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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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sábado, 27 de junio de 2009

EL DEMONIO DE LA PERVERSIDAD -- POE

EDGAR ALLAN POE
EL DEMONIO DE LA PERVERSIDAD


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En la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del alma
humana los frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe
como un sentimiento radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedieron
también habían pasado por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos
pasado por alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro conocimiento tan
sólo por falta de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala. Nunca se nos
ha ocurrido pensar en ella, simplemente por su gratuidad. No creímos que esa tendencia
tuviera necesidad de un impulso. No podíamos percibir su necesidad. No podíamos
entender, es decir, aunque la noción de este primum mobile se hubiese introducido por sí
misma, no podíamos entender de qué modo eta capaz de actuar para mover las cosas
humanas, ya temporales, ya eternas. No es posible negar que la frenología, y en gran
medida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más que
el hombre que piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a dictare
propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de Jehová,
construyen sobre estas intenciones sus innumerables sistemas mentales. En materia de
frenología, por ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás era bastante natural
hacerlo), que, entre los designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre comiera.
Asignamos, pues, a éste un órgano de la alimentividad para alimentarse, y este órgano es
el acicate con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a comer. En segundo
lugar, habiendo decidido que la voluntad de Dios quiere que el hombre propague la
especie, descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimos
con la combatividad, la ídealidad, la casualidad, la constructividad, en una palabra, con
todos los órganos que representaran una tendencia, un sentimiento moral o una facultad
del puro intelecto. Y en este ordenamiento de los principios de la acción humana, los
spurzheimistas, con razón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han' hecho sino seguir
en principio los pasos de sus predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partir
del destino preconcebido del hombre y tomando como fundamento los propósitos de su
Creador.
Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación
(puesto que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en
lo que siempre hace ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo que
Dios pretende obligarle a hacer: Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles,
¿cómo lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras?
Si no podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en
sus tendencias esenciales y en las fases de la creación?
La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a admitir, como
principio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar
perversidad a falta de un término más característico. En el sentido que le doy es, en
realidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos
sin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos,
podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por
la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable;
pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones
llega a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad
de la equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza
irresistible, la única que nos impele a su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el
mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un
impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros
actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una
modificación de la que comúnmente provoca la combatividad de la frenología. Pero una
mirada mostrará la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la frenología,
tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño.
Su principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al
mismo tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al
mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la combatividad,
pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no se
manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.
Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la
sofistería que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta
a todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical.
No es más incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún
período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su
interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la
intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y
más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y
lamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que
puede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento
es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un
ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando
todas las consecuencias) es consentida.
Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que
la demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces,
energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la
tarea, y en la anticipación de su magnifico resultado nuestra alma se enardece. Debe,
tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; y por qué? No hay
respuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del
principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir con
nuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega también un indecible
anhelo de postergación realmente espantosa por lo insondable. Este anhelo cobra fuerzas
a medida que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al alcance de nuestra
mano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido,
de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra es la
que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al
mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela,
desaparece, somos libres. La antigua energía retorna. Trabajaremos ahora. ¡Ay, es
demasiado tarde!
Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y
vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos
quedamos. En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una
nube de sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra
forma, como el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches.
Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho
más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo un
pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la
feroz delicia de su horror. Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones
durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación,
por la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las más
espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan
presentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y
porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él
con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoniaca como
la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por un
instante cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición inevitable, pues la
reflexión no hace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo,
no podemos hacerlo. Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el
súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.
Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del
espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no
deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible; y podríamos
en verdad considerar su perversidad como una instigación directa del demonio sí no
supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.
He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo
explicaron por qué estoy aquí, puedo mostraron algo que tendrá, por lo menos, una débil
apariencia de justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no
hubiera sido tan prolijo, o no me hubiérais comprendido, o, como la chusma, me
hubiérais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables
víctimas del demonio de la perversidad.
Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta
deliberación. Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil
planes porque su realización implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo
algunas memorias francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida
a madame Pilau por obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó
de inmediato mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la
cama. Sabía también que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito
fatigaros con detalles impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediante
los cuales sustituí, en el candelero de, su dormitorio, la vela que allí encontré por otra de
mi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del
coroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»
Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó
por mi cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la
bujía fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera
hacerme sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción
que nacía en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período
muy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer
más real que las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen. Pero le
sucedió, por fin, una época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi
imperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva.
Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, o
más bien la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases
triviales de una ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena e
el cría de ópera meritoria. Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensando
en mi seguridad y repitiendo en voz baja la frase: «Estoy a salvo».
Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de
murmurar, casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les di
esta nueva forma: «Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar
abiertamente.»
No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi
corazón. Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he
explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxito
sus embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para
confesar el asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera
sombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.
Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé
vigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un
deseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamiento
me abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien, que pensar, en mi
situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las calles
atestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación
de mi destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua lo habría hecho, pero una voz ruda
resonó en mis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro. Me volví, abrí la boca
para respirar. Por un momento experimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego,
sordo, aturdido; y entonces algún demonio invisible -pensé- me golpeó con su ancha
palma en la espalda. El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.
Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y
apasionada prisa, como si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero
densas frases que me entregaban al verdugo y al infierno.
Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra
desmayado.
Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré
libre! Pero, ¿dónde?

EL CAMION DEL TIO OTTO

El camión del tío Otto

Stephen King

Para mí representa un gran esfuerzo, y al mismo tiempo un desahogo, el poder transcribir todo esto.

Desde que encontré a mi tío Otto muerto no he podido dormir, e incluso ha habido días en que creí que me había vuelto loco. Y por otro lado, todo sería más agradable de no haber tenido este objeto aquí, en mi estudio, donde puedo observarlo, cogerlo o estrujarlo, si así lo deseo. No, no quiero hacerlo; no quiero tocarlo. Pero a veces uno actúa en contra de su deseo.

Si no lo hubiese sacado de aquella casita de una sola habitación al huir de allí, podría convencerme de que todo había sido una alucinación, el reflejo de un cerebro agotado y sobreexcitado. Pero está aquí. Interfiere la luz. Tiene peso. Puede ser sostenido en la mano.

Todo sucedió de verdad, ¿sabéis?

La mayoría de los que leéis estas memorias no os las creeréis, a no ser que os suceda algo parecido.

Todo cuento de intriga debe tener un origen ignoto, o un secreto. Éste tiene ambos. Permitidme, ante todo, que empiece relatándoos cómo mi tío Otto, que había sido distinguido con la insignia Castle County, llegó a pasar los últimos veinte años de su vida en una casita de una sola pieza, sin agua corriente, a las afueras de un pueblo pequeño.

Otto nació en el año 1905, y era el mayor de cinco hermanos. Mi padre era el más joven de los hijos de los Schenk, y había nacido en 1920; por eso mi tío Otto siempre me pareció muy viejo, especialmente porque yo era el más joven de los cuatro hijos de mis padres; nací en 1955.

Al igual que muchos otros industriales alemanes, mis abuelos llegaron a los Estados Unidos con algún dinero. A mi abuelo, que se estableció en Derry a causa de la industria maderera, de la cual entendía algo, le fue muy bien, y sus hijos nacieron en circunstancias favorables.

Mi abuelo murió en 1925. El tío Otto, que entonces tenía veinte años, fue el único heredero. Se mudó a Castle Rock y empezó a especular a lo grande. En los cinco años siguientes hizo una gran fortuna, negociando con las tierras y con la madera. Se compró una gran casa en Castle Hill, tenía criados, y gozaba de la envidiable situación de ser un joven relativamente atractivo (el calificativo de «relativamente» era a causa de sus gafas) y además el soltero más solicitado del pueblo. Se conservó soltero toda su vida.

La quiebra del mercado maderero en 1929 le afectó muy seriamente. Conservó la casa en Castle Hill hasta 1933, y luego la vendió; una gran extensión de terreno boscoso había salido a la venta y él quería comprarla a toda costa. El terreno pertenecía a la New England Paper Company.

La compañía New England Paper todavía existe en la actualidad, y si deseaseis adquirir acciones de esta empresa os diría: «¡Adelante!». Pero en 1933 la compañía ofrecía grandes extensiones de terreno a precios de liquidación por incendio, en un último intento para permanecer a flote.

¿Cuánto terreno quería mi tío? El acuerdo original, el hecho fabuloso, se ha perdido, y las cuentas difieren, pero en todos los documentos se habla de más de dieciséis millones de metros cuadrados, la mayoría de los cuales se hallaban en Castle Road, pero en su totalidad se extendían desde Waterford hasta Sweden. Cuando el trato fue roto, la New England Paper ofrecía el terreno a seis dólares los mil metros cuadrados si —y aquí estaba el truco— el comprador lo adquiría todo.

Eso suponía un total de casi cien mil dólares. El tío Otto no los tenía, y aceptó un socio, un yanqui llamado George McCutcheon. Hoy en día los apellidos Schenk y McCutcheon son bien conocidos en las ciudades de Nueva Inglaterra, y la compañía Schenk and McCutcheon extiende sus dominios desde Central Falls hasta Derry.

McCutcheon era un hombre fornido, con una gran barba negra, y como mi tío, también llevaba gafas. Su padre y mi abuelo habían sido grandes amigos; el tío Otto había conocido a McCutcheon como resultado de esa amistad. Y al igual que mi tío, su socio había heredado una gran fortuna. Debió de ser una respetable cantidad, puesto que él y el tío Otto pudieron realizar juntos la compra de los dieciséis millones de metros cuadrados, sin ningún problema. Su asociación duró veintidós años —hasta el año en que yo nací—, y durante ese período todo lo que el negocio les deparó fue prosperidad.

Sin embargo, todo empezó con la compra de los dieciséis millones de metros cuadrados, que se extendían a lo largo de tres municipios al oeste de Maine. Ambos se dedicaron a explorar esa inmensidad en el camión de McCutcheon. Cruzaban las pistas forestales y los senderos para los camiones madereros, avanzando en primera la mayor parte del tiempo, superando vaguadas y remontando obstáculos. Ambos se turnaban al volante. Dos hombres jóvenes se habían convertido en terratenientes, en las oscuras simas de la gran depresión.

No estoy seguro de dónde había conseguido McCutcheon su camión; tampoco importa demasiado. Era un Cresswell, una marca que ya no existe. Tema una espaciosa cabina pintada de un rojo chillón, anchos estribos y arranque eléctrico. Si fallaba el arranque eléctrico se podía utilizar la manivela, aunque era muy fácil romperse un hombro al intentarlo, si no se tenía mucho cuidado, pues la palanca solía retroceder bruscamente. La plataforma del vehículo tenía ocho metros de largo, y llevaba barras a ambos lados. Pero lo que recuerdo con mayor intensidad de aquel camión era su morro, que al igual que la cabina era rojo como la sangre. Para acceder al motor había que extraer dos paneles metálicos, uno a cada lado. El radiador era tan grande como el pecho de un hombre vigoroso. Ciertamente, se trataba de un objeto monstruoso y desagradable.

El camión de McCutcheon se estropeaba, y era reparado; se averiaba de nuevo, y volvía a ser reparado. Pero cuando el Cresswell se estropeó definitivamente, lo hizo de manera espectacular. Sucumbió como aquella maravillosa calesa tirada por un caballo del poema de Holmes, de golpe.

McCutcheon ascendía, junto con el tío Otto, la carretera del Black Henry un día del año 1953. Según admitió después mi tío, ambos estaban «absolutamente borrachos». El tío Otto, que en aquel momento iba al volante, se dirigió hacia las colinas Trinity. Ebrio como estaba, se olvidó de reducir la velocidad al descender por el lado abrupto de la ladera. El viejo motor del Cresswell se sobrecalentó. Ni el tío Otto ni McCutcheon vieron la aguja roja superar la zona amarilla a la derecha del marcador. En la base de la colina hubo una explosión tal que elevó los rojizos flancos del motor cual alas de dragón. El tapón del radiador voló en el cielo estival. El vapor se elevaba en un potente chorro. El aceite bullía empapando las juntas. Mi tío pisó el pedal del freno, pero el Cresswell había desarrollado en el último año la mala costumbre de ir perdiendo líquido de frenos, y el pedal se hundió hasta el suelo. No podía ver por dónde iban, y se salió de la carretera. Al principio cayeron en una zanja, y después fuera de ella. De haber estallado el Cresswell, todo habría estado bien. Pero el motor siguió en marcha; primero explotó un pistón, y luego dos más, igual que petardos el día de san Juan. Uno de ellos, según comentaba el tío Otto, perforó la puerta de su lado, que se había abierto, dejando un agujero por el que fácilmente podía pasar un puño. Acabaron en un campo de heno. De no haber estado el parabrisas completamente cubierto de aceite, habrían disfrutado de una espléndida vista de las White Mountains. Así acabó el Cresswell; nunca más salió de aquel campo, por supuesto propiedad del tío Otto y de George McCutcheon. Los dos hombres, considerablemente sobrios tras la experiencia, salieron para examinar los desperfectos. Ninguno de ellos era mecánico, pero no había necesidad de serlo para comprobar que la herida era mortal. El tío Otto estaba consternado —o así se lo dijo a mi padre—, y se ofreció a pagar el camión. George McCutcheon le contestó que no dijese tonterías. De hecho, McCutcheon estaba en éxtasis. Había echado una mirada en torno, al campo y a las montañas, y había decidido que aquél era el lugar apropiado para construir su casa cuando se retirase. Así se lo contó al tío Otto, en un tono normalmente reservado para las conversaciones religiosas. Regresaron juntos a la carretera y de allí a Castle Rock en el camión de la panadería Cushman, que pasó por allí casualmente.

McCutcheon le dijo a mi padre que había sido la voluntad de Dios; había estado buscando un lugar apropiado donde asentarse definitivamente, y allí había estado todo el tiempo, en la pradera que cruzaban tres o cuatro veces por semana, sin echarle siquiera una ojeada. La voluntad divina, repitió, ignorando que él mismo iba a morir en ese campo dos años más tarde, chafado bajo el morro de su propio camión, que pasó a ser del tío Otto cuando George murió.

McCutcheon pidió a Billy Dodd que le ayudara con su camión grúa para mover el Cresswell y ponerlo de cara a la carretera. Así podría verlo, decía, cada vez que pasase por allí. Y cuando fuese definitivamente retirado, haría que el constructor excavase en el lugar que había ocupado el camión la bodega de su futura casa. McCutcheon era algo sentimental, pero no era un hombre que dejase que los sentimientos se interpusieran en el camino del dinero. Cuando un especulador llamado Baker vino un año más tarde y le ofreció la compra de las llantas y los neumáticos del Cresswell, aduciendo que teman la medida correcta para reparar su vehículo, McCutcheon tomó sus 20 dólares como un rayo. Y eso que, según recuerdo, tenía por aquellos tiempos una fortuna cercana al millón de dólares. También le pidió a Baker que antes de llevarse las ruedas construyera una plataforma elevada para el Cresswell. Decía que no le agradaba la idea de pasar por allí y ver el camión en el suelo, hundido y rodeado de heno, cual una ruina cualquiera. Baker así lo hizo.

Un año más tarde, el Cresswell se liberó de sus soportes y cayó, aplastando a McCutcheon. Los viejos narradores cuentan la historia con cierto retintín. Siempre la concluyen añadiendo que confían en que George McCutcheon disfrutase los 20 dólares que recibió por aquellas ruedas.

Yo crecí en Castle Rock. Cuando nací, mi padre trabajaba para Schenk and McCutcheon. El camión que había sido de George McCutcheon y acabó siendo de mi tío Otto (al igual que el resto de sus pertenencias) suponía un hito en mi vida. Mi madre era cliente de Warris, en Bridgton, y la carretera de Black Henry era el camino para ir allí. Por lo tanto, cada vez que íbamos, allí estaba el camión, con las White Mountains al fondo. Ya no se elevaba sobre una plataforma —el tío Otto había dicho que con un accidente había suficiente—, pero el simple recuerdo de lo acontecido bastaba para que un chico como yo, de pantalones cortos, sintiese un escalofrío.

El camión permanecía siempre allí. En verano; en otoño, cuando los robles y los olmos llameaban en los límites de los sembrados cual antorchas; en invierno, cuando ráfagas de viento helado soplaban por la carretera y nubes de polvo lo envolvían, y con sus faros como ojos saltones parecía un mastodonte forcejeando en arenas movedizas; y en primavera, cuando los campos se empapaban con las lluvias de marzo, y yo me preguntaba cómo no se hundía en el lodazal. De no haber sido por la sólida base de roca que lo sustentaba, seguramente habría desaparecido. Sin embargo, a lo largo de todas las estaciones del año, allí permanecía.

Una vez, incluso llegué a subirme a él. Un día, mi padre se paró en el arcén, cuando íbamos a la feria de Fryeburg, me tomó de la mano y me dejó en el campo junto al camión, sin saber el mucho miedo que yo le tema. Yo había leído las historias que contaban de cómo se había deslizado hacia delante cual una silenciosa y peligrosa bestia y había aplastado al socio de mi tío. Había oído esos cuentos sentado allí, en la barbería, callado como un ratón detrás de un ejemplar de Life; había oído a los hombres narrar cómo había sido aplastado, y decir que confiaban en que el viejo George hubiese disfrutado de aquellos 20 dólares que recibió por las ruedas. Uno de ellos —debió de ser Billy Dodd, el viejo loco padre de Frank— dijo que McCutcheon había quedado «como una calabaza chafada por una rueda de tractor». Esta imagen frecuentó mis sueños durante meses. Pero mi padre, por supuesto, no tenía ni idea de ello. El pensaba que me gustaría entrar en la cabina de aquel viejo camión; había notado la manera en que yo lo observaba cada vez que pasábamos por el lugar, y confundió, supongo, mi temor con una admiración que yo estaba lejos de sentir.

Recuerdo los dorados tallos del heno, su brillo pajizo al ser mecidos por las brisas del mes de octubre. Recuerdo el sabor grisáceo del aire, un poco amargo, algo áspero; y el tono plateado de la yerba muerta. Recuerdo el suisst suisst de nuestros pasos. Pero lo que más recuerdo es su silueta creciendo y creciendo, el radiador rugiendo feroz al mostrar los dientes, el color rojo sangre de la pintura, la turbia mirada del parabrisas. También recuerdo aquel pánico hasta entonces desconocido por mí, bañándome como una ola todavía más fría y gris que el mismo aire, cuando mi padre, tomándome por las axilas, me introdujo en la cabina, diciendo: «¡Condúcelo hasta Portland, Quentin! ¡Llévatelo!». Recuerdo el aire golpeándome en la cara mientras subía cada vez más arriba; y entonces, el nítido sabor fue reemplazado por el olor del aceite requemado, del cuero viejo y —lo juro— de la sangre. Recuerdo que trataba de no llorar mientras mi padre permanecía allí, observándome, con una amplia sonrisa cubriéndole el rostro, convencido de que me estaba proporcionando un infierno de emoción (y así era, mas no como él pensaba). Tuve la certeza de que si mi padre se alejaba, o simplemente me daba la espalda, aquel camión me tragaría. ¡Me comería vivo! Y sólo quedaría de mí una masa masticada y despedazada..., algo así como una calabaza chafada por una rueda de tractor.

Empecé a llorar, y mi padre, que era el mejor de los hombres, me bajó, me calmó, y me llevó de regreso al coche. Me encaramó sobre sus hombros, y desde allí observé al disminuido camión, rojo como la sangre, quieto, en el campo; la enorme silueta del radiador; el oscuro agujero redondo donde el cigüeñal parecía observarlo todo como un horripilante cuenco hueco, y quise decirle a mi padre que había olido a sangre, que ésa era la razón de que hubiese llorado. No encontré la manera de hacerlo. Supongo que, de todas formas, él no me hubiese creído.

Como un niño de cinco años que todavía creía en Santa Claus, también creí que la sensación de pánico que me había poseído cuando mi padre me introdujo en la cabina del camión provenía del vehículo. Me llevó veinte años darme cuenta de que el Cresswell no fue quien asesinó a George McCutcheon; mi tío Otto lo hizo.

El Cresswell fue un hito en mi vida, pero no sólo en la mía. Estaba en la mente de todo el mundo. Si explicabas a alguien cómo ir desde Bridgton hasta Castle Rock, añadías que sabrían que iban por el camino apropiado si veían un enorme y viejo camión rojo fuera de la carretera, en un campo de heno, a la izquierda, a unos cuatro kilómetros más o menos después de dejar la nacional 302. Muy a menudo, se veían turistas aparcados en los blandos arcenes (a veces, sus vehículos quedaban atrapados; era una buena ocasión para reírse), tomando fotografías de las White Mountains, con el camión del tío Otto en primer plano, como un detalle pintoresco. Durante mucho tiempo mi padre llamó al lugar «La Colina del Camión Turístico», pero luego dejó de hacerlo. Para entonces, la obsesión del tío Otto por el lugar se había convertido en algo demasiado importante como para ser divertido.

¿Qué le había sucedido al tío Otto?

Hay muchas maneras de responder a esa pregunta. Todas ellas son razonables; ninguna probable. Lo mejor será, pienso, que lo cuente todo: lo que sospecho y lo que intuyo.

Que él mató a McCutcheon es algo de lo cual estoy absolutamente seguro. «Lo aplastó como a una calabaza», habían dicho los enterados de la barbería. Uno de ellos había añadido: «Apuesto a que estaba allí, a los pies del camión, rezando, como uno de esos moros gordinflones que adoran a Alá. Me lo imagino muy bien. Estaban majaras, los dos. Fijaros cómo ha acabado Otto Schenk, si no me creéis. Al otro lado de la carretera, en aquella cabaña que él creía que la ciudad iba a usar como escuela, tan loco como una rata chiflada».

Sus comentarios fueron unánimemente aceptados con cabeceos afirmativos y miradas de reojo, pero ni uno de los enterados de la barbería consideró que esa imagen —McCutcheon arrodillado «como uno de esos moros gordinflones» a los pies del camión que se elevaba sobre unos soportes podridos— era tan sospechosa como excéntrica.

Los chismorreos son siempre objetos candentes en una población pequeña; cualquiera puede ser acusado de ladrón, adúltero, cazador furtivo, o timador, con la más débil de las evidencias y las más salvajes deducciones. Creo que lo que salva a este comportamiento de ser algo asqueroso es que los comentarios en las barberías y los cuchicheos en los comercios suelen ser obviamente ingenuos. Es como si la gente desease creer en hechos sin importancia o faltos de entidad —los llegan a inventar si no existen— para que la conciencia del mal quede más allá de sus vidas, aunque ésta flote delante de ellos, bajo sus propias narices, como una maligna y mágica alfombra sacada de uno de los bellos cuentos de esos moros gordinflones.

¿Cómo sé que él lo hizo? ¿Porque estaba con McCutcheon aquel día? No, lo sé por el camión, por el Cresswell. Cuando su obsesión empezó a superarlo, el tío Otto se fue a vivir allí cerca, en aquella casita, aunque en los últimos años de su vida estuviese mortalmente asustado por la creencia de que el camión cruzaría un día la carretera.

Supongo que el tío Otto se llevó a McCutcheon al campo donde el Cresswell estaba encaramado sobre sus soportes, con la excusa de hablar sobre los planes para la nueva casa. McCutcheon siempre estaba dispuesto a hablar de la casa y de su próximo retiro. Una compañía muy importante —no menciono su nombre, pues de hacerlo la podríais reconocer— había hecho a los socios la oferta del siglo, y McCutcheon estaba muy interesado en aceptarla. Pero el tío Otto no tenía el más mínimo interés. Se sabía que habían estado discutiendo continuamente acerca de ello desde la primavera. Y pienso que este desacuerdo fue la motivación primordial que impulsó al tío Otto a deshacerse de su socio.

Creo que el plan de mi tío consistió en dos cosas: primero, debilitó la base de los soportes que sostenían al camión; y segundo, depositó algo en el suelo, justo delante del vehículo, de manera que McCutcheon pudiese verlo.

¿Qué clase de objeto? No lo sé. Algo brillante. ¿Un diamante? ¿Nada más que un trozo de cristal roto? No importa. Brillaba y relucía con el sol. McCutcheon debió de verlo. Si no, seguro que el tío Otto se lo señaló.

—¿Qué es eso? —preguntó, señalándolo.

—¡Cáspita! —dijo McCutcheon, y se acercó a mirar.

McCutcheon se dejó caer sobre las rodillas delante del Cresswell, «como uno de esos moros gordinflones que adoran a Alá», intentando coger el objeto, mientras mi tío se deslizaba de manera casual hacia la trasera del vehículo. Un buen empujón, y éste se vino abajo, dejando a McCutcheon plano. Aplastado como una calabaza.

Sospecho que debía de haber demasiado de pirata dentro de él para morir inmediatamente. En mi imaginación, puedo verlo en el suelo, aprisionado bajo el morro del Cresswell. Hilos de sangre le salen por la nariz, la boca y las orejas; su cara está blanca como el papel; sus ojos negros le suplican a mi tío que le ayude, que le ayude con urgencia. Lo imagino pidiéndole, suplicándole ayuda y, finalmente, acusando a mi tío, prometiéndole que lo atraparía, que lo mataría, que acabaría con él... Y mi tío permaneció allí, observando, hasta que todo terminó.

Pienso que el temor y la angustia se apoderaron del tío Otto, un temor y una angustia que fueron minando su salud.

Poco después de la muerte de McCutcheon mi tío empezó a hacer cosas que en un principio fueron descritas, por los enterados de la barbería, como poco comunes, luego como ridículas y, más tarde, como «lamentablemente peculiares». Lo que por fin hizo que fuese descrito, en el hiriente argot de la barbería, como «tan loco como una rata chiflada» quedó sumido en el olvido. No obstante, entre los posibles motivos destaca, por supuesto, el que construyese una casita frente al Cresswell, al otro lado de la carretera, y después se fuese a vivir a ella. Sin embargo, nadie dudaba que sus peculiaridades empezaron justo en la época en que George McCutcheon murió.

En el año 1965 el tío Otto construyó una casita de una sola habitación, frente al camión, al otro lado de la carretera. En el pueblo se hablaba constantemente de los motivos que el viejo Otto Schenk podía tener para querer asentarse allí, en el Black Henry, pero la sorpresa fue total cuando el tío Otto remató su obra haciendo que Chuckie Barger le diese una capa de brillante pintura roja y anunciando luego que el edificio era una donación que él hacía al pueblo, «una bella y nueva escuela», dijo, y añadió que sólo pedía que le pusiesen el nombre de su antiguo socio.

Las altas esferas de Castle Rock se quedaron estupefactas, al igual que el resto del pueblo. La mayoría de ellos había ido a una escuela de ese tipo, de una sola habitación (o pensaban que así había sido, lo que viene a ser lo mismo). Pero en 1965 todas las escuelas de una sola habitación habían desaparecido de Castle Rock. La última de ellas, la escuela Castle Ridge, había sido cerrada el año anterior. La comunidad tenía ahora una escuela primaria de vidrio y cemento en las afueras del pueblo y una bonita escuela superior en la calle Carbine. Como resultado de su excéntrica oferta, el tío Otto pasó de ser «un individuo singular» a ser «lamentablemente peculiar» de la noche a la mañana.

Las altas esferas le hicieron llegar una carta (nadie se atrevía a visitarle en persona) agradeciéndole amablemente el detalle, y deseando que tuviese presente al pueblo en el futuro, pero declinaron el uso de la pequeña escuela, aduciendo que las necesidades escolares de los niños del pueblo ya estaban suficientemente cubiertas.

El tío Otto tuvo un ataque de ira. ¿Recordar al pueblo en el futuro? Los recordaría —le comentó a mi padre—, claro que sí, pero no tal como ellos creían. Él no se había caído de la cuna el día anterior. Él era duro de pelar. Y si en el pueblo querían estar a malas con él, iban a aprender que sabía mear como una mofeta que se hubiese bebido un barril de cerveza.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó mi padre.

Mi madre se había ido con sus lanas a seguir haciendo punto en el piso de arriba. Solía decir que no le gustaba el tío Otto; decía que olía como un hombre que no se daba un baño en meses, aunque le hiciese buena falta, «y él, ¡un hombre rico!», solía añadir arrugando la nariz. Creo que su olor no la ofendía en realidad, sino que le tenía miedo. Por entonces el tío Otto había llegado a tener un aspecto lamentablemente peculiar, al igual que su comportamiento. Llevaba unos pantalones de trabajo color verde, con tirantes, una camiseta afelpada, y unas enormes botas de trabajo amarillas. Sus ojos giraban en extrañas direcciones mientras hablaba.

—Te preguntaba qué ibas a hacer con la casita, ahora —le repitió mi padre.

—Vivir en la jodida casa —le espetó.

Y así lo hizo.

La historia de sus últimos años no necesita de muchas aclaraciones. Sufrió esa oscura clase de locura que a menudo comentan las páginas de sucesos en los periódicos sensacionalistas: «Millonario muerto de desnutrición en un apartamento de los suburbios». «La mendiga poseía una fortuna, según revela su cuenta bancaria.» «Viejo terrateniente muere recluido en su mansión.»

Se mudó a la casita roja —en los últimos años se tornó pardusca, de un rosa aguado— a la semana siguiente. Nada de lo que mi padre le dijo pudo hacerle cambiar de parecer. Un año más tarde liquidó el negocio que, según creo, le había llevado a cometer un homicidio para conservarlo. Sus excentricidades se habían multiplicado, pero su sentido de los negocios no le había abandonado, y realizó la operación con muy buenas —«sustanciosas» sería de hecho una expresión más adecuada— ganancias.

Así era mi tío Otto, con una fortuna de unos siete millones de dólares y viviendo en aquella casita en la carretera del Black Henry. Su casa en el pueblo fue cerrada. Por entonces había progresado de «lamentablemente peculiar» a «tan loco como una rata chiflada». Su próximo avance le llevó a una descripción más larga, menos colorista pero mucho más ominosa: «quizá peligroso», que normalmente iba seguida de sospechas.

A su manera, el tío Otto se convirtió también en una referencia, como el camión al otro lado de la carretera. Aunque dudo que ningún turista se parase a tomarle una fotografía. Le había crecido una barba más amarilla que blanca, teñida por la nicotina y el humo de los cigarrillos. Había engordado. Sus mejillas cedieron en forma de colgajos de piel arrugada con grietas llenas de suciedad. Los campesinos solían verlo de pie, en la puerta de su peculiar casita, quieto, sin noción del tiempo, mirando a la carretera y al otro lado de ésta. Mirando a su camión. Cuando el tío Otto dejó de ir al pueblo, mi padre fue el único que se preocupó de que no se muriese de hambre. Le llevaba alimentos cada semana, y los pagaba de su propio bolsillo, puesto que el tío Otto nunca le reembolsaba los gastos; ni siquiera se le ocurrió, imagino. Papá murió dos años antes que el tío Otto, cuyo dinero fue a parar a la universidad del Departamento Forestal de Maine. Tengo entendido que quedaron encantados. Teniendo en cuenta la cantidad, debieron de estarlo.

A partir de 1972, cuando obtuve mi carnet de conducir, solía ser yo quien le llevase los alimentos. Al principio el tío Otto desconfiaba, y me observaba detenidamente, pero con el tiempo llegó a tomarme confianza. Fue tres años más tarde, en 1975, cuando me comentó por primera vez que el camión se estaba arrastrando hacia la casa.

Por entonces yo iba a la universidad de Maine, pero pasaba el verano en casa, y volví a adquirir el viejo hábito de llevarle los alimentos al tío Otto cada semana. Él se sentaba ante su mesa, fumando, y me observaba sin perder detalle mientras yo colocaba los alimentos en su sitio. Pensé que debía de haber olvidado quién era yo; a veces así me lo parecía... o así lo aparentaba él. Un día, incluso, me heló la sangre al gritar por la ventana: «¿Eres tú, George?» cuando yo me acercaba a la casa.

Aquel día en particular, era el mes de junio de 1975, me interrumpió en mitad de una conversación sin sentido y trivial, que yo estaba provocando, para preguntarme abruptamente:

—¿Qué tienes que ver con el camión, Quentin?

Su actitud provocó una respuesta honesta por mi parte.

—Me mojé los pantalones dentro de la cabina cuando tenía cinco años —le dije—. Creo que, de subirme de nuevo, volvería a mojármelos.

El tío Otto se rió con fuerza durante largo rato. Me volví y lo miré con curiosidad. Era la primera vez que lo oía reír. Acabó atragantándose, y tosiendo de tal manera que las mejillas se le enrojecieron vivamente.

Luego me miró con intensidad. Sus ojos relucían.

—Se está acercando, Quent —dijo.

—¿Cómo, tío Otto? —le pregunté.

Creí que se trataba de uno de sus incongruentes cambios de conversación, de un tema a otro. Quizá se refería a que la Navidad estaba próxima; o el fin del milenio; o el retomo de Cristo.

—Ese espantoso camión —dijo, mirándome con fijeza y de una manera confidencial que no me agradaba en absoluto—. Más cerca cada año.

—¿De veras? —pregunté cautelosamente, pensando que una nueva y desagradable idea le rondaba por la cabeza.

Eché una mirada al Cresswell, allí al otro lado de la carretera, rodeado de heno y con las White Mountains detrás de él, a lo lejos, y por un instante de auténtica locura me pareció que estaba más cerca. Entonces pestañeé y la ilusión se esfumó. El camión, por supuesto, estaba donde siempre había estado.

—¡Sí, sí! —exclamó—. Se acerca un poco más cada año.

—Ya. Quizá necesites otras gafas, tío. Yo no noto ninguna diferencia.

—¡Por supuesto que no! —siseó—. Tampoco puedes ver la manecilla horaria de tu reloj moviéndose. ¿O sí puedes? Hay cosas que se desplazan demasiado despacio para que podamos apreciar su movimiento, a no ser que se las observe detenidamente todo el tiempo. Tal como yo observo a ese camión.

Me guiñó un ojo y yo temblé.

—¿Por qué habría de moverse? —pregunté.

—Viene a por mí, ésa es la razón —dijo—. Me tiene entre ceja y ceja. Algún día se presentará aquí mismo, y será el fin. Me chafará como hizo con George, y será el fin.

Sus últimas palabras me atemorizaron; lo razonable de su tono fue lo que más me impresionó. Y la forma más habitual de responder ante el terror, entre la gente joven, es tomárselo a la ligera.

—Tienes que mudarte a tu casa del pueblo si eso te preocupa, tío Otto —le aconsejé, y nadie habría dicho por el tono descuidado de mi voz que incesantes escalofríos me recorrían la espalda.

Me miró. Observó el camión al otro lado de la carretera.

—No puedo, Quentin —me dijo—. A veces un hombre debe permanecer de una pieza, y aguardar que venga hacia él.

—¿Que venga qué, tío Otto? —le pregunté, aunque sospechaba que debía de referirse al camión.

—El destino —dijo, guiñándome de nuevo el ojo.

Pero esta vez parecía asustado.

Mi padre cayó enfermo de los riñones en 1979. La misma enfermedad que pocos días antes parecía que estaba remitiendo acabó con él.

Entre visita y visita, de las muchas que acudieron al hospital en el otoño de aquel año, mi padre y yo hablamos del tío Otto. Papá me dijo que tenía ciertas sospechas acerca de lo que realmente había ocurrido en 1955, sospechas leves, pero que fueron la base de mis sospechas posteriores, bastante más serias.

Mi padre no tema idea de lo intensa y profunda que había llegado a ser la obsesión del tío Otto por el camión. Yo sí. Se pasaba todo el día allí, observándolo. Observándolo como lo haría un hombre que mirase su reloj, esperando ver moverse la manecilla horaria. Creía que se le estaba acercando.

¿Acaso estos detalles no constituían una prueba de su sentimiento de culpabilidad?

En 1981 el tío Otto había perdido lo poco que le quedaba de buenas maneras. Un hombre más pobre habría sido desalojado tiempo atrás, pero los millones en el banco pueden hacer olvidar muchas extravagancias en un pueblo pequeño, sobre todo si la suficiente gente piensa que en el testamento del individuo chiflado puede haber algo de provecho para el municipio. Aún así, en 1981 la gente empezó a comentar insistentemente la posibilidad de sacar al tío Otto de sus pertenencias. La escueta frase «quizá peligroso» había ya desbancado definitivamente a la anterior: «tan loco como una rata chiflada».

Había tomado por costumbre el ir a orinar al otro lado de la carretera, en lugar de dar la vuelta a la casa e ir a la parte de atrás, donde tenía el excusado. Algunas veces sacudía el puño ante el Cresswell mientras meaba, y en más de una ocasión, algunas personas que pasaban en coche por la carretera pensaron que lo sacudía ante ellas. El camión con las White Mountains al fondo era una cosa; el tío Otto meando en el arcén, con los tirantes caídos hasta las rodillas, era algo completamente diferente. Eso no era una atracción turística.

Dado que por aquel entonces yo ya no iba a la universidad, seguía llevándole los alimentos cada semana. Intenté convencerle para que dejase de hacer sus necesidades en la carretera, al menos en el verano, cuando las gentes de Michigan, Missouri o Florida que pasaban casualmente por allí podían verlo.

Nunca lo conseguí. Él no podía prestar atención a cosas tan banales, cuando tema la preocupación que el camión le causaba. Su relación con el Cresswell era ya obsesiva. Había llegado a proclamar que se hallaba en su lado de la carretera, en su mismo terreno, de hecho.

—Me levanté la pasada noche alrededor de las tres y allí estaba, justo detrás de la ventana —me dijo—. Lo vi, ahí mismo. La luna relucía sobre su parabrisas, a menos de tres metros de donde yo me hallaba. Casi se me para el corazón. Casi se me para, Quentin.

Salí con él al exterior y le señalé el Cresswell, diciéndole que seguía estando donde siempre había estado, al otro lado de la carretera, donde McCutcheon tenía pensado edificar.

No me hizo caso.

—Así es como tú lo ves, chico —dijo con salvaje e infinito desprecio, el cigarrillo temblándole entre los dedos y sus ojos girando desbocados—. Así es como tú lo ves.

—Tío Otto —le dije—, uno ve lo que quiere ver.

Como si no me hubiese oído, añadió siseante:

—Casi me atrapa.

Sentí un escalofrío. No parecía estar loco. Tenía un aspecto miserable, y aterrado también. Pero no loco. Por un momento recordé a mi padre alzándome al interior de la cabina, el olor del aceite, del cuero... y de la sangre.

—Casi me atrapa —repitió.

Murió tres semanas más tarde. Yo fui quien lo encontró. Era un miércoles por la noche, y yo había salido con dos bolsas llenas de alimentos en el asiento trasero, tal como hacía cada miércoles al anochecer.

Era una noche caliente y espesa. De vez en cuando se oía un trueno en la lejanía. Recuerdo que me sentía muy nervioso mientras me deslizaba por la carretera de Black Henry al volante de mi Pontiac. Una extraña sensación de que algo iba a ocurrir me oprimía el pecho, y yo me empeñaba en convencerme de que todo se debía a la baja presión atmosférica.

Giré el último recodo del camino y, por un momento, justo cuando la casita del tío Otto apareció ante mi vista, creí ver al maldito camión parado allí, ante la puerta de la casa, enorme y desafiante con su pintura roja y sus carcomidos barrotes laterales. Traté de frenar, pero antes de que hubiese puesto el pie sobre el pedal del freno pestañeé, y la visión desapareció. Sin embargo, de alguna manera, supe que el tío Otto había muerto.

Me detuve ante la puerta de la casa y corrí hacia ella, olvidándome de los alimentos.

—¡Tío Otto! —grité—. ¿Estás bien?

La puerta estaba abierta; él no la cerraba nunca. Una vez le había preguntado el motivo de que no lo hiciese, y me respondió, con el mismo tono paciente que se usa para explicar a un simple un detalle obvio, que el tener la puerta cerrada no iba a mantener alejado al Cresswell.

Estaba tumbado en su cama, vestido con sus pantalones verdes y su camiseta afelpada. Sus ojos denotaban calma. No creo que llevase muerto más de dos horas. No había moscas ni olores, aunque había sido un día brutalmente caluroso.

—¿Tío Otto?

Esta vez hablé más calmado. Ya no esperaba una respuesta. Uno no se queda quieto en la cama, boca arriba, con los ojos abiertos, por el mero placer de despertar sospechas. Si sentí algo, fue paz. Ya había acabado todo.

—¿Tío Otto? —Me acerqué a él—. ¿Tío?

Me callé, observando por primera vez cuan extrañamente desfigurada estaba la parte inferior de su rostro, cuan hinchada y retorcida. También por primera vez me di cuenta de cómo sus ojos miraban con ira desde sus cuencas. Pero no miraban al techo o a la muerte, sino que estaban vueltos hacia la pequeña ventana que había sobre la cama.

«Me levanté la pasada noche alrededor de las tres, y allí estaba, justo detrás de la ventana, Quentin. Casi me atrapa.»

«Aplastado como una calabaza», había oído decir a uno de los enterados de la barbería, mientras me refugiaba detrás de un ejemplar de Life, simulando leer, y oliendo, mezclado con las voces, el aroma de las cremas y lociones.

«Casi me alcanza, Quentin.»

—¿Tío Otto? —susurré.

Y al acercarme lentamente a la cama donde yacía, tuve la impresión de estar empequeñeciendo, no sólo en tamaño, sino también en edad... Tenía de nuevo veinte años, quince, diez, ocho, seis y..., finalmente, cinco. Vi más que noté mi manita temblorosa acercándose a su cara. Al tocarlo, levanté la vista y la ventana se llenó con el destellante parabrisas del Cresswell. Aunque sólo duró un instante, juraría con la mano sobre la Biblia que no fue una alucinación. El Cresswell estaba allí, en la ventana, a menos de dos metros de donde yo me hallaba.

Había cogido con la mano las mejillas del tío Otto, supongo que tratando de examinar su extraña hinchazón. Cuando vi el camión en la ventana, mi mano trató de cerrarse en un puño, olvidando que con ella sujetaba la parte inferior del rostro del cadáver.

En ese preciso instante, el camión desapareció de la ventana como el humo, o como el espíritu que supongo que era. Entonces oí un terrible sonido silbante. Un líquido caliente me bañó la mano. Miré hacia abajo, a mi mano, pues no sentía en ella precisamente el tacto de la carne húmeda, sino que notaba algo duro y anguloso. Miré hacia abajo, y lo vi. Entonces empecé a gritar. De la boca y la nariz de mi tío Otto manaba aceite, al igual que de sus ojos, de donde fluía como lágrimas. Pero no era simplemente aceite; había algo más brotando de su boca.

Seguía gritando, pero por unos instantes fui incapaz de moverme, incapaz de apartar mi mano, llena de aceite, de su rostro; incapaz de apartar mis ojos de aquella cosa enorme que estaba brotando de su boca, deformando de tal manera el contorno de su rostro.

Por fin, mi agarrotamiento cedió y salí volando de la casita, todavía gritando. Corrí hasta el Pontiac, me lancé a su interior, y me largué de allí. Las bolsas de alimentos cayeron del asiento al suelo. Se rompieron los huevos.

No entiendo cómo no me maté en los primeros kilómetros; miré el cuentakilómetros y vi que iba a más de cien. Aflojé la marcha y realicé unas cuantas inspiraciones profundas, para poder recuperar algo el control. Empecé a darme cuenta de que no podía dejar al tío Otto tal como lo había encontrado; eso habría suscitado demasiadas preguntas. ¡Debía regresar!

Y también, tengo que admitirlo, me había dominado una cierta curiosidad, algo malsana. Ahora desearía que no hubiese sido así. Pienso que debería haber superado esa curiosidad demoníaca; pero no lo hice. Ojalá los hubiese dejado solucionar sus propios problemas. Seguramente habrían creído que el grotesco final del tío Otto había sido un triste suicidio. Pero regresé, y me entretuve unos cinco minutos en el marco de la puerta. Me quedé en el mismo sitio y en la misma posición en que él había pasado tanto tiempo en los últimos años de su vida, mirando al camión. Permanecí allí y llegué a la conclusión de que el camión, aunque de manera casi imperceptible, había modificado su posición.

Entonces entré.

Había, ahora sí, un ligero tufillo en la habitación, y las primeras moscas giraban y zumbaban sobre su negruzco y oleoso rostro. Miré nerviosamente hacia la ventana donde había visto aparecer al Cresswell y entonces avancé y abrí la boca del tío Otto.

Lo que había estado vomitando era un pistón..., sucio, grasiento y muy, muy viejo.

Me lo llevé conmigo. Ahora desearía no haberlo hecho pero, lamentablemente, estaba bajo los efectos de un shock. Todo podía haber sido mucho más agradable si no tuviese ese objeto aquí, en mi estudio, donde puedo mirarlo, tocarlo y sopesarlo si así lo deseo. El pistón que saqué de su boca.

Si no lo hubiese sacado de aquella pequeña habitación en la que entré por segunda vez, podría intentar convencerme de que todo lo sucedido —no sólo el hecho de haber visto al Cresswell pegado a la ventana como un gran mastín rojo, sino todo— había sido una alucinación. Pero está aquí. Intercepta la luz. Es real. Tiene peso.

«El camión se está acercando cada año», decía mi tío, y al parecer tenía razón. Pero ni siquiera tenía idea de cuánto podía llegar a aproximarse.

El veredicto del pueblo fue que el tío Otto se había suicidado tragando aceite. Fue la comidilla de Castle Rock durante nueve días.

Carl Durkin, el enterrador, y no precisamente el más discreto de los vecinos, comentó que cuando los forenses lo abrieron para hacerle la autopsia encontraron más de tres cuartos de litro, pero no en su estómago, no; estaban repartidos por todo su organismo.

Sin embargo, lo que más intrigó a los ciudadanos fue el hecho de que no se pudo hallar ninguna lata. Ninguna. Ni botes, ni botellas, ningún recipiente. Nada.

Tal como dije al principio, la mayoría de vosotros no os creeréis esta historia..., al menos hasta que os suceda algo parecido.

Pero el camión sigue todavía allí, en su sitio... Y además es cierto: todo sucedió.


martes, 16 de junio de 2009

Un golpe de Estado ---- Guy de Maupassant

Un golpe de Estado

Guy de Maupassant

París acababa de enterarse del desastre de Sedan. Se proclamaba la República. Francia entera jadeaba al co­mienzo de esa demencia que duró hasta después de la Comuna. Se jugaba a los soldados de una punta a otra del país.

Fabricantes de géneros de punto eran coroneles y desempeñaban cargos de generales; revólveres y puñales se desplegaban en torno a gruesos vientres pacíficos rodeados por cinturones rojos; pequeños burgueses con­vertidos en guerreros de ocasión mandaban batallones de voluntarios chillones y juraban como carreteros para adquirir empaque.

El mero hecho de manejar armas, de tener fusiles complicados enloquecía a aquella gente, que hasta enton­ces sólo había manejado balanzas, y la hacía, sin la menor razón, temible para el recién llegado. Ejecutaban a ino­centes para probar que sabían matar; fusilaban, mero­deando por las campiñas todavía vírgenes de prusianos, a los perros vagabundos, a las vacas que rumiaban en paz, a los caballos enfermos que pacían en los pastos.

Cada cual se creía llamado a desempeñar un gran papel militar. Los cafés de los más míseros villorios, llenos de comerciantes de uniforme, parecían cuarteles o ambu­lancias.

El pueblo de Canneville ignoraba aún las desquiciadas noticias del ejército y de la capital; pero una extremada agitación lo perturbaba desde hacía un mes, los partidos contrarios se encontraban frente a frente.

El alcalde, señor vizconde de Varnetot, un hombreci­llo flaco, ya anciano, legitimista incorporado al Imperio hacía poco, por ambición, había visto surgir un decidido adversario en el doctor Massarel, un gordo sanguíneo, jefe del partido republicano en el distrito, venerable de la lógica masónica de la cabeza de partido, presidente de la Sociedad de Agricultura, y del cuerpo de bomberos, y organizador de la milicia rural que salvaría a la comarca.

En quince días se las había arreglado para decidir a defender el país a sesenta y tres voluntarios casados y padres de familia, campesinos prudentes y tenderos del lugar, y los adiestraba, todas las mañanas, en la plaza del ayuntamiento.

Cuando el alcalde, por casualidad, iba al edificio muni­cipal, el comandante Massarel, cargado de pistolas, pa­sando fieramente, con el sable en la mano, al frente de su tropa, hacía gritar a su gente: «¡Viva la patria!» Y ese grito, lo habían notado, excitaba al menudo vizconde, que veía en él sin duda una amenaza, un desafío, al mismo tiempo que un odioso recuerdo de la gran Revo­lución.

El 5 de septiembre por la mañana, el doctor, de uniforme, con el revólver sobre la mesa, pasaba consulta a una pareja de viejos campesinos, uno de los cuales, el marido, que sufría de varices desde hacía siete años, había esperado a que su mujer las tuviera también para ir al médico, cuando el cartero le llevó el periódico.

El señor Massarel lo abrió, se levantó bruscamente y, alzando los brazos al cielo con un gesto exaltado, se puso a vociferar con toda su voz ante los dos aldeanos asustados:

«¡Viva la República! ¡Viva la República! ¡Viva la Re­pública! »

Después se dejó caer en su butaca, desfallecido de emoción.

Y como el campesino continuaba: «Empezó con unos hormigueos que me corrían sin parar a lo largo de las piernas», el doctor Massarel exclamó:

«Déjeme en paz, no tengo tiempo para ocuparme de sus tonterías. Se ha proclamado la República, el empera­dor está prisionero, Francia se ha salvado. ¡Viva la Repú­blica!» Y, corriendo a la puerta, bramó: « ¡Céleste! ¡Pronto! ¡Céleste! »

La criada acudió asustada; él tartamudeaba, de tan rápido que quería hablar:

«Mis botas, mi sable, mi cartuchera y el puñal español que está sobre mi mesilla de noche: ¡date prisa!»

Y como el campesino, obstinado, aprovechando un instante de silencio, proseguía:

«Después me salieron como unas bolsas que me ha­cían daño al andar.»

El médico, exasperado, chilló:

«Déjeme en paz, maldita sea, ¡si se hubiera lavado los pies, no le pasaría eso!»

Después agarrándolo por el cuello, le escupió a la cara: «¿No te das cuenta de que ya tenemos república, pedazo de animal?»

Pero la conciencia profesional lo calmó en seguida, y empujó hacia fuera al estupefacto matrimonio, repi­tiendo:

«Vuelvan mañana, vuelvan mañana, amigos míos. Hoy no tengo tiempo.»

Mientras se equipaba de pies a cabeza, dio de nuevo una serie de órdenes urgentes a su criada:

«Corre a casa del teniente Picart y del alférez Pommel, y diles que los espero aquí inmediatamente. Y mándame también a Torchebeuf con su tambor, ¡deprisa! ¡De prisa!».

Cuando Céleste hubo salido, se concentró, preparán­dose para superar las dificultades de la situación.

Los tres hombres llegaron juntos, con ropas de tra­bajo. El comandante, que esperaba verlos de uniforme, tuvo un sobresalto.

«¿No saben nada, diantre? El Emperador está prisio­nero, se ha proclamado la República. Es preciso actuar. Mi posición es delicada, y diría aún más, peligrosa.»

Reflexionó unos segundos ante los rostros atontados de sus subordinados, y después prosiguió:

«Hay que actuar sin vacilar; los minutos valen horas en semejantes momentos. Todo depende de la prontitud de las decisiones. Usted, Picart, vaya a buscar al cura y conmínele a que toque a rebato para reunir a la pobla­ción, a la que voy a prevenir. Usted, Torchebeuf, toque llamada en todo el municipio, hasta los caseríos de la Gerisaie y de Salmare, para reunir a la milicia armada en la plaza. Usted, Pommel, póngase rápidamente el uni­forme, sólo la guerrera y el quepis. Vamos a ocupar juntos el ayuntamiento y a conminar al señor de Varne­tot a que me entregue sus poderes. ¿Entendido?

-Sí.

-Pues manos a la obra, y rápidamente. Lo acompaño a su casa, Pommel, pues actuamos juntos.

Cinco minutos después, el comandante y su subal­terno, armados hasta los dientes, aparecían en la plaza en el mismo momento en que el menudo vizconde de Varnetot, con polainas como para partida de caza, el fusil Lefaucheux al hombro, desembocaba a rápidos pa­sos por la otra calle, seguido por sus tres guardias de guerrera verde, con el cuchillo sobre el muslo y el fusil en bandolera.

Mientras el doctor se detenía, estupefacto, los cuatro hombres penetraron en el ayuntamiento, cuya puerta se cerró a sus espaldas.

«Se nos han adelantado, murmuró el médico, ahora hay que esperar refuerzos. No se puede hacer nada de momento.»

El teniente Picart reapareció.

«El cura se ha negado a obedecer, dijo; y hasta se ha encerrado en la iglesia con el sacristán y el guarda.»

Y, al otro lado de la plaza, frente al ayuntamiento blanco y cerrado, la iglesia, muda y negra, mostraba su gran puerta de roble claveteada con herrajes.

Entonces, cuando los intrigados habitantes asomaban la nariz por las ventanas o salían al umbral de las casas, redobló de pronto el tambor, y apareció Torchebeuf, tocando con furia los tres golpes precipitados de la llamada. Cruzó la plaza a paso gimnástico y después desapareció camino de los campos.

El comandante desenvainó el sable, avanzó solo, más o menos a media distancia entre los dos edificios donde se había atrincherado el enemigo y, agitando su arma sobre la cabeza, berreó con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Viva la República! ¡Muerte a los traidores!» Después se replegó hacia sus oficiales.

El carnicero, el panadero y el farmacéutico, inquietos, echaron los cierres. Sólo quedó abierta la tienda de ultramarinos.

Sin embargo los hombres de la milicia llegaban poco a poco, vestidos de diversas maneras y tocados todos con un quepis negro galoneado de rojo, pues el quepis constituía todo el uniforme del cuerpo. Iban armados con sus viejos fusiles herrumbrosos, los viejos fusiles colgados desde hacía treinta años sobre las chimeneas de las cocinas, y se parecían bastante a un destacamento de guardas rurales.

Cuando hubo una treintena alrededor de él, el coman­dante, en pocas palabras, los puso al corriente de los sucesos; después, volviéndose hacia su estado mayor: «Y ahora, actuemos», dijo.

Los habitantes se congregaban, examinaban y plati­caban.

El doctor decidió rápidamente su plan de campaña:

«Teniente Picart, usted avanzará hasta las ventanas de ese ayuntamiento y conminará al señor de Varnetot, en nombre de la República, a entregarme la casa de la villa.»

Pero el teniente, un maestro albañil, se negó:

«Pues sí que es usted listo. Para que me larguen un tiro. Muchas gracias. Los que están allí dentro tienen buena puntería, ya lo sabe usted. Haga el recado usted mismo.»

El comandante se puso rojo.

«Le ordeno que vaya en nombre de la disciplina.» El teniente se rebeló:

«No pienso dejar que me rompan la cara sin saber por qué.»

Los notables, reunidos en un grupo próximo, se echa­ron a reír. Uno de ellos exclamó:

«Tienes razón, Picart, no es el momento.» Entonces el doctor murmuró: «¡Cobardes!»

Y, dejando su sable y su revólver en manos de un soldado, avanzó con paso lento, con los ojos clavados en las ventanas, esperando ver salir un cañón de fusil apun­tado hacia él.

Cuando sólo estaba a unos metros del edificio, las puertas de los dos extremos que daban paso a las dos escuelas se abrieron, y una oleada de pequeños seres, niños por aquí, niñas por allá, escaparon por ellas y empezaron a jugar en la gran plaza vacía, chillando, como una manada de gansos, en torno al doctor, que no podía hacerse oír.

En cuanto los últimos alumnos salieron, las dos puertas volvieron a cerrarse.

El grueso de los críos se dispersó por fin, y el coman­dante llamó con voz potente:

¡Señor de Varnetot!»

Se abrió una ventana del primer piso. El señor de Varnetot apareció.

El comandante prosiguió:

«Caballero, ya conoce usted los grandes acontecimien­tos que acaban de cambiar la faz del gobierno. Aquel al que usted representa ya no existe. El que yo represento sube al poder. En estas dolorosas aunque decisivas cir­cunstancias, vengo a pedirle, en nombre de la nueva

República, que ponga en mis manos las funciones con las que lo había investido el poder anterior.» El señor de Varnetot respondió:

«Señor doctor, soy el alcalde de Canneville, nombrado por la autoridad competente, y seguiré siendo alcalde de Canneville mientras no haya sido revocado y reempla­zado por un mandato de mis superiores. Como alcalde, estoy en mi casa en el ayuntamiento, y aquí me quedo. Por lo demás, intente hacerme salir.»

Y cerró la ventana.

El comandante regresó hacia su tropa. Pero, antes de explicarse, miró de arriba a abajo al teniente Picart. «¡Es usted un valiente! ¡Menudo conejo, la vergüenza del ejército! Lo degrado de su puesto.» El teniente respondió:

«Me importa un pepino.»

Y fue a mezclarse con el grupo murmurador de los habitantes.

Entonces el doctor vaciló. ¿Qué hacer? ¿Dar el asalto? Pero sus hombres, ¿avanzarían? Y, además, ¿tenía dere­cho a hacerlo?

Lo iluminó una idea. Corrió a telégrafos, cuya oficina estaba frente al ayuntamiento, al otro lado de la plaza. Y envió tres despachos:

A los señores miembros del gobierno republicano, en París; Al nuevo prefecto republicano del Sena Inferior, en Ruán; Al nuevo subprefecto republicano de Dieppe.

Exponía la situación, hablaba del peligro corrido por el municipio al quedar en manos del ex-alcalde monár­quico, ofrecía sus abnegados servicios, pedía órdenes y firmaba acompañando su nombre de todos sus títulos.

Después regresó hacia su cuerpo de ejército y, sacando diez francos del bolsillo, dijo: «Tengan, amigos míos, vayan a comer y beber un poco; dejen aquí sólo un destacamento de diez hombres para que nadie salga del ayuntamiento.»

Pero el ex-teniente Picart, que charlaba con el relo­jero, lo oyó; se echó a reír burlonamente y pronunció: «Pardiez, si salen, será una oportunidad de entrar. Sin eso, no acabo de verlo a usted allí dentro.»

El doctor no respondió y se marchó a almorzar.

Por la tarde, dispuso guardias todo alrededor del mu­nicipio, como si estuviera amenazado por una sorpresa.

Pasó varias veces ante las puertas de la alcaldía y de la iglesia sin observar nada sospechoso; hubiérase dicho que los edificios estaban vacíos.

El carnicero, el panadero y el farmacéutico volvieron a abrir sus tiendas.

Se cotilleaba mucho en las casas. Si el emperador estaba prisionero, alguna traición habría debajo. No se sabía exactamente cuál de las repúblicas volvía.

Cayó la noche.

Hacia las nueve, el doctor se acercó solo, sin hacer ruido, a la entrada del edificio municipal, persuadido de que su adversario se había marchado a dormir; y cuando se disponía a hundir la puerta a golpes de pico, una voz potente, la de un guardia, preguntó de pronto: «¿Quién va?»

Y el señor Massarel se batió en retirada a todo correr.

Se alzó el día sin que la situación hubiera cambiado en nada.

La milicia armada ocupaba la plaza. Todos los habitan­tes se habían reunido en torno a la tropa, esperando una solución. Los de los pueblos vecinos llegaban a ver.

Entonces, el doctor, comprendiendo que se jugaba su reputación, resolvió acabar fuera como fuera; e iba a tomar una resolución cualquiera, enérgica seguramente, cuando se abrió la puerta de telégrafos y la criadita de la directora apareció, llevando en la mano dos papeles.

Se dirigió primero hacia el comandante y le entregó uno de los despachos; después, cruzando el centro de­sierto de la plaza, intimidada por todos los ojos clavados en ella, con la cabeza gacha y a menudos pasos, fue a llamar suavemente a la casa atrancada, como si hubiera

ignorado que en ella se ocultaba un partido armado.

La puerta se entreabrió; una mano de hombre recibió el mensaje, y la chiquilla regresó, muy colorada, a punto de llorar, al ser así contemplada por el pueblo entero.

El doctor pidió con voz vibrante:

«Un poco de silencio, por favor.»

Y cuando el populacho calló, prosiguió orgullosa­mente:

«He aquí la comunicación que acabo de recibir del gobierno.» Y, alzando su despacho, leyó:

«Ex-alcalde revocado. Sírvase avisar urgentemente. Recibirá instrucciones ulteriores.

Por el subprefecto,

SAPIN, concejal.»

Triunfaba; su corazón latía de gozo; sus manos tembla­ban, pero Picart, su antiguo subalterno, le gritó desde un grupo vecino:

«Todo eso está bien; pero si los otros no salen, ¿de qué le sirve su papel?»

Y el señor Massarel palideció. En efecto, si los otros no salían, iba a tener que avanzar él. No era solamente su derecho, sino también su deber.

Y miraba ansiosamente al ayuntamiento, esperando que iba a ver abrirse la puerta y replegarse a su adversario.

La puerta seguía cerrada. ¿Qué hacer? La muchedum­bre aumentaba, se agolpaba alrededor de la milicia. Reían.

Una reflexión torturaba sobre todo al médico. Si daba el asalto, tendría que marchar a la cabeza de sus hom­bres; y como, muerto él, toda oposición cesaría, era sobre él, sobre él solamente sobre quien tirarían el señor de Varnetot y sus tres guardias. Y disparaban bien, muy bien; Picart acababa de repetírselo. Pero lo iluminó una idea y, volviéndose hacia Pommel:

«Vaya en seguida a pedir al farmacéutico que me preste una servilleta y un palo.»

El lugarteniente se precipitó.

Iba a hacer una bandera de parlamento, una bandera blanca cuya visión acaso alegrara el corazón legitimista del ex-alcalde.

Pommel regresó con la prenda pedida y un mango de escoba. Con unos bramantes montaron un estandarte que el señor Massarel aferró con ambas manos; y avanzó de nuevo hacia el ayuntamiento sujetándolo ante sí. Cuando estuvo frente a la puerta, volvió a llamar: «Señor de Varnetot.» La puerta se abrió de pronto, y el señor de Varnetot apareció en el umbral con sus tres guardias.

El doctor retrocedió con un movimiento instintivo; después, saludó cortésmente a su enemigo y pronunció, estrangulado por la emoción: «Vengo, caballero, a co­municarle las instrucciones que he recibido.»

El aristócrata, sin devolverle el saludo, respondió: «Me retiro, señor, pero sepa usted bien que no es por temor, ni por obediencia al odioso gobierno que usurpa el poder.» Y, resaltando cada palabra, declaró: «No quiero que parezca que sirvo ni un solo día a la República. Eso es todo.»

Massarel, cortado, no respondió nada; y el señor de Varnetot echó a andar con pasos rápidos, desapareciendo por una esquina de la plaza, seguido siempre por su escolta.

Entonces el doctor, loco de orgullo, regresó hacia la muchedumbre. En cuanto estuvo lo bastante cerca para hacerse oír, gritó: «¡Hurra! ¡Hurra! La República triunfa en toda la línea.»

Nadie manifestó la menor emoción.

El médico prosiguió: «El pueblo es libre, sois libres, independientes. ¡Enorgulleceos de ello!»

Los aldeanos inertes lo miraban sin que la menor gloria iluminase sus ojos.

A su vez, él los contempló, indignado de su indiferen­cia, buscando lo que podría decir, lo que podría hacer para dar un gran golpe, electrizar a aquel pueblo plácido, cumplir su misión de iniciador.

Lo invadió una inspiración y, volviéndose hacia Pom­mel: «Teniente, vaya a buscar el busto del ex-emperador que está en la sala de juntas del concejo, y tráigalo con una silla.»

Pronto el hombre reapareció trayendo sobre el hom­bro derecho el Bonaparte de yeso, y llevando en la mano izquierda una silla de paja.

El señor Massarel fue a su encuentro, cogió la silla, la dejó en el suelo, colocó sobre ella el busto blanco y después, retrocediendo unos pasos, lo interpeló con voz sonora:

«Tirano, tirano, hete ahí caído, caído en el lodo, caído en el fango. La patria expirante gemía bajo tu bota. El Destino vengador te ha herido. La derrota y la vergüenza han hecho presa en ti; caes vencido, prisionero del prusiano; y, sobre las ruinas de tu imperio que se des­ploma, la joven y radiante República se yergue, reco­giendo tu espada rota...»

Esperaba unos aplausos. Ningún grito, ninguna pal­mada estalló. Los campesinos pasmados callaban; y el busto de puntiagudos bigotes que sobresalían de las mejillas a ambos lados, el busto inmóvil y bien peinado como una muestra de peluquero, parecía mirar al señor Massarel con su sonrisa de yeso, una sonrisa inefable y burlona.

Así estaban, frente a frente, Napoleón sobre su silla, el médico de pie, a tres pasos de él. La cólera asaltó al comandante. Pero ¿qué hacer? ¿Qué hacer para emocio­nar a aquel pueblo y ganar definitivamente esta victoria de la opinión?

Su mano, por casualidad, se posó sobre el vientre, y encontró, bajo su cinturón rojo, la culata de su revólver.

No se le ocurría ninguna idea, ninguna palabra. Enton­ces, sacó su arma, dio dos pasos y, a quemarropa, ful­minó al ex-monarca.

La bala hizo en la frente un agujerito negro, parecido a una mancha, casi nada. El efecto había fallado. El señor Massarel disparó un segundo tiro, que hizo un segundo

agujero, después un tercero, y después, sin detenerse, soltó los tres últimos. La frente de Napoleón volaba convertida en polvo blanco, pero los ojos, la nariz y las finas guías de los bigotes seguían intactos.

Entonces, exasperado, el doctor derribó la silla de un puñetazo y, apoyando un pie sobre el resto del busto, en una postura de triunfador, se volvió hacia el público aturdido vociferando: «¡Perezcan así todos los traido­res! »

Pero como seguía sin manifestarse el menor entu­siasmo, como los espectadores continuaban pasmados de asombro, el comandante gritó a los hombres de la mili­cia: «Ya podéis regresar a vuestros hogares.» Y él mismo se dirigió a grandes pasos hacia su casa, como si huyera.

Su criada, en cuanto apareció, le dijo que unos enfer­mos lo esperaban desde hacía tres horas en su despacho. Corrió a él. Eran los dos campesinos de las varices, de vuelta con el alba, obstinados y pacientes.

Y el viejo reanudó al punto su explicación: «Empezó con unos hormigueos que me corrían sin parar a lo largo de las piernas...»

(«Un coup d'Etat», Clair de lune, 1884.)

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