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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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domingo, 23 de junio de 2013

H. P. LOVECRAFT - LA HERMANDAD NEGRA


H. P. LOVECRAFT 
LA HERMANDAD NEGRA


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I
Por la noche, las calles de cualquiera de las ciudades de la Costa Este
proporcionan al paseante nocturno visiones de lo extraño y lo terrible, de lo
macabro y de lo insólito: al amparo de la oscuridad, salen de las rendijas y
grietas, de las buhardillas y callejones de la ciudad aquellos seres humanos que,
por razones tenebrosas y remotas, se guarecen durante el día en sus grises
nichos. Ellos son los deformes, los solitarios, los enfermos, los ancianos, los
perseguidos, y esas almas perdidas que están siempre buscándose a sí mismas
bajo el manto de la noche, que les es más beneficioso de lo que jamás puede
serlo para ellos la fría luz del día. Son los heridos por la vida, los mutilados,
hombres y mujeres que nunca se han recuperado de los traumas de la niñez, o
que han buscado experiencias no permitidas al hombre. En cualquier lugar en
que la sociedad humana se ha concentrado por un período de tiempo
considerable, allí están ellos, aunque sólo se les ve surgir en las horas de
oscuridad, como mariposas nocturnas que se mueven en los alrededores de sus
guaridas por breves horas antes de huir de nuevo cuando surge la luz del sol.
Como había sido un niño solitario al que dejaban hacer lo que le daba la gana,
debido a mi persistente falta de salud, desarrollé muy pronto el hábito de
deambular por las noches, al principio sólo en la calle Angell y la vecindad
donde viví durante mi niñez, y luego, poco a poco, en un círculo más amplio de
mi nativa Providence. Durante el día, si lo permitía mi salud, paseaba por el río
Seekonk desde la ciudad hasta el campo abierto, o cuando me encontraba
fuerte, jugaba con unos compañeros escrupulosamente elegidos en una «casaclub
» edificada en una zona boscosa no muy lejos de la ciudad. También me
gustaba leer, y pasaba largas horas en la copiosa biblioteca de mi abuelo. Leía
sin discriminación, y por lo tanto asimilaba una gran variedad de
conocimientos, desde las filosofías griegas hasta la historia de la monarquía
inglesa, de los secretos de la antigua alquimia a los experimentos de Niels Bohr,
de la ciencia de los papiros egipcios a los estudios regionales de Thomas Hardy.
Mi abuelo era muy católico en sus gustos en materia de libros: desdeñaba la
especialización, y de todo lo que compraba sólo conservaba lo que, según él, era
bueno; esto representaba, en el conjunto de sus lecturas, una variedad inaudita
y a menudo desconcertante.
Pero la ciudad nocturna superaba todo lo demás; caminar era lo que prefería a
cualquier otra cosa, y salía por las noches, durante los años de mi niñez y los de
mi adolescencia, en el curso de los cuales procuré -pues las enfermedades
esporádicas impedían mi asistencia al colegio- bastarme a mí mismo y me volví
más y más solitario. No podría decir ahora qué es lo que buscaba con tanta
insistencia en la ciudad durante la noche, qué me atraía de las calles mal
iluminadas, por qué merodeaba por la calle Benefit y los alrededores sombríos
de la calle Poe, casi desconocidas en la extensa Providence, qué esperaba ver en
las caras furtivas de otros paseantes nocturnos que se deslizaban y escabullían
por las oscuras calles y pasajes de la ciudad. Quizá fuese para escapar a las más
intensas realidades del día, lleno de insaciable curiosidad acerca de los secretos
de la vida de la ciudad que sólo la noche podía descubrir. Cuando por fin
finalicé mis estudios de secundaria, se esperaba que me dedicaría a otros
menesteres. Pero no fue así. Mi salud era demasiado precaria para garantizarme
la matrícula en la Universidad de Brown, adonde me habría gustado ir para
continuar mis estudios. Esta restricción sirvió sólo para incrementar mis
ocupaciones solitarias: dupliqué mis horas de lectura y aumentó el tiempo
durante el que paseaba por las noches, con la compensación de dormir durante
las horas del día. Sin embargo, me las arreglaba para llevar una existencia
normal; no abandoné a mi madre viuda, ni a mis tías, con quienes vivíamos.
Mis compañeros de juventud se habían alejado de mí, pero me encontré con
Rose Dexter, descendiente de las primeras familias inglesas que se instalaron en
Providence, de ojos negros, de proporciones singularmente atractivas y de
facciones de gran belleza. a quien persuadí para que compartiese mis paseos
nocturnos.
Con ella continué la exploración de la Providence nocturna, con un nuevo
aliciente: el ansia de enseñar a Rose todo aquello que yo ya había descubierto en
mis paseos por la ciudad. Al principio nos encontrábamos en el viejo Ateneo, y
continuamos encontrándonos allí cada tarde, y desde sus portales nos
introducíamos en la noche de la ciudad. Lo que para ella empezó como una
ocurrencia del momento, pronto se convirtió en un hábito. Demostraba tanto
deseo como yo por conocer los ocultos pasajes, y los caminos no utilizados
desde hacía ya muchos años, y se sintió pronto como en su casa en medio de la
ciudad nocturna, al igual que yo. Tampoco le gustaban las charlas
intranscendentes, con lo que queda demostrado hasta qué punto nos
complementábamos.
Durante algunos meses habíamos estado explorando Providence en esta forma,
cuando una noche, en la calle Benefit, un hombre con una capa hasta la rodilla,
sobre una ropa raída y arrugada, se acercó a nosotros. Le había visto antes al
doblar la esquina: estaba a poca distancia de nosotros, detenido en la acera, y le
observé al pasar delante de él. Me chocó, porque su cara de ojos negros y
bigote, y el indomable pelo en la cabeza sin cubrir, me resultaron familiares.
Además, al pasar, hizo intención de seguimos. Por fin nos alcanzó, me tocó en
el hombro y habló conmigo.
-Señor -dijo-, ¿podría decirme cómo se va al cementerio donde estuvo Poe?
Se lo expliqué y después, movido por un repentino impulso, le sugerí que
podíamos acompañarle adonde deseaba ir. Antes de que me diera cuenta
plenamente de lo que había pasado, íbamos los tres caminando juntos. Observé
en seguida con qué aire escrutador aquel individuo examinaba a mi compañera.
Sin embargo, cualquier resentimiento que pudiese surgir en mí estaba
descartado porque reconocía que el interés de ese extraño era inofensivo:
resultaba más frío y crítico que pasional. También aproveché la ocasión para
examinarle lo más atentamente posible, en los momentos fugaces en que la luz
de las calles alumbraba el camino por el cual pasábamos, y me inquietaba cada
vez más la certidumbre de que le conocía o le había conocido alguna vez.
Vestía totalmente de negro, excepto la camisa blanca y una ligera corbata de
Windsor. Su ropa estaba muy arrugada, como si la hubiese llevado mucho
tiempo Sin haberse ocupado de ella, pero a primera vista no estaba sucia. Tenía
la frente amplia, casi abovedada; bajo ella miraban con cierta obsesión sus
oscuros ojos y el rostro se estrechaba hasta acabar en una pequeña y tiesa
barbilla. Llevaba el pelo más largo de como se estilaba entre las gentes de mi
edad, y sin embargo parecía pertenecer a esa misma generación; no aparentaba
ser más de cinco años mayor que yo. Pero definitivamente, su vestimenta no era
la de mi generación; aunque su aspecto era nuevo, parecía cortada con un
patrón de una generación anterior.
-¿Es usted forastero en Providence? -le pregunté.
-Estoy de paso -dijo en seguida.
-¿Se interesa usted por Poe?
Asintió.
-¿Qué sabe de él? -le pregunté.
-Muy poco -dijo-. ¿Podría usted contarme algo sobre él?
No hacía falta que me lo dijese dos veces. En seguida le solté un apunte
biográfico del padre de las historias de detectives y maestro de los cuentos
macabros, cuyas obras yo admiraba desde hacía mucho tiempo. Cité
simplemente su romance con la señora Sara Helen Whitman, pues se refería a
Providence y a la visita con la señora Whitman al cementerio al que nos
dirigíamos. Pude observar que escuchaba con atención extasiada, y parecía
estar grabando en su mente todo cuanto le decía. Pero no podía deducir de su
rostro inexpresivo si lo que le con taba le agradaba o le desagradaba, ni qué
interés podría tener en ello.
Por su parte, Rose era consciente de la atracción que provocaba, pero no se
sentía avergonzada, quizá porque intuía que era debida a un interés distinto del
amor. Sólo en el momento de preguntarle ella cómo se llamaba me di cuenta de
que ignorábamos su nombre. Nos dio el de «señor Allan». Al oírlo, Rose sonrió
casi imperceptiblemente; observé su sonrisa mientras paseábamos bajo una
farola de la calle.
Una vez que supo nuestros nombres, nuestro acompañante no parecía
interesado en nada más, y silenciosamente llegamos por fin al cementerio.
Pensé que el señor Allan entraría, pero no tenía ese propósito; sólo pretendía
localizarlo para poder volver de día. Era una sensata conclusión: para mí tenía
atractivo a aquellas horas por haberlo pateado a menudo de noche, pero ofrecía
poco encanto a un extraño, incapaz de ver nada en plena oscuridad.
Nos despedimos en la entrada, y Rose y yo continuamos.
-He visto a ese hombre antes en algún sitio -le dije a Rose cuando nos habíamos
alejado lo suficiente para que no pudiera oírnos-. Pero no logro recordar dónde.
Quizá en la biblioteca.
-Debe de haber sido en la biblioteca -contestó Rose con aquella risa quebrada
tan frecuente en ella-. En un retrato de la pared.
-¡Vamos! ¿Qué dices? -grité.
-¡Pero si estoy segura de que te diste cuenta del parecido, Arthur! -dijo-. Incluso
de su nombre. Se parece a Edgar Allan Poe.
En efecto, se parecía. En cuanto Rose lo dijo me di cuenta de la gran semejanza,
incluso en su ropa, y en seguida califiqué al señor Allan de inofensivo idólatra
de Poe. Un hombre tan obsesionado con su ídolo que iba a su estilo, incluso con
una ropa pasada de moda. ¡Otro de los extraños ejemplares de la raza humana
que callejeaban de noche por la ciudad!
-Bien, es el tipo más extraño que hemos encontrado desde que empezamos
nuestros paseos -dije.
Su mano apretó mi brazo.
-Arthur, ¿no sentiste algo, algo extraño que emanaba de él?
-Bueno, supongo que algo «extraño» trasluce de todos nosotros, los que
buscamos la oscuridad -dije-. En cierto modo, tendemos a crear nuestra propia
realidad.
Pero mientras le contestaba, me daba cuenta de lo que quería decirme. Ya no
había necesidad de la aclaración que buscaba ella afanosamente en las palabras
de explicación que pronunció a continuación. Sí, había algo extraño en el señor
Allan, y lo que había era una profunda falsedad. Se notaba, ahora lo veía claro y
lo aceptaba, en un buen número de cosas triviales, pero particularmente en la
falta de expresión de sus facciones. Su forma de hablar, a pesar de haber sido
poco locuaz, no tenía entonación, era casi mecánica. No había sonreído, ni se
había alterado la expresión de su rostro. Había hablado con una precisión que
sugería un distanciamiento de la mayoría de los hombres. Incluso el interés
manifiesto que mostraba por Rose era más clínico que admirativo. Al tiempo
que se despertaba mi curiosidad, creció en mí una bocanada de aprensión.
Preferí llevar el tema de nuestra conversación por otros derroteros y acompañé
a Rose a su casa.
II
Era inevitable, sospecho, que me encontrase de nuevo con el señor Allan.
Ocurrió dos noches después, no lejos de la puerta de mi casa. Quizá resulte
absurdo, pero no pude evitar el pensamiento de que estaba esperándome, que
su ansiedad por encontrarse conmigo era tan grande como la mía.
Le saludé jovialmente, como a un compañero nocturno más, y me di cuenta en
seguida de que, aunque su voz remedaba mi propia jovialidad, ningún trazo de
emoción asomaba a su rostro; permanecía absolutamente impasible, hierático,
como diría un escritor romántico. Ni un atisbo de sonrisa aparecía en su rostro,
ni había ningún reflejo en sus brillantes ojos negros. Y ahora, como me habían
sugerido, pude apreciar que el parecido con Poe era asombroso, tanto que de
haberme dicho el señor Allan que era descendiente de Poe, le habría creído sin
dudarlo.
Pensé que se trataba de una, curiosa coincidencia, y nada más. El señor Allan no
hizo en esta ocasión ninguna mención de Poe o de nada relacionado con
Providence. Parecía, era evidente, más interesado en escucharme que en hablar.
Se mostraba tan singularmente hermético como si de hecho no nos hubiésemos
visto antes. Pero tal vez buscaba algún terreno común, pues en cuanto
mencioné que colaboraba con artículos semanales relacionados con la
astronomía en el Journal de Providence, empezó a tomar parte en la
conversación; lo que había sido durante algunas manzanas un monólogo, se
convirtió en diálogo.
Pronto me di cuenta de que el señor Allan no era un novato en cuestiones
astronómicas. Escuchaba ansiosamente mis puntos de vista, pero él mantenía
los suyos, diferentes a los míos y a veces muy discutibles. No se mostró remiso
en manifestar que no sólo era posible un viaje interplanetario, sino que
innumerables estrellas, no sólo planetas de nuestro sistema solar, estaban
habitadas.
-¿Por seres humanos? -pregunté incrédulamente.
-¿Por qué tendrían que ser seres humanos? -replicó-. La vida es única, no el
hombre. Incluso aquí, en este planeta, la vida toma muchas formas.
Le pregunté si había leído las obras de Charles Fort.
No lo había hecho. No sabía nada de él, y al pedírmelo, le expliqué algunas de
las teorías de Fort, así como los hechos que aducía para apoyar estas teorías. Vi
que de cuando en cuando, mientras caminábamos, la cabeza de mi
acompañante se balanceaba, aunque su cara permanecía inexpresiva; era como
si estuviese de acuerdo. Y en una ocasión llegó a exclamar.
-Sí, así es. Lo que él dice es así.
Fue al hablar yo de objetos voladores no identificados vistos cerca de Japón
durante la última mitad del siglo diecinueve.
-¿Cómo puede afirmar eso? -interrogué.
Se lanzó a una extensa perorata, que podía resumirse así: en el terreno de la
astronomía, todo científico que estuviera al día tenía la certeza de que no había
vida solamente en la tierra. Por tanto, al igual que se podían concebir cuerpos
celestes con formas de vida inferiores a la nuestra, otros podrían dar cabida a
formas superiores. Si se aceptaba esta premisa, era perfectamente lógico que los
viajes interplanetarios no tuvieran misterios para esas formas superiores y
pudiesen, tras décadas de observación, familiarizarse con la Tierra y sus
habitantes, así como con los demás planetas hermanos.
-¿Con qué propósito? -le pregunté-. ¿Para hacer la guerra? ¿Para invadirnos?
-Un modo de vida tan desarrollado no tendría necesidad de emplear tales
métodos primitivos -señaló-. Nos vigilan, al igual que nosotros vigilamos la
luna y escuchamos las señales de radio de los planetas. Nosotros estamos aún
en las primeras etapas de la comunicación interplanetaria, y no digamos de los
viajes espaciales, mientras que otras razas en estrellas remotas hace mucho que
han superado ambas cosas.
-¿Cómo puede hablar con tanta seguridad? -le pregunté entonces.
-Porque estoy convencido de ello. Seguramente habrá conocido a gente que ha
llegado a conclusiones similares.
Admití que así era.
-¿Se considera usted un hombre sin prejuicios por lo que respecta al tema?
Admití esto también.
-¿Tanto es así que examinaría ciertas pruebas si le fueran presentadas?
-Ciertamente -repliqué, aunque no debió pasarle inadvertido mi escepticismo.
-Eso está bien -dijo-. Si nos permite a mí y a mis hermanos ir a su casa de la calle
Angell, puede ser que le convenzamos de que hay vida en el espacio. No con
forma humana, pero vida. Vida de unos seres poseedores de una inteligencia
muy superior a la de los hombres más inteligentes.
Me resultaba cómica la magnitud de sus aseveraciones y de sus creencias, pero
no lo demostré en ningún momento. Su confidencia me hizo pensar otra vez en
el cúmulo de personajes que pueden encontrarse entre los paseantes nocturnos
de Providence. El señor Allan era un obseso de sus inauditas convicciones y
como todos los obsesos ansiaba hacer proselitismo, convertir a la gente.
-Cuando quiera -dije como invitación-. Cuanto más tarde mejor, para dar
tiempo a que mi madre se acueste. Los experimentos no le hacen gracia.
-¿Digamos el próximo lunes por la noche?
-De acuerdo.
A partir de ese momento, mi acompañante no volvió a hablar del tema. Apenas
se refirió a otras cuestiones, y de hecho me tocó a mí hablar todo el rato.
Evidentemente se aburría; no habíamos recorrido tres manzanas cuando
llegamos a un callejón y allí el señor Allan se despidió de mí bruscamente, se
volvió hacia el callejón y se lo tragó la oscuridad.
¿Estaría su casa al final del callejón?, pensé. De no ser así, tendría que salir
inevitablemente por el otro extremo. Impulsivamente corrí alrededor de la
manzana y me puse a esperar en una calle paralela, en las sombras. Desde allí
podía observar la entrada del callejón sin ser visto.
El señor Allan salió tranquilamente del callejón antes de que me diera tiempo a
recobrar la respiración. Esperaba que continuase a través del callejón, pero no
fue así; bajó por la calle, y acelerando un poco el paso, continuó su camino.
Movido por la curiosidad, le seguí, procurando mantenerme oculto. Pero el
señor Allan nunca se volvió a mirar. Con la mirada fija delante de él, no le vi
dirigir la vista ni una sola vez siquiera a derecha o izquierda. Se dirigía
claramente a un sitio determinado que sólo podía ser su casa, pues ya era más
de medianoche.
Me fue fácil seguir a mi acompañante. Conocía bien estas calles, las conocía
desde mi niñez. El señor Allan se dirigía al Seekonk, y mantuvo esta ruta, sin
desviarse, hasta que llegó a una zona de Providence. Una vez allí, se dirigió
hacia una casa hace ya tiempo deshabitada. Se introdujo en ella, y no le volví a
ver. Aguardé un poco más, esperando ver alguna luz encenderse en la casa,
pero no fue así, y llegué a la conclusión de que se había acostado.
Afortunadamente me había mantenido en las sombras, puesto que al parecer el
señor Allan no se había acostado. Parecía que había pasado por la casa y
rodeado la manzana entera, pues de repente le vi acercarse a la casa, en la
dirección en que habíamos venido, y una vez más pasó por delante del lugar en
que me ocultaba, y se introdujo en la casa, de nuevo sin encender ninguna luz.
Esta vez, ciertamente, se quedó dentro. Esperé unos cinco minutos, quizá más;
entonces di media vuelta y me encaminé hacia mi casa de la calle Angell,
convencido de haber hecho lo mismo que el señor Allan la noche en que nos
conocimos: me había seguido. Sí, había llegado a la conclusión de que nuestro
encuentro esta noche no había sido fruto del azar, sino premeditado.
Sin embargo, algunas manzanas más allá, me sorprendí al ver que él, Allan, se
acercaba en dirección a mí, procedente de la calle Benefit. Traté de explicarme
cómo se las había arreglado para dejar la casa otra vez y dar un rodeo hasta
conseguir caminar derecho hacia mí. Quise imaginar en vano la ruta que pudo
haber tomado para lograrlo. El caso es que pasó a mi lado sin aparentar
reconocerme.
Pero no cabía duda: era él. La misma semejanza con Poe le distinguía de
cualquier otro caminante nocturno. Ahogué su nombre en mi boca y me volví
para mirarle. En ningún momento volvió la cabeza, y caminó hacia adelante,
dirigiéndose con paso seguro hacia el lugar que yo había dejado momentos
antes. Le vi desaparecer mientras intentaba en vano, todavía, trazar en mi
mente la ruta que tendría que haber tomado, en medio de los vericuetos y
callejuelas tan familiares para mí, para hacer posible que me tropezase de
nuevo con él cara a cara.
Vamos a ver: nos habíamos encontrado en la calle Angell, luego caminamos
hacia Benefit y el norte, y nos volvimos hacia el río otra vez. Tenía que haber
corrido mucho para poder dar la vuelta y regresar. ¿Y a que propósito obedecía
seguir semejante ruta? Me dejó totalmente perplejo, especialmente porque ni
siquiera había dado muestras de conocerme, como si fuésemos completamente
extraños.
Pero si los acontecimientos de la noche me habían dejado tan confundido, más
lo estaba aún al encontrarme con Rose en el Ateneo la noche siguiente. Me
esperaba, y corrió hacia mí en cuanto me vio.
-¿Has visto al señor Allan? -me preguntó.
-Ayer por la noche -le respondí, y habría continuado con la explicación de los
hechos de no haber vuelto a hablar ella.
-¡Yo también! Me acompañó desde la biblioteca a casa.
Me callé lo que iba a decir y le escuché. El señor Allan había estado esperando a
que saliese de la biblioteca. La había saludado y le había preguntado si podía
pasear con ella. Anduvieron durante una hora, pero sin hablar mucho. Lo poco
que dijeron fue muy superficial: vaguedades referentes a las antigüedades de la
ciudad, la arquitectura de algunas casas, y cuestiones similares, de interés para
quien sintiera curiosidad por los aspectos históricos de Providence. Luego la
acompañó a casa. Ella había estado con el señor Allan en un lugar de la ciudad
a la vez que yo había estado con él en otro. Ninguno de nosotros teníamos la
menor duda respecto a la identidad de nuestro acompañante.
-Le vi después de medianoche -dije.
Era parte de la verdad, pero no toda.
Esta extraordinaria coincidencia debía de tener alguna aplicación lógica,
aunque no estaba dispuesto a discutirla con Rose, para que no se alarmase. El
señor Allan había hablado de «sus hermanos»; entraba dentro de lo posible que
el señor Allan tuviese un gemelo idéntico. Pero ¿qué explicación cabía para lo
que obviamente resultaba decepcionante? Uno de nuestros acompañantes no
era, no podía ser el mismo señor Allan con quien previamente habíamos
paseado. Pero ¿cuál de ellos? Yo estaba seguro de que mi acompañante era el
mismo señor Allan al que habíamos conocido dos noches antes.
Sin darle importancia, y en vista de las circunstancias, hice a Rose algunas
preguntas en relación con la identidad de su acompañante, a ver si en algún
momento de nuestro diálogo salía a relucir si era el mismo al que había visto yo.
No dudaba en absoluto; estaba plenamente convencida de que su acompañante
era el mismo hombre que había paseado con nosotros dos noches antes; pues al
parecer incluso había hecho varias referencias al paseo nocturno anterior. No
tenía motivos para dudar, y yo preferí callarme. Había un extraño misterio aquí:
los hermanos tenían alguna razón oculta para interesarse por nosotros. Había
una razón distinta a la de compartir nuestro interés por los paseantes de la
ciudad y por los lugares desconocidos que se desvelan únicamente con el
crepúsculo y se desvanecen otra vez, desapareciendo con el amanecer.
Sin embargo, mi compañero de la víspera se había citado conmigo, mientras
que el de Rose, que yo supiera, no había planeado otro encuentro con ella. Pero
¿por qué había esperado a encontrarse con ella? Esta línea de investigación no
era válida ante la evidencia de que ninguno de los seres con quienes me
encontré anoche, después de haber dejado a mi compañero en su casa, podía
haber acompañado a Rose, pues ella vivía muy lejos del lugar en que por última
vez me crucé con el extraño individuo; no podía haber tenido tiempo de dejarla
en la puerta de su casa y, simultáneamente, encontrarse conmigo casi al otro
extremo de la ciudad. Una inquietante sensación comenzó a invadirme. ¿Eran
quizá tres Allan -todos idénticos-, trillizos? ¿O cuatro? No, seguramente el
segundo señor Allan que me encontré la noche anterior era el mismo con quien
habíamos estado paseando hasta el cementerio dos noches antes. El que sí podía
ser otro era el de mi tercer encuentro.
Por mucho que intentase pensar en ello, el rompecabezas continuaba sin
resolverse. Aguardaba con cierto ánimo desafiante la cita del lunes por la noche
con el señor Allan, para la que sólo faltaban dos días.
III
Aun así, no estaba bien preparado para la visita del señor Allan y sus hermanos
en la noche del lunes siguiente. Llegaron a la diez y cuarto; mi madre acababa
de subir a acostarse. Esperaba, como máximo, a tres personas. Eran siete. Y tan
parecidos como los guisantes en una vaina, tanto que no era capaz de distinguir
entre ellos al señor Allan con quien había paseado dos veces por las nocturnas
calles de Providence, aunque deduje que era el que hablaba del grupo
Se encaminaron al salón, y el señor Allan inmediatamente se dispuso a colocar
las sillas en semicírculo. Le ayudaban sus hermanos, mientras él murmuraba
algo acerca de la «naturaleza del experimento». A decir verdad, yo estaba aún
demasiado sorprendido e inquieto con la apariencia de los siete hombres
idénticos, tan pasmosamente semejantes a Edgar Allan Poe, como para darme
verdadera cuenta de lo que se decía. Pude observar también, a la luz de mi
lámpara de gas Welsbach, que los siete eran de una complexión pálida, cerúlea,
no hasta el punto de dudar que fuesen de carne y hueso como yo, pero sí para
pensar que a todos les aquejaba algún tipo de enfermedad, anemia quizá, o que
algún mal hereditario había dejado sus rostros carentes de color. Sus ojos eran
muy negros y parecían mirar fijamente, aunque sin ver. Pero no se trataba de un
defecto de percepción; era como si viesen gracias a un extrasentido invisible
para mí. La sensación que experimenté no era predominantemente de miedo,
sino de abrumadora curiosidad mezclada con una cada vez mayor intuición de
algo extremadamente desconocido no sólo para mi experiencia, sino para mi
propia existencia.
Pocas cosas reseñables habían sucedido hasta el momento entre nosotros. Pero
en cuanto el semicírculo se completó, y mis visitantes se sentaron, el que llevaba
la voz cantante me señaló una silla situada dentro del semicírculo y de cara a
los hombres sentados.
-¿Quiere tomar asiento aquí, señor Phillips? -preguntó.
Hice lo que me indicaba y me encontré con que me había convertido en el
centro de todas las miradas. Más que el objeto, el foco de sus miradas: los siete
hombres no parecían mirarme a mí, sino mirar a través de mí.
-Nuestra intención, señor Phillips -dijo el que llevaba la voz cantante, a quien
tomé por el caballero con quien me había encontrado en la calle Benefit- es
producir en usted ciertas impresiones de vida extraterrestre. Todo lo que tiene
que hacer es relajarse y ser receptivo.
-Estoy listo -dije.
Creí que iban a pedirme que amortiguase la intensidad de la luz, cuestión que
forma parte integrante de este tipo de sesiones, pero no lo hicieron. Esperaron
un rato en silencio, un silencio sólo roto por el tic-tac del reloj del hall y el
alejado murmullo de la ciudad, y entonces comenzaron algo que sólo puedo
describir como un cántico, un tarareo bajo, no desagradable, casi arrullador, que
aumentaba en volumen y era interrumpido por sonidos que imaginé palabras
aunque no podía distinguir ninguna. La canción que cantaban, y la forma en
que cantaban, eran indescriptibles, extrañas; en clave menor, los intervalos de
los tonos no se parecían a ningún sistema de música terrestre que pudiera
serme familiar, aunque me parecía más oriental que occidental.
Tuve poco tiempo para percatarme de la música, pues pronto me sobrecogió
una sensación de profundo malestar. Las caras de los siete hombres se tomaron
difusas y se fundieron en un rostro borroso. Tuve la intolerable sensación de
que me barría el paso de miles de años de tiempo. Llegué a la conclusión de que
algún tipo de hipnosis era responsable de mi estado, pero me daba igual; la
experiencia a la que me estaba sometiendo era totalmente nueva y no
desagradable, aunque había en ella una nota discordante, como de algún mal
acechando detrás de las relajantes sensaciones que se acumulaban y me
arrastraban. Gradualmente, la lámpara, las paredes y los hombres que tenía
delante se emborronaron y desvanecieron. Me daba cuenta de que todavía
estaba en mi casa de la calle Angell, pero al mismo tiempo presentía que de
alguna forma había sido trasladado a otros lugares, y empezó a manifestarse un
sentimiento de alarma ante el desconocimiento de lo que me rodeaba, así como
de repulsión y alienación. Era como si temiese la pérdida del conocimiento en
un lugar extraño, sin medios para volver a la tierra, pues lo que presenciaba era
una escena extraterrestre, de unas proporciones de grandeza y magnificencia
incomprensibles para mí.
Vastas panorámicas del espacio se arremolinaban ante mí en una dimensión
desconocida, y en el centro veía una colección de cubos gigantes, esparcidos en
una ensenada de agitada radiación violeta. Entre ellos se movían otras figuras
enormes, cambiantes, unos conos rugosos cuya talla alcanzaba los diez pies de
altura y que reposaban sobre su base compuesta de un material semielástico,
con escamas y bultos. De sus ápices salían cuatro miembros flexibles,
cilíndricos, cada uno por lo menos de un pie de ancho, y de una sustancia
similar, aunque más parecida a la carne, a la de los conos. Estos eran los
supuestos cuerpos de los miembros que los coronaban. Según pude observar,
tenían la capacidad de contraerse y dilatarse algunas veces hasta alcanzar una
medida de largo similar a la altura del cono al que estaban adheridos. Dos de
estos miembros tenían unas enormes garras en el extremo, mientras que un
tercero llevaba una cresta de cuatro apéndices rojos con forma de trompeta, y el
cuarto acababa en un globo amarillo de dos pies de diámetro, en medio del cual
había tres enormes ojos, de un ópalo oscuro, que, dada su posición en el
miembro elástico, podían volverse en cualquier dirección. Fue una escena que
me causó gran fascinación, pero al mismo tiempo me inspiraba una repelencia
atroz, dada la absoluta extrañeza y el aura de temibles descubrimientos que se
desprendía de ella. Con mayor claridad y distinción, pude ver las figuras
moverse: parecían atender a los grandes cubos; logré ver que sus extrañas
cabezas estaban coronadas por cuatro grandes tallos grises con apéndices
similares a unas flores y que, en su parte inferior, ostentaban ocho tentáculos
sinuosos y elásticos, del color verde alga, constantemente agitados en un
movimiento de serpentina. Esos tentáculos se dilataban y se contraían, se
alargaban y se acortaban; azotaban de un lado a otro como si tuviesen una vida
independiente de aquella que animaba a los conos, que parecían más perezosos.
La escena estaba bañada en un descolorido resplandor rojo, como el de un sol
moribundo que, habiendo perdido a su planeta, hubiese ocupado ahora el lugar
de la radiación violeta de la ensenada.
Me causó un indescriptible impacto; era como si se me hubiese permitido mirar
a otro mundo, un mundo increíblemente mayor que el nuestro, diferente al
nuestro por distintos valores antipódicos y formas de vida, y lejos del nuestro
en el tiempo y el espacio; y mientras miraba a este vasto mundo, me di cuenta -
como si este conocimiento estuviera introduciéndose en mí por algún sistema
psíquico- que contemplaba una raza destinada a morir, una raza que tenía que
escapar de su planeta o morir. Espontáneamente, intuí la amenaza de un mal, y
con un rápido y violento esfuerzo, me deshice del hechizo del cántico que me
tenía apresado, exterioricé la excitación del miedo que me poseía, irrumpí en un
grito de protesta y me levanté mientras la silla en que estaba sentado se caía
hacia atrás estrepitosamente
De inmediato la escena que discurría ante mis ojos se desvaneció y la habitación
volvió a enfocarse. Enfrente de mí estaban sentados mis visitantes, los siete
caballeros parecidos a Poe, impasibles y silenciosos. los sonidos que habían
emitido, el tararear y las extrañas palabras y ruidos tonales, habían cesado.
Me calmé y mi pulso se hizo más pausado.
-Lo que ha visto, señor Phillips, era una escena de otra estrella lejana -dijo el
señor Allan-, muy alejada en el espacio. De hecho, pertenece a otro universo.
¿Le ha convencido?
-¡Basta ya! -grité.
No podía decir si mis visitantes se divertían o me despreciaban; no tenían
expresión alguna, incluido su portavoz, que se limitó a inclinar la cabeza
levemente y decir:
-Nos vamos, entonces, con su permiso.
Y silenciosamente, uno tras otro, desfilaron por la puerta que daba a la calle
Angell.
Aquella experiencia me había dejado una impresión sumamente desagradable.
No poseía pruebas de haber visto algo de otro planeta, pero podía atestiguar
que había sido preso de una extraordinaria alucinación, indudablemente por
influencia hipnótica.
¿Pero cuál era su razón de ser? Lo pensé mientras ordenaba el salón. No me era
posible aducir ninguna razón sólida para demostrar lo que había presenciado.
Era incapaz de negar que mis visitantes habían mostrado poseer facultades
extraordinarias. Pero ¿con qué fin? Tenía que admitir que me confundía tanto la
aparición de nada menos que siete hombres idénticos, como la experiencia
alucinante que acababa de vivir. Quintillizos, era posible, sí, ¿pero alguien había
oído hablar de siete gemelos? Tampoco eran usuales los nacimientos múltiples
de niños idénticos. Y sin embargo había siete hombres poco más o menos de la
misma edad e idénticos en apariencia, de cuya existencia no cabía la más
mínima explicación.
Tampoco tenía ningún significado palpable la escena que había presenciado
durante la demostración. De alguna forma había comprendido que los grandes
cubos eran seres vivos y sensibles para quienes la radiación violeta era como la
vida: me di cuenta de que las criaturas de los conos les servían en alguna forma,
pero nada había descubierto que lo demostrase. La visión entera carecía de
sentido: era una de esas escenas que podía haber sido creada por una
imaginación altamente organizada, y telepáticamente dirigida a un sujeto que
se prestase a ello, como, por ejemplo, yo mismo. Era ridículo demostrar así la
existencia de vida extraterrestre; lo único que demostraba era que yo había sido
víctima de una alucinación inducida. Pero, una vez más, se trataba de un círculo
vicioso. Como alucinación, no tenía razón de ser.
Y sin embargo, esa noche no conseguí evitar una insistente inquietud que me
atenazó durante largo tiempo, hasta que pude dormir.
IV
Lo raro es que mi malestar fue en aumento a medida que transcurría la mañana
siguiente. Pese a estar acostumbrado a las curiosidades humanas, a los
frecuentes e increíbles personajes y las extrañas cosas que encontraba en mis
paseos nocturnos por Providence, las circunstancias que rodeaban al señor
Allan y sus hermanos, todos tan parecidos a Poe, eran tan extraordinarias que
no podía quitármelos de la mente.
Instintivamente, dejé mi trabajo esa tarde y me dirigí a la casa del callejón a
orillas del Seekonk, dispuesto a enfrentarme con mi acompañante nocturno.
Pero la casa, cuando llegué a ella, tenía aspecto de estar totalmente desierta;
cortinas raídas colgaban por el antepecho de las ventanas y, en torno, todo era
cenizas de abandono.
Sin embargo, llamé a la puerta y esperé.
No hubo respuesta. Llamé otra vez.
No parecía haber nadie dentro de la casa.
Arrastrado por la curiosidad, intenté abrir la puerta. Y se abrió nada más
tocarla. Dudé aún, y miré a mi alrededor. No había nadie a la vista; por lo
menos dos de las casas de la vecindad estaban desocupadas. Y si me estaban
vigilando, yo no lo notaba.
Abrí la puerta y entré en la casa. Permanecí de pie durante un momento con mi
espalda contra la puerta, para acostumbrarme a la oscuridad crepuscular que
llenaba las habitaciones. Entonces anduve cautelosamente a través del pequeño
vestíbulo hacia la habitación contigua, una salita llena de muebles tapizados
por lo menos veinte años antes. Ni rastro de seres humanos, aunque existían
indicios de que no hacía mucho alguien había andado por allí y había dejado
huellas en el polvo visible del suelo sin alfombras. Crucé la habitación y entre
en un pequeño comedor. Lo crucé también, y me encontré en una cocina. Al
igual que el resto de las habitaciones tenía pocas trazas de haber sido utilizada,
pues no había nada de comida, y la mesa parecía que no se había usado en
años. Pero aquí también había un gran número de huellas que demostraban que
la casa estaba habitada. Y la escalera demostraba asimismo un uso intenso.
Pero fue en la parte posterior de la casa donde descubrí lo que mayor
desasosiego me produjo. Esta parte del edificio consistía en una gran
habitación, aunque era evidente que antiguamente habían sido tres, pues en las
paredes quedaban sin enfoscar los agujeros de los tabiques que las habían
separado. Vi esto con el rabillo del ojo, pues lo que había en el centro de la
habitación atraía poderosamente mi atención. Una luz violeta bañaba la
habitación, un suave resplandor que emanaba de una especie de largo bloque
introducido en un cristal, rodeado, junto a un segundo bloque, similar y
apagado, de maquinaria de una clase que nunca había visto antes, excepto en
mis sueños.
Entré cautelosamente en la habitación, alerta por si alguien interrumpía mi
intromisión. Nadie ni nada se movió. Me acerqué más a la caja de cristal
encendida de violeta. Había algo dentro de ella, aunque al principio no me
percaté de esto, pues me fijé en que estaba sobre una reproducción de tamaño
natural de Edgar Allan Poe, iluminada, como todo lo demás, por la misma luz
violeta. No podía determinar su origen, excepto que estaba envuelta en una
sustancia parecida al cristal que formaba el envase. Pero cuando finalmente me
di cuenta de qué era lo que había encima de la reproducción de Poe, casi grité
de miedo, pues era una miniatura, una exacta reproducción de uno de esos
conos rugosos que sólo había visto ayer por la noche en la alucinación a la que
había sido inducido en mi casa de la calle Angell. ¡Y el sinuoso movimiento de
los tentáculos de su cabeza -o lo que yo creía que era su cabeza- evidenciaba
indiscutiblemente que estaba vivo!
Me retiré rápidamente con una ojeada al otro envase para asegurarme de que
estaba vacío y sin ocupar, aunque conectado por muchos tubos metálicos al otro
que estaba paralelo a él; me fui rápidamente haciendo el menor ruido posible,
pues estaba convencido que los hermanos de la noche dormían arriba y en mi
confusión por esta inexplicable revelación que situaba mi alucinación de la
noche anterior en otras coordenadas, no quería encontrarme con nadie. Me fui
de la casa sigilosamente, aunque me pareció ver la sombra de una de esas caras
tan parecidas a la de Poe en una de las ventanas superiores. Corrí a lo largo de
las calles que unían el Seekonk con el río Providence, corrí durante muchas
manzanas antes de ponerme a caminar más despacio, pues empezaba a llamar
la atención en mi loca carrera.
Mientras caminaba, intentaba poner en orden mis caóticos pensamientos. No
podía dar ninguna explicación a lo que había visto, pero sabía intuitivamente
que me había topado con un peligro amenazante demasiado oscuro y repelente,
y quizá demasiado vasto para poder comprenderlo. Busqué un significado pero
no pude hallar ninguno; nunca había tenido una preparación muy científica,
aparte de la química y la astronomía, de modo que no estaba preparado para
comprender el empleo de máquinas tan grandes como las que había visto en esa
casa alrededor de ese bloque encendido de violeta donde estaba el cono rugoso
en cálida y animadora radiación portadora de vida. De hecho no era capaz de
asimilar siquiera la misma maquinaria, pues sólo existía una remota similitud
con algo que podía haber visto antes, como la dínamo de una central eléctrica.
Estaban todas las máquinas conectadas de algún modo a los dos bloques, y a los
envases de cristal -si el material era cristal-, uno ocupado, el otro vacío y oscuro,
también unidos entre sí por unos tubos.
Pero había visto suficiente para convencerme de que el oscuro clan fraternal
que caminaba por las calles de Providence durante la noche con vestimenta y
aspecto de Edgar Allan Poe paseaba por motivos diferentes a los míos; los
suyos no eran simple curiosidad acerca de los personajes nocturnos, de los
colegas paseantes de la noche. Quizá la oscuridad era su estado más natural, al
igual que la luz del sol era la de la mayoría de las personas; pero sus motivos
eran siniestros, no podía dudarlo. Sin embargo, no lograba imaginarme lo que
iba a suceder después.
Por fin dirigí mis pasos hacia la biblioteca, con la vaga esperanza de tropezarme
con algo que me diese una clave para llegar a comprender lo que había visto.
Pero nada. Por mucho que busqué no encontré clave alguna, ningún indicio,
aunque leí atentamente toda referencia concebible -incluso las de la estancia de
Poe en Providence- a mi alcance sobre los estantes, y dejé la biblioteca tarde, tan
desconcertado como cuando había llegado.
Quizá era inevitable que volviese a encontrarme con el señor Allan otra vez esa
noche. No había forma de saber si mi visita a su casa había sido observada, a
pesar de que creía haber visto a un observador en la ventana de arriba en el
momento de mi huida, cuando estaba algo turbado. Pero esa sospecha mía no
debía de tener fundamento alguno, pues cuando me encontré con el señor Allan
más tarde, y le saludé en la calle Benefit, no había nada en su actitud o en sus
palabras que dejase notar su posible conocimiento de mi intromisión. Ahora
bien, yo ya conocía su habilidad para mantener su rostro impermeable a toda
expresión: humor, disgusto, incluso enfado o irritación eran ajenos a sus
facciones, que nunca abandonaban esa máscara introspectiva que caracterizaba
a Poe.
-Espero que se haya recuperado de nuestro experimento, señor Phillips -dijo,
después de intercambiar las frases de costumbre.
-Totalmente -le contesté, aunque no era cierto. Añadí algo acerca de un
repentino marco, que había precipitado el final del experimento.
-Es uno de los mundos exteriores lo que vio, señor Phillips -continuó el señor
Allan-. Son muchos. Cien mil por lo menos. La vida no es propiedad exclusiva
de la Tierra. Tampoco la vida en forma de seres humanos. La vida toma muchas
formas en otros planetas y estrellas, formas que aparecerían extrañas para los
humanos, al igual que la vida humana resulta extraña a esas otras formas de
vida.
Por una vez, el señor Allan se mostraba singularmente comunicativo, y yo tenía
poco que decir. Estaba claro, creyese yo o no que lo que había visto era una
alucinación -incluso ante el descubrimiento que había hecho en casa de mi
acompañante- que él creía sin la menor reserva en lo que decía. Hablaba de
muchos mundos, como si le fuesen familiares todos ellos. En un momento dado
habló casi con reverencia de ciertas formas de vida, particularmente de aquellas
que tenían una asombrosa capacidad de adaptación para tomar las formas de
vida de otros planetas en su incesante búsqueda de las condiciones necesarias
para su existencia.
-La estrella que vi -le interrumpí- estaba muriéndose.
-Sí -dijo simplemente.
-¿La ha visto usted?
-La he visto, señor Phillips.
Le escuché con alivio. Ya que era imposible que ningún hombre pudiese ver la
vida propia del espacio exterior, lo que yo había experimentado no era más que
la transmisión de una alucinación del señor Allan y sus hermanos.
Comunicación telepática, ciertamente, ayudada con una especie de hipnosis que
no había experimentado antes. Aun así no podía deshacerme de la inquietante
sensación de peligro que rodeaba a mi acompañante nocturno, ni del malestar
que se había apoderado de mí, pues aquella explicación que me había
apresurado a aceptar resultaba sumamente ingenua.
En cuanto pude, presenté mis excusas al señor Allan y me marché. Me fui de
prisa y directamente al Ateneo con la esperanza de encontrar a Rose Dexter,
pero ya se había marchado, si es que estuvo allí. Fui al teléfono público del
edificio y la llamé a su casa.
Contestó Rose, y confieso que sentí al instante una sensación de alivio.
-¿Has visto al señor Allan esta noche? -le pregunté.
-Sí -replicó-. Pero sólo unos instantes. Iba camino de la biblioteca.
-Yo también le he visto.
-Me pidió que fuese a su casa alguna noche para ver un experimento -continuó.
-No vayas -le dije en seguida.
Hubo un largo silencio al otro lado del teléfono.
-¿Por qué no?
Desafortunadamente no me di cuenta del acento de crueldad que había en su
voz.
-Sería preferible que no fueras -dije con toda la firmeza que pude.
-¿No cree, señor Phillips, que soy yo quien debe decidirlo?
Me apresuré a asegurarle que yo no era quién para juzgar sus acciones; sólo le
sugería que podría ser peligroso ir.
-¿Por qué?
-No puedo decírtelo por teléfono -contesté, plenamente convencido de que
sonaba a tonto, y de que a la vez era cierto que no podría poner en palabras
todas las terribles sospechas que habían empezado a aparecer en mi mente,
pues eran tan fantásticas, tan extrañas, que nadie se las creería.
-Lo pensaré -dijo quebradamente.
-Intentaré explicártelo cuando te vea -le prometí.
Me dio las buenas noches y colgó con una intransigencia que no presagiaba
nada bueno y que me dejó profundamente preocupado.
V
Llego ahora al final de los apocalípticos acontecimientos concernientes al señor
Allan y al misterio que rodeaba la casa en el olvidado callejón. Dudo en
ponerlos aquí, incluso ahora, pues sé de sobra que el cargo que ya pesa contra
mí se agravaría y daría lugar a serias dudas con respecto a mi salud mental.
Pero no me queda otro remedio. De hecho, el futuro entero de la humanidad, el
curso de todo lo que llamamos civilización, puede verse afectado por lo que
pueda o no pueda escribir acerca de esta cuestión. Los acontecimientos
culminantes se desarrollaron con rapidez tras la conversación mantenida con
Rose Dexter, ese insatisfactorio intercambio telefónico.
Tras un día de trabajo inquietante y lleno de desasosiego, llegué a la conclusión
de que tenía que dar una explicación justificativa a Rose. A la noche siguiente,
fui temprano a la biblioteca, donde solía encontrarme con ella, y me coloqué en
un lugar desde el que podía ver la entrada principal. Allí esperé durante más de
una hora hasta que se me ocurrió que a lo mejor no iba a la biblioteca aquella
noche.
Otra vez recurrí al teléfono, con intención de preguntarle si podía acercarme a
verla para explicarle lo de la noche anterior.
Fue su cuñada, y no Rose, quien contestó al teléfono.
Rose había salido
-Un caballero la llamó.
-¿Le conoce usted? -pregunté.
-No, señor Phillips.
-¿Oyó su nombre?
No lo había oído. De hecho sólo le había visto parcialmente cuando Rose salió
presurosa a encontrarse con él, pero ante mi insistencia admitió que el caballero
que había llamado a Rose tenía bigote.
¡El señor Allan! No necesitaba averiguar más.
Colgué y durante unos momentos no supe qué hacer. Quizá Rose y el señor
Allan se dedicaban solamente a pasear a lo largo de la calle Benefit. Pero tal vez
habían ido a esa casa misteriosa. Sólo pensar en ello me llenó de una aprensión
tal que me hizo perder la cabeza.
Salí de la biblioteca y me dirigí a casa. Eran las diez cuando llegué a la casa de la
calle Angell. Afortunadamente mi madre se había acostado, de modo que pude
coger la pistola de mi padre sin molestarla. Una vez cargada, caminé
apresuradamente a través de una Providence invadida por la noche, manzana
tras manzana, hacia la orilla del Seekonk y el callejón en que estaba la extraña
casa del señor Allan, sin percatarme del espectáculo que, para otros paseantes
nocturnos, representaba la prisa incontrolada con la que caminaba. De todos
modos, no me importaba, pues quizá la vida de Rose estaba en peligro, y más
allá de eso, poco definido, rondaba un mal más espantoso aún y mayor.
Cuando llegué a la casa en que había desaparecido el señor Allan, me
sorprendieron su soledad y sus ventanas oscuras. Aturdido, dudaba en
continuar, y esperé durante un minuto o dos para tomar aire y tranquilizar mi
pulso. Entonces, siempre en las sombras, me moví silenciosamente hacia la casa,
vigilando el menor rayo de luz.
Di la vuelta a la casa desde la puerta delantera a la trasera. No se veía el más
mínimo rayo de luz. Pero sí podía oírse un tararear bajo, un sonido vibrante,
como el silbido de un cable respondiendo al viento. Crucé hacia un extremo de
la casa, y ahí vi indicios de luz, no luz amarilla, como de una lámpara en el
interior, sino una pálida radiación color lavanda que parecía emanar
tenuemente de la propia pared.
Me retiré, recordando vívidamente lo que había visto en la casa.
Pero mi papel no podía ser pasivo. Tenía que saber si Rose estaba en la casa
oscura, quizá en aquella misma habitación de la maquinaria desconocida y el
envase de cristal con el monstruo dentro de la radiación violeta.
Di la vuelta hacia la parte delantera de la casa, y subí los escalones que
conducían a la puerta de entrada.
De nuevo la puerta estaba abierta. Cedió a la presión de mis dedos. Me paré
únicamente para coger la pesada arma en mis manos, empujé la puerta y entré
en el vestíbulo. Me detuve un instante para acostumbrar mis ojos a la
oscuridad; ahí de pie, percibía mejor el sonido tarareante que había oído, y algo
más: el mismo tipo de cántico que me había dejado en estado hipnótico cuando
fui testigo de la turbadora visión que supuestamente era la vida en otro mundo.
Me di cuenta de su significado inmediatamente. Pensé que Rose estaría con el
señor Allan y sus hermanos, pasando por una experiencia similar.
¡Ojalá no hubiese sido más que eso!
Pues cuando entré en la gran habitación de la parte trasera de la casa, vi algo
que para siempre se quedará grabado en mi mente. Alumbrada la habitación
por la radiación del envase de cristal, podía ver al señor Allan y sus hermanos
postrados en el suelo alrededor de los dos envases, entregados a su cántico.
Detrás de ellos, junto a la pared, yacía -en su tamaño natural- la reproducción
de Poe que yo había visto bajo la extraña criatura en el envase de cristal bañado
por la radiación violeta. Pero no era el señor Allan y sus hermanos lo que me
produjo el profundo shock y me repelió. ¡Fue lo que vi en los envases de cristal!
En el que daba resplandor a la habitación con su pulsante y agitada radiación
violeta, estaba Rose Dexter, completamente vestida, y ciertamente bajo
hipnosis. Y encima de ella estaba, alargado y con sus tentáculos azotando
furiosamente, la figura de cono rugoso que la última vez había visto encogerse
sobre la silueta de Poe. Y en el envase que se conectaba -casi me espanta
anotarlo aquí-, yacía, idéntica en todos los detalles, ¡un duplicado perfecto de Rose
Dexter!
Lo que ocurrió a continuación estaba confuso en mi mente. Sé que perdí el
control, que disparé a ciegas contra los envases de cristal, intentando romperlos.
Sé que le di a uno o a ambos, pues el impacto de la radiación se desvaneció, la
habitación quedó sumida en la oscuridad, gritos de miedo y de alarma por
parte del señor Allan y sus hermanos, y entre la sucesión de explosiones de la
maquinaria, corrí hacia adelante y cogí a Rose Dexter.
No sé cómo, alcancé la calle con Rose.
Miré hacia atrás y vi que las llamas aparecían en las ventanas de la maldita casa,
y entonces, inesperadamente, la pared norte se derrumbó, y algo -un objeto que
no pude identificar- salió de la casa en llamas y se esfumó en el cielo. Salí
corriendo, con Rose en mis brazos.
Una vez que recuperó el sentido, Rose se puso histérica, pero al fin logré
calmarla y se quedó callada, sin querer decir nada. En silencio la llevé a casa.
Sabía lo terrible que tenía que haber sido su experiencia, y estaba dispuesto a no
decir nada hasta que se hubiese recuperado totalmente.
En el curso de la semana siguiente, pude darme cuenta con toda claridad de lo
que había ocurrido en la casa del callejón, pero el delito de incendio -del que me
culpaban, en lugar de otro mucho más serio, por la pistola que había
abandonado en la casa ardiendo- había cegado a la policía y rechazaban
cualquier interpretación de los hechos que tuvieran algo que ver con cuestiones
extraterrestres. He insistido en que viesen a Rose Dexter cuando estuviese
recuperada y pudiese hablar, y desease hacerlo. No puedo hacerles entender lo
que yo ahora comprendo perfectamente. Pero los hechos están ahí,
indiscutibles. Dicen que la carne achicharrada encontrada en la casa no es
humana, al menos la mayor parte de ella no lo es. ¿Podían esperar otra cosa?
¿Siete hombres parecidos a Edgar Allan Poe? ¡Tienen que comprender que lo
que había dentro de la casa procedía de otro mundo, de un mundo agonizante,
que pretendía invadir y tomar posesión de la Tierra reproduciéndose con forma
humana! Tienen que saber que el primer modelo humano elegido por esos seres
para reencarnarse había sido, por casualidad, Poe, escogido porque ignoraban
que no representaba el tipo medio de hombre. Y han de saber, como yo llegué a
saber, que el cono rugoso provisto de tentáculos, en la radiación violeta, era el
origen de su forma material, y que la maquinaria y los tubos -que decían habían
quedado demasiado estropeados por el incendio para poder identificarlos,
¡como si hubiesen podido identificar su función aun sin estar destrozados!-
creaba, a partir del material suministrado por el cono en la luz violeta, material
que simulaba carne, unas criaturas con forma humana y parecidas a Poe.
El propio «señor Allan» me proporcionó la clave, aunque no lo supe entonces,
cuando le pregunté por qué la humanidad era objeto de escrutinio
interplanetario: «¿Para hacer la guerra? ¿Para invadimos?»; y respondió: «Una
forma de vida tan desarrollada no tendría necesidad de utilizar métodos tan primitivos».
¿Podía algo servir de explicación mejor que esto para la extraña ocupación de la
casa a orillas del Seekonk? Desde luego, era evidente ahora que lo que el «señor
Allan» y sus hermanos me ofrecieron en mi propia casa era una visión del
planeta de los cubos y los conos rugosos, su planeta.
Y seguramente lo más abominable de todo, evidente para cualquier observador
imparcial, era la razón por la cual querían a Rose. Pretendían reproducir a su
especie en la forma de hombres y mujeres, para poder mezclarse con nosotros,
sin ser detectados, sin sospechar de ellos, y lentamente, a lo largo de décadas,
quizá de siglos, mientras su mundo moría, tomar y preparar la Tierra para
aquellos que viniesen después.
¡Sólo Dios sabe cuántos de ellos puede haber aquí, entre nosotros, incluso
ahora!
Más tarde. No he podido ver a Rose todavía, esta noche, y no sé si llamarla. Me
ocurre algo terrible. Me siento preso de horribles dudas. No lo pensé durante
esa terrible experiencia, después de los disparos en la habitación iluminada de
violeta, y es ahora cuando he empezado a preguntármelo, y mi preocupación ha
ido creciendo hora tras hora, hasta convertirse en insoportable. ¿Cómo puedo
estar seguro de que en esos minutos de locura rescaté a la verdadera Rose
Dexter? Si lo hice, sin duda, ella me lo confirmará esta noche. Si no lo hice ¡Dios
sabe lo que he soltado, sin quererlo, sobre Providence y el mundo!
Extracto de The Providence Journal, l7 de julio:
UNA MUCHACHA DE LA VECINDAD MATA A SU AGRESOR
Rose Dexter, hija del señor Elisha Dexter y señora, del 127 de la calle de
Benevolent, repelió y dio muerte ayer noche a un joven al que acusó de haberla
agredido. La señorita Dexter fue encontrada en un estado de histeria mientras
corría por la calle Benefit, en las cercanías de la Catedral de San Juan, cerca del
cementerio donde tuvo lugar el suceso.
Su agresor fue identificado como un viejo amigo, Arthur Phillips...

H. P. LOVECRAFT - EL SUPERVIVIENTE


H. P. LOVECRAFT 
EL SUPERVIVIENTE



Me había propuesto no volver a hablar o escribir sobre la casa Charriere tras mi
huida de Providence en la noche del horrible descubrimiento -hay recuerdos
que todo el mundo desea suprimir, creer que no son ciertos, borrarlos de su
existencia- pero me veo obligado a transcribir ahora mi breve estancia en la casa
de la calle Benefit, y mi precipitada huida de ella. Lo hago por si algún inocente
fuese sometido a presiones injustas por parte de la policía, deseosa de hallar
alguna explicación a su horrible descubrimiento. Ese horror lo experimenté,
antes que cualquier otro humano, ante la vista de algo ciertamente mucho más
terrible que cuanto haya podido verse después, al cabo de tantos años, tras
pasar la casa a ser propiedad municipal, como sabía que ocurriría algún día.
Ciertamente, no cabe esperar de un anticuario que esté tan instruido en lo que
respecta a ciertas antiguas sendas del conocimiento humano como en lo que
concierne a casas antiguas. Sin embargo, cabe pensar que, inmerso en la
investigación del hábitat humano, tropiece en ocasiones con ciertos misterios
considerablemente más complejos que la fecha de un pabellón o la procedencia
de un techo estilo holandés, y logre sacar de ellos determinadas conclusiones,
por increíbles, horribles, espantosas o aun condenables -¡sí, condenables!- que
sean. En los lugares frecuentados por los anticuarios es bien conocido el nombre
de Alijah Atwood; no digo más por modestia, pero cualquier persona que tenga
interés en buscar referencias encontrará, en esos directorios dedicados a la
información para anticuarios, más de un párrafo que trata de mí.
Vine a Providence, Rhode Island, en 1930, con la intención de visitarla
brevemente y seguir luego hacia Nueva Orleáns. Pero vi la casa Charriere en la
calle Benefit, y me atrajo como sólo un anticuario puede ser atraído por una
casa extraña y solitaria en una calle de Nueva Inglaterra, que no era de la
misma época, una casa de cierta antigüedad, con un aura indescriptible que
atraía y repelía al mismo tiempo.
Se decía de la casa Charriere que estaba embrujada, pero eso suele decirse de
cualquier casa vieja y abandonada del nuevo o del viejo mundo, e incluso -si he
de fiarme de los solemnes artículos del Journal of American Folklore- de las
viviendas de los indios americanos, australianos, polinesios y muchos otros. No
es mi intención escribir sobre fantasmas; me bastará decir que ha habido, en el
ámbito de mi experiencia, ciertas revelaciones sin explicación científica alguna,
aunque soy lo suficientemente racional como para pensar que dicha explicación
puede llegar a encontrarse alguna vez, cuando el hombre utilice para su
interpretación un procedimiento científico correcto.
En este sentido, estoy seguro de que la casa Charriere no estaba embrujada.
Ningún fantasma transitaba por sus habitaciones haciendo sonar sus cadenas,
ninguna voz exhalaba lamentos a la medianoche, ninguna figura sepulcral
aparecía a la hora de las brujas para anunciar una muerte próxima. Pero nadie
podía negar que la casa estaba rodeada por un halo no sé si de terror, de
perversión o de horribles misterios; si llego a ser un hombre menos insensible,
esa casa, sin duda, me hubiese hecho perder la razón. El halo resultaba menos
corpóreo que en otras casas que he conocido, pero sugería la existencia de
secretos inconfesables no percibidos en mucho tiempo por ningún ser humano.
Sobre todo, transmitía una poderosa sensación del paso de los siglos, pero de
siglos muy anteriores a la propia edad de la casa; sugería edades remotas,
cuando el mundo era joven. Y era curioso, porque la casa, aunque vieja, tenía
menos de tres siglos.
La observé primero como anticuario, encantado de descubrir una casa, entre
otras características de Nueva Inglaterra, perteneciente al estilo de Quebec del
siglo XVII. Era, por tanto, tan diferente de las vecinas que habría llamado la
atención de cualquier viandante. Había visitado muchas veces Quebec, lo
mismo que otras ciudades viejas del continente americano, pero en esta primera
visita a Providence no venía particularmente en busca de antiguas viviendas,
sino para ver a un colega anticuario de renombre. Fue camino de su casa,
situada en la calle Barnes, cuando pasé por la casa Charriere. Al observar que
no estaba habitada, decidí alquilarla para mí. De todos modos, puede que no lo
hubiese hecho de no haberme incitado la peculiar aversión de mi amigo a
hablar de la casa y el hecho de mostrarse reacio a que yo me acercase a aquel
lugar. Quizá sea injusto con él, ahora que miro hacia atrás y recuerdo que el
pobre hombre, sin saberlo ninguno de los dos, estaba ya en su lecho de muerte.
Sea como sea, hablé con él en su habitación, sentado al borde de la cama, en
lugar de hacerlo en su despacho. Fue allí donde le pregunté acerca de la casa,
describiéndosela para que no hubiese dudas respecto a cuál me refería, ya que
por entonces yo no sabía el nombre ni nada acerca de ella.
Un hombre llamado Charriere, un cirujano francés venido de Quebec, había
sido su dueño. Pero mi amigo Gamwell no sabía quién la había construido. A
Charriere sí le había conocido. «Un hombre alto, de piel áspera. Le vi poco, pero
nadie lo vio mucho más. Se había retirado de la medicina» dijo Gamwell.
Cuando éste conoció la casa, el doctor Charriere ya vivía en ella, como debieron
hacerlo sus antepasados, aunque esto Gamwell no podía asegurarlo. El doctor
Charriere había llevado una vida recluida y había muerto hacía tres años, en
1927, según la noticia oficial aparecida en su día en el Journal de Providence. La
fecha de la muerte del doctor Charriere fue la única que Gamwell pudo
indicarme; todo lo demás se mantenía a oscuras. La casa sólo había sido
alquilada una vez: la había ocupado durante un corto período de tiempo un
profesional y su familia, pero la dejaron después de un mes, quejándose de la
humedad y de los malos olores del vetusto edificio. Desde entonces se
encontraba vacía, pero no podía ser destruida, ya que el doctor Charriere había
dejado en su testamento una considerable suma de dinero para pagar los
impuestos durante muchos años -algunos decían que veinte- y garantizar que la
casa estaría allí en el caso de que los herederos del cirujano la reclamasen. El
doctor Charriere, en una carta, había hecho vagas referencias a un sobrino que
hacía su servicio militar en Indochina. Todos los intentos para encontrar al
sobrino habían sido inútiles, y ahora se dejaba que la casa siguiese en pie hasta
que expirase el período de tiempo que el doctor Charriere había estipulado en
su testamento.
-Voy a alquilarla -le dije a Gamwell.
Enfermo como estaba, mi colega anticuario se apoyó sobre un codo para
incorporarse en el lecho y expresar su disconformidad.
-Un capricho pasajero, Atwood. Olvídelo. He oído cosas inquietantes acerca de
esa casa.
-¿Qué cosas? -le pregunté llanamente.
Pero de esto no quiso hablar; movió la cabeza ligeramente y cerró los ojos.
-Pienso verla mañana -continué.
-No encontrará en ella nada que no pueda encontrar en Quebec, créame -recalcó
Gamwell.
Pero, como dije antes, su extraña manera de oponerse a mi deseo de visitar la
casa no contribuyó sino a aumentar tal deseo. No pensaba quedarme allí para
siempre: solamente alquilarla por seis meses más o menos, como centro de
operaciones mientras visitaba los alrededores de la ciudad y los caminos y
paseos de Providence en busca de antigüedades de esa región. Finalmente
Gamwell accedió a darme el nombre de la firma de abogados en cuyas manos
Charriere había dejado su testamentaría. Después de haber solicitado una
entrevista con ellos y vencido el escaso entusiasmo con que acogieron mi
proposición, me convertí en el amo de la vieja casa Charriere por un período de
no más de seis meses, que podían ser menos, si así lo decidía.
Tomé posesión de la casa en seguida, aunque me dejó algo perplejo comprobar
que se había instalado agua corriente, pero en cambio carecía de corriente
eléctrica. Entre el mobiliario de la casa, que permanecía tal como quedó a la
muerte del doctor Charriere, encontré para alumbrado una docena de lámparas
de varias formas y épocas, algunas aparentemente con más de un siglo de
antigüedad. Esperaba hallar la casa llena de telarañas y de polvo, pero cuál no
sería mi sorpresa cuando comprobé que no era así. Y eso que, según tenía
entendido, los abogados -la firma Baker & Greenbaugh- no estaban encargados
de la limpieza de la casa durante ese medio siglo que -según lo estipulado en el
testamento del doctor Charriere- podía transcurrir hasta que se presentara a
tomar posesión su único heredero.
La casa correspondía exactamente a la imagen que me había hecho de ella.
Abundaba la madera. En algunas habitaciones cuyas paredes habían sido
empapeladas el papel se había despegado, y en otras, el yeso había ido
adquiriendo, con el paso de los años, un tono amarillento. Las habitaciones eran
irregulares y daban la impresión de ser o muy grandes o demasiado pequeñas.
Había dos plantas, pero se veía que el piso de arriba no había sido utilizado
nunca. El de abajo, sin embargo, conservaba las huellas de su antiguo ocupante,
el cirujano. Una de las habitaciones le había servido de laboratorio, y otra anexa,
de despacho. Ambos cuartos parecían haber sido abandonados recientemente
en el curso de alguna investigación, como si su último y efímero ocupante -postmortem
Charriere- no hubiese penetrado en ellos. No me causó extrañeza, ya
que la casa era suficientemente grande como para poder vivir en ella sin
necesidad de utilizar aquellos dos cuartos. Tanto el despacho como el
laboratorio se hallaban en la parte de atrás de la casa y daban sobre un jardín
frondoso, lleno de arbustos y árboles. Extendido a lo largo de toda la parte
posterior de la casa, este jardín era de un tamaño muy considerable, ya que
ocupaba el ancho de tres solares y en profundidad equivalía a uno. Remataba
en un muro de piedra muy alto que lindaba con la calle de atrás.
El estado en que se habían quedado el laboratorio y el estudio indicaban que,
sin lugar a duda, el doctor Charriere se hallaba en plena investigación cuando le
llegó su hora. Por mi parte, confieso que la naturaleza de su trabajo me intrigó
desde el primer momento. Parecía evidente que no se trataba de algo ordinario.
La vista de los extraños y casi cabalísticos dibujos, que parecían cuadros
fisiológicos de diversas especies de saurios, me indujo a pensar que la labor de
investigación emprendida por el doctor Charriere iba más allá del simple
estudio del hombre. Entre aquellos saurios, los más destacados eran del orden
Loricata y de los géneros Crocodylus y Osteolaemus, pero había también otros
dibujos representando el Gavialis, el Tomistoma, el Gaiman y el Alligator, así como
algunos otros reptiles de esta misma especie, aunque anteriores y que
correspondían al período Jurásico. De todas maneras, sé que no fue esa primera
ojeada y la curiosidad que despertó en mí lo que me impulsó a profundizar mi
estudio de la extraña investigación del doctor Charriere. Lo que me arrastró
realmente fue ese halo de misterio -perceptible para un anticuario- que se
desprendía de toda la casa.
La casa Charriere me impresionó desde el primer momento, pues era una casa
totalmente de su época, salvo en el hecho de la posterior instalación de agua
corriente. Tenía la impresión de que había sido el doctor Charriere quien la
había construido. Gamwell, en el curso de la conversación curiosamente elíptica
que habíamos mantenido, no me había dado a entender lo contrario. Pero
tampoco había mencionado la edad que tenía el cirujano el día de su muerte.
Suponiendo que hubiera muerto a los ochenta años, no podía haber sido él
quien había edificado la casa, ya que ésta había sido construida alrededor de
1700, ¡dos siglos antes de la muerte del doctor Charriere! Pensé, por lo tanto,
que el nombre que llevaba la casa era el del último propietario y no el del
constructor. Buscando una explicación racional respecto a este punto, descubrí
algunos hechos desagradablemente inverosímiles.
Por un lado, la fecha del nacimiento del doctor Charriere no aparecía en ningún
sitio. Busqué su tumba: curiosamente, se hallaba en la propia finca. Había
solicitado y obtenido permiso para ser enterrado en el jardín. La sepultura
estaba junto a un viejo y gracioso pozo que parecía haber sido construido más o
menos al mismo tiempo que la casa y permanecía intacto, con su techo, su cubo
y otros accesorios, sin duda tal como habían estado desde que se construyó la
casa. Eché una ojeada a la lápida en busca de la fecha de nacimiento, pero con
desazón observé que en la piedra sólo aparecían su nombre: Jean-François
Charriere; su profesión: cirujano; los lugares en los que había residido o
trabajado: Bayona, París, Pondichérry, Quebec, Providence; y el año de su
muerte: 1927. No había nada más, pero era suficiente para permitirme seguir
investigando más a fondo. Escribí en el acto a amistades de varios lugares en
donde podían investigarse los hechos.
Dos semanas después tenía ante mí los resultados de dichas investigaciones.
Pero lejos de quedar satisfecho, me hallaba más perplejo que nunca. Había
empezado por dirigirme a un corresponsal de Bayona, dando por supuesto que,
ya que éste era el primer lugar mencionado en la lápida, Charriere había nacido
allí. Luego pedí informes a París, después a un amigo de Londres que podía
tener acceso a los archivos de los asuntos británicos en la India, y finalmente a
Quebec. Salvo una relación de fechas, no obtuve ninguna información
interesante. Un Jean-François Charriere había nacido, efectivamente, en Bayona
¡en el año 1636! El nombre no era desconocido en París, ya que un joven de
diecisiete años, llamado Jean-François Charriere, había estudiado con el exiliado
monárquico Richard Wiseman, en 1653, y durante los tres años siguientes. En
Pondichérry, y luego en Caronmandall, en la costa india, un tal doctor JeanFrançois
Charriere, cirujano del ejército francés, había prestado servicio desde
1674 en adelante. Y en Quebec, el dato más antiguo que aparecía del doctor
Charriere se remontaba a 1691. Había practicado en esa ciudad durante seis
años, y abandonó posteriormente la ciudad con destino desconocido
Evidentemente, sólo podía llegarse a una conclusión: el doctor Jean-François
Charriere, nacido en Bayona en 1636 y cuyo último paradero conocido había
sido Quebec, precisamente el mismo año en que se construyó la casa Charriere
de la calle Benefit, era un antepasado del cirujano que había vivido en la casa y
llevaba el mismo nombre. Pero, y aunque así fuese, había una laguna absoluta
entre el año 1697 y la vida del último habitante de la casa, pues en ningún sitio
aparecían datos relativos a la familia de ese primer Jean-François Charriere. No
había ningún dato respecto a la existencia de una señora Charriere o de hijos,
que necesariamente debieron existir para que continuase su descendencia hasta
el presente siglo. Todavía cabía suponer que el viejo señor que había venido de
Quebec era soltero y que, al llegar a Providence, había contraído matrimonio.
Tendría entonces sesenta y un años, Pero la lectura del registro no revelaba que
ese matrimonio se hubiese realizado. Aquello me desconcertó, aunque sabía,
como anticuario, las dificultades que representaba la búsqueda de datos. La
desilusión, pues, no fue tan grande como para hacerme abandonar mis
investigaciones.
Opté por un nuevo procedimiento, y me dirigí a la firma Baker & Greenbaugh
para solicitar información acerca del doctor Charriere. Allí tropecé con algo más
extraño todavía, pues al preguntar acerca del aspecto físico del cirujano francés,
ambos abogados se vieron obligados a admitir que nunca lo habían visto. Todas
sus instrucciones habían llegado por carta, junto con unos cheques por un valor
muy elevado. Habían trabajado para el doctor Charriere durante los seis años
que precedieron a su muerte, y desde entonces hasta la fecha. No habían sido
empleados por él anteriormente.
Les pregunté acerca de ese «sobrino», puesto que la existencia de un sobrino
implicaba la existencia, por lo menos en alguna época, de un hermano o una
hermana de Charriere. Pero por ese camino tampoco conseguí la menor
información. Gamwell me había informado mal: Charriere no había
especificado que se refería a un sobrino, sino que había dicho: «el único varón
superviviente de mi familia». Se había pensado que este superviviente podía ser
un sobrino, pero toda pesquisa había sido inútil. De todas maneras, el
testamento del doctor Charriere decía que no era preciso buscar a su heredero
porque él mismo se dirigiría a la firma Baker & Greenbaugh, bien por carta o
personándose en unos términos inconfundibles que no darían lugar a dudas.
Ciertamente había algo misterioso. Los abogados no lo negaban. Pero también
resultaba evidente que habían sido muy bien recompensados por la confianza
que había sido depositada en ellos y que no iban a traicionarla contándome más
de lo que me habían contado. Después de todo, según dijo razonablemente uno
de los abogados, sólo habían transcurrido tres años desde la muerte del doctor
Charriere, y quedaba aún tiempo suficiente para que el heredero superviviente
se presentase.
Después de aquel fracaso, recurrí de nuevo a mi viejo amigo Gamwell, que
seguía en cama y se encontraba aún más débil. Su médico de cabecera, con
quien me crucé cuando salía de la casa, me dio a entender por primera vez que
Gamwell quizá no volvería a levantarse, y me pidió que procurara no excitarle,
ni cansarle con muchas preguntas. Sin embargo, estaba decidido a averiguar
todo lo que pudiese acerca de Charriere, pese a que la primera sorpresa me la
llevé yo ante el escrutinio al que me sometió Gamwell. Parecía como si mi
amigo esperara que una estancia de menos de tres semanas en la casa Charriere
me hubieran alterado incluso mi aspecto físico.
Charlamos un rato, y le expuse el motivo de mi visita; expliqué que había
encontrado la casa muy interesante y que, por lo tanto, deseaba conocer algo
más de su último ocupante. Gamwell había mencionado que le vio alguna vez.
-Fue hace muchos años -dijo Gamwell-. Si han pasado tres años después de su
muerte, déjame pensar... debió de ser en 1907.
-¡Pero eso fue veinte años antes de que muriese! -exclamé asombrado.
De todas formas, Gamwell insistió en que ésa era la fecha.
¿Y qué aspecto tenía? Insistí con la pregunta.
Desgraciadamente, la senilidad y la enfermedad habían invadido el vivo
intelecto del viejo.
-Coges un tritón, lo haces crecer un poco, le enseñas a andar sobre sus patas
traseras, lo vistes con ropas elegantes -dijo Gamwell- y ya tienes al doctor Jean-
François Charriere. Sólo que su piel era áspera, casi callosa. Un hombre frío.
Vivía en otro mundo.
-¿Cuántos años tenía? -le pregunté- ¿Ochenta?
-¿Ochenta? -se quedó pensativo-. La primera vez que le vi, yo no tenía más de
veinte años y él no aparentaba más de ochenta. Y hace veinte años, mi querido
Atwood, no había cambiado. Parecía tener ochenta años aquella primera vez.
¿O sería la perspectiva de mi juventud? Quizá. Parecía tener ochenta años en
1907. Y murió veinte años después.
-Es decir, a los cien.
-Tal vez.
En fin, tampoco Gamwell pudo proporcionarme gran ayuda. De nuevo, nada
específico, nada concreto, no se perfilaba ningún hecho. Sólo una impresión, un
recuerdo de alguien, pensaba yo, hacia el cual Gamwell sentía antipatía, aunque
él mismo no hubiese sabido decir por qué. Tal vez celos de tipo profesional, que
Gamwell no quería reconocer, falseaban sus propios elementos de juicio.
A continuación me dirigí a los vecinos. Casi todos eran jóvenes y sus recuerdos
del doctor Charriere eran escasos. Sólo le recordaban como un tipo indeseable
porque coleccionaba lagartos, así como otros bichos de esa clase, y se rumoreó
que realizaba diabólicos experimentos en su laboratorio. La única anciana era
una tal señora Hepzibah Cobbett. Vivía en una casita de dos plantas justo detrás
de la valla que limitaba el jardín de la casa Charriere. La encontré muy apagada.
Estaba en una silla de ruedas que empujaba su hija, una mujer de nariz aguileña
y fríos ojos azules, inquisidores detrás de sus quevedos. Pero la anciana se
animó cuando mencioné el nombre del doctor Charriere, y cuando supo que yo
vivía en la casa, empezó a hablar.
-No vivirá ahí mucho tiempo, acuérdese de mis palabras. Es una casa
endemoniada -dijo con una fuerza que, de pronto, degeneró para convertirse en
un parloteo senil-. Más de una vez le he observado. Un hombre alto, jorobado
como una hoz, con una perilla pequeña, igual que la de una cabra. ¿Y qué era
aquello que reptaba entre sus pies? Una cosa negra y larga, demasiado grande
para ser una serpiente; pero yo pensaba en serpientes cada vez que miraba al
doctor Charriere. ¿Y qué eran esos gritos durante la noche? ¿Y qué era lo que
ladraba ante el pozo? ¿Un zorro? Ya. Yo sé lo que es un perro y lo que es un
zorro. Era como un alarido de una foca. He visto cosas, eso sí, pero nadie cree a
una anciana con un pie en la tumba. Y usted, usted tampoco me hará caso,
porque nadie lo hace.
¿Qué podía deducir de todo esto? Quizá la hija tenía razón cuando dijo, al
despedirme: -No haga caso de las divagaciones de mi madre. Padece
arteriosclerosis, lo que, en ciertas ocasiones, le debilita la mente-. Pero yo no
pensaba que la señora Cobbett fuera una débil mental. Recordaba el brillo tan
vivo de sus ojos mientras estaba hablando. Parecía estar en posesión de un
secreto tan prodigioso que ni su guardián, la severa e inflexible hija que
permanecía inmóvil junto a ella, hubiera podido percibir o imaginar siquiera
sus contornos.
Los desengaños me esperaban a la vuelta de cada esquina. La suma de los datos
que había conseguido reunir basta entonces no me proporcionaba mayor
información que cada dato aislado. Archivos de periódicos, bibliotecas,
registros, lo intenté todo. Pero lo único que podía encontrarse era la fecha en
que se había construido la casa: 1697, y la de la muerte del doctor Jean-François
Charriere. Si algún otro Charriere había muerto en esta ciudad, no había señal
de ello en ningún sitio. Me parecía inconcebible que todos los miembros de la
familia Charriere, anteriores al antiguo inquilino de la casa de la calle Benefit,
hubiesen muerto fuera de Providence, y sin embargo debía de haber sucedido
así, ya que no encontraba otra explicación posible.
En la casa descubrí un retrato. Pese a que no llevaba ningún nombre inscrito,
por las iniciales J. F. C. supuse que se trataba del doctor Charriere. El cuadro,
que estaba colgado en un rincón apartado y casi inaccesible del piso superior,
representaba una cara delgada y ascética, con una barba desordenada; lo que
más resaltaba en ese rostro eran los pómulos salientes que acentuaban el
hundimiento de las mejillas y el brillo de los ojos negros. En general, su aspecto
era desvaído y siniestro.
En vista de la imposibilidad de obtener más información por otros medios,
decidí dedicarme de nuevo al examen de los papeles y libros dejados en el
despacho y el laboratorio del doctor Charriere. Hasta entonces me había
ausentado mucho de la casa en busca de información acerca del pasado del
doctor Charriere, y ahora me había recluido en ella casi con la misma
obstinación. Quizá debido a esta reclusión percibí con mayor fuerza el halo
misterioso de la casa -a nivel psíquico tanto como físico-. Ahora, por vez
primera, llegaba a notar la extraña mezcla de olores que habían decidido al
efímero inquilino y a su familia a abandonar la casa apenas alquilada. Algunos
de ellos eran los aromas típicos y comunes de todas las casas viejas, pero otros
me eran totalmente desconocidos. Sin embargo, logré identificar fácilmente el
olor predominante: lo había percibido ya en otras ocasiones, en jardines
zoológicos y en las proximidades de ciertos pantanos de aguas estancadas. Se
trataba de un miasma que, con una fuerza increíble, sugería la presencia
cercana de reptiles. Cabía admitir la posibilidad de que ciertos reptiles hubiesen
llegado, a través de la ciudad, hasta el refugio que les podía proporcionar el
jardín de la casa Charriere. En cambio, lo que sí parecía inconcebible era que
hubiese llegado hasta allí una cantidad tan grande de ellos como para llenar la
casa entera de su hedor. Pero por mucho que busqué no logré encontrar el lugar
de donde emanaba ese olor a reptil, ni dentro ni fuera de la casa. Cuando se me
ocurrió que podía provenir del pozo, pensé que sin duda se trataba de una
ilusión mía, provocada por mi deseo de encontrar alguna explicación racional.
El olor persistía. Noté también que aumentaba con la lluvia, pues es bien sabido
que con la humedad se acentúan los olores. Como la casa también estaba
húmeda, la brevedad de la estancia del último inquilino era comprensible. Lo
cierto era que éste no se había equivocado. A mí, personalmente, si bien aquel
hedor llegó a desagradarme en ocasiones, no me inquietaba -al menos no tanto
como me inquietaban otros aspectos de la casa.
Parecía que la vieja casa había empezado a protestar contra mi intromisión en el
despacho y en el laboratorio. En efecto, empecé a tener ciertas alucinaciones que
se hicieron cada vez más frecuentes. Por una parte, durante la noche oía un
extraño ladrido que parecía provenir del jardín. Por otra parte, y también
durante la noche, veía algo como una extraña y encorvada figura de reptil
rondando por el jardín, cerca de las ventanas del despacho. Pese a que esta y
otras visiones se repetían, me empeñé en considerarlas como meras
alucinaciones personales. Lo conseguí hasta aquella fatídica noche en que oí un
ruido esta vez inconfundible: era como si alguien se estuviera bañando en el
jardín. Me desperté de mi sueño convencido de que ya no estaba solo en la casa.
Me levanté, me puse la bata y las zapatillas, encendí una lámpara y corrí hacia
el despacho.
Lo que mis ojos presenciaron allí me indujo a creer que estaba soñando aún. Mi
pesadilla parecía generada directamente por la naturaleza de ciertas lecturas
que acababa de hacer indagando entre los papeles del doctor Charriere. Porque
se trataba de una pesadilla, en ese momento no me cabía la menor duda,
aunque apenas pude divisar al intruso, el intruso que había penetrado en el
despacho, llevándose unos papeles del doctor Charriere. La luz amarillenta y
tenue de la lámpara que mantenía en alto me cegaba parcialmente. Tan sólo
veía brillar algo negro y como viscoso. Luego, en el momento en que saltaba por
la ventana abierta hacia la oscuridad del jardín, pude verlo entero. Aquello no
duró más que un instante, pero me pareció que llevaba un traje muy ajustado al
cuerpo y hecho de un extraño material áspero y oscuro. No habría dudado en
perseguirlo si no hubiera visto, a la luz de la lámpara, una serie de cosas
inquietantes.
El intruso había dejado sus huellas en el suelo. Eran pisadas irregulares y
mojadas. Pero lo más extraño era la forma misma de los pies que dibujaban:
unos pies anormalmente anchos, con uñas tan largas que habían dejado su
marca delante de cada dedo. En el lugar en que el intruso había permanecido
inclinado sobre los papeles había charcos de agua. El ambiente estaba saturado
de ese fuerte olor a reptil, el mismo que yo había comenzado a aceptar como
parte integrante de la casa, pero tan fuerte ahora que me sentí tambalear y
estuve a punto de desmayarme.
Sin embargo, mi interés por los documentos era más fuerte que el miedo o la
curiosidad. En ese momento la única explicación racional que se me ocurrió fue
que uno de los vecinos que atribuían ciertos poderes maléficos a la casa
Charriere -y habían decidido no abandonar sus gestiones hasta conseguir que
fuese destruida-, había estado nadando antes de venir a invadir el estudio.
Aquella circunstancia me parecía poco convincente pero si la rechazaba ¿cómo
explicar entonces lo que yo mismo acababa de presenciar?
Fijándome en los documentos, noté inmediatamente la desaparición de varios
de ellos. Afortunadamente, los que faltaban eran los que había leído ya y que
había dejado amontonados en una pila, sin ordenarlos siquiera. No lograba
entender el valor que aquellos papeles podían tener para nadie, a no ser que
alguna otra persona estuviera tan interesada como yo, quizá con el fin de
reclamar para sí la propiedad de la casa y los terrenos. Todos ellos eran apuntes
relativos a la longevidad de los cocodrilos, los caimanes y otros reptiles. Para
mí, era ya evidente desde hacía algún tiempo que el doctor Charriere se había
volcado de forma obsesiva en el estudio de la longevidad de los reptiles y de
sus causas con el fin de aprender cómo el hombre podría llegar a alargar su
propia vida. Hasta entonces nada en esos apuntes me había inducido a pensar
que el doctor Charriere hubiera descubierto los secretos de esa longevidad. Tan
sólo algunos párrafos alarmantes sugerían la posibilidad de que hubiera
sometido a «operaciones» a alguien -no especificaba quién- con el fin de
alargarle la vida.
En realidad, existía también otra clase de notas escritas, según me pareció a mí,
por el doctor Charriere. Sin embargo, en su contenido se apartaban de la
investigación más o menos científica seguida por éste en torno a la longevidad
de los reptiles. Se trataba de una serie de enigmáticas referencias a ciertas
criaturas mitológicas, entre las cuales dos eran frecuentemente citadas:
«Cthulhu» y «Dagon». Eran, por lo visto, deidades del mar en alguna mitología
muy antigua y de la que nunca había oído hablar hasta entonces. Los
misteriosos apuntes se referían también a otros seres (¿hombres?), llamados
‘Los Profundos’, que gozaban de una longevidad muy larga y estaban al
servicio de esos dioses antiguos. Eran evidentemente unos seres anfibios que
vivían e las profundidades de los océanos. Entre aquellos apuntes se
encontraban las fotografías de una estatua monolítica particularmente horrenda
y con marcados rasgos saurios. Estaban acompañadas del texto siguiente:
«Costa Este de la Isla de Hivaoa, Marquesas. ¿Ídolo?» En otras fotografías
aparecía un tótem de los indios de la costa noroeste. Su parecido con la primera
estatua era inquietante: la misma anchura, los mismos rasgos acusados de
reptil. Sobre una de esas fotos, el doctor Charriere había anotado: «Tótem de los
indios Kwakiutl. Estrecho de Quatsino. Parecido a los construidos por ind.
Tlingit.» Estas extrañas anotaciones demostraban claramente que su autor
estaba dispuesto a estudiar cualquier antiguo rito de brujería, cualquier
superstición religiosa primitiva, con tal de que aquello le sirviera para alcanzar
su objetivo.
No tardé mucho en darme cuenta de cuál era la naturaleza de ese objetivo. El
doctor Charriere, evidentemente, no se había volcado en el estudio de la
longevidad por puro amor al estudio. No, lo que él pretendía con ello era
conseguir alargar su propia vida. Y en sus apuntes ciertos indicios
espeluznantes daban a entender que, al menos parcialmente, había tenido éxito.
Este era un descubrimiento desagradable, que me impedía apartar de mi mente
el recuerdo del extraño misterio que envolvía los últimos años y la muerte del
primer Jean-François Charriere, cirujano también, así como el nacimiento del
último doctor Jean-François Charriere, muerto en Providence en el año 1927.
Aunque los acontecimientos de aquella noche no me habían asustado
excesivamente, opté por comprar una pistola Luger de segunda mano y una
linterna. La lámpara me había impedido ver durante la noche, cosa que, en
idénticas circunstancias, no me ocurriría con una linterna. Si el visitante
nocturno había sido uno de los vecinos, estaba seguro de que esos papeles no
harían otra cosa que llamar su atención y, tarde o temprano, volvería. Ante esa
posibilidad deseaba estar preparado. En caso de que sorprendiera nuevamente
al merodeador en la casa que yo había alquilado, estaba decidido a disparar si
no obedecía a mi orden de alto. Por supuesto, era un caso extremo al que no
deseaba llegar.
La noche siguiente reanudé mi lectura de los libros y papeles del doctor
Charriere. Era indudable que muchos de los libros habían pertenecido a
antepasados suyos, pues databan de siglos atrás. Una de las obras, escrita por R.
Wiseman y traducida del inglés al francés, apoyaba la tesis de una relación
existente entre el doctor Jean-François Charriere, alumno de Wiseman en París,
y ese otro cirujano del mismo nombre que había vivido hasta hacía poco en
Providence, Rhode Island.
En conjunto, era un curioso batiburrillo de libros. Los había en casi todos los
idiomas conocidos, desde el francés hasta el árabe. Me era imposible traducir la
mayor parte de los títulos, aunque leía francés y tenía ciertas nociones de otras
lenguas románicas. Me era totalmente incomprensible el significado de un título
como Unaussprechlichen Kulten, de Von Junzt, y si sospechaba que se trataba de
un libro del mismo estilo que el Cultes des Goules, del conde d'Erlette, era porque
se hallaba colocado junto a él. Libros de zoología estaban mezclados con
gruesos tomos que trataban de antiguas culturas. Y en esa mezcolanza se
encontraban publicaciones como Un Estudio sobre la Relación Existente entre los
Habitantes de Polinesia y las Culturas del Continente Suramericano con Especial
Referencia a Perú; Los Manuscritos Pnakóticos; De Furtivis Literarum Notis, de
Giambattista Porta; la Criptografía, de Thicknesse; el Daemonolatreia, de
Remigius; La Era de los Saurios, de Banfort; una colección del Transcript, de
Aylesbury, Massachusetts, etcétera. Era indudable que, por su antigüedad,
muchos de estos libros eran valiosísimos. Gran cantidad de ellos habían sido
editados entre 1670 y 1820 y se encontraban en perfecto estado de conservación,
pese a haber sido constantemente manipulados.
Sin embargo, aquellas obras tenían poco interés para mí. A veces pienso que
por no haber dedicado un poco más de tiempo a su examen perdí en esa
ocasión la oportunidad de aprender aún más de lo que aprendería luego; pero
el dicho afirma que tener demasiados conocimientos acerca de temas que el
hombre haría mejor en ignorar es más pernicioso que tener pocos. Otro de los
motivos que me impulsaron a abandonar tan pronto el examen de todos
aquellos libros fue un descubrimiento que hice. Oculto entre ellos encontré algo
que, a primera vista, me pareció un diario. Un examen más minucioso me
convenció de que aquello no era tal cosa, sino una simple libreta, porque las
primeras fechas apuntadas en ella eran tan remotas que no podían
corresponder a ningún momento de la vida del doctor Charriere, por muchos
años que hubiese logrado vivir. Y sin embargo, era evidente que, desde las
primeras y más antiguas hojas hasta las últimas y más recientes, todas las
anotaciones habían sido escritas por la misma mano. En todas ellas se reconocía
la pequeña y angulosa letra del difunto cirujano. Supuse entonces que,
recopilando viejos papeles, el doctor Charriere había encontrado ciertas notas
de su interés y decidido copiarlas en su libreta para poder tenerlas reunidas y
ordenadas por orden cronológico. Además de las anotaciones, en aquellas
páginas figuraban también unos dibujos que producían indudablemente una
gran impresión, pese a la poca maestría con que habían sido realizados. En
cierto sentido, recordaban a las primeras obras de ciertos artistas autodidactas.
La primera página del manuscrito empezaba con la nota siguiente: «1851.
Arkham. Aseph Goade, P.» A continuación venía lo que me pareció ser el
retrato de Aseph Goade. Era un dibujo en el que determinados rasgos de su
fisonomía -más propios de un batracio que de un hombre- habían sido
intencionadamente realzados. Tenía la boca anormalmente ancha, los labios
como de cuero cuarteado, la frente muy baja y ojos que parecían recubiertos por
una membrana; era una fisonomía chata, claramente similar a la de una rana. El
dibujo ocupaba casi la totalidad de la página. Del texto que le acompañaba
deduje que se trataba del relato del descubrimiento -en el campo de la pura
investigación intelectual, pues era imposible de toda evidencia que existiera
semejante criatura- de una especie subhumana (¿podía la inicial «P» referirse a
«Los Profundos», cuyo nombre había leído en notas anteriores?) Para el doctor
Charriere, en cambio, aquel ejemplar de esa especie subhumana era una
realidad, una verificación en el curso de su investigación, que le permitiría
demostrar la existencia de un parentesco entre el batracio y el hombre y, por lo
tanto, entre éste y el saurio.
A continuación venían otros apuntes de la misma naturaleza. La mayoría de
ellos eran un tanto ambiguos -quizá a propósito- y, a primera vista, parecían no
tener ningún sentido. ¿Qué podía yo sacar de una página como ésta?:
1857 San Agustín. Henry Bishop. Piel cubierta de escamas aunque no
ictiológicas. Debe tener 107 años. Ningún proceso de degeneración. Todos los
sentidos muy agudos. Origen incierto, algunos antepasados dedicados al
comercio en Polinesia.
1861. Charleston. Familia Balzac. Piel de las manos cubierta de costras.
Mandíbula doble. Toda la familia presenta las mismas características. Anton 117
años. Anna 109 años. Infelices lejos del agua.
1863. Innsmouth. Familias Marsh, Waite, Eliot y Gilman. El Capitán Obed
Marsh, comerciante en Polinesia, contrajo matrimonio con una nativa. Todos
con características faciales similares a las de Aseph Goade. Vida apartada. Las
mujeres raras veces vistas por las calles, pero mucha natación durante la noche -
familias enteras nadando en dirección al Arrecife del Diablo, mientras el resto
de la ciudad permanecía en sus casas-. Notable relación con P. Tráfico
considerable entre Innsmouth y Ponapé. Algunas ceremonias religiosas
secretas.
1871. Jed Price, atracción de ferias. Conocido como el «Hombre Caimán».
Aparece en estanques llenos de caimanes. Aspecto saurio. Mandíbula hundida.
Reputado por sus dientes puntiagudos, pero imposible determinar si eran
naturalmente así o si habían sido afilados.
Esta era en general la sustancia de las anotaciones reunidas en la libreta.
Aquellas notas hacían referencia a diversos puntos del continente, desde el
Canadá hasta México, pasando por la Costa Este de Norteamérica. Desde aquel
momento se hizo patente la extraña obsesión del doctor Jean-François
Charriere, que le empujaba a comprobar la longevidad de ciertos seres
humanos que, en sus mismos rasgos, parecían mostrar algún parentesco con
antepasados saurios o batracios.
Indudablemente, si se conseguía admitir la realidad de aquellos hechos -sin
interpretarlos como una pintoresca y colorida descripción de personas
marcadas por ciertos acusados defectos físicos- cabía reconocer el peso de la
evidencia buscada por el doctor Charriere para corroborar extraña y
provocativamente su propia creencia. Sin embargo, y en muchos aspectos, el
cirujano no había pasado de hacer puras conjeturas. Parecía que lo único que
pretendía era establecer una relación entre los datos recopilados. Esa relación la
había buscado en las doctrinas de tres civilizaciones distintas. La más conocida
estaba contenida en las leyendas vudús de la cultura negra. Inmediatamente
después, la doctrina que había generado los cultos a los animales en el antiguo
Egipto. Finalmente, la tercera y la más importante de todas, según las
anotaciones del cirujano, era una cultura completamente extraña y tan vieja
como la tierra misma, o más aún. Era la civilización de unos Dioses
Arquetípicos, de su terrible e incesante conflicto con los Primigenios, tan
primitivos como ellos mismos y que se llamaban Cthulhu, Hastur, Yog-Sothoth,
Shub-Niggurath, Nyarlathotep y nombres similares. Esos tenían a su servicio
unos seres tan extraños como podían serlo el Pueblo Tcho-Tcho, los Profundos,
los Shantaks, los Abominables Hombres de las Nieves, y otros más. Al parecer,
algunos de ellos eran seres subhumanos; en cuanto a los demás, o eran criaturas
en vía de transformación, o no eran humanos en absoluto. El resultado de la
investigación del doctor Charriere era fascinante, pero en ningún momento
había establecido y menos aún comprobado una relación definitiva. Se
encontraban ciertas referencias a los saurios en el culto vudú; existían relaciones
similares con la cultura religiosa del antiguo Egipto; y aparecían oscuras y
sugerentes referencias a una relación con los saurios representados por el mítico
Cthulhu, en una época anterior al Crocodilus y al Gavialis; y aún antes del
Tyrannosaurus y del Brontosaurus, del Megalosaurus y otros reptiles de la era
mesozoica.
Además de estas interesantes notas, había diagramas de lo que parecían ser
extrañísimas operaciones y cuya naturaleza no comprendía en ese momento.
Aparentemente habían sido copiados de antiguos textos, entre ellos una obra de
Ludvig Prinn, titulada De Vermis Mysteriis, frecuentemente citada como fuente
de referencias y que me era también totalmente desconocida. Las operaciones
en sí mismas sugerían una raison d’être demasiado aterradora para poder
aceptarla; una de ellas, por ejemplo, cuyo propósito era estirar la piel, consistía
en realizar muchas incisiones para «permitir el crecimiento». Otra explicaba
cómo un sencillo corte en cruz en la base de la columna vertebral era suficiente
para lograr «una extensión del hueso de la cola». Lo que estos fantásticos
diagramas sugerían era demasiado horrible para ser contemplado, pero sin
duda formaba parte de la extraña investigación realizada por el doctor
Charriere. A partir de ese momento, su reclusión me pareció sobradamente
justificada: un estudio como éste no podía llevarse a cabo más que en secreto si
se quería evitar la burla de todos los científicos.
En estos papeles pude leer también la descripción de esas experiencias. Estaban
relatadas de tal modo que no podía tratarse más que de experiencias vividas
por el propio narrador. Sin embargo, eran anteriores a 1850 -en algunos casos
en varias décadas- aunque, como todas las demás notas, estaban escritas de
puño y letra del doctor Charriere. En este caso preciso, era indudable que no se
trataba del relato de experiencias ajenas. No me quedaba ya otra opción que la
de admitir que era más que octogenario en el momento de su muerte, y
muchísimo más, tanto que empecé a sentirme molesto y a no poder apartar de
mi mente a ese otro doctor Charriere que había existido antes que él
La suma total del credo del doctor Charriere tenía como resultado la poderosa e
hipotética convicción de que el ser humano podía, por medio de operaciones y
otras prácticas tan extrañas como macabras, obtener algo de la longevidad
característica de los saurios; que a la vida de un hombre se le podía añadir tanto
como siglo y medio, o quizá dos siglos. Al finalizar ese período, el individuo se
retiraba a algún lugar húmedo para dejarse caer en un estado de
semiinconsciencia, que venía a ser una especie de gestación, hasta el momento
en que se despertaba, con ciertas alteraciones en su aspecto y comenzaba otra
larga vida. Dados los cambios fisiológicos que sufría durante aquellos períodos
de gestación, el individuo se adaptaba a un modelo de existencia distinto en
cada una de sus vidas. Para justificar esta teoría, el doctor Charriere se había
apoyado únicamente en un gran número de leyendas, algunos datos de
naturaleza similar, y relatos especulativos de curiosas mutaciones humanas que
se habían dado en los últimos doscientos noventa y un años. Esa cifra cobró un
significado mayor para mí cuando caí en la cuenta de que ese era justo el
tiempo que había transcurrido desde la fecha de nacimiento del primer doctor
Charriere hasta el día de la muerte del otro cirujano. No obstante, en todo ese
material no había nada que sugiriera un procedimiento concreto de tipo
científico, con pruebas aducibles. Sólo se daban indicios y vagas sugerencias,
quizá suficientes para llenar de horribles dudas y de un convencimiento
espantoso y a medio cuajar a un lector fortuito, pero que no podían llegar a
satisfacer el rigor de cualquier hombre de ciencia.
¿Hasta qué punto habría seguido profundizando en la investigación del doctor
Charriere? Lo ignoro.
Quizá habría ido mucho más lejos si no hubiera ocurrido aquello que me hizo
gritar de horror y huir de la casa de Benefit Street, dejando que ella y su
contenido siguiesen esperando al superviviente que, ahora sí lo sé, no se
presentará nunca. Ahora ya no tiene remedio; la casa es propiedad municipal y
será destruida.
Estaba examinando estos «hallazgos» del doctor Charriere, cuando me di
menta, con eso que la gente llama el «sexto sentido», de que estaba siendo
observado detenidamente. No queriendo volverme, hice lo siguiente: abrí mi
reloj de bolsillo y colocándolo delante de mí utilicé el pulido y brillante interior
del estuche a modo de espejo, para que en él se reflejaran las ventanas que
estaban a mis espaldas. Y vi ahí, reflejada difusamente, la más horrible
caricatura que pueda imaginarse de un rostro humano. Me dejó tan estupefacto
que, sin pensarlo, volví la cabeza para observarlo directamente. Pero no había
nada en la ventana, excepto la sombra de un movimiento. Me levanté, apagué la
luz, y me acerqué a la ventana. Una silueta alta, curiosamente encorvada que,
medio agachada y arrastrando los pies, se dirigía hacia la oscuridad del jardín:
¿fue realmente eso lo que vi? Creo que sí. Pero no estaba tan loco como para
perseguirle. Quienquiera que fuese, vendría otra vez, como había venido la
noche anterior.
De modo que, mientras esperaba, me puse a sopesar las distintas explicaciones
que me venían a la mente. Impresionado aún por mi visitante nocturno,
confieso que coloqué, encabezando la lista de sospechosos, a los vecinos que se
oponían a que la casa Charriere siguiese en pie. Posiblemente pretendían
asustarme para que me marchara, pues ignoraban que mi estancia en la casa iba
a ser tan breve. Cabía pensar también en la posibilidad de que hubiese algo en
el estudio que deseaban obtener. Pero esa eventualidad no me pareció muy
convincente, porque si tal era su intención, habían tenido tiempo de sobra para
conseguirlo durante el largo período en que la casa estuvo deshabitada. Lo
cierto es que en ningún momento se me ocurrió pensar en la verdadera
explicación de los hechos. No soy más escéptico que cualquier otro anticuario;
pero la aparición de mi visitante, lo confieso, no me sugirió nada que hubiera
podido relacionar con su verdadera identidad, a pesar de todas las
circunstancias coincidentes que podían tener cierto significado para mentes
menos científicas que la mía.
Sentado allí en la oscuridad, me sentía más impresionado que nunca por la
atmósfera de la vieja casa. La misma oscuridad parecía tener vida propia; no le
influía la vida de Providence que la rodeaba y que, sin embargo, se hallaba tan
lejos. Estaba poblada de residuos psíquicos dejados por el paso de los años: el
olor persistente de la humedad, sumado a ese otro tan peculiar y característico
de ciertas zonas en los parques zoológicos donde viven los reptiles; el olor a
madera vieja mezclado con ese otro que desprendía la piedra de las paredes en
el sótano, aroma de material descompuesto porque, con el tiempo, la madera
tanto como la piedra habían ido deteriorándose. Pero había algo más: el
vaporoso indicio de una presencia animal, que parecía incrementarse de minuto
en minuto.
Estuve esperando así cerca de una hora, antes de percibir algún ruido.
Cuando lo oí, fue irreconocible. Al principio me pareció que era un ladrido,
algo muy similar al sonido emitido por los caimanes; pero pensé que sería mi
imaginación febril, y que no había sido más que el ruido de una puerta al
cerrarse. Pasó algún tiempo antes de que volviese a oír algún otro sonido: el
crujido de unos papeles. ¡El intruso había logrado entrar en el estudio delante
de mis propias narices sin que lo advirtiera! Estaba estupefacto y encendí la
linterna que tenía enfocada hacia la mesa.
Lo que vi fue algo increíble, espantoso. Lo que allí había no era un hombre, sino
la absoluta desfiguración de un hombre. Sé que en ese mismo instante pensé
que perdería el conocimiento. Pero el sentido de la necesidad ante el eminente
peligro me invadió y, sin pensarlo, disparé cuatro veces. Por la poca distancia
que nos separaba, sabía positivamente que cada disparo había dado en el
cuerpo bestial que se inclinaba sobre la mesa del doctor Charriere en el oscuro
estudio.
De lo que sucedió inmediatamente después, afortunadamente recuerdo muy
poco: un cuerpo revolcándose, la huida del intruso, y mi confusa carrera en
persecución. Era evidente que le había herido, porque había manchado el suelo
de sangre, desde la mesa del estudio hasta la ventana por la que había saltado,
atravesando y rompiendo el cristal. Salí afuera y, a la luz de mi linterna, seguí
las huellas sangrientas. Aunque no hubiera estado desangrándose, el fuerte olor
que despedía y que se percibía en el aire de la noche me habría permitido
seguirle.
Me llevó por el jardín, no muy lejos de la casa, directamente al borde del pozo
que estaba detrás de ella. Desde allí, las huellas seguían hacia el interior del pozo.
A la luz de la linterna, vi entonces, y por primera vez, los escalones, hábilmente
construidos, que bajaban al oscuro interior. Era tan grande la pérdida de sangre
que encharcaba el borde del pozo, que estaba seguro de haber herido
mortalmente al intruso. La confianza de que así había sido me impulsó a
seguirle más adentro, a pesar del eminente peligro.
¡Ojalá hubiese dado media vuelta y me hubiese alejado de aquel maldito lugar!
Pero seguí adelante y bajé por las escaleras situadas contra la pared del pozo,
que no conducían a la superficie del agua, sino a un agujero, el cual comunicaba
con un túnel que atravesaba el muro del pozo y se adentraba profundamente en
el jardín. Movido ahora por un ardiente deseo de conocer la identidad de mi
víctima, me introduje en el túnel, sin apenas darme cuenta de la húmeda tierra
que manchaba mi ropa. Con la linterna alumbraba hacia delante, y tenía mi
arma preparada. Más allá había una especie de caverna -lo suficientemente
grande como para que cupiera un hombre arrodillado- y, en medio de la luz
emitida por mi linterna, apareció un ataúd. Al verlo dudé un instante, pues me
di cuenta que la desviación del túnel conducía a la tumba del doctor Charriere.
Pero había llegado demasiado lejos para poder retroceder.
El hedor en este espacio era indescriptible. La atmósfera del túnel entero estaba
impregnada de ese nauseabundo olor a reptil, pero ahora se había vuelto tan
denso que tuve que hacer un gran esfuerzo para acercarme al ataúd. Llegué a él
y vi que estaba destapado. Los charcos de sangre llegaban hasta el mismo
féretro que habían manchado. Con una mezcla de curiosidad y de temor ante lo
que iba a ver, me incorporé cuanto pude. Temblando, alumbré con la linterna el
interior del ataúd...
Habrá quien diga que mi memoria no es muy de fiar, dada la cantidad de años
que han transcurrido, pero lo que vi allí ha quedado grabado para siempre en
mi memoria. Bajo la luz de mi linterna yacía un ser que acababa de morir, y
cuya existencia implicaba una serie de cosas espeluznantes. Esta era la criatura
que yo había matado. Mitad hombre, mitad saurio, era el macabro recuerdo de
lo que una vez había sido un ser humano. Sus ropas estaban rotas, desgarradas
por las horribles mutaciones de su cuerpo; la piel, cubierta de costras; sus
manos y sus pies descalzos eran planos, de aspecto fuertes, parecidos a unas
garras. Aterrado, noté también el apéndice en forma de cola que había crecido
en la base de la columna vertebral, y su mandíbula horriblemente alargada, una
mandíbula de cocodrilo en la que aún crecía una mota de pelo, como la barba
de una cabra...
Todo esto fue lo que vi antes de poder abandonarme a un desmayo bienhechor,
pues ya había reconocido lo que yacía en el ataúd. Había permanecido allí
desde 1927 en una semiinconsciencia cataléptica, esperando el momento de
volver a la vida, con un aspecto horrorosamente alterado. Era el doctor Jean-
François Charriere, cirujano, nacido en Bayona en el año 1636 y «muerto» en
Providence en 1927. ¡Ahora ya sabía que el superviviente de quien hablaba en
su testamento no era otro que él mismo, nacido otra vez, devuelto a la vida por
el conocimiento endemoniado de ritos más antiguos que la propia humanidad,
y ya olvidados, tan antiguos como los primeros días de la tierra, cuando las
grandes bestias luchaban y se destruían entre sí!

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