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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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domingo, 18 de agosto de 2013

Las Leyes De La Vida

 
Las Leyes De La Vida
Dalai Lama



 “Cada uno de nosotros tenemos la responsabilidad de actuar como si todos nuestros pensamientos, palabras y actos tuvieran una real importancia, porque, en realidad la tienen. Nuestras vidas tienen tanto un propósito como un significado.”
Para el Dalai Lama, el sentido común conduce a la felcidad.
En su opinión, los seres humanos somos mejores de lo qque pensamos y podemos ayudar a los demás a desarrollar su bondad.
Las leyes de la vida ofrece orientación moral a partir de la espiritualidad  la compasión como modelos de la conducta humana. En sus páginas, el Dalai Lama explica cómo purificar el alma, el cuerpo y el espíritu, mientras muestra el camino de la liberación. Para ello, trata conceptos como iray emoción, dar y recibir, paz mundial, felicidad, karma y mente, muerte, estadio intermedio, renacimiento o refugio interior.
El Dalai Lama Tenzin Gyatso es un excepcional guía espiritual que habla con humildad, calidez y sentido del humor sobre su pensamiento. Sus palabas invitan a la responsabilidad y al desarrollo de la espiritualidad en todas las facetas de la vida.


INDICE

I. La dimensión espiritual. . . . . . . . . . . . . . . . . .
1. Dimensiones de la espiritualidad. . . . . . . . .
2. La compasión y el individuo. . . . . . . . . . . . .
3. Felicidad, karma y mente. . . . . . . . . . . . . . .
4.¿Qué es la mente?....................

II. El camino gradual a la liberación. . . . . . . . . . .
1. Las cuatro nobles verdades. . . . . . . . . . . . . .
2. Los ocho versículos de la transformación del pensamiento
3. Buscar un refugio interior. . . . . . . . . . . .
4. Muerte, estado intermedio y renacimiento.
5. Afrontar la muerte y morir bien

III. Hacia una ética de la responsabilidad. . . . . ..
1. Hacia una ética universal. . . . . . . . . . . . . ..
2. Una aportación humana a la paz mundial..
3. Por una ética de la responsabilidad universal

Glosario


I
LA DIMENSIÓN ESPIRITUAL

l. DIMENSIONES DE LA ESPIRITUALIDAD

Dos NIVELES DE ESPIRITUALIDAD

Hermanos y hermanas, me gustaría abordar el tema de los valores espirituales con la definición de dos valores de espiritualidad.
Para empezar, permitidme decir que como seres hu­manos nuestro objetivo básico es el de disfrutar de una vida feliz; todos queremos experimentar la felicidad. Es algo natural para nosotros buscarla. Éste es el propósito de nuestra vida. La razón de ello es bastante obvia: cuan­do perdemos la esperanza, el resultado es que nos de­primimos y hasta es posible que nos volvamos suicidas. Nuestra propia existencia está, pues, fuertemente arrai­gada en la esperanza. Si bien no existe ninguna garantía de lo que nos va a traer el futuro, porque somos capaces de continuar viviendo, tenemos esperanza. Por tanto, podemos afirmar que el propósito de nuestra vida, el ob­jetivo de nuestra vida, es la felicidad.
Los seres humanos no son producto de las máquinas. Somos más que simple materia; nosotros sentimos y ex­perimentamos. Por ello, el bienestar material por sí solo no basta. Necesitamos algo más profundo, aquello que normalmente defino como afecto humano o compasión.
Con el afecto humano, o compasión, todas las ventajas materiales que tenemos a nuestra disposición pueden ser muy constructivas y producir resultados positivos. No obstante, sin él, las ventajas materiales por sí solas no conseguirán satisfacernos ni tampoco aportarnos nin­gún grado de paz mental o felicidad. De hecho, las ven­tajas materiales sin el afecto pueden incluso crear pro­blemas adicionales. En consecuencia, podemos afirmar que el afecto o compasión es la clave para la felicidad hu­mana.

EL PRIMER NIVEL DE ESPIRITUALIDAD:
LAS RELIGIONES DEL MUNDO Y SU VALOR PARA
LA HUMANIDAD

El primer nivel de espiritualidad para los seres humanos de cualquier lugar del mundo es la fe en una de las mu­chas religiones que existen. En mi opinión, cada una de las principales religiones mundiales cumple una impor­tante función; pero para que éstas contribuyan eficaz­mente en beneficio de la humanidad, desde el aspecto religioso, existen dos factores importantes a tener en cuenta. El primero de ellos es que los practicantes a tí­tulo individual de todas estas religiones, es decir, noso­tros mismos, debemos practicarlas de forma sincera. Las enseñanzas religiosas deben ser parte integral de nues­tras vidas; no han de estar desligadas de esa práctica. A veces, entramos en una iglesia o un templo y recitamos oraciones o quizá generamos algún tipo de sentimiento espiritual, pero en cuanto salimos a la calle, esta sensa­ción religiosa desaparece totalmente. Ésta no es la forma correcta de practicar. El mensaje religioso debe perma­necer con nosotros dondequiera que estemos. Las ense­ñanzas de nuestra religión tienen que estar presentes en nuestras vidas de tal forma que, cuando realmente nece­sitemos o pidamos bendiciones o fuerza interior, estas enseñanzas estén ahí incluso en esos momentos; estarán ahí cuando experimentemos dificultades porque esta­rán constantemente presentes. La religión sólo puede ser realmente eficaz cuando se ha convertido en parte integral de nuestras vidas.
Necesitamos, asimismo, experimentar con mayor pro­fundidad los significados y valores espirituales de nuestra propia tradición religiosa, necesitamos conocer estas en­señanzas no solamente a nivel intelectual, sino también a través de nuestra propia experiencia más profunda. A veces comprendemos diferentes ideas religiosas en un plano demasiado superficial o intelectual. Sin un senti­miento más profundo, la eficacia de la religión queda li­mitada. Así pues, debemos practicar de forma sincera, y la religión ha de convertirse en parte de nuestras vidas.

LA IMPORTANCIA DE UNA RELACIÓN ESTRECHA ENTRE LAS RELIGIONES

El segundo factor está más relacionado con la interac­ción entre las diferentes religiones del mundo. En la actualidad, debido al ascenso del cambio tecnológico y a la economía mundial, nos hallamos en una situación en la que jamás habíamos dependido tanto unos de otros.
Entre los diferentes países y continentes, se ha estableci­do una relación mucho más estrecha. De hecho, la su­pervivencia de una región del mundo depende de la de las otras. En consecuencia, el mundo ha establecido unos lazos mucho más estrechos, es más interdepen­diente y existe más interacción humana. En tales circunstancias, la idea de pluralismo entre las religiones mundiales es de suma importancia. En épocas pasadas, cuando se vivía en comunidades alejadas unas de otras y las religiones surgían en relativo aislamiento, la idea de que solamente existía una religión resultaba muy útil. Pero ahora la situación ha cambiado, y las circunstancias son totalmente diferentes. Aceptar el hecho de que exis­ten diferentes religiones es de esencial importancia, y para desarrollar un respeto mutuo genuino entre ellas, es imprescindible establecer un contacto cercano entre las diferentes religiones. Éste es el segundo factor que hará que las religiones mundiales sean efectivas a la hora de ejercer un efecto benéfico para toda la humanidad. Cuando estaba en el Tíbet, no tenía ningún contacto con personas de otras religiones, por ello mi actitud ha­cia ellas no era muy positiva. Pero una vez tuve la opor­tunidad de conocer a personas de otras creencias y aprender a partir del contacto personal y la experiencia, mi actitud hacia las demás religiones cambió. Me di cuenta de lo útiles que son para la humanidad, y del po­tencial que cada una de ellas tiene para contribuir a un mundo mejor. A lo largo de varios siglos, las religiones han aportado elementos maravillosos para una evolu­ción mejor de los seres humanos e incluso hoy en día existe gran número de seguidores del cristianismo, del islam, del judaísmo, del budismo, etcétera. Millones de personas se están beneficiando de todas estas religiones. Para dar un ejemplo del valor que tiene conocer a personas de diferentes creencias, mis encuentros con el fallecido Thomas Merton hicieron que me diera cuenta de lo maravilloso y valioso que era como persona. En otra ocasión, tuve la oportunidad de conocer a un mon­je católico en Montserrat, uno de los famosos monaste­rios de España. Me habían dicho que este monje había vivido durante varios años como ermitaño en una colina justo detrás de la abadía. Cuando visité el monasterio, descendió de su ermita expresamente para conocerme. Dio la casualidad de que su inglés era aún peor que el mío y esto me animó más para hablar con él. Nos que­damos frente a frente y le pregunté: «En todos estos años, ¿qué has estado haciendo en esa colina?». Me miró y contestó: «Meditación en la compasión, en el amor». Cuando pronunció estas pocas palabras comprendí el mensaje a través de sus ojos. Desarrollé, verdaderamen­te, una sincera admiración hacia aquella persona y hacia otros como él. Este tipo de experiencias me ha ayudado a confirmar en mi mente que todas las religiones mun­diales poseen el potencial para generar bondad en las personas, independientemente de sus diferencias en fi­losofía y doctrina. Cada tradición religiosa tiene su pro­pio mensaje maravilloso que transmitir.
Por ejemplo, desde el punto de vista del budismo, el concepto de un creador es ilógico; debido a la manera en que el budismo analiza la causalidad, resulta un con­cepto difícil de comprender para los budistas. No obstante, no cabe ahora profundizar en cuestiones filosófi­cas. El punto importante aquí es que para las personas que siguen enseñanzas en las que la creencia básica resi­de en un creador, este enfoque resulta muy eficaz. Según esas tradiciones, el ser humano es creado por Dios. Ade­más, por lo que recientemente he aprendido de mis ami­gos cristianos, no aceptan la teoría del renacimiento, por lo cual tampoco aceptan las vidas pasadas o futuras. Aceptan solamente esta vida. Sin embargo, sostienen que esta misma vida está creada por Dios, por el creador, y esta idea genera en ellos un sentimiento de intimidad con él. Su enseñanza más importante es que, dado que nosotros estamos aquí por voluntad de Dios, nuestro fu­turo depende del creador, y debido a que éste está con­siderado como sagrado y supremo, nosotros debemos amarlo.
Lo que se observa de esta enseñanza es que nosotros deberíamos amar a nuestros semejantes, los seres huma­nos; éste es el mensaje esencial. El razonamiento es que si nosotros amamos a Dios, debemos amar a nuestros se­mejantes, los seres humanos, porque ellos, como noso­tros, fueron creados por aquél. Su futuro, así como el nuestro, depende del creador; así pues, su situación es como la nuestra. En consecuencia, resultaría cuestiona­ble la fe de las personas que dicen: «Amad a Dios», pero que no muestran un amor sincero hacia sus iguales, los humanos. La persona que cree en Dios y en el amor ha­cia él debe manifestar la sinceridad de su amor a través del amor dirigido hacia sus semejantes. Este tipo de en­foque es muy poderoso, ¿no os parece?
Si examinamos de esta manera cada religión desde di­ferentes ángulos, no simplemente a partir de nuestra propia postura filosófica, sino teniendo en cuenta dife­rentes puntos de vista, no cabe duda de que todas las principales religiones tienen el potencial de hacer mejor al ser humano. Esto es evidente: un contacto estrecho con personas de otras creencias hace posible desarrollar una actitud mental amplia y respeto mutuo con relación a otras religiones. El acercamiento a diferentes creencias me ayuda a aprender nuevas ideas, nuevas prácticas, y nuevos métodos o técnicas que yo puedo incorporar en mi propia práctica. De forma similar, algunos de mis her­manos y hermanas cristianos han adoptado ciertos mé­todos budistas como, por ejemplo, la práctica de la con­centración mental en un solo punto, así como técnicas que ayudan a desarrollar la tolerancia, la compasión y el amor. Resulta de gran beneficio que practicantes de di­ferentes religiones se reúnan para este tipo de intercam­bios. Además de desarrollar la armonía entre ellos, tam­bién pueden obtenerse otros resultados benéficos.
Los políticos y los líderes nacionales hablan con fre­cuencia de la «convivencia» y el «acercamiento». ¿Por qué no puede ser así también entre las personas religio­sas? Creo que ha llegado la hora. En Asís, en 1987, por ejemplo, líderes y representantes de diferentes religio­nes mundiales se reunieron para orar juntos, aunque no estoy seguro de que la palabra «oración» sea el término adecuado para describir de forma exacta la práctica de todas estas religiones. En cualquier caso, lo importante es que representantes de distintas religiones se reúnan en un mismo lugar y recen, cada uno de acuerdo con su propia fe. Esto ya está sucediendo y, en mi opinión, algo muy positivo se está generando. No obstante, todavía necesitamos poner más esfuerzo en desarrollar la armo­nía y la proximidad entre las diferentes regiones del mundo, ya que sin tal esfuerzo continuaremos experi­mentando los numerosos problemas que dividen a la hu­manidad.
Si la religión fuera el único remedio para disminuir el conflicto humano y si este mismo remedio se convirtiera en una fuente más de conflicto, sería algo desastroso. En la actualidad, así como en el pasado, surgen conflictos en nombre de la religión debido a diferencias religiosas, y en mi opinión esto es muy, muy triste. Pero como ya he mencionado anteriormente, si pensamos con una mente más amplia y profunda, nos daremos cuenta de que la si­tuación en el pasado era totalmente distinta a la de hoy. Ya no vivimos de una manera aislada sino interdepen­diente. Por tanto, en la actualidad es muy importante darse cuenta de que una relación estrecha entre las di­ferentes religiones es algo fundamental; sólo así los dife­rentes grupos religiosos tendrán la posibilidad de trabajar juntos de forma más íntima y hacer un esfuerzo común en beneficio de toda la humanidad. Sinceridad y fe en la práctica religiosa por un lado, y tolerancia religiosa y cooperación por el otro, comprenden el primer nivel del valor de la práctica espiritual para la humanidad.

EL SEGUNDO NIVEL DE ESPIRITUALIDAD: LA COMPASIÓN COMO RELIGIÓN UNIVERSAL

El segundo nivel de espiritualidad es más importante que el primero porque sin importar lo maravillosa que pueda ser una religión, las personas que la aceptan si­guen siendo un número muy limitado. La mayoría de los cinco o seis mil millones de seres humanos que hay en nuestro planeta, probablemente no practican ningún tipo de religión. De acuerdo con la formación que han recibido por parte de su familia, quizá se identifiquen como pertenecientes a uno u otro grupo religioso: «Yo soy hindú», «Yo soy budista», «Yo soy cristiano», pero en profundidad, la mayoría de estas personas no son nece­sariamente practicantes de ninguna fe religiosa. Esto es así y está bien; el hecho de que una persona adopte o no una religión es un derecho individual de cada uno. To­dos los grandes maestros de la Antigüedad, tales como Buda, Mahavira, Jesucristo y Mahoma, nunca lograron crear una conciencia espiritual en toda la humanidad, en todos los seres humanos. En realidad, nadie puede hacer tal cosa. Si estas personas no creyentes se llaman a sí mismas ateas no importa. De hecho, según algunos eruditos occidentales, los budistas también son ateos, dado que no aceptan el concepto de un creador. Por ello, a veces, añado una palabra más al describir a los no creyentes y es la palabra «extremista»; los llamo no cre­yentes «extremistas». Estas personas no son solamente no creyentes sino que son extremistas en su visión al sostener que la espiritualidad no tiene ningún valor. Si embargo, debemos recordar que ellas también forman parte de la humanidad y que, como todos los seres hu­manos, tienen el deseo de ser felices, de vivir una vida fe­liz y en paz. Éste es el punto importante.
Por mi parte creo que no hay nada malo en continuar siendo no creyente, pero mientras seamos parte de la hu­manidad, mientras seamos seres humanos, tenemos ne­cesidad del afecto humano, de la compasión humana. Ésta es, en realidad, la enseñanza fundamental de todas las tradiciones religiosas: el punto esencial es la compa­sión o el afecto humano. Sin éste, incluso las creencias religiosas pueden resultar destructivas. Por tanto, la esen­cia en la religión incluso es la bondad de corazón. Desde mi punto de vista, el afecto humano o la compasión es la religión universal. Sea uno creyente o no, todos necesi­tamos afecto humano y compasión, porque nos da fuer­za interna, esperanza y paz mental. Resulta, pues, algo in­dispensable para todos.
Examinemos, por ejemplo, la utilidad de un corazón bondadoso en la vida cotidiana. Si nos sentimos de buen humor cuando nos levantamos por la mañana, si hay en nosotros un sentimiento de bondad, automáticamente nuestra puerta interna se abre a ese día. Incluso en el caso de que nos encontrásemos a una persona desagra­dable, no experimentaríamos demasiada alteración y quizá incluso conseguiríamos decirle algo agradable. Po­dríamos charlar con esa persona poco amistosa y tal vez incluso mantener una conversación profunda. Sin em­bargo, en un día en el que nuestro estado de ánimo es menos positivo y nos sentimos irritados, de forma auto­mática se cierra nuestra puerta interna. En consecuen­cia, incluso si nos encontramos con nuestro mejor ami­go o amiga nos sentimos incómodos y tensos. Estos ejemplos muestran cómo nuestra actitud interior marca una gran diferencia en nuestras experiencias diarias. Así pues, para crear una atmósfera agradable, placentera, dentro de nosotros mismos, de nuestras familias o nues­tro entorno, debemos darnos cuenta de que el origen úl­timo de esa atmósfera placentera reside dentro de cada uno: un corazón bondadoso, compasión humana, amor. El hecho de crear una atmósfera positiva y amistosa nos ayuda automáticamente a disminuir el miedo y la in­seguridad. De esta manera podemos, con mayor facili­dad, hacer nuevos amigos y provocar más sonrisas. Des­pués de todo, somos animales sociales. Sin la amistad con otros seres humanos, sin la sonrisa humana, nuestra vida se convierte en desdicha. La sensación de soledad se hace insoportable. Se trata de una ley de la naturaleza; en otras palabras, según las leyes naturales, dependemos unos de otros para vivir. Si bajo ciertas circunstancias, de­bido a que algo no funciona en nosotros, nuestra actitud hacia nuestros semejantes, de quienes dependemos, se vuelve hostil, ¿cómo podemos esperar alcanzar la paz mental o disfrutar de una vida feliz? De acuerdo con la naturaleza básica humana, o ley natural, el afecto -la compasión- es la clave para la felicidad.
Según la medicina contemporánea, un estado mental positivo, o paz mental, resulta también beneficioso para nuestra salud física. Si estamos constantemente alterados acabamos dañando nuestra propia salud. Por tanto, in­cluso en el aspecto de la salud, la calma mental y la se­renidad son muy importantes. Esto demuestra cómo el cuerpo físico de por sí aprecia y responde a la calidez hu­mana, a la paz mental.

LA NATURALEZA HUMANA FUNDAMENTAL

Si observamos la naturaleza humana fundamental, ve­mos que nuestra naturaleza no es de carácter agresivo sino dócil. Por ejemplo, si examinamos diferentes ani­males, nos damos cuenta de que los más pacíficos tienen una estructura corporal en concordancia con su natura­leza; de forma similar, la estructura física de los animales de presa también se ha desarrollado de acuerdo con lo que son. Comparemos el tigre y el ciervo: existen gran­des diferencias en sus estructuras físicas. Cuando com­paramos nuestro propio cuerpo con el de ellos, vemos que nosotros nos parecemos más a los ciervos y a los co­nejos que a los tigres. Incluso nuestros dientes son más parecidos a los de ellos, ¿no es así? No son como los de un tigre. Nuestras uñas son otro buen ejemplo, pues ni tan siquiera puedo cazar a un ratón sólo con mis uñas de humano. Por supuesto, debido a la inteligencia humana, somos capaces de inventar y utilizar diferentes herra­mientas y métodos para hacer cosas que sin ellos nos se­ría difícil realizar. Así, como podemos ver, debido a nues­tra condición física pertenecemos a la categoría de animales dóciles. Considero pues que ésta es la natura­leza humana fundamental tal como enseña nuestra es­tructura física básica.

LA COMPASIÓN Y LA RESOLUCIÓN DE LOS CONFLICTOS

Dada nuestra situación global actual, la cooperación es esencial, en particular en campos como la economía y la educación. En la actualidad, el concepto de que las dife­rencias son importantes prácticamente ha desaparecido, como queda reflejado en el movimiento por una Europa occidental unida. Este movimiento es, en mi opinión, realmente valioso y muy oportuno. No obstante, el esfuerzo por crear este estrecho vínculo entre las diferen­tes naciones no surgió debido a la compasión o la fe re­ligiosa, sino más bien por necesidad. Existe en el mundo una tendencia creciente hacia la conciencia global. En tales circunstancias, una relación estrecha con los demás se ha convertido en un elemento ligado a nuestra propia supervivencia. El concepto de la responsabilidad univer­sal, basada en la compasión y el sentimiento de herman­dad, es hoy fundamental. El mundo está lleno de con­flictos -por ideologías, por religión e incluso conflictos dentro de las familias- basados en el hecho de que una persona quiere una cosa mientras otra desea algo distin­to. Si examinamos el origen de todos estos conflictos, descubrimos que hay varias, existen muchas causas dife­rentes, incluso dentro de nosotros mismos.
No obstante tenemos, a la vez, el potencial y la habili­dad para unirnos en armonía. Todas estas otras cosas son relativas. Aunque existan muchos puntos que originan conflicto, existen al mismo tiempo muchas posibilidades de generar unión y armonía. Ha llegado el momento de poner mayor énfasis en la unión. Aquí, una vez más, debe haber afecto humano. Por ejemplo, quizá uno ten­ga una opinión religiosa o ideológica diferente a la de otra persona. Si respetamos sus derechos y mostramos de forma sincera una actitud compasiva hacia ella, en­tonces no importa si su idea se adapta a la nuestra; esto sería algo secundario. Mientras la otra persona crea en ello y se beneficie de tal punto de vista, está en su pleno derecho. Por tanto, debemos sentir respeto y aceptar el hecho de que existen diferentes puntos de vista. Lo mis­mo sucede en el campo de la economía: nuestros com­petidores también deben obtener algún tipo de bene­ficio, porque ellos asimismo han de sobrevivir. En mi opinión, cuando tenemos una percepción más amplia basada en la compasión las cosas empiezan a ser mucho más fáciles. Una vez más, la compasión es el factor clave.

CONCLUSIÓN: EL SIGNIFICADO DE LA COMPASIÓN

He hablado extensamente acerca de la compasión sin explicar su verdadero significado. Me gustaría ahondar en el sentido de la compasión, que a menudo suele en­tenderse erróneamente. La genuina compasión está ba­sada no en nuestras propias proyecciones y expectativas sino en los derechos del otro. Independientemente de si la otra persona es un amigo íntimo o un enemigo, el he­cho de que desee la paz y la felicidad y quiera superar el sufrimiento ha de servirnos de base para desarrollar un genuino interés por su problema. Ésta es la compasión auténtica.
Normalmente, cuando nos interesamos por un amigo íntimo, llamamos a esto compasión. Esto no es compasión, es apego. Incluso en el matrimonio, aquellos que perduran a lo largo del tiempo lo hacen no debido al apego -aunque generalmente está presente-, sino por­que también existe compasión. Los matrimonios que duran sólo poco tiempo experimentan falta de compa­sión; existe solamente apego emocional basado en pro­yecciones y expectativas. Cuando el único punto de unión entre amigos íntimos es el apego, incluso un pe­queño detalle puede hacer cambiar nuestras proyeccio­nes. Tan pronto como cambian nuestras proyecciones, desaparece el apego, porque estaba basado únicamente en aquéllas.
Es posible tener compasión sin apego y, de forma si­milar, sentir enfado sin odio. Por consiguiente, necesitamos hacer una distinción clara entre la compasión y el apego, y entre el enfado y el odio. Esta claridad de con­ceptos es útil en nuestra vida diaria y en nuestros esfuer­zos hacia la paz mundial. Considero que éstos son los va­lores espirituales fundamentales para la felicidad de todos los seres humanos, independientemente de si uno es creyente o no.

2. LA COMPASIÓN Y EL INDIVIDUO

EL PROPÓSITO DE LA VIDA

Hay una gran pregunta que subyace bajo nuestras expe­riencias, no importa que pensemos en ella conscientemente o no.
¿Cuál es el propósito de la vida? He considerado esta pregunta y me gustaría compartir mis pensamientos con la esperanza de que puedan aportar un beneficio prácti­co y directo a todos aquellos que los lean.
Creo que el propósito de la vida es ser feliz. Desde el momento del nacimiento, cada ser humano busca la felicidad y no quiere el sufrimiento. Esto no se ve afectado ni por las condiciones sociales o de educación ni por las ideologías. Desde lo más profundo de nuestro ser, sim­plemente deseamos ser felices. No sé si el universo con sus incontables galaxias, estrellas y planetas, tiene un sig­nificado más profundo o no, pero en último término está claro que nosotros, seres: humanos que vivimos en esta tierra, nos enfrentamos a la tarea de conseguir una vida feliz. Por ello, es importante descubrir aquello que traiga consigo el mayor grado de felicidad.

CÓMO ALCANZAR LA FELICIDAD

Para empezar, podemos dividir cada tipo de felicidad y sufrimiento en dos categorías principales: mental y física. De las dos, la mente es la que ejerce una mayor influen­cia en la mayoría de nosotros. Exceptuando aquellas si­tuaciones en las que nos encontramos gravemente enfer­mos o sin cobertura para las más básicas necesidades, nuestra condición física desempeña un papel secundario en la vida. Si el cuerpo está satisfecho, virtualmente lo ig­noramos. La mente, sin embargo, registra cada hecho, no importa lo pequeño que sea. Por ello, debemos dedicar nuestros esfuerzos más serios a obtener la paz mental.
Desde mi propia y limitada experiencia, he descu­bierto que el mayor grado de tranquilidad interna viene del desarrollo del amor y la compasión.
Cuanto más nos preocupamos de la felicidad de los demás, mayor es nuestro sentimiento de bienestar. Cultivando un sentimiento cálido, cercano a los demás, auto­máticamente ponemos nuestra mente en un estado de calma. Esto nos ayuda a remover todos aquellos miedos o inseguridades que podamos tener y nos da la fuerza necesaria para enfrentarnos a cualquier obstáculo que surja. Es la fuente última de éxito en la vida.
Mientras vivamos en este mundo, estamos destinados a encontrar problemas. Si en esos momentos perdemos la esperanza y nos desanimamos, disminuiremos nuestra ca­pacidad para enfrentarnos a las adversidades. Si, por otro lado, recordamos que no somos los únicos, sino que todo el mundo debe experimentar sufrimientos, esta perspec­tiva más realista de la situación aumentará nuestra determinación y capacidad para superar los problemas. Es más, con esta actitud, cada nuevo obstáculo puede ser visto como otra oportunidad para mejorar nuestra mente.
Así pues, podemos esforzarnos gradualmente para convertirnos en seres más compasivos, es decir, podemos desarrollar una simpatía genuina por el sufrimiento de los demás conjuntamente con el deseo de ayudarles a re­mover su dolor. Como resultado, aumentará nuestra pro­pia serenidad y fuerza interna.

NUESTRA NECESIDAD DE AMOR

Finalmente, la razón por la que el amor y la compasión traen la mayor felicidad es simplemente porque nuestra naturaleza las aprecia por encima de cualquier otra cosa. La necesidad de amar es la base de la existencia huma­na. Es el resultado de la profunda interdependencia que todos compartimos. No importa lo hábil o capaz que sea un individuo, por si solo él o ella no sobrevivirá. No im­porta lo vigoroso o independiente que uno se sienta du­rante los períodos más brillantes de su vida, cuando uno está enfermo, o es muy joven o muy viejo, debe depen­der de la ayuda de los demás.
La interdependencia, desde luego, es una ley funda­mental de la naturaleza. No solamente las formas de vida más desarrolladas sino también los más diminutos insec­tos son seres sociales quienes, sin ninguna religión, leyes ni educación, sobreviven a través de una cooperación mutua basada en el reconocimiento innato de sus pro­pias interconexiones.
El nivel más sutil de los fenómenos materiales está también gobernado por la interdependencia. Todo fenómeno, desde el planeta en el que habitamos hasta los océanos, nubes, bosques y flores que nos rodean, surge con dependencia de unos modelos muy sutiles de ener­gía. Sin la apropiada interacción, se disuelven y decaen. Es debido a que nuestra propia existencia humana es tan dependiente de la ayuda de los demás por lo que nuestra necesidad de amor está en la base misma de nuestra existencia. Por ello necesitamos un genuino sen­tido de responsabilidad y una preocupación sincera por el bienestar de los demás.
Tenemos que considerar qué es lo que somos real­mente nosotros, los seres humanos. No somos objetos hechos como las máquinas. Si fuéramos meramente en­tidades mecánicas, entonces las mismas máquinas po­drían aliviar todos nuestros sufrimientos y dar solución a nuestras necesidades. Sin embargo, y debido a que no somos criaturas puramente materiales, es un error poner todas nuestras esperanzas de felicidad únicamente en el progreso externo. En su lugar, debemos considerar nuestros orígenes y naturaleza para descubrir qué es lo que necesitamos.
Dejando de lado la compleja cuestión de la creación y la evolución del universo, podemos como mínimo es­tar de acuerdo en que cada uno de nosotros es el pro­ducto de nuestros padres. En términos generales nuestra concepción ocurrió no sólo en el contexto del deseo se­xual sino también en la decisión de nuestros padres de tener un hijo. Estas decisiones están basadas en la res­ponsabilidad y en el altruismo: el compromiso compasiva de los padres en cuidar de su hijo hasta que éste sea capaz de cuidar de sí mismo. Así pues, desde el mismo momento de nuestra concepción, el amor de nuestros padres está directamente involucrado en nuestra crea­ción. Más todavía, nosotros dependemos completamen­te del cuidado de nuestra madre desde las etapas más tempranas de nuestro crecimiento. Según algunos cien­tíficos, el estado mental de una mujer embarazada, sea tranquilo o agitado, tiene un efecto físico directo sobre el niño todavía por nacer.
La expresión del amor es también algo muy impor­tante en el momento del nacimiento. Ya que la primera cosa que hacemos es succionar la leche del pecho de nuestra madre, nos sentimos naturalmente cercanos a ella, y ella debe sentir amor por nosotros a fin de poder­nos alimentar apropiadamente; si nuestra madre siente enfado o resentimiento la leche no fluirá libremente. Luego viene el período crítico del desarrollo del ce­rebro desde el momento del nacimiento hasta, al menos, la edad de 3-4 años, durante el cual el contacto físico y el cariño son los factores más importantes para un normal crecimiento del niño. Si éste no se siente acariciado, abrazado, mimado y querido, su desarrollo se verá per­turbado y su cerebro no madurará apropiadamente. Ya que un niño no puede sobrevivir sin el cuidado de los demás, el amor es el alimento más importante. La felicidad en la infancia, el apaciguamiento de los muchos miedos del niño y el saludable desarrollo de la confianza en sí mismo, todo ello depende directamente del amor. Actualmente muchos niños crecen en familias infeli­ces. Si ellos no reciben el cariño adecuado, más tarde en la vida difícilmente amarán a sus padres y, con frecuen­cia, les será difícil amar a los demás. Esto es muy triste. Cuando el niño crezca y vaya a la escuela, su necesi­dad de ayuda debe encontrar respuesta en sus profeso­res. Si el maestro además de impartir la educación aca­démica asume también la responsabilidad de preparar a sus alumnos para la vida, sus alumnos sentirán confian­za y respeto, y aquello que se les haya enseñado dejará una huella indeleble en sus mentes.
Por otro lado, las enseñanzas recibidas de un maestro que no muestra una auténtica preocupación por el bienestar de sus estudiantes serán recibidas como tempora­les y olvidadas muy pronto. Asimismo, si uno está enfermo y está siendo tratado en un hospital por un médico que demuestra un senti­miento cálido y humano, uno se siente cómodo y el de­seo del doctor de dar la mejor atención posible es en sí mismo curativo, sin importar el grado de habilidad téc­nica que el médico tenga. Por otro lado, si nuestro doc­tor carece de sentimientos humanos y demuestra una ex­presión poco amistosa, de impaciencia o indiferencia, nos sentiremos ansiosos, e incluso cuando él o ella ten­gan todas las cualificaciones, la enfermedad haya sido correctamente diagnosticada y la apropiada medicación prescrita, inevitablemente, los sentimientos del paciente crearán una diferencia en la calidad y la totalidad de su recuperación.
Incluso cuando participamos en una conversación or­dinaria en nuestra vida diaria, si alguien nos habla con sentimiento humano, disfrutamos escuchándole y res­pondemos de la misma manera. La conversación entera se hace interesante, no importa lo poco atrayente que sea el tema. Por otro lado, si una persona habla fría o du­ramente, nos sentimos incómodos y deseamos poner un pronto final al intercambio. El afecto y el respeto de los demás son vitales para nuestra felicidad en cualquier situación al margen de su importancia.
Recientemente me encontré con una pareja de cien­tíficos en América que me comentaron que el porcenta­je de enfermos mentales en su país era bastante elevado, alrededor del 20% de la población. Quedó claro duran­te nuestra discusión que la causa principal de la depre­sión no era la falta de necesidades materiales sino la ca­rencia del afecto de los demás.
Así pues, como se puede ver por lo que he escrito has­ta ahora, una cosa aparece clara para mí: seamos o no conscientes de ello, desde el día de nuestro nacimiento, a necesidad de cariño humano está en nuestra sangre. Incluso si el afecto proviene de un animal o de alguien a quien consideraríamos normalmente un enemigo, to­dos, niños y adultos, gravitarán naturalmente hacia él. Creo que nadie nace libre de la necesidad de amar. Y ello demuestra que los seres humanos no se pueden de­finir como algo puramente físico aunque algunas escue­las modernas del pensamiento busquen hacerla. Ningún objeto material, no importa lo bello o valioso que sea, puede hacernos sentir amados, porque nuestra más pro­funda identidad y auténtico carácter se halla en la natu­raleza subjetiva de la mente.
Algunos de mis amigos me han dicho que, aunque el amor y la compasión son buenos y maravillosos, no son realmente muy relevantes. Nuestro mundo, dicen ellos, no es lugar donde dichas creencias tengan mucha influencia o poder. Ellos declaran que el enfado y el odio son una parte tan integrante de la naturaleza humana que la humanidad estará siempre dominada por ellos. Yo no estoy de acuerdo.
Nosotros, seres humanos, hemos existido con nuestra forma actual durante más de 100.000 años. Creo que si durante este tiempo la mente humana hubiera estado principalmente controlada por el enfado y el odio, el to­tal de la población habría disminuido. Pero hoy, a pesar de nuestras guerras, nos encontramos con que la pobla­ción humana es más numerosa que nunca. Esto me indi­ca claramente que el amor y la compasión predominan en el mundo. Y es por ello por lo que los hechos desagra­dables son «noticia»; las actividades compasivas son de tal forma parte de nuestra vida diaria que las damos por algo supuesto, y por lo tanto, son grandemente ignoradas.
Hasta ahora he venido comentando principalmente los beneficios mentales de la compasión, pero también contribuye a un buen estado de salud física. De acuerdo con mi propia experiencia personal, la estabilidad men­tal y el bienestar físico están relacionados directamente. No hay duda, el enfado y la agitación nos hacen más sus­ceptibles a las enfermedades. Por otro lado, si la mente está tranquila y ocupada en pensamientos positivos, el cuerpo no caerá enfermo tan fácilmente.
Pero, desde luego, es también cierto que todos posee­mos un innato egoísmo que inhibe nuestro amor hacia los demás. Así pues, ya que todos deseamos la felicidad au­téntica que sólo proviene de una mente tranquila, y ya que esta paz mental proviene de una actitud compasiva ¿cómo podemos desarrollarla? Obviamente, no basta con pensar qué bonita es la compasión. Necesitamos hacer un esfuerzo combinado para desarrollarl Debemos utilizar todos los acontecimientos de nuestra vida diaria para transformar nuestros pensamientos y conductas.
Antes que nada debemos tener claro qué es lo que queremos decir con compasión. Muchas formas de sentimientos compasivos se mezclan con el deseo y el apego. Por ejemplo, el amor que los padres sienten por sus hi­jos está a menudo fuertemente asociado a sus propias necesidades emocionales; así pues, no es completamen­te compasivo. De nuevo, en el matrimonio, el amor en­tre marido y mujer, particularmente al principio, cuando cada uno quizá no conoce todavía profundamente el ca­rácter del otro, depende más del apego que del auténti­co amor. Nuestro deseo puede ser tan fuerte que la per­sona a la que estamos apegados nos parece positiva, aun cuando, de hecho, él o ella sean muy negativos. Además, tenemos una tendencia a exagerar las pequeñas cualida­des positivas. Así que cuando la actitud de uno en la pa­reja sufre un cambio, el otro se disgusta y su actitud va­ría también. Esto es una señal de que el amor ha sido motivado más por una necesidad personal que por un cariño auténtico por la otra persona.
La auténtica compasión no es sólo una respuesta emocional, sino un compromiso firme basado en la ra­zón. Así pues, una actitud compasiva auténtica hacia los demás no cambiará incluso cuando ellos se comporten negativamente. Desde luego, desarrollar este tipo de com­pasión es fácil. Para empezar, consideremos los hechos siguientes:
Tanto la gente que es hermosa y afable como la que es fea y destructiva, en último término son seres humanos como yo mismo. Como yo, todos quieren la felicidad y huyen del sufrimiento. Más aún, su deseo de superar el sufrimiento y ser felices es igual al mío. Así, cuando re­conocemos que todos los seres son iguales tanto en su deseo de obtener la felicidad como en el derecho a ob­tenerla, automáticamente sentimos simpatía y cercanía hacia ellos. Así, al ir acostumbrando a nuestra mente a este sentido de altruismo universal, desarrollaremos un sentimiento de responsabilidad hacia los demás: el de­seo de ayudarles activamente a superar sus problemas. Éste no es un deseo selectivo, se aplica por igual a todos. Mientras sean seres humanos que experimentan placer y dolor, lo mismo que nosotros, no hay base lógica para discriminar entre ellos o para alterar nuestra preocupa­ción por ellos si se comportan negativamente.
Quiero enfatizar que está a nuestro alcance, con tiem­po y paciencia, el desarrollar este tipo de compasión.
Desde luego, nuestro egoísmo, nuestro apego al senti­miento de un yo independiente, existe en sí mismo, trabaja fundamentalmente para inhibir nuestra compasión. Aún más, la auténtica compasión se puede experimentar solamente cuando este tipo de apego al yo es eliminado. Pero esto no significa que no podamos empezar y hacer progresos a partir de este mismo momento.

CÓMO PODEMOS EMPEZAR

Debemos empezar removiendo los mayores obstáculos de la compasión: el enfado y el odio. Como todos sabe­mos, son unas emociones extremadamente poderosas y pueden dominar nuestra mente por entero. De todas formas, podemos llegar a controlarlas. Sin embargo, si no dominamos estas emociones negativas, nos persegui­rán como una plaga sin ningún esfuerzo extra por su parte e impedirán nuestra conquista de la felicidad de una mente con amor.
Por ello, para empezar es útil investigar el valor del enfado. A veces, cuando nos desanimamos ante una situación difícil, el enfado parece útil, parece que nos re­porta una mayor energía, confianza y determinación.
Aquí, sin embargo, debemos examinar nuestro esta­do mental cuidadosamente. Mientras es cierto que el enfado proporciona una energía extra, si exploramos la na­turaleza de esta energía, descubriremos que es ciega; no podemos estar seguros de si el resultado será positivo o negativo. Eso es porque el enfado eclipsa la mejor parte de nuestro cerebro: su racionalidad. Así, la energía del enfado es casi siempre poco fiable. Puede causar una gran cantidad de conducta destructiva, desafortunada. Además, si el enfado llega a ser extremo, uno se con­vierte en un loco actuando de forma tan perjudicial para sí mismo como para los demás.
Es posible, sin embargo, desarrollar una energía igual­mente poderosa pero mucho más controlada con la que manejar las vibraciones difíciles.
Esta energía más controlada proviene no sólo de una actitud compasiva sino también de la razón y de la paciencia. Éstos son los antídotos más poderosos contra el enfado. Por desgracia mucha gente prejuzga estas cuali­dades como síntomas de debilidad. Creo, en cambio, que lo contrario es cierto: son signos auténticos de fuerza in­terior. La compasión es por su propia naturaleza gentil, pacífica y suave, pero también muy poderosa. Son los que fácilmente pierden la paciencia quienes son insegu­ros e inestables. Por todo ello, para mí, el surgimiento del enfado es un signo inequívoco de debilidad.
Así, cuando surge un problema, tratas de permanecer humilde y mantener una actitud sincera, preocupándo­te de que la solución sea justa. Desde luego, otros pue­den intentar aprovecharse de ti y si el hecho de que tú mantengas una actitud de desapego sirve sólo para pro­vocar una agresión injusta, en ese caso adopta una pos­tura firme. Esto último debe ser hecho con compasión y, si es necesario expresar tus puntos de vista y tomar me­didas extremas, hazlo, pero sin enfado ni malicia.
Debes darte cuenta de que aun cuando parezca que tus adversarios te están haciendo daño, al final su actitud destructiva sólo les perjudicará a ellos. A fin de controlar nuestro impulso egoísta de devolverles el daño recibido, debemos acordarnos de nuestro deseo de practicar com­pasión y asumir la responsabilidad de ayudar a prevenir que la otra persona sufra las consecuencias de sus actos. Así, debido a que han sido elegidas con calma y refle­xión, las medidas que empleemos serán más efectivas, adecuadas y poderosas. La venganza basada en la ciega energía del enfado rara vez da en el blanco.

AMIGOS y ENEMIGOS

Debo enfatizar de nuevo que el hecho de pensar mera­mente en que la compasión, la razón y la paciencia son beneficiosas no basta para desarrollarlas.
Debemos estar a la espera de las dificultades que van a surgir y entonces intentar practicar con ellas.
¿Y quién crea dichas dificultades? Nuestros amigos no, desde luego, sino nuestros enemigos. Ellos son quienes nos dan los mayores problemas. Así, si realmente queremos aprender, debemos considerar al enemigo como a nuestro mejor maestro.
Para una persona que aprecia la compasión y el amor, la práctica de la tolerancia es esencial, y para ello, un enemigo es imprescindible. Debemos pues sentimos agradecidos hacia nuestros enemigos, ya que son ellos los que mejor nos ayudan a desarrollar una mente tran­quila. También vemos que tanto en la vida pública como en la privada, debido a un cambio en las circunstancias, los enemigos se convierten en amigos.
El enfado y el odio son siempre dañinos, y a no ser que entrenemos nuestras mentes y trabajemos para reducir su fuerza negativa, continuarán perturbando y en­torpeciendo nuestros intentos por desarrollar una men­te en calma. El enfado y el odio son nuestros enemigos reales. Ellos son las fuerzas contra las que debemos pe­lear y vencer, no los enemigos «temporales» que apare­cen intermitentemente a lo largo de nuestra vida.
Desde luego, es natural y correcto que todos quera­mos tener amigos. A menudo hago bromas diciendo que si quieres ser realmente egoísta debes ser muy altruista.
Debes cuidar de los demás, preocuparte por su bienes­tar, ayudarles, servirles, hacer más amigos, sonreír más... ¿El resultado? Cuando tú mismo necesites ayuda encon­trarás a muchos que se brinden a dártela. Si, por otro lado, descuidas el dar felicidad a los demás, en último término tú serás el perdedor.
¿Se crea la amistad por medio de peleas y enfados, ce­los e intensa competencia? No lo creo así. Sólo el afecto nos proporciona auténticos amigos íntimos.
En la sociedad materialista de hoy en día, si tienes di­nero y poder pareces tener muchos amigos. Pero no son amigos tuyos, son amigos de tu dinero y poder. Cuando pierdes tu fortuna e influencia resulta muy difícil encontrar a esa gente.
El problema está en que mientras las cosas en el mun­do nos vayan bien, nos sentimos confiados, creemos que podemos arreglarnos por nosotros mismos y sentimos que no necesitamos amigos, pero cuando nuestra situa­ción y salud declinan, nos damos cuenta rápidamente de cuán equivocados estábamos. Este es el momento en que aprendemos quién nos ayuda realmente y quién no nos es de ninguna utilidad. Así pues, a fin de prepararnos para ese momento, para conseguir amigos auténticos que nos ayudarán cuando surja la necesidad, debemos cultivar nosotros mismos el altruismo.
Aunque a veces la gente se ríe cuando digo esto, yo mismo siempre quiero más amigos. Amo las sonrisas. De­bido a ello tengo el problema de saber cómo hacer ami­gos y cómo conseguir más sonrisas, especialmente sonri­sas genuinas. Ya que hay muchas clases de sonrisas, tales como sonrisas sarcásticas, artificiales o diplomáticas. Hay muchas sonrisas que no crean un sentimiento de satis­facción, y a veces incluso pueden llegar a crear descon­fianza o miedo, ¿no? Pero una sonrisa auténtica real­mente nos crea una sensación de frescor y es, creo, algo exclusivo de los seres humanos. Si ésas son las sonrisas que deseamos, entonces deberemos crear nosotros mis­mos las causas para que surjan.

LA RELACIÓN CON LA IRA Y LA EMOCIÓN

La ira y el odio son dos de nuestros amigos más íntimos.
Cuando era joven tuve una relación bastante estrecha con la ira. Luego, al pasar el tiempo, sentí un gran desa­cuerdo con ella. Utilizando el sentido común, con la ayu­da de la compasión y la sabiduría, ahora tengo un argu­mento más poderoso con que derrotar la ira.
Según mi experiencia, es evidente que si el individuo hace un esfuerzo, puede cambiar. Por supuesto, el cambio no es inmediato y lleva mucho tiempo. Para cambiar y ocuparse de las emociones resulta decisivo analizar qué pensamientos son útiles, constructivos y beneficiosos para nosotros. Me refiero ante todo a esos pensamientos que nos tranquilizan, nos relajan y nos dan paz de espí­ritu, en oposición a los que crean inquietud, miedo y frustración. Este análisis es parecido al que podríamos hacer para cosas externas, como las plantas. Algunas plantas, flores y frutos son buenos para nosotros, así que los usamos y los cultivamos. Las plantas que son veneno­sas o nocivas para nuestra salud aprendemos a recono­cerlas y a veces hasta a destruirlas.
Existe un parecido con el mundo interior. Es dema­siado simplista hablar del «cuerpo» y la «mente». Dentro del cuerpo hay billones de partículas diferentes. Del mis­mo modo, hay muchos pensamientos diferentes y una di­versidad de estados mentales. Resulta aconsejable echar una mirada atenta al mundo de la mente y hacer una dis­tinción entre los estados mentales nocivos y los benefi­ciosos. Una vez que uno reconoce el valor de los estados mentales buenos, puede aumentarlos o fomentarlos.
Buda enseñó los principios de las cuatro nobles ver­dades y éstos forman la base del Dharma. La Tercera Noble Verdad es la extinción. Según Nagarjuna, en este contexto extinción significa el estado mental o la cuali­dad mental que, mediante la práctica y el esfuerzo, sus­pende todas las emociones negativas. Nagarjuna define la verdadera extinción como una situación en la que el individuo ha alcanzado un estado mental perfecto, libre de los efectos de los diversos pensamientos y emociones dolorosos y negativos. Ese estado de verdadera extinción es, según el budismo, un Dharma genuino y por lo tanto es el refugio que todos los budistas practicantes buscan. Buda se convierte en objeto de refugio, digno de respe­to, porque ha alcanzado ese estado. Por lo tanto, la re­verencia que uno siente hacia él, y la razón por la que uno busca refugio en Buda, no es porque éste haya sido desde el principio una persona especial, sino porque ha alcanzado ese estado de verdadera extinción. Del mismo modo, la comunidad espiritual, o sangha, se toma como un objeto de refugio porque sus miembros son indivi­duos que ya están en el camino que conduce al estado de extinción, o lo están emprendiendo.
Descubrimos que el verdadero estado de extinción sólo puede entenderse desde el punto de vista de un estado mental al que se ha liberado o purificado de pen­samientos y emociones negativos por medio de la aplica­ción de antídotos y neutralizantes. La verdadera extin­ción es un estado mental y los factores que conducen a él son también funciones de la mente. Además, la base sobre la que se realiza la purificación es el contínuum mental. Por lo tanto, la comprensión de la naturaleza de la mente es decisiva para la práctica budista. Con esto no quiero decir que todo lo que existe es simplemente un reflejo o proyección de la mente, y que aparte de la men­te nada existe. Pero debido a la importancia que la com­prensión de la naturaleza de la mente tiene en la prácti­ca budista, la gente describe a menudo el budismo como «una ciencia de la mente».
En términos generales, en la literatura budista, un pensamiento o una emoción negativos se definen como «un estado que ocasiona perturbación dentro de la men­te». Esas emociones y pensamientos dolorosos son los factores que crean infelicidad y desorden dentro de no­sotros. La emoción por lo general no es necesariamente negativa. En un congreso científico al que asistí junto con muchos psicólogos y neurólogos, se llegó a la conclusión de que hasta los Budas tienen emoción, según la definición de este estado de ánimo que aparece en di­versas disciplinas científicas. Por lo tanto, podemos ha­blar de káruna (bondad o compasión infinitas) como un tipo de emoción.
Desde luego, las emociones pueden ser positivas y ne­gativas. Sin embargo, cuando se habla de ira, etcétera, nos referimos a emociones negativas, que inmediata­mente crean algún tipo de infelicidad o inquietud y que, a largo plazo, crean ciertas acciones. Esas acciones llevan con el tiempo a dañar a otros, y eso nos acarrea dolor o sufrimiento. A eso llamamos emociones negativas.
Una emoción negativa es la ira. Quizá hay dos clases de ira. A una de ellas se la podría transformar en una emoción positiva. Por ejemplo, si uno tiene un interés y una motivación compasiva sincera por alguien y esa per­sona no escucha nuestras advertencias acerca de sus acciones, entonces no hay otra alternativa que el uso de algún tipo de fuerza para detener las fechorías de esa persona. En la práctica de Tantrayana hay técnicas de meditación que permiten transformar la energía de la ira. Ésa es la razón de las deidades coléricas. Sobre la base de la motivación compasiva, la ira puede en algunos casos ser útil porque nos da una energía adicional y nos permite actuar velozmente.
Sin embargo, la ira comúnmente conduce al odio y el odio es siempre negativo. El odio abriga rencor. Yo normalmente analizo la ira en dos niveles: en el nivel humano básico y en el nivel budista. Desde el nivel huma­no, sin ninguna referencia a una ideología o a una tra­dición religiosa, podemos observar las fuentes de nues­tra felicidad: la salud, las comodidades materiales y las buenas compañías. Ahora bien, desde el punto de vista de la salud, las emociones negativas como el odio son muy malas. Como la gente por lo general trata de cui­darse la salud, la actitud mental es una técnica que pue­de utilizar. El estado mental de uno debería ser siempre tranquilo. Aunque aparezca alguna angustia, como es natural en la vida, uno debería mantenerse siempre tranquilo. Como una ola, que se levanta desde el agua y vuelve a disolverse en el mar, estas perturbaciones son muy cortas, así que no deberían afectar a nuestra actitud mental básica. Aunque no podemos eliminar todas las emociones negativas, si nuestra actitud mental básica es saludable y tranquila, no se verá muy afectada. Si uno se mantiene tranquilo, la presión sanguínea, etcétera, es más normal y como consecuencia nuestra salud mejora­rá. Aunque no pueda explicarlo científicamente, creo que mi propia condición física mejora a medida que en­vejezco. Tomo los mismos medicamentos, tengo el mis­mo médico, como los mismos alimentos, así que la razón debe de ser mi estado mental. Algunas personas me di­cen: «Usted debe de tener algún tipo especial de reme­dio tibetano». ¡Pues no!
Como he dicho antes, de joven era bastante irritable. A veces disculpaba esto diciendo que era porque mi padre era irritable, como si se tratara de algo genético. Pero al pasar el tiempo, pienso que ahora casi no siento odio hacia nadie; ni siquiera hacia los chinos que crean desdicha y sufrimiento a los tibetanos siento realmente ningún tipo de odio.
Algunos de mis amigos íntimos tienen presión san­guínea alta, y sin embargo nunca sufren crisis de salud y jamás se sienten cansados. A lo largo de los años he co­nocido a algunos adeptos muy buenos. Mientras tanto, hay otros amigos que disfrutan de grandes comodida­des materiales y que cuando empezamos a hablar, des­pués de las amabilidades iniciales, se ponen a quejarse y a lamentarse. A pesar de su prosperidad material, esas personas no tienen mentes tranquilas o pacíficas. ¡En consecuencia, siempre se están preocupando de la di­gestión, del sueño, de todo! Por lo tanto, resulta claro que la tranquilidad mental es un factor muy importante para la buena salud. Si uno quiere buena salud, no tiene que buscar a un médico, sino mirar dentro de sí mismo. Tratemos de utilizar algo de nuestro potencial. ¡Incluso resulta más barato!
La segunda fuente de felicidad son los bienes mate­riales. A veces, al despertarme temprano por la mañana, si no estoy de muy buen humor, cuando miro el reloj me siento incómodo. y otros días, debido quizá a la experiencia de la jornada anterior, cuando me despierto estoy de un humor agradable y tranquilo. Entonces, cuando miro el reloj lo encuentro extraordinariamente hermoso. Sin embargo, se trata del mismo reloj, ¿no es así? La di­ferencia está en mi actitud mental. Que el uso de los bie­nes materiales proporcione o no una auténtica satisfac­ción depende de nuestra actitud mental.
Es malo para nuestros bienes materiales que la ira do­mine nuestra mente. Para volver sobre mi propia experiencia, cuando era joven a veces reparaba relojes. Lo in­tentaba y fracasaba una y otra vez. En algunas ocasiones perdía la paciencia y golpeaba el reloj. Durante esos mo­mentos, la ira alteraba toda mi actitud y después me sen­tía muy arrepentido de mis acciones. Si mi meta era re­parar el reloj, ¿por qué lo golpeaba contra la mesa? De nuevo vemos cuán decisiva es la actitud mental a la hora de utilizar los bienes materiales para nuestro auténtico beneficio o satisfacción.
Nuestros compañeros son la tercera fuente de felici­dad. Resulta evidente que cuando uno está mentalmen­te tranquilo, se muestra sincero y abierto. Daré un ejem­plo. Hace unos catorce o quince años, había un inglés llamado Phillips que tenía una estrecha relación con el gobierno chino, incluso con Chu En-lai y otros líderes. Hacía muchos años que los conocía y era muy amigo de los chinos. Una vez, en 1977 o 1978, Phillips vino a Dha­ramsala a verme. Trajo algunas películas y me habló de todos los aspectos buenos de China. Al comienzo de la reunión había un gran desacuerdo entre nosotros, por­que teníamos opiniones completamente diferentes. Se­gún él, la presencia de los chinos en el Tíbet era buena. En mi opinión, y según muchos informes, la situación no era buena. Como de costumbre, yo no tenía ningún sen­timiento negativo particular hacia él. Simplemente creía que Phillips defendía ese punto de vista a causa de su ig­norancia. Con mente abierta, seguimos conversando. Yo sostenía que los tibetanos que se habían unido al Parti­do Comunista chino ya en 1930 y que habían participa­do en la guerra chinojaponesa y habían acogido bien la invasión china y colaborado entusiasmados con los co­munistas chinos, lo habían hecho porque creían que era una oportunidad de oro para desarrollar el Tíbet, desde el punto de vista de la ideología marxista. Esas personas habían colaborado con los chinos movidas por una au­téntica esperanza. Entonces, alrededor de 1956 o 1957, la mayoría de ellas fueron despedidas de diversos cargos públicos chinos, algunas fueron encarceladas y otras de­saparecieron. Le expliqué entonces que no somos ni an­tichinos ni anticomunistas. En realidad, yo a veces me siento mitad marxista, mitad budista. Le expliqué todas esas cosas con franqueza y motivación sinceras y después de algún tiempo su actitud cambió por completo. Este ejemplo me confirma de algún modo que incluso cuan­do hay una diferencia grande de opinión, uno puede co­municarse en un nivel humano. Se pueden dejar a un lado esas diferentes opiniones y conversar. Pienso que ésa es una manera de crear sentimientos positivos en las mentes de otras personas.
Además, estoy bastante seguro de que si este decimo­cuarto Dalai Lama sonriera menos, quizá yo tendría menos amigos en diversos lugares. Mi actitud hacia otras personas es mirarlas siempre desde el nivel humano. En ese nivel, sea presidente, reina o pordiosero, no hay di­ferencia, a condición de que exista un sincero senti­miento humano con una sincera sonrisa de afecto.
Pienso que hay más valor en el auténtico sentimiento humano que en el estatus, etcétera. No soy más que un simple ser humano. Mediante mi experiencia y discipli­na mental, he desarrollado una cierta actitud nueva. Eso no es nada especial. Usted, que supongo que ha tenido una mejor educación y más experiencia que yo, cuenta con un potencial mayor para cambiar. Vengo de una al­dea pequeña sin educación moderna y sin un conoci­miento profundo del mundo. Además, desde los quince o dieciséis años he llevado una inconcebible carga. Por lo tanto, cada uno de ustedes debería sentir que tiene un gran potencial y que, con confianza y un poco más de es­fuerzo, el cambio es realmente posible si lo desea. Si siente que su modo de vida actual es desagradable o tie­ne algunas dificultades, no mire estas cosas negativas. Vea el lado positivo, el potencial, y haga un esfuerzo.
Pienso que a esas alturas ya hay algún tipo de garantía parcial de éxito. Si utilizamos toda nuestra energía o to­das nuestras cualidades positivas, podemos superar esos problemas humanos.
Así, en cuanto a nuestro contacto con otros seres hu­manos, nuestra actitud mental es muy decisiva. Hasta para un no creyente, para un simple y honrado ser hu­mano, la fuente definitiva de felicidad está en nuestra actitud mental. Aunque uno tenga buena salud, bienes ma­teriales usados de manera apropiada y buenas relaciones con otros seres humanos, la causa principal de una vida feliz está dentro de uno. Si se tiene más dinero a veces aumentan las preocupaciones y se quiere todavía más. Fi­nalmente uno se convierte en un esclavo del dinero. Aunque resulta muy útil y necesario, no es la fuente de­finitiva de la felicidad. Del mismo modo, la educación, si no está bien equilibrada, puede crear a veces más pro­blemas, más angustia, más codicia, más deseo y más am­bición: en suma, más sufrimiento mental. También los amigos son a veces muy molestos.
Ahora ve usted cómo minimizar la ira y el odio. Prime­ro, es sumamente importante darse cuenta de la negatividad de esas emociones en general, ante todo el odio. Pienso que es el enemigo mayor. Por «enemigo» entien­do la persona o factor que directa o indirectamente des­truye nuestro interés, aquello que a fin de cuentas crea felicidad.
También podemos hablar del enemigo externo. Por ejemplo, en mi caso, nuestros hermanos y hermanas chinos están destruyendo los derechos tibetanos y, de esa manera, se produce más sufrimiento y angustia. Pero por fuerte que sea eso, no puede destruir la fuente supre­ma de mi felicidad, que es mi tranquilidad de espíritu. Eso es algo que un enemigo externo no puede aniquilar. Pueden invadir nuestro país, pueden destruir nuestros bienes, pueden matar a nuestros amigos, pero todo eso es secundario para la felicidad mental. La fuente defini­tiva de mi felicidad mental es mi paz de espíritu. Nada puede destruir eso, excepto mi propia ira.
Además, uno puede huir u ocultarse de un enemigo externo y a veces hasta se puede engañar al enemigo. Por ejemplo, si alguien perturba mi paz mental, puedo huir cerrando la puerta y quedándome tranquilamente solo. ¡Pero con la ira no puedo hacer eso! Dondequiera que vaya, está siempre allí. Aunque haya cerrado la ha­bitación, la ira sigue estando dentro de mí. A menos que uno adopte cierto método, no hay posibilidad de huir. Por lo tanto, el odio, o la ira -y aquí me refiero a la ira negativa-, es a fin de cuentas el auténtico destructor de mi paz mental, y es por lo tanto mi verdadero enemigo.
Algunas personas creen que reprimir la emoción no es bueno, que es mucho mejor dejada salir. Creo que hay diferencias entre diversas emociones negativas. Por ejemplo, en lo que respecta a la frustración, existe un cierto tipo que aparece como resultado de sucesos pasa­dos. A veces, si se ocultan esos sucesos negativos, como por ejemplo el abuso sexual, consciente o inconsciente­mente eso crea problemas. Por lo tanto, en ese caso es mucho mejor expresar la frustración y dejarla salir. Sin embargo, según nuestra experiencia con la ira, si no se hace un esfuerzo por reducirla, sigue acompañándonos y hasta aumenta. Entonces nos enfadamos incluso ante pequeños incidentes. Una vez que uno intenta controlar o disciplinar la ira, con el tiempo ni siquiera los sucesos importantes lograrán despertarla. Mediante el entrena­miento y la disciplina se puede cambiar.
Cuando viene la ira hay una técnica importante que ayuda a conservar la paz mental. Uno debe tratar de no sentirse descontento o frustrado, porque ésa es la causa de la ira y el odio. Hay una relación natural entre causa y efecto. Una vez que se cumplen ciertas causas y condi­ciones, resulta sumamente difícil impedir que el proceso causal se cumpla. Examinar la situación es decisivo para poder detener el proceso causal en una etapa muy tem­prana. Entonces no llega a la etapa avanzada. En el texto budista Guía del modo de vida Bodhisattva, el gran erudito Shantideva dice que es muy importante asegu­rarse de que una persona no se meta en una situación que lleve al descontento, porque éste es la semilla de la ira. Eso significa que hay que adoptar una cierta actitud hacia los propios bienes materiales, hacia los compañe­ros y amigos, y hacia las diversas situaciones.
Nuestros sentimientos de descontento, infelicidad, pérdida de esperanza, etcétera, están de hecho relacionados con todos los fenómenos. Si no adoptamos la ac­titud correcta, es posible que todas y cada una de las co­sas nos provoquen frustración. A algunas personas hasta el nombre del Buda podría ocasionarles ira y frustración, aunque quizá no sea ése el caso cuando alguien tiene un encuentro personal directo con un Buda. Por lo tanto, todos los fenómenos tienen el potencial de crear frustración y descontento en nosotros. No obstante, los fe­nómenos son parte de la realidad y nosotros estamos su­jetos a las leyes de la existencia. Eso, entonces, nos deja una sola opción: cambiar nuestra propia actitud. Produ­ciendo un cambio en nuestra actitud hacia las cosas y los acontecimientos, todos los fenómenos pueden llegar a ser amigos o fuentes de felicidad, en vez de enemigos o fuentes de frustración.
Un caso particular es el de un enemigo. Por supues­to, en un sentido, tener un enemigo es muy malo. Per­turba nuestra paz mental y destruye algunas de nuestras cosas buenas. Pero si lo miramos desde otro ángulo, sólo un enemigo nos da la oportunidad de ejercitar la paciencia. Ningún otro nos ofrece la oportunidad de la tolerancia. Por ejemplo, como budista, pienso que Buda no se ocupó en absoluto de darnos la oportuni­dad de ejercitar la tolerancia y la paciencia. Algunos miembros de la sangha nos la pueden dar, pero por lo demás es bastante rara. Como no conocemos a la mayo­ría de los cinco mil millones de seres humanos que pue­blan esta Tierra, la mayoría de las personas no nos dan la oportunidad de mostrar tolerancia o paciencia. Sólo la gente que conocemos y que nos crea problemas nos ofrece realmente una buena oportunidad para ejercitar la tolerancia y la paciencia.
Visto desde este ángulo, el enemigo es el más grande maestro para nuestra práctica. Shantideva sostiene muy brillantemente que los enemigos, o los que nos hacen daño, son en realidad objetos dignos de respeto y dignos de ser considerados nuestros preciosos maestros. Uno podría protestar diciendo que no podemos considerar a los enemigos dignos de respeto porque no tienen inten­ción de ayudamos; el hecho de que nos resulten útiles y beneficiosos no es más que una coincidencia. Shantide­va dice que si es así, por qué debemos, como budistas practicantes, considerar el estado de extinción como un objeto digno de refugio cuando es un mero estado men­tal y no tiene por su parte ninguna intención de ayudar­nos. Uno podría entonces decir que aunque eso es cier­to, por lo menos en la extinción no hay intención de dañarnos, mientras que los enemigos, muy lejos de tener la intención de ayudarnos, en realidad piensan dañar­nos. Por lo tanto, un enemigo no es un objeto digno de respeto. Shantideva dice que es esa misma intención de dañarnos lo que convierte al enemigo en algo muy espe­cial. Si no tuviera intención de dañarnos, no clasificaría­mos a esa persona como un enemigo, y por lo tanto nuestra actitud sería completamente diferente. Es esa in­tención de dañarnos lo que convierte a esa persona en un enemigo  y a causa de eso nos da una oportunidad de ejercitar la tolerancia paciente. Por lo tanto un enemigo es un precioso maestro. Pensando de ese modo, uno puede reducir las emociones mentales nega­tivas, en especial el odio.
A veces la gente siente que la ira es útil porque crea audacia y energía adicionales. Cuando encontramos di­ficultades, podemos creer que la ira nos protege. Pero aunque nos da más energía, ésta es esencialmente ciega. No hay ninguna garantía de que la ira y la energía no se vuelvan destructivas para nuestros propios intereses. Por lo tanto, el odio y la ira no son nada útiles. Otra cuestión es que si uno siempre tiene una actitud humilde otros pueden aprovecharse, y ¿cómo debería reaccionar uno? Es bastante sencillo: hay que actuar con sabiduría o sentido común, sin ira y sin odio. Si la situa­ción es tal que hace falta algún tipo de acción por nues­tra parte, se puede, sin ira, contrarreaccionar. En reali­dad, esas acciones que se rigen más por la auténtica sabiduría que por la ira son de hecho más eficaces. Una contrarreacción en medio de la ira puede con frecuen­cia ser mala. En una sociedad muy competitiva, es a ve­ces necesario contrarreaccionar. Examinemos otra vez la situación tibetana. Como he dicho, seguimos un camino auténticamente no violento y compasivo, pero eso no significa que vayamos a someternos a la acción de los agresores y ceder. Sin ira y sin odio, podemos regirnos con mayor eficacia.
Hay otro tipo de práctica de la tolerancia que impli­ca cargar conscientemente con los sufrimientos de otros. Pienso en situaciones en las que, por participar en ciertas actividades, somos conscientes de las privaciones, las dificultades y los problemas a corto plazo, pero esta­mos convencidos de que tales acciones tendrán un efec­to muy beneficioso a largo plazo. Debido a nuestra acti­tud y a nuestro compromiso y deseo de producir ese beneficio a largo plazo, a veces consciente y deliberada­mente cargamos con las privaciones y problemas de a corto plazo.
Uno de los medios eficaces por los que se pueden su­perar las fuerzas de emociones negativas como la ira y el odio es cultivar fuerzas opuestas, por ejemplo cualidades positivas de la mente como el amor y la compasión.

DAR Y RECIBIR

La compasión es la cosa más maravillosa y preciosa. Cuando hablamos de la compasión, resulta alentador observar que la naturaleza humana básica es, creo, com­pasiva y amable. A veces discuto con amigos que creen que la naturaleza humana es más negativa y agresiva. Yo sostengo que si se estudia la estructura del cuerpo hu­mano se ve que es parecido al de esas especies de mamí­feros cuyo modo de vida es más benévolo o pacífico. A veces bromeo a medias diciendo que nuestras manos es­tán hechas de tal manera que sirven más para abrazar que para golpear. Si estuvieran hechas principalmente para golpear, estos hermosos dedos no serían necesarios. Por ejemplo, si los dedos permanecen extendidos, los boxeadores no pueden golpear con fuerza, así que tie­nen que cerrar el puño. Eso significa, pienso, que nues­tra estructura física básica crea una especie de naturale­za compasiva o benévola.
Si nos fijamos en las relaciones, el matrimonio y la concepción son muy importantes. Como dije antes, el matrimonio no debe basarse en un amor ciego o en un tipo de amor loco extremo; debe basarse en un conocimiento mutuo y en la comprensión de que se está en condiciones de convivir. El matrimonio no es para la sa­tisfacción temporal, sino para algún tipo de sentido de responsabilidad. Ése es el verdadero amor, y la base del matrimonio.
La concepción apropiada de un niño se produce en ese tipo de actitud mental o moral. Mientras el niño está en la matriz materna, la tranquilidad mental de la madre tiene un efecto muy positivo sobre el niño nonato, según algunos científicos. Si el estado mental de la madre es negativo, por ejemplo si está frustrada o enfadada, eso es muy nocivo para el sano desarrollo del niño. Un cientí­fico me contó que las primeras Semanas después del na­cimiento son el período más importante, pues durante ese tiempo el cerebro del niño se agranda. Durante esa época, el contacto con la madre o con alguien que cum­pla el papel de madre es decisivo. Eso demuestra que aunque el niño no puede darse cuenta de quién es quién, de algún modo necesita físicamente el afecto de otro. Una carencia de ese tipo es muy perjudicial para el sano desarrollo del cerebro.
Después del nacimiento, el primer acto de la madre es nutrir al niño con su leche. Si aquélla carece de afec­to o de sentimientos bondadosos hacia el niño, la leche no sale. Si la madre alimenta al bebé con sentimientos bondadosos, aunque sufra dolor o enfermedad, la leche sale generosamente. Ese tipo de actitud es como una joya preciosa. Por otra parte, si el niño carece de alguna clase de sentimiento estrecho hacia la madre, puede no mamar. Eso demuestra cuán maravilloso es el acto de afecto por ambas partes. Ése es el principio de nuestras vidas.
Igualmente en el caso de la educación, la experiencia me dice que esas lecciones que aprendemos de maestros que no sólo son buenos sino que además demuestran afecto por el alumno, calan de un modo profundo en nuestras mentes, cosa que tal vez no ocurre con las lec­ciones de otro tipo de maestros. Aunque uno pueda es­tar obligado a estudiar, y pueda temer al maestro, esas lecciones quizá no tienen demasiado efecto. Depende mucho del afecto del maestro.
Del mismo modo, cuando vamos a un hospital, con independencia de la calidad del médico, si éste nos muestra un sentimiento genuino y un interés profundo, y si nos sonríe, nos sentimos bien. Pero si el médico muestra poco afecto humano, aunque sea un gran ex­perto, quizá nos sentimos inseguros y nerviosos. Así es la naturaleza humana.
Por último, podemos reflexionar acerca de nuestras vidas. Cuando somos jóvenes, y de nuevo cuando somos viejos, dependemos mucho del afecto de los demás. En­tre esas etapas normalmente sentimos que podemos ha­cerlo todo sin ayuda de otros y que el afecto de los de­más simplemente no es importante. Pero pienso que es muy importante conservar un afecto humano profundo en esa etapa. Cuando la gente en una ciudad o pueblo grande se siente sola, no significa que carezca de com­pañía humana, sino más bien que carece de afecto hu­mano. Como consecuencia de eso, su salud mental llega con el tiempo a ser muy frágil. Por otra parte, las perso­nas que crecen en una atmósfera de afecto humano tie­nen un desarrollo corporal, mental y de conducta mu­cho más positivo y apacible. Los niños que han crecido sin esa atmósfera tienen comúnmente actitudes más ne­gativas. Eso muestra muy claramente la naturaleza hu­mana básica. También el cuerpo humano, como dije an­tes, aprecia la paz mental. Las cosas que nos perturban tienen un efecto muy malo sobre nuestra salud. Lo que demuestra que la estructura de nuestra salud es tal que está hecha para una atmósfera de afecto humano. Por lo tanto, nuestro potencial de compasión está allí. Lo úni­co que falta es saber si nos damos cuenta de eso y lo uti­lizamos.
El propósito básico de mi explicación es mostrar que por naturaleza somos compasivos, que la compasión es algo muy necesario y algo que podemos desarrollar. Es importante saber el significado exacto de la compasión. Diferentes tradiciones y filosofías tienen distintas inter­pretaciones del significado de amor y compasión. Algu­nos de mis amigos cristianos creen que el amor no se puede desarrollar sin la gracia de Dios; en otras palabras, para desarrollar el amor y la compasión es necesaria la fe. La interpretación budista es que la auténtica compa­sión se basa en una clara aceptación o reconocimiento de que los demás, como uno mismo, quieren la felicidad y tienen derecho a vencer el dolor. Sobre esa base uno desarrolla algún tipo de interés en el bienestar de los de­más, con independencia de la actitud que tenga sobre sí mismo. Eso es la compasión.
En muchos casos, el amor y la compasión que uno siente hacia los amigos es en realidad apego. Ese senti­miento no se basa en la comprensión de que todos los se­res tienen el mismo derecho a ser felices y a vencer el do­lor. Se basa, en cambio, en la idea de que algo es «mío», «mi amigo» o algo bueno para «mí». Eso es apego. Así, cuando la actitud de esa persona hacia uno cambia, nuestro sentimiento de cercanía desaparece inmediata­mente. Con la otra actitud, uno desarrolla algún tipo de interés con independencia de la actitud de la otra per­sona hacia uno, simplemente porque esa persona tam­bién es un ser humano y tiene todo el derecho a superar el dolor. Si se vuelve neutral con uno o incluso llega a ser nuestro enemigo, nuestro interés debería seguir siendo el mismo para respetar sus derechos. Ésa es la principal diferencia. La auténtica compasión es mucho más sana; es imparcial y se basa en la razón. Por contraste, el ape­go es intolerante y parcial.
En realidad, la auténtica compasión y el apego son contradictorios. Según la práctica budista, para desarro­llar la auténtica compasión primero hay que practicar la meditación del equilibrio y la ecuanimidad, despegán­dose de las personas que están muy cerca. Entonces uno debe borrar los sentimientos negativos que tiene hacia los enemigos. Todos los seres sensibles deberían ser con­siderados iguales. Sobre esa base, se puede desarrollar gradualmente una auténtica compasión por todos ellos. Debemos aclarar que la auténtica compasión no se pa­rece a la lástima ni al sentimiento de que los demás son de algún modo inferiores. En realidad, con la auténtica compasión uno considera a los otros más importantes que uno mismo.
Como señalé antes, para generar una auténtica com­pasión, ante todo hay que pasar por el entrenamiento de la ecuanimidad. Eso se transforma en algo muy impor­tante porque sin un sentido de ecuanimidad hacia todos, nuestros sentimientos hacia los demás no serán impar­ciales. Por lo tanto, daré ahora un ejemplo breve de un ejercicio budista de meditación sobre cómo desarrollar la ecuanimidad. Primero se debe pensar en un pequeño grupo de personas de su entorno, por ejemplo los ami­gos y los parientes, con los que se tiene apego. Segundo, se debe pensar en algunas personas hacia las que uno siente una total indiferencia. Y tercero, pensar en algu­nas personas hacia las que se siente antipatía. Una vez que se han imaginado todas esas personas diferentes, hay que dejar que la mente entre en su estado natural y ver cómo respondería normalmente a un encuentro con esas personas. Observamos que la reacción natural es la de apego hacia los amigos, aversión hacia las personas que consideramos enemigas y total indiferencia hacia las que juzgamos neutrales. Entonces hay que tratar de in­terrogarse. Hay que comparar los efectos de las dos actitudes opuestas que uno tiene hacia los amigos y los ene­migos, y ver por qué desarrolla estados mentales tan fluctuantes hacia esos dos diferentes grupos de personas. Hay que ver qué efectos tienen esas reacciones sobre la mente y tratar de entender la inutilidad de relacionarse con ellos de una manera tan extrema. Ya he discutido los pros y los contras de abrigar odio y generar ira hacia los enemigos, y también he hablado un poco sobre los defectos de estar demasiado atado a los amigos, etcétera. Uno debe reflexionar y tratar de minimizar las fuertes emociones hacia esos dos grupos opuestos de personas. Entonces, y lo que es más importante, debe reflexionar sobre la igualdad fundamental entre uno mismo y todos los demás seres sensibles. Así como uno tiene el deseo natural instintivo de ser feliz y vencer el dolor, lo mismo les ocurre a todos los seres sensibles; así como uno tiene derecho a satisfacer esa aspiración innata, lo mismo les ocurre a todos los seres sensibles. Entonces, ¿exacta­mente en qué nos basamos para nuestras discriminacio­nes?
Si observamos la humanidad en su conjunto, veremos que somos animales sociales. Además, las estructuras de la economía moderna, la educación, etcétera, nos mues­tran que el mundo se ha convertido en un lugar más pe­queño y que dependemos mucho unos de otros. En esas circunstancias, pienso que la única opción es vivir y tra­bajar juntos en armonía y mantener en nuestras mentes el interés por toda la humanidad. Ésa es la única actitud, el único camino, que debemos adoptar para nuestra su­pervivencia.
Por naturaleza, especialmente como ser humano, mis intereses no son independientes de los de las otras personas. Mi felicidad depende de la de los demás. Por lo tanto, cuando veo a gente feliz, automáticamente me siento también un poco más feliz que cuando veo a personas en una situación difícil. Por ejemplo, cuando la televisión nos muestra a personas que se mueren de ham­bre en Somalia, incluso viejos y niños, automáticamente nos sentimos tristes, sin considerar si esa tristeza puede conducir o no a algún tipo de ayuda activa.
Además, en nuestra vida cotidiana utilizamos ahora muchas y excelentes comodidades, por ejemplo casas con aire acondicionado. Todas esas cosas o comodida­des llegaron a ser posibles no por nuestra intervención, sino por la intervención directa o indirecta de muchas otras personas. Todo llega al mismo tiempo. Es imposible volver al modo de vida de hace algunos siglos, cuan­do dependíamos de instrumentos sencillos y no de to­das esas máquinas. Es evidente que las comodidades de las que ahora disfrutamos son producto de la actividad de muchas personas. Durante veinticuatro horas, inclu­so mientras dormimos, hay mucha gente trabajando, entre otras cosas en la preparación de nuestros alimen­tos, especialmente los que consumirán los no vegetaria­nos. La fama es decididamente un producto de otras personas: sin la presencia de otras personas el concepto de fama ni siquiera tendría sentido. Además, los intere­ses de Europa dependen de los intereses de América, y los intereses de Europa occidental dependen de la si­tuación económica de Europa oriental. Cada continen­te depende enormemente de los demás; ésa es la reali­dad. Así, muchas de las cosas que deseamos, como la riqueza, la fama, etcétera, no podrían concretarse sin la participación y cooperación activa o indirecta de mu­chas otras personas.
Por lo tanto, como todos tenemos el mismo derecho a ser felices y estamos mutuamente vinculados, por importante que sea un individuo, lógicamente el interés de los otros cinco mil millones de personas que hay en el planeta es más importante que el de una sola persona. Siguiendo este razonamiento, uno puede llegar a tener un sentido de responsabilidad planetario. Los proble­mas ambientales modernos, como la destrucción de la capa de ozono, nos muestran también de un modo claro la necesidad de la cooperación planetaria. Parece que, con el desarrollo, el mundo entero se ha vuelto mucho más pequeño, pero el conocimiento humano todavía marcha por detrás.
No se trata de una práctica religiosa, se trata del futu­ro de la humanidad. Este tipo de actitud más amplia o altruista es muy adecuada en el mundo de hoy. Si mira­mos la situación desde varios ángulos, por ejemplo des­de la complejidad y la interconexión de la naturaleza de la existencia moderna, notaremos poco a poco un cam­bio en nuestra actitud, de modo que cuando digamos «los otros» y cuando pensemos en ellos, no los rechaza­remos como algo que nada tiene que ver con nosotros. Nunca más nos sentiremos indiferentes.
Si sólo se piensa en uno mismo, si se olvidan los de­rechos y el bienestar de los demás o, peor todavía, si se explota a los demás, finalmente se pierde. Ya no habrá amigos que muestren interés por nuestro bienestar. Incluso, si sufrimos una tragedia, en vez de preocuparse, los demás hasta pueden alegrarse en secreto. Por con­traste, si un individuo es compasivo y altruista y está pen­diente de los intereses de los demás, conozca o no a mu­cha gente, allí donde vaya hará amigos. Y cuando esa persona afronte una tragedia, muchos serán los que acu­dirán a ayudarla.
Una verdadera amistad se desarrolla a base de autén­tico afecto humano, no de dinero o poder. Por supuesto, el poder o la riqueza pueden atraer a más personas con grandes sonrisas o con regalos. Pero en el fondo ésos no son amigos verdaderos; son amigos de la riqueza o del poder. Mientras dure la fortuna, esas personas se acerca­rán con frecuencia. Pero cuando la fortuna disminuya, dejarán de estar allí. Con ese tipo de amigos, nadie hará un esfuerzo sincero por ayudarnos si lo necesitamos. Ésa es la realidad.
La verdadera amistad humana se basa en el afecto hu­mano, sea cual sea nuestra posición. Por lo tanto, cuan­to más interés mostremos por el bienestar y los derechos de los demás, más verdaderos amigos seremos. Cuanto más abierto y sincero sea uno, más beneficios obtendrá.
Si uno olvida a los demás o no se preocupa por ellos, fi­nalmente pierde lo que ha conseguido. Así que a veces digo a la gente que si realmente vamos a ser egoístas, el egoísmo sabio es mucho mejor que el egoísmo ignoran­te y terco.
Para los practicantes budistas, el cultivo de la sabidu­ría es también muy importante; me refiero a la sabiduría que comprende Shunya, la naturaleza última de la reali­dad. La comprensión de Shunya nos da al menos una es­pecie de sentido positivo de la extinción. Una vez que se tiene algún tipo de sensación de la posibilidad de extin­ción, resulta evidente que el sufrimiento no es definitivo y que hay una alternativa. Si la hay, merece la pena hacer un esfuerzo. Si sólo existen dos de las cuatro nobles ver­dades de Buda, el sufrimiento y la causa del sufrimiento, no hay mucho sentido. Pero las otras dos nobles verda­des, incluida la extinción, apuntan hacia una forma al­ternativa de existencia. Existe la posibilidad de que el su­frimiento acabe. De ser así, vale la pena entender la naturaleza del sufrimiento. Por lo tanto, la sabiduría es sumamente importante para aumentar infinitamente la compasión.
Así es, entonces, como se aborda la práctica del bu­dismo: se aplica la facultad del conocimiento, usando la inteligencia y la comprensión de la naturaleza de la rea­lidad junto con hábiles medios para generar compasión. Pienso que en la vida diaria y en todo tipo de trabajo profesional se puede usar esta motivación compasiva. Por supuesto, no hay duda de que en el campo de la educación la motivación compasiva es importante y per­tinente. Sea o no sea creyente, la compasión por la vida o el futuro de los estudiantes, no sólo por sus exámenes, hace mucho más eficaz el trabajo del maestro. Con esa motivación, pienso que los alumnos nos recordarán toda la vida.
Del mismo modo, en el campo de la salud hay una ex­presión en tibetano que dice que la eficacia del tratamiento depende del afecto del médico. Debido a esta ex­presión, cuando los tratamientos de cierto médico no funcionan, la gente echa la culpa a su carácter, pensan­do que no es una persona bondadosa. El pobre médico a veces se crea una mala reputación. No hay duda, por lo tanto, de que en el campo de la salud la motivación com­pasiva es algo muy importante.
Pienso que lo mismo ocurre con los abogados y los po­líticos. Si tuvieran más motivación compasiva, habría me­nos escándalos. Como consecuencia, la comunidad ente­ra tendría más paz. Creo que la tarea política sería más eficaz y se la respetaría más.
Finalmente, y en mi opinión, lo peor de todo es la guerra. Pero con el afecto y la compasión humanos has­ta la guerra es mucho menos destructiva. La guerra com­pletamente mecanizada que carece de sentimiento humano es peor.
Creo, además, que la compasión y el sentido de la res­ponsabilidad pueden entrar también en los campos de la ciencia y de la ingeniería. Por supuesto, desde un punto de vista puramente científico, armas tan pavorosas como las bombas nucleares son logros notables. Pero podemos decir que son negativas porque traen un sufrimiento in­menso al mundo. Por lo tanto, si no tomamos en cuenta el dolor, los sentimientos y la compasión, no existe de­ marcación entre el bien y el mal. Como vemos, la com­pasión humana puede llegar a todas partes.
Me parece un poco difícil aplicar este principio de la compasión al campo de la economía. Pero los economistas son seres humanos que por supuesto también ne­cesitan afecto humano, sin el cual sufrirían. Pensando sólo en las ganancias, sin tener en cuenta las consecuen­cias, los traficantes de drogas no se equivocan pues, des­de el punto de vista económico, ellos también consiguen unas ganancias tremendas. Pero como eso es muy noci­vo para la sociedad y para la comunidad, decimos que está mal, y llamamos criminales a esas personas. Si vamos al caso, creo que los traficantes de armas están en la misma categoría. El tráfico de armas es igualmente peli­groso e irresponsable.
Por esas razones pienso que la compasión humana, o lo que a veces llamo «afecto humano», es el factor clave de toda actividad humana. Así como vemos que los cin­co dedos sólo son útiles con la palma de la mano, si no estuvieran unidos a ella no servirían para nada. Del mis­mo modo, toda acción humana que carece de senti­miento humano se vuelve peligrosa. Con el sentimiento y el reconocimiento de los valores, todas las actividades humanas se vuelven constructivas.
Incluso la religión, que según cabe suponer es buena para la humanidad, sin esa actitud compasiva básica pue­de envilecerse. Desgraciadamente, sigue habiendo pro­blemas relacionados con las diferentes religiones. Por lo tanto, la compasión humana es fundamental. Si eso está presente, todas las demás actividades humanas se vuel­ven más útiles.
En general, tengo la impresión de que en la educa­ción y en algunas otras áreas hay un cierto descuido del tema de la motivación humana. Quizá en la Antigüedad se suponía que correspondía a la religión asumir esa res­ponsabilidad. Pero ahora, en la comunidad, la religión parece un poco anticuada, así que la gente pierde inte­rés en ella y en valores humanos más profundos. Sin embargo, creo que tendrían que ser dos cosas distintas. Si se tiene interés o respeto por la religión, eso es bueno. Pero aunque uno no tenga interés en la religión, no ha­bría que olvidar la importancia de esos valores humanos más profundos.
Cuando se mejora el sentimiento de compasión se producen varios efectos secundarios. Uno de ellos es que cuanto mayor sea la fuerza de la compasión, mayor será la resistencia a la hora de afrontar infortunios y mayor nuestra capacidad para transformarlos en condiciones más positivas. Una forma de práctica que parece ser bas­tante eficaz se encuentra en la Guía del modo de vida Bod­hisattva, un texto budista clásico. En esa práctica uno vi­sualiza su viejo yo, la encarnación del egocentrismo, del egoísmo, etcétera, y luego visualiza a un grupo de perso­nas que representan las masas de otros seres sensibles. Entonces uno adopta el punto de vista de un tercero que hace de observador imparcial, neutral, y realiza una eva­luación comparativa del valor, los intereses y la impor­tancia de esos dos grupos. También intenta reflexionar sobre los defectos de mostrarse totalmente inconsciente del bienestar de los demás seres sensibles, etcétera, y qué ha logrado realmente ese viejo yo al haber llevado ese tipo de vida. Luego se reflexiona sobre los otros seres sensibles y se ve lo importante que es su bienestar, la ne­cesidad de servirlos, y así sucesivamente, y se mira qué intereses y bienestar consideraría uno, en su papel de observador neutral, como más importantes. Uno, natu­ralmente, empieza a sentirse más inclinado hacia los in­numerables prójimos.
Creo también que cuanto mayor es la fuerza de nues­tra actitud altruista hacia los seres sensibles, más valerosos nos volvemos. Cuanto mayor es el coraje, menos propensos somos al desánimo y a la perdida de esperanza. Por lo tanto, la compasión es también una fuente de fortaleza interior. Con una mayor fortaleza interior, se puede desarrollar una firme determinación y con ella existen mayores oportunidades de éxito, por grandes que puedan ser los obstáculos. A la inversa, si uno siente vacilación, miedo y falta de confianza personal, desarrollará con frecuencia una actitud pesimista. Pienso que ésta es la verdadera semilla del fracaso. Con una actitud pe­simista no se puede realizar ni siquiera algo fácil. Mien­tras que si hay algo de difícil realización, y uno tiene una determinación inquebrantable existe la posibilidad de lograrlo. Por lo tanto, hasta en un sentido convencional, la compasión es muy importante para un futuro exitoso. Como señalé antes, según el nivel de sabiduría hay ni­veles diferentes de compasión, como la motivada por la auténtica percepción de la naturaleza última de la reali­dad, la motivada por el reconocimiento de la naturaleza impermanente de la existencia y la motivada por la con­ciencia del dolor de otros seres sensibles. El nivel de nuestra sabiduría, o la profundidad de nuestra percep­ción de la naturaleza de la realidad, determina el nivel de compasión que experimentamos. Desde el punto de vista budista, la compasión con sabiduría es muy esencial. Es como si a la compasión se la pudiera comparar con una persona muy honrada y a la sabiduría con una persona muy competente: si juntamos las dos, el resulta­do es algo muy eficaz.
Veo la compasión, el amor y el perdón como un te­rreno común para todas las diferentes religiones, independientemente de su tradición o filosofía. Aunque existen diferencias fundamentales entre las diversas ideas religiosas, como la aceptación de un Creador To­dopoderoso, todas las religiones nos enseñan el mismo mensaje: sé una persona bondadosa. Todas subrayan la importancia de la compasión y el perdón. En la Antigüedad, cuando las religiones estaban establecidas en lu­gares diferentes y había menos comunicación entre ellas, no existía ninguna necesidad de pluralismo en­tre las diversas tradiciones religiosas. Pero hoy el mundo es mucho más pequeño, y la comunicación entre las di­ferentes creencias religiosas es muy fuerte. Dadas las cir­cunstancias, pienso que el pluralismo entre los creyentes es esencial. Una vez que se advierte, mediante un estu­dio objetivo imparcial, el valor que para la humanidad han tenido esas diferentes religiones a lo largo de los si­glos, sobran razones para aceptarlas o respetarlas. Des­pués de todo, en la humanidad hay tantos temperamen­tos mentales diferentes que una sola religión, por profunda que sea, no puede satisfacer a tanta diversidad de personas.
Ahora, por ejemplo, a pesar de esa diversidad de tra­diciones religiosas, la mayoría de las personas todavía no se sienten atraídas por la religión. Creo que de los cinco mil millones de personas sólo alrededor de mil millones son verdaderos creyentes. Mientras que muchas perso­nas dicen: «Mi familia es de origen cristiano, musulmán o budista, así que soy cristiano, musulmán o budista», los verdaderos creyentes, en su vida diaria y en particular cuando se presenta alguna situación difícil, se dan cuen­ta de que son seguidores de una religión particular. Pien­so, por ejemplo, en los que dicen: «Soy cristiano», y du­rante ese momento recuerdan a Dios, rezan a Dios y no expresan emociones negativas. De esos auténticos cre­yentes, creo que hay quizá menos de mil millones. El res­to, cuatro mil millones de personas, siguen siendo no creyentes en el verdadero sentido. Por lo tanto, una sola religión no puede evidentemente satisfacer a toda la hu­manidad. Dadas esas circunstancias, la variedad de reli­giones es realmente necesaria y útil, y por lo tanto la úni­ca cosa sensata es que todas ellas trabajen juntas y vivan en armonía, ayudándose mutuamente. Ha habido cam­bios positivos recientemente, y he notado que se están estableciendo relaciones más estrechas entre las diversas religiones.
Habiendo entonces reflexionado sobre los defectos del pensamiento y de la vida egocéntricos, y habiendo también reflexionado sobre las consecuencias positivas de pensar en el bienestar de otros seres sensibles y tra­bajar en su provecho, y una vez convencidos de esto, hay en la meditación budista un entrenamiento especial co­nocido como «la práctica del Dar y el Tomar». Está es­pecialmente diseñado para aumentar nuestro poder de compasión y amor hacia otros seres sensibles. Implica esencialmente visualizar el hecho de hacerse cargo de todo el sufrimiento, dolor, negatividad y experiencias indeseables de otros seres sensibles. Uno imagina que se hace cargo de todo eso y luego da o comparte con otros sus propias cualidades positivas, como los estados mentales virtuosos, la energía positiva, la riqueza, la felicidad, etcétera. Esa forma de entrenamiento, aunque no puede reducir el dolor de otros seres sensibles o aumentar las propias cualidades positivas, psicológicamente produce una transformación mental tan eficaz que nuestro senti­miento de amor y compasión se incrementa mucho más. Realizar esta práctica en la vida diaria resulta bastan­te fuerte, y puede representar una influencia muy positi­va para la mente y para la salud. Si la práctica le parece útil, sea o no creyente debería usted tratar de fomentar esas buenas cualidades humanas básicas.
Una cosa que se debe recordar es que estas transfor­maciones mentales llevan tiempo y no son fáciles. Pienso que algunas personas de Occidente, donde la tecno­logía es tan buena, creen que todo es automático. No se puede esperar que esta transformación espiritual se pro­duzca dentro de un corto período; eso es imposible. Ten­gámosla presente y hagamos un esfuerzo constante; así, después de uno, cinco, diez o tal vez quince años, des­cubriremos finalmente algunos cambios. A mí a veces to­davía me resulta muy difícil practicar estas cosas. Sin em­bargo, creo firmemente en su utilidad.
Mi cita preferida del libro de Shantideva es: «Mien­tras queden seres sensibles, mientras quede el espacio, me quedaré yo para servir, o para hacer alguna pequeña contribución en provecho de los demás».

LA COMPASIÓN Y EL MUNDO

Como conclusión me gustaría ampliar brevemente mis pensamientos más allá del tema de este corto texto y sub­rayar un punto más amplio: la felicidad individual puede contribuir de una forma profunda y efectiva al desarro­llo de la totalidad de la comunidad humana.
Debido a que todos compartimos una idéntica nece­sidad de amor, es posible sentir que cualquier persona que encontremos, en cualquier circunstancia, es un her­mano o hermana. No importa lo nueva que sea la cara, o cuán diferentes el vestido y la conducta, no hay una di­visión significativa entre nosotros y la otra gente. Es de locos aferrarnos a diferencias externas, ya que nuestra naturaleza básica es la misma.
En último término, la humanidad es una, y este pe­queño planeta es nuestro único hogar. Si tenemos que proteger nuestra casa, cada uno de nosotros necesita ex­perimentar un sentido intenso del altruismo universal. Únicamente este sentimiento puede remover los moti­vos egoístas que causan que la gente se engañe y maltra­te. Si tienes un corazón sincero y abierto, te sentirás na­turalmente valioso y lleno de confianza y no tendrás necesidad de temer a los demás.
Creo que en cualquier nivel de la sociedad -familiar, tribal, nacional o internacional- la llave para un mundo más feliz y más exitoso es el desarrollo de la compasión. No necesitamos convertirnos en religiosos, ni necesita­mos creer en ninguna ideología. Lo único necesario es que cada uno de nosotros desarrolle sus buenas cualida­des humanas.
Intento tratar a todos aquellos con los que me en­cuentro como viejos amigos. Esto me da un auténtico sentimiento de felicidad. Es la práctica de la compa­sión.

3. FELICIDAD, KARMA Y MENTE

Muchos miles de millones de años han transcurrido en­tre el origen del mundo y la primera aparición de seres vivos sobre su superficie. A partir de ese momento nece­sitaron un inmenso período de tiempo para alcanzar la madurez mental y desarrollar y perfeccionar sus faculta­des intelectuales; y desde el momento en que los hombres alcanzaron la madurez hasta el presente han trans­currido muchos miles de años. A lo largo de todos esos vastos períodos de tiempo el mundo ha sufrido constan­tes cambios, pues se halla en un continuo estado de va­riación. Incluso ahora, muchos acontecimientos com­parativamente recientes que parecerían estar estáticos durante algún tiempo han estado cambiando a cada mo­mento. Deberíamos preguntarnos qué es lo que perma­nece inmutable cuando todos los fenómenos mentales y materiales parecen estar invariablemente sometidos al proceso del cambio, de la mutabilidad. Todos ellos no paran de surgir, desarrollarse y desaparecer. En el torbe­llino de todos estos cambios sólo la verdad permanece constante e inalterable: en otras palabras, la verdad de lo que es justo (dharma) y los resultados beneficiosos que la acompañan, y la verdad del acto malvado y los resultados nocivos que la acompañan. Una buena causa genera un buen resultado, y una mala causa genera un mal resulta­do. Bueno o malo, benéfico o perjudicial, cada resultado debe tener una causa. Únicamente este principio es per­petuo, inmutable y constante. Así fue antes de que el hombre apareciera en el mundo, así era en el primer período de su existencia, y así será en todos los tiempos venideros.
Todos deseamos la felicidad y vernos libres del sufri­miento y de cuanto es desagradable. Como todos sabemos, el placer y el dolor derivan de una causa. El que ciertas consecuencias sean debidas a una sola causa o a un grupo de ellas es determinado por la naturaleza de esas consecuencias. En algunos casos, los factores del efecto pueden aparecer incluso cuando los de la causa no son poderosos o muy numerosos. Sea cual sea la cua­lidad de los factores resultantes, y tanto si son buenos como malos, su magnitud y su intensidad guardan una correspondencia directa con la cantidad y la magnitud de los factores constantes. Así pues, para poder alcanzar la gran meta de evitar lo no deseado y disfrutar de los placeres deseados habrá que prescindir de un gran nú­mero de factores de causa colectivos.
Al analizar la naturaleza y el estado de la felicidad, en­seguida veremos que ésta tiene dos aspectos. Uno es la alegría inmediata (transitoria), y el otro es la alegría futu­ra (permanente). Los placeres transitorios comprenden las diversiones y comodidades que anhelan los hombres, como, por ejemplo, una buena morada, un mobiliario de ensueño, alimentos exquisitos, buena compañía, con­versación agradable, etcétera. En otras palabras, los pla­ceres temporales son aquello que un hombre disfruta en esta vida. La pregunta de si el disfrute de estos placeres y satisfacciones deriva únicamente de factores externos debe ser examinada a la luz de la lógica. Si los factores externos fueran los únicos responsables de tales place­res, entonces una persona sería feliz cuando éstos se ha­llaran presentes y, a la inversa, sería desgraciada en su ausencia. Mas no es así, porque un hombre puede ser fe­liz y estar en paz consigo mismo incluso cuando esas con­diciones externas que llevan al placer no se hallan presentes. Esto demuestra que los factores externos no son los únicos responsables de estimular la felicidad en el hombre. Si fuera verdad que eran los únicos responsa­bles, o que condicionan por completo la aparición de la felicidad y el placer, una persona que poseyera esos fac­tores en abundancia disfrutaría de alegría y felicidad ili­mitadas, algo que no siempre ocurre. Es cierto que esos factores externos aportan una contribución parcial a la creación del placer en la vida de un ser humano. No obs­tante, afirmar que son todo lo que hace falta y, en con­secuencia, la causa exclusiva de la felicidad en la vida hu­mana, es una proposición tan obtusa como carente de lógica. No está nada claro que la presencia de esos fac­tores externos engendre la alegría. Al contrario, realida­des tan innegables de la vida como, por ejemplo, expe­rimentar la beatitud y la felicidad interiores pese a la total ausencia de esos factores externos causantes del placer, y la frecuente ausencia de alegría a pesar de su presencia, demuestran sin lugar a dudas que la causa de la felicidad debe ser buscada en un conjunto de factores condicionantes diferente.
Si nos dejáramos engañar por el argumento de que los factores condicionantes antes mencionados constituyen la única causa de la felicidad con exclusión de cual­quier otra causa condicionante, eso implicaría que la fe­licidad resultante está inseparablemente unida a factores causales externos, quedando su presencia o ausencia de­terminada única y exclusivamente por dichos factores. El hecho de que evidentemente no es así es prueba sufi­ciente de que los factores causales externos no son ni ne­cesaria ni completamente responsables del efecto que son los fenómenos de la felicidad.
Ahora bien, ¿cuál es ese otro conjunto interno de cau­sas? ¿Cómo pueden ser explicadas? Como budistas, cree­mos en la ley de karma, la ley natural de la causa y el efecto. Sean cuales sean las condiciones causales exter­nas con las que se encuentra alguien en el decurso de su vida, ésta siempre resulta de la acumulación de esos actos individuales en vidas anteriores. Cuando la fuerza kármica de los actos pasados madura, la persona experimenta estados mentales placenteros y estados mentales desagradables. Dichos estados no son más que una consecuencia natural de sus propias acciones ante­riores. Lo que debemos entender es que cuando las con­diciones adecuadas (kármicas) resultantes de la totali­dad de las acciones pasadas están presentes, los factores externos propios deben ser favorables. El hecho de que las condiciones debidas a la acción (kármica) entren en contacto con los factores causales externos produce un estado mental agradable. Si las condiciones causales ne­cesarias para experimentar la alegría interior faltan, no habrá ocasión de que aparezcan factores condicionantes externos adecuados o, aun cuando dichos factores se ha­llen presentes, la persona no podrá experimentar la ale­gría a la que tendría derecho en otras circunstancias. Esto demuestra que las condiciones causales internas son esenciales porque son el principal determinante de la realización de la felicidad (y de su opuesto). Por tan­to, para obtener los resultados deseados nos es imperati­vo acumular al mismo tiempo tanto los factores externos creadores de causa como los factores (kármicos) condi­cionantes y creadores de causa internos. Resumiendo, podríamos decir que para acumular factores condicio­nantes internos (kármicos) buenos, lo que necesitamos principalmente son cualidades como la humildad, la sencillez, tener pocas necesidades, y otras nobles cuali­dades. La práctica de estas condiciones causales internas facilitará el cambio en los factores condicionantes exter­nos anteriormente mencionados, el cual los convertirá en características conducentes a la aparición de la felici­dad. La ausencia de las condiciones causales internas adecuadas, como la paciencia, la capacidad de perdonar y el tener pocas necesidades que satisfacer, impedirá dis­frutar incluso cuando todos los factores condicionantes externos se hallen presentes. Además, es preciso tener a nuestro favor la fuerza de los méritos y virtudes acumu­lados en vidas anteriores. De lo contrario, las semillas de la felicidad no darán fruto.
Todo esto puede expresarse de otra manera. Los pla­ceres y las frustraciones, la felicidad y el sufrimiento experimentados por cada individuo son los frutos inevita­bles de las acciones buenas y malas que ha cometido, y van añadiéndose a su cuenta. Si en un momento deter­minado en esta vida presente los frutos de las buenas ac­ciones de una persona maduran, si la persona es sabia, se dará cuenta de que son los frutos de actos meritorios pasados. Eso le animará a acumular más méritos y a sen­tir contento interior. De manera similar, cuando una persona experimenta insatisfacción y dolor, podrá so­portarlo con serenidad si mantiene la inquebrantable convicción de que, tanto si lo desea como si no, debe su­frir y soportar las consecuencias de sus actos pasados, por muy insoportable que pueda llegar a parecer la in­tensidad de su frustración actual. Además, comprender que sólo son los frutos de acciones inexpertas en el pa­sado le ayudará a no repetir esos errores en el futuro. Igualmente, le aliviará pensar que la maduración del karma (malo) del pasado ha servido para disipar parte de la carga de mal acumulada por esos actos torpes an­teriores, y eso será una fuente de inmenso consuelo para él.
Tomar una conciencia adecuada de esta sabiduría contribuirá a captar las nociones esenciales para alcan­zar la paz en la mente y el cuerpo. Por ejemplo, supon­gamos que una persona se ve repentinamente afligida por un intenso sufrimiento físico debido a ciertos facto­res externos. Si, gracias a la fuerza de voluntad (basada en la convicción de que ella es la única responsable de su aflicción y sufrimientos actuales), es capaz de neutra­lizar su padecimiento, entonces se sentirá muy reconfor­tada y en paz consigo misma.
Permitidme explicarlo a un nivel algo más elevado. Todo esto se halla relacionado con lo que podemos ha­cer para eliminar de forma sistemática la insatisfacción y sus causas. Como se ha dicho antes, el placer y el dolor, la felicidad y la insatisfacción son los efectos de los pro­pios actos buenos y malos del individuo, de sus propias torpezas y aciertos. Las acciones acertadas y torpes (kár­micas) no son fenómenos externos, sino que pertenecen esencialmente al reino de la mente. Tratar de acumular todas las clases posibles de karma bueno y alejar de no­sotros hasta el último vestigio del karma malo es el ca­mino que lleva a crear la felicidad y evitar la creación del dolor y el sufrimiento. Pues es inevitable que un buen re­sultado siga a una buena causa, y que la consecuencia de fomentar causas injustas sea el sufrimiento.
Así pues, es de la máxima importancia que recurra­mos a todos los medios posibles para incrementar la cantidad y calidad de las acciones guiadas por el bien obrar de la inteligencia al mismo tiempo que reducimos el nú­mero de las guiadas por la torpeza y la ignorancia.
¿Cómo podemos conseguido? Las causas dignas y las causas indignas que producen placer y dolor no tienen nada que ver con los objetos externos. Por ejemplo, en el cuerpo humano es posible sustituir órganos como el co­razón o los riñones. Pero no ocurre lo mismo en el caso de las acciones kármicas, que pertenecen al reino de la mente. Ganar nuevos méritos y erradicar las malas causas son procesos puramente mentales. Esa meta no puede ser alcanzada nuevamente a través de alguna clase de ayuda exterior; la única manera de alcanzarla es controlando y disciplinando la mente hasta entonces indomada. Para ello, es preciso comprender ese elemento llamado mente. A través de las puertas de los cinco órganos sensoria­les, un individuo ve, oye, huele, saborea y entra en con­tacto con un gran número de objetos, formas e impre­siones externas. Aislemos la forma, el sonido, el olor, el sabor, el contacto y los acontecimientos mentales que percibimos mediante los seis sentidos. Cuando así lo hacemos, esa continua rememoración de los acontecimientos pasados en que tiende a sumirse la mente deja­rá de llevarse a cabo y el flujo de la memoria se verá in­terrumpido. De manera similar, hemos de esforzarnos en evitar que los planes para el futuro y la reflexión en las acciones futuras surjan. Es preciso vaciar la mente de todos esos procesos del pensamiento, debemos crear un espacio que los sustituya. Una vez liberada de todos esos procesos, lo que quedará será una mente pura, limpia, nítida y sosegada. Examinemos qué clase de característi­cas distinguen a la mente en cuanto ha alcanzado ese es­tado. Todos poseemos algo llamado mente, pero ¿cómo reconoceremos su existencia? La mente real y esencial es lo que queda cuando toda la carga de groseras obs­trucciones y aberraciones (es decir, impresiones senso­riales, recuerdos, etcétera) ha sido eliminada. Al discer­nir este aspecto de la mente real, descubriremos que, a diferencia de los objetos externos, su verdadera natura­leza está desprovista de forma o color; y tampoco en­contraremos ninguna base de verdad para nociones tan falsas y engañosas como aquellas que sostienen que la mente se origina a partir de esto o aquello, que irá de aquí hasta allá, o que tiene su sede en talo cual lugar. Cuando no entra en contacto con ningún objeto, la mente es como un inmenso vacío ilimitado, o como un océano sereno e ilimitable. Cuando se encuentra con un objeto enseguida toma conciencia de él, igual que un es­pejo refleja inmediatamente a la persona que se planta delante de él. La auténtica naturaleza de la mente con­siste no sólo en tomar clara conciencia del objeto sino también en comunicar una experiencia concreta de ese objeto a quien lo experimenta.[1]
En general, nuestras formas de conocimiento sensorial, como la conciencia ocular, auditiva, etcétera, desempeñan sus funciones so­bre los fenómenos externos de una manera que lleva im­plícita una tosca distorsión. El conocimiento derivado del reconocimiento sensorial está basado en toscos fe­nómenos externos, por lo que comparte esa naturaleza tosca. Cuando este tipo de crasa simulación es desacti­vado, y cuando las experiencias concretas y el conoci­miento surgen del interior, la mente asume las caracte­rísticas de un vacío infinito similar a la infinitud del espacio. Pero este vacío no debe ser tomado como la na­turaleza auténtica de la mente. Estamos tan acostum­brados a tomar conciencia del color y la forma de los toscos objetos materiales que, cuando llevamos a cabo una introspección concentrada en la naturaleza de la mente, descubrimos, como he dicho, que es un inmen­so vacío ilimitado libre de cualquier burda oscuridad u otros obstáculos. Aun así, esto no significa que hayamos determinado la auténtica y sutil naturaleza de la mente. Lo que he explicado concierne al estado mental en re­lación con la experiencia concreta y la toma de con­ciencia por parte de la mente.
Existen, además, otros aspectos y estados de la mente. En otras palabras, al tomar la mente como base suprema descubrimos que hay muchos atributos relacionados con ella. Al igual que una cebolla está formada por muchas capas superpuestas que pueden ser peladas, todos los ob­jetos están formados por un cierto número de capas, y esto también es aplicable a la naturaleza de la mente tal como ha sido explicada aquí: la mente también está for­mada por muchas capas y estados situados unos dentro de otros.
Todas las cosas compuestas están sujetas a la desinte­gración. La experiencia y el conocimiento, que no son permanentes, también lo están, por lo que la mente, de la cual son funciones (naturaleza), no es algo que permanezca constante y eterno. La mente pasa por un pro­ceso incesante de cambio y desintegración, Y esta transi­toriedad es un aspecto de su naturaleza. No obstante, y como hemos observado, su verdadera naturaleza tiene muchos aspectos, el conocimiento de los objetos y la conciencia de la experiencia concreta entre ellos. Ahora profundizaremos en nuestro examen para tratar de en­tender el significado de la sutil esencia de una mente así. La mente cobró existencia a causa de sí misma. Negar que su origen depende de una causa, o afirmar que es una mera designación utilizada para reconocer la natu­raleza del agregado mental, seria incurrir en un grave error. Un mero examen superficial nos indica que la mente, que tiene como naturaleza la experiencia con­creta y la clara toma de conciencia, parece ser una enti­dad independiente, subjetiva y poderosa que se gobier­na a sí misma. No obstante, un análisis más profundo revelará que esta mente, al poseer como posee la fun­ción de la experiencia y la toma (le conciencia, no es una entidad auto creada sino que depende de otros factores para su existencia. Eso quiere decir que depende de algo más que de ella misma. Esta cualidad no independiente de la sustancia de la mente es su verdadera naturaleza, que a su vez y en última instancia es la realidad funda­mental del yo.
De estos dos aspectos de la mente, a saber, su verda­dera naturaleza y un conocimiento de esa verdadera naturaleza, el primero es la base y el segundo, un atributo. La mente (el yo) es la base y todos sus distintos estados son atributos. No obstante, la base y sus atributos han pertenecido desde el primer momento a la misma esen­cia única. La entidad mental, o base, no creada por símisma -es decir, dependiente de una causa distinta a sí misma-, y su esencia, sunyata, han existido incesan­temente como la única, misma e inseparable esencia desde el principio sin origen. La naturaleza del sunyata penetra en todos los elementos. Dado que existimos en el ahora y no podemos comprender la realidad funda­mental, indestructible y natural (sunyata) de nuestra propia mente, cometemos aún errores y nuestros defec­tos persisten.
Si tomamos la mente como el sujeto y la realidad fun­damental de la mente como su objeto, cabe llegar a una correcta comprensión de la verdadera naturaleza de la mente, es decir, de su realidad fundamental. Y cuando, después de prolongada y paciente meditación, se llega a percibir y entender el conocimiento de la realidad fun­damental de la mente, la cual está desprovista de carac­terísticas duales, será posible eliminar gradualmente las ilusiones y los defectos de las mentes central y secunda ria, como son, por ejemplo, la ira, el amor a la ostenta­ción, los celos, la envidia, etcétera.
La determinación de la verdadera naturaleza de la mente sólo será posible a través de la adquisición de la facultad de entender su realidad fundamental. Esto, a su vez, erradicará la pasión y el odio, así como el resto de ilu­siones secundarias que emanan de las básicas. Como con­secuencia de ello, ya no habrá ocasión de acumular kar­ma demeritorio. Esto significa que la creación del  mal karma que afecta a las vidas futuras será eliminada; se po­drá incrementar la cualidad y cantidad del condiciona­miento causal meritorio y erradicar la creación del con­dicionamiento casual perjudicial que afecta a las vidas futuras, aparte el mal karma acumulado anteriormente.
En la práctica que lleva a adquirir un conocimiento perfecto de la verdadera naturaleza de la mente, se requiere un intenso y concentrado esfuerzo mental para comprender el objeto. En nuestra condición normal tal como es en el momento actual, cuando nuestra mente entra en contacto con algo se siente inmediatamente atraída. Esto hace imposible la comprensión. Así pues, y para adquirir un gran poder mental dinámico, el primer imperativo es alcanzar un nivel máximo de ejercicio. Por ejemplo, un gran río al fluir por una llanura tendrá muy poca fuerza, pero cuando pase por una angosta cañada toda el agua quedará concentrada en un espacio reduci­do y fluirá con gran potencia. Por la misma razón, hay que evitar todas las distracciones mentales que apartan a la mente del objeto de la contemplación y mantenerla cen­trada en él. A menos que se haga esto, la práctica para al­canzar una comprensión adecuada de la verdadera natu­raleza de la mente desembocará en un completo fracaso. Para que la mente se vuelva dócil, debemos discipli­narla y controlarla bien. El habla y las actividades corpo­rales que acompañan a los procesos mentales no pueden obrar a su antojo. Igual que un jinete calma y disciplina a su corcel sometiéndolo a un cuidadoso y prolongado entrenamiento, así debemos domar las erráticas actividades del cuerpo y el habla para volverlas dóciles, rectas y be­néficas. Por eso las enseñanzas de Buda comprenden tres categorías escalonadas, que son la sila  aprendizaje de la conducta superior, el samadhi  aprendizaje de la medi­tación superior  y el prajna  aprendizaje de la sabiduría superior , todas ellas dirigidas a disciplinar la mente.
Estudiar, meditar y practicar los tres grados del trisik­sa de esta manera permite alcanzar la comprensión. Una persona así enseñada adquirirá la maravillosa cualidad de ser capaz de soportar pacientemente las aflicciones y el sufrimiento que son el fruto de su karma pasado. Considerará sus infortunios como bendiciones disfraza­das, pues le revelarán el significado de la némesis  kar­ma) y le convencerán de la necesidad de concentrarse en realizar únicamente acciones dignas. Si su mal karma anterior aún no ha dado fruto, esa persona podrá disipar su karma no madurado utilizando la potencia de los cua­tro poderes: determinación de alcanzar el estado del despertar del Buda; determinación de renunciar a las ac­ciones indignas incluso al precio de la misma vida; cum­plimiento de acciones dignas, y arrepentimiento.
Tal es el camino que lleva a la felicidad inmediata, y que permite alcanzar la meta de obtener la liberación en el futuro y ayuda a evitar la acumulación de nuevas faltas.

4. ¿QUÉ ES LA MENTE?

Uno de los conceptos fundamentales del budismo es el principio de la «originación dependiente». Este principio afirma que todos los fenómenos, tanto las experien­cias subjetivas como los objetos externos, cobran exis­tencia dependiendo de causas y condiciones: nada llega a existir sin ser causado. Dado este principio, es esencial comprender qué es la causalidad y qué tipos de causa existen. En la literatura budista se mencionan dos gran­des categorías de causación: (1) causas externas, que adquieren la forma de objetos y acontecimientos físicos, y (2) causas internas, como los acontecimientos menta­les y cognitivos. La razón por la que la comprensión de la causalidad es tan importante en el pensamiento y la práctica budista es que guarda una relación directa con las sensaciones de dolor y placer de los seres inteligentes y el resto de experiencias que dominan sus vidas, las cua­les derivan no únicamente de mecanismos internos sino también de causas y condiciones externas. Así pues, es esencial entender no sólo los mecanismos internos de la causación mental y cognitiva, sino también su relación con el mundo material exterior.
El hecho de que nuestras experiencias internas de do­lor y placer tengan la naturaleza de estados cognitivos y mentales subjetivos es muy obvio para nosotros. Pero la relación entre los acontecimientos subjetivos internos y las circunstancias externas y el mundo material plantea un serio problema. La cuestión de si existe una realidad física externa independiente de la conciencia y la mente de los seres inteligentes ha sido ampliamente debatida por los pensadores budistas. Naturalmente, hay distintas opiniones al respecto entre las varias escuelas filosóficas de pensamiento. Una de esas escuelas, la Cittamatra, mantiene que no hay ninguna realidad externa, y ni si­quiera objetos externos, y que esencialmente el mundo material que percibimos es una mera proyección de nuestras mentes. Desde muchos puntos de vista, esta conclusión resulta un tanto extrema. Filosóficamente, y de hecho también conceptualmente, parece más cohe­rente mantener una postura que acepte la realidad no sólo del mundo subjetivo de la mente, sino también de los objetos externos del mundo físico. Si examinamos los orígenes de nuestras experiencias internas y de la mate­ria externa, descubriremos que existe una uniformidad fundamental en la naturaleza de su existencia: ambas es­tán gobernadas por los principios de la causalidad. Tal como ocurre en el mundo interior de los acontecimien­tos mentales y cognitivos, cada momento de experiencia surge de su contínuum anterior y así sucesivamente ad infinitum. De forma similar en el mundo físico cada ob­jeto y cada acontecimiento deben contar con una conti­nuidad precedente que les sirva de causa, a partir de la cual cobrará existencia el momento presente de la ma­teria externa.
En cierta literatura budista, vemos que en términos del origen de su contínuum, el mundo macroscópico de nuestra realidad física puede remontarse a un estado original en el que todas las partículas materiales están condensadas en lo que se conoce como ««partículas es­paciales». Si toda la materia física de nuestro universo macroscópico tiene su origen en tal estado original, en­tonces debemos preguntarnos cómo esas partículas inte­ractúan posteriormente entre sí y evolucionan hasta dar origen a un mundo macroscópico capaz de ejercer una influencia directa sobre las experiencias de placer y do­lor internas de los seres inteligentes. Para responder a esta pregunta, los budistas recurren a la doctrina del kar­ma, los procesos invisibles de las acciones y sus efectos, que explica cómo esas partículas espaciales inanimadas evolucionan hasta adquirir toda una serie de manifestaciones.
Los procesos invisibles de las acciones, o fuerza kár­mica (karma significa ««acción»), se hallan íntimamente relacionados con la motivación de la mente humana que da origen a esas acciones. Así pues, la comprensión de la naturaleza de la mente y su papel es crucial a la hora de entender la experiencia humana y la relación entre la mente y la materia. La experiencia del día a día nos de­muestra que el estado mental desempeña un papel muy importante en la experiencia cotidiana y el bienestar fí­sico y mental. Si una persona tiene una mente calmada y estable, esto influye sobre su actitud y su comportamien­to en relación con otras personas. En otras palabras, si al­guien es capaz de mantener un estado mental tranquilo, apacible y relajado, el entorno o las condiciones exter­nas sólo podrán afectarlo de una manera muy limitada.
Pero a quien viva en un estado mental de inquietud le re­sultará extremadamente difícil estar tranquilo o alegre incluso cuando se encuentre rodeado de las máximas co­modidades y los mejores amigos. Esto indica que nuestra actitud mental es un factor esencial a la hora de deter­minar nuestra experiencia de la alegría y la felicidad y, en consecuencia, nuestra buena salud.
En resumen, podemos decir que hay dos razones por las que es importante entender la naturaleza de la men­te. En primer lugar, porque hay una conexión muy ínti­ma entre la mente y el karma. En segundo lugar, porque nuestro estado mental desempeña un papel crucial en nuestra experiencia de la felicidad y el sufrimiento. Si entender la mente es tan importante, ¿qué es la mente, y cuál es su naturaleza?
La literatura budista, tanto la sutra como la tantra, contiene amplios análisis de la mente y su naturaleza. La tantra, en particular, analiza los distintos niveles de suti­leza de la mente y la conciencia. Los sutras apenas hablan de la relación entre los distintos estados mentales y sus correspondientes estados fisiológicos. La literatura tántrica, en cambio, está llena de referencias a las distin­tas sutilezas de los niveles de conciencia y sus relaciones con estados fisiológicos como los centros de energía vital existentes en el cuerpo, los canales de energía, las ener­gías que fluyen por ellos, etcétera. Los tantras también explican cómo alcanzar distintos estados de consciencia manipulando los factores fisiológicos a través de ciertas prácticas de meditación yóguica.
Según los tantras, la naturaleza fundamental de la mente es esencialmente pura. Esta naturaleza impoluta es llamada técnicamente «luz clara». Las distintas emo­ciones aflictivas, como el deseo, el odio y los celos, son producto del condicionamiento. No son cualidades in­trínsecas de la mente, porque ésta puede ser limpiada de ellas. Cuando esta naturaleza de luz clara de la mente queda velada, o no puede expresar su auténtica esencia debido al condicionamiento de las emociones y los pen­samientos aflictivos, se dice que la persona está atrapada en el ciclo de la existencia, el samsara. Pero cuando, apli­cando las técnicas y prácticas de meditación adecuadas, el individuo experimente de forma plena esta naturale­za de luz clara de la mente libre de la influencia y el con­dicionamiento de los estados aflictivos, habrá dado el primer paso por el camino de la iluminación y la verda­dera liberación.
Por ello, y desde el punto de vista budista, tanto las ataduras como la verdadera libertad dependen de los distintos estados de esta mente de luz clara, y el estado resultante que intentan alcanzar quienes meditan a tra­vés de la aplicación de las distintas técnicas meditativas es uno en el que esta naturaleza fundamental de la men­te se manifiesta en todo su potencial positivo, la ilumi­nación, o el estado de despertar que llamamos budidad. En consecuencia, la comprensión de la luz clara de la mente es esencial en el contexto de la labor espiritual. En general, la mente puede ser definida como una entidad que tiene la naturaleza de la mera experien­cia, es decir, «claridad y conocimiento». Lo que llama­mos mente es la naturaleza o agencia cognoscitiva, que como tal es inmaterial. Pero dentro de la categoría de la mente también hay niveles toscos, como nuestras per­cepciones sensoriales, que no pueden operar -o ni si­quiera existir- sin depender de órganos físicos como son nuestros sentidos. Y dentro de la categoría de la sex­ta consciencia, la consciencia mental, existen varias di­visiones, o tipos de consciencia mental, que dependen de la base fisiológica, nuestro cerebro, para llegar a exis­tir. Estos tipos de mente no pueden ser entendidos ais­ladamente de sus bases fisiológicas.
Y ahora surge una pregunta esencial: ¿cómo es posi­ble que todos estos tipos de acontecimientos cognitivos -las percepciones sensoriales, los estados mentales y de­más- existan y posean esta naturaleza de conocimiento, luminosidad y claridad? Según la ciencia budista de la mente, estos acontecimientos cognitivos poseen la natu­raleza del conocimiento debido a la naturaleza funda­mental de claridad implícita en todos ellos. Esto es lo que he descrito antes como la naturaleza fundamental de la mente, su naturaleza de luz clara. Así pues, cuando en la literatura budista se describen los distintos estados mentales, siempre se encontrarán discusiones de los di­ferentes tipos de condiciones que dan origen a los acon­tecimientos cognitivos. Por ejemplo, en el caso de las percepciones sensoriales, los objetos externos sirven de objetivo, o condición causal; el momento de conciencia inmediatamente anterior es la condición inmediata, y el órgano sensorial es la condición fisiológica o dominan­te. Experiencias como la percepción sensorial siempre se basan en la agregación de estas tres condiciones: la cau­sal, la inmediata y la fisiológica. Otra peculiaridad de la mente es que posee la capacidad de observarse a sí mis­ma y autoexaminarse, lleva mucho tiempo siendo una cuestión filosófica de gran importancia. En general, la mente puede observarse a sí misma de distintas maneras.
Por ejemplo, en el caso de que se examine una expe­riencia pasada, como cosas que ocurrieron ayer, lo que hacemos es recordar esa experiencia y examinar el re­cuerdo que de ella tenemos, por lo que el problema no se plantea. Pero también tenemos experiencias durante las cuales la mente observadora cobra conciencia de sí misma mientras todavía se halla sumida en su experien­cia observada. En este caso, y debido a que tanto la men­te observadora como los estados mentales observados es­tán presentes al mismo tiempo, no podemos explicar el fenómeno de que la mente cobre conciencia de sí misma y sea simultáneamente objeto y sujeto recurriendo al fac­tor del tiempo transcurrido.
Por ello es importante entender que cuando habla­mos de la mente, estamos hablando de una red alta­mente compleja de distintos acontecimientos y estados mentales. Las propiedades introspectivas de la mente, por ejemplo, nos permiten observar qué pensamientos se hallan presentes en ella en un momento dado, qué objetos contiene, qué clase de intenciones albergamos, etcétera. En un estado meditativo, por ejemplo, cuando cultivamos una sola orientación de la mente, aplicamos constantemente la facultad introspectiva de analizar si la atención mental está totalmente concentrada en el obje­to, si hay alguna laxitud presente y si nos hemos distraí­do. En esta situación estamos aplicando varios factores mentales, y no es como si una sola mente se examinase a sí misma. De hecho, lo que hacemos es aplicar varios ti­pos de factores mentales para examinarla.
La pregunta de si un solo estado mental puede ob­servarse y examinarse a sí mismo o no, ha sido muy importante y difícil de responder para la ciencia budista de la mente. Algunos pensadores budistas han mantenido que existe una facultad de la mente llamada «autocon­ciencia». Podría decirse que se trata de una facultad aperceptiva de la mente capaz de observarse a sí misma. De todas formas el tema ha sido muy debatido. Quienes mantienen que existe tal facultad aperceptiva distinguen dos aspectos dentro del acontecimiento mental, o cog­nitivo. Uno de ellos es externo y está orientado hacia el objeto, en el sentido de que existe una dualidad de suje­to y objeto; mientras que el otro es de naturaleza intros­pectiva, y es dicha naturaleza la que permite que la men­te se observe a sí misma. La existencia de esta facultad aperceptiva de autoconocerse ha sido muy discutida, es­pecialmente por la escuela de pensamiento filosófico bu­dista de la Prasangika.
En nuestras experiencias cotidianas podemos obser­var que, especialmente al nivel más tosco, nuestra men­te está interrelacionada con los estados fisiológicos del cuerpo y depende de ellos. Al igual que nuestro estado mental, deprimido o alegre, afecta a nuestra salud física, nuestro estado físico también afecta a nuestra mente.
Como he dicho antes, la literatura tántrica menciona varios centros de energía presentes en el cuerpo que creo pueden tener una cierta conexión con lo que algu­nos neurobiólogos llaman el segundo cerebro, el sistema inmunitario. Estos centros de energía desempeñan un papel esencial a la hora de incrementar o reducir los dis­tintos estados emocionales existentes en la mente. La re­lación íntima entre la mente y el cuerpo, y la existencia de esos centros fisiológicos especiales en nuestro cuerpo, es lo que permite que los ejercicios físicos del yoga y la aplicación de técnicas especiales de meditación dirigidas a entrenar la mente puedan tener efectos positivos sobre la salud. Se ha demostrado, por ejemplo, que, aplicando las técnicas meditativas adecuadas, podemos controlar nuestra respiración y aumentar o disminuir nuestra tem­peratura corporal.
Además, y de la misma manera en que podemos apli­car distintas técnicas meditativas durante el estado de vigilia, también, basándonos en el entendimiento de la sutil relación entre la mente y el cuerpo, podemos practicar distintos tipos de meditación mientras nos encon­tramos en los estados oníricos. La implicación del po­tencial de tales prácticas es que, a cierto nivel, es posible separar los niveles toscos de la conciencia de los crasos estados físicos y acceder a un nivel más sutil de la mente y el cuerpo. En otras palabras, podemos separar la men­te de la burda envoltura del cuerpo físico. Somos capa­ces, por ejemplo, de separar la mente del cuerpo duran­te el sueño y hacer algún trabajo extra que no podemos realizar con el cuerpo mundano. ¡No obstante, segura­mente no nos lo pagarán!
Esto indica que existe un estrecho vínculo entre el cuerpo y la mente, y que pueden ser complementarios. Teniendo en cuenta todo esto, me alegro de que algu­nos científicos estén empezando a investigar la rela­ción mente/cuerpo y sus implicaciones para la com­prensión de la naturaleza del bienestar mental y físico. Mi viejo amigo el doctor Benson  Herbert Benson, mé­dico y profesor de medicina en la facultad de Medicina de Harvard), por ejemplo, ya lleva años experimentando con meditadores budistas tibetanos. Investigaciones similares están siendo llevadas a cabo en otros países. A juzgar por lo que hemos descubierto hasta el momen­to, creo que todavía queda mucho por hacer en el fu­turo.
A medida que los conocimientos que obtenemos de tales investigaciones vayan acumulándose, estoy seguro de que nuestra comprensión de la mente y el cuerpo, así como de la salud mental y física, se verá considerable­mente enriquecida. Ciertos estudiosos contemporáneos consideran que el budismo no es una religión sino una ciencia de la mente, y parece haber cierto fundamento para tal afirmación.

II  EL CAMINO GRADUAL
A LA LIBERACION

l. LAS CUATRO NOBLES VERDADES

Cuando el gran maestro universal Buda Sakiamuni ha­bló por primera vez del dharma en la noble tierra de la India, enseñó las cuatro nobles verdades: las verdades del sufrimiento, la causa del sufrimiento, el cese del su­frimiento y el camino que lleva al cese del sufrimiento.
Las cuatro nobles verdades han sido analizadas en mu­chos libros, por lo que tanto éstas como el óctuple camino son ampliamente conocidos. Estas cuatro verda­des lo abarcan todo, e incluyen muchas cosas dentro de ellas.
En lo que respecta a las cuatro nobles verdades en general, y considerando el hecho de que todos quere­mos alcanzar la felicidad y eliminar el sufrimiento, po­demos hablar de un efecto y una causa tanto en el lado perturbador como en el lado liberador. Los verdaderos sufrimientos y las verdaderas causas de éste son el efec­to y la causa correspondientes a las cosas que no desea­mos; el verdadero cese y los verdaderos caminos son el efecto y la causa correspondientes a las cosas que de­seamos.

LA VERDAD DEL SUFRIMIENTO

Experimentamos muchos tipos distintos de sufrimiento. Todos ellos están incluidos en tres categorías: el sufrimiento del sufrimiento, el sufrimiento del cambio, y el sufrimiento que está presente en todas las cosas.
El sufrimiento del sufrimiento. Es el que comprende a los dolores de cabeza y padecimientos similares. Incluso los animales pueden ser conscientes de esta clase de su­frimiento y, al igual que nosotros, quieren verse libres de él. Todos los seres vivos temen esta clase de sufrimiento y experimentan incomodidad cuando lo sufren, y por ello emprenden distintas actividades para eliminarlo.
El sufrimiento del cambio. Es el que sentimos en aquellas situaciones en que, por ejemplo, estamos sentados, nos sentimos tranquilos y a gusto, todo va bien, pero pasado un rato perdemos esa sensación, y entonces empezamos a ponernos nerviosos y nos sentimos incómodos.
En algunos países, como la India, vemos enfermeda­des y una gran pobreza: esos sufrimientos pertenecen a la primera categoría. Todo el mundo está de acuerdo en que las condiciones que crean esa clase de sufrimiento deben ser eliminadas. En muchos países occidentales el problema de la pobreza no es tan grande, pero allí don­de las comodidades materiales han alcanzado un ele­vado nivel de desarrollo existen distintas clases de pro­blemas. Al principio podemos ser muy felices, porque hemos resuelto las dificultades a las que se enfrentaban nuestros antepasados, pero apenas hemos vencido cier­tos problemas, surgen otros nuevos. Disponemos de mu­cho dinero y mucha comida y tenemos casas cómodas y acogedoras, pero al sobrestimar el valor de esas cosas se convierten en inútiles. Esta clase de experiencia es el su­frimiento del cambio.
Una persona muy pobre y desprovista de privilegios puede pensar que sería maravilloso disponer de un co­che o un televisor, y si consiguiera adquirirlos, al princi­pio se sentiría muy feliz y satisfecha. Si esa clase de felicidad fuese permanente, dado que ahora ya tiene un coche y un televisor, esa persona debería continuar sien­do feliz. Pero la felicidad no perdura, sino que se esfu­ma. Pasados unos meses, esa persona quiere otro modelo de coche, y si dispone del dinero necesario se comprará otro modelo de televisor. Los viejos objetos, aquellos de los que antes obtenía tanta satisfacción, ahora causan in­satisfacción. Tal es la naturaleza del cambio, y ése es el problema del sufrimiento del cambio.
El sufrimiento que está presente en todas las cosas. Debido a que sirve como base a las dos primeras categorías de su­frimiento, en tibetano la tercera categoría es conocida como el kyab.pa.du.ched. kyi.dug.ngel (literalmente, «el su­frimiento que todo lo invade»).
Incluso en los países desarrollados de Occidente hay personas que quieren verse liberadas del segundo sufrimiento, el sufrimiento del cambio. Hartas de las sensa­ciones degradadas de felicidad, buscan la sensación de la ecuanimidad: esto puede llevar al renacimiento en uno de los tres reinos, el reino superior, donde sólo es posi­ble la sensación de ecuanimidad.
Ahora bien, desear la liberación de las dos primeras categorías del sufrimiento no es el motivo principal para buscar la liberación (de la existencia cíclica): el Buda Bhagawan enseñó que la raíz de los tres sufrimientos es el tercero, el sufrimiento que todo lo invade. Algunas personas se suicidan. ¿Por qué? Pues porque parecen pensar que si hay sufrimiento es sencillamente porque hay vida humana, y creen que poniendo fin a esa vida ya no habrá nada. Este tercer sufrimiento, el que todo lo in­vade, está bajo el control del karma y de la opinión per­turbadora. No hace falta pensar mucho para darse cuenta de que está controlado por el karma y el efecto pertur­bador de vidas anteriores: la ira y el apego aparecen por la sencilla razón de que ahora tenemos que cargar con esos agregados actuales. El agregado de fenómenos agra­vantes es un criado que nos ayuda a generar el karma y esos estados mentales perturbadores, y a eso es a lo que llamamos ne.ngen.len (literalmente, «ocupar un mal sitio»). Aquello que lo forma está relacionado con ocupar el mal sitio de los espíritus perturbadores y se halla bajo su control, por lo que colabora con ellos, los sustenta en su actividad generadora y nos aleja de la virtud. Todo nuestro sufrimiento tiene su origen en esos agregados de apego y deseo de aferrarse a las cosas.
Cuando nos damos cuenta de que nuestros agregados son la causa de todos los sufrimientos, quizá pensemos que el suicidio es la única escapatoria. Ahora bien, si no hubiese continuidad de la mente ni vida futura, enton­ces el suicidio sería la única escapatoria..., siempre que se tuviera el valor de poner fin a la propia vida. Pero se­gún el punto de vista budista, no es así: la consciencia continuará existiendo. Aunque uno se quite la vida, esta vida, tendrá que ocupar otro cuerpo que volverá a ser base y soporte del sufrimiento. Si realmente uno quiere librarse de todo su sufrimiento y de todas las dificultades que experimenta en la vida, entonces debe librarse de esa causa fundamental de la cual derivan los agregados que son la base de todo el sufrimiento, pero con el sui­cidio no se van a resolver los problemas.
Una vez aclarado esto, debemos ahora investigar la causa del sufrimiento: ¿hay una causa o no la hay? Si la hay, debemos averiguar de qué clase se trata: ¿es una cau­sa natural, que no puede ser eliminada, o una causa que depende de su propia causa y por lo tanto sí puede ser eliminada? Si hay una causa que puede ser superada, ¿podemos superarla? De esta manera llegamos a la se­gunda noble verdad: la verdad de la causa del sufri­miento.

LA VERDAD DE LA CAUSA DEL SUFRIMIENTO

Estrictamente hablando, los budistas mantienen que no existe ningún creador externo. Según ellos, un buda es el ser más elevado que puede llegar a existir, pero ni siquie­ra tiene el poder de crear nueva vida. Así pues, ¿cuál es la causa del sufrimiento? En general, la causa final es la mente: la mente influida por malos pensamientos como la ira, los celos y el aferrarse a las cosas es la causa princi­pal del nacimiento y demás problemas. No obstante, no hay ninguna posibilidad de interrumpir el flujo de la con­ciencia que es la mente. Además, no hay nada que sea in­trínsecamente malo en el nivel más profundo de la men­te, que sólo está influido por los malos pensamientos. De ahí la pregunta de si podemos combatir y controlar la ira, el deseo de aferrarse a las cosas y los otros estados men­tales perturbadores y negativos. Si podemos erradicarlos, entonces lo que quedará será una mente pura liberada de las causas del sufrimiento.
Esto nos lleva a los estados mentales perturbadores y negativos, las ilusiones, que son factores mentales. El análisis de la mente puede ser presentado de muchas maneras distintas, pero, en general, la mente propiamente dicha consta únicamente de claridad y concien­cia. Cuando hablamos de actitudes perturbadoras como la ira y el deseo de aferrarse a las cosas, debemos ver cómo pueden afectar a la mente y contaminarla, y com­prender que el hacerla forma parte de su naturaleza.
Si nos preguntamos cómo surgen la ira y el deseo de aferrarse a las cosas, la respuesta será que indudablemente son ayudados por nuestros intentos de poseer co­sas que son auténtica e inherentemente reales. Cuando algo nos enfurece, por ejemplo, sentimos que el objeto de nuestra ira está ahí, es sólido, real e indiscutido, y que nosotros también somos algo sólido que parece descubrirnos unos intereses que son los nuestros. Antes de que nos enfurezcamos el objeto nos parece corriente, pero cuando nuestra mente empieza a ser influida por la ira pasa a parecernos horrible, nauseabundo y totalmen­te repulsivo. Se convierte en algo de lo cual queremos li­brarnos inmediatamente y en realidad parece existir de esa manera: sólido, independiente y nada atractivo. Esta apariencia de auténtica fealdad alimenta nuestra ira. Pero cuando vemos el mismo objeto al día siguiente des­pués de que la ira se haya disipado, nos parece más her­moso que el día anterior: es el mismo objeto, pero ya no parece tan horrible. Esto demuestra que la ira y el deseo de aferrarse a las cosas están influidos por el hecho de que éstas nos parecen indiscutiblemente reales.
Por ello, los textos de la filosofía del Camino Medio (Madhyamika) mantienen que la raíz de todos los estados mentales perturbadores y negativos es el aferrarse a la existencia que es considerada como verdadera; que eso les ayuda y les da forma; que la ignorancia que se aferra a las cosas por considerarlas inherente y auténticamente reales es la fuente básica de todo nuestro sufrimiento. Este aferrarse a la existencia real es lo que nos sirve de base para desarrollar toda clase de estados mentales per­turbadores negativos y crear gran cantidad de karma ne­gativo.
El gran pandit indio Chandrakirti explica en el Madh­yamokavatara (Entrar en el Camino Medio) que prime­ro viene el aferrarse al yo, y después el volverse hacia las cosas y aferrarse a ellas al considerarlas «mías». Al prin­cipio existe un yo muy sólido e independiente que es enorme, mucho más grande que cualquier otra cosa, y ésa es la base. A partir de él va surgiendo gradualmen­te el «esto es mío, esto es mío, esto es mío». Después lle­ga el «nosotros, nosotros, nosotros». Luego, al tomar parte, aparecen los «otros, nuestros enemigos». Así apa­rece el aferrarse dirigido hacia el yo o lo mío, mientras que el sentirnos distantes del otro o los otros hace apa­recer la ira, los celos y todas esas emociones competiti­vas. Por ello, y en última instancia, el problema es esta sensación del «yo» que deja de ser el mero yo para pasar a ser aquel con el que hemos llegado a obsesionarnos. Esto genera ira e irritación, junto con palabras ásperas y todas las expresiones físicas de la aversión y el odio. Todas esas acciones (de la mente, el habla y el cuerpo) acumu­lan mal karma. El matar, el engañar y demás acciones ne­gativas similares también son resultado de esa mala moti­vación. Por eso debemos entender que la primera fase es únicamente mental, pues se reduce a estados mentales perturbadores y negativos; y que durante la segunda fase esas mentes negativas se expresan a sí mismas en accio­nes, y en karma. La atmósfera enseguida se enrarece. Con la ira, por ejemplo, la atmósfera se carga de tensión, y las personas se sienten incómodas y a disgusto. Si alguien se enfurece, las personas pacíficas intentan mantenerse ale­jadas. Eso llena de inquietud a la persona que se ha deja­do llevar por la ira, y luego se avergüenza de haber dicho lo primero que le vino a la cabeza. Cuando uno se enfu­rece, la lógica y la razón dejan de tener cabida en su men­te, y es como si enloqueciera. Por eso luego, cuando la mente ha vuelto a la normalidad, se siente avergonzado. No hay nada bueno en la ira y el deseo de aferrarse a las cosas, y por tanto nada bueno sale de ellos. Pueden ser di­fíciles de controlar, pero todo ser humano puede llegar a entender que no tienen nada de bueno. Ésta es la segun­da noble verdad. Ahora debemos preguntamos si esta cla­se de mente negativa puede ser eliminada.

LA VERDAD DEL CESE DEL SUFRIMIENTO

La raíz de todos los estados mentales perturbadores que definen la mente negativa es nuestro deseo de aferrar­nos a las cosas como si fuesen realmente existentes. Por eso debemos investigar si este estado mental que se afe­rra a las cosas está en lo cierto o si ha sido distorsionado y no discierne correctamente. No obstante, y dado que es incapaz de determinar si percibe las cosas correcta­mente o no, deberemos confiar en otra clase de estado mental. Si, después de la investigación, descubrimos que hay otras muchas maneras válidas de ver las cosas y que todas ellas contradicen o niegan la forma en que la men­te que se aferra a la verdadera existencia percibe sus ob­jetos, entonces podremos decir que esa mente no perci­be la realidad.
De esta manera, y recurriendo a la mente que puede analizar lo fundamental, debemos tratar de determinar si la mente que se aferra a las cosas considerando que son fiables y alcanzables está en lo cierto o no. Si está en lo cierto, tarde o temprano la mente analítica debería ser capaz de encontrar las cosas que busca. Los grandes textos clásicos de la Chittamatra y, especialmente, de la escuela Madhyamika, contienen muchos razonamientos que permiten llevar a cabo tal investigación. Basándonos en ellos, cuando intentamos averiguar si la mente que se aferra a las cosas por considerarlas inherentemente rea­les está en lo cierto o no, descubrimos finalmente que se equivoca y que está distorsionada: nunca hallará los ob­jetos que intenta alcanzar. Esa mente está engañada por el objeto, así que debe ser descartada.
De esta manera, a través de la investigación no en­contramos ningún apoyo válido para la mente que se aferra a las cosas, pero sí proporciona el apoyo del razo­namiento lógico a la mente que cobra conciencia de que la mente que se aferra a las cosas no es válida. En la ba­talla, la mente apoyada por la lógica siempre vencerá a la mente que carece de su apoyo. La comprensión de que la existencia considerada real no existe constituye la naturaleza profunda y lúcida de la mente, mientras que la mente que se aferra a las cosas por considerar que son reales es superficial y volátil.
Cuando eliminamos los estados mentales perturbado­res negativos, que son la causa de todos los sufrimientos, también éstos son eliminados. En esto consiste la libera­ción, o el cese del sufrimiento, la tercera noble verdad. Después de haber visto que es posible alcanzarla, ahora debemos examinar el método, que nos lleva a la cuarta noble verdad.

LA VERDAD DEL CAMINO QUE LLEVA AL CESE DEL SUFRIMIENTO

Cuando hablamos de los caminos comunes a los tres ve­hículos del budismo -shravakayana, pratyekabuddhayana y mahayana-, estamos refiriéndonos a los treinta y siete factores que aportan la iluminación. Cuando nos referi­mos específicamente a los caminos del vehículo del bod­hisattva (mahayana), estamos hablando de los diez nive­les y las seis perfecciones trascendentes.
La práctica del camino hinayana está muy extendida en Tailandia, Mianmar y Sri Lanka. Allí sus practicantes están motivados por el deseo de alcanzar la liberación de su propio sufrimiento. Pensando únicamente en sí mis­mos, practican los treinta y siete factores de la ilumina­ción, que están relacionados con los cinco caminos: las cuatro sedes del pensamiento; los cuatro poderes mila­grosos y los cuatro abandonos puros (que están relacio­nados con el camino de la acumulación); los cinco po­deres y las cinco fuerzas (el camino de la aplicación); los siete factores de iluminación (el camino del ver), y el camino óctuple (el camino de la meditación). Gracias a ello pueden manifestar un cese de las mentes perturba­doras negativas y llegar al nirvana, alcanzando así la meta de la liberación individual. Éste es el camino y el re­sultado del hinayana.
Los seguidores del camino mahayana, en cambio, no piensan en su propia liberación sino en la iluminación de todos los seres inteligentes. Con esta motivación del bodhicitta, y decididos a alcanzar la iluminación por considerarla que es la mejor manera de ayudar a los demás, sus seguidores practican las seis perfecciones trascen­dentes y progresan gradualmente a través de los diez niveles del bodhisattva hasta superar todos los tipos de ofuscación y haber alcanzado la iluminación supre­ma de la budidad. Éste es el camino y el resultado del mahayana.
La esencia de la práctica de las seis perfecciones tras­cendentes consiste en la unificación del método y la sabiduría, de tal manera que los dos cuerpos iluminados -el rupakaya y el dharmakaya- puedan ser alcanzados. Como sólo pueden ser alcanzados simultáneamente, sus causas deben ser cultivadas al mismo tiempo. Así debe­mos acumular una reserva de méritos como causa del rupakaya, el cuerpo de la forma, y una reserva de con­ciencia profunda, o lucidez mental, como causa del dharmakaya, el cuerpo de la sabiduría. En el paramitaya­na practicamos el método alcanzado a través de la sabi­duría y la sabiduría alcanzada a través del método, pero en el vajrayana practicamos el método y la sabiduría uni­dos en una sola naturaleza.

2. LOS OCHO VERSÍCULOS DE LA TRANSFORMACIÓN DEL PENSAMIENTO

El texto Los ocho versículos de la transformación del pensa­miento, de Langri Tangpa, explica la práctica del método y la sabiduría del paramitayana: los primeros siete ver­sículos hacen referencia al método -bondad, amor y bodhicitta o espíritu del despertar-, y el octavo habla de la sabiduría.
1. Decidido a triunfar en todo, siempre practicaré el amor a todas las personas, que son más preciadas que las gemas que sa­tisfacen los deseos.
Todos queremos ser felices y estar completamente li­bres del sufrimiento. En esto todos somos exactamente iguales. Pero cada uno de nosotros sólo es uno, mientras que los otros son infinitos en número. Ahora debemos considerar dos actitudes: la de valorarnos egoístamente a nosotros mismos, y la de valorar a los demás. La auto­valoración nos llena de orgullo y de soberbia; nos consi­deramos extremadamente importantes, y nuestro deseo básico es ser felices y que nos vayan bien las cosas. Pero no sabemos cómo conseguirlo. De hecho, las acciones que tienen su origen en el ponernos por encima de todo nunca podrán hacernos felices.
Quienes mantienen la actitud de valorar a otros con­sideran que todos los demás son mucho más importan­tes que ellos y ponen por encima de todo el ayudarlos. Y, al actuar de esta manera y dicho sea de paso, llegan a ser muy felices. Incluso aquellos políticos sinceramente deseosos de ayudar o servir a los demás son recordados con respeto por la historia, mientras que los que no pa­ran de explotarlos y hacerles daño son considerados como ejemplos de malas personas.
Dejando aparte, por el momento, la religión, la pró­xima vida y el nirvana, y limitándonos a esta vida, las personas egoístas sólo consiguen que esas acciones centra­das en sí mismas tengan repercusiones negativas para ellas. Personas como la madre Teresa, en cambio, que dedican sinceramente su vida y todas sus energías a ser­vir a los pobres, los necesitados y los indefensos, siempre serán recordadas con respeto por su noble obra y nadie habla negativamente de ellas. Éste, pues, es el resultado de valorar a los demás: tanto si se quiere como si no, in­cluso quienes no forman parte de tu familia te aprecia­rán, se sentirán a gusto contigo y buscarán tu compañía. Si eres la clase de persona que siempre se muestra ama­ble y luego empieza a echar pestes de los demás en cuan­to le han dado la espalda, entonces naturalmente nadie te querrá. Por eso, e incluso en esta vida, basta con tra­tar de ayudar a los demás e intentar no ser egoístas para poder experimentar una gran felicidad. Nuestra vida no es muy larga, porque como mucho podemos vivir cien años. Si intentamos pasar esos años siendo buenos y ha­ciendo todo lo posible para contribuir al bienestar de los demás al tiempo que tratamos de ser menos egoístas y coléricos, obtendremos un resultado realmente maravi­lloso, porque ésa es la verdadera causa de la felicidad. Si eres egoísta, si siempre te colocas por delante de todos y dejas a los demás en segundo lugar, al final sólo conse­guirás acabar ocupando el último puesto. Si mental­mente te colocas en último lugar y pones delante a los demás, acabarás en el primer puesto.
Por eso no debes obsesionarte con la próxima vida o el nirvana: esas cosas ya irán llegando gradualmente. Si consigues ser bueno y no caer en el egoísmo durante esta vida, serás un buen ciudadano del mundo. Da igual que seas budista, cristiano o comunista: lo importante es que mientras seas un ser humano, debes ser una buena persona. Ésa es la enseñanza del budismo, y ése es el mensaje de todas las religiones del mundo. Las ense­ñanzas del budismo, no obstante, contienen las técnicas que permiten erradicar el egoísmo y hacer realidad la ac­titud de valorar a los demás. El Bodhicaryavatara, por ejemplo, ese maravilloso texto de Shantideva, es de una gran ayuda para ello: es un libro extremadamente útil, y lo utilizo como guía en mi práctica.
Nuestra mente es muy taimada y difícil de controlar, pero si nos esforzamos y tratamos de aplicar constantemente el análisis y el razonamiento lógico, entonces po­dremos controlarla y cambiarla para mejor.
Ciertos psicólogos de Occidente mantienen que no deberíamos reprimir nuestra ira, sino expresarla. ¡De hecho, afirman que deberíamos practicarla! No obstante, aquí debemos hacer una distinción importante entre aquellos problemas mentales que deberían ser expresa­dos y los que no deberían serlo. A veces podemos ser tra­tados injustamente, y entonces tenemos derecho a ex­presar nuestras quejas en vez de permitir que vayan pu­driéndose en nuestro interior. Pero no deberíamos ex­presarlas a través de la ira. Si albergamos estados menta­les negativos, como la ira, éstos pasarán a formar parte de nuestra personalidad y cada vez que expresemos ira nos resultará más fácil volver a expresarla. Acabaremos recurriendo a la ira con creciente frecuencia hasta que al final acabaremos siendo energúmenos que han perdi­do el control de sí mismos. En términos de nuestros pro­blemas mentales, no cabe duda de que algunos son ex­presados de la manera adecuada, mientras otros no. Cuando intentamos controlar los estados mentales per­turbadores y negativos, al principio nos resultará muy di­fícil conseguirlo. El primer día, la primera semana o el primer mes no podremos controlarlos bien. Pero si se­guimos intentándolo, veremos cómo las negatividades van decreciendo gradualmente. El progreso en el desa­rrollo mental no se consigue tomando medicinas u otras sustancias químicas, sino que depende de saber contro­lar la mente.
Por eso debemos tratar de comprender que si quere­mos que nuestros deseos lleguen a hacerse realidad, tanto si son temporales como si son fundamentales, debe­ríamos confiar en los demás mucho más que en las joyas que otorgan los deseos, y valorarlos por encima de cual­quier otra cosa.
Los principiantes suelen preguntarse si esta práctica tiene como propósito mejorar la mente o ayudar a los demás, y deben saber que ambas cosas son igual de im­portantes. En primer lugar, si no disponemos de una mo­tivación pura cabe la posibilidad de que todo lo que hagamos nunca llegue a ser satisfactorio. Por eso lo pri­mero que deberíamos hacer es cultivar la motivación pura. Pero no hay necesidad de esperar a que esa moti­vación esté plenamente desarrollada para empezar a ayudar a los demás. Para ayudarles de la manera más efectiva posible tendríamos que ser budas plenamente iluminados, por supuesto. Incluso el ayudar a los demás de una manera realmente efectiva y tangible requiere haber alcanzado uno de los niveles del bodhisattva, lo cual significa haber experimentado una percepción di­recta y no conceptual de la realidad del vacío y haber ad­quirido los poderes de la percepción extrasensorial. Aun así, hay muchos niveles de ayuda que podemos ofrecer a los demás. Podemos tratar de actuar como bodhisattva, es decir, realizar el espíritu del despertar para procurar el bien de todos los seres, mucho antes de haber adquirido esas cualidades, aunque entonces nuestras acciones se­rán menos efectivas que las suyas. Así pues, y sin esperar a estar plenamente cualificados, podemos generar una buena motivación y usarla para tratar de ayudar a los de­más en la medida de lo posible. Creo que este método es más equilibrado, y preferible al de buscar algún lugar aislado en el que meditar y recitar mantras. Esto depen­derá mucho del individuo, por supuesto. Si alguien está seguro de que ir a un lugar remoto le permitirá hacer ciertos progresos en un determinado período de tiem­po, eso ya es otra cosa. La solución ideal quizá sería de­dicar la mitad de nuestra vida al trabajo activo y la otra mitad a la práctica de la meditación.
Y, naturalmente, siempre debemos ser muy conscien­tes de la debilidad humana. El Tíbet era un país que se regía por los valores budistas, y a pesar de ello ha­bía muchos desequilibrios en la sociedad tibetana. ¿Por qué? Pues porque en el Tíbet, como en todas partes, también había personas malas y corruptas. Incluso algunas de las instituciones religiosas, los monasterios, se co­rrompieron y acabaron convirtiéndose en centros de explotación. Aun así, y en comparación con otras socie­dades feudales, la tibetana era mucho más pacífica y ar­moniosa y no tenía tantos problemas.
2. Vaya donde vaya y cualquiera que sea mi compañía, practicaré el verme a mí mismo como el más ínfimo de los seres y consideraré como supremos a todos los demás.
Estemos con quien estemos, solemos pensar cosas como «Soy más fuerte que él», «Soy más hermosa que ella», «Soy más inteligente», «Soy más rico» o ««Estoy mu­cho más cualificado». Al pensar esas cosas generamos una gran cantidad de orgullo, y eso no es bueno. Lo que de­beríamos hacer es ser siempre humildes. Incluso cuando estemos ayudando a los demás y haciendo obras de cari­dad, nunca deberíamos caer en la altivez y comportarnos como grandes protectores que son misericordiosos con los débiles. Eso también es orgullo. Lo que deberíamos hacer es llevar a cabo tales actividades de la manera más humilde posible y pensar que estamos ofreciendo nues­tros servicios a la gente.
Cuando nos comparamos con los animales, por ejem­plo, podemos pensar «Tengo un cuerpo humano» o «Soy un monje» y sentirnos muy por encima de ellos. Ha­blando desde la perspectiva de quien se considera supe­rior, podemos decir que tenemos cuerpos humanos y es­tamos practicando las enseñanzas del Buda, y que somos mucho mejores que los insectos. En cambio, si vemos las cosas desde otro punto de vista, podemos decir que los insectos son inocentes y que no conocen el mal, mien­tras que nosotros solemos mentir y ofrecer una imagen falsa para poder alcanzar nuestros objetivos. Desde este punto de vista, tendremos que admitir que somos mu­cho peores que los insectos, que sencillamente van a lo suyo sin fingir ser nada. Éste es un método de aprender a ser humilde.
3. En todas las acciones examinaré mi mente, y en cuanto aparezca un pensamiento rebelde, poniéndome así en peligro a mí mismo y a los demás, me enfrentaré a él y lo expulsaré de mi mente.
Si investigamos nuestras mentes en aquellos momen­tos en que nos dejamos arrastrar por el egoísmo y sólo pensamos en nosotros mismos con exclusión de los de­más, descubriremos que los estados mentales perturba­dores y negativos son la raíz de este comportamiento.
Como introducen una gran perturbación en nuestra mente, siempre deberíamos recurrir a algún antídoto contra ellos apenas nos demos cuenta de que estamos ca­yendo bajo su influencia. El oponente general a todos es­tos estados mentales negativos es la meditación centrada en el vacío, pero también hay antídotos contra estados mentales específicos que, como principiantes, podemos aplicar. Así, para el deseo de aferrarnos a las cosas medi­tamos sobre la fealdad; para la ira, sobre el amor; para la ignorancia y la cerrazón mental, sobre el surgimiento de­pendiente; y para muchos pensamientos perturbadores, sobre la respiración y los flujos de energía.
El surgimiento dependiente, por ejemplo, significa centrar la meditación en los doce vínculos de la origina­ción interdependiente, que empiezan con la ignorancia y llegan hasta el envejecimiento y la muerte. A un nivel más sutil, el surgimiento dependiente también puede utilizarse como causa para establecer que las cosas care­cen de existencia verdadera.
La fealdad, a su vez, sirve para superar el deseo de afe­rrarse a las cosas porque ese deseo surge de que nos pa­recen muy atractivas. Tratar de verlas como feas o faltas de atractivo contrarresta ese efecto. Por ejemplo, pode­mos desear el cuerpo de otra persona porque ha llegado a parecernos muy atractivo. Cuando empezamos a anali­zar ese deseo, descubriremos que está basado en ver úni­camente la piel. Pero la naturaleza de ese cuerpo que nos parece tan hermoso es la carne, la sangre, los hue­sos, la piel y todo aquello que lo compone. Analicemos la piel humana: fíjate en la tuya, por ejemplo. Si se te des­prende un trocito de piel y lo dejas en un estante duran­te algunos días, verás que acaba adquiriendo un aspecto realmente muy feo. Tal es la naturaleza de la piel. Todas las partes del cuerpo tienen la misma naturaleza. No hay belleza alguna en un trozo de carne humana. Cuando ves sangre, sientes miedo y no atracción. Esto es aplicable incluso a un rostro hermoso: unos arañazos harán que deje de ser hermoso, y si le quitamos su constitución en­tonces ya no queda nada. La naturaleza del cuerpo físico es la fealdad. Los huesos humanos, el esqueleto, también son repulsivos. Una calavera con un par de tibias cruza­das debajo tiene connotaciones muy negativas.
Así es como debemos analizar aquellas cosas por las que nos sentimos atraídos o amamos, usando esta pala­bra en el sentido negativo del vínculo del deseo: pense­mos en los aspectos más feos del objeto, y analicemos su naturaleza -de la persona o la cosa- desde ese punto de vista. Aunque con esto no consigamos llegar a controlar del todo el deseo, al menos nos ayudará a reducirlo un poco. Éste es el propósito de la meditación centrada en los aspectos menos atractivos de las cosas o de desarro­llar el hábito de verlos.
La otra clase de amor, o bondad, no se basa en el ra­zonamiento de que «tal persona es hermosa y por ello la trataré con respeto y bondad». La base del amor puro es: «Esta criatura es un ser vivo. Quiere ser feliz y no quiere sufrir, y tiene derecho a la felicidad. Por eso debo sentir amor y compasión hacia ella». Esta clase de amor es totalmente distinto a la primera, que se basa en la ig­norancia y por ello siempre será precario e inestable. Las razones del amor puro no pueden ser más sólidas. Con el amor que es mero deseo, el más leve cambio en el objeto, como una minúscula modificación de actitud, causará un cambio inmediato en nuestra mente. Eso es debido a que nuestra emoción se basaba en algo muy su­perficial. Pensemos en los recién casados, por ejemplo.
En muchas ocasiones, a las pocas semanas, meses o años del matrimonio los esposos se convierten en enemigos y acaban divorciándose. Se casaron estando pro­fundamente enamorados -nadie se casa por odio-, pero bastó con que pasara un poco de tiempo para que todo cambiara. ¿Por qué? Pues porque la base de la relación era superficial, y un pequeño cambio en una persona causó un cambio total de actitud en la otra.
Lo que deberíamos pensar es: «Los demás son tam­bién seres humanos. Si quiero ser feliz, ellos también querrán ser felices. Como criatura dotada de inteligen­cia tengo derecho a ser feliz; por esa misma razón, ellos también tienen derecho a serlo». Esta clase de razona­miento fundado en bases realmente sólidas dará origen a la compasión y el amor puro. A partir de entonces, y por mucho que la opinión que nos merece esa persona pueda llegar a cambiar -pasando de lo bueno a lo malo o lo horrible-, básicamente siempre seguirá siendo la misma criatura dotada de inteligencia. Como la razón principal para mostrar amor y compasión siempre está ahí, los sentimientos que nos inspira esa persona siem­pre se mantendrán estables.
El antídoto contra la ira es la meditación centrada en el amor, porque la ira es una mente muy tosca y dura que necesita ser dulcificada mediante el amor.
Cuando disfrutamos de los objetos a los que nos afe­rramos, experimentamos un cierto placer pero, tal como ha dicho Nagarjuna, eso es como tener un picor y ras­carnos: el rascarnos nos proporciona un cierto placer, pero estaríamos mucho mejor si nunca hubiéramos te­nido el picor. Cuando conseguimos las cosas con las que hemos llegado a obsesionarnos nos sentimos felices, pero estaríamos mucho mejor si consiguiéramos librar­nos del deseo incontenible que ha hecho que esas cosas llegaran a obsesionarnos.
4. Cada vez que vea a un ser de naturaleza perversa y ma­ligna abrumado por el peso del sufrimiento y la falta de virtud, haré cuanto pueda para no separarme de él, y lo tendré tan cer­ca de mí como si hubiera descubierto un tesoro de inmenso va­lor que no se encuentra fácilmente.
Si nos tropezamos con alguien que es por naturaleza muy cruel, desagradable, violento y grosero, la reacción habitual es evitarle, y en esa clase de situaciones lo más probable es que nuestro interés por el bienestar de los demás tienda a decrecer. En vez de permitir que nuestro amor hacia los demás sea debilitado por la clase de esta­do mental que sólo piensa en lo malos que son, debería­mos considerarlos como un objeto especialmente digno de amor y compasión, y tratar a esas personas como si nos hubiéramos encontrado con un tesoro de inmenso valor.
5. Cuando la envidia y los celos hagan que los demás me maltraten y me insulten, practicaré la aceptación de la derrota y les ofreceré la victoria.
Si alguien nos maltrata, critica e insulta diciendo que somos unos incompetentes y que no sabemos hacer nada a derechas, lo más probable es que nos enfademos y neguemos lo que esa persona acaba de decir. No debe­ríamos reaccionar de esa manera sino que, con humil­dad y tolerancia, deberíamos aceptar lo que se ha dicho. Cuando el budismo dice que deberíamos aceptar la derrota y ofrecer la victoria a los demás, hemos de dife­renciar entre dos clases de situaciones. Si, por una parte, estamos obsesionados por nuestro bienestar y actuamos impulsados por motivaciones muy egoístas, deberíamos aceptar la derrota y ofrecer la victoria a los demás inclu­so si está en juego nuestra vida. Pero si nos encontramos en una situación donde está en juego el bienestar de otras personas, entonces debemos luchar por los dere­chos de los demás y negarnos a aceptar la derrota. Uno de los cuarenta y seis votos secundarios de un bodhisattva hace referencia a una situación en la que al­guien está haciendo algo muy dañino y se tiene que re­currir a métodos drásticos o hacer lo que sea necesario para poner fin inmediatamente a tales acciones: si no obras de esa manera, habrás faltado a tu compromiso. A primera vista puede parecer que este precepto y la quin­ta estrofa, que dice que debes aceptar la derrota y otor­gar la victoria a los demás, se contradicen, pero no es así. El precepto del bodhisattva se refiere a una situación en la que el bienestar de otras personas está por encima de todo: si alguien está haciendo algo extremadamente no­civo y peligroso, hay que tomar medidas para conseguir que deje de hacerlo. Actualmente, y en sociedades muy competitivas, suele ser necesario recurrir a acciones de­fensivas drásticas. La motivación para ese tipo de accio­nes no debería ser el temor por lo que pueda ocurrirnos, sino un sentimiento de amor y compasión amplificado dirigido hacia los demás. Si actuamos impulsados por esos sentimientos para impedir que otras personas lle­guen a crear karma negativo, entonces estaremos ha­ciendo lo correcto.
Ahora que hemos dejado claro que a veces puede ser necesario recurrir a medidas drásticas cuando vemos que algo va mal, debemos preguntarnos si podemos con­fiar en nuestra percepción del mundo a la hora de deci­dir qué haremos. Ese tipo de decisiones son muy com­plicadas y difíciles de tomar, porque cuando pensamos en cargar con las consecuencias de la derrota tendremos que determinar si el conceder la victoria a otras personas las beneficiará a largo plazo o únicamente de manera temporal. Aparte de eso, debemos pensar en cómo el aceptar la derrota afectará a nuestra capacidad para ayu­dar a los demás en el futuro. También cabe la posibilidad de que haciendo algo que perjudique a otras personas en ese momento generemos una gran cantidad de méri­to que nos permitirá hacer cosas inmensamente benefi­ciosas para los demás en un futuro lejano, y ése es otro factor que debe ser tomado en consideración.
Como se dice en el Bodhicaryavatara, tenemos que examinar, tanto superficialmente como a fondo, si los efectos benéficos de ejecutar una acción prohibida su­perarán a los nocivos. A veces determinar nuestra motivación puede resultar bastante difícil. En el Sikshamucca­ya, Shantideva dice que los efectos benéficos de una acción hecha con motivación bodhicitta son más grandes que las negatividades de ejecutarla sin tal motivación. En ciertas circunstancias puede resultar muy difícil  –pero también muy importante- percibir la línea divisoria en­tre lo que debemos hacer y lo que no debemos hacer, por lo que tendríamos que estudiar los textos que ha­blan de tales cuestiones. En los textos inferiores leere­mos que ciertas acciones están prohibidas, mientras que en los superiores se dirá que esas mismas acciones están permitidas. Cuanto más lleguemos a saber sobre todas estas cuestiones, más fácil nos resultará decidir qué de­bemos hacer en una situación determinada.
6. Cuando una persona con la que me he portado muy bien y en la que tengo depositadas grandes esperanzas me cause un daño terrible, seguiré practicando el considerarla mi santo guru.
Normalmente esperamos que una persona a la que hemos ayudado mucho se muestre muy agradecida, y si reacciona tratándonos con ingratitud lo más probable es que nos enfademos. En ese tipo de situaciones lo que de­beríamos hacer no es enfadarnos, sino practicar la pa­ciencia. Además, deberíamos ver en esa persona a un maestro que pone a prueba nuestra paciencia y, en con­secuencia, tratarla con respeto. Este versículo contiene todas las enseñanzas del Bodhicaryavatara sobre la paciencia.
7. De esa manera, y tanto directa como indirectamente, haré cuanto esté en mis manos para asegurar la felicidad de todas mis madres. Practicaré en secreto el cargar con el peso de todas sus acciones nocivas y todo su sufrimiento.
Esto hace referencia a la práctica de asumir el peso de todos los sufrimientos de los demás y entregarles toda nuestra felicidad, actuando motivado por una gran com­pasión y un inmenso amor. Todos queremos la felicidad y no deseamos sufrir, y podemos ver que los demás sien­ten lo mismo que nosotros. También podemos ver que otras personas están abrumadas por el sufrimiento, pero no sabemos cómo librarlas de él. Por eso deberíamos ge­nerar la intención de asumir el peso de todo su sufri­miento y su karma negativo, y rezar para que maduren de inmediato y caigan sobre nosotros.
Por la misma razón, también es obvio que otras per­sonas no disfrutan de la felicidad que buscamos y no saben cómo encontrada. Por eso, y con la máxima gene­rosidad posible, deberíamos ofrecer a los demás toda nuestra felicidad -nuestro cuerpo, riqueza y méritos- y rezar para que madure inmediatamente en ellos.
Naturalmente, lo más probable es que no podamos cargar con el peso de los sufrimientos de los demás y en­tregarles nuestra felicidad. Cuando se produce esa trans­ferencia entre personas siempre es el resultado de algu­na conexión kármica pasada muy fuerte que no ha lle­gado a romperse. No obstante, esta meditación es un medio muy poderoso para hacer acopio de valor en nuestras mentes y en consecuencia es una práctica alta­mente beneficiosa.
En el versículo séptimo de la Transformación del Pen­samiento se dice que deberíamos alternar las prácticas del tomar y el dar y depositarlas sobre el aliento. Y Lan­gri Tangpa explica que todo eso debería hacerse en se­creto. Como se explica en el Bodhicaryavatara, esta prác­tica no es adecuada para las mentes de los bodhisattvas principiantes y está reservada a unos pocos practicantes selectos. Por eso se la llama secreta.
En el capítulo octavo del Bodhicaryavatara, Shantideva dice: «Si por el bien de otros me causo daño a mí mismo, adquiriré todo lo que es magnífico». Nagarjuna, en cam­bio, opina que no deberíamos mortificar el cuerpo. A primera vista esto parece contradecir las afirmaciones de Shantideva, por lo que debemos preguntarnos a qué se refiere el Bodhicaryavatara cuando habla de causarse daño a uno mismo. Shantideva no pretende que nos de­mos golpes en el pecho ni nada por el estilo. Lo que está diciendo es que cuando aparezcan pensamientos de autovaloración, deberíamos encararnos con nosotros mis­mos y usar métodos drásticos para someterlos: en otras palabras, deberíamos ser duros con la mente que se au­tovalora y hacerle daño. Tienes que distinguir claramen­te entre el yo que está totalmente obsesionado con su propio bienestar y el yo que va a ser iluminado, y ser consciente de que son muy distintos. Este versículo del Bodhicaryavatara también debe verse dentro del contex­to de los versículos anteriores y de los que lo siguen. El yo puede ser analizado de muchas maneras distintas, y cuando hablamos de él hay que tomar en consideración facetas como la búsqueda de una verdadera identidad para el yo, el yo que se autovalora, y el yo que unimos con el ver las cosas desde el punto de vista de los demás. El análisis del yo tiene que ser llevado a cabo dentro de todos estos contextos.
Si el hacerla realmente beneficia a otros, aunque sólo sea a una persona, entonces debemos cargar con el su­frimiento de los tres reinos de la existencia o ir a uno de los infiernos, y deberíamos tener el valor necesario para hacerla. Para alcanzar la iluminación por el bien de to­das las personas, deberíamos estar dispuestos a pasar eones incontables en el más profundo de los infiernos. Esto es lo que significa cargar con los sufrimientos de los demás.
Y cuando hablamos de llegar al más profundo de los infiernos, lo que queremos decir es que debemos desarrollar el valor de estar dispuestos a ir allí, no que sea preciso ir físicamente. Cuando el Kadampa geshe Cheka­wa agonizaba, llamó a sus discípulos y les pidió que hi­cieran sacrificios y ofrendas especiales en su nombre y que rezaran por él, porque toda su práctica no había ser­vido de nada. Los discípulos se mostraron muy afectados porque pensaron que iba a suceder algo terrible. Pero el geshe les explicó que se había pasado la vida rezando para nacer en uno de los infiernos en beneficio de los demás, y que ahora estaba recibiendo una visión pura de lo que le ocurriría después de su muerte: en vez de renacer en los infiernos, iba a renacer en una tierra pura. De la mis­ma manera, si desarrollamos un deseo intenso y sincero de renacer en los reinos inferiores en beneficio de los demás, acumularemos una gran cantidad de mérito que acabará provocando el resultado contrario.
Por eso siempre digo que si vamos a ser egoístas, de­beríamos ser sabiamente egoístas. El egoísmo real, o corto de miras, nos hunde; pero el egoísmo sabio nos aporta la budidad. ¡Eso sí es auténtica sabiduría! Por des­gracia, normalmente lo primero que hacemos es afe­rrarnos al deseo de alcanzar la budidad. Las escrituras nos dicen que necesitamos la bodhicitta y que sin ella no podremos alcanzar la iluminación, Y por eso pensamos: «Quiero la budidad, y por lo tanto he de practicar la bodhicitta». Lo que realmente nos importa no es tanto la bodhicitta como la budidad. Ahí es donde nos equi­vocamos. Tendríamos que hacer todo lo contrario: de­beríamos olvidar la motivación egoísta y pensar en cómo podemos ayudar a los demás. Si vamos al infierno, no po­dremos ayudar a los demás ni ayudarnos a nosotros mis­mos. ¿Cómo podemos ayudar? No meramente obrando milagros o dando algo a los demás, sino enseñando el dharma. No obstante, antes debemos llegar a estar cuali­ficados para enseñar. Ahora no podemos explicar todo el sendero y detallar todas las prácticas y experiencias por las que ha de pasar una persona desde la primera etapa hasta la última, la iluminación. Quizá podríamos explicar algunas de las primeras etapas partiendo de nuestra propia experiencia, pero no podremos ir más allá. Para poder ayudar a los demás de manera realmen­te efectiva guiándolos por todo el camino que lleva a la  iluminación, lo primero que debemos hacer es alcanzar la iluminación. Ésa es la razón por la que debemos prac­ticar la bodhicitta. Esto no se parece en nada a nuestra manera de pensar habitual, en la que nos vemos obliga­dos a pensar en los demás y les dedicamos nuestro cora­zón obedeciendo a la preocupación egoísta por nuestra propia iluminación. Este enfoque es totalmente falso, y en realidad no es más que una especie de mentira.
Algunos textos aseguran que el mero hecho de prac­ticar el dharma evita que nueve generaciones de miembros de nuestra familia renazcan en el infierno, pero eso es lo que los occidentales llaman publicidad engañosa. De hecho, es posible que pudiera ocurrir algo parecido, pero en general las cosas no son tan sencillas. Pensemos, por ejemplo, en el recitado del mantra «Om mani pad­me hum» cuando el mérito de ese recitado es consagra­do a la rápida consecución de la iluminación en benefi­cio de todas las personas. No podemos afirmar que el mero hecho de recitar mantras vaya a permitirnos alcan­zar rápidamente la iluminación, pero sí podemos decir que esas prácticas actúan como causas contributorias de la iluminación. De la misma manera, aunque practicar el dharma no protegerá a la persona ni a sus familiares de renacimientos inferiores, sí puede actuar como causa contributoria que evite tales renacimientos. Si no fuera así, si nuestra práctica pudiera actuar como causa prin­cipal de un resultado experimentado por otros, entraría en contradicción con la ley del karma, la relación entre la causa y el efecto. Entonces bastaría con estar cómoda­mente sentados, relajarse y dejar que todos los budas y bodhisattvas lo hicieran todo por nosotros: así no tendría­mos que asumir ninguna responsabilidad respecto a nuestro bienestar. Pero el Iluminado dijo que lo único que podía hacer era enseñarnos el dharma, el camino que lleva a la liberación del sufrimiento, y que somos nosotros quienes debemos poner en práctica sus ense­ñanzas. ¡Él se lavó las manos de esa responsabilidad! El budismo enseña que no hay ningún creador y que noso­tros mismos lo creamos todo sin ayuda de nadie y eso quiere decir que, dentro de los límites de la ley de la cau­sa y el efecto, somos dueños y señores de nosotros mis­mos. Esta ley del karma nos enseña que si obramos bien experimentaremos buenos resultados, y que si hacemos cosas malas entonces experimentaremos la infelicidad y el sufrimiento.
Eso quiere decir que es preciso cultivar la paciencia, y hay muchos métodos para ello. Por sí solos, el conoci­miento de la ley del karma y la fe en ella ya engendran paciencia. El budista sabe que el sufrimiento que está ex­perimentando es el resultado de las acciones que ha crea­do en el pasado, y que sólo él es responsable de lo que le ocurre. Al no poder escapar de esas consecuencias, com­prende que tendrá que cargar con ellas. Pero si quiere evitar el sufrimiento en el futuro, también sabe que pue­de conseguirlo cultivando virtudes como la paciencia y que reaccionar al sufrimiento con ira o impaciencia sólo servirá para crear karma negativo, el cual causará nuevos infortunios en el futuro. Ésta es una manera de practicar la paciencia.
Otra cosa que podemos hacer es meditar en la natu­raleza sufriente del cuerpo. Debemos comprender que este cuerpo y esta mente son la base de todas las clases de sufrimiento, y que el hecho de que originen sufrimientos es perfectamente natural y no tiene nada de inesperado. Esta clase de comprensión nos será de una gran ayuda a la hora de desarrollar la paciencia.
También podemos recordar lo que dice el Bodhicar­yavatara: «¿Por qué lamentarse de algo si puede ser remediado? ¿Y de qué sirve lamentarse de algo si no puede ser remediado?». Si hay algún método u oportunidad de superar tus sufrimientos, no hay ninguna necesi­dad de preocuparse. Si no podemos hacer nada para ali­viar el sufrimiento, entonces el preocuparse de nada nos servirá. Es muy sencillo, pero también muy claro.
Otra cosa que podemos hacer es meditar en las des­ventajas de enfadarse y las ventajas de practicar la paciencia. Somos seres humanos, y enjuiciar y pensar es una de nuestras mejores cualidades. Si perdemos la paciencia y nos enfurecemos, perdemos la capacidad de formar jui­cios correctos y con ello perdemos uno de los instru­mentos más poderosos de que disponemos para enfren­tamos a los problemas: nuestra sabiduría humana. Esto es algo de lo que no disponen los animales. Si perdemos la paciencia y nos irritamos, estaremos dañando ese pre­cioso instrumento. Deberíamos recordar que es mucho mejor tener valor y determinación y enfrentarse al sufri­miento con paciencia.
Ya que hemos hablado de nuestras mejores cualida­des, quizá deberíamos preguntamos cómo podemos ser humildes y al mismo tiempo realistas acerca de ellas. Para eso hay que saber distinguir entre la confianza en las ca­pacidades y el orgullo. Todos deberíamos aprender a confiar en las cualidades y capacidades que poseemos y usarlas sin temor, pero nunca deberíamos sentirnos arro­gantemente orgullosos de ellas. Ser humilde no significa sentirse totalmente incompetente e inútil. La humildad es cultivada como el oponente del orgullo, pero siempre deberíamos aprovechar al máximo nuestras cualidades. Lo ideal sería tener mucho valor y una gran confianza en uno mismo sin alardear de esas cualidades o exhibirlas. De esa manera, y cuando la situación así lo exigiera, po­dríamos estar a la altura de las circunstancias y luchar va­lientemente por lo que es justo. Ésta es la solución per­fecta. Una persona que no posea ninguna de esas buenas cualidades pero que vaya por el mundo presumiendo de lo maravillosa que es y luego no sepa enfrentarse a los problemas es todo lo opuesto. La primera persona es va­liente sin ser orgullosa, y la segunda es muy orgullosa pero no tiene valor.
8. Con todas estas prácticas libres de las manchas de las su­persticiones de los ocho dharmas mundanales, y percibiendo to­dos los dharmas como ilusiorios, me dedicaré, sin aferrarme a las cosas, a liberar a todos los seres inteligentes de sus ataduras. Este versículo nos habla de la sabiduría. Las prácticas precedentes nunca deberían ser ensuciadas por las manchas de las supersticiones de los ocho dharmas mun­danales. En el budismo nos referimos a ellos como blan­cos, negros o mezclados. La mejor manera de enten­derlo será explicando este versículo desde el punto de vista de las prácticas que se llevan a cabo sin estar con­taminadas por el concepto equivocado del aferrarse a la existencia dada por verdadera, que es precisamente aquello a lo que nos referíamos al hablar de la supersti­ción de los ocho dharmas. ¿Cómo podemos evitar que llegue a contaminar nuestra práctica? Pues siendo cons­cientes de que toda la existencia es ilusoria y evitando aferrarnos a la existencia verdadera. De esa manera que­daremos libres de la atadura que origina este tipo de aferramiento.
Ahora intentaré explicar qué significa la palabra «ilu­soria» dentro de este contexto: la existencia verdadera aparece bajo el aspecto de los distintos objetos cada vez que éstos se manifiestan, pero de hecho aquí no hay exis­tencia verdadera. Ésta parece manifestarse, pero no exis­te: es una mera ilusión. Aunque todo lo que existe se nos aparece como realmente existente, carece de existencia verdadera. Comprender que los objetos están vacíos de existencia verdadera y que aunque parezca haberla ésta no existe, y que es ilusoria, exige entender el auténtico significado del vacío y saber que hace referencia al vacío de la apariencia manifiesta. En primer lugar deberíamos estar seguros de que todos los fenómenos carecen de existencia verdadera. Después, cuando lo que posee na­turaleza absoluta parece ser realmente existente, hay que refutar la existencia verdadera recordando la deter­minación previa de la total ausencia de existencia verda­dera a la que habíamos llegado antes. Cuando unimos ambos razonamientos -la apariencia de existencia verda­dera y su vacío tal como ha sido experimentado previa­mente-, descubrimos lo ilusorio del fenómeno.
Creo que con esto queda suficientemente explicado el porqué las cosas se nos aparecen como ilusoriamente separadas. Este texto explica el proceso que lleva hasta la meditación en el mero vacío. En enseñanzas tántricas como, por ejemplo, el tantra Guhyasamaja, lo que es lla­mado ilusorio se encuentra completamente separado, mientras que en este versículo lo ilusorio no necesita ser mostrado separadamente. De esta manera la existencia verdadera de lo que posee naturaleza absoluta es objeto de refutación, y así debería ser refutada. Una vez que lo ha sido, la modalidad ilusoria de la apariencia de las co­sas surge de manera indirecta: las cosas parecen ser real­mente existentes, pero no lo son.
Esto, a su vez, nos lleva a la cuestión de cómo puede operar algo que es inencontrable y que existe meramen­te por imputación. Si consigues llegar a comprender que el sujeto y la acción existen debido a su cualidad de ser apariciones dependientes, el vacío también se te hará vi­sible bajo la forma de una aparición dependiente. Ésta es la cuestión más difícil de entender.
Si has llegado a comprender adecuadamente la exis­tencia no inherente, la experiencia de los objetos existentes te hablará por sí misma. Que existan por natura­leza es una ilusión refutada por la lógica, y la lógica puede llegar a convencernos de que las cosas carecen de existencia inherente y de que es imposible que puedan llegar a existir inherentemente. Pero no cabe duda de que existen porque las experimentamos, ¿verdad? Así pues, ¿cómo existen? Lo que dice el budismo es que exis­ten por el poder del nombre. Este aspecto de las ense­ñanzas es realmente difícil de explicar, y sólo puede ser entendido poco a poco a través de la experiencia. En primer lugar debemos analizar si las cosas existen verda­deramente o no y llegar a ser conscientes de que no po­demos encontrarlas en realidad. Pero nos equivocaría­mos si dijéramos que las cosas no existen, porque las experimentamos. No podemos demostrar a través de la lógica que las cosas existan de manera cierta, pero sabe­mos por experiencia que existen. Eso nos permite llegar a la conclusión de que las cosas existen. Ahora bien, si es así, sólo pueden existir de dos maneras: o partiendo de su propia base o estando bajo el control de otros factores, lo cual quiere decir que existen de manera completamente independiente o dependiente. Dado que la lógica refuta la afirmación de que las cosas existan independientemente, la única manera en que pueden existir es depen­dientemente.
¿De qué dependen las cosas para su existencia? De­penden de la base que es etiquetada y del pensamiento que etiqueta. Si las cosas pudieran ser encontradas cuan­do se las busca, deberían existir por su propia naturale­za y entonces las escrituras del Madhyamika, que afirman que las cosas no existen por su propia naturaleza, esta­rían equivocadas. Pero cuando buscamos las cosas, no podemos encontrarlas. Lo que encuentras es algo que existe bajo el control de otros factores, y por eso decimos que las cosas existen meramente por el poder del nom­bre. Aquí la palabra «meramente»» indica que algo es se­parado: ese algo no es aquello que es distinto al nombre pero tiene un significado aparte y es objeto de un estado mental válido. Al decir esto no estamos afirmando que las cosas no tengan más significado que sus nombres, o que el significado que no es el nombre no sea el objeto de una mente válida. Lo que eliminamos es aquello que existe por causas distintas al poder del nombre. Las co­sas existen meramente por este poder, pero tienen signi­ficado, y ese significado es el objeto de un estado mental válido. Mas la naturaleza de las cosas es que existen sim­plemente por el poder del nombre.
No hay otra alternativa, únicamente ese poder. Eso no quiere decir que aparte del nombre no haya nada. Hay una cosa, hay un significado, hay un nombre. ¿Cuál es el significado? El significado también existe meramente por el nombre.
Los principiantes suelen preguntarse si la mente es algo que existe realmente o también es una ilusión, y deberían saber que es lo mismo. Según el Prasangika Madh­yamika, que nos ofrece la visión más elevada y precisa, tanto da que la mente sea percibida por un objeto ex­terno o por la consciencia interna: ambos existen por el poder del nombre, y ninguno es realmente existente. Aunque la mente existe meramente por el nombre, lo mismo ocurre con el vacío, los budas, el bien, el mal y lo indiferente. Todo existe únicamente por el poder del nombre. Cuando decimos «únicamente por el poder del nombre»», lo único que podemos entender es que con ello estamos eliminando los significados que no son únicamente el nombre. Si tomas a una persona real y a una persona fantasma, por ejemplo, las dos son iguales en el sentido de que existen meramente por el nombre, pero hay una diferencia entre ellas. Lo que existe o no existe está meramente etiquetado, pero en el nombre, algunas cosas existen y otras no.
Según la escuela que sólo acepta la mente, los fenó­menos externos parecen existir inherentemente pero, de hecho, carecen de existencia externa inherente, mien­tras que la mente es verdaderamente existente.
Finalmente, intentaré aclarar la distinción entre «men­te»» y «conciencia». Para un tibetano los dos términos no son exactamente equivalentes, pero cuando la palabra ««mente»» hace referencia a la conciencia primaria podría decirse que tiene las mismas connotaciones. En tibetano es el término más general y se divide en «conciencia» conciencia primaria y factores mentales secundarios, y ambas categorías tienen muchas mas subdivisiones. Cuando hablamos de conciencia, también deberíamos distinguir entre la conciencia mental y la conciencia sen­sorial, y recordar que la primera tiene muchas subdivisiones correspondientes a distintos grados de tosquedad y sutileza.

3. BUSCAR UN REFUGIO INTERIOR

Desde el punto de vista budista, la mente de una perso­na corriente es débil y está distorsionada por el poder de las ilusiones y aflicciones emocionales que lleva dentro de sí. Esta debilidad y la distorsión que padece hacen que no pueda ver las cosas tal como son: lo que ve es una visión deformada y definida por sus propias ideas pre­concebidas y neurosis emocionales.
El propósito del budismo como religión es eliminar esos elementos distorsionantes de la mente para así facilitar la percepción válida. A menos que aquéllos hayan sido arrancados de cuajo, la percepción siempre esta­rá contaminada, pero cuando las ilusiones hayan sido arrancadas de la mente, se entrará en un estado en el que la realidad siempre es vista tal como es. Entonces, y dado que la mente existe en perfecta sabiduría y libera­ción, el cuerpo y el habla reaccionarán automáticamen­te operando como es debido. Esto beneficia tanto a uno mismo como a los demás inmediatamente en esta vida, y también en el camino que sigue a la muerte. Por eso se dice que el budismo no es un camino de fe, sino de ra­zón y conocimiento. Los tibetanos tenemos la inmen­sa suerte de haber nacido en una sociedad en la que el conocimiento espiritual no sólo estaba disponible, sino que además era altamente valorado. No obstante, haber nacido en esa sociedad puede hacer que lo demos por hecho. El mismo Buda dijo: ««Examinad mis palabras igual que un orfebre examina el oro antes de comprar­lo, y no las aceptéis hasta haberlas dado por buenas»».
Buda enseñó durante mucho tiempo y a personas de to­das las clases sociales y todos los niveles de inteligencia. En consecuencia, cada una de sus enseñanzas debe ser sopesada y evaluada cuidadosamente para determinar su significado y decidir si encierra una verdad literal o úni­camente la expresa de manera figurada. Muchas ense­ñanzas fueron impartidas de forma limitada o a personas de entendimiento limitado. Aceptar cualquier doctrina o aspecto de una doctrina sin examinarlos analíticamen­te antes es como construir un castillo sobre el hielo. La práctica siempre será inestable, y carecerá de unos ci­mientos lo suficientemente sólidos y profundos.
¿Qué significa «practicar el dharma»? El dharma es de­finido como «lo que sostiene», y hace referencia a la sa­biduría espiritual que nos sostiene o libera del sufri­miento. El budismo afirma que aunque por el momento nuestra mente está nublada por la ilusión y las distorsio­nes, en última instancia siempre hay un aspecto de ella que es por naturaleza puro y limpio, y que cultivar esa pureza y eliminar los oscurecimientos mentales nos per­mitirá «mantenernos alejados» del sufrimiento y las ex­periencias insatisfactorias. Buda enseñó esa pureza po­tencial como uno de los dogmas fundamentales de su doctrina, y Dharmakirti, el lógico hindú que vivió un mi­lenio después, estableció su validez mediante métodos lógicos. Cuando esta semilla de iluminación ha sido sufi­cientemente cultivada se adquiere la experiencia del nir­vana, la libertad de todas las carencias y limitaciones del samsara. Aparte del concepto de la semilla de la ilumi­nación, Dharmakirti también validó lógicamente todo el espectro de dogmas budistas, incluida la ley del karma el concepto del renacer, la posibilidad de alcanzar la li­beración y la omnisciencia, así como la naturaleza de las tres joyas del refugio: el buda, el dharma y el sangha.
En cuanto a la práctica propiamente dicha, no habría que emprenderla sin contar con una previa compren­sión lógica de la doctrina. El practicante debería saber qué está haciendo y por qué. Los monjes y las monjas dedicamos toda nuestra existencia a practicar el dharma, por lo que deberíamos asegurarnos de que nuestra prác­tica fuese inmaculada. El sangha es muy importante para la estabilidad de la doctrina, por lo que deberíamos ha­cer todo lo posible para emular al Buda. Quien esté pen­sando ordenarse antes debería reflexionar sobre lo que va a hacer: para ser un monje de segunda categoría, no vale la pena hacerse monje. El sangha tiene la responsa­bilidad de encarnar los preceptos. Si se quiere seguir lle­vando una vida corriente más vale dejar la práctica reli­giosa a quienes tienen más inclinaciones espirituales y conformarse con la práctica seglar.
Todas las religiones del mundo tienen en común el que proporcionan métodos para cultivar los aspectos beneficiosos de la mente y eliminar los perjudiciales. El bu­dismo es una religión particularmente atractiva porque, habiéndose desarrollado en la India cuando el país es­taba pasando por un momento álgido tanto en lo espi­ritual como en lo filosófico, ofrece una gama total de ideas espirituales y un enfoque racional de los métodos del desarrollo espiritual. Esto es particularmente impor­tante en la era moderna, que tanto confía en la mente racional. Debido a esta faceta de la racionalidad, el bu­dismo apenas encuentra dificultades a la hora de en­frentarse al mundo moderno. De hecho, muchos de los descubrimientos de la ciencia moderna -como los de la física nuclear-, que son considerados como nuevos ha­llazgos, fueron analizados hace mucho tiempo en las an­tiguas escrituras budistas. El último consejo que Buda dio a sus discípulos fue que nunca creyeran nada a cie­gas y que todo debía ser investigado racionalmente antes de ser aceptado, y por eso el mundo budista siempre ha logrado mantener vivo su espíritu de investigación ini­cial. En esto se diferencia de la inmensa mayoría de reli­giones del mundo, que afirman estar en posesión de la verdad y nunca permiten ningún tipo de investigación que parezca amenazar sus limitadas descripciones de la realidad.
El que una persona sea budista o no viene determi­nado por si ha buscado refugio o no en las tres joyas del refugio impulsada por un motivo realmente puro surgi­do del corazón. Recitar las plegarias budistas, jugar con rosarios mántricos y caminar alrededor de los templos no te hace budista. Incluso un mono puede aprender a hacer esas cosas. El dharma es una cuestión de la mente y el espíritu, no de las actividades externas. Así pues, para ser budista es preciso tener muy claro qué son las tres joyas del buda, el dharma y el sangha, y qué relación guardan con tu vida espiritual. Existe el refugio causal del buda, o todos los budas del pasado, presente y futuro, de los que el más relevante para nosotros es el Buda Sakiamuni, o el refugio en tu propio potencial para la iluminación, el buda que llegarás a ser. En cuanto al dharma, está el dharma que fue enseñado en las escritu­ras y cuyas revelaciones fueron impartidas, que se en­cuentra en las mentes de quienes han recibido una transmisión interior. En último lugar está el refugio en el sangha, tanto los monjes corrientes, que son símbolos del sangha, como los arya sangha, los seres que han ad­quirido una experiencia meditacional de la modalidad fundamental de la verdad. Por eso se dice que Buda es el maestro; el dharma, el camino, y el sangha, los compañe­ros espirituales que te ayudan.
De estos tres, el más importante para nosotros como individuos es el dharma, pues en última instancia sólo po­demos ser ayudados por nosotros mismos. Nadie más puede concedernos nuestra iluminación o alcanzarla por nosotros. La iluminación sólo llega a quienes practi­can bien el dharma, a quienes lo toman y lo aplican al cultivo de su propio continuo mental. Debido a ello, el dharma es el refugio máximo de las tres joyas. Oír el dharma, contemplarlo y meditar sobre él permitirá que nuestras vidas puedan unirse a él, y eso hará que la iluminación se convierta en una posibilidad inmediata y ac­cesible.
Todos los grandes maestros kadampa del pasado in­sistieron en que el refugio debe ser practicado dentro del contexto de una intensa conciencia de la ley de la causa y el efecto, ya que debe apoyarse en la observancia de la ley del karma. Buda dijo: «Somos nuestro propio protector y nuestro propio enemigo». Buda no puede protegernos, y sólo la observancia de la ley del karma po­drá hacerlo. Si buscamos el refugio con pureza y nos es­forzamos por vivir de acuerdo con las leyes del karma, nos convertiremos en nuestro propio protector. Si vivi­mos en contradicción con el camina espiritual, nos con­vertiremos en nuestro peor enemigo y nos haremos daño a nosotros mismos en esta vida y en las vidas fu­turas.

LA MENTE DE LA PERSONA CORRIENTE CARECE DE DISCIPLINA Y DE CONTROL

Si queremos recurrir a las prácticas budistas superiores, como el desarrollo del samadhi o comprensión del vacío, o practicar los métodos yóguicos de los distintos sistemas tántricos, lo primero que debemos hacer será cultivar una mente disciplinada. Con el refugio y la autodiscipli­na como base, podremos acumular una creciente expe­riencia en las prácticas dhármicas superiores. Sin unos cimientos de disciplina, las prácticas superiores no darán fruto alguno. Todo el mundo quiere practicarlas, pero antes debemos preguntarnos si hemos llegado a domi­nar las prácticas inferiores que permiten acceder a ellas, como la disciplina. El objetivo del refugio es transformar a la persona corriente en un buda: cuando se ha conse­guido esto, el refugio ya ha servido a su propósito. En cuanto nuestra mente se convierte en buda, nuestra ha­bla se convierte en dharma y nuestro cuerpo en sangha. No obstante, la consecución de este estado exaltado de­pende de nuestra práctica del dharma. Dejar esa práctica en manos de otros y esperar obtener beneficios espiri­tuales de ello es un sueño imposible. Para purificar nues­tra mente de los errores relacionados con el karma y la percepción, y cultivar las cualidades de la iluminación dentro de nuestro flujo del ser, debemos ejecutar las prácticas y experimentar los estados espirituales. Los 108 volúmenes de las palabras del Buda que fueron traduci­dos al tibetano giran en torno al mismo tema esencial: purificar la mente y generar cualidades internas. En nin­gún sitio encontraremos escrito que otra persona pueda hacer eso por nosotros. Así pues, los budas se hallan un tanto limitados: sólo pueden liberarnos inspirándonos el deseo de practicar sus enseñanzas. Ha habido muchos budas, pero seguimos atrapados en el samsara. ¿Por qué? No porque esos budas no se compadecieran de nosotros, sino porque no fuimos capaces de practicar sus ense­ñanzas. El progreso individual a lo largo del camino es­piritual depende de los esfuerzos del individuo.
El proceso de cultivarse a sí mismo tiene muchos ni­veles. Para los principiantes, sin embargo, la primera necesidad es evitar los diez cursos de acción negativos y observar sus opuestos, los diez cursos positivos. Tres de ellos hacen referencia a las acciones físicas: en vez de matar, deberíamos amar la vida y respetarla; en vez de robar, deberíamos dar cuanto podamos para ayudar a los demás, y en vez de desear a las esposas de otros hombres, deberíamos respetar los sentimientos de los demás. Cua­tro están relacionados con el habla: en vez de mentir, siempre deberíamos decir la verdad; en vez de sembrar la disensión entre los demás burlándonos de ellos y difa­mándolos, deberíamos alentar la virtud hablando de sus buenas cualidades; la crítica y los comentarios ásperos deberían ser sustituidos por palabras amables, suaves y llenas de amor, y la charla insustancial debería ser evita­da y sustituida por actividades que tengan algún signifi­cado. Por último, tres hacen referencia a la mente: el de­seo de aferrarse a las cosas debe ser superado y hay que cultivar el desprendimiento; la animadversión dirigida contra los demás debe ser sustituida por sentimientos de amor y compasión, y las creencias incorrectas deben ser eliminadas al tiempo que se cultivan las actitudes rea­listas.
Estas diez disciplinas fundamentales deben ser segui­das por todos los budistas. No hacerla al tiempo que se recurre a los métodos tántricos superiores es engañarse a uno mismo. Son diez prácticas muy sencillas, obser­vancias que cualquiera puede seguir, y sin embargo son el primer paso para quien quiera progresar hacia los po­derosos yogas que proporcionan la iluminación en vida. Cuando buscamos refugio y nos hacemos budistas, de­bemos honrar a la familia de los budas. Seguir cualquie­ra de los diez cursos de acción negativos después de ha­ber buscado refugio es profanar el budismo. Nadie nos pide que seamos budistas. Si eres budista, es porque así lo has decidido. Así pues, lo menos que puedes hacer es comportarte como se espera de un budista. La cualifica­ción mínima es evitar los diez cursos negativos de acción y cultivar sus opuestos. Nadie es perfecto, de acuerdo, pero si queremos llamarnos budistas entonces tenemos que hacer algún esfuerzo. Cuando vemos surgir dentro de nosotros algo que causa ira o deseo de aferrarse a los objetos, lo mínimo que podemos hacer es tratar de plan­tar cara a esos estados distorsionados de la mente y man­tener una actitud libre basada en el amor.
La esencia del dharma es el cultivo de la mente, por­que todos los karmas positivos y negativos acumulados por el cuerpo y el habla tienen su origen en la mente y siguen la dirección que ésta les marca. Si no cultivamos la toma de conciencia de nuestros procesos mentales y la capacidad de cortar esos flujos de pensamiento negativo en cuanto aparecen, veinte años de meditación en una lejana caverna no nos servirán de nada. Antes de buscar una caverna, lo que deberíamos hacer es buscar buenas cualidades en nuestros pensamientos y desarrollar la ca­pacidad de vivir de acuerdo con el dharma. Sólo enton­ces nuestra estancia en la remota caverna de meditación será algo más que una pérdida de tiempo, porque de lo contrario lo único que habremos hecho en ella será hi­bernar igual que hacen los osos. Las personas que ha­blan de asistir a retiros tántricos sin haber llegado a do­minar los diez cimientos dhármicos no saben lo que se dicen.
Los seres humanos podemos alcanzar la iluminación en el curso de una vida. Pero la vida es corta, y una gran parte de ella ya ha transcurrido. Deberíamos preguntar­nos qué progresos espirituales hemos hecho. La muerte puede llegar en cualquier momento, y cuando lo haga lo único que podremos llevarnos con nosotros serán las huellas mentales de las acciones de nuestra vida. Si he­mos practicado el dharma o hemos adquirido su com­prensión, esa energía estará allí con nosotros. Pero si nos hemos pasado la vida sumidos en la negatividad, la con­ciencia que viaje a los mundos futuros estará llena de pensamientos negativos y se verá acosada por los recuer­dos de nuestros caminos samsáricos. Ahora que pode­mos practicar el dharma, deberíamos hacerlo con la ma­yor intensidad y pureza posibles. La práctica del dharma proporciona paz y armonía tanto a nuestras mentes como a las de quienes nos rodean en esta misma vida y, si no alcanzamos la iluminación en el curso de esta exis­tencia, nos proporcionará una joya capaz de satisfacer los deseos que podremos llevarnos a vidas futuras para que nos sirva de ayuda en el camino espiritual.
El futuro está en nuestras manos. La mayoría de per­sonas hacen planes fantásticos para la próxima semana, el próximo mes o el próximo año, pero lo que realmen­te importa es practicar el dharma aquí y ahora. Si lo hiciéramos, todos nuestros planes se realizarían. Cuando cultivamos las actividades virtuosas hoy, las leyes de la ori­ginación dependiente aseguran que aparezca una co­rriente de cambio positivo. Esto es lo que tiene de real­mente maravilloso el ser humano. La humanidad puede afectar dinámicamente su estado de existencia futuro aplicando la sabiduría discriminatoria a todas las activi­dades del cuerpo, el habla y la mente. Usar y cultivar esta sabiduría que nos distingue equivale a destilar la misma esencia de la vida humana.

4. MUERTE, ESTADO INTERMEDIO Y RENACIMIENTO

Las aflicciones del deseo, el odio y la ignorancia dan ori­gen a acciones contaminadas por el karma que estable­cen potencias dentro de la mente bajo la forma de pre­disposiciones. Cuando una vida llega a su fin, la persona que tiene tales predisposiciones vuelve a nacer dentro de la existencia cíclica con un cuerpo y una mente obteni­dos a través de esas causas contaminadas.
Algunas personas mueren una vez agotado el ímpetu de la acción que, en otra vida, puso los cimientos de ésta. Otras mueren sin haber consumido todo el tiempo que se les había asignado porque las causas que sustentan la vida no han podido completarse debido a las carencias o las necesidades. Esto es lo que llamamos muerte prema­tura, o muerte provocada por el agotamiento del mérito: el ímpetu de la acción que había establecido esa vida aún perdura, pero las circunstancias concordantes ex­ternas que se habían obtenido a través de otras acciones meritorias en vidas anteriores ya se han disipado.
Cuando una persona muere, la muerte tendrá lugar dentro de una mente virtuosa, no virtuosa o neutra. En el primer caso, antes de morir la persona puede intro­ducir en su mente un objeto virtuoso -como las tres jo­yas (Buda, su doctrina y la comunidad espiritual)- o su propio lama, generando así una mente de fe. También puede cultivar la ecuanimidad inconmensurable, libe­rándose con ello del deseo y del odio hacia los seres vivos, o meditar en el vacío o cultivar la compasión. Esto puede conseguirse mediante el recuerdo de haber he­cho tales cosas o a instancias de otra persona. Cultivar esas actitudes en el momento de la muerte permitirá mo­rir dentro de una mente virtuosa que mejorará el rena­cer. Morir de esa manera es bueno.
A veces, sin embargo, ocurre que otras personas, sin ningún propósito deliberado de despertar la ira, irritan al agonizante con su nerviosismo y su preocupación, ha­ciendo que se enfurezca. A veces los familiares y amigos se reúnen alrededor del lecho y se lamentan de tal ma­nera que suscitan un deseo manifiesto. Tanto si hay de­seo como si hay odio, morir dentro de una actitud peca­minosa a la que se ha llegado a estar habituado siempre resulta muy peligroso.
Algunas personas mueren con una actitud neutra, sin introducir en su mente un objeto virtuoso y sin generar deseo u odio.
Estas tres actitudes -virtuosa, no virtuosa y neutra ­perduran hasta que aparece la mente sutil de la muerte.
Según el sistema de los sutras, esta última mente sutil tie­ne que ser necesariamente neutra porque, a diferencia del yoga tantra superior, los sutras no describen técnicas para transformar mentes sutiles en estados virtuosos, sino únicamente para tratar las más toscas. Un practi­cante cualificado del tantra, no obstante, puede conver­tir las mentes sutiles asociadas a la muerte en un camino de conciencia virtuoso. Cuando se ha llegado a ese pun­to la práctica ya es muy profunda.
En cualquier caso, la actitud inmediatamente ante­rior a la muerte es muy importante, ¡Puesto que cual­quier perturbación producida en ese momento genera­rá deseo manifiesto u odio incluso en un practicante moderadamente desarrollado. Esto es debido a que to­dos tenemos predisposiciones establecidas por acciones no virtuosas anteriores, y basta con que nos encontremos en unas circunstancias inadecuadas para que aquéllas se activen. Estas predisposiciones son las que proporcionan el impulso que da origen a las vidas como animales. Si­milarmente, también contamos con predisposiciones es­tablecidas por antiguas acciones virtuosas que, al encon­trarse con las circunstancias propicias, proporcionarán el impulso originador para la feliz migración a otras vi­das como humanos.
Estas capacidades que ya se hallan presentes en nuestro contínuum mental son alimentadas por el deseo de aferrarse a las cosas, y son las que llevan a un buen o mal renacer. Si la predisposición dejada por un mal karma es activada, el resultado será una vida como animal, fantas­ma hambriento o criatura infernal.
De forma similar, si una persona que se había acos­tumbrado al comportamiento pecaminoso muere dentro de una actitud virtuosa, probablemente renacerá en una buena situación. Así pues, es muy importante que tanto el agonizante como quienes lo rodean eviten crear situa­ciones de deseo u odio e intenten generar estados men­tales virtuosos. Esto es algo que todos debemos saber.
Quienes mueren dentro de una actitud virtuosa tie­nen la sensación de pasar de la oscuridad a la luz, que­dan libres de toda inquietud y ven apariciones agrada­bles. Hay muchos casos de personas muy enfermas que, llegado el momento de la muerte, hablan con gran sere­nidad y presencia de ánimo a pesar de su enfermedad. Personas cuya enfermedad es mucho menos grave, en cambio, sucumben al pánico y apenas pueden respirar. Estas personas se hunden en el mar de los pensamientos no virtuosos, ven formas repulsivas y sienten que pasan de la luz a la oscuridad. Aquellas personas cuyo calor fí­sico ha sido reducido por la enfermedad desean calor, con lo que refuerzan las predisposiciones a renacer como una criatura infernal y, debido a ello, a renacer en un lugar donde hace mucho calor. Otras se obsesionan con las sensaciones de frescura o, por ejemplo, con el de­seo de beber agua fresca, y con ello refuerzan las predis­posiciones a renacer como una criatura del infierno he­lado y de esa manera establecen la conexión con un renacimiento de tales características. Por eso es muy im­portante evitar albergar deseos en el momento de la muerte y dirigir la mente hacia objetos saludables.
En la vida cotidiana, las actitudes de deseo, odio y ce­los, a las que tan acostumbrados estamos todos, se mani­fiestan con la más leve provocación; pero aquellas con las que no estamos muy familiarizados necesitan una consi­derable provocación, como el recurso al razonamiento, para manifestarse. De manera similar, normalmente en el momento de la muerte las actitudes con las que estamos familiarizados desde hace mucho tiempo pasan a un pri­mer término y dirigen el renacimiento. Por esta misma razón, y como el yo teme estar a punto de dejar de exis­tir, se genera un intenso deseo de aferrarse a las cosas. Di­cho deseo sirve como vínculo de conexión con el estadio intermedio entre las vidas (bardo); y el deseo de un cuer­po, a su vez, actúa como causa que establece el cuerpo del ser intermedio.
Para quienes se han visto profundamente involucra­dos en acciones no virtuosas, el calor del cuerpo se retira en primer lugar de la parte superior del mismo; a conti­nuación, de las otras partes. Quienes han estado profun­damente involucrados en acciones virtuosas, en cambio, empiezan perdiendo el calor del cuerpo por los pies. En ambos casos, el calor acaba concentrándose en el cora­zón, que es el punto del cuerpo del que emana la con­ciencia. Estas partículas de materia, de semen y de sangre combinados, en las que la conciencia entró inicialmente al inicio de la vida dentro del útero de la madre, se con­vierten en el centro del corazón; y la conciencia acaba abandonando el cuerpo por ese mismo punto cuando llega el momento de la muerte.

ESTADO INTERMEDIO

El estado intermedio sigue a la muerte de manera inme­diata, salvo para aquellos que renacen en los reinos in­formes del espacio infinito, la conciencia infinita, la «nada» o cima de la existencia cíclica: esos casos son una excepción, ya que para ellos la nueva vida se inicia in­mediatamente después de la muerte. Quienes nacen dentro de los reinos del deseo y la forma deben pasar por un estado intermedio, durante el cual cada ser tiene la forma de la persona que será en cuanto haya renaci­do. El ser intermedio tiene cinco sentidos, pero también posee clarividencia, ausencia de obstrucciones y la capa­cidad de llegar de inmediato al lugar donde desee estar. Puede ver a los otros seres intermedios de la categoría a la que pertenezcan -criatura infernal, fantasma ham­briento, animal, humano, semidiós o dios-, y puede ser visto por los clarividentes.
Si no se encuentra un lugar de nacimiento adecuado a la predisposición del ser, pasados siete días tiene lugar una pequeña muerte y se renace en otro estado inter­medio. Esto puede ocurrir un máximo de seis veces, con el resultado de que el período de tiempo más largo que se puede llegar a pasar en un estado intermedio es de cuarenta y nueve días.

RENACER

Con ello se quiere decir que aquellos seres que, incluso después de un año de su muerte, comunican que no han encontrado un lugar de nacimiento no se hallan en el es­tado intermedio, sino que han renacido como espíritus. Si se va a renacer como humano, se ve a la madre y el pa­dre futuros como si estuvieran yaciendo juntos. Si se va a renacer como hombre, esta visión genera deseo hacia la madre así como odio hacia el padre, y viceversa si se va a renacer como mujer. La aparición del deseo hace que el ser se apresure a ir allí para practicar la copulación, pero al llegar sólo verá el órgano sexual de la pareja de­seada. Esto crea ira, la cual hace cesar el estado inter­medio y establece la conexión con la nueva vida. El ser entra en el útero de la madre e inicia una vida huma­na. Después de que el semen del padre y la sangre de la madre se hayan unido a esta vida o consciencia, irán desarrollándose gradualmente en un proceso natural hasta crear los elementos de un ser humano.
El deseo atrae al ser hacia el futuro lugar de naci­miento, incluso si ese lugar es un infierno. Por ejemplo, un carnicero puede ver ovejas en la lejanía como en un sueño y cuando llega allí para matarlas, la aparición se desvanece. Eso genera ira, la cual pone fin al estado in­termedio e inicia su nueva vida en el infierno. Además, como ya se ha dicho antes, los que van a renacer en in­fiernos calientes se sienten atraídos por el calor; mientras que quienes van a renacer en infiernos fríos se sien­ten atraídos por el frío. El estado intermedio de quien va a renacer en una mala migración es aterrador: el ser co­rre al lugar del nacimiento y, cuando ve frustrado su de­seo, se enfurece y eso pone fin al estado intermedio e ini­cia la nueva vida.
La conexión con una nueva vida, en consecuencia, se establece bajo la influencia del deseo, el odio y la ignorancia. A menos que se consigan superar esas aflicciones, se vivirá envuelto en cadenas sin poder conocer la liber­tad. Hay renaceres buenos y renaceres malos, desde lue­go; pero mientras se continúe atado, habrá que seguir soportando la carga de los agregados mentales y físicos sometidos a la influencia de las aflicciones y las acciones contaminadas. Esto no ocurre sólo una vez, sino una tras otra.
Para liberarse de los padecimientos del nacer, enveje­cer, enfermar y morir, hay que superar el deseo, el odio y la confusión. Su raíz, a su vez, es la ignorancia que de­riva del concepto de una existencia inherente de las per­sonas y otros fenómenos. Las medicinas externas alivian el sufrimiento superficial, pero no pueden curar el pro­blema central. Las prácticas internas -como el recurrir a antídotos específicos contra el deseo y el odio- son de mayor ayuda, pero sus efectos son temporales. No obs­tante, si se consigue destruir la ignorancia -que es su raíz- todos esos sufrimientos cesarán al instante.
Si la ignorancia es eliminada, entonces las acciones contaminadas que dependen de ella dejan de producir­se. Sin ignorancia, además, el deseo de aferrarse a las co­sas y las predisposiciones establecidas por las acciones anteriores dejan de operar, lo cual pone fin al ciclo del renacer incontrolado.

5. AFRONTAR LA MUERTE Y MORIR BIEN

La cuestión de afrontar la muerte de una manera pacífi­ca es muy difícil. Según el sentido común, parece haber dos maneras de tratar el dolor y el problema de la muer­te. La primera consiste en intentar sencillamente eludir el problema, en alejarlo de la mente, aunque la realidad del problema sigue ahí y no se la puede minimizar. Otra manera de tratar el tema es mirar directamente el pro­blema y analizarlo, familiarizarse con él y dejar bien cla­ro que es parte de todas nuestras vidas.
Ya he tratado el tema del cuerpo y la enfermedad. La enfermedad ocurre. No es algo excepcional; forma parte de la naturaleza y es una realidad de la vida. Acontece porque el cuerpo está ahí. Desde luego, tenemos todo el derecho a evitar la enfermedad, pero a pesar de ese es­fuerzo, cuando ésta se produce lo mejor es aceptarla. Aunque uno debe esforzarse por curarla lo antes posible, no hay que imponerse otra carga mental. Como dijo el gran erudito indio Shantideva: ««Si hay una manera de vencer el dolor, no hace falta preocuparse; si no hay ma­nera de vencer el dolor, no vale la pena preocuparse». Ese tipo de actitud racional es muy útil.
Ahora quiero hablar de la muerte, que es parte de to­das nuestras vidas. Nos guste o nos disguste, algún día ocurrirá. Antes que evitar pensar en ella, conviene en­tender su sentido. En las noticias vemos con frecuencia asesinatos y muertes, pero algunas personas parecen creer que la muerte sólo les ocurre a otros, no a ellas mis­mas. Esa actitud es errónea. Todos tenemos el mismo cuerpo, la misma carne humana, y por lo tanto todos mo­riremos. Hay, por supuesto, una gran diferencia entre la muerte natural y la muerte accidental, pero en definitiva la muerte vendrá tarde o temprano. Si desde el comien­zo nuestra actitud es: ««Sí, la muerte es parte de nuestras vidas», quizá nos cueste menos enfrentarnos a ella.
Por lo tanto, hay dos maneras distintas de tratar un problema. Una es sencillamente eludirlo no pensando en él. La otra, que es mucho más eficaz, consiste en afrontarlo directamente para tener conciencia de él. En general, hay dos tipos de problema o sufrimiento: con un tipo es posible que, adoptando cierta actitud, uno pueda reducir de verdad la fuerza y el nivel de sufri­miento y angustia. Sin embargo, quizá existan otros tipos de problema y de sufrimiento para los que el hecho de adoptar cierto tipo de actitud y manera de pensar tal vez no reduzca necesariamente el nivel de sufrimiento, pero de todos modos lo prepara a uno para enfrentarse a él. Cuando suceden cosas desgraciadas en nuestras vidas, hay dos resultados posibles. Una posibilidad es la in­quietud mental, la angustia, el miedo, la duda, la frus­tración y finalmente la depresión y, en el peor de los casos, hasta el suicidio. Ése es un camino. La otra posi­bilidad es que debido a esa experiencia trágica uno se vuelva más realista, se acerque más a la realidad. Con el poder de indagación, la experiencia trágica quizá lo for­talezca a uno y le dé más independencia y confianza en sí mismo. El hecho desgraciado puede ser una fuente de fortaleza interior.
El éxito de nuestra vida y de nuestro futuro depende, como he dicho, de nuestra motivación y determinación o confianza individual. Mediante experiencias difíciles, la vida adquiere a veces más sentido. Si nos fijamos en per­sonas que lo han tenido todo desde el comienzo de su vida, vemos que cuando les ocurren cosas nimias pronto se irritan o pierden la esperanza. Otras, como la genera­ción de ingleses que vivieron la experiencia de la segun­da guerra mundial, han desarrollado actitudes mentales más fuertes a consecuencia de sus infortunios. Creo que la persona que ha padecido más infortunios puede afron­tar con mayor firmeza los problemas que la persona que no ha conocido el sufrimiento. Desde este punto de vista, un poco de sufrimiento puede ser una buena lección para la vida.
Pero ¿esta actitud es sólo una manera de engañarnos? Personalmente, he perdido mi país y, lo que es peor, en mi país ha habido mucha destrucción, sufrimiento y des­dicha. Yo he pasado no sólo la mayor parte de mi vida sino la mejor parte de ella fuera del Tíbet. Si uno lo piensa sólo desde ese ángulo, difícilmente encontrará algo positivo. Pero desde otro ángulo, se puede ver que a causa de esos hechos desafortunados yo he tenido otro tipo de libertad, por ejemplo la oportunidad de conocer a personas diferentes de distintas tradiciones y también de conocer a científicos de varios campos. Esas expe­riencias han enriquecido mi vida, y he aprendido mu­chas cosas valiosas. Así que mis experiencias trágicas tam­bién han tenido aspectos valiosos.
Mirar los problemas desde esos diferentes ángulos ali­via la carga mental o la frustración mental. Desde el punto de vista budista, cada acontecimiento tiene muchos as­pectos, y desde luego puede ser visto desde muchos án­gulos diferentes. Es muy raro o casi imposible que un acontecimiento pueda ser negativo desde todos los pun­tos de vista. Resulta útil, por lo tanto, cuando algo ocurre, tratar de observarlo desde diferentes ángulos, así se le pueden ver los aspectos positivos o beneficiosos. Además, si algo ocurre, resulta muy útil compararlo inmediata­mente con otro acontecimiento o con los acontecimien­tos de otros pueblos u otras naciones. Eso también ayuda mucho a sustentar la paz mental.
Ahora, como monje budista, explicaré de qué manera se debe afrontar la muerte. Buda enseñó los princi­pios de las cuatro nobles verdades, la primera de las cua­les es la de la causa del sufrimiento. Ésta se enseña dentro del contexto de tres características de la existen­cia, de las cuales la primera es la impermanencia. Al ha­blar de la naturaleza de la impermanencia, debemos tener en cuenta que hay dos niveles. Uno es el nivel or­dinario, que resulta muy evidente, y es el cese de la pro­longación de una vida o de un acontecimiento. Pero la naturaleza impermanente que se enseña en relación con las cuatro nobles verdades se refiere al aspecto más sutil de la impermanencia, que es la naturaleza transitoria de la existencia.
La enseñanza budista de los aspectos más sutiles de la naturaleza impermanente de la existencia apunta a establecer un reconocimiento de la naturaleza funda­mentalmente insatisfactoria de nuestra existencia. Si se entiende correctamente la naturaleza de la imperma­nencia, se entenderá también que eso revela que todos los seres existentes que advienen causalmente, es decir, que han sucedido como consecuencia de causas y con­diciones, dependen totalmente de éstas para su exis­tencia.
No sólo eso: las mismas causas y condiciones que los han producido también ocasionan la desintegración y la extinción de esas mismas entidades. Así, dentro de la se­milla de la causa de los acontecimientos está la semilla de su extinción y desintegración. Cuando esto se rela­ciona con la comprensión de la naturaleza imperma­nente de nuestros agregados, el cuerpo y la mente, la causa se refiere a nuestro propio ignorante estado men­tal, que es la raíz de nuestra existencia, y esto revela que nuestra misma existencia física, nuestra existencia cor­poral, está gobernada en gran medida por un ignorante estado mental.
Pero es la reflexión sobre los niveles más ordinarios de la impermanencia lo que finalmente nos lleva al reconocimiento de los niveles sutiles de impermanencia. Y con eso uno podrá afrontar y contrarrestar su apego a la permanencia o existencia eterna de la propia identidad o yo, porque es este apego a la permanencia lo que nos fuerza a aferrarnos a este ««ahora», es decir, solamente a los asuntos de la vida presente. Si dejamos de aferrarnos y resistimos dentro de nosotros, estaremos en una mejor posición para apreciar el valor de trabajar por nuestras vidas futuras.
Una de las razones por las que la conciencia de la muerte y de la impermanencia resulta tan decisiva en la práctica religiosa budista es que se considera que nues­tro estado mental en el momento de la muerte tiene un enorme efecto en la determinación de la forma de rena­cimiento que tendremos. Que el estado mental sea posi­tivo o negativo tendrá un gran efecto. Por lo tanto, la práctica religiosa budista subraya mucho la importancia de la conciencia de la muerte y de la impermanencia.
Aunque el principal propósito de un alto grado de conciencia de la impermanencia es entrenarnos para que a la hora de la muerte nos encontremos en un esta­do de ánimo virtuoso y positivo y se nos asegure un renacimiento positivo, hay otros beneficios. Uno de los efectos secundarios positivos de mantener un grado muy alto de conciencia de la muerte es que prepara al indivi­duo de manera tal que, al enfrentarse a ella, estará en mejor posición para conservar su presencia de ánimo. Sobre todo en el budismo tántrico, se considera que el estado mental que uno experimenta en el instante de la muerte es extremadamente sutil y, debido a la sutileza del nivel de esa conciencia, también tiene un gran poder e impacto sobre nuestro contínuum mental. Por lo tan­to, en las prácticas tántricas encontramos mucho énfasis en las meditaciones relacionadas con la muerte y tam­bién reflexiones sobre el proceso de la muerte, de ma­nera que en el momento de morir el individuo no sólo conserva su presencia de ánimo sino que está en posi­ción de utilizar con eficacia ese sutil estado de concien­cia para la realización del camino.
Por eso es por lo que encontramos que muchas me­ditaciones tántricas -conocidas técnicamente como las ««meditaciones yoga de deidades» porque son meditacio­nes sobre deidades- involucran el proceso de disolución, ya que reflexionan sobre la disolución de los elementos que experimenta el individuo en el instante de la muer­te. En realidad, desde la perspectiva tántrica, todo el pro­ceso de la existencia se explica en términos de las tres etapas conocidas como «muerte», «el estado interme­dio» y «renacimiento». Se ven esas tres etapas de exis­tencia como estados o manifestaciones de la conciencia y las energías que la acompañan o impulsan, de manera  que el estado intermedio y el renacimiento no son otra cosa que diversos niveles de la sutil conciencia y energía. Encontramos un ejemplo de esos estados fluctuantes en nuestra existencia diaria, cuando en el día de veinticua­tro horas pasamos por un ciclo de sueño profundo, el período de vigilia y el estado onírico. En realidad, esas tres etapas caracterizan nuestra existencia diaria.
Al hablar sobre las distinciones que se hacen en la li­teratura tántrica entre los niveles sutil y ordinario de conciencia y mente, pienso que es importante tener en cuenta a qué nos referimos exactamente cuando decimos <«conciencia mental». La gente a menudo tiene la impresión de que cuando hablamos de la sexta concien­cia mental es que hay algún tipo de conciencia autóno­ma totalmente independiente de los estados corporales y que es, en cierto sentido, el equivalente del alma. Eso es un malentendido. Personalmente, creo que si exami­náramos nuestro mundo mental encontraríamos que la mayoría de nuestros estados y funciones mentales tienen correlatos físicos directos. No sólo la conciencia sensorial, sino también gran parte de lo que podríamos llamar conciencia mental, tiene bases fisiológicas y está íntima­mente vinculada con los estados corporales, así como el cerebro y el sistema nervioso, según los científicos, son las bases fisiológicas primarias de gran parte de nuestra experiencia consciente. Por lo tanto, cuando los esta­dos corporales cesan, esas funciones mentales también cesan.
Pero la verdadera pregunta es: ¿qué es lo que hace posible que ciertas sustancias físicas o estados fisiológicos den origen a un suceso mental o a un estado de con­ciencia? La explicación budista, especialmente la tántri­ca, apunta hacia lo que se conoce como el estado sutil de Clara Luz, que puede verse como algo independiente de una base fisiológica. Y esee estado mental de Clara Luz es el nivel más sutil de conciencia y el que, al interactuar con la base fisiológica, da origen a todos nuestros suce­sos conscientes y cognitivos.
Hay indicios seguros de la existencia de lo que llama­mos el estado mental de Clara Luz. Hay incidentes que en general tienden a ser más posibles para los adeptos re­ligiosos. Por ejemplo, entre la comunidad tibetana en el exilio ha habido casos de personas que han sido declara­das clínicamente muertas, es decir, su cerebro ha dejado de funcionar y está muerto pero la descomposición del cuerpo no ha empezado, y que permanecen en ese esta­do durante días y días. Por ejemplo, mi difunto tutor, Kyabje Ling Rinpoche, permaneció en ese estado duran­te trece días. Fue declarado clínicamente muerto y ya ha­bía experimentado la muerte cerebral, pero su cuerpo se conservó fresco y no se descompuso durante trece días.
Eso debe tener alguna explicación. La explicación budista es que, durante ese estado, el individuo no está realmente muerto, sino en el proceso de morir. Los bu­distas dirían que aunque la relación mente-cuerpo ha ce­sado en el nivel más burdo, más ordinario, no ha cesado en el nivel sutil. Según una determinada literatura tán­trica conocida como la Guhyasamaja Tantra, cuando un individuo pasa por el proceso de la muerte, hay un cier­to proceso de disolución. De esa disolución al estado de Clara Luz hay un ciclo de inversión, y cuando ese ciclo alcanza cierta etapa, comienza una nueva vida llamada renacimiento. Entonces ese renacimiento permanece, y el individuo vuelve a pasar por un proceso de disolución. En cierto modo, la muerte está en el estado intermedio cuando los elementos se disuelven en la Clara Luz y de allí salen de nuevo bajo otra forma. Por lo tanto, la muerte no es más que esos puntos intermedios, cuando los diversos elementos fisiológicos del individuo se disuelven en el punto de la Clara Luz.
En cuanto al verdadero proceso de disolución de los diversos elementos, la literatura menciona diferentes es­tados de disolución y los signos que los acompañan. Por ejemplo, en el caso de la disolución de los niveles de ele­mentos más ordinarios, hay signos e indicios tanto inter­nos como externos que marcan la disolución. Cuando se trata de los elementos sutiles, sólo hay signos internos, como visiones, y así sucesivamente. Ha habido cada vez más interés entre los científicos que estudian la muerte en esas descripciones del proceso de disolución, en par­ticular en los signos internos y externos. Como budista, creo que es muy importante que estemos atentos a las in­vestigaciones científicas en marcha. Sin embargo, debe­mos poder distinguir entre fenómenos que todavía no han sido comprobados por la metodología científica existente y fenómenos que se puede considerar refuta­dos por la investigación y los métodos científicos. Yo di­ría que si determinado fenómeno aparece refutado por la ciencia, mediante la investigación y los métodos cien­tíficos, como budistas deberemos respetar esas conclu­siones.
En cuanto uno se familiariza con la muerte, en cuan­to uno adquiere algunos conocimientos sobre sus procesos y reconoce sus señales externas e internas, está pre­parado para ella. Según mi propia experiencia, todavía no estoy seguro de que en el momento de morir vaya a utilizar todos esos ejercicios para los que me he prepa­rado. ¡No tengo ninguna garantía! Pero a veces, cuando pienso en la muerte, siento una cierta excitación. En vez de miedo, tengo una sensación de curiosidad, y eso me facilita mucho la aceptación de la muerte. Me pregunto hasta qué punto puedo utilizar esos ejercicios. Por su­puesto, mi único pesar si muriera hoy es: «¿Qué le ocu­rrirá al Tíbet? ¿Qué pasará con la cultura tibetana? ¿Y los derechos de los seis millones de tibetanos?». Ésa es mi preocupación. Fuera de eso, casi no siento miedo a la muerte. ¡Quizá tenga una confianza ciega! Es bueno, por lo tanto, reducir el miedo a morir. En mis oraciones dia­rias me formo una imagen mental de ocho yogas de dei­dades diferentes y de ocho muertes distintas. Tal vez cuando la muerte haga acto de presencia fracase toda mi preparación. ¡Espero que no!
De todas maneras, pienso que esa costumbre es men­talmente muy útil para afrontar la muerte. Aunque no exista una próxima vida, resulta provechosa si quita el miedo. Y como hay menos miedo, uno puede estar más preparado. Como para una batalla, sin preparación exis­ten muchas probabilidades de que uno pierda, pero si está bien preparado, las probabilidades de defenderse aumentan. Por lo tanto, si uno está bien preparado en el momento de la muerte, puede conservar la paz de espí­ritu. La paz de espíritu en el momento de morir es la base para cultivar la correcta motivación, y ésa es la ga­rantía inmediata de un buen renacimiento, de una me­jor vida futura. En particular para el adepto del Maha­anuttarayoga Tantrayana, la muerte es una de las raras oportunidades para transformar la mente sutil en sabi­duría.
En cuanto a lo que nos espera después de la muerte, los budistas hablan de tres reinos de existencia, conocidos técnicamente como ««el reino de la forma», «el reino de lo informe» y «el reino del deseo». Tanto el reino de la forma como el del deseo tienen una etapa intermedia antes de que uno renazca, conocida como ««el estado in­termedio». A lo que apunta todo esto es a que, aunque la ocasión de la muerte nos proporciona la mejor opor­tunidad para utilizar nuestro nivel más sutil de concien­cia, transformándolo en un camino de sabiduría, si no podemos aprovechar eficazmente esa oportunidad hay un estado intermedio que, aunque es más ordinario que en el instante de la muerte, es mucho más sutil que la conciencia en el instante del renacimiento. Así que hay otra oportunidad. E incluso si no podemos aprovechar­la, existe el renacimiento y un ciclo que continúa.
Entonces, para aprovechar la maravillosa oportuni­dad concedida en el momento de la muerte y, después de eso, durante el estado intermedio, lo primero que ne­cesitamos es adiestrarnos a fin de poder utilizar esos mo­mentos. Para ello, el budismo enseña al individuo a apli­car varias técnicas durante los estados de ensueño, sueño profundo y vigilia.
Para terminar, pienso que en el momento de la muer­te una mente tranquila resulta esencial, crea uno en lo que crea, sea el budismo o alguna otra religión. En el momento de la muerte, el individuo no debería tratar de sentir ira, odio, etcétera. Eso es muy importante en el ni­vel convencional. Creo que hasta los no creyentes entienden que es mejor morir de una manera pacífica. Es algo mucho más feliz. Para los que creen en el cielo o en algún otro concepto, también es mejor morir de mane­ra pacífica con el pensamiento puesto en el Dios propio o en la creencia en fuerzas superiores. Para los budistas y también para otras antiguas tradiciones indias que aceptan la teoría del renacimiento o del karma, por su­puesto que un estado mental virtuoso en el momento de la muerte es beneficioso.

III
HACIA UNA ÉTICA
DE LA RESPONSABILIDAD

HACIA UNA ÉTICA UNIVERSAL

El afecto, la naturaleza humana y la compasión

El afecto es la base o el fundamento de la naturaleza hu­mana. Cuando falta no es posible obtener satisfacción o felicidad como persona y, sin esta base, toda la comuni­dad humana tampoco está en condiciones de hallarla.
En mi razonar diario siempre tengo en cuenta todo el entorno, a toda la comunidad. Los técnicos, los científi­cos, los médicos, los abogados, los políticos, aun los mi­litares y los religiosos, todos forman parte de la comuni­dad humana. Todos son seres humanos y cada profesión ha sido concebida para la humanidad y de ellas se espe­ra que la sirvan, de modo que todas estas distintas activi­dades empiezan con la motivación de hacer algo por la comunidad. Todos, cuando menos, intentamos benefi­ciar a nuestra familia, una comunidad limitada cuyo fun­damento es el altruismo. Por lo tanto, la condición o cualidad humana básica es el afecto, es decir, es la clave que permite el acceso a todo lo demás.
Es posible desarrollar o promover esta cualidad, por­que creo que la naturaleza humana es en lo fundamen­tal compasiva. Por supuesto, la ira, el odio y todas las emociones negativas también forman parte de nuestra mente humana, aunque la fuerza que predomina en ella es aún la compasión.
Consideremos, por ejemplo, el acto de concebir un hijo. La concepción tiene lugar cuando un hombre y una mujer se unen, debido a un amor genuino. Eso significa que se respetan mutuamente, que se preocupan el uno por el otro y que comparten un sentido de la responsabilidad. Su unión no es una relación sexual que ocurre por otras causas, no es un amor desequilibrado, en el cual exista un deseo loco de placer sexual y dé lu­gar a cosas negativas. Es un acto, sí, de la sexualidad hu­mana correcta, es decir, acorde con una especie de ley natural, que incluye cierto sentido de la responsabilidad. De ese modo se inicia la vida humana. Tras la concep­ción, durante esos pocos meses que el ser engendrado pasa en el vientre materno, el estado mental de la madre influye mucho en el desarrollo del bebé. Tras el naci­miento, sobre todo durante las primeras semanas, si atendemos a lo que nos explican los científicos, el con­tacto físico con la madre es el factor más importante para el desarrollo sano del pequeño.
Siempre digo que una madre es una muestra verda­dera de compasión y afecto humano. Por tanto, no hay que considerar la compasión como una actitud exclusiva de cierta religión. Es la naturaleza básica que todos no­sotros compartimos. La leche materna es un símbolo de esta compasión universal. Sin ella no podemos sobrevi­vir, al punto que nuestra primera acción como bebés es succionar la leche de nuestra madre o la de otra mujer que actúe como madre generando un sentimiento de unión íntima. En esos momentos puede que no sepamos cómo expresar el amor, ni lo que es la compasión, pero hay un fuerte sentimiento de proximidad. Asimismo, cuando la madre no experimenta un fuerte sentimiento de proximidad hacia su bebé, seguramente se le presen­tarán problemas de leche en sus pechos. En este sentido, la leche materna es un magnífico símbolo de lo que la compasión y el afecto son.
Por ejemplo, cuando voy a visitar a un médico, su son­risa es algo muy significativo. Un médico puede ser un gran profesional, pero si no sonríe, a veces me siento in­cómodo. Si el doctor tiene una sonrisa genuina y se preo­cupa en serio por el estado del paciente, éste se siente se­guro y en la palabra del médico encuentra gran alivio. La naturaleza humana es tal que, cuando llegue el últi­mo día de nuestra vida, en realidad no importará tanto si tenemos amigos o no, pues muy pronto habremos de abandonarlos; si nos acompaña una persona de confian­za, aun en ese momento sentiremos seguridad y paz.
Nunca se insistirá lo suficiente en que la vida humana se basa en el afecto. Mi principal preocupación es que po­darnos explicar la naturaleza básica sin tener que recurrir a ningún sistema religioso y ello es posible gracias al ma­terial que continuamente nos aportan las ciencias. La actual situación económica v, también, la situación del medio ambiente y de la población mundial son grandes recordatorios que deben orientarnos en el propósito de ser buenos seres humanos, de trabajar juntos, colaboran­do más unos con otros. Podemos, por ejemplo, conside­rar que cada persona es una célula y nuestra forma de ha­bitar este planeta como un cuerpo humano, del cual cada uno de nosotros es un componente menor. Sin coordinación, una entidad individual no se puede sustentar, no puede estar sana, no puede sobrevivir. A veces, algunas de las células son muy conflictivas, pero otras pueden ayudar a salvar el cuerpo. Aquí esta analogía nos habla de la rea­lidad y no de un mero tema metafísico.
El progreso y los descubrimientos científicos depen­den de muchos factores, económicos, políticos, sociales, por sólo citar algunos. Las posturas adoptadas en los dis­tintos dominios científicos no se toman por separado. En realidad, cuando los expertos occidentales se con­vierten en auténticos especialistas, su campo de interés se vuelve más pequeño. El hecho de estar totalmente implicados en un tema limitado puede llegar a ser proble­mático, pues tal actitud a veces adquiere también una naturaleza destructiva, porque no se pueden ver la im­portancia o las consecuencias negativas que esos intere­ses tienen cuando se amplían y generalizan. Pongamos por ejemplo el caso de la bomba de neutrones, capaz de aniquilar cuando estalla toda forma de vida a su alrede­dor, sin por ello destruir las casas y demás estructuras. Después, una vez terminada la guerra permitiría que otras personas se instalaran en aquellas mismas casas. Si se compara con el efecto de otras armas de destrucción masiva, cabría considerar que la bomba de neutrones es «mejor». Pero hay que mirar las cosas desde diversos án­gulos. Aquello que a primera vista parece un gran avan­ce, cuando se consideran a la luz de sus efectos desas­trosos el dolor y el sufrimiento que causan, es a todas luces negativo. Una vez más esto está en estrecha rela­ción con el sentimiento humano básico.
Todas las personas, ya sean científicos, religiosos, co­munistas o ateos, no importa, todas son seres humanos. Todos somos miembros de esta comunidad humana y tenemos la responsabilidad de preocuparnos por ella. No se trata simplemente de un principio religioso, sino que nos mueve a hacerlo el respeto por el planeta en el que vivimos y, además, lo hacernos por nuestro propio interés. Es importante tener esta visión y entenderla. Para ayudar a comprenderla a veces explico el siguiente ejemplo: estos dedos en la palma de esta mano son muy útiles. Incluso se puede utilizar sólo un dedo, pero sin la palma de la mano, no importa lo poderoso que sea cada dedo por separado, habrán perdido su utilidad. Ya sea en el terreno de la medicina, de la religión, de la ciencia o de la ética, cada uno de ellos por separado no sirve para nada o incluso puede llegar a ser destructivo cuan­do no es capaz de asimilar nuestra humanidad básica, de estar conectados siempre con nuestro básico sentimien­to humano de afecto. Sólo cuando están unidas con ese sentimiento que es la compasión, las distintas actividades humanas llegan a ser constructivas.

LA POLITICA DE LA BONDAD

Debemos empezar removiendo los mayores obstáculos de la compasión: el enfado y el odio. Como todos sabe­mos, son unas emociones extremadamente poderosas y pueden dominar nuestra mente por entero. De todas formas, podemos llegar a controlarlas.
Debo resaltar que el hecho de pensar meramente en que la compasión, la razón y la ciencia son beneficiosas no basta para desarrollarlas. Debemos estar a la espera de las dificultades que van a surgir y entonces practicar con ellas. ¿Y quién crea esas dificultades? Nuestros ami­gos no, desde luego, sino nuestros enemigos. Ellos son quienes nos dan los mayores problemas. Así, si realmen­te queremos aprender, debemos considerar al enemigo como a nuestro mejor maestro.


ABRIR LA MENTE Y GENERAR UN CORAZÓN BONDADOSO

Cuando llegue el momento de ayudar a los demás no de­beríamos conformarnos con poner cara de devoción, sino que deberíamos ser lo más realistas posible tanto en pensamiento como en obra. Aunque quizá no estemos en situación de renunciar a nuestros propios intereses, deberíamos defenderlos de una manera lo más modesta y considerada posible. Todos somos responsables del bien común, por lo que cuando es preciso hacer algo no deberíamos limitarnos a poner cara de beatos y tendría­mos que dedicar sinceramente todas nuestras energías a alcanzar esa meta. Como he dicho antes, es difícil sacri­ficar las propias metas, pero aunque cada uno de noso­tros necesita ganarse la vida, si los medios empleados para ello hacen una contribución honesta al bien co­mún, entonces tanto mejor.
Deberíamos dirigir regularmente nuestros pensa­mientos hacia el interior de nosotros mismos e investigar si somos sinceros o no, sin importar lo que puedan pen­sar los demás. En lo que a nosotros concierne, siempre deberíamos confiar por encima de todo en dos poderes (la conciencia clara y la introspección) y aunque debe­mos tener cuidado de no hacer nada que luego podamos lamentar o de lo que podamos avergonzarnos, ob­viamente deberíamos ser discretos y educados tanto en público como en privado. Si actuamos de esta forma, la felicidad vendrá a nosotros de manera natural.
Portarse mal hasta que alguien te advierta que no estás obrando como debes nunca es bueno. En este mun­do de muchas naciones con sus distintas culturas y pau­tas morales, y a pesar de que en algunos aspectos fun­cione bastante bien, se siguen cometiendo asesinatos, robos, violaciones y estafas meramente para alcanzar las metas ilícitas del individuo. Ciertamente está muy claro, y por lo tanto es de la máxima importancia que los seres humanos nos comportemos de manera decente y consi­derada, tanto si hay alguien para advertirnos como si no; y en particular nosotros los tibetanos, que hemos perdi­do nuestra tierra natal y nos encontramos dispersos por muchos países extranjeros.
Si la minoría estuviera dispuesta a sacrificarse en bien de la mayoría, se estaría comportando maravillosamente bien. Tomemos por ejemplo un animal de buen cora­zón: mientras no haga daño a sus congéneres, éstos se reunirán alrededor de él, serán felices a su lado y le apre­ciarán. Similarmente, si un hombre es menos egoísta y procura pensar todo lo posible en los demás, entonces todos verán en él a una persona consagrada al bienestar de su prójimo y lo amarán y respetarán. Esto es un ejem­plo obvio tomado de nuestras propias vidas.
No obstante, normalmente intentamos ser felices y eliminar nuestros sufrimientos, pero si estuviéramos dis­puestos a asumir esa responsabilidad con respecto a los demás igual que lo hacemos con respecto a nosotros mis­mos, seríamos inapreciablemente valiosos y todos nos considerarían dignos de respeto. El mahatma Gandhi es un ejemplo de ello: como se sacrificaba por los demás, todos lo amaban.
Si tienes corazón bondadoso, te ganarás el respeto de los demás. Pero si actúas impulsado por motivos egoístas, y aunque los demás te traten con respeto cuando te ten­gan delante, después se preguntarán de qué sirve que seas un lama o un gurú. Cuando puedan hablar libre­mente eso es lo que dirán de ti, y seguramente lo tendrás merecido. De manera similar, cuando un líder se deja llevar por el egoísmo, y aunque en público sea tratado con respeto y cubierto de elogios, después todos se ale­grarán en cuanto tenga problemas, lo cual es totalmente natural.
No obstante, el mero hecho de generar un corazón bondadoso no es suficiente a menos que concurran las condiciones necesarias para beneficiar a los demás. Por eso deberías buscar la guía de maestros cualificados puesto que sólo así podrás alcanzar ese estado funda­mental en el que harás el bien a los demás, porque si no sabes cómo emplear esos métodos entonces no serás ca­paz de ayudarlos. Si uno se encuentra en situación de guiar a otros mediante su propia experiencia, entonces debe actualizar caminos de realización correctos dentro de sí mismo y familiarizarse con ellos llevándolos a la práctica.
La COMPASIÓN Y EL MUNDO

Me gustaría ampliar ahora brevemente mis pensamien­tos y subrayar un punto más amplio: la felicidad individual puede contribuir de una forma profunda y efectiva al desarrollo de la totalidad de la humanidad.
Debido a que todos compartimos una idéntica nece­sidad de amor, es posible sentir que cualquier persona que encontremos, en cualquier circunstancia, es un her­mano o hermana. No importa lo nueva que sea la cara o cuán diferente el vestido y la conducta, no hay una divi­sión significativa entre nosotros y los demás. Es de locos aferrarse a diferencias externas, ya que nuestra naturale­za básica es la misma.
En último término, la humanidad es una, y este pe­queño planeta es nuestro único hogar. Si tenemos que proteger nuestra casa, cada uno de nosotros necesita ex­perimentar un sentido intenso del altruismo universal. Únicamente este sentimiento puede remover los moti­vos egoístas que causan que la gente se engañe y maltra­te. Si tienes un corazón sincero y abierto, te sentirás na­turalmente valioso y lleno de confianza y no tendrás necesidad de temer a los demás.
Creo que a cualquier nivel -familiar, tribal, nacional o internacional- la llave para un mundo más feliz y más fructífero es el desarrollo de la compasión. No necesita­mos convertirnos en personas religiosas, ni necesitamos creer en ninguna ideología. Lo único necesario es que cada uno de nosotros desarrolle sus buenas cualidades humanas.
Intento tratar a quienquiera que encuentro como un viejo amigo. Esto me da un auténtico sentimiento de felicidad. Es la práctica de la compasión.


Ética

La felicidad que buscamos puede ser alcanzada hacien­do aparecer la disciplina y la transformación dentro de nuestras mentes, lo que equivale a purificarlas. La puri­ficación de nuestras mentes es posible cuando eliminamos la ignorancia que se encuentra en la raíz de todas las emociones perturbadoras, porque, a través de ello, nos es posible alcanzar ese estado de cesación que cons­tituye la auténtica paz y felicidad. Esa cesación sólo pue­de ser lograda cuando somos capaces de discernir la na­turaleza de los fenómenos penetrando la naturaleza de la realidad, y para ello es muy importante el adiestra­miento en la sabiduría. Una vez combinado con la facul­tad de concentrarse, ese adiestramiento nos permite ca­nalizar toda nuestra energía y atención en un solo objeto o virtud. Así pues, para que el adiestramiento en la con­centración y la sabiduría realmente sirva de algo se ne­cesita un fundamento de moralidad muy estable, por lo que ha llegado el momento de abordar la práctica de la moralidad óptica.
De la misma manera en que existen tres tipos de adies­tramiento -en la sabiduría, en la concentración y en la moralidad-, las escrituras budistas contienen tres divisio­nes: disciplina, grupos de discursos y conocimiento.
Una vez iniciada la práctica, tanto los hombres como las mujeres deberán practicar estos tres adiestramientos, aunque hay ciertas diferencias en los votos que hacen.
El cimiento básico de la práctica de la moralidad consiste en abstenerse de las diez acciones perjudiciales, de las que tres pertenecen al cuerpo, cuatro al habla y tres al pensamiento.
Las tres no virtudes físicas son:
1. Arrebatarle la vida a un ser vivo, desde un insecto hasta un ser humano.
2. Robar o despojar a otros de su propiedad sin su consentimiento, sea cual sea su valor y tanto si el acto es cometido personalmente corno si es llevado a cabo por otra persona.
3. La conducta sexual desordenada, y especialmente cometer adulterio.
Las cuatro no virtudes verbales son:
4. Mentir y engañar a los demás a través de la palabra hablada o el gesto.
5. Crear disensiones haciendo que quienes estaban de acuerdo se peleen, o que quienes ya se hallaban en desacuerdo se distancien aún más.
6. Maltratar a los demás y ser duro con ellos.
7. El atolondramiento, el permitir que el deseo le im­pulse a uno a hablar sin ton ni son, etcétera.
Las tres no virtudes mentales son:
8. La codicia y el deseo de poseer algo que pertenece a otro.
9. La mala intención y el deseo de hacer daño a otros, ya sea poco o mucho.
10. Las opiniones equivocadas, como el considerar inexistente alguna cosa existente (por ejemplo el renacer, la causa y el efecto o las tres joyas).
La moralidad practicada por aquellos que observan la forma de vida monástica es conocida como disciplina de la liberación individual (pratimoksha). Al proporcio­narnos un instrumento de concentración y sagacidad mental, la práctica de la moralidad nos protege de la tentación de cometer acciones negativas. Por eso es el fundamento del camino budista. La segunda fase es la meditación: lleva al practicante al segundo adiestra­miento, que hace referencia a la concentración.


CONCENTRACIÓN

Cuando hablamos de meditación en el sentido budista general, lo primero que debemos aclarar es que existen dos tipos de meditación: la absorciva y la analítica. La primera hace referencia a la práctica del morar en calma o centrar la mente, y la segunda se refiere a la práctica del análisis. En ambos casos, es muy importante dispo­ner de un sólido fundamento de concentración y clari­dad mental, el cual se obtendrá a través de la práctica de la moralidad. Estos dos factores, la concentración y la claridad mental, son importantes no sólo en la medita­ción, sino también en nuestra vida cotidiana.
Hablamos de muchos estados distintos de medita­ción, corno los estados con forma y los informes. Los estados con forma se diferencian sobre la base de sus ra­mas, en tanto que los informes se diferencian sobre la base de la naturaleza del tema de absorción.
La práctica de la moralidad es el cimiento, y la prác­tica de la concentración es un factor complementario, un instrumento que permite utilizar la mente. Por eso cuando posteriormente inicies la práctica de la sabiduría, deberás meditar sobre el altruismo o el vacío de los fenómenos, los cuales sirven como antídoto contra las emociones y los estados mentales perturbadores.
2. UNA APORTACIÓN HUMANA A LA PAZ MUNDIAL

Al levantarnos por la mañana y escuchar la radio o leer el periódico hemos de hacer frente siempre a las mismas noticias: violencia, crímenes, guerra y desastres en gene­ral. No puedo recordar ni siquiera un solo día en el que no haya ocurrido algo triste. Incluso en estos tiempos modernos nuestra valiosa vida no está a salvo. Ninguna generación anterior ha tenido la experiencia de tantas y tan malas noticias. Estos constantes temor y tensión de­berían hacer dudar a cualquier persona sensible y com­pasiva sobre el progreso de nuestro tiempo.
Resulta paradójico que los problemas más graves sur­jan en las sociedades más avanzadas industrialmente. La ciencia y la teconología han avanzado poderosa­mente en algunos campos, pero los problemas básicos de la humanidad perduran. Hay un nivel cultural sin precedentes; sin embargo, esta educación que se im­parte en el mundo no parece haber fomentado la bon­dad sino únicamente la insatisfacción y el descontento.
No hay que dudar del aspecto positivo del progreso ma­terial y tecnológico, pero de alguna manera, éstos no son suficientes porque todavía no hemos alcanzado la felicidad, la paz y la superación del sufrimiento.
A la única conclusión a la que podemos llegar es que debe haber algo realmente erróneo en nuestro progreso y desarrollo y, si no lo detenemos a tiempo, podría tener consecuencias desastrosas para el futuro de la humani­dad. Con esto, no quiero decir que esté en contra de la ciencia y de la tecnología, puesto que han contribuido positivamente al bienestar material y a una mayor comprensión del mundo en que vivimos, pero les damos de­masiada importancia, corrernos el peligro de olvidar el conocimiento y la comprensión humana que aspira a la honestidad y el altruismo.
Aunque la ciencia y la técnica sean capaces de pro­porcionar un gran bienestar físico, no pueden reemplazar los tradicionales valores humanitarios y espirituales, que han dado forma a la civilización mundial, tal como la conocemos hoy, en sus distintas variedades nacionales. Nadie puede negar el gran beneficio material que supo­ne el avance científico y tecnológico, pero los problemas básicos de la humanidad siguen sin solucionarse. Conti­nuamos viviendo aún en un ambiente de más tensión, temor y sufrimiento. Deberíamos buscar un equilibrio entre el desarrollo material y el espiritual, aunque en primer lugar habría que revalorizar las cualidades hu­manitarias.
Estoy seguro de que mucha gente comparte mi in­quietud por la actual crisis moral por la que atraviesa el mundo, y me apoyan en mi llamamiento a todos los practicantes de cualquier religión y a todas las personas humanitarias para que ayuden a nuestra sociedad a ser más compasiva, justa y equitativa. No estoy hablando como budista, ni siquiera como tibetano, tampoco como experto en política internacional -aunque inevitablemente he de referirme a ella en repetidas ocasiones-; sólo intento expresarme como ser humano, como un de­fensor de los valores humanitarios que son la base no sólo del budismo mahayana, sino de todas las religiones del mundo. Desde este punto de vista quiero compartir con vosotros mi opinión personal de que:
1. El humanitarismo, a nivel mundial, es esencial para resolver los problemas globales.
2. La compasión es el pilar de la paz mundial.
3. Todas las religiones ya están a favor de la paz en el mundo en estos términos, así como lo están todas las personas humanitarias, cualquiera que sea su ideología.
4. Cada individuo tiene la responsabilidad de confi­gurar las instituciones en beneficio de las necesidades de la humanidad.

LA SOLUCIÓN DE LOS PROBLEMAS HUMANOS MEDIANTE
LA TRANSFORMACIÓN DE LA CONDUCTA HUMANA

De los muchos problemas con los que nos encontramos en la actualidad, algunos son desastres naturales que hay que aceptar y hacer frente con entereza. Otros, sin em­bargo, están ocasionados por nosotros mismos, surgen a causa de nuestros errores y se pueden corregir. En este apartado entrarían los conflictos derivados de las dife­rentes ideologías políticas o religiosas; las personas lle­gan a luchar únicamente por alcanzar unos objetivos in­significantes, olvidando los principios humanitarios que nos unen a todos como una única familia. No debemos olvidar que las diferentes religiones, ideologías y siste­mas políticos del mundo pretenden lograr la felicidad de los seres humanos. Debemos tener siempre en cuen­ta este objetivo esencial y nunca anteponer los medios al fin que nos proponemos; hay que mantener la suprema­cía del ser humano sobre la materia y la ideología.
El mayor peligro con que se encuentra la humanidad y, en realidad, todos los seres vivos de nuestro planeta, es la amenaza de la destrucción nuclear. No es necesario entrar en detalles sobre este peligro, pero me gustaría llamar la atención de todos los dirigentes de las poten­cias nucleares que tienen el futuro del mundo en sus ma­nos, de los científicos y técnicos que continúan creando estas armas de destrucción masiva, y de todas las perso­nas, en suma, que están en una posición propicia para influir en sus dirigentes: me dirijo a ellos para que ac­túen con sensatez y empiecen ya su tarea de desmante­lamiento y destrucción de las armas nucleares. Somos conscientes de que en el caso de una guerra nuclear no habrá vencedores porque no puede haber supervivien­tes. ¿No es espantoso el hecho de contemplar esta des­trucción tan inhumana y despiadada? ¿No es lógico que eliminemos la causa de nuestra propia destrucción, ya que sabemos cuál es y disponemos de los medios y el tiempo necesarios para poder hacerlo? A menudo no podemos solucionar nuestros problemas porque no sa­bemos la causa que los origina, o si la conocemos, no dis­ponemos de los medios adecuados para poder eliminar­la; pero éste no es el caso de la amenaza nuclear.
Todos los seres vivos, tanto si pertenecen a las espe­cies más evolucionadas como a las más simples, buscan en primer lugar la paz, el bienestar y la seguridad. La vida es tan valiosa para un pequeño animal como para cualquier ser humano, incluso el insecto más insignifi­cante se esfuerza por protegerse de los peligros que ame­nazan su existencia. Al igual que cada uno de nosotros quiere vivir y no desea la muerte, lo mismo sucede con todas las demás criaturas del universo, aunque las posi­bilidades que tiene cada ser para llevar a cabo su objeti­vo sean diferentes.
Hablando en general, hay dos tipos de felicidad y de sufrimiento: físicos y mentales; de los dos, considero que el sufrimiento y la felicidad mentales son más intensos. De aquí, insisto en la importancia del adiestramiento de la mente para poder sobrellevar el sufrimiento y alcanzar un estado más duradero de felicidad. No obstante, ten­go una idea más concreta y general de la felicidad: una combinación de paz interior, desarrollo económico y, por encima de todo, paz mundial. Para lograr estos fines considero necesario desarrollar un sentimiento de res­ponsabilidad universal, una profunda preocupación por todos, sin tener en cuenta el credo, el color, el género o la nacionalidad.
Para conseguir esta responsabilidad universal hay que partir del hecho de que los deseos de todos mis semejantes son los mismos que los míos. Cualquier ser busca la felicidad y no desea el sufrimiento. Si nosotros, corno seres humanos inteligentes, no aceptamos este hecho, habrá cada vez más sufrimiento en este planeta. Si actuamos en nuestra vida de forma egoísta e intenta­mos utilizar a los demás siempre en nuestro propio in­terés, podemos obtener beneficios temporalmente, pero a la larga no conseguiremos ni siquiera la felicidad individual, y la paz en el mundo será también algo inal­canzable.
Al buscar su propia felicidad, los seres humanos han utilizado diferentes métodos, a menudo crueles y repul­sivos. Se han comportado de una forma completamente impropia de su condición de seres racionales, ocasio­nando sufrimiento a su prójimo y a otros seres vivos úni­camente en su propio beneficio. Al final, estas acciones tan torpes traen sufrimiento a uno mismo y a los demás. Nacer como ser humano es un acontecimiento poco co­mún, sería sensato utilizar esta oportunidad de la forma más efectiva y hábil que fuese posible. Debemos tener una perspectiva correcta del proceso universal de la vida, para que no se alcance la felicidad o la gloria de una per­sona, o grupo de personas, a expensas de los demás.
Todo lo expuesto hasta ahora exige una nueva apro­ximación a los problemas globales. El mundo es cada vez más pequeño y más interdependiente como resultado de los rápidos avances tecnológicos, el comercio y las rela­ciones internacionales. En la actualidad dependemos los unos de los otros más que nunca, En la Antigüedad los problemas eran, por lo general, de tipo familiar y, ló­gicamente, era también en el ámbito familiar donde se intentaban solucionar. Hoy en día la situación ha cam­biado, dependemos tanto unos de otros y estamos tan ín­timamente unidos, que no podemos superar los peligros de nuestra propia existencia y mucho menos generar paz y felicidad sin un sentimiento de responsabilidad universal, sin un sentimiento de fraternidad universal y sin un convencimiento de que todos formamos parte de una gran familia humana.
Los problemas que una nación pueda tener no los puede resolver por sí misma de forma aislada, ya que de­pende, en gran medida, del interés, actitud y coopera­ción de las demás naciones. La única actitud acertada en favor de la paz mundial parece ser un acercamiento uni­versal y humanitario a los problemas comunes. ¿Qué sig­nifica esto? Si partimos de la premisa expuesta anterior­mente de que todos los seres buscan la felicidad y no desean el sufrimiento, debemos considerar moralmente erróneo y pragmáticamente poco sensato perseguir sólo nuestra propia y única felicidad, sin tener en cuenta los sentimientos y las aspiraciones de los que nos rodean como integrantes de la misma familia humana. Lo más razonable sería pensar también en nuestros semejantes cuando buscamos nuestra felicidad. Esto conduciría a lo que califico como «interés propio juicioso», con la espe­ranza de que se transforme en «interés propio compro­metido» o, mejor aún, en «interés mutuo».
Aunque el incremento de interdependencia entre naciones debería generar una atmósfera más compren­siva, en realidad, es difícil lograr un espíritu de verda­dera cooperación, ya que hay personas que permane­cen completamente indiferentes a los sentimientos y a la felicidad de sus semejantes. Cuando las personas actúan motivadas, sobre todo, por la codicia y la envi­dia, no pueden vivir en armonía. Un acercamiento espiritual puede que no resuelva todos los problemas políticos causados por el espíritu egocéntrico que exis­te, pero a largo plazo sí podrá superar el origen de las dificultades con las que nos enfrentamos en la actuali­dad.
Por otra parte, si la humanidad continúa resolviendo sus problemas considerando sólo las conveniencias a corto plazo, las generaciones futuras tendrán ante sí enormes dificultades. La población mundial está aumentando y los recursos naturales se van agotando rápi­damente. Por ejemplo, nadie sabe con exactitud cuáles serán las consecuencias que traerá consigo la masiva des­forestación, en relación al clima, al suelo y al sistema ecológico mundial en general. Nos enfrentamos a tantos problemas porque la gente se preocupa de resolverlos sólo a corto plazo, de forma egoísta y desconsiderando al resto de la humanidad. No piensan en el mundo ni en las consecuencias a largo plazo para la vida del planeta. Si nosotros, las personas de la actual generación, no me­ditamos sobre esto, las generaciones futuras no podrán hacer frente a tantas calamidades.

ÉTICA, COMPASIÓN Y FELICIDAD
De acuerdo con la psicología budista, la mayoría de nuestros problemas se deben a nuestro ardiente deseo y apego por cosas que consideramos duraderas y que, en realidad, no lo son. En la búsqueda de los objetos que deseamos, hacemos uso de la agresión y la competitivi­dad como instrumentos supuestamente eficaces. Estos procesos mentales que se han ido desarrollando en el ser humano desde tiempos inmemoriales, se traducen fácil­mente en acciones que como resultado producen una actitud beligerante, y con las condiciones actuales se muestran más efectivos. Nos deberíamos plantear qué podemos hacer para controlar y regular estos «venenos» -engaño, codicia, agresividad, etcétera- puesto que sa­bemos que se encuentran detrás de casi todos los pro­blemas mundiales.
Desde mi punto de vista, al haber sido educado en la tradición budista mahayana, considero que el amor y la compasión son la base moral para la paz en el mundo. Permitidme definir lo que entiendo por compasión. Cuando sentís lástima por una persona muy pobre, vues­tra compasión está basada en el altruismo. Por otra par­te, el amor hacia vuestro esposo o esposa, hacia vuestros hijos o hacia algún amigo íntimo se basa generalmente en el apego; si vuestro apego cambia o se deteriora, vues­tra bondad hacia esa persona también cambia, e incluso puede desaparecer. Esto no es amor verdadero. El amor sincero no se basa en el apego, sino en el altruismo. Mien­tras los seres sufran, vuestra compasión permanecerá corno una respuesta humana al sufrimiento.
Este tipo de compasión es la que debemos cultivar dentro de nosotros mismos y desarrollar de forma ilimitada. La compasión indiscriminada, espontánea e infini­ta hacia todos los seres conscientes no es, obviamente, el tipo de amor que tenemos hacia la familia o los amigos, que está inevitablemente mezclado con la ignorancia, el deseo y el apego. La clase de amor por la que debemos abogar es ese amor infinito que podemos tener incluso hacia alguien que ha actuado contra nosotros: el enemigo.
Lo esencial de la compasión es que cada uno de no­sotros quiere evitar el sufrimiento y conseguir la felicidad. Esto a su vez está basado en el sentimiento del «yo», que establece el deseo universal de la felicidad. En realidad, todos los seres tienen los mismos deseos y deberían tener los mismos derechos para cumplirlos. Si me com­paro con los demás, que son incontables, considero que los otros son más importantes, puesto que soy sólo una persona, mientras que ellos son muchos más. Además, la tradición budista tibetana enseña a apreciar a todos los seres conscientes como si fueran nuestra querida madre, y a mostrarles nuestra gratitud por medio de nuestro amor. De acuerdo con la teoría budista, nacemos y rena­cemos repetidas veces y es concebible que cada ser haya sido nuestra madre en alguna ocasión, de modo que todos los seres del universo comparten una relación fa­miliar.
Con independencia del hecho de que una persona sea creyente o no, aprecia, con seguridad, el amor y la compasión. En el mismo momento en que nacemos ya estamos bajo el cuidado y el amor de nuestros padres. En la última etapa de nuestra vida, al enfrentarnos con el su­frimiento de la enfermedad y la vejez, necesitamos de nuevo el cariño y las atenciones de los demás. Si tanto al principio como al final de nuestra vida dependemos de la amabilidad de los demás, ¿por qué no actuamos tam­bién nosotros con este mismo sentimiento hacia nues­tros semejantes en la etapa intermedia de nuestra vida?
El desarrollo de un corazón bondadoso -un senti­miento de intimidad hacia todos los seres- no conlleva la religiosidad que normalmente solemos asociar a la prác­tica religiosa convencional. Toda persona, cualquiera que sea su raza, religión o ideas políticas, puede desa­rrollarlo y especialmente quienes se consideran miembros de la familia humana y tienen una perspectiva más amplia y a largo plazo de las cosas. Pero este poderoso sentimiento, que todos deberíamos albergar y aplicar, al­gunas veces lo ignoramos, principalmente en nuestra ju­ventud, al experimentar una falsa sensación de seguridad.
Cuando nuestra perspectiva sea más amplia y consi­deremos el hecho de que todos deseamos alcanzar la fe­licidad y evitar el sufrimiento, y que nuestra importancia es muy relativa comparándonos con los demás, que son innumerables, concluiremos que vale la pena compartir nuestras posesiones con los otros seres humanos, alcan­zando, de esta forma, un verdadero sentimiento de com­pasión, de sincero amor y respeto por ellos. La felicidad individual deja de ser un consciente esfuerzo de búsque­da personal, y surge como efecto secundario y de forma espontánea del proceso de amar y servir a los demás.
Otra consecuencia de este desarrollo espiritual, muy útil en la vida cotidiana, es que proporciona tranquilidad y fuerza de ánimo. Nuestras vidas están en constan­te fluctuación, lo cual genera numerosas dificultades; si nos enfrentamos a los problemas con una mente clara y tranquila, nos resultarán más fáciles de resolver. Si, por el contrario, perdemos el control sobre nuestra mente a causa del odio, el egoísmo, la ira y la envidia, también perderemos el sentido común. En estos momentos in­controlados, nuestras mentes se ciegan y puede suceder cualquier cosa, incluso la guerra. Así, podemos concluir que la práctica de la compasión y de la sabiduría es útil para todos y, en especial, para los responsables de los asuntos políticos, en cuyas manos está la posibilidad de lograr una estructura para la paz mundial.
LAS RELIGIONES DEL MUNDO EN FAVOR DE  LA PAZ MUNDIAL

Los principios expuestos hasta ahora están de acuerdo con las enseñanzas éticas de todas las religiones del mundo -budismo, cristianismo, confucionismo, hinduis­mo, islam, jainismo, judaísmo, taoísmo, zoroastrismo-, ya que todas tienen los mismos ideales con respecto al amor, el mismo propósito de beneficiar a la humanidad a través de la práctica espiritual y el mismo resultado de convertir a sus seguidores en mejores seres humanos. Todas las religiones enseñan preceptos morales para perfeccionar las acciones de la mente, el cuerpo y la pa­labra. Todas nos enseñan que no debemos mentir, robar o quitar la vida a los demás... El objetivo común de todos los preceptos morales, establecidos por todos los grandes maestros de la humanidad, es la ausencia de egoísmo. Los grandes maestros querían apartar a sus seguidores del sendero de las malas acciones, causadas por la igno­rancia, e introducirlos en el camino de la bondad.
Todas las religiones coinciden en la necesidad de con­trolar nuestra mente indisciplinada, que alberga egoísmo y las raíces de otros problemas, y cada una de ellas enseña una senda que conduce a un estado espiritual lle­no de paz, disciplina, ética y sabiduría. Por esta razón considero que todas las religiones tienen en esencia el mismo mensaje. Las diferencias en los dogmas de fe se pueden atribuir al paso del tiempo y a determinadas cir­cunstancias así como a las influencias culturales. En rea­lidad, cuando consideramos el aspecto puramente me­tafísico de la religión, no se acaba nunca la discusión escolástica. Es mucho más razonable y beneficioso in­tentar poner en práctica en nuestra vida diaria las ense­ñanzas comunes a todas las religiones, es decir, las que nos conducen por la senda de la bondad, que discutir so­bre las pequeñas diferencias que presentan.
Del mismo modo que hay diferentes tratamientos para distintas enfermedades, hay también muchas y diversas religiones que pretenden el bienestar y la felici­dad de la humanidad. Siguiendo su propio camino, cada religión se esfuerza en ayudar a los seres humanos a evi­tar la desgracia y alcanzar la felicidad. Aunque podamos tener razones que nos hagan preferir ciertas interpreta­ciones sobre las verdades religiosas, aún hay una razón más poderosa, que proviene del corazón humano, para que tendamos a la unidad. Dentro de sus posibilidades, cada religión se esfuerza en disminuir el sufrimiento y en contribuir a la mejora de las civilizaciones en el mun­do. No se trata de un problema de conversiones, y mi co­razón no abriga ninguna pretensión de convertir a otras personas al budismo o favorecer la causa budista; más bien intento pensar de qué forma, como budista huma­nitario, puedo contribuir a la felicidad de la humanidad.
Aunque señalo las similitudes fundamentales entre las religiones del mundo, no abogo por ninguna de ellas en particular a expensas de las otras; tampoco pretendo crear una nueva «religión universal». Todas las religio­nes existentes son necesarias para enriquecer la expe­riencia humana y las civilizaciones del mundo. Puesto que nuestras mentes humanas son de diferente capacidad y disposición, necesitan distintos acercamientos hacia la paz y la felicidad. Al igual que ocurre con la atracción que se tiene por ciertos alimentos, algunas personas se sienten más atraídas por el cristianismo, otras prefieren el budismo porque no supone la existencia de ningún creador y todo depende de las propias acciones, y así, podríamos dar buenos argumentos que justifican que un creyente se decante por cada una de las religiones. De­bemos tener bien claro que la humanidad necesita de to­das ellas, para que así se puedan adaptar a los diferentes tipos de vida, necesidades espirituales y tradiciones na­cionales heredadas de los seres humanos.
En este sentido, me alegra el esfuerzo que se está rea­lizando en diversas partes del mundo por un mejor en­tendimiento entre todas las religiones. Se trata de una necesidad urgente en estos momentos. Si todas las reli­giones toman como principal empresa una mejora de la humanidad, entonces podrán fácilmente unirse en su labor y lograr la armonía en favor de la paz mundial. Una comprensión y aceptación entre todas las creencias traerá la unidad necesaria para que todas las religiones puedan trabajar juntas. Sin embargo, aunque éste sería un importante paso, debemos recordar que no hay solu­ciones rápidas y sencillas. No hay que ignorar las dife­rencias doctrinales existentes entre las diversas religio­nes, tampoco podemos esperar que una nueva religión universal reemplace a las ya existentes. Cada religión ha de actuar de un modo determinado, adaptándose a un grupo concreto de personas y a su forma de vida. El mundo necesita todas y cada una de las religiones.
Existen dos tareas fundamentales a las que los practi­cantes de cualquier religión que están preocupados por la paz en el mundo han de hacer frente. La primera es fomentar una mayor comprensión entre los diferentes credos, así corno crear un grado viable de unidad entre todas las religiones. Esto se puede lograr, en parte, res­petando las creencias de los demás y haciendo hincapié en nuestra común preocupación por el bienestar de la humanidad. En segundo lugar, debemos establecer un acuerdo con respecto a los valores espirituales básicos del ser humano que afectan al corazón de cada persona y aumentan la felicidad de todos en general. Esto signi­fica que debemos incidir en el común denominador de todas las religiones del mundo, es decir, en los ideales humanitarios. Estos dos pasos nos permitirán actuar de forma individual, y a la vez colectiva, a fin de crear las condiciones espirituales necesarias para la paz en el mundo.
Los practicantes de las diferentes religiones podre­mos trabajar juntos por la paz en el mundo cuando consideremos a cada uno de los diferentes credos como ins­trumento fundamental para poder desarrollar un buen corazón que ame y respete a los demás y tenga un ver­dadero sentido de comunidad.
A pesar de la progresiva secularización debida a la modernización de las sociedades y a pesar de los inten­tos sistemáticos de destrucción de los valores espirituales en algunas regiones del mundo, la gran mayoría de la humanidad es creyente. La imperecedera fe en la reli­gión, evidentemente incluso en los sistemas políticos re­ligiosos, pone de manifiesto el poder que la religión tie­ne por sí misma. Esta energía y fuerza espiritual puede ser utilizada eficazmente para crear las condiciones espi­rituales necesarias en beneficio de la paz mundial.
Tanto si podemos lograrla como si no, no tenemos otra elección que la de trabajar con este objetivo. Si nuestra mente está dominada por el odio, perderemos la mejor parte de nuestra inteligencia humana: la sabidu­ría, la capacidad de decidir entre lo bueno y lo malo. El odio es uno de los problemas más serios con los que se enfrenta el mundo.

LA CAPACIDAD INDIVIDUAL DE MODELAR LAS INSTITUCIONES

Dentro de cada nación se debería otorgar a cada indivi­duo el derecho a la felicidad y en las diversas naciones debería haber una constante preocupación por el bie­nestar de todas, incluso las más pequeñas. No estoy sugi­riendo que un sistema sea mejor que otro y que deberí­amos adoptarlo, sino todo lo contrario: debe haber una gran variedad de sistemas e ideologías políticas dentro de la comunidad humana para que se puedan adecuar a los diferentes pueblos y culturas. Esta variedad potencia la búsqueda incesante de la felicidad en el ser huma­no. De cualquier modo, cada comunidad debería ser li­bre para desarrollar su propio sistema político y socio­económico, basado en el principio de la autodetermi­nación.
Conseguir la justicia, la armonía y la paz depende de muchos factores. Deberíamos plantearnos esta cuestión intentando beneficiar a la humanidad a largo y no a cor­to plazo. Soy consciente de la enorme tarea que esto supone, pero no veo más alternativa que la propuesta, basada en nuestra condición de seres humanos. Cada na­ción no tiene más elección que preocuparse por el bie­nestar de las otras y, no sólo por sus principios hu­manitarios, sino por su propio interés a largo plazo. Se puede apreciar esta nueva realidad al contemplar la creación de organizaciones económicas, regionales o continentales, corno la Unión Europea, la Asociación de las Naciones del Sudeste Asiático...
En las actuales condiciones hay una creciente necesi­dad de comprensión entre los seres humanos y de un sentimiento de responsabilidad universal. Para lograr ta­les objetivos debemos desarrollar un corazón bondado­so; sin él, no podremos conseguir la felicidad universal ni una paz mundial duradera.
Los seres humanos han intentado crear sociedades más justas e igualitarias, han establecido instituciones con cartas magnas para combatir las fuerzas antisociales. Por desgracia, todas estas ideas han sido desviadas por el egoísmo. Más que nunca, podemos declarar que la ética y los nobles principios están oscurecidos por la sombra del propio interés, especialmente en el ámbito político. Hay una escuela de pensamiento que nos aconseja abs­tenernos de cualquier acercamiento a la política, ya que ésta se ha convertido en sinónimo de amoralidad. La po­lítica desprovista de ética no fomenta el bienestar huma­no y la vida sin moralidad reduce los seres humanos a la categoría de pura animalidad. Sin embargo, la política no es «sucia» en sí misma; mejor podríamos decir que ha sido la forma de utilizar las ideas políticas lo que ha desvirtuado los altos ideales y los nobles conceptos que fa­vorecían el bienestar de la humanidad. Es natural que la gente espiritual exprese su preocupación por los diri­gentes religiosos que «entran» en política, ya que temen que la religión se corrompa con sucias ideas políticas.
Hay que poner en duda la creencia popular de que la religión y la ética no tienen lugar dentro de la vida polí­tica y de que las personas religiosas deberían aislarse como ermitaños. La ética es tan esencial para un políti­co como para un practicante de la religión. Si los polí­ticos y los gobernantes olvidan los principios morales pueden sobrevenir peligrosas consecuencias. Tanto si creemos en Dios como en el karma, la ética es funda­mental.
Las cualidades humanas como la moralidad, la com­pasión, la decencia, la sabiduría..., han sido los fundamentos de todas las civilizaciones; estas cualidades se de­berían inculcar desde un principio, desde la niñez, y cultivar y mantener por medio de una educación moral sistemática, en un ambiente social apropiado que nos conduzca a un mundo más humano. No podemos aguar­dar sólo a la siguiente generación para realizar este cambio; la generación actual debería intentar renovar los valores básicos humanos. Si existe alguna esperanza, radica en las generaciones futuras; pero no será así, si no empezamos a realizar importantes cambios a escala mundial en nuestro actual sistema educativo. Necesita­mos una revolución en nuestro compromiso con la prác­tica de los valores humanitarios universales.
Puesto que vivimos en una sociedad, deberíamos compartir los sufrimientos de nuestros conciudadanos y practicar la comprensión y la tolerancia, no sólo hacia nuestros seres queridos, sino también hacia nuestros enemigos. Esto es una prueba para nuestra fuerza moral. Debemos predicar con el ejemplo, pues no podemos convencer a los demás de los valores de la religión con meras palabras. Debemos vivir con los mismos modelos de integridad y sacrificio que pedimos a los demás. El fin esencial de todas las religiones es servir y beneficiar a la humanidad. Por esta razón es tan importante que la re­ligión siempre se utilice para conseguir la paz y la felici­dad de todos los seres, y no únicamente para convertir­los. En realidad, es importante que los que siguen las enseñanzas de una determinada religión no se aíslen de su sociedad, deben continuar viviendo en ella, en armo­nía con los otros miembros. Escapar de la propia comunidad no beneficia a los demás, y éste es precisamente el fin básico de toda religión: beneficiarlos. A este respecto hay dos puntos esenciales a tener en cuenta: autoanálisis y autocorrección. Constantemente deberíamos comprobar nuestra actitud hacia los demás, examinándonos cui­dadosamente, y a continuación y de forma inmediata tendríamos que corregirnos al considerar que estamos equivocados.
Para renovar los valores humanos y lograr la felicidad duradera necesitamos recurrir a los principios humani­tarios comunes a todas las naciones del mundo. En estas líneas se puede encontrar una apremiante advertencia, para que no olvidemos los valores humanos que nos unen a todos en una gran familia sobre este planeta.
No podemos seguir invocando las barreras naciona­les, raciales o ideológicas que nos separan, sin generar repercusiones destructivas en el contexto de la nueva in­terdependencia, sobre todo teniendo en cuenta que el provecho de los demás es la mejor forma de provecho propio. La interdependencia, por supuesto, es la ley fun­damental de la naturaleza. No sólo la infinidad de for­mas vitales; el más sutil nivel de los fenómenos materia­les está también regido por la interdependencia. Todos los fenómenos, desde el planeta en su conjunto hasta los océanos, las nubes, los bosques y las flores, existen en de­pendencia de sutiles modelos energéticos y sin la inte­racción adecuada se disolverían y se pudrirían.
La responsabilidad universal es la clave de la supervi­vencia humana y es el mejor cimiento de la paz mundial.
3. POR UNA ÉTICA DE LA RESPONSABILIDAD
UNIVERSAL
Al comenzar el siglo XXl, descubrimos que el mundo se ha vuelto más pequeño y que los pueblos del planeta están en camino de convertirse en una comunidad. Las alian­zas políticas y militares han creado grandes grupos multi­nacionales, la industria y el comercio internacional han producido una economía global, y las comunicaciones a escala mundial están eliminando las antiguas barreras de la distancia, el lenguaje y la raza. Durante el siglo XX pasarnos por muchas experiencias, tanto constructivas como extremadamente destructivas. También nos unen los graves problemas a los que nos enfrentamos: la sobre­población, la disminución de los recursos naturales, y una crisis medioambiental que amenaza nuestro aire, nuestra agua y nuestros árboles y el vasto número de her­mosas formas de vida que constituyen la base de la exis­tencia en este pequeño planeta que compartimos. De­bemos aprender de esas experiencias y tenemos que en­frentarnos al nuevo milenio de una manera más holísti­ca, con una mentalidad más abierta y una mayor ampli­tud de miras.
Pienso que para estar a la altura del desafío que nos plantea nuestra época, los seres humanos tendremos que desarrollar un mayor sentido de la responsabilidad universal. Cada uno de nosotros deberá aprender a tra­bajar no sólo para sí mismo, su familia o su nación, sino en beneficio de toda la humanidad. La responsabilidad universal es la auténtica clave de la supervivencia huma­na. Llevo algún tiempo pensando en cómo incrementar nuestro sentido de la responsabilidad mutua y el motivo altruista del cual deriva, y me gustaría ofreceros las conclusiones a las que he llegado.


UNA FAMILIA HUMANA

Tanto si nos gusta como si no, todos hemos nacido en este planeta formando parte de una gran familia humana. Ricos o pobres, educados o carentes de instrucción, pertenecientes a una nación u otra, a una religión u otra, seguidores de tal o cual ideología, en última ins­tancia cada uno de nosotros es un ser humano igual a to­dos los demás: todos deseamos la felicidad y ninguno de nosotros quiere sufrir. Además, todos tenemos idéntico derecho a perseguir esas metas.
El mundo actual requiere que aceptemos que sólo existe una humanidad.
En el pasado, las comunidades aisladas podían per­mitirse el lujo de considerarse fundamentalmente separadas de las demás e incluso podían existir en un aisla­miento total. Pero hoy en día lo que ocurre en una parte del mundo acaba afectando a la totalidad del planeta. Por eso debemos tratar cada problema local como una cuestión global desde el momento en que surge. Ya no podemos invocar las barreras raciales, nacionales o ideo­lógicas que nos separan sin que eso provoque reper­cusiones destructivas. Dentro del contexto de nuestra nueva interdependencia, pensar en los intereses de los demás es la mejor manera de defender nuestros propios intereses.
Considero que esto es un motivo de esperanza. La ne­cesidad de cooperar sólo puede reforzar a la humani­dad, porque nos ayuda a comprender que el cimiento más sólido para el nuevo orden mundial no puede que­dar limitado al desarrollo de alianzas políticas y econó­micas más grandes, sino que exige que cada individuo practique el amor y la compasión.
Para que podamos disfrutar de un futuro mejor, más feliz, estable y civilizado, cada uno de nosotros deberá desarrollar un sincero sentimiento de fraternidad uni­versal.


LA MEDICINA DEL ALTRUISMO

En el Tíbet decimos que la medicina del amor y la com­pasión puede curar muchas enfermedades. Esas cualida­des son la fuente de la felicidad humana, y la necesidad que tenemos de ellas forma parte de la naturaleza esen­cial de nuestro ser. Desgraciadamente, el amor y la com­pasión llevan demasiado tiempo ausentes de gran núme­ro de esferas de la interacción social. Por lo general confinados a la familia y el hogar, el practicarlos en la vida pública está considerado como poco práctico, e incluso como una muestra de ingenuidad, una situación sin duda lamentable. En mi opinión, la práctica de la compasión no es un mero síntoma de idealismo falto de sentido prác­tico, sino la manera más efectiva de defender nuestros in­tereses al tiempo que protegernos los de los demás.
Cuanto mas dependemos de los demás, ya sea como nación, como grupo o como individuos, más nos convie­ne asegurar su bienestar. Practicar el altruismo es la fuente del compromiso y la cooperación, y no basta con el mero hecho de reconocer la necesidad de armonía. Una mente entregada a la compasión es como un depó­sito rebosante, porque se convierte en una fuente cons­tante de energía, determinación y bondad. Esa mente es como una semilla: cuando se la cultiva, da origen a mu­chas otras buenas cualidades, corno el perdón, la tole­rancia, la fuerza interior y la confianza en nuestra capa­cidad para superar el miedo y la inseguridad. La mente compasiva es como un elixir, porque es capaz de trans­formar las situaciones nocivas en situaciones benéficas. Por eso nunca deberíamos limitar nuestras expresiones de amor y compasión a nuestra familia y amistades. Por ello la compasión tampoco debe ser considerada como una responsabilidad exclusiva del clero, el sistema sani­tario y la asistencia social: tiene que estar presente en to­das las facetas de la comunidad humana.
Tanto si el origen del conflicto se encuentra en la po­lítica, los negocios o la religión, el enfoque altruista sue­le ser el único medio de resolverlo. A veces los mismos conceptos que usamos a la hora de mediar en una dis­puta son la causa del problema. Cuando el ponerse de acuerdo parece imposible, ambos bandos deberían re­cordar la naturaleza humana básica que los une. Eso ayu­dará a salir del atasco y, en última instancia, puede faci­litar que todos alcancen sus metas. Aunque es posible que ninguno de los dos bandos quede totalmente satis­fecho, si ambos hacen concesiones al menos así desapa­recerá el peligro de que el conflicto acabe agravándose. Si todos sabemos que esta forma de compromiso es la manera más efectiva de solucionar los problemas, ¿por qué no la usamos con más frecuencia?
Cuando pienso en la falta de cooperación existente en la sociedad humana, sólo puedo llegar a la conclusión de que tiene su origen en la ignorancia de nuestra naturaleza interdependiente. El ejemplo de los peque­ños insectos, como las abejas, suele conmoverme. Las le­yes de la naturaleza dictan que las abejas deben colabo­rar para poder sobrevivir. Como resultado, poseen un sentido instintivo de la responsabilidad social: carecen de constitución, leyes, política, religión o adiestramiento moral, pero debido a su naturaleza trabajan en estrecha colaboración. A veces pueden enfrentarse entre ellas, pero en general la supervivencia de la colonia como un todo se basa en la cooperación. Los seres humanos, en cambio, tienen constituciones, vastos sistemas legales y cuerpos políticos; tenemos religión, una notable inteli­gencia y un corazón con una gran capacidad de amar. Pero pese a nuestras muchas y extraordinarias cualida­des, en la práctica nos quedamos muy por detrás de esos pequeños insectos: en ciertos aspectos, creo que las abe­jas son muy superiores a nosotros.
Por ejemplo, millones de personas viven en grandes ciudades esparcidas por todo el planeta, pero a pesar de esa proximidad física, muchas de ellas están solas. Algu­nas ni siquiera tienen a otro ser humano con el cual compartir sus emociones y sentimientos más íntimos, y viven en un estado de perpetua agitación. Esto es la­mentable. No somos animales solitarios que se asocian únicamente para aparearse. Si lo fuéramos, ¿por qué íba­mos a edificar grandes ciudades y pueblos? Pero aunque somos animales sociales que se ven impulsados a vivir juntos, por desgracia carecemos del sentido de la res­ponsabilidad hacia nuestros congéneres. ¿Qué es lo que falla? ¿Las estructuras básicas de la familia y la comuni­dad que sustentan nuestra sociedad, o nuestros recursos externos, nuestras máquinas, ciencia y tecnología? Creo que ninguna de esas cosas.
Estoy convencido de que a pesar de los rápidos pro­gresos hechos por la civilización durante el siglo XX, la causa más inmediata del dilema en que nos encontra­mos actualmente es la falta de énfasis en el desarrollo mental. Estamos tan obsesionados por su consecución que, sin darnos cuenta de lo que hacíamos, nos hemos olvidado de atender las necesidades humanas básicas del amor, la bondad, la cooperación y el pensar en los de­más. Si no conocemos a alguien o no encontramos algu­na otra razón para sentirnos unidos al individuo o al gru­po, nos limitamos a ignorarlos. Pero todo el desarrollo de la sociedad humana se basa en que las personas se ayuden unas a otras. Si hemos perdido esa humanidad esencial que es nuestro cimiento, ¿de qué pueden ser­virnos las mejoras materiales?
Cada día tengo más claro que un auténtico sentido de la responsabilidad sólo podrá dar resultados tangibles si desarrollamos la compasión. Sólo un sentimiento de em­patía espontáneo hacia los demás puede servirnos de motivación a la hora de actuar en su beneficio. Ya he ex­plicado cómo cultivar la compasión en otros lugares, y ahora me gustaría dedicar el resto de esta breve comu­nicación a analizar cómo un mayor énfasis en la respon­sabilidad universal puede ayudar a mejorar la situación actual del planeta.


LA RESPONSABILIDAD UNIVERSAL

En nuestras circunstancias actuales, ninguno de noso­tros puede permitirse el lujo de confiar en que otra persona resuelva sus problemas: todos debemos asumir nuestra cuota de responsabilidad universal. De esta for­ma, y a medida que vaya creciendo el número de indivi­duos responsables, decenas, centenares, millares o inclu­so centenares de millares de personas comprometidas con esa meta mejorarán considerablemente la atmósfera general. El cambio positivo tarda en llegar, y exige un es­fuerzo continuado. Si nos desanimamos, quizá ni siquie­ra consigamos alcanzar las metas más sencillas. Con una aplicación constante y determinada, podemos alcanzar incluso los objetivos más difíciles.
Adoptar una actitud de responsabilidad universal es, básicamente, una cuestión personal. La auténtica demostración de que obrarnos impulsados por la compa­sión no es lo que decimos durante una discusión abstracta, sino cómo nos comportamos en la vida cotidiana. Aun así, existen ciertos conceptos fundamentales que son básicos para la práctica del altruismo.
Aunque ningún sistema de gobierno es perfecto, la democracia es el que más se aproxima a la naturaleza esencial de la humanidad. Por eso quienes disfrutamos de él debemos seguir defendiendo el derecho de todos los seres humanos a vivir en democracia. Además, es el único cimiento estable sobre el cual se puede edificar una estructura política global. Para trabajar como una sola humanidad, debemos respetar el derecho de todos los pueblos y naciones a mantener sus valores propios y sus características distintivas.
En particular, será preciso llevar a cabo un tremendo esfuerzo de voluntad para introducir la compasión en el reino de los negocios internacionales. La desigualdad económica, y en especial la que separa a las naciones de­sarrolladas de los países en vías de desarrollo, sigue sien­do la mayor fuente de sufrimiento del planeta. Por muy idealista que pueda sonar esto, el altruismo, y no la mera competición y el deseo de acumular riquezas, debería ser una fuerza decisiva en el mundo de los negocios. Y al mismo tiempo que luchamos por el progreso mate­rial y el bienestar de los demás, también deberíamos prestar atención al desarrollo de la paz interior, porque así estaríamos atendiendo al aspecto interno de nuestro ser.
Junto con la educación, que generalmente sólo se ocupa de los logros académicos, también debemos desa­rrollar un mayor altruismo y el sentido de responsabili­dad hacia los demás en la mente de los jóvenes que cur­san estudios en las distintas instituciones educativas. Esto puede conseguirse sin necesidad de involucrar a la reli­gión. Debido a ello se lo podría llamar «ética secular», ya que de hecho consiste en fomentar cualidades humanas tan básicas como la honradez, la bondad, la compasión y la sinceridad.
También debemos renovar nuestro compromiso con los valores humanos en el campo de la ciencia moderna. Aunque el propósito principal de la ciencia es llegar a conocer mejor la realidad, otro de sus objetivos es mejo­rar la calidad de vida. Sin una motivación altruista, los científicos no pueden distinguir entre las tecnologías be­neficiosas y las que se limitan a producir los resultados que se esperan de ellas.
Los daños al medio ambiente que estamos viendo en la actualidad son el ejemplo más obvio de las consecuencias de esta confusión, pero la motivación correcta puede ser todavía más relevante a la hora de determinar cómo utilizaremos la extraordinaria nueva gama de téc­nicas biológicas con las que ahora podemos manipular las sutiles estructuras de la misma vida. Si no basamos cada una de nuestras acciones en un sólido cimiento éti­co, corremos el riesgo de infligir terribles daños a la de­licada matriz de la vida.
Las religiones del mundo tampoco se hallan exentas de esta responsabilidad. El propósito de la religión no es construir hermosas iglesias o templos, sino cultivar cua­lidades humanas positivas como la tolerancia, la genero­sidad y el amor. Sea cual sea su enfoque filosófico, cada religión está fundada en primer lugar y por encima de todo en el precepto de que debemos reducir nuestro egoísmo y servir a los demás. Desgraciadamente, a veces la religión causa más enfrentamientos de los que resuel­ve. Los practicantes de las distintas religiones deberían comprender que cada tradición religiosa posee un in­menso valor intrínseco y dispone de los medios para pro­porcionar salud mental y espiritual. Una sola religión, al igual que un solo alimento, no puede satisfacer a todo el mundo. Dependiendo de las distintas disposiciones mentales, algunas personas se benefician de cierta clase de enseñanzas, mientras otras se benefician de otro tipo de enseñanzas. Cada fe es capaz de crear personas bue­nas y compasivas y pese a abrazar filosofías a menudo contradictorias, todas las religiones así lo han consegui­do en un momento u otro. Por ello no hay razón para caer en las divisiones de la intolerancia y el fanatismo re­ligioso, y sí para respetar y amar todas las formas de prác­tica espiritual.
Por muy enérgicamente que se la aplique, la fuerza bruta nunca podrá llegar a aplastar el deseo básico hu­mano de libertad. Ésta, de hecho, es la fuente de la crea­tividad tanto para los individuos como para la sociedad. Si disponemos de comida, cobijo y ropa, pero carecemos del preciado aire de la libertad para que alimente nues­tra auténtica naturaleza interior, sólo somos humanos a medias: entonces somos como animales que se conten­tan con satisfacer sus necesidades físicas.


LA RESPONSABILIDAD UNIVERSAL TAMBIÉN NOS OBLIGA
A COMPROMETERNOS CON EL PRINCIPIO DE LA HONESTIDAD

Podemos pensar en la honestidad y en su falta en tér­minos de la relación entre apariencia y realidad. A veces se sincronizan, pero es frecuente que no lo hagan. Mas cuando lo hacen, eso es lo que yo entiendo por hones­tidad. Por eso cuando fingimos ser una cosa pero en realidad somos otra, no estamos siendo honestos y lo único que conseguimos es suscitar sospechas y miedo en los demás. Y el miedo es algo que todos deseamos evitar. Inversamente, cuando la interacción que mantenemos con nuestros vecinos es abierta y sincera en todo aque­llo que decimos, pensamos y hacemos, nadie tiene nece­sidad de temernos. Esto es válido tanto para el individuo como para las comunidades. Además, cuando compren­demos el valor de la honestidad en todas nuestras em­presas, nos damos cuenta de que no existe diferencia al­guna entre las necesidades del individuo y las de toda la comunidad.
El número de personas implicadas varía, pero sus de­seos de no ser engañados y su derecho a no serlo no cambian. Por eso cuando nos comprometemos con la honestidad ayudamos a reducir el nivel de los malenten­didos, la duda y el miedo dentro de la sociedad. De una manera pequeña pero significativa, creamos las condi­ciones para un mundo feliz.
La cuestión de la justicia también se halla estrecha­mente relacionada con la responsabilidad universal y la cuestión de la honestidad. La justicia entraña la obliga­ción de actuar cuando vemos que se está cometiendo al­guna injusticia. De hecho, el no actuar puede ser consi­derado como malo, aunque no en el sentido de que nos vuelva intrínsecamente malos. Pero si no osamos defen­der la justicia porque sólo pensamos en nosotros mis­mos, entonces surge un serio problema. Si nuestra res­puesta a la injusticia consiste en preguntarnos qué será de nosotros si alzamos la voz para defender lo que es jus­to y temer que haya alguien a quien no le guste que ha­blemos, es muy posible que estemos pasando por alto las implicaciones generales de nuestro silencio. Hablar en tales circunstancias puede ser no sólo un deber, sino que -y eso es todavía más importante- también puede ser un servicio a los demás.
Asimismo, el sentido de responsabilidad hacia ellos significa que tanto como individuos como en calidad de sociedad formada por individuos, tenemos el deber de cuidar de cada miembro de ésta. De hecho, el afecto que demostremos hacia esas personas es, en mi opinión, el auténtico indicador de nuestro nivel de salud espiritual, tanto el individual como el de la sociedad.


LA NO VIOLENCIA

Si bien en el pasado normalmente la simple expresión de la verdad ha sido considerada como ingenua y falta de realismo, estos últimos años han demostrado que es una fuerza inmensa de la mente humana y como resul­tado de ello, en el curso de la historia. Cuando en el fu­turo vuelva a ser necesario introducir grandes cambios en la sociedad, nuestros descendientes podrán pensar en nuestro presente como un paradigma de esfuerzo pa­cífico, un auténtico ejemplo a una escala sin preceden­tes en el que tomaron parte más de una docena de na­ciones y varios centenares de millones de seres humanos. Además, acontecimientos recientes han demostrado que el deseo de paz y libertad forma parte del nivel más fun­damental de la naturaleza humana y que la violencia es su antítesis absoluta.
Básicamente, incluso quienes son dados a la violencia aman la tranquilidad. Por ejemplo, cuando llega la pri­mavera, los días se hacen más largos, hay más sol, la hier­ba y los árboles cobran nueva vida y todo parece volver­se más joven y hermoso. La gente se siente feliz. En otoño primero cae una hoja y luego otra, y después to­das las hermosas flores van muriendo hasta que llega un momento en el que acabamos viéndonos rodeados por plantas desnudas. Entonces no nos sentimos tan alegres. ¿A qué se debe esto? Pues a que en lo más profundo de nuestro ser, todos deseamos el desarrollo constructivo y fructífero al mismo tiempo que nos disgusta ver que las cosas se derrumban, mueren o son destruidas. Cada ac­ción destructiva va en contra de nuestra naturaleza bási­ca, porque lo realmente humano es construir y ser cons­tructivo.
Estoy seguro de que todo el mundo estará de acuer­do en que debemos acabar con la violencia, pero si real­mente queremos eliminarla por completo, antes debe­ríamos analizar si tiene algún valor o no.
Si enfocamos esta cuestión desde una perspectiva es­trictamente práctica, descubrimos que en ciertas ocasio­nes la violencia parece realmente útil. La fuerza permite resolver rápidamente un problema. Al mismo tiempo, no obstante, esa clase de éxitos suele obtenerse a expen­sas de los derechos y el bienestar de otros. Como resul­tado de ello, y aunque un problema ha sido resuelto, se habrá plantado la semilla de otro.
Por otra parte, si tu causa se basa en razonamientos auténticamente sólidos, entonces no tiene sentido utili­zar la violencia. Quienes confían en la fuerza siempre son aquellos que no tienen más motivo que el deseo egoísta y que no pueden alcanzar sus objetivos a través del razonamiento lógico. Incluso cuando la familia y las amistades discrepan de ellos, quienes cuentan con razo­nes válidas pueden citar a una persona tras otra y argu­mentar su postura, mientras que quienes no cuentan con el apoyo de la razón no tardan en dejarse arrastrar por la ira: por eso la ira no es un signo de fuerza, sino de debilidad.
(En algunos aspectos este último siglo ha sido una centuria de guerra y derramamiento de sangre que ha visto cómo los gastos de defensa aumentaban año tras año en la mayoría de países. Si queremos invertir esta tendencia, debemos empezar a pensar seriamente en el concepto de la no violencia, expresión física de la com­pasión. Para que la no violencia llegue a ser una reali­dad, lo primero que debemos hacer es trabajar en el de­sarme interno y luego proceder al externo. Cuando hablo del desarme interno me estoy refiriendo a librarnos de todas las emociones negativas que producen vio­lencia. El desarme externo también tendrá que ser lleva­do a cabo gradualmente, paso a paso. Primero debemos conseguir la total abolición de las armas nucleares y lue­go progresar gradualmente hacia la desmilitarización to­tal en todo el planeta. Mientras hacemos todo eso tam­bién tendremos que tratar de poner fin al comercio armamentístico, que sigue siendo muy ampliamente practicado debido a lo lucrativo que resulta. Cuando ha­yamos hecho todas esas cosas, podremos esperar ver cómo cada año del nuevo milenio trae consigo una dis­minución gradual del gasto militar en las distintas na­ciones y un avance hacia la desmilitarización.)


A MODO DE CONCLUSIÓN

En última instancia, lo realmente importante es exami­nar tu motivación y la de tu oponente. Existen muchas clases de violencia y de no violencia, pero no es posible distinguirlas basándose únicamente en los factores ex­ternos. Si tu motivación es negativa, entonces la acción que produce es, en el sentido más profundo del término y por muy apacible y delicada que pueda parecer a pri­mera vista, violenta. Inversamente, si tu motivación es sincera y positiva pero las circunstancias requieren obrar con energía, esencialmente se estará practicando la no violencia. Sean cuales sean las circunstancias, creo que la sincera preocupación por el bienestar de los demás -y no meramente por el propio- es la única justificación para el uso de la fuerza.
La auténtica práctica de la no violencia todavía se ha­lla en una fase un tanto experimental, pero su consecución, basada en el amor y la comprensión, es sagrada. Si este experimento tiene éxito, puede abrir el camino a un mundo mucho más pacífico en este siglo que empieza.
Muchas personas parecen estar fascinadas por el nue­vo milenio, pero en sí éste no tiene nada de particular. Al entrar en el nuevo milenio vemos que todo sigue igual, y que no ocurre nada que se salga de lo corriente. No obstante, si realmente queremos que este nuevo mi­lenio sea más feliz, pacífico y armonioso para toda la humanidad, entonces tendremos que esforzarnos para que sea así. El siglo XXI deber ser un siglo de diálogo y discusión pacífica, en vez de una centuria de guerra y derramamiento de sangre. Los seres humanos siempre tendremos problemas, naturalmente, pero éstos debe­rían ser resueltos a través del diálogo y la discusión pa­cífica. Es algo que se halla en nuestras manos, y sobre todo en las de la generación más joven.
Glosario
Agregados, los cinco: el cuerpo y el espíritu del individuo, es de­cir, las formas (o la materia) de las sensaciones, las percep­ciones, las composiciones kármicas y las conciencias.
Arhat. cuatro tipos de aova: slzravrzha, pralyékabuda, bodhisattva y boda.
Bardo: estado intermedio de la muerte, del devenir, del sueño. En el momento de la muerte, el ser no desaparece completamente. Deja tras de sí su cuerpo físico, pero su contínuum mental pasa por una etapa intermedia antes de reen­contrar un nuevo soporte de existencia.
Bodhisattva: místico que, al haber hecho el voto del espíritu del Despertar Supremo (budidad), practica la filosofía del vacío con el corazón de la compasión. Se alcanza este nivel cuando se cumple el espíritu del despertar espontáneo y a partir de entonces consagra toda su energía a alcanzar el estado de Buda para poder hacer el bien de todos los seres, es decir, de todos y uno mismo.
Buda: con este término se designa el estado de perfección que corresponde a la eliminación definitiva de todos los defec­tos y obstáculos así como el completo desarrollo de todas las cualidades. Quienes obtienen este estado son llamados Aryabades o, abreviando, budas.
Calma mental (shamatha): nivel relativamente elevado de con­centración. Alcanzarlo supone haber apartado cinco obs­táculos entre los cuales se cuentan la distracción y la lasitud mental, de modo que permite practicar una meditación durante días sin sentir la menor molestia. Si bien la calma mental es una cualidad necesaria para llegar a estadios irás elevados, corre el peligro de degradarse e incluso perderse si no va aliado con otras cualidades corro la comprensión del no yo.
Compasión: sentir como intolerable el sufrimiento de un ser humano. Cumplimos la gran compasión cuando conside­ramos insoportable el sufrimiento de todos los seres sin ex­cepción, y nos comprometemos con la gran compasión cuando decidimos personalmente actuar de tal modo que con nuestros actos liberemos a todos los seres del sufri­miento y sus causas.
Cuatro nobles verdades: verdades del sufrimiento, de su origen, de su cese y del camino que conduce a ello. Enseñanza de la Primera Rueda del Dharma. No son nobles las verdades sino quienes llegan a entrar en ellas, es decir, los raya que se caracterizan por la comprensión directa del no yo.
Despertar: la fuerza espiritual que acompaña el voto de alcan­zar el Gran Despertar y, realizar el bien para todos los seres vivos, así como la práctica misma de las virtudes trascen­dentales que conducen a la omnisciencia.
Dharma: el Dharma último, o la Joya del Dharma, comporta la noble verdad del cese y la noble verdad del camino, es de­cir, las cualidades que permiten la realización de los a 'ya. Es el auténtico refugio, ya que libera del samsam. El signi­ficado del término es la idea de un orden moral y físico del universo; en este sentido se traduce corno Ley Natural. To­dos los seres existentes son dharmas, fenómenos, en el sen­tido de que tienen o llevan su propia entidad o carácter. La religión es dharma en el sentido de que contiene o protege a las personas de los desastres. En términos generales cual­quier acción noble del cuerpo, del habla o de la mente es considerada dharma porque al realizar una acción de este tipo, quien la hace se protege de toda clase de desastres. El Dharma en sentido convencional designa también la ense­ñanza dispensada por Buda y explica cómo realizar el Dharma último.
Factores perturbadores (klehsa): factor mental que, cuando se manifiesta en alguien, destruye su paz interior y crea un de­sequilibrio. Es nocivo a corto y largo plazo. Cono factores perturbadores haya que citar el apego, la ira, los celos, la ig­norancia, la torpeza o la inteligencia descarriada. El prin­cipal obstáculo de la realización de la liberación es el velo que colocan estos factores perturbadores.
Gran vehículo: aquel de los dos caminos budistas que preconi­za el altruismo.
Hinayana: «pequeño vehículo», enseñanzas expuestas por el Buda a través de la Primera Rueda del Dharma, que con­cierne a quienes aspiran a la liberación personal «shravaka y pratyeekabuda» y buscan el estado de arhat.
Karma: el karma no es simplemente la causalidad, que alude a la naturaleza de las cosas, sino el efecto que ésta tiene en la mente. En este sentido alude a la intención que subyace al acto. El acto bueno aporta la felicidad y el dañino, el sufri­miento. La noción es una de las irás importantes en el bu­dismo y se distinguen cuatro categorías. Los karma de na­turaleza mental: el factor mental de «volición» que asegura la movilidad de la mente, permitiéndole dirigirse hacia todo objeto.
Las «huellas kármicas»: las potencialidades dejadas en la mente por los karma mentales que dan resultados (agradables, pe­nosos o neutros) tan pronto corso se clan las condiciones.
Liberación: liberarse del samsara significa liberarse del sufri­miento gracias a la eliminación ele las causas primeras: los factores perturbadores o klesha.
Los doce vínculos interdependientes: son los factores que deter­minan nuestros repetidos nacer y muerte, que si se hacen cesar equivale a conseguir la liberación. Los vínculos son: la ignorancia inicial; las formaciones volicionales (el karma que introduce a un nacimiento); la conciencia; el nombre y la forma; las bases del conocimiento; el contacto; la sen­sación; la sed; la prensión, el devenir da madurez del kar­ma); el nacimiento; la vejez y la muerte.
Madhyamika: el Camino Medio, escuela del «gran vehículo» que admite la unión de las dos verdades fundamentales más allá de los extremos del eternalismo y el nihilismo.
Mahayana: «gran vehículo», expuesto por Buda en la Segunda y Tercera Rueda del Dharma. Fundado en la compasión, es el camino de los bodhisattva, determinados a realizarla feli­cidad de todos los seres. El mahayana comporta el parami­ta-yana, el «vehículo de las perfecciones» «basado en los su­tras», y el vajrayana, el «vehículo diamantino» que a los sutras añade los tantras.
Mente: el término muy amplio en su significado para el budis­mo recubre todo lo que responde a mental, espiritual, es decir, percepciones, emociones, sentimientos.
Nirvana: «más allá del sufrimiento».
Omnisciencia: sinónimo de Despertar o avivamiento perfecto.
Pranagika: sistema filosófico del mahyana, una subescuela del sistema vaadhzyamika o Camino medio, enseñado por Buda en la Segunda Rueda del Dharma, y según el cual no hay ningún ser ni entidad que se haya fundado por sus propias características. Prasanga es una forma de razonamiento que consiste en retomar las tesis radicales y desarrollarlas hasta sus últimas consecuencias, las cuales siempre son absurdas.
Sansara: ciclo de las existencias. El samsara no es en absoluto un lugar sino un modo de existencia. Se define de dos ma­neras equivalentes: 1) son los cuatro o cinco agregados contaminados (por los factores perturbadores) que consti­tuyen a los seres; 2) es el hecho de nacer y morir sin liber­tad, sometido a la influencia y dominio de los karmas y so­bre todo de los factores perturbadores, comenzando por la ignorancia.
Sila: la moralidad necesaria para el cultivo de la meditación (samadhi) y la sabiduría (prajna). Vivir una vida ética es vi­vir de acuerdo con el Dharma
Sutra y tantra: los textos relativos alas enseñanzas originales de Buda. Pueden adoptar la forma de diálogo entre éste y sus discípulos, acerca de un tema particular. Los sutras expo­nen los métodos generales de meditación que permiten desplegar la renuncia, la comprensión de las cuatro nobles verdades y los doce vínculos interdependientes, realizar el Despertar y cultivar las seis perfecciones. Sobre esta base, los tantras proponen métodos científicos que consisten en meditar concretando la comprensión de la vacuidad en forma de una divinidad y su sede.
Sanga: con Buda y Duerma forma las tres joyas; si Buda es el guía que indica el camino, el Dharma consiste en las no­bles verdades del cese y el camino, es decir, las cualidades que permiten la supresión de todo sufrimiento, sanga de­signa a los aya, es decir, a quienes tienen una comprensión directa del no yo y son los modelos para todo practicante budista.
Vehículo: conjunto de los métodos que permiten recorrer la vía, es decir, practicar.


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