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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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miércoles, 10 de diciembre de 2008

La lucha contra el demonio -- (Hölderlin · Kleist · Nietzsche)-2

La lucha contra el demonio -- (Hölderlin · Kleist · Nietzsche)-2

RESURRECCIÓN

Yo era como una nubecilla matinal: efímera a

inútil. Y a mi alrededor dormía el mundo

mientras yo florecía en mí soledad.

La Historia es la más grave de todas las diosas. Inconmovible a inmortal,

penetra con su mirada hasta las profundidades de los tiempos y, con mano

segura, sin sonrisas y sin piedades, va modelando los sucesos. Parece

indiferente, ella, la inmutable, y sin embargo tiene sus ocultos placeres. Su

misión es dar forma a los sucesos y formar tragedias de las fatalidades, pero sus

placeres, en medio de este austero trabajo, son las pequeñas analogías, las

coincidencias inesperadas que afectan a las gentes, a los pueblos, o al azar, con

sus profundas significaciones. Nada deja la Historia solo con su destino; para

todo suceso encuentra otro parecido; así, a la muerte de Hölderlin ha de

corresponder una muerte análoga.

El 7 de junio de 1843 han sacado un cadáver ligero como el de un muchacho

para llevarlo desde su cuartito a la tierra que lo ha de cubrir. Scardanelli ha

muerto y Hö1derlin no ha resucitado todavía en la gloria. Su existencia está ya

terminada. Las historias literarias mencionan su nombre como de paso, citándolo

como discípulo de Schiller. Los papeles que ha dejado -grandes rimeros y voluminosos

tomos- son en parte desdeñados; algunos son llevados a la Biblioteca

de Stuttgart; allí se les pega un número que indica el fascículo y se les pone la

abreviación «Mcpt» (manuscritos), con una cifra al lado. El polvo los va

pudriendo; nadie los hojea; tal vez en cincuenta años no les dirigen ni una sola

mirada los futuros profesores de literatura, que saben administrar muy

cómodamente las herencias del genio. Tácitamente se los tiene por ilegibles,

como escritos de un loco, como la grafomanía de un monomaníaco, como

simple curiosidad, tan simple curiosidad que, en medio siglo, nadie se empolva

los dedos desatando esas empolvadas pandectas.

Unos meses antes, en los últimos días del año 1842, en París, en el boulevard

des Italiens, un caballero obeso cae herido por el rayo de la apoplejía; se mete al

muerto en un portal; alguien reconoce en él al ex ministro del Consejo de

Estado, Henri Beyle. Algunas gacetillas recuerdan al día siguiente en la prensa

que este señor Beyle había escrito algunas narraciones de viajes y algunas

novelas, que firmaba con el seudónimo de Stendhal. Pero su muerte pasa, por lo

demás, inadvertida. Lo mismo pasó con Hölderlin. Algunos montones de manuscritos

son llevados (para que no molesten a nadie) a la Biblioteca de Grenoble, y

allí, igual que los de Stuttgart, se empolvan sin que nadie los toque durante

medio siglo. También pasan por ilegibles, por escritos sin valor alguno de un

monomaníaco de la literatura; nadie los toca. Y así las generaciones resultan

insensibles al mejor prosista francés y al mejor lírico alemán. A la Historia, en su

ironía, le gustan esas jugadas dobles.

Pero Stendhal había dicho: «Je serai célèbre vers 1900», es decir, casi en la

misma época en que Hölderlin es elevado, como un héroe, por el pueblo

alemán. Algunas personas aisladas habían adivinado ya eso, tanto en el uno

como en el otro, pero solamente Friedrich Nietzsche los había reconocido a

ambos como raíces de su propia personalidad, porque Friedrich Nietzsche fue el

espíritu más claro y más sabio que ha habido entre nosotros. Nietzsche vio en

Hölderlin al magnífico amante de la libertad, que proyecta su naturaleza hacia el

mundo; y en Stendhal vio también a un magnífico espíritu independiente que

desciende a las profundidades de su conciencia con un implacable deseo de

verdad; el uno es el genio del entusiasmo, y el otro, el genio de la renunciación,

ambos ardientes de pasión artística; ambos incomprendidos y ajenos a su

tiempo; ya por exceso de calor, ya por exceso de frialdad, ninguno de los dos

tuvo la tibieza necesaria para ser amado por sus contemporáneos. Nietzsche

encuentra en ellos dos extremos de su propio ser, y eso sin haberlos llegado a

conocer perfectamente, pues el testamento psicológico de Stendhal, su Henri

Brulard, está tan cubierto de polvo como las poesías de Hölderlin; aún ha de vivir

y desaparecer toda una generación hasta que la personalidad de esos dos

genios llegue a ser desenterrada y reconocida.

Después, sin embargo, la resurrección de Hölderlin es grandiosa. Aquel eterno

adolescente vuelve a la luz, puro, incólume, igual que aquellas estatuas griegas

que han permanecido siglos enteros bajo las arenas del pasado para salir

después a la luz mostrando su belleza. Muchos poetas tienen para nosotros un

doble aspecto, según la época de su vida en que fijemos nuestra atención:

Goethe se nos presenta ya como muchacho impetuoso, ya como hombre de

madura razón, ya como anciano profético. Schiller, como principiante lleno de

entusiasmo o como artista que ha llegado a la perfección. Pero Hölderlin

únicamente se presenta ante nuestra alma como una constelación de juventud,

del mismo modo que Kant siempre se nos aparece como un viejo. Hölderlin, al

ser transportado fuera de la realidad, quedó más allá del tiempo.

No podemos imaginar a Hölderlin más que como poeta alado, como radiante

genio de la aurora, el hijo del arte cuyas miradas conservan todo el día el frescor

del rocío matinal; siempre parece venir de una esfera más alta, de una región

que está allá arriba, y su poesía no tiene la tibieza de la sangre y del trabajo

cotidiano, sino el fuego interno de oculto origen. Hasta el demonio que le

atenaza y le hace sentir lo peligroso de su misión toma por su pureza un brillo de

serafín: como fuego sin humo, como un aliento, sube la palabra de su 9 boca. Es

así como, revestido de pureza, se presenta a las generaciones posteriores como

la imagen heroica del idealismo alemán; ese idealismo que cabalga en las nubes,

ese idealismo entusiasta que tomó en Schiller una forma teatral; en Fichte,

una forma teórica; en los románticos, una forma mítico-católica; el mismo que,

en la masa del pueblo, se había convertido en idealismo político.

En Hölderlin, este entusiasmo que le sale del corazón toma una forma

radiante, única y sin rival:

Pues, por donde pasan los seres puros, el espíritu se hace más visible.

Como una leyenda heroica, su destino, reflejado en sus obras, toma un

prestigio grandioso: anhelo infinito hacia un cielo infinito, ardiente entusiasmo

juvenil de la vida que sube, eterno adolescente de los alemanes; todo, eso es

Hölderlin para las generaciones nuevas que tienen fe en la poesía. Si Goethe es

el Zeus de Otricoli, dios de plenitud y de fuerza, Hölderlin es el joven Apolo, el

dios de la mañana y del canto: un mito de dulce heroísmo y de santa pureza

emana de su figura apacible y, como si fuera un joven serafín con alas de

esplendor, el rayo plateado de su poesía se eleva por encima de la pesadez y

confusión de nuestro mundo.

HEINRICH VON KLEIST

La encina muerta resiste la tempestad,

pero la sana sucumbe y cae al suelo deshecha

porque el viento la puede agarrar

por su testa coronada.

PENTESILEA

EL PERSEGUIDO

Soy un arcano para ti, pero consuélate: Dios lo es

también para mí.

No hay ninguna dirección de la rosa de los vientos que Kleist, el eterno

inquieto, no haya seguido; no hay ninguna ciudad de Alemania en la que Kleist,

el eterno solitario, no haya vivido. Siempre está en camino. Desde Berlín, sale

presuroso en un chirriante coche de posta hacia Dresde; cruza el Erzgebirge, va

a Bayreuth, pasa por Chemnitz, para marchar después, como perseguido, hacia

Würzburgo; después atraviesa los campos de las guerras napoleónicas para

dirigirse a París. Se propone estar un año en esta población, pero, unas

semanas más tarde, huye a Suiza; reside en Berna para luego ir a Thun y, más

tarde, a Basilea; de pronto, sale disparado como una piedra para ir a parar a la

tranquila casa de Wieland en Ossmannstedt. Otra noche, las ruedas del carruaje

que le lleva pasan por Mailand y por los lagos italianos para volver hacia París;

se mete entre los ejércitos en Bolonia y se despierta, en grave peligro, en

Maguncia. Y huye hacia Berlín y Potsdam. Un empleo logra retenerlo durante un

año en Königsberg; nuevamente se desprende de todo y quiere pasar entre los

ejércitos franceses que marchan hacia Dresde, pero, preso como presunto

espía, llega a Chálons. Apenas está libre, va y viene por las ciudades, pasa por

Dresde, llega a Viena, que arde en guerra, cae prisionero en la batalla de Aspern

y logra escapar à Praga. A veces, como ciertos ríos subterráneos, desaparece

durante algunos meses para aparecer mil millas más lejos; por último, como

atraído por la fuerza de la gravedad, vuelve a Berlín. Aún, con sus alas vibrantes

y medio rotas, va y viene varias veces. Intenta ir a Francfort, como buscando, en

casa de su hermana, un escondrijo para ocultarse de la invisible jauría que lo

acosa. Tampoco encuentra allí el descanso. Vuelve, pues, a subir al carruaje

(que durante treinta y cuatro años fue su verdadero hogar) y parte hacia

Wannsee, donde se mete una bala en la cabeza. Su tumba está en una

carretera.

¿Qué es lo que arrastra a Kleist a esa eterna peregrinación? ¿Qué se

propone? La filología no basta para explicarlo; sus viajes no tienen meta alguna,

ni sentido tampoco. No son realmente explicables. Lo que una investigación

concienzuda pudiera descubrir como motivos de esos viajes, no serían, en

realidad, más que pretextos, excusas que da su demonio. A pesar de toda reflexión,

esos viajes ahasvéricos quedarán siempre como un enigma; no es,

pues, extraño que dos o tres veces sea detenido por espía. En Boulogne se

prepara un ejército napoleónico para desembarcar en Inglaterra, y Kleist, que

acaba de dejar su servicio como oficial en el ejército alemán, va y viene en

medio de este ejército; por poco lo fusilan. Cuando los franceses avanzan hacia

Berlín, Kleist marcha entre las tropas hasta que se le descubre y se le interna;

Kleist aparece en el campo de Whelstatt; no lleva otros documentos de identidad

que unas poesías patrióticas. Ese proceder tan ilógico en cada uno de los casos

citados no tiene explicación razonable; indudablemente se halla dominado por

una fuerza poderosa que le llena de una invencible inquietud. Se ha hablado de

mísiones secretas que le fueron confiadas, para explicar así sus andanzas; eso

podría justificar algo, pero no toda su vida, que fue una eterna peregrinación. La

verdad es simplemente que Kleist no tenía ninguna razón que explicara sus

viajes.

El poeta no intenta ir aquí o allí; no apunta a ningún sitio, sino que se dispara

como una flecha desde el arco de su inquietud. Evidentemente, huye de algo

más fuerte que su ser; cambia (como dice Lenau) de ciudad como el enfermo

atacado de fiebre cambia de almohada. Por todas partes busca alivio, curación;

en vano, porque cuando es el demonio el que arrastra, no permite el calor del

hogar ni la protección del techo. Así, del mismo modo, Rimbaud recorre tantos

países; así Nietzsche cambia continuamente de residencia; así Beethoven va de

casa en casa, y Lenau, de nación en nación. Todos ellos sienten dentro de sí el

terrible látigo de la inquietud, la intranquilidad perpetua, la trágica inestabilidad

espiritual. Todos son arrastrados por una fuerza poderosa, desconocida, de la

cual nunca han de poder librarse, pues reside en su misma sangre y domina

dentro de su propio cerebro. Para poder destruir a ese demonio interior que los

domina, no pueden hacer nada más que destruirse a sí mismos.

Kleist sabe perfectamente adónde le empuja esa fuerza desconocida: al

abismo, pero lo que ya no sabe es si huye de ese abismo o si marcha a su

encuentro. A veces, sus manos se agarran crispadas a la vida, al último pedazo

de tierra, de esa tierra que ha de cubrirlo.

En esos momentos busca algo que lo retenga en la caída; busca el afecto de

su hermana, busca mujeres, busca amigos que lo sostengan. Pero, de pronto,

vuelve a precipitarse como anhelante hacia el, hacia las profundidades

abismales. Kleist tiene a siempre la sensación de la proximidad de ese abismo,

pero ignora también siempre si está delante de él, si está detrás, y sí ese abismo

es vida o es muerte. Y es que ese abismo está en su interior, y por eso nunca

podrá librarse de él. Lo lleva consigo como a su propia sombra.

Corre desesperado por todos los países, como aquellas antorchas vivientes,

aquellos mártires del cristianismo que Nerón hacía envolver en estopa

alquitranada para después prenderles fuego, y que, con su vestido de llamas,

corrían y corrían sin saber adónde iban. Tampoco Kleist sabía adónde iba; los

mojones de la carretera pasaban inadvertidos a sus ojos y las ciudades del

camino apenas merecían una mirada suya. Toda su vida es una huida del

abismo; una carrera hacía la sima; una caza azarosa que hace latir el corazón y

jadear los pulmones. Por eso se explica aquel terrible grito de alegría cuando por

fin, cansado ya, se arroja voluntariamente al abismo.

La vida de Kleist no fue vida, sino un eterno correr por la tierra; una cacería

monstruosa, llena de sangre y de sensualidad, de crueldad y de terror, rodeada

de la máxima excitación y del sonar de la trompa de caza. Toda una jauría lo

acosa; él, como ciervo perseguido, se mete en la espesura; a veces, se vuelve

de pronto, movido por su voluntad, contra alguno de los perros acosadores del

destino, hace su sacrificio -tres, cuatro, cinco obras concebidas en la sacudida

de la pasión- y sigue su carrera, sangrando. Y cuando los mastines de la fatalidad

creen ya tenerle, se alza, magnífico, en un último esfuerzo y se precipita

-antes que ser botín de la vulgaridad-, en un salto aparatoso, al fondo del

abismo.

EL INESCRUTABLE

No sé lo que te he de decir acerca de mí, pues soy una

persona inefable.

(De una carta)

Las imágenes que del poeta han llegado hasta nosotros son casi inutilizables

para su descripción; se conservan sólo una miniatura mal hecha y un retrato de

muy poco valor. Ambas imágenes nos muestran una cara redonda, como de

muchacho, a pesar de que es ya un hombre hecho; una cara como la de

cualquier joven alemán, con ojos negros a inquisitivos. Nada indica en él al

poeta, ni aun al hombre espiritual; ninguno de sus rasgos despierta la curiosidad

por saber qué alma se esconde tras ese rostro; uno lo contempla sin curiosidad,

sin nada que le atraiga. Y es que el interior de Kleist está metido muy hondo

dentro de su cuerpo; su secreto no estaba a flor de piel y no era fácil captarlo.

Tampoco se conservan narraciones que traten del poeta. Todos los informes

que de él nos han llegado, procedentes de sus contemporáneos o amigos, son

escasos e insignificantes. Todos, pues, tienen un punto de unanimidad al

decirnos que era inexpresivo, hermético, y que nada había en él que chocase al

observador. Nada había en él que pudiera llamar la atención a nadie; ningún pintor

podía sentirse inclinado a pintarle; ningún poeta, a describirle. Deben de

haber habido en él una vulgaridad, una falta de expresión y una reserva sin

igual. Centenares de personas hablaron con él sin adivinar que era un poeta;

amigos y compañeros le encontraron en sus andanzas docenas de veces, y ni

uno de ellos, en sus cartas, hace mención de haber visto a Kleist. Su vida de

treinta años no ha sido capaz de dar pie ni a una docena de anécdotas. Para

hacerse cargo de esa penumbra que rodeaba a Kleist, basta que uno recuerde

las descripciones de Wieland referentes a la llegada de Goethe a Weimar, de

ese Goethe que fue como un rayo de luz deslumbradora; recuérdese igualmente

la aureola de atractivo que rodeó a las figuras de Byron y Shelley, Jean Paul y

Víctor Hugo, a quienes uno encuentra mil veces mencionados en libros, cartas o

poesías de la época. En cambio, nadie toma la pluma para hablarnos de Kleist;

la única descripción que se conserva del poeta son aquellos cortos renglones de

Clemens Brentano, que dicen así: «Un hombre rechoncho, de unos treinta y dos

años, cabeza redonda y vivaracha; carácter variable; bueno como un niño; pobre

y firme.» Incluso esa' única descripción que de él tenemos nos muestra mas su

modo de ser que su físico. Muchos son los que pasaron por su lado; nadie le

dirigió una mirada. El que logró verlo, es porque miró en su interior.

Eso sucedía porque su envoltura era muy gruesa y fuerte (con ello decimos ya

cuál fue la tragedia de su vida). Todo lo que era lo llevaba oculto; sus pasiones

no lograban hacerle brillar los ojos; los exabruptos no lograban pasar más allá

de sus labios, que ya ni siquiera articulaban la primera palabra. Hablaba poco;

tal vez eso fuera debido a la vergüenza, pues era tartamudo, o quizá a que sus

propios sentimientos no podían expresarse con libertad.

Él mismo reconoce su incapacidad para conversar, su dificultad de expresión,

que como un sello hizo enmudecer a sus labios: «Falta -dice- un medio de

comunicación. El único que poseemos, la palabra, no es aprovechable; es

incapaz de servir de expresión al alma y nos permite sólo dar fragmentos

aislados de la misma. Por eso siempre he sentido temor, terror más bien,

cuando he tenido que descubrir a alguien mi intimidad.» As permanecía, pues,

callado, no por no tener nada que decir, sino por lo que podría llamarse castidad

del pensamiento. Y este silencio persistente, sordo, era lo que más chocaba en

él cuando estaba en compañía de otras personas. Y además de eso, cierta

ausencia de espíritu que era como un nublado en un día claro. A veces, cuando

hablaba, quedaba de pronto cortado y enmudecía sus ojos permanecían fijos,

como quien mira un abismo. Wieland cuenta que «en la mesa a menudo

murmuraba algo entre dientes, igual que hace un hombre que está solo o que

está preocupado, con sus pensamientos en otro sitio o en otros asuntos». No

podía charlar ni estar con naturalidad; le faltaba todo lo convencional, de modo

que todos adivinaban en él algo raro, oculto y nada atrayente, mientras que a

otros disgustaban su agudeza, su cinismo y exageración (cuando él, a veces,

incitado por su propio silencio, rompía a hablar de pronto). No aureolaba a su ser

la amable conversación, su palabra no emanaba simpatía, su cara no era atractiva.

Rahel, que fue quien mejor le comprendió, ha dicho esto mejor que nadie:

«había una atmósfera de severidad a su alrededor». Y obsérvese que Rahel, en

general tan descriptiva, tan buena narradora, al hablar de Kleist nos refiere sólo

su modo de ser interior, pero nada dice respecto a su figura, es decir, a su parte

física. Así vemos que Kleist ha de quedar para nosotros como invisible, como

«inefable».

La mayor parte de las personas que lo conocieron no se fijaron en él, o

sintieron, como mucho, una sensación de desagrado. Pero los que le

comprendieron, le amaron, y los que le amaron, lo hicieron con pasión. Pero

incluso éstos, en su presencia, notaban siempre una angustia secreta y fría que

les rozaba el alma y les cohibía. Cuando ese hombre hermético se abría, era

para mostrarse en 3 toda su profundidad: una profundidad que era más bien un

abismo. Nadie lograba encontrarse a gusto en su compañía y, sin embargo,

tenía, como el abismo, una gran fuerza, una fuerza mágica de atracción; así se

ve que ninguno de los que lo conocieron llegó a abandonarlo del todo, pero, por

otra parte, tampoco nadie permaneció a su lado incondicionalmente, y es que la

opresión que de él dimana, su pasión ardiente, lo exagerado de sus pretensiones

(pide nada menos que la muerte), todo eso son cosas difíciles de ser

soportadas por otra persona.

Todos los que tratan de estar a su lado retroceden ante su demonio interior;

todos le creen capaz de lo más alto y también de lo más terrible, y al mismo

tiempo todos le sienten separado de la muerte sólo por un paso. Cuando Pfuel

no lo encuentra una noche en su casa, cuando vivía en París, sólo se le ocurre ir

al depósito, para buscar su cadáver entre los suicidas. Una vez que Marie von

Kleist está sin noticias suyas durante una semana, manda a su hijo para que lo

busque y evite que cometa un disparate. Los que lo conocían le creían frío e

indiferente; pero los que lo tratan temen el incendio interior que le consume. Así

que nadie pudo comprenderle ni ayudarle, los unos porque le creen demasiado

frío, los otros porque saben que es demasiado fogoso. Sólo el demonio le fue

fiel.

El mismo Kleist sabe cuán peligroso es su trato, y en una ocasión así lo

manifiesta; por eso nunca se queja de que se retiren de su compañía: sabe que

quien está cerca de él corre peligro de chamuscarse en las llamas de su pasión.

Wilhelmine von Zenge, su novia, pierde a su lado la juventud, debido a sus

intransigencias. Ulrica, su hermana predilecta, por su causa pierde su fortuna

Marie von Kleist, su amiga del alma, queda sola y aislada, y Henriette Vogel

acaba muriendo con él. Kleist sabe eso perfectamente, conoce lo peligroso que

es para los demás su demonio interior, y así se recoge en sí mismo y se vuelve

aún más solitario de lo que la naturaleza le creó. En sus últimos años, pasa días

enteros fumando en la cama y escribiendo; pocas veces sale a la calle, y cuando

lo hace, es para meterse en cafés y en tabernas. Su aislamiento aumenta cada

vez más; cada vez queda más olvidado de los hombres, y así, cuando en I8o9

desaparece un par de meses, sus amigos, con indiferencia, le dan por muerto.

No hace falta a nadie, y sí su muerte no hubiera sido tan trágica, habría pasado

inadvertida, tan aislado se había quedado del mundo.

No tenemos ningún retrato suyo, ningún retrato de sus facciones; tampoco

tenemos otro retrato de su espíritu, de su interior, si no es el espejo de sus

propias obras o de su epistolario.

Y, sin embargo, hubo un retrato magnífico de su ser, que hizo estremecer a

aquellos que llegaron a leerlo: unas confesiones a lo Rousseau que él mismo

escribió poco antes de morir y que se titulaban Historia de mi alma. Pero no han

llegado hasta nosotros; o el mismo Kleist quemó el manuscrito, o sus hojas se

esparcieron debido a la indiferencia de las manos que lo recogieron, como pasó

con otras muchas obras.

No conocemos su imagen, ningún retrato físico o moral nos queda de ese

hombre hermético; sólo conocemos a su siniestro acompañante: el demonio.

PLAN DE VIDA

Todo está revuelto en mí, como la estopa en la

rueca.

Pronto, muy pronto, se dio cuenta Kleist del caos interior que formaban sus

sentimientos. Ya de muchacho, y después cuando hombre, siente el golpear de

las olas del sentimiento contra el mundo que le oprime. Pero cree que esa

confusión extraña es como una fermentación de juventud, una postura

desacertada de su vida y sobre todo una falta de preparación sistemática. Eso

es cierto; Kleist no había sido educado para la vida: huérfano, sin hogar, es

educado por un sacerdote emigrado; después va a la Escuela Militar a aprender

el arte de la guerra, a pesar de que su inclinación verdadera es la música, que

es, en él, como la primera erupción de su ser hacía lo inefable. Sin embargo,

sólo le es dado tocar a escondidas la flauta (debió de tocarla magistralmente);

durante el día está siempre de servicio, bajo la dura disciplina prusiana, o

haciendo ejercicios en el polígono. La campaña de 1793, que le arroja

definitivamente a la guerra, fue la campaña más penosa, más aburrida y más

triste de la historia de Alemania. Nunca hizo mención de ninguna acción de

guerra; sólo en una poesía a la paz deja entrever su anhelo de huir de eso que

para él no tiene sentido. El uniforme le viene estrecho a su pecho amplio. Nota

que está lleno de fuerza, pero que esa fuerza no podrá ser eficiente mientras no

esté disciplinada. Nadie lo ha educado; nadie lo ha instruido, por lo que decide

ser su propio maestro y hacer un plan de vida, y, como buen prusiano, este plan

ha de ser ante todo un plan de orden. Quiere vivir ordenadamente conforme a

principios fijos, conforme a ideas y a máximas, y así, de esta manera, espera

poder domar este caos interior que ya adivina; su existencia ha de ser para ello

regular, sistemática, para después -según sus propias palabras- entrar en el

mundo en condiciones convencionales. Su pensamiento básico es que cada

hombre debiera tener un plan de vida, y esta idea quimérica no le abandona ya

nunca. Uno debe fijarse una meta y después escoger cuidadosamente los medios

de lograrla, lo mismo que hacen el estratega o el matemático. El hombre

que piensa no debe quedarse allí donde lo arroje la casualidad ...; él cree que

uno puede ser superior a su destino o que es posible guiar este destino.

Determina, pues, según su razón, cuál sería su suprema felicidad y se traza el

plan para alcanzarla. Mientras un hombre no sea capaz de formarse un plan de

vida, seguirá siendo un menor y habrá de estar sujeto a la tutela de los padres o

de la fatalidad; así filosofa Kleist a los veintiún años y cree poder burlarse del

hado. Todavía no sabe que su destino está dentro de sí mismo y por encima de

sus fuerzas.

Con gran empuje entra en la vida. Se quita el uniforme, porque « el estado

militar -según escribe- me era molesto y odioso, al igual que sus fines». Y,

liberado de esa disciplina, busca en seguida otra. Ya lo he dicho: Kleist no sería

prusiano si su primer pensamiento no hubiera sido de orden; ahora no sería

alemán si no lo esperara todo del estudio. Su formación es para él su primera

preocupación, como lo es para todo alemán: aprender, aprender mucho en los

libros; asistir a las conferencias, escuchar a los profesores. Así cree el joven

Kleist poder encontrar el camino de su vida. Con máximas y teorías, con filosofía

y ciencia, con matemáticas o historia de la literatura, espera Kleist

compenetrarse con el espíritu del mundo y dominar su demonio. Y, eterno

exagerado, se arroja como un loco a los libros. Como todo lo hace con voluntad

demoníaca, se emborracha con el saber y hace de la pedantería una verdadera

orgía. Como a Fausto, le resultan también muy lentos la tarea y el camino que

conducen a la Ciencia; quisiera abarcarlo todo de un solo salto, para después

deducir la verdadera forma de vida.

Influido por el espíritu de su tiempo, llega a creer, con toda la exageración de

su impulso, que es posible aprender la virtud en el sentido de los griegos; que es

posible hallar una fórmula de vida con la que puedan determinarse la ciencia y la

educación a ir aplicando esa fórmula, como quien se sirve de la tabla de

logaritmos, para cada caso concreto. Por eso se pone a estudiar como un

desesperado: lógica, matemáticas puras, física experimental, griego, latín, todo

con la máxima aplicación, pero sin saber lo que busca, sin meta alguna, como

era de esperar de su carácter fanático. Se nota que debe apretar los dientes

para no perder la constancia. «Me he propuesto algo que exige, para poder ser

alcanzado, el empleo de todas mis fuerzas y de todo el tiempo de que pueda

disponer», pero ese algo que se ha propuesto no acaba de definirse. Aprende en

el vacío, y cuantos más conocimientos aislados acumula, tanto menos sabe el

fin que se propone. «Para mí no hay una ciencia más útil que otra. ¿Tendré que

ir siempre de una a otra nadando solamente en su superficie, sin llegar a

sumergirme en ninguna?»

En vano predica continuamente Kleíst acerca de la utilidad de lo que está

haciendo; lo hace, sin duda, para convencerse a sí mismo, aunque se dirige a su

novia. De modo pedante, le expone todo un sistema moral; durante meses

atormenta a la pobre muchacha, como el más obstinado maestro de escuela,

con toda clase de preguntas y respuestas sosas y vacías de sentido que, para

educarla, le presenta por escrito. Nunca Kleíst aparece más antipático, más

poco humano y más prusiano que en esta época desgraciada en que está

buscándose a sí mismo por medio de libros, preceptos o conferencias. Nunca se

nos aparece tampoco más lejos de su verdadera personalidad que en este

tiempo en que trataba de educarse para ser un ciudadano útil.

Pero no puede escaparse de su demonio aunque acumule sobre él toda clase

de libros y pandectas; de esos mismos libros surge un día hacia él una terrible

llamarada. De pronto, un día, queda destruida toda la fe que Kleist ponía en la

ciencia; su religión de la inteligencia, deshecha; su plan de vida, aniquilado. Es

que ha leído a Kant -enemigo terrible de todos los poetas alemanes, su seductor

y destructor-, y su luz brillante, pero fría, lo deslumbra. Horrorizado, Kleist ha de

reconocer la falsedad de sus más arraigadas convicciones; es decir, su fe en la

ciencia y en la educación y hasta en la verdad como fuerza espiritual. «Nosotros

nunca podremos afirmar sí eso que llamamos verdad es verdad o si sólo nos lo

parece.» La agudeza de este pensamiento le atraviesa dolorosamente el

corazón y, excitado, declara en una de sus cartas: « Se ha hundido mi único fin y

no me queda ya otro.»

Su plan de vida se ha deshecho. Kleist se queda de nuevo consigo mismo, con

ese misterioso, terrible y oscuro «yo» que nunca podrá domar. Ese hundimiento

resulta terriblemente trágico, porque Kleist, con su modo de ser pasional, se lo

juega siempre todo a una sola carta. Al perder su fe y su pasión, lo ha perdido

todo; en eso estriban siempre su tragedia y su grandeza: en revolcarse

apasionadamente en un sentimiento, y no poder zafarse de él si no es por el

camino de la explosión o de la propia destrucción.

Así, pues, esta vez se libra por destrucción. Arroja el cáliz sagrado, en el que

ha bebido lleno de fe durante años, contra la pared de su destino; de su boca

sale un juramento.

De ahí en adelante, al hablar de la razón, que ha sido su gran ídolo, la llama

«la triste razón». Después huye de los libros hasta llegar al otro extremo, y huye

con su ansia exagerada, con fervor, con ardor, pues es el eterno exagerado.

«Me da asco todo lo que se llama ciencia», exclama, y de un salto se lanza al

extremo contrarío, rompe su fe como uno rasga la hoja del calendario de un día

ya vivido, y aquel que hasta entonces había visto la única salvación en la

ciencia, en la instrucción, aquel que había creído en la magia del saber, en la

fuerza protectora del estudio, arde ahora por refugiarse en lo primitivo, por vivir

una vida vegetativa. Enseguida -la pasión de Kleist no puede comprender la

palabra paciencia- está ya trazándose un nuevo plan de vida, un plan débil,

pues, como el primero, tampoco éste se funda en la experiencia. Ahora el noble

prusiano quiere una vida retirada, oscura, tranquila; quiere vivir en aquella

soledad que Jean Jacques Rousseau inventó como cosa tan tentadora. No pide

nada más que lo que los magos persas llaman «el cielo de la satisfacción», esto

es: «un campo que cultivar, plantar un árbol y educar un niño». Apenas

concebido este plan, se dispone ya a ejecutarlo; con la misma velocidad con que

quería hacerse sabio, quiere ahora hacerse un ignorante. Al día siguiente huye

de París, adonde había ido extraviadamente tras una falsa filosofía; al mismo

tiempo se separa bruscamente de su novia, tan sólo porque ella, de pronto, no

se atreve a aprobar el nuevo plan y expresa la preocupación de si, siendo ella

hija de un general, debería hacer las faenas de sirvienta en el campo o en los

establos. Pero Kleist no puede esperar cuando está poseído de una idea;

febrilmente se pone a leer libros de agricultura, trabaja con los campesinos

suizos; viaja de un lado para otro por los cantones, en busca de un buen campo

que comprar con su último dinero, precisamente en unos momentos en que el

país está sacudido por la guerra; aunque lo que él busca es sencillo, no lo puede

hacer si no es con pasión, demoníacamente.

Sus planes de vida son como la yesca: arden al primer contacto con la

realidad; cuanto más se esfuerza en lograr sus fines, tanto peor le salen las

cosas, puesto que esta misma pasión que pone en ello, por ser exagerada, es

destructora. Si algo le sale bien a Kleist, es porque sucede contra su voluntad;

es el oscuro demonio que a veces vence a esta última. Así que, mientras su

voluntad busca el camino de la instrucción, primero, y el de la ignorancia,

después, su ímpetu interno se ha liberado ya; ; como una úlcera se abre su

interna supuración. Mientras quiere curar juiciosamente su fiebre interior con

salvia o con emplastos, el demonio interior se ha desencadenado en poesía.

Como un sonámbulo del sentimiento, Kleist había empezado en París, sin objeto

alguno, La familia Schroffenstein. Enseña a regañadientes ese ensayo a sus

amigos. Pero después adivina una posibilidad, entrevé la válvula por la que

puede descargarse de su presión interior, y apenas se da cuenta de ello, apenas

comprende que, en este mundo de la fantasía, en ese mundo sin fronteras,

puede dar rienda suelta a sus sueños, entonces se precipita de cabeza,

locamente y con toda su voluntad, a esas regiones de la ficción, y su ansia ya no

decae un momento, es la misma en el primer minuto que cuando llega al fin. La

literatura es la liberación única que encuentra Kleist y, saltando de júbilo, se

entrega enteramente al demonio (de quien precisamente quería huir) y se arroja

a su abismo, a su precipicio.

AMBICIÓN

El despertar de nuestra ambición... es

irresponsable; somos pasto de una Furia.

(De una carta)

Como quien sale de la prisión, Kleist se precipita en ese mundo sin fronteras

que es la poesía. Finalmente ha encontrado un modo de huir de esa fuerza que

hierve en su interior. Su fantasía aherrojada puede por fin resolverse en

imágenes y desbordarse en torrentes de palabras, pero a Kleist nada le

satisface, porque es insaciable y no tiene mesura. Apenas empieza a hacer de

poeta, de plasmador, quiere en seguida ser el más grande, el más magnífico y el

más poderoso poeta de todos los tiempos, y con su obra de primerizo, de

aprendiz, tiene ya la pretensión de eclipsar las grandes creaciones de los

griegos y de los clásicos; quiere lograrlo todo con su primer salto; la exageración

de Kleist se ha hecho ahora literaria. Otros poetas empiezan sus tanteos llenos

de esperanzas y de sueños, con modestia, contentos si logran crear una obra

importante. Pero Kleist vive en superlativo y pide a su primer ensayo lo

inalcanzable. Al empezar su Guiskard, que es lo primero que escribe después

del ensayo La familia Schroffenstein, piensa ya que esta obra ha de ser la mejor

tragedia de todos los tiempos; de un salto pretende pasar a la inmortalidad;

nunca la literatura ha conocido una audacia semejante a la pretensión de Kleist

de pasar a la eternidad con su primer esbozo. Ahora se ve cuánto orgullo

ocultaba en su pecho, un orgullo que, como el vapor de una caldera, silba y sale

vibrando. Cuando un Platen se jacta con vana palabrería de las Odiseas o de las

Ilíadas que va a crear, no hace más que, con palabras huecas, expresar un

exagerado aprecio de sí mismo, todo debilidad; pero, en Kleist, es seria esta

apuesta contra los dioses del espíritu; cuando una pasión se apodera de él, se

entrega a ella con una intensidad sin límites, y desde este momento la ambición

es para él una mortal misión de todo su ser. Su impulso poético tiene la realidad

de la vida y la realidad de la muerte, y él, como un desesperado, retando a los

dioses, se arroja de cabeza en una obra que debe ser (según él mismo sugiere a

Wieland) como un conjunto donde estén presentes los espíritus de Esquilo, de

Sófocles y de Shakespeare. Siempre Kleist se lo ha jugado todo a una carta.

Desde entonces, su plan de vida ya no se refiere a vivir bien, sino a lograr la

inmortalidad.

Kleist empieza su obra espasmódicamente, como si hubiera bebido

demasiado; a él, todo, hasta la creación literaria, se le convierte en una orgía;

sus cartas están llenas de frases doloridas y de frases alegres. Lo que anima a

otros poetas, y les da más fuerza, es, sin duda, alguna palabra amigable de

aliento; pero a Kleist, lejos de esto, lo llenan de temor y de placer al mismo

tiempo, pues lo excitan terriblemente pensamientos oscilantes entre el éxito y el

fracaso. Lo que para otros es alegría, es para el, por su exageración, un serio

peligro, pues en su lucha decisiva pone en tensión hasta el último de sus

nervios. « Las primeras estrofas de mi poema -escribe a su hermana-, «en las

cuales se presenta tu amor hacia mí, despiertan el entusiasmo de todas aquellas

personas a quienes se las enseño. ¡Oh, Jesús mío! ¡Ojalá pudiera terminarlo!

Quiera el Cielo concederme este mi único deseo; después de esto, puede hacer

de mí lo que quiera.» Kleist apuesta todo el tesoro de su vida a una sola carta,

Guiskard. Apartado, allá en una isla del lago de Thun, se sumerge absolutamente

en el trabajo y se hunde cada vez más en el abismo. Allí lucha con su

demonio, como Jacob luchó con el ángel. En éxtasis grita a veces: «Pronto

tendré que contarte muchas cosas alegres, pues me aproximo a la felicidad.»

Después, pronto, reconoce que hay fuerzas misteriosas que se han conjurado

contra él: «¡Ah!, la ambición es un veneno que emponzoña todas las alegrías.»

En esos momentos de decaimiento siente el deseo de morir, pues dice: «Estoy

pidiendo a Dios que me envíe la muerte»; después le vuelve a invadir el temor

de que «pudiera morir antes de terminar la obra». Tal vez nunca ningún poeta ha

aportado todo su ser a una obra como lo hizo Kleist en aquellas semanas de

soledad en la isla del lago de Thun. Guiskard es, ante todo, un espejo que refleja

el interior del poeta; quiere expresar en esa obra toda la tragedia de su vida, la

monstruosa fuerza de su espíritu frente a las debilidades y miserias de su

cuerpo. La terminación de este trabajo significa para Kleist su Bizancio, su

dominio del mundo, la realización de sus sueños de ambición y de poder, que él

quiere realizar en lucha con su propio cuerpo. Así como Heracles quiere

arrancar de sí la ardiente túnica de Neso, Kleist quisiera también librarse de las

llamas de su fuego interior; quiere huir de su demonio arrojándolo lejos de sí

convertido en un símbolo, en una imagen, es decir, en su obra. Terminarla

significa para él la curación, la victoria contra su división interna y hasta su

propia conservación; por eso lucha con todos sus músculos, con todos sus

nervios. Es una lucha decisiva; él lo comprende así y también lo ven sus amigos,

los cuales le aconsejan: «Usted debe terminar su Guiskard aunque todo el

Cáucaso o el Atlas le caigan encima.» Nunca Kleist se ha lanzado tan de cabeza

en su trabajo; escribe la tragedia dos y tres veces para volverla a destruir después,

y llega a aprenderse sus palabras tan de memoria, que es capaz de

recitarlas en casa de Wieland. Durante meses, se esfuerza por escalar la

inaccesible altura de la máxima cumbre, resbala y cae hacia abajo, pero vuelve

a empezar. Él no puede, como hace Goethe en su Werther, desprenderse del

espectro que lo atrapa; su demonio lo ha agarrado demasiado fuerte. Por último,

la mano le queda ya deshecha: « El Cielo sabe, querida Wrica (y máteme el

Cielo si no digo la verdad) -dice tartamudeando-, con cuánto gusto daría una

gota de sangre de mi corazón por cada una de las letras de una carta que

pudiera empezar así: mi poesía está terminada. Pero tú sabes que nadie hace

más de lo que puede. He intentado terminarla durante más de medio millar de

días seguidos con sus noches respectivas, para conquistar así otra corona para

nuestro apellido. Ahora mi diosa protectora me llama para decirme que ya es

bastante. Necio sería si quisiera poner todavía más tiempo a prueba mis fuerzas

en una obra que, estoy convencido, es demasiado pesada para mí. Así que

retrocedo ante uno que no está todavía aquí, y me inclino reverente, con un

millar de años de adelanto, ante su espíritu.»

Parece, por un momento, que Kleist se inclina obediente ante su destino, como

si su espíritu esclarecido dominara su tumultuoso sentimiento. Pero no, su

demonio domina más furioso que nunca; su ambición, despertada a latigazos, no

se deja frenar de nuevo. En vano sus amigos tratan de apartarle de su

desesperación; en vano le aconsejan un viaje hacia países más alegres. Lo que

le ha sido recomendado como una excursión de esparcimiento, se convierte en

seguida en una huida. El fracaso de Guiskard es Para Kleist una puñalada, y su

orgullo, que bajaba del cielo, se trueca ahora en un sentimiento virulento de

desprecio hacia sí mismo. Un pensamiento de su juventud retoña en su cerebro:

el sentimiento de la impotencia ante el arte. Como en su juventud, ahora cree no

poder llegar a poeta, y este sentimiento de debilidad, terriblemente exagerado, le

hace gemir de dolor. «El Infierno me dio la mitad de lo que ha de ser un talento;

el Cielo, o no da talento o, si lo da, lo da entero.» En su exageración, Kleist no

conoce la medianía: todo o nada; inmortalidad o fracaso.

Y opta por ser nada, y realiza de esa manera su primer suicidio. Marcha a

París sin saber a qué va; allí quema el manuscrito de su Guiskard y otros

originales, para salvarse así de su anhelo de inmortalidad. De este modo queda

destruido un segundo plan de vida; entonces, como le sucede siempre en tales

momentos, surge mágicamente, junto al plan de vida que se ha deshecho, su

contrapunto, que es un plan de muerte. Liberado de esa manera de toda

ambición, escribe una carta inmortal, la más hermosa que haya podido escribir

un artista en el momento de su fracaso: «Mi querida Ulrica. Tal vez lo que lo voy

a contar lo costará la vida, pero debo decidirme a escribirlo. Una vez terminada

mi obra, aquí en París, la he leído y en seguida la he arrojado al fuego; ahora

todo ha terminado. El Cielo me niega la Gloria, que es la mayor felicidad de la

Tierra. Todo lo demás no lo quiero y, como un niño obstinado, lo arrojo lejos de

mí. No soy digno de lo amistad y, sin embargo, me eres imprescindible; me echo

en brazos de la muerte. Estáte tranquila: moriré como un héroe en la batalla...

Me alistaré en el ejército francés que se dispone a desembarcar en Inglaterra.

Toda clase de peligros están acechando ya en el mar y me lleno de alegría al

pensar en mí tumba, infinita y magnífica.» Y con sus sentidos extraviados, loco,

se lanza a través de Francia para ir a Boulogne; con dificultad logra detenerle su

amigo, y permanece durante un mes, con el espíritu ofuscado, en casa de un

médico de Maguncia.

Aquí termina el primer salto gigantesco de Kleist.. Haciéndose una herida,

quería expulsar por ella al demonio que albergaba en su pecho, pero sólo ha

conseguido desgarrarse, y en sus manos ensangrentadas queda una obra

incompleta, un torso, uno de los más hermosos que haya podido crear un poeta.

Su obra no está acabada, pero sí lo está –y es todo un símbolo- la escena de la

lucha con la voluntad, donde Guiskard vence su debilidad y sus dolores. El resto

de la obra queda sin acabar.' Pero esa lucha por lograr la tragedia es ya una

tragedia heroica. Sólo aquel que lleva en su pecho todo un infierno puede luchar

como lucha un dios, como lucha Kleist; contra sí mismo en esta obra.

LA NECESIDAD DEL DRAMA

Sí escribo poesías, es porque no puedo hacer

menos.

(De una carta)

Al destruir su Guiskard, cree Kleist que ha logrado estrangular al terrible

perseguidor que lleva dentro de su alma, pero la ambición, que había nacido de

lo más ardiente de su sangre, no ha muerto; lo que ha hecho no ha sido más

que disparar contra su propia imagen reflejada en un espejo; ha roto su imagen,

pero no ha destruido al demonio que le sigue acechando. Kleíst no puede

prescindir del arte, del mismo modo que un morfinómano no puede prescindir de

la morfina. En el arte ha encontrado una válvula por donde puede descargar algo

la excesiva presión de sus sentimientos, la superabundancia de su fantasía, por

donde dar salida a sus sueños poéticos. En vano trata de defenderse, al darse

cuenta de que cae en manos de otra pasión; comprende que no puede ya

prescindir del arte, que es para él como una sangría que le alivia su plétora.

Además, no tiene ya bienes de fortuna; echó a rodar su carrera; una vida modesta

de empleado no puede en modo alguno satisfacer a su naturaleza

poderosa; así, nada puede hacer ya fuera del arte. Aunque atormentado, escribe

en una ocasión: «¡Oh! ¡Escribir libros por dinero! ¡Nada de eso!» El arte es la

forma forzosa de su existencia; el demonio se ha transformado ya en un

personaje que va y viene junto a él en sus obras. Todos los planes de vida que

se ha formado han sido destruidos por la fatalidad; ahora vive conforme a la

voluntad de la Naturaleza, que siempre ha gozado formando algo inmenso a

partir del inmenso dolor del hombre.

El arte entonces es para él algo atenazante y pesaroso; de ahí procede la

fuerza explosiva de sus dramas. Todos han nacido -excepto El cántaro roto-,

mas que de él, de su nerviosa mano; son, en fin, una explosión de su

sentimiento, un movimiento de huida de ese infierno que hay en su corazón;

todos sus dramas tienen una hipertensión, algo de alarido; parecen salir

disparados de la tensión de sus nervios; son, para terminar, y perdón por la

imagen, pero es la más exacta, eyaculados como el semen del hombre, que

brota de lo más ardiente de su sangre. Carecen de fecundación espiritual y

apenas se nota en ellos la sombra de la razón; son desnudos, vergonzosamente

desnudos; salen solamente de una pasión infinita para ser lanzados al infinito.

Cualquiera de sus partes lleva un sentimiento en grado superlativo; en cada

detalle hay una célula de fuego de su alma ahogada en instintos. En Guiskard

brota toda su ambición de Prometeo, como si fuera un chorro de sangre; en

Pentesilea se agita todo su ardor sexual; en Hermanrcssch1acht salta su odio,

elevado hasta la bestialidad; todas esas obras tienen, más que vida real, ardor

de sangre. Hasta en aquellas obras más serenas, más apartadas de su «yo»,

como Käthchen von Heilbronn, y en algunas novelitas, se ve toda la vibración

eléctrica de sus nervios; se adivina ese tránsito cruel que va desde la ampulosidad

épica a la sobriedad espiritual. Por doquiera, que se siga a Kleíst, se le

ve siempre en regiones demoníacas, mágicas, de ensombrecimiento de sus

sentidos, para elevarse hasta la exhalación grandiosa en medio de una

atmósfera pesada y opresiva, como la que toda la vida envolvió a su propio

corazón. Esa atmósfera de azufre y de fuego es lo que hace tan extraños los

dramas de Kleist. Cierto que en Goethe se ven transformaciones de la vida, pero

sólo en un sentido episódico; son desahogos de un alma oprimida,

justificaciones de sí mismo, huida, pero nunca tienen esa fuerza explosiva,

volcánica, de las obras de Kleist, donde parece que la lava ardiente es arrojada

a chorros desde las profundidades de su corazón. Ese poder volcánico de Kleist,

esa acción sobre los arrecifes que están entre la Vida y la Muerte, es lo que

distingue a Kleist de los pensamientos adornados de Hebbel, en quien se ve que

todo sale del cerebro y no de las profundidades más hondas de la existencia o

de Schiller también, cuyas creaciones son grandiosos edificios que están, por

decirlo así, fuera de él y no nacen de la necesidad imperiosa de su ser. Ningún

poeta alemán ha puesto tanto su alma en sus obras como Kleist, ninguno ha

destrozado de modo tan criminal su propio pecho en la poesía. Sólo la música

puede ser tan volcánica, tan potente, tan soñadora; precisamente este carácter

peligroso es lo que ha cautivado tan mágicamente al músico Hugo Wolf hasta

hacer brotar su música pasional para Pentesilea.

Pero esa fuerza de Kleist, ¿no traduce de modo sublime el deseo que, dos mil

años antes, había expresado Aristóteles de que la tragedia « libere de un afecto

peligroso por una vehemente expansión»? En los adjetivos «peligroso» y

«vehemente» está la verdadera cuestión (que han dejado de ver los franceses y

tantos alemanes), y eso parece haber sido escrito para Kleist, pues ¿qué afectos

fueron más peligrosos que los suyos? No dominaba los problemas como los

dominó Schiller, sino que los problemas lo dominaban a él; pero eso

precisamente, esa falta de libertad, es lo que le hace tan volcánico y explosivo.

Su producción no es una exposición planeada y medida de lo que desea

expresar, sino que es una lucha para librarse desesperadamente de esa locura

interior que lo oprime hasta matarlo. Todo personaje que aparece en su obra

siente (como el mismo Kleist) el problema que se le presenta como si fuera el

único y esencial problema del mundo, del cual dependiera su existencia; a cada

personaje se le ve lleno de la locura de ese modo de ser. En Kleist (y por eso

también en sus personajes);. cualquier cosa se convierte en algo incisivo,

cortante, todo en él es herida, es crisis. Las desgracias de la patria, que en otros

dan pie a un hinchado patetismo, la filosofía (que Goethe precisamente trató con

cierto escepticismo, aprovechando de ella tan sólo lo que podía favorecer su,

desarrollo espiritual), su erotismo, todos sus sentimientos, todos, se vuelven en

él fiebre y manía, pasión y dolor, pero siempre en grado máximo, hasta

amenazar con la destrucción de su propia existencia. Eso hace que la vida de

Kleist sea tan dramática y sus problemas tan trágicos que no puedan quedar,

como los de Schiller, en meras ficciones poéticas, sino que lleguen a ser crueles

. realidades de su sentimiento; por eso hay en sus obras esa atmósfera tan

realmente trágica, que ningún otro, poeta alemán ha podido presentar en tan alto

grado. Para Kleist, el mundo y toda su vida se convierten en tensión; ha sabido

transportar sus contrastes a los hiperbólicos personajes de sus ficciones como

en una polaridad de la Naturaleza: la incapacidad para no adentrarse en los

sentimientos, la severidad rígida de sus conceptos, conducen siempre a sus

personajes a un conflicto con el ambiente que los rodea, ya se trate de

Kohlhaas, de Homburg o de Aquiles, y como esta resistencia se da en grado

superlativo (como la de Kleist), ha de surgir, no por casualidad, sino fatalmente,

la tragedia.

La esencia de Kleist lo lleva fatalmente a la tragedia sólo la tragedia puede

hacer tangible la lucha interna de su naturaleza, pues, mientras que la épica es

de formas más conciliadoras y deja cierto margen de libertad, el drama exige

agudización, fuerza vibrante (por eso encaja mejor con su carácter exaltado).

Las pasiones lo empujan con su ansia de liberarse, y son ellas, y no Kleist, las

que forman sus obras; por eso siempre me ha parecido equivocado el atribuir a

Kleíst un plan, o un método, o hasta un esfuerzo consciente para lograr sus

creaciones Goethe ha hablado algo irónicamente de un teatro invisible para el

cual eran escritas sus obras: ese teatro invisible era, sin embargo, para Kleist, la

demoníaca naturaleza del mundo que, en su poderosa dualidad, en su

contradicción rotunda, en su fuerza y en su movimiento no cabía entre los

decorados, cualesquiera que fueran, si no era para destruirlos. Nadie fue ní

quiso ser menos práctico que Kleíst. Lo que él buscaba era librarse de su

presión, liberarse, y todo lo teatral y práctico se oponía completamente a su

carácter. Sus concepciones tienen siempre algo de casual a inevitable, sus lazos

son más sólidos, la parte técnica está dibujada como al fresco por su mano

presurosa a impaciente. Cuando su mano no es genial, deriva enseguida hacia

lo teatral, hacía lo melodramático y, en según que momentos, cae en los efectos

más bajos del teatro de arrabal, del espectáculo de magia, para, de pronto,

cortar de un solo tajo con lo anterior (como Shakespeare) y elevarse a las más

altas esferas del espíritu. El argumento es para Kleist un simple pretexto; su arte

empieza cuando lo adorna todo con pasiones, con todo el entusiasmo de que es

capaz. Por este motivo sabe crear muy a menudo la emoción con los medios

más vulgares, débiles o remotos (Käthchen von Heilbronn, Schroffenstein); pero

cuando está encendido por la pasión, se encuentra en su propio elemento, que

es el choque y la lucha de los impulsos; cuando suelta toda la fuerza expansiva

de su alma, llega a una intensidad de emoción sin precedentes. La técnica de

Kleist parece sencilla, cándida; sus disposiciones, triviales y defectuosas; se va

metiendo en lo más interno del conflicto a fuerza de rodeos y de apartados

vericuetos para saltar después, con fuerza enorme, con la terrible expansión de

sentimientos que lo caracteriza. Antes, sin embargo, tiene que adentrarse hasta

lo más hondo, y necesitaba para ello, como Dostoievski, largos preparativos,

refinadas complicaciones, rodeos laberínticos. Al principio de sus dramas (El

cántaro roto, Guiskard, Pentesilea), las situaciones se enredan tupidamente, del

mismo modo que las nubes preparan la tormenta, y a Kleist parece gustarle esa

atmósfera sobrecargada, tensa y oscura, porque, por su tensión, oscuridad y

sobrecarga, es la fiel imagen de su alma. La confusión de las situaciones

corresponde a aquella confusión de los sentimientos que Goethe adivinó en

nuestro poeta. Ciertamente, en el fondo de esa poderosa confusión hay una

chispa de masoquismo, un placer en la tensión mantenida para encender con su

propia inquietud la inquietud ajena. Así, los dramas de Kleist tratan de excitar

deliciosamente los nervios antes de conmoverlos; algo análogo a lo que pasa

con la música de Tristán, que sabe despertar una vibración de los sentidos con

su monotonía de ensueño y sus insinuaciones y frases excitantes. Sólo en

Guiskard arranca de un tirón la cortina para dejarlo todo tan claro como el día;

en sus otros dramas (Homburg, Pentesilea, Hermansschlacht) empieza siempre

con una situación confusa y con cierta imprecisión en los personajes, y de esa

confusión primera brota después un alud de pasiones que luchan y chocan entre

sí. Muchas veces, ese cúmulo de pasiones se desborda y destroza la frágil

concepción del drama; excepto en Homburg, en Kleist se tiene siempre la sensación

de que sus personajes han saltado de su mano y de que febrilmente se

precipitan más allá de toda medida, con una fuerza que él ni en sueños habría

podido pretender alcanzar. No domina a sus personajes, como hace

Shakespeare, sino que sus personajes lo arrastran a él; parece que en Kleist los

personajes acuden a la llamada del demonio, convirtiéndose cada uno de ellos

en un aprendiz de brujo, y que no siguen en nada a una voluntad consciente.

Dicho en el más elevado sentido de la palabra, Kleist no es responsable de lo

que ellos hacen o dicen; parece que hablen en sueños y dejen ver los deseos

más ciertos a irrefrenables.

Esa fuerza superior a la propia voluntad, esa irresponsabilidad, está también

en su lenguaje dramático, que se asemeja al aliento ardiente de la exaltación,

que deja escapar a veces un quejido de dolor o un alarido, o marca, a veces, un

silencio. Incesantemente, su lenguaje oscila entre los más opuestos contrastes;

en ocasiones, la reserva de Kleist se traduce en un magnífico laconismo; en

otras, funde su lenguaje en un ardor sin límites, sin diques. A veces surgen de

sus palabras como masas vivas y tibias de sangre; después hace pedazos el

sentimiento que había provocado. Mientras logra dominar el idioma, éste es

fuerte y viril, pero cuando los sentidos desbocados se convierten en pasión,

entonces las palabras le huyen para expresar el delirio de sus sueños. Nunca

logra Kleist dominar perfectamente la palabra; sus oraciones salen torcidas,

oscuras y descoyuntadas. Cuando quiere que su lenguaje sea duro y fuerte, él,

el eterno exagerado, lo extiende y desarticula de tal forma que resulta difícil

encontrar la ilación entre las frases. Su paciencia y dominio no se extienden más

que a frases aisladas; nunca logra abarcar la totalidad, así que sus versos nunca

salen fluidos ni melódicos, sino que parecen salidos a chorros intermitentes,

llenos de la espuma y el calor de la pasión. Lo mismo que pasa con sus

personajes, que se ven arrebatados por la fiebre y la exageración y rompen sus

riendas, así también le pasa con el lenguaje. Cuando Kleist se entrega de

verdad (y en sus producciones pone todo su «yo»), el exceso de pasión le

arrolla; por eso no logra crear nunca una verdadera poesía (excepto aquella

mágica «Letanía de la muerte»), porque la hipertensión y la propia caída nunca

podrán crear una fuente fluida y cadenciosa, sino sólo un torbellino hirviente; su

verso es tan poco melodioso y tranquilo como lo es su respiración. Sólo la muerte

logró transformar en música su último suspiro.

Arrebatador y arrebatado; flagelador y flagelado; tal aparece Kleist en relación

con sus personajes, y lo que hace tremendamente trágicos sus dramas no es su

concepción, ni los anhelos espirituales que encierran, ni sus escenas, sino su

horizonte monstruosamente nublado, que los eleva al grado mayor de lo heroico

y grandioso. Kleist posee una visión trágica del mundo, una visión innata, porque

nunca forma una tragedia, que por lo demás no sentiría, de una sola faceta, sino

que su tragedia es siempre la tragedia del mundo. Kleist lleva siempre consigo,

hiperbólicamente, su propia fatalidad, y la herida que abre el pecho de cada uno

de sus personajes no es más que una parte de esa monstruosa herida que

lacera al mundo entero y lo convierte en eterno dolor. Otra gran verdad que dijo

Nietzsche es que Kleist se ocupaba siempre de la parte incurable de la

naturaleza, pues a menudo hablaba de lo enfermizo del mundo; para él, el

mundo era incurable, no podía nunca integrarse en un todo, no había solución.

Pero precisamente por eso, Kleist merece el nombre de verdadero trágico; sólo

el que siente el mundo en su dualidad de juez y de reo, sólo éste puede actuar

como acusador y defensor, como deudor y acreedor, en cada una de sus frases,

y dar la razón a cada una de las partes, frente a la injusticia de la naturaleza,

que ha hecho a los hombres tan fragmentarios, tan divididos, tan eternamente

insatisfechos.

Una vez escribió Goethe una ironía en el álbum de un hombre de alma

entenebrecida, en el álbum de Schopenhauer:

Si quieres sentir la satisfacción de lo propio mérito, debes conceder mérito al

mundo.

La visión trágica de Kleist no le permitió nunca conceder mérito al mundo; por

eso en él se cumplió la profecía, y así nunca pudo tener la satisfacción de su

propio mérito; al contrario, todas sus creaciones surgen de su descontento del

mundo, y sus personajes trágicos (de una tragedia verdadera) quieren elevarse

siempre por encima de sí mismos y romper con sus cabezas las rígidas paredes

del destino. La resignación de Goethe respecto a la vida contagió siempre a

todos los personajes de sus obras; por eso ninguna de ellas tiene la

grandiosidad de los antiguos, aunque él las vistiera con túnica y coturno. Aun los

personajes trágicos de Goethe, como Fausto y Tasso, acaban por tranquilizarse

y salvan a su «yo» de la última caída. Goethe, todo sabiduría, no ignoraba el

efecto destructor de toda verdadera tragedia («me destruiría a mí mismo -dice

una vez- si escribiese una verdadera tragedia»); con su mirada de águila domina

la perspectiva del peligro, y era por otra parte demasiado sabio y prudente para

precipitarse en él. Kleist era, por el contrario, heroicamente ignorante del peligro,

y su ` ánimo y entereza, absolutamente profundos; con voluptuosidad, llevaba

sus sueños y sus creaciones hasta las más extremas posibilidades, sabiendo

que iba a la perdición. Veía el mundo como una tragedia y por eso creó

tragedias, y de su propia vida supo hacer la última y más sublime de sus obras.

EL MUNDO Y SU ESENCIA

Únicamente puedo sentirme satisfecho cuando

estoy en compañía de mí mismo, pues sólo

entonces puedo ser sincero.

(De una

carta)

Kleíst supo muy poco del mundo, pero mucho de su esencia. Vivía como un

extraño, casi como un enemigo de lo que le rodeaba; sabía tan poco de la

astucia a intereses creados de los hombres, como esos mismos hombres sabían

de su exageración. Su psicología era tal vez nula en lo que se refiere al tipo

corriente de los hombres, a lo normal; sólo parece despertarse toda su lucidez

cuando los sentimientos, al apoderarse de los hombres, los suben a alturas

insospechadas; Kleist sólo está unido al mundo exterior por las pasiones; su

aislamiento cesa allí donde la naturaleza de los hombres se hace demoníaca,

abismal. Igual que les pasa a muchos animales, Kleíst no ve claro a plena luz,

sino en la penumbra del sentimiento, en la noche o en el crepúsculo del corazón.

Lo único que parece ser adecuado para él son los ardientes y volcánicos

interiores de los hombres. En lo eruptivo, en lo caótico de los sentimientos

básicos, domina vidente su pasional imaginación; lo superficial de la vida, la

cáscara fría y dura de la existencia cotidiana, la sencilla forma de lo corriente,

todo eso no merece ser ni aun rozado por una mirada de Kleist. Era demasiado

impaciente para poder observar sereno durante algún tiempo la realidad; por eso

siempre tiende a apresurar los sucesos hasta hacerlos llegar a un ardor de

trópico; para ese hombre pasional sólo hay problemas en el fuego de los

sentimientos. Bien mirado, nunca llegó a crear personajes, sino que su demonio

reconoció a su hermano en cada uno de ellos, fuera de la esfera de lo terrenal:

los demonios de las figuras, los demonios de la Naturaleza.

Por eso todos sus héroes son tan desequilibrados, porque se han elevado por

encima de la vida cotidiana, llevando consigo una parte del espíritu de Kleist;

cada uno de ellos era portador exagerado de su pasión. Todas esas indomables

criaturas de su imaginación son, como dice Goethe al hablar de Pentesílea, «de

una casta singular, y cada una de ellas ostenta los rasgos del poeta:

intransigencia, acritud, obstinación, impulso, independencia y acometividad;

desde la primera mirada, se reconocen en ellas los rasgos de Caín: deben

destruir o ser destruídas. Todos sus personajes tienen esta extraña mezcla de

fogosidad y de frialdad, de «demasiado poco» y «en exceso de brutalidad y de

vergüenza, de superabundancía y de reserva, de versatilidad y de exaltación,

hasta alcanzar la máxima tensión nerviosa. Todos martirizan incluso a aquellos a

quienes aman (como Kleist a sus amigos); todos llevan prendido de los ojos un

brillo de fuego peligroso que asusta hasta a los más escépticos; de ahí que su

heroísmo no sea nunca popular ni esté al alcance del pueblo; nunca los libros de

Kleíst han sido manuales del heroísmo. Hasta la misma Káthchen, que,

retrocediendo sólo un poquitín hacía lo popular y lo trivial, sería más popular que

Gretchen y que Louise, tiene un no sé qué en el alma, un exceso de abnegación,

que no desciende a los límites del sentido común. Hermann, el héroe nacional,

tiene un deje excesivo de política y de habilidad; tiene, en fin, demasiado de

Talleyrand, para convertirse en figura patriótica. En todo, hasta en lo más trivial,

hay siempre una gota de algo peligroso que lo hace extraño al pueblo: al oficial

Homburg su magnífico miedo a la muerte le imposibilita para llevar el nimbo de

la popularidad, igual que le pasa a Pentesilea por su ansia báquica, a Wetter von

Strahl por cierto trazo excesivamente viril, y a Thusnelda, por tontería y vanidad

femenina. A todos les aparta Kleist de lo común, de lo schilleriano, por algún

rasgo primitivo que sale descarnado por debajo de su ropaje teatral. Cada uno

de ellos tiene algo extraño, inesperado, inarmónico, algo no típico en su espíritu;

todos ellos (si se exceptúa al bufón Kunigunda y a los soldados) tienen un rasgo

acusadísimo en su fisonomía, como sucede con los personajes de Shakespeare.

Así como Kleist es, en sus dramas, antíteatral, también es antídealista como

formador de figuras, y lo es de un modo inconsciente; pues siempre que en él se

encuentra idealización, se ve que se ha logrado por una consciente labor de

retocado o por una visión superficial y miope. Pero Kleist siempre ve claro y

nada odia más que los pequeños sentimientos; antes dejará de tener buen

gusto, que ser vulgar; antes será exageradamente seco que melifluo. El

enternecimiento le es repulsivo pues su naturaleza es cruda y consciente de la

pasión real; por eso también es conscientemente antisentimental y sabe cortar a

tiempo en aquellos momentos en que se inicia lo trivial o lo romántico, cerrando

la boca de sus personajes, principalmente en las escenas de amor; permitiéndoles,

a lo sumo, un balbuceo, un sonrojo, un suspiro y sobre todo un

silencio significativo. Tiene extremo cuidado en que sus personajes no sean algo

vulgar, y de ahí-hay que hablar francamente-que tales personajes sean extraños

al pueblo alemán, y no sólo al pueblo, sino a cualquiera acostumbrado a la

literatura y formado según las tradiciones de la escena. Esos personajes pueden

ser considerados como tipos nacionales, pero de una nación de ensueño, así

como sólo pueden ser considerados como figuras teatrales en el sentido de

aquel teatro imaginario de que Kleist hablaba a Goethe. Los personajes de Kleist

son rebeldes, obstinados como su creador, y por eso están aureolados de

soledad. Sus dramas quedan sin contacto alguno con la literatura, ya anterior, ya

posterior a Kleist; no son herederos de ningún estilo literario y tampoco formaron

escuela. Kleist fue un caso aislado y el mundo que creó ha quedado también

como un mundo aislado.

Sí, un caso aislado, pues ese mundo no tiene límites en el tiempo ni el espacio;

no se reduce a los años que van de 1790 a 1807, ni a las fronteras de

Brandeburgo; tampoco hay en él el soplo del clasicismo ni el crepúsculo del

romanticismo. El mundo de Kleist es tan extraño y tan sin delimitación posible

como lo fue el mismo Kleist; es como una esfera de Saturno, apartada de la luz

del día.

A la par que el hombre, la Naturaleza también interesa a Kleist, pero sólo en

sus fronteras extremas, donde linda con lo demoníaco, donde lo natural se hace

mágico, y lo corriente, extraño; donde el mundo se acerca al caos primitivo para

convertirse en lo inaudito, en lo inverosímil; donde, permítaseme decirlo así,

abandonando toda norma, se hace pasional y vicioso. A Kleist le preocupa lo

anormal, lo anárquico. (Véanse La marquesa de O, La mendiga de Locarno, El

terremoto de Chile.) Siempre se interesa, pues, por aquel momento en que la

Naturaleza diríase que rompe el círculo que Dios le había trazado. No en vano

ha leído con tanta pasión Nachtseite der Natur, de Schubart. Los misterios del

sonambulismo, del hipnotismo, de la sugestión, del magnetismo animal, son

materias apropiadas para encender su fantasía, que se ve atraída no ya sólo por

las pasiones humanas, sino también por las fuerzas secretas del Cosmos, y de

esta manera, sus creaciones se enredan aún más, porque a la confusión del

sentimiento, hay que añadir la confusión de las cosas materiales. Donde está lo

extraordinario, allí está a gusto Kleist; allí, entre tinieblas, trata de ver al demonio

por alguna rendija, y sale siempre a su encuentro; allí, entonces, está lejos de lo

vulgar, que siempre le repugna y hasta le asusta; eterno apasionado, se adentra

cada vez más en la Naturaleza. También en el modo de ser del mundo, como

antes en el modo de ser de los hombres, busca ahora siempre lo superlativo.

Ese apartamiento de lo real y manifiesto podría, a primera vista, hacer de Kleist

un pariente próximo de sus contemporáneos los románticos, pero no es así: entre

la cándida superstición y novelería de éstos y el amor invencible de Kleist

hacia todo lo fantástico o abstruso hay un verdadero abismo de sentimiento. Los

románticos buscan lo maravilloso como una devoción; Kleist busca lo extraño

como una enfermedad de la naturaleza. Un Novalis quiere creer y remontarse en

esta fe; un Eichendorff o un Tieck quieren resolver la dureza y el contrasentido

de la vida en música, pero Kleist sólo persigue ansiosamente el secreto que se

oculta detrás de las cosas y quiere andar a tientas hasta lo más extremo para

poder dirigir su mirada fríamente pasional, su mirada que siempre escruta,

sondea a investiga, hasta los últimos rincones de lo maravilloso. Cuanto más

extraño es un suceso, tanto más le agrada relatarlo, y pone todo su ánimo en

aclarar lo inconcebible a fuerza de sobriedad en la narración, y así su intelecto,

tenaz como un tornillo, va penetrando hasta lo más profundo de las cosas, hasta

las esferas mágicas donde celebran extraña boda lo maravilloso de la naturaleza

con lo demoníaco de los hombres. En esto se parece a Dostoievski mas que ningún

otro alemán; como en Dostoievski, los personajes de Kleist están cargados

de fuerzas nerviosas, enfermizas y exageradas, y sus nervios parece que estén

enredados dolorosamente en lo demoníaco de la naturaleza. Kleist sólo es

auténtico, como Dostoievski, cuando pasa por la exaltación, y por eso va

rodeado de esa atmósfera pesada, pero al mismo tiempo cristalina, como la del

cielo antes de soplar el viento, sobre el paisaje de su mundo interior; como el frío

hielo de la razón, que de pronto se trueca en una pesadez tibia de fantasía para

romper después inopinadamente en terribles ráfagas de pasión. El panorama

espiritual de Kleist es ciertamente hermoso y lleno de profunda visión, tan

intensa como no hay otro ejemplo en la poesía alemana, pero al mismo tiempo

es difícil de soportar; nadie puede sumergirse largo tiempo en el mundo de Kleist

(él sólo Pudo soportarlo diez años), porque los nervios se ponen en tensión,

excita constantemente con sus alternancias de calor v de frío y le llena a uno de

inquietud. Es demasiado duro el pasar toda una vida en esa atmósfera cargada

y opresora; el cielo parece que pesa sobre el alma; es un mundo demasiado

cálido para tan poco sol y hay demasiada luz para tan poco espacio. Tampoco

Kleist, eterno indeciso, tiene en el sentido artístico ninguna patria, ningún pedazo

de tierra firme bajo sus pasos de eterna peregrinación. Está aquí o allí, pero ese

aquí o allí nunca es su casa, su patria; vive en lo maravilloso sin creer en ello, y

plasma la realidad sin amarla.

EL NARRADOR

Pues es cualidad de la verdadera forma el hacer salir

de ella inmediatamente al espíritu, mientras que, en

la forma defectuosa, ese espíritu queda retenido

como por un espejo y nada nos recuerda si no es a sí

mismo.

(Carta de un poeta a otro)

El alma de Kleist vive en dos mundos distintos; en el mundo cálido de la

fantasía y en el mundo helado de la razón, del análisis; por eso su arte está

dividido en dos partes, que marcan esos dos extremos. Se ha relacionado muy a

menudo al Kleist dramaturgo con el Kleist novelista, pero en realidad sus dos

formas de arte (drama y novela) son lo opuesto, lo inverso; marcan, en fin, la división

interior de Kleist llevada al extremo. El dramaturgo se arroja, sin riendas,

en el asunto, lo calienta con la fiebre de sus propias venas, mientras que el

novelista se abstiene de mezclarse en su narración, se reprime fuertemente,

queda ausente ella, procurando que no se note ni aun el aliento de su boca. En

los dramas es todo tensión y pasión; en sus narraciones, quiere que esas

tensiones y esa pasión las ponga el lector. En los dramas está delante su autor;

en las novelas, detrás. En aquéllos hay expansión; en éstas, reserva; ambas

cosas son llevadas hasta los límites más exagerados que el arte permite. Por

eso sus dramas son los más volcánicos y más caudalosos del teatro alemán, y

sus novelas, las más recortadas, más heladas y más comprimidas de todas las

alemanas. Y es que Kleist sólo vive en grado superlativo.

En las novelas, Kleist aparta a su «yo», sofoca su propia pasión para dejar

paso a los otros, y eso lo practica hasta el extremo de la exageración. Lleva la

autoseparación hasta tal punto, que es ya un exceso de objetividad y, por tanto,

un peligro para el arte (el peligro es su elemento).

Nunca la literatura alemana ha logrado un estilo tan objetivo, una tranquilidad

tan aparente, un realismo tan magistral, como en esas pequeñas novelas y

anécdotas; quizá les falte sólo un elemento para ser perfectas: la naturalidad; en

ellas sigue siendo Kleist el eterno esclavo: aquí lo es de su voluntad rígida, como

en los dramas lo es de su pasión desbordada; les falta por eso a sus narraciones

un punto de alegría, una presentación suave, una naturalidad de lenguaje.

Constantemente se adivinan sus labios apretados para no dejar escapar el

aliento cálido de su pasión; uno se da cuenta de que su mano está febril a fuerza

de contenerse; se ve cómo el hombre está luchando por echarse atrás, por estar

ausente. En esa reserva, en esa ocultación y represión, se adivina una perversa

voluptuosidad que busca extraviar al lector y desorientarlo en un laberinto

ingeniosamente disfrazado de realidad que no es más que su impulso erótico,

desterrado de su estilo. Para darse cuenta de esto, véase su modelo, las Novelas

ejemplares de Cervantes, y compárese con la técnica de Kleist, que hace

un exceso de la misma sobriedad que se adivina. No hay ningún Aríel en su

alma oprimida y rebosante; la atmósfera es siempre opresora y no vibra

musicalmente. Quiere ser frío, y se vuelve de hielo; quiere bajar la voz, y habla

como ahogado; quiere ser fuerte en el lenguaje, latino, a lo Tácito, y sus

palabras salen convulsas. Siempre, al lado de Kleist, en un sentido u otro, está

la exageración. Nunca había el idioma alemán adquirido tal dureza, pero al

mismo tiempo nunca tampoco había sonado tan metálico, tan frío, como en la

prosa de Kleist. No lo sabe manejar (como Hölderlin, Novalis y Goethe) como si

fuera un arpa, sino como un arma, como un arado de poder inflexible. Y en esta

lengua dura, de bronce, el eterno contraste de Kleist quiere encajar las cosas

más ardientes, más sugestivas, y su sobriedad y claridad de protestante luchan

con los problemas más fantásticos a inverosímiles. Su narración se hace misteriosa,

enredada, tensa, con el fin malévolo de llenar de angustia al lector,

atraerlo, asustarlo, y después, cuando ya está junto al borde, dar un tirón a las

riendas y parar de golpe; aquel que no vea, en la aparente frialdad de Kleist

como narrador, su placer demoníaco de apartar a los lectores de aquello que es

su verdadero elemento, a ése le parecerá simplemente una cuestión de técnica

lo que en realidad es fanatismo del autodominio o disimulo de las más profundas

pasiones. Yo mismo no puedo menos que estremecerme cuando releo las

historias de Kleist (La mendiga de Locarno y otras historias), y no a causa de lo

que en ellas se narra, sino por la terrible vibración, latente en ellas, de una

inflexible voluntad demoniaca que se muestra silenciosa y que, en su aparente

tranquilidad, resulta mucho más terrible que el apasionamiento de los versos y

hasta que los gritos pasionales de Pentesilea. Todo lo malo que hay en Kleist,

todo lo que él oculta, todo lo equívoco que en él existe, se traiciona en su estilo

comedido, porque la tranquilidad, dominio y maestría de su estilo eran la

antítesis de su modo de ser. No podía lograr la naturalidad -que es la suprema

magia del artista-, porque esa naturalidad aparente no era otra cosa que una ley

que el poeta se imponía a sí mismo.

Y sin embargo, ¡cómo logra Kleist imponer su voluntad de acero en la prosa de

sus narraciones! ¡Con qué precisión corre la sangre por las venas del idioma!

Donde más claramente se ve esa voluntad férrea es en aquellas pequeñas

anécdotas que escribía sin fin artístico, sólo para llenar los blancos de su

periódico. En cualquiera de los informes de la policía o en aquellos menudos

episodios de la Guerra de los Siete Años, se ve de modo inolvidable el resultado

de su voluntad; la narración es transparente como un bloque de cristal; no hay

en ella el menor vestigio de psicología, por lo que la realidad queda perfecta. En

las novelas se advierte con más intensidad el esfuerzo de Kleist por ser objetivo.

Toda la pasión de Kleist por lo complicado, por lo tortuoso, sus ganas de buscar

siempre el lado misterioso o escondido de las cosas, se aprecia notablemente

en las narraciones más extensas, pero donde más se adivina es en su aparente

frialdad, de tal manera que, en La marquesa de O, una anécdota de ocho

renglones escasos parece casi una charada, y La mendiga de Locarno es como

una pesadilla. Lo que hace más atormentadores y fuertes esos sueños es que

sus figuras aparecen dibujadas sobriamente, con un estilo de cronista, sin nada

de imágenes de ensueño, sin claroscuros, como troqueladas con una

naturalidad que tiene tanto de real como de espectral. El demonio de su voluntad

va ahí disfrazado de sobriedad; pero de una sobriedad llevada al exceso,

llevada, en fin, a un límite tal que nos deja ver claramente el reverso de Kleist,

que es una exaltación de la frialdad fuera de toda medida.

También Stendhal había tendido siempre a escribir en una prosa fría, sobria y

antisentimental, y diariamente se preocupaba de leer el estilo burgués de las

disposiciones oficiales. Kleist, del mismo modo, procuró tomar como modelo el

tono y el estilo de las crónicas, pero mientras que el primero logra una técnica

propia, Kleist, en su exageración, cae de lleno en la pasión de no ser

apasionado y la emoción pasa del autor al lector. Pero siempre se ve ese eterno

<>

novelas en que crea una figura que es representación de su caso; por eso

Michael Kohlhaas es el tipo más magistral que ha sabido crear, porque en él se

personifica la exageración, una exageración que acaba por destruirlo; es la

imagen inconsciente del escritor, que creó, de lo mejor de sí mismo, lo más

peligroso, y el fanatismo de su voluntad sale desbordante por encima de toda

ley. En lo exagerado de esa autodisciplina, de esa reserva, Kleist es tan

demoníaco como en su pasión.

Todo eso resulta mucho más palpable, como ya he dicho, en aquellas

pequeñas anécdotas que escribió sin buscar efecto artístico ninguno, y después

en aquellas extrañas manifestaciones que hace en sus cartas. Nunca ningún

autor alemán se ha mostrado a sí mismo tan desnudo, tan descarnado como

Kleist en aquellas pocas cartas que se conservan de él. Me parece que no

tienen comparación con los documentos psicológicos de Goethe y de Schiller,

porque la veracidad de Kleist es infinitamente más osada, más ¡limitada a

incondicional que las confesiones de los clásicos, que siempre van más o menos

subordinadas a la estética. Kleist, conforme a su modo de ser, es excesivo hasta

en la confesión; parece que hace su autopsia lleno de placer; no es que sienta

amor a la verdad, sino que experimenta una fogosa pasión por ella y conserva

una magnífica estética hasta en el más profundo dolor. Nada hay más agudo

que los gritos de ese corazón y, sin embargo, parecen descender desde las

alturas como el grito estremecido de un ave herida; nada hay más gran dios que

el patetismo heroico de su soledad quejumbrosa. Parece oírse el tormento de

Filotek envenenado, disputando con los dioses, aislado en la isla de su espíritu,

separado de sus hermanos, cuando, en el tormento de conocerse a sí mismo, se

arranca las vestiduras y queda desnudo ante nosotros; pero no como un

desvergonzado, sino como un cuerpo sangriento y ardiente que acaba de salir

de su última lucha. Hay gritos que proceden de lo más hondo de lo humano,

gritos de un dios despedazado, gritos de un animal atormentado, y después de

eso vuelven a fluir las palabras, llenas de lucidez, de una lucidez tal que

deslumbra. En ninguna obra pudo llegar a tanta profundidad como en sus cartas;

en ninguna obra se ve tan claramente ese dualismo de exceso de presión y

exceso de contención; de análisis y éxtasis; de ponderación y pasión; de

prusianismo y primítivismo. Muy posiblemente, en aquel manuscrito perdido de

Historia de mi alma, todos esos mismos relámpagos y llamaradas formarían una

única luz; pero ese manuscrito, que no era ciertamente un arbitraje entre Poesía

y Verdad, sino el fanatismo de la verdad, se ha perdido para nosotros. En esto,

como siempre, la fatalidad ha intervenido de nuevo para no dejar escapar su

secreto, para que Kleist siga siendo el hombre hermético y desconocido, para

que, en fin, no podamos verle en sí mismo, solo, sino siempre envuelto en las

sombras del Demonio.

EL ULTIMO LAZO

Por encima de todo, siempre vence el sentimiento de

justicia.

La familia Schroffenstein

En cada uno de sus dramas, Kleist nos revela su alma; en todos ellos hay una

entrega al mundo de una chispa del fuego de su espíritu; porque en cada uno de

ellos se encuentra una de sus pasiones convertida en personaje de ficción. Así,

pues, por sus obras lo conocemos en parte, a él y su batallar heroico; sin

embargo, no habría pisado nunca el terreno de la inmortalidad si en su última

obra no nos hubiera ofrecido lo más elevado: su heroica lucha. En su Príncipe

de Homburg ha sabido hacer una tragedia con su conflicto vital, y lo ha logrado

con ese soplo genial que raras veces el destino concede más de una vez al

artista; ha escrito la tragedia genial de su fuerza interior, de su lucha, de la

antinomia entre la pasión y el autodominio. En sus otras obras, Pentesilea, Guiskard,

Hermannsschlacht, había siempre un impulso pasional hacia el infinito,

exagerado, contundente; pero en su última tragedia no sólo ha puesto ese

impulso, sino que ha creado un mundo donde se agita todo ese revoltijo de

fuerzas pasionales; un mundo donde la presión y la contención forman una

unidad que se eleva poderosa por encima de todo, en vez de dejar que esas

fuerzas de acción y de reacción se separen en direcciones distintas. Y ese

elevarse de las fuerzas, ¿qué es, sino la más alta armonía?

El arte no conoce momentos más hermosos que aquellos en que puede

presentar en su justo equilibrio lo desmesurado; momentos sonoros en que, en

un abrir y cerrar de ojos, toda disonancia se une para formar una armonía

celeste; entonces todas esas fuerzas opuestas, divorciadas, incompatibles, se

precipitan una dentro de la otra para, sólo un instante, unir sus labios, formados

de palabras y de amor. Cuanto más fuerte es esa separación, esa

contraposición, tanto más fuerte es también ese ósculo y tanto más rugiente el

acorde que surge de esas cataratas de pasión. El Homburg de Kleist tiene, mas

que ningún otro drama alemán, la magnificencia de la extrema tensión, y su

autor da a la nación alemana una tragedia perfecta a un paso apenas de su

propia destrucción, del mismo modo que Hölderlin, una hora antes de sumergirse

en las tinieblas, entona su himno órfico universal; del mismo modo que

Nietzsche, antes de su derrumbamiento interior, deja fluir, embriagado, la fuente

saltarina, brillante como una gema, de sus palabras. Esa fuerza mágica que sale

del sentimiento de la propia desaparición está más allá de todo análisis o

explicación, es algo inefablemente hermoso, como el último salto de la azulada

llama antes de apagarse.

En su Homburg supo Kleist domar a su demonio por algún tiempo y hasta

arrojarlo de su obra. En esa obra no se ha limitado a aplastar una de las

cabezas de la hidra que lo rodeaban amenazantes, como hace en Pentesilea, en

Guiskard y en Hermannsschlacht; aquí ha agarrado al monstruo por la garganta

y lo arroja lejos de sí. Y por eso aquí puede verse toda la fuerza enorme de la

pasión, que no sale silbando como el vapor, desde la presión interior hacia el

vacío, sino que ahora una fuerza, una pasión, se precipita contra la otra en lucha

abierta. En esta obra no queda ni un solo átomo de esa presión interior que no

tome parte en esa lucha dramática, porque se expande con toda su fuerza; aquí

son igualmente fuertes el dique y la corriente, el oleaje y el acantilado. Ahora

Kleist no sale de sí mismo, sino que se duplica; así lo antagónico pierde su

fuerza destructora porque no deja, como antes, comer libremente ninguno de

sus impulsos; no permite, en fin, ninguna hegemonía, Toda la antinomia de su

ser se presenta aquí claramente. Pero toda claridad facilita la visión de las

cosas, y esa visión produce la reconciliación. Cesa ya la eterna lucha entre su

apasionamiento y su disciplina al quedar éstos frente a frente y a plena luz. La

disciplina (el príncipe, que hace proclamar vencedor a Homburg en la iglesia)

honra al apasionado, y éste (Homburg, que exige su propia pena de muerte)

honra la ley. Ambas fuerzas se reconocen como fuerzas primordiales que

forman un conjunto; la inquietud pide movimientos; la disciplina, orden; y cuando

Kleist arranca de su pecho oprimido aquella lucha eterna para colocarla allá

arriba, entre las estrellas, logra por primera vez su unidad y se convierte en

partícipe de la creación.

Y, de pronto, fluye naturalmente todo lo que ha estado buscando, todo lo que

amaba, y fluye en la forma más elevada y pura, ungido por un sentimiento de reconciliación.

Todas las pasiones de sus treinta años se realizan de pronto, se

materializan, pero ya no de un modo brusco y exagerado, sino suave y

luminosamente. La loca ambición de Guiskard tiene toda la fogosidad del adolescente

cuando se cobija en el pecho de Homburg. El patriotismo de

Hermannsschlacht, patriotismo brutal, homicida, obsesionante, bárbaro, se

suaviza y se hace humano hasta trocarse en inefable sentimiento patrio. La

manía legalista de Kohlhaas se trueca, en la figura del príncipe, en clara

observancia de la ley. Toda la decoración mágica de Käthchen no es ya más

que un dulce claro de luna que ilumina la escena de un jardín de verano, donde

la muerte flota como un soplo del más allá. Y aquella pasión voluptuosa de

Pentesilea, aquella extraña ansia de vivir, se reducen a un natural sentimiento

de deseo. Por primera vez, hay en esta obra de Kleist un escondido fondo de

bondad, un aliento de humanidad y de comprensión, y de esa comprensión

-cuerda de plata, que él nunca había ni rozado- surge como una armonía de

arpa. Todo lo que puede emocionar a un hombre está reunido aquí, y así como

se dice que los moribundos en sus últimos momentos de vida reviven su pasado,

así pasa también por esta obra de Kleist toda su anterior vida, todas sus faltas,

todos sus errores, todas sus omisiones, todo lo que parecía sin sentido, todo lo

vano en apariencia, y todo eso recobra en esta obra su verdadera significación.

La filosofía de Kant, que tanto lo atormentó a los veinte años y que casi asfixió

su plan de vida, está ahora en las palabras del príncipe y eleva esa figura a lo

espiritual. Sus años de cadete, su escuela militar tantas veces maldecida,

reviven en magnífica imagen del ejército, en un canto a la solidaridad; hasta el

mundo real y mercantilizado, tan odiado por él, es ahora base de la tragedia, y la

atmósfera, antes tan vacía, adquiere transparencia y horizontes. Todo aquello de

lo que él había logrado liberarse: disciplina, tradición, tiempo, se alza ahora

como un cielo por encima de su obra. Por primera vez crea algo que sale de su

patria, de su hogar, de su propia sangre. Por primera vez, la atmósfera ha

dejado de ser tan pesada y densa; ya no vibran sus nervios en dolorosa tensión;

sus versos fluyen por primera vez claros y armónicos; no brotan ya a empujones,

a borbotones; por primera vez hay música en su obra. El mundo espiritual, que

antes era como una presión demoníaca en su obra, se eleva ahora como un

crepúsculo por encima de lo humano; un tono dulce, como el de los últimos

dramas de Shakespeare, consciente y animoso, cubre como un velo su mundo

lleno de armonía.

El Principe de Homburg es el verdadero drama de Kleist, porque en él está

contenida su vida entera; todas las complicaciones de su existencia están allí: su

amor a la vida; su anhelo de muerte; su indisciplina, su exuberancia, su

atavismo, su experiencia; sólo aquí, donde se ha entregado completamente, se

eleva por encima de su conciencia. De ahí ese tono profético y misterioso en la

escena de la muerte; el miedo a la fatalidad, que suena como a poesía, de su

muerte, escrita por adelantado, es también todo su pasado. Sólo los que han

recibido ya la unción de la muerte tienen esa visión elevada que abarca el

pasado y el futuro. De todos los dramas alemanes, sólo Homburg y Empédocles

regalan nuestros oídos con esa música espiritual que es ya como una

resonancia del Infinito. Sólo en el último umbral es dado a las almas el diluirse

completamente; sólo la resignación de llegar a aquellas misteriosas esferas,

tanto tiempo anheladas, permite su entera expansión; Kleist logra, cuando ya

nada espera, aquello que le fue negado a su ansia fogosa y pasional. Sólo en

esa hora en que ya nada espera, el destino le concede lo que antes le negó: la

perfección.

PASIÓN DE MUERTE

He hecho lo máximo que permiten las fuerzas humanas:

he buscado el imposible. Todo lo he apostado en

esa jugada. El dado está ya echado; ahí está... y he

perdido.

Pentesilea

En el tiempo en que Kleist alcanza la cumbre del arte, el año de Homburg,

llega fatalmente también a la soledad más absoluta. Nunca estuvo más olvidado

del mundo, más perdido en el tiempo y en su patria; ha abandonado el empleo;

le han prohibido la entrada al periódico; aquella misión que se le había

encomendado de arrastrar a Austria a la guerra, ha quedado en nada. Su

enemigo, Napoleón, domina en toda Europa; el rey de Prusia se convierte en su

aliado, después de haber sido su vasallo. Las obras de Kleist van y vienen por

los escenarios sin ser representadas, rechazadas por los empresarios, o, sí se

representan, no son del agrado del público; sus libros no encuentran editor; él

mismo no logra encontrar ni el empleo más modesto. Goethe se ha apartado de

él; los demás apenas lo conocen y ningún aprecio pueden tenerle; sus

protectores lo han abandonado en su caída; los amigos le han olvidado; finalmente,

también lo abandona su hermana Ulrica. Ha perdido en todas las cartas

a que ha apostado; sólo le resta ya una; lo único de valor que le queda en las

manos es el manuscrito de su obra maestra, El Príncipe de Homburg, que no

logra ver representada. Nadie le sienta a su mesa ya, y nadie tampoco tiene la

menor confianza en esta última carta que él lleva en la mano. Entonces, Kleist

se dirige de nuevo a su familia, saliendo así de una soledad que duraba y

muchos meses. Así, pues, se va hacia Francfort del Oder a; ver a los suyos y a

alegrarse el alma con un poco de amor; pero los suyos le echan sal en las

heridas y hiel en los labios. Aquella hora que pasa con su familia le destroza;

todos ven en Kleist al fracasado que ha perdido el empleo, al dramaturgo sin

éxito, y, en resumen, le miran desdeñosamente como a algo indigno de la

familia. «Quisiera morir diez veces, antes de volver a sufrir lo que sufrí en

Francfort, en ese día, durante la comida», escribe lleno de desespero. Los suyos

le echan y él se ha de refugiar en sí mismo, en su pecho,, oprimido, y,

avergonzado, humillado, se dirige como puede hacia Berlín. Durante algunos

meses va y viene, vestido, miserablemente y con los zapatos rotos, intentando

encontrar un empleo. Ofrece su Homburg, su Hermannsschlacht a los libreros,

pero en vano; pone de mal humor a sus amistades con su triste aspecto, hasta

que todos parece que se cansan de él y él a su vez se cansa también de esa

búsqueda. Mi alma está tan lacerada -escribe estremecido en aquellos días-,

que diría que hasta la luz del Sol me hace daño cuando me atrevo a asomarme

a la ventana.»

Todas sus pasiones han terminado; todas sus fuerzas están dispersas; todas

sus esperanzas han resultado, fallidas, pues:

Su fama no logra llegar a los oídos de nadie, y cuando ve el signo de los

tiempos que ondea ante cada puerta, termina su canción; quiere acabar ya y,

llorando, deja escapar la lira de sus manos.

Entonces, en medio de la soledad espantosa en que se encuentra, soledad y

silencio como nunca ha sentido otro genio alrededor de sí (si se exceptúa tal vez

a Nietzsche), entonces oye sonar una voz siniestra, oscura, y que ya había oído

en momentos de desesperación: es la llamada de la muerte. Este pensamiento

de una muerte voluntaria le acompaña desde su juventud, y así como cuando

era casi un muchacho se había hecho un plan de vida, ahora, desde hacía algún

tiempo, estaba formando un plan de muerte; este pensamiento, aunque oculto,

se había afirmado en su alma, y ahora, cuando la marea y el oleaje de la

esperanza se retiran de su alma, queda el pensamiento de la muerte como una

negra roca descubierta por el reflujo, negro y fuerte. Son innumerables en las

cartas de Kleist las alusiones voluptuosas al suicidio. Ciertamente, se podría

decir paradójicamente que si soportó la vida tanto tiempo, fue porque en todo

momento sabía que podía arrancarla de su cuerpo. Siente continuamente el deseo

de morir, y si se le ve titubear no es de miedo, sino por su naturaleza

exagerada, excesiva; Kleist no ama a la muerte de cualquier manera, sino con

pasión, con exaltación; no quiere matarse, pues, miserablemente, cobardemente,

sino que ansía -según él mismo escribe a Ulrica- «una muerte

magnífica». Hasta este pensamiento siniestro y oscuro logra en Kleist la

voluptuosidad de la embriaguez. Quiere ir a la muerte como quien va al lecho

nupcial; su erotismo, que no encontró el cauce natural, se desborda hasta

inundar todas las profundidades de la naturaleza, y sueña ya con una muerte

que sea de místico amor, una muerte que sea desaparición de dos almas. Cierto

terror atávico -que él ha inmortalizado en el Principe de Homburg- le hace temer

la soledad de la muerte, el tener que soportarla toda una eternidad; así pide

desde su infancia, a todos los que ama, que mueran con él. Él, que durante la

vida ha estado sediento de amor, pide ahora una muerte de amor. En el mundo

ninguna mujer logró satisfacer su amor ¡limitado, ninguna mujer logró sostener el

paso hacia el éxtasis de aquel loco de amor; ninguna, ni su novia, ni Ulrica, ni

Marie von Kleist, pudieron soportar la ebullición de sus pasiones. Ahora el amor,

el ansia de amor de Kleist, sólo puede satisfacerse con la muerte, que es lo más

alto a insuperable; en Pentesilea se adivina esa pasión. Así pues, sólo la mujer

que esté dispuesta a morir con él es la que puede ofrecerle un amor insuperable,

y esa mujer es la única que Kleist desea; « su tumba me ha de ser más

agradable que los lechos de todas las emperatrices del mundo», escribe en su

última carta de despedida. Por eso Kleíst pide la compañía hacia la muerte a las

personas que le son más afectas, y a Karoline von Schiller, que le era casi

desconocida, le propone «pegarle un tiro a ella y después pegarse otro él».

Trata de atraer a su amigo Rühle diciéndole: «No acaba de abandonarme la idea

de que todavía hemos de hacer juntos una cosa; ven -sigue diciendo-, hagamos

algo bien hecho y encontremos la muerte en ello; será uno de los millones de

muertes que ya hemos sufrido o que hemos de sufrir todavía; es sólo como si

pasáramos de una habitación a otra.» Como siempre le sucede a Kleist, la idea,

fría al principio, es pronto ardiente pasión; cada vez se entusiasma más con el

proyecto de acabar su lento desmoronamiento con una explosión, de un golpe,

en una destrucción heroica, y arrojarse a una muerte fantástica para librarse de

su eterna lamentación, de su lucha interior, de su insaciable pasión, rodeado de

embriaguez y de éxtasis. Su demonio interior se alza magnífico, pues quiere

arrojarse a su elemento: al Infinito.

Esa pasión de muerte en compañía de otra persona, queda sin ser

comprendida por sus amigos y por las mujeres, como incomprendidas quedaron

siempre sus hipertrofias sentimentales. En vano insiste, mendiga casi, para

encontrar a su compañero en la muerte: todos se apartan de él horrorizados al

oír tal proposición. Finalmente, cuando su alma rezuma ya asco y amargura,

cuando la oscuridad de su corazón le borra la vista y el sentimiento, encuentra a

una mujer que acepta agradecida su proposición. Se trata de una enferma

condenada a muerte; un cáncer le corroe las entrañas como a Kleist le corroe el

alma el cansancio de vivir. Kleist, exaltado en su éxtasis, se deja acompañar

voluptuosamente por aquella infeliz a la tumba: ya hay alguien que le priva de la

soledad en sus últimos momentos de vida, y así surgió aquella extraña noche de

bodas del «no-amado» con la «no-amada», así aquella mujer enferma y fea (él

sólo miró su rostro en el éxtasis del pensamiento) se arroja con él a la

inmortalidad. En el fondo, aquella pobre cajera le era desconocida; nunca la

conoció sexualmente, pero se desposa con ella bajo otros signos y otras estrellas,

se desposa con ella en el sagrado sacramento de la muerte. Esa mujer, que

para su vida habría resultado pequeña, débil y enfermiza, será una magnífica

compañera de muerte, porque es la única que pone, sobre la muerte del poeta,

un alba engañosa de amor y compañerismo. Él mismo se le ofreció: ella no tenía

mas que tomarlo, y él estaba preparado.

La vida le había dispuesto demasiado a ello, pues lo había pisoteado,

esclavizado, decepcionado y hasta rebajado, y ahora él sabe levantarse con

toda su magnífica fuerza para hacer de su muerte su última tragedia. El artista

que hay en él reaviva ahora el fuego que ardía oculto entre cenizas, soplando

con su aliento poderoso, y de su pecho brota una llamarada de júbilo apenas

está seguro, como él mismo dice, de que « ya está maduro para la muerte»,

apenas se da cuenta que la vida ya no lo domina, sino que es él quien domina la

vida. Y aquel que nunca pudo decir un «sí» claro y puro (como Goethe), ahora

dice su «sí» más sagrado y alegre a la muerte, y ese «sí» suena por primera vez

magnífico y sin disonancia. Toda la acrimonia ha desaparecido; toda torpeza ha

muerto; todas sus palabras suenan ahora magníficas bajo el hacha del destino.

La luz del día no le molesta ya, porque su alma respira la inmortalidad; lo vulgar

está lejos; su mundo interior está lleno de luz; ahora vive feliz su propio «yo»;

vive aquellos versos de su Homburg, que son los versos de su propia extinción:

Ahora, oh Inmortalidad, ya eres completamente mía. A través de la venda que

cubre mis ojos, pasa lo brillo como el de mil soles. Siento que me nacen alas y

que flota mi espíritu tranquilo en los etéreos espacios; y del mismo modo que un

buque llevado por el soplo del viento ve cómo paulatinamente van

desapareciendo el puerto y la ciudad, así yo veo cómo toda mi ida se va

hundiendo en el crepúsculo. Aún distingo los colores y las formas... y ahora sólo

niebla se extiende debajo de mí.

El éxtasis que lo arrastró, durante treinta y tres años, través de todas las

espesuras del bosque de la vida, lo levanta ahora henchido de amor en una

despedida llena de bienaventuranza. Todo el antagonismo interior, toda la lucha

eterna, se funde ahora en un único y exclusivo sentimiento. Al entrar en las

tinieblas voluntariamente, animoso, su sombra lo abandona; el demonio de su

vida se cierne unos instantes sobre su cuerpo arruinado y, corno el humo, se

disuelve después. En esta última hora, todo el dolor y la pesadumbre de Kleist

se disuelven, desaparecen, y su demonio se convierte en armonía.

FRIEDRICH NIETZSCHE

El interés que despierta en mí un filósofo

depende exactamente de su capacidad para darnos

un ejemplo.

CONSIDERACIONES INTEMPESTIVAS

TRAGEDIA SIN PERSONAJES

Vivir de un modo peligroso es obtener el mayor placer

que puede dar la existencia.

La tragedia de Friedrich Nietzsche es un monodrama: el único actor en la corta

escena de su vida es él mismo. En cada uno de los actos -rápidos como un aludestá

Nietzsche como un luchador solitario bajo el tempestuoso cielo de su

destino; no tiene a nadie a su lado; nadie está enfrente de él; ninguna mujer, con

su tierna presencia, suaviza esa tensión atmosférica. Toda acción procede de él

y en él se refleja solamente. Las únicas figuras que al principio marchan a su

lado son acompañantes mudos, asombrados y asustados de su heroica

empresa, que después, poco a poco, se van alejando de él, como si fuera

peligroso. Nadie se atreve a adentrarse en el círculo interior de su destino.

Nietzsche habla, lucha y sufre siempre por su propia cuenta. No habla a nadie y

nadie le habla a él. Y, lo que aún es más terrible: nadie lo escucha.

Esa heroica tragedia de Friedrich Nietzsche no tiene, pues, personajes ni

público, y tampoco tiene decorado, ni escenario, ni trajes: se representa, por

decirlo así, en el vacío, en la idea. Basilea, Naumburgo, Niza, Sorrento,

Sils-Maria, Génova: esos nombres no son, en realidad, diferentes residencias de

Nietzsche, sino jalones que bordean el camino recorrido en un vuelo ardiente, es

decir, bastidores y telones fríos y sin color. Realmente, el decorado de su

tragedia fue siempre el mismo: aislamiento, soledad, esa soledad muda que

siempre rodea el pensamiento de Nietzsche como una campana de cristal; esa

soledad sin flores ni luz, sin música, sin seres humanos, sin animales, y hasta

sin Dios; esa soledad petrificada, muerta, de un mundo primitivo anterior o

posterior a cualquier tiempo. Pero lo que hace más vacía y triste esa soledad,

terrible y grotesca al mismo tiempo, es el hecho inconcebible de que esta

soledad de desierto, de glaciar, se encuentre, intelectualmente hablando, en

medio de un país americanizado, en medio de esa Alemania moderna donde

trepidan los ferrocarriles que van y vienen, donde cruza por doquier el telégrafo;

un país lleno de ruido y tumulto, en medio de una cultura llena de curiosidad

malsana que lanza al mundo, todos los años, cuarenta mil libros, que en sus

cien universidades trata continuamente de resolver nuevos problemas, que en

sus centenares de teatros está contemplando diariamente dramas y tragedias, y

que, a pesar de todo lo dicho, no sabe absolutamente nada, ni adivina nada, ni

siente nada de ese formidable drama del espíritu que se está desarrollando en

su mismo centro, en su círculo más íntimo.

Pues ni aun en los momentos más grandiosos la tragedia de Nietzsche logra

tener en Alemania siquiera un espectador, un solo testigo. A1 principio, cuando

habla desde su cátedra y la luz de Wagner lo ilumina, sus palabras despiertan

alguna curiosidad; pero cuanto más profundiza en sí mismo o en la hondura del

tiempo, tanto menor es el eco que despierta su voz. Uno después de otro,

amigos y extraños se sienten intimidados por el heroico monólogo, asustados

por las transformaciones cada vez más salvajes y por los éxtasis cada vez más

ardientes del eterno solitario que fue Nietzsche, y por eso le abandonan,

terriblemente solo, a su destino. Poco a poco, el solitario actor se va llenando de

la inquietud de hablar siempre en el vacío; va alzando la voz, grita, gesticula,

queriendo despertar así un eco o una voz contradictoria. Inventa una música

para sus palabras: una música tempestuosa, embriagadora, dionisíaca, pero ya

nadie lo escucha. Recurre entonces a arlequinadas, a una alegría forzada,

punzante, estridente; hace cabriolas con sus frases, las adorna, todo ello sólo

para atraer, con su diversión artificial, a algunos oyentes a aquello tan terriblemente

serio que él está diciendo, pero ni una mano se mueve para aplaudirle.

Finalmente, inventa una danza, la danza de las espadas, y, herido, desgarrado,

sangrante, ejercita su nuevo arte ante el público, pero nadie adivina el sentido de

esas bromas estridentes ni la pasión destrozada que se encierra en su afectada

frivolidad. Sin público, sin eco, termina entonces el drama de su espíritu, que es

el más extraordinario que pueda haberse presentado en nuestro inquieto siglo.

Nadie se molesta en dirigirle una mirada cuando el zumbel de sus pensamientos

salta por última vez, para acabar cayendo al suelo agotado... «muerto ante la

inmortalidad.»

Ese aislamiento rotundo, ese estar consigo mismo, es lo más profundo, lo más

trágico de la vida de Friedrich Nietzsche. Nunca una plenitud de espíritu como la

suya, ni una orgía semejante de los sentimientos, estuvieron rodeadas de un

vacío tan enorme, de un silencio tan hermético. Ni siquiera tuvo adversarios; así,

la más poderosa voluntad de pensar, «encerrada en sí misma y enterrándose a

sí misma», se ve obligada a buscar dentro de su propio pecho, dentro de su

alma trágica, la respuesta o la contradicción. Y ese espíritu, furioso por su

destino, arranca su túnica de Neso de los jirones sangrientos de su piel, arranca

ese ardor que lo devora para aparecer desnudo ante la verdad, frente a sí

mismo. Pero ¡qué frío glacial hay alrededor de esa desnudez! ¡Qué silencio

alrededor de ese grito del espíritu! ¡Qué cielo siniestro, lleno de nubes y de

rayos, se cierne sobre ese « asesino de la divinidad», que, a falta de un enemigo

con quien combatir, se precipita sobre sí mismo, sin piedad, como quien se

conoce a sí mismo y es su propio verdugo! Arrebatado por su demonio más allá

del tiempo y del espacio, más allá de los límites más extremos de su ser,

Sacudido por extraña fiebre, temblando ante las aceradas puntas de las

flechas heladas, repudiado por ti, ¡oh, pensamiento! ¡Indecible! ¡Sombrío!

¡Terrible!

retrocede a veces, sacudido por un estremecimiento, con la mirada llena de

terror, cuando se da cuenta de cuán lejos de todo lo viviente, de todo lo que ha

sido, le ha arrastrado su vida. Pero un impulso tan grande no puede volver atrás;

con plena conciencia, y al mismo tiempo en el supremo éxtasis de la embriaguez

de sí mismo, cumple su destino, aquel que Bölderlin, su querido Hölderlin, le había

marcado en la figura de Empedocles.

Un heroico paisaje sin cielo, un espectáculo grandioso sin espectadores, un

silencio cada vez mayor que rodea al trágico grito de la soledad de un espíritu:

tal es la tragedia de Friedrich Nietzsche; se debería abominar de tina tragedia

así, como de una de esas terribles crueldades de la Naturaleza, tan estúpida, sí

Nietzsche no la hubiera aceptado en un gesto extático y si no hubiera escogido,

y hasta amado, esa crueldad única a causa de su naturaleza también única.

Pues, voluntariamente y con claro sentido, supo edificar esa «vida particular» en

su segura existencia, con su profundo instinto trágico, y su gran fortaleza de

ánimo supo retar a los dioses para experimentar en sí mismo el mayor grado de

peligro en que un hombre puede vivir: ¡Salud, oh, demonios! Con ese grito de la

hybris, Nietzsche y sus amigos evocan las potencias en una noche alegre, como

de estudiantes: a la hora de los espíritus, arrojan por la ventana sus vasos llenos

de vino a una de las calles tranquilas de una Basilea dormida, como en sacrificio

a los Invisibles. Es sólo una broma fantástica que encierra un presentimiento;

pero los demonios escucharon la invocación y persiguen al que los desafió, y así

la broma de una noche llega a ser la tragedia de un destino. Nunca logra

Nietzsche escabullirse de esas monstruosas exigencias que lo han agarrado y

atado con cadenas: cuanto más fuerte pega el martillo, tanto más sonoro rebota

en la masa de bronce de su voluntad. Y sobre ese yunque, puesto al rojo por la

pasión, se ve forjada, a golpes cada vez más fuertes, la fórmula que, como una

armadura, defiende su espíritu: «Fórmula para la grandeza de un hombre, amor

fatí; no querer ser nada diferente de lo que ha sido, de lo que es, o de lo que ha

de ser. Soportar lo fatal; más aún: no disimularlo; más aún: amarlo.» Ese canto

ferviente de amor a las potencias ahoga ditirámbicamente los gritos de dolor:

arrojado a tierra, vencido por el silencio, devorado por sí mismo, roído por todas

las amarguras del dolor, no levanta jamás su mano para que el destino lo

abandone. A1 contrario, reclama una miseria mayor todavía, una soledad más

profunda, un sufrimiento más completo; siempre lo máximo que puede resistir. Si

alza sus manos no es pidiendo gracia, sino al contrario, su oración es la de los

héroes: « ¡Oh!, voluntad de mí alma, que yo llamaré mi destino, tú que estás en

mí, por encima sírvame y concédeme un destino grande.» Y el que así sabe

orar, es escuchado.

DOBLE RETRATO

El énfasis en el gesto no es propio de la grandeza;

quien necesita del gesto, es falso... Desconfiemos de

todas las personas pintorescas.

Imagen patética del héroe: veamos cómo lo describe la mentira marmórea, la

leyenda pintoresca: una cabeza de héroe orgullosamente levantada; frente alta,

surcada por sombríos pensamientos; los cabellos revueltos, como en oleadas; el

cuello potente y robusto. Bajo sus cejas tupidas, una mirada de halcón; cada

músculo de su rostro está tenso de voluntad, de salud y de fuerza. El bigote a lo

Vercingétorix, que cubre su boca áspera, y un mentón prominente nos recuerdan

a un guerrero bárbaro, a involuntariamente surge el pensamiento de la espada

guerrera y victoriosa, del cuerno de caza o de la lanza, al contemplar su robusta

cabeza de león y su cuerpo musculoso de vikingo germano. Bajo esta forma de

superhombre, de antiguo Prometeo, ha sido representado por escultores y

pintores ese gran solitario del espíritu para hacerle más comprensible a una

humanidad no muy llena de fe, que es incapaz de comprender la tragedia si no

la ve envuelta en el ropaje teatral, influida en esto por los libros de texto y por el

teatro. Pero el auténtico trágico nunca es teatral; el verdadero retrato de

Nietzsche es mucho menos pintoresco de como lo representan los bustos o los

cuadros.

Imagen del hombre: un mezquino comedor de una pensión de seis francos al

día, en un hotel de los Alpes o junto a la ribera de Liguria. Huéspedes

indiferentes, la mayor parte de veces; algunas señoras viejas en small talk, es

decir, en conversación trivial. La campana ha llamado ya a comer. Entra un

hombre de espaldas cargadas, de silueta imprecisa; su paso es incierto, porque

Nietzsche, que tiene «seis séptimos de ciego», anda casi tanteando, como si

saliese de una caverna. Su traje es oscuro y cuidadosamente aseado; oscuro es

también su rostro, y su cabello castaño va revuelto, como agitado por el oleaje;

oscuros son igualmente sus ojos, que se ven a través de unos cristales gruesos,

extraordinariamente gruesos. Suavemente, casi con timidez, se aproxima; a su

alrededor flota un silencio anormal. Parece un hombre que vive en las sombras,

más allá de la sociedad, más allá de la conversación, y que está siempre

temeroso de todo lo que sea ruido o hasta sonido; saluda a los demás

huéspedes con cortesía y distinción y, cortésmente, se le devuelve el saludo. Se

aproxima a la mesa con paso inseguro de miope; va probando lbs alimentos con

una precaución propia de un enfermo del estómago, no sea que algún guiso esté

excesivamente sazonado o que el té sea demasiado fuerte, pues cualquier cosa

de ésas irritaría su vientre delicado, y sí éste enferma, sus nervios se excitan

tumultuosamente. Ni un vaso de vino, ni una jarra de cerveza, nada de alcohol,

nada de café, ningún cigarro, ningún cigarrillo; nada estimulante; sólo una

comida sobria y una conversación de cortesía, en voz baja, con el vecino de

mesa (como hablaría uno que ha perdido el hábito de conversar y tiene miedo

de que le pregunten demasiado).

Después se retira a su habitación mezquina, pobre, fría. La mesa está colmada

de papeles, notas, escritos, pruebas; pero ni una flor, ni un adorno, algún libro

apenas y, muy raras veces, alguna carta. Allá en un rincón, un pesado cofre de

madera, toda su fortuna: dos camisas, un traje, libros y manuscritos. Sobre un

estante, muchas botellitas, frascos y medicinas con que combatir unos dolores

de cabeza que le tienen loco durante horas y más horas, para luchar con los

espasmos gástricos y los vómitos, para vencer su pereza intestinal y para

combatir, sobre todo, su terrible insomnio con cloral y veronal. Un horrible

arsenal de venenos y de drogas, que es la única ayuda que puede encontrar en

el vacío de un cuarto extranjero, donde no le es posible encontrar otro reposo

que el obtenido por un sueño corto, artificial, forzado. Envuelto en una capa y

una bufanda de lana (pues la chimenea hace humo, pero no da calor), con sus

dedos ateridos, sus gruesos lentes tocando casi el papel, escribe rápidamente,

durante horas enteras, palabras que sus mismos ojos no pueden luego apenas

descifrar. Durante horas está allá sentado escribiendo, hasta que los ojos le

arden y lagrimean; una de las pocas felicidades de su vida es que alguien,

apiadado de él, se le ofrezca para escribir un rato, para ayudarle. Si hace buen

día, el eterno solitario sale a dar un paseo, siempre solo con sus pensamientos.

Nadie lo saluda jamás, nadie lo acompaña jamás, nadie lo para jamás. El mal

tiempo, la nieve, la lluvia, todo eso que él odia tanto, lo retienen prisionero en su

cuarto; nunca abandona su habitación para buscar la compañía de otros, para

buscar a otras personas. Por la noche, un par de pastelillos, una tacita de té

flojo, y enseguida otra vez la soledad eterna con sus pensamientos. Horas

enteras vela junto a la lámpara macilenta y humosa sin que sus nervios, siempre

tensos, se aflojen de cansancio. Después echa mano del cloral a otro hipnótico

cualquiera, y así, a la fuerza, se duerme, se duerme como las demás personas,

como las personas que no piensan ni son perseguidas por el demonio.

A veces permanece en cama días enteros: vómitos y espasmos gástricos que

le hacen perder el sentido, las sienes le duelen como si se las trepanasen, los

ojos pierden casi totalmente la vista; pero nadie se aproxima a su lecho, nadie

tiende su mano para poner una compresa en su frente, nadie hay que se preste

a leerle en voz alta, a conversar con él, a reír con él.

Esa habitación es siempre la misma. La población tiene nombres distintos:

Sorrento, Turín, Venecia, Níza, Marienbad, pero la habitación es la misma: una

habitación de alquiler, extraña, fría, de muebles descabalados; siempre la misma

mesa de trabajo y el mismo lecho de dolor; siempre también la misma soledad.

En todos sus años de peregrinación no hay ni un solo descanso en un ambiente

alegre y amable; nunca, durante la noche, se aprieta contra él el cuerpo desnudo

y tibio de una mujer; nunca hay una aurora de gloria tras de sus miles y miles de

noches de trabajo y de soledad. ¡Cuánto más absoluta es la soledad de

Nietzsche que la de la pintoresca meseta de Sils-Maria, visitada ahora por los

turistas, entre su lunch y su diner: la soledad de Níetzsche es de toda su vida, de

todo su mundo!

De vez en cuando un huésped, un visitante. Pero la corteza se ha hecho ya

demasiado dura alrededor de ese corazón anhelante de compañía; el solitario da

un suspiro de alivio cuando se marcha el visitante. No queda ya en él ni rastro

de sociabilidad; la conversación fatiga, agota, al que se alimenta de sí mismo y

que, por tanto, sólo tiene apetito de sí mismo. A veces, rápido como un destello,

pasa aún un rayo de felicidad: esa felicidad se llama música. Una representación

de Carmen en un mal teatro de Niza, un par de arias de un concierto, alguna

hora de piano, pero esa felicidad es también forzada y le conmueve hasta

hacerle derramar lágrimas; su falta de felicidad lo ha desacostumbrado tanto a

ella que acaba por ser ya sólo un tormento.

Durante quince años recorre Níetzsche esa galería subterránea que va de

habitación alquilada a habitación alquilada; siempre desconocido, sólo conocido

de sí mismo, pasa por oscuras ciudades, por tétricas habitaciones, por

pensiones mezquinas, por sucios vagones de ferrocarril, por cuartos de enfermo,

mientras en la superficie del tiempo bulle toda la ruidosa feria de las artes y de

las ciencias. Sólo el caso de Dostoievski, simultáneo, igualmente oscuro y triste,

presenta la misma luz grisácea y espectral. En éste, como en aquél, la obra de

titán oculta a la figura miserable del Lázaro que muere diariamente de miseria y

de enfermedades, y que también cada día encuentra el milagro salvador de su

voluntad que lo saca de lo profundo. Durante quince años, Nietzsche sale y

vuelve a caer en el ataúd de su habitación, va de muerte en muerte, de dolor en

dolor, de resurrección en resurrección, hasta que todas las energías de su

cerebro estallan por fin y le destrozan. Hombres desconocidos levantan del

suelo de una calle a ese otro hombre desconocido; hombres desconocidos,

extranjeros, le llevan a la habitación, también extranjera, de la Vía Carlo-Alberto

de Turín. Nadie presencia su muerte intelectual. Su fin está rodeado de

oscuridad y de soledad. Solo, desconocido, se sumerge el espíritu más lúcido

del genio en la oscuridad de su propia noche.

APOLOGIA DE LA ENFERMEDAD

Lo que no me mata, me hace más

fuerte.

Innumerables son los gritos de dolor de ese cuerpo martirizado. Es todo un

cuadro de los males físicos, con cien anotaciones, y después esa terrible frase:

«En todas las edades de mi vida, el exceso de dolor ha sido monstruoso.» Y

efectivamente, no falta ningún diabólico tormento en ese pandemónium de la

enfermedad: dolores de cabeza, martilleantes, brutales, que hacen permanecer

a ese pobre mártir días enteros echado en un sofá o en la cama; espasmos

gástricos con vómitos de sangre, migrañas, fiebres, abatimiento, falta de apetito,

hemorroides, debilidad intestinal, escalofríos, sudores nocturnos; todo un círculo

terrible. Además, unos ojos «que son, en sus tres cuartos, ciegos», que al menor

esfuerzo se hinchan y lagrimean y que no le permiten gozar de la luz del día más

que una hora y media o dos diariamente; pero Nietzsche odia el cuidado del

cuerpo y trabaja diez horas diarias en su mesa, y su cerebro se venga de esos

excesos con dolores de cabeza que lo enloquecen o con terribles tensiones

nerviosas, pues su cerebro sobreexcitado no se para por la noche, sino que

continúa girando en sus visiones y en sus pensamientos hasta que lo ha de

ensordecer por medio de soporíferos. Pero las dosis son cada vez mayores (en

dos meses, Nietzsche llega a emplear cincuenta gramos de cloral para

procurarse el sueño); entonces su estómago se niega a resistir tan dura prueba

y se subleva. Y, en un círculo vicioso, sus vómitos, sus dolores de cabeza,

necesitan nuevos remedios; se entabla una lucha encarnizada, insaciable, entre

sus órganos irritados, que, en un juego loco, se arrojan uno a otro la pelota llena

de espinas del sufrimiento. Jamás hay un momento de reposo en esa lucha,

jamás se presenta un momento de satisfacción, ni un solo mes de descanso y

de olvido en su dolor. En veinte años, no hay una sola de sus cartas en donde

no suene el gemido de sus padecimientos. Y sus gritos son cada vez más

furiosos, más agudos, ante el aguijonazo incesante de sus nervios delicados y

sensibles. «Descárgate de ello; muere», se dice a sí mismo. Otra vez escribe:

«Una pistola es para mí, actualmente, un pensamiento consolador.» Y en otra

ocasión, exclama: «Mi terrible martirio, casi insoportable, me hace anhelar la

muerte; por ciertos indicios, me parece próximo un ataque cerebral que me

traerá la liberación.»

Después ya no encuentra palabras lo bastante significativas para expresar sus

sufrimientos; tanto han sido repetidas, que han perdido su fuerza; sus gritos

atroces ya no parecen humanos y suben a la superficie desde lo más hondo de

su « existencia de perro» De pronto brilla una afirmación que hace estremecer

por lo monstruosa; una afirmación sólida, firme, que da el mentís a todos sus

anteriores quejidos: «En resumen, he tenido (en esos quince últimos años) un

buen estado de salud»

¿Qué significa eso? ¿Qué vale aquí: sus sufrimientos, o su frase lapidaria?

Evidentemente, ambas cosas. El cuerpo de Nietzsche era fuerte y resistente; su

tronco grueso y sólido podía soportar cualquier carga; sus raíces se hunden

profundamente en una sana generación de sanos alemanes. En summa

summarum -como él dice-, su constitución, su organismo, eran sanos; sólo sus

nervios son demasiado sensibles para la violencia de su sensibilidad, y por eso

están en perpetua conmoción (una conmoción que, sin embargo, nunca logra

hacer temblar su sólida fuerza de espíritu) Una vez, Nietzsche encontró la

expresión feliz de ese estado semi-peligroso de su salud, cuando habló de

«esos pequeños disparos del sufrimiento», porque, efectivamente, en esa lucha,

no se abrió nunca una verdadera brecha en sus murallas interiores; vive, como

Gulliver en Brobdignac, sitiado por un hormiguero de diminutos sufrimientos. Sus

nervios están siempre alerta, siempre en guardia y al acecho; toda su atención

está supeditada a su propia defensa, pero nunca fue vencido por una verdadera

enfermedad, si se exceptúa esa dolencia sorda que, en silencio, fue abriendo

aquella mina que un día hizo saltar su cerebro. Un espíritu monumental como el

de Nietzsche no sucumbe al fuego de fusilería; sólo una explosión puede hacer

saltar en pedazos su cerebro de granito. Así, a un gran sufrimiento se opone una

gran capacidad para sufrir y, frente a una gran vehemencia de sentimiento, se

opone una gran delicadeza nerviosa del sistema motor. Pues cada nervio del

estómago o del corazón de Nietzsche es como un manómetro de precisión que

marca, con depresión o excitación terribles, las más pequeñas alteraciones de la

tensión. Nada permanece inconsciente para su cuerpo o para su espíritu. El más

pequeño nerviecillo, que en los otros está mudo, le señala a él siempre su

misión con un estremecimiento poderoso, y su «furiosa irritabilidad» rompe su

fuerte vitalidad en mil fragmentos agudos, cortantes y peligrosos. De ahí los

gritos penetrantes que le hacen exhalar sus nervios lastimados al menor

movimiento, al menor paso que Nietzsche da en su vida.

Esa hipersensibilidad fatal, demoníaca, de sus nervios, que se estremecen al

menor roce con un dolor que en otra persona no traspasaría el umbral de la

conciencia, es la verdadera fuente de sus sufrimientos y al mismo tiempo es

también fuente de su genial sistema de valores. No es necesario, para agitar su

sangre en reacción fisiológica, que haya una causa tangible o una afección

verdadera; basta para ello la menor cosa: las variaciones meteorológicas, por

ejemplo, que para Nietzsche son ya motivo de penalidades terribles. Puede que

no haya existido nunca un intelecto tan sensible a las variaciones atmosféricas o

a las oscilaciones meteorológicas. En su interior lleva un manómetro, lleva

mercurio; es la excitación misma; entre su pulso y la presión atmosférica, entre

sus nervios y la humedad del ambiente, parece que existen misteriosos

contactos eléctricos. Sus nervios acusan la presión dolorosamente y reaccionan

al compás de las oscilaciones de la naturaleza. La lluvia o un tiempo revuelto

deprimen su vitalidad («un cielo cubierto me abate profundamente», declara él

mismo); un cielo cargado de nubes descompone sus intestinos; las lluvias le

restan « potencial», la humedad lo debilita; la sequedad lo vivifica; el sol le da

vida; el invierno lo agarrota y lo mata. La aguja barométrica de sus nervios

nunca está quieta; necesita ir a un cielo sin nubes, subir a la meseta de Engadín,

donde no sopla el viento. Y todas esas variaciones, esas presiones que alteran

tanto su estado físico, obran también poderosamente sobre su espíritu. Pues

cada vez que brota en él un pensamiento, corre una chispa eléctrica a través de

sus tensos nervios; la acción de pensar se realiza, en Nietzsche, como una

descarga eléctrica que actúa sobre su cuerpo como una tormenta, y «en cada

explosión de su sensibilidad, aunque sea rápida como un parpadeo hay una

alteración en el curso de sus venas». El cuerpo y el espíritu, en el más vital de

los pensadores, se encuentran íntimamente ligados a las variaciones atmosféricas.

Para Níetzsche, las reacciones internas y externas llegan a ser idénticas:

«No llego a ser ni espíritu ni cuerpo: soy algo diferente: sufro en todo y por todo»

Ahora bien, esa precisión de su sensibilidad, esa tendencia a reaccionar

vehementemente ante cada impresión, se ven aumentadas por la atmósfera

inmóvil y concentrada en que se desenvuelve su vida, por esa soledad en que

vive Nietzsche. En los trescientos sesenta y cinco días del año, nada entra en

contacto con él, ni amigo ni mujer, y en las veinticuatro horas del día, nada tiene

ante sí mas que a sí mismo; por eso su vida llega a ser un continuo diálogo con

sus nervios. En medio de este monstruoso silencio, sostiene en sus manos la

brújula de su sensibilidad y, como un anacoreta, como un solitario, como un

aislado, observa, bañado en hipocondría, hasta las menores alteraciones que

sufren las funciones de su cuerpo. Otros se olvidan de sí mismos porque dirigen

su atención a la charla y a los negocios, a la diversión y a las distracciones,

porque se sumen en el vino y la apatía, pero Nietzsche es un diagnosticador

genial, que se entrega al placer del psicólogo curioso hasta en su propio dolor y

hace de sí mismo un « caso de observación y estudio».

Continuamente, con agudas pinzas, pone al desnudo sus nervios, actuando

como médico y paciente simultáneamente, dejando al descubierto lo más

doloroso de su sensibilidad, y con ello sólo logra, como ha de suceder con toda

naturaleza nerviosa, aumentar su hípersensíbilidad. Escamado de los médicos,

se convierte en su propio médico y se medica por su propia cuenta durante toda

su vida. Va ensayando todas las medicinas o las curas que uno pueda

imaginarse: masajes eléctricos, dietas, brebajes, curas de agua; ya calma sus

nervios con bromuro, ya se los excita de nuevo con alguna otra sustancia. La

extrema sensibilidad que presenta a los cambios meteorológicos lo mueve

continuamente a buscar una atmósfera particular, un lugar apropiado, lo que él

llama « clima para su alma». Pronto está en Lugano por el aire del lago y la

carencia de viento; pronto en Pfáfer o en Sorrento; después cree que los baños

de Ragaz podrían librarle de esa porción dolorosa de su ser y que la región

salubre de Saint-Moritz o las fuentes de Baden-Baden o Marienbad podrían

convenirle. Durante una primavera cree haber descubierto en Engadin la

atmósfera más apropiada a su naturaleza, debido a aquel aire vigorizador y

ozonizado; después descubre que es Niza, con su aire seco; después cree que

es Verona o Génova. Ahora desea estar en pleno bosque, después necesita el

aire del mar; ya una pequeña ciudad con alimentos puros y sencillos, ya un lugar

en la ribera. Dios sabe cuántos kilómetros de vía férrea recorrió ese fugitivus

errans, buscando siempre ese lugar fabuloso donde debía cesar esa excitación,

esa quemazón de sus nervios. De sus experiencias patológicas va surgiendo,

poco a poco, toda la geografía sanitaria; hojea gruesos volúmenes de obras

geológicas buscando ese lugar que nunca encuentra; ese lugar que, como una

lámpara de Aladino, ha de reportarle la paz y la tranquilidad. Ningún viaje ha de

parecerle excesivamente largo; está en sus proyectos ir a Barcelona, y también

piensa en las cordilleras mejicanas, en la Argentina y hasta en el Japón. La

situación geográfica, la dietética y la climatología llegan a ser su segunda ciencia

particular. En cada lugar anota la temperatura, la presión; con el hidroscopio

mide la humedad y toma razón de las precipitaciones atmosféricas; su cuerpo es

ya como una especie de columna barométrica, un alambique. En la dicta observa

una sistematización igualmente exagerada; lleva un registro con todas las

precauciones necesarias. El té ha de ser de cierta marca y tener una fuerza

prescrita; la carne no le conviene; las legumbres y verduras han de ser

preparadas de cierta manera. Poco a poco, esta medicación, este diagnóstico

continuo, se convierten en un egotismo enfermizo, en una contemplación

patológica de sí mismo. Nada ha hecho más doloroso el padecimiento de

Nietzsche que esa continua vivisección; como siempre, el psicólogo sufre

doblemente, porque vive dos veces su dolor: una vez, en la realidad, y otra vez,

en la auto-observación.

Pero Nietzsche es el genio de las más violentas posiciones enfrentadas;

contrariamente a Goethe, que sabe siempre evitar los peligros, tiene una

monstruosa y audaz manera de ir directamente hacía ellos para coger, como se

dice, el toro por los cuernos. La psicología, la intelectualidad (he tratado de

demostrarlo), arrastran con fuerza al hombre sensible hacia el sufrimiento y

hacia el desespero; pero también sólo por la psicología, por el es -pírítu, puede

volver a la normalidad; así, en Nietzsche su enfermedad y su cura vienen del

conocimiento que tiene de sí mismo. La psicología, manejada magistralmente en

este caso, se convierte en terapéutica, en una aplicación sin par del «arte de la

alquimia» que se jacta de convertir en algo precioso lo que nada valía. Después

de seis años de tormentos incesantes, ha llegado al punto más bajo de su

vitalidad; se le puede creer abatido, deshecho por sus nervios, víctima ya del

pesimismo y del propio abandono, y he aquí que, de pronto, en la salud

espiritual de Nietzsche, se presenta uno de aquellos mágicos «restablecimientos

», parecidos a una chispa eléctrica, uno de aquellos momentos en los

que se encuentra frente a sí mismo, uno de aquellos movimientos rápidos de

propia salvación que han hecho de la vida espiritual de Nietzsche algo tan

dramático y emocionante. En gesto brusco, toma la enfermedad que mina su

propio terreno y la estrecha contra su corazón; es un momento misterioso (no se

puede precisar cuándo ocurrió); es una de esas inspiraciones que, como

destellos, están en sus obras, en las que Nietzsche descubre su propia

enfermedad; entonces se asombra de encontrarse vivo y de ver que, en el curso

de sus mas profundas depresiones, en las épocas más dolorosas de su

existencia, no ha hecho más que aumentar su Productividad, y proclama

entonces, firmemente convencido, que sus sufrimientos, sus privaciones, son

parte integrante de lo único sagrado que hay en su vida. A partir de este momento,

su espíritu no tiene la menor compasión por su cuerpo, no toma parte en

su dolor y, por primera vez, ve su propia vida desde un punto de vista

completamente nuevo y otorga a sus padecimientos un sentido grande y

profundo. Con los brazos abiertos, acepta el dolor conscientemente, como algo

necesario, y puesto que él, «defensor de la vida», ama todo lo que constituye la

existencia, pronuncia, ante su sufrimiento, aquel hímnico «sí» de Zarathustra:

aquel entusiasta «otra vez, otra vez, siempre, eternamente». El conocimiento se

convierte en reconocimiento, y éste en gratitud; pues desde este elevado punto

de mira que se alza por encima de sus propios dolores y desde donde

contempla la vida como el camino para llegar a sí mismo, descubre (con la

alegría extrema que en él produce la magia de las cosas extremas) que a nada

del mundo está más unido y debe más reconocimiento que a su enfermedad y

que ha de agradecer lo que en él hay de más elevado a ese terrible verdugo de

su vida; ha de agradecerle la libertad, la libertad de su existencia, la libertad de

su espíritu, pues siempre ha sido la enfermedad la que lo ha aguijoneado

cuando quería reposar, cuando tendía a la pereza, cuando se sentía tentado a

fosilizarse en una profesión, en una ocupación o en una forma espiritual. A la

enfermedad ha de agradecer haberse librado de la profesión militar para

reintegrarse a la ciencia; a la enfermedad ha de agradecer igualmente no haberse

estancado en esa misma ciencia; ella es quien le ha hecho salir de la

Universidad de Basilea para llevarlo a su «retiro» y, por tanto, a su mundo. A sus

ojos enfermos tiene que estar agradecido, pues le han librado de «leer libros», lo

que «es el mayor beneficio de que he disfrutado» Todas las trabazones que lo

privaban de su desenvolvimiento, todos los lazos que lo ataban, han sido

destruidos por sus padecimientos; ha sido doloroso, pero útil. «La enfermedad

me libera por sí misma», reconoce claramente; y en verdad que ha sido para él

la feliz auxiliadora en el parto del hombre superior que ha salido de su

existencia; sus dolores han sido, pues, los dolores vitales del alumbramiento; ha

de agradecerles que, para él, la vida no haya sido un hábito, una rutina, sino una

renovación, un descubrimiento: « Descubrí la vida como si fuera algo nuevo, y a

mí mismo también.»

Pues « sólo el dolor da la ciencia» (así entona su canto de agradecimiento al

dolor ese hombre torturado). La salud de hierro, simplemente heredada, no se

estremece jamás y evita la lucidez: nada desea, nada pregunta, por eso no hay

psicólogos que disfruten de buena salud. Toda ciencia viene del dolor, «el dolor

busca siempre las causas de las cosas, mientras que el bienestar se inclina a

estar quieto y no volver la mirada hacía atrás»; en el dolor uno se hace cada vez

más sensible; es el sufrimiento el que prepara y labra el terreno para el alma, y

ese dolor que produce el arado al desgarrar el interior, prepara todo fruto

espiritual. «Sólo el dolor libera al espíritu, sólo él nos obliga a descender a lo

más profundo de nuestro ser», y por ser casi mortal ese dolor, dice aún esas

orgullosas palabras: «Conozco mejor la vida porque muy a menudo he estado

en trance de perderla.»

Nietzsche vence todo dolor, no por un artificio, no por una negación, no por

paliativos, no idealizando su sufrimiento corporal, sino por la fuerza primordial de

su naturaleza: por el conocimiento; el magnífico descubridor de valores define en

sí mismo el valor de la enfermedad. Mártir a la inversa, no llega al tormento lleno

de fe, sino que encuentra esa fe en el sufrimiento, en el mismo dolor. Pero, por

misteriosa ciencia, descubre no sólo el valor de la enfermedad, sino también su

polo opuesto: el valor de la salud; hacen falta estas dos cosas reunidas para dar

con el verdadero sentido de la vida, el eterno estado de tensión que oscila entre

el éxtasis y el tormento, y que proyecta al hombre hacia el infinito. Ambas cosas

son necesarias: la enfermedad, como medio; la salud como fin; la enfermedad

es el camino, la salud es la meta. Pues, al modo de ver de Nietzsche, el

sufrimiento es la orilla imprecisa de la enfermedad; la orilla opuesta brilla de un

modo indecible, es la orilla de la salud, que no puede ser alcanzada si no se

parte del sufrimiento. Ahora bien, curarse, obtener la salud, es algo más que

alcanzar un estado normal de salud; no es sólo un cambio, una transformación,

sino infinitamente más: es una ascensión, una elevación, un perfeccionamiento

de la sensibilidad. Se sale de la enfermedad con una piel nueva, más delicada,

con un gusto más refinado para saborear el placer, con una lengua más sensible

a los sabores, con una sensibilidad más feliz y una segunda inocencia en medio

de la alegría, como la inocencia de un niño, y con mas refinamiento que nunca.

Y esta segunda salud que sigue a la enfermedad, esa salud que no ha venido

sin saber por qué, sino que ha sido deseada con anhelo, que ha sido atraída por

la voluntad a costa de mil lamentos, gritos y suspiros, esa salud que ha sido

conquistada, es cien veces mas viva que la de aquel que siempre estuvo sano.

Y el que ha gustado una vez de su dulzura, de su embriaguez, ese arde en

ganas de disfrutar mil veces de esa sensación agradable; se precipita una y otra

vez en el torbellino de fuego del dolor y se somete a los tormentos sólo para

poder encontrar de nuevo esa impresión deliciosa de la curación, esa

embriaguez que para Nietzsche reemplaza y sobrepasa mil veces a los

estimulantes vulgares como el alcohol o la nicotina.

Pero, apenas Nietzsche descubre el sentido de sus padecimientos y la gran

voluptuosidad de la curación, quiere enseguida convertirlo en un apostolado,

como si fuera el único sentido del mundo. Como todos los demoníacos,

enseguida se rinde a su propio éxtasis y nunca queda saciado ya de esa

oscilación entre el dolor y el placer; quiere ser martirizado más profundamente

para así después elevarse más alto en el placer supremo y bienaventurado de la

curación, que es fuego y vigor. Y, en esa embriaguez chispeante y ardiente,

confunde poco a poco su rabiosa voluntad de curación con la propia curación; su

fiebre, con la vitalidad; el vértigo de su caída, con el aumento de sus fuerzas. ¡La

salud, la salud! como un estandarte hace flamear esta palabra ante sí; esa palabra

debe ser el sentido del Universo, la meta de la existencia, la medida de

todas las cosas, la piedra de toque de todos los valores. Y el que, año tras año,

ha ido dando tumbos por las tinieblas del tormento, ahoga ahora sus lamentos

en un himno a la vitalidad, a la fuerza bruta. Monstruosamente despliega los

colores ardientes de la bandera de la voluntad de poder, de la voluntad de vida,

de la voluntad de ser fuerte y cruel, y sale, enarbolando esa bandera, al

encuentro de una humanidad futura, sin darse cuenta de que la fuerza que lo

anima a levantar tan alto su estandarte es la que, al mismo tiempo, tensa el arco

que va a dispararle la flecha mortal.

Pues esa segunda salud de Nietzsche, que en su propia exaltación se estimula

a sí misma hasta llegar al ditirambo, es una autosugestión, una salud ficticia;

precisamente cuando levanta sus manos hacia el cielo lleno de gozo, ebrio de

fuerza y (en su Ecce Homo) se jacta de su salud y jura no haber estado nunca

enfermo ni decadente, el rayo mortal vibra ya en sus venas. Lo que canta victoriosamente

en él no es la Vida, sino la Muerte; no es su intelecto, sino el

demonio que se apodera de su víctima. Lo que él toma por luz, por brillo de su

fuerza, es el germen disfrazado de su enfermedad, y aquel mágico bienestar que

le invade en sus últimas horas, lo diagnosticaría cualquier médico de hoy como

euforia, esa sensación agradable precursora del fin. La luz argentina que

alumbra sus últimas horas proviene del demonio, del más allá, de otras esferas;

pero él, en su embriaguez, de nada se da cuenta; se limita a sentirse sacudido

por el placer, por el mayor placer posible en la Tierra; los pensamientos le brotan

ardientes, el lenguaje le mana por todos los poros, la música le envuelve el

alma. Adondequiera que dirige la vista no ve mas que paz; los transeúntes, en la

calle, le saludan sonrientes; cada carta que recibe es un mensaje divino y,

tambaleándose de placer, en uno de sus últimos escritos llama a su amigo Peter

Gast: «Cántame una nueva canción. El mundo se ha transfigurado y los cielos

se estremecen de alegría.» Y es precisamente de ese cielo de donde sale el

rayo que le alcanza, confundiendo el sufrimiento y la felicidad en una sola cosa

indisoluble. Los dos extremos del sentimiento le atraviesan al mismo tiempo el

pecho y, en sus sienes ardorosas, la sangre hace brotar vida y muerte al mismo

tiempo, en una música única y apocalíptica.

EL DON JUAN DEL CONOCIMIENTO

Lo que importa no es la vida eterna, sino la vitalidad eterna.

Kant vive con el conocimiento como quien vive con la esposa; duerme con él,

durante cuarenta años, en el mismo lecho espiritual y, con él, engendra toda una

generación alemana de sistemas filosóficos, cuyos descendientes viven aún

entre nosotros en nuestro mundo burgués. Sus relaciones con la verdad son de

un orden puramente monogámico, así como lo son para todos sus hijos intelectuales:

Schiller, Fichte, Hegel y Schopenhauer; lo que los arrastra hacia la

filosofía es una voluntad de orden; una voluntad muy alemana, objetiva,

profesional, para disciplinar el espíritu; en modo alguno demoníaca, sino, al

contrario, una voluntad que tiende hacia una sistematización del destino. Sienten

el amor a la verdad como un amor hondo, duradero y fiel. Pero ese sentimiento

está desprovisto enteramente de erotismo y del deseo de consumir, de dominar,

ya a uno mismo, ya a otros; sienten la verdad, su verdad, como una esposa o

bien propio del que no han de separarse hasta la hora de la muerte y al que han

de ser siempre fieles. Pero en estas relaciones hay algo que huele a doméstico,

a casero, y, efectivamente, cada uno de ellos se ha edificado su casa, es decir,

su sistema filosófico, para albergar a su amada. Y trabajan con mano maestra el

campo de su espíritu, con arado y rastrillo, ese campo que les pertenece y que

han conquistado para la humanidad, arrancándolo de la confusión del caos.

Cautelosamente van poniendo, cada vez más lejos, los mojones que marcan el

límite de sus conocimientos desde el seno de la cultura de su época, y saben

aumentar, con su sudor y su trabajo, la cosecha intelectual.

En cambio, la pasión de Nietzsche por saber viene de un temperamento muy

distinto, de un lugar que está en los antípodas de lo anteriormente dicho. Su

posición frente a la verdad es demoníaca, pasional, vibrante, nerviosa y ávida,

nunca se ahíta ni se agota, no se para en un resultado y, a pesar de todas las

respuestas, sigue preguntando implacablemente, siempre insaciable. Nunca

busca la verdad para hacer de ella una esposa, un sistema, una doctrina a los

que se debe fidelidad. Todos los conocimientos lo atraen y ninguno lo sujeta.

Tan pronto como un problema ha perdido la virginidad, el encanto del pudor, lo

abandona sin piedad y sin celos a los que van detrás, como hacía don Juan

-hermano suyo por los instintos- con las mille a tre que ya no le interesaban.

Pues, como hace todo gran seductor que busca a la mujer en las mujeres,

Nietzsche busca el « conocimiento cabal» en los conocimientos aislados, y el

conocimiento cabal es algo eternamente imposible, eternamente inaccesible. Lo

que martiriza a Nietzsche no es la lucha por el conocimiento, no es su conquista,

su posesión, su disfrute, sino la eterna pregunta, la búsqueda, la caza. Su

pasión es incertidumbre y no-certeza; por tanto, es una voluntad « vuelta hacía

la metafísica» y que consiste en amour-plaisir del conocimiento; un deseo

demoníaco de seducir, de poner al desnudo, de violar cada objeto intelectual; un

conocer en el sentido bíblico, donde el hombre « conoce» a la mujer y, por

decirlo así, descubre su secreto. Nietzsche, eterno relativista de los valores,

sabe que ninguno de esos actos de conocimiento, ninguna de esas tomas de

posesión, es una verdadera posesión, un conocimiento definitivo, y que la

verdad, en su verdadero sentido, nunca se deja poseer por nadie, pues «quien

cree estar en posesión de la verdad, ¡cuántas cosas no deja escapar!». Por eso

Nietzsche no trata de conservar a su lado la Verdad, por eso no construye nada

como refugio intelectual; quiere (o quizá sería mejor decir «debe», pues va

forzado por su naturaleza nómada) permanecer siempre sin posesiones, como

un Nemrod solitario que pasea sus armas por todos los boscajes del espíritu,

que no tiene techo, ni mujer, ni hijos, ni criados, pero que, en compensación,

tiene el pleno goce del placer de la caza. Igual que don Juan, busca, no la

posesión del placer, ni su prolongación, sino sólo «los grandes y encantadores

instantes», sólo le atraen las aventuras del espíritu, aquellos peligrosos «tal

vez», en cuya persecución uno se enciende y estimula, pero que si se los alcanza

nunca sacian; no busca un botón, sino (como él mismo dice en Don Juan del

conocimiento) «el espíritu, el cosquilleo y el placer de la caza o las intrigas del

conocimiento, hasta sus más altas y lejanas estrellas, hasta que nada le queda

por perseguir, sino los conocimientos perniciosos, como el bebedor que, al final,

acaba por beber ajenjo o ácido corrosivo».

Pues, en el concepto de Nietzsche, don Juan no es un epicúreo ni un gran

gozador; para ello le falta a ese aristócrata, a ese gentilhombre de nervios

sensibles, el romo placer de la digestión, el perezoso contentamiento de la

saciedad, la satisfacción y la fanfarronería del triunfo. El cazador de mujeres es

(como el Nemrod del espíritu) el eterno perseguidor de su propio instinto. El

seductor sin escrúpulos es seducido, a su vez, por su insaciable curiosidad; es

un tentador que es tentado continuamente por la tentación de tentar; así

Nietzsche pregunta por el placer de preguntar, en inextinguible placer

psicológico. Para don Juan, el secreto está en todas y en ninguna de las

mujeres: en cada una de ellas, cada noche; en ninguna, para siempre. Así, para

el psicólogo, la verdad está momentáneamente en cada problema, pero en

ninguno de ellos existe perennemente.

La vida intelectual de Nietzsche no tiene nunca, pues, un punto de reposo ni

una superficie lisa como un espejo; es completamente parecida a un torrente,

siempre variable, llena de rápidos zigzags, de meandros y de corrientes

violentas. En otros filósofos alemanes, la existencia discurre con tranquilidad

épica; su filosofía consiste en hilar cómodamente y hasta mecánicamente el hilo

que antes estaba enredado; filosofan sentados, con sus miembros

cómodamente descansados, y, durante el acto de pensar, apenas se nota una

mayor afluencia de sangre a sus cerebros o algo de fiebre en su destino. Kant

nunca da la sensación de un espíritu agarrado por los vampiros del pensamiento

y espoleado perpetuamente por la necesidad de crear o elaborar ideas; y la vida

de Schopenhauer, a partir de sus treinta años, después de haber creado El

mundo como voluntad y como representación, tiene, a mi modo de ver, un cierto

parecido con la vida de un hombre jubilado ya, con todas las pequeñas

amarguras de una carrera que se ha detenido. Todos avanzan con paso firme,

seguro y medido, por un camino que ellos mismos han elegido, mientras que

Nietzsche (como las aventuras de don Juan) tiene un sello altamente dramático;

forma una cadena de episodios peligrosos y sorprendentes, una tragedia sin

reposo, llena de incesantes emociones y de peripecias a cuál más vibrante; y

todo acaba en una inevitable caída a un abismo sin fondo. Y precisamente esa

ausencia de todo reposo, esa necesidad de pensar, ese impulso demoníaco de

seguir adelante, son lo que da a esa existencia única una fuerza trágica,

inaudita, y un sabor seductor de obra de arte, porque nada hay en ella de

profesional o de burgués. Nietzsche está maldito, está condenado a pensar

continuamente, como el cazador de la leyenda está condenado a cazar

eternamente; lo que era un placer, se convierte en un tormento, en un pesar, y

su aliento tiene el ritmo y el fuego de una pieza de caza acosada; su alma time

los ardores y las depresiones de un hombre sin reposo, que nunca puede estar

satisfecho. Por eso sus lamentos de Ahasverus son tan emocionantes, así como

lo es el grito que exhala a partir del momento en que querría la tranquilidad y el

placer del reposo; pero lo espolea siempre el aguijón del eterno descontento y lo

obliga a levantarse para seguir el camino: «Uno ama algo y, apenas ese algo se

convierte en un amor profundo, el tirano que llevamos dentro (que podríamos

llamar nuestro «yo» superior) dice: eso es precisamente lo que lo pido en sacrificio.

Y, en efecto, lo sacrificamos, pero no sin ser torturados a fuego lento.»

Siempre estas naturalezas de don Juan deben abandonar la voluptuosidad del

conocimiento, los dulces abrazos femeninos. Porque el demonio que los lleva

cogidos por la nuca les hace seguir avanzando (el mismo demonio de Hölderlin,

el mismo demonio de Kleist, el mismo demonio de todos los fanáticos del

infinito). Y el grito de Nietzsche, cuando surge, cuando estalla, suena agudo,

áspero, como el alarido de una pieza de caza herida por la flecha. Y ese grito de

Nietzsche, eterno perseguido y acosado, dice así:

Por todas partes hay para mí jardines de Armidas y por todas partes hay, por

tanto, desgarramientos y amarguras para el corazón. Necesito levantar el pie

fatigado y herido y, ya que es necesario que así lo haga, he de dirigir una mirada

de pesar hacia todo lo hermoso que he ido dejando atrás y que no ha sabido

retenerme... Precisamente por eso, porque no ha sabido retenerme.

Ese grito de su alma no tiene parangón posible, no hay otro grito tan irresistible

como ese, que brota de lo más hondo del sufrimiento; no hay nada semejante en

todo lo que, anteriormente a Nietzsche, se escribió en Alemania con el nombre

de Filosofía; quizá lo haya entre los místicos de la Edad Media o entre los

herejes. En los santos de la época gótica se encuentra a veces una exclamación

impregnada de un dolor parecido, puede ser que más sordo y a través de unos

dientes más apretados y con palabras más sobriamente vestidas. Pascal, que se

encuentra también sumergido en el purgatorio de la duda, conoce estas

convulsiones, esos aniquilamientos del alma inquieta, pero nunca, ni en Leibniz,

ni en Kant, ni en Hegel, ni siquiera en Schopenhauer, encontramos ese acento

emocionante. Pues, por leales que sean esas naturalezas científicas, por

valerosa y resuelta que pueda parecer su concentración en el todo, no se

arrojan, sin embargo, de esa manera-con todo su ser, sin contemplaciones, de

corazón, con nervios y entrañas, con todo su destino-, a ese juego heroico de

perseguir el conocimiento. Sólo arden como las bujías, es decir, por arriba, por la

cabeza, por el espíritu. Una parte de ellos mismos, la terrenal, la privada, y, por

tanto, lo más personal de su existencia, queda siempre al abrigo del destino,

mientras que Nietzsche pone en juego todo su ser, abordando en todo caso el

peligro, no con las ligeras antenas de su pensamiento, sino con todas las

voluptuosidades y tormentos de su sangre, con todo su ser, con todo su destino.

Sus pensamientos no vienen solamente de arriba, sino que son también el

producto de una fiebre que quema su sangre excitada, de una fiebre que

procede de sus nervios vibrantes, de sus sentidos no satisfechos, de todo su

sentimiento vital; por eso es por lo que sus pensamientos, como los de Pascal,

se tienden trágicamente sobre la historia pasional de su alma; con la

consecuencia, elevada hasta el extremo, de aventuras peligrosas, casi mortales:

un drama vivo que nosotros contemplamos emocionados (mientras que los otros

filósofos -biógrafos no ensanchan ni una pulgada el panorama intelectual). Y, sin

embargo, aun en su miseria y tristeza más extremas, no querría Nietzsche

cambiar su vida, su vida peligrosa, por la de otros, que es un modelo de orden,

pues precisamente lo que están buscando los otros por mediación del

conocimiento -una aequitas animae, un reposo del alma, un muro de contención

contra la ola de los sentimientos- es lo que más odia Nietzsche, porque

disminuye la vitalidad. Para Nietzsche, tan trágico y tan heroico, la lucha por la

existencia no es buscar protección ni parapeto contra la misma vida; no ¡nada de

seguridad ni de bienestar! «¿Cómo podría uno sentir esta maravillosa inquietud,

esa totalidad de existencia, sin interrogar, sin temblar continuamente de

curiosidad y de placer por esa eterna pregunta?», inquiere Nietzsche orgullosamente,

menospreciando así a los espíritus domésticos, caseros, que

viven satisfechos. Que se hielen en el frío de la certeza, que se encierren en la

cáscara de un sistema; a él sólo lo atraen el revuelto oleaje, la aventura, la

multiplicidad seductora, la tentación ardiente, el eterno encanto y la eterna

desilusión. Que continúen los otros practicando su filosofía, encerrados en la

frialdad de un sistema, como si fuera un negocio, aumentando honradamente y

con economías lo que poseen hasta crearse una fortuna; a él le atraen el juego,

la riqueza suprema, su propia existencia. Pues él, tan aventurero, ni aun su propia

vida anhela poseer; quiere algo más heroico: «No es la vida eterna lo que

importa, sino la vitalidad eterna.»

Con Nietzsche aparece por primera vez, en el vasto mar de la filosofía

alemana, el pabellón negro del pirata: un hombre de otra especie, de otra raza,

un nuevo heroísmo, una filosofía despojada de las vestiduras sabias, pero

provista de una armadura para la lucha. Los navegantes del espíritu que lo han

precedido, aunque heroicos y audaces, habían descubierto solamente imperios y

continentes con fines utilitarios, como conquista para la civilización y para la

humanidad, a fin de completar también el mapa geográfico de la filosofía y

conocer, cada vez más, la porción de terra incognita del pensamiento. Ellos

plantan su bandera de Dios o del espíritu en las nuevas tierras que conquistan;

edifican ciudades, templos, calles en esas regiones antes desconocidas, y tras

ellos llegan los gobernantes o los administradores para cultivar los nuevos

campos y recoger sus cosechas, es decir, llegan los comentadores, los

profesores, los hombres de cultura. Pero el sentido último de sus trabajos era el

descanso, la paz, la seguridad; quieren aumentar las posesiones del mundo,

propagar las normas y las leyes, todo lo que es orden superior. Níetzsche, al

contrario, entra en la filosofía alemana como entraron en el Imperio español los

filibusteros del final del siglo XVI, un enjambre de desesperados sin patria, sin

amor, sin rey, sin bandera y sin hogar. Lo mismo que aquéllos, nada conquista

Nietzsche para sí ni para los que lo siguen, ni para un rey, ni para un dios, ni aun

para una fe, sino sólo por la satisfacción de la conquista misma, pues nada

pretende ganar, ni poseer, ni conquistar. No hace pactos con nadie, ni se edifica

ninguna casa, desprecia la estrategia filosófica y no busca secuaces: él, el

eterno apasionado, el destructor de todo reposo gris, de toda habitación cómoda,

desea únicamente saquear, destruir la propiedad, la paz y el goce de los

hombres; desea tan sólo propagar, a sangre y fuego, esa vitalidad que él ama

tanto como aman los hombres la tranquilidad y el reposo. Aparece de un modo

audaz; echa abajo las murallas de la moral y las empalizadas de la fe; no da

cuartel a nadie; ningún veto, procedente de la Iglesia o de la realeza, es capaz

de detenerle; detrás de él, como detrás de los filibusteros, quedan las iglesias

profanadas, los santuarios violados, los sentimientos escarnecidos, las creencias

asesinadas, los rebaños de la moralidad dispersos y un horizonte en llamas,

como monstruoso faro de osadía y de fuerza. Pero nunca vuelve la vista hacia

atrás, ni para regocijarse con lo que deja, ni para gozarse en su posesión; su fin,

lo que persigue, es lo desconocido, lo ignoto a inexplorado, es el infinito; su

único placer es ejercer el poder, «sacudir la somnolencia» Continuamente

apareja su nave para nuevas aventuras, libre, sin creencia alguna, sin patria,

hermano de la inquietud y amante de lo infinito. Espada en mano y con el barril

de pólvora a sus pies, aleja su nave de la costa y, solo ante los peligros, canta

para s mismo, en honor suyo, su magnífico canto del pirata, si canto de fuego,

su canto del destino:

Sí, ya sé de dónde vengo; como la llama insaciable me con sumo; todo lo que

tocan mis manos se vuelve luz y lo que arrojo no es ya más que carbón.

Seguramente soy una llama...

PASIÓN DE SINCERIDAD

Sólo un mandamiento hay para ti: sé puro.

Passio nuova o Pasión de sinceridad: tal es el título de una obra que se

proponía escribir Friedrich Nietzsche; pero este libro nunca fue escrito. Mas, si

no fue escrito, fue vivido, pues la pasión por la sinceridad, una sinceridad

fanática, un amor exaltado por la verdad, llevado hasta el tormento, es el eje

alrededor del que gira todo el desarrollo de Nietzsche. Como un resorte de acero

que mantiene en tensión su pensamiento, esta pasión está clavada en su carne,

embutida en su cerebro, aferrada a sus nervios, y ese resorte es lo que le hace

mantenerse erguido siempre ante todos los problemas de la vida.

Sinceridad, honradez, pureza; uno se sorprende un poco al no encontrar,

precisamente en un «amoralista» como Nietzsche, ningún otro impulso que sea

más extraño, que sea diferente del que los burgueses, los tenderos, los

comerciantes y los abogados llaman, con orgullo, su virtud; honradez, sinceridad

hasta la tumba, es decir, una verdadera y auténtica virtud intelectual de gente

vulgar, un sentimiento convencional y mediocre. Pero al hablar de sentimientos,

lo único que cuenta es su intensidad, el sentimiento en sí, nada; y a las

naturalezas demoníacas les es dado recobrar la noción trivial, vulgar, para

llevarla a un caos creador, a una esfera infinita. Ellas saben dar a los elementos

más insignificantes y más convencionales el calor del fuego y el éxtasis de la

exaltación; lo que un ser demoníaco toma en sus manos, lo convierte siempre en

caótico a indómito; por eso la sinceridad de Nietzsche nada tiene que ver con la

correcta honradez de los hombres de orden; su amor hacia la verdad es una

llama, es un demonio, un demonio de claridad, un ave de rapiña salvaje,

hambrienta y anhelante de botín, dotada de los instintos más finos de los

animales carniceros, Una sinceridad como la de Nietzsche nada tiene que ver

con el instinto de prudencia enjaulada, domesticada, atemperada, de los

comerciantes, y menos aún con la sinceridad grosera y brutal, a lo Kohl-haas, de

muchos pensadores (por ejemplo, Lutero) que, llevando a su derecha y a su

izquierda sendas anteojeras, se precipitan furiosamente por el camino de una

sola verdad, que es la suya. Por poderosa y hasta brutal que pueda parecer a

veces la pasión de Nietzsche por la verdad, es sin embargo demasiado nerviosa,

demasiado cultivada, para poder ser limitada; nunca se para ni se obstina, sino

que, vibrando, va de problema en problema, como una llamarada, iluminándolos

y consumiéndolos sin que ninguno llegue a saciarla. Esa dualidad es magnífica;

siempre, en Nietzsche, la sinceridad y la pasión están en el mismo plano. Puede

ser que nunca un tan destacado genio psicológico haya tenido una estabilidad

ética tan grande ni tanto carácter.

Por eso, Nietzsche está predestinado a ser un pensador claro: el que

comprende y practica la psicología con pasión, siente todo su ser Heno de aquel

placer que sólo sienten los que son perfectos. Sinceridad, verdad; esa virtud

burguesa que se siente materialmente como fermento de toda vida espiritual,

produce las sensaciones de la música. Las magníficas exaltaciones, los

crescendo en contrapunto que hay en su amor son como una fuga de mano

maestra, pasando, con compás tempestuoso, desde el viril andante a un

espléndido maestoso, renovándose continuamente en magnífica polifonía. La

claridad se hace mágica. Ese hombre medio ciego, que anda tanteando el

terreno y que vive en la oscuridad, como los búhos, tenía, para la psicología, una

mirada de halcón, una mirada que se precipita en un segundo desde lo alto del

cielo altísimo de sus pensamientos tras la pista más oculta, descubriendo

infaliblemente los matices más parecidos de un color. Ante ese inaudito

conocedor, ante ese psicólogo sin rival, no es posible ocultarse ni disimularse;

sus ojos, como los rayos de Roentgen, atraviesan los vestidos y la piel y la carne

y los cabellos hasta llegar al fondo de cada problema. Y del mismo modo que

sus nervios reaccionan, con los cambios de presión atmosférica, como un

aparato de precisión, su intelecto, provisto de nervios también de precisión,

registra con la misma fidelidad cualquier matiz espiritual. La psicología de

Nietzsche no proviene de su inteligencia dura y lúcida como el diamante, sino

que es parte integrante de la hipersensibilidad característica de su cuerpo; él

siente, husmea, ventea («Mi genio está en mi olfato») con espontaneídad de

función física todo aquello que no es completamente puro y completamente sano

en los negocios humanos a intelectuales. «Una lealtad extrema frente a todo el

mundo» es, para él, no sólo un dogma moral, sino condición primaria elemental,

precisa, para su existencia. «Peligro cuando estoy en un medio ímpuro.» La falta

de luz, la suciedad moral, lo deprimen y lo irritan del mismo modo que la

pesadez de la atmósfera deprime también sus nervios o la pesadez de los

alimentos mal condimentados oprime su estómago; su cuerpo reacciona antes

de que lo haga su espíritu. « Siento una irritabilidad muy desagradable en el

instinto de pureza, de modo que la percibo fisiológicamente en las entrañas de

las almas, y en sus proximidades.» Todo lo que está adulterado por el

moralismo, hiere desagradablemente su olfato y le hace detectar la mentira: el

incienso de la iglesia, la frase patriótica o cualquier otro narcótico de la

conciencia. Tiene un olfato finísimo para todo lo que huela a podrido, a

corrompido o a malsano, un olfato que descubre toda mezquindad intelectual;

así, pues, la claridad, la pureza, la limpieza, significan, para su intelecto, condiciones

tan necesarias para su existencia como para su cuerpo es necesario el

aire puro (ya lo dije antes). Ésa es la psicología verdadera tal como él mismo la

define al llamarla «interpretación del cuerpo»; es decir, prolongación de una

disposición nerviosa en lo cerebral. Todos los demás psicólogos parecen

pesados y romos sí se los compara con este caso de sensibilidad adivinatoria. Ni

siquiera Stendhal, que estaba provisto de nervios de gran delicadeza, puede ser

comparado con Nietzsche, porque a aquél le faltan el acento apasionado, la

insistencia vehemente, se limita a anotar observaciones, mientras que Nietzsche

pone toda su alma en el menor detalle, se precipita sobre el menor

conocimiento, del mismo modo que el ave de presa se lanza desde enormes

alturas sobre algún pequeño animalillo. Sólo Dostoievski tíene nervios tan

clarividentes (producto igualmente de una hipersensibilidad, de una enfermedad

dolorosa), pero Dostoievski es inferior a Nietzsche en lo que se refiere a la

veracidad. Puede ser injusto, puede exagerar a veces, pero Nietzsche nunca

cede una pulgada de verdad, ni aun en medio del éxtasis. Por eso nadie tuvo

nunca una tan gran predisposición a la psicología como la que tuvo Nietzsche;

nunca un espíritu estuvo tan bien constituido para actuar de barómetro del alma;

nunca el estudio de los valores poseyó un aparato de precisión tan exacto, tan

sublime, como Nietzsche.

Pero no basta a la psicología disponer de un escalpelo cortante, fino, exacto;

no basta el tener un instrumento espiritual perfecto; necesita también que la

mano del psicólogo sea de acero duro y templado; necesita una mano que no

retroceda ni tiemble durante la operación; pues a la psicología no le basta el

talento, sino que precisa también carácter, exige el valor de «pensar todo lo que

se sabe». En un caso como el de Nietzsche, que se podría considerar ideal, se

trata de una facultad de conocer, junto a una fuerte voluntad de saber, de conocer.

El psicólogo de verdad debe « querer» ver allá donde «puede ver»; no debe

dejar que su pensamiento se desvíe como consecuencia de una indulgencia

sentimental, de una timidez personal o de un temor innato; no debe

adormecerse por escrúpulos o por sentimientos. Esos guardianes «cuyo deber

es la vigilancia» no pueden tener espíritu de conciliación, ni magnanimidad, ni

timidez, ni compasión; no pueden tener, en fin, ninguna debilidad o virtud de

burgués o de hombre mediocre. No les está permitido a esos guerreros, a esos

conquistadores del espíritu, el dejar escapar con indulgencia alguna verdad que

han podido capturar en algunas de sus expediciones. En lo que se refiere al

conocimiento, « la ceguera no es sólo error, sino cobardía», y la indulgencia es

un crimen, pues aquel que tiene miedo o vergüenza de hacer daño, aquel que

teme oír los gritos de los desenmascarados o retrocede ante la fealdad del

desnudo, ése no ha de descubrir nunca el último secreto. Toda verdad que no

alcance el punto más extremo posible, toda veracidad que no sea absoluta, no

constituye nunca un valor absoluto. De ahí viene la severidad de Nietzsche con

aquellos que, por pereza o cobardía de pensamiento, descuidan el deber

sagrado de la firmeza; de ahí la cólera contra Kant por haber introducido en su

sistema, por una puerta secreta, volviendo al mismo tiempo la mirada hacía otro

lado, el concepto de la divinidad; de ahí su cólera contra aquellos que cierran o

entornan los ojos frente a la filosofía, frente «al diablo o el demonio de la oscuridad

», y que echan un velo sobre la última y suprema verdad. No hay

verdades de gran estilo que surjan por adulación; no hay grandes secretos que

puedan ser descubiertos en una charla llana y familiar; la naturaleza sólo se deja

arrancar sus secretos más preciosos a la fuerza, con violencia, con tenacidad;

gracias a la brutalidad se puede hacer la afirmación, en una moral de gran estilo,

de «la majestad y la atrocidad de las exigencias infinitas» Todo lo que está

oculto exige mano dura a intransigente; sin firmeza no hay sinceridad ni «

conciencia de espíritu» «Donde desaparece mi sinceridad, quedo en las

tinieblas, allí donde quiero saber, quiero también ser sincero; es decir: duro,

severo, intransigente, cruel a inexorable.»

No se piense que Nietzsche ha recibido ese radicalismo, esa dureza y esa

implacabilidad como regalo del destino; no, todo eso lo ha comprado, y el precio

ha sido su vida, su reposo, su tranquilidad, su bienestar. Siendo la naturaleza de

Nietzsche, en su origen, dulce, buena, accesible, hasta alegre y bien dispuesta,

ha necesitado una fuerza de voluntad verdaderamente espartana para hacerse

inexorable a inaccesible a sus propios sentimientos; la mitad de su vida la ha

pasado, puede decirse, en el fuego. Hay que estudiarlo profundamente para lograr

comprender lo doloroso de ese proceso moral, pues Nietzsche quema, junto

con su debilidad, su mansedumbre y su bondad: todo lo humano que hay en él y

que lo une a la humanidad; destruye sus amistades, sus relaciones, y su último

pedazo de vida llega a ser tan ardiente, tan al rojo por su propio fuego, que los

que quieren tocarlo se abrasan la mano. Así como se cura una herida por medio

del cauterio, así también Nietzsche cauteriza su sentimiento para conservarlo

limpio y sano; se cura a sí mismo, sin compasión, con el hierro candente de su

amor a la verdad; por eso su soledad es una soledad buscada, forzada. Pero

como verdadero fanático, sacrifica todo lo que él ama, sacrifica incluso a Richard

Wagner, cuya amistad fue para él el más precioso de los hallazgos; se vuelve

pobre, solitario, odiado, aislado, infeliz, y todo por ese apostolado de la verdad,

de la sinceridad, que quiere cumplir completamente. Como todos aquellos que

están en poder del demonio, la pasión (en él es pasión de sinceridad) se

convierte, poco a poco, en una monomanía que llega a destruir, con su fuego,

todos los bienes de la vida; como todos los que están en poder del demonio,

acaba por no tener ya nada más que esta pasión. Hay, pues, que descartar de

una vez esas preguntas, propias de un maestro de escuela, que dicen, por

ejemplo: «¿qué quería Nietzsche?», « ¿qué quería decir Nietzsche?», «¿qué

sistema filosófico profesaba Nietzsche?»: Nietzsche nada quiere, sino que está

en poder de una pasión inconmensurable hacia la verdad. Nada persigue;

Nietzsche nunca piensa para, con su pensamiento, instruir al mundo o hacerlo

mejor, ni para buscar una posición tranquila; el éxtasis del pensamiento es su

único fin, y en el pensar están el único placer, la única recompensa, la única

voluntad (egoísta y elemental, como toda pasión demoníaca). Nunca en ese

despliegue de fuerzas se refiere a una «doctrina»; hace tiempo que está más

allá «de esa puerilidad del principiante que es el dogmatismo» y más lejos

todavía de toda religión. («En mí nada hay de común con el fundador de una

religión, la religión es asunto del pueblo.») Nietzsche practica la filosofía como

quien practica un arte y, como un verdadero artista, no busca el resultado, ni

cosas fríamente definitivas, sino únicamente un estilo, « el estilo de la moral», y,

como un verdadero artista también, experimenta los escalofríos de la inspiración.

Por eso es probablemente un error dar a Nietzsche el nombre de filósofo, es

decir, amigo del saber, pues en el hombre apasionado falta toda sabiduría y

nada había más lejos del ánimo de Nietzsche que el ir a parar a un equilibrio

intelectual, a un reposo, a una tranquilidad, a una sabiduría gris y satisfecha, a

una convicción firme y perenne. Él va usando y consumiendo nuevas

convicciones, después las arroja lejos de sí y por eso pudiera ser llamado más

bien un «filaleta», es decir, un amante apasionado de Aleteya, de la verdad, de

esa diosa virginal y cruel que sin cesar, como Artemisa, encadena a su amante

en una cacería eterna para permanecer, sin embargo, siempre inaccesible tras

su velo desgarrado. La verdad, como la comprende Nietzsche, no es una verdad

rígida, cristalizada, sino una voluntad ardiente de ser sincero y de permanecer

siempre así; para él, no es la verdad el término final de una ecuación, sino una

elevación constante y demoníaca hacia una tensión mayor del sentimiento vital,

una exaltación de la vida en toda su plenitud; Nietzsche no quiere jamás, en

ningún caso, ser feliz, sino sincero. No busca el reposo (como el noventa por

ciento de los filósofos), sino que, como servidor y esclavo del demonio, busca lo

superlativo de todas las excitaciones, de todos los movimientos. Pero toda lucha

por lo inaccesible adquiere carácter de heroísmo, acaba necesariamente en una

consecuencia fatal y sagrada: en la caída.

Una hipertensión tan fanática de la necesidad de sinceridad, una exigencia tan

implacable y peligrosa como la de Nietzsche, entran necesariamente en lucha

con el mundo, en una lucha asesina y suicida al mismo tiempo. La naturaleza,

que es la mezcla de mil elementos, se defiende siempre de todo radicalismo

unilateral. La vida es, al fin y al cabo, conciliación, indulgencia (eso es lo que

Goethe comprendió pronto y practicó en seguida con sabiduría) Es necesario,

para conservar el equilibrio, someterse a situaciones intermedias, concesiones,

compromisos y pactos. Y aquel que tiene la pretensión antinatural y

antropomorfa de no vivir superficialmente, de no aceptar la superficialidad, las

concesiones en este mundo, aquel que quiere arrancarse con violencia esa serie

de lazos que forman una red tejida por los siglos, éste se opone, no sólo a la

humanidad, sino a la naturaleza. Cuanto más pretende un individuo «querer ser

completamente puro», tanta más enemistad se atrae de sus contemporáneos.

Ya sea que, como Hölderlin, pretenda querer dar una forma esencialmente

poética a una vida que, en esencia, es prosaica, ya sea que pretenda, como

Nietzsche, «pensar en claro» dentro de la tremenda confusión de las vicisitudes

humanas; en ambos casos, ese deseo insensato, pero heroico, constituye una

sublevación contra las normas y las reglas, lo cual trae como consecuencia que

el temerario se vea rodeado del aislamiento más irremediable y de una guerra

sin esperanza. Lo que Nietzsche llama la «mentalidad trágica», la resolución de

llegar hasta el fin del sentimiento, pasa desde el espíritu a la realidad, creándose

así la tragedia. El que quiere acatar en la vida sólo una ley, el que, en el caos de

las pasiones, quiere hacer prevalecer una sola pasión, se convierte en un

solitario y como tal sucumbe; si es un soñador, no pasa de ser un inconsciente,

pero es un héroe si conoce el peligro y lo desafía. Nietzsche, aunque apasionado

de la verdad, es de los conscientes. Conoce el peligro a que se expone;

sabe desde el primer momento, desde sus primeros escritos, que sus

pensamientos giran alrededor de un centro peligroso y trágico, sabe que su vida

es también peligrosa, pero (como buen héroe intelectual) ama la vida a causa de

este peligro. «Edificad vuestras casas al borde del Vesubio», grita a los filósofos

para espolearles hacia un concepto elevado de la vida, pues « el grado de

peligro en que un hombre vive, por su voluntad», es la única medida de su

grandeza. Sólo aquel que sabe jugarse el Todo puede ganar el Infinito; sólo el

que arriesga su propia vida puede dar a su estrecha forma terrestre un valor

infinito. Fiat veritas, pereat vita: qué importa que la vida perezca si se salva la

verdad. La pasión es más que la existencia, el sentido de la vida es más que la

misma vida. Con pujanza monstruosa, en su éxtasis, Nietzsche va dando a este

pensamiento una forma grandiosa y que sobrepasa a su destino: «Todos preferimos

la ruina de la humanidad a la ruina del conocimiento.» Cuanto más

peligrosos se vuelven la suerte, el destino, tanto más adivina ya en el cielo el

rayo suspendido sobre su cabeza, y el deseo de ese conflicto supremo se hace

cada vez más fatídicamente gozoso. «Conozco mi destino», dice la víspera de

su caída. «Un día mi nombre irá unido al recuerdo de algo extraordinario, el

recuerdo de una crisis sin rival en el mundo, el recuerdo de la más grande lucha

en la conciencia, el recuerdo de una conjuración contra aquello que, hasta

entonces, había sido tenido por artículo de fe sagrada»; pero Nietzsche ama el

máximo abismo de todo conocimiento y todo su ser marcha hacia esta

conclusión mortal: «¿Qué dosis de verdad puede soportar un hombre?» Ésa fue

la pregunta que durante toda su vida se hizo ese gran pensador, pero, para

medir la capacidad de resistir la verdad, se necesita antes franquear la zona de

seguridad, a fin de llegar al escalafón en el cual el hombre ya no la soporta ese

escalafón en que el conocimiento se hace ya algo mortal, donde la luz es ya tan

fuerte que ciega. Y precisamente esos últimos pasos son los más inolvidables y

más emocionantes de la tragedia de su vida: nunca su espíritu estuvo más

lúcido, nunca su alma fue más apasionada, nunca sus palabras fueron más

musicales y alegres que cuando, con plena conciencia, con plena voluntad se

arroja desde las alturas de su vida a las profundidades de la nada.

HACIA SÍ MISMO

La serpiente que no puede mudar la piel, perece; del

mismo modo, los espíritus que se ven impedidos de

cambiar de opinión, dejan de ser espíritus.

Los hombres de orden son habitualmente ciegos para descubrir lo que es

original, pero tienen un instinto infalible para señalar lo que les es hostil; mucho

antes de que Nietzsche se presentara como amoralista a incendiario de sus

refugios morales, intuyeron ya que era un enemigo; esos hombres presintieron

mucho más de él que lo que él mismo podía saber de sí. Les era molesto (nadie

ha practicado con tanta pericia the gentle art of making enemies), porque era

para ellos un tipo dudoso, un outsider de todas las categorías, una mezcla de

filósofo, filólogo, revolucionario, artista, literato y músico; desde el primer

momento le odiaron los especialistas porque traspasaba sus límites. Apenas

Nietzsche, como filólogo, publicó su primera obra, Wilamowitz, maestro de la filología

(en maestro quedó, mientras Níetzsche se elevaba hacia la inmortalidad),

lo fustiga delante de todos sus colegas: los wagnerianos desconfían (y muy

justamente) del apasionado defensor; los filósofos, de sus filosofías; antes de

haber salido de la crisálida de la filología, antes de que le hayan nacido las alas,

tiene ya contra sí a los especialistas. Solamente el genio, que conoce todas las

mudanzas, solamente Richard Wagner ama a ese espíritu que ha de ser su

enemigo. Pero todos los demás olfatean el peligro en su manera audaz de ser,

en su manera de caminar; adivinan en él a aquel que no está nunca seguro y

que no ha de permanecer mucho tiempo fiel a sus convicciones, adivinan en él

esa libertad absoluta que todo hombre libre practica con todas las cosas y, por

tanto, consigo mismo; a incluso hoy, cuando su autoridad los intimida y aplasta,

los especialistas querrían volver a encerrar de nuevo al <>

ley» en un sistema, en una doctrina, en una religión o en una misión; querrían

verlo atado a las convicciones, como lo están ellos mismos, encerrado entre las

cuatro paredes de una concepción del universo (precisamente lo que más temía

Nietzsche); lo definitivo, lo absoluto, es lo que ellos querrían imponer a ese

hombre que ahora ya no puede defenderse, y querrían también colocar a ese

gran nómada en un templo (ahora que ya ha conquistado el mundo infinito del

espíritu), en un palacio, cosa que él no deseó nunca.

Pero Nietzsche no puede ser encerrado en una doctrina, ni clavado en una

convicción -nunca se ha pretendido en estas páginas sacar la conclusión, a la

manera de un maestro de escuela, de que de esta tragedia del espíritu surgió

una «teoría del conocimiento»-; nunca este apasionado de todos los valores

quiso sujetarse a las palabras de su propia boca, ni a una convicción de su espíritu,

ni a una pasión de su alma. «Un filósofo utiliza o consume convicciones»,

responde altaneramente a los espíritus sedentarios que se jactan

orgullosamente de su firmeza de voluntad y de sus convicciones; cada una de

sus convicciones es algo provisional; y hasta su propio « yo», su piel, su cuerpo,

su estructura intelectual, no han sido jamás a sus ojos más que «un asilo de

numerosas almas» Una vez llega a pronunciar la frase más atrevida: « Es

pernicioso para el pensador estar sujeto a una sola persona. Cuando uno ha

llegado a encontrarse a sí mismo, es necesario intentar perderse de nuevo, para

después volverse a encontrar.» Su modo de ser constituye, en él, un modo de

transformarse, un modo de perderse para hallarse nuevamente, es decir, un

eterno cambio sin reposo ni quietud; por eso el único imperativo de vida que se

encuentra en sus escritos es: «Llega a ser lo que eres.» Goethe ha dicho

irónicamente que estaba siempre en Jena cuando se le buscaba en Weimar, y la

imagen preferida de Nietzsche, que se refiere a la piel de la serpiente, se

encuentra ya cien anos antes en una carta de Goethe; pero ¡cuán contrarios son

el desenvolvimiento reflexivo de Goethe y los cambios eruptivos de Nietzsche!

Pues Goethe va engrandeciendo su vida alrededor de un punto fijo, del mismo

modo que un árbol añade cada año un anillo más a la circunferencia de su

tronco, y aunque se libra de la coraza exterior, cada vez se hace más sólido,

más robusto, más alto, y, por tanto, su mirada alcanza cada vez más lejos. El

desarrollo de Goethe se efectúa de un modo paciente, con una fuerza que crece

progresivamente, así como aumenta su resistencia, la defensa de su propio

«yo», que se robustece a la vez que su crecimiento, mientras que Nietzsche

tiene un desarrollo violento, producido por la vehemencia de su voluntad. Goethe

crece sin sacrificar ni un ápice de sí mismo; no necesita negarse para ascender;

Nietzsche, en cambio, es el hombre de las metamorfosis, que se ve obligado a

destruirse para reconstruirse después. Todas sus conquistas y descubrimientos

intelectuales provienen de heridas de su propio «yo» o de creencias perdidas, es

decir, de descomposición; para subir más, necesita ir arrojando pedazos de sí

(mientras que Goethe nada sacrifica y se limita a hacer cambios químicos,

alquitarados, de sus elementos). Nietzsche, para alcanzar una mirada más

amplia, ha de pasar por caminos de dolor y de destrozo: «La ruptura de todo

lazo individual es dura, pero me nace un ala en cada sitio donde antes había una

atadura.» Como naturaleza demoníaca, no conoce otra transformación que la

brutal, la violenta, la que se opera por combustión; así como el Fénix ha de

pasar todo su cuerpo por el fuego destructor para renacer de sus propias

cenizas, con un nuevo canto, un nuevo plumaje, unas nuevas alas, así, para

Nietzsche, los hombres espirituales deben pasar por el fuego de la contradicción

devoradora para que el espíritu se eleve sin cesar, libre de toda convicción.

Nada queda de lo anterior en su visión del universo, en sus transformaciones,

de ahí que sus nuevas fases no se deslicen una después de otra, dulce y

fraternalmente, sino hostilmente; siempre se encuentra en el camino de

Damasco. No se trata de una fe que cambia de creencia o de sentimiento, sino

de infinidad de creencias, pues cada nuevo elemento espiritual penetra en él, no

sólo por el espíritu, sino hasta sus entrañas; sus conocimientos morales o

intelectuales se transforman en él químicamente, cambiando el curso de su

sangre, su sentimiento y sus pensamientos. A la manera de un jugador

insensato (como lo exige un día Hölderlin de sí mismo), se juega «toda su alma

a la potencia destructiva de la realidad» y, desde el principio, las impresiones

que recibe parecen erupciones volcánicas. En su juventud lee en Leipzig El

mundo como voluntad y como representación, de Schopenhauer, y eso le impide

dormir durante diez días; toda su alma, todo su ser, se ven agitados como por un

ciclón; la fe sobre la que se apoyaba se derrumba con estrépito y, cuando su

espíritu deslumbrado sale poco a poco de ese vértigo y recobra su sangre fría,

se encuentra frente a una filosofía completamente nueva, frente a un concepto

de la vida completamente distinto. Del mismo modo, su amistad con Richard

Wagner es también una fuente de amor apasionado que ensancha

enormemente la enjundia de su sensibilidad. Cuando regresa de Triebschen a

Basilea, su vida toma otro rumbo: de la noche a la mañana ha muerto en él el

filólogo y la perspectiva del pasado, es decir, la historia, ha hecho sitio al

porvenir. Y es precisamente porque toda su alma está llena de este amor

espiritual, por lo que su ruptura con Wagner abre en él una herida ardiente y casi

mortal, que continuamente supura y que ya no ha de cerrarse ni cicatrizarse

nunca de un modo completo. Siempre, como en un terremoto, se hunde el

edificio de sus convicciones por las sacudidas espirituales, y Nietzsche, en cada

caso, se ve obligado a reconstruirse de arriba abajo. Nada se desarrolla en él

suavemente, silenciosamente, orgánicamente, como crecen las cosas en la

Naturaleza; nunca su individualidad se desarrolla por un trabajo oculto,

creciente; no: todo, hasta sus propios pensamientos, brota a golpes como una

chispa eléctrica; es necesario siempre que sea destruido su mundo interior para

que de sus ruinas salga un nuevo cosmos. Esa fuerza tempestuosa de las ideas

en el cerebro de Nietzsche no tiene parangón: «Quiero verme libre -dice un díade

esa fuerza expansiva de mis sentimientos que se desarrolla en mis

producciones; muchas veces me ha venido el pensamiento de que un día voy a

morir repentinamente por este motivo.» Y verdad es que hay algo que muere en

él repentinamente en esos procesos de renovación; siempre hay algo que se

desgarra en sus tejidos internos, como sí un acerado cuchillo penetrase en sus

entrañas para cortar todos los vínculos, todas las relaciones anteriores. Su

refugio espiritual se ve quemado por las nuevas inspiraciones, quemado hasta

quedar inservible. Las transformaciones de Nietzsche van acompañadas de

calambres y convulsiones de muerte y de parto. Nunca un ser humano se ha

desarrollado con tormentos tan terribles; ningún hombre se ha herido tan

profundamente en la búsqueda de sí mismo. En realidad, todos sus libros no son

-si hemos de hablar con propiedad- más que informes clínicos de esas

operaciones, la exposición de métodos de sus vivisecciones: manuales de

partos espirituales. «Mis libros sólo hablan de las victorias sobre mí mismo.»

Son la historia de sus transformaciones, de sus preñeces, de sus partos, de sus

muertes, de sus resurrecciones; una historia de descomunales guerras

sostenidas sin piedad contra su «yo»; una historia de castigos y ejecuciones y,

en su conjunto, una biografía de todos esos hombres diferentes que ha ido

siendo Nietzsche en el transcurso de su vida intelectual.

Lo que hay de característico en las transformaciones de Nietzsche es que la

línea de su vida representa, en cierto modo, un movimiento retrógrado.

Tomemos a Goethe (siempre es Goethe con quien nos encontramos, como lo

más simbólico de los fenómenos humanos) como prototipo de una naturaleza

orgánica que, de modo misterioso, marcha al unísono con el ritmo del universo;

vemos que las formas de su desarrollo son un reflejo de las edades de su vida.

Goethe es, en su juventud, fogosamente exuberante; cuando hombre, es

sensato en su actividad; en su vejez, su mirada es toda luz; el ritmo de su

pensamiento corresponde orgánicamente a la temperatura de su sangre. El caos

es su principio (como pasa siempre en los jóvenes), el orden, su final (como

pasa siempre en los ancianos); el orden está al final de su carrera; allí se vuelve

conservador, cuando antes fue revolucionario; allí se encuentra convertido en

hombre de ciencia, cuando antes fue ocultista; allí es un administrador de sí mismo,

cuando antes sólo sabía prodigarse. Nietzsche sigue el camino contrario al

de Goethe; mientras éste aspira a lazos que den firmeza a su ser, busca

Nietzsche una disgregación apasionada; como en todos los caracteres demoníacos,

cada vez hay más fuego en su pasión, más impaciencia; cada vez es

más tempestuoso, más revolucionario, más caótico. Hasta su aspecto exterior

está en completa oposición con la evolución normal. Nietzsche comienza siendo

viejo. A los veintiún años, cuando sus camaradas se entregan aún a las bromas

estudiantiles y celebran sus ritos báquicos, cuando vacían interminables jarros

de cerveza y desfilan a «paso de oca», Nietzsche es ya todo un profesor,

propietario de la cátedra de Filosofía en la Universidad de Basílea. Sus amigos

son hombres de cincuenta a sesenta años, grandes eruditos como Jacob

Burckhardt y Ritschl. Su íntimo amigo es el más serio artista de su tiempo:

Richard Wagner. Una severidad implacable, una objetividad inflexible, lo hacen

pasar siempre por un sabio, nunca por un artista, y todos sus libros tienen un

aire didáctico más propio de un hombre de experiencia que de un principiante.

Con toda su fuerza trata de ahogar sus aficiones poéticas, su alma profesional;

como un grave profesor universitario, fosilizado por los años, está encorvado

sobre sus escritos; elabora índices, y se place en revisar polvorientos legajos de

viejos papeles. La mirada de Nietzsche por aquel entonces está vuelta hacia el

pasado: hacía la historia, hacia lo muerto, hacia lo que fue; los placeres de su

vida están encerrados entre los muros de una manía por lo antiguo; su alegría y

su ardor se ocultan tras la dignidad del profesor; su mirada está siempre fija en

los libros o en problemas de erudición. A los veintisiete años, El origen de la

tragedia abre un primer foso en el presente, pero el autor lleva todavía la seria

máscara del filólogo, y sólo ocultamente hay ya en esa obra un brillo de cosas

futuras, una chispa de amor al presente y una pasión por el arte. A los treinta

años, edad en que el hombre normal empieza a convertirse en un reposado

burgués, edad en que Goethe llega a ser consejero, edad en que Kant y Schiller

son ya profesores, a esa edad, Nietzsche abandona sus tareas oficiales y se

aleja de su cátedra con un suspiro de alivio: ése es su primer avance hacia sí

mismo, su primer empujón hacia su mundo, su primer cambio íntimo, y esa

primera ruptura constituye el principio del artista. El verdadero Nietzsche

comienza con su entrada en el presente, es ya este Nietzsche trágico,

intelectual, con su mirada dirigida siempre hacia lo futuro, lleno de nostalgia por

el hombre que ha de venir. Entretanto, brotan sus impulsos de transformación,

surgen cambios radícales en lo más íntimo de su ser, pasa bruscamente de la

filología a la música, de la gravedad al éxtasis, de la paciencia positiva a la

danza. A los treinta y seis años, Nietzsche es ya libre, inmoralista, escéptico,

poeta y músico, más joven que en su juventud, libre del peso del pasado y de su

propia ciencia, libre también del presente y compañero sólo del hombre futuro,

del hombre del más allá. Por eso, en vez de estabilizarse su vida con los años,

como le pasa al artista normal, en vez de arraigarse, de hacerse más positivo, se

libra apasionadamente de todos los vínculos, de todas las relaciones. El ritmo de

ese rejuvenecimiento es verdaderamente monstruoso. A los cuarenta años, el

lenguaje de Nietzsche, sus pensamientos, su ser, tiene más glóbulos rojos, más

lozanía, más colorido, más temeridad, más pasión y más música que a los

diecisiete, y el solitario de Sils-Maria marcha con un paso más ligero, más alado,

más ingrávido que el antiguo profesor de veinticuatro años, que era prematuramente

viejo.

Por eso en Nietzsche se intensifica el sentimiento de la vida en vez de

adormecerse; sus metamorfosis se hacen cada vez más rápidas, libres, ligeras,

múltiples, convulsivas, malignas, patológicas; ya no encuentra en ninguna parte

un punto de reposo para su espíritu inquieto. Apenas se para, su piel «se seca y

se rompe»; por último, su propia vida es incapaz de seguir esas transformaciones,

esas renovaciones, que se realizan con un ritmo cinematográfico, en el que

las imágenes titilan de continuo. Precisamente aquellos que creen conocerlo

mejor, los amigos de su juventud, que ya están encadenados a la ciencia, a sus

convicciones o a un sistema, se llenan de sorpresa al verle tan diferente cada

vez que tienen un nuevo encuentro con él. Con sobresalto, descubren, en su

figura intelectual rejuvenecida, rasgos nuevos que en nada se parecen a los de

antes. Y el mismo Nietzsche, en eterna metamorfosis, cree encontrarse ante un

espectro cuando oye que lo llaman por su antiguo título, cuando oye que lo

«confunden» con el « profesor Friedrich Nietzsche», el filólogo, con aquel

hombre envejecido por la erudición de hace ya -apenas puede recordarlo-, más

de veinte años. Puede ser que nadie haya arrojado lejos de sí su vida pasada

como la arrojó Nietzsche, apartando de su ser hasta los vestigios de sus

sentimientos de antes; de ahí vienen el terrible aislamiento, la terrible soledad de

sus últimos años, pues ha roto todos los lazos de «lo que fue» y su ritmo actual

no le permite crearse nuevos vínculos que lo unan a las cosas nuevas. Pasa

raudo junto a los hombres y a las cosas y, cuanto más se aproxima a sí mismo,

tanto más rápidamente huye de sí. Las metamorfosis de su ser son cada vez

más radicales; cada vez más bruscos sus saltos desde el « sí» al «no»; cada

vez más fuertes sus sacudidas eléctricas. Se devora a sí mismo en un incendio

interior y su camino es un camino de llamas.

Pero a medida que se aceleran esas transformaciones, ganan también en

violencia y en dolor. Las primeras victorias de Nietzsche sobre sí mismo se

reducen a despojarse de algunas creencias de muchacho, es decir, de las

creencias impuestas o formadas en la escuela; esas creencias quedan tras de

sí, como una serpiente deja su piel seca a inútil. Pero cuanto más profundo se

hace su sentido de la psicología, tanto más hondamente ha de escarbar con su

cuchillo en las capas más íntimas de su ser; cuanto más subcutáneas, más

nerviosas, más jugosas, son sus convicciones, tanto más vivas son, tanto más

formadas en su plasma, tanto más violenta ha de ser su extirpación, tanto más

cruenta. Es ya un trabajo de verdugo de sí mismo, de Shylock, una verdadera

operación en su carne palpitante. Finalmente, esa auto-vivisección alcanza las

zonas más íntimas del sentimiento y las operaciones se hacen más dolorosas y

más peligrosas. La amputación del complejo wagneriano, sobre todo, resulta una

intervención quirúrgica extremadamente delicada y casi mortal, porque se realiza

en lo más profundo de su sentimiento, casi en el mismo corazón; linda con el

suicidio, y en su violencia, en su ritmo, tiene algo de asesinato masoquista, pues

en sus abrazos amorosos, en los segundos de unión íntima, su instinto salvaje

hacia la verdad viola, estrangula, lo que le es más querido; pero cuanta más

violencia, mejor; cuanto más cruenta es la victoria sobre sí mismo, tanto más

voluptuosamente goza su ambición en la prueba a la que somete a su fuerza de

voluntad. Como un implacable inquisidor de sí mismo, somete despiadadamente

a cada una de sus más íntimas convicciones a las preguntas de su conciencia y,

con una crueldad voluptuosa, siniestra, contempla los autos de fe de sus ideas

heréticas. Poco a poco, el espíritu de destrucción de sí mismo que anida en

Nietzsche se convierte en una pasión intelectual: «Siento el placer de destruir en

un grado idéntico a mi fuerza destructora.» De la simple transformación de sí

mismo nace el deseo de contradecirse y de ser su propio adversario. Hay

pasajes de sus libros que se contradicen violentamente; a cada « sí», ese

prosélito de sus convicciones sabe poner un correspondiente « no», y a cada «

no» no falta nunca un « sí»; se extiende hacía el infinito para poder desplazar los

polos de sus convicciones a dos puntos opuestos de ese infinito y poder sentir

así la tensión eléctrica que hay entre esos dos polos opuestos, tensión que es

en él la verdadera vida intelectual. Siempre huir, alcanzarse siempre (su «alma

huye de sí misma y trata de encontrarse de nuevo en un círculo más vasto»).

Eso acaba por llevarlo a una excitabilidad extrema y esa exageración llega a

serle fatal. Pues, precisamente cuando la forma de su ser se ha extendido hasta

el infinito, la tensión de su espíritu se rompe: el núcleo de fuego, la fuerza

primitiva y demoníaca, hacen explosión, y esa fuerza elemental destruye, con un

solo choque volcánico, la serie grandiosa de figuras que su espíritu de creador

plástico había sacado de su propia sangre y de su propia vida, en su carrera

hacia el infinito.

DESCUBRIMIENTO DEL SUR

Tenemos necesidad del sur a cualquier precio; necesitamos

acentos límpidos, inocentes, alegres, felices

y delicados.

«Nosotros, los aeronautas del espíritu», dice en una ocasión Nietzsche, lleno

de orgullo, al vanagloriarse de esa libertad de pensamiento que se abre nuevas

sendas a través de un elemento ¡limitado y virgen. Y, efectivamente, la historia

de sus viajes espirituales, de sus excursiones, de sus transformaciones y de sus

ascensiones se realiza en un espacio superior, en un espacio espiritualmente

¡limitado. Como un globo cautivo que continuamente va arrojando lastre,

Nietzsche es cada vez más libre a fuerza de deshacerse de lazos que lo aten o

de pesos que lo entorpezcan, Con cada cable que rompe, con cada

dependencia que arroja lejos de sí, se eleva más y más hacia un horizonte más

amplio, hacia un campo de visión más vasto y hacia una perspectiva personal

fuera de todo tiempo. Innumerables son los cambios de dirección que sufre el

globo antes de caer en el torbellino tempestuoso que ha de destrozarlo; tantas

son esas direcciones, que se hace imposible contarlas o hasta fijarlas. Sólo un

momento decisivo, extraordinariamente importante, se dibuja agudamente y

como un símbolo en la vida de Nietzsche; es como el segundo dramático en que

se suelta el último cable y el aerostato pasa de la cautividad a la libertad, de la

gravedad a la fuerza ascensional. Y este simbólico segundo se encuentra, en la

vida de Nietzsche, en el día en que abandona su puesto de amarre, su patria, su

cátedra, su profesión, para no volver ya a Alemania sino en un vuelo de ave de

paso, en un vuelo despreciativo, en un vuelo que ya se desarrolla eternamente

en un elemento libre. Pues todo lo que sucede antes de esa hora no tiene una

importancia esencial para la personalidad de Nietzsche; sus primeros cambios

sólo son movimientos para conocerse mejor. Y sin su impulso decisivo hacía la

libertad, Nietzsche habría sido siempre un hombre sujeto, un profesional atado a

su rama, un Erwin Rohde, un Dilthey, uno de esos hombres que nosotros

admiramos en su especialidad, pero que no son nunca una revelación para

nuestro mundo interior. Sólo es la aparición de su naturaleza demoníaca, la libre

expansión de su pasión intelectual, el sentimiento de libertad primitiva, lo que

convierte a Nietzsche en una figura profética y transforma su destino en un mito.

Y dado que yo, en esta obra, trato de explicar la vida de Nietzsche como una

tragedia y no como una historia, una tragedia que es una obra maestra del

espíritu, su vida no empieza, para mí, antes de aquel momento en que comienza

en él el artista y se siente consciente de su libertad. Nietzsche, en su crisálida de

filólogo, es un problema para los filólogos: solamente el hombre alado, el «

aeronauta del espíritu», pertenece a la creación literaria.

Esta primera dirección de Nietzsche, en su ruta de argonauta a la búsqueda de

sí mismo, es el sur, y siempre quedará como la metamorfosis de sus

metamorfosis. También, en la vida de Goethe, el viaje a Italia significa algo

decisivo; también Goethe va a Italia en busca de su verdadero «yo», en busca

de la libertad y de una vida creadora, en vez de la vida vegetativa de antes.

Cuando atraviesa los Alpes, cuando los primeros resplandores del sol italiano le

dan en la cars, se produce en él una metamorfosis fuerte como una erupción.

«Me parece –escribe– que regreso de una excursión a Groenlandia.» También

era Goethe un «enfermo del invierno» que en Alemania sufría bajo el cielo

nublado; también Goethe, que era todo ansia de luz y de claridad, al entrar en el

suelo de Italia, siente brotar en su pecho un sentimiento íntimo, una expansión,

una necesidad de libertad, un alivio nuevo y personal. Pero el milagro del sur

vino demasiado tarde para Goethe: tenía cuarenta años. La corteza que rodea

su alma es ya demasiado dura; su naturaleza es ya metódica y reflexiva; una

pane de su ser, de su esencia, de su pensamiento, ha quedado allá en Weimar,

prendida en la corte, en sus funciones, en su jerarquía. Ha cristalizado ya

demasiado fuerte en sí mismo para poder ser transformado por otro elemento.

Dejarse dominar sería ahora contrarío a su constitución orgánica: Goethe quiere

ser el señor de su destino y no tomar de las cosas más que lo que su sino le

permite (Nietzsche, Hölderlin y Kleist, al contrario, los disipadores, se abandonan

enteramente, con toda su alma, a cualquier impresión, felices de verse

arrastrados por ella al torbellino de fuego de la vida). Goethe encuentra en Italia

lo que buscaba y no mucho más: nuevos lazos de unión con el mundo (Nietzsche

anhelaba romper esos lazos), los grandes recuerdos del pasado (Nietzsche

iba en busca del grandioso futuro y del olvido de todo lo histórico); Goethe va

tras cosas que se encuentran en el mundo: arte antiguo, el alma del pueblo

romano, los misterios de la Naturaleza (Nietzsche sólo contempla con placer lo

que está más allá de él: el cielo de zafiro, el horizonte claro hasta el infinito, la

magia de la luz que parece que le penetra por todos los poros). Por eso la

impresión de Goethe es sobre todo cerebral y estética y la de Nietzsche es vital;

mientras que aquél se lleva de Italia un estilo artístico, Nietzsche se lleva un

estilo de vida. Goethe se ve fecundado; Nietzsche, trasplantado y renovado.

Verdad es que el sabio de Weimar siente también anhelo de renovación («ciertamente

sería mejor que no volviera si no puedo hacerlo renacido»), pero como

toda figura ya asentada, sólo puede recibir « nuevas impresiones». Para sufrir

un cambio radical como el de Nietzsche, Goethe, a los cuarenta años, está ya

demasiado formado, es demasiado egoísta y ésta poco dispuesto a ello; su

poderoso y sólido instinto de conservación (que en sus últimos años es ya una

verdadera coraza) no consiente un cambio que comprometa su estabilidad; el

hombre sabio y ordenado sólo acepta aquello que su naturaleza puede

aprovechar (mientras que las naturalezas dionisíacas lo aceptan todo, hasta un

exceso de peligro). Goethe solamente quiere enriquecerse espiritualmente, pero

nunca perderse en una inclinación excesiva, en una transformación radical. Por

eso sus últimas palabras dirigidas al sur son mesuradas, agradecidas, y en el

fondo negativas: « Entre las cosas loables que he aprendido en este viaje -dice

al abandonar Italia- se encuentra el hecho de que ya no puedo en modo alguno

vivir solo ni alejado de mi patria.»

Basta invertir completamente esas palabras, duras como la leyenda de una

medalla, para tener en sustancia el efecto que el sur produjo en Nietzsche; al

contrario que Goethe, llega a la conclusión de que ya sólo puede vivir fuera de

su patria. Mientras que Goethe, al salir de Italia, regresa al mismo punto de

donde partió, tras un viaje atractivo a interesante, llevando en su equipaje

muchas cosas preciosas para su hogar, Nietzsche queda expatriado para

siempre y encuentra su verdadero « yo»: príncipe sin ley, apátrida feliz, sin

hogar, sin bienes, alejado para siempre de las mezquindades de la patria y de

toda sujeción patriótica, ya no hay para él otra perspectiva que la vista de pájaro

del « buen europeo», de «esta clase de hombre esencialmente nómada y que

está más allá de la idea de nacionalidad», un nuevo hombre cuya llegada

inevitable siente Nietzsche en la atmósfera, y en ese punto de vista fija su

residencia, su reino, que pertenece al porvenir. La casa espiritual de Nietzsche

se halla allí donde está, no donde nació (eso pertenece a la historia); está sólo

donde él mismo se engendra a sí mismo y vuelve a nacer: ubi pater sum, ibi

patria, allí donde soy padre, donde engendro, allí está mí patria, no donde fui engendrado.

El beneficio inestimable a inalterable que ha recogido en su viaje al

sur es que, desde entonces, el mundo entero se convierte para Nietzsche en un

país extranjero y en su propia patria al mismo tiempo, y que puede conservar la

perspectiva de la vista de pájaro, esa mirada límpida y penetrante de ave de

presa en la altura, una mirada que se extiende hacia todos los horizontes

abiertos (Goethe, al contrario, según sus propias palabras, pone en peligro su

personalidad y al mismo tiempo la conserva «al volverse hacia horizontes

cerrados»). Una vez que Nietzsche se ha establecido en el sur, se encuentra ya

más allá del pasado; está ya completamente desgermanizado, del mismo modo

que ha abandonado ya la filología, el cristianismo y la moral; y nada caracteriza

tanto esa naturaleza excesiva y que siempre avanza sin freno como este simple

hecho: que nunca ha dado un paso atrás ni ha dirigido una mirada de melancolía

o de nostalgia hacia su pasado. El navegante que marcha hacia el reino futuro

es demasiado feliz por haberse embarcado « en el más rápido buque que hay

para ir a Cosmópolis» para que pueda sentir la nostalgia de su patria, que sólo

tiene un idioma para expresarse y por tanto es unilateral y monótona; por eso

toda tentativa de querer germanizar a Nietzsche (tendencia ahora muy corriente)

es un craso error. No es posible, para ese hombre archilibre, el abandonar la

libertad por ningún concepto; desde el momento en que siente sobre sí el

inmenso azul del cielo de Italia, su alma se estremece al pensar en la oscuridad

que procede de las nubes, de los anfiteatros universitarios, de la iglesia o del

cuartel; sus pulmones, sus nervios sensibles, ya no pueden soportar nada del

norte, nada germano, nada de pesadez; no puede ya vivir con las ventanas

cerradas, con las puertas entornadas, en la penumbra, en el crepúsculo o entre

la niebla intelectual. Ser sincero es, desde este momento, ser claro, ver en todas

direcciones y trazar contornos en el infinito; y desde que ha divinizado con toda

la embriaguez de su sangre esa luz elemental, aguda y penetrante del sur, ha

renunciado gustoso para siempre al «diablo propiamente alemán, al genio o al

demonio de la oscuridad» En el sur, en el extranjero, su sensibilidad casi

gastronómica percibe, en todo lo que es alemán, un alimento pesado para su

gusto refinado, una especie de indigestión, una necesidad de no terminar con los

problemas, un dejarse arrastrar el alma por los rodeos que da la vida: lo alemán

ya no será jamás, para él, bastante libre, bastante ligero. Hasta las obras que

antes le deleitaban le causan ahora una especie de pesadez de estómago;

siente esa pesadez en Los maestros cantores; esta forzada; en Schopenhauer

nota sensación de sed; en Kant descubre un resabio de la hipocresía de un

moralista oficial; en Goethe, pesadez causada por sus funciones oficiales y los

horizontes limitados. Todo lo alemán es ya sólo, para él, crepúsculo, penumbra,

oscuridad, sombras del pasado, exceso de historia; resulta demasiado pesado

para su nuevo «yo», que es algo lleno de posibilidades, pero sin nada claro: una

interrogación continua, un deseo ininterrumpido de buscar, una perenne

transformación dolorosa, una oscilación perpetua entre el «sí» y el «no» Pero no

se trata solamente de un desasosiego intelectual ante la estructura espiritual de

la nueva Alemania de entonces, que había llegado realmente a un punto extremo;

no se trata sólo de un sentimiento de desagrado político causado por el

Imperio y por todos los que han sacrificado la idea alemana al ideal de los

cánones; no es sólo una antipatía estética hacia la Alemania de los muebles de

felpa y de las columnas de la Victoria. La nueva doctrina del sur, que es la de

Nietzsche, pide toda clase de problemas, y no sólo problemas nacionales;

reclama la vida entera, pura y clara como el Sol, «luz, sólo luz, aunque alumbre

cosas malas», la más alta luz por la limpidez más alta, una gaya scienza y no el

didactismo pedagógico, malsano, del «pueblo escolar», esa erudición paciente,

gravemente profesional de los alemanes, que huele a gabinete o a aula. Su

renuncia al norte no procede de su espíritu, de su intelecto, sino de sus nervios,

del corazón, del sentimiento, de sus mismas entrañas; es un grito de sus

pulmones, que por fin encuentran el aire libre; es el grito de júbilo de alguien que

por fin ha encontrado el clima apropiado a su alma, la libertad; de ahí ese su

grito de alegría íntima y maligna: «Ya he dado el salto.»

Al mismo tiempo que el sur contribuye a su desgermanización, le ayuda

también a descristianizarse. Al mismo tiempo que como una lagartija goza del

sol y en su alma penetra la luz hasta los rincones más ocultos, y mientras

Pregunta qué es lo que durante tanto tiempo ha ensombrecido al mundo, qué es

lo que lo ha llenado de inquietud, de ansia, de abatimiento, de cobarde conciencia

del pecado, qué es lo que lo ha despojado de las cosas más serenas, más

naturales, más vigorosas, aviejando lo más precioso que hay en el mundo, que

es la vida misma, Nietzsche reconoce en el cristianismo, en la fe en el más allá,

el principio que arroja su sombra sobre el mundo moderno. Este «judaísmo

maloliente, hecho de rabinismo y de superstición», ha arruinado y asfixiado la

sensualidad y la serenidad del Universo; ha sido para cincuenta generaciones un

narcótico tan peligroso que ha paralizado moralmente todo lo que antes había

sido una fuerza verdadera. Pero ahora (y de pronto ve la misión de su vida) debe

ya comenzar la cruzada contra la cruz, la cruzada para reconquistar los lugares

más santos de la humanidad, es decir, la vida. El « sentimiento de exuberancia

de la existencia» le ha enseñado un modo de mirar apasionado para todo lo que

pertenece al mundo, verdad animal y objeto inmediato; sólo después de este

descubrimiento se da cuenta de cómo la moral y el humo de incienso le han

ocultado tanto tiempo «la vida sana y roja». En el sur, en esa escuela «de

curación espiritual y física», ha aprendido la fuerza de lo natural, el goce sin

remordimientos, y conoce la vida serena y alegre sin miedo al infierno ni a Dios.

Ha aprendido la fe en sí mismo que le da un rotundo, alegre a inocente «sí».

Pero este optimismo no viene más que de arriba; no de un dios oculto,

naturalmente, sino de un secreto, de un misterio abierto de par en par; viene del

Sol, de la luz. «En San Petersburgo sería nihilista, aquí creo en el Sol como

creen en él las plantas.» Toda su filosofía mana directamente de su sangre

libertada. «Sed meridionales, hacedlo por la fe», había dicho a un amigo; ahora,

cuando la claridad es un remedio tan grande, se convierte en algo sagrado, y en

su nombre comienza la guerra, la más terrible de las campañas, contra todo lo

que hay en la Tierra que tienda a destruir la serenidad, la limpidez, la libertad

desnuda y la soleada embriaguez de la vida. « Mi actitud hacía el presente ya no

es más que una guerra a cuchillo.»

Pero, junto con esa audacia, entra también el orgullo en esa vida de filósofo

que ha transcurrido tras las ventanas cerradas, en malsana inmovilidad; la

circulación de su sangre toma un ritmo rápido y fogoso; hasta en sus nervios

más ocultos, infiltrados de luz, se agita la fuerza clara y cristalina de sus

pensamientos, y en el estilo, en su idioma, que se hace fuerte a inquieto, hay

destellos de sol. « Todo está escrito en el lenguaje "del viento de deshielo"»,

dice él mismo al hablar de su primer libro escrito en el sur; su acento es de

violenta liberación, volcánico, como cuando se rompe una capa de hielo y la

primavera tibia pasa sobre el paisaje, voluptuosa, acariciante. Brilla la luz en el

mismo centro de su ser, hay claridad hasta en lo más nimio de su lenguaje, hay

música hasta en las pausas y, por encima de todo, un acento de Alción y un cielo

lleno de luz. ¡Qué diferencia de ritmo entre su idioma de antes, que era fuerte

y bien construido, pero en su conjunto algo petrificado, y ese idioma de ahora,

nuevo, sonoro y exuberante, de movimientos sueltos y que, como los italianos,

gesticula mímicamente, no limitándose, como los alemanes, a hablar inmóvil y

sin que el cuerpo participe en la expresión! Níetzsche no confía sus pensamientos

de ahora al grave idioma de los humanistas, a ese idioma vestido de

frac, porque sus nuevos pensamientos son como ingrávidas mariposas

recogidas en el curso de sus paseos; esos pensamientos libres necesitan un

lenguaje libre, flexible, saltarín, de cuerpo ágil y desnudo como un gimnasta, de

articulaciones flexibles; un lenguaje que pueda correr, saltar, ascender por los

aires, bajar, extenderse y bailar todas las danzas, desde la danza de la

melancolía hasta la tarantela de la locura; un lenguaje que lo resista todo y que

pueda decirlo todo sin necesidad de tener espaldas de ganapán ni paso tardo y

pesado de hombre forzudo. Toda la pasividad del animal doméstico, toda la

dignidad de las cosas confortables, ha desaparecido de su lenguaje; ahora sabe

ya hacer piruetas de juegos de palabras, tanto como llegar a la serenidad más

elevada; y en otros momentos sabe tomar un pathos que resuena como una

campana ancestral; un lenguaje que bulle en fermentación de fuerza, como el

champaña, desprendiendo pequeñas y brillantes perlitas o desbordándose en

espuma; su estilo está dorado por la luz y es solamente como el antiguo Falerno,

mágicamente transparente hasta en sus mas grandes profundidades, y mana

límpido, alegre y brillante. Muy posiblemente, nunca la lengua de un poeta

alemán se ha rejuvenecido tan rápidamente, tan completamente, como en

Nietzsche, y seguro que en ninguno se ha visto tan inundada de sol, ni se ha

hecho tan libre, tan meridional, tan divinamente cadenciosa, tan llena del aroma

del buen vino, tan pagana. Sólo en el caso fraternal de Van Gogh podemos

volver a ver una tan rápida irrupción de luz en un hombre del norte: sólo en Van

Gogh hay ese tránsito del colorido triste, gris y pesado de sus años de Holanda

a los colores vívidos, agudos, crudos y sonoros de la Provenza; sólo en él se da

esa irrupción local de luz en un espíritu ya medio ciego, comparable a la iluminación

que el sur produce en el modo de ser de Nietzsche. Sólo en esos días

fanáticos de la transformación es tan rápida a inaudita la absorción de luz,

realizada con pasión vampiresca. Sólo los espíritus demoníacos son capaces de

abrirse tan completamente al milagro de la luz, con sus nervios, con su pintura,

con su música y con sus palabras.

Pero la sangre de Nietzsche no sería sangre de poseso si pudiera saciarse con

alguna embriaguez; por eso sigue buscando algo superior al sur, a Italia; busca

más luz, más claridad. Del mismo modo que Hölderlin lleva su Hellas a Asia, a

Oriente, a los países bárbaros, así también la pasión de Nietzsche lanza

destellos pasionales hacia un nuevo éxtasis, un éxtasis tropical, africano. Ya no

quiere la luz del Sol, sino su fuego, una luz que hiera cruelmente, en vez de

rodear de claridad las cosas que ilumina; quiere un espasmo de placer en vez de

serenidad; su anhelo se hace infinito cuando busca convertir en embriaguez las

excitaciones de los sentidos; quiere hacer de la danza un vuelo, y subir hasta el

rojo vivo el calor vital. Y mientras tales deseos congestionan sus arterias, el

idioma no basta ya para expresarlos; se ha vuelto demasiado limitado, pesado y

material. Necesita un nuevo instrumento para esa danza dionisíaca que ha empezado

en él por una embriaguez; necesita más libertad que la que le permite la

rigidez de las palabras, y por eso se refugia en la música. La música del sur se

convierte en su último anhelo, en su última inspiración: una música en la que la

claridad se ha hecho melodía y en la que el espíritu adquiere nuevas alas. Y la

busca; la busca en todos los tiempos y en todos los lugares, sin encontrarla jamás...

hasta que él mismo la inventa.

EL REFUGIO EN LA MÚSICA

¡Dorada serenidad, ven!

La música había estado en Nietzsche desde el principio, pero de un modo

latente y apartada por una fuerte voluntad de justificación espiritual. Cuando

niño, entusiasmaba a sus amigos con sus audaces improvisaciones; en sus

cuadernos de escuela se encuentran múltiples alusiones a composiciones

propias. Pero cuanto más se inclina por los estudios filológicos primero y

filosóficos después, tanto más va limitando ese empuje de su naturaleza que

quiere abrirse paso. La música es sólo para el joven estudiante una especie de

opio, un descanso, un entretenimiento, como el teatro, la literatura, la equitación,

la esgrima o cualquier otro ejercicio gimnástico. Por esa cuidadosa canalización,

por esa consciente oclusión, ninguna gota puede filtrarse para caer,

fecundándola, sobre la obra de la primera época de Nietzsche. Al escribir El

nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, ésta no es más que un

tema, un objeto, pero no una modulación del sentimiento musical que se

introduzca en su estilo, en su poesía o en su pensamiento. Incluso los ensayos

líricos de su juventud están desprovistos de musicalidad y, lo que parece más

asombroso todavía, sus ensayos de composición parecen, según el juicio de

Bülow, resolución de un tema, algo amorfo, una música anti-musical. Durante

largo tiempo la música no es, para Nietzsche, más que una inclinación particular

a la que el joven estudiante se lanza con todo el placer de la irresponsabilidad,

con la alegría del dilettante, pero nada más.

La irrupción de la música en el espíritu de Nietzsche no se realiza sino cuando

su larva de filólogo, su objetividad de erudito, se agrietan y se rompen, cuando

todo su cosmos se descalabra y se desgarra por sacudidas volcánicas. Sólo

entonces se rompen los canales, y la inundación es repentina. La música

penetra siempre con más fuerza en los hombres sacudidos por la pasión,

debilitados y sometidos a tensiones violentas o desgarrados en lo más íntimo de

su ser; eso lo sabía Tolstoi, y Goethe lo experimentó trágicamente. Pues incluso

Goethe, que tomó ante la música una actitud de prudencia, defensiva y

temerosa (como hizo siempre ante todo lo demoníaco, pues siempre reconocía

el sitio donde se ocultaba el demonio), hasta Goethe sucumbe a la música en los

momentos de debilidad (o, como él dice, en los momentos de eclosión, cuando

todo su ser se ve trastornado, cuando se vuelve débil y asequible). Cuando él (la

última vez fue con Ulrica) se ve presa de un sentimiento y pierde su propio

dominio, la música rompe los más fuertes diques, le hace derramar lágrimas

como tributo y, como agradecimiento, música poética, que es la más magnífica

de todas. La música (¿quién no lo ha experimentado?) necesita que uno esté

predispuesto para recibirla, sumido en una especie de languidez femenina, para

poder fecundar un sentimiento; sólo entonces es cuando llega a Nietzsche, sólo

cuando el sur le ha abierto otros horizontes donde anhela vivir con más ardor y

con más pasión. Es un simbolismo notable que se introduce en él precisamente

en el momento en que su vida abandona la tranquilidad, la continuidad épica,

para volverse hacia lo trágico en una rápida catálisis; quería expresar el nacimiento

de la tragedia en el espíritu de la música y experimenta lo contrario: el

nacimiento de la música en el espíritu de la tragedia. La fuerza desbordante de

los nuevos sentimientos no puede ya expresarse con un lenguaje mesurado;

necesita un instrumento más poderoso. «Será necesario que cantes, alma mía.»

Precisamente porque esa fuente demoníaca de su ser ha estado tanto tiempo

cegada por la filología, la erudición y la indiferencia, es por lo que ahora brota

con más fuerza y sale a tal presión, llegando hasta las fibras nerviosas más

ocultas, hasta la última entonación de su estilo. Como después de una

infiltración de nueva vida, el lenguaje, que hasta entonces sólo aspiraba a

expresar las cosas, comienza a respirar sonoridad y música: el andante

maestoso del discurso, el pesado estilo de los anteriores escritos, tienen ahora

todas las sinuosidades, las reflexiones, el movimiento ondulatorio y múltiple de la

música. Todos los refinamientos de un virtuoso brillan en las palabras: los

pequeños staccati de los aforismos, el sordini lírico de los cantos, el spiccato de

la burla, las estilizaciones audaces y armónicas de la prosa, de las sentencias y

de la poesía. Hasta la puntuación, lo que sobreentiende el idioma, los guiones,

los subrayados, tienen toda la fuerza de signos musicales. Nunca como en el

caso de Nietzsche ha provocado la lengua alemana tal sentimiento de prosa

instrumentada para pequeña o gran orquesta. Un artista del idioma siente una

voluptuosidad tan grande como la del músico en los detalles de una polifonía

como la lograda por Nietzsche. ¡Cuánta armonía se oculta tras las aparentes

disonancias! ¡Cómo se adivina bajo esa abundancia desordenada un espíritu de

la forma pura! Pues no sólo las extremidades de los nerviecillos del idioma

vibran de musicalidad, sino que sus obras enteras tienen una concepción

sinfónica; no responden a una arquitectura puramente intelectual, planeada

fríamente, sino a una inspiración directamente musical. Él mismo ha dicho,

hablando de Zarathustra, que estaba escrita siguiendo el espíritu de la primera

fase de la Novena sinfonía. Y el preludio de Ecce Homo, único y divino, ¿no es

un conjunto de frases musicales enormes, interpretadas como por el

monumental órgano de la catedral del porvenir? En las poesías como «El canto

de la noche» y «La canción del gondolero», ¿no es una voz esencialmente

humana la que suena en medio de una soledad infinita? ¿Y cuándo la

embriaguez ha podido llegar a ser una música cadenciosa, heroica, griega,

como lo es en el ditirambo de Dionisos? Aquí su lenguaje, rodeado de la luz del

sur y elevado en un torrente de música, se convierte en un oleaje sin descanso,

y sobre ese vasto oleaje, sobre ese mar tormentoso, flota el espíritu de

Nietzsche marchando hacía el torbellino que lo ha de hundir.

Ahora, cuando la música penetra violenta a impetuosamente en su espíritu,

Nietzsche, con la sabiduría de un demonio, reconoce enseguida el peligro y se

da cuenta de que ese torbellino podría arrastrarlo lejos de sí mismo; pero, así

como Goethe evita los peligros (una vez Nietzsche hace notar la « actitud

prudente de Goethe frente a la música»), Nietzsche se adelanta a cogerlos por

los cuernos, pues las transmutaciones y transformaciones son su defensa e,

igual que con sus padecimientos físicos, convierte aquí el veneno en remedio.

Es necesario que la música tenga ahora para él un sentido completamente

diferente del que tenía en sus años de filólogo; entonces pedía a la música que

pusiera sus nervios en tensión y su cerebro en actividad (¡Wagner!); la

embriaguez y exuberancia musical eran en aquel entonces un antídoto contra su

tranquila vida de erudito, un estimulante frente a su sobriedad. Ahora que su

existencia es todo exceso y una pérdida, una dilapidación estática de sentimiento,

necesita que la música sea para él un sedante, un bromuro moral, un

calmante interior. No le pide ya la embriaguez (pues su espíritu está en

embriaguez perpetua), sino que ahora le pide, según frase magistral de

Hólderlin, «la santa sobriedad». La música ha de ser ahora sedante y no

excitante. Necesita de la música para refugiarse en ella cuando regresa herido y

maltrecho de la caza de pensamientos; la necesita como refugio, como baño que

lo refresque y purifique. « Música divina» que desciende del cielo, de un cielo

sereno y no de un espíritu de fuego medio asfixiado en una atmósfera pesada;

música que lo ayude a olvidar y no a abstraerse y sumirse en crisis y catástrofes

del sentimiento; una música que diga «sí» y que haga «sí»; una música del sur,

límpida en sus armonías, simple, pura; una música que se deje silbar; una

música que es música y no caos (como el caos que alberga en su pecho); una

música del séptimo día de la Creación, de ese día de descanso y de alabanza al

Dios; una música serena... «Ahora que he llegado a puerto, dadme música,

música.»

La ligereza es el último amor de Nietzsche, la suprema medida de todas las

cosas; lo que da ligereza y salud es bueno, ya sea en el alimento, en el espíritu,

en el aire, en el sol, en el paisaje o en la música. Lo que eleva, lo que hace

olvidar la pesadez y la oscuridad de la vida y la fealdad de la verdad, sólo es

fuente de gracia. Por eso siente ese tardío amor por el arte que « hace fácil la

vida», que es su mejor estimulante. La mejor bendición celeste para un espíritu

agitado es una música pura, libre y ligera. Ya no puede prescindir de la música

para aliviarse de los dolores de sus partos cruentos. «La vida sin música es

sencillamente una fatiga y un error.» Un enfermo abrasado de fiebre no podría

alargar sus labios, secos y ardientes, en un delirio de sed, de un modo más

salvaje que el de Nietzsche en sus últimas crisis, cuando los tiende hacia esa

bebida fresca y límpida que es la música. «¿Ha tenido jamás un hombre tanta

sed de música?» Es su última salvación; por ese motivo siente un odio

apocalíptico contra Wagner, que ha emponzoñado la música con estimulantes y

narcóticos. De ahí esos dolores que experimenta Nietzsche «en el destino de la

música» como si fuera una herida abierta. El gran solitario ha renegado de todos

los dioses; sólo quiere conservar esa única cosa, ese néctar y esa ambrosía que

le refrescan alma y la rejuvenecen, esa cosa única que es la música. «Arte y

sólo arte..., tenemos el arte para no morir a fuerza de verdad.» Con la crispación

del que se ahoga se agarra él al arte, a la única fuerza vital que no depende de

la fuerza de gravedad; al arte, que es ya lo único que puede elevarlo para

transportarlo a su propio elemento.

Y la música, que ha sido invocada de modo tan emocionante, se inclina

bondadosa y recibe el cuerpo de Nietzsche en el momento en que iba a

hundirse. Todos han abandonado a ese hombre delirante; se fueron, tiempo ha,

todos sus amigos; sus pensamientos corren sin descanso en peligrosas

peregrinaciones; sólo la música lo acompaña en su última, en su séptima

soledad. Todo lo que Nietzsche toca con sus manos, queda impregnado de

música; cuando habla, su voz suena musicalmente; sólo la música levanta al

que se está cayendo, y cuando, por fin, Nietzsche se precipita al abismo, la

música queda velando esa alma que se ha apagado. Overbeck, que entra en el

cuarto de Nietzsche, lo encuentra, ya cegado en su espíritu, delante del piano

buscando despertar con mano temblorosa elevadas armonías, y mientras el

pobre loco es llevado a su casa, va cantando, durante todo el viaje, melodías

emocionantes: va cantando «La canción del gondolero». La música le acompaña

hasta las oscuras profundidades del espíritu; la fuerza demoníaca de la música

preside su vida y su muerte.

LA SÉPTIMA SOLEDAD

Un gran hombre se ve empujado, oprimido y

martirizado por su soledad.

« ¡Oh, soledad, soledad, patria mía!», tal es el canto melancólico que sale del

mundo glacial del silencio. Zarathustra compone su canto precursor de la última

noche, su canto de eterno regreso a la patria. Pues, ¿no ha sido la soledad la

eterna posada del viajero, su frío hogar, su techo de piedra...? En mil diversas

ciudades ha vivido Nietzsche en su peregrinaje espiritual; a veces, ha tratado de

huir de su soledad trasladándose a otro país; pero siempre ha vuelto a ella,

herido, agotado, desilusionado, como quien vuelve a su patria.

Pero esa soledad que ha acompañado a Nietzsche en sus metamorfosis se ha

ido metamorfoseando a su vez, y, cuando él la mira a la cara, queda asustado,

pues, a fuerza de convivencia, la soledad se parece ya a él. Se ha vuelto dura,

cruel, violenta como él; también ella parece que ha aprendido a hacer daño y a

engrandecerse en el peligro. Y cuando él la llama cariñosamente «su querida y

vieja soledad», hace ya tiempo que ese nombre no es muy apropiado, porque se

ha convertido en un aislamiento completo, en la séptima y última soledad; eso ya

no es estar solo, eso es estar completamente abandonado. Alrededor del

Nietzsche de los dos últimos años se hace un vacío terrible, un silencio

horroroso; nunca un eremita o un anacoreta del desierto han estado tan abandonados,

pues esos fanáticos de su fe tienen todavía un Dios que llena, con su

sombra, toda la cabaña. Pero Nietzsche, «el asesino de Dios», no tiene a su

lado ni a Dios ni a persona alguna; cuanto más se aproxima a su «yo», tanto

más se aleja del mundo; cuanto más camina, tanto más vasto es el horizonte de

su desierto. Ordinariamente, los escritores más solitarios ven cómo aumenta

silenciosa y lentamente el poder magnético que ejercen sobre los hombres; por

raro misterio, van atrayendo a un círculo cada vez más amplio de hombres a la

órbita de su presencia aún invisible; pero la obra de Nietzsche tiene un efecto

repulsivo: va alejando de sí a todos los amigos y se aísla del presente con una

violencia cada vez mayor. Cada nuevo libro le cuesta un amigo, cada obra le

hace perder una nueva relación. Poco a poco, la última hierbecilla de interés que

pueda haber hacia su obra se va secando; primero perdió a los filólogos,

después vio alejarse a Wagner de su círculo espiritual y, por fin, a sus

compañeros de juventud. Acaba por no encontrar editor en Alemania; el trabajo

de veinte años, acumulado en un sótano, pesa sesenta y cuatro quintales; se ve

obligado a recurrir a su propio dinero, que procede de lo poco que ha podido

ahorrar o que le ha sido dado para que siguiera publicando sus obras. Pero no

sólo no las compra nadie, sino que, incluso cuando Nietzsche las regala, nadie

las lee. De la cuarta parte de Zarathustra, que imprime por su cuenta, sólo hace

tirar cuarenta ejemplares y, entre los sesenta millones de alemanes, sólo

encuentra siete a quienes pueda enviarles un ejemplar; porque Nietzsche, que

está ahora en el apogeo de su obra, es un ser desconocido por su época. Nadie

le concede la menor confianza ni el menor crédito, ni le muestra agradecimiento;

al contrario, para no perder a su último amigo de juventud, Overbeck, se ve

obligado a darle excusas por escribir libros: «Mi viejo amigo (se ve en estas

palabras un gesto de ansiedad; se ve en su rostro contraído, en sus manos

tendidas, el porte de alguien que ha recibido golpes y espera aún algún otro), lee

este libro desde el principio hasta el fin; no lo turbes ni lo extrañes. Concentra

toda lo benevolencia en mi obra. Si el libro lo es insoportable, quizá sus detalles

no lo lo sean.» Así es cómo, en 1887, el más grande espíritu de su siglo ofrece a

sus contemporáneos los más grandes libros de su época, y no encuentra nada

más heroico y elogiable en una amistad que el hecho de no haberla podido

destruir, « ni aun el Zarathustra» «¡El Zarathustra!» ¡De tal manera ha llegado a

hacerse insoportable la actividad creadora de Nietzsche para los que lo rodean!

¡Tan intolerable se ha vuelto! ¡De qué manera se ha hecho infranqueable la

distancia que media entre su genio y la inferioridad de su época! Crece el vacío

a su alrededor y el silencio se hace cada vez mayor.

Ese silencio convierte en un verdadero infierno la última, la séptima soledad de

Níetzsche; el muro metálico del aislamiento le rompe el cerebro. «Después de

Zarathustra, que es un grito de llamada salido de lo más íntimo de mí alma, ¡no

he oído ni una sola palabra de contestación!; ¡nada, nada, siempre el mismo

silencio de la soledad, mil veces más penosa! ¡Es algo más terrible de lo que se

pueda concebir y que hace sucumbir aun al más fuerte!», dice gimiendo;

después añade: «Y yo no soy el más fuerte. Me parece a veces que estoy herido

de muerte.» Pero lo que él pide no son aplausos, ni muestras de agrado, ni

gloria; al contrario, nada sería más agradable a su temperamento combativo que

la ira, la indignación, el desprecio y hasta la mofa. « Para un arco tan tenso que

hasta corre el peligro de romperse, todo sentimiento apasionado es favorable,

mientras sea violento»; pero nada, ni una sola contestación fogosa o fría o

siquiera tibia; nada que le dé la prueba de que existe espiritualmente. Hasta sus

amigos evitan contestar, y en sus cartas pasan por encima de ese asunto, sin

expresar su juicio porque les es penoso. Y ésta es la herida que lo corroe cada

vez con más fuerza, que inflama su amor propio y su orgullo, <>

recibir contestación». Esa herida es la que envenenó su soledad hasta

convertirla en un estado febril.

Y esa fiebre, después de haberse incubado largamente, rompe un día de

pronto su prisión y surge hirviente. Si uno ausculta los escritos de Nietzsche o

las cartas de sus últimos años, puede oír el batir precipitado de su sangre bajo la

monstruosa presión del aire enrarecido. El corazón de los alpinistas o de los

aviadores ha experimentado el ritmo martilleante de unos pulmones sometidos a

tan ruda prueba; las últimas cartas de Kleist tienen también ese pulso y esa

presión violenta: las vibraciones peligrosas y el zumbido de una caldera que va a

estallar. En el porte tranquilo de Nietzsche surge un rasgo de impaciencia: «El

silencio tan prolongado ha exasperado mi orgullo.» Ahora quiere, exige a

cualquier precio una contestación. Estimula, azuza al impresor con cartas y

telegramas para que imprima deprisa, rápidamente, como si la demora fuese

perjudicial. Ya no espera -como era su primitivo proyecto- a que La voluntad de

poder, su obra principal, esté acabada, sino que, lleno de impaciencia, arranca

algunos fragmentos de la obra y los arroja como si fueran antorchas en medio de

su época. « El acento alciónico» ha desaparecido; hay en sus últimas obras

gemidos de dolor, de un dolor reprimido; hay gritos de una cólera terriblemente

irónica, arrancados a su espíritu por el látigo de la impaciencia; hay gruñidos de

mastín, mastín de labios llenos de baba y de dientes blanquísimos. La

indiferencia, en su orgullo exaltado, acaba empujándole a provocar a su época

para que ésta reaccione contra él con un grito de rabia. Y, como un reto más

provocador, se pone a narrar su vida en Ecce Homo con un cinismo que pasará

a la historia. Nunca ningún libro había sido producido con este deseo, con una

sed tan febril y una tal impaciencia por la respuesta como esos últimos libelos de

Nietzsche: así como Jerjes ordenó castigar al mar insensible y rebelde con

fuertes latigazos, Nietzsche quiere ahora también, en una locura semejante,

desafiar la indiferencia que lo rodea por medio de esos escorpiones que son sus

libros. Hay en su deseo urgente de respuesta una inquietud demoníaca, un

temor terrible de no poder vivir el tiempo suficiente para ver el resultado, el éxito.

Y se siente claramente cómo a cada golpe de látigo que da, le sigue un

momento de pausa. Es entonces cuando se asoma fuera de sí mismo para

escuchar ansioso el grito de sus víctimas; pero no hay ningún grito; nada se

conmueve; ninguna respuesta sube hasta las regiones de su soledad de azur. El

silencio forma como un anillo de hierro alrededor de su garganta y no se rompe

ni aun con el grito más terrible que ha conocido el hombre. Y él se da perfecta

cuenta de que ningún dios podrá ya librarle del tormento de su suprema soledad.

Entonces se apodera de Níetzsche una cólera apocalíptica. Cual Polifemo

ciego, arroja Nietzsche a su alrededor bloques de piedra que silban en el aire,

sin ver si acierta o no; y como no tiene a nadie que sufra con él, que sienta con

él, se coge a sí mismo, se coge su corazón tembloroso. Como ha matado a

todos los dioses, hace de sí mismo un nuevo dios. «¿No debemos convertirnos

en dioses, para parecer dignos de tal acción?» Ha destruido todos los altares, y

por eso se construye uno nuevo, el Ecce Homo, con el fin de celebrar sobre él

su propio sacrificio; ensalzarse, ya que nadie lo ensalza; vanagloriarse, ya que

nadie lo alaba. Amontona ahora las más grandes piedras del idioma; resuenan

golpes de martillo furiosos como no han resonado otros en el siglo; entona con

entusiasmo su canto fúnebre de embriaguez y exaltación, el pean de sus actos y

victorias. Empieza como un crepúsculo, y hay en él aullidos de una tempestad

que se acerca; después resuenan carcajadas, unas carcajadas de loco,

malignas, estridentes, como la alegría de un desesperado, que rompen el alma;

eso es su Ecce Homo. Pero ese canto se hace cada vez más violento, más

estridente; las carcajadas resuenan agudamente en medio de silencios glaciales,

y Nietzsche, como transportado lejos de sí mismo, eleva sus manos y agita sus

pies ditirámbicamente; y de pronto empieza la danza, la danza sobre el abismo;

el abismo de su horrible caída.

LA DANZA SOBRE EL ABISMO

Si miras largo tiempo hacia el abismo, llegas a sentir

que el abismo lo mira a ti.

Los cinco meses del otoño de 1888, los últimos de la época creadora de

Nietzsche, son únicos en los anales de la producción literaria. Es posible que, en

un período de tiempo tan limitado, nunca un genio haya pensado tanto, de un

modo tan intenso, tan continuo, tan hiperbólico y radical; jamás un cerebro

humano se ha visto tan colmado de ideas, tan lleno de imágenes a inundado de

música como el de Nietzsche, ya dispuesto así por el destino. No hay otro

ejemplo en la historia literaria universal que pueda ser comparable a esa

abundancia, a ese éxtasis de embriaguez, a ese furor fanático de creación; sólo

cerca de él, en el mismo año y bajo el mismo cielo, un pintor experimenta una

productividad semejante, una productividad que llega a los confines de la locura.

En su jardín de Arles, y en su asilo de alienados, Van Gogh pinta con la misma

rapidez, con la misma pasión de luz, con la misma exuberancia creativa. Apenas

ha terminado uno de sus cuadros al rojo blanco, su pincel impecable corre ya

sobre otra tela, sin plan, sin duda, sin reflexión. Crea al dictado, con una lucidez

y una mirada completamente demoníacas, en una procesión de visiones

inagotables. Los amigos que lo han dejado solo durante una hora ante su

caballete, se asombran al ver que ya ha acabado una segunda tela y que, sin

parar, húmedos aún los pinceles, con ojos brillantes, está ya empezando la

tercera. El demonio, que lo tiene asido por la garganta, no consiente ni aun darle

tiempo para respirar, ni se inquieta porque, como un jinete vertiginoso, esté

destrozando al cuerpo jadeante y febril que tiene debajo de sí. Del mismo modo

crea Nietzsche su obra: sin respiro, sin descanso, con una rapidez y velocidad

sin precedentes. Sus últimas obras sólo le ocupan diez días, quince tal vez, tres

semanas a lo más; los períodos de gestación, de creación y de elaboración se

funden en uno solo como en un brillante relámpago. No hay tiempo para la

incubación, para el reposo, para alguna investigación, para un tanteo, para correcciones

o rectificaciones; todo sale ya perfecto, definitivo; caliente y ya

enfriado al mismo tiempo. Nunca ha tenido un cerebro una tal tensión eléctrica,

sostenida hasta en las últimas vibraciones de sus palabras; nunca se han

asociado las palabras a velocidades tan mágicas; la visión es ya al mismo

tiempo palabra, la idea es claridad perfecta y, a pesar de esa plenitud

gigantesca, no hay rastro de la violencia del esfuerzo. La creación ha dejado de

ser acción o trabajo; es ya sólo un laissez faire a las potencias superiores. El

espíritu vibrante no necesita más que alzar los ojos, esos ojos que tan lejos

miran y que «tan lejos piensan», para ver (como Hölderlin en su último impulso

de contemplación mística) enormes espacios del pasado y del porvenir; pero él,

con el demonio de la claridad, los ve al alcance de su mano. Y no tiene más que

alargar esa mano, ardiente y rápida, para tocarlos; y apenas los toca, se llenan

de imágenes, de música, de vida. Y ese río de ideas y de imágenes no se

interrumpe un solo momento en esas jornadas verdaderamente napoleónicas. El

espíritu está inundado, se llena de fuerza, de una fuerza elemental. «

Zarathustra me ha asaltado.» Siempre, con sorpresa violenta, se ve desarmado

ante cualquier cosa superior, como si en alguna parte de su espíritu un dique de

razón o de defensa hubiera sido destruido por la corriente torrencial que se

precipita sobre ese ser impotente y desprovisto magníficamente de toda

voluntad. « Puede ser que nunca haya sido producido nada por un tal

desbordamiento de fuerzas», dice Nietzsche estáticamente al hablar de sus

últimas obras; pero nunca osa afirmar que esa fuerza que se agita dentro de él y

lo destruye sea su propia fuerza. Al contrario, se siente como ebrio.

Modestamente se da cuenta de que es solamente «portavoz de imperativos del

más allá» y que se ve presa de un poder demoníacamente superior.

1 Pero ¿quién podría describir ese milagro de inspiración, los espantos y los

estremecimientos de ese huracán creador que sopla cinco meses sin

interrupción, cuando él mismo lo ha descrito ya con transportes de gratitud, con

la fuerza iluminada de las cosas que ha vívido por sí mismo? Sólo cabe copiar la

siguiente página como él mismo la escribió entre relámpagos:

«¿Tiene alguien, a fines del siglo XIX, una idea clara de eso que los poetas de

las edades fuertes llamaron inspiración? Si no, os lo diré yo: con sólo un resto de

superstición en nuestro interior, no podríamos, desde luego, rechazar la

posibilidad de ser solamente una encarnación, un portavoz, un medium de

potencias superiores. Ése es el concepto de revelación, en el sentido de que, de

pronto, con seguridad y fineza indecibles, algo bien visible y audible, algo que os

estremece y trastorna hasta lo más mínimo de vuestro ser, describe simplemente

un hecho. Se oye, sin tratar de oírlo; se toma sin tenerlo que pedir; como

un relámpago surge un pensamiento, como algo necesario. No hay la menor

duda al darle forma..., nunca he tenido que elegir. Un encanto, cuya formidable

tensión se resuelve a veces en un torrente de lágrimas, y en el cual el ritmo de la

marcha ya se acelera, ya se retarda; un estado completamente fuera de uno

mismo, con una conciencia clarísima de experimentar innumerables escalofríos

y estremecimientos hasta la punta de los pies; una profundidad feliz en la que

las cosas más dolorosas y más siniestras no producen efectos de contraste, sino

que parecen indispensables, necesarias, como si fueran un color

complementario en medio de esa superabundancia de luz, un instinto de relaciones

rítmicas que abrazan vastos espacios donde las formas se

despliegan..., la necesidad de un ritmo amplio, son casi la medida de la fuerza

de la inspiración, como un contrapeso a la presión interior, a la tensión... Todo

sucede fuera del dominio de la voluntad, en un desbordamiento sentimental de

la libertad, de lo absoluto, de la fuerza, de la divinidad... Lo más característico es

la necesidad de la imagen, de la metáfora; uno no se da cuenta de lo que es

imagen o metáfora, sino que éstas se presentan como la expresión más

adecuada, más justa y más sencilla. Se podría decir, en verdad, recordando una

frase de Zarathustra, que los objetos, las cosas vienen solas para ofrecerse

como metáforas ("Todas las cosas se presentan dócilmente en lo discurso y lo

acarician y lo adulan; pues quieren montarse sobre tus espaldas. Aquí cabalgas

tú mismo sobre cada parábola, en marcha hacia la verdad. Aquí lo brotan todas

las palabras del ser y todos los secretos de esas palabras; el espíritu, el ser

entero, quiere convertirse en palabra, todo el futuro quiere expresarse por ti").

Eso es lo que yo sé de la inspiración; no dudo que tendríamos que remontarnos

miles de años atrás para encontrar a alguien que pudiese decirme: "Eso es

también lo que yo creo".»

En ese vertiginoso acento que suena en esa especie de beatífico himno a sí

mismo, ya sé que los médicos ven un caso de euforia, ese último sentimiento de

voluptuosidad del que va a morir, así como el estigma de la megalomanía, de

esa exaltación del «yo» tan característica de los espíritus enfermos; sin

embargo, pregunto yo: ¿cuándo la embriaguez creadora ha sido esculpida así,

para la eternidad, con una claridad tan diamantina? Pues ése es el milagro

particular a inaudito de las últimas obras de Nietzsche: en ellas hay una especie

de sonambulismo, un grado supremo de claridad mezclado con un grado supremo

de embriaguez, y son sutiles como serpientes, en medio de una fuerza casi

bestial de orgía desenfrenada. Habitualmente, los exaltados, aquellos a quienes

Dionisos ha embriagado el alma, tienen los labios pesados y la palabra oscura.

Como en un sueño, sus expresiones son confusas. Todos aquellos que han

mirado hacia el fondo del abismo adquieren el acento órfico, pítico y misterioso

de un lenguaje del más allá, para el cual nuestros sentidos sólo tienen un

presentimiento temeroso, al tiempo que nuestro espíritu no acaba de

comprenderlo. Nietzsche, sin embargo, es claro como un diamante, aun cuando

esté poseído por la exaltación, y su palabra sigue siendo fuerte, incisiva y dura

aun en medio del fuego de la embriaguez. No ha habido seguramente otro

mortal que se haya asomado al borde de la locura con tanta temeridad y tanta

calma como lo hizo Nietzsche. El estilo de Nietzsche no es (como el de Hölderlin

y el de todos los místicos o píticos) algo sombrío y oscuro a fuerza de misterio;

al contrario, nunca ha sido más claro, más verdadero, que en sus últimos

momentos, cuando se podría muy bien decir que se vio iluminado por el misterio.

Verdad es que ésta es una luz muy peligrosa; tiene el brillo y resplandor

enfermizos de un sol de medianoche, que se eleva rojo por encima de los

icebergs; es una luz septentrional del alma que, en su grandiosidad única, hace

estremecer. No calienta, pero espanta; no deslumbra, pero mata. Nietzsche no

es arrastrado al abismo por el ritmo oscuro del sentimiento, como Hölderlin, ni

tampoco por un torrente de melancolía; Nietzsche se consume en su propia luz,

como por una insolación de un sol extraordinariamente brillante y luminoso, por

una alegría que pudiéramos llamar alegría al rojo blanco y que resulta insoportable.

La caída de Nietzsche es una muerte de luz, una carbonización del

espíritu en su propia llama.

Hace ya tiempo que el alma le arde y le llamea por un exceso de luz; a

menudo él mismo se asusta, en su clarividencia, de ese exceso de luz que le

llega de arriba y de la salvaje alegría que hay en su alma: « Las intensidades de

mi sentimiento me hacen estremecer y reír.» Pero ya nada puede poner diques a

esa corriente de éxtasis, a ese flujo de pensamientos que han descendido del

cielo como halcones y aletean chillando a su alrededor día y noche, hora tras

hora, hasta que las sienes parecen estallar. Durante la noche el cloral le alivia y

le provee de un refugio pasajero, el del sueño, contra la invasión tumultuosa de

las visiones, pero sus nervios están al rojo, como hilos metálicos; todo su ser se

convierte en electricidad y en luz, una luz resplandeciente, llena de llamaradas y

fulguraciones.

¿Puede considerarse un milagro el hecho de que este torbellino de inspiración

tan rápida, esa torrentera de vertiginosos pensamientos, pierda el contacto con

la tierra firme, y que Nietzsche, arrastrado por todos los demonios del espíritu,

olvide quién es y acabe por no reconocer sus propios límites? Desde hace

mucho tiempo (desde el momento en que observó que obedecía a fuerzas

superiores y no a sí mismo), su mano duda antes de escribir su propio nombre

bajo sus escritos: Friedrich Nietzsche. Pues el nieto del pastor protestante de

Naumburgo siente sordamente que, después de tanto tiempo, ya no es él quien

está viviendo esa vida tan extraordinaria, sino que es otro ser que no tiene

nombre todavía, una potencia superior, un nuevo mártir de la humanidad. Por

eso no firma sus últimos mensajes más que con nombres simbólicos: «El

Monstruo», «El Crucificado», « El Anticristo», «Díonisos». No los firma con su

nombre porque se da cuenta de que sólo obran en él las potencias superiores y

él ya no es, en su concepto, un hombre, sino una potencia, una misión. «Ya no

soy un hombre, soy dinamita.» «Soy un pasaje de la historia universal que divide

en dos toda la historia de la humanidad», grita en un acceso de hybris, en medio

de un atroz silencio. Del mismo modo que Napoleón ante Moscú ardiendo, con

el invierno frente a él, el infinito invierno de Rusia, y a su alrededor los restos

miserables de aquel gran ejército, lanza aún las proclamas y alocuciones más

amenazadoras y grandiosas (grandiosas hasta rozar el ridículo), Níetzsche, ante

el Kremlin en llamas que es su cerebro, compone, con los restos de sus

pensamientos, libelos terribles. Ordena al emperador de Alemania que venga a

Roma para ser fusilado; invita a las potencias europeas a una acción militar

contra Alemania, a la que quisiera ver encerrada en una camisa de hierro.

Nunca un furor tan apocalíptico se ha debatido tan en el vacío; nunca una hybris

más magnífica ha elevado a un espíritu tan lejos de las cosas terrestres. Sus

palabras suenan como martillazos dados contra el edificio mundial; pide que el

calendario sea modificado y cuente, no desde el nacimiento de Cristo, sino

desde la aparición del Anticristo; coloca su imagen encima de las más altas

figuras de todos los tiempos; el delirio mental de Nietzsche es más grandioso

que el de los demás enfermos del espíritu; en eso, como en todo, sigue reinando

el exceso.

Nunca un mortal se ha visto invadido por una inundación tan grande de

inspiración creadora como la que sufrió Nietzsche en ese otoño. «Nunca se ha

escrito de esa manera, nunca se ha sentido así; nadie ha sufrido nunca de ese

modo; así sólo sufre un dios: un Dionisos»; esas palabras, que pronuncia

cuando empieza su locura, son de una verdad terrible. Pues ese cuartito del

cuarto piso y la gruta de Sils-Maria albergan, al mismo tiempo que al hombre

enfermo, presa del delirio, los pensamientos y las palabras más grandiosos que

ha conocido el siglo; el espíritu creador se ha refugiado bajo ese techo quemado

por el sol, y despliega toda su plenitud sobre un pobre hombre solitario,

innominado, tímido y perdido... Es mucho más de lo que un ser humano puede

soportar. Y en este estrecho espacio, asfixiado de inmensidad, el pobre espíritu

terrestre, asustado, vacila y se tambalea bajo la fuerza de los relámpagos, de las

iluminaciones y de las fulguraciones que lo azotan. Igual que Hölderlin en su

ceguera espiritual, siente que un dios está junto a él, un dios de fuego, cuya

mirada es imposible sostener y cuyo aliento quema... El pobre ser, estremecido,

se levanta para verle la cara y los pensamientos se le escapan en incoherente

precipitación..., pues el que siente, crea y sufre cosas inefables... ¿no es él, por

sí mismo, un dios?... ; ¿no es él un nuevo dios del Universo, ya que el otro ha

sido aniquilado?... ¿Quién es?... ¿El Crucificado?... ¿Un dios muerto o un dios

vivo?... ¿El dios de su juventud, Dionísos..., o las dos cosas a la vez?...

¿Dionisos crucificado?... Sus pensamientos corren como un torrente, la corriente

arde a fuerza de luz... Pero ¿es que eso es luz? ¿No es más bien música? El

cuartucho de la Vía Alberto comienza a resonar, las esferas vibran, los cielos se

transfiguran... ¡Oh, qué música! Las lágrimas le resbalan por la barba, ardientes,

fervorosas... ¡Oh, qué ternura, qué felicidad... ! ¡Y qué inmensa claridad! En la

calle, allá abajo, todos le sonríen; sí, las gentes le sonríen. Respetuosamente se

levantan para saludarlo; y la vendedora busca en su cesta las más hermosas

manzanas... ; todos hacen cortesías y reverencias ante el asesino de Dios; todo

es júbilo... ¿por qué?... Sí, él lo sabe; es porque ha llegado el Anticristo y todos

gritan: «¡Hosanna, hosanna!...» Todo canta, el Universo resuena de alegría y de

música... Después todo queda mudo... ; algo ha caído; ¡ay! es él mismo el que

ha caído frente a su casa... Alguien lo levanta .... está de nuevo en su cuarto...

¿Ha dormido mucho tiempo?... Todo está oscuro... Allí está el piano. ¡Música,

música!... De pronto hay muchos hombres en el cuarto... ¿No es Overbeck?...

Sin embargo, está en Basilea... Y él mismo, ¿dónde está?..., ¿dónde?... Ya lo

sabe... ¿Por qué lo miran de un modo tan extraño, tan inquietos?... Un vagón, un

coche... Los raíles rechinan, rechinan de un modo extraño, como si quisieran

cantar... Sí... Están cantando La canción del gondolero..., y él empieza a cantar

con los raíles..., canta en medio de las tinieblas infinitas...

Y después, largo tiempo en un cuarto oscuro, lejos, en un cuarto siempre

oscuro, siempre oscuro. Ya no hay sol; ya no hay luz, ni dentro ni fuera. En

alguna parte, abajo, hablan algunos hombres. Una mujer... ¿Es su hermana?...

Pero su hermana está lejos, muy lejos, en el país de los lamas... Una mujer le

lee un libro... ¿Un libro?... ¿No ha escrito él también libros?... Alguien le habla

con dulzura, pero él no comprende lo que le dicen... Aquel a quien ha pasado un

tal huracán por el alma queda sordo para siempre a las palabras humanas...

Aquel a quien el demonio ha mirado tan profundamente a los ojos, queda ciego

para siempre.

EL EDUCADOR PARA LA LIBERTAD

Grandeza significa marcar una dirección.

«Después de la próxima guerra europea me entenderán»-entre sus últimos

escritos emerge esta frase profética. Porque, en efecto, el verdadero sentido, la

necesidad histórica del gran exhortador sólo se comprende a partir de la

situación tensa, insegura y peligrosa de nuestro mundo a finales del siglo XIX y

principios del XX. En este genio atmosférico se descargó con violencia toda la

presión del embotamiento moral de Europa: la tempestad más maravillosa del

espíritu que precede a la tempestad más terrible de la historia. La mirada de

Nietzsche, mirada que «pensaba más allá», previó la crisis, mientras los demás

se mantenían en un ambiente doméstico al calor de los agradables fuegos del

tópico, y vio también sus causas: «el prurito nacionalista del corazón y el veneno

en la sangre por los que hoy en día en Europa los pueblos se aíslan el uno del

otro como si estuvieran en cuarentena», el «nacionalismo bovino» carente de

una idea superior a la idea egoísta de la historia, mientras todas las fuerzas se

empeñaban ya con ahínco en alcanzar una unión futura y más elevada. Y el

anuncio de la catástrofe prorrumpe con furia de su boca cuando ve los intentos

convulsos por «eternizar en Europa el sistema de pequeños estados» y por

defender una moral basada única y exclusivamente en el negocio y los

intereses. «Esta situación absurda no puede durar mucho», escribe en la pared

con dedo de fuego, «la capa de hielo que la sustenta se ha vuelto tan delgada

que todos percibimos el aliento cálido y peligroso de los vientos del deshielo»

Nadie como Nietzsche percibió los crujidos en los cimientos de la sociedad

europea, nadie lanzó tan desesperadamente, en una época de

autocomplacencia optimista, un grito a Europa, un grito a favor de la huida, de la

huida hacia la honestidad, hacia la claridad, hacia la máxima libertad intelectual.

Nadie sintió tan intensamente que una época había acabado y muerto, y que

algo nuevo y violento tomaba cuerpo en el núcleo de una crisis letal: sólo ahora

lo sabemos con él.

Esta crisis letal fue pensada y vivida previamente por él de una manera

también letal: he ahí su grandeza, su heroísmo. Y la enorme tensión que

atormentó su espíritu hasta límites insospechados y que, por último, lo desgarró,

lo hizo vincularse a un elemento superior: no era más que la fiebre de nuestro

mundo antes de que estallara el absceso. Los pájaros que anuncian la

tempestad, mensajeros del espíritu, siempre preceden a las grandes

revoluciones y catástrofes, y hay una verdad espiritual en la fe sorda y

supersticiosa del pueblo, que hace que aparezcan cometas en el elemento

superior y tracen órbitas sangrientas antes de las crisis y de las guerras.

Nietzsche fue una luz de este tipo en el elemento superior, el relámpago que

precede a la tormenta, el gran tumulto en las montañas antes de que la

tempestad se precipite hacia los valles: nadie presintió como él, con tal certeza

meteorológica, además de los detalles, toda la violencia del futuro cataclismo de

nuestra cultura. Mas esa es la eterna tragedia del espíritu: que su ámbito claro y

superior de contemplación no se transmita al aire escaso y viciado de su época,

que el presente jamás capte ni perciba que un signo se alza sobre él en el cielo

del espíritu y que se oye el aleteo de la profecía. Ni siquiera el espíritu má s

lúcido del siglo se mostró lo suficientemente claro para que su época lo

entendiera; así como aquel corredor de maratón que presenciara el ocaso del

imperio persa y que, recorriendo con pulmones palpitantes la larga distancia que

lo separaba de Atenas, sólo pudo anunciar su mensaje con un único grito

extático (la sangre explotó después mortalmente en su sofocado pecho),

Nietzsche sólo pudo anunciar la terrible catástrofe de nuestra cultura, pero no

pudo evitarla. Solamente lanzó un grito inmenso, inolvidable, extático a su

tiempo: luego se le quebró el espíritu.

Sin embargo, a mi juicio, quien mejor nos reveló a nosotros y a todo el mundo

su verdadera acción fue su mejor lector, Jakob Burckhardt, cuando escribió que

sus libros «acrecentaban la independencia en el mundo». Hombre inteligente y

perspicaz, Burckhardt dijo de manera expresa: la independencia en el mundo, y

no la independencia del mundo. Pues la independencia siempre existe sólo en el

individuo, en lo singular, y no puede multiplicarse con el número, no crece con

los libros y con la educación: «no existen edades heroicas, sino sólo hombres

heroicos». Es siempre el individuo quien introduce la independencia en el mundo

y siempre lo hace para sí solo. Pues todo espíritu libre es un Alejandro que

conquista al asalto todas las provincias a imperios, pero carece de heredero: el

reino de la libertad siempre recae luego en diadocos y administradores, en

comentaristas e intérpretes que se convierten en esclavos de la palabra. La

grandiosa independencia de Nietzsche no regala por tanto una doctrina (como

creen los académicos), sino una atmósfera, la atmósfera infinitamente clara,

demasiado clara, atravesada por tormentas de pasión, de una naturaleza

demoníaca que se redime en la tempestad y en la destrucción. Cuando uno se

adentra en sus libros, siente el ozono, el aire elemental despojado de todo embotamiento,

de toda niebla y humedad: en ese paisaje heroico, uno ve con

libertad hasta las alturas de los cielos y respira un aire transparente y afilado

como un cuchillo, un aire para corazones fuertes y espíritus libres. El último

sentido de Nietzsche es siempre la libertad: el sentido de su vida y el sentido de

su ocaso. Así como la naturaleza necesita ciclones y tornados para descargar su

exceso de fuerza en una revuelta contra su propia existencia, así necesita el

espíritu de vez en cuando a un hombre demoníaco cuyo exceso de violencia se

rebele contra la comunidad del pensamiento y la monotonía de la moral. A un

hombre que destruya y se destruya a sí mismo; pero estos rebeldes heroicos no

son menos formadores a imagen del universo que los creadores silenciosos. Si

aquellos muestran la plétora de la vida, éstos señalan su inconcebible amplitud.

Porque por las naturalezas trágicas tomamos conciencia de la profundidad del

sentimiento. Y sólo gracias a los desmesurados conoce la humanidad su última

dimensión.

FIN

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