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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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sábado, 5 de abril de 2008

EL ESOTERISMO DE DANTE -- SENTIDO APARENTE Y SENTIDO OCULTO

EL ESOTERISMO DE DANTE
(1925)

*
CAPÍTULO I
SENTIDO APARENTE Y SENTIDO OCULTO

*
O voi che avete gl´ intelletti sani,
Mirate la dottrina che s´asconde
Sotto il velame delli versi strani!
Con estas palabras1, Dante indica de una manera muy explícita que hay en su
obra un sentido oculto, propiamente doctrinal, del que el sentido exterior y aparente
no es más que un velo, y que debe ser buscado por aquellos que son capaces de
penetrarle. En otra parte, el poeta va más lejos todavía, puesto que declara que todas
las escrituras, y no solo las escrituras sagradas, pueden comprenderse y deben
explicarse principalmente según cuatro sentidos: «si possono intendere e debbonsi
sponere massimamente per quattro sensi»2. Por lo demás, es evidente que estas
significaciones diversas no pueden en ningún caso destruirse u oponerse, sino que
deben al contrario completarse y armonizarse como las partes de un mismo todo,
como los elementos constitutivos de una síntesis única.
Así pues, el hecho de que la Divina Comedia, en su conjunto, pueda interpretarse
en varios sentidos, es una cosa que no puede prestarse a ninguna duda, puesto que
tenemos a este respecto el testimonio mismo de su autor, ciertamente mejor
cualificado que todo otro para enseñarnos sobre sus propias intenciones. La
dificultad comienza solo cuando se trata de determinar estas diferentes
significaciones, sobre todo las más elevadas o las más profundas, y es también ahí
donde comienzan naturalmente las divergencias de los puntos de vista entre los
comentadores. Éstos concuerdan generalmente en reconocer, bajo el sentido literal
del relato poético, un sentido filosófico, o más bien filosófico-teológico, y también
un sentido político y social; pero, con el sentido literal mismo, esto no suma todavía
más que tres, y Dante nos advirtió de buscar en ella cuatro; ¿cuál es pues el cuarto?
Para nos, no puede ser más que un sentido propiamente iniciático, metafísico en su
esencia, y al cual se vinculan múltiples datos que, sin ser todos de orden puramente
metafísico, presentan un carácter igualmente esotérico. Es precisamente en razón de
1 Inferno, IX, 61-63.
2 Convito, t. II, cap. I.
este carácter por lo que ese sentido profundo ha escapado completamente a la
mayoría de los comentadores; y sin embargo, si se le ignora o si se le desconoce, los
demás sentidos mismos no pueden ser aprehendidos más que parcialmente, porque él
es como su principio, en el que se coordina y se unifica su multiplicidad.
Aquellos mismos que han entrevisto este lado esotérico de la obra de Dante han
cometido muchas equivocaciones en cuanto a su verdadera naturaleza, porque, lo
más frecuentemente, les faltaba la comprehensión real de estas cosas, y porque su
interpretación fue afectada por prejuicios de los que les era imposible deshacerse. Es
así como Rossetti y Aroux, que fueron de los primeros en señalar la existencia de
este esoterismo, creyeron poder concluir de ello la «herejía» de Dante, sin darse
cuenta de que eso era mezclar consideraciones que se refieren a dominios
completamente diferentes; el hecho es que, si sabían algunas cosas, había muchas
otras que ignoraban, y que vamos a intentar indicar, sin tener de ningún modo la
pretensión de dar una exposición completa de un tema que parece verdaderamente
inagotable.
Para Aroux, la cuestión se planteaba así: ¿fue Dante católico o albigense? Para
otros, parece plantearse más bien en estos términos: ¿fue cristiano o pagano?1. Por
nuestra parte, no pensamos que sea menester colocarle en un tal punto de vista, ya
que el esoterismo verdadero es algo muy diferente de la religión exterior, y, si tiene
algunas relaciones con ésta, eso no puede ser sino en tanto que encuentra en las
formas religiosas un modo de expresión simbólico; por lo demás, importa poco que
esas formas sean las de tal o cual religión, puesto que aquello de lo que se trata es la
unidad doctrinal esencial que se disimula detrás de su aparente diversidad. Por eso es
por lo que los antiguos iniciados participaban indistintamente en todos los cultos
exteriores, según las costumbres establecidas en los diversos países donde se
encontraban; y es también porque veía esta unidad fundamental, y no por el efecto de
un «sincretismo» superficial, por lo que Dante ha empleado indiferentemente, según
los casos, un lenguaje tomado ya sea al cristianismo, ya sea a la antigüedad
grecorromana. La metafísica pura no es ni pagana ni cristiana, es universal; los
misterios antiguos no eran paganismo, sino que se superponían a éste2; y de igual
1 Cf. Arturo Reghini, l´Allegoría esoterica di Dante en el Nuovo Patto, septiembre-noviembre de
1921, pp. 541-548.
2 Debemos decir incluso que preferimos otra palabra a la de «paganismo», impuesta por un largo
uso, pero que no fue, en el origen, más que un término de desprecio aplicado a la religión
grecorromana cuando ésta, en el último grado de su decadencia, se encontró reducida al estado de
simple «superstición» popular.
modo, en la edad media, hubo organizaciones cuyo carácter era iniciático y no
religioso, pero que tomaban su base en el catolicismo. Si Dante ha pertenecido a
algunas de estas organizaciones, lo que nos parece incontestable, eso no es una razón
para declararle «herético»; aquellos que piensan así se hacen de la edad media una
idea falsa o incompleta, no ven por así decir más que su exterior, porque, para todo el
resto, no hay nada en el mundo moderno que pueda servirles de término de
comparación.
Si tal fue el carácter real de todas las organizaciones iniciáticas, no hubo más que
dos casos donde la acusación de «herejía» pudo ser llevada contra algunos de sus
miembros, y eso para ocultar otros agravios mucho mejor fundados o al menos más
verdaderos, pero que no podían ser formulados abiertamente. El primero de estos dos
casos es aquel donde algunos iniciados han podido librarse a divulgaciones
inoportunas, corriendo el riesgo con ello de arrojar la turbación en los espíritus no
preparados para el conocimiento de las verdades superiores, y también de provocar
desórdenes desde el punto de vista social; los autores de semejantes divulgaciones
cometían el error de crear ellos mismos una confusión entre los dos órdenes esotérico
y exotérico, confusión que, en suma, justificaba suficientemente el reproche de
«herejía»; y este caso se ha presentado en diversas ocasiones en el Islam1, donde no
obstante las escuelas esotéricas no encuentran normalmente ninguna hostilidad por
parte de las autoridades religiosas y jurídicas que representan el exoterismo. En
cuanto al segundo caso, es aquel donde la misma acusación fue tomada simplemente
como pretexto por un poder político para arruinar a adversarios que estimaba tanto
más temibles cuanto más difíciles eran de alcanzar por los medios ordinarios; la
destrucción de la Orden del Temple es su ejemplo más célebre, y este acontecimiento
tiene precisamente una relación directa con el tema del presente estudio.
1 Hacemos alusión concretamente al ejemplo célebre de El-Hallâj, condenado a muerte en
Baghdad en el año 309 de la Hégira (921 de la era cristiana), y cuya memoria es venerada por aquellos
mismos que estiman que fue condenado justamente por sus divulgaciones imprudentes.

CAPÍTULO II
LA «FEDE SANTA»
En el museo de Viena se encuentran dos medallas de las que una representa a
Dante y la otra al pintor Pierre de Pisa; ambas llevan al reverso las letras
F.S.K.I.P.F.T., que Aroux interpreta así: Frater Sacroe Kadosch, Imperialis
Pincipatus, Frater Templarius. Para las tres primeras letras, esta interpretación es
manifiestamente incorrecta y no da un sentido inteligible; pensamos que es menester
leer Fidei Sanctoe Kadosch. La asociación de la Fede Santa, de la que Dante parece
haber sido uno de los jefes, era un «Tercer Orden» de filiación templaria, lo que
justifica la denominación de Frater Templarius; y su dignatarios llevaban el título de
Kadosch, palabra hebrea que significa «santo» o «consagrado», y que se ha
conservado hasta nuestros días en los altos grados de la Masonería. Se puede apreciar
ya por eso que no es sin razón el hecho de que Dante tome como guía, para el fin de
su viaje celeste1, a San Bernardo, que estableció la regla de la Orden del Temple; y
parece haber querido indicar así que era solo por la mediación de éste como se hacía
posible, en las condiciones propias de su época, el ascenso al grado supremo de la
jerarquía espiritual.
En cuanto al Imperialis Principatus, para explicarlo, uno no debe quizás limitarse
a considerar el papel político de Dante, que muestra que las organizaciones a las que
pertenecía eran entonces favorables al poder imperial; es menester precisar además
que el «Sacro Imperio» tiene una significación simbólica, y que hoy todavía, en la
Masonería escocesa, los miembros de los Consejos Supremos son calificados de
dignatarios del Sacro Imperio, mientras que el título de «Príncipe» entra en las
denominaciones de un número de grados bastante grande. Además, los jefes de
diferentes organizaciones de origen rosacruciano, a partir del siglo XVI, han llevado
el título de Imperator; hay razones para pensar que la Fede Santa, en los tiempos de
1 Paradiso, XXXI. — La palabra contemplante, por la que Dante designa después a San Bernardo
(id., XXXII, 1), parece ofrecer un doble sentido, a causa de su parentesco con la designación misma
del Temple.
Dante, presentaba algunas analogías con lo que fue más tarde la «Fraternidad de la
Rosa-Cruz», si es que ésta no se deriva incluso más o menos directamente de aquella.
Vamos a encontrar todavía muchas otras aproximaciones del mismo género, y
Aroux mismo ha señalado un gran número de ellas; uno de los puntos esenciales que
ha destacado, sin sacar quizás todas las consecuencias que conlleva, es la
significación de las diversas regiones simbólicas descritas por Dante, y más
particularmente la de los «cielos». En efecto, lo que figuran estas regiones son en
realidad otros tantos estados diferentes, y los cielos son propiamente «jerarquías
espirituales», es decir, grados de iniciación; bajo esta relación, habría que establecer
una concordancia interesante entre la concepción de Dante y la de Swedenborg, sin
hablar de algunas teorías de la Kabbala hebraica y sobre todo del esoterismo
islámico. Dante mismo ha dado a este respeto una indicación que es digna de
observación: «A vedere quello che per terzo cielo s´intende… dico che per cielo
intendo la scienza e per cieli le scienze»1. ¿Pero cuáles son justamente esas ciencias
que es menester entender por la designación simbólica de «cielos», y es menester ver
en eso una alusión a las «siete artes liberales», de las que Dante, como todos sus
contemporáneos, hace mención tan frecuente en otras partes? Lo que da que pensar
que debe ser así, es que, según Aroux, «los Cátharos tenían, desde el siglo XII,
signos de reconocimiento, palabras de paso, una doctrina astrológica: hacían sus
iniciaciones en el equinoccio de primavera; su sistema científico estaba fundado
sobre la doctrina de las correspondencias: a la Luna correspondía la Gramática, a
Mercurio la Dialéctica, a Venus la Retórica, a Marte la Música, a Júpiter la
Geometría, a Saturno la Astronomía y al Sol la Aritmética o la Razón iluminada».
Así, a las siete esferas planetarias, que son los siete primeros de los nueve cielos de
Dante, correspondían respectivamente las siete artes liberales, precisamente las
mismas cuyos nombres vemos figurar también sobre los siete escalones del montante
de la izquierda de la Escala de los Kadosch (grado 30 de la Masonería escocesa). El
orden ascendente, en este último caso, no difiere del precedente más que por la
intervención, por una parte, de la Retórica y de la Lógica (que sustituye aquí a la
Dialéctica), y, por otra, de la Geometría y de la Música, y también en que la ciencia
que corresponde al Sol, la Aritmética, ocupa el rango que pertenece normalmente a
este astro en el orden astrológico de los planetas, es decir, el cuarto, el medio del
septenario, mientras que los Cátharos la colocaban en el escalón más alto de su
Escala mística, como lo hace Dante para su correspondiente del montante de la
1 Convito, t. II, cap. XIV.
derecha, la Fe (Emounah), es decir, esa misteriosa Fede Santa de la que él mismo era
Kadosch1.
No obstante, todavía se impone una precisión sobre este tema: ¿cómo es posible
que correspondencias de este tipo, que hacen de ellas verdaderos grados iniciáticos,
hayan sido atribuidas a las artes liberales, que eran enseñadas pública y oficialmente
en todas las escuelas? Pensamos que debía de haber dos maneras de considerarlas,
una exotérica y la otra esotérica: a toda ciencia profana puede superponerse otra
ciencia que se refiere, si se quiere, al mismo objeto, pero que le considera bajo un
punto de vista más profundo, y que es con respecto a esa ciencia profana lo que los
sentidos superiores de las escrituras son con respecto a su sentido literal. Se podría
decir también que las ciencias exteriores proporcionan un modo de expresión para
verdades superiores, porque ellas mismas no son más que el símbolo de algo que es
de otro orden, y porque, como lo ha dicho Platón, lo sensible no es más que un
reflejo de lo inteligible; los fenómenos de la naturaleza y los acontecimientos de la
historia tienen todos un valor simbólico, porque expresan algo de los principios de
los que dependen, de los que son consecuencias más o menos alejadas. Así, toda
ciencia y todo arte, por una transposición conveniente, pueden tomar un verdadero
valor esotérico; ¿por qué las expresiones sacadas de las artes liberales no habrían
desempeñado, en las iniciaciones de la edad media, un papel comparable al que el
lenguaje tomado al arte de los constructores desempeña en la Masonería
especulativa? E iremos más lejos: considerar las cosas de esta manera, es en suma
reducirlas a su principio; así pues, este punto de vista es inherente a su esencia
misma, y no sobreagregado accidentalmente; y, si ello es así, ¿no podría la tradición
que se refiere a él remontarse al origen mismo de las ciencias y de las artes, mientras
que el punto de vista exclusivamente profano no sería más que un punto de vista
completamente moderno, que resulta del olvido general de esa tradición? No
podemos tratar aquí esta cuestión con todos los desarrollos que conllevaría; pero
veamos en qué términos Dante mismo indica, en el comentario que da de su primera
Canzone, la manera en que aplica a su obra las reglas de algunas de las artes
liberales: «O uomini, che vedere non potete la sentenza di questa Canzone, non la
rifiutate però; ma ponete mente alla sua belleza, che è grande, sì per costruzione, la
quale si pertiene alli grammatici; sì per l´ordine del sermone che si pertiene alli
1 Sobre l’Échelle mystérieuse des Kadosch, que trataremos más adelante, ver el Manuel
maçonnique del F.: Vuilliaume, pl. XVI y pp. 213-214. Citamos esta obra según la 2ª edición (1830).
rettorici; si per lo numero delle sue parti, che si pertiene alli musici»1. En esta
manera de considerar la música en relación con el número, y por consiguiente como
ciencia del ritmo en todas sus correspondencias, ¿no puede uno reconocer un eco de
la tradición pitagórica? ¿Y no es esta misma tradición precisamente, la que permite
comprender el papel «solar» atribuido a la aritmética, de la que hace el centro común
de todas las demás ciencias, y también las relaciones que unen a éstas entre sí, y más
especialmente a la música con la geometría, por el conocimiento de las proporciones
en las formas (que encuentra su aplicación directa en la arquitectura), y con la
astronomía, por el de la armonía de las esferas celestes? A continuación, veremos
suficientemente la importancia fundamental que tiene el simbolismo de los números
en la obra de Dante; y, si este simbolismo no es únicamente pitagórico, si se
encuentra en otras doctrinas por la simple razón de que la verdad es una, por ello no
nos está menos permitido pensar que, de Pitágoras a Virgilio y de Virgilio a Dante, la
«cadena de la tradición» no fue sin duda rota sobre la tierra de Italia.
1 He aquí la traducción de este texto: «¡Oh hombres que no podéis ver el sentido de esta
Canzone!, no la rechacéis no obstante; prestad atención a su belleza, que es grande, ya sea por la
construcción, lo que concierne a los gramáticos; ya sea por el orden del discurso, lo que concierne a
los retóricos; ya sea por el número de sus partes, lo que concierne a los músicos».

CAPÍTULO III
APROXIMACIONES MASÓNICAS Y HERMÉTICAS
De las consideraciones generales que acabamos de exponer, nos es menester
ahora volver a esas singulares aproximaciones que ha señalado Aroux, y las cuales
hacíamos alusión más atrás1: «El Infierno representa el mundo profano, el
Purgatorio comprende las pruebas iniciáticas, y el Cielo es la morada de los
Perfectos, en quienes se encuentran reunidos y llevados a su zenit la inteligencia y el
amor… La ronda celeste que describe Dante2 comienza en los alti Serafini, que son
los Principi celesti, y acaba en los últimos rangos del Cielo. Ahora bien, se encuentra
que algunos dignatarios inferiores de la Masonería escocesa, que pretenden
remontarse a los Templarios, y de los que Zerbino, el príncipe escocés, el amante de
Isabel de Galicia, es la personificación en Orlando Furioso del Ariosto, se titulan
igualmente príncipes, Príncipes de Gracia; que su asamblea o capítulo se nombra el
Tercer Cielo; que tienen por símbolo un Paladium, o estatua de la Verdad, revestida
como Beatriz de los tres colores verde, blanco y rojo3; que su Venerable (cuyo título
es Príncipe excelentísimo), que lleva una flecha en la mano y sobre el pecho un
corazón en un triángulo4, es una personificación del Amor; que el número misterioso
nueve, del que “Beatriz es particularmente amada”, Beatriz “a quien es menester
llamar Amor”, dice Dante en la Vita Nuova, es también atribuido a este Venerable,
rodeado de nueve columnas, de nueve candelabros con nueve brazos y con nueve
1 Citamos el resumen de los trabajos de Aroux que ha sido dado por Sédir, Histoire des Rose-
Croix, pp. 16-20; 2ª edicición, pp. 13-17. Los títulos de las obras de Aroux son: Dante hérétique,
révolutionnaire et socialiste (publicada en 1854 y reeditada en 1939), y la Comédie de Dante, traduite
en vers selon la lettre et commentée selon l’esprit, suivie de la Clef du langage symbolique des
Fidèles d’Amour (1856-1857).
2 Paradiso, VIII.
3 Es al menos curioso que estos tres mismos colores hayan devenido precisamente, en los tiempos
modernos, los colores nacionales de Italia; por lo demás, se les atribuye bastante generalmente un
origen masónico, aunque sea muy difícil saber de dónde ha podido ser sacada la idea directamente.
4 A estos signos distintivos, es menester agregar «una corona de puntas de flechas de oro».

luces, en fin de la edad de ochenta y un años, múltiplo (o más exactamente cuadrado)
de nueve, cuando se supone que Beatriz muere en el año ochenta y uno del siglo»1.
Este grado de Príncipe de Gracia, o Escocés Trinitario, es el grado 26 del Rito
Escocés; he aquí lo que dice de él el F.: Bouilly, en su Explicación de los doce
escudetes que representan los emblemas y los símbolos de los doce grados
filosóficos del Rito Escocés Antiguo y Aceptado (del grado 19 al 30): «Este grado es,
según nosotros, el más inextricable de todos los que componen esta docta categoría:
también toma el sobrenombre de Escocés Trinitario2. En efecto, todo ofrece en esta
alegoría el emblema de la Trinidad: este fondo a tres colores [verde, blanco y rojo],
abajo esta figura de la Verdad, en fin, por todas partes este indicio de la Gran Obra
de la Naturaleza [a las fases de la cual hacen alusión los tres colores], de los
elementos constitutivos de los metales [azufre, mercurio y sal]3, de su fusión, de su
separación [solve y coagula], en una palabra de la ciencia de la química mineral [o
más bien de la alquimia], de la que Hermes fue el fundador entre los Egipcios, y que
dio tanta potestad y extensión a la medicina [espagírica]4. Hasta tal punto es verdad
que las ciencias constitutivas de la felicidad y de la libertad se suceden y se clasifican
con este orden admirable que prueba que el Creador ha proporcionado a los hombres
todo lo que puede calmar sus males y prolongar su paso sobre la tierra5. Es
principalmente en el número tres, tan bien representado por los tres ángulos del
Delta, del que los Cristianos han hecho el símbolo brillante de la Divinidad; es, digo,
en este número tres, que se remonta a los tiempos más lejanos6, donde el sabio
observador descubre la fuente primitiva de todo lo que sacude al pensamiento,
enriquece la imaginación, y da una justa idea de la igualdad social… Así pues, no
cesemos, dignos Caballeros, de permanecer Escoceses Trinitarios, de mantener y de
honrar el número tres como el emblema de todo lo que constituye los deberes del
1 Cf Light on Masonry, p. 250, y el Manuel maçonnique del F.: Vuilliaume, pp. 179-182.
2 Debemos confesar que no vemos la relación que puede existir entre la complejidad de este grado
y su denominación.
3 Este ternario alquímico se asimila frecuentemente al ternario de los elementos constitutivos del
ser humano mismo: espíritu, alma y cuerpo.
4 Las palabras entre corchetes han sido añadidas por nos para hacer el texto más comprensible.
5 Se puede ver en estas últimas palabras una alusión discreta al «elixir de la larga vida» de los
alquimistas. — El grado precedente (grado 25), el de Caballero de la Serpiente de Bronce, era
presentado como «encerrando una parte del primer grado de los Misterios egipcios, de donde brota el
origen de la medicina y el gran arte de componer los medicamentos».
6 El autor quiere decir sin duda: «cuyo empleo simbólico se remonta a los tiempos más remotos»,
ya que no podemos suponer que haya pretendido asignar un origen cronológico al número tres mismo.

hombre, y recuerda a la vez la querida Trinidad de nuestra Orden, grabada sobre las
columnas de nuestros Templos: la Fe, la Esperanza y la Caridad»1
Lo que es menester sobre todo retener de este pasaje, es que el grado de que se
trata, como casi todos los que se vinculan a la misma serie, presenta una
significación claramente hermética2; y lo que conviene observar más particularmente
a este respecto, es la conexión del hermetismo con las Órdenes de caballería. Éste no
es el lugar de buscar el origen histórico de los altos grados del Escocismo, ni de
discutir la teoría tan controvertida de su descendencia templaria; pero, ya sea que
haya habido una filiación real y directa o solo una reconstitución, por ello no es
menos cierto que la mayoría de estos grados, y también algunos de los que se
encuentran en otros ritos, aparecen como los vestigios de organizaciones que tenían
antiguamente una existencia independiente3, y concretamente de esas antiguas
Órdenes de caballería cuya fundación está ligada a la historia de las Cruzadas, es
decir, a una época donde no hubo solo relaciones hostiles, como lo creen aquellos
que se atienen a las apariencias, sino también activos intercambios intelectuales entre
Oriente y Occidente, intercambios que se operaron sobre todo por la mediación de
las Órdenes en cuestión. ¿Es menester admitir que es en Oriente donde estas Órdenes
tomaron los datos herméticos que asimilaron, o no se debe pensar más bien que
poseyeron desde su origen un esoterismo de este género, y que es su propia
iniciación la que las hizo aptas para entrar en relaciones sobre este terreno con los
orientales? Esa es todavía una cuestión que no pretendemos resolver, pero la segunda
hipótesis, aunque menos frecuentemente considerada que la primera4, no tiene nada.
1 Los tres colores del grado a veces se consideran como simbolizando respectivamente las tres
virtudes teologales: el blanco representa entonces la Fe, el verde la Esperanza, y el rojo la Caridad (o
el Amor). — Las insignias de este grado de Príncipe de Gracia son: un mandil rojo, en medio del cual
hay pintado o bordado un triángulo blanco y verde, y un cordón con los tres colores de la Orden,
colocado en aspa, del que hay suspendido como joya un triángulo equilátero (o Delta) de oro (Manuel
maçonnique de F.: Vuilliaume, p. 181).
2 Un alto Masón que parece más versado en esa ciencia enteramente moderna y profana que se
llama «historia de las religiones» que en el verdadero conocimiento iniciático, el conde de Goblet
d´Alviella, ha creído poder dar de este grado puramente hermético y cristiano una interpretación
búdica, bajo el pretexto de que hay una cierta semejanza entre el título de Príncipe de Gracia y el de
Señor de Compasión.
3 Es así como hubo efectivamente una Orden de los Trinitarios u Orden de Gracia, que tenía
como meta, al menos exteriormente, el rescate de los prisioneros de guerra.
4 Algunos han llegado hasta atribuir al blasón, cuyas relaciones con el simbolismo hermético son
bastante estrechas, un origen exclusivamente persa, mientras que, en realidad, el blasón existía desde
de inverosímil para quien reconoce la existencia, durante toda la edad media, de una
tradición iniciática propiamente occidental; y lo que llevaría también a admitirlo, es
que Órdenes fundadas más tarde, y que no tuvieron nunca relaciones con Oriente,
estuvieron provistas igualmente de un simbolismo hermético, como la Orden del
Toisón de Oro, cuyo nombre mismo es una alusión tan clara como es posible a este
simbolismo. Sea como sea, en la época de Dante, el hermetismo existía ciertamente
en la Orden del Temple, lo mismo que el conocimiento de algunas doctrinas de
origen más ciertamente árabe, doctrinas que Dante mismo parece no haber ignorado
tampoco, y que le fueron transmitidas sin duda también por esta vía; nos
explicaremos más adelante sobre este último punto.
No obstante, volvamos a las concordancias masónicas mencionadas por el
comentador, y de las cuales no hemos visto todavía más que una parte, ya que hay
varios grados del Escocismo para los cuales Aroux cree observar una perfecta
analogía con los nueve cielos que Dante recorre con Beatriz. He aquí las
correspondencias indicadas para los siete cielos planetarios: a la Luna corresponden
los profanos; a Mercurio, el Caballero del Sol (grado 28); a Venus, el Príncipe de
Gracia (grado 26, verde, blanco y rojo); al Sol, el Gran Arquitecto (grado 12) o el
Noachita (grado 21); a Marte, el Gran Escocés de San Andrés o Patriarca de las
Cruzadas (grado 29, rojo con cruz blanca); a Júpiter, el Caballero del Aguila blanca
y negra o Kadosch (grado 30); a Saturno, la Escala de oro de los mismos Kadosch.
A decir verdad, algunas de estas atribuciones nos parecen dudosas; lo que no es
admisible, sobre todo, es hacer del primer cielo la morada de los profanos, mientras
que el lugar de éstos no puede estar más que en las «tinieblas exteriores»; ¿y no
hemos visto precedentemente, en efecto, que es el Infierno el que representa el
mundo profano, mientras que no se llega a los diversos cielos, comprendido en ellos
el de la Luna, sino después de haber atravesado las pruebas iniciáticas del
Purgatorio? Sabemos bien, no obstante, que la esfera de la Luna tiene una relación
especial con los Limbos; pero ese es un aspecto diferente de su simbolismo, que es
menester no confundir con aquel bajo el que es representada como el primer cielo.
En efecto, la Luna es a la vez Janua Coeli y Janua Inferni, Diana y Hécate1; los
la antigüedad en un gran número de pueblos, tanto occidentales como orientales, y concretamente
entre los pueblos célticos.
1 Estos dos aspectos corresponden también a las dos puertas solsticiales; habría mucho que decir
sobre este simbolismo, que los antiguos Latinos habrían resumido en la figura de Janus. — Por otra
parte, habría que hacer algunas distinciones entre los Infiernos, los Limbos, y las «tinieblas
exteriores» de que se trata en el Evangelio; pero eso nos llevaría muy lejos, y no cambiaría nada de lo
antiguos lo sabían muy bien, y Dante no podía equivocarse tampoco, ni acordar a los
profanos una morada celeste, aunque fuera la más inferior de todas.
Lo que es mucho menos discutible, es la identificación de las figuras simbólicas
vistas por Dante: la cruz en el cielo de Marte, el águila en el de Júpiter, la escala en el
de Saturno. Ciertamente, se puede aproximar esta cruz a la que, después de haber
sido el signo distintivo de las Órdenes de caballería, sirve todavía de emblema a
varios grados masónicos; y, si está colocada en la esfera de Marte, ¿no es por una
alusión al carácter militar de esas Órdenes, su razón de ser aparente, y al papel que
desempeñaron exteriormente en las expediciones guerreras de las Cruzadas?1. En
cuanto a los otros dos símbolos, es imposible no reconocer en ellos los del Kadosch
Templario; y, al mismo tiempo, el águila, que la antigüedad clásica atribuía ya a
Júpiter como los hindúes la atribuyen a Vishnu2, fue el emblema del antiguo Imperio
romano (lo que nos recuerda la presencia de Trajano en el ojo de este águila), y ha
permanecido el emblema del Sacro Imperio. El cielo de Júpiter es la morada de los
«príncipes sabios y justos»: «Diligite justitiam, qui judicatis terram»3,
correspondencia que, como todas las que da Dante para los otros cielos, se explica
enteramente por razones astrológicas; y el nombre hebreo del planeta Júpiter es
Tsedek, que significa «justo». En cuanto a la escala de los Kadosch, ya hemos
hablado de ella: puesto que la esfera de Saturno está situada inmediatamente por
encima de la de Júpiter, se llega al pie de esta escala por la Justicia (Tsedakah), y a
su cima por la Fe (Emounah). Este símbolo de la escala parece ser de origen caldeo y
haber sido aportado a Occidente con los misterios de Mithra: tenía entonces siete
escalones de los que cada uno estaba formado de un metal diferente, según la
correspondencia de los metales con los planetas; por otra parte, se sabe que, en el
que decimos aquí, donde se trata solo de separar, de una manera general, el mundo profano de la
jerarquía iniciática.
1 Se puede observar también que el cielo de Marte es representado como la morada de los
«mártires de la religión»; sobre Marte y Martirio, hay incluso una suerte de juego de palabras del que
se podrían encontrar en otras partes otros ejemplos: es así como la colina de Montmartre fue antaño el
Monte de Marte antes de devenir el Monte de los Mártires. Haremos notar de pasada, a este propósito,
otro hecho bastante extraño: los nombres de los tres mártires de Montmartre, Dionisio, Rústico, y
Eleuterio, son tres nombres de Baco. Además, Saint Denis, considerado como el primer obispo de
París, es identificado comúnmente a San Dionisio el Areopagita, y, en Atenas, el Areópago era
también el Monte de Marte.
2 El simbolismo del águila en las diferentes tradiciones requeriría él solo todo un estudio especial.
3 Paradiso, XVIII, 91-93.
El simbolismo bíblico, se encuentra igualmente, la escala de Jacob, que, al unir la tierra
a los cielos, presenta una significación idéntica1.
«Según Dante, el octavo cielo del Paraíso, el cielo estrellado (o de las estrellas
fijas) es el cielo de los Rosa-Cruz: en él los Perfectos están vestidos de blanco;
exponen un simbolismo análogo al de los Caballeros de Heredom2; profesan la
“doctrina evangélica”, la misma de Lutero, opuesta a la doctrina católica romana».
Ésta es la interpretación de Aroux, que da testimonio de esa confusión, frecuente en
él, entre los dos dominios del esoterismo y del exoterismo: el verdadero esoterismo
debe estar más allá de las oposiciones que se afirman en los movimientos exteriores
que agitan el mundo profano, y, si estos movimientos son a veces suscitados o
dirigidos invisiblemente por poderosas organizaciones iniciáticas, se puede decir que
éstas los dominan sin mezclarse en ellos, de manera que ejercen igualmente su
influencia sobre cada uno de los partidos contrarios. Es verdad que los protestantes, y
más particularmente los Luteranos, se sirven habitualmente de la palabra
«evangélica» para designar su propia doctrina, y, por otra parte, se sabe que el sello
de Lutero llevaba una cruz en el centro de una rosa; se sabe también que la
organización rosacruciana que manifestó públicamente su existencia en 1604
(aquella con la que Descartes buscó vanamente ponerse en relación) se declaraba
claramente «antipapista». Pero debemos decir que esa Rosa-Cruz de comienzos del
siglo XVII era ya muy exterior, y estaba muy alejada de la verdadera Rosa-Cruz
original, la cual no constituyo nunca una sociedad en el sentido propio de esta
palabra; y, en cuanto a Lutero, no parece haber sido más que una suerte de agente
subalterno, sin duda incluso bastante poco consciente del papel que tenía que jugar;
por lo demás, estos diversos puntos nunca han sido completamente elucidados.
Sea como sea, las vestiduras blancas de los Elegidos o de los Perfectos, al
recordar evidentemente algunos textos apocalípticos3, nos parecen ser sobre todo una
1 No carece de interés anotar todavía que San Pedro Damiano, con quien Dante conversa en el
cielo de Saturno, figura en la lista (en gran parte legendaria) de los Imperatores Rosae-Crucis dada en
el Clypeum Veritatis de Irenaeus Agnostus (1618).
2 La Orden de Heredom de Kilwining es el Gran Capítulo de los altos grados vinculado a la
Grande Loge Royale d’Edimbourg, y fundada, según la Tradición, por el rey Robert Bruce (Thory,
Acta Latomorum, t. I, p. 317). El término inglés Heredom (o Heirdom) significa «herencia» (de los
Templarios); no obstante, algunos hacen venir esta designación del hebreo Harodim, título dado a
aquellos que dirigían a los obreros empleados en la construcción del Templo de Salomón (cf. nuestro
artículo sobre este tema en los Études traditionnelles, nº de marzo de 1948).
3 Apocalípsis, VII, 13-14.

alusión al hábito de los Templarios; y, a este respecto, hay un pasaje particularmente
significativo1:
Qual è colui che tace e dicer vuole,
Mi trasse Beatrice, e disse: mira
Quanto è il convento delle bianche stole!
Por lo demás, esta interpretación permite dar un sentido muy preciso a la
expresión de «milicia santa» que encontramos un poco más adelante, en versos que
parecen expresar discretamente la transformación del Templarismo, después de su
aparente destrucción, para dar nacimiento al Rosacrucianismo2:
In forma dunque di candida rosa
Mi si mostrava la milizia santa,
Che nel suo sangue Cristo fece sposa.
Por otra parte, para hacer comprender mejor cuál es el simbolismo de que se trata
en esta última cita que hemos hecho según Aroux, he aquí la descripción de la
Jerusalem celeste, tal como está figurada en el Capítulo de los Soberanos Príncipes
Rosa-Cruz, de la Orden de Heredom de Kilwinning u Orden Real de Escocia,
llamados también Caballeros del Aguila y del Pelícano: «En el fondo (de la última
estancia) hay un cuadro donde se ve una montaña de donde brota un río, a la orilla
del cual crece un árbol que lleva doce tipos de frutos. Sobre la cima de la montaña
hay una peana compuesta de doce piedras preciosas en doce pasamentos. Encima de
esta peana hay un cuadrado de oro, sobre cada una de cuyas caras hay tres ángeles
con los nombres de cada una de las doce tribus de Israel. En este cuadrado hay una
cruz, sobre el centro de la cual está tumbado un cordero»3. Así pues, es el
simbolismo apocalíptico el que rencontramos aquí, y lo que sigue mostrará hasta qué
punto las concepciones cíclicas a las que se refiere están íntimamente ligadas al plan
de la obra de Dante.
1 Paradiso XXX, 127-129. — Se observará, a propósito de este pasaje, que la palabra «convento»
ha permanecido en uso en la Masonería para designar sus grandes asambleas.
2 Paradiso, XXXI, 1-3. — El último verso puede referirse al simbolismo de la cruz roja de los
Templarios.
3 Manuel maçonnique del F.: Vuilliaume, pp. 143-144. — Cf. Apocalípsis, XXI.
«En los cantos XXIV y XXV del Paraíso, se encuentra el triple beso del Príncipe
Rosa-Cruz, el pelícano, las túnicas blancas, las mismas que las de los ancianos del
Apocalípsis, las barras de cera de sellar, las tres virtudes teologales de los Capítulos
masónicos (Fe, Esperanza y Caridad)1; ya que la flor simbólica de los Rosa-Cruz (la
Rosa cándida de los cantos XXX y XXXI) ha sido adoptada por la Iglesia Católica
como la figura de la Madre del Salvador (Rosa mística de las letanías), y por la
iglesia de Toulouse (los Albigenses) como el tipo misterioso de la asamblea general
de los Fieles de Amor. Estas metáforas ya eran empleadas por los Paulicianos,
predecesores de los Cátaros en los siglos X y XI».
Hemos creído útil reproducir todas estas aproximaciones, que son interesantes, y
que sin duda se podrían multiplicar todavía sin gran dificultad; pero, no obstante,
salvo probablemente en el caso del Templarismo y del Rosicrucianismo original,
sería menester no pretender sacar de ellas conclusiones demasiado rigurosas en lo
que concierne a una filiación directa de las diferentes formas iniciáticas entre las
cuales se constata así una cierta comunidad de símbolos. En efecto, no solo el fondo
de las doctrinas es siempre y por todas partes el mismo, sino que, lo que puede
parecer más sorprendente a primera vista, también los modos de expresión mismos
presentan frecuentemente una similitud destacable, y eso para tradiciones que están
muy alejadas en el tiempo o en el espacio como para que se pueda admitir una
influencia inmediata de las unas sobre las otras; en parecido caso, sin duda sería
menester, para descubrir un vinculamiento efectivo, remontarse mucho más lejos de
lo que la historia nos permite hacerlo.
Por otro lado, comentadores tales como Rossetti y Aroux, al estudiar el
simbolismo de la obra de Dante como lo han hecho, se han atenido en ello a un
aspecto que podemos calificar de exterior; queremos decir que se han detenido en lo
que llamaríamos de buena gana su lado ritualista, es decir, en formas que, para
aquellos que no son capaces de ir más lejos, ocultan el sentido profundo mucho más
de lo que lo expresan. Y, como se ha dicho muy justamente, «es natural que ello sea
así, porque, para poder percibir y comprender las alusiones y las referencias
convencionales o alegóricas, es menester conocer el objeto de la alusión o de la
alegoría; y, en el caso presente, es menester conocer las experiencia místicas por las
1 En los Capítulos de Rosa-Cruz (grado 18 escocés), los nombres de las tres virtudes teologales
son asociados respectivamente a los tres términos de la divisa «Libertad, Igualdad, Fraternidad»;
también se podrían aproximar a lo que se llama «los tres principales pilares del Templo» en los grados
simbólicos: «Sabiduría, Fuerza, Belleza». — A estas tres mismas virtudes, Dante hace corresponder
San Pedro, Santiago y San Juan, los tres Apóstoles que asistieron a la Transfiguración.
que la verdadera iniciación hace pasar al misto y al epopte. Para quien tiene alguna
experiencia de este género, no hay ninguna duda sobre la existencia, en la Divina
Comedia y en la Eneida, de una alegoría metafísico-esotérica, que vela y expone al
mismo tiempo las fases sucesivas por las que pasa la consciencia del iniciado para
alcanzar la inmortalidad»1
1 Arturo Reghini, artículo citado, pp. 545-546.

CAPÍTULO IV
DANTE Y EL ROSACRUCIANISMO

El mismo reproche de insuficiencia que hemos formulado al respecto de Rossetti
y de Aroux puede ser dirigido también a Éliphas Lévi, que, aunque afirma una
relación con los misterios antiguos, ha visto sobre todo una aplicación política, o
político-religiosa, que no tiene a nuestros ojos más que una importancia secundaria, y
que ha cometido siempre el error de suponer que las organizaciones propiamente
iniciáticas se han comprometido directamente en las luchas exteriores. He aquí, en
efecto, lo que dice este autor en su Histoire de la Magie: «Se han multiplicado los
comentarios y los estudios sobre la obra de Dante, y nadie, que sepamos, ha señalado
su verdadero carácter. La obra del gran Gibelino es una declaración de guerra al
Papado por la revelación atrevida de los misterios. La epopeya de Dante es johanita1
y gnóstica; es una aplicación atrevida de las figuras y de los números de la Kabbala a
los dogmas cristianos, y una negación secreta de todo lo que hay de absoluto en estos
dogmas. Su viaje a través de los mundos sobrenaturales se cumple como la iniciación
a los misterios de Eleusis y de Tebas. Es Virgilio quien le conduce y le protege en los
círculos del nuevo Tártaro, como si Virgilio, el tierno y melancólico profeta de los
destinos del hijo Polión, fuera a los ojos del poeta florentino el padre ilegítimo, pero
verdadero, de la epopeya cristiana. Gracias al genio pagano de Virgilio, Dante escapa
de ese abismo sobre cuya puerta había leído una sentencia de desesperanza; y escapa
de allí poniendo su cabeza en el lugar de sus pies y sus pies en el lugar de su cabeza,
es decir, tomando el contrapié del dogma, y entonces remonta a la luz sirviéndose
para ello del demonio mismo como de una escala monstruosa; escapa a lo espantoso
a fuerza de espanto, a lo horrible a fuerza de horror. El Infierno, parece, no es un
atolladero más que para aquellos que no saben volverse; Dante toma al diablo a
contrapelo, si me es permisible emplear aquí esta expresión familiar, y se emancipa
por su audacia. Es ya el protestantismo rebasado, y el poeta de los enemigos de
1 San Juan es considerado frecuentemente como el jefe de la Iglesia interior, y, según ciertas
concepciones de las que encontramos aquí un indicio, se quiere a este título oponerle a San Pedro, jefe
de la Iglesia exterior; la verdad es más bien que su autoridad no se aplica al mismo dominio.
Roma ya ha descubierto a Fausto al subir al Cielo sobre la cabeza de Mefístoles
vencido1».
En realidad, la voluntad de «revelar misterios», suponiendo que la cosa sea
posible (y no lo es, porque el verdadero misterio no es más que inexpresable), y la
decisión de «tomar el contrapié del dogma», o de invertir conscientemente el sentido
y el valor de los símbolos, no serían las marcas de una iniciación muy alta.
Afortunadamente, no vemos por nuestra parte, nada de tal en Dante, cuyo esoterismo
se envuelve más bien al contrario en un velo bastante difícilmente penetrable, al
mismo tiempo que se apoya sobre bases estrictamente tradicionales; hacer de él un
precursor del protestantismo, y quizás también de la Revolución, simplemente
porque fue un adversario del Papado sobre el terreno político, es desconocer
enteramente su pensamiento y no comprender nada del espíritu de su época.
Hay todavía otra cosa que nos parece difícilmente sostenible: es la opinión que
consiste en ver en Dante un «kabbalista» en el sentido propio de esta palabra; y aquí
somos tanto más llevados a desconfiar cuanto que sabemos muy bien cuántos de
nuestros contemporáneos se ilusionan fácilmente sobre este tema, creyendo encontrar
Kabbala por todas partes donde hay una forma cualquiera de esoterismo. ¿No hemos
visto a un escritor masónico afirmar gravemente que Kabbala y Caballería son una
sola y misma cosa, y, a pesar de las más elementales nociones lingüísticas, que las
dos palabras mismas tienen un origen común?2. En presencia de tales
inverosimilitudes, se comprenderá la necesidad de mostrarse circunspecto, y de no
contentarse con vagas aproximaciones para hacer de tal o de cual personaje un
kabbalista; ahora bien, la Kabbala es esencialmente la tradición hebraica3, y no
tenemos ninguna prueba de que una influencia judía se haya ejercido directamente
sobre Dante4. Lo que ha dado nacimiento a una tal opinión, es únicamente el empleo
1 Este pasaje de Éliphas Lévi, como muchos otros (sacados sobre todo del Dogme et Rituel de la
Haute Magie), ha sido reproducido textualmente, sin indicación de proveniencia, por Albert Pike en
sus Morals and Dogma of Freemasonry, p. 822; por lo demás, el título mismo de esta obra está
visiblemente imitado del de Éliphas Lévi.
2 Ch.-M Limousin. La Kabbale littérale occidentale.
3 La palabra «Kabbala» misma significa «tradición» en hebreo, y, si no se escribe en esa lengua,
no hay ninguna razón en emplearla para designar toda tradición indistintamente.
4 Es menester decir que, según testimonios contemporáneos, Dante mantuvo relaciones sostenidas
con un judío muy instruido, y poeta también, Immanuel ben Salomon ben Jekuthiel (1270-1330); pero
por ello no es menos verdad que no vemos ninguna huella de elementos específicamente judaicos en
la Divina Comedia, mientras que Immanuel se inspiró en ésta para una de sus obras, a pesar de la
opinión contraria de Israel Zangwill, que la comparación de las fechas hace enteramente insostenible
.
que hace de la ciencia de los números; pero si esta ciencia existe efectivamente en la
Kabbala hebraica y tiene en ella un lugar de los más importantes, también se
encuentra en otras partes; ¿se llegará pues a pretender igualmente, bajo el mismo
pretexto, que Pitágoras era también un kabbalista?1. Como ya lo hemos dicho, es más
bien al Pitagorismo que a la Kabbala al que, bajo esta relación, se podría vincular
Dante, que, muy probablemente, conoció sobre todo del Judaísmo lo que el
Cristianismo ha conservado de él en su propia doctrina.
«Observaremos también, continúa Éliphas Lévi, que el Infierno de Dante no es
más que un Purgatorio negativo. Nos explicamos: su Purgatorio parece haberse
formado en su Infierno como en un molde, es la cubierta y como el tapón del abismo,
y se comprende que el Titán florentino, al escalar el Paraíso, quisiera arrojar de un
puntapié el Purgatorio al Infierno». Esto es verdad en un sentido, puesto que el
monte del Purgatorio se formó, en el hemisferio austral, con los materiales
rechazados del seno de la tierra cuando la caída de Lucifer cavó el abismo; pero no
obstante el Infierno tiene nueve círculos, que son como un reflejo inverso de los
nueve cielos, mientras que el Purgatorio no tiene más que siete divisiones; la simetría
no es pues exacta bajo todos los aspectos.
«Su cielo se compone de una serie de círculos kabbalísticos divididos por una
cruz como el pantáculo de Ezequiel; en el centro de esa cruz florece una rosa, y
vemos aparecer por primera vez, expuesto públicamente y casi categóricamente
explicado, el símbolo de los Rosa-Cruz». Por lo demás, hacia la misma época, este
mismo símbolo había de aparentar también, aunque quizás de una manera un poco
menos clara, en otra obra poética célebre: el Roman de la Rose. Éliphas Lévi piensa
que «el Roman de la Rose y la Divina Comedia son las dos formas opuestas (sería
más justo decir complementarias) de una misma obra: la iniciación a la
independencia del espíritu, la sátira de todas las instituciones contemporáneas y la
fórmula alegórica de los grandes secretos de la Sociedad de los Rosa-Cruz», la cual,
a decir verdad, no llevaba todavía este nombre, y además, lo repetimos, no fue nunca
(salvo en algunas ramas tardías y más o menos desviadas) una «sociedad»
constituida con todas las formas exteriores que implica esta palabra. Por otra parte, la
«independencia del espíritu» o, para decirlo mejor, la independencia intelectual no
era, en la edad media, una cosa tan excepcional como los modernos imaginan de
ordinario, y los monjes mismos no se privaban de una crítica muy libre, cuyas
manifestaciones se pueden encontrar hasta en las esculturas de las catedrales; todo
1 Esta opinión ha sido efectivamente emitida por Reuchlin.
eso no tiene nada de propiamente esotérico, y hay, en las obras de que se trata, algo
mucho más profundo.
«Estas importantes manifestaciones del ocultismo, dice también Éliphas Lévi,
coinciden con la época de la caída de los Templarios, puesto que Jean de Meung o
Clopinel, contemporáneo de la ancianidad de Dante, florecía durante sus más bellos
años en la corte de Felipe el Hermoso. Es un libro profundo bajo una forma ligera1,
es una revelación tan sabia como la de Apuleyo de los misterios del ocultismo. La
rosa de Flamel, la de Jean de Meung y la de Dante han nacido sobre el mismo
rosal»2.
Sobre estas últimas líneas, no haremos más que una reserva: es que la palabra
«ocultismo», que ha sido inventada por Éliphas Lévi mismo, conviene muy poco
para designar lo que existió anteriormente a él, sobre todo si se piensa en lo que ha
devenido el ocultismo contemporáneo, que, aunque se da por una restauración del
esoterismo, no ha llegado a ser más que una grosera contrahechura del mismo,
porque sus dirigentes no estuvieron nunca en posesión de los verdaderos principios
ni de ninguna iniciación seria. Éliphas Lévi sería sin duda el primero en desaprobar a
sus pretendidos sucesores, a los que era ciertamente muy superior intelectualmente,
aunque estaba muy lejos de ser realmente tan profundo como quiere parecer, al haber
cometido el error de considerar todas las cosas a través de la mentalidad de un
revolucionario de 1848. Si nos hemos entretenido un poco en discutir su opinión, es
porque sabemos bien que su influencia ha sido grande, incluso sobre aquellos que
apenas si le han comprendido, y porque pensamos que es bueno fijar los límites en
los cuales su competencia puede ser reconocida: su principal defecto, que es el de su
tiempo, es poner las preocupaciones sociales en el primer plano y mezclarlas con
todo indistintamente; en la época de Dante, ciertamente se sabía situar mejor cada
cosa en el lugar que debe convenirle normalmente en la jerarquía universal.
Lo que ofrece un interés muy particular para la historia de las doctrinas
esotéricas, es la constatación de que varias manifestaciones importantes de estas
doctrinas coinciden, en pocos años, con la destrucción de la Orden del Temple; hay
una relación incontestable, aunque bastante difícil de determinar con precisión, entre
1 Se puede decir lo mismo, en el siglo XVI, de las obras de Rabelais, que encierran también una
significación esotérica que podría ser interesante estudiar de cerca.
2 Éliphas Lévi, Histoire de la Magie, 1860, pp. 359-360. — Importa precisar también a este
propósito que existe una suerte de adaptación italiana del Roman de la Rose, titulada Il Fiore, cuyo
autor, «Ser Durante Fiorentino», parece no ser otro que Dante mismo; el verdadero nombre de éste era
en efecto Durante, del que Dante no es más que una forma abreviada.
estos diversos acontecimientos. Por consiguiente, en los primeros años del siglo XIV,
y sin duda ya en el curso del siglo precedente, había, tanto en Francia como en Italia,
una tradición secreta («oculta» si se quiere, pero no «ocultista»), la misma que debía
llevar más tarde el nombre de tradición rosacruciana. La denominación de
Fraternitas Rosoe-Crucis aparece por primera vez en 1374, o incluso, según algunos
(concretamente Michel Maier), en 1413; y la leyenda de Christian Rosenkreuz, el
fundador supuesto cuyo nombre y cuya vida son puramente simbólicos, quizás no fue
enteramente constituida más que en el siglo XVI; pero, acabamos de ver que el
símbolo de la Rosa-Cruz es ciertamente muy anterior.
Aquella doctrina esotérica, cualquiera que sea la designación particular que se le
quiera dar hasta la aparición del Rosacrucianismo propiamente dicho (si es que se
encuentra necesario darle una), presentaba caracteres que permiten hacerla entrar en
lo que se llama bastante generalmente el hermetismo. La historia de esta tradición
hermética está íntimamente ligada a la de las Órdenes de caballería; y, en la época de
que nos ocupamos, era conservada por organizaciones iniciáticas como la de la Fede
Santa y de los Fieles de Amor, y también por aquella Massenie del Santo Graal de la
que el historiador Henri Martin habla en estos términos1, precisamente a propósito de
las novelas de caballería, que son también una de las grandes manifestaciones
literarias del esoterismo en la edad media: «En el Titurel, la leyenda del Grial
alcanza su última y espléndida transfiguración, bajo la influencia de ideas que
Wolfram2 parecía haber embebido en Francia, y particularmente en los Templarios
del mediodía de Francia. Ya no es pues en isla de Bretaña, sino en Galia, cerca de los
confines de España, donde el Grial está conservado. Un héroe llamado Titurel funda
un templo para depositar en él el santo Vaso, y es el profeta Merlín quien dirige esa
construcción misteriosa, iniciado como ha sido por José de Arimatea en persona en el
plano del Templo por excelencia, es decir, del Templo de Salomón3. La Caballería
del Grial deviene aquí la Massenie, es decir, una Franc-Masonería ascética, cuyos
miembros se llaman los Templistas, y se puede entender aquí la intención de religar a
un centro común, figurado por este Templo ideal, la Orden de los Templarios y las
1 Histoire de France, t. III, pp. 398-399.
2 El Templario suabo Wolfram d´Eschenbach, autor de Perceval, e imitador del benedictino
satírico Guyot de Provins, que él mismo designa bajo el nombre singularmente deformado de «Kyot
de Provence».
3 Henri Martin agrega aquí en nota: «Perceval acabó por transferir el Grial y reedificar el templo
en la India, y es el Prestejuan, ese jefe fantástico de una cristiandad oriental imaginaria, que heredó la
guardia del Santo Vaso».
numerosa confraternidades de constructores que renovaron entonces la arquitectura
de la edad media. Se entrevén en eso muchas aberturas sobre lo que se podría llamar
la historia subterránea de aquellos tiempos, mucho más complejos de lo que se cree
generalmente… Lo que es muy curioso y de lo que apenas si se puede dudar, es de
que la Franc-Masonería moderna se remonta de escalón en escalón hasta la Massenie
du Saint Graal»1.
Sería quizás imprudente adoptar de una manera demasiado exclusiva la opinión
expresada en la última frase, porque los vínculos de la Masonería moderna con las
organizaciones anteriores son, ellos también, extremadamente complejos; pero por
ello no será menos bueno tenerla en cuenta, ya que en eso se puede ver al menos la
indicación de uno de los orígenes reales de la Masonería. Todo eso puede ayudar a
entender en una cierta medida los medios de transmisión de las doctrinas esotéricas a
través de la edad media, así como la oscura filiación de las organizaciones iniciáticas
en el curso de ese mismo periodo, durante el que fueron verdaderamente secretas en
la más completa acepción de esta palabra.
1 Tocamos aquí un punto muy importante, pero que no podríamos tratar sin salirnos mucho de
nuestro tema: hay una relación muy estrecha entre el simbolismo mismo del Grial y el «centro
común» al que Henri Martin hace alusión, aunque sin que parezca suponer su realidad profunda, como
tampoco comprende evidentemente lo que simboliza, en el mismo orden de ideas, la designación del
Prestejuan y de su reino misterioso
.

CAPÍTULO V
VIAJES EXTRATERRESTRES
EN DIFERENTES TRADICIONES

Una cuestión que parece haber preocupado mucho a la mayoría de los
comentadores de Dante es la de las fuentes a las que conviene vincular su concepción
del descenso a los Infiernos, y es también uno de los puntos sobre los que aparece
con mayor nitidez la incompetencia de aquellos que no han estudiado estas
cuestiones más que de una manera completamente «profana». En efecto, en eso hay
algo que no puede comprenderse más que por un cierto conocimiento de las fases de
la iniciación real, y es lo que vamos a intentar explicar ahora.
Sin duda, si Dante toma a Virgilio como guía en las dos primeras etapas de su
viaje, la causa principal de ello, como todo el mundo está de acuerdo en reconocerlo,
es el recuerdo del canto VI de la Enéida; pero es menester agregar que ello es
porque, en Virgilio, no hay sólo una simple ficción poética, sino la prueba de un
saber iniciático incontestable. No carece de fundamento el hecho de que la práctica
de las suertes virgilianoe estuviera tan extendida en la edad media; y, si se ha querido
hacer de Virgilio un mago, eso no es más que una deformación popular y exotérica
de una verdad profunda, que sentían probablemente, mejor de lo que sabían
expresarlo, aquellos que aproximaban su obra a los Libros sagrados, aunque no fuera
más que para un uso adivinatorio de un interés muy relativo.
Por otra parte, no es difícil constatar que Virgilio mismo, en cuanto a lo que nos
ocupa, ha tenido predecesores en los Griegos, y recordar a este propósito el viaje de
Ulises al país de los Cimmerios, así como el descenso de Orfeo a los Infiernos; ¿pero
la concordancia que se observa en todo esto no prueba nada más que una serie de
apropiaciones o de imitaciones sucesivas? La verdad es que lo que se trata tiene la
relación más estrecha con los misterios de la antigüedad, y que estos diversos relatos
poéticos o legendarios no son más que traducciones de una misma realidad: la rama
de oro que Eneas, conducido por la Sibila, va a coger primero al bosque (esa misma
«selva selvaggia» donde Dante sitúa también el comienzo de su poema), es la rama
que llevaban los iniciados de Éleusis, y que recuerda también la acacia de la
Masonería moderna, «prenda de resurrección y de inmortalidad». Pero hay más, y el
Cristianismo mismo nos presenta también un simbolismo parecido: en la liturgia
católica, es por la fiesta de los Ramos1 como se abre la semana santa, que verá la
muerte de Cristo y su descenso a los Infiernos, después su resurrección, que pronto
será seguida de su ascensión gloriosa; y es precisamente el lunes santo cuando
comienza el relato de Dante, como para indicar que ha sido al ir a la búsqueda de la
rama misteriosa cuando se ha extraviado en el bosque obscuro donde va a encontrar a
Virgilio; y su viaje a través de los mundos durará hasta el domingo de Pascua, es
decir, hasta el día de la resurrección.
Muerte y descenso a los Infiernos por un lado, resurrección y ascensión a los
Cielos por el otro, son como dos fases inversas y complementarias, de las que la
primera es la preparación necesaria de la segunda, fases que se encontrarían
igualmente sin esfuerzo en la descripción de la «Gran Obra» hermética; y la misma
cosa se afirma claramente en todas las doctrinas tradicionales. Es así como en el
Islam encontramos el episodio del «viaje nocturno» de Mohammed, viaje que
comprende igualmente el descenso a las regiones infernales (isrâ), y después el
ascenso a los diversos paraísos o esferas celestes (mirâj); y algunos relatos de este
«viaje nocturno» presentan con el poema de Dante similitudes particularmente
sorprendentes, a tal punto que algunos han querido ver en él una de las fuentes
principales de su inspiración. Don Miguel Asín Palacios ha mostrado las múltiples
relaciones que existen, en cuanto al fondo e incluso en cuanto a la forma, entre la
Divina Comedia (sin hablar de algunos pasajes de la Vita Nuova y del Convito), por
una parte, y por otra, el Kitâb el-isrâ (Libro del Viaje nocturno) y los Futûhât el-
Mekkiyah (Revelaciones de la Meca) de Mohyiddin ibn Arabi, obras unos ochenta
años anteriores, y concluye que esas analogías son más numerosas ellas solas que
todas las que los comentadores han llegado a establecer entre la obra de Dante y
todas las demás literaturas de todos los países2. He aquí algunos ejemplos de ello:
«en una adaptación de la leyenda musulmana, un lobo y un león cortan la ruta al
peregrino, como la pantera, el león y la loba hacen retroceder a Dante… Virgilio es
1 El nombre latino de esta fiesta es Dominica in Palmis; la palma y la rama no son evidentemente
más que una sola y misma cosa, y la palma tomada como emblema de los mártires tiene igualmente la
significación que indicamos aquí. — Recordaremos también la denominación popular de «Pascua
florida», que expresa de una manera muy clara, aunque inconsciente en aquellos que la emplean hoy
día, la relación del simbolismo de esta fiesta con la resurrección.
2 Miguel Asín Palacios. La Escatología musulmana en la Divina Comedia, Madrid, 1919. — Cf.
también Blochet, les Sources orientales de «la Divine Comédie», París, 1901.
enviado a Dante y Gabriel a Mohammed por el Cielo; ambos, durante el viaje,
satisfacen la curiosidad del peregrino. El Infierno es anunciado en las dos leyendas
por signos idénticos: tumulto violento y confuso, ráfagas de fuego… La arquitectura
del Infierno dantesco está calcada sobre la del Infierno musulmán: los dos son una
gigantesca tolva formada por una serie de pisos, de grados o escalones circulares que
descienden gradualmente hasta el fondo de la tierra; cada uno de ellos encierra una
categoría de pecadores, cuya culpabilidad y cuya pena se agravan a medida que los
mismos habitan un círculo más hundido. Cada piso se subdivide en otros diferentes,
afectos a categorías variadas de pecadores; finalmente, estos dos Infiernos están
situados debajo de la ciudad de Jerusalem… A fin de purificarse al salir del Infierno
y de poder elevarse al Paraíso, Dante se somete a una triple ablución. Una misma
triple ablución purifica las almas en la leyenda musulmana: antes de penetrar en el
Cielo, son sumergidas sucesivamente en las aguas de los tres ríos que fertilizan el
jardín de Abraham… La arquitectura de las esferas celestes a través de las cuales se
cumple la ascensión es idéntica en las dos leyendas; en los nueve cielos están
dispuestas, según sus méritos respectivos, las almas bienaventuradas que, finalmente,
se juntan todas en el Empíreo o última esfera… Lo mismo que Beatriz se desvanece
ante San Bernardo para guiar a Dante en las últimas etapas, de igual modo Gabriel
abandona a Mohammed cerca del trono de Dios a donde será atraído por una
guirnalda luminosa… La apoteosis final de las dos ascensiones es la misma: los dos
viajeros, elevados hasta la presencia de Dios, nos describen a Dios como un foco de
luz intensa, rodeado de nueve círculos concéntricos formados por las filas cerradas
de innumerables espíritus angélicos que emiten rayos luminosos; una de las filas
circulares más próximas del foco es la de los Querubines; cada círculo rodea al
círculo inmediatamente inferior, y los nueve giran sin tregua alrededor del centro
Divino… Los pisos infernales, los cielos astronómicos, los círculos de la rosa
mística, los coros angélicos que rodean el foco de la Luz divina, los tres círculos que
simbolizan la trinidad de personas, están tomados palabra a palabra por el poeta
florentino a Mohyiddin ibn Arabi1».
Tales coincidencias, hasta en detalles extremadamente precisos, no pueden ser
accidentales, y tenemos muchas razones para admitir que Dante se haya inspirado
efectivamente, en una medida bastante importante, de los escritos de Mohyiddin;
¿pero cómo es que los ha conocido? Se considera como posible intermediario a
1 A. Cabaton, «la Divine Comédie» et l’Islam, en la Revue de l’Histoire des Religions, 1920; este
artículo contiene un resumen del trabajo de M. Asín Palacios.
Brunetto Latini, que había pasado una estancia en España; pero esta hipótesis nos
parece poco satisfactoria. Mohyiddin había nacido en Murcia, de donde su
sobrenombre de El-Andalûsi, pero no pasó toda su vida en España, y murió en
Damasco; por otro lado, sus discípulos estaban extendidos en todo el mundo
islámico; pero sobre todo en Siria y en Egipto, y finalmente es poco probable que sus
obras hayan sido del dominio público, o incluso algunas de entre ellas no lo han sido
jamás. En efecto, Mohyiddin fue algo muy diferente que el «poeta místico» que
imagina M. Asín Palacios; lo que conviene decir aquí es que, en el esoterismo
islámico, se le llama Esh-Sehikh el-akbar, es decir, el más grande de los Maestros
espirituales, el Maestro por excelencia, que su doctrina es de esencia puramente
metafísica, y que varias de las principales Órdenes iniciáticas del Islam, entre las que
están las más elevadas y las más cerradas al mismo tiempo, proceden de él
directamente. Ya hemos indicado que tales organizaciones estuvieron, en el siglo
XIII, es decir, en la época misma de Mohyiddin, en relaciones con las Órdenes de
caballería, y, para nos, es por eso por lo que se explica la transmisión constatada; si
ello fuera de otro modo, y si Dante hubiera conocido a Mohyiddin por vías
«profanas», ¿por qué no le habría nombrado nunca, de la misma manera que nombra
a los filósofos exotéricos del Islam, Avicena y Averroes?1. Además, está reconocido
que hubo influencias islámicas en los orígenes del Rosacrucianismo, y es a eso a lo
que hacen alusión los supuestos viajes de Christian Rosenkreuz a Oriente; pero el
origen real del Rosacrucianismo, ya lo hemos dicho, son precisamente las Órdenes
de Caballería, y son ellas las que formaron, en la edad media, el verdadero lazo
intelectual entre Oriente y Occidente.
Los críticos occidentales modernos, que no consideran el «viaje nocturno» de
Mohammed más que como una leyenda más o menos poética, pretenden que esta
leyenda no es específicamente islámica y árabe, sino que sería originaria de Persia,
porque el relato de un viaje similar se encuentra en un libro mazdeísta, el Ardâ Vîrâf
Nâmeh2. Algunos piensan que es menester remontar todavía más lejos, hasta la India,
donde se encuentra en efecto, tanto en el Brâhmanismo como en el Buddhismo, una
multitud de descripciones simbólicas de los diversos estados de existencia bajo la
forma de un conjunto jerárquicamente organizado de Cielos y de Infiernos; y algunos
1 Inferno, IV, 143-144.
2 Blochet. Études sur l’Histoire religieuse de l’Islam, en la Revue de l’Histoire des Religions,
1899. — Existe una traducción francesa del Livre d’Ardâ Vîrâf por M. A. Barthélemy, publicada en
1887.

llegan incluso hasta suponer que Dante ha podido sufrir directamente la influencia
india1. En aquellos que no ven en todo eso más que «literatura», se comprende esta
manera de considerar las cosas, aunque sea bastante difícil, incluso desde el simple
punto de vista histórico, admitir que Dante haya podido conocer algo de la India de
otro modo que por la mediación de los Árabes. Pero, para nos, estas similitudes no
muestran otra cosa que la unidad de la doctrina que está contenida en todas las
tradiciones; no hay nada de sorprendente en que nos encontremos por todas partes la
expresión de las mismas verdades, pero precisamente, para no sorprenderse de ello,
primero es menester saber que son verdades, y no ficciones más o menos arbitrarias.
Allí donde no hay más que semejanzas de orden general, no hay lugar a concluir de
ello una comunicación directa; esta conclusión no está justificada más que si las
mismas ideas son expresadas bajo una forma idéntica, lo que es el caso para
Mohyiddin y Dante. Es cierto que lo que encontramos en Dante está en perfecto
acuerdo con las teorías hindúes de los mundos y de los ciclos cósmicos, pero sin
estar revestido no obstante de la forma que es propiamente hindú; y este acuerdo
existe necesariamente en todos aquellos que tienen consciencia de las mismas
verdades, cualquiera que sea la manera en que han adquirido su conocimiento.
1 Angelo de Gubernatis, Dante e l´India, en el Giornale della Soietà asiatica italiana, vol. III,
1889, pp. 3-19; Le Type indien de Lucifer chez Dante, en las Actes du X Congrès des Orientalistes. —
M. Cabaton, en el artículo que hemos citado más atrás, señala que «Ozanam había ya entrevisto una
doble influencia islámica e india sufrida por Dante» (Essai sur la philosophie de Dante, pp. 198 y ss.);
pero debemos decir que la obra de Ozanam, a pesar de la reputación que goza, nos parece
extremadamente superficial.

CAPÍTULO VI
LOS TRES MUNDOS

La distinción de los tres mundos, que constituye el plan general de la Divina
Comedia, es común a todas las doctrinas tradicionales; pero toma formas diversas, y,
en la India misma, hay dos que no coinciden, pero que no están en contradicción
tampoco, y que corresponden solo a puntos de vista diferentes. Según una de estas
divisiones, los tres mundos son los Infiernos, la Tierra y los Cielos; según la otra,
donde los Infiernos ya no se consideran, son la Tierra, la Atmósfera (o región
intermediaria) y el Cielo. En la primera, es menester admitir que la región
intermediaria se considera como un simple prolongamiento del mundo terrestre; y es
así como aparece en Dante el Purgatorio, que puede ser identificado a esta misma
región. Por otra parte, teniendo en cuenta esta asimilación, la segunda división es
rigurosamente equivalente a la distinción hecha por la doctrina Católica entre Iglesia
militante, Iglesia purgante e Iglesia triunfante; ahí, tampoco se puede hablar del
Infierno. En fin, para los Cielos y los Infiernos, frecuentemente se consideran
subdivisiones en número variable; pero, en todos los casos, se trata siempre de una
repartición jerárquica de los grados de la existencia, que son realmente en
multiplicidad indefinida, y que pueden ser clasificados diferentemente según las
correspondencias analógicas que se tomen como base de una representación
simbólica.
Los Cielos son los estados superiores del ser; los Infiernos, como su nombre
mismo lo indica por lo demás, son los estados inferiores; y, cuando decimos
superiores e inferiores, eso debe entenderse en relación al estado humano o terrestre,
que se toma naturalmente como término de comparación, porque es el que debe
servirnos forzosamente de punto de partida. Puesto que la iniciación verdadera es una
toma de posesión consciente de los estados superiores, es fácil comprender que sea
descrita simbólicamente como una ascensión o un «viaje celeste»; pero uno podría
preguntarse por qué esta ascensión debe ser precedida de un descenso a los Infiernos.
Para eso hay varias razones, que no podríamos exponer completamente sin entrar en
desarrollos muy largos, lo que nos llevaría muy lejos del tema especial de nuestro
presente estudio; diremos solo esto: por una parte, este descenso es como una
recapitulación de los estados que preceden lógicamente al estado humano, que han
determinado sus condiciones particulares, y que deben participar también en la
«transformación» que va a cumplirse; por otra, permite la manifestación, según
ciertas modalidades, de las posibilidades de orden inferior que el ser lleva todavía en
él en el estado no desarrollado, y que deben ser agotadas por él antes de que le sea
posible llegar a la realización de los estados superiores. Por lo demás, es menester
precisar bien que no puede tratarse para el ser de retornar efectivamente a estados por
los que ya ha pasado; no puede explorar esos estados más que indirectamente,
tomando consciencia de las huellas que han dejado en las regiones más obscuras del
estado humano mismo; y por eso es por lo que los Infiernos son representados
simbólicamente como situados en el interior de la Tierra. Por el contrario, los Cielos
son muy realmente los estados superiores, y no solo su reflejo en el estado humano,
cuyos prolongamientos más elevados no constituyen más que la región intermediaria
o el Purgatorio, es decir, la montaña en la cima de la cual Dante coloca el Paraíso
terrestre. La meta real de la iniciación, no es solo la restauración del «estado
edénico», que no es más que una etapa sobre la ruta que debe conducir mucho más
arriba, puesto que es más allá de esta etapa donde comienza verdaderamente el «viaje
celeste»; esta meta, es la conquista activa de los estados «suprahumanos», ya que,
como Dante lo repite según el Evangelio, «Regnum coelorum violenzie pate…»1, y
esa es una de las diferencias esenciales que existen entre los iniciados y los místicos.
Para expresar las cosas de otro modo, diremos que el estado humano debe ser llevado
primero a la plenitud de su expansión, mediante la realización integral de sus
posibilidades propias (y esta plenitud es lo que es menester entender aquí por el
«estado edénico»); pero, lejos de ser el término, esto no será todavía más que la base
sobre la que el ser se apoyará para «salire alle stelle»2, es decir, para elevarse a los
estados superiores, que figuran las esferas planetarias y estelares en el lenguaje de la
1 Paradiso, XX, 94.
2 Purgatorio, XXXIII, 145. — Es notable que las tres partes del poema se terminan todas por la
misma palabra stelle, como para afirmar la importancia muy particular que tenía para Dante el
simbolismo astrológico. Las últimas palabras del Infierno, «riveder le stelle», caracterizan el retorno al
estado propiamente humano, desde donde es posible percibir como un reflejo de los estados
superiores; las del Purgatorio son las mismas que explicamos aquí. En cuanto al verso final del
Paraíso: «L´Amor che muove il Sole e l´altre stelle», designa, como término último del «viaje
celeste», el centro divino que está más allá de todas las esferas, y que es, según la expresión de
Aristóteles, el «motor inmóvil» de todas las cosas; el nombre de «Amor» que se le atribuye podría dar
lugar a interesantes consideraciones, en relación con el simbolismo propio a la iniciación de las
Órdenes de caballería.
astrología, y las jerarquías angélicas en el lenguaje de la teología. Así pues, hay que
distinguir dos periodos en la ascensión, pero el primero, a decir verdad, no es una
ascensión más que en relación a la humanidad ordinaria: la altura de una montaña,
cualquiera que sea, es siempre nula en comparación de la distancia que separa la
Tierra de los Cielos; en realidad, es pues más bien una extensión, puesto que es el
completo florecimiento del estado humano. El despliegue de las posibilidades del ser
total se efectúa así primero en el sentido de la «amplitud», y después en el de la
«exaltación», para servirnos de términos tomados al esoterismo islámico; y
agregaremos también que la distinción de estos dos periodos corresponde a la
división antigua de los «misterios menores» y de los «misterios mayores».
Las tres fases a las cuales se refieren respectivamente las tres partes de la Divina
Comedia pueden explicarse también por la teoría hindú de los tres gunas, que son las
cualidades o más bien las tendencias fundamentales de las que procede todo ser
manifestado; según que una u otra de estas tendencias predomine en ellos, los seres
se reparten jerárquicamente en el conjunto de los tres mundos, es decir, de todos los
grados de la existencia universal. Los tres gunas son: sattwa, la conformidad a la
esencia pura del Ser, que es idéntica a la luz del Conocimiento, simbolizado por la
luminosidad de las esferas celestes que representan los estados superiores; rajas, la
impulsión que provoca la expansión del ser en un estado determinado, tal como el
estado humano, o, si se quiere, el despliegue de este ser en un cierto nivel de la
existencia; finalmente, tamas, la obscuridad, asimilada a la ignorancia, raíz tenebrosa
del ser considerado en sus estados inferiores. Así, sattwa, que es una tendencia
ascendente, se refiere a los estados superiores y luminosos, es decir, a los Cielos, y
tamas, que es una tendencia descendente, se refiere a los estados inferiores y
tenebrosos, es decir, a los Infiernos; rajas, que se podría representar por una
extensión en el sentido horizontal, se refiere al mundo intermediario, que es aquí el
«mundo del hombre», puesto que es nuestro grado de existencia el que tomamos
como término de comparación, y que debe ser considerado como comprendiendo la
Tierra con el Purgatorio, es decir, el conjunto del mundo corporal y del mundo
psíquico. Se ve que esto corresponde exactamente a la primera de las dos maneras de
considerar la división de los tres mundos que hemos mencionado precedentemente; y
el paso de uno a otro de estos tres mundos puede ser descrito como resultando de un
cambio en la dirección general del ser, o de un cambio del guna que, al predominar
en él determina esta dirección. Existe precisamente un texto vêdico en el que los tres
gunas son presentados así como convirtiéndose el uno en el otro procediendo en ello
según un orden ascendente: «Todo era tamas: Él (el Supremo Brahma) ordenó un
cambio, y tamas tomó el tinte (es decir, la naturaleza) de rajas (intermediario entre la
obscuridad y la luminosidad); y rajas, habiendo recibido de nuevo un mandato,
revistió la naturaleza de sattwa». Este texto da como un esquema de la organización
de los tres mundos, a partir del caos primordial de las posibilidades, conformemente
al orden de generación y de encadenamiento de los ciclos de la existencia universal.
Por lo demás, cada ser, para realizar todas estas posibilidades, debe pasar, en lo que
le concierne particularmente, por los estados que corresponden respectivamente a
estos diferentes ciclos, y es por eso por lo que la iniciación, que tiene como meta el
cumplimiento total del ser, se efectúa necesariamente por las mismas fases: el
proceso iniciático reproduce rigurosamente el proceso cosmogónico, según la
analogía constitutiva del Macrocosmo y del Microcosmo1.
1 Puesto que la teoría de los tres gunas se refiere a todos los modos posibles de la manifestación
universal, es naturalmente susceptible de aplicaciones múltiples; una de estas aplicaciones, que
concierne especialmente al mundo sensible, se encuentra en la teoría cosmológica de los elementos;
pero aquí no teníamos que considerar más que su significación general, puesto que se trataba solo de
explicar la repartición de todo el conjunto de la manifestación según la división jerárquica de los tres
mundos, y de indicar el alcance de esta repartición desde el punto de vista iniciático.

CAPÍTULO VII
LOS NÚMEROS SIMBÓLICOS

Antes de pasar a las consideraciones que se refieren a la teoría de los ciclos
cósmicos, debemos presentar ahora algunas precisiones sobre el papel que
desempeña el simbolismo de los números en la obra de Dante; y hemos encontrado
indicaciones muy interesantes sobre este tema en un trabajo del profesor Rodolfo
Benini1, que, no obstante, no ha sacado de ellas todas las conclusiones que éstas
parecen conllevar. Es cierto que este trabajo es una investigación del plan primitivo
del Inferno, emprendida con intenciones que son sobre todo de orden literario; pero
las constataciones a las que conduce esta investigación tienen en realidad un alcance
mucho más considerable.
Según M. Benini, habría para Dante tres parejas de números que tienen un valor
simbólico por excelencia: son 3 y 9, 7 y 22, 515 y 666. Para los dos primeros
números, no hay ninguna dificultad: todo el mundo sabe que la división general del
poema es ternaria, y acabamos de explicar sus razones; por otra parte, ya hemos
recordado que 9 es el número de Beatriz, como se ve en la Vita Nuova. Por lo demás,
este número 9 está directamente vinculado al precedente, puesto que es su cuadrado,
y se le podría llamar un triple ternario; es el número de las jerarquías angélicas, y por
consiguiente el de los Cielos, y es también el de los círculos infernales, ya que hay
una cierta relación de simetría inversa entre los Cielos y los Infiernos. En cuanto al
número siete, que encontramos particularmente en las divisiones del Purgatorio,
todas las tradiciones están de acuerdo en considerarle igualmente como un número
sagrado, y no creemos útil enumerar aquí todas las aplicaciones a las que da lugar;
recordaremos solamente, como una de las principales, la consideración de los siete
planetas, que sirve de base a una multitud de correspondencias analógicas (ya hemos
visto un ejemplo de ello a propósito de las siete artes liberales). El número 22 está
ligado al 7 por la relación 22/7, que es la expresión aproximada de la relación de la
circunferencia con el diámetro, de suerte que el conjunto de estos dos números
1 Per la restituzione della Cantica dell´Inferno alla sua forma primitiva, en el Nuovo Patto,
representa el círculo, que es la figura más perfecta para Dante como para los
Pitagóricos (y todas las divisiones de cada uno de los tres mundos tienen esta forma
circular); además, 22 reúne los símbolos de dos de los «movimientos elementales» de
la física aristotélica: el movimiento local, representado por 2, y el de la alteración,
representado por 20, como Dante mismo lo explica en el Convito1. Tales son, para
este último número, las interpretaciones dadas por M. Benini; al reconocer que son
perfectamente justas, debemos decir no obstante que este número no nos parece tan
fundamental como él piensa, y que se nos aparece incluso sobre todo como un
derivado de otro que el autor no menciona más que a título secundario, mientras que,
en realidad, tiene una importancia más grande: es el número 11, del que 22 no es más
que un múltiplo.
Aquí, nos es menester insistir un poco, y diremos primero que esta laguna nos ha
extrañado tanto más en M. Benini, cuanto que todo su trabajo se apoya sobre la
precisión siguiente: en el Inferno, la mayoría de las escenas completas o episodios en
los que se subdividen los diversos cantos comprenden exactamente once o veintidós
estrofas (algunas comprenden diez solamente); hay también un cierto número de
preludios y de finales en siete estrofas; y, si estas proporciones no siempre han sido
conservadas intactas, es porque el plan primitivo del Inferno ha sido modificado
ulteriormente. En estas condiciones, ¿por qué 11 no sería al menos tan importante de
considerar como 22? Estos dos números se encuentran asociados también en las
dimensiones asignadas a los extremos «bolgie», cuyas circunferencias respectivas
son de 11 y 22 millas; pero 22 no es el único múltiplo de 11 que interviene en el
poema. Hay también 33, que es el número de los cantos en los que se divide cada una
de las tres partes; solo el Inferno tiene 34, pero el primero es más bien una
introducción general, que completa el número total de 100 para el conjunto de la
obra. Por otra parte, cuando se sabe lo que era el ritmo para Dante, se puede pensar
que no es arbitrariamente como ha escogido el verso de once sílabas, como tampoco
la estrofa de tres versos que nos recuerda el ternario; cada estrofa tiene 33 sílabas, de
igual modo que los conjuntos de 11 y 22 estrofas que acabamos de tratar contienen
respectivamente 33 y 66 versos; y los diversos múltiplos de 11 que encontramos aquí
tienen todos un valor simbólico particular. Así pues, es muy insuficiente limitarse,
como lo hace M. Benini, a introducir 10 y 11 entre 7 y 22 para formar «un
1 El tercer «movimiento elemental», el del acrecentamiento, es representado por el número 1000;
y la suma de los tres números simbólicos es 1022, que los «sabios de Egipto», al decir de Dante,
consideraban como el número de las estrellas fijas.
tetracordio que tiene una vaga semejanza con el tetracordio griego», y cuya
explicación nos parece más bien confusa.
La verdad, es que el número 11 desempeñaba un papel considerable en el
simbolismo de algunas organizaciones iniciáticas; y, en cuanto a sus múltiplos,
recordaremos simplemente esto: 22 es el número de las letras del alfabeto hebraico, y
se sabe cual es su importancia en la Kabbala; 33 es el número de los años de la vida
terrestre de Cristo, que se vuelve a encontrar en la edad simbólica del Rosa-Cruz
masónico, y también en el número de los grados de la Masonería escocesa; 66 es, en
árabe, el valor numérico total del nombre de Allah, y 99 es el número de los
principales atributos divinos según la tradición islámica; sin duda se podrían
establecer todavía muchas otras aproximaciones. Al margen de las significaciones
diversas que pueden vincularse al número 11 y a sus múltiplos, el empleo que hace
Dante de él constituía un verdadero «signo de reconocimiento», en el sentido más
estricto de esta expresión; y, para nos, es en eso donde reside precisamente la razón
de las modificaciones que el Inferno ha debido sufrir después de su primera
redacción. Entre los motivos que han podido llevar a esas modificaciones, M. Benini
considera ciertos cambios en el plan cronológico y arquitectónico de la obra, que son
posibles sin duda, pero que no nos parecen claramente probados; pero menciona
también «los hechos nuevos que el poeta quería tener en cuenta en el sistema de las
profecías», y es aquí donde nos parece que se aproxima a la verdad, sobre todo
cuando agrega: «por ejemplo, la muerte del Papa Clemente V, ocurrida en 1314,
cuando el Inferno, en su primera redacción, debía estar terminado». En efecto, la
verdadera razón, a nuestros ojos, son los acontecimientos que tuvieron lugar de 1300
a 1314, es decir, la destrucción de la Orden del Temple y sus diversas
consecuencias1; y Dante, por lo demás, no ha podido impedirse indicar estos
acontecimientos, cuando, haciendo predecir por Hugo Capeto los crímenes de Felipe
el Hermoso, después de haber hablado de ultraje que éste hizo sufrir «a Cristo en su
vicario», prosigue en estos términos2:
1 Es interesante considerar la sucesión de estas fechas: en 1307, Felipe el Hermoso, de acuerdo
con Clemente V, hace aprisionar al Gran Maestre y a los principales dignatarios de la Orden del
Temple (en número de 72, se dice, y éste es también un número simbólico); en 1308, Enrique de
Luxemburgo es elegido emperador; en 1312, la Orden del Temple es abolida oficialmente; en 1313, el
emperador Enrique VII muere misteriosamente, sin duda envenenado; en 1314 tiene lugar el suplicio
de los Templarios cuyo proceso duraba desde hacía siete años; el mismo año, el rey Felipe el Hermoso
y el Papa Clemente V mueren a su vez.
2 Purgatorio, XX, 91-93. — El móvil de Felipe el Hermoso, para Dante, es la avaricia y la avidez
Veggio il nuovo Pilato si crudele,
Che ciò nol sazia, ma, senza decreto,
Porta nel Tempio le cupide vele.
Y, cosa más sorprendente, la estrofa siguiente1 contiene, en términos propios, el
Nekam Adonaï 2 de los Kadosch Templarios:
O Signor mio, quando sarò io lieto
A veder la vendetta, che, nascosa,
Fa dolce l´ira tua nel tuo segreto?
Muy ciertamente, éstos son los «hechos nuevos» que Dante tuvo que tener en
cuenta, y eso por motivos muy diferentes de aquellos en los que se puede pensar
cuando se ignora la naturaleza de las organizaciones a las que Dante pertenecía.
Estas organizaciones, que procedían de la Orden del Temple y que tuvieron que
recoger una parte de su herencia, debieron disimularse entonces mucho más
cuidadosamente que antes, sobre todo después de la muerte de su jefe exterior, el
emperador Enrique VII de Luxemburgo, cuya sede en el más alto de los Cielos,
Beatriz, como anticipación, había mostrado a Dante3. Desde entonces, convenía
hay quizás una relación más estrecha de lo que se podría suponer entre dos hechos imputables a este
rey: la destrucción de la Orden del Temple y la alteración de las monedas.
1 Purgatorio, XX, 94-96.
2 En hebreo, estas palabras significan: «Venganza; ¡oh Señor!»; Adonaï debería traducirse más
literalmente por «Señor mío», y se observará que es exactamente así como se encuentra traducido en
el texto de Dante.
3 Paradiso, XXX, 124-148. Este pasaje es precisamente aquel en el que se trata del «convento
delle bianche stole». — Las organizaciones en cuestión habían tomado como palabra de paso Altri,
que Aroux (Dante héretique, révolutionnaire et socialiste, p. 227) interpreta así: Arrigo
Lucemburghese, Teutonico, Romano, Imperatore; pensamos que la palabra Teutónico es inexacta y
debe ser reemplazada por Templare. Por lo demás, es verdad que debía haber una cierta relación entre
la Orden del Temple y la de los Caballeros teutónicos; no sin razón fueran fundadas casi
simultáneamente, la primera en 1118 y la segunda en 1128. — Aroux supone que la palabra altri
podría ser interpretada como acaba de decirse en un cierto pasaje de Dante (Inferno, IX, 9), y que, de
igual modo, la palabra tal (id., VIII, 130, y IX, 8) podría traducirse por Teutonico Arrigo
Lucemburghese
.
ocultar el signo «de reconocimiento» al que hemos hecho alusión: las divisiones del
poema donde aparecía más claramente el número 11 debían ser, no suprimidas, pero
si vueltas menos visibles, de manera que pudieran ser encontradas solo por aquellos
que conocieran su razón de ser y su significación; y, si se piensa que han transcurrido
seis siglos antes de que su existencia haya sido señalada públicamente, es menester
admitir que las precauciones requeridas habían sido bien tomadas, y que las mismas
no carecían de eficacia1.
Por otra parte, al mismo tiempo que aportaba estos cambios a la primera parte de
su poema, Dante aprovechaba de ello para introducir en él nuevas referencias a otros
números simbólicos; y he aquí lo que dice de ello M. Benini: «Dante imaginó
entonces regular los intervalos entre las profecías y otros rasgos sobresalientes del
poema, de manera que éstos se respondieran uno a otro según números determinados
de versos, escogidos naturalmente entre los números simbólicos. En suma, un
sistema de consonancias y de periodos rítmicos fue sustituido por otro, pero mucho
más complicado y secreto que aquél, como conviene al lenguaje de la revelación
hablada por seres que ven el porvenir. Y aquí es donde aparecen los famosos 515 y
666, de los que la trilogía está llena: 666 versos separan la profecía de Ciacco de la
de Virgilio, 515 la profecía de Farinata de la de Ciacco; 666 se interponen de nuevo
entre la profecía de Brunetto Latini y la de Farinata, y todavía 515 entre la profecía
de Nicolás III y la de messire Brunetto». Estos números 515 y 666, que vemos
alternar así regularmente, se oponen uno a otro en el simbolismo adoptado por
Dante: en efecto, se sabe que 666 es en el Apocalipsis el «número de la bestia», y que
se han hecho innumerables cálculos, frecuentemente fantasiosos, para encontrar el
nombre del Anticristo, cuyo valor numérico debe representar, «ya que este número es
un número de hombre»2; por una parte, 515 es enunciado expresamente con una
significación directamente contraria a esa, en la predicción de Beatriz: «Un
cinquecento diece e cinque, messo di Dio…»3. Se ha pensado que este 515 era la
misma cosa que el misterioso Veltro, enemigo de la loba que se encuentra así
identificado a la bestia apocalíptica4; y se ha supuesto incluso que ambos símbolos
1 El número 11 ha sido conservado en el ritual del grado 33 escocés, donde se asocia precisamente
a la fecha de la abolición de la Orden del Temple, contada según la era masónica y no según la era
vulgar.
2 Apocalipsis, XIII, 18.
3 Purgatorio, XXXIII, 43-44.
4 Inferno, I, 100-111. — Se sabe que la loba fue primero el símbolo de Roma, pero que fue
reemplazada por el águila en la época imperial.
designaban a Enrique de Luxemburgo1. No tenemos la intención de discutir aquí la
significación del Veltro2, pero no creemos que sea menester ver en él una alusión a
un personaje determinado; para nos, se trata solo de uno de los aspectos de la
concepción general que Dante se hace del Imperio3. M. Benini, al observar que el
número 515 se transcribe en letras latinas por DXV, interpreta estas letras como
iniciales que designan Dante, Veltro di Cristo; pero esta interpretación es
singularmente forzada, y por lo demás nada autoriza a suponer que Dante haya
querido identificarse él mismo a este «enviado de Dios». En realidad, basta cambiar
el orden de las letras numéricas para obtener DVX, es decir, la palabra Dux, que se
comprende sin más explicación4; y agregaremos que la suma de las cifras de 515 da
también el número 11 5: este Dux puede bien ser Enrique de Luxemburgo, si se
quiere, pero es también, y al mismo título, cualquier otro jefe que pueda ser escogido
por las mismas organizaciones para realizar la meta que se habían asignado en el
orden social, y que la Masonería escocesa designa todavía como el «reino del Sacro
Imperio»6.
1 E. G. Parodi, Poesia e Storia nella Divina Commedia.
2 El Veltro es un lebrel, un perro, y Aroux sugiere la posibilidad de una suerte de juego de
palabras entre cane y el título de Khan dado por los Tártaros a sus jefes; así, un nombre como el de
Can Grande della Scala, el protector de Dante, podría haber tenido un doble sentido. Esta
aproximación no tiene nada de inverosímil, ya que no es el único ejemplo que se pueda dar de un
simbolismo que reposa sobre una similitud fonética; agregaremos incluso que, en diversas lenguas, la
raíz can o kan significa «poder», lo que se relaciona todavía con el mismo orden de ideas.
3 El Emperador, tal como le concebía Dante, es completamente comparable al Chakravartî o
monarca universal de los Hindúes, cuya función esencial es hacer reinar la paz sarvabhaumika, es
decir, la paz que se extiende a toda la tierra; habría que hacer también aproximaciones entre esta teoría
del Imperio y la del Khalifato en Mohyiddin.
4 Por lo demás, se puede observar que este Dux es el equivalente del Khan tártaro.
5 De igual modo, las letras DIL, primeras de las palabras Diligite justitiam…, y que son
primeramente enunciadas por separado (Paradiso, XVIII, 78), valen 551, que está formado de las
mismas cifras que 515, colocadas en otro orden, y que se reduce igualmente a 11.
6 Ciertos Supremos Consejos escoceses, concretamente el de Bélgica, han eliminado no obstante
de sus Constituciones y de sus rituales la expresión de «Sacro Imperio» por todas partes donde se
encontraba; vemos ahí el indicio de una singular incomprehensión del simbolismo hasta en sus
elementos más fundamentales, y eso muestra a qué grado de degeneración han llegado, incluso en los
grados más altos, en algunas facciones de la Masonería contemporánea.

CAPÍTULO VIII
LOS CICLOS CÓSMICOS

Después de estas observaciones que creemos propias para fijar algunos puntos
históricos importantes, llegamos a lo que M. Benini denomina la «cronología» del
poema de Dante. Ya hemos mencionado que éste cumple su viaje a través de los
mundos durante la semana santa, es decir, en el momento del año litúrgico que
corresponde al equinoccio de primavera; y hemos visto también que es en esta época,
según Aroux, cuando los Cátharos hacían sus iniciaciones. Por otra parte, en los
capítulos masónicos de Rosa-Cruz, la conmemoración de la Cena es celebrada el
jueves Santo, y la reanudación de los trabajos tiene lugar simbólicamente el viernes a
las tres de la tarde, es decir, en el día y en la hora en que murió Cristo. En fin, el
comienzo de esta semana santa del año 1300 coincide con la luna llena; y se podría
hacer observar a este propósito, para completar las concordancias señaladas por
Aroux, que es también en la luna llena cuando los Noachites tienen sus asambleas.
Ese año 1300 marca para Dante el medio de su vida (tenía entonces 35 años), y
para él es también el medio de los tiempos; aquí también, citaremos lo que dice M.
Benini: «Raptado por un pensamiento extraordinariamente egocéntrico, Dante sitúa
su visión en el medio de la vida del mundo —el movimiento de los cielos había
durado 65 siglos hasta él, y debía durar otros 65 después de él— y, mediante un hábil
juego, hizo que se rencontraran los aniversarios exactos, en tres especies de años
astronómicos, de los acontecimientos más grandes de la historia, y, en una cuarta
especie, el aniversario del acontecimiento más grande de su vida personal». Lo que
debe retener sobre todo nuestra atención, es la evaluación de la duración total del
mundo, diríamos más bien del ciclo actual: dos veces 65 siglos, es decir, 130 siglos o
13.000 años, de los que los trece siglos transcurridos desde el comienzo de la era
cristiana forman exactamente la décima parte. El número 65 es por lo demás digno
de observar en sí mismo: por la adicción de sus cifras, se reduce también a 11, y,
además, este número se encuentra ahí descompuesto en 6 y 5, que son los números
simbólicos respectivos del Macrocosmo y del Microcosmo, y a los que Dante hace
salir al uno y al otro de la unidad principial cuando dice: «… Cosi come raia dell´un,
se si conosce, il cinque e il sei»1. Finalmente, al traducir 65 en letras latinas como lo
hemos hecho para 515, tenemos LXV, o, con la misma interversión que
precedentemente, LVX, es decir, la palabra Lux; y esto puede tener una relación con
la era masónica de la Verdadera Luz2.
Pero he aquí lo más interesante que hay: la duración de 13.000 años no es otra
cosa que el semiperiodo de la precesión de los equinoccios, evaluado con un error
que es solo de 40 años por exceso, inferior por tanto a medio siglo, y que representa
por consiguiente una aproximación completamente aceptable, sobre todo cuando esta
duración se expresa en siglos. En efecto, el periodo total es en realidad de 25.920
años, de suerte que su mitad es de 12.960 años; este semiperiodo es el «gran año» de
los Persas y de los Griegos, evaluado a veces también en 12.000 años, lo que es
mucho menos exacto que los 13.000 años de Dante. Este «gran año» era considerado
efectivamente por los antiguos como el tiempo que transcurre entre dos renovaciones
del mundo, lo que sin duda debe interpretarse, en la historia de la humanidad
terrestre, como el intervalo que separa dos grandes cataclismos en los que
desaparecen continentes enteros (y de los que el último fue la destrucción de la
Atlántida). A decir verdad, eso no es más que un ciclo secundario, que podría ser
considerado como una fracción de otro ciclo más extenso; pero, en virtud de una
cierta ley de correspondencia, cada uno de los ciclos secundarios reproduce, a una
escala más reducida, fases que son comparables a las de los grandes ciclos en los
cuales se integra. Así pues, lo que puede decirse de las leyes cíclicas en general
encontrará su aplicación a diferentes grados: ciclos históricos, ciclos geológicos,
ciclos propiamente cósmicos, con divisiones y subdivisiones que multiplican aún
estas posibilidades de aplicación. Por lo demás, cuando se rebasan los límites del
mundo terrestre, ya no puede tratarse de medir la duración de un ciclo por un número
de años entendido literalmente; los números toman entonces un valor puramente
simbólico, y expresan proporciones más bien que duraciones reales. Por ello no es
menos verdad que, en la cosmología hindú, todos los números cíclicos están basados
esencialmente sobre el periodo de la precesión de los equinoccios, con el que tienen
relaciones claramente determinadas3; así pues, ese es el fenómeno fundamental en la
aplicación astronómica de las leyes cíclicas, y, por consiguiente, el punto de partida
1 Paradiso, XV, 56-57.
2 Añadiremos también que el número 65 es, en hebreo, el número del nombre divino Adonaï.
3 Los principales de estos números cíclicos son 72, 108 y 432; es fácil ver que son fracciones
exactas del número 25.920, al que se vinculan inmediatamente por la división geométrica del círculo;
y esta división misma es también una aplicación de los números cíclicos.
natural de todas las transposiciones analógicas a las que estas mismas leyes pueden
dar lugar. No podemos pensar en entrar aquí en el desarrollo de estas teorías; pero es
destacable que Dante haya tomado la misma base para su cronología simbólica, y,
sobre este punto también, podemos constatar su perfecto acuerdo con las doctrinas
tradicionales de Oriente1.
Pero uno se puede preguntar por qué Dante sitúa su visión exactamente en medio
del «gran año», y si es menester verdaderamente hablar a este propósito de
«egocentrismo», o si no hay para eso algunas razones de otro orden. Podemos hacer
observar primero que, si se toma un punto de partida cualquiera en el tiempo, y si se
cuenta a partir de ese origen la duración del periodo cíclico, siempre se llegará a un
punto que estará en perfecta correspondencia con aquél de donde se ha partido, ya
que es esta correspondencia misma entre los elementos de los ciclos sucesivos la que
asegura la continuidad de éstos. Así pues, se puede escoger el origen de manera de
colocarse idealmente en el medio de un tal periodo; se tienen así dos duraciones
iguales, una anterior y la otra posterior, en el conjunto de las cuales se cumple
verdaderamente toda la revolución de los cielos, puesto que todas las cosas se
rencuentran finalmente en una posición, no idéntica (pretenderlo sería caer en el error
del «eterno retorno» de Nietzche), sino analógicamente correspondiente a la que
tenían al comienzo. Esto puede ser representado geométricamente de la manera
siguiente: si el ciclo en cuestión es el semiperiodo de la precesión de los equinoccios,
y si se figura el periodo entero por una circunferencia, bastará trazar un diámetro
horizontal para partir esta circunferencia en dos mitades de las que cada una
representará un semiperiodo, donde el comienzo y el fin de éste corresponden a las
dos extremidades del diámetro; si se considera solamente la semicircunferencia
superior, y si se traza el radio vertical, éste terminará en el punto mediano, que
corresponde al «medio de los tiempos». La figura así obtenida es el signo , es
decir, el símbolo alquímico del reino mineral2; coronado de una cruz, es el «globo
1 Por lo demás, en el fondo hay acuerdo entre todas las tradiciones, cualesquiera que sean sus
diferencias de forma; es así como la teoría de las cuatro edades de la humanidad (que se refiere a un
ciclo más extenso que el de 13.000 años) se encuentra a la vez en la antigüedad grecorromana, en los
Hindúes y en los pueblos de la América central. Se puede encontrar una alusión a estas cuatro edades
(de oro, de plata, de bronce y de hierro) en la figura del «anciano de Creta» (Inferno, XIV, 94-120),
que, por lo demás, es idéntico a la estatua del sueño de Nabucodonosor (Daniel, II); y los cuatro ríos
de los Infiernos, que Dante hace salir de él, no dejan de tener una cierta relación analógica con los del
Paraíso terrestre; todo esto no puede comprenderse más que si uno lo refiere a las leyes cíclicas.
2 Este símbolo es uno de los que se refieren a la división cuaternaria del círculo.
del mundo», jeroglífico de la Tierra y emblema del poder imperial1. Este último uso
del símbolo de que se trata permite pensar que debía tener para Dante un valor
particular; y la añadidura de la cruz se encuentra implicada en el hecho de que el
punto central donde se colocaba correspondía geográficamente a Jerusalem, que
representaba para él lo que podemos llamar el «polo espiritual»2. Por otra parte, en
los antípodas de Jerusalem, es decir, en el otro polo, se eleva el monte del Purgatorio,
por encima del cual brillan las cuatro estrellas que forman la constelación de la
«Cruz del Sur»3; ahí está la entrada de los Cielos, de igual modo que por debajo de
Jerusalem está la entrada de los Infiernos; y encontramos figurada, en esta oposición,
la antítesis del «Cristo doloroso» y del «Cristo glorioso».
Se podrá encontrar extraño, a primera vista, que establezcamos así una
asimilación entre un simbolismo cronológico y un simbolismo geográfico; y no
obstante es a eso a lo que queríamos llegar para dar a la precisión que precede su
verdadera significación, ya que la sucesión temporal, en todo esto, no es más que un
modo de expresión simbólico. Un ciclo cualquiera puede ser partido en dos fases,
que son, cronológicamente, sus dos mitades sucesivas, y es bajo esta forma como lo
hemos considerado en primer lugar; pero en realidad, estas dos fases representan
respectivamente la acción de dos tendencias adversas, y por lo demás
complementarias; y, evidentemente, esta acción puede ser tanto simultánea como
sucesiva. Por consiguiente, colocarse en el medio del ciclo, es colocarse en el punto
donde estas tendencias se equilibran: es, como dicen los iniciados musulmanes, «el
lugar divino donde se concilian los contrastes y las antinomias»; es el centro de la
«rueda de las cosas», según la expresión hindú, o el «invariable medio» de la
tradición extremo oriental, el punto fijo alrededor del cual se efectúa la rotación de
las esferas, la mutación perpetua del mundo manifestado. El viaje de Dante se
cumple según el «eje espiritual» del mundo; en efecto, solo desde ahí se pueden
considerar todas las cosas en modo permanente, porque uno mismo está sustraído al
cambio, y porque, por consiguiente, tiene del cambio una visión sintética y total.
Desde el punto de vista propiamente iniciático, lo que acabamos de indicar
responde también a una verdad profunda; el ser debe ante todo identificar el centro
aplicaciones analógicas son casi innumerables.
1 Cf. Oswald Wirth, le Symbolisme hermétique dans ses rapports avec l’Alchimie et la Franc-
Maçonnerie, pp. 19 y 70-71.
2 El simbolismo del polo desempeña un papel considerable en todas las doctrinas tradicionales;
pero, para dar su explicación completa, sería menester consagrarle todo un estudio especial.
3 Purgatorio, I, 27.
de su propia individualidad (representado por el corazón en el simbolismo
tradicional) con el centro cósmico del estado de existencia al que pertenece esta
individualidad, y que va a tomar como base para elevarse a los estados superiores. Es
en este centro donde reside el equilibrio perfecto, imagen de la inmutabilidad
principial en el mundo manifestado; es ahí donde se proyecta el eje que liga entre sí
todos los estados, el «rayo divino» que, en su sentido ascendente, conduce
directamente a esos estados superiores que se trata de alcanzar. Todo punto posee
virtualmente estas posibilidades y es, si se puede decir, el centro en potencia; pero es
menester que lo devenga efectivamente, por una identificación real, para hacer
actualmente posible el florecimiento total del ser. He aquí por qué Dante, para poder
elevarse a los Cielos, debía colocarse primero en un punto que sea verdaderamente el
centro del mundo terrestre; y este punto lo es a la vez según el tiempo y según el
espacio, es decir, en relación a las dos condiciones que caracterizan esencialmente la
existencia de este mundo.
Si retomamos ahora la representación geométrica de que nos hemos servido
precedentemente, vemos también que el rayo vertical, que va desde la superficie de
la tierra a su centro, corresponde a la primera parte del viaje de Dante, es decir, a la
travesía de los Infiernos. El centro de la tierra es el punto más bajo, puesto que es ahí
hacia donde tienden por todas partes las fuerzas de la pesantez; tan pronto como es
rebasado, comienza pues el ascenso, y va a efectuarse en la dirección opuesta, para
desembocar en los antípodas del punto de partida. Para representar esta segunda fase,
es menester pues prolongar el radio más allá del centro, de manera que se complete
el diámetro vertical; se tiene entonces la figura del círculo dividido por una cruz, es
decir el signo ⊕, que es el símbolo hermético del reino vegetal. Ahora bien, si se
considera de una manera general la naturaleza de los elementos simbólicos que
desempeñan un papel preponderante en las dos primeras partes del poema, se puede
constatar en efecto que se refieren respectivamente a los dos reinos mineral y
vegetal; no insistiremos sobre la relación evidente que une el primero a las regiones
interiores de la tierra, y solo recordaremos los «árboles místicos» del Purgatorio y del
Paraíso terrestre. Se podría esperar ver proseguirse la correspondencia entre la
tercera parte y el reino animal1; pero a decir verdad, no hay nada de eso, porque los
1 El símbolo hermético del reino animal es el signo , que conlleva el diámetro vertical entero y
la mitad solamente del diámetro horizontal; este símbolo es en cierto modo inverso del símbolo del
reino mineral, puesto que lo que era horizontal en uno deviene vertical en el otro y recíprocamente; y
el símbolo del reino vegetal, donde hay una suerte de simetría o de equivalencia entre las dos
.
límites del mundo terrestre son rebasados aquí, de suerte que ya no es posible aplicar
la consecución del mismo simbolismo. Es al final de la segunda parte, es decir,
todavía en el Paraíso terrestre, donde encontramos la mayor abundancia de símbolos
animales; así pues, es menester haber recorrido los tres reinos, que representan las
diversas modalidades de la existencia en nuestro mundo, antes de pasar a otros
estados, cuyas condiciones son completamente diferentes1.
Nos es menester considerar todavía los dos puntos opuestos, situados en las
extremidades del eje que atraviesa la tierra, y que, como lo hemos dicho, son
Jerusalem y el Paraíso terrestre. En cierto modo, son las proyecciones verticales de
los dos puntos que marcan el comienzo y el fin del ciclo cronológico, y que, como
tales, habíamos hecho corresponder a las extremidades del diámetro horizontal en la
figuración precedente. Si estas extremidades representan su oposición según el
tiempo, y si las extremidades del diámetro vertical representan su oposición según el
espacio, se tiene así una expresión del papel complementario de los dos principios
cuya acción, en nuestro mundo, se traduce por la existencia de las dos condiciones de
tiempo y de espacio. La proyección vertical podría ser considerada como una
proyección en lo «intemporal», si nos es permisible expresarlo así, puesto que se
efectúa según el eje desde donde todas las cosas son consideradas en modo
permanente y ya no transitorio; el paso del diámetro horizontal al diámetro vertical
representa pues verdaderamente una transmutación de la sucesión en simultaneidad.
Pero se dirá, ¿qué relación hay entre los dos puntos de que se trata y las
extremidades del ciclo cronológico? Para uno de ellos, el Paraíso terrestre, esta
relación es evidente, y eso es lo que corresponde al comienzo del ciclo; pero, para el
otro, es menester precisar que la Jerusalem terrestre se toma como la prefiguración,
de la Jerusalem celeste que describe el Apocalipsis; simbólicamente, por lo demás, es
también en Jerusalem donde se coloca el lugar de la resurrección y del juicio que
terminan el ciclo. La situación de los dos puntos en los antípodas uno del otro toma
también una nueva significación si se observa que la Jerusalem celeste no es otra
cosa que la reconstitución misma del Paraíso terrestre, según una analogía que se
aplica en sentido inverso2. En el comienzo de los tiempos, es decir, del ciclo actual,
direcciones horizontal y vertical, representa un estado intermediario entre los otros dos.
1 Haremos observar que los tres grados de la Masonería simbólica tienen, en algunos ritos,
palabras de paso que representan también respectivamente a los tres reinos, mineral, vegetal y animal;
además, la primera de estas palabras se interpreta a veces en un sentido que está en una estrecha
relación con el simbolismo del «globo del mundo».
2 Entre el Paraíso terrestre y la Jerusalém celeste hay la misma relación que entre los dos Adam de
el Paraíso terrestre se ha hecho inaccesible a consecuencia de la caída del hombre; la
nueva Jerusalem debe «descender del cielo a la tierra» en el final del mismo ciclo,
para marcar el restablecimiento de todas las cosas en su orden primordial, y se puede
decir que desempeñará para el ciclo futuro el mismo papel que el Paraíso terrestre
para éste. En efecto, el fin de un ciclo es análogo a su comienzo, y coincide con el
comienzo del ciclo siguiente; lo que no era más que virtual en el comienzo del ciclo
se encuentra realizado efectivamente en su fin, y engendra entonces inmediatamente
las virtualidades que se desarrollarán a su vez en el curso de ciclo futuro; pero esa es
una cuestión sobre la que no podríamos insistir más sin salirnos enteramente de
nuestro tema1. Para indicar aún otro aspecto del mismo simbolismo, agregaremos
que el centro del ser, al que ya hemos hecho alusión más atrás, es designado por la
tradición hindú como la «ciudad de Brahma» (en sánscrito Brahma-pura), y que
varios textos hablan de él en términos que son casi idénticos a los que encontramos
en la descripción apocalíptica de la Jerusalém celeste2. Finalmente, y para volver a lo
que concierne más directamente al viaje de Dante, conviene notar que, si es el punto
inicial del ciclo el que deviene el término de la travesía del mundo terrestre, en eso
hay una alusión formal a ese «retorno a los orígenes» que tiene un lugar tan
importante en todas las doctrinas tradicionales, y sobre el que, por una coincidencia
bastante sorprendente, el esoterismo Islámico y el Taoísmo insisten más
particularmente; lo que se trata, por lo demás, es todavía la restauración del «estado
los que habla San Pablo (1ª Epístola a los Corintios, XV).
1 Hay todavía a este propósito muchas otras cuestiones en las que podría ser interesante
profundizar, como por ejemplo en ésta: ¿por qué el Paraíso terrestre es descrito como un jardín y con
un simbolismo vegetal, mientras que la Jerusalem celeste es descrita como una ciudad y con un
simbolismo mineral? Ello es porque la vegetación representa la elaboración de los gérmenes en la
esfera de la asimilación vital, mientras que los minerales representan los resultados definitivamente
fijados, «cristalizados» por así decir, al término del desarrollo cíclico.
2 La aproximación a la que estos textos dan lugar es todavía más significativa cuando se conoce la
relación que une al Cordero del simbolismo Cristiano con el Agni vêdico (cuyo vehículo es
representado por un carnero). No pretendemos que haya, entre las palabras Agnus e Ignis (equivalente
latino de Agni), otra cosa que una de esas similitudes fonéticas a las que hacíamos alusión más atrás,
que pueden no corresponder a ningún parentesco lingüístico propiamente dicho, pero que por ello no
son puramente accidentales. De lo que queremos hablar sobre todo, es de un cierto aspecto del
simbolismo del fuego, que, en diversas formas tradicionales, se liga bastante estrechamente a la idea
del «Amor», transpuesta en un sentido superior como lo hace Dante; y, en esto, Dante se inspira
todavía de San Juan, al que las Órdenes de caballería han vinculado siempre principalmente sus
concepciones doctrinales. — Conviene hacer observar, además que el Cordero se encuentra asociado a
la vez a las representaciones del Paraíso terrestre y a las de la Jerusalem celeste.
edénico», de la que ya hemos hablado, y que debe ser considerada como una
condición preliminar para la conquista de los estados superiores del ser.
El punto equidistante de las dos extremidades de las que acabamos de hablar, es
decir, el centro de la tierra, es, como ya lo hemos dicho, el punto más bajo, y
corresponde también al medio del ciclo cósmico, cuando este ciclo es considerado
cronológicamente, o bajo el aspecto de la sucesión. En efecto, entonces se puede
dividir su conjunto en dos fases, una descendente, que va en el sentido de una
diferenciación cada vez más acentuada, y la otra ascendente, en retorno hacia el
estado principial. Éstas dos fases, que la doctrina hindú compara a las fases de la
respiración, se encuentran igualmente en las teorías herméticas, donde se les llama
«coagulación» y «solución»: en virtud de las leyes de la analogía, la «Gran Obra»
reproduce en abreviado todo el ciclo cósmico. Se puede ver en ello la predominancia
respectiva de las dos tendencias adversas, tamas y sattwa, que hemos definido
precedentemente: la primera se manifiesta en todas las fuerzas de contracción y de
condensación, la segunda en todas las fuerzas de expansión y de dilatación; y
encontramos también, a este respecto, una correspondencia con las propiedades
opuestas del calor y del frío, puesto que la primera dilata los cuerpos, mientras que la
segunda los contrae; por eso es por lo que el último círculo del Infierno está
congelado. Lucifer simboliza el «atractivo inverso de la naturaleza», es decir, la
tendencia a la individualización, con todas las limitaciones que le son inherentes; así
pues, su morada es «il punto al qual si traggon d´ogni parte i pesi»1, o, en otros
términos, el centro de estas fuerzas atractivas y compresivas que, en el mundo
terrestre, son representadas por la pesantez; y ésta, que atrae a los cuerpos hacia
abajo (lo cual es en todo lugar el centro de la tierra), es verdaderamente una
manifestación de tamas. Podemos notar de pasada que esto va en contra de la
hipótesis geológica del «fuego central», ya que el punto más bajo debe ser
precisamente aquel donde la densidad y la solidez están en su máximo; y, por otra
parte, esto no es menos contrario a la hipótesis, considerada por algunos astrónomos,
de un «fin del mundo» por congelación, puesto que este fin no puede ser más que un
retorno a la indiferenciación. Por lo demás, esta última hipótesis está en
contradicción con todas las concepciones tradicionales: no es solo para Heráclito y
para los Estoicos que la destrucción del mundo debía coincidir con su abrasamiento;
la misma afirmación se encuentra casi por todas partes, desde los Purânas de la India
al Apocalipsis; y debemos constatar también el acuerdo de estas tradiciones con la
1 Inferno, XXXIV, 110-111.
doctrina hermética, para la cual el fuego (que es aquel de los elementos en el que
predomina sattwa) es el agente de la «renovación de la naturaleza» o de la
«reintegración final».
Así pues, el centro de la tierra representa el punto extremo de la manifestación en
el estado de existencia considerado; es un verdadero punto de detención, a partir del
cual se produce un cambio de dirección, donde la preponderancia pasa de la una a la
otra de las dos tendencias adversas. Por eso es por lo que, desde que se ha alcanzado
el fondo de los Infiernos, comienza la ascensión o el retorno hacia el principio,
ascensión que sucede inmediatamente al descenso; y el paso de un hemisferio al otro
se hace rodeando el cuerpo de Lucifer, de una manera que hace pensar que la
consideración de este punto central no deja de tener ciertas relaciones con los
misterios masónicos de la «Habitación del Medio», donde se trata igualmente de
muerte y de resurrección. Por todas partes y siempre, encontramos igualmente la
expresión simbólica de las dos fases complementarias que, en la iniciación o en la
«Gran Obra» hermética (lo que no es en el fondo más que una sola y misma cosa),
traducen estas mismas leyes cíclicas, universalmente aplicables, y sobre las cuales,
para nos, reposa toda la construcción del poema de Dante.

CAPÍTULO IX
ERRORES DE
LAS INTERPRETACIONES SISTEMÁTICAS
Algunos pensarán quizás que este estudio plantea aún más cuestiones de las que
resuelve, y, a decir verdad, no podríamos protestar contra una semejante crítica, si es
que es una crítica; y solo puede serlo por parte de aquellos que ignoran cuánto difiere
de todo saber profano el conocimiento iniciático. Por eso es por lo que, desde el
comienzo, hemos tenido cuidado de advertir que no entendíamos dar una exposición
completa, ya que la naturaleza misma del tema nos impedía una semejante
pretensión; y, por lo demás, en este dominio todo se relaciona tan estrechamente, que
serían menester ciertamente varios volúmenes para desarrollar como lo merecerían
las cuestiones múltiples a las que hemos hecho alusión en el curso de nuestro trabajo,
sin hablar de todas las que no hemos tenido la ocasión de considerar, pero a las que
este desarrollo, si quisiéramos emprenderle, introduciría a su vez inevitablemente.
Al terminar, diremos solamente, para que nadie pueda equivocarse sobre nuestras
intenciones, que los puntos de vista que hemos indicado no son en modo alguno
exclusivos, y que sin duda hay todavía muchos otros en los que uno podría colocarse
igualmente y de los que se sacarían conclusiones no menos importantes, puesto que
todos estos puntos de vista se completan en perfecta concordancia en la unidad de la
síntesis total. Pertenece a la esencia misma del simbolismo iniciático no poder
reducirse a fórmulas más o menos estrechamente sistemáticas, como aquellas en las
que se complace la filosofía profana; el papel de los símbolos es ser el soporte de
concepciones cuyas posibilidades de extensión son verdaderamente ilimitadas, y toda
expresión no es ella misma más que un símbolo; así pues, es menester reservar
siempre la parte de lo inexpresable, que es incluso, en el orden de la metafísica pura,
lo que importa más.
En estas condiciones, se comprenderá sin esfuerzo que nuestras pretensiones se
limiten a proporcionar un punto de partida a la reflexión de aquellos que, al
interesarse verdaderamente en estos estudios, son capaces de comprender su alcance
real, y a indicarles la vía de algunas investigaciones de las que nos parece que se
podría sacar un provecho muy particular. Así pues, si este trabajo tuviera como
efecto suscitar otros en el mismo sentido, solo este resultado estaría lejos de ser
desdeñable, tanto más cuanto que, para nos, en esto no se trata de erudición más o
menos vana, sino de comprehensión verdadera, y, sin duda, no es sino por tales
medios como será posible algún día hacer sentir a nuestros contemporáneos la
estrechez y la insuficiencia de sus concepciones habituales. La meta que tenemos así
en vista es quizás muy lejana, pero no obstante no podemos evitar pensar en ella y
tender hacia ella, al contribuir por nuestra parte, por débil que sea, a aportar alguna
luz sobre un lado muy poco conocido de la obra de
Dante.

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