.

..

ºº

.

EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

↑ Grab this Headline Animator

domingo, 13 de enero de 2013

666 - EDGAR ALLAN POE - LIGEIA



EDGAR ALLAN POE
LIGEIA


Y allí se encuentra la voluntad, que no fenece. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su vigor? Pues Dios es una gran voluntad que penetra todas las cosas por la naturaleza de su atención. El hombre no se rinde a los ángeles, ni por entero a la muerte, salvo únicamente por la flaqueza de su débil voluntad.
JOSETH GLANVILL

No puedo, por mi alma, recordar ahora cómo, cuándo, ni exactamente dónde trabe por primera vez conocimiento con Lady Ligeia. Largos años han transcurrido desde entonces, y mi memoria es débil porque ha sufrido mucho. O quizá no puedo ahora recordar aquellos extremos porque, en verdad, el carácter de mi amada, su raro saber, la singular aunque plácida clase de su belleza, y la conmovedora y dominante elocuencia de su hondo lenguaje musical se han abierto camino en mi corazón con paso tan constante y cautelosamente progresivo, que ha sido inadvertido y desconocido. Creo, sin embargo, que la encontré por vez primera, y luego con mayor frecuencia, en una vieja y ruinosa ciudad cercana al Rin. De seguro, le he oído hablar de su familia. Está fuera de duda que provenía de una fecha muy remota. ¡Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que por su naturaleza se adaptan más que cualesquiera otros a amortiguar las impresiones del mundo exterior, me bastó este dulce nombre —Ligeia— para evocar ante mis ojos, en mi fantasía, la imagen de la que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, ese recuerdo centellea, sobre mí, que no he sabido nunca el apellido paterno de la que fue mi amiga y mi prometida, que llegó a ser mi compañera de estudios y al fin, la esposa de mi corazón. ¿Fue aquello una orden mimosa por parte de mi Ligeia? ¿O fue una prueba de la fuerza de mi afecto lo que me llevó a no hacer investigaciones sobre ese punto? ¿O fue más bien un capricho mío, una vehemente y romántica ofrenda sobre el altar de la más apasionada devoción? Si sólo recuerdo el hecho de un modo confuso, ¿cómo asombrarse de que haya olvidado tan por completo las circunstancias que le originaron o le acompañaron? Y en realidad, si alguna vez el espíritu que llaman novelesco, si alguna vez la brumosa y alada Ashtophet del idólatra Egipto, preside, según dicen los matrimonios fatídicamente adversos, con toda seguridad presidió el mío.
Hay un tema dilecto, empero, sobre el cual no falla mi memoria. Es este la persona de Ligeia. Era de alta estatura, algo delgada, e incluso en los últimos días muy demacrada. Intentaría yo en vano describir la majestad, la tranquila soltura de su porte o la incomprensible ligereza y flexibilidad de su paso. Llegaba y partía como una sombra. No me daba cuenta jamás de su entrada en mi cuarto de estudio, salvo por la amada música de su apagada y dulce voz, cuando posaba ella su marmórea mano sobre mi hombro. En cuanto a la belleza de su faz, ninguna doncella la ha igualado nunca. Era el esplendor de un sueño de opio, una visión aérea y encantadora, más ardorosamente divina que las fantasías que revuelan alrededor de las almas dormidas de las hijas de Delos. Con todo, sus rasgos no poseían ese modelado regular que nos han enseñado falsamente a reverenciar con las obras clásicas del paganismo. "No hay belleza exquisita —dice Bacon, Lord Verulam—, hablando con certidumbre de todas las formas y genera de belleza, sin algo extraño en la proporción." No obstante, aunque yo veía que los rasgos de Ligeia no poseían una regularidad clásica, aunque notaba que su belleza era realmente "exquisita", y sentía que había en ella mucho de "extraño", me esforzaba en vano por descubrir la irregularidad y por perseguir los indicios de mi propia percepción de "lo extraño". Examinaba el contorno de la frente alta y pálida —una frente irreprochable: ¡cuán fría es, en verdad, esta palabra cuando se aplica a una majestad tan divina!—, la piel que competía con el más puro marfil, la amplitud imponente, la serenidad, la graciosa prominencia de las regiones que dominaban las sienes; y luego aquella cabellera de un color negro como plumaje de cuervo, brillante, profusa, naturalmente rizada, y que demostraba toda la potencia del epíteto homérico, "¡jacintina!". Miraba yo las líneas delicadas de la nariz, y en ninguna parte más que en los graciosos medallones hebraicos había contemplado una perfección semejante. Era la misma tersura de superficie, la misma tendencia casi imperceptible a lo aguileño, las mismas aletas curvadas con armonía
que revelaban un espíritu libre. Contemplaba yo la dulce boca. Encerraba el triunfo de todas las cosas celestiales: la curva magnifica del labio superior, un poco corto, el aire suave y voluptuosamente reposado del interior, los hoyuelos que se marcaban y el color que hablaba, los dientes reflejando en una especie de relámpago cada rayo de luz bendita que caía sobre ellos en sus sonrisas serenas y plácidas, pero siempre radiantes y triunfadoras. Analizaba la forma del mentón, y allí también encontraba la gracia, la anchura, la dulzura, la majestad, la plenitud y la espiritualidad griegas, ese contorno que el dios Apolo reveló sólo en sueños a Cleómenes, el hijo del ateniense. Y luego miraba yo los grandes ojos de Ligeia.
Para los ojos no encuentro modelos, en la más remota antigüedad. Acaso era en aquellos ojos de mi amada donde residía el secreto al que Lord Verulam alude. Eran, creo yo, más grandes que los ojos ordinarios de nuestra propia raza. Más grandes que los ojos de la gacela de la tribu del valle de Nourjahad. Aun así, a ratos era —en los momentos de intensa excitación— cuando esa particularidad se hacia más notablemente impresionante en Ligeia. En tales momentos su belleza era —al menos, así parecía quizá a mi imaginación inflamada— la belleza de las fabulosas huríes de los turcos. Las pupilas eran del negro más brillante y bordeadas de pestañas de azabache muy largas; sus cejas, de un dibujo ligeramente irregular, tenían ese mismo tono. Sin embargo, lo extraño que encontraba yo en los ojos era independiente de su forma, de su color y de su brillo, y debía atribuirse, en suma, a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido, puro sonido, vasta latitud en que se atrinchera nuestra ignorancia de lo espiritual! ¡La expresión de los ojos de Ligeia! ¡Cuántas largas horas he meditado en ello; cuántas veces, durante una noche entera de verano, me he esforzado en sondearlo! ¿Qué era aquello, aquel lago más profundo que el pozo de Demócrito que vacía en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era aquello? Se adueñaba de mí la pasión de descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas! Habían llegado a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y era yo para ellas el más devoto de los astrólogos.
No existe hecho, entre las muchas incomprensibles anomalías de la ciencia psicológica, que sea más sobrecogedoramente emocionante que el hecho —nunca señalado, según creo, en las escuelas— de que, en nuestros esfuerzos por traer a la memoria una cosa olvidada desde hace largo tiempo, nos encontremos con frecuencia al borde mismo del recuerdo, sin ser al fin capaces de recordar. Y así, ¡cuántas veces, en mi ardiente análisis de los ojos de Ligeia, he sentido acercarse el conocimiento pleno de su expresión! ¡Lo he sentido acercarse, y a pesar de ello, no lo he poseído del todo, y por último, ha desaparecido con absoluto! Y (¡extraño, oh, el más extraño de todos los misterios!) he encontrado en los objetos más vulgares del mundo una serie de analogías con esa expresión. Quiero decir que, después del periodo en que la belleza de Ligeia pasó por mi espíritu y quedó allí como en un altar, extraje de varios seres del mundo material una sensación análoga a la que se difundía sobre mí, en mí, bajo la influencia de sus grandes y luminosas pupilas. Por otra parte, no soy menos incapaz de definir aquel sentimiento, de analizarlo o incluso de tener una clara percepción de él. Lo he reconocido, repito, algunas veces en el aspecto de una viña crecida deprisa, en la contemplación de una falena1, de una mariposa, de una crisálida, de una corriente de agua presurosa. Lo he encontrado en el océano, en la caída de un meteoro. Lo he sentido en las miradas de algunas personas de edad desusada. Hay en el cielo una o dos estrellas (en particular, una estrella de sexta magnitud, doble y cambiante, que se puede encontrar junto a la gran estrella de la Lira) que, vistas con telescopio, me han producido un sentimiento análogo. Me he sentido henchido de él con los sonidos de ciertos instrumentos de cuerda, y a menudo en algunos pasajes de libros. Entre otros innumerables ejemplos, recuerdo muy bien algo en un volumen de Joseph Glanvill que (tal vez sea simplemente por su exquisito arcaísmo, ¿quién podría decirlo?) no ha dejado nunca de inspirarme el mismo sentimiento: "Y allí se encuentra la voluntad que no fenece. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad, y su vigor? Pues Dios es una gran voluntad que penetra todas las cosas por la naturaleza de su atención. El hombre no se rinde a los ángeles ni por entero a la muerte, salvo únicamente por la flaqueza de su débil voluntad."
Durante el transcurso de los años, y por una sucesiva reflexión, he logrado trazar, en efecto, alguna remota relación entre ese pasaje del moralista inglés y una parte del carácter de Ligeia. Una intensidad de pensamiento, de acción, de palabra era quizá el resultado, o por lo menos, el indicio de una gigantesca volición que, durante nuestras largas relaciones, hubiese podido dar otras y más inmediatas pruebas de su existencia. De todas las mujeres que he conocido, ella, la tranquila al exterior, la siempre
1 Nombre de diversas mariposas crepusculares o nocturnas. (Nota de El Trauko).
plácida Ligeia, era la presa más desgarrada por los tumultuosos buitres de la cruel pasión. Y no podía yo evaluar aquella pasión, sino por la milagrosa expansión de aquellos ojos que me deleitaban y me espantaban al mismo tiempo, por la melodía casi mágica, por la modulación, la claridad y la placidez de su voz muy profunda, y por la fiera energía (que hacia el doble de efectivo el contraste con su manera de pronunciar) de las vehementes palabras que prefería ella habitualmente.
He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, tal como no lo he conocido nunca en una mujer. Sabía a fondo las lenguas clásicas, y hasta donde podía apreciarlo mi propio conocimiento, los dialectos modernos europeos, en los cuales no la he sorprendido nunca en falta. Bien mirado, sobre cualquier tema de la erudición académica tan alabada, sólo por ser más abstrusa, ¿he sorprendido en falta nunca a Ligeia? ¡Cuán singularmente, cuán emocionantemente, había impresionado mi atención en este último periodo sólo aquel rasgo en el carácter de mi esposa! He dicho que su cultura superaba la de toda mujer que he conocido; pero ¿dónde está el hombre que haya atravesado con éxito todo el amplio campo de las ciencias morales, físicas y matemáticas? No vi entonces lo que ahora percibo con claridad; que los conocimientos de Ligeia eran gigantescos, pasmosos; por mi parte, me daba la suficiente cuenta de su infinita superioridad para resignarme, con la confianza de un colegial, a dejarme guiar por ella a través del mundo caótico de las investigaciones metafísicas, del que me ocupé con ardor durante los primeros años de nuestro matrimonio.
¡Con qué vasto triunfo, con qué vivas delicias, con qué esperanza etérea la sentía inclinada sobre mí en medio de estudios tan poco explorados, tan poco conocidos, y veía ensancharse en lenta graduación aquella deliciosa perspectiva ante mí, aquella larga avenida, espléndida y virgen, a lo largo de la cual debía yo alcanzar al cabo la meta de una sabiduría harto divinamente preciosa para no estar prohibida!
Por eso, ¡Con qué angustioso pesar vi, después de algunos años, mis esperanzas tan bien fundadas abrir las alas juntas y volar lejos! Sin Ligeia, era yo nada más que un niño a tientas en la noche. Sólo su presencia, sus lecturas podían hacer vivamente luminosos los múltiples misterios del transcendentalismo en el cual estábamos sumidos. Privado del radiante esplendor de sus ojos, toda aquella literatura aligera y dorada, se volvía insulsa, de una plúmbea tristeza. Y ahora aquellos ojos iluminaban cada vez con menos frecuencia las páginas que yo estudiaba al detalle. Ligeia cayó enferma. Los ardientes ojos refulgieron con un brillo demasiado glorioso; los pálidos dedos tomaron el tono de la cera, y las azules venas de su ancha frente latieron impetuosamente vibrantes en la más dulce emoción. Vi que debía ella morir, y luché desesperado en espíritu contra el horrendo Azrael. Y los esfuerzos de aquella apasionada esposa fueron, con asombro mío, aún más enérgicos que los míos. Había mucho en su firme naturaleza que me impresionaba y hacia creer que para ella llegaría la muerte sin sus terrores; pero no fue así. Las palabras son impotentes para dar una idea de la ferocidad de resistencia que ella mostró en su lucha con la Sombra. Gemía yo de angustia ante aquel deplorable espectáculo. Hubiese querido calmarla, hubiera querido razonar; pero en la intensidad de su salvaje deseo de vivir —de vivir; sólo de vivir—, todo consuelo y iodo razonamiento habrían sido el colmo de la locura. Sin embargo, hasta el último instante, en medio de las torturas y de las convulsiones de su firme espíritu, no flaqueó la placidez exterior de su conducta. Su voz se tornaba más dulce —más profunda—, ¡pero yo no quería insistir en el vehemente sentido de aquellas palabras proferidas con tanta calma! Mi cerebro daba vueltas cuando prestaba oído a aquella melodía sobrehumana y a aquellas arrogantes aspiraciones que la Humanidad no había conocido nunca antes.
No podía dudar que me amaba, y me era fácil saber que en un pecho como el suyo el amor no debía de reinar como una pasión ordinaria. Pero sólo con la muerte comprendí toda la fuerza de su afecto. Durante largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba ante mí su corazón rebosante, cuya devoción más que apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo podía yo merecer la beatitud de tales confesiones? ¿Cómo podía yo merecer estar condenado hasta el punto de que mi amada me fuese arrebatada con la hora de mayor felicidad? Pero no puedo extenderme sobre este tema. Diré únicamente que en la entrega más que femenina de Ligeia a un amor, ¡ay!, no merecido, otorgado a un hombre indigno de él, reconocí por fin el principio de su ardiente, de su vehemente y serio deseo de vivir aquélla vida que huía ahora con tal rapidez. Y es ese ardor desordenado, esa vehemencia en su deseo de vivir —sólo de vivir—, lo que no tengo vigor para describir, lo que me siento por completo incapaz de expresar.
A una hora avanzada de la noche en que ella murió, me llamó perentoriamente a su lado, y me hizo repetir ciertos versos compuestos por ella pocos días antes. La obedecí. Son los siguientes:
¡Mirad! ¡Esta es noche de gala después de los postreros años tristes! Una multitud de ángeles alígeros, ornados de velos, y anegados en lágrimas, siéntase en un teatro, para ver un drama de miedos y esperanzas, mientras la orquesta exhala, a ratos, la música de los astros.
Mimos, a semejanza del Altísimo, murmuran y rezongan quedamente, volando de un lado para otro; meros muñecos que van y vienen a la orden de grandes seres informes que trasladan la escena aquí y allá, ¡sacudiendo con sus alas de cóndor el Dolor invisible!
¡Qué abigarrado drama! ¡Oh, sin duda, jamás será olvidado! Con su Fantasma, sin cesar acosado, por un gentío que apresarle no puede, en un circulo que gira eternamente sobre sí propio y en el mismo sitio; ¡mucha Locura, más Pecado aún y el Horror, son alma de la trama!
Pero mirad: ¡entre la chusma mímica una forma rastrera se entremete! ¡Una cosa roja de sangre que llega retorciéndose de la soledad escénica! ¡Se retuerce y retuerce! Con jadeos mortales los mimos son ahora su pasto, los serafines lloran viendo los dientes del gusano chorrear sangre humana.
¡Fuera, fuera todas las luces! Y sobre cada forma trémula, el telón cual paño fúnebre, baja con tempestuoso ímpetu... Los ángeles, pálidos todos, lívidos, se levantan, descúbranse, afirma que la obra es la tragedia Hombre, y su héroe, el Gusano triunfante.
—¡Oh Dios mío! —gritó casi Ligeia, alzándose de puntillas y extendiendo sus brazos hacia lo alto con un movimiento espasmódico, cuando acabé de recitar estos versos—. ¡Oh Dios mío! ¡Oh Padre Divino! ¿Sucederán estas cosas irremisiblemente? ¿No será nunca vencido ese conquistador? ¿No somos nosotros una parte y una parcela de Ti? ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su vigor? El hombre no se rinde a los ángeles ni a la muerte por completo, salvo por la flaqueza de su débil voluntad.
Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer sus blancos brazos con resignación, y volvió solemnemente a su lecho de muerte. Y cuando exhalaba sus postreros suspiros se mezcló a ellos desde sus labios un murmullo confuso. Agucé el oído y distinguí de nuevo las terminantes palabras del pasaje de Glanvill: "El hombre no se rinde a los ángeles ni por entero a la muerte, salvo por la flaqueza de su débil voluntad."
Ella murió; y yo, pulverizado por el dolor, no pude soportar más tiempo la solitaria desolación de mi casa en la sombría y ruinosa ciudad junto al Rin. No carecía yo de eso que el mundo llama riqueza. Ligeia me había aportado más; mucho más de lo que corresponde comúnmente a la suerte de los mortales. Por eso, después de unos meses perdidos en vagabundeos sin objeto, adquirí y me encerré en una especie de retiro, una abadía cuyo nombre no diré, en una de las regiones más selváticas y menos frecuentadas de la bella Inglaterra.
La sombría y triste grandeza del edificio, el aspecto casi salvaje de la posesión, los melancólicos y venerables recuerdos que con ella se relacionaban, estaban, en verdad, al unísono con el sentimiento de total abandono que me había desterrado a aquella distante y solitaria región del país. Sin embargo, aunque dejando a la parte exterior de la abadía su carácter primitivo y la verdeante vetustez que tapizaba sus muros, me dediqué con una perversidad infantil, y quizá con la débil esperanza de aliviar mis penas; a desplegar por dentro magnificencias más que regias. Desde la infancia sentía yo una gran inclinación por tales locuras, y ahora volvían a mí como en una chochez del dolor. (Ay, siento que se hubiera podido descubrir un comienzo de locura en aquellos suntuosos y fantásticos cortinajes, en aquellas solemnes esculturas egipcias, en aquellas cornisas y muebles raros, en los ¡extravagantes ejemplares de aquellos tapices granjeados de oro! Me había convertido en un esclavo forzado de las ataduras del opio, y todos mis trabajos y mis planes habían tomado el color de mis sueños. Pero no me detendré en detallar aquellos absurdos. Hablaré sólo de aquella estancia maldita para siempre, donde en un momento de enajenación mental conduje al altar y tomé por esposa —como sucesora de la inolvidable Ligeia— a Lady Rowena Trevanion de Tremaine, de rubios cabellos y ojos azules.
No hay una sola parte de la arquitectura y del decorado de aquella estancia nupcial que no aparezca ahora visible ante mí. ¿Dónde tenía la cabeza la altiva familia de la prometida para permitir, impulsada por la sed de oro, a una joven tan querida que franqueara el umbral de una estancia adornada así? Ya he dicho que recuerdo minuciosamente los detalles de aquella estancia, aunque olvide tantas otras cosas de aquel extraño periodo; y el caso es que no había, en aquel lujo fantástico, sistema que pudiera imponerse a la memoria. La habitación estaba situada en una alta torre de aquella abadía, construida como un castillo; era de forma pentagonal y muy espaciosa. Todo el lado sur del pentágono estaba ocupado por una sola ventana —una inmensa superficie hecha de una luna entera de Venecia, de un tono oscuro—, de modo que los rayos del sol o de la luna que la atravesaban, proyectaban sobre los objetos interiores una luz lúgubre. Por encima de aquella enorme ventana se extendía el enrejado de una añosa parra que trepaba por los muros macizos de la torre. El techo, de roble que parecía negro, era excesivamente alto, abovedado y curiosamente labrado con las más extrañas y grotescas muestras de un estilo semigótico y semidruídico. En la parte central más escondida de aquella melancólica bóveda colgaba, a modo de lámpara de una sola cadena de oro con largos anillos, un gran incensario del mismo metal, de estilo árabe, y con muchos calados caprichosos, a través de los cuales corrían y se retorcían con la vitalidad de una serpiente una serie continua de luces policromas.
Unas otomanas y algunos candelabros dorados, de forma oriental, se hallaban diseminados alrededor; y estaba también el lecho —el lecho nupcial— de estilo indio, bajo y labrado en recio ébano, coronado por un dosel parecido a un paño fúnebre. En cada uno de los ángulos de la estancia se alzaba un gigantesco sarcófago de granito negro, copiado de las tumbas de los reyes frente a Luxor, con su antigua tapa cubierta toda de relieves inmemoriales. Pero era en el tapizado de la estancia, ¡ay!, donde se desplegaba la mayor fantasía. Los muros, altísimos —de una altura gigantesca, más allá de toda proporción—, estaban tendidos de arriba abajo de un tapiz de aspecto pesado y macizo, tapiz hecho de la misma materia que la alfombra del suelo, y de la que se veía en las otomanas, en el lecho de ébano, en el dosel de éste y con las suntuosas cortinas que ocultaban parcialmente la ventana. Aquella materia era un tejido de oro de los más ricos. Estaba moteado, en espacios irregulares, de figuras arabescas, de un pie de diámetro, aproximadamente, que hacían resaltar sobre el fondo sus dibujos de un negro de azabache. Pero aquellas figuras no participaban del verdadero carácter del arabesco más que cuando se las examinaba desde un solo punto de vista. Por un procedimiento hoy muy corriente, y cuyos indicios se encuentran en la más remota antigüedad, estaban hechas de manera que cambiaban de aspecto. Para quien entrase en la estancia, tomaban la apariencia de simples monstruosidades; pero, cuando se avanzaba después, aquella apariencia desaparecía gradualmente, y paso a paso el visitante, variando de sitio en la habitación, se veía rodeado de una procesión continua de formas espantosas, como las nacidas de la superstición de los normandos o como las que se alzan en los sueños pecadores de los
frailes. El efecto fantasmagórico aumentaba en gran parte por la introducción artificial de una fuerte corriente de aire detrás de los tapices, que daba al conjunto una horrenda e inquietante animación.
Tal era la mansión, tal era la estancia nupcial en donde pasé, con la dama de Tremaine, las horas impías del primer mes de nuestro casamiento, y las pasé con una leve inquietud. Que mi esposa temiese las furiosas extravagancias de mi carácter, que me huyese y me amase apenas, no podía yo dejar de notarlo; pero aquello casi me complacía. La odiaba con un odio más propio del demonio que del hombre. Mi memoria se volvía (¡oh, con qué intensidad de dolor!) hacia Ligeia, la amada, la augusta, la bella, la sepultada. Gozaba recordando su pureza, su sabiduría, su elevada y etérea naturaleza, su apasionado e idólatra amor. Ahora mi espíritu ardía plena y libremente con una llama más ardiente que la suya propia. Con la excitación de mis sueños de opio (pues estaba apresado de ordinario por las cadenas de la droga), gritaba su nombre con el silencio de la noche, o durante el día en los retiros escondidos de los valles, como si con la energía salvaje, la pasión solemne, el ardor devorador de mi ansia por la desaparecida, pudiese yo volverla a los caminos de esta tierra que había ella abandonado —¡ah!, ¿era posible?— para siempre.
A principios del segundo mes de matrimonio, Lady Rowena fue atacada de una dolencia repentina, de la que se repuso lentamente. La fiebre que la consumía hacia sus noches penosas, y en la inquietud de un semisopor, hablaba de ruidos y de movimientos que se producían con un lado y en otro de la torre, y que atribuía yo al trastorno de su imaginación o acaso a las influencias fantasmagóricas de la propia estancia. Al cabo entró en convalecencia, y por último, se restableció. Aun así, no había transcurrido más que un breve periodo de tiempo, cuando un segundo y más violento ataque la volvió a llevar al lecho del dolor, y de aquel ataque no se restableció nunca del todo su constitución, que había sido siempre débil. Su dolencia tuvo desde esa época un carácter alarmante y unas recaídas más alarmantes aún que desafiaban toda ciencia y los denodados esfuerzos de sus médicos. A medida que se agravaba aquel mal crónico, que desde entonces, sin duda, se había apoderado por demás de su constitución para ser factible que lo arrancasen medios humanos, no pude impedirme de observar una imitación nerviosa creciente y una excitabilidad en su temperamento por las causas más triviales de miedo. Volvió ella a hablar, y ahora, con mayor frecuencia e insistencia, de ruidos —de ligeros ruidos— y de movimientos insólitos en los tapices, a los que había ya aludido.
Una noche, hacia fines de septiembre, me llamó la atención sobre aquel tema angustioso en un tono más desusado que de costumbre. Acababa ella de despertarse de un sueño inquieto, y había yo espiado, con un sentimiento medio de ansiedad, medio de vago terror, las muecas de su demacrado rostro. Me hallaba sentado junto al lecho de ébano en una de las otomanas indias. Se incorporó ella a medias y habló en un excitado murmullo de ruidos que entonces oía, pero que yo no podía oír, y de movimientos que entonces veía, aunque yo no los percibiese. El viento corría veloz por detrás de los tapices, y me dediqué a demostrarle (lo cual debo confesar que no podía yo creerlo del todo) que aquellos rumores apenas articulados y aquellos cambios casi imperceptibles en las figuras de la pared eran tan sólo los efectos naturales de la corriente de aire habitual. Pero una palidez mortal que se difundió por su cara probó que mis esfuerzos por tranquilizarla eran inútiles. Pareció desmayarse, y no tenía yo cerca criados a quienes llamar. Recordé el sitio donde estaba colocada una botella de un vino suave, recetado por los médicos, y crucé, presuroso, por la estancia para cogerla. Pero al pasar bajo la luz del incensario, dos detalles de una naturaleza impresionante atrajeron mi atención. Había yo sentido algo palpable, aunque invisible, que pasaba cerca de mi persona, y vi sobre el tapiz de oro, en el centro mismo de la viva luz que proyectaba el innecesario, una sombra, una débil e indefinida sombra de angelical aspecto, tal como se puede imaginar la sombra de una forma. Pero como estaba yo vivamente excitado por una dosis excesiva de opio, no concedí más que una leve importancia a aquellas cosas ni hablé de ellas a Rowena. Encontré el vino, crucé de nuevo la habitación y llené un vaso que acerqué a los labios de mi desmayada mujer. Entretanto, se había repuesto en parte, y cogió ella misma el vaso, mientras me dejaba yo caer sobre una otomana cerca del lecho, con los ojos fijos en su persona. Fue entonces cuando oí claramente un ligero rumor de pasos sobre la alfombra junto al lecho, y un segundo después, cuando Rowena hacia ademán de alzar el vino hasta sus labios, vi o pude haber soñado que veía caer dentro del vaso, como de alguna fuente invisible que estuviera en el aire de la estancia, tres o cuatro anchas gotas de un liquido brillante color rubí. Si yo lo vi, Rowena no lo vio. Bebió el vino sin vacilar, y me guarde bien de hablarle de aquel incidente que tenia yo que considerar, después de todo,
como sugerido por una imaginación sobreexcitada a la que hacían morbosamente activa el terror de mi mujer, el opio y la hora.
A pesar de todo, no pude ocultar a mi propia percepción que, inmediatamente después de la caída de las gotas color rubí, un rápido cambio —pero a un estado peor— tuvo lugar en la enfermedad de mi esposa; de tal modo, que a la tercera noche, las manos de sus servidores la preparaban para la tumba, y la cuarta estaba yo sentado solo, ante el cuerpo de ella envuelto en un sudario, en aquella fantástica estancia que la había recibido como a mi esposa. Extrañas visiones, engendradas por el opio, revoloteaban como sombras ante mí. Miraba con ojos inquietos los sarcófagos en los ángulos de la estancia, las figuras cambiantes de los tapices y las luces serpentinas y policromas del incensario, sobre mi cabeza. Mis ojos cayeron entonces, cuando intentaba recordar los incidentes de la noche anterior, en aquel sitio, bajo la claridad del incensario, donde había yo visto las huellas ligeras de la sombra. Sin embargo, ya no estaba allí, y respirando con gran alivio, volví la mirada a la pálida y rígida figura tendida sobre el lecho. Entonces se precipitaron sobre mí los mil recuerdos de Ligeia, y luego refluyó hacia mi corazón con la violenta turbulencia de un oleaje todo aquel indecible dolor con que la había contemplado amortajada. La noche iba pasando, y siempre con el pecho henchido de amargos pensamientos de ella, de mi solo y único amor, permanecí con los ojos fijos en el cuerpo de Rowena.
Sería medianoche o tal vez más temprano, pues no había tenido yo en cuenta el tiempo, cuando un sollozo quedo, ligero, pero muy claro, me despertó, sobresaltado, de mi ensueño. Sentí que venía del lecho de ébano, el lecho de muerte. Escuché con la angustia de un terror supersticioso, pero no se repitió aquel ruido. Forcé mi vista para descubrir un movimiento cualquiera en el cadáver, pero no se oyó nada. Con todo, no podía haberme equivocado. Había yo oído el ruido, siquiera ligero, y mi alma estaba muy despierta en mí. Mantuve resuelta y tenazmente concentrada mi atención sobre el cuerpo. Pasaron varios minutos antes de que ocurriese algún incidente que proyectase luz sobre el misterio. Por último resultó evidente que una coloración leve y muy débil, apenas perceptible, teñía de rosa y se difundía por las mejillas y por las sutiles venas de sus párpados. Aniquilado por una especie de terror y de horror indecibles, para los cuales no posee el lenguaje humano una expresión lo suficientemente enérgica, sentí que mi corazón se paralizaba y que mis miembros se ponían rígidos sobre mi asiento. No obstante, el sentimiento del deber me devolvió, por último, el dominio de mí mismo. No podía dudar ya por más tiempo que habíamos efectuado prematuros preparativos fúnebres, ya que Rowena vivía aún. Era necesario realizar desde luego alguna tentativa; pero la torre estaba completamente separada del ala de la abadía ocupada por la servidumbre, no había cerca ningún criado al que pudiera llamar ni tenía yo manera de pedir auxilio, como no abandonase la estancia durante unos minutos, a lo cual no podía arriesgarme. Luché, pues, solo, haciendo esfuerzos por reanimar aquel espíritu todavía en suspenso. A la postre, en un breve lapso de tiempo, hubo una recaída evidente; desapareció el color de los párpados y de las mejillas, dejando una palidez más que marmórea; los labios se apretaron con doble fuerza y se contrajeron con la expresión lívida de la muerte; una frialdad y una viscosidad repulsiva cubrieron en seguida la superficie del cuerpo, y la habitual rigidez cadavérica sobrevino al punto. Me deje caer, trémulo, sobre el canapé del que había sido arrancado tan de súbito, y me abandoné de nuevo, trasoñando, a mis apasionadas visiones de Ligeia.
Una hora transcurrió así, cuando (¿sería posible?) percibí por segunda vez un ruido vago que venía de la parte del lecho. Escuché, en el colmo del horror. El ruido se repitió; era un suspiro. Precipitándome hacia el cadáver, vi —vi con toda claridad— un temblor sobre los labios. Un minuto después se abrieron, descubriendo una brillante hilera de dientes perlinos. El asombro luchó entonces en mi pecho con el profundo terror que hasta ahora lo había dominado. Sentí que mi vista se oscurecía, que mi razón se extraviaba, y gracias únicamente a un violento esfuerzo, recobré al fin valor para cumplir la tarea que el deber volvía a imponerme. Había ahora un color cálido sobre la frente, sobre las mejillas y sobre la garganta; un calor perceptible invadía todo el cuerpo, e incluso el corazón tenia un leve latido. Mi mujer vivía. Con un ardor redoblado, me dediqué a la tarea de resucitarla; froté y golpeé las sienes y las manos, y utilicé todos los procedimientos que me sugirieron la experiencia y numerosas lecturas médicas. Pero fue en vano. De repente el color desapareció, cesaron los latidos, los labios volvieron a adquirir la expresión de la muerte, y un instante después, el cuerpo entero recobró su frialdad de hielo, aquel tono lívido, su intensa rigidez, su contorno hundido, y todas las horrendas peculiaridades de lo que ha permanecido durante varios días en la tumba
Y me sumí otra vez en las visiones de Ligeia, y otra vez (¿cómo asombrarse de que me estremezca mientras escribo?), otra vez llegó a mis oídos un sollozo sofocado desde el lecho de ébano. Pero (¿para qué detallar con minuciosidad los horrores indecibles de aquella noche? ¿Para qué detenerme en relatar ahora cómo, una vez tras otra, casi hasta que despuntó el alba, el horrible drama de la resurrección se repitió, cómo cada aterradora recaída se transformaba tan sólo en una muerte más rígida y más irremediable, cómo cada angustia tomaba el aspecto de una lucha con un adversario invisible, y cómo ahora cada lucha era seguida por no sé qué extraña alteración en la apariencia del cadáver? Me apresuraré a terminar.
La mayor parte de la espantosa noche había pasado, y la que estaba muerta se movió de nuevo, al presente con más vigor que nunca, aunque despertándose de una disolución más aterradora y más totalmente irreparable que ninguna. Había yo, desde hacia largo rato, interrumpido la lucha y el movimiento y permanecía sentado rígido sobre la otomana, presa impotente de un torbellino de violentas emociones, de las cuales la menos terrible quizá, la menos aniquilante, constituía un supremo espanto. El cadáver, repito, se movía, y al presente con más vigor que antes. Los colores de la vida se difundían con una inusitada energía por la cara, se distendían los miembros, y salvo que los párpados seguían apretados fuertemente, y que los vendajes y los tapices comunicaban aun a la figura su carácter sepulcral, habría yo soñado que Rowena se libertaba por completo de las cadenas de la Muerte. Pero si no acepté esta idea por entero, desde entonces no pude ya dudar por más tiempo, cuando, levantándose del lecho, vacilante, con débiles pasos, a la manera de una persona aturdida por un sueño, la forma que estaba amortajada avanzó osada y palpablemente hasta el centro de la estancia.
No temblé, no me moví, pues una multitud de fantasías indecibles, relacionadas con el aire, la estatura, el porte de la figura, se precipitaron velozmente en mi cerebro, me paralizaron, me petrificaron. No me movía, sino que contemplaba con fijeza la aparición. Había en mis pensamientos un desorden loco, un tumulto inaplacable. ¿Podía ser de veras la Rowena viva quién estaba frente a mí? ¿Podía ser de veras Rowena en absoluto, la de los cabellos rubios y los ojos azules, Lady Rowena Trevanion de Tremaine? ¿Por qué, si, por qué lo dudaba yo? El vendaje apretaba mucho la boca; pero ¿entonces podía no ser aquella la boca respirante de Lady de Tremaine? Y las mejillas eran las mejillas rosadas como en el mediodía de su vida; si, aquéllas eran de veras las lindas mejillas de Lady de Tremaine, viva. Y el mentón, con sus hoyuelos de salud, ¿podían no ser los suyos? Pero ¿había ella crecido desde su enfermedad? ¿Qué inexpresable demencia se apoderó de mí ante este pensamiento? ¡De un salto estuve a sus pies! Evitando mi contacto, sacudió ella su cabeza, aflojó la tiesa mortaja en que estaba envuelta, y entonces se desbordó por el aire agitado de la estancia una masa enorme de largos y despeinados cabellos; ¡eran más negros que las alas del cuervo de medianoche! Y entonces, la figura que se alzaba ante mí abrió lentamente los ojos.
—¡Por fin los veo! —grité con fuerza—. ¿Cómo podía yo nunca haberme equivocado? ¡Estos son los grandes, los negros, los ardientes ojos, de mi amor perdido, de Lady, de Lady Ligeia!.
F I N




666 - Edgar Allan Poe- Las Campanas

Edgar Allan Poe
Las Campanas


I ¡Escuchad el tintineo! !La sonata Del trineo Con cascabeles de plata! ¡Qué alegría tan jocunda nos inunda al escuchar la errabunda melodía de su agudo tintinear! ¡Es como una epifanía, En la ruda racha fría, la ligera melodía! ¡Cómo fulgen los luceros! -¡Verdaderos Reverberos !-Con idéntica armonía A la clara melodía Cintilando, cintilando, cintilando, ¡Cómo los cascabeles van sonando! Y en un mismo son, son único, Que igualiza un ritmo rúnico, Los luceros siguen fieles Cascabeles, cascabeles, cascabeles El son de los cascabeles, Cascabeles, cascabeles, cascabeles Cascabeles, ¡El son grato, que a rebato, surge en los cascabeles!
II Escuchar el almo coro Sonoro Que hacen las campanas todas: ¡Son las campanadas de oro De las bodas! ¡Oh, qué dicha tan profunda nos inunda al escuchar La errabunda melodía de su claro repicar! ¡Cómo revuela al desgaire Esta música en el aire! ¡Cómo a su feliz murmullo Sonoro, Con sus claras notas de oro, Se aúna la tórtola con su arrullo, Bajo la luz de la luna! ¡Qué armonía Se vacía De la alegre sinfonía De este día! ¡Cómo brota Cada nota!:
Fervorosamente, dice la felicidad remota Que predice. Y a la voz de una campana, siguen las de sus hermanas Las campanas, Las campanas, las campanas, las campanas, las campanas, las campanas, las campanas, las campanas, En sonoro ritmo de oro, de almo coro, ¡las campanas!
III ¡Oíd cual suena el bordón!: el bordón De son bronco Que pone en el corazón El espanto con su son, Con su son de bronce, ronco. ¡que tristeza tan profunda nos apresa al escuchar Cómo reza, gemebunda, la fiereza del llamar! Cómo su son taciturno, En el silencio nocturno Es grito desesperado Que no es casi pronunciado ¡De aterrado! Grito de espanto ante el fuego Y agudo alarido luego, Es un clamor que se extiende, Que el espacio ronco, hiende Y que llama; Que defiende Y que clama, clama, clama, Que clama pidiendo auxilio En tanto que ve el exilio De aquellos que el fuego, ciego y arrollador, empobrece Y el fuego que ataca y crece, Mientras se oye el ronco son, El somatén del bordón, Del bordón, bordón, bordón ¡Del bordón! ¡Cómo el alma se desgarra Cuando el son del bordón narra La aflicción ¡De aquellos que arruina el fuego! Y, cómo nos dice luego Los progresos que hace el fuego -Que va a tientas como ciego-El somatén del bordón, ¡Que es toda una narración! ¡Oh, la tempestad de ira En la que el bordón delira Y en que convulso, delira! El alma escucha anhelante la queja que da el bordón Con su son; El bordón que da su son, El bordón, bordón, bordón,
¡El bordón! Que es toda una narración el somatén del bordón Del bordón, del bordón, del bordón Del bordón, del bordón, del bordón ¡Del bordón! El grito ante el infinito, cual proscrito, ¡del bordón
IV ¡Escuchad cómo la esquila, Cómo el esquilón de hierro, Llama con voz que vacila, Al entierro! Qué meditación profunda nos inunda al escuchar la errabunda y gemebunda melodía del sonar ¡Cómo llena de pavura Su son en la noche obscura! ¡Cómo un estremecimiento Nos recorre el pensamiento que provoca su lamento! Cuando sueña La grave esquila de hierro, con su lúgubre toquido, Con su lúgubre toquido que la medianoche llena. ¡Es que las almas en pena Se han reunido! ¡Oh, la danza Al son que toda la esquila, En una noche intranquila, Su tijera de luz lila, Tocando en visión del Juicio la noche sin esperanza! Entonces, ya no vacila La grave voz de la esquila, De la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, Sino que suena furiosa, Con su voz cavernosa, Y, en un mismo son, son único, Que igualiza un ritmo rúnico, Algún ronco rayo truena Y se alumbra con relámpagos la noche sin esperanza, Mientras las almas en pena Giran, giran su danza Bajo la triste luz lila. Y en tanto se oye la grave, la grave voz de la esquila, De la esquila, de la esquila, De la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, Y en el mismo son, son único, Que igualiza un ritmo rúnico, Mientras se oye, la triste, la triste voz De la esquila, De la esquila, Furibundo rayo truena, El relámpago cintila Y los espectros en pena
Danzan al son de la esquila, De la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, Y en un mismo son, son único, Que igualiza un ritmo rúnico, Danzan al son de la esquila, De la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, ¡De la esquila! Y mientras que el rayo truena, Que el relámpago cintila Y que con furor terrible, danzan las almas en pena, Se oye la voz de la esquila, De la esquila, de la esquila, de la esquila, De la esquila, de la esquila, la voz de cuento lamento ¡de la esquila!

666 -La Carta Robada Edgard Allan Poe

La Carta Robada
Edgard Allan Poe
La Carta Robada
Edgard Allan Poe

Nihil sapientis odiosus acumine nimio. SENECA
Al anochecer de una tarde oscura y tormentosa en el otoño de18..., me hallaba en París, gozando de la
doble voluptuosidad de lameditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C.
Auguste Dupin, en un pequeño cuarto detrás de su biblioteca, autroisieme, No. 33, rue Dunot, faubourg
St. Germain. Durante una horapor lo menos, habíamos guardado un profundo silencio; a
cualquiercasual observador le habríamos parecido intencional y exclusivamente ocupados con las
volutas de humo que viciaban la atmósfera del cuarto. Yo, sin embargo, estaba discutiendo mentalmente
ciertos tópicosque habían dado tema de conversación entre nosotros, hacía algunashoras solamente; me
refiero al asunto de la rue Morgue y el misteriodel asesinato de Marie Rogét. Los consideraba de algún
modo coincidentes, cuando la puerta de nuestra habitación se abrió para dar paso anuestro antiguo
conocido, monsieur G***, el prefecto de la policíaparisina.
Le dimos una sincera bienvenida porque había en aquel hombrecasi tanto de divertido como de despreciable,
y hacía varios años queno le veíamos. Estábamos a oscuras cuando llegó, y Dupin se
levantócon el propósito de encender una lámpara; pero volvió a sentarse sinhaberlo hecho, porque
G*** dijo que había ido a consultarnos, o másbien a pedir el parecer de un amigo, acerca de un asunto
oficial quehabía ocasionado una extraordinaria agitación.
- Si se trata de algo que requiere mi reflexión - observó Dupin,absteniéndose de dar fuego a la mecha
-, lo examinaremos mejor en laoscuridad.
- Esa es otra de sus singulares ideas - dijo el prefecto, que tenía lacostumbre de llamar "singular" a
todo lo que estaba fuera de su comprensión, y vivía, por consiguiente, rodeado de una absoluta legión
de"singularidades".
- Es muy cierto -respondió Dupin, alcanzando a su visitante unapipa, y haciendo rodar hacia él un
confortable sillón.
- ¿Y cuál es la dificultad ahora? -pregunté- Espero que no sea otroasesinato.
- ¡Oh! no, nada de eso. El asunto es muy simple, en verdad, y notengo duda que podremos manejarlo
suficientemente bien nosotrossolos; pero he pensado que a Dupin le gustaría conocer los detalles
delhecho, porque es un caso excesivamente singular!...
- Simple y singular -dijo Dupin.
- Y bien, sí; y no exactamente una, sino ambas cosas a la vez. Sucede que hemos ido desconcertados
porque el asunto es tansimple, y, sin embargo nos confunde a todos.
- Quizás es precisamente la simplicidad lo que le desconcierta austed -dijo mi amigo.
- ¡Qué desatino dice usted! -replicó el prefecto, riendo de todo corazón.
- Quizás el misterio es demasiado sencillo -dijo Dupin.
- ¡Oh! ¡por el ánima de! ... ¡quién ha oído jamás una idea semejante!
- Demasiado evidente por sí mismo.
- ¡Ja! ¡ja! ¡ja!... ¡ ¡jo! ¡jo! ¡jo! -reía nuestro visitante, profundamente divertido- ¡Oh, Dupin, usted me
va a hacer reventar de risa.
- ¿Y cuál es, por fin, el asunto de que se trata? -pregunté.
- Se lo diré a usted -replicó el prefecto, profiriendo un largo, fuertey reposado puff y acomodándose
en su sillón- Se lo diré en pocas palabras; pero antes de comenzar, le advertiré que este es un asunto
quedemanda la mayor reserva, y que perdería sin, remedio mi puesto si sesupiera que lo he confiado a
alguien.
- Continuemos -dije.
- 0 no continúe -dijo Dupin.
- De acuerdo; he recibido un informe personal de un altísimo personaje, de que un documento de la
mayor importancia ha sido robadode las habitaciones reales. El individuo que lo robó es conocido;
sobreeste punto no hay la más mínima duda; fue visto en el acto de llevárselo. Se sabe también que
continúa todavía en su poder.
- ¿Cómo se sabe esto? -preguntó Dupin.
- Se ha deducido perfectamente -replicó el prefecto-, de la naturaleza del documento y de la no
aparición de ciertos resultados que habrían tenido lugar de repente si pasara a otras manos; es decir, a
cansadel empleo que se haría de él, en el caso de emplearlo.
- Sea usted un poco más explícito -dije.
- Bien, puedo afirmar que el papel en cuestión da a su poseedorcierto poder en una cierta parte,
donde tal poder es inmensamentevalioso.
El prefecto era amigo de la jerga diplomática.
- Todavía no le comprendo bien -dijo Dupin.
- ¿No? Bueno; la predestinación del papel a una tercera persona,que es imposible nombrar, pondrá en
tela de juicio el honor de unpersonaje de la más elevada posición; y este hecho da al poseedor
deldocumento un ascendiente sobre el ilustre personaje, cuyo honor ytranquilidad son así comprometidos.
- Pero este ascendiente -repuse- dependería de que el ladrón sepaque dicha persona lo conoce.
¿Quién se ha atrevido?...
- El ladrón -dijo G***- es el ministro D***, quien se atreve a todo; uno de esos hombres tan inconvenientes
como convenientes. Elmétodo del robo no fue menos ingenioso que arriesgado. El documentoen
cuestión, una carta, para ser franco, había sido recibida por el personaje robado, en circunstancias que
estaba sólo en el boudoir real.Mientras que la leía, fue repentinamente interrumpido por la entradade
otro elevado personaje, a quien deseaba especialmente ocultarla.Después de una apresurada y vana
tentativa de esconderla en unagaveta, se vio forzado a colocarla, abierta como estaba, sobre una mesa.
La dirección, sin embargo, quedaba a la vista; y el contenido, asícubierto, hizo que la atención no se
fijara en la carta. En este momentoentró el ministro D***.
Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconocen laletra de la dirección, observa la
confusión del personaje a quien hasido dirigida, y penetra su secreto. Después de algunas gestiones
sobrenegocios, de prisa, como es su costumbre, saca una carta algo parecidaa la otra, la abre, pretende
leerla, y después la coloca en estrecha yuxtaposición con la que codiciaba. Pónese a conversar de
nuevo, duranteun cuarto de hora casi, sobre asuntos públicos. Por último, levantándose para marcharse,
coge de la mesa la carta que no le pertenece. Sulegítimo dueño le ve, pero, como se comprende, no
se atreve a llamarla atención sobre el acto en presencia del tercer personaje que estaba asu lado. El
ministro se marchó dejando su carta, que no era de importancia, sobre la mesa.
- Aquí está, pues -me dijo Dupin-, lo que usted pedía para hacerque el ascendiente del ladrón fuera
completo, el ladrón sabe de que esconocido del dueño del papel.
- Sí - replicó el prefecto -; y el poder así alcanzado en los últimosmeses ha sido empleado, con objetos
políticos, hasta un punto muypeligroso. El personaje robado se convence cada día más de la necesidad
de reclamar su carta. Pero esto, como se comprende, no puede serhecho abiertamente. En fin, reducido
a la desesperación, me ha encomendado el asunto.
- ¿Y quién puede desear -dijo Dupin, arrojando una espesa bocanada de humo-, o siquiera imaginar,
un oyente mas sagaz que usted?
- Usted me adula -replicó el prefecto- pero es posible que algunasopiniones como ésas puedan haber
sido sostenidas respecto a mí.
- Está claro -dije-, como lo observó usted, que la carta está todavíaen posesión del ministro, puesto
que es esta posesión, y no su empleo,lo que confiere a la carta su poder. Con el uso, ese poder desaparece.
- Cierto -dijo G***-, y sobre esa convicción es bajo la que he procedido. Mi primer cuidado fue
hacer un registro muy completo de laresidencia del ministro; y mi principal obstáculo residía en la
necesidad de buscar sin que él se enterara. Además, he sido prevenido delpeligro que resultaría de
darle motivos de sospechar de nuestras intenciones.
- Pero -dije-, usted se halla completamente au fait en este tipo deinvestigaciones. La policía parisina ha
hecho estas cosas muy a menudo antes.
- Ya lo creo; y por esa razón no desespero. Las costumbres delministro me dan, además, una gran
ventaja. Está frecuentemente ausente de su casa toda la noche. Sus sirvientes no son numerosos.
Duermen a una gran distancia de las habitaciones de su amo, ysiendo principalmente napolitanos, se
embriagan con facilidad.
Tengo llaves, como usted sabe, con las que puedo abrir cualquiercuarto o gabinete de París. Durante
tres meses, no ha pasado una noche sin que haya estado empeñado personalmente en escudriñar
lamansión de D***. Mi honor está en juego y, para mencionar un gransecreto, la recompensa es
enorme. Por eso no he abandonado la partidahasta convencerme plenamente de que el ladrón es mas
astuto que yomismo. Me figuro que he investigado todos los rincones y todos losescondrijos de los
sitios en que es posible que el papel pueda ser ocultado.
- ¿Pero no es posible -sugerí-, aunque la carta pueda estar en laposesión de] ministro, como es incuestionable,
que la haya escondidoen alguna parte fuera de su casa?
- Es poco probable -dijo Dupin- La presente y peculiar condiciónde los negocios en la corte, y especialmente
de esas intrigas en lascuales se sabe que D*** está envuelto, exigen la instantánea validezdel
documento, la posibilidad de ser exhibido en un momento dado, unpunto de casi tanta importancia
como su posesión.
- ¿La posibilidad de ser exhibido? -dije.
- Es decir, de ser destruido -dijo Dupin.
- Cierto -observé-; el papel tiene que estar claramente al alcancede la mano. Supongo que podemos
descartar la hipótesis de que elministro la lleva encima.
- Enteramente -dijo el prefecto- Ha sido dos veces asaltado pormalhechores, y su persona rigurosamente
registrada bajo mí propiainspección.
- Se podía usted haber ahorrado ese trabajo -dijo Dupin- D***,presumo, no está loco del todo; y si
no lo está, debe haber previsto esasasechanzas; eso es claro.
- No está loco del todo -dijo G***-; pero es un poeta, lo que considero que está sólo a un paso de la
locura.
- Cierto -dijo Dupin después de una larga y reposada bocanada dehumo de su pipa-, aunque yo
mismo sea culpable de algunas malasrimas.
- Supongamos -dije-, que usted nos detalla las particularidades desu investigación.
- Los hechos son éstos: dispusimos de tiempo suficiente y buscamos en todas partes. He tenido larga
experiencia en estos negocios.Recorrí todo el edificio, cuarto por cuarto, dedicando las noches detoda
una semana a cada uno. Examinamos primero el mobiliario decada habitación. Abrimos todos los
cajones posibles; y supongo queusted sabe que, para un ejercitado agente de policía, son imposibles
loscajones secretos. Cualquiera que en investigaciones de esta clase permite que se le escape un cajón
secreto, es un bobo. La cosa así, essencilla. Hay una cierta cantidad de capacidad, de espacio, que
contaren un mueble. En este caso, establecemos minuciosas reglas. La quincuagésima parte de una línea
no puede escapársenos. Después delgabinete, consideramos las sillas. Los cojines son examinados con
esasdelgadas y largas agujas que usted me ha visto emplear. De las mesas,removemos las tablas superiores.
- ¿Por qué?
- Algunas veces la tabla de una mesa, u otra pieza de mobiliariosimilarmente arreglada, es levantada
por la persona que desea ocultarun objeto; entonces la pata es excavada, el objeto depositado dentro
desu cavidad y la tabla vuelta a colocar. Los extremos de los pilares delas camas son utilizados con el
mismo fin.
- ¿Pero la cavidad no podría ser detectada por el sonido? pregunté.
- De ninguna manera, si cuando el objeto es depositado se coloca asu alrededor una cantidad suficiente
de algodón en rama.
Además, en nuestro caso, estábamos obligados a proceder sin ruidos.
- Pero no pueden ustedes haber removido, no pueden haber hechopedazos todos los artículos de
mobiliario en que hubiera sido posibledepositar un objeto de la manera que usted menciona. Una carta
puedeser comprimida hasta hacer un delgado cilindro en espiral, no difiriendo mucho en forma o volumen
a una aguja para hacer calceta, y deesta forma puede ser introducida en el travesaño de una silla,
porejemplo. No rompieron ustedes todas las sillas, ¿no es así?
- Ciertamente que no; pero hicimos algo mejor: examinamos lostravesaños de cada silla de la casa, y
en verdad, todos los puntos deunión de todas las clases de muebles, con la ayuda de un
poderosomicroscopio. Si hubiera habido alguna huella de reciente remoción, nohabríamos dejado de
notarla instantáneamente. Un solo grano delserrín producido por una barrena en la madera, habría sido
tan visiblecomo una manzana. Cualquier alteración en las encoladuras, cualquierdesusado agujerito en
las uniones, habría bastado para un seguro descubrimiento.
- Presumo que observarían ustedes los espejos, entre los bordes ylas láminas, y examinarían los lechos,
y las ropas de los lechos, asícomo las cortinas y las alfombras.
- Eso, por sabido; y cuando hubimos registrado absolutamente todas las partículas del mobiliario de
esa manera, examinamos la casamisma. Dividimos su entera superficie en compartimentos, que numeramos
para que ninguno pudiera escapársenos, después registramospulgada por pulgada el terreno de la
pesquisa, incluso las dos casasadyacentes, con el microscopio, como antes.
- ¡Las dos casas adyacentes! -exclamé-; deben ustedes haber causado una gran agitación.
- La causamos; pero la recompensa ofrecida es prodigiosa.
- ¿Incluyeron ustedes los terrenos de las casas?
- Todos los terrenos están enladrillados, comparativamente nosdieron poco trabajo. Examinamos el
musgo de las junturas de los,ladrillos, y no encontramos que lo hubieran tocado.
- ¿Buscaron ustedes entre los papeles de D***, por consiguiente, yentre los libros de su biblioteca?
- Ciertamente; abrimos todos los paquetes y legajos; y no sólo¡Abrimos todos los libros, sino que
dimos vuelta todas las hojas detodos los volúmenes, no contentándonos con una simple sacudida
deellos, como acostumbran a hacer algunos de nuestros agentes de policía. Medimos también el espesor
de cada tapa de libro, con la máscuidadosa exactitud, y aplicamos a cada uno el más celoso examen
conel microscopio. Si cualquiera de las encuadernaciones hubiera sidotocada para ocultar la carta,
habría sido completamente imposible queel hecho escapara a nuestra observación. Unos cinco o seis
volúmenes,recién traídos por el encuadernador, los examinamos con todo cuidado, sondeando las
tapas.
- ¿Registraron el suelo, bajo las alfombras?
- Sin duda. Removimos todas las alfombras, Y examinamos losbordes con el microscopio.
- ¿Y el papel de las paredes?
- También.
- ¿Buscaron en los sótanos?
- Sí
- Entonces -dije- han hecho ustedes un mal cálculo, y la carta noestá entre las posesiones del ministro,
como suponen.
- Temo que usted tenga razón -repuso el prefecto-. Y ahora, Dupin, ¿qué me aconseja que haga?
- Hacer una nueva revisión de la casa de] ministro.
- Eso es absolutarnente innecesario -replicó G***-; estoy tan seguro como que respiro, de que la
carta no está en la casa.
- Pues no tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin ¿Téndrá usted, como es natural, una cuidadosa
descripción de la carta?
- ¡Ya lo creo!
Y aquí el prefecto, sacando un memorándum, nos leyó en voz altaun minucioso informe de la carta,
especialmente de la apariencia externa del documento perdido. Poco después de esta descripción,
cogiósu sombrero y se fue, mucho más desalentado de lo que le había vistonunca antes.
Casi cerca de un mes había pasado, cuando nos hizo otra visita,encontrándonos ocupados exactamente
de la misma manera que la otravez. Cogió una pipa y una silla, y principió una conversación
sobrecosas ordinarias. Por último, le dije:
- Y bien, señor G***, ¿qué hay sobre la carta robada? Presumoque se habrá usted convencido, al fin,
de que no hay cosa más difícilque sorprender al ministro.
- ¡Que el diablo lo confunda! esa es la verdad; hice el nuevo examen, sin embargo, como Dupin me lo
aconsejó, pero ha sido tiempoperdido, como yo suponía.
- ¿A cuánto asciende la recompensa ofrecida, dijo usted? preguntó Dupin.
- ¿Cuánto? una gran cantidad, una recompensa verdaderamenteliberal; no quiero decir cuánto exactamente,
pero diré una cosa: y esque estaría dispuesto a dar un cheque con ¡mi firma por cincuenta
milfrancos, a cualquiera que me entregara la carta. El asunto se está haciendo día a día cada vez más
importante, y la recompensa ha sidorecientemente doblada. Pero aunque fuera triplicada, no podría
hacermás de lo que he hecho.
- Veamos- dijo Dupin lentamente, entre una y otra bocanada dehumo-; realmente pienso, G***, que
usted no ha hecho todo lo quepodía en este asunto. ¿No cree que podría hacer un poco más?
- ¿Cómo? ¿De qué manera?
- ¡Pst! creo, puff, puff, que usted podría, puff, puff, pedir consejosobre este asunto; puff, priff, puff.
¿Se acuerda usted de lo que secuenta de Abernethy!
- ¡No! ¡Al diablo con su Abernethy!
- ¡Está bueno! al diablo con él, y buena suerte. Pero he aquí el hecho. Una vez, cierto ricacho muy
avaro concibió la idea de obtenergratis de ese Abernethy una opinión médica. Habiendo procurado
conese objeto estar solo con él en una conversación corriente, le insinuó supropio caso como el de un
individuo imaginario.
- Supongamos- dijo el tacaño -, que sus síntomas son tales y tales;ahora doctor, ¿qué le aconsejaría
usted?
- ¿Qué le aconsejaría? -dijo Abernethy-; ¡psh! que viera a un médico.
- Pero -dijo el prefecto, algo desconcertado-, yo estoy dispuesto apedir consejo, y a pagarlo. Daría
realmente cincuenta mil francos acualquiera que me ayudara en este asunto.
- En ese caso - replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques-, puede usted
perfectamente hacerme un cheque porla cantidad mencionada. Cuando lo haya firmado, le entregaré la
carta.
Quedé estupefacto. El prefecto parecía como herido por un rayo.Durante algunos minutos permaneció
sin habla y sin movimiento,mirando incrédulamente a mi amigo con la boca abierta y los ojos
queparecían saltárseles de las órbitas; después, aparentemente recobrandola conciencia de su ser,
cogió una pluma y, después de algunas pausasy miradas sin objeto, hizo por último y firmó un cheque
por 50.000francos, y lo alcanzó por sobre la mesa a Dupin. Éste lo examinó cuidadosamente y lo
guardó en su cartera; después, abriendo su escritorio,cogió de él una carta y la entregó al prefecto. El
funcionado se abalanzó sobre ella en una perfecta convulsión de alegría, la abrió con manotemblorosa,
arrojó una rápida ojeada a su contenido, y entonces, agitado y fuera de sí, abrió la puerta y sin ceremonia
de ninguna especiesalió del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desdeque Dupin le
había pedido que hiciera el cheque.
Cuando nos quedarnos solos, mi amigo consintió en darme explicaciones.
- La policía parisina -dijo- es sumamente buena en su especialidad. Es perseverante, ingeniosa, astuta
y perfectamente versada en losconocimientos que sus deberes parecen necesitar con más urgencia.
Así, cuando G*** nos detalló su modo de registrar los sitios en la casade D***, tuve plena confianza
en que había practicado una investigación satisfactoria, hasta donde lo permiten sus conocimientos.
- ¿Hasta dónde lo permiten? -pregunté.
- Sí -dijo Dupin- Las medidas adoptadas eran, no solamente lasmejores de su clase, sino que se
acercaban a la perfección absoluta. Sila carta hubiera estado oculta en el radio de esa pesquisa, los
agentesde policía, indiscutiblemente, la hubieran encontrado.
Me sonreí por toda respuesta, pero mi amigo parecía perfectamente serio en todo lo que decía.
- Las medidas, pues - continuo él-, eran buenas en su clase y bienejecutadas; su defecto estaba en ser
inaplicables al caso y al hombre.Un cierto conjunto de recursos altamente ingeniosos son para el prefecto
una especie de lecho de Procusto, a los que adapta forzadamentesus designios. Así es que perpetuamente
yerra por ser demasiado profundo, o demasiado superficial, en los asuntos que se le confían,
ymuchos niños de escuela son mejores razonadores que él. He conocidouno, de unos ocho años de
edad, cuyos éxitos adivinando en el juegode "pares y nones" atraían la admiración de todo el mundo.
Este juegoes simple, y se juega con canicas. Uno de los jugadores oculta en sumano una cantidad de
esas canicas, y pregunta a otro si ese número espar o non. Si el preguntado adivina, gana una; si no,
pierde una. Elniño de que hablo, ganaba todas las canicas de la escuela. Por consiguiente, tenía algún
método para acertar, y éste se basaba en la simpleobservación y el cálculo de la astucia de sus contrincantes.
Por ejemplo, un simple bobalicón es su contrario, y levantando una mano cerrada, y pregunta:
¿son pares o nones? Nuestro niño replica: "Nones",y pierde; pero a la segunda vez gana, porque
entonces se dice a símismo: "El bobalicón tenía pares la primera vez, y su cantidad deastucia es justamente
la suficiente para llevarlo a poner nones en lasegunda; por consiguiente, apostaré "nones"; apuesta
a nones, y gana.Ahora, con un bobo de un grado mayor que el primero, hubiera razonado así: "Este
tal, sabe que en el primer caso aposté a nones, y en elsegundo se le ocurrirá, en el primer impulso, una
simple variación depares a nones, como hizo mi otro contrario; pero entonces un segundopensamiento
le sugerirá que ésta es una variación demasiado simple,y, finalmente, decidirá poner pares como antes.
Por consiguiente,apostaré a pares"; apuesta a pares, y gana. Ahora bien, este sistema derazonar en el
niño de escuela, a quien sus compañeros llamaban afortunado, ¿qué es, en último análisis?
- Es simplemente -dije- una identificación del intelecto del razonador con el de su contrario.
- Eso es - dijo Dupin -; y después de preguntar al niño cómoefectuaba esa completa identificación en
que residía su éxito, recibí lasiguiente respuesta: "Cuando deseo saber cuán sabio o cuán estúpido,o
cuán bueno o cuán malo es alguien, o cuáles son sus pensamientosen un instante dado, acomodo la
expresión de mi rostro, tan cuidadosamente como me sea posible, de acuerdo con la expresión del
rostrode él, y entonces trato de ver qué pensamientos o sentimientos nacenen mi mente, que igualen o
correspondan a la expresión de mi cara."La respuesta de este niño de escuela supera incluso la éxpurea
profundidad que ha sido atribuida a La Rochefoucault, la Bruyere, Maquiavelo y Campanella.
- Y la identificación -dije- del intelecto del razonador con el de sucontrario, depende, si le entiendo a
usted bien, de la exactitud con quese mide la inteligencia de este último.
- Para su valor práctico depende de eso - replicó Dupin-; y el prefecto y toda su cohorte fracasan tan
frecuentemente, primero, por nolograr dicha identificación, y segundo, por mala apreciación, o masbien
por no medir la inteligencia con la que se miden. Consideranúnicamente sus propias ideas ingeniosas; y
buscando cualquier cosaoculta, tienen en cuenta solamente los medios con que ellos la
habríanescondido. Tienen mucha razón en todo: que su propio ingenio es unafiel representación del de
las masas; pero cuando la astucia del reo esdiferente en carácter de la de ellos, el reo se les escapa; es
lógico. Esosucede siempre que esa astucia es superior de la de ellos, y, muy habitualmente cuando está
por abajo. No tienen variación de principio ensus investigaciones; lo más que hacen, cuando se ven
excitados poralgún caso insólito, por alguna extraordinaria recompensa, es extendero exagerar sus
viejas rutinas de práctica, sin modificar sus principios.Por ejemplo, en este caso de D***, ¿qué se ha
hecho para modificar elprincipio de acción? ¿Qué es todo este taladrar, probar, hacer sonar yregistrar
con el microscopio, y dividir la superficie del edificio encuidadosas pulgadas cuadradas y numeradas?
¿Qué es todo eso, sino una exageración de la aplicación de unprincipio o conjunto de principios de
pesquisa, que está basado sobreun conjunto de nociones respecto a la ingeniosidad humana, a que
elprefecto, en la larga rutina de su deber, se ha acostumbrado? ¿No veusted que G*** da por sentado
que todos los hombres que quierenocultar una carta, si no precisamente en un agujero hecho con
barrenaen la pata de una silla, lo hacen, cuando menos, en algún oculto agujero o rincón sugerido por el
mismo tenor del pensamiento que inspira aun hombre la idea de esconderla en un agujero hecho en la
pata de unasilla? ¿Y no ve usted también que tales rincones buscados para ocultar,se emplean únicamente
a las ocasiones ordinarias, y sólo son adoptados por inteligencias ordinarias? Porque en todos
los casos de ocultamiento cabe presumir que en principio se ha efectuado dentro de esascoordenadas;
y su descubrimiento depende, no tanto de la perspicacia ,sino del simple cuidado, la paciencia y la
determinación de los buscadores; y cuando el caso es de importancia, o lo que quiere decir lomismo a
los ojos policiales, cuando la recompensa es de magnitud, lascualidades en cuestión jamás fallan.
Ahora entenderá usted indudablemente lo que quise decir, sugiriendo que, si la carta hubiera sido
ocultada en cualquier parte dentrode los límites del examen del prefecto, o en otras palabras, si el
principio inspirador de su ocultación hubiera estado comprendido dentro delos principios del prefecto,
su descubrimiento habría sido un asuntoabsolutamente fuera de duda. Este funcionario, sin embargo, ha
sidocompletamente engañado; y la fuente originaria de sus fracaso resideen la suposición de que el
ministro es un loco porque ha adquiridofama como poeta. Todos los locos son poetas; esto es lo que
cree elprefecto, y es simplemente culpable de un non disiributio medii alinferir de ahí que todos los
poetas son locos.
- ¿Pero se trata realmente del poeta? -pregunté- Hay dos hermanos, me consta, y ambos han alcanzado
reputación en las letras. Elministro, creo, ha escrito doctamente sobre cálculo diferencial. Es
unmatemático y no un poeta.
- Está usted equivocado; yo le conozco bien, es ambas cosas.
Como poeta y matemático, habría razonado bien; como simplematemático no habría razonado absolutamente,
y hubiera estado amerced del prefecto.
- Usted me sorprende -dije- con esas opiniones, que han sido contradecidas por la voz del mundo.
Suponga que no pretenderá aniquilaruna bien digerida idea con siglos de existencia.
La razón matemática ha sido largo tiempo considerada como larazón por excelencia.
- Il y a parier - replicó Dupin, citando a Chamfort-, que toute idéepublique, toute convention reçue, est
une sottise, car elle a convenueau plus grand nombre.¹ Los matemáticos, concedo, han hecho cuanto
les ha sido posible para difundir el error popular a que usted alude, y que no es menos un error porque
haya sido promulgado comoverdad. Con un arte digno de mejor causa, por ejemplo, han introducido el
término "análisis" con aplicación al álgebra.
Los franceses son los culpables de esta superchería popular; perosi un término tiene alguna importancia,
si las palabras derivan algúnvalor de su aplicabilidad, "análisis" expresa "álgebra", poco más
omenos, como en latín ambitus implica "ambición", religio, "religión",homines honesti, "un conjunto de
hombres honorables".
- Temo que se enemiste usted -dije- con alguno de los algebristasde París; pero prosiga.
- Disputo la validez, y por consiguiente, el valor de esa razón quees cultivada en una forma especial
distinta de la abstractamente lógica.Disputo, en particular, la razón extraída del estudio de las matemáticas.
Las matemáticas son la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente
la lógica aplicada a laobservación a la forma y la cantidad. El gran error consiste en suponerque
hasta las verdades de lo que es llamado álgebra pura son verdadesabstractas o generales. Y este error
es tan extraordinario, que me confundo ante la universalidad con que ha sido recibido. Los
axiomasmatemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es verdad derelación (de forma y de
cantidad), es a menudo grandemente es falsorespecto a la moral, por ejemplo. En esta última ciencia
por lo generalincierto que el todo sea igual a la suma de las partes. En química elaxioma falla también.
En el caso de una fuerza motriz falla igualmente, pues dos motores de un valor dado no alcanzan necesariamente
alsumarse una potencia igual a la suma de sus potencias consideradaspor separado. Hay
muchas otras verdades matemáticas, que son verdades únicamente dentro de los límites de la relación.
Pero el matemático arguye, apoyándose en sus verdades finitas, según es costumbre,como si ellas
fueran de una aplicabilidad absolutamente general, comosi el mundo imaginara, en realidad, que lo son.
Bryant, en su recomendable Mitología, menciona una análoga fuente de error, cuandodice que "aunque
las fábulas paganas no son creídas, sin embargo loolvidamos continuamente, y hacemos inferencias de
ellas, como sifueran realidades". Entre los algebristas, no obstante, que son realmente paganos, las
"fábulas paganas" son creídas, y las inferencias sehacen, no tanto por culpa de la memoria, sino por una
incomprensibleperturbación mental. En una palabra, no he encontrado nunca unsimple matemático en
quien se pudiera confiar, fuera de sus raíces yecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe, que x2 +
px es absolutae incondicionalmente igual a q. Diga usted a uno de esos caballeros,por vía de experimento,
si lo desea, que usted cree que puede presentarse casos en que x1 + px no es absolutamente
igual a q, y después dehaberle hecho entender lo que quiere decir, eche a correr tan pronto como le sea
posible, porque, sin ninguna duda,tratará de darle una paliza.
"Quiero decir - continúo Dupin, mientras me reía yo de su últimaobservación- que si el ministro hubiera
sido nada más que un matemático, el prefecto no habría tenido necesidad de darme este cheque.Le
conocía yo, sin embargo, como matemático y como poeta, y mismedidas fueron adaptadas a su capacidad,
con referencia a las circunstancias de que estaba rodeado. Le conocía como a un cortesano,
yademás como un audaz intrigant. Un hombre así, pensé, debe conocerlos métodos ordinarios de
acción de la policía. No podía haber dejadode prever, y los sucesos han probado que no lo hizo, los
registros a losque fue sometido. Debe haber previsto las investigaciones secretas desu casa. Sus frecuentes
ausencias nocturnas, que eran celebradas por elprefecto como una buena ayuda a sus éxitos,
las miré únicamentecomo astucias para procurar a la policía la oportunidad de hacer uncompleto registro,
y hacerles llegar lo más pronto posible a la convicción a la G*** llegó por último, de que la carta
no estaba en casa.
Comprendí también que todo el conjunto de ideas, que tendría algunadificultad en detallar a usted
ahora, relativo a los invariables principios de la policía en pesquisas de objetos ocultados, pasaría
necesariamente por la mente del ministro. Eso le llevaría, de una manerainevitable, a despreciar todos
los escondrijos ordinarios. No podía,reflexioné, ser tan simple que no viera que los más intrincados y
másremotos secretos de su mansión serían tan de fácil acceso como losrincones más vulgares, a los
ojos, a los exámenes, a los barrenos y losmicroscopios del prefecto. Vi, por último, que se vería
impulsado,como en un asunto de lógica, a la simplicidad, si no la había deliberadamente elegido por su
propio gusto personal. Recordará usted quizácon cuanta gana se rió el prefecto, cuando le sugerí en
nuestra primera entrevista que era muy posible que este misterio le perturbara tantopor ser su descubrimiento
demasiado evidente."
- Sí - dije-, recuerdo bien su hilaridad. Creí realmente que sufriríaconvulsiones.
- El mundo material - continúo Dupin- abunda en muy estrictasanalogías con el espiritual; y así se ha
dado algún color de verdad aldogma retórico de que la metáfora o el símil pueda ser empleada paradar
más fuerza a un pensamiento o embellecer una descripción. Elprincipio de visinertia, por ejemplo,
parece idéntico en física y metafísica. No es más cierto en la primera, que un gran cuerpo es puesto
enmovimiento con más dificultad que uno pequeño, y que su subsecuenteimpulso es proporcionado a
esa dificultad, que lo es en la segunda, queintelectos de la más vasta capacidad, aunque más potentes,
constantesy fecundos en sus movimientos que los de inferior grado, son sin embargo los menos prontamente
movidos, y más embarazados y llenos devacilación en los primeros pasos de sus progresos. Otra
cosa: ¿ha notado usted alguna vez cuáles son las muestras de tiendas que más llaman la atención?
- Nunca se me ocurrió pensarlo -dije.
- Hay un juego de adivinanzas -replicó él- que se juega con unmapa. Uno de los jugadores pide al otro
que encuentre una palabradada, el nombre de una ciudad, río, estado o imperio; una palabra, enfin,
sobre la abigarrada y confusa superficie de un mapa. Un novato enel juego trata generalmente de
confundir a sus contrarios, dándoles abuscar los nombres escritos con las letras más pequeñas; pero el
buenjugador escogerá entre esas palabras que se extienden con grandescaracteres de un extremo a
otro del mapa. Éstas, lo mismo que losanuncios y tablillas expuestas en las calles con letras
grandísimas,escapan a la observación a fuerza de ser excesivamente notables; yaquí, la física inadvertencia
ocular es precisamente análoga a la inteligibilidad moral, por la que el intelecto permite que pasen
desapercibidas esas consideraciones, que son demasiado evidentes y palpables porsí mismas. Pero
parece que éste es un punto que está algo arriba oabajo de la comprensión del prefecto. Nunca creyó
probable o posibleque el ministro hubiera dejado la carta inmediatamente debajo de lasnarices de todo
el mundo, a fin de impedir que una parte de ese mundopudiera verla.
Pero cuanto más reflexionaba sobre el audaz, fogoso y discernido ingenio de D***, sobre el hecho de
que el documento debía haberestado siempre a mano, si intentaba usarlo con ventajoso fin; y sobre
ladecisiva evidencia, obtenida por el prefecto, de que no estaba ocultodentro de los límites de sus
pesquisas ordinarias, más convencidoquedaba de que para ocultar aquella carta el ministro había
recurridoal más amplio y sagaz expediente de no tratar de ocultarla absolutamente.
Convencido de estas ideas, me puse mis gafas verdes y una hermosa mañana, como por casualidad,
entré en la casa del ministro.Encontré a D*** bostezando, extendido cuan largo era,
charlandoinsustancialmente, como de costumbre, y pretendiendo estar aquejadodel más abrumador
ennui. Sin embargo, es uno de los hombres másrealmente activos que existen, pero tan sólo cuando
nadie lo ve.Para pagarle con la misma moneda, me quejé de mis débilesojos, y lamenté la forzosa
necesidad que tenía de usar gafas, bajo elamparo de las cuales examinaba cuidadosa y completamente
toda lahabitación, mientras en apariencia sólo me ocupaba de la conversacióncon mi anfitrión.Presté
especial atención a una gran mesa- escritorio, cerca de lacual estaba sentado D***, y sobre la que
había desparramados confusamente diversas cartas Y otros papeles, uno o dos instrumentos demúsica
v algunos libros. En ella, no obstante, después de un largo ydeliberado escrutinio, no vi nada capaz de
provocar mis sospechas.Por último, mis ojos, examinando el circuito del cuarto, se posaron sobre un
miserable tarjetero de cartón afiligranado, que pendía deuna sucia cinta azul, sujeta a una perillita de
bronce, colocada justamente sobre la repisa de la chimenea. En aquel tarjetero, que tenía treso cuatro
compartimentos, había seis o siete tarjetas de visita y unasolitaria carta. Esta última estaba muy manchada
y arrugada. Se hallaba rota casi en dos, por el medio, como si una primera intención dehacerla
pedazos por su nulo valor hubiera sido cambiado y detenido.Tenía un gran sello negro, con el monograma
de D***, muy visible, yel sobre escrito y dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y
femenina.
Había sido arrojada sin cuidado alguno, y hasta desdeñosamente,parecía, en una de las divisiones
superiores del tarjetero.No bien descubrí la carta en cuestión, comprendí que era la queandaba buscando.
En verdad, era, en apariencia, radicalmente distintade aquella que nos había leído el prefecto una
descripción tan minuciosa. Aquí el sello era grande y negro, con el monograma de D***;en la otra era
pequeño y rojo, con las armas ducales de la familiaS***. Aquí la dirección del ministro era diminuta y
femenina; en laotra la letra del sobre, dirigida a un cierto personaje real, era marcadamente enérgica y
decidida; el tamaño era su único punto de semejanza. Pero la naturaleza radical de esas diferencias, que
era excesiva,las manchas, la sucia y rota condición del papel, tan inconsistente conlos verdaderos
hábitos metódicos de D***, y tan reveladoras de daruna idea de la insignificancia del documento a un
indiscreto; estascosas, junto con la visible situación en que se hallaba, a la vista detodos los visitantes, y
así coincidente con las conclusiones a que yohabía llegado previamente; esas cosas, digo, eran muy
corroborativasde sospecha, para quien había ido con la intención de sospechar.Demoré mi visita tanto
como fue posible, y mientras manteníauna de las más animadas discusiones con el ministro, sobre un
tópicoque sabía que jamás había dejado de interesarle y apasionarle, volquémi atención, en realidad,
sobre la carta. En aquel examen, confié a lamemoria su apariencia externa y su colocación en el tarjetero;
y porúltimo, hice un descubrimiento que borraba cualquier duda trivial quepudiera haber concebido.
Registrando con la vista los bordes del papel,noté que estaban más chafados de lo que parecía necesario.
Presentaban una apariencia de rotura que resulta cuando un papel liso, habiendo sido una vez
doblado y apretado, es vuelto a doblar en unadirección contraria, con los mismos pliegues que ha
formado el primitivo doblez. Este descubrimiento fue suficiente. Fue claro para mí quela carta había
sido dada vuelta, como un guante, lo de adentro paraafuera; una nueva dirección y un nuevo sello le
habían sido agregados.Dilos buenos días al ministro, y me marché enseguida, abandonandosobre la
mesa una tabaquera de oro.A la mañana siguiente fui en busca de la tabaquera, y reanudamos
placenteramente la conversación del día anterior. Mientras Estábamos en ella empeñados, un fuerte
disparo, como de una pistola, seoyó inmediatamente debajo de las ventanas del edificio, y fue
seguidopor una serie de gritos de terror, y exclamaciones de una multitudasustada. D*** se lanzó a una
de las ventanas, la abrió y miró hacia lacalle. Mientras, me acerqué al tarjetero, cogí la carta, la metí en
mibolsillo y la reemplacé por un facsímil (de sus caracteres externos) quehabía preparado cuidadosamente
en casa, imitando el monograma deD***, con mucha facilidad, por medio de un sello de miga de
pan.El turnulto en la calle había sido ocasionado por la loca conducta de un hombre con un fusil. Había
hecho fuego con él entre ungrillo de mujeres y niños. Se comprobó, sin embargo, que el armaestaba
descargada, y se le permitió que continuara su camino, como aun lunático o un ebrio. Cuando se hubo
retirado, D*** se separó de laventana, a donde le había seguido yo inmediatamente después de conseguir
mi objeto. Al poco rato me despedí de él. El pretendido lunáticoera un hombre a quien yo había
pagado para que produjera el tumulto.
- Pero, ¿qué propósito tenía usted -pregunté- para reemplazar lacarta por un facsímil? ¿No hubiera
sido mejor, en la primera visita,arrebatarla abiertamente y salir con ella?
- D*** -replicó Dupin- es un hombre arrojado y valiente. Su casa,además, no carece de servidores
consagrados a los intereses del amo.Si hubiera yo hecho la atrevida tentativa que usted sugiere,
jamáshabría salido vivo de allí y el buen pueblo de París no hubiera vuelto asaber más de mí. Ya conoce
usted mis ideas políticas. Pero tenía unasegunda intención, aparte de esas consideraciones. En este
asunto,obré como partidario de la dama comprometida. Durante dieciochomeses el ministro la tuvo en
su poder Ella es la que lo tiene ahora ensu poder; como D*** no sabe que la carta no está ya en su
tarjetero,proseguirá con sus presiones como si la tuviera. Así provocará, élmismo, su ruina política. Su
caída, además, será tan precipitada comoridícula. Es igualmente exacto hablar, a propósito de su caso,
del facilis descensus Avernis; pues en todas especies de ascensiones, como laCatalani dice del canto, es
mucho más fácil subir que bajar. En elpresente caso no tengo simpatía, ni siquiera piedad, por el que
desciende. D*** es ese monstrum horrendum, el hombre de genio sinprincipios. Confieso, sin embargo,
que me gustaría mucho conocer elpreciso carácter de sus pensamientos cuando, siendo desafiado
poraquella a quien el prefecto llama "una cierta persona", se vea forzadaa abrir la carta que le dejé para
él en el tarjetero.
- ¿Cómo? ¿escribió usted algo particular en ella?
- Claro. No parecía del todo bien dejarla en blanco; eso hubierasido insultante.. Cierta vez D***, en
Viena, me jugó una mala pasada,acerca de la que le dije, sin perder el buen humor, que no lo
olvidaría.Así, como comprendí que sentiría alguna curiosidad respecto a laidentidad de la persona que
había sobrepujado su inteligencia, penséque era una lástima no dejarle un indicio para que la conociera.
Comoconoce perfectamente mi letra, me limité a copiar en medio de la página estas palabras:
... Un dessein si funeste, S'il n'est digne d'Atrée, est digne de Thyeste, que se pueden encontrar en
el Atreo de Crébillon.
Acerca del autor
Edgard Allan Poe
(1809 - 1849)
Datos biográficos: Escritor estadounidense. Debido a la muerte de sus progenitores fue adoptado
por un comerciante llamado Allan,que lo envió a estudiar a Inglaterra, de donde regresó en 1820. Fue
expulsado de la Universidad de Virginia, y un tiempo después unas deudas de juego motivaron el
distanciamiento con su padre adoptivo. Fue nombrado director del Southern Literary Messenger, pero
abandonó el cargo por los ataques de hipocondría y el abuso del alcohol. La muerte de su esposa
acentuó estas dos inclinaciones. Un ataque de delírium trémens produjo su fallecimiento. Se destacan en
ssu obra los cuentos da horror y fantásticos, ha sido admirado por escritores de las más diversas
procedencias geográficas, no así por la crítica estadounidense.
Acerca de esta obra: Ingenioso y magistral relato. El autor introduce el mecanismo de detección
mediante la deducción que tan bien sabe manejar. Original, profundo, Poe justifica con esta obra, y
muchas más, el ser uno de los grandes de la literatura anglosajona. Puede serle muy útil el haber leído
este libro cuando tenga que ocultar algo.
El arte y diseño de tapa de esta edición han sido realizados por Ptricio Olivera.   

algo para leer