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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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lunes, 24 de marzo de 2008

EL BARRIL DE AMONTILLADO – Edgar Allan Poe (1809 –1849)

Título en Inglés: THE CASK OF AMONTILLADO
Texto de dominio público.

EL BARRIL DE AMONTILLADO
Edgar Allan Poe



Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Vosotros, que conocéis tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegaréis a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando esta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.
Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.
Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.
Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.
—Querido Fortunato —le dije en tono jovial—, este es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.
—¿Cómo? —dijo él—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!
—Por eso mismo le digo que tengo mis dudas —contesté—, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.
—¡Amontillado!
—Tengo mis dudas.
—¡Amontillado!
—Y he de pagarlo.
—¡Amontillado!
—Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá...
—Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.
—Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.
—Vamos, vamos allá.
—¿Adónde?
—A sus bodegas.
—No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi...
—No tengo ningún compromiso. Vamos.
—No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.
—A pesar de todos, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.
Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire,
[1] me dejé conducir por él hasta mi palazzo.
Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.
Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.
El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.
—¿Y el barril? —preguntó.
—Está más allá —le contesté—. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.
Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.
—¿Salitre? —me preguntó, por fin.
—Salitre —le contesté—. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?
—¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!
A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.
—No es nada —dijo por último.
—Venga —le dije enérgicamente—. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...
—Basta —me dijo—. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.
—Verdad, verdad —le contesté—. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.
Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.
—Beba —le dije, ofreciéndole el vino.
Se llevó la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludo con familiaridad. Los cascabeles sonaron.
—Bebo —dijo— a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.
—Y yo, por la larga vida de usted.
De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.
—Esas cuevas —me dijo— son muy vastas.
—Los Montresors —le contesté— era una grande y numerosa familia.
—He olvidado cuáles eran sus armas.
—Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.
—¿Y cual es la divisa?
—Nemo me impune lacessit
[2]
—¡Muy bien! —dijo.
Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.
—El salitre —le dije—. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...
—No es nada —dijo—. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.
Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender.
Le miré sorprendido. Él repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
—¿No comprende usted? —preguntó.
—No —le contesté.
—Entonces, ¿no es usted de la hermandad?
—¿Cómo?
—¿No pertenece usted a la masonería?
—Sí, sí —dije—; sí, sí.
—¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?
—Un masón —repliqué.
—A ver, un signo —dijo.
—Este —le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.
—Usted bromea —dijo, retrocediendo unos pasos—. Pero, en fin, vamos por el amontillado.
—Bien —dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.
Se apoyó pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas.
En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.
Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo.
Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.
En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.
—Adelántese —le dije—. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...
—Es un ignorante —interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.
En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.
—Pase usted la mano por la pared —le dije—, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.
—¡El amontillado! —exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.
—Cierto —repliqué—, el amontillado.
Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tarde en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho.
Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte.
El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.
Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.
Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.
Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:
—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je! a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!
—El amontillado —dije.
—¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.
—Sí —dije—; vámonos ya.
—¡Por el amor de Dios, Montresor!
—Sí —dije—; por el amor de Dios.
En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:
—¡Fortunato!
No hubo respuesta, y volví a llamar.
—¡Fortunato!
Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!

F I N

[1] Capa o capote
[2] Nadie me ofende impunemente

POPSY -- STEPHEN KING

POPSY
Por : Stephen King

Sheridan conducía con lentitud frente a la larga fachada lisa del centro comercial cuando vió al
chiquillo salir por las puertas principales, situadas bajo el cartel iluminado. Era un niño, de tal
vez algo más de tres años, aunque, sin duda, no pasaba de los cinco. En su rostro se leía una
expresión a la que Sheridan se había tornado muy perceptivo. Estaba intentando contener las
lágrimas, pero no tardaría en echarse a llorar.
Sheridan se detuvo un instante mientras le acometía la familiar sensación de disgusto..., aunque
cada vez que se llevaba a un niño, la sensación se hacía menos acuciante.
Sheridan estacionó la furgoneta en unas de las plazas mas cercanas al centro comercial y
reservadas a los inválidos. En la parte trasera de la furgoneta llevaba una matrícula especial que
el estado concede a los inválidos. La matrícula valía su peso en oro, porque impedía que los
guardias de seguridad sospecharan y, además, porque esas plazas resultaban muy prácticas y casi
siempre estaban vacías.
Se apeó de la furgoneta y camino hacia el niño, que miraba en derredor con una expresión de
creciente pánico. Sí, señor, pensó Sheridan, unos cinco años, tal vez seis, pero muy menudito.
Bajo las estridentes luces fluorescentes que emanaba el interior del edificio, el niño aparecía
blanco como la nieve, no solo asustado, sino realmente enfermo. Sheridan supuso que su aspecto
se debía al miedo. Por lo general, reconocía aquella expresión cuando la veía, porque había visto
un gran terror reflejado en su propio espejo durante el último año y medio.
El niño alzó los ojos esperanzado hacia las personas que pasaban junto a él, personas que
entraban en el centro comercial ansiosas por comprar, que salían cargadas de paquetes, con el
rostro soñador, casi como drogado, impregnado de algo que probablemente tomaban por
satisfacción.
El niño, enfundado en vaqueros Tuffskin y una camiseta de los Penguins de Pittsburgh, buscaba
ayuda, buscaba a alguien que le mirara y comprobara que algo andaba mal, buscaba a alguien
que le formulara la pregunta adecuada.
«Aquí estoy yo -pensó Sheridan mientras se acercaba-. Aquí estoy yo. »
Cuando estaba a punto de alcanzar al niño, divisó a uno de los guardias del centro comercial.
Avanzaba despacio por el pasillo central en dirección a las puertas principales. Tenía la mano
metida en un bolsillo, sin duda buscaba un paquete de cigarrillos. Dentro de un momento saldría
y al diablo con el golpe de Sheridan.
Sheridan retrocedió unos pasos y fingió rebuscar en sus bolsillos para asegurarse de que todavía
llevaba las llaves. Su mirada pasó del niño al guardia de seguridad y otra vez al niño. El pequeño
se echo a llorar. No a aullar, todavía no, pero gruesas lágrimas, que parecían rosadas, empezaron
a rodar por sus mejillas.
Al fin Sheridan decidió ir hacia donde el chiquillo estaba.
¿Has perdido a tu padre? pregunto Sheridan.
Mi papito- repuso el niño mientras se secaba las lagrimas. No lo encuentro.
De pronto el niño estallo en sollozos, y una mujer se volvió con una expresión de vaga
preocupación.
La mujer siguió su camino. Sheridan rodeó los hombros del chico en ademán de consuelo y tiró
de él hacia la derecha... en dirección a la furgoneta. A continuación echó otro vistazo al interior
del centro comercial.
Quiero a mi papito- Sollozó el pequeño
Claro que sí- Lo consoló Sheridan. Y lo encontraremos.
Empezó a dirigirse a la entrada principal, olvidadas ya las lágrimas, y Sheridan tuvo que hacer un
gran esfuerzo para no agarrar al pálido chiquillo en aquel preciso instante.
Primero tenía que conseguir que subiera a la furgoneta.
Llevo al chico a la furgoneta, que tenía cuatro años y estaba pintada de un desvaído color azul.
Abrió la portezuela y dedicó una sonrisa al niño, quien lo miró con expresión de duda. Los ojos
verdes parecían nadar en su pequeño rostro pálido, ojos tan grandes como los de un niño
extraviado de una de esas fotos que anuncian en los semanarios sensacionalistas baratos.
Sheridan salió del estacionamiento principal del centro comercial, se detuvo para comprobar que
no venían coches. El niño estaba sentado en el borde del asiento, con las manos sobre las rodillas
de los téjanos y los ojos completamente atentos.
¿Por que vamos por detrás?- Quiso saber el niño.
Hay que dar la vuelta para ir a las otras puertas- Explicó Sheridan.
La expresión atormentada del pequeño se transformo en otra de sublime alivio, y por un instante,
Sheridan sintió compasión por él. Al fin y al cabo, no era un monstruo ni un maníaco, por dios.
Pero las deudas iban aumentando un poco mas cada vez. Y era la única forma que tenía para
pagarlo.
Sheridan extrajo unas esposas de la guantera sin que el niño lo notara.
El chico se inclinó por un momento, Sheridan se acercó a él y cerró una de las esposas sobre la
mano extendida del niño con toda la facilidad del mundo, y entonces empezaron los problemas.
El crío peleaba como un lobezno, retorciéndose con una fuerza a la que Sheridan nunca habría
dado crédito de no estar experimentando sus consecuencias en aquel mismo instante.
Sheridan agarró al niño por el cuello redondo de la camiseta y tiró de el hacia dentro. Intentó
cerrar la segunda esposa en torno a la riostra especial que había junto al asiento del copiloto, pero
falló. El niño le mordió la mano dos veces hasta hacerle sangrar. Dios, tenía los dientes como
cuchillas de afeitar. Le acometió un intenso dolor que le ascendió por el brazo. Asestó al niño un
puñetazo en la boca. El niño cayó sobre el asiento, medio atontado, con la sangre de Sheridan
sobre los labios, la barbilla y el cuello de la camiseta. Sheridan cerró la esposa sobre la riostra y
se hundió en su propio asiento mientras se succionaba la sangre de la mano.
El dolor era terrible. Se sacó la mano de la boca y observó las heridas a la mortecina luz del
salpicadero. Distinguió dos hileras de orificios superficiales, de unos cinco centímetros de
longitud, que avanzaban hacia la muñeca desde los nudillos. la sangre brotaba en pequeños
hilillos. Pese a todo no sentía deseos de volver a golpear al muchacho, y eso no tenía nada que
ver con dañar la mercancía.
-Se arrepentirá- Anunció el niño.
Sheridan miró en derredor con impaciencia.
-Mi papito es muy fuerte, señor.
Me encontrará.
ajá- dijo Sheridan
Puede olerme
Sheridan no lo dudaba. El mismo podía oler al crío. El miedo despedía un olor con el que se
había familiarizado en sus expediciones anteriores, pero el olor de este niño era irreal, una
mezcla de sudor, barro y ácido sulfúrico hervido. Cada vez estaba mas convencido de que al niño
le pasaba algo grave.
Siete kilómetros mas adelante, Sheridan tomó un camino de tierra apisonada que rodeaba el lado
norte de una laguna. Ocho kilómetros mas adelante y hacia el oeste, tomaría la carretera 41.
Echó un vistazo a la laguna, una extensión plateada a la luz de la luna... y de pronto la luna dejó
de brillar. Desapareció.
Sobre la furgoneta se oyó un ruido parecido al que producen las sábanas al ondear al viento.
¡Abuelito! gritó el niño.
-Cierra el pico- es un pájaro.
Pero de pronto sintió que un gran escalofrío le recorría el cuerpo. Un escalofrío tremendo. Miró
al pequeño. Había vuelto a abrir los labios, mostrando todos los dientes. Tenía dientes blancos,
muy blancos y grandes.
Algo aterrizó sobre el techo de la furgoneta con un gran golpe sordo.
¡Papito! Volvió a gritar el pequeño, casi loco de alegría.
De pronto Sheridan dejo de ver la carretera... una enorme ala membranosa, sembrada de venas
palpitantes, cubrió toda la extensión del parabrisas.
El abuelito sabe volar.
Sheridan lanzó un grito y pisó el freno con la esperanza de que aquella cosa saliera despedida del
techo.
Me ha raptado abuelito.
De pronto, una mano, que parecía mas una garra que una autentica mano, atravesó el vidrio de la
ventanilla y le arrebató dos dedos. Al cabo de un instante, el abuelito arrancó toda la portezuela
de cuajo, convirtiendo las bisagras en brillantes birutas de metal inútil.
El abuelito sacó a Sheridan del coche de un solo tirón, y sus garras se le clavaron en la chaqueta,
después en la camisa y a continuación, en lo mas profundo de la carne de sus hombros. De
repente los ojos verdes del abuelito adquirieron un color rojo oscuro como la sangre.
Hemos ido al centro comercial para comprar juguetes articulados- susurro el abuelito.
El aliento le olía a carne plagada de cresas.
Todos los niños los quieren. Debería haberlo dejado en paz.
Zarandeó a Sheridan como si de un muñeco se tratara. Cuando el hombre gritó, lo zarandeo un
poco mas. Sheridan oyó que el papito le preguntaba al niño con toda amabilidad si todavía tenía
sed; oyó al niño responder que sí, que tenía mucha sed, que el hombre malo lo había asustado y
que tenía la garganta muy seca. Vió la uña del pulgar de su abuelito una fracción de segundo
antes de que desapareciera bajo su barbilla; una uña mordida y gruesa que le rebanó el cuello
antes de que se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo, y lo último que vió antes de sumergirse
en las tinieblas fue al niño, con las manos formando un cuenco para recoger en ellas el río de
sangre.


FIN.

algo para leer