El camión del tío Otto
Stephen King
Para mí representa un gran esfuerzo, y al mismo tiempo un desahogo, el poder transcribir todo esto.
Desde que encontré a mi tío Otto muerto no he podido dormir, e incluso ha habido días en que creí que me había vuelto loco. Y por otro lado, todo sería más agradable de no haber tenido este objeto aquí, en mi estudio, donde puedo observarlo, cogerlo o estrujarlo, si así lo deseo. No, no quiero hacerlo; no quiero tocarlo. Pero a veces uno actúa en contra de su deseo.
Si no lo hubiese sacado de aquella casita de una sola habitación al huir de allí, podría convencerme de que todo había sido una alucinación, el reflejo de un cerebro agotado y sobreexcitado. Pero está aquí. Interfiere la luz. Tiene peso. Puede ser sostenido en la mano.
Todo sucedió de verdad, ¿sabéis?
La mayoría de los que leéis estas memorias no os las creeréis, a no ser que os suceda algo parecido.
Todo cuento de intriga debe tener un origen ignoto, o un secreto. Éste tiene ambos. Permitidme, ante todo, que empiece relatándoos cómo mi tío Otto, que había sido distinguido con la insignia Castle County, llegó a pasar los últimos veinte años de su vida en una casita de una sola pieza, sin agua corriente, a las afueras de un pueblo pequeño.
Otto nació en el año 1905, y era el mayor de cinco hermanos. Mi padre era el más joven de los hijos de los Schenk, y había nacido en 1920; por eso mi tío Otto siempre me pareció muy viejo, especialmente porque yo era el más joven de los cuatro hijos de mis padres; nací en 1955.
Al igual que muchos otros industriales alemanes, mis abuelos llegaron a los Estados Unidos con algún dinero. A mi abuelo, que se estableció en Derry a causa de la industria maderera, de la cual entendía algo, le fue muy bien, y sus hijos nacieron en circunstancias favorables.
Mi abuelo murió en 1925. El tío Otto, que entonces tenía veinte años, fue el único heredero. Se mudó a Castle Rock y empezó a especular a lo grande. En los cinco años siguientes hizo una gran fortuna, negociando con las tierras y con la madera. Se compró una gran casa en Castle Hill, tenía criados, y gozaba de la envidiable situación de ser un joven relativamente atractivo (el calificativo de «relativamente» era a causa de sus gafas) y además el soltero más solicitado del pueblo. Se conservó soltero toda su vida.
La quiebra del mercado maderero en 1929 le afectó muy seriamente. Conservó la casa en Castle Hill hasta 1933, y luego la vendió; una gran extensión de terreno boscoso había salido a la venta y él quería comprarla a toda costa. El terreno pertenecía a la New England Paper Company.
La compañía New England Paper todavía existe en la actualidad, y si deseaseis adquirir acciones de esta empresa os diría: «¡Adelante!». Pero en 1933 la compañía ofrecía grandes extensiones de terreno a precios de liquidación por incendio, en un último intento para permanecer a flote.
¿Cuánto terreno quería mi tío? El acuerdo original, el hecho fabuloso, se ha perdido, y las cuentas difieren, pero en todos los documentos se habla de más de dieciséis millones de metros cuadrados, la mayoría de los cuales se hallaban en Castle Road, pero en su totalidad se extendían desde Waterford hasta Sweden. Cuando el trato fue roto, la New England Paper ofrecía el terreno a seis dólares los mil metros cuadrados si —y aquí estaba el truco— el comprador lo adquiría todo.
Eso suponía un total de casi cien mil dólares. El tío Otto no los tenía, y aceptó un socio, un yanqui llamado George McCutcheon. Hoy en día los apellidos Schenk y McCutcheon son bien conocidos en las ciudades de Nueva Inglaterra, y la compañía Schenk and McCutcheon extiende sus dominios desde Central Falls hasta Derry.
McCutcheon era un hombre fornido, con una gran barba negra, y como mi tío, también llevaba gafas. Su padre y mi abuelo habían sido grandes amigos; el tío Otto había conocido a McCutcheon como resultado de esa amistad. Y al igual que mi tío, su socio había heredado una gran fortuna. Debió de ser una respetable cantidad, puesto que él y el tío Otto pudieron realizar juntos la compra de los dieciséis millones de metros cuadrados, sin ningún problema. Su asociación duró veintidós años —hasta el año en que yo nací—, y durante ese período todo lo que el negocio les deparó fue prosperidad.
Sin embargo, todo empezó con la compra de los dieciséis millones de metros cuadrados, que se extendían a lo largo de tres municipios al oeste de Maine. Ambos se dedicaron a explorar esa inmensidad en el camión de McCutcheon. Cruzaban las pistas forestales y los senderos para los camiones madereros, avanzando en primera la mayor parte del tiempo, superando vaguadas y remontando obstáculos. Ambos se turnaban al volante. Dos hombres jóvenes se habían convertido en terratenientes, en las oscuras simas de la gran depresión.
No estoy seguro de dónde había conseguido McCutcheon su camión; tampoco importa demasiado. Era un Cresswell, una marca que ya no existe. Tema una espaciosa cabina pintada de un rojo chillón, anchos estribos y arranque eléctrico. Si fallaba el arranque eléctrico se podía utilizar la manivela, aunque era muy fácil romperse un hombro al intentarlo, si no se tenía mucho cuidado, pues la palanca solía retroceder bruscamente. La plataforma del vehículo tenía ocho metros de largo, y llevaba barras a ambos lados. Pero lo que recuerdo con mayor intensidad de aquel camión era su morro, que al igual que la cabina era rojo como la sangre. Para acceder al motor había que extraer dos paneles metálicos, uno a cada lado. El radiador era tan grande como el pecho de un hombre vigoroso. Ciertamente, se trataba de un objeto monstruoso y desagradable.
El camión de McCutcheon se estropeaba, y era reparado; se averiaba de nuevo, y volvía a ser reparado. Pero cuando el Cresswell se estropeó definitivamente, lo hizo de manera espectacular. Sucumbió como aquella maravillosa calesa tirada por un caballo del poema de Holmes, de golpe.
McCutcheon ascendía, junto con el tío Otto, la carretera del Black Henry un día del año 1953. Según admitió después mi tío, ambos estaban «absolutamente borrachos». El tío Otto, que en aquel momento iba al volante, se dirigió hacia las colinas Trinity. Ebrio como estaba, se olvidó de reducir la velocidad al descender por el lado abrupto de la ladera. El viejo motor del Cresswell se sobrecalentó. Ni el tío Otto ni McCutcheon vieron la aguja roja superar la zona amarilla a la derecha del marcador. En la base de la colina hubo una explosión tal que elevó los rojizos flancos del motor cual alas de dragón. El tapón del radiador voló en el cielo estival. El vapor se elevaba en un potente chorro. El aceite bullía empapando las juntas. Mi tío pisó el pedal del freno, pero el Cresswell había desarrollado en el último año la mala costumbre de ir perdiendo líquido de frenos, y el pedal se hundió hasta el suelo. No podía ver por dónde iban, y se salió de la carretera. Al principio cayeron en una zanja, y después fuera de ella. De haber estallado el Cresswell, todo habría estado bien. Pero el motor siguió en marcha; primero explotó un pistón, y luego dos más, igual que petardos el día de san Juan. Uno de ellos, según comentaba el tío Otto, perforó la puerta de su lado, que se había abierto, dejando un agujero por el que fácilmente podía pasar un puño. Acabaron en un campo de heno. De no haber estado el parabrisas completamente cubierto de aceite, habrían disfrutado de una espléndida vista de las White Mountains. Así acabó el Cresswell; nunca más salió de aquel campo, por supuesto propiedad del tío Otto y de George McCutcheon. Los dos hombres, considerablemente sobrios tras la experiencia, salieron para examinar los desperfectos. Ninguno de ellos era mecánico, pero no había necesidad de serlo para comprobar que la herida era mortal. El tío Otto estaba consternado —o así se lo dijo a mi padre—, y se ofreció a pagar el camión. George McCutcheon le contestó que no dijese tonterías. De hecho, McCutcheon estaba en éxtasis. Había echado una mirada en torno, al campo y a las montañas, y había decidido que aquél era el lugar apropiado para construir su casa cuando se retirase. Así se lo contó al tío Otto, en un tono normalmente reservado para las conversaciones religiosas. Regresaron juntos a la carretera y de allí a Castle Rock en el camión de la panadería Cushman, que pasó por allí casualmente.
McCutcheon le dijo a mi padre que había sido la voluntad de Dios; había estado buscando un lugar apropiado donde asentarse definitivamente, y allí había estado todo el tiempo, en la pradera que cruzaban tres o cuatro veces por semana, sin echarle siquiera una ojeada. La voluntad divina, repitió, ignorando que él mismo iba a morir en ese campo dos años más tarde, chafado bajo el morro de su propio camión, que pasó a ser del tío Otto cuando George murió.
McCutcheon pidió a Billy Dodd que le ayudara con su camión grúa para mover el Cresswell y ponerlo de cara a la carretera. Así podría verlo, decía, cada vez que pasase por allí. Y cuando fuese definitivamente retirado, haría que el constructor excavase en el lugar que había ocupado el camión la bodega de su futura casa. McCutcheon era algo sentimental, pero no era un hombre que dejase que los sentimientos se interpusieran en el camino del dinero. Cuando un especulador llamado Baker vino un año más tarde y le ofreció la compra de las llantas y los neumáticos del Cresswell, aduciendo que teman la medida correcta para reparar su vehículo, McCutcheon tomó sus 20 dólares como un rayo. Y eso que, según recuerdo, tenía por aquellos tiempos una fortuna cercana al millón de dólares. También le pidió a Baker que antes de llevarse las ruedas construyera una plataforma elevada para el Cresswell. Decía que no le agradaba la idea de pasar por allí y ver el camión en el suelo, hundido y rodeado de heno, cual una ruina cualquiera. Baker así lo hizo.
Un año más tarde, el Cresswell se liberó de sus soportes y cayó, aplastando a McCutcheon. Los viejos narradores cuentan la historia con cierto retintín. Siempre la concluyen añadiendo que confían en que George McCutcheon disfrutase los 20 dólares que recibió por aquellas ruedas.
Yo crecí en Castle Rock. Cuando nací, mi padre trabajaba para Schenk and McCutcheon. El camión que había sido de George McCutcheon y acabó siendo de mi tío Otto (al igual que el resto de sus pertenencias) suponía un hito en mi vida. Mi madre era cliente de Warris, en Bridgton, y la carretera de Black Henry era el camino para ir allí. Por lo tanto, cada vez que íbamos, allí estaba el camión, con las White Mountains al fondo. Ya no se elevaba sobre una plataforma —el tío Otto había dicho que con un accidente había suficiente—, pero el simple recuerdo de lo acontecido bastaba para que un chico como yo, de pantalones cortos, sintiese un escalofrío.
El camión permanecía siempre allí. En verano; en otoño, cuando los robles y los olmos llameaban en los límites de los sembrados cual antorchas; en invierno, cuando ráfagas de viento helado soplaban por la carretera y nubes de polvo lo envolvían, y con sus faros como ojos saltones parecía un mastodonte forcejeando en arenas movedizas; y en primavera, cuando los campos se empapaban con las lluvias de marzo, y yo me preguntaba cómo no se hundía en el lodazal. De no haber sido por la sólida base de roca que lo sustentaba, seguramente habría desaparecido. Sin embargo, a lo largo de todas las estaciones del año, allí permanecía.
Una vez, incluso llegué a subirme a él. Un día, mi padre se paró en el arcén, cuando íbamos a la feria de Fryeburg, me tomó de la mano y me dejó en el campo junto al camión, sin saber el mucho miedo que yo le tema. Yo había leído las historias que contaban de cómo se había deslizado hacia delante cual una silenciosa y peligrosa bestia y había aplastado al socio de mi tío. Había oído esos cuentos sentado allí, en la barbería, callado como un ratón detrás de un ejemplar de Life; había oído a los hombres narrar cómo había sido aplastado, y decir que confiaban en que el viejo George hubiese disfrutado de aquellos 20 dólares que recibió por las ruedas. Uno de ellos —debió de ser Billy Dodd, el viejo loco padre de Frank— dijo que McCutcheon había quedado «como una calabaza chafada por una rueda de tractor». Esta imagen frecuentó mis sueños durante meses. Pero mi padre, por supuesto, no tenía ni idea de ello. El pensaba que me gustaría entrar en la cabina de aquel viejo camión; había notado la manera en que yo lo observaba cada vez que pasábamos por el lugar, y confundió, supongo, mi temor con una admiración que yo estaba lejos de sentir.
Recuerdo los dorados tallos del heno, su brillo pajizo al ser mecidos por las brisas del mes de octubre. Recuerdo el sabor grisáceo del aire, un poco amargo, algo áspero; y el tono plateado de la yerba muerta. Recuerdo el suisst suisst de nuestros pasos. Pero lo que más recuerdo es su silueta creciendo y creciendo, el radiador rugiendo feroz al mostrar los dientes, el color rojo sangre de la pintura, la turbia mirada del parabrisas. También recuerdo aquel pánico hasta entonces desconocido por mí, bañándome como una ola todavía más fría y gris que el mismo aire, cuando mi padre, tomándome por las axilas, me introdujo en la cabina, diciendo: «¡Condúcelo hasta Portland, Quentin! ¡Llévatelo!». Recuerdo el aire golpeándome en la cara mientras subía cada vez más arriba; y entonces, el nítido sabor fue reemplazado por el olor del aceite requemado, del cuero viejo y —lo juro— de la sangre. Recuerdo que trataba de no llorar mientras mi padre permanecía allí, observándome, con una amplia sonrisa cubriéndole el rostro, convencido de que me estaba proporcionando un infierno de emoción (y así era, mas no como él pensaba). Tuve la certeza de que si mi padre se alejaba, o simplemente me daba la espalda, aquel camión me tragaría. ¡Me comería vivo! Y sólo quedaría de mí una masa masticada y despedazada..., algo así como una calabaza chafada por una rueda de tractor.
Empecé a llorar, y mi padre, que era el mejor de los hombres, me bajó, me calmó, y me llevó de regreso al coche. Me encaramó sobre sus hombros, y desde allí observé al disminuido camión, rojo como la sangre, quieto, en el campo; la enorme silueta del radiador; el oscuro agujero redondo donde el cigüeñal parecía observarlo todo como un horripilante cuenco hueco, y quise decirle a mi padre que había olido a sangre, que ésa era la razón de que hubiese llorado. No encontré la manera de hacerlo. Supongo que, de todas formas, él no me hubiese creído.
Como un niño de cinco años que todavía creía en Santa Claus, también creí que la sensación de pánico que me había poseído cuando mi padre me introdujo en la cabina del camión provenía del vehículo. Me llevó veinte años darme cuenta de que el Cresswell no fue quien asesinó a George McCutcheon; mi tío Otto lo hizo.
El Cresswell fue un hito en mi vida, pero no sólo en la mía. Estaba en la mente de todo el mundo. Si explicabas a alguien cómo ir desde Bridgton hasta Castle Rock, añadías que sabrían que iban por el camino apropiado si veían un enorme y viejo camión rojo fuera de la carretera, en un campo de heno, a la izquierda, a unos cuatro kilómetros más o menos después de dejar la nacional 302. Muy a menudo, se veían turistas aparcados en los blandos arcenes (a veces, sus vehículos quedaban atrapados; era una buena ocasión para reírse), tomando fotografías de las White Mountains, con el camión del tío Otto en primer plano, como un detalle pintoresco. Durante mucho tiempo mi padre llamó al lugar «La Colina del Camión Turístico», pero luego dejó de hacerlo. Para entonces, la obsesión del tío Otto por el lugar se había convertido en algo demasiado importante como para ser divertido.
¿Qué le había sucedido al tío Otto?
Hay muchas maneras de responder a esa pregunta. Todas ellas son razonables; ninguna probable. Lo mejor será, pienso, que lo cuente todo: lo que sospecho y lo que intuyo.
Que él mató a McCutcheon es algo de lo cual estoy absolutamente seguro. «Lo aplastó como a una calabaza», habían dicho los enterados de la barbería. Uno de ellos había añadido: «Apuesto a que estaba allí, a los pies del camión, rezando, como uno de esos moros gordinflones que adoran a Alá. Me lo imagino muy bien. Estaban majaras, los dos. Fijaros cómo ha acabado Otto Schenk, si no me creéis. Al otro lado de la carretera, en aquella cabaña que él creía que la ciudad iba a usar como escuela, tan loco como una rata chiflada».
Sus comentarios fueron unánimemente aceptados con cabeceos afirmativos y miradas de reojo, pero ni uno de los enterados de la barbería consideró que esa imagen —McCutcheon arrodillado «como uno de esos moros gordinflones» a los pies del camión que se elevaba sobre unos soportes podridos— era tan sospechosa como excéntrica.
Los chismorreos son siempre objetos candentes en una población pequeña; cualquiera puede ser acusado de ladrón, adúltero, cazador furtivo, o timador, con la más débil de las evidencias y las más salvajes deducciones. Creo que lo que salva a este comportamiento de ser algo asqueroso es que los comentarios en las barberías y los cuchicheos en los comercios suelen ser obviamente ingenuos. Es como si la gente desease creer en hechos sin importancia o faltos de entidad —los llegan a inventar si no existen— para que la conciencia del mal quede más allá de sus vidas, aunque ésta flote delante de ellos, bajo sus propias narices, como una maligna y mágica alfombra sacada de uno de los bellos cuentos de esos moros gordinflones.
¿Cómo sé que él lo hizo? ¿Porque estaba con McCutcheon aquel día? No, lo sé por el camión, por el Cresswell. Cuando su obsesión empezó a superarlo, el tío Otto se fue a vivir allí cerca, en aquella casita, aunque en los últimos años de su vida estuviese mortalmente asustado por la creencia de que el camión cruzaría un día la carretera.
Supongo que el tío Otto se llevó a McCutcheon al campo donde el Cresswell estaba encaramado sobre sus soportes, con la excusa de hablar sobre los planes para la nueva casa. McCutcheon siempre estaba dispuesto a hablar de la casa y de su próximo retiro. Una compañía muy importante —no menciono su nombre, pues de hacerlo la podríais reconocer— había hecho a los socios la oferta del siglo, y McCutcheon estaba muy interesado en aceptarla. Pero el tío Otto no tenía el más mínimo interés. Se sabía que habían estado discutiendo continuamente acerca de ello desde la primavera. Y pienso que este desacuerdo fue la motivación primordial que impulsó al tío Otto a deshacerse de su socio.
Creo que el plan de mi tío consistió en dos cosas: primero, debilitó la base de los soportes que sostenían al camión; y segundo, depositó algo en el suelo, justo delante del vehículo, de manera que McCutcheon pudiese verlo.
¿Qué clase de objeto? No lo sé. Algo brillante. ¿Un diamante? ¿Nada más que un trozo de cristal roto? No importa. Brillaba y relucía con el sol. McCutcheon debió de verlo. Si no, seguro que el tío Otto se lo señaló.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalándolo.
—¡Cáspita! —dijo McCutcheon, y se acercó a mirar.
McCutcheon se dejó caer sobre las rodillas delante del Cresswell, «como uno de esos moros gordinflones que adoran a Alá», intentando coger el objeto, mientras mi tío se deslizaba de manera casual hacia la trasera del vehículo. Un buen empujón, y éste se vino abajo, dejando a McCutcheon plano. Aplastado como una calabaza.
Sospecho que debía de haber demasiado de pirata dentro de él para morir inmediatamente. En mi imaginación, puedo verlo en el suelo, aprisionado bajo el morro del Cresswell. Hilos de sangre le salen por la nariz, la boca y las orejas; su cara está blanca como el papel; sus ojos negros le suplican a mi tío que le ayude, que le ayude con urgencia. Lo imagino pidiéndole, suplicándole ayuda y, finalmente, acusando a mi tío, prometiéndole que lo atraparía, que lo mataría, que acabaría con él... Y mi tío permaneció allí, observando, hasta que todo terminó.
Pienso que el temor y la angustia se apoderaron del tío Otto, un temor y una angustia que fueron minando su salud.
Poco después de la muerte de McCutcheon mi tío empezó a hacer cosas que en un principio fueron descritas, por los enterados de la barbería, como poco comunes, luego como ridículas y, más tarde, como «lamentablemente peculiares». Lo que por fin hizo que fuese descrito, en el hiriente argot de la barbería, como «tan loco como una rata chiflada» quedó sumido en el olvido. No obstante, entre los posibles motivos destaca, por supuesto, el que construyese una casita frente al Cresswell, al otro lado de la carretera, y después se fuese a vivir a ella. Sin embargo, nadie dudaba que sus peculiaridades empezaron justo en la época en que George McCutcheon murió.
En el año 1965 el tío Otto construyó una casita de una sola habitación, frente al camión, al otro lado de la carretera. En el pueblo se hablaba constantemente de los motivos que el viejo Otto Schenk podía tener para querer asentarse allí, en el Black Henry, pero la sorpresa fue total cuando el tío Otto remató su obra haciendo que Chuckie Barger le diese una capa de brillante pintura roja y anunciando luego que el edificio era una donación que él hacía al pueblo, «una bella y nueva escuela», dijo, y añadió que sólo pedía que le pusiesen el nombre de su antiguo socio.
Las altas esferas de Castle Rock se quedaron estupefactas, al igual que el resto del pueblo. La mayoría de ellos había ido a una escuela de ese tipo, de una sola habitación (o pensaban que así había sido, lo que viene a ser lo mismo). Pero en 1965 todas las escuelas de una sola habitación habían desaparecido de Castle Rock. La última de ellas, la escuela Castle Ridge, había sido cerrada el año anterior. La comunidad tenía ahora una escuela primaria de vidrio y cemento en las afueras del pueblo y una bonita escuela superior en la calle Carbine. Como resultado de su excéntrica oferta, el tío Otto pasó de ser «un individuo singular» a ser «lamentablemente peculiar» de la noche a la mañana.
Las altas esferas le hicieron llegar una carta (nadie se atrevía a visitarle en persona) agradeciéndole amablemente el detalle, y deseando que tuviese presente al pueblo en el futuro, pero declinaron el uso de la pequeña escuela, aduciendo que las necesidades escolares de los niños del pueblo ya estaban suficientemente cubiertas.
El tío Otto tuvo un ataque de ira. ¿Recordar al pueblo en el futuro? Los recordaría —le comentó a mi padre—, claro que sí, pero no tal como ellos creían. Él no se había caído de la cuna el día anterior. Él era duro de pelar. Y si en el pueblo querían estar a malas con él, iban a aprender que sabía mear como una mofeta que se hubiese bebido un barril de cerveza.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó mi padre.
Mi madre se había ido con sus lanas a seguir haciendo punto en el piso de arriba. Solía decir que no le gustaba el tío Otto; decía que olía como un hombre que no se daba un baño en meses, aunque le hiciese buena falta, «y él, ¡un hombre rico!», solía añadir arrugando la nariz. Creo que su olor no la ofendía en realidad, sino que le tenía miedo. Por entonces el tío Otto había llegado a tener un aspecto lamentablemente peculiar, al igual que su comportamiento. Llevaba unos pantalones de trabajo color verde, con tirantes, una camiseta afelpada, y unas enormes botas de trabajo amarillas. Sus ojos giraban en extrañas direcciones mientras hablaba.
—Te preguntaba qué ibas a hacer con la casita, ahora —le repitió mi padre.
—Vivir en la jodida casa —le espetó.
Y así lo hizo.
La historia de sus últimos años no necesita de muchas aclaraciones. Sufrió esa oscura clase de locura que a menudo comentan las páginas de sucesos en los periódicos sensacionalistas: «Millonario muerto de desnutrición en un apartamento de los suburbios». «La mendiga poseía una fortuna, según revela su cuenta bancaria.» «Viejo terrateniente muere recluido en su mansión.»
Se mudó a la casita roja —en los últimos años se tornó pardusca, de un rosa aguado— a la semana siguiente. Nada de lo que mi padre le dijo pudo hacerle cambiar de parecer. Un año más tarde liquidó el negocio que, según creo, le había llevado a cometer un homicidio para conservarlo. Sus excentricidades se habían multiplicado, pero su sentido de los negocios no le había abandonado, y realizó la operación con muy buenas —«sustanciosas» sería de hecho una expresión más adecuada— ganancias.
Así era mi tío Otto, con una fortuna de unos siete millones de dólares y viviendo en aquella casita en la carretera del Black Henry. Su casa en el pueblo fue cerrada. Por entonces había progresado de «lamentablemente peculiar» a «tan loco como una rata chiflada». Su próximo avance le llevó a una descripción más larga, menos colorista pero mucho más ominosa: «quizá peligroso», que normalmente iba seguida de sospechas.
A su manera, el tío Otto se convirtió también en una referencia, como el camión al otro lado de la carretera. Aunque dudo que ningún turista se parase a tomarle una fotografía. Le había crecido una barba más amarilla que blanca, teñida por la nicotina y el humo de los cigarrillos. Había engordado. Sus mejillas cedieron en forma de colgajos de piel arrugada con grietas llenas de suciedad. Los campesinos solían verlo de pie, en la puerta de su peculiar casita, quieto, sin noción del tiempo, mirando a la carretera y al otro lado de ésta. Mirando a su camión. Cuando el tío Otto dejó de ir al pueblo, mi padre fue el único que se preocupó de que no se muriese de hambre. Le llevaba alimentos cada semana, y los pagaba de su propio bolsillo, puesto que el tío Otto nunca le reembolsaba los gastos; ni siquiera se le ocurrió, imagino. Papá murió dos años antes que el tío Otto, cuyo dinero fue a parar a la universidad del Departamento Forestal de Maine. Tengo entendido que quedaron encantados. Teniendo en cuenta la cantidad, debieron de estarlo.
A partir de 1972, cuando obtuve mi carnet de conducir, solía ser yo quien le llevase los alimentos. Al principio el tío Otto desconfiaba, y me observaba detenidamente, pero con el tiempo llegó a tomarme confianza. Fue tres años más tarde, en 1975, cuando me comentó por primera vez que el camión se estaba arrastrando hacia la casa.
Por entonces yo iba a la universidad de Maine, pero pasaba el verano en casa, y volví a adquirir el viejo hábito de llevarle los alimentos al tío Otto cada semana. Él se sentaba ante su mesa, fumando, y me observaba sin perder detalle mientras yo colocaba los alimentos en su sitio. Pensé que debía de haber olvidado quién era yo; a veces así me lo parecía... o así lo aparentaba él. Un día, incluso, me heló la sangre al gritar por la ventana: «¿Eres tú, George?» cuando yo me acercaba a la casa.
Aquel día en particular, era el mes de junio de 1975, me interrumpió en mitad de una conversación sin sentido y trivial, que yo estaba provocando, para preguntarme abruptamente:
—¿Qué tienes que ver con el camión, Quentin?
Su actitud provocó una respuesta honesta por mi parte.
—Me mojé los pantalones dentro de la cabina cuando tenía cinco años —le dije—. Creo que, de subirme de nuevo, volvería a mojármelos.
El tío Otto se rió con fuerza durante largo rato. Me volví y lo miré con curiosidad. Era la primera vez que lo oía reír. Acabó atragantándose, y tosiendo de tal manera que las mejillas se le enrojecieron vivamente.
Luego me miró con intensidad. Sus ojos relucían.
—Se está acercando, Quent —dijo.
—¿Cómo, tío Otto? —le pregunté.
Creí que se trataba de uno de sus incongruentes cambios de conversación, de un tema a otro. Quizá se refería a que la Navidad estaba próxima; o el fin del milenio; o el retomo de Cristo.
—Ese espantoso camión —dijo, mirándome con fijeza y de una manera confidencial que no me agradaba en absoluto—. Más cerca cada año.
—¿De veras? —pregunté cautelosamente, pensando que una nueva y desagradable idea le rondaba por la cabeza.
Eché una mirada al Cresswell, allí al otro lado de la carretera, rodeado de heno y con las White Mountains detrás de él, a lo lejos, y por un instante de auténtica locura me pareció que estaba más cerca. Entonces pestañeé y la ilusión se esfumó. El camión, por supuesto, estaba donde siempre había estado.
—¡Sí, sí! —exclamó—. Se acerca un poco más cada año.
—Ya. Quizá necesites otras gafas, tío. Yo no noto ninguna diferencia.
—¡Por supuesto que no! —siseó—. Tampoco puedes ver la manecilla horaria de tu reloj moviéndose. ¿O sí puedes? Hay cosas que se desplazan demasiado despacio para que podamos apreciar su movimiento, a no ser que se las observe detenidamente todo el tiempo. Tal como yo observo a ese camión.
Me guiñó un ojo y yo temblé.
—¿Por qué habría de moverse? —pregunté.
—Viene a por mí, ésa es la razón —dijo—. Me tiene entre ceja y ceja. Algún día se presentará aquí mismo, y será el fin. Me chafará como hizo con George, y será el fin.
Sus últimas palabras me atemorizaron; lo razonable de su tono fue lo que más me impresionó. Y la forma más habitual de responder ante el terror, entre la gente joven, es tomárselo a la ligera.
—Tienes que mudarte a tu casa del pueblo si eso te preocupa, tío Otto —le aconsejé, y nadie habría dicho por el tono descuidado de mi voz que incesantes escalofríos me recorrían la espalda.
Me miró. Observó el camión al otro lado de la carretera.
—No puedo, Quentin —me dijo—. A veces un hombre debe permanecer de una pieza, y aguardar que venga hacia él.
—¿Que venga qué, tío Otto? —le pregunté, aunque sospechaba que debía de referirse al camión.
—El destino —dijo, guiñándome de nuevo el ojo.
Pero esta vez parecía asustado.
Mi padre cayó enfermo de los riñones en 1979. La misma enfermedad que pocos días antes parecía que estaba remitiendo acabó con él.
Entre visita y visita, de las muchas que acudieron al hospital en el otoño de aquel año, mi padre y yo hablamos del tío Otto. Papá me dijo que tenía ciertas sospechas acerca de lo que realmente había ocurrido en 1955, sospechas leves, pero que fueron la base de mis sospechas posteriores, bastante más serias.
Mi padre no tema idea de lo intensa y profunda que había llegado a ser la obsesión del tío Otto por el camión. Yo sí. Se pasaba todo el día allí, observándolo. Observándolo como lo haría un hombre que mirase su reloj, esperando ver moverse la manecilla horaria. Creía que se le estaba acercando.
¿Acaso estos detalles no constituían una prueba de su sentimiento de culpabilidad?
En 1981 el tío Otto había perdido lo poco que le quedaba de buenas maneras. Un hombre más pobre habría sido desalojado tiempo atrás, pero los millones en el banco pueden hacer olvidar muchas extravagancias en un pueblo pequeño, sobre todo si la suficiente gente piensa que en el testamento del individuo chiflado puede haber algo de provecho para el municipio. Aún así, en 1981 la gente empezó a comentar insistentemente la posibilidad de sacar al tío Otto de sus pertenencias. La escueta frase «quizá peligroso» había ya desbancado definitivamente a la anterior: «tan loco como una rata chiflada».
Había tomado por costumbre el ir a orinar al otro lado de la carretera, en lugar de dar la vuelta a la casa e ir a la parte de atrás, donde tenía el excusado. Algunas veces sacudía el puño ante el Cresswell mientras meaba, y en más de una ocasión, algunas personas que pasaban en coche por la carretera pensaron que lo sacudía ante ellas. El camión con las White Mountains al fondo era una cosa; el tío Otto meando en el arcén, con los tirantes caídos hasta las rodillas, era algo completamente diferente. Eso no era una atracción turística.
Dado que por aquel entonces yo ya no iba a la universidad, seguía llevándole los alimentos cada semana. Intenté convencerle para que dejase de hacer sus necesidades en la carretera, al menos en el verano, cuando las gentes de Michigan, Missouri o Florida que pasaban casualmente por allí podían verlo.
Nunca lo conseguí. Él no podía prestar atención a cosas tan banales, cuando tema la preocupación que el camión le causaba. Su relación con el Cresswell era ya obsesiva. Había llegado a proclamar que se hallaba en su lado de la carretera, en su mismo terreno, de hecho.
—Me levanté la pasada noche alrededor de las tres y allí estaba, justo detrás de la ventana —me dijo—. Lo vi, ahí mismo. La luna relucía sobre su parabrisas, a menos de tres metros de donde yo me hallaba. Casi se me para el corazón. Casi se me para, Quentin.
Salí con él al exterior y le señalé el Cresswell, diciéndole que seguía estando donde siempre había estado, al otro lado de la carretera, donde McCutcheon tenía pensado edificar.
No me hizo caso.
—Así es como tú lo ves, chico —dijo con salvaje e infinito desprecio, el cigarrillo temblándole entre los dedos y sus ojos girando desbocados—. Así es como tú lo ves.
—Tío Otto —le dije—, uno ve lo que quiere ver.
Como si no me hubiese oído, añadió siseante:
—Casi me atrapa.
Sentí un escalofrío. No parecía estar loco. Tenía un aspecto miserable, y aterrado también. Pero no loco. Por un momento recordé a mi padre alzándome al interior de la cabina, el olor del aceite, del cuero... y de la sangre.
—Casi me atrapa —repitió.
Murió tres semanas más tarde. Yo fui quien lo encontró. Era un miércoles por la noche, y yo había salido con dos bolsas llenas de alimentos en el asiento trasero, tal como hacía cada miércoles al anochecer.
Era una noche caliente y espesa. De vez en cuando se oía un trueno en la lejanía. Recuerdo que me sentía muy nervioso mientras me deslizaba por la carretera de Black Henry al volante de mi Pontiac. Una extraña sensación de que algo iba a ocurrir me oprimía el pecho, y yo me empeñaba en convencerme de que todo se debía a la baja presión atmosférica.
Giré el último recodo del camino y, por un momento, justo cuando la casita del tío Otto apareció ante mi vista, creí ver al maldito camión parado allí, ante la puerta de la casa, enorme y desafiante con su pintura roja y sus carcomidos barrotes laterales. Traté de frenar, pero antes de que hubiese puesto el pie sobre el pedal del freno pestañeé, y la visión desapareció. Sin embargo, de alguna manera, supe que el tío Otto había muerto.
Me detuve ante la puerta de la casa y corrí hacia ella, olvidándome de los alimentos.
—¡Tío Otto! —grité—. ¿Estás bien?
La puerta estaba abierta; él no la cerraba nunca. Una vez le había preguntado el motivo de que no lo hiciese, y me respondió, con el mismo tono paciente que se usa para explicar a un simple un detalle obvio, que el tener la puerta cerrada no iba a mantener alejado al Cresswell.
Estaba tumbado en su cama, vestido con sus pantalones verdes y su camiseta afelpada. Sus ojos denotaban calma. No creo que llevase muerto más de dos horas. No había moscas ni olores, aunque había sido un día brutalmente caluroso.
—¿Tío Otto?
Esta vez hablé más calmado. Ya no esperaba una respuesta. Uno no se queda quieto en la cama, boca arriba, con los ojos abiertos, por el mero placer de despertar sospechas. Si sentí algo, fue paz. Ya había acabado todo.
—¿Tío Otto? —Me acerqué a él—. ¿Tío?
Me callé, observando por primera vez cuan extrañamente desfigurada estaba la parte inferior de su rostro, cuan hinchada y retorcida. También por primera vez me di cuenta de cómo sus ojos miraban con ira desde sus cuencas. Pero no miraban al techo o a la muerte, sino que estaban vueltos hacia la pequeña ventana que había sobre la cama.
«Me levanté la pasada noche alrededor de las tres, y allí estaba, justo detrás de la ventana, Quentin. Casi me atrapa.»
«Aplastado como una calabaza», había oído decir a uno de los enterados de la barbería, mientras me refugiaba detrás de un ejemplar de Life, simulando leer, y oliendo, mezclado con las voces, el aroma de las cremas y lociones.
«Casi me alcanza, Quentin.»
—¿Tío Otto? —susurré.
Y al acercarme lentamente a la cama donde yacía, tuve la impresión de estar empequeñeciendo, no sólo en tamaño, sino también en edad... Tenía de nuevo veinte años, quince, diez, ocho, seis y..., finalmente, cinco. Vi más que noté mi manita temblorosa acercándose a su cara. Al tocarlo, levanté la vista y la ventana se llenó con el destellante parabrisas del Cresswell. Aunque sólo duró un instante, juraría con la mano sobre la Biblia que no fue una alucinación. El Cresswell estaba allí, en la ventana, a menos de dos metros de donde yo me hallaba.
Había cogido con la mano las mejillas del tío Otto, supongo que tratando de examinar su extraña hinchazón. Cuando vi el camión en la ventana, mi mano trató de cerrarse en un puño, olvidando que con ella sujetaba la parte inferior del rostro del cadáver.
En ese preciso instante, el camión desapareció de la ventana como el humo, o como el espíritu que supongo que era. Entonces oí un terrible sonido silbante. Un líquido caliente me bañó la mano. Miré hacia abajo, a mi mano, pues no sentía en ella precisamente el tacto de la carne húmeda, sino que notaba algo duro y anguloso. Miré hacia abajo, y lo vi. Entonces empecé a gritar. De la boca y la nariz de mi tío Otto manaba aceite, al igual que de sus ojos, de donde fluía como lágrimas. Pero no era simplemente aceite; había algo más brotando de su boca.
Seguía gritando, pero por unos instantes fui incapaz de moverme, incapaz de apartar mi mano, llena de aceite, de su rostro; incapaz de apartar mis ojos de aquella cosa enorme que estaba brotando de su boca, deformando de tal manera el contorno de su rostro.
Por fin, mi agarrotamiento cedió y salí volando de la casita, todavía gritando. Corrí hasta el Pontiac, me lancé a su interior, y me largué de allí. Las bolsas de alimentos cayeron del asiento al suelo. Se rompieron los huevos.
No entiendo cómo no me maté en los primeros kilómetros; miré el cuentakilómetros y vi que iba a más de cien. Aflojé la marcha y realicé unas cuantas inspiraciones profundas, para poder recuperar algo el control. Empecé a darme cuenta de que no podía dejar al tío Otto tal como lo había encontrado; eso habría suscitado demasiadas preguntas. ¡Debía regresar!
Y también, tengo que admitirlo, me había dominado una cierta curiosidad, algo malsana. Ahora desearía que no hubiese sido así. Pienso que debería haber superado esa curiosidad demoníaca; pero no lo hice. Ojalá los hubiese dejado solucionar sus propios problemas. Seguramente habrían creído que el grotesco final del tío Otto había sido un triste suicidio. Pero regresé, y me entretuve unos cinco minutos en el marco de la puerta. Me quedé en el mismo sitio y en la misma posición en que él había pasado tanto tiempo en los últimos años de su vida, mirando al camión. Permanecí allí y llegué a la conclusión de que el camión, aunque de manera casi imperceptible, había modificado su posición.
Entonces entré.
Había, ahora sí, un ligero tufillo en la habitación, y las primeras moscas giraban y zumbaban sobre su negruzco y oleoso rostro. Miré nerviosamente hacia la ventana donde había visto aparecer al Cresswell y entonces avancé y abrí la boca del tío Otto.
Lo que había estado vomitando era un pistón..., sucio, grasiento y muy, muy viejo.
Me lo llevé conmigo. Ahora desearía no haberlo hecho pero, lamentablemente, estaba bajo los efectos de un shock. Todo podía haber sido mucho más agradable si no tuviese ese objeto aquí, en mi estudio, donde puedo mirarlo, tocarlo y sopesarlo si así lo deseo. El pistón que saqué de su boca.
Si no lo hubiese sacado de aquella pequeña habitación en la que entré por segunda vez, podría intentar convencerme de que todo lo sucedido —no sólo el hecho de haber visto al Cresswell pegado a la ventana como un gran mastín rojo, sino todo— había sido una alucinación. Pero está aquí. Intercepta la luz. Es real. Tiene peso.
«El camión se está acercando cada año», decía mi tío, y al parecer tenía razón. Pero ni siquiera tenía idea de cuánto podía llegar a aproximarse.
El veredicto del pueblo fue que el tío Otto se había suicidado tragando aceite. Fue la comidilla de Castle Rock durante nueve días.
Carl Durkin, el enterrador, y no precisamente el más discreto de los vecinos, comentó que cuando los forenses lo abrieron para hacerle la autopsia encontraron más de tres cuartos de litro, pero no en su estómago, no; estaban repartidos por todo su organismo.
Sin embargo, lo que más intrigó a los ciudadanos fue el hecho de que no se pudo hallar ninguna lata. Ninguna. Ni botes, ni botellas, ningún recipiente. Nada.
Tal como dije al principio, la mayoría de vosotros no os creeréis esta historia..., al menos hasta que os suceda algo parecido.
Pero el camión sigue todavía allí, en su sitio... Y además es cierto: todo sucedió.
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