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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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sábado, 12 de enero de 2013

666 - El Escarabajo De Oro - Edgar Allan Poe




EDGAR ALLAN POE
EL ESCARABAJO
DE ORO

 DOMINIO PÚBLICO

EL ESCARABAJO DE ORO
Edgar Allan Poe
¡Hola, hola! ¡Este mozo es un danzante loco! Le ha picado la tarántula.



Hace muchos años trabé amistad íntima con un mister William Legrand. Era de una antigua familia de hugonotes, y en otro tiempo había sido rico; pero una serie de infortunios le habían dejado en la miseria. Para evitar la humillación consiguiente a sus desastres, abandonó Nueva Orleans, la ciudad de sus antepasados, y fijó su residencia en la isla de Sullivan, cerca de Charleston, en Carolina del Sur.
Esta isla es una de las más singulares. Se compone únicamente de arena de mar, y tiene, poco más o menos, tres millas de largo. Su anchura no excede de un cuarto de milla. Está separada del continente por una ensenada apenas perceptible, que fluye a través de un yermo de cañas y légamo, lugar frecuentado por patos silvestres. La vegetación, como puede suponerse, es pobre, o, por lo menos, enana. No se encuentran allí árboles de cierta magnitud. Cerca de la punta occidental, donde se alza el fuerte Moultrie y algunas miserables casuchas de madera habitadas durante el verano por las gentes que huyen del polvo y de las fiebres de Charleston, puede encontrarse es cierto, el palmito erizado; pero la isla entera, a excepción de ese punto occidental, y de un espacio árido y blancuzco que bordea el mar, está cubierta de una espesa maleza del mirto oloroso tan apreciado por los horticultores ingleses. El arbusto alcanza allí con frecuencia una altura de quince o veinte pies, y forma una casi impenetrable espesura, cargando el aire con su fragancia.
En el lugar más recóndito de esa maleza, no lejos del extremo oriental de la isla, es decir, del más distante, Legrand se había construido él mismo una pequeña cabaña, que ocupaba cuando por primera vez, y de un modo simplemente casual, hice su conocimiento. Este pronto acabó en amistad, pues había muchas cualidades en el recluso que atraían el interés y la estimación. Le encontré bien educado de una singular inteligencia, aunque infestado de misantropía, y sujeto a perversas alternativas de entusiasmo y de melancolía. Tenía consigo muchos libros, pero rara vez los utilizaba. Sus principales diversiones eran la caza y la pesca, o vagar a lo largo de la playa, entre los mirtos, en busca de conchas o de ejemplares entomológicos; su colección de éstos hubiera podido suscitar la envidia de un Swammerdamm.
En todas estas excursiones iba, por lo general, acompañado de un negro sirviente, llamado Júpiter, que había sido manumitido antes de los reveses de la familia, pero al que no habían podido convencer, ni con amenazas ni con promesas, a abandonar lo que él consideraba su derecho a seguir los pasos de su joven massa Will. No es improbable que los parientes de Legrand, juzgando que éste tenía la cabeza algo trastornada, se dedicaran a infundir aquella obstinación en Júpiter, con intención de que vigilase y custodiase al vagabundo.
Los inviernos en la latitud de la isla de Sullivan son rara vez rigurosos, y al finalizar el año resulta un verdadero acontecimiento que se requiera encender fuego. Sin embargo, hacia mediados de octubre de 18..., hubo un día de frío notable. Aquella fecha, antes de la puesta del sol, subí por el camino entre la maleza hacia la cabaña de mi amigo, a quien no había visitado hacia varias semanas, pues residía yo por aquel tiempo en Charleston, a una distancia de nueve millas de la isla, y las facilidades para ir y volver eran mucho menos grandes que hoy día. Al llegar a la cabaña llamé, como era mi costumbre, y no recibiendo respuesta, busqué la llave donde sabía que estaba escondida, abrí la puerta y entré. Un hermoso fuego llameaba en el hogar. Era una sorpresa, y, por cierto, de las agradables. Me quité el gabán, coloqué un sillón junto a los leños chisporroteantes y aguardé con paciencia el regreso de mis huéspedes.
Poco después de la caída de la tarde llegaron y me dispensaron una acogida muy cordial. Júpiter, riendo de oreja a oreja, bullía preparando unos patos silvestres para la cena. Legrand se hallaba en uno de sus ataques —¿Con qué otro término podría llamarse aquello?— de entusiasmo. Había encontrado un
bivalvo desconocido que formaba un nuevo género, y, más aún, había cazado y cogido un escarabajo que creía totalmente nuevo, pero respecto al cual deseaba conocer mi opinión a la mañana siguiente.
—¿Y por qué no esta noche?—pregunté, frotando mis manos ante el fuego y enviando al diablo toda la especie de los escarabajos.
—¡Ah, si hubiera yo sabido que estaba usted aquí! —dijo Legrand—. Pero hace mucho tiempo que no le había visto, y ¿cómo iba yo a adivinar que iba usted a visitarme precisamente esta noche? Cuando volvía a casa, me encontré al teniente G…, del fuerte, y sin más ni más, le he dejado el escarabajo: así que le será a usted imposible verle hasta mañana. Quédese aquí esta noche, y mandaré a Júpiter allí abajo al amanecer. ¡Es la cosa más encantadora de la creación!
—¿El qué? ¿El amanecer?
—¡Qué disparate! ¡No! ¡El escarabajo! Es de un brillante color dorado, aproximadamente del tamaño de una nuez, con dos manchas de un negro azabache: una, cerca de la punta posterior, y la segunda, algo más alargada, en la otra punta. Las antenas son...
—No hay estaño1 en él, massa Will, se lo aseguro —interrumpió aquí Júpiter—; el escarabajo es un escarabajo de oro macizo todo él, dentro y por todas partes, salvo las alas; no he visto nunca un escarabajo la mitad de pesado.
—Bueno; supongamos que sea así—replicó Legrand, algo más vivamente, según me pareció, de lo que exigía el caso—. ¿Es esto una razón para dejar que se quemen las aves? El color —y se volvió hacia mí— bastaría para justificar la idea de Júpiter. No habrá usted visto nunca un reflejo metálico más brillante que el que emite su caparazón, pero no podrá usted juzgarlo hasta mañana... Entre tanto, intentaré darle una idea de su forma.
Dijo esto sentándose ante una mesita sobre la cual había una pluma y tinta, pero no papel. Buscó un momento en un cajón, sin encontrarlo.
—No importa—dijo, por último—; esto bastará.
Y sacó del bolsillo de su chaleco algo que me pareció un trozo de viejo pergamino muy sucio, e hizo encima una especie de dibujo con la pluma. Mientras lo hacía, permanecí en mi sitio junto al fuego, pues tenía aún mucho frío. Cuando terminó su dibujo me lo entregó sin levantarse. Al cogerlo, se oyó un fuerte gruñido, al que siguió un ruido de rascadura en la puerta. Júpiter abrió, y un enorme terranova, perteneciente a Legrand, se precipitó dentro, y, echándose sobre mis hombros, me abrumó a caricias, pues yo le había prestado mucha atención en mis visitas anteriores. Cuando acabó de dar brincos, miré el papel, y, a decir verdad, me sentí perplejo ante el dibujo de mi amigo.
—Bueno— dije después de contemplarlo unos minutos—; esto es un extraño escarabajo, lo confieso nuevo para mí: no he visto nunca nada parecido antes, a menos que sea un cráneo o una calavera, a lo cual se parece más que a ninguna otra cosa que haya caído bajo mi observación.
—¡Una calavera!—repitió Legrand—. ¡Oh, sí! Bueno; tiene ese aspecto indudablemente en el papel. Las dos manchas negras parecen unos ojos, ¿eh? Y la más larga de abajo parece una boca; además, la forma entera es ovalada.
—Quizá sea así —dije—; pero temo que usted no sea un artista, Legrand. Debo esperar a ver el insecto mismo para hacerme una idea de su aspecto.
—En fin, no sé —dijo él, un poco irritado—: dibujo regularmente, o, al menos, debería dibujar, pues he tenido buenos maestros, y me jacto de no ser de todo tonto.
—Pero entonces, mi querido compañero, usted bromea —dije—: esto es un cráneo muy pasable puedo incluso decir que es un cráneo excelente, conforme a las vulgares nociones que tengo acerca de tales ejemplares de la fisiología; y su escarabajo será el más extraño de los escarabajos del mundo si se parece a esto. Podríamos inventar alguna pequeña superstición muy espeluznante sobre ello. Presumo
1 La pronunciación del inglés de la palabra antennae hace que Júpiter crea que se trata de estaño (tin): Dey ain’t no tin in him. Es un juego de palabras intraducible, por tanto. Téngase en cuenta (máxime en la época en que Poe sitúa este relato) la manera especial de hablar de los negros norteamericanos, cuyo slang resulta a veces ininteligible para los propios ingleses o yanquis.
que va usted a llamar a este insecto scaruboeus caput hominis o algo por el estilo; hay en las historias naturales muchas denominaciones semejantes. Pero ¿dónde están las antenas de que usted habló?
—¡Las antenas!—dijo Legrand, que parecía acalorarse inexplicablemente con el tema—. Estoy seguro de que debe usted de ver las antenas. Las he hecho tan claras cual lo son en el propio insecto, y presumo que es muy suficiente.
—Bien, bien —dije—; acaso las haya hecho usted y yo no las veo aún.
Y le tendí el papel sin más observaciones, no queriendo irritarle; pero me dejó muy sorprendido el giro que había tomado la cuestión: su mal humor me intrigaba, y en cuanto al dibujo del insecto, allí no había en realidad antenas visibles, y el conjunto se parecía enteramente a la imagen ordinaria de una calavera.
Recogió el papel, muy malhumorado, y estaba a punto de estrujarlo y de tirarlo, sin duda, al fuego, cuando una mirada casual al dibujo pareció encadenar su atención. En un instante su cara enrojeció intensamente, y luego se quedó muy pálida. Durante algunos minutos, siempre sentado, siguió examinando con minuciosidad el dibujo. A la larga se levantó, cogió una vela de la mesa, y fue a sentarse sobre un arca de barco, en el rincón más alejado de la estancia. Allí se puso a examinar con ansiedad el papel, dándole vueltas en todos sentidos. No dijo nada, empero, y su actitud me dejó muy asombrado; pero juzgué prudente no exacerbar con ningún comentario su mal humor creciente. Luego sacó de su bolsillo una cartera, metió con cuidado en ella el papel, y lo depositó todo dentro de un escritorio, que cerró con llave. Recobró entonces la calma; pero su primer entusiasmo había desaparecido por completo. Aun así, parecía mucho más abstraído que malhumorado. A medida que avanzaba la tarde, se mostraba más absorto en un sueño, del que no lograron arrancarle ninguna de mis ocurrencias. Al principio había yo pensado pasar la noche en la cabaña, como hacía con frecuencia antes; pero, viendo a mi huésped en aquella actitud, juzgué más conveniente marcharme. No me instó a que me quedase; pero al partir, estrechó mi mano con más cordialidad que de costumbre.
Un mes o cosa así después de esto (y durante ese lapso de tiempo no volví a ver a Legrand), recibí la visita, en Charleston, de su criado Júpiter. No había yo visto nunca al viejo y buen negro tan decaído, y temí que le hubiera sucedido a mi amigo algún serio infortunio.
—Bueno, Júpiter—dije—. ¿Qué hay de nuevo? ¿Cómo está tu amo?
—¡Vaya! A decir verdad, massa, no está tan bien como debiera.
—¡Que no está bien! Siento de verdad la noticia. ¿De qué se queja?
—¡Ah, caramba! ¡Ahí está la cosa! No se queja nunca de nada; pero, de todas maneras, está muy malo.
—¡Muy malo, Júpiter! ¿Por qué no lo has dicho enseguida? ¿Está en la cama?
—No, no, no está en la cama. No está bien en ninguna parte, y ahí le aprieta el zapato. Tengo la cabeza trastornada con el pobre massa Will.
—Júpiter, quisiera comprender algo de eso que me cuentas. Dices que tu amo está enfermo. ¿No te ha dicho qué tiene?
—Bueno, massa; es inútil romperse la cabeza pensando en eso. Massa Will dice que no tiene nada pero entonces ¿por qué va de un lado para otro, con la cabeza baja y la espalda curvada, mirando al suelo, más blanco que una oca? Y haciendo garabatos todo el tiempo...
—¿Haciendo qué?
—Haciendo números con figuras sobre una pizarra; las figuras más raras que he visto nunca. Le digo que voy sintiendo miedo. Tengo que estar siempre con un ojo sobre él. El otro día se me escapó antes de amanecer y estuvo fuera todo el santo día. Había yo cortado un buen palo para darle una tunda de las que duelen cuando volviese; pero fui tan tonto, que no tuve valor, ¡parece tan desgraciado!
—¿Eh? ¿Cómo? ¡Ah, sí! Después de todo has hecho bien en no ser demasiado severo con el pobre muchacho. No hay que pegarle, Júpiter; no está bien, seguramente. Pero ¿no puedes formarte una
idea de lo que ha ocasionado esa enfermedad o más bien ese cambio de conducta? ¿Le ha ocurrido algo desagradable desde que no le veo?
—No, massa, no ha ocurrido nada desagradable desde entonces, sino antes; sí, eso temo: el mismo día en que usted estuvo allí.
—¡Cómo! ¿Qué quiere decir?
—Pues... me refiero al escarabajo, y nada más.
—¿De qué?
—Del escarabajo... Estoy seguro de que massa Will ha sido picado en alguna parte de la cabeza por ese escarabajo de oro.
—¿Y qué motivos tienes tú, Júpiter, para hacer tal suposición?
—Tiene ese bicho demasiadas uñas para eso, y también boca. No he visto nunca un escarabajo tan endiablado; coge y pica todo lo que se le acerca. Massa Will le había cogido..., pero enseguida le soltó, se lo aseguro... Le digo a usted que entonces es, sin duda, cuando le ha picado. La cara y la boca de ese escarabajo no me gustan; por eso no he querido cogerlo con mis dedos; pero he buscado un trozo de papel para meterlo. Le envolví en un trozo de papel con otro pedacito en la boca; así lo hice.
—¿Y tú crees que tu amo ha sido picado realmente por el escarabajo, y que esa picadura le ha puesto enfermo?
—No lo creo, lo sé. ¿Por qué está siempre soñando con oro, sino porque le ha picado el escarabajo de oro? Ya he oído hablar de esos escarabajos de oro.
—Pero ¿cómo sabes que sueña con oro?
—¿Cómo lo sé? Porque habla de ello hasta durmiendo; por eso lo sé.
—Bueno, Júpiter; quizá tengas razón, pero ¿a qué feliz circunstancia debo hoy el honor de tu visita?
—¿Qué quiere usted decir, massa?
—¿Me traes algún mensaje de míster Legrand?
—No, massa; le traigo este papel.
Y Júpiter me entregó una esquela que decía lo siguiente:
"Querido amigo: ¿Por qué no le veo hace tanto tiempo? Espero que no cometerá usted la tontería de sentirse ofendido por aquella pequeña brusquedad mía; pero no, no es probable.
"Desde que le vi, siento un gran motivo de inquietud. Tengo algo que decirle; pero apenas sé cómo decírselo, o incluso no sé si se lo diré.
"No estoy del todo bien desde hace unos días, y el pobre viejo Júpiter me aburre de un modo insoportable con sus buenas intenciones y cuidados. ¿Lo creerá usted? El otro día había preparado un garrote para castigarme por haberme escapado y pasado el día solus en las colinas del continente. Creo de veras que sólo mi mala cara me salvó de la paliza.
"No he añadido nada a mi colección desde que no nos vemos.
"Si puede usted, sin gran inconveniente, venga con Júpiter. Venga. Deseo verle esta noche para un asunto de importancia. Le aseguro que es de la más alta importancia. Siempre suyo,
William Legrand."
Había algo en el tono de esta carta que me produjo una gran inquietud. El estilo difería en absoluto del de Legrand. ¿Con qué podía él soñar? ¿Qué nueva chifladura dominaba su excitable mente? ¿Qué "asunto de la más alta importancia" podía él tener que resolver? El relato de Júpiter no presagiaba nada bueno. Temía yo que la continua opresión del infortunio hubiese a la larga trastornado por completo la razón de mi amigo. Sin un momento de vacilación, me dispuse a acompañar al negro.
Al llegar al fondeadero, vi una guadaña y tres azadas, todas evidentemente nuevas, que yacían en el fondo del barco donde íbamos a navegar.
—¿Qué significa todo esto, Jup?—pregunté.
—Es una guadaña, massa, y unas azadas.
—Es cierto; pero ¿qué hacen aquí?
—Massa Will me ha dicho que comprase eso para él en la ciudad, y lo he pagado muy caro; nos cuesta un dinero de mil demonios.
—Pero, en nombre de todo lo que hay de misterioso, ¿qué va a hacer tu "massa Will" con esa guadaña y esas azadas?
—No me pregunte más de lo que sé; que el diablo me lleve si lo sé yo tampoco. Pero todo eso es cosa del escarabajo.
Viendo que no podía obtener ninguna aclaración de Júpiter, cuya inteligencia entera parecía estar absorbida por el escarabajo, bajé al barco y desplegué la vela. Una agradable y fuerte brisa nos empujó rápidamente hasta la pequeña ensenada al norte del fuerte Moultrie, y un paseo de unas dos millas nos llevó hasta la cabaña. Serían alrededor de las tres de la tarde cuando llegamos. Legrand nos esperaba preso de viva impaciencia. Asió mi mano con nervioso empressement2 que me alarmó, aumentando mis sospechas nacientes. Su cara era de una palidez espectral, y sus ojos, muy hundidos, brillaban con un fulgor sobrenatural. Después de algunas preguntas sobre mi salud, quise saber, no ocurriéndoseme nada mejor que decir, si el teniente G… le había devuelto el escarabajo.
—¡Oh, sí! —replicó, poniéndose muy colorado—. Le recogí a la mañana siguiente. Por nada me separaría de ese escarabajo. ¿Sabe usted que Júpiter tiene toda la razón respecto a eso?
—¿En qué?—pregunté con un triste presentimiento en el corazón.
—En suponer que el escarabajo es de oro de veras.
Dijo esto con un aire de profunda seriedad que me produjo una indecible desazón.
—Ese escarabajo hará mi fortuna— prosiguió él, con una sonrisa triunfal— al reintegrarme mis posesiones familiares. ¿Es de extrañar que yo lo aprecie tanto? Puesto que la Fortuna ha querido concederme esa dádiva, no tengo más que usarla adecuadamente, y llegaré hasta el oro del cual ella es indicio. ¡Júpiter, trae ese escarabajo!
—¡Cómo! ¡El escarabajo, massa! Prefiero no tener jaleos con el escarabajo; ya sabrá cogerlo usted mismo.
En este momento Legrand se levantó con un aire solemne e imponente, y fue a sacar el insecto de un fanal, dentro del cual le había dejado. Era un hermoso escarabajo desconocido en aquel tiempo por los naturalistas, y, por supuesto, de un gran valor desde un punto de vista científico. Ostentaba dos manchas negras en un extremo del dorso, y en el otro, una más alargada. El caparazón era notablemente duro y brillante, con un aspecto de oro bruñido. Tenía un peso notable, y, bien considerada la cosa, no podía yo censurar demasiado a Júpiter por su opinión respecto a él; pero me era imposible comprender que Legrand fuese de igual opinión.
—Le he enviado a buscar —dijo él, en un tono grandilocuente, cuando hube terminado mi examen del insecto—; le he enviado a buscar para pedirle consejo y ayuda en el cumplimiento de los designios del Destino y del escarabajo...
—Mi querido Legrand —interrumpí—, no está usted bien, sin duda, y haría mejor en tomar algunas precauciones. Váyase a la cama, y me quedaré con usted unos días, hasta que se restablezca. Tiene usted fiebre y...
—Tómeme usted el pulso —dijo él.
Se lo tomé, y, a decir verdad, no encontré el menor síntoma de fiebre.
2 Solicitud, ansia. En francés en el original.
—Pero puede estar enfermo sin tener fiebre. Permítame esta vez tan sólo que actúe de médico con usted. Y después...
—Se equivoca —interrumpió él—; estoy tan bien como puedo esperar estarlo con la excitación que sufro. Si realmente me quiere usted bien, aliviará esta excitación.
—¿Y qué debo hacer para eso?
—Es muy fácil. Júpiter y yo partimos a una expedición por las colinas, en el continente, y necesitamos para ella la ayuda de una persona en quien podamos confiar. Es usted esa persona única. Ya sea un éxito o un fracaso, la excitación que nota usted en mí se apaciguará igualmente con esa expedición.
—Deseo vivamente servirle a usted en lo que sea —repliqué—; pero ¿pretende usted decir que ese insecto infernal tiene alguna relación con su expedición a las colinas?
—La tiene.
—Entonces, Legrand, no puedo tomar parte en tan absurda empresa.
—Lo siento, lo siento mucho, pues tendremos que intentar hacerlo nosotros solos.
—¡Intentarlo ustedes solos! (¡Este hombre está loco, seguramente!) Pero veamos, ¿cuánto tiempo se propone usted estar ausente?
—Probablemente, toda la noche. Vamos a partir enseguida, y en cualquiera de los casos, estaremos de vuelta al salir el sol.
—¿Y me promete por su honor que, cuando ese capricho haya pasado y el asunto del escarabajo (¡Dios mío!) esté arreglado a su satisfacción, volverá usted a casa y seguirá con exactitud mis prescripciones como las de su médico?
—Sí, se lo prometo; y ahora, partamos, pues no tenemos tiempo que perder.
Acompañé a mi amigo, con el corazón apesadumbrado. A cosa de las cuatro nos pusimos en camino Legrand Júpiter, el perro y yo. Júpiter cogió la guadaña y las azadas. Insistió en cargar con todo ello, más bien, me pareció, por temor a dejar una de aquellas herramientas en manos de su amo que por un exceso de celo o de complacencia. Mostraba un humor de perros, y estas palabras, "condenado escarabajo", fueron las únicas que se escaparon de sus labios durante el viaje. Por mi parte estaba encargado de un par de linternas, mientras Legrand se había contentado con el escarabajo, que llevaba atado al extremo de un trozo de cuerda; lo hacía girar de un lado para otro, con un aire de nigromante, mientras caminaba. Cuando observaba yo aquel último y supremo síntoma del trastorno mental de mi amigo, no podía apenas contener las lágrimas. Pensé, no obstante, que era preferible acceder a su fantasía, al menos por el momento, o hasta que pudiese yo adoptar algunas medidas más enérgicas con una probabilidad de éxito. Entre tanto, intenté, aunque en vano, sondearle respecto al objeto de la expedición. Habiendo conseguido inducirme a que le acompañase, parecía mal dispuesto a entablar conversación sobre un tema de tan poca importancia, y a todas mis preguntas no les concedía otra respuesta que un "Ya veremos".
Atravesamos en una barca la ensenada en la punta de la isla, y trepando por los altos terrenos de la orilla del continente, seguimos la dirección Noroeste, a través de una región sumamente salvaje y desolada, en la que no se veía rastro de un pie humano. Legrand avanzaba con decisión, deteniéndose solamente algunos instantes, aquí y allá, para consultar ciertas señales que debía de haber dejado él mismo en una ocasión anterior.
Caminamos así cerca de dos horas, e iba a ponerse el sol, cuando entramos en una región infinitamente más triste que todo lo que habíamos visto antes. Era una especie de meseta cerca de la cumbre de una colina casi inaccesible, cubierta de espesa arboleda desde la base a la cima, y sembrada de enormes bloques de piedra que parecían esparcidos en mezcolanza sobre el suelo, y muchos de los cuales se hubieran precipitado a los valles inferiores sin la contención de los árboles en que se apoyaban. Profundos barrancos, que se abrían en varias direcciones, daban un aspecto de solemnidad más lúgubre al paisaje.
La plataforma natural sobre la cual habíamos trepado estaba tan repleta de zarzas, que nos dimos cuenta muy pronto de que sin la guadaña nos hubiera sido imposible abrirnos paso. Júpiter, por orden de su amo, se dedicó a despejar el camino hasta el pie de un enorme tulípero que se alzaba, entre ocho o diez robles, sobre la plataforma, y que los sobrepasaba a todos, así como a los árboles que había yo visto hasta entonces, por la belleza de su follaje y forma, por la inmensa expansión de su ramaje y por la majestad general de su aspecto. Cuando hubimos llegado a aquel árbol. Legrand se volvió hacia Júpiter y le preguntó si se creía capaz de trepar por él. El viejo pareció un tanto azarado por la pregunta, y durante unos momentos no respondió. Por último, se acercó al enorme tronco, dio la vuelta a su alrededor y lo examinó con minuciosa atención. Cuando hubo terminado su examen, dijo simplemente:
—Sí, massa: Jup no ha encontrado en su vida árbol al que no pueda trepar.
—Entonces, sube lo más deprisa posible, pues pronto habrá demasiada oscuridad para ver lo que hacemos.
—¿Hasta dónde debo subir, massa? —preguntó Júpiter.
—Sube primero por el tronco, y entonces te diré qué camino debes seguir... ¡Ah, detente ahí! Lleva contigo este escarabajo.
—¡El escarabajo, massa Will, el escarabajo de oro! —gritó el negro, retrocediendo con terror—. ¿Por qué debo llevar ese escarabajo conmigo sobre el árbol? ¡Que me condene si lo hago!
—Si tienes miedo, Jup, tú, un negro grande y fuerte como pareces a tocar un pequeño insecto muerto e inofensivo, puedes llevarle con esta cuerda; pero si no quieres cogerle de ningún modo, me veré en la necesidad de abrirte la cabeza con esta azada.
—¿Qué le pasa ahora massa? —dijo Jup, avergonzado, sin duda, y más complaciente—. Siempre ha de tomarla con su viejo negro. Era sólo una broma y nada más. ¡Tener yo miedo al escarabajo! ¡Pues sí que me preocupa a mí el escarabajo.
Cogió con precaución la punta de la cuerda, y, manteniendo al insecto tan lejos de su persona como las circunstancias lo permitían, se dispuso a subir al árbol.
En su juventud, el tulípero o Liriodendron Tutipiferum, el más magnífico de los árboles selváticos americanos tiene un tronco liso en particular y se eleva con frecuencia a gran altura, sin producir ramas laterales; pero cuando llega a su madurez, la corteza se vuelve rugosa y desigual, mientras pequeños rudimentos de ramas aparecen en gran número sobre el tronco. Por eso la dificultad de la ascensión, en el caso presente, lo era mucho más en apariencia que en la realidad. Abrazando lo mejor que podía el enorme cilindro con sus brazos y sus rodillas asiendo con las manos algunos brotes y apoyando sus pies descalzos sobre los otros, Júpiter, después de haber estado a punto de caer una o dos veces se izó al final hasta la primera gran bifurcación y pareció entonces considerar el asunto como virtualmente realizado. En efecto, el riesgo de la empresa había ahora desaparecido, aunque el escalador estuviese a unos sesenta o setenta pies de la tierra.
—¿Hacia qué lado debo ir ahora, massa Will? —preguntó él.
—Sigue siempre la rama más ancha, la de ese lado—dijo Legrand.
El negro obedeció con prontitud, y en apariencia, sin la menor inquietud; subió, subió cada vez más alto, hasta que desapareció su figura encogida entre el espeso follaje que la envolvía. Entonces se dejó oír su voz lejana gritando:
—¿Debo subir mucho todavía?
—¿A qué altura estás?—preguntó Legrand.
—Estoy tan alto —replicó el negro—, que puedo ver el cielo a través de la copa del árbol.
—No te preocupes del cielo, pero atiende a lo que te digo. Mira hacia abajo el tronco y cuenta las ramas que hay debajo de ti por ese lado. ¿Cuántas ramas has pasado?
—Una, dos, tres, cuatro, cinco. He pasado cinco ramas por ese lado, massa.
—Entonces sube una rama más.
Al cabo de unos minutos la voz de oyó de nuevo, anunciando que había alcanzado la séptima rama.
—Ahora, Jup—gritó Legrand, con una gran agitación—, quiero que te abras camino sobre esa rama hasta donde puedas. Si ves algo extraño, me lo dices.
Desde aquel momento las pocas dudas que podía haber tenido sobre la demencia de mi pobre amigo se disiparon por completo. No me quedaba otra alternativa que considerarle como atacado de locura, me sentí seriamente preocupado con la manera de hacerle volver a casa. Mientras reflexionaba sobre que sería preferible hacer, volvió a oírse la voz de Júpiter.
—Tengo miedo de avanzar más lejos por esa rama: es una rama muerta en casi toda su extensión.
—¿Dices que es una rama muerta Júpiter?—gritó Legrand con voz trémula.
—Sí, massa, muerta como un clavo de puerta, eso es cosa sabida; no tiene ni pizca de vida.
—¿Qué debo hacer, en nombre del Cielo?.—preguntó Legrand, que parecía sumido en una gran desesperación.
—¿Qué debe hacer? —dije, satisfecho de que aquella oportunidad me permitiese colocar una palabra—; Volver a casa y meterse en la cama. ¡Vámonos ya! Sea usted amable, compañero. Se hace tarde; y además, acuérdese de su promesa.
—¡Júpiter!—gritó él, sin escucharme en absoluto—, ¿me oyes?
—Sí, massa Will, le oigo perfectamente.
—Entonces tantea bien con tu cuchillo, y dime si crees que está muy podrida.
—Podrida, massa, podrida, sin duda —replicó el negro después de unos momentos—; pero no tan podrida como cabría creer. Podría avanzar un poco más, si estuviese yo solo sobre la rama, eso es verdad.
—¡Si estuvieras tú solo! ¿Qué quieres decir?
—Hablo del escarabajo. Es muy pesado el tal escarabajo. Supongo que, si lo dejase caer, la rama soportaría bien, sin romperse, el peso de un negro.
—¡Maldito bribón! —gritó Legrand, que parecía muy reanimado—. ¿Qué tonterías estas diciendo? Si dejas caer el insecto, te retuerzo el pescuezo. Mira hacia aquí, Júpiter, ¿me oyes?
—Sí, massa; no hay que tratar así a un pobre negro.
—Bueno; escúchame ahora. Si te arriesgas sobre la rama todo lo lejos que puedas hacerlo sin peligro y sin soltar el insecto, te regalare un dólar de plata tan pronto como hayas bajado.
—Ya voy, massa Will, Ya voy allá—replicó el negro con prontitud—. Estoy al final ahora.
—¡Al final! —Chillo Legrand, muy animado—. ¿Quieres decir que estas al final de esa rama?
—Estaré muy pronto al final, massa... ¡Ooooh! ¡Dios mío, misericordia! ¿Que es eso que hay sobre el árbol?
—¡Bien! —Gritó Legrand muy contento—, ¿qué es eso?
—Pues sólo una calavera; alguien dejó su cabeza sobre el árbol, y los cuervos han picoteado toda la carne.
—Una calavera, dices! Muy bien... ¿Cómo está atada a la rama? ¿Qué la sostiene?
—Seguramente, se sostiene bien; pero tendré que ver. ¡Ah! Es una cosa curiosa, palabra..., hay una clavo grueso clavado en esta calavera, que la retiene al árbol.
—Bueno; ahora, Júpiter, haz exactamente lo que voy a decirte. ¿Me oyes?
—Sí, massa.
—Fíjate bien, y luego busca el ojo izquierdo de la calavera.
—¡Hum! ¡Oh, esto sí que es bueno! No tiene ojo izquierdo ni por asomo.
—¡Maldita estupidez la tuya! ¿Sabes distinguir bien tu mano izquierda de tu mano derecha?
—Sí que lo sé, lo sé muy bien; mi mano izquierda es con la que parto la leña.
—¡Seguramente! eres zurdo. Y tu ojo izquierdo está del mismo lado de tu mano izquierda. Ahora supongo que podrás encontrar el ojo izquierdo de la calavera, o el sitio donde estaba ese ojo. ¿Lo has encontrado?
—¿El ojo izquierdo de la calavera está del mismo lado que la mano izquierda del cráneo también?... Porque la calavera no tiene mano alguna... ¡No importa! Ahora he encontrado el ojo izquierdo, ¡aquí está el ojo izquierdo! ¿Qué debo hacer ahora?
—Deja pasar por él el escarabajo, tan lejos como pueda llegar la cuerda; pero ten cuidado de no soltar la punta de la cuerda.
—Ya está hecho todo, massa Will; era cosa fácil hacer pasar el escarabajo por el agujero... Mírelo cómo baja.
Durante este coloquio, no podía verse ni la menor parte de Júpiter; pero el insecto que él dejaba caer aparecía ahora visible al extremo de la cuerda y brillaba, como una bola de oro bruñido a los últimos rayos del sol poniente, algunos de los cuales iluminaban todavía un poco la eminencia sobre la que estábamos colocados. El escarabajo, al descender, sobresalía visiblemente de las ramas, y si el negro le hubiese soltado, habría caído a nuestros pies. Legrand cogió enseguida la guadaña y despejó un espacio circular, de tres o cuatro yardas de diámetro, justo debajo del insecto. Una vez hecho esto, ordenó a Júpiter que soltase la cuerda y que bajase del árbol.
Con gran cuidado clavó mi amigo una estaca en la tierra sobre el lugar preciso donde había caído el insecto, y luego sacó de su bolsillo una cinta para medir. La ató por una punta al sitio del árbol que estaba más próximo a la estaca, la desenrolló hasta ésta y siguió desenrollándola en la dirección señalada por aquellos dos puntos —la estaca y el tronco—hasta una distancia de cincuenta pies; Júpiter limpiaba de zarzas el camino con la guadaña. En el sitio así encontrado clavó una segunda estaca, y, tomándola como centro, describió un tosco círculo de unos cuatro pies de diámetro, aproximadamente. Cogió entonces una de las azadas, dio la otra a Júpiter y la otra a mí, y nos pidió que cavásemos lo más deprisa posible.
A decir verdad, yo no había sentido nunca un especial agrado con semejante diversión, y en aquel momento preciso renunciaría a ella, pues la noche avanzaba, y me sentía muy fatigado con el ejercicio que hube de hacer; pero no veía modo alguno de escapar de aquello, y temía perturbar la ecuanimidad de mi pobre amigo con una negativa. De haber podido contar efectivamente con la ayuda de Júpiter no hubiese yo vacilado en llevar a la fuerza al lunático a su casa; pero conocía demasiado bien el carácter del viejo negro para esperar su ayuda en cualquier circunstancia, y más en el caso de una lucha personal con su amo. No dudaba yo que Legrand estaba contaminado por alguna de las innumerables supersticiones del Sur referentes a los tesoros escondidos, y que aquella fantasía hubiera sido confirmada por el hallazgo del escarabajo, o quizá por la obstinación de Júpiter en sostener que era un "escarabajo de oro de verdad". Una mentalidad predispuesta a la locura podía dejarse arrastrar por tales sugestiones, sobre todo si concordaban con sus ideas favoritas preconcebidas; y entonces recordé el discurso del Pobre muchacho referente al insecto que iba a ser ''el indicio de su fortuna". Por encima de todo ello me sentía enojado y perplejo; pero al final decidí hacer ley de la necesidad y cavar con buena voluntad para convencer lo antes posible al visionario con una prueba ocular, de la falacia de las opiniones que él mantenía.
Encendimos las linternas y nos entregamos a nuestra tarea con un celo digno de una causa más racional; y como la luz caía sobre nuestras personas y herramientas, no pude impedirme pensar en el grupo pintoresco que formábamos, y en que si algún intruso hubiese aparecido, por casualidad, en medio de nosotros, habría creído que realizábamos una labor muy extraña y sospechosa.
Cavamos con firmeza durante dos horas. Se oían pocas palabras, y nuestra molestia principal la causaban los ladridos del perro, que sentía un interés excesivo por nuestros trabajos. A la larga se puso
tan alborotado, que temimos diese la alarma a algunos merodeadores de las cercanías, o más bien era el gran temor de Legrand, pues, por mi parte, me habría regocijado cualquier interrupción que me hubiera permitido hacer volver al vagabundo a su casa. Finalmente, fue acallado el alboroto por Júpiter, quien, lanzándose fuera del hoyo con un aire resuelto y furioso embozaló el hocico del animal con uno de sus tirantes y luego volvió a su tarea con una risita ahogada.
Cuando expiró el tiempo mencionado, el hoyo había alcanzado una profundidad de cinco pies, y aun así, no aparecía el menor indicio de tesoro. Hicimos una pausa general, y empecé a tener la esperanza de que la farsa tocaba a su fin. Legrand, sin embargo, aunque a todas luces muy desconcertado, se enjugó la frente con aire pensativo y volvió a empezar. Habíamos cavado el círculo entero de cuatro pies de diámetro, y ahora superamos un poco aquel límite y cavamos dos pies más. No apareció nada. El buscador de oro, por el que sentía yo una sincera compasión, saltó del hoyo al cabo, con la más amarga desilusión grabada en su cara, y se decidió, lenta y pesarosamente, a ponerse la chaqueta, que se había quitado al empezar su labor. En cuanto a mí, me guardé de hacer ninguna observación. Júpiter a una señal de su mano, comenzó a recoger las herramientas. Hecho esto, y una vez quitado el bozal al perro volvimos en un profundo silencio hacia la casa.
Habríamos dado acaso una docena de pasos, cuando, con un tremendo juramento, Legrand se arrojó sobre Júpiter y le agarró del cuello. El negro, atónito abrió los ojos y la boca en todo su tamaño, soltó las azadas y cayó de rodillas.
—¡Eres un bribón! —dijo Legrand, haciendo silbar las sílabas entre sus labios apretados—, ¡un malvado negro! ¡Habla, te digo! ¡Contéstame al instante y sin mentir! ¿Cuál es..., cuál es tu ojo izquierdo?
—¡Oh, misericordia, massa Will! ¿No es, seguramente, éste mi ojo izquierdo? —rugió, aterrorizado, Júpiter, poniendo su mano sobre el órgano derecho de su visión, y manteniéndola allí con la tenacidad de la desesperación, como si temiese que su amo fuese a arrancárselo.
—¡Lo sospechaba! ¡Lo sabía! ¡Hurra!—vociferó Legrand, soltando al negro y dando una serie de corvetas y cabriolas, ante el gran asombro de su criado, quien, alzándose sobre sus rodillas, miraba en silencio a su amo y a mí, a mí y a su amo.
—¡Vamos! Debemos volver —dijo éste— No está aún perdida la partida—y se encaminó de nuevo hacia el tulípero.
—Júpiter —dijo, cuando llegamos al píe del árbol—, ¡ven aquí! ¿Estaba la calavera clavada a la rama con la cara vuelta hacia fuera, o hacia la rama?
—La cara estaba vuelta hacia afuera, massa, así es que los cuervos han podido comerse muy bien los ojos, sin la menor dificultad.
—Bueno, entonces, ¿has dejado caer el insecto por este ojo o por este otro? —y Legrand tocaba alternativamente los ojos de Júpiter.
—Por este ojo, massa, por el ojo izquierdo, exactamente como usted me dijo.
Y el negro volvió a señalar su ojo derecho.
Entonces mi amigo, en cuya locura veía yo, o me imaginaba ver, ciertos indicios de método, trasladó la estaca que marcaba el sitio donde había caído el insecto, unas tres pulgadas hacia el oeste de su primera posición. Colocando ahora la cinta de medir desde el punto más cercano del tronco hasta la estaca, como antes hiciera, y extendiéndola en línea recta a una distancia de cincuenta pies, donde señalaba la estaca, la alejó varias yardas del sitio donde habíamos estado cavando.
Alrededor del nuevo punto trazó ahora un círculo, un poco más ancho que el primero, y volvimos a manejar la azada. Estaba yo atrozmente cansado; pero, sin darme cuenta de lo que había ocasionado aquel cambio en mi pensamiento, no sentía ya gran aversión por aquel trabajo impuesto. Me interesaba de un modo inexplicable; más aún, me excitaba. Tal vez había en todo el extravagante comportamiento de Legrand cierto aire de presciencia, de deliberación, que me impresionaba. Cavaba con ardor, y de cuando en cuando me sorprendía buscando, por decirlo así, con los ojos movidos de un sentimiento que se parecía mucho a la espera, aquel tesoro imaginario, cuya visión había trastornado a mi infortunado compañero. En uno de esos momentos en que tales fantasías mentales se habían apoderado más a
fondo de mí, y cuando llevábamos trabajando quizá una hora y media, fuimos de nuevo interrumpidos por los violentos ladridos del perro. Su inquietud, en el primer caso, era, sin duda, el resultado de un retozo o de un capricho; pero ahora asumía un tono más áspero y más serio. Cuando Júpiter se esforzaba por volver a ponerle un bozal, ofreció el animal una furiosa resistencia, y, saltando dentro del hoyo, se puso a cavar, frenético, con sus uñas. En unos segundos había dejado al descubierto una masa de osamentas humanas, formando dos esqueletos íntegros, mezclados con varios botones de metal y con algo que nos pareció ser lana podrida y polvorienta. Uno o dos azadonazos hicieron saltar la hoja de un ancho cuchillo español, y al cavar más surgieron a la luz tres o cuatro monedas de oro y de plata.
Al ver aquello, Júpiter no pudo apenas contener su alegría; pero la cara de su amo expresó una extraordinaria desilusión. Nos rogó, con todo, que continuásemos nuestros esfuerzos, y apenas había dicho aquellas palabras, tropecé y caí hacia adelante, al engancharse la punta de mi bota en una ancha argolla de hierro que yacía medio enterrada en la tierra blanda.
Nos pusimos a trabajar ahora con gran diligencia, y nunca he pasado diez minutos de más intensa excitación. Durante este intervalo desenterramos por completo un cofre oblongo de madera que, por su perfecta conservación y asombrosa dureza, había sido sometida a algún procedimiento de mineralización, acaso por obra del bicloruro de mercurio. Dicho cofre tenía tres pies y medio de largo, tres de ancho y dos y medio de profundidad. Estaba asegurado con firmeza por unos flejes de hierro forjado, remachados, y que formaban alrededor de una especie de enrejado. De cada lado del cofre, cerca de la tapa había tres argollas de hierro —seis en total—, por medio de las cuales, seis personas podían asirla Nuestros esfuerzos unidos sólo consiguieron moverlo ligeramente de su lecho. Vimos enseguida la imposibilidad de transportar un peso tan grande. Por fortuna, la tapa estaba sólo asegurada con dos tornillos movibles. Los sacamos, trémulos y palpitantes de ansiedad. En un instante, un tesoro de incalculable valor apareció refulgente ante nosotros. Los rayos de las linternas caían en el hoyo, haciendo brotar de un montón confuso de oro y de joyas destellos y brillos que cegaban del todo nuestros ojos.
No intentaré describir los sentimientos con que contemplaba aquello. El asombro, naturalmente, predominaba sobre los demás. Legrand parecía exhausto por la excitación, y no profirió más que algunas palabras. En cuanto a Júpiter, su rostro durante unos minutos adquirió la máxima palidez que puede tomar la cara de un negro en tales circunstancias. Parecía estupefacto, fulminado. Pronto cayó de rodillas en el hoyo, y hundiendo sus brazos hasta el codo en el oro, los dejó allí, como si gozase del placer de un baño. A la postre exclamó con un hondo suspiro, como en un monólogo:
—¡Y todo esto viene del escarabajo de oro! ¡Del pobre escarabajito, al que yo insultaba y calumniaba! ¿No te avergüenzas de ti mismo, negro? ¡Anda, contéstame!
Fue menester, por último, que despertase a ambos, al amo y al criado, ante la conveniencia de transportar el tesoro. Se hacía tarde y teníamos que desplegar cierta actividad, si queríamos que todo estuviese en seguridad antes del amanecer. No sabíamos qué determinación tomar, y perdimos mucho tiempo en deliberaciones de lo trastornadas que teníamos nuestras ideas. Por último, aligeramos de peso al cofre quitando las dos terceras partes de su contenido, y pudimos, en fin, no sin dificultad, sacarlo del hoyo. Los objetos que habíamos extraído fueron depositados entre las zarzas, bajo la custodia del perro, al que Júpiter ordenó que no se moviera de su puesto bajo ningún pretexto, y que no abriera la boca hasta nuestro regreso. Entonces nos pusimos presurosamente en camino con el cofre; llegamos sin accidente a la cabaña, aunque después de tremendas penalidades y a la una de la madrugada. Rendidos como estábamos, no hubiese habido naturaleza humana capaz de reanudar la tarea acto seguido. Permanecimos descansando hasta las dos; luego cenamos, y enseguida partimos hacia las colinas, provistos de tres grandes sacos que, por una suerte feliz, habíamos encontrado antes. Llegamos al filo de las cuatro a la fosa, nos repartimos el botín, con la mayor igualdad posible y dejando el hoyo sin tapar, volvimos hacia la cabaña, en la que depositamos por segunda vez nuestra carga de oro, a tiempo que los primeros débiles rayos del alba aparecían por encima de las copas de los árboles hacia el Este.
Estábamos completamente destrozados, pero la intensa excitación de aquel momento nos impidió todo reposo. Después de un agitado sueño de tres o cuatro horas de duración, nos levantamos, como si estuviéramos de acuerdo, para efectuar el examen de nuestro tesoro.
El cofre había sido llenado hasta los bordes, y empleamos el día entero y gran parte de la noche siguiente en escudriñar su contenido. No mostraba ningún orden o arreglo. Todo había sido amontonado
allí, en confusión. Habiéndolo clasificado cuidadosamente, nos encontramos en posesión de una fortuna que superaba todo cuanto habíamos supuesto. En monedas había más de cuatrocientos cincuenta mil dólares, estimando el valor de las piezas con tanta exactitud como pudimos, por las tablas de cotización de la época. No había allí una sola partícula de plata. Todo era oro de una fecha muy antigua y de una gran variedad: monedas francesas, españolas y alemanas, con algunas guineas inglesas y varios discos de los que no habíamos visto antes ejemplar alguno. Había varias monedas muy grandes y pesadas pero tan desgastadas, que nos fue imposible descifrar sus inscripciones. No se encontraba allí ninguna americana. La valoración de las joyas presentó muchas más dificultades. Había diamantes, algunos de ellos muy finos y voluminosos, en total ciento diez, y ninguno pequeño; dieciocho rubíes de un notable brillo, trescientas diez esmeraldas hermosísimas, veintiún zafiros y un ópalo. Todas aquellas piedras habían sido arrancadas de sus monturas y arrojadas en revoltijo al interior del cofre. En cuanto a las monturas mismas, que clasificamos aparte del otro oro, parecían haber sido machacadas a martillazos para evitar cualquier identificación. Además de todo lo indicado, había una gran cantidad de adornos de oro macizo: cerca de doscientas sortijas y pendientes, de extraordinario grosor; ricas cadenas, en número de treinta, si no recuerdo mal; noventa y tres grandes y pesados crucifijos; cinco incensarios de oro de gran valía; una prodigiosa ponchera de oro, adornada con hojas de parra muy bien engastadas, y con figuras de bacantes; dos empuñaduras de espada exquisitamente repujadas, y otros muchos objetos más pequeños que no puedo recordar. El peso de todo ello excedía de las trescientas cincuenta libras avoirdupois3, y en esta valoración no he incluido ciento noventa y siete relojes de oro soberbios, tres de los cuales valdrían cada uno quinientos dólares. Muchos eran viejísimos y desprovistos de valor como tales relojes: sus maquinarias habían sufrido más o menos de la corrosión de la tierra; pero todos estaban ricamente adornados con pedrerías, y las cajas eran de gran precio. Valoramos aquella noche el contenido total del cofre en un millón y medio de dólares, y cuando más tarde dispusimos de los dijes y joyas (quedándonos con algunos para nuestro uso personal), nos encontramos con que habíamos hecho una tasación muy por debajo del tesoro.
Cuando terminamos nuestro examen, y al propio tiempo se calmó un tanto aquella intensa excitación, Legrand, que me veía consumido de impaciencia por conocer la solución de aquel extraordinario enigma, entró a pleno detalle en las circunstancias relacionadas con él.
—Recordará usted —dijo— la noche en que le mostré el tosco bosquejo que había hecho del escarabajo. Recordará también que me molestó mucho el que insistiese en que mi dibujo se parecía a una calavera. Cuando hizo usted por primera vez su afirmación, creí que bromeaba; pero después pensé en las manchas especiales sobre el dorso del insecto, y reconocí en mi interior que su observación tenía en realidad, cierta ligera base. A pesar de todo, me irritó su burla respecto a mis facultades gráficas, pues estoy considerado como un buen artista, y por eso, cuando me tendió usted el trozo de pergamino, estuve a punto de estrujarlo y de arrojarlo, enojado, al fuego.
—Se refiere usted al trozo de papel —dije.
—No; aquello tenía el aspecto de papel, y al principio yo mismo supuse que lo era; pero, cuando quise dibujar sobre él, descubrí en seguida que era un trozo de pergamino muy viejo. Estaba todo sucio, como recordará. Bueno; cuando me disponía a estrujarlo, mis ojos cayeron sobre el esbozo que usted había examinado, y ya puede imaginarse mi asombro al percibir realmente la figura de una calavera en el sitio mismo donde había yo creído dibujar el insecto. Durante un momento me sentí demasiado atónito para pensar con sensatez. Sabía que mi esbozo era muy diferente en detalle de éste, aunque existiese cierta semejanza en el contorno general.
Cogí enseguida una vela y, sentándome al otro extremo de la habitación, me dediqué a un examen minucioso del pergamino. Dándole vueltas, Vi mi propio bosquejo sobre el reverso, ni más ni menos que como lo había hecho. Mi primera impresión fue entonces de simple sorpresa ante la notable semejanza efectiva del contorno; y resulta una coincidencia singular el hecho de aquella imagen, desconocida para mí, que ocupaba el otro lado del pergamino debajo mismo de mi dibujo del escarabajo, y de la calavera aquella que se parecía con tanta exactitud a dicho dibujo no sólo en el contorno, sino en el tamaño. Digo que la singularidad de aquella coincidencia me dejó pasmado durante un momento. Es éste el efecto habitual de tales coincidencias. La mente se esfuerza por establecer una relación —una
3 Sistema de pesos vigentes en Inglaterra y Estados Unidos, cuya unidad es la libra inglesa de 16 onzas, o sean 0,451 kilogramos.
ilación de causa y efecto—, y siendo incapaz de conseguirlo, sufrí una especie de parálisis pasajera. Pero cuando me recobré de aquel estupor, sentí surgir en mí poco a poco una convicción que me sobrecogió más aún que aquella coincidencia. Comencé a recordar de una manera clara y positiva que no había ningún dibujo sobre el pergamino cuando hice mi esbozo del escarabajo. Tuve la absoluta certeza de ello, pues me acordé de haberle dado vueltas a un lado y a otro buscando el sitio más limpio... Si la calavera hubiera estado allí, la habría yo visto, por supuesto. Existía allí un misterio que me sentía incapaz de explicar; pero desde aquel mismo momento me pareció ver brillar débilmente, en las más remotas y secretas cavidades de mi entendimiento, una especie de luciérnaga de la verdad de la cual nos había aportado la aventura de la última noche una prueba tan magnífica. Me levanté al punto, y guardando con cuidado el pergamino dejé toda reflexión ulterior para cuando pudiese estar solo.
En cuanto se marchó usted, y Júpiter estuvo profundamente dormido, me dediqué a un examen más metódico de la cuestión. En primer lugar, quise comprender de qué modo aquel pergamino estaba en mi poder. El sitio en que descubrimos el escarabajo se hallaba en la costa del continente, a una milla aproximada al este de la isla, pero a corta distancia sobre el nivel de la marea alta. Cuando le cogí, me pico con fuerza, haciendo que le soltase. Júpiter con su acostumbrada prudencia, antes de agarrar el insecto, que había volado hacia él, buscó a su alrededor una hoja o algo parecido con que apresarlo. En ese momento sus ojos, y también los míos, cayeron sobre el trozo de pergamino que supuse era un papel. Estaba medio sepultado en la arena, asomando una parte de él. Cerca del sitio donde lo encontramos vi los restos del casco de un gran barco, según me pareció. Aquellos restos de un naufragio debían de estar allí desde hacía mucho tiempo, pues apenas podía distinguirse su semejanza con la armazón de un barco.
Júpiter recogió, pues, el pergamino, envolvió en él al insecto y me lo entregó. Poco después volvimos a casa y encontramos al teniente G… Le enseñé el ejemplar y me rogó que le permitiese llevárselo al fuerte. Accedí a ello y se lo metió en el bolsillo de su chaleco sin el pergamino en que iba envuelto y que había conservado en la mano durante su examen. Quizá temió que cambiase de opinión y prefirió asegurar enseguida su presa; ya sabe usted que es un entusiasta de todo cuanto se relaciona con la historia natural. En aquel momento, sin darme cuenta de ello, debí de guardarme el pergamino en el bolsillo.
Recordará usted que cuando me senté ante la mesa a fin de hacer un bosquejo del insecto no encontré papel donde habitualmente se guarda. Miré en el cajón, y no lo encontré allí. Rebusqué mis bolsillos, esperando hallar en ellos alguna carta antigua, cuando mis dedos tocaron el pergamino. Le detallo a usted de un modo exacto cómo cayó en mi poder, pues las circunstancias me impresionaron con una fuerza especial.
Sin duda alguna, usted me creyó un soñador; pero yo había establecido ya una especie de conexión. Acababa de unir dos eslabones de una gran cadena. Allí había un barco que naufragó en la costa, y no lejos de aquel barco, un pergamino —no un papel— con una calavera pintada sobre él. Va usted, naturalmente, a preguntarme: ¿dónde está la relación? Le responderé que la calavera es el emblema muy conocido de los piratas. Llevan izado el pabellón con la calavera en todos sus combates.
Como le digo, era un trozo de pergamino, y no de papel. El pergamino es de una materia duradera casi indestructible. Rara vez se consignan sobre uno cuestiones de poca monta, ya que se adapta mucho peor que el papel a las simples necesidades del dibujo o de la escritura. Esta reflexión me indujo a pensar en algún significado, en algo que tenía relación con la calavera. No dejé tampoco de observar la forma del pergamino. Aunque una de las esquinas aparecía rota por algún accidente, podía verse bien que la forma original era oblonga. Se trataba precisamente de una de esas tiras que se escogen como memorándum, para apuntar algo que desea uno conservar largo tiempo y con cuidado.
—Pero —le interrumpí— dice usted que la calavera no estaba sobre el pergamino cuando dibujó el insecto. ¿Cómo, entonces, establece una relación entre el barco y la calavera, puesto que esta última, según su propio aserto, debe de haber sido dibujada (Dios únicamente sabe cómo y por quién) en algún período posterior a su apunte del escarabajo?
—¡Ah! Sobre eso gira todo el misterio, aunque he tenido, en comparación, poca dificultad en resolver ese extremo del secreto. Mi marcha era segura y no podía conducirme más que a un solo resultado. Razoné así, por ejemplo: al dibujar el escarabajo, no aparecía la calavera sobre el pergamino.
Cuando terminé el dibujo, se lo di a usted y le observé con fijeza hasta que me lo devolvió. No era usted, por tanto, quien había dibujado la calavera, ni estaba allí presente nadie que hubiese podido hacerlo. No había sido, pues, realizado por un medio humano. Y, sin embargo, allí estaba.
En este momento de mis reflexiones, me dediqué a recordar, y recordé, en efecto, con entera exactitud, cada incidente ocurrido en el intervalo en cuestión. La temperatura era fría (¡oh raro y feliz accidente!) y el fuego llameaba en la chimenea. Había yo entrado en calor con el ejercicio y me senté junto a la mesa. Usted, empero, tenía vuelta su silla, muy cerca de la chimenea. En el momento justo de dejar el pergamino en su mano, y cuando iba usted a examinarlo, Wolf, el terranova, entró y saltó hacia sus hombros. Con su mano izquierda usted le acariciaba, intentando apartarle, cogiendo el pergamino con la derecha, entre sus rodillas y cerca del fuego. Hubo un instante en que creí que la llama iba a alcanzarlo, y me disponía a decírselo; pero antes de que hubiese yo hablado la retiró usted y se dedicó a examinarlo. Cuando hube considerado todos estos detalles, no dudé ni un segundo que aquel calor había sido el agente que hizo surgir a la luz sobre el pergamino la calavera cuyo contorno veía señalarse allí. Ya sabe que hay y ha habido en todo tiempo preparaciones químicas por medio de las cuales es posible escribir sobre papel o sobre vitela caracteres que así no resultan visibles hasta que son sometidos a la acción del fuego. Se emplea algunas veces el zafre, digerido en agua regia y diluido en cuatro veces su peso de agua; de ello se origina un tono verde. El régulo de cobalto, disuelto en espíritu de nitro, da el rojo. Estos colores desaparecen a intervalos más o menos largos, después que la materia sobre la cual se ha escrito se enfría, pero reaparecen a una nueva aplicación de calor.
Examiné entonces la calavera con toda meticulosidad. Los contornos —los más próximos al borde del pergamino— resultaban mucho más claros que los otros. Era evidente que la acción del calor había sido imperfecta o desigual. Encendí inmediatamente el fuego y sometí cada parte del pergamino al calor ardiente. Al principio no tuvo aquello más efecto que reforzar las líneas débiles de la calavera; pero, perseverando en el ensayo, se hizo visible, en la esquina de la tira diagonalmente opuesta al sitio donde estaba trazada la calavera, una figura que supuse de primera intención era la de una cabra. Un examen más atento, no obstante, me convenció de que habían intentado representar un cabritillo.
—¡Ja, ja! —exclamé—. No tengo, sin duda, derecho a burlarme de usted (un millón y medio de dólares es algo muy serio para tomarlo a broma). Pero no irá a establecer un tercer eslabón en su cadena; no querrá encontrar ninguna relación especial entre sus piratas y una cabra; los piratas, como sabe, no tienen nada que ver con las cabras; eso es cosa de los granjeros.
—Pero si acabo de decirle que la figura no era la de una cabra.
—Bueno; la de un cabritillo, entonces; viene a ser casi lo mismo.
—Casi, pero no del todo —dijo Legrand—. Debe usted de haber oído hablar de un tal capitán Kidd4. Consideré enseguida la figura de ese animal como una especie de firma logogrífica o jeroglífica. Digo firma porque el sitio que ocupaba sobre el pergamino sugería esa idea. La calavera, en la esquina diagonal opuesta, tenía así el aspecto de un sello, de una estampilla. Pero me hallé dolorosamente desconcertado ante la ausencia de todo lo demás del cuerpo de mi imaginado documento, del texto de mi contexto.
—Supongo que esperaba usted encontrar una carta entre el sello y la firma.
—Algo por el estilo. El hecho es que me sentí irresistiblemente impresionado por el presentimiento de una buena fortuna inminente. No podría decir por qué. Tal vez, después de todo, era más bien un deseo que una verdadera creencia; pero ¿no sabe que las absurdas palabras de Júpiter, afirmando que el escarabajo era de oro macizo, hicieron un notable efecto sobre mi imaginación? Y luego, esa serie de accidentes y coincidencias era, en realidad, extraordinaria. ¿Observa usted lo que había de fortuito en que esos acontecimientos ocurriesen el único día del año en que ha hecho, ha podido hacer, el suficiente frío para necesitarse fuego, y que, sin ese fuego, o sin la intervención del perro en el preciso momento en que apareció, no habría podido yo enterarme de lo de la calavera, ni habría entrado nunca en posesión del tesoro?
—Pero continúe... Me consume la impaciencia.
4 Kid, que significa cabrito, chivo.
—Bien; habrá usted oído hablar de muchas historias que corren, de esos mil vagos rumores acerca de tesoros enterrados en algún lugar de la costa del Atlántico por Kidd y sus compañeros. Esos rumores desde hace tanto tiempo y con tanta persistencia, ello se debía, a mi juicio, tan sólo a la circunstancia de que el tesoro enterrado permanecía enterrado. Si Kidd hubiese escondido su botín durante cierto tiempo y lo hubiera recuperado después, no habrían llegado tales rumores hasta nosotros en su invariable forma actual. Observe que esas historias giran todas alrededor de buscadores, no de descubridores de tesoros. Si el pirata hubiera recuperado su botín, el asunto habría terminado allí. Parecíame que algún accidente —por ejemplo, la pérdida de la nota que indicaba el lugar preciso— debía de haberle privado de los medios para recuperarlo, llegando ese accidente a conocimiento de sus compañeros, quienes, de otro modo, no hubiesen podido saber nunca que un tesoro había sido escondido y que con sus búsquedas infructuosas, por carecer de guía al intentar recuperarlo, dieron nacimiento primero a ese rumor, difundido universalmente por entonces, y a las noticias tan corrientes ahora. ¿Ha oído usted hablar de algún tesoro importante que haya sido desenterrado a lo largo de la costa?
—Nunca.
—Pues es muy notorio que Kidd los había acumulado inmensos. Daba yo así por supuesto que la tierra seguía guardándolos, y no le sorprenderá mucho si le digo que abrigaba una esperanza que aumentaba casi hasta la certeza: la de que el pergamino tan singularmente encontrado contenía la última indicación del lugar donde se depositaba.
—Pero ¿cómo procedió usted?
—Expuse de nuevo la vitela al fuego, después de haberlo avivado; pero no apareció nada. Pensé entonces que era posible que la capa de mugre tuviera que ver en aquel fracaso: por eso lavé con esmero el pergamino vertiendo agua caliente encima, y una vez hecho esto, lo coloqué en una cacerola de cobre, con la calavera hacia abajo, y puse la cacerola sobre una lumbre de carbón. A los pocos minutos estando ya la cacerola calentada a fondo, saqué la tira de pergamino, y fue inexpresable mi alegría al encontrarla manchada, en varios sitios, con signos que parecían cifras alineadas. Volví a colocarla en la cacerola, y la dejé allí otro minuto. Cuando la saqué, estaba enteramente igual a como va usted a verla.
Y al llegar aquí, Legrand, habiendo calentado de nuevo el pergamino, lo sometió a mi examen. Los caracteres siguientes aparecían de manera toscamente trazada, en color rojo, entre la calavera y la cabra:
53‡‡†305))6*;4826)4‡.)4‡);806*;48†8π60))85;I‡(;:‡*8†83(88)5*†;46(;88
*96*?;8)*‡(;485);5*†2:*‡(;4956*2(5*–4)8π8*;4069285);)6†8)4‡‡
;I(‡9;4808I;8:8‡I;48†85;4)485†528806*8I(‡9;48;(88;4(‡?34;48)4‡;I6I;:188;‡?;
—Pero —dije, devolviéndole la tira— sigo estando tan a oscuras como antes. Si todas las joyas de Golconda esperasen de mí la solución de este enigma, estoy en absoluto seguro de que sería incapaz de obtenerlas.
—Y el caso —dijo Legrand— que la solución no resulta tan difícil como cabe imaginarla tras del primer examen apresurado de los caracteres. Estos caracteres, según pueden todos adivinarlo fácilmente forman una cifra, es decir, contienen un significado pero por lo que sabemos de Kidd, no podía suponerle capaz de construir una de las más abstrusas criptografías. Pensé, pues, lo primero, que ésta era de una clase sencilla, aunque tal, sin embargo, que pareciese absolutamente indescifrable para la tosca inteligencia del marinero, sin la clave.
—¿Y la resolvió usted, en verdad?
—Fácilmente; había yo resuelto otras diez mil veces más complicadas. Las circunstancias y cierta predisposición mental me han llevado a interesarme por tales acertijos, y es, en realidad, dudoso que el genio humano pueda crear un enigma de ese género que el mismo ingenio humano no resuelva con una
aplicación adecuada. En efecto, una vez que logré descubrir una serie de caracteres visibles, no me preocupó apenas la simple dificultad de desarrollar su significación.
En el presente caso —y realmente en todos los casos de escritura secreta— la primera cuestión se refiere al lenguaje de la cifra, pues los principios de solución, en particular tratándose de las cifras más sencillas, dependen del genio peculiar de cada idioma y pueden ser modificadas por éste. En general, no hay otro medio para conseguir la solución que ensayar (guiándose por las probabilidades) todas las lenguas que os sean conocidas, hasta encontrar la verdadera. Pero en la cifra de este caso toda dificultad quedaba resuelta por la firma. El retruécano sobre la palabra Kidd5 sólo es posible en lengua inglesa. Sin esa circunstancia hubiese yo comenzado mis ensayos por el español y el francés, por ser las lenguas en las cuales un pirata de mares españoles hubiera debido, con más naturalidad, escribir un secreto de ese género. Tal como se presentaba, presumí que el criptograma era inglés.
Fíjese usted en que no hay espacios entre las palabras. Si los hubiese habido, la tarea habría sido fácil en comparación. En tal caso hubiera yo comenzado por hacer una colación y un análisis de las palabras cortas, y de haber encontrado, como es muy probable, una palabra de una sola letra (a ó I por ejemplo) 6, habría estimado la solución asegurada. Pero como no había espacios allí, mi primera medida era averiguar las letras predominantes así como las que se encontraban con menor frecuencia. Las conté todas y formé la siguiente tabla:
El signo
8
Aparece
33
veces

;

26


4

19


‡ y )

16


*

13


5

12


6

11


† y I

8


0

6


9 y 2

5


: y 3

4


?

3


π

2


– y .

1

Ahora bien: la letra que se encuentra con mayor frecuencia en inglés es la e. Después, la serie es la siguiente: a o y d h n r s t u y c f g l m w b k p q x z. La e predomina de un modo tan notable, que es raro encontrar una frase sola de cierta longitud de la que no sea el carácter principal.
Tenemos, pues, nada más comenzar, una base para algo más que una simple conjetura. El uso general que puede hacerse de esa tabla es obvio, pero para esta cifra particular sólo nos serviremos de ella muy parcialmente. Puesto que nuestro signo predominante es el 8, empezaremos por ajustarlo a la e del alfabeto natural. Para comprobar esta suposición, observemos si el 8 aparece a menudo por pares —pues la e se dobla con gran frecuencia en inglés— en palabras como, por ejemplo, meet, speed, seen, been agree, etcétera. En el caso presente, vemos que está doblado lo menos cinco veces, aunque el criptograma sea breve.
Tomemos, pues, el 8 como e. Ahora, de todas las palabras de la lengua, the es la más usual; por tanto, debemos ver si no está repetida la combinación de tres signos, siendo el último de ellos el 8. Si descubrimos repeticiones de tal letra, así dispuestas, representarán, muy probablemente, la palabra the. Una vez comprobado esto, encontraremos no menos de siete de tales combinaciones, siendo los signos
5 Kid, que significa cabrito, chivo.
6 uno y yo por ejemplo
48 en total. Podemos, pues, suponer que ; representa t, 4 representa h, y 8 representa e, quedando este último así comprobado. Hemos dado ya un gran paso.
Acabamos de establecer una sola palabra; pero ello nos permite establecer también un punto más importante; es decir, varios comienzos y terminaciones de otras palabras. Veamos, por ejemplo, el penúltimo caso en que aparece la combinación; 48 casi al final de la cifra. Sabemos que el ; que viene inmediatamente después es el comienzo de una palabra, y de los seis signos que siguen a ese the, conocemos, por lo menos, cinco. Sustituyamos, pues, esos signos por las letras que representan, dejando un espacio para el desconocido:
t eeth
Debemos, lo primero, desechar el th como no formando parte de la palabra que comienza por la primera t, pues vemos, ensayando el alfabeto entero para adaptar una letra al hueco, que es imposible formar una palabra de la que ese th pueda formar parte. Reduzcamos, pues, los signos a
t ee.
Y volviendo al alfabeto, si es necesario como antes, llegamos a la palabra "tree" (árbol), como la única que puede leerse. Ganamos así otra letra, la r, representada por (, más las palabras yuxtapuestas the tree (el árbol).
»Un poco más lejos de estas palabras, a poca distancia, vemos de nuevo la combinación; 48 y la empleamos como terminación de lo que precede inmediatamente. Tenemos así esta distribución:
the tree ; 4 ‡ ? 34 the,
o sustituyendo con letras naturales los signos que conocemos, leeremos esto:
the tree thr ‡ ? 3 h the.
»Ahora, si sustituimos los signos desconocidos por espacios blancos o por puntos, leeremos:
the tree thr... h the,
y, por tanto, la palabra through (por, a través) resulta evidente por sí misma. Pero este descubrimiento nos da tres nuevas letras, o, u, y g, representadas por ‡, ? y 3.
»Buscando ahora cuidadosamente en la cifra combinaciones de signos conocidos, encontraremos no lejos del comienzo esta disposición:
83 (88,
o agree, que es, evidentemente, la terminación de la palabra degree (grado), que nos da otra letra, la d, representada por †.
Cuatro letras más lejos de la palabra degree, observamos la combinación,
; 46 (; 88
cuyos signos conocidos traducimos, representando el desconocido por puntos, como antes; y leemos:
th . rtee
arreglo que nos sugiere acto seguido la palabra thirteen (trece) y que nos vuelve a proporcionar dos letras nuevas, la i y la n, representadas por 6 y *.
»Volviendo ahora al principio del criptograma, encontramos la combinación.
53‡‡†
»Traduciendo como antes, obtendremos
.good.
Lo cual nos asegura que la primera letra es una A, y que las dos primeras palabras son A good (un bueno, una buena).
Sería tiempo ya de disponer nuestra clave, conforme a lo descubierto, en forma de tabla, para evitar confusiones. Nos dará lo siguiente:
5
Representa
a


d
8

e
3

g
4

h
6

i
*

n


o
(

r
;

t
?

u
Tenemos así no menos de diez de las letras más importantes representadas, y es inútil buscar la solución con esos detalles. Ya le he dicho lo suficiente para convencerle de que cifras de ese género son de fácil solución, y para darle algún conocimiento de su desarrollo razonado. Pero tenga la seguridad de que la muestra que tenemos delante pertenece al tipo más sencillo de la criptografía. Sólo me queda darle la traducción entera de los signos escritos sobre el pergamino, ya descifrados. Hela aquí:
A good glass in the Bishop’s Hostel in the devil´s seat forty-one degrees and thirteen minutes northeast and by north main branch seventh, limb east side shoot from the left eye of the death'shead a bee-line from the tree through the shot fifty feet out7.
—Pero —dije— el enigma me parece de tan mala calidad como antes. ¿Cómo es posible sacar un sentido cualquiera de toda esa jerga referente a "la silla del diablo", "la cabeza de muerto" y "el hostal o la hostelería del obispo"?
—Reconozco —replicó Legrand— que el asunto presenta un aspecto serio cuando echa uno sobre él una ojeada casual. Mi primer empeño fue separar lo escrito en las divisiones naturales que había intentado el criptógrafo.
—¿Quiere usted decir, puntuarlo?
—Algo por el estilo.
—Pero ¿cómo le fue posible hacerlo?
—Pensé que el rasgo característico del escritor había consistido en agrupar sus palabras sin separación alguna, queriendo así aumentar la dificultad de la solución. Ahora bien: un hombre poco agudo, al perseguir tal objeto, tendrá, seguramente, la tendencia a superar la medida. Cuando en el curso de su composición llegaba a una interrupción de su tema que requería, naturalmente, una pausa o un punto, se excedió, en su tendencia a agrupar sus signos, más que de costumbre. Si observa usted ahora el manuscrito le será fácil descubrir cinco de esos casos de inusitado agrupamiento. Utilizando ese indicio hice la consiguiente división:
A good glass in the bishop's hostel in the devil's sear —forty one degrees and thirteen minutes—northeast and by north —main branch seventh limb eart side —shoot from the left eye of the death's head —a bee line from the tree through the shot fifty feet out8
7 Un buen vaso en la hostería del obispo en la silla del diablo cuarenta y un grado y trece minutos Nordeste cuarto de Norte, principal rama séptimo vástago lado Este solar desde el ojo izquierdo de la cabeza de muerto una línea recta desde el árbol a través de la bala cincuenta pies hacia fuera.
—Aun con esa separación —dije—, sigo estando a oscuras.
—También yo lo estuve —replicó Legrand— por espacio de algunos días, durante los cuales realicé diligentes pesquisas en las cercanías de la isla de Sullivan, sobre una casa que llevase el nombre de Hotel del Obispo, pues, por supuesto, deseché la palabra anticuada "hostal, hostería". No logrando ningún informe sobre la cuestión, estaba a punto de extender el campo de mi búsqueda y de obrar de un modo más sistemático, cuando una mañana se me ocurrió de repente que aquel "Bishop's Hostel" podía tener alguna relación con una antigua familia apellidada Bessop, la cual, desde tiempo inmemorial, era dueña de una antigua casa solariega a unas cuatro millas, aproximadamente, al norte de la isla. De acuerdo con lo cual fui a la plantación, y comencé de nuevo mis pesquisas entre los negros más viejos del lugar. Por último, una de las mujeres de más edad me dijo que ella había oído hablar de un sitio como Bessop's Castle (castillo de Bassop), y que creía poder conducirme hasta él, pero que no era un castillo, ni mesón, sino una alta roca.
Le ofrecí retribuirle bien por su molestia y después de alguna vacilación, consintió en acompañarme hasta aquel sitio. Lo descubrimos sin gran dificultad; entonces la despedí y me dediqué al examen del paraje. El castillo consistía en una agrupación irregular de macizos y rocas, una de éstas muy notable tanto por su altura como por su aislamiento y su aspecto artificial. Trepé a la cima, y entonces me sentí perplejo ante lo que debía hacer después.
Mientras meditaba en ello, mis ojos cayeron sobre un estrecho reborde en la cara oriental de la roca a una yarda quizá por debajo de la cúspide donde estaba colocado. Aquel reborde sobresalía unas dieciocho pulgadas, y no tendría más de un pie de anchura; un entrante en el risco, justamente encima, le daba una tosca semejanza con las sillas de respaldo cóncavo que usaban nuestros antepasados. No dudé que fuese aquello la "silla del diablo" a la que aludía el manuscrito, y me pareció descubrir ahora el secreto entero del enigma.
El "buen vaso" lo sabía yo, no podía referirse más que a un catalejo, pues los marineros de todo el mundo rara vez emplean la palabra "vaso" en otro sentido. Comprendí ahora en seguida que debía utilizarse un catalejo desde un punto de vista determinado que no admitía variación. No dudé un instante en pensar que las frases "cuarenta y un grados y trece minutos" y "Nordeste cuarto de Norte" debían indicar la dirección en que debía apuntarse el catalejo. Sumamente excitado por aquellos descubrimientos, marché, presuroso, a casa, cogí un catalejo y volví a la roca.
Me dejé escurrir sobre el reborde y vi que era imposible permanecer sentado allí, salvo en una posición especial. Éste hecho confirmó mi preconcebida idea. Me dispuse a utilizar el catalejo. Naturalmente, los "cuarenta y un grados y trece minutos" podían aludir sólo a la elevación por encima del horizonte visible, puesto que la dirección horizontal estaba indicada con claridad por las palabras "Nordeste cuarto de Norte". Establecí esta última dirección por medio de una brújula de bolsillo; luego, apuntando el catalejo con tanta exactitud como pude con un ángulo de cuarenta y un grados de elevación, lo moví con cuidado de arriba abajo, hasta que detuvo mi atención una grieta circular u orificio en el follaje de un gran árbol que sobresalía de todos los demás, a distancia. En el centro de aquel orificio divisé un punto blanco; pero no pude distinguir al principio lo que era. Graduando el foco del catalejo, volví a mirar, y comprobé ahora que era un cráneo humano.
Después de este descubrimiento, consideré con entera confianza el enigma como resuelto, pues la frase "rama principal, séptimo vástago, lado Este" no podía referirse más que a la posición de la calavera sobre el árbol, mientras lo de "soltar desde el ojo izquierdo de la cabeza de muerto" no admitía tampoco más que una interpretación con respecto a la busca de un tesoro enterrado. Comprendí que se trataba de dejar caer una bala desde el ojo izquierdo, y que una línea recta (línea de abeja), partiendo del punto más cercano al tronco por ''la bala" (o por el punto donde cayese la bala), y extendiéndose desde allí a una distancia de cincuenta pies, indicaría el sitio preciso, y debajo de este sitio juzgué que era, por lo menos, posible que estuviese allí escondido un depósito valioso.
—Todo eso —dije— es harto claro, y asimismo ingenioso, sencillo y explícito. Y cuando abandonó usted el Hotel del Obispo, ¿qué hizo?
8 Un buen vaso en la hostería del obispo en la silla del diablo —cuarenta y un grados y trece minutos —Nordeste cuarto de Norte —principal rama séptimo vástago lado Este —soltar desde el ojo izquierdo de la cabeza de muerto —una línea recta desde el árbol a través de la bala cincuenta pies hacia fuera.
—Pues habiendo anotado escrupulosamente la orientación del árbol, me volví a casa. Sin embargo en el momento de abandonar "la silla del diablo", el orificio circular desapareció, y de cualquier lado que me volviese érame ya imposible divisarlo. Lo que me parece el colmo del ingenio en este asunto es el hecho (pues, al repetir la experiencia, me he convencido de que es un hecho) de que la abertura circular en cuestión resulta sólo visible desde un punto que es el indicado por esa estrecha cornisa sobre la superficie de la roca.
En esta expedición al Hotel del Obispo fui seguido por Júpiter, quien observaba, sin duda, desde hacia unas semanas, mi aire absorto, y ponía un especial cuidado en no dejarme solo. Pero al día siguiente me levanté muy temprano, conseguí escaparme de él y corrí a las colinas en busca del árbol. Me costó mucho trabajo encontrarlo. Cuando volví a casa por la noche, mi criado se disponía a vapulearme. En cuanto al resto de la aventura, creo que está usted tan enterado como yo.
—Supongo —dije— que equivocó usted el sitio en las primeras excavaciones, a causa de la estupidez de Júpiter dejando caer el escarabajo por el ojo derecho de la calavera en lugar de hacerlo por el izquierdo.
—Exactamente. Esa equivocación originaba una diferencia de dos pulgadas y media, poco más o menos, en relación con la bala, es decir, en la posición de la estaca junto al árbol, y si el tesoro hubiera estado bajo la "bala", el error habría tenido poca importancia; pero la "bala", y al mismo tiempo el punto más cercano al árbol, representaban simplemente dos puntos para establecer una línea de dirección; claro está que el error, aunque insignificante al principio, aumentaba al avanzar siguiendo la línea, y cuando hubimos llegado a una distancia de cincuenta pies, nos había apartado por completo de la pista. Sin mi idea arraigada a fondo de que había allí algo enterrado, todo nuestro trabajo hubiera sido inútil.
—Pero su grandilocuencia, su actitud balanceando el insecto, ¡cuán excesivamente estrambóticas! Tenía yo la certeza de que estaba usted loco. Y ¿por qué insistió en dejar caer el escarabajo desde la calavera, en vez de una bala?
—¡Vaya! Para serle franco, me sentía algo molesto por sus claras sospechas respecto a mi sano juicio, y decidí castigarle algo, a mi manera, con un poquito de serena mixtificación. Por esa razón balanceaba yo el insecto, y por esa razón también quise dejarlo caer desde el árbol. Una observación que hizo usted acerca de su peso me sugirió esta última idea.
—Sí, lo comprendo; y ahora no hay más que un punto que me desconcierta. ¿Qué vamos a decir de los esqueletos encontrados en el hoyo?
—Esa es una pregunta a la cual, lo mismo que usted, no sería yo capaz de contestar. No veo, por cierto, más que un modo plausible de explicar eso; pero mi sugerencia entraña una atrocidad tal, que resulta horrible de creer. Aparece claro que Kidd (si fue verdaderamente Kidd quien escondió el tesoro, lo cual no dudo), aparece claro que él debió de hacerse ayudar en su trabajo. Pero, una vez terminado, éste pudo juzgar conveniente suprimir a todos los que compartían su secreto. Acaso un par de azadonazos fueron suficientes, mientras sus ayudantes estaban ocupados en el hoyo; acaso necesitó una docena. ¿Quién nos lo dirá?
F I N

666 - E L E N T I E R R O P R E M A T U R O - E D G A R A L L A N P O E



E L
 E N T I E R R O
P R E M A T U R O


E D G A R 
A L L A N 
P O E

Hay ciertos temas de interés absorbente, pero
demasiado horribles para ser objeto de una obra de
ficción. El buen escritor romántico debe evitarlos si
no quiere ofender o ser desagradable. Sólo se tratan
con propiedad cuando lo grave y majestuoso de la
verdad los santifican y sostienen. Nos estremecemos,
por ejemplo, con el más intenso «dolor agradable
» ante los relatos del paso del Beresina, del
terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la
matanza de San Bartolomé o de la muerte por asfixia
de los ciento veintitrés prisioneros en el Agujero
Negro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante
es el hecho, la realidad, la historia. Como ficciones,
nos parecerían sencillamente abominables.
He mencionado algunas de las más destacadas y
augustas calamidades que registra la historia, pero
en ellas el alcance, no menos que el carácter de la
calamidad, es lo que impresiona tan vivamente la
imaginación. No necesito recordar al lector que, del
largo y horrible catálogo de miserias humanas, podría
haber escogido muchos ejemplos individuales
más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de
esos inmensos desastres generales. La verdadera
desdicha, la aflicción última, en realidad es particular,
no difusa. ¡Demos gracias a Dios misericordioso
que los horrorosos extremos de agonía los sufra el
hombre individualmente y nunca en masa!
Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda,
el más terrorífico extremo que jamás haya caído
en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en
suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie
con capacidad de juicio lo negará. Los límites que
separan la vida de la muerte son, en el mejor de los
casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién podría decir
dónde termina uno y dónde empieza el otro? Sabemos
que hay enfermedades en las que se produce
un cese total de las funciones aparentes de la vida, y,
sin embargo, ese cese no es más que una suspensión,
para llamarle por su nombre. Hay sólo pausas
temporales en el incomprensible mecanismo.
Transcurrido cierto período, algún misterioso prin-
cipio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos
piñones y las ruedas fantásticas. La cuerda de
plata no quedó suelta para siempre, ni irreparablemente
roto el vaso de oro. Pero, entretanto, ¿dónde
estaba el alma?
Sin embargo, aparte de la inevitable conclusión
a priori de que tales causas deben producir tales
efectos, de que los bien conocidos casos de vida en
suspenso, una y otra vez, provocan inevitablemente
entierros prematuros, aparte de esta consideración,
tenemos el testimonio directo de la experiencia médica
y del vulgo que prueba que en realidad tienen
lugar un gran número de estos entierros. Yo podría
referir ahora mismo, si fuera necesario, cien ejemplos
bien probados. Uno de características muy
asombrosas, y cuyas circunstancias igual quedan aún
vivas en la memoria de algunos de mis lectores,
ocurrió no hace mucho en la vecina ciudad de Baltimore,
donde causó una conmoción penosa, intensa
y muy extendida. La esposa de uno de los más
respetables ciudadanos- abogado eminente y miembro
del Congreso- fue atacada por una repentina e
inexplicable enfermedad, que burló el ingenio de los
médicos. Después de padecer mucho murió, o se
supone que murió. Nadie sospechó, y en realidad
no había motivos para hacerlo, de que no estaba
verdaderamente muerta. Presentaba todas las apariencias
comunes de la muerte. El rostro tenía el
habitual contorno contraído y sumido. Los labios
mostraban la habitual palidez marmórea. Los ojos
no tenían brillo. Faltaba el calor. Cesaron las pulsaciones.
Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar,
y en ese tiempo adquirió una rigidez pétrea.
Resumiendo, se adelantó el funeral por el rápido
avance de lo que se supuso era descomposición.
La dama fue depositada en la cripta familiar, que
permaneció cerrada durante los tres años siguientes.
Al expirar ese plazo se abrió para recibir un sarcófago,
pero, ¡ay, qué terrible choque esperaba al marido
cuando abrió personalmente la puerta! Al empujar
los portones, un objeto vestido de blanco cayó rechinando
en sus brazos. Era el esqueleto de su mujer
con la mortaja puesta.
Una cuidadosa investigación mostró la evidencia
de que había revivido a los dos días de ser sepultada,
que sus luchas dentro del ataúd habían
provocado la caída de éste desde una repisa o nicho
al suelo, y al romperse el féretro pudo salir de él.
Apareció vacía una lámpara que accidentalmente se
había dejado llena de aceite, dentro de la tumba;
puede, no obstante, haberse consumido por evaporación.
En los peldaños superiores de la escalera que
descendía a la espantosa cripta había un trozo del
ataúd, con el cual, al parecer, la mujer había intentado
llamar la atención golpeando la puerta de hierro.
Mientras hacía esto, probablemente se desmayó o
quizás murió de puro terror, y al caer, la mortaja se
enredó en alguna pieza de hierro que sobresalía hacia
dentro. Allí quedó y así se pudrió, erguida.
En el año 1810 tuvo lugar en Francia un caso de
inhumación prematura, en circunstancias que contribuyen
mucho a justificar la afirmación de que la
verdad es más extraña que la ficción. La heroína de
la historia era mademoiselle [señorita] Victorine Lafourcade,
una joven de ilustre familia, rica y muy
guapa. Entre sus numerosos pretendientes se contaba
Julien Bossuet, un pobre littérateur [literato] o
periodista de París. Su talento y su amabilidad habían
despertado la atención de la heredera, que, al
parecer, se había enamorado realmente de él, pero el
orgullo de casta la llevó por fin a rechazarlo y a casarse
con un tal Monsieur [señor] Rénelle, banquero y
diplomático de cierto renombre. Después del matrimonio,
sin embargo, este caballero descuidó a su
mujer y quizá llegó a pegarla. Después de pasar
unos años desdichados ella murió; al menos su estado
se parecía tanto al de la muerte que engañó a
todos quienes la vieron. Fue enterrada, no en una
cripta, sino en una tumba común, en su aldea natal.
Desesperado y aún inflamado por el recuerdo de su
cariño profundo, el enamorado viajó de la capital a
la lejana provincia donde se encontraba la aldea, con
el romántico propósito de desenterrar el cadáver y
apoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a la
tumba. A medianoche desenterró el ataúd, lo abrió
y, cuando iba a cortar los cabellos, se detuvo ante
los ojos de la amada, que se abrieron. La dama había
sido enterrada viva. Las pulsaciones vitales no habían
desaparecido del todo, y las caricias de su amado
la despertaron de aquel letargo que
equivocadamente había sido confundido con la
muerte. Desesperado, el joven la llevó a su alojamiento
en la aldea. Empleó unos poderosos reconstituyentes
aconsejados por sus no pocos
conocimientos médicos. En resumen, ella revivió.
Reconoció a su salvador. Permaneció con él hasta
que lenta y gradualmente recobró la salud. Su corazón
no era tan duro, y esta última lección de amor
bastó para ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No
volvió junto a su marido, sino que, ocultando su
resurrección, huyó con su amante a América. Veinte
años después, los dos regresaron a Francia, convencidos
de que el paso del tiempo había cambiado
tanto la apariencia de la dama, que sus amigos no
podrían reconocerla. Pero se equivocaron, pues al
primer encuentro monsieur Rénelle reconoció a su
mujer y la reclamó. Ella rechazó la reclamación y el
tribunal la apoyó, resolviendo que las extrañas circunstancias
y el largo período transcurrido habían
abolido, no sólo desde un punto de vista equitativo,
sino legalmente la autoridad del marido.
La Revista de Cirugía de Leipzig, publicación de
gran autoridad y mérito, que algún editor americano
haría bien en traducir y publicar, relata en uno de
los últimos números un acontecimiento muy penoso
que presenta las mismas características.
Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura
y salud excelente, fue derribado por un caballo
indomable y sufrió una contusión muy grave en la
cabeza, que le dejó inconsciente. Tenía una ligera
fractura de cráneo pero no se percibió un peligro
inmediato. La trepanación se hizo con éxito. Se le
aplicó una sangría y se adoptaron otros muchos remedios
comunes. Pero cayó lentamente en un sopor
cada vez más grave y por fin se le dio por muerto.
Hacía calor y lo enterraron con prisa indecorosa
en uno de los cementerios públicos. Sus funerales
tuvieron lugar un jueves. Al domingo siguiente, el
parque del cementerio, como de costumbre, se llenó
de visitantes, y alrededor del mediodía se produjo
un gran revuelo, provocado por las palabras de un
campesino que, habiéndose sentado en la tumba del
oficial, había sentido removerse la tierra, como si
alguien estuviera luchando abajo. Al principio nadie
prestó demasiada atención a las palabras de este
hombre, pero su evidente terror y la terca insistencia
con que repetía su historia produjeron, al fin, su
natural efecto en la muchedumbre. Algunos con
rapidez consiguieron unas palas, y la tumba, vergonzosamente
superficial, estuvo en pocos minutos
tan abierta que dejó al descubierto la cabeza de su
ocupante. Daba la impresión de que estaba muerto,
pero aparecía casi sentado dentro del ataúd, cuya
tapa, en furiosa lucha, había levantado parcialmente.
Inmediatamente lo llevaron al hospital más cercano,
donde se le declaró vivo, aunque en estado de
asfixia. Después de unas horas volvió en sí, reconoció
a algunas personas conocidas, y con frases inconexas
relató sus agonías en la tumba.
Por lo que dijo, estaba claro que la víctima
mantuvo la conciencia de vida durante más de una
hora después de la inhumación, antes de perder los
sentidos. Habían rellenado la tumba, sin percatarse,
con una tierra muy porosa, sin aplastar, y por eso le
llegó un poco de aire. Oyó los pasos de la multitud
sobre su cabeza y a su vez trató de hacerse oír. El
tumulto en el parque del cementerio, dijo, fue lo
que seguramente lo despertó de un profundo sueño,
pero al despertarse se dio cuenta del espantoso horror
de su situación.
Este paciente, según cuenta la historia, iba mejorando
y parecía encaminado hacia un restablecimiento
definitivo, cuando cayó víctima de la
charlatanería de los experimentos médicos. Se le
aplicó la batería galvánica y expiró de pronto en uno
de esos paroxismos estáticos que en ocasiones produce.
La mención de la batería galvánica, sin embargo,
me trae a la memoria un caso bien conocido y muy
extraordinario, en que su acción resultó ser la manera
de devolver la vida a un joven abogado de Londres
que estuvo enterrado dos días. Esto ocurrió en
1831, y entonces causó profunda impresión en todas
partes, donde era tema de conversación.
El paciente, el señor Edward Stapleton, había
muerto, aparentemente, de fiebre tifoidea acompañada
de unos síntomas anómalos que despertaron la
curiosidad de sus médicos. Después de su aparente
fallecimiento, se pidió a sus amigos la autorización
para un examen post-mortem [autopsia], pero éstos se
negaron. Como sucede a menudo ante estas negativas,
los médicos decidieron desenterrar el cuerpo y
examinarlo a conciencia, en privado. Fácilmente
llegaron a un arreglo con uno de los numerosos
grupos de ladrones de cadáveres que abundan en
Londres, y la tercera noche después del entierro el
supuesto cadáver fue desenterrado de una tumba de
ocho pies de profundidad y depositado en el quirófano
de un hospital privado.
Al practicársele una incisión de cierta longitud
en el abdomen, el aspecto fresco e incorrupto del
sujeto sugirió la idea de aplicar la batería. Hicieron
sucesivos experimentos con los efectos acostumbrados,
sin nada de particular en ningún sentido,
salvo, en una o dos ocasiones, una apariencia de
vida mayor de la norma en cierta acción convulsiva.
Era ya tarde. Iba a amanecer y se creyó oportuno,
al fin, proceder inmediatamente a la disección.
Pero uno de los estudiosos tenía un deseo especial
de experimentar una teoría propia e insistió en aplicar
la batería a uno de los músculos pectorales. Tras
realizar una tosca incisión, se estableció apresuradamente
un contacto; entonces el paciente, con un
movimiento rápido pero nada convulsivo, se levantó
de la mesa, caminó hacia el centro de la habitación,
miró intranquilo a su alrededor unos
instantes y entonces habló. Lo que dijo fue ininteligible,
pero pronunció algunas palabras, y silabeaba
claramente. Después de hablar, se cayó pesadamente
al suelo.
Durante unos momentos todos se quedaron paralizados
de espanto, pero la urgencia del caso
pronto les devolvió la presencia de ánimo. Se vio
que el señor Stapleton estaba vivo, aunque sin sentido.
Después de administrarle éter volvió en sí y
rápidamente recobró la salud, retornando a la sociedad
de sus amigos, a quienes, sin embargo, se les
ocultó toda noticia sobre la resurrección hasta que
ya no se temía una recaída. Es de imaginar la maravilla
de aquellos y su extasiado asombro.
El dato más espeluznante de este incidente, sin
embargo, se encuentra en lo que afirmó el mismo
señor Stapleton. Declaró que en ningún momento
perdió todo el sentido, que de un modo borroso y
confuso percibía todo lo que le estaba ocurriendo
desde el instante en que fuera declarado muerto por
los médicos hasta cuando cayó desmayado en el
piso del hospital. «Estoy vivo», fueron las incomprendidas
palabras que, al reconocer la sala de disección,
había intentado pronunciar en aquel grave
instante de peligro.
Sería fácil multiplicar historias como éstas, pero
me abstengo, porque en realidad no nos hacen falta
para establecer el hecho de que suceden entierros
prematuros. Cuando reflexionamos, en las raras veces
en que, por la naturaleza del caso, tenemos la
posibilidad de descubrirlos, debemos admitir que tal
vez ocurren más frecuentemente de lo que pensamos.
En realidad, casi nunca se han removido muchas
tumbas de un cementerio, por alguna razón, sin que
aparecieran esqueletos en posturas que sugieren la
más espantosa de las sospechas.
La sospecha es espantosa, pero es más espantoso
el destino. Puede afirmarse, sin vacilar, que ningún
suceso se presta tanto a llevar al colmo de la angustia
física y mental como el enterramiento antes de la
muerte. La insoportable opresión de los pulmones,
las emanaciones sofocantes de la tierra húmeda, la
mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estre-
cha morada, la oscuridad de la noche absoluta, el
silencio como un mar que abruma, la invisible pero
palpable presencia del gusano vencedor; estas cosas,
junto con los deseos del aire y de la hierba que crecen
arriba, con el recuerdo de los queridos amigos
que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro
destino, y la conciencia de que nunca podrán saberlo,
de que nuestra suerte irremediable es la de los
muertos de verdad, estas consideraciones, digo, llevan
el corazón aún palpitante a un grado de espantoso
e insoportable horror ante el cual la
imaginación más audaz retrocede. No conocemos
nada tan angustioso en la Tierra, no podemos imaginar
nada tan horrible en los dominios del más
profundo Infierno. Y por eso todos los relatos sobre
este tema despiertan un interés profundo, interés
que, sin embargo, gracias a la temerosa
reverencia hacia este tema, depende justa y específicamente
de nuestra creencia en la verdad del asunto
narrado. Lo que voy a contar ahora es mi conocimiento
real, mi experiencia efectiva y personal.
Durante varios años sufrí ataques de ese extraño
trastorno que los médicos han decidido llamar catalepsia,
a falta de un nombre que mejor lo defina.
Aunque tanto las causas inmediatas como las pre-
disposiciones e incluso el diagnóstico de esta enfermedad
siguen siendo misteriosas, su carácter evidente
y manifiesto es bien conocido. Las
variaciones parecen serlo, principalmente, de grado.
A veces el paciente se queda un solo día o incluso
un período más breve en una especie de exagerado
letargo. Está inconsciente y externamente inmóvil,
pero las pulsaciones del corazón aún se perciben
débilmente; quedan unos indicios de calor, una leve
coloración persiste en el centro de las mejillas y, al
aplicar un espejo a los labios, podemos detectar una
torpe, desigual y vacilante actividad de los pulmones.
Otras veces el trance dura semanas e incluso
meses, mientras el examen más minucioso y las
pruebas médicas más rigurosas no logran establecer
ninguna diferencia material entre el estado de la
víctima y lo que concebimos como muerte absoluta.
Por regla general, lo salvan del entierro prematuro
sus amigos, que saben que sufría anteriormente de
catalepsia, y la consiguiente sospecha, pero sobre
todo le salva la ausencia de corrupción. La enfermedad,
por fortuna, avanza gradualmente. Las primeras
manifestaciones, aunque marcadas, son
inequívocas. Los ataques son cada vez más característicos
y cada uno dura más que el anterior. En esto
reside la mayor seguridad, de cara a evitar la inhumación.
El desdichado cuyo primer ataque tuviera la
gravedad con que en ocasiones se presenta, sería
casi inevitablemente llevado vivo a la tumba.
Mi propio caso no difería en ningún detalle importante
de los mencionados en los textos médicos.
A veces, sin ninguna causa aparente, me hundía poco
a poco en un estado de semisíncope, o casi desmayo,
y ese estado, sin dolor, sin capacidad de
moverme, o realmente de pensar, pero con una borrosa
y letárgica conciencia de la vida y de la presencia
de los que rodeaban mi cama, duraba hasta que
la crisis de la enfermedad me devolvía, de repente,
el perfecto conocimiento. Otras veces el ataque era
rápido, fulminante. Me sentía enfermo, aterido, helado,
con escalofríos y mareos, y, de repente, me
caía postrado. Entonces, durante semanas, todo estaba
vacío, negro, silencioso y la nada se convertía
en el universo. La total aniquilación no podía ser
mayor. Despertaba, sin embargo, de estos últimos
ataques lenta y gradualmente, en contra de lo repentino
del acceso. Así como amanece el día para el
mendigo que vaga por las calles en la larga y desolada
noche de invierno, sin amigos ni casa, así lenta,
cansada, alegre volvía a mí la luz del alma.
Pero, aparte de esta tendencia al síncope, mi
salud general parecía buena, y no hubiera podido
percibir que sufría esta enfermedad, a no ser que
una peculiaridad de mi sueño pudiera considerarse
provocada por ella. Al despertarme, nunca podía
recobrar en seguida el uso completo de mis facultades,
y permanecía siempre durante largo rato en un
estado de azoramiento y perplejidad, ya que las facultades
mentales en general y la memoria en particular
se encontraban en absoluta suspensión.
En todos mis padecimientos no había sufrimiento
físico, sino una infinita angustia moral. Mi
imaginación se volvió macabra. Hablaba de «gusanos,
de tumbas, de epitafios» Me perdía en meditaciones
sobre la muerte, y la idea del entierro
prematuro se apoderaba de mi mente. El espeluznante
peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba
día y noche. Durante el primero, la tortura de la
meditación era excesiva; durante la segunda, era suprema,
Cuando las tétricas tinieblas se extendían
sobre la tierra, entonces, presa de los más horribles
pensamientos, temblaba, temblaba como las trémulas
plumas de un coche fúnebre. Cuando mi naturaleza
ya no aguantaba la vigilia, me sumía en una
lucha que al fin me llevaba al sueño, pues me estre-
mecía pensando que, al despertar, podía encontrarme
metido en una tumba. Y cuando, por fin, me
hundía en el sueño, lo hacía sólo para caer de inmediato
en un mundo de fantasmas, sobre el cual flotaba
con inmensas y tenebrosas alas negras la única,
predominante y sepulcral idea.
De las innumerables imágenes melancólicas que
me oprimían en sueños elijo para mi relato una visión
solitaria. Soñé que había caído en un trance
cataléptico de más duración y profundidad que lo
normal. De repente una mano helada se posó en mi
frente y una voz impaciente, farfullante, susurró en
mi oído: «¡Levántate!»
Me incorporé. La oscuridad era total. No podía
ver la figura del que me había despertado. No podía
recordar ni la hora en que había caído en trance, ni
el lugar en que me encontraba. Mientras seguía inmóvil,
intentando ordenar mis pensamientos, la fría
mano me agarró con fuerza por la muñeca, sacudiéndola
con petulancia, mientras la voz farfullante
decía de nuevo:
-¡Levántate! ¿No te he dicho que te levantes?
-¿Y tú- pregunté- quién eres?
-No tengo nombre en las regiones donde habito-
replicó la voz tristemente- Fui un hombre y soy
un espectro. Era despiadado, pero soy digno de lástima.
Ya ves que tiemblo. Me rechinan los dientes
cuando hablo, pero no es por el frío de la noche, de
la noche eterna. Pero este horror es insoportable.
¿Cómo puedes dormir tú tranquilo? No me dejan
descansar los gritos de estas largas agonías. Estos
espectáculos son más de lo que puedo soportar.
¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior, y deja
que te muestre las tumbas. ¿No es este un espectáculo
de dolor?... ¡Mira!
Miré, y la figura invisible que aún seguía apretándome
la muñeca consiguió abrir las tumbas de
toda la humanidad, y de cada una salían las irradiaciones
fosfóricas de la descomposición, de forma
que pude ver sus más escondidos rincones y los
cuerpos amortajados en su triste y solemne sueño
con el gusano. Pero, ¡ay!, los que realmente dormían,
aunque fueran muchos millones, eran menos
que los que no dormían en absoluto, y había una
débil lucha, y había un triste y general desasosiego, y
de las profundidades de los innumerables pozos
salía el melancólico frotar de las vestiduras de los
enterrados. Y, entre aquellos que parecían descansar
tranquilos, vi que muchos habían cambiado, en mayor
o menor grado, la rígida e incómoda postura en
que fueron sepultados. Y la voz me habló de nuevo,
mientras contemplaba:
-¿No es esto, ¡ah!, acaso un espectáculo lastimoso?
Pero, antes de que encontrara palabras para
contestar, la figura había soltado mi muñeca, las luces
fosfóricas se extinguieron y las tumbas se cerraron
con repentina violencia, mientras de ellas salía
un tumulto de gritos desesperados, repitiendo:
«¿No es esto, ¡Dios mío!, acaso un espectáculo
lastimoso?»
Fantasías como ésta se presentaban por la noche
y extendían su terrorífica influencia incluso en
mis horas de vigilia. Mis nervios quedaron destrozados,
y fui presa de un horror continuo. Ya no me
atrevía a montar a caballo, a pasear, ni a practicar
ningún ejercicio que me alejara de casa. En realidad,
ya no me atrevía a fiarme de mí lejos de la presencia
de los que conocían mi propensión a la catalepsia,
por miedo de que, en uno de esos ataques, me enterraran
antes de conocer mi estado realmente. Dudaba
del cuidado y de la lealtad de mis amigos más
queridos. Temía que, en un trance más largo de lo
acostumbrado, se convencieran de que ya no había
remedio. Incluso llegaba a temer que, como les cau-
saba muchas molestias, quizá se alegraran de considerar
que un ataque prolongado era la excusa suficiente
para librarse definitivamente de mí. En vano
trataban de tranquilizarme con las más solemnes
promesas. Les exigía, con los juramentos más sagrados,
que en ninguna circunstancia me enterraran
hasta que la descomposición estuviera tan avanzada,
que impidiese la conservación. Y aun así mis terrores
mortales no hacían caso de razón alguna, no
aceptaban ningún consuelo. Empecé con una serie
de complejas precauciones. Entre otras, mandé remodelar
la cripta familiar de forma que se pudiera
abrir fácilmente desde dentro. A la más débil presión
sobre una larga palanca que se extendía hasta
muy dentro de la cripta, se abrirían rápidamente los
portones de hierro. También estaba prevista la entrada
libre de aire y de luz, y adecuados recipientes
con alimentos y agua, al alcance del ataúd preparado
para recibirme. Este ataúd estaba acolchado con un
material suave y cálido y dotado de una tapa elaborada
según el principio de la puerta de la cripta, incluyendo
resortes ideados de forma que el más débil
movimiento del cuerpo sería suficiente para que se
soltara. Aparte de esto, del techo de la tumba colgaba
una gran campana, cuya soga pasaría (estaba pre-
visto) por un agujero en el ataúd y estaría atada a
una mano del cadáver. Pero, ¡ay!, ¿de qué sirve la
precaución contra el destino del hombre? ¡Ni siquiera
estas bien urdidas seguridades bastaban para
librar de las angustias más extremas de la inhumación
en vida a un infeliz destinado a ellas!
Llegó una época- como me había ocurrido antes
a menudo- en que me encontré emergiendo de un
estado de total inconsciencia a la primera sensación
débil e indefinida de la existencia. Lentamente, con
paso de tortuga, se acercaba el pálido amanecer gris
del día psíquico. Un desasosiego aletargado. Una
sensación apática de sordo dolor. Ninguna preocupación,
ninguna esperanza, ningún esfuerzo. Entonces,
después de un largo intervalo, un zumbido
en los oídos. Luego, tras un lapso de tiempo más
largo, una sensación de hormigueo o comezón en
las extremidades; después, un período aparentemente
eterno de placentera quietud, durante el cual
las sensaciones que se despiertan luchan por transformarse
en pensamientos; más tarde, otra corta
zambullida en la nada; luego, un súbito restablecimiento.
Al fin, el ligero estremecerse de un párpado;
e inmediatamente después, un choque eléctrico de
terror, mortal e indefinido, que envía la sangre a
torrentes desde las sienes al corazón. Y entonces, el
primer esfuerzo por pensar. Y entonces, el primer
intento de recordar. Y entonces, un éxito parcial y
evanescente. Y entonces, la memoria ha recobrado
tanto su dominio, que, en cierta medida, tengo conciencia
de mi estado. Siento que no me estoy despertado
de un sueño corriente. Recuerdo que he
sufrido de catalepsia. Y entonces, por fin, como si
fuera la embestida de un océano, el único peligro
horrendo, la única idea espectral y siempre presente
abruma mi espíritu estremecido.
Unos minutos después de que esta fantasía se
apoderase de mí, me quedé inmóvil. ¿Y por qué?
No podía reunir valor para moverme. No me atrevía
a hacer el esfuerzo que desvelara mi destino, sin
embargo algo en mi corazón me susurraba que era
seguro. La desesperación- tal como ninguna otra clase
de desdicha produce-, sólo la desesperación me
empujó, después de una profunda duda, a abrir mis
pesados párpados. Los levanté. Estaba oscuro, todo
oscuro. Sabía que el ataque había terminado. Sabía
que la situación crítica de mi trastorno había pasado.
Sabía que había recuperado el uso de mis facultades
visuales, y, sin embargo, todo estaba oscuro, oscuro,
con la intensa y absoluta falta de luz de la noche que
dura para siempre.
Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se
movieron convulsivamente, pero ninguna voz salió
de los cavernosos pulmones, que, oprimidos como
por el peso de una montaña, jadeaban y palpitaban
con el corazón en cada inspiración laboriosa y difícil.
El movimiento de las mandíbulas, en el esfuerzo
por gritar, me mostró que estaban atadas, como
se hace con los muertos. Sentí también que yacía
sobre una materia dura, y algo parecido me apretaba
los costados. Hasta entonces no me había atrevido a
mover ningún miembro, pero al fin levanté con
violencia mis brazos, que estaban estirados, con las
muñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida,
que se extendía sobre mi cuerpo a no más de
seis pulgadas de mi cara. Ya no dudaba de que reposaba
al fin dentro de un ataúd.
Y entonces, en medio de toda mi infinita desdicha,
vino dulcemente la esperanza, como un querubín,
pues pensé en mis precauciones. Me retorcí e
hice espasmódicos esfuerzos para abrir la tapa: no
se movía. Me toqué las muñecas buscando la soga:
no la encontré. Y entonces mi consuelo huyó para
siempre, y una desesperación aún más inflexible reinó
triunfante pues no pude evitar percatarme de la
ausencia de las almohadillas que había preparado
con tanto cuidado, y entonces llegó de repente a mis
narices el fuerte y peculiar olor de la tierra húmeda.
La conclusión era irresistible. No estaba en la cripta.
Había caído en trance lejos de casa, entre desconocidos,
no podía recordar cuándo y cómo, y ellos me
habían enterrado como a un perro, metido en algún
ataúd común, cerrado con clavos, y arrojado bajo
tierra, bajo tierra y para siempre, en alguna tumba
común y anónima.
Cuando este horrible convencimiento se abrió
paso con fuerza hasta lo más íntimo de mi alma,
luché una vez más por gritar. Y este segundo intento
tuvo éxito. Un largo, salvaje y continuo grito o
alarido de agonía resonó en los recintos de la noche
subterránea.
-Oye, oye, ¿qué es eso?- dijo una áspera voz,
como respuesta.
-¿Qué diablos pasa ahora?- dijo un segundo.
-¡Fuera de ahí!- dijo un tercero.
-¿Por qué aúlla de esa manera, como un gato
montés?- dijo un cuarto.
Y entonces unos individuos de aspecto rudo me
sujetaron y me sacudieron sin ninguna consideración.
No me despertaron del sueño, pues estaba
completamente despierto cuando grité, pero me
devolvieron la plena posesión de mi memoria.
Esta aventura ocurrió cerca de Richmond, en
Virginia. Acompañado de un amigo, había bajado,
en una expedición de caza, unas millas por las orillas
del río James. Se acercaba la noche cuando nos sorprendió
una tormenta. La cabina de una pequeña
chalupa anclada en la corriente y cargada de tierra
vegetal nos ofreció el único refugio asequible. Le
sacamos el mayor provecho posible y pasamos la
noche a bordo. Me dormí en una de las dos literas;
no hace falta describir las literas de una chalupa de
sesenta o setenta toneladas. La que yo ocupaba no
tenía ropa de cama. Tenía una anchura de dieciocho
pulgadas. La distancia entre el fondo y la cubierta
era exactamente la misma. Me resultó muy difícil
meterme en ella. Sin embargo, dormí profundamente,
y toda mi visión- pues no era ni un sueño ni
una pesadilla- surgió naturalmente de las circunstancias
de mi postura, de la tendencia habitual de
mis pensamientos, y de la dificultad, que ya he mencionado,
de concentrar mis sentidos y sobre todo de
recobrar la memoria durante largo rato después de
despertarme. Los hombres que me sacudieron eran
los tripulantes de la chalupa y algunos jornaleros
contratados para descargarla. De la misma carga
procedía el olor a tierra. La venda en torno a las
mandíbulas era un pañuelo de seda con el que me
había atado la cabeza, a falta de gorro de dormir.
Las torturas que soporté, sin embargo, fueron
indudablemente iguales en aquel momento a las de
la verdadera sepultura. Eran de un horror inconcebible,
increíblemente espantosas; pero del mal procede
el bien, pues su mismo exceso provocó en mi
espíritu una reacción inevitable. Mi alma adquirió
temple, vigor. Salí fuera. Hice ejercicios duros.
Respiré aire puro. Pensé en más cosas que en la
muerte. Abandoné mis textos médicos. Quemé el
libro de Buchan. No leí más Pensamientos nocturnos, ni
grandilocuencias sobre cementerios, ni cuentos de
miedo como éste. En muy poco tiempo me convertí
en un hombre nuevo y viví una vida de hombre.
Desde, aquella noche memorable descarté para
siempre mis aprensiones sepulcrales y con ellas se
desvanecieron los achaques catalépticos, de los
cuales quizá fueran menos consecuencia que causa.
Hay momentos en que, incluso para el sereno
ojo de la razón, el mundo de nuestra triste humanidad
puede parecer el infierno, pero la imaginación
del hombre no es Caratis para explorar con impunidad
todas sus cavernas. ¡Ay!, la torva legión de los
terrores sepulcrales no se puede considerar como
completamente imaginaria, pero los demonios, en
cuya compañía Afrasiab hizo su viaje por el Oxus,
tienen que dormir o nos devorarán..., hay que permitirles
que duerman, o pereceremos.

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