Edgar Allan Poe
Los Extraordinarios Casos de
Monsieur Dupont
INDICE
Poe nació en Baltimore en 1813. Pero no murió. Goza del dudoso privilegio de haber sido adoptado por una veleidosa matrona: la posteridad. Lo meció en sus brazos hasta nuestros días, pero no siempre se mostró maternal. Inicialmente, seducida e incestuosa, le proporcionaba a su hora el biberón de gloria, o de bourbon, tanto da, hasta que, cansada de acunarlo en su regazo, dejó de ser la madre protectora para abandonarlo a la merced de la marejada de las modas. Hubo quien dijo entonces (Poe par lui même, Ed. du Seuil, París) que Edgar Allan Poe era sólo un autor para niños. Tamaño imbécil de cuyo nombre no quiero acordarme ignoraba que los genios siempre son niños, niños borrachos para más señas, y que únicamente los niños y los borrachos dicen lo que sienten. O sea, la verdad, Edgar Allan Poe tenía eso que nuestro Claudio Rodríguez ha dado en denominar el don de la ebriedad. Una suprema lucidez que sólo los místicos y los poetas, valga la redundancia, alcanzan. Poe era un poeta, su propio nombre casi lo enuncia. Y su misticismo, revestido de cosmogonía, deviene lógica fulgurante remando entre la intuición y el intelecto, para convertirse en auténtica aventura de narrador. Penalizar a Poe corno a Stevenson, por su inocencia, es una burda manera de tratar de conjurar, en vano, el vértigo que suscita en los que, borrachos o no, todavía perseguimos al niño que un día fuimos para volver a formular las preguntas a las que nuestros mayores nunca respondieron y experimentar los miedos que ellos, hipócritamente, fingían haber superado. La carta que buscamos está sobre la mesa, y en este libro, pero el sobre sigue cerrado. Nadie osará abrirlo porque contiene un secreto que puede acarrear la destrucción. Ésa es la causa de nuestro muy racional terror. Y también el desafío.
De la imaginación nos empecinamos en apreciar solamente lo que consideramos ingenioso y nos apresuramos a relegarla al mundo de la fantasía sin comprender hasta qué punto es la única herramienta de que disponemos para atisbar la realidad. Hasta los científicos la utilizan vergonzosamente, sin nunca nombrarla. Tarde nos sorprendemos de que Frankenstein, por ejemplo, haya cobrado carta de existencia. Pues bien, los relatos de Edgar Allan Poe no son pirotecnia literaria y su vigencia necesita ser reivindicada, redescubierta diría yo, espabilando la memoria, como en su día lo fue por Charles Baudelaire, su hermano francés, que nos reveló el abismo de su mirada. Una mirada compartida por ambos. Basta confrontar sus retratos. Nacidos para conocerse sin encontrarse, y no por etílicas coincidencias, sino porque proyectaban la misma sombra, desde diferentes continentes. Lo que demuestra que los nexos no son únicamente genéticos, como ahora creemos. Y las distintas patrias de origen son también lo de menos. Baudelaire se reconoció en Poe como en un espejo. Y de él nos habla como de un sí mismo y nos dice las cosas que de sí hubiera querido oír. Proclama su amor a la belleza y el genio muy especial que le permite abordar, deforma impecable e implacable, terrible por consiguiente, la excepción en el orden moral. Y lo exalta como
el mejor escritor que jamás haya conocido. No exagera. Lo sabe y confirma como cosa experimentada en su interior que no requiere parámetros establecidos ni salvoconductos culturales. Destaca el ardor con el que Poe se zambulle en lo grotesco por amor a lo grotesco y en lo horrible por amor a lo horrible, lo que verifica la sinceridad de su obra y la imbricación del hombre con el poeta. Ensalza la voluptuosidad sobrenatural que el hombre experimenta al ver correr su propia sangre, las repentinas sacudidas, inútiles y violentas, los gritos lanzados al aire, sin que el espíritu haya impelido al gaznate. A Poe le gusta agitar sus figuras sobre fondos violáceos y verdosos en los que se revela la fosforescencia de la podredumbre y el olor de la tormenta. Eleva su arte a la altura de la gran poesía, concluye. Y pierde la compostura, delatándose, cuando nos habla del opio que dota de sentido mágico a las bocanadas de luz y color que hacen vibrar los ruidos con significativa sonoridad. Baudelaire, no cabe duda, ha hecho, por derecho, de Poe su propia experiencia y la expresa con la desfachatez y vehemencia del artista que se sumerge de rondón en las profundidades desdeñando las apariencias. Hoy sonará a vacua retórica a los que sólo sean capaces de percibir el eco de su muy postmoderna vacuidad. Pero Baudelaire era, y es, Baudelaire. Y nosotros, mal que nos pese, sus herederos. No podremos zafarnos de Poe, por digerido que haya sido, con el subterfugio del ninguneo, palabra de moda, ni la irrisión, actitud tarantínesca con la que creemos soslayar la soledad. Navegamos en el mismo barco. Rumbo a lo desconocido. También somos él. Y podríamos hacer nuestra la exclamación de otro hermano maldito, Guy de
Maupassant, cuando en presencia de su doble profiere: ¡Existe únicamente porque estoy solo!
Disfrutemos de la lectura de estos cuentos de Edgar Allan Poe para sentirnos en inquietante y honrada compañía.
Qué canción cantaban las sirenas, o que nombre adoptó Aquiles cuando se ocultó entre las mujeres, aunque son preguntas desconcertantes, no se hallan más allá de toda conjetura.
Sir Thomas Browne
Las condiciones mentales que suelen considerarse como analíticas son, en sí mismas, poco susceptibles de análisis. Las consideramos tan sólo por sus efectos. De ellas sabemos, entre otras cosas, que son siempre, para el que las posee, cuando se poseen en grado extraordinario, una fuente de vivísimos goces. Del mismo modo que el hombre fuerte disfruta con su habilidad física, deleitándose en ciertos ejercicios que ponen sus músculos en acción, el analista goza con esa actividad intelectual que se ejerce en el hecho de desentrañar. Consigue satisfacción hasta de las más triviales ocupaciones que ponen en juego su talento. Se desvive por los enigmas, acertijos y jeroglíficos, y en cada una de las soluciones muestra un sentido de agudeza que parece al vulgo una penetración sobrenatural. Los resultados, obtenidos por un solo espíritu y la esencia del método, adquieren realmente la apariencia total de una intuición.
Esta facultad de resolución está, posiblemente, muy fortalecida por los estudios matemáticos, y especialmente por esa importantísima rama de ellos que, impropiamente y sólo teniendo en cuenta sus operaciones previas, ha sido llamada par excellence análisis. Y, no obstante, calcular no es intrínsecamente analizar. Un jugador de ajedrez, por ejemplo, lleva a cabo lo uno sin esforzarse en lo otro. De esto se deduce que el juego de ajedrez, en sus efectos sobre el carácter mental, no está lo suficientemente comprendido. Yo no voy ahora a escribir un tratado, sino que prologo únicamente un relato muy singular, con observaciones efectuadas a la ligera. Aprovecharé, por tanto, esta ocasión para asegurar que las facultades más importantes de la inteligencia reflexiva trabajan con mayor decisión y provecho en el sencillo juego de damas que en toda esa frivolidad primorosa del ajedrez. En este último, donde las piezas tienen distintos y bizarres movimientos, con diversos y variables valores, lo que tan sólo es complicado, se toma equivocadamente —error muy común— por profundo. La atención, aquí, es poderosamente puesta en juego. Si flaquea un solo instante, se comete un descuido, cuyos resultados implican pérdida o derrota. Como quiera que los movimientos posibles no son solamente variados, sino complicados, las posibilidades de estos descuidos se multiplican; de cada diez casos, nueve triunfa el jugador más capaz de concentración y no el más perspicaz. En el juego de damas, por el contrario, donde los movimientos son únicos y de muy poca variación, las posibilidades de descuido son menores, y como la atención queda relativamente distraída, las ventajas que consigue cada una de las partes se logran por una perspicacia superior. Para ser menos abstractos supongamos, por ejemplo, un juego de damas cuyas piezas se han reducido a cuatro reinas y donde no es posible el descuido. Evidentemente, en este caso la victoria —hallándose los jugadores en igualdad de condiciones— puede decidirse en virtud de un movimiento recherche resultante de un determinado esfuerzo de la inteligencia. Privado de los recursos ordinarios, el analista consigue penetrar en el espíritu de su contrario; por tanto, se identifica con él, y a menudo descubre de una ojeada el único medio —a veces, en realidad, absurdamente sencillo— que puede inducirle a error o llevarlo a un cálculo equivocado.
Desde hace largo tiempo se conoce el whist por su influencia sobre la facultad calculadora, y hombres de gran inteligencia han encontrado en él un goce aparentemente inexplicable, mientras abandonaban el ajedrez como una frivolidad. No hay duda de que no existe ningún juego semejante que haga trabajar tanto la facultad analítica. El mejor jugador de ajedrez del mundo sólo puede ser poco más que el mejor jugador de ajedrez; pero la habilidad en el whist implica ya capacidad para el triunfo en todas las demás importantes empresas en las que la inteligencia se enfrenta con la inteligencia. Cuando digo habilidad, me refiero a esa perfección en el juego que lleva consigo una comprensión de todas las fuentes de donde se deriva una legítima ventaja. Estas fuentes no sólo son diversas, sino también multiformes. Se hallan frecuentemente en lo más recóndito del pensamiento, y son por entero inaccesibles para las inteligencias ordinarias. Observar atentamente es recordar distintamente. Y desde este punto de vista, el jugador de ajedrez capaz de intensa concentración jugará muy bien al whist, puesto que las reglas de Hoyle, basadas en el puro mecanismo del juego, son suficientes y, por lo general, comprensibles. Por esto, el poseer una buena memoria y jugar de acuerdo con «el libro» son, por lo común, puntos considerados como la suma total del jugar excelentemente. Pero en los casos que se hallan fuera de los límites de la pura regla es donde se evidencia el talento del analista. En silencio, realiza una porción de observaciones y deducciones. Posiblemente, sus compañeros harán otro tanto, y la diferencia en la extensión de la información obtenido no se basará tanto en la validez de la deducción como en la calidad de la observación. Lo importante es saber lo que debe ser observado. Nuestro jugador no se reduce únicamente al juego, y aunque éste sea el objeto de su atención, habrá de prescindir de determinadas deducciones originadas al considerar objetos extraños al juego. Examina la fisonomía de su compañero, y la compara cuidadosamente con la de cada uno de sus contrarios. Se fija en el modo de distribuir las cartas a cada mano, con frecuencia calculando triunfo por triunfo y tanto por tanto observando las miradas de los jugadores a su juego. Se da cuenta de cada una de las variaciones de los rostros a medida que avanza el juego, recogiendo gran número de ideas por las diferencias que observa en las distintas expresiones de seguridad, sorpresa, triunfo o desagrado. En la manera de recoger una baza juzga si la misma persona podrá hacer la que sigue. Reconoce la carta jugada en el ademán con que se deja sobre la mesa. Una palabra casual o involuntaria; la forma accidental con que cae o se vuelve una carta, con la ansiedad o la indiferencia que acompañan la acción de evitar que sea vista; la cuenta de las bazas y el orden de su colocación; la perplejidad, la duda, el entusiasmo o el temor, todo ello facilita a su aparentemente intuitiva percepción indicaciones del verdadero estado de cosas. Cuando se han dado las dos o tres primeras vueltas, conoce completamente los juegos de cada uno, y desde aquel momento echa sus cartas con tal absoluto dominio de propósitos como si el resto de los jugadores las tuvieran vueltas hacia él.
El poder analítico no debe confundirse con el simple ingenio, porque mientras el analista es necesariamente ingenioso, el hombre ingenioso está con frecuencia notablemente incapacitado para el análisis. La facultad constructiva o de combinación con que por lo general se manifiesta el ingenio, y a la que los frenólogos, equivocadamente, a mi parecer, asignan un órgano aparte, suponiendo que se trata de una facultad primordial, se ha visto tan a menudo en individuos cuya inteligencia bordeaba, por otra parte, la idiotez, que ha atraído la atención general de los escritores de temas morales. Entre el ingenio y la aptitud analítica hay una diferencia mucho mayor, en efecto, que entre la fantasía y la imaginación, aunque de un carácter rigurosamente análogo. En realidad, se observará fácilmente que el hombre ingenioso es siempre fantástico, mientras que el verdadero imaginativo nunca deja de ser analítico.
El relato que sigue a continuación podrá servir en cierto modo al lector para ilustrarle en una interpretación de las proposiciones que acabo de anticipar.
Encontrándome en París durante la primavera y parte del verano de 18..., conocí allí a Monsieur C. Auguste Dupin. Pertenecía este joven caballero a una excelente, o, mejor dicho, ilustre familia, pero por una serie de adversos sucesos se había quedado reducido a tal pobreza, que sucumbió la energía de su carácter y renunció a sus ambiciones mundanas, lo mismo que a procurar el restablecimiento de su fortuna. Con el beneplácito de sus acreedores, quedó todavía en posesión de un pequeño resto de su patrimonio, y con la renta que éste le producía encontró el medio, gracias a una economía rigurosa, de subvenir a las necesidades de su vida, sin preocuparse en absoluto por lo más superfluo. En realidad, su único lujo eran los libros, y en París éstos son fáciles de adquirir.
Nuestro conocimiento tuvo efecto en una oscura biblioteca de la rue Montmartre, donde nos puso en estrecha intimidad la coincidencia de buscar los dos un muy raro y al mismo tiempo notable volumen. Nos vimos con frecuencia. Yo me había interesado vivamente por la sencilla historia de su familia, que me contó detalladamente con toda la ingenuidad con que un francés se explaya en sus confidencias cuando habla de sí mismo. Por otra parte, me admiraba el número de sus lecturas, y, sobre todo, me llegaba al alma el vehemente afán y la viva frescura de su imaginación. La índole de las investigaciones que me ocupaban entonces en París me hicieron comprender que la amistad de un hombre semejante era para mí un inapreciable tesoro. Con esta idea, me confié francamente a él. Por último, convinimos en que viviríamos juntos todo el tiempo que durase mi permanencia en la ciudad, y como mis asuntos económicos se desenvolvían menos embarazosamente que los suyos, me fue permitido participar en los gastos de alquiler, y amueblar, de acuerdo con el carácter algo fantástico y melancólico de nuestro común temperamento, una vieja y grotesca casa abandonada hacía ya mucho tiempo, en virtud de ciertas supersticiones que no quisimos averiguar. Lo cierto es que la casa se estremecía como si fuera a hundirse en un retirado y desolado rincón del faubourg Saint Germain.
Si hubiera sido conocida por la gente la rutina de nuestra vida en aquel lugar, nos hubieran tomado por locos, aunque de especie inofensiva. Nuestra reclusión era completa. No recibíamos visita alguna. En realidad, el lugar de nuestro retiro era un secreto guardado cuidadosamente para mis antiguos camaradas, y ya hacía mucho tiempo que Dupin había cesado de frecuentar o hacerse visible en París. Vivíamos sólo para nosotros.
Una rareza del carácter de mi amigo —no sé cómo calificarla de otro modo— consistía en estar enamorado de la noche. Pero con esta bizarrerie, como con todas las demás suyas, condescendía yo tranquilamente, y me entregaba a sus singulares caprichos con un perfecto abandon. No siempre podía estar con nosotros la negra divinidad, pero sí podíamos falsear su presencia. En cuanto la mañana alboreaba, cerrábamos inmediatamente los macizos postigos de nuestra vieja casa y encendíamos un par de bujías intensamente perfumadas y que sólo daban un lívido y débil resplandor, bajo el cual entregábamos nuestras almas a sus ensueños, leíamos, escribíamos o conversábamos, hasta que el reloj nos advertía la llegada de la verdadera oscuridad. Salíamos entonces cogidos del brazo a pasear por las calles, continuando la conversación del día y rondando por doquier hasta muy tarde, buscando a través de las estrafalarias luces y sombras de la populosa ciudad esas innumerables excitaciones mentales que no puede procurar la tranquila observación.
En circunstancias tales, yo no podía menos de notar y admirar en Dupin (aunque ya, por la rica imaginación de que estaba dotado, me sentía preparado a esperarlo) un talento particularmente analítico. Por otra parte, parecía deleitarse intensamente en ejercerlo (si no exactamente en desplegarlo), y no vacilaba en confesar el placer que ello le producía. Se vanagloriaba ante mí burlonamente de que muchos hombres, para él, llevaban ventanas en el pecho, y acostumbraba a apoyar tales afirmaciones usando de pruebas muy sorprendentes y directas de su íntimo conocimiento de mí. En tales momentos, sus maneras eran glaciales y abstraídas. Se quedaban sus ojos sin expresión, mientras su voz, por lo general ricamente atenorada, se elevaba hasta un timbre atiplado, que hubiera parecido petulante de no ser por la ponderada y completa claridad de su pronunciación. A menudo, viéndolo en tales disposiciones de ánimo, meditaba yo acerca de la antigua filosofía del Alma Doble, y me divertía la idea de un doble Dupin: el creador y el analítico.
Por cuanto acabo de decir, no hay que creer que estoy contando algún misterio o escribiendo una novela. Mis observaciones a propósito de este francés no son más que el resultado de una inteligencia hiperestesiada o tal vez enferma. Un ejemplo dará mejor idea de la naturaleza de sus observaciones durante la época a que aludo.
Íbamos una noche paseando por una calle larga y sucia, cercana al Palais Royal. Al parecer, cada uno de nosotros se había sumido en sus propios pensamientos, y por lo menos durante quince minutos ninguno pronunció una sola sílaba. De pronto, Dupin rompió el silencio con estas palabras:
—En realidad, ese muchacho es demasiado pequeño y estaría mejor en el Théâtre des Varietés.
—No cabe duda —repliqué, sin fijarme en lo que decía y sin observar en aquel momento, tan absorto había estado en mis reflexiones, el modo extraordinario con que mi interlocutor había hecho coincidir sus palabras con mis meditaciones.
Un momento después me repuse y experimenté un profundo asombro.
—Dupin —dije gravemente—, lo que ha sucedido excede mi comprensión. No vacilo en manifestar que estoy asombrado y que apenas puedo dar crédito a lo que he oído. ¿Cómo es posible que haya usted podido adivinar que estaba pensando en... ?
Diciendo esto, me interrumpí para asegurarme, ya sin ninguna dada, de que él sabía realmente en quién pensaba.
—¿En Chantilly? —preguntó—. ¿Por qué se ha interrumpido? Usted pensaba que su escasa estatura no era la apropiada para dedicarse a la tragedia.
Esto era precisamente lo que había constituido el tema de mis reflexiones. Chantilly era un ex zapatero remendón de la rue Saint Denis que, apasionado por el teatro, había representado el papel de Jeries en la tragedia de Crebillon de este título. Pero sus esfuerzos habían provocado la burla del público.
—Dígame usted, por Dios —exclamé—, por qué método, si es que hay alguno, ha penetrado usted en mi alma en este caso.
Realmente, estaba yo mucho más asombrado de lo que hubiese querido confesar.
—Ha sido el vendedor de frutas —contestó mi amigo— quien le ha llevado a usted a la conclusión de que el remendón de suelas no tiene la suficiente estatura para representar el papel de Jerjes et id genus omne.
—¿El vendedor de frutas? Me asombra usted. No conozco a ninguno.
—Sí; es ese hombre con quien ha tropezado usted al entrar en esta calle, hará unos quince minutos.
Recordé entonces que, en efecto, un vendedor de frutas, que llevaba sobre la cabeza una gran banasta de manzanas, estuvo a punto de hacerme caer, sin pretenderlo, cuando pasábamos de la calle C... a la calleja en que ahora nos encontrábamos. Pero yo no podía comprender la relación de este hecho con Chantilly.
No había por qué suponer charlatanerie alguna en Dupin.
—Se lo explicaré —me dijo—. Para que pueda usted darse cuenta de todo claramente, vamos a repasar primero en sentido inverso el curso de sus meditaciones desde este instante en que le estoy hablando hasta el de su rencontre con el vendedor de frutas. En sentido inverso, los más importantes eslabones de la cadena se suceden de esta forma: Chantilly, Orión, doctor Nichols, Epicuro, estereotomía de los adoquines y el vendedor de frutas.
Existen pocas personas que no se hayan entretenido, en cualquier momento de su vida, en recorrer en sentido inverso las etapas por las cuales han sido conseguidas ciertas conclusiones de su inteligencia. Frecuentemente es una ocupación llena de interés, y el que la prueba por primera vez se asombra de la aparente distancia ilimitada y de la falta de ilación que parece median desde el punto de partida hasta la meta final. Júzguese, pues, cuál no sería mi asombro cuando escuché lo que el francés acababa de decir, y no pude menos de reconocer que había dicho la verdad. Continuó después de este modo:
—Si mal no recuerdo, en el momento en que íbamos a dejar la calle C... hablábamos de caballos. Éste era el último tema que discutimos. Al entrar en esta calle, un vendedor de frutas que llevaba una gran banasta sobre la cabeza, pasó velozmente ante nosotros y lo empujó a usted contra un montón de adoquines, en un lugar donde la calzada se encuentra en reparación. Usted puso el pie sobre una de las piedras sueltas, resbaló y se torció levemente el tobillo. Aparentó usted cierto fastidio o mal humor, murmuró unas palabras, se volvió para observar el montón de adoquines y continuó luego caminando en silencio. Yo no prestaba particular atención a lo que usted hacía, pero, desde hace mucho tiempo, la observación se ha convertido para mí en una especie de necesidad.
»Caminaba usted con los ojos fijos en el suelo, mirando, con malhumorada expresión, los baches y rodadas del empedrado, por lo que deduje que continuaba usted pensando todavía en las piedras. Procedió así hasta que llegamos a la callejuela llamada Lamartine, que, a modo de prueba, ha sido pavimentada con tarugos sobrepuestos y acoplados sólidamente. Al entrar en ella, su rostro se iluminó, y me di cuenta de que se movían sus labios. Por este movimiento no me fue posible dudar que pronunciaba usted la palabra «estereotomía», término que tan afectadamente se aplica a esta especie de pavimentación. Yo estaba seguro de que no podía usted pronunciar para sí la palabra «estereotomía» sin que esto le llevara a pensar en los átomos, y, por consiguiente, en las teorías de Epicuro. Y como quiera que no hace mucho rato discutíamos este tema, le hice notar a usted de qué modo tan singular, y sin que ello haya sido muy notado, las vagas conjeturas de ese noble griego han encontrado en la reciente cosmogonía nebular su confirmación. He comprendido por esto que no podía usted resistir a la tentación de levantar sus ojos a la gran nobula de Orión, y con toda seguridad he esperado que usted lo hiciera. En efecto, usted ha mirado a lo alto, y he adquirido entonces la certeza de haber seguido correctamente el hilo de sus pensamientos. Ahora bien, en la amarga tirada sobre Chantilly, publicada ayer en el Musée, el escritor satírico, haciendo mortificantes alusiones al cambio de nombre del zapatero al calzarse el coturno, citaba un verso latino del que hemos hablado nosotros con frecuencia. Me refiero a éste:
»Yo le había dicho a usted que este verso se relacionaba con la palabra Orión, que en un principio se escribía Urión. Además, por determinadas discusiones un tanto apasionadas que tuvimos acerca de mi interpretación, tuve la seguridad de que usted no la habría olvidado. Por tanto, era evidente que asociaría usted las dos ideas: Orión y Chantilly, y esto lo he comprendido por la forma de la sonrisa que he visto en sus labios. Ha pensado usted, pues, en aquella inmolación del pobre zapatero. Hasta ese momento, usted había caminado con el cuerpo encorvado, pero a partir de entonces se irguió usted, recobrando toda su estatura. Este movimiento me ha confirmado que pensaba usted en la diminuta figura de Chantilly, y ha sido entonces cuando he interrumpido sus meditaciones para observar que, por tratarse de un hombre de baja estatura, estaría mejor Chantilly en el Théâtre des Varietés.
Poco después de esta conversación hojeábamos una edición de la tarde de la Gazette des Tribunaux cuando llamaron nuestra atención los siguientes titulares:
«EXTRAORDINARIOS CRÍMENES
»Esta madrugada, alrededor de las tres, los habitantes del quartier Saint Roch fueron despertados por una serie de espantosos gritos que parecían proceder del cuarto piso de una casa de la rue Morgue, ocupada, según se dice, por una tal Madame L'Espanaye y su hija Mademoiselle Camille L'Espanaye. Después de algún tiempo empleado en infructuosos esfuerzos para poder penetrar buenamente en la casa, se forzó la puerta de entrada con una palanca de hierro, y entraron ocho o diez vecinos acompañados de dos gendarmes. En ese momento cesaron los gritos; pero en cuanto aquellas personas llegaron apresuradamente al primer rellano de la escalera, se distinguieron dos o más voces ásperas que parecían disputar violentamente y proceder de la parte alta de la casa. Cuando la gente llegó al segundo rellano, cesaron también aquellos rumores y todo permaneció en absoluto silencio. Los vecinos recorrieron todas las habitaciones precipitadamente. Al llegar, por último, a una gran sala situada en la parte posterior del cuarto piso, cuya puerta hubo de ser forzada, por estar cerrada interiormente con llave, se ofreció a los circunstantes un espectáculo que sobrecogió su ánimo, no sólo de horror, sino de asombro.
»Se hallaba la habitación en violento desorden, rotos los muebles y diseminados en todas direcciones. No quedaba más lecho que la armadura de una cama, cuyas partes habían sido arrancadas y tiradas por el suelo. Sobre una silla se encontró una navaja barbera manchada de sangre. Había en la chimenea dos o tres largos y abundantes mechones de pelo cano, empapados en sangre y que parecían haber sido arrancados de raíz. En el suelo se encontraron cuatro napoleones, un zarcillo adornado con un topacio, tres grandes cucharas de plata, tres cucharillas de metal d,Alger y dos sacos conteniendo, aproximadamente, cuatro mil francos en oro. En un rincón se hallaron los cajones de una cómoda abiertos, y, al parecer, saqueados, aunque quedaban en ellos algunas cosas. Se encontró también un cofrecillo de hierro bajo la cama, no bajo su armadura. Se hallaba abierto, y la cerradura contenía aún la llave. En el cofre no se encontraron más que unas cuantas cartas viejas y otros papeles sin importancia.
»No se encontró rastro alguno de Madame L'Espanaye; pero como quiera que se notase una anormal cantidad de hollín en el hogar, se efectuó un reconocimiento de la chimenea, y —horroriza decirlo— se extrajo de ella el cuerpo de su hija, que estaba colocado cabeza abajo y que había sido introducido por la estrecha abertura hasta una altura considerable. El cuerpo estaba todavía caliente. Al examinarlo se comprobaron en él numerosas escoriaciones ocasionadas sin duda por la violencia con que el cuerpo había sido metido allí y por el esfuerzo que hubo de emplearse para sacarlo. En su rostro se veían profundos arañazos, y en la garganta, cárdenas magulladuras y hondas huellas producidas por las uñas, como si la muerte se hubiera verificado por estrangulación.
»Después de un minucioso examen efectuado en todas las habitaciones, sin que se lograra ningún nuevo descubrimiento, los presentes se dirigieron a un pequeño patio pavimentado, situado en la parte posterior del edificio, donde hallaron el cadáver de la anciana señora, con el cuello cortado de tal modo, que la cabeza se desprendió del tronco al levantar el cuerpo. Tanto éste como la cabeza estaban tan horriblemente mutilados, que apenas conservaban apariencia humana.
»Que sepamos, no se ha obtenido hasta el momento el menor indicio que permita aclarar este horrible misterio.»
El diario del día siguiente daba algunos nuevos pormenores:
«LA TRAGEDIA DE LA RUE MORGUE
»Gran número de personas han sido interrogadas con respecto a tan extraordinario y horrible affaire (la palabra affaire no tiene todavía en Francia el poco significado que se le da entre nosotros), pero nada ha podido deducirse que arroje alguna luz sobre ello. Damos a continuación todas las declaraciones más importantes que se han obtenido:
»Pauline Dubourg, lavandera, declara haber conocido desde hace tres años a las víctimas y haber lavado para ellas durante todo este tiempo. Tanto la madre como la hija parecían vivir en buena armonía y profesarse mutuamente un gran cariño. Pagaban con puntualidad. Nada se sabe acerca de su género de vida y medios de existencia. Supone que Madame L'Espanaye decía la buenaventura para ganarse el sustento. Tenía fama de poseer algún dinero escondido. Nunca encontró a otras personas en la casa cuando la llamaban para recoger la ropa, ni cuando la devolvía. Estaba absolutamente segura de que las señoras no tenían servidumbre alguna. Salvo el cuarto piso, no parecía que hubiera muebles en ninguna parte de la casa.
»Pierre Moreau, estanquero, declara que es el habitual proveedor de tabaco y de rapé de Madame L'Espanaye desde hace cuatros años. Nació en su vecindad y ha vivido siempre allí. Hacía más de seis años que la muerta y su hija vivían en la casa donde fueron encontrados sus cadáveres. Anteriormente a su estadía, el piso había sido ocupado por un joyero, que alquilaba a su vez las habitaciones interiores a distintas personas. La casa era propiedad de Madame L'Espanaye. Descontenta por los abusos de su inquilino, se había trasladado al inmueble de su propiedad, negándose a alquilar ninguna parte de él. La buena señora chocheaba a causa de la edad. El testigo había visto a su hija unas cinco o seis veces durante los seis años. Las dos llevaban una vida muy retirada, y era fama que tenían dinero. Entre los vecinos había oído decir que Madame L'Espanaye decía la buenaventura, pero él no lo creía. Nunca había visto atravesar la puerta a nadie, excepto a la señora y a su hija, una o dos voces a un recadero y ocho o diez a un médico.
»En esta misma forma declararon varios vecinos, pero de ninguno de ellos se dice que frecuentaran la casa. Tampoco se sabe que la señora y su hija tuvieran parientes vivos. Raramente estaban abiertos los postigos de los balcones de la fachada principal. Los de la parte trasera estaban siempre cerrados, a excepción de las ventanas de la gran sala posterior del cuarto piso. La casa era una finca excelente y no muy vieja.
»Isidoro Muset, gendarme, declara haber sido llamado a la casa a las tres de la madrugada, y dice que halló ante la puerta principal a unas veinte o treinta personas que procuraban entrar en el edificio. Con una bayoneta, y no con una barra de hierro, pudo, por fin, forzar la puerta. No halló grandes dificultades en abrirla, porque era de dos hojas y carecía de cerrojo y pasador en su parte alta. Hasta que la puerta fue forzada, continuaron los gritos, pero luego cesaron repentinamente. Daban la sensación de ser alaridos de una o varias personas víctimas de una gran angustia. Eran fuertes y prolongados, y no gritos breves y rápidos. El testigo subió rápidamente los escalones. Al llegar al primer rellano, oyó dos voces que disputaban acremente. Una de éstas era áspera, y la otra, aguda, una voz muy extraña. De la primera pudo distinguir algunas palabras, y le pareció francés el que las había pronunciado. Pero, evidentemente, no era voz de mujer. Distinguió claramente las palabras "sacre" y "diable". La aguda voz pertenecía a un extranjero, pero el declarante no puede asegurar si se trataba de hombre o mujer. No pudo distinguir lo que decían, pero supone que hablasen español. El testigo descubrió el estado de la casa y de los cadáveres como fue descrito ayer por nosotros.
»Henri Duval, vecino, y de oficio platero, declara que él formaba parte del grupo que entró primeramente en la casa. En términos generales, corrobora la declaración de Muset. En cuanto se abrieron paso, forzando la puerta, la cerraron de nuevo, con objeto de contener a la muchedumbre que se había reunido a pesar de la hora. Este opina que la voz aguda sea la de un italiano, y está seguro de que no era la de un francés. No conoce el italiano. No pudo distinguir las palabras, pero, por la entonación del que hablaba, está convencido de que era un italiano. Conocía a Madame L'Espanaye y a su hija. Con las dos había conversado con frecuencia. Estaba seguro de que la voz no correspondía a ninguna de las dos mujeres.
»Odenheimer, restaurateur. Voluntariamente, el testigo se ofreció a declarar. Como no hablaba francés, fue interrogado haciéndose uso de un intérprete. Es natural de Ámsterdam. Pasaba por delante de la casa en el momento en que se oyeron los gritos. Se detuvo durante unos minutos, diez, probablemente. Eran fuertes y prolongados, y producían horror y angustia. Fue uno de los que entraron en la casa. Corrobora las declaraciones anteriores en todos sus detalles, excepto uno: está seguro de que la voz aguda era la de un hombre, la de un francés. No pudo distinguir claramente las palabras que había pronunciado. Estaban dichas en alta voz y rápidamente, con cierta desigualdad, pronunciadas, según suponía, con miedo y con ira al mismo tiempo. La voz era áspera. Realmente, no puede asegurarse que fuese una voz aguda. La voz grave dijo varias veces: "Sacré", "diable", y una sola "Man Dieu".
»Jules Mignaud, banquero, de la casa "Mignaud et Fils", de la rue Deloraie. Es el mayor de los Mignaud. Madame L'Espanaye tenía algunos intereses. Había abierto una cuenta corriente en su casa de banca en la primavera del año... (ocho años antes). Con frecuencia había ingresado pequeñas cantidades. No retiró ninguna hasta tres días antes de su muerte. La retiró personalmente, y la suma ascendía a cuatro mil francos. La cantidad fue pagada en oro, y se encargó a un dependiente que la llevara a su casa.
»Adolphe Le Bon, dependiente de la "Banca Mignaud et Fils", declara que en el día de autos, al mediodía, acompañó a Madame L'Espanaye a su domicilio con los cuatro mil francos, distribuidos en dos pequeños talegos. Al abrirse la puerta, apareció Mademoiselle L'Espanaye Ésta cogió uno de los saquitos, y la anciana señora el otro. Entonces, él saludó y se fue. En aquellos momentos no había nadie en la calle. Era una calle apartada, muy solitaria.
»William Bird, sastre, declara que fue uno de los que entraron en la casa. Es inglés. Ha vivido dos años en París. Fue uno de los primeros que subieron por la escalera. Oyó las voces que disputaban. La gruesa era de un francés. Pudo oír algunas palabras, pero ahora no puede recordarlas todas. Oyó claramente "sacré" y "Man Dieu". Por un momento se produjo un rumor, como si varias personas peleasen. Ruido de riña y forcejeo. La voz aguda era muy fuerte, más que la grave. Está seguro de que no se trataba de la voz de ningún inglés, sino más bien la de un alemán. Podía haber sido la de una mujer. No entiende el alemán.
»Cuatro de los testigos mencionados arriba, nuevamente interrogados, declararon que la puerta de la habitación en que fue encontrado el cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye se hallaba cerrada por dentro cuando el grupo llegó a ella. Todo se hallaba en un silencio absoluto. No se oían ni gemidos ni ruidos de ninguna especie. Al forzar la puerta, no se vio a nadie. Tanto las ventanas de la parte posterior como las de la fachada estaban cerradas y aseguradas fuertemente por dentro con sus cerrojos respectivos. Entre las dos salas se hallaba también una puerta de comunicación, que estaba cerrada, pero no con llave. La puerta que conducía de la habitación delantera al pasillo estaba cerrada por dentro con llave. Una pequeña estancia de la parte delantera del cuarto piso, a la entrada del pasillo, estaba abierta también, puesto que tenía la puerta entornada. En esta sala se hacinaban camas viejas, cofres y objetos de esta especie. No quedó una sola pulgada de la casa sin que hubiese sido registrada cuidadosamente. Se ordenó que tanto por arriba como por abajo se introdujeran deshollinadores por las chimeneas. La casa constaba de cuatro pisos, con buhardillas (mansardas). En el techo se hallaba, fuertemente asegurado, un escotillón, y parecía no haber sido abierto durante muchos años. Por lo que respecta al intervalo de tiempo transcurrido entre las voces que disputaban y el acto de forzar la puerta del piso, las afirmaciones de los testigos difieren bastante. Unos hablan de tres minutos, y otros amplían este tiempo a cinco. Costó mucho forzar la puerta.
»Alfonso García, empresario de pompas fúnebres, declara que habita en la rue Morgue, y que es español. También formaba parte del grupo que entró en la casa. No subió la escalera, porque es muy nervioso y temía los efectos que pudiera producirle la emoción. Oyó las voces que disputaban. La grave era de un francés. No pudo distinguir lo que decían, y está seguro de que la voz aguda era de un inglés. No entiende este idioma, pero se basa en la entonación.
»Alberto Montan, confitero declara haber sido uno de los primeros en subir la escalera. Oyó las voces aludidas. La grave era de francés. Pudo distinguir varias palabras. Parecía como si este individuo reconviniera a otro. En cambio, no pudo comprender nada de la voz aguda. Hablaba rápidamente y de forma entrecortada. Supone que esta voz fuera la de un ruso. Corrobora también las declaraciones generales. Es italiano. No ha hablado nunca con ningún ruso.
»Interrogados de nuevo algunos testigos, certificaron que las chimeneas de todas las habitaciones del cuarto piso eran demasiado estrechas para que permitieran el paso de una persona. Cuando hablaron de "deshollinadores", se refirieron a las escobillas cilíndricas que con ese objeto usan los limpiachimeneas. Las escobillas fueron pasadas de arriba abajo por todos los tubos de la casa. En la parte posterior de ésta no hay paso alguno por donde alguien hubiese podido bajar mientras el grupo subía las escaleras. El cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye estaba tan fuertemente introducido en la chimenea, que no pudo ser extraído de allí sino con la ayuda de cinco hombres.
»Paul Dumas, médico, declara que fue llamado hacia el amanecer para examinar los cadáveres. Yacían entonces los dos sobre las correas de la armadura de la cama, en la habitación donde fue encontrada Mademoiselle L'Espanaye. El cuerpo de la joven estaba muy magullado y lleno de excoriaciones. Se explican suficientemente estas circunstancias por haber sido empujado hacia arriba en la chimenea. Sobre todo, la garganta presentaba grandes excoriaciones. Tenía también profundos arañazos bajo la barbilla, al lado de una serie de lívidas manchas que eran, evidentemente, impresiones de dedos. El rostro se hallaba horriblemente descolorido, y los ojos fuera de sus órbitas. La lengua había sido mordida y seccionada parcialmente. Sobre el estómago se descubrió una gran magulladura, producida, según se supone, por la presión de una rodilla. Según Monsieur Dumas, Mademoiselle L'Espanaye había sido estrangulada por alguna persona o personas desconocidas. El cuerpo de su madre estaba horriblemente mutilado. Todos los huesos de la pierna derecha y del brazo estaban, poco o mucho, quebrantados. La tibia izquierda, igual que las costillas del mismo lado, estaban hechas astillas. Tenía todo el cuerpo con espantosas magulladuras y descolorido. Es imposible certificar cómo fueron producidas aquellas heridas. Tal vez un pesado garrote de madera, o una gran barra de hierro —alguna silla—, o una herramienta ancha, pesada y roma, podría haber producido resultados semejantes. Pero siempre que hubieran sido manejados por un hombre muy fuerte. Ninguna mujer podría haber causado aquellos golpes con clase alguna de arma. Cuando el testigo la vio, la cabeza de la muerta estaba totalmente separada del cuerpo y, además, destrozada. Evidentemente, la garganta había sido seccionada con un instrumento afiladísimo, probablemente una navaja barbera.
»Alexandre Etienne, cirujano, declara haber sido llamado al mismo tiempo que el doctor Dumas, para examinar los cuerpos. Corroboró la declaración y las opiniones de éste.
»No han podido obtenerse más pormenores importantes en otros interrogatorios. Un crimen tan extraño y tan complicado en todos sus aspectos no había sido cometido jamás en París, en el caso de que se trate realmente de un crimen. La Policía carece totalmente de rastro, circunstancia rarísima en asuntos de tal naturaleza. Puede asegurarse, pues, que no existe la menor pista.»
En la edición de la tarde, afirmaba el periódico que reinaba todavía gran excitación en el quartier Saint Roch; que, de nuevo, se habían investigado cuidadosamente las circunstancias del crimen, pero que no se había obtenido ningún resultado. A última hora anunciaba una noticia que Adolphe Le Bon había sido detenido y encarcelado; pero ninguna de las circunstancias ya expuestas parecía acusarle.
Dupin demostró estar particularmente interesado en el desarrollo de aquel asunto; cuando menos, así lo deducía yo por su conducta, porque no hacía ningún comentario. Tan sólo después de haber sido encarcelado Le Bon me preguntó mi parecer sobre aquellos asesinatos.
Yo no pude expresarle sino mi conformidad con todo el público parisiense, considerando aquel crimen como un misterio insoluble. No acertaba a ver el modo en que pudiera darse con el asesino.
—Por interrogatorios tan superficiales no podemos juzgar nada con respecto al modo de encontrarlo —dijo Dupin—. La Policía de París, tan elogiada por su perspicacia, es astuta, pero nada más. No hay más método en sus diligencias que el que las circunstancias sugieren. Exhiben siempre las medidas tomadas, pero con frecuencia ocurre que son tan poco apropiadas a los fines propuestos que nos hacen pensar en Monsieur Jourdain pidiendo su robede chambre, pour mieux entendre la musique. A veces no dejan de ser sorprendentes los resultados obtenidos. Pero, en su mayor parte, se consiguen por mera insistencia y actividad. Cuando resultan ineficaces tales procedimientos, fallan todos sus planes. Vidocq, por ejemplo, era un excelente adivinador y un hombre perseverante; pero como su inteligencia carecía de educación, se equivocaba con frecuencia por la misma intensidad de sus investigaciones. Disminuía el poder de su visión por mirar el objeto tan de cerca. Era capaz de ver, probablemente, una o dos circunstancias con una poco corriente claridad; pero al hacerlo perdía necesariamente la visión total del asunto. Esto puede decirse que es el defecto de ser demasiado profundo. La verdad no está siempre en el fondo de un pozo. En realidad, yo pienso que, en cuanto a lo que más importa conocer, es invariablemente superficial. La profundidad se encuentra en los valles donde la buscamos, pero no en las cumbres de las montañas, que es donde la vemos. Las variedades y orígenes de esta especie de error tienen un magnífico ejemplo en la contemplación de los cuerpos celestes. Dirigir a una estrella una rápida ojeada, examinarla oblicuamente, volviendo hacia ella las partes exteriores de la retina (que son más sensibles a las débiles impresiones de la luz que las anteriores), es contemplar la estrella distintamente, obtener la más exacta apreciación de su brillo, brillo que se oscurece a medida que volvemos nuestra visión de lleno hacía ella. En el último caso, caen en los ojos mayor número de rayos, pero en el primero se obtiene una receptibilidad más afinada. Con una extrema profundidad, embrollamos y debilitamos el pensamiento, y aun lo confundimos. Podemos, incluso, lograr que Venus se desvanezca del firmamento si le dirigimos una atención demasiado sostenida, demasiado concentrada o demasiado directa.
»Por lo que respecta a estos asesinatos, examinemos algunas investigaciones por nuestra cuenta, antes de formar de ellos una opinión. Una investigación como ésta nos procurará una buena diversión —a mí me pareció impropia esta última palabra, aplicada al presente caso, pero no dije nada—, y, por otra parte, Le Bon ha comenzado por prestarme un servicio y quiero demostrarle que no soy un ingrato. Iremos al lugar del suceso y lo examinaremos con nuestros propios ojos. Conozco a G..., el prefecto de Policía, y no me será difícil conseguir el permiso necesario.
Nos fue concedida la autorización, y nos dirigimos inmediatamente a la rue Morgue. Es ésta una de esas miserables callejuelas que unen la rue Richelieu y la de Saint Roch. Cuando llegamos a ella, eran ya las últimas horas de la tarde, porque este barrio se encuentra situado a gran distancia de aquel en que nosotros vivíamos. Pronto hallamos la casa; aún había frente a ella varias personas mirando con vana curiosidad las ventanas cerradas. Era una casa como tantas de París. Tenía una puerta principal, y en uno de sus lados había una casilla de cristales con un bastidor corredizo en la ventanilla, y parecía ser la loge de concierge2. Antes de entrar nos dirigimos calle arriba, y, torciendo de nuevo, pasamos a la fachada posterior del edificio. Dupin examinó durante todo este rato los alrededores, así como la casa, con una atención tan cuidadosa, que me era imposible comprender su finalidad.
Volvimos luego sobre nuestros pasos, y llegamos ante la fachada de la casa. Llamamos a la puerta, y después de mostrar nuestro permiso, los agentes de guardia nos permitieron la entrada. Subimos las escaleras, hasta llegar a la habitación donde había sido encontrado el cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye y donde se hallaban aún los dos cadáveres. Como de costumbre, había sido respetado el desorden de la habitación. Nada vi de lo que se había publicado en la Gazette des Tribunaux. Dupin lo analizaba todo minuciosamente, sin exceptuar los cuerpos de las víctimas. Pasamos inmediatamente a otras habitaciones, y bajamos luego al patio. Un gendarme nos acompañó a todas partes, y la investigación nos ocupó hasta el anochecer, marchándonos entonces. De regreso a nuestra casa, mi compañero se detuvo unos minutos en las oficinas de un periódico.
He dicho ya que las rarezas de mi amigo eran muy diversas y que je les menageais: esta frase no tiene equivalente en inglés. Hasta el día siguiente, a mediodía, rehusó toda conversación sobre los asesinatos. Entonces me preguntó de pronto si yo había observado algo particular en el lugar del hecho.
En su manera de pronunciar la palabra «particular» había algo que me produjo un estremecimiento sin saber por qué.
—No, nada de particular —le dije—; por lo menos, nada más de lo que ya sabemos por el periódico.
—Mucho me temo —me replicó— que la Gazette no haya logrado penetrar en el insólito horror del asunto. Pero dejemos las necias opiniones de este papelucho. Yo creo que si este misterio se ha considerado como insoluble, por la misma razón debería de ser fácil de resolver, y me refiero al outre carácter de sus circunstancias. La Policía se ha confundido por la ausencia aparente de motivos que justifiquen, no el crimen, sino la atrocidad con que ha sido cometido. Asimismo, les confunde la aparente imposibilidad de conciliar las voces que disputaban con la circunstancia de no haber hallado arriba sino a Mademoiselle L'Espanaye, asesinada, y no encontrar la forma de que nadie saliera del piso sin ser visto por las personas que subían por las escaleras. El extraño desorden de la habitación; el cadáver metido con la cabeza hacia abajo en la chimenea; la mutilación espantosa del cuerpo de la anciana, todas estas consideraciones, con las ya descritas y otras no dignas de mención, han sido suficientes para paralizar sus facultades, haciendo que fracasara por completo la tan cacareada perspicacia de los agentes del Gobierno. Han caído en el grande aunque común error de confundir lo insólito con lo abstruso. Pero precisamente por estas desviaciones de lo normal es por donde ha de hallar la razón su camino en la investigación de la verdad, en el caso de que ese hallazgo sea posible. En investigaciones como la que estamos realizando ahora, no hemos de preguntarnos tanto «qué ha ocurrido» como «qué ha ocurrido que no había ocurrido jamás hasta ahora». Realmente la sencillez con que yo he de llegar o he llegado ya a la solución de este misterio, se halla en razón directa con su aparente falta de solución en el criterio de la Policía.
Con mudo asombro, contemplé a mi amigo.
—Estoy esperando ahora —continuó diciéndome mirando a la puerta de nuestra habitación— a un individuo que aun cuando probablemente no ha cometido esta carnicería bien puede estar, en cierta medida, complicado en ella. Es probable que resulte inocente de la parte más desagradable de los crímenes cometidos. Creo no equivocarme en esta suposición, porque en ella se funda mi esperanza de descubrir el misterio. Espero a este individuo aquí en esta habitación y de un momento a otro. Cierto es que puede no venir, pero lo probable es que venga. Si viene, hay que detenerlo. Aquí hay unas pistolas, y los dos sabemos cómo usarlas cuando las circunstancias lo requieren.
Sin saber lo que hacía, ni lo que oía, tomé las pistolas, mientras Dupin continuaba hablando como si monologara. Se dirigían sus palabras a mí pero su voz no muy alta, tenía esa entonación empleada frecuentemente al hablar con una persona que se halla un poco distante. Sus pupilas inexpresivas miraban fijamente hacia la pared.
—La experiencia ha demostrado plenamente que las voces que disputaban —dijo—, oídas por quienes subían las escaleras, no eran las de las dos mujeres. Este hecho descarta el que la anciana hubiese matado primeramente a su hija y se hubiera suicidado después. Hablo de esto únicamente por respeto al método; porque, además, la fuerza de Madame L'Espanaye no hubiera conseguido nunca arrastrar el cuerpo de su hija por la chimenea arriba tal como fue hallado. Por otra parte, la naturaleza de las heridas excluye totalmente la idea del suicidio. Por tanto, el asesinato ha sido cometido por terceras personas, y las voces de éstas son las que se oyeron disputar. Permítame que le haga notar no todo lo que se ha declarado con respecto a estas voces, sino lo que hay de particular en las declaraciones. ¿No ha observado usted nada en ellas?
Yo le dije que había observado que mientras todos los testigos coincidían en que la voz grave era de un francés, había un gran desacuerdo por lo que respecta a la voz aguda, o áspera, como uno de ellos la había calificado.
—Esto es evidencia pura —dijo—, pero no lo particular de esa evidencia. Usted no ha observado nada característico, pero, no obstante había algo que observar. Como ha notado usted los testigos estuvieron de acuerdo en cuanto a la voz grave. En ello había unanimidad. Pero lo que respecta a la voz aguda consiste su particularidad, no en el desacuerdo, sino en que, cuando un italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés intentan describirla cada uno de ellos opina que era la de un extranjero. Cada uno está seguro de que no es la de un compatriota, y cada uno la compara, no a la de un hombre de una nación cualquiera cuyo lenguaje conoce, sino todo lo contrario. Supone el francés que era la voz de un español y que «hubiese podido distinguir algunas palabras de haber estado familiarizado con el español». El holandés sostiene que fue la de un francés, pero sabemos que, por «no conocer este idioma, el testigo había sido interrogado por un intérprete». Supone el inglés que la voz fue la de un alemán; pero añade que «no entiende el alemán». El español «está seguro» de que es la de un inglés, pero tan sólo «lo cree por la entonación, ya que no tiene ningún conocimiento del idioma». El italiano cree que es la voz de un ruso, pero «jamás ha tenido conversación alguna con un ruso». Otro francés difiere del primero, y está seguro de que la voz era de un italiano; pero aunque no conoce este idioma, está, como el español, «seguro de ello por su entonación». Ahora bien, ¡cuán extraña debía de ser aquella voz para que tales testimonios pudieran darse de ella, en cuyas inflexiones, ciudadanos de cinco grandes naciones europeas, no pueden reconocer nada que les sea familiar! Tal vez usted diga que puede muy bien haber sido la voz de un asiático o la de un africano; pero ni los asiáticos ni los africanos se ven frecuentemente por París. Pero, sin decir que esto sea posible, quiero ahora dirigir su atención sobre tres puntos. Uno de los testigos describe aquella voz como «más áspera que aguda»; otros dicen que es «rápida y desigual»; en este caso, no hubo palabras (ni sonidos que se parezcan a ella), que ningún testigo mencionara como inteligibles.
»Ignoro qué impresión —continuó Dupin— puedo haber causado en su entendimiento, pero no dudo en manifestar que las legítimas deducciones efectuadas con sólo esta parte de los testimonios conseguidos (la que se refiere a las voces graves y agudas), bastan por sí mismas para motivar una sospecha que bien puede dirigirnos en todo ulterior avance en la investigación de este misterio. He dicho «legítimas deducciones», pero así no queda del todo explicada mi intención. Quiero únicamente manifestar que esas deducciones son las únicas apropiadas, y que mi sospecha se origina inevitablemente en ellas como una conclusión única. No diré todavía cuál es esa sospecha. Tan sólo deseo hacerle comprender a usted que para mí tiene fuerza bastante para dar definida forma (determinada tendencia) a mis investigaciones en aquella habitación.
»Mentalmente, trasladémonos a ella. ¿Qué es lo primero que hemos de buscar allí? Los medios de evasión utilizados por los asesinos. No hay necesidad de decir que ninguno de los dos creemos en este momento en acontecimientos sobrenaturales. Madame y Mademoiselle L'Espanaye no han sido, evidentemente, asesinadas por espíritus. Quienes han cometido el crimen fueron seres materiales y escaparon por procedimientos materiales. ¿De qué modo? Afortunadamente, sólo hay una forma de razonar con respecto a este punto, y éste habrá de llevarnos a una solución precisa. Examinemos, pues, uno por uno, los posibles medios de evasión. Cierto es que los asesinos se encontraban en la alcoba donde fue hallada Mademoiselle L'Espanaye, o, cuando menos, en la contigua, cuando las personas subían las escaleras. Por tanto, sólo hay que investigar las salidas de estas dos habitaciones. La Policía ha dejado al descubierto los pavimentos, los techos y la mampostería de las paredes en todas partes. A su vigilancia no hubieran podido escapar determinadas salidas secretas. Pero yo no me fiaba de sus ojos y he querido examinarlo con los míos. En efecto, no había salida secreta. Las puertas de las habitaciones que daban al pasillo estaban cerradas perfectamente por dentro. Veamos las chimeneas. Aunque de anchura normal hasta una altura de ocho o diez pies sobre los hogares, no puede, en toda su longitud, ni siquiera dar cabida a un gato corpulento. La imposibilidad de salida por los ya indicados medios es, por tanto, absoluta. Así, pues, no nos quedan más que las ventanas. Por la de la alcoba que da a la fachada principal no hubiera podido escapar nadie sin que la muchedumbre que había en la calle lo hubiese notado. Por tanto, los asesinos han de haber pasado por las de la habitación posterior. Llevados, pues, de estas deducciones y, de forma tan inequívoca, a esta conclusión, no podemos, según un minucioso razonamiento, rechazarla, teniendo en cuenta aparentes imposibilidades. Nos queda sólo por demostrar que esas aparentes «imposibilidades» en realidad no lo son.
»En la habitación hay dos ventanas. Una de ellas no se halla obstruida por los muebles, y está completamente visible. La parte inferior de la otra la oculta a la vista la cabecera de la pesada armazón del lecho, estrechamente pegada a ella. La primera de las dos ventanas está fuertemente cerrada y asegurada por dentro. Resistió a los más violentos esfuerzos de quienes intentaron levantarla. En la parte izquierda de su marco veíase un gran agujero practicado con una barrena, y un clavo muy grueso hundido en él hasta la cabeza. Al examinar la otra ventana se encontró otro clavo semejante, clavado de la misma forma, y un vigoroso esfuerzo para separar el marco fracasó también. La Policía se convenció entonces de que por ese camino no se había efectuado la salida, y por esta razón consideró superfluo quitar aquellos clavos y abrir las ventanas.
»Mi examen fue más minucioso, por la razón que acabo ya de decir, ya que sabía era preciso probar que todas aquellas aparentes imposibilidades no lo eran realmente.
Continué razonando así a posteriori. Los asesinos han debido de escapar por una de estas ventanas. Suponiendo esto, no es fácil que pudieran haberlas sujetado por dentro, como se las ha encontrado, consideración que, por su evidencia, paralizó las investigaciones de la Policía en este aspecto. No obstante, las ventanas estaban cerradas y aseguradas. Era, pues, preciso que pudieran cerrarse por sí mismas. No había modo de escapar a esta conclusión. Fui directamente a la ventana no obstruida, y con cierta dificultad extraje el clavo y traté de levantar el marco. Como yo suponía, resistió a todos los esfuerzos. Había, pues, evidentemente, un resorte escondido, y este hecho, corroborado por mi idea, me convenció de que mis premisas, por muy misteriosas que apareciesen las circunstancias relativas a los clavos, eran correctas. Una minuciosa investigación me hizo descubrir pronto el oculto resorte. Lo oprimí y, satisfecho con mi descubrimiento, me abstuve de abrir la ventana.
»Volví entonces a colocar el clavo en su sitio, después de haberlo examinado atentamente. Una persona que hubiera pasado por aquella ventana podía haberla cerrado y haber funcionado solo el resorte. Pero el clavo no podía haber sido colocado. Esta conclusión está clarisima, y restringía mucho el campo de mis investigaciones. Los asesinos debían, por tanto, de haber escapado por la otra ventana. Suponiendo que los dos resortes fueran iguales, como era posible, debía, pues, de haber una diferencia entre los clavos, o, por lo menos, en su colocación. Me subí sobre las correas de la armadura del lecho, y por encima de su cabecera examiné minuciosamente la segunda ventana. Pasando la mano por detrás de la madera, descubrí y apreté el resorte, que, como yo había supuesto, era idéntico al anterior. Entonces examiné el clavo. Era del mismo grueso que el otro, y aparentemente estaba clavado de la misma forma, hundido casi hasta la cabeza.
»Tal vez diga usted que me quedé perplejo; pero si piensa semejante cosa es que no ha comprendido bien la naturaleza de mis deducciones. Sirviéndome de un término deportivo, no me he encontrado ni una vez «en falta». El rastro no se ha perdido ni un solo instante. En ningún eslabón de la cadena ha habido un defecto. Hasta su última consecuencia he seguido el secreto. Y la consecuencia era el clavo. En todos sus aspectos, he dicho, aparentaba ser análogo al de la otra ventana; pero todo esto era nada (tan decisivo como parecía) comparado con la consideración de que en aquel punto terminaba mi pista. «Debe de haber algún defecto en este clavo», me dije. Lo toqué, y su cabeza, con casi un cuarto de su espiga, se me quedó en la mano. El resto quedó en el orificio donde se había roto. La rotura era antigua, como se deducía del óxido de sus bordes, y, al parecer, había sido producido por un martillazo que hundió una parte de la cabeza del clavo en la superficie del marco. Volví entonces a colocar cuidadosamente aquella parte en el lugar de donde la había separado, y su semejanza con un clavo intacto fue completa. La rotura era inapreciable. Apreté el resorte y levanté suavemente el marco unas pulgadas. Con él subió la cabeza del clavo, quedando fija en su agujero. Cerré la ventana, y fue otra vez perfecta la apariencia del clavo entero.
»Hasta aquí estaba resuelto el enigma. El asesino había huido por la ventana situada a la cabecera del lecho. Al bajar por sí misma, luego de haber escapado por ella, o tal vez al ser cerrada deliberadamente, se había quedado sujeta por el resorte, y la sujeción de éste había engañado a la Policía, confundiéndola con la del clavo, por lo cual se había considerado innecesario proseguir la investigación.
»El problema era ahora saber cómo había bajado el asesino. Sobre este punto me sentía satisfecho de mi paseo en torno al edificio. Aproximadamente a cinco pies y medio de la ventana en cuestión, pasa la cadena de un pararrayos. Por ésta hubiera sido imposible a cualquiera llegar hasta la ventana, y ya no digamos entrar. Sin embargo, al examinar los postigos del cuarto piso, vi que eran de una especie particular, que los carpinteros parisienses llaman ferrades, especie poco usada hoy, pero hallada frecuentemente en las casas antiguas de Lyon y Burdeos. Tienen la forma de una puerta normal (sencilla y no de dobles batientes), excepto que su mitad superior está enrejada o trabajada a modo de celosía, por lo que ofrece un asidero excelente para las manos. En el caso en cuestión, estos postigos tienen una anchura de tres pies y medio, más o menos. Cuando los vimos desde la parte posterior de la casa, los dos estaban abiertos hasta la mitad; es decir, formaban con la pared un ángulo recto. Es probable que la Policía haya examinado, como yo, la parte posterior del edificio; pero al mirar las ferrades en el sentido de su anchura (como deben de haberlo hecho), no se han dado cuenta de la dimensión en este sentido, o cuando menos no le han dado la necesaria importancia. En realidad, una vez se convencieron de que no podía efectuarse la huida por aquel lado, no lo examinaron sino superficialmente. Sin embargo, para mí era claro que el postigo que pertenecía a la ventana situada a la cabecera de la cama, si se abría totalmente, hasta que tocara la pared, llegaría hasta unos dos pies de la cadena del pararrayos. También estaba claro que con el esfuerzo de una energía y un valor insólitos podía muy bien haberse entrado por aquella ventana con ayuda de la cadena. Llegado a aquella distancia de dos pies y medio (supongamos ahora abierto el postigo), un ladrón hubiese podido encontrar en el enrejada un sólido asidero, para que luego, desde él, soltando la cadena y apoyando bien los pies contra la pared, pudiera lanzarse rápidamente, caer en la habitación y atraer hacia sí violentamente el postigo, de modo que se cerrase, y suponiendo, desde luego, que se hallara siempre la ventana abierta.
»Tenga usted en cuenta que me he referido a una energía insólita, necesaria para llevar a cabo con éxito una empresa tan arriesgada y difícil. Mi propósito es el de demostrarle, en primer lugar, que el hecho podía realizarse, y en segundo, y muy principalmente, llamar su atención sobre el carácter extraordinario, casi sobrenatural, de la agilidad necesaria para su ejecución.
»Me replicará usted, sin duda, valiéndose del lenguaje de la ley, que para «defender mi causa» debiera más bien prescindir de la energía requerida en ese caso antes que insistir en valorarla exactamente. Esto es realizable en la práctica forense, pero no en la razón. Mi objetivo final es la verdad tan sólo, y mi propósito inmediato conducir a usted a que compare esa insólita energía de que acabo de hablarle con la peculiarísima voz aguda (o áspera), y desigual, con respecto a cuya nacionalidad no se han hallado siquiera dos testigos que estuviesen de acuerdo, y en cuya pronunciación no ha sido posible descubrir una sola sílaba.
A estas palabras comenzó a formarse en mi espíritu una vaga idea de lo que pensaba Dupin. Me parecía llegar al límite de la comprensión, sin que todavía pudiera entender, lo mismo que esas personas que se encuentran algunas veces al borde de un recuerdo y no son capaces de llegar a conseguirlo. Mi amigo continuó su razonamiento.
—Habrá usted visto —dijo— que he retrotraído la cuestión del modo de salir al de entrar. Mi plan es demostrarle que ambas cosas se han efectuado de la misma manera y por el mismo sitio. Volvamos ahora al interior de la habitación. Estudiemos todos sus aspectos. Según se ha dicho, los cajones de la cómoda han sido saqueados, aunque han quedado en ellos algunas prendas de vestir. Esta conclusión es absurda. Es una simple conjetura, muy necia, por cierto, y nada más. ¿Cómo es posible saber que todos esos objetos encontrados en los cajones no eran todo lo que contenían? Madame L'Espanaye y su hija vivían una vida excesivamente retirada. No se trataban con nadie, salían rara vez y, por consiguiente, tenían pocas ocasiones para cambiar de vestido. Los objetos que se han encontrado eran de tan buena calidad, por lo menos, como cualquiera de los que posiblemente hubiesen poseído esas señoras. Si un ladrón hubiera cogido alguno, ¿por qué no los mejores, o por qué no todos? En fin, ¿hubiese abandonado cuatro mil francos en oro para cargar con un fardo de ropa blanca? El oro fue abandonado. Casi la totalidad de la suma mencionada por Monsieur Mignaud, el banquero, ha sido hallada en el suelo, en los saquitos. Insisto, por tanto, en querer descartar de su pensamiento la idea desatinada de un motivo, engendrada en el cerebro de la Policía por esa declaración que se refiere a dinero entregado a la puerta de la casa. Coincidencias diez veces más notables que ésta (entrega del dinero y asesinato, tres días más tarde, de la persona que lo recibe) se presentan constantemente en nuestra vida sin despertar siquiera nuestra atención momentánea. Por lo general las coincidencias son otros tantos motivos de error en el camino de esa clase de pensadores educados de tal modo que nada saben de la teoría de probabilidades, esa teoría a la cual las más memorables conquistas de la civilización humana deben lo más glorioso de su saber. En este caso, si el oro hubiera desaparecido, el hecho de haber sido entregado tres días antes hubiese podido parecer algo más que una coincidencia. Corroboraría la idea de un motivo. Pero, dadas las circunstancias reales del caso, si hemos de suponer que el oro ha sido el móvil del hecho, también debemos imaginar que quien lo ha cometido ha sido tan vacilante y tan idiota que ha abandonado al mismo tiempo el oro y el motivo.
»Fijados bien en nuestro pensamiento los puntos sobre los cuales he llamado su atención (la voz peculiar, la insólita agilidad y la sorprendente falta de motivo en un crimen de una atrocidad tan singular como éste), examinemos por sí misma esta carnicería. Nos encontramos con una mujer estrangulada con las manos y metida cabeza abajo en una chimenea. Normalmente, los criminales no emplean semejante procedimiento de asesinato. En el violento modo de introducir el cuerpo en la chimenea habrá usted de admitir que hay algo excesivamente exagerado, algo que está en desacuerdo con nuestras corrientes nociones respecto a los actos humanos, aun cuando supongamos que los autores de este crimen sean los seres más depravados. Por otra parte, piense usted cuán enorme debe de haber sido la fuerza que logró introducir tan violentamente el cuerpo hacia arriba en una abertura como aquélla, por cuanto los esfuerzos unidos de varias personas apenas si lograron sacarlo de ella.
»Fijemos ahora nuestra atención en otros indicios que ponen de manifiesto este vigor maravilloso. Había en el hogar unos espesos mechones de grises cabellos humanos. Habían sido arrancados de cuajo. Sabe usted la fuerza que es necesaria para arrancar de la cabeza, aun cuando no sean más que veinte o treinta cabellos a la vez. Usted habrá visto tan bien como yo aquellos mechones. Sus raíces (¡qué espantoso espectáculo!) tenían adheridos fragmentos de cuero cabelludo, segura prueba de la prodigiosa fuerza que ha sido necesaria para arrancar tal vez un millar de cabellos a la vez. La garganta de la anciana no sólo estaba cortada, sino que tenía la cabeza completamente separada del cuerpo, y el instrumento para esta operación fue una sencilla navaja barbera. Le ruego que se fije también en la brutal ferocidad de tal acto. No es necesario hablar de las magulladuras que aparecieron en el cuerpo de Madame L'Espanaye. Monsieur Dumas y su honorable colega Monsieur Etienne han declarado que habían sido producidas por un instrumento romo. En ello, estos señores están en lo cierto. El instrumento ha sido, sin duda alguna, el pavimento del patio sobre el que la víctima ha caído desde la ventana situada encima del lecho. Por muy sencilla que parezca ahora esta idea, escapó a la Policía, por la misma razón que le impidió notar la anchura de los postigos, porque, dada la circunstancia de los clavos, su percepción estaba herméticamente cerrada a la idea de que las ventanas hubieran podido ser abiertas.
»Si ahora, como añadidura a todo esto, ha reflexionado usted bien acerca del extraño desorden de la habitación, hemos llegado ya al punto de combinar las ideas de agilidad maravillosa, fuerza sobrehumana, bestial ferocidad, carnicería sin motivo, una grotesquerie en lo horrible, extraña en absoluto a la humanidad, y una voz extranjera por su acento para los oídos de hombres de distintas naciones y desprovista de todo silabeo que pudieran advertirse distinta e inteligiblemente. ¿Qué se deduce de todo ello? ¿Cuál es la impresión que ha producido en su imaginación?
Al hacerme Dupin esta pregunta, sentí un escalofrío.
—Un loco ha cometido ese crimen —dije—, algún lunático furioso que se habrá escapado de alguna Maison de Santé vecina.
—En algunos aspectos —me contestó— no es desacertada su idea. Pero hasta en sus más feroces paroxismos, las voces de los locos no se parecen nunca a esa voz peculiar oída desde la calle. Los locos pertenecen a una nación cualquiera, y su lenguaje, aunque incoherente, es siempre articulado. Por otra parte, el cabello de un loco no se parece al que yo tengo en la mano. De los dedos rígidamente crispados de Madame L'Espanaye he desenredado esté pequeño mechón. ¿Qué puede usted deducir de esto?
—Dupin —exclamé, completamente desalentado—, ¡qué cabello más raro! No es un cabello humano.
—Yo no he dicho que lo fuera —me contestó—. Pero antes de decidir con respecto a este particular, le ruego que examine este pequeño diseño que he trazado en un trozo de papel. Es un facsímil que representa lo que una parte de los testigos han declarado como cárdenas magulladuras y profundos rasguños producidos por las uñas en el cuello de Mademoiselle L'Espanaye, y que los doctores Dumas y Etienne llaman una serie de manchas lívidas evidentemente producidas por la impresión de los dedos.
Comprenderá usted —continuó mi amigo, desdoblando el papel sobre la mesa y ante nuestros ojos —que este dibujo da idea de una presión firme y poderosa. Aquí no hay deslizamiento visible. Cada dedo ha conservado, quizás hasta la muerte de la víctima, la terrible presa en la cual se ha moldeado. Pruebe usted ahora de colocar sus dedos, todos a un tiempo, en las respectivas impresiones, tal como las ve usted aquí.
Lo intenté en vano.
—Es posible —continuó— que no efectuemos esta experiencia de un modo decisivo. El papel está desplegado sobre una superficie plana, y la garganta humana es cilíndrica. Pero aquí tenemos un tronco cuya circunferencia es, poco más o menos, la de la garganta. Arrolle a su superficie este diseño y volvamos a efectuar la experiencia.
Lo hice así, pero la dificultad fue todavía más evidente que la primera vez.
—Esta —dije— no es la huella de una mano humana.
—Ahora, lea este pasaje de Cuvier —continuó Dupin.
Era una historia anatómica, minuciosa y general, del gran orangután salvaje de las islas de la India Oriental. Son harto conocidas de todo el mundo la gigantesca estatura, la fuerza y agilidad prodigiosas, la ferocidad salvaje y las facultades de imitación de estos mamíferos. Comprendí entonces, de pronto, todo el horror de aquellos asesinatos.
—La descripción de los dedos —dije, cuando hube terminado la lectura— está perfectamente de acuerdo con este dibujo. Creo que ningún animal, excepto el orangután de la especie que aquí se menciona, puede haber dejado huellas como las que ha dibujado usted. Este mechón de pelo ralo tiene el mismo carácter que el del animal descrito por Cuvier. Pero no me es posible comprender las circunstancias de este espantoso misterio. Hay que tener en cuenta, además, que se oyeron disputar dos voces, e, indiscutiblemente, una de ellas pertenecía a un francés.
—Cierto, y recordará usted una expresión atribuida casi unánimemente a esa voz por los testigos; la expresión «Mon Dieu». Y en tales circunstancias, uno de los testigos (Montani, el confitero) la identificó como expresión de protesta o reconvención. Por tanto, yo he fundado en estas voces mis esperanzas de la completa solución de este misterio. Indudablemente, un francés conoce el asesinato. Es posible, y en realidad, más que posible, probable, que él sea inocente de toda participación en los hechos sangrientos que han ocurrido. Puede habérsele escapado el orangután, y puede haber seguido su rastro hasta la habitación. Pero, dadas las agitadas circunstancias que se hubieran producido, pudo no haberle sido posible capturarle de nuevo. Todavía anda suelto el animal. No es mi propósito continuar estas conjeturas, y las califico así porque no tengo derecho a llamarlas de otro modo, ya que los atisbos de reflexión en que se fundan apenas alcanzan la suficiente base para ser apreciables incluso para mi propia inteligencia, y, además, porque no puedo hacerlas inteligibles para la comprensión de otra persona. Llamémoslas, pues, conjeturas, y considerémoslas así. Si, como yo supongo, el francés a que me refiero es inocente de tal atrocidad, este anuncio que, a nuestro regreso, dejé en las oficinas de Le Monde, un periódico consagrado a intereses marítimos y muy buscado por los marineros, nos lo traerá a casa.
Me entregó el periódico, y leí:
CAPTURA
En el Bois de Boulogne se ha encontrado a primeras horas de la mañana del día... de los corrientes (la mañana del crimen), un enorme orangután de la especie de Borneo. Su propietario (que se sabe es un marino perteneciente a la tripulación de un navío maltés) podrá recuperar el animal, previa su identificación, pagando algunos pequeños gestos ocasionados por su captura y manutención. Dirigirse al número... de la rue... faubourg Saint Germain... tercero.
—¿Cómo ha podido usted saber —le pregunté a Dupin— que el individuo de que se trata es marinero y está enrolado en un navío maltés?
—Yo no lo conozco —repuso Dupin—. No estoy seguro de que exista. Pero tengo aquí este pedacito de cinta que, a juzgar por su forma y su grasiento aspecto, ha sido usada, evidentemente, para anudar los cabellos en forma de esas largas guerres3 a que tan aficionados son los marineros. Por otra parte, este lazo saben anudarlo muy pocas personas, y es característico de los malteses. Recogí esta cinta al pie de la cadena del pararrayos. No puede pertenecer a ninguna de las dos víctimas. Todo lo más, si me he equivocado en mis deducciones con respecto a este lazo, es decir, pensando que ese francés sea un marinero enrolado en un navío maltés, no habré perjudicado a nadie diciendo lo que he dicho en el anuncio. Si me he equivocado, supondrá él que algunas circunstancias me engañaron, y no se tomará el trabajo de inquirirlas. Pero, si acierto, habremos dado un paso muy importante. Aunque inocente del crimen, el francés habrá de conocerlo, y vacilará entre si debe responder o no al anuncio y reclamar o no al orangután.
Sus razonamientos serán los siguientes: «Soy inocente; soy pobre; mi orangután vale mucho dinero, una verdadera fortuna para un hombre que se encuentra en mi situación. ¿Por qué he de perderlo por un vano temor al peligro? Lo tengo aquí, a mi alcance. Lo encontraron en el Bois de Boulogne, a mucha distancia del escenario de aquel crimen. ¿Quién sospecharía que un animal ha cometido semejante acción? La Policía está despistada. No ha obtenido el menor indicio. Dado el caso de que sospecharan del animal, será imposible demostrar que yo tengo conocimiento del crimen, ni mezclarme en él por el solo hecho de conocerlo. Además, me conocen. El anunciante me señala como dueño del animal. No sé hasta qué punto llega este conocimiento. Si soslayo el reclamar una propiedad de tanto valor y que, además, se sabe que es mía, concluiré haciendo sospechoso al animal. No es prudente llamar la atención sobre mí ni sobre él. Contestaré, por tanto, a este anuncio, recobraré mi orangután y le encerraré hasta que se haya olvidado por completo este asunto.»
En este instante oímos pasos en la escalera.
—Esté preparado —me dijo Dupin—. Coja sus pistolas, pero no haga uso de ellas, ni las enseñe, hasta que yo le haga una señal.
Habíamos dejado abierta la puerta principal de la casa. El visitante entró sin llamar y subió algunos peldaños de la escalera. Ahora, sin embargo, parecía vacilar. Le oímos descender. Dupin se precipitó hacia la puerta, pero en aquel instante le oímos subir de nuevo. Ahora ya no retrocedía por segunda vez, sino que subió con decisión y llamó a la puerta de nuestro piso.
—Adelante—dijo Dupin con voz satisfecha y alegre.
Entró un hombre. A no dudarlo, era un marinero; un hombre alto, fuerte, musculoso, con una expresión de arrogancia no del todo desagradable. Su rostro, muy atezado, estaba oculto en más de su mitad por las patillas y el mustachio. Estaba provisto de un grueso garrote de roble, y no parecía llevar otras armas. Saludó, inclinándose torpemente, pronunciando un «Buenas tardes» con acento francés, el cual, aunque, bastardeada levemente por el suizo, daba a conocer a las claras su origen parisiense.
—Siéntese, amigo —dijo Dupin—. Supongo que viene a reclamar su orangután. Le aseguro que casi se lo envidio. Es un hermoso animal, y, sin duda alguna, de mucho precio. ¿Qué edad cree usted que tiene?
El marinero suspiró hondamente, como quien se libra de un peso intolerable, y contestó luego con voz firme:
—No puedo decírselo, pero no creo que tenga más de cuatro o cinco años. ¿Lo tiene usted aquí?
—¡Oh, no! Esta habitación no reúne condiciones para ello. Está en una cuadra de alquiler en la rue Dubourg, cerca de aquí. Mañana por la mañana, si usted quiere, podrá recuperarlo. Supongo que vendrá usted preparado para demostrar su propiedad.
—Sin duda alguna, señor.
—Mucho sentiré tener que separarme de él —dijo Dupin.
—No pretendo que se haya usted tomado tantas molestias para nada, señor —dijo el hombre—. Ni pensarlo. Estoy dispuesto a pagar una gratificación por el hallazgo del animal, mientras sea razonable.
—Bien —contestó mi amigo—. Todo esto es, sin duda, muy justo. Veamos. ¿Qué voy a pedirle? ¡Ah, ya sé! Se lo diré ahora. Mi gratificación será ésta: ha de decirme usted cuanto sepa con respecto a los asesinatos de la rue Morgue.
Estas últimas palabras las dijo Dupin en voz muy baja y con una gran tranquilidad. Con análoga tranquilidad se dirigió hacia la puerta, la cerró y se guardó la llave en el bolsillo. Luego sacó la pistola, y, sin mostrar agitación alguna, la dejó sobre la mesa.
La cara del marinero enrojeció como si se hallara en un arrebato de sofocación. Se levantó y empuñó su bastón. Pero inmediatamente se dejó caer sobre la silla, con un temblor convulsivo y con el rostro de un cadáver. No dijo una sola palabra, y le compadecí de todo corazón.
—Amigo mío —dijo Dupin bondadosamente—, le aseguro que se alarma usted sin motivo alguno. No es nuestro propósito causarle el menor daño. Le doy a usted mi palabra de honor de caballero y francés, que nuestra intención no es perjudicarle. Sé perfectamente que nada tiene usted que ver con las atrocidades de la rue Morgue. Sin embargo, no puedo negar que, en cierto modo, está usted complicado. Por cuanto le digo comprenderá usted perfectamente, que, con respecto a este punto, poseo excelentes medios de información, medios en los cuales no hubiera usted pensado jamás. El caso está ya claro para nosotros. Nada ha hecho usted que haya podido evitar. Naturalmente, nada que lo haga a usted culpable. Nadie puede acusarle de haber robado, pudiendo haberlo hecho con toda impunidad, y no tiene tampoco nada que ocultar. También carece de motivos para hacerlo. Además, por todos los principios del honor, está usted obligado a confesar cuanto sepa. Se ha encarcelado a un inocente a quien se acusa de un crimen cuyo autor solamente usted puede señalar.
Cuando Dupin hubo pronunciado estas palabras, ya el marinero había recobrado un poco su presencia de ánimo. Pero toda su arrogancia había desaparecido.
—¡Que Dios me ampare! —exclamó después de una breve pausa—. Le diré cuanto sepa sobre el asunto; pero estoy seguro de que no creerá usted ni la mitad siquiera. Estaría loco si lo creyera. Sin embargo, soy inocente, y aunque me cueste la vida le hablaré con franqueza.
En resumen, fue esto lo que nos contó:
Había hecho recientemente un viaje al archipiélago Indico. Él formaba parte de un grupo que desembarcó en Borneo, y pasó al interior para una excursión de placer. Entre éI y un compañero suyo habían dado captura al orangután. Su compañero murió, y el animal quedó de su exclusiva pertenencia. Después de muchas molestias producidas por la ferocidad indomable del cautivo, durante el viaje de regreso consiguió por fin alojarlo en su misma casa, en París, donde, para no atraer sobre él la curiosidad insoportable de los vecinos, lo recluyó cuidadosamente, con objeto de que curase de una herida que se había producido en un pie con una astilla, a bordo de su buque. Su proyecto era venderlo.
Una noche, o, mejor dicho, una mañana, la del crimen, al volver de una francachela celebrada con algunos marineros, encontró al animal en su alcoba. Se había escapado del cuarto contiguo, donde él creía tenerlo seguramente encerrado. Se hallaba sentado ante un espejo, teniendo una navaja de afeitar en una mano. Estaba todo enjabonado, intentando afeitarse, operación en la que probablemente había observado a su amo a través del ojo de la cerradura. Aterrado, viendo tan peligrosa arma en manos de un animal tan feroz y sabiéndole muy capaz de hacer uso de ella, el hombre no supo qué hacer durante un segundo. Frecuentemente había conseguido dominar al animal en sus accesos más furiosos utilizando un látigo, y recurrió a él también en aquella ocasión. Pero al ver el látigo, el orangután saltó de repente fuera de la habitación, echó a correr escaleras abajo, y, viendo una ventana, desgraciadamente abierta, salió a la calle.
El francés, desesperado, corrió tras él. El mono, sin soltar la navaja, se paraba de vez en cuando, se volvía y le hacía muecas, hasta que el hombre llegaba cerca de él; entonces escapaba de nuevo. La persecución duró así un buen rato. Se hallaban las calles en completa tranquilidad, porque serían las tres de la madrugada. Al descender por un pasaje situado detrás de la rue Morgue, la atención del fugitivo fue atraída por una luz procedente de la ventana abierta de la habitación de Madame L'Espanaye, en el cuarto piso. Se precipitó hacia la casa, y al ver la cadena del pararrayos, trepó ágilmente por ella, se agarró al postigo, que estaba abierto de par en par hasta la pared, y, apoyándose en ésta, se lanzó sobre la cabecera de la cama. Apenas si toda esta gimnasia duró un minuto. El orangután, al entrar en la habitación, había rechazado contra la pared el postigo, que de nuevo quedó abierto.
El marinero estaba entonces contento y perplejo. Tenía grandes esperanzas de capturar ahora al animal, que podría escapar difícilmente de la trampa donde se había metido, de no ser que lo hiciera por la cadena, donde él podría salirle al paso cuando descendiese. Por otra parte, le inquietaba grandemente lo que pudiera ocurrir en el interior de la casa, y esta última reflexión le decidió a seguir al fugitivo. Para un marinero no es difícil trepar por una cadena de pararrayos. Pero una vez hubo llegado a la altura de la ventana, cerrada entonces, se vio en la imposibilidad de alcanzarla. Todo lo que pudo hacer fue dirigir una rápida ojeada al interior de la habitación. Lo que vio le sobrecogió de tal modo de terror que estuvo a punto de caer. Fue entonces cuando se oyeron los terribles gritos que despertaron, en el silencio de la noche, al vecindario de la rue Morgue. Madame L'Espanaye y su hija, vestidas con sus camisones, estaban, según parece, arreglando algunos papeles en el cofre de hierro ya mencionado, que había sido llevado al centro de la habitación. Estaba abierto, y esparcido su contenido por el suelo. Sin duda, las víctimas se hallaban de espaldas a la ventana, y, a juzgar por el tiempo que transcurrió entre la llegada del animal y los gritos, es probable que no se dieran cuenta inmediatamente de su presencia. El golpe del postigo debió de ser verosímilmente atribuido al viento.
Cuando el marinero miró al interior, el terrible animal había asido a Madame L’Espanaye por los cabellos, que, en aquel instante, tenía sueltos, por estarse peinando, y movía la navaja ante su rostro imitando los ademanes de un barbero. La hija yacía inmóvil en el suelo, desvanecida. Los gritos y los esfuerzos de la anciana (durante los cuales estuvo arrancando el cabello de su cabeza) tuvieron el efecto de cambiar los probables propósitos pacíficos del orangután en pura cólera. Con un decidido movimiento de su hercúleo brazo le separó casi la cabeza del tronco. A la vista de la sangre, su ira se convirtió en frenesí. Con los dientes apretados y despidiendo llamas por los ojos, se lanzó sobre el cuerpo de la hija y clavó sus terribles garras en su garganta, sin soltarla hasta que expiró. Sus extraviadas y feroces miradas se fijaron entonces en la cabecera del lecho, sobre la cual la cara de su amo, rígida por el horror, apenas si se distinguía en la oscuridad. La furia de la bestia, que recordaba todavía el terrible látigo, se convirtió instantáneamente en miedo. Comprendiendo que lo que había hecho le hacía acreedor de un castigo, pareció deseoso de ocultar su sangrienta acción. Con la angustia de su agitación y nerviosismo, comenzó a dar saltos por la alcoba, derribando y destrozando los muebles con sus movimientos y levantando los colchones del lecho. Por fin, se apoderó del cuerpo de la joven y a empujones lo introdujo por la chimenea en la posición en que fue encontrado. Inmediatamente después se lanzó sobre el de la madre y lo precipitó de cabeza por la ventana.
Al ver que el mono se acercaba a la ventana con su mutilado fardo, el marinero retrocedió horrorizado hacia la cadena, y, más que agarrándose, dejándose deslizar por ella, se fue inmediata y precipitadamente a su casa, con el temor de las consecuencias de aquella horrible carnicería, y abandonando gustosamente, tal fue su espanto, toda preocupación por lo que pudiera sucederle al orangután. Así, pues, las voces oídas por la gente que subía las escaleras fueron sus exclamaciones de horror, mezcladas con los diabólicos parloteos del animal.
Poco me queda que añadir. Antes del amanecer, el orangután debió de huir de la alcoba, utilizando la cadena del pararrayos. Maquinalmente cerraría la ventana al pasar por ella. Tiempo más tarde fue capturado por su dueño, quien lo vendió por una fuerte suma para el Jardín des plantes. Después de haber contado cuanto sabíamos, añadiendo algunos comentarios por parte de Dupin, en el bureau del Prefecto de Policía, Le Bon fue puesto inmediatamente en libertad. El funcionario, por muy inclinado que estuviera en favor de mi amigo, no podía disimular de modo alguno su mal humor, viendo el giro que el asunto había tomado y se permitió una o dos frases sarcásticas con respecto a la corrección de las personas que se mezclaban en las funciones que a él le correspondían.
—Déjele que diga lo que quiera —me dijo luego Dupin, que no creía oportuno contestar—. Déjele que hable. Así aligerará su conciencia. Por lo que a mí respecta, estoy contento de haberle vencido en su propio terreno. No obstante, el no haber acertado la solución de este misterio no es tan extraño como él supone, porque, realmente, nuestro amigo el Prefecto es lo suficientemente agudo para pensar sobre ello con profundidad. Pero su ciencia carece de base. Todo él es cabeza, mas sin cuerpo, como las pinturas de la diosa Laverna, o, por mejor decir, todo cabeza y espalda, como el bacalao. Sin embargo, es una buena persona. Le aprecio particularmente por un rasgo magistral de hipocresía, al cual debe su reputación de hombre de talento. Me refiero a su modo de nier ce qui est, et d'expliquer ce qui n'est pas4
UNA SECUELA DE «LOS CRÍMENES DE LA RUE MORGUE»5
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Hay series ideales de acontecimientos que avanzan paralelas a los reales. Raras veces coinciden. Hombres y circunstancias modifican generalmente la cadena ideal de acontecimientos, de tal modo que parece imperfecta, y sus consecuencias son igualmente imperfectas. Así ocurrió con la Reforma; en vez del protestantismo vino el luteranismo.
Novalis, Moralische Acondicionasen
Hay pocas personas, incluso entre los pensadores más serenos, que no se hayan sobresaltado ocasionalmente y hayan creído a medias, de forma vaga pero estremecedora, en lo sobrenatural, ante coincidencias de un carácter aparentemente tan maravilloso que el intelecto es incapaz de recibirlas como meras coinciden cias. Tales sensaciones -porque las medias creencias de las que hablo nunca tienen toda la fuerza del pensamiento- raras veces pueden ser completamente reprimidas, a menos que sea con referencia a la doctrina del azar o, como se lo denomina técnicamente, al cálculo de probabilidades. Este cálculo es, en esencia, puramente matemático; y así nos enfrentamos a la anomalía de la ciencia más rígidamente exacta aplicada a la sombra y la espiritualidad de la más intangible de las especulaciones.
Podrá verse que los extraordinarios detalles que se me pide que haga públicos ahora forman, con respecto a la secuencia temporal, la rama primaria de una serie de coincidencias escasamente inteligibles, cuya rama secundaria o final será reconocida por todos los lectores en el reciente asesinato de Mary Cecilia Rogers en Nueva York.
Cuando, en un artículo titulado «Los crímenes de la rue Morgue», me dediqué, hará cosa de un año, a mostrar algunos rasgos realmente notables del carácter mental de mi amigo el caballero C. Auguste Dupin, no se me ocurrió que iba a tener que volver sobre el mismo tema. Mi objetivo era plasmar su carácter, y ese objetivo se logró a través de la cadena de circunstancias que:` que se concertaron para reflejar la idiosincrasia de Dupin. Hubiera podido añadir otros ejemplos, pero con ellos no hubiera, demostrado nada nuevo. Posteriores acontecimientos, sin embargo, me han sobresaltado en su sorprendente desarrollo y me han hecho recordar más detalles que parecen arrastrar el aire de una confesión arrancada a la fuerza. Tras oír lo que últimamente he oído, sería realmente extraño que guardara silencio en relación a lo que vi y oí hace mucho tiempo.
Una vez resuelta la tragedia de las muertes de madame L'Espanaye y su hija, el caballero dejó de inmediato de prestar su atención al asunto y regresó a sus viejas costumbres de melancólica ensoñación. Propenso en todo momento a la abstracción, caí rápidamente en la esfera de su humor; y puesto que seguíamos ocupando nuestras habitaciones en el faubourg Saint-Germain, dejamos a un lado el Futuro y nos asentamos tranquilamente en el presente, entretejiendo en nuestros sueños el apagado mundo que nos rodeaba.
Pero esos sueños no tardaron en verse interrumpidos. Puede suponerse fácilmente que el papel interpretado por mi amigo en el drama de la rue Morgue no había pasado desapercibido a la policía parisina. El nombre de Dupin no tardó en hacerse muy conocido entre sus efectivos. Puesto que la simplicidad de razonamiento de las deducciones mediante las cuales había desentrañado el misterio nunca había sido explicada ni siquiera al prefecto, ni a ningún otro individuo excepto a mí, por supuesto no es sorprendente que el asunto fuera considerado casi como milagroso, o que las habilidades analíticas del caballero adquirieran el crédito de la intuición. Su franqueza le hubiera impulsado a sacar de su error a cualquier curioso que se le hubiera presentado; pero su indolente humor le impedía seguir pensando en un tema cuyo interés, para él, había terminado hacía tiempo. Así, ocurrió que se convirtió en el foco de los ojos de la policía; y no fueron pocos los casos en los cuales se intentó conseguir la colaboración de sus servicios en la prefectura. Uno de los casos más notables fue el del asesinato de una muchacha llamada Marie Rogêt.
Este suceso ocurrió unos dos años después de la atrocidad de la rue Morgue. Marie, cuyo nombre y apellido llamarán en seguida la atención por su parecido a los de la desgraciada "cigarrera” de Nueva York que he mencionado antes, era la hija única de la viuda Estelle Rogêt. El padre había muerto durante la infancia de su hija, y desde su muerte hasta dieciocho meses antes del asesinato que es el tema de nuestra narración, madre e hija vivieron juntas en la rue Pavée Saint-André6; allí madame regentaba una pension, ayudada por Marie. Los asuntos fueron bien hasta que esta última cumplió los veintidós años, época en que su gran belleza atrajo la atención de un perfumista que ocupaba una de las tiendas en la planta baja del Palais Royal, y cuya clientela principal eran los audaces aventureros que infestaban aquel vecindario; monsieur Le Blanc7 era muy consciente de las ventajas que la presencia de la hermosa Marie podía reportarle en su perfumería y sus liberales proposiciones fueron aceptadas de buen grado por la muchacha, aunque con algo más de vacilación por madame.
Las esperanzas del comerciante se vieron realizadas, y sus dependencias se hicieron pronto famosas gracias a los encantos de la hermosa modistilla. Llevaba empleada allí un año, cuando sus admiradores se vieron hundidos en la más pura confusión ante su repentina desaparición de la tienda. monsieur Le Blanc fue incapaz de explicar su ausencia, y madame Rogêt se vio sumida en la ansiedad y el terror. Los periódicos se ocuparon de inmediato del tema, y la policía estaba a punto de iniciar ya una seria investigación cuando, una espléndida mañana, tras un lapso de una semana, Marie, en perfecta salud, pero con un aire algo entristecido, hizo su aparición en su mostrador habitual en la perfumería. Toda investigación, excepto las de carácter privado, cesó, por supuesto, de inmediato. monsieur Le Blanc admitió como antes su total ignorancia. Marie, junto con madame, respondió a todas las preguntas que le formularon, diciendo que había pasado la última semana en la casa de unos parientes en el campo. Así murió y fue rápidamente olvidado el asunto, porque la muchacha, ostensiblemente para librarse de la impertinencia de la curiosidad, no tardó en dar su adiós final al perfumista y buscó refugio en la residencia de su madre en la rue Pavée Saint-André.
Unos tres años después de su regreso a casa, sus amigos se sintieron alarmados ante su repentina desaparición por segunda vez. Pasaron tres días sin que nada se supiera de ella. Al cuarto se halló su cadáver flotando en el Sena8, cerca de la orilla opuesta al quartier de la rue Saint-André, y en un punto no muy distante del aislado vecindario de la Barriére du Roule9.
La atrocidad de aquel asesinato (porque se hizo evidente de inmediato que se trataba de un asesinato), la juventud y la belleza de la víctima y, sobre todo, su anterior notoriedad, conspiraron para crear una intensa conmoción en las mentes de los sensibles parisinos. No puedo recordar que ningún caso similar produjera un efecto tan general y tan intenso. Durante varias semanas, en medio de las discusiones sobre aquel absorbente tema, incluso los importantes asuntos políticos del día fueron olvidados. El prefecto llevó a cabo inusuales esfuerzos y, por supuesto, todos los efectivos de la policía parisina se pusieron en movimiento.
Tras el descubrimiento del cadáver, no se supuso que el asesino fuera capaz de eludir, durante más que un breve período, la investigación que se puso inmediatamente en marcha. No fue hasta después de que transcurriera una semana que se consideró necesario ofrecer una recompensa e, incluso entonces, esta recompensa se limitó a mil francos. Mientras tanto, las investigaciones siguieron con vigor, aunque no siempre con buen criterio, y numerosos individuos fueron interrogados en vano; mientras, debido a la ausencia de cualquier indicio que resolviera el misterio, la excitación popular fue creciendo enormemente. A finales del décimo día se consideró aconsejable doblar la suma ofrecida originalmente; y al fin, transcurrida la segunda semana sin haberse llegado a ningún descubrimiento, y tras producirse varias serias emeutes a causa de los prejuicios que siempre existen en París contra la policía, el prefecto tomó la decisión de ofrecer la suma de veinte mil francos "por la identificación del asesino" o, si se demostraba que estaban implicados más de uno, «por la identificación de cada uno de ellos”. En la proclama donde se ofrecía la recompensa se prometía el perdón total a cualquier cómplice que presentara pruebas contra su coautor; y en todos los lugares donde fue exhibida se añadió un cartel privado de un comité de ciudadanos que ofrecía diez mil francos más, además de la cantidad propuesta por la prefectura. Así, la recompensa total ascendía nada menos que a treinta mil francos, cantidad que puede considerarse como suma extraordinaria si tenemos en cuenta la humilde condición de la muchacha y la gran frecuencia, en las grandes ciudades, de atrocidades como la descrita.
Nadie dudaba ahora que el misterio de este asesinato quedaría desvelado de inmediato. Pero aunque, en uno o dos casos, se efectuaron arrestos que prometían su elucidación, no pudo averiguarse nada que pudiera implicar a los sospechosos. Por extraño que pueda parecer, a la tercera semana del descubrimiento del cadáver seguía sin haberse arrojado ninguna luz sobre el tema, sin que un rumor de los acontecimientos que tanto habían agitado la opinión pública hubiera alcanzado todavía los oídos de Dupin y míos. Dedicados a investigaciones que habían absorbido toda nuestra atención, transcurrió casi un mes antes de que ninguno de los dos saliéramos, o recibiéramos alguna visita, o hiciéramos algo más que echar una ojeada a los principales artículos políticos en alguno de los diarios. La primera noticia del asesinato nos la trajo G... en persona. Nos llamó a primera hora de la tarde del 13 de julio de 18.... y permaneció con nosotros hasta última hora de la noche. Estaba dolido por el fracaso de todos sus esfuerzos por detener a los asesinos. Su reputación -o eso dijo, con un aire peculiarmente parisino- estaba en juego. Incluso su honor se hallaba en entredicho. Los ojos del público estaban fijos en él; y realmente, no había ningún sacrificio que no estuviera dispuesto a hacer para la resolución del misterio. Concluyó su un tanto risible discurso con un cumplido hacia lo que denominó el tacto de Dupin, y le hizo una directa y ciertamente liberal proposición, cuya naturaleza exacta no me siento en libertad de revelar, pero que tampoco tiene ninguna relación directa con el tema de esta narración.
Mi amigo rechazó el cumplido de la mejor manera que pudo, pero aceptó de inmediato la proposición, aunque sus ventajas eran totalmente momentáneas. Una vez llegados a un acuerdo, el prefecto se lanzó de inmediato a explicar sus propios puntos de vista, intercalándolos con largos comentarios sobre las pruebas, de las que no sabíamos todavía nada. Su discurso fue prolijo y, sin la menor duda, erudito, salpicado por ocasionales sugerencias por mi parte de que la noche nos estaba invitando ya a irnos a dormir. Dupin, sentado en su sillón habitual, era la encarnación misma de la atención respetuosa. Llevó gafas durante toda la entrevista; y las ocasionales miradas que dirigí más allá de sus gafas verdes bastaron para convencerme de que su sueño no hubiera podido ser menos profundo durante las siete u ocho pesadas horas que precedieron inmediatamente a la partida del prefecto.
Por la mañana obtuve en la prefectura un informe completo de todas las declaraciones obtenidas y, en las oficinas de varios periódicos, un ejemplar de cada uno en los que se había publicado cualquier información decisiva respecto a aquel triste asunto. Tras efectuar una selección que eliminó todo aquello que no había sido probado, el cúlmulo de información quedó como sigue:
Marie Rogêt abandonó la residencia de su madre, en la rue Pavée Saint-André, hacia las nueve de la mañana del domingo 22 de junio de 18... Al salir contó a monsieur Jacques Saint-Eustache10, y sólo a él, su intención de pasar el día con una tía que residía en la rue des Drômes. La rue des Drômes. es una callejuela corta y estrecha pero populosa, no lejos de la orilla del río, y a una distancia de unos tres kilómetros, siguiendo el curso más recto posible, de lapension de madame Rogêt. Saint-Eustache era el pretendiente reconocido de Marie y se alojaba y comía en la pension. Tenía, que ir a buscar a su novia al anochecer y escoltarla de vuelta a su casa. Por la tarde, sin embargo, se puso a llover con fuerza; y, suponiendo que la muchacha se quedaría toda la noche con su tía (como había hecho otras veces antes bajo circunstancias similares), no creyó necesario mantener su promesa. A medida que avanzaba la noche, se oyó expresar a madame Rogêt (que era una vieja dama enferma de setenta años) su temor de que «no durante el domingo después de que Marie abandonara su casa. Posteriormente, sin embargo, presentó pruebas a monsieur G... que justificaban satisfactoriamente cada hora de aquel día en cuestión. A medida que transcurría el tiempo y no se producía ningún descubrimiento, empezaron a circular un millar de rumores contradictorios, y los periodistas emplearon la suggestion. Entre esas sugerencias, la que atrajo más la atención fue la idea de que Marie Rogêt vivía todavía, que el cadáver hallado en el Sena era el de alguna otra desgraciada. Creo interesante ofrecer al lector algunos párrafos que encarnan la sugerencia aludida. Estos párrafos son traducción literal de LÉtoile11, un periódico dirigido, en general, con mucha habilidad.
«Mademoiselle Rogêt abandonó la casa de su madre el domingo 22 de junio de 18... por la mañana, con el aparente propósito de ir a ver a su tía, o algún otro familiar, en la rue des Drômes. Desde entonces no se ha demostrado que la viera nadie. No hay huellas o indicios respecto a ella... De hecho, hasta ahora no se ha presentado ninguna persona que la viera aquel día después de que saliera por la puerta de casa de su madre. Aunque no tenemos ninguna evidencia de que Marie Rogêt estuviera en la tierra de los vivos después de las nueve de la mañana del domingo 22 de junio, tenemos pruebas de que, a aquella hora, estaba viva. El miércoles al mediodía, a las doce, se descubrió el cuerpo de una mujer flotando junto a la orilla de la Barriére du Roule. Aun suponiendo que Marie Rogêt fuera arrojada al río antes de que hubieran transcurrido tres horas desde que abandonó la casa de su madre, sólo habían transcurrido tres días desde el momento de su marcha, tres días exactos. Pero es una locura suponer que el asesinato, si se cometió asesinato sobre su cuerpo, fuera consumado lo bastante pronto como para permitir a los asesinos arrojar el cuerpo al río antes de medianoche. Quienes son culpables de tan horribles crímenes escogen la oscuridad antes que la luz... Así, vemos que si el cuerpo hallado en el río era el de Marie Rogêt sólo pudo haber permanecido en el agua dos días y medio, o tres a lo sumo. La experiencia ha demostrado que los cuerpos ahogados, o arrojados al agua inmediatamente después de su muerte violenta, necesitan de seis a diez días para que se produzca la descomposición suficiente como para arrastrarlos de nuevo a la superficie. Incluso cuando es disparado un cañón sobre un cadáver, y éste se eleva antes de al menos cinco o seis días de inmersión, se hunde de nuevo, si se le abandona a sí mismo. Ahora nos preguntamos, ¿cuál fue en este caso el motivo de que se alterara el curso normal de la naturaleza? Si el cuerpo hubiera sido mantenido en su mutilado estado en la orilla hasta el martes por la noche, se hubiera hallado en esa orilla alguna huella de los asesinos. También es dudoso que el cuerpo hubiera vuelto a flotar tan pronto, aunque fuera arrojado al agua después de permanecer muerto dos días. Y, además, es altamente improbable que cualquier criminal que hubiera cometido un asesinato como el aquí supuesto arrojara el cuerpo al agua sin ningún peso para mantenerlo hundido, cuando hubiera sido muy fácil tomar esa precaución.»
El redactor procede aquí a argumentar que el cuerpo debió de permanecer en el agua "no simplemente tres días, sino al menos cinco veces tres días", porque estaba tan descompuesto que Beauvais tuvo grandes dificultades en identificarlo. Este último punto, sin embargo, fue totalmente rebatido. Sigo transcribiendo:
«¿Cuáles son, entonces, los hechos sobre los cuáles monsieur Beauvais dice que no tiene dudas respecto a que el cadáver era el de Marie Rogêt Rasgó la manga de su vestido, y dice que halló marcas que le confirmaron la identidad. El público en general supuso que esas marcas consistirían en algún tipo de cicatriz. El hombre frotó el brazo y halló vello en él, algo tan indefinido, creemos, como puede llegar a imaginarse, y tan poco concluyente como hallar un brazo dentro de la manga. monsieur Beauvais no regresó aquella noche, pero envió noticia a madame Rogêt a las siete de la tarde del miércoles, de que se estaba efectuando una investigación acerca de su hija. Aun admitiendo que madame Rogêt por su edad y su dolor, no pudiera personarse en el lugar de los hechos (lo cual es admitir mucho), ciertamente tuvo que haber alguien que pensara que valía la pena ir a echar un vistazo a la investigación, si creían que el cuerpo era el de Marie. Nadie se presentó. Ni se dijo ni se supo nada sobre el asunto en la rue Pavée Saint-André que llegara a oídos de los ocupantes del edificio. monsieur Saint-Eustache, el pretendiente y futuro esposo de Marie, que se alojaba en casa de su madre, declara que no supo nada del descubrimiento del cadáver hasta la mañana siguiente, cuando monsieur Beauvais acudió a su habitación. y se lo dijo. Nos sorprende que una noticia de esa índole fuera tan fríamente recibida. »
De esta forma el periódico creaba la impresión de una apatía por parte de los familiares de Marie, incoherente con la suposición de que esos familiares creyeran realmente que el cadáver era el suyo. Sus insinuaciones se concretaban en lo siguiente: que Marie, con la complicidad de sus amigos, se había ausentado de la ciudad por razones que implicaban una acusación contra su castidad; y que esos amigos, ante el descubrimiento de un cadáver en el Sena, que se parecía en algo a la muchacha, habían aprovechado la oportunidad para convencer al público de su muerte. Pero LÉtoile se precipitaba de nuevo. Se demostró claramente que no existía ninguna apatía como la imaginada; que la vieja dama estaba terriblemente débil, y tan agitada, que era incapaz de ocuparse de nada; que Saint-Eustache, lejos de recibir la noticia con frialdad, estaba abrumado por el dolor, y se comportó de una manera tan frenética que monsieur Beauvais tuvo que recurrir a un amigo y a un familiar para que se ocuparan de él y le impidieran asistir al examen de la exhumación. Más aún, aunque LÉtoile afirmó que el cadáver fue enterrado de nuevo a expensas públicas, que la ventaja de una sepultura privada fue absolutamente declinada por la familia, y que ningún miembro de la familia asistió a la ceremonia -aunque, digo, todo esto fue afirmado por LÉtoile para apoyar su tesis-, todo fue satisfactoriamente refutado. En un número posterior del periódico se intentó arrojar las sospechas sobre Beauvais. El redactor dice:
«Acaba de producirse un cambio en el asunto. Se nos ha dicho que, en una ocasión, mientras una tal madame B... estaba en la casa de madame Rogêt, monsieur Beauvais, que salía, le dijo que esperaban a un gendarme y que ella, madame B..., no debía decirle nada al gendarme hasta que él regresara, y dejar que él se ocupara del caso... En el estado actual de las cosas, monsieur Beauvais parece tener todo el asunto en su cabeza. No puede darse un solo paso sin monsieur Beauvais; porque, hacia cualquier lado que vaya uno, tropieza con él... Por alguna razón, ha decidido que nadie debe tener nada que ver con la investigación excepto él, y ha echado a un lado a los familiares masculinos, según parece, de una manera muy singular. Parece mostrarse muy obstinado en impedir que los demás familiares vean el cadáver.»
El siguiente hecho proporcionó algo de color a las sospechas arrojadas de este modo sobre Beauvais. Un visitante en su oficina, unos pocos días antes de la desaparición de la muchacha, y durante la ausencia de su ocupante, observó una rosa en el agujero de la cerradura de la puerta, y el nombre "Marie" escrito en una pizarra que colgaba cerca.
La impresión general, por todo lo que podíamos deducir de los periódicos, parecía ser que Marie había sido víctima de una pandilla de peligrosos malhechores, que la condujeron al otro lado del río, la maltrataron y la asesinaron. Le Commercíel12, sin embargo, un periódico de mucha influencia, se mostró serio a la hora de combatir esta idea popular. Cito un párrafo o dos de sus columnas:
«Estamos persuadidos de que se ha seguido una falsa pista en cuanto a dirigir las pesquisas hacia la Barriére du Roule. Es imposible que una persona tan conocida por miles de conciudadanos como era esa joven hubiera recorrido tres manzanas sin que nadie la viera; y cualquiera que la hubiera visto la habría recordado, porque llamaba la atención a todo quien la conocía. Las calles estaban llenas de gente cuando salió... Es imposible que hubiera ido hasta la Barriére du Roule, o hasta la rue des Drômes, sin ser reconocida por una docena de personas; sin embargo, nadie ha declarado haberla visto fuera de la puerta de su madre, y no hay ninguna evidencia, excepto el testimonio relativo a sus expresadas intenciones, de que saliera siquiera de su casa. Su ropa estaba desgarrada, enrollada alrededor de su cuello y atada, y esto hace suponer que el cuerpo fue llevado como un fardo. Si el asesinato se cometió en la Barriére du Roule, no hubiera habido necesidad de nada de eso. El hecho de que el cuerpo fuera hallado flotando cerca de la Barriére no es prueba de que fuera arrojado allí al agua... Un trozo de las enaguas de la desgraciada muchacha, de sesenta centímetros de largo por treintade ancho, fue arrancado y atado debajo de su barbilla y alrededor de su nuca, probablemente para impedir que gritara. Eso lo hizo gente que no llevaba pañuelos de bolsillo.»
Un día o dos antes de que nos visitara el prefecto, sin embargo, llegó a la policía una información importante que echó por tierra al menos la parte principal de la argumentación de Le Commerciel. Dos niños, hijos de madame Deluc, mientras vagabundeaban entre los árboles cerca de la Barriére du Roule, entraron por aza en un denso soto, dentro del cual había tres o cuatro grandes piedras formando una especie de asiento, con un respaldo y un escabel. Sobre la piedra superior había unas enaguas blancas; en la segunda un chal de seda. Se encontraron también una sombrilla, guantes y un pañuelo. El pañuelo llevaba bordado el nombre "Marie Rogêt''. Se descubrieron fragmentos de vestido en las zarzas de alrededor. La tierra estaba pisoteada, algunas plantas rotas, y había evidencias claras de un forcejeo. Entre el soto y el río se hallaron unas cercas derribadas, y el suelo mostraba evidencias de que por él se había arrastrado algún objeto pesado.
Un semanario, Le Soleil13, hizo los siguientes comentarios sobre el descubrimiento, comentarios que simplemente hacían eco de los pensamientos de la prensa parisina:
«Esas cosas llevaban allí evidentemente al menos tres o cuatro semanas; estaban completamente apelmazadas y enmohecidas por la acción de la lluvia. La hierba había crecido alrededor por encima de algunas de ellas. La seda de la sombrilla era fuerte, pero las fibras se habían adherido unas a otras. La parte superior, allá donde estaba doblada y plegada, estaba toda enmohecida, y se desgarró al abrirla... Los jirones de ropa desgarrados junto a la maleza tenían unos ocho centímetros de ancho por quince de largo. Una parte era el dobladillo del vestido, y estaba remendado; el otro trozo era parte de la falda, pero no el dobladillo. Parecían como tiras arrancadas, y estaban sobre unas zarzas, a algo más de un palmo del suelo... En consecuencia, no hay dudas de que se ha descubierto el lugar de esa abominable atrocidad.»
A raíz de este descubrimiento aparecieron nuevas evidencias. madame Deluc testificó que regenta un hotel junto a la carretera no lejos de la orilla del río, frente a la Barriére du Roule. El vecindario es solitario.... muy solitario. Los domingos es el punto de reunión habitual de los canallas de la ciudad, que cruzan el río en barcas. Hacia las tres de la tarde del domingo en cuestión llegó una joven al hotel, acompañada por un hombre de complexión morena. Ambos permanecieron allí durante algún tiempo. Cuando se marcharon, se dirigieron hacia un grupo de espesos árboles cercanos. La atención de madame Deluc se vio atraída por el vestido que llevaba la muchacha, debido a que se parecía mucho a uno llevado por una familiar suya fallecida. Reparó especialmente en un chal. Poco después de la marcha de la pareja, apareció una pandilla de alborotadores que organizaron un gran jaleo, comieron y bebieron sin pagar, siguieron el camino de la joven pareja, regresaron al hotel hacia el anochecer, y volvieron a cruzar el río como si tuvieran mucha prisa.
Fue poco después de oscurecer, aquella misma tarde, que madame Deluc, junto con su hijo mayor, oyó los gritos de una mujer en las inmediaciones del hotel. Los gritos fueron violentos pero breves. Madame D... reconoció no sólo el chal que había sido hallado en los matorrales sino el vestido que llevaba el cadáver. Un conductor de autobús, Valence14, testificó también que vio a Marie Rogêt cruzar el Sena en un transbordador aquel domingo en cuestión, en compañía de un joven de complexión morena. Él, Valence, conocía a Marie, y era imposible que se confundiera acerca de su identidad. Los objetos hallados en el soto fueron plenamente identificados por los familiares de Marie.
Las evidencias y la información así reunida de los periódicos por mí, a sugerencia de Dupin, abarcaban solamente otro punto, pero al parecer de enorme importancia. Parece que, inmediatamente después del descubrimiento de la ropa tal como se describe más arriba, se halló el cuerpo sin vida, o casi sin vida, de Saint-Eustache, el pretendiente de Marie, en las inmediaciones de lo que ahora todos suponían que había sido el escenario de la atrocidad. Un frasco etiquetado “Láudano', vacío, fue hallado a su lado. Su aliento olía al veneno. Murió sin llegar a hablar. Sobre su persona se halló una carta, afirmando brevemente su amor por Marie y su intención de suicidarse.
-No necesito decirle -indicó Dupin cuando terminó de examinar mis notas- que este caso es mucho más intrincado que el de la rue Morgue, del que difiere en un aspecto muy importante. Se trata éste de un caso de crimen ordinario, por atroz que sea. No hay nada peculiarmente outré en él. Observará que, por esta razón, el misterio fue considerado de solución fácil cuando, por esta misma razón, hubiera debido ser considerado difícil. Así, al principio, se consideró innecesario ofrecer una recompensa. Los hombres de G... se creyeron capaces de averiguar de inmediato cómo y por qué podía haber sido cometida tamaña atrocidad. Pudieron imaginar un modo (muchos modos) y un motivo (muchos motivos); y puesto que no era imposible que cualquiera de esos numerosos modos y motivos hubiera podido ser el auténtico, han dado por sentado que uno de ellos debia serlo. Pero la facilidad con que fueron elaboradas esas variables suposiciones, y su misma plausibilidad, hubiera debido ser entendida más bien como una indicación de las dificultades antes que de las facilidades de su resolución. He observado antes que es saliéndose del plano de lo ordinario que la razón se abre camino en su búsqueda de la verdad, y que la pregunta adecuada en casos como éste no es tanto "¿qué ha ocurrido?" como "¿qué ha ocurrido que nunca había ocurrido antes?» En las investigaciones en la casa de madame LEspanaye15, los agentes de G... se vieron desalentados y confundidos ante la absoluta singularidad del caso, lo cual, para una inteligencia adecuadamente regulada, significaba en principio más seguro presagio de éxito; mientras que este mismo intelecto hubiera podido sumirse en la desesperación ante el carácter ordinario de todo lo que tenemos ante nuestros ojos en el caso de la muchacha perfumista, que todavía no nos ha revelado nada excepto el fácil triunfo de los funcionarios de la prefectura.
»En el caso de madame L'Espanaye y su hija no hubo, ni siquiera al inicio de la investigación, ninguna duda de que se había cometido un crimen. La idea del suicidio quedó excluida de inmediato. Aquí también nos vemos libres, desde un principio, de toda suposición de muerte autoinfligida. El cuerpo hallado en la Barriére de Roule fue hallado bajo tales circunstancias que no nos deja ninguna duda respecto a este importante punto. Pero se ha sugerido que el cadáver descubierto no era el de Marie Rogêt por la entrega de cuyo asesino, o asesinos, se ha ofrecido una recompensa, y respecto a la cual únicamente se ha llegado a un acuerdo con el prefecto. Ambos conocemos bien a ese caballero. No se puede confiar demasiado en él. Si, basando nuestras investigaciones en el cuerpo hallado, y rastreando desde allí a su asesino, descubrimos que el cadáver es de alguna otra persona distinta a Marie; o si, empezando sobre el supuesto de que Marie vive, la hallamos y descubrimos que no ha sido asesinada, en ambos casos perderemos nuestro trabajo; puesto que es con monsieur G... con quien tenemos que tratar. En consecuencia, para nuestros propósitos, si no para los propósitos de la justicia, es indispensable que nuestros primeros pasos se dirijan a determinar la identidad del cadáver con respecto a la desaparecida Marie Rogét.
»Las argumentaciones de.LÉtoíle han tenido peso entre el público; y que el periódico en sí está convencido de su importancia se hace evidente por la forma en que empieza uno de sus ensayos sobre el tema: "Varios periódicos de la mañana de hoy -dice- hablan del concluyente artículo de L'Étoile del lunes." Para mí, este artículo parece concluyente tan sólo en lo que respecta al celo de su redactor. Debemos recordar que, en general, el objetivo de nuestros periódicos es más el crear una opinión, impresionar a sus lectores, que defender la causa de la verdad. Este último fin se persigue tan sólo cuando coincide con el primero. El periódico que simplemente concuerda con la opinión general (por, bien fundada que esté esta opinión) no consigue ningún crédito entre su público. La masa considera como profundo sólo lo que, sugiere punzantes contradicciones respecto a la idea general. En la; racionalización, como en la literatura, lo más inmediatamente y lo más universalmente apreciado es el epigrama. En ambas se halla en el orden de mérito más bajo.
»Lo que quiero decir es que la mezcla de epigrama y melodrama de la idea de que Marie Rogêt todavía está viva, antes que la auténtica plausibilidad de esta idea, es lo que ha sugestionado a LÉtoile y le ha asegurado una recepción favorable entre el público. Examinemos los titulares de la argumentación este periódico; y observemos la incoherencia planteada desde un principio.
»La primera meta del redactor es demostrar, a partir de la brevedad del intervalo entre la desaparición de Marie y el hallazgo del cadáver flotando en las aguas, que este cadáver no puede ser el de Marie. La reducción de este intervalo a su más pequeña dimensión posible se convierte, pues, de inmediato, en el objetivo del razonador. En la vehemente persecución de este objetivo, se lanza desde un principio a meras suposiciones. "Es una locura suponer --dice- que el asesinato, si se cometió asesinato sobre su cuerpo, fuera consumado lo bastante pronto como para permitir a los asesinos arrojar el cuerpo al río antes de medianoche." De inmediato nos preguntamos, y de una forma muy natural, ¿por qué? ¿Por qué es una locura suponer que el asesinato fue cometido a los cinco minutos de que la muchacha abandonara la casa de su madre? ¿Por qué es una locura suponer que el asesinato fue cometido en cualquier período dado de ese día? Se cometen asesinatos a toda hora. Pero, si el asesinato hubiera tenido lugar en cualquier momento entre las nueve de la mañana del domingo y un cuarto de hora antes de la medianoche, todavía habría habido tiempo suficiente para "arrojar el cuerpo al río antes de medianoche". Esta suposición, pues, se reduce precisamente a esto, a que el asesinato no fue cometido el domingo, y si permitimos a LÉtoile suponer esto, podemos permitirle cualquier otra libertad que quiera. El párrafo que empieza "Es una locura suponer que el asesinato, etc.", aunque aparece impreso así en L'Etoile, puede imaginarse que fue concebido realmente así en el cerebro de su redactor: "Es una locura suponer que el asesinato, si se cometió asesinato sobre el cuerpo, fuera cometido lo bastante pronto como para permitir a sus asesinos arrojar el cuerpo al río antes de medianoche; es una locura, decimos, suponer todo esto, y suponer al mismo tiempo (como estamos dispuestos a suponer) que el cuerpo no fue arrojado hasta después de medianoche", una frase lo bastante inconsecuente en sí misma, pero no tan absolutamente ridícula como la impresa.
»Si mi propósito -prosiguió Dupin- fuera simplemente refutar este párrafo de la argumentación de LÉtoile, lo hubiera dejado tranquilamente tal cual. Sin embargo, no es de LÉtoile de quien debemos ocuparnos, sino de la verdad. La frase en cuestión sólo tiene un significado, y ese significado ha quedado suficientemente claro; pero es importante que vayamos más allá de las meras palabras en busca de una idea que han pretendido obviamente comunicar y han fracasado. El objetivo del periodista era decir que, fuera cual fuese el período del día o de la noche del domingo en que el asesinato fue cometido, era improbable que los asesinos se hubieran aventurado a llevar el cadáver hasta el río antes de medianoche. Y ahí reside realmente la suposición de la que me quejo. Se supone que el asesinato fue cometido en un lugar y bajo unas circunstancias que hicieron necesario trasladarlo hasta'el río. Sin embargo, el asesinato pudo producirse en la orilla del río, o en el mismo río; y así, el hecho de arrojar el cadáver al agua hubiera resultado ser, en cualquier momento del día o de la noche, el modo más obvio y más inmediato de desembarazarse de él. Comprenderá usted que aquí no sugiero nada como probable, o que coincida con mi propia opinión. Mi intención, hasta el momento, no se refiere a los hechos del caso. Deseo simplemente ponerle en guardia contra el tono general de la insinuación de L'Étoile llamando su atención a su carácter de ex parte desde el principio.
»Tras haberle prescrito así un límite a sus propias ideas preconcebidas; tras haber supuesto que, si se trataba realmente del cuerpo de Marie, sólo podía haber permanecido en el agua un breve tiempo, el periódico sigue diciendo: «La experiencia ha demostrado que los cuerpos ahogados, o arrojados al agua inmediatamente después de su muerte violenta, necesitan de seis a diez días para que se produzca la descomposición suficiente como para llevarlos de nuevo a la superficie. Incluso cuando es disparado un cañón sobre un cadáver, y éste se eleva antes de al menos cinco o seis días de inmersión, se hunde de nuevo, si se le abandona a sí mismo."
»Estas afirmaciones han sido tácitamente aceptadas por todos los periódicos de París, con excepción de Le Moniteur16. Este último se dedica a rebatir esta parte del párrafo que hace referencia a los «cuerpos ahogados", citando unos cinco o seis casos en lo que cadáveres de individuos que se sabe que murieron ahogados fueron hallados flotando tras transcurrir menos tiempo que el insistido en LÉtoile. Pero hay algo excesivamente poco filosófico en Le Moniteur a la hora de rechazar la afirmación general de LÉtoile citando algunos casos que desmienten esa afirmación. Se hubieran podido presentar cincuenta en vez de cinco ejemplos de cadáveres hallados flotando al cabo de dos o tres días, y esos cincuenta ejemplos todavía podrían ser considerados sólo como excepciones a la regla de LÉtoíle, hasta que esta regla pudiera ser refutada. Admitiendo la regla (y esto Le Moniteur no lo niega, insistiendo tan sólo en sus excepciones), la argumentación de LÉtoile conserva toda su fuerza; porque su argumentación no pretende implicar más que una cuestión de la probabilidad de que el cadáver subiera a la superficie en menos de tres días; y esta probabilidad está en favor de la postura de LÉtoile hasta que los ejemplos tan infantilmente aducidos sean suficientes en número como para establecer una regla antagónica.
»Verá usted de inmediato que una argumentación de este tipo debería dirigirse si acaso contra la propia regla; y con ese fin debemos examinar su razonamiento principal. El cuerpo humano, en general, no es ni mucho más ligero ni mucho más pesado que el agua del Sena; es decir, el peso específico del cuerpo humano en su condición natural, es casi igual a la masa de agua dulce que desplaza. Los cuerpos de las personas gruesas y entradas en carne, con huesos pequeños, y en general de las mujeres, son más ligeros que los de las personas delgadas y de huesos grandes, y de los hombres; y el peso específico del agua de un río se halla un tanto influenciado por la presencia del reflujo del mar. Pero, desechando este reflujo, puede decirse que muy pocos cuerpos humanos se hunden totalmente, incluso en agua dulce, aunque lo intenten. Casi cualquiera que caiga a un río puede flotar, si deja que el peso específico del agua se equilibre con el suyo, es decir, si deja que toda su persona se sumerja excepto la mínima parte posible. La posición adecuada para alguien que no sabe nadar es la posición erguida de quien camina por tierra firme, con la cabeza echada completamente hacia atrás y sumergida, dejando que sólo la boca y las fosas nasales permanezcan por encima de la superficie. Situados de este modo, descubriremos que todos flotamos sin dificultad y sin hacer ningún esfuerzo. Es evidente, sin embargo, que el peso específico del cuerpo, y el de la masa de agita desplazada, se hallan muy exquisitamente equilibrados, y que cualquier circunstancia hará que cualquiera de los dos se sitúe por delante del otro. Por ejemplo, alzar un brazo del agita, y privar así al cuerpo de su apoyo, es un peso adicional suficiente como para sumergir toda la cabeza, mientras que la ayuda accidental del más pequeño trozo de madera nos permitirá elevar la cabeza para mirar a nuestro alrededor. Ahora bien, en los esfuerzos que hace una persona no acostumbrada a nadar, los brazos son invariablemente echados hacia arriba, mientras que se intenta mantener la cabeza en su habitual posición perpendicular. El resultado es la inmersión de boca y nariz, y la penetración, durante los esfuerzos por respirar mientras uno se halla bajo la superficie, de agua en los pulmones. También se recibe una buena cantidad en el estómago, y todo el cuerpo se vuelve así más pesado por la diferencia entre el peso de¡ aire que originalmente distiende estas cavidades y la del líquido que ahora las llena. Esta diferencia es suficiente para causar que el cuerpo se hunda, como regla general; pero es insuficiente en el caso de individuos con huesos pequeños y una cantidad anormal de materia fláccida o grasa. Esos individuos flotan incluso después de ahogarse.
»El cadáver, que supondremos en el fondo del río, permanecerá allí hasta que, por algún medio, su peso específico se vuelva de nuevo menor que la masa de agua que desplaza. Este efecto es producido por la descomposición, pero también por otras causas. El resultado de la descomposición es la generación de gases, que distienden los tejidos celulares y todas las cavidades y proporcionan ese aspecto hinchado tan horrible. Cuando esta distensión ha progresado lo suficiente como para que la masa del cadáver se haya incrementado materialmente sin un incremento correspondiente de masa o peso, su peso específico se vuelve menor que el del agua desplazada, y en consecuencia hace su aparición en la superficie. Pero la descomposición resulta modificada por innumerables circunstancias, es acelerada o retrasada por innumerables agentes, por ejemplo por el calor o el frío de la estación, por la impregnación mineral o la pureza del agua, por su profundidad, por su fluir o su estancamiento, por la temperatura del cuerpo, por sus infecciones o su ausencia de enfermedades antes de la muerte. Así, es evidente que no podemos asignar ningún período preciso de cuándo el cuerpo flotará de nuevo a causa de la descomposición. Bajo ciertas condiciones este resultado puede producirse al cabo de una hora; bajo otras, puede que no se produzca nunca. Hay infusiones químicas en las cuales el sistema animal puede ser conservado para siempre de la corrupción: el bicloruro de mercurio es una. Pero, además de la descomposición, puede producirse, y generalmente se produce, una generación de gases dentro del estómago a causa de la fermentación acetosa de la materia vegetal (o dentro de otras cavidades por otras causas) suficiente para inducir una distensión que arrastre el cuerpo de vuelta a la superficie. El efecto producido por el disparo de un cañón es el de la simple vibración, que puede liberar el cadáver del blando barro o légamo por el que se encuentra retenido y permitirle ascender a la superficie cuando otros fenómenos lo han preparado ya para hacerlo; o puede vencer la tenacidad de algunas porciones putrefactas de los tejidos celulares, permitiendo que las cavidades se distiendan bajo la influencia de los gases.
»Teniendo así delante de nosotros toda la filosofía de este tema, podemos poner fácilmente a prueba las afirmaciones de LÉtoile. «La experiencia ha demostrado --dice este periódico que los cuerpos ahogados, o arrojados al agua inmediatamente después de su muerte violenta, necesitan de seis a diez días para que se produzca la descomposición suficiente como para arrastrarlos de nuevo a la superficie. Incluso cuando es disparado un cañón sobre un cadáver, y éste se eleva antes de al menos cinco o seis días de inmersión, se hunde de nuevo, si se le abandona a sí mismo."
»Todo este párrafo se nos aparece ahora como un entramado de inconsecuencias e incoherencias. La experiencia no demuestra que los "cuerpos ahogados" necesiten de seis a diez días para que se produzca la descomposición suficiente para llevarlos de nuevo a la superficie. Tanto la ciencia como la experiencia muestran que el período de su vuelta a la superficie es, y debe ser necesariamente, indeterminado. Si, además, el cuerpo ha ascendido a la superficie a causa de ser disparado un cañón, no "se hundirá de nuevo si se le abandona a sí mismo", hasta que la descomposición haya progresado lo suficiente como para permitir que los gases generados escapen. Pero me gustaría llamar su atención a la distinción que se hace entre "cuerpos ahogado? y "cuerpos arrojados al agua inmediatamente después de su muerte violenta".
Aunque el periodista admite la distinción, los incluye a ambos en la misma categoría. Ya he demostrado cómo el cuerpo de un hombre que se ahoga se vuelve específicamente más pesado que su masa de agua, y que no se ahogaría de no ser por su debatir elevando los brazos por encima de la superficie y su intento de inspirar aire cuando se halla debajo de la superficie, que hacen que sus pulmones se llenen de agua en lugar del aire! original. Pero este debatir y estos intentos de inspirar aire no se producen si el cuerpo "es arrojado al agua inmediatamente después de su muerte violenta". Así, en esta última instancia, el cuerpo, como regla general, no se hundirá en absoluto, un hecho que L’Étoile ignora, evidentemente. Cuando la descomposición ha alcanzado un grado extremo, cuando la sangre se ha desprendido en gran medida de los huesos, entonces, pero no hasta entonces, perderemos de vista el cadáver.
»Y ahora, ¿qué decir de la argumentación de que el cadáver hallado puede que no sea el de Marie Rogét porque, tras sólo tres días de haber desaparecido, se halló su cuerpo flotando? Si se ahogó, siendo una mujer, puede que nunca llegara a hundirse en el agua; o, habiéndose hundido, pudo reaparecer en veinticuatro horas o menos. Pero nadie supone que se ahogara; y, habiendo muerto antes de ser arrojada al río pudo ser hallada flotando desde entonces en cualquier momento.
»Pero, dice LÉtoile, "si el cuerpo hubiera sido mantenido en su mutilado estado en la orilla hasta el martes por la noche, se hubiera hallado en esa orilla alguna huella de los asesino?. Aquí al principio resulta difícil percibir la intención del razonador. Pretende anticipar lo que imagina puede ser una objeción a su teoría, es decir, que el cuerpo fue mantenido en la orilla durante dos días, con lo que sufrió una rápida descomposición, más rápida que sumergido en el agua. Supone que, de ser éste el caso, podría haber aparecido en la superficie el miércoles, y piensa que sólo bajo esas circunstancias podría haber aparecido así. En consecuencia se apresura a demostrar que no fue mantenido en la orilla; porque, de ser así, "se hubiera hallado en esa orilla alguna huella de los asesinos". Supongo que sonreirá usted ante el sequitur. No puede llegar a creer cómo la mera permanencia del cadáver en la orilla puede hacer que se multipliquen las huellas de los asesinos. Yo tampoco.
»Y el periódico continúa: "Y, además, es altamente improbable que cualquier criminal que hubiera cometido un asesinato como el aquí supuesto arrojara el cuerpo al agua sin ningún peso para mantenerlo hundido, cuando hubiera sido muy fácil tomar esa precaución." ¡Observe aquí la risible confusión de pensamiento! Nadie, ni siquiera LÉtoile, discute el crimen cometido en el cadáver encontrado. Las marcas de violencia son demasiado obvias. El objetivo de nuestro razonador es simplemente demostrar que este cadáver no es el de Marie. Desea probar que Marie no fue asesinada, no que el cadáver no lo hubiera sido. Sin embargo, su observación sólo demuestra el último punto. Hay un cadáver sin ningún peso atado a él. Los asesinos, al arrojarlo al agua, no hubieran dejado de atarle un peso. En consecuencia, no fue arrojado por asesinos. Eso es todo lo que prueba, si es que prueba algo. La cuestión de la identidad ni siquiera es abordada, y L'Étoile se ha tomado muchos esfuerzos simplemente para contradecir ahora lo que ha admitido hace sólo un momento. "Estamos perfectamente convencidos -dice- de que el cadáver hallado fue el de una mujer asesinada."
»Y no es éste el único caso, incluso en esta parte del tema, en que nuestro razonador razona contra sí mismo sin quererlo. Su evidente objetivo, ya lo he dicho, es reducir, tanto como sea posible, el intervalo entre la desaparición de Marie y el hallazgo del cadáver. Sin embargo, lo hallamos insistiendo en el punto de que ninguna persona vio a la muchacha desde el momento en que abandonó la casa de su madre. %o tenemos ninguna evidencia --dice- de que Marie Rogét estuviera en la tierra de los vivos después de las nueve de la mañana del domingo 22 de junio." Puesto que esta argumentación es obviamente ex parte, debería al menos haber dejado este asunto fuera de la vista; porque si se supiera de alguien que hubiera visto a Marie, digamos el lunes, o el martes, el intervalo en cuestión se hubiera visto mucho más reducido y, por este mismo raciocinio, hubieran disminuido enormemente las posibilidades de que el cadáver fuera el de la modistilla. De todos modos, resulta divertido observar que L'Étoile insiste sobre este punto en la completa creencia de que fortalece su argumentación general.
»Examinemos ahora esa parte de la argumentación que hace referencia a la identificación del cadáver por parte de Beauvais. Con respecto al vello en el brazo, LÉtoile se muestra obviamente solapado. monsieur Beauvais, si no es un idiota, no pudo haber fundado nunca la identificación del cadáver simplemente por el vello en su brazo. Ningún brazo está desprovisto de vello. La generalizacíón de la expresión de L'Étoile es una mera perversión de la fraseología del testigo. Éste debió de hablar de alguna peculiaridad dad en el vello. Debía de ser una peculiaridad en su color, cantidad, longitud o situación.
»Díce el periódico: "Su pie era pequeño, como lo son miles de pies. Sus ligas no prueban nada, como tampoco sus zapatos, puesto que zapatos y ligas se venden a docenas. Lo mismo puede decirse de las flores en su sombrero. Una cosa en la que insiste, monsieur Beauvais es en que el broche de la liga hallada había sido echado hacia atrás para acortarla. Esto no significa nada; porque muchas mujeres consideran más adecuado llevarse un par de ligas a casa y adaptarlas al tamaño de las piernas que tienen que rodear, antes que probárselas en la tienda donde las compran." Aquí resulta difícil suponer que el razonamiento va en serio. Si monsieur Beauvais, en su búsqueda del cuerpo de Marie, descubrió un cadáver que se correspondía en líneas generales al tamaño y al aspecto de la muchacha desaparecida, pudo llegar a formarse la opinión (sin referirnos en absoluto a la cuestión del vestido) de que había tenido éxito en su búsqueda. Si además del tamaño y silueta en general, halló en el vello de su brazo un peculiar aspecto que había observado en vida de Marie, su opinión pudo verse legítimamente fortalecida; y el incremento de su seguridad pudo dispararse según la peculiaridad o rareza de dicha marca. Si, siendo pequeños los pies de Marie, los del cadáver también lo eran, el incremento de probabilidades de que el cuerpo fuera el de Marie no sería aritmético, sino altamente geométrico, o acumulativo. Añadamos a todo esto sus zapatos, como los que se sabía que llevaba el día de su desaparición, y aunque estos zapatos "se vendan por docenas", el aumento de probabilidades roza la certeza. Lo que por sí mismo no sería evidencia de identidad se convierte, a través de esta serie de corroboraciones, en la más segura de las pruebas. Admitamos luego que las flores en el sombrero se correspondían con las llevadas por la muchacha desaparecida, y no hará falta seguir buscando más. Si fuera tan sólo una flor, ya no seguiríamos buscando; pero, ¿y con dos, o tres, o más? Cada flor sucesiva es una evidencia múltiple, una prueba que no se añade a otra prueba, sino que la multiplica por cientos o miles. Descubramos ahora, en la fallecida, ligas como las que usaba la viva, y es casi una locura seguir adelante. Pero se descubre que esas ligas están sujetas con el broche echado hacia atrás, exactamente del mismo modo en que las sujetó Marie poco antes de marcharse de casa. Ahora es una locura o una hipocresía dudar. Lo que dice LÉtoile, respecto a que este acortamiento de las ligas es algo habitual, no demuestra nada excepto su propia pertinacia en el error. La naturaleza elástica de las ligas de broche es, en sí misma, una demostración de lo inusual del acortamiento. Lo que está hecho para ajustar bien raras veces necesita algún ajuste externo. Tuvo que deberse a un accidente, en su sentido más estricto, el que esas ligas de Marie necesitaran el ajuste descrito. Ellas solas hubieran bastado para establecer ampliamente su identidad. Pero no se trata de que se descubriera que el cadáver llevaba las ligas de la muchacha desaparecida, o llevara sus zapatos, o su sombrero, o las flores de su sombrero, o tuviera sus pies, o una marca peculiar en su brazo, o su tamaño y aspecto generales..., es que el cadáver tenía cada uno de estos rasgos y todos colectivamente. Si se pudiera probar que el director de LÉtoile tenía realmente alguna duda bajo todas esas circunstancias, no habría necesidad en su caso de un mandato de lunatico inquirendo. Resultaba sagaz, sin embargo, hacerse eco de las habladurías de los leguleyos que, en su mayor parte, se contentan con hacer eco de los preceptos rectangulares de los tribunales. Observaré aquí que buena parte de lo que es rechazado como prueba en un tribunal es la mejor prueba para el intelecto. Porque el tribunal, que se guía por los principios generales de las evidencias, los principios reconocidos y que están en los libros, es adverso a aceptar razones particulares. Y esta firme adherencia a los principios, con riguroso desprecio a las conflictivas excepciones, es un modo seguro de alcanzar el máximo de verdad alcanzable, en cualquier larga secuencia de tiempo. La práctica, en conjunto es, pues, filosófica; pero no es menos cierto que engendra grandes errores individuales17.
»Respecto a las insinuaciones formuladas contra Beauvais, podrá desecharlas en un suspiro. Ya habrá captado el auténtico carácter de este buen caballero. Es un entremetido, con mucho romance y poco ingenio. Cualquiera con esta constitución actuará fácilmente, en una circunstancia de auténtica excitación, hasta el punto de hacerse sospechoso a los ojos de los muy sutiles o maliciosos. monsieur Beauvais (como aparece en sus no~ tas) celebró algunas entrevistas personales con el director de L'Étoile, y lo ofendió aventurando la opinión de que el cadáver, pese a la teoría del redactor, era efectivamente el de Marie. Tersiste --dice el periódico- en afirmar que el cadáver es el de Marie, pero no puede proporcionar ninguna circunstancia, además de las que ya hemos comentado, que lo haga creíble a los dernás." Bien, sin recurrir al hecho de que nunca hubiera debido aducirse una evidencia más fuerte "para hacerlo creíble a los dernás", se observa que puede comprenderse muy bien que un hombre crea, en un caso de este tipo, sin poseer la habilidad necesaria para ofrecer una sola razón que haga creer a una segunda parte. Nada es más vago que las impresiones de la identidad individual. Cada hombre reconoce a su vecino, pero hay pocos casos en los cuales alguien esté preparado para dar una razón para este reconocimiento. El director de LÉtoile no tenía derecho a sentirse ofendido por la creencia no razonada de monsieur Beauvais.
»Las sospechosas circunstancias que le rodean encajan mucho mejor con mi hipótesis del entremetido romántico que con la sugerencia de culpabilidad del razonador. Una vez adoptada la interpretación más caritativa, no deberíamos hallar ninguna dificultad en comprender la rosa en el agujero de la cerradura, el "Marie" en la pizarra; el "echar a un lado a los familiares masculinos"; la aversión a permitirles que "vean el cadáver"; el aviso dado a madame B... de que no debía entablar conversación con el gendarme hasta su regreso (el de Beauvais); y, finalmente, su aparente determinación de que "nadie debe tener nada que ver con la investigación excepto él". Me parece incuestionable que Beauvais era un pretendiente de Marie, que ella coqueteaba con él, y que deseaba creer que gozaba de toda su intimidad y confianza. No diré nada más respecto a este punto; y, como las evidencias rechazan por completo la afirmación de LÉtoile relativa a la apatía por parte de la madre y otros familiares, una apatía que no encaja con la suposición de creer que el cadáver es el de la muchacha perfumista, debemos proceder ahora como si la cuestión de la identidad hubiera quedado resuelta a nuestra perfecta satisfacción.
-¿Y qué opina usted -pregunté entonces- de las opiniones de Le Commerciel?
_Que, en espíritu, son mucho más dignas de atención que cualquier otra que haya sido promulgada sobre el tema. Las deducciones de las premisas son filosóficas y agudas; pero las premisas, en dos aspectos al menos, se hallan fundadas en una observación imperfecta. Le Commerciel desea dar a entender que Marie cayó en manos de alguna pandilla de rufianes de baja estofa no lejos de la puerta de su madre. "Es imposible --argumenta- que una persona tan conocida por miles de conciudadanos como era esa-joven hubiera recorrido tres manzanas sin que nadie la hubiera visto." Esto es una idea de un hombre que reside desde hace tiempo en París, un hombre público, y cuyas idas y venidas por la ciudad se han visto limitadas en su mayor parte a las inmediaciones de las oficinas públicas. Es consciente de que él raras veces va más lejos de media docena de manzanas de su oficina sin ser reconocido y abordado. Y, sabiendo hasta qué punto conoce a los demás, y los demás lo conocen a él, compara su notoriedad con la de la muchacha perfumista, sin hallar gran diferencia entre ellos, y llega de inmediato a la conclusión de que ella, en sus salidas, será tan reconocida como él. Sólo éste podría ser el caso si sus salidas tuvieran el mismo carácter invariablemente metódico, y dentro del mismo tipo de limitada región que la de él. Él se mueve de un lado para otro, a intervalos regulares, dentro de una confinada periferia, que abunda en individuos que se ven impulsados a reconocer su persona a causa del interés de sus ocupaciones en relación con las de ellos. Pero las salidas de Marie puede suponerse que eran, en realidad, más al azar. En este caso en particular, hay que aceptar como lo más probable que siguiera una ruta más distinta de lo habitual. El paralelismo que imaginamos que existió en la mente de Le Commercíel sólo puede sostenerse en el caso de dos individuos que atraviesen toda la ciudad. En este caso, y admitiendo que los conocidos de cada uno sean iguales, las posibilidades de encontrar un cierto número de personas conocidas serán iguales. Por mi parte, debo sostener no sólo como posible, sino como mucho más que probable, que Marie pudiera haber seguido, en cualquier momento determinado, cualquiera de las muchas rutas entre su residencia y la de su tía, sin tropezarse con ningún individuo al que conociera o por quien fuera reconocida. Examinando esta cuestión a su luz adecuada, debemos tener muy en cuenta la gran desproporción existente entre las relaciones personales incluso del individuo más conocido de París y la población entera de París.
»Pero sea cual sea la fuerza que parece tener todavía la sugerencia de Le Commerciel, se verá muy disminuida cuando tomemos en consideración la hora a la cual salió la muchacha. «Las calles estaban llenas de gente cuando salió", dice Le Commerciel.
Pero no es así. Eran las nueve de la mañana. A las nueve de la mañana, todos los días de la semana, con excepción del domingo, las calles de la ciudad están, es cierto, repletas de gente. A las nueve de la mañana del domingo, la población se halla en su mayor parte dentro de sus casas preparándose para ir a la iglesia. Ninguna persona medianamente observadora puede haber dejado de observar el aire peculiarmente desierto de la ciudad, desde las ocho hasta las diez de la mañana de cada fiesta de guardar. Entre las diez y las once las calles están llenas, pero no tan temprano como se ha indicado.
»Hay otro punto en el cual parece existir una deficiencia de observación por parte de Le Commercíel. "Un trozo de las enaguas de la desgraciada muchacha, de sesenta centímetros de largo por treinta de ancho, fue arrancado y atado debajo de su barbilla y alrededor de su nuca, probablemente para impedir que gritara. Eso lo hizo gente que no llevaba pañuelos." Tanto si esta idea está o no bien fundada, más adelante examinaremos este punto; por "gente que no llevaba pañuelos" el director da a entender la clase más baja de rufianes. Ésos, en cambio, son la descripción misma de la gente que siempre llevará pañuelos, incluso aunque no lleven camisa. Supongo que habrá tenido ocasión de observar lo absolutamente indispensables, en los últimos años, que se han convertido los pañuelos para el perfecto atracador.
-¿Y qué debemos pensar -pregunté- del artículo de Le Soleil?
-Que es una gran lástima que su redactor no naciera loro, en cuyo caso se hubiera convertido en el loro más ilustre de su raza. Ha repetido simplemente los distintos detalles de la opinión ya publicada, recogiéndolos, con laudable industria, de este y de ese periódico. "Esos artículos llevaban allí evidentemente al menos tres o cuatro semanas, y no hay duda de que se ha descubierto el lugar de esa abominable atrocidad." Los hechos comunicados aquí por Le Soleil distan mucho de eliminar mis dudas sobre este tema, y los examinaremos con mayor atención más adelante, en conexión con otro apartado del tema.
»Por el momento debemos ocuparnos de otras investigaciones. No puede haber dejado de observar usted la tremenda laxitud del examen del cadáver. De acuerdo, la cuestión de la identidad fue determinada fácilmente, o como menos hubiera debido serlo; pero hay otros puntos a aclarar. ¿Estaba el cadáver despojado de alguna manera? ¿Llevaba la fallecida alguna joya consigo cuando salió de su casa? Si era así, ¿estaba todavía en su poder cuando fue encontrada? Son cuestiones importantes absolutamente pasadas por alto; y hay otras de igual importancia que no han merecido mayor atención. Debemos satisfacer nuestra curiosidad investigándolas por nosotros mismos. El caso de Saint-Eustache debe ser reexaminado. No tengo la menor sospecha hacia esta persona; pero procedamos metódicamente. Comprobaremos más allá de toda duda la validez de las declaraciones referentes a sus actividades durante el domingo. Las declaraciones de este tipo son a menudo objeto de engaño. Si no hay nada malo en ellas, apartaremos a Saint-Eustache de nuestras investigaciones. Su suicidio, aunque parezca corroborar las sospechas, en caso de que se halle algún engaño en sus declaraciones, no es, sin la concurrencia de este engaño, nada que deba preocuparnos ni desviarnos de la línea normal de nuestro análisis.
»En lo que le propongo ahora, descartaremos los puntos internos de esta tragedia, y concentraremos nuestra atención en su forma externa. Es un error muy usual, en investigaciones como ésta, limitar la investigación a lo inmediato, con un olvido total de los acontecimientos colaterales o circunstanciales. Es una mala práctica de los tribunales confinar la evidencia y la discusión a los límites de lo aparentemente relevante. Sin embargo, la experiencia ha demostrado, y una auténtica filosofía demostrará siempre, que una gran parte, quizá la mayor porción de la verdad, surge de lo aparentemente irrelevante. Es a través del espíritu de este principio, si no exactamente de su letra, que la ciencia moderna ha decidido calcular sobre lo imprevisto. Pero quizá no me comprenda usted. La historia del conocimiento humano ha mostrado de forma ininterrumpida que a los acontecimientos colaterales, o incidentales, o accidentales, debemos los más numerosos y los más valiosos descubrimientos, que a la larga se ha hecho necesario, en cualquier visión prospectiva de mejora, hacer no sólo grandes, sino las más grandes concesiones a las invenciones que surgirán por azar, y completamente al margen de cualquier expectativa. Ya no resulta filosófico basarse en lo que ha sido una visión de lo que ha de ser. El accidente es admitido como una parte de la infraestructura. Convertimos el azar en un asunto de cálculo absoluto. Sometemos lo inesperado y lo inimaginable a las formulae matemáticas de las escuelas.
»Repito que no es más que un hecho el que la mayor parte de toda verdad nace de lo colateral; y es en concordancia con el espíritu del principio implicado en este hecho que desviaré la investigación, en el presente caso, del hollado y, por ello, infructuoso terreno del acontecimiento en sí a las circunstancias contemporáneas que lo rodean. Mientras usted comprueba la validez de los testimonios, yo examinaré los periódicos de un modo más general del que usted ha llevado a cabo. Hasta este momento sólo hemos reconocido el campo de investigación; pero será muy extraño si un examen completo, como el que propongo, de los papeles públicos, no nos ofrece algunos pormenores que establezcan una dirección a nuestras investigaciones.
Siguiendo la sugerencia de Dupin, efectué un escrupuloso examen de las declaraciones. El resultado fue una firme convicción de su validez, y la consecuente inocencia de Saint-Eustache. Mientras tanto mi amigo se ocupó, con lo que me pareció una minuciosidad completamente sin objetivo, en escrutar los distintos periódicos. Transcurrida una semana colocó delante de mí los siguientes extractos:
«Hará unos tres años y medio, causó una alteración muy similar a la presente la desaparición de esta misma Marie Rogêt de la parfumerie de monsieur Le Blanc, en el Palais Royal. A la semana, sin embargo, reapareció en su comptoir habitual, como siempre, con excepción de una ligera palidez no muy usual en ella. Monsieur Le Blanc y su madre indicaron que simplemente había ido a visitar a unos amigos en el campo; y el asunto no tardó mucho en olvidarse. Suponemos que la ausencia actual es un capricho de la misma naturaleza y que, transcurrida una semana, o quizás un mes, la tendremos de nuevo entre nosotros.» - Evening Paper18, lunes 23 de junio.
«Un periódico de la tarde de ayer se refiere a una misteriosa desaparición anterior de mademoiselle Rogêt. Es bien sabido que, durante la semana de su ausencia de la parfumerie de Le Blanc, estuvo en compañía de un joven oficial de la marina, muy conocido por sus libertinas costumbres. Se supone que una pelea la devolvió providencialmente a casa. Tenemos el nombre del libertino en cuestión, que en la actualidad se halla destacado en París, pero por obvias razones nos abstenemos de hacerlo público.» - Le Mércure19, mañana del martes 24 de junio.
«Una horrible atrocidad fue perpetrada anteayer en las inmediaciones de esta ciudad. Un caballero, con su esposa e hija, contrataron, hacia el anochecer, los servicios de seis jóvenes, que estaban remando ociosamente en una barca arriba y abajo cerca de las orillas del Sena, para que los trasladaran al otro lado del río. Al alcanzar la orilla opuesta, los tres pasajeros desembarcaron, y estaban ya fuera de la vista de la barca cuando la hija descubrió que se había dejado en ella su sombrilla. Regresó en su busca, fue asaltada por la pandilla, arrastrada hasta el río, amordazada, tratada brutalmente, y al fin llevada a la orilla en un lugar no muy lejano de donde había tomado al principio la barca con sus padres. Hasta el momento los villanos han escapado, pero la policía está, tras su rastro y algunos de ellos serán detenidos próximamente.» - Morníng Paper20, 25 de junio.
«Hemos recibido una o dos comunicaciones, cuyo objetivo es acusar a Mennais21 de la reciente atrocidad; pero puesto que este caballero ha sido completamente exonerado tras la investigación oficial, y puesto que las argumentaciones de nuestros distintos corresponsales parecen tener más celo que profundidad, no creemos aconsejable hacerlas públicas.» - Morning Paper, 28 de junio.
«Hemos recibido por escrito varias comunicaciones enérgicas al parecer procedentes de varias fuentes, y que hasta el momento nos impulsan a aceptar como un hecho cierto que la infortunada Marie Rogét ha sido víctima de una de las numerosas bandas de canallas que los domingos infestan los alrededores de la ciudad. Nuestra propia opinión se halla decididamente a favor de esta suposición. En breve efectuaremos todo lo necesario para hacer partícipes a nuestros lectores de estas argumentaciones. » -Evening Paper22, martes 31 de junio.
«El lunes, uno de los barqueros adscritos al servicio de aduanas vio una barca vacía flotando Sena abajo. Las velas yacían en el fondo de la barca. El barquero la remolcó hasta la oficina de navegación. A la mañana siguiente fue retirada de allí, sin el conocímiento de ninguno de los funcionarios. El timón se halla ahora en la oficina de navegación.» - La Dilígence23 martes 26 de junio.
Tras leer estos varios extractos, no sólo me parecieron irrelevantes, sino que no pude captar ninguna forma en que cualquiera de ellos pudiera relacionarse con el asunto que nos ocupaba. Aguardé alguna explicación de Dupin.
-No es mi intención -dijo- detenerme en el primero y el segundo de estos extractos. Los he copiado principalmente para mostrarle la extrema negligencia de la policía que, por lo que he podido comprender del prefecto, todavía no se ha molestado en interrogar bajo ningún aspecto al oficial de la marina aludido. Sin embargo, es mera locura decir que entre la primera y la segunda desaparición de Marie no existe ninguna conexión concebible. Admitamos que la primera escapada tuvo como resultado una pelea entre los amantes, y el regreso a casa de la traicionada.
Ahora estamos preparados para considerar la segunda escapada (si admitimos que se trató de nuevo de una escapada) corno una renovación de los avances del traidor antes que como el resultado de nuevas proposiciones de un segundo individuo; estamos preparados para considerarla como un "revivir" del antiguo amour antes que como el comienzo de uno nuevo. Las posibilidades son diez contra una a que quien se fugó una vez con Marie le propuso fugarse de nuevo, antes que a que la primera proposición fue efectuada por un individuo y la segunda por otro. Y aquí permítame llamar su atención sobre el hecho de que el tiempo transcurrido entre la primera escapatoria segura, y la segunda supuesta, son unos pocos meses más que el período general de los cruceros de nuestros buques de guerra. ¿Vio interrumpida el amante su primera villanía por la necesidad de partir al mar, y aprovechó la primera ocasión de su regreso para renovar sus bajos designios todavía no cumplidos.... o todavía no cumplidos por él? Nada sabemos de eso.
»Dirá usted sin embargo que, en el segundo caso, no hubo escapatoria tal como la imaginamos. Ciertamente no, pero, ¿estamos preparados a decir que no hubo un intento frustrado? Más allá de Saint-Eustache, y quizá Beauvais, no encontramos galanteadores reconocidos, abiertos, honorables, de Marie. No se dice nada de ningún otro. ¿Quién es entonces el amante secreto, del que los familiares (al menos la mayoría de ellos) no saben nada, pero con el que Marie se reúne la mañana del domingo, y en el que confía tan probandamente que no vacila en permanecer con él hasta que descienden las sombras de la noche, entre los solitarios bosquecillos de la Barriére du Roule? ¿Quién es ese amante secreto, pregunto, de quien al menos la mayoría de los familiares no saben nada? ¿Y qué significa la singular profecía de madame Rogêt la mañana de la partida de Marie: "Me temo que no voy a ver nunca más a Marie"?
»Pero si no podemos imaginar a madame Rogét al corriente, de los planes de fuga, ¿no podemos por lo menos suponer que éste era precisamente el plan de la muchacha? Al salir de casa, dio a entender que iba a visitar a su tía en la rue des Drômes, y pidió a Saint-Eustache que fuera a buscarla allí al anochecer. A primera vista, este hecho milita fuertemente contra mi sugerencia..., pero reflexionemos. Que ella se reunió con un hombre, y cruzó con él el río, Regando a la Barriére du Roule a una hora tan tardía como las tres de la tarde, es algo sabido. Pero, al permitir que la acompañara aquel mismo individuo (por la razón que fuera, conocida o no de su madre), tuvo que pensar en su expresada intención cuando salió de casa, y en la sorpresa y sospechas suscitadas en su pretendiente Saint-Eustache cuando éste, al acudir en su busca a la hora señalada en la rue des Drômes, descubriera que no había estado allí y cuando, más aún, al regresar a la pensión con este alarmante conocimiento, supiera que seguía ausente de casa. Digo que tuvo que pensar en todas estas cosas. Tuvo que prever la preocupación de Saint-Eustache, las sospechas de todos. Es posible que no tuviera intención de regresar para despejar las sospechas; pero esas sospechas tenían que carecer de importancia para ella, si suponemos que no pretendía regresar.
»Podemos imaginar así sus pensamientos: "Voy a reunirme con una cierta persona para fugarme con ella, o para cualquier otro propósito conocido sólo por mí. Es necesario que no haya ninguna posibilidad de ser sorprendida, debemos tener tiempo suficiente para eludir toda persecución, así que diré que voy a visitar y a pasar el día con mi tía en la rue des Drómes, y le pediré a Saint-Eustache que no venga a buscarme hasta que oscurezca. De esta forma conseguiré ausentarme de casa durante el período de tiempo más largo posible sin causar sospecha o ansiedad, y ganaré más tiempo que de ninguna otra manera. Si pido a Saint-Eustache que venga a buscarme al anochecer, seguro que no lo hará antes; pero si no le digo nada de que venga a buscarme, mi margen de tiempo para fugarme se verá disminuido, puesto que él esperará que regrese antes, y mi ausencia despertará ansiedad más pronto. Si mi idea fuera regresar, si tuviera intención de pasar simplemente unas horas con el individuo en cuestión, no le diría a Saint-Eustache que viniera a buscarme; porque, al hacerlo, sabría que yo le había engañado, un hecho que desearía mantener siempre en su ignorancia, marchándome de casa sin notifiarle mis intenciones, regresando antes de anochecer, y diciendo entonces que había ido a visitar a mi tía en la rue des Drómes. Pero, puesto que mi idea es. no regresar nunca, o al menos durante algunas semanas o hasta que haya ocultado algunas cosas, el ganar tiempo es el único punto del que debo preocuparme."
»Habrá observado en sus notas que la opinión más general en relación con este triste asunto es, y fue desde un principio, que la muchacha había sido víctima de una pandilla de facinerosos. La opinión popular, bajo ciertas condiciones, no debe dejarse de lado. Cuando surge por sí misma, cuando se manifiesta por sí misma de una forma estrictamente espontánea, debemos considerarla como análoga a esa intuición que es la idiosincrasia del hombre genial. En el noventa y nueve por ciento de los casos me inclinaría ante su decisión. Pero es importante que no hallemos huellas palpables de sugestión. La opinión tiene que ser rigurosamente la del público; y la distinción resulta a menudo demasiado difícil de percibir y de mantener. En el presente caso, me parece que esta "opinión pública" respecto a una pandilla ha sido influida por el acontecimiento colateral que se detalla en el tercero de mis extractos. Todo París está excitado por el descubrimiento del cadáver de Marie, una joven muchacha, hermosa y conocida. Este cadáver es hallado mostrando marcas de violencia y flotando en el río. Pero ahora sabemos que, en el mismo período, o más o menos en el mismo período en que se supone que fue asesinada esa muchacha, se perpetró un atropello de naturaleza similar al sufrido por la fallecida, aunque de menor extensión, por parte de una pandilla de jóvenes rufianes, en la persona de una segunda joven. ¿Es sorprendente que el atropello conocido influencie al juicio popular con respecto al no conocido? Este juicio aguardaba una dirección, ¡y el atropello conocido pareció ofrecerla muy oportunamente! Marie fue hallada también en el río, y fue en este mismo río donde se cometió el atropello conocido. La conexión de los dos sucesos era tan evidente, que lo sorprendente hubiera sido que la gente no hubiera apreciado la relación. Pero, de hecho, una atrocidad que se sabe que fue cometida, es en todo caso evidencia de que el otro, cometido casi al mismo tiempo, no fue cometido así. De hecho hubiera sido un milagro si, mientras una pandilla de rufianes estaba perpetrando, en un lugar determinado, una fechoría así, hubiera otra pandilla similar, en un lugar similar, en la misma ciudad, bajo las mismas circunstancias, con iguales medios y procedimientos, dedicada a cometer una fechoría exactamente del mismo aspecto y precisa mente en el mismo período de tiempo. ¿Pero en qué otra cosa, si no en esta maravillosa cadena de coincidencias, nos haría creer la accidentalmente sugestionada opinión pública?
»Antes de seguir, consideremos la supuesta escena del asesinato, en el soto de la Barrière du Roule. Este soto, aunque denso, estaba muy cerca de un camino público. Dentro había tres o cuatro grandes piedras, formando una especie de asiento con un respaldo y un escabel. En la piedra superior se descubrieron unas enaguas blancas; en la segunda, un chal de seda. Se hallaron también una sombrilla, guantes y un pañuelo. El pañuelo llevaba el nombre "Marie Rogét". Había fragmentos de vestido en las ramas de alrededor. La tierra estaba pisoteada, la maleza rota y había evidencias de un forcejeo violento.
»Pese a la aclamación con que este descubrimiento fue recibido por la prensa, y la unanimidad con la que se supuso que indicaba el escenario exacto del atropello, debe admitirse que había algunas buenas razones para la duda. Puede o no puede creerse que era el escenario, pero había una excelente razón para dudar. Si el auténtico escenario del crimen, como sugería Le Commerciel, .estaba en las inmediaciones de la rue Pavée Saint-André, los perpetradores del crimen, suponiendo que siguieran residiendo en París, se hubieran sentido naturalmente asaltados por el terror ante el hecho de que la atención pública estuviera dirigida hacia la dirección correcta; y, en ciertas clases de mentes, hubiera surgido de inmediato la sensación de la necesidad de hacer algo para desviar esa atención. Y así, siendo el soto de la Barrière du Roule ya sospechoso, la idea de colocar los objetos allá donde fueron hallados sería una cosa de lo más natural. No hay auténticas pruebas, aunque Le Soleil así lo supone, de que las cosas descubiertas allí llevaran más que unos pocos días en el soto; mientras que hay muchas pruebas circunstanciales de que no podían haber permanecido allí, sin atraer la atención, durante los veinte días transcurridos entre el domingo fatal y la tarde en que fueron hallados por los niños. "Estaban completamente apelmazadas y enmohecidas -dice Le Soleil, adoptando las opiniones de sus predecesores- por la acción de la lluvia. La hierba había crecido alrededor y por encima de algunas de ellas. La seda de la sombrilla era fuerte, pero sus fibras estaban pegadas en el interior. La parte superior, allá donde estaba doblada y plegada, estaba toda enmohecida, y se desgarró al ser abierta." Respecto a la hierba que «había crecido alrededor y por encima de algunas de ella?, es evidente que el hecho sólo pudo afirmarse basándose en las palabras y, en consecuencia, en los recuerdos de dos niños pequeños; porque esos niños cogieron las cosas y se las llevaron a casa antes de que fueran vistas por terceras personas. Pero la hierba puede crecer, en especial en clima cálido y húmedo (como lo era durante el período del asesinato) tanto como seis u ocho centímetros en un solo día. Una sombrilla, caída sobre un suelo cubierto de hierba, podría verse en una semana oculta enteramente de la vista por ésta. Y respecto al enmohecimiento sobre el que tanto insiste el redactor de Le Soleil, que emplea la palabra no menos de tres veces en el breve párrafo citado, ¿no es consciente de la naturaleza de este moho? ¿Hay que decirle que se trata de una de las muchas clases de hongos, cuyo rasgo más ordinario es el de desarrollarse y morir en un período de veinticuatro horas?
»Así vemos, tras una primera ojeada, que lo que ha sido más triunfalmente aducido en apoyo de la idea de que los objetos habían permanecido "durante al menos tres o cuatro semana? en el soto es completamente absurdo, si queremos considerarlo como prueba de ese hecho. Por otra parte, es enormemente difícil creer que esos objetos pudieran haber permanecido en el lugar especificado durante un período más largo que una sola semana, por un período superior al de un domingo al siguiente. Aquellos que saben algo de los alrededores de París, saben de la extrema dificultad de hallar privacidad, a menos que uno se aleje a gran distancia de los suburbios. No puede ni imaginarse algo parecido a un rincón inexplorado, o siquiera infrecuentemente visitado, entre sus bosques y sotos. Que cualquier amante de la naturaleza encadenado por su trabajo al polvo y al calor de esta gran metrópolis intente, incluso entre semana, apagar su sed de soledad entre los escenarios de hermosura natural que nos rodean. A cada dos pasos hallará el creciente encanto disipado por la voz y la intrusión personal de algún rufián o pandilla de alborotadores. Buscará intimidad en medio del más denso follaje, pero en vano. Éste es el lugar donde más abundan los desaseados, es aquí donde más profanados son los templos. Con el corazón enfermo, el caminante huirá de vuelta al polucionado París como un pozo de polución menos encenagado. Pero si los alrededores de la ciudad se hallan tan concurridos durante los días laborables de la semana, ¡imagine lo mucho más que lo estarán los festivos! Es especialmente entonces cuando, liberado de las exigencias del trabajo o privado de sus habituales oportunidades de crimen, el truhán urbano va hacia las afueras, no por amor a lo rural, que en el fondo de su corazón desprecia, sino como una forma de escapar de las restricciones y los convencionalismos de la sociedad. Desea menos el aire puro y los verdes árboles que la absoluta licencia del campo. Aquí, en el hotel al lado de la carretera, o debajo del follaje de los árboles, se entrega sin ser contemplado por ningún ojo indiscreto, excepto los de sus compañeros, a todos los locos excesos de una falsa alegría, hija de la libertad y del ron. No digo más que lo que ha de resultar obvio a cualquier desapasionado observador, cuando repito que el hecho de que los objetos en cuestión hayan permanecido sin ser descubiertos durante un período superior a una semana, en cualquier bosquecillo o soto de las inmediaciones de París, ha de ser considerado como poco menos que milagroso.
»Pero no faltan otros motivos para la sospecha de que los objetos fueron colocados en el soto con la intención de desviar la atención del auténtico escenario de los hechos. Y, primero, déjeme dirigir su atención a la fecha del descubrimiento de dichos
objetos. Relaciónela con la fecha del quinto extracto que he hecho de los periódicos. Observará que el descubrimiento siguió, casi de forma inmediata, a las urgentes comunicaciones enviadas al vespertino. Estas comunicaciones, aunque distintas, y procedentes al parecer de varias fuentes, tendían todas hacia el mismo punto, es decir, dirigir la atención a una pandilla como los perpetradores del atropello, y a las inmediaciones de la Barriére du Roule como su escenario. Por supuesto, la sospecha no es que, como consecuencia de esas comunicaciones o de la atención pública dirigida a ellas, los objetos fueran hallados por los muchachos; pero sí puede ser muy bien que esas cosas no fueran encontradas antes por los muchachos por la razón de que no estuvieran antes en el soto; siendo depositados allí solamente en un período posterior como la fecha, o poco antes, de las comunicaciones, por los autores de esas propias comunicaciones.
»Ese soto era singular... sorprendentemente singular. Era de una densidad fuera de lo común. Dentro de su recinto cercado por la propia naturaleza había tres piedras extraordinarias, formando un asiento con un respaldo y un escabel. Y este soto, tan lleno de arte natural, se hallaba en las inmediaciones, a pocos metros de distancia, de la morada de madame Deluc, cuyos hijos tenían la costumbre de examinar atentamente la maleza a todo su alrededor en busca de corteza de sasafrás. ¿Hay alguna posibilidad, una entre un millar, de que pasara algún día en el que al menos uno de esos chicos no se ocultara en el sombrío salón y se entronizara en su trono natural? Aquellos que duden ante esa posibilidad es que nunca han sido muchachos o han olvidado cómo lo fueron. Repito, resulta extremadamente difícil comprender cómo pudieron permanecer los objetos en aquel lugar sin ser descubiertos durante un período superior a uno o dos días; y por ello hay terreno abonado para la sospecha, pese a la dogmática ignorancia de Le Soleil, de que fueron depositados allá donde los hallaron en una fecha comparativamente tardía.
»pero hay todavía otras y más intensas razones para creer que fueron así depositados,. que las que ya he argumentado. Y ahora permítame suplicarle que observe la altamente artificial colocación de los objetos. En la piedra superior había unas enaguas blancas; en la segunda un chal de seda; dispersos por los alrededores había una sombrilla, unos guantes y un pañuelo que llevaba el nombre "Marie Rogêt". Es exactamente la colocación que establecería de forma natural una persona no muy aguda que deseara, disponer los objetos de una forma natural. Pero no es en absoluto una colocación natural Me hubiera gustado más ver todas las cosas tiradas por el suelo y pisoteadas. En los estrechos límites de aquel bosquecillo sería más bien difícil que las enaguas y el chal mantuvieran su posición sobre las piedras, sometidos al roce constante de muchas personas debatiéndose. "La tierra estaba pisoteada -se dice-, algunas plantas rotas y había evidencias claras de un forcejeo", pero las enaguas y el chal estaban depositados como en una estantería. 'Tos jirones de ropa desgarrados junto a la maleza tenían unos ocho centímetros de ancho por quince de largo. Una parte era el dobladillo del vestido, y estaba remendado. Parecían como tiras arrancadas." Aquí, inadvertidamente, Le Soleil ha empleado una frase demasiado sospechosa. Las prendas, tal como se describe, realmente «parecían como tiras arrancadas"; pero a propósito y a mano. Es uno de los accidentes más raros el que una tira de una prenda sea "arrancada", tal como se describe aquí, por una zarza. Por la naturaleza misma de esas telas, una zarza o un clavo que se enganche en ellas las rasga rectangularmente, forma un roto longitudinal en ángulo recto, que culmina en el punto donde ha entrado la zarza o el clavo, pero es muy poco posible concebir que "se arranque" una tira de ella. Nunca he visto nada así, y supongo que usted tampoco. Para arrancar una tira de una prenda se necesitan dos fuerzas distintas, en dos direcciones distintas. Si hay dos bordes en la tela, si por ejemplo se trata de un pañuelo y se desea arrancar una tira de él, entonces, y sólo entonces, será suficiente una única fuerza. Pero en el presente caso se trata de un vestido, que sólo presenta un borde. Sería casi un milagro que unas zarzas desgarraran una prenda desde el interior, allá donde no presenta ningún borde, y una zarza no lo conseguiría. Pero, aunque se presentara un borde, serían necesarias dos zarzas, que actuaran una en dos direcciones distintas y la otra en una. Y esto en el supuesto de que el borde no presentara un dobladillo. Con un dobladillo, puede descartarse casi por completo. Vemos así los numerosos y grandes obstáculos en la forma en que tina tira de tela puede ser "arrancada' por una simple zarza; sin embargo, se nos pide que creamos que no sólo una tira sino varias fueron arrancadas de este modo. «Y una parte -también--- ¡era el dobladillo del vestido!» Otra era "parte de la falda, pero no el dobladillo", ¡es decir, había sido arrancada por completo, por unas zarzas, desde el interior sin bordes del vestido! Digo que esto son cosas que uno puede ser perdonado por no creerlas; sin embargo, tomadas en su conjunto, forman quizás un terreno menos razonable para las sospechas que la sorprendente circunstancia de los artículos dejados en esta maleza por unos asesinos que tuvieron la suficiente precaución de pensar en retirar el cadáver. Sin embargo, no me ha captado usted correctamente si supone que mi objetivo es negar ese soto como el escenario de la atrocidad. Puede haber sucedido aquí o más posiblemente haber sido un accidente en casa de madame Deluc. Pero, de hecho, éste es un extremo de poca importancia. No estamos intentando descubrir el escenario, sino identificar a los perpetradores del asesinato. Lo que he aducido, pese a su minuciosidad, lo he hecho únicamente con la idea, primero, de mostrarle la temeridad de las rotundas y precipitadas afirmaciones de Le Soleil, pero segundo y más importante, de conducirle, por la ruta más natural, a una mayor contemplación sobre la duda de si ese asesinato ha sido o no obra de una pandilla
»Resumiremos esta cuestión con una simple alusión a los desagradables detalles expuestos por el cirujano en la investigación Sólo baste decir que sus deducciones, respecto al número de los rufianes, han sido adecuadamente ridiculizadas como inexactas y totalmente carentes de base por todos los reputados anatomistas de París. No se tata de que el asunto no pueda haber ocurrido tal y como se ha deducido, sino que no hay ninguna base para deducciones, mientras que si las hay, para. otras,
»Reflexionemos ahora sobre "las huellas de un forcejeo", y déjeme preguntarle qué se supone que quieren demostrar esas huellas. Una pandilla. Pero, ¿acaso no demuestran más bien la ausencia de una pandilla? ¿Qué forcejeo pudo producirse, qué forcejeo tan violento y tan sostenido. como para dejar sus "huellas" en todas direcciones, entre una débil e indefensa muchacha y la pandilla de rufianes imaginada? Un silencioso aferrar de unos cuantos fuertes brazos y todo habría terminado. Observará aquí usted que los argumentos presentados contra el soto como el escenario de los hechos son aplicables, en gran parte, sólo contra él como la escena de un atropello cometido por más de un solo individuo. Si no imaginamos más que un violador, podríamos concebir, y sólo concebir, un forcejeo tan violento y tan obstinado como para dejar las "huellas" puestas en evidencia.
»Y más aún. He mencionado ya la sospecha suscitada por el hecho de que los objetos en cuestión fueran abandonados en el soto donde fueron hallados. Parece casi imposible que esas pruebas de culpabilidad fueran dejadas accidentalmente en el lugar donde fueron halladas. Hubo la suficiente presencia de ánimo (se supone) como para retirar el cadáver; y sin embargo, una prueba más explícita que el propio cadáver (cuyas facciones hubieran resultado pronto destruidas por la descomposición) fue abandonada llamativamente en el escenario del atropello ... me refiero al pañuelo con el nombre de la fallecida. Si fue un accidente, no fue el accidente de una pandilla. Podemos imaginar tan sólo el accidente de un individuo. Veamos. os. Un individuo ha cometido el asesinato. Está solo con el fantasma de su víctima. Se siente abrumado por el cuerpo que yace inmóvil delante de él. La furia de su pasión ha desaparecido, y hay sitio abundante en su corazón para el horror natural del acto cometido. No hay nada de esa confianza que inevitablemente inspira la presencia de otros. Está a solas con la muerta. Tiembla y se siente desconcertado. Sin embargo, es necesario librarse del cadáver. Lo lleva al río, pero deja a sus espaldas las otras pruebas de su culpabilidad; porque es difícil, si no imposible, llevar todo el peso de una sola vez, y será fácil regresar en busca de lo que queda. Pero en su afanoso viaje hasta el agua los temores se redoblan en su interior. Los sonidos de la vida acompañan su camino. Una docena de veces oye o cree oír los pasos de un observador. Incluso las luces mismas de la ciudad lo estremecen. Sin embargo, con el tiempo y largas y frecuentes pausas de profunda agonía, alcanza la orilla del río y se desembaraza de su horrible carga, quizá por medio de un bote. Pero ahora, ¿qué tesoro del mundo, qué amenaza de venganza, puede impulsar a ese solitario asesino a regresar por aquel duro y peligroso camino hasta el soto y sus recuerdos que hielan la sangre? No regresa, y deja que las consecuencias sean las que sean. No puede regresar ni aunque quisiera. Su único pensamiento es escapar de inmediato. Da la espalda para siempre a aquella terrible maleza, y huye como de una maldición.
»Pero, ¿qué ocurriría con una pandilla? Su número les habría inspirado la confianza necesaria, si de hecho ésta llegara a faltar alguna vez en el pecho del más empedernido miserable; y se supone que las pandillas están siempre constituidas por miserables empedernidos. Su número, digo, habría impedido el aturdido e irrazonable terror que he imaginado que paralizó al hombre solo. Podemos suponer un descuido de uno, dos o tres, pero este descuido sería remediado por un cuarto. No hubieran dejado nada a sus espaldas; porque su número les hubiera permitido llevarlo todo a la vez. No hubiera sido necesario regresar.
»Considere ahora la circunstancia de que, en el vestido del cadáver, cuando fue hallado, "una tira, de unos treinta centímetros de ancho, había sido rasgada hacia arriba desde el dobladillo inferior hasta la cintura, enrollada en tres vueltas alrededor de la cintura, y sujeta por una especie de fuerte nudo en la espalda. , Esto se hizo con la evidente finalidad de proporcionar un asa por la cual cargar el cuerpo. Pero, ¿hubieran soñado varios hombres en recurrir a esto? Para tres o cuatro, los miembros del cadáver les hubieran proporcionado una sujeción no sólo suficiente, sino la mejor posible. El recurso es el de un solo individuo; y nos lleva al hecho de que "entre el soto y el río se hallaron unas cercas derribadas, ¡y el suelo mostraba evidencias de que por él se había arrastrado algún objeto pesado!" Pero, ¿hubieran recurrido varios hombres al superfluo trabajo de derribar una cerca, con la finalidad de arrastrar un cadáver que hubieran podido levantar por encima de cualquier cerca en un instante? ¿Hubieran varios hombres arrastrado un cadáver hasta el punto de dejar huellas evidentes de ello?
»Y aquí debemos referirnos a una observación de Le Commercíel; una observación que, en cierta medida, he comentado ya. "Un trozo -dice este periódico- de las enaguas de la desgraciada muchacha, de sesenta centímetros de largo por treinta de ancho, fue arrancado y atado debajo de su barbilla y alrededor de su nuca, probablemente para impedir que gritara. Eso lo hizo gente que no llevaba pañuelos."
»He sugerido antes que un genuino truhán nunca va sin un pañuelo. Pero no es este hecho el que señalo ahora especialmente. Que no fue por falta de pañuelo ni para el propósito imaginado por Le Commerciel para lo que fue empleado esa banda resulta evidente por-el pañuelo abandonado en el soto; y que el objeto no fue "para impedir que gritara" lo demuestra el hecho de que se empleara la tira de tela preferentemente a lo que hubiera sido mucho mejor para esa finalidad. Pero el lenguaje de la investigación habla de la tira en cuestión como que "fue hallada alrededor de su cuello, un tanto suelta, y asegurada con- un fuerte nudo". Esas palabras son lo suficientemente vagas, pero difieren materialmente de las de Le Commercíel., La tira tenía cuarenta y cinco centímetros de ancho y, en consecuencia, aunque de muselina, formaría una recia banda cuando fuera doblada longitudinalmente. Y doblada así es como fue descubierta. Mi deducción es la siguiente: el solitario asesino, tras haber cargado con el cadáver durante una cierta distancia (ya fuera desde el soto o desde alguna otra parte) por medio del vendaje atado a su cintura, halló que el peso, procediendo de este modo, era demasiado para sus fuerzas. Resolvió arrastrar la carga..., las pruebas demuestran que fue arrastrada. Con este objetivo a la vista, se hizo necesario atar algo parecido a una cuerda a una de las extremidades. Sería mejor atarlo alrededor del cuello, donde la cabeza impediría que se deslizara. Y el asesino pensó incuestionablemente en la banda alrededor de la cintura. La hubiera usado, de no ser porque estaba enrollada alrededor del cadáver y atada con un fuerte nudo, y no había sido "arrancada por completo" del vestido. Era más fácil arrancar una nueva tira de las enaguas. Lo hizo, la ató alrededor del cuello, y así arrastró a la víctima hasta la orilla del río. El hecho de que esta "faja', que sólo pudo obtener con tiempo y esfuerzo y que sólo respondía de forma imperfecta a su necesidad, fuera empleada, demuestra que la necesidad de su empleo surgió de circunstancias planteadas en un momento en que el pañuelo ya no estaba disponible, es decir, como hemos imaginado, después de abandonar el soto (si se trataba del soto) y en el camino entre el soto y el río.
»Pero la evidencia, dirá usted, de madame Deluc: (!) señala específicamente la presencia de una pandilla en las inmediaciones del soto, más o menos en el momento del asesinato. Admito esto. Dudo incluso de que no hubiera una docena de pandillas, como las descritas por madame Deluc, en y por los alrededores de la Barriére du Roule hacia el momento de la tragedia. Pero la pandilla que atrajo la animadversión de madame Deluc, pese a su tardía y muy sospechosa declaración, es la única pandilla que es citada por tan honesta y escrupulosa vieja dama como la que se comió sus pasteles y se bebió su brandy, sin siquiera molestarse en pagar. Et hinc illae irae!
»¿Pero cuál es la evidencia exacta de madame Deluc? "Apareció una pandilla de alborotadores que organizaron un gran jaleo, comieron y bebieron sin pagar, siguieron el camino de la joven pareja, regresaron al hotel hacia el anochecer, y volvieron a cruzar el río como si tuvieran mucha prisa."
»Esta "mucha prisa' debió de parecer muy extremada a los Ojos de madame Deluc, puesto que no dejaba de pensar y de lamentarse de sus pasteles y su cerveza, pasteles y cerveza por los cuales puede que todavía tuviera débiles esperanzas de ser compensada. ¿Por qué, de otro modo, puesto que era hacia el anochecer, hubiera hecho hincapié en la prisa? No es de extrañar que incluso una pandilla de facinerosos se apresure a regresar a casa cuando hay que cruzar un ancho río en pequeñas barcas, amenaza la tormenta y se acerca la noche.
»Digo se acerca, porque la noche todavía no había llegado. Era sólo hacia el anochecer cuando la indecente prisa de esos "alborotadores" ofendió los sobrios ojos de madame Deluc. Pero se nos dice que fue aquella misma tarde que madame Deluc, junto con su hijo mayor, "oyó los gritos de una mujer en las inmediaciones del hotel". ¿Y con qué palabras designa madame Deluc el período de la tarde en la cual se oyeron esos gritos? 'Fue poco después de anochecer" , dice. Pero "poco después de anochece?' significa, al menos, que ya es oscuro, mientras que "hacia el anochecer' todavía hay luz del día. Así pues, resulta claro que la pandilla abandonó la Barriére du Roule antes de los gritos oídos (?) por madame Deluc. Y, aunque en todas las muchas transcripciones de la declaración, las expresiones en cuestión son empleadas de un modo claro e invariable tal como las he empleado yo en esta conversación con usted, ninguno de los periódicos ni ningún miembro de la policía se ha dado cuenta todavía de esta gran discrepancia.
»Debo añadir un argumento más contra una pandilla; pero éste tiene, al menos a mi entender, un peso absolutamente irresistible. Bajo las circunstancias de la gran recompensa ofrecida, y el perdón completo ante cualquier prueba presentada, no es posible imaginar ni por un momento que algún miembro de una pandilla de bajos rufianes, o cualquier grupo de hombres, tarde mucho tiempo en traicionar a sus cómplices. Cada miembro del grupo se ve así enfrentado, más que a la codicia de la recompensa y al ansia de escapar del castigo, al temor de ser traicionado. Así, traiciona ansiosa e inmediatamente antes de que pueda ser traicionado él. Que el secreto no haya sido divulgado es la mejor prueba de que se trata, de hecho, de un secreto. Los horrores de esta tenebrosa acción sólo son conocidos por uno o dos seres humanos, y por Dios.
»Resumamos ahora los escasos pero seguros frutos de nuestro largo análisis. Hemos llegado a la idea o bien de un fatal accidente bajo el techo de madame Deluc, o de un asesinato perpetrado en el soto en la Barriére du Roule por un amante o, al menos, por una persona íntimamente conocida por la fallecida. Esta persona es de complexión morena. Esta complexión, la forma en que fue "atada" la banda que rodeaba el cuerpo y el "nudo de marino" con que fue atado el cordón del sombrero, apuntan a un marinero. Su asociación con la fallecida, una muchacha alegre pero no abyecta, lo señala como por encima de la categoría de marinero común. Aquí, las bien escritas y urgentes comunicaciones a los periódicos constituyen una buena corroboración. Las circunstancias de la primera escapada, tal como son mencionadas por Le Mercure, tienden a unir la idea de este marinero con la del "oficial naval" que se sabe fue el primero en inducir a la desafortunada a cometer su falta.
"Y aquí, muy oportunamente, llega la consideración sobre la prolongada ausencia del hombre de complexión morena. Déjeme hacer una pausa para observar que la complexión de este hombre es oscura, morena; esta cualidad morena no muy común es el único punto de coincidencia entre las declaraciones de Valence y madame Deluc. Pero, ¿por qué está este hombre ausente? ¿Fue asesinado por la pandilla? Si es así, ¿por qué sólo hay huellas de la muchacha asesinada? Cabe suponer que el escenario de las dos acciones fue el mismo. ¿Y dónde está el cadáver? Lo más pro bable es que los asesinos se desembarazaron de ambos de la mis ma manera. Pero puede decirse que este hombre vive todavía,
duda de darse a conocer por temor a ser acusado del asesinato. Esta consideración puede pesar sobre él ahora, después de tanto tiempo, puesto que hay pruebas de que fue visto con Marie, pero no tenía ninguna fuerza inmediatamente después de ocurrido el hecho. El primer impulso de un hombre inocente sería denunciar lo ocurrido, y ayudar en la identificación de los rufianes. Esto es lo que hubiera sugerido la policía. Había sido visto con la muchacha. Había cruzado el río con ella en un transbordador abierto. Su denuncia de los asesinos hubiera parecido, incluso a un idiota, el único y más seguro medio de librarse de las sospechas. No podemos suponerle, la noche del domingo fatal, inocente y no conocedor de la atrocidad cometida. Sin embargo, sólo bajo tales circunstancias es posible imaginar que no hubiera denunciado, si estaba vivo, a los asesinos.
»¿Y de qué medios disponemos nosotros para alcanzar la verdad? Veremos que esos medios se multiplican y acumulan a medida que avanzamos. Vayamos primero al fondo de este asunto, la primera escapada. Sepamos la historia completa del «oficial", con sus actuales circunstancias, y sus acciones en el momento preciso del asesinato. Comparemos cuidadosamente entre sí las distintas comunicaciones enviadas al periódico vespertino, en las que el objetivo era inculpar a una pandilla. Hecho esto, comparemos esas comunicaciones, tanto en lo relativo al estilo como al manuscrito, con los enviados al periódico matutino, en un período anterior, que tan vehementemente insistían en la culpabilidad de Mennais. Y, hecho todo esto, comparemos de nuevo estas distintas comunicaciones con los manuscritos conocidos del oficial. Conozcamos, mediante repetidos interrogatorios tanto a madame Deluc y sus chicos como al conductor del autobús, Valence, algo más del aspecto personal y del comportamiento del «hombre de complexión morena". Estos interrogatorios, hábilmente dirigidos, no fallarán en proporcionar, de alguna de estas partes, información sobre este punto en particular (o sobre otros), información que puede que ni siquiera las mismas partes sean conscientes de que poseen. Y rastreemos ahora la barca recogida por el barquero la mañana del lunes 23 de junio, y que fue retirada de la oficina de navegación sin que el oficial de guardia se diera cuenta de ello, y sin timón, en algún período anterior al descubrimiento del cadáver. Con la cautela y la perseverancia adecuadas seguiremos infaliblemente el rastro de esta barca; porque no sólo el barquero que la recogió puede identificarla, sino que el timón se halla a mano. El timón de una barca de vela no sería abandonado sin indagar por alguien que tuviera el corazón tranquilo. Y déjeme hacer aquí una pausa para insinuar una pregunta. No hubo anuncio de que se hubiera recogido esta barca. Fue llevada en silencio a la oficina de navegación, y desapareció en medio del mismo silencio. Pero su propietario o usuario, ¿cómo pudo ser informado, tan pronto como el martes por la mañana, sin que mediara ningún anuncio, de dónde se hallaba la barca recogida el lunes, a menos que podamos imaginar alguna conexión con la marina, alguna conexión personal permanente que le permitiera saber estos pequeños detalles e insignificantes noticias locales?
»Al hablar del asesino solitario arrastrando su carga a la orilla, ya he sugerido la probabilidad de que se procurara una barca. Ahora tenemos que comprender que Marie Rogét fue precipitada al agua desde una barca. Éste tiene que ser naturalmente el caso. El cadáver no podía ser confiado a las poco profundas aguas de la orilla. Las peculiares marcas en la espalda y los hombros de la víctima hablan del costillaje del fondo de una barca. Que el cuerpo fuera hallado sin ningún peso corrobora también la idea. Si hubiera sido arrojada desde la orilla se le hubiera atado un peso. Sólo podemos explicar su ausencia suponiendo que el asesino olvidó la precaución de proveerse de él antes de tomar la barca. En el acto de entregar el cadáver a las aguas, debió de observar incuestionablemente este olvido; pero entonces ya no podía ponerle remedio. Era preferible cualquier riesgo a regresar a aquella maldita orilla. Tras librarse de su horrible carga, el asesino se apresuraría hacia la ciudad. Allá, en algún oscuro embarcadero, saltaría a tierra. Pero la barca, ¿la amarraría? Debía de tener demasiada prisa para detalles tales como amarrar una barca. Además, amarrarla al embarcadero sería como dejar señalada una prueba contra él. Su pensamiento natural sería apartar de él, tanto como fuera posible, todo lo que tuviera alguna conexión con su crimen. No sólo huiría del embarcadero, sino que no permitiría que la barca permaneciera en él. Seguramente la dejaría a la deriva. Sigamos con nuestras elucubraciones. Por la mañana, se ve sorprendido por el inenarrable horror de descubrir que la barca ha sido recogida y retenida en un lugar que frecuenta diariamente, en un lugar, quizá, que su deber le obliga a frecuentar. La noche siguiente, sin atreverse a pedir el timón, se la lleva. ¿Dónde está ahora esta barca sin timón? Ésa será una de las primeras cosas a descubrir. Con el primer atisbo que tengamos de ella se iniciará el amanecer de nuestro éxito. Esta barca nos guiará, con una rapidez que nos sorprenderá incluso a nosotros mismos, hasta quien la empleó a medianoche de aquel domingo fatal. La corroboración seguirá a la corroboración, y el asesino será rastreado.
[Por razones que no especificaremos, pero que parecerán obvias a muchos lectores, nos hemos tomado la libertad de omitir aquí, de los manuscritos puestos en nuestras manos, la parte que detalla el seguimiento de los aparentemente ligeros indicios obtenidos por Dupin. Creemos aconsejable solamente afirmar, en pocas palabras, que se consiguieron los resultados deseados; y que el prefecto cumplió puntualmente, aunque con reluctancia, los términos de su acuerdo con el caballero. El artículo del Sr. Poe concluye con las siguientes palabras (N. del editor)]:
Se comprenderá que hablo de coincidencias y nada más. Lo que he dicho más arriba sobre este tema debe de ser suficiente.
Mi corazón no alberga fe alguna en lo sobrenatural. Ningún hombre racional puede negar que la Naturaleza y Dios son dos.
Que también es incuestionable que el último, como creador de la primera, puede controlarla o modificarla a voluntad. Digo
a voluntad", porque la cuestión es de voluntad, y no, como la locura o la lógica han supuesto, de poder. No se trata de que
la divinidad no pueda modificar sus leyes, sino de que la insultamos imaginando una posible necesidad de modificación. Originalmente, esas leyes fueron elaboradas para abarcar todas las contingencias que podían yacer en el futuro. Con Dios, todo es ahora.
Repito, pues, que hablo de estas cosas sólo como coincidencias. Y más aún: en lo que relato se verá que entre el destino de la infeliz Mary Cecilia Rogers, en todo lo que este destino es conocido, y el de Marie Rogét hasta una cierta época de su historia, ha existido un paralelismo en la contemplación de esa maravillosa exactitud que hace que la razón se sienta azarada. Digo que todo esto se verá. Pero no supongamos ni por un momento que, siguiendo con la triste narración de Marie desde la época recién mencionada, y trazando hasta su dénouement el misterio que la envolvía, mi designio oculto es apuntar a una extensión del paralelismo o incluso sugerir que las medidas adoptadas en París para el descubrimiento del asesino de una modistilla, o medidas fundadas en cualquier raciocinio similar, producirían un resultado similar.
Porque, respecto a la última parte de la suposición, habría que considerar que la más insignificante variación en los hechos de los dos casos daría nacimiento a los más importantes cálculos erróneos, desviando completamente los dos cursos de acontecimientos; de un modo muy parecido a como, en aritmética, un error que, en su individualidad conocida, puede ser inapreciable, produce a la larga, por pura multiplicación en todos los puntos del proceso, un resultado enormemente distante de la realidad. Y, respecto a la primera parte, no debemos dejar de tener en cuenta que el propio cálculo de probabilidades, al que ya me he referido, rechaza toda idea de la extensión del paralelismo; lo rechaza con un positivismo intenso y decidido justo en proporción a cómo ese paralelismo ha sido trazado y es exacto. Ésta es una de esas anómalas proposiciones que, aunque parecen apelar a un pensamiento completamente distinto del matemático, sólo pueden ser abarcadas plenamente por una mente matemática. Nada, por ejemplo, es más dificil que convencer al simple lector general de que el hecho de que un jugador de dados lance dos seises se, guidos es causa suficiente para apostar a que en el tercer intento no saldrán dos seises. Una tal sugerencia es normalmente rechazada de inmediato por el intelecto. No se comprende cómo las dos tiradas que ya se han hecho, y que residen ahora absolutamente en el pasado, pueden influenciar la tirada que existe sólo en el futuro. Las posibilidades de lanzar dos seises parecen ser exactamente las mismas que en cualquier otro momento, es decir, sometidas únicamente a la influencia de las distintas otras tiradas que puedan efectuarse con los dados. Y ésta es una reflexión que parece ser tan absolutamente obvia que cualquier intento de controvertirla es recibido con mayor frecuencia con una sonrisa condescendiente que con una respetuosa atención
No puedo pretender exponer aquí el error implicado -un craso error que huele a agravio- dentro de los límites de que dispongo; y los filósofos no lo necesitan. Puede que sea suficiente decir aquí que forma uno de una serie infinita de errores que surgen en el camino de la razón a través de su propensión a buscar la verdad en el detalle.
Nil sapientiae odiosius acumine nimio
(SENECA)
(SENECA)
Me hallaba en París en el otoño de 18... Una noche, después de una tarde ventosa, gozaba del doble placer de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de estudios del nº 33, rue Dunôt, du troisieme, Faubourg Saint-Germain. Llevábamos más de una hora en profundo silencio, y cualquier observador casual nos hubiera creído exclusiva y profundamente dedicados a estudiar las onduladas capas de humo que llenaban la atmósfera de la sala. Por mi parte, me había entregado a la discusión mental de ciertos tópicos sobre los cuales habíamos departido al comienzo de la velada; me refiero al caso de la rue Morgue y al misterio del asesinato de Marie Rogêt. No dejé de pensar, pues, en una coincidencia, cuando vi abrirse la puerta para dejar pasar a nuestro viejo conocido G.... el prefecto de la policía de París.
Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto de despreciable como de divertido, y llevábamos varios años sin verlo. Como habíamos estado sentados en la oscuridad, Dupin se levantó para encender una lámpara , pero volvió a su asiento sin hacerlo cuando G... nos hizo saber que venía a consultarnos, o, mejor dicho, a pedir la opinión de mi amigo sobre cierto asunto oficial que lo preocupaba grandemente.
—Si se trata de algo que requiere reflexión —observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha— será mejor examinarlo en la oscuridad.
—He aquí una de sus ideas raras —dijo el prefecto, para quien todo lo que excedía su comprensión era "raro", por lo cual vivía rodeado de una verdadera legión de rarezas".
—Muy cierto —repuso Dupin, entregando una pipa a nuestro visitante y ofreciéndole un confortable asiento.
—¿Y cuál es la dificultad? —preguntó. Espero que no sea otro asesinato.
—¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asunto muy sencillo y no dudo de que podremos resolverlo perfectamente bien por nuestra cuenta; de todos modos pensé que a Dupin le gustaría conocer los detalles, puesto que es un caso muy raro.
—Sencillo y raro —dijo Dupin.
—Justamente. Pero tampoco es completamente eso. A decir verdad, todos estamos bastante confundidos, ya que la cosa es sencillísima y, sin embargo, nos deja perplejos.
—Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez del asunto —observó mi amigo.
—¡Qué absurdos dice usted! —repuso el Prefecto, riendo a carcajadas.
—Quizá el misterio es un poco demasiado fácil —dijo Dupin.
—¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir semejante idea?
—Un poco demasiado evidente.
—Ja, ja! ¡oh, oh! —reía el prefecto, divertido hasta más no poder—. Dupin, usted acabará por hacerme morir de risa.
—Veamos, ¿de qué se trata? —Pregunté.
—Pues bien, voy a decírselo —repuso el prefecto, aspirando profundamente una bocanada de humo e instalándose en un sillón—. Puedo explicarlo en pocas palabras, pero antes debo advertirles que el asunto exige el mayor secreto, pues si se supiera que lo he confiado a otras personas podría costarme mi actual posición.
—Hable usted ——dije.
—O no hable —dijo Dupin.
—Está bien. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un altísimo puesto, de que cierto documento de la mayor importancia ha sido robado en las cámaras reales. Se sabe quién es la persona que lo ha robado, pues fue vista cuando se apoderaba de él. También se sabe que el documento continúa en su poder.
—¿Cómo se sabe eso? —preguntó Dupin.
—Se deduce claramente —repuso el prefecto— de la naturaleza del documento y de que no se hayan producido ciertas consecuencias que tendrían lugar inmediatamente después que aquél pasara a otras manos; vale decir, en caso de que fuera empleado en la forma en que el ladrón ha de pretender hacerlo al final.
—Sea un poco más explícito ——dije.
—Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su poseedor cierto poder en cierto lugar donde dicho poder es inmensamente valioso.
El prefecto estaba encantado de su jerga diplomática.
—Pues sigo sin entender nada —dijo Dupin.
—¿No? Veamos: la presentación del documento a una tercera persona que no nombraremos pondría sobre el tapete el honor de un personaje de las más altas esferas, y, ello da al poseedor del documento un dominio sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad se ven de tal modo amenazados.
—Pero ese dominio —interrumpí— dependerá de que el ladrón supiera que dicho personaje lo conoce como tal. ¿Y quién osaría... ?
—El ladrón ——dijo G.— es el ministro D.... que se atreve a todo, tanto en lo que es digno como lo que es indigno de un hombre. La forma en que cometió el robo es tan ingeniosa como audaz. El documento en cuestión —una carta, para ser francos— fue recibido por la persona robada mientras se hallaba a solas en el boudoir real. Mientras la leía se vio repentinamente interrumpida por la entrada de la otra eminente persona, a la cual la primera deseaba ocultar especialmente la carta. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en un cajón, debió dejarla, abierta como estaba, sobre una mesa. Como el sobrescrito había quedado hacia arriba y no se veía el contenido, la carta podía pasar sin ser vista. Pero en ese momento aparece el ministro D... Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconoce la escritura del sobrescrito, observa la confusión de la persona en cuestión y adivina su secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la forma expeditiva que le es usual, extrae una carta parecida a la que nos ocupa, la abre, finge leerla y la coloca luego exactamente al lado de la otra. Vuelve entonces a departir sobre las cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se levanta, finalmente, y al despedirse, toma la carta que no le pertenece. La persona robada ve la maniobra, pero no se atreve a llamarle la atención en presencia de la tercera, que no se mueve de su lado. El ministro se Marcha, dejando sobre la mesa la otra carta sin importancia.
—Pues bien —dijo Dupin, dirigiéndose a mí—, ahí tiene usted lo que se requería para que el dominio del ladrón fuera completo: éste sabe que la persona robada lo conoce como el ladrón.
—En efecto —dijo el prefecto—, y el poder así obtenido ha sido usado en estos últimos meses para fines políticos, hasta un punto sumamente peligroso. La persona robada está cada vez más convencida de la necesidad de recobrar su carta. Pero, claro está, una cosa así no puede hacerse abiertamente. Por fin, arrastrada por la desesperación, dicha persona me ha encargado de la tarea.
—Para la cual ——dijo Dupin, envuelto en un perfecto torbellino de humo— no podía haberse deseado, o siquiera imaginado, agente más sagaz.
—Me halaga usted —repuso el Prefecto—, pero no es imposible que, en efecto, se tenga de mí tal opinión.
—Como hace usted notar —dije—, es evidente que la carta sigue en posesión del ministro, pues lo que le confiere su poder es dicha posesión y no su empleo. Apenas empleada la carta, el poder cesaría.
—Muy cierto —convino G...—. Mis pesquisas se basan en esa convicción. Lo primero que hice fue registrar cuidadosamente la mansión del ministro, aunque la mayor dificultad residía en evitar que llegara a enterarse. Se me ha prevenido que, por sobre todo, debo impedir que sospeche nuestras intenciones, lo cual sería muy peligroso.
—Pero usted tiene todas las facilidades para ese tipo de investigaciones —dije—. No es la primera vez que la policía parisiense las practica.
—¡Oh naturalmente! Por eso no me preocupé demasiado. Las costumbres del ministro me daban, además, una gran ventaja. Con frecuencia pasa la noche fuera de su casa. Los sirvientes no son muchos y duermen alejados de los aposentos de su amo; como casi todos son napolitanos, es muy fácil inducirlos a beber copiosamente.
Bien saben ustedes que poseo llaves con las cuales puedo abrir cualquier habitación de París. Durante estos tres meses, no ha pasado una noche sin que me dedicara personalmente a registrar la casa de D... Mi honor está en juego y, para confiarles un gran secreto, la recompensa prometida es enorme. Por eso no abandoné la búsqueda hasta no tener seguridad completa de que el ladrón es más astuto que yo. Estoy seguro de haber mirado en cada rincón posible de la casa donde la carta podría haber sido escondida.
—¿No sería posible —pregunté— que si bien la carta se halla en posesión del ministro, como parece incuestionable, éste la haya escondido en otra parte que en su casa?.
—Es muy poco probable —dijo Dupin—. El especial giro de los asuntos actuales en la corte, y especialmente de las intrigas en las cuales se halla envuelto D... , exigen que el documento esté a mano y que pueda ser exhibido en cualquier momento; esto último es tan importante como el hecho mismo de su posesión.
—¿Que el documento pueda ser exhibido? —pregunté.
—Si lo prefiere, que pueda ser destruido —dijo Dupin.
—Pues bien —convine—, el papel tiene entonces que estar en la casa. Supongo que podemos descartar toda idea de que el ministro lo lleve consigo.
—Por supuesto —dijo el prefecto—. He mandado detenerlo dos veces por falsos salteadores de caminos y he visto personalmente cómo le registraban.
—Pudo usted ahorrarse esa molestia —dijo Dupin—. Supongo que D... no es completamente loco y que ha debido prever esos falsos asaltos como una consecuencia lógica.
—No es completamente loco —dijo G...,— pero es un poeta, lo que en mi opinión viene a ser más o menos lo mismo.
—Cierto —dijo Dupin, después de aspirar una profunda bocanada de su pipa de espuma de mar—. aunque, por mi parte, me confieso culpable de algunas malas rimas.
—Por qué no nos da detalles de su requisición? —pregunté.
—Pues bien; como disponíamos del tiempo necesario, buscamos en todas partes. Tengo una larga experiencia en estos casos. Revisé íntegramente la mansión, cuarto por cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada aposento. Primero examiné el moblaje. Abrimos todos los cajones; supongo que no ignoran ustedes que para un agente de policía bien adiestrado, no hay cajón secreto que pueda escapársele. En una búsqueda de esta especie, el hombre que deja sin ver un cajón secreto es un imbécil. ¡Son tan evidentes! En cada mueble hay una cierta masa, un cierto espacio que debe ser explicado.
Para eso tenemos reglas muy precisas. No se nos escaparía ni la quincuagésima parte de una línea.
Terminada la inspección de armarios pasamos a las sillas. Atravesamos los almohadones con esas largas y finas agujas que han visto ustedes emplear. Levantamos las tablas de las mesas.
—¿Por qué?
—Con frecuencia, la persona que desea esconder algo levanta la tapa de una mesa o de un mueble similar, hace un orificio en cada una de las patas, esconde el objeto en cuestión y vuelve a poner la tabla en su sitio. Lo mismo suele hacerse en las cabeceras y postes de las camas.
—Pero, ¿no puede locaIizarse la cavidad por el sonido? —pregunté.
—De ninguna manera si, luego de haberse depositado el objeto, se lo rodea con una capa de algodón.
Además, en este caso, estábamos forzados a proceder sin hacer ruido.
—Pero es imposible que hayan ustedes revisado y desarmado todos los muebles donde pudo ser escondida la carta en la forma que menciona. Una carta puede ser reducida a un delgadísimo rollo, casi igual en volumen al de una aguja larga de tejer, y en esa forma se la puede insertar, por ejemplo, en el travesaño de una Silla. ¿Supongo que no desarmaron todas las sillas?
—Por supuesto que no, pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de todas las sillas de la casa y las junturas de todos los muebles con ayuda de un poderoso microscopio. Si hubiera habido la menor señal de un reciente cambio, no habríamos dejado de advertirlo instantáneamente. Un simple grano de polvo producido por un barreno nos hubiera saltado a los ojos como si fuera una manzana. La menor diferencia en la encoladura, la más mínima apertura en los ensamblajes, hubiera bastado para orientarnos.
—Supongo que miraron en los espejos, entre los marcos y el cristal, y que examinaron las camas y la ropa de la cama, así como los cortinados y alfombras.
—Naturalmente, y luego que hubimos revisado todo el moblaje en la misma forma minuciosa, pasamos a la casa misma. Dividimos su superficie en compartimentos que numeramos, a fin de que no se nos escapara ninguno; luego escrutamos cada pulgada cuadrada, incluyendo las dos casas adyacentes, siempre ayudados por el microscopio.
—¿Las dos casas adyacentes? —exclamé—. ¡Habrán tenido toda clase de dificultades!
—Sí. Pero la recompensa ofrecida es enorme.
—¿Incluían ustedes el terreno contiguo a las casas?
—Dicho terreno está pavimentado con ladrillos. No nos dio demasiado trabajo comparativamente, pues examinamos el musgo entre los ladrillos y lo encontramos intacto.
—¿Miraron entre los papeles de D..., naturalmente, y en los libros de la biblioteca?
—Claro está. Abrimos todos los paquetes, y no solo examinamos cada libro, sino que lo hojeamos cuidadosamente, sin conformarnos con una mera sacudida, como suelen hacerlo nuestros oficiales de policía. Medimos asimismo el espesor de cada encuadernación, escrutándola luego de la manera más detallada con el microscopio. Sí se hubiera insertado un papel en una de esas encuadernaciones, resultaría imposible que pasara inadvertido. Cinco o seis volúmenes que salían de manos del encuadernador fueron probados longitudinalmente con las agujas.
—¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras?
—Sin duda. Levantamos todas las alfombras y examinamos las planchas con el microscopio.
—¿Y el papel de las paredes?
—Lo mismo.
—¿Miraron en los sótanos?
—Miramos.
—Pues entonces —declaré— se ha equivocado usted en sus cálculos y la carta no está en la casa del ministro.
—Me temo que tenga razón —dijo el prefecto—. Pues bien, Dupin, ¿qué me aconseja usted?
—Revisar de nuevo completamente la casa.
—¡Pero es inútil! —replicó G...—. Tan seguro estoy de que respiro como de que la carta no está en la casa.
—No tengo mejor consejo que darle —dijo Dupin—. Supongo que posee usted una descripción precisa de la carta.
—¡Oh, sí!
Luego de extraer una libreta, el perfecto procedió a leernos una minuciosa descripción del aspecto interior de la carta, y especialmente del exterior. Poco después de terminar su lectura se despidió de nosotros, desanimado como jamás lo había visto antes.
Un mes más tarde nos hizo otra visita y nos encontró ocupados casi en la misma forma que la primera vez. Tomó posesión de una pipa y un sillón y se puso a charlar de cosas triviales. Al cabo de un rato le dije:
—Veamos, G... ¿qué pasó con la carta robada?. Supongo que, por lo menos, se habrá convencido de que no es cosa fácil sobrepujar en astucia al ministro.
—¡El diablo se lo lleve! Volví a revisar su casa, como me lo había aconsejado Dupin, pero fue tiempo perdido. Ya lo sabía yo de antemano.
—¿A cuánto dijo usted que ascendía la recompensa ofrecida? —preguntó Dupin.
—Pues... la verdad a mucho dinero... muchísimo. No quiero decir exactamente cuánto, pero eso sí, afirmo que estaría dispuesto a firmar un cheque por cincuenta mil francos a cualquiera que me consiguiese esa carta. El asunto va adquiriendo día a día más importancia, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero, aunque ofrecieran tres veces esa suma, no podría hacer más de lo que he hecho.
—Pues... la verdad... —dijo Dupin, arrastrando las palabras entre bocanadas de humo—, me parece a mí, G.... que usted no ha hecho... todo lo que podía hacerse... ¿No cree que... aún podría hacer algo más, ¿eh?
—¿Cómo? ¿En qué sentido?
—Pues... puf... podría usted. .. puf, puf... pedir consejo en ese asunto... puf, puf, puf... ¿Se acuerda de la historia que cuentan de Abernethy?
—No. ¡Al diablo con Abernethy!
—De acuerdo. ¡Al diablo, pero bienvenido! Erase una vez cierto avaro que tuvo la idea de obtener gratis el consejo médico de Abernethy. Aprovechó una reunión y una conversación corrientes para explicar un caso personal como sí se tratara del de otra persona. "Supongamos que los síntomas del enfermo son tales y cuales —dijo—. Ahora bien, doctor: ¿qué le aconsejaría usted hacer?" "Lo que yo le aconsejaría —repuso Abernethy— es que consultara a un médico."
—¡Vamos! —exclamó el prefecto, bastante desconcertado—. Estoy plenamente dispuesto a pedir consejo y a pagar por él. De verdad, daría cincuenta mil francos a quienquiera me ayudara en este asunto.
—En ese caso —replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques—, bien puede usted llenarme un cheque por la suma mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta.
Me quedé estupefacto. En cuanto al prefecto, parecía fulminado. Durante algunos minutos fue incapaz de hablar y de moverse, mientras contemplaba a mi amigo con ojos que parecían salírsele de las órbitas y con la boca abierta. Recobrándose un tanto, tomó una pluma y, después de varias pausas y abstraídas contemplaciones, llenó y firmó un cheque por cincuenta mil francos, extendiéndolo por encima de la mesa a Dupin. Este lo examinó cuidadosamente y lo guardó en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la entregó al prefecto. Nuestro funcionario la tomó en una convulsión de alegría, la abrió con manos trémulas, lanzó una ojeada a su contenido y luego, lanzándose vacilante hacia la puerta, desapareció bruscamente del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde el momento en que Dupin le pidió que llenara el cheque.
Una vez que se hubo marchado, mi amigo consintió en darme algunas explicaciones.
—La policía parisiense es sumamente hábil a su manera —dijo—. Es perseverante, ingeniosa, astuta y muy versada en los conocimientos que sus deberes exigen. Así, cuando G... nos explicó su manera de registrar la mansión de D.., tuve plena confianza en que había cumplido una investigación satisfactoria, hasta donde podía alcanzar.
—¿Hasta donde podía alcanzar? —repetí.
—Sí —dijo Dupin—, Las medidas adoptadas no solamente eran las mejores en su género, sino que habían sido llevadas a la más absoluta perfección. Si la carta, hubiera estado dentro del ámbito de su búsqueda, no cabe la menor duda de que los policías la hubieran encontrado.
Me eche a reír, pero Dupin parecía hablar muy en serio.
—Las medidas —continuó— eran excelentes en su género, y fueron bien ejecutadas; su defecto residía en que eran inaplicables al caso y al hombre en cuestión.. Una cierta cantidad de recursos altamente ingeniosos constituyen para el prefecto una especie de lecho de Procusto, en el cual quiere meter a la fuerza sus designios. Continuamente se equivoca por ser demasiado profundo o demasiado superficial para el caso, y más de un colegial razonaría mejor que él. Conocí a uno que tenía ocho años y cuyos triunfos en el juego de "par e impar" atraían la admiración general. El juego es muy sencillo y se juega con bolitas. Uno de los contendientes oculta en la mano cierta cantidad de bolitas y pregunta al otro. "¿Par o impar?" Si éste adivina correctamente, gana una bolita, si se equivoca, pierde una. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Naturalmente tenía un método de adivinación que consistía en la simple observación y en el cálculo de la astucia de sus adversarios.. Supongamos que uno de éstos sea un perfecto tonto y que, levantando la mano cerrada, le pregunta: "¿Par o impar?" Nuestro colegial responde: "Impar", y pierde, pero a la segunda vez gana, por cuanto se ha dicho a sí mismo "El tonto tenía pares la primera vez, y su astucia no va más allá de preparar impares para la segunda vez. Por lo tanto, diré impar." Lo dice, y gana. Ahora bien, —si le toca jugar con un tonto ligeramente superior al anterior, razonará en la siguiente forma: "Este muchacho sabe que la primera vez elegí impar, y en la segunda se le ocurrirá como primer impulso pasar de par a impar, pero entonces un nuevo impulso le sugerirá que la variación es demasiado sencilla, y finalmente se decidirá a poner bolitas pares como la primera vez. Por lo tanto, diré pares." Así lo hace, y gana. Ahora bien, esta manera de razonar del colegial, a quien sus camaradas llaman "afortunado", en ¿qué consiste si se la analiza con cuidado?
—Consiste —repuse—, en la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente.
—Exactamente —dijo Dupin—. Cuando pregunté al muchacho de qué, manera lograba esa total identificación en la cual residían sus triunfos, me contestó: "Si quiero averiguar si alguien es inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, y saber cuáles son sus pensamientos en ese momento, adapto lo más posible la expresión de mi cara a la de la suya, y luego espero hasta que pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón, coincidentes con la expresión de mi cara." Esta respuesta del colegial está en la base de toda la falsa profundidad atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyére, Maquiavelo y Campanella.
—Si comprendo bien —dije— la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente depende de la precisión con que se mida la inteligencia de este último.
—Depende de ello para sus resultados prácticos —replicó Dupin—, y el prefecto y sus cohortes fracasan con tanta frecuencia, primero por no lograr dicha identificación y segundo por medir mal —o, mejor dicho, por no medir— el intelecto con el cual se miden. Sólo tienen en cuenta sus propias ideas ingeniosas y, al buscar alguna cosa oculta, se fijan solamente en los métodos que ellos hubieran empleado para ocultarla. Tienen mucha razón en la medida en que su propio ingenio es fiel representante de la masa; pero, cuando la astucia del malhechor posee un carácter distinto de la suya, aquel los derrota, como es natural. Esto ocurre siempre cuando se trata de una astucia superior a la suya y, muy frecuentemente, cuando está por debajo. Los policías no admiten variación de principio en sus investigaciones, a lo sumo, si se ven apurados por algún caso insólito, o movidos por una recompensa extraordinaria, extienden o exageran sus viejas modalidades rutinarias, pero sin tocar los principios. Por ejemplo, en este asunto de D..., ¿Qué se ha hecho para modificar el principio de acción? ¿Qué son esas perforaciones, esos escrutinios con el microscopio, esa división de la superficie del edificio en pulgadas cuadradas numeradas? ¿Qué representan sino la aplicación exagerada del principio o la serie de principios que rigen una búsqueda, y que se basan a su vez en una serie de nociones sobre el ingenio humano, a las cuales se ha acostumbrado el prefecto en la prolongada rutina de su tarea? ¿No ha advertido que G... da por sentado que todo hombre esconde una carta, si no exactamente en un agujero practicado en la pata de una silla, por lo menos en algún agujero —o rincón sugerido por la misma línea de pensamiento que inspira la idea de esconderla en un agujero hecho en la pata de una silla? Observe asimismo que esos escondrijos rebuscados sólo se utilizan en ocasiones ordinarias, y sólo serán elegidos por inteligencias igualmente ordinarias; vale decir que en todos los casos de ocultamiento cabe presumir, en primer término, que se lo ha efectuado dentro de esas líneas; por lo tanto, su descubrimiento no depende en absoluto de la perspicacia, sino del cuidado, la paciencia y la obstinación de los buscadores; y si el caso es de importancia (o la recompensa magnífica, lo cual equivale a la misma cosa a los ojos de los policías), las cualidades aludidas no fracasan jamás. Comprenderá usted ahora lo que quiero decir cuando sostengo que si la carta robada hubiese estado escondida en cualquier parte dentro de los límites de la perquisición del prefecto (en otras palabras, si el principio rector de su ocultamiento hubiera estado comprendido dentro de los principios del prefecto) hubiera sido descubierta sin la más mínima duda. Pero nuestro funcionario ha sido mistificado por completo, y la remota fuente de su derrota yace en su suposición de que el ministro es un loco porque ha logrado renombre como poeta. Todos los locos son poetas en el pensamiento del prefecto, de donde cabe considerarlo culpable de un non distributio medii por inferir de lo anterior que todos los poetas son locos.
—Pero se trata realmente del poeta? —pregunté—. Sé que D... tiene un hermano, y que ambos han logrado reputación en el campo de las letras. Creo que el ministro ha escrito una obra notable sobre el cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta.
—Se equivoca usted. Lo conozco bien, y sé que es ambas cosas. Como poeta y matemático es capaz de razonar bien, en tanto que como mero matemático hubiera sido capaz de hacerlo y habría quedado a merced del prefecto.
—Me sorprenden esas opiniones, —dije—,que el consenso universal contradice. Supongo que no pretende usted aniquilar nociones que tienen siglos de existencia sancionada. La razón matemática fue considerada siempre como la razón por excelencia.
—Il y a à parier —replicó Dupin, citando a Chamfort— que toute idée publique, toute convention reque est une sottise, car elle a convenu au plus grand nombre. Le aseguro que los matemáticos han sido los primeros en difundir el error popular al cual alude usted, y que no por difundido deja de ser un error. Con arte digno de mejor causa han introducido, por ejemplo, el término "análisis" en las operaciones algebraicas. Los franceses son los causantes de este engaño, pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras derivan su valor de su aplicación, entonces concedo que "análisis" abarca "álgebra", tanto como en latín ambitus implica "ambición"; religio, ."religión", u homines honesti, la clase de las gentes honorables.
—Me temo que se malquiste usted con algunos de los algebristas de París. Pero continúe.
—Niego la validez y, por tanto, los resultados de una razón cultivada por cualquier procedimiento especial que no sea el lógico abstracto. Niego, en particular, la razón extraída del estudio matemático. Las matemáticas constituyen la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación de la forma y la cantidad. El gran error está en suponer que incluso las verdades de lo que se denomina álgebra pura constituyen verdades abstractas o generales. Y este error es tan enorme que me asombra se lo haya aceptado universalmente. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es cierto de la relación (de una forma y la cantidad) resulta con frecuencia erróneo aplicado, por ejemplo, a la moral. En esta última ciencia suele no ser cierto que el todo sea igual a la suma de las partes. También en química este axioma no se cumple. En la consideración de los móviles falla igualmente, pues dos móviles de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse un valor equivalente a la suma de sus valores. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son tales dentro de los límites de la relación. Pero el matemático, llevado por el hábito, arguye, basándose en sus verdades finitas, como si tuvieran una aplicación general, cosa que por lo demás la gente acepta y cree. En su erudita Mitología, Bryant alude a una análoga fuente de error cuando señala que, "aunque no se cree en las fábulas paganas, solemos olvidarnos de ello y extraemos consecuencias como si fueran realidades existentes". Pero para los algebristas, que son realmente paganos, las "fábulas paganas" constituyen materia de credulidad, y las inferencias que de ellas extraen no nacen de un descuido de la memoria sino de un inexplicable reblandecimiento mental. Para resumir: Jamás he encontrado un matemático en quien se pudiera confiar fuera de sus raíces y sus ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe que x2 +px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Por vía de experimento, diga a uno de esos caballeros que, en su opinión, podrían darse casos en que x2 + px no fuera absolutamente igual a q; pero, una vez que le haya hecho comprender lo que quiere decir, sálgase de su camino lo antes posible, porque es seguro que tratará de golpearlo.
—Lo que busco indicar —agregó Dupin, mientras yo reía de sus últimas observaciones— es que, si el ministro hubiera sido sólo un matemático, el prefecto no se habría visto en la necesidad de extenderme este cheque. Pero sé que es tanto matemático como poeta, y mis medidas se han adaptado a sus capacidades, teniendo en cuenta las circunstancias que lo rodeaban. Sabía que es un cortesano y un audaz intrigant. Pensé que un hombre semejante no dejaría de estar al tanto de los métodos policiales ordinarios. Imposible que no anticipara (y los hechos lo han probado así) los falsos asaltos a que fue sometido. Reflexioné que igualmente habría previsto las pesquisiciones secretas en su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que el prefecto consideraba una excelente ayuda para su triunfo, me parecieron simplemente astucias destinadas a brindar oportunidades a la perquisición y convencer lo antes posible a la policía de que la carta no se hallaba en la casa, como G... terminó finalmente por creer. ¡Me pareció asimismo que toda la serie de pensamientos que con algún trabajo acabo de exponerle y que se refieren al principio invariable de la acción policial en sus búsquedas de objetos ocultos, no podía dejar de ocurrirsele al ministro. Ello debía conducirlo inflexiblemente a desdeñar todos los escondrijos vulgares. Reflexioné que ese hombre no podía ser tan simple como para no comprender que el rincón más remoto e inaccesible de su morada estaría tan abierto como el más vulgar de los armarios a los ojos, las sondas, los barrenos los microscopios del prefecto.
Vi, por último, que D... terminaría necesariamente en la simplicidad, si es que no la adoptaba por una cuestión de gusto personal. Quizá recuerde usted con qué ganas rió el prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, sugerí que acaso el misterio lo perturbaba por su absoluta evidencia.
—Me acuerdo muy bien —respondí—. Por un momento pensé que iban a darle convulsiones.
—El mundo material —continuó Dupin— abunda en estrictas analogías con el inmaterial, y ello tiñe de verdad el dogma retórico según el cual la metáfora o el símil sirven tanto, para reforzar un argumento como para embellecer una descripción. El principio de la vis inertiae, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. Si en la primera es cierto que resulta más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno pequeño, y que el impulso o cantidad de movimiento subsecuente se hallara en relación con la dificultad, no menos cierto es en metafísica que los intelectos de máxima capacidad, aunque más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que los de grado inferior, son más lentos en iniciar dicho avance y se muestran más embarazados y vacilantes en los primeros pasos. Otra cosa: ¿ Ha observado usted alguna vez, entre las muestras de las tiendas, cuáles atraen la atención en mayor grado?
—Jamás se me ocurrió pensarlo —dije.
"Hay un juego de adivinación —continuó Dupin— que se juega con un mapa. Uno de los participantes pide a otro que encuentre una palabra dada: el nombre de una ciudad, en río, un Estado o un imperio; en suma, cualquier palabra que figure en la abigarrada y complicada superficie del mapa. Por lo regular, un novato en el juego busca confundir a su oponente proponiéndole los nombres escritos con los caracteres más pequeños, mientras que el buen jugador escogerá aquellos que se extienden con grandes letras de una parte a la otra del mapa. Estos últimos, al igual que las muestras y carteles excesivamente grandes, escapan a la atención a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatención ocular resulta análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en cuenta consideraciones excesivas y palpablemente evidentes. De todos modos, es éste un asunto que se halla por encima o por debajo del entendimiento del prefecto. Jamás se le ocurrió como probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta delante de las narices del mundo entero, a fin de impedir mejor que una parte de ese mundo pudiera verla.
"Cuanto más pensaba en el audaz, decidido y característico ingenio de D.... en que el documento debía hallarse siempre a mano si pretendía servirse de él para sus fines, y en la absoluta seguridad proporcionada por el prefecto de que el documento no se hallaba oculto dentro de los límites de las búsquedas ordinarias de dicho funcionario, más seguro me sentía de que, para esconder la carta, el ministro había acudido al más amplio y sagaz de los expedientes: el no ocultarla.
"Compenetrado de estas ideas, me puse un par de anteojos verdes, y una hermosa mañana acudí como por casualidad a la mansión ministerial. Hallé a D... en casa, bostezando, paseándose sin hacer nada y pretendiendo hallarse en el colmo del ennui. Probablemente se trataba del más activo y enérgico de los seres vivientes, pero eso tan sólo cuando nadie lo ve.
"Para no ser menos, me quejé del mal estado de mi vista y de la necesidad de usar anteojos, bajo cuya protección pude observar cautelosa pero detalladamente el aposento, mientras en apariencia seguía con toda atención las palabras de mi huesped.
"Dediqué especial cuidado a una gran mesa-escritorio junto a la cual se sentaba D..., y en la que aparecían mezcladas algunas cartas y papeles, juntamente con un par de instrumentos musicales y unos pocos libros. Pero, después de un prolongado y atento escrutinio, no vi nada que procurara mis sospechas.
"Dando la vuelta al aposento, mis ojos cayeron por fin sobre un insignificante tarjetero de cartón recortado que colgaba, sujeto por una sucia cinta azul, de una pequeña perilla de bronce en mitad de la repisa de la chimenea. En este tarjetero, que estaba dividido en tres o cuatro compartimentos, vi cinco o seis tarjetas de visitantes y una sola carta. Esta última parecía muy arrugada y manchada. Estaba rota casi por la mitad, como si a una primera intención de destruirla por inútil hubiera sucedido otra. Ostentaba un gran sello negro, con el monograma de D... muy visible, y el sobrescrito, dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y femenina. La carta había sido arrojada con descuido, casi se diría que desdeñosamente, en uno de los compartimentos superiores del tarjetero.
"Tan pronto hube visto dicha carta, me di cuenta de que era la que buscaba. Por cierto que su apariencia difería completamente de la minuciosa descripción que nos había leído el prefecto. En este caso el sello era grande y negro, con el monograma de D...; en el otro, era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S... El sobrescrito de la presente carta mostraba una menuda y femenina, mientras que el otro, dirigido a cierta persona real, había sido trazado con caracteres firmes y decididos. Sólo el tamaño mostraba analogía. Pero, en cambio, lo radical de unas diferencias que resultaban excesivas; la suciedad, el papel arrugado y roto en parte, tan inconciliables con los verdaderos hábitos metódicos de D.... y tan sugestivos de la intención de engañar sobre el verdadero valor del documento; todo ello, digo, sumado a la ubicación de la carta, insolentemente colocada bajo los ojos de cualquier visitante, y coincidente, por tanto, con las conclusiones a las que ya había arribado, corroboraron decididamente las sospechas de alguien que había ido allá con intenciones de sospechar.
"Prolongué lo más posible mi visita y, mientras discutía animadamente con el ministro acerca de un tema que jamás ha dejado de interesarle y apasionarlo, mantuve mi atención clavada en la carta. Confiaba así a mi memoria los detalles de su apariencia exterior y de su colocación en el tarjetero; pero terminé además por descubrir algo que disipó las últimas dudas que podía haber abrigado. Al mirar atentamente los bordes del papel, noté que estaban más ajados de lo necesario. Presentaban el aspecto típico de todo papel grueso que ha sido doblado y aplastado con una plegadera, y que luego es vuelto en sentido contrario, usando los mismos pliegues formados la primera vez. Este descubrimiento me bastó. Era evidente que la carta había sido dada vuelta como un guante, a fin de ponerle un nuevo sobrescrito y un nuevo sello. Me despedí del ministro y me marché en seguida, dejando sobre la mesa una tabaquera de oro.
"A la mañana siguiente volví en busca de la tabaquera, y reanudamos placenteramente la conversación del día anterior. Pero, mientras departíamos, oyóse justo debajo de las ventanas un disparo como de pistola, seguido por una serie de gritos espantosos y las voces de una multitud aterrorizada. D... —corrió a una ventana, la abrió de par en par y miró hacia afuera. Por mi parte, me acerqué al tarjetero, saqué la carta, guardándola en el bolsillo, y la reemplacé por un facsímil (por lo menos en el aspecto exterior) que había preparado cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D... con ayuda de un sello de miga de pan.
"La causa del alboroto callejero había sido la extravagante conducta de un hombre armado de un fusil, quien acababa de disparar el arma contra un grupo de mujeres y niños. Comprobóse, sin embargo, que el arma no estaba cargada, y los presentes dejaron en libertad al individuo considerándolo borracho o loco. Apenas se hubo alejado, D... se apartó de la ventana, donde me le había reunido inmediatamente después de apoderarme de la carta. Momentos después me despedí de él. Por cierto que el pretendido lunático había sido pagado por mí."
—¿Pero que intención tenía usted —pregunté— al reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido preferible apoderarse abiertamente de ella en su primera visita, y abandonar la casa?
—D... es un hombre resuelto a todo y lleno de coraje —repuso Dupin—. En su casa no faltan servidores devotos a su causa. Si me hubiera atrevido a lo que usted sugiere, jamás habría salido de allí con vida. El buen pueblo de París no hubiese oído hablar nunca más de mí. Pero, además, llevaba una segunda intención. Bien conoce usted mis preferencias políticas. En este asunto he actuado como partidario de la dama en cuestión. Durante dieciocho meses, el ministro la tuvo a su merced. Ahora es ella quien lo tiene a él, pues, ignorante de que la carta no se halla ya en su posesión, D... continuará presionando como si la tuviera. Esto lo llevará inevitablemente a la ruina política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula. Está muy bien hablar del facilis descensus Averni; pero, en materia de ascensiones, cabe decir lo que la Catalani decía del canto, o sea, que es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía —o, por lo menos, compasión— hacia el que baja. D... es el monstrum horrendum, el hombre de genio carente de principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría conocer sus pensamientos cuando, al recibir el desafío de aquella a quien el prefecto llama "cierta persona", se vea forzado a abrir la carta que le dejé en el tarjetero.
—¿Cómo? ¿Escribió usted algo en ella?
—¡Vamos, no me pareció bien dejar el interior en blanco! Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena, D... me jugó una mala pasada, y sin perder el buen humor le dije que no la olvidaría. De modo que, como no dudo de que sentirá cierta curiosidad por saber quién se ha mostrado más ingenioso que él, pensé que era una lástima no dejarle un indicio. Como conoce muy bien mi letra, me limité a copiar en mitad de la página estas palabras:
... Un dessein si funeste,
S'iI n'est digne d'Atrée, est digne de Thyeste.
Las hallará usted en el Atrée de Crébillon.
1 La antigua palabra perdió su primera letra
2 Portería
3 Coletas
4 De negar lo que es y explicar lo que no es. Rousseau nouvelle Heloïse
5 En la publicación original de «Marie Rogêt», las notas a pie de página incluidas aquí fueron -consideradas innecesarias, pero el lapso de varios años desde la tragedia sobre la que se basa el relato hace preciso incluirlas, y también decir algunas palabras de explicación del relato en general. Una joven, Mary Cecilia Rogers, fue asesinada en los alrededores de Nueva York, y aunque su muerte ocasionó una intensa y prolongada agitación, el misterio en tomo al caso seguía sin resolverse en el momento en que este relato fue escrito y publicado (noviembre de 1842). En él, bajo el pretexto de relatar el destino de una modistilla parisina, el autor ha seguido con minucioso detalle los hechos esenciales, así como los meramente paralelos a éstos, del auténtico asesinato de Mary Rogers. Así, toda argumentación hallada en la ficción es aplicable a la realidad; y la investigación de la realidad y de la verdad es lo que se persigue.
«El misterio de Marie Rogêt» fue compuesto a distancia del escenario de la a dad, y sin otros medios de investigación que los periódicos conseguidos. Así, M muchos detalles que hubiera podido conseguir de estar en el lugar de los hechos y poder los lugares implicados, escaparon al escritor. No obstante, no seda impropio señalar que las confesiones de dos personas (una de ellas la madame Deluc del relato), efectuadas en distintos períodos de tiempo muy posteriores a su publicación, confirmaron plena mente no sólo la conclusión general, sino absolutamente todos los principales detalles hipotéticos a partir de los cuales se alcanzó esta conclusión. (N. del A.)
6 Nassau Street (N. del A.)
7 Anderson. (N. del A.)
8 El Hudson. (N. del A.)
9 Weehawken. (N. del A.)
10 Payne.(N.del A)
11 The New York Brother Jonathan, dirigido por el Sr, H. Hastings Weld. (N. del A.)
12 New York Journal of Commerce. (N. del A.)
13 Philadelphia Saturday Evening Post, dirigido por el Sr. C. J. Peterson. (N. del A)
14 Adam. (N. del A.),
15 Ver Los crímenes de la rue Morgue. (N. del A)
16 The New York Cornmerial Advetiser, dirigido por el coronel Stone. (N. del A.)
17 «Una teoría basada en las cualidades de un objeto no podrá desarrollarse de acuerdo con sus fines; y quien dispone los temas en relación con sus causas, dejará de valorárlos según sus resultados. Así, la jurisprudencia de cada nación mostrará que, cuando la ley se convierte en una ciencia y un sistema, deja de ser justicia. Los errores a los, que ha conducido a la ley común la ciega devoción a los principios de clasificación son claramente visibles observando a menudo cuán la legislatura se ha visto obligada a dar pasos para restablecer la equidad que había perdido este esquema» - LANDOR.
18 New York Express. (N. del A.)
19 New York Herald
20 New York Courier and Inquirer. (ídem.)
21 Mennais fue uno de los primeros sospechosos, arrestados, pero fue liberado ante absoluta falta de pruebas
22 New York Évening Post
23 New York Standard
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