Y las llenaron hasta rasar los bordes. “Sacad ahora y llevadlo al maestresala”. Y cuando este último gustó la bebida, sin saber de dónde venía este vino, interpeló al esposo, bromeando. “De ordinario se sirve primero el buen vino, y cuando se ha bebido mucho, el menos bueno. Pero tú guardaste el mejor para el final”.
Tal fue, en Galilea, el primero de los milagros de Jesús. San Juan, que cuenta tan pocos milagros (siete en total), cuidó de colocar ése en el umbral de su Evangelio. Para él tuvo tal milagro un alcance mucho mayor, pues siendo imagen del cambio que el Mesías pedía a las almas, acabó de comprometerlos de por vida. Juan bautizaba en Betabara con el agua pura; ese vino milagroso podía ser el agua del Espíritu, es decir, la “Metanoia”, que significa la transformación total de las almas.

Jerusalén

La Ciudad Santa y el resonante episodio que señaló allí el paso de Jesús forman parte de aquellas primeras manifestaciones en las que Jesús dejó transparentar su vocación de Mesías, más que demostrarla. Estableció entre el Salvador y la Sagrada Ciudad de Israel ese vínculo que más tarde, en el Calvario, haría irrefragable.
La Pascua atraía hacia Jerusalén una muchedumbre de la que pueden dar idea las grandes peregrinaciones cristianas a los lugares milagrosos (Lourdes, Fátima), o aún mejor, los inmensos desplazamientos humanos de la India hacia Benarés o del Islam hacia La Meca. Por el norte, por el sur, por el este y el oeste, desde los confines del desierto y desde las ciudades de Egipto, lo mismo desde Babilonia que desde las comunidades del Asia Menor, acudían los fieles para dormir bajo tiendas largas semanas. ¡Jerusalén! En los puertos de Cesarea y, sobre todo, de Joppé, verdaderas empresas de transporte marítimo descargaban barcos atestados de peregrinos como vemos hacer hoy en Jedda, a orillas del mar Rojo, para La Meca. Y cuando tocaban el sagrado suelo de la Tierra Prometida, los viajeros la besaban. De creer a Flavio Josefo, 255.600 corderos fueron inmolados el año 70 en la Pascua que precedió a la destrucción del Templo, y habría que contar una víctima por cada familia de diez peregrinos.
Debió de ser, pues, una gigantesca marea de dos millones y medio de almas la que se agolpó en esos momentos de máximo fervor alrededor de la colina sagrada.
Entonces el Templo era el que, para manifestar su propia gloria y para halagar al pueblo judío, decidió rehacer Herodes sobre el mismo emplazamiento en que Salomón erigió aquella santa maravilla que fue el suyo.
Empleó diez mil obreros, hizo aprender el oficio de albañil a mil sacerdotes, acumuló piedras, maderas, mármoles raros y metales preciosos, etc.
El “Santuario” del nuevo edificio reproducía el del Templo salomónico, pero se habían agrandado mucho las edificaciones exteriores por haber construido sobre las laderas de la colina enormes muros de sostenimiento que permitían doblar la superficie de la cumbre. (Las piedras de esos basamentos herodianos son los que constituyen hoy el célebre Muro de las Lamentaciones). La parte más populosa era el atrio de los Gentiles.
Llegar a él suponía un gran esfuerzo, pues dicho atrio no era sólo lugar de reunión al aire libre, sino que era también banco, mercado, abacería, pajarera, majada y establo. Los cambistas extendían en él monedas sobre mesitas en forma de pupitres para recibir, con pingüe beneficio, la impura moneda griega o romana de los peregrinos y darles unas monedas judías para que cada uno pudiera pagar, “en rescate de su alma”, el obligatorio impuesto de medio “siclo”. Más allá, unos levitas y otros sacristanes tenían tienda de sal, harina, vino, incienso y aceite para las ofrendas sagradas.
Pero lo más molesto era el ganado, que se hallaba mezclado buenamente con la multitud: terneros, moruecos, cabras, cabritos, toros, para inmolarlos en el instante en que sonaran tres veces las trompetas de plata. Ese ganado santo era vendido por los mismos sacerdotes, que vivían de ese comercio e impulsaban al consumo. Naturalmente, las discusiones sobre el precio de los animales ocasionaban voceríos y chillidos.
Se comprende que un alma ferviente no soportara ese espectáculo sin sentirse herida. Jesús se sintió herido.
Se indignó. Anudó como látigo unas cuerdas y apaleó con ellas a los chalanes del atrio, y luego, bajo los porches, atacó igualmente a los cambistas de dracmas y sextercios, cuyas mesas y pupitres volcó, echando a rodar sus monedas. “¡El celo de tu casa me devora!”, había exclamado el salmista (“Sal.”, 69, 10). “¿Con qué derecho obras Tú así?”, le preguntó la muchedumbre. Jesús respondió: “Destruid este santuario y lo levantaré en tres días”. Los judíos entonces se encogieron de hombros. “Hace cuarenta y seis años que se empezó a construir este Templo, ¿y vas Tú ahora a pretender rehacerlo en tres días?” Y sin duda se apartaron considerándolo un maniático. Más tarde, esta frase, que fue retenida como cargo durante el proceso, se aclaró: el Templo que debía reconstruirse en tres días no era el de los populosos atrios y las ricas columnatas, sino aquel otro Templo vivo en el que Dios residía encarnado. Se había dado un paso más en la promesa de las verdades mesiánicas, pero, dice el Evangelio, sólo cuando hubo resucitado fue cuando sus discípulos recordaron las frases que pronunció entonces Jesús, y ello fortificó su fe.

Nicodemo

Había entonces en Jerusalén un insigne fariseo y “maestro” de la Ley, hombre honrado y de rectas intenciones, que era también miembro del sanedrín. Se llamaba Nicodemo, nombre que se repite en los escritos rabínicos. Al conocer los “signos” hechos por Jesús quedó muy impresionado, tanto más cuanto que acaso fuese uno de los pocos fariseos que habían reconocido la misión del precursor Juan y aceptado su bautismo. Lleno de dudas, fue a visitar a Jesús de noche. En la penumbra de una lámpara –debió de pensar– se razona con más recogimiento y, sobre todo, no es uno fácilmente reconocido por los extraños.
El coloquio fue largo; acaso se prolongara toda la noche. Pero el evangelista “espiritual” fue aquí sobrio. Comenzó a hablar Nicodemo.
“Rabbi, sabemos que eres enviado de Dios como Maestro, pues ninguno puede hacer estos signos que Tú haces de no estar Dios con Él”. Jesús le contestó: “En verdad te digo que si alguno no ha nacido de lo alto no puede ver el Reino de Dios”. Nicodemo insistió: “¿Cómo puede nacer un hombre que sea viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el vientre de su madre y renacer?” Jesús le contesta: “En verdad, en verdad te digo, que si alguno no ha nacido de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que ha nacido de carne es carne, y lo que ha nacido del Espíritu es espíritu”.
En hebreo, espíritu es femenino.
Se decía “ruah” y significaba también “soplo” (de viento). “No te maravilles porque te dije que es necesario nacer de lo alto. El soplo áde viento] donde quiere sopla y su rumor escuchas, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es de cualquiera que ha nacido del Espíritu”. Nicodemo insiste más aún: “¿Cómo puede suceder eso?” El evangelista prescinde en absoluto de las palabras del fariseo y reduce las palabras de Jesús a una compilación. “En verdad, en verdad te digo que de lo que sabemos hablamos y de lo que hemos visto testimoniamos; y nuestro testimonio no lo recibís. Si las cosas terrestres os he dicho y no creéis, ¿cómo creeréis las celestiales que os diga? Porque ninguno ha subido al cielo sino el descendido del cielo, el Hijo del Hombre. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así precisa que sea exaltado el Hijo del Hombre para que todo creyente en Él tenga vida eterna. Porque de tal modo amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo, el Unigénito, para que el mundo sea salvado por Él. El creyente en Él no es juzgado ácondenado]; el no creyente ya ha sido juzgado ácondenado], porque no ha creído en el nombre del unigénito de Dios. Ése es, pues, el motivo del juicio: que la luz ha venido al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus acciones eran malvadas. Porque todo el que obra el mal odia la luz y no viene a la luz, pero quien practica la verdad viene a la luz, a fin de que sean manifestadas sus acciones y se vea que han sido hechas por Dios” (“Jn.”, 3, 11–21).
A pesar de la plática, Nicodemo más tarde no fue verdadero discípulo de Jesús, como para demostrar la certeza de las palabras de que el viento sopla donde quiere. Sin embargo, conservó benevolencia por Jesús incluso después de la Crucifixión, y en el sanedrín osará gastar una palabra en favor de Jesús (“Jn.”, 7, 50–51), como gastará materialmente mucho más en adquirir cien libras de aromas para el cuerpo del Crucificado. No fue, ciertamente, muy generoso de espíritu aquel nocturno visitante, pero lo fue su dinero; si no fue Pedro, tampoco fue un Judas.
Partiendo, pues, de Judea llega Jesús a la ciudad de Samaria llamada Sicar, junto al lugar que Jacob dio a José, su hijo. Y estaba allí la fuente de Jacob. Jesús, pues, fatigado del camino, se sentó así junto a la fuente. Era sobre la hora de sexta (“Jn.”, 4, 5–6). Jesús está solo, porque los discípulos han ido a la vecina ciudad a comprar provisiones.
Desde la ciudad de Sicar, una mujer samaritana llégase al pozo para sacar agua. Jesús le dice: “Dame de beber”. La mujer le responde con altanería: “¿Cómo? ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy mujer samaritana?” En realidad Jesús era galileo, pero la mujer le toma con razón por un secuaz de la religión judaica. Jesús le contesta: “Si supieses el don de Dios y quién es el que te dice: _”Dame de beber_”, tú le hubieras rogado y Él te hubiera ofrecido agua viva”.
La mujer, como antes Nicodemo, adivina en aquellas palabras un sentido recóndito que no alcanza: de todos modos se atiene aún al sentido material, aunque principiando a evidenciar cierta deferencia al desconocido.
“Señor –le dice–, no tienes objeto alguno con qué alcanzar el agua, y el pozo es profundo; ¿de dónde te vendrá, pues, el agua viva? ¿Eres Tú acaso mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo, y de él bebió él mismo y sus hijos y sus rebaños?” Jesús responde: “Todo aquel que beba de esta agua tendrá sed de nuevo; pero el que beba del agua que Yo le daré no tendrá sed jamás, sino que el agua que Yo le daré convertiráse en él en fuente de agua que salte hasta la vida eterna. Ve, llama a tu marido y ven acá”. En hebreo y en arameo, por “marido” se decía “hombre”. La mujer se atiene a este equívoco para decir, impávida: “No tengo hombre”. Jesús elude el equívoco. “Justamente has dicho “no tengo hombre”, porque cinco hombres has tenido, y el que tienes ahora no es tu hombre. Lo que has dicho es verdad”.
El “signo” dado por Jesús produce buen efecto. La mujer, viendo descubiertos sus secretos, exclama: “Señor, veo que eres profeta”.
“Nuestros padres en este monte áGarizim] adoraron a Dios, y vosotros decís que Jerusalén es el lugar donde hay que adorar”.
Jesús, que habla como judío, da la razón a los judíos contra los samaritanos, aunque se traslada al presente, en el que las antiguas rivalidades carecen ya de razón de ser. “Créeme, mujer, que viene la hora cuando ni en este monte Garizim ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no sabéis, nosotros adoramos lo que sabemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero viene la hora, y es ahora cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y verdad”. El Profeta ha dado su respuesta: de ahora en adelante el culto de Dios no irá ligado ni a ningún monte, ni a ninguna colina, ni a otro lugar de la tierra, sino a las únicas condiciones de que se verifique “en “espíritu” y “verdad”. Ya seis siglos antes el profeta Jeremías había proclamado que el Templo de Yahvé en Jerusalén no servía de nada si lo frecuentaban adoradores indignos (“Jer.”, 7, 4 y ss.), y que en los tiempos del Mesías ni aun la propia santísima Arca de la Alianza sería venerada por nadie (“Jer.”, 3, 16), “porque todos llevarían la nueva Alianza y la Ley de Dios escrita en sus corazones” (“Jer.”, 31, 33).
La mujer, comprendiendo que se movía en una esfera desconocida, dice: “Sé que el Mesías vendrá; cuando haya venido, nos anunciará todas las cosas”. Jesús le responde: ““Yo soy”, áel] “que te hablo””.
Mientras Jesús intercambia las últimas palabras con la samaritana, se le acercan los discípulos de regreso con las provisiones compradas. Entonces la mujer corre a la ciudad y grita a cuantos encuentra: “¡Venid a ver un hombre que me ha dicho todas las cosas que yo he hecho! ¿Por ventura éste es el Cristo?” Los discípulos, por su parte, no se atreven a preguntar a Jesús las razones de aquel diálogo insólito, aun sintiéndose maravillados, ya que los rabinos judíos huían de hablar en público con mujeres, incluso con la suya propia.
Mientras tanto, la locuacidad de la mujer hizo salir de las casas a muchos samaritanos, que se dirigieron al pozo para ver al profeta judío. Debieron de quedar subyugados desde sus primeras palabras, porque le invitaron a permanecer algún tiempo entre los samaritanos, es decir, gentes que ordinariamente solían apalear con ferocidad y hasta matar a los judíos en tránsito por su tierra y que más tarde negaron hospitalidad a los mismos discípulos de Jesús (“Lc.”, 8, 52–53). Esta vez, al menos estos samaritanos de Sicar fueron corteses, sin duda en razón de que se sintieron amansados por la virtud personal del profeta. Jesús aceptó la invitación y permaneció allí dos días, y muchos más creyeron por la palabra de Él. Y decían a la mujer: “No creemos por tu decir; porque nosotros mismos hemos oído y sabemos que Éste es verdaderamente el Salvador del mundo” (“Jn.”, 4, 40–42).

Cafarnaum

En este período debió de andar Jesús por todos los diversos centros de Galilea, ya que se dice que “enseñaba en las sinagogas de ellos” y era escuchado por todos con mucha deferencia. Sin embargo, sus estancias más largas y frecuentes eran en Cafarnaum. En esta ciudad, Jesús acudía los sábados a la sinagoga, en la que todos y cada uno tenía derecho a entrar, a leer, e incluso a hablar sobre lo que se había leído. Jesús se ponía en pie, se hacía entregar uno de los rollos de las Escrituras y recitaba con voz tranquila dos, tres, cuatro, algunos pocos versos. A continuación se lanzaba a hablar. Nadie recordaba en Cafarnaum haber oído hablar de esa manera a un rabí. Los sábados en que hablaba Jesús llenábase la sinagoga, desbordando la concurrencia hasta la calle. Todo aquel que podía acudir, acudía. Los viejos textos transfigurábanse de improviso.
Parecían una verdad nueva, un descubrimiento hecho por ellos, un discurso escuchado por vez primera.
Los sábados eran día de fiesta para los pobres y desheredados. Acudían a la sinagoga donde encontrar consuelo.
Esos tales reaccionaban oyendo a Jesús de forma muy distinta de como reaccionaban los ricos, los agraciados por la fortuna. Los pobres veían que éstos, cuando Jesús había acabado de hablar, los ancianos, los burgueses, los amos, los señores, los fariseos, los hombres que sabían leer y ganar dinero, movían la cabeza con expresión de mal agüero, se levantaban con una mueca en la boca, guiñándose el ojo unos a otros, entre despectivos y escandalizados, y, apenas ya en la calle, salía por entre los pelos de sus barbazas negras y plateadas un mosconeo de precavida desaprobación.
Pero ninguno de ellos se reía.
Los mercaderes salían detrás de aquéllos muy engallados y pensando en el mañana. Quedaban los últimos los obreros, los pobres, los pastores, los campesinos, los huertanos, los herreros, los pescadores, y luego el hato de pordioseros, los huérfanos sin herencia, los ancianos sin salud, los sin trabajo y sin casa, los sarnosos, los mancos, los arrojados de todas partes. No podían apartar los ojos de Jesús. Nadie amaba a Jesús como ellos. Nadie lo amará jamás como los hambrientos de paz y de verdad de Galilea.
Regresaban cierta mañana dos barcas hacia Cafarnaum mientras Jesús dirigía la palabra, en la orilla, a la gente, que se había detenido a su alrededor. Una vez que los pescadores bajaron a tierra, empezaron a componer las redes. Entonces Jesús, que había entrado en una de las barcas, les rogó que la apartasen un poco de la tierra para que no le oprimiese el gentío. Y en pie, junto al timón, adoctrinaba a los que habían quedado en tierra. Y en cuanto hubo terminado de hablar, dijo a Simón: —Navegad lago adentro y echad las redes.
Simón, hijo de Jonás, patrón de la barca, contestó: —Maestro, nos hemos afanado durante toda la noche y no hemos pescado nada, ni siquiera un pececillo. Sin embargo, echaré las redes para obedecerte.
En cuanto estuvieron algo lejos de la orilla, Simón y su hermano Andrés echaron al agua una red grande. Cuando la levantaron estaba tan llena de peces que casi se rompían las mallas.
Entonces los dos hermanos llamaron a los compañeros de la otra embarcación para que acudiesen en su ayuda, y, echadas otra vez las redes, nuevamente las levantaron repletas. Simón, que era de temperamento impetuoso, se arrojó a las rodillas del huésped diciendo: —Señor, apártate de mí, que soy pescador y no soy digno de tener a un santo en mi barca.
Pero Jesús le contestó sonriendo: —Ven conmigo y cree en mi palabra, y Yo te haré pescador de hombres.
Vueltos a la orilla sacaron a tierra las barcas, y los dos hermanos le siguieron. Pocos días después vio Jesús a los otros dos hermanos, hijos del Zebedeo, Santiago y Juan, y los llamó, cuando estaban ocupados en arreglar las redes estropeadas. También ellos, después de despedirse del padre que estaba en la barca con los muchachos, lo siguieron, dejando las redes a medio componer.
Ya no estaba solo Jesús. Cuatro hombres, dos parejas de hermanos, estaban dispuestos a acompañarle a dondequiera que se trasladase. Cuatro pobres pescadores, cuatro hombres sencillos del lago, hombres que no sabían ni leer ni escribir y que sólo con dificultad sabían hablar, habían dejado las barcas, la familia y la casa, lo habían dejado todo para seguir al Hombre que no prometía dinero, ni tierras y que hablaba únicamente de amor, de pobreza y de perfección.
¿Quién de nosotros –habla Papinisería capaz, hoy, de todos los que vivimos, de imitar a los cuatro pobres de Cafarnaum? Si se presentase un profeta y dijese al mercader: “Deja tu mostrador y tu caja” y al profesor: “Baja de la cátedra y arroja lejos tus libros”; y al ministro: “Abandona tus expedientes y las mentiras, que son redes para los hombres”, y al obrero: “Guarda tus herramientas, que yo te daré otra tarea”; y al campesino: “Deja a medio hacer el surco, porque yo te prometo una mies maravillosa”; y al maquinista: “Detén tu máquina y acompáñame, porque el espíritu vale más que el metal”; y al rico: “Regala todos tus bienes, que conmigo ganarás un tesoro incontable”.
Si un profeta nos hablase a nosotros de esa manera, ¿cuántos le seguirían?
No fue casualidad que Jesús eligiese a sus primeros asociados entre los pescadores. El pescador, que se pasa gran parte de sus días en la soledad pura de las aguas, es “el hombre que sabe esperar”. Es el hombre pacienzudo, que echa su red y confía en Dios. El agua tiene sus caprichos; el lago, sus fantasías; los días no son nunca iguales. No desea enriquecimientos imprevistos, alegre sólo con poder intercambiar el fruto de su pesca por un poco de pan y de vino. Es puro de alma y cuerpo; lava sus manos en el agua y su espíritu en soledad.
Jesús encontró a sus apóstoles entre los aldeanos de Galilea.



Milagros

¿Cómo sintetizar el relato de la Redención, de la vida privada y pública de Jesús? Ya estamos en Jerusalén e importantes hechos han sido pasados por alto y muchas grandes palabras no han sido registradas. Por ejemplo, el milagro de Naím. En algún lugarejo Jesús y sus discípulos coincidieron con una comitiva fúnebre.
El cementerio no estaba lejos. Llevaban a la tumba a un jovencito. La madre, que era viuda y sólo tenía aquel hijo, seguía sus restos. “Y viéndola, el Señor se enterneció por ella y le dijo: “No llores””. Pero fue más allá: “Se acercó al ataúd.
Los portadores entonces se detuvieron. Y Jesús dijo: _”Joven, yo te lo digo: levántate_”. Y el muerto se incorporó y comenzó a hablar y Jesús lo entregó a su madre”.
En otra ocasión, tal vez para huir de la multitud, Jesús entró en una barca con los discípulos y les ordenó pasar a la orilla opuesta. De pronto, un impetuoso turbión se abate sobre el lago. La barca está en peligro y comienza a hacer agua. Los barqueros pretenden maniobrar, pero en vano.
Entretanto, Jesús sigue durmiendo a popa, ajeno a cuanto pasaba a su alrededor. Los discípulos no se explican aquel sueño entre la furia de los elementos. Al fin se acercan al Maestro. “¡Maestro! ¡Estamos perdidos! ¡Sálvanos!” Jesús despierta.
“¿Por qué tenéis miedo, gente de poca fe?” La tormenta cesa de improviso y sigue una gran bonanza. “¿Quién es Éste, que hasta el viento y el mar obedecen?” En otra ocasión, un archisinagogo, llamado Jairo, sabiendo que Jesús llegaba, corre “y cae a sus pies, y le ruega encarecidamente, diciendo: _”¡Mi hijita está agonizando! Ven, pues, impón tus manos sobre ella para que se salve y viva_”“.
Sin más, Jesús se pone en camino junto al angustiado padre, hasta que, de pronto, se detiene, se vuelve y mirando a su alrededor pregunta: “¿Quién me ha tocado?” El Maestro explica que ha sentido “emanar virtud de Sí” al ser especialmente tocado por alguien. Mas he aquí que una pobre mujer llega, temblorosa, a postrarse ante Jesús y refiere a la gente lo que ha sucedido.
La mujer sufría pérdidas de sangre desde hacía “doce años y había sufrido mucho por parte de muchos médicos, y después de haber consumido toda su hacienda no había conseguido alivio alguno, sino más bien había ido a peor”.
En rigor, los remedios contra aquella molestia eran muchos y los rabinos nos han conservado una buena lista de oportunas recetas. Por ejemplo, un remedio muy eficaz era el de hacer sentar a la mujer enferma en la bifurcación de un sendero haciéndole tener en la mano un vaso de vino. Alguien, llegado de improviso a sus espaldas, debía gritarle que cesase el flujo de sangre. Otro remedio era tomar un grano de cebada encontrada en la cuadra de un mulo blanco. Tomándolo un día, el flujo cedería por dos, tomándolo dos días cesaría por tres, y tomándolo tres días se obtendría la curación completa y para siempre. Otras recetas exigían el empleo de drogas raras y costosas.
La mujer, que había oído hablar de Jesús, concibió tanta fe en Él que andaba diciendo: “Si toco aun sólo sus vestidos, seré salvada”. Sostenida por tal fe, la mujer tocó a escondidas la orla del vestido de Jesús y al instante se sintió curada.
Jesús le dijo: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y quédate sana de tu mal”.
El incidente de la mujer estaba solventado y Jesús podía continuar su camino hacia la casa de Jairo, cuando he aquí que precisamente de la morada vienen a anunciar al desgraciado padre: “Tu hija ha muerto; no incomodes más al Maestro”. Jesús se dirige al padre y dice: “No temas. Cree solamente y será salva”. Llegan en breve a casa de la muerta, donde se habían ya reunido los flautistas y las plañideras de ritual. “¿Por qué alborotáis y lloráis? La muchachita no murió, sino duerme”. De fuera llega el confuso rumor del gentío. El Maestro pronuncia dos únicas palabras: ““Telita kumi””, es decir: ““Muchacha, ¡levántate!”” El efecto de estas dos palabras es descrito así por Lucas, el evangelista médico: “Y retornó el espíritu de ella, y se levantó al instante, y Jesús ordenó que se le diese de comer. Y quedaron fuera de sí los padres de ella; pero Él les prescribió no decir a nadie lo acaecido”. Sin embargo, según Mateo, “se propaló la fama de esto en toda la región”.
En otra ocasión, estando Jesús ausente, sus discípulos salieron de noche a pescar en el lago de Genesaret. Remaban con esfuerzo, batidos por el viento. El cansancio acrecía el mal humor de los navegantes.
De pronto, entre la oscuridad matinal y el salpicar de las olas, distinguen a pocos pasos de la embarcación un hombre que camina sobre el agua.
Un remero da un grito y señala la figura. Todos miran. Es indudablemente una figura humana que parece caminar a la par de la barca y pretender pasar de largo. Pero no: en aquel momento gira hacia la nave como para llegar a ella. Entonces todos se turbaron, diciendo: “¡Es un fantasma!”, y gritaron de terror. Y al instante Jesús les habló diciendo: “¡Ánimo!
Soy Yo. No temáis” (“Mt.”, 14, 26–27). Pedro quiso asegurarse: “Señor, si eres Tú, ordena que yo vaya a Ti sobre las aguas”. Jesús repuso: “Ven”. Pedro saltó la borda, caminó sobre el agua y se acercó a Jesús. Cuando Pedro se encontró solo envuelto entre las tempestuosas olas se apagó en él la llama de la fe y sintió miedo. El pavor le hacía hundirse y entonces gritó: “¡Señor, sálvame!” Y al instante Jesús tendió la mano, le sujetó y le dijo: “Pobre de fe, ¿de qué dudaste?” Ambos subieron a la barca y el viento cesó.
Monte Tabor... Jesús eligió de entre los desanimados discípulos a los tres predilectos, es decir, Pedro y los hermanos Juan y Santiago, y los condujo al monte. El camino largo, la ascensión fatigosa, el calor de la estación, contribuyeron a que los viandantes llegasen cansados y probablemente de noche. Los tres discípulos, preparándose como pudieron sendas yacijas, se acostaron para dormir (“Lc.”, 9, 32). En cambio, Jesús, como solía hacerlo de noche, comenzó a orar a poca distancia de ellos. De pronto los rostros de los durmientes se iluminan de vivísima luz, abren los ojos los tres y distinguen a Jesús con un aspecto absolutamente diverso del acostumbrado. Allí estaba Él “transfigurado ante ellos y su rostro era radiante como el sol y sus ropas blancas como la luz”. Cuando los discípulos, que estaban “cargados de sueño” (“Lc.”, 9, 32), hubieron adaptado mejor su vista, reconocieron a Moisés y a Elías junto al transfigurado, los cuales hablaban con Jesús de su “partida, que iba a cumplir en Jerusalén”. Entonces el Pedro de siempre cree oportuno intervenir y dice a Jesús: “Rabí, bien estamos aquí. Y podemos hacer tres tiendas, una para ti, una para Moisés y una para Elías”. Pedro no recibe respuesta, sino que una nube luminosa los envuelve a todos y en la nube resuena una voz: ““¡Éste es mi Hijo amado, en quien me he complacido!
¡Escuchadle!”” Los tres discípulos se prosternan rostro a tierra, pero a poco Jesús se les acerca, les toca y les dice: ““Alzaos y no temáis””.
Miran en torno y ya no ven a nadie, salvo a Jesús en su aspecto habitual.
Al día siguiente, bajando del monte, Jesús les ordena: “No digáis a nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos”.
A todos nos gustaría contar con un “retrato” del Jesús–Hombre. Pero no existe. Salvo que la Sábana Santa de Turín confirme un día, con bases científicamente sólidas, su validez definitiva.
En cuanto a su temperamento y carácter, existen también interpretaciones o deducciones contradictorias.
Siempre parece que se escapa algo, que sería precisamente lo más significativo y determinante de su ser.
Daniel Rops opina que algunos han pretendido salir del atolladero poniendo en tela de juicio su salud mental. Hace ya cien años que el historiador racionalista alemán D. F.
Strauss llegó a escribir de Él que lo consideraba como “muy cercano a la demencia”, pero desde entonces se ha avanzado mucho y el catálogo de signos, síntomas y pruebas irrefutables de locura erigido por nuestros psiquiatras sería demasiado largo para copiarlo aquí. Llamarse Hijo de Dios y futuro Juez del Mundo, ¿no fue acaso dar prueba de una evidente megalomanía? Ponerse sin cesar como modelo, comenzar todos sus discursos con el pronombre “Yo”, ¿no fue confesar un exceso clínico del sentido del “Yo”? ¿No revelaron un temperamento alucinatorio incidentes como la señal de Dios durante el bautismo o como la Transfiguración? Del mismo modo, los perpetuos desplazamientos de Cristo a través de la comarca de Palestina revelarían la manía ambulatoria. Por su parte, los psicoanalistas interpretan desde el punto de vista de la “libido” muchos episodios del Evangelio, sus palabras e incluso sus silencios. ¿Por qué no se alude ya a san José cuando Jesús fue adulto? ¿No será que hubo en Él algún “complejo de Edipo” que, por otra parte, confirmaría su dura actitud con su madre en Caná? Ha llegado a decirse que la “timidez” de Jesús para con las mujeres “no era en absoluto la de un varón” y pueden sospecharse las conclusiones que saca la escuela freudiana del versículo de san Mateo: “Los hay que se hicieron eunucos a sí mismos”.
No son menos fantásticos los médicos que, desde lo alto de su competencia, sentaron el diagnóstico de “hemofilia” a propósito del sudor de sangre que refiere san Lucas en la escena del huerto de los Olivos, o el de “sitiofobia”, por el deseo que tuvo Jesús de ayunar cuarenta días, y hasta el de “tuberculosis pulmonar” “que entraña un estado de debilidad y de inestabilidad general”, a causa del derramamiento “de agua y de sangre” que provocó la lanzada del soldado en el Calvario.

El vestido

El vestido de Jesús no debió de diferir de los que todavía hoy se ven en los campesinos de Palestina. Cubrió la cabeza con un pedazo de tela apretado a la frente, que caía sobre los hombros, el kuffieh actual. Llevó largos, muy verosímilmente, barba y cabellos. Sobre el cuerpo, una túnica de tela de lino que conservaría en todo tiempo; se abrigaría en época de frío con un manto de lana que, según las prescripciones mosaicas, llevaría en los ángulos unas borlas azules, esas mismas borlas que tocó la hemorroisa. Cuando orase, se pondría el manto ritual blanco de bandas violetas y fijaría en su frente y en sus puños las “filacterias”, cajitas que contenían versículos de la Ley. Se usaban corrientemente tres cinturones: uno para sujetar los vestidos, otro, con bolsillos, que servían de bolsa, y un tercero, de unos quince metros de largo, que se arrollaba en torno al cuerpo cuando se partía de viaje. En los pies, sus sandalias fueron lo que aún se ve en Palestina. Unas simples suelas sujetas por correas, esas correas que Juan el Bautista se declaró indigno de desatar.
Cuando viajaba, pedía hospitalidad a uno u otro: la costumbre era tradicional y ha persistido en amplia medida. En una de las habitaciones de la casa o sobre una terraza se instala un colchón relleno de paja, una especie de hamaca de cuerdas o, más sencillamente, una piel, una estera de juncos o una alfrombra. También se duerme gustoso en campo abierto, pues después del calor del día, la noche fresca es deliciosa y resulta grato descansar, con la cabeza protegida por un pliego del manto, en el seno de un silencio que llenan de presencias las miríadas de estrellas, hasta la hora en que, con el alba, estalla el grito agudo de los pastores junto a los ángeles.
Jesús pidió también a la hospitalidad gran parte de su alimento. Los doce y el Maestro hicieron, sin duda, bolsa común que, según san Juan (13, 29), administraba Judas. Algunos amigos ricos, mujeres sobre todo, “le ayudaban –como se ha dicho– con sus bienes”. Esa alimentación, de todos modos, no debía de ser dispendiosa.
Los aldeanos de Galilea se contentaban con pan, lacticinios, legumbres, frutas y, desde luego, pescados. El agua era la bebida más usual de la gente modesta; para las comidas más lujosas se reservaban el vino y una especie de cerveza, la “sicera”, donde entraban frutas y trigo. Es probable que Jesús participase de vez en cuando en algunos banquetes –como el de Caná–, donde los orientales gustan de ostentar su fasto, y en cenas fúnebres en las que sólo se comían lentejas, porque, según decían los rabinos, “así como la lenteja carece de cotiledones, el afligido carece de palabras”. Todo da la impresión, en el Evangelio, de una existencia sencilla, liberada de las necesidades, no por la posesión del dinero, sino por la renuncia y la frugalidad.
Otra cuestión a debatir: ¿qué lenguas habló Jesús? El idioma corriente en su tiempo en Palestina era el arameo, y eso desde hacía cerca de dos siglos. La penetración aramea en toda Siria y Palestina fue tan profunda, y tan abundantes las relaciones que aquellos infatigables viajeros establecieron con Mesopotamia, que su lengua tomó una considerable extensión, hasta llegar al golfo Pérsico.
El Evangelio nos refiere algunas expresiones salidas de su boca en esa lengua: “Abba” (Padre), “Ephpeta” (ábrete). Ciertos juegos de palabras, como el famoso “Tú eres “Kephas””, son típicamente arameos; otros adivinamos que lo son. Así sucede con el precepto “Deja que los muertos sepulten a sus muertos” (“Mt.”, 8, 22), donde Jesús pudo jugar con la semejanza entre “m1tha1” (gente del pueblo) y “meth1” (muertos). Los ritmos, las cadencias, las alteraciones del estilo son, ciertamente, de origen arameo.
Pero ¿no conoció Jesús más que ese solo idioma? Basta con leer el pasaje donde san Lucas nos lo muestra en la sinagoga, “desarrollando el Libro del profeta Isaías y leyendo”, para comprender que poseía ciertamente el hebreo clásico. Todo joven judío que hacía sus estudios en la sinagoga sabía un mínimo de hebreo, puesto que el conocimiento de la lengua santa era la base de toda cultura. Un tercer idioma se hallaba, en fin, muy extendido en el país: el griego. El griego había llegado a ser la lengua del negocio, de la diplomacia y de la vida intelectual. Los funcionarios romanos, en estos países, hablaban griego.
¿Poseyó Jesús esa lengua? En el Evangelio nada lo indica de manera formal y, en todo caso, en nada se hace sentir la influencia helénica sobre su estilo. Puede observarse, sin embargo, que el interrogatorio por Pilato produce la fuerte impresión de haberse desarrollado sin intérprete.
Aparte de esto, nada permite decir asimismo que Jesús fuera, en el sentido actual del término, un “hombre culto”. Sin duda es verdad que algunos de los más sabios doctores de Israel salieron del vulgo, fueron sencillos obreros que se convirtieron en maestros de ese conocimiento supremo que, a los ojos de los judíos, era el de la Ley. Pero sólo llegaban a ello a fuerza de trabajo. Hemos visto que nada indica que Jesús hiciera de niño estudios muy avanzados. A través de los Evangelios se ve que su pensamiento se movió en las esferas familiares a las almas religiosas de su tiempo y de su país; aludía, con naturalidad, a los episodios del Antiguo Testamento, citaba la Escritura, e incluso era lo bastante ducho en la dialéctica de los fariseos como para responderles; pero nunca se colocó en el terreno propio de los escribas y los doctores y, si los confundió, fue apelando al buen sentido y a su “Ley nueva” que, tan a menudo, se identificaba con la simple ley natural. Eso es lo que impresiona en Él; que unió a una curiosidad del alma, algo que no parece debiese nada a la escuela: una compasión universal.

Lázaro

En el pueblo de Betania, el de María y el de Marta, había un enfermo: su hermano. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: “Señor, tu amigo está enfermo”. ¿Estaba Cristo bastante lejos aún, en el “ghor” del Jordán o en las llanuras del este?
¿Empeoró de repente la salud del enfermo, una vez partido el mensajero?
Jesús detúvose aún dos días allí donde estuviera antes de ponerse en camino. Y entretanto, murió Lázaro.
Pero Jesús, que conocía su propio poder, tenía su plan. “Esta enfermedad no es para muerte, sino que será para gloria de Dios”.
Cuando los discípulos oyeron anunciar a su Maestro su proyecto de volver a Judea e incluso de mostrarse en Betania, aquel arrabal de Jerusalén, exclamaron: “No hace tanto tiempo, Señor, que amenazaban apedrearte los judíos, ¿y vas a volver entre ellos?” Jesús los tranquilizó. “Nuestro amigo Lázaro duerme, pero Yo voy a despertarlo”.
Llegó, pues, Jesús, y halló a Lázaro en la tumba desde hacía cuatro días. Como Betania no distaba sino quince estadios de Jerusalén, muchos judíos habían ido a dar el pésame a Marta y María. En cuanto Marta se enteró de que se acercaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María quedaba sentada en casa. “Señor, si hubieras estado presente, no habría muerto mi hermano. Pero, aun ahora, yo sé que Dios te concederá todo lo que le pidas”. “Tu hermano resucitará”, le dijo Jesús. “Ya sé –respondió entonces Marta–, que resucitará en el último día, cuando la Resurrección de los Muertos”. Jesús dijo: “Yo soy la Resurrección y la Vida; quien cree en Mí, vivirá, aunque hubiera muerto; y quienquiera que viva y crea en Mí no morirá para siempre.
¿Lo crees?” Marta contestó: “Sí, Señor, yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que debía venir a este mundo”.
María corrió también hacia Él y cayó de rodillas. “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no hubiera muerto”. Al verla sollozar, Jesús se estremeció en su espíritu. Y dejóse llevar por su emoción. “¿Dónde lo habéis puesto?” “Ven y lo verás, Señor”. Y Jesús lloró. Entonces, estremeciéndose de nuevo en Sí mismo, dirigióse Jesús al sepulcro; era éste una cueva y tenía encima una losa.
“Quitad la piedra”, dijo. Marta, la hermana del muerto, observó: “Señor, que ya hiede, pues lleva ahí cuatro días”. Pero Jesús le dijo: “¿No te tengo dicho que si tuvieras fe verías la gloria de Dios?” Quitaron, pues, la piedra. Jesús levantó entonces los ojos al cielo y oró: “Padre, gracias te doy porque siempre me atendiste.
Yo ya sé que siempre me atiendes. Y si hablo así es a causa de esta multitud que me rodea, a fin de que esta gente crea que fuiste Tú quien me enviaste”. Y tras hablar de este modo, gritó con fuerte voz: “¡Lázaro, sal fuera!” Y el muerto salió, ceñidos con vendas pies y manos y envuelto todavía su rostro en el sudario.
“¡Desatadle! –dijo Jesús–, y dejad que ande” (“Jn.”, 11, 17–44).
Ésta es una de las escenas más célebres del Evangelio: esa resurrección parece haber impresionado más las imaginaciones cristianas que otros milagros semejantes que Jesús realizó.



Se acerca el Fin

Si los judíos persiguieron a Jesús con infatigable saña, fue porque le reconocieron como uno de los suyos y porque, al separarse, midieron mejor lo que de ellos le separaba. No se detesta a fondo sino lo que se conoce bien. Los conflictos familiares forman los “nidos de víboras”, y entre los teólogos de una misma religión es donde de verdad se sabe lo que es odiar.
Consideremos a un oyente judío de Cristo. ¿Qué impresión sentiría al escucharlo? Su estilo oratorio nada tenía que pudiera sorprenderle. Cuando, por ejemplo, en el Sermón de la Montaña, opuso Jesús las Bienaventuranzas de los pobres y desdichados, a las maldiciones que caerían sobre los ricos y los saciados de la vida, el judío instruido debió de reconocer muchos textos de la Biblia donde había antítesis análogas. ¿Acaso no gritó Noé: “¡Maldito sea Canaán!
¡Será el esclavo de los esclavos de sus hermanos! ¡Bendice, oh Eterno, la tienda de Sem y haz que Jafet dilate su heredad!”? (“Gén.”, 9, 25–26). ¿No clamó Jeremías: “¡Maldito sea el hombre que se confíe al hombre, que se apoya en la criatura y cuyo corazón se desvía de Dios!
¡Bendito sea el hombre que se confía al Eterno y para quien Dios es toda su esperanza!”? (“Jer.”, 17, 5).
Las palabras de Jesús estuvieron llenas de citas del Antiguo Testamento. Se refirió a él para encontrar allí argumentos, por ejemplo, para defenderse por haber dicho que era Hijo de Dios o para exculpar a sus discípulos por haber estrujado unas espigas en día de sábado. Pero todavía más que las citas, las que testifican de la larga intimidad de un espíritu con un texto son las alusiones y las reminiscencias; y de éstas las hay por doquier de un extremo al otro del Evangelio.
Pero no fue sólo la forma, pues en muchos puntos también el fondo pudo satisfacer allí. Lo que Israel estimó más siempre, su principio de pueblo elegido, Jesús no lo discutió. Proclamó en muchas ocasiones la vocación de Israel, su misión providencial.
“La salvación viene de los judíos”, dijo a la samaritana, idea que san Pablo comentó luego así: “Pertenecen a los israelitas la filiación, la gloria, las alianzas de la Ley, el culto y las promesas” (“Epístolas a los Romanos”, 9, 4).
¿Cuál es el mandamiento que Jesús proclamó “el primero de todos” sino el que Israel colocó en el frontis de su historia? “Amar a Dios sobre todas las cosas”. Y el Dios que Jesús enseñó fue, por lo menos en una muy gran parte de sus características, el que desde Abraham veneró siempre Israel: el Todopoderoso, el Único, Aquel cuyo trono era el cielo y que hacía de la tierra escabel para sus pies. “¡Sed santos, pues Yo soy santo!”, dijo el Yahvé de la Biblia, y Cristo repitió, como un eco: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre Celestial”.
La moral que enseñó Jesús ¿estaba configurada para desconcertar o chocar a un auditorio judío acostumbrado a la palabra de los profetas? “Doblar la cabeza como un junco, acostarse sobre ceniza y arpillera, ¡eso es lo que llamáis ayuno y lo que creéis agradable a Dios! ¿No sabéis cuál es el ayuno que prefiero? Repartir nuestro pan con el hambriento, alojar a los pobres sin cobijo, vestir a quien está desnudo y no escabullirse ante nuestros hermanos” (“Is.”, 63).
“Desgarrad, pues, vuestros corazones y no vuestros vestidos” (“Jl.”, 2, 2).
La fórmula “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” data de los tiempos de Moisés (“Lev.”, 19, 17–18).
La regla de oro de toda moral humana, tal como la formularon Lucas y Mateo: “Todo lo que queráis que hagan los hombres, hacedlo también vosotros”, era, traducido en forma positiva, el consejo negativo del viejo Tobías: “Ten cuidado de no hacer nunca a otro lo que te molestaría que te hicieran a ti” (“Tob.”, 4, 16).
“Lo que odies, no lo hagas a nadie”, sentenció Rabbi Hillel.
La misma comparación verificada sobre otros puntos de la doctrina evangélica llegaría a la misma conclusión; por ejemplo, la idea del “Reino de Dios”, cuyas primeras fuentes son evidentemente hebraicas. Lo que impresiona no es su antagonismo, sino su parentesco. Ahora bien, la revelación de Israel fue grande, pero incompleta. Cristianos de todos los tiempos afirmaron siempre vigorosamente que esa revelación no llegó a ser total sino por Jesús. En la Edad Media se dijo: “La Ley de Moisés ocultó lo que reveló la enseñanza de san Pablo; las semillas dadas en el Sinaí trocáronse en harina gracias al Apóstol”. Eso es lo que por entonces se llamaba el “molino místico”.
Jesús declaraba: “Os enseñaron hasta aquí..., pero Yo os digo...” ¿Con qué derecho profería estas palabras? ¿Necesitaba, pues, ser profundizada y perfeccionada esa Ley en la que residían todos los secretos de Dios? No, la Ley no era odre viejo en el que podía verterse vino nuevo.
No, la Ley no era tela gastada hasta la trama y que ya no podía apedazarse.
El espíritu judío tenía, pues, razones para oponerse al principio mismo de la Revolución cristiana, razones humanas, demasiado humanas; pues, ¿cuál es el hombre que acepta fácilmente renunciar a lo que siempre pensó, a aquello de lo que vivió? En el sentido más fuerte del término, el mensaje de Jesús hubiera pedido a los judíos una “conversión”.
Jesús opuso, al literalismo dogmático, el espíritu religioso. “¡Ay de aquel por quien venga el escándalo!” Lo que Jesús reprochó a los fariseos fue que, al someterse a minuciosos preceptos, lo que en realidad perseguían eran facilidades: era más fácil llevar las filacterias durante todo el día y no meter la mano en el bolsillo el día del sábado, que mostrar al prójimo una infinita mansedumbre en todas las circunstancias. ¿Violaba el día del Señor una mujer que hacía saltar en sus rodillas a su hija? Los fariseos podían discutir gravemente de tales naderías. Lo que Jesús les dijo fue que la verdadera religión era otra cosa. “Vosotros pagáis el dinero de la menta, del hinojo y del comino, pero descuidáis los puntos más graves de la Ley, la justicia, la misericordia, la buena fe. Limpiáis el exterior de la copa y el plato, mientras que vuestro interior está lleno de rapiña e intemperancia” (“Mt.”, 23, 23–26).
Había algo esencial en el pensamiento de Jesús: Dios era como un Padre, lo era para todos los hombres.
El último de los pecadores tenía derecho a su misericordia. Su sol lucía “tanto sobre los malos como sobre los buenos”. Los paganos estaban no sólo bajo el peso de su terrible diestra (que eso Israel lo sabía desde siempre), sino también en la irradiación de su amor. Incluso diríamos que Jesús insistía intencionadamente sobre las posibilidades que tendrían de salvarse los paganos, todas esas ovejas extraviadas o todas esas dracmas perdidas que Dios se alegraría de volver a encontrar. ¡Cuán lejana estaba del espíritu judío aquella misericordia para con los pecadores!
“Si tú haces el bien –aconsejaba el “Eclesiastés”–, sabe a quién lo haces. Haz bien al hombre piadoso y recibirás por ello recompensa, si no de él, por lo menos del Señor. Pues los beneficios no son para el pecador endurecido, ni para el que no ejerce la caridad. Da al hombre piadoso, no te cuides del pecador”.
Los judíos, anclados desde hacía tan largo tiempo en sus exaltadas certidumbres, habrían tenido que poseer una inteligencia sobrehumana y un poder de abnegación poco común para comprender que su misión estaba acabada, y que la única manera que tenían de cumplir la Revelación de que eran depositarios era la de sacrificarse.
Algunos de ellos, algunas almas puras y humildes, los apóstoles, los primeros discípulos a quienes abrió los ojos la Gracia Divina, dieron ese paso tan difícil. Los demás, la gran mayoría, permanecieron ciegos y debieron ciertamente pensar de buena fe que el promotor de una doctrina tan blasfema no merecía más que la muerte, y que todos los medios eran buenos para derribarlo. Trágica ceguera, que muchos artistas de nuestra Edad Media evocaron cuando mostraron un tríptico, a cada lado de Cristo, a la Iglesia y a la Sinagoga, esta última con una venda sobre los ojos.
Jesús sabía que había llegado su hora y desde entonces se precipitarían los acontecimientos que, rompiendo la carrera humana de Jesús, darían a su mensaje su necesaria conclusión. San Pablo dijo del Dios hecho hombre y muerto en la Cruz, que fue “escándalo para los judíos y honor para los gentiles”. La idea de un hombre que al mismo tiempo era un Dios tenía para un griego algo tan inadmisible que nada podía comprender allí la razón.
Era un caso de “hybris”, de desmesuramiento, de locura de grandezas. Y en cuanto a considerar que un Dios aceptase morir voluntariamente, era suponer una contradicción de términos totalmente absurda, puesto que la esencia misma de la divinidad consistía en ser inmortal.
Jesús sabía lo que se le preparaba en Jerusalén; llevaba la muerte esculpida en todos sus pensamientos.
Ya antes de ahora habían intentado matarlo tres veces. La primera, en Nazaret, cuando lo llevaron hasta el borde del monte en cuya cima se alzaba la ciudad y quisieron arrojarlo a lo profundo. La segunda vez, en el Templo, cuando los judíos, molestos por sus pláticas, se dispusieron a apedrearlo. Y la tercera vez, cuando, con ocasión de las fiestas de la Consagración, en invierno, se armaron de guijarros de la calle para impedirle hablar.
¡Por tres veces habían intentado matarlo! Por tres veces anuncia Jesús a los doce la muerte próxima.
También serán de tres clases los ejecutores materiales del castigo: los ancianos, los jefes de los sacerdotes, los escribas.
Serán asimismo tres los cómplices necesarios para su muerte: Judas, que lo vende; Caifás, que lo condena; Pilato, que accede a la ejecución de la sentencia. Y serán de tres clases los ejecutores materiales del castigo: los esbirros, que lo prenden; los judíos, que gritarán: “¡Crucifícalo!”, delante del pretorio; los soldados romanos, que lo clavarán en el madero.
El castigo tendrá tres grados, como el mismo Jesús dice a sus discípulos.
Primero será escarnecido y ultrajado; después, escupido y azotado; y por último, muerto.
Los notables judíos de Jerusalén tomaron muy en serio la denuncia de los testigos de la resurrección de Lázaro, uno de los hombres más ricos de Palestina. Los fariseos, preocupados, dirigiéronse a los sumos sacerdotes, que eran quienes debían resolver, y se convocó, por lo tanto, una asamblea, en la que sin duda participaron muchos miembros del sanedrín. Y allí se preguntó: “¿Qué hacemos?
Porque este hombre hace muchos portentos. Si le dejamos áobrar] así, todos creerán en Él, y áentonces] vendrán los romanos y destruirán tanto el lugar ásanto] como nuestra nación”.
Los romanos, en efecto, aunque no se mezclaban en las cuestiones del lugar (santo), o sea el Templo, habían dejado a Palestina una cierta autonomía interna y comenzaban ya a sentirse cansados de aquel interminable desfile de taumaturgos y revolucionarios. Y quizá precisamente aquel Jesús acabara induciéndoles a reaccionar con severidad extrema. Los sucesos inmediatos podían preverse con facilidad: Jesús continuaría realizando sus asombrosos milagros, las multitudes correrían en masa hacia Él, todos de acuerdo le proclamarían rey de Israel en oposición al procurador romano y al emperador de Roma. El peligro era grave e inminente. Había que actuar pronto.
Participaba en la asamblea el sumo sacerdote entonces en funciones, es decir, Caifás, quien, después de escuchar durante cierto tiempo las diversas propuestas que se formulaban, exclamó, con la impetuosidad a que le autorizaba su cargo: “¡Vosotros no sabéis nada! No comprendéis que es conveniente para vosotros que muera un solo hombre por todo el pueblo, y no que perezca la nación entera”. Caifás no nombraba a nadie, pero todos le comprendieron. El “solo hombre” que debía morir por todo el pueblo era Jesús. Cierto que éste no excitaba a las masas ni se había ocupado nunca de política; cierto que era “inocente”.
Pero todo esto, ¿qué importaba? Si moría él, la nación entera se libraría de la ruina, y ello era razón suficiente para que Jesús muriera.
La decisión tomada por la asamblea se ajustó a lo sugerido por Caifás.
“Desde aquel día, pues, decidieron matarle”. Esta resolución fue probablemente comunicada a los apóstoles o al propio Jesús. Jesús, entonces, dejó de mostrarse en público y, alejándose de la zona de Jerusalén, se retiró con sus discípulos a una ciudad llamada Efraím, ya reconocida en el siglo Iv, y que corresponde, casi con certidumbre, a la moderna Taiybeh, al borde del desierto.
Jesús no permaneció muchos días en Efraím. Se acercaba la Pascua y ya empezaban a pasar comitivas camino de Jerusalén. En la Ciudad Santa se esperaba también la llegada de Jesús de un momento a otro. De todos modos, los sumos sacerdotes y los fariseos habían dado mandato de que si alguno conociese donde estaba (lo) indicase, para prenderlo (“Jn.”, 11, 57).
A pesar de tales órdenes, uno de los primeros días del mes de Nisan del año 30 Jesús abandonó su retiro de Efraím y se puso en marcha hacia Jerusalén, siguiendo el camino más largo que, bordeando el Jordán, pasaba por Jericó. Los discípulos olían en el aire la tragedia y esto les hacía caminar a la fuerza, a pesar de ir precedidos por quien lo hacía con la mayor voluntad. “Estaban en camino para subir a Jerusalén, y Jesús iba ante ellos, y áellos] se asombraban.
Y aquellos que seguían tenían temor”.
La caravana estaba formada por dos grupos. El primero era el de los apóstoles, con algún que otro discípulo fiel. Este grupo caminaba delante, precedido por Jesús, que iba a la cabeza enteramente solo. Tan solo, que ellos se “asombraban”. El segundo grupo, compuesto por los que seguían a corta distancia, constaba de otros discípulos más recientes. A lo lejos, a la derecha, se perfilaban las colinas de Jerusalén.
En cierto momento, Jesús, haciendo con un ademán que se aproximasen los doce apóstoles, comenzó a decirles las cosas que iban a acaecer. “He aquí que subimos a Jerusalén y el Hijo del Hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, y áéstos] le condenarán a muerte, y lo entregarán a los paganos, y se burlarán de Él y le escupirán y le azotarán y matarán, y después de tres días resucitará”. El anuncio no era nuevo.
Pero refiere Lucas que tampoco esta vez sirvió de mucho. Lucas nos comunica pacientemente que los doce “no comprendieron nada de estas cosas, y este lenguaje era oculto para ellos, y no entendían las cosas que áles] eran dichas”.
Subiendo desde Jericó hacia Jerusalén, Jesús debía pasar necesariamente por Betania, de donde se alejara pocas semanas atrás. Jesús debió de hallar en Betania una acogida triunfal provocada de cierto por el recuerdo de la reciente resurrección de Lázaro.
En Jerusalén se supo en seguida que Jesús se hallaba en Betania. Su llegada pudo ser comunicada tanto por los peregrinos anticipados como por los espías del sanedrín que obedecieran las órdenes recibidas de señalar dónde se hallaba el rabí galileo.
La noticia causó impresión en la ciudad. Antes tal vez de que el reposo sabático comenzase y ciertamente en cuanto hubiese terminado, muchos curiosos acudieron desde Jerusalén a Betania, impulsados por el doble objeto de ver a Jesús y a Lázaro, juntos ahora, y en atención, sobre todo, a que el primero no se había dejado ver en Jerusalén desde la resurrección del segundo. “Supo, pues, la gran multitud de los judíos que Jesús estaba allí, y vinieron, no por Jesús sólo, sino también por ver a Lázaro, que Él había resucitado de entre los muertos”. Durante esta afluencia se repitió más ampliamente lo que había sucedido a raíz de la resurrección de Lázaro: esto es, que muchos se rindieron a la evidencia del milagro y creyeron en Jesús. Este resultado súpose también en Jerusalén, y entonces los sumos sacerdotes, confirmándose en el propósito de dar muerte a Jesús, reuniéronse y “resolvieron matar también a Lázaro” (“Jn.”, 12, 10), enviando así de nuevo al otro mundo a aquel testigo que había tornado de él para escandalizar la ortodoxia judía.
Jesús decidió abandonar Betania y entrar en Jerusalén. Pero al llegar a Betfagé (casa de los higos), llamó a dos de sus discípulos y les dijo: “Id al pueblo que tenéis delante, y en cuanto entréis hallaréis un asnillo atado, sobre el que ningún hombre cabalgó jamás. Desatadlo y traedlo. Y si alguno os dice: ¿Por qué hacéis esto?, decid: ”El Señor lo necesita, y en seguida lo manda de nuevo aqu픓.
Los dos discípulos ejecutaron la orden y la comitiva no se contuvo ya.
Con aquel asnillo cabía realizar una verdadera entrada triunfal en Jerusalén. Si el asnillo no había servido aún de montura a nadie, era tanto más indicado para transportar por primera vez a una persona sagrada como Jesús, ya que los antiguos opinaban que un animal ya empleado en usos profanos era menos idóneo para usos religiosos.
El cortejo se organizó en seguida.
Algunos extendieron sus mantos sobre la grupa del pollino, a guisa de silla o gualdrapa, e hicieron montar encima a Jesús; otros, adelantándose a la carrera, tendían a pequeñas distancias sus mantos en el suelo para que el jinete pasara sobre ellos como sobre tapices; otros agitaban ramas verdes a lo largo del trayecto. Y todos gritaban en tropel: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
¡Bendito el Reino que viene de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!” (“Mc.”, 11, 9–10).
La cordialidad fue también grande por parte de los ciudadanos de Jerusalén. Y puesto que los fariseos seguían siendo fariseos aun en medio del entusiasmo general y por otro lado comprendían que hubiera sido demasiado peligroso oponerse a aquella masa enfervorecida, juzgaron oportuno dirigirse al propio Jesús y le dijeron: “Maestro, reprende a tus discípulos”.
Pero Jesús contestó: “Os digo que si éstos callaren, gritarán las piedras” (“Lc.”, 19, 40).
La respuesta fue renovada a poco cuando, entrando Jesús en el Templo, bandadas de muchachos que se hallaban entre el gentío comenzaron a gritar: “¡Hosanna el hijo de David!” Así, pues, la resolución de adueñarse de Jesús estaba en plena quiebra. Los mismos fariseos reconocieron su fracaso y se dijeron los unos a los otros: “¿Veis como no obtenéis ningún provecho? He aquí, el mundo se fue tras Él” (“Jn.”, 12, 19). En efecto, Jesús, en compañía de Lázaro, circulaba libremente por Jerusalén, ya que sus vidas estaban salvaguardadas por el fervor popular. Jesús dijo: “Ha venido la hora en que sea glorificado el Hijo del Hombre. En verdad, en verdad os digo, que si el grano de trigo caído en tierra no muere, permanece solo; mas si muere lleva mucho fruto”. “Quien ama su vida, la pierde, y quien odia su vida en este mundo, la conservará en vida eterna.
Quien me sirva, me siga, y donde Yo esté allí estará también mi servidor.
Si alguno me sirve, el Padre le honrará”. Y Jesús, contemplando Jerusalén, lloró. Y dijo: “Ahora mi alma está turbada. ¿Y qué debo decir?
¿Padre, líbrame de esta hora? Al contrario, para esto vine en esta hora. Padre, glorifica tu nombre”.
La invocación final al Padre Celestial fue escuchada. Oyóse una voz del cielo que dijo: “Y glorificaré y de nuevo glorificaré”. La muchedumbre presente oyó el sonido, pero no comprendió con nitidez las palabras.
Algunos creían que había estallado un trueno, que los hebreos llamaban a menudo “la voz de Dios” (“Sam.”, 22, 14), mientras otros supusieron que un ángel había hablado a Jesús.
Entonces Éste explicó: “No por Mí se ha dado esta voz, sino por vosotros. Ahora es áel] juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera. Y yo, cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos a Mí”. Poco más tarde Jesús transmitió una conclusión genérica: “Por poco tiempo está aún la luz con vosotros. Caminad mientras tenéis la luz, para que la tiniebla no os sorprenda. Porque quien camina en la tiniebla no sabe adónde va. Mientras tenéis la luz creed en la luz para que os convirtáis en hijos de luz”.
En tanto que Jesús pronunciaba estas palabras, caían las primeras sombras del anochecer, puesto que Marcos nos dice expresamente (11, 11) “que la hora era ya tardía”. Y cuando se extinguió la última claridad de aquel día de triunfo, Jesús, con los apóstoles, desanduvo el camino y volvió de Jerusalén a Betania, donde pasó la noche.
Al día siguiente, de nuevo en Jerusalén, los trece, al salir del Templo –deslumbrante de oro y de mármoles–, se sentían eufóricos. Uno de ellos dijo: “¡Mira qué hermosura de edificios! ¡Y cuántas piedras hermosas!” Jesús se volvió hacia aquellos muros construidos por Herodes y contestó: “¿Ves tú esos grandes edificios? No será dejada piedra sobre piedra”.
El que había exclamado de admiración se calló por el momento. Ninguno tuvo valor para contestar, mientras rumiaban entre ellos las palabras de Jesús. Resultaban duras para los judíos de oídos carnales. Aquel que los amaba les había dicho en los últimos tiempos otras frases duras; pero éstas iban directas al corazón.
Sabían que Jesús era el Cristo y que debía sufrir y morir, pero contaban con su inmediata Resurrección, con toda la gloria victoriosa de un nuevo David, a fin de dar la abundancia a Israel. Y si desde Judea se había de mandar al mundo, Jerusalén tendría que mandar en la Judea, y las sillas del mando tendrían que estar en el Templo del gran rey. Ahora las ocupaban los saduceos infieles, los fariseos hipócritas, los escribas traidores, pero el Cristo los arrojaría para sentar en su lugar a los apóstoles. Los discípulos eran incapaces de comprender. No acertaban a imaginar que aquellas piedras –¡Jerusalén, Jerusalén!– grandes y macizas, arrancadas con paciencia de los montes, transportadas desde lejos por bueyes, colocadas unas sobre otras por los maestros según las leyes del arte, tuviesen que ser articuladas y destrozadas de nuevo, hasta quedar en ruinas.
Los apóstoles no acertaron a contener su curiosidad. “Explícanos, pues, cuándo ocurrirán estas cosas y cuál será la señal de tu Venida”.
Jesús conocía la debilidad de sus discípulos. Debilidad de espíritu y quizá también de la carne. Y los pone inmediatamente en guardia contra los dos peligros inminentes: el engaño y el martirio.
“Cuidad de que nadie os seduzca, porque son muchos los que se presentarán bajo mi Nombre y dirán: _”Yo soy el Cristo_”, y seducirán a muchos...
Si alguno os dice entonces: _”He aquí el Cristo_” o _”helo allí_”, no le creáis, no le sigáis. Los enemigos del Cristo verdadero os perseguirán.
Os arrojarán en el tormento y os matarán y seréis odiados por todas partes. Os pondrán las manos encima y os perseguirán, entregándoos en poder de las sinagogas y encarcelándoos, llevándoos en presencia de los reyes y de los gobernadores a causa de mi Nombre. Seréis traicionados incluso por los padres y por los hermanos, por los parientes y por los amigos. Y el hermano entregará al hermano para que lo maten, y el padre al hijo, y los hijos se revolverán contra los padres y harán que los maten. Y entonces muchos se escandalizarán. Y al multiplicarse la iniquidad se enfriará la caridad de muchos. Pero no se perderá ni un solo cabello de vuestra cabeza.
En premio de vuestra constancia recibiréis la vida, y el que persevere hasta el fin será salvo”.
“Entonces, cuando todo esto haya ocurrido, caerá el castigo sobre el pueblo que no quiso renacer en Cristo y no aceptó el Evangelio; sobre la ciudad que asesina a los profetas, clava a su Señor en el monte Calvario y persigue a los que dan testimonio de Él”. “Cuando veáis a Jerusalén rodeada de ejércitos, entenderéis que su desolación está próxima. Que los que estén en Judea huyan a los montes, y los que estén en las ciudades huyan de ellas, y los que estén en los campos no entren en la ciudad. El que se encuentre en el terrado no baje a llevarse las cosas que hay en su casa, y el que esté en el campo no vuelva atrás a coger el manto. ¡Ay de las mujeres encinta y de los lactantes de aquellos días! Pedid que la fuga vuestra no vaya a ocurrir en invierno ni un día de sábado, porque entonces habrá grande aflicción. Y Jerusalén será pisoteada por los gentiles hasta que los tiempos de los gentiles estén cumplidos”. “He aquí que vendrá el día del Señor, día terrible y lleno de indignación, de ira y de furor, para convertir en un desierto a la tierra y dispersar de ella a los pecadores. Las brillantísimas estrellas del cielo no darán su luz habitual y ennegrecerán; el sol se oscurecerá al levantarse, y la luna no brillará con su luz. Los cielos serán enrollados como un pergamino de libro, y toda su milicia caerá como cae la hoja de la vid y de la higuera”.
Como es sabido, las profecías de Jesús se cumplieron. Jerusalén fue desmantelada el año 70 por Tito. No quedó piedra sobre piedra del Templo, devastado ya por un incendio. La soldadesca victoriosa degolló a los judíos que habían sobrevivido al hambre y a las espadas de los sicarios. Los que salvaron la vida fueron deportados a Egipto para trabajar en las minas, y otros muchos fueron muertos para diversión de la plebe en los anfiteatros de Cesarea y de Berito. Hubo algunos centenares, los de mejor presencia, que fueron conducidos a Roma para que figurasen en el cortejo triunfal de Vespasiano y de Tito.
Simón de Jaira y otros jefes de los zelotes fueron degollados en Roma ante los ídolos que odiaban.
“Yo os digo que no pasará esta generación sin que hayan ocurrido todas estas cosas”. Uno por lo menos de los que escuchaban a Jesús fue testigo del castigo de Jerusalén y de la ruina del Templo. Una historia de sangre y de fuego fue calcando las palabras de Jesús con atroz exactitud y en el tiempo designado. Ese testigo era Juan.



La Pascua

En la mañana del jueves, día primero de los ázimos, los discípulos le preguntan: —¿Adónde quieres que vayamos a hacerte los preparativos para comer la Pascua?
—Id a la ciudad y se cruzará con vosotros un hombre que llevará un cántaro de agua. Seguidle, y donde él haya entrado decidle al dueño de la casa: El Maestro te envía a decir: mi tiempo está próximo. ¿Cuál es la habitación en la que comeré la Pascua con mis discípulos? Y él os enseñará en el piso de arriba una gran sala amueblada y dispuesta: haced allí los preparativos para vosotros.
Fueron dos de los discípulos, encontraron al hombre del cántaro de cobre, entraron en la casa, hablaron al amo y prepararon allí lo necesario para la cena: el cordero asado, la salsa encarnada, el vino de acción de gracias, el agua caliente. Arreglaron en la sala los divanes y los almohadones alrededor de la mesa, cubrieron ésta con un hermoso mantel blanco, dispusieron los pocos platos, candelabros, el jarro lleno de vino y la copa, la copa única en la que todos habían de posar los labios. De nada se olvidaron. No era la primera vez que comían todos juntos la Pascua, pero en esta ocasión, en la que presentían la llegada del misterio, lo hicieron con especial ternura, pensativos hasta casi derramar unas lágrimas.
Una vez puesto el sol, acudieron los otros diez en compañía de Jesús y se situaron alrededor de la mesa ya dispuesta. Todos permanecían callados, temerosos de descubrir en los demás los mismos sentimientos. Dos de ellos –por razones contrarias– se sentían más oprimidos que todos: los dos que no habían de llegar a ver la noche siguiente. Los que iban a morir –Cristo y Judas–, el Vendido y el vendedor, el Hijo de Dios y el aborto de Satanás.
Judas lo tenía todo estipulado, llevaba encima los treinta dineros, atados para que no tintineasen. ¿Y si Jesús, que debía saberlo, lo denunciaba a los otros once? Mientras los más activos se movían para dar los últimos toques a los preparativos, Judas miraba con disimulo a los ojos de Jesús, ojos límpidos, velados apenas por la amorosa melancolía de la separación inminente.
Jesús rompió el silencio: —He deseado ardientemente hacer la comida de esta Pascua con vosotros; porque yo os digo que no volveré a hacerla hasta que se cumpla en el Reino de Dios.
¡Cómo amaba a sus discípulos! Jesús había comido con ellos muchas veces, en los bancos de la barca, en las casas de los amigos, sobre los praderíos de las montañas, a las sombras de las riberas y del ramaje. Sin embargo, sabía que esta cena iba a ser la última.
Jesús quiso dar una prueba máxima de este temor por los suyos, incluyendo a Judas. Es Rey y se rebajará al menester de los esclavos. Se dispuso a repetir, bajo la realidad simbólica de un servicio humillante, una de sus enseñanzas capitales. Juan cuenta: “Se levantó de la mesa, se quitó el vestido, y, después de coger una toalla, se la ciñó. Echó luego el agua en un barreño, y empezó a lavar los pies a los discípulos y a enjugárselos con la toalla que se había ceñido”.
Todos se acordaron de que le habían oído decir: “El que se ensalza será humillado; el que se humilla será ensalzado”.
Una vez, pues, que les hubo lavado los pies y se hubo colocado el vestido, sentóse a la mesa de nuevo y les dijo: “¿Comprendéis lo que Yo os tengo dicho? Vosotros me llamáis Señor y Maestro. Si, pues, Yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavároslos el uno al otro. Yo os he dado un ejemplo. Ya que sabéis estas cosas, bienaventurados vosotros si las ponéis en práctica”. “Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como Yo os he amado.
Ningún amor es mayor que el amor de aquel que da su vida por sus amigos, y vosotros sois amigos míos si hacéis las cosas que Yo os mando”.
Aquella cena, viático de un final, es también un principio maravilloso.
El cumplimiento de la Pascua judaica está a punto de transfigurarse, entre aquellos trece judíos, en algo incomparablemente más elevado y universal: en el gran Misterio cristiano.
Para los hebreos, la Pascua no es otra cosa que la fiesta conmemorativa de la huida de Egipto. Era una especie de banquete destinado a recordar la comida improvisada y apresurada de los fugitivos. Deben hacer esta comida ceñidos con el cinturón, con el calzado puesto, los cayados en la mano, y apresuradamente, al estilo de gente que está a punto de salir de viaje. Las hierbas amargas recuerdan las pobres hierbas selváticas que los fugitivos arrancaban en su camino para engañar el hambre de la interminable peregrinación. La salsa encarnada en la que se moja el pan recuerda los ladrillos que los esclavos judíos tenían que cocer para el faraón. El vino es un agregado, es el júbilo de la fuga, la promesa de las viñas esperadas.
Jesús no altera el orden del ágape milenario.
—Tomad y bebed, porque Yo os digo que de ahora en adelante no beberé ya de este jugo de la vid, hasta el día en que lo beba de nuevo con vosotros en el Reino de Dios.
Luego coge los panes colocados encima del mantel, los bendice, los parte, y en el acto de entregar un pedazo a cada uno, expone ante sus ojos la verdad: —Tomad y comed: éste es mi Cuerpo que se os da a vosotros. Haced esto en memoria de Mí.
En cuanto hubieron comido el cordero con el pan y con las hierbas amargas, llenó Jesús por tercera vez la copa común y la pasó al que estaba más cerca: —Bebed todos, porque ésta es mi Sangre, la Sangre del pacto, que ha sido derramada en favor de muchos.
Su Sangre no ha caído aún en tierra, mezclada con el sudor, bajo los olivos, ni ha goteado aún de los clavos en la explanada del Gólgota.
Pero es tan fuerte su deseo de dar la vida con su vida, que da desde ahora por terminada la inmolación. Si el pan es el Cuerpo, la Sangre viene a ser, en cierto sentido, el Alma. “No comáis la carne con su alma, que es su sangre”, había dicho el Señor a Noé.
El Dios de Abraham y de Jacob había establecido con sangre, representación visible de la vida, el pacto con el pueblo de su propiedad. Cuando Moisés hubo recibido la Ley hizo matar novillos, recogiendo la mitad de la sangre en barreños, y la otra mitad la derramó en el altar. Moisés entonces cogió aquella sangre y la esparció sobre el pueblo y dijo: “He aquí la sangre del pacto que el Señor ha hecho con vosotros, sobre todas estas palabras”.
También Judas ha mordido aquel pan y bebido aquel vino; pero no se ha sentido con fuerzas para confesar su infamia, para arrojarse, deshecho en lágrimas, a los pies de quien habría llorado con él. Y entonces, el único amigo que le ha quedado a Judas le advierte: —Yo os digo en verdad que uno de vosotros me traicionará.
Todos preguntan, uno después de otro: —¿Soy yo? ¿Soy yo, quizá?
Hasta el mismo Judas, ocultando la confusión creciente bajo las apariencias del estupor ofendido, consigue preguntar: —¿Soy yo acaso, Maestro?
Jesús no quiere acusar.
—Aquel que introdujo conmigo la mano en el plato me traicionará.
Y como todos seguían con las miradas fijas en Él, con la inseguridad de la duda dolorosa, Jesús insiste por tercera vez: —La mano del que me traiciona está aquí encima de la mesa.
No agregó más. La Víctima estaba preparada, y los habitantes de Jerusalén verían al día siguiente un altar nuevo, hecho de pino y de hierro.
Pero los discípulos, confusos y amodorrados, no comprendieron quizá.
Acabados los himnos, que cantaron a coro, salieron inmediatamente de la sala y de la casa. Judas, apenas fuera, se perdió en la noche. Los once que quedaban siguieron, sin hablar palabra, a Jesús, que se encaminaba, lo mismo que las otras noches, hacia el monte de los Olivos.
En el camino, Jesús dijo melancólicamente: “Todos vosotros os escandalizaréis por Mí esta noche. Porque está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño” (“Zac.”, 13, 7). “Empero después de que Yo haya resucitado, os precederé en Galilea”. Pedro protesta: “Si todos se escandalizasen por Ti, yo nunca me escandalizaré... Señor, contigo estoy pronto a ir a la cárcel y a la muerte”. Jesús, tranquilo y paciente, le dio la siguiente respuesta: “En verdad te digo que hoy, esta noche, antes de que el gallo haya cantado dos veces, tú me habrás negado tres veces” (“Mc.”, 14, 30). Un torrente de protestas y de seguridades brotó entonces de la boca de Pedro.
Marcos alude a ese torrente diciendo que Pedro “hablaba de manera superabundante”, y repetía que aun cuando debiese morir con el Maestro no renegaría de Él. Otro tanto, poco más o menos, decían los demás apóstoles.
Había en lo alto del monte un olivar y una almazara de los que tomaba el nombre: Getsemaní.
—Sentaos aquí, mientras Yo voy a orar.
Pero se hallaba tan entristecido y angustiado, que no acertó a permanecer solo. Llamó a los tres que más amaba, Pedro, Santiago y Juan, y cuando estuvieron a distancia de los demás “empezó a dar señales de tristeza y de angustia”.
—Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad conmigo.
Jesús dobla las rodillas en tierra, junta la cabeza con el suelo y hace esta plegaria: —”Abba”, Padre, Tú que lo puedes todo, Padre mío, si es posible, aleja de Mí esta hora.
Jesús sabe que va a morir, sabe que es preciso que muera, que vino para morir, para dar vida con su muerte.
¿Hace algo para salvarse? Nada. Así pues, mirando la cosa con burda lógica humana, lo de Jesús es un suicidio; suicidio que no difiere del de los héroes antiguos que recurrían a la espada de un amigo o de un esclavo.
Cuando hubo orado, volvió sobre sus pasos para reunirse con sus discípulos. Pero los tres, Pedro, Santiago y Juan, se habían dejado vencer por el sueño. Las repetidas conmociones de aquellos días, la opresiva melancolía de la cena, los presentimientos tan luctuosos, los habían hecho caer en un doloroso desfallecimiento.
—¿Ni siquiera habéis sido capaces de velar conmigo una hora? Velad y orad para que no caigáis en la tentación, porque el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil.
Jesús se aleja de nuevo, más angustiado que nunca. Lo han dejado solo.
Ni siquiera han sabido concederle la última gracia que les ha pedido. Todo duerme a su alrededor. Únicamente vela a esas horas la mujer que espera la llegada del hombre, el ladrón con el cuchillo presto; quizá vela algún filósofo que está tratando de averiguar si Dios existe.
Pero los que aquella noche no duermen son los jefes de los judíos y sus esbirros. No duerme Caifás, y el único de los discípulos que en aquel momento está despierto es Judas.
—Padre mío, si no es posible que pase este cáliz sin que Yo lo beba, hágase Tu voluntad. ¡No sea como quiero Yo, sino como Tú quieres!
Ya no es un hombre, sino el Hombre; el hombre unificado con Dios, hecho una sola cosa con Dios.
“Quiero lo que Tú quieres”. Está ya asegurado su desquite sobre la muerte.
“El que quiera salvar su vida, la perderá, y el que la pierda, la ganará”.
¡Duerman los discípulos, duerman los hombres todos! Cristo está ya solo; Cristo está satisfecho de padecer, satisfecho de morir; en el martilleo de la agonía ha encontrado su paz.
Al cabo de unos momentos, llega hasta Jesús el eco de unos pasos cautelosos que se avecinan, y, allá abajo, entre las plantas que bordean el camino, un rojizo aletear de luces que aparecen y desaparecen en la oscuridad. Son los servidores de los asesinos que suben detrás del Iscariote.
Jesús se acerca a los discípulos que siguen durmiendo y los llama con voz firme: —He aquí llegada la hora. Levantaos y marchémonos; he aquí que se acerca el que me traiciona.
Jesús no huye. ¿Quién le retiene, pues? Le protege la oscuridad. Sus enemigos se han visto obligados a encender linternas y hachones, lo que podría facilitar su evasión. Podría ocultarse fácilmente entre los olivos que cubren la montaña. En la otra vertiente está el “Desierto de Jericó”, donde nadie podría encontrarle.
Ello le daría tiempo para ganar la Galilea, cruzar el lago de Tiberíades, e ir a pedir al rey de Edessa el asilo que ha poco le había ofrecido. Y no obstante, Jesús no huye.
Entonces llegó Judas, seguido de una cohorte y de varios ministros, y de gran multitud de gentes armadas con palos y hachas. El traidor les había dado esta seña: “Aquel a quien yo besare, ése es; prendedle y conducidle con cautela”. Judas iba, pues, delante de esta escolta, y acercándose a Jesús le dijo: “Dios te guarde, Maestro”; y le besó. Díjole Jesús: “¡Oh amigo! ¿A qué has venido aquí?
¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?” Luego se acercó a los satélites y les dijo: “¿A quién buscáis?” Respondieron: “A Jesús Nazareno”.
“Yo soy”, dijo Jesús. Apenas hubo pronunciado estas palabras, se produjo una gran conmoción. Jesús les preguntó por segunda vez: “¿A quién buscáis?” Y ellos respondieron: “A Jesús Nazareno”. Jesús respondió: “Ya os he dicho que Yo soy”. Y señalando a los apóstoles añadió: “Ahora bien, si me buscáis a Mí, dejad ir a éstos en libertad”. Entonces ellos le echaron las manos y le prendieron. Y los apóstoles que le rodeaban le dijeron: “Señor, ¿heriremos a estos hombres con la espada?” Simón Pedro, sin esperar la respuesta, desenvainando la espada, hirió a un criado del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha. Este criado se llamaba Malco (Malek, “Rey”). Jesús se dirigió a Pedro y le dijo: “Vuelve tu espada a la vaina, porque todos los que se sirviesen de la espada a espada morirán. ¿Piensas acaso que no puedo rogar a mi Padre, y pondrá en el momento a mi disposición más de doce legiones de ángeles?” Entonces se dirigió a los que le habían prendido y les dijo: “Habéis salido con espadas y con palos a prenderme, como si fuerais en busca de un ladrón.
Cada día estaba sentado entre vosotros, enseñando al pueblo en el Templo, y nunca me prendisteis. Mas ésta es la hora vuestra y el poder de las tinieblas. Y todo esto ha sucedido para que se cumplan las palabras de los profetas”.
El relato evangélico continúa: “Atado Jesús por sus soldados fue conducido primeramente a casa de Anás, porque era suegro de Caifás, sumo pontífice aquel año. Anás dio orden de llevarle a casa de su yerno Caifás, donde estaban congregados todos los sacerdotes, los escribas y los ancianos. Pedro y Juan iban siguiendo de lejos a Jesús. Los criados y ministros estaban allí en el atrio, calentándose”.
Entretanto el pontífice se puso a interrogar a Jesús sobre sus discípulos y doctrina. A lo que Jesús respondió: “Yo he predicado públicamente delante de todo el mundo, y no he pronunciado una sola palabra de enseñanza en secreto. ¿Para qué me preguntáis a mí? Preguntad a los que han oído lo que yo les he enseñado, pues ésos saben las cosas que yo les he dicho”. Uno de los ministros dio una bofetada a Jesús diciendo: “¿Así respondes tú al pontífice?” Díjole Jesús: “Si he hablado mal, manifiesta lo malo que he dicho; pero si he hablado bien, ¿por qué me hieres?” Los príncipes de los sacerdotes y todos los miembros del consejo andaban buscando algún falso testimonio contra Jesús para condenarle a muerte. Por último aparecieron dos falsos testigos. El primero declaró en estos términos: “Le hemos oído decir: Yo puedo destruir el Templo de Dios y reedificarlo en tres días”. El segundo habló así: “Nosotros le hemos oído decir: Yo destruiré este Templo hecho de mano de los hombres, y en tres días fabricaré otro sin mano de obra alguna”. Mas estos dos testimonios no estaban de acuerdo entre sí.
Entonces el sumo sacerdote, levantándose en medio de la asamblea, interrogó a Jesús diciéndole: “¿No respondes nada a estos cargos?” Jesús callaba y nada respondió. Interrogóle de nuevo el sumo sacerdote y le dijo: “¡Yo te conjuro, en nombre de Dios vivo, que nos digas si eres el Cristo, Hijo de Dios!” Jesús le respondió: “Tú lo has dicho. Yo soy, y aun declaro que veréis después a este Hijo del Hombre sentado a la derecha de la majestad de Dios venir sobre las nubes del cielo”. A estas palabras el gran sacerdote desgarró sus vestiduras, diciendo: “¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? ¡Vosotros mismos acabáis de oír la blasfemia que han pronunciado sus labios! ¿Qué os parece?” A lo que ellos respondieron: “¡Reo es de muerte!” Luego empezaron los criados a escupirle en la cara y a maltratarle a puñadas, y otros, después de haberle vendado los ojos, le daban bofetadas diciendo: “¡Cristo, profetízanos, adivina quién te ha herido!” Y repetían muchos decterios, blasfemando contra él.
Pedro continuaba en el atrio, entre los criados y los satélites, calentándose en el braserillo. La criada del sumo gran Sacerdote clavó sus ojos en él al resplandor del fuego, y de repente exclamó: “¡Éste también se hallaba con Jesús! ¿No eres tú –le dijo– uno de los discípulos del Galileo?” El apóstol contestó, delante de todos los testigos: “¡No le conozco!
¡No sé lo que quieres decir!” Y en ese momento cantó el gallo.
Otra criada le reconoció también y dijo: “Este hombre se hallaba también con Jesús Nazareno”. Pedro lo negó por segunda vez. “¡No conozco a tal hombre!” Cerca de una hora después, uno de los criados le reconoció también y le dijo: “No hay duda, éste estaba también con él, porque se ve que es igualmente de Galilea”. Pedro insistió: “No sé lo que quieres decir”. “Seguramente –replicaron los asistentes– tú eres uno de sus discípulos, pues eres también galileo, según revela tu lenguaje”. Entonces Pedro empezó a echar imprecaciones y a jurar que no había conocido a tal hombre. Y al momento cantó el gallo por segunda vez. Con lo que se acordó Pedro de la palabra que le había dicho Jesús en el Cenáculo: “Antes de cantar el gallo por segunda vez, me has de negar tres veces”. Y saliendo fuera, Pedro lloró amargamente.
La multitud se precipitó sobre Jesús. Cargósele de cadenas y le llevaron tumultuosamente desde casa de Caifás hasta el pretorio del gobernador, Poncio Pilato. Era muy de mañana y los judíos no quisieron entrar en el pretorio por no contraer la impureza legal que les hubiera imposibilitado comer la Pascua. Así que se quedaron en la puerta exterior.
En aquel momento, el traidor Judas, viendo que Jesús era condenado, se arrepintió de lo hecho, restituyó las treinta monedas que había recibido y les dijo a los sacerdotes: “¡Yo he pecado, pues he vendido la sangre inocente del Justo!” Ellos le dijeron: “¿A nosotros qué nos importa? Allá te las hayas”. Entonces él, arrojando el dinero en el Templo, se fue, y echándose un lazo, desesperado, se ahorcó. En las angustias de su agonía, reventó por medio, quedando esparcidas por tierra sus entrañas.
Con este dinero los sacerdotes compraron un campo llamado “Haceldama” (“campo de sangre”), con lo que vino a cumplirse la profecía de Zacarías: “Recibido han las treinta monedas de plata, precio del puesto en venta, empleándolas en la compra del campo de un alfarero. Tal es la revelación que me ha hecho Jehová”.
“Entretanto –continúa el Evangelio– el gentío se agolpaba a la puerta del pretorio. Pilato salió, pues, afuera y dijo: _”¿Qué acusación traéis contra este hombre?_” Los sacerdotes le respondieron: _”Si no fuera malhechor, no le hubiéramos puesto en tus manos_”. Pilato replicó: _”Pues tomadle vosotros y juzgadle según vuestra Ley_”. Los judíos declararon: _”A nosotros no nos es permitido condenar a nadie a muerte_”. Y a seguido acusaron a Jesús diciendo: _”Le hemos hallado pervirtiendo a nuestra nación, y prohibiendo pagar los tributos del César, y diciendo que Él es el Cristo–Rey_”“.
Pilato entró de nuevo en el pretorio, hizo comparecer a Jesús y le interrogó: “¿Eres tú el rey de los judíos?” Jesús respondió: “¿Dices esto de ti mismo, o te lo han dicho de mí otros?” Pilato replicó: “¿Acaso yo soy judío? Tu nación y tus pontífices te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?” Respondió Jesús: “Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera de este mundo, claro que mis gentes me habrían defendido para que no cayera en manos de los judíos; mas ahora, mi Reino no es de aquí”.
“¿Luego tú eres rey?”, interrogó Pilato. Respondió Jesús: “Así es, como dices: Yo soy rey. Yo para esto nací, y para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo aquel que está por la verdad, escucha mi voz”. “¿La verdad? –dijo Pilato–.
¿Qué es la verdad?” Y diciendo esto, sin esperar la respuesta, dijo a los judíos: “Yo no hallo ningún delito en este hombre”. Los judíos insistieron de nuevo: “Tiene alborotado al pueblo con la doctrina que va sembrando por toda la Judea, desde la Galilea, donde comenzó, hasta aquí”. Oyendo pronunciar Pilato la palabra Galilea, preguntó si aquel hombre era galileo, y cuando se aseguró de ello, como el acusado, siendo galileo, dependía de la jurisdicción de Herodes, Pilato envió a Jesús al tetrarca que estaba en Jerusalén hacía algunos días.
Herodes se alegró sobremanera de ver a Jesús, porque hacía mucho tiempo que deseaba verle, por las muchas cosas que había oído de él. Le hizo muchas preguntas, mas Jesús no respondió. Entonces Herodes le despreció, y para burlarse de él le hizo vestir de una ropa blanca (como se hacía con los locos) y lo devolvió a Pilato. “Y desde aquel día se reconciliaron Herodes y Pilato, que estaban enemistados”.
Los cabecillas vistieron a Jesús con un manto escarlata y le pusieron en la cabeza una corona de espinas y una caña en la mano derecha, y se arrimaban a él, y le escarnecían.
“¡Crucifícale! ¡Crucifícale!” Pilato se atemorizó. “He aquí –dijo– que yo lo saco fuera para que reconozcáis que yo no le hallo delito alguno”.
“¡Crucifícale! ¡Crucifícale!” Pilato buscaba cómo libertarle, pero los judíos porfiaban: “Si sueltas a ése, no eres amigo de César, puesto que cualquiera que se haga rey, se declara contra César”.
Pilato temió ser denunciado ante su protector Tiberio. Hizo, pues, salir a Jesús fuera del pretorio, y sentóse en su tribunal, en el lugar llamado en griego “Lithostrotos” y en hebreo “Gabatta”. Era entonces cerca de la hora sexta (cerca del mediodía) del día de la “Parasceve” (Preparación).
Pilato mandó traer agua y se lavó las manos a la vista del pueblo diciendo: “Inocente soy de la sangre de este justo; vosotros seréis responsables de ella”. Y el pueblo respondió: “Recaiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. Y al final Pilato, deseando contentar al pueblo, les soltó a Barrabás, y les entregó a Jesús para que fuese crucificado. Y desde entonces las generaciones han repetido hasta nosotros: “Pereció bajo el poder de Poncio Pilato”.
“¡Ahí tenéis al hombre!” “Ecce homo”...
Habiéndose pronunciado la sentencia por la autoridad romana, la ejecutaron los soldados romanos. Le arrancaron el manto escarlata, le pusieron sus vestidos, y cargando la Cruz en sus hombros, le llevaron al Calvario, llamado en hebreo “Gólgotha”. Aquí comienza el Camino de la Cruz. Del pretorio al Calvario se cuentan cerca de mil trescientos pasos. Jesús, arrastrado por sus verdugos, escoltado por los soldados, y seguido del populacho judío, pasó primero por debajo de la arcada donde se le había mostrado a la multitud después de su flagelación.
¿La multitud? Era la víspera de la Pascua. Sobre los tejados estaban tendidas al sol, por millares, las pieles de cordero; viejas de narices malignas farfullaban anatemas; muchachitos de cara sucia subían con hatillos debajo del brazo; hombres barbudos que llevaban sobre la espalda un cabrito o un barril pequeño de vino; acemileros que tiraban del cabezal a los asnos de hocico inclinado; muchachas que clavaban sus ojos descarados y melancólicos en los forasteros que cruzaban por las calles; las dueñas se dedicaban en todas las casas a preparar todo lo necesario para el día siguiente; los corderos, despellejados, estaban preparados para ponerse al fuego; los panes ázimos estaban amasados, con fragancia de horno, en la artesa; los hombres trasegaban vino y los niños limpiaban encima de la mesa las hierbas amargas.
Al final de la calle de Efraím, posteriormente llamada de Damasco, cayó Jesús por primera vez. Los soldados que le conducían encontraron en aquel sitio a un hombre natural de Cirene, llamado Simón, que volvía de su granja. Los soldados le requirieron en nombre de la ley romana, le cargaron la Cruz en los hombros. Este africano, nacido en Libia y establecido en Jerusalén, era verosímilmente un “convertido”. De este modo, pues, las tres partes del mundo conocido por los antiguos, Europa, Asia y África, las tres grandes razas de la humanidad, estaban representadas en el divino sacrificio que reconcilió al cielo con la tierra. Entonces fue cuando Jesús cayó por segunda vez.
Seguíales una gran muchedumbre de pueblo y de mujeres, las cuales se deshacían en llantos y en lamentaciones. Una de ellas era María, su Madre, con lo que se cumplió el vaticinio de Simeón, según el cual una espada atravesaría el corazón de María.
Jesús, volviéndose hacia el grupo de las mujeres, les dijo: “¡Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos! Porque presto vendrán días en que se diga: ¡Dichosas las estériles y dichosas las entrañas que no concibieron y los pechos que no dieron de mamar! Entonces comenzarán a decir los montes a los montes: ¡Caed sobre nosotros!; y a los collados: ¡Sepultadnos! Pues si al árbol verde lo tratan de esa manera, ¿qué se hará con el seco?” Eran también conducidos con Jesús dos ladrones que debían ser crucificados al mismo tiempo que Él. Llegados al lugar llamado Gólgota o Calvario, le presentaron vino mezclado con mirra y hiel; mas Él, habiéndolo probado, no quiso beberlo. Era también la hora sexta (mediodía). Los soldados le clavaron en la Cruz, y los dos ladrones fueron crucificados uno a su derecha y otro a su izquierda. Y la Cruz del Señor quedó en medio, cumpliéndose así las palabras de la Escritura: “Y fue puesto en la clase de los facinerosos”.
Entretanto, Jesús decía: “Padre mío, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Pilato había escrito la inscripción que debía ponerse encima de la Cruz. Los soldados fijaron este “Título”, que enunciaba la causa del suplicio, en la Cruz, encima de la cabeza de Jesús. En él estaba escrito en hebreo, en griego y en latín: “Jesús Nazareno, rey de los judíos”. Este rótulo lo leyeron muchos de los judíos, porque el lugar en que Jesús fue crucificado estaba contiguo a la ciudad. Con esto los pontífices de los judíos le habían dicho a Pilato: “No has de escribir “rey de los judíos” sino “que se titula rey de los judíos””. Mas Pilato había respondido: “Lo escrito, escrito está”.
Después de haber crucificado a Jesús, los soldados tomaron sus vestidos, hicieron cuatro partes, una para cada soldado, y se los repartieron. Pero reservaron la túnica, la cual era sin costura y de un solo tejido de arriba abajo; por lo que dijeron entre sí: no la dividimos; mas echemos a suertes para ver de quién será. Con lo que se cumplió la palabra de la Escritura: “Repartieron entre sí mis vestidos y sortearon mi túnica” (“Sal.”, 21, 19). Y esto es lo que hicieron los soldados. Y habiéndose sentado junto a Él, le guardaban. Y los judíos que pasaban por allí le blasfemaban, y meneando la cabeza decían: “¡Oh, Tú que derribas el Templo de Dios en tres días y en tres días lo reedificas, sálvate a Ti mismo! Si eres el Hijo de Dios, desciende de la “Cruz””. Y el pueblo lo estaba mirando todo, y hacía befa de Él. Los sacerdotes, los escribas y los ancianos acudieron también a ultrajarle. “Ha salvado a otros –decían– y no puede salvarse a Sí mismo. Si es el rey de Israel, el Cristo elegido por Dios, que baje ahora de la cruz para que seamos testigos de vista y creamos en Él. Él pone su confianza en Dios; pues si Dios le ama tanto, líbrele ahora, ya que Él mismo decía: Yo soy el Hijo de Dios”. No menos le insultaban los soldados, los cuales se arrimaban a Él, y presentándole una esponja empapada en vinagre, le decían: “Si eres el rey de los judíos, ponte a salvo”.
Uno de los ladrones crucificados con Jesús, llamado Gestas, blasfemaba contra Él diciendo: “Si tú eres el Cristo, sálvate a Ti mismo y a nosotros” Mas el otro, Dimas, le reprendía diciendo: “¿Cómo? ¿No aún tú temes a Dios, estando como estás en el mismo suplicio? Nosotros, a la verdad, estamos en él justamente, pues pagamos la pena merecida por nuestros delitos; pero éste ningún mal ha hecho”. Y dirigiéndose a Jesús: “¡Señor –le dijo–, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu Reino!” Jesús le respondió: “En verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso”.
La segunda palabra de Jesús en la Cruz abre el cielo a un ladrón; la primera había solicitado el perdón celestial para los verdugos. La tercera va a dar por Madre a todos los hombres a la Reina del Cielo. “Estaban al mismo tiempo en pie, junto a la Cruz de Jesús, su Madre con María, mujer de Cleofás, María Magdalena y Juan, el discípulo que Jesús amaba. Jesús, mirándoles, dijo a su Madre: “Mujer, ahí tienes a tu Hijo”; y al discípulo: “Ahí tienes a tu Madre”. Y desde aquel momento, tomó el discípulo a María como madre suya.
Entretanto, desde la hora sexta a la hora nona (tres horas más tarde), quedó toda la tierra cubierta de tinieblas y el sol se oscureció. Y cerca de la hora nona, exclamó Jesús con una gran voz: ““Eli, Eli, lamma sabactani””, es decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Estas palabras, pronunciadas en hebreo, no fueron comprendidas por algunos judíos helenistas que las oyeron, los cuales le decían: “¡Llama al profeta Elías!” Elías, el gran taumaturgo del Antiguo Testamento, había sido llamado por los judíos el ángel de la Alianza, recurriendo a su intercesión en los peligros urgentes.
El “Talmud” refiere que este profeta, invocado del fondo de los calabozos por los hebreos fieles, se apareció con frecuencia a los encarcelados bajo una forma visible e hizo caer sus cadenas. Estas tradiciones hebraicas son el comentario exacto de la palabra de los judíos al pie de la Cruz.
“¡Llama a Elías!”, decían. Pero no era tal el sentido de la exclamación del Salvador, quien hizo oír las primeras palabras del salmo profético, en que David resumió anticipadamente los tormentos del Gólgota: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? No soy un hombre, sino un gusano; he venido a ser oprobio de los humanos y objeto de risa. Todos los que me miran hacen mofa de mí con palabras y con meneos de cabeza; vociferan blasfemias diciendo: En el Señor esperaba; que le liberte; sálvele ya que tanto le ama. Mi sangre ha corrido como el agua; se han agotado mis fuerzas, y mi lengua se ha pegado al paladar; han contado todos mis huesos uno por uno; repartieron mis vestidos y sortearon mi túnica”. Una tradición pretende que Jesús balbuceó estas palabras en su agonía.
Jesús dijo: “Tengo sed”. Estaba puesto allí un vaso lleno de vinagre.
Uno de los soldados tomó presuroso una esponja y empapándola en él, y puesta en la punta de una caña de hisopo, la acercó a los labios de Jesús. “Tengo sed”, repitió Jesús.
“Me han abrevado de hiel y vinagre”, había escrito David. Los judíos dijeron al soldado: “Dejad, veamos si viene Elías a librarle”. Jesús, luego que tomó el vinagre, dijo: “¡Todo está cumplido!” Y de nuevo, clamando con una voz muy grande, dijo: “Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Y profiriendo estas palabras, inclinó la cabeza y expiró.
Y al punto el velo del Templo se rasgó por en medio en dos partes, de alto abajo, y la tierra tembló y se partieron las piedras; y los sepulcros se abrieron, y los cuerpos de muchos santos que habían muerto resucitaron, y saliendo de sus tumbas, vinieron a la Ciudad Santa, y se aparecieron a muchos. Y el centurión, situado enfrente de la Cruz, al oír el grito postrero del Señor exclamó: “¡Verdaderamente, este justo era el Hijo de Dios!”

La sepultura

Inmediatamente después de la muerte de Jesús, José de Arimatea, hombre rico y considerado por su piedad y su justicia, corrió de prisa a encontrar a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato, admirado de que tan pronto hubiese muerto Jesús, preguntó al centurión si ello era cierto. El centurión contestó que así había sido, y entonces Pilato entregó a José de Arimatea el cuerpo de Jesús. Pilato podía habérselo vendido. Comúnmente los pretores y los procónsules romanos hacían pagar a los parientes o amigos de los crucificados el favor que aquí Pilato concede gratuitamente.
Fueron, pues, los soldados y rompieron las piernas de los dos ladrones para que acabaran de morir; mas al llegar a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua de la herida.
El que asegura este hecho lo vio con sus ojos y su testimonio es verdadero.
Así se cumplieron las palabras de la Escritura: “No quebraréis los huesos al Cordero Pascual”; y de esta otra: “Dirigirán sus ojos hacia Aquel a quien traspasaron”.
Al caer el sol vino José de Arimatea a llevarse el cuerpo de Jesús.
Acompañábale Nicodemo, el doctor que había conversado una noche con Jesús en el primer año de su ministerio público. Nicodemo traía consigo para la sepultura unas cien libras de una mezcla de mirra y de áloe; José había comprado un sudario nuevo, con el cual envolvió el cuerpo de Jesús, después de haberle descendido de la Cruz.
José y Nicodemo tomaron el sagrado cuerpo, le bañaron con especias aromáticas, le amortajaron con lienzos, según la costumbre de sepultar de los judíos. En el mismo sitio del Calvario había hecho abrir José en la peña viva un sepulcro en donde nadie hasta entonces había sido sepultado. A su entrada arrimó una piedra, y se retiró. Entretanto, las mujeres galileas, sentadas enfrente, vieron poner el cuerpo en la tumba, y en seguida se retiraron también, al objeto de preparar los aromas y los perfumes para la sepultura definitiva; mas en obediencia a los preceptos de la Ley, permanecieron en reposo durante todo el día del sábado.
José de Arimatea, un miembro del sanedrín, y Nicodemo, un doctor de la Ley, sepultan con sus propias manos al Crucificado del Calvario. Estos dos ilustres personajes que habían permanecido ocultos durante la vida de Jesús, se muestran animosos a su muerte. Los apóstoles se eclipsan en el sepulcro; al menos, no hace mención de ellos el Evangelio; sin embargo, estaban allí, puesto que nos ha dicho san Lucas algunas líneas más arriba: “A alguna distancia de la Cruz se hallaban los amigos de Jesús con las mujeres de Galilea, y observaban de lejos todo lo que pasaba”. Pero los apóstoles espían la cobardía de su fuga en Getsemaní, y callan y lloran con Pedro. En medio de las mujeres sentadas a la entrada del sepulcro, está María, la madre de Jesús, convertida desde aquel día en Madre Dolorosa. En sus brazos desfallecidos recibió el cuerpo ensangrentado que había adorado en el pesebre de Belén. Las siete palabras de su Hijo en la Cruz habían traspasado su corazón como otras siete espadas, pero pasa sus angustias en silencio, como había hecho con sus gozos. Ni aun el mismo hijo adoptivo que le ha sido legado en el Calvario (Juan), levanta en su Evangelio el velo de dolor con el que se envuelve la compasión de María.
El silencio del sepulcro de Jesús turbaba aún el odio y la cobardía de los judíos. Sin temer violar el reposo legal, en aquel día en que coincidía la Pascua con el sábado, “acudieron a Pilato diciendo: Señor, nos hemos acordado de que aquel impostor, estando todavía en vida, dijo: _”Resucitaré al tercer día_”. Manda, pues, que se guarde el sepulcro durante los tres primeros días, no sea que vayan de noche sus discípulos y hurten secretamente el cadáver y digan a la plebe: _”¡Ha resucitado de entre los muertos!_” Pilato respondió: _”Ahí tenéis la guardia; id, y ponedla como os parezca_”. Con esto fueron al Gólgota, y aseguraron bien el sepulcro, sellando la piedra, y poniendo guardias a la vista”.
“Destruid este Templo –había dicho el Señor– y lo reedificaré en tres días”. Tal fue la palabra que había recogido el sanedrín como una blasfemia y que quería hacer pasar por una conspiración contra la soberanía de Jehová. Ahora reconocen los mismos verdugos el verdadero sentido de la pretendida blasfemia; pero Pilato se indigna de su mala fe. “¡Id –les dice–, y poned la guardia como os parezca!” Esperaban ellos que el gobernador romano les evitaría el escándalo público que debieron dar, yendo ellos mismos, en día de sábado dos veces santo, a infringir la Ley del descanso mosaico, y a contraer ostensiblemente la impureza ritual con el contacto del sepulcro de un crucificado.
Pero Pilato se arrepiente ya de haber cedido una vez a sus pérfidas sugestiones. Los prodigiosos sucesos de que había sido señal la muerte de Jesús turban la conciencia del pretor. La guardia del Templo estaba a disposición de los príncipes de los sacerdotes, y puesto que se habían servido de ella sin autorización alguna para prender a Jesús, podían emplearla como quisieran para vigilar el sepulcro de su víctima. Tal es el sentido de la respuesta de Pilato.
Así pues, estos escrupulosos fariseos que prohibían a Jesús curar a un paralítico o a un ciego de nacimiento en día de sábado, fueron en este sábado pascual, el más augusto de todos, a sellar, con el sello auténtico de su odio, el sepulcro del Gólgota. Y pusieron en él centinelas a fin de que estuviera rodeada la Resurrección divina de los testigos más irrecusables.



Resurrección

Jesús había advertido a sus discípulos, aunque inútilmente: “Seré para vosotros, esta noche, ocasión de escándalo, porque está escrito: Yo golpearé al pastor y las ovejas se dispersarán. Pero cuando haya resucitado, os predeceré en Galilea”.
Nadie recuerda estas palabras y mucho menos piensan en la posibilidad de ver de nuevo al Pastor (Giacomo Lauri–Volpi). Los discípulos, “buscados como malhechores”, sospechosos de “querer incendiar el Templo” (apócrifo de Pedro), están escondidos, “afligidos y llorando” (Marcos). Las mujeres mostraban más valor. María Magdalena y María, madre de José de Arimatea, se han quedado en el Calvario para ver dónde ponen José y Nicodemo el cuerpo de Jesús. En la mañana del domingo la Magdalena, María, madre de Santiago el Menor, y Salomé vuelven al sepulcro sin miedo alguno. El sábado había transcurrido sin hacer nada, de acuerdo con la Ley. Pero su pensamiento estaba allí, en el sepulcro, con el Maestro. María de Magdalena, de cuyo cuerpo había expulsado Jesús a siete demonios, nunca se apartó de él en los tres años de predicación.
Había presenciado su agonía y su muerte. Es la más solícita, así como la más joven e intrépida. Ha comprado perfumes y bálsamos para honrar los restos mortales del Maestro. Es lo mismo que había hecho un día en casa de Simón, el fariseo, tan poco atento con el Señor.
Es el amanecer de un claro día de abril: la primera de una de tantas dominicas pascuales que llenan de emoción y esperanza los corazones de los cristianos. La Magdalena siente un impulso misterioso que la obliga a acelerar el paso. En ese momento la tierra vuelve a temblar con gran estruendo, pero ella no tiene miedo.
Quiere llegar antes que otros, aun sabiendo que el sepulcro está cerrado por una gruesa lápida. Tiene un presentimiento. Llega al huerto y junto a la entrada del sepulcro ve la piedra removida. Mira dentro y ve que está vacío. La invaden la ansiedad y el estupor. Allí no hay nadie, ni siquiera los soldados romanos que los desconfiados judíos habían puesto de centinelas. ¿Qué habrá ocurrido? Un temblor asalta a las piadosas mujeres.
Habrían huido si no llega a ser porque en aquel momento aparecen dos hombres con “vestidos deslumbrantes”, que dicen: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado”.
Al escuchar esto las mujeres corren a contar a los once y a los demás lo que han visto y oído. Pero a los hombres estas palabras les suenan a desvaríos. Los dos desconocidos habían advertido: “Recordad lo que os dijo estando aún en Galilea”. Pero ellos no creyeron. El hijo de la viuda de Naím, la hija de Jairo, Lázaro, habían resucitado: ¿por qué no creer en la Resurrección de Jesús? Por fin Pedro y Juan se deciden. Corren juntos; el más joven llega antes, pero no entra en el sepulcro. Mira y ve los lienzos tirados. Al llegar Pedro penetran los dos y ven el sudario plegado en otro lugar. Sólo ante esta visión creen.
“Porque aún no entendían la profecía de la Escritura”. No es que no entendieran. El terror les había hecho olvidar todo. Razonaban como los saduceos. ¿Habría una vida póstuma? Desde que el mundo es mundo nadie ha vuelto del más allá. Verdad es que habían presenciado las cosas maravillosas hechas por el Maestro. Pero después le habían llorado en su muerte, en su derrota. Ahora han visto y creen. Regresan corriendo para contar a los demás que Jesús vive, que ha muerto por poco tiempo y que con Él todos resucitarán. Ya no hay duda: no sólo el alma, sino también el cuerpo se revestirá de forma gloriosa. “Mi Reino no es de este mundo”. Los hombres parecen haberlo olvidado. La vida está en la Resurrección. Sin ella se vive sólo para los gusanos.
Sin la resurrección de la carne el hombre queda incompleto y este quedar incompleto es la causa de la infelicidad. No hay plenitud de existencia sin resurgir a la vida perfecta. No se nace para morir, sino que se muere para renacer.
Los discípulos se han marchado del sepulcro, pero una persona queda allí.
Es una mujer que llora sin consuelo.
El sepulcro está vacío. ¿Dónde está Él? La mujer quiere saber dónde ha ido y no piensa marcharse del huerto hasta que no sepa lo que ha ocurrido.
Éste es uno de los más bellos pasajes del Evangelio. La mujer no duda de que Jesús está vivo, pero quiere verle y adorarle. Quiere escuchar la Voz que le salvó: la Voz que produce benéficos rayos y alimenta a los pobres, los aborrecidos, los perseguidos. “Llena de lágrimas, cuenta Juan, se agachó para mirar en el sepulcro vacío y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados donde había sido puesto el cuerpo de Jesús.
_”Mujer, ¿por qué lloras?_”, le pregunta uno. _”Porque han cogido el cuerpo de mi Señor y no sé dónde lo han puesto_”“.
Al principio María no reconoce la Voz del desconocido. María de Magdala, que sufre y se deshace en llanto porque busca y no halla el cuerpo de su Señor, tiene el premio que corresponde a su amor. Ella estaba muerta para la vida del espíritu, pero la Voz del Señor la había resucitado.
En Él y por Él se había reconocido segura. ¿Cómo no iba a reconocer al autor de esta mutación? No hubiera podido sobrevivir sin escuchar de nuevo la Voz adorable: “¡María!” La elocuente melodía de esta llamada revela la presencia de Dios. Un pagano habría dicho: “Percibo la ambrosía, muestra de tu Deidad”. María se llena de luz, comprende, se postra.
““¡Rabboni!”” (Maestro), exclama.
No puede añadir nada más. Intenta abrazarse a sus pies, a esos pies que había ungido con precioso perfume de nardo y que había enjugado con sus cabellos. Pero Jesús le detiene: “No me toques, porque aún no he subido a mi Padre; pero ve y diles a mis hermanos que subo al Padre mío y Padre vuestro...” María corre como si tuviera alas en los pies. El mundo tiene que reconocer la consoladora verdad.
En la tarde del domingo los discípulos están reunidos en el Cenáculo con las puertas cerradas. Jesús se pone en medio de ellos y les dice: “La paz sea con vosotros”. Después les muestra sus manos y el costado.
El júbilo es grande y entonces Jesús sopló sobre ellos al tiempo que les decía: “Recibid el Espíritu Santo.
A quienes perdonéis los pecados les serán perdonados; a quienes se los retengáis les serán retenidos”.
Uno de los discípulos, Tomás, llamado Dídimo, estaba ausente cuando se apareció Jesús. Cuando volvió se enteró de la Resurrección y de la venida del Maestro. Sin embargo, Tomás no cree. Ocho días después se presenta de nuevo Jesús en el Cenáculo. Ahora sí está Tomás. Las puertas están bien cerradas y Jesús se aparece con el saludo de siempre: “La paz sea con vosotros”. Y dirigiéndose a Tomás: “Trae tus dedos aquí y mira mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado. ¿Acaso soy un fantasma? No seas incrédulo sino fiel”. Ante la evidencia Tomás cae a los pies del Maestro y arrepentido grita con una voz que le sale del corazón: “Señor mío y Dios mío”. Jesús le dice: “Has creído porque has visto. Bienaventurados los que crean sin haber visto”.
Jesús ha resucitado para todos.
Esto forma parte de la Historia.
Pablo se anticipa: “Alguno dirá: ¿Cómo resucitarán los muertos y con qué cuerpos retornarán? Insensato.
Lo que tú siembras no tiene vida si antes no muere. Y lo que nace no tiene la misma forma de lo que ha sido enterrado, que es un simple grano de semilla. Es Dios el que da el cuerpo que ha creído conveniente darles; a cada semilla la forma que le es propia”. “Ninguna carne se parece a las demás. Es diferente la de los hombres, la de las bestias, la de las aves, la de los peces. Y, del mismo modo, en la resurrección se manifiestan estas diferencias. El cuerpo, corruptible, animal, resucita espiritual, no sometido a dimensiones cuantitativas”.
El mismo día que Jesús aparece en el Cenáculo a los once, dos hombres caminan hacia Emaús, no lejos de Jerusalén. Hablan sobre los recientes acontecimientos, discuten y dudan.
Han visto morir al Maestro y con Él todas sus esperanzas, y retornan entristecidos a sus oficios antiguos.
En esto un desconocido se acerca a ellos y les pregunta de qué están hablando y por qué están tan abatidos.
Uno de los viajeros, Cleofás, se sorprende de que el extraño no sepa que un gran profeta, poderoso en obras y en palabras, de nombre Jesús de Nazaret, ha sido condenado a muerte y crucificado por voluntad de los sumos sacerdotes y de acuerdo con la sentencia de los jueces. “Esperábamos –dice Cleofás– que fuera Él quien liberara a Israel. Pero es ya el tercer día desde que sucedió eso... Algunas mujeres de las nuestras fueron al sepulcro y al no ver el cuerpo vinieron a decirnos que habían sido testigos de una visión de ángeles que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros han ido al sepulcro, pero tampoco le han visto”. Entonces el desconocido les dice: “¡Hombres sin inteligencia y tardos para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era preciso que Cristo sufriera así para entrar en su gloria?” Juntos fueron hasta la aldea y el desconocido hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos insistieron, porque era ya tarde, para que se quedase en su casa. Él accede.
“Se sienta a la mesa con ellos, toma el pan, lo bendice, lo parte y lo da a sus discípulos. Entonces se abrieron sus ojos y le reconocieron. Pero Él desapareció de su vista”. Le han reconocido en la fracción del pan y por la emoción que les produjeron sus palabras.
En Galilea, antes de que se elevara a los cielos, los once se postran y le adoran. Jesús hace oír de nuevo su Voz: “Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra. Id, pues, predicad a todas las gentes, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Sabed que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo). Con palabras claras proclama su presencia universal y asegura a los discípulos que estará siempre con ellos, dentro de ellos, porque practican la doctrina y la hacen practicar a otros. Con la Ascensión y con la promesa de vida eterna termina Jesús su segunda vida terrenal. Mientras bendecía a los apóstoles, “se separó de ellos y era llevado al cielo” (Lucas).
El Evangelio de san Juan termina así: “Éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito y sabemos que su testimonio es veraz. Hay muchas otras cosas que hizo Jesús y que si se escribieran todas creo que en el mundo entero no habría sitio para los libros que habría que escribir”. La palabra tiene origen divino, es el Verbo y se hace carne en el hombre... El espíritu es semilla y la palabra flor.



Aquí terminan los textos o pasajes que he ido eligiendo para componer mi personal visión de Jesús, visión que culmina en Él al término de unas breves pinceladas extraídas del Antiguo Testamento.
La casualidad ha querido que pusiera la palabra “Fin” el día 1 de enero de 1988. Un año más, para unos abierto al azar, para otros a la predestinación. Los creyentes, sea cual sea su religión, dan por sentado que todo está ya escrito y registrado en el Reino de los Cielos; los ateos declaran, con mayor o menor solemnidad, que el futuro es un enigma contra el cual se estrellan tanto la lógica como la intuición, como las enseñanzas de la historia. ¿Hacia dónde se dirigen el universo y los corazones de los hombres? Nos acercamos al tercer milenio. Sospecho que las hojas del calendario no tienen ningún significado especial. Por ello me he abstenido de citar el “Apocalipsis”, como me he abstenido de recurrir a Malaquías y a Nostradamus. ¡Cuántas conjeturas en torno a la proximidad del fin de siglo! ¿Las tinieblas oscurecerán la tierra? ¿Antes de ello se habrá producido una catástrofe de orden planetario, cósmico tal vez? ¿Un nuevo Diluvio, una masiva expansión del Fuego, una nueva rebelión de los ángeles? No deja de ser curioso que en estos últimos lustros se hable tan poco del Infierno, y en cambio se aluda constantemente al Maligno, a Satanás. El porvenir nos desconcierta, nos inquieta, nos ocasiona una particular vibración que de uno u otro modo nos conecta con la muerte.
La idea de la muerte continúa obsesionando al hombre, que asiste impotente a la acción letal de plagas ya conocidas y otras inéditas que surgen al compás de los descubrimientos científicos. Los cementerios se ensanchan. Reclaman más espacio, más y más. En los laboratorios biogenéticos se efectúan toda clase de pruebas, la última de las cuales es el acoplamiento del semen del varón y de los órganos reproductores del chimpancé hembra. ¿Qué ocurrirá? ¿En qué rincón se esconderá el alma? Acaso no sea necesaria una invasión de seres extraterrestres para que se inicie una nueva era. Unos cuantos cerebros, pegados al microscopio, se ríen a carcajadas al oír los augurios de los futurólogos. Hay momentos en que la felicidad parece estar al alcance del hombre de hoy –excluyamos de ello al Tercer Mundo–, bien cebado y teniendo a mano robots, comodidades, información. Pero –insistamos en ello– sin cesar le acosa la ineluctable idea de la muerte y entonces las bocas se tuercen en una trágica mueca de desesperanza. El mayor grado de concentración de que el hombre es capaz lo alcanza el día en que contempla con detenimiento un cadáver.
Lucha entre la inteligencia, buscadora de la verdad, y la tiranía de los sentidos. “Conócete a ti mismo”, son palabras de la sabiduría antigua, que podían leerse en el frontón del templo de Apolo. Pero nadie puede conocerse a sí mismo mirando hacia fuera, sino mirándose, como aconseja san Agustín, hacia el interior.
En el interior de cada cual habita la posibilidad del milagro. La religión, cualquier tipo de fe trascendente, sirve de muleta para ese menester.
Para el cristiano, Jesús es el faro, es la norma. “Los últimos serán los primeros”. “Hay que convertirse en niños para ser dignos de entrar en el Reino”. Alejandro y César se hubieran aterrorizado al oír esto. Platón y Aristóteles se hubieran burlado de quien diera semejante consejo. Y sin embargo, la filosofía de Jesús está ahí. “Nadie podrá arrebataros vuestro gozo. Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis para que vuestro gozo sea completo”. Los musulmanes, que después de un largo silencio han rebrotado en nuestro tiempo con una vehemencia impregnada del ardor del “Corán”, cifran su felicidad en el martirio.
Los budistas aspiran a llegar a ser ellos mismos budas para vencer a la enfermedad, a la vejez y a la propia muerte. Existen también el tao, el lamaísmo, las reencarnaciones del hinduismo, el buen sentido de Confucio, el Mesías que esperan los judíos ortodoxos y así hasta el “dios” del rincón más primitivo de la tierra, donde el animismo campa todavía por sus respetos.
Job, por una revelación divina, comprendió la Palabra y lanzó el grito jubiloso que resuena a través de los siglos: “Sé que mi Redentor está vivo”. El cristiano sabe, cree, que su Redentor está vivo. Yo mismo lo he experimentado, a ráfagas, a lo largo de mi trabajo. Jesús se me hacía tangible como cuando, ahora hace doce años, pisaba y volvía a pisar las callejuelas y las piedras del viejo Jerusalén. También debo confesar, no obstante, que a veces se me escondía tras una cortina de misterios tan punzantes como el origen del Mal, la Trinidad, el pecado original, el sufrimiento y la necesidad de que el Padre mandara a su Hijo a inmolarse entre los hombres.
Con todo, la experiencia ha sido válida y abrigo la esperanza de haberme enriquecido. Nunca como en estos meses había sentido retumbar en el pecho las incomparables palabras del Evangelio, que despiden una fragancia más allá de lo humano. Sencillez y claridad. Sobre todo la figura de Pedro se iba agrandando en mi espíritu, no sólo porque yo he renegado del Maestro más de dos veces, sino por su temperamento impulsivo, que todos los gallos del mundo pueden comprender. También la figura de Juan el Bautista me ha sumergido una y otra vez en mi Jordán particular.
Y el perfil de María me ha devuelto a la niñez, cuando con motivo de una enfermedad grave contemplaba casi con éxtasis una imagen suya colocada junto a mi lecho, sobre un pedestal.
Cristo llegó para modificar la moral, la metafísica, la historia. Llegó para predicar que el hombre ha nacido para amar. El hombre le ha dado la espalda y de ahí que cada pecado sea una nueva crucifixión. ¿La gracia es un don gratuito? Siempre he vacilado ante semejante aserto. Se me hace cuesta arriba dar por sentado que Dios pueda jugar a la lotería. “A cada cual le ha sido dada la “cantidad” de gracia necesaria para salvarse”. También ahí colindamos con la discriminación. La vida en la tierra no debe de ser un suplicio tantálico.
Cristo y Anticristo se nos disputan, luchan por poseernos. ¿Dónde estamos?
¿En un anfiteatro, en cuya arena los caballos relinchan y galopan para no quedarse atrás? ¿A qué lugar aspiramos? ¿Al primero? ¿Nos conformamos con tener plaza en el pelotón de los elegidos? Todo ello le cuesta al hombre sudor y sangre, puesto que por un lado le insta la concupiscencia y por otro cuenta con la profiláctica garantía de la Redención.
El cristiano bascula entre el pesebre de Belén y la roca cruenta del Calvario. Belén le invita a la ternura. El Calvario jerosolimitano le invita al llanto inconsolable. En medio, o al principio, o al final, se yergue la Resurrección. Sin la Resurrección, el efímero tramo de la vida sería una trampa inmerecida, una veleidad supersticiosa. Si los discípulos de Emaús hubieran dialogado con un fantasma enmudecerían todas las campanas del universo y el verde de los campos se teñiría de negro. Jesús hubiera sido un charlatán, un embaucador y habría que reivindicar la figura de Judas Iscariote.
Por todo ello resulta lógico que el hombre interrogue a las estrellas.
Oye el murmullo del agua y afirma dentro de sí: “esto vive”. Se sube a un monte, contempla el valle y balbucea: “esto vive”. Todo vive a su alrededor. Nada tienen en común el volcán y el pájaro; únicamente que uno y otro viven. En Lanzarote más de trescientas bocas se pusieron a vomitar fuego simultáneamente. Ahora los cosmonautas aseguran que los restos de aquella hecatombe son la réplica más exacta de lo que puede encontrarse en el paisaje lunar. Hay extrañas conexiones entre lo pequeño y lo grande, entre lo mínimo y lo máximo. Juan de la Cruz escribió: “Mayor estimación tiene Dios del menor grado de pureza en tu conciencia que de otra cualquiera obra grande con la que le puedas servir”.
Leo en Papini: “En Italia hay quien acepta a Cristo por amor a los curas, hay quien soporta a los curas por amor a Cristo. Los ritualistas y los evangélicos. Yo me encuentro entre los segundos. Cada edad tiene su modo de imitar a Cristo en la pasión”. Papini no dejó nunca de atosigar a los Padres de la Iglesia para que no cayeran en el pecado de la autosuficiencia, para que no interpusieran excesivas e innecesarias trabas entre Cristo y el hombre.
Llegado aquí, advierto con sorpresa que a lo largo del libro no dediqué una sílaba a la parábola del Hijo Pródigo, siendo ella, a mi entender, una de las más conmovedoras. Sin duda habrá sido una jugarreta del subconsciente. Me he fugado tantas veces de la casa del Padre que acaso me avergüenza ahora el retorno “definitivo”, aun a sabiendas de obtener el perdón de Aquel que tanto nos ama.
Ojalá este “mea culpa” no sufra nuevos frenazos. Ojalá haya para mí un rincón en la barca de Pedro y crea de verdad –y para siempre– que Jesús fue capaz de caminar sobre el agua. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Ojalá Cristo me incluya en esta lista, que a mi ver significa algo así como la absolución universal.


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