CEMENTERIO DE ANIMALES
Stephen King
SEGUNDA PARTE
EL CEMENTERIO MICMAC
Cuando Jesús llegó a Betania, le dijeron que Lázaro yacía en su tumba desde hacía cuatro días. Cuando Marta oyó decir que venía Jesús, salió a su encuentro.
«Maestro —le dijo—, si tú hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero ahora que has venido sé que Dios te concederá lo que le pidas.»
Jesús respondió:
«Tu hermano se levantará.»
Evangelio de san Juan (paráfrasis)
Hey-ho, let's go[3].
The Ramones
36
Sin duda se equivoca quien piense que existe un límite para el horror que puede experimentar la mente humana. Por el contrario, parece ser que, según van cerrándose las tinieblas, empieza a actuar una especie de multiplicador que, por poco que nos agrade admitirlo, la experiencia demuestra de múltiples maneras que, cuando arrecia la pesadilla, el horror engendra horror, que una desgracia fortuita acarrea otras, acaso provocadas, hasta que el horror lo llena todo. Y tal vez la incógnita más estremecedora sea cuánto horror puede soportar la mente humana sin perder la facultad de lúcido raciocinio. Por supuesto, estas situaciones suelen tener un componente absurdo. Y, a partir de un punto determinado, todo puede empezar a resultar incluso humorístico. Tal vez sea éste el punto en el que la razón empieza a imponerse o, por el contrario, a resquebrajarse; el punto en el que interviene el sentido del humor de cada cual.
Louis Creed hubiera podido entenderlo así si aquel diecisiete de mayo, después del funeral de su hijo, Gage William Creed, hubiera sido capaz de razonar; pero Louis dejó de pensar racionalmente —e incluso de intentarlo— en la sala de la funeraria, después de una pelea a puñetazo limpio que acabó con la frágil serenidad de Rachel. Los horrores del día no terminaron hasta que ella fue sacada, gritando, de la capilla de la funeraria, donde Gage estaba de cuerpo presente, en su ataúd cerrado, y Surrendra Hardu le puso una inyección calmante.
La ironía del caso es que ella no hubiera tenido que presenciar el episodio, aquella apoteosis de historieta de horror, si la pelea entre Louis Creed y Mr. Irwin Goldman de Dearborn se hubiera producido durante las horas de visita de la mañana (de 10 a 13.30) en lugar de por la tarde (de 14 a 15.30). Rachel no fue a la capilla por la mañana; sencillamente, no podía. Se quedó en casa, acompañada de Jud Crandall y de Steve Masterton. Louis no tenía ni idea de cómo hubiera podido resistir las cuarenta y ocho precedentes de no ser por Jud y Steve.
Fue una suerte para Louis —una suerte para los tres miembros de la familia que quedaban— que Steve hubiera acudido con tanta prontitud, ya que Louis, momentáneamente al menos, quedó incapacitado para tomar cualquier decisión, incluso, la más simple, como era poner una inyección a su mujer para mitigar su vivo dolor. Louis ni se dio cuenta de que, al parecer, Rachel pretendía ir al velatorio con la bata de casa, y mal abrochada. Tenía la cara demacrada y el pelo enmarañado, y sus oscuros ojos, dilatados e inexpresivos en sus cuencas hundidas, parecían los de una calavera viviente. Aquella mañana, sentada a la mesa del desayuno, mientras mordisqueaba una tostada sin untar, decía frases incoherentes. En un momento dijo de pronto: «A propósito del remolque que piensas comprar, Lou...» Lou no había vuelto a hablar de comprar el remolque desde 1981.
Louis se limitó a mover la cabeza y siguió tomando su desayuno, un tazón de cereal al cacao, el predilecto de Gage. Le revolvía el estómago, pero pensaba tomárselo todo. Louis iba muy acicalado, con su mejor traje —no era negro; él no tenía traje negro, sino gris antracita, algo es algo—, afeitado, duchado y peinado. Tenía un aspecto magnífico, y estaba traumatizado.
Ellie llevaba sus tejanos azules y una blusa amarilla. Acudió a desayunar con una foto en la mano. No consentía en separarse de ella. Era una ampliación de una instantánea que Rachel había tomado con la Polaroid que Louis y los niños le regalaron en su último cumpleaños, y en ella se veía a Gage, sonriendo desde las profundidades de la capucha del anorak y sentado en el trineo de Ellie, y a su hermana tirando de él. Rachel captó a Ellie sonriendo a Gage por encima del hombro mientras él parecía estar gritando de júbilo.
Ellie iba a todas partes con la foto, pero apenas hablaba. Era como si la muerte de su hermano, ocurrida en la carretera, delante de la casa, le hubiera hecho olvidar casi todo su vocabulario.
Louis era incapaz de darse cuenta del estado de su mujer y de su hija. Mientras comía el cereal, su mente repasaba el accidente una y otra vez; pero en su película personal el desenlace era diferente. En su película él era más rápido, y lo único que ocurría era que Gage se llevaba una zurra por no haberse parado cuando ellos le gritaron.
En realidad, fue Steve quien reparó en el estado de Rachel y de Ellie. Prohibió a Rachel asistir al velatorio de la mañana (por más que era bien poco lo que quedaba por velar; si el ataúd estuviera abierto, todos saldrían corriendo, entre ellos el propio Louis) y dispuso que Ellie se quedara en casa todo el día. Rachel protestó. Ellie se quedó sentada, sin decir nada, con la fotografía en la mano.
Fue Steve quien puso a Rachel la inyección que necesitaba y dio a Ellie una cucharada de un jarabe transparente. Ellie, que normalmente protestaba a gritos cada vez que tenía que tomar una medicina, fuese lo que fuese, esta vez se la tragó en silencio y sin una mueca. A las diez de la mañana, la niña dormía en su cama (con la fotografía de Gage todavía en la mano) y Rachel estaba sentada delante del televisor mirando «La rueda de la fortuna». Sus respuestas a las preguntas de Steve eran lentas. Estaba aturdida, pero en su rostro no había ya aquella expresión demente que tanto preocupara —y asustara— al joven médico cuando llegó a casa a las ocho y cuarto de la mañana.
Naturalmente, Jud se encargó de todos los trámites. Los realizó con la serena eficacia que desplegara tres meses antes con motivo de la muerte de su esposa. Pero fue Steve Masterton el que se llevó aparte a Louis antes de que éste saliera hacia la capilla.
—Yo la llevaré esta tarde, si está en condiciones —dijo Steve.
—Bien.
—Para entonces ya se le habrá pasado el efecto de la inyección. Mr. Crandall dice que él cuidará de Ellie esta tarde.
—Bien.
—Dice que jugará con ella al Monopoly o algo así...
—Humm-humm.
—Pero...
—Bien.
Steve enmudeció. Estaban en el garaje, el terreno de Church, el lugar al que llevaba los pájaros y las ratas que mataba. Y de los que Louis tenía que encargarse, porque eran responsabilidad suya. Fuera, sol de mayo y un petirrojo que cruzaba el sendero del jardín, como si tuviera asuntos urgentes que despachar en otro sitio.
—Louis —dijo Steve al fin—, tienes que sobreponerte.
Louis miró a Steve con gesto de cortés interrogación. Apenas había oído lo que le decía —estaba pensando que si hubiera sido más rápido habría salvado la vida de su hijo—, pero esta última frase caló un poco más.
—No creo que tú lo hayas notado —dijo Steve—, pero Ellie no vocaliza. En absoluto. Y Rachel está tan aturdida que no tiene ni noción del tiempo.
—¡Bien! —dijo Louis. Aquí parecía imponerse una respuesta más enérgica. No acababa de comprender por qué. Steve puso una mano en el hombro de Louis.
—Lou, te necesitan más que nunca en la vida. Tal vez más de lo que puedan necesitarte en el futuro. Mira, chico..., yo puedo ponerle una inyección a tu mujer, pero... tú... Louis, tú... ¡Caray! ¡Qué puta mierda!
Louis advirtió, con cierta sensación que podía ser de alarma, que Steve se echaba a llorar.
—Claro —dijo, y estaba viendo a Gage correr por el césped del jardín hacia la carretera. Ellos le gritaban que volviera, pero él no quería —últimamente jugaba a escaparse de papi y mami— y ellos corrían tras él. Louis enseguida sacó mucha ventaja a Rachel, pero Gage estaba muy lejos, Gage se reía, Gage se escapaba de papi —en esto consistía el juego— y Louis le perseguía, estaba acortando la distancia, pero muy despacio. Gage corría por la suave pendiente del jardín en dirección a la carretera 15, y Louis pedía a Dios que Gage se cayera. Cuando los niños pequeños corren tan deprisa, casi siempre se caen, porque la persona no coordina perfectamente los movimientos de las piernas por lo menos hasta los siete u ocho años. Louis pedía a Dios que Gage se cayera, que se cayera, sí, y que se aplastara la nariz o se abriera la cabeza y hubiera que darle puntos o lo que fuera, porque estaba oyendo el rugido de un camión que se acercaba, uno de aquellos diez-ruedas que constantemente iban y venían entre Bangor y la fábrica Orinco de Bucksport, y entonces chilló a Gage y le pareció que Gage le oía y que trataba de parar. Y es que Gage habría comprendido que el juego había terminado, que los padres no chillan así cuando están jugando, y trató de frenar la carrera, pero entonces el ruido del camión estaba muy cerca, era un ruido que llenaba el mundo. Como un trueno. Louis se lanzó hacia adelante, tratando de placar al niño, y su sombra se arrastró paralela al cuerpo, como la sombra de la cometa se arrastraba por el campo de Mrs. Vinton cubierto por la hierba seca de finales de invierno, y él creía (pero no estaba seguro) que había rozado con la yema de los dedos la tela de la fina chaqueta de Gage, pero entonces la inercia arrastró a Gage hacia la carretera, y el camión era como un trueno, el camión era destellos de sol en metal cromado, el camión era el alarido grave de una bocina de aire comprimido, y todo eso fue el sábado, y hacía tres días.
—Estoy bien —dijo a Steve—. Ahora tengo que marcharme.
—Si consiguieras reunir las fuerzas suficientes como para prestarles apoyo, eso sería también un bien para ti —dijo Steve enjugándose las lágrimas con la manga de la americana—. Tenéis que afrontarlo los tres juntos, Louis. Es la única forma. Es lo único que uno puede decir.
—Está bien —convino Louis, y dentro de su cabeza todo volvía a empezar, sólo que esta vez él saltaba medio metro más a la derecha y conseguía agarrarlo y no ocurría nada más.
Ellie se perdió el espectáculo de la capilla de la funeraria Brookins-Smith, pero Rachel, no. Cuando aquello ocurría, Ellie empujaba su ficha del Monopoly por el tablero al tuntún —y en silencio— sentada frente a Jud Crandall. Con una mano tiraba los dados y con la otra sujetaba fuertemente la fotografía en la que ella paseaba a Gage en el trineo.
Steve Masterton estimó que Rachel podía estar en el velatorio por la tarde, decisión que, a la vista de los acontecimientos posteriores, tuvo que lamentar.
Los Goldman habían llegado de Chicago en avión aquella mañana y se hospedaban en el Holiday Inn de Odlin Road. Antes del mediodía, el padre había llamado por teléfono cuatro veces, y Steve había tenido que mostrarse cada vez más firme, a la cuarta, casi amenazador. Irwin Goldman estaba decidido a ver a su hija y ni todos los perros del infierno le impedirían acudir a su lado en sus momentos de dolor, dijo. Steve respondió que Rachel necesitaba sosiego, para recuperarse del trauma antes de ir a la capilla; que él no sabía lo que harían los perros del infierno, pero que, desde luego, aquel médico ayudante sueco-americano no tenía la menor intención de dejar entrar a nadie en casa de los Creed hasta que Rachel apareciera en público por voluntad propia. Después del velatorio de la tarde, añadió Steve, estaría encantado de que el consuelo familiar entrara en funciones. Hasta entonces, tenían que dejarla en paz.
El padre juró en yiddish y colgó el auricular. Steve se mantuvo al acecho, por si aparecía el hombre; pero, evidentemente, Goldman había decidido esperar. A mediodía, Rachel parecía haber mejorado un poco. Por lo menos, ahora tenía idea de la hora que era y hasta fue a la cocina, para ver si había fiambres para preparar bocadillos o alguna cosa para después. Porque más tarde la gente querría ir a la casa, ¿verdad?, preguntó a Steve.
Steve asintió.
No había embutido ni rosbif; pero tenía un pavo relleno en el refrigerador, y lo puso en la rejilla a descongelar. Steve se asomó a la cocina minutos después y la encontró llorando delante del fregadero y mirando el pavo.
—Rachel...
Ella se volvió.
—A Gage le gustaba el pavo relleno. Sobre todo, la pechuga. —Esbozó una sonrisa atroz—. Se me ha ocurrido que ya nunca más lo comerá.
Steve la mandó arriba a vestirse —en realidad, ésta era la prueba final de su serenidad— y cuando la vio bajar con un sencillo vestido negro con cinturón y una pequeña cartera (en realidad, un bolso de noche), estimó que podía dejarla ir, y Jud se mostró de acuerdo.
Steve la llevó a la ciudad y se quedó en el vestíbulo de la capilla con Surrendra Hardy, mirando a Rachel avanzar por el pasillo hacia el féretro cubierto de flores.
—¿Cómo están las cosas, Steve? —preguntó Surrendra en voz baja.
—No pueden estar más jodidas —dijo Steve ásperamente—. ¿Cómo crees tú?
—Pues eso, jodidas —suspiró Surrendra.
* * *
En realidad, la cosa empezó por la mañana, cuando Irwin Goldman no quiso dar la mano a su yerno.
Al ver reunidos a tantos amigos y parientes, Louis salió un poco de su aturdimiento y empezó a percibir más claramente lo que ocurría a su alrededor. Había entrado en aquel estado de aflicción dócil que los directores de las funerarias saben aprovechar. Louis era paseado por la capilla como si fuera una ficha de parchís.
Contigua a la capilla, había una salita donde se podía fumar y descansar en mullidas butacas que parecían sacadas de un lúgubre club inglés que hubiera ido a la quiebra. En un atril de metal negro y dorado, colocado a la puerta de la capilla había un pequeño rótulo en el que se leía, simplemente: GAGE WILLIAM CREED. Si uno recorría aquel espacioso edificio blanco con engañoso aspecto de vieja mansión familiar, encontraba otra salita idéntica, junto a otra capilla, con un rótulo que decía: ALBERTA BURNHA NEDEAU. En la capilla de la parte posterior del edificio el atril estaba vacío. Aquel martes por la mañana, esta capilla se encontraba vacante. En el sótano estaba la sala de exposición de féretros, cada modelo, iluminado por un foco instalado en el techo. Si mirabas arriba —y Louis miró, lo que le valió un gesto de reproche del director—, creías descubrir una colección de animalejos acurrucados en el techo.
Jud fue con él el domingo, al día siguiente de la muerte de Gage, para elegir el ataúd. Cuando bajaron al sótano, en lugar de torcer inmediatamente hacia la derecha, donde estaba la sala de exposiciones, Louis siguió pasillo adelante en dirección a una puerta blanca oscilante como las que suele haber entre el comedor y la cocina de los restaurantes. Jud y el director de la funeraria dijeron rápidamente al unísono: «No es por ahí.» Y Louis, obediente, se alejó de la puerta oscilante. Pero él sabía lo que había detrás. Su tío tenía una funeraria.
En la capilla había varias filas de sillas plegables, de las caras, con asiento y respaldo tapizados. Delante, en un combinado de altar y glorieta, estaba el féretro: Louis había elegido el modelo Eternal Rest de palo de rosa, de la American Casket Company. Con forro capitoné de seda rosa. El director se mostró de acuerdo en que era un ataúd precioso y lamentó no tenerlo con el forro azul. Louis respondió que ni él ni Rachel se habían preocupado nunca de tales matices. El hombre asintió. Luego, preguntó a Louis si había pensado ya cómo pagaría los gastos del entierro. Si aún no lo tenía decidido, podían pasar un momento al despacho y él le informaría de sus tres modalidades más populares.
En la cabeza de Louis, un locutor anunció de pronto jovialmente: «¡Un ataúd para su hijo, gratis con los cupones Raleigh!»
Como en sueños, Louis respondió:
—Pagaré con tarjeta de crédito.
—Muy bien —dijo el director.
El ataúd tenía poco más de un metro de largo: un miniataúd. El precio, sin embargo, rebasaba los seiscientos dólares. Louis supuso que lo habían puesto sobre unos caballetes, pero las flores los cubrían. De todos modos, no quería acercarse mucho. El olor de aquellas flores le daba ganas de vomitar.
Al extremo del pasillo, junto a la puerta que comunicaba con la salita, había una mesita con un álbum y un bolígrafo sujeto a la mesa con una cadena. Allí situó a Louis el director, para que pudiera «saludar a los parientes y amigos».
Los parientes y amigos debían firmar en el libro, con nombre y dirección. Louis nunca había podido adivinar cuál era el objeto de tan absurda costumbre, y ahora tampoco lo preguntó. Suponía que, después del entierro, él y Rachel tendrían que llevarse el libro a casa. Y esto le parecía aún más disparatado. En algún sitio, él guardaba su álbum de la escuela secundaria, su álbum de la universidad y su álbum de la Facultad de Medicina; había también el álbum de la boda, con la inscripción MI BODA estampada en letras doradas sobre símil-piel, que empezaba con la fotografía de Rachel probándose el velo de novia delante del espejo, ayudada por su madre, y terminaba con la foto de dos pares de zapatos colocados delante de la puerta de la habitación del hotel. También empezaron un álbum de Ellie... pero pronto se cansaron de ir pegando fotos; realmente, éste era una monada, con su página para MI PRIMER CORTE DE PELO (péguese un mechón del bebé) y el espacio rotulado ¡PUMBA! (péguese foto del bebé cayendo de culito).
Y ahora, éste. ¿Cómo lo llamamos?, se preguntaba Louis, yerto al lado de la mesa, esperando que empezara el desfile. ¿MI ÁLBUM DE LA MUERTE? ¿AUTÓGRAFOS FUNERARIOS? ¿EL DíA EN QUE PLANTAMOS A GAGE? ¿O tal vez algo más solemne, como: UNA MUERTE EN LA FAMILIA?
Miró las tapas del álbum que, al igual que las del de MI BODA eran de símil-piel.
Pero no tenían nada escrito.
Como era de esperar, la primera persona en llegar aquella mañana fue Missy Dandridge, la buena de Missy que había cuidado de los niños docenas de veces. Louis recordó que Missy estaba con ellos la noche del día en que murió Víctor Pascow. Ella se llevó a los niños y Rachel le hizo el amor en la bañera y en la cama.
Missy había llorado, había llorado mucho, y al ver la cara serena e impasible de Louis volvió a echarse a llorar y extendió los brazos hacia él, como buscándole a tientas. Louis la abrazó, pensando que era lo obligado: seguramente, se establecía una especie de corriente humana que abría brecha en el muro del aturdimiento y hacía que, al calor de la pena, se fundiera el hielo del trauma.
Lo siento, decía Missy, apartando su melena rubio ceniza de su pálida cara. Un niño tan bueno y cariñoso. Yo le quería mucho, Louis. Es terrible. Esa carretera es criminal. Ojalá encierren al chofer para toda la vida, iba demasiado deprisa, era un niño tan dulce, tan vivo, ¿por qué ha tenido que llevárselo Dios? No lo sé, no lo comprendemos, pero es terrible, terrible, terrible.
Louis la consolaba. La tenía abrazada y la consolaba. Ella estaba mojándole el cuello de la camisa con sus lágrimas y él sentía en el pecho la presión de sus senos. Le preguntó por Rachel y él le dijo que estaba descansando. Missy prometió ir a verla y se ofreció para cuidar de Ellie siempre que quisieran. Louis le dio las gracias.
Missy ya se alejaba, hiposa, con los ojos más irritados que nunca, enjugándose las lágrimas con un pañuelo negro, en dirección al ataúd, cuando Louis la llamó. El director de la funeraria, cuyo nombre Louis ni recordaba siquiera, le había dicho que les hiciera firmar en el álbum y maldito si no les haría firmar a todos.
«El invitado misterioso tenga la bondad de firmar», pensó y a punto estuvo de soltar una carcajada histérica.
Pero los ojos afligidos de Missy ahuyentaron la risa.
—Missy, ¿harías el favor de firmar? —dijo. Y, puesto que parecía que se imponía añadir algo, explicó—: Para Rachel.
—Oh, pues claro. Pobre Louis y pobre Rachel. —Y, de pronto, Louis supo lo que iba a decirle a continuación, algo que él, sin saber por qué, estaba temiendo. Sí; ya venía, como una negra bala de grueso calibre disparada por un asesino, y él comprendió que aquella bala le heriría una y otra vez durante los interminables noventa minutos siguientes y por la tarde, otra vez mientras sangraban todavía las heridas de la mañana.
—Gracias a Dios, no sufrió, Louis. Por lo menos, fue rápido.
«Sí, muy rápido —le hubiera dicho él, ah, cómo la haría llorar oír aquello. Y Louis sintió el malévolo impulso de decirlo, de escupirle las palabras a la cara—. Fulminante, y por eso está cerrado el ataúd, y es que no había por dónde agarrarlo, aunque Rachel y yo fuéramos de los que visten a los parientes muertos con sus mejores galas, como si fueran maniquíes de escaparate, y les pintan la cara. Fue muy rápido, Missymona, todo fue salir a la carretera y quedar tirado, pero un buen trecho más allá, frente a la casa de los Ringer. Lo golpeó, lo mató y luego lo arrastró y más nos valdrá pensar que fue rápido. Un centenar de metros o más, el largo de un campo de fútbol. Yo corría, Missy, gritando su nombre, como si esperase que aún estuviera vivo; yo, un médico. Corrí diez metros y allí estaba su gorra de béisbol, veinte metros y una zapatilla de "La guerra de las galaxias", cuarenta metros y el camión ya se había salido de la carretera, y estaba con la caja, doblado hacia un lado, en el campo que hay detrás del granero de los Ringer. De las casas salía la gente y yo seguía gritando su nombre, Missy, y a los cincuenta metros, estaba el jersey, vuelto del revés, y a los setenta, la otra zapatilla y, luego, Gage.»
Bruscamente, la capilla se puso toda gris. Los objetos se borraron de su vista. Sentía levemente que el pico de la mesa que sostenía el álbum se le clavaba en la palma de la mano, pero eso era todo.
—¿Louis? —La voz de Missy. Lejana. Arrullo de palomas en los oídos.
—¿Louis? —Ahora, más cerca. Alarmada.
Las formas recobraron su perfil.
—¿Te encuentras bien?
—Muy bien —sonrió él—. Estoy bien, Missy.
Missy firmó por ella y por su marido —David Dandridge y esposa— con su estilográfica Palmer y debajo puso la dirección: Carretera de Bucksport, 67. Luego, levantó los ojos hacia Louis y desvió la mirada rápidamente, como si fuera un crimen vivir en la carretera donde había muerto Gage.
—Valor, Louis —susurró.
David Dandridge le estrechó la mano murmurando por lo bajo mientras la nuez, puntiaguda y prominente, le subía y bajaba. Luego, se fue rápidamente pasillo adelante detrás de su esposa, para cumplir con el rito de la contemplación de un féretro fabricado en Storyville, Ohio, un lugar en el que Gage nunca estuvo y donde nadie le conocía.
Detrás de los Dandridge fueron desfilando todos, lentamente, arrastrando los pies, y Louis recibió sus apretones de manos, sus abrazos, sus lágrimas. El cuello y el hombro de su americana gris oscuro le quedaron húmedos. El olor de las flores llegaba ya a la puerta de la capilla: olor a funeral. Era un olor que Louis recordaba de su niñez: olor empalagoso de flores mortuorias. Louis tuvo que oír treinta y dos veces —llevaba la cuenta— que «menos mal que Gage no había sufrido»; que «los designios de Dios son inescrutables», veinticinco y que «ahora está con los ángeles», doce.
Empezó a afectarle. Aquellos aforismos, en lugar de perder el poco significado que pudieran tener (como el propio nombre llega a perder sentido e identidad si se repite muchas veces), parecían clavársele más y más a cada acometida, avanzando hacia los puntos vitales. Cuando, inevitablemente, llegaron los suegros, Louis empezaba a sentirse como un boxeador muy castigado.
Lo primero que pensó fue que Rachel tenía razón, toda la razón. Irwin Goldman había envejecido. ¿Cuántos años tenía? ¿Cincuenta y ocho? ¿Cincuenta y nueve? Hoy aparentaba setenta, con su pétreo hieratismo. Se parecía casi de un modo absurdo al ex primer ministro de Israel, Menahem Begin, con su calva y sus gruesos lentes. Rachel, al regresar de su viaje, ya le dijo que su padre estaba más viejo, pero Louis no esperaba aquello. Claro que tal vez entonces no estuviera tan mal. Y es que en la época de Acción de Gracias el viejo aún no había perdido a uno de sus dos nietos.
A su lado iba Dory, con la cara oculta bajo dos o tal vez tres capas de crespón negro. Su pelo tenía ese tinte azulado del que tan partidarias se muestran las ancianas americanas de las clases altas. Se apoyaba en el brazo de su marido. Lo único que Louis distinguía a través de los velos era el brillo de las lágrimas.
De pronto, Louis pensó que ya era hora de hacer las paces. Ya no podía seguir guardándoles rencor. No se sentía con fuerzas. Quizá fuera por efecto del peso acumulado de tantas frases hechas.
—Irwin, Dory —murmuró—. Gracias por haber venido.
Hizo un amplio ademán con los brazos, como para estrechar la mano del padre y abrazar a la madre simultáneamente, o tal vez abrazarlos a los dos. Lo cierto es que empezaba a sentir lágrimas en los ojos por primera vez y, durante un instante, tuvo la disparatada ocurrencia de que podían reconciliarse, de que Gage, con su muerte, podía hacer eso por ellos, como en las novelas para señoras románticas, en las que la muerte ponía la paz en las familias, creando algo más constructivo que este dolor inmenso, estéril y demoledor que no cesaba.
Dory inició un movimiento, como si fuera a extender los brazos a su vez. Dijo algo —«Oh, Louis...» y unos sonidos que se le ahogaron en la garganta—, pero Goldman la atajó tirando de ella hacia atrás. Durante un momento, los tres se quedaron quietos como en un cuadro que nadie observó más que ellos (y quizá el director de la funeraria que se mantenía disimuladamente en un ángulo de la capilla: Louis pensó que el tío Carl lo habría observado), Louis, con los brazos entreabiertos y los Goldman, rígidos como una pareja de muñecos en una tarta nupcial.
Louis vio que los ojos de su suegro estaban secos y tenían una mirada adusta y hostil («¿Piensas que maté a Gage para fastidiarte?», le preguntó Louis mentalmente). Aquellos ojos parecían ver en él al mismo sujeto insignificante que raptó a su hija y que ahora le había ocasionado este sufrimiento... Luego, despectivamente, se volvieron hacia la izquierda —hacia el ataúd de Gage— y su expresión se suavizó.
A pesar de todo, Louis hizo una última tentativa.
—Irwin —dijo—, Dory. Creo que en estos momentos deberíamos estar unidos.
—Louis —dijo Dory otra vez, y amablemente, según pensó Louis; pero ya se alejaban: probablemente, Irwin iba tirando de su mujer sin mirar a derecha ni izquierda y, desde luego, sin mirar a Louis Creed. Se situaron frente al ataúd y Goldman sacó un bonete negro del bolsillo de la americana.
«No habéis firmado en el libro», pensó Louis, y le subió a la boca un eructo sordo y tan amargo que la cara se le contrajo en una mueca.
* * *
Por fin acabó el velatorio matinal. Louis llamó a su casa. Jud contestó al teléfono y le preguntó cómo había ido.
Muy bien, respondió a Louis. Pidió a Jud que llamara a Steve.
—Si es capaz de vestirse, esta tarde la dejaré ir —dijo Steve—. ¿Te parece bien?
—Sí —dijo Louis.
—¿Y tú cómo estás, Louis? Sin pamplinas, ¿cómo estás?
—Bien —dijo Louis lacónicamente. Resistiendo—. «Les he hecho firmar en el libro. Y han firmado todos menos Dory e Irwin, que no han querido.»
—Está bien —dijo Steve—. Oye, ¿quieres que nos reunamos contigo para almorzar?
Almorzar. Reunirse para almorzar. Parecía una idea tan fuera de lugar, que Louis recordó las novelas de cienciaficción que solía leer de adolescente —novelas de Robert A. Heinlein, Murray Leinster, Gordon R. Dickson. «Teniente Abelson, los habitantes del planeta Cuarco tienen una extraña costumbre cuando se les muere un hijo: se reúnen para almorzar. Ya sé que parece grotesco y bárbaro, pero recuerde que este planeta todavía no ha sido colonizado por la Tierra.»
—Claro que sí —dijo Louis—. ¿Qué restaurante recomiendas para un descanso entre dos sesiones de velatorio?
—Calma, Louis —dijo Steve, pero no parecía molesto. En aquel estado de callada desesperación, Louis advirtió que podía ver en el interior de la gente con más claridad que nunca. Quizá fuera una ilusión, pero en aquel momento intuyó que Steve estaba pensando que era mejor un exabrupto sarcástico lanzado como una súbita bocanada de bilis, que su anterior estado de total apatía.
—No te preocupes —dijo a Steve—. ¿Te parece bien que nos encontremos en Benjamin's?
—De acuerdo. Benjamin's, entonces.
Louis había hecho la llamada desde el despacho del director. Ahora, al pasar por delante de la capilla, vio que estaba casi vacía, pero Irwin y Dory seguían sentados en primera fila, con la cabeza inclinada. A Louis le pareció que iban a quedarse allí para siempre.
* * *
Benjamin's fue una buena elección. En Bangor se almorzaba temprano, y a eso de la una ya no quedaba casi nadie en el restaurante. Jud fue también, con Rachel y Steve, y los cuatro pidieron pollo frito. En un momento dado, Rachel se fue al tocador, y tardaba tanto en volver que Steve empezó a ponerse nervioso. Ya iba a pedir a una camarera que fuera a ver si le ocurría algo cuando ella volvió a la mesa, con los ojos irritados.
Louis apenas arañó el pollo, pero bebió mucha cerveza Schlitz. Jud se mantenía a su altura, botella a botella, sin hablar apenas.
Las cuatro raciones de pollo frito quedaron casi intactas, y Louis, con su nueva clarividencia, observó que la camarera, una muchacha gordita y mona, luchaba consigo misma sobre si preguntar o no si habían quedado satisfechos y, al ver los ojos enrojecidos de Rachel, decidía que la pregunta no procedía. Durante el café, Rachel dijo de pronto con una osadía que les impresionó a todos, especialmente a Louis, que por fin empezaba a amodorrarse con la cerveza:
—Voy a dar toda su ropa a la parroquia.
—¿Sí? —dijo Steve, después de una pausa.
—Sí; aún está en muy buen uso. Los jerséis..., los pantalones de pana..., las camisas... Alguien los aprovechará. Todos están muy bien; todos menos los que llevaba puestos, claro. Ésos quedaron... destrozados.
La última palabra se le ahogó en la garganta. Trató de tomar un sorbo de café, pero no pudo. Un momento después estaba sollozando con la cara entre las manos.
Entonces se produjo una tensión extraña. Había varias corrientes que parecían converger en Louis. Él con la fina percepción que le acompañara durante todo el día, las notaba claramente. Hasta la camarera se dio cuenta. Él vio que les observaba desde una mesa del fondo, en la que estaba colocando manteles individuales y cubiertos. Louis se quedó desconcertado un momento y luego comprendió: esperaban que él consolara a su mujer.
No podía. Quería hacerlo. Comprendía que era una obligación. Pero no podía. Era el gato lo que se lo impedía. De improviso y sin venir a cuento. El gato. El jodido gato. Church con sus ratones destripados y los pájaros derribados para siempre. Cada vez que los encontraba, Louis limpiaba diligentemente el cisco, sin rechistar. Al fin y al cabo, él era el responsable. Pero, ¿era el responsable de esto?
Louis se miró los dedos. Se miró los dedos y los vio rozar la chaqueta de Gage. Y luego la chaqueta desapareció. Y desapareció Gage.
Se quedó quieto, mientras ella lloraba, desamparada.
Al cabo de un momento —tal vez reloj en mano fuera corto, pero tanto entonces como en el recuerdo le pareció larguísimo—, Steve echó un brazo sobre los hombros de Rachel, oprimiéndola cariñosamente y lanzó a Louis una airada mirada de reproche. Louis buscó los ojos de Jud, pero Jud mantenía la vista baja, como avergonzado. De allí no podía esperar ayuda.
37
—Sabía que tenía que ocurrir algo así —dijo Irwin Goldman. Y de este modo empezó el incidente—. He estado esperándolo desde que se casó contigo. «No vas a tener más que disgustos», le dije. Y ahora mira esto. Mira este... desastre.
Louis se volvió lentamente hacia su suegro que había aparecido de improviso, como un tentetieso con bonete; luego, instintivamente, buscó con la mirada a Rachel, que tenía que estar al lado de la mesa del álbum —por la tarde le tocaba a ella—, pero había desaparecido.
El velatorio estuvo menos concurrido por la tarde y, al cabo de una hora aproximadamente, Louis bajó por el pasillo y se sentó en la primera fila de sillas, sin darse cuenta de lo que ocurría alrededor (notaba, sí, vagamente, el hedor persistente de las flores). Sólo sabía que estaba muy cansado y que tenía sueño. Probablemente, la cerveza era responsable sólo en parte. Por fin su cabeza se aprestaba a echar el cierre. Probablemente, era buena señal. Tal vez después de doce o dieciséis horas de sueño, fuera capaz de consolar un poco a Rachel.
Al poco rato, fue inclinando la cabeza y se quedó mirando sus manos, flojamente entrelazadas entre las rodillas. El murmullo de voces que se oía detrás resultaba sedante. Fue un alivio ver, al volver del almuerzo, que Irwin y Dory ya no estaban. Pero, por lo visto, era mucho pedir que se hubieran ido para no volver.
—¿Y Rachel? —preguntó Louis.
—Con su madre. Donde debe estar. —Goldman hablaba en el tono triunfal del hombre que acababa de hacer un gran negocio. El aliento le olía a whisky. A mucho whisky. Miraba a Louis como un mezquino fiscal de distrito a un reo convicto y confeso. Se tambaleaba un poco.
—¿Qué le has dicho? —preguntó Louis, sintiendo un principio de indignación. Sabía que Goldman habría dicho algo. Lo tenía escrito en la cara.
—Sólo la verdad. Le he dicho: Esto te pasa por haberte casado contra la voluntad de tus padres. Le he dicho...
—¿Eso le has dicho? —preguntó Louis con incredulidad—. No es posible. ¿De verdad le has dicho eso?
—Eso y algunas cosas más —repuso Irwin Goldman—. Siempre supe que ocurriría una cosa así. La primera vez que te vi me di cuenta de la clase de hombre que eres. —Se inclinó hacia adelante, exhalando vapores de whisky—. A mí no me engañaste, medicucho presuntuoso. Tú arrastraste a mi hija a un matrimonio estúpido y disparatado, luego hiciste de ella una fregona y, por último, ahora has dejado que tu hijo fuera atropellado en la carretera como..., como un perro vagabundo.
Louis se perdió la mayor parte de la parrafada. Aún no acababa de creer que aquel imbécil hubiera sido capaz de...
—¿Tú le "dijiste" eso? —repetía—. ¿Eso le dijiste?
—¡Ojalá te pudras en el infierno! —exclamó Goldman, y las cabezas de los presentes se volvieron rápidamente hacia la voz. Los ojos pardos y sanguinolentos de Irwin Goldman estaban húmedos de lágrimas y la calva tenía un tono rosa encendido bajo los fluorescentes amortiguados por difusores—. Tú convertiste a mi pobre hija en una fregona... arruinaste su vida... te la llevaste... y ahora has consentido que mi nieto muriera aplastado en la carretera. —Su voz subió de tono hasta hacerse un chillido furioso—. Di, ¿dónde estabas tú mientras el niño jugaba en medio de la carretera? ¿Pensando en tus estúpidos artículos de medicina? ¿Qué hacías, sabandija? ¡Cerdo asqueroso! ¡Infanticida! ¡In...!
Allí estaban, en la capilla ardiente los dos, y Louis vio que el brazo se le disparaba. Vio que la manga de la americana se le subía, dejando al descubierto el puño de su camisa blanca. Vio brillar ligeramente un gemelo. Rachel le regaló aquellos gemelos en su tercer aniversario de boda, sin saber que un día su marido se los pondría para asistir a las honras fúnebres por el hijo que aún no habían tenido. Su puño no era más que una cosa sujeta al extremo del brazo. Y conectó con la boca de Goldman. Louis sintió cómo los labios del viejo se aplastaban y se abrían. Sintió una viva repulsión, como si hubiera apretado una babosa con la mano. En realidad, el puñetazo no significó el menor desahogo para él. Detrás de la carne de los labios de su suegro sintió la pétrea dentadura postiza.
Goldman se tambaleó hacia atrás y golpeó con el brazo el ataúd de Gage que quedó torcido. Uno de los floreros se volcó con gran estrépito. Alguien gritó.
Era Rachel, que estaba forcejeando para desasirse de su madre. Los presentes —unas diez o quince personas en total— estaban paralizados por el susto y la vergüenza. Steve había acompañado a Jud, a Ludlow, y Louis, vagamente, se alegró de ello. Mejor que Jud no hubiera presenciado la escena. Era denigrante.
—¡No le pegues! —gritó Rachel—. ¡Louis, no pegues a mi padre!
—¿Te gusta pegar a los viejos? —preguntó con voz chillona Irwin Goldman, el del talonario exuberante. Sonreía con la boca ensangrentada—. ¿Disfrutas con ello? En un canalla repugnante como tú no me sorprende. ¡Qué va a sorprenderme!
Louis se volvió hacia él y Goldman le golpeó en el cuello. Fue un golpe desmañado, torcido como un hachazo, pero le pilló desprevenido. Sintió en la garganta una explosión de dolor que casi le impidió tragar durante las dos horas siguientes. Se le dobló el cuello hacia atrás y cayó en el pasillo sobre una rodilla.
«Antes las flores y ahora yo», pensó. Le pareció que sentía deseos de echarse a reír, pero no había risa en él. Lo que le salió de la garganta fue un leve gemido.
Rachel volvió a gritar.
Irwin Goldman, sangrando por la boca, cruzó en dos zancadas hacia el lugar del pasillo en donde su yerno había quedado de rodillas y le descargó un puntapié en los riñones. El dolor fue como el de un latigazo. Louis apoyó las manos en la alfombra para no caer de bruces.
—¡Y ni con los viejos puedes, gallina! —gritó Goldman roncamente. Volvió a golpear a Louis con su zapato negro de viaje. Esta vez no le dio en el riñón sino en la parte alta de la nalga izquierda. Louis gruñó de dolor y ahora sí cayó, golpeándose la barbilla contra el suelo y mordiéndose la lengua—. ¡Toma! —gritó Goldman—, la patada en el culo que debí darte la primera vez que apareciste husmeando por mi casa, ¡cerdo! —Volvió a golpear, ahora en la otra nalga. Lloraba y reía. Louis advirtió ahora que Goldman iba sin afeitar: señal de luto. El director de la funeraria corría hacia ellos. Rachel se había zafado de los brazos de Mrs. Goldman y también corría, gritando.
Louis giró desgarbadamente y se sentó. Su suegro había vuelto a levantar la pierna y Louis le asió el zapato con las dos manos —el cuero, hizo un ruido seco, como el de un balón bien blocado— y lo lanzó con todas sus fuerzas.
Goldman, con un alarido, salió disparado hacia atrás, haciendo girar los brazos para recobrar el equilibrio, y fue a caer sobre el ataúd modelo Eternal Rest de Gage, fabricado en la ciudad de Storyville, Ohio, y que había costado muy caro.
«Oz el Ggande y Teggible acaba de caer encima del ataúd de mi hijo», pensó Louis, atontado. El féretro se vino abajo con estrépito. Primero se cayó el caballete de la izquierda y después, el de la derecha. Saltó la cerradura. A pesar de los gritos y los llantos, a pesar de los aullidos de Goldman que, al fin y al cabo, no era más que un niño viejo que jugaba a buscar un culpable para desahogarse, Louis oyó el chasquido de la cerradura al saltar.
El ataúd no llegó a abrirse, desparramando los maltrechos restos de Gage para que todos pudieran contemplarlos, pero Louis comprendió que aquello había estado a punto de ocurrir. No fue así gracias a que el ataúd cayó plano y no de lado. No obstante, durante la fracción de segundo en que la tapa estuvo abierta, Louis divisó una mancha gris: el traje que compraron para envolver el cuerpo de Gage. Y una cosita rosa. La mano de Gage.
Sentado en el suelo, Louis ocultó la cara entre las manos y se echó a llorar. Ya no le importaba su suegro, ni los misiles MX, ni las suturas permanentes o solubles, ni el calentamiento atmosférico. En aquel momento, Louis Creed quería morir. Y, de pronto, apareció ante sus ojos una escena extraña: Gage, con unas orejas de Mickey Mouse, riendo y dando la mano a un gran Goofy en la avenida principal de Disney World. Lo vio con perfecta claridad.
Uno de los caballetes estaba en el suelo y el otro había quedado apoyado en el estrado desde el que los ministros pronunciaban la oración fúnebre. Tumbado sobre las flores, y llorando también, estaba Goldman. Goteaba el agua de los floreros. Las flores, algunas aplastadas, exhalaban su agobiante olor con más fuerza todavía.
Rachel gritaba y gritaba.
Louis no podía reaccionar a sus gritos. La imagen de Gage con las orejas de Mickey Mouse se borraba, pero, antes de que se esfumara del todo, Louis oyó una voz que anunciaba que aquella noche habría fuegos artificiales. Se quedó sentado, con la cara entre las manos, deseando que nadie le viera, que nadie viera sus lágrimas, su pena, su remordimiento, su vergüenza y, sobre todo, aquel cobarde deseo de morir para escapar de aquella angustia.
El director de la funeraria y Dory Goldman se llevaron a Rachel, que seguía gritando. Después, en otra sala (que, según supuso Louis, estaba reservada para los que no podían dominar el dolor: algo así como un «Salón del Histerismo»), enmudeció por completo. Fue el propio Louis, aún aturdido pero ya más sereno, quien le administró el calmante, después de hacer salir a todo el mundo.
* * *
Cuando llegaron a casa, él la acompañó al dormitorio y le puso otra inyección. Luego, la tapó con la manta y se quedó mirando su cara pálida y desencajada.
—Rachel, lo lamento —dijo—. Daría todo lo que tengo para hacer que esto no hubiera ocurrido.
—Está bien —dijo ella con una voz extraña y átona y se puso de lado, dándole la espalda.
Él sintió que le asomaba a los labios la consabida pregunta: «¿Estás bien?», pero la rechazó. En realidad, no era una pregunta; no era eso lo que él deseaba saber.
—¿Estás muy mal? —preguntó al fin.
—Bastante mal, Louis —dijo ella, y lanzó un sonido que quería ser una risa—. En realidad estoy jodida.
Parecía faltar algo, pero Louis no podía aportarlo. De pronto, sintió irritación hacia ella, hacia Steve Masterton, hacia Missy Dandridge y su marido, el de la nuez puntiaguda, y hacia toda la condenada pandilla. ¿Por qué tenía él que ser siempre el ángel tutelar? ¡A la mierda!
Apagó la luz y salió de la habitación. Luego, descubrió que tampoco a su hija podía darle mucho más.
Durante un momento de perplejidad, en la habitación casi a oscuras, la tomó por Gage. —Le asaltó la idea de que todo había sido una horrible pesadilla, como aquel sueño en el que Pascow le llevó al bosque, y su mente fatigada se aferró a ella. Las sombras contribuían a crear la ilusión—. Sólo había en la habitación el reflejo del televisor portátil que había traído Jud para distraerla durante las largas, largas horas.
Pero no era Gage, claro; era Ellie, que ahora no sólo apretaba en la mano la foto de ella y Gage en el trineo, sino que se había sentado en el silloncito de Gage que había sacado del cuarto de su hermano. Era un sillón plegable con el asiento y el respaldo de lona y el nombre de GAGE estampado en el respaldo. Rachel pidió cuatro de aquellos sillones por catálogo, con el nombre de cada uno de ellos.
Ellie casi no cabía en el sillón de Gage. El asiento se combaba como si fuera a romperse de un momento a otro. La niña sostenía la fotografía contra el pecho y tenía los ojos fijos en la pantalla del televisor en la que aparecía una película.
—Ellie, es hora de ir a la cama —dijo Louis apagando el aparato.
Ella se levantó con bastante dificultad y plegó el sillón. Al parecer, pensaba llevárselo a la cama.
Louis titubeó, deseando decir algo acerca del sillón, pero se limitó a preguntar:
—¿Quieres que te tape?
—Sí, gracias.
—¿No... no te gustaría dormir esta noche con mamá?
—No, gracias.
—¿Estás segura?
Ella sonrió ligeramente.
—Sí. Mamá se queda con toda la ropa.
Louis sonrió a su vez.
—Pues vamos.
Ellie no trató de meter el sillón en la cama, sino que lo puso junto a la cabecera. A Louis se le ocurrió entonces una analogía absurda: el consultorio del psiquiatra más pequeño del mundo.
Mientras se desnudaba, Ellie dejó la fotografía encima de la almohada, pero cuando se hubo puesto el pijama, la cogió, se la llevó al cuarto de baño, la dejó mientras se lavaba, se enjuagaba la boca y tomaba su tableta de flúor, y luego volvió a cogerla y se acostó con ella.
Louis se sentó en la cama y le dijo:
—Quiero que sepas, Ellie, que si seguimos queriéndonos podremos resistirlo.
Pronunciar cada una de estas palabras fue como empujar una carretilla cargada de balas de algodón mojadas, y la suma del esfuerzo le dejó exhausto.
—Voy a desearlo mucho y a rezar mucho a Dios para que Gage vuelva.
—Ellie...
—Dios puede llevárselo y puede devolvérnoslo. Él lo puede todo.
—Ellie, Dios no hace esas cosas —dijo Louis, violento, acordándose de Church encaramado en la tapa del inodoro, mirándolo con sus ojos terrosos mientras él se bañaba.
—Sí que las hace —dijo Ellie—. En clase de catecismo, la maestra nos habló de ese sujeto, Lázaro. Estaba muerto, y Jesús lo hizo vivir otra vez. Le dijo «Lázaro, sal fuera», y la maestra nos explicó que si sólo hubiera dicho «Sal fuera», probablemente hubieran salido todos los que estaban allí. Pero Jesús sólo quería a Lázaro.
De la boca de Louis salió entonces una frase absurda (pero el día había sido una sucesión de absurdos):
—Eso fue hace mucho tiempo, Ellie.
—Yo me ocuparé de tener sus cosas preparadas. Llevo su foto, me sentaré en su sillón...
—Ellie, ese sillón es pequeño para ti —dijo Louis oprimiendo la mano febril de la niña—. Lo romperás.
—Dios hará que no se rompa —dijo Ellie. Su voz sonaba serena, pero tenía unas grandes ojeras. Sólo de mirarla, a Louis se le partía el corazón, y tuvo que volver la cara. Quizá cuando se rompiera el sillón de Gage ella empezaría a comprender mejor lo ocurrido—. Llevaré siempre su foto y me sentaré en su sillón. Y también tomaré su desayuno. —Gage y Ellie tomaban distinta clase de cereales. Según Ellie, los de Gage sabían a gusano muerto y, si no había otros, prefería un huevo pasado por agua... o nada—. Y comeré pastillas de lima, aunque no me gusten, y leeré todos sus cuentos, y..., y..., bueno..., lo tendré todo listo por si...
Ahora estaba llorando. Louis no trató de consolarla; sólo le apartó el pelo de la frente. Lo que ella decía tenía su lógica. Mantener la línea abierta. Mantener las costumbres. Mantener a Gage en el presente, en la actualidad, no dejar que se alejara; ¿te acuerdas cuando Gage hacía esto..., o aquello...? Sí, qué risa..., qué fabuloso, Gage, qué chico. Cuando deja de doler, deja de importar. Y Louis pensó que tal vez ella comprendía lo fácil que sería dejar que Gage muriera.
—Ellie, no llores —dijo—. Ya verás cómo se te pasa. Esto no durará toda la vida.
Pero ella estuvo llorando toda la vida... quince minutos. Incluso siguió llorando después de dormirse. Pero al fin se tranquilizó y abajo, en la casa silenciosa, el reloj dio las diez.
«Manténlo vivo, Ellie, si eso es lo que deseas —pensó y le dio un beso—. Probablemente, los psiquiatras dirán que es malsano, pero yo estoy a favor. Porque sé que un día, tal vez muy pronto, tal vez este mismo viernes, te olvidarás la fotografía, y yo la encontraré en tu cama mientras tú vas en bicicleta por la explanada o estás en casa de Kathy McGown, haciendo vestidos para las muñecas con su maquinita de coser. Y Gage ya no estará contigo, y entonces Gage saldrá del presente y se convertirá en "algo que sucedió en 1984". Una tragedia del pasado.»
Louis salió de la habitación y se quedó un momento en lo alto de la escalera, sin acabar de decidirse a ir a la cama.
Sabía lo que en aquel momento necesitaba, y eso estaba abajo.
Louis Albert Creed se dispuso metódicamente a emborracharse. Abajo, en el sótano, había cinco cajas de cerveza Schlitz Light. Louis bebía cerveza, Jud bebía cerveza, Steve Masterton bebía cerveza, Massy Dandridge bebía una o dos cervezas de vez en cuando mientras vigilaba a los niños (a la niña, rectificó Louis mientras bajaba la escalera del sótano). Incluso la misma Miss Charlton, las contadas veces que había estado en la casa, prefería una cerveza (siempre que fuera ligera) a una copa de vino. De manera que un día, el invierno anterior, Rachel fue y compró nada menos que diez cajas de Schlitz Light aprovechando una oferta especial de la cervecería A. & P. «Así no tendrás que salir corriendo a Julio's de Orrington cada vez que tenemos visita —dijo—. Además, siempre estás con lo que dijo Robert Parker de que cualquier cerveza que esté en la nevera después de cerrar las tiendas es buena cerveza, ¿no? Conque bebe esto y piensa en todo el dinero que estás ahorrando.» El invierno anterior. Cuando las cosas estaban bien. «Cuando las cosas estaban bien.» Tiene gracia la facilidad y rapidez con que tu mente hace esa crucial distinción.
Louis subió una caja de cerveza y puso las latas en el frigorífico. Luego, tomó una lata, cerró la puerta del frigorífico y abrió la lata. Church salió lentamente de la despensa al oír la puerta y se quedó mirando a Louis interrogativamente. El animal no se acercó. Ya empezaban a ser demasiados puntapiés.
—No tengo nada para ti —dijo al gato—. Hoy ya has comido tu ración de Calo. Si quieres algo más, mata un pájaro.
Church le miraba fijamente sin moverse. Louis bebió la mitad de la cerveza y sintió que se le subía a la cabeza inmediatamente.
—Pero ni siquiera te los comes, ¿verdad? —preguntó Louis—. Te basta con matarlos.
Church pasó a la sala, al comprender que no había nada para él y, al cabo de un momento, Louis le siguió.
«¡Ajajá, vamos allá!», pensó otra vez distraídamente.
Louis se sentó en su butaca y miró a Church. El gato estaba echado en la alfombra, delante del televisor, vigilando a Louis; probablemente, preparado para salir corriendo si Louis se ponía agresivo y decidía soltar el pie.
Pero Louis levantó la cerveza.
—Por Gage —dijo—. Por mi hijo, que hubiera podido ser un gran artista, un nadador olímpico o el jodido presidente de Estados Unidos. ¿Qué dices tú, cretino?
Church le miraba con aquellos ojos apagados y extraños.
Louis bebió el resto de la cerveza a grandes tragos que lastimaban su dolorida garganta, se levantó y fue a buscar la segunda lata al frigorífico.
Cuando Louis llevaba ya tres cervezas, sintió que por primera vez en todo el día, empezaba a conseguir cierto equilibrio y, al terminar la primera media docena, pensó que incluso podría dormir, dentro de una hora aproximadamente. Cuando volvía del frigorífico con la octava o la novena (ya había perdido la cuenta y había dejado de andar derecho), su mirada tropezó con Church que estaba dormitando —o fingiendo dormitar— en la alfombra. La idea se le ocurrió de un modo tan natural que seguramente debía de llevar mucho tiempo en el fondo de su pensamiento esperando el momento propicio para aflorar a la superficie.
«¿Cuándo piensas hacerlo? ¿Cuándo enterrarás a Gage en Pet Sematary?»
Y, a renglón seguido:
«Lázaro, sal fuera.»
La voz de Ellie, aturdida y soñolienta:
«La maestra dijo que si sólo hubiera dicho "Sal fuera", seguramente habrían salido todos los que estaban en el cementerio.»
Louis sintió que le recorría todo el cuerpo un escalofrío tan violento que tuvo que asirse los brazos para no echarse a temblar. De pronto, recordó el primer día de colegio de Ellie. Gage se había dormido en sus rodillas mientras él y Rachel escuchaban el parloteo de la niña acerca de la canción del "Viejo MacDonald" y de Mrs. Berryman. «Déjame acostar al niño», le dijo él y, mientras subía la escalera con Gage en brazos, tuvo un horrible presentimiento. Ahora lo comprendía: en septiembre, una parte de su ser sabía que Gage moriría pronto. Una parte de su ser sabía que Oz el Ggande y Teggible andaba por allí. Era una tontería, un disparate, una simple superstición... y era la verdad. Él lo supo.
Louis se derramó un chorro de cerveza en la camisa y Church abrió los ojos recelosos, por si aquello era la señal de que iba a empezar la sesión de puntapiés.
Y Louis recordó también la pregunta que hizo a Jud y cómo se sobresaltó Jud, tirando dos botellas de cerveza. Una se rompió. «De esas cosas, ni se habla, Louis.»
Pero él quería hablar o, por lo menos, pensar en ellas. Pet Sematary. Y lo que había más allá de Pet Sematary. La idea ejercía una morbosa atracción. Existía una indiscutible analogía. Church fue muerto en la carretera; Gage fue muerto en la carretera. Church estaba aquí —diferente y hasta repulsivo— pero aquí estaba. Ellie, Gage y Rachel convivían con él sin problemas. Mataba pájaros, sí, y había destripado unos cuantos ratones; pero esas cosas las hacían los gatos. Church no se había convertido en un Frankengato. En muchos aspectos era el mismo de siempre.
«Tratas de convencerte a ti mismo —le susurró una voz—. No es el mismo. Es espectral. El cuervo, Louis, ¿te acuerdas del cuervo?»
—¡Santo Dios! —exclamó Louis con una voz temblorosa y desesperada que ni él mismo reconoció.
Dios, sí, claro. La invocación no podía ser más oportuna. Como en una novela de vampiros y fantasmas. Vamos ya, en el nombre de Dios, ¿qué es lo que estás pensando? Pensaba una horrenda blasfemia, algo que ni aun ahora acababa de creer. O, lo que era peor, se mentía a sí mismo. No era que tratara de convencerse, era que se engañaba deliberadamente.
«¿Y dónde está la verdad? Si tanto te interesa la verdad, ¿cuál es esa verdad?»
Para empezar, que Church ya no era un gato. Parecía un gato y actuaba como un gato, pero en realidad era sólo una pobre imitación. La gente no lo veía, pero lo notaba. Louis recordó una noche en que Miss Charlton estuvo en la casa, con ocasión de una pequeña cena que dieron los Creed poco antes de Navidad. A la hora del café, estaban sentados aquí, charlando, cuando Church saltó al regazo de la Charlton, que se lo sacudió de encima inmediatamente, con una mueca de repugnancia instintiva.
Fue un incidente sin importancia. Ni siquiera lo comentaron. Pero... ocurrió. La Charlton notó algo raro. Louis apuró la cerveza y fue en busca de otra. Si Gage volvía cambiado de aquel modo sería una obscenidad.
Destapó otra lata y bebió largamente. Ahora estaba borracho, francamente borracho, y al día siguiente tendría una cabeza como un bombo. "Cómo asistí al entierro de mi hijo con resaca", por Louis Creed, autor de "Cómo se me escapó de los dedos en el momento crucial" y otras muchas obras.
Borracho. Completamente. Pero intuía que si se había emborrachado era para poder pensar en aquella descabellada idea con serenidad.
A pesar de todo, la idea resultaba morbosamente atractiva, hechicera. Sí, desde luego, por encima de todo, tenía hechizo.
Allí estaba Jud otra vez:
«Lo haces porque es algo que se apodera de ti. Lo haces porque ese cementerio es un lugar secreto, y tú quieres compartir el secreto... Te inventas razones..., parecen buenas razones..., pero en realidad lo haces porque quieres. O porque no tienes más remedio.»
La voz de Jud arrastrando las sílabas con su acento yanqui, la voz de Jud que le helaba la sangre y le ponía la carne de gallina y le erizaba los pelillos del cogote.
«Son cosas secretas, Louis... El fondo del corazón del hombre es más árido... como la tierra del viejo cementerio micmac. El hombre cultiva lo que puede..., y lo cuida.»
Louis empezó a repasar las otras cosas que Jud le había dicho acerca del cementerio micmac, a relacionar los datos, a sopesarlos. Procedía del mismo modo en que se preparaba para los exámenes finales.
El perro."Spot".
«Podía ver los sitios en los que se le había clavado el alambre de espino; allí no había pelo, y la carne estaba hendida.»
El toro. Otro expediente que acudía a la mente de Louis.
«Lester Morgan enterró allí arriba a su toro campeón. Un black angus que se llamaba "Hanratty"... Lester lo arrastró en un trineo... Le pegó un tiro dos semanas después. Aquel toro se volvió malo, malo de verdad. Pero, que yo sepa, es el único.»
«Se volvió malo.»
«El fondo del corazón del hombre es más árido.»
«Se volvió malo de verdad.»
«Que yo sepa, es el único.»
«Ante todo lo haces porque, una vez has estado allí, es como si el lugar fuera tuyo.»
«Tenía la carne hendida.
"Hanratty", un nombre ridículo para un toro.
«El hombre cultiva lo que puede... y lo cuida.»
«Son mis ratas. Y son mis pájaros. Yo soy el responsable.»
«Es un lugar secreto, y te pertenece, y tú le perteneces.»
«Se volvió malo, pero, que yo sepa, es el único.»
¿Qué quieres buscar ahora, Louis, cuando empiece a soplar el viento de la noche y la luna ilumine el sendero del bosque? ¿Quieres volver a subir la escalera? Cuando, en las películas de terror, el héroe o la heroína suben esa escalera, todos los que están en el cine saben que es una estupidez, pero en la vida real ellos las suben también: fuman, no se abrochan el cinturón de seguridad, llevan a la familia a vivir al lado de una carretera por la que día y noche pasan camiones arriba y abajo. Conque Louis, ¿qué piensas hacer? ¿Vas a subir la escalera? ¿Quieres conservar a tu hijo o prefieres perder la razón?
«Ajajá, vamos allá.»
«Se volvió malo... Que yo sepa, el único... La carne estaba... El hombre... Te pertenece...»
Louis tiró el resto de la cerveza por el fregadero. De pronto, sintió ganas de vomitar. La habitación le daba vueltas vertiginosamente.
Sonó un golpe en la puerta.
Durante largo rato —por lo menos, a él le pareció largo—, Louis creyó que el golpe había sonado sólo dentro de su cabeza, que era una alucinación. Pero la llamada se repitió una y otra vez, paciente, implacable. Y, de pronto, Louis recordó el cuento de la mano del mono y sintió un terror helado. La sentía como una realidad física; era como una mano muerta que hubiera estado conservada en un frigorífico, una mano muerta que hubiera cobrado vida y se le hubiera metido debajo de la camisa para oprimirle el pecho a la altura del corazón. Era una imagen tonta y repugnante; pero la sensación no era una tontería. Oh, no.
Louis fue hacia la puerta, caminando sobre unos pies que no sentía y levantó el pestillo con dedos fláccidos. Mientras abría la puerta, pensaba: «Será Pascow. Con sus shorts colorados, y con más moho que un pan del mes pasado. Pascow con su cabeza monstruosa, que vuelve para avisarme: No subas ahí. ¿Cómo era la canción de los Animals? "Baby please don't go, baby PLEASE don't go, you know I love you so, baby please don't go..."»[4]
La puerta se abrió, y sobre el fondo de aquella medianoche oscura y ventosa que precedía al día del entierro de su hijo, estaba Jud Crandall. Su fino pelo blanco se agitaba movido por el viento frío.
—Pensando en el diablo, te lo encuentras en la puerta —dijo Louis con voz ronca. Trató de reír. El tiempo parecía haber retrocedido. Era otra vez el día de Acción de Gracias. Ahora mismo meterían el rollizo cuerpo de "Winston Churchill", el gato de Ellie, en una bolsa de basura de plástico verde y se pondrían en marcha. «Oh, no hagas preguntas; vamos a hacer una visita.»
—¿Puedo pasar, Louis? —preguntó Jud. Sacó un paquete de Chesterfield del bolsillo de la camisa y se metió uno en la boca.
—Es que ya es muy tarde —dijo Louis—. Y he bebido cantidad de cerveza.
—Aja, y así huele —dijo Jud. Encendió una cerilla y el viento la apagó. Rascó otra haciendo pantalla con las manos, pero los dedos le temblaban y expusieron la llama al viento. Al ir a encender la tercera, miró a Louis y dijo—: No puedo encender esto. ¿Me dejas entrar o no, Louis?
Louis se hizo a un lado y Jud entró en la casa.
38
Se sentaron a la mesa de la cocina, con una cerveza cada uno. «La primera vez que bebemos aquí», pensó
Louis ligeramente sorprendido. Ellie gritó en sueños y los dos se quedaron quietos como estatuas en un juego infantil. El grito no se repitió.
—Bien —dijo Louis—, ¿qué haces aquí a las cero horas quince minutos del día en que vamos a enterrar a mi hijo? Eres un amigo, Jud, pero esto es llevar las cosas demasiado lejos.
Jud bebió, se limpió los labios con la palma de la mano y miró fijamente a Louis. Había algo claro y concreto en aquella mirada y, al fin, Louis tuvo que desviar los ojos.
—Tú sabes por qué estoy aquí —dijo Jud—. Estás pensando cosas que no debes, Louis. Peor aún, estás haciendo planes.
—En lo único que pensaba era en irme a la cama —dijo Louis—. Mañana tengo un entierro.
—Yo tengo parte de culpa de esa pena que sientes esta noche —dijo Jud en voz baja—. Tal vez yo sea el responsable de que haya muerto tu hijo.
Louis le miró, asombrado.
—¿Qué? ¡No digas disparates, Jud!
—Estás pensando en llevarlo allá arriba —dijo Jud—. No niegues que lo has pensado, Louis.
Louis no respondió.
—¿Hasta dónde se extiende su maleficio? —dijo Jud—. ¿Puedes contestarme a eso? No. Ni yo mismo lo sé, y yo no me he movido de este rincón del mundo en toda mi vida. Sé cosas de los micmacs, y sé que ese sitio era para ellos un lugar sagrado... Pero no en el buen sentido. Me lo dijo Stanny B. También me lo dijo mi padre... después. Cuando "Spot" murió por segunda vez. Ahora los micmacs, el estado de Maine y el gobierno de Estados Unidos tienen un litigio para decidir quién es el dueño de esas tierras. ¿De quién son? Nadie lo sabe a ciencia cierta, Louis. Ya no. Las han reclamado varias personas en distintas épocas, pero ninguna reclamación prosperó.
Una de ellas fue Anson Ludlow, biznieto del fundador de esta ciudad. Tal vez la suya fue la reivindicación más fundada hecha por un hombre blanco, ya que el viejo Joseph Ludlow recibió la concesión del propio rey Jorge III cuando Maine no era más que una provincia de la colonia de la bahía de Massachusetts. Pero aun entonces hubiera tenido que pleitear de firme, porque otros Ludlow las reclamaban también, al igual que un tal Peter Dimmart, que afirmaba poder demostrar convincentemente que él era un Ludlow ilegítimo. Y el viejo Joseph Ludlow tenía muchas tierras pero muy poco dinero y en sus últimos tiempos, cuando tomaba unas copas de más, solía regalar doscientos o trescientos acres a quien se le antojaba.
—Pero, ¿no se hacían escrituras? —preguntó Louis, fascinado a pesar suyo.
—Oh, sí, nuestros abuelos se pintaban solos redactando escrituras de compraventa —dijo Jud encendiendo otro cigarrillo con la colilla—. La concesión original de tu propiedad dice, más o menos, así —Jud entornó los ojos y recitó de memoria—: «Desde el viejo arce que está en lo alto del cerro de Quinceberry hasta la margen del arroyo Orrington, es la extensión que abarca el terreno de norte a sur.» —Jud sonrió sin humor—. Lo malo es que el arce cayó en 1882, digamos, y en 1900 estaba reducido a musgo, y que el arroyo Orrington se empantanó en los diez años transcurridos entre el final de la Gran Guerra y el hundimiento de la Bolsa. Y no quieras saber el zafarrancho. Pero al viejo Anson acabó por no importarle, porque en 1921 lo mató un rayo, precisamente por donde está el cementerio.
Louis miraba fijamente a Jud. Jud tomó un sorbo de cerveza.
—Pero no importa. Hay muchos sitios en los que la cuestión de la propiedad está muy embarullada y no hay quien saque nada en limpio, sólo los abogados hacen su buen dinero. Eso lo sabía bien Dickens. Yo supongo que, al final, irán a parar a los indios. Pero, en realidad, eso no importa, Louis. Esta noche yo he venido a hablarte de Timmy Baterman y su padre.
—¿Quién es Timmy Baterman?
Timmy Baterman era uno de la veintena de muchachos de Ludlow que fueron a Europa a luchar contra Hitler. Se marchó en 1942 y en 1943 regresó dentro de una caja envuelta en una bandera. Había muerto en Italia. Bill Baterman, su padre, no salió de este pueblo en toda su vida. Cuando recibió el telegrama por poco se vuelve loco... pero luego se apaciguó. Él sabía lo del cementerio micmac, y había decidido lo que iba a hacer.
Había vuelto la tensión. Louis miró fijamente a Jud, tratando de descubrir un indicio de que estuviera mintiendo, pero no lo vio. De todos modos, era mucha casualidad que fuera a hablarle de aquello precisamente ahora.
—¿Por qué no me lo contaste aquella noche? —preguntó al fin—. Después... después de que lleváramos al gato. Cuando te pregunté si se había enterrado allí a alguna persona me dijiste que no.
—Porque entonces no hacía falta que lo supieras —dijo Jud—. Pero ahora es distinto.
Louis guardó silencio un buen rato.
—¿Y ése fue el único?
—El único al que conocí personalmente —dijo Jud gravemente—. ¿El único en intentarlo? Lo dudo, Louis. Lo dudo mucho. Yo soy como el predicador del "Eclesiastés", que decía que no hay nada nuevo bajo el sol. Oh, a veces el barniz que ponen a las cosas cambia, pero eso es todo. Lo que se intenta una vez ya se intentó antes..., y antes..., y antes.
Se miró las manos cubiertas de manchas amarillentas. En la sala, el reloj dio suavemente las doce y media.
—Ahora me digo que un hombre de tu profesión tiene que estar acostumbrado a mirar los síntomas y deducir cuál es la enfermedad que hay tras ellos..., y decidí hablarte claro cuando Mortonson, el de la funeraria, me dijo que encargaste para la tumba recubrimiento de placas en lugar de bóveda sellada.
Louis se quedó mirando a Jud sin decir nada. Jud enrojeció pero no desvió la mirada.
Al cabo, Louis dijo:
—Al parecer, estuviste fisgando, Jud. Eso me duele.
—No creas que le pregunté qué habías comprado.
—Tal vez no directamente.
Pero Jud no contestó, y aunque se había sonrojado más aún —ahora tenía la cara casi color ciruela—, no bajó los ojos.
Finalmente, Louis suspiró. Se sentía indescriptiblemente cansado.
—Oh, a la mierda, y qué más da. Puede que tengas razón. Tal vez estaba en mi ánimo. Si así era, no me di cuenta. No pensaba en lo que estaba encargando; sólo pensaba en Gage.
—Ya sé que pensabas en Gage. Pero conocías la diferencia. Tu tío tenía una funeraria.
Sí; Louis conocía la diferencia. Una bóveda sellada era una pieza de construcción hecha para que durase mucho, mucho tiempo. Se echaba hormigón en un molde rectangular, reforzado con varillas de hierro y, una vez terminada la ceremonia del entierro, una grúa hacía descender una tapa de hormigón levemente curvada. La tapa se sellaba con una sustancia parecida al material que se usa para reparar los baches de las carreteras. El tío Carl había dicho a Louis que aquel sellador —marca registrada Ever Lock— se agarraba de tal modo, con el peso, que no había quien lo despegara.
El tío Carl, que gozaba como el primero contando historias (por lo menos, cuando estaba entre colegas, y Louis, que trabajó con él durante varios veranos, podía ser considerado como una especie de aprendiz de enterrador), relató a su sobrino una exhumación que tuvo que hacer por orden de la oficina del fiscal del condado de Cook. El tío Carl se trasladó a Groveland para dirigir personalmente la operación. Estas cosas podían ser bastante complicadas. La gente, cuando se hablaba de desenterrar a alguien, solía pensar en las películas de terror, con Boris Karloff en el papel del doctor Frankenstein y Dwight Frye en el de Igor, y se equivocaba. Abrir una bóveda sellada no era trabajo para dos hombres, a no ser que pudieran dedicar a ello seis semanas. Aquella exhumación parecía ir bien... al principio. Se abrió la tumba y la grúa asió la parte superior de la bóveda. Pero la tapa no se abrió, tal como todos esperaban, sino que empezó a subir toda la cámara. Las paredes laterales estaban ya un poco húmedas y descoloridas. El tío Carl gritó al operario que manejaba la grúa que diera marcha atrás. Él traería de la funeraria algo que ablandara el pegamento.
Pero el operario, o no le oyó, o decidió seguir adelante por su cuenta y riego, como un niño que jugara con una grúa de juguete a pescar regalos en una feria. El tío Carl dijo que aquel idiota estuvo a punto de no contarlo. Cuando ya asomaban de tierra las tres cuartas partes de la bóveda —el tío Carl y su ayudante oían gotear el agua de la base al fondo de la tumba (aquélla fue una semana muy lluviosa en la zona de Chicago)—, la grúa basculó e hincó el brazo en la tumba. El operario chocó contra el parabrisas y se rompió la nariz. Los festejos de aquel día costaron al condado de Cook unos tres mil dólares: dos mil más que el coste medio de estas alegres actividades. El tío Carl le relató el incidente a raíz de la elección del operario de la grúa para el cargo de presidente de la asociación local de conductores de carretas, acaecida seis años después.
Las cubiertas de placas eran más sencillas. Consistían en una simple cubeta de hormigón abierta por arriba, que se introducía en la tumba la mañana del entierro. Después de la ceremonia, se depositaba el féretro en su interior. Luego, los sepultureros colocaban la tapa que solía estar dividida en dos piezas. Estas piezas se bajaban verticalmente, una a cada extremo de la tumba, hasta que descansaban como extraños soportes de libros. En el extremo de cada pieza había una anilla de hierro por la que los sepultureros pasaban una cadena y hacían descender las piezas lentamente para cerrar la cubeta. Cada pieza pesaría unos treinta o treinta y cinco kilos..., cuarenta, a lo sumo. Y no se utilizaba sellador.
Era relativamente fácil para un hombre solo levantar aquellas placas; eso era lo que Jud quería decir.
Era relativamente fácil para un hombre desenterrar el cuerpo de su hijo para enterrarlo en otro lugar.
«Ssssh... ssssh. De estas cosas no se habla. Son secretos.»
—Sí, por supuesto que conozco la diferencia entre una bóveda sellada y una cubierta de placas —dijo Louis—. Pero yo no pensaba... Yo no pensaba lo que tú piensas que pensaba.
—Louis...
—Es tarde —dijo Louis—. Es tarde, estoy borracho y me ahoga la pena. Si te parece que tienes que contarme eso, pues cuéntamelo y acabemos.
«Debí empezar con martinis —pensó—. Así hubiera estado roque cuando él llamó a la puerta.»
—De acuerdo, Louis. Y gracias.
—Adelante.
Jud se quedó pensativo unos momentos y empezó a hablar.
39
—Por aquel entonces, durante la guerra, el tren todavía paraba en Orrington, y Bill Baterman tenía un coche fúnebre en la estación, esperando al mercancías que traía el cuerpo de su hijo Timmy. El féretro fue descargado por cuatro obreros del ferrocarril. Yo era uno de ellos. En el tren viajaba un soldado de la Sección de Tumbas y Registros, la versión militar de una empresa de pompas fúnebres, Louis, pero ni asomó la cabeza. Estaba borracho en un vagón en el que aún quedaban otros doce ataúdes.
«Pusimos a Timmy en un furgón Cadillac, de los que por aquel entonces aún se llamaban «rápidos», porque en aquel tiempo la principal preocupación era poner al muerto bajo tierra antes de que oliera mal. Allí estaba Bill Baterman, con la cara impenetrable y..., no sé..., seca, diría yo. No tenía ni una lágrima. Huey Garber conducía el tren, y dijo que el tipo del ejército llevaba una ruta especial. Dijo Huey que a Limestone, en Presque Isle, había llegado un montón de ataúdes en avión y desde allí los ataúdes y su acompañante habían emprendido el viaje hacia el sur.
»El tipo del ejército, se acerca a Huey, saca un quinto de whisky de dentro del blusón del uniforme y le dice con acento sureño: «Señor maquinista, hoy llevará usted un tren fantasma, ¿no lo sabía?»
»Huey le dice que no.
»«Pues así es. Por lo menos, así llamamos en Alabama a un tren fúnebre. Porque yo soy de allí, ¿sabe?» Y Huey dice que el tío saca una lista del bolsillo y la mira: «Empezaremos dejando dos de estos ataúdes en Houlton, luego tengo uno para Passadumkeag, dos para Bangor, uno para Derry, uno para Ludlow, etcétera. Me siento como un maldito lechero. ¿No quiere un trago?»
»Huey rehusa el trago, diciendo que la Bangor y Aroostook es muy quisquillosa con los maquinistas a los que les huele el aliento, y el militar no se lo toma a mal, como tampoco Huey le reprocha al otro su borrachera. Hasta se dan la mano.
»Y emprendieron el viaje, dejando ataúdes con la bandera a cada dos o tres estaciones. Había unos dieciocho o veinte en total. Dijo Huey que tenían que llegar hasta Boston, y en todas las estaciones había familias que lloraban, en todas menos en Ludlow... En Ludlow estaba Bill Baterman que, según él, parecía que estuviera muerto por dentro y sólo esperara que el alma empezara a olerle mal. Huey me contó después que cuando acabó el viaje fue a despertar al del ejército y juntos recorrieron quince o veinte bares, y Huey agarró la borrachera más grande de su vida, y después fue a ver a una puta, algo que no había hecho nunca, y luego despertó con una gonorrea fenomenal, y dijo que si eso era un tren fantasma, no quería volver a llevar trenes fantasma en lo que le restara de vida.
»El cadáver de Timmy fue depositado en la funeraria Greenspant (que estaba frente a la lavandería Franklin) y dos días después era enterrado en el cementerio de Pleasantview con todos los honores militares.
»Verás, Louis, Mrs. Baterman había muerto diez años antes, al tratar de traer al mundo a su segundo hijo, y eso tuvo mucho que ver con lo que ocurrió después. Otro hijo hubiera sido un consuelo, ¿no crees? Otro hijo hubiera hecho comprender al viejo Bill que otros compartían su dolor y le hubiera ayudado a sobreponerse. Creo que en eso tú eres más afortunado, porque tienes a tu hija y a tu esposa, y las dos están bien.
»Según la carta que Bill recibió del teniente que mandaba el destacamento de su chico, Timmy murió el 15 de julio de 1943, en el avance hacia Roma. Su cadáver fue embarcado dos días después y llegó a Limestone el diecinueve. Lo cargaron en el tren fantasma de Huey Garber al día siguiente. La mayoría de los soldados que murieron en Europa fueron enterrados en Europa, pero los chicos que volvieron a casa en aquel tren eran casos especiales: Timmy murió al tratar de capturar un nido de ametralladoras y le concedieron la Estrella de Plata a título póstumo.
»Timmy fue enterrado el 22 de julio, aunque no podría jurarlo. Pues bien, cuatro o cinco días después, Marjorie Washburn, que entonces era la encargada de repartir el correo, vio a Timmy por la carretera, camino del establo de York. Bueno, Margie por poco se sale de la carretera con el coche, y se comprende. La mujer volvió directamente a la oficina de correos, dejó la cartera con todo el correo todavía dentro encima de la mesa de George Anderson y dijo que se iba a su casa, a meterse en la cama.
»«¿Qué te pasa, Margie? ¿Estás enferma? —le pregunta George—. Estás más blanca que un ala de gaviota.»
»«Acabo de llevarme el mayor susto de mi vida, y no quiero decir ni una palabra más —responde ella—. Y no se lo diré a Brian, ni a mi madre, ni a nadie. Cuando suba al cielo, si Jesús me pregunta, tal vez a Él se lo cuente. Pero no estoy segura.» Y se marchó.
»Todo el mundo sabía que Timmy había muerto. Salió su esquela en el Daily News de Bangor y en el "American" de Ellsworth hacía apenas una semana, con fotografía y todo, y la mitad de la ciudad asistió al funeral. Y ahora Margie acababa de verle, andando por la carretera, rondando por la carretera, como dijo al fin a George Anderson, pero se lo dijo al cabo de veinte años, cuando ella se estaba muriendo, y George me dijo que parecía que estaba deseando decir a alguien lo que había visto aquel día. Dijo George que le dio la impresión de que aquello la obsesionaba, ¿sabes?
»Dijo Margie que estaba muy pálido y que llevaba unos viejos pantalones de algodón y una camisa de franela descolorida, a pesar de que aquel día debían de estar casi a cuarenta a la sombra. Dijo Margie que tenía el pelo de punta en la coronilla, como si llevara más de un mes sin peinarse. «Sus ojos eran como dos pasas clavadas en una masa de pan. Aquel día vi a un fantasma, George. Por eso me asusté. Yo nunca lo hubiera imaginado, pero ya ves.»
«Bueno, se corrió la voz. Pronto otros vieron a Timmy. Mrs. Stratton... en fin, la llamábamos «señora» pero por lo que nosotros sabíamos tanto podía ser soltera, como divorciada, como abandonada. Tenía una casita de dos habitaciones en el cruce de la carretera de Pedersen con la de Hancock, y un montón de discos de jazz, y a veces, si podías distraer un billetito de diez dólares, te daba una fiestecita. Bueno, ella lo vio desde el porche de su casa, y dijo que él fue hasta el borde de la carretera y allí se paró.
»Dijo ella que Timmy se quedó allí, con los brazos colgando y la barbilla un poco adelantada, como el boxeador que está a punto de caer en la lona. Y que a ella el corazón le iba a cien, y que se quedó plantada en el porche, sin poderse mover del susto. Luego, él giró en redondo, y era como ver a un borracho tratando de dar la media vuelta, sacando una pierna y girando el otro pie. Estuvo a punto de caerse. Y ella dijo que entonces la miró y ella sintió que la fuerza se le iba de las manos y soltó el cesto de la colada, y toda la ropa quedó tirada por el suelo y llena de hollín. Dijo la mujer que los ojos de Timmy eran como dos canicas, mates, apagados, Louis. Al verla... sonrió y dijo ella que le habló. Le preguntó si aún tenía los discos, y añadió que le gustaría celebrar una fiestecita con ella, tal vez aquella misma noche. Y Mrs. Stratton se metió en su casa y no salió en una semana, aunque, para entonces, todo había terminado.
«Mucha gente vio a Timmy Baterman. La mayoría ya han muerto, uno de ellos, Mrs. Stratton, y otros se fueron a vivir a otro sitio, pero aún quedaban unos cuantos carcamales como yo que podrían contarte el caso, si se lo pides bien.
»Le vieron paseando arriba y abajo de la carretera de Pedersen, delante de la casa de su padre, un kilómetro y medio hacia el este y otro kilómetro y medio hacia el oeste. Arriba y abajo, arriba y abajo todo el día y, seguramente, toda la noche. Con la camisa fuera, la cara descolorida, el pelo revuelto, a veces, con la bragueta desabrochada, y aquella expresión en la cara... aquella expresión.
Jud hizo una pausa para encender un cigarrillo, y Louis intervino entonces por primera vez para preguntar:
—¿Le viste tú?
Jud apagó la cerilla agitándola y miró a Louis a través del humo azulado. Y, a pesar de que el relato no podía ser más disparatado, su mirada era sincera.
—Sí; le vi. Bueno, se han hecho películas y se han contado historias, que no sé si serán ciertas, acerca de los zombies de Haití. En las películas no hacen más que caminar como autómatas con la mirada extraviada, muy despacio y bastante patosos. Eso era Timmy Baterman, Louis, un zombie de película. Pero no exactamente. Había algo más. Por el fondo de sus ojos pasaba algo, algo que a veces veías y a veces, no. Algo en el fondo de sus ojos, Louis. Pero no creo que pueda llamarlo pensamiento. No sé cómo llamarlo.
»Había cierta malicia, eso por un lado. Como cuando dijo a Mrs. Stratton que quería celebrar una fiestecita. Allí dentro había algo, pero no creo que fuera pensamiento, y no creo que tuviera mucho, quizá nada, que ver con Timmy Baterman. Era más bien como... una señal de radio que le llegara de otro sitio. Al mirarle, pensabas: «Como me toque, grito.» Eso.
»Arriba y abajo, arriba y abajo de la carretera; así estaba siempre. Un día, al volver del trabajo... sería hacia el treinta de julio... encontré aquí a George Anderson, el cartero, sentado en mi porche de atrás, bebiendo té helado con Hannibal Benson, que entonces era el secretario municipal, y Alan Purinton, el jefe de bomberos. Norma también estaba, pero ella no decía ni una palabra.
»George no hacía más que frotarse el muñón de la pierna derecha, la que perdió trabajando para el ferrocarril, que con el calor y la humedad le daba muchas molestias. Pero aquí estaba, aunque le doliera.
»«Esto ya pasa de la raya —me dice George—. La encargada del reparto no quiere acercarse por Pedersen, pero hay más. Lo peor es que ahora hay jaleo con el gobierno, y eso puede traer cola.»
»«¿Jaleo? —pregunté yo—. ¿Qué jaleo?»
»«Dice Hannibal que le han llamado del Departamento de Guerra. Era un tal teniente Kinsman que se dedica a investigar denuncias y separar lo que son simples inocentadas de los delitos. Cuatro o cinco personas han escrito anónimos al Departamento de Guerra y el tal teniente Kinsman empieza a estar escamado. Si no fuera más que una carta, no le hubieran hecho caso. Si fueran varias cartas escritas por una misma persona, hubieran avisado a la policía del estado de que podía haber un psicópata que odiara a la familia Baterman de Ludlow. Pero las cartas estaban escritas por personas diferentes. Dijo que eso se veía por la letra, aunque no estuvieran firmadas, y todas decían lo mismo: que si Timmy Baterman está muerto nadie lo diría al verle pasear por la carretera de Pedersen a cara descubierta.»
»«Como esto continúe, el tal Kinsman nos va a enviar a alguien o se nos va a presentar aquí en persona —concluyó Hannibal—. Esa gente quiere saber si Timmy está muerto, o ha desertado, o qué ha pasado, porque no les hace ninguna gracia pensar que sus archivos estén hechos un lío. Y también querrán saber quién estaba en el ataúd de Timmy Baterman, si no era Timmy Baterman.»
»Ya ves qué fregado, Louis. Estuvimos allí sentados más de una hora, tomando té helado y hablando del caso. Norma preguntó si queríamos bocadillos, pero le dijimos que no. Y es que lo de Timmy Baterman nos tenía a mal traer. Era como encontrar a una mujer con tres tetas... que sabes que no puede ser, pero, ¿qué puede hacer uno?
«Estuvimos hablando y hablando y por fin decidimos que había que ir a casa de los Baterman. Nunca olvidaré aquella noche, aunque llegue a vivir otros tantos años como los que tengo ahora. Hacía calor, un calor infernal, y el sol era como un barreño de sangre que cayera por detrás de las nubes. Ninguno de nosotros tenía muchas ganas de ir, pero no había más remedio. Norma lo comprendió antes que nosotros. Se me llevó adentro con un pretexto y me dijo: «Que no te convenzan de dejarlo para otro día, Judson. Hay que ocuparse de ello cuanto antes. Es una abominación.»
Jud miró a Louis sin pestañear.
—Así lo llamó ella, Louis. Ésa fue la palabra que usó. Abominación. Y luego me dijo al oído: «Si ocurre algo, Jud, tú sal corriendo. No te preocupes de los demás; cada cual tendrá que ocuparse de sí mismo. Acuérdate de lo que te digo y, si ocurre algo, tú ahueca.»
»Fuimos en el coche de Hannibal Benson; el muy canalla siempre tenía cupones de gasolina, no sé cómo se las ingeniaba. No hablábamos mucho, pero fumábamos como chimeneas. Estábamos asustados, Louis, asustados de verdad. El único que abrió la boca fue Alan Purinton, que dijo a George: «Bill Baterman ha estado trajinando por los bosques que hay al norte de la carretera 15, de eso estoy seguro.» Nadie le contestó, pero recuerdo que George dijo que sí con la cabeza.
»Bueno, cuando llegamos, Alan llamó a la puerta, pero nadie contestó, así que dimos la vuelta a la casa y allí los vimos a los dos: Bill Baterman, sentado en el porche de atrás, con una jarra de cerveza, y Timmy, de pie en el fondo del jardín, mirando cómo se ponía aquel sol de sangre. Tenía la cara color naranja, como si le hubieran desollado vivo. Y Bill... parecía que el diablo le hubiera pillado después de sus siete años de vacas gordas. El cuerpo le bailaba dentro de las ropas. Por lo menos había perdido veinte kilos. Los ojos se le habían hundido en las cuencas y parecían dos animalitos dentro de su cueva... Y la boca le temblaba tic-tic-tic hacia la izquierda.
Jud hizo una pausa, reflexionó y luego asintió casi imperceptiblemente:
—Louis, parecía un condenado.
»Timmy volvió la cara y nos sonrió. Sólo de verle sonreír te daban ganas de gritar. Luego, siguió contemplando la puesta de sol. Billy dijo: «No os oí llamar, chicos», lo cual era una mentira descarada, pues Alan había aporreado la puerta con tal fuerza que hubiera podido despertar a un..., a un sordo.
»Como ninguno parecía decidirse a hablar, yo dije: «Billy, dicen que tu chico murió en Italia.»
»«Eso fue un error», me contestó mirándome a los ojos.
»«¿Sí?», digo yo.
»«¿Es que no le ves ahí delante?», dice él.
««Entonces, ¿quién crees tú que estaba en el ataúd que enterraste en Pleasantview», le pregunta Alan Purinton.
»«Maldito si lo sé —dice Billy—. Y maldito si me importa.» Va a sacar un cigarrillo y se le caen todos al suelo y, al recogerlos, rompe dos.
««Probablemente, tendrá que haber una exhumación —dice Hannibal—. Eso tú ya lo sabes, ¿no? Me han llamado del Departamento de Guerra, Bill. Quieren saber si con el nombre de Timmy enterraron a otro.»
»«Bueno, ¿y eso qué me importa a mí? —dice Bill en voz alta—. Eso no me interesa. Yo tengo a mi hijo. Timmy volvió a casa el otro día. Había perdido la memoria por una explosión y está un poco raro, pero se pondrá bien.»
»«Basta de pamplinas, Billy —le digo. De repente, me puse furioso con él—. Cuando desentierren ese ataúd, lo encontrarán vacío, a no ser que cuando sacaste al chico te tomaras la molestia de llenarlo de piedras, y no lo creo. Ya sé lo que ha pasado, y aquí Hannibal, y George, y Alan lo saben, y tú lo sabes. Has estado trajinando por esos bosques, Bill, y has causado muchos problemas, tanto para ti como para esta ciudad.»
»«Ya sabéis dónde está la puerta, chicos —dice él—. No tengo por qué daros explicaciones ni justificarme ante vosotros. Cuando recibí aquel telegrama fue como si se me fuera la vida. La sentí que se me iba del cuerpo como cuando uno se orina piernas abajo. Bueno, ahora ya tengo otra vez a mi chico. Ellos no debieron quitármelo. Un muchacho de diecisiete años. Era lo único que me quedaba, y lo que hice fue perfectamente legal. Conque, a la mierda el ejército, a la mierda el Departamento de Guerra, y a la mierda Estados Unidos de América. Y a la mierda vosotros, chicos. Ahora ha vuelto y se pondrá bien. Es todo lo que tengo que decir. Ya podéis iros por donde habéis venido.»
»Y la boca le hacía tic-tic-tic y tenía la frente empapada en sudor. Entonces me di cuenta de que se había vuelto loco. A mí también me hubiera vuelto loco el vivir con... con aquello.
Louis estaba mareado. Demasiada cerveza en tan poco tiempo. Pronto tendría que echarla. El peso que sentía en el estómago le decía que no tardaría mucho.
—Bueno, no podíamos hacer nada más. Cuando nos íbamos, Hannibal dijo: «Bill, que Dios te ayude.»
»Y Bill contestó: «Dios nunca me ha ayudado. Yo me he ayudado a mí mismo.»
»Fue entonces cuando Timmy se acercó a nosotros. Hasta andaba mal, Louis. Andaba como un viejo. Levantaba un pie, lo bajaba y luego lo arrastraba un poco, entonces levantaba el otro. Era como ver andar a un cangrejo. Y llevaba los brazos colgando. Cuando se acercó, vimos que tenía unas marcas rojas que le cruzaban la cara en diagonal como granos o quemaduras. Seguramente, las señales de la ametralladora alemana. Casi debió de volarle la cabeza.
»Y olía a tumba. Era un olor a podrido, como si todo lo que tenía dentro estuviera corrompiéndose. Vi que Alan Purinton se tapaba la nariz con la mano. El olor era espantoso. Casi esperaba uno verle andar los gusanos entre el pelo...
—Calla —dijo Louis con voz ronca—. Ya he oído suficiente.
—No —dijo Jud—; todavía no. —Hablaba con voz grave y cansada—. Todavía no. No puedo explicarte el horror. Nadie que no estuviera allí podría hacerse una idea de lo que era. Estaba muerto, Louis. Pero, al mismo tiempo, vivía. Y... y... sabía muchas cosas.
—¿Muchas cosas? —Louis inclinó el cuerpo hacia adelante.
—Aja. Se quedó mirando a Alan durante mucho rato, como si sonriera..., bueno, por lo menos enseñando los dientes..., y en una voz muy baja que apenas te llegaba, como si tuviera tierra en las cuerdas vocales, dijo: «Purinton, tu mujer se acuesta con el dueño de la tienda donde trabaja. ¿Qué te parece? Y da gritos de gusto. ¿Qué dices a esto?»
»Alan dio un respingo. Se veía que aquello le había herido de verdad. Ahora está en un asilo de Gardner, o estaba... Debe de andar cerca de los noventa. Entonces tenía alrededor de cuarenta, y la gente murmuraba de su segunda mujer. Era una prima lejana que había venido a vivir con Alan y su primera mujer poco antes de la guerra. Luego, Lucy murió, y al año y medio Alan se casó con la chica. Laurine, se llamaba. Cuando se casaron no tendría arriba de veinticuatro años. Pero había dado que hablar. Los hombres decían que era una muchacha un poco libre y despreocupada. Pero las mujeres decían que era una golfa. Y quizá el propio Alan hubiera tenido sus dudas, pero entonces gritó: «¡Cállate! ¡Cállate o te parto la boca, seas lo que seas!»
»«Sssh, Timmy —dice Bill, con peor aspecto que nunca, como si estuviera a punto de vomitar, o desmayarse, o las dos cosas—. Sssh, Timmy.»
»Pero Timmy no le hizo caso. Entonces mira a George Anderson y le dice: «Ese nieto del que estás tan orgulloso, sólo espera que te mueras, viejo. Lo único que quiere es el dinero, el dinero que él cree que guardas en la caja del Banco de Bangor. Por eso está tan cariñoso contigo. Pero a espaldas tuyas se burla de ti, lo mismo que su hermana. Viejo patapalo, así te llaman» —dijo Timmy, y, Louis, entonces le cambió la voz. Se hizo burlona y sonaba como si el que hablase fuera el nieto de George.
»«Viejo patapalo —dijo Timmy—, y cómo rabiarán y se cagarán en ti cuando descubran que eres más pobre que las ratas, porque lo perdiste todo en 1938. ¡Cómo se cagarán, George!»
»Entonces George dio un paso atrás y se le dobló la pierna y se cayó de espaldas en el porche de Bill, tirándole la jarra de cerveza, y estaba tan blanco como tu camiseta, Louis.
»Bill lo levantó como buenamente pudo, mientras gritaba a su hijo: «¡Basta, Timmy! ¡Basta!» Pero Timmy no le hacía caso. Dijo algo malo de Hannibal y también de mí, y entonces estaba... frenético. Sí, estaba rabioso y daba gritos. Y nosotros empezamos a andar hacia atrás y luego a correr, arrastrando a George al que se le habían torcido las correas de la pierna y la tenía vuelta del revés, con el zapato hacia atrás.
»La última vez que vi a Timmy Baterman estaba en el jardín de atrás, al lado del tendedero, con la cara roja a la luz del último sol de la tarde, y aquellas señales, y el pelo erizado y lleno de polvo..., y se reía y chillaba una y otra vez: «¡El patapalo! ¡Y el cornudo! ¡Y el putañero! ¡Adiós, señores! ¡Adiós! ¡Adiós!» Y se reía, pero en realidad lo que hacía era chillar... Algo dentro de él... chillaba y chillaba.
Jud se detuvo, jadeando.
—Jud —dijo Louis—, lo que Timmy Baterman dijo de ti, ¿era verdad?
—Era verdad —murmuró Jud—. ¡Caray! Era verdad. De vez en cuando, yo iba a un prostíbulo de Bangor. No es cosa que no hayan hecho muchos hombres, aunque supongo que tampoco faltan los que no se apartan del camino recto. De vez en cuando, me entraba el deseo, o quizá el impulso, de hacerlo con una desconocida. O de pagar para que me hicieran lo que uno no se atreve a pedirle a la esposa. Al hombre también le gusta cultivar su jardín, Louis. No era tan terrible lo que hacía, y no he vuelto desde hace ocho o nueve años. Y Norma no me hubiera abandonado, de haberse enterado. Pero algo hubiera muerto dentro de ella. Algo dulce y precioso.
Jud tenía los ojos irritados, hinchados y legañosos. «Las lágrimas de los viejos son muy poco hermosas», pensó Louis. Pero cuando Jud buscó a tientas la mano de Louis, éste se la estrechó firmemente.
—Sólo nos dijo lo malo —continuó al cabo de un momento—. Sólo lo malo. Bien sabe Dios que hay muchas cosas malas en la vida de todo hombre. Dos o tres días después, la esposa de Alan Purinton se fue de Ludlow para siempre, y los que la vieron antes de que subiera al tren decían que llevaba dos buenos cardenales y el trasero forrado de algodón. Alan no quiso decir ni una palabra del asunto. George murió en 1950, y si dejó algo a sus nietos, yo no me enteré. Hannibal fue cesado del cargo por algo parecido a aquello de lo que Timmy Baterman le había acusado, no te diré lo que era exactamente, porque no viene al caso, pero algo así como apropiación indebida de fondos del municipio. Incluso se habló de procesarlo por estafa, pero no llegaron a hacerlo. Bastante castigo fue la pérdida del cargo, con lo que a él le gustaba darse importancia.
»Pero, en todos aquellos hombres, también había cosas buenas. Y eso es lo que la gente suele olvidar. Fue Hannibal el que abrió la suscripción para el Hospital General del Este, poco antes de la guerra. Alan Purinton era uno de los hombres más desinteresados y generosos que he conocido. Y el viejo George Anderson no quería más que seguir siendo toda la vida el jefe de correos.
»Y aquel ser sólo hablaba de lo malo. Nos recordaba lo malo porque él era malo... y porque veía en nosotros a sus enemigos. El Timmy Baterman que se fue a la guerra era un muchacho corriente, Louis, tal vez un poco aburrido, pero bueno. La cosa que vimos aquel atardecer, a la luz roja del sol... era un monstruo. Tal vez fuera un zombie o un "dybuk" o un demonio. Quizá no haya nombre para una cosa así, pero los micmacs habrían sabido lo que era, tuviera nombre o no.
—¿Qué era? —preguntó Louis, embotado.
—Algo que había sido tocado por el "wendigo" —dijo Jud con voz átona. Aspiró profundamente, retuvo el aire un momento, lo soltó y miró el reloj—. Es muy tarde, Louis. He hablado nueve veces más de lo que pensaba.
—Lo dudo —dijo Louis—. Has estado muy elocuente. Cuenta cómo terminó.
—Dos noches después, hubo un incendio —dijo Jud—. La casa de los Baterman ardió hasta los cimientos. Alan Purinton dijo que no había la menor duda de que el fuego fue provocado. La casa había sido inundada de fuel de la calefacción. Estuvo oliendo tres días.
—Y ardieron los dos.
—Aja. Ardieron los dos. Pero ya estaban muertos antes de arder. Timmy tenía dos balas en el pecho, disparadas con una vieja pistola Colt de Bill Baterman. La pistola estaba en la mano de Bill. Al parecer, él mató a su hijo, lo echó en la cama, esparció el fuel, luego se sentó en su butaca al lado de la radio, encendió una cerilla y se metió en la boca el cañón de la Colt.
—¡Dios! —murmuró Louis.
—Estaban carbonizados, pero el forense del condado dijo que a él le parecía que Timmy Baterman llevaba muerto dos o tres semanas.
Silencio y el tictac del reloj.
Jud se puso en pie.
—No exageraba cuando dije que tal vez yo había matado a tu hijo, Louis, o había colaborado. Los micmacs conocían ese lugar, pero eso no quiere decir necesariamente que ellos hicieran de él lo que es. Los micmacs no estuvieron allí siempre. Llegaron del Canadá, quizá de Rusia, o quizá de Asia hace miles de años. Se quedaron aquí, en Maine, mil o tal vez dos mil años; es difícil determinarlo, porque no dejaron una huella profunda de su paso. Y se fueron..., como nos iremos nosotros un día, aunque nuestra huella, para bien o para mal, habrá calado más que la de ellos. Pero sea quien sea el que esté aquí, Louis, ese lugar seguirá existiendo. No es como si alguien lo poseyera y pudiera llevarse su secreto al marcharse. Es un lugar maldito y corrompido, y yo no debí llevarte allí para que enterraras a ese gato. Ahora lo sé. Tiene un maleficio y tú harás bien en guardarte de él si sabes lo que os conviene a ti y a tu familia. Yo no fui lo bastante fuerte como para combatirlo. Tú salvaste la vida a Norma y yo quería hacer algo por ti, y ese sitio se aprovechó de mis buenas intenciones para sus malos propósitos. Ese poder... creo que tiene fases, como la luna. Ya había sido fuerte, y me parece que ahora ha vuelto a aumentar. Temo que se haya servido de mí para atacarte a través de tu hijo. ¿Comprendes lo que te quiero decir? —Sus ojos suplicaban.
—Imagino que quieres decir que ese lugar sabía que Gage iba a morir —dijo Louis.
—No; quiero decir que ese lugar "hizo morir" a Gage porque yo te revelé su poder. Quiero decir que, con mis buenas intenciones, yo asesiné a tu hijo, Louis.
—No lo creo —dijo Louis al fin con voz insegura. No lo creía. No quería, no podía creerlo.
Oprimió fuertemente la mano de Jud.
—Mañana enterramos a Gage. En Bangor. Y en Bangor se quedará. No pienso volver a Pet Sematary ni al otro sitio.
—¡Promételo! —dijo Jud roncamente—. ¡Promételo!
—Te lo prometo —dijo Louis.
Pero en el fondo de su mente subsistía una especulación, como un leve destello que no acababa de apagarse.
40
Pero no ocurrió ninguna de estas cosas.
Todo ello —el atronador camión de la Orinco, los dedos que rozaron la chaqueta de Gage, Rachel disponiéndose a ir al velatorio en bata, Ellie llevando a todas partes la foto de Gage y colocando su silloncito al lado de la cama, las lágrimas de Steve Masterton, la pelea de Irwin Goldman, la horrible historia de Timmy Baterman que la había contado Jud Crandall—, todo existió sólo en el cerebro de Louis Creed durante los pocos segundos que estuvo persiguiendo a su hijo que reía a carcajadas, al borde de la carretera. Detrás de él, Rachel volvió a gritar —«¡Gage, ven aquí, NO CORRAS!»—, pero Louis no malgastó el aliento. Iba a faltarle muy poco, muy poco. Bueno, una de aquellas cosas sí pasó: por la carretera Louis oía zumbar un camión y dentro de su cabeza se conectó un circuito de memoria y oyó a Jud Crandall decir a Rachel el día en que llegaron a Ludlow: «Tenga mucho cuidado con esa carretera, Mrs. Creed. Es peligrosa para los niños y los animalitos.»
Ahora Gage corría por la suave pendiente del jardín que bajaba hasta el borde de la carretera, moviendo vigorosamente sus piernas rollizas, y no tenía más remedio que caerse; pero no, seguía avanzando y el camión ya se oía muy cerca, con aquel ronquido grave que Louis oía a veces desde la cama al quedarse dormido. Entonces era un sonido reconfortante, pero ahora le aterrorizaba.
«¡Oh, Dios mío, Jesús mío, haz que pueda alcanzarle antes de que llegue a la carretera!»
Louis dio un impulso final a su carrera y saltó hacia adelante paralelo al suelo, como un jugador de rugby placando al adversario; debajo de él, su sombra se deslizó sobre la hierba, y entonces recordó la cometa, el buitre que proyectaba su sombra por todo el campo de Mrs. Vinton, y en el instante que Gage salía a la carretera, los dedos de Louis rozaron la espalda de la chaqueta... y la agarraron.
Tiró de Gage hacia atrás al tiempo que aterrizaba sobre la franja de seguridad de la carretera. Dio con la cara en el áspero bordillo y empezó a sangrarle la nariz. Pero donde más le dolió fue en los testículos —«Ohhh, de haber sabido que tendría que jugar a rugby me habría puesto las defensas»—, pero ni el golpazo de la nariz ni el dolor de las bolas ensombrecieron el alivio que le invadió al oír el grito de indignación de Gage al caer de culo sobre el bordillo y rebotar con la cabeza en el borde del césped. Un segundo después sus berridos quedaban ahogados por el estrépito del camión y el casi mayestático trompetazo del claxon.
Louis consiguió ponerse en pie a pesar del brasero que sentía en el bajo vientre, con su hijo en brazos. Al momento Rachel llegó a su lado. Venía llorando y gritaba: «¡No te vayas nunca a la carretera, Gage! ¡Nunca, nunca, nunca! ¡La carretera es muy mala! ¡Muy mala!» Y Gage quedó tan atónito por el lacrimoso sermón que dejó de llorar y miró a su madre con ojos redondos.
—Louis, te sangra la nariz —dijo ella a Louis, y le abrazó con tal fuerza que le dejó casi sin respiración.
—Pues no es eso lo peor —dijo él—. Me parece que he quedado estéril, Rachel. ¡Oh, y cómo duele!
Y ella se echó a reír histéricamente. Durante un momento, Louis sintió miedo al pensar: «Si Gage llega a morirse, ella se hubiera vuelto loca.»
Pero Gage no murió; todo aquello no fueron sino fugaces imaginaciones que cruzaron por su mente mientras Louis le ganaba por pies a la muerte sobre el césped verde, una soleada tarde de mayo.
Gage fue a la escuela primaria, y a los siete años empezó a ir a los campamentos de verano, donde demostró unas extraordinarias y sorprendentes aptitudes para la natación, al tiempo que daba a sus padres una poco grata sorpresa, al dejar bien patente que era capaz de soportar un mes de separación sin trauma psíquico apreciable. A los diez años, ya pasaba los veranos completos en el campamento de Agawam, en Raymond, y a los once conquistó dos cintas azules y una roja en los campeonatos de natación de los Cuatro Campamentos que cerraron el programa de actividades del verano. Era un muchacho alto, pero seguía siendo el mismo Gage, que miraba al mundo con ojos alegres y un poco sorprendidos... Y el mundo para Gage nunca tuvo frutos amargos ni podridos.
Era matrícula de honor en la secundaria y miembro del equipo de natación de San Juan Bautista, la escuela parroquial a la que se empeñó en ir, porque la piscina era espléndida. Rachel se llevó un disgusto, pero Louis no se sintió especialmente sorprendido cuando, a los diecisiete años, Gage les comunicó su intención de convertirse al catolicismo. Rachel estaba convencida de que la culpa era de la muchacha con la que Gage salía; y ya le veía casado («Si esa pécora con la medallita de san Cristóbal no está tratando de atraparlo como sea, me como tus calzoncillos, Louis», decía), abandonando los estudios universitarios y sus ilusiones por la Olimpíada y rodeado de nueve o diez pequeños católicos antes de cumplir los cuarenta. Para entonces (por lo menos, según Rachel) sería un camionero barrigudo, fumador de cigarros y bebedor de cerveza que, entre padrenuestros y avemarías, haría oposiciones al infarto.
Louis sospechaba que los motivos de su hijo eran sinceros, y, aunque Gage se convirtió (aquel día Louis mandó a su suegro una socarrona postal que decía: «Quizá aún llegues a tener un nieto jesuita. Tu afectísimo yerno, Louis»), no se casó con la muchacha (que no era tal pécora, sino bastante agradable) con la que estuvo saliendo durante el último año de secundaria.
Luego, fue a John Hopkins, formó parte del equipo olímpico de natación, y una tarde larga y radiante, dieciséis años después de que Louis compitiera con un camión de la Orinco por la vida de su hijo, él y Rachel —que tenía todo el pelo gris, aunque se tapaba las canas con champú colorante— vieron con orgullo cómo su hijo conquistaba una medalla de oro para Estados Unidos. Cuando las cámaras de la NBC se acercaron para captar un primer plano de Gage, con la cabeza erguida, reluciente y chorreando y los ojos serenos puestos en la bandera mientras sonaba el himno nacional, con la cinta al cuello y el oro sobre la suave piel de su pecho, Louis lloró. Lloraron los dos, él y Rachel.
—Esto es soberbio —dijo él, volviéndose hacia su esposa para abrazarla, emocionado. Pero ella le miraba con horror, y su rostro envejecía a ojos vistas, como macerado por días, meses y años de dolor. Los sones del himno se apagaron y cuando Louis volvió a mirar al televisor vio a otro muchacho, un muchacho negro, con la cabeza llena de apretados rizos en los que aún brillaban las gotas de agua.
«Esto es soberbio.»
«Pero, ¿y mi hijo?»
«¡Ay, Dios mío, su gorra está llena de sangre!»
* * *
Louis despertó abrazado a la almohada. Eran las siete de la mañana de un día lluvioso y fresco. Los latidos del corazón le retumbaban en la cabeza monstruosamente. El dolor apretaba y cedía, apretaba y cedía. Eructó un ácido con sabor a cerveza pasada y se le revolvió el estómago. Había llorado en sueños, la almohada estaba húmeda. Porque, mientras soñaba, una parte de él sabía la verdad y lloraba.
Se levantó y fue al baño dando traspiés. El corazón le galopaba. La fuerte resaca le impedía pensar con claridad. Llegó al retrete justo a tiempo y vomitó un torrente de cerveza de la víspera.
Se quedó arrodillado, con los ojos cerrados, hasta que se sintió con fuerzas para ponerse en pie. Buscó a tientas el tirador y descargó el depósito. Luego, se acercó al espejo, para ver si tenía los ojos muy irritados; pero el espejo estaba cubierto por un paño. Entonces se acordó. Rachel, dejándose llevar por costumbres de un pasado que decía no recordar, había tapado todos los espejos de la casa, y se descalzaba antes de entrar.
Nada de equipo olímpico de natación, pensó Louis, volviendo a la cama y sentándose en el borde del colchón. El sabor agrio de la cerveza le recubría toda la boca y la garganta, y se juró a sí mismo (no era la primera vez, ni sería la última) que nunca más probaría aquel veneno. Ni equipo olímpico de natación, ni matrícula en los exámenes, ni novia católica, ni conversión, ni campamento de verano, ni nada. Las zapatillas, arrancadas de los pies; la chaqueta, vuelta del revés; su cuerpo, robusto y sano, destrozado. La gorra estaba llena de sangre. Ahora, sentado en la cama, atontado por la resaca, mientras la lluvia resbalaba perezosamente por los cristales de la ventana, Louis sintió que la pena le acometía de frente, como una tétrica matrona gris de la Sala Nueve del purgatorio. Le embistió y se apoderó de él, le redujo, le despojó de las defensas que aún le quedaban, y él escondió la cara entre las manos y lloró balanceando el cuerpo y pensando que haría cualquier cosa con tal de tener una segunda oportunidad. Cualquier cosa.
41
Gage fue enterrado a las dos de la tarde. Ya había dejado de llover. Unas nubes desgarradas pasaban sobre el cementerio y la mayoría de los asistentes llegaron con paraguas al brazo, proporcionados por la funeraria.
A petición de Rachel, el director de la funeraria, que celebró la breve ceremonia del entierro, exenta de sectarismo, leyó el pasaje de san Mateo que empieza: «Dejad que los niños se acerquen a mí.» Louis, que estaba a un lado de la tumba, contemplaba a su suegro, situado frente a él. Goldman sostuvo su mirada un momento y bajó los ojos. Hoy no le quedaban ganas de pelea. Las bolsas que tenía debajo de los ojos parecían sacas de correo y en torno a su bonete de seda negra el viento alborotaba unos pelillos blancos y finos como hilos de telaraña. Con su barba entrecana sombreándole las mejillas estaba más judío que nunca. A Louis le daba la impresión del hombre que no sabe exactamente dónde está. Por más que se esforzaba, Louis no podía sentir piedad.
El pequeño ataúd blanco de Gage —era de suponer que con el cerrojo reparado— descansaba sobre unas guías cromadas colocadas encima de las placas de recubrimiento. Los bordes de la fosa estaban alfombrados de césped sintético de un verde tan chillón que dañaba la vista. Sobre esta superficie artificial e incongruentemente alegre, se habían colocado varias canastillas de flores. Louis miraba por encima del hombro del director de la funeraria. Había allí una pequeña elevación cubierta de tumbas, parcelas familiares y un monumento románico con el nombre de PHIPPS grabado en él. Justo por encima del tejado inclinado de PHIPPS se veía una franja amarilla. Louis se preguntó qué sería. Siguió mirándola después de que el director dijera: «Inclinemos la cabeza para orar un momento.» Louis tardó varios minutos, pero lo consiguió. Era una pala mecánica. Estaba aparcada al otro lado de la elevación, para que los asistentes al entierro no la vieran. Y, una vez terminada la ceremonia, Oz aplastaría el cigarrillo con el tacón de su teggible bota, echaría la colilla en el recipiente que llevara encima (los sepultureros que eran sorprendidos arrojando colillas al suelo solían ser despedidos sumariamente: causaba mala impresión; muchos de los clientes habían muerto de cáncer de pulmón), subiría a su máquina, la pondría en marcha, y privaría a su hijo de la luz del sol para siempre... o por lo menos hasta el día de la resurrección.
"Resurrección..., ah, toda una palabra"
("que tú deberías olvidar cuanto antes, y bien lo sabes").
Cuando el director de la funeraria dijo «Amén», Louis tomó del brazo a Rachel y se la llevó de allí. Ella murmuró una protesta —quería quedarse un poco más, Louis, por favor—, pero Louis se mantuvo firme. Fueron hacia los coches. Vio que el director de la funeraria recogía los paraguas con el nombre de la empresa grabado discretamente en el puño y los pasaba a su ayudante, que los metía en un paragüero, colocado sobre el húmedo césped. La imagen era totalmente surrealista. Louis sostenía el brazo de Rachel con la mano derecha y la enguantada mano de Ellie con la izquierda. Ellie llevaba el vestido que estrenara para asistir al funeral de Norma Crandall.
Jud se acercó cuando Louis abría la puerta del coche para que subieran sus dos mujeres. También Jud parecía haber pasado mala noche.
—¿Estás bien, Louis?
Louis asintió.
Jud se inclinó hacia el interior del coche.
—¿Cómo estás, Rachel?
—Estoy bien, Jud —susurró ella.
Jud le tocó suavemente un hombro y miró a Ellie.
—¿Y tú qué dices, cariño?
—Muy bien —dijo Ellie con una horrenda sonrisa de tiburón que debía demostrar lo bien que se sentía.
—¿Qué foto es ésa?
Por un momento, Louis pensó que ella se resistiría a enseñar la fotografía, pero la niña, con timidez y tristeza, la pasó a Jud. Él sostuvo la cartulina entre sus gruesos dedos, achatados y toscos, dedos que parecían apropiados para manejar las transmisiones de las grandes locomotoras o enganchar y desenganchar vagones. Pero aquellos dedos habían extraído un aguijón del cuello de Gage con la fácil habilidad de un mago..., o de un cirujano.
—Ajá. ¡Qué bien! —dijo Jud—. Tú paseándole en trineo. Apuesto a que le gustaba, ¿verdad, Ellie?
Ellie asintió, llorando.
Rachel fue a decir algo, pero Louis le oprimió el brazo; «Espera un momento».
—Yo le paseaba mucho —dijo Ellie, sin dejar de llorar—, y él se reía. Luego entrábamos en casa y mamá nos preparaba leche con cacao y decía: «Guardar las botas» y Gage cargaba con todo gritando: «¡Botas! ¡Botas!», tan fuerte que te dolían los oídos. ¿Te acuerdas, mamá?
Rachel asintió.
—Sí, apuesto a que lo pasabais muy bien —dijo Jud devolviendo la foto a la niña—. Pero aunque ahora esté muerto, tú podrás conservar siempre su recuerdo, Ellie.
—Es lo que pienso hacer —dijo ella, enjugándose las lágrimas—. Yo quería mucho a Gage, Mr. Crandall.
—Eso ya lo sé, cariño. —Jud se inclinó para darle un beso y, al retirarse, miró con dureza a Louis y Rachel. Ella sostuvo su mirada, desconcertada y un poco dolida, sin comprender. Pero Louis comprendía perfectamente: «¿Qué estáis haciendo por ella? —preguntaban los ojos de Jud—. Vuestro hijo ha muerto, pero vuestra hija, no. ¿Qué hacéis por ella?»
Louis volvió la cara hacia otro lado. No podía hacer nada, todavía no. Tendría que consolarse sola. Su hijo ocupaba sus pensamientos.
42
Por la noche llegó una nueva remesa de nubes, empujada por un fuerte viento del oeste. Louis se puso la cazadora, subió la cremallera y descolgó las llaves del Civic de su gancho de la pared.
—¿Adonde vas, Lou? —preguntó Rachel sin mucho interés. Después de la cena, empezó a llorar otra vez y, aunque era un llanto suave, parecía no poder parar, por lo que Louis la obligó a tomar otro Valium. Ahora estaba sentada, con el periódico delante, abierto por la página del crucigrama apenas empezado. En la otra habitación, Ellie miraba en silencio «La casa de la pradera» con la fotografía de Gage en las rodillas.
—A tomar una pizza.
—¿No comiste lo suficiente?
—Es que no tenía hambre —respondió él, diciendo la verdad. Y añadió mintiendo—: Ahora la tengo.
Aquella tarde, de tres a seis, en la casa de Ludlow había tenido lugar el último rito fúnebre por Gage. Era el rito de la comida. Steve Masterton y su esposa se presentaron con una cacerola de hamburguesas con fideos. Miss Charlton les llevó quiche. «Se guardará hasta que la necesitéis, si no se la terminan ahora —dijo a Rachel—. La quiche se puede calentar fácilmente.» Los Danniker, de más arriba de la carretera, llevaron un jamón cocido. Los Goldman —ninguno dirigió la palabra a Louis, ni siquiera se acercó a él, lo cual no le causó ningún disgusto— se presentaron con un surtido de fiambres y queso. Jud también llevó queso, una rueda de su marca favorita, Mr. Rat. Missy Dandridge llevó un pastel de lima y Surrendra Hardu, manzanas. Por lo visto, el rito de la comida saltaba por encima de las barreras de la religión.
La reunión fue sosegada, pero no apagada. Se bebió menos que en una reunión corriente, pero se bebió. Después de unas cuantas cervezas (la noche antes juró no volver a probar el brebaje, pero a la fría luz de la tarde la noche antes se le antojaba increíblemente lejana) Louis pensó en referir varias anécdotas fúnebres que le oyera al tío Carl: como la de que, en los entierros sicilianos, las solteras solían cortar un trocito del sudario para dormir con él debajo de la almohada, porque creían que eso les daría suerte en el amor. O que en los funerales irlandeses se celebraban bodas de mentirijillas, y que al difunto se le ataban los dedos gordos de los pies porque, según una vieja creencia celta, ello impedía que el espíritu del muerto echara a andar. El tío Carl decía que la costumbre de atar las etiquetas de identificación al dedo gordo del cadáver se inició en Nueva York y, puesto que, en un principio, casi todos los que trabajaban en los depósitos eran irlandeses, él estaba convencido de que la cosa tenía su origen en aquella superstición. Luego, al mirarles la cara, pensó que tal vez los presentes lo tomaran a mal, y optó por callarse.
Rachel se desmoronó una sola vez, y allí estaba su madre para consolarla. Rachel lloró sobre el hombro de Dory Goldman con un abandono que le era imposible hallar junto a Louis quizá porque, a sus ojos, los dos tenían parte de culpa de la muerte de Gage, o porque Louis, extraviado en sus propias cábalas, no la estimulaba a buscar desahogo junto a él. Lo cierto era que Rachel acudía a su madre en busca de consuelo, y Dory se lo procuraba de buen grado, y mezclaba sus lágrimas con las de su hija. Irwin Goldman, de pie detrás de ellas, con la mano en el hombro de Rachel, miraba a Louis con aire de triunfo.
Ellie circulaba con una bandeja de canapés y pequeños emparedados atravesados por mondadientes. Debajo del brazo sostenía la fotografía de Gage.
Louis recibía los pésames con un movimiento de cabeza y unas palabras de gratitud. Y si su mirada parecía ausente y sus modales, un poco fríos, la gente lo atribuía a que estaba pensando en el pasado, en el accidente, en que ya no volvería a ver a Gage. Nadie (ni siquiera Jud) habría sospechado que Louis había empezado a pensar en la estrategia del robo de tumbas..., aunque de un modo puramente académico, por supuesto. No es que él se propusiera hacer nada. Era sólo una forma de distraerse.
Él no se proponía hacer nada.
Louis paró en la tienda de Orrington Córner, compró dos paquetes de seis cervezas frescas y llamó a la pizzería Napoli, para encargar una de pimientos y champiñones.
—¿Quiere dejar su nombre, señor?
«Ozz, el Ggande y Teggible», pensó Louis.
—Lou Creed.
—Muy bien, Lou. Ahora estamos con mucho trabajo y quizá tardemos unos tres cuartos de hora, ¿le va bien?
—Desde luego —dijo Louis colgando. Cuando volvió a subir al Civic y dio la vuelta a la llave de contacto, se le ocurrió que, entre las veinte pizzerías que había en la zona de Bangor, había ido a elegir la que estaba más cerca de Pleasantview, donde estaba enterrado Gage. «¿Y qué? —se preguntó, inquieto—. Hacen muy buenas pizzas, nada de pasta congelada. La amasan a la vista del público, tiran la masa al aire y la atrapan al vuelo, y Gage se reía...»
Cortó el pensamiento.
Pasó por delante del Napoli y continuó hasta Pleasantview. Sin duda, antes de salir de casa sabía ya que lo haría. ¿Y qué mal había en ello? Ninguno.
Aparcó el coche al otro lado de la calle y cruzó la calzada en dirección a la verja de hierro forjado que brillaba a la última luz del día. Arriba, en un arco, letras de forja formaban la palabra PLEASANTVIEW. El cementerio, muy bien arreglado en forma de paisaje natural, abarcaba varias colinas de suave perfil; había largas avenidas arboladas (ah, pero en aquellos últimos minutos de luz de día, las sombras de aquellos árboles eran tan negras y amenazadoras como las aguas de una charca) y unos cuantos sauces llorones aislados. El lugar no era intranquilo. La autopista estaba cerca y el viento fresco traía el zumbido constante del tráfico. El resplandor que se divisaba en el cielo era el aeropuerto internacional de Bangor.
Louis alargó el brazo hacia la puerta, pensando: «Estará cerrada.» Pero no lo estaba. Quizá aún era temprano, y, si la cerraban, sería para proteger el lugar de borrachos, vándalos y parejitas adolescentes. Los días de los dickensianos Hombres de la Resurrección[5] ("otra vez la palabra esa") habían terminado. La puerta de la derecha cedió con un leve gemido, y, después de lanzar una mirada por encima del hombro, para asegurarse de que no le habían seguido, Louis entró, cerró la puerta tras sí y escuchó el chasquido del cerrojo.
Una vez dentro de aquel modesto suburbio de muertos, Louis miró en derredor.
«Un lugar distinguido y particular —pensó—; si bien, creo que no hay quien se abrace en este lar.» ¿De quién era? ¿De Andrew Marvel? ¿Y por qué la memoria del hombre almacenaba todo este fárrago de cosas inútiles?
Entonces oyó dentro de su cabeza la voz de Jud, preocupada y... ¿asustada? Sí. Asustada.
"Louis, ¿qué haces aquí? Estás contemplando un camino que no debes recorrer".
Louis ahogó la voz. Si torturaba a alguien era sólo a sí mismo. Nadie tenía por qué enterarse de que él había estado allí al anochecer.
Se encaminó hacia la tumba de Gage por un sinuoso sendero. Enseguida se encontró en una avenida bordeada de árboles que agitaban sus hojas nuevas con misterioso susurro sobre su cabeza. El corazón le palpitaba con fuerza. Las tumbas y monumentos estaban dispuestos en hileras. Por allí estaría la caseta del guarda y en ella habría un plano de las tres o cuatro hectáreas de Pleasantview racionalmente cuadriculadas, y en cada cuadrante se indicarían las tumbas ocupadas y las parcelas vacantes. Terrenos en venta. Apartamentos de una sola pieza. Dormitorios.
«No se parece en nada a Pet Sematary», pensó y la idea le hizo detenerse, sorprendido. No; no se parecía. Pet Sematary daba la impresión de un orden que surgía, casi inconscientemente, del caos, con aquellos toscos círculos concéntricos, aquellas estelas y cruces rudimentarias, de madera o cartón. Como si los niños que habían enterrado allí a sus animales hubiera creado el esquema a través de su subconsciente colectivo, como si...
Durante un momento, Louis vio en Pet Sematary una especie de reclamo..., una muestra, como en las ferias, donde sacan a la calle al comedor de fuego para que veas su número gratis, porque el empresario sabe que no ibas a soltar tu dinero a ciegas...
Esas tumbas, esas tumbas en círculos casi druídicos.
Las tumbas de Pet Sematary reproducían el más antiguo de los símbolos religiosos: los círculos concéntricos indican una espiral que conduce no a un punto, sino al infinito: el orden que surge del caos o el caos, del orden, según lo enfoques. Este símbolo lo grababan los egipcios en las tumbas de sus faraones y los fenicios, en los túmulos de sus reyes muertos en combate, se descubrió en las paredes de las cuevas de la antigua Micenas, los reyes de Stonehenge lo utilizaron como un reloj para sincronizar el universo, aparecía en la Biblia judeocristiana en el remolino desde el que Dios habló a Job.
La espiral era la más antigua señal de poder del mundo, el símbolo más antiguo con el que el hombre representa el tortuoso puente que podría existir entre el mundo y el Abismo.
Al fin Louis llegó a la tumba de Gage. La pala mecánica ya no estaba. El césped sintético había sido retirado, enrollado sin duda por un obrero que silbaba pensando en la cerveza que al salir se tomaría en el Fairmount, y almacenado en algún cobertizo. Donde descansaba Gage había un bien recortado rectángulo de unos noventa centímetros por un metro y medio de tierra recién removida. Todavía no habían puesto la lápida.
Louis se arrodilló. El viento le alborotaba el pelo. El cielo estaba ya casi oscuro. Seguían desfilando las nubes.
«Nadie me ha enfocado con una linterna preguntándome qué hago aquí. No me ha ladrado ningún perro guardián. La verja estaba abierta. La época de los ladrones de cadáveres ya pasó. Si viniera con un pico y una pala...»
Reaccionó con una sacudida. Estaba muy equivocado si imaginaba que Pleasantview permanecía sin vigilancia durante la noche. ¿Y si el guarda lo descubría hundido hasta la cintura en la tumba de su hijo? Podía no salir en los periódicos, aunque tal vez sí saliera. Quizá le acusaran de algún delito. ¿Qué delito? ¿Robo de tumbas? No era probable. Seguramente, atentado a la propiedad y vandalismo. Pero, aunque no lo publicara el periódico, se correría la voz y la gente hablaría. Y es que sería sabrosa la historia. Conocido médico de la localidad, descubierto al desenterrar a su hijo de dos años, muerto recientemente en trágico accidente de circulación. Perdería el empleo. Aunque no lo perdiera, Rachel sufriría con los comentarios, y tal vez Ellie tuviera que soportar las burlas de sus compañeros de clase. Tal vez se le infligiera la humillación de tener que someterse a una prueba de equilibrio mental a cambio de retirar los cargos.
«¡Pero yo podría devolver la vida a Gage! ¡Gage viviría!»
¿Realmente lo creía así?
La verdad era que sí. Él se había repetido a sí mismo una y otra vez, antes y después de la muerte de Gage, que Church no llegó a estar muerto, sino sólo conmocionado y que, al despertar, había salido del hoyo escarbando y vuelto a casa. Un cuento con ribetes de terror.
Las tribulaciones de un pobre gato. El caso del hombre que, por distracción, enterró vivo a su gato debajo de un "cairn" de piedras. El fidelísimo animal excava un túnel y vuelve a casa. Precioso. Pero mentira. Church estaba muerto. El cementerio de los micmacs le había devuelto la vida.
Louis, sentado junto a la tumba de Gage, trató de coordinar todos los datos conocidos, de la forma más racional y lógica que aquella negra trama permitiera.
Para empezar: Timmy Baterman. En primer lugar, ¿creía Louis aquella historia? En segundo lugar, ¿suponía alguna diferencia?
A pesar de su aparente artificiosidad, la creía casi en su totalidad. Era innegable que si existía un lugar como el cementerio micmac (y existía) y la gente conocía su existencia (como la conocían antiguos vecinos de Ludlow), más tarde o más temprano, alguien tenía que hacer el experimento. Por lo que Louis sabía de la naturaleza humana, lo increíble sería que se hubieran limitado a los animales.
Muy bien. ¿Creía él que Timmy Baterman había sido transformado en una especie de demonio omnisciente?
Esto ya era más difícil de responder, puesto que él no quería creerlo, y ya había visto los resultados de aquellas predisposiciones mentales.
No; no quería creer que Timmy Baterman fuera un demonio; pero no podía, de ninguna manera, no podía consentir que sus deseos empañaran su raciocinio.
Louis pensó entonces en "Hanratty", el toro. Según Jud, "Hanratty" se volvió malo. Lo mismo le sucedió a Timmy Baterman. Después, Hanratty fue liquidado por el mismo hombre que realizó la hazaña de subir al toro en un trineo hasta el cementerio micmac. Timmy Baterman fue liquidado por su padre.
Pero el que Hanratty se volviera malo, ¿significaba que todos los animales se volvían malos? No. "Hanratty" era la excepción. Ahí estaban los otros: "Spot", el perro de Jud, el loro de aquella mujer, el propio Church. Todos cambiaban, y el cambio era notable en todos los casos; pero, concretamente en el de "Spot", no fue tan grande como para hacer desistir a Jud de recomendar el proceso de... de...
("resurrección")
Sí, de resurrección a un amigo, al cabo de los años. Desde luego, después pareció arrepentirse y trató de justificarse aduciendo razones confusas.
¿Cómo no iba a aprovechar él aquella ocasión única e increíble sólo por lo que sabía de Timmy Baterman? Una golondrina no hace verano.
«Estás falseando las pruebas con el propósito de poder extraer la conclusión que deseas —protestaba su razón—. Por lo menos, admite la verdad sobre Church. Aun descontando los pájaros y los ratones, ¿cómo está el gato? Liado... es la única palabra. Aquel día que lanzamos la cometa... ¿Te acuerdas cómo estaba Gage aquel día? ¡Qué vivo y qué despierto! ¡Cómo reaccionaba a todo! ¿No sería mejor recordarlo así? ¿Pretendes resucitar a un zombie de película barata? ¿O quizá algo tan prosaico como un niño retrasado? ¿Un niño que comería con los dedos, miraría con aire ausente la pantalla del televisor y no sabría escribir ni su nombre? ¿Qué dijo Jud de su perro? "Era como lavar un trozo de carne." ¿Eso es lo que quieres? ¿Un trozo de carne que respira? Y, aunque tú te dieras por satisfecho con eso, ¿cómo le explicas a tu mujer el regreso de tu hijo de entre los muertos? ¿Y a tu hija? ¿Y a Steve Masterton? ¿Y a la gente? ¿Qué pasaría si, al entrar en la avenida del jardín, Missy Dandridge viera a Gage montando en bicicleta? ¿No te parece ya oír sus gritos, Louis? ¿No ves cómo se araña la cara con las uñas? ¿Y qué les dirías a los periodistas? ¿Qué dirías a los de la tele cuando fueran a filmar a tu hijo resucitado?»
¿Tenía alguna importancia todo eso, o era sólo la voz de la cobardía? ¿Creía no poder hacer frente a la situación? ¿Creía que Rachel recibiría a su hijo muerto más que con lágrimas de alegría?
Sí; existía la posibilidad de que Gage volviera..., bueno..., disminuido. Pero ¿alteraría eso la calidad de su amor? Los padres amaban a sus hijos hidrocéfalos, mongólicos o autistas. Amaban a los que nacían ciegos, a los siameses, a los que nacían con las vísceras monstruosamente muladas. Los padres solicitaban clemencia a los jueces en favor de los hijos que violaban, asesinaban y torturaban a inocentes.
¿Se creía incapaz de amar a Gage, aunque Gage tuviera que llevar pañales hasta los ocho años? ¿Aunque no pudiera controlar el intestino hasta los doce? ¿O aunque no lo controlara nunca? ¿Podía él descartar a su hijo como si fuera... una especie de aborto divino, si existía otra posibilidad?
«Pero, Louis, por el amor de Dios, tú no vives en el vacío. La gente dirá...»
Desechó el pensamiento con ruda impaciencia. Entre todas las cosas a no considerar ahora, la opinión ajena era, sin duda, la primera.
Louis miró la tierra que cubría la tumba de Gage y sintió que le invadía el horror. Sus dedos, maquinalmente, sin que él se diera cuenta, habían dibujado unos círculos concéntricos: él había dibujado una espiral de círculos.
Borró el dibujo con las dos manos. Luego, salió de Pleasantview precipitadamente, sintiéndose un intruso y temiendo ser detenido e interrogado.
* * *
Llegó con retraso a recoger la pizza y, aunque la habían dejado encima de uno de los hornos, estaba casi fría, y grasienta, y tan sabrosa como el barro. Louis tomó un bocado y arrojó el resto por la ventanilla, con caja y todo, cuando volvía a Ludlow. Él no era sucio por naturaleza, pero no quería que Rachel viera una pizza casi entera en el cubo de la basura. Podía sospechar que no había ido a Bangor por la pizza.
Ahora Louis empezó a pensar en el factor tiempo y en las circunstancias.
El tiempo. El tiempo podía tener importancia extrema, incluso crucial. Timmy Baterman llevaba muerto bastantes días cuando su padre, por fin, tuvo ocasión de subirlo al cementerio micmac... «Timmy fue enterrado, si mal no recuerdo, el veintidós de julio. Y cuatro o cinco días después, la tal Marjorie Washburn lo vio caminando por la carretera.»
Está bien, digamos que Bill Baterman lo hizo cuatro días después del entierro oficial de su hijo. No; si había error, prefería pecar de conservador. Tres días. Pongamos que Timmy Baterman regresó de entre los muertos el veinticinco de julio. En total, seis días desde la muerte del muchacho hasta su regreso. Eso, por lo menos. Tal vez fueran hasta diez días. Desde lo de Gage habían pasado cuatro. Ya había dejado pasar mucho tiempo, pero todavía podía mejorar el mínimo que le calculaba a Bill Baterman. Eso si...
... si podía crear unas circunstancias similares a las que permitieron la resurrección de Church. Porque Church murió en un momento muy oportuno, ¿verdad? Su familia estaba fuera. No se enteró nadie más que él y Jud.
La última pieza del rompecabezas acababa de encajar con un leve chasquido.
* * *
—¿Quieres que nosotras... "qué"? —preguntó Rachel mirándole atónita.
Eran las diez y cuarto. Ellie se había ido a la cama. Rachel tomó otro Valium después de retirar los detritus de la reunión (la «merienda fúnebre»; no había otro modo de llamar a lo que habían hecho) y se había quedado apática... Pero aquello la hizo reaccionar.
—Que os vayáis a Chicago con tus padres —repitió Louis impacientemente—. Ellos se marchan mañana. Si les avisas ahora y después llamas a Delta quizá podáis ir en el mismo avión.
—Louis, ¿te has vuelto loco? Después de la pelea que tuviste con mi padre...
Louis se oyó a sí mismo hablar con un desparpajo insólito. Le producía una viva excitación. Se sentía como el defensa que recibe la pelota inopinadamente y consigue anotar después de una carrera de setenta metros, regateando a los adversarios y escabullándose de posibles placajes con una facilidad delirante e irrepetible. Él nunca fue buen embustero y no había preparado detalladamente la escena, pero ahora brotaba de su boca todo un rosario de mentiras plausibles, medias verdades e inspiradas justificaciones.
—Esa pelea es una de las razones por las que quiero que tú y Ellie os vayáis con ellos. Creo que es el momento de hacer las paces, Rachel. Así lo comprendí... lo sentí... en la funeraria. Cuando empezó la pelea, yo trataba de conseguir la reconciliación.
—Pero este viaje... no me parece buena idea, Louis. Nosotras te necesitamos. Y tú nos necesitas a nosotras. —Le miró dudosa—. Por lo menos, eso espero. Y ninguna de las dos está en condiciones...
—... ninguna de las dos está en condiciones de quedarse en esta casa —dijo Louis con vehemencia. Se sentía como si tuviera fiebre—. Me alegro de que me necesites, y yo también os necesito a ti y a Ellie. Pero, en estos momentos, no os conviene estar aquí, cariño. Gage se halla en todas partes, en cada rincón de la casa. Es muy doloroso para nosotros, pero es aún peor para Ellie.
Louis la vio parpadear y comprendió que la había conmovido. Sintió un poco de vergüenza por aquella táctica desleal. Todos los libros que había leído sobre el tema de la muerte decían que el primer impulso de la persona que acaba de perder a un ser querido es el de alejarse del lugar de la tragedia. Ahora bien, sucumbir a este impulso puede resultar pernicioso, ya que permite al individuo evadirse de la realidad, lo que procura un falso consuelo. Los libros decían que era preferible que uno se quedara donde está, batallando con la pena en su propio terreno, reducirla a un recuerdo. Pero Louis no se atrevía a hacer el experimento con la familia en casa. Tenía que librarse de ellas, por lo menos momentáneamente.
—Lo sé —dijo ella—. Es algo que... te ataca por todas partes. Mientras estabas en Bangor, decidí pasar el aspirador para... distraerme y, al retirar el sofá, encontré cuatro cochecitos Matchbox debajo, como esperándole... para que... para que jugara con ellos... —Su voz, que ya no era muy segura, acabó de fallarle y se le saltaron las lágrimas—. Y entonces fue cuando tomé el segundo Valium, porque empecé a llorar otra vez, como estoy llorando ahora... Oh, esto es peor que un maldito melodrama de la tele... Abrázame, Louis, por favor.
Louis la abrazó, y bien; pero se sentía como un traidor. No hacía más que pensar en la manera de sacar partido de aquellas lágrimas. «Un buen elemento. ¡Ajajá, vamos allá!»
—¿Hasta cuándo? —sollozó ella—. ¿Se acabará algún día este dolor? Si pudiéramos recobrarlo, Louis, juro que lo vigilaría mejor. Eso no ocurriría, y el que ese camión fuera tan deprisa no nos absuelve. Yo no pensaba que pudiera haber una pena tan grande, que te ataca una vez, y otra. Y duele tanto, Louis, porque no descansas ni mientras duermes, porque entonces lo sueñas. Lo veo una vez y otra correr hacia la carretera, y le grito...
—Ssssh —hizo él—. Ssh... Rachel.
Ella alzó su cara congestionada.
—Es que él no estaba haciendo nada malo. Era un juego... Ese camión llegó en mal momento... Y antes llamó Missy Dandridge, cuando yo estaba llorando..., y dijo que en el "American" de Ellsworth pone que el del camión trató de suicidarse.
—¿Qué?
—Quería colgarse en su garaje. Dice el periódico que está traumatizado y con depresión...
—Lástima que no le dejaran —dijo Louis, furioso, pero su voz sonaba lejana incluso a sus propios oídos, y tuvo un escalofrío. «El lugar tiene un maleficio, Louis... Antes tuvo mucho poder y creo que vuelve a tenerlo.» Mi hijo ha muerto y él está en la calle, con una fianza de mil dólares, y seguirá sintiéndose suicida y deprimido hasta que un juez le retire el permiso durante noventa días y le imponga una multa ridícula.
—Dice Missy que su mujer se ha ido de casa llevándose a los niños —dijo Rachel con voz mortecina—. Eso no lo leyó en el periódico, sino que lo supo por el conocido de uno que vive en Ellsworth. El del camión no estaba borracho. Ni drogado. Ni tenía multas por exceso de velocidad. Dijo que cuando llegó a Ludlow sintió el impulso de pisar a fondo el acelerador. Que ni siquiera sabe por qué. Es lo que se comenta por ahí.
Sintió el impulso de pisar a fondo el acelerador.
«Ese lugar tiene poder...»
Louis ahuyentó aquellos pensamientos. Asiendo suavemente por el antebrazo a su esposa, dijo:
—Llama a tus padres. Ahora mismo. Tú y Ellie no podéis quedaros en esta casa ni un día más. Ni un día más.
—Pero no nos iremos sin ti —dijo ella—. Louis, yo quiero... Yo necesito que sigamos juntos.
—Yo me reuniré con vosotros dentro de tres días..., cuatro a lo sumo. —Si todo salía bien, Rachel y Ellie podían estar otra vez en casa al cabo de cuarenta y ocho horas—. Tengo que buscar a un suplente, por lo menos para unas horas al día. Me corresponden unos días de permiso, pero no quiero dejar solo a Surrendra. Jud puede echarle una ojeada a la casa mientras estemos fuera, pero cortaré la electricidad y guardaré la comida en el congelador de los Dandridge.
—El colegio de Ellie...
—Al cuerno el colegio. Además, dentro de tres semanas terminan las clases. Se harán cargo, después de lo que ha pasado. Le darán una dispensa. Todo se arreglará...
—¿Louis?
Él se interrumpió.
—¿Qué?
—¿Qué me escondes?
—¿Esconder? —La miró de frente, con ojos diáfanos—. No sé a qué te refieres.
—¿No?
—No.
—Déjalo, es igual. Ahora mismo los llamo..., si eso es lo que deseas realmente.
—Lo es —dijo él. Y las palabras resonaron en su cerebro como un aldabonazo.
—Quizá sea preferible... para Ellie. —Rachel le miró con sus ojos ribeteados de rojo, ligeramente vidriosos todavía por el Valium—. Pareces tener fiebre, Louis. Como si hubieras contraído una enfermedad.
Rachel se fue al teléfono y marcó el número del motel donde paraban sus padres, antes de que Louis pudiera responder.
Los Goldman recibieron la noticia con alborozo. La idea de recibir a Louis dentro de tres o cuatro días ya no les parecía tan grata; pero, desde luego, no tenían por qué preocuparse. Louis no tenía la menor intención de ir a Chicago. Él sospechaba que lo difícil sería encontrar pasajes tan tarde. Pero tuvieron suerte. Aún quedaban asientos en el vuelo de Delta de Bangor a Cincinnatí y, tras una rápida comprobación, aparecieron dos anulaciones en un vuelo de Cincinnati a Chicago. Por lo tanto, Rachel y Ellie irían con los Goldman sólo hasta Cincinnati, pero llegarían a Chicago menos de una hora después.
«Casi parece cosa de magia», pensó Louis al colgar el auricular, y la voz de Jud respondió con prontitud: «Ya ha tenido poder antes de ahora, y estoy asustado...»
«Vete al cuerno —dijo ásperamente la voz de Louis—. Durante estos diez meses últimos he aprendido a aceptar muchas cosas extrañas: si antes llegas a decirme aunque sólo fuera la mitad, mi cerebro no hubiera soportado la tensión. Pero ¿pretendes que crea que el sortilegio de ese trozo de tierra afecta a las reservas de los pasajes aéreos? Eso ya no.»
—Tendré que hacer el equipaje —dijo Rachel. Miraba los datos de los vuelos que Louis había anotado en el bloc.
—Lleva sólo la maleta grande —dijo Louis.
Ella le miró con sorpresa.
—¿Para las dos? Bromeas, Louis.
—Bueno, y un par de bolsas de mano. Pero no te canses metiendo ropa para tres semanas. —Y pensaba: «Especialmente puesto que tal vez estés de regreso en Ludlow muy pronto»—. Toma lo necesario para una semana o diez días. Con el talonario y las tarjetas puedes comprar lo que te haga falta.
—Pero no tenemos tanto dinero... —empezó a decir ella, titubeando. Ahora parecía dudar de todo, desconcertada, confusa. Él no había olvidado la extraña e incongruente alusión que Rachel hiciera al remolque cuya compra él comentara de pasada hacía dos años.
—Tenemos dinero —dijo él.
—Claro... Podríamos usar el fondo para la bolsa de estudios de Gage, si hiciera falta, aunque se tardaría un par de días en cancelar la cuenta de ahorro y por lo menos una semana en vender los bonos del Tesoro...
Empezó a temblarle el mentón otra vez. Louis la abrazó. Tiene razón. Te ataca y ataca sin darte respiro. —No, Rachel. No llores.
Pero, naturalmente, ella lloró. Tenía que llorar.
* * *
Mientras Rachel estaba arriba, haciendo el equipaje, sonó el teléfono. Louis se lanzó a contestar, pensando que sería de la oficina de reservas de Delta para decir que había sido un error y no quedaban pasajes. «Debí figurarme que algo iba a fallar. Había sido demasiado fácil.» Pero no era reservas de Delta. Era Irwin Goldman.
—Avisaré a Rachel —dijo Louis.
—No. —Durante un momento no se oyó nada. Silencio.
«Debe de estar buscando el insulto.»
Cuando Goldman volvió a hablar, su voz sonaba tensa. Parecía tener que vencer una gran resistencia interior para pronunciar las palabras.
—Es contigo con quien deseo hablar. Dory quería que te llamara para pedirte disculpas por mi..., por mi conducta. Y yo... Creo que yo también deseo disculparme.
«¡Caramba, Irwin! ¡Pero qué nobleza! ¡Ay, que me mojo los pantalones!»
—No tienes que disculparte —dijo Louis con voz seca y mecánica.
—Lo que hice es inexcusable —dijo Goldman. Ahora ya no empujaba las palabras una a una, sino que las escupía como si le ahogaran—. Tu propuesta de que Rachel y Ellie vengan con nosotros me ha hecho ver lo generoso de tu actitud... y lo mezquino que yo he sido.
Había algo muy familiar en la expresión, algo alarmantemente familiar...
Entonces descubrió lo que era y apretó los labios como si acabara de morder un jugoso limón. Eso mismo hacía Rachel —aunque sin darse cuenta, él lo hubiera jurado— cuando había conseguido lo que quería. «Perdona que me haya puesto tan antipática, Louis», una vez se había salido con la suya, gracias a la antipatía. Ahora su suegro, con una voz parecida, aunque desprovista del encanto de la de Rachel, y con idéntico tono de contrición, le decía: «Perdona que me haya portado como un cerdo, Louis.»
El viejo recuperaba a su hija y a su nieta. Ellas volvían a casa del abuelito. Por cortesía de Delta y United abandonaban Maine para regresar al que era su hogar, allí donde Irwin Goldman quería que estuvieran. Ahora podía mostrarse magnánimo. El viejo Irwin había ganado. «Así que vamos a olvidar que te insulté mientras velabas el cadáver de tu hijo, Louis, y que te di puntapiés mientras estabas en el suelo, y que derribé el ataúd e hice que se abriera para que pudieras ver —o imaginar que veías— una imagen fugaz de su mano. Vamos a olvidarlo todo. Agua pasada.»
«Aunque parezca terrible, Irwin, cabrito, desearía que te murieses ahora mismo, si eso no me estropeara los planes.»
—Está bien, Irwin —dijo con suavidad—. Fue... un día de prueba para todos.
—No está bien —insistió, y Louis, aun a pesar suyo, se dio cuenta de que, en aquel momento, Goldman no sólo trataba de mostrarse diplomático, no sólo pedía disculpas por haber sido un cerdo ahora que había ganado, sino que realmente estaba casi llorando y había en su voz temblorosa y en su lenta entonación un acento de angustia.
—Fue un día atroz para todos nosotros, gracias a mí. Gracias a un viejo testarudo y estúpido. Lastimé a mi hija cuando necesitaba mi ayuda... Te lastimé a ti, y tal vez también tú la necesitaras. Y que ahora hagas esto... que te portes así después de lo que hice, me hace sentir como una basura, Louis. Aunque me parece que así es como debo sentirme.
«¡Oh, que pare ya, que pare antes de que me ponga a gritar y lo eche todo a rodar!»
—Probablemente, Rachel te habrá contado ya, Louis, que teníamos otra hija...
—Zelda. Sí, me habló de Zelda.
—Aquello fue duro —dijo Goldman con su voz temblona—, duro para todos y quizá más aún para Rachel... Sí; ella estaba allí cuando Zelda murió... pero también fue duro para Dory y para mí. Dory estuvo a punto de sufrir una depresión...
«¿Y qué crees que tuvo Rachel? —hubiera gritado Louis—. ¿Crees que una niña no puede tener una depresión? Veinte años después, aún da un brinco cuando se menciona a la muerte. Y ahora esto, esa horrible desgracia. Es un milagro que ahora mismo no esté en el hospital, llena de tubos. Conque no me vengas ahora con si fue duro para ti y tu mujer, cerdo.»
—Desde que murió Zelda, nosotros, nosotros nos hemos volcado con Rachel... Siempre tratando de protegerla... y de compensarla. Compensarla por los problemas que tuvo con... con la espalda, durante años. Compensarla por no haber estado con ella.
Sí; el viejo estaba llorando de verdad. ¿Por qué tenía que llorar? Ahora a Louis le resultaba más difícil aferrarse a su odio puro y simple. Más difícil; pero no imposible. Evocó deliberadamente la imagen de Goldman sacando el exuberante talonario del bolsillo interior del esmoquin... Pero de pronto, en el fondo, vio a Zelda Goldman, un espectro atormentado en una cama hedionda, con el rencor y la desesperación pintados en su cara grasienta y las manos como garras. El fantasma de los Goldman. Oz el Ggande y Teggible.
—Basta, Irwin, te lo suplico. Basta. No empeoremos las cosas, ¿quieres?
—Ahora veo que eres una buena persona y que te había juzgado mal, Louis. Oh, ya sé lo que estás pensando. Tan estúpido no soy. Estúpido, sí, pero no tanto. Tú piensas que te digo todo esto porque ahora ya puedo, oh, sí, ahora ya tiene lo que quería, y una vez quiso comprarme; pero..., pero, Louis, yo te juro...
—Basta —dijo Louis suavemente—. No puedo..., no puedo resistir más. —Ahora también a él le temblaba la voz—. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Goldman suspirando. Louis pensó que era un suspiro de alivio—. Pero deja que te diga una vez más que lo siento. No tienes que aceptar mis disculpas, pero te he llamado para decirte esto, Louis, lo siento.
—Está bien —dijo Louis. Cerró los ojos. Le martilleaban las sienes—. Gracias, Irwin. Acepto tus disculpas.
—Gracias a ti —dijo Goldman—. Y gracias por dejarlas venir. Tal vez a las dos les convenga. Nos veremos en el aeropuerto.
—Conforme —dijo Louis, y de pronto se le ocurrió una idea, una idea atractiva y descabellada por su misma sensatez. Olvidaría el pasado... y dejaría a Gage en su tumba de Pleasantview. En lugar de tratar de abrir una puerta que se había cerrado, daría dos vueltas a la cerradura y tiraría la llave. Haría precisamente lo que había dicho a su mujer que iba a hacer: cerrar la casa y tomar un avión para Chicago. Podrían pasar allí todo el verano él, su mujer y su bondadosa hija. Irían al zoológico, al planetárium y a remar al lago. Llevaría a Ellie a la azotea de la torre Sears para mostrarle la gran llanura del Medio Oeste, aquel enorme tablero, fértil y apacible. Luego, a mediados de agosto, regresarían a esta casa, ahora tan triste y sombría y tal vez sería como volver a empezar. Tal vez entonces pudieran empezar a tejer con hilo nuevo. Lo que ahora había en el telar de los Creed era un paño horrendo, manchado de sangre coagulada.
Pero ¿no sería eso como asesinar a su hijo? ¿Como matarlo otra vez?
En su interior, una voz trataba de decirle que no; pero él la hizo callar bruscamente.
—Irwin, tengo que colgar. Quiero ir a ver si Rachel necesita algo y procurar que se acueste cuanto antes.
—Está bien. Adiós, Louis. Y una vez más...
«Como me diga otra vez que lo siente, grito.»
—Adiós, Irwin —dijo, y colgó el teléfono.
* * *
Rachel estaba en medio de un gran despliegue de prendas de vestir: blusas encima de la cama, sujetadores colgados del respaldo de las butacas, perchas de pantalones en el picaporte, zapatos alineados como soldaditos debajo de la ventana... Rachel parecía trabajar despacio, pero a conciencia. Louis advirtió que iba a necesitar por lo menos tres maletas (o tal vez cuatro) y comprendió también que de nada serviría discutir, por lo que, en lugar de protestar, optó por ayudarla.
—Louis —dijo ella cuando hubieron cerrado la última maleta (él tuvo que sentarse encima para que Rachel pudiera accionar los cierres)—, ¿seguro que no tienes nada que decirme?
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué pasa ahora?
—No sé lo que pasa —respondió Rachel suavemente—. Por eso pregunto.
—¿Qué crees que voy a hacer? ¿Irme a un burdel? ¿Unirme al circo? ¿Qué?
—No lo sé. Pero hay algo que no está bien. Es como si trataras de librarte de nosotras.
—¡Rachel, eso es ridículo! —Su vehemencia estaba provocada por la irritación. Incluso en aquellos momentos de angustia, le reventaba que ella pudiera leer en él con tanta facilidad.
Rachel sonrió débilmente.
—Nunca has sabido mentir, Lou.
Él fue a protestar, pero ella le atajó:
—Ellie soñó que habías muerto —dijo—. Anoche. Se despertó llorando, entré en su cuarto y me quedé con ella un par de horas. Dijo que te había visto sentado a la mesa de la cocina, con los ojos abiertos, pero ella sabía que estabas muerto, y que oía gritar a Steve Masterton.
Louis la miró horrorizado.
—Rachel, su hermano acaba de morir. Es normal que sueñe que otros miembros de su familia...
—Sí, eso pensé yo. Pero su manera de contarlo..., los detalles..., me pareció que tenía carácter de profecía. —Rió débilmente—. O quizá es que tenía que soñar contigo.
—Seguramente —dijo Louis.
A pesar de que habló en tono racional, se le había puesto la piel de gallina y sentía rígidas las raíces del pelo.
«Me pareció que tenía carácter de profecía.»
—Vamos a la cama —dijo Rachel con sencillez—. Todas las noches, desde que murió Gage, en cuanto cierro los ojos, allí está Zelda. Dice que viene a buscarme y que esta vez me atrapará. Que me atraparán entre ella y Gage, por haberles dejado morir.
—Rachel, eso es...
—Sí, lo sé; sólo un sueño. Normal. Pero ven a la cama conmigo y trata de alejar esos sueños, si puedes, Louis.
* * *
Estaban los dos en el lado de Louis, a oscuras.
—Rachel, ¿aún estás despierta?
—Sí.
—Quiero preguntarte una cosa.
—Venga.
Louis titubeó. No quería causarle aún más dolor, pero necesitaba saberlo.
—¿Recuerdas el susto que nos dio cuando tenía nueve meses? —preguntó al fin.
—Sí, lo recuerdo. ¿Por qué?
Cuando Gage tenía nueve meses, Louis se sentía profundamente preocupado por la medida craneal de su hijo, que se apartaba de la escala de Berterier, en la que se indican los límites normales de desarrollo de la cabeza del niño, mes por mes. A los cuatro meses, el cráneo de Gage empezó a acercarse al límite superior de la curva y lo rebasó. No tenía dificultad en mantener la cabeza erguida —ello hubiera sido un síntoma fatal—, pero, a pesar de todo, Louis lo llevó a George Tardiff, que estaba considerado el mejor neurólogo de todo el Medio Oeste. Rachel quiso saber qué ocurría y Louis le dijo la verdad: temía que Gage pudiera ser hidrocéfalo. Rachel se puso muy pálida, pero conservó la calma.
—A mí me parece completamente normal —dijo.
—Y a mí también —asintió Louis—. Pero no quiero cerrar los ojos, nena.
—No; no debes. No debemos.
Tardiff midió el cráneo de Gage y frunció el entrecejo. Tardiff acercó dos dedos a la cara de Gage. Gage volvió la cara. Tardiff sonrió. Louis respiró un poco más desahogadamente. Tardiff dio a Gage una pelota. Gage la sostuvo un momento y la dejó caer. Tardiff recuperó la pelota y la hizo botar observando los ojos de Gage. Los ojos de Gage seguían la pelota.
—Yo diría que existe un cincuenta por ciento de probabilidades de que el niño sea hidrocéfalo —dijo después Tardiff a Louis en su despacho—. O quizá las probabilidades sean ligeramente mayores. Pero, de todos modos, sería muy leve. Parece muy despierto. Y, actualmente, con la cirugía derivativa, puede resolverse fácilmente el problema, si hay problema.
—Una derivativa es cirugía craneal —dijo Louis.
—Cirugía menor.
Louis había estudiado el proceso cuando empezó a preocuparle el tamaño de la cabeza de Gage, y aquella operación, que tenía por objeto drenar el exceso de fluido del cráneo del paciente, no le parecía tan menor. Pero mantuvo la boca cerrada, mientras se decía que aún gracias que existía tal operación.
—Por supuesto —prosiguió Tardiff—, existe la posibilidad de que vuestro hijo tenga, simplemente, una cabeza muy grande para un crío de nueve meses. Creo que lo mejor será empezar por hacer una exploración. ¿No te parece?
Louis se mostró de acuerdo.
Gage pasó una noche en el hospital de las Hermanas de la Caridad, donde fue sometido a anestesia general y se le introdujo la cabeza en un aparato que parecía un gigantesco secador de ropa. Rachel y Louis esperaban en el vestíbulo de la planta baja y Ellie estaba en casa de los abuelos viendo películas de "Barrio Sésamo" en sesión continua en el nuevo vídeo del abuelo. Para Louis, aquéllas fueron unas horas terribles, durante las cuales pasó revista a una serie de posibles desgracias, a cuál peor. Muerte durante la anestesia, muerte durante la operación, leve subnormalidad a consecuencia de hidrocefalia, subnormalidad profunda por ídem, epilepsia, ceguera... Oh, existía una gran variedad de posibilidades. «Para pormenores, consulte con su médico», pensaba Louis.
Tardiff salió a eso de las cinco. Llevaba en la mano tres cigarros. Puso uno en la boca de Louis, otro en la de Rachel (demasiado atónita para protestar) y otro en la suya propia.
—El crío no tiene nada.
—Enciende esto —dijo Rachel riendo y llorando a la vez—. Voy a fumármelo aunque eche la primera papilla.
Con una gran sonrisa, Tardiff encendió los cigarros.
«Dios lo reservaba para la carretera 15, doctor Tardiff», pensó Louis ahora.
—Rachel, si hubiera sido hidrocefálico y la operación no hubiera dado buen resultado... ¿le hubieras querido lo mismo?
—¡Qué pregunta, Louis!
—Contesta, ¿podrías haberle querido?
—Sí, naturalmente. Yo hubiera querido a Gage a pesar de todo.
—¿Aunque hubiera sido un deficiente?
—Sí.
—¿Habrías querido enviarle a una institución?
—No; creo que no —dijo ella lentamente—. Claro que, con lo que ahora ganas, hubiéramos podido pagarlo... Quiero decir un centro realmente bueno... Pero me parece que habría preferido tenerlo con nosotros. ¿Por qué me lo preguntas, Louis?
—No sé, ha sido al acordarme de Zelda —dijo él, asombrado de su aplomo—. Me preguntaba si hubieras podido soportar otra vez todo aquello.
—No hubiera sido lo mismo —dijo ella, divertida—. Gage era... bueno, Gage era Gage. Era nuestro hijo. Eso lo hubiera cambiado todo. Hubiera sido duro, sí, pero... ¿Y tú? ¿Lo habrías mandado a una institución? ¿A un lugar como Pineland?
—No.
—Vamos a dormir.
—Buena idea. Ahora me parece que podré dormir. Quiero dejar atrás este día.
—Lo mismo digo.
Mucho después, Rachel dijo con voz soñolienta:
—Tenías razón, Louis..., no son más que sueños y figuraciones.
—Claro —dijo él, dándole un beso en el lóbulo de la oreja—. Duerme.
«Me pareció que tenía carácter de profecía.»
Él tardó mucho rato en dormirse. Aún estaba despierto cuando asomó por la ventana el hueso curvado de la luna.
43
El día siguiente amaneció encapotado y bochornoso, y Louis sudaba copiosamente después de entregar las maletas y retirar los pasajes de Ellie y Rachel de la computadora. El tener algo que hacer era un alivio, y sólo sintió una sorda congoja al pensar en la última vez que embarcó a su familia en un avión para Chicago en vísperas del día de Acción de Gracias, el primer y último vuelo de Gage.
Ellie parecía distante y rara. Durante aquella mañana, Louis había sorprendido varias veces una peculiar expresión de especulación en el rostro de su hija.
«Complejo de conspirador despertando recelos gratuitos», se reprendió.
Ellie no hizo comentario cuando le dijeron que todos se iban a Chicago, ella y mamá delante, quizá para todo el verano, y siguió tomando su desayuno (cereal al cacao). Después, subió a su habitación a ponerse el vestido y los zapatos que Rachel le había preparado. Había llevado consigo al aeropuerto la fotografía de Gage y ella en el trineo, y estaba muy quieta en uno de los sillones de armazón de plástico del vestíbulo inferior mientras Louis guardaba cola para retirar los pasajes y el altavoz anunciaba con estridencia llegadas y salidas.
Los Goldman llegaron cuarenta minutos antes de la hora de salida. Irwin Goldman, muy atildado (y aparentemente fresco) con americana de lana casimir, a pesar de las temperaturas de veintitantos grados, se acercó al mostrador de Avis para devolver el coche, mientras Dory Goldman se sentaba junto a Rachel y Ellie.
* * *
Louis e Irwin Goldman se reunieron con las mujeres casi al mismo tiempo. Louis temió que su suegro escenificara la segunda parte del melodrama "hijo mío, hijo mío"; pero no fue así. Goldman se limitó a tenderle una mano fláccida murmurando un «hola» bastante apagado. La rápida mirada de confusión que lanzó a su yerno confirmó la sospecha con la que Louis había despertado aquella mañana, a saber: que, la víspera, el hombre debía de estar borracho.
Subieron en la escalera mecánica al vestíbulo de embarque y se sentaron sin hablar apenas. Dory Goldman manoseaba nerviosamente una novela de Erica Jong, pero sin abrirla y de vez en cuando miraba con aire de preocupación la foto que sostenía Ellie.
Louis preguntó a su hija si le acompañaba al quiosco a comprar algo que leer en el avión.
Ellie había vuelto a mirarle inquisitivamente. A Louis no le gustaba aquella mirada. Le ponía nervioso.
—¿Te portarás bien en casa de los abuelos? —le preguntó mientras cruzaban el vestíbulo.
—Sí. Papi, ¿me descubrirá el inspector? Dice Andy Pasioca que a los que no van a la escuela los busca la policía.
—No te preocupes por el inspector. Yo hablaré con la escuela y en otoño podrás volver sin ningún problema.
—Ojalá me encuentre bien en otoño —dijo Ellie—. Tengo que empezar el primer grado. Hasta ahora sólo he ido al parvulario. No sé qué hacen los chicos en primer grado. Deberes, seguramente.
—Ya verás cómo estás bien.
—Papi, ¿aún estás mosqueado con el abuelo?
Él la miró con la boca abierta.
—¿Qué te hace pensar que yo estoy..., que el abuelo no me es simpático?
Ella se encogió de hombros, como si el tema no tuviera un interés especial.
—Cuando hablas de él, pareces mosqueado.
—Ellie, eso es una ordinariez.
—Perdón.
La niña le lanzó otra de sus miradas enigmáticas y se acercó a las estanterías de libros infantiles. Mercer Meyer, y Maurice Sendak, y Richard Scarry, y Beatriz Potter, y el sempiterno Doctor Seuss. «¿Cómo se dan cuenta los niños? ¿O es que lo intuyen? ¿Cuánto sabe Ellie? ¿Cómo le afecta? Ellie, ¿qué hay detrás de esa carita descolorida? Mosqueado con él... ¡Dios!»
—¿Me compras estos dos, papi? —Le enseñaba un «Doctor Seuss» y otro libro que Louis no había visto desde su propia infancia: la historia del negrito Sambo y cómo los tigres se hicieron un buen día con sus ropas.
«Cielos, y yo que creía que ese libro estaba considerado pernicioso», pensó Louis, perplejo.
—Sí, hija —dijo Louis y se quedaron aguardando turno en la caja—. Tu abuelo y yo nos llevamos muy bien —dijo, acordándose del cuento que le contó su madre, de que cuando una mujer quería realmente un niño, lo «encontraba». Se acordó de las necias promesas que se había hecho a sí mismo de no mentir nunca a sus hijos. Desde hacía unos días, llevaba camino de convertirse en un buen embustero, pero ahora no quería pensar en eso.
—Oh —dijo Ellie tan sólo.
Aquel silencio le inquietaba. Por decir algo, preguntó:
—¿Crees que vas a pasarlo bien en Chicago?
—No.
—¿No? Y eso, ¿por qué?
Ellie le miró con aquella expresión de zozobra.
—Tengo miedo.
—¿Miedo? —Louis le puso la mano en la cabeza—. ¿De qué, cielo? No tendrás miedo del avión, ¿verdad?
—No —dijo Ellie—; no sé de qué. Papi, soñé que estábamos en el entierro de Gage y que abrían la caja, y estaba vacía. Luego, soñé que estaba en casa, y miré la cuna de Gage, y también estaba vacía. Pero había barro.
«Lázaro, sal fuera.»
Entonces, por primera vez en muchos meses, Louis recordó conscientemente el sueño que tuvo a raíz de la muerte de Pascow: el sueño y el despertar, con los pies llenos de barro y las sábanas sucias de tierra y agujas de pino.
Sintió que se le erizaba el vello de la nuca.
—Bah, sueños —dijo a Ellie con una voz que sonaba perfectamente normal, por lo menos, en sus oídos—. Ya pasarán.
—Me gustaría que vinieras con nosotras —dijo Ellie—. O que nosotras nos quedáramos aquí. ¿No podríamos quedarnos, papi? Anda... Yo no quiero ir a casa de los abuelos. Yo sólo quiero volver al colegio. ¿Vale?
—Será poco tiempo, Ellie. Tengo... —Tragó saliva—. Tengo unas cosas que hacer, y después me reuniré con vosotras. Entonces decidiremos lo que haremos.
Louis esperaba protestas, incluso tal vez una rabieta a lo Ellie. Y lo hubiera preferido; por lo menos, era algo conocido, y no aquella mirada que le desconcertaba. Pero Ellie permaneció pálida y callada. Hubiera podido preguntarle algo más, pero no se atrevía. Ya le había dicho más de lo que él hubiera querido escuchar.
Poco después de que Louis y Ellie volvieran al vestíbulo de embarque, anunciaron por el altavoz la salida de su avión. Sacaron las tarjetas de embarque y los cuatro se pusieron en la cola. Louis abrazó a su mujer y la besó con fuerza. Rachel se apretó contra él un momento y luego se soltó, para que Louis pudiera despedirse de Ellie. Louis tomó en brazos a su hija y le dio un beso en la mejilla. La niña le miró muy seria con sus ojos de sibila:
—Tienes los labios fríos —dijo—. ¿Eso, por qué, papi?
—No lo sé —respondió Louis, aún más inquieto que antes. La dejó en el suelo—. Que seas buena, tesoro.
—Yo no quiero ir —dijo Ellie otra vez, pero tan bajito que sólo Louis pudo oírla entre el murmullo de los pasajeros que iban a embarcar—. Tampoco quiero que vaya mami.
—Vamos, Ellie. Estarás muy bien.
—Yo estaré bien, pero, ¿y tú, papi? ¿Y tú, papi?
La cola empezaba a avanzar. Los pasajeros caminaban por el corredor hacia el 727. Rachel tiró de la mano de Ellie y, durante unos momentos, la niña se resistió, provocando un pequeño atasco, con los ojos fijos en su padre, y Louis no pudo menos que recordar la impaciencia que Ellie demostrara en el viaje anterior y sus gritos de «¡Vamos, vamos, vamos!»
—Papi...
—Anda, Ellie, vete.
Rachel miró a Ellie y advirtió por primera vez su carita desencajada.
—¿Ellie? —dijo con extrañeza y, según Louis, con miedo—. Ellie, que no dejas pasar.
Ellie tenía los labios blancos y temblorosos. Al fin, consintió en seguir a su madre. Cuando se volvió a mirarle por última vez, Louis vio franco terror en su cara. Él agitó la mano con fingida animación.
Ellie no le devolvió el saludo.
44
Cuando Louis abandonó el edificio de la terminal del aeropuerto internacional de Bangor, un manto helado pareció caer sobre su mente. Entonces comprendió que estaba decidido a llevar a cabo su plan. Su cerebro, que había sido lo bastante capaz como para permitirle seguir la carrera a base de becas y de lo que ganaba su mujer sirviendo café y pastas en el turno de 5 a 11 de la mañana, seis días a la semana, se había hecho cargo del problema y se disponía a resolverlo desglosándolo en etapas, como si se tratase de un examen: el más difícil que se le había planteado en su vida. Y era un examen que él pensaba superar con la nota máxima, cien sobre cien.
Louis se fue a Brewer, la pequeña ciudad situada en la margen opuesta del río Penobscot. Encontró un hueco para aparcar frente a la ferretería Watson.
—¿Qué desea? —preguntó el dependiente.
—Una linterna grande, de las cuadradas, y algo con que hacer una caperuza.
El dependiente era flaco y bajito; y tenía la frente ancha y los ojos muy vivos. Sonrió, pero de un modo poco agradable.
—¿De caza, amigo?
—¿Cómo dice?
—Que si va a cazar gamos esta noche con la linterna.
—Nada de eso —respondió Louis, muy serio—. No tengo licencia de caza.
El dependiente parpadeó y luego optó por tomarlo a risa.
—O, dicho de otro modo, que me ocupe de mis propios asuntos, ¿eh? Bueno, no tengo caperuzas para esas linternas grandes, pero puede ponerles un trozo de fieltro con una ranura. Así la luz no será más que una raya.
—Magnífico —dijo Louis—. Gracias.
—No hay de qué darlas. ¿Alguna cosa más?
—Pues sí —dijo Louis—. Necesito un pico, una pala y un azadón. La pala, de mango corto y el azadón, de mango largo. Tres metros de cuerda gruesa. Un par de guantes de jardinería. Y una lona impermeabilizada, de tres por tres.
—Todo eso lo tenemos —dijo el dependiente.
—He de limpiar una fosa séptica —dijo Louis—. Por lo visto, estoy infringiendo las ordenanzas de la zona. Y tengo unos vecinos muy curiosos. No sé si me servirá de algo cubrir la linterna, pero tengo que probar. Podría caerme una buena multa.
—Oh-oh —dijo el dependiente—. Pues no se olvide de añadir a la lista una pinza de la ropa para la nariz.
Louis rió el chiste. Sus compras ascendieron a 58,60 dólares. Pagó en efectivo.
* * *
A medida que aumentaba el precio de la gasolina, los Creed usaban cada vez menos el coche grande tipo furgoneta. Además, tenía el cojinete de una rueda en mal estado y Louis había ido aplazando la reparación, en parte por no desembolsar los doscientos dólares y en parte por pereza. Ahora le hubiera convenido usar el viejo mastodonte, pero no podía arriesgarse a tener una avería. El Civic tenía el maletero muy pequeño, y Louis no quería volver a Ludlow con un pico y una pala a la vista. Jud Crandall tenía un buen par de ojos y una cabeza despejada. Enseguida adivinaría sus propósitos.
Entonces se le ocurrió que no tenía por qué regresar a Ludlow. Louis volvió a Bangor por el puente Chamberlain y se instaló en el motel Howard Johnson, en la carretera de Odlin, cerca del aeropuerto y del cementerio Pleasantview donde estaba enterrado su hijo. Se inscribió con el nombre de Dee Dee Ramone y pagó en efectivo.
Louis se echó en la cama y trató de dormir, diciéndose que agradecería aquel descanso. En palabras de un novelista del siglo pasado, le aguardaba una noche de ímprobo trabajo: el trabajo de toda una vida.
Pero su cerebro no quería reposo.
Louis estaba echado en la cama de un motel cualquiera, bajo un cuadro vulgar de barcas pintorescas amarradas a un muelle pintoresco de un puerto pintoresco de Nueva Inglaterra. Estaba vestido, pero sin los zapatos y con las manos en la nuca. En la mesita de noche había dejado la cartera, el dinero suelto y las llaves. Aquella sensación de frialdad persistía; se sentía totalmente desconectado de su familia, de su entorno habitual y hasta de su trabajo. El motel hubiera podido estar en cualquier lugar: en San Diego, en Duluth, en Bangkok o en Charlotte Amalie. Se hallaba en una especie de tierra de nadie y, de vez en cuando, cruzaba por su mente un pensamiento asombroso: antes de volver a ver aquellas caras y lugares conocidos, habría visto a su hijo.
Repasaba su plan una y otra vez. Lo examinaba desde todos los ángulos, buscando posibles fallos y puntos débiles. Y se daba cuenta de que estaba avanzando por una estrecha pasarela tendida sobre el abismo de la locura. Le envolvía un aire de locura que ponía en sus oídos un aleteo de aves nocturnas de grandes ojos dorados: iba a precipitarse en la locura.
Resonaron en su pensamiento, como en un sueño, los versos de Tom Rush: "O death your hands are clammy / I feel them on my knees / you came and took my mother / won't you come back after me?"[6].
La locura. Locura alrededor, muy cerca, acechando.
Louis caminaba por el filo de la razón, repasando los detalles del plan.
Hoy, alrededor de las once de la noche, excavaría la tumba de su hijo, levantaría con la cuerda las cubiertas de hormigón, sacaría el cuerpo de su hijo del ataúd, lo envolvería en un trozo de lona y lo pondría en el maletero del Civic. Cerraría el ataúd y rellenaría la fosa. Volvería a Ludlow, sacaría el cuerpo de Gage del maletero y... daría un paseo. Eso, daría un paseo.
Si Gage regresaba, cabían dos posibilidades: una, Gage seguía siendo Gage, quizá atontado, torpe, incluso retrasado (sólo en lo más recóndito de su mente Louis se permitía esperar que Gage volviera perfecto, tal como era; pero incluso eso era posible, ¿no?), pero su hijo a pesar de todo, el hijo de Rachel, el hermano de Ellie.
La otra posibilidad: que de los bosques surgiera una especie de monstruo. Había aceptado ya tantas cosas que no le chocaba la idea de los monstruos, demonios y espíritus malignos del otro mundo que se apoderaban de un cuerpo resucitado que había sido abandonado por su alma primitiva.
En cualquier caso, él y su hijo estarían solos. Y él...
«Haré un diagnóstico.»
Sí. Eso haría.
«Haré un diagnóstico, no sólo de su cuerpo, sino también de su espíritu. Tendré que descontar el efecto del accidente en sí, que él quizá recuerde. A la vista del ejemplo de Church, estoy dispuesto a esperar una cierta subnormalidad, quizá leve o quizá profunda. Según lo que observe durante un período de veinticuatro a setenta y dos horas, juzgaré la posibilidad de reintegración de Gage en la familia. Y si la deficiencia es muy grande —o si vuelve como al parecer volvió Timmy Baterman, convertido en un engendro del mal— lo mataré.»
Entonces descubrió que había llegado aún más lejos en su planteamiento de una y otra posibilidad.
Como médico, se consideraba capaz de matar a Gage, si Gage era sólo el envoltorio de otro ser. No se dejaría disuadir por súplicas ni artimañas. Lo mataría como se mata a una rata que lleva la peste bubónica. Y sin caer en el melodrama. Un comprimido diluido, o dos, o tres. O una inyección, si fuera necesario. En el maletín tenía morfina. A la noche siguiente, volvería a llevar el cuerpo sin vida a Pleasantview y lo enterraría de nuevo, confiando en que la suerte le acompañara la segunda vez («aunque no sabes si te acompañará la primera», se recordó). Desde luego, sería más fácil, y también más seguro, enterrar a Gage en Pet Sematary la segunda vez; pero no quería llevar allí a Gage. Por muchas razones. Cualquier niño, al ir a enterrar a su mascota dentro de cinco, diez o veinte años, podía tropezar con los restos. Ésta era una razón; pero la más importante era más simple: Pet Sematary estaba... demasiado cerca.
Una vez hubiera vuelto a enterrar a Gage, tomaría el avión y se reuniría con su familia en Chicago. Ni Rachel ni Ellie tendrían por qué enterarse de su frustrado experimento.
Luego, sintiendo el hilo de la otra posibilidad —la que ansiaba con toda su alma poder realizar—, una vez terminado el período de observación, él y Gage abandonarían la casa. Se irían de noche. Él llevaría consigo ciertos papeles, y nunca más volvería a Ludlow. Él y Gage se alojarían en un motel, tal vez el mismo en el que ahora estaba.
A la mañana siguiente, él retiraría los fondos de todas las cuentas y los convertiría en cheques de viaje de American Express («no salgas de casa sin ellos con tu hijo resucitado», pensó ahogando la risa) y dinero en efectivo. Él y Gage tomarían un avión para cualquier sitio: probablemente, Florida. Desde allí llamaría a Rachel para decirle dónde estaba y pedirle que se reuniera con él llevando a Ellie, pero sin decir a sus padres adonde iba. Louis creía poder persuadirla. «No hagas preguntas, Rachel. Pero ven. Ven ahora mismo. No esperes ni un minuto.»
Le daría las señas. Seguramente, un motel. Rachel y Ellie llegarían en un coche de alquiler. Él les abriría la puerta y tendría a Gage cogido de la mano. Tal vez Gage llevara un bañador.
Y después...
Ah, no se atrevía a ir más allá. Era preferible volver a repasar el plan desde el principio. Suponía que tendrían que construirse nuevas identidades, para que Irwin Goldman no pudiera localizarlos utilizando su exuberante talonario. Estas cosas podían arreglarse.
Recordaba vagamente que, el día en que llegó a la casa de Ludlow, nervioso, cansado y bastante preocupado, de buena gana se hubiera marchado a Orlando para trabajar de socorrista en Disney World. Quizá no fuera tan descabellada la idea, después de todo.
Se vio vestido de blanco reanimando a una mujer embarazada que había cometido la imprudencia de subir a las montañas rusas y se había desmayado. «Apártense, por favor. Apártense. Dejen que circule el aire», decía él, y la mujer abría los ojos y le sonreía con agradecimiento.
Mientras su imaginación tejía esta halagüeña fantasía, Louis se quedó dormido. Él dormía cuando su hija, en un avión que sobrevolaba las cataratas del Niágara, despertó de una pesadilla en la que todo eran manos retorcidas y ojos estúpidos y crueles; él dormía mientras Rachel, angustiada, trataba de calmarla; él dormía mientras la azafata corría por el pasillo para averiguar qué ocurría; él dormía mientras Ellie gritaba una y otra vez: «¡Es Gage! ¡Mami, es Gage! ¡Es Gage! ¡Gage está vivo! ¡Gage tiene un cuchillo del maletín de papá! ¡Que no me toque! ¡Que no toque a papá!». Él dormía cuando su hija, ya más calmada, se apretaba contra el pecho de su madre, tiritando, con los ojos muy abiertos y secos y Dory Goldman pensaba qué espantoso ha sido esto para Eileen, y cómo me recuerda a Rachel después de la muerte de Zelda.
Louis se despertó a las cinco y cuarto, cuando empezaba a palidecer la luz de la tarde.
«Tengo un trabajo ímprobo», pensó estúpidamente, y se levantó.
45
Cuando a las tres y diez de la tarde, horario de la zona central, el vuelo United Airlines 419 descargaba a los pasajeros en el aeropuerto O'Hare de Chicago, Ellie Creed se encontraba en un estado de incipiente histerismo y Rachel estaba muy asustada. Desde el día en que llevó a los niños a McDonald y Gage estuvo a punto de ahogarse con las patatas fritas, nunca había deseado tanto que Louis estuviera con ella.
Si rozabas a Ellie en un hombro, ella daba un brinco y te miraba con unos ojos como platos, y tiritaba de pies a cabeza sin parar. Era como si estuviera llena de electricidad. Si mala fue la pesadilla del avión, esto... Rachel no sabía qué hacer.
Al entrar en la terminal, Ellie dio un traspié y cayó de bruces. En lugar de levantarse, se quedó tendida en la moqueta, mientras la gente la sorteaba (o la miraba con esa expresión de condescendiente simpatía y despego del que va de paso y no tiene tiempo que perder), hasta que Rachel la tomó en brazos.
—Ellie, ¿qué tienes?
Pero Ellie no respondió. Cruzaron el vestíbulo hacia las cintas transportadoras de los equipajes, donde Rachel vio a sus padres esperándolas.
—Nos han dicho que no nos acercásemos a la puerta —dijo Dory—. De modo que pensamos... ¿Rachel? ¿Cómo está Eileen?
—Regular.
—¿Hay lavabo de señoras, mami? Voy a vomitar.
—Oh, Dios mío —dijo Rachel con desesperación y la llevó de la mano hacia el aseo que estaba al otro lado del vestíbulo.
—¿Quieres que vaya con vosotras, Rachel? —preguntó Dory.
—No. Recoge las maletas, ya las conoces. Estamos bien.
Afortunadamente, el aseo de señoras estaba desierto. Rachel llevó a la niña hacia una de las puertas, mientras buscaba una moneda en el bolso, y entonces vio que —gracias a Dios— tres de los retretes tenían roto el cerrojo. En una de las puertas alguien había escrito con lápiz de labios: SIR JOHN CRAPPER ERA UN CERDO MACHISTA.
Rachel abrió rápidamente la puerta. Ellie se quejaba con la mano en el vientre. Tuvo dos arcadas, pero no vomitó. Eran espasmos de agotamiento nervioso.
Cuando Ellie dijo encontrarse un poco mejor, Rachel la llevó a los lavabos y le refrescó la cara. Ellie estaba lastimosamente blanca y tenía profundas ojeras.
—Ellie, ¿es que no vas a decirme qué te pasa?
—No sé lo que me pasa. Pero desde que papá me habló de este viaje sé que algo va mal. Porque él no estaba normal.
«Louis, ¿qué tratas de ocultar? Había algo raro, lo noté. Hasta Ellie se dio cuenta.»
Rachel advirtió entonces que también ella había estado nerviosa todo el día, como si esperase una desgracia. Así se sentía siempre dos o tres días antes de la regla, tensa y en vilo, a punto de reír o de llorar, o de sufrir una jaqueca que la embestía como un tren expreso y a las tres horas se le había pasado.
—¿Qué dices? —preguntó mirando a su hija en el espejo—. ¿Por qué no había de estar normal papá, cariño?
—No sé —dijo Ellie—. Fue el sueño. Soñé con Gage. O con Church. No me acuerdo. No sé.
—Ellie, ¿qué soñaste?
—Soñé que estaba en Pet Sematary. Me llevó Pascow y me dijo que papá iría y que pasaría algo terrible.
—¿Pascow? —Rachel sintió una punzada de terror, aguda pero imprecisa. ¿Qué nombre era aquél y por qué le resultaba familiar? Creía haberlo oído antes, pero no podía recordar dónde—. ¿Soñaste que alguien llamado Paxcow te llevaba al Cementerio de las Mascotas?
—Sí; así dijo que se llamaba. Y... —De pronto, sus ojos se dilataron.
—¿Recuerdas algo más?
—Dijo que había sido enviado para avisar, pero que no podía intervenir. Dijo que estaba..., no sé..., que estaba cerca de papá porque se encontraban juntos cuando su alma se des... des... ¡No recuerdo! —gimió.
—Cariño, soñaste con Pet Sematary porque aún estás pensando siempre en Gage. Y estoy segura de que a papá no le pasa nada. ¿Ya estás mejor?
—No —susurró Ellie—. Mami, estoy asustada. ¿Tú no?
—Humm-humm —hizo Rachel sacudiendo levemente la cabeza y sonriendo. Pero lo estaba, estaba asustada. Y el nombre de Paxcow la obsesionaba. Estaba segura de haberlo oído meses o tal vez años atrás, en relación con algo horrible, y no podía librarse de aquella zozobra.
Percibía algo..., algo amenazador que estallaría de un momento a otro. Algo terrible que era preciso rehuir. Pero ¿el qué? ¿El qué?
—Estoy segura de que no pasa nada —dijo a Ellie—. ¿Quieres que volvamos con los abuelos?
—Bueno —dijo Ellie, apática.
Entró en el tocador una mujer puertorriqueña que llevaba de la mano a un niño pequeño al que estaba regañando. Los pantaloncitos bermudas estaban mojados a la altura de las ingles, y Rachel se acordó de Gage con una angustia que casi la paralizó. Aquella impresión le hizo el efecto de una dosis de novocaína, aplacándole los nervios.
—Vamos —dijo a la niña—. Llamaremos a papá desde la casa del abuelo.
—Llevaba "shorts" —dijo Ellie de pronto, mirando al niño.
—¿Quién, cariño?
—Paxcow. En mi sueño, llevaba "shorts" rojos.
Esto iluminó fugazmente el nombre, y Rachel volvió a sentir aquel miedo que le hacía temblar las rodillas..., pero pasó enseguida.
No pudieron acercarse a la cinta transportadora de los equipajes. Rachel apenas alcanzaba a distinguir la copa del sombrero de su padre, con la plumita. Se volvió y descubrió a Dory Goldman que les guardaba dos sillas junto a la pared y les hacía señas con la mano. Rachel llevó a Ellie hasta allí.
—¿Estás mejor, cariño? —preguntó Dory.
—Un poquito —dijo Ellie—. Mami...
La niña miró a su madre y se quedó en suspenso. Rachel estaba muy erguida en la silla, con una mano delante de la boca y la cara blanca. Ya lo tenía. Había brotado de pronto, con un golpe sordo. Pues claro; debió darse cuenta inmediatamente, pero trató de desentenderse. Claro.
—¿Mami?
Rachel se volvió lentamente hacia su hija, y Ellie oyó cómo le crujían los tendones de la nuca. Rachel apartó la mano de la boca.
—¿Te dijo el hombre del sueño cuál era su nombre de pila?
—Mamá, ¿estás b...?
—¿Te dijo su nombre de pila?
Dory miraba a su hija y a su nieta como si las dos se hubieran vuelto locas.
—Sí, pero no me acuerdo... ¡Mami, me haces daaaño! Rachel bajó la mirada y vio que su mano asía el antebrazo de Ellie como unas tenazas.
—¿No sería Víctor?
Ellie aspiró bruscamente.
—¡Sí, Víctor! ¡Dijo que se llamaba Víctor! ¿Tú también soñaste con él?
—Pero no es Paxcow —dijo Rachel—. Es Pascow.
—¡Eso, Pascow!
—¿Qué pasa, Rachel? —preguntó Dory. Tomó la mano libre de Rachel e hizo una mueca al notarla helada—. ¿Y qué tiene Eileen?
—No es Eileen —dijo Rachel—, sino Louis. A Louis le pasa algo malo. O le va a pasar. Quédate con Ellie, mamá. Tengo que llamar a casa.
Se levantó y cruzó el vestíbulo en dirección a los teléfonos, mientras buscaba un cuarto de dólar en el bolso. Pidió la conferencia con cobro revertido, pero nadie aceptó la llamada. No contestaban.
—¿Volverá a llamar? —preguntó la telefonista.
—Sí —dijo Rachel, y colgó.
Se quedó mirando fijamente el teléfono.
«Dijo que había sido enviado para avisar, pero que no podía intervenir. Dijo que estaba... cerca de papá porque se encontraban juntos cuando su alma se des... des... ¡No me acuerdo!»
—Se desencarnó —susurró Rachel, clavando las uñas en el bolso—. ¡Oh, Dios mío! ¿Será ésta la palabra?
Trató de pensar con coherencia. ¿Había algo, además de su dolor natural por la muerte de Gage y de aquel precipitado viaje que era como una huida? ¿Qué sabía Ellie del muchacho que murió el día en que Louis empezó a trabajar en la universidad?
«Nada —respondía su mente, inexorable—. Tú se lo ocultaste, como le ocultabas todo lo relacionado con la muerte, incluso la posibilidad de que se muriese el gato. ¿O es que ya no te acuerdas de aquella estúpida disputa que tuvimos en la cocina? Se lo ocultaste, porque tenías miedo, como lo tienes ahora. Se llamaba Pascow, Víctor Pascow. ¿Y cómo están ahora las cosas? ¿Es una situación desesperada? ¿Qué está pasando aquí?»
Las manos le temblaban de tal modo que no consiguió meter la moneda en la ranura hasta el segundo intentó. Ahora llamaba a la enfermería de la universidad. La Charlton aceptó la llamada, un poco intrigada. No; no había visto a Louis, y le hubiera sorprendido verle hoy por allí. Dicho esto, volvió a dar el pésame a Rachel, que le dio las gracias y le pidió que hiciera el favor de decirle a Louis que la llamara a casa de sus padres, si lo veía. Sí; él tenía el número, dijo en respuesta a la pregunta de la enfermera, pues no quería decirle (aunque la otra ya debía de saberlo, pues Rachel tenía la impresión de que a la Charlton no se le escapaba una) que la casa de sus padres estaba a medio continente de distancia.
Rachel colgó el teléfono, sofocada y temblorosa.
«Debió de oír el nombre de Pascow en cualquier sitio, eso es. Tampoco se puede criar a una criatura en una jaula de cristal, como... un hámster, o qué sé yo. Oiría la noticia por la radio. O se lo dirían en la escuela, y se le quedó el nombre en la memoria. Incluso esa palabra que ella desconocía, esa especie de trabalenguas, "desencarnado" o lo que fuere, ¿qué tiene de particular? No demuestra nada, sino que el subconsciente es ni más ni menos que ese papel matamoscas pegajoso con el que la gente lo compara.»
Recordó que un profesor de psicología les dijo una vez en la universidad que, en las debidas condiciones, la memoria puede darte los nombres de todas las personas que te han presentado, todos los platos que has comido y el tiempo que ha hecho cada día de tu vida. Para ilustrar esta increíble afirmación, el profesor les dijo que la mente humana era un ordenador con un número de chips impresionante: nada de 16K, 32K, ni 64K, sino, tal vez, mil millones K, es decir, un billón. ¿Y cuánta información podía almacenar cada uno de estos chips orgánicos? Eso nadie lo sabía. Pero eran tantos, les dijo, que no era preciso borrarlos para poder volver a usarlos. En realidad, la mente tenía que desconectar algunos para proteger al individuo de la demencia informática. «Uno podría ser incapaz de recordar dónde había puesto los calcetines si en las dos o tres células adyacentes de memoria estuviera almacenada toda la "Enciclopedia Británica"», les dijo el profesor.
La clase rió, como era su obligación.
«Pero esto no es una clase de psicología, bien iluminada por los tubos fluorescentes, con una pizarra llena de tranquilizadoras definiciones y un dicharachero profesor auxiliar que improvisa para matar los últimos quince minutos. Aquí hay algo espantoso, y tú lo sabes, lo notas. No sé si tendrá algo que ver con Pascow, con Gage o con Church, pero seguro que tiene que ver con Louis. ¿Qué...? ¿Será...?»
Se le ocurrió una idea que la dejó helada. Volvió a descolgar el auricular y recuperó su moneda. ¿Estaría pensando Louis en el suicidio? ¿Sería por eso por lo que las había echado de casa? ¿Tenía Ellie dotes paranormales? ¿Había recibido una revelación psíquica?
Esta vez hizo la llamada con cobro revertido a Jud Crandall. El teléfono sonó cinco veces... seis... siete. Iba a colgar cuando la voz de Jud dijo, jadeante:
—Diga...
—¡Jud! Jud, soy...
—Un momento, por favor, señora —dijo la telefonista—. ¿Acepta una llamada a cobro revertido de Mrs. Creed?
—Ajá.
—Perdón, señor, ¿eso es sí o no?
—Yo diría que bueno.
Hubo una pausa, mientras la telefonista descifraba la frase.
—Gracias. Hable, señora.
—Jud, ¿has visto a Louis hoy?
—¿Hoy? No puedo decir que le haya visto, Rachel. Pero por la mañana me fui a Brewer, a comprar comestibles y por la tarde he estado trabajando en el jardín de atrás. ¿Por qué?
—Oh, probablemente no es nada, pero Ellie tuvo una pesadilla en el avión, y pensé que la tranquilizaría si...
—¿En el avión? —La voz de Jud pareció cobrar un tono más agudo—. ¿Dónde estás, Rachel?
—En Chicago. Ellie y yo hemos venido a pasar una temporada con mis padres.
—¿Louis no ha ido con vosotras?
—Él vendrá este fin de semana —dijo Rachel—. Y ahora ya requería un esfuerzo mantener firme la voz. Había algo en el tono de Jud que no le gustaba.
—¿Fue idea suya lo del viaje?
—Sí... Jud, ¿pasa algo? Pasa algo malo, ¿verdad? Y tú sabes qué es.
—Tal vez deberías contarme el sueño de la niña —dijo Jud después de una larga pausa—. Me gustaría que me lo contaras.
46
Después de hablar con Rachel, Jud se puso una chaqueta ligera —el sol se había nublado y se había levantado viento— y cruzó la carretera en dirección a la casa de Louis, no sin antes mirar con precaución a derecha e izquierda, por si venía algún camión. Los camiones tenían la culpa de todo. Los condenados camiones.
Pero no era eso.
Sentía como si Pet Sematary y lo que había más allá tirase de él. Pero si antes de aquella llamada era como un atractivo arrullo, una voz que prometía consuelo y un cierto poder, ahora su mensaje era más sordo y tenebroso: algo hosco y amenazador. «No te mezcles en esto, tú.»
Pero él no podía mantenerse al margen; era responsable de muchas cosas.
Jud vio que el Honda Civic de Louis no estaba en el garaje. Allí no había más que el Ford grande, cubierto de polvo, como si hiciera mucho tiempo que no se usara. Probó la puerta trasera de la casa y la encontró abierta.
—¿Louis? —llamó, seguro de que Louis no podía contestar, pero deseoso de romper el silencio de aquella casa. Oh, eso de hacerse viejo empezaba a ser una lata, tenía los brazos y las piernas torpes y pesados, no podía estar ni dos horas trabajando en el jardín sin que la espalda le martirizara, y si era la cadera, a veces le parecía que un berbiquí se la estaba taladrando.
Jud empezó a recorrer la casa metódicamente, buscando las señales que tenía que buscar: «El atracador más viejo del mundo», pensó sin mucho humor, mientras registraba. No encontró ninguna de las huellas que le hubieran alarmado realmente: ni cajas de juguetes que a última hora no se hubieran entregado a beneficencia, ni ropa de niño disimulada detrás de una puerta, en un rincón del armario, ni debajo de una cama... ni, lo que hubiera sido peor, la cuna montada de nuevo en la habitación de Gage. Absolutamente ninguna de las señales que él buscaba. No obstante, se notaba en la casa un desagradable vacío que de un momento a otro tuviera que llenarse de... en fin, de algo.
«Quizá no estaría de más que me diera una vuelta por el cementerio de Pleasantview. A lo mejor allí hay novedades. Podría tropezarme con Louis Creed e invitarle a cenar o algo así.»
Pero el peligro no estaba en el cementerio de Bangor, sino allí, en aquella casa, y detrás de ella.
Jud salió y volvió a cruzar la carretera. Ya en su casa, sacó del frigorífico un paquete de seis cervezas y lo llevó a la sala. Se sentó delante del mirador orientado a casa de los Creed, abrió una cerveza y encendió un cigarrillo. Mientras caía la tarde, el pensamiento de Jud empezó a discurrir hacia atrás, como solía hacer durante los últimos dos o tres años, describiendo órbitas cada vez más amplias. De haber sabido lo que pensara Rachel Creed hacía poco rato, hubiera podido decirle que tal vez tenía razón aquel profesor de psicología, pero que cuando envejecías, esa función de bloqueo de la memoria se deterioraba, lo mismo que todos los órganos de tu cuerpo, y empezabas a recordar caras, lugares y hechos con una nitidez impresionante. Recuerdos que habían adquirido el tono sepia de las viejas fotografías, reavivaban sus colores, las voces se despojaban de la sordina que les había puesto el tiempo y recobraban su sonoridad original. Y Jud hubiera podido decir a aquel profesor que esto no era demencia informática. Esto se llamaba senilidad.
Jud volvía a ver a "Hanratty", el toro de Lester Morgan, con los ojos ribeteados de rojo, embestir contra todo lo que se le ponía por delante. Incluso embestía a los árboles, cuando el viento movía las hojas. Antes de que Lester se diera por vencido, todos los árboles del pastizal vallado de "Hanratty" mostraban las señales de aquel furor ciego, y el animal tenía los cuernos astillados y la cabeza ensangrentada. Cuando mató al toro, Lester estaba aterrorizado: lo mismo que ahora Jud.
El anciano bebía cerveza y fumaba. Estaba anocheciendo. No encendió la luz. Poco a poco, su cigarrillo se convirtió en un punto incandescente. Bebía, fumaba y vigilaba la entrada de coches de casa de los Creed. Cuando Louis regresara de dondequiera que estuviera, él entraría a charlar un rato, para asegurarse de que no tramaba nada malo.
Y seguía sintiendo el suave tirón de lo que quiera que fuera el maléfico poder que habitaba aquella tierra diabólica donde se habían construido los "cairns".
«No te mezcles en esto, tú. No te mezcles, o vas a sentirlo.» La voz era como un jirón de niebla que surgiera de un sepulcro abierto.
Esforzándose por hacer oídos sordos a la voz, Jud fumaba y bebía. Y esperaba.
47
Mientras Jud Crandall, sentado en su mecedora, acechaba el regreso de Louis desde el mirador y mientras Rachel y Ellie viajaban por la autopista hacia la casa de los Goldman (Rachel, mordiéndose las uñas, sin poder sustraerse a la angustia y Ellie, pálida como una muerta), Louis consumía una copiosa e insípida cena en el comedor del Howard Johnson.
La comida era abundante y sosa: exactamente lo que le pedía el cuerpo. Ya había oscurecido. Los faros de los automóviles parecían dedos que palparan las sombras. Louis engullía la comida. Un bistec. Una patata al horno. Una fuente de judías de un verde chillón y artificial. Un trozo de tarta de manzana con un copete de helado a medio derretir. Louis estaba en una mesa de un rincón, observando a los que entraban y salían, mientras se preguntaba si vería a algún conocido. En el fondo, casi lo deseaba. Le harían preguntas —«¿Y Rachel? ¿Qué haces aquí? ¿Cómo estás?»— y quizá las preguntas traerían complicaciones, y quizá eran complicaciones lo que él estaba deseando. Una escapatoria.
Y, efectivamente, cuando Louis terminaba su tarta de manzana y la segunda taza de café, entró una pareja conocida, Rob Grinnell, un médico de Bangor y Bárbara, su bonita esposa. Él deseaba que le vieran, sentado a aquella mesa individual del rincón, pero la camarera los llevó a los divanes del otro lado del comedor, y Louis los perdió de vista y sólo de vez en cuando divisaba fugazmente el pelo prematuramente gris de Grinnell.
La camarera le trajo la cuenta y Louis la firmó, anotó el número de su habitación debajo de la firma y salió por la puerta lateral.
Fuera soplaba un fuerte vendaval con un rugido constante que hacía zumbar de modo extraño los cables de la electricidad. No había estrellas y se intuía en las alturas un desfile de nubes a gran velocidad. Louis se quedó unos momentos plantado en la acera, con las manos en los bolsillos y la cara al viento. Luego, dio media vuelta, subió a su habitación y conectó el televisor. Aún era temprano para hacer algo en serio, y no se sabía lo que podía traer aquel viento. Ponía nervioso.
Louis vio cuatro horas de televisión, ocho telefilmes de un tirón. Hacía mucho tiempo que no pasaba tanto rato delante del televisor. Le pareció que todas las protagonistas eran lo que él y sus amigos de la escuela secundaria llamaban «calientabraguetas».
En Chicago, Dory Goldman exclamaba: «¿Que quieres volver? ¿Por qué, hijita? ¡Si acabas de llegar!»
En Ludlow, Jud Crandall, sentado en su mirador, fumando y bebiendo cerveza, repasaba su álbum de recuerdos mientras esperaba el regreso de Louis. Más tarde o más temprano, Louis tenía que volver a casa, lo mismo que la perra "Lassie" de aquella vieja película. Había otros caminos que conducían a Pet Sematary y al otro sitio, pero Louis no los conocía. Si intentaba algo, partiría de la puerta de su casa.
Ajeno a estos hechos que eran como proyectiles de marcha lenta y que, en buena balística, apuntaban no donde él estaba sino donde estaría, Louis contemplaba la pantalla del televisor en color. No había visto ninguna de aquellas series, pero había oído hablar de ellas: una familia negra, una familia blanca, un niño que era más listo que las acaudaladas personas mayores con las que vivía, una mujer soltera, una mujer casada, una mujer divorciada. Luego, las tres jóvenes detectives privados que hacían todas sus pesquisas con atuendos playeros. Se lo tragó todo, en su habitación del motel, lanzando de vez en cuando una mirada a la borrascosa noche.
Cuando empezaron las noticias de las once, Louis apagó el televisor y salió a hacer lo que tenía decidido tal vez desde el momento en que vio la gorra de béisbol de Gage llena de sangre en medio de la carretera. Ahora volvía a sentir aquella frialdad aún más intensamente, pero debajo había algo: un rescoldo de ansia, o de pasión, o de sensualidad. No importaba. Aquello le protegía del frío y le armaba contra el viento. Al arrancar el motor del Honda, Louis pensó que tal vez Jud tuviera razón cuando decía que aquel lugar tenía una fuerza creciente, porque ahora la sentía a su alrededor, guiándole (o empujándole), y se preguntó:
«¿Podría detenerme? ¿Podría detenerme aunque quisiera?»
48
—¿Que quieres... qué? —preguntó Dory otra vez—. Rachel, estás trastornada. Una noche de descanso y...
Rachel sólo movió la cabeza. No podía explicar a su madre por qué tenía que regresar. La decisión se alzó en ella del mismo modo que se levanta el viento: la hierba empieza a temblar, la brisa es cada vez más fuerte, se turba la calma, luego ya silban las ráfagas en los aleros y al poco tiembla toda la casa, y entonces te das cuenta de que es un verdadero huracán y que, como siga aumentando su fuerza, van a empezar a caer cosas.
Eran las seis de la tarde en Chicago. En Bangor, Louis empezaba su copiosa y anodina cena. Rachel y Ellie apenas probaron bocado. Cada vez que Rachel levantaba los ojos del plato se tropezaba con la mirada de su hija que le preguntaba qué pensaba hacer para ayudar a papá, qué pensaba hacer.
Estaba alerta por si sonaba el teléfono, por si Jud llamaba para decirle que Louis había vuelto y sonó una vez —ella dio un brinco y Ellie estuvo a punto de tirar el vaso de leche—, pero era una señora del club de bridge de Dory, que preguntaba si habían tenido buen viaje.
Estaban tomando café cuando Rachel soltó la servilleta bruscamente y dijo:
—Papá..., mamá..., lo siento, pero tengo que volver a casa. Si encuentro plaza en un avión, me iré esta misma noche.
Sus padres la miraron con la boca abierta, pero Ellie cerró los ojos con una expresión de alivio propia de una persona mayor. Hubiera resultado cómica, de no ser por la palidez y crispación de su cara.
Ellos no comprendían, y Rachel no podía explicárselo, como tampoco hubiera podido explicar por qué esos soplos de aire que apenas alcanzan a mover la hierba pueden aumentar de fuerza hasta ser capaces de derribar una casa. Ella no creía que Ellie hubiera oído por la radio la noticia de la muerte de Víctor Pascow y almacenado la información en el subconsciente.
—Rachel, cariño... —Su madre hablaba melosamente, como el que se dirige a una persona que sufre un histerismo pasajero pero peligroso—. Esto no es más que una secuela de la muerte de tu hijo. Tú y Ellie estáis muy afectadas, y es natural. Pero podrías derrumbarte si...
Rachel no le contestó. Se fue al teléfono del vestíbulo, buscó el número de Delta en las Páginas Amarillas y marcó mientras Dory, a su lado, decía que debían pensarlo y hablar más despacio, tal vez hacer una lista... Y Ellie, detrás de su abuela, la miraba con su carita de angustia, y ahora con una leve esperanza que animaba a Rachel.
—Delta Airlines —contestó una voz jovial—. Al aparato, Kim. ¿En qué puedo servirle?
—Me urge llegar a Bangor. ¿Podría hacer el viaje esta misma noche? Se trata... se trata de una emergencia. ¿Haría el favor de comprobar si hay enlaces?
—Lo miraré, señora —dijo la voz, dubitativamente—. Pero hay muy poco margen.
—Lo sé, pero le agradeceré que lo compruebe —dijo Rachel con la voz un poco ronca—. Aunque sea en lista de espera, cualquier cosa.
—Está bien, señora. No se retire, por favor. —La línea quedó en silencio.
Rachel cerró los ojos y, al momento, notó que en su brazo se posaba una mano fría. Al abrir los ojos, vio a Ellie a su lado. Irwin y Dory se mantenían a distancia, hablando en voz baja y mirándolas. «Así se mira a los que cree uno que están locos», pensó Rachel con cansancio. Esbozó una sonrisa para Ellie.
—No les hagas caso, mami —dijo la niña en voz baja.
—Descuida, hermana mayor —dijo Rachel. E hizo una mueca de dolor. Así la llamaban desde que nació Gage. Pero ya no era hermana mayor de nadie.
—Gracias —dijo Ellie.
—Es muy importante, ¿verdad?
Ellie asintió.
—Mi vida, yo te creo. Pero me ayudaría mucho que me dijeras algo más. ¿Es sólo el sueño?
—No —respondió Ellie—. Ahora... es todo. Es algo que me corre por todo el cuerpo. ¿No lo notas, mami? Es como...
—Como un viento.
Ellie suspiró entrecortadamente.
—Pero ¿no sabes lo que es? ¿No recuerdas nada más de ese sueño?
Ellie cerró los ojos tratando de recordar y movió la cabeza lentamente.
—Papá. Church. Y Gage. ¡Pero no sé por qué están juntos!
Rachel la abrazó fuertemente.
—No pasará nada —dijo, pero la opresión del pecho no se le aliviaba.
—Oiga señora... —dijo el empleado de la oficina de reserva de pasajes.
—Diga... —Rachel oprimió con más fuerza el teléfono y a su hija.
—Me parece que podré ponerla en Bangor, señora. Pero llegará muy tarde.
—Eso no importa —dijo Rachel.
—¿Tiene un lápiz a mano? Es complicado.
—Sí; ya puede empezar —dijo Rachel, sacando un cabo de lápiz del cajón y disponiéndose a tomar nota en el dorso de un sobre.
Rachel escuchó atentamente y lo anotó todo. Cuando el empleado acabó de hablar, ella sonrió un poco y formó una O con el índice y el pulgar, para dar a entender a Ellie que todo saldría bien. Probablemente saldría bien, rectificó. Algunos de los transbordos parecían muy justos..., especialmente, el de Boston.
—Haga todas las reservas, por favor —dijo Rachel—. Y gracias.
El empleado anotó el nombre y número de la tarjeta de crédito de Rachel y ella colgó por fin, extenuada, pero más tranquila. Miró a su padre.
—¿Me acompañas al aeropuerto, papá?
—Quizá debería decir que no —dijo Goldman—. Me parece que tendría que impedirte que cometieras esta locura.
—¡Pobre de ti! —gritó Ellie—. No es una locura. ¡No!
Goldman parpadeó y dio un paso atrás ante aquella explosión de ferocidad.
—Acompáñala, Irwin —dijo Dory pausadamente—. Yo también empiezo a estar nerviosa. Me sentiré mejor cuando sepa que Louis está bien.
Goldman miró a su mujer un momento y luego se volvió hacia Rachel.
—De acuerdo —dijo—. Te llevaré al aeropuerto si eso es lo que quieres. Y hasta estoy dispuesto a acompañarte a Ludlow.
—Gracias, papá —dijo Rachel moviendo la cabeza—. Pero me han dado el último asiento que quedaba en cada avión. Es como si Dios me los hubiera guardado.
Irwin Goldman suspiró. En aquel momento, parecía muy viejo y Rachel hasta le encontró cierto parecido con Jud Crandall.
—Aún tienes tiempo de preparar un maletín de mano —dijo—. Si conduzco como cuando tu madre y yo nos casamos, podemos estar en el aeropuerto dentro de cuarenta minutos. Déjale tu neceser, Dory.
—Mami —dijo Ellie. Rachel la miró. La niña tenía la cara brillante de sudor.
—¿Qué, mi vida?
—Ten cuidado, mami —dijo Ellie—. Ten mucho cuidado.
49
Los árboles no eran más que sombras que desfilaban sobre el fondo de las nubes iluminadas por las luces del cercano aeropuerto. Louis aparcó el Honda en Mason Street, que discurría a lo largo del lado sur del cementerio. El viento era tan fuerte que casi le arrancó la puerta de la mano y Louis tuvo que empujar con fuerza para cerrarla. El viento le azotó el faldón de la chaqueta cuando él se inclinó para abrir el maletero del Honda y sacar las herramientas que había envuelto en un trozo de lona.
Antes de cruzar hacia la reja de hierro forjado que circundaba el cementerio, Louis se paró en el bordillo, en una zona de sombra entre dos farolas, mirando a derecha e izquierda, por si se acercaba algún coche. Si podía evitarlo, no quería ser visto, aunque el otro no se fijase en él. A su lado, gemían las ramas de un viejo olmo, sacudidas por el viento.
Dios, y qué asustado estaba. Aquello no era un trabajo ímprobo. Era un trabajo demencial.
No había tráfico. En Mason Street las farolas estaban alineadas en perfecta formación proyectando círculos de luz sobre la acera en la que, durante el día, a las horas de salida de la escuela primaria Fairmount, los chicos iban en bicicleta y las niñas saltaban a la comba o jugaban a la rayuela, sin reparar en el cementerio, salvo quizá en vísperas de Todos los Santos, en que el recinto adquiría un tétrico encanto. Algunos se acercaban a colgar un esqueleto de papel en la alta reja de hierro, mientras repetían entre risas ahogadas los viejos chistes de siempre: «Es el sitio más popular de la ciudad; la gente se muere por entrar. ¿Por qué está feo reír en el cementerio? Porque hay un silencio sepulcral.»
—Gage —murmuró Louis. Gage estaba allí dentro, detrás de la reja de hierro, injustamente prisionero, bajo una capa de tierra oscura, y eso no era un chiste.
«Te sacaré de ahí, Gage —pensó—. Te sacaré, muchacho, o moriré en el intento.»
Louis cruzó la calle con el pesado fardo en los brazos, subió a la otra acera, volvió a mirar a uno y otro lado y arrojó el fardo por encima de la reja. Se oyó un leve tintineo cuando el paquete cayó al otro lado. Louis se frotó las manos para sacudir el polvo y echó a andar, después de tomar un punto de referencia. De todos modos, aunque se desorientara, no tenía más que seguir la cerca por la parte de dentro hasta situarse frente al Civic y daría con el sitio.
Pero ¿estaría abierta la verja a aquella hora?
Siguió por Mason Street hasta la señal de stop. El viento le empujaba haciéndole apretar el paso. Sombras bailaban y se entrelazaban en la calzada.
Dobló por Pleasant Street, siempre siguiendo la reja. Los faros de un coche se acercaban y Louis se detuvo, disimulándose detrás de un olmo. No era un coche de la policía, sino una camioneta que subía hacia Hammond Street y, seguramente, hacia la autopista. Cuando hubo pasado, Louis siguió andando.
«La verja estará abierta, desde luego. Tiene que estar abierta.»
Llegó a la verja, que tenía traza de catedral esbelta y grácil, entre las sombras que el viento hacía danzar. Louis extendió el brazo y empujó.
Cerrada.
«Pues claro, estúpido, ¿imaginabas que iban a dejar abierta la verja de un cementerio situado dentro de los límites municipales de una ciudad americana, después de las once de la noche? La gente ya no es tan confiada, amigo. Ya no. ¿Y qué haces ahora?»
Ahora tendría que escalar, confiando en que en el vecindario nadie apartaría los ojos del show de Johnny Carson para mirar por la ventana y ver a este torpe grandullón trepar por las barras de hierro.
«¿Oiga, policía? Acabo de ver a un tipo torpe y grandullón escalar la verja del cementerio de Pleasantview. Al parecer, se moría por entrar. Asunto de vida o muerte. No, no bromeo. Estoy mortalmente serio. Me parece que deberían ustedes investigar.»
Louis continuó por Pleasant Street y torció nuevamente a la derecha. El viento enfriaba y evaporaba las gotas de sudor de su frente y sus sienes. Su sombra se alargaba y acortaba a la luz de las farolas. A su lado, impertérrita, la alta reja. Louis se detuvo, obligándose a sí mismo a mirarla realmente.
«¿Tú piensas saltar eso? Vamos, no me hagas reír.»
Louis Creed era un hombre alto, de casi un metro noventa, pero aquella reja tenía por lo menos tres metros de alto y cada uno de sus barrotes estaba rematado por una decorativa punta de lanza. Bueno, decorativa a no ser que al ir a pasar la pierna por encima resbalaras y te clavaras una de aquellas puntas en los testículos. Y allí te quedarías, ensartado como un cerdo en el asador, dando voces hasta que alguien llamara a la policía y te sacaran y llevaran al hospital.
Seguía sudando y tenía la camisa pegada a la espalda. No se oía más que el lejano rumor del tráfico de última hora en Hammond Street.
Tenía que haber un modo de entrar.
Tenía que haber un modo.
«Vamos, Louis, tienes que aceptar la evidencia. Puede que estés loco, pero no tanto. Aunque consiguieras subir a pulso hasta ahí arriba, tendrías que ser un consumado gimnasta para salvar esas puntas sin quedarte clavado. Y, aun suponiendo que consiguieras entrar, ¿cómo ibas a salir con Gage en brazos?»
Siguió andando. Tenía una ligera idea de que estaba dando la vuelta completa al cementerio, pero sin hacer nada constructivo.
«Bueno, lo que voy a hacer es lo siguiente: esta noche regresaré a Ludlow y volveré mañana, al anochecer. Entraré por la puerta antes de que cierren y me quedaré escondido hasta la medianoche o más tarde. En otras palabras, mañana haré lo que hubiera podido hacer hoy, de haber sido más listo.»
«Buena idea, oh gran maestro Louis... y mientras, ¿qué pasa con el fardo de herramientas que eché por encima de la cerca? Pico, pala, linterna... no falta más que un letrero que diga: EQUIPO PARA ROBAR TUMBAS.
«Cayó entre los arbustos, ¿quién quieres que lo encuentre, por el amor de Dios?»
Eso sería lo más sensato. Pero ¿era sensata aquella empresa en la que se había embarcado? Además, su corazón le decía categóricamente que al día siguiente no volvería. Si no lo hacía esta noche no lo haría nunca. Ya nunca podría volver a mentalizarse con este frenesí de locura. Éste era el momento, el único momento que tenía.
Por este lado había menos casas —al otro lado de la calle, se divisaba algún que otro cuadrado de luz amarillenta y en uno de ellos, el parpadeo grisáceo de un televisor en blanco y negro—, y, al mirar entre los barrotes, observó que aquí las tumbas eran más viejas, las lápidas estaban erosionadas y, algunas, inclinadas hacia adelante o hacia atrás, por efecto de muchas heladas y deshielos. Había otra señal de stop delante de él y al torcer otra vez hacia la derecha estaría en una calle que discurría en dirección más o menos paralela a Mason Street, su punto de partida. Y, cuando hubiera dado la vuelta completa, ¿qué haría? ¿Cobrar doscientos dólares y empezar desde la primera casilla? ¿Darse por vencido?
Unos faros doblaron la esquina y Louis se paró detrás de otro árbol, a esperar que pasara el coche. Éste avanzaba muy despacio y, a los pocos segundos, el haz blanco de un faro surgió de la ventanilla lateral y recorrió la reja. Louis sintió una dolorosa opresión en el pecho. Era un coche de la policía que patrullaba alrededor del cementerio.
Louis se apretó contra el tronco. Sintió en la mejilla la áspera corteza. Confiaba que el tronco fuera lo bastante grueso como para ocultarle. El haz luminoso se acercaba. Louis bajó la cabeza, hurtando la cara a la luz, que, al llegar al árbol desapareció un momento para surgir de nuevo a la derecha de Louis. Él se desplazó ligeramente, para mantenerse fuera del campo visual del coche. Por un momento, distinguió las luces azules del techo del vehículo. Ahora se encenderían las bombillas rojas del freno, se abrirían las puertas y el foco retrocedería para señalarle como un gran dedo blanco. «¡Eh, usted! ¡El del árbol! Salga donde podamos verle, y con las manos vacías. ¡Fuera, YA!»
El coche-patrulla siguió su marcha. Al llegar a la esquina, hizo pausadamente la señal con el intermitente y torció hacia la izquierda. Louis se apoyó en el árbol, con la boca seca y agria. Seguramente, pasarían junto al Honda, pero no importaba. En Mason Street se podía aparcar desde las seis de la tarde hasta las siete de la mañana. Había otros muchos coches. Sus dueños debían de habitar los bloques de apartamentos diseminados por el otro lado de la calle.
Louis se quedó mirando la copa del árbol tras el que se había escondido.
Mismamente encima de su cabeza estaba la horquilla. Sería fácil...
Sin darse tiempo para pensarlo, se izó hasta la horquilla, apoyándose en el tronco con las suelas de sus zapatillas y haciendo caer fragmentos de corteza. Afianzó una rodilla y al momento estaba de pie sobre la horquilla del árbol. Si el coche-patrulla volvía en aquel momento, el foco iluminaría a un extraño pájaro posado en el olmo. Tenía que moverse deprisa.
Subió a otra rama que se extendía por encima de la reja. Sentía la absurda sensación de tener otra vez doce años. El árbol no estaba quieto, sino que se balanceaba suave, casi sosegadamente, a impulsos del viento. Louis calculó distancias y, adelantándose al miedo, se colgó de la rama con las manos. La rama era tal vez un poco más gruesa que la muñeca de un hombre robusto. Colgado de las manos, con las zapatillas bailando a casi dos metros y medio del suelo, Louis fue avanzando hacia la reja. La rama se vencía, pero no parecía que fuera a romperse. Con el rabillo del ojo, Louis distinguía su sombra sobre la acera, como la silueta de un mono contrahecho. El viento le helaba las empapadas axilas y empezó a tiritar a pesar de que el sudor le resbalaba por la cara y el cuello. A cada uno de sus movimientos, la rama caía y bailaba. A medida que él se separaba del tronco el balanceo de la rama se hacía más pronunciado. Le dolían las palmas de las manos y las muñecas y empezó a temer que la rama se le escurriera entre los dedos sudorosos.
Por fin llegó a la reja. Sus zapatillas quedaban a un palmo por debajo de las puntas. Vistas desde aquí, aquellas puntas parecían más agudas todavía. Pero, agudas o no, allí peligraba algo más que los testículos. Si se caía encima de aquellas lanzas, su propio peso haría que se le clavaran hasta los pulmones. En su próxima ronda, los policías encontrarían una lúgubre colgadura en la reja de Pleasantview.
Respirando deprisa, sin llegar a jadear, Louis buscó las puntas de la reja con los pies, para descansar un momento. Así estuvo unos instantes, con los pies danzando en el aire, buscando apoyo y sin encontrarlo.
Le enfocó una luz que aumentaba de intensidad.
«¡Mierda, un coche! ¡Ahora viene un coche!»
Trató de deslizar las manos hacia adelante, pero las palmas le resbalaron y se deshizo el nudo de sus dedos.
Aún buscando un punto de apoyo, volvió la cabeza hacia la izquierda y miró por debajo del tenso brazo. Era un coche, pero pasó rápidamente calle arriba, sin frenar en el cruce. Menos mal. Si llega a...
Las manos le resbalaron otra vez. Sintió que le caían en la cabeza trozos de corteza.
Uno de sus pies encontró apoyo, pero la otra pernera del pantalón se había enganchado en una punta. Y, ¡mierda!, no iba a poder resistir mucho rato. Louis agitó con fuerza la pierna. La rama se inclinó. Volvieron a resbalarle las manos. Se oyó un desgarrón de tela y Louis se encontró de pie sobre dos puntas de lanza que se le clavaban en las suelas de las zapatillas. Muy pronto, la presión se hizo dolorosa, pero Louis se mantuvo sobre ellas, por lo menos unos momentos. Era mayor el alivio de las manos y los brazos que el dolor de los pies.
«Vaya aspecto que debo de tener», pensó Louis con un ligero y triste humorismo. Sosteniéndose en la rama con la mano izquierda, se frotó la palma de la derecha en la tela de la chaqueta. Luego repitió la operación cambiando de mano.
Permaneció un momento más sobre las puntas de los barrotes y deslizó las manos a lo largo de la rama que en aquel punto era más delgada y le permitía entrelazar cómodamente los dedos. Balanceó el cuerpo hacia adelante como Tarzán, abandonando el apoyo de los pies. La rama se dobló de un modo alarmante con un crujido de mal agüero. Louis se soltó, saltando a ciegas.
Cayó mal. Se golpeó una rodilla con una lápida y sintió que un dolor insoportable le subía por el muslo. Rodó sobre la hierba abrazado a la rodilla y un rictus de angustia en los labios, temiendo haberse destrozado la rótula. Luego, el dolor fue mitigándose y Louis comprobó que podía doblar la articulación. Todo iría bien si seguía moviéndose y no dejaba que se le agarrotara. Por lo menos, así lo esperaba él.
Se puso de pie y echó a andar siguiendo la cerca en dirección a Mason Street, donde había tirado el equipo. Al principio cojeaba, pero poco a poco el dolor fue remitiendo y quedó en una molestia sorda. Tenía aspirina en el botiquín del Honda y hubiera debido traerlo consigo. Pero ya era tarde. Se mantenía alerta por si venía algún coche y, al advertir que uno se acercaba, se apartó de la reja.
Cuando llegó a la parte de Mason Street, que podía estar más concurrida, se mantuvo lejos de la reja hasta que estuvo frente al Civic. Ya iba a aproximarse a la cerca para sacar el fardo de los arbustos cuando oyó pisadas en la acera y una risa grave de mujer. Se sentó detrás de una lápida grande —el dolor de la rodilla no le dejaba ponerse en cuclillas— y vio que, por el otro lado de Mason Street, pasaba una pareja. Iban enlazados por el talle y, en su forma de caminar pasando de una zona de luz a la siguiente había algo que hizo pensar a Louis en una vieja serie de televisión. Ya lo tenía: "La hora de Jimmy Durante". ¿Qué harían aquellos dos si él se levantaba ahora, como una sombra en la silenciosa ciudad de los muertos y les gritaba, con voz campanuda: «Buenas noches, Mrs. Calabash, donde quiera que esté»?
La pareja se detuvo mismamente detrás del Civic y se abrazó. Louis, al mirarlos, sintió una extraña perplejidad y desprecio hacia sí mismo. Allí estaba él, agazapado detrás de una sepultura, como un macabro vampiro de historieta barata, espiando a una pareja de enamorados. «¿Tan fina es la línea divisoria? —se preguntó, y ese pensamiento también le sonaba familiar—. ¿Tan fácil es pasar al otro lado? Te subes a un árbol, te deslizas por una rama, saltas a un cementerio, miras a una pareja..., abres una tumba... ¿Así de fácil? ¿Es esto la locura? Tardé ocho años en hacerme médico y un solo paso me ha bastado para convertirme en ladrón de cadáveres, en lo que muchos llamarían un necrofílico.»
Se oprimió los labios con los puños, para impedir que se le escapara un gemido, mientras trataba de encontrar aquella frialdad interior, aquella ecuanimidad. Allí estaba, y Louis se arrebujó en ella con fruición.
Cuando la pareja se alejó, Louis los miró con impaciencia. Se pararon delante de uno de los edificios de apartamentos. El hombre sacó una llave y entraron. La calle volvió a quedar en silencio. No se oía más que el constante rumor del viento que agitaba las ramas de los árboles y le revolvía el sudoroso pelo sobre la frente.
Louis corrió hacia la reja, doblando el cuerpo y buscó el fardo de lona. Allí estaba. Sintió en los dedos el roce de la áspera tela. Lo levantó y oyó el leve tintineo de las herramientas. Salió a la ancha avenida de grava que conducía a la verja y se detuvo para orientarse. Tenía que caminar en línea recta y, al llegar a la bifurcación, torcer hacia la izquierda. Muy sencillo.
Caminaba por el borde de la avenida, amparándose en la sombra de los olmos, por si había un vigilante nocturno y andaba por allí. En realidad, Louis no esperaba problemas a este respecto. Al fin y al cabo, era un cementerio de ciudad pequeña; aunque sería mejor no arriesgarse.
Torció hacia la izquierda. Ya estaba cerca de la tumba de Gage. De pronto, consternado, se dio cuenta de que no podía recordar la cara de su hijo. Se detuvo, mirando fijamente las hileras de lápidas y las sombrías fachadas de los panteones, mientras trataba de evocar la fisonomía del niño. Acudían a su memoria rasgos sueltos: su pelo rubio, todavía fino como la seda, sus ojos un poco oblicuos, sus pequeños dientes, la diminuta cicatriz del mentón, de cuando se cayó por las escaleras de atrás de la casa de Chicago. Louis veía estas cosas, pero no podía reunirlas en un todo coherente. Veía a Gage correr hacia la carretera, hacia su cita con el camión de la Orinco, pero el niño estaba de espaldas. Trató de representarse a Gage dormido en su cuna la noche del día en que lanzaron la cometa, pero en su cerebro todo era oscuridad.
«Gage, ¿dónde estás?»
«¿No se te ha ocurrido pensar, Louis, que tal vez no vayas a hacer a tu hijo ningún favor? Tal vez sea feliz donde ahora está, tal vez estés equivocado y todas esas cosas no sean pamplinas. Tal vez se halle con los ángeles o esté, sencillamente, dormido. Y, si duerme, ¿acaso sabes lo que vas a despertar?»
«Oh, Gage, ¿dónde estás? Quiero que vuelvas a casa.»
Pero ¿era él dueño de sus actos? ¿Por qué no podía recordar la cara de Gage y por qué obraba en contra de todas las advertencias: la de Jud, las del sueño de Pascow, las de su propio corazón inquieto?
Recordó las estelas de Pet Sematary, aquellos toscos círculos que iban cerrándose en espiral en torno al Misterio, y volvió a sentir aquella serena frialdad. ¿Qué hacía allí parado, tratando de rememorar la cara de Gage?
Muy pronto podría verla.
* * *
Allí estaba ya la lápida. Sólo tenía grabado el nombre, GAGE WILLIAM CREED, y las dos fechas. Alguien había estado allí aquel mismo día; había flores frescas. ¿Quién? ¿Missy Dandridge?
El corazón le latía con fuerza, pero despacio. Bien, ya estaba allí. Si iba a hacerlo, sería mejor poner manos a la obra. No podía perder tiempo. La noche tenía que acabar, y llegaría el día.
Louis recapacitó por última vez y descubrió que sí, que estaba decidido a seguir adelante. Asintió casi imperceptiblemente y metió la mano en el bolsillo para sacar el cuchillo. Había ceñido el paquete con cinta adhesiva que ahora cortó. Desenrolló la lona al pie de la tumba y dispuso los útiles del mismo modo que hubiera ordenado el instrumental antes de suturar una herida o hacer una pequeña intervención.
La linterna con la lente cubierta con un fieltro, tal como le sugiriera el dependiente. El fieltro también estaba sujeto con cinta adhesiva. Con ayuda de una moneda de un centavo, había cortado un círculo en el centro con el escalpelo. El pico de mango corto que seguramente no necesitaría; sólo lo trajo por precaución, ya que no tendría que levantar una bóveda sellada ni encontraría rocas en una tumba tan reciente. La pala, el azadón, la cuerda y los guantes. Se puso los guantes, agarró el azadón y empezó.
La tierra estaba blanda y se removía fácilmente. El contorno de la tumba estaba bien definido y la tierra que extraía era más esponjosa que la de los bordes. Casi automáticamente, Louis comparó la facilidad de esta excavación con el esfuerzo que le costaría hincar el pico en el suelo árido y rocoso del lugar en el que, si todo iba bien, aquella misma noche enterraría a su hijo. Allí arriba tendría que bregar. Luego, trató de no seguir pensando. Era un engorro.
Amontonaba la tierra a la izquierda de la tumba, moviéndose con un ritmo regular que se hacía más difícil de mantener a medida que descendía el nivel. Louis bajó al hoyo, aspirando el olor a tierra húmeda que le trajo el recuerdo de los veranos en los que trabajaba con el tío Carl.
«Cavador», pensó, haciendo un alto para secarse el sudor de la frente. El tío Carl le dijo que ése era el mote que se ponía en América a todos los sepultureros. Los amigos te llamaban "Cavador".
Reanudó el trabajo.
Sólo paró otra vez, para mirar el reloj. Las doce y veinte. Le parecía que el tiempo se le escurría entre los dedos como un objeto bien engrasado.
Cuarenta minutos después, el azadón tropezó con la cubierta y Louis se mordió el labio superior hasta hacerse sangre. Iluminó el fondo del hoyo con la linterna. Entre la tierra asomaba una franja grisácea en diagonal. Louis fue apartando la tierra con precaución, para no hacer ruido; nada más escandaloso que una pala raspando sobre una losa de cemento en plena noche.
Cuando hubo quitado la tierra, Louis subió en busca de la cuerda que pasó por las anillas de una de las cubiertas. Volvió a salir del hoyo, extendió la lona, se echó en ella y agarró los extremos de la cuerda.
«Louis, adelante. Tu última oportunidad.»
«Tienes razón; es mi última oportunidad y no pienso desperdiciarla.»
Louis dio un par de vueltas con la cuerda alrededor de las manos y tiró. La placa de cemento se alzó fácilmente con un sonido áspero y quedó vertical sobre un cuadro de oscuridad.
Louis sacó la cuerda de las anillas y la arrojó a un lado. Para la otra placa no la necesitaría. Podría ponerse de pie sobre los bordes laterales del cajón y levantarla con las manos.
Volvió a bajar a la tumba, moviéndose con precaución, para que la placa que ya había quitado no le cayera en los pies o se rompiera, pues era bastante delgada la condenada. Resbalaron unos guijarros que golpearon con un sonido hueco en la tapa del ataúd de Gage.
Louis se agachó y tiró de la otra placa. Al agarrarla sintió en la mano una cosa fría y blanda. Cuando hubo dejado la placa apoyada verticalmente en el borde de la cubeta, se miró la mano y vio una gruesa lombriz de tierra que se retorcía débilmente. Ahogando un grito de repugnancia, Louis restregó la mano en la pared de tierra de la tumba.
Luego, enfocó el fondo con la linterna.
Allí estaba el ataúd que él viera por última vez descansando sobre unos travesaños metálicos y aquel horrible césped artificial, al lado de la tumba, durante la ceremonia del entierro. Allí estaba la caja de depósito en la que él debía enterrar todas las ilusiones que había cifrado en su hijo. Sintió un furor candente, la antítesis de su frialdad de antes. ¡Qué estupidez! La respuesta era: ¡No!
Louis buscó a tientas el azadón, lo levantó sobre el hombro y lo descargó sobre la cerradura del ataúd una vez, dos, tres, cuatro. Enseñaba los dientes con una mueca de rabia.
«¡Ahora mismo te saco, Gage! ¡Ya verás tú si no!»
La cerradura había saltado al primer golpe, y probablemente no hacían falta más, pero él siguió golpeando porque lo que quería era no sólo abrir el ataúd, sino romperlo, lastimarlo. Pero entonces volvió a él, más pronto de lo que hubiera podido recobrarla en otras circunstancias, una cierta dosis de cordura, y se detuvo con el azadón en alto.
La hoja de la herramienta estaba doblada y rayada. Louis la tiró y salió de la tumba casi gateando. Le flaqueaban las piernas. Sentía náuseas y su furor se había evaporado tan repentinamente como se encendiera. Ahora volvía a sentir la frialdad. Nunca había experimentado aquella sensación de soledad y aislamiento de todo. Era como un astronauta que, durante un paseo espacial, se hubiera desligado de la cápsula y flotara en una inmensa negrura, con los minutos contados. «¿Sentiría esto Bill Baterman?», pensó.
Estaba tendido de espaldas en el suelo, esperando recobrar las fuerzas para continuar. Cuando dejaron de temblarle las piernas, se sentó y se deslizó al interior del hoyo. Enfocó la cerradura con la linterna y vio que no sólo estaba rota, sino deshecha. Había golpeado con furia ciega, pero cada golpe dio en el blanco con exactitud matemática, como si alguien le hubiera guiado la mano. La madera estaba astillada.
Louis se puso la linterna debajo del brazo y se agachó extendiendo las manos como el trapecista que se dispone a hacer un salto arriesgado.
Allí estaba la ranura de la tapa y en ella introdujo los dedos. Se detuvo un momento —casi no podría llamársele vacilación— y abrió el ataúd de su hijo.
50
Rachel Creed casi llegó a tiempo al avión de Boston a Portland. Casi. El avión de Chicago despegó a la hora (lo cual era una especie de milagro), aterrizó en La Guardia sin demora (otro milagro) y salió de Nueva York con sólo cinco minutos de retraso, para llegar a la terminal de Boston quince minutos después de la hora prevista, a las 11.12 de la noche. Le quedaban quince minutos de margen.
Aún hubiera podido enlazar, pero el autobús que conecta las terminales en el aeropuerto Logan no acababa de llegar. Rachel esperaba, con un principio de pánico, apoyando el peso del cuerpo ora en un pie ora en el otro, como si tuviera necesidad de ir al baño y cambiándose de hombro el bolso de viaje que le había prestado su madre.
Al ver que eran las 11.25 y el autobús no aparecía, Rachel echó a correr. No llevaba tacones altos, pero aun así se torció un tobillo y se detuvo para descalzarse. Ahora corría sólo con las medias. Cruzó por delante de Allegheny y de Eastern Airlines, respirando con dificultad y con una punzada en el costado.
El aire le quemaba la garganta y el dolor del costado se agudizaba. Ahora estaba delante de la terminal internacional y al lado se veía ya el signo triangular de Delta. Entró en tromba, casi se le cayó un zapato, lo recuperó en el aire. Eran las 11.37.
Uno de los dos empleados de servicio la miró.
—Vuelo 104 —jadeó ella—. A Portland. ¿Se ha ido ya? El empleado consultó el monitor que tenía a su espalda.
—Ahí dice que sigue en la pista —dijo—. Pero hace ya cinco minutos que dieron el último aviso. Llamaré para que la esperen. ¿Alguna maleta que comprobar?
—No —susurró Rachel, apartando de la frente un mechón de pelo sudoroso—. El corazón le galopaba.
—Entonces pase sin esperar a que yo llame. Llamaré, pero le recomiendo que corra. ¡Deprisa!
Rachel corrió, aunque no muy deprisa: ya no podía. Pero hizo un último esfuerzo. La escalera mecánica no funcionaba por la noche y tuvo que subir andando. Al llegar al control de seguridad, casi arrojó el bolso de viaje a la sorprendida agente y se quedó esperando que se lo devolviera la cinta transportadora, apretando los puños. Apenas salió el bolso de la cámara de rayos X, lo agarró por la correa y salió corriendo. El bolso describió un arco y le rebotó en la cadera.
Mientras corría, miró uno de los tablones de Salidas:
VUELO 104 PORTLAND SALIDA 11 25 PUERTA 31 EMBARCANDO
La Puerta 31 estaba al otro extremo de la sala —y en el mismo instante en que Rachel ponía la mirada en el tablón, la palabra EMBARCANDO, en letras fijas, fue sustituida por DESPEGANDO que se encendía y apagaba con rápida intermitencia.
Lanzó un grito de desolación, y una mujer negra que sostenía en brazos a su hijo para que bebiera en la fuente, se volvió a mirarla con extrañeza. Rachel llegó a la puerta en el momento en que el empleado retiraba los rótulos en los que se leía: VUELO 104 BOSTON-PORTLAND 11 25
—¿Ya se ha ido? —preguntó con incredulidad—. ¿Se ha "ido"?
El empleado la miró compasivamente.
—Salió a la pista a las 11.40. Lo siento, señora. Por si le sirve de consuelo, le diré que lo ha intentado usted con mucho estilo. —El empleado señaló por el ventanal. Rachel vio un gran 727 con el anagrama de Delta, iluminado como un árbol de Navidad, que rodaba por la pista de despegue.
—¿Es que no le han avisado de que venía yo? —exclamó Rachel.
—Cuando llamaron de abajo, el 104 ya había entrado en la pista de rodadura. Si lo hubiera hecho volver, habría tenido que ponerse a la cola de los que esperan para entrar en la pista 30, y el piloto me hubiera sacado los hígados. Y el centenar de pasajeros, no digamos. Lo siento mucho. Sólo que hubiera llegado cuatro minutos antes...
Rachel se alejó, sin escuchar más. A mitad de camino del control de seguridad, notó que se le iba la cabeza. Entró tambaleándose en otra zona de embarque, y se sentó a esperar que se le pasara el mareo. Luego, se puso los zapatos, después de despegar una colilla de Lark de la destrozada media. «Tengo los pies sucios y maldito si me importa», pensó con desconsuelo.
Se dirigió a la terminal.
El guardia de seguridad la miró con simpatía.
—¿Lo perdió?
—Lo perdí.
—¿Adonde quería ir?
—A Portland. Y de allí a Bangor.
—¿Por qué no alquila un coche? Si es que realmente tiene necesidad de llegar. Normalmente, yo le aconsejaría que buscara un hotel cerca del aeropuerto, pero si alguna vez he visto a una persona con prisa por llegar, esa persona es usted.
—Yo soy esa persona —dijo Rachel. Lo pensó un momento—. Sí, es una solución. Si hay coches, claro. El guardia rió.
—¡Y no ha de haberlos! En Logan sólo se acaban los coches cuando el aeropuerto está cerrado por la niebla. Lo cual ocurre con mucha frecuencia.
Rachel apenas le oía. Estaba haciendo cálculos mentales.
No podría llegar a Portland a tiempo de tomar el avión para Bangor, eso por supuesto, aunque se lanzara por la autopista a una velocidad suicida. Pero podía hacer el resto del viaje por carretera. ¿Cuánto tardaría? Eso dependía de la distancia. Cuatrocientos kilómetros, ésa era la cifra que le parecía haber oído. Quizá a Jud. Serían por lo menos las doce y cuarto cuando se pusiera en camino o, probablemente, las doce y media. Era todo autopista. Podía hacer una media de cien sin riesgo de que la detuvieran por exceso de velocidad. Tal vez un poco más.
Podría hacerlo en cuatro horas, incluida una parada para ir al lavabo. Y aunque ahora el sueño le parecía una quimera, ella conocía sus limitaciones y sabía que tendría que parar otra vez para tomar un café bien cargado. Aun así, podía estar en Ludlow antes del amanecer.
Mientras lo meditaba, se dirigió hacia la escalera. Las agencias de alquiler de coches tenían las oficinas en la planta inferior.
—Buena suerte, guapa —dijo el guardia de seguridad—. Y tenga cuidado.
—Gracias —dijo Rachel. Pensó que ya se merecía un poco de suerte.
51
El olor le hizo retroceder con una violenta náusea. Se asió al borde de la tumba, respirando profundamente, y cuando ya creía tener controlado el estómago, toda la insípida y copiosa cena le subió a la garganta en un borbollón caliente. Vomitó al otro lado del hoyo y luego apoyó la cabeza en el suelo, jadeando. Por fin se le paró el mareo. Apretando los dientes, enfocó con la linterna el ataúd abierto.
Se apoderó de él un horror demencial: ese sentimiento que se reserva para las peores pesadillas, esas que apenas recuerdas al despertar.
La cabeza de Gage no estaba.
Louis temblaba de tal modo que tenía que sostener la linterna con las dos manos, del mismo modo que los aspirantes a policía sostienen el arma durante las prácticas de tiro. Aun así, la luz bailaba violentamente y Louis tardó varios segundos en dirigir hacia el fondo de la tumba el haz luminoso, fino como un lápiz.
«Es imposible —se decía—. Eso que crees haber visto es imposible.»
Louis paseó lentamente la luz por los setenta centímetros escasos del cuerpo de Gage, empezando por los zapatos nuevos, el pantalón largo, la americana (ay, Dios, las americanas no son para los niños de dos años), el cuello desabrochado y...
Louis ahogó una exclamación y al momento volvió a él toda la rabia y la desesperación provocadas por la muerte de Gage, sofocando todos sus temores de lo sobrenatural y lo paranormal y la certeza de que había penetrado en el mundo de los locos.
Se llevó la mano al bolsillo de atrás del pantalón y sacó el pañuelo. Sosteniendo la linterna con una mano volvió a inclinarse hacia el interior de la tumba casi hasta perder el equilibrio. Si una de las placas llega a caerse en aquel momento, seguramente le hubiera desnucado. Con el pañuelo, limpió cuidadosamente el moho que cubría la cara de Gage, un moho tan oscuro que le hizo pensar durante un momento que Gage se había quedado sin cabeza.
Era un moho húmedo, una especie de espuma. Debió figurárselo; había llovido y las placas que recubrían la tumba no eran herméticas. Louis miró a uno y otro lado del ataúd y vio que debajo había un charco de agua. Una vez retirado el moho, Louis pudo ver a su hijo. El amortajador, aun a sabiendas de que tras un accidente tan espantoso, el ataúd tendría que estar cerrado durante el velatorio, hizo todo lo que pudo. Siempre lo hacen. Gage parecía un muñeco mal hecho, con la cabeza deforme y los ojos hundidos. Una cosa blanca le asomaba por la boca y, en un principio, Louis pensó que podría tratarse de pasta. Quizá habían abusado del líquido de embalsamar. Si normalmente era difícil calcular la dosis, con un niño resultaba imposible acertar y unas veces ponían poco y otras, demasiado.
Luego vio que sólo era algodón. Alargó el brazo y se lo extrajo de la boca. Los labios de Gage, extrañamente blandos, oscuros y gruesos, se cerraron con un "plip" leve pero perfectamente audible. Louis tiró el algodón al charco de agua, donde se quedó brillando de un modo repulsivo. Ahora Gage tenía una mejilla hundida, como un viejo.
—Gage —susurró Louis—, ahora mismo te saco, ¿eh?
Louis hacía votos para que nadie se acercara por allí, algún guardián haciendo la ronda de las doce y media, por ejemplo. Pero ahora ya no se trataba de si le pillaban o no; si alguien le enfocaba con la linterna mientras estaba realizando su macabra tarea, le partiría la cabeza al intruso con el azadón.
Pasó los brazos por debajo del cuerpo de Gage que era como una masa blanda y sin huesos y Louis sintió de pronto la terrible certidumbre de que cuando lo levantara se le desharía entre las manos. Y él se quedaría de pie sobre las placas de hormigón que recubrían los costados de la tumba, con los trozos de Gage en las manos, chillando. Y así lo encontrarían.
«¡Anda ya, gallina, ¿qué estás esperando?!»
Respirando un aire húmedo y fétido, Louis asió a Gage por debajo de los brazos y lo levantó, sujetándolo como tantas veces al sacarlo de la bañera después del baño de la noche. El cuello de Gage se dobló hacia atrás y la cabeza le cayó hasta media espalda, Louis vio el círculo de puntos que le habían dado para unir la cabeza al tronco.
Jadeando y luchando contra los espasmos que le levantaban en el estómago el olor y la flaccidez del destrozado cuerpo de su hijo, Louis consiguió sacar a Gage del ataúd. Luego, se sentó en el borde de la tumba, con los pies colgando, apretando contra el pecho el cuerpo de su hijo, con la cara lívida, los ojos como dos huecos negros y en la boca un rictus de horror, piedad y tristeza.
—Gage —dijo, empezando a mecer al niño. El pelo de Gage le rozaba la muñeca, inerte como alambre—. Gage, todo saldrá bien, te lo juro. Gage, todo saldrá bien, esto acabará, esto es sólo por esta noche, Gage, te quiero mucho, papá te quiere, Gage.
Louis mecía a su hijo.
* * *
A la una y cuarto, Louis se dispuso a salir del cementerio. La peor parte fue manejar el cuerpo. Era entonces cuando su mente, aquella especie de astronomía interior, parecía flotar en el vacío a mayor distancia. Pero ahora, mientras descansaba, con la espalda dolorida y agarrotada, creía posible terminar el trabajo.
Puso el cuerpo de Gage en la lona y lo envolvió, atándolo con largas tiras de cinta adhesiva. Luego, cortó la cuerda en dos trozos que anudó a los extremos. Podía pasar por un rollo de alfombra, simplemente. Cerró el ataúd, pero, pensándolo mejor, volvió a abrirlo y puso dentro el azadón. Pleasantview podía quedarse con él como recuerdo; pero no con su hijo. Cerró nuevamente el ataúd y colocó una de las placas de cemento. Pensó en dejar caer la otra, pero temió que se rompiera con el golpe. Después de reflexionar un momento, pasó la cuerda por la anilla y bajó la placa con suavidad. Luego, empezó a rellenar el hoyo con la pala. No había tierra suficiente para dejarlo a ras. Nunca la había. Tal vez alguien notara el desnivel. O tal vez no. O tal vez, si lo notaban, no le darían importancia. Ahora no podía preocuparse por eso: aún quedaba mucho por hacer. Trabajo ímprobo. Y estaba muy cansado.
«Ajajá, vamos allá.»
—Eso es —murmuró Louis.
Se levantó otra vez el viento, que aulló momentáneamente entre los árboles y le hizo mirar en torno con inquietud. Puso al lado del fardo la pala, el pico que aún no había utilizado, los guantes y la linterna. Le tentó la idea de utilizar la luz, pero desistió. Dejó el cuerpo y las herramientas y volvió sobre sus pasos. Al cabo de cinco minutos, llegó a la reja. Al otro lado de la casa estaba el Civic, bien aparcado junto al bordillo. Muy cerca, pero muy lejos.
Louis se quedó unos segundos mirando el coche y reanudó la marcha en otra dirección.
Se alejó de la verja siguiendo la cerca hasta el punto en que ésta dejaba Mason Street, formando ángulo recto. Allí había una zanja de desagüe. Louis miró en su interior. Lo que vio le hizo estremecerse. Era una masa de flores putrefactas, capas y más capas, arrastradas por muchas estaciones de lluvias y nieves.
«Oh, Cristo.»
«No; Cristo, no. Aquellas ofrendas habían sido hechas para propiciar a un dios que era anterior al Dios cristiano. Los hombres le han dado nombres distintos, según la época; pero creo que la hermana de Rachel acertó al llamarle Oz el Ggande y Teggible, el dios de las cosas muertas que quedan en la tierra, el dios de las flores putrefactas que se amontonan en las zanjas, el dios del Misterio.»
Louis miraba la zanja como hipnotizado. Al fin, apartó la mirada con un leve respingo, el respingo del que vuelve en sí o sale de un trance a la cuenta de diez.
Siguió andando. No tardó en encontrar lo que buscaba, algo que debió de quedar grabado en su subconsciente el día del entierro de Gage.
Allí, en la oscuridad, se adivinaba la mole de la cripta del cementerio.
Durante el invierno, cuando ni siquiera las palas mecánicas podían abrir fosas en la tierra helada, allí se guardaban los féretros. También se utilizaba cuando había aglomeración: almacén frigorífico para personas.
De vez en cuando, eso lo sabía Louis muy bien, se producía una acumulación de lo que el tío Carl llamaba «fiambre»; en una colectividad determinada, había épocas en las cuales, sin que nadie supiera el porqué, se moría un montón de gente.
—Al final queda compensado —decía el tío Carl—. Si en el mes de mayo no hay ni una sola muerte en dos semanas, Lou, es seguro que en noviembre tendré diez entierros en dos semanas. Aunque casi nunca es en noviembre y, menos aún, en Navidad, a pesar de que muchos creen que en esa época muere más gente. Eso de la depresión navideña son pamplinas. No tienes más que preguntar a cualquier empresario de pompas fúnebres. La mayoría de la gente es feliz en Navidad, y tiene ganas de vivir. Y vive. Generalmente, es en febrero cuando hay agobio. La gripe se lleva a los viejos, y luego están las pulmonías, claro; pero eso no es todo. Hay personas que han estado un año o año y medio peleando con un cáncer como fieras, y llega el cochino febrero y es como si se hartaran de todo y el cáncer se los echa al saco. El 31 de enero parece que van a mejor y ya se creen salvados, y el 24 de febrero están bajo tierra. En febrero hay ataques al corazón, en febrero hay embolias, en febrero hay fallos de riñón. Es un mes malo. En febrero la gente se harta. Los del ramo estamos acostumbrados. Pero lo mismo puede ocurrir, sin más ni más, en junio o en octubre. En agosto, nunca. Agosto es mes de poco trabajo. A no ser, desde luego, que estalle una tubería de gas o que un autocar se caiga desde un puente. En general, en agosto nunca se llena el depósito del cementerio. Pero ha habido febreros en los que hemos tenido que amontonar los féretros en tres pisos y rezado a todos los santos para que llegara el deshielo y pudiéramos plantar algunos, para no tener que alquilar un apartamento.
El tío Carl se echó a reír y Louis, sintiéndose importante por estar enterado de un secreto que ni los profesores de la facultad conocían, se rió también.
La puerta doble de la cripta estaba empotrada en un montículo cubierto de hierba, tan natural y atractivo como un pecho femenino. La cima del montículo (que Louis sospechaba era artificial: su contorno era excesivamente simétrico) quedaba aproximadamente medio metro por debajo de las decorativas lanzas de la reja que, en lugar de ascender con la elevación del terreno, mantenían la horizontal por su parte superior.
Louis echó un vistazo alrededor y subió a lo alto del montículo. Al otro lado había una explanada vacía, de casi una hectárea. No..., no totalmente vacía. Se veía una nave cubierta. «Probablemente, pertenece al cementerio», pensó Louis. Allí debían de guardar la máquina para mover la tierra.
Las luces de la calle brillaban a través de las ramas de una hilera de árboles —grandes olmos y arces— que se agitaban al viento. Los árboles ocultaban el solar a la vista de la calle. No se advertía más movimiento que el de las ramas.
Louis bajó arrastrando las posaderas, para evitar una posible caída que hubiera podido acabar con su rodilla, y volvió a la tumba de su hijo. Estuvo a punto de tropezar con el fardo de lona. Comprendió que tendría que hacer dos viajes, uno con el cuerpo y otro con las herramientas. Se agachó haciendo una mueca de dolor al doblar la espalda y levantó el rígido paquete. Notó en el interior el balanceo del cuerpo, mientras trataba de bloquear la parte de su mente que le susurraba sin cesar que se había vuelto loco.
Llevó el cuerpo al montículo que albergaba la cripta del cementerio de Pleasantview, con sus dos puertas correderas de acero (aquellas puertas le daban aspecto de garaje para dos coches). Entonces vio lo que tendría que hacer para subir la pronunciada pendiente con aquellos veinte kilos de peso, ahora que ya no podía utilizar la cuerda. Retrocedió unos pasos para tomar carrerilla e, inclinando el cuerpo, se lanzó hacia la cima. Casi lo consiguió, pero poco antes de llegar arriba, resbaló en la hierba húmeda. Mientras empezaba a caer hacia atrás, lanzó el envoltorio lo más lejos posible. El paquete cayó casi en la cumbre. Louis volvió a subir, esta vez ayudándose con las manos, volvió a mirar alrededor y apoyó el fardo contra la reja. Luego, volvió a buscar el resto.
Subió de nuevo al montículo, se puso los guantes y dejó la linterna, el pico y la pala al lado del paquete. Luego, se sentó a descansar, de espaldas a la reja, con las manos en las rodillas. El reloj digital que Rachel le regalara en Navidad marcaba las 2.01.
Louis se concedió cinco minutos de respiro, luego agarró la pala y la echó por encima de la reja. La oyó caer en la hierba con un golpe seco. Trató de meter la linterna en el bolsillo del pantalón, pero no cabía. La deslizó por entre los barrotes y la oyó rodar por la pendiente, mientras pensaba que ojalá no se rompiera si chocaba contra una piedra. Debía haber traído una mochila.
Luego, sacó el rollo de cinta adhesiva del bolsillo de la chaqueta y sujetó la parte metálica del pico al fardo de lona, comprimiéndolo bien con varías vueltas de cinta hasta agotarla y guardó el carrete vacío en el bolsillo. Levantó el paquete por encima de la cerca (su espalda lanzó un ¡ay! de protesta; seguramente le esperaba una semana de martirio) y lo dejó caer. Cerró los ojos al oír el golpe sordo.
Pasó un pie por encima de las puntas de lanza, se asió a los barrotes con las dos manos, pasó el otro pie y se deslizó por el terraplén, hundiendo las puntas de las zapatillas en la tierra.
Al llegar abajo, se puso a buscar entre la hierba. Enseguida encontró la pala. A pesar de que la luz de las farolas estaba amortiguada por los árboles, se reflejaba débilmente en el metal. Pasó unos segundos de zozobra mientras buscaba la linterna. ¿Adónde habría ido a parar, con aquella hierba? Se puso de rodillas y palpó el terreno con las manos, mientras el corazón le retumbaba con fuerza en los oídos.
Por fin la distinguió, una mancha negra a un metro y medio del lugar en el que pensaba encontrarla: lo mismo que el montículo que disimulaba la cripta del cementerio, se delató por la simetría de su forma. La recogió, puso una mano sobre el fieltro que cubría la lente y oprimió la tetina de goma que protegía el interruptor. La palma de la mano se iluminó y él volvió a pulsar el interruptor para apagar la bombilla. Funcionaba.
Con el cuchillo cortó la cinta que sujetaba el pico al fardo y llevó las herramientas hasta los árboles. Se situó detrás del más corpulento y miró a uno y otro lado de Mason Street. La calle estaba desierta. Sólo se veía luz en una ventana: un rectángulo amarillento en un piso alto. Alguien que padecía insomnio, o algún enfermo.
Andando deprisa, pero sin correr, Louis salió a la acera. Después de la oscuridad del cementerio, la luz de las farolas le hacían sentirse muy al descubierto. A pocos metros del segundo cementerio de Bangor y con un pico, una pala y una linterna en los brazos, si alguien le veía ahora, sacaría conclusiones.
Cruzó la calle rápidamente. Allí estaba el Civic, a menos de cincuenta metros, pero a Louis le parecían cinco kilómetros. Estaba sudando, con el oído atento a cualquier sonido: el motor de un coche, las pisadas de otra persona, el roce de una ventana al deslizarse por las guías.
Llegó junto al Honda, dejó el pico y la pala apoyados en el costado del coche y buscó las llaves. No estaban en ninguno de los bolsillos. Ahora sudaba más copiosamente, se le disparó otra vez el corazón y apretaba los dientes para contener el pánico.
Las había perdido, seguramente, cuando se soltó de la rama, se golpeó la rodilla con la lápida y rodó por el suelo. Las llaves estaban entre la hierba, y si le costó trabajo encontrar la linterna, ¿cómo esperaba dar con las llaves? Todo el plan por los suelos. Un momento de mala suerte y todo perdido.
«Espera, espera un segundo, maldita sea. Vuelve a buscar en los bolsillos. Aquí están las monedas sueltas. Y si las monedas no se cayeron, tampoco pudieron caerse las llaves.»
«Esta vez se registró los bolsillos más minuciosamente», sacó las monedas y hasta volvió los bolsillos del revés.
Las llaves no estaban.
Louis se apoyó en el coche sin saber qué hacer. Tendría que volver, seguramente. Dejar a su hijo donde estaba, y escalar otra vez la cerca llevando la linterna, para pasar el resto de la noche buscando inútilmente...
De pronto, en su cansado cerebro se hizo la luz.
Se agachó y miró al interior del coche. Las llaves estaban puestas en el contacto.
Louis emitió un gruñido, dio rápidamente la vuelta al coche, abrió con brusquedad la puerta del lado del conductor y tiró de las llaves. En aquel momento, le pareció oír la voz autoritaria de Karl Malden, en uno de sus severos y paternales personajes, con su nariz de patata y su arcaico sombrero flexible de ala inclinada: «Cierra el coche y coge las llaves. No contribuyas a que se descarríe un buen muchacho.»
Abrió la puerta trasera del Civic, metió el pico, la pala y la linterna. Ya se había alejado del coche unos diez o doce metros cuando se acordó de las llaves. Esta vez las había dejado puestas en la cerradura de la puerta trasera.
«¡Estúpido! —se increpó—. Si has de ser tan condenadamente estúpido, será mejor que te olvides del asunto.» Louis retrocedió y sacó las llaves.
* * *
Ya tenía a Gage en brazos e iba a salir a Mason Street cuando empezó a ladrar un perro por los alrededores. No; no era ladrar, sino aullar, y llenaba toda la calle con su voz desgarrada. ¡Aggg-Roouuu! ¡Aggg-RUUUUUU!
Se quedó detrás de un árbol, preguntándose qué iría a ocurrir ahora, qué podía hacer él ahora. Esperaba ver encenderse luces por todas partes.
En realidad, una luz se encendió en la fachada lateral que quedaba frente al lugar en el que se escondía Louis. Y una voz ronca gritó:
—¡Cállate, Fred!
¡Aggg-Roooooo!, respondió Fred.
—¡Haz que se calle el perro, Scanlon, o llamo a la policía! —gritó alguien desde el lado de la calle en que estaba Louis, que se sobresaltó al advertir lo engañosa que era la ilusión de soledad y vacío. Había gente alrededor de él, cientos de ojos, y aquel perro estaba atentando contra el sueño, su único aliado. «Maldito seas Fred —pensó—. ¡Maldito!»
Fred inició otro agudo. Lanzó el agggg, pero antes de que pudiera hacer más que empezar un rotundo ROOOO, se oyó un golpe seco, seguido de una serie de gemidos.
Se hizo el silencio y se oyó un leve portazo. La luz lateral de la casa de Fred siguió encendida un momento y luego se apagó.
De buena gana, Louis se hubiera quedado un rato más escondido en la sombra; sin duda, lo mejor sería esperar a que se apaciguara el vecindario, pero se le acababa el tiempo.
—Vámonos —dijo, y salió a la acera.
Cruzó la calle con su fardo en brazos y volvió al Civic sin ver a nadie. Fred no dio señales de vida. Sosteniendo el paquete con una mano, Louis sacó las llaves y abrió el maletero.
Gage no cabía.
Louis probó de colocarlo en sentido vertical, horizontal y diagonal. El maletero del Civic era pequeño. Hubiera podido doblarlo y aplastarlo —a Gage no le habría importado—, pero Louis era incapaz.
«Vamos, vamos, vamos, hay que marcharse de aquí, no puedes seguir tentando a la suerte.»
Pero seguía allí plantado, con el fardo que contenía el cadáver de su hijo en los brazos, sin saber qué hacer. Entonces oyó acercarse un coche y, sin pensar, abrió la portezuela del lado del pasajero y dejó el fardo en el asiento, doblándolo por donde imaginaba que estarían las rodillas y las caderas.
Cerró la puerta, corrió hacia la parte de atrás y bajó la tapa del maletero. El otro coche pasó por la calle transversal y Louis pudo oír una algarada de voces de borrachos. Se sentó al volante, puso el motor en marcha y cuando iba a encender las luces de cruce, le asaltó un pensamiento horrible. ¿Y si había puesto a Gage de espaldas, con las articulaciones dobladas al revés y sus hundidos ojos vueltos hacia la luneta trasera en lugar de encarados hacia el parabrisas?
«¿Y qué importa eso? —le dijo su mente con la irritabilidad nacida del agotamiento—. ¿Es que no te das cuenta de que eso no tiene la menor importancia?»
«La tiene. Sí, la tiene. ¡Ahí dentro está Gage y no un montón de toallas!»
Extendió el brazo y empezó a palpar la lona, buscando el contorno de su contenido. Parecía un ciego que tratara de adivinar qué era el objeto que tenía en la mano. Por fin encontró una protuberancia que no podía ser más que la nariz de Gage, apuntando la dirección correcta.
Sólo entonces se decidió a poner en marcha el Civic y emprender el viaje de veinticinco minutos hasta Ludlow.
52
A la una de la madrugada, el teléfono de Jud Crandall empezó a sonar con estridencia en la casa vacía, haciéndole despertar sobresaltado. Se había quedado traspuesto y estaba soñando, soñaba que tenía veintitrés años y estaba sentado en un banco del depósito de enganche de la B & A con George Chapin y Rene Michaud, pasándose la botella de whisky ilegal incautado y sellado, mientras fuera aullaba con fuerza el noroeste, reduciendo al silencio todo lo que se moviera, incluido el material rodante del Ferrocarril B & A. Estaban sentados delante de la salamandra, contemplando cómo las brasas del carbón se consumían detrás de la mica, proyectando sobre el suelo un fulgor tembloroso, y contándose las historias que los hombres guardan dentro durante años, del mismo modo que los niños guardan debajo de la cama sus tesoros, reservándolas para las noches como aquélla. Eran historias tenebrosas con un punto de fuego dentro, como los tizones de la salamandra, que se avivaba con el viento. Él tenía veintitrés años y Norma estaba viva, pero que muy viva (aunque ahora estaría en la cama, seguro; no le esperaría con una noche como aquélla), y Rene Michaud estaba contando el caso de un buhonero judío de Bucksport que...
Fue entonces cuando empezó a sonar el teléfono y Jud se irguió bruscamente en su mecedora haciendo una mueca por el dolor de la nuca y sintiendo un sabor amargo en la boca y una pesadez en el cuerpo, como si todos aquellos años transcurridos desde los veintitrés hasta los ochenta y tres, sesenta en total, le hubieran caído encima de golpe, como una piedra. Y, a renglón seguido, pensó: «Te has dormido, chico. Ésa no es manera de llevar este ferrocarril...» Esta noche, no.
Jud se levantó con la espalda rígida y cruzó la sala hacia el teléfono.
Era Rachel.
—Diga...
—Jud, ¿ha vuelto ya?
—No —dijo Jud—. ¿Dónde estás, Rachel? Tu voz suena más cerca.
—Estoy más cerca —dijo Rachel. Pero, aunque parecía, efectivamente, que estaba más cerca, se oía un zumbido lejano en el hilo. Era el viento, en algún lugar, entre esta casa y dondequiera que ella estuviera. Esta noche soplaba con fuerza. Aquel sonido siempre hacía pensar a Jud en voces muertas que suspiraran a coro o tal vez cantaran algo que la distancia no dejaba oír—. Estoy en el área de servicio de Biddeford, en la autopista de Maine.
—¡Biddeford!
—No podía quedarme en Chicago. Estaba empezando a afectarme a mí también lo que siente Ellie, sea lo que fuere. Y tú lo sientes también, te lo noto en la voz.
—Ajá. —Jud sacó un Chesterfield del paquete y se lo puso entre los labios. Encendió una cerilla de madera y vio parpadear la llama en su mano que temblaba. Y a él no le temblaban las manos; por lo menos, hasta que empezó la pesadilla. Fuera arreciaba el viento. Era como si tomara la casa con la mano y la sacudiera.
«Ese poder está creciendo. Lo noto.»
Sentía un leve terror en sus viejos huesos. Era como filigrana de vidrio, fina y frágil.
—¡Por favor, Jud, dime qué ocurre!
Jud comprendía que ella tenía derecho a saberlo, que necesitaba saberlo. Y que él acabaría por contárselo. Al fin le contaría toda la historia, cómo había ido forjándose la cadena, eslabón a eslabón. El infarto de Norma, la muerte del gato, la pregunta de Louis. («¿Se ha enterrado allí a alguna persona?»), la muerte de Gage... y a saber qué otro eslabón estaría forjando Louis en aquel momento. Se lo diría, sí. Pero no por teléfono.
—Rachel, ¿cómo es que estás en la autopista y no en un avión?
Ella le explicó que no había podido enlazar en Boston.
—Alquilé un coche Avis, pero no voy a poder cumplir el horario que había previsto. Me equivoqué de carretera al salir de Logan y hasta ahora no he entrado en Maine. No podré llegar hasta el amanecer. Pero, Jud..., por favor. Por favor, dime lo que pasa. Estoy muy asustada y ni siquiera sé por qué.
—Rachel, escúchame. Ahora te vas a Portland y duermes allí, ¿me has oído? Busca un motel y procura...
—Jud, no puedo hacer...
—... procura dormir. No te inquietes. Puede que aquí ocurra algo esta noche, y puede que no. Si ocurre, y si es lo que yo imagino, no creo que desearas estar aquí. Yo podré arreglarlo, o así lo creo. Y tengo que arreglarlo porque es culpa mía. Pero, si no pasa nada, tú llegas aquí por la tarde y todo perfecto. Imagino que Louis se alegrará de verte.
—Esta noche no podría dormir, Jud.
—Sí —dijo él, pensando que lo mismo había creído él, y, probablemente, lo mismo pensó Pedro la noche que prendieron a Jesús. Dormir durante la guardia—. Sí que puedes. Rachel, si te quedas dormida al volante de ese condenado coche de alquiler y te sales de la carretera y te matas, ¿qué será de Louis? ¿Y de Ellie?
—Dime lo que pasa. Jud, si me lo dices, tal vez te haga caso. Pero tengo que saberlo.
—Cuando llegues a Ludlow, quiero que vengas directamente a mi casa —dijo Jud—. Antes que a la tuya y te diré todo lo que sé, Rachel. Yo estoy esperando a Louis.
—Dímelo.
—No, señora. Por teléfono, no. No quiero, Rachel. No puedo. Ahora haz lo que te he dicho. Vete a Portland y descansa.
Se hizo una pausa, mientras ella reflexionaba.
—Está bien —dijo al fin—. Reconozco que me costaba un poco mantener los ojos abiertos. Puede que tengas razón. Dime sólo una cosa, Jud. Dime si es muy grave.
—Puedo solventarlo —dijo Jud con calma—. Las cosas no se pondrán peor de lo que están.
En la carretera aparecieron los faros de un coche que se acercaba lentamente. Jud se levantó a medias, para mirar y volvió a sentarse cuando el coche aceleró y se perdió de vista.
—Bien —dijo ella—. Supongo. El resto del viaje se me antojaba una pesadilla.
—Olvídate de la pesadilla y descansa. Aquí no ocurrirá nada.
—¿Prometes que me lo contarás?
—Sí. Mañana, mientras nos tomamos una cerveza.
—Adiós —dijo Rachel—. Hasta mañana.
—Hasta mañana, Rachel.
Antes de que ella pudiera decir más, Jud colgó el auricular.
* * *
Jud creía tener píldoras de cafeína en el botiquín, pero no las encontró. Volvió a llevar el resto de la cerveza al frigorífico —no sin cierto pesar— y se preparó un café. Llevó el café a la sala y volvió a sentarse en el mirador, a vigilar entre sorbo y sorbo.
El café —y la conversación con Rachel— le mantuvo despierto y alerta durante tres cuartos de hora. Pero después volvía a dar cabezadas.
«No te duermas durante la guardia, viejo. Tú dejaste que esa cosa se apoderase de ti; tú lo liaste todo, y ahora tienes que arreglarlo. De modo que nada de dormirse durante la guardia.»
Encendió otro cigarrillo, inhaló profundamente y tosió, con su ronca tos de viejo. Dejó el cigarrillo en la muesca del cenicero y se frotó los ojos con las dos manos. Por la carretera pasó zumbando un diez toneladas, hendiendo la noche borrascosa con los faros.
Ya volvía a dormirse, pero se irguió bruscamente y empezó a darse cachetes con la palma y con el dorso de la mano hasta que le zumbaron los oídos. Ahora penetró en su corazón el terror, visitante sigiloso de aquel secreto.
«Quiere hacerme dormir... quiere hipnotizarme... lo que sea. No le conviene que esté despierto. Porque ya no puede tardar en volver. Sí, lo noto. Y eso trata de deshacerse de mí.»
—No —dijo ásperamente en voz alta—. No lo conseguirás. ¿Me has oído? Voy a acabar con esto. Demasiado lejos hemos ido ya.
El viento silbaba en el alero y los árboles del otro lado de la carretera agitaban sus hojas con movimiento hipnotizador. Jud retrocedió nuevamente con el pensamiento hasta aquella noche pasada con sus compañeros frente a la estufa de carbón de la nave de enganche de Brewer que estaba en el sitio que ahora ocupaban los Muebles Evart. Estuvieron hablando toda la noche, él y George, y Rene Michaud, y ahora sólo quedaba él. Rene murió aplastado entre dos vagones de mercancías una noche de tormenta de marzo de 1939 y George Chapin murió de un ataque al corazón ahora hacía un año. Él era el único que quedaba de tanta gente, y los viejos se vuelven estúpidos. A veces la estupidez se disfraza de amabilidad, otras veces, de vanidad: afán de revelar viejos secretos, de transmitir mensajes, de trasvasar las cosas a un nuevo recipiente, de...
«Y el buhonero judío entra y dice: "Tengo una cosa que no habéis visto nunca. Unas postales. Parece que lleven puesto el bañador, pero si frotas con un paño húmedo... —Jud dobló el cuello y su mentón se posó suavemente en el pecho— ...se quedan como vinieron al mundo. Luego se secan y ya están vestidas otra vez. Y tengo más..."»
Rene sigue hablando en la nave de enganche, sonriendo, con el cuerpo inclinado hacia adelante. Jud sostiene la botella, siente la botella en la mano y sus dedos se cierran en el aire.
En el cenicero iba creciendo la ceniza del cigarrillo hasta que éste se consumió, pero conservando perfectamente su forma cilíndrica.
Jud dormía.
Y cuando fuera brillaron las luces del freno y el Honda Civic de Louis enfiló la avenida del jardín unos cuarenta minutos después y entró en el garaje, Jud no oyó nada, ni se movió, ni despertó, como tampoco Pedro, cuando llegaron los romanos, a prender a un vagabundo llamado Jesús.
53
Louis encontró un rollo nuevo de cinta adhesiva en un cajón de la cocina, y en un rincón del garaje, al lado de los neumáticos de invierno, había varios metros de cuerda. Con la cinta adhesiva, unió el pico y la pala en un hato compacto y con la cuerda se fabricó una tosca bandolera.
Las herramientas, en bandolera, y Gage, en brazos.
Se echó la bandolera a la espalda y sacó el fardo del Civic. Gage pesaba mucho más que Church. Tal vez fuera arrastrándose cuando llegara con su chico al cementerio micmac, y aún tendría que cavar la fosa, partiéndose los brazos en aquella tierra pedregosa y dura.
Louis Creed salió del garaje, después de apagar la luz con el codo y se detuvo un momento al borde del escalón de cemento. Delante de él, divisaba el sendero que conducía a Pet Sematary. Se veía bien, a pesar de la oscuridad; la hierba rala que lo cubría brillaba con una leve luminiscencia.
El viento le revolvía el pelo con sus dedos, y durante un momento pasó por él aquel viejo temor a la oscuridad que a veces le acometía, de niño, y se sintió débil, pequeño y aterrorizado. ¿Iba a meterse en el bosque, con un cadáver en brazos, entre los árboles agitados por el viento, en medio de aquella oscuridad? ¿Y esta vez solo?
«No lo pienses más. Adelante.»
Louis empezó a andar.
* * *
Cuando, veinte minutos después, llegó a Pet Sematary, los brazos y las piernas le temblaban de agotamiento y se dejó caer, jadeando, con el fardo en las rodillas. Descansó allí otros veinte minutos, casi adormilado. Ya no tenía miedo; al parecer, se lo había quitado el cansancio.
Al fin se puso en pie, sin creer que pudiera trepar por los troncos, pero decidido a intentarlo. Su carga parecía pesar ahora cien kilos en lugar de veinte.
Pero entonces volvió a ocurrir lo mismo de la otra vez; era como recordar vividamente un sueño. No; recordarlo, no; revivirlo. Al poner el pie en el primer tronco, volvió a invadirle aquella extraña sensación que era casi euforia. El cansancio no desapareció, pero se hizo tolerable: en realidad, secundario.
«Tú sígueme. Sígueme sin mirar abajo, Louis. No vaciles ni mires abajo. Yo conozco el camino, pero hay que pasar deprisa y con seguridad.»
Deprisa y con seguridad; así extrajo Jud el aguijón.
«Yo conozco el camino.»
Pero no había más que un camino, pensó Louis. O te dejaba pasar o no te dejaba. Otra vez ya trató de trepar por los troncos él solo y no pudo. Ahora subía pisando con firmeza y rapidez, como la noche en que Jud le guiaba.
Arriba, arriba sin mirar abajo, con su hijo en brazos, envuelto en un sudario de lona. Arriba, hasta que el viento volvía a revolverle el pelo, haciéndole rayas y remolinos.
Se detuvo un momento en lo alto y empezó a bajar, como por una escalera. El pico y la pala tintineaban ligeramente a su espalda. En menos de un minuto llegó al suelo, alfombrado de agujas de pino. A su espalda, más alto que la reja del cementerio, se alzaba el montón de troncos.
Avanzó por el sendero con su hijo en brazos, oyendo el gemido del viento entre los árboles. Aquel sonido ya no le inspiraba terror. El trabajo de la noche casi estaba hecho.
54
Rachel Creed dejó atrás el letrero que decía: SALIDA 8.PORTLAND WESTBROOK, puso el intermitente y condujo el Chevette de la Avis hacia la rampa de salida. Distinguía claramente el rótulo verde de un Holiday Inn recortándose sobre el cielo nocturno. Una cama, descanso. Poner fin a aquella tensión dolorosa e inexplicable. Y poner fin también —momentáneamente al menos— a su aflicción por la pérdida de su hijo. Ella comparaba aquella pena a lo que se siente después de una extracción dentaria múltiple. Al principio, el dolor está dormido, pero notas su presencia; está agazapado como un gato, dispuesto a saltar sobre ti. Y cuando se te pasa el efecto de la novocaína, ah, amigo, no quedas defraudado, desde luego.
«Él dijo que había sido enviado a avisar..., pero que no podía intervenir. Dijo que estaba cerca de papá, porque se encontraban juntos cuando su alma fue desencarnada.»
«Jud sabe algo, pero no quiere decírmelo. Ocurre algo, sí, pero..., ¿qué?»
«¿Suicidio? ¿Louis, suicidarse? No; no lo creo. Pero estaba mintiendo, se le notaba en los ojos... Oh, mierda, lo tenía escrito en la cara, así como si quisiera que me diera cuenta... y le disuadiera..., porque una parte de él tenía miedo, mucho miedo... ¿Miedo, Louis? ¡Él nunca tiene miedo!»
Rachel dio un brusco golpe de volante hacia la izquierda y el Chevette respondió con todo el brío de los coches pequeños entre un chirrido de neumáticos. Rachel pensó que iba a volcar. Pero no fue así y, segundos después, volvía a circular hacia el norte. Atrás quedaban la Salida 8 y el rótulo invitador del Holiday Inn. Apareció un nuevo indicador. Las letras fosforescentes parpadeaban en la oscuridad. PRÓXIMA SALIDA CARRETERA 12 CUMBERLAND CUMBERLAND CENTRO JERUSALEM'S LOT FALMOUTH FALMOUTH EXTRARRADIO. «Jerusalem's Lot —pensó Rachel distraídamente—, qué nombre tan raro. No sé por qué, no resulta agradable... Ven a dormir a Jerusalem.»[7]
Pero esta noche no dormiría. A pesar de la recomendación de Jud, estaba decidida a seguir viaje. Jud sabía lo que ocurriría y le había prometido solucionarlo; pero el hombre tenía ochenta y tantos años y hacía tres meses que había perdido a su mujer. Ella no confiaba en Jud. Nunca debió consentir que Louis la sacara de casa de aquel modo, pero la muerte de Gage le había debilitado la voluntad. Y Ellie, con la foto de Gage, siempre en la mano y su carita de angustia... era la cara de una criatura que acaba de escapar de un tornado o de un repentino bombardeo bajo un cielo claro y azul. Hubo momentos, durante aquellas largas horas de insomnio, en los que deseó odiar a Louis por aquel dolor que había engendrado en ella y por no brindarle el consuelo que necesitaba (ni permitir que ella le consolara a él), pero no podía. Aún le quería demasiado. Y estaba tan pálido... en vilo.
La aguja del indicador de velocidad del Chevette rozaba los noventa kilómetros. Un kilómetro y medio cada minuto. Dentro de dos horas y cuarto, en Ludlow... Quizá aún llegara antes del amanecer.
A tientas, buscó la radio, la conectó y encontró una emisora de Portland que transmitía un programa de rock. Aumentó el volumen y se puso a tararear la canción, para mantenerse despierta. Al cabo de media hora, la emisora empezó a oscilar y Rachel volvió a sintonizar una estación de Augusta, bajó el cristal de la ventanilla para que entrase el viento de la noche.
Aquella noche que parecía no tener fin.
55
Louis había recuperado su sueño y su sueño le mantenía como en un trance; una y otra vez, se miraba los brazos para cerciorarse de que llevaba un cuerpo envuelto en una lona y no un saco de plástico verde. Ahora se daba cuenta de que cuando despertó por la mañana después de que Jud le acompañara a enterrar al gato, él casi no recordaba lo que habían hecho. Pero ahora volvía a descubrir lo vívidas que fueron aquellas sensaciones, lo despiertos que tenía los sentidos, cómo parecían fundirse con los bosques, estableciendo con ellos una especie de contacto telepático.
Louis subía y bajaba por el camino, recordando los sitios en los que parecía tan ancho como la carretera 15 y aquellos otros puntos en los que se estrechaba de tal modo que Louis tenía que andar de costado para que los extremos del paquete no se engancharan en los matorrales, o los lugares por los que la senda serpenteaba entre árboles tan altos como catedrales. Olía a resina y bajo sus pies crujían las agujas de pino, pero tan levemente que la sensación era más del tacto que del oído.
El descenso se hizo más pronunciado y constante. Al poco rato, uno de sus pies se hundió en el lodo..., el pantano. Arenas movedizas, según Jud. Louis bajó la mirada y distinguió un agua estancada, macizos de juncos y unas plantas bajas y feas con unas hojas enormes, casi tropicales. Aquella otra noche parecía haber más luz, era más intensa la fosforescencia.
«Este trecho que viene ahora es como los troncos; tienes que andar con paso firme y seguro. Sígueme y no mires abajo.»
«Sí, está bien... Y, a propósito, ¿habías visto plantas como éstas en Maine? ¿En Maine o en cualquier otra parte? ¿Qué diablo pueden ser?»
«No te preocupes Louis. Ahora..., vamos allá.»
Louis siguió andando, mientras buscaba con la mirada entre la acuática vegetación la primera elevación de tierra firme para asentar el pie y, una vez la encontró, siguió adelante sin preocuparse más. Y sus pies parecían encontrar automáticamente los pequeños promontorios.
«La fe es aceptar la gravedad como un postulado», pensó. Eso no se lo habían dicho en clase de teología ni de filosofía. La frase la pronunció su profesor de física de la escuela secundaria en vísperas de un fin de curso... y Louis no la había olvidado.
Louis aceptaba que el cementerio micmac tenía el poder de resucitar a los muertos y entró en el Pequeño Dios Pantano con su hijo en brazos, sin mirar abajo ni atrás. En aquellos parajes había ahora más ruidos que a finales del otoño. Los pájaros cantaban constantemente en los juncos; era un coro estridente que a Louis le pareció extraño y repelente. De vez en cuando, una rana regurgitaba sordamente. Cuando Louis había avanzado unos veinte pasos por el pantano, una sombra se lanzó en picado sobre él y le pasó rozando la cabeza... Un murciélago, quizá.
La niebla empezó a rizar sus bucles a ras de tierra y fue cubriéndole los zapatos, las piernas y al fin envolvió todo su cuerpo en su blancura incandescente. A Louis le pareció que la luminosidad se hacía más intensa, era un fulgor palpitante, como el latido de un extraño corazón. El nunca había percibido en la naturaleza aquella fuerza casi palpable de ser real... posiblemente sensitivo. El pantano vibraba, pero no con sonido de música. Si alguien le hubiera pedido que definiera la naturaleza de aquella vida, él no habría sabido qué decir. Pero era sugestiva y poderosa. Dentro de ella, Louis se sentía muy pequeño y mortal.
Entonces se oyó un sonido, otra cosa que Louis recordó de la otra vez: una risa chillona que terminó en sollozo. Luego, se hizo el silencio y volvió la risa, alcanzando un agudo demencial que a Louis le heló la sangre. La niebla rebullía blandamente en torno suyo. Se apagó la risa y sólo quedó el rugido del viento, un viento que se oía, pero no se sentía. Naturalmente que no; aquello era una hondonada, un repliegue geológico. De haber penetrado hasta allí, el viento habría hecho jirones aquella niebla..., y Louis no estaba seguro de desear ver lo que había debajo.
«Tal vez te parezca oír sonidos de voces, pero son los somormujos del lado de Prospect. El eco llega muy lejos. Es curioso.»
—Los somormujos —dijo Louis, y apenas reconoció su propia voz, por lo cascada y horripilante que sonó. Pero parecía divertido. ¡Santo Dios, divertido!
Vaciló un momento y siguió adelante. Como para hacerle purgar su vacilación, su pie resbaló y se hundió en el lodo, y a punto estuvo de perder el zapato al retirarlo de aquella sustancia viscosa que lo aprisionaba.
La voz —si voz era— volvió a oírse, ahora por la izquierda. Al cabo de un momento, sonó detrás de él... mismamente detrás de él, como si, de haber vuelto la cabeza, hubiera podido ver una cosa ensangrentada a menos de un palmo de su espalda, toda dientes y ojos... pero ahora Louis no aminoró el paso, sino que siguió andando y mirando adelante.
De pronto, la niebla perdió su fulgor y Louis advirtió que ante él flotaba en el aire una cara, sardónica y burlona. Los ojos, oblicuos como los de los viejos grabados chinos, eran de un gris amarillento, hundidos y brillantes. La boca estaba abierta en un rictus con las comisuras de los labios dobladas hacia abajo y el labio inferior vuelto hacia fuera, enseñando unos dientes manchados de negro y roídos. Pero lo que más extrañaba a Louis eran las orejas, que no eran tales orejas, sino cuernos y no cuernos del diablo, sino de carnero.
Aquella horrible cara flotante parecía hablar y reír. La boca se movía, pero el labio inferior seguía doblado, sin recobrar la forma natural. En él latían venas negras. Las aletas de la nariz tremolaban, como respirando y expulsaban un vapor blanco.
Al acercarse Louis, la cara sacó la lengua. Era larga y puntiaguda, color amarillo sucio. Estaba cubierta de escarnas y, mientras Louis la miraba, una de aquellas escamas se levantó como una tapa de alcantarilla, y asomó un gusano blanco. La punta de la lengua tremoló perezosamente en el aire, a la altura de donde hubiera debido estar la nuez... La cosa se reía.
Louis oprimía a Gage con fuerza, como para protegerle y sus pies vacilaron y empezaron a resbalar en los montículos de hierba donde no tenían buen asidero.
«Podrías ver la aurora boreal, lo que los marineros llaman el fuego de San Telmo. Dibuja formas extrañas, pero no es nada. Si ves alguna cosa que te molesta, no tienes más que mirar para otro lado.»
La voz de Jud le dio cierto aplomo. Louis empezó a avanzar nuevamente con decisión, al principio vacilando y después con equilibrio. No miró para otro lado, pero advirtió que la cara —si era una cara y no un capricho de su imaginación y de la niebla— parecía mantenerse siempre a la misma distancia. Y segundos o tal vez minutos después su contorno se desdibujaba y diluía.
«Pero no era la aurora boreal.»
No, desde luego. Este sitio estaba lleno de espíritus, plagado de ellos. En cualquier momento podías ver delante de ti algo que podía volverte loco furioso. No quería pensar. No hacía falta pensar. No hacía falta...
Algo se acercaba.
Louis se paró y se quedó escuchando el ruido... un ruido que se acercaba inexorablemente. Se le abrió la boca al fallarle los tendones que le sujetaban el mentón.
Aquel sonido no se parecía a nada de lo que él había oído nunca: un sonido vivo, grande. Cerca de allí, y aproximándose, había algo que hacía oscilar las ramas. Se oía el crujido de los matorrales al romperse bajo unos pies inimaginables. La viscosa tierra que había bajo los pies de Louis empezó a tremolar con una vibración sorda, Louis se dio cuenta de que estaba gimiendo («oh, Dios mío, Dios mío, ¿qué es lo que se acerca ahora a través de la niebla?») y oprimiendo a Gage contra su pecho. Se dio cuenta de que los pájaros y las ramas habían enmudecido, se dio cuenta de que el aire húmedo tenía un olor nauseabundo a guiso de cerdo corrompido.
Lo que fuera era enorme.
El rostro perplejo y aterrado de Louis se alzaba y alzaba como el de quien sigue la trayectoria de un cohete al ser disparado. La cosa venía hacia él haciendo temblar la tierra con sus pisadas, y muy cerca de allí se oyó el crujido de un tronco —no ya una rama sino todo un tronco— al troncharse.
Louis vio algo.
Durante un momento, la niebla se oscureció adquiriendo una tonalidad gris pizarra, pero aquella silueta difusa como una marca al agua, tenía más de veinte metros de alto. No era sombra ni fantasma inmaterial; Louis sentía moverse el aire a su paso, temblar el suelo, chasquear el barro bajo sus pies monumentales.
Creyó ver un momento, muy arriba, dos chispas anaranjadas. Chispas como ojos.
Entonces el sonido empezó a alejarse y un pájaro gritó tímidamente: sólo uno. Otro le respondió. Un tercero intervino en la conversación. Un cuarto hizo de ello una reunión de junta. El quinto y el sexto lo convirtieron en asamblea de pájaros. Los sonidos del avance de la cosa (lento pero no errático, y tal vez eso fuera lo peor, esa sensación de avance consciente) se alejaban hacia el norte. Se iban... se iban... fuera.
Por fin Louis empezó otra vez a moverse. Tenía los hombros y la espalda baldados. Estaba bañado en sudor de los pies a la cabeza. Los primeros mosquitos de la temporada, jóvenes y hambrientos, dieron con él y se sentaron a darse el lote.
«El "wendigo", santo Dios, era el "wendigo", la criatura que vaga por las tierras del norte, la criatura que, si te toca, te convierte en caníbal. Era él. El "wendigo" acaba de pasar a menos de sesenta metros de mí.»
Basta de estupideces, se dijo, había que imitar a Jud y evitar el pensar en lo que pudiera ser lo que se veía más allá de Pet Sematary: eran los somormujos, la aurora boreal, los socios del club PEN de los Yankees de Nueva York. Que fuera cualquier cosa, menos las criaturas que saltan y reptan y serpentean en el submundo. Que hubiera Dios, que hubiera mañanas de domingo, que hubiera risueños ministros episcopales de deslumbrante sobrepelliz..., pero que no hubiera estos espeluznantes horrores en la cara oscura del universo.
Louis siguió andando con su hijo, y el suelo volvió a endurecerse bajo sus pies. Segundos después encontró un árbol caído: su contorno se dibujaba en la bruma como un gran plumero verde gris tirado por la doncella de un gigante.
El tronco estaba partido, y la rotura era reciente; la pulpa amarillo pálido aún goteaba una savia que Louis notó caliente al apoyarse para pasar al otro lado..., y en el otro lado había una depresión del terreno de la que tuvo que salir casi a rastras y, aunque había matas de enebro y de laurel aplastadas contra el suelo, Louis no quería pensar que aquello fuera la huella de un pie. Una vez hubo salido de ella, habría podido volverse a mirar, para comprobar si tenía tal configuración, pero prefirió no hacerlo. Y siguió adelante, con la piel fría, la boca caliente y seca y el corazón alborotado.
Pronto dejó de oír bajo sus pies el chasquido del barro. Ahora sonaba el crujido leve de las agujas de pino y, después, roca. Ya casi había llegado.
El terreno se elevaba rápidamente. Algo le golpeó la espinilla, algo que no era una simple roca. Louis alargó un brazo con movimiento torpe (la articulación del codo, que se le había dormido, le dio un trallazo) y palpó el obstáculo.
«Escaleras. Talladas en la roca. Tú sígueme. Cuando lleguemos arriba, fin de la excursión.»
Y Louis empezó a subir, y le volvió la euforia que, una vez más, disipó el cansancio... de forma momentánea. Contaba mentalmente los escalones mientras subía hacia el frío, entrando en aquel río incesante de viento, ahora más fuerte, que le agitaba las ropas y hacía sonar la lona que envolvía a Gage con detonaciones secas como las de una vela desplegada.
Levantó una vez la cabeza y vio un gran revoltijo de estrellas. No consiguió reconocer ninguna constelación y bajó la mirada, inquieto. A su lado estaba la pared rocosa, astillada, con estrías, quebradiza, insinuando aquí la forma de un barco, allí, la de un tejón, más allá, un rostro ceñudo, de ojos hundidos. Sólo los escalones que habían sido tallados en la roca eran lisos.
Louis llegó a lo alto de la escalera y se quedó quieto, con la cabeza baja, oscilando, respirando con fatiga, como si sollozara. Sus pulmones eran como vejigas perforadas y le parecía tener una astilla clavada en el costado.
El viento le bailaba entre el pelo y le rugía en los oídos como un dragón.
Esta noche era más clara. ¿Estaba nublado la otra vez, o sería que él no quiso mirar? Ya no importaba. Pero ahora veía y lo que vio le hizo sentir otro escalofrío.
Era igual que el Cementerio de Animales.
«Pero eso ya lo sabías tú —se decía al contemplar los montones de piedras que un día fueron "cairns"—. Lo sabías, o hubieras tenido que saberlo: no exactamente círculos concéntricos, sino una espiral...»
Sí, encima de aquella mesa de roca, de cara a la fría luz de las estrellas y a los oscuros espacios interestelares, había una espiral gigantesca, formada por Manos Varias, como habrían dicho los antiguos. Pero no se veían "cairns"; todas las piedras estaban desparramadas; habían rodado cuando lo que estaba enterrado debajo volvió a la vida... y salió arañándolas. Sin embargo, las piedras habían quedado de manera que la forma de la espiral permanecía visible.
«¿Alguien habrá visto esto desde el aire? —pensó Louis distraídamente, recordando los dibujos trazados en el desierto por algunas tribus de indígenas de América del Sur—. ¿Y qué habrá pensado el que lo haya visto?»
Se arrodilló y dejó el cuerpo de Gage en el suelo, con un gemido de alivio.
Por fin, su mente empezó a discurrir con más claridad. Sacó el cuchillo y cortó la cinta que ataba el pico y la pala. Las herramientas cayeron al suelo con ruido metálico. Louis se tendió de espaldas, con los brazos y las piernas extendidos y contempló las estrellas inexpresivamente.
«¿Qué era esa cosa del bosque? Louis, Louis, ¿de verdad piensas que puede tener un buen desenlace una obra que tenga a semejante personaje en el reparto?»
Pero ya era tarde para volverse atrás, y él lo sabía.
«Además —argumentó—, aún puede salir bien; no hay ganancia sin riesgo, y, quizá, ni riesgo sin amor. Siempre puedo recurrir a mi maletín, no el que está abajo, sino el que guardo en el estante de arriba de nuestro cuarto de baño, el que envié a Jud a buscar la noche en que Norma tuvo el infarto. Allí hay ampollas, y si ocurriera algo, algo malo... nadie lo sabría más que yo.»
Sus pensamientos se diluyeron en una oración mental apenas articulada, un sordo murmullo, mientras sus manos buscaban el pico... Y, todavía de rodillas, Louis empezó a hincarlo en la tierra. A cada golpe, se doblaba sobre el mango de la herramienta, como un antiguo romano que se echara sobre su espada para suicidarse.
Pero poco a poco, el hoyo iba tomando forma y profundidad. Arrancaba las piedras con la mano y, la mayoría, las arrojaba al montón de la tierra removida. Pero algunas las reservaba.
Para el "cairn".
56
Rachel se daba cachetes hasta sentir alfilerazos en las mejillas, y, a pesar de todo, se le cerraban los ojos. Una vez despertó de golpe (estaba en Pittsfield y tenía toda la autopista para ella sola) y, durante una fracción de segundo, le pareció que docenas de ojos plateados y crueles la miraban parpadeando con avidez.
Luego, los ojos se convirtieron en las señales reflectantes de los pilares de la barrera. El Chevette se había desviado al arcén.
Rachel hizo girar el volante hacia la izquierda y, entre el chirrido de los neumáticos, le pareció oír un ligero roce metálico, producido tal vez por el parachoques delantero al rozar uno de los pilares. El corazón le dio un vuelco y empezó a latirle con tal fuerza que ante sus ojos aparecieron unas motas que se dilataban y contraían al compás de su percusión. Sin embargo, al momento, a pesar del susto y de que Robert Gordon estaba vociferando "Red Hot" por la radio, Rachel empezó a dormitar otra vez.
Tuvo entonces un pensamiento disparatado. Sin duda era el cansancio, no podía ser otra cosa, pero empezaba a sospechar que algo trataba de impedirle que llegara a Ludlow aquella noche.
—Es un disparate —murmuró, sobre un fondo de rock and roll. Trató de reír, pero no podía. No podía. Porque la idea persistía, y, en plena noche, tenía una tétrica verosimilitud. Empezaba a sentirse como un muñeco de dibujos animados sujeto en la banda elástica de un gigantesco tiragomas. El infeliz tiene cada vez más dificultad para avanzar hasta que, al fin, la resistencia de la goma iguala la potencia del corredor... y la inercia acumulada... ¿Qué...? Física elemental... Una fuerza que trataba de retenerla... «tú no te metas...», y todo cuerpo en reposo tiende a permanecer en reposo... «El cuerpo de Gage, por ejemplo...», pero cuando se pone en movimiento...
Esta vez el chirrido de los neumáticos fue más estridente y el roce, más fuerte. El Chevette arremetía contra los cables de la valla, se oía el siseo de la pintura al saltar, dejando al descubierto el metal de la carrocería que rechinaba. Durante un momento, el volante no respondió, y Rachel pisó el freno a fondo, sollozando. Esta vez se había dormido del todo, ya no había sido dar una cabezada sino que se había quedado dormida, y hasta soñaba, a cien kilómetros por hora, y de no ser por la valla..., o si llega a haber el puntal de un paso elevado...
Estacionó el coche en el arcén y lloró con la cara entre las manos, perpleja y asustada.
«Algo trata de mantenerme apartada de él.»
Cuando le pareció que había recobrado el control de sus movimientos, reanudó la marcha. La dirección parecía estar bien, aunque suponía que tendría problemas con Avis cuando al día siguiente devolviera el coche en el Aeropuerto Internacional de Bangor.
«Eso ahora no importa. Hay que ir por partes. Ahora lo más urgente es tomar café.»
Rachel tomó por la salida de Pittsfield. A un kilómetro y medio llegó a una zona brillantemente iluminada con luces de sodio en la que se oía el castañeteo uniforme de los motores Diesel. Paró, mandó llenar el depósito («Vaya trompazo le han dado», comentó el mozo del surtidor casi con admiración) y entró en la cafetería que olía a tocino frito, huevos y..., afortunadamente, café del bueno.
Rachel se bebió tres tazas, una tras otra, como si fuera medicina: solo y con mucho azúcar. En el mostrador y alrededor de las mesas había camioneros que gastaban bromas a las camareras, pero ellas, a la luz de los tubos fluorescentes y a aquellas horas de la madrugada, tenían aspecto de enfermeras cansadas y con malas noticias.
Después de pagar, Rachel salió y se fue en busca del Chevette. El coche no se ponía en marcha. Al dar la vuelta a la llave, se oía un chasquido seco de la batería, y nada más.
Rachel, lentamente y sin fuerza, se puso a golpear el volante con los puños. Algo quería detenerla. No era normal que un coche, nuevo como aquél, con menos de ocho mil kilómetros, se quedara sin batería. Pero así era y allí estaba ella, atascada en Pittsfield, casi a ochenta kilómetros de su casa.
Al oír el zumbido sosegado y uniforme de los grandes camiones, tuvo de pronto la certeza atroz de que entre ellos estaba el que había matado a su hijo..., pero ése no rugía, sino que se reía entre dientes.
Rachel bajó la cabeza y se echó a llorar.
57
Louis tropezó y cayó de bruces. Al principio, pensó que ya no podría levantarse —no tenía fuerzas para eso— y que se quedaría allí tendido escuchando el coro de los pájaros del Pequeño Dios Pantano que quedaba a su espalda y sintiendo el coro de dolores de su magullado cuerpo. Se quedaría allí hasta que se durmiera. O se muriera. Esto último, lo más seguro.
Recordaba haber colocado el fardo de lona en el hoyo que había abierto y haberlo rellenado de tierra con sus propias manos. Y creía recordar que había amontonado las piedras formando una figura ancha en la base y que terminaba en punta...
Después ya casi no recordaba nada. Habría bajado la escalera, eso por supuesto, o no estaría aquí, en..., ¿dónde estaba? Al mirar en torno, creyó reconocer un grupo de abetos corpulentos que estaban ya cerca del montón de troncos. ¿Habría atravesado el Pequeño Dios Pantano sin darse cuenta? Posiblemente.
«Ya me he alejado bastante. Me quedaré a dormir aquí.»
Pero la falsa seguridad que pretendía infundir este pensamiento le dio fuerzas para ponerse en pie y seguir andando. Porque, si se quedaba allí, la cosa podría dar con él... La cosa podía estar buscándole por el bosque en aquel preciso momento.
Se frotó la cara con la palma de la mano y la retiró manchada de sangre. Miró la sangre con estúpida perplejidad. Había tenido una hemorragia nasal. «¿A quién cuernos le importa eso?», murmuró con voz ronca, mientras, apáticamente, buscaba a tientas el pico y la pala.
Diez minutos después, estaba ante el montón de troncos. Louis trepó por él dando traspiés, aunque no se cayó hasta que casi había llegado abajo. Fue al mirar donde ponía el pie cuando se partió una rama («no mires abajo», le había dicho Jud), otra rama se enderezó bruscamente lanzándole el pie hacia fuera y Louis cayó de lado quedando sin respiración.
«Es la segunda vez en una noche que me caigo en un cementerio... y que me ahorquen si no es para hartarse.»
Volvió a buscar el pico y la pala y esta vez tardó algún tiempo en dar con ellos. Se quedó mirando el entorno, a la luz de las estrellas. Cerca de él estaba la tumba de SMUCKY. Era obediente, pensó Louis fatigosamente. Y la de TRIXIE, ATROPEYADO EN LA CARRETERA. Seguía soplando el viento y se oía el leve tintineo de un trozo de metal —tal vez, en tiempos, una lata de Del Monte, recortada laboriosamente por el afligido dueño de un animal con las tenazas del padre, aplastada con el martillo y clavada a un palo— y aquello le hizo volver a sentir el miedo. Aunque ahora, embotado por el cansancio, ya no lo experimentaba con aquella intensidad como una sacudida candente sino amortiguado, como una pulsación profunda y angustiosa. Ya estaba hecho. Y aquel tintineo machacón que se oía en la oscuridad le hizo darse plena cuenta de ello.
Cruzó el Cementerio de Animales, por el lado de la tumba de MARTHA NUESTRA CONEJITA, muerta el 1 de MARZO de 1965 y del GEN. PATTON; sorteó el deteriorado cartón que señalaba la última morada de POLYNESIA. Aquí sonaba con más fuerza el tintineo y Louis se detuvo mirando al suelo. Sobre una tabla clavada en el suelo que se había torcido ligeramente, se veía un rectángulo de hojalata, en el que a la luz de las estrellas, Louis leyó: RINCO NUESTRO HÁMSTER 1964-1965. Era aquel trozo de hojalata lo que golpeaba insistentemente la tabla situada cerca del arco de la entrada de Pet Sematary. Louis se agachó para enderezar la tabla..., y quedó paralizado, con un hormigueo en el cuero cabelludo.
Por allí detrás se movía algo. Algo se movía al otro lado de los troncos.
Era un ruido sigiloso: el crujido furtivo de las agujas de pino, el chasquido de una rama, el susurro de los arbustos. Sonidos que casi quedaban ahogados por el rumor del viento entre los pinos.
—¿Gage? —gritó Louis con voz ronca.
Al advertir lo que estaba haciendo —llamando a su hijo muerto, en plena noche— se le erizó el pelo. Empezó a tiritar inconteniblemente, como si padeciera unas fiebres mortíferas.
—¿Gage?
Los sonidos se habían apagado.
«Todavía no; aún es pronto. No me preguntes cómo lo sé, pero lo sé. No puede ser Gage. Es... otra cosa.»
Entonces recordó lo que le dijo Ellie: «Él gritó: "Lázaro, sal fuera." Porque, si no llega a llamarle por su nombre, se habrían levantado todos los que estaban en aquel cementerio.»
Ahora volvían a oírse ruidos al otro lado de los troncos. Al otro lado de la barrera. Casi —no del todo— sofocados por el viento. Como si algo ciego le persiguiera, movido por instintos primarios. Su cerebro, hipersensibilizado, imaginaba horribles criaturas: un topo gigante, un enorme murciélago aleteando a ras del suelo.
Louis salió de Pet Sematary andando hacia atrás, sin volver la espalda a los troncos —aquel pálido fulgor, lívido desgarro de la oscuridad— hasta que estuvo un buen trecho dentro del camino. Allí apretó el paso y unos cuatrocientos metros antes de salir a la explanada de su casa, aún tuvo fuerzas para echar a correr.
* * *
Louis lanzó el pico y la pala descuidadamente al interior del garaje y se quedó unos momentos en la puerta, mirando en la dirección por la que había venido, y, luego, al cielo. Eran las cuatro y cuarto y ya no podía tardar en amanecer. La luz debía de haber recorrido ya las tres cuartas partes del Atlántico; pero aquí, en Ludlow, aún imperaba la noche. El viento no amainaba.
Entró en el garaje, avanzó a tientas a lo largo de la pared y abrió la puerta trasera. Cruzó la cocina sin encender la luz y se metió en el pequeño cuarto de baño contiguo al comedor. Allí encendió la luz y lo primero que vio fue a Church enroscado encima del depósito y mirándole con aquellos ojos terrosos, entre amarillos y verdes.
—Church, creí que alguien te había sacado.
El gato le miraba desde lo alto del depósito. Sí; alguien había sacado a Church. Él había sacado a Church, lo recordaba perfectamente. Como recordaba haber mandado arreglar el cristal de la ventana del sótano y pensado entonces que ya estaba resuelto el problema. Pero, ¿a quién pretendía engañar con eso? Cuando Church quería entrar, Church entraba. Porque ahora Church era diferente.
Eso no importaba. Con esta abulia y este agotamiento, nada parecía importar. Ahora se sentía infrahumano como uno de esos estúpidos zombies de película de George Romero, o alguien salido del poema de los hombres vacíos de T. S. Eliot. «Hubiera tenido que ser un par de ásperas garras que corrieran por el Pequeño Dios Pantano y el cementerio micmac», pensó riendo entre dientes.
—Una cabeza llena de serrín, Church —dijo con aquella voz destemplada mientras se desabrochaba la camisa—. Ese soy yo. Puedes estar seguro.
Tenía un hermoso cardenal sobre las costillas del lado izquierdo y la rodilla que chocara contra la lápida estaba hinchándose como un globo y mostraba un feo tono morado. Louis supuso que en cuanto dejara de doblarla, la articulación le quedaría tiesa, como si la hubieran metido en cemento. Parecía una de esas lesiones que recuerdas durante el resto de tu vida, sobre todo cuando amenaza lluvia.
Alargó el brazo para acariciar a Church, pues necesitaba un poco de consuelo; pero el gato saltó al suelo tambaleándose con aquel aire de borracho que nada tenía de felino, lanzando a Louis una amarilla mirada de indiferencia al salir.
En el botiquín había linimento. Louis bajó la tapa de la taza del aseo, se sentó y se untó la rodilla. Luego, con mano torpe, se dio una friega en los riñones.
Luego, fue a la sala, encendió la luz del vestíbulo y se quedó unos momentos al pie de la escalera, mirando en torno con expresión estúpida. ¡Qué extraño se le antojaba todo! Allí mismo estaba él la víspera de Navidad, cuando dio el zafiro a Rachel. Lo llevaba en el bolsillo de la bata. Aquélla era la butaca en la que trató de explicar a Ellie lo que era la muerte cuando Norma Crandall tuvo la embolia. Explicación que ahora él mismo no había podido aceptar. En aquel rincón estaba el árbol de Navidad, el pavo de papel charol recortado por Ellie —el que a Louis le parecía una especie de cuervo futurista— estaba pegado con cinta adhesiva a esa ventana y, mucho antes, en aquella sala no había más que una colección de cajas de la agencia de transportes que contenían los enseres de la familia, acarreados a través de medio continente. Ahora recordaba haber pensado que, embalados de aquel modo, sus efectos parecían insignificantes, un pequeño baluarte entre su familia y la frialdad del mundo exterior, donde no se conocía su nombre ni sus costumbres.
Qué lejano parecía todo... Y cómo deseaba ahora no haber oído hablar nunca de la Universidad de Maine, ni de Ludlow, ni de Jud y Norma Crandall, ni nada.
Subió la escalera. En el cuarto de baño, arrimó el taburete al armario, se subió a él y bajó el maletín negro que guardaba en lo alto. Se lo llevó al dormitorio, se sentó y empezó a revolver en su interior. Sí; había jeringuillas y, entre los rollos de vendas, esparadrapos, pinzas, tijeras y bolsas estériles de material quirúrgico, había varias ampollas de sustancia muy mortífera.
Por si hacía falta.
Louis cerró el maletín y lo dejó al lado de la cama. Apagó la luz del techo y se tendió en la cama con las manos en la nuca. Aquel descanso era una delicia. Se puso a pensar otra vez en Disney World. Se vio a sí mismo con un sencillo uniforme blanco, conduciendo una furgoneta blanca, con el emblema de las orejas de "Mickey" en la portezuela. Exteriormente, nada debía indicar que se trataba de una ambulancia, o la parroquia podría alarmarse.
Gage iba sentado a su lado, con la piel muy bronceada y el blanco de los ojos azulado, rebosando salud. Ahí mismo, a la izquierda, estaba "Goofy" estrechando la mano a un niño que le miraba, atónito. Más allá, "Pluto" posaba entre dos sonrientes abuelitas con pantalones mientras una tercera manejaba la cámara, y una niña, luciendo su mejor vestido, gritaba: «¡Te quiero, "Tigger"; te quiero, "Tigger"!»
Louis y su hijo hacían la ronda. Él y su hijo eran los centinelas de aquel país de fantasía, por el que patrullaban incansablemente en su furgoneta blanca, con los distintivos rojos perfectamente disimulados para no llamar la atención. Ellos no buscaban problemas, pero estaban dispuestos a afrontarlos, si se presentaban. Porque, incluso en un lugar dedicado a tan inocentes diversiones, acechaba la desgracia. Ese caballero sonriente que estaba comprando un rollo de película para la cámara en Main Street podía caer al suelo con las manos en el pecho al sufrir un ataque al corazón, o la señora embarazada que bajaba las escaleras de una carroza podía empezar a tener dolores de parto, o esa jovencita tan linda como una portada de Norman Rockwell podía sufrir un ataque de epilepsia y empezar a golpear el asfalto con las zapatillas cuando, de pronto, en su cerebro se cruzaran las señales. Insolaciones, colapsos, embolias y, tal vez, en uno de aquellos bochornosos atardeceres de Orlando, incluso un rayo del cielo. Y, si no, el mismo Oz, el Ggande y Teggible, el que podía verse pasear por los alrededores de la estación del monorraíl del Reino de la Magia o volar a lomos de "Dumbo", con su mirada estúpida y abúlica. Louis y Gage ya se habían acostumbrado a su presencia, era un personaje más del parque de atracciones, como "Goofy", o "Mickey", o "Tigger" o el eminente señor "Donald". Pero con él nadie quería retratarse, ni presentarle a los niños. Louis y Gage le conocían; le habían conocido en Nueva Inglaterra tiempo atrás. Estaba siempre alerta, esperando ahogarte con una canica, asfixiarte con una bolsa del aspirador, electrocutarte con el primer enchufe. La muerte podía estar en una bolsa de cacahuetes, en un trozo de carne que se te atravesara, en el siguiente paquete de cigarrillos. Siempre te andaba rondando, de guardia en todas las estaciones de control entre lo mortal y lo eterno. Agujas infectadas, insectos venenosos, cables mal aislados, incendios forestales. Patines que lanzaban a intrépidos chiquillos a cruces muy transitados. Cada vez que te metes en la bañera para darte una ducha, Oz te acompaña: ducha para dos. Cada vez que subes a un avión, Oz lleva tu misma tarjeta de embarque. Está en el agua que bebes y en la comida que comes. «¿Quién anda ahí?», gritas en la oscuridad cuando estás solo y asustado, y es él quien te responde: Tranquilo, soy yo. Eh, ¿cómo va eso? Tienes un cáncer en el vientre, qué lata, chico, sí que lo siento. ¡Cólera! ¡Septicemia! ¡Leucemia! ¡Arteriosclerosis! ¡Trombosis coronaria! ¡Encefalitis! ¡Osteomielitis! ¡Ajajá, vamos allá! Un chorizo en un portal, con una navaja en la mano. Una llamada telefónica a medianoche. Sangre que hierve con ácido de la batería en una rampa de salida de una autopista de Carolina del Norte. Puñados de píldoras: anda, traga. Ese tono azulado de las uñas que sigue a la muerte por asfixia; en su último esfuerzo por aferrarse a la vida, el cerebro absorbe todo el oxígeno que queda en el cuerpo, incluso el de las células vivas que están debajo de las uñas. Hola, chicos, me llamo Oz el Ggande y Teggible, pero podéis llamarme Oz a secas. Al fin y al cabo, somos viejos amigos. Pasaba por aquí y he entrado un momento para traerte este pequeño infarto, este derrame cerebral, etcétera; lo siento, no puedo quedarme, tengo un parto con hemorragia y, luego, inhalación de humo tóxico en Omaha.
Y la vocecita sigue gritando: «¡Te quiero, "Tigger", te quiero! ¡Creo en ti, "Tigger"! ¡Siempre te querré y creeré en ti, y seguiré siendo niña, y el único Oz que habitará en mi corazón será ese simpático impostor de Nebraska! Te quiero...»
Vamos patrullando, mi hijo y yo..., porque lo que importa no es el sexo ni la guerra, sino la noble y terrible batalla sin esperanza contra Oz, el Ggande y Teggible. Él y yo patrullamos en nuestra furgoneta blanca bajo el cielo radiante de Florida. Y el faro rojo está tapado, pero sigue allí por si lo necesitamos..., y nadie tiene por qué saberlo, porque el corazón del hombre es más árido; el hombre cultiva aquello que puede, y lo "cuida".
Con estos embarullados pensamientos, Louis Creed iba resbalando hacia el sueño y desconectando clavijas con el mundo real, línea a línea, hasta que su mente quedó en blanco y el agotamiento lo arrastró a la inconsciencia.
* * *
Poco antes de que las primeras señales del amanecer asomaran en el cielo por el este, se oyeron pisadas en la escalera. Eran lentas y torpes, pero decididas. Una sombra se deslizó entre las sombras del pasillo. Con ella venía un olor... un hedor. Louis, aún en aquel sueño profundo, gruñó y se volvió de espaldas a aquel olor. Se oía una respiración lenta y regular.
La figura permaneció inmóvil unos momentos frente a la puerta del dormitorio principal. Luego, entró. Louis tenía la cara hundida en la almohada. Unas manos blancas se acercaron al maletín que estaba junto a la cama, y se oyó el chasquido del cierre.
Un ligero tintineo al ser revuelto su contenido.
Las manos exploraban, apartando medicamentos, ampollas y jeringuillas sin el menor interés. Luego, encontraron algo y lo levantaron. A la luz del amanecer brilló un reflejo plateado.
La figura salió de la habitación.
TERCERA PARTE
OZ EL GGANDE Y TEGGIBLE
Jesús se estremeció y, lleno de dolor, se acercó al sepulcro. Éste era una cueva con una piedra puesta en la entrada. Dijo Jesús:
«Quitad la piedra.»
Marta dijo:
«Señor, ya huele, pues está de cuatro días.»
Y, cuando hubo rezado, Jesús dijo con voz fuerte:
«¡Lázaro, sal fuera!» Y salió el muerto atado de pies y manos con vendas y envuelta la cara en un sudario.
Jesús les dijo:
«Desatadle para que ande.»
Evangelio de san Juan (paráfrasis)
—Ahora acabo de recordarlo —dijo ella histérica—. ¿Por qué no lo pensé antes? ¿Por qué no lo pensaste tú?
—¿Pensar? ¿En qué? —preguntó él.
—En los otros dos deseos —repuso ella con rapidez—. Sólo hemos gastado uno.
—¿Y aún no tienes bastante? —preguntó él, furioso.
—No —exclamó ella en tono triunfal—; pediremos otro más. Anda, date prisa, baja y tráela, y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
W. W. JACOBS, The Monkey's Paw
58
Jud Crandall se despertó con una sacudida tan fuerte que estuvo a punto de caer de la mecedora. No tenía idea de cuánto rato había dormido; lo mismo podían ser tres minutos que tres horas. Miró el reloj y vio que eran las cinco y cinco. Tuvo la sensación de que todo lo que había en la habitación se había movido y le dolía la espalda de arriba abajo, de dormir sentado.
«¡Buena la has hecho, viejo estúpido!»
Pero él sabía que no era eso; en el fondo, él sabía que no era eso. No había sido él. Él no se había dormido durante la guardia, sino que le habían dormido.
Esto le asustaba, pero otra cosa le asustaba todavía más: ¿Qué fue lo que le despertó? Tenía la impresión de haber oído algo, un sonido como...
Contuvo el aliento y se quedó escuchando. El corazón le retumbaba en los oídos.
Ahora se oía algo; no era el mismo sonido que le despertó, pero era algo. El leve crujido de los goznes de una puerta.
Jud conocía cada uno de los sonidos de la casa: sabía qué tablas del suelo crujían, qué peldaño de la escalera chirriaba y en qué punto del canalón del tejado bramaba el viento cuando se ponía a soplar de firme, como la noche anterior. Y enseguida supo qué puerta acababa de crujir. Era la pesada puerta de entrada, la que comunicaba el porche con el vestíbulo. Y, con este indicio, pudo deducir cuál era el sonido que le había despertado: el producido por la lenta expansión del muelle de la puerta mosquitera del porche.
—¿Louis? —llamó, aunque sin confiar. El que entraba no era Louis, sino alguien enviado a castigar a un viejo por su orgullo y su vanidad.
Unos pasos se acercaban lentamente a la sala.
—¿Louis? —intentó decir otra vez, pero sólo le salió un graznido, porque ahora empezaba a oler lo que había entrado en la casa en la hora última de la noche. Era un olor infecto, a agua corrompida.
Jud distinguía en la penumbra el contorno de los objetos —la vitrina de Norma, el aparador, la cómoda— pero no los detalles. Trató de ponerse en pie con unas piernas que no sentía, mientras su cerebro le gritaba que necesitaba más tiempo, que ya era demasiado viejo para enfrentarse con aquello otra vez sin más tiempo. Aún recordaba el horror de cuando lo de Timmy Baterman, y Jud era joven entonces.
Se abrió la puerta oscilante y entraron unas sombras, una más concreta que las otras.
Dios, qué olor.
Arrastrar de pies en la oscuridad.
—¿Gage? —Jud consiguió por fin ponerse en pie. Por el rabillo del ojo, vio el cilindro de ceniza del cigarrillo en el cenicero de latón—. Gage, ¿eres tú...?
Sonó un maullido espeluznante y a Jud le pareció que los huesos se le convertían en hielo. Aquello no era el hijo de Louis que regresaba de la tumba sino un repulsivo demonio...
No; tampoco.
Era Church que estaba agazapado en la puerta del pasillo. Los ojos del gato relucían como dos bombillas sucias. Luego, Jud volvió la mirada hacia el otro lado y distinguió la figura que había entrado con el gato.
Jud empezó a retroceder, tratando de coordinar ideas, tratando de seguir razonando, a pesar de aquel olor. Y qué frío hacía ahora. Aquello había traído el frío consigo.
Jud se tambaleó —el gato se le enredaba entre las piernas haciéndole vacilar. Estaba ronroneando. Jud lo apartó de un puntapié. El animal le enseñó los dientes y lanzó un bufido.
«¡Piensa, piensa, viejo estúpido! Tal vez aún no sea tarde... Tal vez no sea tarde, a pesar de todo... ha vuelto, pero puede morir otra vez... Si tú pudieras... si pudieras pensar...»
Retrocedía hacia la cocina, y entonces recordó el cajón de utensilios que había al lado del fregadero. Guardaba una media luna en aquel cajón.
Sus delgados tobillos tropezaron con la puerta oscilante de la cocina. Jud la abrió. La cosa que había entrado en la casa seguía escondida entre las sombras, pero Jud la oía respirar. Y veía oscilar una mano blanca: había algo en aquella mano, pero él no distinguía el qué. La puerta volvió a cerrarse cuando él entró en la cocina y, por fin, Jud se volvió de espaldas a ella y corrió hacia el cajón de utensilios. Lo abrió y su mano encontró el gastado mango de madera de la media luna. Lo asió con fuerza y se volvió hacia la puerta, y hasta dio unos pasos hacia ella. Había recobrado parte de su valor.
«Recuerda que no es un niño. Puede que grite o intente algún truco cuando vea que le has descubierto, y hasta llore. Pero tú no te dejes engañar. Bastantes veces te han engañado ya, viejo. Es tu última oportunidad.»
La puerta oscilante volvió a abrirse, pero de momento sólo entró el gato. Jud lo miró y enseguida volvió a levantar la vista.
La cocina estaba orientada al este y por las ventanas entraba la primera luz del amanecer, débil y grisácea. No era mucha, pero suficiente. Demasiada.
Entró Gage Creed, con el traje del entierro. Tenía musgo en las solapas y los hombros y en la pechera de la camisa. Su pelo rubio tenía costras de barro. Tenía un ojo vuelto hacia la pared con terrible concentración. El otro estaba fijo en Jud.
Gage le sonreía ampliamente.
—Hola, Jud —dijo Gage con una voz fina e infantil, pero perfectamente inteligible—. He venido a mandar al infierno tu cochina alma. Una vez me jodiste. ¿Creías que no vendría a tomarme el desquite?
Jud levantó el cuchillo.
Adelante, sácala ya, quienquiera que seas, y veremos quién jode a quién.
—Norma ha muerto, y no tienes a nadie que te llore —dijo Gage—. Pero ella era una puta barata. Se acostaba con todos tus amigos, Jud, y dejaba que se la metieran por el culo. Era como más le gustaba. Ahora está en el infierno, con artritis y todo. Yo la vi allí, Jud. Yo la vi.
La figura avanzó dos pasos, dejando unas huellas de barro en el gastado linóleo. Traía una mano tendida y la otra escondida a la espalda.
—Escucha, Jud —susurró. Y abrió la boca, enseñando sus blancos dientes de leche. Y, a pesar de que los labios no se movían, salió la voz de Norma.
—¡Me reía de ti! ¡Todos nos reíamos de ti! Nos reíiiiiiamos...
—¡Basta! —El cuchillo le temblaba en la mano.
—Lo hacíamos en tu cama, Herk y yo lo hicimos y lo hice con George y con todos. Yo sabía lo de tus putas, pero tú no sospechabas que te habías casado con una. ¡Cómo nos reíamos, Jud! Follábamos todos juntos y nos reíiiiiiamos de...
—¡BASTA! —gritó Jud abalanzándose sobre la pequeña figura del traje de amortajar sucio, y fue entonces cuando el gato salió de la oscuridad, de debajo del banco donde estaba escondido. Bufaba con las orejas aplastadas contra el cráneo, y derribó a Jud limpiamente. El cuchillo le salió disparado de la mano y resbaló rodando por el gastado linóleo. El asa tropezó con la pata de la mesa y se deslizó debajo del frigorífico.
Jud comprendió que le habían engañado otra vez, y su único consuelo fue que ésta sería la última. El gato estaba encima de sus piernas, con la boca abierta, los ojos llameantes y silbando como una tetera. Y Gage se le vino encima, con una negra sonrisa de alegría, los ojos rasgados y ribeteados de rojo. Entonces sacó la mano que llevaba a la espalda, y Jud vio que aquella mano sostenía un bisturí sacado del maletín de Louis.
—¡Ay, Jesús! —exclamó Jud, levantando la mano derecha para protegerse del golpe. Y entonces se produjo una ilusión óptica, sin duda se había vuelto loco, porque parecía que el bisturí estaba en uno u otro lado de su mano a la vez. Entonces algo caliente empezó a gotearle en la cara, y Jud comprendió.
—¡Voy a follar contigo, viejo! —gritaba el engendro echándole a la cara su aliento nauseabundo—. Voy a follar contigo, a follar contigo... ¡Cuanto quiera!
Jud se debatió y agarró a Gage por la muñeca, pero se quedó con la piel en la mano.
El bisturí fue retirado violentamente, dejándole una herida vertical.
—¡CUANTO... QUIERA!
El bisturí cayó sobre Jud otra vez.
Y otra.
Y otra.
59
—A ver, señora, pruebe otra vez —dijo el camionero, inclinado sobre el motor del coche alquilado por Rachel.
Ella hizo girar la llave y el Chevette rugió con brío. El hombre cerró el capó y se acercó a la ventanilla, limpiándose los dedos con un gran pañuelo azul. Tenía una cara tosca y simpática y llevaba una gorra de visera en la coronilla.
—Muchísimas gracias —dijo Rachel, casi llorando—. Yo no habría sabido qué hacer.
—Eso podía arreglarlo un niño —respondió el camionero—. Pero es curioso. Nunca había visto ese fallo en un coche tan nuevo.
—¿Qué tenía?
—Pues un cable de la batería suelto. Nadie habrá estado hurgando en el coche, ¿verdad?
—No —dijo Rachel, y volvió a pensar en aquella sensación de estar prendida en la banda elástica del tiragomas más grande del mundo.
—Habrá sido la vibración; pero ya no tendrá más problemas con los cables. Se los he apretado bien.
—¿Aceptaría dinero? —preguntó Rachel tímidamente.
El camionero soltó una carcajada.
—No, señora; nosotros somos los caballeros andantes de la carretera, ¿recuerda?
—Muchas gracias —sonrió ella.
—No tiene de qué darlas. —El hombre le dedicó una amplia sonrisa que era como un incongruente rayo de sol a aquella hora de la madrugada.
Rachel sonrió a su vez y cruzó con precaución el aparcamiento en dirección a la carretera de acceso a la autopista. Miró a derecha e izquierda antes de salir y, cinco minutos después, estaba otra vez circulando por la autopista, en dirección al norte. El café la había despejado más de lo que creía. Se sentía completamente despierta, sin asomo de modorra y con unos ojos como platos. Volvió a experimentar aquella ligera desazón, aquella absurda sensación de que alguien la manipulaba. Aquel cable que se soltó del terminal sin más ni más...
Sólo para retrasarla lo suficiente para...
Se echó a reír nerviosamente. Lo suficiente, ¿para qué?
«Para que sucediera lo irrevocable.»
Qué estupidez. Era ridículo. No obstante, Rachel dio más gas al coche.
A las cinco, mientras Jud trataba de esquivar un bisturí robado del maletín de su buen amigo, el doctor Louis Creed, y mientras su hija despertaba erguida en la cama, chillando bajo los efectos de una pesadilla que, por fortuna para ella, no podría recordar después, Rachel salió de la autopista por el desvío de Hammond Street que discurría cerca del cementerio donde un azadón era lo único que estaba enterrado en el ataúd de su hijo, y cruzó el puente de Bangor-Brewer. A las cinco y cuarto, estaba en la carretera 15, rumbo a Ludlow.
* * *
Iría directamente a casa de Jud. Por lo menos, cumpliría aquella parte de su promesa. El Civic no estaba en la avenida del jardín, de todos modos. Claro que podía estar en el garaje. Pero la casa parecía abandonada. No había indicio alguno de que Louis hubiera vuelto.
Rachel aparcó detrás de la furgoneta de Jud y se apeó del Chevette mirando en derredor con precaución. El rocío centelleaba en la hierba a la luz diáfana de la mañana. Cantó un pájaro, pero enmudeció enseguida. En las contadas ocasiones en que, desde la adolescencia, había estado levantada a aquella hora del amanecer sin motivo justificado, Rachel siempre experimentó una sensación de soledad y exaltación a la vez: un sentimiento paradójico de continuidad y renovación. Pero, esta mañana, no sentía nada tan limpio y puro. Sólo aquella vaga inquietud que no podía atribuir por completo a las últimas y terribles veinticuatro horas y a su reciente desgracia.
Subió las escaleras del porche y abrió la puerta mosquitera, y se dispuso a tocar el timbre. Recordaba que le encantó aquel timbre la primera vez que fue con Louis a casa de los Crandell; lo hacías girar hacia la derecha y emitía un sonido fuerte pero armonioso, anacrónico pero encantador.
Acercó la mano al timbre, pero entonces miró al suelo del porche y frunció el entrecejo. Había barro en la alfombra. Eran huellas de pisadas que venían desde la puerta mosquitera hasta allí. Huellas pequeñas. Al parecer, de pisadas de niño. Pero ella había viajado toda la noche y sabía que no había llovido. Viento, pero lluvia no.
Se quedó mirando las huellas mucho rato —en realidad, demasiado— y descubrió que tenía que hacer un esfuerzo para acercar la mano al timbre. Lo asió... y luego retiró la mano.
«Lo que ocurre es que me resisto a tocar el timbre con este silencio. Probablemente, él se habrá acostado a pesar de todo y tal vez le dé un susto...»
Pero no era eso lo que ella temía. Estaba nerviosa y un poco asustada desde que se dio cuenta de que era incapaz de mantenerse despierta; pero este miedo de ahora era distinto y se lo provocaban aquellas pisadas. «Unas pisadas que eran del tamaño...»
Su cerebro trató de bloquear el pensamiento, pero estaba cansado y torpe.
«... de los pies de Gage.»
«Oh, basta, ¿es que no puedes dejar eso?»
Alargó el brazo e hizo girar la palanca del timbre.
El sonido era aún más fuerte de lo que ella recordaba, y menos musical: un grito áspero y sofocado en el silencio. Rachel saltó hacia atrás, lanzando una risita en la que no había ni asomo de humor. Se quedó esperando oír los pasos de Jud, pero no había pasos. Silencio y más silencio, y Rachel ya empezaba a preguntarse si tendría valor para hacer girar nuevamente la manivela cuando detrás de la puerta se oyó un sonido, un sonido totalmente inesperado.
¡Uaou...! ¡ Uaou...! ¡ Uaou...!
—¿Church? —preguntó Rachel, sorprendida y desconcertada. Arrimó los ojos al cristal, pero, naturalmente, no se veía nada. El cristal de la puerta estaba cubierto por un visillo blanco, obra de Norma. Pero ¿estás ahí, Churcht
¡Uaou!
Rachel empujó la puerta. Estaba abierta. Church se hallaba sentado en el vestíbulo, con la cola recogida alrededor de las patas. Tenía unas estrías de algo oscuro en el pelo. Barro, pensó Rachel, y entonces vio que las gotitas de líquido prendidas en el bigote eran rojas.
El gato empezó a lamerse una pata, sin dejar de mirar a Rachel.
—¡Jud...! —llamó ella, realmente alarmada, desde el umbral.
La casa no le dio respuesta. Sólo silencio.
Rachel trató de pensar, pero, de pronto, su cerebro había empezado a llenarse de imágenes de su hermana Zelda, que le impedían coordinar ideas. Cómo se le retorcían las manos. Cómo se golpeaba la cabeza contra la pared cuando se enfadaba; el papel estaba roto y el yeso, agrietado. Pero ahora no era el momento de pensar en Zelda. ¿Y si le había ocurrido algo a Jud? Quizá se había caído. Era un anciano.
«Tienes que pensar en eso, no en los sueños que tenías de niña, de que abrías el armario y Zelda se te echaba encima, sonriendo tétricamente con la cara negra, de que estabas en la bañera y veías sus ojos que te miraban por el desagüe, de que la encontrabas en el sótano agachada al lado de la caldera, de que...»
Church abrió la boca, enseñando sus afilados dientes y gritó ¡Uaou! otra vez.
«Tenía razón Louis, no debimos operarle. Ese animal no ha vuelto a ser el mismo. Pero Louis dijo que le quitaría sus instintos agresivos. Aunque en eso se equivocó. Church sigue cazando. Y hasta...»
¡Uaou!, hizo nuevamente el animal. Luego, dio media vuelta y subió rápidamente la escalera.
—¿Jud? —gritó Rachel—. ¿Estás ahí?
¡Uaou!, gritó el gato desde lo alto de la escalera, como para confirmárselo. Luego, desapareció por el pasillo.
«¿Y cómo habrá entrado? ¿Le abriría Jud? ¿Por qué?»
Rachel hacía oscilar el cuerpo sobre sus pies, indecisa. Lo peor era que todo aquello parecía..., parecía preparado, como si alguien quisiera que ella estuviera allí y...
Y entonces se oyó un quejido en el piso de arriba, un quejido bajo y dolorido: era la voz de Jud, sin duda. «Se ha caído en el cuarto de baño, o ha tropezado con algo y se ha roto una pierna o la cadera. Los viejos tienen los huesos frágiles, y tú qué estás haciendo aquí, mujer, moviendo el cuerpo como si tuvieras ganas de ir al lavabo. Eso que el gato tenía en el pelo era sangre. ¡Jud se ha hecho daño y tú te quedas ahí plantada! ¿Qué te pasa?»
—¡Jud!
Volvió a oírse el quejido y ella subió la escalera corriendo.
Rachel nunca había estado en el piso de arriba. La única ventana del pasillo estaba orientada a poniente y entraba todavía muy poca luz. El pasillo discurría junto al hueco de la escalera hacia la parte trasera de la casa, y la barandilla de cerezo relucía levemente con fina elegancia. En la pared había un grabado de la Acrópolis y...
("es Zelda, que durante todos estos años ha, estado persiguiéndote y ahora abrirá una puerta y allí estará, jorobada y oliendo a meados y a muerte, es Zelda que ha llegado su hora y por fin te tiene en su poder")
... la voz volvió a quejarse levemente, detrás de la segunda puerta de la derecha.
Rachel se dirigió hacia la puerta. Sus tacones repicaban en el suelo de madera. Le parecía que entraba en otra dimensión, pero no era una dimensión de tiempo ni de espacio, sino de tamaño. Estaba encogiéndose. El cuadro de la Acrópolis estaba cada vez más alto, y aquel picaporte de cristal tallado le quedaba casi a la altura de los ojos. Su mano se acercó a él... pero, antes de que pudiera tocarlo, la puerta se abrió bruscamente.
Zelda estaba allí.
Su cuerpo estaba tan atrozmente contrahecho que parecía el de una enana de menos de setenta centímetros y, por una razón inexplicable, llevaba el mismo traje con el que habían enterrado a Gage. Pero era Zelda, desde luego, que la miraba con una alegría malsana en su cara lívida; Zelda que gritaba: «Por fin he venido a buscarte, Rachel, y voy a retorcerte la espalda y nunca más te levantarás de la cama, NUNCA MÁS TE LEVANTARÁS DE LA CAMA...»
Church estaba subido a sus hombros, y entonces la cara de Zelda se transformó, y Rachel, muda de horror, vio que no era Zelda —¡qué estúpida equivocación!—, sino Gage. Y su cara no estaba lívida, sino sucia, manchada de sangre. Y terriblemente hinchada, como si hubiera sido destrozada y luego recompuesta por unas manos rudas e indiferentes.
Ella gritó su nombre y abrió los brazos. Él corrió hacia ella con una mano en la espalda, como si escondiera un ramo de flores que hubiera recogido en el prado de un vecino.
—¡Te traigo una cosa, mami! —gritaba—. ¡Te traigo una cosa, mami! ¡Te traigo una cosa! ¡Te traigo una cosa!
60
Cuando Louis Creed se despertó, el sol le daba de lleno en los ojos. Trató de incorporarse e hizo una mueca al sentir como un trallazo en la espalda. Era un dolor insoportable. Dejó caer la cabeza en la almohada y se miró. Estaba vestido. Joder.
Se quedó inmóvil un buen rato, disponiéndose a luchar contra la rigidez que le atenazaba todos los músculos, y se sentó en la cama.
—Oh, mierda —murmuró. Durante unos segundos, la habitación osciló ante sus ojos suave pero perceptiblemente. La espalda le latía como una muela podrida y cuando movía la cabeza le parecía que los músculos del cuello habían sido sustituidos por hojas de sierra. Pero lo peor era la rodilla. El linimento no le había hecho nada. Debió ponerse una inyección de cortisona. La hinchazón le tensaba la tela del pantalón. Allí dentro parecía haber un globo.
—Pues vaya si me lo casqué —murmuró—. ¡Ay, ay, ay...! ¡Qué bárbaro!
Dobló la rodilla muy despacio, para sentarse en el borde de la cama. Tenía los labios blancos de tanto apretarlos. Luego empezó a flexionarla un poco, dejando hablar al dolor, tratando de deducir de él la gravedad de la lesión, si podría...
«¡Gage! ¿Ha vuelto Gage?»
Esto le hizo ponerse en pie a pesar del dolor. Cruzó el dormitorio renqueando, salió al pasillo y entró en la habitación de Gage. Miró en torno ansiosamente, con el nombre de su hijo en los labios. Pero la habitación estaba vacía. Luego, se asomó a la habitación de Ellie, también vacía, y a la de los huéspedes. Esta última, que daba a la carretera, también estaba vacía; pero...
Había un coche desconocido parado enfrente, detrás de la camioneta de Jud.
—¿Y qué?
Pues que un coche desconocido sólo podía acarrear problemas. Eso.
Louis apartó los visillos y miró el coche con atención. Era pequeño, un Chevette azul. Y, enroscado en el techo, dormido al parecer, estaba Church.
Lo contempló largamente antes de soltar el visillo. Jud tenía visita, simplemente. ¿Y qué? Además, quizá aún era temprano para preocuparse por lo que fuera a ocurrir con Gage. Church no volvió hasta casi la una, y ahora sólo eran las nueve. Las nueve de una hermosa mañana de mayo. Bajaría a la cocina, haría café, sacaría la esterilla eléctrica y se la pondría en la rodilla, y...
«¿...y qué hace Church encima de ese coche?»
—Oh, anda ya... —dijo en voz alta y se fue por el pasillo, cojeando. Los gatos duermen en cualquier sitio, por algo son gatos.
«Salvo que Church ya no cruzaba la carretera para nada, ¿recuerdas?»
—Olvídalo ya —murmuró, y se paró a mitad de la escalera (que bajaba casi de lado). Estaba hablando solo y eso era mal síntoma. Eso significaba...
¿Qué era lo que vio en el bosque la noche pasada?
El pensamiento le acometió bruscamente, haciéndole apretar los labios lo mismo que el dolor de la rodilla cuando fue a saltar de la cama. Aquello lo había soñado. El sueño de Disney World parecía fundirse sin solución de continuidad con un sueño de aquella aparición. Había soñado que aquello le tocaba, echando a perder para siempre todos sus sueños hermosos y corrompiendo todas sus buenas intenciones. Era el "wendigo", que le había convertido no ya en caníbal, sino en padre de caníbales. En el sueño, él estaba en el Cementerio de Animales, pero no estaba solo, sino con Bill y Timmy Baterman. Y con Jud, que tenía cara de muerto y llevaba a su perro "Spot" atado con un trozo de cuerda de tender la ropa. Allí estaba Lester Morgan, con su toro "Hanratty" sujeto a una cadena de remolcar coches. "Hanratty" estaba tendido de lado y les miraba con un furor estúpido de drogado. Y también estaba Rachel, que por lo visto se había derramado el frasco de catsup o la mermelada de grosella en el vestido, porque lo tenía manchado de rojo.
Y, detrás del montón de troncos, alzándose con estatura titánica, con la piel amarilla y cuarteada como la de un reptil, unos ojos como faros antiniebla con caperuza y aquellas orejas que no eran orejas sino grandes cuernos de carnero, estaba el "wendigo", un animal con aspecto de lagarto nacido de mujer, que los señalaba con un dedo cartilaginoso, de uña puntiaguda, y ellos alzaban la cara para mirarle...
—Déjalo ya —susurró, y se estremeció al oír su propia voz. Ahora iría a la cocina y se prepararía un desayuno, como si aquél fuera un día cualquiera. Un buen desayuno de soltero, lleno de reconfortante colesterol. Un par de huevos fritos y bocadillos de fiambre con una rodaja de cebolla tierna cada uno. Olía a sudor, a tierra y a inmundicias, pero la ducha la reservaba para después; por el momento, no se sentía con ánimo de desnudarse, incluso tal vez tuviera que sacar el bisturí para cortar el pantalón y liberar su maltrecha rodilla. Era una lástima tratar así un instrumental tan bueno; pero en la casa no había cuchillo que cortara la gruesa lona del pantalón vaquero y las tijeras de labor de Rachel, mucho menos.
Pero lo primero, el desayuno.
Cruzó la sala dando un rodeo por la puerta principal para mirar el pequeño coche azul parado delante de la casa de Jud. Estaba cubierto de rocío, lo cual indicaba que llevaba allí un buen rato. Church seguía en el techo, pero ya no dormía, sino que parecía mirar fijamente a Louis con sus feos ojos amarillentos.
Louis se retiró de la puerta apresuradamente, como si le hubieran pillado fisgando.
Entró en la cocina, sacó una sartén, la puso en el fogón, tomó dos huevos de la nevera. La cocina estaba limpia, clara, luminosa. Louis trató de silbar —un silbido ambientaría la mañana—, pero no pudo. Las cosas parecían estar bien, pero no estaban bien. Sentía la casa terriblemente vacía, y el trabajo de la noche anterior le pesaba en los huesos. Las cosas estaban mal, muy mal; percibía una sombra que se cernía sobre él y sintió miedo.
Entró cojeando en el cuarto de baño y se tomó un par de aspirinas con un vaso de zumo de naranja. Cuando volvía a la cocina, sonó el teléfono.
No contestó enseguida, sino que lo miró sintiéndose lento y estúpido, como un cretino que jugara a algo sin saber las reglas.
«No contestes, no se te ocurra contestar, porque te van a dar la mala noticia, ahí está el final de la correa que te arrastra hacia el otro lado de la esquina, donde está lo oscuro, y estoy seguro de que no tienes ganas de ver lo que hay allí, Louis, seguro que no, de manera que no contestes y sal corriendo, el coche está en el garaje, sube a él y lárgate, pero no contestes al teléfono...»
Louis cruzó la habitación y levantó el auricular, apoyando una mano en la secadora, como tantas otras veces. Era Irwin Goldman, y en el momento en que Irwin decía hola, Louis vio las pisadas que cruzaban el suelo de la cocina —huellas de barro de unos pies pequeños— y sintió que el corazón se le paralizaba y que los ojos se le salían de las órbitas, y pensó que si en aquel momento se hubiera mirado al espejo habría visto una cara sacada de un grabado de un manicomio del siglo XVII. Eran las pisadas de Gage. Gage había estado allí, había estado allí durante la noche. Pero ¿dónde estaba ahora?
—Aquí Irwin, Louis... ¿Louis...? Oiga...
—Hola, Irwin —dijo él, sabiendo ya lo que iba a decir
Irwin. Ahora se explicaba la presencia del coche azul. Ahora se lo explicaba todo. La correa..., la correa que le arrastraba hacia la oscuridad... Ahora avanzaba deprisa, una mano delante de otra. Ah, si pudiera soltarse antes de ver lo que había al final... Pero era su correa. Él se la había buscado.
—Creí que nos habían cortado —dijo Goldman.
—Es que el teléfono me resbaló de la mano. —Louis tenía la voz serena.
—¿Rachel llegó bien?
—Oh, sí —respondió Louis, pensando en el coche azul, en cuyo techo dormía Church, aquel coche azul, tan quieto, mientras seguía con la mirada las marcas de barro del suelo.
—Tengo que hablar con ella —dijo Goldman—. Cuanto antes. Se trata de Ellie.
—¿Ellie? ¿Qué tiene Ellie?
—Creo que es con Rachel...
—Rachel no está aquí en este momento —dijo Louis ásperamente—. Fue a la tienda, a buscar leche y pan. ¿Qué le pasa a Ellie? ¡Vamos, Irwin!
—Hemos tenido que llevarla al hospital —dijo Goldman a regañadientes—. Tuvo una serie de pesadillas. Estaba histérica y no reaccionaba. Estaba...
—¿La han sedado?
—¿Cómo?
—Que si le dieron un sedante —dijo Louis, irritado.
—Oh, sí, sí. Le dieron una píldora y volvió a dormirse.
—¿Dijo algo? ¿Qué fue lo que la asustó? —Los nudillos de la mano que sostenía el teléfono estaban blancos.
En el otro extremo del hilo se hizo el silencio, un silencio largo. Esta vez Louis no apremió a Irwin, por más que lo deseaba.
—Eso fue lo que asustó a Dory —dijo Irwin al fin—. Ellie dijo muchas cosas antes de ponerse... Antes de que el llanto le impidiera hablar. La misma Dory estaba..., ya sabes.
—¿Qué dijo?
—Dijo que Oz el Grande y Terrible había matado a su madre. Pero no lo dijo así. Dijo... dijo «Oz el Ggande y Teggible» que era como lo decía nuestra otra hija. Nuestra hija Zelda. Louis, yo preferiría preguntarle esto a Rachel, pero, dime, ¿qué sabe Eileen de Zelda y de la forma en que murió?
Louis tenía los ojos cerrados. El mundo parecía oscilar ligeramente bajo sus pies, y la voz de Goldman parecía llegarle a través de una espesa niebla.
Tal vez oigas sonidos como de voces, pero no son más que los somormujos del lado de Prospect. El eco llega lejos.
—Louis, ¿estás ahí?
—¿Se pondrá bien? —preguntó Louis. Su propia voz sonaba lejana—. ¿Han hecho un diagnóstico?
—Un trauma psíquico provocado por la muerte de su hermano —dijo Goldman—. La ha visto mi propio médico, Lathrop. Es muy bueno. Dijo que tenía un grado de fiebre y que cuando despertara esta tarde quizá no se acordara de nada. Pero a mí me parece que Rachel debería volver. Louis, estoy asustado. Y tú también debes venir.
Louis no respondió. El ojo de Dios mira al gorrión, o eso decía el buen rey Jaime. Pero Louis, un ser muy inferior, miraba las huellas de barro.
—Gage ha muerto, Louis —decía Goldman—. Comprendo que aceptar eso tiene que ser muy duro, tanto para Rachel como para ti. Pero vuestra hija está viva y os necesita.
«Sí, lo acepto. Puede que seas un cabrito estúpido, Irwin, pero tal vez aquella pesadilla que viviste con tus hijas un día de abril de 1965 te dio cierta comprensión. Ella me necesita, pero yo no puedo ir porque mucho me temo que tengo las manos manchadas de la sangre de su madre.»
Louis se miraba las manos. Miraba la tierra que tenía debajo de las uñas que se parecían mucho a la tierra de aquellas pisadas que había en el suelo de la cocina.
—Tienes razón —dijo—. Saldremos para allá en cuanto podamos. Quizá lleguemos esta misma noche. Gracias por todo.
—Hemos hecho lo que hemos podido —dijo Goldman—. Quizá es que somos muy viejos. Quizá, Louis, es que siempre lo fuimos.
—¿Dijo Ellie algo más? —preguntó Louis.
La respuesta de Goldman fue como el tañido de una campana que tocara a muerto contra la pared de su corazón.
—Muchas cosas, pero lo único que entendí fue: «Dice Pascow que ya es tarde.»
* * *
Louis colgó el auricular y se fue hacia el fogón, como si pretendiera seguir preparando el desayuno o recoger las cosas, no sabía exactamente, pero hacia la mitad del trayecto sintió un vahído, se le nubló la vista y se desmayó. Aquello era desmayarse, porque parecía que perdía el conocimiento. Caía y caía hacia las profundidades, entre nubes, dando vueltas y vueltas, hizo un "looping", un par de péndulos, un deslizamiento Immelmann... Luego cayó sobre la rodilla mala y el fogonazo de dolor que estalló en su cabeza le hizo volver en sí con un alarido. Se quedó unos instantes sin poder moverse, con lágrimas en los ojos.
Luego consiguió ponerse en pie y se quedó balanceándose. Pero volvía a tener la cabeza clara. Por lo menos, eso ya era algo, ¿no?
Sintió por última vez el impulso de huir, más imperioso que nunca. Hasta llegó a palpar con la mano el reconfortante bulto de las llaves del coche. Subiría al Civic y se iría a Chicago. Allí recogería a Ellie. Claro que Godman ya sabría que algo andaba mal, que algo estaba terriblemente mal; pero, a pesar de todo, se la llevaría... Si era necesario, la raptaría.
Luego, dejó caer la mano. Lo que sofocó el impulso no fue ni una sensación de futilidad, ni un sentimiento de culpabilidad, ni la desesperación, ni el profundo cansancio. Fueron aquellas marcas de barro en el suelo de la cocina. Mentalmente, las vio recorrer todo el país —primero, hasta Illinois, después, hasta Florida— y por todo el mundo si era preciso. Lo que tú adquieres te pertenece y lo que te pertenece acaba siempre por volver a ti.
Un día abriría una puerta y allí estaría Gage, una parodia demencial de su antiguo ser, con una sonrisa siniestra y sus claros ojos azules, turbios y malévolos. O Ellie abriría la puerta del baño para darse su ducha matinal y encontraría a Gage en la bañera, con el cuerpo lleno de bultos y costurones, limpio pero apestando a tumba.
Oh, sí; ese día llegaría, indudablemente.
—¿Cómo he podido ser tan estúpido? —preguntó hablando solo otra vez, y sin que le importara—. ¿Cómo...?
«Pena, Louis, no estupidez. Existe una diferencia..., pequeña pero vital. La batería de ese cementerio indio subsiste. Y su poder aumenta, dijo Jud, y tenía razón, desde luego, y ahora tú formas parte de su poder. Porque se ha cebado en tu dolor... Más aún, se ha duplicado, se ha triplicado, se ha multiplicado hasta el infinito. Pero no sólo se alimenta de dolor. También ha devorado tu razón. Y la brecha fue la falta de conformidad, algo muy corriente. Te ha costado a tu mujer y te ha costado también a tu mejor amigo, además de tu hijo. Ni más ni menos. Cuando te descuidas y tardas más de la cuenta en ahuyentar lo que viene a llamar a tu puerta en plena noche, lo que te encuentras es esto: la oscuridad total.»
«Ahora debería suicidarme —pensó—, y seguramente estará en el programa, ¿no? Tengo el equipo en el maletín. Todo ha estado muy bien traído desde el principio. El cementerio indio, el "wendigo", lo que sea, obligó al gato a salir a la carretera, y tal vez obligó también a Gage, y trajo a casa a Rachel, pero, eso sí, cada cosa en su momento. Sin duda está previsto que me suicide... y las ganas no me faltan.»
«Pero antes hay que dejar las cosas bien arregladas, ¿no?»
Tenía que ocuparse de Gage. Gage andaba por ahí. En algún sitio.
* * *
Siguió las huellas por el comedor, la sala y la escalera. Allí estaban borrosas porque él las pisó al bajar, sin darse cuenta. Entraban en el dormitorio. «Ha estado aquí —pensó Louis, sorprendido—. Aquí mismo.» Y entonces vio el maletín abierto.
Su contenido, que él mantenía siempre minuciosamente ordenado, estaba revuelto. Pero Louis no tardó en descubrir que faltaba el bisturí, y se cubrió la cara con las manos, y se quedó un rato sentado en la cama, gimiendo de desesperación.
Luego, volvió a abrir el maletín y se puso a buscar.
Otra vez abajo.
El chasquido de la puerta de la despensa al abrirse. El de un armario que se abría y se cerraba. El zumbido del abrelatas eléctrico. Por último, la puerta del garaje. Y la casa quedó vacía al sol de mayo, tan vacía como aquel día de agosto del año anterior, en que esperaba a sus nuevos ocupantes... Como esperaría a otros en el futuro. Tal vez, una pareja de recién casados sin hijos (pero con ilusiones y proyectos). Una pareja joven y brillante que bebería vino Mondavi y cerveza Löwenbräu. Él podría ser el jefe del departamento de créditos del Banco del Nordeste y ella, diplomada en higiene dental o con tres años de práctica de ayudante del optometrista. Él cortaría leña para la chimenea y ella llevaría pantalón de pana con peto y recogería hierbas de otoño en el campo de Mrs. Vinton, para hacer un centro de mesa, con el pelo peinado con cola de caballo, una nota luminosa bajo el cielo gris, totalmente ajena al buitre invisible que planeaba en las alturas. Los nuevos dueños de la casa se felicitarían de su falta de superstición y su sensatez al haberse quedado con la casa a pesar de su historia. Dirían a sus amistades que había sido una ganga y harían chistes acerca del fantasma del desván, y todos tomarían otra Löwenbräu y otra copa de Mondavi y quizá jugaran al chaquete o a las cartas. Y quizá tuvieran perro.
61
Louis se paró en el bordillo para que pasara un camión Orinco cargado de fertilizante, que venía zumbando, y cruzó la carretera en dirección a la casa de Jud, arrastrando su sombra que apuntaba al oeste. Llevaba en la mano una lata abierta de Calo, alimento para gatos.
Church, al verle acercarse, se irguió con mirada alerta.
—Hola, Church —dijo Louis contemplando la silenciosa casa—. ¿Quieres tomar un bocadito?
Puso la lata encima del maletero del Chevette y se quedó mirando cómo Church saltaba rápidamente del techo del coche y empezaba a comer. Entonces Louis metió la mano en el bolsillo de la chaqueta. Church volvió la cabeza, tensando los músculos, como si le hubiera leído el pensamiento. Louis sonrió y se alejó del coche. Church volvió a comer, y Louis sacó una jeringuilla del bolsillo, rompió la bolsa de papel y la llenó con 75 miligramos de morfina. Volvió a guardar la ampolla multidosis en el bolsillo y se acercó a Church que una vez más le miró con recelo. Louis sonrió al gato y dijo:
—Come, come, Church. Así, muy bien... Ajajá, vamos allá. —Acarició el lomo del animal, sintió cómo éste se arqueaba y cuando Church volvió a comer, Louis le agarró por las hediondas ancas y hundió toda la aguja en el muslo.
Church pareció electrizarse. Se debatía, bufaba y arañaba. Pero Louis no le soltó hasta que hubo vaciado la jeringuilla. Entonces Church saltó al suelo silbando como una tetera y mirándole con furia y rencor en sus ojos turbios. Aún tenía la aguja clavada y la jeringuilla colgando que luego se desprendió y se rompió. No importaba. Louis tenía más.
El gato se fue hacia la carretera, luego dio media vuelta y regresó a la casa, como si recordase algo. A mitad de camino, empezó a tambalearse como un borracho. Llegó hasta la escalera, subió el primer peldaño y cayó, quedando tendido de lado en la senda de cemento, respirando débilmente.
Louis miró al interior del Chevette. Por si necesitaba confirmación de lo que le anunciaba aquella piedra que tenía en lugar de corazón, allí estaba el bolso de Rachel, el pañuelo del cuello y un fajo de pasajes de avión que asomaban de una carpeta de Delta Airlines.
Cuando Louis se volvió otra vez hacia el porche, el costado de Church había dejado de temblar. Church había muerto. Otra vez.
Pasando por encima de él, Louis subió las escaleras del porche.
—¿Gage?
El recibidor estaba fresco. Fresco y oscuro. La palabra cayó en el silencio como una piedra en un pozo profundo. Louis arrojó otra.
—¿Gage?
Nada. No se oía ni el tictac del reloj de la sala. Nadie le había dado cuerda aquella mañana.
Pero había huellas de barro en el suelo.
Louis entró en la sala. Olía a tabaco frío y rancio. Vio la mecedora de Jud delante del mirador. Estaba ladeada, como si se hubiera levantado bruscamente. Había un cenicero en el alféizar de la ventana, con un perfecto cilindro de ceniza.
«Jud estuvo aquí sentado vigilando. ¿Vigilando el qué? Vigilando la carretera, desde luego, para verme llegar. Pero no me vio. Lo cierto es que no me vio.»
Louis vio las cuatro latas de cerveza bien alineadas. No eran suficiente para hacerle dormir, pero tal vez se levantó para ir al cuarto de baño. De todos modos, demasiada casualidad.
Las huellas se acercaban al sillón. Mezcladas con las huellas humanas, se veían otras, más borrosas, de patas. Como si Church hubiera pisado el barro que iban dejando los pequeños zapatos de Gage. Luego, las huellas se dirigían hacia la puerta oscilante de la cocina.
Con el corazón desbocado, Louis siguió el rastro.
Al abrir la puerta, vio los pies de Jud, su viejo mono verde, la camisa de franela a cuadros. El anciano estaba tendido con las piernas abiertas en un gran charco de sangre que empezaba a secarse.
Louis se tapó los ojos con los puños, como si quisiera destrozarse la vista. Pero no podía; veía unos ojos, los ojos de Jud, abiertos, acusándole, tal vez acusándose a sí mismo, por haber provocado todo aquello.
«Pero ¿fue él quien empezó? —se preguntó Louis—. ¿Fue él realmente?»
A Jud se lo dijo Stanny B., y a Stanny B. se lo dijo su padre, y al padre de Stanny B. se lo dijo su padre, el último traficante en pieles que negociaba con los indios, un francés de las tierras del norte, de la época en que Franklin Pierce era presidente.
—Oh, Jud, lo siento —susurró Louis.
Los ojos de Jud le miraban inexpresivamente.
—Lo siento mucho —repitió Louis.
Sus pies parecían moverse automáticamente, y su pensamiento volvió de pronto al día de Acción de Gracias, al pavo que Norma preparó para la comida que los tres celebraron alegremente, los dos hombres, con cerveza y ella, con un vasito de vino blanco, sobre el mantel blanco que ella sacó del cajón de abajo, como él lo sacó ahora; sólo que ella lo puso en la mesa, fijándolo con bonitos candelabros de peltre, mientras que él...
Louis vio inflarse la tela sobre el cuerpo de Jud, cubriendo piadosamente la cara muerta. Casi inmediatamente, pequeños pétalos escarlata aparecieron en aquel campo blanquísimo.
—Lo siento —dijo por tercera vez—. Lo s...
Entonces algo se movió en el piso de arriba, se oyó un roce y la palabra se le quedó en los labios. Fue un ruido leve y sigiloso, pero deliberado. Oh, sí, estaba seguro. Un sonido producido para que él lo oyera.
Sus manos querían temblar, pero él no lo permitió. Se acercó a la mesa de la cocina, cubierta con su mantel de hule a cuadros, y metió la mano en el bolsillo. Sacó otras tres jeringuillas Becton—Dickinson, rasgó los envoltorios y las dejó cuidadosamente alineadas. Luego las llenó de morfina suficiente para matar a un caballo —o al toro "Hanratty", si era necesario— y volvió a guardarlas en el bolsillo.
Salió de la cocina, cruzó la sala y, desde el pie de la escalera, llamó:
—¿Gage?
De las sombras del piso de arriba brotó una risa apagada, una risa fría y sin alegría que puso un hormigueo en la espalda de Louis.
Empezó a subir la escalera.
Fue una ascensión muy larga. Igual de larga (y horriblemente corta) debía de parecer la escalera del cadalso al condenado que la subía con las manos atadas a la espalda, sabiendo que cuando no pudiera seguir silbando se mearía.
Por fin llegó arriba y se paró mirando la pared, con una mano en el bolsillo. ¿Cuánto rato estuvo así? No lo sabía. Ahora notaba cómo empezaba a resquebrajarse su razón. Era una sensación casi física. Era interesante. Imaginaba que así podría sentirse un árbol (suponiendo que los árboles sintieran) cargado de una gran masa de hielo, poco antes de ser tronchado por el vendaval. Resultaba interesante... y hasta divertido.
—Gage, ¿quieres ir a Florida conmigo? —gritó al fin.
Otra vez la risa.
Louis se volvió y se encontró con el cuadro de su mujer —a la que un día él llevara una rosa entre los dientes— tendida en medio del pasillo, muerta. Tenía las piernas abiertas, al igual que Jud y la espalda y la cabeza apoyadas contra la pared. Parecía una mujer que se hubiera quedado dormida mientras leía en la cama.
Louis se acercó a ella.
«Hola, amor mío —pensó—, has vuelto a casa.»
La sangre había salpicado el papel de la pared de garabatos estúpidos. La habían apuñalado una docena de veces, o tal vez dos. Su bisturí había hecho el trabajo.
De pronto, la vio, la vio realmente, y Louis Creed se puso a gritar.
Sus gritos resonaban en las paredes de aquella casa, en la que ahora sólo la muerte vivía y andaba. Con los ojos desorbitados, la cara lívida, el pelo erizado, Louis gritaba. Los sonidos que salían de su garganta congestionada eran como las campanas del infierno, unos gritos terribles que marcaban la pérdida no del amor, sino de la razón. De pronto, en su cerebro irrumpieron a un tiempo todas aquellas imágenes horrendas. Víctor Pascow agonizando en la moqueta de la enfermería, Church con fragmentos de plástico verde en los bigotes, la gorra de Gage, llena de sangre en mitad de la carretera y, lo peor de todo, aquella cosa que viera cerca del pantano, la cosa que arrancara un árbol a su paso, la criatura de los ojos amarillos, el "wendigo", el espíritu de las tierras del norte cuyo contacto despierta apetitos inconfesables.
A Rachel no la habían matado simplemente.
Se habían ensañado con ella.
(¡CLIC!)
El clic sonó dentro de su cabeza. Era el chasquido de un relé al fundirse definitivamente, el sonido del rayo al caer, el sonido de una puerta al abrirse.
Louis levantó la vista, aturdido, con el grito temblándole aún en la garganta, y allí estaba Gage por fin, con la boca ensangrentada y los labios abiertos en una sonrisa diabólica. En una mano sostenía el bisturí de Louis.
Cuando fue a clavárselo, Louis retrocedió instintivamente, el bisturí le pasó rozando la cara y Gage perdió el equilibrio. «Es tan torpe como Church», pensó Louis, acabando de derribarlo con una zancadilla. Gage cayó de bruces y, antes de que pudiera levantarse, Louis ya estaba sentado sobre él, oprimiendo con una rodilla la mano que sostenía el bisturí.
—No —jadeó la criatura, debajo de él, contrayendo la cara en una mueca y con una estúpida mirada de rencor en sus ojos mezquinos—. No, no, no...
Louis sacó una de las jeringuillas. Tenía que obrar con rapidez. Aquella cosa era resbaladiza como un pez engrasado, y no soltaba el bisturí, por más que le apretara la muñeca. Y su cara se transformaba a ojos vistas. Era la cara de Jud, con la fijeza de la muerte; era la cara destrozada de Víctor Pascow, poniendo los ojos en blanco; era la propia cara de Louis como reflejada en un espejo, atrozmente pálida y marcada por la locura. Por fin, se transformó en la cara de la criatura del bosque, con su frente estrecha, los ojos amarillos, la lengua larga, puntiaguda y bífida, sonriendo sardónicamente y resoplando.
—No, no, no-no-no.
La cosa dio una fuerte sacudida y la jeringuilla rodó por el suelo del pasillo. Louis sacó otra y la clavó en los riñones de Gage.
La cosa gritó, forcejeando hasta casi derribarle. Louis, con un gruñido, sacó la tercera jeringuilla, la clavó en el brazo de Gage y vació todo su contenido. Luego, se levantó y retrocedió por el pasillo. Gage se puso en pie lentamente y empezó a ir hacia él, tambaleándose. Dio cinco pasos y el bisturí se le cayó de la mano y quedó clavado en la madera, temblando. Diez pasos más, y empezó a apagarse aquella extraña luz amarilla de sus ojos. Otros dos, y cayó de rodillas.
Entonces Gage le miró y, durante un momento, Louis vio a su hijo —su verdadero hijo— con la cara triste y dolorida.
—¡Papá! —gritó, y cayó de cara.
Louis permaneció un momento a la expectativa y se acercó a Gage con precaución, esperando algún truco. Pero no hubo truco, ni salto repentino al cuello con las manos agarrotadas. Louis le palpó la garganta con dedos expertos hasta encontrar el pulso. Hacía de médico por última vez en su vida. Estuvo controlando el pulso hasta que se extinguió.
Entonces Louis se levantó y se fue a un rincón del pasillo. Se sentó en el suelo, hecho una bola, apretándose contra el rincón más y más. Descubrió que abultaba todavía menos si se metía el pulgar en la boca, y así lo hizo.
* * *
Allí se quedó durante más de dos horas... y entonces, poco a poco, empezó a perfilarse ante él una idea tenebrosa, pero, eso sí, perfectamente plausible. Se sacó el pulgar de la boca con un sonoro chasquido, y Louis...
("ajajá, vamos allá")
... se puso otra vez en movimiento.
* * *
Sacó una sábana de la cama del dormitorio en el que se escondiera Gage y la llevó al pasillo. Envolvió con ella el cuerpo de su mujer, cariñosamente, con sumo cuidado. Estaba tarareando pero no se daba cuenta.
* * *
Encontró gasolina en el garaje de Jud. Diez litros en un bidón rojo, al lado de la segadora. Más que suficiente. Empezó por la cocina, donde estaba Jud, debajo del mantel de Acción de Gracias. Lo empapó bien. Luego, con el bidón boca abajo, pasó a la sala y roció la alfombra, el sofá, el revistero, las butacas, salió al recibidor y fue al dormitorio de atrás. El olor a gasolina era fuerte y dulzón.
Las cerillas de Jud estaban al lado del sillón desde que él montara su infructuosa guardia, encima de los cigarrillos. Louis las tomó. En el umbral de la puerta principal, encendió una cerilla y la lanzó por encima del hombro antes de salir. La ignición fue inmediata y brutal. Sintió en la nuca un fuerte calor y cerró la puerta con todo cuidado. Se quedó unos instantes en el porche, viendo danzar las llamas anaranjadas detrás de los visillos de Norma. Luego, cruzó el porche, recordando las cervezas que él y Jud habían tomado allí hacía un millón de años y escuchando el rugido de las llamas.
Y se marchó.
62
Steve Masterton dobló la curva que quedaba frente a la casa de Louis y enseguida vio el humo. Pero no salía de casa de Louis, sino de enfrente, donde vivía el vejestorio.
Venía porque estaba preocupado por Louis, muy preocupado. Miss Charlton le había hablado de la llamada de Rachel, y él empezó a hacer cábalas acerca de lo que pudiera estar planeando Louis.
Era una preocupación vaga, pero persistente. No estaría tranquilo hasta cerciorarse de que todo estaba bien... Todo lo bien que cabía esperar, dadas las circunstancias.
El tiempo primaveral había vaciado la enfermería como por arte de magia, y Surrendra le dijo que podía marcharse, que él se encargaría de lo que se presentara. Y Steve había montado en su Honda que tuvo hibernando en el garaje hasta el fin de semana anterior, y puesto rumbo a Ludlow. Tal vez apretaba la moto un poco más de lo estrictamente necesario, pero la inquietud no le abandonaba; era algo que le roía el estómago. Y luego estaba la absurda sensación de que iba a llegar tarde. Era estúpido, desde luego, pero no conseguía dominar un hormigueo parecido al que sintió el otoño anterior, cuando ocurrió lo de Pascow: era casi como un chasco. Steve no era hombre religioso, ni mucho menos (en la universidad fue socio de la Sociedad Atea durante dos semestres y si se borró fue porque el tutor le dijo —confidencialmente, desde luego— que ello podía mermar sus posibilidades de conseguir una beca), pero reconocía que estaba tan sujeto como cualquier otro mortal a esas condiciones biológicas o biorrítmicas que podían interpretarse como presentimientos, y de algún modo la muerte de Pascow pareció marcar la pauta para todo el año. Que no había sido bueno precisamente. Dos parientes de Surrendra habían sido encarcelados en su país por cuestiones políticas, y Surrendra le había dicho que seguramente uno de ellos —un tío al que quería mucho— ya habría muerto. Surrendra lloraba al decírselo, y las lágrimas de aquel indio, de ordinario tan jovial, impresionaron profundamente a Steve. Y la madre de Miss Charlton había sufrido una mastectomía radical, y la enérgica enfermera-jefe no se sentía muy optimista respecto a las posibilidades de su madre de no sufrir una recaída. El propio Steve había asistido a cuatro entierros desde la muerte de Pascow; una cuñada, muerta en accidente de carretera; un primo, electrocutado al intentar subir a un poste de la electricidad por una apuesta; un abuelo, y el chico de Louis, desde luego.
Steve apreciaba sinceramente a Louis y quería asegurarse de que estaba bien. Últimamente había pasado un infierno. Al ver el humo, lo primero que pensó fue: otra cosa que agradecer a Víctor Pascow que, al morir parecía haber desencadenado una racha de mala suerte para aquella pobre gente. Pero esto era una estupidez, y la casa de Louis era la prueba: estaba perfectamente tranquila y pulcra, una muestra de la grácil arquitectura de Nueva Inglaterra, bañada por el sol de la mañana.
Varias personas corrían hacia la casa del vejestorio y, al entrar en el sendero asfaltado del jardín de Louis, Steve vio a un individuo cruzar el porche y acercarse a la puerta principal de la casa para retroceder inmediatamente. Y con muy buen acuerdo, ya que al momento el cristal central de la puerta estalló y las llamas salieron violentamente por el hueco. Si el muy imbécil llega a abrir la puerta la llamarada le hubiera dejado asado.
Steve desmontó y desplegó el caballete de la Honda, olvidándose de Louis por el momento. El antiguo misterio del fuego le atraía. Habían acudido una media docena de personas. Salvo el héroe frustrado, que seguía en el jardín de los Crandall, todos se mantenían a distancia prudencial. Ahora estallaron las ventanas del porche. Las astillas de cristal volaban por los aires. El héroe frustrado hundió la cabeza entre los hombros y salió corriendo. Las llamas recorrían la pared interior del porche como manos que tantearan levantando burbujas en la pintura blanca. Uno de los sillones de roten se incendió.
Entre el crepitar del fuego, se oía gritar al héroe frustrado con una especie de optimismo chillón y absurdo:
—¡Arderá hasta los cimientos! ¡Seguro, arderá hasta los cimientos! Como Jud esté dentro, va listo. Mil veces le he avisado de la creosota de la chimenea...
Steve abrió la boca para gritarles si habían llamado a los bomberos, pero en aquel momento empezó a oír el aullido lejano de las sirenas. Muchas sirenas. Habían llamado a los bomberos, pero el héroe frustrado tenía razón: la casa iba a arder hasta los cimientos. Las llamas salían ya por media docena de ventanas, y el alero frontal tenía una membrana de fuego casi transparente sobre sus brillantes tejas verdes.
Entonces Steve se acordó de Louis y se volvió hacia la casa; por más que, de haber estado allí, Louis se habría unido a los demás.
En aquel momento, Steve captó algo de refilón.
Más allá del sendero de coches del jardín de Louis había una gran extensión de terreno que ascendía suavemente por una ladera. Aquel mes de mayo, la hierba estaba ya muy alta, pero Steve veía un camino tan recortado como un campo de golf que serpenteaba por la ladera, elevándose hacia los bosques que, espesos y verdes, empezaban en la misma línea del horizonte. Y allí, donde el verde pálido de la hierba lindaba con la oscura franja del bosque, Steve divisó algo que se movía. Fue como un destello blanco que desapareció enseguida; pero él habría jurado que había visto a un hombre cargado con una cosa blanca.
«Era Louis —le dijo su mente con irracional certeza—. Era Louis y procura darte prisa en alcanzarle, porque ha ocurrido algo muy malo y pronto ocurrirá algo peor, como tú no lo impidas.»
Steve se quedó indeciso en el sendero asfaltado, haciendo oscilar el cuerpo de uno a otro pie.
«Steve, chico, estás cagado de miedo, ¿no?»
Lo estaba, sí. Cagado de miedo, y sin motivo. Pero sentía también una cierta..., una cierta...
("atracción")
... sí, una cierta atracción que partía de aquel sendero que subía por la ladera y que sin duda continuaba por el bosque. Porque el camino tenía que llevar a algún sitio, ¿no? Por supuesto. Todos los caminos llevan a algún sitio.
«Louis. No te olvides de Louis, cretino. Tú has venido a ver a Louis, ¿recuerdas?, y no a explorar los bosques.»
—¿Qué tienes ahí, Randy? —preguntó el héroe frustrado. Su voz, chillona y optimista, se oía con claridad.
La respuesta de Randy quedó casi, aunque no del todo, sofocada por las sirenas de los bomberos que se acercaban.
—Un gato muerto.
—¿Quemado?
—No se le ve quemado —respondió Randy—. Sólo muerto.
Y el pensamiento de Steve, implacable, insistía en lo mismo, como si la conversación que acababan de mantener al otro lado de la calle aquellos dos hombres, tuviera algo que ver con lo que él había visto, o creído ver. Ése era Louis.
Entonces se puso en movimiento, empezó a trotar por el camino hacia el bosque, dejando el fuego a su espalda. Sudaba copiosamente cuando llegó al linde del bosque, y agradeció la sombra de los árboles. Se respiraba el olor dulce del pino, olor a corteza y a savia.
Una vez en el bosque, echó a correr, sin saber por qué corría ni por qué el pulso le latía a ritmo acelerado. El aire le silbaba en los pulmones. Aún pudo avistar el tren cuando empezó la cuesta abajo —el camino estaba admirablemente limpio—, pero cuando llegó al arco de entrada del Cementerio de Animales iba apenas a paso de marcha. Sentía un pinchazo candente en el costado derecho, cerca de la axila.
Sus ojos apenas repararon en los círculos de tumbas: las planchas de hojalata, las placas de madera, las losas de pizarra. Su mirada estaba fija en una asombrosa visión que tenía lugar al otro lado de la explanada circular. Su mirada estaba fija en Louis, que trepaba por un montón de troncos, desafiando la ley de la gravedad. Subía por los empinados troncos paso a paso, mirando hacia delante, como hipnotizado o sonámbulo. En brazos llevaba la cosa blanca que Steve viera por el rabillo del ojo. A esta distancia, su forma era inconfundible; aquello era un cuerpo humano. Asomaba un pie, calzado con zapato negro de medio tacón. Y Steve tuvo súbitamente la espantosa certeza de que Louis llevaba el cuerpo de Rachel.
Louis tenía todo el pelo blanco.
—¡Louis! —gritó Steve.
Louis no se detuvo ni vaciló. Llegó a lo alto de los troncos y empezó a descender por el otro lado.
«Se va a caer —pensó Steve incoherentemente—. Hasta ahora ha tenido suerte, pero dentro de nada se caerá, y mientras no se rompa más que una pierna...»
Pero Louis no se cayó. Llegó al suelo y Steve lo perdió de vista hasta que reapareció un trecho más allá, andando en dirección al bosque.
—¡Louis! —volvió a gritar Steve.
Esta vez Louis se detuvo y miró atrás.
Steve quedó mudo de asombro. No era sólo el pelo blanco, también la cara de Louis parecía la de un viejo muy viejo.
Al principio, Louis no pareció reconocerle. Después, poco a poco, como si alguien estuviera maniobrando un reostato en su cerebro, su expresión se animó y sus labios se movieron espasmódicamente. Steve tardó algún tiempo en darse cuenta de que Louis trataba de sonreír.
—Steve —dijo con voz roca e insegura—. Hola, Steve. Voy a enterrarla. Tendré que hacerlo con las manos. Tal vez me lleve hasta la noche. Ahí arriba es muy duro el suelo. Supongo que no querrías ayudarme, ¿verdad?
Steve abrió la boca, pero no le salían las palabras. A pesar de la sorpresa, a pesar del horror, él deseaba "ayudar" a Louis. Allí, en aquel bosque, le parecía correcto, lo más..., lo más natural.
—Louis —consiguió decir al fin con la voz rota—, ¿qué ha pasado? Dios del cielo, ¿qué ha pasado? ¿Ha sido...? ¿Ha sido en el incendio?
—Para Gage esperé demasiado —dijo Louis—. Algo entró en él porque esperé demasiado. Pero con Rachel será distinto, Steve. Estoy convencido.
Se tambaleaba ligeramente, y Steve comprendió que Louis se había vuelto loco. Lo comprendió con toda claridad. Louis estaba loco y espantosamente cansado. Pero, para su confuso cerebro, sólo esto último parecía importar.
—Me vendría bien una ayuda —dijo Louis.
—Aunque quisiera ayudarte, Louis, no podría trepar por ese montón de troncos.
—Oh, sí —dijo Louis—. Sí que podrías. No tienes más que pisar fuerte y no mirar abajo. Éste es el secreto, Steve.
Entonces giró sobre sus talones y siguió andando, y aunque Steve le llamaba, Louis se metió en el bosque sin volver la cabeza. Durante varios segundos, Steve distinguió el parpadeo de la sábana blanca entre los árboles, y luego desapareció.
Steve corrió hacia los troncos y empezó a subir sin pensar en nada, al principio buscando asidero con las manos, tratando de pasar el obstáculo a gatas, pero luego se puso de pie y al hacerlo se sintió invadido de una euforia que le incitaba a la temeridad; era como respirar oxígeno puro. Creía poder conseguirlo, y lo consiguió. Con paso firme y rápido, llegó hasta la cima y se detuvo, oscilando sobre sus pies. Ahora veía a Louis avanzar por el sendero del bosque.
Louis se volvió a mirar a Steve. Llevaba en brazos a su esposa, envuelta en una sábana ensangrentada.
—Tal vez oigas sonidos —dijo Louis—, sonidos como de voces. Pero no son más que los somormujos, del lado de Prospect. El eco llega muy lejos. Es muy curioso.
—Louis...
Pero Louis ya volvía a caminar.
Steve estuvo a punto de seguirle. Le faltó muy poco.
«Yo podría ayudarle, si es eso lo que quiere... y deseo ayudarle, sí. Es la pura verdad, porque aquí hay algo raro y me gustaría descubrirlo. Parece algo muy..., muy importante. Parece como un secreto. Como un misterio.»
Entonces una rama se partió bajo sus pies, con un estampido seco, como un tiro. Aquello le hizo volver en sí y darse cuenta de dónde estaba y de lo que hacía. Aterrorizado, dio media vuelta torpemente buscando el equilibrio con los brazos extendidos, y en la cara la mueca de horror del sonámbulo que despierta en el alero de un rascacielos.
«Ella ha muerto, y yo diría que la ha matado Louis. Louis se ha vuelto loco, loco de atar, pero...»
Pero allí había algo peor que la locura, algo mucho, mucho peor. Era como si en aquellos bosques hubiera un imán y él sintiera su magnetismo en una parte de su cerebro. Y le atraía hacia el lugar al que Louis llevaba a Rachel.
"Ven, recorre el sendero... recorre el sendero para ver adónde va. Aquí tenemos mucho que enseñarte, Steverino, cosas que ignoran los de la Sociedad Atea de Lake Forest".
Y entonces, quizá porque, sencillamente, ya tenía suficiente para un día y de pronto perdió todo interés en él, el lugar dejó de ejercer atracción sobre su cerebro. Steve dio dos pasos de borracho al ir a bajar de los troncos. Se rompieron más ramas con una ronca crepitación y su pie izquierdo se hundió en aquella maraña de madera muerta. Unas afiladas astillas le arrancaron la zapatilla y le arañaron cuando él retiró el pie bruscamente y cayó de cara sobre el suelo del Cementerio de Animales rozando un trozo de madera de una caja de naranjas que hubiera podido clavársele en el vientre.
Steve se puso en pie, aturdido, preguntándose qué le había pasado, y si le había pasado algo, ya empezaba a parecer un sueño.
Y entonces, en los bosques del otro lado del montón de troncos, unos bosques tan espesos que en ellos la luz era empañada y verde hasta en los días más radiantes, resonó una carcajada grave. El sonido era enorme. Steve no pudo ni siquiera tratar de imaginar la clase de criatura capaz de producirlo.
Steve corría con un pie descalzo, tratando de gritar, pero sin conseguirlo. Aún corría cuando llegó a casa de Louis y aún trataba de gritar cuando puso en marcha la moto y salió a la carretera 15. Estuvo a punto de chocar con un coche-bomba que llegaba de Brewer. En el interior de su casco Bell, su cabello estaba de punta.
Cuando Steve llegó a su apartamento de Oronco, ya no recordaba con precisión haber estado en Ludlow. Llamó a la enfermería para decir que estaba enfermo, tomó una píldora y se acostó.
Steve Masterton no volvió a acordarse de aquel día... salvo en sueños, esos sueños profundos que se tienen de madrugada, en los que sentía que algo enorme pasaba por su lado, algo que iba a tocarle y que después, en el último segundo, retiraba su mano inhumana.
Algo con unos grandes ojos amarillos que brillaban como faros antiniebla.
A veces Steve se despertaba gritando, con los ojos desorbitados y pensaba: «Te parece que gritas, pero son los somormujos, del lado de Prospect. El eco llega muy lejos. Es curioso.»
Pero él no sabía, no podía recordar lo que significaba este pensamiento. Al año siguiente, encontró un empleo en San Luis, a miles de kilómetros.
Desde la última vez que vio a Louis Creed hasta el día de su marcha hacia el Medio Oeste, Steve no volvió a la ciudad de Ludlow.
EPÍLOGO
La policía fue a media tarde. Estuvieron haciendo preguntas, pero no expresaron sospechas. Las cenizas estaban calientes y aún no se habían removido. Louis contestó a las preguntas. Ellos parecieron satisfechos. Hablaron fuera y él llevaba sombrero. Fue una suerte. De haber visto su pelo blanco tal vez hubieran hecho más preguntas. Y eso habría sido malo. Él llevaba sus guantes de jardinería, y eso también fue una suerte. Tenía las manos destrozadas.
Aquella noche, estuvo haciendo solitarios hasta mucho después de las doce.
Precisamente empezaba uno cuando oyó abrirse la puerta de atrás.
«Lo que adquieres tuyo es, y más tarde o más temprano vuelve a ti», pensó Louis Creed.
No volvió la cabeza, sino que siguió mirando las cartas mientras se acercaban aquellos pasos lentos que crujían. Salió la reina de espadas. Él puso la mano encima.
Los pasos se detuvieron detrás de él.
Una mano helada se posó en el hombro de Louis. La voz de Rachel sonó cascada.
—Amor mío —dijo.
Febrero, 1979 - diciembre, 1982.
FIN.
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