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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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sábado, 29 de marzo de 2008

LAS LEGIONES DE LA TUMBA -- H. P. LOVECRAFT

Las legiones de la tumba
Howard Phillips Lovecraft






Cuando desapareció el doctor Herbert West, hace un año, la policía de Boston me
sometió a un minucioso interrogatorio. Sospechaban que me callaba cosas, o algo peor;
pero no podía decirles la verdad porque no me habrían creído. Sabían, efectivamente, que
West había estado complicado en actividades que iban más allá de la capacidad de crédito
de los hombres ordinarios; pues sus espantosos experimentos sobre la reanimación de
cadáveres habían sido demasiado numerosas para poder mantener un perfecto secreto en
torno a ellos; pero la escalofriante catástrofe final adquirió caracteres de demoníaca
fantasía que me hacen dudar incluso de la realidad de lo que vi.
Yo era el amigo más allegado de West, y su único ayudante confidencial. Nos habíamos
conocido años antes en la Facultad de Medicina, y desde el principio había participado yo
en sus terribles investigaciones. Había intentado perfeccionar lentamente una solución
que, inyectaba en las venas de un recién fallecido, podía devolverle la vida. Este trabajo
requería abundancia de cadáveres frescos, y comportaba, consiguientemente, las
actividades más espantosas. Más horribles aun eran los resultados de alguno de sus
experimentos: masas horrendas de carne que había estado muertas, pero que West
despertaba, dotándola de una ciega, insensata y nauseabunda animación. Estos eran los
resultados usuales; ya que para que volviera a despertar la mente era necesario que los
ejemplares fuesen absolutamente frescos, y que las delicadas células cerebrales no
hubiesen sufrido la más mínima descomposición.
Esta necesidad de cadáveres muy frescos supuso la ruina moral de West. Eran difíciles de
conseguir; y un día espantoso llegó a apoderarse de un ejemplar cuando aún estaba vivo y
en todo su vigor. Un forcejeo, una aguja, y un poderoso alcaloide lo convirtieron en
cadáver fresquísimo, y el experimento fue positivo durante un instante breve y
memorable; pero West salió de él con un alma seca y endurecida, y una mirada fría que
observaba con una especie de calculadora y horrenda apreciación de los hombres de
cerebro especialmente sensible y un físico vigoroso. Hacia el final, cobré a West un
intenso terror, ya que empezaba a mirarme de esa misma manera. La gente no parecía
darse cuenta de sus miradas, aunque me notaba asustado; y tras su desaparición, se
valieron de eso para propalar unas sospechas absurdas.
En realidad West tenía más miedo que yo; sus abominables trabajos le hacían llevar una
vida furtiva y llena de sobresaltos. En parte era la policía quien le daba miedo; pero a
veces su nerviosismo era más hondo y brumoso, y estaba relacionado con abominaciones
indescriptibles a las que había inyectado una vida morbosa, y en las que no había visto
extinguirse dicha vida. Por lo general, terminaba sus experimentos con el revólver; pero a
veces no era bastante rápido. Es lo que ocurrió con aquel primer ejemplar en cuya
saqueada sepultura se descubrieron más tarde huellas de arañazos. Y lo que sucedió
también con el cadáver de aquel profesor de Arkham que cometió actos de canibalismo
antes de ser capturado y encerrado sin identificar en una celda del manicomio de Sefton
donde estuvo dieciséis años golpeándose la cabeza contra las paredes. Casi todos los
demás resultados que posiblemente subsistían eran productos de lo que resulta más difícil
hablar, dado que en los últimos años, el celo científico de West había degenerado en una
manía insana y fantástica, y había consagrado su prodigiosa habilidad a vitalizar cuerpos
enteramente humanos, sino trozos aislados de cadáveres, o partes unidas a una materia
orgánica no humana. En la época en que desapareció. Se había convertido en algo
diabólicamente repugnante; muchos de los experimentos no podrían ser referidos en la
letra impresa. La Gran Guerra, en la que servimos los dos como cirujanos, había
intensificado este aspecto de West. Al decir que el miedo de West a sus ejemplares era
brumoso pensaba sobre todo en el carácter complejo de ese sentimiento. En parte se debía
sólo al hecho de saber que aún seguían existiendo esos monstruos abominables, y en
parte a su miedo al daño corporal que podían infringirle en determinadas circunstancias.
La desaparición de estos seres aumentaban el horror de la situación: West sólo conocía el
paradero de uno de ellos, la lastimosa criatura del manicomio. Pero, además, había un
miedo más sutil: una sensación verdaderamente fantástica, consecuencia de un extraño
experimento que llevó a cabo en el ejército canadiense, en 1915. En medio de una
enconada batalla, West había reanimado al comandante Eric Moreland Clapman-Lee,
D.S.O., colega nuestro que estaba al tanto de sus experimentos, y el cual podía haberlos
duplicado. Le había seccionado la cabeza a fin de poder estudiar las posibilidades de vida
cuasi-inteligente del tronco. El experimento dio resultado en el mismo instante en que el
edificio era barrido por una granada alemana. El tronco se movió de forma inteligente; y,
por increíble que parezca, tuvimos la seguridad de que brotaron sonidos articulados de la
cabeza seccionada que estaba en el fondo oscuro del laboratorio. En cierto modo, la
granada fue misericordiosa. Pero West jamás estuvo seguro, como habría sido su deseo,
de que fuéramos el y yo los únicos supervivientes. Después, solía hacer estremecedoras
conjeturas sobre lo que sería capaz de hacer un médico decapitado con capacidad para
reanimar a los muertos.
La última residencia de West fue una venerable casa, muy elegante, que dominaba uno de
los más antiguos cementerios de Boston. Había escogido el lugar por razones puramente
simbólicas y fantásticas, ya que la mayoría de los enterramientos databan del periodo
colonial, y por tanto era muy poca utilidad para un científico que necesitaba cadáveres
frescos. Había instalado el laboratorio en un subsótano secretamente construido por
obreros traídos de otra región, y en él tenía un gran incinerador para la total y discreta
eliminación de los cadáveres, fragmentos y remedos sintéticos de cuerpos que quedaban
de los morbosos experimentos e impías diversiones del dueño. Durante la excavación de
este sótano, los obreros habían dado con cierta albañilería extraordinariamente antigua;
sin duda comunicaba con el viejo cementerio, aunque era demasiado profunda para que
desembocara en ningún sepulcro conocido. Después de muchos cálculos, West concluyó
que debía de haber alguna cámara secreta bajo la tumba de los Averill, en la que el último
enterramiento se había efectuado en 1768. Yo estaba con él cuando estudió las paredes
goteantes y nitrosas que habían dejado al descubierto las palas y los picos de los obreros,
y estaba preparado para el espantoso escalofrío que nos aguardaba en el instante de
descubrir los secretos sepulcrales y seculares; pero por primera vez, la nueva timidez de
West se impuso a su natural curiosidad, y traicionó su degenerada fibra imponiéndole que
dejase intacta la albañilería y la tapase con yeso. Y así permaneció, hasta la noche
infernal, como parte de las paredes del laboratorio secreto. He hablado del debilitamiento
de West, pero debo añadir que era puramente mental e intangible. Exteriormente, fue él
mismo hasta el final: tranquilo, frío, delgado, con el pelo amarillo, ojos azules y con
gafas, y un aspecto general de joven que los años y los terrores no llegaron a cambiar.
Parecía sereno incluso cuando pensaba en aquella sepultura arañada y miraba por encima
del hombro, o cuando pensaba en aquel ser carnívoro que mordía y manoteaba los
barrotes de Sefton.
El final de Herbert West comenzó una tarde, en nuestro despacho común, cuando
alternaba su extraña mirada entre el periódico y yo. Un curioso titular había atraído su
atención desde las arrugadas páginas, y una zarpa titánica pareció atraparle desde
dieciséis años atrás. En el manicomio de Sefton, a cincuenta millas de distancia había
sucedido algo espantoso e increíble que había dejado estupefactos al vecindario y
perpleja a la policía. A primeras horas de la madrugada; un grupo de hombres silenciosos
había penetrado en el parque de la institución y su jefe había despertado a los celadores.
Era una amenazadora figura militar que hablaba sin mover los labios; cuya voz parecía
conectada casi ventrilocuamente a un gran estuche negro que, transportaba. Su
inexpresivo rostro tenía las facciones bien parecidas, hasta a punto de dar la impresión de
una belleza radiante, aunque el director se había llevado un sobresalto cuando la luz del
vestíbulo cayó sobre él, ya que era un rostro de cera, y los ojos de cristal pintado. Debió
de sucederle algún accidente atroz a este hombre. Otro, más alto, guiaba sus pasos: un
sujeto repugnante cuya cara azulenca aparecía medio devorada por alguna enfermedad
desconocida. El que hablaba pidió que le cediesen la custodia del monstruo caníbal traído
de Arkham hacia dieciséis años; y al serle negada, dio una señal que provocó un
espantoso alboroto. Los demonios aquellos golpearon, patearon y mordieron a todos los
celadores que no lograron huir; mataron a cuatro, y finalmente consiguieron liberar al
monstruo. Estas víctimas, que podían recordar el suceso sin histerismos, juraban que las
criaturas se habían comportado menos como hombres que como puros autómatas guiados
por el jefe de cabeza de cera. Cuando les llegó ayuda, aquellos hombres y la criatura
caníbal habían desaparecido sin dejar rastro.
Desde el momento en que leyó el artículo, hasta la medianoche, West permaneció casi
paralizado. A las doce sonó el timbre de la puerta y se sobresaltó terriblemente. Todos los
criados se encontraban durmiendo en el ático, de modo que fui yo a abrir. Como he
contado a la policía, no había ningún vehículo en la calle; sólo vi un grupo de figuras de
aspecto extraño, con un gran estuche cuadrado que depositaron en la entrada, después de
gruñir uno de ellos con voz asombrosamente inhumana: "Correo urgente; pagado".
Salieron de la casa con paso desigual, y al verles alejarse, tuve el extraño convencimiento
de que se dirigían al antiguo cementerio con el que lindaba la parte de atrás de la casa. Al
oírme cerrar la puerta de golpe, bajó West y miró la caja. Tenía unos dos pies cuadrados,
y llevaba el nombre correcto de West, con su actual dirección. También traía remitente:
"Eric Moreland Clapman-Lee, St. Clare. Eloi, Flandes". Seis años antes, en Flandes, el
hospital se había derrumbado, a causa de una granada, sobre el tronco decapitado y
reanimado del doctor Clapman-Lee, y sobre su cabeza separada, la cual (quizá) había
llegado a proferir sonidos articulados. Ahora West ni siquiera se emocionó. Su estado era
más espantoso. Dijo rápidamente: "Es el fin... pero incineremos... ésto". Transportamos la
caja al laboratorio, con el oído atento. No recuerdo muchos de los detalles -ya pueden
imaginar mi estado psíquico-, pero es una mentira maliciosa decir que fue el cuerpo de
Hebert West lo que metí en el incinerador. Entre los dos, introdujimos la caja sin abrir,
cerramos la puerta, y conectamos la corriente. Y no brotó sonido alguno la caja.
Fue West quien observó primero que se caía el yeso de una parte de la pared, donde había
sido cubierta la antigua albañilería de la tumba. Iba yo a echar a correr, pero él me retuvo.
Entonces vi una pequeña abertura negra, sentí una bocanada de viento frío y hediondo, y
percibí el olor de las entrañas abominables de una tierra putrescente. No oímos ningún
ruido; pero en ese preciso instante se apagaron las luces, y vi recortarse contra cierta
fosforescencia del mundo inferior una horda de seres silenciosos que avanzaban
penosamente, producto de la locura... o de algo peor. Sus siluetas eran humanas,
semihumanas; se trataba de una horda grotescamente heterogénea. Retiraban las piedras
en silencio, una a una, del muro secular. Luego, cuando la brecha fue bastante ancha,
entraron al laboratorio en fila de a uno, guiados por el ser de paso solemne y cabeza de
cera. Una especie de monstruosidad con ojos desorbitados que marchaba detrás del jefe
agarró a Herbert West. West no se resistió ni profirió grito alguno. Luego se abalanzaron
todos sobre él y lo despedazaron ante mis ojos, llevándose sus trozos a la cripta
subterránea de fabulosas abominaciones. El jefe de cabeza de cera, que iba vestido con
uniforme de oficial canadiense, se llevó la cabeza de West. Al desaparecer, vi que sus
ojos azules; detrás de las gafas, centelleaban espantosamente, revelando por primera vez
una frenética y visible emoción.
Los criados me encontraron inconsciente por la mañana. West había desaparecido. E1
incinerador contenía sólo ceniza inidentificable. Los detectives me han interrogado; pero,
¿qué puedo decir?. No relacionarán a West, con la tragedia de Sefton; ni con éso, ni con
los hombres de la caja, cuya existencia niegan. Les he hablado de la cripta; pero ellos me
han enseñado el yeso intacto de la pared, y se han reído. Así que no les he contado nada
más. Quieren dar a entender que estoy loco, o que soy un asesino... probablemente es que
estoy loco. Pero podría no ser así, si esas condenadas legiones de las tumbas no
estuviesen tan calladas.

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