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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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martes, 22 de octubre de 2013

Paul Auster - El País De Las Últimas Cosas


Paul Auster


























 portal de los sueños, visité aquella región de la
tierra donde se encuentra la famosa Ciudad de
la Destrucción.

Nathaniel Hawthorne












Éstas son las últimas cosas —escribía ella—. Desapare­cen una a una y no vuelven nunca más. Puedo hablarte de las que yo he visto, de las que ya no existen; pero dudo que haya tiempo para ello. Ahora todo ocurre tan rápidamente que no puedo seguir el ritmo.
No espero que me entiendas. Tú no has visto nada de esto y, aunque lo intentaras, jamás podrías imaginár­telo. Éstas son las últimas cosas. Una casa está aquí un día y al siguiente desaparece. Una calle, por la que uno caminaba ayer, hoy ya no está aquí. Incluso el clima cambia de forma continua: un día de sol, seguido de uno de lluvia; un día de nieve, luego uno de niebla; tem­plado, después fresco; viento seguido de quietud; un rato de frío intenso y hoy, por ejemplo, en pleno in­vierno, una tarde de luz esplendorosa, tan cálida que no necesitas llevar más que un jersey.
Cuando vives en la ciudad, aprendes a no dar nada por sentado. Cierras los ojos un momento, o te das la vuelta para mirar otra cosa y aquella que tenías delante desaparece de repente. Nada perdura, ya ves, ni siquiera los pensamientos en tu interior. Y no vale la pena per­der el tiempo buscándolos; una vez que una cosa desa­parece, ha llegado a su fin.
Así es como vivo —continuaba su carta—. No como mucho, sólo lo suficiente para mantenerme en pie, no más. A veces me siento tan débil que me parece que no podré dar otro paso. Pero lo logro, a pesar de los pe­ríodos de abatimiento, me mantengo activa. Deberías ver qué bien lo hago.
En la ciudad hay muchas calles por todos lados, pero no dos iguales. Pongo un pie delante del otro, luego el otro frente al primero, y sólo espero poder vol­ver a repetirlo todo otra vez. Sólo eso. Me gustaría que entendieras cómo es mi vida ahora: me muevo, respiro el aire que se me concede y como lo menos posible. No importa lo que digan los demás; lo único importante es mantenerse en pie.
¿Recuerdas lo que dijiste antes de que me fuera? Me dijiste que William había desaparecido y que por más que buscara, nunca lo encontraría. Ésas fueron tus pala­bras. Entonces yo te contesté que no me importaba lo que dijeras, que iba a encontrar a mi hermano. Luego me subí a aquel barco espantoso y te dejé. ¿Cuánto tiempo hace de aquello? Ya no puedo recordarlo; años y años, supongo. Pero sólo lo adivino; hablando con franqueza, creo que he perdido el rumbo y ya nada po­drá arreglarse para mí.
Lo cierto es que si no fuera por el hambre ya no se­ría capaz de seguir. Hay que acostumbrarse a sobrevivir sólo con lo indispensable. Si uno espera poco, se con­forma con poco, y cuanto menos necesite, mejor se sen­tirá. Esto es lo que la ciudad le hace a uno, le vuelve los pensamientos del revés. Le infunde ganas de vivir y, al mismo tiempo; intenta quitarle la vida. No hay salida, lo logras o no lo logras; si lo haces no puedes estar se­guro de conseguirlo la próxima vez; si no lo haces, no habrá próxima vez.
No sé muy bien por qué te estoy escribiendo. Para serte franca, apenas si he pensado en ti desde que llegué. Pero de repente, después de todo este tiempo, siento que tengo algo que decir y que si no lo escribo rápida­mente, mi cabeza estallará. No importa si lo lees, ni siquiera importa si voy a enviar estas líneas, suponiendo que eso pudiera hacerse. Tal vez te escriba sólo porque no sabes nada, porque estás lejos de mí y no sabes nada.

Hay personas tan delgadas —escribía— que a veces las arrastra el viento. El viento de la ciudad es brutal, siem­pre irrumpiendo en ráfagas desde el río y zumbando en tus oídos, empujándote hacia adelante y hacia atrás, arremolinando papeles y basura a tu paso. No es ex­traño ver a la gente más delgada caminando en grupos de dos o tres, a veces familias enteras, atados entre sí con sogas o cadenas, aferrados los unos a los otros, sir­viéndose de lastre contra la ventolera. Otros abandonan por completo la idea de salir; abrazados a los portales o a las glorietas, incluso el cielo más límpido llega a parecerles una amenaza. Piensan que es mejor esperar tran­quilamente en un rincón que ser arrojados contra las piedras.
Es posible acostumbrarse tanto a no comer, que uno puede llegar a prescindir totalmente de la comida. La situación es mucho peor para aquellos que luchan contra el hambre, ya que pensar demasiado en comer sólo puede ocasionar problemas. Son los que están obsesionados, los que se niegan a aceptar los hechos. Va­gan por las calles al acecho a todas horas, hurgando en­tre la basura por un bocado, corriendo enormes riesgos por la migaja más insignificante. No importa cuánto puedan conseguir, nunca será suficiente; comen sin lle­narse nunca, abalanzándose sobre la comida con una urgencia animal, escarbando con sus dedos huesudos y sin cerrar jamás las mandíbulas. Casi todo lo que comen se escurre, baboso, hacia la barbilla, y aquello que lo­gran tragar, suelen vomitarlo pocos minutos después. Es una muerte lenta, como si la comida fuera un fuego, una locura, abrasándolos desde el interior. Piensan que comen para sobrevivir pero, en realidad, son ellos los que acaban siendo devorados.
Resulta evidente que la comida es un asunto com­plicado y que a menos que uno aprenda a aceptar lo que se le ofrece, no se sentirá nunca en paz consigo mismo. El desabastecimiento es frecuente y el alimento que un día te brindó placer, casi con seguridad, faltará al si­guiente. Los mercados municipales son, probablemente, los lugares más seguros y fiables para comprar, pero los precios son altos y el surtido miserable. Un día sólo hay rábanos y, al siguiente, tarta de chocolate rancia. Cam­biar de dieta tan a menudo y de forma tan drástica puede ser muy malo para el estómago; pero los merca­dos municipales tienen la ventaja de estar custodiados por la policía y al menos uno sabe que lo que compra acabará en su estómago y no en el de algún otro. El robo de comida es tan común en las calles que ya ni si­quiera es considerado un crimen. Además, los mercados municipales constituyen la única forma legal de distri­bución de alimentos. A lo largo de la ciudad, muchos vendedores se dedican a la venta privada, pero corren el riesgo de que les confisquen la mercancía en cualquier momento; incluso aquellos que pueden sobornar a la policía para continuar su negocio, sufren la amenaza constante de los ladrones. Los ladrones también consti­tuyen una plaga para los clientes del mercado privado, y las estadísticas prueban que una de cada dos compras acaba en robo. No vale la pena, creo yo, arriesgar tanto a cambio del placer fugaz de comerse una naranja o un trozo de jamón cocido. Pero la gente es insaciable; el hambre es una maldición que acecha cada día y el estó­mago es un abismo sin fondo, un agujero tan grande como el mundo. A pesar de los obstáculos, el mercado privado hace un buen negocio, se retira de un sitio y se muda a otro, sin parar nunca, irrumpiendo en un lugar por una o dos horas y desapareciendo luego de la vista. Sin embargo, cabe una advertencia: si uno debe pro­veerse de alimentos en el mercado privado, tendrá que eludir a los tenderos tránsfugas, ya que el fraude está muy difundido y hay gente capaz de vender cualquier cosa con tal de obtener beneficios, huevos y naranjas re­llenos de serrín, botellas con pis simulando cerveza... La gente es capaz de cualquier cosa y cuanto antes te des cuenta de ello, mejor te irá.

Cuando caminas por las calles —continuaba ella—, de­bes dar sólo un paso por vez. De lo contrario, la caída se hace inevitable. Tus ojos deben estar siempre abier­tos, mirando hacia arriba, hacia abajo, adelante, atrás;  pendientes de otros seres, en guardia ante lo imprevisible. Chocar con alguien puede ser fatal; cuando dos per­sonas chocan comienzan a golpearse con los puños o, en su lugar, se dejan caer y no intentan levantarse nunca más. Antes o después llega el momento en que uno ya no intenta levantarse. El cuerpo duele, ya ves, no existe ningún remedio contra esto y aquí resulta mucho más terrible que en cualquier otro sitio.
Los escombros constituyen un problema aparte. Para evitar tropezar y hacerse daño hay que aprender a andar sobre surcos invisibles, inesperados montículos de piedras y senderos llanos. Lo peor de todo son las ruinas, y hay que ser muy hábil para esquivarlas. En me­dio de la calle, allí donde se han caído edificios o se ha juntado basura, se levantan enormes montículos impi­diendo el paso. Los hombres construyen estas barrica­das siempre que tienen los materiales a mano y se suben a ellas armados con porras, rifles o ladrillos, esperando en sus puestos a que pase alguien. Si uno quiere pasar, tiene que darles lo que ellos piden, a veces dinero, otras comida o sexo. Las palizas son un lugar común y cada cierto tiempo te enteras de que ha habido un asesinato.
Se levantan nuevas ruinas y las antiguas desapare­cen. Es imposible saber por qué calles se puede caminar y cuáles hay que evitar. Poco a poco, la ciudad te des­poja de toda certeza, no hay ningún camino inmutable y sólo puedes sobrevivir si aprendes a prescindir de todo. Debes ser capaz de cambiar sin previo aviso, de dejar lo que estás haciendo, de dar marcha atrás. Al final todo se reduce a esto, por lo tanto es necesario aprender a descifrar los signos. Si los ojos fallan, la nariz puede resultar útil. Mi sentido del olfato se ha vuelto más agudo de lo habitual; a pesar de los efectos secun­darios —las náuseas repentinas, el mareo, el temor que invade mi cuerpo junto con el aire fétido— me protege al doblar las esquinas, allí donde el peligro es mayor. Las ruinas despiden un hedor particular que uno apren­de a reconocer, incluso a una gran distancia. Compues­tos por piedras, cemento y madera, estos montículos también contienen basura y restos de yeso; el sol fer­menta la basura produciendo las más repulsivas emana­ciones y la lluvia actúa sobre el yeso, astillándolo y de­rritiéndolo, de modo que también despide su propio olor, y cuando uno se mezcla con el otro, en los perío­dos consecutivos de sequía y humedad, la pestilencia de las ruinas comienza a florecer. Lo principal es no acos­tumbrarse, porque los hábitos son nocivos; incluso la centésima vez que te topas con una cosa, debes hacerlo como si no la conocieras de antes. No importa cuántas veces, siempre debe ser la primera. Esto es casi imposi­ble, ya lo sé, pero es una regla absoluta.

Uno piensa que tarde o temprano todo llegará a su fin; las cosas se desmoronan o desaparecen y no se crea nada nuevo. La gente muere, pero los niños se niegan a nacer; en todos los años que llevo aquí, no recuerdo ha­ber visto ningún bebé recién nacido y, aun así, siempre hay gente nueva reemplazando a aquellos que desapare­cen. Llegan en multitudes procedentes del campo o de poblaciones vecinas, empujando carros repletos con sus pertenencias, sacando chispas con sus coches destroza­dos; todos ellos hambrientos, todos sin hogar. Hasta que aprenden las leyes de la ciudad, estos recién llegados resultan víctimas fáciles. Muchos de ellos son des­pojados de su dinero antes de que acabe su primer día aquí. Algunos pagan por apartamentos que no existen, a otros se les induce a entregar comisiones por trabajos que nunca se materializarán y otros más gastan sus aho­rros en comida que al final resulta ser cartón pintado. Éstos son sólo los trucos más comunes; yo conozco a un hombre que se gana la vida poniéndose enfrente del viejo ayuntamiento y pidiendo dinero a los recién llega­dos cada vez que éstos miran el reloj de la torre. Ante cualquier disputa, su asistente simula, con actitud indi­ferente, cumplir con el ritual de mirar el reloj y pagar por ello, de modo que el extraño crea que ésta es la práctica habitual. Lo más asombroso no es que existan estos estafadores, sino que les resulte tan fácil hacer que la gente les entregue su dinero.
Aquellos que tienen un sitio donde vivir corren siempre el riesgo de perderlo. La mayoría de los edifi­cios no son propiedad de nadie y, por lo tanto, nadie tiene derechos como inquilino, no hay ningún contrato, ninguna base legal a la que aferrarse si algo sale mal. Es frecuente que se desaloje a la gente de sus casas; una banda irrumpe con porras o rifles obligándolos a salir y, a no ser que uno piense que puede vencerlos, ¿qué otra cosa puede hacer? Esta práctica es conocida como asalto de casas y hay muy poca gente en la ciudad que no haya perdido su hogar de este modo en un momento u otro. Pero incluso si uno tiene la suerte de salvarse de esta forma peculiar de desalojo, nunca puede prever si será víctima de uno de los falsos propietarios. Estos son chantajistas que aterrorizan prácticamente a todos los barrios de la ciudad, obligando a la gente a pagar dinero por el solo hecho de permitirles permanecer en sus apartamentos. Se presentan a sí mismos como due­ños del edificio, estafan a sus ocupantes y casi nunca en­cuentran oposición.
Para aquellos que no tienen un hogar, sin embargo, la situación es desesperante. No hay ninguna vivienda desocupada pero, aun así, las agencias inmobiliarias si­guen con su negocio: se anuncian cada día en los perió­dicos, ofreciendo apartamentos falsos, con el fin de atraer gente a sus oficinas y cobrarles por sus servicios. Nadie resulta engañado por esta práctica y, sin em­bargo, mucha gente está dispuesta a invertir hasta su último céntimo en estas promesas vacías. Llegan a las oficinas a primera hora de la mañana y esperan pacien­temente haciendo cola, a veces durante horas, sólo para sentarse ante un agente durante diez minutos y contem­plar fotografías de casas con habitaciones confortables situadas en calles arboladas, de apartamentos amuebla­dos con alfombras y mullidos sillones de cuero; plácidas escenas que evocan el olor del café humeando en la co­cina, el vapor de un baño caliente, los brillantes colores de las plantas en sus macetas sobre el alféizar. A nadie parece importarle que estas fotografías tengan más de diez años.
¡Tantos de nosotros nos hemos convertido otra vez en niños! No es que lo hayamos buscado, ya me entien­des, ni que seamos conscientes de ello. Pero cuando la fe desaparece, cuando comprendes que ni siquiera te queda la esperanza de recuperar la esperanza, entonces tiendes a llenar los espacios vacíos con sueños, peque­ñas fantasías y cuentos infantiles que te ayuden a sobre­vivir. Hasta a la gente más endurecida le resulta difícil contenerse; de repente dejan lo que están haciendo y se sientan a hablar de los deseos que han ido brotando en su interior. La comida, por supuesto, es uno de los te­mas favoritos. Es frecuente escuchar a un grupo de gente describiendo una comida hasta en sus más míni­mos detalles, comenzando con las sopas y aperitivos y explayándose, lentamente, hasta llegar al postre, re­creándose en cada sabor y especia, en cada uno de los aromas y gustos, concentrándose primero en el método de preparación, luego en el efecto que produce la comida, desde el primer indicio de sabor en la lengua hasta esa sensación de paz que se expande, gradual­mente, a medida que la comida baja por la garganta ca­mino al estómago. A veces, estas conversaciones pue­den prolongarse durante horas y cumplen con un riguroso protocolo: uno no debe reírse, por ejemplo, ni permitir que el hambre le consuma, nada de estallidos emocionales, ni de suspiros imprevistos. Eso conduciría a las lágrimas y no hay nada que estropee tan rápida­mente una conversación sobre comida como las lágri­mas. Para obtener los mejores resultados hay que de­jarse llevar por las palabras de los demás, de este modo, es posible olvidar el hambre y penetrar en lo que la gente llama «el ámbito del nimbo alimentario». Incluso hay algunos que creen que estas conversaciones pueden tener un valor nutritivo si se llevan a cabo con la con­centración suficiente y un sincero deseo de creer en las palabras de aquellos que participan.
Todo esto pertenece al «lenguaje fantástico». Hay muchas otras formas de hablar en esta lengua, y casi to­das comienzan cuando una persona le dice a la otra: «Yo desearía...». Lo que deseen es totalmente irrelevante siempre y cuando sea algo imposible: «desearía que el sol no se pusiera nunca», «desearía que el dinero creciera en mis bolsillos», «desearía que la ciudad vol­viera a ser como en los viejos tiempos». Te haces una idea, ¿verdad? Cuestiones absurdas e infantiles, sin sig­nificado ni posibilidad de convertirse en realidad. Por lo general, la gente sostiene la teoría de que por muy mal que la situación estuviera ayer, siempre será peor hoy; lo que pasó hace dos días, mejor que lo de ayer. Cuanto más atrás te remontas, más hermoso y deseable parece el mundo. Cada mañana resurges forzosamente del sueño para enfrentarte a algo mucho peor que lo que nos tocó vivir el día anterior; pero al hablar del mundo que existía antes de ir a dormir puedes engañarte a ti mismo y creer que el día de hoy es sólo un espejismo, ni más ni menos real que el recuerdo que guardas en tu in­terior de todos los otros días.
Puedo entender por qué la gente se presta a este ti­po de juegos, pero yo no podría hacerlo. Me niego a hablar el lenguaje fantástico y en cuanto escucho a otros haciéndolo, me aparto o me cubro los oídos con las manos. Sí, las cosas han cambiado mucho para mí. ¿Recuerdas qué fantasiosa era de pequeña? Nunca tenías bastante con mis historias, con los mundos que solía imaginar en nuestros juegos: «el castillo sin re­torno», «la tierra de la tristeza», «el bosque de las pala­bras olvidadas», ¿te acuerdas? ¡Cómo me gustaba con­tarte mentiras, hacerte creer mis historias, y observar cómo tu cara se volvía seria mientras te conducía de una a otra escena increíble. Entonces te confesaba que acababa de inventarlo todo y tú comenzabas a llorar. Creo que adoraba esas lágrimas tuyas tanto como tus sonrisas. Sí, es probable que fuera un poco cruel, in­cluso en aquellos días, ataviada con esos vestiditos que me ponía mi madre, con las rodillas huesudas y roñosas y mi pequeño coño de bebé, aún sin vello. Pero tú me amabas, ¿verdad?; me amabas casi hasta el límite de la locura.
Ahora soy un dechado de sentido común y frío cálculo. No quiero ser como los demás, me doy cuenta de cómo les afectan sus fantasías y no permitiré que me pase lo mismo. La gente que usa el lenguaje fantástico siempre muere mientras duerme. Durante uno o dos meses andan con una extraña sonrisa en la boca y los rodea un extraño halo de enajenación, como si ya hu­bieran comenzado a desaparecer. Los síntomas, incluso sus primeros indicios, son inconfundibles: un ligero ru­bor en las mejillas, los ojos un poco más grandes de lo normal, la forma de arrastrar los pies en actitud de pasmo, el olor pestilente de la parte inferior del cuerpo. Sin embargo, es posible que sea una muerte feliz, estoy dispuesta a reconocerlo. Por momentos casi los envi­dio, pero no puedo dejarme llevar, no voy a permitirlo. Voy a aguantar tanto como pueda, incluso si eso signi­fica mi muerte.

Otras muertes son más dramáticas. Están los «corredo­res», por ejemplo, una secta que corre por las calles a la mayor velocidad posible, sacudiendo los brazos de una forma salvaje, golpeando el aire, gritando con todas sus fuerzas. Casi siempre van en grupos, seis, diez, incluso veinte, arrojándose juntos a la calle, sin hacer un solo alto en el camino, corriendo y corriendo hasta caer de agotamiento. La cuestión es morir lo más pronto posi­ble, forzarse a sí mismo hasta el punto en que el cora­zón no pueda más. Los corredores dicen que nadie se atrevería a hacer esto en solitario. Al correr juntos, cada miembro del grupo es arrastrado por los demás, ani­mado por los gritos, conducido al frenesí de una resis­tencia autodestructiva. Resulta irónico, pero para poder matarse corriendo, primero hay que entrenarse para ser un buen corredor, de lo contrario nadie tiene la fuerza para llegar lo suficientemente lejos. Los corredores, sin embargo, sufren una ardua preparación antes de alcan­zar su destino y si se caen antes de llegar a ese destino, saben cómo levantarse de inmediato para proseguir. Su­pongo que es una especie de religión. Tienen varias ofi­cinas en la ciudad, una en cada una de las nueve zonas censadas, y para unirse a ellos es necesario cumplir con una serie de complicados requisitos previos: aguantar la respiración debajo del agua, hacer ayuno, poner la mano en la llama de una vela, no hablar a nadie durante siete días. Una vez que uno ha sido aceptado, debe so­meterse a las reglas del grupo, lo cual supone de seis a doce meses de vida comunal, un programa estricto de ejercicios de entrenamiento y la reducción progresiva del consumo de alimentos. El individuo está preparado para la carrera de la muerte en el momento en que al­canza, de forma simultánea, su mayor grado de forta­leza y debilidad. En teoría, podría correr indefinida­mente; pero, al mismo tiempo, el cuerpo ha consumido hasta sus últimos recursos. Esta combinación produce el resultado deseado: el día señalado, uno sale temprano con sus compañeros y corre hasta que logra escapar de su cuerpo, corre y grita hasta que remonta el vuelo fuera de sí mismo. Por fin, el alma se escabulle hacia la libertad, el cuerpo cae al suelo y uno muere. Los corre­dores proclaman que su método resulta infalible en más del noventa por ciento de los casos, lo cual significa que casi nunca es necesario repetir la carrera de la muerte.
Las muertes solitarias son todavía más frecuentes; pero incluso éstas se han transformado en una especie de ritual público. La gente se sube a los lugares más al­tos con el único propósito de saltar. Se le flama «el úl­timo salto» y debo admitir que presenciarlo despierta un sentimiento conmovedor, la sensación de que un nuevo mundo de libertad se abre en tu interior; ver la silueta dispuesta a saltar en el borde del techo, luego, siempre un momento de duda, como un intento por prolongar esos segundos finales, y la forma en que tu propia vida parece agolparse en la garganta; entonces, de súbito, porque nunca puedes saber exactamente cuándo va a suceder, el cuerpo se arroja al vacío, se lanza volando hacia el suelo. El entusiasmo de la multi­tud te llenaría de asombro, escuchar sus ovaciones fre­néticas, ser testigo de su exaltación. Es como si la vio­lencia y la belleza del espectáculo los liberara de sí mismos, les hiciera olvidar la miseria de sus propias vi­das. El «último salto» es algo que todo el mundo es ca­paz de comprender y que responde a los más íntimos deseos de la gente: morir en el acto, desaparecer en ape­nas un instante breve y glorioso. A veces pienso que la muerte es lo único que logra conmovernos, constituye nuestra forma de creación artística, nuestro único me­dio de expresión.
A pesar de todo, algunos de nosotros conseguimos sobrevivir. Porque incluso la muerte se ha convertido en un medio de vida; con tanta gente intentando llegar a su fin, meditando sobre todos los medios para abando­nar este mundo, abundan las oportunidades para obte­ner beneficios. Una persona lista puede vivir bastante bien de la muerte de los demás, porque no todos tienen el coraje de los que corren o de los que saltan, y necesi­tan ayuda para llevar su decisión a la práctica. La capa­cidad para pagar por estos servicios es, naturalmente, un requisito previo y por eso muy pocos, sólo los más ricos, pueden permitírselo. Sin embargo, el negocio es bastante activo, sobre todo en las Clínicas de Eutana­sia, que ofrecen varios procedimientos de acuerdo con lo que uno esté dispuesto a pagar. El método más rápido y seguro no lleva más de una o dos horas y aparece anun­ciado como el «viaje de retorno». Uno se registra en la recepción de la clínica, paga su billete y es conducido a una habitación pequeña con una cama recién hecha. Un asistente lo arropa y le pone una inyección; entonces, uno se queda dormido y no despierta nunca más. El sis­tema siguiente en la lista de precios es el «viaje maravi­lloso», que tiene una duración de uno a tres días y con­siste en una serie de inyecciones, espaciadas a intervalos regulares, que producen en el cliente una sensación exa­cerbada de euforia y felicidad hasta que, por fin, se ad­ministra la inyección última y fatal. Luego está el «cru­cero de placer», que puede prolongarse hasta dos se­manas y donde los clientes son invitados a participar en una opulenta forma de vida, atendidos de un modo que recuerda al de los viejos hoteles de lujo. Hay comi­das elaboradas, vinos, diversión e incluso un burdel que atiende las necesidades tanto de hombres como de mu­jeres. Todo esto eleva bastante el precio; pero, para algunos, la oportunidad de vivir la buena vida, aunque sólo sea por tan poco tiempo, constituye una tentación irresistible.
Las Clínicas de Eutanasia, sin embargo, no son la única forma de comprar nuestra propia muerte. Tene­mos también los denominados «clubes de asesinatos», que últimamente han obtenido una gran popularidad. Una persona que quiere morir, pero que tiene dema­siado miedo para suicidarse, se une al club de asesinatos de su zona por unos honorarios relativamente modes­tos y allí se le asigna un asesino. Al cliente no se le dice nada acerca de los arreglos para concretar su muerte y todo lo que se refiere a este tema continúa siendo un misterio para él: la fecha, el lugar, el método a emplear, la identidad de su asesino. En cierto modo, la vida si­gue como siempre; la muerte permanece en el horizon­te, como una realidad absoluta pero, aun así, un misterio en cuanto a su forma específica. Los miembros del club de asesinatos tienen la oportunidad de aspirar a una muerte rápida y violenta en un futuro cercano; una bala en la cabeza, un cuchillo en la espalda, un par de manos alrededor del cuello en medio de la noche. A mí me pa­rece que el efecto que produce todo esto es el de vol­verlo a uno más alerta, ya que la muerte deja de ser una abstracción y se convierte en una posibilidad real que acecha en cada momento de la vida. En lugar de some­terse pasivamente ante lo inevitable, aquellos que van a ser asesinados tienden a volverse más prevenidos, más ágiles en sus movimientos, más llenos de una sensación vital, transformados ante una nueva concepción de las cosas. Incluso muchos de ellos cambian de idea y vuel­ven a optar por la vida; pero esto no es nada fácil porque una vez que se ingresa en un club de asesinatos no está permitido arrepentirse. Sin embargo, si uno logra matar a su homicida será liberado de su compromiso o, si lo prefiere, contratado como asesino. Aquí residí el peligro del trabajo de asesino y es por eso que está tan bien pagado. Es raro que un asesino resulte muerto, ya que él tiene siempre más experiencia que su supuesta víctima, pero a veces sucede. Entre los más pobres, en especial hombres jóvenes, hay muchos que esperan meses, incluso años, para poder ingresar en un club de ase­sinatos. La idea es que acaben contratándolos como ase­sinos para acceder a un nivel de vida más elevado.  Muy pocos lo consiguen. Si te contara la historia de muchos de estos chicos, no podrías dormir durante una semana.
Todas estas cuestiones traen como consecuencia un montón de problemas prácticos: los cadáveres, por ejemplo. Aquí la gente no se muere como en los viejos tiempos, expirando tranquilamente en sus propias ca­mas o en el limpio santuario de un hospital; mueren allí donde estén y eso, casi siempre, significa la calle. No estoy hablando tan sólo de los corredores ni de los salta­dores, ni de los miembros de los clubes de asesinatos (éstos apenas constituyen una minoría), sino de amplios sectores de la población. La mitad de la gente carece de vivienda y no tiene ningún lugar adonde ir, así que hay cadáveres allí donde uno mire, en las aceras, en los por­tales, incluso en la calle. No me pidas que te dé detalles, para mí ya es suficiente contártelo, más que suficiente. Aunque no puedas creerlo, el verdadero problema no es nunca la falta de compasión; aquí nada es tan frágil como el corazón.
Casi todos los cadáveres están desnudos. Los traperos asuelan las calles a todas horas y nunca pasa mucho tiempo antes de que a un muerto se le despoje de sus pertenencias. Lo primero que desaparece son sus zapa­tos, ya que éstos tienen una gran demanda y son muy difíciles de conseguir. Los bolsillos atraen la atención en segundo lugar, pero por lo general desaparece todo, las ropas y cualquier cosa que contengan. Luego llegan los hombres con pinzas y tenazas a extraer los dientes de oro y plata de los muertos. Como no hay ninguna posi­bilidad de escapar a este destino, muchas familias se en­cargan por sí mismas de estas tareas, evitando dejarlas en manos de extraños. En algunos casos lo hacen por el deseo de preservar la dignidad de sus seres queridos, en otros, simplemente por egoísmo. Pero tal vez no sea una cuestión tan sutil; si el diente de tu marido puede alimentarte durante un mes, ¿quién puede culparte por quitárselo? Este tipo de actitud resulta aberrante, ya lo sé, pero aquí, si uno quiere sobrevivir, debe aprender a dejar a un lado los principios.
Cada mañana el ayuntamiento envía camiones a reco­ger los cadáveres. Ésta es la función principal del go­bierno y en ella se gasta más dinero que en cualquier otra. La ciudad está totalmente rodeada por los crematorios —los denominados «centros de transformación»— y puede verse el humo elevándose hacia el cielo día y no­che. Pero con las calles en tan mal estado, tantas de ellas reducidas a escombros, este trabajo se vuelve cada vez más difícil. Los conductores se ven forzados a parar los camiones y seguir la búsqueda de cadáveres a pie, lo cual demora mucho la tarea. A todo esto se suman las cons­tantes averías de los camiones y las ocasionales explosio­nes de cólera de los mirones. Tirar piedras a los trabajadores de los «camiones de la muerte» es una actividad muy común entre los que carecen de vivienda. A pesar de que los camioneros van armados y se sabe que han lle­gado a disparar a la multitud con ametralladoras, algunos de los que arrojan piedras son muy hábiles escondién­dose y, a menudo, sus tácticas de golpear y correr con­vierten el trabajo de recogida en un completo fracaso. No existe ningún motivo coherente que justifique estos ata­ques; surgen de la ira, el rencor y el aburrimiento y, como estos trabajadores son los únicos representantes oficiales que se dejan caer por la vecindad, se convierten en el blanco más fácil. Tal vez podría decirse que las piedras re­presentan el descontento del pueblo por un gobierno que no hace nada por ellos hasta que mueren. Pero eso sería hilar demasiado fino; las piedras son una expresión de in­felicidad y eso es todo. En la ciudad no existe la política como tal; todos están demasiado hambrientos, dema­siado perturbados, demasiado enfrentados entre sí como para pensar en eso.

El cruce llevó diez días y yo era la única pasajera. Tú ya lo sabes, conociste al capitán y a la tripulación, viste mi ca­marote, así que no hay necesidad de volver sobre eso. Me pasé el tiempo mirando el agua y el cielo y apenas si abrí un libro en todos esos días. Cuando llegamos a la ciudad era de noche y fue entonces cuando empecé a sentirme un poco asustada. La costa estaba completamente oscura, sin luces en ningún sitio, y yo tuve la sensación de que pe­netrábamos en un mundo invisible, un lugar donde sólo vivirían los ciegos; pero tenía la dirección de la oficina de William y eso me tranquilizó un poco. Pensé que sólo tenía que ir allí y entonces todo se arreglaría. Al menos me sentía segura de que iba a encontrar alguna pista sobre el paradero de William. Lo que no sabía era que la calle ya no estaba allí. No es que la oficina estuviera vacía o el edi­ficio abandonado; no había edificio ni calle ni nada, sólo piedras y basura en metros y metros a la redonda.
Más tarde descubrí que ésta era la tercera zona censada y que, aproximadamente un año antes, allí se había decla­rado una epidemia. El gobierno de la ciudad había interve­nido, había sitiado la zona y quemado hasta el último edifi­cio; al menos, eso era lo que contaban. No es que la gente tenga la intención de mentir, sino que cuando se trata del pasado la verdad tiende a volverse turbia muy pronto. Sur­gen leyendas en cuestión de horas, comienzan a circular his­torias increíbles y los hechos pronto quedan enterrados bajo una montaña de teorías disparatadas. La mejor política en la ciudad es creer sólo en lo que ven tus propios ojos. Aunque ni siquiera ése es un método infalible ya que muy pocas cosas son lo que aparentan ser, especialmente aquí con tanto que asimilar a cada paso, con tantas cosas que de­safían el entendimiento. Cualquier cosa que veas tiene la ca­pacidad de herirte, de hacerte sentir inferior a lo que eres, como si por el mero hecho de ver algo te despojaran de parte de ti mismo. A menudo uno siente que mirar puede ser peligroso y suele apartar la mirada o incluso cerrar los ojos; por eso es fácil sentirse desconcertado o no estar demasiado seguro de ver realmente lo que uno cree ver. Es po­sible que sólo lo imagine, lo confunda con otra cosa o le re­cuerde algo que ha visto, tal vez soñado, anteriormente. Ya ves qué complicado es, no es suficiente con mirar algo y de­cir: «estoy mirando tal cosa», ya que eso lo puedes hacer cuando el objeto que tienes delante es un lápiz o un trozo de pan, pero ¿qué pasa cuando te encuentras mirando a un niño muerto, a una niña pequeña que yace en el suelo des­nuda, con la cabeza reventada y cubierta de sangre? ¿Qué piensas entonces? No es tan simple, ya ves, decir lisa y llana­mente: «estoy ante una criatura muerta». Tu mente parece negarse a formar las palabras, no puedes forzarte a pronunciarlas, ya que aquello que tienes delante no es algo que pue­das separar fácilmente de ti mismo. Esto es lo que quiero decir cuando hablo de aquello que te hiere; no puedes sim­plemente mirar porque, en cierto modo, cada cosa te perte­nece, forma parte de la historia que se desarrolla en tu inte­rior. Supongo que debe ser bueno endurecerse hasta tal punto que nada pueda afectarte nunca más; pero entonces te quedarías solo, tan absolutamente al margen de los demás que la vida se volvería imposible. Aquí hay algunos que lo­gran hacerlo, que encuentran el coraje para convertirse en monstruos; pero te sorprendería saber qué pocos son. O, para decirlo de otra manera, todos hemos terminado por convertirnos en monstruos pero no hay prácticamente na­die que no guarde en su interior algún vestigio de lo que so­lía ser la vida.
Tal vez el mayor problema sea que la vida, tal como la conocíamos, ha dejado de existir pero, aun así, nadie es capaz de asimilar lo que ha sobrevenido en su lugar. A aquellos de nosotros que nacimos en otro lugar, o que te­nemos la edad suficiente como para recordar un mundo distinto de éste, el mero hecho de sobrevivir de un día para el otro nos cuesta un enorme esfuerzo. No me refiero sólo a la miseria, sino a que ya no sabemos cómo reaccionar ante los hechos más habituales y, como no sabemos como actuar, tampoco nos sentimos capaces de pensar. En nuestras mentes reina la confusión; todo cambia a nuestro alrededor, cada día se produce un nuevo cata­clismo y las viejas creencias se transforman en aire y va­cío. He aquí el dilema, por un lado queremos sobrevivir, adaptarnos, aceptar las cosas tal cual están; pero, por otro lado, llegar a esto implica destruir todas aquellas cosas que alguna vez nos hicieron sentir humanos. ¿Entiendes lo que quiero decir? Para vivir, es necesario morir, por eso tanta gente se rinde, porque sabe que no importa cuán duramente pelee, siempre acabará perdiendo y, en­tonces, ya no tiene sentido la lucha.

Los recuerdos se nublan en mi mente, lo que ocurrió y lo que no ocurrió, las calles que vi por primera vez, los días, las noches, el cielo sobre mi cabeza, las piedras extendién­dose a lo lejos. Me parece recordar que miraba constante­mente hacia arriba, como si examinara el cielo por si fal­tara o sobrara algo, algo que lo diferenciara de otros cielos; como si el cielo pudiera explicar las cosas que veía a mi alrededor. Sin embargo, es probable que me equivo­que, es posible que esté confundiendo las observaciones de una época posterior con las de aquellos primeros días. Aunque no creo que tenga mucha importancia, ahora menos que nunca.
Después de un estudio tan meticuloso, puedo asegu­rar, sin duda alguna, que el cielo de este lugar es el mismo que ahora se encuentra sobre ti. Tenemos las mismas nubes y la misma luminosidad, las mismas tormentas y la misma quietud, los mismos vientos que lo arrastran todo consigo. Si la impresión que tenemos del cielo es algo distinta es por lo que sucede debajo. Las noches, por ejemplo, no se parecen del todo a las de allí. Hay la misma oscuridad y la misma inmensidad, pero no ofrecen aquella sensación de calma sino la de una marea continua, un murmullo que te empuja hacia adelante y hacia atrás, sin pausa. Y luego, durante el día, hay una luminosidad a ve­ces insoportable, un brillo que te deslumbra y que hace palidecer todas las cosas, todos los relieves relucen y el aire mismo es un débil resplandor. La luz se plasma de tal forma que los colores se vuelven más y más distorsionados a medida que uno se acerca a ellos. Hasta los contor­nos de las sombras se desdibujan con un movimiento for­tuito y agitado. Con esta luz hay que tener cuidado de no abrir demasiado los ojos, sólo lo suficiente como para no perder el equilibrio. De lo contrario, uno puede trope­zar y no creo que sea necesario enumerar los riesgos de una caída. A veces pienso que si no fuera por la oscuridad y las extrañas noches que descienden sobre nosotros, el cielo se incendiaría. Los días acaban cuando corres­ponde, justo en el momento preciso en que el sol parece haber consumido las cosas que alumbra, cuando ya nada puede tolerar su resplandor; de lo contrario, todo este mundo quimérico se derretiría y sería el fin.
La ciudad parece estar consumiéndose poco a poco, pero sin descanso, a pesar de que sigue aquí. No hay forma de explicarlo; yo sólo puedo contarlo, pero no puedo fingir que lo entiendo. En las calles se escuchan ex­plosiones todos los días, como si a lo lejos se cayera un edificio o se hundiera la acera. Pero nunca lo ves cuando sucede, no importa cuán a menudo escuches estos ruidos, la causa es siempre invisible. Cualquiera pensaría que, de vez en cuando, una de estas explosiones tendría que pro­ducirse en su presencia; pero los hechos permanecen siempre en el terreno de la probabilidad. No creas que son imaginaciones mías, estos ruidos no surgen en mi mente. Los demás también los escuchan, aunque no les presten demasiada atención. A veces se detienen a co­mentarlo, pero nunca se muestran preocupados. Dicen cosas como: «ahora está un poco mejor» o «esta tarde pa­rece muy agresivo». Yo solía hacer muchas preguntas so­bre estas explosiones, pero nunca logré una respuesta, apenas una mirada inexpresiva, un movimiento de hom­bros. Con el tiempo descubrí que hay ciertas cosas que no se preguntan, que incluso aquí hay temas que nadie quiere discutir.

A los más pobres sólo les quedan las calles, los parques y las antiguas estaciones de metro. Las calles son el peor si­tio porque allí te expones a todos los peligros e inconve­nientes. Los parques son un poco más tranquilos, sin el problema del tráfico y los peatones, pero a no ser que seas uno de los pocos afortunados que tienen una tienda o un cobertizo, estás siempre a merced del clima. Sólo en las estaciones de metro es posible escapar de las inclemen­cias del tiempo, pero allí hay que soportar otro tipo de molestias: la humedad, el hacinamiento y los gritos per­manentes de la gente, que parece hipnotizada por el eco de su propia voz.
Lo que más llegué a temer aquellas primeras semanas fue la lluvia; el frío, en comparación, es una menudencia ya que sólo es cuestión de un buen abrigo (que yo tenía) y de moverse enérgicamente para mantener la circulación de la sangre. También descubrí las ventajas que ofrece el papel periódico, sin duda el material más barato y efec­tivo para reforzar la protección de la ropa. En los días fríos hay que levantarse muy temprano por la mañana para asegurarse un buen lugar en la cola frente a los pues­tos de periódicos. Es importante calcular bien el tiempo de espera porque no hay nada peor que estar demasiado tiempo de pie al aire helado de la mañana. Si uno cree que la espera va a ser mayor de veinte o veinticinco minutos, lo más razonable es renunciar a la idea e irse.
Una vez que has comprado el periódico, suponiendo que hayas conseguido uno, lo mejor es coger una hoja, rasgarla en tiras y retorcerlas formando pequeños atados que servirán de relleno en la punta de los zapatos, para ta­par las rendijas por las que se cuela el aire alrededor de los tobillos, o remendar los agujeros de la ropa. Para el torso y las extremidades no hay nada mejor que hojas enteras cubriendo unos cuantos de estos atados, mientras que para proteger el cuello lo más efectivo es coger aproxima­damente una docena de estas tiras retorcidas y enlazarlas entre sí formando un collar. Este atuendo da un aspecto armado y acolchado, que tiene la ventaja estética de disi­mular la delgadez. Hay gente que está, literalmente, muriéndose de hambre, con el vientre hundido y extremida­des como palillos, pero va por ahí intentando aparentar que pesa noventa o cien kilos. No engañan a nadie con este disfraz, se les nota desde lejos; aunque tal vez ésa no sea la verdadera cuestión. Lo que parecen querer decir es que saben lo que les ha ocurrido y que se avergüenzan de ello. Sus cuerpos voluminosos son la más clara manifesta­ción de lucidez, una expresión de amarga autoconciencia. Se transforman en parodias grotescas de los prósperos y bien alimentados y, en este intento frustrado y absurdo por despertar respeto, prueban que son exactamente lo contrario de lo que aparentan y que lo saben.
La lluvia, sin embargo, es un obstáculo insuperable porque una vez que uno se moja, tiene que pagar por ello horas e incluso días después. El peor error que uno puede cometer es dejarse sorprender por una lluvia torrencial; no sólo se corre el riesgo de un resfriado sino también de un montón de molestias: las ropas empapadas, los huesos casi congelados, y el peligro constante de arruinar los zapatos. Si mantenerse en pie es el objetivo fundamental, ya puedes imaginar las consecuencias de no llevar los zapa­tos adecuados. Nada afecta de forma más desastrosa a los zapatos que un buen remojón y esto puede conducir a todo tipo de problemas: ampollas, juanetes, uñas encar­nadas, llagas, malformaciones; y cuando andar se vuelve doloroso, uno está perdido. Un paso primero, luego otro y otro más, ésa es la regla de oro; si uno no es capaz ni si­quiera de esto, ya puede dejarse caer en el acto y dejar de respirar.
Pero, ¿cómo evitar la lluvia, si acecha a todas horas? Hay momentos, muchas veces, en que uno está afuera, yendo de un sitio a otro, de camino a algún sitio que no has elegido y, de repente, el cielo se oscurece, las nubes chocan y ahí queda uno, empapado hasta los huesos. In­cluso si logras encontrar refugio cuando la lluvia empieza a caer y te libras de ella, debes tener muchísimo cuidado una vez que pare. Entonces, debes estar atento a los char­cos que se forman en los agujeros del pavimento, los lagos que a menudo surgen de las grietas e incluso al barro trai­cionero que mana desde abajo y llega hasta el tobillo. Con las calles en un estado tan lamentable, con tantas fisuras, grietas, baches y perforaciones, no hay forma de escapar de estos momentos críticos. Tarde o temprano estás des­tinado a llegar a un lugar donde no hay alternativa, donde te encuentras rodeado por todas partes. Y no sólo hay que vigilar las superficies, el mundo que tocas con los pies, también está el agua que gotea desde arriba, que res­bala desde los aleros y luego, aún peor, los vientos fuertes que a menudo siguen a las lluvias, los terribles remolinos de aire removiendo la superficie de lagunas y charcos y arrojando el agua de nuevo a la atmósfera, arrastrándola como si se tratara de pequeñas agujas, dardos que pin­chan la cara, se arremolinan a tu alrededor y no te permi­ten ver nada en absoluto. Cuando el viento sopla después de una tormenta, todos se chocan entre sí más de lo habi­tual, en las calles estallan más peleas y el mismo aire pa­rece cargado de amenazas.
Sería distinto si el tiempo pudiera preverse con cierto margen de exactitud; entonces, uno podría hacer planes, saber cuándo es conveniente no salir a la calle, prepararse de antemano. Pero aquí todo pasa tan rápido, los cambios son tan súbitos que lo que parece cierto en un momento determinado ya no lo es al siguiente. Yo he perdido mu­cho tiempo buscando indicios en el aire, intentando estu­diar el clima y descubrir pistas sobre qué tiempo iba a ha­cer y cuándo: el color y el volumen de las nubes, la velocidad y dirección de los vientos, los olores a una hora determinada, la textura del cielo por la noche, la forma de las puestas de sol, la intensidad del rocío al amanecer. Pero nada de esto me ha ayudado; tratar de vincular una cosa con la otra, establecer relaciones entre una tarde nu­blada y una noche de viento, sólo conduce a la locura. Das vueltas y vueltas en el torbellino de tus cálculos y enton­ces, justo cuando te convences de que va a llover, el sol si­gue brillando todo el día.
Lo que hay que hacer, entonces, es estar preparado para cualquier cosa, aunque existen diversas opiniones sobre la mejor forma de conseguirlo. Una pequeña mino­ría cree, por ejemplo, que el mal tiempo proviene de los malos pensamientos. Ésta es una visión bastante mística de la cuestión ya que sugiere que los pensamientos pue­den traducirse directamente en hechos del mundo mate­rial. De acuerdo con esta teoría, cuando uno tiene un pen­samiento oscuro o pesimista produce una nube en el cielo y, si una gran cantidad de gente tiene pensamientos nega­tivos al mismo tiempo, comenzará a llover. Según ellos, esto explica los cambios bruscos del tiempo y el hecho de que nadie haya podido encontrar una justificación cientí­fica a nuestro absurdo clima. La solución que proponen consiste en mantener una alegría inmutable, por más de­primentes que sean las situaciones a nuestro alrededor; nada de enojos, ni suspiros profundos, ni lágrimas. A es­tas personas se las denomina «los risueños» y en la ciudad no existe otra secta más inocente e infantil. Están convencidos de que si la mayoría de la gente se convirtiera a sus, creencias, el tiempo acabaría por estabilizarse y la vida mejoraría, por lo cual hacen proselitismo todo el tiempo siempre en busca de nuevos adeptos, aunque la suavidad de modales que ellos mismos se han impuesto los hacen muy poco persuasivos. Rara vez consiguen convencer a alguien para su causa y, por lo tanto, sus ideas no se han llevado a la práctica ya que sin un gran número de creyen­tes no habrá los buenos pensamientos necesarios para que repercuta en el clima. Esta falta de pruebas, sin em­bargo, los vuelve aún más obstinados en su fe. Puedo ima­ginarte meneando la cabeza, y sí, tienes razón, estoy de acuerdo contigo en que esta gente es ridícula y está equi­vocada. Pero en el contexto de la vida cotidiana de la ciudad, su argumento cobra una cierta fuerza y tal vez no re­sulte más absurdo que otro cualquiera. Como personas, los risueños suelen ser una compañía agradable ya que su dulzura y optimismo son un grato antídoto contra la ofuscada amargura que encuentras en todos los otros sitios.
En el extremo opuesto están «los rastreros», que creen que la situación continuará empeorando hasta que de­mostremos, de un modo realmente persuasivo, qué aver­gonzados estamos de la vida que llevábamos en el pasado. La solución, según ellos, consiste en postrarse en el suelo y no levantarse otra vez hasta que aparezca alguna señal de que la penitencia ha sido cumplida. La naturaleza de esta señal es objeto de largos debates teóricos; algunos hablan de un mes de lluvia; otros, de un mes de buen tiempo, y otros más aseguran que no lo sabrán hasta que les sea revelado en el corazón. Dentro de esta secta hay dos facciones principales, «los perros» y «las serpientes». Los primeros consideran que arrastrarse sobre las manos y las rodillas demuestra el arrepentimiento adecuado, mientras que los segundos sostienen que sólo es correcto arrastrarse sobre el vientre. A menudo estallan batallas sangrientas entre los dos grupos, cada uno intentando controlar al otro, pero ninguno ha ganado muchos segui­dores y hoy en día, según creo, la secta está en vías de ex­tinción.
En realidad, la mayoría de la gente no tiene ninguna opinión formada sobre estos temas. Si me pongo a contar los distintos grupos que tienen una teoría coherente so­bre el tiempo («los tamborileros», «los apocalípticos», «los asociacionistas libres»), dudo que sean más que unas pocas gotas en el océano. Yo creo que lo que realmente cuenta es la suerte. El cielo está regido por el azar, por fuerzas tan complejas y oscuras que nadie puede explicar por completo. Si te mojas con la lluvia, has tenido mala suerte y eso es todo. Si logras no mojarte, pues mucho mejor; pero no tiene nada que ver con las actitudes ni las creencias. La lluvia no hace diferencias, en un momento o en otro, cae sobre todo el mundo y, cuando cae, todos so­mos iguales, ninguno mejor ni peor, todos iguales sin dis­tinción.

¡Quiero contarte tantas cosas! Comienzo a decir algo y, de repente, me doy cuenta de lo poco que comprendo. Me refiero a hechos concretos, información precisa sobre cómo vivimos en la ciudad. Ése iba a ser el trabajo de William; el periódico lo envió aquí para que investigara los hechos y escribiera un artículo por semana sobre los an­tecedentes históricos, cuestiones de interés general, co­sas por el estilo. Pero no recibimos muchos, ¿verdad? Unos pocos informes breves y luego silencio. Si William no pudo lograrlo, no sé cómo espero hacerlo yo; no tengo idea de cómo la ciudad sigue funcionando e incluso si me pusiera a investigar sobre estas cuestiones, es pro­bable que me llevara tanto tiempo, que la situación ya hu­biera cambiado cuando descubriera algo. Dónde se cul­tiva la verdura, por ejemplo, y cómo la transportan a la ciudad. No puedo darte las respuestas y nunca conocí a nadie que las supiera. La gente habla de tierras lejanas ha­cia al oeste, pero eso no quiere decir que sea verdad; aquí la gente habla de cualquier cosa, sobre todo de aquellas de las que no sabe nada. Lo que realmente me asombra no es que todo se esté derrumbando, sino la gran cantidad de cosas que todavía siguen en pie. Se necesita un tiempo muy largo para que un mundo desaparezca, mucho más de lo que puedas llegar a imaginar. Continuamos viviendo nuestras vidas y cada uno de nosotros sigue siendo testigo de su propio y pequeño drama. Es cierto que ya no hay colegios, es cierto que la última película se exhibió hace más de cinco años, es cierto que el vino escasea tanto que sólo los ricos pueden permitirse el lujo de beberlo. Pero, ¿es eso a lo que llamamos vida? Dejemos que todo se derrumbe y, luego, veamos qué queda. Tal vez ésta sea la cuestión más interesante de todas: saber qué ocurriría si no quedara nada y si, aun así, sobreviviríamos.
Las consecuencias resultan muy curiosas, a menudo son lo contrario de lo que esperas. La verdadera desespe­ración puede convivir con el ingenio más asombroso; surgen la entropía y el florecimiento. Como quedan tan pocas cosas, ya no se tira casi nada y han encontrado apli­caciones para materiales que antes despreciaban como basura. Todo esto tiene que ver con una nueva forma de pensar. La escasez conduce la mente hacia nuevas solu­ciones y uno se descubre dispuesto a abrigar ideas que an­tes nunca se le hubieran ocurrido. Tomemos el ejemplo de los desperdicios humanos, literales desperdicios. Aquí las instalaciones sanitarias ya no existen, las tuberías se han corroído, los inodoros se han roto y tienen pérdidas, el sistema de cloacas hace tiempo que desapareció. Para que la gente no se las arregle como pueda y disponga de sus heces de cualquier modo, lo que pronto conduciría al caos y a epidemias, se ha creado un sistema por el cual una patrulla nocturna de recogida de desperdicios reco­rre cada barrio. Pasan por las calles tres veces al día arrastrando y empujando sus máquinas oxidadas sobre el pa­vimento ruinoso, haciendo sonar campanas para que la gente del barrio salga a la calle y vacíe sus cubos en el de­pósito. El olor, por supuesto, es insoportable, y cuando el sistema se puso en marcha los únicos que querían hacer este trabajo eran prisioneros, a los cuales se les ofreció la dudosa opción de una sentencia más larga si rehusaban y una más corta si aceptaban. Sin embargo, las cosas han cambiado desde entonces y los «fecalistas» ahora tienen el estatus de funcionarios públicos y se les concede una vivienda equivalente a la de la policía. Es lo más justo, supongo; si este trabajo no tuviera alguna ventaja, ¿por qué iba a hacerlo alguien? Esto demuestra lo competente que puede llegar a ser el gobierno bajo ciertas circunstan­cias. Cadáveres y mierda; cuando se trata de desterrar los peligros para la salud, nuestros administradores son ver­daderos romanos en su organización, un modelo de lucidez y eficiencia.
No se acaba aquí, sin embargo. Una vez que los feca­listas han recogido los desperdicios, no se deshacen de ellos. Aquí la mierda y la basura son bienes importantísi­mos y, con los recursos de carbón y petróleo descen­diendo a niveles alarmantes, éstos son los que nos pro­veen de gran parte de la energía que aún somos capaces de producir. Cada zona censada tiene su propia central ener­gética y éstas se alimentan exclusivamente de desperdi­cios. El combustible para los coches, el de la calefacción de las casas, todo proviene del gas metano producido en estas centrales. Te sonará raro, me imagino, pero aquí na­die bromea sobre esto. La mierda es un asunto muy serio y cualquiera que la tire sin más a la calle es arrestado y, si lo hace por segunda vez, condenado a muerte. Un sistema como éste tiende a aletargar tu sentido del humor; haces lo que se te pide y muy pronto ni siquiera piensas en ello.
Lo más importante es sobrevivir. Si pretendes seguir adelante, debes buscarte una forma de ganar dinero, aun­que hay muy pocos trabajos en el viejo sentido de la pala­bra. Si no tienes contactos, no puedes apuntarte ni para el más insignificante de los puestos públicos (oficinista, conserje, empleado del Centro de Transformación, etc.). Lo mismo ocurre con los diversos negocios legales o ile­gales a lo largo de la ciudad (las Clínicas de Eutanasia, los puestos de comestibles ilegales, los falsos propietarios). A menos que conozcas a alguien es inútil pedir trabajo en cualquiera de estos sitios; por lo tanto, la solución más común entre los más pobres es hacerse trapero. Éste es el trabajo para los que no tienen trabajo y yo creo que al me­nos un diez o veinte por ciento de la población se dedica a esto. Yo misma lo hice durante un tiempo y la verdad es que una vez que empiezas te resulta casi imposible parar. Exige tanto de ti, que no te queda tiempo para hacer nin­guna otra cosa, ni siquiera para pensar en hacerla.
Todos los traperos entran en una de estas dos catego­rías básicas: recogedores de basura o buscadores de obje­tos. El primer grupo es bastante más amplio que el segundo y si uno trabaja duro, dedicándose con per­severancia unas doce o catorce horas diarias, tiene la posibilidad de ganarse la vida. Hace ya muchos años que ha dejado de funcionar el sistema municipal de recogida de basuras. En su lugar, cada zona censada de la ciudad esta regida por un comisionista privado que compra los derechos al gobierno de la ciudad para recoger la basura en su zona. Para trabajar en esto, primero hay que obtener el permiso de uno de estos agentes, por el cual se paga una cuota mensual que a veces asciende al cincuenta por ciento de los ingresos. Trabajar sin permiso puede resul­tar tentador, pero también es extremadamente peligroso ya que cada comisionista tiene su propia plantilla de ins­pectores que vigilan las calles, solicitando el permiso a todo el que ven recogiendo basura. Si no tienes los pape­les correspondientes, los inspectores tienen el derecho legal de multarte y, si no puedes pagar la multa, arres­tarte, lo cual significa la deportación a uno de los campos de trabajo al oeste de la ciudad donde pasarás los siete años siguientes. Algunos dicen que la vida en los campos es mejor que en la ciudad, pero esto no es más que una es­peculación. Unos pocos llegaron a hacerse arrestar a pro­pósito, pero nadie los ha vuelto a ver.
Un recogedor de basura debidamente registrado y con todos los papeles en orden, se gana la vida reuniendo la mayor cantidad de basura posible y llevándola a la cen­tral energética más cercana. Allí pagan tanto por kilo —una cantidad insignificante— y arrojan la basura a los depósitos de procesamiento. El instrumento preferido para transportar la basura es el carro de supermercado, si­milar a aquellos que tenemos allí, en casa. Estas canastas metálicas sobre ruedas han demostrado ser objetos resis­tentes y no hay duda de que funcionan con mayor efica­cia que cualquier otra cosa. Un vehículo más grande re­sultaría demasiado pesado para transportar cuando se llenara y uno más pequeño requeriría demasiados viajes al depósito (hace unos años se publicó un folleto sobre el tema que prueba la exactitud de estos argumentos). Como consecuencia, estos carros tienen una gran de­manda y el primer objetivo de un recogedor de basura es conseguir uno. Esto puede llevar meses, a veces incluso años, pero sin un carro, resulta imposible dedicarse a esto. Como el trabajo deja tan poco, rara vez tienes la oportunidad de ahorrar y, si lo haces, es a costa de pri­varte de algo esencial, la comida, por ejemplo, sin la cual no tienes fuerza para hacer el trabajo necesario para ganar el dinero para comprar el carro. Ya ves el problema, cuanto más trabajas, más débil te vuelves; cuanto más dé­bil te vuelves, menos puedes trabajar. Pero esto es sólo el comienzo, porque incluso si logras conseguir el carro, de­bes procurar mantenerlo en buen estado, las calles estro­pean muchísimo el equipo y hay que tener especial cui­dado con las ruedas. Incluso si logras superar estos inconvenientes, tienes el deber adicional de no perder de vista el carro nunca. Como se han vuelto tan valiosos, son un bien especialmente codiciado por los ladrones y nin­guna calamidad es tan trágica como la de perder el carro. Por lo tanto, casi todos los traperos invierten su dinero en comprar una especie de correa, conocida como el «cordón umbilical», algo así como una cuerda, soga para perros o cadena que se ata alrededor de la cintura y luego al carro. Esto hace que caminar se convierta en un asunto muy complicado, pero vale la pena. A los traperos a me­nudo se los llama «músicos» a causa del ruido que hacen estas cadenas mientras los carros van dando tumbos por las calles.
Un buscador de objetos debe hacer los mismos trámi­tes para registrarse que un recogedor de basura y se lo so­mete al mismo tipo de inspecciones esporádicas, pero su trabajo es distinto. El recogedor de basuras busca desper­dicios, el buscador de objetos, cosas rescatables. Intenta encontrar objetos específicos, materiales que puedan volver a usarse y, a pesar de que es libre para hacer lo que quiera con las cosas que encuentra, por lo general las vende a uno de los «agentes de resurrección» que hay a lo largo de la ciudad, empresarios privados que convierten estas baratijas en nuevos objetos, que más tarde venden en el mercado. Los agentes cumplen una función múlti­ple, por una parte chatarreros, por otra fabricantes y, por fin, comerciantes; y como ya no hay ninguna otra forma de producción en la ciudad, se encuentran entre los más poderosos y ricos, compitiendo sólo con los comisionis­tas. Un buen buscador de objetos, por consiguiente, puede aspirar a un tren de vida aceptable, pero debe ser rápido, listo y saber dónde buscar. Los jóvenes suelen ha­cerlo mejor, por lo que es raro ver a un buscador de obje­tos mayor de veinte o veinticinco años. Aquellos que no tienen éxito deben buscarse pronto otro trabajo ya que no hay garantías de sacar nada en limpio de tanto es­fuerzo. Los recogedores de basura son más viejos y más conservadores, están contentos de esforzarse porque sa­ben que así se ganarán la vida, al menos si trabajan hasta el límite de sus fuerzas. Pero no hay nada realmente seguro, ya que la competencia en el mundo de los traperos se ha vuelto feroz. Cuanto más escasean las cosas en la ciudad, más reacia se vuelve la gente a desprenderse de algo; así como hace un tiempo nadie se lo pensaba dos veces antes de tirar una cáscara de naranja a la calle, ahora estas cásca­ras se trituran hasta conseguir un puré que mucha gente come. Una camiseta deshilachada, un par de calzoncillos rotos, el ala de un sombrero, todas estas cosas se guardan para remendarlas y convertirlas en una nueva muda de ropa. La gente se viste con los atuendos más variopintos y ridículos y cada vez que te cruzas con alguna de estas personas vestidas a retazos, sabes que probablemente acaba de dejar a un buscador de objetos sin trabajo.
A pesar de todo, me dediqué a buscar objetos. Tuve la suerte de comenzar antes de gastarme todo el dinero. Después de comprar la licencia (diecisiete glots), el carro (sesenta y seis glots), la correa y un par de zapatos nuevos (cinco y setenta y un glots, respectivamente), aún me que­daban más de doscientos glots. Fue una verdadera suerte ya que así podía permitirme cierto margen de error y en aquel momento necesitaba toda la ayuda que pudiera en­contrar. Tarde o temprano llegaría el día en que nadaría o me ahogaría, pero por el momento tenía algo a lo que aga­rrarme, un trozo de madera flotante, los restos de un nau­fragio donde apoyar mi peso.
Al principio no me fue bien; entonces la ciudad era nueva para mí y siempre me perdía. Malgastaba el tiem­po en despojos que no daban ningún beneficio, falsas co­razonadas en calles yermas; me encontraba siempre en el lugar equivocado a la hora errónea. Si lograba encon­trar alguna cosa, era porque tropezaba accidentalmente con ella. La casualidad era mi único método, el simple acto gratuito de ver algo con mis propios ojos y aga­charme a recogerlo. No tenía un sistema como parecían tener los demás, ningún medio de saber de antemano dónde ir, ni una sospecha sobre qué iba a encontrar y cuándo. Para llegar a ese punto es necesario vivir años en la ciudad y yo era sólo una novata, una recién llegada ignorante que apenas si podía encontrar el camino de una zona censada a otra.
Aun así, no era un completo fracaso; tenía mis pier­nas, después de todo, y un cierto entusiasmo juvenil que me mantenía en pie, incluso cuando las perspectivas no eran nada alentadoras. Yo correteaba por ahí errante y sin aliento, eludiendo los desvíos peligrosos y las monta­ñas de ruinas, corriendo caprichosamente de una calle a la otra, siempre esperando hacer algún hallazgo maravi­lloso a la vuelta de la esquina. Supongo que no es normal estar constantemente mirando el suelo, siempre bus­cando objetos rotos o abandonados; después de un tiempo seguramente afectará a la mente. Porque enton­ces ninguna cosa es realmente sí misma, hay trozos de esto y trozos de aquello pero nada tiene que ver entre sí. Aun así, por extraño que parezca, en el límite de este caos, todo comienza a relacionarse otra vez. Finalmente, una manzana desmenuzada y una naranja desmenuzada son la misma cosa, ¿verdad? Es imposible distinguir la di­ferencia entre un buen vestido y uno malo si ambos están reducidos a harapos, ¿no es cierto? Llega un momento en que las cosas se desintegran y se convierten en estiércol, polvo o desechos y lo que queda es algo nuevo, algunas partículas o aglomeración de materia que no pueden identificarse. Es un terrón, una mota, un fragmento del mundo que no tiene sitio: la dimensión de lo esencial. No esperes encontrar nunca algo entero, ya que sería un acci­dente, un descuido de la persona que lo perdió, pero tam­poco puedes pasarte todo el tiempo buscando aquello que ya es totalmente inservible. Debes aspirar a algo in­termedio, objetos que aún guardan un parecido con su forma original, incluso si han perdido su utilidad. Debes examinar, analizar minuciosamente y volver a la vida aquello que a otro le pareció bien tirar: un trozo de cuerda, la tapa de una botella, una chapa entera de un viejo automóvil estrellado; no puedes desperdiciar nada. Todas las cosas se desmoronan, pero no todas las partes de esas cosas, al menos no al mismo tiempo; el asunto es fijar el blanco en esas pequeñas islas donde todo perma­nece intacto, imaginarlas unidas a otras islas iguales, éstas a otras y otras, hasta crear un nuevo archipiélago de ma­teria. Debes salvar lo salvable y aprender a ignorar el resto. El truco consiste en hacerlo lo más rápidamente posible.
Poco a poco mi botín se volvía casi adecuado. Barati­jas, por supuesto, pero también un montón de cosas ines­peradas: un telescopio plegable con una lente rota, una máscara de Frankenstein de goma, una rueda de bicicleta, una máquina de escribir cirílica a la que sólo le faltaban cinco letras y la barra espaciadora, el pasaporte de un hombre llamado Quinn. Estos tesoros me compensaban por los días malos y con el tiempo comenzó a irme lo suficientemente bien con los agentes de resurrección como para no tocar mis ahorros. Supongo que podría haberme ido mejor, si no fuera porque me impuse ciertas normas, tracé ciertos límites más allá de los cuales me negué a pa­sar. Tocar a los muertos, por ejemplo. Uno de los trabajos más rentables de los traperos es despojar a los muertos de sus pertenencias, y muy pocos buscadores de objetos no aprovechan esa oportunidad. Continuamente me decía a mí misma que era una tonta, una melindrosa niña rica que no quería vivir, pero nada me ayudaba. Lo intenté; una o dos veces incluso me acerqué, pero cuando llegó el mo­mento de hacerlo, no tuve suficiente valor. Recuerdo a un viejo y a una niña adolescente, cómo me arrodillé a su lado, acerqué mis manos a sus cuerpos, tratando de convencerme de que no tenía importancia. Y luego, una ma­ñana temprano en Lampshade Road, un niño pequeño, de unos seis años; sencillamente no pude forzarme a hacerlo. No es que me sintiera orgullosa de haber tomado una profunda decisión moral, simplemente no tenía el coraje de llegar tan lejos.
Otra cosa que me afectaba es que estaba sola, no me mezclaba con otros traperos ni hacía ningún esfuerzo por hacer amigos. Se necesitan aliados, especialmente para protegerse de los «cuervos», traperos que se ganan la vida robando a otros traperos. Los inspectores vuelven la es­palda a este problema y concentran su atención en aquellos que trabajan sin licencia. Para los traperos de buena fe, por lo tanto, el trabajo es un alboroto continuo, con constantes ataques y contraataques, con la sensación de que en cual­quier momento puede ocurrir cualquier cosa. Me robaban aproximadamente una vez por semana y la situación llegó a tal punto que comencé a calcular las pérdidas de ante­mano, como si fueran un aspecto normal de mi trabajo. Si hubiera tenido amigos, podría haber evitado algunos de estos hurtos, pero a la larga no me parecía que valiera la pena. Los traperos eran un montón de gente odiosa, los cuervos y los otros por igual, y me revolvía el estómago escuchar sus opiniones, sus presunciones, sus mentiras. Lo impor­tante es que nunca perdí mi carro; eran mis primeros días en la ciudad y aún tenía la fuerza necesaria para aferrarme a él y era lo suficientemente rápida para escapar del peligro cuando debía hacerlo.                                                  

Ten paciencia conmigo, ya sé que a veces me aparto del tema; pero tengo la impresión de que si no escribo las co­sas tal cual me sucedieron las olvidaré para siempre. Mi mente ya no es lo que solía ser. Ahora es más lenta, más perezosa, menos ágil y me agota profundizar hasta en el más simple pensamiento. Así es como empieza, a pesar de mis esfuerzos; las palabras vienen sólo cuando pienso que ya no seré capaz de encontrarlas, en el momento de desesperación en que creo que ya nunca volverán a surgir. Cada día trae la misma batalla, el mismo vacío, el mismo deseo de olvidar y de no olvidar. Comienza siempre aquí, nunca en otro sitio que este límite donde el lápiz co­mienza a escribir. La historia nace y se detiene, sigue adelante y luego se pierde y, en medio de cada palabra, cuántos silencios, cuántas expresiones se escapan y desa­parecen para no volver nunca más.
Durante mucho tiempo, intenté no recordar nada; restringiendo mis pensamientos al presente me sentía más capaz de arreglármelas, más fuerte para evitar lamen­taciones. La memoria es una gran trampa, ya ves, y yo hice todo lo posible para mantenerme firme, para asegu­rarme de que los pensamientos no se escabulleran a hur­tadillas hacia el pasado. Pero últimamente me he estado zafando, cada día un poco más, y ahora hay días en que no puedo dejaros escapar, a mis padres, a William, a ti. Yo era una joven tan indomable, ¿verdad? Crecí demasiado rápido para mi propio bien y nadie podía decirme nada que yo no supiera de antemano. Ahora sólo puedo pensar en cuánto herí a mis padres y en cómo lloraba mi madre cuando le dije que me iba. Como si no fuera suficiente con haber perdido a William, ahora también iban a per­derme a mí. Por favor, si ves a mis padres, diles que lo siento; necesito saber que alguien hará eso por mí y sólo puedo contar contigo.
Sí, me avergüenzo de muchas cosas; a veces, mi vida no parece más que un puñado de remordimientos, de de­cisiones erradas, de equivocaciones irreversibles. El problema es que, cuando empiezas a mirar hacia atrás, te ves tal como eras y te quedas desolado. Pero ya es demasiado tarde para disculpas, lo sé. Es tarde para cualquier cosa que no sea seguir en pie. Por lo tanto, éstas son las pala­bras, tarde o temprano intentaré decirlo todo y no tiene importancia en qué orden lo haga, si lo primero es lo se­gundo o lo segundo lo último. Todo se arremolina a la vez en mi mente y el solo hecho de recordar una cosa el tiempo suficiente para decirla es toda una victoria. Si esto te confunde, lo siento; pero no tengo elección, tengo que tomar las cosas tal como puedo asimilarlas.

Nunca encontré a William —continuó ella—, tal vez no sea necesario decirlo. Nunca lo encontré y nunca conocí a nadie que pudiera decirme dónde estaba. La razón me dice que está muerto, pero tampoco puedo estar segura. No hay testimonios que apoyen ni la más infundada de las suposiciones y, hasta tanto encuentre alguna prueba, prefiero mantenerme abierta a todo. Sin información no hay lugar para la esperanza ni para la desesperación; lo mejor que uno puede hacer es dudar y, bajo estas circuns­tancias, la duda es una verdadera bendición.
Aunque William no estuviera en la ciudad, podría estar en algún otro sitio. El país es enorme, ya me en­tiendes, y puede haber ido a cualquier sitio. Pasando la zona agrícola del oeste, se supone que hay varios cientos de millas de desierto. Más allá, se habla de otras ciuda­des, de cadenas montañosas, de minas y fábricas, de vastos territorios que se extienden hasta un segundo océano. Tal vez haya algo de cierto en estas historias; si así fuera, William podría haber probado suerte en cualquiera de estos sitios. No me olvido de lo difícil que es salir de la ciu­dad pero ya sabemos cómo era William. Si hubiese habi­do la más mínima posibilidad de salir, él lo hubiera con­seguido.
Nunca te conté esto, pero la semana antes de venirme me encontré con el director del periódico de William. Debe de haber sido unos tres o cuatro días antes de des­pedirme de ti y si no lo mencioné fue para evitar otra discusión; las cosas ya estaban lo suficientemente mal y contártelo sólo hubiese servido para arruinar aquellos últimos momentos. No te enfades conmigo ahora, te lo ruego, me parece que no podría resistirlo.
El director se llamaba Bogat, un hombre calvo y ba­rrigón con unos tirantes anticuados y un reloj en el bolsi­llo del chaleco. Me hizo acordar a mi abuelo, cansado de trabajar, mordiendo la punta de los lápices antes de escri­bir, con un aire de benevolencia matizada de astucia, una serenidad que parecía esconder un secreto cariz de cruel­dad. Lo esperé en la recepción durante casi una hora. Cuando por fin estuvo listo para recibirme, me guió por el codo hasta su oficina, me hizo sentar en su silla y escu­chó mi relato. Debo de haber hablado durante cinco o diez minutos antes de que me interrumpiera; entonces, dijo que William no había enviado un solo informe en los últimos nueve meses. Sí, él sabía que las máquinas en la ciudad estaban rotas, pero ésa no era la cuestión; un buen periodista siempre se las arregla para hacer llegar su ar­tículo y William había sido su mejor empleado. Un silen­cio de nueve meses sólo podía significar una cosa: que William había tenido problemas y que no volvería más. Muy contundente, sin rodeos. Yo encogí los hombros y le dije que sólo eran suposiciones suyas.
—No lo hagas, pequeña —dijo él—. Tienes que estar loca para ir allí.
—¡No soy una niña pequeña! —dije yo—, tengo dieci­nueve años y puedo cuidar de mí misma mejor de lo que usted piensa.
—¡Aunque tuvieras cien años! Nadie sale de allí; es el fin de este maldito mundo.
Sabía que él tenía razón; pero estaba decidida y nada me iba a hacer cambiar de idea. Ante mi obstinación, Bogat comenzó a modificar sus tácticas.
—Mira —dijo—, mandé otro hombre allí hace aproxi­madamente un mes y espero noticias suyas pronto. ¿Por qué no esperas hasta entonces? Podrás obtener todas las respuestas sin tener que viajar.
—¿Y eso que tiene que ver con mi hermano?
—William también es parte de la crónica. Si este re­portero cumple, descubrirá qué le ha pasado.
Eso no me iba a hacer cambiar de opinión y Bogat lo sabía. Me mantuve en mis trece, dispuesta a defenderme de su ostentoso paternalismo y, poco a poco, comenzó a desistir. Sin que yo se lo pidiera, me dio el nombre del nuevo reportero y luego, como último gesto, abrió el ca­jón de un archivador que había detrás de su mesa y sacó la foto de un hombre joven.
—Tal vez debieras llevar esto contigo —dijo, tirando la fotografía sobre la mesa—, por las dudas.
Era una foto del reportero. Le eché una ojeada y la dejé caer en mi bolso para complacerlo. Era el fin de nues­tra charla, el encuentro había acabado en empate, sin que ninguno de los dos cediera ante el otro. Creo que Bogat estaba enfadado y, al mismo tiempo, algo impresionado.
—Recuerda que te lo advertí —me dijo.
—No lo olvidaré —contesté yo—. Cuando traiga a William de vuelta, volveré aquí y le recordaré esta con­versación.
Bogat estuvo a punto de decir algo más; pero luego pareció pensarlo mejor, dejó escapar un suspiro, dio unas suaves palmadas sobre la mesa y se levantó de la silla.
—No me malinterpretes —dijo—, no estoy en contra de ti; sólo pienso que estás cometiendo un error. No es lo mismo, tú lo sabes.
—Tal vez no; pero aun así sería absurdo no hacer nada. La gente necesita tiempo y usted no debería apresu­rarse a sacar conclusiones antes de saber de qué está ha­blando.
—Ése es el problema —dijo Bogat—, sé exactamente de qué estoy hablando.
Llegado este punto, creo que nos dimos la mano, o quizá sólo nos miramos fijamente el uno al otro, por encima de la mesa. Entonces me condujo hacia los as­censores del pasillo, pasando por la sala de prensa. Allí esperamos en silencio, sin siquiera mirarnos. Bogat se balanceaba hacia adelante y atrás sobre los talones, tara­reando silenciosamente, en un susurro. Era obvio que ya estaba pensando en otra cosa. Cuando las puertas se abrieron y entré en el ascensor, me dijo, con tedio:
—Que tengas una buena vida, pequeña.
Antes de que tuviera tiempo de contestarle, se cerra­ron las puertas y el ascensor comenzó a bajar.

Al final aquella fotografía lo cambió todo. Yo ni siquiera había pensado en llevármela; pero en el último momento lo pensé mejor y la puse entre mis cosas. Entonces, yo no sabía que William había desaparecido, por supuesto, es­peraba encontrar a su sustituto en las oficinas del perió­dico y empezar la búsqueda desde allí. Pero nada salió como lo había planeado. Cuando llegué a la tercera zona censada y vi lo que había ocurrido allí, de repente comprendí que esta fotografía era lo único que me quedaba. Era mi último vínculo con William.
Su nombre era Samuel Farr, pero aparte de eso, no sa­bía nada de él. Me había comportado de un modo muy arrogante con Bogat como para pedirle detalles, y ahora no tenía casi nada en lo que basarme; un nombre, una cara, eso era todo. Con la debida humildad, me hubiese ahorrado una gran cantidad de dificultades. Finalmente encontré a Sam, pero sin hacer nada para conseguirlo. Fue producto de la casualidad, una de esas pizcas de suerte que caen del cielo. Pero pasó mucho tiempo antes de que esto sucediera, mucho más del que me gustaría re­cordar.
Los primeros días fueron los peores. Yo vagaba sin rumbo por ahí como una sonámbula, sin saber dónde es­taba, sin atreverme ni siquiera a hablar con alguien. Lle­gado el momento, vendí mis maletas a un agente de resu­rrección, y eso me ayudó a alimentarme durante bastante tiempo; pero, incluso después de que empezara a trabajar como trapera, no tenía un sitio donde vivir. Dormí a la in­temperie en todo tipo de clima, buscando, cada noche, un lugar nuevo donde dormir. Sólo Dios sabe cuánto tiempo pasé así, pero sin duda ésta fue la peor época, la que es­tuvo más cerca de acabar conmigo. Duró dos o tres sema­nas como mínimo o, tal vez, varios meses; me sentía tan desdichada que, aparentemente, mi mente dejó de fun­cionar; me volví apagada por dentro, puro instinto y egoísmo. En ese entonces me ocurrieron cosas terribles y, aún ahora, no sé cómo me las arreglé para sobrevivir. Casi me viola uno de los hombres de las ruinas en la es­quina de Dictionary Square y Boulevard Muldoon. Una noche, en el atrio del antiguo templo de los hipnotistas, le robé la comida a un viejo que intentó atracarme, le arran­qué la papilla de las manos y ni siquiera sentí pena por él. Yo no tenía amigos, nadie a quien hablar, nadie con quien compartir una comida. Si no fuera por la fotografía de Sam no sé si hubiera sobrevivido; el mero hecho de saber que él estaba en la ciudad me hacía abrigar alguna espe­ranza. «Éste es el hombre que te ayudará —me repetía a mí misma—, cuando lo encuentres, todo será diferente.» Sacaba la fotografía de mi bolso unas cien veces al día y después de un tiempo acabó tan arrugada y ajada que la cara era casi irreconocible. Pero, para entonces, yo ya la conocía de memoria y la fotografía en sí no tenía ningún valor; la guardaba como un amuleto, un pequeño escudo para protegerme de la desesperación.
Entonces mi suerte cambió. Debe de haber sido uno o dos meses después de que empezara a trabajar como bus­cadora de objetos, aunque esto es sólo una suposición. Yo iba caminando por las afueras de la quinta zona cen­sada, cerca del sitio donde antes se levantaba Filament Square, cuando vi a una mujer alta, de mediana edad, em­pujando un carro sobre las piedras, dando tumbos lenta­mente y con torpeza, sin duda con los pensamientos lejos de lo que estaba haciendo. Aquel día el sol brillaba de ese modo deslumbrante que vuelve las cosas invisibles, y el aire estaba caliente, lo recuerdo bien, tan caliente que te mareaba. Justo cuando la mujer consiguió llevar el carro hasta la mitad de la calle, un grupo de corredores dobló la esquina, a toda marcha. Eran doce o quince y corrían a toda velocidad, muy juntos, chillando esa exaltada leta­nía que los caracteriza. Vi que la mujer los miraba de re­pente, como si acabara de despertar de un sueño; pero en lugar de huir de su paso, se quedó petrificada en su sitio, en la actitud de un ciervo acorralado ante los faros de un coche. Por alguna razón —aún hoy no sé por qué lo hice— me solté el cordón umbilical de la cintura, corrí desde donde estaba y cogí a la mujer con los dos brazos, sacán­dola del medio uno o dos segundos antes de que pasaran los corredores. Fue justo a tiempo; si no lo hubiese he­cho, tal vez la habrían matado a pisotones.
Así fue como conocí a Isabel. Para bien o para mal, mi verdadera vida en la ciudad comenzó en aquel momento. Todo lo demás había sido un prólogo, una ascensión a paso tambaleante, de días y noches, de pensamientos que ya no recuerdo. Si no fuera por ese momento absurdo en la calle, la historia que te estoy contando hubiese sido otra; te­niendo en cuenta el estado en que yo estaba entonces, dudo de que hubiese habido algo que contar.
Quedamos tendidas a un lado del camino, aún cogi­das la una a la otra. Cuando el último de los corredores desapareció detrás de la esquina, Isabel pareció empezar a comprender lo que le había pasado. Se incorporó, mi­ró a su alrededor, me miró a mí, y luego, lentamente, comenzó a llorar. Para ella fue un momento de terrible lucidez. No porque hubiese estado tan cerca de la muer­te, sino porque no se había dado cuenta de dónde estaba. Sentí lástima por ella, aunque también un poco de miedo. ¿Quién era esta mujer delgada y temblorosa, de cara larga y ojos hundidos? y ¿qué hacía yo tirada a su lado en la ca­lle? Daba la impresión de estar un poco loca y, una vez que recuperé el aliento, mi primer impulso fue alejarme de allí.
—Mi pequeña niña —dijo ella, intentando coger mi cara— mi querida, dulce niña pequeña, te has cortado. Te arrojas a salvar a una vieja y eres tú la que resulta herida. ¿Sabes por qué te sucede eso? Es porque traigo mala suerte; todos lo saben, aunque nadie tiene el coraje de decírmelo. Pero yo lo sé, lo sé todo, aunque nadie me lo diga.
En la caída, yo me había hecho un rasguño con una piedra y me salía sangre de la sien izquierda; pero no era nada serio, nada de qué preocuparse. Estaba a punto de decirle adiós y seguir mi camino cuando sentí un poco de remordimiento por dejarla ahí.
«Tal vez debería acompañarla a casa —pensé—, para asegurarme de que no le pase nada más.»
La ayudé a levantarse y fui a buscar su carro que es­taba en medio de la calle.
—Ferdinand se pondrá furioso conmigo —dijo ella—. Éste es el tercer día consecutivo que vuelvo a casa con las manos vacías. Unos días más así y será nuestro fin.
—Creo que de todos modos debe irse a casa —dije yo—. Al menos por un rato; ahora no está en condiciones de empujar ese carro.
—Pero Ferdinand se pondrá como loco cuando vea que no llevo nada.
—No se preocupe —dije yo—. Le explicaré lo que ha sucedido.
Por supuesto, yo no tenía idea de lo que decía, pero algo se había apoderado de mí y no podía controlarlo, una súbita sensación de piedad, una necesidad estúpida de hacerme cargo de esta mujer. Quizás sean ciertas las antiguas historias acerca de salvarle la vida a alguien; di­cen que cuando ocurre, esa persona se convierte en tu res­ponsabilidad y, te guste o no, pertenecéis el uno al otro para siempre.
Tardamos casi tres horas en llegar a su casa; en cir­cunstancias normales, hubiéramos demorado la mitad, pero Isabel se movía tan lentamente, caminaba con pasos tan inseguros, que cuando llegamos allí, el sol ya se estaba poniendo. No llevaba cordón umbilical (dijo que lo había perdido unos días antes) y, cada tanto, el carro se esca­paba de sus manos y bajaba a los tumbos por la calle. Hubo un momento en que casi lo roban, así que decidí su­jetar su carro con una mano y el mío con la otra, lo cual hizo que avanzáramos aún más lentamente. Caminába­mos alrededor de los límites de la sexta zona censada, elu­diendo las montañas de ruinas de la avenida Memory y atravesando el sector de oficinas de la calle Pyramid, donde la policía tiene ahora sus cuarteles. Isabel me habló un poco de su vida, de aquella forma vaga e inconexa que la caracterizaba. Su marido había sido pintor de carteles comerciales, según dijo, pero con tantos negocios que ce­rraban o no cubrían gastos, Ferdinand llevaba varios años sin trabajar. Durante un tiempo había bebido mucho; ro­baba dinero del monedero de Isabel por las noches o va­gaba por los alrededores de la destilería en la cuarta zona censada, pidiendo limosna a los obreros a cambio de bai­lar para ellos o contarles chistes. Pero un día, un grupo de hombres le pegó una paliza y ya no quiso salir nunca más. Ahora se negaba a hacer nada, sentado, día tras día, en su pequeño apartamento, rara vez decía algo y no demos­traba ningún interés en su supervivencia. Dejaba todas las cuestiones prácticas en manos de Isabel y lo único que le importaba era su afición: hacer barcos en miniatura y me­terlos dentro de botellas.
—Son tan hermosos —decía Isabel— que casi te dan ganas de perdonarle su forma de ser. ¡Qué barcos tan her­mosos, tan perfectos y diminutos! Te dan ganas de enco­gerte hasta el tamaño de un alfiler para subirte a bordo y alejarte navegando...
»Ferdinand es un artista —continuaba ella—, incluso en los viejos tiempos era malhumorado, un tipo de hom­bre impredecible; un momento contento, luego depri­mido, siempre había algo que lo ponía de un humor o de otro. Pero, ¡tendrías que haber visto los carteles que pin­taba! Todos querían que Ferdinand pintara para ellos e hizo trabajos para todo tipo de tiendas: droguerías, tien­das de comestibles, joyerías, tabernas, librerías, de todo. En esa época tenía su propio taller en pleno centro co­mercial, en la zona de almacenes, un sitio precioso. Pero ahora todo eso ha desaparecido, las sierras, los pinceles, los cubos de pinturas, el olor a serrín y barniz. Todo se derrumbó durante la segunda depuración en la octava zona censada y ése fue el final.
Yo no entendía ni la mitad de las cosas que decía Isa­bel. Pero, leyendo entre líneas e intentando rellenar los espacios en blanco por mí misma, comprendí que había tenido tres o cuatro hijos, todos los cuales o habían muerto o se habían ido de casa. Después de que Ferdi­nand perdiera su trabajo, Isabel se había convertido en trapera. Era de esperar que una mujer de su edad se dedi­cara a la recogida de basura, pero por extraño que pa­rezca, ella escogió la búsqueda de objetos. A mí me pare­cía la peor elección que podía haber hecho; no era rápida, no era lista ni tenía nervio. Sí, ella lo reconocía, sabía todo eso; pero compensaba sus deficiencias con algunas otras cualidades, un curioso don para saber a dónde ir, un ins­tinto para olfatear cosas en lugares olvidados, un magne­tismo profundo que, de algún modo, parecía empujarla hacia el sitio adecuado. Ni ella misma podía explicárselo, pero el caso es que había hecho algunos hallazgos asom­brosos, una bolsa llena de ropa interior de encaje de la que ella y Ferdinand habían vivido más de un mes, un sa­xofón en perfecto estado, una caja entera de flamantes cinturones de cuero (directamente de fábrica, según pa­rece, a pesar de que el último fabricante de cinturones ha­bía quebrado cinco años antes), y un Viejo Testamento, impreso en papel de arroz, encuadernado en piel y con cantos dorados. Pero, según ella, aquello había ocurrido hacía mucho tiempo y en los últimos seis meses le había perdido la mano. Estaba agotada, demasiado cansada para mantenerse en pie durante mucho tiempo, y su mente se escapaba constantemente del trabajo. Casi cada día, se encontraba caminando por una calle que no reco­nocía, doblando una esquina sin saber de dónde venía, entrando en un barrio y creyendo que estaba en otro. —Fue un milagro que estuvieras allí —dijo ella cuando paramos a descansar en un portal—, pero no fue un accidente. Le recé a Dios durante tanto tiempo, que por fin mandó alguien a rescatarme. Ya sé que la gente no habla más de Dios, pero yo no puedo evitarlo; pienso en él todos los días, le rezo cada noche cuando Ferdinand duerme, le hablo todo el tiempo en mi corazón. Ahora que Ferdinand se niega a hablar conmigo, Dios es mi único amigo, el único que me escucha. Ya sé que está muy ocupado y que no tiene tiempo para una vieja como yo pero Dios es un caballero y me tiene en su lista. Hoy, después de tanto tiempo, me ha hecho una visita; te envió a ti como muestra de su amor. Tú eres la querida, dulce criatura que Dios me ha enviado, y ahora yo cuidaré de ti, haré todo lo que pueda por ti. Basta de dormir en la calle, basta de vagar por las calles de la mañana a la noche, basta de pesadillas. Todo esto se ha terminado, te lo prometo; mientras yo viva tendrás un lugar donde vivir y no me im­porta lo que diga Ferdinand; desde hoy tendrás un techo sobre tu cabeza y comida con que alimentarte. Así es como voy a agradecer a Dios lo que ha hecho por mí; ha respondido a mis plegarias y ahora tú eres mi querida, dulce criatura, mi amada Anna, que llegó a mí enviada por Dios.

Su casa estaba en Circus Lane, en medio de una red de pe­queñas callejuelas y senderos mugrientos, en el corazón de la segunda zona censada. Ésta es la zona más antigua de la ciudad y yo sólo había estado allí una o dos veces; es un área de escaso rendimiento para los traperos y siem­pre había temido perderme en sus calles laberínticas. Casi todas las casas eran de madera, lo cual producía un efecto muy curioso; en lugar de ladrillos desgastados y escom­bros de piedras, con sus pilas desmoronadas y restos polvorientos, aquí todo parecía inclinarse y hundirse, doblarse sobre su propio peso, penetrar en el suelo re­torciéndose lentamente. Si los demás edificios estaban, en cierto modo, descascarándose a trozos, éstos se marchi­taban, como viejos que hubieran perdido su fuerza, artrí­ticos que ya no pudieran tenerse en pie. Muchos de los te­chos se habían hundido, las ripias se habían pudrido hasta adquirir la textura de esponjas; y a un lado y otro se veían casas ladeadas en sentido opuesto, precariamente en pie, como paralelogramos gigantes, tan frágiles, que el roce de un dedo o un pequeño suspiro podrían derrumbarlas.
Sin embargo, el edificio donde vivía Isabel era de la­drillos. Había seis pisos con cuatro pequeños apartamen­tos en cada uno, una oscura escalera de escalones gasta­dos y tambaleantes, y pintura descascarillada en las paredes. Hormigas y cucarachas vagaban libremente por todos lados y el edificio entero olía a comida podrida, ropa sucia y polvo. Pero la construcción parecía bastante sólida y yo no dudaba de mi suerte. Ya ves qué rápido cambian las cosas; si antes de venir aquí alguien me hu­biese dicho que acabaría viviendo en este lugar, no lo hubiera creído. Pero ahora me sentía afortunada, como si se me hubiese otorgado la mayor de las bendiciones. Des­pués de todo, la miseria y el confort son términos relati­vos; sólo tres o cuatro meses después de llegar a la ciudad, me sentía feliz de aceptar esta nueva casa sin el más mínimo escrúpulo. Ferdinand no hizo problemas cuando Isabel le avisó que me quedaría a vivir con ellos. Creo que ella empleó la táctica adecuada: no le pidió permiso para que me quedara, simplemente le informó que, desde ahora, en casa seríamos tres en lugar de dos. Como hacía ya mucho tiempo que Ferdinand había dejado todas las cuestiones prácticas a su esposa, le hubiese resultado difí­cil arrogarse autoridad en este asunto, sin admitir de forma tácita que debía asumir otras responsabilidades. Isabel tampoco metió a Dios en esto, como lo había hecho conmigo;  presentó una versión objetiva de los he­chos, contándole cómo, dónde y cuándo yo la había sal­vado, sin fiorituras ni comentarios. Ferdinand la escuchó en silencio, simulando no prestar atención, echándome una mirada furtiva cada tanto, pero sobre todo, mirando fijamente a través de la ventana, actuando como si nada de esto le concerniera. Cuando Isabel acabó de hablar, él se quedó pensativo un momento y se encogió de hom­bros; me miró a la cara por primera vez y dijo:
—No debiste tomarte tantas molestias; esta vieja bolsa de huesos estaría mejor muerta.
Luego, sin darme tiempo para contestarle, se fue a un rincón y siguió trabajando en su barco diminuto.
Ferdinand no se comportó tan mal como yo espe­raba, al menos al principio. No colaboraba en nada, claro, pero tampoco actuaba con malicia; tenía breves y furio­sos estallidos de malhumor; pero casi siempre estaba ca­llado, se negaba a hablar, rumiaba en su rincón como un animal extraño y malicioso. Ferdinand era un hombre feo y no había nada en él que te hiciera olvidar su fealdad, ni encanto, ni generosidad, ningún don rescatable. Era esquelético, jorobado, medio pelado y tenía una nariz larga y torcida; el poco pelo que le quedaba era crespo y se le­vantaba desaliñado a cada lado, y su piel tenía la palidez de un enfermo, un blanco espectral, que se hacía más evi­dente por el vello oscuro de sus brazos, piernas y pecho. Siempre sin afeitar, vestido con harapos y descalzo, pare­cía la típica caricatura de un vagabundo; era como si su obsesión por los barcos le llevara a interpretar el papel de un hombre abandonado en una isla desierta. O tal vez fuera al contrario y, sintiéndose desamparado, hubiera comenzado a construir barcos como señal de desesperación, como un ruego secreto para que lo rescataran, aun­que no esperara que alguien respondiera a su llamada. Ferdinand no iba a salir de allí nunca más, y él lo sabía. Un día que estaba de un humor aceptable, me confesó que no había puesto un pie fuera del apartamento en más de cua­tro años.
—Todo es muerte allí fuera —me dijo, señalando la ventana—. En esas aguas hay tiburones y ballenas que pueden tragarte entero. Aferrarse a la orilla, ése es mi consejo, aferrarse a la orilla y hacer todas las señales de humo que uno pueda.
Sin embargo, Isabel no había exagerado el talento de Ferdinand; sus barcos eran extraordinarias pequeñas obras de ingeniería, de un diseño ingenioso y construidas con asombrosa destreza; mientras estuviera bien pro­visto de materia prima —restos de madera y papel, cola, hilo y una botella de tanto en tanto— se quedaba tan ab­sorto en su trabajo que no ocasionaba ningún problema en casa. Yo aprendí que la mejor manera de llevarse bien con él era hacer como si él no estuviera allí. Al principio, hice todo lo posible para demostrar mis buenas intencio­nes; pero Ferdinand era demasiado cerrado, estaba tan disgustado consigo mismo y con el mundo que mis es­fuerzos no sirvieron de nada. Las palabras amables no sig­nificaban nada para él y, la mayoría de las veces, las inter­pretaba como amenazas. Una vez, por ejemplo, cometí el error de alabar sus barcos en voz alta, diciendo que si al­guna vez se decidía a venderlos, le darían mucho dinero. Ferdinand se enfureció, saltó de su silla y comenzó a pa­searse por la habitación, blandiendo su cortaplumas frente a mí.
—¡Vender mi flota! —gritó—. ¿Estás loca? Antes ten­drías que matarme. ¡Nunca me separaré de ninguno de mis barcos! Esto es un motín, eso es lo que es. ¡Una insu­rrección! ¡Si dices una sola palabra más, te condenaré a muerte!
Su otra pasión consistía en capturar los ratones que vivían en los muros de la casa. Los escuchábamos por las noches, mordisqueando los míseros residuos que encon­traban; a veces, el ruido era tan fuerte que nos despertaba, pero los ratones eran listos y no se dejaban capturar fácil­mente. Ferdinand construyó una pequeña trampa con alambre y madera y cada noche la preparaba con diligen­cia dejando algo de cebo. La trampa no mataba a los rato­nes; cuando se acercaban a buscar la comida, la puerta se cerraba detrás de ellos atrapándolos en la jaula. Esto ocu­rría sólo una o dos veces al mes, pero cuando Ferdinand se despertaba y encontraba un ratón, se volvía loco de alegría; saltaba alrededor de la jaula, aplaudiendo y sol­tando ruidosas risotadas nasales. Levantaba el ratón por la cola y luego lo asaba con esmero sobre las llamas de la estufa. Era un espectáculo horroroso, el ratón retorcién­dose y chillando por conservar la vida; pero Ferdinand seguía allí, totalmente concentrado en su tarea, mascu­llando y parloteando para sí sobre el placer de un buen plato de carne.
—Un banquete para el desayuno del capitán —anun­ciaba cuando acababa de asar el ratón.
Entonces, chomp, chomp, comía babeando con una sonrisa demoníaca, devoraba la alimaña con piel y todo, escupiendo con cuidado los huesos que luego ponía a se­car en la ventana y utilizaba en la construcción de sus bar­cos, como postes, mástiles o arpones. Recuerdo que una vez separó las costillas de un ratón y las utilizó como re­mos para una galera; en otra ocasión, usó una cabeza como mascarón de proa de un barco pirata. Debo admitir que era una obra maestra, a pesar de que me repugnara mirarla.
Cuando hacía buen tiempo, Ferdinand ponía su silla frente a la ventana abierta, apoyaba la almohada contra el alféizar y se sentaba allí horas y horas, encorvado ha­cia adelante, con el mentón en las manos, mirando hacia abajo, a la calle. Era imposible adivinar qué pensaba, ya que no pronunciaba palabra, pero de vez en cuando, una o dos horas después de que acabara una de estas sesiones, comenzaba a parlotear con voz enfurecida, profiriendo una sarta de desatinos beligerantes.
—Muélanlos a todos —prorrumpía—, muélanlos y desparramen el polvo. ¡Cerdos! ¡Todos y cada uno de ellos! Tírame al suelo, lobo disfrazado de cordero, nunca me cogerás aquí. ¡Enfurécete! Aquí estoy a salvo.
Soltaba un disparate tras otro, como un veneno que se hubiera acumulado en su sangre. Desvariaba y deliraba de este modo durante quince o veinte minutos y luego, de repente, sin ninguna señal de advertencia, volvía a su­mirse en el silencio, como si su tormenta interior se cal­mara súbitamente.
Durante los meses en que yo viví allí, Ferdinand co­menzó a hacer los barcos cada vez más pequeños. Pasó de las botellas de whisky y cerveza a las de jarabe para la tos y tubos de ensayo, luego a los pequeños recipientes de perfume, hasta que, al final, acabó construyendo barcos casi microscópicos. Para mí éste era un trabajo inconcebi­ble, y sin embargo Ferdinand nunca parecía cansarse; cuanto más pequeño era el barco, más se encariñaba con él. Una o dos veces me levanté más temprano de lo habi­tual y vi a Ferdinand levantando un barquito en el aire, ju­gando con él como un niño de seis años, moviéndolo con un silbido, conduciéndolo a través de un océano imagina­rio y susurrando en varias voces, como si interpretara los distintos papeles del juego que había inventado. ¡Po­bre, estúpido, Ferdinand!
—Cuanto más pequeño mejor —me dijo un día, jac­tándose de sus logros como artista—. Algún día haré un barco tan pequeño que nadie podrá verlo. Entonces sa­brás con quién estás tratando, pequeña ramera ignorante. ¡Un barco tan pequeño que nadie podrá verlo! Seré tan fa­moso, que escribirán un libro sobre mí. Entonces verás, pequeña e inmunda prostituta. Nunca sabrás lo que te ha tocado en suerte, no tienes ni idea.

Vivíamos en una habitación mediana, de unos cuatro me­tros por seis; había un fregadero, una pequeña cocina de campaña, una mesa, dos sillas —luego serían tres— y un orinal en un rincón, separado del resto de la habitación por una sábana fina. Ferdinand e Isabel dormían separa­dos, cada uno en un rincón, y yo, en un tercero. No había camas, pero con una manta doblada para acolchar el suelo, no me encontraba incómoda; en comparación con los meses que había pasado a la intemperie, estaba muy cómoda. Mi presencia le facilitó las cosas a Isabel y, du­rante un tiempo, pareció recuperar un poco sus fuerzas. Antes hacía todo el trabajo sola —juntaba objetos por las calles, compraba la comida en el mercado municipal, co­cinaba, vaciaba el orinal por las mañanas—, y al menos ahora tenía alguien con quien compartir las tareas. Las primeras semanas hacíamos todo juntas. Ahora que ha pasado el tiempo, yo diría que ésos fueron los mejores días: las dos juntas en la calle antes de la salida del sol, va­gando en la quietud del amanecer por callejuelas desier­tas y amplias avenidas. Era primavera, los últimos días de abril, creo, y el tiempo era increíblemente bueno, tan bueno que daba la sensación de que nunca más volvería a llover, de que el frío y el viento habían desaparecido para siempre. Dejábamos un carro en casa, así que sólo llevábamos uno con nosotras; yo lo empujaba despacio, andando al ritmo de Isabel, esperando a que ella se orien­tara, que juzgara las posibilidades a nuestro alrededor. Todo lo que había contado sobre sí misma era verdad: te­nía un talento extraordinario para este tipo de trabajo y hasta cuando se encontraba más débil, era mejor que cualquiera de los que yo había visto trabajar. A veces me parecía un demonio, una bruja consumada que encon­traba las cosas por arte de magia. Siempre le pedía que me explicara cómo lo hacía, pero ella no decía nada concreto; se detenía, pensaba seriamente durante unos instantes, y luego hacía algún comentario vago sobre concentrarse en ello o no perder la esperanza, en términos tan imprecisos que no me servían de nada. Al final, todo lo que aprendí de ella lo aprendí mirándola, no escuchándola, lo absorbí por una especie de osmosis, del mismo modo en que se aprende un nuevo idioma. Salíamos sin destino, vagando casi sin rumbo, hasta que Isabel tenía una premonición sobre dónde mirar; entonces, yo iba corriendo hacia aquel lugar, mientras ella se quedaba cuidando el carro. Teniendo en cuenta la escasez que había en aquella época, nuestras ganancias eran bastante aceptables, al menos conseguíamos lo suficiente para mantenernos, y no había duda de que juntas hacíamos un buen trabajo. Sin em­bargo, cuando estábamos en la calle, no hablábamos mu­cho; Isabel me advirtió en varias ocasiones del peligro de hacerlo.
—Nunca pienses en nada —me decía—. Simplemente fúndete con la calle y haz de cuenta que tu cuerpo no existe; sin pensar, sin alegrías ni tristezas, completamente vacía por dentro, concentrándote sólo en el próximo paso que vas a dar.
De todos los consejos que me dio, éste fue el único que pude comprender.
A pesar de mi ayuda y de que cada día se ahorraba va­rios kilómetros de caminata, a Isabel comenzaban a fallar­le las fuerzas. Poco a poco, empezó a resultarle más difícil salir a la calle, pasar largas horas de pie, y una mañana, inevitablemente, los dolores en las piernas se hicieron tan fuertes que ya no pudo volver a levantase y tuve que salir sin ella. A partir de aquel día, hice todo el trabajo yo sola.
Éstos son los hechos, te los estoy contando uno a uno. Yo me ocupé de las tareas cotidianas de la casa; quedé a cargo, pasé a hacerlo todo. Estoy segura de que te dará risa; recordarás cómo eran las cosas en casa: la coci­nera, la criada, la ropa limpia doblada y colocada en los cajones de mi cómoda cada viernes. Nunca tuve que mo­ver un dedo, tenía el mundo entero a mis pies y jamás le di ninguna importancia; lecciones de piano, clases de arte, veranos en el campo junto al lago, viajes al extranjero con mis amigos. Ahora me había convertido en una esclava, el único sostén de dos personas que ni siquiera hubiese co­nocido si mi vida hubiese seguido igual. Isabel, con su ma­niática pureza y su bondad; Ferdinand, a la deriva con sus accesos de cólera groseros y dementes. Era todo tan ex­traño, tan inverosímil. Pero lo cierto es que Isabel había salvado mi vida igual que yo la suya y nunca se me ocu­rrió dejar de hacer todo lo posible por ella. Dejé de ser la niña abandonada que habían recogido de la calle y me convertí en lo único que los separaba de la ruina total; sin mí no hubiesen sobrevivido más de diez días. No pre­tendo jactarme de lo que hice, pero por primera vez en mi vida alguien dependía de mí, y yo no los abandoné.

Al principio, Isabel insistía en que estaba bien, que no le pasaba nada que unos pocos días de reposo no pudieran curar.
—Estaré de nuevo en pie antes de lo que piensas —me decía cada mañana antes de que me fuera—, es un pro­blema pasajero.
Pero esta ilusión se vino abajo pronto; pasaron sema­nas y semanas y su situación no cambió. A mediados de la primavera, resultaba evidente para ambas que ya no iba a mejorar. El golpe más duro fue cuando tuve que vender su carro y su licencia de trapera a un comerciante del mercado negro, en la segunda zona censada; fue como ad­mitir por fin su enfermedad, pero no podíamos hacer otra cosa. El carro quedaba arrumbado en casa día tras día, sin dejar provecho, y nosotros necesitábamos el di­nero con urgencia. La verdad es que fue la misma Isabel la que sugirió que lo hiciera, pero eso no quita que fuera muy duro para ella.
Después de aquello, nuestra relación cambió bastante; ya no éramos socias igualitarias y como se sentía tan culpa­ble por cargarme con tanto trabajo extra, se volvió muy sobreprotectora, casi rozando la histeria en lo tocante a mi se­guridad. Poco tiempo después de que empezara a trabajar sola, se puso en campaña para cambiar mi apariencia. Decía que yo era demasiado bonita como para andar sola por las calles y que había que hacer algo al respecto.
—No puedo soportar verte salir así cada mañana —decía—. A las chicas jóvenes les están pasando cosas terribles todo el tiempo, cosas tan terribles que no me atrevo ni a mencionarlas. Ay, Anna, mi querida pequeña, si ahora te perdiera, nunca me lo perdonaría, moriría en el acto. Ya no hay lugar para la vanidad, ángel mío, tienes que olvidarte de ella.
Isabel hablaba con tal convicción, que acababa llo­rando, y yo comprendí que era mejor seguirle la corriente que discutirle. A decir verdad, yo me sentía muy molesta; pero ya había presenciado algunas de esas cosas de las que ella no se atrevía a hablar, y no tenía muchos argumentos para contradecirla. Mi pelo fue lo primero en desaparecer y para mí fue horrible; tuve que contenerme para no rom­per a llorar y la presencia de Isabel sólo empeoraba las co­sas; daba tijeretazos, aconsejándome que fuera valiente, mientras ella misma temblaba, a punto de expresar con sollozos una oculta tristeza maternal. Por supuesto, Ferdinand también estaba allí, sentado en su rincón con los brazos cruzados, mirando la escena con cruel insensibili­dad. Mientras mi pelo caía al suelo, él se reía y me decía que empezaba a parecerme a un marimacho y si no resul­taba gracioso que Isabel me hiciera esto, ahora que su coño se había secado como un trozo de madera.
—No le escuches, ángel mío —Isabel me repetía una y otra vez al oído—, no prestes atención a lo que dice ese ogro.
Pero era difícil no escucharlo, difícil no sentirme afectada por su risa maliciosa. Cuando por fin acabó, Isabel me acercó un espejo y me dijo que me mirara. Al principio me asusté; estaba tan fea que me costaba re­conocerme, era como si me hubiese convertido en otra persona.
—¿Qué me ha pasado? —pensé—. ¿Dónde estoy?
Entonces, en ese preciso instante, Ferdinand co­menzó a reírse de nuevo, dándose una verdadera pan­zada, con maldad; aquello, para mí, fue el colmo. Le arrojé el espejo a través de la habitación y casi le pegué en la cara; pasó por encima de su hombro, se estrelló con­tra la pared y cayó al suelo hecho añicos. Ferdinand quedó boquiabierto un momento, como si no pudiera creer lo que acababa de hacer; luego se volvió hacia Isa­bel, temblando de furia.
—¿Has visto eso? —dijo—, ha intentado matarme. ¡Esta maldita puta ha intentado matarme!
Pero Isabel no estaba dispuesta a darle la razón y, mi­nutos más tarde, Ferdinand se calló. Después de aquello no volvió a decir una sola palabra sobre el asunto, nunca volvió a hablar de mi pelo.
Finalmente, me acostumbré, era la idea en sí lo que me había atormentado, pero cuando por fin lo hicimos, no me parecía que quedara tan mal. Después de todo, Isa­bel no estaba intentando hacerme pasar por un chico —nada de disfraces ni bigotes falsos—, sino de disimular mis atributos femeninos, mis protuberancias, como decía ella. En realidad, nunca fui nada masculina, y no hubiese podido simular que era un chico. Recordarás mis lápices de labios, mis pendientes extravagantes, mis faldas estre­chas y cortas; siempre me gustó arreglarme y vestir como una vampiresa, incluso cuando era pequeña. Lo que Isa­bel pretendía era que llamara lo menos posible la aten­ción, que las cabezas no se giraran a mi paso; por eso, des­pués de cortarme el pelo, me dio una gorra, una chaqueta amplia, unos pantalones de felpa y un par de zapatos bas­tante aceptables que se había comprado poco tiempo antes. Los zapatos eran una talla más grande que la mía, pero con un par de calcetines extra eliminé el riesgo de hacerme ampollas. Envuelta en este atuendo, los pechos y las caderas estaban bien escondidos, lo cual dejaba muy poco estímu­lo para la lujuria. Se hubiese necesitado una gran imagina­ción para adivinar lo que había debajo, y si de algo carece­mos en la ciudad, es de imaginación.
Así vivía; salía temprano por la mañana, pasaba el día en la calle y volvía a casa por la noche. Estaba demasiado ocupada para pensar, demasiado agotada para hacer pla­nes sobre el futuro; cuando llegaba la noche, todo lo que quería era tirarme a dormir en mi rincón. Por desgracia, el incidente del espejo había provocado un cambio en Ferdinand y entre ambos creció una tensión práctica­mente insoportable. A todo esto se sumaba el hecho de que ahora tenía que pasar el día en casa con Isabel, lo cual lo privaba de libertad y soledad. Yo me convertí en el blanco de su atención siempre que estaba en casa, y no me refiero sólo a sus rezongos ni a sus constantes ironías sobre el dinero que ganaba o lo que traía a casa para co­mer. No, todo eso era de esperar; el problema era más grave, más desolador por el resentimiento que se escon­día detrás de todo aquello. Yo había pasado a ser el único desahogo de Ferdinand, su única vía de escape ante Isa­bel; y como me despreciaba, como mi sola presencia era un tormento para él, hacía todo lo posible para dificul­tarme las cosas. Literalmente, saboteaba mi vida, moles­tándome a la menor oportunidad, abrumándome con mi­les de pequeños ataques de los que no podía defenderme. Antes yo tenía una cierta idea de cómo iban a acabar las cosas, pero no estaba preparada para algo así y no sabía cómo defenderme.
Tú lo sabes todo sobre mí; sabes lo que mi cuerpo ne­cesita y lo que no, qué tormentas y apetitos se agolpan en su interior. Estas cosas no desaparecen, ni siquiera en un sitio como éste. Por supuesto, aquí tienes menos oportu­nidades de ceder a esos pensamientos, cuando deambulas por las calles debes mofarte de tus más íntimos deseos, alejar tu mente de cualquier digresión erótica; pero aun así, hay momentos de soledad; por la noche en la cama, por ejemplo, con toda la oscuridad a tu alrededor, resulta imposible no imaginarse a una misma en ciertas situacio­nes. No puedo negar que me sentía muy sola en mi rin­cón; a veces me parecía que todo esto me iba a volver loca, sentía un horrible dolor clamando en mi interior, y sabía que si no hacía algo, no se acabaría. Dios sabe cuánto in­tenté controlarme; pero hubo ocasiones en que no pude aguantar más, momentos en que pensé que mi corazón iba a estallar. Cerraba los ojos e intentaba dormirme; pero mi mente estaba tan confusa, proyectando imágenes del día, provocándome con un infierno de calles y cuerpos y aumentando el caos con los insultos de Ferdinand todavía frescos, que no podía dormir. Lo único que me ayudaba un poco era masturbarme. Perdona que sea tan directa, pero no tendría sentido que usara eufemismos; es una solución bastante común para todos nosotros y bajo aquellas circunstancias, no tenía otra elección. Casi sin darme cuenta, comenzaba a tocar mi cuerpo, imaginan­do que mis manos eran las de otro, rozando levemente las palmas sobre mi estómago, acariciando el interior de mis muslos, incluso a veces me cogía las nalgas y hun­día mis dedos en ellas, como si yo fuera dos personas a la vez, una en los brazos de la otra. Sabía que esto no era más que un triste juego, pero a pesar de todo, mi cuerpo respondía a estos trucos y, por fin, sentía que un cieno húmedo se acumulaba allí abajo. El dedo medio de mi mano derecha hacía el resto y, cuando acababa, la langui­dez se apoderaba de mis huesos, me pesaban los párpados y por fin me quedaba dormida.
Todo muy bien, tal vez; pero el problema es que en ese recinto tan estrecho era peligroso hacer el más mínimo ruido y es posible que alguna vez haya dejado es­capar un susurro o un suspiro en el momento crucial. Lo digo porque pronto me enteré de que Ferdinand me ha­bía estado escuchando y no demoró mucho en imagi­narse lo que hacía. Poco a poco, sus insultos se volvieron de un tono más sexual, un cúmulo de insinuaciones y de­sagradables sarcasmos; a veces me llamaba «pequeña prostituta obscena», y otras, decía que un hombre jamás tocaría a una bestia frígida como yo; un insulto contrade­cía al otro, me atacaba desde todos los ángulos, nunca se cansaba. Era un asunto sórdido por completo, y yo sabía que iba a terminar mal para todos nosotros. Una semilla había caído en la mente de Ferdinand y no había forma de sacarla; él estaba armándose de valor, preparándose para la acción y cada día que pasaba yo lo notaba más osado, más decidido para llevar adelante su plan. Yo ya había te­nido aquella desagradable experiencia con el hombre de las ruinas, en Muldoon Boulevard, pero aquello había ocurrido fuera y había podido escapar. Esto era muy dis­tinto, el apartamento era demasiado pequeño y si algo me ocurría allí, estaría acorralada. No se me ocurría qué ha­cer, aparte de no volver a quedarme dormida.
Era verano, he olvidado qué mes. Recuerdo el calor, los días largos, la sangre hirviéndome en las venas y las noches asfixiantes. Aún después de que el sol se pusiera, el aire caliente seguía allí, pesado, con sus olores irrespira­bles. Fue una de aquellas noches cuando Ferdinand pasó a la acción; avanzó lentamente a gatas, acercándose a mi cama con torpe disimulo. Por alguna razón que aún hoy no llego a comprender, todo mi temor desapareció en el mismo momento en que me tocó. Yo estaba echada en la oscuridad, simulando dormir, sin saber si debía intentar resistirme o simplemente gritar con todas mis fuerzas. Pero, de repente, me di cuenta de que no debía hacer nin­guna de las dos cosas. Ferdinand puso una mano sobre mi pecho y dejó escapar una risita tonta, uno de esos viles so­nidos de complacencia que sólo pueden provenir de al­guien que está muerto; y en ese momento supe lo que iba a hacer. Tuve la sensación, que nunca antes había experi­mentado, de saberlo muy a conciencia. No me resistí, no grité; no reaccioné con ninguna parte de mi cuerpo que pudiera sentir como propia. Ya nada parecía importarme; yo misma ya no significaba nada; tenía una certeza en mi interior que negaba todo lo demás. En el mismo instante en que Ferdinand me tocó, supe que iba a matarlo; y esta seguridad era tan grande, tan poderosa, que me sentí ten­tada a detenerlo y decírselo, sólo para que supiera lo que pensaba de él y por qué merecía morir.
Acercó aún más su cuerpo al mío, estirándose sobre el borde del camastro, y comenzó a frotar su cara en mi cuello, murmurando que siempre había estado en lo cierto, que iba a follarme y que yo iba a amar cada se­gundo de aquello. Su aliento olía a la carne seca y a los na­bos que habíamos comido, y ambos teníamos el cuerpo cubierto de sudor. El aire de la habitación era sofocante, incluso sin moverse; y cada vez que él me tocaba yo sentía el sudor salado deslizándose sobre mi piel. No hice nada para detenerlo, simplemente me quedé ahí quieta e indi­ferente, sin decir palabra. Después de un rato, comenzó a perder el control, yo lo advertí, sentía cómo buscaba afanosamente mi cuerpo; y entonces, cuando comenzó a subírseme encima, le rodeé el cuello con las manos. Al principio lo hice suavemente, como si al fin hubiese su­cumbido a sus encantos, sus irresistibles encantos, y por eso no sospechó nada. Luego comencé a apretar y una pequeña arcada surgió de su garganta. En el preciso ins­tante en que comencé a apretar, sentí una enorme felici­dad, una descarga, una sensación incontrolable de éx­tasis. Era como si hubiese cruzado un umbral en mi in­terior y de repente el mundo se convirtiera en un lugar distinto, un sitio de maravillosa sencillez. Cerré los ojos y comencé a sentir como si volara por el espacio, deslizándome a través de una enorme noche oscura y estre­llada. Mientras apretara la garganta de Ferdinand, segui­ría siendo libre, estaría más allá de las fuerzas de la tierra, más allá de la noche, más allá de mis propios pensamien­tos.
Luego ocurrió lo más extraño de todo, justo cuando me di cuenta de que con unos minutos más de presión acabaría con él, lo solté. No fue por debilidad ni por pena, la tensión alrededor del cuello de Ferdinand era de hie­rro, y no iba a aflojarla por sus sacudidas ni por sus pata­leos. Ocurrió que de pronto me di cuenta del placer que sentía, no sé de qué otro modo describirlo, pero justo en­tonces, echada boca arriba en aquella sofocante oscuri­dad, apretando el cuello de Ferdinand hasta dejar escapar su vida, comprendí que no lo estaba matando en defensa propia; lo estaba matando por el puro placer de hacerlo. Espantosa conciencia, espantosa, espantosa conciencia.
Solté el cuello de Ferdinand y lo empujé con todas mis fuerzas. Sólo sentía asco, rabia y amargura. En realidad no tenía ninguna importancia que hubiese parado, sólo había sido una cuestión de segundos; pero ahora sabía que yo no era mejor que Ferdinand, que no era mejor que nadie.
Un jadeo tremendo y ruidoso surgió de los pulmones de Ferdinand, un sonido atroz e inhumano, como el re­buzno de un burro; se retorcía en el suelo, cogiéndose la garganta, jadeando presa del pánico, inspirando con de­sesperación, barboteando, tosiendo, haciendo arcadas como para expulsar todo el drama de su cuerpo.
—Ahora comprenderás —le dije—, ya sabes a lo que te expones. La próxima vez que lo intentes, no seré tan com­pasiva.
Ni siquiera esperé a que se recuperara; estaba vivo y eso era suficiente, más que suficiente. Me vestí de prisa y abandoné el apartamento, bajé las escaleras y me alejé en la oscuridad. Todo había ocurrido tan rápido; me di cuenta de que, en total, sólo habían pasado unos pocos minutos. Isabel no se había despertado en ningún mo­mento, eso era un verdadero milagro. Yo había estado a punto de matar a su marido e Isabel ni siquiera se había movido en la cama.

Vagué sin rumbo durante dos o tres horas y luego volví al apartamento. Eran casi las cuatro de la madrugada y tanto Ferdinand como Isabel dormían en sus respectivos rincones. Pensé que tendría tiempo hasta las seis, antes de que empezara la locura: Ferdinand estallando en cólera, agitando los brazos, echando espuma por la boca, acusándome de un crimen tras otro. No había forma de evitarlo; mi única duda era cómo reaccionaría Isabel ante aquello.
Tenía la intuición de que se pondría de mi parte, pero no podía estar segura; uno nunca sabe qué lealtades se despertarán en los momentos críticos, qué problemas pueden surgir cuando menos te lo esperas. Intenté prepa­rarme para lo peor, sabiendo que si las cosas no iban bien, yo volvería a la calle ese mismo día. Isabel se despertó pri­mero, como ocurría siempre. No era fácil para ella, ya que los dolores de piernas por lo general eran más fuertes a la mañana, y a menudo pasaban veinte o treinta minutos hasta que se armaba de valor para ponerse de pie. Aquella mañana los dolores eran especialmente crueles, y mien­tras ella intentaba reanimarse, yo andaba por el aparta­mento como de costumbre, tratando de actuar como si no hubiese pasado nada, hirviendo agua, cortando el pan, poniendo la mesa, o sea, siguiendo la misma rutina de siempre. Casi todas las mañanas, Ferdinand se quedaba en la cama hasta último momento, rara vez se levantaba antes de oler la papilla cocinándose en la estufa, y ahora ninguna de las dos le prestaba atención. Tenía la cara vuelta hacia la pared, y en apariencia, estaba intentando dormir un poco más de lo habitual. Teniendo en cuenta lo ocurrido la noche anterior, me parecía bastante lógico y no le concedí ninguna importancia.
Sin embargo, con el tiempo, su silencio se volvió sor­prendente. Isabel y yo habíamos acabado con los prepa­rativos y estábamos listas para sentarnos a desayunar. Normalmente, cualquiera de las dos hubiera despertado a Ferdinand, pero esa mañana en particular, ninguna dijo una sola palabra. Había una extraña sensación de dis­gusto en el aire, y después de un rato me di cuenta de que evitábamos el tema a propósito, que las dos esperábamos que la otra hablara primero. Por supuesto, yo tenía razones para quedarme callada, pero la conducta de Isabel era inaudita. En ella se escondía un misterio, un vestigio de porfía y nervios crispados, como si se hubiese producido un cambio imperceptible en ella. Yo no sabía qué pensar; tal vez me había equivocado con respecto a lo de la noche anterior; tal vez estuviera despierta, con los ojos abiertos, presenciando aquel horrible asunto.
—¿Estás bien, Isabel? —pregunté.
—Sí, querida; por supuesto que estoy bien —dijo ofreciéndome una de sus sonrisas tontas y angelicales.
—¿No crees que deberíamos despertar a Ferdinand? Ya sabes cómo se pone cuando empezamos sin él; será mejor que no piense que le estamos quitando parte de su ración.
—Sí, supongo que sí —dijo ella, dejando escapar un leve suspiro—. Es que estaba disfrutando de este mo­mento de compañía. Últimamente tenemos tan pocas oportunidades de estar solas... Hay algo mágico en una casa silenciosa, ¿no crees?
—Sí, Isabel, pero también creo que es hora de desper­tar a Ferdinand.
—Si insistes... Sólo estaba intentando retrasar el mo­mento del reparto. Después de todo, la vida es tan mara­villosa, incluso en épocas como ésta. Es una pena que haya gente que sólo piense en arruinarla.
No respondí a sus enigmáticos comentarios; era ob­vio que pasaba algo y yo empezaba a sospechar qué. Me acerqué al rincón de Ferdinand, me arrodillé a su lado y puse una mano sobre su hombro. No sucedió nada. Le sa­cudí el hombro y, cuando vi que tampoco así se movía, lo hice girar hasta quedar boca arriba. Durante los primeros instantes, no vi nada en absoluto; era sólo una sensación, un apremiante cúmulo de sensaciones que me inun­daban.
«Este hombre está muerto —me dije a mí misma—. Ferdinand está muerto, lo estoy viendo con mis propios ojos.»
Fue entonces, después de pronunciar estas palabras mentalmente, cuando advertí realmente el estado de su rostro: los ojos sobresaltados de las cuencas, la lengua asomada fuera de la boca y sangre seca coagulada alrede­dor de la nariz.
«Es imposible que Ferdinand esté muerto —pensé—. Estaba vivo cuando me fui del apartamento, y mis manos no pudieron haber hecho esto, de ningún modo.»
Intenté cerrarle la boca, pero sus mandíbulas ya esta­ban rígidas y no pude moverlas. Para lograrlo, hubiese te­nido que romperle los huesos de la cara y no tenía fuerza para ello.
—Isabel —susurré—, será mejor que vengas.
—¿Algo va mal? —preguntó.
Su voz no la delató y yo no estaba muy segura de si sa­bía o no lo que iba a mostrarle.
—Ven aquí y míralo tú misma.
Isabel vino arrastrando los pies a lo largo de la habita­ción, como se veía obligada a hacer últimamente, apoyán­dose en la silla. Cuando llegó al rincón de Ferdinand, se sentó con esfuerzo en la silla, se detuvo para recobrar el aliento y luego miró hacia el cadáver. Durante unos mo­mentos, sólo miró fijamente, completamente indife­rente, sin demostrar la más mínima emoción. Luego, len­tamente, sin un gesto ni un ruido, comenzó a llorar —casi
de forma inconsciente, las lágrimas le brotaban de los ojos y se deslizaban por las mejillas, del mismo modo en que a veces lloran los niños pequeños—, sin sollozos ni hipos, sólo agua manando tranquila de dos espitas idén­ticas.
—No creo que Ferdinand vuelva a levantarse —dijo todavía mirando el cuerpo.
Era como si no pudiera mirar hacia otro lado, como si sus ojos fueran a quedarse fijos en aquel punto para siempre.
—¿Qué crees que sucedió?
—Sólo Dios lo sabe, querida. Yo no me atrevería a adivinarlo.
—Debe de haber muerto mientras dormía.
—Sí, supongo que eso parece. Debe de haber muerto mientras dormía.
—¿Cómo te sientes, Isabel?
—No lo sé, es muy pronto para explicarlo, pero ahora mismo creo que me siento feliz. Sé que sonará horrible, pero soy muy feliz.
—No es horrible; mereces un poco de paz, tanto como cualquiera.
—No, querida, es horrible; pero no puedo evitarlo. Espero que Dios me perdone. Espero que en su benevo­lencia no me castigue por lo que siento ahora.

Isabel se pasó el resto de la mañana atareada con el cadá­ver de Ferdinand. No quiso dejarme ayudar y durante va­rias horas, yo me quedé sentada mirándola. Era inútil ves­tir a Ferdinand, por supuesto, pero Isabel no admitiría otra cosa. Quería que se pareciera al hombre que había conocido hacía muchos años, antes de que la ira y la auto-compasión acabaran con él.
Lo lavó con agua y jabón, lo afeitó, le recortó las uñas y lo vistió con el traje azul que usaba en ocasiones espe­ciales. Durante muchos años había escondido ese traje bajo una baldosa floja, temiendo que Ferdinand lo encon­trara y la obligara a venderlo. Ahora el traje le quedaba demasiado grande y tuvo que hacer otro agujero en el cinturón para ajustarle los pantalones a la cintura. Isabel lo arreglaba con una lentitud increíble, afanándose en cada detalle con una precisión obsesiva, sin detenerse ni darse prisa. Después de un buen rato, comenzó a ponerme ner­viosa; yo quería que acabara lo antes posible, pero Isabel no reparaba en mí. Mientras trabajaba, hablaba con Fer­dinand sin parar, riñéndole con voz queda, parloteando como si él pudiera oír cada palabra. Con el rostro con­traído en esa horrible mueca fatal, supongo que no tenía otra opción que dejarla hablar; era su última oportuni­dad, después de todo, y él ya no podía hacer nada para de­tenerla.
Isabel siguió así hasta última hora de la mañana, pei­nando sus cabellos, cepillando su chaqueta, arreglándolo y volviéndolo a arreglar como si estuviera acicalando a una muñeca. Cuando por fin acabó, aún teníamos que de­cidir qué hacer con el cadáver; yo quería que lo bajáramos por las escaleras y lo dejáramos en la calle, pero a Isabel le parecía demasiado cruel. Al menos, decía, deberíamos cargarlo en el carro y llevarlo a uno de los Centros de Transformación en las afueras de la ciudad. Yo estaba en contra por varios motivos: en primer lugar, Ferdinand era demasiado grande y empujarlo por las calles podría ser peligroso; me imaginaba el carro volcando, Ferdinand cayendo fuera de él y los buitres llevándoselos a ambos. Pero lo más importante era que Isabel no tenía fuerzas para una salida de este tipo y yo temía que le hiciera daño, un día entero en pie podía acabar con la poca salud que le quedaba y yo no iba a permitirlo, por más que ella llorara o rogara para hacerlo.
Finalmente encontramos una solución que entonces parecía muy razonable, aunque ahora, al recordarla, me resulta grotesca. Después de muchas dudas e incertidumbre, decidimos subir a Ferdinand al techo y tirarlo abajo. La idea era hacerlo pasar por un saltador, ya que de este modo, según Isabel, los vecinos pensarían que Ferdinand aún era capaz de un acto de valor. Mirarían cómo saltaba desde el techo y se dirían a sí mismos que aquél era un hombre con el coraje necesario para resolver las cosas por sí mismo. Era obvio que este pensamiento la entu­siasmaba mucho. Yo sugerí que imagináramos que lo estábamos tirando al agua, tal como hacen los marineros cuando muere uno de sus compañeros en alta mar. Sí, a Isabel le encantó la idea; subiríamos al tejado y simularía­mos estar en la cubierta de un barco; el aire sería el agua y el suelo el fondo del océano. Ferdinand tendría el funeral de un marino y, a partir de entonces, pertenecería al mar. Este plan era tan apropiado, que acabó con las discusio­nes; Ferdinand descansaría en la tumba de David Jones y por fin los tiburones darían cuenta de él.
Por desgracia, no era tan fácil como parecía. El apar­tamento estaba en el último piso del edificio, pero la única forma de acceso al techo era a través de una escalera de hierro que conducía a un ventilete, una especie de alti­llo que se abría empujando desde el interior. La escalera tenía unos doce escalones y no más de un par de metros de altura; pero aun así habría que subir a Ferdinand con una sola mano para mantener el equilibrio con la otra. Isabel no podía ayudar mucho y yo tendría que ha­cerlo sola. Intenté empujarlo desde abajo, luego tirar de él desde arriba, pero no tenía bastante fuerza, era dema­siado pesado para mí, demasiado grande, muy difícil de manejar; y en medio del calor sofocante del verano, con las gotas de sudor humedeciéndome los ojos, no me ex­plicaba cómo iba a hacerlo. Comencé a preguntarme si no conseguiríamos un efecto similar arrastrándolo de nuevo hasta el apartamento y tirándolo por la ventana; no sería tan dramático, por supuesto, pero dadas las circunstan­cias parecía una alternativa factible. Sin embargo, justo cuando estaba a punto de rendirme, Isabel tuvo una idea: envolveríamos a Ferdinand en una sábana y ataríamos otra sábana a la primera, usándola como cuerda para le­vantar el cuerpo. Esto tampoco era tarea fácil, pero al me­nos no tendría que trepar y cargarlo a la vez. Subí al techo y comencé a levantar a Ferdinand de escalón en escalón; con Isabel abajo, dirigiendo el bulto y asegurándose de que no se atascara, por fin logramos subirlo. Entonces me tiré boca abajo y estiré el brazo para ayudar a Isabel. No quiero recordar sus tambaleos, al borde del desastre, sus dificultades para agarrarse a mí. Cuando por fin trepó a gatas hasta el ventilete y se acercó lentamente a mi lado, estábamos las dos tan agotadas que caímos sobre la su­perficie de alquitrán, sin poder levantarnos, incapaces de hacer un solo movimiento. Recuerdo que me quedé echada boca arriba, mirando el cielo, pensando que iba a salir volando de mi cuerpo, luchando para recuperar el aliento, sintiéndome asfixiada bajo el sol ferozmente abrasador.
El edificio no era demasiado alto, pero por primera vez desde mi llegada a la ciudad me encontraba a tanta al­tura. Una brisa suave comenzó a agitar las cosas de un lado a otro. Cuando al fin logré ponerme en pie y miré ha­cia el mundo embarullado de allí abajo, me quedé asom­brada ante la vista del océano, allí en las afueras, un haz de luz de color azul grisáceo brillando a lo lejos. Era muy ex­traño ver el océano de aquel modo y no puedes imagi­narte cuánto me afectó; por primera vez desde mi llegada tenía pruebas de que la ciudad no lo era todo, de que algo existía más allá de ella, de que había otros mundos además de éste. Fue como una revelación, como un soplo de oxígeno en mis pulmones, y pensar en ello casi me em­briagaba. Vi un techo junto a otro, el humo surgiendo de los crematorios y de las centrales energéticas; escuché una explosión procedente de una calle cercana; miré a la gente que caminaba abajo, demasiado pequeña para ser humanos; sentí el viento en mi rostro y olí el hedor del aire. Todo me parecía extraño, y allí arriba en el techo con Isabel a mi lado, todavía demasiado agotada para hablar, de repente me sentí muerta, tan muerta como Ferdinand en su traje azul, tan muerta como la gente que quemaban y transformaban en humo a las afueras de la ciudad. Tuve una sensación de paz que no había experimentado en mu­cho tiempo, me sentía casi feliz, pero de una manera in­tangible, como si esa felicidad no tuviera nada que ver conmigo. Entonces, de repente, comencé a llorar, a llo­rar de verdad, sollozando con toda mi alma, con el cora­zón destrozado, ahogándome, gimiendo como no lo hacía desde mi niñez. Isabel me abrazó y yo escondí mi cara en su hombro durante un buen rato, llorando desconsolada­mente sin ninguna razón en especial. No sabía de dónde venían esas lágrimas, pero incluso meses más tarde, no me sentía la misma. Seguía viviendo y respirando, mo­viéndome de un sitio a otro; pero no podía escapar a la  idea de que estaba muerta y de que nada podía volverme a  la vida otra vez.
En algún momento volvimos a lo nuestro, ya estaba entrada la tarde y el calor había comenzado a derretir el alquitrán, convirtiéndolo en un almohadillado espeso y pegajoso. El traje de Ferdinand no había resistido bien el viaje por la escalera, y después de quitarle la sábana, Isabel se afanó de nuevo en largas preparaciones y arreglos. Cuando por fin llegó el momento de cargarlo hasta el borde del techo, Isabel insistió en que lo pusiéramos de pie, de lo contrario, la representación sería inútil, decía, ya que teníamos que crear la ilusión de que Ferdinand era un saltador, y los saltadores no se arrastraban, caminaban intrépidos hacia el abismo con la cabeza alta. No podía refutar su lógica y así nos pasamos los minutos siguientes con el cuerpo inerte de Ferdinand, empujándolo y tiran­do de él hasta que logramos levantarlo. Te puedo asegu­rar que fue una comedia horrible; Ferdinand, muerto de pie entre nosotras, tambaleándose como un gigantesco muñeco de cuerda, el pelo enmarañado por el viento, los pantalones caídos sobre las caderas y esa expresión de asombro y horror todavía en su rostro. Mientras lo acer­cábamos a la orilla del techo sus rodillas se doblaban y se trababan, y cuando por fin llegamos allí, se le habían sa­lido los dos zapatos. Ninguna de las dos tenía suficiente valor para acercarse al borde, así que nunca supimos si en la calle había alguien mirando lo que pasaba. A un metro del borde aproximadamente, sin atrevernos a seguir más allá, contamos a la vez para aunar esfuerzos y dimos un fuerte empujón a Ferdinand, tirándonos enseguida hacia atrás para que el impulso no nos arrastrara con él. Pri­mero su estómago golpeó el borde, haciéndolo tambalear un poco, y luego cayó al vacío. Recuerdo que agucé el oído para escuchar el sonido de su cuerpo al caer sobre el pavimento, pero sólo oí mi propio pulso, el sonido del corazón latiendo en mi cabeza. Ya no volvimos a ver a Ferdinand; ninguna de las dos bajó a la calle aquel día, y a la mañana siguiente, cuando salí a trabajar con el carro, Ferdinand había desaparecido junto con todo lo que lle­vaba puesto.

Me quedé con Isabel hasta el final, durante el verano y el otoño, e incluso un poco más, casi hasta la llegada del in­vierno, cuando el frío comenzó a arreciar. En todos esos meses, nunca hablamos de Ferdinand, ni sobre su vida, ni sobre su muerte. A mí me costaba creer que Isabel hu­biese tenido la fuerza o el valor necesario para matarlo, pero era la única explicación que tenía sentido. Muchas veces tuve la tentación de preguntarle a Isabel sobre lo ocurrido aquella noche, pero nunca me atreví a hacerlo, después de todo, era asunto suyo y si ella no quería hablar del tema, yo no me creía con derecho a preguntar.
Lo cierto es que ninguna de las dos sentía pena por su ausencia. Un día o dos después de la ceremonia en el te­jado, reuní todas sus posesiones y las vendí —incluyendo sus barcos en miniatura y un tubo de pegamento medio vacío—, sin que Isabel dijera una sola palabra. Hubiese podido ser una época de nuevos horizontes para ella, pero las cosas no salieron tan bien. Su salud continuó deteriorándose y nunca tuvo la posibilidad de disfrutar de la vida sin Ferdinand; en realidad, después de aquel día en el techo, nunca volvió a salir del apartamento.
Yo sabía que Isabel se estaba muriendo, pero no espe­raba que sucediera tan pronto. Todo comenzó cuando no pudo volver a caminar y luego, poco a poco, su debilidad se fue extendiendo hasta que no sólo no podía mover las piernas, sino nada desde los brazos hasta la columna, y más tarde, ni siquiera la boca o la garganta. Era una espe­cie de esclerosis, según me dijo ella misma, que no tenía cura; su abuela había muerto de la misma enfermedad ha­cía mucho tiempo e Isabel se refería a ella simplemen­te como al «colapso» o la «desintegración». Yo intenta­ba que estuviera cómoda, pero aparte de eso, no había nada que hacer.
Lo peor es que tenía que seguir trabajando, tenía que seguir levantándome temprano y vagar por las calles en pos de cualquier cosa que pudiera encontrar. Ya no podía concentrarme y cada vez me resultaba más difícil encon­trar objetos de valor. Me quedaba rezagada, mis pensa­mientos iban en una dirección y mis pasos en otra, era in­capaz de hacer un movimiento rápido o seguro. Los otros buscadores de objetos me ganaban de mano una y otra vez; parecían salir de la nada, arrebatándome las cosas justo en el momento en que iba a cogerlas, así que tenía que pasar cada vez más tiempo fuera para alcanzar mi cuota, siempre angustiada por el pensamiento de que debería estar en casa cuidando a Isabel. Me imaginaba que podría sucederle algo mientras yo no estaba, que moriría sin tenerme a su lado, y esto era suficiente para depri­mirme por completo, para hacerme olvidar el trabajo que debía hacer. Si no lo hacía, no tendríamos qué comer. Hacia el final, Isabel ni siquiera podía moverse sola; yo intentaba acomodarla bien en la cama, pero como ya no tenía ningún control sobre sus músculos, inevitable­mente comenzaba a resbalarse a los pocos minutos. Para ella, estos cambios de posición eran una verdadera ago­nía, e incluso el peso de su propio cuerpo apretado contra el suelo la hacía sentir como si la estuvieran quemando viva. Pero el dolor sólo era una parte del problema; el de­bilitamiento de músculos y huesos finalmente alcanzó la garganta y entonces Isabel comenzó a perder el habla. Un cuerpo que se desintegra es algo horrible, pero cuando la voz también desaparece, es como si esa persona ya no es­tuviera allí. Todo empezó con una cierta torpeza en la ar­ticulación, las palabras se desdibujaban en los finales, las consonantes se volvían más suaves, menos claras y poco a poco comenzaban a sonar como vocales. Al principio no presté mucha atención, había cosas mucho más urgentes de las que ocuparse y entonces aún era posible entenderle con un pequeño esfuerzo. Pero continuó empeorando hasta que tuve que esforzarme mucho para comprender lo que quería decir; siempre lo conseguía de una forma u otra, pero cada vez con mayor dificultad. Una mañana descubrí que Isabel ya no hablaba, murmuraba y gemía, intentando decirme algo, pero alcanzando apenas a pro­ducir un barboteo incomprensible, un ruido horrible que sonaba totalmente caótico. La saliva resbalaba por las co­misuras de su boca y aquel sonido seguía saliendo de ella, como un salmo de inconcebible dolor y confusión. Aque­lla mañana, cuando se escuchó a sí misma y vio mi expre­sión de desconcierto, Isabel lloró, y creo que nunca sentí tanta pena por alguien, como entonces por ella. Poco a poco, el mundo entero se había escabullido de sus manos y ahora ya no le quedaba prácticamente nada.
Pero no era el fin; durante unos diez días, Isabel aún tuvo fuerzas para escribirme mensajes con un lápiz. Una tarde fui a un agente de resurrección y compré una libreta grande de tapa azul; todas las hojas estaban en blanco, lo que la hacía bastante cara, ya que era muy difícil encon­trar libretas buenas en la ciudad. Me pareció que ésta real­mente valía la pena, costara lo que costase. El agente era un hombre con el cual yo había hecho negocios antes —el señor Gambino, el jorobado de China Street— y re­cuerdo que regateamos con uñas y dientes, durante casi media hora. No pude conseguir que bajara el precio de la libreta, pero al final agregó seis lápices y un pequeño saca­puntas de plástico sin costo adicional.
Por extraño que parezca, ahora estoy escribiendo en esa misma libreta azul. Isabel no pudo aprovecharla mu­cho, no más de cinco o seis páginas, y cuando murió, no me atreví a tirarla. La llevé conmigo en mis viajes y desde entonces me acompaña allí donde voy, la libreta azul, los seis lápices amarillos y el sacapuntas verde. Si no fuera porque el otro día encontré estas cosas en mi bolso, no creo que hubiese comenzado a escribirte; pero allí estaba la libreta con todas esas páginas en blanco y sentí la impe­riosa necesidad de coger uno de los lápices y comenzar esta carta. Ahora lo que realmente quiero es tener la oportunidad de expresarme, de escribirlo todo en estas páginas antes de que sea demasiado tarde. Tiemblo al pensar qué estrechamente ligadas están las cosas; si Isabel no hubiera perdido la voz, ninguna de estas palabras exis­tiría; porque ella se quedó sin palabras, estas otras pala­bras brotan de mí. Quiero que lo recuerdes, si no fuera por Isabel, ahora no habría nada, yo nunca hubiese co­menzado.      
Al final, la mató lo mismo que le había quitado la voz; su garganta dejó de funcionar por completo y ya no pudo tragar nada más. A partir de entonces no sólo no podía comer alimentos sólidos, sino que incluso le resultaba imposible beber agua. Todo lo que yo podía hacer era hu­medecer sus labios para evitar que se le secara la boca, pero ambas sabíamos que ya era sólo cuestión de tiempo, que estaba literalmente muriéndose de hambre, desahuciada por falta de alimentos. Es increíble, pero una vez me pareció que Isabel me sonreía, justo al final, cuando yo estaba sentada a su lado mojándole los labios. No puedo estar totalmente segura, sin embargo, porque en­tonces ella ya estaba muy lejos de mí, pero me gusta pen­sar que fue una sonrisa, incluso si Isabel no sabía lo que hacía. Se había sentido tan culpable por caer enferma, tan avergonzada de tener que depender de mí para todo... Pero la verdad es que yo la necesitaba a ella tanto como ella a mí. Entonces, justo después de aquella sonrisa, si es que fue una sonrisa, Isabel comenzó a ahogarse con su propia saliva. Ya no podía tragarla, y a pesar de que in­tenté limpiarle la boca con los dedos, mucha de esa saliva bajaba por su garganta impidiéndole respirar. Emitió un sonido horrible, pero tan débil, tan desprovisto de resis­tencia, que no duró demasiado.

Ese mismo día, un poco más tarde, junté unas cuantas co­sas del apartamento, las puse en el carro y las llevé a Progress Avenue en la octava zona censada. No estaba com­pletamente lúcida —recuerdo que incluso entonces era consciente de ello—, pero eso no me detuvo. Vendí pla­tos, ropa, sábanas, ollas, cacerolas, sabe Dios cuántas cosas más, todo lo que cayó en mis manos. Sentí alivio al deshacerme de todo, y en cierto modo reemplacé así las lágrimas. No pude volver a llorar, ya ves, nunca más desde aquel día en el techo, y después de la muerte de Isa­bel, sentí ganas de destrozarlo todo, de poner la casa pa­tas arriba. Cogí el dinero y me fui hasta Ozone Prospect, al otro lado de la ciudad, donde compré el vestido más hermoso que encontré. Era blanco, con puntillas en el cuello y en las mangas y con una banda de raso en la cin­tura. Creo que Isabel se hubiera sentido feliz de llevarlo. A partir de entonces, los recuerdos se me confun­den. Estaba agotada, como comprenderás, y tenía una nebulosa en la mente que me hacía sentir ajena a mí misma, entrando y saliendo del estado consciente, in­cluso cuando estaba despierta. Recuerdo que levanté a Isabel en mis brazos y que temblé al advertir qué ligera se había vuelto; era como levantar a un niño, con aquellos huesos livianos y ese cuerpo frágil y dúctil. Luego salí a la calle y atravesé la ciudad llevándola en el carro. Estaba asustada y me parecía que, a nuestro paso, todos miraban el carro con intenciones de atacarme y robarme el vestido de Isabel. Después, llegué al tercer Centro de Transfor­mación y esperé en la cola junto a muchos otros hasta que me llegó el turno y uno de los oficiales me pagó la cuota correspondiente. También él miró el vestido de Isabel con interés especial y yo adiviné los planes de su pequeño y sórdido cerebro. Le mostré el dinero que acababa de darme y se lo ofrecí a cambio de la promesa de quemar el vestido junto con Isabel. Por supuesto aceptó, con un guiño cómplice y vulgar, pero no tengo forma de saber si cumplió su promesa. Más bien creo que no, lo cual ex­plica por qué prefiero no pensar en esto para nada.
Cuando dejé el Centro de Transformación, debo de haber estado vagando por ahí un buen rato, con la cabe­za en las nubes, sin saber dónde estaba. Más tarde me dor­mí en algún sitio, probablemente en algún portal, y me desperté sin sentirme mejor, quizás incluso peor. Pensé en volver al apartamento, pero luego lo deseché porque aún no me sentía capaz de enfrentarme a aquello. Me ho­rrorizaba la idea de estar allí sola, de volver a aquella habitación y sentarme sin nada que hacer. Pensé que tal vez unas cuantas horas más de aire fresco me vendrían bien. Entonces, cuando me desperté del todo y advertí dónde estaba, descubrí que ya no tenía el carro. El cordón umbi­lical aún estaba atado a mi cintura, pero el carro había de­saparecido. Lo busqué de un extremo a otro de la calle, corriendo frenéticamente de portal en portal, pero fue inútil; o bien me lo había dejado en el Crematorio, o me lo habían robado mientras dormía, mi mente estaba tan confundida, que no sabía qué había pasado. Un minuto o dos en que la atención se dispersa, eso es todo lo que se necesita, un solo segundo que dejas de estar alerta, y lo pierdes todo, tu trabajo se esfuma de repente. El carro era lo que más necesitaba para sobrevivir, y lo había perdido. Si me hubiese cortado el cuello con una hoja de afeitar no me hubiera perjudicado tanto.
Era terrible, pero lo extraño es que no pareció afec­tarme. Desde un punto de vista objetivo, la pérdida del carro significaba un verdadero desastre, pero también me ofrecía la posibilidad que yo esperaba desde hacía mucho tiempo: abandonar mi trabajo de trapera. No lo había de­jado antes por Isabel, pero ahora que ella ya no estaba, no podía imaginarme a mí misma, siguiendo con él. Una parte de mi vida se acababa y ahora tenía la oportunidad
de empezar de nuevo, de tomar mi vida en mis propias manos y hacer algo con ella.
Sin detenerme para nada, fui en busca de uno de los falsificadores de documentos en la quinta zona censada, y le vendí mi licencia de trapera por trece glots. El dinero que gané aquella mañana me mantendría por al menos dos o tres semanas, pero ahora que había comenzado, no era mi intención detenerme allí. Volví al apartamento llena de planes, calculando cuánto dinero más podría conseguir vendiendo los otros objetos que había en la casa. Trabajé toda la noche, apilando cosas en el medio de la habitación. Registré los armarios cogiendo hasta el úl­timo objeto, dando vuelta las cajas, vaciando los cajones, y a eso de las cinco de la mañana encontré un tesoro ines­perado en el escondite de Isabel, debajo del suelo: un cu­chillo y un tenedor de plata, la biblia de páginas con re­bordes dorados y una pequeña bolsa con cuarenta y ocho glots en monedas. El día siguiente lo pasé amontonando las cosas vendibles en una maleta y yendo a ver a distintos agentes de resurrección a lo largo de la ciudad, vendiendo una tanda de cosas y volviendo al apartamento para pre­parar otra. En total, reuní más de trescientos glots (el cu­chillo y el tenedor sumaban casi la tercera parte), y de re­pente me encontré con dinero suficiente para vivir cinco o seis meses sin trabajar. Dadas las circunstancias, era más de lo que podía desear; me sentía rica, como una ver­dadera reina.
Sin embargo mi alegría no duró mucho. Esa noche me fui a la cama agotada después de mis expediciones de venta, y a la mañana siguiente, menos de una hora des­pués del amanecer, me despertaron unos fuertes golpes en la puerta. Es increíble con qué rapidez uno se da cuenta de lo que ocurre, aunque lo primero que pensé cuando escuché los golpes fue que ojalá no me mataran. No alcancé a ponerme de pie; los asaltantes forzaron la puerta y entraron con sus típicas cachiporras y palos en las manos. Eran tres, y reconocí a los dos más grandes, los hijos de los Gunderson, que vivían abajo. Las noticias vuelan, pensé. Hacía dos días que Isabel estaba muerta y los vecinos ya se arrojaban sobre mí.
—Arriba de prisa, muchachita —dijo uno de ellos—, es hora de irse. Muévete tranquila y sin discusiones, y no te haremos daño.
¡Era tan desolador, tan inadmisible!
—Dadme unos minutos para preparar las maletas —dije, saliendo de entre las mantas.
Hice lo posible para mantenerme tranquila, para con­tener mi rabia, sabiendo que cualquier gesto de violencia de mi parte sólo serviría para que me atacaran.
—Vale —dijo otro—, te damos tres minutos. Pero sólo un bolso. Pon tus cosas ahí adentro y esfúmate.
Casi por milagro, la temperatura había bajado drásti­camente la noche anterior y yo me había acostado ves­tida. Eso me ahorró la vergüenza de tener que vestirme delante de ellos, pero además —y esto es lo que me salvó la vida—, tenía los trescientos glots en los bolsillos de mis pantalones. No soy de las que creen en la videncia, pero era como si yo hubiese sabido de antemano lo que iba a ocurrir. Los matones me vigilaban de cerca mientras yo preparaba mi petate, pero ninguno era lo suficientemente listo para imaginar dónde escondía el dinero. Me marché de allí tan pronto como pude, bajando los escalones de dos en dos. Me detuve un momento abajo para recuperar el aliento y abrí la puerta de un empujón. El aire me golpeó como un martillo. El viento helado hacía un ruido terrible, el invierno se agolpaba en mis oídos, y a mi al­rededor, volaba toda clase de objetos con un ímpetu fe­roz, chocándose a troche y moche sobre las paredes de los edificios, rodando calle abajo, rompiéndose en pe­dazos como trozos de hielo. Ya llevaba más de un año en la ciudad y no había sucedido nada. Tenía algo de di­nero en el bolsillo, pero no tenía trabajo ni un lugar donde vivir. Después de tantas idas y venidas, estaba igual que al principio.

A pesar de lo que puedas creer, los sucesos no son reversi­bles. El hecho de que hayas podido entrar, no significaba que puedas salir; las entradas no se convierten en salidas, y nadie te garantiza que la puerta por la que entraste hace apenas un minuto esté aún allí cuando la busques un ins­tante después. Así son las cosas en la ciudad, cada vez que crees saber la respuesta a una pregunta, descubres que la pregunta no tiene sentido.
Estuve varias semanas intentando escapar. Al princi­pio parecía que había varias posibilidades, una larga lista de sistemas para volver a casa, y como yo tenía algo de di­nero con que contar, no pensé que pudiera resultar muy difícil. Estaba equivocada, por supuesto, pero me llevó un tiempo llegar a admitirlo. Yo había venido en el barco de una organización benéfica extranjera y me parecía lógico suponer que podía regresar en él, así que me fui al puerto, totalmente dispuesta a sobornar a cualquier ofi­cial para reservar billete. Sin embargo, no se veía ningún barco, e incluso los pequeños botes de pesca que había visto hacía un mes habían desaparecido. Por el contrario, la costa entera estaba atestada de obreros, calculé cientos y cientos de ellos, más hombres de los que era capaz de contar. Algunos descargaban grava de los camiones, otros llevaban ladrillos y piedras a la orilla, otros más es­taban colocando los cimientos de lo que parecía ser una enorme pared o fortificación frente al mar. Policías arma­dos vigilaban a los obreros desde plataformas, y el lugar bullía con alboroto y confusión, el ruido de las máquinas, la gente corriendo de un lado a otro, las voces de los capa­taces dando órdenes. Resultó ser nada menos que el Proyecto del Muro Marítimo, una iniciativa de la empresa pública que el nuevo gobierno acababa de poner en mar­cha. Aquí los gobiernos cambian con bastante frecuencia y es difícil mantenerse al tanto de los cambios. Ésta era la primera vez que oía hablar de él, y cuando le pregunté a alguien cuál era el propósito del muro, me contestó que el de defendernos de una posible guerra. La amenaza de una invasión extranjera se cernía sobre nosotros, según dijo, y era nuestro deber como ciudadanos defender la patria. Gracias a los esfuerzos del gran Fulano de Tal —fuera cual fuese el nombre del nuevo líder—, los materiales de los edificios derrumbados servirían para nuestra defensa, y el proyecto ofrecería trabajo a miles de personas.
—¿Cuánto pagan? —pregunté.
—Nada de dinero —dijo él—, pero un sitio donde vi­vir y una comida caliente al día. ¿Le interesaría apun­tarse?
—No, gracias —contesté yo—. Tengo otras cosas que hacer.
—Bien —dijo él—, tiene tiempo de sobra para cam­biar de idea. El gobierno calcula que la construcción del muro llevará al menos cincuenta años.
—Muy bien —dije yo—, pero mientras tanto, ¿cómo hace uno para irse de aquí?
—No —dijo él, meneando la cabeza—. Eso es imposi­ble. Ya no se permite la entrada de barcos, y si no entra ninguno, ninguno puede salir.
—¿Y un avión?
—¿Qué es un avión? —preguntó él, sonriendo con asombro, como si acabara de decir un chiste que él no comprendía.
—Un avión —dije yo—, una máquina que vuela por el aire llevando a la gente de un sitio a otro.
—Eso es ridículo —dijo él, mirándome con recelo—, no existe nada parecido, es imposible.
—¿No lo recuerda?
—No sé de qué está hablando y se puede meter en problemas si va por ahí divulgando ese tipo de necedades. Al gobierno no le gusta que la gente invente historias, es malo para la moral.
Ya ves a lo que te expones aquí. No sólo desaparecen las cosas, sino que cuando lo hacen, el recuerdo de ellas también se desvanece. Surgen zonas oscuras en la mente, y a menos que uno haga el esfuerzo constante de compu­tar las cosas que ya no están, acabará perdiéndolas para siempre. Yo no soy más inmune que los demás ante esta enfermedad y sin duda tengo muchas de estas zonas en blanco. Después de todo, la memoria no es un acto volun­tario, es algo que ocurre a pesar de uno mismo, y cuan­do todo cambia permanentemente, es inevitable que la mente falle, que los recuerdos se escapen. A veces, cuando me sorprendo a mí misma buscando a tientas una idea que se me escabulle, vuelvo mis pensamientos a los viejos tiempos en casa, recordando cómo eran las cosas cuando yo era pequeña y nos íbamos de vacaciones en tren hacia el norte con toda la familia. Mi hermano ma­yor, William, siempre me dejaba el asiento de la ventani­lla, y yo casi nunca hablaba con nadie, viajaba con la cara pegada al cristal mirando el paisaje, escrudiñando el cielo, los árboles y el agua mientras el tren se apresuraba a través de la espesura. Todo me parecía tan hermoso, tanto más hermoso que las cosas de la ciudad, que cada año me repetía a mí misma: «Anna, nunca viste algo tan bonito como esto, intenta recordarlo, intenta memorizar todas las cosas maravillosas que estás viendo y de este modo siempre estarán contigo, incluso cuando ya no puedas verlas». Creo que nunca miré el mundo con tanta atención, como en aquellos viajes en tren hacia el norte. Quería que todo me perteneciera, que toda la belleza pa­sara a formar parte de mí misma, y recuerdo cómo me afanaba en recordarlo, intentando guardarlo para más adelante, atraparlo para cuando realmente lo necesitara. Pero lo curioso es que nada de aquello se quedó conmigo, lo he intentado con todas mis fuerzas, pero de un modo u otro siempre acabo perdiéndolo, y al final todo lo que re­cuerdo son mis esfuerzos por recordarlo. Las cosas pasa­ban demasiado rápido, y cuando lograba verlas, ya es­taban esfumándose de mi mente, reemplazadas por otras que desaparecían antes de que pudiera verlas. Todo lo que me queda es una neblina, una resplandeciente y maravillosa neblina; pero los árboles, el cielo y el agua, todo aquello se ha desvanecido. Nunca estuvo allí, ni si­quiera antes de que me perteneciera.
Disgustarse, por lo tanto, no sirve de nada. Todo el mundo es propenso al olvido, incluso en circunstancias más favorables; y en un lugar como éste, con tantas cosas desapareciendo del mundo material, puedes imaginarte cuántas caen en el olvido permanentemente. En realidad, el problema no consiste en que la gente olvide las cosas, sino en que nunca olvida las mismas. Lo que aún existe en la memoria de una persona, puede haberse perdido definitivamente para otra, y esto crea dificultades, barreras insuperables para la comprensión. Por ejemplo, ¿cómo puedes hablar con alguien de aviones, si esa persona no sabe lo que es un avión? Es un proceso de eliminación lento pero irreversible. Las palabras suelen durar un poco más que las cosas, pero al final también se desvanecen, junto con las imágenes que una vez evocaron. Desapare­cen categorías enteras de objetos —macetas, por ejemplo, o filtros de cigarrillos o bandas de goma—, y por un tiempo uno es capaz de reconocer estas palabras, incluso si no puede recordar lo que significan. Pero luego, poco a poco, las palabras se convierten en simples sonidos, un conjunto fortuito de oclusivas y fricativas, un tumulto de fonemas confusos, que finalmente acaba en una jerga. La palabra «maceta» no tendrá más sentido que «splandigo». Tu mente la escuchará, pero la registrará como algo in­comprensible, un término de un idioma que no conoces, y como se agregan más y más de estas palabras de sonido «extranjero», las conversaciones resultan bastante confu­sas. De hecho, cada persona habla su propia lengua, y a medida que disminuyen los conceptos con significado común, se hace más difícil comunicarse con los demás. Tuve que abandonar la idea de volver a casa. De todo lo que me había pasado hasta aquel momento, creo que esto fue lo más difícil de aceptar. Hasta entonces yo me mentía a mí misma creyendo que podía volver cuando quisiera; pero con la construcción del muro marítimo,
con tanta gente movilizada para evitar las salidas, esta idea reconfortante se vino abajo. Primero había muerto Isabel, luego había perdido el apartamento; mi único con­suelo era pensar en casa, y ahora también se me negaba esto. Por primera vez desde mi llegada a la ciudad, me sentí sumida en el pesimismo.
Pensé en partir en dirección opuesta; al oeste de la ciudad se levantaba la muralla de Fiddler, y, en teoría, todo lo que se necesitaba para cruzarla era un permiso de viaje. Presentía que cualquier cosa sería mejor que la ciu­dad, incluso lo desconocido; pero después de ir y venir por varias oficinas del gobierno, esperando en colas día tras día sólo para que me informaran que tenía que pre­sentar mi solicitud en otro departamento más, me enteré de que el precio del permiso de viaje había subido a dos­cientos glots. Lo descarté enseguida, porque hubiera sig­nificado gastar la mayor parte de mi dinero de una sola vez. Oí hablar de una organización ilegal que sacaba a la gente de la ciudad por la décima parte del precio oficial, pero mucha gente pensaba que en realidad era un truco, una ingeniosa trampa dispuesta por el nuevo gobierno. Decían que la policía esperaba al final del túnel y apenas uno cruzaba al otro lado, lo detenían y lo enviaban a uno de los campos de trabajos forzados en las minas del sur. Yo no tenía forma de saber si este rumor era cierto o no, pero no me parecía que valiera la pena comprobarlo. En­tonces llegó el invierno, y la cuestión se resolvió por sí misma: cualquier proyecto de viajar tendría que pospo­nerse hasta la primavera, suponiendo que yo sobreviviera hasta entonces, y dadas las circunstancias, nada me pare­cía tan incierto como aquello.
Fue el invierno más duro que recuerdo, lo llamaban el in­vierno terrible, e incluso ahora, años después, se lo re­cuerda como un suceso fundamental en la historia de la ciudad, la línea divisoria entre una época y la siguiente. El frío continuó durante cinco o seis meses. Una vez cada tanto había un breve período de deshielo, pero estos momentáneos lapsos de calor sólo aumentaban las difi­cultades. Nevaba durante una semana —tormentas enor­mes y cegadoras que sumían a la ciudad en la blancura—, y después salía el sol calentando brevemente con una in­tensidad propia del verano. La nieve se derretía y, a media tarde, las calles acababan inundadas. Las canaletas de los tejados rebosaban con el agua que caía, y allí donde mira­ras, había un frenético chisporroteo de agua y luz, como si el mundo entero se hubiese convertido en un cristal enorme que se desintegraba. Entonces, de repente, el cielo se oscurecía, caía la noche y la temperatura volvía a bajar bajo cero, congelando el agua tan súbitamente que el hielo formaba figuras fantásticas: protuberancias, on­das y espirales, rizos enteros cristalizados en una semiondulación, una especie de frenesí geológico en miniatura. Por la mañana, resultaba casi imposible caminar, la gente se resbalaba, sus cabezas golpeaban contra el hielo, los cuerpos se desplomaban inevitablemente sobre las super­ficies lisas y duras. Luego nevaba otra vez y todo el ciclo volvía a repetirse. Siguió así durante meses, y cuando por fin acabó, habían muerto miles y miles de personas. Para aquellos que no tenían vivienda, la supervivencia era casi imposible, pero incluso los que estaban bajo techo y bien alimentados sufrieron pérdidas innumerables. Muchos edificios antiguos se derrumbaron bajo el peso de la nie­ve, y familias enteras quedaron sepultadas. El frío volvía loca a la gente y quedarse sentado en un apartamento con poca calefacción no era mucho mejor que estar afuera. La gente destrozaba los muebles, quemándolos para obtener un poco de calor, y muchos de estos fuegos se descontrolaban. Casi todos los días se destruía un edi­ficio, a veces urbanizaciones o barrios enteros. Cada vez que se producía uno de estos incendios, una multitud de gente sin hogar se apiñaba a su alrededor durante el tiempo que tardara en arder el edificio, deleitándose con el calor, regocijándose con las llamas que subían hacia el cielo. Todos los árboles de la ciudad fueron cortados y quemados para producir combustible, todos los animales domésticos desaparecieron, mataron a todos los pájaros. La escasez de comida se volvió tan grande que hubo que suspender la construcción del muro marítimo —sólo seis meses después de comenzada—, para que toda la policía disponible vigilara los envíos de alimentos a los mercados municipales. Aun así, hubo unos cuantos disturbios por comida que acabaron en más muertos, más heridos, más desastres. Nadie sabe exactamente cuánta gente murió ese invierno, pero he oído que se calculaba entre un cuarto y un tercio de la población.
De un modo u otro mi suerte siguió. A fines de no­viembre estuve a punto de caer presa en unos disturbios por alimentos en Ptolemy Boulevard. Ese día, como siempre, había una cola interminable, y después de más de dos horas esperando sin avanzar bajo el frío intenso, tres hombres que estaban delante de mí comenzaron a in­sultar a la policía. El guardia sacó su porra y vino directa­mente hacia nosotros, dispuesto a golpear al primero que se pusiera en su camino. La consigna era pegar primero y preguntar después, y yo sabía que no tendría oportunidad de defenderme. Sin detenerme a pensar, salí de la cola y comencé a correr calle abajo, tan rápido como era capaz. El guardia, confundido por un momento, dio dos o tres pasos hacia mí, pero luego paró, seguramente para no desviar su atención de la multitud. Después de todo, si yo desaparecía de su vista, mucho mejor para él. Justo cuando llegué a la esquina, escuché cómo la multitud irrumpía en gritos brutales y hostiles, lo cual me produjo pánico porque sabía que en pocos minutos toda la zona iba a estar tomada por un nuevo contingente de policía antidisturbios. Seguí corriendo lo más rápido posible, lanzándome de una calle a otra, demasiado asustada para mirar atrás. Por fin, después de un cuarto de hora, me en­contré a mí misma frente a un gran edificio de piedra, no sabía si me perseguían o no, pero justo entonces se abrió una puerta unos metros más arriba y me arrojé dentro. Un hombre delgado, de tez pálida y gafas, se encontraba a punto de atravesar el portal, y me miró horrorizado cuando me crucé en su camino. Había entrado en una es­pecie de oficina, una habitación pequeña con tres o cua­tro mesas y un montón de libros y papeles.
—No puede entrar aquí —dijo con impaciencia—, ésta es la biblioteca.
—Me da igual que sea la mansión del gobernador —dije yo, inclinándome para recuperar el aliento—. Ahora estoy aquí y nadie va a echarme fuera.
—Tendré que denunciarla —dijo en un tono pom­poso y remilgado—. Usted no puede irrumpir de este modo; ésta es la biblioteca y no se permite la entrada a nadie sin un pase.
Me sentía demasiado confundida por su porte de mo­jigato para saber qué decir. Estaba agotada, al límite de mi resistencia, y en lugar de intentar discutir con él, lo em­pujé al suelo con todas mis fuerzas. Fue una actitud ridícula, pero no pude contenerme. Al caer al suelo le salta­ron las gafas y por un momento sentí la tentación de romperlas a pisotones.
—Denúncieme si quiere —le dije—, pero no me iré de aquí hasta que alguien me arrastre fuera.
Entonces, antes de que pudiera contestarme, me di la vuelta y salí por la puerta situada en el otro extremo de la habitación.
Entré en una gran sala, una habitación amplia e im­presionante con un alto techo en forma de cúpula y sue­los de mármol. El súbito contraste entre la pequeña ofi­cina y este espacio enorme resultaba asombroso. Mis pasos producían eco, y era casi como si pudiera escuchar mi propia respiración resonando contra las paredes. Ha­bía grupos de gente en todos lados, andando de aquí para allá, hablando bajo entre ellos, obviamente absortos en serias conversaciones. Cuando entré en la sala, algunas cabezas se giraron hacia mí, pero sólo por reflejo, y un momento después, se dieron la vuelta. Pasé por al lado de esta gente con toda la discreción y tranquilidad posibles, mirando hacia el suelo y simulando que sabía adonde iba. Unos diez o doce metros más allá, encontré unas escaleras y comencé a subir.
Ésta era la primera vez que estaba en la Biblioteca Nacional. Era un edificio magnífico, con retratos de gobernadores y generales en las paredes, hileras de columnas de estilo italiano y hermosas incrustaciones de mármol, uno de los edificios más distinguidos de la ciudad. Sus me­jores días habían quedado atrás, sin embargo, como ocu­rría con todo lo demás. Un techo del segundo piso se había derrumbado, las columnas se ladeaban y agrietaban, había libros y papeles tirados por todas partes. Seguí to­pándome con gente que se arremolinaba en grupos —ad­vertí que casi todos eran hombres—, pero nadie reparó en mí. Al otro lado de los ficheros de cartón, encontré una puerta tapizada en piel verde que conducía a una escalera interior. Subí por ella hasta el piso siguiente y llegué a un pasillo largo, de techo bajo, con muchas puertas a ambos lados. En el pasillo no había nadie más, y como no se escuchaba ningún sonido detrás de las puertas, supuse que las habitaciones estarían vacías. Intenté abrir la primera puerta a la derecha, pero estaba cerrada con llave, me pasó igual con la segunda, y entonces, cuando menos lo esperaba, la tercera puerta se abrió. Adentro había cinco o seis hombres sentados alrededor de una mesa de ma­dera, discutiendo algo en un tono apremiante y ansioso. La habitación estaba desprovista de otros muebles y no tenía ventanas, la pintura amarillenta se descascarillaba en las paredes y el agua goteaba desde el techo. Todos los hombres tenían barba, llevaban trajes oscuros y sombre­ros. Me sorprendí tanto, que dejé escapar un suspiro y co­mencé a cerrar la puerta; pero el más viejo de los hombres se dio la vuelta y me ofreció una hermosa sonrisa, tan car­gada de calidez y cortesía que me hizo dudar.
—¿Podemos hacer algo por usted? —preguntó.
Tenía un fuerte acento extranjero (pronunciaba las ces como eses y sus erres eran guturales) pero no pude precisar de qué país procedía: «¿Podemos haserg algo porg usted?». Entonces lo miré a los ojos y me invadió un temblor de reconocimiento.
—Creí que todos los judíos habían muerto —mur­muré.
—Aún quedamos unos pocos —dijo, sonriéndome de nuevo—. No es fácil deshacerse de nosotros, ya ves.
—Yo también soy judía —aseguré ansiosa—. Mi nom­bre es Anna Blume y he venido aquí desde muy lejos. He estado en la ciudad durante más de un año buscando a mi hermano. Supongo que no lo conocerán. Su nombre es William, William Blume.
—No, querida —dijo, meneando la cabeza—, nunca conocí a tu hermano.
Miró a sus colegas por encima de la mesa y les hizo la misma pregunta, pero ninguno de ellos sabía dónde es­taba William.
—Ha pasado mucho tiempo —dije—, y estoy segura de que, a menos que haya logrado escapar, estará muerto.
—Es muy posible —dijo el rabino con suavidad—. ¡Han muerto tantos! Es mejor no esperar milagros.
—Yo ya no creo en Dios, si es eso a lo que se refiere. Dejé de hacerlo cuando aún era una niña.
—Es difícil evitarlo —dijo el rabino—. Si nos atene­mos a las evidencias, hay muy buenas razones para que tantas personas piensen como tú.
—No irá a decirme que usted cree en Dios —dije yo.
—Hablamos con él, pero si nos escucha o no es otra cuestión.
—Mi amiga Isabel creía en Dios —continué—. Ella también ha muerto. Yo vendí su biblia al señor Gambino, el agente de resurrección, por siete glots. Eso estuvo muy mal, ¿verdad?
—No necesariamente. Después de todo, hay cosas más importantes que los libros. La comida está primero que la oración.
Sentía algo muy extraño ante este hombre, pero cuanto más hablaba con él, más me parecía a una niña. Tal vez me recordara cómo eran las cosas cuando era muy pe­queña, en aquellos tiempos oscuros en que aún creía en lo que me decían mis padres y mis maestros. No sé bien por qué, pero la verdad es que a su lado me sentía segura y sabía que podía confiar en él. Casi inconscientemente, busqué en mis bolsillos y saqué la foto de Samuel Farr.
—También busco a este hombre —dije—. Su nombre es Samuel Farr, y es muy posible que sepa qué le ocurrió a mi hermano.
Le pasé la foto al rabino, y después de estudiarla du­rante unos minutos, meneó la cabeza y dijo que no reco­nocía esa cara. Justo cuando empezaba a sentirme desilu­sionada, habló un hombre que estaba en el otro extremo de la mesa. Era el más joven de todos y tenía una barba ro­jiza más pequeña y espigada que la de los demás.
—Rabino —dijo tímidamente—, ¿puedo decir algo?
—No necesitas permiso, Isaac —dijo el rabino—, pue­des decir lo que quieras.
—No es nada seguro, por supuesto, pero creo que co­nozco a esa persona —dijo el joven—. Al menos conozco a alguien con ese nombre.
—Echa una ojeada a su retrato, entonces —dijo el ra­bino pasando la fotografía por encima de la mesa.
Isaac la miró y la expresión de su cara era tan sombría, tan poco elocuente, que enseguida perdí la esperanza.
—No se parece mucho —dijo, por fin—, pero ahora que he tenido la oportunidad de observarla, creo que no hay dudas de que se trata del mismo hombre.
Su cara pálida de estudiante se iluminó entonces con una sonrisa.
—He hablado con él varias veces —continuó—. Es un hombre inteligente, pero demasiado escéptico. No esta­mos de acuerdo prácticamente en nada.
Yo no podía creer lo que oía. Antes de que pudiera pronunciar una palabra, el rabino preguntó:
—¿Dónde puede encontrar a este nombre, Isaac?
—El señor Farr no está lejos —dijo Isaac, sin poder re­sistir la tentación de hacer un juego de palabras. *
Soltó una risita tonta y agregó:
—Justamente vive aquí, en la biblioteca.
—¿Es cierto? —dije por fin—, ¿es realmente cierto?
—Por supuesto que es cierto. Puedo llevarte allí ahora mismo, si tú quieres.
Isaac dudó un momento y luego se volvió al rabino:
—Contando con su permiso.
Sin embargo, el rabino parecía preocupado.
—¿Este hombre pertenece a alguna de las academias? —preguntó.
—Que yo sepa, no —dijo Isaac—. Creo que es un in­dependiente. Me dijo que solía trabajar para un perió­dico, en algún sitio.
—Así es —dije—, exactamente así. Samuel Farr es pe­riodista.
—¿Y a qué se dedica ahora? —preguntó el rabino, ig­norando mi interrupción.
—Está escribiendo un libro. No conozco el tema pero creo que tiene algo que ver con la ciudad. En alguna oca­sión hablamos abajo, en la sala principal. Hace unas pre­guntas muy agudas.
—¿Está a favor? —preguntó el rabino.
—Es neutral —contestó Isaac—, ni a favor ni en con­tra. Es un hombre atormentado, pero verdaderamente honrado, sin intereses personales.
El rabino se volvió para explicarme:
—Comprenderás que tenemos muchos enemigos —dijo—, nuestro permiso está en peligro pues ya no tene­mos rango académico y debemos proceder con mucho cuidado.
Asentí, intentando aparentar que sabía de qué me ha­blaba.
—Pero en las actuales circunstancias —continuó—, no veo qué mal puede hacerle a Isaac enseñarte dónde vive este hombre.
—Gracias, rabino —dije—, le estoy muy agradecida.
—Isaac te acompañará hasta la puerta, pero no quiero que pase de allí. ¿Está claro, Isaac? —Miró a su discípulo con un aire de serena autoridad.
—Sí, rabino —contestó Isaac.
Entonces el rabino se levantó de su silla y me estre­chó la mano.
—Debes venir a visitarme alguna vez, Anna —dijo, y de pronto se le vio muy viejo y muy cansado—. Me gusta­ría saber cómo sale todo.
—Volveré —le dije—, lo prometo.

La habitación estaba en el noveno piso, el más alto del edificio. Isaac se escabulló tan pronto como llegamos allí, susurrando una vaga excusa sobre no poder quedarse, y de repente me encontré sola, de pie en la más absoluta os­curidad, con una vela encendida en la mano izquierda. En la ciudad hay una ley que dice que nunca debes llamar a una puerta si no sabes lo que hay detrás. ¿Había llegado hasta aquí para toparme con una nueva calamidad? Sa­muel Farr sólo era un nombre para mí, el símbolo de de­seos imposibles y esperanzas absurdas. Lo había usado como un sortilegio para seguir adelante, pero ahora que por fin estaba ante su puerta, sentía pánico. Si no fuera porque la vela se consumía demasiado rápido, tal vez nunca hubiese tenido el valor de llamar.
Una voz ruda y hostil respondió desde el otro lado de la puerta.
—¡Váyase! —dijo.
—Estoy buscando a Samuel Farr. ¿Es usted Samuel Farr?
—¿Quién le busca? —preguntó la voz.
—Anna Blume —dije yo.
—No conozco a ninguna Anna Blume —respondió—. ¡Váyase!
—Soy la hermana de William Blume —dije—, he in­tentado encontrarte durante más de un año. Ahora no puedes echarme. Si no me abres la puerta, seguiré gol­peando hasta que lo hagas.
Escuché arrastrar una silla por el suelo, seguí el so­nido de unos pasos que se acercaban y luego el de la cerra­dura que se abría. La puerta se abrió de repente y quedé deslumbrada, un verdadero torrente de luz llegaba hasta el pasillo procedente de una ventana de la habitación. Ne­cesité unos cuantos minutos para que mi vista se acos­tumbrara. Cuando por fin logré distinguir a la persona que tenía delante, lo primero que vi fue un arma, una pequeña pistola negra apuntando directamente a mi estó­mago. Era Samuel Farr, es cierto, pero ya casi no se parecía a la fotografía. El hombre joven y fuerte de la fotogra­fía se había convertido en un personaje demacrado y bar­budo con bolsas oscuras bajo los ojos, de su cuerpo pare­cía surgir una energía nerviosa, impredecible, y tenía el aspecto de no haber dormido en un mes.
—¿Cómo sé que eres quien dices?
—Porque yo lo digo. Porque serías un estúpido si no me creyeras.
—Necesito pruebas. No te dejaré entrar a menos que me des alguna prueba.
—Todo lo que tienes que hacer es escucharme hablar. Mi acento es igual al tuyo, venimos del mismo país, de la misma ciudad. Incluso es probable que hayamos crecido en el mismo barrio.
—Cualquiera puede imitar un acento. Tendrás que darme otra prueba.
—¿Qué te parece ésta? —dije, buscando en mi bolsillo y entregándole la fotografía.
La observó durante diez o veinte segundos, sin decir una sola palabra, y poco a poco todo su cuerpo pareció encogerse, hundirse en sí mismo. Cuando volvió a mi­rarme, vi que había bajado la pistola.
—Dios mío —dijo suavemente, casi en un murmu­llo—, ¿de dónde sacaste esto?
—Me la dio Bogat antes de irme.
—Éste soy yo —dijo—. Así es como era yo.
—Lo sé.
—Es difícil de creer, ¿verdad?
—No tanto, teniendo en cuenta el tiempo que hace que estás aquí.
Pareció hundirse en sus pensamientos, y luego volvió a mirarme como si no me reconociera.
—¿Quién dijiste que eras? —Sonrió en actitud de disculpa y vi que le faltaban dos de los dientes inferiores.
—Anna Blume, la hermana de William Blume.
—Blume, como en fatalidad y penumbra, supongo.*
—Así es, como en útero y tumba; puedes elegir.
—Me imagino que querrás entrar, ¿verdad?   
—Sí, para eso estoy aquí, tenemos mucho de qué ha­blar.
Era una habitación pequeña, pero con sitio suficiente para dos personas. Había un colchón en el suelo, una mesa y una silla junto a la ventana, leña quemándose en la estufa, montones de papeles y libros apilados contra una pared y ropa en una caja de cartón. Me recordaba la habitación de un estudiante, no muy distinta de la que tenías el año que fui a visitarte a la universidad. El techo era bajo y se inclinaba de forma tan abrupta hacia la pared exterior, que era imposible llegar a ese extremo de la habitación sin agacharse. La ventana, sin embargo, era extraordinaria, una obra maravillosa en forma de abanico que ocupaba casi toda la pared. Estaba construida con gruesos cristales segmentados divididos por finas barras de hierro y formaba un dibujo tan intrincado como el ala de una mariposa. A través de ella se veía a kilómetros de distancia, incluso más allá de la muralla de Fiddler.
Sam me indicó que me sentara en la cama con un gesto, luego se sentó en la silla del escritorio y la volvió hacia mí. Me pidió disculpas por apuntarme con la pistola, pero, según, dijo, su situación era precaria y no podía correr riesgos. Llevaba más de un año en la biblioteca y se había corrido la voz de que guardaba mucho dinero en su habitación.
—A juzgar por las apariencias, nunca hubiese adivi­nado que eras rico.
—Yo no empleo el dinero en mí mismo. Es para el li­bro que estoy escribiendo. Le pago a la gente para que venga aquí a hablar; tanto por entrevista, según el tiempo que dure. Un glot por la primera hora y medio glot por cada hora adicional. He hecho cientos de entrevistas, una detrás de otra. La historia es tan grande que, ya ves, es im­posible que una sola persona pueda contarla toda.
Sam había sido enviado por Bogat a la ciudad y aún ahora se preguntaba cómo había sido tan loco para aceptar.
—Todos sabíamos que a tu hermano le había ocu­rrido algo terrible —dijo—. No tuvimos noticias de él du­rante más de seis meses, y quienquiera que le siguiera aquí corría el riesgo de acabar metido en el mismo embrollo. A Bogat eso no le importaba en lo más mínimo, por su­puesto. Una mañana me llamó a su oficina y me dijo: «Ésta es la oportunidad que has estado esperando, mu­chacho, te mandaré a reemplazar a Blume». Mis instrucciones eran bien claras: escribir los informes, des­cubrir qué le había ocurrido a William, mantenerme con vida. Tres días después, me dieron una fiesta de despe­dida con cigarros y champaña. Bogat hizo un brindis y todos bebieron a mi salud, estrecharon mi mano y me dieron palmaditas en la espalda. Me sentí como un invi­tado en mi propio funeral, pero al menos no tenía tres hi­jos y una pecera llena de pececillos de colores esperán­dome en casa como Willoughby. Digas lo que digas del jefe, lo cierto es que es un hombre de sentimientos, nunca le culpé por haberme elegido a mí. La verdad es que pro­bablemente yo quería venir, de lo contrario hubiese sido, fácil rehusar. Así es como empezó, preparé las maletas, afilé los lápices y me despedí de todos. Ya hace más de un año y medio y no necesito aclarar que nunca envié ningún informe y que no encontré a William. Por el momento, parece que he logrado mantenerme con vida, pero no podría asegurar que por mucho tiempo.
—Esperaba que pudieras decirme algo más concreto sobre William —dije—, para bien o para mal.
—Nada es concreto en este lugar. —Sam meneó la ca­beza.— Teniendo en cuenta las posibilidades, deberías es­tar contenta.
—No pienso renunciar a la esperanza, no hasta que sepa algo seguro.
—Mejor para ti, pero no creo que sea lógico esperar nada más que lo peor.
—El rabino me dijo lo mismo.
—Cualquier persona razonable te diría lo mismo.
Sam hablaba en un tono agitado y desdeñoso, saltaba de un tema a otro de modo que me resultaba difícil se­guirlo. Daba la impresión de ser un hombre al borde de un ataque, de alguien que se había esforzado tanto que apenas si podía tenerse en pie. Según me contó, había acumulado más de tres mil páginas de notas y, si seguía trabajando a ese ritmo, pensaba que podía terminar la primera parte del libro en cinco o seis meses más. El problema era que se estaban agotando sus reservas de dinero y que la suerte parecía haberse puesto en contra de él. Ya no podía pagar las entrevistas, y como estaba tocando fondo sólo comía en días alternos. Como es lógico, esto dificultaba aún más las cosas, se le estaban agotando las fuerzas y había momentos en que se sentía tan mareado que no podía ver las palabras que escribía. A veces, según me dijo, se dormía sobre su escritorio sin darse cuenta.
—Te morirás antes de acabar —le dije—. ¿Y qué sen­tido tendría? Deberías dejar el libro y cuidarte un poco.
—No puedo dejarlo. El libro es lo único que me man­tiene en pie, me impide pensar en mí mismo y hundirme en mis propios problemas. Si dejara de trabajar en él, no creo que pudiera sobrevivir ni un día más.
—¡Nadie leerá tu maldito libro! —dije enfadada—. ¿No lo ves? No importa cuántas páginas escribas, nadie se enterará de lo que hagas.
—Te equivocas, me llevaré el manuscrito a casa con­migo. El libro se publicará y todos sabrán lo que está ocu­rriendo aquí.
—No sabes lo que dices. ¿No has oído hablar del Pro­yecto del Muro Marítimo? Ya no es posible salir de aquí.
—Estoy enterado de lo del muro, pero ése es sólo uno de los lugares, hay otros, créeme. Hacia el norte a lo lar­go de la costa, al oeste a través de los territorios abando­nados. Cuando llegue el momento, yo estaré preparado.
—No durarás tanto. Cuando acabe el invierno, no es­tarás preparado para nada.
—Algo saldrá, y aunque no fuera así, tampoco me im­portaría.
—¿Cuánto dinero te queda?
—No lo sé, creo que entre treinta o treinta y cinco glots.
Me quedé asombrada de lo poco que era. Incluso to­mando todas las precauciones posibles, gastando lo abso­lutamente indispensable, treinta glots no podrían durar más de tres o cuatro semanas. De repente comprendí el peligro de la situación de Sam, se dirigía hacia su propia muerte y ni siquiera era consciente de ello.
Entonces las palabras comenzaron a salir de mi boca, no sabía lo que quería decir hasta que me escuché a mí misma, pero entonces ya era demasiado tarde.
—Tengo algo de dinero —dije—, no demasiado, pero mucho más de lo que tienes tú.
—Mejor para ti —dijo Sam.
—No me entiendes —dije—, cuando digo que tengo dinero, quiero decir que estaría dispuesta a compartirlo contigo.
—¿Compartirlo? ¿Y por qué diablos?
—Para mantenernos vivos —dije—. Yo necesito un si­tio donde vivir y tú necesitas dinero. Si aunamos nuestros recursos, tendremos la posibilidad de sobrevivir hasta después del invierno; de lo contrario, ambos moriremos. No creo que haya ninguna duda, ambos moriríamos, y es estúpido dejarse morir si uno puede evitarlo.
La brusquedad de mis palabras nos sorprendió a am­bos, y por unos instantes ninguno de los dos dijo nada. Era todo tan crudo, tan descabellado... Aunque, de un modo u otro, me las había arreglado para decir la verdad. Mi primer impulso fue pedir perdón, pero a medida que las palabras se afianzaron en el aire entre nosotros, co­menzaron a cobrar más y más sentido y me negué a retrac­tarme. Creo que ambos entendimos lo que ocurría, pero eso no facilitó nada a la hora de pronunciar la siguiente palabra. En una situación similar, la gente de la ciudad se hubiese matado; es de lo más común asesinar a alguien por una habitación, por un puñado de monedas. Quizás lo que nos impidió hacernos daño fue el simple hecho de que no procedíamos de este lugar, no éramos de la ciu­dad. Nos habíamos criado en otro sitio, y tal vez eso fuera suficiente para que sintiéramos que sabíamos algo el uno del otro. No puedo asegurarlo, la casualidad nos había reunido de un modo casi impersonal y eso parecía conce­der a este encuentro una lógica propia, una fuerza que no dependía de ninguno de los dos. Yo había hecho una pro­puesta chocante, un ataque feroz a su intimidad, y Sam no había dicho una sola palabra. Pensé que el mero hecho de que guardara silencio era extraordinario, y cuanto más duraba, más parecía convalidar lo que yo acababa de de­cir. Cuando por fin se rompió, no quedaba nada por dis­cutir.
—Este lugar es muy pequeño —dijo Sam, mirando la habitación—. ¿Dónde vas a dormir?
—No importa —dije—, ya nos arreglaremos.
—William solía hablar de ti —dijo, dibujando una le­vísima sonrisa con la comisura de los labios—. Incluso me advirtió cómo eras. Decía: «Ojo con mi hermanita, es una cascarrabias». ¿Es cierto, Anna Blume? ¿Eso es lo que eres?
—Sé lo que estás pensando —dije—, pero no te preo­cupes, no me meteré en tu camino. Después de todo, no soy estúpida, sé leer y escribir, sé pensar. Conmigo, aca­barás el libro mucho antes.
—No estoy preocupado, Anna Blume. Apareces aquí de la nada, te sientas en mi cama y me propones conver­tirme en un hombre rico, ¿esperas que me preocupe?
—No exageres, tengo menos de trescientos glots. No llegan a doscientos setenta y cinco.
—Lo que te decía, un hombre rico.
—Si tú lo dices...                                                     
—Claro que sí, y también te digo algo más: es una gran suerte para los dos que la pistola estuviera descargada.

Así fue como sobreviví al invierno terrible. Viví en la bi­blioteca con Sam, y durante los seis meses siguientes, aquella pequeña habitación fue el centro del mundo para mí. Supongo que no te sorprenderá enterarte de que aca­bamos durmiendo en la misma cama. Tendríamos que haber sido de piedra para resistirnos y, cuando por fin ocurrió, la tercera o cuarta noche, los dos nos sentimos tontos por haber esperado tanto. Al principio era sólo una cuestión física, un encuentro furioso de cuerpos, una maraña de miembros, una ostentación de lujuria repri­mida. Experimentamos una enorme sensación de alivio, y durante los días siguientes nos buscamos el uno al otro hasta agotarnos. Luego el ritmo se hizo más pausado, como debía ser, y entonces, poco a poco, en las semanas siguientes, nos enamoramos de verdad. No hablo sólo de ternura y de las ventajas de una vida en común; nos ena­moramos profunda, perdidamente, y al final era como si estuviéramos casados, como si no fuésemos a separarnos nunca más.
Para mí ésta fue la mejor época, no sólo aquí, ya me entiendes, la mejor época de mi vida. Es extraño que pu­diera ser tan feliz en tiempos tan difíciles, pero la vida con Sam logró hacerlo realidad. Fuera, las cosas no cambia­ron demasiado; seguían las mismas batallas, cada día ha­bía que enfrentarse a los mismos problemas, pero se me había concedido la posibilidad de la esperanza, y co­mencé a creer que nuestros problemas se acabarían tarde o temprano. Sam sabía más de la ciudad que cualquiera que yo haya conocido, podía recitar la lista de todos los gobiernos de los últimos diez años, podía nombrar a los gobernadores, alcaldes e innumerables suboficiales; podía contar la historia de los hombres de las ruinas, des­cribir la construcción de las centrales energéticas, dar in­formes detallados hasta de las sectas más pequeñas. Lo que me convenció fue el hecho de que supiera tanto y aun así estuviera seguro de que podríamos salir de allí. Sam no era la clase de hombre que distorsiona los hechos; des­pués de todo, era un periodista, y se había entrenado para mirar al mundo con escepticismo. Si él decía que era posi­ble volver a casa, es porque sabía que lo era.
En general, Sam no era muy optimista, difícilmente lo que se dice una persona apacible. Había una especie de furia bullendo continuamente en su interior, e incluso cuando dormía, parecía atormentado, moviéndose en­tre las mantas como si peleara con alguien en sueños. Cuando me mudé con él, estaba en baja forma, mal nu­trido, tosía permanentemente, y me llevó más de un mes devolverlo a un razonable estado de salud. Hasta enton­ces, me ocupé prácticamente de todo, salía a comprar co­mida, vaciaba los desperdicios, cocinaba y mantenía lim­pia la habitación. Más adelante, cuando Sam estuvo restablecido como para enfrentarse otra vez con el frío, comenzó a salir por las mañanas para hacer todas estas tareas, insistiendo en que yo me quedara en la cama y recu­perara el sueño perdido. Sam tenía una gran capacidad de ternura y me amaba mucho, mucho más de lo que yo ha­bía esperado que alguien me quisiera. Si bien es cierto que sus ataques de angustia lo separaban de mí, siempre fue­ron un asunto íntimo. El libro continuaba siendo su ob­sesión y tenía la tendencia a esforzarse demasiado, a trabajar más allá de su límite de tolerancia. A veces, an­te la necesidad de dar una forma coherente al material tan dispar que había recogido, de repente perdía toda su fe en el proyecto. Lo llamaba inútil, una pila de papeles insustanciales intentando decir algo que no podía de­cirse; luego se hundía en una depresión que duraba de uno a tres días. Después de este mal humor, siempre se­guían períodos de mucha ternura; me compraba peque­ños regalos, una manzana, por ejemplo, un lazo para el pelo, o un trozo de chocolate. Tal vez no fuera correcto gastar ese dinero extra, pero me resultaba difícil no con­moverme ante aquellos gestos. Yo iba siempre a lo prác­tico, era el ama de casa razonable, preocupada y tacaña; pero cuando Sam llegaba a casa con alguna extravagancia de aquéllas, me sentía abrumada, completamente col­mada de felicidad. No podía evitarlo, necesitaba saber que me quería, y estaba dispuesta a pagar ese precio, aunque ello significara que nuestro dinero se acabaría un poco antes.
Ambos desarrollamos una verdadera pasión por los cigarrillos. Aquí resulta muy difícil encontrar tabaco, y si lo encuentras, es terriblemente caro; pero Sam había hecho varios contactos con el mercado negro, investi­gando para su libro, y a menudo conseguía paquetes de veinte cigarrillos por sólo un glot o un glot y medio. Me refiero a cigarrillos de verdad, como los antiguos, aque­llos que se producen en fábricas y vienen en paquetes de colores envueltos en celofán. Los que Sam compraba ha­bían sido robados de alguno de los barcos de beneficen­cia que llegaron aquí en el pasado, y los nombres de las marcas casi siempre estaban escritas en lenguas que éra­mos incapaces de leer. Fumábamos al anochecer, echados en la cama y mirando a través de la enorme ventana en forma de abanico, observando el cielo y sus movimien­tos, las nubes pasando por encima de la luna, las pequeñas estrellas, las ventiscas que arreciaban desde allí arriba. Ex­halábamos el humo por la boca y lo mirábamos flotar so­bre la habitación, dibujando sombras en la pared que se dispersaban al instante de formarse. Había una maravi­llosa transitoriedad en todo aquello, la sensación de que el destino nos arrastraba en su camino hacia ámbitos des­conocidos del olvido. A menudo hablábamos de casa, su­mando todos los recuerdos posibles, trayendo las imáge­nes más pequeñas y concretas en una especie de lánguido encantamiento: los arces de Miro Avenue en octubre, los relojes con números romanos en las aulas de las escuelas privadas, el gran cartel luminoso de un dragón verde en el restaurante chino frente a la universidad. Éramos capaces de compartir estas cosas, de volver a experimentar los innumerables acontecimientos de un mundo que ambos conocíamos desde la niñez, y creo que esto nos ayudaba a mantener el ánimo, a creer que algún día regresaríamos a todo aquello.
No sé exactamente cuánta gente vivía en la biblioteca en aquella época, pero creo que más de cien, tal vez mu­chos más. Los residentes eran todos profesores o escrito­res, supervivientes del Movimiento de Purificación que tuvo lugar durante los disturbios de la década anterior. Según Sam, el gobierno en el poder había implementado una política de tolerancia, alojando a los intelectuales en varios edificios públicos de la ciudad: el gimnasio de la universidad, un hospital abandonado, la Biblioteca Na­cional. Estas viviendas estaban totalmente subvenciona­das (lo cual explica la presencia de una estufa de leña en la habitación de Sam y el milagroso funcionamiento de los fregaderos y los lavabos del sexto piso), y finalmente el programa se extendió, incluyendo unos cuantos grupos religiosos y periodistas extranjeros. Sin embargo, dos años más tarde, cuando el nuevo gobierno llegó al poder, este plan fue suspendido. No se desalojó a los intelectua­les de sus viviendas, pero tampoco se les concedió nin­guna ayuda oficial. Había un gran descontento general, como es lógico, ya que muchos intelectuales se vieron forzados a salir en busca de otro tipo de trabajo y los res­tantes quedaron abandonados a su suerte, ignorados por los distintos gobiernos que entraban y salían del poder. Entre las distintas camarillas de la biblioteca había sur­gido una cierta camaradería, al menos hasta el punto de que muchos de ellos estaban dispuestos a reunirse para hablar o intercambiar ideas, lo cual explica los grupos de gente que vi el primer día en el vestíbulo. Cada mañana, durante dos horas (denominadas «horas peripatéticas»), se llevaban a cabo coloquios públicos, y se invitaba a asis­tir a todos los residentes. Sam había conocido a Isaac en una de estas sesiones, aunque por lo general se mantenía al margen de ellas, ya que pensaba que los intelectuales no demostraban ningún interés además de las repercusiones que tenían los fenómenos para sí mismos. Casi todos se dedicaban a tareas bastante esotéricas: la búsqueda de pa­ralelismos entre los sucesos actuales y la literatura clá­sica, análisis estadísticos de las tendencias demográficas, la recopilación de datos para un nuevo diccionario y co­sas por el estilo. Sam no tenía ningún interés por este tipo de cosas, pero intentaba llevarse bien con todo el mundo, sabiendo que los intelectuales pueden volverse rencoro­sos si piensan que se están mofando de ellos. Yo llegué a conocer a muchos por casualidad, haciendo cola con el cubo ante el fregadero del sexto piso, intercambiando trucos de cocina con las mujeres, escuchando los cotilleos; pero seguí los consejos de Sam y no hice amistad con ninguno de ellos, guardé las distancias con una acti­tud cordial aunque reservada.
El rabino era la única persona, aparte de Sam, con la que conversaba. Durante casi todo el primer mes, lo visi­taba siempre que tenía oportunidad, una hora libre al atardecer, por ejemplo, o aquellos escasos momentos en que Sam estaba inmerso en su libro y no había ningún tra­bajo pendiente. Con frecuencia, el rabino estaba ocupado con sus discípulos y no siempre tenía tiempo para mí, pero logramos tener unas cuantas conversaciones interesantes. Lo que más recuerdo de él fue el comentario que me hizo en mi última visita; lo encontré tan asombroso, que he seguido pensando en ello desde entonces.
—Cada judío —dijo— cree pertenecer a la última ge­neración. Siempre estamos al final, siempre al límite del último momento, ¿y por qué esperar que las cosas sean distintas esta vez?
Tal vez recuerde tan bien estas palabras porque des­pués de aquel día ya no volví a verle; la siguiente vez que bajé al tercer piso, el rabino no estaba y otro hombre ocu­paba su lugar en la habitación, un hombre delgado y calvo con gafas de montura metálica. Estaba sentado a la mesa y escribía ansioso en un cuaderno, rodeado por pilas de pa­peles y por lo que parecían huesos y cráneos humanos. Cuando entré en la habitación, me miró con expresión molesta, incluso hostil.
—¿Nunca le enseñaron a llamar? —dijo.
—Busco al rabino.
—El rabino se ha ido —dijo con impaciencia, frun­ciendo los labios y mirándome con ira, como si yo fuera idiota—. Todos los judíos se esfumaron hace dos días.
—¿De qué está hablando?
—Los judíos se esfumaron hace dos días —repitió, de­jando escapar un suspiro de disgusto—, los jansenistas se irán mañana y los jesuitas lo harán el lunes. ¿No está ente­rada de nada?
—No tengo la menor idea de lo que está hablando.
—Las nuevas leyes. Los grupos religiosos han perdido su jerarquía académica. ¡No puedo creer que haya al­guien tan ignorante!
—No tiene por qué ser desagradable al respecto. ¿Quién se ha creído usted que es?
—Mi nombre es Dujardin —dijo—, Henri Dujardin. Soy etnógrafo.
—¿Y ahora ésta es su habitación?
—Exacto, ésta es mi habitación.
—¿Qué pasa con los periodistas extranjeros? ¿Tam­bién han cambiado de jerarquía?
—No tengo idea, no es asunto mío.
—Supongo que esos huesos y cráneos son asunto suyo.
—Eso es, estoy analizándolos.                              
—¿A quién pertenecieron?                                   
—Cadáveres anónimos, gente que murió congelada.
—¿Sabe dónde está el rabino ahora?
—De camino a la tierra prometida, sin duda —dijo, con sarcasmo—. Ahora, por favor, váyase. Ya me ha he­cho perder bastante tiempo; tengo mucho que hacer y no me gusta que me interrumpan. Gracias, y recuerde cerrar la puerta cuando salga.
Sam y yo nunca sufrimos las consecuencias de esas leyes. El fracaso del Proyecto del Muro Marítimo ya había de­bilitado al gobierno y antes de que abordaran la cuestión de los periodistas extranjeros, un nuevo régimen subió al poder. La expulsión de los grupos religiosos no había sido más que una absurda y desesperada demostración de fuerza, un ataque arbitrario hacia aquellos que no podían defenderse por sí mismos. La total inutilidad de este acto me dejó azorada y me hizo más difícil aceptar la desapari­ción del rabino. Ya ves cómo son las cosas en este país, todo desaparece, tanto las cosas como las personas, los vivos igual que los muertos. Lamenté la pérdida de mi amigo, me sentía destrozada por lo que significaba; ni si­quiera tenía la certeza de su muerte para consolarme, nada más que una especie de vacío, una ausencia voraz. Después de aquello, el libro de Sam se convirtió en lo más importante de mi vida. Me di cuenta de que sólo si trabajábamos en él, seguiríamos albergando la esperanza de un futuro posible. Sam había intentado explicármelo el primer día, pero ahora lo entendía por mí misma. Hice todas las tareas necesarias: clasifiqué páginas, corregí las entrevistas y transcribí las versiones finales, haciendo a mano una copia manuscrita en limpio. Hubiese sido me­jor hacerla a máquina, por supuesto, pero Sam había ven­dido su máquina portátil unos meses antes y no podía darse el lujo de comprar otra. Tal como estábamos, ya era bastante difícil mantener las reservas necesarias de lápi­ces y plumas. El desabastecimiento de aquel invierno ha­bía encarecido las cosas al máximo, y si no hubiese sido por los seis lápices que yo tenía de antes y por los dos bo­lígrafos que encontré casualmente en la calle, es probable que nos hubiésemos quedado sin materiales. Teníamos papel en abundancia (Sam había traído consigo doce res­mas el día que se mudó), pero las velas constituían otro problema para el trabajo. Para mantener bajos los gastos, necesitábamos la luz del día; pero allí estábamos, a media­dos del invierno, con el sol dibujando un tenue arco en el cielo durante apenas unas pocas horas, y a menos que quisiéramos que el libro se prolongara eternamente, ten­dríamos que hacer ciertos sacrificios. Intentamos limitar nuestro consumo de cigarrillos a cuatro o cinco por no­che, y finalmente Sam se dejó crecer la barba otra vez. Después de todo, las hojas de afeitar eran casi un lujo y había que optar entre una cara suave para él o unas suaves piernas para mí. Ganaron las piernas por unanimidad.
De día o de noche, se necesitaban luces para meterse en los archivos. Los libros estaban situados en una habita­ción central del edificio, y por ende no había ventanas en ninguna de las paredes. Como la luz eléctrica había sido cortada hacía mucho tiempo, no había otra opción más que llevarse una luz propia. Decían que en una época la Biblioteca Nacional albergaba más de un millón de volú­menes; este número ya se había reducido mucho cuando yo llegué allí, pero aún quedaban cientos de miles, un asombroso alud de palabras impresas. Algunos libros es­taban colocados verticalmente en los estantes, otros ya­cían de forma caótica en el suelo, mientras unos cuantos más se apilaban en montones dispersos. Había reglas es­trictas que prohibían sacar libros de la biblioteca, pero a pesar de ello muchos habían salido de contrabando y se vendían en el mercado negro. De cualquier modo, era dis­cutible si la Biblioteca seguía siendo o no una biblioteca. El sistema de clasificación se había desorganizado por completo, y con tantos libros desaparecidos, era casi imposible encontrar el volumen que uno buscaba. Teniendo en cuenta que había siete pisos de archivos, el hecho de que un libro estuviera fuera de sitio era lo mismo que si hubiese dejado de existir; a pesar de que podía estar mate­rialmente en algún lugar del edificio, nadie iba a volver a encontrarlo. Yo di con el paradero de unos cuantos archi­vos municipales para Sam, pero la mayoría de mis incur­siones en este lugar eran para coger libros al azar. No me gustaba mucho estar allí abajo, sin saber con quién podía encontrarme, teniendo que oler aquella humedad, aque­llas ruinas mohosas. Juntaba todos los libros que podía entre los brazos y volvía corriendo arriba, a nuestra habi­tación. Gracias a los libros nos mantuvimos calientes todo el invierno; a falta de otro tipo de combustible, los quemábamos en la estufa de hierro para producir calor. Sé que parece horrible, pero no teníamos otra opción, ha­bía que escoger entre eso o morirnos de frío. Por supues­to, no se me escapa la paradoja: todos esos meses trabajando en un libro y al mismo tiempo quemando tantos otros para mantenernos calientes. Lo curioso es que yo nunca sentí remordimientos, para ser sincera, creo que incluso disfrutaba tirando aquellos libros a las llamas. Tal vez ma­nifestara cierto rencor oculto, tal vez fuera sólo el simple reconocimiento de que no importaba lo que pasara con los libros. El mundo al que pertenecían había terminado, y al menos ahora servían para algo. De cualquier modo, la mayoría de ellos no merecían abrirse: novelas rosas, co­lecciones de discursos políticos, antiguos libros de texto. Cuando encontraba alguno que parecía aceptable, lo guardaba para leerlo. A veces, cuando Sam se sentía ago­tado, yo le leía antes de dormirse. Así leí a Herodoto y un pequeño libro de Cyrano de Bergerac, sobre sus viajes a la luna y al sol. Pero al final, todo acababa en la estufa, todo se convertía en humo.
Ahora que lo recuerdo después de un tiempo, aún creo que nos podía haber ido bien. Hubiésemos acabado el libro y, tarde o temprano, hubiéramos encontrado una forma de volver a casa. Si no fuera por un estúpido error que cometí casi al final del invierno, ahora estaría sentada a tu lado, contándote esta historia personalmente. El he­cho de que mi error fuera inocente, no alivia el sufri­miento que provocó. Debería haber tenido más cuidado; sólo por actuar impulsivamente, por creer en alguien a quien no tenía por qué creer, destruí toda mi vida. Lo des­truí todo gracias a mi propia estupidez, y nadie más que yo tiene la culpa.
Ocurrió así: poco después de principios de año, des­cubrí que estaba embarazada. No sabía cómo iba a to­marlo Sam, así que por un tiempo no se lo dije hasta que un día amanecí muy indispuesta, con sudores fríos y vó­mitos, y acabé contándole la verdad. Aunque parezca increíble, Sam se puso contento, tal vez más contento que yo. No es que yo no quisiera el bebé, ya me entiendes, pero no podía evitar estar asustada y a veces, cuando la idea de dar a luz a un niño en estas condiciones me pare­cía una completa locura, sentía que los nervios me trai­cionaban. Sin embargo, Sam estaba tan entusiasmado como yo preocupada, realmente animado por la idea de convertirse en padre y, poco a poco, disipó mis dudas, me convenció de que viera al embarazo como un buen presagio. Según él, el niño significaba nuestra salvación, había­mos vencido los obstáculos y en adelante todo sería dife­rente. Creando juntos una criatura, habíamos hecho posible el comienzo de un mundo nuevo. Nunca había oído hablar así a Sam, expresando conceptos tan osados e idealistas; casi diría que me asustó, aunque eso no signi­fica que me encantara. Me gustó tanto, que yo misma co­mencé a creérmelo.
Ante todo, no quería desilusionarlo. A pesar de unas pocas mañanas malas en las primeras semanas, mi salud siguió siendo buena e intenté cumplir con mi parte de tra­bajo, tal como lo había hecho siempre. A mediados de marzo, ya había signos de que el invierno comenzaba a desfallecer, las tormentas eran un poco menos frecuen­tes, los períodos de deshielo duraban algo más, la tempe­ratura no bajaba tanto por las noches. No quiero decir que hiciera calor, pero había muchos pequeños indicios que sugerían un cambio de clima, una levísima impresión de que lo peor había terminado. Quiso la casualidad que justo para esta época se rompieran mis zapatos, aquellos que Isabel me había regalado. Es imposible calcular cuán­tas millas anduve con ellos. Habían andado conmigo du­rante más de un año, absorbiendo cada paso, acompañán­dome hasta cada rincón de la ciudad; ahora se veían completamente destrozados, las suelas desgastadas, la parte superior reducida a jirones; y a pesar de que hice todo lo posible para rellenar los agujeros con periódicos, las calles inundadas eran demasiado para ellos, e inevita­blemente mis pies acababan empapados cada vez que sa­lía fuera. Supongo que esto pasaba con demasiada fre­cuencia, así que un buen día cogí un resfriado. Fue un resfriado de verdad, con dolores, escalofríos, ardor de garganta y estornudos, el desfile completo de síntomas. Como Sam estaba tan entusiasmado con mi embarazo, este resfriado lo alarmó hasta el punto de ponerlo histé­rico y lo abandonó todo para cuidar de mí. Limpiaba el polvo de alrededor de mi cama como una enfermera ma­niática y malgastaba el dinero en artículos extravagantes como té o sopas enlatadas. Después de tres o cuatro días, me sentía mucho mejor, pero entonces Sam dictaminó las reglas: hasta que no consiguiéramos un par de zapatos nuevos, no me dejaría poner un pie en la calle; él se encar­garía de las compras y los recados. Le dije que me parecía ridículo, pero él siguió en sus trece y no me permitió con­vencerlo de lo contrario.
—No quiero que me trates como a una inválida, sólo porque estoy embarazada —le dije.
—No eres tú —dijo Sam—, son los zapatos. Cada vez que salgas, se te mojarán los pies. Es probable que el pró­ximo resfrío no resulte tan fácil de curar, ya lo sabes, ¿y qué sería de nosotros si te enfermaras gravemente?
—Si tanto te preocupa, ¿por qué no me dejas tus zapa­tos para salir?
—Son demasiado grandes. Andarías torpemente, como un niño, y tarde o temprano acabarías cayéndote. ¿Y entonces qué? Apenas cayeras al suelo, alguien te los quitaría.
—No puedo evitar tener pies pequeños, nací así.
—Tienes unos pies hermosos, Anna. Los más delica­dos piececillos que han sido creados. Adoro tus pies, beso la tierra que pisan y por eso quiero protegerlos. Tenemos que asegurarnos de que no sufran ningún daño.
Las semanas siguientes fueron muy duras para mí. Veía cómo Sam perdía el tiempo en cosas que podía ha­ber hecho yo, y el libro casi no progresaba. Me exaspe­raba pensar que un ridículo par de zapatos podía provo­car tantos problemas. Mi embarazo comenzaba a notarse y yo me sentía como una vaca inútil, una princesa bobalicona que se pasaba el día sentada en casa mientras su se­ñor y caballero se aventuraba penosamente en la batalla.
«¡Si pudiera conseguir un par de zapatos! —me repe­tía a mí misma todo el tiempo—, entonces la vida comen­zaría de nuevo.»
Comencé a averiguar por ahí, preguntándole a la gente en la cola para el fregadero, bajando incluso al vestí­bulo para las horas peripatéticas para ver si alguien podía echarme una mano. No conseguí nada, pero un día me encontré con Dujardin en el pasillo del sexto piso y ense­guida se puso a conversar conmigo, charlando animada­mente como si fuésemos viejos amigos. Yo me había mantenido alejada de Dujardin desde el día de nuestro primer encuentro en la habitación del rabino, y esta súbita cordialidad me resultó sospechosa. Dujardin era un chivato engreído, y durante todos estos meses me ha­bía evitado con tanto cuidado como yo a él. Ahora era todo sonrisas y compasiva preocupación.
—He oído que necesita un par de zapatos —dijo—. Si es así, creo que podría ayudarla.
Debería haber supuesto que había algo extraño, pero al oír la palabra «zapatos», no pude razonar. Estaba tan desesperada por conseguirlos, ya sabes, que no se me ocurrió pensar en sus motivos para ofrecérmelos.
—La cosa es así —continuó—, tengo un primo que está conectado con, mmm..., ¿cómo le diría?, con el ne­gocio de compra y venta. Ya sabe, objetos aprovecha­bles, artículos de consumo, ese tipo de cosas. A veces consigue zapatos, los que llevo puestos, por ejemplo, y es probable que tenga otros en venta ahora. Casualmen­te esta noche voy a su casa, y no me costará nada averi­guar si tiene algo para usted. Necesitaré saber su talla
—mmm..., no muy grande parece—, y cuánto está dis­puesta a pagar. Pero eso son sólo detalles, simples deta­lles. Si podemos concertar una cita para mañana, es probable que tenga cierta información para entonces. Naturalmente, todos necesitamos zapatos, y a juzgar por lo que lleva usted en los pies en este momento, no me ex­traña que haya estado averiguando por ahí. Jirones y ha­rapos no servirán, no con el tiempo que tenemos últimamente.
Le dije mi número, el dinero que podía gastar, y con­certamos una cita para la tarde siguiente. A pesar de lo hi­pócrita que parecía, no pude evitar pensar que Dujardin estaba intentando ser amable. Probablemente se quedara con una comisión en las ventas de su primo, pero yo no veía nada malo en eso. Todos teníamos que conseguir di­nero de un modo u otro y si Dujardin tenía uno o dos asuntos por ahí, tanto mejor para él. Evité mencionarle nada de esto a Sam en todo el día. Todavía no era seguro que el primo de Dujardin tuviera algo para mí, pero si el asunto salía bien, quería darle una sorpresa. Hice todo lo posible para no ilusionarme; nuestros fondos habían des­cendido a menos de cien glots y la cifra que yo le había ofrecido a Dujardin era ridículamente baja, once o doce glots, creo, o tal vez sólo diez. Sin embargo, él no se había asombrado de mi oferta, y eso era una buena señal, al me­nos lo suficiente para mantener vivas mis esperanzas, y durante las veinticuatro horas siguientes viví en un torbe­llino de expectación.
Nos encontramos en la esquina noroeste de la sala principal a las dos en punto del día siguiente. Dujardin llegó con una bolsa marrón de papel de embalar, y en cuanto la vi, supe que le había ido bien.
—Creo que tuvimos suerte —me dijo, cogiéndome del brazo en actitud de conspiración y llevándome detrás de una columna de mármol donde nadie pudiera ver­nos—. Mi primo tenía un par de su número y está dis­puesto a venderlo por trece glots. Siento no haber podido bajar el precio, pero hice todo lo que pude, y dada la cali­dad de la mercancía, aún es una verdadera ganga.
Girándose hacia la pared y dándome la espalda, Dujardin sacó con cuidado un zapato de la bolsa. Era un za­pato izquierdo de piel marrón, el material se veía real­mente auténtico y la suela estaba fabricada en goma de aspecto fuerte y duradero, perfecta para desafiar las calles de la ciudad. Además, el zapato estaba casi flamante.
—Pruébeselo —dijo Dujardin—, veamos si calza bien.
Así fue. De pie, deslizando los dedos sobre aquella plantilla suave, me sentí feliz por primera vez en mucho tiempo.
—Me ha salvado la vida —le dije—. Por trece glots, el negocio está hecho. Déme el otro zapato y le pagaré ense­guida.
Pero Dujardin pareció dudar, y luego, con expresión avergonzada, me mostró la bolsa vacía.
—¿Qué clase de broma es ésta? —le dije—. ¿Dónde está el otro zapato?
—No lo llevo conmigo —contestó.
—Es sólo un maldito señuelo, ¿verdad? Usted agita un buen zapato frente a mi nariz, me hace pagar por ade­lantado y luego me presenta un trozo de basura para el otro pie. ¿No es cierto? Bien, lo siento pero no caeré en la trampa. No le daré un solo glot hasta que me enseñe el otro zapato.
—No, señorita Blume, usted no ha entendido bien.
No es así en absoluto. El otro zapato está en el mismo estado que éste y nadie va a pedirle que pague por adelan­tado. Me temo que es la forma de hacer negocios de mi primo, insistió en que usted fuera a su oficina personal­mente para completar la transacción. Intenté hacerle de­sistir, pero no me escuchó. Según él, a tan bajo precio no hay lugar para un intermediario.
—¿Me está diciendo que su primo no se fía de usted por trece glots?
—Me pone en una posición embarazosa, ya lo sé. Pero mi primo es una persona muy dura, cuando se trata de negocios, no confía en nadie. Se puede imaginar cómo me sentí cuando me dijo esto, puso en duda mi honesti­dad, y eso es difícil de digerir, se lo aseguro.
—Si usted no saca nada de esto, ¿por qué se preocupó en cumplir con la cita?
—Le había hecho una promesa, señorita Blume, y no quise defraudarla. Eso sólo hubiese confirmado las dudas de mi primo y yo tengo que pensar en mi dignidad, ¿sabe?, tengo mi orgullo. Hay cosas más importantes que el dinero.
La representación de Dujardin fue impresionante, no tenía defectos, ni la más leve imperfección que delatara otra actitud que la de un hombre cuyos sentimientos ha­bían sido profundamente heridos. Yo pensé que quería ganar la confianza de su primo, y por lo tanto hacerme este favor a mí. Para él era una prueba, y si lograba pasarla con éxito, su primo le permitiría hacer ventas por sí solo. Ya ves qué lista creía ser, pensaba que era más astuta que Dujardin y por eso no sentí miedo en ningún momento.
Era una tarde espléndida. El sol relucía y el viento ya no nos arrastraba entre sus brazos. Me sentí como alguien que se recupera de una larga enfermedad, disfru­tando otra vez de la luz, sintiendo cómo se movían mis piernas al aire libre. Caminamos de prisa, evitando nume­rosos obstáculos, desviándonos con agilidad de los mon­tones de despojos que había dejado el invierno, y apenas si pronunciamos palabra en todo el camino. La primavera acababa de empezar, pero aún había fragmentos de hielo y nieve en las sombras que se proyectaban a los lados de los edificios; y en la calle, donde el sol era más ardiente, anchos ríos corrían a lo largo de las piedras revueltas y los escombros del pavimento. Después de diez minutos de frío remojón, mis zapatos quedaron en un estado lamen­table por dentro y por fuera, los calcetines empapados y los dedos húmedos y resbaladizos. Es extraño que men­cione estos detalles ahora, pero es lo que recuerdo con mayor claridad de aquel día, la alegría del viaje, la sensa­ción enérgica de mis movimientos, casi de ebriedad. Luego, cuando llegamos a nuestro destino, las cosas ocu­rrieron demasiado rápido para recordarlas. Si ahora las veo, es sólo en grupos de imágenes dispersas, aisladas de todo contexto, irrupciones de luz y sombras. El edificio, por ejemplo, no me dejó ninguna impresión; recuerdo que estaba situado en las afueras del distrito de mayoris­tas, en la octava zona censada, no muy lejos de donde Ferdinand había tenido su taller de carteles; lo sé sólo porque Isabel me lo había señalado una vez al pasar y entonces me pareció un lugar familiar. Es probable que estuviera demasiado distraída para observar las cosas, sumida en mis propias cavilaciones, sin pensar en otra cosa más que en lo contento que se pondría Sam cuando volviera. Por eso, la fachada de la casa es un misterio para mí y lo mismo me ocurre con los recuerdos de la entrada a través del portal y la subida de varios pisos por las escaleras. Es como si nada de esto hubiera sucedido, a pesar de que sé con seguridad que sí ocurrió. La primera imagen que re­cuerdo con claridad es la cara del primo de Dujardin. No tanto la cara, supongo, sino que advertí que llevaba las mismas gafas metálicas que Dujardin y me pregunté (ape­nas por un segundo, el más breve instante) si las habrían comprado a la misma persona. No creo que fijara la vista en esa cara más que un segundo o dos, porque justo en­tonces, cuando vino hasta mí a estrecharme la mano, se abrió una puerta detrás de él —accidentalmente, según creo, ya que el ruido de las bisagras al abrirse transformó su actitud de cordialidad en una súbita, ansiosa preocu­pación, y se dio la vuelta de inmediato para cerrarla sin preocuparse en darme la mano—, y en ese instante comprendí que había sido engañada, que mi visita a este lugar no tenía nada que ver con zapatos, dinero ni negocios de ninguna clase. Porque entonces, en el pequeño intervalo transcurrido antes de que cerrara la puerta, pude ver cla­ramente el interior de la otra habitación y no había error posible en lo que vi: tres o cuatro cuerpos humanos colga­dos desnudos de ganchos de carnicería y un hombre con un hacha cortando los miembros de otro cadáver so­bre una mesa. En la biblioteca circulaban rumores de que existían carnicerías humanas, pero yo nunca había creído en ellos. Ahora, sólo porque una puerta se había abierto accidentalmente detrás del primo de Dujardin, yo podía echar un vistazo a lo que esta gente había planeado para mí. Creo que en aquel momento comencé a gritar. A veces, todavía me parece escucharme a mí misma gritando «¡Asesinos!» una y otra vez. Pero aquello no duró mucho tiempo; es imposible reconstruir mis pensamientos de aquel momento, imposible saber si realmente pensé en algo. Vi una ventana a mi izquierda y me precipité hacia ella. Recuerdo que Dujardin y su primo intentaron dete­nerme, pero yo corrí a toda velocidad, evitando sus bra­zos extendidos, y me lancé por la ventana. Recuerdo el sonido del cristal haciéndose añicos y el aire golpeando mi cara. Debe de haber sido una larga caída; lo suficiente como para darme cuenta de que estaba cayendo, lo sufi­ciente como para saber que cuando me estrellara contra el suelo, me mataría.

Estoy intentando contarte lo que sucedió poco a poco. No puedo evitar que haya lagunas en mi memoria. Cier­tas cosas se niegan a reaparecer, y no importa cuánto me esfuerce, soy incapaz de desenterrarlas. Debo de haber quedado inconsciente apenas di contra el suelo, pero no recuerdo ningún dolor ni el lugar donde caí; de lo único que puedo estar segura es de que no me maté. Éste es un hecho que aún hoy me asombra; más de dos años después de mi caída desde aquella ventana, aún no puedo com­prender cómo logré sobrevivir.
Me quejé cuando me levantaron, según dicen, pero después permanecí inmóvil, apenas si respiraba, apenas si emitía algún sonido. Pasó mucho tiempo, nunca me dije­ron cuánto, pero creo que fue más de un día, tal vez dos o tres. Cuando por fin abrí los ojos, no fue una recupera­ción, sino una verdadera resurrección, el despertar abso­luto desde la nada. Recuerdo que vi un techo sobre mí y me pregunté cómo había logrado entrar allí, pero un ins­tante después me atravesaba el dolor —en la cabeza, a lo largo de mi lado derecho y en el vientre—, y me hacía tanto daño, que me quedaba sin aliento. Estaba en la cama, una cama de verdad con sábanas y almohada, pero todo lo que podía hacer era quedarme echada, gi­moteando a medida que el dolor se apoderaba de mi cuerpo. De repente reconocí a una mujer en mi campo de visión, mirándome con una sonrisa. Tenía entre treinta y ocho y cuarenta años, pelo oscuro y ondulado y grandes ojos verdes. A pesar de lo mal que me sentía en aquel momento, pude apreciar que era hermosa, tal vez la mujer más hermosa que había visto desde mi lle­gada a la ciudad.
—Debe de dolerte mucho —dijo.
—No tienes por qué sonreír —contesté—, no estoy de humor para sonrisas.
Dios sabe dónde adquirí ese sentido del tacto, pero el dolor era tan fuerte que dije lo primero que me vino a la cabeza. Sin embargo, la mujer no pareció sentirse afec­tada por mis palabras y siguió ofreciéndome la misma sonrisa reconfortante.
—Me alegro de ver que aún estás viva —dijo.
—¿Quieres decir que no estoy muerta? Tendrás que probármelo para que te crea.
—Tienes un brazo y un par de costillas rotas y un buen golpe en la cabeza. Sin embargo, por el momento parece que estás viva. Creo que esa lengua que tienes re­sulta prueba suficiente.
—¿Quién diablos eres tú? —pregunté, negándome a abandonar mi petulancia—. ¿El ángel de la guarda?
—Soy Victoria Woburn, y ésta es la Residencia Woburn. Aquí ayudamos a la gente.
—Las mujeres hermosas no pueden ser médicos, va contra las reglas.
—No soy médico; mi padre lo era, pero ya murió. Él fue el fundador de la Residencia Woburn.
—Una vez escuché a alguien hablar de este lugar, pero pensé que lo había inventado.
—Suele ocurrir, ahora resulta difícil saber en qué creer.
—¿Tú me trajiste aquí?
—No, lo hizo el señor Frick, el señor Frick y su nieto Willie. Todos los miércoles por la tarde salen en coche a hacer su ronda. No todos los que necesitan ayuda pueden venir aquí por sus propios medios, así que salimos a bus­carlos. De este modo, intentamos recoger al menos a una persona por semana.
—¿Quieres decir que me encontraron por casualidad?
—Pasaban por allí cuando tú te arrojaste por la ven­tana.
—No estaba intentando suicidarme —dije, a la defen­siva—. No deberías pensar nada por el estilo.
—Los saltadores no se arrojan por las ventanas, y si lo hacen, primero se aseguran de que estén abiertas.
—Nunca me suicidaría —dije con énfasis, para dejarlo bien claro, pero apenas pronuncié aquellas palabras, co­mencé a comprender una oscura verdad—. Nunca me sui­cidaría —repetí—. Voy a tener un bebé, ¿y cómo podría suicidarse una mujer embarazada? Tendría que estar loca para hacer algo así.
Por el modo en que su cara cambió de expresión, supe inmediatamente lo que había ocurrido. Lo supe sin nece­sidad de que me lo dijeran: mi bebé ya no estaba en mi in­terior. La caída había sido demasiado para él, y ahora es­taba muerto. No puedes imaginarte lo desolada que me sentí en aquel momento; una cruda y feroz desdicha se apoderó de mí, y no había imágenes ni ideas en su inte­rior, absolutamente nada para ver o pensar. Antes de que dijera una palabra más, comencé a llorar.
—Para empezar, es un milagro que hayas quedado embarazada —dijo, acariciando mi mejilla con la mano—. Ya no nacen más niños, lo sabes tan bien como yo. No ha­bía ocurrido en muchos años.
—No me importa —dije enfadada, intentando hablar entre sollozos—. Estás equivocada, mi bebé iba a vivir, sé que mi bebé iba a vivir.
Cada vez que mi pecho se agitaba, las costillas me martirizaban de dolor. Intenté sofocar estas convulsio­nes, pero eso sólo las hizo más intensas. Temblaba por el esfuerzo de permanecer inmóvil, y a su vez ese esfuerzo desencadenaba una serie de espasmos insoportables. Vic­toria trataba de consolarme, pero yo no quería su con­suelo, yo no quería el consuelo de nadie.
—Por favor, vete —dije, por fin—. Ahora no quiero ver a nadie. Has sido muy amable conmigo, pero necesito estar sola.

Pasó bastante tiempo antes de que se me curaran las heri­das, los cortes de la cara desaparecieron sin dejar mayores señales (una cicatriz en la frente y otra junto a la sien), y las costillas acabaron por sanarse en el tiempo apropiado. Sin embargo, el brazo roto no evolucionó tan bien y aún me ocasiona unos cuantos problemas: dolor cuando lo muevo con brusquedad o en la dirección incorrecta, inca­pacidad para volver a extenderlo por completo. Llevé vendajes en la cabeza durante casi un mes; los chichones y raspaduras sanaron, pero desde entonces soy propensa a los dolores de cabeza, tengo migrañas como puñaladas que me atacan en cualquier momento, un tedioso dolor ocasional que me late en la base del cráneo. Con respecto a los otros golpes, dudo al referirme a ellos; mi útero es un enigma y no tengo forma de juzgar la catástrofe que se produjo en su interior.
Sin embargo, los daños físicos sólo constituyen una parte del problema. Pocas horas después de mi primera conversación con Victoria, hubo más malas noticias, y entonces estuve a punto de rendirme, casi dejé de desear vivir. Al anochecer, ella volvió a mi habitación con una bandeja de comida. Le dije lo urgente que era que alguien fuera a la Biblioteca Nacional a buscar a Sam. Él estaría preocupadísimo y yo necesitaba verlo ahora.
—¡Ahora! —grité, de repente fuera de mí, llorando sin control.
Mandaron a Willie, el joven de quince años, pero las noticias que trajo de vuelta fueron desoladoras. Esa misma tarde se había producido un incendio en la Biblio­teca, y el techo se había derrumbado. Nadie sabía cómo había comenzado, pero el edificio entero estaba siendo devorado por las llamas y se corría la voz de que adentro había más de cien personas atrapadas. Aún no estaba claro si alguien había logrado escapar, había rumores contradictorios al respecto. Pero incluso si Sam era uno de los afortunados, ni Willie ni ningún otro podrían en­contrarlo. Si había muerto junto con los demás, para mí todo estaba perdido, no veía salida; si aún vivía, era casi seguro de que no volvería a verlo nunca más.
Aquéllos fueron los hechos con que tuve que enfren­tarme en mis primeros meses en la Residencia Woburn. Fue una época difícil para mí, mucho más difícil que cualquier otra. Al principio, me quedaba arriba en la habita­ción. Tres veces al día venía alguien a visitarme, dos a traerme comida y una a vaciar el orinal. Abajo siempre había un tumulto de gente (voces, ruido de pies arrastrán­dose, quejidos, risas, llantos y, por la noche, ronquidos), pero yo estaba demasiado débil y deprimida para levan­tarme de la cama. Gesticulaba y me enfadaba, rumiaba bajo las mantas, sollozaba de forma inesperada. Ya había llegado la primavera y me pasaba casi todo el tiempo con­templando las nubes a través de la ventana, estudiando el moho que subía por las paredes o mirando fijamente las grietas del techo. En los diez o doce primeros días, creo que ni siquiera atravesé mi puerta para salir al pasillo.
La Residencia Woburn era un mansión de cinco pisos con más de veinte habitaciones, apartada de la calle y ro­deada de un pequeño parque privado. Había sido cons­truida por el abuelo del doctor Woburn hacía casi cien años, y era considerada una de las propiedades privadas más elegantes de la ciudad. Cuando comenzaron los pro­blemas, el doctor Woburn fue uno de los primeros en ad­vertir el creciente número de gente sin hogar. Como era un doctor respetable y procedía de una familia importan­te, sus ideas se publicitaron mucho, y pronto se puso de moda apoyar su causa en los círculos de gente adinerada. Se organizaban comidas para recaudar fondos, bailes be­néficos y otras celebraciones de alta sociedad, y final­mente unos cuantos edificios de la ciudad se convirtieron en refugios. El doctor Woburn abandonó su consulta pri­vada para dedicarse a la administración de estas «residencias temporarias», como se las llamaba; y cada mañana, salía a visitarlas en su coche conducido por un chofer, ha­blaba con los residentes y les ofrecía sus servicios como
médico. Se convirtió en un verdadero mito en la ciudad, conocido por su bondad e idealismo, y siempre que la gente hablaba de la brutalidad de aquellos tiempos, se mencionaba su nombre como prueba de que las acciones nobles aún eran posibles. Pero esto fue hace mucho tiempo, antes de que nadie imaginara que las cosas se de­sintegrarían hasta este punto. A medida que los hechos se hicieron más graves, el éxito del proyecto del doctor Woburn se debilitó gradualmente. La población sin vivienda aumentaba en progresión geométrica y el dinero para fi­nanciar los refugios disminuía proporcionalmente. La gente rica se largaba, fugándose del país con su oro y sus diamantes, y aquellos que quedaban ya no podían darse el lujo de ser generosos. El doctor invertía grandes sumas de su propio dinero en los refugios, pero eso no los salvó del fracaso, y uno a uno tuvieron que cerrar sus puertas. Cualquier otro hombre se hubiese rendido, pero él se ne­gó a abandonar. Si no podía salvar a miles, decía, tal vez podría salvar a cientos, y si no, quizás a veinte o a treinta. Los números ya no importaban. Habían pasado demasia­das cosas y cualquier ayuda que pudiera ofrecer sería sim­bólica, sólo un gesto contra la ruina total. Esto ocurría seis o siete años antes, y el doctor Woburn ya había pa­sado los sesenta. Con la ayuda de su hija, decidió abrir su casa a extraños y convirtió los primeros dos pisos de la mansión familiar en una combinación de refugio y hospi­tal. Compraron camas y utensilios de cocina, y poco a poco fueron deshaciéndose de sus bienes para mantener esta organización. Cuando el dinero en efectivo se acabó, comenzaron a vender sus reliquias y antigüedades, va­ciando gradualmente las habitaciones de los pisos supe­riores. Con un duro y constante esfuerzo llegaron a alojar entre dieciocho y veinticuatro personas por vez. Los in­digentes podían quedarse diez días y los enfermos muy graves más tiempo. Se les daba una cama limpia y dos co­midas calientes al día. Con esto no solucionaban nada, por supuesto, pero al menos le daban un respiro a la gente, una posibilidad de juntar fuerzas para seguir.
—No podemos hacer mucho —decía el doctor—, pero lo poco que podemos hacer, lo hacemos.
Yo llegué a la Residencia Woburn cuatro meses des­pués de la muerte del doctor. Victoria y los demás hacían todo lo posible para seguir sin él, pero habían tenido que introducir algunos cambios, especialmente en lo refe­rente a las cuestiones médicas, ya que nadie podía reem­plazar el trabajo del doctor. Tanto Victoria como el señor Frick eran enfermeros competentes, pero de ahí a diag­nosticar enfermedades y prescribir tratamientos había un largo trecho. Creo que eso explica por qué yo recibía una atención tan especial de su parte: de todos los heridos que habían llegado allí desde la muerte del doctor, yo era la primera que respondía a sus cuidados, la primera que daba señales de recuperación. De ese modo, servía para justificar su decisión de mantener abierta la Residencia,| era su caso victorioso, el claro ejemplo de lo que aún eran capaces de conseguir; y por eso me mimaron durante todo el tiempo que parecí necesitar, me consintieron los malos modos, me concedieron todos los beneficios de la duda.
El señor Frick pensaba que yo había resucitado de entre los muertos. Él había sido chofer del doctor durante mucho tiempo (cuarenta y un años, decía) y conocía la vida y la muerte más íntimamente que la mayoría de la gente. Según él, nunca había habido un caso como el mío.
—No señor, señorita —decía—, usted ya estaba en la otra vida. Lo vi con mis propios ojos. Usted estaba morida, y de repente vuelve a la vida.
El señor Frick tenía una extraña forma de hablar que no respetaba ninguna regla gramatical, y solía hacerse un lío cuando trataba de expresar sus ideas. Estoy segura de que aquello no tenía nada que ver con su capacidad inte­lectual, sino simplemente con que las palabras le creaban problemas, tenía dificultades para pronunciarlas y a ve­ces tropezaba con ellas como si fuesen objetos materiales, verdaderas piedras que obstruían su boca. Por eso mismo, parecía especialmente sensible a las cualidades intrínsecas de las palabras, sus sonidos divorciados del significado, sus simetrías y contradicciones.
—Las palabras son lo que me hace saber —me explicó una vez—. Así llegué a ser tan viejo. Mi nombre es Otto, voy igual delante que atrás. No termino en ningún lado, sino empiezo de nuevo. Así viviré el doble, el doble que cualquiera. Usted también, señorita, usted tiene el mismo nombre mío. A-n-n-a, igual delante que atrás, justo como Otto. Por eso volvió a nacer. Es una bendición de la suerte, señorita Anna. Usted estaba morida y yo la vi na­cer otra vez con mis propios ojos. Es una gran bendición de la suerte.
Este viejo tenía una gracia impasible, con su porte er­guido, delgado y fino, y sus mejillas de color marfil. Su lealtad con el doctor Woburn era incuestionable, y aún entonces seguía manteniendo el coche que había condu­cido para él, un viejo Pierce Arrow con estribo y asientos tapizados en piel. Este automóvil negro de cincuenta años de antigüedad había sido la única excentricidad del doctor y todos los martes por la noche, sin preocuparse por el trabajo pendiente, Frick salía al garaje de atrás de la casa y se pasaba al menos dos horas limpiándolo y puliéndolo, dejándolo en el mejor estado posible para la ronda del miércoles por la tarde. Había adaptado el motor para que funcionara con gas metano, y tal vez su habilidad ma­nual fuera la razón principal por la cual la Residencia Woburn no se había venido abajo. Había reparado las cañe­rías, instalado las duchas y cavado un pozo nuevo. Éstas y otras muchas mejoras habían permitido que la casa si­guiera funcionando en las épocas más difíciles. Su nieto, Willie, era su ayudante en todos estos proyectos, siguién­dolo silenciosamente de un trabajo a otro; una pequeña figura adusta y raquítica enfundada en un jersey verde con capucha. Frick pretendía enseñarle lo suficiente para que se hiciera cargo de todo cuando él muriera, pero Wi­llie no era un alumno muy brillante.
—No hay que preocuparse —me dijo un día Frick al respecto—, hay que entrar despacio en Willie. No hay prisa por lo que sepa. Cuando yo esté listo para estirar la pata, el chico también será un viejo.
Sin embargo, la que más se interesaba por mí era Vic­toria. Ya he hablado de lo importante que era para ella mi recuperación, pero creo que había algo más. Estaba an­siosa por tener con quién hablar, y cuando comencé a re­cuperar mis fuerzas, venía a verme más a menudo. Desde la muerte de su padre había llevado el refugio sola con Frick y Willie, pero no tenía a nadie con quien compartir sus pensamientos. Poco a poco, yo me convertí en esa persona. No nos resultaba difícil hablar, y a medida que nuestra amistad crecía, me daba cuenta de que teníamos muchas cosas en común. Si bien es cierto que yo no pro­cedía de la misma clase social que Victoria, mi niñez había sido fácil, llena de ventajas y lujos burgueses; había vivido con la sensación de que todos mis deseos estaban dentro del ámbito de lo posible. Había asistido a buenos colegios y era capaz de hablar de literatura. Conocía la diferencia entre un Beaujolais y un Bordeaux y comprendía por qué Schubert era mejor músico que Schumann. Conside­rando que Victoria había nacido en un sitio como la Residencia Woburn, yo estaba más cerca de pertenecer a su propia clase que cualquier otra persona que hubiera co­nocido en los últimos años. Con esto no quiero decir que Victoria fuera una esnob; el dinero no le interesaba y ha­bía vuelto la espalda a aquellas cosas que antes represen­taba. Pero compartíamos un cierto lenguaje, y cuando ella me hablaba de su pasado, yo lo comprendía sin tener que pedirle explicaciones.
Había estado casada dos veces, una vez por poco tiempo «en un espléndido arreglo social», como le llama­ba con sarcasmo; y otra vez con un hombre al que lla­maba Tommy, aunque nunca supe su apellido. Aparente­mente era un abogado, y con él había tenido dos hijos, un niño y una niña. Cuando empezaron los conflictos, él se había metido cada vez más en política, trabajando pri­mero como subsecretario del Partido Verde (en un mo­mento dado, todos los grupos políticos eran designados por colores), y luego, cuando el Partido Azul absorbió a su organización en una maniobra de alianza estratégica, como coordinador urbano de la zona oeste de la ciudad. En la época de las primeras concentraciones contra los hombres de las ruinas, once o doce años antes, había que­dado atrapado en una manifestación en Nero Prospect y lo había matado una bala de la policía. Después de la muerte de Tommy, el padre de Victoria le rogó que abandonara el país con los niños (que entonces tenían tres y cuatro años), pero ella se negó. En su lugar, envió a los ni­ños a vivir a Inglaterra con los padres de Tommy. Decía que no quería ser una de esas personas que lo abandona­ban todo para salir corriendo, pero tampoco quería so­meter a sus hijos a los desastres que iban a venir. Yo creo que hay decisiones que nunca habría que verse forzado a tomar, elecciones que dejan una carga demasiado grande en la conciencia. Elijas lo que elijas, siempre vas a arrepentirte, y seguirás arrepintiéndote el resto de tu vida. Los niños se fueron a Inglaterra y durante uno o dos años, Victoria logró mantenerse en contacto con ellos por carta. Luego el sistema de Correos comenzó a funcio­nar mal, las comunicaciones se volvieron esporádicas e imprevisibles —la angustia permanente de la espera, los mensajes arrojados ciegamente al mar—, y por fin para­ron por completo. Hacía ocho años de esto; Victoria no había sabido nada de ellos desde entonces y ya había per­dido la esperanza de volver a hacerlo.
Te cuento todo esto para que veas los puntos en co­mún de nuestras experiencias, los lazos que ayudaron a crear nuestra amistad. La gente que ella había amado salió de su vida igual que la gente que yo amaba de la mía. Nuestros maridos e hijos, su padre y mi hermano, todos ellos se habían desvanecido en la muerte y en la incertidumbre. Yo ya estaba recuperada como para irme (aun­que ¿tenía adónde ir?) y sin embargo me pareció lo más natural que me invitara a quedarme en la Residencia Woburn, para trabajar como miembro de la administración. No era la solución que yo hubiera deseado para mí, pero dadas las circunstancias no veía otra alternativa. La filo­sofía caritativa del lugar me hacía sentir algo incómoda; la idea de ayudar a la gente, de sacrificarse uno mismo por una causa, eran conceptos demasiado abstractos para mí, demasiado ambiciosos y altruistas. El libro de Sam me había dado algo en lo cual creer, pero Sam había sido mi amor, mi vida, y yo me preguntaba si tendría capacidad para entregarme a gente que no conocía. Victoria advirtió mi reticencia, pero no discutió conmigo ni intentó ha­cerme cambiar de opinión. Creo que esta discreción de su parte fue lo que finalmente me indujo a aceptar; no pro­nunció ningún discurso ni intentó convencerme de que iba a salvar mi alma, simplemente dijo:
—Hay mucho trabajo, Anna, mucho más del que po­demos aspirar a hacer. No tengo idea de lo que sucederá contigo, pero a veces un corazón roto sana con el trabajo.

La rutina era interminable y agotadora. No resultó una cura sino más bien una distracción, pero cualquier cosa que mitigara mi dolor era bien recibida. No esperaba mi­lagros, después de todo, ya había agotado mis reservas de esperanzas, y sabía que a partir de entonces todo sería un corolario, una vida espantosa y póstuma que seguiría su curso aun cuando para mí estaba acabada. El dolor, por lo tanto, no desapareció, pero poco a poco comencé a notar que lloraba menos, que no siempre empapaba la almo­hada antes de dormirme, y una vez incluso descubrí que había pasado tres horas enteras sin pensar en Sam. Eran pequeños triunfos, lo admito, pero teniendo en cuenta las circunstancias, no podía burlarme de ellos.
Abajo había seis habitaciones con tres o cuatro camas en cada una. En el segundo piso había dos habitaciones privadas, aisladas para casos difíciles, y fue en una de ellas donde pasé mis primeras semanas en la Residencia Woburn. Cuando empecé a trabajar me asignaron una habi­tación particular en el cuarto piso, la de Victoria se en­contraba al final del pasillo y Frick y Willie vivían en una sala más amplia arriba de la suya. La otra integrante del personal vivía abajo, en una habitación contigua a la cocina. Era Maggie Vine, una mujer sordomuda de edad imprecisa que hacía de cocinera y lavandera. Era muy baja, tenía muslos gruesos y robustos y una cara ancha cubierta por una maraña de pelo rojo. Aparte de las con­versaciones por signos que mantenía con Victoria, no se comunicaba con nadie más. Trabajaba en una especie de trance sombrío, cumpliendo con cada tarea que se le asig­naba de un modo obstinado y eficaz durante tantas horas que a veces me preguntaba si alguna vez dormía. Rara vez me saludaba o demostraba que advertía mi presencia, pero de vez en cuando, cuando estábamos las dos solas, me tocaba el hombro, me ofrecía una radiante sonrisa y acto seguido pasaba a imitar una elaborada pantomima de una cantante de ópera interpretando un aria, con ges­tos histriónicos y garganta vibrante. Luego saludaba con gracia, aceptando los aplausos de un público imaginario, y de repente, volvía a su trabajo, sin transición ni pausa. Era una verdadera locura, ocurrió seis o siete veces, y nunca supe si lo hacía para divertirme o para asustarme. Según me dijo Victoria, en los ocho años que llevaba allí, Maggie nunca había cantado para nadie más.
Todos los residentes (así los llamábamos) tenían que aceptar ciertas condiciones antes de quedarse en la Resi­dencia Woburn. Nada de peleas o robos, por ejemplo, y buena disposición para colaborar en las tareas: hacerse la cama, llevar su plato a la cocina después de comer, cosas por el estilo. A cambio, se les daba habitación y comida, una nueva muda de ropa, la oportunidad de ducharse cada día y el uso irrestricto de las instalaciones. Esto incluía la sala de abajo —que tenía unos cuantos sofás y sillones, y una biblioteca bien surtida y varias clases de juegos— así como el patio de atrás de la casa, un lugar especialmente agradable cuando hacía buen tiempo. Allí había un campo de croquet al fondo, una red de badminton y unas cuantas sillas de jardín. Desde cualquier punto de vista, la Residencia Woburn era un paraíso, un refugio idílico de la miseria y la indigencia del exterior. Tú pensa­rás que cualquiera que tuviera la oportunidad de pasar unos días en un lugar como éste, disfrutaría cada mo­mento de su estancia, pero no siempre era así. La mayoría estaba agradecida, por supuesto, la mayoría apreciaba lo que se hacía por ellos, pero muchos otros lo pasaban mal. Las peleas entre residentes eran muy comunes y prácticamente cualquier cosa podía desencadenarlas: la forma en que alguien comía o se hurgaba la nariz, la opi­nión de uno en contra de la de otro, el modo en que al­guien tosía o roncaba cuando los demás intentaban dor­mir; todas las pequeñas disputas que se originan cuando un grupo de gente se ve obligada a convivir. Supongo que no hay nada extraño en ello, pero siempre me pareció pa­tético, una mezquina y ridícula farsa interpretada una y otra vez. Casi todos los residentes de Woburn habían es­tado viviendo en la calle durante mucho tiempo. Tal vez el contraste entre aquella vida y ésta fuera un golpe muy duro para ellos. Uno se acostumbra a preocuparse sólo por sí mismo, a pensar únicamente en su propio bienes­tar, y de repente alguien le dice que tiene que cooperar con un montón de desconocidos, la misma clase de gente de la que uno ha aprendido a desconfiar. Sabiendo que le tocará volver a la calle en pocos días más, ¿vale realmente la pena cambiar de personalidad?
Otros residentes parecían casi desilusionados por lo que encontraron en la Residencia Woburn. Eran aque­llos que habían esperado tanto antes de ser admitidos que habían exagerado sus expectativas más allá de lo razona­ble, convirtiendo a la Residencia Woburn en un paraíso terrenal, en el objeto de todos los deseos imaginables. La idea de llegar a vivir allí los había mantenido en pie de un día para el otro, pero una vez que lograban entrar, solían sentirse defraudados. Después de todo, no penetraban en un reino encantado. La Residencia Woburn era un lugar muy agradable, pero seguía perteneciendo al mundo real, y lo que allí encontraban era sólo otro aspecto de la vida; una vida mejor, tal vez, pero aun así la vida que siempre habían conocido. Lo más asombroso era ver con qué rapi­dez la gente se adaptaba a las comodidades materiales que les ofrecía: camas, duchas, buena comida, ropa limpia y la posibilidad de no hacer nada en absoluto. Después de dos o tres días, hombres y mujeres que habían estado alimen­tándose de basura, se sentaban ante una gran comida dis­puesta sobre una mesa engalanada, con la misma naturali­dad y compostura de unos gordos ciudadanos burgueses. Quizás no sea tan extraño como parece. Todos damos las cosas por sentadas, y cuando se trata de cuestiones tan básicas como comida o techo, que probablemente nos correspondan por derecho natural, no necesitamos mu­cho tiempo para sentirlas como algo inherente a nosotros mismos. Sólo somos conscientes de lo que teníamos, cuando lo perdemos; tan pronto como lo recupera­mos, dejamos de apreciarlo nuevamente. Ése era el problema con la gente que se sentía defraudada por la Resi­dencia Woburn. Habían vivido en la indigencia durante tanto tiempo, que no podían pensar en otra cosa; pero cuando recuperaban lo perdido, se asombraban al descu­brir que en realidad no experimentaban grandes cambios. El mundo era el mismo de siempre; ahora sus estómagos estaban llenos, pero ninguna otra cosa se había modifi­cado en lo más mínimo.
Siempre tomábamos la precaución de advertir a la gente sobre las dificultades del último día, pero creo que nuestros consejos nunca ayudaron demasiado a nadie. Es imposible prepararse para algo así, y no había forma de predecir quién se resistiría en el momento crucial, y quién no. Algunos se iban sin mayores traumas, pero otros no podían enfrentarse a ello. Sufrían enormemente con el mero pensamiento de tener que regresar a las ca­lles, especialmente los más amables, los más agradables, la gente más agradecida por la ayuda que les habíamos brindado; y había momentos en que yo me preguntaba si todo esto valía la pena, si no hubiese sido preferible no hacer nada, antes que enseñarles un regalo y quitárselos de las manos un momento después. Había una crueldad intrínseca en este asunto que a menudo me resultaba in­soportable. Ver a hombres y mujeres mayores caer de re­pente a tus pies y suplicarte por un día más; ser testigo de sus lágrimas, los lamentos, los ruegos desesperados. Al­gunos fingían enfermedades, se desmayaban y quedaban inmóviles, simulando estar paralizados; otros llegaban a autolesionarse, cortándose las muñecas, lastimándose las piernas con tijeras, amputándose dedos de las manos o de los pies. Luego, los más radicales optaban por el suicidio; yo recuerdo al menos tres o cuatro. Se suponía que en la Residencia Woburn estábamos ayudando a la gente, pero había casos en que en realidad la destruíamos.
Sin embargo, el dilema era inmenso. A partir del mo­mento en que uno acepta la idea de que puede haber algo positivo en un sitio como la Residencia Woburn, se su­merge en un mar de contradicciones. No es tan simple como decir que los residentes deberían quedarse más tiempo, en especial si uno pretende ser justo, porque ¿qué pasa con todos los otros que hacen cola afuera, esperando la oportunidad de entrar? Por cada persona que ocupaba una cama en la Residencia Woburn, había docenas supli­cando ser admitidas. ¿Qué es mejor, ayudar un poco a muchas personas o mucho a unas pocas? No creo que haya respuesta para esta pregunta. El doctor Woburn ha­bía comenzado esta organización con un sistema determinado, y Victoria estaba dispuesta a ajustarse a él hasta el fin. Eso no lo hacía necesariamente más justo, pero tampoco lo contrario. El problema no residía en el método, sino en la naturaleza misma de la cuestión. Ha­bía demasiada gente que necesitaba ayuda, y no la sufi­ciente para ayudarles. Las cifras eran abrumadoras, im­placables en la desolación que producían. No importaba cuánto trabajaras, no había forma de escapar del fracaso. Ésta era la esencia de la cuestión: a menos que estuvieras dispuesta a aceptar la total inutilidad de tu trabajo, no te­nía sentido continuar con él.
Me pasaba casi todo el tiempo entrevistando a los fu­turos residentes, apuntando sus nombres en una lista, re­solviendo quién iba a ingresar y cuándo. Las entrevistas tenían lugar entre las nueve de la mañana y la una del me­diodía, y en general hablaba con veinte o veinticinco per­sonas por día. Les veía por separado, uno después del otro, en el recibidor de la casa. Aparentemente en otros tiempos se habían producido unos cuantos incidentes desagradables —ataques violentos, grupos de gente tra­tando de entrar a la fuerza—, por lo cual siempre había un guardia armado de servicio mientras se realizaban las en­trevistas. Frick vigilaba en las escalinatas de entrada con un rifle para asegurarse de que la cola se movía en orden sin salirse de control. La cantidad de gente que esperaba fuera era asombrosa, en especial en los meses cálidos. Lo más común es que hubiera entre cincuenta y setenta y cinco personas en la calle todo el tiempo. Esto significaba que casi toda la gente que yo veía había estado esperando de tres a seis días sólo por la oportunidad de ser entrevis­tada, durmiendo en la acera, avanzando lentamente en la cola, aguantando estoicamente hasta que les llegara el turno. Uno a uno entraban a verme, vacilantes, un torrente de gente interminable y sin pausa. Se sentaban frente a mí en una silla tapizada en piel roja, y yo les hacía todas las preguntas pertinentes. Nombre, edad, estado ci­vil, ocupación anterior, último domicilio fijo, etcétera. Esto no llevaba más que un par de minutos, pero la entre­vista rara vez acababa allí. Todos querían contarme su historia y yo no tenía más remedio que escuchar. Cada re­lato era diferente, pero en el fondo todos eran iguales. Las adversidades de la suerte, los errores de cálculo, el peso creciente de las circunstancias. Nuestras vidas no son otra cosa que la suma de múltiples contingencias, y no importa cuán distintas sean en sus detalles, todas com­parten una esencia fortuita: esto luego aquello, y a causa de aquello, esto otro. «Un día me desperté y lo vi; me las­timé la pierna y entonces no puede correr lo suficiente­mente rápido; mi mujer dijo, mi madre cayó, mi esposo olvidó». Escuché cientos de estas historias, y había oca­siones en que pensaba que no podría soportarlo más. Te­nía que ser comprensiva, asentir en los momentos indicados, pero los modales calmos y profesionales que intentaba mantener eran una pobre defensa contra las cosas que oía. Yo no estaba hecha para escuchar la histo­ria de las chicas que trabajaban de prostitutas en las Clíni­cas de Eutanasia, no me sentía capacitada para oír a las madres que contaban cómo habían muerto sus hijos. Era demasiado horrible, demasiado implacable, y todo lo que podía hacer era esconderme tras la máscara de mi trabajo. Apuntaba el nombre de la persona en la lista y le daba una fecha; dos, tres e incluso cuatro meses más adelante.
—Entonces tendremos un hueco para usted —les ase­guraba.
Cuando por fin ingresaban en la Residencia, yo era la encargada de recibirlos. Ése era mi trabajo principal por las tardes: enseñar el lugar a los recién llegados, explicar­les las normas, ayudarles a establecerse. Casi todos conse­guían acudir a la cita que habíamos acordado tantas sema­nas antes, pero algunos no venían; no resultaba muy difícil adivinar la razón. Según las reglas, guardábamos la plaza durante un día entero; si para entonces la persona no aparecía, borrábamos su nombre de la lista.

El proveedor de la Residencia Woburn era un hombre llamado Boris Stepanovich. Él nos traía la comida necesa­ria, las tabletas de jabón, las toallas, alguna pieza ocasio­nal de un artefacto. Venía cuatro o cinco veces por se­mana, trayendo la mercancía que habíamos pedido y llevándose algún otro tesoro del patrimonio Woburn:
una tetera de porcelana, un juego de fundas de sillones, un violín o el marco de un cuadro, todos los objetos que habían almacenado en la quinta planta y que aún seguían manteniendo la Residencia Woburn. Boris Stepanovich llevaba muchos años con ellos, según contaba Victoria, desde la época de los primeros refugios del doctor Wo­burn. Aparentemente, los dos hombres habían sido ami­gos muchos años, aunque teniendo en cuenta lo que yo había oído sobre el doctor Woburn, me sorprendía que pudiera haberse relacionado con un personaje tan equí­voco como Stepanovich. Creo que tenía algo que ver con que una vez el doctor había salvado la vida de Boris, o tal vez fuera lo contrario. Escuché varias versiones distintas de la historia y nunca llegué a saber cuál era la verdadera. Boris Stepanovich era un hombre robusto de me­diana edad, casi gordo para los estándares de la ciudad. Le gustaban las ropas estrambóticas (gorros de piel, basto­nes, flores en la solapa), y en su cara redonda y brillante había algo que recordaba a un jefe indio o a un potentado oriental. Todo lo que hacía tenía un cierto estilo, incluso la forma en que fumaba sus cigarrillos, sujetándolos es­trechamente entre el pulgar y el índice, inhalando el humo con elegante, despreocupada indiferencia, y luego soltándolo a través de sus abultados orificios nasales como el vapor de una tetera hirviente. Por lo general re­sultaba difícil seguir sus conversaciones, y cuando lo co­nocí mejor me acostumbré a esperar una gran dosis de confusión cada vez que Boris Stepanovich abría la boca. Era aficionado a los conceptos oscuros y alusiones indi­rectas, y adornaba las frases más simples con imágenes tan barrocas que siempre me perdía al intentar compren­derle. Boris tenía miedo de que lo detuvieran, y empleaba las palabras como un medio de locomoción, estaba siem­pre en movimiento, corriendo y desplazándose, desapa­reciendo y apareciendo en otro sitio poco después. En distintas ocasiones, me contó tantas historias diferentes sobre sí mismo, hizo tantos balances contradictorios de su vida, que dejé de intentar creerle. Un día me aseguraba que había nacido en la ciudad y había pasado allí toda su vida; al siguiente, como si hubiese olvidado la historia an­terior, me decía que había nacido en París y que era el hijo mayor de un emigrante ruso. A causa de ciertas dificulta­des con la policía turca en su juventud, había adoptado otra identidad, y desde entonces se había cambiado el nombre tantas veces que ya no podía recordar con seguri­dad cuál era el verdadero.
—No importa —decía—. Un hombre debe vivir el presente y ¿qué importa quién eras la semana pasada, si sabes quién eres hoy?
Según decía, en sus orígenes, había sido un indio algonquino, pero después de la muerte de su padre, su ma­dre se había casado con un conde ruso. Él no se había ca­sado nunca, o se había casado tres veces, dependiendo de la versión que más le conviniera en ese momento, ya que siempre que Boris Stepanovich se embarcaba en una de estas historias personales, era para probar alguna cues­tión, como si recurriendo a su propia experiencia pudiera arrogarse una verdadera autoridad en cualquier tema concreto. Por lo mismo, había desempeñado todos los trabajos imaginables, desde la más humilde tarea manual hasta el más encumbrado cargo ejecutivo. Había sido la­vaplatos, malabarista, vendedor de coches, profesor de li­teratura, carterista, agente inmobiliario, director de un periódico y gerente de unos grandes almacenes especializados en ropa de señoras. Sin duda me estoy olvidando de algo, pero supongo que te harás una idea. Boris Stepanovich nunca esperaba que le creyeras, pero al mismo tiempo no consideraba que sus invenciones fueran men­tiras. Formaban parte de un plan casi consciente de crear un mundo más agradable para sí mismo, un mundo que cambiara a su antojo, que no estuviera sujeto a las mismas leyes y tristes necesidades que nos hundían a todos los demás. A pesar de que todo esto no lo convertía en un hombre realista, en la acepción más estricta de la palabra, tampoco se engañaba a sí mismo. Boris Stepanovich no era el pedante confabulador que parecía, y debajo de sus fanfarronadas e insensibilidad, siempre había el indicio de algo más, una perspicacia, quizás, un don de profunda comprensión. No iría tan lejos como para decir que era una buena persona (no en el sentido en que lo eran Isabel y Victoria), pero Boris tenía sus propias reglas y se ajus­taba a ellas. Al contrario de cualquier otra persona que yo había conocido aquí, él conseguía permanecer por en­cima de las circunstancias. Hambre, asesinatos, las peores formas de crueldad, pasaba al lado de ellas, incluso a tra­vés de ellas, y aun así, siempre salía ileso. Era como si se hubiese imaginado todas las posibilidades por adelan­tado, y por lo tanto nunca se sintiera sorprendido de lo que ocurría. Inmanente a esta actitud había un pesi­mismo tan profundo, tan desolador, tan a tono con los hechos, que casi le daba un aspecto despreocupado.
Una o dos veces por semana, Victoria me pedía que acompañara a Boris Stepanovich en sus recorridos por la ciudad, sus «expediciones de compra y venta», tal como él las llamaba. Yo no servía de mucha ayuda, pero siem­pre me alegraba la oportunidad de dejar mi trabajo, aunque sólo fuera por unas pocas horas. Creo que Victoria me entendía y tenía cuidado de no forzarme mucho. Mis ánimos seguían bajos, y la mayor parte del tiempo me en­contraba en un estado de frágil sensibilidad, me alteraba con facilidad y estaba malhumorada e incomunicativa sin razón aparente. Quizás Boris Stepanovich fuera una buena medicina para mí, y empecé a esperar con ansiedad nuestras pequeñas excursiones que me arrancaban de la monotonía de mis pensamientos.
Boris nunca me llevaba a comprar (nunca supe dónde adquiría la comida de la Residencia Woburn ni cómo lo­graba conseguir lo que le pedíamos), pero con frecuencia le vi vender los objetos de los que Victoria había elegido desprenderse. Se llevaba un diez por ciento de las ventas, pero al mirarlo negociar cualquiera pensaría que lo estaba haciendo sólo para sí mismo. Boris tenía la regla de no vi­sitar a un mismo agente de resurrección más de una vez al mes. Como consecuencia, recorríamos la ciudad entera, dirigiéndonos a un sitio nuevo cada vez, con frecuencia incursionando en zonas que yo nunca había visitado. Bo­ris había tenido un coche (un Stutz Bearcat, según decía), pero el estado de las calles se había vuelto demasiado im­previsible y ahora hacía todas sus salidas a pie. Llevando bajo el brazo el objeto que Victoria le había dado, impro­visaba la ruta mientras caminábamos, siempre evitando las concentraciones de gente. Me llevaba por pasadizos escondidos y callejuelas desiertas, andando metódica­mente sobre el pavimento acanalado, evitando los nume­rosos peligros y obstáculos, girando ahora a la izquierda y luego a la derecha, sin romper el ritmo en ningún mo­mento. Se movía con una agilidad sorprendente para un hombre de su tamaño y a menudo me resultaba difícil seguir su paso. Canturreando canciones para sí, parlo­teando sobre cualquier tema, Boris correteaba con enér­gico buen humor mientras yo me apresuraba para alcan­zarlo. Parecía conocer a todos los agentes de resurrección y empleaba una táctica distinta con cada uno, entrando ruidosamente con los brazos abiertos en algunos lugares, asomándose silenciosamente en otros. Cada personali­dad tiene su punto débil y Boris se esforzaba en aprove­charlo. Si un agente tenía debilidad por los halagos, Boris siempre lo halagaba; si otro tenía predilección por el co­lor azul, Boris le llevaba objetos azules. Algunos prefe­rían una conducta respetuosa, a otros les gustaba que los trataran como camaradas, otros más sólo se interesaban por los negocios. Boris les daba el gusto a todos, mintién­doles sin el más mínimo cargo de conciencia. Pero eso era parte del juego y Boris nunca lo veía como otra cosa. Sus historias eran descabelladas, pero las inventaba con tanta rapidez, las adornaba con detalles tan elaborados y ha­blaba con tal aire de convicción, que era difícil no caer en ellas.
—Mi querido amigo —decía, por ejemplo—, mire atentamente esta taza de té. Cójala con sus propias ma­nos, si así lo desea. Cierre los ojos, llévesela a la boca e imagínese que está bebiendo té, así como yo mismo lo hice hace treinta y un años en la sala de la condesa Oblomov. En aquella época yo era un joven estudiante de literatura en la universidad, delgado aunque no lo crea, delgado y apuesto, con una hermosa cabellera de pelo on­dulado. La condesa era la mujer más maravillosa de Minsk, una joven viuda de increíbles encantos. El conde, here­dero de la gran fortuna de los Oblomov, había muerto en un duelo (un asunto de honor que no voy a discutir ahora), y puede imaginarse el efecto que esto produjo en los hombres de su entorno. Tenía una legión de preten­dientes, sus salones eran la envidia de todo Minsk. Era una mujer tan extraordinaria, amigo mío, que el recuerdo de su belleza nunca me abandona: el cabello rojo y bri­llante, sus senos pálidos y erguidos, sus ojos centelleantes de ingenio y con un atisbo esquivo de malicia. Era sufi­ciente para volverlo a uno loco. Competíamos por su atención, la adorábamos, le escribíamos poesías, todos estábamos locamente enamorados. Pero fui yo, el joven Boris Stepanovich, el que logró ganarse los favores de esta peculiar vampiresa. Modestia aparte, si usted me hu­biese visto entonces hubiera sabido el porqué. Teníamos citas en lugares alejados de la ciudad, encuentros noctur­nos, visitas clandestinas a mi buhardilla (viajaba disfrazada por la ciudad), y pasé un largo y espléndido verano como invitado en su mansión campestre. La condesa me abrumaba con su generosidad; no sólo con la entrega de su persona, que hubiese sido suficiente, se lo aseguro, más que suficiente, sino con los regalos que me hacía, con la infinita bondad que demostraba conmigo: las obras de Pushkin encuadernadas en piel, una tetera de plata, un re­loj de oro, tantas cosas que nunca podría enumerarlas todas. Entre ellas se encontraba un exquisito juego de té que había pertenecido a un miembro de la corte francesa (el duque de Fantomas, según creo) que yo usaba sólo cuando ella venía a visitarme, guardándolo para aquellos momentos en que la pasión la inducía a atravesar las ca­lles nevadas de Minsk para refugiarse en mis brazos. Sin embargo, el tiempo es cruel y el juego ha sufrido el paso de los años: los platillos se han cuarteado, las tazas se han roto, muchas de las piezas se han perdido. Pero a pesar de todo, esta única reliquia ha sobrevivido, este último víncu­lo con el pasado. Trátela con dulzura, amigo mío, tiene usted mis recuerdos en esa mano.
Creo que el truco consistía en hacer que las cosas inertes cobraran vida. Boris Stepanovich desviaba la atención de los agentes de resurrección de las cosas, con­venciéndoles de que aquello que les vendía no era la taza de té, sino la mismísima condesa Oblomov. No importaba si estas historias eran verdaderas o no; una vez que la voz de Boris comenzaba su trabajo, lograba liar por com­pleto el asunto. Aquella voz era probablemente su arma más poderosa, tenía una increíble gama de timbres y ma­tices, y en sus discursos alternaba sonidos fuertes y débi­les, permitiendo que las palabras ascendieran y cayeran en una profunda e intrincada andanada de sílabas. Boris tenía debilidad por las frases trilladas y los sentimentalis­mos literarios, pero a pesar de la vulgaridad de sus pala­bras, las historias eran muy realistas. La interpretación era fundamental, y Boris no dudaba en utilizar los trucos más rastreros. Si era necesario, derramaba lágrimas ver­daderas; si la situación así lo requería, arrojaba un objeto al suelo destrozándolo. Una vez, para probar su fe en un par de gafas de apariencia frágil, hizo malabarismos con ellas durante más de cinco minutos. Yo siempre me sen­tía un poco avergonzada por estas representaciones, pero no había duda de que funcionaban. Después de todo, los precios se establecen por la ley de la oferta y la demanda, y en aquel entonces no había mucha demanda por aque­llas valiosas antigüedades. Sólo los ricos podían darse el lujo de adquirirlas —los comerciantes del mercado negro, los comisionistas de basura, los propios agentes de resu­rrección—, y Boris no hubiese conseguido nada poniendo énfasis en su utilidad. La verdad es que eran extrava­gancias, objetos para poseer como símbolos de riqueza y poder, de ahí las historias sobre la condesa Oblomov y du­ques franceses del siglo dieciocho. Cuando alguien com­praba un jarrón antiguo de Boris Stepanovich, no sólo ob­tenía un jarrón, junto con él adquiría un mundo entero.
El apartamento de Boris estaba en un pequeño edifi­cio de Turquoise Avenue, a no más de diez minutos de la Residencia Woburn. Con frecuencia, después de termi­nar nuestros negocios con los agentes de resurrección, volvíamos allí a tomar una taza de té. A Boris le gustaba mucho el té y casi siempre lo acompañaba con alguna clase de pasta, verdaderos lujos de la Casa de las Tartas de Windsor Boulevard: buñuelos de nata, bollos de canela, leonesas de chocolate, todos adquiridos a precios escan­dalosos. Sin embargo, Boris no podía renunciar a estas pequeñas concesiones y las saboreaba lentamente, masti­cando al ritmo de un leve zumbido musical en la gar­ganta, un constante rumor, mezcla de risa y suspiro pro­longado. Yo también me deleitaba con estos tés, aunque no tanto por la comida como por la insistencia de Boris en que la compartiera con él.
—Mi joven y viuda amiga está demasiado demacrada —solía decir—. Debemos engordarla, devolverle la loza­nía a sus mejillas, debemos devolver el brillo a los ojos de Anna Blume.
Resultaba difícil no disfrutar de este tratamiento, y había momentos en que tenía la sensación de que todo el entusiasmo de Boris era sólo una farsa representada en mi provecho. Uno por uno, interpretaba los papeles de payaso, bribón o filósofo; pero cuanto más lo conocía, más los veía como parte de una única personalidad, blandiendo todas sus armas con el fin de volverme a la vida. Nos volvimos muy buenos amigos, y tengo una deuda de gratitud con Boris por su compasión, por los duros y constantes ataques que lanzaba contra la muralla de mi tristeza.
El apartamento era un miserable recinto con tres ha­bitaciones, repleto de objetos acumulados durante años: vajilla, ropa, maletas, mantas, alfombras y toda clase de chucherías. Apenas llegaba a casa, Boris se metía en su ha­bitación, se quitaba el traje, lo colgaba cuidadosamente en el armario y se ponía un par de pantalones viejos, zapa­tillas y una bata. Esta última era un recuerdo bastante cu­rioso de días pasados, una prenda larga realizada en ter­ciopelo rojo con cuello y puños de armiño, ahora completamente raída, con agujeros de polillas en las man­gas y la espalda deshilachada; pero Boris la usaba con su acostumbrada desenvoltura. Después de alisar hacia atrás sus cabellos ralos y mojarse el cuello con colonia, volvía al estrecho y polvoriento salón para preparar el té.
Casi siempre me contaba historias de su vida, pero al­gunas veces hablaba de las cosas que tenía en la habita­ción, cajas de curiosidades, extraños tesoros, los restos de miles de expediciones de compra y venta. Boris estaba es­pecialmente orgulloso de la colección de sombreros que guardaba en un gran baúl de madera situado al lado de la ventana; no sé cuántos sombreros tenía pero creo que dos o tres docenas, tal vez más. A veces escogía un par para que usáramos mientras bebíamos el té. Este juego le di­vertía mucho y debo admitir que yo también disfrutaba con él, aunque me costaría mucho explicar por qué. Había sombreros hongo, de vaqueros, feces, cascos, birretes y boinas, cualquier tipo de tocado imaginable. Cada vez que le preguntaba a Boris por qué los coleccionaba, me daba una respuesta diferente. Una vez me dijo que usar gorros era parte de su religión; otra vez me explicó que cada uno de esos sombreros había pertenecido a un pa­riente y que los usaba para comunicarse con sus antepasa­dos muertos. Decía que al ponerse un sombrero, adquiría las cualidades de su antiguo dueño. Lo cierto es que le ha­bía puesto un nombre a cada uno de ellos, aunque yo creo que eran más bien manifestaciones de sus propios senti­mientos hacia los sombreros, antes que la representación de seres que habían existido realmente. El fez, por ejem­plo, era el tío Abduhl; el sombrero hongo, sir Charles; el birrete, el profesor Solomon. Sin embargo, en otra oca­sión, cuando volví a mencionar el tema, Boris me dijo que le gustaba usar sombreros porque así impedía que los pensamientos se le volaran de la cabeza. Si ambos los usá­bamos mientras bebíamos el té, seguramente tendríamos conversaciones más inteligentes y estimulantes.
—Le chapean influence le cerveau —decía de repente en francés—. Si on protège la tete, la pensée n'est plus bête.
Sólo recuerdo una ocasión en que Boris pareció ba­jar la guardia, y ésa es la conversación que tengo más pre­sente, la que permanece más vividamente. Aquel día llo­vía, un aguacero interminable y monótono, y yo me quedé más de lo habitual, resistiéndome a abandonar el calor del apartamento para volver a la Residencia Woburn. Boris estaba de un humor extrañamente meditativo y yo había llevado la voz cantante durante casi toda la vi­sita. Cuando me armé de valor para ponerme el abrigo y despedirme (recuerdo el olor al paño húmedo, el reflejo de las velas en la ventana, la intimidad del momento, pro­pio de un refugio), Boris cogió mi mano y la apretó estrechamente en la suya, mirándome con una sonrisa sinies­tra y enigmática.
—Debes comprender que todo es un espejismo, que­rida mía.
—No estoy segura de entenderte, Boris.
—La Residencia Woburn está construida sobre ci­mientos de nubes.
—A mí me parece perfectamente sólida. Estoy allí cada día, ya lo sabes, y la casa nunca se ha movido. Ni si­quiera ha temblado.
—Por ahora no. Pero dale un poco de tiempo y verás lo que quiero decir.
—¿Cuánto es «un poco de tiempo»?
—Lo que sea. Las habitaciones del quinto piso ya no darán más de sí, ya me entiendes, y tarde o temprano no quedará nada para vender. Las reservas ya están esca­seando, y una vez que algo se termina, no hay forma de recuperarlo.
—¿Y eso te parece tan terrible? Todo se acaba, Boris, y no veo por qué la Residencia Woburn habría de ser dife­rente.
—Para ti es fácil decirlo, ¿pero qué pasará con la po­bre Victoria?
—Victoria no es tonta. Estoy segura de que ya ha pen­sado en estas cosas.
—Victoria también es obstinada. Seguirá allí hasta que se le acabe el último glot y entonces no acabará me­jor que la gente a la que ha intentado ayudar.
—¿No crees que es asunto suyo?
—Sí y no. Yo le prometí a su padre que la cuidaría, y no pienso romper mi promesa. ¡Si la hubieses visto cuando era joven, hace unos años, antes del colapso! ¡Era tan hermosa, estaba tan llena de vida! Me aterra pensar que pueda sucederle algo.
—Me sorprendes, Boris. Hablas como un verdadero sentimental.
—Me temo que todos hablamos nuestro propio len­guaje fantástico. Puedo prever el futuro y lo que veo no me gusta nada. Los fondos de la Residencia Woburn lle­garán a su fin. Yo tengo algunos recursos adicionales en esta casa, por supuesto —aquí Boris abarcó todos los ob­jetos en un solo gesto—, pero también éstos se acabarán. A menos que empecemos a mirar hacia adelante, no ten­dremos mucho futuro.
—¿Qué quieres decir?
—Hacer planes, considerar las posibilidades, actuar.
—¿Y esperas que Victoria te siga?
—No necesariamente. Pero tú estás de mi parte, al menos ésa es una ventaja.
—¿Qué te hace pensar que yo pueda tener influencia sobre ella?
—Lo veo con mis propios ojos. Sé lo que está pasando allí; Victoria nunca ha reaccionado ante nadie como con­tigo. Está totalmente prendada de ti.
—Sólo somos amigas.
—Hay mucho más que eso, querida, mucho más.
—No sé de qué estás hablando.
—Lo sabrás. Tarde o temprano comprenderás todo lo que te digo, te lo garantizo.

Boris tenía razón, con el tiempo lo comprendí. Por fin su­cedieron todas esas cosas que estaban a punto de suceder. Sin embargo, me costó bastante darme cuenta. De hecho, sólo advertí lo que pasaba cuando lo tuve frente a mí, aunque tal vez eso pueda excusarse, ya que soy la persona más ignorante que haya existido.
Ten paciencia. Sé que ahora empiezo a balbucear, pero las palabras no acuden en mi ayuda para decir lo que quiero. Debes tratar de imaginarte cómo eran las cosas para nosotros entonces, la sensación de la fatalidad pe­sando sobre nosotros, el aire de irrealidad que parecía acechar en todo momento. Lesbianismo es sólo una pala­bra objetiva, pero no hace justicia a los hechos. Victoria y yo no nos convertimos en pareja en el sentido habitual de la palabra. Más bien, cada una de nosotras se convirtió en un refugio para la otra, el sitio donde podíamos acudir a buscar consuelo para la soledad. Al final, el sexo era lo menos importante. Después de todo, un cuerpo es sólo un cuerpo, y en realidad no importa si la mano que te toca es la de un hombre o la de una mujer. Estar con Victoria me brindó placer, pero también me infundió valor para vivir otra vez en el presente. Esto era lo más importante; dejé de mirar hacia atrás todo el tiempo, y poco a poco se fueron sanando las innumerables heridas que llevaba conmigo. No volví a sentirme un ser completo, pero al menos dejé de odiar mi vida. Una mujer se había enamo­rado de mí y yo descubrí que era capaz de amarla. No te pido que lo entiendas, sólo que lo aceptes como un he­cho. Hay muchas cosas en mi vida de las cuales me arre­piento, pero ésta no es una de ellas.
Comenzó hacia el final del verano, tres o cuatro me­ses después de mi llegada a la Residencia Woburn. Victo­ria vino a charlar a mi habitación por la noche; yo estaba agotada, me dolía la espalda y me sentía más desanimada que de costumbre. Comenzó a masajearme la espalda de forma amistosa, intentando relajar mis músculos, del mismo modo cortés en que lo haría una hermana en las mismas circunstancias. Sin embargo, nadie me había tocado en muchos meses (no desde la última noche que pasé con Sam), y yo casi había olvidado lo bien que sen­taba un masaje como aquél. Victoria siguió deslizando sus manos hacia arriba y hacia abajo de mi columna y fi­nalmente las metió por debajo de la camiseta, tocando la piel desnuda con sus dedos. Aquello era extraordinario y pronto comencé a sentir que flotaba de placer, como si mi cuerpo estuviera a punto de estallar. Incluso entonces, creo que ninguna de las dos sabía lo que iba a suceder. Fue un proceso lento, avanzó sinuosamente paso a paso, sin un objetivo claro en mente. Llegado un momento, la sábana dejó mis piernas al descubierto y no me preocupé por subirla. Las manos de Victoria recorrían zonas cada vez más amplias de mi cuerpo, abarcando mis piernas y nalgas, vagando sobre mis costados hasta los hombros, y por fin no hubo parte de mi cuerpo que se resistiera a sus caricias. Giré, apoyándome sobre la espalda, y allí es­taba Victoria inclinándose ante mí, desnuda bajo la bata, un pecho asomado por la abertura.
—Eres tan hermosa —le dije— que quisiera morir.
Me incorporé un poco y comencé a besarle el pecho, aquel seno turgente y hermoso, tanto más grande que los míos, rozando la aureola de color marrón claro, mo­viendo la lengua a lo largo de la red de venas azules que se adivinaban casi en la superficie. Me pareció algo grave y chocante, y en los primeros instantes sentí que me hun­día en un deseo que sólo se encuentra en las profundida­des de los sueños, pero ese sentimiento no duró mucho y me abandoné, me dejé arrastrar por completo.
Durante los meses siguientes seguimos acostándo­nos y por fin comencé a sentirlo como algo natural. El tipo de trabajo de la Residencia Woburn era demasiado desmoralizador si uno no tenía en quién apoyarse, sin un lugar permanente donde expresar los sentimientos. De­masiada gente iba y venía, demasiadas vidas pasaban a tu lado, y cuando llegabas a conocer a una persona, ésta ya tenía que hacer las maletas para marcharse. Entonces vendría otra, dormiría en la misma cama, se sentaría en la misma silla, caminaría sobre la misma parcela de tierra; luego llegaría su hora de marchar y el proceso entero co­menzaría de nuevo. Por el contrario, Victoria y yo está­bamos allí, la una para la otra, en las buenas y en las malas como solíamos decir, y aquello era lo único inmutable en medio de los cambios que se sucedían a nuestro alrede­dor. Gracias a este vínculo, pude reconciliarme con mi trabajo, y eso a su vez tranquilizó mi espíritu. Luego su­cedieron otras cosas y ya no nos fue posible seguir. Ha­blaré de esto en un momento, pero lo importante es que en realidad nada cambió. El vínculo seguía allí, y yo des­cubrí de una vez y para siempre que Victoria era una per­sona extraordinaria.
Fue a mediados de diciembre, justo para las primeras oleadas importantes de frío. El invierno no llegó a ser tan crudo como el anterior, pero entonces nadie podía pre­decirlo. El frío trajo consigo todos los malos recuerdos del año anterior, y se podía apreciar cómo crecía el pánico en las calles, la desesperación de la gente prepa­rándose para la embestida. Las colas a las puertas de la Residencia Woburn se volvieron más largas que en los meses anteriores, y tuve que trabajar horas extra para acoger esta demanda adicional. Recuerdo que aquella mañana en particular había visto diez u once personas en rápida sucesión, cada una con una horrible historia que contar. Una de ellas —su nombre era Felisa Reilly, una mujer de unos sesenta años— estaba tan acongojada que se derrumbó y se puso a llorar frente a mí, cogiéndome la mano y pidiéndome que la ayudara a encontrar a su ma­rido, que había salido en junio y no había vuelto a apare­cer. ¿Qué esperabas que dijera?
—No puedo dejar mi puesto e irme a vagabundear por ahí con usted —le dije—, tengo demasiado trabajo aquí.
Sin embargo, ella continuó haciendo una escena y acabé enfadándome por su insistencia.
—Mire —le dije—, usted no es la única mujer en la ciu­dad que ha perdido a su marido. El mío ha desaparecido igual que el suyo, y por lo que sé ambos estarán muertos. ¿Acaso estoy llorando y tirándome de los pelos? Es algo que todos tenemos que afrontar.
Me aborrecí a mí misma por soltarle todos esos luga­res comunes y por tratarla tan bruscamente, pero me re­sultaba difícil razonar ante su histeria y sus cuentos sobre el señor Reilly, sus tres hijos y el viaje de luna de miel que habían hecho treinta y siete años antes.
—No me importa lo que le haya pasado a usted —me dijo por fin—. Una zorra insensible como usted no me­rece tener marido. Puede coger su elegante Residencia Woburn y metérsela donde le quepa. Si el buen doctor la escuchara hablar, se revolvería en su tumba.
Algo así, aunque no recuerdo las palabras exactas. Entonces la señora Reilly se puso de pie y se marchó con un último gesto de indignación. En cuanto salió, apoyé la cabeza sobre el escritorio y cerré los ojos, preguntándome si no estaría demasiado cansada para ver a más gente. La entrevista había sido un desastre sólo por culpa mía, por sacar a relucir mis sentimientos. No tenía ex­cusa, no había justificación para descargar mis problemas sobre una pobre mujer que obviamente estaba fuera de sí por el dolor. Debo de haberme adormecido, sólo unos cinco minutos, tal vez apenas un instante, no puedo ase­gurarlo. Todo lo que sé es que pareció mediar una distan­cia infinita entre aquel momento y el siguiente, desde que cerré los ojos hasta que volví a abrirlos. Levanté la vista y allí estaba Sam, sentado frente a mí para que lo entrevis­tara. Al principio pensé que aún estaba dormida.
«Es un espejismo —me dije a mí misma—, viene de esos sueños en que uno se imagina que ha despertado, pero el despertar es sólo una parte más del sueño.»
Luego pronuncié mentalmente su nombre —«Sam»—, y de inmediato comprendí que no podía ser otro más que él. Era Sam, pero al mismo tiempo no lo era. Era Sam en otro cuerpo, con cabello cano y magulladuras en la cara, con los dedos negros y encallecidos y las ropas en hara­pos. Estaba allí sentado con una expresión tétrica y total­mente ausente en la mirada, hundido en sí mismo, según me pareció, perdido por completo. Lo vi todo en un ins­tante, un torbellino, un parpadeo. Era Sam, pero no me reconocía, no sabía quién era yo. Sentí cómo mi corazón latía con fuerza y por un momento creí que iba a desma­yarme. Entonces, lentamente, dos lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de Sam. Se mordía el labio inferior y su mentón temblaba, a punto de perder el control. De repente, todo su cuerpo empezó a temblar, lanzó una bo­canada de aire y no pudo contener más los sollozos que había intentado reprimir. Giró la cabeza para que no le viera, aún tratando de mantener el control, pero los es­pasmos siguieron convulsionando su cuerpo y aquel so­nido contenido y ronco continuó escapando de sus labios cerrados. Yo me levanté de la silla, caminé vacilante hasta el otro lado del escritorio y lo abracé. Apenas lo toqué, es­cuché el crujir de los periódicos que acolchaban su abrigo. Un momento después, comencé a llorar y ya no pude parar. Me aferré a él tan fuerte como pude, hun­diendo mi cara en su abrigo, y lloré sin parar.
Aquello sucedió hace más de un año. Pasaron varias se­manas antes de que Sam estuviera en condiciones de ha­blar de lo que le había ocurrido, pero aun entonces sus historias eran vagas, llenas de incoherencias y lagunas. Decía que todo parecía mezclarse y que tenía dificultades para distinguir los límites de los hechos, no podía separar un día del otro. Recordaba que había esperado que yo volviera, sentado en la habitación hasta las seis o siete de la mañana, y que luego había salido a buscarme. Había re­gresado después de medianoche y para entonces la bi­blioteca ya ardía en llamas. Se quedó junto a la gente reunida para ver el incendio y luego, cuando el techo por fin se derrumbó, vio cómo nuestro libro se quemaba junto con todo lo demás en el edificio. Decía que podía verlo de verdad en su imaginación, que supo en qué preciso mo­mento las llamas penetraron en nuestra habitación y devoraron las páginas de nuestro manuscrito.
A partir de ese momento todo perdía nitidez. Tenía el dinero en el bolsillo, cargaba las ropas a su espalda y eso era todo. Durante dos meses no hizo otra cosa más que buscarme, durmiendo donde podía, comiendo sólo cuando no aguantaba más. De este modo consiguió man­tenerse a flote, pero a fines del verano ya casi no le que­daba dinero. Lo peor, según dijo, fue que un buen día dejó de buscarme; estaba convencido de que yo había muerto y no soportaba seguir torturándose con falsas esperan­zas. Se refugió en un rincón de Diógenes Terminal —la antigua estación de trenes al noroeste de la ciudad— y vi­vió entre vagabundos y locos, verdaderos espectros que vagaban por los largos corredores y las salas de espera abandonadas.
«Fue como convertirse en un animal —decía—, una alimaña subterránea en hibernación. Una o dos veces a la semana trabajaba levantando objetos pesados para los traperos, a cambio de la limosna que pudieran darle, pero la mayoría del tiempo, no hacía nada; rehusaba moverse a menos que fuera absolutamente necesario.
—Abandoné la esperanza de ser alguien —decía—. El objetivo de mi vida era huir de lo que me rodeaba, vivir en un sitio donde ya nada pudiera hacerme daño. Intenté destruir mis lazos uno a uno, dejar escapar las cosas que me importaban. La idea era lograr la indiferencia, una in­diferencia tan poderosa y sublime que me protegiera de cualquier ataque. Me despedí de ti, Anna, me despedí del libro, del pensamiento de volver a casa, incluso intenté despedirme de mí mismo. Poco a poco me volví tan calmo como un Buda, sentado en mi rincón sin prestar atención al mundo que me rodeaba. Si no hubiese sido por mi cuerpo —las demandas ocasionales de mi estó­mago y de mis instintos— tal vez no hubiese vuelto a mo­verme. Me repetía a mí mismo que la solución perfecta consistía en no desear nada, no tener nada, no ser nada. Al final llegué a vivir casi como una piedra.
Le dimos a Sam la habitación del segundo piso en la que yo había vivido al principio. Estaba en un estado de­plorable, y durante los primeros diez días, su vida pendió de un hilo. Yo me pasaba casi todo el tiempo con él, esca­pándome de mis otras tareas siempre que podía sin que Victoria se opusiera. Su actitud me parecía extraordina­ria, no sólo no se oponía, sino que hacía todo lo posible para apoyarme. Había algo sobrenatural en su compren­sión de los hechos, en su capacidad para asimilar el súbito, casi violento final de la experiencia que habíamos vivido. Yo esperaba que hiciera una escena, que expresara algún atisbo de desencanto o celos, pero no sucedió nada de eso. Su primera reacción ante la noticia fue de felici­dad —felicidad por mi bien, felicidad porque Sam estaba vivo—, y luego se afanó con tanto empeño como yo en su recuperación. Había sufrido una pérdida personal, pero también sabía que la presencia de Sam constituía una ganancia para la Residencia Woburn. La idea de tener a otro hombre en plantilla, en especial un hombre como Sam —que no era ni como el viejo Frick ni como el sim­plón e inexperto Willie—, era suficiente para cuadrar el balance. Esta obsesión me asustaba, pero para Victoria no había nada más importante que la Residencia Wo­burn, ni siquiera yo, ni siquiera ella misma, si es que esto cabe en la imaginación. No quiero simplificar las cosas en exceso, pero con el tiempo llegué a pensar que me ha­bía permitido enamorarme de ella para que me repu­siera. Ahora que yo estaba mejor, había centrado su atención en Sam. La Residencia Woburn era su única rea­lidad, ya lo ves, y no había nada que pudiera apartarla de ella.
Finalmente Sam vino al cuarto piso a vivir conmigo.
Fue engordando poco a poco y comenzó a parecerse a la persona que había sido antes, pero las cosas ya no podían ser iguales para él, ni ahora ni nunca. No me refiero sólo a los pesares que había sufrido su cuerpo (el pelo prematu­ramente gris, los dientes perdidos, el leve aunque persis­tente temblor de sus manos), sino también a cuestiones espirituales. Sam ya no era el joven arrogante con el que había vivido en la biblioteca; las experiencias lo habían cambiado, casi vencido, y ahora sus modales eran de un tono más suave, más plácido. De vez en cuando hablaba de volver a comenzar el libro, pero era evidente que no estaba convencido. El libro ya no constituía una solución para él, y una vez perdida esa obsesión, parecía más capaz de comprender las cosas que le habían sucedido, las cosas que nos estaban sucediendo a todos. Recuperó sus fuer­zas, y poco a poco nos acostumbramos el uno al otro otra vez, aunque a mí me parecía que ahora nos encontrába­mos más que antes en términos de igualdad. Es posible que yo también hubiera cambiado en aquellos meses, pero lo cierto es que sentía que Sam me necesitaba más que antes, y la sensación de que me necesitaran tanto me gustaba más que nada en el mundo.
Comenzó a trabajar los primeros días de febrero. Al principio yo estaba totalmente en contra del trabajo que Victoria le había asignado. Ella decía que después de pen­sarlo mucho había decidido que la mejor manera de que Sam sirviera a los intereses de la Residencia Woburn, era convirtiéndose en su nuevo médico.
—Te parecerá una idea extraña —continuó—, pero desde la muerte de mi padre, hemos ido a los tumbos. Ya no hay coherencia en este lugar, no hay un objetivo. Ofrecemos a la gente comida y refugio por un tiempo breve y eso es todo, una mínima forma de apoyo que apenas si le sirve a alguien. En los viejos tiempos la gente ve­nía porque quería estar cerca de mi padre, incluso cuando no podía ayudarles como médico, estaba allí para hablar­les y escuchar sus problemas. Eso era lo fundamental, él hacía sentir mejor a la gente sólo por ser quien era. Si ahora tuviéramos otro médico, tal vez podríamos recu­perar el espíritu que una vez tuvo este lugar.
—Sam no es médico —dije yo—. Sería una mentira, y no veo cómo pretendes ayudar a la gente si lo primero que haces es mentirle.
—No es una mentira —contestó Victoria—, es una re­presentación. Uno miente por razones egoístas, pero en este caso no estaríamos buscando ningún provecho para nosotros, sino para los demás. Sería una forma de devol­verles la esperanza. Mientras crean que Sam es un médico, confiarán en lo que les diga.
—Pero, ¿qué pasaría si alguien se enterara? Estaría­mos acabados, nadie se fiaría de nosotros nunca más, ni siquiera cuando dijéramos la verdad.
—Nadie lo descubrirá. Sam no podrá delatarse por­que no practicará la medicina. Incluso si quisiera hacerlo, no quedan medicinas para ello. Tenemos un par de tubos de aspirinas, una o dos cajas de vendas y eso es todo. El hecho de que se haga llamar doctor Farr no significa que vaya a actuar como médico. Hablará y la gente le escuchará. Todo se resume en eso, será una forma de darle a la gente la oportunidad de recuperar sus propias fuerzas.
—¿Qué pasaría si Sam no pudiera hacerlo?
—Pues que no podrá. Pero no lo sabremos a menos que lo intente, ¿verdad?
Finalmente Sam aceptó prestarse al juego.
—No es algo que se me hubiera ocurrido a mí —dijo—, ni aunque viviera cien años. A Anna le parece cínico y creo que en el fondo tiene razón, ¿pero quién puede negar que los hechos sean igualmente cínicos? La gente se está muriendo ahí afuera, y aunque les de­mos un plato de sopa o les salvemos el alma, morirán igual. No veo forma de evitarlo, y si Victoria cree que tener un falso doctor con quien hablar les facilitará las cosas, ¿quién soy yo para decir que se equivoca? Dudo mucho de que esta estratagema tenga alguna utilidad, pero tampoco creo que pueda hacer ningún daño. Es una propuesta concreta y por eso estoy dispuesto a prestarme a colaborar con ella.
No culpé a Sam por aceptar, pero seguí enfadada con Victoria durante algún tiempo. Me había impresionado verla defender su fanatismo con argumentos tan elabora­dos sobre el bien y el mal. Lo llamara como lo llamara —una mentira, una representación, un medio para un fin—, este plan me pareció una traición a los principios de su padre. Yo tenía muchos escrúpulos acerca de la Resi­dencia Woburn y si alguien me había ayudado a superar­los, ésa había sido Victoria. Su sinceridad, la claridad de sus motivaciones, el rigor moral que había encontrado en ella; todas estas cosas habían constituido un ejemplo para mí, y me habían dado fuerzas para continuar. Ahora, de repente, parecía haber algo oscuro en ella que yo no había notado. Para mí fue una desilusión y por un tiempo llegué a sentir rencor hacia ella, me defraudaba pensar que era como cualquier otra persona. Pero luego, cuando co­mencé a comprender mejor la situación, mi enfado se desvaneció. Victoria había logrado ocultarme la verdad, pero la Residencia Woburn estaba al borde del abismo. La representación de Sam no era más que un intento por salvar algo del desastre, una coda excéntrica que se agre­gaba a una pieza ya interpretada. Todo había terminado, aunque yo aún no lo sabía.

Lo gracioso es que Sam resultó un éxito en su papel de médico. Contaba con los accesorios —la bata blanca, el estetoscopio, el termómetro—, y les sacaba todo el pro­vecho posible. No había duda de que parecía un médico, pero después de un tiempo también comenzó a compor­tarse como uno de verdad. Esto era lo más increíble de la cuestión. Al principio, yo me sentía bastante molesta por esta transformación, incapaz de admitir que Victoria hu­biera tenido razón, pero al final tuve que aceptar la reali­dad. La gente respondía a Sam, él tenía una forma de escu­charles que les inducía a hablar, y las palabras manaban de sus bocas en cuanto él se sentaba frente a ellos. Sin duda su formación como periodista ayudaba, pero ahora pare­cía dotado de otra dimensión de la dignidad, tal vez una personificación de la benevolencia, y como la gente se fiaba de él, le decían cosas que nunca le habían contado a otros. Decía que era como ser un confesor, y poco a poco comenzó a apreciar los resultados positivos que se consi­guen permitiendo que la gente se desahogue, el efecto sa­ludable de hablar, de pronunciar las palabras que compo­nían sus historias. Supongo que podía caer en la trampa de creerse el personaje, pero Sam conseguía mantener las distancias. En privado bromeaba sobre ello e incluso llegó a inventarse unos cuantos nombres para sí mismo: doctor Shamuel Farr, doctor Quackingsham, doctor Bunk.* A pesar de estas bromas, yo notaba que aquel tra­bajo significaba más para él de lo que estaba dispuesto a admitir. De repente, su actitud como médico le había dado acceso a los pensamientos íntimos de los demás, y estos pensamientos habían pasado a formar parte de su propia personalidad. Su mundo interior se hizo más am­plio, más sólido, más capaz de asimilar las cosas que se le presentaban.
—Es mejor no tener que ser yo mismo —me dijo una vez—. Si no tuviera esa otra persona detrás de la cual es­conderme (esa que lleva la bata blanca y una expresión comprensiva en el rostro), creo que no lo soportaría, las historias me destruirían. Pero así he encontrado el modo de escucharlos, de concederles el lugar apropiado, junto a mi propia historia, a la historia del sujeto que no me veo obligado a ser mientras esté escuchándoles.
Aquel año la primavera llegó pronto y a mediados de marzo los azafranes florecían en el jardín del fondo, estig­mas amarillos y flores purpúreas brotando de los cante­ros de hierba, el verde naciente mezclado con charcos de lodo que comenzaban a secarse. Incluso las noches eran templadas, y a veces Sam y yo dábamos un pequeño pa­seo por el jardín antes de irnos a dormir. Era hermoso es­tar allí fuera un rato, las ventanas de la Residencia oscuras detrás de nosotros y las estrellas reluciendo tímidamente sobre nuestras cabezas. Cada vez que tomábamos uno de aquellos breves paseos, yo sentía que me enamoraba de él otra vez, en medio de aquella oscuridad, cogida de su brazo, recordando cómo había sido todo al principio, en los días del invierno terrible, cuando vivíamos en la bi­blioteca y mirábamos cada noche a través de la enorme ventana en forma de abanico. Ya no mencionábamos el futuro, no hacíamos planes ni hablábamos de volver a casa. Ahora el presente nos ocupaba por completo, y con todo el trabajo que teníamos que hacer cada día, con todo el cansancio que le seguía, no había tiempo para pensar en nada más. Había un equilibrio fantasmal en esta vida, pero esto no la hacía necesariamente mala, y por momentos casi me sentía feliz de vivirla, de seguir con las cosas tal cual estaban.
Pero por supuesto aquello no podía durar. Era un es­pejismo, como había dicho Boris Stepanovich, y nadie podía detener los cambios que se avecinaban. A finales de abril comenzamos a sentir la escasez. Por fin Victoria se desahogó y nos expuso la situación; entonces comenza­mos a reducir los gastos uno a uno. Las rondas de los miércoles fueron lo primero en desaparecer. Decidimos que no tenía sentido gastar dinero en el coche; el combus­tible era demasiado caro y ya teníamos bastante gente es­perando fuera, a nuestra propia puerta. Victoria dijo que no había necesidad de salir a buscarlos y ni siquiera Frick pudo objetar nada al respecto. Aquella misma tarde hici­mos nuestro último recorrido por la ciudad, Frick al vo­lante, Willie a su lado y Sam y yo detrás. Traqueteamos a lo largo de las avenidas periféricas, entrando ocasional­mente en un barrio u otro para echar un vistazo, sin­tiendo los golpes mientras Frick maniobraba el coche so­bre los surcos y pozos. Nadie hablaba, sólo mirábamos el panorama a medida que pasábamos a su lado, creo que algo apenados porque esto no iba a repetirse, sentados en nuestros asientos y sintiendo un extraño disgusto mien­tras girábamos en círculos. Después, Frick dejó el coche en el garaje, cerró la puerta con llave y desde aquel día no creo que la volviera a abrir. En una ocasión en que estába­mos juntos en el jardín, señaló hacia el garaje y me ofreció una sonrisa amplia y desdentada.
—Cosas que uno ve cuando nunca más —dijo—, diles adiós y luego olvida. Ahora es un resplandor en la cabeza, ¡puf... desaparece, ya ves, desaparece! Un resplandor y luego a olvidar.
La ropa fue lo siguiente en marchar, todas las mudas gratuitas que les dábamos a los residentes, camisas, zapa­tos, chaquetas, jerseys, pantalones, sombreros, viejos pa­res de guantes. Boris Stepanovich había comprado todas esas cosas en una sola partida a un mayorista de la cuarta zona censada, pero este hombre había dejado el negocio, en realidad un grupo de matones y agentes de resurrec­ción le habían forzado a dejarlo, y ya no teníamos forma de conseguir más ropa. Incluso en las mejores épocas, la compra de ropa se había llevado el treinta o cuarenta por ciento del presupuesto de la Residencia Woburn. Ahora que estábamos en una mala época, no teníamos más re­medio que suprimir este gasto. Nada de recortes ni de reducciones graduales, todo el capítulo eliminado de una sola vez. Victoria comenzó un plan que ella llamaba «re­paración a conciencia», reuniendo todo tipo de material de costura —agujas, bobinas de hilo, parches de tela, de­dales, huevos de zurcir, etcétera— e hizo todo lo posible por remendar la ropa que la gente tenía al llegar a la Residencia Woburn. La idea era guardar todo el dinero posi­ble para la comida, y como esto era lo más importante, lo que más necesitaban los residentes, todos estuvimos de acuerdo en que este enfoque era el más adecuado. Aun así, a medida que las habitaciones del quinto piso se iban vaciando, ni siquiera el capítulo de la comida pudo esca­par al ahorro. Fuimos eliminando uno a uno determina­dos artículos: azúcar, sal, mantequilla, fruta, las pequeñas raciones de carne que nos permitíamos a veces y el oca­sional vaso de leche. Cada vez que Victoria anunciaba una nueva restricción, Maggie Vine hacía una escena, re­presentando la pantomima de una persona llorando, gol­peando la cabeza contra la pared, sacudiendo los brazos contra las piernas como si fuera a salir volando. Tampoco fue nada fácil para nosotros. Todos nos habíamos acos­tumbrado a tener lo suficiente para comer, y estas restricciones tuvieron un doloroso efecto sobre nuestro organismo. Tuve que volver a meditar sobre este asun­to, sobre lo que significaba tener hambre, acerca de cómo separar la idea de la comida de la del placer, cómo aceptar lo que teníamos sin ansiar más. A mediados del verano, nuestra dieta se reducía a unas cuantas legumbres, hari­nas y verduras de raíz (nabos, remolachas y zanahorias). Intentamos cultivar una huerta en el jardín trasero, pero era difícil conseguir semillas y sólo logramos plantar unas cuantas lechugas. Maggie hacía todo lo que podía para improvisar comidas, preparando distintos caldos, mezclando enfadada legumbres y fideos, formando bolas de masa cubiertas de harina, bolas pegajosas que nos provo­caban náuseas. En comparación con lo que comíamos an­tes, esto resultaba asqueroso, pero al menos nos mante­nía vivos. En realidad, lo terrible no era la calidad de la comida, sino la certeza de que las cosas se pondrían peor. Poco a poco, la diferencia entre la Residencia Woburn y el resto de la ciudad se iba haciendo más pequeña. Estábamos siendo devorados, y ninguno de nosotros sabía cómo evitarlo.
Entonces desapareció Maggie. Un buen día ya no es­taba allí, y no encontramos ninguna pista que delatara dónde podía haber ido. Debe de haberse marchado mien­tras los demás dormíamos, pero eso no explica por qué abandonó todas sus cosas. Si se hubiese querido marchar, lo lógico hubiera sido que se llevara un bolso con sus per­tenencias. Willie estuvo buscándola por el vecindario dos o tres días, pero no encontró ningún rastro, y ninguna de las personas con quienes habló sabía nada de ella. A par­tir de ese momento, Willie y yo nos hicimos cargo de la cocina. Sin embargo, justo cuando comenzábamos a habituarnos al trabajo, ocurrió algo más. De repente y sin ningún síntoma previo, murió el abuelo de Willie. Intentamos consolarnos pensando que Frick era muy viejo (tenía casi ochenta años, según Victoria), aunque eso no ayudaba mucho. Murió mientras dormía, una no­che a principios de octubre, y Willie descubrió su cuerpo; se despertó por la mañana, advirtió que su abuelo aún es­taba en la cama, y cuando intentó levantarlo vio horrori­zado cómo el viejo se desplomaba sobre el suelo. Fue peor para Willie, por supuesto, pero todos sufrimos esta muerte a nuestra manera. Sam sollozó acongojado y Boris Stepanovich no habló por más de cuatro horas des­pués de conocer la noticia, lo que para él debe de haber sido un verdadero récord. Victoria no se mostró muy afectada, pero decidió hacer algo terrible, y entonces me di cuenta de su desesperación. Enterrar a los muertos está absolutamente prohibido por la ley. Todos los cadáveres deben ser transportados a uno de los Centros de Trans­formación, y quien no cumpla con estas leyes se arriesga a sufrir las más duras condenas: una multa de doscientos cincuenta glots, a pagar al contado en el momento del re­querimiento o el destierro inmediato a uno de los campos de trabajos forzados al sudoeste del país. A pesar de to­do, una hora después de enterarse de la muerte de Frick, Victoria anunció que pensaba organizar un funeral en el patio aquella misma tarde. Sam intentó convencerla de que no lo hiciera, pero ella no dio el brazo a torcer.
—Nadie se enterará —dijo—. Pero incluso si la policía lo descubre, no importa. Debemos hacer lo que corres­ponde; si permitimos que una ley estúpida se interponga en nuestro camino, es que no servimos para nada.
Era un acto imprudente, por completo irresponsa­ble, pero en el fondo creo que lo hacía por el bien de Wi­llie. Willie era un chico de una inteligencia inferior a la normal, y con diecisiete años aún vivía encerrado en un mundo totalmente ajeno a lo que ocurría en el exterior. Frick había cuidado de él, había pensado por él, literal­mente lo había conducido paso a paso por la vida. Ahora Willie necesitaba un gesto de nuestra parte, una demostración clara y contundente de nuestra lealtad, la prueba de que seguiríamos a su lado sin importarnos las conse­cuencias. El entierro constituía un enorme riesgo, pero incluso después de lo que ocurrió, no creo que Victoria se haya equivocado al hacerlo.
Antes de la ceremonia, Willie se metió en el garaje, desenroscó la bocina del coche y estuvo casi una hora sacándole brillo. Era una de esas bocinas antiguas que uno ve en las bicicletas de los niños, aunque más grande e impresionante, con una gran trompeta de bronce y una peri­lla de goma negra casi del tamaño de un pomelo. Luego, él y Sam cavaron una fosa al lado de los arbustos de espino en el jardín trasero. Seis de los residentes cargaron el cadáver de Frick desde la casa a la tumba, y cuando lo de­positaron en el agujero, Willie puso la bocina sobre el pe­cho de su abuelo para asegurarse de que la enterraban con él. Después, Boris Stepanovich leyó un breve poema que había escrito para la ocasión y Sam y Willie cubrieron el hueco con tierra. Fue una ceremonia primitiva, sin plega­rias ni canciones, pero bastante significativa dadas las cir­cunstancias. Todos estábamos fuera, los residentes junto a los miembros de la plantilla, y cuando acabamos, la ma­yoría tenía los ojos llenos de lágrimas. Colocamos una pequeña piedra señalando el lugar de la sepultura y volvi­mos a entrar en la casa.
A partir de ese momento, todos intentamos coger las riendas en lo referente a Willie. Victoria le asignó nuevas responsabilidades, permitiéndole incluso hacer guardia con el rifle mientras yo hacía las entrevistas; y Sam in­tentó tomarlo bajo su protección, enseñándole a afeitarse correctamente, a escribir su nombre, a sumar y a restar. Willie reaccionaba bien a estas atenciones y si no hubie­ra sido por un funesto golpe de la suerte, creo que no hu­biese tenido mayores problemas. Sin embargo, unas dos semanas después del funeral de Frick, un policía del distri­to central nos hizo una visita. Era un personaje de aspecto ridículo, regordete y de cara ruborosa, luciendo uno de los nuevos uniformes asignados a los oficiales de este tipo de servicio: una túnica de color rojo brillante, pantalones de montar blancos y unas botas negras ostentosas con la gorra a juego. Apenas cabía en ese absurdo disfraz, y como insistía en sacar pecho, pensé que en cualquier momento iba a hacer saltar los botones. Cuando abrí la puerta, chocó los talones y saludó. Si no hubiese sido por la ametralladora que llevaba a la espalda, le hubiese dicho que se marchara.
—¿Es ésta la Residencia de Victoria Woburn? —pre­guntó.
—Sí, entre otros —le contesté.
—Entonces hágase a un lado, señorita —me dijo sa­cándome del medio y entrando en el vestíbulo—. Vamos a hacer una investigación.
Te ahorraré los detalles. La cuestión es que alguien denunció el entierro y habían venido a comprobar si era cierto. Tuvo que haber sido uno de los residentes, pero éste era un acto de traición tan increíble, que ninguno de nosotros pudo adivinar cuál de ellos. Sin duda, se trataba de alguien que había presenciado el funeral, que había te­nido que marcharse de la Residencia Woburn después del período acordado, y se había vengado por verse obligado a volver a la calle. Tal vez la policía le había pagado, o qui­zás lo hiciera sólo por rencor. En cualquier caso, la infor­mación era absolutamente exacta. El policía salió al jar­dín trasero seguido de dos ayudantes, observó el lugar durante unos instantes y señaló el lugar preciso en que se había cavado la tumba. Pidieron palas y los dos ayudantes se pusieron a trabajar de inmediato, buscando un cadáver que ya sabían que estaba allí.
—Esto es inaudito —dijo el policía—. El egoísmo de un entierro en estos días, ¡qué atrevimiento! Sin cuerpos para quemar, acabaríamos en la ruina, todos nosotros es­taríamos perdidos. ¿De dónde sacaríamos combustible? ¿Cómo haríamos para seguir con vida? En estos tiempos de emergencia nacional, todos debemos estar alertas. No puede desperdiciarse ni un cuerpo, y aquellos que se atre­van a incumplir esta ley, no deben salir impunes. Son malhechores de la peor calaña, pérfidos criminales, una esco­ria de desertores. Deben ser erradicados y castigados.
Todos estábamos en el jardín, reunidos alrededor de la tumba mientras este estúpido continuaba con su ma­ligno y vacuo sermón. Victoria se puso pálida y creo que si yo no hubiese estado allí para sostenerla, se hubiese desvanecido. Al otro lado del hoyo, Sam vigilaba la reac­ción de Willie. El chico lloraba, y mientras los ayudantes del policía continuaban cavando la tierra y echándola descuidadamente sobre los arbustos, comenzó a gritar con voz de pánico:
—Esa es la tierra del abuelo. No deberían tirarla, es del abuelo.
Gritaba tan fuerte que el policía se detuvo, lo miró con desprecio, y justo cuando comenzó a llevar la mano a la ametralladora, Sam cubrió la boca de Willie con la mano y lo arrastró hacia la casa, luchando por contro­larlo mientras el chico se revolvía y daba patadas. Al mismo tiempo, unos cuantos residentes se habían tirado al suelo, rogando al guardia que creyera en su inocencia. No sabían nada de aquel horrible crimen, no estaban allí cuando sucedió; si alguien les hubiese hablado de esas barbaridades, nunca se hubiesen alojado aquí; todos eran prisioneros obligados a quedarse contra su voluntad. Una declaración humillante detrás de otra, una manifes­tación colectiva de cobardía. Me sentí tan asqueada que me dieron ganas de vomitar. Una vieja —su nombre era Beulah Stansky— cogió la bota del guardia y comenzó a besarla. Él intentó soltarse, pero como ella no lo dejaba, le pegó en el vientre con la punta de la bota y la arrojó vo­lando, quejándose y sollozando como un perro apaleado. Afortunadamente para todos nosotros, Boris Stepanovich hizo su entrada justo en aquel momento. Abrió las puertaventanas de la parte trasera de la casa, salió al jar­dín cautelosamente y se acercó al gentío con una expre­sión calma, casi divertida. Era como si hubiese presen­ciado esta escena cientos de veces y no lo turbaran ni la policía, ni las armas, ni nada en absoluto. Cuando se unió a nosotros, estaban sacando el cadáver del hoyo, y allí es­taba el pobre Frick, estirado sobre el césped, ya sin ojos, la cara cubierta de tierra y un enjambre de gusanos blan­cos asomándole por la boca. Boris ni siquiera lo miró, ca­minó directamente hacia el policía de chaqueta roja, le llamó general y lo llevó a un lado. No escuché lo que de­cían, pero vi que Boris no dejaba de hacer muecas y frun­cir las cejas mientras hablaba. Por fin, sacó un paquete de billetes del bolsillo y se los entregó uno tras otro al poli­cía. Yo no sabía qué significaba esto, si Boris había pa­gado la multa o si habían llegado a algún tipo de arreglo privado, pero la operación se redujo a eso; un breve y rápido intercambio de dinero y el asunto quedó arre­glado. Los ayudantes cargaron el cuerpo de Frick a lo largo del jardín, a través de la casa y de la puerta delan­tera, y ya fuera lo subieron a una camioneta que estaba aparcada en la calle. El policía nos sermoneó de nuevo muy severamente, empleando las mismas palabras que antes, y luego hizo un último saludo, chocó los talones y se dirigió a la camioneta, haciendo a un lado a los mirones con breves y rápidos golpecitos de la mano. En cuanto se alejó con sus hombres, yo corrí al jardín a buscar la bo­cina. Pensé en pulirla de nuevo y entregársela a Willie, pero no pude encontrarla. Incluso me metí dentro de la tumba abierta, pero no estaba allí. Como tantas otras co­sas, la bocina había desaparecido sin dejar rastro.
Habíamos salvado el cuello, al menos por un tiempo. Na­die iría a la cárcel, desde luego, pero el dinero que Boris le había dado al policía casi terminó con nuestras reservas. Tres días después de la exhumación de Frick, vendimos los últimos objetos del quinto piso: un abrecartas cha­pado en oro, una mesa auxiliar de caoba y las cortinas de terciopelo azul que cubrían las ventanas. Después, logra­mos juntar otro poco de dinero vendiendo libros de la bi­blioteca de abajo —dos estantes de Dickens, cinco edicio­nes de las obras completas de Shakespeare (una de ellas con treinta y ocho volúmenes en miniatura más peque­ños que la palma de la mano), un libro de Jane Austen, otro de Schopenhauer y un Don Quijote ilustrado—, pero el mercado de libros ya había tocado fondo y por estas cosas se conseguían cantidades insignificantes. A partir de entonces, Boris se hizo cargo de nosotros. Sin em­bargo, sus reservas de objetos estaban lejos de ser infi­nitas y no nos engañamos a nosotros mismos pensando que durarían mucho más. Nos dimos tres o cuatro me­ses como máximo, y con el invierno aproximándose de nuevo, sabíamos que podía ser incluso menos. Lo más ra­zonable hubiese sido cerrar la Residencia Woburn de in­mediato. Intentamos convencer a Victoria, pero para ella era muy difícil dar ese paso y siguieron varias semanas de incertidumbre. Entonces, justo cuando Boris parecía es­tar a punto de convencerla, la decisión escapó de sus ma­nos, escapó de todas nuestras manos. El detonante fue Willie. En una visión retrospectiva, parece inevitable que acabara así, pero te mentiría si dijera que alguien previó lo que iba a ocurrir. Todos estábamos demasiado ocupados en las tareas que teníamos entre manos, y cuando finalmente sucedió aquello, fue como un rayo inesperado, como una explosión desde las entrañas de la tierra.
Después de que se llevaron el cuerpo de Frick, Willie no volvió a ser el mismo. Siguió haciendo su trabajo, pero en silencio, en la soledad de miradas ausentes e indiferen­cia. Si alguien se le acercaba, sus ojos brillaban con hostili­dad y rencor, y una vez me quitó la mano de su hombro con brusquedad, como para demostrarme que me haría daño si volvía a intentar tocarlo. Como trabajaba a diario con él en la cocina, pasaba más tiempo a su lado que nin­gún otro. Hice lo que pude para ayudarle, pero creo que mis palabras nunca llegaron a él.
—Tu abuelo está bien, Willie —solía decirle—. Ahora está en el cielo y lo que le ocurra a su cuerpo no es impor­tante. Su alma está viva y a él no le gustaría que te preocu­paras así. Nadie puede hacerle daño, es feliz donde está y quiere que tú también seas feliz.
Me sentía como una madre intentando explicarle el sentido de la muerte a un niño pequeño, soltándole las mismas necedades hipócritas que había oído de mis pro­pios padres. Sin embargo, no importaba lo que dijera, ya que Willie no me creía en lo más mínimo. Era como un hombre prehistórico, y la única forma en que podía reac­cionar frente a la muerte era adorando a su antecesor fa­llecido, pensando en él como en un dios. Victoria se había dado cuenta de un modo instintivo; la sepultura de Frick se había convertido en tierra sagrada para Willie, y ahora había sido profanada. El orden de las cosas había sido al­terado, y mis palabras nunca podrían restaurarlo.
Empezó a salir por las noches y rara vez volvía antes de las dos o las tres de la madrugada. Era imposible saber lo que hacía en la calle, ya que nunca hablaba de ello y era inútil hacerle preguntas. Una noche no volvió a casa. Yo pensé que tal vez se habría ido para siempre, pero enton­ces, antes de comer, entró en la cocina y se puso a cortar las verduras sin decir una palabra, como si intentara im­presionarme con su arrogancia. Eran los últimos días de noviembre y Willie giraba en su propia órbita, una estre­lla errante sin trayectoria definida. Dejé de esperar que cumpliera con su parte del trabajo. Cuando estaba allí, aceptaba su ayuda; cuando no estaba, hacía el trabajo yo sola. Una vez tardó dos días en regresar, otra vez, tres. Es­tas ausencias cada vez más largas nos hicieron pensar que en cierto modo se estaba distanciando de nosotros. Pen­sábamos que tarde o temprano llegaría el día en que ya no volvería, más o menos como había ocurrido con Maggie Vine. Pero entonces teníamos tanto que hacer, los esfuer­zos por mantenernos a flote eran tan grandes, que no so­líamos pensar en Willie cuando no estaba con nosotros. La última vez estuvo ausente seis días y todos pensamos que ya no volveríamos a verle. Pero una noche muy tarde en la primera semana de diciembre, nos despertamos sobresaltados por horribles golpes y ruidos proceden­tes de las habitaciones de abajo. Mi primera reacción fue pensar que la gente de la cola había asaltado la casa, pero luego, cuando Sam saltó de la cama y cogió la escopeta que guardábamos en nuestra habitación, se escuchó un sonido de ametralladora, una enorme explosión y es­truendo de balas, cada vez más fuerte. Escuché gritar a la gente, sentí cómo la casa temblaba con sus pasos, oí la ametralladora disparando sobre las paredes, las ventanas, los suelos astillados. Encendí una vela y seguí a Sam hasta el tope de las escaleras, preparándome para ser acribillada a balazos. Victoria corría delante de nosotros, y por lo que pude ver, iba desarmada. No era el policía, por su­puesto, aunque no me cabe duda de que era su ametralla­dora. Willie estaba en el segundo piso, subiendo hacia no­sotros con el arma en la mano. La vela estaba demasiado lejos para permitirme divisar su cara, pero noté que se de­tenía al ver que Victoria se acercaba.
—Es suficiente, Willie —dijo ella—. ¡Tira el arma! ¡Tírala ahora mismo!
No sé si iba a dispararle, pero lo cierto es que no tiró el arma. Sam ya había llegado al lado de Victoria, y un ins­tante después de que ella hablara, apretó el gatillo de su escopeta. El proyectil hirió a Willie en el pecho y lo tiró hacia atrás, haciéndolo volar por las escaleras hasta llegar abajo. Creo que murió antes de llegar al suelo, antes de advertir que le habían disparado.

Esto fue hace seis o siete semanas. De los dieciocho resi­dentes que vivían con nosotros entonces, siete resultaron muertos, cinco escaparon, tres fueron heridos y tres sa­lieron ilesos. El señor Hsia, un recién llegado que nos ha­bía enseñado trucos con las barajas la noche anterior, mu­rió a consecuencia de las heridas de bala a las once de la mañana siguiente. El señor Rosenberg y la señora Rudniki se recuperaron. Los cuidamos durante más de una semana, y una vez que estuvieron fuertes para tenerse en pie, los hicimos marchar. Fueron los últimos residentes de la Residencia Woburn. La mañana después del desas­tre, Sam escribió un cartel y lo colgó en la puerta de en­trada: residencia woburn cerrada. La gente que espe­raba fuera no se fue enseguida, pero luego empezó a hacer mucho frío, y como la puerta no se abría, la multitud decidió dispersarse. Desde entonces estamos a la es­pera, haciendo planes sobre el futuro próximo, inten­tando sobrevivir un invierno más. Sam y Boris pasan un rato cada día en el garaje, probando el coche para asegu­rarse de que siga funcionando. El plan consiste en alejar­nos de aquí en él tan pronto como el tiempo se vuelva templado. Incluso Victoria dice que quiere venir, aunque no estoy muy segura de que sea verdad. Supongo que lo sabremos cuando llegue el momento. A juzgar por el cielo de los dos últimos días, no creo que tengamos que esperar mucho más.
Hicimos todo lo posible para deshacernos de los cuerpos, arreglar los daños y limpiar la sangre. Esto es todo lo que quiero decir sobre el tema. Terminamos a la tarde siguiente, y entonces Sam y yo nos fuimos arriba a tomar una siesta, pero yo no pude dormir. Sam se durmió enseguida, y como no quise molestarlo, me bajé de la cama y me senté sobre el suelo, en un rincón de la habita­ción. Mi antiguo bolso estaba allí por casualidad, y sin ninguna razón en particular, se me dio por mirar en su in­terior. Fue entonces cuando redescubrí el cuaderno azul que había comprado para Isabel. Las primeras páginas es­taban llenas de mensajes, las breves notas que me escribía en los últimos días de su enfermedad. Casi todas eran bas­tante simples —tales como «gracias», «agua», o «mi que­rida Anna»—, pero cuando vi aquella letra enorme y tem­blorosa y recordé cómo luchaba para que las palabras fueran claras, dejaron de parecerme tan simples. Miles de cosas me vinieron a la memoria al mismo tiempo. Sin ape­nas pensar en ello, arranqué esas primeras páginas, las do­blé con cuidado y las puse de nuevo en mi bolso. Luego, cogiendo uno de los lápices que le había comprado al señor Gambino hace tanto tiempo, apoyé el cuaderno so­bre mis rodillas y comencé a escribir esta carta.
He seguido con ella desde entonces, agregando unas pocas páginas cada día, tratando de explicártelo todo. A veces me pregunto cuántas cosas he omitido, cuántas es­tán perdidas para mí y ya nunca recuperaré, pero ésas son preguntas sin respuesta. Ahora nos queda poco tiempo y no debo usar más palabras de las necesarias. No pensé que llevaría tanto tiempo, sólo unos pocos días para con­tarte lo esencial, nada más; pero he llenado casi todo el cuaderno, y apenas si he rozado la superficie. Esto explica por qué hago la letra cada vez más pequeña a medida que avanzo. He intentado dejar sitio para todo, he intentado llegar al final antes de que sea demasiado tarde; pero ahora veo hasta qué punto me he engañado a mí misma. Las palabras no permiten estas cosas. Cuanto más cerca estás del final, más tienes que decir. El final es sólo imagi­nario, un destino que te inventas para seguir andando, pero llega un momento en que adviertes que nunca llega­rás allí. Es probable que tengas que detenerte, pero será sólo porque te ha faltado tiempo. Te detienes, pero eso no quiere decir que hayas llegado al fin.
Las palabras se hacen cada vez más pequeñas, tan pe­queñas que tal vez resulten ilegibles. Me hacen acordar a los barcos de Ferdinand, su flota liliputiense de barquitos y goletas. Sólo Dios sabe por qué sigo, ya que no creo que esta carta llegue a ti. Es como clamar en el vacío, como gritar en medio de un enorme y terrible vacío. Luego, cuando me permito un momento de optimismo, tiemblo al pensar lo que pasaría si llegara a tus manos. Te asombrarías de las cosas que he escrito, te preocuparías muchí­simo y cometerías el mismo error que cometí yo. Por favor, no lo hagas, te lo ruego. Te conozco lo suficiente para saber que lo harías. Por favor, si aún me quieres, no caigas en esa trampa. No puedo soportar la idea de tener que preocuparme por ti, de pensar que podrías estar va­gando por estas calles. Es suficiente con que uno de noso­tros haya desaparecido. Lo importante es que te quedes donde estás, que yo sepa que sigues allí. Yo estoy aquí y tú estás allí, éste es el único consuelo que tengo, y no de­bes hacer nada para destruirlo.
Por otra parte, incluso si este cuaderno llega hasta ti, no hay razón para que lo leas. No tienes ninguna obliga­ción, y no me gustaría pensar que te he forzado a hacer algo en contra de tu voluntad. A veces me encuentro a mí misma deseando que sea así, que simplemente no tengas el valor de empezar a leer. Ya sé que es una contradicción, pero así es como lo siento en ocasiones. Si así fuera, las le­tras que te escribo serían invisibles para ti. Tus ojos nunca las verán, tu cerebro nunca recibirá la carga de la más mí­nima fracción de lo que he dicho aquí. Quizás sea mucho mejor así. Sin embargo, no me gustaría que rompieras esta carta o la tiraras. Si eliges no leerla, tal vez quieras pa­sársela a mis padres. Estoy segura de que querrán tener el cuaderno, incluso si ellos tampoco se atreven a leerlo. Po­drían ponerlo en algún lugar de mi habitación. Creo que me gustaría saber que acabó allí; sobre uno de los estantes encima de mi cama, por ejemplo, junto con mis viejas muñecas y el disfraz de bailarina que usaba a los siete años; una última cosa que les permita recordarme.

Ya no salgo mucho, sólo cuando me toca el turno de ha­cer las compras, aunque incluso entonces, Sam casi siempre se ofrece para hacerlo en mi lugar. He perdido la cos­tumbre de andar por las calles, y estas excursiones impli­can un gran esfuerzo para mí. Este invierno he vuelto a sufrir fuertes dolores de cabeza, y cuando tengo que ca­minar más de cincuenta o cien metros, siento que em­piezo a tambalear. A cada paso, tengo la sensación de que me voy a caer. Quedarme adentro no me resulta tan duro. Sigo haciendo todas las comidas, pero después de cocinar para veinte o treinta personas, hacerlo para cuatro me re­sulta muy fácil. De todos modos, no comemos mucho. Lo suficiente para engañar el estómago, no más. Estamos intentando ahorrar para el viaje y no debemos apartarnos de esta dieta. El invierno ha sido bastante frío, casi tan frío como el invierno terrible, aunque sin las nevadas per­sistentes y los fuertes vientos. Mantenemos el calor de­sarmando la casa en pedazos y echándolos al horno. La idea fue de Victoria, aunque no sé si eso significa que piensa en el futuro o que ya no le importa nada. Hemos desmontado los pasamanos, los marcos de las puertas, los tabiques. Al principio, sentíamos una especie de placer anárquico destruyendo la casa y usándola como leña, pero ahora se ha vuelto sumamente desagradable. Casi todas las habitaciones han quedado peladas, y tenemos la sensación de estar viviendo en una antigua estación de autobuses, un edificio en ruinas destinado a la demolición.
En las últimas dos semanas, Sam ha salido casi cada día a observar las fronteras de la ciudad, a investigar la si­tuación a lo largo de las murallas, intentando descubrir si hay tropas patrullando. Estos datos podrían ser funda­mentales llegado el momento de la partida. Por el mo­mento, la muralla de Fiddler parece ser la opción más lógica, ya que es la barrera más occidental y da directa­mente a una calle que conduce al campo. También he­mos pensado en la Puerta Milenaria, en el sur. Dicen que hay más tráfico del otro lado; pero la Puerta en sí no está custodiada muy estrictamente. La única salida que hemos eliminado por completo es la del norte. Aparentemente, en esa región del país hay complicaciones y peligros, y desde hace un tiempo la gente habla de una invasión, de ejércitos extranjeros reunidos en los bosques preparán­dose para tomar por asalto la ciudad tan pronto como se derrita la nieve. Por supuesto, hemos oído rumores como éstos antes y es difícil saber qué creer. Boris Stepanovich ya ha conseguido nuestros permisos de viaje sobornando a un oficial, pero aún pasa varias horas al día en las ofici­nas municipales del centro de la ciudad, esperando des­cubrir alguna información que pueda sernos útil. Tuvi­mos suerte al conseguir los permisos de viaje, pero eso no significa que vayan a servirnos. Podrían ser falsificados, en cuyo caso seríamos arrestados apenas se los diéramos al supervisor de salidas, o éste podría confiscarlos sin nin­guna razón y hacernos volver. Cosas como éstas ya han ocurrido y debemos estar preparados para cualquier con­tingencia. Por lo tanto, Boris sigue husmeando y escu­chando, aunque lo que oye es demasiado confuso y con­tradictorio para servirnos de algo en concreto. Él cree que esto significa que el gobierno va a caer pronto, y en tal caso podríamos aprovechar la confusión del mo­mento, pero hasta ahora no hay nada claro. Nada está claro, pero seguimos esperando. Mientras tanto, el coche está en el garaje, cargado con nuestras maletas y nueve bi­dones de combustible suplementario.
Boris se mudó con nosotros hace aproximadamente un mes. Está mucho más delgado y a veces tiene una ex­presión demacrada que me hace pensar que sufre alguna enfermedad. Sin embargo, nunca se queja, por lo tanto es imposible saber cuál es su problema. Es obvio que ha per­dido gran parte de su prestancia física, pero eso no parece haber afectado su espíritu, al menos de forma evidente. Ahora su obsesión principal consiste en decidir qué hare­mos una vez que hayamos salido de la ciudad. Casi cada mañana sale con un nuevo plan, cada uno más absurdo que el anterior. El más reciente es el colmo, pero creo que en el fondo, es en el que tiene más fe. Pretende que entre los cuatro creemos un espectáculo de magia y que reco­rramos el campo interpretándolo a cambio de comida y alojamiento. Por supuesto, él será el mago, vestido con traje de etiqueta y chistera de seda; Sam será el prego­nero; Victoria, la administradora; yo, la ayudante que se pavonea con un breve vestido de lentejuelas. Mi función consistirá en pasarle los instrumentos al maestro, y para el gran final, me meteré en una caja de madera y seré se­rrada en dos. Entonces seguirá una larga y emocionante pausa, y justo cuando se hayan perdido todas las esperan­zas, saldré de la caja, en actitud triunfante, soplando be­sos a la multitud con una sonrisa esplendorosa y artificial. Teniendo en cuenta el futuro que nos espera, es agra­dable tener estos sueños ridículos. Ya parece que el des­hielo es inminente e incluso es probable que salgamos mañana por la mañana. Eso es lo que convinimos antes de irnos a la cama: si el cielo parece prometedor, nos iremos sin más discusiones. Ahora es de noche y el viento sopla a través de las grietas de la casa. Todos los demás están dor­midos y yo estoy sentada abajo, en la cocina, tratando de imaginar lo que nos espera en el futuro. No puedo imaginarlo, no puedo ni siquiera comenzar a pensar en lo que sucederá allí afuera. Todo es posible, y eso es práctica­mente lo mismo que nada, casi como nacer en un mundo que nunca ha existido. Tal vez cuando salgamos de la ciu­dad, encontremos a William, pero intento no hacerme demasiadas ilusiones. Ahora todo lo que pido es tener la oportunidad de vivir un día más.
Ésta es Anna Blume, tu vieja amiga, desde otro mun­do. Una vez que lleguemos a nuestro destino, intentaré volver a escribirte, te lo prometo.

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