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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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jueves, 20 de enero de 2011

VENGANZAS Y CASTIGOS DE LOS ORISHAS


Venganzas Y Castigos De Los Orishas

Lydia Cabrera1

Los santos, airados, no solamente envían las enfermedades sino todo género de calamidades. Del caso de Papá Colás conocido en la Habana a fines del siglo pasado, se acordarán los viejos. Era “omó Obatalá”. Tenía la incalificable costumbre de enojarse y conducirse soezmente con su Santo, de insultarle cuando no tenía dinero. Conozco la historia por varios conductos: sabido es que Obatalá, el dios puro por excelencia —es el Inmaculado, el dios de la blancura, el dueño de todo lo que es blanco o participa esencialmente de lo blanco—, exige un trato delicadísimo. La piedra que habita Obatalá no puede sufrir inclemencias de sol, de aire, de sereno. A Obatalá es menester tenerle siempre envuelto en algodón —Oú— cubrirlo con un género de una blancura impecable. En sus accesos de rabia, Papá Colás asía a Obatalá, lo liaba en un trapo sucio o negro, y para mayor sacrilegio, lo relegaba al retrete. Obatalá es el Misericordioso; es el gran Orisha omnipotente que dice “yo siempre perdono a mis hijos”; pero a la larga se hartó de un trato tan canallesco e injustificable. Un día que a Papá Colás le bajó el Santo, este le dejó dicho que en penitencia por su irreverencia se diera por preso, permaneciendo en su cuarto durante diez y seis días junto a los orishas. Papá Colás se encogió de hombros, y muy lejos de obedecer la voluntad del dios, soltando un rosario de atrocidades, se marchó a la calle sin ponerse un distintivo de Obatalá, sin llevar siquiera una cinta blanca de hiladillo.
Yo que conocí a sus hermanas, doy fe que todo eso es verdad; las pobres siempre tenían el corazón temblando en la boca, comentando su mala conducta y esperando que el Santo lo revolcara. Colás se portaba con los Santos como un mogrolón (sic) y ellas decían: El Angel lo va a tumbar”. Y así fue. Dormía Papá Colás frente a la ventana de su habitación, que daba a la calle, y sin saberse poqué, al pasar el carretón de la basura, el negro, como un loco (recuérdese que Obatalá, “el amo de las cabezas”, castiga con la cabeza y arrebata el juicio) armándose de la tranca de la puerta mató al carretonero. Así diez y seis días de retiro se convirtieron en diez y seis años de presidio para el desobediente. Un contemporáneo de este santero, tan conocido por sus blasfemias y rebeldías como por su clarividencia —dicen que para adivinar no tenía necesidad de consultar sus caracoles, “tan fuerte era su vista”— nos cuenta que los jueces iban a condenarlo a pena de muerte (garrote); que hubo junta de babalawos y que Orula, Oshún y Obatalá se negaban a acceder a los ruegos de los demás Santos que pedían su gracia. Obatalá, después de largas súplicas, solo perdonó y consintió en salvarle la vida “cuando los blancos pensaron en sentenciarlo con pena de orí (cabeza), y Obatalá, por tratarse de la cabeza de un hijo suyo, conmutó la pena”. Este Papá Colás, que ha dejado tantos recuerdos entre los viejos, era famoso invertido y sorprendiendo la candidez de un cura, casó disfrazado de mujer, con otro invertido, motivando el escándalo que puede presumirse.
Desde muy atrás se registra el pecado nefando como algo muy frecuente en la Regla lucumí. Sin embargo, muchos babalochas, omó—Changó, murieron castigados por un orisha tan varonil y mujeriego como Changó, que repudia este vicio. Actualmente la proporción de pederastas en Ocha (no así en las sectas que se reclaman de congos, en las que se les desprecia profundamente y de las que se les expulsa) parece ser tan numerosa que es motivo continuo de indignación para los viejos santeros y devotos. “¡A cada paso se tropieza uno un partido con su merengueteo!”
En esto de los Addodis hay misterio”, dice Sandoval, “porque Yemayá tuvo que ver con uno... Se enamoró y vivió con uno de ellos. Fué en un país, Laddó, donde todos los habitantes eran así, maricas, mitad hombres, que dicen nafroditos (sic) y Yemayá los protegía”. “Oddo es tierra de Yemayá. ¡Cuántos hijos de Yemayá son maricas!” (y de Oshún). Sin embargo, los Santos Hombres, Changó, Oggún, Elegguá, Ochosi, Orula, y no digamos Obatalá, no ven con buenos ojos a los pederastas. No hace muchos años, Tiyo asistió a la escena que costó la vida a un afeminado que llamaban por mofa María Luisa, y que era hijo de Changó Terddún. “La pena era que aquel desgraciado le bajaba un Changó magnífico. Cuando para sacar a cualquiera de un aprieto lo mandaba a que se jugase el dinero de la comida o del alquiler del cuarto al número que le decía, nunca lo engañaba. Ese número que daba Changó Terddún salía seguro. ¡Ah! Pero Changó no lo quería amujerado, y ya había declarado en público que su hijo lo tenía muy avergonzado. Fué en una fiesta de la Virgen de la Regla, María Luisa estaba allí y todos nosotros bromeando con él, ridiculizándolo. En eso, cuando a María Luisa le estaba subiendo el Santo, llegó otro negrito, un cojo, Biyikén, y le dio un pellizco en salva sea la parte. Ahí Changó mismo se viró como un toro furioso y gritó: ¡Ya está bueno! Mandó a traer una palangana grande con un poco de agua y nos ordenó que todos escupiésemos dentro y que el que no escupiese recibiría el mismo castigo que le iba a dar a su hijo. María Luisa estaba sano. Era bonito el negrito, y simpático... ¡Una lástima! Cuando se llenó de escupitajos la palangana, se le vació en la cabeza. Al otro día, María Luisa amaneció con fiebre. A los diez y seis días, lo llevamos al cementerio. Changó Terddún lo dejó como un higuito”.
No menos extraña y ejemplar la historia de los Santeros R. y Ch... Ch. Con un mantón amarillo de seda enredado a la cintura era la Caridad del Cobre, Oshún panchággara, en persona.
En Gervasio, en el solar de los Catalanes, celebró una gran fiesta en honor de Oshún. Era espléndida la “plaza” que le hizo a la diosa (plaza se llama a las ofrendas de frutas, que después de exponerlas un rato ante las soperas del Orisha, se reparten entre los devotos y asistentes a la fiesta). “Todo lo que se daba allí era por canastas”, me cuenta un testigo, “las naranjas, los cocos, los canisteles, las ciruelas, los mangos, los plátanos manzanos, las frutas bombas, todas las frutas predilectas de Oshún, los huevos, además de los platos de bollos, palanquetas, panetelas borrachas, miel, natillas, harina dulce con leche y mantequilla, pasas, almendras y azúcar blanca espolvoreada con canela, y rositas de maíz... Ch. Había gastado en grande para su Santa. La casa estaba llena de bote en bote. A las doce, cae Ch. con Oshún. R. que está en la puerta borracho, dice: a mí también ahora mismo me va a dar Santo, y lo fingió. Entra al cuarto, va a la canasta de los bollos, y se pone a comer bollos con miel. Viene Ch. con Oshún a saludarlo y éste le manda un galletazo. Lo agarran, y le pega una patada. Le gritamos ¡R. tírate al suelo! ¡Pídele perdón a Mamá!
¡Bah! ese es un maricón...
No es Ch. ¡Es nuestra Mamá!
Oshún no se movió. Abrió el mantón, un mantón muy bueno que le habían regalado a Ch. los ahijados, y se rió. Levantó la mano derecha y apuntando para R. tocándose el pecho dijo:
Cinco irolé para mi hijo, y cinco irolé para mi otro hijo.
Y ahí mismo se fué.
Ch. amaneció con cuarenta grados de fiebre y el vientre inflamado. R. amaneció con cuarenta grados de fiebre y el vientre inflamado... Cinco días después murieron a la misma hora, el mismo día. No valió que los ahijados trajeran un pavo real y cincuenta y cinco gallinas amarillas y todo lo que hacía falta para hacerle ebbó. Cinco días después, asistiendo yo al entierro de Ch., pasaba al mismo tiempo la puerta del cementerio el entierro de R. Las tumbas están cerca. La madre de Ch., que también era hija de Oshún, y veinticuatro personas más que eran hijos e hijas de Oshún, en uno y otro cortejo se subieron y usted las veía reirse y reirse, sin hablar... Hasta que echaron la última paletada de tierra, las Oshún al lado de la fosa, no dejaron de reir, pero no a carcajadas como se ríe la Santa, sino con una risa fría y burlona que helaba la sangre, en un silencio en que no se oía más que la pala y el puñado de tierra cayendo en el hoyo”.
Abundan también las lesbias en Ocha (alacuattá) que antaño tenían por patrón a Inle, el médico, Kukufago, San Rafael, “Santo muy fuerte y misterioso” y a cuya fiesta tradicional en la loma del Angel, en los días de la colonia, al decir de los viejos, todas acudían. Invertidos, —Addóddis, Obini—Toyo, Obini—Naña o Erán Kibá, Wassicúndi o Diánkune, como les llaman los Abakuás o Ñañigos— y Alácuattas u Oremi se daban cita en el barrio del Angel el 24 de octubre. Los balcones de las casas se quemaba un pez de paja relleno de pólvora y con cohetes en la cola; la procesión y los fuegos artificiales resultaban espléndidos. Allí estaba en el año 1887, “su capataza la Zumbáo”, que vivía en la misma loma. Armaba una mesa en la calle y vendía las famosas tortillas de San Rafael. (Las del negro Papá Upa, su contemporáneo, fueron también muy célebres, y aun las recuerdan algún viejo glotón).
De la Zumbáo, santera de Inle, me han hablado en efecto, varios viejos. Era costurera con buena clientela, muy presumida y rumbosa. Otros me hablan de una supuesta sociedad religiosa de Alacuattás. Lo curioso es que Inle es un Santo tan casto y exigente, en lo que se refiere a la moral de sus hijos y devotos, como Yewá. Es tan poco mentado como ésta, como Abokú (Santiago Apóstol) y Naná, pues se le teme y nadie se arriesga a servir a divinidades tan severas e imperiosas. Ya en los últimos años del siglo pasado, en la Habana, “Inle casi no visitaba las cabezas”. Una sesentona me cuenta que una vez fue al Palenque y bajó Inle. Todos los Santos le rindieron pleitesía y todas las viejas y viejos de nación que estaban presentes “se echaron a llorar de emoción”. —“Desde entonces”, me dice, “no he vuelto a ver a Inle en cabeza de nadie” y tampoco recuerda más nada de aquella inolvidable visita al Palenque que honró la bajada de San Rafael, pues tarde, cuando había terminado la fiesta, se halló en el fondo de la casa, en una habitación, atontada y con la ropa todavía empapada de agua. Deduce que “le dio el Santo”, Inle, y como es costumbre cuando el Santo se manifiesta presentarle una jícara llena de agua para que beba y espurrée abundantemente a los fieles, su traje húmedo y su “sirímba”, (atontamiento) serían prueba de haberla poseído el Orisha.
A Inle se le tiene en Santa Clara por San Juan Bautista, (24 de junio) que aquí es el día de Oggún, y no por San Rafael, (24 de octubre). Es un adolescente, casi un niño; se le ofrecen juguetes, y es tan travieso que lo emborrachan la noche del veinte y tres para que pase durmiendo el día siguiente y no haga de las suyas. Amanece fresco el veinte y cinco. Era el Santo del famoso villareño Blas Casanova, que en él se manifestaba muy sereno y “leía el alma de todos”.
Yewá, “nuestra Señora de los Desamparados”, virgen, prohibe a sus hijas todo comercio sexual; de ahí que sus servidoras sean siempre viejas, vírgenes o ya estériles, e Inle, “tan severo”, tan poderoso y delicado como Yewá, acaso exigía lo mismo de sus santeras, las cuales se abstenían de mantener relaciones sexuales con los hombres.
No menos conocido que el caso de Papá Colás entre la vieja santería, es el de P.S., hijo de una de las más consideradas y solicitadas iyalochas habaneras, de O.O., quien en un momento de expansión, me lo refiere como ejemplo de la inflexibilidad y del proceder de un dios agraviado.
P. era, como yo, hijo de Changó; y como tal era tamborero aunque de afición. Si cogía un cajón para tocar, el cajón se volvía un tambor. Cantaba que hacía bajar del cielo a todos los Santos. Pero mi hijo P. se puso en falta con Changó y se perdió. En una fiesta le dijo así al mismo Santo, en mi propia casa: si es verdad que usté es Santa Bárbara y dice que hace y que torna, y que a mí me va a matar ¡máteme enseguida! A ver, ¡que me parta un rayo ahora mismo! y déjese de más historias. Santa Bárbara no le contestó. Se echó a reír. Yo me quedé fría, y abochornada del atrevimiento del muchacho. Pasaron los años. El siguió trabajando y divirtiéndose. En los toques que yo daba en mi casa, Santa Bárbara recogía dinero y se lo daba2. Bueno, con eso P. creyó que a Changó se le había olvidado aquel incidente. Otra falta que cometió fue la de sonar a varias mujeres de Changó: ¡digo, con lo celoso que es él! Ponga otras cositas que hizo, unidas a la zoquetería que tuvo con el propio Santo y arresultó que al cabo del tiempo, y cuando menos se lo pensaba, Santa Bárbara saltó con que se las iba a cobrar entonces todas juntas, y caro. Por que eso tienen los Santos, esperan para vengarse, dan cordel y cordel, y arrancan cuando más desprevenido está el que tiró la piedra. Primero Changó me lo puso como bobo. Después loco. Un día se fué desnudo a la calle y volvió tinto en sangre. Estuvo amarrado. Pedía perdón y Santa Bárbara lo que contestaba siempre era: que sepa que yo los tengo más grandes que él, que yo no he olvidado, aunque cuando me insultó me reía. Y yo su madre, con ser yalocha, sin poder salvarlo. Tiraba los caracoles para hacerle algo a mi hijo (ebbó) y Changó me contestaba que yo no podía más que él, que me dejase de parejerías. Oigame, no logré hacerle ni una limpieza a mi hijo. ¡Nada, con mi santería! Y a padecer como madre. Al fin murió que no era ni su sombra. Un esqueleto. Cuando se lo llevaron, lo que pesaba era la caja”.
O.O. deja en silencio otro pecado imperdonable que cometió su sacrílego hijo. Es una llegada suya quien me cuenta que lo que más entristeció a O.O. —y “desde entonces ella empezó a declinar, eso acabó con ella”— fue lo que hizo con su piedra de Oshún. “O.O. tenía una piedra africana que era de su madrina lucumisa; su madrina la trajo cuando vino a Cuba, y se la había dejado a ella. La piedra creció. Se puso enorme. Parecía por la forma, un melón. Dos hombres no podían moverla. Esa Caridad tenía un metro de ancho. Como que no había sopera para ella. O.O. la tenía en una batea. En una mudada, P. se la botó. Sí señora... Dicen muchos que la echó al río, pero no se sabe de fijo adonde fué a parar la Caridad del Cobre”.
No siempre los Santos, sin embargo, castigan con justicia. Si en el caso de Papá Colás se comprende que Obatalá aplicara a su hijo un correctivo más que merecido, en el de Luis S. el rigor de Changó parece tan excesivo como gratuito. Contra el capricho despiadado de los dioses, contra la antipatía divina que se ensaña en algún mortal, “por que sí”, no puede lucharse.
Se ataja a tiempo el mal que desencadena el mayombero judío, este tipo que aún inspira al pueblo un terror en el que hallaremos tan fuertes, tan rancias reminiscencias africanas: todo se estrella, en cambio contra la mala voluntad irreductible del Santo que “emperra”, “se vuelve de espaldas” y niega su protección o su perdón al hombre infortunado, sin más pecado que el de haber incurrido en su desagrado, “en caerle pesado”. Si bien es cierto que el favor de los Orishas se compra, pues son estos muy interesados, glotones y susceptibles al halago, cuando el Orisha se enterca y se hace el sordo, no acepta transacción alguna. Y aquí, si el adivino y conjurador, dueño de los medios de que se vale —coco, diloggún, okpelé, vititi mensu o andilé— para revelar al hombre el misterio del presente o la incógnita del futuro, es honrado no insistirá en rogativas que arruinen al sentenciado sin apelación con gastos que implican serios sacrificios y de los que sólo él se beneficiará mterialmente.
Cuando el Santo se vira y quiere perder a uno, ¿qué se va a hacer?” Absolutamente nada. La enfermedad entonces lo saben el babalawo y el gangángáme, no tiene remedio; ya no existe para este individuo la posibilidad de “un cambio de vida” o de cabeza, esta operación mágica, universal y milenaria que consiste en hacer pasar la enfermedad de una persona a un animal, a un muñeco, al que se tratará de darle el mayor parecido con el enfermo, o a otra persona sana, por lo que muchos se guardan de estar en contacto directo y aún de visitar santeros e iyalochas enfermos de gravedad, “no sea que cambien vida”, pues el espíritu más fuerte puede apoderarse de la vitalidad del más debil, robarle la vida y recuperar la salud. (“Por eso vé Vd. que un santero viejo, ya moribundo revive, y en cambio se muere el joven que está a su lado”).
Tampoco le salvaría la gracia que un orisha infundiera a una yerba. No valen rogaciones ni ebbó, sacrificios de aves y cuadrúpedos, tan eficaces que estipulan de antemano los Santos, especificando su naturaleza en cada caso, mediante los caracoles o el Ifá.
Luis S., al revés que Papá Colás, no era santero. En un toque de tambor Changó le pidió “agguddé” —plátano—, y Luis no lo entendió o se hizo el distraido. Es verdad que no creía mucho en los Santos; detalle de la mayor importancia. Un domingo que iba de compras al mercado alguien se le acercó y le habló en lengua. En aquel instante perdió el conocimiento y sin recobrarlo lo llevaron a su habitación en el solar. No volvió en sí hasta transcurridas cinco horas. Estando aún inconsciente en la cama, su mujer “cae” con Changó, éste la conduce a casa de su madrina, y allí el Santo refiere lo ocurrido.
—“Alafi (Changó) ¿pero qué has hecho?” le preguntan. “Etie mi cosinca”, (No he hecho nada) responde el Santo maliciosamente dándose en la rodilla y encogiéndose de hombros.
La madrina le retiró el Santo a la mujer de Luis. No se perdió tiempo; se hicieron rogaciones para desagraviar a Changó. Advertido por la madrina de su mujer, Luis le sacrificó un hermoso carnero. Pero Changó... “de tan rencoroso, de tan caprichoso que es”, no quedó satisfecho. El hombre empeoró y su mujer no podía dejarlo solo pues inmediatamente Alafi lo lanzaba al suelo y quedaba atontado, privado de movimiento por mucho rato. Explicaba torpemente al volver en sí, que un negro lo elevaba y lo dejaba caer. “Por la tirria de Santa Bárbara, que se empeñó en acabar con él”, Luis S. al fin murió de un síncope.






1 En los relatos de Lydia Cabrera seleccionados, se observarán algunas irregularidades de orden gramatical y tipográfico, que hemos respetado. (N. del E.)
2 Los Santos posesionados de sus hijos le piden dinero a los asistentes a las fiestas para regalarlo a los tamboreros, demostrándoles con esto que han tocado a su entera satisfacción.

miércoles, 19 de enero de 2011

LA CASA

Fredric Brown



Vaciló un instante en el corredor y echó una última y larga mirada al camino que tenía a su espalda: a los verdes árboles que crecían a su vera, a los campos amarillos, a las distantes colinas y a la brillante luz del sol. Después abrió la puerta, entró y la cerró tras de sí.
Se volvió al oír el extraño ruido de la puerta al cerrarse y solamente apareció una pared en blanco. No existía picaporte ni cerradura y si acaso tenía bordes aquella puerta, ajustaban tan bien que no se distinguían en absoluto.
Ante él vio un vestíbulo lleno de telarañas. El piso tenía una espesa capa de polvo, en la que aparecían dos delgadas y alargadas huellas, como si fueran el testimonio del paso de dos serpientes muy pequeñas o dos gusanos muy grandes. Eran muy débiles y no reparó en ellas hasta que llegó a la primera puerta de la derecha, la que tenía la inscripción Semper Fidelis en viejos caracteres ingleses.
Detrás de la puerta encontró un pequeño cuarto rojo, no mayor que un vestidor grande. En un lado había una sola silla, con una pata rota y colgando un retrato, enmarcado con elegancia, de Benjamín Franklin. Pendía torcido y el cristal estaba agrietado. No había polvo en el piso y parecía como si el cuarto hubiera sido limpiado recientemente. En el centro del piso yacía una cimitarra curva. Tenía manchas rojas sobre la empuñadura, y en el filo se podía apreciar una gruesa capa de un líquido verdoso. Fuera de esto, el cuarto estaba vacío.
Después de permanecer allí un largo rato, cruzó el vestíbulo y entró al cuarto del lado opuesto. Era grande, del tamaño de un pequeño auditorio, pero sus desnudas paredes negras lo hacían parecer más pequeño, a primera vista. Tenía muchas hileras de butacas de teatro de color púrpura, pero no se veía plataforma ni escenario alguno y los asientos comenzaban a tan sólo unos cuantos centímetros del liso muro de enfrente. No tenía nada más, aunque sobre el asiento más cercano descansaba una ordenada pila de programas. Tomó uno de ellos, pero se lo encontró en blanco, a excepción de dos anuncios comerciales en la contraportada, uno de cepillos de dientes Prophylactic y el otro anunciando un parque residencial. En una de las primeras páginas vio que alguien había escrito a lápiz la palabra o nombre Garfinkle.
Se metió el programa en el bolsillo y regresó al vestíbulo, oteando ávidamente en busca de las escaleras.
Detrás de una puerta cerrada frente a la que pasó, escuchó que alguien, obviamente aficionado, hacía surgir notas de lo que le pareció una guitarra hawaiana. Llamó a la puerta, pero sólo obtuvo por respuesta el sonido de unos pies alejándose precipitadamente, y después, el silencio. Cuando abrió la puerta y miró dentro, sólo vio un cadáver, en proceso de descomposición, colgando de la lámpara y el olor que lo asaltó fue tan nauseabundo que cerró la puerta apresuradamente y se dirigió a las escaleras.
Las escaleras eran angostas y estaban torcidas. No había barandilla y tuvo que apoyarse en la pared para subir. Se dio cuenta de que los siete primeros escalones estaban limpios, pero, en cambio, en el polvo que había más arriba del séptimo peldaño vio otra vez las huellas paralelas. A la altura del tercer escalón, partiendo de la parte superior, convergían y se desvanecían.
Entró en la primera puerta a la derecha y se encontró en una espaciosa habitación, lujosamente amueblada. Se dirigió a una gran cama de postes tallados en madera y descorrió las cortinas. La cama estaba muy bien hecha, y en la almohada vio un papel clavado con un alfiler. Una mano de mujer había anotada rápidamente, Denver, 1909. Sobre el reverso, otra mano había copiado una ecuación algebraica.
Abandonó el cuarto en silencio, pero se detuvo en la puerta para tratar de percibir un sonido que provenía de atrás, de un portón negro al otro lado del corredor.
Era la voz profunda de un hombre cantando en una lengua extraña y poco familiar. Se elevaba y descendía en una cadencia monótona como un himno budista, repitiendo a menudo la palabra Ragnarok. La palabra le parecía vagamente familiar, y la voz sonaba como la suya, pero ahogada por sollozos.
Permaneció con la cabeza inclinada hasta que la voz se esfumó en un triste y trémulo silencio y la penumbra se arrastró por la galería con la pericia de un experimentado ladrón.
Entonces, como despertando, caminó a lo largo del ahora silencioso corredor hasta que llegó a la tercera y última puerta y advirtió que su nombre estaba impreso, sobre el panel superior, en diminutas letras de oro. Quizá habían mezclado radio con el oro de las letras, porque brillaban en la semioscuridad del amplio pasillo.
Permaneció un buen rato con la mano sobre el picaporte, y finalmente entró, cerrando la puerta a su espalda. Escuchó el chasquido de la cerradura y supo que nunca se abriría de nuevo, pero no sintió temor.
La oscuridad era una masa negra y tangible que retrocedió de un salto cuando encendió un fósforo. Observó entonces que el cuarto era una reproducción exacta de la habitación de la casa de su padre, cerca de Wilmington: la habitación en la cual había nacido. Ahora sabía donde buscar las velas. Encontró dos en un cajón, y un pequeño trozo de una tercera, y supo que, encendidas una tras otra, durarían casi diez horas. Prendió la primera y la puso en el candelabro de latón de la pared, desde donde proyectaba sombras danzarinas de cada silla, de la cama y de la pequeña mesa situada al lado de ésta.
Sobre la mesa contigua, en el cesto de costura de su madre, estaba el número de Marzo de Harper’s; tomó la revista y la hojeó ociosamente.
Al cabo de un rato la dejó caer al suelo, pensando tiernamente en su esposa, quien había muerto muchos años atrás; una débil sonrisa tembló en sus labios al recordar algunos pequeños incidentes de los años, días y noches que pasaron juntos. También pensó en muchas otras cosas.
No fue sino hasta que sólo quedaba media pulgada de vela, en la novena hora, y la oscuridad empezaba a espesarse en los rincones más alejados del cuarto, cuando gritó, golpeó y clavó las uñas en la puerta, hasta que sus manos se convirtieron en sangrienta carne viva.

FIN


UNA CRUZ DE SIGLOS -- Henry Kuttner

UNA CRUZ DE SIGLOS
Henry Kuttner



Lo llamaron Cristo. Pero no era el Hombre que cinco mil años atrás había recorrido trabajosamente el largo camino hacia el Gólgota. Lo llamaron Buda y Mahoma, lo llamaron Cordero, y Bendito de Dios. Lo llamaron Príncipe de la Paz y el Inmortal.
Su nombre era Tyrell.
Ahora acababa de ascender por otro camino, el escarpado sendero que llevaba al monasterio de la montaña, y por un momento se detuvo parpadeante ante la brillosa luz del sol. Su túnica blanca estaba teñida del color negro ritual.
La muchacha que lo acompañaba le tocó el brazo y lo estimuló suavemente para seguir adelante. Entró en la sombra del portón.
Entonces vaciló y volvió la mirada hacia atrás. El camino lo había conducido hasta la pradera de la montaña donde se levantaba el monasterio, de color verde deslumbrante en la incipiente primavera. Tenuemente, a lo lejos, sintió que lo desgarraba la idea de abandonar todo ese esplendor, pero intuyó que la situación mejoraría muy pronto. Y el esplendor estaba lejos. Ya no era del todo real. La muchacha le volvió a tocar el brazo y él asintió obediente y caminó hacia adelante, preocupado por la sensación de una pérdida inminente que su mente fatigada no alcanzaba a comprender.
Estoy muy viejo, pensó.
En el patio los sacerdotes se inclinaron ante él. Mons, el jefe, estaba de pie en la otra punta de un amplio estanque que devolvía el azul indiferente del cielo. De cuando en cuando una brisa suave, fresca, agitaba la superficie del agua.
Viejas costumbres enviaban mensajes a lo largo de sus nervios. Tyrell elevó una mano y los bendijo a todos.
Serenamente su voz pronunció las recordadas frases.
—Que haya paz. En la tierra afligida, en todos los mundos y en el santo cielo de Dios que está entre ellos, que haya paz. Los poderes de... de... —su mano vaciló; luego volvió a recordar— los poderes de la oscuridad no tienen fuerza para oponerse al amor y la comprensión de Dios. Yo les traigo la palabra de Dios. Es amor; es comprensión; es paz.
Aguardaron hasta que terminó. Era el momento inadecuado y el ritual equivocado. Pero no tenía importancia, porque él era el Mesías.
Del otro lado del estanque Mons hizo una seña. La muchacha que acompañaba a Tyrell apoyó suavemente las manos sobre los hombros de su túnica.
—Inmortal —exclamó Mons—, ¿te quitarás tus vestiduras manchadas y con ellas los pecados del tiempo?
Tyrell miró vagamente hacia el otro extremo del estanque.
—¿Bendecirás los mundos con otro siglo de tu santa presencia?
Tyrell recordó algunas palabras.
—Yo parto en paz; yo regreso en paz —dijo.
La muchacha le quitó suavemente la túnica blanca, se arrodilló y le retiró las sandalias. Desnudo, Tyrell quedó de pie sobre el borde del estanque.
Parecía un muchacho de veinte años. Tenía dos mil.
Sintió la herida de alguna profunda inquietud. Mons lo convocaba con un brazo en alto, pero Tyrell miró a su alrededor confusamente y encontró los ojos grises de la muchacha.
—¿Nerina? —murmuró.
—Entra al estanque —susurró ella—. Crúzalo a nado.
Él extendió la mano y tocó la de ella. La muchacha sintió esa maravillosa corriente de dulzura que era su fuerza indomable. Le apretó la mano con vehemencia, tratando de atravesarle las nubes de la mente, tratando de hacerle saber que todo volvería a estar bien, que ella esperaría, como ya tres veces, en los últimos trescientos años, había esperado su resurrección.
Era mucho más joven que Tyrell, pero también era inmortal.
En los ojos azules de Tyrell la niebla del cansancio se aclaró por un instante.
—Espérame, Nerina —dijo. Luego, recobrando su antigua destreza, se sumergió en el estanque con una zambullida impecable.
Ella lo observó nadar firme y seguro. En su cuerpo todo funcionaba bien; siempre funcionaba igual, por más que envejeciera. Era sólo su mente la que se endurecía, se hundía más profundamente en los surcos acerados del tiempo y perdía el roce con el presente de suerte que su memoria se iba fragmentando poco a poco. Pero los recuerdos más viejos tardaban más en partir, y los recuerdos automáticos eran los más perdurables.
Ella tenía conciencia de su propio cuerpo, joven y fuerte y hermoso, como lo sería siempre. Su mente... también había una respuesta para eso. Estaba contemplando la respuesta.
Soy inmensamente bienaventurada, pensó. De entre todas las mujeres de todos los mundos, yo soy la Novia de Tyrell, y el único ser inmortal que existe además de él.
Con amor y veneración lo miró nadar. A sus pies estaba la túnica desechada, manchada con las memorias de cien años.
No parecía tan lejano. Podía recordar muy claramente la última vez que había observado a Tyrell cruzar a nado el estanque. Y antes de esa vez había habido otra, y esa había sido la primera. Para ella; para Tyrell, no.
Tyrell salió del agua chorreando y vaciló. Ella sintió mucha angustia ante su cambio, su sólida seguridad era ahora asombrada interrogación. Pero Mons estaba listo. Avanzó y lo tomó de la mano. Condujo al Mesías hacia una puerta enclavada en el elevado muro del monasterio, y juntos desaparecieron por ella. Nerina pensó que Tyrell se volvía para mirarla, con la permanente ternura de su sosiego profundo y maravilloso.
Un sacerdote tomó la túnica manchada tendida a sus pies y se la llevó. Ahora la lavarían y la colocarían sobre el altar, el tabernáculo esférico con la forma del mundo natal. Volvería a lucir blanca y resplandeciente, y sus pliegues caerían suavemente ondulados sobre la tierra.
La lavarían por completo, así como lavarían también la mente de Tyrell, le limpiarían el atestado depósito de recuerdos acumulados en un siglo.
Los sacerdotes salieron en fila. Ella miró furtivamente hacia atrás, más allá del portón abierto, al verde intenso y hermoso del prado montañés, a la hierba de primavera que con sensualidad se estiraba hacia el sol después de la nieve invernal. Inmortal, pensó, mientras elevaba los brazos hacia el cielo y sentía en el cuerpo la cadencia profunda de su sangre eterna, licor de los dioses. Era Tyrell el que sufría. Yo ningún precio debo pagar por esta... maravilla.
Veinte siglos.
Y el primero debió ser de horror total.
Su mente regresó de las escondidas brumas de la historia que ahora era leyenda, y sólo tuvo un resplandor del sereno Cristo Blanco que surcaba ese caos de estruendosa maldad cuando la tierra se ennegreció, cuando se tino del color escarlata del odio y la angustia. ¡Ragnarok, Armageddón, Hora del Anticristo... dos mil años atrás!
Acosado, inmutable, con su prédica de amor y de paz, el Mesías Blanco había atravesado como una luz el descenso de la tierra a los infiernos.
Y había vivido, y las fuerzas del mal se habían destruido a sí mismas, y los mundos habían encontrado la paz... habían encontrado la paz hacía ya tanto tiempo que la Hora del Anticristo estaba perdida en el recuerdo, era leyenda.
Perdida, aún para la memoria de Tyrell. Nerina se alegraba de que fuera así. Hubiera sido terrible de recordar. Se estremeció al pensar cuál habría sido su martirio.
Pero hoy era el Día del Mesías, y Nerina, el único ser inmortal además de Tyrell, contempló con veneración y amor la puerta vacía por donde él había salido.
Miró el estanque azul. Un viento fresco le rizaba la superficie; una nube pasaba suavemente junto al sol y ensombrecía el brillo de la jornada.
Pasarían setenta años hasta que ella volviera a nadar en el estanque. Y al despertar los ojos azules de Tyrell la estarían mirando, él le tomaría las manos y la llamaría para que se unieran en la juventud primaveral en que vivían eternamente.
Los ojos grises de Nerina lo observaron; apoyó una mano en la de él mientras permanecía recostado en el lecho. Pero no despertó.
Ella miró a Mons ansiosamente.
Él inclinó la cabeza con un gesto tranquilizador.
Ella sintió un movimiento levísimo junto a su mano.
Los párpados de Tyrell temblaron. Se abrieron lentamente La seguridad sosegada y profunda aún seguía allí, en los ojos azules que tanto habían visto, en la mente que tanto había olvidado. Tyrell la miró un momento. Luego sonrió.
Trémula, Nerina dijo:
—Siempre tengo miedo de que me olvides.
—Siempre le devolvemos sus recuerdos de ti —dijo Mons—, Bendita de Dios. Siempre lo haremos. —Se inclinó sobre Tyrell— Inmortal, ¿estás verdaderamente despierto?
—Si —dijo Tyrell y se incorporó balanceando las piernas sobre el borde del lecho, poniéndose de pie con movimientos ágiles y decididos. Miró a su alrededor, vio la nueva túnica lista, completamente blanca, y se la puso. Tanto Nerina como Mons advirtieron que ya no había vacilación en su conducta. Más allá del cuerpo eterno, la mente estaba joven, segura y despejada otra vez.
Mons se arrodilló, y Nerina se arrodilló también. El sacerdote dijo suavemente:
—Agradecemos a Dios que nos permita una nueva Encarnación. Que la paz reine en este ciclo, y en todos los ciclos futuros.
Tyrell tomó a Nerina de la mano y la hizo ponerse de pie. Se agachó y también alzó a Mons.
—Mons, Mons —dijo con tono casi de reprensión—. Cada siglo que pasa me tratan menos como a un hombre y más como a un dios. Si hubieras vivido hace unos cientos de años... pues, rezaban cada vez que me despertaba, pero no se ponían de rodillas. Soy un hombre, Mons. No lo olvides.
—Trajiste paz a los mundos —dijo Mons.
—¿Entonces, me podrían dar algo de comer, como recompensa?
Mons hizo una reverencia y salió. Tyrell se volvió rápidamente hacia Nerina La firme delicadeza de sus brazos la rodeó.
—Si no despertara, alguna vez... —dijo—. Renunciar a ti sería lo más difícil de todo. No sabía lo solo que estaba hasta que encontré a otro inmortal.
—Nos quedaremos una semana en el monasterio —dijo ella—. Una semana de retiro antes de volver a casa. Me gusta estar aquí contigo más que cualquier otra cosa.
—Espera un poco —dijo él—. Algunos siglos más y perderás esa actitud de veneración. Me gustaría que así fuera. El amor es mejor... ¿y a qué otra persona puedo amar de esta manera?
Ella pensó en los siglos de soledad que había tenido Tyrell, y todo el cuerpo le dolió de amor y compasión.
Después del beso Nerina se echó hacia atrás y lo miró pensativamente.
—Has vuelto a cambiar —dijo—. Sigues siendo tú, pero..
—¿Pero qué?
—Estás más suave, de alguna manera.
Tyrell se rió.
—Cada vez me lavan la mente y me dan un nuevo surtido de recuerdos. Oh, casi todos los viejos, pero el conjunto es un poco distinto. Siempre lo es. Las cosas están ahora más tranquilas que hace un siglo. Así que me reacondicionan la mente para que se adecue a la época. De lo contrario me convertiría gradualmente en algo anacrónico. —Frunció ligeramente el ceño—. ¿Quién es ése?
Ella miró hacia la puerta.
—¿Mons? No. No hay nadie.
—¿Oh? Pues... sí, tendremos una semana de retiro. Tiempo para pensar e integrar mi personalidad reacondicionada. Y el pasado... —Volvió a vacilar.
—Me gustaría haber nacido antes —dijo Nerina—. Podría haber estado contigo...
—No —replicó él rápidamente—. Al menos, no hace mucho tiempo.
—¿Tan malo fue?
Él se encogió de hombros.
—Ya no sé cuánto hay de verdad en mis recuerdos. Me alegro de no recordar más de lo que recuerdo. Pero recuerdo lo necesario. Las leyendas dicen la verdad. —El dolor le ensombreció el rostro—. Las grandes guerras... el infierno se desató. ¡El infierno era omnipotente! El Anticristo salía a caminar a la luz del día, y los hombres temían lo que está en las alturas.. —Alzó los ojos hacia el pálido cielo raso de la habitación, y vio más allá—. Los hombres se volvieron bestias. Demonios. Les hablé de la paz, e intentaron matarme. Resistí. Era inmortal, por gracia de Dios. Sin embargo, hubieran podido matarme. Soy vulnerable a las armas. —Tomó aliento con una respiración profunda, prolongada—. La inmortalidad no bastaba. La voluntad de Dios me protegió, para que pudiera seguir predicando la paz hasta que, poco a poco, las bestias contrahechas se acordaron de sus almas y salieron del infierno...
Nerina nunca lo había oído hablar así.
Suavemente le tocó la mano.
Tyrell volvió a ella.
—Ya pasó —dijo Tyrell—. El pasado está muerto. Tenemos el día de hoy.
A lo lejos los sacerdotes entonaban un himno de júbilo y gratitud.
La tarde siguiente ella lo vio en el extremo de un corredor, inclinado sobre un bulto, agazapado y oscuro, y corrió hacia allí. Estaba agachado junto al cuerpo de un sacerdote, y al ver a Nerina tembló y se levantó; tenía el rostro pálido y consternado.
Ella miró hacia abajo y su rostro también palideció.
El sacerdote estaba muerto. Tenía marcas azules en la garganta, el cuello quebrado y la cabeza monstruosamente retorcida.
Tyrell se movió para resguardar el cuerpo de la mirada de Nerina.
—Lla... llama a Mons —dijo él, inseguro, como si hubiera llegado al final de los cien años—. Rápido. Esto... llámalo.
Mons llegó, miró el cuerpo y quedó estupefacto. Sus ojos encontraron la mirada azul de Tyrell.
—¿Cuántos siglos han pasado, Mesías? —preguntó, con voz trémula.
—¿Desde que termino la violencia? Ocho siglos, o más. Mons, nadie, nadie es capaz de esto —dijo Tyrell.
—Si —dijo Mons—. Ya no hay violencia. Ha sido desterrada de la raza. —Súbitamente se puso de rodillas—. ¡Mesías, vuelve a traer la paz! ¡El dragón ha resurgido del pasado!
Tyrell se irguió, una figura de poderosa humildad en su túnica blanca.
Levantó los ojos y rezó.
Nerina se arrodilló, su horror se disipó lentamente en el poder abrasador de la oración de Tyrell.
El murmullo recorrió el monasterio y volvió tembloroso desde el aire azul, transparente que se extendía más allá. Nadie sabía quién había cerrado mortalmente las manos en la garganta del sacerdote. Nadie, ningún humano era capaz de matar; como había dicho Mons, la capacidad de odiar, de destruir, había sido desterrada de la raza.
El murmullo no trascendió los muros del monasterio. La batalla tenía que celebrarse en secreto, ningún indicio debe perturbar la prolongada paz de los mundos.
Ningún humano.
Pero creció otro murmullo: El Anticristo ha vuelto a nacer.
Acudieron a Tyrell, al Mesías, en busca de consuelo.
Paz —dijo—, paz; combatan el mal con la humildad, inclinen la cabeza en actitud de oración, recuerden el amor que salvó al hombre cuando hace dos mil años el infierno se abatió sobre los mundos.
Por la noche, lloró en sueños junto a Nerina, y luchó contra un enemigo invisible.
—¡Demonio! —gritó, y despertó temblando.
Ella lo estrechó en sus brazos, con orgullosa humildad, hasta que se volvió a dormir.
Un día Nerina y Mons fueron al cuarto de Tyrell para comunicarle el nuevo horror. Habían encontrado a un sacerdote muerto, salvajemente tajeado por un cuchillo filoso. Abrieron la puerta y lo vieron frente a ellos, sentado ante una mesita baja. Estaba rezando mientras contemplaba, con enferma fascinación, el cuchillo sangriento apoyado sobre la mesa.
—Tyrell... —dijo ella, y de improviso Mons inhaló una bocanada de aire rápida y temblorosa y giró bruscamente. La empujó hacia el otro lado de la puerta.
—¡Espera! —dijo con urgencia violenta—. ¡Espérame aquí! —antes de que pudiera decir una palabra la puerta se cerró y Nerina oyó que Mons le echaba cerrojo.
Permaneció allí, sin pensar, durante un rato largo.
Después Mons salió y cerró la puerta suavemente tras de si. La miró.
—Todo está bien —dijo—. Pero... ahora debes escucharme. —Y se quedó en silencio.
Intentó de nuevo.
—Bendita de Dios... —Volvió a respirar con dificultad—. Nerina. Yo... —rió en forma extraña—. Es raro. No puedo hablar a menos que te llame Nerina.
—¿Qué sucede? ¡Déjame ver a Tyrell!
—No, no. Se pondrá bien. Nerina, él está enfermo.
Ella cerró los ojos, tratando de concentrarse. Oyó la voz de Mons, insegura pero cada vez más fuerte.
—Esos asesinatos. Los cometió Tyrell.
—Mientes —dijo ella—. ¡Es mentira!
Mons replicó, casi bruscamente:
—Abre los ojos. Escúchame. Tyrell es... un hombre. Un gran hombre, un hombre muy bueno, pero no un dios. Es inmortal. Si no lo matan vivirá eternamente, como tú. Ya ha vivido mas de veinte siglos.
—¿Para qué decírmelo? ¡Ya lo sé!
—Debes ayudar —dijo Mons—. debes comprender. La inmortalidad es un accidente genético. Una mutación. Una vez cada mil años, tal vez cada diez mil, nace un ser humano inmortal. Su cuerpo se renueva a sí mismo; no envejece. Tampoco su cerebro. Pero su mente sí envejece...
—Hace sólo tres días —dijo Nerina desesperadamente—, Tyrell nadó en el estanque del renacimiento. Su mente no volverá a envejecer por un siglo. ¿Está...? ¿No se está muriendo?
—No, no. Nerina, el estanque del renacimiento no es más que un símbolo. Tú lo sabes.
—Sí. El verdadero renacimiento viene después, cuando nos metes en esa máquina. Lo recuerdo.
—La máquina —dijo Mons—. Si no se la usara cada siglo, tú y Tyrell se hubieran vuelto seniles e Impotentes hace mucho tiempo. La mente no es Inmortal, Nerina. Después de un tiempo ya no puede cargar con el peso del conocimiento, el saber, los hábitos. Pierde flexibilidad, la enturbia el rigor de la vejez. La máquina despeja la mente, como se puede despejar las unidades de memoria de una computadora. Entonces reemplazamos algunos recuerdos, no todos, y ponemos los necesarios en una mente clara y fresca, para que pueda crecer y aprender durante cien años más.
—Pero todo esto ya lo sé...
—Esos nuevos recuerdos forman una nueva personalidad, Nerina.
—¿Una nueva...? Pero Tyrell sigue siendo el mismo.
—No del todo. Cada siglo que pasa cambia un poco, a medida que la vida mejora y que los mundos son más felices. Cada siglo que pasa la nueva mente, la nueva personalidad de Tyrell se modifica, está más de acuerdo con el siglo que empieza que con el que acaba de terminar. Tú has renacido mentalmente tres veces, Nerina. No eres exactamente la misma que la primera vez. Pero no lo puedes recordar. No conservas todos los viejos recuerdos que alguna vez tuviste.
—Pero... pero qué...
—No sé —dijo Mons—. He hablado con Tyrell. Creo que esto es lo que sucedió. Al cabo de cada siglo en que la mente de Tyrell se limpiaba, se borraba, quedaba una mente en blanco, y sobre ella construíamos un nuevo Tyrell. No muy distinto. Sólo un poco, cada vez. ¿Pero más de veinte veces? Su mente ha de haber sido muy diferente hace veinte siglos. Y...
—¿Qué tan diferente?
—No lo sé. Suponíamos que cuando la mente se borraba, la estructura de la personalidad... desaparecía. Ahora pienso que no desapareció. Quedó sepultada. Reprimida, tan profundamente oculta en la mente que no podía emerger. Se tornó inconsciente. Así ocurrió siglo tras siglo. Y ahora Tyrell tiene más de veinte personalidades sepultadas en la memoria, tiene una personalidad múltiple que ya no puede mantenerse en equilibrio. En las tumbas de su mente hubo una resurrección.
—¡El Cristo Blanco nunca fue un asesino!
—No. En realidad, aún su primera personalidad, hace veinte siglos, ha de haber sido muy grande y buena para traer paz a los mundos, en aquellos tiempos del Anticristo. Pero a veces, en la sepultura de la mente, algo puede cambiar. Quizás alguna de esas personalidades enterradas se haya convertido en... en algo menos bueno que lo que fuera originariamente. Y ahora salió a la superficie.
Nerina se volvió hacia la puerta.
—Debemos estar muy seguros —dijo Mons—. Pero podemos salvar al Mesías. Podemos despejarle el cerebro, explorar muy profundamente, extirpar el espíritu maligno... Podemos salvarlo y devolverle la integridad. Debemos comenzar de inmediato. Nerina, reza por él.
La miró prolongada y afligidamente, se volvió y salió de prisa por el corredor. Nerina esperó, sin siquiera pensar. Al rato oyó un sonido leve. En un extremo del corredor había dos sacerdotes inmóviles; en el otro extremo, otros dos.
Abrió la puerta y fue hacia Tyrell.
Lo primero que vio fue el cuchillo manchado de sangre sobre la mesa. Después vio la oscura silueta junto a la ventana, contra la doliente intensidad del cielo azul.
—Tyrell —dijo, vacilante.
Él se volvió:
—Nerina. ¡Oh, Nerina!
Su voz era todavía dulce con la profunda fuerza de la calma.
Nerina se arrojó rápidamente a sus brazos.
—Estaba rezando —dijo él, y reclinó la cabeza para apoyarla sobre su hombro—. Mons me dijo... estaba rezando. ¿Qué es lo que hice?
—Eres el Mesías —dijo ella firmemente—. Salvaste al mundo del mal y del Anticristo. Eso hiciste.
—¡Pero el resto! ¡El demonio se apoderó de mi mente! Esta semilla que creció aquí, sin ver los rayos del sol de Dios... ¿en qué se convirtió? ¡Dicen que yo mato!
Al cabo de una larga pausa Nerina murmuró:
—¿Es cierto?
—No —dijo él, con certidumbre absoluta—. ¿Cómo habría podido? Yo, que he vivido por amor, más de dos mil años, no podría dañar a ningún ser viviente.
—Lo sabía —dijo ella—. Eres el Cristo Blanco.
—El Cristo Blanco —dijo él suavemente—. No quería semejante nombre. Soy sólo un hombre, Nerina. Nunca fui más que eso. Pero... algo me salvó, algo me mantuvo vivo en la Hora del Anticristo. Fue Dios. Fue Su mano. Dios... ¡ayúdame en este momento!
Ella lo estrechó con fuerza y traspuso con los ojos los límites de la ventana hacia el cielo brillante, el prado verde, las elevadas montañas con los picos rodeados de nubes. Dios estaba allí, y también más lejos, detrás del azul, en todos los mundos y en los abismos que los separaban, y Dios significaba paz y amor.
—Él te ayudará —dijo ella firmemente—. Anduvo a tu lado hace dos mil años. No se ha Ido.
—Sí —susurró Tyrell—. Mons debe estar equivocado. Cómo eran las cosas... lo recuerdo. Hombres como bestias. El cielo era fuego abrasador. Había sangre... había sangre. Más de quinientos años de sangre derramada por los hombres-bestias que luchaban.
Ella descubrió en él una súbita rigidez, un tembloroso endurecimiento, una nueva tensión aguda.
Él alzó la cabeza y la miró a los ojos.
Ella pensó en el hielo y en el fuego, hielo azul, fuego azul.
—Las grandes guerras —dijo él, con la voz rígida, entorpecida.
Después se cubrió los ojos con las manos.
¡Cristo! —la palabra estalló en su garganta tiesa—. Dios, Dios..
—¡Tyrell! —ella gritó su nombre.
—¡Atrás! —gruñó él, y Nerina retrocedió con un tropiezo, pero Tyrell no hablaba con ella—. ¡Atrás, demonio! —Se arañó la cabeza, se la restregó entre las manos y se inclinó hasta quedar casi arrodillado ante ella.
—¡Tyrell! —gritó—. ¡Mesías! Eres el Cristo Blanco...
El cuerpo agazapado se levantó de un salto. Nerina contempló el nuevo rostro. Quedó sobrecogida de horror y repugnancia abismales.
Tyrell se quedó mirándola. Luego, de modo aterrador, le hizo una reverencia fanfarrona, teatral.
Ella sintió el borde de la mesa a sus espaldas. Tambaleó y tocó la pesada densidad de la sangre seca en la hoja del cuchillo. Era parte de la pesadilla. Estiró la mano hacia la empuñadura, consciente de que el acero podía resultarle mortal, dejando que su pensamiento se adelantara a la centelleante punta acerada apoyada contra su pecho.
La voz que oyó estaba teñida por la risa.
—¿Está filoso? —preguntó él—. ¿Todavía está filoso, amor mío? ¿O se desafiló con el sacerdote? ¿Lo usarás conmigo? ¿Lo intentarás? ¡Otras mujeres lo intentaron! —la risa espesa se le estranguló en la garganta.
—Mesías —musitó Nerina.
—¡Mesías! —se burló Tyrell—. ¡Un Cristo Blanco! ¡Príncipe de la Paz! Que pronuncia palabras de amor, que camina ileso en medio de las guerras más sangrientas que jamás hayan asolado a un mundo... oh sí, una leyenda, amor mío, de dos mil años de edad y todavía más. Y una mentira, ¡Se han olvidado! ¡Todos han olvidado cómo fueron realmente aquellos tiempos!
Ella sólo pudo sacudir la cabeza en impotente desmentida.
—Oh sí —dijo él—. Tú no vivías todavía. Nadie vivía. Salvo yo, Tyrell. ¡Qué carnicería! Yo sobreviví. Pero no por predicar la paz. ¿Sabes qué les ocurría a los que predicaban amor? Morían... pero yo no morí. Yo sobreviví, no por predicar.
Se balanceó, riendo.
—Tyrell el Sanguinario —exclamó—. Fui el más sanguinario de todos. Lo único que entendían era el miedo. Y en aquel tiempo no se asustaban fácilmente, no los hombres semejantes a bestias. Pero si me temían a mi.
Alzó las manos; los dedos como garras, los músculos tensos en un éxtasis de atroz recordación.
—El Cristo Rojo —dijo—. Pudieron llamarme así. Pero no lo hicieron. No cuando demostré lo que debía demostrar. Entonces me pusieron un nombre. Conocían mi nombre. Y ahora... —le hizo una mueca sarcástica—. Ahora que los mundos tienen paz, ahora me adoran como Mesías. ¿Qué puede hacer hoy Tyrell el Sanguinario?
La risa le brotó lenta, horrible y satisfecha.
Dio tres pasos y la abrazó. La carne de Nerina se contrajo ante el contacto de tanta iniquidad.
Y entonces, súbita, extrañamente, Nerina sintió que el mal lo abandonaba. Los brazos rígidos temblaron, se retiraron, y luego la volvieron a estrechar, con frenética ternura, mientras él inclinaba la cabeza y ella sentía el repentino calor de las lágrimas.
Tyrell no pudo hablar por un rato. Fría como la piedra, ella lo sostuvo.
De algún modo se encontró sentada en un sofá, y él estaba de rodillas ante ella, el rostro escondido en su falda.
No pudo comprender muchas de sus palabras ahogadas.
—Recuerdo... yo recuerdo... los viejos recuerdos... No lo puedo soportar, no puedo mirar atrás... ni adelante... ellos... ellos me pusieron un nombre. Ahora recuerdo...
Ella le apoyó una mano sobre la cabeza. Tenía el cabello frío y húmedo.
¡Me llamaban Anticristo!
Tyrell alzó la cabeza y la miró.
—¡Ayúdame! —gritó con angustia—. ¡Ayúdame, ayúdame!
Entonces su cabeza volvió a caer y se apretó los puños contra las sienes, en un susurro inarticulado.
Ella recordó lo que tenía en la mano derecha, levantó el cuchillo y lo hundió con toda la fuerza que pudo, para brindarle la ayuda que él necesitaba.
Se paró, frente a la ventana, de espaldas a la habitación y al inmortal difunto.
Esperó que el sacerdote Mons regresara. Él sabría qué hacer a continuación. Probablemente habría que guardar el secreto, de alguna manera.
No le harían daño, eso lo sabía. La veneración que había rodeado a Tyrell también la circundaba a ella. Seguiría viviendo, sería ahora el único ser inmortal nacido en tiempo de paz, y viviría eternamente sola en los mundos de paz. Quizás algún día, alguna vez, nacería otro como ella, pero ahora no quería pensar en eso. Solamente quería pensar en Tyrell y en su soledad.
A través de la ventana contempló el azul y el verde brillante, el día puro de Dios, limpio ya de la última mancha roja del sangriento pasado humano. Sabía que Tyrell se hubiera alegrado de ver esa limpieza, esa pureza que se mantendría siempre.
Ella la vería mantenerse. Era parte de esa pureza, así como Tyrell no lo había sido. Y aún en la soledad que ya sentía, había de algún modo un sentimiento de compensación. Estaba consagrada a los siglos del hombre por venir.
Llegó más allá de su pena y su amor. Desde lejos pudo oír el solemne cántico de los sacerdotes. Era parte de la justicia que por fin llegaba a los mundos, después del largo y sangriento sendero del nuevo Gólgota. Pero era el último Gólgota, y ella seguirla adelante como debía hacerlo, consagrada y segura.
Inmortal.
Elevó la cabeza y miró firmemente el azul. Miraría adelante, hacia el futuro. El pasado estaba olvidado. Y para ella, el pasado no representaba una herencia sangrienta, una corrupción profunda que persistiría oculta en el infierno negro de los abismos de la mente hasta que la semilla monstruosa germinara para destruir la paz y el amor de Dios.
De pronto recordó que había cometido un crimen. Su brazo se estremeció nuevamente con la violencia del golpe; sintió en la mano el hormigueo de la sangre derramada.
Con extrema rapidez cerró el paso de los recuerdos a la conciencia. Miró hacia el cielo, y contuvo con fuerza las puertas clausuradas de su mente como si la embestida ya se precipitara contra los frágiles barrotes.


FIN



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