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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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domingo, 1 de diciembre de 2013

Anne Rice - Taltos - 2

Anne Rice

2

10

-No cabe la menor duda -dijo la doctora Salter, depositando el sobre en el borde de la mesa-. Pero no sucedió hace seis semanas.
-¿Cómo lo sabes? -preguntó Mona. Detestaba aquel pequeño consultorio porque carecía de ventanas. Le producía claustrofobia.
-Porque estás casi de tres meses -respondió la doctora, aproximándose a la mesa donde yacía Mona-. ¿Quieres palparlo? Dame la mano.
Mona dejó que la doctora le cogiera la mano y se la colocara sobre el vientre.
-Aprieta. ¿Lo notas? Es el bebé. ¿Por qué crees que te has puesto esas prendas holgadas? Porque no so­portas que nada te oprima la cintura.
-Me las compró mi tía. Las encontré colgadas en mi armario. -¿Qué clase de tejido era? Ah, sí, hilo ne­gro, ropa de luto para asistir a funerales o para lucirla en combinación con unas bonitas sandalias negras y blancas de tacón alto-. No puedo estar de tres meses --dijo Mona-. Es imposible.
-Ve a casa y comprueba las fechas en el ordenador, Mona. No existe la menor duda.
Mona se incorporó y saltó de la mesa, alisándose la falda y calzándose las elegantes sandalias. No hacía falta atar o desatar las tiras, aunque si tía Gifford la hubiera ra visto calzarse así unas sandalias tan caras se habría puesto furiosa.
-Debo marcharme -dijo Mona-. He de asistir a un funeral.
-¿El de ese pobre hombre que se casó con tu prima, el que murió atropellado por un coche?
-Sí. Oye, Annelle, ¿podrías hacerme una de esas  pruebas en las que se ve el feto?
-Claro, y confirmará exactamente lo que te he dicho, que estás embarazada de doce semanas. No olvides tomarte las vitaminas que te he recetado. El cuerpo de una chica de trece años no está preparado para dar a luz. -De acuerdo. Quiero que me hagan esa prueba en la que se ve el feto -dijo Mona, dirigiéndose hacia la puerta. Cuando se disponía a abrirla para salir, se detu­vo y añadió-: Bien pensado, prefiero no hacérmela.
 -¿Qué sucede?
-No lo sé. Pero de momento dejaré al bebé tran­quilo ahí dentro. Ese tipo de pruebas me asustan.
 -¡Dios mío, te has puesto pálida!
-No te preocupes, tan sólo voy a desmayarme, co­mo suelen hacer las mujeres en las películas.
Mona cruzó el pequeño despacho enmoquetado sin hacer caso de las protestas de la doctora, y salió de allí. Luego atravesó apresuradamente el vestíbulo acrista­lado.
El coche la esperaba en la esquina. Ryan estaba de pie junto al vehículo, con los brazos cruzados. Vestía un traje azul marino para el funeral y ofrecía práctica­mente el mismo aspecto de siempre, excepto que ahora tenía los ojos húmedos y parecía muy cansado. Cuando Mona se acercó, le abrió la portezuela.
-¿Qué te ha dicho la doctora Salter? -preguntó, volviéndose para observar a Mona detenidamente.
Mona estaba cansada de que todos la miraran de esa forma.
-Que estoy embarazada -contestó- Todo va bien. Vámonos de aquí.
-De acuerdo. ¿Estás triste? Supongo que es una reacción lógica.
-No estoy triste. ¿Por qué iba a estarlo? Pensaba en Aaron. ¿Han llamado Michael o Rowan?
-No. Seguramente estarán todavía acostados. ¿Qué pasa, Mona?
-Cállate, Ryan, ¿vale? Estoy harta de que me pre­guntéis qué me pasa. No me pasa nada. Es que todo ha sucedido tan... de repente.
-Tienes una expresión muy rara -dijo Ryan-. Pareces asustada.
-No, me preguntaba qué se siente al tener un hijo; mi propio hijo. Espero que les hayas dicho a todos que no estoy de humor para sermones ni discursos.
-No es necesario -respondió Ryan-. Eres la he­redera. Nadie va a reprocharte nada. El único que se atrevería a hacerlo sería yo, pero no tengo ganas de sol­tarte un sermón ni de hacerte las advertencias de rigor. -Me alegro -contestó Mona.
-Hemos perdido a muchos seres queridos y tú llevas una nueva vida dentro de ti. Yo la veo como una llama, a la que deseo rodear con mis manos para protegerla.
-Estás chiflado, Ryan. Estás agotado, necesitas descansar unos días.
-¿Quieres decírmelo ahora? -¿Decirte qué?
-La identidad del padre. Supongo que pensabas decírnoslo. ¿Se trata de tu primo David?
-No, no es él. Olvídate de David. -¿Yuri?
-¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? Sé quién es el padre, si eso es lo que te preocupa, pero no deseo hablar de ello ahora. La identidad del padre podrá ser confirmada en cuanto nazca el niño.
-E incluso antes.
-No quiero que le claven unas agujas al bebé. No quiero hacer nada que pueda dañarlo. Ya te he dicho que sé quién es el padre. Te lo diré cuando... cuando lo crea oportuno.
-Es Michael Curry, ¿verdad?
Mona se volvió y lo miró irritada. Era demasiado tarde para rehuir la pregunta. Ryan lo había notado en su expresión; parecía tan abatido como si se hallase ba­jo los efectos de un potente fármaco, un poco atontado y más elocuente que de costumbre. Por fortuna iban en la limusina y no conducía él, pues seguramente se ha­brían estrellado contra una valla.
-Me lo dijo Gifford -dijo Ryan articulando con dificultad las palabras, como si estuviera drogado. Miró a través de la ventanilla. El coche circulaba a escasa ve­locidad por la avenida de St. Charles, una de las zonas más bonitas de la ciudad, donde se alzaban modernas mansiones y árboles antiquísimos.
-¿Cómo? -preguntó Mona-. ¿Que te lo dijo Gifford? ¿Estás bien, Ryan? -¿Qué sería de la familia si Ryan se volvía majareta?, pensó Mona. Ya tenía sufi­cientes problemas, sin necesidad de pensar en eso­Contéstame.
-Anoche tuve un sueño -respondió Ryan, vol­viéndose hacia ella-. Gifford me dijo que el padre era Michael Curry.
-¿Estaba Gifford triste o contenta?
-Triste o contenta... -repitió Ryan con aire pen­sativo-. En realidad, no me acuerdo.
-Genial -dijo Mona-. Incluso ahora que está muerta, nadie le hace caso. Se te aparece en sueños y no te fijas si está triste o contenta.
Las palabras de Mona desconcertaron algo a Ryan.
No parecía ofendido. Mona observó que mantenía la mirada perdida y serena.
-Era un sueño agradable, bonito. Estábamos juntos. -¿Qué aspecto tenía Gifford?
«Sin duda, Ryan está pirado -pensó Mona-. Es­toy sola. Han asesinado a Aaron. Bea necesita nuestro cariño y apoyo; Rowan y Michael no han llamado to­davía, estamos todos aterrados y, por si fuera poco, Ryan está perdiendo el juicio. Aunque quién sabe, qui­zá sea mejor así.»
-¿Qué aspecto tenía Gifford? -insistió Mona. -Estaba muy guapa, como siempre. A mí siempre me pareció que mantenía el mismo aspecto, a los veinti­cinco años o a los treinta y cinco, o incluso a los quince. Era mi Gifford.
-¿Qué hacía?
-¿Por qué lo preguntas?
-Porque creo firmemente en los sueños, Ryan. Contéstame, por favor. Trata de recordarlo. ¿Qué hacía Gifford?
Ryan se encogió de hombros y esbozó una pequeña sonrisa.
-Estaba cavando un agujero, creo que debajo de un árbol. Sí, era la encina Deirdre. Estaba rodeada de un montón de tierra.
Durante unos instantes Mona no contestó. Estaba tan asustada que no pudo articular palabra.
Ryan volvió a ensimismarse, y se quedó mirando por la ventanilla como si se hubiera olvidado de la con­versación.
Mona sintió un intenso dolor en ambas sienes. Qui­zá se estaba mareando debido al movimiento del coche. Solía ocurrirles a las embarazadas, aunque el bebé estu­viera perfectamente.
-Tío Ryan, no puedo asistir al funeral de Aaron -dijo de pronto-. Estoy mareada. Quisiera ir, pero no puedo. Deseo irme a casa. Sé que puede parecer es­túpido y egoísta, pero no puedo. Deseo irme a casa. Sé que puede parecer estúpido y egoísta pero...
-Te llevaré a casa enseguida -contestó Ryan solí­cito. Acto seguido pulsó el botón del intercomunica­dor y ordenó-: Clem, lleva a Mona a la calle Primera. -Luego se volvió hacia Mona y añadió-: Te referías a la calle Primera, ¿no?
-Sí, exacto -respondió Mona. Les prometió a Ro­wan y a Michael que se mudaría de inmediato, y ha­bía cumplido su palabra. Además, allí se sentía más a gusto, que en la casa de la calle Amelia, pues desde que su madre murió su padre estaba siempre borracho y só­lo se levantaba de noche para coger una botella o un pa­quete de tabaco, o para buscar a su difunta esposa.
-Llamaré a Shelby para que te haga compañía -di­jo Ryan-. Si Beatrice no me necesitara, yo mismo me quedaría contigo.
Parecía sinceramente preocupado por Mona, lo cual era una novedad. Mona no se había sentido tan mi­mada desde que era una niña y Gifford la vestía con en­cajes y lazos. En el fondo, era lógico que Ryan reaccio­nara de aquel modo. Siempre le habían gustado los bebés. Los niños le encantaban, como a toda la familia. «Ya no me consideran una niña», pensó Mona.
-No necesito a Shelby -dijo-. Prefiero estar so­la. Me quedaré sola, con Eugenia. Estaré perfectamen­te. Dormiré un rato. Hay una habitación preciosa para hacer la siesta. No me he acostado nunca en ella. Nece­sito reflexionar. Además, el jardín está vigilado por una patrulla tan importante como la Legión francesa ex­tranjera. Nadie puede entrar en la casa.
-¿No te importa quedarte allí sola?
Era evidente que Ryan no pensaba en intrusos, sino en las viejas historias que de niña le habían parecido a Mona tan emocionantes, y que ahora se le antojaban viejas fábulas románticas.
-No, ¿por qué habría de importarme? -preguntó irritada.
-Eres una joven muy decidida-contestó Ryan, son­riendo con una espontaneidad que pocas veces Mona ha­bía visto en él. Quizás el cansancio y el dolor habían anu­lado su reserva habitual-. No temes al bebé ni a la casa.
-Nunca he tenido miedo de la casa, Ryan. Jamás. En cuanto al bebé, lo único que puede conseguir es que vomite.
-Pero tienes miedo de algo -insistió Ryan con to­no sincero.
Mona estaba cansada de aquel interrogatorio. Tenía que tranquilizar a Ryan. Se giró y apoyó su mano dere­cha en la rodilla de él.
-Tengo trece años, tío Ryan. Debo reflexionar, eso es todo. No me sucede nada, y no sé lo que significa la palabra miedo, excepto por lo que he leído en el dic­cionario. ¿Vale? Preocúpate por Bea. Preocúpate por quién mató a Aaron. Ese sí que es un tema que merece tu preocupación.
-De acuerdo, Mona -respondió Ryan con una sonrisa.
-Se nota que echas de menos a Gifford.
-¿Acaso creíste que no lo haría? -Ryan miró por la ventanilla, sin esperar respuesta-. Ahora, Aaron es­tá con Gifford, ¿verdad?
Mona movió la cabeza con tristeza. El pobre Ryan estaba muy mal. Confiaba en que Pierce y Shelby se hubieran dado cuenta de que su padre les necesitaba.
El coche dobló la esquina de la calle Primera. -Avísame en cuanto sepas algo de Rowan y Mi­chael -dijo Mona, cogiendo el bolso-. Y dale un beso a Bea de mi parte... y a Aaron.
-Lo haré -contestó Ryan-. ¿Estás segura de que no te importa quedarte sola? ¿Y si Eugenia no estuviera en casa?
-Así estaría más tranquila -respondió Mona, des­cendiendo del coche.
Uno de los dos jóvenes guardias uniformados que se hallaban ante la verja le franqueó la entrada. Mona lo saludó con una inclinación de cabeza y entró.
Cuando alcanzó la puerta principal, introdujo la llave en la cerradura y entró apresuradamente. La puer­ta se cerró, como de costumbre, con un sonido seco y apagado. Mona se apoyó en ella y cerró los ojos.
Doce semanas. ¡Era imposible! Ese niño fue conce­bido la segunda vez que Mona se acostó con Michael. Estaba tan segura de ello como de que se llamaba Mona. Además entre navidad y carnaval no habia hecho el amor con nadie más, era imposible que estuviese embarazada  de doce semanas.  
«Estoy hecha un lío. Debo reflexionar las cosas con calma.»
Mona se dirigió a la biblioteca. La noche anterior le habían llevado el ordenador y ella lo instaló en el acto, creando una pequeña estación informática a la derecha de la amplia mesa de caoba. Se sentó en la silla y puso en marcha el ordenador.
Abrió el archivo /WS/MONA/SECRETO/Pediátrico, y tecleó:
«Preguntas que deben formularse: ¿A qué ritmo se desarrolló el embarazo de Rowan? ¿Hubo síntomas de un desarrollo acelerado? ¿Solía sentir náuseas? Nadie conoce las respuestas porque nadie sabía en aquellos momentos que Rowan estuviera en estado. Sin duda Rowan conoce la cronología de los hechos. Ella podría aclarármelo todo y hacer que se disipen estos estúpidos temores que siento. Hubo un segundo embarazo, que sólo Rowan, Michael y yo conocemos. ¿Te atreverías a interrogar a Rowan sobre ese segundo...?»
Unos temores estúpidos. Mona se detuvo. Se recli­nó en la silla y se llevó la mano al vientre. No lo hizo con la intención de sentir el pequeño bulto que la doc­tora Salter le había hecho palpar; tan sólo apoyó los de­dos ligeramente sobre la barriga, que nunca había nota­do tan abultada como entonces.
-Mi bebé -murmuró, cerrando los ojos-. Ayú­dame, Julien, por favor.
Pero no percibió ninguna respuesta. Aquello perte­necía al pasado.
Deseaba hablar con la anciana Evelyn, pero ésta aún no se había recuperado del ataque cerebral. Estaba en su habitación de la calle Amelia, rodeada de enfermeras y todo tipo de aparatos. Probablemente ni siquiera se daba cuenta de que la habían trasladado del hospital a  casa. Era inútil tratar de desahogarse con la tía Evelyn cuando esta no podía entender ni una palabra de lo que se le decía.
«No puedo recurrir a nadie, absolutamente a nadie. ¡Gifford!»
Mona se acercó a la ventana, la misma que alguien, tal vez Lasher, había abierto misteriosamente un día. Miró a través de las persianas verdes y vio unos guar­dias en la esquina; en la acera de enfrente había otro.
Mona salió de la biblioteca con un andar pausado y rítmico, observando cuanto la rodeaba. Al salir al jar­dín, éste le pareció extraordinariamente verde y vivo; las azaleas y los lirios estaban a punto de florecer, y las lisimaquias estaban cuajadas de pequeñas hojas que las hacían parecer densas y enormes.
Todos los espacios que se mostraban desnudos en invierno, ahora se hallaban cubiertos. El calor hacía que se abrieran todas las flores, y hasta el aire parecía emitir suspiros de satisfacción.
-Gifford -murmuró Mona-. Tía Gifford.
Pero sabía que no quería oír la respuesta de un fan­tasma.
En el fondo, Mona temía experimentar una revelación, una visión, un horrible dilema. Apoyó la mano de nuevo sobre el vientre y lo oprimió suavemente unos instantes, sintiendo su calor.
-Los fantasmas se han esfumado -dijo, como si hablara con el bebé-. Eso se ha terminado. No vamos a necesitarlos nunca jamás. Michael y Rowan han ido a matar al dragón, y cuando éste haya muerto el futuro será nuestro -tuyo y mío-, y nunca sabrás lo que su­cedió con anterioridad a tu nacimiento, al menos hasta que seas mayor y puedas comprenderlo. Ojalá supiera tu sexo. Me gustaría conocer el color de tu pelo, supo­niendo que tengas pelo. Debería ponerte un nombre; sí, te pondré un nombre.
Mona interrumpió su pequeño monólogo.
Tuvo la sensación de que alguien le hablaba -al­guien que se hallara muy cerca y murmurase unas pala­bras, una breve frase-, pero había desaparecido y ya no podía atraparlo. Mona se giró, asustada, pero allí no ha­bía nadie. Los guardias se encontraban en la periferia de la propiedad. Tenían órdenes de patrullar alrededor de la casa, a menos que oyeran sonar una alarma en el interior.
Mona se apoyó en el poste de hierro de la verja. Es­crutó la hierba que crecía a sus pies, así como las grue­sas ramas negras de la encina. Las nuevas hojas exhi­bían un reluciente color verde menta mientras que las viejas estaban polvorientas y resecas, a punto de desprenderse. Por fortuna, las encinas de Nueva Orleans nunca perdían todo su follaje, y en primavera renacían.
Mona se volvió y miró hacia la derecha, en direc­ción a la fachada de la propiedad. Durante una fracción de segundo avistó una camisa azul más allá de la verja. Todo estaba silencioso, más de lo que ella habría imagi­nado. Es posible que Eugenia hubiera ido al funeral de Aaron. Mejor así.
«Ni hay fantasmas ni espíritus -se dijo Mona-­ Ni murmullos de la tía Gifford.»
¿Acaso deseaba ver fantasmas y oír extraños mur­mullos? De pronto, por primera vez en su vida no esta­ba segura. La perspectiva de ver algún fantasma o es­pectro la confundía.
«Seguramente se debe a mi estado, uno de esos mis­teriosos cambios de ánimo que te sobrevienen cuando esperas un niño y te conducen hacia una existencia plá­cida y sedentaria.» Los espíritus ya no la fascinaban. Lo único que le importaba era el bebé. La noche anterior había leído algunos artículos sobre los cambios físicos y psicológicos que experimentan las mujeres embara­zadas, y aún le quedaban bastantes por leer.
La brisa soplaba a través de los arbustos, arrancán­doles algunas hojas y pétalos para depositarlos sobre las losas moradas. El suelo despedía un agradable calor.
Mona echó a caminar hacia la casa, entró y se diri­gió a la biblioteca.
Se sentó ante el ordenador y empezó a escribir. «No serías humana si no te asaltaran esas dudas y sospechas. ¿Cómo no vas a temer, dadas las circunstan­cias, que tu hijo no sea un niño normal? Sin duda, este temor tiene un origen hormonal, se trata de un meca­nismo de defensa. Pero no eres una incubadora mecáni­ca. Tu cerebro, aunque inundado de nuevas sustancias químicas y combinaciones químicas, sigue estando ba­jo tu control. Repasemos los hechos.
«Lasher fue quien provocó el desastre. De no haber sido por la intervención de Lasher, Rowan habría teni­do un hijo perfectamente normal y...
Mona se detuvo. ¿Qué significaba eso de la inter­vencíón de Lasher?
El teléfono sonó de repente, lo cual la sobresaltó e incluso le produjo un leve dolor. Ella se apresuró a co­gerlo para impedir que siguiera sonando.
-Soy Mona, ya puedes empezar a hablar -dijo. Su interlocutor soltó una sonora carcajada y dijo:
-Qué manera de contestar al teléfono.
-¡Michael! ¡Gracias a Dios! Estoy embarazada. Las doctora Salter afirma que no cabe la menor duda.
Mona lo oyó suspirar.
-Te queremos mucho, tesoro. -dijo Michael.
-¿Dónde estáis?
-En un hotel carísimo, en una suite de estilo fran­cés repleta de delicadas sillas de maderas nobles. Yuri está bien, y en estos momentos Rowan está limpián­dole la herida de bala. Se le ha infectado. Prefiero que no hables todavía con él. Se encuentra muy excitado y no cesa de hablar, pero por lo demás está perfecta­mente.
-De acuerdo, más vale que no sepa todavía lo del niño.
-Sí, es mejor.
-Dame el número de vuestro hotel­ -Michael se lo dio.
-¿Te encuentras bien, pequeña?
«Vaya, hasta Michael ha notado que estás preocupada. Y sabe el motivo de tu preocupación. Pero no digas nada. Ni una sola palabra.» De Pronto Mona había  decidido no decirle nada a Michael, la persona con la que había estado deseando hablar, la única persona, aparte de Rowan, en quien confiaba.
Tenía que actuar con preocupación
-Sí, estoy perfectamente, Michael ¿Tienen vuestro número en el despacho de Ryan? 
- No vamos a desaparecer, tesoro.
Mona se descubrió a sí misma mirando el monitor, las preguntas que había enumerado de forma tan inteligente y lógica
«¿A qué ritmo se desarrolló el embarazo de Ro­wan? ¿Hubo síntomas de un desarrollo acelerado?» Michael debía conocer las respuestas, pero era me­jor no decirle nada.
-Tengo que dejarte, tesoro. Te llamaré más tarde. Te queremos.
-Adiós, Michael.
Mona colgó el auricular.
Durante un rato permaneció inmóvil, luego empe­zó a escribir rápidamente en el ordenador:
«No es el momento de hacerles unas estúpidas pre­guntas sobre este bebé, no es el momento de alimentar unos temores que pueden afectar tu salud y tu equili­brio mental, no es el momento de hacer que Rowan y Michael, ahora con cosas más importantes en qué pen­sar, empiecen a preocuparse por ti...»
Mona se detuvo.
Estaba segura de haber oído un murmullo, como si hubiera alguien junto a ella. Tras echar una ojeada a su alrededor, se levantó y atravesó la estancia, observando con atención todos los objetos que había en ella. Pero allí no había nadie, ni espíritus ni espectros, ni siquiera sombras, pues la lámpara fluorescente que se hallaba junto a su ordenador no proyectaba sombras.
¿No podía tratarse de uno de los guardias que esta­ban fuera, en la esquina con Chestnut? Tal vez. Pero ¿cómo podía oírle murmurar Mona a través de un tabi­que de cuarenta y cinco centímetros de grosor?
Los minutos transcurrían lentamente.
¿Acaso temía moverse? Resultaba absurdo. «Domí­nate, Mona Mayfair. ¿Quién diablos crees que es? ¿Gifford? ¿Tu madre? ¿El tío Julien que vuelve a apare­cerse ante ti? ¿No crees que se merece al fin un descan­so? Puede que esta casa haya estado siempre llena de espíritus, como el fantasma de la camarera que falleció en 1859 o el del cochero que se cayó del tejado y se ma­tó en 1872.» Era posible. La familia no dejaba constan­cia por escrito de todo cuanto sucedía en esta casa. Mo­na se echó a reír.
¿Unos fantasmas proletarios de la calle primera? ¿Unos fantasmas que no eran parientes de los Mayfair? ¡Que escandalo¡. No, allí no había ningún fantasma.
Mona observó el marco dorado del espejo, la oscura repisa de mármol de la chimenea, las estanterías repletas de viejos tomos. Al cabo de unos instantes notó que se calmaba, que la invadia una sensación de paz y confort. Le encantaba esa habitación, era su preferida, y no habia ningún fantasma tocando el gramófono ni rostros extraños en el espejo. Aquella era su casa, y allí estaba a salvo.
-Tu y yo, pequeño -musitó  dirigiéndose de nuevo al bebé- Viviremos aquí, en nuestra casa, con Michael y Rowan. Prometo ponerte un nombre interesante.
Mona volvió a la mesa y comenzó a escribir apresuradamente.
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11

-¿Estás seguro de que se trataba de un Taltos? -preguntó Rowan.
Había recogido las vendas y el desinfectante y se había lavado las manos. Se detuvo en la puerta del baño y miró a Yuri mientras éste se paseaba de un lado a otro de la habitación. Era un joven de ademanes torpes y ai­re tenebroso, imprevisible, que parecía fuera de lugar entre las tapicerías de seda y los numerosos objetos de cobre pulido de la habitación.
-¿No me crees? Estoy seguro de que era un Taltos.
-Puede que fuera un ser humano interesado en en­gañarte -señaló Rowan-. La estatura no significa ne­cesariamente...
-No, no, no -replicó Yuri con el mismo tono exal­tado con el que les recibió en el aeropuerto-. No era un ser humano. Era... al mismo tiempo hermoso y gro­tesco. Teñía unos nudillos enormes y unos dedos des­mesuradamente largos. Su rostro, alargado, parecía el de un ser humano, desde luego. Era un hombre muy guapo, sí. Pero era Ashlar, Rowan, el mismísimo Ash­lar. Cuéntale la historia, Michael, la de san Ashlar de la iglesia más antigua de Donnelaith. Cuéntasela. Ojalá conservara las notas de Aaron. Sé que tomó numerosas notas. Escribió toda la historia. Aunque la Orden nos había excomulgado, estoy seguro de que Aaron tomó buena nota de todo.
-Así es, hijo, y esas notas se hallan en nuestro po­der -dijo Michael-. Le he contado a Rowan todo cuanto sé.
Según recordaba Rowan, Michael ya se lo había ex­plicado a Yuri dos veces. Las incesantes repeticiones y circunloquios la habían agotado. Se encontraba ex­hausta tras el largo viaje. Ahora fue consciente del paso del tiempo y de su pérdida de facultades físicas. Menos mal que en el avión pudo dormir un poco.
Michael se había acomodado en el elegante sofá francés, con la espalda apoyada en el brazo de éste y los pies sobre los cojines dorados. Se había quitado la cha­queta y los zapatos, y su inmenso pecho, enfundado en un jersey de cuello alto, parecía albergar un corazón con capacidad suficiente para seguir latiendo durante cincuenta años más. De vez en cuando miraba a Rowan con expresión de lástima.
«Gracias a Dios que estás aquí -pensó Rowan-. Gracias a Dios.» La voz sosegada y el talante sereno de Michael la tranquilizaban. No podía imaginarse allí sin él.
Otro Taltos. ¡Dios! ¿Qué secretos oculta este mun­do, qué monstruos se esconden entre sus bosques, sus grandes ciudades, sus regiones desérticas, sus mares? Su memoria la engañaba. No conseguía evocar a Lasher con nitidez. Su figura aparecía totalmente desproporcionada. Parecía dotado de una fuerza sobrenatural. Pero eso no era correcto. Esos seres no eran todopo­derosos. Rowan trató de borrar aquellos dolorosos recuerdos de su mente, las. imágenes de Lasher claván­dole los dedos en los brazos, golpeándola con el dorso de la mano hasta hacerle perder el conocimiento. Pudo sentir el momento en que se produjo la desconexión, el momento en que se despertó y, ofuscada, trató de ocul­tarse debajo de la cama. Tenía que alejar esos pensa­mientos de su mente, concentrarse en el momento pre­sente y obligar a Yuri a que hiciera lo mismo.
-Yuri -dijo Rowan empleando un tono discreta­mente autoritario-, trata de describir de nuevo esos diminutos seres. ¿Estás seguro de que...?
-Pertenecen a una raza maldita -respondió Yuri. Las palabras brotaban de sus labios a borbotones y , gesticulaba como si sostuviera una bola mágica de cristal en la que viese las imágenes que iba describiendo-. Están condenados, según me dijo Samuel. Ya no tienen mujeres. No tienen futuro. Se extinguirán, a menos que surja un Taltos hembra, a menos que aparezca una hembra de su especie en algún remoto lugar de Europa o de las islas Británicas. Y eso sucederá, os lo aseguro. Me lo ha dicho Samuel. Quizá se trate de una bruja. Las mujeres de esa región no se atreven a acercarse al valle. Los turistas y los arqueólogos siempre acuden a visitar­lo de día, y en grupos.
Lo habían repasado montones de veces, pero Ro­wan se dio cuenta de que cada vez que Yuri relataba la historia aportaba algún detalle nuevo y, posiblemente, importante.
-Samuel me lo contó todo cuando creyó que yo iba a morir en aquella cueva. Cuando me bajó la fie­bre, él se asombró tanto como yo mismo. En cuanto a Ash, es completamente sincero. No podéis imaginar el candor y la sencillez de ese ser. Quiero decir, de ese hombre. ¿Por qué no iba a referirme a él como un hombre, siempre y cuando recuerde que es un Taltos? Ningún ser humano se mostraría tan franco y abierto como él, a menos que fuera un idiota. Y Ash no es ningún idiota.
-Entonces no te mintió al decir que quería ayu­darte -dijo Rowan, observando a Yuri fijamente.
 -No, no me mintió. Desea proteger a la orden de Talamasca, aunque no comprendo la razón. Creo que tiene algo que ver con el pasado, con los archivos, los secretos, aunque nadie sabe lo que contienen esos ar­chivos. Ojalá pudiera creer que los Mayores no tuvie­ron nada que ver en este asunto. Pero una bruja, una bruja con el poder de Mona es muy valiosa para Ash y para Samuel. No debí hablarles de ella. Fui un imbécil al hablarles de la familia. Pero debéis tener presente que Samuel me salvó la vida.
-¿Te dijo el Taltos acaso que no tenía una compa­ñera? -preguntó Michael-. Suponiendo que la pala­bra «compañera» sea la adecuada...
-Es evidente. Vino aquí porque Samuel le comuni­có que un Taltos, Lasher, al que tú conociste, Rowan  había aparecido en Donnelaith. Ash abandonó de inmediato el lugar donde vive. Es muy rico. Según me ha dicho Samuel, tiene guardaespaldas, sirvientes, secretarias, que se desplazan con él a todas partes en va­rios automóviles, a modo de un pequeño séquito. Sa­muel es muy indiscreto, lo cuenta todo.
-¿Pero no te habló de un Taltos hembra?
-No. Tuve la impresión de que ninguno de ellos conocía la existencia de un Taltos hembra. ¿No lo com­prendes, Rowan? Los seres diminutos se están murien­do, y los Taltos prácticamente se han extinguido. Aho­ra que ha desaparecido Lasher, Ash debe de ser el único superviviente de su especie. ¿No comprendes lo que significa Mona para ellos?
-¿Queréis saber mí opinión? -preguntó Michael, cogiendo la cafetera que había en una bandeja junto a él y llenando su taza-. Hemos hecho cuanto hemos po­dido respecto a Ashlar y a Samuel -dijo, dirigiéndose a Rowan-. Existe una posibilidad entre diez de que consigamos localizarlos en el Claridge's...
-No, no debéis acercaron a ellos -dijo Yuri-. Ni siquiera deben saber que estáis aquí. Especialmente tú, Michael.
-Lo comprendo -contestó Michael-, asintiendo con un movimiento de cabeza, pero...
-No, no lo comprendes -dijo Yuri-, o quizás es que no me crees. Esos seres son capaces de reconocer a una bruja o a un brujo en cuanto lo ven. No necesitan someterte a modernas pruebas médicas para saber que posees los preciados cromosomas. Lo saben; quizá lo detecten a través de tu olor, o por tu aspecto.
Michael se encogió de hombros, reservándose su opinión; no deseaba discutir con Yuri.
-De acuerdo, no me presentaré en estos momen­tos en el Claridge's. Pero me cuesta mucho no hacerlo, Yuri. Pensar que Ash y Samuel están sólo a cinco mi­nutos de este hotel...
-Espero que ya se hayan marchado. Y espero que no hayan ido a Nueva Orleans. ¿Por qué se me ocurri­ría decírselo? Cometí una imprudencia, me dejé arras­trar por mi gratitud y mi temor.
-No te culpes por ello -dijo Rowan.
-Hemos cuadruplicado el número de guardias en Nueva Orleans -dijo Michael-. Su actitud relajada no se había modificado-. Dejemos el tema de Ashlar y Samuel, y hablemos de nuevo sobre Talamasca. Noso­tros ya habíamos empezado a confeccionar una lista de los miembros más antiguos de Londres, los que mere­cen más confianza y que posiblemente se habían olido algo raro.
Yuri suspiró. Se hallaba junto a un taburete que ha­bía al lado de la ventana que estaba tapizado con el mim­0 satén reluciente de las cortinas, de modo que apenas resultaba visible.
Yuri se sentó en el borde del taburete, se tapó la bo­ca con las manos y suspiró de nuevo. Estaba muy des­peinado
-De acuerdo -convino-. Talamasca, mi refugio, mi vida. ¡Ah, Talamasca! -Empezó a contar con los dedos de la mano derecha-. Tenemos a Milling, que está tan delicado que no se levanta de la cama. Es impo­sible llegar a él. No quiero llamarlo y ponerlo nervioso. Luego está...
-Joan Cross -dijo Michael, cogiendo una libreta de notas amarilla que había sobre la mesita del café-. Si, Joan Cross. Tiene setenta y cinco años, está inválida, condenada a permanecer en una silla de ruedas. Decli­nó el cargo de Superior General debido a su avanzada artritis.
-Ni el mismo diablo sería capaz de corromper a Joan Cross -dijo Yuri, hablando de forma atropella­da-. Pero Joan está demasiado inmersa en su trabajo. Se pasa todo el día en los archivos. Si los miembros de la Orden se pasearan desnudos por la casa, ni siquiera se daría cuenta.
-El siguiente es Timothy Hollingshed -dijo Mi­chael, repasando la lista.
-Sí, pero no lo conozco bien. Creo que debería­mos elegir a Stuart Gordon. ¿He dicho Stuart Gordon? Ya lo he nombrado antes, ¿verdad?
-No, pero no importa-contestó Rowan .- ¿Por qué Stuart Gordon?
-Tiene ochenta y siete años y todavía ejerce de profesor, al menos dentro de la Orden. Su mejor ami­go era Aaron. Estoy convencido de que Stuart Gordon lo sabe todo acerca de las brujas Mayfair. Recuerdo que en cierta ocasión, creo que el año pasado, comentó, co­mo sin darle demasiada importancia, que Aaron había permanecido demasiado tiempo junto a la familia. Os aseguro que nada ni nadie sería capaz de corromper a Stuart Gordon. Podemos confiar totalmente en él.
-Espero que logremos sonsacarle alguna informa­ción -contestó Rowan.
-Hay todavía otro nombre en la lista -dijo Mi­chael-. Antoinette Campbell.
-Es joven, mucho más joven que los otros. No obstante, también estoy seguro de su honestidad. Pero sigo creyendo que Stuart es nuestro hombre. Si existe alguien en esa lista que sea uno de los Mayores -a los cuales no conocemos- seguro que es Stuart Gordon.
-De momento dejaremos a un lado el resto de los nombres. Es mejor no ponernos en contacto con más de uno a la vez.
-¿Por qué no llamas a Gordon ahora mismo? -pre­guntó Michael.
-Se enterarán de que Yuri está vivo -terció Ro­wan-. Pero quizá resulte inevitable.
Rowan observó a Yuri. Dado el estado en que éste se encontraba, no le creía capaz de abordar una conver­sación telefónica tan delicada. Tenía la frente perlada de sudor. Estaba temblando. Rowan le había dado ropa limpia, pero ya estaba empapada en sudor.
-Sí, es inevitable -dijo Yuri-, pero si no saben dónde estoy, no hay peligro. En cinco minutos conse­guiré sonsacarle más información a Stuart que a ningún otro miembro, incluyendo a mi amigo Barón de Ámsterdam. Dejadme hacer esa llamada.
-Pero no debemos olvidar -apuntó ahora Ro­wan- que puede estar implicado en la conspiración. Quizá se halle implicada toda la Orden; o todos los Mayores.
-Stuart se dejaría matar antes que perjudicar a Ta­lamasca. Tiene un par de brillantes novicios que pue­den ayudarnos. Uno se llama Tommy Monohan y es una especie de genio de los ordenadores; podría sernos muy útil en nuestra investigación. El otro, un joven rubio y guapito, tiene un nombre muy extraño, algo así como Marklin, sí, Marklin George. Pero debe ser Stuart quien juzgue la situación.
-Y no debemos confiar en Stuart hasta estar seguros ­de poder hacerlo.
-¿Pero como lo sabremos? -le preguntó Yuri, dirigiéndose a Rowan.
-Existen diversos medios -respondió ella-. En primer lugar, no debes llamar desde aquí. Y cuando lo hagas, dile solo ciertas cosas. No puedes revelárselo todo por más que confíes en él.
-Le diré lo que tú me ordenes. Pero ten en cuenta le es posible que Stuart se niegue a hablar conmigo. Quizá ninguno de ellos quiera hablar conmigo. A fin de cuentas, estoy excomulgado. A menos, claro está, que invoque mi amistad con Aaron. Eso lo ablandará. Stuart quería mucho a Aaron.
    -De acuerdo la llamada es un paso crucial -d­ijo, Michael-, en eso coincidimos. En cuanto a la casa matriz, ¿podrías dibujar un plano o describirla para que yo lo haga? ¿Que te parece?
-Una excelente idea -observó Rowan-. Dibuja un plano. Muéstranos la ubicación de los archivos, las cajas fuertes, las salidas, todo.
Yuri se levantó de repente, como si alguien le hu­biera propinado un empujón.
-¿Dónde hay papel? -preguntó, mirando a su al rededor-. ¿Dónde hay un lápiz?
Michael cogió el teléfono y habló con el conserje.
-Te proporcionaremos lo que necesites -le dijo Rowan a Yuri, cogiéndole las manos, que estaban hú­medas y temblorosas. Yuri  rehuyó la mirada de Rowan y clavó sus negros ojos en un objeto que había detrás de ella-. Relájate -le aconsejó Rowan, apretándole las manos para tranquilizarlo mientras se acercaba más a él para obligarlo a que la mirase a los ojos.
-Trato de comportarme de forma racional, Rowan -respondió Yuri-. Créeme Pero temo por... Mona. Cometí un grave error, lo reconozco. Pero era la primera vez que me encontraba ante unos seres semejantes. Jamás vi a Lasher, no estuve presente cuando le contó su historia a Michael y a Aaron. No llegué a ver­lo. Pero he visto a esos dos, y no precisamente envuel­tos en un halo de vapor. Eran tan reales como tú. Esta­ban en la misma habitación que yo, a mi lado.
-Lo sé -dijo Rowan-. Pero no tienes la culpa de lo que ha sucedido. No te reproches el haberles ha­blado de la familia. Piensa en la Orden. ¿Qué puedes decirnos sobre ella? ¿Qué sabes sobre el Superior Ge­neral?
-Hay algo que no me gusta. No me fío de él. Es nuevo. Si hubieras visto a ese ser, Ash, no habrías dado crédito a tus ojos.
-¿Por qué, Yuri? -preguntó Rowan.
-Olvidaba que habías visto al otro, que lo conocías.
 -Sí, en todos los aspectos. ¿Por qué crees que éste es más viejo y que no está tratando de confundirte con sus formas amables?
-Por su cabello. Tiene canas. Eso significa que es mayor. Resulta evidente.           .
-Así que tiene canas -repitió Rowan.
Eso era una novedad. ¿Qué otros detalles les revela­ría Yuri si seguían interrogándolo? Rowan se llevó las manos a la cabeza con objeto de que Yuri le indicase dónde estaban situadas las canas.
-En las sienes, como la mayoría de los seres hu­manos. Samuel se alarmó en cuanto vio sus canas. ¿Su rostro? Tiene el rostro de un hombre de treinta años. Nadie conoce las expectativas de vida de esos seres, Rowan. Samuel describió a Lasher como un recién na­cido.
-Eso es lo que era -contestó Rowan.
De pronto se dio cuenta de que Michael la observaba. Se había levantado y se hallaba junto a la puerta, con los brazos cruzados.
Rowan se volvió hacia él, borrando todo recuerdo de Lasher de su pensamiento.
-Nadie puede ayudarnos en esto, ¿verdad? -pre­guntó Michael, dirigiéndose a Rowan.
-Nadie -respondió ella-. ¿Acaso no lo sabías?
Michael no respondió, pero ella sabía lo que estaba pensando. Era como si deseara que lo supiese. Michael pensaba que Yuri se estaba viniendo abajo. Era preciso protegerlo. Contaba con Yuri para todo, para ayudar­los y guiarlos.
En aquel momento sonó el timbre de la puerta. Michael sacó unos billetes del bolsillo y se dispuso a abrir.
Resultaba fantástico, pensó Rowan, que Michael recordara incluso esos pequeños detalles. Pero ella te­nía que dominarse. Debía dejar de pensar en los dedos de Lasher clavándose en sus brazos. De pronto se es­tremeció y de forma involuntaria se acarició el lugar donde él la había lastimado en repetidas ocasiones. «Si­gue el consejo que das a tus pacientes, doctora. Procura calmarte. »
-Bien, Yuri, siéntate y dibuja el plano -dijo Mi­chael, entregándole un trozo de papel y algunos lá­pices.
-¿Y si Stuart no sabe que Aaron ha muerto? -pre­guntó Yuri-. No quiero ser yo quien le comunique su muerte. Pero supongo que lo saben. ¿Tú crees que lo sa­ben, Rowan?
-Presta más atención -replicó Rowan con suavi­dad-. Ya te lo he explicado antes. La oficina de Ryan no se puso en contacto con Talamasca. Insistí en que no les dieran todavía la noticia. Necesitaba tiempo. Aho­ra podemos aprovechar su ignorancia en nuestro pro­pio beneficio. Debemos planear bien esta llamada tele­fónica.
-En la otra habitación hay una mesa más grande que esta mesita Luis XV, la cual seguramente se vendrá abajo si tratamos de utilizarla-dijo Michael.
Rowan sonrió. Michael decía que le encantaban los muebles franceses, pero los objetos que contenía aque­lla habitación mostraban un aspecto tan frágil como el de las bailarinas. Los destellos de las molduras dora­das se reflejaban sobre las paredes como luces de neón. Rowan había visto muchas habitaciones de hotel. En cuanto llegaba, lo primero que hacía era preguntar dón­de estaban las puertas, los teléfonos, si el baño dispo­nía de una ventana por la que saltar en caso de incen­dio.
De pronto percibió de nuevo las garras de Lasher lastimándola en el brazo, e hizo una mueca de dolor. Michael seguía observándola fijamente.
Yuri estaba distraído. No la había visto cerrar los ojos, en un esfuerzo por recobrar el aliento.
-Estoy seguro de que lo saben -dijo Yuri-. Sus agentes habrán leído la noticia en los periódicos de Nueva Orleans. Les habrá llamado la atención el apelli­do Mayfair. Habrán recibido los recortes de prensa. No se les escapa nada. Lo saben absolutamente todo. Toda mi vida está contenida en sus archivos.
-Razón de más para ponernos de inmediato ma­nos a la obra-indicó Michael.
Rowan permaneció inmóvil. «Ha desaparecido -se dijo-, está muerto. Ya no puede lastimarte. Viste sus restos, los viste cubiertos de tierra cuando colocaste a Emaleth en la fosa junto a él. » Rowan cruzó los brazos y se frotó los codos. Michael le estaba hablando, pero ella no le oyó.
Al cabo de unos instantes miró a Michael y dijo: -Debo ver a ese Taltos. Si existe, quiero verlo con mis propios ojos.
-Es demasiado peligroso -objetó Yuri.
-No. Tengo un pequeño plan. Quizá no sea muy eficaz, pero no deja de ser un plan. ¿Dices que Stuart Gordon era amigo de Aaron?
-Así es. Trabajaron juntos durante varios años. ¿Quieres que se lo contemos todo a Stuart? ¿Crees queAsh ha dicho la verdad?
-Dijiste que Aaron no conocía la palabra «Taltos» hasta que la oyó de boca de Lasher, ¿no es cierto?
-Sí -respondió Michael.
-No se te ocurra ponerte en contacto con esos dos. ¡Es una locura! -exclamó Yuri.
-El dibujo puede esperar, Michael -dijo Ro­wan-. Debo llamar al Claridge's.
-¡No lo hagas! -protestó Yuri.
-No soy estúpida -contestó Rowan sonriendo-. ¿Con qué nombre están inscritos esos extraños perso­najes?
-No lo sé.
-Descríbelos -dijo Michael-. Da el nombre de Samuel. Yuri dijo que todos lo conocían, que lo trata­ban como si fuera Papá Noel. Cuanto antes hagas esa llamada, mejor. Quizá se hayan marchado ya.
-Aaron no sabía lo que era un Taltos, no había leí­do nada sobre...
-Así es -respondió Yuri-. ¿En qué piensas, Ro­wan?
-Primero haré mi llamada -contestó Rowan-, y luego llamarás tú. Vámonos.
-¿No quieres decirme lo que te propones? -pre­guntó Michael.
-Confío en poder localizar a esos dos. Si nuestro plan fracasa y no conseguimos dar con ellos, habremos regresado al punto de partida. Anda, vámonos.
-¿No queréis que dibuje el plano del que había­mos hablado? -preguntó Yuri.
-No, coge la chaqueta y vámonos -contestó Mi­chael.
Pero Yuri no se movió. Mostraba un aire desvalido y confundido. Michael cogió la chaqueta que colgaba de una silla y se la echó a Yuri sobre los hombros. Luego miró a Rowan.
Rowan sintió que el corazón le latía con fuerza. ¡Taltos! Tenía que hacer esa llamada.











12

Marklin jamás había visto tan alterados a los miembros de la Orden. Aquello ponía a prueba su talento para fingir que no estaba enterado de nada. La sala de reuniones aparecía atestada de personas que no cesaban de vociferar. Nadie se fijó en él cuando pasó por el pasillo. El ruido era ensordecedor y retumbaba bajo los techos abovedados. Con todo, Marklin se alegraba de aquel tumulto. De ese modo, nadie se preocuparía por la actitud de un novicio, lo que hacía o a dónde iba.
No le habían despertado para informarle de lo que pasaba. Se había enterado al abrir la puerta de su habi­tación y ver a varios miembros «patrullando» por el pasillo. Tommy y él apenas habían tenido ocasión de intercambiar unas breves palabras.
Tommy había llegado a Regent's Park y había con­seguido desconectar la interceptación del fax. Toda prue­ba física de las falsas comunicaciones sería destruida.
Y a todo esto, ¿dónde estaba Stuart? No se encon­traba en la biblioteca ni en el salón ni en la capilla re­zando por el alma de su querido Aaron, ni tampoco en la sala de reuniones.                                         
 Stuart no sucumbirá bajo esta presión, pensó Mar­klin. Y si había desaparecido, si se había marchado para estar con Tessa... Pero no, era imposible que hubiera huido. Stuart volvía a estar de su lado. Era su líder, eran tres contra el resto del mundo.
El enorme reloj del vestíbulo dio las once. La faz de la luna de bronce sonreía sobre los números barrocos. Resultaba imposible oír las campanadas en medio de aquella barahúnda. ¿Cuándo comenzarían las delibera­ciones formales?
Marklin dudó sobre la conveniencia de subir a la habitación de Stuart. Sin embargo, era algo completa­mente natural. Al fin y al cabo, Stuart era su tutor den­tro de la Orden. ¿Qué tenía de particular que él fuera a su habitación? ¿Y si Stuart se dejaba vencer de nuevo por el temor y empezaba a cuestionar todas sus deci­siones? ¿Y si se volvía de nuevo contra Marklin, como había hecho en Wearyall Hill, y éste no contaba con la ayuda de Tommy para resolver el problema?
Acababa de suceder algo importante. Marklin lo comprendió por el tono alterado de las voces que sona­ban en la sala de reuniones. Avanzó unos pasos, hasta encontrarse ante la puerta del ala norte. Los miembros ocupaban sus asientos alrededor de la gigantesca mesa de roble. Marklin se topó con Stuart de frente; éste lo miró fijamente, como un ave de pico afilado, con sus ojillos azules y redondos, vestido con su habitual ropa­je sombrío, casi clerical.
Stuart se hallaba junto al sillón vacante del Superior General, y apoyaba su mano en el respaldo. Todos lo observaban. De modo que lo habían designado para sustituir a Marcus.
Marklin se tapó la boca con la mano y tosió ligera­mente para disimular una imprudente pero inevitable sonrisa de triunfo. Demasiado perfecto, pensó, era como si los poderes estuvieran de su parte. Al fin y al ca­bo, podrían haber nombrado a Elvera, a Joan Cross o al viejo Whitfield. Pero habían elegido a Stuart. ¡Brillan­te! El mejor amigo de Aaron.
-Entrad y tomad asiento -dijo Stuart. Marklin observó que estaba muy nervioso-. Debéis disculpar­me -agregó, esbozando una sonrisa forzada.
«Dios mío, va meter la pata», pensó Marklin.
-Aún no me he recobrado de la impresión -con­tinuó Stuart-. Como sabéis, he sido designado para sustituir al anterior Superior General. En estos mo­mentos esperamos recibir una comunicación de los Mayores.
-¿Es que aún no han contestado? -preguntó El­vera. Rodeada de sus compinches, había sido la estrella durante toda la mañana: testigo del asesinato de Anton Marcus y la única persona que había hablado con el misterioso individuo que había penetrado en el edificio para, después de hacer unas curiosas preguntas a la gen­te con la que se había topado, estrangular a Marcus de forma fría y metódica.
-No, todavía no han contestado, Elvera -respon­dió Stuart con paciencia-. Sentaos para que podamos comenzar la reunión.
Al fin los asistentes guardaron silencio. Los rostros que rodeaban la gigantesca mesa expresaban curiosi­dad. Dora Fairchild había estado llorando, al igual que Manfield Cotter y otros miembros a los que Marklin ni siquiera conocía. Todos ellos eran amigos de Aaron Lightner o, para ser más precisos, lo veneraban.
Nadie había conocido realmente a Marcus. Su muer­te les había causado una profunda impresión, desde lue­go, pero todos ellos estaban acostumbrados al dolor.
-¿Ha contestado la familia Mayfair? -preguntó alguien a Stuart-. ¿Tenemos más datos sobre la muer­te de Aaron?
-Un poco de paciencia, por favor. Os informaré de las últimas noticias en cuanto las reciba. Lo único que sabemos con certeza es que ha sucedido algo terri­ble en esta casa. Han irrumpido unos intrusos. Proba­blemente se han producido otros fallos en el sistema de seguridad. No sabemos si todos esos hechos están rela­cionados.
-¡Ese hombre me preguntó si sabía que Aaron ha­bía muerto! -dijo Elvera, alzando la voz de forma des­concertada-. Entró en mi habitación y empezó a ha­blar sobre Aaron.
-Por supuesto que están relacionados -intervino Joan Cross. Joan llevaba un año sentada en una silla de ruedas; tenía un aspecto muy frágil, su cabello blanco empezaba a escasear, pero su voz mantenía el tono im­paciente y dominante de siempre-. Stuart, la cuestión prioritaria ahora es averiguar la identidad del asesino. Las autoridades nos han dicho que no han podido des­cubrir sus huellas. Pero nosotros sabemos que ese hom­bre puede estar relacionado con la familia Mayfair. Las autoridades, en cambio, no lo saben.
-Sí... todo parece indicar que esos hechos están re­lacionados -balbuceó Stuart-. Pero no sabemos nada más. Eso es a lo que me refería.
De golpe clavó su profunda mirada en Marklin, que se hallaba sentado a un extremo de la mesa, y lo obser­vó con calma.
-A decir verdad, caballeros -dijo Stuart, apartan­do los ojos de Marklin y mirando a los otros miem­bros-, no soy la persona adecuada para sustituir a An­ton. Creo... creo que debo pasar el cetro a Joan, si la asamblea lo aprueba. ¡Yo no puedo continuar!
¡Cómo había sido capaz de hacerles aquello!, se di­jo Marklin, tratando de ocultar su disgusto del mismo modo en que pocos minutos antes había intentado disi­mular su sonrisa triunfal. Gozaba de una posición pri­vilegiada, pensó con amargura, pero tenía miedo. Se ha­bía acobardado justamente cuando se le necesitaba para bloquear la comunicación que podía acelerar los acon­tecimientos. Era un imbécil.
-No tengo más remedio que renunciar al cargo -dijo Stuart, alzando la voz como si se dirigiera ex­clusivamente a su novicio-. Caballeros, me siento... demasiado disgustado por la muerte de Aaron para seros de utilidad.
Una afirmación muy sabia e interesante, pensó Marklin. Stuart les había dicho que si tenían algún se­creto debían protegerse de las personas con poderes ex­trasensoriales pensando en algo que se aproximara a la verdad.
Stuart se levantó y cedió el sillón a Joan Cross. La mayoría de los presentes expresaron su aprobación. In­cluso Elvera asintió complacida. El joven Crawford, uno de los alumnos de Joan, condujo la silla de ruedas de ésta hasta la cabeza de la mesa. Stuart retrocedió ha­cia la pared, como si se dispusiera a abandonar la sala con disimulo.
«No escaparás sin mí», pensó Marklin. Pero ¿cómo podía marcharse sin llamar la atención? De todos mo­dos, estaba decidido a impedir que Stuart huyera al lu­gar secreto donde mantenía oculta a Tessa.
De nuevo se alzaron unas voces de protesta. Uno de los miembros más ancianos se quejó de que, dadas las circunstancias, los Mayores debían identificarse. Otro le ordenó que guardara silencio, que no volviera a men­cionar ese tema.
¡Stuart había desaparecido! Marklin se levantó rápi­damente y salió por la puerta del ala norte. Al salir vio cómo Stuart, que se hallaba a varios metros de distan­cia, se dirigía hacia el despacho del Superior General. Marklin no se atrevió a llamarlo, pues lo acompañaban dos jóvenes miembros de la Orden, Ansling y Perry, ayudantes administrativos. Ambos habían representa­do un peligro para la operación desde el principio, aun­que ninguno era tan avispado como para darse cuenta de lo que sucedía.
De pronto el trío desapareció a través de la puerta de doble hoja, y ésta se cerró tras ellos. Marklin se que­dó solo en el vestíbulo desierto.
Al cabo de unos minutos oyó el sonido del martillo del presidente de la asamblea al golpear la mesa. Mar­klin dirigió la vista hacia la puerta del despacho. Pero ¿con qué pretexto podía entrar? ¿Para ofrecer su ayu­da, sus condolencias? Todos sabían que adoraba a Stuart. En otras circunstancias habría estado dispuesto a... No debía pensar en ello, no en aquel lugar, entre esos muros.
Marklin miró su reloj. ¿Qué estaban haciendo? Si Stuart había renunciado al cargo, ¿qué hacía en ese des­pacho? Quizás en esos momentos acababa de llegar un fax de los Mayores. Tommy había tenido tiempo de de­tener la interceptación. O quizá fuera el mismo Tommy quien había escrito el mensaje que acababan de recibir.
Marklin no podía contener su impaciencia. Sin pen­sárselo dos veces llamó a la puerta y entró sin esperar a que lo invitasen a hacerlo.
Los dos jóvenes se hallaban solos en el despacho. Perry, sentado ante la mesa de Marcus, hablaba por teléfono, y Ansling, de pie junto a él, trataba de seguir la conversación telefónica. El fax estaba inactivo. La puerta que comunicaba con el dormitorio de Marcus permanecía cerrada.
-¿Dónde está Stuart? -preguntó Marklin en voz alta y enérgica, aunque ambos hombres le indicaron que guardara silencio.
 -¿Dónde te encuentras en estos momentos, Yuri? -preguntó Perry, que era quien hablaba por teléfono.
¡Yuri!
-No deberías estar aquí -dijo Ansling-. Todo el mundo debería estar en la sala de reuniones.
-Sí, sí, de acuerdo... -respondió Perry en tono conciliador, como si tratara de calmar a su interlocutor.
-¿Dónde se encuentra Stuart? -repitió Marklin.
 -No puedo decírtelo.
-¡Te obligaré a hacerlo! -insistió Marklin.
-Perry está hablando con Yuri Stefano -dijo Ansling, tratando de responder con evasivas mirando con ansiedad a Perry y a Marklin-. Stuart ha ido a en­contrarse con él. Yuri le dijo que fuera solo.
-¿Adónde? ¿Por dónde salió?
-Supongo que por la escalera privada del Superior General -respondió Ansling-. ¿Cómo quieres que lo sepa?
-¡Callad de una vez! -dijo Perry-. ¡Ha colgado! -exclamó, soltando bruscamente el auricular-. Sal de aquí, Marklin.
-No me hables en ese tono, imbécil -protestó Marklin, furioso-. Stuart es mi tutor. ¿Dónde está esa escalera privada?
Acto seguido entró en el dormitorio de Marcus, haciendo caso omiso de las protestas de ambos jóve­nes, y al descubrir una puerta disimulada entre los pa­neles de la pared, la empujó y ésta cedió de inmediato. Era la puerta que daba acceso a la escalera privada. ¡Maldita sea!
-¿Adónde se ha dirigido Stuart para encontrarse con Yuri? -le preguntó Marklin a Ansling, quien aca­baba de entrar en el dormitorio.
-Aléjate de esa puerta -dijo Perry-. Sal de esta habitación ahora mismo. No tienes ningún derecho a estar en el dormitorio del Superior General.
-¿Qué te pasa, Marklin? -le preguntó Ansling-. Sólo falta que uno de nosotros se subleve. Regresa a la sala de reuniones.
-Te he hecho una pregunta. Quiero saber adónde ha ido mi tutor.
-No nos lo comunicó, y si no hubieras metido las narices donde no debías, seguramente me lo habría di­cho Yuri Stefano.
Marklin observó a los dos jóvenes, que sin duda es­taban asustados y enojados. «Idiotas -pensó-. Espe­ro que os echen la culpa de todo. Ojalá os expulsen.» Luego dio media vuelta y empezó a descender la miste­riosa escalera.
Tras recorrer un pasadizo largo y estrecho, Marklin dobló una esquina y llegó a una pequeña puerta que daba acceso al jardín, tal como él había supuesto. No se había fijado nunca en esa puerta. Un pequeño camino enlosado atravesaba el césped en dirección al garaje.
Marklin echó a correr, aunque sabía que era inútil. Cuando llegó al garaje, el empleado se levantó apresu­radamente y dijo:
-No puede salir nadie hasta que finalice la reu­nión, señor.
-¿Has visto a Stuart Gordon? ¿Cogió un coche de la casa?
-No, señor, cogió el suyo propio. Pero me ordenó que no dejara salir a nadie sin autorización expresa.
-¡Me da lo mismo! -le espetó Marklin furioso. De esta forma, se dirigió a su Rolls y cerró la porte­zuela ante las narices del empleado del garaje, el cual le había seguido protestando. Antes de llegar a la verja, el automóvil ya había alcanzado los cincuenta kilómetros por hora.
Al llegar a la autopista Marklin aceleró hasta que el cuentakilómetros marcó los ciento treinta kilómetros por hora. Pero Stuart se había esfumado, y Marklin no sabía si éste había cogido la autopista o si había ido a reunirse con Tessa o con Yuri. Y, puesto que no tenía idea de dónde se hallaban Tessa o Yuri, comprendió de repente cuán absurda resultaba aquella búsqueda.
-Tommy, te necesito -dijo Marklin en voz alta.
Luego descolgó el teléfono y marcó con el pulgar el número del lugar secreto en Regent's Park.
Nadie contestó.
Quizá Tommy hubiera desconectado el equipo. Mar­klin colgó bruscamente. Debía prestar atención a la ca­rretera. Pisó el acelerador a fondo y rebasó a un camión que circulaba delante de él, obligando al Rolls a alcan­zar su velocidad máxima.











13

Se instalaron en un apartamento de Belgravia, no lejos del palacio de Buckingham, que se encontraba equipado con todo lo necesario. Estaba decorado con muebles georgianos, mármoles blancos y suaves colores de tonalidades melocotón, limón y marfil. Una legión de expertos secretarios y secretarias habían sido contratados para cumplir sus órdenes; hombres y mujeres de aspecto eficiente que de inmediato se dispusieron a preparar el fax, el ordenador y los teléfonos.
Tras ocuparse de que acostaran en el dormitorio más grande a Samuel, que estaba casi incosciente, tomó posesión del despacho, sentándose ante la mesa para leer los periódicos y asimilar la mayor cantidad posible de información sobre la historia del asesinato cometido en las afueras de Londres. La víctima era un hombre que había sido estrangulado por un misterioso intruso de manos gigantesca.
Los artículos no mencionaban su estatura. ¡Qué curioso! ¿Acaso habían decidido los de Talamasca ocultar ese dato? ¿Con qué motivo?
"Yuri ya habrá leído la noticia -pensó-, suponiendo que se haya recuperado."
Pero ¿cómo podía saber en qué estado se encontraba Yuri?
Al cabo de unos minutos empezaron a llegar mensajes de Nueva York.
Si, tenía que atender esos asuntos. No podía pretneder que la compañía siguiera suncionando, ni siquiera un día más, sin él.
La joven Leslie, que parecía no tener necesidad de dormir nunca, presentaba un aspecto radiante mientrras se ocupaba de ordenar los mensajes de fax que le iba entregando un joven secretario.
-Las líneas ya están conectadas, señor. -dijo Leslie-. ¿Desea algo más?
-Querida -respondió Ash-, dile al cocinero que prepare un buen asado para Samuel. CUando se despierte estará hambriento y con un humor de perros.
Mientras hablaba con Leslie, Ahs utilizó la línea directa para llamar a Remmick, a Nueva York.
-Encárgate de que mi coche y el chófer estén siempre dispuestos cuando yo los necesite. Llena el frigorífico con leche fresca y los mejores quesos cremosos que encuentres, como brie y camembert. Envía a alguien a por ello. A ti te necesito aquí. Avísame de inmediato si llaman de Claridge's con un recado para mí, y si no dicen nada, llámalos tú cada hora para averiguar si han recibido algún mensaje, ¿de acuerdo?
-Si, señor Ash -respondió Leslie, tomando nota de cuanto éste le decía en un bloc que sostenía a pocos centímetros de sus ojos.
Acto seguido, la joven desapareció.
Sin embargo, cada vez que Ash levantaba la vista la veía yendo de acá para allá con una energía envidiable.
Eran las tres de la tarde cuando Leslie se acercó a la mesa de Ash, sonriente y con el entusiasmo propio de una colegiala.
-Tiene una llamada del Claridge's, señor. Línea dos.
-Discúlpame -contestó Ash, complacido de ver que la joven se retiraba con discreción y rapidez.
Ash descolgó el teléfono y dijo:
-Ashlar al habla, ¿es el Claridge's?
-No, soy Rowan Mayfair. El hotel me facilitó su número hace cinco minutos. Me dijeron que se había marchada esta misma mañana. Yuri está conmigo. Teme su reacción, pero deseo hablar con usted. Tengo que vele. ¿Sabe quién soy?
- Por supuesto, Rowan Mayfair -respondió él con suavidad-. ¿Dónde podemos encontrarnos? ¿Le ha ocurrido algo a Yuri?
-Primero dígame por qué está dispuesto a encontrarse conmigo. ¿Qué es lo que quiere?
-Talamasca está llena de traidores -contestó Ash-. Anoche asesiné a su Superior General. -Rowan guardó silencio-. Ese hombre formaba parte de una conspiración que está relacionada con la familia Mayfair. Deseo restaurar el orden en Talamasca para que ésta sig siendo la organización que siempre ha sido, y porque una vez me comprometí a protegerla por siempre. ¿Sabe usted que Turi corre un grave peligro? ¿Que esa conspiración a la que me he referido supone una amenaza contra su vida?
Silencio en el otro extremo de la línea.
-¿Sigue usted ahí? -preguntó Ash.
-Si. Estaba pensando en el sonido de su voz.
-El Taltos que usted engendró murió cuando todavía era un recién nacido. Su alma no había alcanzado la paz antes de nacer. No puede pensar en mí en eos términos, Rowan, aunque mi voz le recuerde a él.
-¿Cómo asesinó al Superior General?
-Lo estrangulé. Procuré que no sufriera. Lo maté por un motivo muy concreto. Deseo poner al descubierto la conspiración de la Orden a fin de que todos, culpables e inocentes, conozcan lo sucedido. Sin embargo, no creo que toda la Orden se encuentre implicada en ello, sino sólo unos pocos miembros.  -Silencio- . Per­mítame reunirme con usted. Si lo desea, acudiré solo. Podemos encontrarnos en un lugar concurrido. Quizá sepa que este número de teléfono pertenece a Belgravia. Dígame dónde se encuentra.
-Yuri ha quedado en reunirse con un miembro de Talamasca. No puedo abandonarlo en estos momentos.
-Tengo que saber dónde va a celebrarse esa reu­nión -dijo Ash, levantándose apresuradamente y ha­ciéndole una señal al joven secretario, que estaba junto a la puerta. Necesito a mi chófer de inmediato -mur­muró Ash para sí mismo. Luego dijo a través del auri­cular-: Rowan, esta reunión podría ser muy peligrosa para Yuri. Temo que cometa un grave error.
-El otro hombre acudirá solo -le contestó Ro­wan-. Nosotros lo veremos antes que él a nosotros. Se llama Stuart Gordon. ¿Le suena ese nombre?
-Lo he oído. Sólo sé que se trata de un anciano.
Se produjo un silencio, y al cabo de unos instantes, Rowan preguntó:
-¿Sabe acaso si está enterado de que usted existe?
-No -contestó Ash-. Stuart Gordon y los otros miembros de Talamasca visitan de vez en cuando el va­lle de Donnelaith. Pero no me han visto nunca; ni allí ni en ninguna parte. Jamás me han visto.
-¿Donnelaith? ¿Está seguro de que se trataba de Gordon?
-Completamente seguro. Gordon aparecía por allí con frecuencia. Me lo dijeron los seres diminutos. Por las noches, se dedicaban a robar las mochilas y otros objetos de los miembros de Talamasca. Conozco el nombre de Stuart Gordon. Los seres diminutos no se dedican a matar a los miembros de la Orden; eso les causaría demasiados problemas. Tampoco asesinan a las gentes del campo. Sólo matan a los que aparecen armados con prismáticos y rifles. Me mantienen infor­mado sobre las personas que acuden al valle.
De nuevo se produjo el silencio.
-Le ruego que confíe en mí -dijo Ash-. El hom­bre que maté, Anton Marcus, era corrupto y perverso. No suelo hacer esas cosas de forma impulsiva. Le doy mi palabra de que no represento ningún peligro para usted, Rowan Mayfair. Tengo que hablar con usted. Si no me permite...
-¿Conoce la esquina de la calle Brook con Spe­lling?
-Sí -contestó Ash-. ¿Está usted usted allí?
-Más o menos. Diríjase a la librería que hay en la esquina. Me reuniré con usted allí. Apresúrese. Stuart Gordon no tardará en llegar.
Tras esas palabras, Rowan colgó.
Ash bajó corriendo los dos tramos de escalera se­guido por Leslie, que le formulaba las preguntas de ri­gor: ¿Deseaba que le siguieran los guardaespaldas? ¿Quería que ella le acompañara?
-No, querida, tú quédate aquí -contestó Ash-. Llévame hasta la calle Brook, a la altura de Spelling, cerca del Claridge's -le indicó al chófer-. No me si­gas, Leslie -añadió, acomodándose en la parte trasera del coche.
Ash dudó en especificarle al chófer que lo dejara en la misma esquina. Temía que Rowan Mayfair viera el coche y memorizara la matrícula, suponiendo que ese trámite fuera necesario en el caso de una limusina Rolls Royce. Pero ¿por qué había de preocuparse? ¿Qué po­día temer de Rowan Mayfair? ¿Qué ganaría ella lasti­mándolo?
Ash tuvo la impresión de que se le había pasado por alto un detalle muy importante, una probabilidad que sólo al cabo de un cierto tiempo, y tras darle muchas vueltas, conseguiría descifrar.
 Esos pensamientos le producían dolor de cabeza. Estaba impaciente por reu­nirse con su bruja. Tan impaciente como un niño.
La limusina avanzó veloz a través del denso tráfico de Londres, y alcanzó su destino, la confluencia de dos concurridas calles comerciales, en menos de doce mi­nutos.
-No te alejes demasiado -le indicó Ash al chó­fer-. Estate atento y acude en cuanto te llame. ¿Has comprendido?
-Sí, señor Ash.
La esquina de Brook con Spelling estaba presidida por un sinfín de elegantes tiendas. Ash se apeó del co­che, estiró las piernas un momento y echó a andar len­tamente hacia el extremo de la esquina, observando a los transeúntes e ignorando a quienes lo miraban con curiosidad y hacían en voz alta comentarios graciosos sobre su estatura.
Al cabo de unos minutos Ash vio frente a él la libre­ría que le había indicado Rowan. La fachada, muy ele­gante, exhibía una vitrina enmarcada en madera y unos adornos de bronce. La puerta estaba abierta, pero no había nadie junto a ella.
Ash atravesó la calle, caminando en sentido contra­rio al del tráfico y enfureciendo por ello a un par de conductores, y consiguió alcanzar la esquina ileso.
Dentro de la librería había un pequeño grupo de gente. Nadie tenía aspecto de bruja. Pero Rowan le ha­bía asegurado que se reuniría con él allí.
Ash se volvió. Su chófer permanecía impertérrito en el lugar donde habían quedado, pese al endiablado tráfico que circulaba por aquella zona, mostrando la arrogancia propia de un chófer que conduce una im­presionante limusina. Perfecto.
Ash echó un rápido vistazo a las tiendas de la calle Brook, a su izquierda, y luego, frente a él, a los comer­cios y los viandantes que circulaban por la calle Spelling.
Entonces avistó a un hombre y a una mujer que se hallaban frente al escaparate de una boutique. Estaba convencido de que se trataba de Michael Curry y Ro­wan Mayfair.
Su corazón empezó a latir aceleradamente. ¡Ambos eran brujos!
Lo estaban observando con ojos de brujos, mien­tras sus cuerpos emanaban aquel leve resplandor que, según Ash, poseían todos los de su especie.
Ash se preguntó en qué consistía ese resplandor. Si los tocaba, ¿tendrían un tacto más cálido que el de otros seres humanos? ¿Y si aplicaba el oído a sus cabe­zas, percibiría acaso un tenue sonido orgánico que no podía detectar en otros mamíferos o seres que no eran brujos? De vez en cuando, en raras ocasiones, había percibido ese leve y suave murmullo a través del cuer­po de un perro vivo.
Hacía mucho tiempo que Ash no veía a unos brujos tan poderosos, y jamás había conocido a ningún brujo o bruja que poseyera más poder que ellos. Permaneció inmóvil, tratando de rehuir su penetrante mirada. No resultaba fácil. Ash se preguntó si ellos podrían adver­tir sus esfuerzos, pese a que conservaba la compostura.
El hombre, Michael Curry, presentaba unos rasgos típicamente célticos. Parecía más irlandés que nortea­mericano, con su cabello negro y rizado y sus intensos ojos azules, su chaqueta deportiva de lana y los panta­lones de franela. Era un hombre corpulento, fuerte.
El padre del Taltos y su asesino, frente a frente. Ash se estremeció. El padre... y el asesino.
¿Y la mujer?
Era muy delgada y extraordinariamente hermosa, aunque poseía una belleza moderna. Su pelo, brillante y peinado con sencillez, enmarcaba un semblante en­juto. Su ropa deliberadamente ceñida, era también muy seductora y le confería un aire en extremo sensual. Sus ojos eran infinitamente más peligrosos que los del hombre.
Poseía la mirada de un hombre. Era como si una parte de su rostro le hubiera sido arrebatado a un ma­cho humano para colocarla sobre su suave, carnosa y femenina boca. Ash había observado con frecuencia esa seriedad, esa agresividad, en las mujeres modernas. Só­lo que ésta era una bruja.
Ambos lo miraban fijamente.
No se dirigieron la palabra, ni se movieron. Pero estaban juntos, uno de ellos ocultando parcialmente al otro. Ash no percibió su olor, pues el viento soplaba en dirección opuesta, lo cual significaba que ellos sí debían percibir el olor de él.                                     .
Por fin la mujer rompió el silencio, volviéndose ha­cia su compañero y murmurándole unas palabras al oí­do, casi sin mover los labios. El hombre no contestó, sino que siguió observando a Ash.
Ash sintió que sus músculos se relajaban. Dejó caer los brazos a ambos lados del cuerpo, un gesto que no so­lía hacer con frecuencia debido a la exagerada longitud de sus brazos. Quería que vieran que no ocultaba nada. Luego dio media vuelta y retrocedió por la calle Brook, despacio, dándoles la oportunidad de echar a correr si lo deseaban, aunque confiaba en que no fuera así.
Al llegar a la calle Spelling, se dirigió lentamente ha­cia ellos. Ambos permanecieron inmóviles. De pronto un transeúnte chocó contra Ash y dejó caer una bolsa llena de pequeños objetos, que se desparramaron por la acera.
«¡Qué inoportuno!», pensó Ash, pero sonrió y apoyó una rodilla en el suelo para ayudar a la pobre mujer a recoger las cosas que se le habían caído.
-Lo siento mucho -dijo Ash. La anciana se rió y le respondió que era demasiado alto para agacharse de aquella forma.
-Ha sido culpa mía -insistió Ash.
Se hallaba relativamente cerca de los brujos, quizá tanto como para que ellos lo oyeran, pero no debía de­mostrar su temor.
La anciana llevaba una gran bolsa de lona colgada del brazo. Después de recoger todos los objetos que se encontraban diseminados por el suelo, Ash los deposi­tó en la bolsa. La anciana se alejó tras despedirse ama­blemente, mientras él agitaba la mano de forma respe­tuosa y cordial.
Los brujos no se habían movido. Ash estaba seguro de ello. Notaba que lo estaban mirando. Sentía su po­der en aquel leve resplandor que él percibía, producto tal vez de una extraña energía. Lo separaban de ellos unos dos metros.
Ash se volvió y los miró. Estaba de espaldas al tráfi­co, y pudo verlos claramente frente al escaparate de la boutique. Ambos presentaban un aspecto feroz. La luz que despedía Rowan se había convertido en un sutil resplandor. Ash percibió de pronto su aroma, un aro­ma exangüe; una bruja que no podía parir. El olor del hombre era más potente, y su rostro, más temible que el de su compañera, expresaba recelo y rencor.
La fría e implacable mirada de ambos le hizo estre­mecer. En fin, no podía caerle simpático a todo el mun­do, se dijo esbozando una pequeña sonrisa. Ni siquiera a los brujos. Eso sería pedir demasiado. Lo importante era que no habían huido.
Ash echó a andar de nuevo hacia ellos. Súbitamente Rowan hizo un gesto que le sorprendió. Sosteniendo la mano junto a su pecho, señaló disimuladamente con el índice hacia el otro lado de la calle.
Puede que se tratara de un truco. «Quieren matar­me», pensó Ash. En cierto modo, la idea le divertía, aunque sólo en parte. Ash se volvió hacia donde señala­ba Rowan y vio una cafetería. En aquel momento salía de ella el gitano acompañado por un hombre de edad avanzada. Yuri presentaba muy mal aspecto, como si estuviera enfermo. Pese al aire fresco que soplaba, iba vestido únicamente con unos viejos vaqueros y una ca­misa.
En cuanto salió, Yuri se fijó en Ash. Al verlo plan­tado al otro lado de la calle, lo miró enojado. «Pobre chico -pensó Ash-, está completamente loco.» Su acompañante siguió hablando con Yuri, sin darse cuen­ta de que éste miraba a Ash.
Ash supuso que el hombre de edad avanzada era Stuart Gordon. Vestía con un traje oscuro al estilo de Talamasca, chaleco a juego con la americana de solapas estrechas y unos zapatos puntiagudos. Sí, debía tratarse de Stuart Gordon, o bien de otro miembro de Talamas­ca. Tenía un aire inconfundible.
Gordon estaba muy alterado y parecía intentar convencer a Yuri de algo. Ambos se hallaban tan cerca uno del otro, que ese hombre hubiera podido matarlo de mil formas distintas sin ninguna dificultad.
Ash atravesó la calle, sorteando los coches y obli­gándolos a detenerse bruscamente.
De pronto Stuart Gordon se dio cuenta de que Yuri estaba distraído, y se enojó. En el preciso momento en que se volvió para ver qué era lo que atraía la atención de su pupilo, Ash se abalanzó sobre él y le agarró el brazo.
Era evidente que Gordon lo había reconocido. «Sa­be quién soy», pensó Ash, sintiendo cierta lástima por él. Ese hombre, amigo de Aaron Lightner, era culpable. Sí, no cabía la menor duda, el hombre lo había recono­cido y lo miró con una mezcla de horror y perplejidad. -Veo que me conoces -dijo Ash.
-Tú mataste a nuestro Superior General -contestó el hombre, desesperado. La perplejidad y el temor que sentía no se debían únicamente a lo que sucedió la noche anterior. Aterrado, el hombre trató de librarse del brazo de Ash-. No dejes que me lastime, Yuri -imploró a su pupilo.
-Embustero -le espetó Ash-. Mírame. Sabes per­fectamente quién soy. Me has reconocido. No mientas, desgraciado.
Unos transeúntes se detuvieron para presenciar el espectáculo, mientras que otros curiosos ya habían for­mado un corro a su alrededor.
-¡Quítame las manos de encima! -exclamó Stuart, rojo de ira.
-Eres igual que el otro -replicó Ash-. ¿Fuiste tú quien mató a tu amigo Aaron Lightner? ¿Qué piensas hacer con Yuri? Tú enviaste al hombre que disparó contra él en el valle.
-Sólo sé lo que me comunicaron esta mañana-pro­testó Stuart Gordon-. Suéltame.
-Voy a matarte -respondió Ash.
Los brujos se dirigieron hacia el grupo. Al volver la cabeza, Ash vio a Rowan Mayfair. Michael Curry esta­ba junto a ella, mirándolo con los ojos llenos de odio.
La presencia de los brujos aumentó la angustia de Gordon.
Sin soltar a Gordon, Ash se volvió e hizo un gesto con la mano para alertar a su chófer, que se hallaba de pie en la esquina y había contemplado la escena. Al advertir la señal de Ash, se subió apresuradamente en el coche y se dirigió hacia ellos.
-¡Yuri, no puedes dejar que me mate! -gritó Gor­don, desesperado, fingiendo indignación. «Una actua­ción brillante», pensó Ash.
-¿Mataste tú a Aaron? -preguntó Yuri, fuera de sí, precipitándose sobre Gordon.
Rowan trató de contenerlo, mientras Gordon se revolvía furioso, arañando la mano de Ash para obligarle a soltarlo.          
El imponente Rolls Royce se detuvo junto a Ash. El chófer se apeó con rapidez y preguntó: -¿Necesita ayuda, señor Ash?
-¿Señor Ash? -repitió Gordon, el cual había de­sistido de su esfuerzo por escapar-. ¿Qué clase de nombre es ése?
-Ahí viene un policía, señor -dijo el chófer-. ¿Quiere que lo avise?
-Por favor, vayámonos de aquí-dijo Rowan May­fair.
-Sí, marchemos -contestó Ash, dirigiéndose ha­cia el coche y arrastrando a Gordon con él.
Tan pronto como el chófer abrió la puerta trasera del automóvil, Ash arrojó a Gordon sobre el asiento. Luego se acomodó junto a él, empujándolo hacia el rin­cón. Michael Curry ocupó el asiento delantero, junto al conductor, y Rowan se sentó en el que había frente a Ash, provocando que éste se estremeciera al rozarle las rodillas y sentir el tacto de su piel. Por último, Yuri se instaló junto a Rowan y el coche partió veloz.
-¿Adónde desea que lo lleve, señor? -preguntó el chófer.
El panel de vidrio que separaba el asiento trasero del delantero descendió suavemente, y Michael Curry se giró para mirar a Ash a los ojos.
«Qué ojos tan terribles tienen esos brujos», pensó Ash, desesperado.
-Salgamos de aquí -le dijo Ash al chófer. Gordon trató de alcanzar la manecilla de la puerta. -Cierra las puertas -le ordenó Ash a su chófer. Pero en lugar de esperar a oír el sonido del cierre elec­trónico, agarró el brazo derecho de Gordon con su ma­no derecha.
-¡Suéltame, cabrón! -gritó Gordon con tono au­toritario.
-¿Vas a decirme la verdad? -preguntó Ash-. Te mataré como maté a Marcus, tu secuaz. ¿Qué puedes alegar en tu defensa para impedir que lo haga?
 -¿Cómo te atreves...? -empezó a decir Gordon Stuart.
-Deja ya de mentir -le espetó Rowan Mayfair-. Eres culpable, y no tramaste tú solo este plan. Mírame. -¡No! -protestó Gordon-. Las brujas Mayfair -dijo con amargura, escupiendo las palabras-. Y esa cosa... ese ser surgido de los pantanos, ese Lasher, ¿aca­so es vuestro vengador, vuestro Golem?
Gordon sufría lo indecible. Su rostro estaba blanco como la cera. Pero no estaba derrotado.
-De acuerdo -dijo Ash suavemente-. Voy a ma­tarte, y ninguna bruja logrará detenerme.
-¡No lo harás! -gritó Gordon, volviéndose hacia Ash y Rowan, con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento.
-¿Por qué crees que no lo haré? -inquirió Ash.
-Porque yo tengo a la hembra -murmuró Gordon. Se produjo un silencio.
Sólo se percibían los sonidos del tráfico mientras el lujoso automóvil avanzaba veloz y desafiante por la ca­rretera.
Ash miró a Rowan Mayfair y a Michael Curry, quien lo observaba desde el asiento delantero. Luego miró a Yuri, sentado frente a él, el cual parecía incapaz
siquiera de pensar o de decir algo. Por último, se volvió de nuevo hacia Gordon.
-La hembra ha estado siempre en mi poder-dijo Gordon con voz débil, pero cargada de ironía-. Lo hi­ce por Tessa. Lo hice para llevarle un macho a Tessa. Ése era mi propósito. Ahora suéltame, de lo contrario ninguno de vosotros verá jamás a Tessa. En especial tú, Lasher o señor Ash, o como quiera que te llames. O quizá me equivoque y poseas tu propio harén...
Ash extendió las manos, separando los dedos para impresionar a Gordon, y luego las apoyó sobre las ro­dillas.
Gordon tenía los ojos enrojecidos y llorosos. In­dignado, sacó un pañuelo enorme y arrugado y se sonó su afilada nariz.
-No -respondió Ash suavemente-. Creo que te mataré aquí mismo.
-¡No! -soltó Gordon-. ¡jamás verás a Tessa! Ash se inclinó hacia él y dijo:
-Condúceme hasta ella, rápido, o te estrangularé aquí mismo.
Gordon guardó silencio durante unos instantes.
-Dile a tu chófer que gire hacia el sur -dijo-. Que salga de Londres y se dirija a Brighton. No vamos a Brighton, pero no te daré más detalles por el momen­to. Tardaremos una hora y media en llegar.
-Entonces, nos sobra tiempo para charlar -inter­vino Rowan, la bruja. Tenía una voz profunda, casi ronca, y Ash percibió su resplandor en la penumbra del coche. Bajo las solapas de seda negra de su escotada chaqueta, se insinuaban unos pechos menudos pero perfectamente dibujados
-. ¿Cómo pudiste hacerlo? -preguntó, dirigiéndose a Gordon-. Me refiero, ma­tar a Aaron. Eres un hombre como Aaron, ¿no?
-Yo no lo maté -contestó Gordon con amargu­ra-. No quería que eso sucediera. Fue un crimen estú­pido y brutal. No pude impedirlo. Al igual que tampo­co pude impedir que intentasen matar a Yuri. No tuve nada que ver en ello, Yuri. Hace un rato, en la cafetería, cuando te dije que temía por tu vida lo dije en serio. Hay cosas que no puedo controlar.
-Cuéntanos todo lo que sabes -ordenó Michael Curry, sin dejar de mirar a Ash-. Te advierto que so­mos incapaces de contener a nuestro amigo cuando se enfurece. Y aunque pudiéramos, no lo haríamos.
-No os diré nada más -respondió Gordon.
-Eso es una estupidez -dijo Rowan.
-Te equivocas -replicó Gordon-. Es mi única baza. Si os cuento lo que sé antes de que lleguemos al lugar donde está Tessa, os apoderaréis de ella y acaba­réis conmigo.
-Voy a matarte de todos modos -dijo Ash-. Si hablas, comprarías unas horas más de vida.
-No te precipites. Puedo revelaros muchas cosas. Más de las que imagináis. Necesitaréis más de unas ho­ras para enteraros de todas ellas.
Ash no contestó.
Gordon se relajó y soltó un suspiro de alivio, ob­servando detenidamente a sus raptores, hasta detenerse en Ash. Éste se había desplazado hacia el rincón opuesto. No deseaba estar cerca de ese ser humano perverso y corrupto al que tenía que matar.
Ash miró a sus dos brujos. Rowan Mayfair tenía las manos apoyadas en las rodillas, al igual que Ash, e hizo un gesto con los dedos para indicarle que tuviera pa­ciencia.
El sonido de un encendedor sobresaltó a Ash.
-¿Le importa que fume en su elegante automóvil, señor Ash? -preguntó Michael Curry, inclinando la cabeza sobre el cigarrillo y la pequeña llama del encen­dedor.
-En absoluto -respondió Ash, con una sonrisa amable.
Ante su perplejidad, Michael Curry le devolvió la sonrisa.
-Hay una botella de whisky en el coche -dijo Ash-. Y agua y hielo. ¿Les apetece una copa?
-Sí -contestó Michael Curry, exhalando una bo­canada de humo-. Pero en aras de la virtud, esperaré hasta las seis.
«Este brujo puede ser el padre del Taltos -pensó Ash, estudiando el perfil de Michael Curry-. Tiene unos rasgos ligeramente toscos pero bien proporciona­dos. Su voz denota una curiosidad y una pasión que probablemente aplique a todo cuanto hace. No hay más que ver con qué atención observa los edificios que se alzan junto a la carretera. No pierde detalle. »
Rowan Mayfair no apartaba su vista de Ash. Acababan de dejar atrás el núcleo urbano.
-Siga por este camino hasta que le indique dónde debe doblar -le dijo Gordon al chófer.
El anciano volvió la cabeza como para verificar que habían tomado la dirección adecuada, pero de repente apoyó la frente en la ventanilla y estalló en sollozos.
Nadie dijo una palabra. Ash miró a los brujos. Lue­go recordó la fotografía de la joven pelirroja y miró a Yuri, que estaba sentado frente a él, junto a Rowan, y comprobó que tenía los ojos cerrados. Yuri se. había acurrucado contra la pared del coche, con la cabeza vuelta hacia la ventanilla, y lloraba en silencio.
Ash se inclinó hacia delante y apoyó una mano en la rodilla de Yuri para tranquilizarlo.












14

Era aproximadamente la una de la tarde cuando Mona se despertó en el dormitorio del piso superior, el que daba a la fachada. Al abrir los ojos contempló la encina que crecía junto a la ventana. Sus ramas estaban repletas de pequeñas hojas que tras la lluvia lucían un espléndido verdor.
 -Te llaman por teléfono -dijo Eugenia.                                                                                                    
  Mona casi soltó: «¡Dios, me alegro de que haya alguien aquí!» Pero no le gustaba reconocer ante nadie que la casa vacía le había inspirado temor y que había tenido unos sueños muy inquietantes.
 Eugenia observó de reojo la holgada camisa blanca de algodón que Mona llevaba. «¿Qué tiene de particular?», pensó ésta. Era una prenda para estar por casa. En el catálogo la describían como «la camisa del poeta. »
-No deberías acostarte con esa camisa tan bonita -le reprochó Eugenia-. ¡Fíjate cómo han quedado las mangas y el encaje! Está completamente arrugada.
Mona sintió deseos de enviar a Eugenia a hacer puñetas.
-No importa que se arrugue -contestó secamente. Eugenia sostenía en una mano un apetecible vaso de leche fría y en la otra un platito blanco con una manzana. -¿Quién ha tenido ese detalle? -preguntó Mona-. ¿La madrastra perversa?.
 Como es lógico, Eugenia no supo de qué estaba hablando, pero daba lo mismo. Eugenia señaló de nuevo el teléfono.Cuando Mona se disponía a descolgarlo, por un instante intentó evocar el sueño que había tenido, pero comprobó que ya se había esfumado; era como si alguien le hubiera arrancado un velo de la mente, y ahora sólo quedase una leve insinuación de su textura y color, junto con la curiosa certeza de que debía imponerle a su hija el nombre de Morrigan, un nombre que no había oído en su vida.                                                                                  
-Pero ¿y si es un niño? -se preguntó en voz alta. Luego descolgó el teléfono.
Era Ryan. El funeral había concluido y los Mayfair acababan de llegar a casa de Bea. Lily iba a quedarse con ella unos días, al igual que Shelby y tía Vivian. Ce­cilia había ido al centro, a visitar a la anciana Evelyn, que ya se encontraba muy recuperada.
-¿Serías tan amable de ofrecerle tu hospitalidad a Mary Jane Mayfair por unas horas? -preguntó Ryan-. No podré acompañarla a Fontevrault hasta mañana. Además, convendría que os conocierais mejor. Natural­mente, está enamorada de la casa de la calle Primera y desea hacerte mil preguntas.
-Puedes traerla cuando quieras -respondió Mo­na. La leche estaba riquísima, muy fría, lo cual la hacía menos empalagosa, que era lo que menos le gustaba de la leche-. Estaré encantada de tener compañía. Tenías razón, esta casa es un poco siniestra.
Mona se arrepintió al instante de haber reconocido que a ella, Mona Mayfair, la asustaba permanecer sola en aquella casa.
Ryan hablaba de nuevo sobre el tema del deber y la organización, y le explicó que la abuela Mayfair, que vivía en Fontevrault, era atendida por aquel chico de Napoleonville, y que aquélla era una buena ocasión pa­ra convencer a Mary Jane de que abandonara esa casa destartalada y se mudara a la ciudad.
-Esa chica necesita una familia. Pero no necesita el dolor y la tristeza que nos aflige en estos momentos. Su primera visita resultó, por razones obvias, un desastre. Todavía está traumatizada por el accidente. Como sa­bes, presenció el accidente que sufrió Aaron. Quiero sacarla de aquí...
-Lo comprendo, pero eso hará que se sienta más unida a todos -respondió Mona, encogiéndose de hombros. A continuación pegó un buen mordisco a la manzana. Estaba hambrienta-. Ryan, ¿has oído algu­na vez el nombre de Morrigan?
-No.
-¿No ha existido nunca una Morrigan Mayfair?
-Que yo recuerde, no. Creo que es un antiguo nombre inglés.
-Hummm. ¿Te gusta?
 -Pero ¿y si es un varón?
-Es una niña, lo sé -replicó Mona. Pero ¿cómo podía estar tan segura de que era una niña? Probable­mente se lo había revelado el sueño, y además era lo que ella deseaba: tener una niña y educarla para que se convirtiera en una mujer fuerte e independiente.
Ryan le prometió que llegaría dentro de diez mi­nutos.
Mona se reclinó sobre las almohadas y contempló las hojas verdes de las encinas y los fragmentos de cielo azul que asomaban entre ellas. Después de marcharse Eugenia, la casa había quedado sumida en un profundo silencio. Mona cruzó las piernas. La camisa, ribeteada con un delicado encaje, le cubría sus desnudas rodillas. Era verdad que las mangas estaban arrugadas, pero qué importaba. Eran unas mangas dignas de un pirata. Có­mo no iban a arrugarse unas mangas de ese tamaño. Beatrice le había comprado un montón de camisas simila­res, seguramente porque las consideraba «juveniles» y muy adecuadas para Mona. En cualquier caso, era una camisa muy bonita; hasta tenía unos botones de perlas. Mona se sentía como... una madrecita.
Mona sonrió. La manzana estaba muy rica.
Mary Jane Mayfair. Por una parte, era la única per­sona de la familia que a Mona le apetecía ver y, por otra, temía que Mary Jane empezara a soltar una sarta de disparates sobre brujas y fantasmas. No se sentía ca­paz de resistirlo.
Mona le hincó otro mordisco a la manzana. Eso la ayudaría a combatir una posible carencia vitamínica, pero también debía tomarse las cápsulas que le había recetado Annelle Salter. Luego apuró de un trago el resto de la leche.
-¿Y el nombre de Ofelia? -preguntó en voz alta. ¿Era lícito imponerle a una niña el nombre de la loca y desdichada Ofelia, quien al sentirse rechazada por Hamlet se suicidó y murió ahogada? Probablemente no-. Ofelia es mi nombre secreto, y a ti te llamaré Morrigan.
De pronto se apoderó de ella una profunda sensa­ción de calma y bienestar. Morrigan. Cerró los ojos y percibió el olor del mar y el sonido de las olas al rom­per contra las rocas.



 Un sonido hizo que Mona se despertara bruscamente. No recordaba cuánto tiempo había permanecido dormida. Ryan se hallaba de pie junto a la cama, acompañado por Mary Jane.
-Lo siento -se excusó Mona, incorporándose para saludarlos.
-Supongo que ya sabes -respondió Ryan, retirándose discretamente hacia la puerta- que Michael y Rowan están en Londres. Michael dijo que te llamaría. Tras estas palabras, abandonó la habitación.
Mona observó a Mary Jane.
¡Qué cambio desde la tarde en que se había presen­tado allí y había emitido una serie de diagnósticos so­bre Rowan! Sin embargo, debía reconocer que estuvo acertada.
Mary Jane lucía su cabello rubio suelto en una es­pléndida melena que le llegaba a los hombros y sus vo­luminosos pechos embutidos en un ceñido vestido de encaje blanco. Los zapatos color crema de tacón alto mostraban unas manchas de barro, probablemente del cementerio. Mona admiró en ella la diminuta y mítica cintura de avispa de las muchachas sureñas.
-Espero que no te importe que haya venido -dijo Mary Jane, estrechando con fuerza la mano de Mona mientras la miraba con sus resplandecientes ojos azules desde una altura, con tacones, de un metro setenta-. Si no quieres que me quede, me largaré enseguida. No se­ría la primera vez que hago auto-stop. Puedo regresar sola a Fontevrault. Qué casualidad, las dos llevamos un vestido de encaje blanco. Me encanta tu vestido, es adorable. Pareces una típica belleza pelirroja del sur. ¿Puedo salir a la terraza?
-Claro, me alegro de que hayas venido -contestó Mona. Tenía la mano pegajosa por la manzana, pero Mary Jane no lo había notado.
Mary Jane se dirigió hacia la terraza.
-Tienes que subir el ventanal y agacharte -dijo Mona-. En realidad esto no es un vestido, sino una es­pecie de camisa. -Le gustaba sentir cómo ondeaba en torno de ella, y le encantaba la forma en que el vestido de Mary Jane se ceñía a su diminuta cintura y caía for­mando unos pliegues.
Pero no era el momento de pensar en cinturas. Mona salió también a la terraza. Corría un agrada­ble aire fresco; la brisa del río.
-Más tarde te enseñaré mi ordenador y la lista de acciones en Bolsa que considero más rentables. Hace seis meses monté una sociedad inversora inmobiliaria que ahora está ganando millones. Es una lástima que no pueda comprar esas acciones.
-Te comprendo, querida -contestó Mary Jane, apoyando las manos en la barandilla de la terraza y contemplando la calle-. ¡Menuda mansión!
-El tío Ryan dice que no es una mansión, sino un chalé urbano.
-Pues, menudo chalecito.
Mary Jane soltó una sonora carcajada, echándose hacia atrás. Luego se volvió para mirar a Mona, que se hallaba junto a ella.
Tras darle un repaso de arriba abajo la miró a los ojos con perplejidad.
-¿Qué pasa? -preguntó Mona.
-Estás embarazada -respondió Mary Jane.
 -¿Lo dices porque llevo esta camisa?
 -No, estás embarazada.
-Bueno, pues sí -contestó Mona-. Lo estoy, ¿y qué? -El estilo de aquella patana campesina era conta­gioso. Mona carraspeó y dijo-: Todo el mundo lo sa­be. ¿No te lo habían dicho? Voy a tener una niña.
 -¿Estás segura? -preguntó Mary Jane.
Parecía preocupada, lo cual extrañó a Mona. Lo ló­gico es que se hubiera puesto a hacer predicciones so­bre el futuro del bebé, como suelen hacen las brujas.
-¿Te han enviado ya los resultados de tus pruebas? -preguntó Mona-. ¿Posees la hélice gigante?
Era maravilloso estar allí arriba, en la terraza, aspi­rando el aroma de los árboles. De pronto sintió deseos de bajar al jardín.
Mary Jane la miró con inquietud. Luego, su expre­sión se relajó. Mona admiró su cutis bronceado, sin un granito ni una mancha, y su cabello rubio largo y espe­so, perfectamente peinado.
-Sí, poseo esos dichosos genes -respondió Mary Jane-. Tú también, ¿verdad?
Mona asintió con un leve movimiento de cabeza. -¿Qué más te han dicho? -preguntó.
-Que seguramente no tiene importancia, que ten­dré unos hijos sanos. Todos los miembros de la familia han tenido siempre hijos sanos, salvo un caso, del que nadie quiere hablar.
-Todavía tengo hambre -dijo Mona-. Bajemos a comer algo.
-De acuerdo. Estoy tan hambrienta que podría co­merme un árbol.
Cuando llegaron a la cocina la expresión de preocu­pación se había borrado de su rostro y Mary Jane vol­vía a ser la de siempre, parloteando sin cesar y haciendo comentarios sobre todos los cuadros y objetos que des­cubría. Se diría que era la primera vez que ponía los pies en la casa.
-Perdónanos por no haberte invitado, fue un des­cuido imperdonable -dijo Mona-. De veras. Pero aquella tarde estábamos todos muy preocupados por Rowan.
-No esperaba que me invitara nadie -dijo Mary Jane-. Pero esta casa es preciosa. ¡Qué cuadros! Mona no pudo por menos de sentirse orgullosa del modo en que Michael había remozado la casa. De pronto se le ocurrió, como ya le había sucedido unas cincuenta veces durante la última semana, que algún día esa casa sería suya. Casi podría decirse que ya lo era. Pero no debía contar demasiado con ello, ahora que Rowan se había recuperado.
Mona se preguntó si Rowan llegaría a restablecerse por completo. En aquel momento la recordó vestida con el traje de seda negro, mirándola fijamente con aquellos grandes y fríos ojos grises enmarcados por unas cejas oscuras y rectas.
De pronto recordó que Michael era el padre del be­bé, que ella estaba embarazada y que ese hecho la vin­culaba tanto a Michael como a Rowan.
Mary Jane levantó una de las cortinas del comedor y murmuró:  .
-Qué encaje tan fino. Todo lo que contiene esta casa es de primerísima calidad.
-Sí, es verdad -contestó Mona.
-Tú también -dijo Mary Jane- pareces una princesa vestida con un traje de encaje. Las dos lleva­mos encajes. Me encanta.
-Gracias -respondió Mona, turbada-. Pero no comprendo cómo una chica tan atractiva como tú iba a fijarse en alguien como yo.
-No digas tonterías -dijo Mary Jane, encaminán­dose hacia la cocina con un balanceo de caderas y un marcado taconeo-. Eres guapísima. Yo soy resaltona, nada más. Siempre he admirado a las chicas guapas.
Ambas se sentaron ante la mesa de cristal. Mary Ja­ne examinó minuciosamente, a contraluz, los platos que Eugenia dispuso ante ellas.
-Es porcelana auténtica -observó-. Todavía que­dan algunos objetos de porcelana en Fontevrault.
-¿De veras?
-No puedes imaginar lo que hay en la buhardilla. Está repleta de objetos de plata y porcelana, cortinas viejas y cajas llenas de fotografías. Me gustaría que lo vieras. La buhardilla es el lugar más seco y cálido de la casa. Bárbara Ann vivía en ella. ¿Sabes quién es?
-Sí, la madre de la anciana Evelyn, y mi tatarabuela.
-Y también la mía-declaró Mary Jane con orgu­llo-. Es genial, ¿verdad?
-Desde luego. Forma parte de la historia de los Mayfair. Tendrías que ver los árboles genealógicos cuando las ramas se entrecruzan, como por ejemplo si
yo me casara con Pierce, con el que comparto no sólo esa tatarabuela, sino un bisabuelo que también apare­ce... es complicadísimo. Llega un momento en la vida de un Mayfair en que te puedes pasar un año dibujando árboles genealógicos para averiguar el parentesco que te une a la persona que se sienta junto a ti en el picnic familiar, ¿comprendes?
Mary Jane asintió, sonriendo y observando a Mona con curiosidad. Llevaba los labios pintados en un tono violeta muy sofisticado. «Ya soy una mujer pensó Mo­na-; puedo ponerme todas esas cosas si me apetece. »
-Si quieres, te prestaré mis cosas -dijo Mary Ja­ne-. Tengo un neceser lleno de cosméticos que me compró la tía Bea en Saks Fifth Avenue y Bergdorf Goodman, en Nueva York.
-Te lo agradezco mucho -contestó Mona, pen­sando: «Ojo, ésta también sabe leer el pensamiento.» Eugenia sacó del frigorífico unos escalopines de ternera, ya preparados y conservados en una bolsa de plástico que Michael tenía reservados para Rowan, y se puso a freírlos tal como le había enseñado éste, con champiñones y cebollas.
-Caray, qué bien huele eso -dijo Mary Jane-. No pretendía leerte el pensamiento, lo he adivinado sin querer.
-No te preocupes, no tiene importancia. Las dos sabemos que no siempre se acierta, que es fácil confun­dirse, ¿verdad?
-Por supuesto -contestó Mary Jane.
Luego miró de nuevo a Mona de la misma forma en que la había mirado cuando se encontraba en el dormi­torio del piso superior. Estaban sentadas frente a fren­te, en la misma posición en que habían estado sentadas Mona y Rowan, sólo que ahora Mona ocupaba la silla de Rowan y Mary Jane la de aquélla. Mary Jane miraba distraídamente su tenedor de plata, cuando de pronto levantó la vista y contempló a Mona fijamente.
-¿Qué pasa? -preguntó Mona-. Me miras como si fuera un bicho raro.
-Todo el mundo observa con curiosidad a una mujer al enterarse de que está esperando un niño. -Ya lo sé -respondió Mona-. Pero tú lo haces de una forma distinta. Algunos me miran con curiosidad, otros con cariño o aquiescencia, pero tú...
-¿Qué significa aquiescencia?
 -Aprobación.
-Tengo que adquirir cultura -dijo Mary Jane, sa­cudiendo la cabeza. Luego dejó el tenedor sobre la me­sa y preguntó-: ¿Qué representa este dibujo en plata?
-Es san Cristóbal -contestó Mona.
-¿Crees que es demasiado tarde para conseguir convertirse en una persona culta?
-No -contestó Mona-. Eres inteligente y estoy segura de que lo lograrás. Además, a tu estilo, eres una persona culta y educada. Por ejemplo, yo no conozco tantos sitios como tú, ni tampoco he tenido las respon­sabilidades que has tenido tú en la vida.
-Yo no quería esas responsabilidades. ¿Sabías que he matado a un hombre? Lo arrojé por una escalera de incendios en San Francisco; cayó cuatro pisos y se par­tió la cabeza contra el suelo.
-¿Por qué lo mataste?
-Porque quería hacerme daño. Me inyectó heroí­na y me dijo que íbamos a ser amantes. Era un chulo. Así que lo arrojé por la escalera.
-¿No te persiguió la policía?
-No -contestó Mary Jane, sacudiendo la cabe­za-. Eres la única persona de la familia a la que he contado esta historia.
-Descuida, no se lo diré a nadie -le aseguró Mo­na-. De todos modos, no es infrecuente que una May­fair tenga tanta fuerza como para cargarse a un hombre. ¿Cuántas chicas calculas que hacían la calle para ese ti­po? Se dice así, ¿no?
Eugenia les sirvió la carne sin hacer caso de lo que decían. Los escalopines tenían un aspecto estupendo, doradito y jugoso, acompañados de una salsa de vino. Mary Jane asintió con un movimiento de cabeza.
-Un montón de idiotas -contestó.
Eugenia situó sobre la mesa una ensaladilla de pata­tas y guisantes, otra receta especial de Michael Curry, aliñada con aceite y ajo, y le sirvió a Mary Jane una ge­nerosa ración.
-¿Queda leche? -preguntó Mona-. ¿Qué te ape­tece beber, Mary Jane?
-Una Coca-Cola, por favor. No hace falta que te molestes, Eugenia, puedo cogerla yo misma.
Eugenia la miró como si se sintiera ofendida por el comentario de aquella prima desconocida y casi analfa­beta. Al cabo de unos momentos apareció con una lata de Coca-Cola y un vaso.
-¡Haz el favor de comer! -exclamó Eugenia, sir­viéndole un vaso de leche a Mona-. Anda, cómetelo. La carne le sabía a rayos, aunque Mona no se expli­caba el motivo. Sólo de verla sentía náuseas. Probable­mente se debiera a su estado, pensó, lo cual demostraba que su embarazo avanzaba con normalidad. Annelle le había dicho que empezaría a sentir mareos y náuseas al cabo de unas seis semanas, pero eso fue antes de comu­nicarle que el bebé era ya un monstruo de tres meses.
Mona agachó la cabeza. De golpe acudieron a su mente unos fragmentos del último sueño que había te­nido, tenaces y llenos de asociaciones, que se disiparon en cuanto trató de atraparlos para descifrar la clave del sueño. Mona se reclinó en la silla y se bebió el vaso de leche despacio
-Deja la leche en la mesa -le dijo a Eugenia, quien permanecía de pie junto a ella, arrugada y solem­ne, mirando enojada el plato de Mona, casi intacto.
-No te preocupes, Mona comerá lo que le apetezca y necesite comer -dijo Mary Jane para tranquilizarla. En el fondo, era una chica muy simpática y con buen apetito, a tenor de la forma en que devoraba la carne con champiñones y cebolla.
-¿Quieres comerte mi carne? -preguntó Mona, acercándole su plato-. No la he tocado.
-¿Estás segura de que no la quieres? -preguntó Mary Jane.
-Me produce náuseas -contestó Mona, sirvién­dose otro vaso de leche-. Nunca he sido muy aficio­nada a la leche, seguramente porque el frigorífico de mi casa era un trasto y nunca la enfriaba como a mí me gusta. Pero ahora me encanta. Todo está cambiando, hasta mis gustos.
-¿Qué quieres decir? -preguntó Mary Jane intri­gada, apurando su Coca-Cola de un trago-. ¿Puedo coger otra?
-Claro -respondió Mona.
Mary Jane se levantó de un salto y se dirigió al fri­gorífico. El vuelo de su vestido le daba un aspecto lige­ramente infantil. Mona observó que los tacones altos realzaban sus piernas bien torneadas, aunque éstas también presentaban un aspecto sensacional aquel otro día en que llevaba zapatos planos.
Mary Jane volvió a sentarse y empezó a devorar la carne que Mona había dejado en el plato.
En aquel momento salió Eugenia del office y re­prendió a Mona:
-¡Pero si no has probado bocado! Sólo comes pa­tatas fritas y porquerías.
-¡Vete de aquí! -replicó Mona con firmeza. Eu­genia se esfumó.
-¿Por qué le has gritado de ese modo? -preguntó Mary Jane-. Sólo intentaba mostrarse maternal.
 -No quiero que nadie se muestre maternal conmi­go. Además, no es tan amable como piensas. Es una pelmaza. Cree... cree que soy mala. Es una historia muy larga. No hace más que reñirme.
-Bueno, cuando el padre de la criatura tiene la edad de Michael Curry, es normal que la gente os culpe a uno de los dos.
-¿Cómo lo sabías?
Mary Jane dejó de comer y miró a Mona.
-¿Acaso no es él el padre del niño? La primera vez que vine aquí, me di cuenta de que estabas enamorada de él. No quería molestarte. Creí que eras feliz. Tuve la impresión de que te alegrabas de que él fuera el padre.
 -No estoy segura.
-Es él, seguro -afirmó Mary Jane, ensartando con el tenedor el último trozo de carne que quedaba en el plato y devorándolo con avidez. Pese a la furia con que masticaba, sus lozanas mejillas bronceadas no mostraban la menor arruga ni distorsión. Realmente, era una chica guapísima -. Estoy convencida de ello -añadió en cuanto se hubo tragado el bocado tan gran­de que Mona temió que se le atravesara en la tráquea y se asfixiara.
-Mira -dijo Mona-, eso es algo que no se lo he dicho todavía a nadie y....
-Todo el mundo lo sabe -la interrumpió Mary Jane-. Bea también. Me lo dijo ella misma. ¿Sabes lo que salvará a Bea? Esa mujer superará su dolor ante la muerte de Aaron por una sencilla razón: nunca deja de preocuparse por los demás. Está muy preocupada por ti y por Michael Curry, porque él posee los genes, co­mo todo el mundo sabe, y es el marido de Rowan. Pero Bea dice que ese gitano del que te enamoraste no te conviene; necesita otro tipo de mujer, más aventurera, sin familia y sin hogar, como él.
-¿Eso dijo?
Mary Jane asintió. De pronto descubrió el plato de pan que Eugenia había colocado sobre la mesa, y que contenía unas simples rebanadas de pan blanco.
A Mona sólo le gustaban las barritas de pan francés, los panecillos o cosas similares. ¡A quién se le ocurría servir unas vulgares rebanadas de pan blanco!
Mary Jane tomó una, la partió en pedacitos y empe­zó a mojarlos en la salsa de la carne.
-Eso fue exactamente lo que dijo -respondió Mary Jane-. Se lo dijo a tía Viv, a Polly y a Anne Marie. No sabía que yo estaba escuchando la conversación. Eso es lo que la salvará: su constante preocupación por los miembros de la familia, como cuando fue a Fontevrault para obligarme a que me fuera de allí.
-¿Cómo sabían todo eso sobre Michael y yo?
 Mary Jane se encogió de hombros y contestó:
-¿Cómo crees tú? Esto es una familia de brujas, lo sabes mejor que yo. Pueden haberse enterado de mil ma­neras. Pero, si no recuerdo mal, la anciana Evelyn le dijo a Viv algo referente a que tú y Michael os habíais queda­do solos en esta casa.
-De modo que ya lo saben-dijo Mona-. Mejor, así no tendré que decírselo.
Pero si se ponían antipáticos con Michael, si empe­zaban a tratarlo mal...
-No creo que debas preocuparte. Como te he di­cho, cuando se trata de una historia entre un hombre de la edad de Michael y una chica como tú, siempre se le echa la culpa a uno de los dos, y en este caso creo que te ha tocado a ti. No es que te critiquen abierta­mente, sino que de vez en cuando sueltan frases como «Mona siempre consigue lo que quiere», «Pobre Mi­chael» o «Si al menos sirvió para que Michael se recuperara, significa que Mona posee dotes curativas». Ya sabes, cosas así...
-Genial -respondió Mona-. En realidad, estoy de acuerdo con ello.
-Me gusta tu forma de ser, sabes encajar las cosas -observó Mary Jane.
La salsa de la carne había desaparecido. Tras comer­se otra rebanada de pan, Mary Jane cerró los ojos y sonrió satisfecha. Tenía unas pestañas espesas y de un color violeta muy parecido al del lápiz de labios, aun­que más sutil, lo cual le daba un aire muy atractivo y seductor. Poseía un rostro casi perfecto.
-Ya sé a quién me recuerdas -dijo de pronto Mo­na-. Te pareces a la anciana Evelyn cuando era joven. -Es bastante lógico -contestó Mary Jane-, te­niendo en cuenta que ambas somos descendientes de Barbara Ann.
Mona se sirvió el resto de la leche. Todavía se man­tenía muy fría. Tal vez el bebé y ella pudieran subsistir únicamente con leche, pensó.
-¿A qué te refieres cuando dices que sé encajar las cosas? -le preguntó Mona a Mary Jane.
-A que no te ofendes por cualquier tontería. Mu­chas veces, cuando estoy charlando con alguien y me expreso de forma abierta y sin remilgos la otra persona se ofende.
-No me extraña -contestó Mona-, pero yo no me siento ofendida.
Mary Jane contempló con avidez la última rebana­da de pan que quedaba en el plato.
-Cómetela -dijo Mona. -¿No te importa?
-No.
Mary Jane la cogió, le quitó la corteza y formó una bola con la miga. -
Me encanta comerme el pan así -dijo-. Sabes, cuando era pequeña cogía una barra de pan, la desme­nuzaba y formaba unas pelotitas.
-¿Y qué hacías con la corteza?
-Pelotitas, igual que con la miga -respondió Mary Jane con nostalgia-. Del pan me gusta todo, tan­to la miga como la corteza.
-Caramba -dijo Mona secamente-. Eres fasci­nante. Jamás había conocido a una persona tan munda­na y a la vez tan misteriosa.
-¿Me tomas el pelo? -replicó Mary Jane-. Pero sé que no lo dices para fastidiarme. Sabes, si la palabra «mundana» empezara por b sabría lo que significa.
 -¿Ah, sí? ¿Por qué?
-Porque he llegado hasta la b en mis estudios de ampliación de vocabulario -respondió Mary Jane-. Utilizo un método bastante curioso para estudiar. A ver qué te parece. Por ejemplo, cojo un diccionario con unas letras muy grandes, ¿sabes?, como esos que utili­zan las viejecitas que apenas ven, y recorto las palabras que empiezan por b, junto con su definición, para fami­liarizarme con ellas. Luego tiro las pelotitas de papel... ¡Más pelotitas! -dijo Mary Jane, echándose a reír.
-Parece que las chicas estamos obsesionadas con las pelotas -comentó Mona.
Mary Jane soltó otra estrepitosa carcajada.
-Esto es mejor de lo que esperaba -dijo Mona-. Mis compañeras de colegio aprecian mi sentido del hu­mor, pero nadie de la familia ríe mis chistes.
-Tus chistes son muy graciosos -contestó Mary Jane-. Eres genial. Hay dos clases de personas, las que tienen sentido del humor y las que no.
-Después de formar unas pelotitas con las pala­bras que recortas, ¿qué haces con ellas?
-Las meto en un sombrero, como si fueran los nú­meros de una rifa.
-¿Y...?
-Luego las saco una a una. Si es una palabra que no utiliza nadie, como «batracio», la tiro a la papele­ra. Pero si es una palabra interesante, como «beati­tud» -estado de suprema felicidad-, la memorizo de inmediato.
-Hummm, parece un buen método. Supongo que recuerdas con más facilidad las palabras que te gustan. -Sí, aunque, como soy muy lista, puedo recordar­lo casi todo -contestó Mary Jane, introduciéndose la pelotita de pan en la boca y pulverizando la corteza.
-¿Incluso el significado de «batracio»? -pregun­tó Mona.
-Anfibio desprovisto de cola que salta -respon­dió Mary Jane, mordisqueando la bolita de pan.
 -Oye, Mary Jane-dijo Mona-, tenemos mucho pan en esta casa. Puedes comer todo el que quieras. Hay una barra en la encimera. Te la traeré.
-¡Siéntate! Estás embarazada. Yo iré a por ella -de­claró Mary Jane. Se levantó de un salto, agarró la barra por el envoltorio de plástico y la depositó sobre la mesa. -¿Quieres un poco de mantequilla?
     -No, me he acostumbrado a no tener mantequilla por ahorrar dinero y prefiero no volver a probarla por­que luego la echaría de menos y el pan me parecería in­sípido. -Mary Jane arrancó un pedazo del envoltorio de plástico y continuó-: El caso es que si no utilizo la palabra «batracio» me olvidaré de ella, pero no me olvi­daré de «beatitud», pues pienso utilizarla a menudo.
-Ya te entiendo. ¿Por qué me mirabas de esa ma­nera tan rara?
Mary Jane no respondió. Se pasó la lengua por los labios, atrapando unas migas que se le habían quedado pegadas a las comisuras, y se las comió.
-No has dejado de pensar en ello durante todo el rato, ¿verdad?
-Cierto.
-¿Qué piensas sobre el bebé? -preguntó. Mary Jane mostraba un aspecto preocupado, o al menos re­ceptivo a los sentimientos de Mona.
-Temo que no sea normal -contestó Mona. -Eso es lo que supuse -asintió Mary Jane.
-No me refiero a que vaya a ser un gigante o un monstruo -se apresuró a decir Mona, esforzándose por pronunciar esas palabras-. Pero puede que algo no funcione, que la combinación de los genes... haga que no sea normal.
Mona suspiró. Era la peor tortura psicológica a la que se había visto sometida en su vida. Siempre se había preocupado por todos -su madre, su padre, la anciana Evelyn-, por las personas a las que quería. Y había conocido el sufrimiento, sobre todo en los últimos meses. Pero la preocupación que sentía por el bebé era del to­do diferente, le producía una angustia insoportable. Casi sin darse cuenta, apoyó de nuevo la mano sobre su vientre y murmuró: Morrigan.
Percibió un movimiento dentro de su vientre, y ba­jó los ojos alarmada.
-¿Qué pasa? -preguntó Mary Jane.
-Me preocupo demasiado. ¿Es normal temer que tu hijo pueda nacer con algún defecto?
-Sí, es normal -respondió Mary Jane-. Pero en esta familia existen muchas personas que poseen la hé­lice gigante y no han tenido hijos deformes. ¿Sabes cuántos niños anormales han nacido en la familia a causa de la hélice gigante?
Mona no contestó. Qué importaba eso, pensó. Si el bebé no era normal, si era... Se puso a contemplar el jar­dín distraídamente. Aún faltaba mucho rato para que atardeciese. Pensó en Aaron, ocupando en la cripta del mausoleo un estante por encima del que alojaba a Gif­ford. Eran como muñecos de cera rellenos de líquido.
No parecían Aaron y Gifford. ¿Por qué se le había apa­recido Gifford en sueños cavando una fosa?
De pronto se le ocurrió una idea disparatada, peli­grosa y sacrílega, aunque en el fondo no era tan sor­prendente. Michael se había marchado. Rowan, también. Esa noche saldría sola al jardín, cuando todos estuvieran dormidos, y desenterraría los restos de las dos personas que yacían bajo la encina, para compro­bar lo que había allí.
El problema era su miedo. Había visto muchas pelí­culas de terror en las que una persona se dirigía a me­dianoche al cementerio para desenterrar los restos de un vampiro o descubrir quién yacía en una tumba. Mo­na no se creía esas escenas, sobre todo si la persona en cuestión iba sola. Era tremendo hacer eso, desenterrar un cadáver, había que tener mucho más valor del que tenía Mona.
Observó a Mary Jane. Ésta había acabado de atibo­rrarse de pan y permanecía sentada, con los brazos cru­zados, contemplando a Mona de una forma un tanto extraña, con mirada ausente, como si estuviera pensan­do en otra cosa.
-¿Mary Jane?
Mona esperaba que su prima se sobresaltara, des­pertara de su ensoñación, por así decirlo, y le contara lo que estaba pensando. Pero eso no sucedió. Mary Jane siguió mirándola de aquel modo tan extraño, y le con­testó sin apenas mover un músculo del rostro:
-¿Qué?
Mona se levantó y se acercó a ella, pero Mary Jane mantenía los ojos muy abiertos, en una expresión entre asustada y de asombro.
 -Toca al bebé, anda, no temas. Dime lo que notas.
Mary Jane miró el vientre de Mona y extendió la mano lentamente, como si se dispusiera a hacer lo que Mona le había pedido, pero de golpe retiró la mano bruscamente. Luego se levantó y retrocedió unos pa­sos. Parecía muy preocupada.
-Creo que no deberíamos hacerlo -dijo-. No debemos utilizar nuestras artes hechiceras con este be­bé. Tú y yo somos brujas. Lo sabes tan bien como yo. Podríamos hacerle daño.
Mona suspiró. No quería hablar de ese tema. Se sentía atenazada por el temor y la angustia.
La única persona en el mundo capaz de responder a sus preguntas era Rowan. Más pronto o más tarde ten­dría que hablar con ella, porque resultaba imposible que sintiera moverse al bebé, aunque sólo fuesen unos movimientos casi imperceptibles, tratándose de una criatura de seis, diez o doce semanas.
-Si no te importa, quiero estar sola, Mary Jane -dijo Mona-. No pretendo ser grosera contigo. Pe­ro estoy muy preocupada, ésa es la verdad.
-Te agradezco la sinceridad -contestó Mary Ja­ne-. Subiré un rato a mi habitación. Ryan dejó mis maletas en la habitación de tía Viv.
-Si quieres, puedes utilizar mi ordenador -dijo Mona, volviendo la vista hacia el jardín-. Está en la bi­blioteca, contiene varios programas. Se abre con WordStar, pero puedes pasar a Windows o Lotus 1-2-3 sin ningún problema.
-De acuerdo. No te preocupes, sé manejar un or­denador. Si me necesitas, llámame.
-Descuida, lo haré. -Mona se volvió hacia Mary Jane y añadió-. Me alegro de que estés aquí. No tengo ni idea de cuándo regresarán Michael y Rowan.
¿Y si no regresaban? Su temor aumentó ante la idea de todo tipo de espantosas perspectivas. Claro que re­gresarían. Aunque habían ido en busca de unas perso­nas que podían hacerles daño...
-No te preocupes, cariño -la tranquilizó Mary Jane.
-Lo intentaré -contestó Mona, abriendo la puerta. Mona se dirigió por el camino enlosado hacia la parte trasera del jardín. Era temprano y el sol doraba aún el césped que se extendía bajo la encina. Era el mo­mento más agradable del día para sentarse en aquella zona del jardín.
Mona se encaminó a través de la hierba hacia la en­cina. «Aquí es donde deben de estar enterrados», pen­só. Michael había añadido tierra, y a través de ella aso­maban unas pequeñas briznas de hierba.
Mona se arrodilló y se tumbó en el suelo, sin im­portarle mancharse su bonita camisa blanca. Tenía un montón de camisas parecidas a ésa. Era una de las ven­tajas de ser rica: poseer muchas cosas y no tener que ponerse unos zapatos rotos. Aplastó su mejilla contra la fresca tierra cubierta de hierba y observó la gigantes­ca manga de su camisa, cual paracaídas blanco que hu­biera aterrizado junto a ella. Luego cerró los ojos.
Morrigan, Morrigan, Morrigan... Vio unos barcos navegando por el mar, unas antorchas encendidas. Pero las rocas eran muy peligrosas. Morrigan, Morrigan, Morrigan... ¡Era el sueño que había tenido antes! La huida de la isla hacia la costa septentrional. Lo más peligroso eran las rocas, y los monstruos que habitaban en los lagos.
Mona oyó un sonido, como si alguien estuviera ca­vando. Se despertó bruscamente y miró hacia el otro la­do del jardín, donde crecían los lirios y las azaleas.
No había nadie allí. Eran imaginaciones suyas. «Lo que sucede es que tienes ganas de desenterrar los restos de esos cadáveres, bruja», se dijo Mona. Tenía que reconocer que era divertido jugar a las brujas con Mary Jane Mayfair. Sí, se alegraba de tenerla allí. Podía co­merse todo el pan que quisiera.
Mona volvió a cerrar los ojos. De pronto sucedió algo maravilloso. Sintió el sol en sus párpados, como si se hubiera retirado la rama o la nube que lo tapaba, y la oscuridad dejó paso a una intensa luz de color naranja. Mona sintió el calor del sol acariciándole todo el cuer­po. Dentro de ella, en su vientre, sobre el que todavía podía tumbarse, notó que el bebé se movía. Su bebé.
Oyó una voz que cantaba una nana. Debía de ser la nana más antigua del mundo. ¿Era en inglés antiguo o latín?
«Presta atención -dijo Mona-. Quiero enseñarte a utilizar un ordenador antes de que cumplas los cuatro años, y quiero que sepas que nada ni nadie podrán im­pedir que te conviertas en lo que tú desees. ¿Me escu­chas?»
La criatura se echó a reír. Hizo unas piruetas y ex­tendió sus bracitos y manos, sin cesar de reír. Parecía un diminuto «anfibio desprovisto de cola, que salta». Mona también se echó a reír. «Eso es lo que eres, un an­fibio», le dijo al bebé.
De pronto Mona -ahora consciente de que se tra­taba de un sueño, puesto que Mary Jane iba vestida co­mo la anciana Evelyn, igual que una vieja, con un vesti­do de gabardina y zapatos con hebilla- oyó la voz de Mary Jane: «Eso no es todo, cariño. Más vale que te de­cidas de una vez.»











15

-Olvida que te largaste sin comunicárselo a nadie -dijo Tommy. Conducían de regreso a la casa matriz, a instancias de Tommy-. Tenemos que comportarnos como si no fuéramos culpables de nada. Han desapare­cido todas las pruebas, la ruta ha sido destruida. No pueden descubrir ningún teléfono. Debemos fingir que no sabemos nada, y mostrarnos compungidos por la muerte de Marcus.
-Les diré que estaba preocupado por Stuart -con­testó Marklin.
-Sí, eso es exactamente lo que debes decirles. Que estabas preocupado por Stuart, que lo veías muy ner­vioso.
-Quizá los miembros más ancianos no se hayan dado cuenta de mi marcha.
-Diles que no pudiste encontrar a Stuart ,y decidiste regresar a casa. ¿Lo has entendido? Has regresado a casa.
 -¿Y luego qué?
-Eso depende de ellos -contestó Tommy-. Al margen de lo que pueda suceder, tenemos que quedar­nos aquí para no levantar sospechas. Nosotros nos limi­taremos a poner cara de inocencia y preguntar: «¿Qué ha pasado? ¿Podría explicármelo alguien?»
Marklin asintió con un movimiento de cabeza.
-Pero ¿dónde está Stuart? -preguntó, mirando a Tommy.
Tommy se mostraba tan sereno como en Glaston­bury, donde Marklin había estado a punto de arrodi­llarse ante Stuart para rogarle que regresara.
-Ha ido a ver a Yuri, eso es todo. No sospechan de Stuart. De quien seguramente sospechan es de ti, por haberte largado sin decir nada. Pero domínate, hom­bre, tenemos que jugar bien nuestras cartas.
-¿Durante cuánto tiempo?
-¿Cómo quieres que lo sepa? -preguntó Tommy, sin perder la calma-. Al menos hasta que tengamos un buen pretexto para volver a marcharnos. Entonces ire­mos a mi apartamento de Regent's Park para decidir lo que hacemos, si el juego ha terminado y si nos conviene abandonar la Orden o permanecer en ella.
-Pero ¿quién mató a Anton?
Tommy sacudió la cabeza. Tenía los ojos fijos en la carretera, como si Marklin necesitara un piloto. Marklin estaba muy nervioso. De no haber conocido el trayecto de memoria, no habría podido coger el vo­lante.
-No estoy seguro de que debamos regresar-dijo Marklin.
-Qué estupidez. No saben nada.
-¿Cómo puedes estar tan seguro? -preguntó Mar­klin-. Quizá se lo haya contado Yuri. Utiliza la cabeza, Tommy. Me preocupa que permanezcas tan tranquilo en estas circunstancias. Stuart ha ido a ver a Yuri, y es posi­ble que el mismo Yuri se encuentre en estos momentos en la casa matriz.
-¿No crees que Stuart habrá tenido la precaución de advertirle a Yuri que no se acerque por la casa ma­triz? ¿Que no le habrá explicado que existe una conspi­ración y que ni él mismo conoce su magnitud?
-Tú lo habrías hecho, y probablemente yo tam­bién, pero no estoy seguro de Stuart.
-¿Qué importa si nos encontramos a Yuri allí? Sa­ben lo de la conspiración, pero no saben nada sobre no­sotros. Stuart es incapaz de revelarle a Yuri nuestra participación en el asunto. Eres tú quien debe utilizar la cabeza. ¿Qué puede contarles Yuri? Les explicará lo que pasó en Nueva Orleans, y si toma nota de ello... Sa­bes, empiezo a arrepentirme de haber destruido el sis­tema de interceptación.
-¡Yo no! -replicó Marklin, irritado ante la sangre fría de Tommy, ante su absurdo optimismo.
-¿Temes no poder dominar tus nervios? -pregun­tó Tommy-. ¿Temes derrumbarte como Stuart? Pero, Marklin, ten en cuenta que Stuart ha pertenecido toda su vida a Talamasca. ¿Qué nos importa la Orden a ti o a mí? -preguntó Tommy soltando una breve carcaja­da-. Con nosotros se han equivocado por completo.
-No, no es así -respondió Marklin-. Stuart sa­bía muy bien lo que hacía, sabía que nosotros teníamos el valor para ejecutar unas operaciones que él se sentía incapaz de realizar. Stuart no se equivocó. La equivoca­ción fue que alguien matara a Anton Marcus.
-Y ninguno de nosotros tuvo ocasión de averiguar la identidad de esa persona, el motivo del crimen, ese fortuito incidente. Porque, supongo que comprendes que se trata de un acto fortuito.
-Por supuesto. Nos hemos librado de Marcus. Eso está claro. Pero ¿qué sucedió en el momento del cri­men? Elvera habló con el asesino. El asesino dijo ciertas cosas sobre Aaron.
-¿No sería fantástico que el intruso fuera un miembro de la familia Mayfair? ¿Acaso una poderosa bruja? Quiero leer ese informe sobre las brujas Mayfair de cabo a rabo. Deseo conocerlo todo sobre esa familia. Debe de existir el medio de reclamar los papeles de Aaron. Ya sabes cómo era él; lo anotaba todo. Supongo que dejó un montón de cajas llenas de papeles. Deben de hallarse en Nueva Orleans.
-No te precipites, Tommy. Es posible que Yuri es­té allí. Es posible que Stuart se haya ido de la lengua. Es posible que estén enterados de todo.
-Lo dudo mucho -respondió Tommy con el aire de alguien que tiene cosas más importantes en que pen­sar-. ¡Gira, Marklin!
Marklin casi se había pasado el desvío. Al girar, por poco se echa encima de otro coche, obligándolo a hacer una rápida maniobra para evitar el choque. Marklin de­jó atrás la autopista y enfiló una carretera rural. Estaba tan tenso que le dolían los músculos de la mandíbula. Al cabo de unos momentos se relajó, consciente de que se habían salvado por los pelos.
Tommy se volvió hacia él.
-¡Deja de meterte conmigo! -le espetó Marklin, notando la furia que expresaban sus fríos ojos aunque ni el mismo Tommy fuese consciente de ello-. Yo no soy el problema, Tommy. El problema son ellos. Deja de darme órdenes. Nos comportaremos con toda natu­ralidad. Ambos sabemos lo que debemos hacer.
Tommy volvió lentamente la cabeza en el preciso instante en que atravesaban la verja del jardín.
-Todos los miembros de la Orden deben de hallar­se presentes. Jamás había visto tantos coches aquí -co­mentó Marklin.
-Tendremos suerte si no han requisado nuestras habitaciones para cedérselas a un octogenario ciego y mudo recién llegado de Roma o Amsterdam.
-Ojalá lo hayan hecho. Sería una excusa perfecta para dejarlo todo en manos de la vieja guardia y lar­garnos.
Marklin detuvo el coche a pocos metros del emplea­do que se ocupaba de adjudicar los espacio libres para aparcar. Marklin nunca había visto tantos coches apar­cados en batería al otro lado del seto.
Después de apearse, le arrojó las llaves al empleado y le indicó:
-Haz el favor de aparcar el coche, Harry.
Luego le dio una propina lo suficientemente genero­sa como para impedir que éste adujera que no podía aceptarla, y se dirigió hacia la puerta principal de la casa.
-¿Por qué demonios has hecho eso? -le preguntó Tommy, siguiéndolo-. Trata de atenerte a las reglas. Sé más discreto. No digas nada. Procura no llamar la aten­ción, ¿de acuerdo?
-Cálmate, estás muy nervioso -contestó Marklin con brusquedad.
La puerta principal se hallaba abierta. El vestíbulo estaba atestado de hombres y mujeres, de humo de ci­garros y de voces que retumbaban entre los muros del edificio. El ambiente era el de un concurrido funeral o un entreacto teatral.
Marklin se detuvo. Su intuición le indicaba que no debía entrar. Siempre había creído firmemente en su in­tuición, al igual que en su inteligencia.
-Vamos, hombre -masculló Tommy, empujándolo.
-Hola -les saludó un jovial anciano-. ¿Quiénes son ustedes?
-Unos novicios -respondió Marklin-. Tommy Mo­nohan y Marklin George. ¿Pueden entrar los novicios? -Por supuesto -respondió el anciano, apartándo­se para dejarles paso.
Junto a la puerta había un nutrido grupo de perso­nas, que observaron durante unos instantes a los recién llegados y luego apartaron la vista con indiferencia. Una mujer hablaba en voz baja con un hombre situado al otro lado de la puerta. Cuando su mirada se topó con la de Marklin, la mujer emitió una leve exclamación de sorpresa y disgusto.
-Esto es un error -murmuró Marklin.
-Por supuesto que debéis estar presentes los jóve­nes -dijo el jovial anciano-. Cuando ocurre algo se­mejante, todos debemos hacer acto de presencia.
-No sé por qué -replicó Tommy-. Nadie sentía simpatía por Anton.
-Cállate -le reprendió Marklin-. Es admirable la forma en que la gente, por ejemplo usted, reacciona ante una tragedia.
-No, por desgracia no tiene nada de admirable.
 Marklin y Tommy se abrieron paso entre la multi­tud. Estaban rodeados de rostros extraños. Todos sos­tenían un vaso de vino o cerveza. Marklin oyó unas voces que hablaban en francés, italiano e incluso ho­landés.
De pronto divisó a Joan Cross en uno de los salo­nes, rodeada de gente a la que Marklin no conocía y conversando con aire serio y solemne.
Stuart no se hallaba presente.
-¿Te das cuenta? -preguntó Tommy, murmuran­do al oído de Marklin-. Aunque han matado a Anton, todos actúan con normalidad, bebiendo y charlando como si estuvieran en una fiesta. Eso es lo que tenemos que hacer nosotros. Comportarnos de forma normal. ¿Comprendes?
Marklin asintió, pero aquello no le gustaba nada. Al cabo de unos minutos se giró, tratando de localizar la puerta, pero la multitud le impidió ver si ésta se encon­traba cerrada o abierta. Le extrañaba ver tantos rostros desconocidos. Quería comentárselo a Tommy, pero és­te se había alejado.
Tommy departía con Elvera, asintiendo mientras ella le explicaba algo. Elvera presentaba un aspecto tan poco atractivo como de costumbre, con su cabello os­curo recogido en un moño en la nuca y las gafas sin montura apoyadas sobre la punta de la nariz. «Tiene que ser horrible pasar toda la vida aquí, en­tre estas cuatro paredes», pensó Marklin. No seatrevía a preguntar a nadie por Stuart, y menos aún por Yuri,
aunque Ansling y Perry le habían informado sobre la llamada de éste. No sabía qué hacer. ¿Dónde demonios se habían metido Ansling y Perry?
Galton Penn, otro novicio, se acercó a Marklin.
 -Hola, Mark. ¿Qué te parece todo esto?
-No me he enterado de lo que dicen -respondió Marklin-. Claro que tampoco me interesa.
-Aprovechemos para hablar del tema antes de que nos prohíban mencionarlo. Ya sabes cómo funciona la Orden. No tienen ni la más remota idea de quién mató a Marcus. ¿Sabes lo que pensamos todos? Que nos ocultan algo.
-¿El qué?
-Pues que el crimen lo cometió un ser sobrenatu­ral. Elvera vio algo que la horrorizó. Hay algo siniestro en este asunto. Lamento que Marcus haya muerto asesinado, pero en el fondo es lo más emocionante que ha sucedido desde que entré en la Orden.
-Te comprendo -contestó Mark-. A propósito, ¿has visto a Stuart?
-No, no lo he visto desde esta mañana, cuando de­clinó ocupar el cargo de Superior General. ¿No estabas aquí cuando sucedió eso?
-No, quiero decir sí -respondió Mark-. ¿Sabes si Stuart ha tenido que salir?
Galton meneó la cabeza.
-¿Tienes hambre? -preguntó-. Yo estoy faméli­co. Vayamos a comer algo.
Marklin pensó que aquello iba a ser duro, muy du­ro. Pero si los únicos que le iban a dirigir la palabra eran unos imbéciles como Galton, se defendería sin nin­gún problema.











16

 Llevaban una hora conduciendo y ya casi había oscurecido. El cielo estaba cubierto de nubes plateadas, y las ondulantes colinas y los verdes pastos conformaban un cuadro similar al un inmenso edredón de patchwork.
Hicieron una breve parada en un pueblecito de una sola calle, en el que había unas casas negras y blancas con muros de entramado de madera, así como un pequeño cementerio abandonado y cubierto de matojos. La taberna presentaba un ambiente más acogedor. Ha­bía un par de hombres jugando a los dardos, y el aroma de la cerveza era delicioso.
Pero aquél no era el momento para detenerse y to­mar un trago, pensó Michael.
Salió, encendió un cigarrillo y observó con curio­sidad la suave firmeza con que Ash conducía a su pri­sionero hacia la taberna e, inevitablemente, hacia el servicio.
Yuri se hallaba en una cabina telefónica que había al otro lado de la calle, hablando rápidamente, tras haber llamado, con toda probabilidad, a la casa matriz. Rowan estaba junto a él, con los brazos cruzados, observando el cielo o algo que pasaba por él. Yuri parecía muy alte­rado; no cesaba de gesticular con la mano derecha, mientras que su izquierda sostenía el auricular, y de asentir con repetidos movimientos de cabeza. Era evi­dente que Rowan escuchaba lo que él decía.
Michael se apoyó contra el muro de yeso y dio una calada a su cigarrillo. Siempre le asombraba comprobar lo cansado que resultaba viajar en coche.
Aquel viaje, debido a la insoportable tensión que reinaba entre los ocupantes del coche, estaba resultan­do aún más agotador que otros, y ahora que había caí­do la noche sobre ese hermoso paisaje Michael se sintió invadido por el sueño.
Cuando Ash y su prisionero salieron de la taberna, Michael observó que Gordon parecía furioso y deses­perado. Sin embargo, resultaba evidente que había si­do incapaz de pedir ayuda, o que no se había atrevido a hacerlo.
Yuri colgó el teléfono y entró precipitadamente en la taberna. Seguía mostrando un aspecto muy alterado, casi enloquecido. Rowan lo había estado observando atentamente durante el trayecto, cuando conseguía apartar los ojos de Ash.
Michael contempló a Ash mientras éste obligaba a Gordon a tomar de nuevo asiento, en la parte posterior del coche. No intentó disimular su curiosidad; le pare­cía absurdo e innecesario hacerlo. Lo que más le intri­gaba del gigantesco extraño era que no mostraba un aspecto grotesco, tal como había afirmado Yuri, sino que poseía una belleza un tanto espectacular. Al menos, eso creía Michael. Sólo alcanzaba a ver en él su esbelta silueta y sus ágiles y elegantes movimientos, que deno­taban dinamismo y fuerza. Estaba dotado de unos re­flejos increíbles; lo había demostrado media hora antes, cuando, al detenerse el coche en un cruce, Stuart Gor­don intentó una vez más abrir la puerta del coche.
Su espeso cabello negro, fino y sedoso, le recordaba a Lasher. Las canas añadían un toque de distinción. Pe­se a sus rasgos delicados, la marcada estructura ósea de su rostro le confería un aire decididamente varonil, y el exagerado tamaño de su nariz quedaba disimulado por unos ojos grandes y separados. Tenía la piel de un hombre adulto, no de un bebé. Pero su mayor atractivo residía en su voz y en sus ojos; si su voz era capaz de convencer sin reservas, su mirada no resultaba menos persuasiva.
Tanto una como la otra transmitían cierto candor infantil, aunque en el fondo nada tuvieran de ingenuas. En conjunto, el extraño producía el efecto de un ser angelical, infinitamente sabio y paciente pero decidido a matar a Stuart Gordon tal como prometió que haría. Michael no se atrevía a hacer conjeturas respecto a la edad de aquel ser. Era difícil no verlo como un ser humano, aunque diferente, extraño. Por supuesto, Mi­chael sabía que no era un humano. Lo había percibido a través de multitud de pequeños detalles: el tamaño de sus nudillos, la curiosa forma, en que a veces abría los ojos, como atónito, y sobre todo la absoluta perfección de su boca y su dentadura. Su boca parecía tan suave como la de un bebé, algo imposible en un hombre con una piel curtida como la suya, y sus dientes eran tan blancos como los de un anuncio, descaradamente reto­cado, de una pasta dentífrica.»
Michael no creía que ese ser fuera un anciano ni que se tratara del célebre san Ashlar de las leyendas de Donnelaith, el antiguo rey que se había convertido al cristianismo en los últimos días de dominio del Impe­rio romano en Inglaterra y que había permitido que su esposa pagana, Janet, muriera en la hoguera.
Pero sí había creído la siniestra historia que le relató Julien. Ese ser era, sin duda, uno de los numerosos Ash­lar -uno de los poderosos Taltos del valle-, miembro de la misma especie que el ser al que Michael había dado muerte.
Estaba convencido de ello. Michael había vivido demasiadas experiencias ex­trañas como para ponerlo en duda, y sin embargo no podía creer que ese personaje alto y bello fuera el viejo san Ashlar. Quizá no deseaba creerlo, por motivos que encajaban con las hipótesis que él había terminado por aceptar.
«Sí, estás viviendo una serie de experiencias total­mente nuevas, -se dijo Michael. Quizás eso explicara el hecho de que se lo tomara con una calma sorprendente-. Has visto a un fantasma; has oído su voz; sa­bes que estaba allí. Te reveló cosas que tú no podrías in­ventar. Viste a Lasher y lo oíste relatar su desgraciada historia, que también era algo inimaginable, una histo­ria llena de nueva información y extraños detalles que todavía recuerdas con perplejidad, pese a que la tristeza que experimentaste cuando Lasher te la relató ya ha de­saparecido y el propio Lasher se halla enterrado bajo un árbol.
»Y no olvides el momento en que enterraste el ca­dáver y arrojaste la cabeza junto a éste, y hallaste la es­meralda y la sostuviste en la mano, en la oscuridad, mientras el cuerpo decapitado de Lasher yacía en la hú­meda fosa, esperando a ser cubierto con tierra.»
Quizás uno acabase por acostumbrarse a todo, pen­só Michael. Quizás eso era lo que le había sucedido a Stuart Gordon. No le cabía la menor duda de que Gor­don era culpable, absolutamente culpable de todo. Yuri estaba convencido de ello. Pero ¿qué era lo que le había llevado a traicionar sus principios?
Michael reconocía que siempre había sido muy re­ceptivo a esas oscuras y misteriosas cualidades celtas. Quizá su entusiasmo por la Navidad derivara de una inexplicable nostalgia de los rituales que se practicaban en aquellas islas; y quizá todos los pequeños adornos navideños que con tanto amor había acumulado duran­te años simbolizaran en cierto modo antiguos dioses celtas, revelasen un culto cargado de secretos paganos.
Su afición por las casas que había restaurado le per­mitió en ocasiones aproximarse, en la medida en que eso era posible en América, a aquella atmósfera de anti­guos e impenetrables secretos, de misteriosos designios y conocimientos.
En cierto modo, Michael comprendía a Stuart Gor­don. Y confiaba en que dentro de poco Tessa les expli­caría, con toda claridad, los sacrificios y los graves errores de Gordon.
Sea como fuere, Michael había pasado por unas ex­periencias tan dramáticas que la serenidad que sentía ahora resultaba inevitable.
«Sí, has sufrido mucho, la vida te ha golpeado dura­mente y ahora estás aquí, junto a una taberna en esta pe­queña y pintoresca aldea con su empinada calle de adoquines, pensando en todo ello sin la menor emoción. El ser que se encuentra a tu lado no es humano, aunque sea tan inteligente como cualquiera de ellos, y pronto se reunirá con una hembra de su misma especie, un hecho de tal trascendencia que nadie desea mencionarlo, quizá por respeto hacia el hombre que va a morir.»
Es difícil viajar durante una hora en un coche junto a un hombre que va a morir.
Michael apagó el cigarrillo. Yuri salió de la taberna. Estaban listos para reemprender el camino.
-¿Has podido hablar con la casa matriz? -le pre­guntó Michael a Yuri.
-Sí, he hablado con varias personas. He hecho cuatro llamadas y he hablado con cuatro personas. Si esas cuatro personas, mis mejores y más viejos amigos, se hallan implicados en la conspiración, no tengo esca­patoria.
Michael le propinó a Yuri una palmada en el hom­bro para tranquilizarlo y lo siguió hasta el coche.
De pronto, Michael decidió no obsesionarse más con la actitud de Rowan hacia el Taltos. Durante todo el trayecto se había sentido celoso y había estado a pun­to de pedirle al chófer que se detuviera para que Yuri ocupara el asiento delantero y él pudiera sentarse junto a su esposa.
No, no iba a dejarse abatir por los celos. No podía saber lo que Rowan pensaba o sentía cuando miraba a ese extraño ser. Puede que también él fuera un brujo, debido a su perfil genético y a un extraño patrimonio que él ignoraba, pero no era capaz de adivinar el pensa­miento de nadie. Desde el momento en que se habían encontrado con Ashlar, Michael comprendió que Ro­wan no sufriría daño alguno si hacía el amor con ese ser, puesto que, como ya no podía tener hijos, no pade­cería una hemorragia como las que habían acabado con la vida de las víctimas de Lasher.
En cuanto a Ash, si su deseo era acostarse con Ro­wan lo ocultaba con gran caballerosidad. Claro que sa­bía que iba a encontrarse con una hembra de su especie, quizá la última hembra Taltos que existía sobre la faz de la Tierra.
«Hay otro problema urgente -pensó Michael al sentarse en el asiento junto al conductor y cerrar la puerta del coche-. ¿Vas a cruzarte de brazos y dejar que ese gigante asesine a Stuart Gordon? Sabes perfec­tamente que no puedes hacerlo. No puedes asistir im­pasible al asesinato de una persona. Es imposible. La única vez que lo hiciste, sucedió de forma tan rápida, sólo el instante de apretar el gatillo, que apenas tuviste tiempo de reaccionar.
»Tú mismo has matado a tres personas. Y este estú­pido cabrón, este loco que declara tener encerrada a una diosa, ha matado a Aaron.»
A los pocos minutos habían dejado atrás la pequeña aldea, que se desvaneció entre las sombras. ¡Qué pai­saje tan entrañable y apacible! En otro momento, Mi­chael hubiera pedido que se detuvieran para dar un pa­seo por la carretera.
Cuando se volvió, le sorprendió comprobar que Ro­wan lo estaba observando. Se había vuelto también hacia un lado, con su pierna apoyada contra el asiento que ha­bía detrás de él, para poder mirarlo. Sus piernas medio desnudas resultaban muy provocativas, pero ¿qué im­portaba? Rowan se estiró la falda para taparse los mus­los, envueltos en unas transparentes medias de nylon.
Michael apoyó el brazo en el respaldo de cuero vie­jo del asiento, dejando reposar la mano sobre el hom­bro de Rowan. Ella no se apartó, sino que lo miró con sus inmensos y misteriosos ojos grises, ofreciéndole al­go mucho más íntimo que una sonrisa.
Él la había evitado durante el rato que permanecie­ron en la aldea, aunque no sabía exactamente por qué. En un impulso, decidió hacer algo vulgar y descortés.
Se inclinó hacia Rowan, le agarró la cabeza y la besó rápidamente. Luego se acomodó de nuevo en el asien­to. Rowan pudo haberlo evitado, pero no lo hizo. Y cuando sus labios rozaron los suyos, Michael sintió en su corazón una leve punzada que poco a poco empezó a adquirir mayor intensidad. «¡Te quiero! ¡Démonos otra oportunidad! »                                                         
Tan pronto como hubo expresado ese ruego, se dio cuenta de que no estaba hablando con ella, sino consigo mismo acerca de ella.
Michael se reclinó en el asiento y miró por la venta­nilla, observando cómo el cielo se oscurecía y perdía su último y sutil resplandor. Luego, volvió la cabeza y ce­rró los ojos.
Nada impedía que Rowan se enamorara locamente de ese ser que no podría dejarla preñada con un mons­truo, nada excepto la lealtad a su marido y su propia voluntad.
Michael comprendió que no poseía la certeza de que esas dos razones bastaran para frenarla. Quizá nunca se volviera a sentir seguro respecto a su mujer.
Al cabo de veinte minutos anocheció por completo y el chófer encendió los faros. Podían estar circulando por cualquier autopista, en cualquier parte del mundo.
Al fin Gordon rompió el silencio, ordenando al chófer que girara a la derecha y tomara el siguiente ca­mino a la izquierda.
El vehículo giró por un camino que conducía a una zona boscosa en la que crecían hayas y robles, junto a unos pocos árboles frutales que Michael no consiguió identificar. Los faros del coche iluminaban de vez en cuando unas flores de color rosa.
El segundo camino vecinal estaba sin asfaltar. El bosque se tornaba cada vez más denso. Quizá se tratara de los vestigios de un viejo bosque infestado de drui­das, como los que antiguamente se extendían por todo el territorio de Inglaterra y Escocia, posiblemente por toda Europa, ese tipo de bosques que Julio César había arrasado sin piedad, a fin de obligar a los dioses de sus enemigos a huir para no morir aniquilados.
La luna brillaba en el cielo. Michael divisó un pe­queño puente antes de que giraran de nuevo y enfilaran un camino que discurría junto a un pequeño y apacible lago. En el lado opuesto se alzaba una torre, tal vez una fortaleza normanda. Era un paraje tan romántico que Michael supuso que los poetas del siglo pasado le ha­brían dedicado un sinfín de versos. Quizás incluso lo hubiesen construido ellos mismos, y se tratase de una de esas hermosas falsificaciones que habían florecido por doquier a medida que la reciente afición por las es­tructuras góticas revolucionaba la arquitectura en el mundo entero.
Pero al doblar un recodo y aproximarse a la torre, Michael la observó con mayor nitidez y pudo comprobar que se trataba de una torre típicamente normanda, de grandes proporciones, con una altura de unos tres pisos hasta las almenas. En las ventanas había luz. La parte inferior del edificio estaba rodeada de árboles.
Sí, era una torre normanda. Michael había visto al­gunas en su época de estudiante, cuando se dedicaba a recorrer los itinerarios turísticos de Inglaterra. Incluso resultaba posible que un sábado de estío de tantos años atrás que ya ni lo recordaba, hubiera contemplado esa misma torre que ahora se elevaba frente a ellos.
En cualquier caso, no se acordaba. El lago, el gigan­tesco árbol que tenía a su izquierda, todo el conjunto resultaba demasiado perfecto. Michael avistó los funda­mentos de una estructura mayor que se hallaban dise­minados a lo largo de una extensa zona, erosionados por la lluvia y el viento y medio ocultos por los matojos.
Después de atravesar un bosquecillo de jóvenes ro­bles que ocultaban la torre, llegaron casi hasta sus puer­tas. Michael vio un par de coches aparcados frente a ella, así como dos diminutas luces que iluminaban un amplio portal.
El edificio presentaba un aspecto muy cuidado, ha­bitable. La torre se hallaba perfectamente conservada, sin ningún añadido moderno que resultase visible. Una parra se aferraba a los muros de piedra, por encima del sencillo arco de la puerta.
Nadie pronunció palabra.
El chófer detuvo el coche en un pequeño claro cu­bierto de grava.
Michael se apeó apresuradamente y echó un vistazo a su alrededor. Pudo observar un frondoso jardín inglés que se extendía en dirección al lago y al bosque, repleto de plantas y flores primaverales cuyas siluetas apenas distinguía en la oscuridad. ¿Quién sabe qué tesoros se ocultaban allí, es que no se revelarían a sus ojos hasta el día siguiente, cuando amaneciera?
Aunque, bien pensado, nadie podía saber si se en­contrarían aún allí cuando amaneciera.
Entre ellos y la torre se alzaba un inmenso alerce, sin duda el árbol más antiguo que Michael había con­templado en su vida.
Michael se dirigió hacia el venerable árbol, dejando atrás a su esposa. Pero no pudo reprimir el impulso. Cuando se detuvo bajo sus gigantescas ramas alzó los ojos hacia la fachada de la torre y divisó una solita­ria figura en la tercera ventana; tan sólo unos hombros y una cabeza diminuta. Se trataba de una mujer, con el cabello suelto y tal vez cubierto por un velo.
Michael oyó los pasos de los demás sobre la grava, pero no se movió. Deseaba permanecer en aquel lugar y admirar el sereno lago, en cuyas aguas se reflejaban delicados árboles frutales que ostentaban unas pálidas flores. Probablemente se tratara de ciruelos japoneses, unos árboles que crecían en primavera en Berkeley, Ca­lifornia, y que conseguían que la luz de las callejuelas adquiriera un matiz rosado.
Michael deseaba guardar en su memoria todo es­to. No quería olvidarlo jamás. Quizás aún no se había recuperado del largo viaje en avión, o puede que se estuviera volviendo loco como Yuri. Era una imagen que simbolizaba a la perfección la aventura que habían emprendido, sus horrores y revelaciones: la esbelta to­rre y la perspectiva de hallar en su interior una prin­cesa.
El chófer apagó los faros del coche. Los otros pasa­ron junto a Michael. Rowan permaneció a su lado mientras él contemplaba el lago por última vez. Después vio la gigantesca silueta de Ash, que agarraba a Stuart Gordon por la muñeca. Éste avanzaba arrastran­do los pies, como si estuviera a punto de desplomarse. Durante unos instantes, Michael sintió lástima de aquel anciano de cabellos grises. Cuando se aproximaron a la puerta, la luz iluminó los vulnerables tendones de su delgado cuello.
Sí, aquél era el momento supremo, pensó Michael, impresionado ante la idea de que en aquella torre vivía un Taltos hembra, como Rapunzel, y que Ash iba a matar al anciano al que conducía hacia la puerta de la torre.
Es posible que el recuerdo de ese momento -de esas imágenes, de la suave y fresca noche- fuera lo único que él consiguiera salvar de esa experiencia. Era muy probable.
Con gesto pausado pero firme, Ash le arrebató la llave a Stuart Gordon y la introdujo en la enorme ce­rradura de hierro. La puerta se abrió con moderna efi­cacia y ellos penetraron en el vestíbulo; aquel espacio estaba dotado de calefacción eléctrica y había sido de­corado con unos amplios y confortables sillones de es­tilo neorrenacentista que exhibían unas amplias patas maravillosamente talladas y rematadas por unas garras, así como una tapicería algo raída, aunque valiosa y muy bella.
De los muros colgaban unos cuadros medievales, muchos de los cuales mostraban la imperecedera pátina de la pintura al temple con yema de huevo. En una es­quina había una armadura cubierta de polvo. Otros te­soros aparecían diseminados aquí y allá, en deliberado desorden. Parecía el hogar de un hombre poético, un hombre enamorado del pasado de Inglaterra, quizá fa­talmente desarraigado del presente.
A la izquierda, había una escalinata que seguía la curva de la pared a medida que descendía. La luz de una habitación del piso superior iluminaba el hueco de la escalera; Michael pensó que tal vez también provi­niera de otras habitaciones.
Ash soltó a Stuart Gordon, se dirigió hacia la esca­lera, apoyó la mano en el poste y empezó a subir.
Rowan lo siguió en el acto.
Stuart Gordon parecía no haberse dado cuenta de que Ash lo había soltado.
-No la lastimes -dijo de pronto, como si eso fue­ra la única cosa que le preocupara-. No la toques sin su permiso -le rogó a Ash. La voz que brotaba de su esquelético y viejo rostro parecía constituir el último vestigio de su masculinidad-. ¡No le hagas daño a mi tesoro!
Ash se detuvo, miró a Gordon fijamente y luego subió la escalera.
Todos le siguieron, incluido Gordon, quien pasó apresuradamente junto a Michael y casi derribó a Yuri. Al llegar a la cima de la escalera alcanzó a Ash y ambos desaparecieron.
Cuando los otros llegaron arriba, se encontraron con una gran estancia decorada con la misma sencillez que el vestíbulo; sus muros eran los de la torre, salvo para dos pequeñas habitaciones con paredes y techo re­vestidos de madera antigua, que quizá servían de baños o vestidores. La espaciosa estancia contenía varios so­fás y sillones cómodos y viejos, así como unas lámparas de pie con pantallas de pergamino que iluminaban al­gunos rincones de la habitación, aunque el centro esta­ba desnudo. Del techo pendía un candelabro de hierro cuyas velas proyectaban un amplio círculo de luz sobre el reluciente suelo.
Al cabo de unos instantes Michael advirtió que en la habitación había otra persona, medio oculta en las sombras. Yuri se volvió para mirarla.
Al otro lado del círculo de luz, frente a ellos, había una mujer muy alta sentada en un taburete, ante un te­lar. Un pequeño flexo iluminaba sus manos, pero no su rostro. Michael distinguió un fragmento de la labor que estaba realizando, un primoroso bordado de alegres pero sutiles colores.
Ash se detuvo y miró a la mujer. Ésta, a su vez, se volvió hacia él. Se trataba de la mujer de largos cabellos que Michael había visto en la ventana.
Todos permanecieron inmóviles, mientras Gordon corría hacia ella.
-¡Tessa! -exclamó, haciendo caso omiso de los otros, como si hubiera olvidado que estaban allí-. ¡Ya estoy aquí, cariño!
La mujer se levantó. Era mucho más alta que Gor­don. Éste la abrazó y ella emitió un leve suspiro, apo­yando delicadamente las manos sobre sus hombros. Pese a su estatura, era tan delgada que daba la impre­sión de ser más débil que él. Gordon la tomó por la cin­tura y la condujo hacia el círculo de luz.
Rowan la miró con expresión preocupada. Yuri pa­recía entusiasmado. El rostro de Ash era impenetrable; se limitó a observarla mientras se dirigía hacia ellos. Entonces se detuvo bajo el candelabro, y la luz le ilu­minó la coronilla y la frente.
Parecía monstruosamente alta, tal vez por tratarse de una mujer.
Su rostro era perfecto, como el de Ash, pero menos alargado y pronunciado. Tenía una boca diminuta y bien dibujada, los ojos grandes y azules, de mirada bon­dadosa, y unas pestañas largas y espesas como las de Ash. Su abundante cabellera blanca le caía por la espal­da, inmóvil y sedosa, más parecida a una nube que a una mata de pelo, tan fina que casi resultaba translúcida.
Llevaba un vestido violeta con un exquisito borda­do debajo del pecho. Las mangas, largas y abombadas, ya pasadas de moda, se ceñían delicadamente a sus mu­ñecas.
Michael pensó de pronto en Rapónchigo -o, me­jor dicho, en todos los cuentos infantiles que había leí­do a lo largo de su vida-, en hadas, reinas y princesas de inequívoco poder. Cuando la mujer se acercó a Ash, Michael observó que su tez poseía una blancura casi ní­vea. Era como un cisne que se hubiera transformado en una princesa de mejillas firmes y lozanas, labios leve­mente brillantes y unas largas pestañas que enmarcaban sus maravillosos ojos azules.
La mujer arrugó el ceño, igual que una criatura a punto de romper a llorar.
-Taltos -murmuró, aunque sin manifestar el me­nor temor. Su expresión era triste.
Yuri lanzó una exclamación de asombro.
Gordon parecía perplejo, como si no hubiera estado preparado para que el encuentro se produjera en esas circunstancias. Durante unos instantes, mientras con­templaba con arrobo a su amor, pareció rejuvenecer.
-¿Es ésta la hembra? -preguntó Ash, sonriendo levemente, sin apartar los ojos de la mujer pero tam­poco sin hacer el menor gesto por estrechar la mano que ella le tendía. Luego continuó con voz pausada-: ¿Esta es la mujer por la que asesinaste a Aaron Light­ner, por la cual trataste de matar a Yuri, la hembra a la que querías proporcionar un Taltos macho a cualquier precio?
-¡No sabes lo que dices! -respondió Gordon con voz trémula-. Si tratas de hacerle daño, de palabra o acto, te mataré.
-No lo creo -replicó Ash-. Querida -añadió, dirigiéndose a la mujer-, ¿comprendes lo que digo?
-Sí -contestó ella suavemente, con una voz casi infantil-, Taltos -dijo, alzando las manos como una santa en éxtasis. Luego sacudió la cabeza y volvió a fruncir el ceño como si algo le preocupara.
¿Era la desgraciada Emaleth tan bonita y femenina como ella?
De pronto Michael vio cómo el rostro de Emaleth se desintegraba bajo el impacto de las balas y su cuerpo caía al suelo. ¿Era ésa la razón por la que lloraba Rowan, o era porque estaba cansada y le lloraban los ojos mientras presenciaba la escena entre Ash y la mujer? ¿Qué sentía ella aquellos momentos?
-Eres muy guapa, Tessa -dijo Ash, alzando leve­mente las cejas.
-¿Qué ocurre? -preguntó Gordon-. Hay algo que no funciona entre vosotros. ¿De qué se trata? -Gordon avanzó un paso pero se detuvo, no deseaba interponer­se entre ellos. Su potente voz expresaba una profunda tristeza. Tenía la habilidad de un orador, de alguien que sabe cómo convencer a sus interlocutores-. No imagi­né que vuestro encuentro se produjera en estas circuns­tancias, rodeados de personas incapaces de comprender el verdadero significado de esto.
Gordon se encontraba demasiado emocionado para fingir. Sus gestos ya no eran histéricos, sino trágicos. Ash permaneció inmóvil, sonriendo y observando a Tessa complacido mientras ella también esbozaba con su diminuta boca una alegre sonrisa.
-Sí, eres muy guapa -murmuró Ash. Luego se besó las yemas de los dedos y aplicó suavemente el be­so a la mejilla de la mujer.
Tessa suspiró, estirando su largo cuello y dejando que el cabello se le desparramara por la espalda. Luego extendió las manos, y Ash la estrechó entre sus brazos y la besó. Sin embargo, Michael advirtió que la besaba sin pasión.
Gordon se interpuso entre ellos, le rodeó la cintura a Tessa con el brazo izquierdo y la obligó suavemente a retroceder.
-Aquí no, por favor. ¡Esto no es un vulgar burdel!
Luego se apartó de Tessa y se dirigió hacia Ash, con las manos unidas como si estuviera rezando, mirándolo sin temor, preocupado por algo más crucial para él que el hecho de salvar su propia vida
-¿Qué lugar es el más idóneo para la boda de los Taltos? -solicitó con tono respetuoso, casi imploran­te- . ¿Cuál es el lugar más sagrado en Inglaterra, donde el  perfil de St Michael se extiende por la cima de la co­lina, y la derruida torre de la antigua iglesia de St. Michael se alza como un centinela?
Ash lo miró casi con tristeza, sereno, escuchándolo atentamente, mientras Gordon proseguía con su apa­sionado discurso.
-Déjame que os conduzca hasta allí, permíteme asistir a la boda de los Taltos de Glastonbury Tor -di­jo, bajando el tono de voz y pronunciando las palabras de forma pausada-. Si consigo presenciar ese aconte­cimiento, ese milagro del nacimiento en la sagrada montaña, en el mismo lugar donde Jesús apareció en Inglaterra -allí donde han caído viejos dioses y han surgido otros nuevos, donde se ha derramado sangre en defensa de lo sagrado-, si consigo presenciar el alumbramiento del hijo de los Taltos plenamente con­formado y unido en un abrazo a sus padres, el símbolo de la vida, ya no me importará seguir vivo o morir.
Gordon alzó la mano como si sostuviera en ella la Sagrada Forma. Se expresaba con voz sosegada, sin crispación, y sus ojos eran suaves y luminosos.
Yuri lo observó con manifiesto recelo.
Ash parecía la viva imagen de la paciencia, pero por primera vez Michael presintió una emoción más pro­funda y temible detrás de la mirada y la sonrisa de Ash.
-Entonces -continuó Gordon-, habré contem­plado lo que siempre deseé. Habré asistido al milagro que cantan los poetas y sueñan los ancianos. Un mila­gro más grande que todos los que he presenciado desde que mis ojos pueden leer y mis oídos escuchar las his­torias que se me han relatado; o desde que mi lengua es capaz de articular palabras que expresen mis sentimien­tos más profundos. Concédeme estos últimos y preciosos momentos, la oportunidad de trasladarme a ese lugar. No queda le­jos. Se encuentra sólo a un cuarto de hora de aquí, no tardaremos en llegar. Una vez en Glastonbury Tor, te entregaré la hembra, como un padre entregaría a su hi­ja, mi tesoro, mi amada Tessa, y entonces podréis hacer lo que os plazca.
Gordon se detuvo y miró a Ash, sin moverse, con una expresión de profunda tristeza, como si sus pala­bras encerraran la tácita aceptación de su propia muerte.
No advirtió el silencioso pero evidente desprecio que reflejaba la mirada de Yuri.
Michael estaba perplejo ante la transformación que había experimentado el anciano, la fuerza y convicción de sus palabras.
-Glastonbury -murmuró Stuart-. Te lo ruego. Aquí no -dijo, sacudiendo la cabeza-. Aquí no -re­pitió. Luego guardó silencio.
Ash permaneció impasible. Después, suavemente, como si revelara un terrible secreto y con ello rompiera el corazón de un hombre sensible por el que sintiera una gran compasión, dijo:
-La unión no puede consumarse, no se producirá ningún nacimiento. -Ash pronunció estas palabras de forma pausada-. Tu hermoso tesoro es demasiado vie­jo. Es estéril. Su fuente se ha secado.
-¿Viejo? -replicó Stuart desconcertado, incrédu­lo-. ¡Viejo! -murmuró-. ¡Estás loco! ¿Cómo puedes decir eso? -inquirió, volviéndose hacia Tessa, la cual lo observaba imperturbable, sin mostrar el menor signo de dolor ni disgusto. Estas loco -repitió Stuart, alzando la voz-. ¡Mírala! -exclamó-. Mira su rostro, su cuerpo. Es magnífica. Te he traído una esposa de tal belleza que deberías caer de rodillas ante mí y darme las gracias -di­jo Stuart desesperado, como si presintiera su derrota.
-Es posible que su rostro conserve su lozanía has­ta el día que muera -respondió Ash con su habitual tono sosegado-. Todos los Taltos poseen un rostro ju­venil, pero su cabello es completamente cano, está muerto. De su cuerpo no emana ningún aroma. Pre­gúntaselo a ella, si no me crees. Los humanos han pro­nunciado su nombre repetidamente. O quizás ha vivi­do aún más tiempo que yo. Su útero está muerto. Su fuente se ha secado.
Gordon ni siquiera trató de protestar. Se cubrió la boca con las manos, como si quisiera ocultar su dolor. La mujer parecía un tanto perpleja, y sólo un poco disgustada. Se adelantó, rodeó con su largo y esbelto brazo los hombros de Gordon y dijo, dirigiéndose a Ash:
-Me juzgas por lo que los hombres han hecho, conmigo a lo largo de los años, utilizándome en todas las aldeas y poblaciones a las que he acudido, causán­dome repetidas hemorragias, hasta que mi sangre se ha secado.
-No, no te juzgo -respondió Ash con vehemen­cia-. No te juzgo, Tessa. Te lo aseguro.
-¡Ah! -exclamó ella, sonriendo de modo alegre, como si aquella respuesta la hiciera sentirse profunda­mente feliz.
De pronto se volvió hacia Michael y hacia Rowan, que permanecía oculta entre las sombras, y los miró con afecto.
-Aquí no he sufrido esos horrores -dijo la mu­jer-. Stuart me ama de forma casta. Éste es mi refugio -añadió, extendiendo las manos hacia Ash-. ¿No quieres quedarte aquí conmigo? -preguntó, condu­ciendo a Ash hacia el centro de la habitación-. Podría­mos charlar, bailar. Cuando te miro a los ojos oigo una música.
La mujer atrajo a Ash hacia ella y dijo con tono emocionado y sincero:
-Me alegro mucho de que hayas venido.
Luego miró a Gordon, el cual retrocedió mientras observaba la escena con el ceño arrugado, las manos so­bre los labios, hasta chocar con una vieja silla de madera. Se dejó caer en ella, apoyó la cabeza en el respaldo y volvió el rostro. Era como si las fuerzas lo hubieran abandonado, como si se hubiera quedado sin aliento.
-Bailad conmigo -dijo Tessa-. Todos vosotros. ¿No queréis bailar conmigo?
La mujer extendió los brazos e inclinó la cabeza ha­cia atrás y agitó su cabellera, que parecía no tener vida, como el cabello blanco de los ancianos. Luego empezó
a dar vueltas y más vueltas haciendo que la amplia falda de su vestido violeta se ahuecara y formase una especie de campana, mientras ella danzaba sobre las puntas de sus pies calzados con unas zapatillas de raso.
Michael no podía apartar los ojos de ella, fascinado por los sutiles movimientos con los que iba describien­do un amplio círculo, avanzando el pie derecho y luego el izquierdo, como si se tratara de una danza ritual.
En cuanto a Gordon, estaba tan abatido que inspi­raba lástima. La negativa de Ash a unirse con la mujer había supuesto para él un golpe terrible, peor que la muerte.
Ash miraba también fijamente a Tessa, ligeramente conmovido, preocupado, incluso triste.
-Mientes -murmuró Stuart, hundido, desespera­do-. Lo que dices es una mentira abominable.
Ash no se dignó contestar, sino que sonrió a Tessa y asintió con un movimiento de cabeza en señal de apro­bación.
-Pon la música que me gusta, Stuart. Quiero que la oiga Ash -dijo la mujer, sonriendo y dedicándole una reverencia a Ash. El se inclinó ante ella y la tomó de las manos.
La patética figura sentada en la silla parecía incapaz de moverse. De nuevo murmuró:
-No es cierto. -Sus palabras carecían de convicción. Tessa empezó a tararear una canción mientras se­guía girando.
-Interpreta mi música, Stuart, por favor. -Yo lo haré -terció Michael en voz baja.
Acto seguido se volvió sin saber muy bien lo que buscaba, confiando en que no se tratara de un arpa o un violín, algo que requería la destreza de un músico expe­rimentado, porque en tal caso haría el ridículo más es­pantoso.
Michael también se sentía deprimido, muy triste, incapaz de gozar de la sensación de alivio que hubiera debido sentir en aquellos momentos.
Durante unos instantes miró a Rowan, la cual pare­cía también tocada con un velo de tristeza, sus manos juntas y su figura erguida contra la barandilla de la es­calera, siguiendo con la mirada todos los movimientos de Tessa, que había empezado a tararear una melodía que entusiasmaba a Michael.
Al fin Michael descubrió el equipo estereofónico, de diseño casi místicamente técnico y dotado de multi­tud de pequeñas pantallas digitales, botones y cables conectados a varios altavoces que se hallaban colgados en la pared a distancias aleatorias.
Michael se agachó, para intentar leer el nombre de la cinta que había dentro del reproductor de casetes. -Es la música que le gusta a ella -dijo Stuart, mi­rando fijamente a la mujer-. No tienes más que apre­tar el botón. Es su música. No se cansa jamás de escu­charla.
-Baila con nosotros -dijo Tessa-. ¿No te apete­ce bailar con nosotros? -insistió, acercándose a Ash. Esta vez Ash no pudo resistirse a la invitación de la mujer.
 La tomó de las manos y luego la ciñó por la cin­tura como si se dispusieran a iniciar un vals, íntima­mente abrazados.
Michael oprimió el botón del aparato.
A través de los numerosos altavoces empezaron a sonar los suaves y lentos acordes en un bajo sostenido de los instrumentos de cuerda, luego las trompetas, nítidas y resplandecientes, se impusieron sobre los vi­brantes tonos del clavicordio y adoptaron en la misma escala melódica para acabar asumiendo el protagonis­mo, seguidas por las cuerdas.
Ash guiaba airosamente a su pareja, trazando ambos con pasos ágiles y precisos unos armoniosos círculos. Se trataba del Canon de Pachelbel. Michael recono­ció de inmediato la obra, ejecutada de forma tan magis­tral como jamás la había oído interpretar, y en la que los instrumentos de viento alcanzaban la riqueza acús­tica que había pretendido el compositor.
Jamás nadie compuso obra musical más melancóli­ca, más entregada al romanticismo.
La música fue adquiriendo intensidad y trascen­diendo los límites del barroco; las trompetas, las cuer­das y el clavicordio ejecutaban diversas melodías que se entrelazaban entre sí con una riqueza desgarradora, lo cual confería a la pieza un carácter a la vez conmovedor e intemporal.
La pareja continuó bailando, sus cabezas levemente inclinadas, trazando de forma pausada unos gráciles pa­sos al ritmo de la melodía. Ash miró a Tessa complacido. A medida que la música iba adquiriendo intensidad, cuando las trompetas emitieron unos delicados y vibran­tes trinos, perfectamente controlados, y todas las voces instrumentales se unieron en el momento más jubiloso de la obra, Ash y Tessa empezaron a girar con mayor ra­pidez, describiendo unos círculos cada vez más amplios.
La falda de Tessa parecía flotar en torno a ella mien­tras sus diminutos pies se movían con elegancia, los tacones resonando levemente sobre el suelo de madera, su sonrisa más espléndida que nunca.
De pronto Michael percibió otro sonido que se unió a la danza pues el Canon, cuando era interpre­tado de ese modo, parecía una danza- y comprendió que era la voz de Ash, el cual estaba cantando. Tan sólo tarareaba la música, sin pronunciar palabra. Tessa se apresuró a imitarlo, y ambas voces se elevaron sobre el profundo y brillante sonido de las trompetas, al ritmo de los crescendo de la melodía, mientras giraban a gran velocidad con las espaldas erguidas, y riendo radiantes de felicidad.
A Rowan se le llenaron los ojos de lágrimas mien­tras contemplaba al hombre, alto y de porte majestuo­so, y a la airosa y grácil reina de las hadas. El anciano sentado en la silla, agarrado al brazo de ésta como si se hallase al límite de sus fuerzas, también estaba profun­damente conmovido.
Yuri parecía estar a punto de derrumbarse, de per­der el control. Pero permanecía inmóvil, apoyado en la pared, contemplando la escena.
Ash miraba a su pareja embelesado, con adoración, girando la cabeza de un lado al otro y moviéndose cada vez más deprisa.
Siguieron bailando y girando en medio del círculo de luz, desplazándose hacia las sombras y apareciendo de nuevo en el centro de la habitación, cantando como si se brindaran mutuamente una serenata; el rostro de Tessa expresaba la alegría de una niña a la que acabaran de conceder su deseo más ferviente.
Michael pensó que debían retirarse -Rowan, Yuri y él- para permitir que Ash y Tessa disfrutaran de su tierno y conmovedor encuentro.
Quizás éste fuese el único abrazo del que gozarían. Ambos parecían haberse olvidado de la compañía, así como de la suerte que les tenía reservado el destino.
Pero ni él ni ninguno de los presentes pudo retirar­ El baile continuó hasta que el ritmo se tornó máslento, hasta que los instrumentos empezaron a sonar con más suavidad, anunciando el fin de la pieza, y las distintas líneas melódicas del Canon confluyeron en una única y potente voz, que al cabo de unos segundos empezó a disiparse mientras la trompeta emitía una úl­tima nota antes de que se hiciera definitivamente el si­lencio.
La pareja se detuvo en el centro de la habitación, la luz del candelabro iluminando sus rostros y su cabello. Michael se apoyó en el muro de piedra, incapaz de moverse, mirándolos fijamente.
Esa clase de música podía herirte profundamente. Provocaba el recuerdo de las frustraciones y la soledad. Era como si dijera: «Así es la vida. Tenlo presente.» Silencio.
Ash tomó las manos de la reina de las hadas, exami­nándolas detenidamente, y las besó. Tessa permaneció inmóvil, mirándolo como si estuviera enamorada, quizá no de él, sino de la música, el baile y la luz, de todo. Ash la condujo de nuevo hacia el telar, obligándola suavemente a tomar asiento en el taburete.
Al volverse y contemplar el tapete que estaba bor­dando, Tessa pareció olvidarse de todos los presentes, incluso de Ash, y sus ágiles dedos reanudaron de inme­diato la labor.
Ash retrocedió, procurando no hacer ruido, y luego se volvió y miró a Stuart Gordon.
El anciano no protestó ni suplicó. Permaneció sen­tado de lado en la silla mientras su mirada se dirigía de Ash a Tessa, y de nuevo a Ash.
Había llegado el trágico momento, pensó Michael. Pero quizás una historia, una extensa explicación, un argumento desesperado consiguiera demorarlo.
Sin duda, Gordon trataría de hacerlo. Alguien debía intentarlo. Era preciso hacer algo para salvar la vida de aquel desgraciado ser humano; justamente porque era eso, un ser humano, alguien debía impedir su inmediata  ejecución.
-Quiero los nombres de los otros -dijo Ash con su habitual tono calmado-. Quiero saber quiénes fue­ron tus compinches, tanto dentro como fuera de la Or­den.
Stuart tardó unos minutos en responder. No se mo­vió, ni rehuyó la mirada de Ash.
-No -contestó al fin-. Jamás te daré esos nom­bres.
Era una respuesta definitiva. Michael comprendió que ninguno de ellos conseguiría convencer al anciano, el cual permanecía encerrado en su dolor.
Ash se dirigió lentamente hacia Gordon.
-Espere -dijo Michael-. Se lo ruego, Ash, espere.
Ash se detuvo y miró solícito a Michael.
-¿Qué pasa, Michael? -preguntó, fingiendo no saber a qué se debía ese ruego.
-Deje que Gordon nos revele lo que sabe. - contestó Michael-. deje que nos cuente su historia.













17

 Todo había cambiado. Todo resultaba más fácil. Ella yacía en los brazos de Morrigan y Morrigan yacía en los de ella...
No se despertó hasta el atardecer.
 Había tenido un sueño fantástico. Era como si Gifford, Alicia y la anciana Evelyn hubieran estado con ella, sin muertes ni sufrimiento, sino bailando, sí, bailando en un círculo.
Mona se encontraba en la gloria. Aunque más tarde no recordara el sueño, nadie le podía robar la sensa­ción de bienestar que estaba sintiendo en esos momentos. El cielo tenía un color violáceo, como le gustaba a Michael.
Mary Jane se hallaba de pie junto a ella, con el ros­tro enmarcado por su espléndida cabellera rubia, tan atractiva como siempre.
-Eres como Alicia en el País de las Maravillas -dijo Mona-. A partir de ahora te llamaré Alicia.
«Todo irá perfectamente, te lo prometo.»
-He preparado la cena -dijo Mary Jane-. Le di­je a Eugenia que podía librar esta noche. Espero que no le importe; cuando vi la despensa me volví loca.
-Por supuesto que no me importa -respondió Mona-. Ayúdame a levantarme; eres una prima estu­penda.
Mona se levantó de un salto, completamente despe­jada. Se sentía ágil y libre, como el bebé que llevaba en el vientre, un bebé con una larga cabellera pelirroja flo­tando en el líquido amniótico, igual que una muñequita de goma dotada de diminutos brazos y piernas.
-He preparado unos ñames, arroz, ostras gratina­das y pollo asado con mantequilla y estragón. -¿Dónde aprendiste a cocinar? -preguntó Mona. Luego se detuvo y abrazó a Mary Jane-. No existe na­die como nosotros, ¿verdad? Me refiero a nuestra fami­lia.
-Desde luego -contestó Mary Jane, sonriendo-. Es genial. Te quiero, Mona Mayfair.
-Me alegra saberlo -contestó Mona.
Al llegar a la puerta de la cocina, Mona asomó la ca­beza y exclamó:
-¡Caray! ¡Menuda cena has preparado!
-Para que veas -respondió Mary Jane, sonriendo con orgullo y mostrando una dentadura perfecta-. Cocino desde los seis años. En aquel entonces mi ma­dre vivía con un cocinero, ¿sabes? Más tarde trabajé en un elegante restaurante de Jackson, Mississippi. Jack­son es la capital, ¿sabes? Los senadores acudían a co­mer al restaurante donde yo trabajaba. Un día les dije a los dueños: «Si queréis que trabaje aquí, dejad que mire lo que hace el cocinero y así aprenderé a cocinar. » ¿Qué quieres beber?
-Leche, me muero de ganas de beber leche -res­pondió Mona-. Pero no entres todavía. Mira, es la ho­ra mágica del crepúsculo; el momento preferido de Mi­chael.
Desgraciadamente, no recordaba quién había junto a ella en el sueño. Tan sólo persistía la sensación de ca­riño, de profundo bienestar.
Durante unos momentos pensó en Michael y Ro­wan. ¿Lograrían descubrir al asesino de Aaron? Mona confiaba en que juntos consiguieran superar todos las dificultades, es decir, si cooperaban el uno con el otro. En cuanto a Yuri, su destino lo llevaría seguramente por rumbos distintos al de ellos.
Cuando llegase el momento, todo el mundo lo comprendería.
Las flores resplandecían. Era como si todas las plan­tas cantaran. Mona se apoyó contra la puerta y unió su canturreo al de las flores, como si un remoto rincón de su memoria, allí donde se almacenaban todas las cosas delicadas y bonitas, le dictara las palabras de la canción. En el aire flotaba un agradable aroma... ¡Era la dulce fragancia de los olivos!
-Anda, vamos a cenar -dijo Mary Jane.
-De acuerdo, de acuerdo -contestó Mona, alzan­do los brazos en un gesto de resignación y despidién­dose de la noche.
Luego entró en la cocina, como sumida en exquisito trance, y se sentó ante la magnífica mesa que Mary Jane había dispuesto. Había sacado la vajilla Royal Antoi­nette, que ostentaba un delicado dibujo y cuyos platos tenían el borde dorado. Qué chica tan fantástica y tan lista, pensó Mona. Sólo ella era capaz de dar con la me­jor porcelana dejándose guiar sólo por su instinto. Su prima parecía ofrecer un amplio abanico de posibilida­des, pero ¿era realmente tan aventurera como parecía? Qué ingenuo había sido Ryan al llevarla allí y dejarlas a solas a las dos.
-Nunca había visto una vajilla como ésta -dijo Mary Jane con entusiasmo-. Es como si estuviera fa­bricada con un tejido almidonado. ¿Cómo lo hacen? -preguntó, depositando sobre la mesa una botella de leche y una caja que contenía chocolate en polvo. -No eches ese veneno en la leche, por favor -dijo Mona, cogiendo el envase para abrirlo apresuradamen­te y llenar el vaso.       .
-¿Cómo pueden fabricar unas piezas de porcelana que no sean lisas? No lo entiendo, a menos que la por­celana sea tan maleable como la masa de pan antes de cocerla, y aun así...
-No tengo la menor idea -respondió Mona-, pero siempre he adorado esta vajilla. En el comedor no produce tanto impacto, puesto que su belleza queda ensombrecida por los murales. Pero en la mesa de la cocina queda perfecta. Has tenido un gran acierto al colocar los tapetes individuales de encaje Battenberg. Aunque haya pasado poco rato desde que acabamos de comer, me siento hambrienta. Es increíble, pero tengo un apetito voraz.
-No ha pasado poco rato, y tú apenas probaste bocado -dijo Mary Jane-. Tenía miedo de que te en­fadaras conmigo por haber sacado estas cosas, pero lue­go pensé: «Si Mona se molesta por ello, volveré a reco­gerlas y punto.»
-Cariño, por un tiempo la casa es nuestra -con­testó Mona con aire triunfal.
¡Qué rica estaba la leche! Mona se la bebió con tal ansia que derramó unas gotas sobre la mesa.
«Bebe más.»
-Ya lo hago -dijo Mona.
-Ya lo veo -respondió Mary Jane, sentándose junto a ella. Todas las fuentes contenían cosas deliciosas. Mona se sirvió una generosa porción de arroz, sin salsa. Era fantástico. Empezó a comer sin esperar a que se sirviera Mary Jane, que insistía en añadir varias cu­charadas de chocolate en polvo a su vaso de leche.
-Espero que no te importe. El chocolate me en­canta. No puedo vivir sin él. Antes me comía todos los días un bocadillo de chocolate. ¿Sabes cómo se prepa­ra? Colocas un par de barras de chocolate entre dos re­banadas de pan blanco y luego añades unas rodajas de plátano y azúcar. Está delicioso.
-Te comprendo, yo pensaría lo mismo que tú si no estuviera embarazada. Una vez me zampé una caja en­tera de chocolates rellenos de cerezas -dijo Mona, en­gullendo una cucharada tras otra de arroz. Ningún chocolate podía compararse a aquello. Los chocolates rellenos de cerezas se le antojaron ahora una insignifi­cancia. Lo más curioso es que le apetecía comer pan blanco-. Supongo que necesito tomar hidratos de car­bono -dijo-. Es lo que me dicta mi bebé.
«¿Se reía, o cantaba?»
Daba lo mismo; todo era muy sencillo, muy natural; Mona se sentía en paz con el mundo entero, y no le cos­taría ningún esfuerzo hacer que Michael y Rowan participaran de esa armonía. Satisfecha, se repantigó en la si­lla. De pronto tuvo una visión, una visión del cielo tachonado de estrellas. La bóveda celeste aparecía negra, pura y fría, había unas personas cantando y las estrellas tenían un aspecto magnífico, sencillamente magnífico.
-¿Cómo se llama la canción que tarareas?
 -Calla, ¿no has oído un ruido?
Ryan acababa de llegar. Mona oyó su voz en el co­medor. Estaba hablando con Eugenia. Era magnífico ver a Ryan, pero no dejaría que se llevara a Mary Jane.
En cuanto Ryan entró en la cocina y Mona vio su cara de cansancio, sintió lástima de él. Todavía llevaba el traje oscuro que se había puesto para el funeral. Debió haber elegido un traje de mil rayas, como solían ha­cer los hombres en verano. A Mona le encantaba ver a los ancianos tocados con un sombrero de paja.
-Siéntate con nosotras, Ryan -dijo Mona, engu­llendo otra gigantesca cucharada de arroz-. Mary Jane ha preparado un auténtico festín.
-Siéntate aquí -terció Mary Jane, levantándose de un salto-. Te traeré un plato, primo Ryan.
-No puedo quedarme, querida -respondió Ryan, esmerándose en mostrarse cortés con Mary Jane, la «prima del campo- Tengo prisa. Pero te agradezco tu invitación.
-Ryan siempre tiene prisa -dijo Mona-. Antes de irte, date un paseo por el jardín. Está precioso. Mira el cielo, escucha a los pájaros. Y si no lo has hecho nun­ca, aspira el aroma de los olivos.
-¿Crees que es bueno comer tanto arroz, teniendo en cuenta tu estado?
Mona reprimió la risa.    .
-Anda, siéntate y toma un vaso de vino, Ryan -di­jo-. ¿Dónde está Eugenia? ¡Eugenia! ¡Trae un poco de vino!
-No me apetece beber vino, Mona, gracias -con­testó Ryan. Cuando al cabo de unos instantes apareció Eugenia, enojada y con cara de pocos amigos, Ryan le in­dicó con un gesto que podía retirarse. Eugenia obedeció.
Pese a su cansancio e irritación, Ryan estaba muy guapo y presentaba un aspecto tan pulido que parecía que le hubieran sacado brillo con una gamuza. Mona sintió de nuevo deseos de soltar una carcajada. Decidió beberse otro trago de leche, o mejor, todo el vaso. Arroz y leche. No era de extrañar que los tejanos fue­ran tan aficionados al arroz con leche.
-Déjame, que te llene el plato, primo Ryan. No tardo nada -insistió Mary Jane.
-No, Mary Jane, gracias. Quiero decirte algo, Mona.
-¿Ahora mismo? ¿No puedes esperar a que acabe­mos de cenar? Está bien, suéltalo. ¿Tan grave es? -Mo­na se sirvió otro vaso de leche, derramando unas gotas sobre la mesa-. Después de todo lo que ha pasado... Sabes, lo malo de esta familia es su conservadurismo pu­ro y duro. ¿Lo he dicho bien?
-Estoy hablando con usted, señorita Cerdita -con­testó Ryan.
Mona y Mary Jane se echaron a reír.
-Acabarán contratándome de cocinera -dijo Ma­ry Jane-, aunque lo único que hice fue echar un poco de mantequilla y ajo.
-¡Así que es la mantequilla! -exclamó Mona, se­ñalando a Mary Jane-. ¿Dónde está la mantequilla? Ése es el secreto, echar grandes cantidades de mante­quilla. -Mona cogió una rebanada de pan blanco y una generosa ración de mantequilla tibia, la cual había empezado a derretirse sobre el platito.
Ryan consultó su reloj, una señal infalible de que no permanecería allí más de cuatro minutos. Pero no había dicho una sola palabra acerca de llevarse a Mary Jane.
-¿Qué me querías decir? -preguntó Mona-. No te cortes. Podré soportarlo.
-No estoy seguro de ello -contestó Ryan, muy serio.
Su respuesta provocó otro ataque de hilaridad en Mona y Mary Jane. O puede que fuera la expresión de Ryan. Mary Jane, que estaba de pie junto a Ryan, se ta­pó la boca con la mano, en un vano intento de disimu­lar su risa.
-Me marcho, Mona -dijo-. He dejado unas ca­jas llenas de papeles en el dormitorio principal. Son unos documentos que me pidió Rowan, unos apuntes que redactó en su habitación de Houston. -Ryan se­ñaló con una mirada a Mary Jane, insinuando que ésta no debía enterarse de nada.
-Ah, sí, las notas -contestó Mona-. Anoche te escuché hablar sobre ellas. Una vez oí una historia muy curiosa sobre Daphne Du Maurier. ¿Sabes quién es, Ryan?
-Por supuesto.
-Pues bien, resulta que su libro, Rebeca, lo conci­bió como un experimento para comprobar cuánto tiem­po podía estar sin nombrar la narradora, que es a su vez la protagonista de la obra. Me lo contó Michael. Es una anécdota auténtica. Al llegar al final del libro, el experimento ya no tenía importancia. Sin embargo, el lector nunca llega a averiguar el nombre de la segunda esposa de Maxim de Winter en la novela, ni tampoco en la película. ¿La has visto?
-¿Y eso qué tiene que ver con lo que estamos ha­blando?
-Tú haces lo mismo, Ryan, creo que morirás sin haber pronunciado el nombre de Lasher -respondió Mona, estallando en una carcajada.
Mary Jane también se echó a reír, como si estuviera informada del asunto.
No hay nada más divertido que ver a alguien rién­dose de un chiste, excepto ver a alguien que te mira in­dignado, sin esbozar siquiera una sonrisa.
-No toques esas cajas -dijo Ryan con aire solem­ne-. Pertenecen a Rowan. Hay algo que debo decirte sobre Michael, algo que hallé en un árbol genealógico que figura en uno de esos papeles. Haz el favor de sen­tarte, Mary Jane, y termina de cenar.
-¿Un árbol genealógico? -repitió Mona-. ¡Ca­ray! Puede que Lasher supiera cosas que nosotros ig­noramos. La genealogía no es tan sólo una afición en esta familia, Mary Jane, sino una verdadera obsesión. Ya han pasado cuatro minutos, Ryan.
-¿A qué te refieres?
Mona le explicó entre carcajadas que se le había acabado el tiempo, que tenía que marcharse. Creyó que le iba a dar un ataque de tanto reír.
-Ya sé lo que vas a decir -terció Mary Jane, le­vantándose de un salto, como si resultara obligado po­nerse en pie para sostener una conversación tan seria v trascendente como aquella-. Vas a decir que Michael Curry es un Mayfair. ¡Ya te lo dije!
Ryan empalideció.
Mona apuró el cuarto vaso de leche. Tras haberse terminado su arroz, cogió el bol y lo inclinó sobre su plato, dejando que cayera sobre él otra montaña de hu­meantes granos de arroz.
-No me mires de esa forma, Ryan -dijo Mona-. ¿Qué ibas a decirme sobre Michael? ¿Acaso tiene ra­zón Mary Jane? Ella dijo que la primera vez que vio a, Michael se dio cuenta de que era un Mayfair.
-Lo es -declaró Mary Jane-. Enseguida advertí su parecido con la familia. ¿Sabes a quién se parece? A ese cantante de ópera.
-¿A quién te refieres? -preguntó Ryan. -¿Un cantante de ópera? -preguntó Mona. -Tyrone MacNamara. Beatrice tiene unas fotos de él colgadas en la pared. El padre de Julien. Debe de ser tu bisabuelo, Ryan. En el laboratorio genealógico vi a un montón de gente que se parecía a él, con unos ras­gos típicamente irlandeses. ¿No os habíais fijado? Es lógico, porque todos tenéis sangre irlandesa, sangre francesa...
-Y sangre holandesa -apostilló Ryan con voz tensa. Miró a Mona y luego a Mary Jane-. Tengo que irme.
-Espera un segundo -dijo Mona, engullendo apre­suradamente una cucharada de arroz y bebiendo des­pués un trago de leche-. ¿Era eso lo que ibas a contar­me? ¿Que Michael es un Mayfair?
-Hay una mención en esos papeles -respondió Ryan- que al parecer hace referencia explícita a Mi­chael.
-¡Es increíble! -exclamó Mona.
-Esto es como la realeza-soltó Mary Jane-. To­dos los primos se casan entre sí. ¡Y he aquí a la zarina en persona!
-Me temo que tienes razón -dijo Ryan-. ¿Has tomado algún medicamento, Mona?
-Por supuesto que no. ¿Me crees capaz de hacerle eso a mi hija?
-Bien, tengo que irme -dijo Ryan-. Portaos bien. Recordad que la casa está rodeada de guardias. No os mováis de aquí, y no incordiéis a Eugenia.
-No te vayas, Ryan -le rogó Mona-. Nos diver­timos mucho contigo. ¿Qué quieres decir con eso de que no incordiemos a Eugenia?
-Cuando hayas recobrado el juicio -dijo Ryan-, te agradecería que me llamaras. ¿Y si el niño es un varón? Supongo que no irás a arriesgar tu vida haciéndote una de esas pruebas para determinar el sexo de la criatura...
-No es un varón, estoy segura -contestó Mona-. Es una niña, y le he impuesto el nombre de Morrigan. Ya te llamaré, ¿de acuerdo?
Después de esto, Ryan salió de la forma en que sólo él sabía hacerlo, es decir, con pasos rápidos pero sin de­notar urgencia en su marcha, como suelen hacer las monjas o los médicos, sin apenas ruido ni aspavientos.
-No toquéis esos papeles -dijo desde el office.
Mona se reclinó en la silla y respiró hondo. Dedujo que Ryan sería la última persona adulta que aparecería por allí para controlar lo que hacían.
¿Sería cierto lo que había dicho sobre Michael?
-¿Tú crees que es verdad? -pregunto a Mary Ja­ne-. Subamos a echar un vistazo a esos papeles.
-Pero Ryan dijo que esos papeles pertenecen a Rowan -protestó Mary Jane-. Nos dijo que no de­bíamos tocarlos. Anda, sírvete un poco de pollo con bechamel. ¿No te apetece? Me ha salido buenísimo.
 -¡Bechamel! No dijiste nada de la bechamel. Mo­rrigan no quiere comer carne. No le gusta. Mira, tengo derecho a ver esos papeles. Si él escribió unas notas...
-¿Quién es él?
-Lasher. Lo sabes perfectamente. No me digas que tu abuela no te dijo nada.
-Claro que me lo dijo. ¿Crees en él?
-¿Que si creo en él? Casi me mata. Por poco paso a formar parte de una estadística, como mi madre, tía Gifford y las demás mujeres de la familia a las que asesinó. Cómo no voy a creer en él, si está... -Mona se detuvo y señaló el jardín, concretamente la encina. No, era preferible no contárselo a Mary Jane, había jurado a Michael que jamás le diría a nadie que estaba enterrado allí, junto con la otra víctima inocente, Emaleth, que tuvo que morir aun sin haber hecho daño a nadie.
«No te preocupes, Morrigan, cariño mío, no dejaré que te ocurra nada malo.»
-En fin, es una historia muy larga que ahora no tengo tiempo de contarte -dijo Mona.
-Sé quién es Lasher -respondió Mary Jane-. Sé lo que pasó. Me lo contó la abuela. Los otros no dije­ron claramente que había asesinado a unas mujeres. Só­lo dijeron que la abuela y yo teníamos que venir a Nue­va Orleans y alojarnos en casa de alguno de vosotros. Pero no lo hicimos y no nos ha pasado nada malo.
Mary Jane se encogió de hombros e inclinó la cabe­za hacia un lado.
-Os podía haber costado muy caro -respondió Mona. La bechamel estaba riquísima con el arroz. ¿A qué viene esta comida blanca, Morrigan?
«Los árboles estaban repletos de manzanas, y su carne era blanca, y los tubérculos y las raíces que arran­camos de la tierra eran blancos, y estábamos en el paraí­so.» ¡Cómo brillan las estrellas! ¿Era el mundo en aquellos días realmente tan puro y maravilloso? ¿O existían como hoy unas amenazas tan graves que todo estaba corrompido? Si vives atemorizado, ¿qué importa...?
-¿Qué pasa, Mona? -preguntó Mary Jane-. ¿Te dormido?
-No pasa nada -contestó Mona-. He recor­dado un fragmento del sueño que tuve cuando estaba tumbada en el jardín. Estaba conversando con alguien. Sabes, Mary Jane, es preciso que la gente aprenda a comprender a los demás. Ahora mismo, tú y yo está­bamos aprendiendo a entendernos. ¿Sabes lo que quie­ro decir?
-Claro. Así no tendrás más que llamar a Fonte­vrault y decirme: «Mary Jane, te necesito», y yo cogeré la furgoneta y acudiré corriendo.
-Sí, eso es exactamente a lo que me refiero. De es­te modo tú lo sabrás todo sobre mí y yo sobre ti. Ha sido el sueño más feliz que he tenido en la vida. Era tan... alegre. Todos bailábamos alrededor de una ho­guera. Normalmente el fuego me da miedo, pero en el sueño me sentía libre, totalmente libre. Nada me preo­cupaba. Necesitamos otra manzana. No fueron los in­vasores quienes inventaron la muerte. Ésa es una idea absurda, aunque comprendo que todos pensaran que ellos... Todo depende de cómo lo mires, y si no tienes un concepto claro del tiempo, si no comprendes la im­portancia del tiempo... Es evidente que los pueblos primitivos que se alimentaban de lo que cazaban sí lo tenían, igual que los pueblos agricultores, pero quienes habitan en paraísos tropicales quizá no desarrollen es­te tipo de relaciones porque para ellos los ciclos no existen. La aguja está fija en el cielo. ¿Comprendes lo que quiero decir?
-No.
-Pues presta atención y lo comprenderás. En el sueño que tuve, era como si los invasores hubieran in­ventado la muerte. Pero ahora comprendo que lo que en realidad habían inventado era matar, no la muerte. Es muy distinto.
-Allí hay un frutero lleno de manzanas. ¿Te traigo una?
-Más tarde. Quiero subir a la habitación de Ro­wan -contestó Mona.­
-Deja que termine de comer -le rogó Mary Ja­ne-. No subas sin mí. Aunque no sé si tenemos dere­cho a entrar en su habitación.
-A Rowan no le importaría. Puede que a Michael sí. Pero, sabes -dijo Mona, imitando la forma de ha­blar de Mary Jane-, me importa un pito.
A Mary Jane le dio tal ataque de risa que casi se cae de la silla.
-¡Qué mala eres! -dijo-. Vamos. De todos mo­dos, el pollo es más bueno cuando está frío.
«Y la carne del mar era blanca, la carne de los lan­gostinos y los peces, de las ostras y las almejas. Blanca y pura. Los huevos de las gaviotas eran preciosos, con una cáscara completamente blanca, y cuando los rom­pías aparecía un enorme ojo dorado, flotando en un lí­quido transparente, que parecía observarte fijamente.» -¿Mona?
Mona se detuvo en la puerta que comunicaba con el office y cerró los ojos. Sintió que Mary Jane le cogía la mano.
-No -dijo, suspirando-. Ha vuelto a desaparecer. Mona se llevó la mano al vientre, separando los de­dos para palparlo y notar los pequeños movimientos del bebé. Qué bonita es Morrigan. Es pelirroja como yo. ¿De veras tienes el cabello rojo, mamá?
-¿Acaso no puedes verme?
«Te veo en los ojos de Mary Jane.»
-¿Quieres que te traiga una silla para que te sien­tes, Mona? -preguntó Mary Jane.
-No, estoy perfectamente -contestó Mona, abriendo los ojos. De pronto sintió una maravillosa in­yección de energía. Extendió los brazos y echó a correr a través del office, el comedor y el pasillo y subió apre­suradamente la escalera.
-¡Vamos, sígueme! -le gritó a Mary Jane.
Era fantástico correr de aquel modo. Era una de las cosas que añoraba de su infancia, el no haber corrido nunca por la avenida de St. Charles con los brazos ex­tendidos. Subir los escalones de dos en dos. Dar la vuelta a la manzana corriendo para ver si era capaz de hacerlo sin detenerse, sin desmayarse, sin ponerse a vo­mitar.
Mary Jane subió corriendo la escalera tras ella.
La puerta del dormitorio estaba cerrada. Probable­mente la hubiera cerrado el bueno de Ryan.
Pero no. Al abrirla, Mona comprobó que la habita­ción estaba en penumbra. Pulsó el interruptor y la ara­ña de cristal que colgaba del techo se encendió, ilumi­nándose así el amplio lecho, el tocador, las cajas.
-¿Qué es ese olor? -preguntó Mary Jane. -Lo has notado, ¿verdad?
-Claro.
-Es el olor de Lasher -murmuró Mona.
-¿Lo dices en serio?
-Sí -contestó Mona, mirando el montón de cajas de cartón-. ¿Qué te parece ese olor?
-Hummm, es agradable. Me recuerda al olor del caramelo, el chocolate o la canela, o algo parecido. ¡Uf! ¿De dónde sale? ¿Sabes una cosa?
-¿Qué? -preguntó Mona, acercándose a las cajas.
 -Unas personas han muerto en esta habitación.
-¡No me digas! Eso lo sabe todo el mundo, Mary Jane.
-¿Te refieres a Mary Beth Mayfair, a Deirdre y a ese asunto? Ya lo sé. Me enteré cuando Rowan perma­necía enferma en esta habitación, y Beatrice nos llamó a la abuela y a mí para que viniéramos a Nueva Orleans. Me lo dijo la abuela. Pero en esta habitación ha muerto otra persona, alguien que olía como él. ¿No notas tres olores distintos? Uno es el olor de él, el otro es el de la otra persona y el tercero es el olor de la muerte.
Mona permaneció inmóvil, tratando de percibir esos tres olores, pero no lo consiguió. De pronto sintió una aguda punzada de dolor al recordar lo que Michael le había descrito, la joven delgada que en realidad no era humana Emaleth. Oyó el estallido de la bala. Mona se tapó las orejas.
-¿Qué diantres te pasa, Mona Mayfair?
-¿Dónde sucedió? -preguntó Mona, cubriéndose las orejas con las manos y cerrando los ojos con fuerza. Al cabo de unos segundos los abrió y miró a Mary Ja­ne, que se hallaba de pie frente a la lámpara, medio en sombras, observando a Mona con sus enormes y relu­cientes ojos azules.
Mary Jane echó un vistazo a su alrededor sin apenas mover el cuerpo, tan sólo girando un poco la cabeza. Luego dio un rodeo a la cama. Su cabeza parecía más redonda y pequeña de lo habitual debajo de su suave cabello liso. Se detuvo al otro lado de la cama y dijo con voz profunda y solemne­
-Aquí. Alguien murió aquí mismo. Alguien que olía como él, pero que no era él.
Mona oyó un grito, tan potente y violento que re­sultaba diez veces más espantoso que la detonación de la bala. Aterrada, se tocó el vientre. «Basta, Morrigan, basta. Te prometo...»
-Tienes mal aspecto, Mona. ¿Vas a vomitar?
 -¡Claro que no! -replicó Mona, estremeciéndose. Luego empezó a tararear una canción, sin preguntarse siquiera dónde la había oído, una canción muy bonita que probablemente acababa de inventarse.
Se volvió y contempló el atrayente montón de cajas.
-Las cajas también huelen a él -dijo Mona-. Es un olor muy fuerte. Sabes, jamás he conseguido que otro miembro de la familia reconociera haber percibido ese olor.
-Se encuentra en todas partes -respondió Mary Jane, situándose junto a Mona. Esta se sintió algo acom­plejada ante la elevada estatura de su prima y sus pro­minentes pechos-. Tienes razón, las cajas también es­tán impregnadas de su olor. Fíjate, están selladas con cinta adhesiva.
-Sí, y marcadas por Ryan con un rotulador negro. En ésta dice: NOTAS, ANÓNIMOS. -Mona se sonrió-. Pobre Ryan. NOTAS, ANÓNIMOS. Suena a un grupo de asistencia psicológica para libros en busca de su autor. Mary Jane soltó una carcajada.
Mona también rompió a reír. Se acercó a las cajas y se arrodilló junto a ellas, procurando no sobresaltar al bebé. Éste seguía llorando y no cesaba de moverse. «Debe de impresionarle el olor -pensó Mona-, apar­te de las tonterías que digo e imagino.» Empezó a tara­rear una melodía y luego cantó suavemente:
-«Traed las flores más hermosas, traed las flores más raras del jardín, del bosque, de los prados y el va­lle.» -Era la canción más alegre y dulce que conocía. Se la había enseñado Gifford, un canto a la primavera-. «Nuestros corazones rebosan alegría, nuestras voces narran la historia de la rosa más bella del valle.»
-¡Caramba, Mona Mayfair! No sabía que tuvieras una voz tan bonita.
-Todos los Mayfair poseemos una bonita voz, Mary Jane. Pero yo no tengo una voz como la que tenía mi madre, o Gifford. ¡Si las hubieras oído cantar! Te­nían voz de soprano. Mi tono es más profundo.
Mona siguió tarareando la música sin la letra, ima­ginando bosques, verdes prados y flores.
-«Oh, María, te coronamos con una diadema de flores, Reina de los ángeles, Reina de mayo. Oh, María, te coronamos con una diadema de flores...»
Permanecía de rodillas, balanceándose de un lado a otro, con su mano apoyada sobre el vientre, mientras el bebé se movía al ritmo de la música, su espléndido cabello rojo flotando en el líquido amniótico, cual tinta anaranjada, desparramado a su alrededor, ingrávido, translúcido, hermosísimo...
No veo mis ojos, mamá, sólo veo lo que tú ves.
 -Eh, despiértate, que te vas a caer.
-Tienes razón. Me alegro de que me hayas arran­cado de mis ensoñaciones, Mary Jane, pero pido a la Santísima Virgen María que mi bebé tenga los ojos ver­des como yo. ¿Tú qué crees?
-¡No podrían ser de un color más hermoso! Mona colocó las manos sobre la caja de cartón que tenía delante. Sí, era ésa. Olía a él. ¿Había escrito Lasher las notas con su propia sangre? Y pensar que su cadáver estaba enterrado en el jardín... Debería desenterrarlo. Al fin y al cabo, las circunstancias habían cambiado. Ro­wan y Michael no tendrían más remedio que aceptarlo, o bien no se lo diría; pero aquello era un asunto que le concernía.
-¿Qué cadáveres vamos a desenterrar? -inquirió Mary Jane, frunciendo el ceño.
-¡Deja de adivinar mi pensamiento! No te com­portes como una arpía Mayfair, sino como una bruja Mayfair. Ayúdame a abrir esta caja.
Mona arrancó la cinta adhesiva con las uñas y retiró la tapa de cartón.
-No sé si debemos hacerlo, Mona, esto pertenece a otra persona.
-Ya lo sé -respondió Mona-. Pero esa otra perso­na forma parte de mi patrimonio, tiene su propia rama en este árbol, y por el árbol, desde sus mismas raíces, fluye un potente fluido, nuestra sangre, y él también for­maba parte de él, vivió en él, por decirlo así, desde el principio, eternamente, como los árboles. ¿Sabías que los árboles son lo más antiguo que existe sobre la Tierra?
-Sí, ya lo sé -contestó Mary Jane-. Cerca de Fon­tevrault hay unos gigantescos. Hay unos cipreses cu­yas raíces se asoman a través del agua.
-¡Chitón! -exclamó Mona, acabando de retirar el papel marrón que envolvía la caja. Estaba embalada co­mo si contuviera la vajilla de María Antonieta y debiera ser transportada a Islandia. Al fin, Mona vio la primera hoja de un montón de folios cubiertos con un plástico y sujetos con una goma gruesa. La letra era muy pun­tiaguda, con unas l, t e y muy alargadas y unas vocales diminutas que a veces quedaban reducidas a tan sólo unos puntitos; pero resultaba legible.
Mona arrancó apresuradamente el plástico que cu­bría las hojas.
-¡Mona Mayfair!
-¡Hay que echarle valor, chica! -replicó Mona- no lo hago por capricho, sino porque me interesa. ¿Quieres ayudarme y ser mi confidente, o vas a aban­donarme? En esta casa tenemos una televisión por ca­ble que capta todos los canales. Si lo prefieres, puedes irte a tu cuarto a ver la televisión, suponiendo que no quieras hacer esto, ni bañarte en la piscina ni coger flo­res, ni desenterrar unos cadáveres que hay debajo del árbol...
-Prometo ser tu aliada y confidente.
 -Entonces pon la mano aquí. ¿Notas algo?
 -¡Oooooh!
-Lo escribió él. Tienes ante ti la caligrafía de un ser no humano. ¡Mira!
Mary Jane se arrodilló junto a Mona, y recorrió el papel con las yemas de sus dedos. Tenía la espalda en­corvada, el cabello le caía a ambos lados de la cara, abundante y vistoso como el de una peluca. Sus blancas cejas contrastaban con la bronceada frente, destacán­dose cada uno de los pelos. ¿Qué era lo que pensaba, sentía, veía? ¿Qué significaba la expresión de sus ojos? Esa chica no tenía nada de tonta. Lo malo era que...
-Qué sueño tengo -dijo Mona de pronto, com­prendiendo en cuanto lo dijo que era cierto. Se pasó la­ mano por la frente y añadió-: Me pregunto si Ofelia se quedó dormida antes de ahogarse.
-¿Ofelia? ¿Te refieres a la Ofelia de Hamlet?
-Ya sabes a quién me refiero -respondió Mona-. Es genial. Sabes, Mary Jane, te quiero.
Mona miró a Mary Jane. Sí, era la prima más fantás­tica con que uno podía contar, una prima que podía convertirse en su mejor amiga, una prima que sabría to­do cuanto sabía Mona. Y nadie, absolutamente nadie, sabía todo lo que sabía Mona.
-Tengo mucho sueño -dijo, estirándose con deli­cadeza en el suelo cuan larga era, boca arriba, y con­templando la bonita araña de cristal que pendía del techo-. ¿Te importa examinar los papeles que hay en esa caja, Mary Jane? Conociendo como conozco al primo Ryan, imagino que habrá hecho unas marcas en la ge­nealogía.
-Sí -contestó Mary Jane.
Menos mal que había dejado de discutir.
-No pienso discutir contigo. Puesto que hemos llegado hasta aquí, y ya que se trata de las notas de un ser no humano... No, descuida, cuando termine reco­geré los papeles y lo dejaré todo en orden.
-Perfecto -respondió Mona, apoyando la mejilla sobre el frío suelo. Hasta las baldosas olían a él-. Y puesto que -dijo imitando a Mary Jane, pero sin la menor malicia- la información que contienen esos pa­peles es muy valiosa, tenemos que conseguirla a toda costa.
Entonces ocurrió algo increíble. Mona cerró los ojos y oyó la canción, el canto a la primavera. No tenía más que escuchar. No tenía que pronunciar las palabras ni tararear la melodía. La canción se iba desarrollando como si Mona estuviera sometida a uno de esos experi­mentos cerebrales en los que te aplican unos electrodos en el cerebro, y entonces ves visiones y percibes el aro­ma del arroyo que había junto a la colina detrás de la casa de cuando eras niña.
-Eso es lo que ambas debemos tener presente, que la brujería es una ciencia con un alcance inmenso -mur­muró Mona medio dormida, mientras escuchaba la bo­nita canción que sonaba en su mente-. Es una combi­nación de alquimia, química y ciencia del cerebro, y que ello constituye magia pura. No hemos perdido nuestra magia en la era de la ciencia, sino que hemos descubierto unos secretos totalmente nuevos. Estoy convencida de que venceremos.
-¿Vencer?
«Oh, María, te coronamos con una diadema de flo­res, Reina de los ángeles, Reina de mayo. Oh, María, te coronamos con una diadema de flores...»
-¿Estás leyendo los papeles, Mary Jane?
-Mira, aquí hay una carpeta que contiene unas fo­tocopias: «Inventario: Páginas Relevantes, genealogía incompleta.»
Mona se dio la vuelta. Durante unos instantes no supo dónde se hallaba. La habitación de Rowan. En las lágrimas que pendían de la araña de cristal advirtió unos pequeños prismas. Era la lámpara que había insta­lado Mary Beth, la que habían comprado en Francia, ¿o acaso había sido Julien? ¿Dónde estás, Julien? ¿Por qué has permitido que me sucediera esto?
Pero los fantasmas no responden, a menos que de­seen hacerlo, a menos que tengan algún motivo para hacerlo.
-Estoy revisando la genealogía incompleta.
 -¿La has encontrado?
-Sí, el original y una copia. Todo está por duplica­do. Originales y copias están agrupados en unos paquetitos. Ryan ha trazado un círculo alrededor del nombre de Michael Curry; también ha marcado el asunto de Julien con una joven irlandesa, así como que la chica entregó el bebé al orfanato de Margaret y se convirtió en una hermana de la caridad, la hermana Bridget Marie, y que la niña, la del orfanato, se casó con un bombero llamado Curry, con el que tuvo un hi­jo, y luego a él, no sé qué, Michael. Lo pone aquí.
Mona se echó a reír y contestó:
-El tío Julien era un león. ¿Sabes lo que hacen los leones cuando llegan a un territorio nuevo? Matan a to­das las crías para que las hembras se pongan nuevamente en celo, y luego copulan con ellas para que les den tantos hijos como puedan. Es la supervivencia de los genes. El tío Julien lo sabía muy bien. Quería mejorar la especie.
»Por lo que he oído decir, tenía unas ideas muy cu­riosas sobre quién debía sobrevivir. Mi abuela me con­tó que mató de un tiro al padre de nuestro tatarabuelo.
»Aunque no estoy segura de que fuera el padre de nuestro tatarabuelo. ¿Qué más dicen esos papeles? -A decir verdad, si el tío Ryan no lo hubiera marca­do no se entendería ni jota. Hay tantos datos que resulta mareante. ¿Sabes a lo que se parece? A lo que escriben las personas cuando están drogadas, y creyéndose muy brillantes, y al día siguiente lo miran y ven unas líneas que semejan un electrocardiograma.
-No me digas que has trabajado de enfermera.
-Sí, durante un tiempo, en una estrambótica co­muna donde teníamos que aplicarnos un enema todos los días para liberarnos de las impurezas de nuestro or­ganismo.
Mona estalló en una risueña carcajada.
-No creo que ni la comunidad de los doce Após­toles hubiera conseguido obligarme a hacer eso.
Aquella araña de cristal era en verdad espectacular, pensó Mona. Resultaba imperdonable que no la hubie­ran bajado nunca al suelo para poder contemplarla con mayor detalle. La canción seguía sonando en su mente, sólo que ahora era interpretada por un instrumento parecido a un arpa, y cada nota se fundía con la siguiente. Mona sintió que casi flotaba sobre el suelo al concen­trarse en la música y en las luces de la lámpara.
-¿Estuviste mucho tiempo en esa comuna? -pre­guntó, sintiéndose casi vencida por el sopor-. Debía de ser un sitio horrible.
-No. Obligué a mi madre a sacarme de allí. Le di­je: «Mira, o nos marchamos de aquí las dos o me largo sola.» Y como en aquel entonces yo tenía doce años, mi madre se asustó. Aquí aparece otra vez el nombre de Michael Curry. Hay otro círculo alrededor de su nombre.
-¿Quién? ¿Lasher o Ryan?
-No sé, es una fotocopia. No, espera, han dibuja­do el círculo sobre la fotocopia. Debe de haber sido Ryan. Dice algo de «waerloga». Supongo que significa warlock, brujo.
-Exacto -respondió Mona-. Es inglés antiguo. He consultado la etimología de todas las palabras que se refieren al mundo de los brujos y la brujería.
-Yo también. Sí, es warlock. También significa al­guien que conoce siempre la verdad, ¿no?
-Y pensar que fue el tío Julien quien me pidió que hiciera esto... No lo entiendo, aunque supongo que los fantasmas saben lo que se hacen y el tío Julien no lo sa­bía. Los muertos lo saben todo. Las personas malas también, tanto si están vivas como muertas, o al menos saben lo suficiente para atraparnos en una tela de araña de la que no podemos escapar. Pero Julien no sabía que Michael era descendiente suyo. Estoy segura. De lo contrario, no me habría pedido que viniera.
-¿A dónde, Mona?
-A esta casa, la noche del Carnaval, para que me acostara con Michael y concibiera ese bebé que sólo Michael y yo podíamos crear; quizá tú también habrías podido engendrarlo con Michael, porque eres capaz de percibir el olor que despiden esas cajas, el olor de él.
 -Sí, quizá sí. Nunca se sabe.
-Es verdad, nunca se sabe. Pero yo lo atrapé pri­mero. Conquisté a Michael una noche en que la puerta estaba abierta, antes de que Rowan regresara a casa. Me colé por las rendijas y ¡zas! Me quedé embarazada y ahora voy a tener un maravilloso bebé.
Mona se colocó boca abajo, se incorporó sobre los codos y apoyó su barbilla entre las manos.
-Debes saberlo todo, Mary Jane.
-Sí -respondió Mary Jane-. Quiero saberlo to­do. Estoy un poco preocupada por ti.
-¿Por mí? No hay motivo. Me encuentro muy bien. Aparte de tener ganas de beberme otro vaso de leche, estoy perfectamente. -Mona se sentó-. Esta postura resulta bastante incómoda, supongo que no podré dor­mir boca abajo durante algunos meses.
Mary Jane frunció levemente el ceño y miró a su prima con expresión seria. Estaba muy graciosa. No era extraño que los hombres adoptaran en ocasiones una actitud paternalista hacia las mujeres. Mona se pre­guntó si ella también resultaría tan graciosa con esa ex­presión de preocupación.
-¡Unas brujitas! -murmuró Mona, alzando las manos a la altura de las orejas y agitando los dedos. Mary Jane se echó a reír.
,-Sí, unas brujitas -dijo-. Así que fue el fantasma del tío Julien quien te dijo que vinieras aquí y te acosta­ras con Michael mientras Rowan estaba ausente.
-Así es. El tío Julien fue el instigador de todo el asunto. Me temo que se ha ido al cielo y ha dejado que nos las arreglemos como podamos, pero no me impor­ta. No querría tener que explicarle esto.
-¿Por qué?
-Porque es una nueva fase, Mary Jane. Podríamos decir que se trata de un asunto de brujería que corresponde a  nuestra generación. No tiene nada que ver con ni con Michael ni con Rowan, ni tampoco con la forma en que ellos lo habrían resuelto. Es algo totalmente distinto.
-Ya comprendo.
-¿De veras?
-Sí. Estás muerta de sueño. Te traeré un vaso de leche
-Te lo agradezco.
 -Acuéstate y duerme, cariño. Se te están cerrando los ojos. ¿Puedes verme?
-Claro, pero tienes razón. Me acostaré aquí mis­mo. Aprovecha la ocasión, Mary Jane.
-Eres demasiado joven, Mona.
-No me refiero a eso -contestó Mona, soltando una carcajada-. Además, si no soy demasiado joven para los hombres, tampoco lo soy para las mujeres. En el fondo siento curiosidad por saber qué se siente al hacerlo con una chica, o una mujer, una mujer guapa como Rowan. Pero no me refería a eso, sino a las cajas. Están abiertas. Aprovecha y lee todos los papeles que puedas.
-Sí, quizá lo haga. No entiendo la letra de él, pero sí la, de ella. Aquí hay varias notas de Rowan.
-Pues léelas. Si quieres ayudarme, tienes que ha­cerlo. En la biblioteca encontrarás el documento sobre las brujas Mayfair. Dijiste que lo habías leído, pero ¿es verdad?
-¿Sabes, Mona? No estoy segura.
Mona se colocó de costado y cerró los ojos.
«En cuanto a ti, Morrigan, retrocedamos a épocas lejanas, olvidémonos de esas tonterías sobre invasores y soldados romanos, retrocedamos a la época de la pla­nicie, cuéntame cómo comenzó todo. ¿Quién es el hombre moreno al que todos quieren?»
-Buenas noches, Mary Jane.
-Oye, antes de que te duermas, puedes decirme quién es la persona o las personas de la familia en quie­nes más confías.
-Tú, Mary Jane.
-¿No son Rowan y Michael?
-No. De ahora en adelante los considero el enemi­go. Hay varias cosas que quiero preguntarle a Rowan, que debo saber de sus labios, pero no tiene por qué estar al corriente de lo que pasa. Tengo que inventarme un motivo para mis preguntas. En cuanto a Gifford y Alicia, están muertas, la anciana Evelyn se encuentra demasiado enferma y Ryan es demasiado estúpido; por otra parte, Jenn y Shelby son demasiado inocentes y Pierce y Clancy son un cero a la izquierda, y no quiero complicarles la vida. ¿Has deseado alguna vez llevar una vida normal?
-Jamás.
-En tal caso tendré que depender de ti, Mary Jane. Adiós.
-Entonces ¿no quieres que llame a Rowan ni a Mi­chael a Londres para pedirles consejo?
-Ni mucho menos. -Se habían formado seis círcu­los, y el baile estaba a punto de comenzar. Mona no que­ría perdérselo-. No se te ocurra hacerlo, Mary Jane. Ni en broma. Prométemelo. Además, en Londres es de no­che y no sabemos lo que estarán haciendo. Que Dios los bendiga. Que Dios bendiga a Yuri.
Mona empezó a sumirse en un sueño profundo. Vio a Ofelia, con unas flores en el pelo, deslizarse por el río. Las ramas de los árboles rozaban su rostro y la superficie del agua. No, estaba bailando dentro del círculo, y el hombre moreno se encontraba en el centro del mis­mo, tratando de prevenirles, pero todos se reían de él. Todos lo querían mucho, pero sabían que solía preocu­parse por nimiedades.
-Estoy preocupada por ti, Mona, debo decirte que...
La voz de Mary Jane sonaba muy lejana. «Flores, unos ramos de flores. Eso lo explica todo, el motivo de que me haya pasado la vida soñando con jardines, y dibujándolos con lápices de colores. "¿Por qué dibu­jas siempre jardines Mona?", me preguntó la hermana Louise. Los jardines me encantan. El jardín de la calle Primera presentaba un aspecto lamentable hasta que lo arreglaron, y ahora, tan cuidado y hermoso, oculta el secreto más siniestro.»
No, madre, no...
«No, las flores, los círculos, ¡me estás hablando! Creí que este sueño sería tan agradable como el ante­rior.»
-¿Mona?
-Suéltame, Mary Jane.
Mona apenas la oía; por otra parte, no le importaba en absoluto lo que dijera.
Esa actitud era una ventaja, porque esto fue lo que salió de labios de Mary Jane, tan lejana... antes de que Mona y Morrigan empezaran a cantar:
-... sabes, lamento decírtelo, Mona Mayfair, pero el bebé ha crecido desde que te quedaste dormida deba­jo del árbol.











18

-Creo que deberíamos marcharnos -dijo Mark­ Estaba tumbado sobre la cama de Tommy, con la cabeza apoyada entre las manos, examinando una y otra vez los nudos que presentaba la madera en el dosel artesonado del lecho.
Tommy se hallaba sentado ante el escritorio, con los pies cruzados sobre un sofá de cuero negro. La ha­bitación era más grande que la de Marklin y estaba orientada al sur, pero a Marklin eso nunca le había im­portado. Se sentía satisfecho con su habitación, que ahora se disponía a abandonar. Había metido todas las cosas importantes en una maleta y la había ocultado debajo de la cama.
-Llámalo una premonición, pero no deseo que­darme aquí -dijo Marklin-. No hay ningún motivo para demorar la partida.
-Es una actitud un tanto fatalista y absurda-res­pondió Tommy.
-Ya has limpiado los ordenadores. La habitación de Stuart es infranqueable, a menos que queramos arries­garnos a derribar la puerta, y no me gusta vivir bajo el toque de queda.
-Te recuerdo que el toque de queda es para todos y, si nos marchamos ahora, no creas que nos dejarán al­canzar la puerta sin hacernos una buena serie de pre­guntas. Además, me parece una falta de respeto largar­nos antes del funeral por Antón
-No soporto la idea de asistir al amanecer a una ceremonia fúnebre salpicada de ridículos discursos so­bre Anton y Aaron. Quiero irme ahora mismo. Cos­tumbres, ritos... Esta gente está loca, Tommy. A estas alturas se impone la sinceridad. Podemos colarnos por la escalera trasera o por la puerta lateral. Yo me largo inmediatamente. Tengo muchas cosas en que pensar. Tengo trabajo.
-Yo prefiero hacer lo que nos ordenaron -res­pondió Tommy-, y eso es lo que voy a hacer: observar el toque de queda, bajar cuando suene la campana. Así que, si no tienes nada más inteligente o positivo que de­cir, más vale que te calles.
-¿Por qué tengo que callarme? ¿A qué viene este empeño en quedarte aquí?
-Ya que insistes, te diré que es posible que durante el funeral logremos averiguar dónde oculta Stuart a Tessa.
-¿Cómo vamos a averiguarlo?
-Stuart no es un hombre rico. Debe de tener un hogar en alguna parte, un lugar que no conocemos, una casa heredada de su familia o algo así. Si jugamos bien nuestras cartas, podemos hacerle algunas preguntas al respecto, fingiendo preocupación por él. ¿Acaso se te ocurre una idea mejor?
-No creo que Stuart oculte a Tessa en su propia ca­sa. Puede que sea un cobarde, un lunático, pero no un estúpido. No vamos a poder dar con él. Ni con Tessa.
-Entonces ¿qué sugieres que hagamos? -pre­guntó Tommy-. ¿Abandonarlo todo, con lo que sa­bemos?
-No. Marcharnos de aquí. Regresar a Regent's Park, y reflexionar sobre algo mucho más importante para nosotros que todo lo que pueda ofrecernos Tala­masca.
-¿A qué te refieres?
-A las brujas Mayfair, Tommy. Revisaremos el úl­timo fax que Aaron envió a los Mayores, y estudiare­mos el documento Mayfair detenidamente en busca de alguna pista que nos indique qué miembro del clan re­sulta más útil para nuestros propósitos.
-No te precipites -replicó Tommy-. ¿Qué te propones? ¿Secuestrar a un par de ciudadanos ameri­canos?
-No podemos discutirlo aquí. No podemos pla­near nada en este lugar. De acuerdo, esperaré hasta que comience la dichosa ceremonia, pero luego me largaré a la primera oportunidad que se me presente. Tú puedes seguirme más tarde.
-No seas idiota -respondió Tommy-. No tengo coche. No tengo más remedio que ir contigo. ¿Y si asiste Stuart a la ceremonia? ¿Has pensado en esa posi­bilidad?
-Stuart no regresará aquí. Sabe que se juega el pe­llejo. Escucha, Tommy, lo tengo decidido. Esperaré hasta que empiece la ceremonia, presentaré mis respe­tos, charlaré con algunos miembros y luego me largaré. Tengo una cita con las brujas Mayfair. ¡Al diablo con Stuart y Tessa!
-De acuerdo, iré contigo.
-Eso está mejor. Es lo más inteligente y lo más práctico.
-Trata de dormir un rato. No sabemos cuándo nos llamarán, y no quiero que te quedes dormido al volante.










19

 Se hallaban en la habitación más alta de la torre. Yuri estaba sentado ante una mesa redonda, con los ojos fijos en una humeante taza de té chino.
El té lo había preparado el condenado a muerte. Yuri ni siquiera lo había probado.
Durante los años que había vivido en la orden de Talamasca, Yuri mantuvo siempre un estrecho contacto con Stuart Gordon. Había comido en numerosas oca­siones con Gordon y Aaron. Habían paseado juntos por el jardín y juntos habían acudido a los retiros espi­rituales en Roma. Aaron se había sincerado con Gor­don. Las brujas Mayfair, las brujas Mayfair y las brujas Mayfair. Y ahora le tocaba el turno a Gordon.
Había traicionado a su amigo.
¿Por qué no acababa Ash con Gordon de una vez? ¿Qué podía ofrecer ese hombre que no estuviera conta­minado, pervertido por su locura? Era casi seguro que sus ayudantes eran Marklin George y Tommy Mono­han. Sin duda, la Orden acabaría descubriendo la ver­dad. Yuri se había puesto en contacto con la casa matriz desde la cabina telefónica del pueblo, y al oír la voz de Elvera se le habían empañado los ojos. Elvera era leal. Elvera era buena. Yuri sabía que la sima que se había  abierto entre la Orden y él había empezado a cerrarse. Si Ash estaba en lo cierto, si se trataba de una conspira­ción de pequeña envergadura y en la que no estaban implicados los Mayores tal como parecía, lo único que podía hacer Yuri era mantener la paciencia. Debía pres­tar atención a lo que dijera Stuart Gordon, pues tenía que regresar a Talamasca con toda la información que pudiera recabar esa noche.
Paciencia. Eso es lo que le habría pedido Aaron. Aaron habría querido que el asunto saliera a la luz, que todos lo supieran. En cuanto a Michael y Rowan, ¿aca­so no tenían derecho a conocer los pormenores? Luego estaba Ash, el misterioso Ash. Fue él quien había des­cubierto la traición de Gordon. De no haber aparecido Ash por la calle Spelling, Yuri habría creído la fingida inocencia de Gordon, así como las absurdas mentiras que éste le había contado en el café.
¿Qué estaría pasando por la mente de Ash? Era un personaje que irradiaba una fuerza increíble, tal como había dicho Yuri. Ahora habían podido comprobarlo personalmente; habían contemplado su extraordinario rostro, su mirada serena y amable. Pero no debían olvi­dar que representaba una amenaza para Mona, para cualquier miembro de la familia Mayfair.
Yuri borró esos pensamientos de su mente. Lo cier­to es que necesitaban a Ash. Éste se había convertido en el jefe de la operación. ¿Qué ocurriría si Ash se reti­raba y los dejaba con Gordon? No podían matar a Gor­don. Ni siquiera lograrían intimidarlo, al menos eso creía Yuri. Era imposible calcular el odio que sentían Michael y Rowan hacia Gordon. Eran brujos y, por tan­to, nadie podía adivinar su pensamiento.
Ash se hallaba sentado al otro lado del círculo, sus monstruosas manos sujetas al borde de la tosca mesa de madera, observando a Gordon, que se sentaba a su de­recha. Era evidente que odiaba a Gordon. Yuri lo ad­virtió por la ausencia de compasión y misericordia en el rostro de Ash; la ausencia de ternura que manifestaba hacia todos los demás, sin excepción.
Por fortuna, Rowan Mayfair y Michael Curry flan­queaban a Yuri, pues éste no habría soportado la proxi­midad de Gordon. Michael se mostraba más enojado y receloso que Rowan. Ésta aparecía claramente subyu­gada por Ash, tal como había supuesto Yuri. Michael, sin embargo, no estaba impresionado por nadie.
Yuri era incapaz de tocar la taza de té. Le producía tanto asco como si contuviera orines.
-Apareció en las selvas de la India -dijo Stuart, bebiendo un trago de té al que había añadido unos de­dos de whisky-. No sé el lugar exacto. No conozco la India. Sólo sé que los nativos dijeron que la habían vis­to siempre por allí, vagando de una aldea a otra, que ha­bía aparecido antes de la guerra, que hablaba inglés, que nunca envejecía y que las mujeres de la aldea le te­nían miedo.
La botella de whisky se encontraba en el centro de la mesa. Era evidente que a Michael Curry le apetecía tomarse un trago, pero también se resistía a aceptar las bebidas que les había ofrecido Gordon. Rowan May­fair estaba sentada con los brazos cruzados. Michael Curry apoyaba sus codos sobre la mesa. Estaba senta­do cerca de Stuart, observándolo y tratando de desci­frar sus pensamientos.
-Según creo, lo que la perdió fue una fotografía. 4lguien había tomado una fotografía de todos los habi­tantes de la aldea; un intrépido aventurero armado con un trípode y una vieja cámara. Y ella aparecía en la foto. Un joven la descubrió entre las pertenencias de su abuela, cuando ésta falleció. Era un joven culto y edu­cado, al que yo había impartido clases en Oxford.
-Y que, sin duda, conocía la existencia de Tala­masca.
-Sí. No solía revelar a mis alumnos demasiados detalles sobre la Orden, salvo a los que...
-Como esos chicos -dijo Yuri.
Stuart se sobresaltó. Yuri observó un frío destello en sus ojos.
-Pues sí.
-¿Qué chicos? -preguntó Rowan.
-Marklin George y Tommy Monohan -respon­dió Yuri.
El rostro de Stuart estaba tenso. Levantó la taza de té con ambas manos y bebió un trago.
El whisky tenía un olor medicinal que a Yuri le pro­ducía náuseas.
-¿Fueron ellos quienes te ayudaron en este asun­to? -preguntó Yuri-. ¿El genio de los ordenadores y el experto en latín?
-Yo soy el responsable absoluto -respondió Stuart, sin mirar a Yuri ni a ninguno de los presentes-. ¿Que­réis oír la historia o no?
-Ellos te ayudaron -insistió Yuri.
-No haré ningún comentario sobre mis cómplices -replicó Gordon, mirando fríamente a Yuri. Luego fi­jó de nuevo la vista en las sombras que se proyectaban sobre los muros.
-Fueron esos dos jóvenes -dijo Yuri, pese a que Michael le indicó que guardara silencio-. ¿Y qué nos dices de Joan Cross, Elvera Fleming o Timothy Ho­llingshed?
Al oír aquellos nombres Stuart hizo un gesto de im­paciencia e irritación, sin darse cuenta de que los otros podían relacionarlo con los chicos.
-Joan Cross no posee un espíritu romántico -con­testó Stuart-, y a Timothy Hollingshed siempre se le ha sobrevalorado debido a sus aristocráticos orígenes. El­vera Fleming es una vieja estúpida. No me hagáis ese ti­po de preguntas. Me niego a hablar acerca de mis cómplices. No me obligaréis a traicionarlos. Me llevaré el se­creto a la tumba, podéis estar seguros.
-De modo que ese amigo -dijo Ash, mirando a Gordon con expresión paciente pero gélida-, ese jo­ven que estaba en la India, te escribió.
-Me llamó y me dijo que tenía un misterio para mí. Me dijo que podía trasladarla a Inglaterra, siempre y cuando aceptara hacerme cargo de ella. Dijo que ne­cesitaba ayuda, que no podía desenvolverse por sí mis­ma. A veces parecía estar loca, y otras no. Nadie era ca­paz de analizarla. Hablaba sobre épocas que nadie conocía. Cuando el joven realizó algunas indagaciones, con el fin de enviarla a su casa, comprobó que consti­tuía una leyenda en aquella región de la India. Conser­vo toda la correspondencia que mantuvimos. Todas las cartas están aquí. En la casa matriz hay unas copias, pe­ro los originales están aquí:Todo cuanto valoro está en esta torre.
-¿Intuiste lo que era cuando la viste por primera vez?
-No. Fue algo extraordinario. Quedé cautivado por ella. Un instinto egoísta presidía todos mis actos. La traje aquí. No quería llevarla a la casa matriz. Fue muy curioso. No sabía con exactitud lo que hacía ni por qué, salvo el hecho evidente de que me sentía he­chizado por ella. Hacía poco tiempo que el hermano de mi madre, un arqueólogo que había sido mi tutor, me había legado esta torre. Me pareció el lugar ideal para ella.
»Durante la primera semana apenas salí de aquí. Ja­más había gozado de la compañía de una persona como Tessa. Su carácter transmitía una alegría y sencillez que me hacía muy feliz.
-Estoy seguro de ello -respondió Ash suavemen­te, con una pequeña sonrisa-. Por favor, continúa.
-Me enamoré de ella. -Stuart se detuvo de repen­te, como asombrado ante sus propias palabras. Era co­mo si acabara de tener una revelación-. Me enamoré loca y perdidamente de ella.
-¿Y la retuviste aquí? -preguntó Yuri.
-Sí. Ha vivido siempre aquí. Jamás abandona la torre. Tiene miedo de la gente. Sólo habla cuando ya llevo un rato con ella, y entonces me relata unas histo­rias extraordinarias.
»Rara vez se expresa de forma coherente o, mejor dicho, de forma cronológica. Sus pequeñas historias siempre tienen sentido. Guardo centenares de graba­ciones de sus relatos, listas de palabras en inglés anti­guo y latín que ella suele utilizar.
»Lo que comprendí casi de inmediato era que ella se refería a dos vidas distintas: una muy larga, que esta­ba viviendo en el presente, y otra que había vivido con anterioridad.
-¿Dos vidas? ¿Te refieres a que se ha reencarnado?
-Al cabo de un tiempo me lo explicó -contestó Gordon. Se hallaba tan inmerso en su apasionante his­toria, que parecía haber olvidado el peligro que co­rría-. Me dijo que todos los de su especie tenían dos vidas, o más. Que nacían sabiendo todo cuanto necesi­taban para sobrevivir, y luego regresaba paulatinamen­te a ellos una vida anterior, junto con fragmentos de otras vidas.
-Deduzco que a esas alturas ya habías intuido que no era humana -observó Rowan-. Yo no me habría dado cuenta.
-No. Yo creía que era humana. Por supuesto, po­seía unos rasgos bastante desconcertantes, como su piel translúcida, su exagerada estatura y sus extrañas ma­nos. Pero no se me ocurrió pensar que no fuera un ser humano.
»Fue ella misma quien me reveló que no era huma­na. Me lo dijo en repetidas ocasiones. Dijo que su espe­cie había habitado la Tierra antes que la de los seres hu­manos. Vivieron pacíficamente durante miles de años en unas islas situadas en los mares septentrionales. Di­chas islas habían sido caldeadas por unos manantiales volcánicos que brotaban de las profundidades, unos géyseres de vapor y unos plácidos lagos.
»Todo eso lo sabía no porque ella hubiera vivido esa época sino porque otros seres que ella había cono­cido durante su primera existencia recordaban haber gozado ese paraíso. Así era como los de su especie lle­gaban a conocer su historia, a través del inevitable y singular recuerdo de otras vidas.
»¿No lo comprendéis? Es increíble, todos aparecían en este mundo con una memoria histórica de inmen­so valor. Ello significa que los de su raza poseían unos conocimientos sobre ellos mismos infinitamente supe­riores a los de los humanos. Conocían sus orígenes a través de una experiencia de primera mano, por así de­cirlo.
-Y si consiguieras que Tessa se uniera con alguien de su especie -dijo Rowan-, el resultado sería una criatura que recordaría una vida anterior, y quizás otra y otra más.
-¡Exactamente! Se establecería una cadena de me­moria que nadie sabe hasta dónde llegaría; cada uno de sus hijos, al recordar una existencia anterior, recordaría las historias de los seres que había conocido y amado en su época, los cuales, a su vez, tenían recuerdos de otras existencias anteriores.
Ash escuchó las palabras de Stuart sin mover un músculo ni hacer el menor comentario. Nada de lo que decía éste parecía causarle asombro o indignación. Yuri casi sonrió ante esa sencillez que ya había observado en Ash en el hotel Claridge's, cuando se conocieron.
-Puede que otro en mi lugar no hubiera creído a Tessa -dijo Gordon-, pero yo reconocí las palabras en gaélico, en inglés antiguo y en latín que solía em­plear, y cuando leí una vez unas palabras que había escrito según la grafía rúnica, comprendí que decía la verdad.
-Supongo que no se lo dirías a nadie -dijo Ro­wan con frialdad, como si quisiera sofocar la desbor­dante emoción que embargaba a Stuart y obligarlo así a centrarse en el tema que les ocupaba.
-Naturalmente. Aunque me sentí tentado de con­társelo a Aaron. A medida que Tessa iba perdiendo su timidez, me hablaba sobre las tierras altas de Escocia, los primitivos ritos y costumbres célticos, sus santos e incluso de su iglesia.
»Supongo que sabréis que en aquellos tiempos nues­tra iglesia en Inglaterra era céltica, britana o como que­ráis llamarla, y que había sido fundada por los pro­pios Apóstoles, los cuales se habían desplazado de Jerusalén a Glastonbury. No manteníamos ninguna re­lación con Roma. Fueron el papa Gregorio y su com­pinche, san Agustín, quienes implantaron la Iglesia Ro­mana en Inglaterra.
-Entonces ¿no se lo dijiste a Aaron Lightner? -pre­guntó Ash, alzando ligeramente la voz-. Estabas di­ciendo...
-Aaron había viajado a América para averiguar más datos sobre las brujas Mayfair y abrir otras vías en la investigación de los fenómenos psíquicos. No era el momento de interrogarlo acerca de sus primeras inda­gaciones. Por otra parte, yo había cometido un grave error, al acoger en mi casa, en calidad de miembro de la Orden, a una mujer que habían dejado a mi cargo y te­nerla casi prisionera. Por supuesto, jamás le impedí a Tessa que se marchara; lo único que se lo impedía era su temor a la gente. Pero eso no justifica el que yo la man­tuviera encerrada aquí, sin informar a la Orden.
-¿Cómo llegaste a relacionar a Tessa con las brujas Mayfair? -preguntó Ash.
-No fue difícil. Como he dicho, las historias de Tessa estaban repletas de referencias a arcaicas costum­bres escocesas. Me habló en repetidas ocasiones sobre los círculos de piedras que había construido su gente y que posteriormente fueron utilizados por los cristianos para sus extraños y frecuentes rituales, celebrados por sus sacerdotes.
»Imagino que conocéis nuestra mitología. Los anti­guos mitos ingleses están repletos de míticos gigantes. Nuestras leyendas afirman que fueron unos gigantes quienes construyeron esos círculos, y Tessa lo confir­mó. Nuestros gigantes pervivieron largo tiempo en te­nebrosos y remotos lugares, en unas cuevas junto al mar, en las cuevas de Escocia. Pues bien, los gigantes de Tessa, perseguidos por los humanos, prácticamente ex­tinguidos, también consiguieron subsistir en lugares ocultos. Y cuando se atrevían a hacer aparición entre los seres humanos, inspiraban a un tiempo veneración y temor. Lo mismo sucedió con los seres diminutos, se­gún dijo Tessa, cuyos orígenes nadie recordaba. Por una parte eran reverenciados y, por otra, temidos. Los pri­mitivos cristianos de Escocia solían danzar y cantar en el interior del círculo de piedras, conocedores de que los gigantes habían hecho con anterioridad lo mismo -es más, construyeron los círculos con ese próposito-, y a través de su música atraían a los gigantes, quienes abandonaban sus escondrijos para unirse a ellos para bailar y cantar. Entonces los cristianos, con objeto de complacer a sus sacerdotes, los asesinaban, no sin antes haberlos utilizado para satisfacer a sus antiguos dioses.
-¿Qué significa que los «utilizaban»? -preguntó Rowan.
Los ojos de Gordon se iluminaron levemente y su voz adoptó un tono más profundo, casi agradable, co­mo si ese tema no pudiera por menos que evocar en él un inmenso respeto y admiración.
-Estamos hablando de brujería, de las primitivas y sangrientas prácticas hechiceras en las que la supersti­ción, bajo el yugo del cristianismo, se aferraba al pasa­do pagano a fin de cumplir sus rituales mágicos, sus maleficios, para adquirir poder o, simplemente, para asistir a un siniestro rito secreto que les subyugaba en la misma medida que los actos criminales han cautiva­do siempre a la humanidad. Yo estaba impaciente por corroborar las historias de Tessa.
»Sin revelar a nadie mi secreto, bajé a los sótanos de la casa matriz, el lugar donde se conserva un material muy antiguo e inexplorado del folklore británico. Se trataba de unos manuscritos que eran calificados de "fantasiosos" e "irrelevantes" por los miembros de la Orden, como Aaron, el cual se había pasado años tra­duciendo viejos documentos. Ese material no aparecía consignado en el inventario actualizado ni tampoco en los modernos bancos de datos. Tenías que pasar las vie­jas y frágiles páginas con tu propia mano.
»Lo que hallé, resultaba increíble. Unos tomos y li­bros en cuarto de pergamino maravillosamente ilustra­dos, obra de los monjes irlandeses, benedictinos y cis­tercienses, y en los que éstos se lamentaban de la insensata superstición del populacho. Relataban histo­rias de gigantes y seres diminutos, y de cómo la plebe persistía en creer en ellos, obligándolos a abandonar sus escondrijos y utilizándolos de diversas formas.
»Y entre esos textos reprobatorios, había unas his­torias de santos gigantes. ¡Caballeros y reyes gigantes!
»Aquí, en Glastonbury, a escasa distancia de donde nos hallamos sentados, habían desenterrado antigua­mente a un gigante que medía más de dos metros y, se­gún decían, era el rey Arturo. ¿Era éste uno de los gi­gantes de Tessa? Esos seres han sido hallados en toda Inglaterra.
»Mil veces me sentí tentado de llamar a Aaron. A él le habrían entusiasmado esas historias, especialmente las que provienen directamente de Escocia y de sus misteriosos lagos y valles.
»Pero sólo existía una persona en el mundo en quien yo podía confiar: Tessa.
»Cuando le expliqué las viejas historias que había logrado desempolvar, ella reconoció al instante los ri­tos, los esquemas, los nombres de los santos y los re­yes. Como es lógico, no empleaba palabras sofistica­das, sino que se expresaba de forma más bien tosca, pero me contó que los suyos se habían convertido en codiciadas presas sagradas y que sólo podían salvarse de la tortura y la muerte adquiriendo poder y ejercien­do su influencia sobre los cristianos, o bien ocultándo­se en las impenetrables selvas que cubrían las montañas por aquella época, en cuevas o en los valles secretos a fin de vivir en paz.
-Y jamás le revelaste eso a Aaron -dijo Yuri.
Gordon no le hizo caso, y prosiguió:
-Luego, con voz apenada, Tessa me confesó que había sufrido indecibles tormentos a manos de los cam­pesinos cristianos, que la apresaron y la obligaron a co­pular con multitud de hombres de las aldeas circundan­tes. Confiaban en que daría a luz otro gigante como ella, un gigante que nacería sabiendo hablar y razonar, que alcanzaría la madurez al cabo de pocas horas, un ser que los aldeanos habrían matado ante los ojos de la propia Tessa.
»Para ellos, aquello se había convertido en una reli­gión: atrapar al Taltos, obligarlo a reproducirse, sacrifi­car al niño. Y la Navidad, la época de viejos ritos paga­nos, se había convertido en la época del año favorita para practicar su juego sagrado. Tessa logró escapar de ese cruel cautiverio, sin haber parido una criatura desti­nada al sacrificio, sufriendo sólo una hemorragia cada vez que un hombre la fecundaba.
Gordon se detuvo y frunció el ceño. Después miró con tristeza a Ash.
-¿Es eso lo que lastimó a mi Tessa? ¿Es eso lo que secó su fuente? -No era tanto una pregunta como una constatación de lo que había sido revelado con anterio­ridad. Pero Ash, quien no parecía sentir la necesidad de confirmarlo, se abstuvo de responder.
Gordon se estremeció.
-Tessa me contó cosas terribles -dijo-. Me ha­bló sobre los machos a los que atraían hacia los cír­culos, así como de las jóvenes aldeanas que les eran ofrecidas. Si esas jóvenes no parían un gigante, eran ase­sinadas. Después de que hubieran muerto un sinfín de muchachas y la gente empezara a dudar del poder del gigante macho, éste era quemado en la hoguera. Moría siempre en la hoguera, tanto si engendraba un hijo des­tinado al sacrificio como si no, pues la gente temía a los machos.
-Pero no temían a las mujeres, porque éstas no provocaban la muerte de los hombres humanos con los que yacían -añadió Rowan.
-Exactamente -respondió Gordon-. Sin embar­go -prosiguió, alzando el índice y sonriendo-, en al­gunas ocasiones el gigante o la giganta conseguían en­gendrar un hijo mágico de su misma raza, y entonces todos contemplaban con admiración al gigante recién nacido.
»La época más propicia para esa unión era la Navi­dad, el veinticinco de diciembre, la festividad del anti­guo dios solar. Cuando nacía un gigante, se decía que el cielo había copulado de nuevo con la tierra y que de esa unión había nacido algo mágico, como ocurrió en tiem­pos de la Primera Creación. Después de grandes celebra­ciones y algarabías y de cantar las canciones navideñas, se llevaba a cabo el sacrificio en nombre de Jesús. En ocasiones, un gigante o una giganta engendraba mu­chos hijos, y los Taltos contraían matrimonio entre sí, y el fuego del sacrificio invadía los valles y el humo se al­zaba hasta el cielo, propiciando la llegada de una tem­prana primavera y cálidos vientos y lluvias que beneficiaban a las cosechas.
Gordon se detuvo y se volvió emocionado hacia Ash.
-Tú debes saber todo esto. Podrías proporcionar­nos los eslabones que faltan en la cadena de la memoria. Tú también debes haber vivido una existencia anterior. Podrías revelarnos cosas que los humanos aún no he­mos logrado descubrir. Podrías explicarlas con toda claridad, pues eres fuerte y potente, y no una vieja de­crépita como mi pobre Tessa. Nos harías un inmenso favor.
Ash guardó silencio. Su rostro mostraba una expre­sión fría y cruel, aunque Gordon no pareció percatarse de ello.
«Es un necio -pensó Yuri-. Puede que los gran­des proyectos violentos requieran siempre la participa­ción de un necio.»
Gordon se volvió hacia los demás, incluyendo a Yu­ri, al cual se dirigió en tono implorante:
-¿Es que no lo comprendes? ¿No comprendes lo que esas posibilidades significan para mí?
-Lo único que sé -contestó Yuri-, es que no in­formaste a Aaron. Ni tampoco a los Mayores, ¿no es así? Los Mayores no estaban enterados de ello. Tus hermanos y hermanas no sabían nada.
-Ya os lo he dicho, no podía confiar a nadie lo que había descubierto y, con franqueza, tampoco quise ha­cerlo. Eso sólo me pertenecía a mí. Además, ¿qué hubieran dicho nuestros estimados Mayores, si es que podemos emplear el verbo «decir» para describir sus silenciosas comunicaciones? Me habrían enviado un fax, ordenándome que condujera de inmediato a Tessa a la casa matriz... No, este hallazgo me pertenece por derecho propio. Fui yo quien halló a Tessa.
-No, te mientes a ti mismo y a los demás -terció Yuri-. Todo cuanto eres se lo debes a Talamasca.
-¡Qué absurdo! ¿Acaso no he aportado yo nada a la Orden? Jamás tuve la intención de lastimar a nues­tros compañeros. Reconozco que accedí a que liquida­ran a los médicos implicados en el asunto, pero no fui yo quien lo propuso.
-¿Mataste al doctor Samuel Larkin? -preguntó Rowan con tono frío e inexpresivo, tratando de llegar al fondo de la verdad pero sin alarmarlo.
-Larkin... Larkin... No lo sé. Estoy confundido. Mis colaboradores sostenían unos criterios muy distin­tos a los míos respecto de lo que debíamos hacer para mantener el asunto en secreto. Digamos que acepté los aspectos más audaces del plan. Lo cierto es que no con­cibo matar a un ser humano.
Gordon miró a Ash con expresión acusadora.
-¿Cómo se llaman tus colaboradores? -preguntó Michael con un tono semejante al de Rowan, frío y prag­mático-. ¿Invitaste a los hombres que enviasteis a Nue­va Orleans, Norgan y Stolov, a compartir esos secretos?
-No, por supuesto que no -contestó Gordon- ­En realidad no eran miembros de la Orden, como tam­poco lo es Yuri. Actuaban para nosotros en calidad de investigadores, de intermediarios. No sé lo que suce­dió. Creo que el asunto... se me escapó de las manos. Sólo sé que mis amigos, mis confidentes, creyeron po­der controlar a esos hombres por medio de secretos y dinero. Los secretos y el dinero lo corrompen todo. Pero no merece la pena remover todo eso. Lo impor­tante es el hallazgo, una cosa pura, que lo justifica todo.
-¡No justifica nada! -exclamó Yuri-. Ocultaste lo que sabías. Te comportaste como un vulgar traidor, saqueando los archivos en provecho propio.
-No es cierto -protestó Gordon.
-Deja que prosiga, Yuri -terció Michael suave­mente.
Tras unos minutos Gordon consiguió calmarse, mostrando un admirable dominio de sí mismo. Acto seguido apeló de nuevo a Yuri de una forma que enfu­reció a éste.
-¿Cómo puedes creer que perseguía otros fines que no fueran espirituales? -le increpó-. Yo, que he vivido siempre a la sombra de Glastonbury Tor, que he consagrado toda mi vida a los conocimientos esotéricos con el único propósito de enriquecer e iluminar nues­tro espíritu.
-Quizá fuera en beneficio del espíritu -respon­dió Yuri-, pero no deja de ser un beneficio personal. Ése fue tu delito.
-Estás agotando mi paciencia -le advirtió Gor­don-. Quizá convendría que abandonaras la habita­ción. Quizá sería preferible que yo no dijera nada más...
-Acaba de una vez -le instó Ash-. Estoy impa­ciente por conocer el final de tu historia.
Gordon se detuvo, clavó la vista en la mesa y ar­queó una ceja, como para dar a entender que no tenía por qué aceptar ese ultimátum.
Luego miró con frialdad a Ash.
-¿Cómo llegaste a relacionar todo esto con las brujas Mayfair? -preguntó Rowan.
-Me di cuenta enseguida de que ambas cosas esta­ban relacionadas. Tenía que ver con el círculo de pie­dras. Yo conocía la historia de Suzanne, la primera bru­ja Mayfair, la bruja de las tierras altas de Escocia que había invocado a un diablo en el círculo de piedras.También había leído la descripción de Peter van Abel sobre el fantasma y la insistencia con que éste la perse­guía y atormentaba, demostrando una tenacidad muy superior a la de cualquier fantasma humano.
»El relato de Peter van Abel fue el primer docu­mento sobre las brujas Mayfair que tradujo Aaron y, como es natural, éste acudía a mí para consultarme ciertos vocablos en latín antiguo. En aquella época Aaron recurría a mí con frecuencia para que lo ayudara en sus trabajos.
-Eso fue lo que le perdió -observó secamente Yuri.
-Como es lógico, se me ocurrió que tal vez ese Lasher fuera el alma de un ser de otra especie, que tra­taba de reencarnarse. Encajaba perfectamente con el misterio. Aaron me había escrito hacía mucho desde América para decirme que la familia Mayfair se enfren­taba a un grave peligro, pues el fantasma amenazaba con reencarnarse.
»¿Acaso se trataba del alma de un gigante que pre­tendía vivir una segunda existencia? Mis hallazgos ha­bían adquirido una dimensión que escapaba a mi con­trol. No tenía más remedio que compartirlo con alguien. Tenía que revelárselo a alguien de mi más ab­soluta confianza.
-Pero no a Stolov ni a Norgan.
-¡No! Mis amigos... mis amigos eran muy distin­tos. Estás tratando de confundirme. En aquel entonces ellos aún no estaban implicado en el asunto. Déjame continuar.
-Pero tus amigos pertenecían a Talamasca -dijo Rowan.
-No diré una sola palabra sobre ellos excepto que... eran unos jóvenes en los que confiaba ciegamente.
-¿Los trajiste aquí, a la torre?
-Por supuesto que no -respondió Stuart-. No soy estúpido. Les mostré a Tessa, pero en un sitio que yo elegí para tal fin, en las ruinas de la abadía de Glas­tonbury, en el mismo lugar donde había sido desente­rrado el esqueleto de un gigante de más dos metros y que, posteriormente, se volvió a enterrar.
»La conduje hasta allí por motivos sentimentales, para verla de pie sobre la tumba de un ser de su propia especie. Una vez allí, dejé que quienes me ayudaban en mi trabajo le rindieran pleitesía. No podían sospechar que el lugar donde residía Tessa se hallara a menos de dos kilómetros de distancia. Jamás lo supieron.
»Sin embargo, eran unos jóvenes decididos y total­mente entregados a su labor. Fueron ellos quienes pro­pusieron que le hiciéramos unas pruebas científicas a Tessa. Me ayudaron a obtener con una jeringuilla una muestra de su sangre, que fue enviada a varios labora­torios, de forma anónima, para ser analizada. Aquello confirmó nuestras sospechas de que Tessa no era hu­mana. Yo no entendía nada sobre enzimas ni cromoso­mas, pero ellos me lo explicaron.
-¿Eran médicos? -preguntó Rowan.
-No. Simplemente unos jóvenes extraordinaria­mente brillantes -respondió Gordon con tristeza, mi­rando a Yuri con rencor.
«Sí, eran tus acólitos», pensó Yuri. Pero no dijo na­da. Si volvía a interrumpir a Gordon, sería para matarlo.
-En aquellos días todo era muy distinto. No se de­dicaban a urdir planes para matar a la gente. Pero luego las cosas cambiaron.
-Continúa -dijo Michael.
-Mi siguiente paso era obvio: regresar a los sóta­nos, desenterrar los viejos documentos abandonados de nuestro folklore e investigar tan sólo a los santos de estatura exagerada. Cuál no sería mi sorpresa al descu­brir un montón de manuscritos hagiográficos, que se habían salvado de la destrucción en los tiempos en que Enrique VIII ordenó la supresión de los monasterios y habían ido a parar a nuestros archivos junto con otros muchos centenares de textos antiguos.
»Y.. entre esos tesoros había una caja de cartón en cuya tapa un antiguo secretario, ya difunto, había escri­to: Vidas de los santos escoceses, apresurándose a añadir el siguiente subtítulo: "Gigantes".
»A continuación hallé un ejemplar de una obra an­terior a aquélla escrita por un monje de Lindisfarne, del siglo VIII, quien narraba la historia de san Ashlar, un santo de tal carisma y poder que había aparecido entre los escoceses en dos regiones, habiéndolo hecho regre­sar Dios a la Tierra como profeta Isaías, y el cual estaba destinado, según la leyenda, a regresar una y otra vez a este mundo.
Yuri miró a Ash, pero éste no dijo nada. Yuri no re­cordaba si Gordon había comprendido el nombre de Ash. Gordon también observaba fijamente a Ash.
-¿Acaso es éste el personaje en cuyo honor osten­tas su nombre? -preguntó Gordon, con mirada fe­bril-. ¿Es posible que conozcas a ese santo a través de tus recuerdos o los recuerdos de otros, suponiendo que hayas tenido contacto con otros miembros de tu especie?
Ash no contestó. En la habitación reinaba un silen­cio sepulcral. Ash cambió de nuevo de expresión. ¿Era odio lo que sentía hacia Gordon?
Gordon reanudó al cabo de unos minutos su relato. Tenía la espalda encorvada y no cesaba de gesticular.
-Sentí una intensa emoción al averiguar que san Ashlar había sido un ser gigantesco, de más de dos me­tros, que provenía de una raza pagana a cuyo extermi­nio él mismo había contribuido.
-Prosigue -solicitó Ash con suavidad-. ¿Cómo llegaste a relacionar eso con las brujas Mayfair? ¿Por qué murieron unos hombres a consecuencia de la in­vestigación?
-De acuerdo, contestaré a tus preguntas -respon­dió Gordon-, pero supongo que concederás a este hombre que está a punto de morir un último deseo.
-Ya veremos -replicó Ash-. ¿Qué deseo es ése?
-Que me digas si conoces estas historias, si tú mis­mo recuerdas esos tiempos remotos.
Ash hizo un gesto para indicarle a Gordon que con­tinuara.
-Eres cruel, amigo mío -dijo Gordon.
Ash estaba visiblemente enojado. Su espeso cabello negro y su juvenil y casi inocente boca hacían que su expresión resultara aún más temible. Parecía un ángel enfurecido. No respondió a las palabras de Gordon.
-¿Revelaste esas historias a Tessa? -preguntó Rowan.
-Sí -contestó Gordon, apartando los ojos de Ash para mirarla. De pronto esbozó una pequeña sonrisa, con la que parecía decir: «Respondamos antes de nada a la hermosa dama sentada en primera fila»-. Durante la cena le conté a Tessa lo que había descubierto. Ella me dijo que conocía la historia del santo. Conocía a Ashlar, uno de los suyos, un gran líder, un rey entre los de su especie, el cual traicionó a los suyos al convertirse al cristianismo. Yo me sentía eufórico. Ya tenía un nombre en el que apoyarme para proseguir mis investigaciones.
»A la mañana siguiente regresé a los archivos y me puse manos a la obra de inmediato. Al cabo de un rato descubrí algo de enorme importancia, algo por lo que los eruditos de Talamasca hubieran pagado cualquier precio.
Gordon se detuvo y observó los rostros de los pre­sentes, incluyendo a Yuri, mientras sonreía con orgullo.
-Se trataba de un libro, un códice en pergamino, muy distinto a cualquier otro de los que yo había visto en toda mi larga vida profesional. Jamás hubiera soña­do con ver el nombre de san Ashlar grabado en la tapa de la caja de madera que lo protegía. ¡San Ashlar! Era como si el nombre del santo hubiera saltado de entrelas sombras y el polvo mientras yo recorría las estante­rías con mi linterna.
Otra pausa.
-Debajo de ese nombre -prosiguió Gordon, mi­rando a los otros fijamente con objeto de dar mayor énfasis a su relato- aparecía, con carácteres rúnicos, las siguientes frases: «Historia de los Taltos de Inglate­rra», y en latín: «Gigantes sobre la Tierra.» Tal como me confirmaría Tessa aquella noche con un simple ges­to de cabeza, había dado con la palabra crucial. «Taltos. Eso es lo que somos», -dijo Tessa.
»Abandoné de inmediato la torre. Regresé a la casa matriz y bajé al sótano. Siempre había examinado los otros archivos dentro del edificio, en las bibliotecas o en cualquier otro lugar, una costumbre que nunca ex­trañé a nadie. Pero en esta ocasión tenía que hacerme con el documento.
Gordon se levantó, apoyando los nudillos sobre la mesa. Miró a Ash temeroso de que éste intentara detener­lo. Ash lo observaba muy serio, con frialdad implacable.
Gordon retrocedió y se dirigió a un enorme arma­rio de madera tallada que había contra la pared, y sacó una caja con forma rectangular.
Ash lo observó con calma, sin sospechar que Gor­don tratara de escapar o, en todo caso, seguro de poder impedírselo.
Ash contempló la caja fijamente cuando Gordon la depositó en la mesa, frente a ellos. Daba la impresión de que en su interior se agitara una violenta emoción que podía estallar en el momento más inesperado.
«Dios mío -pensó Yuri-, el documento es autén­tico.»
-Aquí lo tenéis -dijo Gordon, apoyando leve­mente los dedos en la pulida superficie de madera co­mo si se tratara de un objeto sagrado-. San Ashlar.
Luego siguió traduciendo el resto del texto.
-¿Qué creéis que contiene esta caja? ¿No lo adi­vináis?
-Continúa, por favor -dijo Michael con impa­ciencia, sin apartar los ojos de Ash.
-Muy bien -contestó Gordon, bajando la voz.
Abrió la caja, extrajo de ella un enorme tomo encua­dernado en piel, lo depositó ante él y apartó la caja a un lado. A continuación abrió el libro y mostró la página de la portada en pergamino, maravillosamente ilustrada en rojo, oro y. azul pavo real. Unas diminutas miniaturas salpicaban el texto en latín. Gordon pasó la página con cuidado y Yuri vio unas preciosas letras adornadas con otras diminutas ilustraciones, cuya belleza sólo podía ser apreciada con ayuda de una lupa.
-Fijaos bien, pues vuestro ojos jamás han contem­plado un documento como éste. Fue escrito por el pro­pio santo.
»Este tomo recoge la historia de los Taltos, desde sus orígenes; la historia de una raza extinguida; así co­-mo la confesión de que él -sacerdote, hacedor de mila­gros y santo- no es humano, sino uno de los míticos gigantes a los que me he referido. Es un alegato destina­do a convencer a san Columba, el gran misionero de los pictos, abad y fundador del monasterio céltico de lona, de que los Taltos no son monstruos, sino unos seres con alma inmortal, unas criaturas creadas por Dios y capa­ces de alcanzar la gracia de Jesús. Es una obra magnífica.
De pronto, Ash se levantó y le arrebató el libro a Gordon de las manos. Gordon permaneció inmóvil, intimidado por el gesto de Ash, el cual se hallaba jun­to. a él.
Los otros se levantaron lentamente. «Cuando un hombre está tan furioso como lo está Ash, hay que res­petar su furia, o al menos reconocerla», pensó Yuri. To­dos lo observaban en silencio, mientras que Ash seguía mirando a Gordon como si deseara matarlo en aquellos precisos momentos.
Contemplar el amable rostro de Ash desfigurado por la rabia, era un espectáculo sobrecogedor. «Este es el aspecto que deben de tener los ángeles -pensó Yuri- cuando aparecen blandiendo sus espadas fla­meantes.»
Gordon había pasado lentamente de la indignación al terror.
Cuando por fin Ash habló, lo hizo casi en un mur­mullo. Su voz sonaba tan suave como antes, pero sufi­cientemente clara y enérgica para que todos oyeran lo que decía:
-¿Cómo te atreves a apoderarte de esto? -le in­crepó a Gordon-. Además de asesino, eres un ladrón. ¡Canalla!
-¿Serás capaz de arrebatármelo? -replicó Gor­don, mirándolo con tanto rencor como el que Ash mostraba hacia a él-. ¿Serás capaz de arrebatármelo y después matarme? ¿Quién eres tú para adueñarte de él? ¿Acaso sabes lo que yo sé sobre tu especie?
-¡Yo escribí este libro! -declaró Ashlar, con el rostro congestionado-. ¡Me pertenece! -masculló, casi como si no se atreviera a decirlo en voz alta-. Es­cribí cada una de las palabras que contiene, pinté cada una de sus ilustraciones. Lo escribí para Columba. ¡Es mío! -repitió. Ash retrocedió, estrechando el libro contra su pecho, temblando de ira. Al cabo de un mo­mento añadió en tono más suave-: Y tú... tú sólo eres capaz de hablar de investigaciones, de vidas recordadas, de cadenas de memoria...
Su ira traspasó el silencio que reinaba en la habita­ción.
-Eres un impostor -dijo Gordon, sacudiendo la cabeza.
Todos guardaron silencio.
Gordon permaneció impasible, mirando a Ash con una expresión insolente que resultaba casi cómica.
-Un Taltos, sí -dijo-. San Ashlar, ¡jamás! Eres tan viejo que resulta imposible calcular tu edad.
Nadie pronunció palabra. Nadie se movió. Rowan observaba fijamente a Ash. Michael los miraba a todos, al igual que Yuri.
Ash lanzó un profundo suspiro e inclinó ligera­mente la cabeza, sosteniendo todavía el libro contra su pecho. Sus dedos, que lo sujetaban por los bordes, se relajaron un poco.
-¿Y qué edad crees que tiene esa patética criatura que está sentada ante su telar? -preguntó con tristeza.
-Pero ella se refería a la vida que recordaba, y a otras vidas recordadas de las cuales le habían hablado otros...
-¡Calla, viejo necio! -exclamó Ash. Respiraba con dificultad, como si de pronto lo hubieran abando­nado las fuerzas-. Así que esto fue lo que le ocultaste a Aaron Lightner -prosiguió al cabo de unos instan­tes-. A él y a los más brillantes eruditos de la Orden, a fin de que tú y tus jóvenes amigos pudierais tramar un asqueroso plan para apoderaros del Taltos. Sois peores que los ignorantes y salvajes campesinos escoceses que atraían al Taltos hacia el círculo para matarlo. Es como si se hubiera vuelto a reproducir la caza sagrada.
-¡No, jamás pretendimos matarlo! -protestó Gordon-. ¡Jamás! Sólo pretendíamos unirlo con una hembra, hacer que Lasher y Tessa se unieran en Glas­tonbury Tor. -Gordon rompió a llorar, casi asfixiado, incapaz de proseguir. Al cabo de unos minutos conti­nuó-: Queríamos contemplar la ascensión de vuestra raza sobre la montaña sagrada en la que apareció Jesús para propagar la religión que cambió la faz del mundo. ¡Jamás pretendimos matarlo, sino devolverle la vida! Han sido las brujas Mayfair quienes lo han asesinado, quienes han destruido al Taltos como si de un vulgar fenómeno de la naturaleza se tratara. Lo destruyeron de forma fría y cruel, sin importarles quién era ni en qué podía convertirse. ¡Ellas son las culpables, no yo!
Ash meneó la cabeza, asiendo el libro con fuerza.
-No, lo hiciste tú -dijo-. Si le hubieras contado la historia a Aaron, si le hubieras hecho partícipe de tu hallazgo...
-Él se hubiera negado a colaborar -replicó Gor­don-. Jamás habría participado en nuestro plan. Am­bos éramos demasiado viejos. Pero mis jóvenes amigos, que poseían valor y visión de futuro, trataron de unir al macho y a la hembra Taltos sin causarles ningún daño.
Ash suspiró y guardó silencio, como si dosificara su aliento. Luego miró de nuevo a Gordon y preguntó:
-¿Cómo supiste de las brujas Mayfair? ¿Qué fue lo que te condujo hasta ellas? Quiero saberlo. Respon­de inmediatamente o te arrancaré la cabeza y la arrojaré sobre el regazo de tu amada Tessa. Su horrorizado sem­blante será lo último que veas antes de que tu cerebro se extinga.
-Aaron. Fue el propio Aaron. -Gordon tembla­ba de modo violento, como a punto de desmayarse. Retrocedió unos pasos, mirando a derecha e izquierda. Luego dirigió la vista hacia el armario de madera del que había sacado el libro-. Sus informes desde Améri­ca -añadió, acercándose al armario-. El Consejo fue convocado. La información era de suma importancia. Rowan, la bruja Mayfair, había parido un ser mons­truoso el día de Nochebuena; un niño que al cabo de unas horas había alcanzado el tamaño de un hombre. Se envió una descripción de ese ser a todos los miembros de la Orden repartidos por el mundo. Enseguida com­prendí que se trataba de un Taltos. ¡Sólo yo lo sabía!
-Eres perverso -murmuró Michael-. Mezquino y perverso.
-¡Y tú te atreves a llamarme perverso! Tú, que ma­taste a Lasher con tus propias manos y aniquilaste el misterio como si se tratara de un vulgar delincuente al que hubieses liquidado durante una reyerta callejera.
-Tú y los otros -intervino Rowan- lo hicisteis por iniciativa propia.
-Ya he confesado mi culpa -respondió Gordon, avanzando otro paso hacia el armario-. Pero no os di­ré quiénes eran los otros.
-Así pues, los Mayores no participaron en ello -dijo Rowan.
-Las excomuniones eran falsas -contestó Gor­don-. Creamos un sistema de interceptación. Yo no lo hice. Ni siquiera sé cómo se hace. Pero lo creamos, per­mitiendo que pasaran únicamente las cartas remitidas por los Mayores y las destinadas a ellos que no guarda­sen relación alguna con el caso. Sustituimos tanto las comunicaciones entre Aaron o Yuri y los Mayores, co­mo las que se producían en sentido inverso, por las nuestras. No fue difícil; los Mayores, con su tendencia al secretismo, nos facilitaron el camino.
-Gracias por habernos contado todo esto -dijo Rowan, imperturbable-. Quizás Aaron lo sospechara.
A Yuri le repugnaba la amabilidad con que Rowan se dirigía a ese canalla, casi como si quisiera tranquili­zarlo en vez de estrangularlo allí mismo.
-¿Qué otra información puede proporcionarnos? -preguntó Rowan, mirando a Ash-. Creo que hemos terminado con él.
Gordon comprendió de inmediato lo que pasaba. Rowan estaba autorizando a Ash a que lo matase. Yuri se limitó a observar cómo Ash, lentamente, depositaba el libro sobre la mesa y se volvía hacia Gordon, con las manos ya libres, para ejecutar la sentencia que él mismo le había impuesto.
-Aún no sabes nada -dijo Gordon de pronto-. Las palabras de Tessa, su historia, las cintas que grabé. Sólo yo sé dónde están.
Ash se limitó a mirarlo fijamente, con los ojos en­trecerrados y el ceño fruncido.
Gordon se giró, mirando a derecha e izquierda.
-Tengo algo muy interesante que deseo mostraros -indicó.
Se dirigió apresuradamente al armario y después se volvió, apuntando con una pistola que sostenía con ambas manos a Ash, a Yuri, a Rowan y a Michael suce­sivamente.
-Os mataré -dijo Gordon-. Brujas, Taltos. ¡A todos! Puedo atravesaros el corazón de un balazo y acabar con vosotros.
-No puedes matarnos a todos -replicó Yuri, dan­do un paso hacia delante.
-¡No te muevas o disparo! -gritó Gordon.
Ash salvó rápidamente la distancia que lo separaba de Gordon. Pero éste se volvió hacia él, apuntándolo con el revólver. Ash no se detuvo, pero el arma no se disparó.
Con un rictus de amargura, Gordon acercó la pisto­la a su pecho y agachó la cabeza, mientras su mano iz­quierda se crispaba en un puño.
-¡Dios mío! -exclamó, dejando caer la pistola al suelo-. ¡Bruja! -gritó, volviéndose hacia Rowan May­fair-. Sabía que lo matarías. Se lo dije a los otros, lo sa­bía... -Gordon cerró los ojos y se apoyó en el arma­rio. Parecía que iba a caer de bruces, pero se desplomó con todo su peso sobre el suelo. Durante unos instantes luchó inútilmente por incorporarse. Luego se quedó inmóvil y sus párpados se cerraron como si estuviera muerto.
El cadáver de Gordon permaneció tendido en el suelo, en una postura grotesca.
Rowan no hizo el menor gesto de estupor o disgus­to, como si nada tuviera que ver con la muerte de Gor­don. Pero Yuri sabía que ella había sido la causante, y también Michael. Yuri se dio cuenta por la forma en que Michael miró a su mujer, sin censurarla pero con cierta aprensión. Al cabo de unos instantes Michael suspiró, sacó el pañuelo del bolsillo y se enjugó la cara.
Luego se volvió de espaldas al muerto, sacudiendo la cabeza, y se refugió en la penumbra, junto a la ven­tana.
Rowan permaneció impasible, con los brazos cru­zados y los ojos clavados en Gordon.
«Quizá -pensó Yuri- ve algo que nosotros no ve­mos, o presiente algo inadvertido para nosotros.»
Pero en el fondo aquello carecía de importancia. El cabrón había muerto. Por primera vez, Yuri comprobó que podía respirar hondo y lanzó un suspiro de alivio, muy distinto a los penosos murmullos que había emiti­do Michael.
Está muerto, Aaron, muerto y bien muerto. Los Mayores no habían participado en el plan. Sin duda descubrirán la identidad de sus colaboradores, sus jó­venes y orgullosos novicios.
Yuri estaba convencido de que aquellos jóvenes -Marklin George y Tommy Monohan- eran los cul­pables. Es más, todo el asunto parecía obra de unos jó­venes impulsivos, implacables y llenos de rencor. Tal vez fuese cierto que al anciano se le había escapado la situación de las manos.
Nadie se movió. Nadie dijo nada. Todos permane­cían de pie, como si presentaran sus respetos al cadáver del anciano. Yuri hubiera deseado sentirse tranquilo, pero no lo estaba.
Ash se acercó a Rowan de forma lenta y solemne, la sujetó levemente por los brazos con sus largos dedos y la besó en ambas mejillas. Ella lo miró a los ojos, como si estuviera soñando. Mostraba una expresión de pro­funda tristeza.
Acto seguido, Ash se volvió hacia Yuri y aguardó sin decir nada. Todos estaban a la espera de algo. ¿Qué podían decir? ¿Qué podían hacer?
Yuri trató de idear algún plan, pero le resultó impo­sible.
-¿Regresarás a casa, a la Orden? -le preguntó fi­nalmente Ash.
-Sí -respondió Yuri, asintiendo con un movi­miento de cabeza-. Regresaré a la Orden -murmu­ró-. Ya les he informado de todo. Les llamé desde la aldea.
-Te vi telefonear desde la cabina -dijo Ash.
-Hablé con Elvera y Joan Cross. No me cabe la menor duda de que fue George y Monohan quienes le ayudaron, y no tardarán en ser descubiertos.
-¿Y Tessa? -preguntó Ash, lanzando un pequeño suspiro-. ¿Podéis haceros cargo de ella?
-Si tú no te opones -respondió Yuri-, por su­puesto que la acogeremos bajo nuestro techo. Le dare­mos cobijo y velaremos siempre por ella. ¿Es eso lo que deseas?
-¿En qué otro lugar se hallaría a salvo? -contestó Ash, visiblemente triste y cansado-. No vivirá mucho tiempo. Su piel es tan frágil como las hojas de pergami­no de mi libro. Sin duda morirá pronto, aunque no puedo precisar cuándo. No sé cuánto tiempo de vida nos queda a ninguno de nuestra especie. Hemos sufri­do muertes violentas en repetidas ocasiones. Al princi­pio, incluso creímos que era la única forma en que se moría la gente. No sabíamos lo que era una muerte na­tural...
Ash se detuvo, malhumorado. Sus cejas dibujaban una airosa curva entre su ceño fruncido y el extremo de los ojos.
-Llévatela -dijo-. Confío en que os mostréis amables con ella.
-Ash -dijo Rowan suavemente-, si permites que se la lleve les estarás ofreciendo una prueba irrefu­table de la existencia de los Taltos. ¿Por qué quieres ha­cer eso?
-Es lo mejor que podía suceder -terció Michael. Su vehemencia asombró a Yuri-. Hazlo en memoria de Aaron. Condúcela a la casa matriz, junto a los Ma­yores. Hiciste cuanto pudiste por poner al descubierto la conspiración. Dales la información que precisan.
-Si estuviéramos equivocados -dijo Rowan-, si no se tratara únicamente de un puñado de individuos... -Tras estas palabras se detuvo, vacilante, contemplan­do el pequeño y desolado cadáver de Gordon-. ¿Qué tendrían entonces?
-Nada -respondió Ash suavemente-. Un ser que pronto morirá y que se convertirá de nuevo en una leyenda, por muchas pruebas científicas a que la some­tan con su dócil consentimiento, por muchas fotogra­fías que le hagan y muchas cintas en las que aparezca grabada su voz. Llévala a la casa matriz, Yuri, te lo rue­go. Preséntala a los miembros del Consejo. Preséntase­la a todos. Rompe el secretismo del que Gordon y sus amigos hicieron un cruel uso en beneficio propio.
-¿Y Samuel? -preguntó Yuri-. Me salvó la vida. ¿Qué hará cuando descubra que la tienen en su poder?
Ash reflexionó unos instantes y arqueó las cejas. Los rasgos de su semblante aparecieron suavizados por una expresión pensativa y se mostraron tal como Yuri los vio por primera vez: unos rasgos amables e incluso quizá más humanos que los de los propios humanos.
Yuri pensó de pronto que quien vive por siempre se vuelve más compasivo. Un hermoso pensamiento, pero no era verdad. Ese ser ya había matado, y sin duda ha­bría acabado con Gordon si Rowan no hubiera hecho que al anciano se le parara el corazón. Ese ser era capaz de remover cielo y tierra con tal de dar con Mona, la jo­ven bruja, que podía parir otro Taltos.
Yuri sonrió y sacudió la cabeza.
-Ahora creo entender cómo sucedió; comprendo las debilidades, la atracción.
Yuri miró a su alrededor. Por una parte detestaba aquella habitación, pero por otra la consideraba una es­pecie de santuario romántico y, si bien no soportaba la idea de esperar a que acudieran a rescatarlos se sentía demasiado cansado para pensar en otra solución o re­solver el problema de otro modo.
-Iré a hablar con Tessa -dijo Rowan- Le expli­caré que Stuart está muy enfermo y que te quedarás con él hasta que llegue alguien a socorrerlo.
-Eres muy amable -respondió Yuri. Luego, por primera vez, comprendió que estaba extenuado y se sentó en una de las sillas que había alrededor ¿e la mesa.
Su mirada se tropezó con el libro o códice, según lo había denominado Stuart con precisión o, acaso, con pedantería.
Yuri observó cómo los largos dedos de Ash sujeta­ban el libro por ambos lados y lo levantaban.
-¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo? -le preguntó Yuri.
-No puedes -contestó Ash-. Pero ¿entro de unos días prometo llamarte.
-No olvides tu promesa -dijo Yuri, sintiéndose cada vez más cansado.
-Debo advertirte algo -dijo Ash con voz queda y aire pensativo, sosteniendo el libro como si fuera un es­cudo sagrado-. Durante los próximos meses y años verás mi imagen aquí y allá, en numerosos lugares, cuando hojees un periódico o una revista. No trates nunca de ponerte en contacto conmigo. No intentes llamarme. Dispongo de total protección contra los in­trusos. No conseguirás llegar hasta mí. Díselo de mi parte a tus compañeros de la Orden. Jamás reaconoceré, ante ninguno de ellos, las cosas que os he revelado. Y, sobre todo, adviérteles que no acudan al valle. Es posi­ble que los seres diminutos se estén extinguiendo, pero siguen siendo muy peligrosos. Adviérteles que no se acerquen allí.
-¿Me autorizas entonces a contarles lo que he visto?
-Sí, no tienes más remedio que ser sincero con ellos. De lo contrario, no podrías regresar a la casa matriz.
Yuri miró a Rowan y a Michael. Ambos se acerca­ron a él. Yuri sintió la mano de Rowan acariciarle el rostro mientras lo besaba. Luego notó la mano de Michael sobre su brazo.
Yuri no dijo nada. No tenía palabras para expresar lo que sentía, y quizá tampoco le quedasen lágrimas.
Sin embargo, la alegría que sentía era tan inespera­da, tan maravillosa, que sintió deseos de hacerles partí­cipes de ella. La Orden acudiría a recogerle. La desas­trosa historia de muertes y traición había llegado a su fin. Sus hermanos y hermanas acudirían a rescatarlo, y él les revelaría los horrores y misterios que había pre­senciado.
Cuando se marcharon, Yuri ni siquiera alzó la vista. Oyó cómo bajaban la escalera de caracol y el sonido de la puerta principal al cerrarse. También oyó unas sua­ves voces en el piso inferior. Lentamente, se incorporó y bajó al segundo piso. Tessa se hallaba de pie junto al telar, en la penumbra, como un árbol gigantesco, con las manos unidas y asintiendo con movimientos de ca­beza mientras Rowan le hablaba en voz baja. Yuri no oyó lo que decía. Luego, Rowan se despidió de la mu­jer con un beso y se dirigió apresuradamente hacia la escalera.
-Adiós, Yuri -dijo Rowan suavemente al pasar junto a él. Después se volvió, con la mano apoyada en la barandilla, y añadió-: Cuéntaselo todo. Asegúrate de que el informe de las brujas Mayfair queda cerrado, como debe ser.
-¿Todo? -inquirió él.
-¿Por qué no? -replicó Rowan, con una enigmá­tica sonrisa. Acto seguido, desapareció.
Yuri miró a Tessa. Durante unos instantes se había olvidado de ella. Yuri supuso que cuando viera a Stuart se llevaría un enorme disgusto. ¿Cómo podía él impe­dirle que fuera arriba?
Tessa se hallaba sentada de nuevo ante el telar o, mejor dicho, ante el bastidor, bordando y canturreando una pequeña melodía que era la prolongación de su res­piración normal.
Yuri se acercó a ella, procurando no sobresaltarla.
-Lo sé -dijo ella, mirándolo y sonriendo de for­ma dulce y alegre. Su rostro redondo aparecía radian­te-. Stuart ha muerto, ha desaparecido, quizás ha ido al cielo.
-¿Te lo ha dicho Rowan? -
Sí.
Yuri miró por la ventana. No sabía con certeza lo que veía en la oscuridad. ¿Tal vez las relucientes aguas del lago?
Pero entonces distinguió con toda claridad los faros de un coche que se alejaba. Vio el breve destello de las luces al atravesar el oscuro bosque, y el vehículo desa­pareció.
Durante unos instantes se sintió solo y terriblemen­te vulnerable. No obstante, estaba seguro de que llama­rían a la casa matriz para que fueran a recogerlo. Pro­bablemente ya se habrían detenido para hacer esa llamada. Así no quedaría constancia de que hubieran efectuado una llamada desde el teléfono de la torre y, de ese modo, evitarían que alguien pudiese identificar a quienes se presentarían allí como las personas con las que la mujer y él se marcharían.
De pronto Yuri se sintió muy cansado. Hubiera de­seado preguntar a la mujer si había una cama donde acostarse, pero se limitó a observarla mientras ella bor­daba, cantando alegremente. Al cabo de un rato la mu­er alzó la vista y dijo sonriendo:
-Sabía que acabaría así. Lo comprendía cada vez que miraba a Stuart. Siempre sucede lo mismo con los de vuestra especie. Más pronto o más tarde, os volvéis débiles, os encogéis y morís. Tardé muchos años en comprender que nadie escapaba a ese destino. El pobre Stuart era muy débil, y yo sabía que la muerte se lo lle­varía el día menos pensado.
Yuri no respondió. La mujer le infundía una intensa repugnancia, que él intentaba disimular a fin de no ofenderla ni herirla. Pensó vagamente en Mona; la vio rebosante de vida, fragante, cálida y sorprendente. Yuri se preguntó si los Taltos verían a los humanos de esa forma o si, por el contrario, les parecían unos seres tos­cos y salvajes. ¿Acaso nos consideran unos animales sin domesticar, dotados de un singular y peligroso encanto, más o menos como nosotros a los leones y los tigres?
Yuri imaginó de pronto que cogía a Mona por el ca­bello en un gesto juguetón. Ella se volvió y lo miró con sus hermosos ojos verdes, sonriendo, mientras las pala­bras brotaban atropelladamente de sus labios con la vulgaridad y el encanto propios de los americanos.
En aquellos momentos Yuri estaba convencido de que jamás volvería a ver a Mona.
Sabía que él no era el hombre con quien ella com­partiría su vida, que su familia la arropaba, que su com­pañero debía ser inevitablemente alguien de su misma clase, un miembro de su propio clan.
-No quiero subir -murmuró Tessa con aire confi­dencial-. Dejemos a Stuart solo. Es mejor, ¿no crees? Una vez muerto, no creo que le importe lo que hagamos.
Yuri asintió con un lento movimiento de cabeza contemplando la misteriosa noche que se extendía al otro lado de la ventana.










20

Mona se hallaba de pie en la oscura cocina y se sen­tía deliciosamente saciada. Había consumido toda la leche, hasta la última gota, así como el queso, el requesón y la mantequilla. Eso es lo que se llama limpiar la neve­ra. Hasta las delgadas láminas de queso para fundir, repleto de productos químicos y colorantes, un queso que producía asco, habían sido devoradas con avidez.
-Sabes, cariño, si resultaras una idiota... -dijo.
Esa posibilidad no existe, madre. Yo soy tú y Mi­chael. Y en un sentido muy real, soy todas las personas que han hablado contigo desde el principio, incluyendo a Mary Jane.
Mona soltó una carcajada, a solas en la oscura coci­na, apoyada contra el frigorífico. ¡El helado! Se había olvidado del helado.
-Te ha tocado una buena mano, tesoro -dijo Mo­na-. No podías tener mejores cartas. Y deduzco que no te perdiste ni una sílaba...
¡Montones de helado de vainilla Háagen-Dazs!
-¡Mona Mayfair!
«¿Quién me llama? ¿Eugenia? No quiero hablar con ella. No quiero que me moleste ni que tampoco moles­a Mary Jane.»
Mary Jane se había quedado en la biblioteca, con los papeles que había sacado de la mesa de Michael, o puede que ahora perteneciera a Rowan puesto que ella había regresado. Daba lo mismo, eran unos informes médicos y unos documentos legales y comerciales, ade­más de algunos papeles que guardaban con las cosas que sucedieron hacía tres semanas. Cuando empezó a hojear los diversos informes e historias, demostró una curiosidad insaciable por todo lo relativo a la historia de la familia. Devoró esos papeles como si fueran hela­do de vainilla.
-Veamos, ¿debemos compartir ese helado con Mary Jane, como buenas primas, o zampárnoslo nosotras?
Zampárnoslo nosotras.
Había llegado el momento de decírselo a Mary Ja­ne. Cuando Mary Jane había pasado ante la puerta de la cocina, hacía unos minutos, antes del último saqueo a la nevera, murmuraba algo sobre los médicos que ha­bían muerto, pobres desgraciados, el doctor Larkin y el de California, y sobre las autopsias de las mujeres asesi­nadas. Lo importante era acordarse de colocar otra vez esos papeles en su sitio para que Rowan y Michael no se alarmaran. Al fin y al cabo, no hacían eso por capri­cho, sino por un motivo muy concreto. Mary Jane era la persona en la que Mona confiaba plenamente.
-Mona Mayfair.
Era Eugenia, la muy pelmaza.
-Mona, Rowan al teléfono desde Inglaterra.
No paraba de gruñir. Lo que necesitaba Eugenia era una buena cucharada de ese helado, aunque Mona casi había terminado con él y ya sólo quedaba un cartón.
¿A quién pertenecían esos diminutos pies que avan­zaban de forma apresurada desde el comedor? Morrigan chasqueó su pequeña lengua al compás de las pisadas.
-Pero si es mi querida prima, Mary Jane Mayfair.
-Silencio -dijo Mary Jane, llevándose un dedo a los labios-. Eugenia te anda buscando. Ha llamado Rowan, quiere hablar contigo, le dijo a Eugenia que te despertara.
-Coge el teléfono en la biblioteca y que te dé el re­cado. Prefiero no arriesgarme a hablar con ella. Procura disimular. Dile que nos encontramos perfectamente, que me estoy dando un baño, y pregúntale por todos. Pregúntale si Michael, Yuri y ella están bien.
-De acuerdo -contestó Mary Jane, y salió de la cocina. Sus tacones resonaron de nuevo sobre las bal­dosas.
Mona engulló las últimas cucharadas de helado y arrojó el envase al cubo de la basura. ¡«Qué porquería de cocina! Yo, que siempre he sido tan ordenada, me he dejado corromper por el dinero.» Acto seguido, abrió el último cartón de helado que quedaba.
De nuevo sonaron las mágicas pisadas. Mary Jane atravesó el office con rapidez e irrrumpió en la cocina, con su cabello rubio pálido, sus delgadas piernas bron­ceadas, su cintura de avispa y su falda de encaje blanco balanceándose como una campana.
-¡Mona! -murmuró Mary Jane.
-¿Qué? -respondió ésta en voz baja, llevándose otra generosa cucharada de helado a la boca.
-Rowan dice que tiene que darnos una noticia in­creíble -dijo Mary Jane, consciente de la importancia del recado que transmitía a su prima-. Dice que ya nos lo contará, pero que en este momento está muy ocupa­da y no puede entretenerse. Michael tampoco puede ponerse al teléfono. Yuri está bien.
-Lo has hecho estupendamente. ¿Y los guardias de seguridad?
-Rowan dijo que debían seguir vigilando la casa, que no cambiáramos nada. Dijo que ya había llamado a Ryan para decírselo. Insistió en que te quedaras en casa descansando y cumplieras las indicaciones del médico.
-Una mujer inteligente y práctica. Hummmm... -Mona había vaciado el segundo cartón de helado. Era suficiente. Al cabo de unos instantes empezó a ti­ritar. ¡Qué frío! ¿Por qué no se le habría ocurrido des­pedir a los guardias?
Mary Jane le frotó los brazos y preguntó:
-¿Estás bien, cariño?
Luego dirigió su mirada hacia el vientre de Mona y se puso pálida. Extendió su mano derecha con la inten­ción de palparle el vientre, pero no se atrevió.
-Escucha, ha llegado el momento de explicarte to­da la verdad -dijo Mona-. Así tú misma podrás deci­dir lo que quieres hacer. Pensaba decírtelo poco a poco, pero no es justo ni necesario. Yo haré lo que deba ha­cer, aunque no quieras ayudarme. Quizá sea mejor que no lo hagas. O nos vamos ahora y me ayudas, o me iré sola.
-¿A dónde?
-Nos marchamos inmediatamente. Me da igual que nos vean los guardias. Sabes conducir, ¿no?
Mona pasó junto a Mary Jane, entró en el office y abrió el armario donde guardaban las llaves. Buscaba el llavero del Lincoln. Cuando Ryan le regaló aquella li­musina le dijo que no debía viajar nunca en ninguna que no fuera negra y de la marca Lincoln. Al fin encon­tró las llaves. Michael se había llevado sus llaves y las del Mercedes de Rowan, pero las de la limusina estaban allí, en el mismo lugar donde Clem las había dejado.
-Claro que sé conducir -respondió Mary Jane-. ¿De quién es el coche que vamos a coger?
-Mío. Es una limusina. Pero no quiero avisar al chófer. ¿Estás preparada? Confío en que el chófer esté dormido y no se entere de nada. A ver, ¿qué es lo que necesitamos?
-Dijiste que me lo contarías todo para que pudiera decidir lo que más me conviene.
Mona se detuvo. Ambas se hallaban de pie entre sombras. La casa estaba en penumbra, iluminada sólo por la luz que penetraba del jardín, un amplio resplan­dor azul que provenía de la zona de la piscina. Los ojos de Mary Jane se veían más grandes y redondos que de costumbre, lo cual hacía que su nariz pareciera aún más diminuta y sus mejillas más suaves y tersas. Unos me­chones rubios, como hebras de seda, se agitaban sobre sus hombros. La luz le iluminaba el escote.
-¿Por qué no me lo dices? -preguntó Mona.
-De acuerdo -contestó Mary Jane-. Vas a tener­lo,, pase lo que pase.
-Desde luego.
-Y, suceda lo que suceda, no dejarás que Rowan y Michael lo maten.
-Y el mejor lugar para refugiarnos es donde nadie pueda dar con nosotras.
-Tienes razón.
-El único lugar seguro que conozco es Fonte­vrault. Y si soltamos todos los esquifes del embarcadero, sólo podrán entrar en la dársena a bordo de su propia embarcación, suponiendo que se les ocurra ir allí.
-¡Eres un genio, Mary Jane!
Te quiero, mamá.
«Yo también te quiero, mi pequeña Morrigan. Con­fía en mí. Confía en Mary Jane.»
-¡Eh, no vayas a desmayarte! Escucha, voy a bus­car unas almohadas, mantas y algunas otras cosas. ¿Tie­nes dinero?
-Tengo un montón de billetes de veinte dólares en el cajón de la mesilla de noche.
-Anda, entra en la cocina y siéntate un rato -dijo Mary Jane, conduciendo a Mona hasta la mesa de la co­
cina-. Apoya la cabeza entre las manos.
-No me dejes en la estacada, Mary Jane, pase lo que pase.
-Descansa hasta que vuelva.
Mary Jane se alejó apresuradamente, con un marca­do taconeo sobre las baldosas de la casa.
De pronto Mona empezó a oír de nuevo la canción, la bonita canción que hablaba de las flores del valle.
«Basta, Morrigan.»
Háblame, mamá. El tío Julien te trajo aquí para que te acostaras con mi padre, aunque no sabía lo que ocurri­ría. Pero tú lo comprendes, mamá, dijiste que compren­días que en este caso la hélice gigante no está relacionada con un antiguo maleficio, sino que es la expresión de un potencial genético que tú y papá siempre habeis poseído.
Mona trató de responder, pero no fue necesario; la voz siguió hablándole de forma cantarina, cantando suave y rápida.
«Eh, más despacio. Suena como el zumbido de una beja.»
... una inmensa responsabilidad, sobrevivir y dar a luz, y quererme, mamá, no te olvides de quererme, te necesito, necesito por encima de todo tu cariño, pues soy rágil y sin él perdería las ganas de vivir....
Estaban todos reunidos en el círculo de piedras, temblando, llorando. El individuo alto y moreno había ido a tranquilizarlos. Se acercaron al fuego para entrar en calor.
-Pero ¿por qué? ¿Por qué quieren matarnos?
Ashlar respondió:
-Ellos son así. Son gente guerrera. Matan a quie­nes no pertenecen a su clan. Para ellos eso es tan impor­tante como para nosotros comer, beber o hacer el amor. Gozan con la muerte.
-Mira -dijo Mona en voz alta. La puerta de la co­cina acababa de cerrarse con estrépito. «Silencio, Mary Jane. No traigas a Eugenia aquí. Tenemos que actuar de forma científica. Debería escribir todo esto en el orde­nador, tal como lo estoy viendo, pero es casi imposible registrar algo con precisión cuando estás sumida en un trance. En Fontevrault podremos utilizar el ordenador de Mary Jane. Mary Jane, mi gran amiga y confidente.»
En ese momento regresó Mary Jane y, por fortuna, esta vez cerró la puerta con suavidad.
-Lo que los otros deben comprender -dijo Mo­na-, es que esta criatura no proviene del infierno, sino de Dios. Lasher procedía del infierno, en el sentido me­tafísico o metafórico, es decir, religioso o poético, pero cuando una criatura nace de la unión de dos seres hu­manos, que poseen un genoma misterioso, entonces procede de Dios. ¿De dónde iba a proceder sino de Él? Emaleth fue el fruto de una violación, pero mi hija no. Al menos, no fue la madre quien resultó violada.
-Calla, larguémonos de aquí. Les dije a los guar­dias que había visto a alguien con aspecto sospechoso rondando cerca de aquí, y que iba a acompañarte en co­che a tu casa para que recogieras un poco de ropa y lue­go a la consulta del médico. Anda, vamos.
-Mary Jane, eres un genio.
Pero cuando Mona se levantó, sintió que la habita­ción empezaba a dar vueltas como un tiovivo.
-¡Dios mío! -exclamó.
-Agárrate a mí. ¿Te sientes mal?
-Tanto como si se estuvieran produciendo unas ex­plosiones nucleares en mi matriz. Anda, vámonos.
Bajaron sigilosamente por el callejón. Mary Jane sujetaba de vez en cuando a su prima para que ésta no se cayera, pero Mona se agarraba a la verja, en busca de mayor seguridad. Cuando llegaron al garaje vieron la inmensa y flamante limusina. Mary Jane, siempre tan previsora, había puesto el motor en marcha y había abierto la puerta. Se encontraban listas para partir.
-¡Deja de cantar, Morrigan! Tengo que pensar pa­ra explicarle a Mary Jane cómo se abre la verja. Hay que oprimir el pequeño botón mágico.
 -¡Ya lo sé! Venga, sube.
Mona escuchó el rugido del motor y el chirrido que producía la verja al abrirse.
-Sabes, Mona, debo preguntarte algo. No tengo más remedio. ¿Y si esta criatura no puede nacer sin que tú mueras?
-Calla y muérdete la lengua, prima. Rowan no mu­rió, ¿verdad? Los parió a los dos. Descuida, no voy a morirme. Morrigan no dejará que eso suceda.
No, mamá, te quiero. Te necesito, mamá. No hables de morirte. Cuando hablas de la muerte, hasta puedo olerla.
-Chitón. ¿Crees que Fontevrault es el lugar más apropiado? ¿Estás segura? ¿Has estudiado otras posi­bilidades, quizás un motel...?
-La abuela está allí, y la abuela es de fiar. Ese chico que le hace compañía se largará de allí zumbando en cuanto le dé uno de estos billetes de veinte dólares.
-Pero no debe dejar su bote en el embarcadero, para que alguien lo coja y...
-No te preocupes, tesoro, no lo hará. No viene en bote. Vive algo más arriba, cerca de la población. Ponte cómoda y descansa. Tenemos un montón de cosas en Fontevrault. Podemos instalarnos en el ático, que es se­co y calentito.
-Es una idea estupenda.
-Y cuando sale el sol por las mañanas, penetra por todas las ventanas del ático...
Mary Jane pisó bruscamente el freno. Habían llega­do a la avenida Jackson.
-Lo siento, tesoro, este coche es muy potente.
-¿Tienes problemas para manejarlo? Cielos, nunca me había sentado aquí delante, con esta gigantesca li­musina extendiéndose detrás de mí. Es una sensación muy extraña, como pilotar un avión.
-No, no tengo ningún problema -contestó Mary Jane, enfilando la calle St. Charles-. Excepto con estos conductores borrachos de Nueva Orleans. Es media­noche, ya sabes. Pero es muy fácil manejar este coche, sobre todo cuando has conducido un monstruo de die­ciocho ruedas, como he hecho yo.
-¿Dónde fue eso, Mary Jane?
-En Arizona, tesoro, tuvieron que hacerlo, tuvie­ron que robar el camión, pero ésa es otra historia.
Morrigan reclamaba su atención, había empezado a cantar de nuevo de aquel modo tan rápido que parecía el zumbido de una abeja. Quizá cantara para entretenerse.
«Estoy impaciente por verte, por sostenerte en mis brazos. Te quiero por lo que eres. Es el destino, Morri­gan, esto lo eclipsa todo, el mundo de los orinales, los sonajeros y los papás satisfechos. Cuando él acabe comprendiendo que las condiciones han cambiado to­talmente seremos felices.»
El mundo no cesaba de girar. El frío viento barría la planicie. Pese a ello, estaban bailando, tratando de en­trar en calor. ¿Por qué les había abandonado el calor? ¿Dónde estaba su patria?
-Ésta es ahora nuestra patria -dijo Ashlar-. De­bemos acostumbrarnos al frío, del mismo modo que nos acostumbramos al calor.
No dejes que me maten, mamá.
Morrigan yacía en el diminuto espacio, llenando la burbuja de fluido, su cabello flotando a su alrededor y las rodillas apretadas contra los ojos.
-¿Qué te hace pensar que quieren hacerte daño, cariño?
Lo pienso porque tú también lo piensas, madre. Yo sé lo que tú sabes.
-¿Estás hablando con el bebé?
-Sí, y ella me contesta.
Los ojos de Mona empezaban a cerrarse cuando al­canzaron la autopista.
-Duerme un rato, tesoro. Vamos tragando millas; estamos circulando a ciento cuarente y cinco kilómetros por hora y ni siquiera se nota.
-Procura que no te multen.
-¿Crees que una bruja como yo no sabe manejar a un poli? No le daría tiempo ni a terminar de escribir el papelito.
Mona se echó a reír. Todo funcionaba a la perfección. No se podía pedir más.
Y aún faltaba lo mejor.





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