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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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viernes, 25 de diciembre de 2009

miércoles, 9 de diciembre de 2009

EL DEMONIO DE LA PERVERSIDAD


EDGAR ALLAN POE
EL DEMONIO DE LA PERVERSIDAD
-
En la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del alma
humana los frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe
como un sentimiento radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedieron
también habían pasado por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos
pasado por alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro conocimiento tan
sólo por falta de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala. Nunca se nos
ha ocurrido pensar en ella, simplemente por su gratuidad. No creímos que esa tendencia
tuviera necesidad de un impulso. No podíamos percibir su necesidad. No podíamos
entender, es decir, aunque la noción de este primum mobile se hubiese introducido por sí
misma, no podíamos entender de qué modo eta capaz de actuar para mover las cosas
humanas, ya temporales, ya eternas. No es posible negar que la frenología, y en gran
medida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más que
el hombre que piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a dictare
propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de Jehová,
construyen sobre estas intenciones sus innumerables sistemas mentales. En materia de
frenología, por ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás era bastante natural
hacerlo), que, entre los designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre comiera.
Asignamos, pues, a éste un órgano de la alimentividad para alimentarse, y este órgano es
el acicate con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a comer. En segundo
lugar, habiendo decidido que la voluntad de Dios quiere que el hombre propague la
especie, descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimos
con la combatividad, la ídealidad, la casualidad, la constructividad, en una palabra, con
todos los órganos que representaran una tendencia, un sentimiento moral o una facultad
del puro intelecto. Y en este ordenamiento de los principios de la acción humana, los
spurzheimistas, con razón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han' hecho sino seguir
en principio los pasos de sus predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partir
del destino preconcebido del hombre y tomando como fundamento los propósitos de su
Creador.
Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación
(puesto que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en
lo que siempre hace ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo que
Dios pretende obligarle a hacer: Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles,
¿cómo lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras?
Si no podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en
sus tendencias esenciales y en las fases de la creación?
La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a admitir, como
principio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar
perversidad a falta de un término más característico. En el sentido que le doy es, en
realidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos
sin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos,
podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por
la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable;
pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones
llega a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad
de la equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza
irresistible, la única que nos impele a su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el
mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un
impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros
actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una
modificación de la que comúnmente provoca la combatividad de la frenología. Pero una
mirada mostrará la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la frenología,
tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño.
Su principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al
mismo tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al
mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la combatividad,
pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no se
manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.
Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la
sofistería que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta
a todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical.
No es más incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún
período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su
interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la
intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y
más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y
lamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que
puede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento
es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un
ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando
todas las consecuencias) es consentida.
Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que
la demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces,
energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la
tarea, y en la anticipación de su magnifico resultado nuestra alma se enardece. Debe,
tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; y por qué? No hay
respuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del
principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir con
nuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega también un indecible
anhelo de postergación realmente espantosa por lo insondable. Este anhelo cobra fuerzas
a medida que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al alcance de nuestra
mano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido,
de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra es la
que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al
mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela,
desaparece, somos libres. La antigua energía retorna. Trabajaremos ahora. ¡Ay, es
demasiado tarde!
Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y
vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos
quedamos. En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una
nube de sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra
forma, como el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches.
Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho
más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo un
pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la
feroz delicia de su horror. Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones
durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación,
por la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las más
espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan
presentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y
porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él
con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoniaca como
la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por un
instante cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición inevitable, pues la
reflexión no hace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo,
no podemos hacerlo. Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el
súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.
Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del
espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no
deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible; y podríamos
en verdad considerar su perversidad como una instigación directa del demonio sí no
supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.
He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo
explicaron por qué estoy aquí, puedo mostraron algo que tendrá, por lo menos, una débil
apariencia de justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no
hubiera sido tan prolijo, o no me hubiérais comprendido, o, como la chusma, me
hubiérais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables
víctimas del demonio de la perversidad.
Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta
deliberación. Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil
planes porque su realización implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo
algunas memorias francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida
a madame Pilau por obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó
de inmediato mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la
cama. Sabía también que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito
fatigaros con detalles impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediante
los cuales sustituí, en el candelero de, su dormitorio, la vela que allí encontré por otra de
mi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del
coroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»
Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó
por mi cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la
bujía fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera
hacerme sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción
que nacía en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período
muy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer
más real que las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen. Pero le
sucedió, por fin, una época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi
imperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva.
Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, o
más bien la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases
triviales de una ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena e
el cría de ópera meritoria. Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensando
en mi seguridad y repitiendo en voz baja la frase: «Estoy a salvo».
Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de
murmurar, casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les di
esta nueva forma: «Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar
abiertamente.»
No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi
corazón. Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he
explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxito
sus embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para
confesar el asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera
sombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.
Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé
vigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un
deseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamiento
me abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien, que pensar, en mi
situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las calles
atestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación
de mi destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua lo habría hecho, pero una voz ruda
resonó en mis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro. Me volví, abrí la boca
para respirar. Por un momento experimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego,
sordo, aturdido; y entonces algún demonio invisible -pensé- me golpeó con su ancha
palma en la espalda. El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.
Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y
apasionada prisa, como si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero
densas frases que me entregaban al verdugo y al infierno.
Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra
desmayado.
Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré
libre! Pero, ¿dónde?

miércoles, 25 de noviembre de 2009

EL TEMPLO DEL DESEO DE SATÁN

ANDRÉS DÍAZ SÁNCHEZ
EL TEMPLO DEL DESEO DE SATÁN


"No existen sucesos morales, sino una interpretación moral de los sucesos. El Mal es, simplemente, lo que desconocemos." F. Nietzsche

Los candiles del Templo del Deseo de Satán desprendían una luz aceitosa y trémula. Iluminaban las figuras grotescas y poderosas de negro basalto brillante, las fauces arrugadas de mandíbulas prominentes y belfos retraídos, los ojos de fulgor diamantino, rojos como la sangre. Las desnudas esclavas bajaban la cabeza cuando pasaban junto a las estatuas de los Héroes del Infierno. Las figuras habían sido bautizadas con sangre de recién nacido y dotadas de un eterno poso mágico. Ningún cultita, salvo los sacerdotes -y sólo unos pocos de entre ellos- eran capaces de aguantas sus miradas pétreas e implacables, tan sórdidas como todo lo demás de aquel ámbito.Techo, suelo y paredes estaban construidos en oro oscuro, plata roja y celeste, mármol amarillento y jade color del mar. La luz comulgaba con las tinieblas, los entes demoníacos preferían los rincones oscuros a la claridad. Muchos acólitos imprudentes habían sido poseídos y después abandonados al dolor y la locura por acercarse demasiado a los lugares más sombríos. En general, nadie osaba aventurarse por entre las hileras de inexpugnables columnas ni aproximarse a las paredes, pues a los diablos les gustaba la piedra y atrapaban a todo el que se les aproximara de forma imprudente.Aquella noche ocurriría algo crucial. Tendría lugar la Más Alta Invocación, la Gran Posesión, protagonizada por el mismísimo Satán, Señor De Todos Los Infiernos. Cada seiscientos sesenta y seis días, atendiendo a la cifra mágica de La Bestia, se celebraba una Invocación de Alto Nivel, en la cual un ente perteneciente a la nobleza infernal -quizás un barón o un condestable- poseía a un Recipiente por medio del cual se comunicaría con los creyentes. Los recipientes solían ser esclavos de ambos sexos -los demonios, aunque nadie conocía sus ritos de reproducción, si los tenían, mostraban caracteres y comportamiento de marcada sexualidad-, los mas bellos ejemplares, entrenados para no resistirse al ente posesor. Las criaturas terrenales solían intentar defenderse contra la violación mental y física que suponía una posesión infernal. Sin embargo, Allá, se les había adiestrado para brindar gozosamente al demonio todo su ser.Durante estas fiestas de Invocación y Posesión se encerraba al recipiente en un círculo pentacular que retendría al demonio. Éste impartiría sus enseñanzas durante la Misa de Posesión. Tras el mensaje del ente -que podía durar instantes o hasta ciclos menores- el demonio abandonaba el cuerpo poseído, cuyo verdadero dueño solía morir o sufrir una profunda locura hasta el final de su pequeña vida. Aparte de estas Altas Posesiones, todos los ciclos menores tenían lugar otras, protagonizadas por entes demoníacos de bajo poder. Se encaprichaban con cuerpos humanos masculinos o femeninos y los tomaban. Por ejemplo, dos ciclos menores atrás un guardián del Tercer Nivel fue poseído por un demonio guerrero y lo convirtió durante seis ciclos de instantes en un loco asesino. El poseído mató con su lanza a siete esclavos, dos Sacerdotes Azules y tres mozos de lucha. El demonio lo abandonó al fin y el hombre volvió a recuperar el control de su mente y cuerpo. Fue indultado y bendecido por el Sumo Sacerdote Gris. Tres ciclos menores antes de este suceso, una manada de súcubos entró en un pequeño harén de esclavos masculinos. Los muchachos fueron violados durante horas. Cuando los demonios femeninos se marcharon como vaharada de vapor rojizo los poseídos lloraban y suplicaban a gritos más placer.Los sabios aseguraban que el Templo del Deseo de Satán no era más que un portal entre el Infierno y el resto de las realidades. Nadie sabía en que punto del Todo estaba ubicado. Se decía que flotaba en la Dimensión de los Sueños -ciertos acólitos aseguraban haber despertado en él tras una vida anterior de vigilia... o tal vez inconsciencia-. Otros afirmaban que se hallaba en una línea tangencial a la curvatura del espacio o del tiempo. Muchos viajeros lo habían buscado incansablemente sin éxito, otros cayeron en sus pétreas fauces sin desearlo. Un ciclo menor, el Templo aparecía sobre un desierto de arena negra, al siguiente flotaba plácidamente en un mar de mercurio... Su posición era itinerante, se movía a través de dimensiones, o quizá éstas fueran las que girasen y el Templo permaneciera quieto.Nadie conocía tampoco los límites físicos del Templo, dónde empezaba y dónde acababa, ni la totalidad de sus innumerables salas y pasillos. Tampoco su antigüedad ni la identidad de sus constructores, fueran humanos o no. Los árboles genealógicos de ciertas familias sacerdotales se remontaban interminablemente hacia el pasado. Ni siquiera se comprendía cómo transcurría el tiempo allí, y por conveniencia trataba de medirse mediante dos tipos de relojes de agua y arena, que marcaban instantes, ciclos de instantes, ciclos menores -compuestos de ciclos de instantes- y ciclos mayores -compuestos de ciclos menores-. Mas... ¿qué fiabilidad podría existir, cuando quizá los juguetones demonios podían volver del revés las clepsidras antes de que cayera el último grano o gota?De cualquier modo, existía una persona que ostentaba el poder: Barokk, Supremo Sacerdote del Templo, Sumo Sacerdote Rojo. Su clan cromático se había impuesto al final de las Guerras Sacerdotales, ochocientos ciclos mayores atrás. Había tenido que pelear mental y mágicamente contra otros muchos aspirantes de su propio clan y de los restantes. Él decidía los días en que se celebrarían las Misas de Posesión, fuesen éstas Mayores o Menores, los Ciclos de Matanza, las Fiestas del Ensueño o los nuevos decretos que se incluirían en el Libro del Arte, la enciclopedia que trataba todos y cada uno de los aspectos comprensibles de la Magia en el Templo.Aquel ciclo menor, el de la Altísima Invocación, Barokk marchaba por el largo y vasto pasillo de basalto negro, sentado sobre un trono de oro transportado por diez esclavos de fuerza. Le llevaban hacia la Capilla Posesional. Observaba con deleite las columnatas, las estatuas, los frisos, los mosaicos de exquisita belleza y malignidad, los tapices de terciopelo, las armaduras hechas para enfundar cuerpos no humanos,...Nunca se dignaría a volverse, pero sabía que le seguía una multitudinaria procesión: sacerdotes con túnicas de diferentes colores siempre tras su trono -quien osara rebasarlo sería despellejado vivo por el Jefe de la Casta de Torturadores y después empalado-, las huestes de orgullosos guerreros, las masas de músicos, arquitectos, pintores, poetas, escultores... Y por último, los rebaños de esclavos, ya fueran de placer, adornados exquisitamente con sedas y piedras preciosas, de fuerza, musculosos y estúpidos o de otros múltiples usos, menos valiosos aún que los anteriores.Inmediatamente detrás del trono de Barokk, y sostenido por quince esclavos desnudos y aceitados, estaba el Gran Huevo de Plata, que albergaba el recipiente sagrado.Barokk era delgado y alto, de cráneo rasurado, rasgos suaves y ojos muy negros, inteligentes y penetrantes. Su voluntad había sido templada al fuego de las despiadadas luchas políticas, mentales y mágicas contra sus compañeros de casta.Amaba su puesto. Amaba el Templo. Él había instaurado el Deber del Deseo Satisfecho. Según tal directriz cada cual tenía la obligación de dejarse llevar por sus instintos más íntimos. Quien los reprimiera sufriría una ejecución ignominiosa. Por supuesto, primero hubo de normalizarse esta ley mediante rigurosos decretos basados en una premisa fundamental: el Derecho del Ser de Voluntad Fuerte sobre el Ser de Voluntad Débil. Ello permitía que la criatura de carácter más agresivo y poderoso impusiera todos sus caprichos, su amor o su crueldad, sobre sus inferiores.La Casta de Voluntad Más Fuerte era la sacerdotal, dotada de inteligencia y conocimientos profundos, capaces de plegar el tapiz de la realidad a su antojo. Después le seguía la casta guerrera, cuyas contiendas no tenían ningún motivo: Barokk había comprendido que en todo muchacho dormía un deseo de aplastar y matar un enemigo con sus propias manos. Si se reprimía tal instinto en beneficio de la comunidad el individuo sufriría al experimentarlo sentimientos de culpa y remordimiento, que podían desembocar en timidez, neurosis, depresión y un descenso pronunciado de vitalidad. Así pues, en las Cámaras de Matanza del Templo los jóvenes con deseos agresivos se aliaban en ejércitos rivales y daban rienda suelta a su sed de sangre sin sufrir culpa ni piedad. Miles de guerreros luchaban sólo por el placer de lidiar y asesinar, sobreviviendo los más rápidos y fuertes, de cuerpos musculosos y salpicados de carne, sesos y sangre. Ellos liderarían a los que vinieran después, hasta que otros consiguieran destruirlos, habiendo vivido por la espada y muriendo igualmente por la espada, en el seno del combate, con una loca sonrisa en el rostro.Había Cámaras de Satisfacción para todas las exigencias: en las Cámaras de Contemplación los bohemios e intelectuales hundían sus mentes en el sopor de las drogas o en los libros de sentido más abstracto para conseguir el conocimiento profundo que realmente buscaban. Muchos se convertían en sacerdotes.En las Cámaras de Belleza las mujeres más hermosas mostraban su desnuda feminidad, sólo cubiertas por perfumes, joyas, sedas y cosméticos, a masas de hermosos hombres encadenados y sometidos a forzosa abstinencia sexual. Ellos trataban de alcanzarlas con sus manos, siempre sin éxito. Ellas veían en los ojos de los hombres la adoración absoluta provocada por su hermosura. Paseaban sus cuerpos deliciosos con deliberado encanto. Así, lograban el placer que sus orgullos femeninos les demandaban. Había allí concursos y certámenes. Las ganadoras podían desfigurar el rostro, de por vida, a las perdedoras.También había Cámaras de Dominación Sexual. En éstas, los hombres y las mujeres más duros, diestros e implacables ejercían su Derecho del Ser de Voluntad Más Fuerte sobre admiradores, amantes, temblorosos esclavos de pasión de ambos sexos, a los que partían el corazón una vez tras otra, de manera refinada y cruel. Barokk había descubierto la llave del poder absoluto: el placer. Dándole placer a los inferiores, el placer que realmente buscaban, siempre los mantendría controlados. Para envidia y desdicha de otros sacerdotes, las masas se rebelarían si intentaran expulsarle de su puesto.Mas... ¿cual era el mayor placer para Barokk? ¿El conocimiento, tal vez? Él había soportado un saber capaz de quebrar mentes muy poderosas. No, aquella respuesta no lo satisfacía del todo.Comprendió de pronto que lo que llenaba su vida era el Amor. Un cariño enorme por su trabajo, por sus inferiores, por su Templo. Los amaba sin reservas. También amaba a Satán, por supuesto. No le había entregado el alma -esa era una prerrogativa personal de cualquier habitante del Templo, desde los esclavos a los sacerdotes-, pero ciertamente lo amaba.Mas, ¿quién o qué era Satán?, se preguntó. Al cabo de una vidas de difíciles estudios, había llegado a la conclusión de que no era mas que un Ser de Voluntad Sumamente Fuerte. Una criatura gobernante de ciertas dimensiones o reinos capaz de enamorar, atraer, dominar y arrastrar a incontables de criaturas. No podía comprender los esquemas mentales de Satán, pues una Voluntad Fuerte, con el paso del tiempo, acababa expandiendo su mente hasta hacerla incomprensible para los inferiores. Tampoco conocía si tenía un último cuerpo o si usaba los de otros, si era un alma, un espíritu, un espectro, o escapaba a toda descripción física.Escuchó un gimoteo a su izquierda. Irritado, miró hacia allí. Una bonita esclava, vestida con gasas sedosas, se había acercado al trono de Barokk. La mujer sollozaba quedamente y no osaba mirarlo al rostro -de haberlo hecho, le habrían arrancado con pinzas sus bellos ojos.- ¿Qué quieres, esclava? -preguntó Barokk.- Amo... La Sacerdotisa Amaria me envía a vos...- ¿Sabes que serás empalada por interrumpir mis cavilaciones?Ella reprimió un sollozo.- Sí, amo, pues sólo soy una esclava. La señora Amaria me ordenó llamaros y no podía negarme a obedecerla. Quiere preguntaros algo...- Di.- La señora Amaria desea saber si ella podría protagonizar la Gran Posesión.- Ve a tu señora con esta palabra en los labios: "No". Ya se lo he dicho otras veces. Después de la ceremonia, preséntate en las Cámaras de Tortura para que el Sumo Torturador te empale lentamente. Puedes retirarte, esclava.- Gracias, amo -la muchacha, sin cesar de llorar, se marchó cabizbaja.Barokk miró a la esclava hasta que ésta desapareció. También la amaba a ella, profundamente. A todos los amaba. Incluso a la irritante Suma Sacerdotisa Negra Amaria.Accedieron a la gigantesca Capilla de Posesión. Llegado un momento determinado, el trono de Barokk fue depositado en el suelo. Subió la escalinata sagrada. Los Sumos Sacerdotes del Resto Cromático -Verde, Azul, Gris, Amarillo y Negro- caminaron tras él con la cabeza baja. Ninguno de ellos -ni siquiera Barokk- pisó el Sagrado Círculo Pentacular.Barokk se colocó tras el altar de oro, su metal favorito. El resto de los sacerdotes se dispuso a su izquierda y derecha. Distinguió por el rabillo del ojo a Amaria, la Suma Sacerdotisa Negra. Ya antes de que la magia la convirtiera en un ser de divina hermosura había sido una mujer muy bella. No podía ocultar bajo su pesada túnica las rotundas y adorables curvas de su cuerpo. Quizá ella no las deseara esconder, sino insinuar. El rostro lucía maravilloso, de rasgos finos y delgados, ojos y cabello muy negros y tersa piel blanca que contrastaba con unos labios rojos y llenos, labios lujuriosos creados para ser estrujados y saboreados sin compasión. Era un Ser de Voluntad Fuerte y conseguía lo que le apetecía. Gustaba de enloquecer a decenas de hombres y mujeres con su belleza. A muchos los había conducido al suicidio, tan sólo por pura diversión.La Sacerdotisa Negra mostraba un rostro tranquilo, severo. Pero sus ojos no podían ocultar la ansiedad y la frustración.Tras el sermón de rigor, escuchado en expectante silencio por miles de fieles, Barokk ordenó subir el recipiente al pentáculo.Los esclavos llevaron la esfera de plata cerca del altar y la abrieron con gran cuidado -el error de uno costaría una muerte muy lenta para todos en las Cámaras de Tortura. Dentro del brillante huevo, ahora abierto, había una mujer exquisita, apenas cubierta por tenues sedas, maquillada y peinada de manera elegantemente. El sedoso y abundante cabello rubio caía graciosamente sobre su espalda y sus llenos y dulces pechos. Estaba arrodillada, con las manos sobre los muslos y la cabeza baja. Sus ojos de largas pestañas permanecían obedientemente cerrados.Ella sería la víctima, el cuerpo poseído por Satán.Barokk se acercó al huevo. Sonrió tiernamente mientras contemplaba a la chica, como un padre ante su hija. Acarició el pelo dorado. Ella permanecía inmóvil. La habían drogado para no ejercer resistencia a la Posesión.- Puedes abrir tus ojos, doncella -dijo Barokk con voz meliflua. La esclava obedeció. Eran azules, con dilatadas pupilas que brillaban febrilmente.- Sal de la esfera y colócate en el pentáculo.El recipiente se movió lánguida y suavemente, provocando un expectante silencio general. Entró en el círculo pentacular y se arrodilló otra vez, las manos en los muslos y la cabeza baja. Barokk entró igualmente en la figura geométrica. Sacó de entre sus ropajes la daga enjoyada e hizo dos cortes, uno en cada muheca de la chica. Ella se estremeció ligeramente, mas no emitió sonido alguno.El Sumo Sacerdote apretó con sus pulgares las arterias de los finos antebrazos durante largos instantes. Después retiró la presión y la sangre fluyó, cayendo en dos grandes cuencos. Utilizó los dedos para pintar de nuevo las líneas de la estrella invertida y del círculo que rodeaba a la joven. Mientras realizaba esta tarea musitaba cánticos y adoraciones a los Altos Señores del Infierno, convocándoles, implorándoles fuerza y dicha. También emitía con trémula voz hechizos arcaicos, poderosos, palabras que una vez pronunciadas provocaban irreversibles reacciones en cadena. El aire comenzó a espesarse, como si dos manos gigantescas estuviesen aplastándolo lentamente. Los presentes sentían sucios escalofríos que recorrían sus columnas vertebrales. Los más débiles sollozaban silenciosamente a causa del hipnótico terror. Espectros menores se debatían alrededor del círculo pentacular, como jirones de aire caliente. Intentaban penetrar en la figura para poseer a aquella adorable víctima. Mas Barokk había consagrado el recipiente al Altísimo y no permitiría intromisiones. Así pues, los íncubos chillaban al chocar contra la inmaterial protección. Muchos pagaban su frustración con el público, poseyendo furiosamente a diversas esclavas hasta hacerlas aullar entre espasmos. La sangre de círculo y pentáculo brilló fulgurantemente. Era una línea de luz escarlata que serpenteaba hasta las muñecas del recipiente.Barokk lamió la daga y después alzó los brazos. Parecía dotado de un aura de fortaleza. Desorbitó los ojos y gritó con voz poderosa: - ¡Yo te invoco, Señor de Todos los Infiernos, Príncipe de las Mentiras! ¡Te invoco por el poder del Mal en los corazones de los hombres! ¡Por el Universo entero! ¡Ven, Señor Satán, toma esta ofrenda, habla a tus fieles!El recipiente, de pronto, abrió de par en par sus bellos ojos. A pesar de las drogas, el horror que sentía era puro, real. Sus pechos se alzaban y bajaban rápidamente, su fina piel brillaba a causa del sudor. El rostro se contrajo en una expresión de dolor lacerante. La rubia cabeza cayó hacia atrás y con ella el resto del cuerpo, como traccionado por una fuerza invisible.La capilla comenzó a llenarse de murmullos exclamativos y silencios de admiración.Amaria se acercó a Barokk, quien contemplaba al recipiente contorsionarse inutilmente, como si un gran peso la aplastara contra el suelo.- ¡Déjame entrar en el círculo pentacular! -pidió a Barokk Amaría, la Suma Sacerdotisa Negra, mirando con lujuria mal disimulada al recipiente- ¡Tienes el poder de cambiar la víctima u ofrecerle otra más al Gran Señor!Barokk la miró con irritación.- No lo haré, Amaria. Tú ya fuiste recipiente otra vez. Deja que ahora otro ocupe ese puesto. Amarla bufó como una gata furiosa. Tres Altas Invocaciones en el pasado ella había sido el recipiente. Se ofreció voluntaria, aún conociendo los peligros de la Posesión de Satán. Barokk sonrió al recordarla encadenada y desnuda, anhelando la venida de Su Señor. Satán la había penetrado y embestido salvajemente una y otra vez. Ella comenzó chillando de dolor, mas pronto sus alaridos sonaron llenos de placer y lujuria. Miles de acólitos contemplaron a la Suma Sacerdotisa Negra retorcerse lúbricamente y gritar obscenidades que hasta para ellos resultaron escandalosas. En esa ocasión, el Señor de Todos los Tnfiernos no les habló; se limitó a satisfacer una lujuria animal. Pero el público dudaba sobre quién realmente había disfrutado más: si el posesor o su víctima.Desde entonces, Amaria había solicitado y hasta suplicado a Barokk ser el recipiente en las siguientes Altas Invocaciones. El Sacerdote Supremo, divertido, se negó una vez tras otra.Los gritos de dolor del recipiente devenían poco a poco gemidos, para al poco convertirse en roncos gritos deleitosos de lujuria.Barokk entrecerró los ojos, contemplando la posesión. Una criatura sensible, hasta no ser ocupada por un Ser de Mayor Voluntad y despojada implacablemente de toda intimidad y orgullo, no experimentaba el arrasador placer reservado al sujeto absolutamente dominado.Amaria observaba al recipiente con manifiesta envidia. Barokk sonrió de nuevo. Qué ironía que la Suma Sacerdotisa Negra, tan fría, arrogante y cruel, una mujer poderosa que había partido mil corazones de hombres y mujeres, estuviera tan dispuesta a humillar públicamente su orgullo a cambio de tamaño placer.- Eres más esclava que ella -le imprecó Barokk, señalando al recipiente dentro del círculo pentacular.Amaria le miró con furia asesina, mas de pronto se vio atacada por la vergüenza y el pudor y se cubrió con las manos su bellísimo rostro. Aún así, volvió la vista hacia la jovencita poseída, sin lograr apartarla de ella, entreabriendo los labios. Barokk rió, con gran placer. También amaba a la ansiosa Amaria, Suma Sacerdotisa Negra. ¡Cómo los amaba a todos, sus Hijos, sus Retoños! El recipiente aulló, sin control alguno de cuerpo y mente. De pronto, fue levantada como por una mano invisible. Sus ojos se desorbitaron, el horror se pintó en ellos. La boca se abrió hasta que las mandíbulas se descoyuntaron y vomitó vísceras, intestinos y sangre. El rostro de la joven estaba ceniciento. Sus ojos brillaban con una agonía capaz de romper la mente. Surgieron de ella palabras ininteligibles, similares a rugidos de un tigre, que hacían volar gotas de sangre y espuma. Restallaban como latigazos metálicos contra el silencio absoluto. Satán les estaba hablando.Calló. La chica, aún viva, expelió por sus ojos un humor blanco y amarillo de agrio hedor. De pronto, surgieron incontables voces de su garganta: mugidos, ladridos, gritos, carcajadas,... Y en todos los tonos. Ninguna resultaba inteligible. Aquella cacofonía resultaba fascinantemente horrenda. Barokk volvió a preguntarse si Satán sería un solo ser, un grupo de entes unidos o una mente con múltiples personalidades.El recipiente sufrió una violenta arcada. Volvió a vomitar sangre. Su cabeza se volvió lentamente. Miró a Amaria. La poseída le sonrió de manera lasciva. Sus ojos ardían con fulgor rojizo. Llamó a la sacerdotisa moviendo el dedo índice.Amaria, como hipnotizada, andó hacia el círculo pentacular.De pronto, gritó de dolor. La barrera mágica no le permitía entrar en él. La sacerdotisa lo intentó de nuevo, frenéticamente, pero fue repelida hacia atrás una y otra vez. Al fin, acabó en el suelo, sudorosa, jadeante, temblando de rabia y frustración. La poseída se reía de ella con carcajadas infantiles, que aumentaron su frecuencia hasta convertirse en una sola nota, vibrante y aguda.Muchos de los presentes rieron también, sobre todo los Sacerdotes Negros rivales de Amaria.Ésta retrocedió, medio a rastras, horrorizada. La risa se tornó general. Barokk también se regocijó. Al fin y al cabo, aparte de ser el Príncipe de las Mentiras, Satán era el Rey de la Crueldad y la Humillación. La Suma Sacerdotisa Negra desapareció miserablemente de vista.El recipiente habló voz de hombre, profunda y grave. Abría y cerraba la boca bruscamente como un muñeco de carne y hueso manejado por un invisible ventrílocuo:- ¡AMADOS FIELES! -un inconmensurable trueno estalló desde el público. ¡Era el Gran Satán quien les hablaba! Le aclamaron, riendo y llorando, hasta rompérseles la voz - ¡YO OS HE CREADO! ¡YO HE CREADO ESTE TEMPLO! -Barokk esbozó una levísima mueca de desagrado- ¡HE HECHO POSIBLES VUESTRAS VIDAS, VUESTRAS JERARQUÍAS, VUESTRO PODER, VUESTRO PLACER Y VUESTRO DOLOR! ¡ADORADME! ¡ADORADME, GUSANOS!Miles y miles de acólitos, todos los presentes en aquella inmensísima sala, se arrodillaron y gritaron su nombre gozosamente. Eran sus esclavos, lo desearan o no. El poder de la veneración vencía cualquier orgullo.Barokk también se postró y tocó con su frente el suelo. Amaria también lo hizo. Ahora reía felizmente, llena de gozo y dicha, mientras gritaba el nombre de su amo. - ¿ME AMÁIS? -rugió Satán- ¿TODOS ME AMÁIS?Una sola voz afirmativa fue su respuesta. - ¿HASTA EL FONDO DE VUESTROS CORAZONES?Otra ovación unánime.- ¿NADIE OSARÁ MENTIR?Una negación de masas.Los ojos de la poseída salieron expulsados del rostro. El cadáver se desplomó en el suelo. - ¡ BLASFEMIA!El grito ascendió hacia lo alto y después bajó al suelo, clamando aquella terrible palabra. Mi1es de corazones pegaron un vuelco en sus pechos. La voz, ya fuera del recipiente, voló de un extremo a otro de la capilla, como un ave fugaz, su volumen ascendiendo y descendiendo fantasmalmente:- ¡NO TODOS ME AMÁIS POR COMPLETO! ¡MENTÍS A VUESTRO SEÑOR!Barokk sintió pánico: la presencia invocada estaba fuera del círculo pentacular... Las normas habían sido infringidas, un imprevisto no sucedido en más de cien Altas Invocaciones. Un escalofrío subió por su columna vertebral.Alzó la cabeza, pasmado. Ante él, en el aíre, se abría un vacío de negrura. Era pura nada, oscuridad total y pegajosa, un desgarrón creciente sobre el tapiz de la realidad. En el centro de la tiniebla se abría otra más densa, la cual albergaba, a su vez, una tercera sombra que la superaba en opacidad. Los agujeros crecían concéntricamente, su centro se remontaba hacia el infinito. Y todos los abismos miraban a Barokk.- ¿Qué...? -logró musitar el sacerdote.Quiso retroceder, pero estaba demasiado horrorizado y fascinado como para hacer otra cosa que permanecer de rodillas, la vista fija en el agujero sobre el tapiz de la realidad. "¡SACERDOTE SUPREMO!" -bramó el Abismo- "¡ERES TÚ! ¡ERES TÚ QUIEN ME AMA DE FORMA FALSA! ¡QUIEN NO ME QUIERE CON TODO SU SER!"Barokk estrelló su frente contra el suelo.- ¡No! -sollozó- ¡Te amo, Señor Mío! ¡Te amo con todo mi corazón! "¡NO! AMAS EL TEMPLO. AMAS EL ORDEN, LA JERARQUÍA, LAS NORMAS... ¡AMAS EL PODER QUE TE DA TU DIOS, PERO NO AMAS A TU DIOS! Estalló una brutal, tronante carcajada que sumió en el terror más abyecto a los presentes. Barokk aún mantenía una parte de su mente en orden; con ella, escuchaba y entendía lo que Satán le dijo: "HE VIAJADO A TRAVÉS DE EONES Y DIMENSIONES. HE CRUZADO LOS ABISMOS, HE BUCEADO EN EL CAOS. HE VISTO EL PASADO Y EL FUTURO. HE CONTEMPLADO Y HE DOBLAGADO A DIOSES. HE OBSERVADO TODAS LAS RELIGIONES DE LOS HOMBRES EN TODOS LOS ÁMBITOS DE LA REALIDAD. SUS SUMOS SACERDOTES SOIS IGUALES. LO QUE REALMENTE AMAIS ES EL PODER. Y TÚ, BAROKK... TÚ SÓLO TE AMAS A TI MISMO"Barokk sufrió un fuerte estremecimiento. La agonía y el arrepentimiento llenó su espíritu. Comprendió de pronto que Satán llevaba razón. Él estaba en lo cierto. Era un mal creyente, un falso, un ególatra que utilizó el poder de Su Señor únicamente en beneficio propio.El Sumo Sacerdote vibró. Aulló de manera espeluznante. La mancha de color que era el sacerdote fluctuó y se retorció como un jirón de formas, se estiró imposiblemente, se separó del suelo y fue absorbida por la Oscuridad. La tiniebla, entonces, se desgajó en dos gigantescos ojos de inconmensurable y enloquecedor mal. Elevados por una columna de fuego blanco y dorado, aquellas dos tenebrosas joyas se alzaron sobre sus fieles. Ninguno de ellos osó despegar la vista del suelo."¡OÍD Y OBEDECED!", ordenó la voz sagrada, "¡DE AHORA EN ADELANTE, NO HAY NORMAS NI LEYES EN EL TEMPLO DEL DESEO DE SATÁN! ¡SOIS LIBRES! ¡SOIS TODOS TOTAL Y COMPLETAMENTE LIBRES PARA HACER CUANTO DESEÉIS! ¡OS CONCEDO LA LIBERTAD!"Las dos sombras se expandieron infinitamente, dispersándose en el Tiempo y el Espacio, hasta desaparecer por completo.Los miles de acólitos quedaron en silencio. Al poco, oyéronse murmullos asombrados, luego conversaciones, quejidos, protestas, primeros gritos y por último un clamor vociferante tan furioso como angustiado:- ¿Qué haremos ahora?- ¡No hay leyes!- ¿Cómo se regirá el Templo?- ¿Quién nos dirigirá?- ¿Quién será el nuevo Sacerdote Supremo? - ¡Yo! -Amaria, la Suma Sacerdotisa Negra, estaba en pie, con las manos en las caderas. Los miraba altiva y desafiante. Todos callaron.Entró en el círculo pentacular, besó en la boca al muerto recipiente. Se dirigió a los fieles:- ¡Hay nuevas normas! -gritó la mujer- ¡Yo las impondré! ¡Yo seré el Nuevo Sacerdote Supremo del Templo del Deseo de Satán!Miles de seres respiraron, aliviados. La alegría estalló en forma de salvas y vítores a la nueva Sacerdotisa Suprema del Templo del Deseo de Satán. Amaria sonrió, satisfecha. Les contempló, borracha de triunfo, pero también de desprecio: ¡pobres criaturas! Ellos siempre necesitarían un líder. Jamás dejarían de ser unos esclavos... ¡esclavos de sí mismos!, incapaces de tomar sus propias decisiones y actuar conforme a ellas. ¡Qué fino sentido del humor el de Su Señor Satán, prometiéndoles la libertad! Si, ciertamente Él era el Príncipe de las Mentiras.De pronto, a pesar de que les despreciaba, Amaria sintió un enorme cariño hacia ellos. La fuerza de sus emociones la sorprendió: los amaba. Eran sus hijos, sus niños, a los que ella mimaría, dirigiría y castigaría. Era un gran gozo el que experimentaba, queriéndolos de tal manera. Casi sentía pena por Barokk, el frío y duro Barokk, que estuvo tan concentrado en los elevados asuntos y tan alejado de lo mundano. Amaria decidió que él nunca podría haber experimentado ese amor hacia sus súbditos. No, era imposible que Barokk hubiese amado a nadie salvo a sí mismo, como dijo Satán. Amaria lo compadeció. Pero soltó una gran carcajada. También lo amaba, estuviera donde estuviese ahora. Mas no cometería los errores que le llevaron a la ruina. Ella amaba a los acólitos. Estaba llena de amor. Ella no era como Barokk. La Sacerdotisa Suprema ordenó retirar el cadáver de la esclava poseída y limpiar el círculo pentacular. Habló con fuerza y gravedad a sus súbditos y permitió que la aclamaran muchas veces. Cuando estuvo satisfecha, les dio permiso para marcharse de vuelta a sus cubiles. Los alborozados fieles se fueron. Había sido una inolvidable Alta Posesión. Había muerto un Sumo Sacerdote y otro tomó su puesto. Satán les había hablado, les había dado la libertad. ¡Qué gran Señor era! Sin embargo, todos experimentaban un gran alivio y tranquilidad, a pesar de tan magnos acontecimientos: era como si, en realidad, nada hubiese cambiado. Nada. Y eso era lo que realmente les hacia sentirse tan felices.
FIN

martes, 27 de octubre de 2009

S.K. / ABUELA


Abuela
STEPHEN KING
-
La madre de George fue hasta la puerta, vaciló un instante y volvió para acariciarle el pelo.
—No quiero que te preocupes —dijo—. No te pasará nada. Y a Abuela, tampoco.
—Claro que no me pasará nada. Dile a Buddy que se lo tome con filosofía.
—¿Cómo?
George sonrió.
—Que esté tranquilo.
—Ah, qué gracioso —sonrió también, con una sonrisa distraída, como si no sonriera a nadie en particular
—. George, ¿estás seguro...?
—Todo saldrá bien.
«¿Estás seguro de qué? ¿Estás seguro de que no te asusta quedarte a solas con Abuela? ¿Qué es lo
que iba a preguntar?»
Si era eso, la respuesta era no. Después de todo, ya no tenía seis años, como cuando llegaron de Maine
para cuidar a Abuela y gritó de terror cuando ésta le tendió sus enormes brazos desde aquel sillón de
vinilo blanco que olía siempre a huevos pasados por agua y aquel polvo dulzón que Mami le ponía en la
piel. Abuela abría sus blancos brazos para estrecharlo contra su inmenso cuerpo de elefante. A Buddy ya
le había tocado el turno, se había dejado engullir por el ciego abrazo de Abuela y había salido con vida de
la experiencia..., pero Buddy tenía dos años más que él.
Ahora Buddy estaba ingresado en el Hospital CMG de Lewiston, con una pierna rota.
—¿Tienes el número del médico, por si pasara algo? Que no pasará, ¿verdad?
—Verdad —contestó George, sonriente, tragando con la garganta seca. ¿Resultaba natural su sonrisa?
Seguro, seguro que sí. Además, ya no le temía a Abuela. Después de todo, ya no tenía seis años. Mami
se iba al hospital para ver a Buddy y él se quedaba y «se lo tomaba con filosofía». No había problema en
pasar algún tiempo a solas con Abuela.
Mami fue hasta la puerta por segunda vez, dudó nuevamente y retrocedió una vez más, con aquella
sonrisa dirigida a nadie en particular.
—Si se despierta y te pide la infusión...
—Ya sé —contestó George, vislumbrando la preocupación de Mami y su aprensión, bajo aquella sonrisa
distraída. Estaba preocupada por Buddy, Buddy y su estúpida Liga Pony. El entrenador había llamado
diciendo que Buddy se había hecho daño durante un partido en el gimnasio. George se acababa de
enterar de la noticia. Había vuelto de la escuela y estaba engullendo una galleta y un vaso de leche con
cacao, cuando oyó a su madre al teléfono con voz entrecortada:
—¿Herido? ¿Buddy? ¿Muy grave?
—Ya sé lo que tiene Buddy, Mami. Es muy fácil. Se llama transpiración negativa. Anda, vete.
—Sé buen chico, George y no te asustes. Abuela ya no te asusta, ¿verdad?
George carraspeó, sonriendo. Le gustó su propia sonrisa, la sonrisa de un chico que «se lo tomaba con
filosofía», la sonrisa de un chico que lo entendía todo, la sonrisa de un chico que había dejado atrás los
seis años definitivamente. Tragó saliva. Era una gran sonrisa, pero, un poco más allá, en la oscuridad,
sentía la garganta muy seca, como forrada de algodón.
—Dile a Buddy que siento que se haya roto la pierna.
—De tu parte —contestó Mami y se dirigió hacia la puerta de nuevo. El sol de las cuatro de la tarde entró
en un haz oblicuo por la ventana—. Gracias a Dios, suscribimos el seguro de deportes, Georgie. Porque
no sé qué hubiéramos hecho ahora sin él.
—Dile que confío en que le haya dado una buena tunda a ese imbécil.
Mami volvió a sonreír, distraída, una mujer de más de cincuenta años, con dos hijos pequeños, uno de
trece, otro de once, y sin marido. Finalmente, Mami abrió la puerta y un fresco susurro de octubre se coló
en la casa.
—Y recuerda, el doctor Arlinder...
—Sí, Mami —dijo George—. Será mejor que te vayas; si no, llegarás cuando ya le hayan puesto el yeso.
—Seguramente Abuela dormirá todo el tiempo—añadió Mami—. Te quiero, Georgie, eres un buen hijo—
y cerró la puerta.
George fue hasta la ventana y vio cómo Mami se acercaba a toda prisa al viejo Dogde del 69, que
gastaba demasiada gasolina y demasiado aceite, mientras hurgaba en el bolso en busca de las llaves.
Ahora, ya fuera de la casa y sin saber que George la observaba, la sonrisa distraída se esfumó y sólo
quedó una mujer distraída... distraída y preocupada por Buddy. George estaba preocupado por ella. En
cambio, Buddy no le inspiraba exactamente lo mismo. Buddy, que se divertía siempre tirándolo al suelo y
sentándose encima, aplastándole los hombros con las rodillas, mientras le golpeaba con una cuchara en
la frente hasta volverlo loco. Buddy llamaba a aquel estúpido juego la Cuchara de la Tortura del Bárbaro
Chino y se reía como un endemoniado hasta hacer llorar a George. Buddy, que otras veces se divertía
aplicándole la Quemadura de la Cuerda India tan fuerte que el brazo de George se llenaba de minúsculas
gotitas de sangre en los poros, como el rocío en la hierba al amanecer. Buddy, que una noche había
escuchado con tanto interés que a George le gustaba Heather MacArdle, y al que en la mañana siguiente
le faltó tiempo para correr por todo el patio de la escuela a la hora del recreo, gritando: ¡HEATHER Y
GEORGE ESTÁN EN LA COLA, DÁNDOSE BESOS TODA LA NOCHE, PRIMERO EL AMOR, LUEGO
LA BODA Y AL FINAL UN NIÑO EN UN CARRICOCHE!, como una locomotora a toda marcha. Sabía que
una pierna rota no duraba toda la vida, pero también que Buddy le dejaría en paz al menos, mientras
aquello durase. A ver si ahora me vas a dar con la Cuchara de la Tortura del Bárbaro Chino con la pierna
enyesada, Buddy. Claro que sí, chaval, te voy a dar con ella
CADA DÍA.
El Dodge retrocedió hasta la carretera, mientras su madre miraba a ambos lados, aunque no había
tráfico, porque nunca pasaba nadie por allí. Tenía que recorrer dos kilómetros entre cercas y hondonadas
hasta encontrar la carretera principal y, después, diecinueve kilómetros hasta Lewiston.
El coche arrancó y se alejó por el camino, levantando una nube de polvo en el aire brillante de la tarde de
octubre.
Se quedó solo en la casa.
Con Abuela.
Tragó saliva.
—¡Ja! ¡Transpiración negativa! Tienes que tomártelo con filosofía, ¿verdad?
—Verdad —dijo George en voz baja, y cruzó la cocina, bañada por el sol. Era un chico bien parecido,
pelirrojo, con pecas y un reflejo de buen humor en los ojos de un gris oscuro.
Buddy había sufrido el accidente mientras jugaba con su equipo en los campeonatos del 5 de octubre. El
equipo de George, los Tigres, de la Liga Pee Wee, había perdido el primer día, hacía dos semanas
(«¡Vaya puñado de tontos!», había exclamado Buddy, exultante, cuando George salió casi sollozando del
campo. «¡Vaya puñado de MARIQUITAS!»)... y ahora Buddy se había roto la pierna. Si no fuera porque
su madre estaba tan preocupada y tan asustada, se hubiera alegrado.
Había un teléfono en la pared y, junto a él, un tablero para tomar notas y un lápiz borrable. En el ángulo
superior del tablero se veía una Abuela campesina, dicharachera y alegre, con las mejillas sonrosadas, el
pelo blanco recogido en un moño, y apuntando el centro del tablero con el índice. De su boca salía una
nube, como las de las tiras cómicas, en la que se leía: «¡RECUERDA, HIJO!». Era un dibujo muy
divertido. En el tablero, con la penosa caligrafía de su madre, Dr. Arlinder, 681 - 4330. No es que Mami
hubiera apuntado el número precisamente hoy por lo de Buddy. Llevaba allí más de tres semanas, desde
el comienzo de los ataques de Abuela.
George descolgó el teléfono.
«... así que le dije, dije, Mabel, si te trata de esa manera... »
Volvió a colgar el teléfono. Era Henrietta Dodd. Henrietta se pasaba la vida al teléfono y, si era por la
tarde, siempre tenía puesta la televisión como fondo. Una noche en que Mami estaba tomando un vaso
de vino con Abuela (desde la reaparición de los ataques, el doctor Arlinder ordenó que no tomara vino en
la cena... así que Mami dejó de beber también, cosa que George sentía, porque cuando Mami bebía se
reía mucho y les contaba historias de cuando era joven), Mami dijo que cada vez que Henrietta abría la
boca, sacaba hasta las tripas. Buddy y George se rieron como salvajes y Mami se tapó la boca y dijo:
«No le digáis NUNCA a nadie lo que acabo de decir» y se echó a reír también. Acabaron los tres riéndose
a carcajadas en la mesa y el escándalo fue tal que Abuela se despertó y empezó a gritar: «¡Ruth! ¡Ruth!
¡RUUUUUUTH!» con aquella voz quejumbrosa y aguda, y Mami dejó de reír y fue a ver qué quería
inmediatamente.
Por él, Henrietta Dodd podía hablar todo el día y toda la noche. Lo único que le importaba era saber que
el teléfono funcionaba, porque hacía dos semanas había habido un vendaval y desde entonces, el
teléfono iba y venía como le daba la gana.
Se sorprendió a sí mismo contemplando el dibujo de la Abuela del tablero y preguntándose cómo sería
tener una Abuela como aquélla. Su Abuela era enorme, gorda y ciega. Además, la hipertensión había
acentuado su senilidad. A veces, cuando tenía uno de sus ataques, sacaba el Tártaro, como decía su
madre. Llamaba a gente que nadie conocía, mantenía extrañas conversaciones que no tenían ningún
sentido y farfullaba extrañas palabras que no significaban nada. Una de esas veces, Mami se puso
blanca como la nieve y le dijo que se callara, que se callara, ¡QUE SE CALLARA! George se acordaba
muy bien, no sólo porque era la primera vez que veía a Mami gritarle a la Abuela, sino porque al día
siguiente se enteraron de que habían saqueado el cementerio de los Abedules de Maple Sugar, volcando
varias lápidas, arrancando de cuajo las puertas de hierro del siglo diecinueve y abriendo una o dos
tumbas. Profanado era la palabra que usó el señor Burdon, el director, cuando llamó a asamblea a todos
los cursos y les dio una conferencia sobre Conducta Perniciosa y sobre cómo algunas cosas Merecían
Castigo. Aquella noche, al volver a casa, George le preguntó a Buddy qué quería decir profanado y Buddy
dijo que significaba abrir tumbas y mearse en los ataúdes, pero George no se lo creyó... hasta que se
hizo de noche. Y vino la oscuridad.
Abuela hacía mucho ruido cuando tenía uno de sus ataques, pero la mayoría de las veces seguía en la
cama en la que estaba postrada desde hacía tres años, un fardo con pantalones de goma y pañales bajo
el camisón de franela, la cara surcada por grietas y arrugas, los ojos vacíos y ciegos... con pupilas de un
azul desvaído flotando en una córnea amarillenta.
Al principio, Abuela veía bastante bien. Pero poco a poco se fue quedando ciega. Necesitaba siempre
una persona que la ayudara a arrastrarse desde su sillón de vinilo blanco con-olor-de-huevos-y-polvosde-
talco. En aquel tiempo, hacía unos cinco años, Abuela pesaba bastante más de cien kilos.
«Pero ahora no tengo miedo —se dijo, cruzando la cocina—. Ni una chispa. No es más que una vieja con
ataques de vez en cuando.»
Llenó de agua la tetera y la puso a calentar. Tomó una taza y puso dentro una bolsita con hierbas
especiales para la Abuela, por si se despertaba. Tenía la loca esperanza de que eso no ocurriese, porque
no le quedaría más remedio que ir hasta su dormitorio, elevar la cabecera de su cama de hospital y
sentarse junto a ella, dándole su infusión sorbo a sorbo, contemplando cómo aquella boca desdentada
doblaba los labios en el borde de la taza y oyendo el chupeteo y el ruido del líquido al caer en sus
entrañas agonizantes y húmedas. A veces, se caía de la cama y había que levantarla y tenía la carne
blanda como un flan, como si estuviera llena de agua caliente, mientras te miraba con sus ojos ciegos...
George se pasó la lengua por los labios y caminó hacia la mesa de la cocina otra vez. La galleta y el vaso
de cacao seguían donde los había dejado, pero no tenía hambre. Miró sus libros de texto, forrados con
papeles de colores, sin ningún entusiasmo.
Debería entrar en la otra habitación y ver si Abuela estaba bien.
Pero no quería.
Tragó saliva y volvió a sentir la garganta forrada de algodón.
«No tengo miedo de Abuela —pensó—. Si me tendiera los brazos otra vez, dejaría que me abrazara,
porque no es más que una anciana que está senil y por eso tiene esos ataques. Eso es todo. Deja que te
abrace y no llores. Como lo hace Buddy.»
Cruzó el pasillo hasta el dormitorio de Abuela con cara de aceite de ricino y los labios blancos de tan
apretados. Entreabrió la puerta y allí estaba Abuela durmiendo, el pelo blanco amarillento esparcido sobre
la almohada como una aureola, la boca desdentada entreabierta. El pecho, al respirar, se movía tan
suavemente bajo la colcha que apenas si se notaba; tanto, que había que fijarse muy bien para
asegurarse de que no estuviera muerta.
«¡Dios mío! ¿Y qué pasa si se muere mientras Mami está en el hospital?»
«No se morirá. No se morirá.»
«Si, pero, ¿y si se muere?»
«No se morirá, no seas mariquita.»
Una de las manos de Abuela, del color de la cera derretida, se movió lentamente sobre la colcha. Sus
largas uñas rascaron la tela, con un sonido casi imperceptible. George cerró la puerta de golpe, con el
corazón en la boca.
«Está tranquila como una piedra, idiota, ¿no lo ves? Fría como el hielo.»
Volvió a la cocina para ver cuánto hacía que se había ido su madre, si una hora o una hora y media... Si
fuera una hora y media, ya podía empezar a esperar su regreso. Miró el reloj y tuvo un disgusto: hacía
veinte minutos que estaba solo. Ella ni siquiera habría llegado al hospital, de modo que regresaría... Se
quedó escuchando el silencio, inmóvil. Sólo se oía el zumbido de la nevera y el del reloj eléctrico. Y el
murmullo de la brisa de la tarde, fuera. Pero, más lejos aún, en el límite mismo de lo audible, el roce casi
imperceptible de unas uñas sobre la tela... de unas manos arrugadas y huesudas deslizándose sobre la
colcha.
Elevó una oración en una sola bocanada de aire.
«PorfavorDiosmíonodejesquesedespiertehastaqueMamihayavueltoporJesucristoAmén. »
Se sentó y acabó la galleta y el vaso de cacao. Pensó que sería divertido encender la tele para ver algo,
pero temía que Abuela se despertara y empezara a llamar con aquella voz aguda, imperiosa:
¡RUUUUUTH! ¡RUTH! ¡TRÁEME LA INFUSIÓN! ¡LA INFUSIÓN! ¡RUUUUUUUUTH!
George se pasó una lengua muy seca por unos labios más secos todavía, diciéndose a sí mismo que no
tenía que ser tan cobarde. Abuela no era más que una pobre anciana condenada a permanecer en la
cama. Tampoco podía levantarse para hacerle algo malo, ni se iba a morir justamente aquella tarde, a
pesar de que ya tenía ochenta y tres años.
Descolgó el teléfono otra vez y se puso a escuchar.
«...el mismo día! ¡Además, sabía que estaba casado! ¡Jesús, odio esas lagartas que se creen más listas
que nadie! Así que un día que estuve en la Granja, fui y dije, dije... »
George sabía que Henrietta estaba hablando con Cora Simard. Henrietta se colgaba del teléfono cada
día desde la una hasta las seis de la tarde, primero con La esperanza de Ryan y luego con Vivir su vida y
más tarde con Todos mis hilos y después con En busca del mañana y Dios sabe cuántas telenovelas más.
Por otra parte, Cora Simard era una de sus más fieles corresponsales telefónicas y la conversación
versaba siempre sobre:
1) quién iba a dar la próxima comida campestre y qué refrescos se iban a servir, 2) las lagartas esas que
se creían más listas que nadie, y 3) lo que le había dicho a Fulanita y Menganita en 3-a) la Granja, 3-b) la
feria de antigüedades que celebraba la parroquia cada mes, o 3-c) el supermercado.
«... que si volvía a verla por allí, yo, mi deber de ciudadana es llamar a... »
Volvió a colgar el teléfono. Buddy y él se burlaban siempre de Cora al pasar por delante de su casa,
como los demás chicos de la vecindad. Cora era muy gorda y una chismosa y una dejada y por eso le
cantaban «¡Cora-Cora de Bora-Bora, comió caca de perro y quiere más ahora!» Mami los hubiera
matado, de haberse enterado de todo aquello. Pero ahora, en cambio, se sentía muy feliz de que
Henrietta Dodd y Cora Simard estuviesen parloteando por teléfono toda la tarde. Es más, si por él fuera,
se podían pasar hasta el día siguiente. Además, no le tenía tanta tirria a Cora, después de todo. Una vez,
George, que corría porque Buddy le estaba persiguiendo, se cayó frente a la puerta de Cora y se hizo un
corte en la rodilla. Ella le limpió y le curó la herida y les dio un caramelo a cada uno. Aquella vez, se sintió
avergonzado de haberle cantado tan a menudo aquello de la caca de perro y todo lo demás.
George tomó el libro de lecturas del aparador, lo tuvo en sus manos durante unos segundos y volvió a
dejarlo donde estaba. Aunque el curso no había hecho más que empezar, ya había leído todos los
cuentos del libro. En realidad, leía mucho mejor que Buddy, aunque Buddy le superara en los deportes.
«Ahora, con la pierna rota, no me va a sacar ventaja durante algún tiempo», pensó con regocijo.
Tomó el libro de historia, se sentó en la mesa de la cocina y empezó a leer cómo Cornwallis había
rendido su espada en Yorktown, aunque no tenía la cabeza en el tema y perdía el hilo constantemente.
No pudo más, se levantó y se dirigió al pasillo otra vez. La mano amarilla seguía inmóvil y Abuela no
dejaba de dormir, su rostro un círculo gris hundido en la almohada, un sol agonizante rodeado por la
salvaje aureola de pelo blanco amarillento. Para George, no tenía precisamente el aspecto de quien ha
ido envejeciendo y está a punto de morir, ni un aspecto sereno como el de una puesta de sol. A él le
parecía loca y...
(y peligrosa)
si, señor, peligrosa, como una osa salvaje capaz de pegarte un buen zarpazo cuando menos te lo
esperas.
George recordaba bastante bien el traslado a Castle Rock para cuidar de Abuela después de morir
Abuelo. Hasta entonces, Mami había sido empleada en la Lavandería Stratford, de Stratford, Connecticut.
Abuelo era tres o cuatro años más joven que Abuela y había trabajado como carpintero hasta el
mismísimo día de su muerte, de un ataque al corazón.
Ya por aquel entonces Abuela mostraba algunos síntomas de senilidad y tenía ataques de vez en
cuando. De todas formas, siempre había representado un problema para toda la familia con su
temperamento volcánico. Había sido profesora de instituto durante quince años, con intervalos en los
que, o bien tenía un hijo más, o bien se metía en trifulcas con la Iglesia Congregacional, a la que
pertenecía la familia. Mami siempre decía que Abuela había dejado de enseñar a la vez que dejaba, junto
con Abuelo, la Iglesia Congregacional. Pero una vez, hacía casi un año, vino Tía Flo desde Salt Lake City
para visitarlos, y George y Buddy se quedaron escuchando hasta muy tarde la conversación de su madre
y su tía. Mami y su hermana hablaban y hablaban, pero la historia no tenía nada que ver con la que les
habían contado. A Abuela la echaron del instituto porque había hecho algo malo, algo que tenía que ver
con libros, y a los dos los habían echado también al mismo tiempo de la Iglesia. George no llegaba a
entender cómo se podía echar a alguien del trabajo y de la Iglesia por unos libros. Por eso, cuando Buddy
y él se metieron en la cama, George preguntó por qué había pasado todo aquello.
—Hay muchas clases de libros, estúpido —dijo Buddy en voz baja.
—Sí, ¿pero qué clase?
—¿Y yo qué sé? ¡Vete a dormir!
Silencio... George siguió pensando.
—¿Buddy?
—¿Qué? —contestó Buddy con sorda irritación.
—¿Por qué Mami nos dijo que Abuela se fue por su propia voluntad del instituto y de la iglesia?
—¡Porque hay un esqueleto en el armario, por eso!
George tardó mucho en dormirse. Se le iban los ojos hacia la puerta del armario, apenas visible a la luz
de la Luna. ¿Qué pasaría si la puerta se abriera de golpe y saliera un esqueleto de dentro, todo dientes y
huesos y sin ojos? ¿Gritaría? ¿Qué había querido decir Buddy con aquello de «un esqueleto en el
armario»? ¿Qué tenían que ver los esqueletos con los libros? Acabó por dormirse sin darse cuenta y
soñó que volvía a tener seis años y que Abuela le buscaba con sus ojos ciegos y le tendía los brazos
para abrazarlo, diciendo, con aquella horrible voz suya: «¿Dónde está el pequeño, Ruth? ¿Porqué llora?
Si no quiero más que meterlo en el armario... con el esqueleto».
George no dejaba de pensar en todo aquello. Hasta que por fin, cuando ya hacía un mes que se había
ido Tía Flo, le dijo a su madre lo que había oído. Entonces ya había averiguado lo que quería decir tener
un esqueleto en el armario, porque se lo había preguntado a la señora Redenbacher en la escuela. Dijo
que tener un esqueleto en el armario quería decir tener un escándalo en la familia, y un escándalo era
algo que daba mucho que hablar a la gente.
—¿Igual que Cora Simard, que no para de hablar todo el tiempo?
La señora Redenbacher puso una cara muy rara y le temblaron los labios.
—George, eso no se dice... aunque supongo que sí, algo por el estilo.
Cuando George se confió a su madre, ésta puso una cara muy tensa y sus manos se posaron sobre el
solitario que estaba haciendo.
—¿A ti te parece bien lo que has hecho, George? ¿Es que tu hermano y tú tenéis la costumbre de espiar
conversaciones?
George, que tenía entonces sólo nueve años, bajó la cabeza.
—Mami, es que Tía Flo nos gusta mucho. Sólo queríamos oírla un poco más.
Y era la verdad.
—¿Fue idea de Buddy?
Sí que lo había sido, pero él no se lo iba a decir. No quería pasarse todo el tiempo volviendo la cabeza, lo
que sucedería con toda seguridad si Buddy se enteraba de que se había chivado.
—No, mía.
Mami siguió sentada sin decir palabra durante un buen rato y luego empezó a echar las cartas otra vez,
muy lentamente, mientras hablaba.
—Tal vez haya llegado el momento de que lo sepas —dijo—. Mentir es aún peor que escuchar
conversaciones, supongo, y todos hemos mentido a nuestros hijos sobre Abuela. Yo creo que hasta nos
mentimos a nosotros mismos, aunque no nos demos cuenta.
Empezó a hablar con una amargura repentina, como si se le escapara por entre los dientes un ácido.
George sintió el calor de aquellas palabras en la cara y retrocedió un paso.
—Excepto yo —prosiguió—. Yo tengo que vivir con ella y no puedo permitirme el lujo de mentir.
Mami le explicó que Abuela y Abuelo se habían casado y tenido un niño que nació muerto. Un año más
tarde, tuvieron otro niño, y también nació muerto. El médico le dijo a Abuela que nunca podría tener un
embarazo completo y que todos sus niños nacerían muertos o morirían nada más salir a este mundo.
Hasta que uno de ellos muriese demasiado pronto para que su cuerpo pudiera expulsarlo y se le pudriese
dentro y la matara a ella también.
Poco después, empezó lo de los libros.
—¿Libros para tener niños?
Pero Mami no pudo —o no quiso— decir qué clase de libros eran o de dónde los había sacado Abuela o
cómo sabía de dónde sacarlos. Después de aquello Abuela volvió a quedar embarazada y esa vez el niño
vivió y creció muy bien, sin problemas, y era el Tío Lucas Larson. Después, la Abuela quedó embarazada
otras veces y tuvo otros hijos y vivieron todos. Pero, una vez, Abuelo le dijo que tirara los libros y trataran
de hacerlo sin necesidad de ellos. Aunque no pudieran, Abuelo creía que ya habían tenido suficientes
hijos. Pero Abuela se negó. George preguntó a su madre por qué.
—Creo que los libros habían llegado a ser tan importantes para ella como sus propios hijos —contestó.
—No lo entiendo —dijo George.
—Bueno —contestó Mami—. No es que yo lo entienda muy bien tampoco. Además, recuerda que yo era
muy pequeña. Todo lo que sé de cierto es que los libros tenían un cierto poder sobre ella. Abuela dijo que
no había más que hablar sobre el asunto y nunca se volvió a tocar el tema, porque ella era la que llevaba
los pantalones en casa.
George cerró de repente el libro de historia. Miró el reloj y vio que ya eran cerca de las cinco. El
estómago empezaba su música cotidiana. Se dio cuenta, con una sensación muy cercana al horror, de
que si Mami no estaba de vuelta alrededor de las seis, Abuela se despertaría y empezaría a pedir la cena
a gritos, y es que Mami parecía tan preocupada por lo de Buddy, que se había olvidado de darle
instrucciones al respecto. Pensó que, en todo caso, siempre podría darle una de sus cenas congeladas
especiales. Abuela seguía una dieta sin sal, además de tomar mil píldoras diferentes al día.
En cuanto a él mismo, no tenía más que calentar las sobras de los macarrones con queso de la noche
anterior. Con un poquito de ketchup por encima, estaría para chuparse los dedos.
Sacó los macarrones de la nevera y los puso en una sartén, al lado de la tetera, que seguía esperando en
caso de que Abuela se despertara y pidiera lo que a veces llamaba «la fusión». George empezó a
servirse un vaso de leche, pero se detuvo y descolgó el teléfono otra vez.
«... y no daba crédito a mis ojos, cuando...» La voz de Henrietta Dodd se quebró, elevándose a un tono
estridente. «¡Me gustaría a mí saber quién es la fisgona que no hace más que escucharnos, vamos a
ver...!»
George colgó el teléfono de golpe, con la cara roja de vergüenza.
«No sabe quién es, imbécil —se dijo—. ¡Hay seis teléfonos conectados a esa línea! »
De todas maneras, no estaba bien escuchar conversaciones ajenas. Ni siquiera cuando estuviese a solas
con Abuela, aquel enorme bulto que dormía en una cama de hospital en la habitación contigua. Ni
siquiera cuando le resultara imprescindible oír otra voz humana porque Mami estaba muy lejos, en
Lewiston, iba a oscurecer muy pronto y Abuela seguía en la otra habitación y Abuela parecía como
(sí, oh, sí, sí que lo parecía)
una osa descomunal que podía darte el último zarpazo mortal con sus garras sebosas.
George se sirvió la leche.
Mami había nacido en 1930, Tía Flo en 1932 y Tío Franklyn en 1934. Tío Franklyn murió de un ataque de
apendicitis en 1948 y Mami guardaba todavía una foto suya y se le caía una lágrima cuando la sacaba
para mirarla. Mami decía que Frank había sido el mejor de todos los hermanos y que no se merecía
haber muerto de aquella manera y que Dios había jugado sucio al llevarse a Frank.
George miró por la ventana encima del fregadero. La luz tenía ahora un tinte más dorado y el sol estaba
más bajo. La sombra del porche se había ido alargando sobre el césped. Si Buddy no se hubiera roto su
estúpida pierna, Mami estaría ahora aquí, preparando chile o algo así, además de la comida sin sal de la
Abuela, y todos hablarían y reirían y quizás hasta jugarían a las cartas después de cenar.
George encendió la luz de la cocina, aunque todavía fuese temprano, y decidió calentar los macarrones.
Pensaba constantemente en Abuela, sentada en su sillón de vinilo blanco, como una enorme oruga con
camisón, la aureola salvaje de pelo esparcida sobre la bata de rayón rosa, extendiendo los brazos para
cogerlo, y él agarrándose a las faldas de Mami, gritando como un desesperado.
—Dámelo, Ruth, quiero darle un abrazo.
—Está un poco asustado, mamá. Ya te abrazará dentro de un tiempo.
Pero la voz de Mami revelaba que también ella estaba asustada.
«¿Asustada? ¿Mamá?»
George se quedó pensando. ¿Era verdad? Buddy dice que la memoria juega malas pasadas.
¿Realmente parecía Mami asustada?
Sí. Lo parecía.
La voz de Abuela se elevó, autoritaria.
—¡No mimes al niño, Ruth! Dámelo. Quiero abrazarlo.
—No. Está llorando.
Abuela bajó sus pesados brazos con aquellos colgajos blancos de carne. Una sonrisa senil, pero astuta,
se dibujó en su boca sin dientes.
—¿Es cierto que se parece a Franklyn, Ruth? Una vez me dijiste que se parecía mucho.
Lentamente, George removió los macarrones con el queso y el ketchup. No había vuelto a recordar aquel
incidente, hasta ese momento. Tal vez el silencio se lo hubiese traído a la memoria. El silencio y el
hallarse solo con Abuela en la casa.
Por lo visto, Abuela tuvo hijos y siguió enseñando en el instituto, para gran asombro de los médicos que
la habían desahuciado, y Abuelo trabajó como carpintero y ganó más y más dinero, sin que le faltara
nunca trabajo, incluso en lo más negro de la Gran Depresión, hasta que, al final, la gente empezó a
murmurar, dijo Mami.
—¿Qué decían? —preguntó George.
—Bah, nada importante —contestó Mami, recogiendo las cartas de repente—. Decían que tus abuelos
tenían demasiada suerte para ser gente normal, eso es todo.
Poco después se descubrió lo de los libros. Mami no añadió nada más, sino que el consejo del instituto
encontró varios y un investigador que habían contratado encontró unos cuantos más. Hubo un gran
escándalo y los abuelos no tuvieron más remedio que irse a vivir a Buxton y ése fue el final de todo aquel
jaleo.
Los hijos crecieron y tuvieron sus propios retoños, convirtiéndose todos en tías y tíos. Mami se casó y se
fue a vivir a Nueva York con Papá, al que George ni siquiera recordaba. Mientras, nació Buddy. Después
se trasladaron a Stratford y en 1969 nació George. En 1971 Papá murió arrollado por un coche que
conducía «el borracho que tuvo que ir a la cárcel».
Cuando Abuelo tuvo el ataque al corazón hubo muchísimas cartas entre los tíos y tías, arriba y abajo
arriba y abajo. No querían meter a la vieja en un asilo, ella tampoco quería ir. Y cuando Abuela decidía
algo, todos se guardaban muy bien de llevarle la contraria. Ella se proponía pasar los últimos años de su
vida con uno de sus hijos. Pero todos estaban casados, y las mujeres y los maridos de los hijos no
deseaban tener en casa una vieja senil y con frecuentes y muy desagradables arranques. La única que
no tenía marido era Ruth.
Lo de las cartas continuó durante un buen tiempo y, al final, no le quedó a Mami más remedio que
resignarse. Dejó su trabajo y se vino a Maine para cuidar a Abuela. Entre todos los hermanos habían
reunido ahorros para comprar una casita en las afueras de Castle View, donde los precios no eran
demasiado altos. Cada mes le enviarían un cheque para que pudiera mantener a la vieja y hacerse cargo
de ella misma y sus niños.
«Lo que pasa es que mis hermanos me tendieron una trampa», recordó George haberle oído una vez.
No estaba muy seguro de lo que eso significaba, pero lo había dicho con un tono tan amargo, como el de
quien quiere reír una broma, pero se atraganta como con un carozo de aceituna. George sabía, porque
Buddy se lo había contado, que Mami había accedido porque toda la familia le había asegurado que
Abuela no duraría mucho. Tenía demasiados problemas, presión alta, uremia, obesidad, palpitaciones y
otros achaques, para durar eternamente. Probablemente, no pasaran más de ocho meses, dijeron Tía
Flo, Tía Stephanie y Tío George (en honor a ese tío le habían puesto George a él). A lo sumo, un año.
Pero ya llevaba cinco años, lo cual no está mal para una vieja que tiene tantos problemas...
No estaba mal lo que estaba durando, de acuerdo. Como una osa en su madriguera, esperando,
esperando... ¿qué?
(«Ruth, tú sabes cómo llevarla. Ruth, tú sabes hacerla callar.»)
George se detuvo en medio de uno de sus viajes a la nevera para leer las instrucciones del envase de
una de las cenas especiales de Abuela. Se quedó helado. ¿De dónde había salido aquella voz que oía
dentro de su cabeza?
De pronto, se le puso la piel de gallina. Se metió la mano por debajo de la camisa y se tocó una de las
tetillas. Estaba dura como una piedra. Retiró el dedo rápidamente.
Era el Tío George, el que llevaba su mismo nombre, el que trabajaba para Sperry-Rand en Nueva York.
Había sido su voz. Al venir con su familia para verlos, hacía dos —no, tres— años, dijo algo que George
escuchó y no pudo olvidar.
—Es más peligrosa ahora, desde que está senil.
—George, cállate. Los niños andan por ahí.
George permaneció de pie junto a la nevera, la mano en el tirador de cromo descascarillado, pensando,
recordando, mirando la creciente oscuridad. Buddy no estaba el día en que Tío George hizo aquel
comentario. Estaba fuera, jugando y haciendo esquí sobre hierba en la colina de Joe Camber. Pero
George se había quedado en casa y andaba buscando algo en la cajonera de la entrada, un par de
calcetines gruesos que hicieran juego. ¿Y acaso era culpa suya que Mami y el Tío George estuvieran
hablando en la cocina? George creía que no. ¿Era culpa de George que Dios no le hubiera dejado sordo
en aquel preciso instante o, al menos, hubiese hecho inaudible la conversación de los mayores? George
creía que tampoco eso era culpa suya. Como su madre había dicho en más de una ocasión, Dios, a
veces, jugaba sucio.
—Ya sabes a qué me refiero —dijo Tío George.
Su mujer y sus tres hijas se habían ido a Gates Falls para hacer unas compras de Navidad de última hora
y Tío George estaba bastante alegre, como aquel «borracho que tuvo que ir a la cárcel». George lo notó
porque las palabras se le hacían un lío en la lengua.
—Ya sabes lo que le pasó a Franklyn cuando se enfadó con ella.
—¡Cállate o voy a tirar la cerveza en el fregadero!
—Bueno, no es que ella quisiera, en realidad... Fue él quien se fue de la lengua. Peritonitis...
—¡George, cállate!
«Tal vez —recordó George haber pensado en aquel momento— no sea sólo Dios el que juega sucio.»
Interrumpió el hilo de sus recuerdos y sacó una de las cenas congeladas de la Abuela de la nevera. Era
ternera con un acompañamiento de guisantes. Había que precalentar el horno a 80 grados y meterla en
él. Era muy fácil. Además, lo tenía todo dispuesto. El agua para la infusión estaba ya caliente, por si
Abuela lo requería. Podría tener la cena preparada en un periquete si Abuela se despertaba y se la pedía
a gritos. Infusión o cena, un pistolero rápido con dos pistolas. El número del doctor Arlinder estaba en el
tablero, para casos de emergencia. Todo estaba bajo control, así que, ¿por qué preocuparse?
Nunca le habían dejado solo con Abuela, eso es lo que le preocupaba.
«Dame el chico Ruth. Dámelo... »
«No, está llorando.»
«Es más peligrosa ahora... Ya sabes a qué me refiero.»
«Todos mentimos a nuestros hijos sobre Abuela.»
Ni a él, ni a Buddy. A ninguno de los dos los habían dejado jamás solos con la Abuela. Hasta ahora.
De pronto, sintió la boca muy seca. Llenó un vaso con agua del grifo y se lo bebió de un trago. Se
sentía... raro. Todos esos pensamientos, todos esos recuerdos, ¿por qué salían a la luz precisamente
ahora?
Tenía la sensación de hallarse ante un rompecabezas y sin posibilidad de recomponerlo. Tal vez fuese
mejor así, porque la imagen que apareciera podría ser, bueno, bastante horrible. Podría...
En la otra habitación, donde Abuela vivía de día y de noche, se oyó de pronto un sonido con algo de tos
ahogada, algo de jadeo.
George se atragantó al inhalar aire, quedándose sin aliento. Se volvió hacia la habitación de Abuela y no
pudo andar, tenía los zapatos clavados al suelo. El corazón le latía violentamente. Los ojos
desmesuradamente abiertos. «Andad», le decía el cerebro a los pies, y ellos se cuadraban y respondían:
«¡De ninguna manera, señor!».
Abuela nunca había hecho un ruido como aquél.
Abuela nunca había hecho un ruido como aquél.
Otra vez aquel gemido, que se alzó por un momento, para luego bajar, cada vez más, hasta morir
lentamente... George consiguió moverse al fin. Recorrió la distancia que separaba la habitación de Abuela
de la cocina. Entreabrió la puerta y atisbó por la rendija. El corazón le golpeaba en el pecho como un
martillo. Ahora sí que tenía la garganta llena de algodón. No había manera de tragar saliva.
Primero pensó que Abuela estaba durmiendo y que no había pasado nada. No había sido más que un
sonido raro, eso era todo; tal vez algo que hiciera habitualmente mientras Buddy y él estaban en la
escuela. Sólo un ronquido. Abuela estaba bien. Durmiendo.
Eso fue lo primero que pensó, pero un detalle atrajo su atención: la mano que antes reposaba sobre la
colcha, ahora colgaba inerte, al lado del lecho, las uñas casi rozando el suelo. Y tenía la boca abierta, tan
oscura y arrugada como un agujero en una fruta podrida.
Muy tímidamente, vacilando, George se acercó a la cama.
Se quedó junto a ella durante un largo rato, mirando a Abuela sin atreverse a tocarla. El leve movimiento
del pecho bajo la colcha parecía haberse detenido.
Parecía.
Esa era la palabra clave: Parecía.
«Lo que pasa es que estás asustado, George. No eres más que un maldito estúpido, como dice Buddy. No es más
que un juego que le está haciendo tu cerebro a tus ojos. Respira la mar de bien, ella... »
—¿Abuela? —dijo, y todo lo que salió de su garganta fue un susurro incomprensible. Se asustó y
retrocedió de un salto, aclarándose la garganta.
—¿Abuela? ¿Quieres la infusión ahora? ¿Abuela?—dijo, esta vez un poco más alto.
Nada.
Tenía los ojos cerrados.
La boca abierta.
La mano colgando.
Fuera, el Sol poniente brillaba entre los árboles como una naranja rojiza.
De pronto, volvió a verla sentada en su sillón de vinilo blanco, tendiendo los brazos, con una estúpida
sonrisa de triunfo. Y recordó uno de sus ataques, cuando Abuela empezó a gritar palabras extrañas,
palabras que parecían de una lengua extranjera.
—¡Gyaagin! ¡Gyaagin! ¡Hastur degryon Yos-sothoth!
Mami los envió inmediatamente fuera, gritándole a Buddy: «¡VETE!» cuando el chico se entretuvo para
buscar sus guantes en la cajonera de la entrada, y Buddy la miró por encima del hombro, tan asustado
por el tono de su madre, que no gritaba jamás, y salieron los dos y se quedaron fuera un buen rato, con
las manos metidas en los bolsillos por el frío, preguntándose qué demonios estaba pasando...
Más tarde, Mami salió y los llamó para cenar, como si no hubiese pasado nada.
(«Tú sabes cómo llevarla, Ruth, tú sabes cómo hacerla callar.»)
George no había vuelto a pensar en aquel ataque hasta hoy. Sólo que ahora, mirando a Abuela, que
yacía de una forma tan extraña en su cama de hospital, recordó con creciente horror que al día siguiente
de aquel ataque se habían enterado de que la señora Harham, que vivía cerca de allí y a veces visitaba a
Abuela, había muerto en la cama por la noche.
Los «ataques» de la Abuela.
Ataques.
Las brujas tienen poderes mágicos y eso es precisamente lo que las hace brujas, ¿no es así? Manzanas
envenenadas, príncipes convertidos en sapos, casas de mazapán, Abracadabra. Hechizos.
Las piezas sueltas del rompecabezas volaban ante los ojos de George como por arte de magia.
«Magia», pensó George, con un escalofrío.
¿Cuál era la imagen resultante del rompecabezas? Era Abuela, naturalmente. Abuela y sus libros.
Abuela, a quien habían echado del pueblo. Abuela, que primero no podía tener niños y luego sí. Abuela, a
quien habían expulsado de la Iglesia igual que del pueblo. La imagen final era Abuela, amarilla y gorda y
arrugada y sucia, con la boca sin dientes curvada en una sonrisa hundida, con los ojos ciegos y
desvaídos, pero con la mirada astuta e inquietante, con un sombrero negro cónico sobre la cabeza,
salpicado de estrellas de plata y cuartos crecientes babilónicos y rutilantes, con ladinos gatos a los pies,
los ojos amarillos como la orina, entre olores de cerdo y de humedad, de cerdo y de fuego, viejas
estrellas y luces de velas tan oscuras como la tierra en la que reposan los ataúdes, con palabras de libros
antiguos, cada palabra como una piedra, cada frase como una cripta en un pestilente osario, cada párrafo
una caravana de pesadillas con los muertos de las plagas caminando hacia la hoguera. Los ojos infantiles
de George se abrieron en un instante al profundo pozo de la negrura.
Abuela había sido una bruja, igual que la Bruja Malvada de El mago de Oz. Y ahora estaba muerta. Aquel
sonido que había hecho con la garganta, aquel ronquido ahogado había sido un... un... estertor de muerte.
—¿Abuela? —susurró otra vez y pensó locamente:
«Pin pon pin puerto, la bruja ha muerto».
No obtuvo respuesta. Puso la mano delante de la boca de Abuela. Ni una ligera brisa quedaba en ella.
Había calma chicha, y velas caídas y quilla inmóvil en medio del agua. El terror había cedido un poco.
Ahora podía pensar más serenamente. Recordó que Tío Fred le había enseñado a mojarse un dedo para
ver si hacía viento y de dónde venía. Se pasó la lengua por toda la palma de la mano y la sostuvo delante
de la boca de Abuela.
Nada.
Pensó que lo mejor sería llamar al doctor Arlinder, pero se detuvo. ¿Y si llamaras al doctor y no estuviese
muerta del todo? Haría un ridículo espantoso.
«Tómale el pulso.»
Se paró en el vestíbulo, mirando por la puerta entreabierta aquella mano inerte y aquella muñeca blanca,
que la manga del camisón había revelado al quedar un poco remangada. Pero no sabía cómo hacerlo.
Una vez, después de una visita del doctor, la enfermera le tomó el pulso. Cuando ambos se fueron,
George lo intentó por sí mismo, buscando frenéticamente aquel latido, pero sin éxito. Si por él fuera,
estaba tan muerto como Abuela.
Además, en realidad, no quería... bueno... tocar a Abuela. Aun cuando estuviera muerta. Mejor dicho,
especialmente si estaba muerta.
Se quedó en la entrada, mirando ora a la Abuela, ora el número del doctor Arlinder en el tablero. No tenía
otra alternativa, tendría que llamar, tendría que...
¡...busca un espejo!
¡Claro que sí! Si respiras delante de un espejo, se cubre de vaho. Una vez, había visto en una película
cómo un doctor se lo había hecho a un chico. El cuarto de Abuela comunicaba con un cuarto de baño y
George se apresuró a buscar el espejo de Abuela. Era neutro por un lado y de aumento por el otro, de los
que se usan para depilarse las cejas y todo eso.
George volvió al lado de la cama y sostuvo el espejo delante de la boca abierta de Abuela hasta casi
tocarla. Contó hasta sesenta, sin dejar de mirar la cara de la anciana. Nada, el espejo estaba tan limpio y
brillante como antes. No le cabía duda, Abuela había muerto.
Abuela estaba muerta.
George pensó, con cierta sorpresa, pero con alivio, que ahora sí podía sentir piedad por la vieja. Tal vez
hubiese sido bruja. O tal vez no. O tal vez solamente hubiese creído serlo. Fuera lo que fuese, había
muerto. Como un adulto, pensó que las cosas de la realidad concreta tomaban un aspecto, no menos
importante, sino menos vital, vistas a la luz de la muerte. Pensó como un adulto y sintió el alivio de un
adulto. Era una huella en el alma. Como las impresiones infantiles de los adultos. Sólo más tarde el niño
se da cuenta de que estaba siendo formado por experiencias diversas.
Devolvió el espejo al cuarto de baño y volvió a cruzar el dormitorio, sin dejar de mirar el gran bulto en la
cama. El Sol poniente pintaba de rojo y naranja aquella horrible cara. George miró hacia otro lado.
Cruzó de nuevo la entrada y fue hasta el teléfono, dispuesto a actuar como creía que había que hacerlo.
Se sentía interiormente superior a Buddy. Cada vez que se burlara, le diría tan sólo: «Estaba solo en
casa cuando Abuela murió y lo hice todo por mí mismo».
Lo primero que había que hacer era llamar al doctor Arlinder, y decirle: «Mi Abuela acaba de morir.
¿Puede usted decirme lo que tengo que hacer? ¿Cubrirla o algo así?».
No.
«Creo que mi Abuela acaba de morir.»
Sí. Sí, era mucho mejor así. Al fin y al cabo, todo el mundo cree que un niño no sabe hacer nada por sí
mismo.
O:
«Estoy casi seguro de que mi Abuela ha muerto... »
¡Ya estaba! ¡Eso era lo mejor!
Y contarle lo del espejo y lo del estertor y todo lo demás. Y el doctor vendría enseguida y después de
examinar a la Abuela, diría: «Abuela, te pronuncio muerta», y luego, a George, «Has estado muy sereno en una
situación difícil, George, te felicito». Y George diría algo modesto, como requería la ocasión.
George miró el número del doctor Arlinder y aspiró profundamente un par de veces para darse ánimo.
Descolgó el auricular. El corazón seguía latiéndole fuertemente, pero ya no con el terror de antes. Abuela
había muerto. Lo peor ya había sucedido y, en el fondo, era mucho mejor que oírla gritar que quería su
infusión.
El teléfono también se había muerto.
Sólo le llegó el vacío desde el auricular, los labios todavía abiertos como para decir: «Lo siento, señora
Dodd, soy George Bruckner y tengo que llamar al doctor para mi Abuela». Pero no había ni conversaciones, ni
señal para marcar, ni nada. Sólo un vacío muerto, como el de la otra habitación.
Abuela está...
está...
(Oh, está)
Abuela está fría como un témpano.
Otra vez la piel de gallina. Miró con ojos inciertos la tetera Pirex en el fogón, la taza sobre el mostrador,
con la bolsita de hierbas dentro. Abuela nunca más tomará su infusión. Nunca.
(está fría)
George se estremeció.
Apretó la horquilla del teléfono con el dedo, una, dos, muchas veces. El teléfono seguía muerto. Tan
muerto como...
(tan frío como)
Colgó el auricular de un golpe y se oyó un leve timbrazo. George lo volvió a coger en un segundo, con la
esperanza de que la línea hubiera vuelto en aquel preciso instante. En vano. Lo volvió a colgar muy
lentamente.
Otra vez sentía palpitaciones.
Estoy solo en la casa con un cadáver.
Cruzó la cocina muy lentamente, se paró junto a la mesa un minuto y después encendió la luz. La casa
estaba empezando a quedarse a oscuras. Pronto el Sol se habría ido y sería de noche.
Espera. Eso es todo lo que puedes hacer. Esperar a que regrese Mami. Después de todo, es mejor así. Si el teléfono
no funciona, es mejor que se haya muerto a que hubiera tenido uno de sus ataques o algo así... con espuma en la
boca y todo eso y a lo mejor se caía de la cama...
No le gustaba nada todo aquello. Si no fuera por el teléfono, lo hubiera hecho todo tan bien...
Cómo estar completamente solo en medio de la oscuridad, pensando en cosas muertas que viven todavía, viendo
formas y sombras en las paredes y pensando en la muerte y en los muertos y todas esas cosas y cómo deben apestar
y moverse en la oscuridad, pensando esto y pensando aquello, pensando en los gusanos corriendo y enterrándose
en la carne muerta, ojos que brillan en la oscuridad, el crujido de los tablones en el piso de arriba, algo cruza la
habitación, a través de las franjas de luz que vienen de la ventana, oh, sí.
En la oscuridad, los pensamientos dibujan un círculo perfecto. Da lo mismo que trates de pensar en
flores, o en Jesús, o en el fútbol, o en ganar la medalla de oro en las Olimpiadas, porque, al final, todo
vuelve hacia aquella forma con garras y ojos abiertos.
—¡Demonios! —gritó, pegándose una bofetada a sí mismo, bien fuerte. Ya estaba bien, caramba, no
hacía más que asustarse él solo. Además, ya no tenía seis años. Estaba muerta, eso era todo. Aquella
cabeza ya no tenía más pensamientos que los que pudiera tener el mármol, o el suelo, o un pomo de la
puerta, o la esfera de la radio, o...
Una voz interior, extraña, le tomó por sorpresa. Tal vez fuese sólo la voz de la supervivencia.
¡George, cállate y dedícate a tus cosas!
Sí, está bien, está bien, pero...
Volvió hasta la puerta del dormitorio para asegurarse.
Allí seguía Abuela, una mano colgando fuera del lecho, casi tocando el suelo, la boca desencajada.
Abuela era como un mueble. Podías meterle la mano otra vez en la cama o tirarle del pelo o echarle un
vaso de agua o ponerle auriculares en las orejas y tocar Chuck Berry hasta que se hundiera el techo... a
ella le daba lo mismo. Abuela estaba, como decía a veces Buddy, fuera de sí. Abuela se había ido a
pasear.
Un golpeteo continuo y bajo le sobresaltó y lanzó un grito. Era la puerta exterior, que Buddy había
instalado la semana anterior y que daba bandazos en el viento helado.
George abrió la puerta de la cocina, se inclinó y atrapó la puerta exterior en su viaje de vuelta. El viento le
alborotó el pelo. Sujetó la puerta, preguntándose de dónde había salido ese viento tan repentino. Cuando
Mami se fue, el aire estaba en calma. Claro que, cuando se fue Mami, era pleno día y ahora estaba
anocheciendo.
George volvió a mirar cómo estaba Abuela otra vez y probó el teléfono otra vez. Nada, muerto todavía.
Se sentó, se levantó, se sentó nuevamente y optó por pasearse por la cocina, pensando.
Una hora más tarde era noche cerrada.
El teléfono seguía sin línea. George supuso que el viento, que ahora era casi un huracán, habría
derribado algún poste, probablemente cerca de Beaver Bog, donde había tantos. El teléfono dejaba
escapar un sonido de vez en cuando, pero de manera lejana y fantasmal. Fuera, el viento gemía por las
esquinas de la casa. George pensó que ya tenía una historia que contar en la próxima acampada de los
Boy Scouts... sentado solo en la casa, con su Abuela muerta en la habitación de al lado, sin teléfono, y el
viento arrastrando velozmente las nubes bajas, nubes negras por arriba y del color de la grasa rancia por
debajo, el color de las garras, quiero decir, manos de la Abuela.
Era, como decía Buddy, un clásico.
Ojalá pudiera contarlo ya y toda la historia estuviese pasada y enterrada. Se sentó en la mesa de la
cocina, con el libro de historia abierto, dando un respingo con cada ruido.., y ahora que el viento había
crecido, cada rincón de la casa crujía en forma siniestra.
Volverá muy pronto. Volverá y ya no tendré que preocuparme por nada. Nada.
(no le has cubierto la cara)
volverá pro...
(no le has tapado la cara)
George saltó como si alguien le hubiese hablado en voz alta y miró con los ojos muy abiertos toda la
cocina y el inútil teléfono. Hay que tapar la cara de un muerto con una sábana. Como en las películas.
¡Al diablo! ¡Yo no entro en ese dormitorio!
¡No! Y no había razón alguna para que lo hiciera. ¡Mami le cubriría la cara cuando volviese! ¡O el doctor
Arlinder, cuando llegara! ¡O el hombre de las Pompas Fúnebres!
Alguien, cualquiera, menos él.
No tenía por qué hacerlo.
A él no le importaba y seguro que a Abuela tampoco.
Oyó la voz de Buddy.
Si no tenias miedo, ¿cómo es que no le cubriste la cara?
No me importaba.
¡Miedoso!
A Abuela tampoco le hubiera importado.
¡Miedoso! ¡Cobardica!
Sentado a la mesa, con aquel libro de historia que no había manera de leer, empezó a pensar que si no le
cubría la cara a Abuela con la colcha, no podría presumir de haber hecho todo como debía y entonces
Buddy volvería a tener ventaja sobre él (a pesar de la pierna rota).
Se veía a sí mismo, contando la historia de miedo de Abuela muerta en medio de la acampada, delante
del fuego, llegando al final feliz de cuando los faros del coche de Mami barrieron la fachada de la casa —
la reaparición de los adultos, restableciendo y confirmando el concepto del orden— cuando, de pronto,
entre las sombras se alza una figura oscura y una piña explota en el fuego y resulta que la figura en la
sombra es Buddy, riéndose: Si eres tan valiente, so cobardica, ¿cómo es que no le tapaste LA CARA?
George se levantó, recordándose a sí mismo que Abuela estaba fuera de si, que Abuela había muerto, que
Abuela estaba más fría que un témpano y que Abuela se había ido a pasear.
Si quisiera, podría ponerle la mano sobre la cama otra vez, meterle una bolsita de infusión por la nariz,
ponerle auriculares tocando Chuck Berry a todo volumen, etc., etc., y nada molestaría a Abuela, porque
eso es lo que significaba estar muerto, nada podía molestar a un muerto. Una persona muerta era la
persona tranquila por excelencia, y el resto no era más que sueños inexorables y apocalípticos y febriles,
sueños de puertas abriéndose de golpe en la boca muerta de la medianoche, de rayos de luna azul
bañando los huesos en los cementerios...
Susurró: «¿Quieres hacer el favor de parar? Deja de ser tan...».
(macabro)
Se levantó. Había decidido ya lo que iba a hacer: entrar en el dormitorio y cubrirle la cara con la sábana y
así Buddy no tendría ninguna ventaja sobre él. Le administraría unos cuantos rituales sencillos y le
cubriría la cara. Y después —se le iluminó la cara por el simbolismo de la situación— retiraría su taza y su
bolsita de infusión sin usar. Sí, eso era lo que iba a hacer.
Entró en el dormitorio, cada paso un esfuerzo de voluntad. La habitación estaba a oscuras, el cuerpo no
era más que un enorme bulto encima de la cama. Buscó el interruptor torpemente durante lo que parecía
ser una eternidad, sin explicarse cómo no estaba donde él creía que debía estar. Por fin dio con él y una
luz amarilla llenó la estancia.
Abuela estaba en la cama, la mano inerte, la boca abierta. George la contempló, oscuramente consciente
de que unas gotas de sudor se deslizaban por su propia frente. Se preguntó si no bastaría con tomar
aquella mano tan fría y colocar el brazo sobre la cama, a lo largo del cuerpo. Pero decidió que no, que su
mano debía estar colgando hacía bastante rato ya, que era demasiado, que no podía tocarla, que
cualquier cosa, menos eso...
Lentamente, como si flotara en una nube, se acercó a Abuela y se quedó mirándola fijamente, casi
encima de ella. Tenía la cara amarilla, en parte por la luz, pero sólo en parte.
George respiraba por la boca, ansiosamente, como tratando de darse fuerzas. Tomó la colcha y la subió
sobre la cara de Abuela, pero resbaló un poco y volvió a bajar, revelando el nacimiento del pelo y las
cejas, George se alzó de puntillas y volvió a tomar la colcha con mucho cuidado separando bien las
manos, para no rozarle la cara, y la volvió a subir. Esta vez, la colcha permaneció en su sitio. Por fin la
había enterrado. Si, era por eso que se tapaba la cara de un muerto, y eso era lo que se debía hacer:
enterrarlo. Era un gesto definitivo.
Miró la mano que colgaba, que había quedado sin enterrar, y se dio cuenta de que sí, de que ahora podía
tocarla ya, meterla debajo de la colcha y enterrarla con el resto de la Abuela.
Se inclinó para agarrar la mano y la levantó.
La mano se volvió y le agarró la muñeca.
George dio un grito tremendo. Se tambaleó hacia atrás, gritando en aquella casa vacía, gritando más
fuerte que el viento que silbaba en el alero, gritando por encima de todos aquellos crujidos de la casa. Al
retroceder, tiró del cuerpo de Abuela, que quedó inclinado bajo la colcha. La mano volvió a caer,
retorciéndose, viva, intentando agarrar algo... hasta que volvió a colgar inerte.
No pasa nada, no ha sido nada, no era más que un reflejo.
George asintió a su propia aseveración. Pero volvió a recordar cómo aquella mano fría se había vuelto y
le había agarrado la muñeca. Volvió a gritar. Se le salían los ojos de las órbitas, el pelo, completamente
erizado, era como un sombrero cónico sobre su cabeza. El corazón corría como en estampida. La
habitación se inclinó locamente hacia la izquierda, luego se enderezó por un segundo, para inclinarse otra
vez a la derecha. Cada vez que intentaba pensar racionalmente, el pánico le ponía la piel de gallina.
Quería salir de aquella habitación a toda velocidad, meterse en otro sitio, a cuatro kilómetros de distancia,
si pudiera. Dio media vuelta y salió corriendo, estampándose contra la pared: la puerta estaba abierta a
un metro de distancia. Cayó de rebote al suelo, con un tremendo golpe en la cabeza, que empezó a
dolerle, a pesar del pánico. Se tocó la nariz y se manchó la mano de sangre, igual que la camisa, sobre la
que goteaba. Se levantó como pudo y miró la habitación lleno de terror.
La mano colgaba de la cama como antes, pero el cuerpo de Abuela ya no estaba inclinado, sino que
estaba recto otra vez, bajo la colcha.
Todo había sido fruto de su imaginación. Había entrado en el dormitorio y el resto no había sido más que
una película.
No.
El dolor le aclaró las ideas. La gente muerta no te agarra la muñeca. Muerto quiere decir muerto. Cuando
estabas muerto podías servir de perchero, o meterte en el neumático de un tractor y lanzarte ladera
abajo, etc., etc. Cuando estabas muerto, la gente te podía hacer cosas a ti (por ejemplo, un niño podía
tomar tu mano y subirla a la cama), pero tus días activos —por decirlo de alguna manera— habían
terminado.
A menos que seas una bruja. A menos que elijas morirte cuando la casa está sola y no hay más que un niño, porque
así puedes... puedes... ¿puedes qué?
Nada. Era una estupidez. Había imaginado todo porque estaba asustado y ésa era toda la verdad. Se
limpió la nariz con el brazo y gimió de dolor. Una mancha de sangre cubría su antebrazo.
Lo que no iba a hacer era entrar en la otra habitación, eso era todo. Realidad o alucinación, no iba a
hacer el tonto con Abuela. La llamarada de pánico había cedido un poco, pero continuaba asustado, muy
asustado, y todo lo que quería era que su madre llegase cuanto antes y se ocupara de todo.
George salió del dormitorio de espaldas, sin perder de vista la cama, y fue hasta la cocina. Suspiró con
un aliento largo, ahogado. Quería pasarse un trapo mojado por la nariz. Sintió ganas de vomitar. Se
inclinó y tomó un trozo de tela de debajo del fregadero —uno de los pañales viejos de la Abuela— y lo
puso bajo el grifo de agua fría, mientras se sorbía la sangre como si fueran mocos.
Se acababa de poner la tela mojada en la nariz cuando desde la otra habitación le llegó una voz.
—Ven aquí, pequeño —llamaba Abuela con su voz de ultratumba—. Ven aquí. Abuela quiere abrazarte.
George trató de gritar, pero abrió la boca y no pudo emitir sonido alguno, nada. En cambio, en la otra
habitación, allí sí que se estaban produciendo sonidos. Sonidos como los que oía cuando Mami entraba
para bañar a la Abuela, dándole la vuelta, levantándola, dejándola caer, dándole la vuelta otra vez.
Sólo que esos sonidos eran diferentes ahora. Eran como si Abuela estuviera.., estuviera levantándose de
la cama.
—¡Niño! ¡Ven aquí, pequeño! ¡Ahora MISMO! ¡Ven hacia aquí!
Vio con horror cómo sus pies obedecían la orden. Les mandó detenerse, pero ellos seguían, uno, dos,
uno, dos, ep, aro, ep, aro, deslizándose sobre el linóleo. Su cerebro era prisionero del cuerpo.
«Es una bruja, es una bruja y tiene uno de sus ataques. Ay, sí, es un ataque y es muy malo, REALMENTE muy
malo, muy malo. Ay, Dios mío, ay, Jesús, ayúdame, ayúdame. . . »
George atravesó la cocina y entró en el dormitorio.
ABUELA ESTABA FUERA DE LA CAMA, sentada en su sillón de vinilo blanco, el que no había usado
desde hacía cuatro años, desde que se puso demasiado gorda para poder andar y demasiado senil para
saber hacer nada.
Pero Abuela no parecía senil.
Los rasgos de la cara eran fláccidos, pero la senilidad había desaparecido de su expresión, suponiendo
que hubiera estado allí alguna vez y no hubiera sido más que una máscara para engañar a niños
pequeños y mujeres cansadas y sin marido.
Ahora la cara de Abuela resplandecía con feroz inteligencia, como la luz de una vela de cera, vieja y
pestilente. Los ojos bailaban en sus órbitas, muertos. El pecho seguía sin moverse. El camisón,
remangado, dejaba ver unos muslos elefantinos, blancos. La colcha estaba a los pies de la cama.
Abuela le tendió sus enormes brazos.
—Quiero abrazarte, Georgie —dijo la voz apagada y sin entonación—. No tengas miedo, pequeño. Deja que
Abuela te abrace.
George se esforzó por retroceder, tratando de resistir aquella atracción casi magnética. Fuera, el viento
seguía aullando. La cara de George se había alargado y torcido, tensa, crispada por el espanto.
Empezó a caminar hacia ella. No podía remediarlo. Sus pies seguían arrastrándose, uno tras otro, hacia
aquellos brazos abiertos. «Le enseñaría a Buddy que él tampoco tenía miedo de Abuela y dejaría que Abuela le
diera un abrazo porque no era ningún cobardica.» Siguió andando hacia ella.
Cuando ya se encontraba casi entre sus brazos, se oyó un crujido enorme al estallar la ventana, hechos
añicos los cristales, y una rama de árbol penetró en la estancia, con hojas de otoño aún sujetas a ella. El
viento helado barrió toda la habitación, haciendo volar las fotos de Abuela, azotándole el pelo y el
camisón.
George pudo gritar por fin. Se escapó dando tumbos de entre sus brazos, mientras Abuela emitía un
chasquido sibilante, como una serpiente, entreabriendo los labios y dejando ver sus encías desdentadas.
Las manos gruesas, arrugadas, intentaban asir el vacío.
George se hizo un lío con los pies y cayó al suelo. Abuela se levantó del sillón, bamboleándose bajo
aquel enorme peso, caminando hacia él. George no podía levantarse, las piernas, sin fuerza alguna, no le
obedecían. Empezó a arrastrarse de espaldas, gimiendo. Abuela seguía avanzando, lenta, implacable,
muerta, pero viva. George comprendió en un instante lo que significaba aquel abrazo. El rompecabezas
estaba completo. Pero cuando finalmente logró levantarse, Abuela le agarró por la camisa. Se la desgarró
y se quedó con un trozo en la mano. Por un momento, George sintió aquella carne fría contra su piel.
Consiguió escapar hasta la cocina.
Quería huir, correr en medio de la noche, todo, menos dejarse abrazar por la bruja, su Abuela. Porque
cuando su madre volviera, encontraría a Abuela muerta y a George vivo, si..., pero a George le habrían
empezado a gustar las infusiones de hierbas, inexplicablemente.
Miró por encima del hombro y vio la sombra contrahecha, grotesca, de Abuela en la pared al cruzar la
entrada.
De repente, el teléfono sonó, estridente.
George saltó hacia él, sin pensar, y empezó a gritar que alguien viniera, por favor, por favor, que viniera
alguien. Gritó todo ello.., en silencio, porque ni un solo sonido salió de su garganta.
Abuela entró en la cocina, tambaleándose en su camisón rosa. El pelo blanco y amarillo revoloteaba
alrededor de su cara. Uno de los peinecillos se había casi desprendido del pelo y colgaba sobre el
arrugado cuello.
Abuela sonreía.
—¿Ruth?
Era la voz de Tía Flo, lejana, con una conexión defectuosa por el viento. Era Tía Flo, desde Minnesota, a
más de dos mil kilómetros.
—¿Ruth? ¿Estás ahí?
—¡Socorro! —gritó George al teléfono y lo que salió de sus labios fue un pequeño, inaudible silbido.
Abuela se balanceaba sobre el linóleo, tendiéndole los brazos. Sus manos se abrían y se cerraban,
intentando agarrar algo. Abuela quería aquel abrazo, por algo había esperado cinco años.
—Ruth, ¿me oyes? Acaba de estallar una tormenta imponente... y me he asustado... Ruth, no te oigo...
—Abuela —gimió George al teléfono. Abuela estaba casi encima.
—¿George? —la voz de Tía Flo se erizó, aguda como un grito, instantáneamente—. George, ¿ eres tú?
George empezó a retroceder ante el avance de Abuela, cuando se dio cuenta de que se había alejado de
la puerta y se había metido estúpidamente en un rincón, entre los armarios de la cocina y el fregadero. El
horror era inenarrable. La sombra de Abuela lo cubría ya por completo. George pudo, por fin, vencer su
parálisis y gritó desesperadamente al teléfono, una y otra vez.
—¡Abuela! ¡Abuela! ¡Abuela!
Las manos frías de Abuela tocaron su garganta. Los ojos viejos, borrosos, hipnotizaban los suyos,
chupando toda su voluntad.
Vagamente, muy lejos, como si viniera a través de los años y a través de la distancia, oyó la voz llena de
pánico de Tía Flo.
—Dile que se acueste, George, dile que se acueste y que no se mueva. Dile que debe hacerlo en tu
nombre y en el de Hastur. Ese nombre tiene poder sobre ella, George, dile: «Acuéstate en nombre de
Hastur», dile...
La mano vieja y arrugada arrancó el teléfono de la mano sin fuerza de George. De un tirón, rompió el
cordón de la pared. George se dejó caer en el rincón y Abuela, un montón de carne que ocultaba la luz,
se inclinó sobre él.
George gritó.
—¡Acuéstate! ¡No te muevas! ¡En nombre de Hastur! ¡Hastur! ¡Acuéstate! ¡No te muevas!
Las manos de Abuela rodearon su cuello...
—¡Debes hacerlo! ¡Tía Flo dice que debes hacerlo! ¡En mi nombre!, ¡En nombre de tu padre! ¡Acuéstate!
¡No te mue...!
Y empezaron a apretar.
Cuando una hora más tarde las luces del coche por fin bañaron la fachada de la casa, George estaba
sentado en la cocina, delante del libro de historia, sin leer. Se levantó y le abrió la puerta a su madre. A su
izquierda, el teléfono reposaba en el receptor, el cordón colgando inútilmente.
Mami entró, una hoja pegada a la solapa del abrigo.
—¡Qué viento! ¿Fue todo bien, Geor...? ¿George, qué ha pasado?
Mami palideció horriblemente en un segundo. Parecía la cara de un payaso.
—Abuela —contestó George—. Abuela ha muerto. Abuela ha muerto, Mami.
Empezó a llorar.
Su madre lo abrazó fuertemente y luego retrocedió hacia la pared, como si aquel abrazo hubiera acabado
con todas sus fuerzas.
—¿Ha... ha pasado algo? —preguntó—. ¿George, ha pasado algo?
—El viento derribó la rama de un árbol en su ventana —respondió.
Mami lo cogió por los brazos y lo apartó un poco, adivinando aquella expresión de horror. Lo soltó
inmediatamente, y, como un ciclón, entró en la habitación de Abuela. Tal vez estuvo dentro unos cuatro
minutos. Al salir, llevaba en la mano un trozo de tela. Era de la camisa verde de George.
—Le he arrancado esto de la mano —dijo Mami en un susurro imperceptible.
—Ahora no tengo ganas de hablar —dijo George—. Llama a Tía Flo, si quieres. Yo estoy muy cansado.
Quiero irme a la cama.
Mami hizo un gesto como para detenerlo, pero se contuvo. George subió a la habitación que compartía
con Buddy y abrió el aire caliente para oír lo que hacía su madre. Mami no pudo hablar con Tía Flo
aquella noche, porque alguien había arrancado el cordón del teléfono, pero tampoco pudo hablar con ella
al día siguiente porque, poco antes de que Mami regresara, George había dicho una serie de palabras,
algunas de ellas en un latín bastardo, otras en algo que parecían gruñidos predruidas y, a más de dos mil
kilómetros de distancia, Tía Flo había caído muerta de hemorragia cerebral masiva. Era sorprendente
cómo volvían las palabras. Como todo volvía.
George se quitó la ropa y se tendió desnudo en la cama. Puso las manos tras la cabeza y dirigió la vista a
la oscuridad del techo. Lentamente, muy lentamente, una sonrisa horrible, siniestra, empezó a dibujarse
en sus labios.
Las cosas no iban a seguir como antes a partir de ahora. Iban a ser muy, muy diferentes.
Por ejemplo, Buddy. Le costaba esperar a que Buddy volviera del hospital y empezase con su dichosa
tortura de la Cuchara del Bárbaro Chino, o con la Cuerda India, o algo por el estilo. Sabía que, al
principio, tendría que permitírselo, por lo menos, durante el día y cuando hubiese gente alrededor, pero
cuando cayera la noche y estuviesen los dos solos en el dormitorio, en la oscuridad, con la puerta
cerrada...
George se echó a reír en silencio.
Como siempre decía Buddy, iba a ser un clásico.
S.K.

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