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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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jueves, 10 de julio de 2008

EL VAMPIRO ESTELAR -- ROBERT BLOCH


EL VAMPIRO ESTELAR
ROBERT BLOCH
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Confieso que sólo soy un simple escritor de relatos fantásticos. Desde mi más temprana infancia me he sentido subyugado por la secreta fascinación de lo desconocido y lo insólito. Los temores innominables, los sueños grotescos, las fantasías más extrañas que obsesionan nuestra mente, han tenido siempre un poderoso e inexplicable atractivo para mí. En literatura, he caminado con Poe por senderos ocultos; me he arrastrado entre las sombras con Machen; he cruzado con Baudelaire las regiones de las hórridas estrellas, o me he sumergido en las profundidades de la tierra, guiado por los relatos de la antigua ciencia. Mi escaso talento para el dibujo me obligó a intentar describir con torpes palabras los seres fantásticos que moran en mis sueños tenebrosos. Esta misma inclinación por lo sinientro se manifestaba también en mis preferencias musicales. Mis composiciones favoritas eran la Suite de los Planetas y otras del mismo género. Mi vida interior se convirtió muy pronto en un perpetuo festín de horrores fantásticos, refinadamente crueles. En cambio, mi vida exterior era insulsa. Con el transcurso del tiempo, me fuí haciendo cada vez más insociable, hasta que acabé por llevar una vida tranquila y filosófica en un mundo de libros y sueños. El hombre debe trabajar para vivir. Incapaz, por naturaleza, de todo trabajo manual, me sentí desconcertado en mi adolescencia ante la necesidad de elegir una profesión. Mi tendencia a la depresión vino a complicar las cosas, y durante algún tiempo estuve bordeando el desastre económico más completo. Entonces fue cuando me decidí a escribir. Adquirí una vieja máquina de escribir, un montón de papel barato y unas hojas de carbón. Nunca me preocupó la búsqueda de un tema. ¿Qué mejor venero que las ilimitadas regiones de mi viva imaginación? Escribiría sobre temas de horror y oscuridad y sobre el enigma de la Muerte. Al menos, en mi inexperiencia y candidez, éste era mi propósito. Mis primeros intentos fueron un fracaso rotundo. Mis resultados quedaron lastimosamente lejos de mis soñados proyectos. En el papel, mis fantasías más brillantes se convirtieron en un revoltijo insensato de pesados adjetivos, y no encontré palabras de uso corriente con que expresar el terror portentoso de lo desconocido. Mis primeros manuscritos resultaron mediocres, vulgares; las pocas revistas especializadas de este género los rechazaron con significativa unanimidad. Tenía que vivir. Lentamente, pero de manera segura, comencé a ajustar mi estilo a mis ideas. Trabajé laboriosamente las palabras, las frases y las estructuras de las oraciones. Trabajé, trabajé duramente en ello. Pronto aprendí lo que era sudar. Y por fin, uno de mis relatos fue aceptado; después un segundo, y un tercero, y un cuarto. En seguida comencéa dominar los trucos más elementales del oficio, y comencé finalmente a vislumbrar mi porvenir con cierta claridad.Retorné con el ánimo más ligero a mi vida de ensueños y a mis queridos libros. Mis relatos me proporcionaban medios un tanto escasos para subsistir, y durante cierto tiempo no pedí más a la vida. Pero esto duró poco. La ambición, siempre engañosa, fue la causa de mi ruina. Quería escribir un relato real; no uno de esos cuentos efímeros y estereotipados que producía para las revistas, sino una verdadera obra de arte. La creación de semejante obra maestra llegó a convertirse en mi ideal. Yo no era un buen escritor, pero ello no se
debía enteramente a mis errores de estilo. Presentía que mi defecto fundamental radicaba en el asunto escogido Los vampiros, hombres-lobos, los profanadores de cadáveres, los monstruos mitológicos, constituían un material de escaso mérito. Los temas e imagenes vulgares, el empleo rutinario de adjetivos, y un punto de vista prosaicamente antropocéntrico, eran los principales obstáculos para producir un cuento fantástico realmente bueno. Debía elegir un tema nuevo, una intriga verdaderamente extraordinaria. ¡Si pudiera concebir algo realmente teratológico, algo monstruosamente increíble! Estaba ansioso por aprender las canciones que cantaban los demonios al precipitarse más allá de las regiones estelares, por oír las voces de los dioses antiguos susurrando sus secretos al vacío preñado de resonancias. Deseaba vivamente conocer los terrores de la tumba, el roce de las larvas en mi lengua, la dulce caricia de una podrida mortaja sobre mi cuerpo. Anhelaba hacer mías las vivencias que yacen latentes en el fondo de los ojos vacíos de las momias, y ardía en deseos de aprender la sabiduría que sólo el gusano conoce. Entonces podría escribir la verdad, y mis esperanzas se realizarían cabalmente. Busqué el modo de conseguirlo. Serenamente, comencé a escribirme con pensadores y soñadores solitarios de todo el país. Mantuve correspondencia con un eremita de los montes occidentales, con un sabio de la región desolada del norte, y con un místico de Nueva Inglaterra. Por medio de éste, tuve conocimiento de algunos libros antiguos que eran tesoro y reliquia de una ciencia extraña. Primero me citó con mucha reserva, algunos pasajes del legendario Necronomicón, luego se refirió a cierto Libro de Eibon, que tenía fama de superar a los demás por su carácter demencial y blasfemo. Él mismo había estudiado aquellos volúmenes que recogían el terror de los Tiempos Originales, pero me prohibió que ahondara demasiado en mis indagaciones. Me dijo que, como hijo de la embrujada ciudad de Arkham, donde aún palpitan y acechan sombras de otros tiempos, había oído cosas muy extrañas, por lo que decidió apartarse prudentemente de las ciencias negras y prohibidas. Finalmente, después de mucho insistirle, consintió de mala gana en proporcionarme los nombres de ciertas personas que a su juicio podrían ayudarme en mis investigaciones. Mi corresponsal era un escritor de notable brillantez; gozaba de una sólida reputación en los círculos intelectuales más exquisitos, y yo sabía que estaba tremendamente interesado en conocer el resultado de mi iniciativa. Tan pronto como su preciosa lista estuvo en mis manos, comencé una masiva campaña postal con el fin de conseguir libros deseados. Dirigí mis cartas a varias universidades, a bibliotecas privadas, a astrólogos afamados y a dirigentes de ciertos cultos secretos de nombres oscuros y sonoros. Pero aquella labor estaba destinada al fracaso. Sus respuestas fueron manifiestamente hostíles. Estaba claro que quienes poseían semejante ciencia se enfurecían ante la idea de que sus secretos fuesen develados por un intruso. Posteriormente, recibí varias cartas anónimas llenasde amenazas, e incluso una llamda telefónica verdadramente alarmante. Pero lo que más me molestó, fue el darme cuenta de que mis esfuerzos habían resultado fallidos. Negativas, evasivas, desaires, amenazas.... ¡aquello no me servía de nada! Debía buscar por otra parte. ¡Las librerías! Quizá descubriese lo que buscaba en algún estante olvidado y polvoriento. Entonces comencé una cruzada interminable. Aprendí a soportar mis numerosos desengaños con impasible tranquilidad. En ninguna de las librerías que visité habían oído hablar del espantoso Necronomicón, del maligno Libro de Eibon, ni del inquietante Cultes des Goules. La perseverancia acaba por triunfar. En una vieja tienda de South Dearborn Street, en unas estanterías arrinconadas, acabé por encontrar lo que estaba buscando. Allí, encajado entre dos ediciones centenarias de Shakespeare, descubrí un gran libro negro con tapas de hierro. En ellas, grabado a mano, se leía el título, De Vermis Mysteriis , "Misterios del Gusano". El propietario no supo decirme de
dónde procedía el libro aquél. Quizá lo había adquirido hace un par de años en algún lote de libros de segunda mano. Era evidente que desconocía su naturaleza, ya que me lo vendió por un dólar. Encantado por su inesperada venta, me envolvió el pesado mamotreto, y me despidió con amable satisfacción. Yo me marché apresudaramente con mi precioso botín debajo del brazo. ¡Lo que había encontrado! Ya tenía referencias del libro. Su autor era Ludvig Prinn, y había perecido en la hoguera inquisitorial, en Bruselas, cuando los juicios por brujería estaban en su apogeo. Había sido un personaje extraño, alquimista, nigromante y mago de gran reputación; alardeaba de haber alcanzado una edad milagrosa, cuando finalmente fue inmolado por el fiero poder secular. De él se decía que se proclamaba el único superviviente de la novena cruzada, y exhibía como prueba ciertos documentos mohosos que parecían atestiguarlo. Lo cierto es que, en los viejos cronicones, el nombre de Ludvig Prinn figuraba entre los caballeros servidores de Monserrat, pero los incrédulos lo seguían coniderando como un chiflado y un impostor, a lo sumo descendiente de aquel famoso caballero. Ludvig atribuía sus conocimientos de hechicería a los años en que había estado cautivo entre los brujos y encantadores de Siria, y hablaba a menudo de sus encuentros con los djinns y los efreets de los antiguos mitos orientales. Se sabe que pasó algún tiempo en Egipto, y entre los santones libios circulan ciertas leyendas que aluden a las hazañas del viejo adivino en Alejandría. En todo caso, pasó sus postreros días en las llanuras de Flandes, su tierra natal, habitando -lugar muy adecuado- las ruinas de un sepulcro prerromano que se alzaba en un bosque cercano a Bruselas. Se decía que allí moraba en las sombras, rodeado de demonios familiares y terribles sortilegios. Aún se conservan manuscritos que dicen , en forma un tanto evasiva, que era asistido por "compañeros invisibles" y "servidores enviados de las estrellas". Los campesinos evitaban pasar la noche por el bosque donde habitaba, no le gustaban cierton ruidos que resonaban cuando había luna llena, y preferían ignorar qué clase de seres se prosternaban ante los viejos altares paganos que se alzaban, medio desmoronados, en lo más oscuro del bosque. Sea como fuere, después de ser apresado Prinn por los esbirros de la Inquisición , nadie vio las criaturas que había tenido a su servicio. Antes de destruir el sepulcro donde había morado, los soldados lo registraron a fondo, y no encontraron nada. Seres sobrenaturales, instrumentos extraños, pócimas.... todo había desaparecido de la manera más misteriosa. Hicieron un minuciosos reconocimiento del bosque prohibido, pero sin resultado. Sin embargo, antes de que terminara el proceso de Prinn, saltó sangre fresca en los altares, y también en el potro de tormento. Pero ni con las más atroces torturas lograron romper su silencio. Por último, cansados de interrogar, arrojaron al viejo hechicero a una mazmorra. Y fue durante su prisión, mientras aguardaba la sentencia, cuando escribió ese texto morboso y horrible, De Vermis Mysteriis, conocido hoy por los Misterios del Gusano. Nadie se explica como pudo lograrlo sin que los guardianes lo sorprendieran; pero un año después de su muerte, el texto fue impreso en Colonia. Inmediatamente después de su aparición, el libro fue prohibido. Pero ya se habían distribuido algunos ejemplares, de los que se sacaron copias en secreto. Más adelante, se hizo una nueva edición, censurada y expurgada, de suerte que únicamente se considera auténtico el texto original latino. A lo largo de los siglos, han sido muy pocos los que han tenido acceso a la sabiduría que encierra este libro. Los secretos del viejo mago sólo son conocidos hoy por algunos iniciados, quienes, por razones muy concretas, se oponen a todo intento de propagarlos. Esto era, en resumen, lo que sabía del libro que había venido a parar a mis manos. Aun como mero coleccionista, el libro representaba un hallazgo fenomenal; pero, desgraciadamente, no podía juzgar su contenido, porque estaba en latín. Como sólo conozco unas cuantas palabras sueltas de esa lengua, al abrir sus páginas mohosas me
tropecé con un obstáculo insuperable. Era exasperante poseer aquel tesoro de saber oculto, y no tener la clave para desentrañarlo. Por un momento, me sentí desesperado. No me seducía la idea de poner un texto de semejante naturaleza en manos de un latinista de la localidad. Más tarde tuve una inspiración. ¿Por qué no coger el libro y visitar a mi amigo para solicitar ayuda? Él era un erudito, leía en su idioma a los clásicos, y probablemente las espantosas revelaciones de Prinn le impresionarían menos que a otros. Sin pensarlo más le escribí apresudaramente y muy poco después recibí su contestación. Estaba encantado en ayudarme. Por encima de todo, debía ir inmediatamente. Providence es un pueblo agradable. La casa de mi amigo era antigua, de un estilo georgiano bastante caro. La plantabaja era una maravilla de ambiente colonial. El piso alto, sombreado por las dos vertientes del tejado e iluminado por una amplia ventana, servía de estudio a mi anfitrión. Allí reflexionamos durante la espantosa y memorable noche del pasado abril, junto a la gran ventana abierta a la mar azulada. Era una noche sin luna, una noche lívida en que la niebla llenaba la vacía oscuridad de sombras aladas. Todavía puedo imaginar con nitidez la escena: la pequeña habitación iluminada por la luz de la lámpara, la mesa grande, las sillas de alto respaldo... Los libros tapizaban las paredes, los manuscritos se apilaban aparte, en archivadores especiales. Mi amigo y yo estábamos sentados junto a la mesa, ante el misterioso volumen. El delgado perfil de mi amigo proyectaba una sombra inquieta en la pared, y su semblante de cera adoptaba, a la luz mortecina una apariencia furtiva. En el ambiente flotaba como el presagio de una portentosa revelación. Yo sentía la presencia de unos secretos que acaso no tardarían en revelarse. Mi compañero era sensible también a esta atmósfera expectante. Los largos años de soledad habían agudizado su intuición hasta un extremo inconcebible. No era el frío lo que le hacía temblar en su butaca, ni era la fiebre la que hacía llamear sus ojos con un fulgor de piedras preciosas. Aun antes de abrir aquel libro maldito, sabía que encerraba una maldición. El olor a moho que desprendían sus páginas antiguas traía consigo un vaho que parecía brotar de la tumba. Sus hojas descoloridas estaban carcomidas por los bordes. Su encuadernación de cuero estaba roída por las ratas, acaso por unas ratas cuyo alimento habitual fuera singularmente horrible. Aquella noche había contado a mi amigo la historia del libro, y lo había desempaquetado en su presencia. Al principio parecía deseoso, ansioso diría yo, por empezar enseguida su traducción. Ahora, en cambio, vacilaba. Insistía en que no era prudente leerlo. Era un libro de ciencia maligna. ¿Quién sabe qué conocimientos demoníacos se ocultaban en sus páginas, o qué males podían sobrevenir al intruso que se atreviese a profanar sus secretos? No era conveniente saber demasiado. Muchos hombres habían muerto por practicar la ciencia corrompida que contenían esas páginas. Me rogó que abandonara mi investigación, ahora que no lo había leído aún, y que tratara de inspirarme en fuentes más saludables. Fui un necio. Rechacé precipitadamente sus objeciones con palabras vanas y sin sentido. Yo no tenía miedo. Podríamos echar al menos una mirada al contenido de nuestro tesoro. Comencé a pasar hojas. El resultado fue decepcionante. Su aspecto era el de un libro antiguo y corriente de hojas amarillentas y medio deshechas, impreso en gruesos caracteres latinos... y nada más, ninguna ilustración, ningún grabado alarmante. Mi amigo no pudo resistir la tentación de saborear semejante rareza bibliográfica. Al cabo de un momento, se levantó para echar una ojeada al texto por encima de mi hombro; luego, con creciente interés, enpezó a leer en voz baja algunas frases en latín. Por último, vencido ya por el entusiasmo, me arrebató el precioso volumen, se sentó junto a la ventana y se puso a leer pasajes al azar. De cuando en cuando, los traducía al inglés. Sus ojos relampagueaban con un brillo salvaje. Su perfil cadavérico expresaba una
concentración total en los viejos caracteres que cubrían las páginas del libro. Cuando traducía en voz alta, las frases retumbaban como una letanía del diablo; luego, su voz se debilitaba hasta convertirse en un siseo de víbora. Yo tan sólo comprendía algunas frases sueltas porque, en su ensimismamiento, parecía haberse olvidado de mí. Estaba leyendo algo referente a hechizos y encantamientos. Recuerdo que el texto aludía a ciertos dioses de la adivinación, tales como el Padre Yig, Han el Oscuro y Byatis, cuya barba estaba formada de serpientes. Yo temblaba, ya conocía esos nombres terribles. Pero más habría temblado, si hubiera llegado a saber lo que estaba a punto de ocurrir. Y no tardó en suceder. De repente, mi amigo se volvió hacia mí, preso de una gran agitación. Con voz chillona y exitada me preguntó si recordaba las leyendas sobre las hechicerías de Prinn, y los relatos sobre servidores invisibles que había hecho venir desde las estrellas. Dije que sí, pero sin comprender la causa de su repentino frenesí. Entonces me explicó el motivo de su agitación. En el libro, en un capítulo que trataba de los demonios familiares,había encontrado una especie de plegaria o conjuro que tal vez fuera el que Prinn había empleado para traer a sus invisibles servidores desde los espacios ultraterrestres. Ahora iba a escuchar, él me lo leería. Yo permanecí sentado como un tonto, ignorante de lo que iba a pasar. ¿Por qué no gritaría entonces, por qué no trataría de escapar o de arrancarle de las manos aquel códice monstruoso? Pero yo no sabía nada, y me quedé sentado adonde estaba, mientras mi amigo, con voz quebrada por la violenta excitación, leía una larga y sonora invocación: "Tibi, Magnum Innominandum, signa stellarum nigrarum et bufaniformis Sadoquae sigillum"... El ritual siguió adelante; las palabras se alzaron como aves nocturnas de terror y muerte; temblaron como llamas en el aire tenebroso y contagiaron su fuego letal a mi cerebro. Los acentos atronadores de mi amigo producían un eco infinito, más allá de las estrellas más remotas. Era como si su voz, a través de enormes puertas primordiales, alcanzara regiones exteriores a toda dimensión en busca de su oyente, y lo llamara a la tierra. ¿Era todo una ilusión? No me paré a reflexionar. Y aquella llamada, proferida de manera casual, obtuvo respuesta. Apenas se había apagado la voz de mi amigo en nuestra habitación, cuando sobrevino el terror. El cuarto se tornó frío. Por la ventana entró aullando un viento repentino que no era de este mundo. En él cabalgaba como un plañido, como una nota perversa y lejana; al oírla, el semblante de mi amigo se convirtió en una pálida máscara de terror. Luego, las paredes crujieron y las hojas de la ventana se combaron ante mis ojos atónitos. Desde la nada que se abría más allá de la ventana, llegó un súbito estallido de lúbrica brisa, unas carcajadas histéricas, que parecían producto de la más completa locura. Aquellas carcajadas que no profería boca alguna alcanzaron la última quintaescencia del horror. Lo demás ocurrió a una velocidad pasmosa. Mi amigo se lanzó hacia la ventana y comenzó a gritar, manoteando como si quisiera zafarse del vacío. A la luz de la lámpara vi sus rasgos contraídos en una mueca de loca agonía. Un momento después, su cuerpo se levantó del suelo y comenzó a doblarse hacia atrás, en el aire, hasta un grado imposible. Inmediatamente, sus huesos se rompieron con un chasquido horrible y su figura quedó colgando en el vacío. Tenía los ojos vidriosos, y sus manos se crispaban compulsivamente como si quisiera agarrar algo que yo no veía. Una vez más, se oyó aquella risa vesánica, ¡pero ahora provenía de dentro de la habitación! Las estrellas oscilaban en roja angustia, el viento frío silbaba estridente en mis oídos. Me encogí en mi silla, con los ojos clavados en aquella escena aterradora que se desarrollaba ante mí. Mi amigo empezó a gritar. Sus alaridos se mezclaban con aquella risa perversa que surgía del aire. Su cuerpo combado, suspendido en el espacio, se dobló nuevamente hacia atrás, mientras la sangre brotaba de su cuello desgarrado como agua
roja de un surtidor. Aquella sangre no llegó a tocar el suelo. Se detuvo en el aire, y cesó la risa, que se convirtió en un gorgoteo nauseabundo. Dominado por en vértigo del horror, lo comprendí todo. ¡La sangre estaba alimentando a un ser invisible del más allá! ¿Qué entidad del espacio había sido invocada tan repentina e inconscientemente? ¿Qué era aquél monstruoso vampiro que yo no podía ver? Después, aún tuvo lugar una espantosa metamorfosis. El cuerpo de mi compañero se encogió, marchito ya y sin vida. Por último, cayó en el suelo y quedó horriblemente inmóvil. Pero en el aire de la estancia sucedió algo pavoroso. Junto a la ventana, en el rincón, se hizo visible un resplandor rojizo.... sangriento. Muy despacio, pero en forma contínua, la silueta de la Presencia fue perfilándose cada vez más, a medida que la sangre iba llenando la trama de la invisible entidad de las estrellas. Era una inmensidad de gelatina palpitante, húmeda y roja, una burbuja escarlata con miles de apéndices, unas bocas que se abrían y cerraban con horrible codicia... Era una cosa hinchada y obscena, un bulto sin cabeza, sin rostro, sin ojos, una especie de buche ávido, dotado de garras, que había brotado del cielo estelar. La sangre humana con la que se había nutrido revelaba ahora los contornos del comensal. No era espectáculo para presenciarlo un humano. Afortunadamente para mi equilibrio mental, aquella criatura no se demoró ante mis ojos. Con un desprecio total por el cadáver fláccido que yacía en el suelo, asió el espantoso libro con un tentáculo viscoso y retorcido, y se dirigió a la ventana con rapidez. Allí, comprimió su tembloroso cuerpo de gelatina a través de la abertura. Desapareció, y oí su risa burlesca y lejana, arrastrada por las ráfagas del viento, mientras regresaba a los abismos de donde había venido. Eso fue todo. Me quedé solo en la habitación, ante el cuerpo roto y sin vida de mi amigo. El libro había desaparecido. En la pared había huellas de sangre y abundantes salpicaduras en el suelo. El rostro de mi amigo era una calavera ensagrentada vuelta hacia las estrellas. Permanecí largo rato sentado en silencio, antes de prenderle fuego a la habitación. Después, me marché. Me reí, porque sabía que las llamas destruirían toda huella de lo ocurrido. Yo había llegado aquella misma tarde. Nadie me conocía ni me había visto llegar. Tampoco me vio nadie partir, ya que huí antes de que las llamas empezaran a propagarse. Anduve horas y horas, sin rumbo, por las torcillas calles, sacudido por una risa idiota, cada vez que divisaba las estrellas inflamadas, cruelmente jubilosas, que me miraban furtivamente a través de los desgarrones de la niebla fantasmal. Al cabo de varias horas, me sentí lo bastante calmado para tomar el tren. Durante el largo viaje de regreso, estuve tranquilo, y lo he estado igualmente ahora, mientras escribía esta relación de los hechos. Tampoco me alteré cuando leí en la prensa la noticia de que mi amigo había fallecido en un incendio que destruyó su vivienda. Solamente a veces, por la noche, cuando brillan las estrellas, los sueños vuelven a conducirme hacia un gigantesco laberinto de horror y locura. Entonces tomo drogas, en un vano intento por disipar los recuerdos que me asaltan mientras duermo. Pero esto tampoco me preocupa demasiado, porque sé que no permaneceré mucho tiempo aquí. Tengo la certeza de que veré, una vez más, aquella temblorosa entidad de las estrellas. Estoy convencido de que pronto volverá para llevarme a esa negrura que es hoy morada de mi amigo. A veces deseo vivamente que llegue ese día, porque entonces aprenderé yo también, de una vez para siempre, los Misterios del Gusano.

MADRE DE SERPIENTES -- ROBERT BLOCH

MADRE DE SERPIENTES
ROBERT BLOCH

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El vuduismo es algo muy raro. Hace cuarenta años era un tema desconocido, salvo en ciertos círculos esotéricos. En la actualidad existe una sorprendente cantidad de información al respecto debido a la investigación... y una sorprendente cantidad de información errónea. Recientes libros populares sobre el tema son, en su mayor parte, fantasías puramente románticas, elaboradas con las incompletas teorizaciones de los ignorantes. Sin embargo, quizá esto sea lo mejor. Pues la verdad sobre el vudú es tal que a ningún escritor le interesaría o se atrevería a imprimirla. Parte de ella es peor que sus más descabelladas fantasías. Yo mismo he visto algunas cosas de las que no quiero discutir. Además, sería inútil contárselo a la gente, pues no me creería. Y una vez más quizá sea lo mejor. El conocimiento puede ser mil veces más aterrador que la ignorancia. No obstante, yo lo sé porque he vivido en Haití, la isla oscura. He aprendido mucho por las leyendas, he tropezado con muchas cosas por accidente, y casi todo mi conocimiento proviene de la única fuente de verdad auténtica : las declaraciones de los negros. Por lo general, esos viejos nativos del país de la colina negra no son gente habladora. Hizo falta paciencia y un trato prolongado con ellos antes de que se abrieran y me contaran sus secretos. Ésa es la razón por la que muchos de los libros de viaje son tan palpablemente falsos... ningún escritor que permanece en Haití durante seis meses o un año podría ganarse la confianza de aquellos que conocen los hechos. Hay tan pocos que en realidad los conocen... tan pocos que no tienen miedo de relatarlos. Pero yo los he descubierto. Dejad que os hable de los viejos días ; los viejos tiempos en que Haití se levantó en un imperio transportado en una ola de sangre. Fue hace muchos años, poco después de que los esclavos se hubieran rebelado. Toussaint l'Ouverture, Dessalines y el Rey Christophe los liberaron de sus amos franceses, los liberaron después de sublevaciones y masacres y establecieron un reino basado en una crueldad más fantástica que el despotismo que imperaba antes. Por entonces no había negros felices en Haití. Habían conocido demasiado la tortura y la muerte ; la vida despreocupada de sus vecinos de las Indias Occidentales era por completo ajena a estos esclavos y descendientes de esclavos. Floreció una extraña combinación de razas : salvajes hombres tribales de Ashanti, Dambalalah y la costa de Guinea ; caribeños hoscos ; vástagos morenos de franceses renegados ; mezclas bastardas de sangre española, negra e india. Mestizos y mulatos taimados y traicioneros gobernaban la costa, pero había moradores aún peores en las colinas de allende. Había selvas en Haití, junglas impenetrables, bosques rodeados de montañas e infestados de ciénagas llenas de insectos venenosos y fiebres pestilentes. Los hombres blancos no se atrevían a entrar allí, pues eran peores que la muerte. Plantas chupadoras de sangre, reptiles venenosos y orquídeas enfermas atiborraban los bosques, que escondían horrores que África jamás había conocido. Pues es en aquellas colinas donde floreció el vudú verdadero. Se dice que allí vivían hombres, descendientes de los esclavos fugados, y facciones proscritas que habían sido expulsados de la isla. Rumores furtivos hablaban de pueblos aislados que practicaban el canibalismo, mezclado con oscuros ritos religiosos más terribles y pervertidos que cualquier cosa que hubiera salido del mismo Congo. La necrofilia, la adoración fálica, la
antropomancia y versiones distorsionadas de la Misa Negra eran corrientes. La sombra de Obeah estaba por todas partes. El sacrificio humano era común, las ofrendas de gallos y cabras cosas aceptadas. Había orgías alrededor de los altares vudú, y se bebía sangre en honor de Barón Samedi y los otros dioses negros traídos desde tierras antiguas. Todo el mundo lo sabía. Cada noche los tambores rada resonaban desde las colinas, y los fuegos centelleaban por encima de los bosques. Muchos papalois y hechiceros conocidos residían en el linde mismo de la costa, pero jamás se los molestó. Casi todos los negros "civilizados" aún creían en los hechizos y los filtros ; incluso los que iban a la iglesia se entregaban a los talismanes y encantamientos en tiempos de necesidad. Los así llamados negros "educados" de la sociedad de Port-au-Prince eran abiertamente emisarios de las tribus bárbaras del interior, y a pesar de la muestra exterior de civilización, los sangrientos sacerdotes todavía gobernaban detrás del trono. Desde luego había escándalos, desapariciones misteriosas y protestas esporádicas de los ciudadanos emancipados. Pero no era sabio meterse con aquellos que se inclinaban ante la Madre Negra, o provocar la ira de los terribles ancianos que moraban a la sombra de la Serpiente. Ése era el rango de la hechicería cuando Haití se convirtió en una república. La gente a menudo se pregunta por qué existe aún la magia hoy en día ; quizá sea más secreta, pero todavía sobrevive. Se pregunta por qué los espantosos zombis no son destruidos, y por qué el gobierno no ha intervenido para erradicar los demoníacos cultos de sangre que aún acechan en la penumbra de la jungla. Tal vez esta historia proporcione una respuesta : este cuento secreto y antiguo de la nueva república. Los funcionarios, al recordar el relato, todavía tienen miedo a interferir demasiado, y las leyes que han sido promulgadas se hacen cumplir con poca fuerza. Porque el Culto de la Serpiente de Obeah jamás morirá en Haití... en Haití, esa isla fantástica cuya sinuosa costa se parece a las fauces abiertas de una monstruosa serpiente. Uno de los primeros presidentes de Haití era un hombre culto. Aunque nacido en la isla, fue educado en Francia, y cursó extensos estudios durante su estancia en el extranjero. En su acceso al cargo más alto de la tierra se le vio como un cosmopolita ilustrado y sofisticado del tipo moderno. Por supuesto que aún le gustaba quitarse los zapatos en la intimidad de su despacho, pero nunca exhibió sus pies desnudos en capacidad oficial. No me malinterpretéis, el hombre no era un Emperador Jones ; sencillamente, era un caballero de ébano instruido cuya natural barbarie en ocasiones atravesaba su lustre de civilización. De hecho, era un hombre muy astuto, Tenía que serlo con el fin de llegar a presidente en aquellos tempranos días ; sólo los hombres extremadamente astutos alcanzaron alguna vez ese rango. Quizá os ayude un poco que os diga que en aquellos tiempos el término "astuto" era para un haitiano educado sinónimo de "deshonesto". Por lo tanto, resulta fácil darse cuenta del carácter que tenía el presidente cuando se sabe que se lo consideraba uno de los políticos de más éxito que jamás haya dado la república. En su corto reinado pocos enemigos se le opusieron ; y aquellos que trabajaban contra él por lo general desaparecían. El hombre, alto y negro como el carbón, con la conformación física de cráneo de un gorila albergaba un cerebro notablemente capaz bajo su frente prominente. Su habilidad era fenomenal. Tenía una perspicacia para las finanzas que le benefició mucho ; es decir, le benefició tanto en su vida oficial como personal. Siempre que consideraba necesario subir los impuestos, también incrementaba el ejército y lo enviaba a escoltar a los recaudadores. Sus tratados con los países extranjeros eran obras
maestras de ilegalidad legal. Este Maquiavelo negro sabía que debía trabajar deprisa, ya que los presidentes tenían una manera peculiar de morir en Haití. Parecían particularmente sensibles a la enfermedad... "envenenamiento por plomo", como podrían decir nuestros modernos amigos gángsters. Así que el presidente actuó deprisa en verdad, y realizó un trabajo magistral. Realmente fue notable, a la vista de su pasado humilde. Pues la suya fue una saga de éxito al estilo del buen Horatio Alger. No conoció a su padre. Su madre era una bruja en las colinas, y aunque bastante famosa, había sido muy pobre. El presidente había nacido en una cabaña de madera ; todo un entorno clásico para una futura y distinguida carrera. Sus primeros años habían sido plácidos, hasta que a los trece años lo adoptó un benevolente ministro protestante. Durante un año vivió con ese hombre amable, realizando las tareas de un criado en la casa. De repente, el pobre ministro murió a causa de un oscuro mal ; fue de lo más lamentable, pues había sido bastante rico y su dinero aliviaba gran parte del sufrimiento de esa zona en particular. En cualquier caso, ese rico ministro murió, y el hijo de la pobre bruja partió a Francia para recibir una educación universitaria. En cuanto a ella, se compró una mula nueva y no dijo nada. Su habilidad con las hierbas le había proporcionado a su hijo una posibilidad en el mundo, y estaba satisfecha. Pasaron ocho años antes de que el muchacho regresara. Había cambiado mucho desde su partida ; prefería la sociedad de los blancos y la de los mulatos de piel clara de Port-au-Prince. Se sabe que también le prestaba poca atención a su anciana madre. Su melindrez recién adquirida le hacía ser dolorosamente consciente de la ignorante simpleza de la mujer. Además, era ambicioso, y no le interesaba publicitar su relación con una bruja tan famosa. Porque ella era bastante famosa a su manera. De dónde había venido y cuál era su historia original, nadie lo sabía. Pero durante muchos años su cabaña en las montañas había sido el punto de encuentro de adoradores extraños e incluso de emisarios extraños. Los oscuros poderes de Obeah se evocaban en su sombrío altar de las colinas, y un grupo furtivo de acólitos residía allí con ella. Sus fuegos rituales siempre brillaban en las noches sin luna, y se entregaban bueyes en bautismos sangrientos al Reptil de la Medianoche. Pues era una Sacerdotisa de la Serpiente. Ya sabéis, el Dios-Serpiente es la deidad real de los cultos a Obeah. Los negros adoraban a la Serpiente en Dahomey y Senegal desde tiempos inmemoriales. Veneran a los reptiles de forma peculiar, y existe cierto vínculo oscuro entre la serpiente y la luna creciente. ¿Curiosa, verdad, esa superstición de la serpiente ? El Jardín del Edén tuvo a su tentador, ya sabéis, y la Biblia habla de Moisés y su báculo de serpientes. Los egipcios reverenciaban a Set, y los antiguos hindúes tenían un dios cobra. Da la impresión de estar generalizado por todo el mundo ese odio y adoración por las serpientes. Siempre parecen ser reverenciadas como criaturas del mal. Los indios americanos creían en Yig, y los mitos aztecas siguen el modelo. Y, por supuesto, las danzas ceremoniales de los Hopi son del mismo orden. Pero las leyendas de la Serpiente Africana son especialmente terribles, y las adaptaciones haitianas de los ritos sacrificales son peores. En la época de la que hablo se creía que algunos de los grupos vudú criaban en realidad serpientes ; pasaban a los reptiles de contrabando desde Costa de Marfil para usarlos en sus prácticas secretas. Había rumores de pitones de unos seis metros que se tragaban bebés que les eran ofrecidos en los Altares Negros, y de envíos de serpientes venenosas que mataban a los enemigos de los maestros del vudú. Es un hecho conocido que un peculiar culto que adoraba a los gorilas había introducido furtivamente en el país a unos simios antropoides ; por lo que las leyendas de la serpiente podrían haber sido
igualmente verdad. Sea como fuere, la madre del presidente era una sacerdotisa, y tan famosa, a su manera, como su distinguido hijo. Él, justo después de su regreso, había ascendido poco a poco al poder. Primero había sido recaudador de impuestos, luego tesorero, y por último presidente. Varios de sus rivales murieron, y aquellos que se le opusieron no tardaron en descubrir que era oportuno eliminar su odio ; pues aún era un salvaje de corazón, y a los salvajes les gusta torturar a sus enemigos. Se rumoreaba que había construido una cámara de torturas secreta bajo el palacio, y que sus instrumentos estaban oxidados, aunque no por el desuso. El abismo entre el joven estadista y su madre comenzó a ensancharse justo antes de su subida al poder presidencial. La causa inmediata fue su matrimonio con la hija de un rico plantador mulato de piel clara de la costa. No sólo la anciana se vio humillada porque su hijo contaminó la estirpe familiar (ella era negra pura, y descendiente de un rey-esclavo de Nigeria), sino que se mostró más indignada debido a que no fue invitada a la boda. Se celebró en Port-au-Prince. Los cónsules extranjeros asistieron, y la crema de la sociedad haitiana estuvo presente. La hermosa novia había sido educada en un convento y sus antecedentes se consideraban en la más alta estima. Sabiamente, el novio no se dignó a profanar la celebración nupcial incluyendo a su desagradable madre. Sin embargo, ella fue y observó la celebración desde la puerta de la cocina. Y estuvo bien que no revelara su presencia, ya que habría avergonzado no sólo a su hijo, sino también a unos cuantos más... dignatarios que a veces la consultaban de manera no oficial. Lo que vio de su hijo y de su prometida no fue agradable. El hombre era ahora un dandy afectado, y su esposa una coqueta tonta. La atmósfera de pompa y ostentación no la impresionó ; detrás de sus máscaras festivas de educada sofisticación, sabía que la mayoría de los presentes eran negros supersticiosos que habrían ido corriendo a verla en busca de encantamientos o consejos oraculares en cuanto tuvieran problemas. No obstante, no hizo nada ; sólo sonrió con amargura y volvió a casa cojeando. Después de todo, todavía amaba a su hijo. Sin embargo, la siguiente afrenta no pudo pasarla por alto. Fue en la toma del cargo de nuevo presidente. Tampoco a ese acontecimiento se la invitó, pero ella fue. Y en esta ocasión no se quedó en las sombras. Después de que el juramento de posesión fuera recitado, marchó con decisión ante la presencia del nuevo gobernante de Haití y lo abordó delante de los mismos ojos del cónsul de Alemania. Era una figura grotesca : una vieja pequeña y fea que apenas medía un metro y medio, negra, descalza y vestida con harapos. Naturalmente, el hijo ignoró su presencia. La bruja marchita se pasó la lengua por sus encías desdentadas en terrible silencio. Luego, con tranquilidad, comenzó a maldecirlo... no en francés, sino en el dialecto nativo de las colinas. Invocó la ira de sus sangrientos dioses sobre su cabeza desagradecida, y le amenazó tanto a él como a su esposa con venganza por su relamida ingratitud. Los invitados quedaron conmocionados. También el nuevo presidente. No obstante, no perdió la compostura. Con calma llamó con un gesto a los guardias, quienes se llevaron a la ahora histérica bruja. Trataría con ella después. La noche siguiente, cuando consideró adecuado bajar a la mazmorra a razonar con su madre, ella no estaba. Había desaparecido, le dijeron los guardias, moviendo los ojos misteriosamente. Hizo que fusilaran al carcelero y regresó a sus aposentos oficiales. Estaba un poco preocupado respecto a la maldición. Veréis, él sabía de lo que era capaz la mujer. Tampoco le gustaron las amenazas que profirió contra su mujer. Al día
siguiente hizo que le fabricaran unas balas de plata, igual que el Rey Henry en los viejos días. También compró un encantamiento ouanga de un hechicero que conocía. La magia lucharía contra la magia. Aquella noche, una serpiente le visitó en sueños ; una serpiente de ojos verdes que le susurró a la manera de los hombres y le siseó con aguda y burlona risa cuando él la golpeó en su sueño. Por la mañana había un olor reptilesco en su dormitorio, y un légamo nauseabundo sobre su almohada que emitía un olor similar. Y el presidente supo que sólo su encantamiento le había salvado. Aquella tarde su esposa echó en falta uno de sus vestidos parisinos, y el presidente interrogó a los sirvientes en su cámara de torturas. Descubrió algunos hechos que no se atrevió a contarle a su mujer, y a partir de ese momento dio la impresión de estar muy triste. Ya había visto trabajar a su madre con figuras de cera antes : pequeños maniquíes que se parecían a hombres y mujeres, vestidos con partes de sus prendas robadas. A veces les clavaba agujas o los asaba sobre un fuego bajo. Siempre las personas reales enfermaban y morían. Ese conocimiento hizo al presidente bastante desdichado, y estuvo más preocupado cuando regresaron unos mensajeros y le dijeron que su madre había desaparecido de su vieja cabaña en las colinas. Tres días después su esposa murió de una herida dolorosa en el costado que los médicos no pudieron explicar. Estuvo en agonía hasta el final, y justo antes de morir se rumoreó que su cuerpo se puso azul y se hinchó hasta el doble de su tamaño normal. Sus rasgos estaban carcomidos como con lepra, y sus extremidades dilatadas se parecían a las de una víctima de elefantiasis. En Haití hay horribles enfermedades tropicales, pero ninguna mata en tres días... Después de eso, el presidente enloqueció. Como Cotton-Matters antaño, inició una cruzada de caza de brujas. Se envió a los soldados y a la policía a peinar todo el campo. Los espías fueron a los cobertizos de las cimas de las montañas, y las patrullas armadas se agazaparon en campos lejanos donde trabajan los hombres-muertos vivientes, con sus vidriosos ojos mirando incesantemente a la luna. Se interrogó a las mamalois sobre los fuegos, y se asó a los poseedores de libros prohibidos sobre llamas alimentadas con esos mismos volúmenes que guardaban. Los sabuesos ladraron en las colinas, y los sacerdotes murieron en los altares donde solían realizar sacrificios. Sólo se había dado una orden especial : la madre del presidente debía ser capturada con vida y sin recibir daño alguno. Mientras tanto, él permaneció sentado en palacio con las brasas de la lenta locura en sus ojos : brasas que ardieron con llama demoníaca cuando los guardias trajeron a la bruja marchita, a quien habían capturado cerca de aquella terrible arboleda de ídolos que hay en la ciénaga. La llevaron abajo, aunque se debatió y arañó como un gato salvaje, y luego los guardias se fueron y dejaron a su hijo a solas con ella. Solo, en la cámara de torturas, con una madre que le maldijo desde el potro. Solo, con un fuego frenético en los ojos, y un gran cuchillo de plata en la mano... El presidente pasó muchas horas en su cámara de torturas secreta durante los siguientes días. Rara vez se lo vio por el palacio, y sus sirvientes recibieron órdenes de que no debía molestársele. Al cuarto día subió por la escalera oculta por última vez, y la titilante locura de sus ojos se había desvanecido. Qué sucedió en la mazmorra subterránea jamás se sabrá con certeza. Sin duda es lo mejor. El presidente era un salvaje de corazón, y para el bárbaro la prolongación del dolor siempre aporta éxtasis... Sin embargo, se sabe que la vieja bruja maldijo a su hijo con la Maldición de la Serpiente en su último aliento, y ésa es la maldición más terrible de todas.
Se puede obtener cierta idea de lo que pasó conociendo la venganza del presidente, ya que tenía un sentido del humor lúgubre y la noción de la retribución de un salvaje. Su esposa había sido asesinada por su madre, quien creó una imagen de cera de ella. Él decidió hacer lo que sería exquisitamente apropiado. Cuando subió por la escalera aquella última vez, sus sirvientes vieron que llevaba con él una vela grande, hecha de grasa de cadáver. Y como nadie vio nunca más el cuerpo de su madre, hubo conjeturas curiosas respecto a cómo había conseguido la grasa de cadáver. Pero también la mente del presidente se inclinaba hacia las bromas macabras... El resto de la historia es muy sencilla. El presidente fue directamente a su despacho en el palacio, donde depositó la vela sobre su escritorio. Había descuidado el trabajo en los últimos días, y tenía muchos asuntos oficiales que atender. Permaneció sentado en silencio un rato, mirando la vela con una sonrisa curiosa y satisfecha. Luego ordenó que le llevaran los documentos y anunció que se ocuparía de ellos de inmediato. Trabajó toda la noche, con dos guardias estacionados en el exterior junto a la puerta. Sentado a su mesa, se dedicó a su tarea a la luz de la vela... esa vela hecha con grasa de cadáver. Era evidente que la maldición lanzada por su madre al morir no le molestaba en absoluto. Una vez satisfecho, su ansia de sangre saciada descartó toda posibilidad de venganza. Ni siquiera era lo suficientemente supersticioso como para creer que la bruja pudiera volver de la tumba. Permaneció bastante tranquilo allí sentado, todo un caballero civilizado. La vela proyectaba sombras ominosas sobre el cuarto en penumbra, pero él no lo notó... hasta que fue demasiado tarde. Entonces, alzó la vista... para ver la vela de grasa de cadáver retorcerse hasta adquirir una vida monstruosa. La maldición de su madre... ¡La vela -la vela hecha con grasa de cadáver- estaba viva ! Era una cosa sinuosa, y que se retorcía, moviéndose en su candelabro con un propósito siniestro. El extremo de la llama pareció brillar con intensidad y adquirir un súbito y terrible parecido. El presidente, sorprendido, vio la cara ígnea de su madre ; una cara diminuta y arrugada de fuego, con un cuerpo de grasa de cadáver que se lanzó hacia el hombre con espantosa facilidad. La vela se estiraba como si estuviera derritiéndose ; se estiraba y extendía hacia él de un modo terrible. El presidente de Haití aulló, pero era demasiado tarde. La resplandeciente llama del extremo se apagó, quebrando el hechizo hipnótico que mantenía en trance al hombre. Y en ese momento la vela saltó, mientras la habitación desaparecía en la temida oscuridad. Era una oscuridad horrible, llena de gemidos y el sonido de un cuerpo debatiéndose que se hizo cada vez más y más débil... Estaba inmóvil cuando los guardias entraron y encendieron las luces de nuevo. Sabían lo de la vela de grasa de cadáver y la maldición de la madre-bruja. Ésa es la razón por la que fueron los primeros en anunciar la muerte del presidente ; los primeros en meterle una bala en la nuca y afirmar que se había suicidado. Le contaron la historia al sucesor del presidente, y éste dio órdenes de que se abandonara la cruzada contra el vudú. Era mejor así, pues el nuevo gobernante no deseaba morir. Los guardias le explicaron por qué le habían disparado al presidente y dicho que había sido suicidio, y su sucesor no quiso arriesgarse a caer en la Maldición de la Serpiente. Pues el presidente de Haití había sido estrangulado por la vela de grasa del cadáver de su madre... «una vela de grasa de cadáver que estaba enroscada alrededor de su cuello como una serpiente gigantesca.»

CUADERNO HALLADO EN UNA CASA DESHABITADA -- ROBERT BLOCH

CUADERNO HALLADO EN UNA CASA DESHABITADA
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ROBERT BLOCH


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Ante todo, quiero decir que yo no he hecho nunca nada malo. A nadie. No tienen ningún derecho a encerrarme aquí, sean quienes fueren. Y no tienen ningún motivo para hacer lo que presiento que van a hacer.
Creo que no tardarán en entrar, porque hace ya mucho tiempo que se han marchado. Supongo que estarán excavando en el pozo viejo. He oído que buscan una entrada. No una entrada normal, por supuesto, sino algo distinto.
Tengo una idea concreta de lo que pretenden, y estoy asustado.
Quisiera asomarme a las ventanas, pero naturalmente las han clavado con tablas, y no puede ser.
Pero he encendido la lámpara, y he encontrado este cuaderno, así que voy a contarlo todo. Luego, si tengo suerte, quizá pueda hacerlo llegar a alguien capaz de ayudarme. O tal vez lo encuentre alguien. En cualquier caso, es preferible contarlo lo mejor que pueda, a estar sentado aquí esperando. Esperando a que vengan ellos a cogerme.
Será mejor que empiece por decir mi nombre, que es Willie Osborne, y que cumplí los doce años en julio pasado. No sé dónde he nacido.
Lo primero que recuerdo es que vivía en la carretera de Roodsford, en lo que la gente llama la loma de atrás. Es un paraje solitario rodeado de espeso bosque, y de montañas y colinas a las que nadie sube jamás.
Abuela solía contármelo cuando era más pequeño. Era con quien yo vivía, porque mis padres habían muerto. Abuela me enseñó a leer y escribir. Nunca he ido a la escuela.
Abuela sabía toda clase de cosas sobre las montañas y los bosques, y me contaba algunas historias que eran muy extrañas. Al menos me lo parecían a mí, cuando era pequeño y vivía solo con ella. Eran historias como las que vienen en los libros.
Como las historias sobre que ellos se ocultaban en los pantanos, y estaban ya aquí antes que los colonizadores y los indios, y que había círculos en los pantanos, y grandes piedras llamadas altares donde ellos solían ofrecer sacrificios a lo que adoraban.
Abuela decía que esas historias se las había contado su abuela... las de que se ocultaban ellos en los bosques y los pantanos, porque no podían soportar la luz del sol, y de que los indios se mantenían alejados de esos lugares. Ella decía que a veces los indios abandonaban a algún niño atado a los árboles del bosque como sacrificio, para tenerlos a ellos contentos y pacíficos.
Los indios lo sabían todo sobre ellos y procuraban que los blancos no supieran nada ni se fueran a vivir demasiado cerca de las montañas. Ellos no les molestaban demasiado, pero cuando eran muchos sí. Así que los indios ponían pretextos para no asentarse, y decían que no habla bastante caza ni había rastros y que estaba demasiado lejos de la costa.
Abuela me contó que por eso no había muchos lugares colonizados aun hoy. Sólo unas cuantas granjas aquí y allá. Y me contó que ellos estaban vivos todavía y que a beces, en algunas noches de primavera y otoño, se podía ber luz y oír ruidos allá en la cima de las montañas.
Abuela me dijo que yo tenía una tía Lucy y un tío Fred que vivían justo en mitad de los montes. Y dijo que Papá solía visitarlos antes de casarse, y que una vez les oyó a ellos tocar un tambor de tronco una noche, en la víspera de Todos los Santos. Eso fue antes de conocer a Mamá, y se casaron y ella murió cuando yo nací y él se marchó.
Yo le oía toda clase de historias. Sobre brujas y demonios y hombres murciélagos que te chupaban la sangre y te atormentaban. Sobre Salem y Arkham, porque yo nunca he estado en una ciudad y quería que me contara cómo eran. Sobre un pueblo llamado Insmouth, de casas podridas, donde la gente ocultaba seres horrendos en los sótanos y los áticos. Y me contó que cavaban las sepulturas muy hondas en Arkham. Parecía como si toda la región estuviese llena de fantasmas.
Solía asustarme contándome lo que parecían algunos de esos seres y todo, pero en cambio nunca quiso decirme cómo eran ellos por mucho que yo le preguntaba. Decía que no quería que yo andara pensando en esas cosas, bastante malas, por lo que ella y su familia sabían, casi demasiado para gente decente y temerosa de Dios. Tuve suerte al no preocuparme por tales ideas, como una antepasada mía por parte de mi padre, Mehitabel Osborne, a la que colgaron por bruja en tiempos de Salem.
Así que para mí no fueron más que consejos, hasta el año pasado en que Abuela murió y el Juez Crubinthorp me metió en el tren, y me fui a vivir con Tía Lucy y Tío Fred, en los mismos montes de los que tanto me había hablado Abuela.
Desde luego que estaba yo escitado, y el conductor me dejó conducir todo el camino y me habló de los pueblos y de todo.
Tío Fred me esperaba en la estación. Era un hombre alto y flaco con una barba larga. Me llevó en una calesa desde el pequeño apeadero -no había casas ni nada por los alrededores- hasta los bosques.
Hay algo raro en esos bosques. Estaban muy quietos y callados. Me daban escalofríos el verlos tan oscuros y solitarios. Parecía como si nadie hubiese gritado o reído jamás en ellos. No podía imaginarme a alguien hablando, como no fuera en susurros.
Los árboles y todo eran muy viejos, también. No había animales ni pájaros. El camino era una especie de maleza como no había otra. Pero Tío Fred iba deprisa; no me habló apenas, y hacía que el viejo caballo echara el bofe.
No tardamos en adentramos entre los montes, que eran muy altos. Había bosques en ellos, también, y a beces bajaba algún arroyo, pero no vimos ninguna casa y allí donde mirábamos estaba oscuro como en el anochecer.
Finalmente llegamos a la granja: era un pequeño lugar, una casa de viejo armazón y un granero en un claro, con árboles de aspecto sombrío alrededor. Tía Lucy salió a recibirnos; era una especie de señora bajita, de mediana edad, que me abrazó y entró mis cosas.
Pero todo esto no tiene nada que ver con lo que yo quiero contar aquí. No importa que todo este año pasado viviese en la casa con ellos, comiendo de lo que Tío Fred cultivaba, sin bajar nunca al pueblo. No había otra granja en seis
kilómetros a la redonda, ni escuela tampoco; así que por las noches Tía Lucy me tomaba la lectura. Nunca he jugado mucho.
Al principio tenía miedo de internarme en el bosque por lo que me había contado Abuela. Además, diría que Tía Lucy y Tío Fred tenían miedo de algo, por la manera de cerrar las puertas por la noche y nunca se internaban en el bosque después de oscurecer, ni aun en verano.
Pero al cabo de un tiempo, me acostumbré a la idea de vivir en el bosque, y ellos no parecieron tan asustados. Yo hacía tareas para Tío Fred, naturalmente, pero a beces, las tardes en que él estaba ocupado, salía a dar una vuelta solo. Sobre todo en el otoño.
Y así fue como oí a uno de los seres. Fue a principios de octubre, y yo estaba en la cañada que hay junto a la gran peña. Entonces empezó el ruido. Yo me escondí rápidamente detrás de esa roca.
Escucha, me dije, en el bosque no hay animales. Ni gente. Salvo, quizá, el viejo Cap Pritchett, el cartero, que sólo viene los jueves por la tarde.
Así que al oír el ruido, no siendo Tío Fred o Tía Lucy que me llamaban, pensé que era mejor esconderme.
Y sobre ese ruido. Al principio era muy lejano, una especie de goteo. Sonaba como la sangre al caer en pequeños chorritos en el fondo de un cubo, cuando Tío Fred colgaba un cerdo sacrificado.
Miré a mi alrededor pero no pude descubrir nada, ni tampoco averiguar la dirección del ruido. El ruido pareció parar durante un minuto, y todo era oscuridad y árboles, quietos como la muerte. Luego empezó el ruido otra vez, más fuerte y más alto.
Sonaba como un montón de gente corriendo o andando todos a la vez, hacia donde yo estaba. El chasquido de ramitas al quebrarse bajo los pies y el remover de arbustos se mezclaban con el ruido. Yo me aplasté detrás de aquella peña y me estuve completamente quieto.
Puedo decir que, fuera lo que fuese, estaba ahora muy cerca, justo en la cañada. Quiero mirar, pero no puede ser porque el ruido es muy alto y ruin. Y también hay un olor espantoso como de algún animal muerto y enterrado que ha sido destapado después al sol.
De repente el ruido se para otra vez y puedo decir que sea lo que sea lo que lo produce, está muy cerca. Durante un minuto, los bosques están tremendamente silenciosos. Luego vuelve el ruido.
Es como una voz que no es voz. O sea, no suena como una voz, sino como un zumbido o gruñido profundo y ronroneante. Pero tiene que ser voz porque dice palabras.
No palabras que yo puedo entender, pero son palabras. Palabras que hacen que mantenga la cabeza bajada, temeroso de que me vean, y temeroso también de ver algo. Permanecí allí sudando y temblando. El hedor me estaba poniendo enfermo, pero esa voz espantosa, profunda, ronroneante, era peor. Una y otra vez repetía algo que sonaba a una cosa así como:
«E uh shub nigger ath ngaa ryla neb shoggoth».
No creo que lo haya escrito tal como sonaba, pero lo oí las suficientes veces como para recordarlo. Aún lo estaba escuchando, cuando el hedor se hizo tan espantosamente denso que creo que me desmayé, porque cuando desperté la voz había desaparecido y estaba oscureciendo.
No paré de correr hasta la casa esa tarde, aunque antes fui a ver dónde había estado el que habló... y era un animal.
Ningún ser humano puede dejar huellas en el barro que son como pezuñas de cabra, todas verdes de limo, con un olor nauseabundo... y no eran cuatro ni ocho, ¡eran lo menos doscientas!
No se lo dije a Tía Lucy ni a Tío Fred. Pero esa noche, cuando me fui a la cama, tuve sueños terribles. Estaba de nuevo en la cañada, sólo que esta vez pude ver a la monstruosidad. Era muy alta y negra como el betún, sin una forma concreta, salvo un montón de cuerdas negras que remataban como con pezuñas. O sea, tenía forma, pero cambiante: se combaba y retorcía en diferentes maneras. Tenía un montón de bocas por todas partes que se arremolinaban como hojas en las ramas.
Es lo más parecido que se me ocurre. Las bocas eran como hojas y todo el ser aquél era como un árbol al viento, un árbol negro con montones de ramas que azotaban el suelo, y un sinfín de raíces que acababan en pezuñas. Y el limo verdoso que goteaba de sus bocas y se escurría por las patas era ¡como la savia!
Al día siguiente me acordé de mirar en un libro que Tía Lucy tenía abajo. Se llamaba mitología. Este libro hablaba de ciertas gentes que vivían en Inglaterra y en Francia antiguamente y que se llamaban druidas. Adoraban a los árboles y creían que estaban vivos. A lo mejor ese ser era como los que ellos adoraban, un llamado espíritu-naturaleza.
Pero si estos druidas vivían al otro lado del océano, ¿cómo podía ser? Esto me hizo pensar un montón, los dos días siguientes, y os aseguro que no volví a jugar más en aquellos bosques.
Finalmente me figuré más o menos lo siguiente:
Que esos druidas fueron expulsados de los bosques de Inglaterra y de Francia y que algunos fueron lo bastante listos como para construir embarcaciones y cruzar el océano, como se cuenta que hizo el Viejo Leaf Erikson. Entonces pudieron asentarse en estos bosques de aquí y ahuyentar a los indios con sus hechizos mágicos.
Sabrían ocultarse en los pantanos, y seguirían celebrando sus cultos paganos e invocando a estos espíritus de la tierra o de donde quiera que vengan.
Los indios suelen creer que los dioses blancos vinieron del mar hace mucho tiempo. ¿Y si eso es ni más ni menos que otra manera de decir cómo llegaron aquí los druidas? Algunos indios verdaderamente civilizados de México o Sudamérica -aztecas o incas, supongo- decían que un dios blanco vino en un barco y les enseñó toda clase de magia. ¿No pudo ser un druida?
Eso también explicaría las historias de Abuela sobre ellos.
Aquellos druidas que se ocultaban en los pantanos serían los que batían y golpeaban tambores y encendían fogatas en los montes. Y los llamarían a ellos espíritus de los árboles o lo que fuera, haciendolos salir de la tierra. Entonces les harían sacrificios. Estos druidas hacían siempre sacrificios de sangre, igual que las viejas brujas. ¿Y no decía Abuela que la gente que vivía demasiado cerca de los montes desaparecía y no se la volvía a ber?
Nosotros vivíamos en un lugar exactamente así.
Y se acercaba el Día de Difuntos. Abuela siempre decía que ése era un día grande.
Yo empecé a preguntarme, ¿qué pasará ahora?
Me daba tanto miedo que no salía de casa. Tía Lucy me hizo tomar un tónico; decía que yo estaba chupado. Supongo que lo estaba. Todo lo que sé es que una tarde en que oí llegar una calesa por el bosque eché a correr y me escondí debajo de la cama.
Pero sólo era Cap Pritchett con el correo. Tío Fred lo cogió y se puso muy excitado al ver una carta.
Primo Osborne iba a venir a estar con nosotros. Era pariente de Tía Lucy y tenía vacaciones y quería pasar una semana. Llegaría aquí en el mismo tren que yo -el único tren que pasaba por esta parte- el 25 de octubre a mediodía.
Los días siguientes estuvimos todos tan excitados que a mí se me olvidaron todas las ideas como por encanto. Tío Fred arregló la habitación de atrás para que Primo Osborne durmiese allí, y yo le ayudé con la carpintería.
Los días acortaron, y las noches se hicieron frías y con grandes vientos. Era la madrugada del 25, y Tío Fred se abrigó bien para cruzar el bosque con la calesa. Quería traer a Primo Osborne a mediodía, y había diez kilómetros hasta el apeadero. No quiso llevarme, y yo no dije nada. El bosque estaba lleno de ruidos y crujidos del viento... ruidos que podían ser debidos a otras cosas, también.
Bueno, se marchó, y Tía Lucy y yo nos quedamos en la casa. Ella guardaba conservas -ciruelas- para el invierno. Yo sacaba cántaros del pozo.
Creo que tenía que haber dicho antes que teníamos dos pozos Uno nuevo con una bomba grande y flamante junto a la casa. Y luego otro de piedra al lado del granero, con una bomba estropeada. Nunca había servido para nada, decía Tío Fred; ya estaba así cuando compraron el lugar. El agua estaba llena de limo. Y era curioso, porque aunque no funcionaba la bomba, a veces parecía que bajaba el nivel. Tío Fred no sabía por qué, pero algunas mañanas el agua se desbordaba... un agua verdosa, llena de limo, que olía terriblemente.
No nos acercábamos a él, y yo estuve en el pozo nuevo hasta el mediodía, cuando empezó a nublarse. Tía Lucy preparó la comida, y empezó a llover fuerte y los truenos retumbaban en los grandes montes del oeste.
Pensé que Tío Fred y Primo Osborne iban a tener dificultades para llegar a casa con la tormenta, pero Tía Lucy no se inquietó por eso, me hizo que la ayudara a guardar las provisiones.
A las cinco empezó a oscurecer, y Tío Fred no había regresado. Entonces empezamos a preocuparnos. A lo mejor el tren se había retrasado, o le había pasado algo al caballo o a la calesa.
Las seis y Tío Fred sin venir. Había parado de llover, pero todavía se podían escuchar los truenos como gruñendo por los montes, y las ramas mojadas seguían goteando en el bosque, haciendo un ruido como de mujeres riéndose.
A lo mejor el camino estaba demasiado mal para meterse en él. La calesa podía atascarse en el barro. Tal vez habían decidido quedarse en el apeadero a pasar la noche.
Las siete, y fuera estaba oscuro como la boca de un lobo. Ya no se oía ruido de lluvia. Tía Lucy estaba muy asustada. Dijo que saliéramos a poner un farol en la cerca junto al camino.
Empezamos a bajar por el sendero, en dirección a la cerca. Estaba oscuro y el viento había parado. Todo estaba quieto, como en lo más profundo del bosque. Yo sentía una especie de miedo mientras bajaba por el sendero con Tía Lucy... era como si hubiese algo en la quieta oscuridad en algún lugar, esperando para atraparme.
Encendimos el farol y estuvimos mirando hacia el camino y «¿Qué es eso?», dijo Tía Lucy con un grito muy fuerte. Escuché y ol como un redoblar a lo lejos.
-El caballo y la calesa -dije. Tía Lucy se reanimó.
-Tienes razón -dijo de repente. Y es, porque lo vemos. El caballo corre de prisa y la calesa va saltando detrás como loca. No tardamos ni un segundo en ver que algo ha pasado, porque la calesa no se para junto a la entrada, sino que sigue hasta el granero con Tía Lucy y yo corriendo por el barro detrás del caballo. El caballo está lleno de espuma, y cundo se par no puede estarse quieto. Tía Lucy y yo esperamos que bajen Tío Fred y Primo Osborne, pero no. Entonces miramos dentro.
No hay nadie dentro de la calesa.
Tía Lucy dice «¡Oh!», dando un grito muy fuerte, y luego se desmaya. Yo tuve que llevarla a casa y meterla en la cama.
Esperé toda la noche junto a la ventana, pero Tío Fred y Primo Osborne no aparecieron. Ya más.
Los días siguientes fueron espantosos. No encontramos nada en la calesa que indicara qué había pasado, y Tía Lucy no me dejó que emprendiese el camino hasta el pueblo ni cruzar el bosque hasta el apeadero.
Al día siguiente encontramos el caballo muerto en el granero, y como es natural nos tocaba ir andando al apeadero o recorrer a pie todos los kilómetros que hay hasta la granja de Warren. Tía Lucy tenía miedo de ir y miedo de quedarse, y decidió que cuando viniese Cap Pritchett sería mejor que nos fuéramos con él al pueblo y presentar la denuncia y luego quedarnos allí hasta que averigüemos qué ha pasado.
Yo tenía mis propias ideas sobre lo pasado. Ya faltaban pocos días para el Día de Difuntos, y tal vez ellos habían atrapado a Tío Fred y Primo Osborne para el sacrificio. Ellos o los druidas. El libro de mitología decía que los druidas podían hasta desatar tormentas si querían con sus hechizos.
Aunque no tenía sentido hablar con Tía Lucy. Estaba como trastornada de angustia, y daba vueltas de un lado para otro y murmuraba una y otra vez: «Han muerto», y «Fred siempre me lo advirtió», y «es inútil, es inútil». Tuve que hacer yo las comidas y atenderla a ella. Y por las noches era difícil dormir, porque estaba atento a ver si se oían tambores. No llegué a oírlos de todos modos, pero era preferible velar a dormir y tener esos sueños.
Esos sueños sobre el ser negro que era como un árbol, que andaba por los bosques y echaba raíces en un determinado lugar para ponerse a rezar con todas aquellas bocas... a rezar a ese viejo dios de debajo del suelo.
No sé de dónde saqué la idea de cómo rezaba: pegando sus bocas al suelo. Tal vez porque vi el limo verde. ¿O es que lo presencié en realidad? Nunca volví a aquel lugar a mirar. Tal vez no eran más que figuraciones mías, la historia de los druidas y ellos y la voz que decía «shoggoth» y todo lo demás.
Pero entonces, ¿dónde estaban Primo Orborne y Tío Fred? ¿Y qué asustó al caballo para venir de esa manera y morirse al día siguiente?
Los pensamientos me seguían dando vueltas y más vueltas en la cabeza, cada uno expulsando al otro, pero todo lo que sabía era que no estaríamos aquí la noche del 31 de octubre, víspera de Todos los Santos.
Porque la noche del 31 de octubre caía en jueves, y Cap Pritchett vendría y podríamos irnos al pueblo con él.
La noche antes hice que Tía Lucy recogiera unas cuantas cosas y lo dejamos todo preparado, y entonces me eché a dormir. No hubo ruidos, y por primera vez me sentí un poco mejor.
Sólo que volvieron los sueños. Soñé que un puñado de hombres venían en la noche y entraban por la ventana de la habitación donde dormía Tía Lucy y la cogían. La ataban y se la llevaban en silencio, a oscuras, porque tenían ojos de gato y no necesitaban luz para ver.
El sueño me asustó tanto que me desperté cuando ya despuntaba el día. Bajé corriendo a buscar a Tía Lucy.
Había desaparecido.
La ventana estaba abierta de par en par, como en mi sueño, y había algunas mantas desgarradas.
El suelo estaba duro, fuera de la ventana, y no vi huellas de pies ni nada. Pero había desaparecido.
Creo que grité entonces.
Es difícil recordar lo que hice a continuación. No quise desayunar. Salí gritando «Tía Lucy» sin esperar ninguna respuesta. Fui al granero y encontré la puerta abierta, y que las vacas habían desaparecido. Vi una huella o dos que se dirigían al camino, pero no me pareció prudente seguirlas.
Poco después fui al pozo y entonces grité otra vez, porque el agua estaba verdosa de limo en el nuevo, igual que el agua del viejo.
Cuando vi aquello supe que estaba en lo cierto. Debieron de venir ellos por la noche y ya no trataron de ocultar sus fechorías. Porque estaban seguros de las cosas.
Esta era la noche del 31 de octubre, víspera de Todos los Santos. Tenía que marcharme de aquí. Si ellos vigilaban y esperaban, y no podía confiar en que Cap Pritchett apareciese esta tarde. Tenía que intentar bajar al camino, así que era mejor que me fuera ahora, por la mañana, mientras había luz para llegar al pueblo.
Con que me puse a revolver y encontré un poco de dinero en el cajón de la mesa de Tío Fred y la carta de Primo Osborne, con el remite de Kingsport, desde donde escribió. Ahí es adonde yo habría ido después de contar a la gente lo sucedido. Debo tener familia allí.
Me preguntaba si me creerían en el pueblo cuando les contara la forma en que Tío Fred había desaparecido, y Tía Lucy, y el robo del ganado para un sacrificio y lo del limo verde en el pozo donde algún animal se había parado a beber. Me preguntaba si se enterarían de los tambores, y las fogatas que habría en los montes esta noche y si formarían una partida y vendrían esta noche para tratar de cogerlos a todos ellos y a lo que se proponían hacer salir de la tierra. Me preguntaba si sabrían qué era un «shoggoth».
Bueno, tanto si iban a venir como si no, yo no iba a quedarme a averiguarlo. Así que hice mi pequeña maleta y me dispuse a marcharme. Debía ser alrededor de mediodía y todo estaba tranquilo.
Fui a la puerta y salí sin molestarme en cerrarla con llave después. ¿Para qué, si no había nadie en muchos kilómetros a la redonda?
Entonces oí el ruido abajo en el camino.
Era ruido de pasos.
Alguien benía por el camino, exactamente por la curva.
Me quedé quieto un minuto, esperando a ber, esperando para echar a correr.
Entonces apareció.
Era alto y delgado, y se parecía un poco a Tío Fred, sólo que mucho más joven y sin barba, y vestía una especie de traje elegante como de ciudad y un sombrero de copa. Sonrió al verme y vino hacia mí como si me conociera.
-Hola, Willie -dijo.
Yo no dije nada, estaba muy confundido.
-¿No me conoces? -dij. Soy Primo Osborne. Tu primo Frank -me tendió la mano para estrecharme-. Pero supongo que no te acuerdas de mí, ¿verdad? La última vez que te vi eras sólo un bebé.
-Pero yo creía que tenias que venir la semana pasada -dije-. Te esperábamos el 25.
-¿No recibisteis mi telegrama? -preguntó-. Tuve que hacer.
Negué con la cabeza.
-Nosotros no recibimos nada, aparte del correo que nos traen los jueves. A lo mejor está en la estación.
Primo Osborne hizo una mueca.
-Estáis bastante lejos del bullicio, desde luego. Este mediodía no había nadie en la estación. He esperado a Fred para que me recogiera en su calesa, así no me habría dado la caminata, pero no he tenido suerte.
-¿Has venido a pie todo el trayecto? -pregunté.
-Desde luego.
-¿Y has venido en tren?
Primo Osborne asintió.
-Entonces, ¿dónde está tu maleta?
-La he dejado en el apeadero -me dijo-. Está demasiado lejos para traerla en la mano. Pensé que Fred me puede llevar en su calesa para recogerla -notó mi equipaje por primera vez-. Pero, un momento, ¿ adónde vas con esa maletita, hijo?
Bueno, no me quedaba otro remedio que contarle todo lo que habla sucedido.
Así que le dije que fuéramos a la casa a sentarnos, y se lo explicaría.
Volvimos y él preparó un poco de café y yo hice un par de bocadillos y comimos, y entonces le conté que Tío Fred había ido al apeadero y no había vuelto, y lo del caballo, y lo que le ocurrió luego a Tía Lucy. Me callé lo que me pasó a mí en el bosque, naturalmente, y ni siquiera le insinué lo de ellos. Pero le dije que estaba asustado y que me disponía a irme hoy mismo antes de que oscureciese.
Primo Osborne me escuchaba, asentía y no decía nada ni me interrumpía.
-Así que por eso tenemos que irnos de aquí.
Primo Osborne se levantó.
-Puede que tengas razón, Willie -dijo-. Pero no dejes correr demasiado la imaginación, hijo. Trata de separar los hechos de las fantasías. Tus tíos han desaparecido. Eso es un hecho. Pero esa otra tontería sobre unos seres de los bosques que vienen por ti... eso es fantasía. Me recuerda todas aquellas estupideces que contaban en casa, en Arkham. Y por alguna razón, me lo recuerdan más en este tiempo, ya que es 31 de octubre. Porque, cuando me marché...
-Perdona, Primo Osborne -dije-. Pero ¿no vives en Kingsport?
-Pues claro -me contestó-. Pero antes vivía en Arkham, y conozco a la gente de por aquí. No me extraña que te asusten los bosques y que imagines cosas. De hecho, admiro tu valentía. Para tus doce años, te has portado con mucha sensatez.
-Entonces pongámonos en camino -dije-. Son casi las dos, y lo más prudente es que nos vayamos si queremos llegar al pueblo antes de la puesta del sol.
-Aún no, hijo -dijo Primo Osborne-. No me iré tranquilo sin echar antes una ojeada y ver qué podemos averiguar sobre este misterio. Al fin y al cabo, debes comprender que no podemos marcharnos al pueblo y contarle al sheriff cualquier disparate sobre extrañas criaturas de los bosques que vinieron y se llevaron a tus tíos. La gente sensata no cree en esas cosas. Podrían pensar que estoy mintiendo y se reirían de mí. Podrían creer que has tenido algo que ver con... bueno, con la desaparición de tus tíos.
-Por favor -dije-. Vámonos ahora mismo.
Negó con la cabeza.
No dije nada más. Podía haberle dicho un montón de cosas, lo que había soñado y oído y visto y lo que sabía... pero pensé que no serviría de nada.
Además, habla cosas que yo no quería decirle ahora que había hablado con él. Me sentía asustado otra vez.
Primero dijo que era de Arkham y luego, cuando le pregunté me dijo que era de Kingsport pero a mí me sonaba a mentira.
Luego dijo algo sobre que yo tenía miedo en los bosques, pero ¿cómo podía saber eso él? Yo no le había contado ese detalle.
Si queréis saber qué es lo que yo pensaba de verdad, pensaba que tal bez no era Primo Osborne.
Y si no era él, entonces ¿quién era?
Me puse de pie y me dirigí al vestíbulo.
-¿Adónde vas, hijo? -preguntó.
-Afuera.
-Iré contigo.
Con toda seguridad, me vigilaba. No iba a perderme de vista. Vino a mí y me cogió del brazo amistosamente,.. pero yo no podía soltarme. No, se pegó a mi lado. Sabía que yo me proponía echar a correr.
¿Qué podía hacer? Estaba a solas en la casa del bosque con este hombre, y de cara a la noche, víspera de Todos los Santos, y ellos aguardando fuera.
Salimos, y noté que ya empezaba a oscurecer, aun en plena tarde. Las nubes habían ocultado el sol, y el viento agitaba los árboles de forma que alargaban las ramas como si trataran de retenerme. Hacían un ruido susurrante, como si cuchichearan cosas sobre mí, y él levantó la vista como para mirarlos y escucharlos. A lo mejor comprendía lo que decían. A lo mejor le estaban dando órdenes.
Luego casi me eché a reír, porque se puso a escuchar algo, y yo lo oí también.
Era un golpear en el camino.
-Cap Pritchett -dije-. Es el cartero. Ahora podremos irnos al pueblo en su calesa.
-Deja que hable con él -dijo--. Y sobre tus tíos, no hay por qué alarmarle y no vamos a armar escándalo, ¿no te parece? Corre adentro.
-Pero, Primo Osborne -dije-. Tenemos que decir la verdad.
-Pues claro que sí, hijo. Pero eso es cosa de mayores. Ahora corre. Ya te llamaré.
Hablaba con mucha amabilidad y hasta sonrió, pero de todos modos me llevó a la fuerza hasta el porche y me metió en la casa y cerro con un portazo. Me quedé en el vestíbulo a oscuras y pude oír a Cap Pritchett y llamarle, y que él subía a la calesa y hablaba, y luego oí un murmullo muy bajo. Miré por una raja de la puerta y los vi. Cap Pritchett le hablaba amistosamente, con humor, y no pasaba nada.
Después, al cabo de un minuto o dos, Cap Pritchett hizo un gesto de despedida y cogió las riendas, ¡y la calesa se puso en marcha otra vez!
Entonces me di cuenta de lo que tenía que hacer, pasara lo que pasase. Abrí la puerta y eché a correr, con la maletita y todo, sendero abajo, y luego por el camino, detrás de la calesa. Primo Osborne trató de cogerme cuando pasé por su lado, pero lo esquivé y grité:
-¡Espéreme, Cap, quiero irme, lléveme al pueblo!
Cap se detuvo y miró hacia atrás, realmente desconcertado.
-¡Willie! -dijo-. Creía que te habías ido. Él me ha dicho que te habías marchado con Fred y con Lucy.
-No le haga caso -dije-. No quería que me fuera. Lléveme al pueblo. Tengo que contarle lo que ha pasado. Por favor, Cap, tiene que llevarme.
-Claro que sí, Willie. Sube.
Salté arriba.
Primo Osborne vino en seguida a la calesa.
-Baja ahora mismo -dijo con astucia-. No puedes marcharte así como así. Te lo prohíbo. Estás bajo mi custodia.
-No le escuche -supliqué-. Lléveme, Cap. ¡Por favor!
-Muy bien -dijo Primo Osborne-. Si insistes en no ser razonable, iremos todos. No puedo consentir que te vayas solo.
Sonrió a Cap.
-Como ve. el chico está trastornado -dijo-. Espero que no le molesten sus desvaríos. El vivir aquí como él... bueno, usted me comprende, no es el mismo. Se lo explicaré todo camino del pueblo.
Se encogió de hombros e hizo un gesto como de golpearse la cabeza con los dedos. Luego sonrió otra vez, y se dispuso a subir y tomar asiento junto a nosotros.
Pero Cap no le correspondió.
-No, usted, no -dijo-. Este chico, Willie, es un buen chico. Yo lo conozco. A usted no le conozco. Parece que ya me ha explicado bastante, señor, al decirme que Willie se había ido.
-Pero sólo quería evitar que hablase; escuche, me han llamado como médico para que atienda al muchacho... está mentalmente desequilibrado.
-¡Maldita sea! -Cap disparó un escupitajo de jugo de tabaco a los pies de Primo Osborne-. Nos vamos.
Primo Osborne dejó de sonreir.
-Entonces insisto en que me lleve con usted -dijo, y trató de subir a la calesa.
Cap se metió la mano en la chaqueta y cuando la sacó otra vez, tenía una enorme pistola en ella.
-¡Baje! -gritó-. Señor, está hablando con el Correo de los Estados Unidos, y usted no manda en el Gobierno, ¿entiende? Ahora baje, si no quiere que le esparza los sesos en el camino.
Primo Osborne arrugó el ceño, pero se apartó en seguida de la calesa.
Me miró a mí y encogió los hombros.
-Cometes una gran equivocación, Willie -dijo.
Yo no le miré siquiera. Cap dijo: «Vamos», y salimos al camino. Las ruedas de la calesa rodaron más y más de prisa, y no tardamos en perder de vista la casa y Cap se guardó la pistola y me palmeó en el hombro.
-Deja de temblar, Willie -dijo-. Ahora estás a salvo. Nadie te molestará. Dentro de una hora o así estaremos en el pueblo. Ahora sosiégate y cuéntale al viejo Cap todo lo que ha pasado.
Se lo conté. Tardé mucho tiempo. Corríamos a través de los bosques, y antes de que me diera cuenta, casi había oscurecido. El sol se deslizó furtivamente detrás de los montes. La oscuridad empezaba a invadir los bosques a ambos lados del camino, y los árboles empezaban a susurrar, diciéndoles a las sombras que nos siguiesen.
El caballo corría y brincaba y muy pronto oímos otros ruidos a lo lejos. Podían ser truenos o podían ser otra cosa. Pero lo que era seguro es que se avecinaba la noche y que era víspera de Todos los Santos.
La carretera cruzaba entre 1os montes ahora, y no beías adónde te iba a llevar la siguiente curva. Además, oscurecía muy de prisa.
-Sospecho que nos va a caer un chaparrón -dijo Cap, mirando hacia el cielo-. Eso son truenos, creo.
-Tambores -dije yo.
-¿Tambores?
-Por la noche pueden oírse en los montes -dije-. Los he oído todo este mes. Son ellos, se están preparando para el sabbath.
-¿El sabbath? -Cap me miró-. ¿Dónde has oído hablar del sabbath?
Entonces le conté algo más sobre lo que había ocurrido. Le conté todo lo demás. No dijo nada, y al poco tiempo no pudo haber contestado tampoco porque los truenos sonaban alrededor nuestro, y la lluvia azotaba la calesa, la carretera, todo. Ahora había oscurecido completamente, y sólo podíamos ver cuando surgía algún relámpago. Tenía que gritar para hacerme oír, contarle a voces los seres que se habían apoderado de Tío Fred y habían venido por Tía Lucy, los que se habían llevado nuestro ganado y luego enviaron a Primo Osborne por mí. Le conté a gritos también lo que había oído en el bosque.
A la luz de los relámpagos pude ber la cara de Cap. Sonreía o arrugaba el ceño... parecía que me creía. Y noté que había sacado otra vez la pistola y que sostenía las riendas con una mano a pesar de que corríamos muy de prisa. El caballo estaba tan asustado que no necesitaba que lo fustigaran para mantenerse al galope.
La vieja calesa saltaba y daba bandazos y la lluvia silbaba en el viento y era todo como un sueño espantoso, pero real. Era real cuando le conté a gritos a Cap Pritchett lo que oí aquella vez en el bosque.
-Shoggoth -grité-. ¿Qué es un shoggoth?
Cap me cogió el brazo, y luego surgió un relámpago y pude ver su cara con la boca abierta. Pero no me miraba a mí. Miraba el camino y lo que teníamos delante.
Los árboles se habían como juntado cubriendo la siguiente curva, y en la oscuridad parecía como si estuviesen vivos... se movían y se inclinaban y se retorcían para cerrarnos el paso. Surgió un relámpago y pude verlos con claridad, y también algo más.
Era algo negro que estaba en el camino, algo que no era árbol. Algo negro y enorme, agachado, esperando con unos brazos como cuerdas extendiéndose y contorsionándose.
-¡Shoggoth! -gritó Cap. Pero yo apenas le oí porque los truenos retumbaban ahora y el caballo soltó un relincho y sentí un tirón de la calesa hacia un lado y el caballo se encabritó y casi caímos sobre aquello negro. Pude notar un olor espantoso, y Cap apuntó con la pistola y soltó un disparo casi tan fuerte como el trueno y casi tan ruidoso como el estampido que se produjo cuando herimos a aquella negra monstruosidad.
Entonces sucedió todo en un momento. El trueno, la caída del caballo, el tiro, y nuestro choque al pasar la calesa por encima. Cap debía llevar las riendas atadas alrededor de su brazo, porque cuando cayó el caballo y se volcó la calesa salió de cabeza por encima del guardafango y fue a parar sobre la agitada confusión que era el caballo... y la monstruosidad negra que lo había atrapado. Yo sentía que salía despedido hacia la oscuridad, y luego que aterrizaba en el barro y la grava del camino.
Hubo truenos y gritos y otro ruido que yo había oído antes una vez, en los bosques... un zumbido como de una voz.
Por eso no miré hacia atrás. Por eso ni se me ocurrió pensar en el daño que me había hecho al caer... me puse de pie y eché a correr por la carretera lo más de prisa que podía, en medio de la tormenta y la oscuridad, mientras los árboles se contorsionaban y retorcían y agitaban sus cabezas y me apuntaban con sus ramas y se reían.
Por encima de los truenos oí el relincho del caballo y oí el alarido de Cap, también, pero no me volví a mirar. Los relámpagos se sucedían a intervalos, y yo corría entre los árboles ahora porque el camino no era más que un cenegal que me sujetaba y me sorbía las piernas. Al cabo de un rato comencé a gritar yo también, pero no podía ni oírme yo mismo debido a los truenos. Y más que truenos. Oía tambores.
De repente, salí del bosque y llegué a los montes. Corrí hacia arriba y el rumor de los tambores se hizo más fuerte, y no tardé en ver un poco medianamente, aunque no ya por los relámpagos. Porque había fogatas encendidas en el monte; y el percutir de los tambores venía de allí.
Me extravié en el ruido; el viento gemía y los árboles se reían y los tambores palpitaban. Pero me detuve a tiempo. Me detuve cuando vi con claridad las fogatas; eran unos fuegos rojos y verdes que ardían aun con toda la lluvia.
Vi una gran piedra blanca en el centro de un claro que había en lo alto de una colina. Había fuegos rojos y verdes detrás y a su alrededor, de modo que todo se recortaba contra las llamas.
Había hombres junto al altar, hombres de largas barbas grises y rostros arrugados, hombres que echaban al fuego unos polvos que olían espantosamente mal y hacían las llamas rojas y verdes. Y tenían cuchillos en las manos, y podía oírles aullar por encima de la tormenta. De espaldas, acuclillados en el suelo, había más hombres que hacían sonar los tambores.
Poco después llegó algo más a la loma: dos hombres conduciendo ganado. Podría asegurar que eran nuestras vacas lo que conducían y las llevaron derecho al altar y luego los hombres de los cuchillos las degollaron como sacrificio.
Todo esto lo pude ver por los relámpagos y las llamas de las hogueras, y yo me agazapé en el suelo de modo que no me pudieran descubrir.
Pero en seguida dejé de ver bien, debido a la forma de echar polvos en el fuego. Se levantó un humo muy espeso Cuando este humo se lebantó los hombres empezaron a cantar y a rezar más alto.
Yo no podía oír las palabras, pero sonaba como lo que escuché en los bosques la otra vez. No podía ver muy bien, pero sabía lo que iba a pasar. Dos hombres que habían conducido el ganado bajaron por el otro lado de la loma y cuando volvieron a subir traían nuevas víctimas para el sacrificio. El humo no me dejaba ver bien, pero las víctimas tenían dos piernas, no cuatro patas. Tal vez hubiera podido ver mejor en ese momento, pero me tapé la cara cuando las arrastraron ante el altar blanco y lebantaron los cuchillos y el fuego y el humo se avivaron de pronto y los tambores resonaron y cantaron todos y llamaron en voz muy alta a alguien que aguardaba en el otro lado de la loma.
El suelo empezó a estremecerse. Creció la tormenta y redoblaron los relámpagos y los truenos y el fuego y e1 humo y los cánticos y yo estaba medio muerto de miedo, pero una cosa podría jurar: que el suelo empezó a estremecerse. Se sacudió y tembló, y ellos llamaron a alguien y ese alguien acudió como al cabo de un minuto.
Acudió arrastrándose cuesta arriba hasta el altar y el sacrificio, y era negro como aquella monstruosidad de mis sueños, como aquella cosa negra con cuerdas y en forma de árbol y con una gelatina verdosa de los bosques. Y subió con sus pezuñas y bocas y brazos serpeantes. Y los hombres se inclinaron y retrocedieron y entonces aquello se acercó al altar donde había algo que se retorcía encima, que se retorcía y chillaba.
La monstruosidad negra se inclinó sobre el altar y entonces oí un zumbido por encima de los gritos al agacharse. Sólo miré un minuto, pero en este tiempo la negra monstruosidad empezó a inflarse y a crecer.
Eso pudo conmigo. Perdí todo sentido de la prudencia. Tenía que correr. Me lebanté y corrí y corrí y corrí, gritando a voz en cuello sin importarme que me oyeran.
Seguí corriendo y gritando en medio de los bosques y la tormenta y huyendo de aquella loma y aquel altar y entonces de repente supe dónde estaba y que había vuelto aquí a la casa de mis tíos.
Sí, eso es lo que había hecho: correr en circulo y regresar. Pero ya no podía continuar, no podía seguir soportando la noche y la tormenta. Así que corrí adentro. Al principio, después de cerrar la puerta me dejé caer en el suelo, cansado de tanto correr y gritar.
Pero al cabo de un rato me levanté y busqué clavos y un martillo y unas tablas de Tío Fred que no estuvieran hechas astillas.
Primero clavé la puerta y luego todas las ventanas. Hasta la última. Creo que estuve trabajando varias horas. Al terminar, la tormenta se había disipado y todo quedó tranquilo. Lo bastante tranquilo como para poderme echar en la cama y quedarme dormido.
Me he despertado hace un par de horas. Era de día. He podido ver la luz a través de las rajas. Por la forma de entrar el sol, he comprendido que ya es por la tarde. He dormido toda la mañana y no ha venido nadie.
Calculaba que tal vez podía abrir y marcharme a pie al pueblo como había planeado ayer.
Pero calculaba mal.
Antes de ponerme a quitar los clavos, le he oído. Era Primo Osborne, naturalmente. El hombre que dijo que era Primo Osborne quiero decir.
Ha entrado en el cercado gritando: «¡Willie!» Pero yo no he contestado. Luego ha intentado abrir la puerta y después las ventanas. Le he oído golpear y maldecir. Eso ha estado mal.
Pero entonces se ha puesto a murmurar, y eso ha sido peor. Porque significaba que no estaba solo.
He echado una ojeada por una raja, pero se habían ido a la parte de atrás de la casa, así que no he visto quiénes estaban con él.
Creo que da lo mismo, porque si estoy en lo cierto, es mejor no berlos.
Ya es bastante desagradable oírlos.
Oír ese ronco croar, y luego oírle a él hablar y después croar otra vez.
El olor es un olor espantoso, como el limo verde de los bosques y del pozo.
El pozo... han ido al pozo de atrás. Y he oído a Primo Osborne decir algo así como: «Esperad hasta que oscurezca. Podemos utilizar el pozo si encontráis la entrada. Buscad la entrada.»
Ahora ya sé lo que significa. El pozo debe de ser una especie de entrada al lugar que tienen bajo tierra, que es donde esos druidas viven. Y esa monstruosidad negra.
He estado escribiendo de un tirón y ya la tarde se va yendo. Miro por las rajas y veo que está oscureciendo otra bez.
Ahora es cuando vendrán por mí; cuando oscurezca.
Romperán la puertas y las ventanas y entrarán y me cogerán. Me bajarán al pozo, me llevarán a los negros lugares donde están los shoggoths. Debe de haber todo un mundo debajo de los montes, un mundo donde se ocultan y esperan para salir por más víctimas, por más sacrificios. No quieren que haya seres humanos por aquí, salvo los que necesitan para los sacrificios.
Yo vi lo que esa monstruosidad negra hizo en el altar. Sé lo que me va a pasar.
Tal vez echen de menos a Primo Osborne en su casa y envíen a alguien a averiguar qué le ha pasado. Puede que las gentes del pueblo echen de menos a Cap Pritchett y vengan a buscarle. Puede que vengan y me encuentren. Pero si no vienen pronto, será demasiado tarde.
Por eso he escrito esto. Es verdad lo que digo, con la mano sobre el corazón, cada palabra. Y si alguien encuentra este cuaderno donde yo lo escondo, que vaya y se asome al pozo. Al pozo viejo, que está detrás.
Que recuerde lo que he dicho de ellos. Que ciegue el pozo y seque las charcas. No tiene sentido que me busquen... si no estoy aquí.
Quisiera no estar tan asustado. No lo estoy tanto por mí como por otras gentes; los que pueden venir a vivir por aquí, y les pase lo mismo... o peor.
Tenéis que creerme. Id a los bosques, si no. Id a la loma. A la loma donde ellos hicieron los sacrificios. Puede que ya no estén las manchas y la lluvia haya borrado las huellas. Puede que no encontréis ningún rastro de fuego. Pero la piedra del altar tiene que estar allí. Y si está, sabréis la verdad. Debe haber unas manchas redondas y grandes en esa piedra. Manchas de medio metro de anchas.
No he hablado de ellas. Al final, miré hacia atrás. Vi a la monstruosidad negra aquella que era un shoggoth. La vi cómo se hinchaba y crecía. Creo que he dicho ya que podía cambiar de forma, y que se hacía enorme. Pero no podéis imaginar el tamaño ni la forma y yo no lo quiero decir.
Lo único que digo es que miréis. Que miréis y veréis lo que se esconde debajo de la tierra en estos montes, esperando salir para celebrar su festín y matar a alguien más.
Esperad. Ya vienen. Se está haciendo de noche y puedo oír sus pasos. Y otros ruidos. Voces. Y otros ruidos. Estan aporreando la puerta. Y estoy seguro de que deben tener un tronco o tablón para derribarla. Toda la casa se estremece. Oigo hablar a voces a Primo Osborne, y también ese zumbido. El olor es espantoso. Me estoy poniendo enfermo, y dentro de un minuto...
Mirad el altar. Luego comprenderéis qué estoy tratando de decir. Mirad las grandes manchas redondas, de medio metro de anchas, a cada lado. Es donde la enorme monstruosidad negra se agarró.
Mirad las marcas, y sabréis lo que vi, lo que me da miedo, lo que espera para atraparos, a menos que lo sepultéis para siempre bajo tierra.
Marcas negras de medio metro de anchas. Pero no son manchas.
En realidad, son ¡huellas de dedos!
Han derribado la puerta d...
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Robert Bloch: Cuaderno hallado en una casa deshabitada
Notebook found in a deserted house. Trad. Francisco Torres Oliver
Relatos de los mitos de Cthulhu

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