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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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sábado, 23 de octubre de 2010

EL ESPECTRO DEL NOVIO -- Relato de un viajero -- Washington Irving





EL ESPECTRO DEL
NOVIO
Relato de un viajero
Washington Irving
**
No hallaré el descanso en mi posada Falstaff1
--
Durante un viaje que hice cierta vez por los Países Bajos, llegué una noche a la
Pomme d'Or2, el mejor hostal de una pequeña villa flamenca. Lo hice pasada la hora
convenida para la table d'hôte3, por lo que me vi obligado a cenar a solas los restos
del menú que me sirvieron. Hacía un frío espantoso. Tomé asiento al fondo de un
amplio comedor a la sazón vacío; acaso angustiado por aquella soledad, por aquel
silencio que me hacía tener la sensación de que había llegado a un lugar solitario,
pedí al posadero algo que leer, y el buen hombre, prestamente, me ofreció cuanto
componía la biblioteca de su casa y pensión: una Biblia familiar holandesa y un
almanaque escrito en la misma lengua, pero también unos cuantos periódicos
parisinos atrasados... Me entretenía en la lectura de alguno de aquellos periódicos
atrasados cuando llegaron hasta mis oídos unas risas que parecían originarse en la
cocina del hostal. Cualquiera que haya viajado por el continente sabe lo muy
importante que resulta para el viajero llegar a un lugar en el que las cocinas sean
alegres; sobre todo, en circunstancias como la mía, con un tiempo de perros, cuando
más necesario se hace el calor en todos los sentidos... Dejé a un lado, pues, el
periódico que leía, y me levanté con ánimo de hacer una incursión, más o menos
profunda, allá por donde estaba la cocina del hostal, pues la verdad es que me hacía
franca ilusión encontrarme con gente que riera con tantas ganas. Vi allí, reunidos al
amor del fuego de los fogones, a varios viajeros que habían arribado al hostal antes
que yo, a hora prudencial, pues, en una diligencia; estaban en animada charla con las
personas que se encargaban de cocinar para la clientela del Pomme d'Or. Estaban,
como he dicho, sentados alrededor de uno de los fogones, que parecía un altar ante el
que se hubiera congregado una comunidad, aun pequeña, de fieles; había sobre el
fogón, en la pared, cacharros de cocina y una vajilla completa y reluciente, en la que
destacaba un juego de té presto para el servicio. Una lámpara de aceite, grande y de
cristal reluciente, daba luz a los que allí charlaban y reían, arrojando sus sombras
descomunales contra las paredes de la amplia cocina. Bajo aquella amarillenta luz de
la lámpara sólo aparecía bien iluminada la escena que mostraba a esas personas,
permaneciendo el resto de la cocina en una penumbra atrayente, que sugería
placidez e intimidad. Una hermosa flamenca, con largos pendientes dorados en sus
orejas y con un pequeño corazón, igualmente dorado, pendiente de su cuello por una
cadenita, parecía la sacerdotisa que oficiaba el rito de la reunión ante aquel fogón
1 Sir John Falstaff (1378-1459), célebre marino, amigo y compañero de Enrique V de
Inglaterra en sus correrías guerreras y en sus francachelas. Shakespeare lo inmortalizó en
Henry IV y en The Merry Wives of Windsor, por sugerencia, en esta última obra, de la
reina Isabel I, quien según es fama dijo a Shakespeare que deseaba ver a Falstaff
enamorado. Irving, claro, cita a Shakespeare: no conoció a Falstaff Ni a Orson Wells, claro.
2 La Manzana de Oro.
3 Aquí, la hora de la cena, el menú de la casa.
como un altar, en la cocina del hostal.
Varios de los allí presentes fumaban plácida y relajadamente sus pipas, con ese
especial regusto con que se saborea un buen tabaco aromático después de una
excelente cena, cuando ya comienza a desearse el caliente lecho para descansar. Ya he
dicho que se contaban anécdotas, y justo entré cuando uno de aquellos hombres
concluía la suya y empezaba un francés a referir otra... Era el francés un hombre de
cara larga y magra pero jovial, con enormes patillas, y comenzó a contar historias
galantes de las que, cómo no, había sido protagonista, entre el regocijo de las
muchachas flamencas de la cocina y las risas admiradas de los demás hombres allí
reunidos... Lo propio, en fin, de esos templos de la liberalidad y de la honesta
diversión que son las cocinas de los hostales cuando llega la noche.
Desde luego, no vi mejor ocasión de sacudirme el tedio, y como en realidad aún
no me apetecía irme a dormir, a despecho del cansancio, tomé asiento junto a los allí
congregados, procurando no hacer ruido. Escuché así varias historias más que
referían los viajeros, algunas de una increíble extravagancia y otras más verosímiles,
como ocurre en estos casos. Todas ellas, sin embargo, se me han borrado ya de la
memoria, a excepción de la que narró un hombre, que pido permiso para relatar...
Lamento no poder hacerlo con la vivacidad y convicción, empero, con que hizo su
relato aquel hombre, ni con su aire tan peculiar, ni con sus gestos tan apropiados...
Era un viejo suizo corpulento, que tenía la pinta del que ha viajado mucho. Vestía
decorosamente, muy pulcro y hasta elegante con su chaqueta verde de buen paño,
con sus calzones de cuero con peto igualmente de cuero protegiéndole el pecho, y
con sus medias de lana. Era muy corpulento, como ya he dicho, a pesar de su edad
proyecta, y gesticulante, con la mandíbula poderosa, de nariz aquilina, de ojos
grandes y chispeantes, rubios aún sus cabellos, a pesar de las canas que lucía, que le
caían crecidos sobre el cuello de un abrigo largo de terciopelo e igualmente verde,
esos abrigos que en realidad son una capa, prenda tan típica entre los viajeros que
recorren en invierno el continente. A veces lo interrumpían en su relato, bien las
preguntas de quienes escuchaban, sobre todo las preguntas de las muchachas, o bien
la llegaba de algún huésped aún más tardón que yo mismo, y él a todos atendía,
cordial, deferente, para seguir después a lo suyo con el mismo entusiasmo de antes...
Y alguna vez se interrumpía él mismo, con el pretexto de dar lumbre a su pipa, sin
duda para incrementar las ansias de quienes lo escuchábamos... Ni que decir tiene
que las muchachas, y en especial la flamenca rubicunda de los pendientes dorados, le
miraban con embeleso, como enamoradas.
Me gustaría que mis lectores se lo imaginaran con su pipa genuina de écume de
mer4, con su mentón poderoso, sentado en un sillón con todo su aire mundano
mientras refería aventuras, como sin importancia, que a todos sorprendían, con la
cabeza siempre alta, más que la de un gallo, y entornando a veces los ojos para
reafirmar un aspecto particularmente memorable de su relato, o mirando de reojo
4 Espuma de mar.
con ellos cuando el misterio tenía que ser aprensivo; así, acaso, la última historia que
contó, y que a continuación paso a referirles, les toque en el alma tan profundamente
como a mí me llegara.
En la cumbre de una de las alturas de Odenwald, país salvaje y romántico de la
Alta Germania, situado cerca de donde confluyen el Mosa y el Rin, se alzaba hace
muchos años el castillo del barón Von Landshort5. Ahora, por el tiempo en que
transcurre mi historia, se hallaba en ruinas y casi sepultado por un bosque de hayas y
de negros abetos; no obstante, la vieja torre que servía de punto de observación y
vigilancia más importante del castillo aún se elevaba por encima de los árboles, de
igual manera que el barón del que hablo se esforzaba en mantener su dominio sobre
los campesinos de la comarca.
El barón era un descendiente venido a menos de la gran familia de los
Katzenellenbogen6 y heredero de sus bienes y del orgullo que fue divisa de la estirpe.
Aunque el afán guerrero de sus antepasados había hecho que disminuyera el número
de sus propiedades, pretendía el barón, sin embargo, seguir dando muestras de una
opulencia infinita. Eran tiempos de paz y todos los nobles de Alemania habían
abandonado sus góticos torreones defensivos, colgados de las montañas como nidos
de águilas, para afincarse en los valles, lugares de común más placenteros y que
propician una existencia, por ello, más cómoda.
Tenía el barón una hija, su única descendiente; pero la naturaleza compensó no
haberle dado más que esa hija, haciendo de ella, en cambio, un prodigio, un dechado
de virtudes. Tanto sus primas como todas las nodrizas y comadres de la comarca
aseguraban al padre que no había en toda Germania quien pudiera rivalizar con ella
en belleza. ¿Quién mejor que ellas para aseverarlo? Había recibido la educación más
esmerada, siempre bajo la vigilancia de dos de sus tías, unas viejas solteronas que,
habiendo pasado varios años de su juventud en uno de los pequeños principados de
Alemania, estaban, por ello, versadas más que cumplidamente en todas las ramas del
saber, en todos los conocimientos precisos para instruir convenientemente a una
joven de abolengo y belleza tan notables como los de su sobrina. Por la virtud de los
consejos recibidos de sus tías, así, la hija del barón accedió a un grado sumo de
perfección espiritual. Aún no había dejado atrás sus maravillosos dieciocho años, y
ya hacía encantadores bordados y representaba escenas santas prodigiosas en los
5 Humorada sarcástica de Irving: Landshort, tierra pequeña, o país pequeño, o principado
pequeño, en oposición al título de Landgraviate, propio de algunos principados de la
antigua Alemania
6 Mano de gato; en inglés, Cat's-Elbow. Pone Irving una nota en el original, según la cual tal
era el nombre de una familia muy poderosa en otro tiempo, llamada así por haberse
contado entre sus miembros una dama muy perspicaz y celebrada por su firmeza, que
impedía que le temblara la mano ante cualquier situación difícil o a la hora de castigar a
sus súbditos.
telares, tan expresivas que se podía jurar al verlas que las ánimas del purgatorio
habían vuelto a la vida. Era capaz de leer, además, y sin mayores esfuerzos, lo mismo
libros religiosos que otros con las historias de caballeros andantes del Heldenbuch7.
Había hecho, en fin, grandes progresos en la escritura, con lo que ya era capaz de
escribir su nombre sin olvidarse de una sola letra; lo hacía de manera muy pulcra,
harto legible, a tal punto que sus tías podían leerlo sin necesidad de ponerse las
antiparras para tratar de adivinar cuál sería una u otra letra... Mas, muy
especialmente, sobresalía en artes tales como las de cuál era la danza del día, tocar en
el arpa distintos aires de la tierra, y también en el laúd, además de saberse de
memorias las más tiernas baladas de los Minnielieders8.
Las tías de la bella joven, que en sus años mozos habían sido, sin embargo,
mujeres coquetas y de virtud más que en entredicho, eran las personas más idóneas
para vigilar como auténticas cancerberas la conducta de su sobrina, pues no hay
dueña de una virtud tan rigurosa y de un decoro tan sobrio como una coqueta que se
quedó soltera... Raramente consentían que la bella se alejara de su vista y pocas veces
le permitían salir de las estancias del castillo sin que cayera sobre sus espaldas su
mirada. Sin cesar leían en voz alta, para que lo oyese bien la muchacha, tratados
sobre las conveniencias sociales y la obediencia pasiva. Y en lo que a los hombres
respecta, ¡ah, caramba!, le decían que jamás habría de consentir en mirarlos, salvo si
se hallaba a gran distancia de ellos, y en cualquier caso con tanta desconfianza y
prevención, que sin una autorización especial de ellas mismas no se hubiera atrevido
la pobre, jamás, a recrearse la vista en la contemplación del más bello doncel del
mundo... Eso, pues, mirar a un hombre, no, nunca, jamás... Tal atrevimiento, estaba
segura, le hubiera supuesto morir de inmediato a sus pies.
Pronto dieron sus frutos los rigores de aquella educación. La joven dama era un
perfecto ejemplo de morigeración y discreción. Mientras las demás muchachas de su
edad, cual flores mundanas que cada mano puede acariciar y tirar después,
marchitaban el brillo de su hermosura encantadora en los torbellinos del mundo y la
vida, nuestra modesta y encantadora virgen, tan hermosa, dirigida siempre por sus
virtuosas cancerberas, florecía como el botón de una rosa solitaria que se alza y abre
magnífica en su esplendor entre todas las espinas que la cercan. Sus tías, ni que
decirlo, la contemplaban más orgullosas de sí mismas que de su sobrina, y se decían
que aunque todas las demás jóvenes se alejaran del recto camino, gracias al cielo,
semejante baldón nunca caería sobre la hermosa heredera de los Katzenellenbogen.
Sin embargo, era el caso que, aunque el barón de Landshort no tenía más que
7 Das Heldenbuch, o Libro de los héroes. Colección de romances sobre gestas caballerescas
germánicas del siglo XIII, sobre todo las de los héroes Hugdietrich, Ortnit y Wolfdietrich.
8 Canciones populares que se acompañaban con laúd. A pesar de su prosapia germánica, el
nombre deriva del hebreo minn, plural de men, que designa de manera genérica los
instrumentos de cuerda.
aquella hija única, no por eso era menos numerosa su familia, pues había querido
darle la Providencia toda una legión de parientes sin fortuna, que, cual es de común
en todos aquellos parientes cuyo afecto conviene poco, mostraban una clara
disposición y hasta un cariño enorme hacia el barón, al que se sentían muy apegados,
y aprovechaban cualesquiera circunstancias para dejarse caer como un enjambre
sobre el castillo para darle muestras de su amor. Cada fiesta familiar era celebrada
por estas buenas gentes a costa del barón, y cuando ya habían comido y bebido hasta
reventar declaraban enternecidos que nada había sobre la faz de la tierra, y aun en
los cielos, como las deliciosas reuniones de familia que tanto les alegraban los
corazones.
El barón, a pesar de ser un hombre más bien bajo, tenía un alma elevada, cabe
decirlo así... Más aún, se tenía por el más grande hombre del pequeño mundo en que
vivía; tamaña convicción acerca de su superioridad sobre los demás le colmaba de
dicha. Por eso disfrutaba narrando larguísimas historias sobre las virtudes y el valor
de sus antepasados, cuyos antañones retratos, en las paredes del castillo, parecían
hacer guiños y muecas, de burla las más de las veces, a quienes los contemplaban, y
nadie le escuchaba con mayor benevolencia que quienes se sentaban invitados a su
mesa. Era además hombre muy dado a lo maravilloso y creía a pies juntillas en todos
esos cuentos fantásticos y hasta sobrenaturales que de común se refieren en las
montañas y en los valles de Germanía. La credulidad de sus huéspedes, sin embargo,
era aún más grande y sincera que la suya; oían cada historia maravillosa con los ojos
muy abiertos, tanto más que la boca, y nunca dejaban de admirarse de lo escuchado,
aunque fuese la centésima vez que se lo repetían... Así de a gusto vivía el barón de
Landshort, oráculo de su mesa, monarca absoluto de su pequeño imperio; dichoso y
feliz, sobre todo, creyéndose el hombre más sabio de su siglo.
Por el tiempo a que se refiere mi relato, se celebró en el castillo una gran
reunión de familia para tratar de un asunto de la mayor importancia: buscar un
marido conveniente a la hija del barón. A tales efectos habíase celebrado ya una
reunión entre el barón de Landshort y un viejo y noble caballero de Baviera, para
negociar acerca de la unión de las casas de ambos mediante el matrimonio de sus
hijos; incluso se habían iniciado ya los preparativos del casamiento con toda la
escrupulosidad que la empresa requería, aunque aún no se hubieran visto ni hablado
los futuros contrayentes... Se designó hasta el día para la ceremonia, por lo que se
cursó recado urgente al joven conde Von Altenburg, el futuro esposo, que servía en
los ejércitos imperiales, a fin de que se pusiera en camino para recibir la blanca y
pura mano de la hija del barón. Desde Würtzburg, donde había hecho noche,
llegaron al castillo cartas suyas anunciando en una el día, y en la otra la hora
aproximada, en que llegaría.
Todo el castillo se dispuso a darle la bienvenida adecuada. La novia se había
vestido para la ocasión con especial cuidado. Sus tías habían vigilado con
minuciosidad máxima su tocado, escogiendo cada adorno del vestido no sin
discutirlo largo rato, cosa que aprovechó la joven, dicho sea de paso, para seguir su
propio gusto, que, por ventura, era muy delicado.
Cabe decir que estaba todo lo hermosa que podía desear un esposo en agraz,
pues además la emoción de la espera hacía que le brillasen los ojos, y que lucieran
sus encantos todos, con un fulgor nuevo. El rubor que cubría su cara; las
palpitaciones de su seno, tibia y dulcemente agitado; sus ojos, de tanto en tanto
ensoñecidos, todo, en fin, proclamaba el tumulto de emociones que se había
despertado en su joven y tierno corazón. Sus tías, siempre a su lado, le daban graves
consejos sobre las maneras que debía observar, sobre las cosas que debía decir, para
dar al futuro esposo el recibimiento más honesto.
El barón no era ajeno a todas aquellas expectativas; aunque nada tenía que
hacer, pues ya se encargaban los demás de todo, su naturaleza de hombre inquieto le
hacía ir y venir de aquí para allá, entre criados y amas, exhortándoles a trabajar
duramente aunque no se concedieran un breve descanso, de forma tal que se le oía
zumbar en las habitaciones y en los patios, como esas moscas inclementes e
inoportunas que no hacen otra cosa que incomodarnos en los días del verano.
Mientras tanto, ya había sido sacrificada y dispuesta para los pucheros la
ternera más grande de cuantas tenía en la granja; ya por los bosques habían resonado
los gritos de alerta y victoria de los cazadores dedicados a cobrar exquisitas piezas;
ya estaba la cocina atiborrada de viandas para preparar; ya las bodegas rebosaban de
océanos de Rhein-Wein9 y hasta el gran tonel de Heidelberg10 prestó su contribución
a la fiesta... Todo, en fin, estaba dispuesto para recibir cual era debido hacerlo al
distinguido huésped, con tanto Sausy Braus11 como es propio de las normas de la
hospitalidad germana; pero el novio tan esperado no aparecía; pasaron horas y más
horas y no llegó.
El sol, cuyos rayos penetraban hasta lo más profundo de los ricos bosques de
Odenwald, acabó por derramar su luz sólo sobre las cumbres de la montaña. El
barón, desde la más alta torre de su castillo, se fatigaba la vista inútilmente mirando
en lontananza, ansioso por avistar al conde y su séquito. Una vez creyó verlo al fin; el
sonido de un cuerno, prolongado en el aire por los ecos del valle, resonó en sus oídos
y le alegró el corazón. Vio a lo lejos muchos hombres a caballo que avanzaban por el
camino... Mas apenas llegaron al pie de la montaña, tomaron de pronto una dirección
9 Vino del Rin.
10 En el Estado de Baden, en la región del valle del Neckar, cervecera por excelencia. El
edificio más notable de la ciudad es el castillo de Königstuhl, del siglo XIII, que se alza
sobre una colina. En una de sus dependencias se conserva el famoso tonel de Heidelberg,
capaz de albergar el contenido de 283.229 botellas de litro.
11 Saus und Braus, del alemán medieval: significa vivir en la abundancia de los dones de la
tierra. En sentido figurado, comilona pantagruélica; en el sur, fiesta campesina en la que
abundan los productos de la región; en slang actual, reunión de triperos en el lenguaje
callejero berlinés de la droga, ponerse hasta arriba.
que desde luego no conducía al castillo.
Se ocultó al fin el sol lentamente. A la tenue luz del crepúsculo, los murciélagos
empezaron a revolotear girando enloquecidos sobre su cabeza; el camino se hacía
cada vez más oscuro; ya no se veía ni oía a nadie; sólo, de vez en vez, a cualquier
labriego fatigado por la dura jornada que caminaba pesadamente hacia su choza.
Todos los que estaban en el castillo del barón mostraban una perplejidad
absoluta, cuando no gran inquietud... Mientras, en otro lugar de Odenwald,
acontecía en el mismo momento una escena al menos curiosa.
El joven conde Von Altenburg marchaba tranquilamente; iba al trote corto, sin
prisa, con esa satisfacción propia de un hombre que en breve tomará por esposa a
una bella y joven dama, cuando ya sus amistades lo han liberado de todas las trabas
y han disipado todas sus incertidumbres, propias, por lo demás, de quien se ve
obligado a hacer la corte. Estaba seguro el conde de que su futura esposa le esperaba
para ofrecerle una magnífica mesa con la que regalarse tras el largo camino. Mas
ocurrió que se había encontrado en Würtzburg con un compañero de armas, con el
que había servido algún tiempo atrás en la frontera. Herman Von Starkenfaust era
uno de los guerreros más fornidos, intrépidos y temibles de la caballería alemana.
Volvía ahora, ya licenciado, al castillo de su padre, no muy alejado del de Landshort,
aunque hay que mencionar que una antigua querella mantenía aún, por aquel
tiempo, la enemistad de las dos familias, a la que sin embargo eran ajenos el conde y
el caballero. En la alegría que a los dos embargó por su encuentro, ambos se contaron
sus últimas aventuras y avatares; el conde, naturalmente, le dijo que iba a contraer
matrimonio con una dama a la que jamás había visto, pero de la que tenía las mejores
nuevas, incluso las referencias más maravillosas. Como iban en la misma dirección,
convinieron en hacer juntos el resto del viaje; a fin de hacerlo aún con mayor
comodidad, abandonaron Würtzburg a hora muy temprana de la mañana,
ordenando el conde a su séquito que saliera más tarde para darles alcance y reunirse
de nuevo.
Con el relato de sus aventuras, entre las que no faltaban tales o cuales combates,
fueron haciéndose más grato el viaje, de común tedioso; el conde, por lo demás, en
ocasiones se excedía al hablar de aquella prometida a la que jamás había visto,
diciendo por ejemplo que era la mujer más hermosa del mundo y otras y muy felices
cosas por el estilo... Sin que se hiciera apenas un silencio entre ellos, se adentraron,
pues, en las montañas de Odenwald y atravesaron uno de los desfiladeros más
oscuros y peligrosos del viaje.
Es bien sabido que los bosques de Germania albergaban por aquel tiempo
muchos bandidos, casi tantos como castillos llenos de fantasmas había, y en la época
en que transcurre esta verídica narración, eran muchos los desertores de la milicia a
los que no les había quedado otro remedio, a fin de evitar la muerte, que echarse a
los caminos organizados en bandas de salteadores. Nadie ha de sorprenderse, así las
cosas, si digo que nuestros dos caballeros fueron atacados al cabo por una banda de
ladrones cuando, atrás ya el desfiladero, se adentraron en el bosque. Se defendieron
con gran coraje, como es lógico; lucharon largo tiempo, y ya estaban a punto de
sucumbir, empero, cuando acudió el séquito del conde en su auxilio. Huyeron los
bandidos entonces; mas el conde había recibido una herida mortal y no tardaría
mucho en fallecer. Antes, sin embargo, se le llevó con cuidado a Würtzburg para que
fuese atendido por un sabio monje que lo mismo curaba las almas que los cuerpos...
En vano. La mitad de su talento, la que curaba los cuerpos, se demostró incapaz de
evitar que allí concluyesen los días del pobre conde Von Altenburg.
En su lecho de muerte suplicó el conde a su amigo que se dirigiese al castillo del
barón de Landshort tan presto como pudiera para comunicar la causa de que no
hubiese estado junto a su prometida en la hora anunciada; aunque no se tratase del
amante más apasionado, sí hay que hacer notar que era probablemente el hombre
más cumplidor de sus obligaciones y palabra, y se mostraba ciertamente dolido por
no haber hecho acto de presencia donde se le esperaba. También por la misma razón
suplicaba al amigo que cumpliese cuanto antes su encargo. «Si no se hace así —le dijo
—, no reposaré tranquilo en mi tumba». Lo repitió hasta dos veces más,
solemnemente.
Tan viva súplica no necesitaba más que ser atendida, sin otras consideraciones;
así, pues, el guerrero Starkenfaust calmó a su amigo prometiéndole cumplir
fielmente su última voluntad y le tendió su mano para darle la prueba necesaria de la
validez de su palabra. El moribundo llevó la mano del amigo a su corazón, muy
agradecido por su gesto noble, y apenas unos pocos segundos después comenzaba a
delirar trágicamente. Habló, en su sinrazón, de su prometida, de la felicidad que le
aguardaba junto a ella; dio órdenes para que se le preparase un caballo con el que
dirigirse cuanto antes hacia el castillo de Landshort... Y murió soñando que galopaba.
Starkenfaust exhaló entonces un suspiro y se echó a llorar, lamentándose de tan
trágica como prematura muerte; no obstante, pronto pensó en el encargo hecho por
su amigo antes de expirar; sentía una opresión terrible en el pecho y tenía la cabeza
atormentada por la inquietud y la prisa de cumplir cuanto antes aquella última
voluntad del conde, pues no en vano tenía que presentarse en la casa de los enemigos
históricos de su familia sin haber sido invitado, y encima para acabar con las
ilusiones y con la alegría de los allí reunidos, comunicándoles tan triste nueva... Pero,
al tiempo, cobraba en él fuerza, paulatinamente, una cierta curiosidad por ver de
cerca a la bella Katzenellenbogen, cuya fama de hermosa se extendía ya más allá de
la comarca y a quien tan alejada del mundo habían tenido siempre... No en vano era
Starkenfaust un rendido, si no devoto, admirador del bello sexo, y se daba en su
carácter, además, una cierta tendencia a la originalidad en sus comportamientos, que
lo llevaba a emprender cualquier aventura con que sólo se le pasara una vez por la
cabeza. Antes de partir, cuidadoso como lo era con los detalles, hizo los necesarios
arreglos con los frailes del convento para la celebración del funeral por su amigo, que
sería enterrado posteriormente en la catedral de Würtzbug, en la cripta de sus
antepasados, y los servidores del conde, llenos de tristeza, cargaron con sus restos
para hacer el trágico traslado hasta la iglesia.
Mas, volvamos de nuevo a la familia de los Katzenellenbogen... Esperaban
todos impacientemente al novio, y no menos impacientemente, que se sirviera la
comida... Y volvamos al barón, al que dejamos en su torre vigía... Desesperado el
barón porque ya se había cerrado la noche sin que diera señales de vida el futuro
esposo de su hija, bajó de la torre. El banquete, que se había retrasado ya más de lo
necesario, no se podía demorar por más tiempo pues comenzaban a secarse algunas
de las viandas preparadas; el jefe de los cocineros, muy apurado y nervioso, pero no
sólo él, sino la servidumbre toda, y los pinches de la cocina, y naturalmente los
parientes, todos, en fin, mostraban un hambre semejante al que pueda tener todo un
batallón de soldados tras días y días sin probar bocado. Muy a su pesar, no le quedó
al barón más remedio que dar su consentimiento para que todos ellos recibieran la
ración pertinente, aunque aún no hubiera hecho acto de presencia el invitado de
honor.
Tomaron todos asiento, al fin, ante su plato; ya iban a dar cuenta del banquete,
cuando se dejó sentir a poca distancia la llamada de un cuerno, lo que
inequívocamente anunciaba la presencia inminente de un viajero... Sonaron más
toques, prolongados por los ecos de los patios del castillo, que fueron respondidos
por los cuernos de la guardia para dar cuenta de que se le franqueaba el paso al que
llegaba. El barón salió apresuradamente a dar la bienvenida a quien creía su futuro
yerno.
Ya habían bajado los guardias el puente levadizo, ya se encontraba el viajero
ante la reja de la puerta... Era un caballero alto y muy fuerte, a lomos de un poderoso
caballo negro; llegaba muy pálido, pero tenía brillantes los ojos; una muy honda
melancolía parecía haber impresionado su semblante y le daba un aspecto más que
notable de héroe romántico... El barón se lamentó de verle llegar solo y sin equipaje;
por un momento se sintió herido en su dignidad, pues aquel a quien tenía por el
prometido de su hija se presentaba con tales y tan lamentables trazas ante la familia,
de rancio abolengo y gran distinción, a la que iba a unirse... En suma, se dijo que su
futuro yerno era un tanto descortés, no importaba lo muy duro que le hubiera
resultado el viaje... Así y todo, se calmó pronto el barón, diciendo para sus adentros
que a buen seguro había procedido así debido a la ansiedad que tenía por conocer a
su hija, lo que le llevó a ponerse en camino sin aguardar a su servidumbre y sin
acicalarse siquiera.
—Lo siento —dijo el recién llegado—; no quería llegar a vuestra casa a hora tan
intempestiva...
El barón lo interrumpió entonces con un auténtico chaparrón de cumplidos, que
acompañaba de miles de salutaciones cordiales, ya que, olvidada su desazón y su
resentimiento anteriores, el caballero se había expresado de manera tan elocuente y
diplomática. Quiso el extraño detener aquel torrente de palabras, un par de veces,
alzando la mano; pero viendo que era imposible hacer que el barón callase para
escucharle, se resignó, bajó la cabeza y esperó a que acabara.
Así llegaron al último patio del castillo. Al fin hizo el barón una pausa; mas en
cuanto el caballero intentó abrir la boca para explicarse, de nuevo fue interrumpido,
ahora por la irrupción de las mujeres de la familia, que llevaban de las manos a la
novia, modosa ésta, pugnando vergonzosa por esconderse tras ellas, ruborizada
dulcemente en su sonrisa... No pudo por menos que contemplarla arrebatado el
caballero, como en éxtasis; tal parecía que se hubiera enajenado su alma al
contemplar a tan bella damita. Una de las tías solteronas murmuró entonces unas
palabras al oído de la hermosa v virginal muchacha, que hizo un gran esfuerzo para
hablar, alzando tímidamente sus ojos de un azul profundo, húmedos por las alegres
lágrimas que intentaba reprimir. Miró al caballero, pero fue sólo un segundo, pues de
inmediato bajó los ojos otra vez. No le brotó una sola palabra de entre los labios, pero
una graciosa sonrisa que vagaba por su boca le marcó dos no menos lindos hoyuelos
en sus mejillas de rosa, como si hubiera querido demostrarle que nada le placía más
que su presencia. Era imposible, ciertamente, que una damita en la tierna y feliz edad
de los dieciocho años, dispuesta a entregarse al amor y al matrimonio en cuerpo y en
alma, no quedase encantada ante la presencia de un caballero como aquél, de porte
tan impresionante y de nobleza más que evidente.
El caballero se presentaba muy tarde, por lo que no había tiempo para más
preámbulos, ni mucho menos para seguir hablando. El barón era hombre que se
distinguía por adoptar decisiones rápidamente, así que, dejando para el día siguiente
cualquier explicación, hizo que todos tomaran asiento a la mesa para que se diera
inicio, de una vez por todas, al banquete de bienvenida, aún intacto.
La mesa estaba servida en el gran salón del castillo. Los muros, cubiertos de
retratos de los héroes de la familia Katzenellenbogen, alguno de los cuales, por cierto,
era incluso bien parecido, y de incontables trofeos de caza, y otros obtenidos en
justas memorables a lo largo de los tiempos. Había también, en tan severa
decoración, petos y cotas destrozados, lanzas rotas, pendones desgarrados,
estandartes pisoteados por los caballos, salpicado todo ello con los despojos de los
animales cazados: la quijada de algún lobo, los colmillos de un jabalí, algunos de
aspecto tan amenazador como las ballestas y las flechas junto a las que eran
exhibidos, al lado de mazas, hachas y espadas cruzadas. Aquel a quien tenían por el
novio prestó poca atención, sin embargo, a la sociedad que lo rodeaba y al
mismísimo festín que se le ofrecía, con ser extraordinario; por el contrario, no hacía
más que mirar a la hermosa novia. Hablaba tan bajo que los convidados no podían
oírle, pues téngase en cuenta que los enamorados apenas tienen voz, de tan
arrebatados; el amor murmura suave y dulcemente su lenguaje. Sólo esperaba el
caballero una palabra de la novia, pues qué amante es tan poco sutil como para no
estremecerse de gozo con el más leve sonido de la voz de su amada?
Aquella ternura y aquella gravedad que se daban en el recién llegado, la
exquisitez de sus modales en contraste con su aspecto fiero, impresionaron
profundamente a la virginal damita, que le prestaba una atención máxima mientras
cambiaba del suave arrebol al rubor intenso; de vez en vez balbucía una respuesta, y
cuando los ojos del caballero dejaban de mirarla, le lanzaba ella una mirada, de reojo
y a hurtadillas, para saciarse con su romántica apostura... Naturalmente, exhalaba
entonces un suspiro encantador. Era más que evidente que ambos habían sucumbido
ya a la más ardorosa pasión. Las tías solteronas de la damita, harto versadas ellas en
los secretos del corazón, se decían por lo bajo que ambos se habían enamorado nada
más verse, cosa de la que se congratulaban.
Así transcurrió el festín, pues, entre el beneplácito de los invitados; mas acabó
un poco salvajemente, pues ida la morigeración primera los parientes del barón
dieron cuenta de las viandas con ese apetito depredador que es propio de quien anda
de común con la bolsa vacía y encima respirando de continuo el sano aire de las
montañas. Como no podía ser de otra forma, narró el barón lo más granado de sus
historias y anecdotario, pero hay que decir que pocas veces lo había hecho tan bien
como entonces. Si en una de sus narraciones había algún acontecimiento maravilloso,
quienes lo escuchaban quedaban aún más encantados que los personajes de la
historia; si decía alguna jocosidad, sabían cuándo reírse en el momento oportuno.
Cabe añadir que el barón, como la gran mayoría de los señores de su tiempo, poseía
una dignidad enorme y no era, por ello, hombre dado a las excentricidades y a los
chascarrillos groseros, por lo que pocos eran los que tenían por una tontería plena
sus historias; y si creía haber consentido en cualquier cosa chocarrera, bien que a su
pesar, y aunque los demás no lo hubiesen advertido, acudía presto al vino el barón
para llenarles las copas, forzar un brindis y dejar que cayera el velo del vino así de
gratamente bebido sobre su desliz anterior. Naturalmente, una gracia, por muy
absurda e involuntaria que sea, siempre es bien recibida cuando el dueño de la casa
la acompaña con una invitación a beber un caldo excelente.
Entre los invitados, por lo demás, los espíritus más pobres y mezquinos de la
parentela del barón aprovechaban el contento general para decir cosas que en otra
ocasión jamás se hubieran atrevido a proclamar. Susurraban al oído de las mujeres
mil cuentos festivos, algunos incluso procaces, que atacaban de risa convulsa a
quienes los oían... y a quienes los contaban, claro... Un primo carnal del barón, por
ejemplo, un hombre muy pobre pero que no por ello era malhumorado y sombrío,
sino todo lo contrario, un hombre sanote v de cara muy colorada, se puso a aullar en
un momento dado, más que a cantar, varias de esas cancioncillas populares que las
púdicas tías solteronas de la novia oyeron a través del abanico abierto con el que se
tapaban la cara.
En medio de tan tumultuosa como alegre reunión, el recién llegado, empero,
mantenía una extraña gravedad que contrastaba, no obstante su delicada educación,
de la que hacía gala en todo momento, con la algarabía reinante a su alrededor. A
medida que avanzaba la noche, sin embargo, se le vio más triste y pensativo, y cosa
aún más sorprendente, las historias del barón, en vez de divertirle, como a los demás,
le hacían sentirse más melancólico y evocador... A veces parecía sumido en una
honda meditación; otras, un vistazo huraño, inquieto y furtivo que echase a los
demás, denotaba la turbación en que se debatían sus pensamientos v el sentir de su
alma. No obstante, conversaba con la novia; mas eran sus palabras, con ella, tan
animadas como misteriosas. Aquel misterio que había en algunas de las cosas que
decía el caballero, hizo que la frente antes serena de la doncella comenzara a
oscurecerse con nubes negras de pena; su corazón comenzaba a palpitar
sobresaltado, no por el entusiasmo del amor, sino por el temor de una pena muy
grande.
Aquello, naturalmente, no pudo escapar a la atención de varios de los allí
presentes. La inexplicable y súbita tristeza de la novia, y la rigidez del caballero, llenó
de inquietud a quienes les observaban, al punto de que, poco después, todos
hablaban en voz baja, habían cesado los cánticos y las bromas, se miraban
acongojados... Se testimoniaban, en fin, su sorpresa ante aquella melancolía de los
amantes, cuya causa ignoraban. Poco a poco fue haciéndose el silencio en el gran
salón del castillo. Se entrecortaban las conversaciones, aun las que se hacían en voz
más baja, con un lúgubre silencio... Y donde antes hubo algarabía, fiesta, relatos
jocosos y hasta indecentes, comenzaron a producirse narraciones trágicas, de
aventuras sobrenaturales las más... A un cuento realmente pavoroso sucedía otro aún
más terrible. El barón hizo que más de una dama estuviera a punto de sufrir un
síncope, con el relato sobre un espectro que llevaba a la grupa de su caballo a la bella
Leonora... Una historia espantosa, es cierto, pero real; una historia que después de
sucedida apareció en versos magníficos que en el presente admira el mundo entero12
El caballero al que todos tenían por el prometido de la hija del barón escuchó
aquella historia atentamente y quedó impresionado a tal punto, que hubo de
levantarse de su silla, haciendo mucho ruido, antes de que el anfitrión la concluyera.
Al hacerlo, destacó sobremanera su gran estatura; el barón, que era hombre de corta
talla, como ya se ha señalado, creyó hallarse entonces ante la presencia de un gigante,
o de algún otro ser nacido de las historias fantásticas a las que tanto propendía. Oyó
el caballero de pie, pues, el final de la narración del padre de la novia; lanzó entonces
un hondo suspiro y se despidió de los allí presentes con educación y mucha
solemnidad, dejándolos perplejos. Miraron todos al barón, entonces, que además de
atónito parecía haber sido tocado por un rayo.
12 Alude Irving a Godofredo Augusto Bürger (1747-1794), una de cuyas haladas más
memorables es Leonera, de 1774. De él dijo Schiller, sin embargo, que «le falta el concepto
ideal del amor y de la belleza», acaso porque la poesía de Bürger rezuma carnalidad v no
idealiza en vano a las mujeres; las trató abundantemente y padeció más de una unión
desdichada; una de ellas, Elisa Bürger, incluso le robó varias obras de teatro v algún
poemario que luego publicó con su nombre, cuando el poeta, harto de sus infidelidades,
decidió separarse de ella en 1792.
—¡No podéis abandonar el castillo a estas horas! —le dijo el barón,
rehaciéndose—. Es la recepción que os brindamos... Y ya os hemos dispuesto
aposentos para que descanséis...
Pero el caballero movió la cabeza triste y misteriosamente.
—Debo —dijo al fin— pasar esta noche en otros aposentos, bien distintos de los
que me ofrecéis.
Algo en su tono hizo que el barón se conmoviera, mas, como era hombre
orgulloso, repitió su hospitalario ofrecimiento. El caballero, no obstante, se limitaba a
negar con la cabeza, sin decir palabra, mirando al suelo. Al fin alzó la mano, en señal
de despedida, y abandonó el salón. Las tías solteronas de la bella novia se quedaron
de piedra; la hermosa virgen escondió sus ojos a la mirada de los demás para que no
viesen que lloraba.
El barón, no obstante, y por hacer que prevaleciera su dignidad, se levantó para
ir tras el caballero, alcanzándole cuando llegaba al patio donde su poderoso caballo
negro golpeaba impacientemente el suelo de piedra con sus cascos. El caballero,
entonces, y como no quería mostrar descortesía para con su anfitrión, se volvió y dijo
con voz ahogada, casi sepulcral:
—Ahora que nadie nos oye puedo deciros el secreto de mi marcha... He hecho
una promesa solemne y he de cumplirla...
—¿Cómo? —dijo el barón—. ¿Y no os puede reemplazar alguien de vuestra
confianza para cumplir ese compromiso?
—Nadie puede reemplazarme. Estoy obligado por mi palabra a ir a la catedral
de Würtzburg.
—Bien, de acuerdo —aceptó el barón—. Id presto, pero tendréis que regresar
mañana en busca de mi hija.
—No —dijo muy lúgubre el caballero—; no he dado mi palabra de llevar a
vuestra hija al altar de la catedral de Wützburg. Me esperan los gusanos de la
sepultura... Estoy muerto... Me asesinaron unos salteadores de caminos... Mi cuerpo
yace ahora en la catedral de Wützburg y seré enterrado a medianoche... Mi tumba,
pues, me aguarda abierta; es preciso que cumpla mi palabra.
Montó rápidamente a caballo, cruzó como una flecha el puente levadizo y
pronto se perdió el eco de los cascos de su montura, barridos por un súbito viento
feroz y la oscuridad de la noche.
El barón, profundamente consternado, volvió al salón del castillo donde se
había celebrado el festín y contó lo que acababa de pasarle... Dos damas de las allí
presentes se desmayaron de golpe. Otras se pusieron enfermas sólo de pensar que
habían compartido mesa con un espectro. Varios de los parientes del barón creyeron
que aquel caballero fantasmagórico podía ser el cazador al que aluden tantas
leyendas alemanas13. Otros hablaron de los espíritus de las montañas, de los duendes
y demonios de los bosques, en fin, de una buena cantidad de seres sobrenaturales,
cuyas historias han espantado desde tiempo inmemorial a las buenas gentes de
Germania. Uno de los parientes más pobres del barón incluso supuso, y así lo
proclamó, que acaso aquello no fuera más que una broma del novio, una disculpa
para retirarse, añadiendo que su sombría apariencia, y hasta su clara extravagancia,
no hacían presagiar nada bueno, a pesar de sus modales. Ni que decir tiene que de
inmediato mostraron su indignación ante aquellas palabras los allí presentes, y sobre
todo el barón, que lo miró como si fuera un renegado de la fe verdadera... El pobre
incrédulo no tuvo más remedio que abjurar de inmediato de su herejía y abrazar con
fervor la fe de los verdaderos creyentes, aun en los espectros.
Mas, cualesquiera que hubieran sido las dudas, quedaron disipadas por
completo a la mañana siguiente, cuando llegaron al castillo heraldos con la mala
nueva de la muerte del joven conde y de su entierro en la catedral de Wützburg... Es
fácil imaginar la consternación que aquellas noticias causaron en el castillo. El barón
se encerró en su cuarto para llorar sin ser visto; los invitados que la noche anterior
tanto regocijo mostraran no querían, empero, dejarle solo con su dolor y vagaban por
los patios, o se reunían en los salones, para lamentarse, más que por el fallecimiento
del novio, por la tristeza de tan gran hombre como era el barón, valedor de muchos
de ellos. Acaso por afán de cobrar fuerza y valor ante la desgracia fue por lo que
comieron y bebieron abundantemente a lo largo del día.
La pobre y virginal doncella, viuda antes de casarse, era quien más lástima
daba... ¡Había perdido a su esposo antes de haberlo abrazado siquiera! ¡Y qué esposo!
Si era así de agraciado e imponente como espectro, ¿cómo habría sido en vida?
Lloraba y se lamentaba llenando las estancias todas del castillo con su dolor, salvo el
comedor donde se hartaban los parientes.
Pasó la segunda noche de su viudez en su cuarto, acompañada de una de sus
tías, que tenía el decidido empeño de dormir junto a ella. Esta mujer, su tía, a la que
conmocionaban especialmente las historias de fantasmas y aparecidos en general, y
que además sabía narrarlas muy bien, contó uno de aquellos cuentos a su sobrina,
para que se quedase dormida, mas la que se durmió al cabo fue ella misma, aun sin
terminarla, pero hay que decir que escogió para la ocasión una de las historias más
largas de cuantas se sabía... Aquella habitación estaba bastante apartada de las demás
y daba a un pequeño jardín; la hija del barón, dormida ya su tía, sumida en sus
recuerdos y en las expectativas frustradas, la virginal y contrita muchacha,
contemplaba la pálida claridad de la luna en cuarto creciente, que parecía tremolar
entre las hojas de las ramas de un álamo que se alzaba frente a la ventana. El reloj del
castillo había dado ya las doce cundo se dejó sentir en el jardín una dulce música de
laúd, muy melodiosa y grata. La joven se tiró de inmediato del lecho y acudió para
asomarse a la ventana. Oculto entre las sombras de los árboles apenas se divisaba un
13 También Bürger recrea esa figura, en un poema titulado El feroz cazador.
fantasma; mas la luna le prestó su luz para que pudiera verlo... ¡Era el espectro de su
novio! Más que de la visión espectral, se asustó entonces la doncella por el grito de
terror que escuchó justo tras ella... Su tía, a la que había despertado aquella música,
también acudió a la ventana; gritó al contemplar al fantasma y se desmayó. Cuando
recuperó el sentido, la visión ya se había esfumado.
De las dos, fue la tía quien requirió más atenciones, pues el terror
experimentado ante aquello acabó por trastornarla durante un tiempo.
La muchacha, por el contrario, hasta en el espectro de su novio encontraba
dulzura y encantamiento placentero; a fin de cuentas, siempre que se le aparecía
conservaba su apostura y su belleza varonil, y aunque el fantasma de un hombre sea
cosa poco propicia para satisfacer los más ardientes deseos de una joven dama
enferma de amor, pues no es un fantasma, en el fondo, otra cosa que una sombra leve
y fugaz, sólo verlo le daba el necesario consuelo. La tía había declarado que jamás
volvería a dormir en aquella habitación e intentó que tampoco su sobrina lo hiciera,
pero en esta ocasión la joven fue tenaz en su porfía y se negó a dormir en otros
aposentos del castillo. Quería, como es lógico pensarlo, dormir sola en su habitación
para recibir tranquilamente la visita del espectro de su novio. Antes, empero, rogó a
su tía que no contara la historia del fantasma, si no quería arrebatarle el único placer
melancólico que le quedaba sobre la tierra, cual lo era el de dormir en una habitación
guardada durante la noche por la sombra expectante de su amado. No sé cuánto
tiempo hubiera podido mantener la tía solterona su secreto, pues era dada a hablar
apasionadamente de prodigios y contar aquello le podía haber supuesto un auténtico
triunfo; seguro que ninguna otra solterona, en toda la comarca, tenía una historia tan
pavorosa como la suya. Aún hoy se dice por aquellos pagos, con admiración, que
guardó silencio durante una semana entera... Pero pronto quedó libre del tormento
de seguir haciéndolo, pues comprobó una mañana, cuando se disponía a bajar de sus
aposentos para desayunar, la mala nueva de que la joven había desaparecido. No
estaba en su cuarto, ni había dormido en su lecho; tenía la ventana abierta; la tierna
palomita, pues, parecía haber volado.
Es difícil hacerse una idea de la estupefacción en que se sumieron los
moradores del castillo ante la ausencia de la hija del barón. Hasta los parientes del
barón que comían a dos carrillos hicieron una pausa y cesaron en su voraz apetito,
cuando la tía solterona, llevándose las manos a la cabeza, recorrió todas las estancias
del castillo diciendo con un hilo de voz: «El fantasma, el fantasma... Se la ha llevado
el fantasma».
Con muy pocas y acongojadas palabras refirió entonces la pavorosa escena del
jardín, de la que ella mismo había sido testigo. Y repetía una y otra vez que el
espectro había raptado a su sobrina, opinión secundada por dos jóvenes criadas,
además, que aseguraron haber oído trotar a un caballo hacia la medianoche; no
cupieron dudas a los allí presentes de que era el brioso corcel negro del caballero,
que así se había llevado a su tumba a la virginal doncella. Tan cruel acontecimiento
consternó pronto a los moradores de la región toda, aunque tales sucesos, según lo
atestiguan las historias que por allí se refieren, son tristemente habituales en
Alemania.
Mas, ¡cuán lamentable era el estado del barón! ¡Cuán dura la puñalada que
había atravesado su corazón de padre y miembro de la muy digna estirpe de los
Katzenellenbogen! Una de dos: o su hija había sido arrastrada a la tumba, o tenía por
yerno a un espectro... Y hasta podía darse la circunstancia, se decía lloroso, de que
tuviera por nietos a una banda de duendecillos... El pobre hombre perdió la cabeza,
por lo que todo el castillo, como suele decirse, anduvo en lo sucesivo patas arriba...
Dio el barón, en su dolor, órdenes tales como la de que su guardia recorriera a
caballo todos los rincones, senderos y grutas de Odenwald, y él mismo llegó a ceñir
su espada y a capitanear alguna partida durante muchas y largas jornadas de
infructuosa búsqueda, bien ceñidos los estribos a sus pies, para dar con la hija
desaparecida... Mas, en tales afanes estaba un día cuando una nueva visión lo dejó
petrificado a las puertas de su castillo: era una dama montada en un palafrén, que se
dirigía al castillo acompañada de un caballero... Puso la dama su caballo al galope
hasta llegar a las mismas puertas del castillo, y desmontando allí cayó a los pies del
barón y se abrazó a sus rodillas: era la hija a la que creía perdida para siempre; el
caballero, claro está, el espectro del novio.
Confuso, el barón miraba alternativamente a su hija y al espectro, y difícil le
resultaba dar crédito a lo que sus ojos le mostraban. El espectro tenía mucho mejor
aspecto que cuando lo conoció, como si el reino de las sombras le sentara
estupendamente; vestía de maravilla, con lo que su imponente estampa se realzaba.
Ya no estaba pálido ni parecía melancólico; por el contrario, su apostura parecía
fogosa, juvenil, y le brillaban sus grandes ojos negros de tanta alegría.
Bien, digamos que muy pronto se aclaró todo aquel misterio... El caballero en
cuestión no era otro que Herman Von Starkenfaust, que muy pronto pasó a referir al
dueño del castillo aquella trágica aventura que viviera con el malogrado conde Von
Altenburg. Confesó, así, que fue él quien se presentó aquella noche en el castillo,
cuando todos aguardaban al novio; que como el barón no le dejaba decir una palabra,
cada vez que quiso transmitirle la mala nueva que llevaba, nada pudo contarle antes
de que le fuera presentada la novia y antes de que lo sentaran a la mesa; y que, como
al ver a la bella novia su corazón le dio un vuelco y quedó prendido de ella al
instante, dejó que se le tomara por el pretendiente verdadero, quien ya estaba
muerto, añadiendo que fueron las historias de aparecidos que contó el barón aquella
noche lo que le sugirió la idea que puso en práctica, deseoso de irse de allí de una vez
por todas para atender a la promesa hecha al buen amigo en su lecho de muerte.
El caballero, por lo demás, había seguido visitando a la muchacha furtivamente,
presentándose en el jardín como si fuera un fantasma, porque, según dijo, temía no
ser aceptado como quien en realidad era a causa del histórico enfrentamiento de sus
familias, pues también con la de los Katzenellenbogen, además de con los Altenburg,
estaba enfrentada la suya. El caballero y la dama aseguraron que ya se habían
desposado.
El barón, en cualquier otra circunstancia, se hubiera mostrado inflexible y duro,
pues tenía en muy alta estima los fueros de la autoridad paterna, mas adoraba a su
hija, había llorado largamente su ausencia, y se regocijaba de verla aún viva y si cabe
más hermosa, aunque tuviera por esposo a un caballero de una casa enemiga. Pero,
al menos, y gracias a los cielos, no era un espectro.
Es preciso señalar, sin embargo, que la añagaza del caballero, haciéndose pasar
por un muerto, no se avenía rigurosamente con sus principios, de una observación
absoluta de la verdad; pero algunos viejos amigos que estaban allí presentes y que
habían guerreado más que ampliamente, dijeron al barón que toda estratagema es
lícita tanto en el amor como en la guerra, y que el caballero Von Starkenfaust tenía
derecho a un privilegio especial después de haber servido en la caballería, fuerza
obligada a librar encarnizados combates por aquellos tiempos. Así, dichosamente,
concluyó todo, pues... El barón perdonó su fuga a los amantes y el castillo vivió
festejos y celebraciones varios, en los que los parientes del barón abrumaban al
caballero con sus lisonjas y atenciones, pues no en vano era galante, generoso... y
muy rico, de muy buena casa, aunque históricamente enemiga.
De las tías solteronas, digamos que se escandalizaron un poco ante todo lo
acontecido, y que se dolieron algo más pues con ello resultó evidente que su rígido
sistema educativo, basado en la reclusión y en la obediencia pasiva, había fracasado
con su sobrina... Eso sí, de lo que más se lamentaron fue de no haber puesto una
celosía bien forjada en la ventana de la habitación de la entonces doncella. Una de
ellas, ya sabemos quién, se sentía mortificada pues al cabo su maravillosa historia del
rapto de la joven a manos del espectro, al que juraba haber visto, además, no era sino
causa de burla de los otros. Así y todo, trataba de consolarse diciéndose que su
sobrina, por lo menos, había encontrado un hombre de carne y hueso con el que
amar, para no verse obligada a hacerlo con una vana y fugaz sombra.

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