CEMENTERIO
DE ANIMALES - Stephen
King
Título
original: Pet Sematary © 1983.
Traductora:
Ana Mª De La Fuente.
ISBN:84-01-49102-9
Escaneado y
corregido por Sonar
Marzo 2002.
Revisado por: El Trauko
Última revisión: Junio de 2002
Edición electrónica: El Trauko
Versión 1.0 en Word
“La Biblioteca de El
Trauko”
Chile - Junio de 2002
Texto digital # 131
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CEMENTERIO
DE ANIMALES
Stephen
King
Para Kirby McCauley
He aquí a
varias personas que escribieron libros para contar las cosas que hicieron y por
qué las hicieron:
John
Dean, Henry Kissinger, Adolf Hitler, Caryl Chessman, Jeb Magruder, Napoleón,
Talleyrand, Disraeli, Robert Zimmerman (alias Bob Dylan), Locke, Charlton
Heston, Errol Flynn, el ayatolá Jomeini, Gandhi, Charles Olson, Charles Colson,
un caballero Víctoriano, el doctor X.
La
mayoría de la gente cree que también Dios escribió un Libro o Libros, para
decir las cosas que hizo y —en cierta medida— por qué las hizo, y puesto que
esa gente cree asimismo que los humanos fueron creados a imagen y semejanza de
Dios, también Él puede ser considerado persona o, para expresarlo más
correctamente, Persona.
He aquí a
varias personas que no escribieron libros para contar las cosas que
hicieron..., ni las que vieron:
El hombre
que enterró a Hitler, el que hizo la autopsia a John Wilkes Booth, el que
embalsamó a Elvis Presley, el que embalsamó —bastante mal por cierto, al decir
de la mayoría de los enterradores— al papa Juan XXIII, las tres o cuatro
docenas de enterradores que limpiaron Jonestown, acarreando bolsas de cadáveres
y ensartando vasos de cartón con esos pinchos que usan los guardas de los
parques públicos, mientras espantaban las moscas, el hombre que incineró a
William Holden, el que recubrió de oro el cuerpo de Alejandro Magno, para que
no se pudriera, los que momificaron a los faraones.
La muerte
es un misterio y el entierro, un secreto.
* * *
PRIMERA PARTE
Jesús
dijo a sus discípulos: «Lázaro, nuestro amigo, está dormido, pero voy a
despertarle.»
Los
discípulos se miraban y algunos sonreían, porque no sabían que Jesús hablaba en
sentido figurado. «Señor, si duerme, sanará.»
Entonces
Jesús les dijo abiertamente: «Lázaro ha muerto, sí... pero vayamos a él.»
Evangelio de san Juan (paráfrasis)
1
Louis
Creed, que se quedó sin padre a los tres años y no conoció a sus abuelos, no
esperaba encontrar a un padre a los treinta y tanto años, pero esto fue
exactamente lo que ocurrió..., aunque a aquel hombre él le llamaba amigo, como
haría cualquier persona adulta que encontrara ya de mayor al hombre que hubiera
debido ser su padre. Conoció al individuo la tarde en que él, su esposa y sus
dos hijos se mudaban a la gran casa de piedra y madera blanca de Ludlow. Con
ellos iba Winston Churchill. Church era el gato de su hijita Eileen.
El comité
de la universidad encargado de buscar una vivienda en un radio de fácil acceso
se había movido despacio, la búsqueda fue muy laboriosa y cuando ya se
encontraba cerca del lugar en el que debía de estar la casa («Todos los hitos
concuerdan... como los signos astrológicos la noche que precedió al asesinato de
César», pensaba Louis morbosamente») los viajeros estaban cansados y con los
nervios a flor de piel. Gage estaba echando los dientes y lloriqueaba casi sin
parar. Por más que Rachel le cantaba, el pequeño no se dormía. La madre le dio
el pecho, a pesar de que no era su hora. Gage, que conocía el horario tan bien
como ella —o tal vez mejor—, la mordió con sus dientecitos nuevos. Rachel, que
aún no las tenía todas consigo respecto a aquel traslado a Maine desde Chicago,
de donde no se había movido en toda su vida, se echó a llorar. Eileen, al
parecer por una especie de solidaridad femenina, la imitó. En la trasera de la
furgoneta, Church seguía paseando incansablemente, como hiciera durante los
tres días que habían invertido en el viaje desde Chicago. Si mientras estuvo en
la cesta sus maullidos resultaban cargantes, no era menos molesto aquel
continuo ir y venir que mantenía el animal desde el momento en que ellos se
rindieron y lo dejaron suelto.
Hasta el
propio Louis se hubiera echado a llorar de buena gana. De pronto, se le ocurrió
una idea descabellada pero tentadora: propondría retroceder hasta Bangor para
comer algo mientras esperaban el camión de la mudanza y, en cuanto se apearan
los tres rehenes que le habían tocado en suerte, él pisaría a fondo el acelerador
y desaparecería sin mirar atrás, alimentando generosamente el enorme carburador
de cuatro cilindros de la furgoneta con carísima gasolina. Se dirigiría hacia
el sur y no pararía hasta llegar a Orlando, Florida, donde, bajo nombre
supuesto, conseguiría un puesto de médico en Disney World. Pero antes de llegar
a la autopista del sur se detendría para dejar también al jodido gato.
Pero
entonces doblaron el último recodo, y allí estaba la casa, que hasta aquel
momento sólo él había visto. Una vez consiguió la plaza en la Universidad de
Maine, hizo un viaje en avión, para visitar cada una de las siete viviendas
seleccionadas por fotografía, y se quedó con ésta: una vieja mansión estilo
colonial de Nueva Inglaterra (debidamente remozada y aislada: el coste de la
calefacción era una buena carga, pero el consumo podía considerarse razonable),
con tres grandes habitaciones en la planta baja y cuatro en el piso y un
espacioso cobertizo en el que, con el tiempo, podían hacerse más habitaciones:
todo ello, rodeado por un manto de césped, verde y jugoso incluso con el calor
de agosto. Detrás de la casa había una gran explanada en la que podrían jugar
los niños y, más allá, el bosque que parecía no acabar nunca. Según le dijo el
corredor de fincas, la propiedad lindaba con tierras del Estado, en las que no
se iba a edificar en mucho tiempo. Los restos de la tribu de los indios micmacs
reclamaban casi tres mil doscientas cincuenta hectáreas en Ludlow y ciudades
situadas al este de la región, y el complicado litigio, en el que intervenían
las autoridades federales además de las del Estado, podía prolongarse hasta más
allá del año 2000.
Rachel
dejó de llorar bruscamente y se irguió en el asiento.
—¿Es
ésta...?
—Esta es.
—Louis estaba intranquilo; mejor dicho, estaba preocupado. Bueno, en realidad
se sentía francamente angustiado. Por aquella casa había hipotecado él doce
años de su vida. No acabaría de pagarla hasta que Eileen tuviera diecisiete
años, una edad increíble.
Louis
tragó saliva.
—¿Qué te
parece?
—Me
parece preciosa —dijo Rachel. Y a él se le quitó un peso de encima. Ella era
sincera; se le notaba por su forma de mirarla mientras daban la vuelta por el
camino asfaltado, y de recorrer con los ojos las ciegas ventanas como si ya
pensara en cortinas, forros de armarios y cosas así.
—¿Papá?
—dijo Ellie desde el asiento trasero. También ella había dejado de llorar.
Hasta Gage estaba callado. Louis saboreaba el silencio.
—¿Qué
quieres, cielo?
Por el
retrovisor, Louis veía los ojos castaños y el pelo rubio oscuro de su hija que
contemplaba la casa, el césped, el tejado de otra casa que asomaba a lo lejos,
hacia la izquierda, y el prado que llegaba hasta el bosque.
—¿Es ésta
nuestra casa?
—Lo será,
tesoro.
—¡Hurra!
—gritó ella, y casi le dejó sordo. Y Louis, que a veces se irritaba bastante
con su hija, se dijo que no le importaba en absoluto no llegar a poner los pies
en Disney World, Orlando.
Detuvo el
coche delante del cobertizo y quitó el contacto.
El motor
crepitó suavemente. En el silencio, que parecía inmenso para quienes venían de
Chicago y estaban habituados al ajetreo de State Street y del bucle, un pájaro
cantaba a la luz del atardecer.
—Nuestra
casa —murmuró Rachel, contemplando la escena.
—Casa
—dijo Gage desde su regazo, con aire de satisfacción.
Louis y
Rachel se miraron. Los ojos de Eileen, reflejados en el retrovisor, se
agrandaron.
—¿Tú
has...?
—¿Él...?
—¿Lo
ha...?
Hablaron
los tres a la vez y los tres se echaron a reír. Gage, impasible, se chupaba el
pulgar. Hacía casi un mes que decía «ma, ma, ma» y un par de veces había
ensayado algo que sonaba como «pa, pa, pa», aunque quizá no fueran más que las
ganas que Louis tenía de oírlo.
Pero
esto, ya fuera casualidad o mimetismo, era una palabra de verdad. Casa.
Louis
tomó a Gage del regazo de su esposa y lo abrazó.
Y así fue
como los Creed llegaron a Ludlow.
2
En la
memoria de Louis, aquel momento conservó siempre una cualidad mágica: quizá, en
parte, porque fue mágico de verdad; pero, principalmente, porque el resto de la
tarde fue caótico. Durante las tres horas siguientes, ni la magia ni la paz
hicieron acto de presencia.
Louis
había guardado las llaves meticulosamente (él era hombre ordenado y metódico)
en un sobre de papel manila en el que había escrito: «Casa de Ludlow - llaves
recibidas el 29 de junio», y las puso en la guantera del coche. Estaba
completamente seguro. Y ahora las llaves no aparecían.
Mientras
él las buscaba, con cierta impaciencia y su poco de ansiedad, Rachel se puso al
niño en la cadera y siguió a Eileen hasta el árbol que había en el prado. Louis
estaba mirando debajo de los asientos por tercera vez cuando su hija dio un
grito y rompió a llorar.
—¡Louis!
—llamó Rachel—. ¡La niña se ha hecho daño!
Eileen se
había caído de un columpio hecho con una cámara de neumático y había dado con
la rodilla en una piedra. Era sólo un arañazo, pero la chiquilla chillaba como
el que acaba de perder una pierna, según pensó Louis (con muy poca caridad).
Miró hacia la casa del otro lado de la carretera, en cuya sala se veía luz.
—Bueno,
Ellie —dijo—. Ya basta. O los vecinos van a pensar que se está asesinando a
alguien.
—¡Me
dueleeee!
Louis,
conteniéndose en silencio, se fue al coche. Las llaves habían desaparecido,
pero el botiquín seguía en la guantera. Lo sacó y volvió junto a su familia.
Eileen, al ver el estuche, gritó aún con más fuerza.
—¡No! ¡La
cosa que pica, no! ¡La cosa que pica, no! ¡No, papá, no...!
—Eileen,
la mercromina no pica...
—A ver si
te portas como una chica mayor —dijo Rachel—. No es más que...
—No-no-no-no-noo...
—Si no te
callas, será el culo lo que te pique —dijo Louis.
—Está
cansada, Lou —murmuró Rachel.
—Sí —dijo
Louis—; sé lo que es eso. Sostente la pierna.
Rachel
dejó a Gage en el suelo y agarró la pierna de Eileen que Louis embadurnó de
mercromina, a pesar de los chillidos histéricos de la pequeña.
—Alguien
ha salido al porche de esa casa —dijo Rachel. Tomó en brazos a Gage, que había
empezado a gatear por la hierba.
—Fantástico
—murmuró Louis.
—Lou, la
niña está...
—...
cansada, ya lo sé. —Tapó el frasco y miró a su hija, muy serio—. Ya está. Y no
ha dolido nada. Tienes que ser valiente, Ellie.
—¡Sí que
duele! Dueleee...
A Louis
se le iba la mano y se asió el muslo con fuerza.
—¿Tienes
las llaves? —preguntó Rachel.
—No las
encuentro —dijo Louis cerrando el estuche y poniéndose en pie... Ahora yo...
Gage
empezó a gritar. No lloraba, sino que berreaba y se debatía en los brazos de
Rachel.
—¿Qué
tiene el niño? —gritó Rachel, casi echándoselo encima. Al parecer, pensaba
Louis, ésta era una de las ventajas de haberse casado con un médico: cada vez
que el crío se pone a morir, no tienes más que pasárselo a tu marido—. Louis,
¿qué...?
El niño
se restregaba el cuello, chillando como un energúmeno. Louis lo puso boca abajo
y vio que tenía un bulto blanco debajo de la oreja. Y vio algo más: en el
tirante del mono había algo peludo que se agitaba ligeramente.
Eileen,
que había empezado a calmarse, se puso a gritar otra vez: «¡Una abeja! ¡UNA
ABEEEEJA!» Dio un salto atrás y tropezó con la misma piedra que le había
desollado la rodilla, cayó sentada y empezó a llorar, del dolor y del susto.
«Voy a
volverme loco —pensó Louis con extrañeza— ¡Auuuuuu!»
—¡Pero
haz algo, Louis! ¿Es que no piensas hacer nada?
—Tiene
que sacar el aguijón —dijo a su espalda una voz grave—. Es el truco. Sacar el
aguijón y echarle un poco de levadura para bajar la hinchazón. —Pero la voz
tenía un acento local tan cerrado que Louis, cansado y aturdido como estaba, no
acertaba a traducir el dialecto: «Saca l'aguijong y ponel'le levaúra pabajá
l'hinchazong.»
Louis
volvió la cabeza y vio a un hombre robusto de unos setenta años, bien llevados,
con mono de peto y camisa de algodón por la que asomaba un cuello surcado de
profundos pliegues y arrugas. Tenía la cara tostada por el sol y fumaba un
cigarrillo sin filtro. Cuando Louis le miró, el hombre aplastó el cigarrillo
entre el pulgar y el índice y, pulcramente, se lo echó al bolsillo. Extendió
las manos y sonrió con la boca torcida... y a Louis le gustó enseguida la
sonrisa, aunque él no era hombre que se encariñara con las personas a primera
vista.
—No crea
que trato de enseñarle su oficio, doctor —dijo. Y así conoció Louis a Judson
Crandall, el hombre que debió ser su padre.
3
Les vio
llegar desde el otro lado de la calle, y venía a ver si podía ayudar en algo,
porque le pareció que estaban «un poco agobiados», para usar su expresión.
Mientras Louis mantenía al niño contra su hombro, Crandall se acercó, miró el
bulto del cuello de Gage y extendió una mano maciza y deforme. Rachel abrió la
boca para protestar —parecía una mano muy torpe y era casi tan grande como la
cabeza de Gage—, pero antes de que ella pudiera articular palabra, los dedos
del anciano habían hecho un movimiento certero, con tanta agilidad y precisión
como los de un malabarista que hiciera pasear las cartas sobre los nudillos o
escamoteara una moneda. Y ya estaba el aguijón en la palma de la mano.
—Es
grande —comentó—. No diré yo de campeonato, pero muy desarrollado.
Louis se
echó a reír.
Crandall
le miró con su sonrisa torcida y dijo:
—Como una
buena verga, ¿verdad?
—¿Qué
dice, mamá? —preguntó Eileen con extrañeza, y también Rachel soltó la
carcajada.
Era una
falta de educación, desde luego, pero, en cierto modo, no estaba fuera de
lugar.
Crandall
sacó un paquete de Chesterfield Kings, se puso uno en la comisura de sus
labios, surcados de arruguitas verticales, y movió la cabeza, complacido,
mientras ellos se reían —hasta Gage hacía gorgoritos, a pesar de la picadura— y
encendió una cerilla de madera con la uña del pulgar. «Los viejos tienen sus
trucos —pensó Louis—. Son trucos pequeños, pero, algunos, muy buenos.»
Dejó de
reír y extendió una mano, la que no sostenía el trasero de Gage: el húmedo
trasero de Gage.
—Celebro
conocerle, señor...
—Jud
Crandall —dijo el otro estrechándole la mano—. Es usted el médico ¿no?
—Louis
Creed. Rachel, mi esposa, mi hija, Ellie, y el del aguijón, Gage.
—Encantado
de conocerles a todos.
—Perdóneme,
perdónenos por habernos reído. Es que... estamos un poco cansados.
Volvió a
entrarle la risa: la expresión no podía ser más floja. Él estaba reventado.
Crandall
movió la cabeza.
—Es
natural —dijo. Miró a Rachel—. ¿Quiere entrar un momento con los niños, señora
Creed? Le pondremos al pequeño una compresa de levadura para refrescar la
inflamación. Mi esposa se alegrará de poder saludarla. Casi no sale de casa.
Desde hace un par de años la artritis le da muchas molestias.
Rachel
miró a Louis y él asintió.
—Muy
amable, Mr. Crandall.
—Oh,
atiendo por Jud —dijo el hombre.
De
pronto, sonó un fuerte bocinazo, un motor aminorando revoluciones y en el
camino interior que conducía a la casa apareció, bamboleándose, el camión azul
de las mudanzas.
—¡Santo
Dios! —exclamó Louis—. Y las llaves que no aparecen.
—No se
apure —dijo Crandall—. Yo tengo un juego. Me lo dieron los Cleveland, el
matrimonio que vivía antes aquí. Oh, hace ya mucho tiempo, por lo menos catorce
o quince años. Tuvieron la casa muchos años. Joan Cleveland era la mejor amiga
de mi mujer. Murió hace dos años y Bill se mudó a un apartamento de una
comunidad de ancianos de Orrington. Ahora mismo se las traigo. Al fin y al
cabo, son suyas.
—Es muy
amable, Mr. Crandall —dijo Rachel con sincero agradecimiento.
—No tiene
importancia. Nos alegra mucho tener cerca a gente joven. Pero vigile a los
niños, Mrs. Creed. Pasan muchos camiones por esa carretera.
Se oyeron
chasquidos de puertas y los hombres de la mudanza que habían saltado del camión
se acercaban a ellos.
Ellie se
había alejado un trecho y dijo entonces:
—¿Qué es
eso, papá?
Louis,
que ya iba al encuentro de los hombres, volvió la cabeza. Al extremo del prado,
donde empezaban los matorrales, se abría un sendero de un metro de ancho, muy
bien recortado, que subía por la ladera, sorteando unos arbustos y se perdía de
vista tras un bosquecillo de abedules.
—Es un
camino —dijo Louis.
—Ah, sí
—sonrió Crandall—. Algún día te diré adonde lleva ese camino, jovencita. ¿Ahora
quieres que curemos a tu hermano?
—Sí —dijo
Ellie, y añadió, ilusionada—: ¿Pica la levadura?
4
Cuando
Crandall volvió con las llaves, Louis ya había encontrado las suyas. El sobre
se había introducido detrás del salpicadero por una rendija que quedaba en lo
alto de la guantera. Louis lo sacó y abrió la puerta a los encargados de la
mudanza. Crandall le entregó el otro juego, que estaba mate y áspero al tacto.
Louis le dio las gracias y se lo guardó en el bolsillo con aire distraído,
mientras observaba a los hombres que entraban en la casa con las cajas,
cómodas, mesitas y demás enseres acumulados en doce años de matrimonio. Allí,
fuera de su lugar habitual, parecían más pequeños e insignificantes. «Un montón
de trastos», pensó y de pronto se sintió triste y deprimido; seguramente,
aquello era lo que la gente llamaba nostalgia del hogar.
—Arrancados
y trasplantados —dijo Crandall a su lado, y Louis se sobresaltó.
—Parece
conocer la sensación —dijo.
—Pues no
es así. —Crandall encendió un cigarrillo. ¡Chas! hizo el fósforo, brillando
vivamente a la luz del atardecer—. Esa casa de ahí enfrente la construyó mi
padre. Aquí trajo a vivir a su mujer y aquí dio a luz ella. Y el niño que tuvo
era yo. Fue en el mil novecientos.
—Entonces
usted tiene...
—Ochenta
y tres —dijo Crandall, y Louis se alegró de que no añadiera: «pero me siento
como un muchacho». Le reventaba la frase.
—Parece
mucho más joven.
Crandall
se encogió de hombros.
—Lo
cierto es que he pasado aquí toda mi vida. Me alisté cuando entramos en la Gran
Guerra, pero lo más cerca que llegué de Europa fue Bayonne, en Nueva Jersey. Un
lugar infecto. Ya lo era en 1917. Con que me alegré de volver. Me casé con mi
Norma, estuve trabajando en el ferrocarril y aquí sigo. Pero he visto muchas
cosas de Ludlow. Muchas cosas.
Los
hombres de la mudanza se pararon junto a la puerta del cobertizo, con el canapé
de la cama de matrimonio.
—¿Dónde
va esto, Mr. Creed?
—Arriba...
Un momento, yo les indicaré. —Echó a andar, se detuvo y miró a Crandall.
—Adelante
—dijo Crandall sonriendo—. Yo voy a ver cómo está su familia. Luego se los
envío. Ahora será mejor despejar el terreno. Pero una mudanza da sed. Yo
acostumbro a sentarme en el porche, a eso de las nueve, con un par de cervezas.
Me gusta ver llegar la noche en el verano. A veces, Norma se sienta conmigo.
Acérquese, si le apetece.
—Puede
que vaya —dijo Louis, decidido a no hacerlo. La inmediata sería una consulta de
confianza sobre la artritis de Norma (y gratis) en el porche. Le gustaba
Crandall, le gustaba su sonrisa torcida, su franqueza y hasta su acento y su
manera de arrastrar las sílabas. Buena persona, pensó Louis; pero los médicos
suelen desconfiar de la gente. Era una lata, hasta tus mejores amigos acaban
pidiéndote consejo profesional. Y con los viejos es el cuento de nunca acabar—.
De todos modos, no se quede esperándome. Llevamos un día muy pesado.
—Sólo
quería que supiera que no necesita invitación por escrito —dijo Crandall. Y
había algo en su sonrisa ladeada que hizo comprender a Louis que el viejo sabía
lo que él estaba pensando.
Siguió
con la mirada al hombre durante unos momentos, antes de reunirse con los de la
mudanza. Crandall andaba con soltura, como si tuviera sesenta años en lugar de
ochenta y tantos. Louis sintió una primera y leve oleada de afecto.
5
A las
nueve, los de las mudanzas se habían marchado ya. Ellie y Gage, exhaustos,
dormían en sus nuevas habitaciones; Gage, en la cuna y Ellie en un colchón
puesto en el suelo, con una montaña de cajas a los pies: sus innumerables
lápices, nuevos, gastados o rotos, sus pósters de Barrio Sésamo, sus libros de
cuentos, sus vestidos y sabe Dios cuántas cosas más. Y, cómo no, allí estaba
también Church, roncando levemente. Aquel ligero gruñido era lo más parecido a
un ronroneo que era capaz de emitir el gatazo.
Antes,
Rachel había recorrido la casa de arriba abajo con Gage en brazos, tratando de
localizar dónde Louis había mandado colocar cada cosa, y haciéndolo cambiar
todo de sitio. Louis no había extraviado el cheque: seguía en el bolsillo del
pecho, junto con los cinco billetes de diez dólares que había apartado para la
propina. Cuando, por fin, el camión quedó vacío, él entregó el cheque y el
dinero, correspondió a las gracias con un movimiento de cabeza, firmó el recibo
y desde el porche los vio ir hacia el camión. Probablemente, pararían en Bangor
a tomar unas cervezas para refrescarse. También a él le caerían bien un par de
cervezas. Eso le hizo pensar otra vez en Jud Crandall.
Él y Rachel
se sentaron a la mesa de la cocina. Ella tenía ojeras.
—Tú, a la
cama —le dijo.
—¿Órdenes
del médico? —preguntó Rachel, sonriendo levemente.
—Sí.
—De
acuerdo —dijo ella, poniéndose en pie—. Estoy molida. Y es posible que Gage se
despierte esta noche. ¿Vienes?
Él
titubeó.
Todavía
no. Ese viejo del otro lado de la calle...
—Carretera.
En el campo se dice carretera. Aunque probablemente Judson Crandall dirá carreteeyra.
—Pues
entonces, del otro lado de la carreteeyra. Me invitó a tomar una cerveza
y me parece que voy a aceptar la invitación. Estoy cansado, pero me parece que
la excitación no me dejaría dormir.
—Acabarás
preguntando a Norma Crandall dónde le duele y cómo es el colchón de su cama
—sonrió Rachel.
Louis se
echó a reír, pensando que era gracioso —gracioso y alarmante— que una mujer
pudiese leerte el pensamiento de ese modo, al cabo de unos cuantos años.
—Él vino
cuando le necesitábamos —dijo—. Si yo puedo hacerle un favor...
—¿Hoy por
ti, mañana por mí?
Él se
encogió de hombros. Ni quería ni hubiera sabido explicarle por qué Crandall le
había causado tan buena impresión.
—¿Qué tal
la mujer?
—Muy
cariñosa —dijo Rachel—. Tomó en brazos a Gage y él no protestó, a pesar de que
ha tenido un día muy malo y tú ya sabes que, ni aun en las mejores circunstancias,
le hacen gracia las personas extrañas. Y a Eileen le dejó una muñeca para que
jugara.
—¿Y cómo
te ha parecido que está de la artritis?
—Muy mal.
—¿En
silla de ruedas?
—No...,
pero anda muy despacio y tiene los dedos así. —Rachel curvó sus finos dedos.
Louis asintió—, pero no tardes, Lou. Las casas extrañas me dan escalofríos.
—Pronto
dejará de ser una casa extraña —dijo Louis, dándole un beso.
6
Cuando
Louis regresó, se sentía un poco avergonzado. Nadie le había pedido que
examinara a Norma Crandall; cuando él cruzó la calle (la carreteeyra, rectificó, sonriendo), la buena señora ya se había
acostado. Jud era una silueta borrosa detrás de la tela mosquitera que cubría
el porche. Se oía el sosegado roce de una mecedora sobre linóleo. Louis golpeó
la puerta que repicó suavemente en el marco. La brasa del cigarrillo brillaba,
fosforescente, como una luciérnaga grande y apacible. A través de un aparato de
radio con el volumen bajo se oía una retransmisión deportiva. Todo ello produjo
a Louis la extraña sensación de que entraba en su casa.
—Hola,
doctor —dijo Crandall—. Me figuré que sería usted.
—Supongo
que lo de la cerveza iba en serio —dijo Louis al entrar.
—Tratándose
de cerveza, yo nunca miento —dijo Crandall—. El que miente al hablar de cerveza
se hace enemigos. Siéntese, doctor. Puse un par de latas más en hielo, por si
acaso.
El porche
era largo y estrecho y estaba amueblado con sillones y otomanas de roten. Louis
se sentó en un sillón y notó con sorpresa que era muy cómodo. A mano izquierda
tenía un cubo con hielo y varias latas de Black Label. Tomó una.
—Gracias
—dijo al abrirla—. Los dos primeros tragos le cayeron en la garganta como una
bendición.
—No hay
de qué —dijo Crandall—. Deseo que sean muy felices aquí, doctor.
—Amén.
—Si
quiere unas galletas o algo de comer se lo traigo. Tengo un pedazo de queso que
estará en su punto.
—Gracias,
pero la cerveza será suficiente.
—De
acuerdo, pues, nos dedicaremos a la cerveza. —Crandall eructó, satisfecho.
—¿Su
esposa se acostó ya? —preguntó Louis, sin conseguir explicarse por qué estaba
dándole pie.
—Sí. Unas
veces se queda y otras, no.
—¿Es muy
dolorosa su artritis?
—¿Sabe de
algún caso que no lo sea? —preguntó Crandall.
Louis
movió negativamente la cabeza.
—Será
tolerable, imagino —dijo Crandall—. Ella no se queja. Buena muchacha mi Norma.
—Había en su voz un afecto sincero y profundo. Por la carretera 15 pasó un
camión-cisterna. Era tan grande y tan largo que, durante un momento, Louis no
pudo ver su casa. En un rótulo pintado en el costado del camión, a la luz del
crepúsculo, se leía: ORINCO.
—Vaya
armatoste —comentó Louis.
—La
Orinco está cerca de Orrington —dijo Crandall—. Es una fábrica de
fertilizantes. Están todo el día arriba y abajo. Y luego, los de la gasolina, y
los volquetes, y los que van a trabajar a Bangor o a Brewer y regresan a casa
por la noche. —El viejo movió la cabeza—. Eso es lo único que no me gusta de
Ludlow. Esa condenada carretera. Mucho ruido. Noche y día. A veces despiertan a
Norma. Y hasta a mí, y eso que yo duermo como un leño.
Louis
que, después del constante estrépito de Chicago, percibía en aquellos extraños
parajes de Maine una paz casi imponente, se limitó a mover la cabeza.
—Cualquier
día los árabes cerrarán la espita y entonces se podrán cultivar violetas
africanas en la misma raya amarilla.
—Tal vez
tenga razón. —Louis se llevó la lata a los labios y se sorprendió de
encontrarla vacía.
—Ande,
doctor, reengánchese —rió Crandall.
Louis
vaciló y dijo:
—De
acuerdo, pero sólo una. Tengo que marcharme pronto.
—Lo
comprendo. ¿No es un trajín eso de la mudanza?
—Lo es
—convino Louis, y los dos hombres quedaron en silencio. Era un silencio grato,
como si se conocieran de mucho tiempo. Era una sensación sobre la que Louis
había leído en los libros, pero nunca experimentado. Ahora se sentía
avergonzado de haber pensado con tanta ligereza lo de la visita del médico
gratis.
Por la
carretera pasó zumbando una camioneta lanzando destellos con los faros, como
una estrella a ras de tierra.
—Dichosa
carretera —remachó Crandall, pensativo, casi ausente. Luego, se volvió a mirar
a Louis con una peculiar sonrisa en sus labios surcados de fisuras. Insertó un
Chesterfield en un ángulo de la sonrisa y encendió un fósforo con la uña del
pulgar—, ¿Se acuerda del sendero que vio la niña?
De
momento, Louis no supo de qué le hablaba.
Antes de
quedarse dormida, Ellie había hablado de un montón de cosas. Luego, recordó.
Aquella senda bien recortada que serpenteaba cuesta arriba, rodeando el
bosquecillo.
—Sí;
usted le prometió explicarle adonde lleva.
—Se lo
prometí y se lo diré —respondió Crandall—. El camino atraviesa unos dos
kilómetros y medio de bosque. Los chiquillos que viven cerca de la carretera 15
y de Middle Drive lo cuidan bien porque son ellos los que lo usan. Pero los
chicos se renuevan... Ahora la gente se muda con más frecuencia que cuando yo
era joven; entonces uno elegía un sitio y allí se quedaba. Aunque ellos se lo
dicen unos a otros y cada primavera una pandilla corta la hierba del camino y
lo mantiene limpio durante todo el verano. No todos los mayores de por aquí
saben que existe, muchos sí, pero no todos, quiá. Pero los crios sí, ya lo
creo.
—¿Ellos
saben adonde lleva?
—Sí; al
cementerio de animales.
—El
cementerio de animales —repitió Louis, desconcertado.
—No es
tan extraño como parece —dijo Crandall, fumando y meciéndose—. Es esa
carretera, que se lleva a cantidad de animales. La mayoría, perros y gatos,
pero también a otros. Un camión de la Orinco atropelló al mapache domesticado
de los pequeños Ryder. Eso fue..., ¡caray!, debió de ser en el setenta y siete
o tal vez antes. Desde luego, antes de que las autoridades prohibieran tener en
casa a mapaches y zorrillos.
—¿Por qué
lo prohibieron?
—Por la
rabia —dijo Crandall—. Hay muchos casos de rabia en el Maine. Un viejo San
Bernardo pilló la rabia hace un par de años en la zona sur del estado y mató a
cuatro personas[1].
Si esos estúpidos se hubieran preocupado de vacunar al perro, no habría
ocurrido eso. Pero a un mapache o a un zorrillo no siempre le toma la vacuna,
ni aunque se la pongas dos veces al año. El mapache de los chicos Ryder era muy
cariñoso. Estaba la mar de lúcido, y se te acercaba y te lamía la cara lo mismo
que un perro. El padre hasta lo llevó al veterinario para que lo capara y le
quitara las zarpas. Eso debió de costarle un riñón.
»Ryder
trabajaba en la IBM de Bangor. La familia se trasladó a Colorado hace cinco
años... o tal vez seis. Tiene gracia pensar que esos arrapiezos pronto tendrán
edad para sacar el carnet de conducir. ¿Que si les dolió lo del mapache? ¡Ya lo
creo! Matty Ryder estuvo llorando tanto tiempo que su madre se asustó y pensó
en llevarlo al médico. Supongo que ya se le habrá pasado el disgusto, pero esas
cosas no se olvidan. Cuando un buen animal es atropellado en la carretera, eso
a un chaval no se le olvida.
Louis
pensó en Ellie y la recordó tal como la viera aquella noche, profundamente
dormida con Church ronroneando al pie del colchón.
—Mi hija
tiene un gato —dijo—. Winston Churchill. Le llamamos Church para abreviar.
—¿Y le
cuelga algo al andar?
—¿Cómo
dice? —Louis no tenía ni idea de lo que quería decir el hombre.
—Que si
aún tiene las bolas o está operado.
—No —dijo
Louis—. No; no está operado.
A decir
verdad, en Chicago habían tenido sus más y sus menos a este respecto. Rachel
quería que caparan a Church y hasta pidió hora al veterinario. Pero Louis la
anuló. Aún no sabía por qué. No fue por algo tan simple y estúpido como
equiparar su propia virilidad a la del gato de su hija, ni porque le irritara
pensar que había que castrar a Church para evitarle a la gorda de la vecina la
molestia de asegurar la tapadera del cubo de la basura a fin de que Church no
pudiera tirarla con la pata para investigar su contenido. Ambas razones
contribuyeron, sí; pero, sobre todo, estaba la vaga pero firme aversión a privar
a Church de algo que Louis consideraba valioso: a poner en los verdes ojos del
gato la mirada del pasota. Finalmente, Louis hizo ver a Rachel que, puesto que
se iban a vivir al campo, aquello ya no tenía por qué ser un inconveniente. Y
ahora Judson Crandall le salía con que la vida en el campo requería tomar
precauciones respecto a la carretera 15 y con que si Church estaba operado. Un
poco de filosofía, doctor Creed, es buena para la circulación.
—Yo lo
haría operar —dijo Crandall aplastando el cigarrillo entre el índice y el
pulgar—. Un gato capado no sale tanto a vagabundear. Pero si anda siempre
cruzando de un lado al otro, un día se le acabará la suerte y tendrá que ir a
hacer compañía al mapache de los chicos Ryder, al negro cocker de Timmy Dressler
y al loro de Mrs. Bradleigh. Y no es que al loro lo atropellaran, pero un día
amaneció patas arriba.
—Lo
pensaré —dijo Louis.
—Piénselo.
—Crandall se puso en pie—. ¿Cómo va la cerveza? Me parece que será mejor que
saque el queso, después de todo.
—La cerveza
se acabó —dijo Louis levantándose a su vez—. Y yo me marcho. Mañana me espera
un día de mucho trabajo.
—¿Empieza
en la universidad?
Louis
asintió.
—Los
chicos no irán hasta dentro de dos semanas, pero, para entonces, ya tengo que
saber en qué consiste mi trabajo, ¿no le parece?
—Sí.
Puede tener problemas, si no sabe dónde están las píldoras. —Crandall le tendió
la mano y Louis se la estrechó, aunque sin apretar, pensando que los huesos
viejos duelen enseguida—. Venga cualquier noche —dijo—. Quiero que conozca a mi
Norma. Me parece que le caerá usted bien.
—Así lo
haré —dijo Louis—. Me alegro de haberle conocido, Jud.
—Lo mismo
digo. Ya verá cómo se aclimatan enseguida. Y hasta puede que se queden una
buena temporada.
—Eso
espero.
Louis
recorrió el sendero de losas desiguales y salió a la carretera. Allí tuvo que
pararse porque pasaba otro camión, seguido de una pequeña caravana de cinco
coches, en dirección a Bucksport. Luego, alzando la mano en señal de saludo,
cruzó la calle (la "carreteeyra",
rectificó de nuevo mentalmente) y entró en su nueva casa.
Dentro
reinaba la quietud del sueño. Ellie ni se había movido, y Gage seguía en su
cuna, durmiendo al estilo Gage, boca arriba, con los brazos extendidos sobre la
cabeza y las piernas abiertas, y el biberón al alcance de la mano. Louis se
quedó mirando a su hijo y sintió que se le llenaba el corazón de un cariño tan
fuerte que hasta le dio un poco de miedo. Pensó que en parte se debería a que
condensaba en el pequeño el afecto que antes sintiera hacia lugares y personas
de Chicago que habían desaparecido de su horizonte, borrados por los kilómetros
como si nunca hubieran existido. «Ahora la gente se muda con más frecuencia...
Antes uno elegía un sitio y allí se quedaba.» Tenía razón.
Se acercó
al niño y, puesto que nadie le veía, ni siquiera Rachel, se besó las yemas de
los dedos y, pasando la mano a través de los barrotes de la cuna, rozó
ligeramente la mejilla de Gage.
El niño
suspiró y se puso de lado.
—Que
duermas bien, hijo —dijo Louis.
* * *
Louis se
desnudó con precaución y se acostó en su mitad de la cama que,
provisionalmente, no era más que un colchón en el suelo. Sintió que iba
mitigándose la tensión del día. Rachel no se movió. Las cajas, aún sin vaciar,
parecían fantasmas al acecho.
Antes de
intentar conciliar el sueño, Louis se incorporó en la cama apoyándose en un
codo y miró por la ventana. La habitación estaba en la parte de delante y desde
allí podía ver la casa de los Crandall, al otro lado de la carretera. Estaba
muy oscuro y no se distinguían los detalles, pero sí la brasa del cigarrillo.
«Sigue levantado —pensó—. Seguramente, se acostará muy tarde. Los viejos suelen
padecer insomnio. Como si montaran guardia.»
«¿Guardia
contra qué?»
Pensando
en esto, Louis se quedó dormido. Soñó que estaba en Disney World y conducía una
reluciente furgoneta blanca con una cruz roja en el costado. A su lado iba Gage
que, en el sueño, tenía ya unos diez años. Church le miraba con sus brillantes
ojos verdes desde encima del salpicadero. Fuera, en Main Street, junto a la
estación de ferrocarril fin de siglo, Mickey Mouse daba la mano a los niños que
se apiñaban a su alrededor. Las manos pequeñas y confiadas de la chiquillería
desaparecían dentro del enorme guante de cartón blanco.
7
Las dos
semanas siguientes fueron de mucho ajetreo para la familia. Ante Louis
empezaban a perfilarse las funciones de su nuevo cargo (pero cuando
convergieran en el campus diez mil estudiantes, entre los que habría cantidad
de drogadictos y alcohólicos, inadaptados, depresivos, un buen puñado de
anoréxicos —la mayoría, chicas— y algunos, con nostalgia del hogar paterno del
que habrían salido ahora por primera vez en su vida..., entonces su trabajo
tomaría otro cariz). Y, mientras Louis se familiarizaba con su labor de jefe de
los Servicios Médicos de la Universidad, Rachel hacía lo propio con su nueva
vivienda. Y, entretanto, ocurrió algo que Louis deseaba fervorosamente: ella se
enamoró de la casa.
Gage
andaba muy atareado sufriendo los coscorrones y batacazos que comportaba el acostumbrarse
al nuevo entorno y, durante algún tiempo, su reposo nocturno sufrió un grave
trastorno, pero hacia mediados de la segunda semana ya volvía a dormir toda la
noche de un tirón. Únicamente Ellie, que veía acercarse el día en que tendría
que empezar a ir al nuevo parvulario, parecía estar siempre sobreexcitada y en
ascuas. A la menor nimiedad, le entraba la risita loca, o una depresión
menopáusica, o agarraba unas rabietas impresionantes. Rachel decía que la niña
superaría aquel nerviosismo tan pronto como descubriera que la escuela no era
el coco que ella imaginaba, y Louis estaba de acuerdo con Rachel. Casi siempre,
Ellie seguía siendo lo que siempre había sido: un encanto de criatura.
La
cerveza nocturna en casa de Crandall se había convertido en un hábito para
Louis. Cuando Gage empezó a dormir bien otra vez, Louis tomó la costumbre de
llevar su propia caja de seis latas a casa de su vecino cada dos o tres noches.
Conoció a Norma Crandall, una mujer muy agradable que sufría artritis
reumática, esa pesadilla que amarga la existencia de tantos hombres y mujeres
de edad avanzada que, por lo demás, están sanos; pero se mantenía animosa. No
se rendía al dolor; nada de banderas blancas. A ver si podía con ella. Louis
calculó que le quedaban entre cinco y siete años soportables.
Actuando
contra su costumbre, Louis la examinó por propia iniciativa, repasó las recetas
extendidas por el médico que la trataba y comprobó que no había nada que
objetar. Se sentía un poco decepcionado por no poder proponer alguna sugerencia,
pero el doctor Weybridge llevaba bien el caso, dentro de lo que cabía, salvo
complicaciones, desde luego. Las cosas hay que tomarlas como vienen, o acabas
encerrado en un cuartito escribiendo cartas a la familia con un lápiz.
Rachel la
apreciaba, y las dos mujeres sellaron su amistad intercambiando recetas de
cocina como los chicos intercambian cromos de béisbol, empezando con la tarta
de manzana de Norma Crandall y por el buey stroganoff de Rachel. Norma se
encariñó con los dos pequeños Creed, especialmente con Ellie, quien, según
ella, iba a ser toda una belleza «a la antigua». Por lo menos, no dijo que
Ellie sería «una preciosidad de pimpollo», comentó Louis aquella noche. Rachel
se echó a reír con tanta fuerza que soltó una ventosidad y entonces las
carcajadas de los dos despertaron a Gage.
Llegó el
día en que Ellie debía empezar a ir al parvulario. Louis, que ya estaba al
corriente de su cometido en la enfermería y dominaba el funcionamiento de las
instalaciones médicas de la universidad, se tomó un día de permiso. (Además, la
enfermería estaba vacía; la última paciente, una estudiante del curso de verano
que se había roto una pierna en las escaleras de la Asociación de Estudiantes,
había sido dada de alta la semana anterior.) Estaba en el jardín, al lado de
Rachel, con Gage en brazos, cuando el gran autobús amarillo dobló la esquina de
Middle Drive y paró frente a la casa. La puerta de delante se abrió doblándose
por la mitad, y una algarabía de voces infantiles salió al aire tibio de
septiembre.
Ellie se
volvió a mirarles como preguntando si no existiría el medio de evitar aquel
paso, y quizá lo que vio en sus rostros la convenció de que ya era tarde y que,
después de aquel primer día, habría comenzado un proceso irreversible, como el
de la artritis de Norma Crandall. La niña subió al autobús, que cerró sus
puertas con un resoplido de dragón. Cuando el vehículo arrancó, Rachel se echó
a llorar.
—¡Por el
amor de Dios! —exclamó Louis. Él no lloraba. Porque se aguantaba las ganas—.
Sólo es medio día.
—¿Y te
parece poco medio día? —preguntó Rachel con irritación, llorando con más
fuerza. Louis la atrajo hacia sí y Gage los abrazó a los dos por el cuello.
Normalmente, cuando Rachel lloraba, Gage la imitaba, pero esta vez no. «Nos
tiene a los dos para él solo —pensó Louis—, y el muy bandido lo sabe.»
* * *
Esperaron
el regreso de Ellie con cierta zozobra, mucho café y constantes cábalas sobre
lo que estaría haciendo la niña. Louis se fue al cuarto de atrás, donde pondría
su estudio, y estuvo revolviendo papeles sin ton ni son. Rachel empezó a
preparar el almuerzo mucho más temprano de lo habitual.
Cuando, a
las diez y cuarto, sonó el teléfono, Rachel se lanzó a contestar con un
entrecortado: «¿Diga?», antes de que se oyera la segunda señal y Louis se asomó
a la puerta de su estudio, seguro de que quien llamaba era la maestra de Ellie,
para decirles que la niña no podía seguir, que el estómago de la enseñanza
pública no la asimilaba y la devolvía. Pero era Norman Crandall: Jud había
recogido ya todo el maíz y podían disponer de una docena de mazorcas, si
querían. Louis fue a recogerlas con una cesta de la compra y regañó a Jud por
no haber permitido que le ayudara a arrancarlas.
—De todos
modos, la mayoría no valen una mierda —dijo Jud.
—Te
agradeceré que evites esas expresiones cuando yo esté delante —dijo Norma, que
sacaba al porche una vieja bandeja de Coca-Cola con unos vasos de té helado.
—Lo
siento, amor mío.
—¡Qué vas
a sentir! —dijo Norma haciendo una mueca de dolor al sentarse.
—Vi a
Ellie subir al autobús —dijo Jud encendiendo un Chesterfield.
—Ya verás
cómo le gusta la escuela —dijo Norma—. Casi siempre ocurre así.
«Casi»,
pensó Louis lúgubremente.
*
* *
Pero a
Ellie le gustó. Regresó a casa a mediodía radiante de felicidad. El viento
hinchaba la falda de su vestido azul, estrenado el primer día de colegio,
dejando al descubierto sus magulladas rodillas (y traía una herida nueva que
habría que admirar). Traía en la mano un dibujo de dos niños, o tal vez dos
perchas, un zapato desabrochado, un lazo menos en el pelo y gritaba: «¡Hemos
cantado El viejo MacDonald! ¡Mamá! ¡Papá! ¡Hemos cantado El viejo MacDonald!
¡Igual que en el otro colegio!»
Rachel
miró a Louis, que estaba sentado junto a la ventana, con Gage en las rodillas.
El niño estaba a punto de quedarse dormido. Había en la mirada de Rachel una
sombra de tristeza y, aunque ella volvió la cara casi enseguida, Louis sintió
una punzada de pánico terrible. «Realmente, nos hacemos viejos —pensó—. Es
verdad. No nos escapamos. Ellie va para arriba... y nosotros para abajo.»
Ellie
corrió hacia él, tratando de enseñarle el dibujo y el nuevo arañazo y de
contarle lo de El viejo MacDonald y Mrs. Berryman al mismo tiempo. Church se le
cruzaba entre las piernas ronroneando de entusiasmo. Era casi un milagro que
Ellie no tropezara con él.
—Sssh
—hizo Louis al darle un beso. Gage, ajeno a la conmoción, acababa de quedarse
dormido—. Déjame que acueste al niño y luego me lo cuentas.
Louis
empezó a subir la escalera con el niño en brazos. Por la ventana entraban los
oblicuos rayos del cálido sol de septiembre. Al llegar al rellano, se detuvo,
helado, presa de un siniestro presagio de horror y tinieblas. Miró en derredor,
preguntándose qué era lo que podía habérselo provocado. Oprimió al niño con más
fuerza, estrujándolo casi, y Gage se debatió protestando. Louis sentía la piel
de gallina en los brazos y la espalda.
«¿Qué
pasa?», se preguntó, aturdido y asustado. El corazón le galopaba. Sentía el
cuero cabelludo frío y encogido y percibía la descarga de adrenalina detrás de
los ojos. El ojo humano se sale realmente de la órbita con el miedo; eso lo
sabía él. No es que uno los abra más de lo normal, sino que se proyectan hacia
afuera al aumentar la presión sanguínea y la presión hidrostática de los
fluidos craneales. «¿Qué diablos pasa aquí? ¿Fantasmas? Dios, es como si algo
me hubiera rozado aquí, en esta escalera, algo que casi he visto.»
Abajo, la
puerta mosquitera repicó en el marco.
Louis
Creed se sobresaltó y casi lanzó un grito. Luego, se rió. Aquello era, sencillamente,
una de esas lagunas frías por las que a veces cruza la mente, ni más ni menos.
Una fuga momentánea. Cosas que pasan, eso. ¿Qué le dijo Scrooge al fantasma de
Jacob Marley? «Tal vez no seas más que una patata medio cruda. Eres más
fantoche que fantasma.» Y, en esto, Charles Dickens acertaba más de lo que él
mismo imaginaba. Los fantasmas no existían; por lo menos, que él supiera. En el
ejercicio de su profesión, Louis había certificado la defunción de dos docenas
de personas, y nunca sintió pasar un alma.
Llevó a
Gage a su habitación y lo dejó en la cuna. Pero, mientras arropaba a su hijo,
un escalofrío le recorrió la espalda y de pronto se acordó de la «tienda» de su
tío Carl. Porque allí no se exhibían coches relucientes, ni televisores con los
más modernos dispositivos, ni lavavajillas con parte delantera de cristal para
que uno pudiera contemplar los mágicos aclarados. Allí todo eran cajas con la
tapa levantada, iluminadas cada una por un foco bien camuflado. El hermano de
su padre tenía una funeraria.
«¡Dios
del cielo! ¿A qué viene esa sensación de horror? ¡Vamos, reacciona, hombre!
¡Déjate de monsergas!»
8
Aquel
sábado, cuando Ellie había terminado su primera semana de colegio y estaba a
punto de empezar el curso de la universidad, Jud Crandall cruzó la carretera y
se acercó a la familia Creed que estaba sentada en el jardín. Ellie acababa de
bajar de la bicicleta y bebía un vaso de té helado. Gage gateaba por la hierba,
examinando insectos y tal vez comiéndose alguno que otro. Gage no era exigente
en la selección de sus fuentes de proteínas.
—Hola,
Jud —dijo Louis poniéndose en pie—. Te traeré una silla.
—No hace
falta. —Jud llevaba jeans, camisa de algodón a cuadros y unas botas verdes.
Mirando a Ellie, dijo—: ¿Aún quieres saber adonde lleva ese camino, Ellie?
—¡Sí!
—dijo la niña, levantándose de un salto, con los ojos brillantes—. George Buck
me dijo en la escuela que iba al cementerio de las mascotas y yo se lo conté a
mamá, pero ella dice que será mejor que me lleves tú, porque sabes dónde es.
—Y tiene
razón —dijo Jud—. Si no tenéis inconveniente, nos iremos dando un paseo. Pero
debes ponerte botas. Hay bastante barro en ese camino.
Ellie
corrió hacia la casa.
Jud la
siguió con una mirada afectuosa y divertida.
—¿Nos
acompañas, Louis?
—Encantado.
—Louis miró a Rachel—. ¿Vienes tú, cariño?
—¿Y Gage?
Tengo entendido que hay que andar más de dos kilómetros.
—Lo
llevaré en la sillita-mochila.
—De
acuerdo —rió Rachel—. Pero la espalda es suya, jefe.
* * *
Salieron
diez minutos después, todos calzados con botas, excepto Gage, que iba colgado
de los hombros de su padre, mirándolo todo con ojos redondos. Ellie correteaba
delante, persiguiendo mariposas y recogiendo flores.
La hierba
del prado estaba muy alta; les llegaba casi por la cintura, y había mucha vara
de oro, ese heraldo de finales del verano que todos los años viene anunciando
el otoño. Pero aquel día no se advertía en el aire ni asomo del otoño; el sol
era todavía de agosto, a pesar de que, según el calendario, llevaban ya casi
dos semanas de septiembre. Cuando llegaron a lo alto de la primera cuesta,
andando a buen paso por el recortado sendero, Louis tenía manchas de sudor en
la camisa, en la zona de las axilas.
Jud hizo
un alto. Al principio, Louis pensó que el viejo se había quedado sin aliento,
pero luego reparó en el panorama que se ofrecía detrás.
—No está
mal la vista, ¿eh? —dijo Jud poniéndose una ramita de tomillo entre los
dientes. Louis pensó que la frase era todo un compendio de la sobriedad de
expresión yanqui.
—Es
soberbio —susurró Rachel, y miró acusadoramente a Louis—. ¿Cómo no me habías
dicho nada de esto?
—Es que
no sospechaba que estuviera aquí —dijo Louis, un poco avergonzado. Se hallaban
dentro de los límites de su propiedad y hasta aquel momento él no se había
molestado en subir hasta la cima de la colina que estaba detrás de la casa.
Ellie se
había adelantado un buen trecho. Ahora volvía sobre sus pasos, contemplando la
vista con franca admiración. Church trotaba suavemente, casi pegado a sus
talones.
La colina
no era alta, ni falta que hacía. Por el este, un espeso bosque tapaba la vista;
pero, hacia el oeste, el terreno descendía mansamente, pintado de los tonos
dorados de los últimos días del verano. Todo estaba quieto, brumoso, apacible.
Ni siquiera pasaba por la carretera un camión de la Orinco que turbara el
silencio.
Lo que
tenían ante sus ojos era la cuenca del río, desde luego, el Penobscot, por el
que antaño los leñadores hacían descender los troncos desde el nordeste hasta
Bangor y Derry. Pero ellos estaban un poco al sur de Bangor y al norte de
Derry. El río bajaba anchuroso y apacible, como sumido en su propio sueño.
Louis distinguió Hampden y Winterport a lo lejos y, en la margen de este lado,
se adivinaba el sinuoso trazado de la carretera 15 que seguía el curso del río
casi hasta Bucksport. Más allá del río, festoneado de árboles frondosos, se
extendían los campos, surcados de caminos y carreteras. La esbelta torre de la
iglesia baptista de North Ludlow asomaba entre un grupo de viejos olmos y, a la
derecha, se veía el achaparrado edificio de ladrillo de la escuela de Ellie.
En el
cielo, unas nubes blancas se movían perezosamente hacia la línea del horizonte
de un azul desvaído. Y, por todas partes, la tierra, que por estas fechas de
las postrimerías del verano ya había rendido sus frutos, aparecía dormida pero
no muerta, y tenía un inverosímil color marrón encendido.
—Soberbio
es la palabra justa —dijo Louis al fin.
—Antiguamente
la llamaban la Colina del Mirador —dijo Jud. Se puso un cigarrillo en la
comisura de los labios, pero no lo encendió—. Algunos de los viejos aún la
llaman así, pero ahora que ha llegado tanta gente joven, el nombre está casi
olvidado. No creo que haya muchos que conozcan este sitio. No parece que la
vista pueda ser nada extraordinaria, porque la colina no es muy alta. Pero se
ve... —Extendió el brazo en un amplio ademán y quedó en silencio.
—Se ve
toda la región —dijo Rachel en voz baja, intimidada. Miró a Louis—. Cariño, ¿es
nuestro este sitio?
Y, antes
de que Louis pudiera contestar, Jud dijo:
—Está
dentro de la propiedad, desde luego.
Lo cual,
según pensó Louis, no era lo mismo.
* * *
Hacía más
fresco en el bosque, tal vez cinco o seis grados menos. El sendero seguía
siendo ancho, estaba jalonado de tiestos y latas de café con flores —marchitas,
la mayoría— y alfombrado de agujas de pino. Habían recorrido medio kilómetro,
ahora cuesta abajo, cuando Jud llamó a Ellie, que había vuelto a adelantarse.
—Éste es
un paseo muy bonito para una niña —le dijo cariñosamente—, pero, quiero que prometas
a tus padres que cuando vengas por aquí no te saldrás del camino.
—Lo
prometo —dijo Ellie con rapidez—. ¿Por qué?
Jud miró
a Louis, que se había parado a descansar. El acarrear a Gage, incluso a la
sombra de aquellos viejos abetos, era trabajo duro.
—¿Sabes
dónde estamos? —preguntó Jud.
Louis
repasó mentalmente todas las respuestas posibles y fue desestimándolas una a
una: Ludlow, Ludlow Norte, detrás de mi casa, entre la carretera 15 y Middle
Drive. Movió la cabeza.
Jud
señaló por encima de su hombro con el pulgar.
—Por ahí
está todo —dijo—. La ciudad y demás. Por aquí, sólo bosques y más bosques en un
radio de más de ochenta kilómetros. Lo llaman los bosques de Ludlow Norte, pero
abarcan una punta de Orrington, parte del término de Rockford y llegan hasta
esas tierras del gobierno que los indios reclaman. Sé que parece extraño que
vuestra hermosa casita, situada al pie de la carretera principal, con su
teléfono, su luz eléctrica y su televisión por cable, linde con bosques
vírgenes, pero así es. —Volvió a mirar a Ellie—. Lo que quiero decir es que no
debes andar vagando por ahí, Ellie. Podrías perderte y sabe Dios dónde irías a
parar.
—No lo
haré, Mr. Crandall. —Ellie estaba impresionada, y hasta intimidada, pero no
asustada, según advirtió Louis. Rachel, sin embargo, miraba a Jud con gesto de
preocupación, y el propio Louis se sentía un poco intranquilo. Lo atribuyó al
instintivo temor que la gente de ciudad experimenta hacia los bosques. Hacía
más de veinte años, desde su época de "boy-scout", que Louis no tenía
una brújula en la mano, y sus recuerdos de cómo orientarse por la estrella
Polar o por el lado en el que crece el musgo en los troncos de los árboles eran
tan vagos como los de la forma de hacer nudos de margarita o de media pina.
Jud los
miraba sonriendo ligeramente.
—De todos
modos, no hemos perdido a nadie en estos bosques desde 1934. Por lo menos, a
nadie de por aquí. El último fue Will Jeppson, y no puede decirse que fuera una
gran pérdida. Aparte de Stanny Bouchard, Will era el mayor borracho de este
lado de Bucksport.
—A nadie
de por aquí —dijo Rachel, con una voz un poco forzada, y Louis casi podía
leerle el pensamiento: «Y nosotros no somos de por aquí.» Por ahora.
Jud
meditó un momento y luego asintió.
—Cada dos
o tres años se pierde algún que otro forastero, porque la gente cree que,
estando tan cerca de la carretera principal, nadie va a extraviarse. Pero, más
tarde o más temprano, los encontramos. No hay que preocuparse.
—¿Hay
alces? —preguntó Rachel con recelo. Y Louis sonrió. Si ella quería preocuparse,
no le faltarían motivos.
—A veces
se ve alguno —dijo Jud—. Pero no son peligrosos, Rachel. Durante la época del
apareamiento andan un poco soliviantados, pero habitualmente se conforman con
mirar. A los únicos a los que parecen tenérsela jurada fuera de la época del
celo son a los de Massachusetts. No sé por qué, pero así es. —Louis pensó que
el viejo bromeaba, pero no estaba seguro. Jud parecía hablar muy en serio—. Lo
he visto una y otra vez. Tipos de Saugus, de Milton o de Weston subidos a los
árboles y chillando que les perseguían manadas de alces del tamaño de un
camión. Es como si los alces pudieran oler a los de Massachusetts. A lo mejor
lo que huelen son las prendas de L. L. Bean. No sé. Me gustaría que
universitarios de esos que estudian el comportamiento de los animales eligieran
el tema para su tesis, pero no creo que a nadie se le ocurra.
—¿Qué es
la época de celo? —preguntó Ellie.
—Ahora
eso no importa —dijo Rachel—. No quiero que vengas por aquí si no es con una
persona mayor, Ellie. —Rachel dio un paso hacia Louis.
Jud
parecía contrariado.
—Yo no
quería asustarte, Rachel. Ni tampoco a la niña. No hay que tenerle miedo al
bosque. El camino es seguro. En primavera se llena de hierba, y en algunos
puntos hay barro todo el año, menos en el cincuenta y cinco, que fue el verano
más seco que yo recuerde; pero ni siquiera hay hiedra venenosa, como en los
campos que están al lado del jardín de la escuela. Y procura no tocarla Ellie,
si no quieres pasarte tres semanas metida en un baño de almidón.
Ellie
ahogó la risa con la mano.
—El
camino es seguro —dijo Jud a Rachel, que no parecía muy convencida—. Si hasta
Gage podría seguirlo... Y, como ya os dije, los chicos del pueblo vienen mucho
por aquí. Ellos lo limpian. Y lo hacen sin que nadie se lo mande. No quisiera
privar a Ellie de esta diversión. —Se inclinó haciendo un guiño—. Esto es como
otras muchas cosas de la vida, Ellie: si te mantienes en el camino, todo va
bien; pero, a la que te sales, como no tengas suerte, te pierdes. Y luego tiene
que salir a buscarte un grupo de rescate.
Siguieron
andando. A Louis empezaba a agarrotársele la espalda del peso de la silla. De
vez en cuando, Gage le agarraba un mechón de pelo en cada mano y tiraba con
entusiasmo o le daba un alborozado puntapié en los riñones. Los últimos
mosquitos de la temporada le bailaban delante de la cara con su penetrante
zumbido.
El camino
descendía zigzagueando entre viejos abetos. Más allá, atravesaba una zona de
densos matorrales. Realmente, el terreno era muy húmedo, y las botas de Louis
se hundían en el barro y los charcos. En un punto, tuvieron que cruzar sobre
unos leños. Pero aquél fue el paso más difícil. Después, el camino empezaba a
subir otra vez entre árboles. Gage parecía haber aumentado cinco kilos por arte
de magia. Y la temperatura, diez grados. A Louis le corría el sudor por la
cara.
—¿Cómo
vas, cariño? —preguntó Rachel—. ¿Quieres que yo lleve al niño un rato?
—No;
estoy bien —dijo él. Y era verdad, a pesar de que el corazón le latía con
fuerza. Porque Louis estaba más acostumbrado a recomendar ejercicio que a
hacerlo.
Ellie iba
al lado de Jud; su pantalón amarillo limón y su blusa roja eran dos manchas de
color vivo sobre el fondo verde y marrón oscuro del umbroso bosque.
—Lou, ¿tú
crees que sabe adonde nos lleva? —preguntó Rachel en voz baja y tono
preocupado.
—Sin duda
—dijo Louis.
Jud les
gritó alegremente por encima del hombro:
—Ya no
falta mucho. ¿Resistes bien, Louis?
«¡Dios
mío! —pensó Louis—. Ochenta y tantos años y ni siquiera está sudando.»
—Muy bien
—respondió Louis con cierta agresividad. Probablemente, el amor propio le
hubiera hecho responder lo mismo aunque hubiera notado los síntomas de una
coronaria. Sonrió ampliamente, se ajustó las correas de la sillita y siguió
andando.
Llegaron
a la cima de la segunda colina. Desde allí, el camino descendía entre una
maraña de arbustos y matorrales que les llegaba a la altura de la cabeza. Luego
se estrechaba y, a poca distancia, Louis vio a Jud y Ellie pasar por debajo de
un arco de viejas tablas castigadas por la intemperie. Escrito en ellas, en
borrosas letras negras, apenas legibles, se descifraba la inscripción:
PET SEMATARY.[2]
Él y
Rachel intercambiaron una mirada risueña y cruzaron bajo el arco, asiéndose
instintivamente las manos, como si hubieran ido allí para casarse.
Por
segunda vez aquella mañana, Louis se quedó admirado.
Allí el
suelo estaba limpio de agujas de pino. En un círculo de unos quince metros de
diámetro, casi perfecto, la hierba había sido segada a ras de tierra. Rodeaba
el círculo una maraña de densos matorrales, interrumpida por unos árboles
derribados que formaban un montón de aspecto a la vez siniestro y amenazador.
«El que tratara de pasar por ahí o de escalar ese montón de leños debería tomar
la precaución de ponerse un buen blindaje», pensó Louis. El claro estaba
sembrado de una especie de lápidas, fabricadas evidentemente por artesanos
infantiles con los materiales más diversos que habían podido conseguir: cajas
de madera, tablas y planchas metálicas. No obstante, en medio de aquel cerco de
arbustos bajos y árboles desmedrados que luchaban por espacio vital y buscaban
la luz del sol, el mero hecho de su tosca factura y la circunstancia de que
fueran obra de manos humanas, parecían darles una cierta homogeneidad. Con el
bosque como telón de fondo, el lugar tenía un aire fantasmagórico, un ambiente
más pagano que cristiano.
—Es muy
bonito —dijo Rachel, aunque por su tono no parecía muy convencida.
—¡Uaaau!
—gritó Ellie.
Louis se
desprendió de la sillita y puso al niño en el suelo, para que pudiera gatear.
Louis sintió un gran alivio en la espalda.
Ellie iba
de tumba en tumba, lanzado exclamaciones. Louis se fue tras ella, mientras
Rachel se quedaba vigilando al niño. Jud se sentó en el suelo, con las piernas
cruzadas y la espalda apoyada en una peña y se puso a fumar.
Louis
observó que las tumbas estaban dispuestas en círculos más o menos concéntricos.
El GATO
SMUCKY, rezaba una tabla. El trazado de las letras era ingenuo pero esmerado.
FUE OVEDIENTE. Y, debajo: 1971-1974. En el círculo exterior, un poco más allá,
Louis observó una losa de pizarra y, escritos con pintura roja casi borrada
pero todavía legibles, unos versos decían: BIFFER, BIFFER, TENÍA BUENOS HOCICOS
HASTA QUE MURIÓ NOS HIZO MÁS RICOS.
—"Biffer"
era el cocker spaniel de los Dessler —dijo Jud. Había excavado un pequeño hoyo
con el tacón, en el que sacudía la ceniza del cigarrillo—. Lo atropello un
volquete el año pasado. ¿No tiene gracia el epitafio?
—La tiene
—convino Louis.
Algunas
de las tumbas tenían flores: unas, frescas; casi todas, mustias, y no pocas
completamente secas. Más de la mitad de las inscripciones estaban casi borradas
o habían desaparecido, y Louis supuso que habrían sido hechas con lápiz o tiza.
—¡Mami!
—gritó Ellie—. ¡Aquí hay un pez! ¡Ven a verlo!
—Paso
—dijo Rachel, y Louis se volvió a mirarla. Su mujer se había quedado de pie,
fuera del círculo exterior, y estaba más nerviosa que nunca. «Incluso aquí se
siente incómoda», pensó Louis. La afectaba mucho todo lo relacionado con la
muerte (más que a la mayoría de la gente), probablemente por lo de su hermana.
La hermana de Rachel había muerto muy joven, y ello le había dejado una
cicatriz que, según averiguó el propio Louis a poco de que se casaran, era
preferible no tocar. La hermana se llamaba Zelda y había muerto de meningitis
espinal. Probablemente, su enfermedad debió de ser larga y terrible, y Rachel
estaba en una edad impresionable. Por lo tanto, pensaba Louis, si ella prefería
olvidar, tanto mejor.
Louis le
guiñó un ojo, y Rachel le sonrió con gratitud.
Louis
levantó la mirada. Se encontraban en un claro del bosque. Supuso que por eso
crecía bien la hierba; estaba a pleno sol. No obstante, habría que cuidarla y
regarla. Eso suponía traer regaderas hasta aquí arriba, o tal vez bombas
indias, que pesarían más que Gage. Y los que las acarreaban eran niños. Volvió
a pensar que era muy extraña tanta constancia en unos niños. Por lo que él
recordaba de su propia infancia y por lo que observaba en Ellie, las aficiones
infantiles eran como humo de pajas.
Pero
aquello duraba mucho, tenía razón Jud. Así pudo comprobarlo a medida que se
acercaba al centro. Las tumbas de los círculos interiores eran más antiguas y
las inscripciones legibles, más escasas. Allí estaba TRIXIE, ATROPEYADO EN LA
CARRETERA EL 15 SET. 1968. En el mismo círculo, había una tabla de madera
hincada profundamente en tierra. La lluvia y el hielo la habían mellado y
ladeado, pero aún se leía: A LA MEMORIA DE MARTA, NUESTRA CONEJITA MUERTA EL 1
MARZO 1965. En la otra hilera estaba el GENERAL PATTON (UN! BUEN! PERRO!
Puntualizaba la inscripción), muerto en 1958, y POLYNESIA (que, si Louis
recordaba correctamente la historia del «Doctor Doolittle», debió de ser un
loro) que gritó por última vez «Poly quiere galleta» en el verano de 1953. No había
ninguna inscripción legible en los dos círculos siguientes y, después, todavía
muy lejos del centro, grabado toscamente en una losa de piedra caliza, leyó:
HANNAH LA MEJOR PERRA DEL MUNDO 1929-1939. Si bien la piedra caliza era
relativamente blanda —y, en consecuencia, las letras eran ya poco más que una
sombra, Louis se quedó atónito al pensar en las horas de trabajo que habría
costado a un niño grabar aquellas ocho palabras. Era realmente abrumadora la
magnitud del amor y la pena que se traducía en el esfuerzo. Aquello era algo
que los mayores no hacían ni por sus propios padres, ni por sus hijos si morían
jóvenes.
—Chico,
esto viene de antiguo —dijo a Jud que se acercaba a él.
Jud
asintió.
—Ven,
quiero enseñarte una cosa —dijo Jud.
Se
acercaron al tercer círculo desde el centro. Su circunferencia era mucho más
perfecta que la de los círculos exteriores. Jud se detuvo frente a una pequeña
placa de pizarra que estaba caída. Se arrodilló con tiento y la enderezó.
—Antes
había unas palabras escritas. Las grabé yo mismo, pero ya se han borrado. Aquí
enterré yo a mi primer perro. "Spot". Murió de viejo en 1914, el año
en que estalló la Gran Guerra.
Louis,
impresionado por la idea de que aquel cementerio fuera más antiguo que muchos
de los utilizados por los humanos, se acercó al centro, examinando atentamente
algunas de aquellas estelas funerarias. Ninguna tenía ya letras y algunas se
estaban desintegrando.
Cuando
levantó una de ellas, casi cubierta por la hierba, sonó como un crujido
quejumbroso en la tierra. Varios escarabajos ciegos huyeron de la zona que
acababa de dejar al descubierto. Louis se sobrecogió y pensó: «El "Boot
Hill" de los animales. Me parece que esto no me gusta nada.»
—¿De
cuándo data esto?
—Pues no
lo sé —dijo Jud, hundiendo las manos en los bolsillos—. Ya existía cuando murió
"Spot", desde luego. Éramos una buena pandilla en aquellos tiempos.
Mis amigos me ayudaron a cavar la tumba de "Spot". No creas que es
fácil cavar aquí. El suelo es muy pedregoso y difícil de remover. Y yo también
les ayudaba a ellos. —Iba señalando aquí y allá con un dedo recio y calloso—.
Ahí está el perro de Pete Lavasseur, si mal no recuerdo. Y ahí, tres gatos de
Albion Grotley, uno al lado del otro.
»El viejo
Fritchie criaba palomas de competición. Yo, Al Groatley y Karl Hannah
enterramos a una que un perro mató. Está ahí. —Se quedó pensativo—. Yo soy el
último de la panda. Todos han muerto. Todos.
Louis no
dijo nada. Se quedó mirando las tumbas de las mascotas, con las manos en los
bolsillos.
—Hay
mucha piedra aquí —insistió Jud—. No se puede plantar nada. Sólo cadáveres,
imagino.
Gage, que
estaba en el borde del claro, empezó a lloriquear, y Rachel lo tomó en brazos y
se acercó a los dos hombres, con el niño apoyado en la cadera.
—Gage
tiene hambre —dijo—. Creo que deberíamos regresar, Lou. —«Por favor, ¿nos vamos
ya?» Decían sus ojos.
—Sí
—respondió Lou. Se colgó la sillita de los hombros y se volvió de espaldas,
para que Rachel instalara al niño—. ¡Ellie! ¡Eh!, Ellie, ¿dónde estás?
—Allí—dijo
Rachel señalando el montón de troncos. Ellie trepaba por los troncos como si
fueran primos hermanos de las espalderas del colegio.
—¡Oh,
Ellie, baja de ahí enseguida! —gritó Jud, alarmado—. Si metes el pie donde no
debes y el tronco se mueve, podrías torcerte el tobillo.
Ellie
saltó al suelo.
—¡Ay!
—gritó, y se acercó a ellos frotándose la cadera. No tenía herida, pero una
rama le había rasgado el pantalón.
—¿Lo ves?
—dijo Jud alborotándole el pelo—. Esos troncos tienen malas bromas. Ni siquiera
los que están acostumbrados a andar por los bosques trepan por ellos, si pueden
dar un rodeo. Los árboles que quedan caídos en un montón se vuelven ruines y,
si te descuidas un poco, te hacen daño.
—¿En
serio? —preguntó Ellie.
—Completamente
en serio. Están amontonados como paja y, si pisas donde no debes, se vienen
todos abajo.
Ellie
miraba a Louis.
—¿Es
verdad eso, papá?
—Creo que
sí, cariño.
—¡Uf!
—Ellie gritó a los troncos—: ¡Me habéis roto los pantalones, árboles feos!
Los tres
mayores se echaron a reír. Los troncos, no. Siguieron blanqueándose al sol,
como habían hecho durante décadas. A Louis le parecían el esqueleto de un
monstruo muerto hacía mucho tiempo por un caballero andante. Los huesos de un
dragón gigantesco abandonados allí, en un primitivo monumento funerario.
Incluso
entonces Louis pensó ya que había algo artificial y estudiado en la forma en
que los troncos se alzaban entre Pet Sematary y los grandes bosques que se
extendían más allá, bosques que Jud Crandall llamaba con naturalidad «los
bosques indios». Su aparente desgaire parecía excesivo para ser obra de la
naturaleza. Era...
En aquel
momento, Gage le retorció una oreja gorgoteando de gusto, y Louis se olvidó de
los troncos amontonados al fondo del cementerio de animales. Era hora de
regresar a casa.
9
Al día
siguiente, Ellie se acercó a Louis con semblante preocupado. Louis estaba en su
pequeño estudio construyendo uno de sus modelos a escala. Éste era un Rolls
Royce Silver Gbost 1917: 680 componentes y más de cincuenta piezas móviles. Lo
tenía casi terminado, y a Louis ya le parecía estar viendo al chofer de librea,
descendiente directo de los cocheros ingleses del siglo XVIII o XIX, sentado al
volante con empaque majestuoso.
Louis era
un apasionado de los modelos a escala desde que tenía diez años. Empezó con un
Spad de la Primera Guerra Mundial que le compró su tío Carl, siguió con casi
todos los aeroplanos Revell y, ya de adolescente, pasó a cosas más importantes.
Tuvo su época de barcos en botellas, su época de artilugios de guerra y hasta
su época de armas. Sus armas estaban tan bien imitadas que parecía imposible
que no se disparasen al apretar el gatillo. Hacía Coks, Winchesters, Lugers y
hasta una Buntline Special. Durante los cinco años últimos, se había dedicado a
los grandes trasatlánticos. En su despacho de la universidad tenía una
reproducción del Lusitania y otra del Titanic, y un modelo a escala del Andrea
Doria, terminado poco antes de que salieran de Chicago, navegaba sobre la
repisa de la chimenea de la sala de estar. Ahora había pasado a los coches clásicos
y, a juzgar por el ritmo que hasta entonces llevara su afición, transcurrirían
cuatro o cinco años antes de que sintiera el afán de reproducir otros ingenios.
Rachel contemplaba este único hobby de su marido con condescendencia femenina
no exenta, según creía él, de cierto desdén: seguramente, incluso tras diez
años de matrimonio ella esperaba todavía que lo superase con la edad. Tal vez
esta actitud reflejaba, en cierta medida, la convicción de su padre que seguía
creyendo, ahora con la misma firmeza que cuando Rachel se casó con Louis, que
le había tocado en suerte un yerno imbécil.
«Puede
que ella tenga razón —pensaba Louis—. Tal vez un buen día me despierte, a mis
treinta y siete años, suba todos estos cachivaches al desván y me dedique al
vuelo en ala delta.»
Pero
ahora Ellie traía la cara muy seria.
A lo
lejos, en el aire limpio de la mañana, se oía el perfecto sonido dominical de
la campana de la iglesia llamando a los fieles.
—Hola,
papá.
—Hola,
tesoro, ¿qué me cuentas?
—Oh, nada
—dijo Ellie. Pero su cara decía otra cosa; su cara decía que había mucho que
contar, y no precisamente fabuloso, qué va. Tenía el pelo recién lavado y
suelto sobre los hombros. Con aquella luz parecía más rubio, y se disimulaba su
tendencia a oscurecerse. Llevaba vestido, y Louis reparó en que su hija casi
siempre se ponía vestido los domingos, a pesar de que ellos no iban a la
iglesia—. ¿Qué construyes ahora?
Mientras
pegaba cuidadosamente un guardabarros, Louis se lo dijo.
—Mira
esto. —Le enseñaba un tapacubos—. ¿Ves las dos «R» entrelazadas? Bonito
detalle, ¿eh? Si para el día de Acción de Gracias volvemos a Chicago y volamos
en un L-1011, podrás verlas también en los motores.
—Un
tapacubos. Fabuloso. —Le devolvió la pieza.
—Si eres
dueña de un Rolls-Royce entonces lo llamas embellecedor. Cuando se tiene un
Rolls se puede presumir. Tan pronto como gane mi segundo millón, me compraré
uno. Rolls-Royce
Corniche. Así, cuando
Gage se maree podrá vomitar sobre piel de verdad. —«Y, a propósito, Ellie, ¿qué
te preocupa?» Pero con Ellie no podían plantearse las cosas de este modo. Nada
de preguntas directas. La niña era reservada, rasgo que Louis admiraba.
—¿Somos
ricos, papi?
—No; pero
tampoco vamos a morirnos de hambre.
—Michael
Burns, un chico del colé, me dijo que todos los médicos son ricos.
—Mira,
puedes decirle a Michael Burns del cole, que muchos médicos se hacen ricos,
pero tardan veinte años..., y ésos no trabajan en la enfermería de una
universidad. Te haces rico si eres especialista. Ginecólogo, traumatólogo o
neurólogo. Ellos se enriquecen deprisa. Los de medicina general como yo tardan
más.
—Entonces,
¿por qué no te haces especialista, papá?
Louis
pensó entonces en sus modelos a escala, en cómo un día se cansó de construir
aviones de combate, o decidió que no iba a perder más tiempo con los tanques
Tiger ni los emplazamientos de cañones, o comprendió (casi de la noche a la
mañana, según le parecía ahora) que era una tontería meter barquitos en
botellas; y trató de imaginar lo que sería pasar el resto de su vida examinando
pies infantiles para diagnosticar dedos martillo o poniéndose guantes de fino
látex para palpar con un dedo bien entrenado el conducto vaginal de una señora,
buscando bultitos u otras anomalías.
—Porque
no me gustaría —dijo.
Church
entró en el estudio, se detuvo, inspeccionó la situación con sus brillantes
ojos verdes, saltó silenciosamente al alféizar de la ventana y pareció quedarse
dormido.
Ellie le
miró con el entrecejo fruncido, lo cual sorprendió a Louis. Generalmente, Ellie
miraba a Church con una expresión que de tan cariñosa resultaba preocupante. La
niña empezó a dar vueltas por la habitación, mirando los distintos modelos y,
con una voz casi natural, dijo:
—Chico,
¡cuántas tumbas había en Pet Sematary!
«Aja, con
que ahí le duele», pensó Louis; pero no la miró. Después de leer atentamente
las instrucciones, se dispuso a pegar los faros al Rolls,
—Muchas,
sí —contestó—. Yo diría que más de cien.
—Papá,
¿por qué los animales no viven tanto como la gente?
—Bueno,
los hay que sí; incluso más. Los elefantes viven muchos años, y hay tortugas
marinas tan viejas que nadie sabe cuántos años tienen..., o, si alguien lo
sabe, no se lo cree.
Ellie
refutó la afirmación con toda facilidad.
—Yo no me
refería a elefantes ni a tortugas, sino a los animales que viven con nosotros.
Michel Burns dice que, para un perro, un año es como nueve para nosotros.
—Siete
—rectificó Louis automáticamente—. Ya sé lo que quieres decir, cariño, y es
verdad. Un perro es muy viejo a los doce años. Verás, hay algo que se llama
metabolismo, y al parecer lo que hace el metabolismo es marcar el tiempo. Oh,
hace otras muchas cosas: hay gente que come mucho y está delgada a causa del
metabolismo, como le pasa a tu madre. Otros, como yo, por ejemplo, no podemos
comer tanto sin engordar. Nuestro metabolismo es diferente, eso es todo. Pero,
más que nada, el metabolismo es como una especie de reloj del cuerpo. Los
perros tienen un metabolismo bastante rápido. El de las personas es mucho más
lento. La mayoría de nosotros vivimos hasta los setenta y dos años. Y, créeme,
setenta y dos años son muchos años.
Louis, al
verla tan preocupada, deseó parecer más sincero de lo que él mismo se sentía.
Tenía treinta y cinco años, y le habían pasado tan fugazmente como una
corriente de aire por debajo de una puerta.
—Las
tortugas marinas tienen un metabo...
—¿Y los
gatos? —preguntó Ellie, mirando otra vez a Church.
—Bueno,
los gatos viven tanto como los perros; por lo menos, la mayoría.
Era
mentira, y él lo sabía. Los gatos vivían peligrosamente y muchos tenían una
muerte violenta, casi siempre, fuera del alcance de la vista de los humanos.
Allí estaba Church, dormitando al sol (o aparentándolo), Church que todas las
noches dormía apaciblemente en la cama de Ellie, Church que era tan gracioso
cuando chiquito, jugando y enredándose con el ovillo de lana. Y no obstante,
Louis le había visto acechar a un pájaro que tenía un ala rota, con sus verdes
ojos brillantes de curiosidad y de sadismo, según le pareció a Louis, de
placer. El gato casi nunca mataba a los bichos que acechaba, con la única
excepción de una rata grande que atrapó en el callejón situado junto a su
bloque de apartamentos. Realmente, aquella vez Church se cargó a la rata.
Volvió a casa tan magullado y lleno de sangre que Rachel, que estaba de seis meses
de Gage, tuvo que ir corriendo al baño a vomitar. Vidas violentas y muertes
violentas. Un perro los abría en canal en lugar de limitarse a perseguirlos,
como hacían los perros torpes y un poco tontos de las películas de la tele, o
se los llevaba por delante otro gato, o un cebo envenenado, o un coche. Los
gatos eran los gángsters del mundo animal, que vivían y a menudo morían fuera
de la ley. Eran muchos los que no llegaban a viejos al calor de la chimenea.
Pero no
vas a decirle estas cosas a una niña de cinco años que contempla por primer vez
el misterio de la muerte.
—Lo que
quiero decir es que Church no tiene más que tres años y tú, cinco. Quizá viva
todavía cuando tú tengas quince años y vayas a la escuela secundaria. Y eso es
mucho tiempo.
—A mí no me
parece tanto tiempo —dijo Ellie, y ahora le temblaba la voz—. ¡Oh, no!
Louis
dejó de simular que estaba trabajando en el modelo y le hizo una seña para que
se acercara. Ella se sentó en sus rodillas y, una vez más, Louis se sintió
impresionado por su belleza, acentuada ahora por la tristeza. Tenía la tez
oscura, casi bizantina. Tony Benton, un médico compañero suyo de Chicago, la
llamaba Princesa India.
—Cariño
—dijo—, si de mí dependiera, yo haría que Church viviera hasta los cien años.
Pero yo no mando.
—¿Y quién
manda? —preguntó ella, y añadió con infinito desdén—: Dios, seguramente.
Louis
tuvo que hacer un esfuerzo para no reír. Aquello era muy serio.
—Dios o
Alguien —dijo él—. Los relojes tienen que pararse un día u otro, eso es todo lo
que yo sé. No hay vuelta de hoja, muñeca.
—¡Yo no
quiero que Church sea como esos animales muertos! —gritó ella, llorosa—. ¡Yo no
quiero que Church se muera! ¡Es mi gato! ¡No es el gato de Dios! ¡Que Dios se
busque otro gato! ¡Que se busque todos los gatos que quiera y que los mate!
¡Church es mío!
Se oyeron
pasos en la cocina y Rachel se asomó a la puerta, intrigada. Ellie lloraba
apoyada en el pecho de Louis. El horror se había traducido en palabras. Ya
había salido. Ya se le había pintado en la cara, ya se podía mirar. Y, aunque
no fuera posible cambiarlo, por lo menos podías llorar frente a él.
—Ellie
—dijo Louis meciéndola suavemente—, Ellie, Ellie, Church no ha muerto, está
ahí, dormido.
—Pero se
puede morir —sollozó ella—. Se puede morir en cualquier momento.
Él la
abrazaba y la mecía, convencido, con razón o sin ella, de que Ellie lloraba por
el carácter inapelable de la muerte, por su impasibilidad ante las protestas y
las lágrimas de una niña, por su arbitrariedad. Y lloraba también por esa
facultad del ser humano, que puede ser maravillosa o funesta, para sacar de un
símbolo deducciones sublimes o siniestras. Si todos aquellos animales estaban
muertos y enterrados, luego Church podía morir (¡en cualquier momento!) y ser
enterrado; y lo mismo podía ocurrirle a su madre, a su padre o a su hermanita.
O a ella misma. La muerte era una idea abstracta. Pet Sematary era real. En
aquellas toscas estelas había verdades que incluso la mano de una niña podía
palpar.
Hubiera
sido fácil mentir ahora, como había mentido antes sobre la vida media de los
gatos. Pero la mentira se recordaría más adelante y tal vez se inscribiera en
la ficha que todos los hijos extienden sobre sus padres. Su propia madre le
había contado a él una de aquellas mentiras: la mentira inocente de que las
mujeres encuentran a los niños entre la hierba fresca cuando realmente los
desean. Pero, pese a lo inocente de la mentira, Louis nunca se la perdonó a su
madre; ni se perdonó a sí mismo por haberla creído.
—Cariño,
eso forma parte de la vida.
—¡Una
parte "muy mala"! —gritó ella—. ¡Muy mala!
No había
respuesta para esto. Ellie siguió llorando. Al fin dejaría de llorar. Aquél era
el primer paso dirigido a establecer una paz precaria con una verdad inmutable.
Louis
abrazaba a su hija mientras escuchaba el repique de campanas del domingo por la
mañana que flotaba en el aire, sobre los campos de septiembre, y tardó algún
tiempo en darse cuenta, después de que cesara el llanto, de que Ellie, al igual
que Church, se había dormido.
* * *
Louis
subió a dejar a la niña en la cama y luego bajó a la cocina, donde Rachel
estaba batiendo la masa del pastel con un brío un tanto exagerado. Se mostró
sorprendida de que Ellie se hubiera quedado dormida a media mañana; no era
propio de ella.
—No —dijo
Rachel, dejando el cuenco en el mostrador con un golpe seco—; no acostumbra
hacerlo. Pero me parece que ha estado despierta casi toda la noche. La oí
rebullir, y Church pidió para salir a eso de las tres. Sólo lo hace cuando ella
está nerviosa.
—Pero,
¿por qué...?
—¡Vamos,
tú sabes perfectamente por qué! —dijo Rachel, furiosa—. ¡Ese dichoso
cementerio! La impresionó, Lou. Era el primer cementerio que ella veía y... la
trastornó. No creas que pienso escribir una cartita de agradecimiento a tu
amigo Jud Crandall por esa excursión.
«Vaya,
ahora resulta que es mi amigo», pensó Louis, perplejo y dolido.
—Rachel...
—Y no
quiero que la niña vuelva a ese sitio.
—Rachel,
lo que dijo Jud del camino es verdad.
—No me
refiero al camino, y tú lo sabes perfectamente —dijo Rachel, tomando el cuenco
y poniéndose a batir el pastel con más fuerza que antes—. Es ese maldito lugar.
Es morboso. Eso de que los niños cuiden las tumbas y limpien el camino... es
malsano, no hay otra palabra. Si los crios de este pueblo están enfermos, no
quiero que Ellie contraiga la enfermedad.
Louis la
miraba, desconcertado. Estaba casi convencido de que una de las razones por las
que su matrimonio resistía mientras, al parecer, no pasaba año sin que dos o
tres parejas amigas se separaran, era el respeto que ambos profesaban al
misterio, esa idea apenas intuida y nunca explicada con palabras de que, a fin
de cuentas, a la hora de la verdad, la cosa del matrimonio no existía, ni
tampoco la unión, de que el alma de cada cual estaba sola y, en definitiva,
desafiaba a la razón. Éste era el misterio. Y por más que tú creyeras conocer a
tu pareja, había veces en que te encontrabas frente a un muro ciego o un pozo
sin fondo. Y había veces (pocas, gracias a Dios) en que te veías metido en una
turbulencia de corrientes desconocidas, como las que, de pronto, sin más ni más
zarandean a todo un avión de pasajeros, y advertías una actitud insospechada y
tan estrambótica (por lo menos, a tus ojos) que te parecía incluso patógena. Y
entonces pisabas con cautela, si valorabas en algo tu matrimonio y tu serenidad
de espíritu. Entonces tratabas de recordar que enojarse por semejante
descubrimiento es propio de los imbéciles que creen realmente que una mente
puede llegar a conocer a otra.
—Cariño,
no es más que un cementerio de animales —dijo él.
—Después
de oírla llorar de ese modo ahí dentro —dijo Rachel señalando la puerta del
estudio con una cuchara llena de pasta—, ¿crees que para ella no es más que un
cementerio de animales? Eso va a dejarle huella, Lou. No. Ellie no volverá a ir
allí. No es el camino; es el lugar. Ya está pensando que Church va a morir.
Durante
un momento, Lou sintió la extraña impresión de que seguía hablando con Ellie
que se había puesto unos zancos, un vestido y una máscara de Rachel muy bien
imitada. Hasta la expresión era la misma: crispada y un poco hosca por fuera,
pero vulnerable por dentro.
De
pronto, Louis decidió insistir, porque ahora la cuestión le parecía importante;
no era algo que pudiera soslayarse por respeto a aquel misterio, a aquella
suprema soledad. Insistía porque creía que ella estaba pasando por alto algo
tan grande que casi llenaba todo el paisaje, y para eso había que mantener los
ojos cerrados deliberadamente.
—Rachel
—dijo—, Church va a morir.
Ella le
miró, irritada.
—No se
trata de eso —dijo lentamente, hablándole como a un niño torpe—. Church no va a
morir hoy ni mañana...
—Eso es
lo que traté de decirle.
—...ni
pasado mañana, ni, probablemente, hasta dentro de años...
—Cariño,
nunca se sabe...
—¡Pues
claro que sí! —gritó ella—. Nosotros le cuidamos muy bien. El gato no va a
morir, aquí no va a morir nadie. ¿Por qué inquietar a una criatura por algo que
no podrá comprender hasta que sea mucho mayor?
—Rachel,
escucha.
Pero
Rachel no quería escuchar. Estaba echando chispas.
—Por si
no fuera bastante duro encajar una muerte, la de un animal, un amigo, un
familiar, cuando llega, no faltaría sino que la gente tratara de convertirla en
atracción para turistas, una especie de «Forest Lawn» para animales... —Le
corrían las lágrimas por las mejillas.
—Rachel
—dijo él, tratando de asirla por los hombros, pero ella le rechazó con
brusquedad.
—Deja. No
sirve de nada hablar contigo. No tienes ni la más remota idea de lo que estoy
diciendo.
Él
suspiró.
—Me
siento como si me hubiera caído por una trampilla a una gigantesca batidora
eléctrica —dijo él, tratando de arrancarle una sonrisa. No la obtuvo; sólo una
mirada candente, fija. Él se daba cuenta de que Rachel estaba, no ya irritada,
sino francamente furiosa—. Rachel —dijo de pronto, sin estar seguro de lo que iba
a decir, hasta que oyó sus propias palabras—, ¿cómo dormiste tú anoche?
—¡Vamos,
hombre! —exclamó ella con desdén, volviéndole la espalda. Pero no sin que él
observara un parpadeo de mortificación en sus ojos—. Eso es muy inteligente,
realmente inteligente. Nunca cambiarás, Louis. Cuando algo no va bien, tiene la
culpa Rachel, ¿no? Rachel, siempre con los nervios a flor de piel.
—Eso no
es justo.
—¿No?
—Ella se llevó la fuente de la masa al mostrador más alejado, y la depositó
bruscamente al lado del fogón. Luego, con los labios apretados, se puso a
engrasar un molde.
Él dijo
pacientemente:
—No tiene
nada de malo que una criatura averigüe algo sobre la muerte, Rachel. En
realidad, me parece necesario. La reacción de Ellie, su llanto, me pareció
perfectamente natural. Es...
—Oh, te
ha parecido natural —dijo Rachel revolviéndose con brusquedad—. Yo considero
perfectamente natural que Ellie se ponga a llorar a lágrima viva por un gato
que no podría estar más sano.
—Basta
—la atajó él—. Eso no tiene nada que ver.
—No
quiero seguir hablando de ello.
—Pero
vamos a seguir hablando —dijo él, enfadado también—. Tú ya has soltado el
parrafito. Ahora me toca a mí.
—La niña
no va a subir nunca más. Por lo que a mí respecta, asunto terminado.
—Ellie
sabe desde el año pasado de dónde vienen los niños —dijo Louis lentamente—. Le
enseñamos el libro de Myers y se lo explicamos, ¿lo recuerdas? Los dos
estábamos de acuerdo con que los niños deben saber de dónde vienen.
—Eso es
distinto...
—No; no
lo es —dijo él ásperamente—. Cuando hablaba con ella ahí dentro, acerca de
Church, me acordé de mi madre y del cuento que me contó sobre las hojas de col
cuando le pregunté de dónde sacaban las madres a los niños. Es una mentira que
no se me ha olvidado. No creo que los niños lleguen a olvidar las mentiras que
les dicen sus padres.
—¡De
dónde vienen los niños no tiene absolutamente nada que ver con un cochino
cementerio de animales! —le gritó Rachel, y lo que sus ojos le decían era:
«Puedes estar haciendo comparaciones todo el día y toda la noche, Louis; puedes
estar hablando hasta ponerte morado. A mí no me convencerás.»
No
obstante, él lo intentó.
—El
cementerio de los animales la impresionó porque es una concretización de la
muerte. Ella ya sabe cómo nacen los niños. Bien, ese lugar de ahí arriba la
impulsó a preguntar sobre el extremo opuesto. Es algo perfectamente natural. A
mí me parece lo más natural del m...
—¿Quieres
dejar de repetir eso de una vez? —chilló ella. Chillaba realmente, y Louis
retrocedió, sobresaltado, golpeando con el codo la bolsa de la harina que
estaba abierta encima del mostrador y tirándola al suelo. Se alzó una fina nube
blanca.
—Oh,
mierda... —murmuró, consternado.
En una
habitación del piso de arriba, Gage rompió a llorar.
—Fantástico
—dijo ella, llorando también—. Has despertado al niño. Muchas gracias por una
mañana de domingo tranquila y sin agobios.
Rachel
fue a pasar por su lado, pero él, furioso a su vez la retuvo asiéndola del
brazo. Al fin y al cabo, era ella la que había despertado a Gage con aquellos
gritos.
—Deja que
te pregunte algo —dijo él—. Porque yo sé que a los seres vivos puede ocurrirles
cualquier cosa, literalmente cualquier cosa. Soy médico y sé de lo que estoy
hablando. ¿Quieres ser tú quien le explique qué pasará si el gato pilla el moquillo
o leucemia? Los gatos son propensos a la leucemia, ¿no lo sabías? ¿O si lo
atropellan en esa carretera? ¿Tú se lo explicarás, Rachel?
—Suéltame
—siseó ella. Pero el furor que había en su voz no era nada comparado con el
terror y la confusión de su mirada. «No quiero seguir hablando de esto, y tú no
vas a obligarme, Louis —decía aquella mirada—. Suéltame, tengo que ir a ver qué
le pasa a Gage antes de que se caiga de la c...
—Porque
quizá tuvieras que ser tú quien se lo dijera —insistió él—. Podrías decirle que
de esas cosas no se habla, que las personas educadas no hablan de eso; sólo lo
entierran y basta. Pero no digas «entierran», porque podrías crearle complejo.
—¡Te
odio! —sollozó Rachel, desasiéndose.
Y
entonces él lo sintió, naturalmente; pero ya era tarde, naturalmente.
—Rachel...
Ella le
dio un empujón, llorando con más fuerza.
—Déjame
en paz. ¡Ya está bien! —Ella se volvió a mirarle desde la puerta. Las lágrimas
le resbalaban por las mejillas—. No quiero hablar de esto nunca más delante de
Ellie, Lou. Te lo digo en serio. La muerte no tiene nada de natural. Nada. Y
tú, como médico, deberías saberlo.
Ella giró
bruscamente y se fue, dejando a Louis solo en la cocina, en la que aún vibraba
el eco de sus voces. Luego, Louis fue a la despensa a buscar la escoba.
Mientras barría, pensaba en la última frase que ella le había dicho, en la
enormidad de aquella disparidad de criterios que había permanecido tanto tiempo
oculta. Porque, como médico, él sabía que la muerte era, salvo tal vez en el
parto, la cosa más natural del mundo. No eran tan seguros los impuestos, ni los
problemas humanos, ni los conflictos sociales, ni el éxito o el fracaso. Al
final, lo único que contaba era el reloj y lo único que quedaba, la lápida, que
iba borrándose poco a poco. Hasta las tortugas marinas y las secoyas gigantes
acababan por sucumbir.
—Zelda
—dijo en voz alta—. ¡Mierda, aquello debió de ser muy fuerte para ella!
La duda
que ahora se le planteaba era si debía dejar las cosas como estaban o tratar de
arreglarlas.
Vació la
pala en el cubo de la basura y la harina cayó con un golpe sordo, empolvando
las cajas y las latas vacías.
10
—Espero
que Ellie no se impresionara mucho —dijo Jud Crandall aquella noche, y una vez
más Louis pensó que aquel hombre tenía la rara, e inquietante, habilidad de
poner el dedo en la llaga.
Él, Jud y
Norma Crandall estaban sentados en el porche, tomando el fresco del anochecer y
bebiendo té helado en lugar de cerveza. Por la 15 zumbaba un tráfico bastante
intenso de regreso del fin de semana: aquella bonanza no podía durar, y cada
fin de semana podía ser el último del verano y había que aprovecharlo, pensaba
Louis. Al día siguiente, empezaría a desempeñar plenamente sus funciones en la
enfermería de la Universidad de Maine. Durante todo el día de ayer y de hoy
habían estado llegando los estudiantes, llenando apartamentos en Orono y
dormitorios del campus, haciendo camas, renovando amistades y, sin duda,
lamentándose de la llegada de otro curso, con clases desde las ocho de la
mañana y comida insípida. Rachel seguía mostrándose fría con él —más que fría,
gélida— y Louis estaba seguro de que, cuando volviera a casa aquella noche, la
encontraría dormida, probablemente, con Gage y, los dos, acurrucados tan al
borde de la cama que el niño correría peligro de caer al suelo. El resto de la
cama, casi las tres cuartas partes, sería como un gran desierto desolado.
—Decía
que espero...
—Perdona
—dijo Louis—. Estaba pensando en las musarañas. Sí, está un poco nerviosa.
¿Cómo lo adivinaste?
—Como ya
te dije, por aquí han pasado muchos niños. —Tomó suavemente la mano de su mujer
y le sonrió—. ¿Verdad, querida? Llegan y se van.
—Muchos,
muchos —dijo Norma Crandall—. A nosotros nos encantan los niños.
—Para
algunos, ese cementerio de animales es el primer contacto real con la muerte
—dijo Jud—. Ellos ven morir a la gente en la tele, pero saben que eso es de
mentirijillas, como en las películas del Oeste que antes ponían los sábados por
la tarde. En las películas, la gente se lleva las manos al estómago o al pecho
y cae al suelo. Pero ese sitio de ahí arriba, en la colina, a la mayoría les
parece mucho más real que todas las películas habidas y por haber, ¿comprendes?
Louis
asintió pensando: «¿Por qué no se lo cuentas a mi mujer?»
—A
algunos niños no les afecta en absoluto; por lo menos, no lo acusan, aunque
imagino que a la mayoría les queda dentro y luego lo van rumiando poco a poco,
lo mismo que se meten en el bolsillo todas esas cosas que coleccionan, y se las
llevan a casa para mirarlas despacio. La mayoría no tienen problemas. Pero
otros... ¿Te acuerdas del pequeño Symonds, Norma?
Ella
asintió. El hielo tintineó suavemente en el vaso que tenía en la mano. Llevaba
las gafas colgadas de una cadena y los faros de un coche la iluminaron
brevemente.
—Tenía
cada pesadilla... —dijo—. Soñaba con cadáveres que salían de la tierra, qué sé
yo. Luego, se le murió el perro... Comió un cebo envenenado, o eso dijo la
gente del pueblo, ¿no, Jud?
—Un cebo
envenenado —dijo Jud moviendo afirmativamente la cabeza—. Eso se dijo, sí. Fue
en 1925. Billy Symonds tendría entonces diez años. Luego llegó a senador del
estado y más tarde se presentó a las elecciones para la Cámara de
Representantes, pero las perdió. Fue poco antes de lo de Corea.
—Él y sus
amigos organizaron un funeral por el perro —recordó Norma—. No era más que un
perro callejero, pero él lo quería mucho. Recuerdo que sus padres se oponían a
lo del entierro, por las pesadillas y demás, pero todo salió bien. Dos de los
chicos mayores le hicieron un ataúd, ¿verdad, Jud?
Jud asintió
y apuró su té helado.
—Dean y
Dana Hall —dijo—. Ellos y aquel otro chico que andaba con Billy, ahora no me
acuerdo cómo se llamaba, pero me parece que era uno de los hermanos Bowie: ¿Te
acuerdas de los Bowie, que vivían en Middle Drive, en la vieja casa Brochette,
Norma?
—¡Sí!
—dijo Norma tan excitada como si hubiera ocurrido la víspera..., y tal vez así
le parecía a ella—. Era un Bowie, Alan o Burt...
—O puede
que fuera Kendall —dijo Jud—. De todos modos, recuerdo que tuvieron una
discusión sobre quién iba a llevar el ataúd. El perro no era muy grande, por lo
que no daba más que para dos personas. Los Hall decían que debían ser ellos los
que lo llevaran, porque el ataúd lo habían hecho ellos, y también porque eran
gemelos y formaban una pareja a juego. Billy decía que ellos no conocían a
Bowser, así se llamaba el perro, lo suficiente para ser quienes lo llevaran.
Dice mi padre que son los amigos más íntimos los que llevan el ataúd y no
cualquier carpintero, gritaba él. —Jud y Norma se echaron a reír y Louis
sonrió.
—A punto
estaban ya de liarse a puñetazos, cuando Mandy Holloway, la hermana de Billy,
salió con el cuarto tomo de la Enciclopedia Británica —dijo Jud—. Su padre,
Stephen Holloway, era el único médico que había entre Bangor y Bucksport en
aquella época, Louis, y la suya, la única familia de Ludlow que poseía una
enciclopedia.
—También
fueron los primeros en tener luz eléctrica —apuntó Norma.
—De todos
modos —continuó Jud—, lo cierto es que Mandy salió muy tiesecita, como si se
hubiera tragado el palo de la escoba, como decía mi madre, con sus ocho años,
las enaguas volando al viento y aquel libro enorme en los brazos. Billy y el
chico Bowie (me parece que era Kendall, el que se estrelló y se quemó en
Pensacola en 1942, entrenando a pilotos de guerra), iban a zumbar a los gemelos
Hall por el privilegio de llevar al cementerio al pobre chucho envenenado.
Louis
empezó a reír por lo bajo y luego soltó una carcajada. Sentía relajarse la
tensión que le había dejado su pelea de aquella mañana con Rachel.
—La niña
salió gritando: «¡Esperad! ¡Esperad! ¡Mirad esto!» Ellos se quedaron quietos y
que me ahorquen si...
—Jud
—reconvino Norma.
—Perdona,
cariño. Cuando me embalo, no puedo reprimirme, ya lo sabes.
—Sí, ya
lo sé —dijo ella.
—Bueno,
la niña tenía el libro abierto por la página de FUNERALES y allí había una
fotografía de la reina Víctoria, recibiendo el último adiós y "bon
voyage" con más de cincuenta personas a cada lado del ataúd, unas sudando
con el armatoste a cuestas y otras sólo de pie, vestidas de punta en blanco,
como para ir a las carreras. Y dice Mandy: «En un entierro de lujo puedes poner
a toda la gente que quieras. Lo dice el libro.»
—¿Eso
resolvió el problema? —preguntó Louis.
—Eso
zanjó la cuestión. Al final eran más de veinte chavales y, ¡canastos!, estaban
lo mismo que la foto que Mandy había encontrado, aparte las chisteras y las
levitas. Mandy lo organizó todo, sí señor. Los puso en fila y dio a cada uno
una flor silvestre, un diente de león, una campanilla, una margarita, y allá se
fueron. Qué caray, yo he dicho siempre que el país perdió a un buen elemento al
no votar a Mandy Holloway para el Congreso de Estados Unidos. —Se echó a reír
moviendo la cabeza—. De todos modos, desde entonces Billy Symonds dejó de tener
pesadillas sobre el cementerio de los animales. Lloró a su perro, luego se
consoló y la vida continuó. Es lo que nos pasa a todos, supongo.
Louis
volvió a pensar en la actitud casi histérica de Rachel.
—Tu Ellie
lo superará —dijo Norma revolviéndose en el asiento—. Pensarás que no sabemos
hablar más que de la muerte, Louis. Jud y yo ya tenemos muchos años, pero no
somos macabros.
—Pues
claro que no —dijo Louis—. Qué ocurrencia.
—Pero no
creas que es mala cosa ir haciéndose a la idea. Hoy en día... no sé... nadie
habla de la muerte, ni piensa en ella. La han quitado de la tele porque
imaginan que puede impresionar a los niños... Y la gente quiere los ataúdes
cerrados, para no ver al muerto, ni decirle adiós... Es como si todo el mundo
quisiera olvidarse de ello.
—Pero, al
mismo tiempo, van y ponen la tele por cable, con todas esas películas en las
que la gente sale... —Jud miró a Norma y carraspeó— haciendo lo que suele
hacerse con las persianas echadas. Es curioso cómo cambia todo de una
generación a otra.
—Sí —dijo
Louis—; muy curioso.
—Bueno,
nosotros somos de otra época —dijo Jud, casi en tono de disculpa—. Nosotros
estábamos más acostumbrados a la muerte. Después de la Gran Guerra, vino la
epidemia de gripe, también morían las mujeres al dar a luz, y los niños se iban
al otro mundo con infecciones y fiebres que los médicos curan ahora como por
arte de magia. Cuando yo y Norma éramos jóvenes, si pillabas un cáncer, ya
tenías el certificado de defunción. En los años veinte no había radioterapia
que valiera. Dos guerras, asesinatos, suicidios...
Quedó un
momento en silencio.
—Entonces
la muerte era enemiga y era compañera —dijo al fin—. Mi hermano Pete murió de
apendicitis en 1912, cuando Taft era presidente. Pete tenía catorce años y
lanzaba la pelota de béisbol más lejos que ningún otro chico del pueblo. En
aquellos tiempos no necesitabas matricularte en la universidad para estudiar lo
que es la muerte. Ella se te metía en casa, te saludaba, se sentaba a cenar
contigo y hasta sentías su dentellada en el trasero.
Esta vez
Norma no le llamó la atención, sino que asintió en silencio.
Louis se
puso en pie desperezándose.
—Tengo
que marcharme —dijo—. Mañana va a ser un día de mucho trabajo.
—Sí;
mañana te empieza el jaleo, ¿no? —dijo Jud levantándose a su vez. Vio que Norma
quería levantarse también y le dio la mano. Ella se puso en pie con una mueca.
—Esta
noche te duele, ¿verdad? —dijo Louis.
—No mucho
—respondió ella.
—Ponte
calor al acostarte.
—Así lo
haré —dijo Norma—. Es lo que hago siempre. Louis..., no te inquietes por Ellie.
Este otoño va a estar muy ocupada con sus nuevos amigos para pensar en ese
sitio. Quizá un día vayan todos juntos a repintar las estelas, arrancar hierbas
o plantar flores. A veces lo hacen, cuando les da la ventolera. Y ella se
sentirá más tranquila. Habrá empezado a acostumbrarse.
«Eso será
si mi mujer no lo impide.»
—Ven
mañana por la noche a contarnos qué tal ha ido el primer día de clases —dijo
Jud—. Te daré una paliza al "cribbage".
—Quizá yo
te emborrache antes —dijo Louis—. Así podré hacerte trampas.
—Doctor
—dijo Jud con gran sinceridad—, el día en que alguien pueda hacerme trampas al
"cribbage" será el día en que me ponga en manos de un matasanos como
tú.
Louis los
dejó riendo y cruzó la carretera, en la oscura noche de verano.
* * *
Rachel
dormía junto al niño, en su lado de la cama de matrimonio, con las rodillas
dobladas, en postura fetal y protectora. Louis pensó que ya se le pasaría:
habían tenido en su matrimonio otras peleas y épocas de tirantez; pero ésta
había sido la peor de todas. Él estaba triste, irritado y dolido, todo al mismo
tiempo; quería hacer las paces, pero no sabía cómo, ni siquiera estaba seguro
de que le correspondiera a él dar el primer paso. Parecía todo tan absurdo. Una
tormenta en un vaso de agua. Habían tenido otras peleas y discusiones, sí, pero
pocas tan fuertes como la suscitada por las lágrimas y las preguntas de Ellie.
Louis suponía que no necesitarían muchos golpes como aquél para que un
matrimonio sufriera daños graves en su estructura... Y luego un día, en lugar de
leerlo en la carta de un amigo («Bueno, creo que es preferible que lo sepas por
mí antes que por otra persona, Lou; Maggie y yo vamos a separarnos...») o en el
periódico, te había tocado a ti.
Se
desnudó en silencio y puso el despertador a las seis. Luego, se duchó, se lavó
el pelo, se afeitó y masticó una tableta de Rolaid antes de cepillarse los
dientes; el té helado de Norma le había dado acidez. O tal vez fue el llegar a
casa y ver a Rachel tan apartada en su lado de la cama. Todo es cuestión de
territorio, ¿no lo había estudiado así en una clase de Historia?
Una vez
concluido el día con aseo general, Louis se acostó..., y no pudo dormir. Había
algo más, algo que le roía. No hacía más que pensar en los dos últimos días
mientras oía a Rachel y Gage respirar acompasadamente. GEN PATTON... HANNAH, LA
PERRA MÁS BUENA DEL MUNDO... MARTA NUESTRA CONEJITA... Ellie, furiosa: «¡Yo no
quiero que se muera Church...! ¡No es el gato de Dios! ¡Que Dios se busque otro
gato!» Y Rachel, no menos furiosa: «Tú, como médico, deberías saber...» Norma
Crandall diciendo: «Es como si todo el mundo quisiera olvidarse de ello...» Y
Jud, con una terrible firmeza en la voz, una voz de otro tiempo: «A veces, se
sentaba a cenar contigo y hasta sentías su dentellada en el trasero.»
Y aquella
voz se confundía con la de su madre, que, cuando Louis Creed tenía cuatro años,
le mintió acerca del sexo, pero luego, a los doce, le dijo la verdad cuando su
prima Ruthie murió en un estúpido accidente de automóvil, aplastada en el coche
de su padre por un tractor de Obras Públicas conducido por un niño que, al ver
las llaves puestas, decidió ir a dar un paseo y luego descubrió que no sabía
pararlo. El niño sólo sufrió contusiones sin importancia; pero el Fairlane del
tío Carl quedó destrozado. «Ruthie no puede haber muerto», respondió él a la
escueta afirmación de su madre. Él oía las palabras, pero era incapaz de
entender su significado. «¿Qué estás diciendo, muerta? ¿De qué hablas?» Y
luego, recapacitando: «¿Y quién la enterrará?» Porque el padre de Ruthie era
enterrador, pero Louis no podía imaginar que su tío Carl se encargara de
organizar el funeral. Y él, aturdido y asustado, se aferraba a aquella pregunta
como si fuera lo más importante. Era una auténtica adivinanza como la de,
¿quién corta el pelo al barbero del pueblo?
«Supongo
que lo hará Donny Donahue», repuso su madre. Tenía los ojos irritados; pero,
más que otra cosa, parecía cansada. Su madre daba la impresión de estar enferma
de cansancio. «Es un buen compañero de tu tío. Oh, Louis..., la pobrecita
Ruthie... No soporto pensar que haya sufrido... Ven, Louis, vamos a rezar.
Rezaremos por Ruthie. Necesito que me ayudes.»
Y él y su
madre se arrodillaron en la cocina y rezaron. Fue aquella oración lo que por
fin le hizo comprender la verdad. Si su madre rezaba por el alma de Ruthie
Hodge, entonces era que su cuerpo había muerto. Ante sus ojos cerrados apareció
la imagen horrenda de Ruthie que venía a la fiesta de su decimotercer
cumpleaños, con sus ojos descompuestos colgando sobre las mejillas y un musgo
azulado creciendo entre su cabellera rojiza, y la imagen provocó una sensación
no ya de horror, sino de desesperación por un amor imposible.
Y Louis
exclamó con la mayor angustia que experimentara en su vida: «¡No puede haber
muerto! ¡MAMÁ, NO PUEDE HABER MUERTO, YO LA QUIERO!»
A lo que
su madre respondió con la voz apagada pero cuajada de imágenes: un páramo bajo
un cielo de noviembre, pétalos de rosa esparcidos, ocres y con los bordes
rizados, estanques vacíos con un poso de algas, podredumbre, descomposición,
polvo:
«Ha
muerto, cariño. Es muy triste, pero ha muerto. Se ha ido.»
Louis se
estremeció pensando: «Lo muerto, muerto está... ¿A qué preguntar?»
De
pronto, Louis supo qué era lo que había olvidado, por qué seguía despierto,
hurgando en viejas heridas, la noche antes de empezar su nuevo trabajo.
Se
levantó y se dirigió a la escalera. De pronto, dio media vuelta en el corredor
y entró en el cuarto de Ellie. La niña dormía apaciblemente, con su pijama azul
de una pieza que ya le estaba pequeño. «Dios mío, Ellie —pensó Louis—, estás
creciendo como una espiga. —Church estaba hecho un ovillo entre los arañados
tobillos de Ellie, muerto para el mundo—. Perdona, es metáfora.»
Abajo, en
la pared del teléfono, había un tablero en el que se clavaban avisos,
recordatorios y facturas. En la parte superior, Rachel, con su letra clara y
pulcra, había escrito: ASUNTOS A RETRASAR TODO LO POSIBLE. Louis sacó la guía
de teléfonos, buscó un número y lo anotó en un papel. Debajo del número
escribió: Quentin L. Jolander, veterinario —pedir hora para Church— si Jolander
no castra animales, dará razón.
Louis
miró la nota. Se preguntaba si sería el momento, pero en el fondo sabía que sí.
Algo concreto tenía que resultar de aquel disgusto, y durante aquel día había decidido
—sin darse cuenta de que estaba decidiéndolo— que tenía que hacer algo para
evitar que Church anduviera cruzando la carretera.
Volvió a
pensar que capar al gato equivalía a disminuirlo, a convertirlo antes de tiempo
en un bicho gordo y viejo, sin más afán que dormir al lado del radiador, hasta
que alguien le echara algo al plato. Louis no quería hacerle aquello a Church.
Le gustaba el animal tal como era ahora, flaco y canalla.
Fuera, en
la oscuridad, por la carretera 15, pasó zumbando un camión, y esto le decidió.
Clavó la nota en el tablero y subió a acostarse.
11
A la
mañana siguiente, Ellie vio el papel y preguntó a su padre qué quería decir.
—Quiere
decir que hay que hacer una pequeña operación a Church —dijo Louis—.
Probablemente, tendrá que pasar una noche en casa del veterinario. Y, cuando
vuelva a casa, se quedará en el jardín y ya no tendrá ganas de salir a
zascandilear por ahí.
—¿Ni
cruzar la carretera? —preguntó Ellie.
«Aunque
no tiene más que cinco años, desde luego no se chupa el dedo la niña», pensó
Louis.
—Ni
cruzar la carretera —dijo él.
—Ya —dijo
Ellie. Y aquí acabó la conversación.
Louis,
que esperaba una escena de protestas y llantos porque Church tuviera que pasar
una noche fuera de casa, se quedó atónito por la docilidad de Ellie. Y entonces
comprendió lo preocupada que debía de estar. Quizá Rachel no estuviera
descaminada al juzgar el efecto que le había causado Pet Sematary.
La propia
Rachel, que estaba dando a Gage el huevo del desayuno, le miró con gratitud y
aprobación, y Louis sintió que se le quitaba un peso de encima. Aquella mirada
le dijo que había pasado el enfado, que el hacha estaba enterrada. Ojalá lo
estuviera para siempre.
Después,
cuando el gran autobús amarillo se hubo engullido a Ellie para toda la mañana,
Rachel se acercó a Louis, le echó los brazos al cuello y le besó suavemente en
la boca.
—Te
agradezco que hayas hecho eso —le dijo—. Siento mucho haberme puesto tan
antipática.
Louis le
devolvió el beso; pero se sentía un poco incómodo. Estaba pensando que, si bien
ella no solía prodigar la frase «siento mucho haberme puesto antipática», él la
había oído ya otras veces. Y, generalmente, después de que Rachel se saliera
con la suya.
Gage,
mientras tanto, se había acercado a la puerta con paso vacilante y miraba la carretera
vacía por el cristal de abajo.
—Bus
—dijo, tirándose distraídamente del pañal—. Ellie, bus.
—Está
creciendo muy deprisa —dijo Louis.
—Demasiado.
—Bueno,
por mí que siga creciendo hasta que no necesite usar pañales. Que pare después.
Ella se
rió. Todo había vuelto a la normalidad. Todo iba perfectamente. Ella se echó
hacia atrás, le retocó un poco la corbata y le miró de arriba abajo con
severidad.
—¿Da
usted el visto bueno, mi sargento?
—Estás
muy guapo.
—Sí, eso
ya lo sé. Pero, ¿tengo facha de cirujano de corazón? ¿Parezco uno de esos tipos
que ganan doscientos mil dólares al año?
—No; te
pareces al viejo Lou Creed —rió ella—. El rey del rock-and-roll.
—El rey
del rock-and-roll tiene que calzarse sus zapatos de bailarín y salir disparado.
—¿Estás nervioso?
—Sí, un
poco.
—No hay
motivo —dijo ella—. Te dan sesenta y siete mil al año por poner vendajes de
primeros auxilios, extender recetas contra la gripe y la resaca, dar la píldora
a las chicas...
—Y no te
olvides de la loción antipiojos —dijo Louis sonriendo. Una de las cosas que más
le sorprendieron durante la primera inspección de la enfermería fueron las
enormes existencias de colonia antiparásitos, que parecían más propias de un
cuartel que de una universidad mediana.
Miss
Charlton, la enfermera, sonrió cínicamente. «Los apartamentos de fuera del
"campus" dejan bastante que desear. Ya verá, doctor.»
Sin duda,
tenía razón.
—Que
pases un buen día —dijo Rachel, volviendo a besarle largamente. Cuando se
apartó, le miró con burlona seriedad—. Y, por lo que más quieras, recuerda que
eres un director, no un interno ni un residente de segundo.
—Sí,
doctor —respondió Louis humildemente, y los dos se echaron a reír de nuevo. Por
un momento, él pensó en preguntar: «¿Fue Zelda, cariño? ¿Es eso lo que te atormenta?
¿Es ésa la zona de las borrascas? ¿Cómo murió Zelda?» Pero no iba a preguntarle
eso, y mucho menos, ahora. Como médico, él sabía muchas cosas, la más
importante, desde luego, que la muerte es tan natural como el nacimiento; pero
no le iba muy a la zaga el que no hay que hurgar en una herida que empieza a
cicatrizar.
De manera
que, en lugar de preguntar, le dio otro beso y se fue.
Era un
buen comienzo y un buen día. Maine brindaba su apoteosis estival: un cielo azul
y sin nubes y una temperatura ideal de veinticuatro grados. Al salir a la
carretera, Louis pensó que hasta entonces no había visto ni asomo del célebre
follaje del otoño que se suponía tan espectacular. Bueno, esperaría.
Encaró el
Honda Civic, el segundo coche de la familia, hacia la universidad y avanzó a
velocidad regular. Aquella mañana, Rachel llamaría al veterinario, operarían a
Church y se habrían acabado las historias de Pet Sematary (tenía gracia cómo se
te grababan en la mente las faltas de ortografía, hasta hacérsete más familiares
que la forma correcta) y el miedo a la muerte. ¿Qué falta hacía pensar en la
muerte en una mañana de septiembre tan hermosa?
Louis
puso la radio y estuvo maniobrando hasta que se tropezó con los Ramones que
vociferaban el "Rockaway Beach". Subió el volumen y coreó la canción,
desentonando pero con entusiasmo.
12
Lo
primero que advirtió al entrar en el recinto de la universidad fue el súbito y
espectacular aumento del tráfico. Turismos, bicicletas y gente corriendo con
shorts de gimnasia. Tuvo que frenar bruscamente para no atropellar a dos
muchachos que venían haciendo "jogging" desde el Dunn Hall hacia las
pistas de atletismo, situadas detrás del pabellón polideportivo. Del frenazo,
se le clavó el cinturón en el hombro. Hizo sonar el claxon. Le indignaba el
modo en que corredores y ciclistas prescindían de toda precaución. Al fin y al
cabo, estaban haciendo deporte. Uno de ellos, sin mirarle siquiera, le hizo un
gesto con el dedo. Louis suspiró y siguió adelante.
La
segunda novedad era que la ambulancia no estaba en el aparcamiento, frente a la
enfermería, y esto le intranquilizó. La enfermería estaba preparada para tratar
cualquier enfermedad o accidente menos grave; había tres salas de
reconocimiento muy bien equipadas, a las que se entraba directamente desde el
gran vestíbulo, y dos salas con quince camas cada una. Pero no había quirófano
ni nada parecido. Los casos graves eran transportados en ambulancia al Centro
Médico de Maine Oriental. Steve Masterton, el médico ayudante que acompañó a
Louis en su primer recorrido de las dependencias, le mostró con justificado
orgullo el libro registro de los dos cursos anteriores: sólo treinta y ocho
servicios de ambulancia en todo aquel tiempo... No estaba mal, si uno tenía en
cuenta que el censo de estudiantes rebasaba los diez mil y la población total
era de casi diecisiete mil personas.
Y, el
primer día del curso, ya no estaba la ambulancia.
Louis
dejó el coche en el hueco en el que, en un rótulo recién pintado, se leía:
RESERVADO PARA EL DOCTOR CREED y entró rápidamente en la enfermería.
Encontró
a Miss Charlton, una mujercita canosa y delgada, de unos cincuenta años, en la
primera sala de reconocimientos, tomando la temperatura a una jovencita con
téjanos y corpiño playero. La muchacha, según observó Louis, tenía quemaduras
solares recientes y estaba despellejándose.
—Buenos
días, Joan —dijo—. ¿Dónde está la ambulancia?
—Oh, ha
sido toda una tragedia —dijo la mujer, extrayendo el termómetro de la boca de
la estudiante y leyendo la temperatura—. Cuando Steve Masterton llegó esta
mañana a las siete, encontró un buen charco debajo del motor, entre las ruedas
delanteras. Se rajó el radiador. Se la han llevado con la grúa.
—Magnífico
—dijo Louis, pero se sentía aliviado. Por lo menos, no había salido para una
urgencia, como temió al principio—. ¿Cuándo nos la devolverán?
Joan
Charlton se echó a reír.
—Por el
modo de trabajar del taller mecánico de la universidad, supongo que nos la
mandarán hacia el quince de diciembre, con un lazo navideño. —Miró a la
estudiante—. Tienes medio grado de temperatura —dijo—. Toma dos aspirinas y
procura no acercarte a los bares ni a los callejones oscuros.
La
muchacha se puso en pie, lanzó a Louis una rápida mirada escrutadora y salió.
—Nuestra
primera paciente del curso —dijo la Charlton agriamente, sacudiendo el
termómetro.
—No
parece muy satisfecha.
—Conozco
el tipo —dijo ella—. Oh, y también el reverso de la medalla, los atletas que
siguen jugando con fisuras de huesos, tendinitis y demás porque no quieren
quedarse en el banquillo. Son muy machos, no pueden defraudar al equipo, aunque
con ello se jueguen su vida profesional. Pero ahí tiene usted a la señorita
Treinta y Siete y Medio. —Señaló por la ventana con un movimiento de la cabeza.
Louis vio a la despellejada dirigirse hacia el complejo de dormitorios
Gannett-Cumberland-Androscoggin. En la sala de reconocimientos, la joven daba
la impresión de encontrarse mal y estar esforzándose por sobreponerse al dolor.
Ahora andaba contoneándose, mirando y haciéndose mirar.
—La
típica hipocondríaca universitaria. —Miss Charlton introdujo el termómetro en
un esterilizador—. La tendremos aquí dos docenas de veces antes de que termine
el curso. Sus visitas coincidirán con los exámenes parciales. Una semana antes
de los finales, estará segura de tener pulmonía o bronconeumonía. Luego, lo
dejará en bronquitis. Se saltará cuatro o cinco exámenes, aquellos en los que
el profesor sea un hueso, como dicen ellos, y conseguirá que le pongan pruebas
atenuadas. Las enfermedades se agravan cuando saben que van a ponerles temas
concretos en lugar de trabajos de carácter general.
—¡Caramba,
pues no estamos cínicos ni nada esta mañana! —dijo Louis. Realmente, se sentía
atónito. Ella le guiñó un ojo haciéndole sonreír.
—Yo no me
lo tomo muy a pecho, doctor. Haga usted otro tanto.
—¿Dónde
está ahora Stephen?
—En su
despacho, contestando cartas y rellenando estúpidos formularios oficiales.
Louis
entró en su despacho. A pesar del cinismo de la Charlton, se sentía cómodo y
seguro.
* * *
Al mirar
atrás, Louis pensaría —cuando pudo soportar pensar en aquello— que la pesadilla
empezó alrededor de las diez de aquella mañana, cuando le llevaron a Víctor
Pascow, el muchacho moribundo.
Hasta
entonces, todo estuvo tranquilo. A las nueve, media hora después de que llegara
él, se presentaron las dos estudiantes de enfermera que harían el turno de
nueve a tres. Louis les dio un bollo y una taza de café y les habló durante
quince minutos, para explicarles cuáles eran sus obligaciones y, lo que era tal
vez más importante, cuáles no eran sus obligaciones. Luego, la Charlton las
tomó bajo su tutela. Cuando salían de su despacho, Louis la oyó preguntar:
—¿Alguna
de vosotras es alérgica a la mierda o al vómito? Porque aquí vais a ver mucho
de las dos cosas.
—¡Ay,
Dios! —murmuró Louis cubriéndose los ojos con la mano. Pero sonreía. No dejaba
de tener sus ventajas contar con un cabo de varas como la Charlton.
Louis
empezó a rellenar los largos formularios oficiales que suponían un completo
inventario de los medicamentos y material. («Todos los años la misma historia
—murmuró Steve Masterton con voz de mártir—. Todos los años, la misma cochina
historia. ¿Por qué no pones: «Instalación completa para trasplantes de corazón.
Valor aproximado: ocho millones de dólares?» Eso les dará que pensar.») Louis
estaba totalmente absorto en su trabajo mientras el subconsciente le murmuraba
que no le caería mal una taza de café, cuando oyó gritar a Masterton en el
vestíbulo:
—¡Louis,
eh, Louis, sal enseguida! ¡Qué barbaridad!
El pánico
que había en la voz de Masterton hizo que Louis saliera corriendo. Se levantó
del sillón como si hubiera estado esperando aquello. Donde sonaba la voz de
Masterton se oyó un chillido fino y cortante como una astilla de vidrio. Fue
seguido de una fuerte palmada.
—¡Cállate
o largo de aquí! ¡Cállate ya!
Louis
salió disparado a la sala de espera. Al principio, sólo vio la sangre, cantidad
de sangre. Una de las aspirantes a enfermera sollozaba. La otra, blanca como la
leche, se apretaba las comisuras de los labios con los puños, distendiéndolas
en una ancha sonrisa de repugnancia. Masterton, arrodillado en el suelo,
trataba de sostener la cabeza del muchacho que estaba tendido sobre la moqueta.
Steve
miró a Louis con los ojos agrandados por el horror. Abrió la boca, pero no le
salían las palabras.
Al otro
lado de las grandes puertas de cristal del Centro Médico se apretujaba la
gente, haciendo pantalla con las manos para mirar al interior. La escena evocó
en Louis un recuerdo aberrante: se vio a sí mismo, con seis años, sentado en la
sala de estar con su madre, mirando la televisión por la mañana, antes de que
ella se fuera a trabajar. Estaban dando aquel viejo programa que se llamaba
"Today", de Dave Garroway. Había mucha gente fuera que miraba
embobada a Dave y a Frank Blair, y al bueno de J. Fred Muggs. Volvió la cabeza
y vio más caras en las ventanas. Lo de las puertas no podía impedirlo; pero...
—Echa las
cortinas —dijo a la aspirante que había gritado.
Como ella
no se moviera, la Charlton le dio un golpe en las posaderas.
—¡Muévete,
chica!
La
muchacha se puso en movimiento. Al momento, las cortinas quedaron echadas.
Charlton y Steve Masterton se situaron instintivamente entre el herido y las
puertas, a fin de tapar la vista en la medida de lo posible.
—¿La
camilla dura, doctor? —preguntó la Charlton.
—Que la
traigan, si es que la necesitamos —dijo Louis agachándose al lado de
Masterton—. Aún no sé lo que tiene.
—Vamos,
tú —dijo la Charlton a la muchacha que había corrido las cortinas. La joven se
volvía a tirar de los labios con los puños, formando aquella mueca de horror
que le descubría los dientes como una sonrisa.
—¡Oh,
agg! —gimió la muchacha mirando a la Charlton.
—De
acuerdo, oh ag. Pero andando. —La enfermera la sacudió por un hombro y la
muchacha se alejó rápidamente. El borde de su falda a rayas rojas y blancas le
rozaba las pantorrillas.
Louis se
inclinó para examinar a su primer paciente de la Universidad de Maine, en
Orono.
Era un
muchacho de unos veinte años, y Louis no tardó ni tres segundos en hacer su
diagnóstico. Estaba prácticamente muerto. Tenía la cabeza aplastada y el cuello
roto. La clavícula fracturada le tensaba la piel del hombro derecho, hinchado y
deforme. De la cabeza, un fluido amarillo y purulento goteaba en la alfombra
mezclado con la sangre. Por un boquete del cráneo, Louis veía palpitar la masa
del cerebro, de un blanco grisáceo. Era como mirar por una ventana rota. El
orificio tenía unos cinco centímetros de diámetro. Era lo bastante grande como
para que naciera un niño, si lo hubiera llevado en la cabeza, como Zeus, que
paría por la frente. Parecía imposible que aún estuviera vivo. De pronto, le
pareció oír la voz de Jud Crandall que decía: «A veces sentía su dentellada en
el trasero.» Y su madre: «Lo muerto, muerto está.» Sintió el disparatado
impulso de reír. Lo muerto, muerto. Sí, señora; esto era categórico.
—Llama a
la ambulancia —dijo a Masterton—. Hay que...
—Louis,
la ambulancia está...
—¡Vaya!
—Louis se dio una palmada en la frente. Miró a la Charlton—. Joan, ¿qué hacen
en estos casos? ¿Llaman a seguridad del "campus" o al Centro Médico
de Maine Oriental?
Joan
parecía aturdida y trastornada, algo insólito en ella, supuso Louis. Pero su
voz sonaba bastante firme al responder:
—No lo
sé, doctor. Nunca habíamos tenido un caso como éste desde que yo estoy en el
Centro Médico. Louis pensó con toda la rapidez de que era capaz.
—Avisen a
la policía del "campus". No podemos esperar a la ambulancia del
hospital. Si es necesario, podemos llevarlo a Bangor en un coche de bomberos.
Por lo menos, tiene sirena y luces especiales. Llámeles, Joan.
La mujer
se fue, pero no sin que Louis captara la mirada de profunda conmiseración que
le lanzó. Aquel muchacho, musculoso y bronceado —quizá de haber estado todo el
verano reparando carreteras, pintando fachadas o dando clases de tenis— que no
llevaba más ropa que unos "shorts" colorados con listas blancas,
aquel muchacho iba a morir de todos modos. Y habría muerto también aunque la
ambulancia hubiera estado aparcada en su sitio y con el motor en marcha cuando
lo trajeron.
Increíblemente,
el moribundo se movía. Agitó los párpados y abrió los ojos. Unos ojos azules
con el iris ribeteado de sangre, que miraba sin ver. Trató de mover la cabeza y
Louis le sujetó con más fuerza, pensando que tenía el cuello partido. El
terrible traumatismo craneal no excluía la posibilidad de que sintiera dolor.
«¡Qué
agujero, Señor, qué agujero!»
—¿Qué le
ha pasado? —preguntó a Steve, comprendiendo que la pregunta era estúpida e
inútil. La pregunta de un mirón. Pero ante aquel agujero él no podía ser más
que eso, un mirón—. ¿Lo trajo la policía?
—No; lo
trajeron unos estudiantes, en una manta. No sé nada más.
Lo que
importaba era lo que iba a pasar ahora. Y eso le afectaba a él.
—Ve a
buscarlos. Hazlos entrar por la otra puerta. Quiero tenerlos a mano, pero que
no vean más de lo que han visto ya.
Masterton,
con cara de alivio por tener una excusa para marcharse, se fue hacia la puerta
y la abrió. Se oyó un murmullo de voces excitadas y curiosas. Louis percibió
también el aullido de la sirena de la policía. Ya venían los de seguridad.
Louis sintió un leve y mezquino alivio.
El
moribundo hacía una especie de gorgoteo. Estaba tratando de hablar. Louis oía
sílabas —cuando menos, fonemas— pero las palabras eran ininteligibles.
Louis se
inclinó y dijo:
—Todo va
bien, chico. —Al decirlo se acordó de Ellie y de Rachel y sintió un espasmo en
el estómago. Se puso una mano en la boca para ahogar la náusea.
—Caaa
—dijo el muchacho—. Gaaaaaa...
Louis
miró en derredor y vio que se había quedado solo con el moribundo. Oía a lo
lejos la voz de Joan Charlton que decía a las aspirantes que la camilla dura
estaba en el armario de la sala Dos. Louis tenía sus dudas de que ellas
supieran cuál era la sala Dos. Al fin y al cabo, era su primer día de
prácticas. Y vaya día. No olvidarían fácilmente su primer contacto con el mundo
de la medicina. En la moqueta verde había un círculo marrón oscuro que se
ensanchaba por momentos en torno a la destrozada cabeza del herido. Menos mal
que había dejado de fluir el líquido intercraneal.
—En Pet
Sematary —dijo el joven con una voz que era como un graznido... y sonreía. Era
una sonrisa muy parecida a la mueca grotesca e histérica de la aspirante que
había corrido las cortinas.
Louis le
miró fijamente, resistiéndose a dar crédito a sus oídos. Luego pensó que había
tenido una alucinación auditiva. «Habrá hecho más ruidos con la garganta y mi
imaginación les ha dado coherencia con las impresiones del subconsciente.» Pero
no era eso, y así tuvo que reconocerlo instantes después. Sintió un vértigo de
terror y se le erizó el vello. Era como si la piel de los brazos y del vientre
se deslizara arriba y abajo, en olas... Pero aun así se negaba a aceptarlo. Sí,
los labios ensangrentados del herido se habían movido y los oídos de Louis
captaron unas sílabas, pero eso sólo significaba que la alucinación fue visual
además de auditiva.
—¿Qué
dices? —susurró Louis.
Y esta
vez, con la misma claridad que una cotorra o un cuervo con la lengua partida,
las palabras sonaron, inconfundibles: «No es un cementerio de verdad.» Los ojos
tenían la mirada extraviada y derrames de sangre; la boca se abría en una gran
sonrisa de carpa muerta.
El horror
traspasó el cuerpo de Louis atenazándole el corazón con unos dedos helados. Él
se sentía más y más pequeño, hasta que no pensó más que en salir corriendo para
escapar de aquella cabeza parlante, ensangrentada y rota, que yacía en el suelo
de la sala de espera de la enfermería. Él no era hombre de profundos principios
religiosos, ni se sentía atraído por supersticiones ni ocultismos. No estaba
preparado para aquello, fuese lo que fuese.
Sobreponiéndose
con todas sus fuerzas al impulso de echar a correr, se obligó a inclinarse más
aún hacia el herido.
—¿Qué has
dicho? —preguntó.
Aquella
sonrisa. Qué espanto.
—El fondo
del corazón humano es aún más árido, Louis —susurró el muchacho—. El hombre
siembra sólo aquello que puede. Y lo cuida.
«Louis
—pensó él, sin oír nada más después de su nombre—. ¡Oh, Dios mío, sabe cómo me
llamo!»
—¿Quién
eres? —preguntó Louis con voz temblona—. ¿Quién eres?
—Indio
trae pescado.
—¿Cómo
sabes mi...?
—Apártate
de nosotros. Sabemos...
—¿Vosotros?
—"Caa"
—hizo el muchacho, y ahora a Louis le pareció que el aliento le olía a muerte;
lesiones internas, arritmia, fallo, ruina.
—¿Qué?
—De buena gana le hubiera sacudido por un hombro.
El
muchacho de los "shorts" rojos se estremeció de pies a cabeza. De
pronto, pareció quedar congelado, con todos los músculos en tensión. Durante un
momento, sus ojos miraron a Louis sin aquella expresión ausente. Entonces se relajó
bruscamente. Olía muy mal. Louis pensó que iba a volver a hablar, que tenía que
volver a hablar. Pero los ojos volvieron a perderse en el vacío, vidriosos...
El hombre había muerto.
Louis se
sentó sobre sus talones, con toda la ropa pegada al cuerpo. Estaba empapado en
sudor. Se le nubló la vista y las imágenes empezaron a ladearse. Al darse
cuenta de lo que le ocurría, se volvió, se puso la cabeza entre las rodillas y
se oprimió las encías con las uñas del pulgar y del índice hasta hacerlas
sangrar.
Al cabo
de un momento, el entorno volvió a despejarse.
13
Entonces
la habitación se llenó de gente. Parecían actores que hubieran estado esperando
la entrada. Ello acrecentó el aturdimiento y el desconcierto de Louis: la
fuerza de estas sensaciones, que él había estudiado en los cursos de
psicología, pero nunca experimentado por sí mismo, le dejó aterrado. Así debía
de sentirse uno cuando alguien le echaba una buena dosis de LSD en la bebida.
«Es como
una obra de teatro, representada exclusivamente para mí —pensó—. Primeramente,
se despeja la escena, a fin de que la sibila moribunda pronuncie una oscura
profecía que yo y sólo yo puedo escuchar. Y, en cuanto el hombre muere, todos
vuelven.»
Entraron
las dos aspirantes transportando torpemente la camilla dura que se utilizaba en
los casos de lesiones dorsales y cervicales. Las seguía Joan Charlton, que
anunciaba la llegada de la policía del "campus". El muchacho había
sido atropellado mientras hacía "jogging". Louis se acordó de la
pareja que se le había cruzado aquella mañana y sintió una punzada de angustia.
Detrás de
la Charlton venían Steve Masterton y dos agentes del servicio de Seguridad.
—Louis,
los que trajeron a Pascow están... —Se interrumpió y preguntó vivamente—:
Louis, ¿te encuentras bien?
—Estoy perfectamente
—dijo él y se levantó. Sintió un vahído, pero se le pasó enseguida. Por decir
algo, preguntó—: ¿Se llamaba Pascow?
Uno de
los agentes respondió:
—Víctor
Pascow, según la chica que corría con él.
Louis
miró el reloj y restó dos minutos. En la habitación donde Masterton tenía
secuestrados a los que habían traído a Pascow sonaba el llanto desconsolado de
una muchacha. «Bienvenida a la universidad, jovencita, pensó él. Que tengas un
buen semestre.»
—Mr.
Pascow falleció a las diez horas y nueve minutos de la mañana —dijo.
Uno de
los agentes se pasó el dorso de la mano por los labios.
Masterton
insistió.
—Louis,
¿estás bien? Tienes una cara horrible.
Cuando
Louis abría la boca para contestar, una de las auxiliares soltó el extremo de
la camilla y salió corriendo mientras vomitaba en el delantal. Empezó a sonar
un teléfono. La muchacha que lloraba se había puesto a llamar a gritos al
muerto: «¡Vic! ¡Vic! ¡Vic!» El barullo era espantoso. Uno de los agentes
preguntaba a la Charlton si podía darles una manta para tapar el cadáver, y la
Charlton le decía que no sabía si estaba autorizada para disponer de una manta.
Louis recordó entonces una frase de Maurice Sendak: «Que empiece la barahúnda.»
Volvía a
sentir en la garganta aquella risa inoportuna, y consiguió ahogarla. ¿Había
pronunciado realmente las palabras Pet Sematary el tal Pascow? ¿Le había
llamado realmente por su nombre? Esto era lo que le tenía trastornado, lo que
le había hecho salirse de su órbita. Pero su cerebro parecía estar ya
envolviendo aquellos momentos en una película protectora, esculpiendo,
retocando, sustituyendo. Sin duda, había dicho otra cosa (si realmente había
hablado) y, con la impresión y los nervios del momento, Louis había entendido
mal. Lo más probable era que Pascow sólo hubiera articulado sílabas
incoherentes, tal como pensó al principio.
Louis
trató de reaccionar, buscando en sí aquella personalidad que indujo a la junta
de la universidad a elegirle a él entre los cincuenta y tres candidatos a la
plaza. Allí faltaba alguien que tomara la iniciativa. La sala estaba llena de
gente aturullada.
—Steve,
dale un tranquilizante a esa chica —dijo. Al oír su propia voz empezó a
sentirse mejor. Era como si estuviera en una nave espacial y acabaran de
encenderse los cohetes para despegar de un minúsculo asteroide. Y el asteroide
era, desde luego, el momento en el que Pascow había hablado. Louis había sido
contratado para dirigir aquello. Y eso se proponía hacer.
—Joan,
una manta.
—Doctor,
no hemos hecho inventario...
—Traiga
esa manta de todos modos. Luego vaya a ver qué tiene la aspirante. —Miró a la
otra muchacha, que seguía sosteniendo un extremo de la camilla. Miraba el
cuerpo de Pascow como si estuviera hipnotizada—. ¡Señorita! —gritó Louis
ásperamente, y ella apartó los ojos del cadáver.
—¿Qu...
qu...?
—¿Cómo se
llama su compañera?
—¿Qu...
quién?
—La que
vomita —dijo él con deliberada rudeza.
—Ju...
Ju... Judy. Judy DeLessio.
—¿Y
usted?
—Carla.
—La muchacha parecía un poco más tranquila.
—Carla,
vaya a ver cómo está Judy. Y traiga la manta. Encontrará un montón de ellas en
el armario pequeño de la sala de reconocimientos Uno. Ahora, si son tan
amables, salgan todos. Un poco de profesionalidad, por favor.
Los demás
se pusieron en movimiento. Al poco, cesaron los gritos en la habitación contigua.
El teléfono, que había enmudecido, volvió a sonar. Louis oprimió el botón de
espera sin descolgar.
El de más
edad de los dos agentes parecía más sereno, y a él le preguntó Louis:
—¿A quién
hay que dar parte? ¿Puede facilitarme una lista?
El hombre
asintió.
—Es el
primer caso en seis años —dijo—. Mal empieza el curso.
—Y tan
mal —dijo Louis. Descolgó el teléfono y soltó el botón de espera.
—¿Oiga?
¿Quién está...? —decía una voz excitada.
Louis
colgó el aparato y empezó a hacer sus llamadas.
14
Las cosas
no empezaron a calmarse hasta casi las cuatro de la tarde, después de que Louis
y Richard Irving, jefe de Seguridad del "campus", hicieran una
declaración a la prensa. El joven Víctor Pascow estaba haciendo
"jogging" con otras dos personas, una de ellas, su novia. Un
automóvil conducido por Tremont Withers, de veintitrés años, de Haven, Maine,
que circulaba a velocidad excesiva por la avenida procedente del Gimnasio
Femenino Lengyll en dirección al centro del "campus", embistió a
Pascow y lo lanzó contra un árbol. Pascow fue llevado a la enfermería en una
manta por sus amigos y dos transeúntes y murió diez minutos después. Withers
estaba detenido. Podrían formulársele cargos por conducción temeraria,
conducción en estado de embriaguez y homicidio por imprudencia.
El
redactor del periódico universitario preguntó si podía decir que Pascow había
muerto a consecuencia de las heridas recibidas en la cabeza. Louis, pensando en
aquella ventana rota por la que se veía el cerebro, dijo que era el forense del
condado de Penobscot quien debía dictaminar las causas de la muerte. El
redactor preguntó entonces si las cuatro personas que habían transportado a
Pascow en la manta no le habrían producido la muerte involuntariamente.
—No
—respondió Louis, contento por tener la oportunidad de eximir de culpa a
aquellos cuatro jóvenes que habían actuado rápida y humanitariamente—. En
absoluto. En mi opinión, la herida que recibió Mr. Pascow era mortal de
necesidad.
Se
hicieron varias preguntas más, pero en realidad esta respuesta puso fin a la
rueda de prensa. Ahora Louis estaba sentado en su despacho (Steve Masterton se
había ido a casa hacía una hora, inmediatamente después de la rueda de prensa:
para verse en las noticias de la tarde, según sospechaba Louis) tratando de despachar
el trabajo del día, o quizá de recubrirlo de una capa de rutina. Él y la
Charlton repasaban las fichas de la carpeta Uno: las de los estudiantes que se
esforzaban por cursar una carrera a pesar de alguna incapacidad física. En la
primera carpeta había veintitrés diabéticos, quince epilépticos, catorce
parapléjicos y varios casos de leucemia, parálisis cerebral y distrofia
muscular, dos ciegos, dos mudos y un enfermo de anemia celular, una variedad
que Louis ni siquiera había visto.
Quizá el
peor momento de la tarde fue cuando, poco después de que se fuera Steve, entró
la Charlton y dejó un volante rosa en el escritorio de Louis. «Alfombras Bangor
vendrán mañana a las 9.00.»
—¿Alfombras?
—preguntó él.
—Hay que
reparar la moqueta —dijo la enfermera—. Esa mancha no hay quien la quite,
doctor.
Naturalmente.
Fue entonces cuando Louis entró en el dispensario y se tomó un Tuinal, Entonal
lo llamaba su compañero de habitación del primer año de facultad. «Sube al
tranvía de Entonalandia, Louis. Vamos a hacer un viajecito.» Las más de las
veces, Louis declinaba la invitación, y tal vez fuera mejor así. Su compañero
colgó los libros en tercero y aquel tranvía lo llevó nada menos que a Vietnam,
en calidad de auxiliar de Sanidad. Louis se lo imaginaba a veces atiborrado de
droga, «viajando» por la selva.
Pero
ahora necesitaba algo. Si tenía que ver el papelito rosa cada vez que levantara
los ojos de las fichas, necesitaba la tableta.
Se
encontraba viajando, bastante entonado, cuando Mrs. Baillings, la enfermera de
la tarde, se asomó a la puerta para decirle:
—Le llama
su esposa, doctor Creed. Línea uno.
Louis
miró el reloj y vio que eran casi las cinco y media. Tenía intención de
marcharse hacía media hora.
Descolgó
el aparato y oprimió la línea uno.
—Hola,
cariño. Ahora mismo...
—Louis,
¿estás bien?
—Sí, muy
bien.
—Lo he
oído por la radio, Lou. Lo siento. —Hizo una pausa—. Han dado un reportaje de
la rueda de prensa. Has hablado muy bien.
—¿Sí? Me
alegro.
—¿Seguro
que te encuentras bien?
—Sí,
Rachel, muy bien.
—Ven pronto
a casa —dijo ella.
—Sí
—respondió Louis. Era una buena idea lo de irse a casa.
15
Rachel
salió a recibirle a la puerta. Louis se quedó con la boca abierta. Ella llevaba
el sujetador de tul que tanto le gustaba a él, unas braguitas semitransparentes
y nada más.
—Estás
fenomenal —dijo él—. ¿Y los niños?
—Se los
llevó Missy Dandridge. Estamos libres hasta las ocho y media. Tenemos dos horas
y media. No perdamos el tiempo.
Ella le
abrazó. Louis notó un leve perfume. ¿Esencia de rosas? La rodeó con sus brazos,
primero por el talle, luego deslizó una mano hacia las nalgas, mientras la
lengua de ella danzaba ligeramente sobre sus labios y penetraba en su boca,
explorando.
Cuando,
por fin, se deshizo el beso, él preguntó con la voz un poco ronca:
—¿Tú eres
la cena?
—El
postre. —Ella empezó a mover lentamente el vientre, apretándose contra él—.
Pero te prometo que no vas a tener que comer nada que no te guste.
Él trató
de sujetarla, pero ella se escabulló y le tomó una mano.
—Sube
—dijo.
Le
preparó un baño caliente, le desnudó despacio y le empujó hacia el agua. Luego,
se puso el guante de toalla que estaba colgado de la ducha, y que casi nunca
usaba, le enjabonó y le aclaró. Él sentía relajarse la tensión de aquel día:
aquel horrible primer día. Rachel se había mojado y las bragas se le pegaban al
cuerpo como una segunda piel.
Louis fue
a salir de la bañera, pero ella le sujetó.
—¿Qué...?
Entonces,
el guante le asió suavemente..., suavemente, pero con una fricción casi
insoportable, con un lento vaivén.
—Rachel...
—Él estaba sudando y no era sólo por el calor del baño.
—Ssssh.
Aquello
parecía durar una eternidad. Cuando él estaba a punto, el guante casi se
detenía. Pero no del todo, sino que oprimía, soltaba y volvía a oprimir, hasta
que él se corrió con tal violencia que le zumbaron los oídos.
—¡Dios
mío! —murmuró cuando pudo hablar—. ¿Dónde has aprendido a hacer eso?
—En las
"girl-scouts" —dijo ella, muy seria.
* * *
Rachel
había preparado un stroganoff que estuvo cociendo a fuego lento durante el
episodio del baño, y Louis, que a las cuatro de la tarde habría jurado que no
volvería a probar bocado hasta la víspera de Todos los Santos, tomó dos platos.
Luego,
ella le llevó otra vez arriba.
—Ahora
veamos qué puedes hacer tú por mí.
Vistas
las circunstancias, Louis estimó que había estado a la altura.
* * *
Después,
Rachel se puso su viejo pijama azul. Louis, vestido con una camisa de franela y
unos pantalones de pana sin forma alguna —su pelele, los llamaba Rachel— fue a
buscar a los niños.
Missy
Dandridge quería que le contara el accidente con pelos y señales, y Louis le
hizo un resumen mucho más escueto que la noticia que aparecería en el
"Bangor Daily News" del día siguiente. No le gustaba tener que hablar
de aquello —se sentía como un chismoso macabro—, pero Missy no quería cobrar
nada por cuidar de los niños y él le estaba muy agradecido por la velada que
había pasado con Rachel.
Gage se
quedó profundamente dormido antes de que recorrieran los dos kilómetros de
camino, y la misma Ellie bostezaba y tenía los ojos brillantes. Louis le cambió
el pañal a Gage, le puso el pijama y lo metió en la cuna. Luego, leyó un cuento
a Ellie. Como siempre, ella pedía a gritos "Dónde viven las fieras
salvajes", pues tenía mucho de fiera salvaje, pero tuvo que conformarse
con "El gato en el sombrero". Se quedó dormida a los cinco minutos, y
Rachel entró a arroparla.
Cuando
Louis bajó a la sala, Rachel estaba sentada en el sofá, tomando un vaso de
leche. Tenía una novela de misterio de Dorothy Sayers abierta sobre uno de sus
largos muslos.
—¿De
verdad estás bien, Louis?
—Estupendamente,
cariño. Y muchas gracias. Por todo.
—A su
disposición. —Le sonrió con picardía—. ¿No vas a tomar una cerveza en casa de
Jud?
—Esta
noche no. Estoy molido.
—Supongo
que yo tengo parte de culpa.
—Eso creo.
—Entonces,
doctor, un vaso de leche y a la cama.
Louis
pensaba que le costaría dormirse, como le ocurría cuando estaba de interno y el
día había sido movido. Pero se sumió suavemente en el sueño, como si resbalara
por un tobogán de poca pendiente. No recordaba dónde había leído que una
persona normal tarda unos siete minutos en quitar todas las clavijas que lo
conectan al día. Siete minutos durante los cuales consciente y subconsciente
van girando como las paredes trucadas de la casa encantada del parque de
atracciones. Resultaba un poco inquietante.
Ya casi
había caído cuando oyó decir a Rachel, a lo lejos:
—...pasado
mañana.
—¿Mmmmm?
—Jolander,
el veterinario. Opera a Church pasado mañana.
—Oh.
—«Church. Disfruta de tus cojones mientras puedas, amiguito.» Y se quedó
profundamente dormido, como si hubiera caído por un agujero. Y sin soñar.
16
Algo le
despertó mucho después. Fue un golpe lo bastante fuerte como para que él se
incorporara en la cama pensando si Ellie se habría caído o si se habría desmontado
la cuna de Gage. Entonces salió la luna de detrás de una nube, inundando la
habitación de una luz fría y pálida, y Louis vio a Víctor Pascow en la puerta.
El golpe lo había dado Víctor Pascow al abrir la puerta.
Allí
estaba, con la cabeza hundida detrás de la sien izquierda. La sangre se le
había secado en la cara dejándole unas rayas moradas que recordaban la pintura
de guerra de los indios. Se le veía la protuberancia blanquecina de la
clavícula. Estaba sonriendo de oreja a oreja.
—Venga
conmigo, doctor —dijo—. Tenemos que ir a un sitio.
Louis
miró en derredor. Su mujer no era más que un bulto impreciso bajo el edredón
amarillo, y dormía. Volvió a mirar a Pascow, que estaba muerto y no muerto. Sin
embargo, Louis no tenía miedo. Enseguida comprendió por qué.
«Es un
sueño —pensó. Y el alivio que este pensamiento le produjo le hizo darse cuenta
de que sí había tenido miedo al fin y al cabo—. Los muertos no vuelven;
fisiológicamente es imposible. Este muchacho está en un cajón frigorífico de
Bangor con la marca del patólogo —una costura en forma de Y— en la espalda.
Probablemente, el patólogo le habrá metido el cerebro en la cavidad torácica,
después de extraer una muestra del tejido para análisis y le habrá rellenado el
cráneo de papel marrón para que no gotee —eso es mucho más fácil que tratar de
colocar el cerebro otra vez en su sitio, como si fuera una pieza de puzzle.» El
tío Carl, padre de la infortunada Ruthie, le había contado que los patólogos
hacían eso, y le había contado otras muchas cosas que probablemente harían
gritar de horror a Rachel, con su necrofobia. Pero Pascow no podía estar aquí.
Ni hablar, amigo. Pascow estaba en un cajón frigorífico con una etiqueta
colgada del dedo gordo del pie. «Y tampoco tendrá puestos esos
"shorts" colorados.»
No
obstante, sentía el impulso de levantarse. Los ojos de Pascow estaban fijos en
él.
Louis
apartó la ropa de la cama y puso los pies en la alfombrilla de ganchillo,
regalo de boda de la abuela de Rachel. Las borlas se le hundieron en los
talones. Aquel sueño era muy real. Tan real que Louis no siguió a Pascow hasta
que éste dio media vuelta y empezó a bajar las escaleras. El impulso de
seguirle era fuerte, pero Louis no quería que un cadáver ambulante le tocara,
ni siquiera en sueños.
Pero se
fue tras él. Brillaba la seda de los "shorts" colorados.
Cruzaron
la sala de estar, el comedor y la cocina. Louis esperaba que Pascow descorriera
el pestillo e hiciera girar el picaporte de la puerta que comunicaba la cocina
con el cobertizo que hacía las veces de garaje para la furgoneta y el Civic,
pero Pascow atravesó la puerta sin abrirla. Louis pensó entonces con un leve
asombro: «¿Conque así es como hay que hacerlo? Sencillísimo. Eso lo hace
cualquiera.»
Él lo
intentó —y le produjo cierto regocijo chocar con la dura madera. Evidentemente,
él era un realista incluso cuando estaba soñando. Louis hizo girar el cerrojo
Yale, descorrió el pestillo y entró en el garaje. Pascow no estaba. Louis se
preguntó si su visitante habría dejado de existir. Eso acostumbraban hacer los
personajes de los sueños. Con la misma facilidad con que uno cambiaba de
escenario. Tanto estabas desnudo al lado de una piscina con una erección de
campeonato, hablando de la posibilidad de hacer un intercambio de parejas con
Roger y Missy Dandridge, por ejemplo, como escalando un volcán hawaiano. Quizá
había perdido a Pascow porque ahora iba a empezar el segundo acto.
Pero
cuando Louis salió del garaje, volvió a verle. Estaba de pie, en la embocadura
del sendero, iluminado por la luna.
Entonces
sintió miedo. Se le metía por todos los huecos del cuerpo y los llenaba de un
humo sucio. Louis no quería ir allí arriba. Se detuvo.
Pascow
miró por encima del hombro. A la luz de la luna, sus ojos parecían de plata.
Louis sintió un nudo de angustia en el vientre. Aquel hueso que sobresalía,
aquellas manchas de sangre coagulada... Pero era inútil tratar de resistirse a
aquellos ojos. Por lo visto, se trataba de un sueño sobre la hipnosis... sobre
lo que era sentirse dominado e incapaz de evitar las cosas, como fue incapaz de
evitar la muerte de Pascow. Ya puedes haber estudiado veinte años, que si te
ponen delante a un tipo con un boquete como aquél en la cabeza, de nada te
sirven. Para el caso, lo mismo habría sido llamar a un fontanero, a un zahorí o
a Perico de los Palotes.
Pero
mientras pensaba en estas cosas ya iba hacia el sendero, siguiendo los
"shorts" que, con aquella luz, parecían tan morados como la sangre de
la cara de Pascow.
A Louis
no le gustaba el sueño aquel. Quiá. Era demasiado real. Las borlas de la
alfombrilla, el no haber podido traspasar la puerta. En un sueño como es
debido, cualquiera puede filtrarse por puertas y paredes (o debería poder)... y
ahora sentía el rocío helado en los pies y la brisa de la noche en el cuerpo,
desnudo salvo por los "shorts" del pijama. Y, cuando llegaron a los
árboles, las agujas de los pinos se le clavaban en las plantas de los pies.
Otro detalle que resultaba más real de lo necesario.
«No
importa. No importa. Estoy en casa y en la cama. No es más que un sueño, por muy
real que parezca, y, como todos los sueños, mañana parecerá ridículo.
Despierto, descubriré sus incongruencias.»
Una
ramita le arañó en el bíceps y Louis hizo una mueca de dolor. Allí delante,
Pascow no era más que una sombra, y ahora el terror de Louis parecía haber
cristalizado dentro de su cabeza en estas palabras: «Voy al bosque detrás de un
muerto, voy a Pet Sematary andando detrás de un muerto, y no es un sueño. Que
Dios me proteja, no es un sueño. Esto está pasando de verdad.»
Bajaron
por el otro lado de la colina. El sendero serpenteaba entre los árboles y luego
cruzaba la espesura. Ahora no llevaba botas. Sintió una fría jalea bajo los
pies y tenía que avanzar sujetándose a las ramas para no resbalar. Se oían
desagradables chasquidos como de ventosas. Sentía el lodo entre los dedos de
los pies, separándoselos.
Trató
desesperadamente de aferrarse a la idea de que todo era un sueño.
No
cuajaba.
Llegaron
al claro y la luna volvió a salir de su arrecife de nubes, inundando el
cementerio de una claridad fantasmal. Las estelas —pedazos de madera y de
hojalata cortada con las tenazas de papá y luego aplastada con el martillo,
losas melladas de pizarra— se destacaban con claridad tridimensional,
proyectando sombras negras y nítidas.
Pascow se
detuvo junto a SMUCKY GATO OVEDIENTE y miró a Louis. El horror, el terror que
sentía entonces... Le parecía que estos sentimientos seguirían creciendo y
creciendo hasta que su cuerpo reventara por efecto de su presión implacable.
Pascow le sonreía con sus labios ensangrentados enseñando los dientes, y su
sano color bronceado adquiría a la luz de la luna el tono marfileño del cadáver
que va a ser amortajado.
Pascow
levantó el brazo señalando. Louis siguió con la mirada la dirección que le
indicaba y lanzó un gemido. Sus ojos se dilataron y se apretó los labios con
los nudillos. Sintió algo frío en la cara y se dio cuenta de que estaba
llorando de terror.
El montón
de troncos del que Jud hiciera bajar a Ellie tan alarmado, se había convertido
en un montón de huesos. Y los huesos se movían, retorcían y entrechocaban:
mandíbulas, fémures, cúbitos, molares, incisivos; vio las sardónicas calaveras
de seres humanos y animales, falanges que tintineaban. Aquí, los restos de un
pie flexionaban sus pálidas articulaciones...
Ah, y se
movía; estaba reptando.
Pascow
venía ahora hacia él, con su cara ensangrentada, sombría a la luz de la luna, y
el último vestigio de pensamiento coherente de Louis acabó de diluirse en una
idea repetitiva: «Tienes que gritar para despertarte, aunque asustes a Rachel,
a Ellie, a Gage y a todo el vecindario, tienes que gritar para despertarte
gritargritargritarparadespertartedespertartedespertarte...»
Pero no
le salía más que un tenue soplo de aire, como el sonido que hace el niño que
trata de aprender a silbar.
Pascow se
acercó y empezó a hablar.
—La
puerta no debe abrirse —dijo Pascow. Se inclinaba para hablarle, porque Louis
había caído de rodillas. Ya no le sonreía de oreja a oreja. Había en su cara
una expresión que en un principio Louis tomó por compasión. Pero no era
compasión, sino una horrible paciencia. Señaló al montón de huesos que
rebullían—. No traspase la barrera, por mucho que lo desee, doctor. La barrera
se levantó para ser respetada. Recuerde esto: aquí hay una fuerza superior a lo
que usted imagina. Es una fuerza vieja y siempre inquieta. Recuérdelo.
Louis
volvió a tratar de gritar, y no pudo.
—Vengo
como amigo —dijo Pascow; pero, ¿dijo realmente "amigo"? Louis creía
que no. Era como si Pascow hablara en una lengua extranjera que Louis interpretaba
gracias a una magia especial de los sueños..., y "amigo" era el
equivalente más aproximado que podía hallar la atribulada mente de Louis—.
Usted y aquellos a los que ama están expuestos a la destrucción, doctor.
—Estaba lo bastante cerca como para que Louis notara su olor a muerte.
Pascow
extendía el brazo hacia él.
Y aquel
leve y alucinante entrechocar de huesos.
Louis se
echaba hacia atrás, en su afán por rehuir aquella mano. Su propia mano tropezó
con una estela derribándola. El rostro de Pascow, inclinado sobre él, llenaba
todo su campo visual.
—Doctor,
recuérdelo.
Louis
trató de gritar, y el mundo se borró de su vista dando vueltas, pero seguía
oyendo el repiqueteo de huesos en la cripta de la noche iluminada por la luna.
17
Una
persona normal tarda siete minutos en dormirse; pero, según la "Fisiología
humana" de Hand, la misma persona tarda entre quince y veinte minutos en
despertar. Al parecer, el sueño es un lago del que cuesta más salir que entrar.
El ser humano despierta por etapas, pasando del sueño profundo al sueño ligero
y a ese estado llamado «duermevela» en el que la persona oye sonidos y hasta
contesta a preguntas que después no recuerda, salvo, si acaso, como un sueño.
Louis oía
el castañeteo de huesos, pero el sonido se hacía más metálico y agudo por
momentos. Un golpe. Un grito. Más sonidos metálicos... ¿Algo que rodaba? «Claro
—convino su aletargado cerebro—. Los huesos, rodando.»
Louis oyó
la voz de su hija:
—¡Toma,
Gage! ¡Toma!
Siguió un
gorgorito de alegría de Gage, y entonces Louis abrió los ojos y vio el techo de
su habitación.
Se quedó
muy quieto, dejándose inundar por la realidad, la estupenda realidad, la
bendita realidad.
Todo, un
sueño. Espantoso y vivido, pero sueño. Sólo un fósil del subconsciente.
Volvió a
oír el sonido metálico. Era un cochecito de juguete de Gage que corría por el
pasillo de arriba.
—¡Toma,
Gage!
—¡Toma!
—gritó Gage—. ¡Toma-toma-toma!
Pumba-pumba-pumba.
Los pies descalzos de Gage batían la alfombra. Los niños reían por lo bajo.
Louis
miró a su derecha. Rachel ya se había levantado. La cama estaba abierta. El sol
brillaba ya muy alto. Louis miró el reloj y vio que eran casi las ocho. Rachel
le había dejado dormir... probablemente a propósito.
Normalmente,
ello le hubiera irritado, pero no esta mañana. Respiró profundamente,
satisfecho por el momento con estar allí, con aquel sol que entraba por la
ventana, palpando la inconfundible textura del mundo real. Motas de polvo
bailaban en aquel rayo de sol.
—¡El!
—gritó Rachel desde abajo—. Ya es hora de que bajes, recojas tu bocadillo y
salgas a esperar el autobús.
—Voy,
mamá. —Las pisadas de la niña, más fuertes—. Toma tu coche, Gage. Yo tengo que
ir a la escuela.
Gage se
puso a chillar, indignado. Sus protestas eran enmarañadas. —Las únicas palabras
que se distinguían eran: "Gage, coche, toma y Ellie, bus"—. Pero el
mensaje estaba bien claro: Ellie debía quedarse, el colegio podía irse a la
porra por un día.
Otra vez
la voz de Rachel:
—El,
despierta a papá antes de bajar.
Entró
Ellie, con el pelo recogido en una cola de caballo y su vestido rojo.
—Estoy
despierto, cariño —dijo él—. Anda al autobús.
—Sí,
papá. —La niña se acercó, le dio un beso en la áspera mejilla y salió corriendo
hacia la escalera.
El sueño
empezaba a diluirse, a perder coherencia. Magnífico.
—¡Gage!
—gritó Louis—. ¡Un beso a papá!
Gage hizo
caso omiso. Bajaba la escalera detrás de Ellie tan aprisa como podía, chillando
a voz en cuello:
—¡Toma!
¡Toma! ¡TOMA!
Louis
apenas alcanzó a entrever la figura rechoncha del niño que sólo llevaba el
pañal y las braguitas de plástico.
—¿Estás
despierto, Louis? —gritó Rachel desde abajo.
—Sí —dijo
Louis sentándose en la cama.
—¡Ya te
lo he dicho! —gritó Ellie—. Me voy. ¡Adiós! —Un portazo y un berrido de
indignación de Gage subrayaron estas palabras.
—¿Un huevo
o dos? —preguntó Rachel.
Louis
apartó la ropa de la cama y puso los pies en la alfombrilla de ganchillo y ya
iba a responder que nada de huevos, sólo un tazón de cereales antes de salir
corriendo..., cuando las palabras se le ahogaron en la garganta.
Tenía los
pies sucios de tierra y agujas de pino.
El
corazón le hizo una pirueta de saltimbanqui. Con un movimiento brusco, los ojos
desorbitados y los dientes clavados en una lengua insensible, Louis arrancó la
sábana de encima de un puntapié. La parte baja de la cama estaba sembrada de
agujas de pino y las sábanas, manchadas de barro.
—¿Louis?
Entonces
vio que también tenía agujas de pino en las rodillas. De pronto, se miró el
brazo derecho. Vio un arañazo reciente en el bíceps, exactamente donde se le
clavara la rama... en el sueño.
«Voy a
gritar. Me lo noto.»
El grito
retumbaba en su interior, como la detonación del frío proyectil del miedo. Su
realidad se tambaleaba: la verdadera realidad eran las agujas de pino, el barro
de las sábanas, la herida del brazo.
«Voy a
gritar, y luego me volveré loco y ya no tendré que preocuparme más.»
—¿Louis?
—Rachel estaba subiendo la escalera—. Louis, ¿te has dormido otra vez?
Durante
dos o tres segundos, trató de sobreponerse haciendo un esfuerzo, al igual que
cuando se organizó aquel barullo en el Centro Médico, poco después de que
llevaran a Pascow en la manta, moribundo. Lo consiguió. Le ayudó el afán de
impedir que ella le viera en aquel estado, con los pies cubiertos de barro, la
ropa de la cama amontonada en el suelo y aquella sábana enlodada.
—Estoy
despierto —gritó jovialmente. Le sangraba la lengua, del mordisco que se había
dado. Tenía un remolino de ideas en la cabeza y, en el fondo de su mente, lejos
de donde se desarrollaba la acción del raciocinio, se preguntaba si habría
estado siempre tan próximo a aquella irracionalidad desaforada. Si lo estábamos
todos.
—¿Un
huevo o dos? —Rachel se había parado en el segundo o tercer peldaño. Gracias a
Dios.
—Dos
—respondió él casi sin darse cuenta—. Revueltos.
—Así se
habla —dijo ella, volviendo a la cocina.
Louis
cerró un momento los ojos y respiró aliviado, pero en la oscuridad volvió a ver
los ojos plateados de Pascow y volvió a abrirlos inmediatamente. Louis empezó a
moverse con rapidez, desterrando todo pensamiento. Quitó las sábanas. Las
mantas estaban bien. Hizo un ovillo con las sábanas, salió al pasillo y las
arrojó por la trampilla de la ropa sucia.
Casi
corriendo, entró en el baño, conectó la ducha manual y se limpió pies y piernas
con un agua que casi le escaldó, pero él ni se preocupó de graduar la
temperatura.
Empezaba
a sentirse mejor, más sereno. Mientras se secaba, le asaltó la idea de que
aquella misma sensación debían de experimentar los asesinos cuando creían
haberse librado de todas las pruebas comprometedoras. Se echó a reír. Siguió
secándose y riendo. Parecía no poder parar.
—¡Eh, el
de ahí arriba! —gritó Rachel—. ¿Qué es eso tan divertido?
—Un
chiste muy personal —contestó Louis sin dejar de reír. Estaba asustado, pero el
miedo no le quitaba la risa. Era una risa que nacía de un vientre más duro que
los ladrillos de una pared. Sí; había estado acertado al tirar las sábanas por
la trampilla. Missy Dandridge venía cinco días a la semana a pasar el
aspirador, limpiar y... hacer la colada. Rachel no vería aquellas sábanas hasta
que las pusiera otra vez en la cama... limpias. Era posible que Missy comentara
lo de las manchas a Rachel, pero él no lo creía. Probablemente, la buena mujer
cuchichearía a su marido que los Creed hacían en la cama cosas muy extrañas con
barro y agujas de pino, en lugar de pinturas corporales.
Esta idea
hizo que Louis riera aún más fuerte.
Mientras
se vestía, la risa fue apagándose hasta extinguirse por completo y Louis se
sintió un poco mejor. No comprendía por qué, pero así era. Ahora la habitación
volvía a estar normal, aunque sin las sábanas. Se había librado del veneno. Tal
vez la palabra adecuada fuera «pruebas», pero para él era un veneno.
«Tal vez
esto sea lo que hace la gente con lo inexplicable —pensó—. Tal vez esto haga la
gente con lo irracional que no encaja con el principio de causas y efectos que
rige el mundo occidental.» Tal vez así afrontaba la mente el platillo volante
que ves una mañana suspendido en el aire encima de tu jardín de atrás, la
lluvia de ranas, la mano que sale de debajo de la cama y te toca el pie a
medianoche: una crisis de risa o una crisis de llanto... Y puesto que aquello
era un ente inviolable que no podías descomponer, tenías que expulsarlo
intacto, como una piedra de riñón.
* * *
Gage
estaba sentado en su silla alta, tomando la papilla de cereales al cacao con la
que embadurnaba la mesa, decoraba la alfombrilla de plástico colocada debajo de
su silla y se friccionaba el pelo.
Rachel
salió de la cocina con el plato de huevos revueltos y una taza de café.
—¿Qué
chiste era ése? —preguntó Rachel—. Te reías como un loco. Hasta me asustaste.
Louis
abrió la boca sin saber lo que iba a decir, y lo que salió fue un chiste que
había oído la semana anterior en el supermercado de la carretera, sobre un
sastre judío que se compró un loro que sólo sabía decir: «Ariel Sharon se hace
la paja.»
Rachel se
reía... y también Gage, por cierto.
«Magnífico.
Nuestro héroe se ha deshecho de las pruebas comprometedoras, léase las sábanas,
y ha explicado satisfactoriamente el ataque de risa en el baño. Ahora nuestro
héroe leerá el periódico matutino, o le echará un vistazo por lo menos, para
dar a la mañana un aire de normalidad.»
Con este
pensamiento, Louis abrió el periódico.
«Así se
hace, muy bien —pensaba con un profundo alivio—. Tienes que expulsarlo como si
fuera un cálculo y sanseacabó... Si acaso, puedes hablar de ello una noche con
los amigos, alrededor de una hoguera de campamento, cuando sople el viento y
salgan a relucir hechos inexplicables. Porque junto a un fuego de campamento,
en las noches de viento, se habla mucho.»
Louis
comió los huevos y besó a Rachel y a Gage. Sólo al salir lanzó una mirada al
armario de la ropa sucia. Todo estaba perfectamente. Otra mañana espléndida.
Parecía que el verano no iba a acabar nunca. Todo, perfectamente. Lanzó una
mirada al sendero mientras sacaba el coche del garaje, pero también estaba a la
perfección. Y uno, tan tranquilo. Lo expulsas como si fuera una piedra.
Todo
siguió bien hasta que hubo recorrido unos quince kilómetros. Entonces le entró
un temblor tan fuerte que tuvo que salir de la carretera 2 y parar en el
desierto aparcamiento de Sing's, el restaurante chino que estaba cerca del
Centro Médico de Maine Oriental... adonde habrían llevado el cuerpo de Pascow.
Al Centro Médico, se entiende, no al restaurante chino. Vic Pascow no volvería
a tomar una ración de "mu gu gaipan". Ja, ja.
Aquellos
espasmos hacían de su cuerpo lo que querían. Louis se sentía indefenso y
aterrado, pero no por algo sobrenatural, que ahora, a la luz del sol, parecía
imposible, sino aterrado por la posibilidad de que estuviera volviéndose loco.
Le parecía que un alambre invisible se le estaba enrollando en el cuerpo.
—Basta
—dijo—. Basta ya.
Buscó en
la radio con dedos torpes y tropezó con Joan Báez que cantaba sobre brillantes
y herrumbre. Aquella voz dulce y fresca le serenó y, cuando acabó la canción,
Louis se sintió con ánimo de seguir conduciendo.
* * *
Al entrar
en la enfermería, saludó de pasada a la Charlton y se metió directamente en el
lavabo, seguro de que tendría un aspecto horrible. Pero no. Sólo unas leves
ojeras, y ni la propia Rachel había reparado en ellas. Se echó agua fresca a la
cara, se secó, se peinó y se fue a su despacho. Allí estaban Steve Masterton y
Surrendra Hardu, el médico indio, tomando café y repasando la carpeta Uno.
—Buenos
días, Lou —dijo Steve.
—Buenos
días.
—Esperemos
que mejores que ayer —dijo Hardu.
—Eso.
Pero tú te perdiste el jaleo.
—Surrendra
tuvo sus propias emociones anoche —asintió Masterton—. Cuéntaselo, Surrendra.
Hardu se
limpió los lentes sonriendo.
—A eso de
la una, dos chicos me trajeron a su amiguita. Ella estaba bebida y alegre,
celebrando la vuelta a la universidad. Tenía un corte en un muslo y yo le dije
que debía darle cuatro puntos, pero no le quedaría cicatriz. Cosa, cosa, me
dice ella. Yo me pongo a coser, inclinándome así. —Hardu dobló el tronco sobre
un invisible muslo.
Louis,
imaginando lo que iba a oír entonces, empezó a sonreír.
—Y,
mientras estoy suturando, ella me vomita encima de la cabeza.
Masterton
soltó una carcajada. Louis hizo otro tanto. Hardu sonrió apaciblemente, como si
aquello le hubiera sucedido miles de veces en miles de vidas.
—¿Desde
qué hora estás de guardia, Surrendra? —preguntó Louis.
—Desde la
medianoche —dijo Hardu—. Ya me iba. Sólo esperaba para saludarte.
—Pues
salúdame —dijo Louis estrechando la mano morena y pequeña del indio—, y anda a
acostarte.
—Casi
hemos terminado ya con la carpeta Uno —dijo Masterton—. Puedes cantar el
aleluya, Surrendra.
—Yo me
abstengo —dijo Hardu sonriendo—. No soy cristiano.
—Pues
canta el himno de Karma Instantáneo o algo por el estilo.
—Que los
dos sigáis brillando —dijo Hardu sin dejar de sonreír. Dio media vuelta y salió
sosegadamente.
Louis y
Steve Masterton le siguieron con la mirada en silencio, se miraron y se echaron
a reír. A Louis la risa nunca le pareció más sana y más... normal.
—Y menos
mal que ya hemos terminado con esa carpeta —dijo Masterton—. Hoy es día de
recibo de traficantes de droga.
Louis
asintió. Los visitadores de los laboratorios farmacéuticos empezarían a llegar
a las diez. Como solía decir Steve bromeando, los martes eran día D en la
Universidad de Maine, Orono, y la «D» quería decir Dervon, su suministrador
predilecto.
—Y un
consejito, oh Gran Jefe —dijo Steve—. No sé cómo sería esa gente en Chicago,
pero aquí no se paran en barras y te ofrecerán cualquier cosa, desde cacerías
en el Allagash en noviembre con todos los gastos pagados, hasta vales para la
bolera de Bangor. Una vez uno se empeñó en que le aceptara una muñeca
hinchable. ¡Yo! Y eso que no soy más que el ayudante. Como no consigan venderte
sus drogas, te obligarán a consumirlas.
—Creo que
hubieras debido aceptar la muñeca.
—Naa, era
pelirroja. No son mi tipo.
—En fin,
como dice Surrendra, esperemos que hoy sea mejor que ayer.
18
El
representante de la Upjohn no se presentó a las diez en punto y Louis, sin
poder resistir más, llamó a secretaría. Habló con una tal Mrs. Stapleton, quien
prometió enviarle inmediatamente una copia del expediente de Víctor Pascow.
Cuando Louis colgó el teléfono, allí estaba ya el de la Upjohn. No le ofreció
ningún regalo; sólo le preguntó si quería comprar un abono para los partidos de
los Patriots de Nueva Inglaterra con descuento.
—No,
señor —dijo Louis.
—Lo que
yo suponía —dijo tristemente el hombre, y se fue.
A
mediodía, Louis se acercó a la Cueva del Oso a comprar un bocadillo de atún y
una Coke. Se los llevó al despacho y mientras almorzaba estuvo leyendo el
expediente de Víctor Pascow. Buscaba alguna relación entre el muerto y su
persona, o North Ludlow, donde estaba el Sematary... puesto que incluso para un
fenómeno tan disparatado tenía que haber alguna explicación racional. Quizá el
chico se había criado en Ludlow e, incluso, tenía a un perro o gato enterrado
allí arriba.
Louis no
encontró el punto de contacto que buscaba. Pascow era de Bergenfield, Nueva
Jersey, y fue a la universidad para estudiar electrotecnia. En aquellas pocas
páginas mecanografiadas, Louis no encontró nada que lo asociara con aquel
muchacho que había muerto en la sala de espera, excepto, naturalmente, las
circunstancias de la muerte en sí.
Louis
apuró su bebida dando un sonoro sorbetón con la caña en el fondo del vaso de
cartón y tiró todo el servicio a la papelera. El almuerzo había sido frugal,
pero se lo comió con apetito. Por ahí todo iba bien; y por lo demás, también.
Ahora ya sí. No le habían repetido los espasmos y hasta el horror de aquella
mañana se le antojaba como un simple bache, una jugarreta de los nervios sin
más consecuencias.
Tamborileó
con las yemas de los dedos en el bloc, se encogió de hombros y descolgó el
teléfono. Marcó el número del Centro Médico de Maine Oriental y pidió por el
depósito.
Cuando le
pusieron con el empleado de patología, se identificó y dijo:
—Tienen
ustedes ahí a uno de nuestros estudiantes, Víctor Pascow.
—Ya no
está —dijo la voz—. Se fue.
A Louis
se le cerró la garganta. Por fin, consiguió articular:
—¿Cómo
dice?
—El
cadáver salió anoche en avión consignado a sus padres. Se hizo cargo de él uno
de Pompas Fúnebres Brookings-Smith. Lo embarcaron en un Delta mmm... —Ruido de
papeles—. Delta, vuelo 109. ¿Dónde imaginó que se había ido? ¿Al baile?
—No —dijo
Louis—. Claro que no. Es sólo que... —¿Qué? ¿A santo de qué había llamado? No
había forma de indagar en el caso con sensatez. Había que desistir, borrarlo,
olvidar. De lo contrario, sólo conseguiría crear problemas inútilmente—. Sólo
que todo parece haber ido muy deprisa. —Terminó en tono conciliador.
—Bueno,
la autopsia se hizo ayer tarde. —Otra vez el rumor de papeles—. Alrededor de
las tres y veinte, doctor Rynzwyck. Para entonces el padre ya había hecho todos
los trámites. Supongo que el cadáver llegaría a Newark sobre las dos de la
madrugada.
—Oh.
Bien, en el tal caso...
—Eso, si
los transportistas no metieron la pata y lo enviaron a otro sitio —dijo el
empleado animadamente—. No sería la primera vez. Aunque, con Delta nunca hubo
problemas. Son bastante buenos. Tuvimos a uno que murió mientras pescaba en el
condado de Aroosto, en uno de esos lugarejos que no tienen más nombre que un
par de coordenadas en el mapa. El infeliz se atragantó con el tapón de la
cerveza. Sus compañeros tardaron dos días en llegar a la civilización, y usted
ya sabe que para entonces ya es problemático que el embalsamado surta efecto.
De todos modos, se lo inyectaron, esperando que todo fuera bien, y metieron el
cadáver en el compartimiento de carga de un avión de línea regular, consignado
a Grand Falls, Minnesota. Pero alguien la cagó y el féretro fue a parar a Miami
y de allí, a Des Moines y a Fargo, en Dakota del Norte. Cuando por fin lo
localizaron ya habían pasado otros tres días. El embalsamado no actuó. El tío
estaba negro y olía a guiso de cerdo descompuesto. Por lo menos, eso me
dijeron. Seis mozos de equipajes se marearon. —La voz del otro lado del hilo
rió alegremente.
Louis
cerró los ojos y dijo:
—Bien,
muchas gracias.
—Puedo
darle el número particular del doctor Rynzwyck, si lo desea, doctor; pero él
suele ir a Orono a jugar al golf por la mañana. —Otra carcajada.
—No —dijo
Louis—; está bien.
Colgó el
teléfono. «Ponle ya el finiquito —pensó—. Cuando tú tenías ese sueño estúpido,
o lo que fuere, seguramente el cuerpo de Pascow estaba ya en una funeraria de
Bergenfield. Asunto concluido. Punto.»
* * *
Mientras
volvía a casa aquella tarde, se le ocurrió la explicación lógica de por qué
había amanecido con aquel barro en las sábanas, y se sintió inmensamente
aliviado.
Fue un
caso de sonambulismo, provocado por la impresión sufrida al ver morir en su
enfermería a un estudiante, en su primer día de trabajo efectivo.
Eso lo
explicaba todo. El sueño parecía real, porque había en él elementos reales: el
contacto de la alfombra, la humedad del rocío y, naturalmente, la rama que le
había arañado el brazo. Ello explicaba por qué Pascow pudo pasar a través de la
puerta y él, no.
Imaginó
la escena si Rachel hubiera bajado en el momento en que él se daba de narices
contra la puerta de la cocina. La idea le hizo sonreír. El susto que se hubiera
llevado.
Una vez
fijada la hipótesis del sonambulismo, ya pudo examinar con tranquilidad las
causas del sueño, y lo hizo de buen grado. Fue al Pet Sematary porque él
asociaba aquel lugar a experiencias desagradables vividas recientemente. En
realidad, fue la causa de una fuerte disputa con su mujer... y, además, hizo
que su hija se planteara por primera vez la idea de la muerte. Todo eso debía
de llevar él en el subconsciente cuando subió a acostarse.
«Menos
mal que volví a casa sano y salvo. No recuerdo esa parte. Pondría el piloto
automático.»
Pues fue
una suerte. No quería ni pensar lo que habría sido despertar por la mañana al
lado de la tumba del GATO SMUCKY, desorientado, empapado de rocío y,
probablemente, cagado de miedo: lo mismo que Rachel, a buen seguro.
Pero ya
había pasado.
«Se acabó
—pensó Louis con profundo alivio—. Pero, ¿y las cosas que dijo antes de
morir?», trató de preguntarle a su mente, pero Louis le puso una mordaza.
* * *
Aquella
tarde, mientras Rachel planchaba y Ellie y Gage, sentados en la misma butaca,
seguían atentamente el programa de los «teleñecos», Louis dijo con naturalidad
que iba a salir a dar una vuelta: para respirar un poco.
—¿Volverás
antes de que acueste a Gage? —preguntó ella sin levantar la mirada de la
plancha—. Ya sabes que se duerme antes si estás tú.
—Descuida.
—¿Adonde
vas, papi? —preguntó Ellie sin quitar ojo de la tele, donde "Miss
Piggy" se disponía a dar un tortazo a "Kermit".
—Por ahí
detrás, cariño.
—Oh.
Louis
salió.
* * *
Quince
minutos después, estaba en el Pet Sematary, mirando en derredor con curiosidad y
tratando de sobreponerse a la sensación de haber estado allí muy recientemente.
Pero era evidente que había estado. La pequeña estela que honraba la memoria
del gato "Smucky" estaba tumbada. La había tirado él cuando, hacia el
final de la parte del sueño que él recordaba, se le acercó la visión de Pascow.
Louis la enderezó distraídamente y se acercó a la barrera de árboles
derribados.
No le
gustaba aquello. El recuerdo de aquel montón de troncos y ramas blanqueadas por
la intemperie, convertidos en huesos, aún le daban escalofríos. Haciendo un
esfuerzo, se acercó y tocó uno de aquellos troncos que, colocado en precario
equilibrio, cedió al contacto de su mano y cayó rodando. Louis dio un salto
atrás y el leño le pasó rozando el zapato.
Trató de
rodear el montón, primero por la izquierda y después por la derecha. A uno y
otro lado, la maleza era impenetrable. Además, no eran matorrales por los que
uno pudiera tratar de abrirse paso. No, si tenía uno sentido común. Cerca del
suelo, había unas exuberantes masas de hiedra venenosa (durante toda su vida,
Louis había oído a personas que presumían de ser inmunes a ella, pero él sabía
que casi nadie lo era) y más allá se veían unos espinos enormes, de pésima
catadura.
Luis
volvió a situarse frente al centro del montón. Se quedó mirándolo con las manos
en los bolsillos de atrás de los téjanos.
«No
estarás pensando en subir ahí, ¿verdad?»
«¿Yo? Ni
hablar. ¿Por qué había de cometer semejante estupidez?»
«Magnífico.
Me habías dado un susto, Lou. Parece el medio más seguro de ir a parar a tu
propia enfermería con una pierna rota, ¿verdad?»
«Por
supuesto. Además, está anocheciendo.»
Satisfecho
de estar de acuerdo consigo mismo, Louis empezó a trepar por los troncos.
Estaba
por la mitad cuando sintió que los troncos temblaban bajo sus pies, con un
crujido peculiar.
«Huesos
rodando.»
Cuando el
montón volvió a temblar, Louis dio marcha atrás a toda prisa. Tenía los
faldones de la camisa por fuera del pantalón.
Llegó a
tierra firme sin incidentes y se frotó las manos para desprender fragmentos de
corteza. Tomó por el sendero que le llevaría de regreso a casa, donde estaban
sus hijos, que querrían que les leyera un cuento antes de irse a la cama, y
Church que vivía su último día de macho reglamentario, y donde, cuando hubieran
acostado a los niños, él y su mujer tomarían una taza de té en la cocina.
Antes de
alejarse, se volvió a mirar el claro por última vez, admirado de su silencio y
su verdor. Jirones de niebla flotaban a ras del suelo entre las estelas.
Aquellos círculos concéntricos... Era como si, involuntariamente, las manecitas
de varias generaciones de niños de Ludlow hubieran construido una especie de
Stonehenge en pequeño.
«Pero ¿es
eso todo, Louis?»
Aunque
sólo pudo entrever fugazmente lo que había al otro lado del montón de troncos
antes de que aquel movimiento le pusiera nervioso, habría jurado que el sendero
continuaba, bosque adentro.
«Eso a ti
no te importa, Louis. Déjalo ya.»
«Está
bien, jefe.»
Louis dio
media vuelta y regresó a casa.
Aquella
noche, Louis se quedó leyendo una hora después de que Rachel subiera a
acostarse, leyendo una serie de revistas médicas que ya había visto y negándose
a reconocer que la idea de irse a la cama —de dormir— le ponía nervioso. Nunca
había tenido una experiencia de sonambulismo, y no había forma de saber si iba
a repetirse..., hasta que se repetía.
Oyó que
Rachel se levantaba y le llamaba suavemente desde lo alto de la escalera.
—¿Lou?
¿Subes, cariño?
—Ahora
mismo —dijo él, apagando la luz de sobremesa de su estudio y poniéndose en pie.
* * *
Aquella
noche tardó mucho más de siete minutos en desconectar la máquina. Mientras oía
respirar profundamente a Rachel a su lado, la aparición de Víctor Pascow le
parecía menos cosa de sueño. Cada vez que cerraba los ojos, veía abrirse
bruscamente la puerta y allí estaba él, Nuestra Estrella Invitada Víctor
Pascow, con sus "shorts", su lívido bronceado y su clavícula salida.
Parecía
que iba a quedarse dormido cuando, al pensar lo que sería despertarse en Pet
Sematary, entre aquellos círculos concéntricos iluminados por la luna, y tener
que volver andando, despierto, por aquel bosque, ya volvía a estar desvelado.
Eran más
de las doce cuando, por fin, el sueño le pilló desprevenido y se lo echó al
saco. Aquella noche no soñó. A la mañana siguiente, despertó puntualmente a las
siete y media y oyó repicar en los cristales la fría lluvia del otoño. Levantó
la ropa de la cama con cierta zozobra. Las sábanas estaban impecables. Sus
pies, con el dedo martillo y los callos, no podían optar a este calificativo;
pero, por lo menos, estaban limpios.
Cuando
quiso darse cuenta, Louis estaba silbando en la ducha.
19
Missy
Dandridge se quedó cuidando a Gage mientras Rachel llevaba a "Winston
Churchill" al veterinario. Aquella noche, Ellie estuvo despierta hasta más
de las once, lamentándose con voz dolorida de que sin Church ella no podía
dormir y pidiendo vasos y vasos de agua. Hasta que Louis se negó a darle más
agua, no fuera a mojar la cama. Esto provocó un berrinche de tal ferocidad que
Rachel y Louis se miraron alzando las cejas, desconcertados.
—Tiene
miedo por Church —dijo Rachel—. Deja que se desahogue, Lou.
—No creo
que resista mucho tiempo con ese tren —dijo Louis—. O así lo espero.
Estaba en
lo cierto. Los bramidos cedieron paso a quejidos, hipo y suspiros. Finalmente,
se hizo el silencio. Cuando Louis se asomó, la encontró dormida en el suelo,
abrazada a la cesta que Church casi nunca se dignaba ocupar.
Louis le
quitó la cesta, la acostó, le apartó suavemente el pelo de la húmeda frente y
le dio un beso. Luego, impulsivamente, entró en el cuartito que Rachel
utilizaba como despacho y escribió en grandes letras de imprenta en una hoja de
papel: VUELVO MAÑANA BESOS CHURCH. Dejó el papel en la cesta del gato y volvió
a su habitación, en busca de Rachel. Rachel estaba allí. Hicieron el amor y se
durmieron abrazados.
* * *
Church
volvió a casa el viernes en que se cumplía la primera semana de trabajo de
Louis. Ellie le trató con mimo, gastó una parte de su asignación en una caja de
galletas para gatos y casi dio un cachete a Gage por haber intentado tocarlo.
Aquello hizo llorar a Gage con una aflicción que no le provocaban las medidas
disciplinarias paternas. Para él un correctivo de Ellie era como un correctivo
del mismo Dios.
A Louis
le entristecía ver a Church. Comprendía que era una ridiculez; pero eso no
cambiaba su manera de sentir. La antigua arrogancia de Winnie Church se había
esfumado. Y sus andares de pistolero. Ahora se movía con el pasito lento y
comedido del convaleciente. Dejaba que Ellie le pusiera la comida en la boca y
no quería salir de casa, ni siquiera para ir al garaje. Parecía otro. Tal vez,
en definitiva, fuera una suerte.
Ni Ellie
ni Rachel parecían notar el cambio.
20
Pasó el
verano indio. A los árboles les salieron vivos colores que brillaron
efímeramente y se diluyeron. A mediados de octubre, tras unas lluvias frías y
torrenciales, empezaron a caer las hojas. Ellie volvía a casa cargada de
adornos para la víspera de Todos los Santos que hacía en la escuela y contaba a
Gage el cuento del Jinete sin Cabeza. Gage se pasó una tarde discurseando
animadamente a cerca de un tal Chiete Sinuesa. A Rachel le entró la risa y no
podía parar. Aquel principio de otoño fue una época muy grata para todos.
El
trabajo de Louis se había encauzado en una rutina exigente pero agradable.
Visitaba a los pacientes, asistía a las reuniones del Consejo de Colegios
Universitarios, escribía las cartas de rigor al periódico universitario para
advertir a los estudiantes de que la enfermería trataba las enfermedades venéreas
con la máxima discreción o recomendarles que se vacunaran contra la gripe, ya
que para el invierno se esperaba otra epidemia del tipo A. Asistía a juntas.
Presidía comités. Durante la segunda semana de octubre, asistió a la
Conferencia sobre Medicina Universitaria en Nueva Inglaterra, que se celebró en
Providence, y presentó un trabajo acerca de las repercusiones jurídicas de la
asistencia médica a estudiantes. En su trabajo mencionaba a Víctor Pascow con
el seudónimo de "Henry Montez". El trabajo fue bien recibido. Empezó
a preparar el presupuesto de la enfermería para el siguiente año académico.
También
sus tardes seguían una rutina: cena, niños, un par de cervezas con Jud
Crandall... A veces, si Missy podía quedarse un rato con los niños, Rachel iba
con él, y Norma se unía al grupo; pero casi siempre estaban Louis y Jud solos.
Louis se encontraba a sus anchas en compañía del viejo, que contaba historias
de Ludlow que databan hasta de trescientos años antes, como si las hubiera
vivido. Jud hablaba mucho, pero nunca divagaba. Louis no se cansaba de
escucharle, aunque más de una vez había sorprendido a Rachel ahogando un
bostezo.
Casi
todas las noches, Louis regresaba a su casa antes de las diez y, casi todas las
noches, hacía el amor con Rachel. Nunca, desde el primer año de matrimonio, lo
habían hecho tan a menudo y, nunca, tan satisfactoriamente. Rachel decía que
debía de ser por el agua del pozo artesiano y Louis lo atribuía a los aires de
Maine.
La
trágica muerte de Víctor Pascow, acaecida el primer día del curso empezó a
borrarse de la memoria del alumnado y de la de Louis. La familia, sin duda,
seguiría llorándole. Louis habló por teléfono con el padre de Pascow, le
impresionó oír su voz rota —y menos mal que no tuvo que verle la cara—, llamó
para cerciorarse de que se había hecho todo lo humanamente posible, y Louis le
aseguró que así era. No le habló de la confusión, ni de la mancha que iba
creciendo en la moqueta, ni le dijo que el muchacho prácticamente murió en el
acto, aunque éstas eran cosas que el propio Louis nunca podría olvidar. Sin
embargo, para aquellos que sólo lo consideraban otra víctima de la carretera,
el recuerdo ya se iba difuminando.
Louis aún
recordaba su noche de sonámbulo y el sueño que la acompañó, pero ya era casi
como si aquello le hubiera ocurrido a otro o fuera una secuencia de un
telefilme. Su única visita a una puta de Chicago, hecha seis años atrás, le
había dejado la misma impresión; ambos episodios le parecían ahora totalmente
insignificantes, dos incidentes desligados de la realidad, falsos sonidos
producidos en una caja de resonancia.
Y en
cuanto a lo que el moribundo pudiera haber dicho o dejado de decir, en eso ya
ni pensaba siquiera.
La noche
de Todos los Santos hubo una fuerte helada. Louis y Ellie emprendieron la
típica ronda de la noche de Difuntos, en busca de las golosinas propias de la
festividad, por la casa de los Crandall. Ellie soltó una risita de bruja muy
aceptable, cabalgó en su escoba por la cocina de Norma y recibió los elogios de
rigor.
—¡Qué
graciosa está! ¿Verdad, Jud?
Jud se
mostró de acuerdo y encendió un cigarrillo.
—¿Y dónde
está Gage, Louis? Creí que también le disfrazaríais.
En un
principio, pensaba llevarle con ellos. Rachel estaba muy ilusionada, porque
ella y Missy Dandridge habían confeccionado una especie de disfraz de
escarabajo, con unas perchas retorcidas y forradas de papel de crespón a modo
de antenas; pero Gage había pillado un fuerte resfriado con bronquitis y,
después de auscultarle —los pulmones le sonaban un poco— y mirar el termómetro
que estaba colgado en el vano de la ventana y que marcaba sólo cuatro grados a
las seis de la tarde, Louis desistió de llevárselo. Rachel, aunque
decepcionada, se mostró de acuerdo.
Ellie
prometió repartir con él las golosinas; pero, al observar sus exageradas
muestras de pesar, Louis se preguntó si, en el fondo, no se alegraba de que
Gage no fuera con ellos: habría sido una rémora y un competidor.
—Pobre
Gage —dijo la niña en el tono de voz que generalmente se reserva para hablar de
los desahuciados. Gage, ajeno a lo que se perdía, estaba sentado en el sofá
mirando los dibujos de la tele. Church dormitaba a su lado.
—Ellie,
bruja —dijo Gage con indiferencia, y volvió a la tele.
—Pobre
Gage —repitió Ellie con otro suspiro. Louis pensó en las lágrimas de los
cocodrilos y sonrió. Ellie empezó a tirarle de la mano—. Vamos, papi. Vamos,
vamos, vamos.
—Gage
tiene un poco de bronquitis —dijo Louis a Jud.
—Qué
lástima —dijo Norma—. Pero el año próximo disfrutará más. Pon la cesta,
Ellie... ¡Oooop!
Norma había
tomado una manzana y un caramelo de un cuenco que había encima de la mesa, pero
las dos cosas le resbalaron de la mano. Louis se sintió impresionado al ver lo
deformada que estaba aquella mano. Se agachó a recoger la manzana que rodaba
por el suelo. Jud puso el caramelo en la cesta de Ellie.
—Oh, te
daré otra manzana, guapa —dijo Norma—. Ésa tiene un golpe.
—Está
perfecta —dijo Louis, tratando de echarla a la cesta, pero Ellie retrocedió,
manteniendo la cesta bien cerrada.
—Yo no
quiero manzanas pochas, papá —dijo mirándole como si se hubiera vuelto loco—.
Les salen manchas negras, ¡uf...!
—Ellie,
no seas maleducada.
—No la
regañes por decir la verdad, Louis —dijo Norma—. Sólo los niños dicen toda la
verdad. Por algo son niños. Y las manchas negras son feas.
—Muchas
gracias, Mrs. Crandall —dijo Ellie mirando a su padre con ojos ofendidos.
—De nada,
cariño —dijo Norma.
Jud los
acompañó al porche. Por el sendero del jardín venían dos fantasmitas en los que
Ellie reconoció a compañeros de clase y los acompañó a la cocina. Jud y Louis
se quedaron solos en el porche un momento.
—Está
peor de la artritis —dijo Louis.
Jud movió
la cabeza, sacudiendo la ceniza del cigarrillo en un cenicero.
—Sí. En
otoño y en invierno siempre se pone peor, pero esta vez le ha dado más fuerte
que nunca.
—¿Qué
dice el médico?
—Nada. No
puede decir nada, porque Norma no ha ido a visitarse.
—¿Qué?
¿Por qué no?
Jud miró
a Louis. A la luz de los faros de la furgoneta que esperaba a los dos
fantasmas, su expresión denotaba un profundo abatimiento.
—Quería
pedírtelo en mejor ocasión, Louis; pero me parece que ninguna ocasión es buena
para abusar de la amistad. ¿Querrías reconocerla?
En la
cocina, los dos fantasmas aullaban lúgubremente y Ellie soltaba su risa de
bruja —llevaba ensayándola toda la semana. Todo muy tétrico y apropiado.
—¿Qué más
le pasa a Norma? —preguntó—. ¿Tiene miedo de algo?
—Le duele
el pecho —dijo Jud en voz baja—. No quiere volver más al doctor Weybridge.
Estoy preocupado.
—¿Y ella?
¿Está preocupada?
Jud
titubeó.
—Yo diría
que está asustada y que por eso no quiere ir al médico. Betty Coslaw, una de
sus mejores amigas, murió el mes pasado en el hospital. Cáncer. Tenía la misma
edad que Norma. Está asustada.
—La veré
encantado. No hay inconveniente.
—Gracias,
Louis —dijo Jud con alivio—. Cualquier noche la pillamos desprevenida y entre
los dos...
Jud se
interrumpió, ladeó la cabeza y miró a Louis a los ojos con expresión
interrogante.
Después,
Louis sería incapaz de recordar lo que sintió en aquellos momentos ni cómo se
sucedieron sus emociones. Cada vez que trataba de analizarlas acababa confuso.
Lo único que sabía era que la curiosidad se trocó rápidamente en la sensación
de que había ocurrido algo malo. Su mirada tropezó con la de Jud. Ninguno de
los dos disimulaba la angustia. Louis tardó un momento en reaccionar.
—Uuuu,
uuuu —aullaban los fantasmas en la cocina—. Uuuu, uuu. —De pronto, el grito
subió de tono y se hizo realmente espeluznante—. Uuuu A A AA...
Y uno de
los fantasmas se puso a chillar.
—¡Papá!
—La voz de Ellie era desgarrada y tensa—. ¡Papá! ¡La señora Crandall se ha
caído!
* * *
—¡Oh,
Dios! —casi gimió Jud.
Ellie
salió corriendo al porche, con su falda negra ondeando. Con una mano, oprimía
fuertemente el mango de la escoba. Su carita pintada de verde y consternada
parecía la de un enano en la última fase de intoxicación alcohólica. Los dos
fantasmas la seguían llorando.
Jud se
lanzó hacia la puerta con una agilidad asombrosa para un hombre de más de
ochenta años. Más que correr, parecía volar. Iba llamando a su mujer.
Louis se
inclinó y puso las manos en los hombros de Ellie.
—No te
muevas de aquí, Ellie. ¿Me has comprendido?
—Papi,
tengo miedo —susurró ella.
Los dos
fantasmas corrían por el camino haciendo sonar las bolsas de caramelos y
llamando a gritos a su mamá.
Louis
cruzó el pasillo a toda velocidad y entró en la cocina, sin hacer caso de los
gritos de Ellie que le pedía que volviera.
Norma
estaba tendida sobre el ondulado linóleo, al pie de la mesa, entre un montón de
manzanas y barritas de caramelo. Sin duda, al caer se agarró a la fuente de las
golosinas esparciendo su contenido. La fuente había quedado boca abajo, como un
pequeño platillo volante de Pyrex. Jud le frotaba una muñeca a su mujer. Miró a
Louis con la cara crispada.
—Ayúdame,
Louis. Ayuda a Norma. Me parece que se está muriendo.
—Apártate
—dijo Louis. Al arrodillarse aplastó un caramelo relleno, sintió que el zumo se
le filtraba a través de la pana de su viejo pantalón, y un olor a manzana
inundó la cocina.
«Otra
vez. Lo mismo que Pascow», pensó Louis. Pero desechó el pensamiento con tal
violencia que la idea se fue de su mente como si llevara ruedas.
Le buscó
el pulso y encontró algo muy débil y rápido: aquello no eran pulsaciones sino
simples espasmos. Arritmia extrema, lo inminente, el paro cardíaco. «Tú y Elvis
Presley, Norma», pensó.
Le
desabrochó el vestido, descubriendo una combinación de seda crema. Con
movimientos certeros, le ladeó la cabeza y empezó a administrarle masaje al
corazón.
—Escúchame,
Jud —dijo. La palma de la mano izquierda, a un tercio de la base del esternón,
cuatro centímetros por encima del proceso xifoideo. Con la derecha, sujetar la
muñeca izquierda para darle firmeza y presión. «Con firmeza, pero cuidado con
esas viejas costillas: nada de pánico, todavía. Y, por el amor de Dios, no
hagas que se contraigan los pobres pulmones.»
—Di lo
que sea —murmuró Jud.
—Llévate
a Ellie —dijo Louis—. Mucho cuidado al cruzar la calle, no vayan a
atropellaros. Dile a Rachel lo que pasa y que te dé mi maletín. No el que está
en el estudio; el otro, el que puse en el estante de arriba del cuarto de baño.
Ella sabe cuál. Que llame a una ambulancia del Servicio Médico de Bangor.
—Bucksport
está más cerca —dijo Jud.
—Bangor
es más rápido. Ve. No llames tú; que llame Rachel. Necesito el maletín: «Y,
cuando ella se entere de lo que pasa aquí, no creo que quiera acercarse», pensó
Louis.
Jud se
fue. Louis oyó golpear la puerta mosquitera. Estaba solo con Norma Crandall y
el olor a manzana. En la sala de estar sonaba el monótono tictac del reloj.
De
pronto, Norma emitió un largo ronquido y movió los párpados, y Louis se
estremeció con una funesta certidumbre.
«Ahora
abrirá los ojos... Oh, Dios mío, abrirá los ojos y empezará a hablar de Pet
Sematary.»
Pero ella
sólo le miró con una velada expresión de reconocimiento y volvió a cerrar los
ojos. Louis se sintió avergonzado de sí mismo por aquel miedo estúpido, tan
impropio de él. Al mismo tiempo, experimentó un esperanzado alivio. En aquellos
ojos había dolor pero no angustia. A primera vista, el ataque no parecía grave.
Louis
jadeaba y sudaba. El masaje cardíaco sólo parecía fácil en la tele. En
realidad, consumías cantidad de calorías. Al día siguiente, le dolerían los
brazos y los hombros.
—¿Puedo
ayudar en algo?
Louis
volvió la cabeza. Una mujer, vestida con un pantalón de casa y jersey marrón le
miraba desde la puerta apretando un puño sobre el busto. «La madre de los
fantasmas», pensó Louis. Su criterio le dijo rápidamente que la mujer estaba
asustada, pero no histérica.
—No
—dijo, y enseguida—: Sí. Moje un paño, por favor. Escúrralo bien y póngaselo en
la frente.
La mujer
se puso en movimiento. Louis miró a Norma. Ella había vuelto a abrir los ojos.
—Louis,
me caí —susurró—. Creo que me desmayé.
—Has
tenido algo de coronarias —dijo Louis—. No parece grave. Ahora quédate
tranquila y callada, Norma.
Louis
descansó unos momentos y le tomó el pulso otra vez. Las pulsaciones eran muy
rápidas. Hacían lo que el doctor Tucker de la Facultad de Medicina de Chicago
llamaba el mensaje en morse: el corazón latía varias veces con regularidad,
luego hacía algo que era casi como una fibrilación y volvía a latir
normalmente. Pumba-pumba-pumba, cras-cras-cras, pumba-pumba-pumba. No era muy
bueno, pero mejor que la arritmia.
La mujer
puso el paño húmedo en la frente de Norma y se retiró titubeando. Entonces
entró Jud con el maletín.
—¿Louis?
—Se
pondrá bien —dijo Louis mirando a Jud, pero hablando a Norma—. ¿Viene la
ambulancia?
—Tu mujer
estaba hablando con ellos. No esperé a que terminara.
—Hospital...
no —susurró Norma.
—Hospital,
sí—dijo Louis—. Cinco días en observación, tratamiento y luego a casa a
descansar, Norma, guapa. Y como digas una palabra más, te hago comer todas esas
manzanas con el corazón y todo.
Ella
sonrió débilmente y volvió a cerrar los ojos.
Louis
abrió el maletín, revolvió en su interior, sacó el frasco del Isodil y extrajo
una pastilla. Era tan pequeña como la media luna de una uña. Tapó el frasco y
tomó la pastilla entre el índice y el pulgar.
—Norma,
¿me oyes?
—Sí.
—Quiero
que abras la boca. Tú has hecho tu numerito y ahora vas a recibir el premio. Te
pondré una pastilla debajo de la lengua. Es muy pequeña. Mantenla ahí hasta que
se disuelva. Es un poco amarga, pero eso es lo de menos, ¿de acuerdo?
Ella
abrió la boca. El aliento le olía a dentadura rancia, y Louis sintió una
profunda compasión hacia aquella mujer que estaba tendida en el suelo de su
cocina, entre un revoltijo de manzanas y caramelos. Pensó que un día habría
tenido diecisiete años y que los chicos del vecindario le habrían mirado el
escote con interés, y todos los dientes serían suyos, y aquel corazón, un
robusto motor.
Ella puso
la lengua encima de la pastilla e hizo una pequeña mueca. La pastilla amargaba,
sí. Pero, por lo menos, ella no estaba como Víctor Pascow; aún se la podía
ayudar, aún la tenía a su alcance. Louis pensaba que Norma superaría el ataque.
Ella palpaba el aire y Jud le asió la mano, suavemente.
Louis se
levantó, encontró la fuente y empezó a recoger las golosinas. La mujer, que
dijo ser Mrs. Buddinger, que vivía un poco más abajo, junto a la carretera, le
ayudó y se despidió. Tenía que volver al coche. Sus dos hijos estaban
asustados.
—Muchas
gracias por todo, Mrs. Buddinger —dijo Louis.
—Yo no he
hecho nada —respondió ella categóricamente—. Pero esta noche daré gracias a
Dios de rodillas porque estuviera usted aquí, doctor Creed.
Louis
agitó una mano, violento.
—Lo mismo
digo yo —agregó Jud. Miró fijamente a Louis. El momento de confusión y temor ya
había pasado—. Te debo una, Louis.
—Déjalo
ya —dijo Louis y saludó a Mrs. Buddinger con la mano. Ella le sonrió y saludó a
su vez. Louis mordió una manzana bañada en arrope. Estaba tan dulce que le
insensibilizó momentáneamente el paladar..., pero no era una sensación
desagradable. «Esta noche puedes apuntarte un tanto, Lou», pensó mientras
devoraba la manzana. Estaba hambriento.
—Nada de
eso —dijo Jud—. Si un día necesitas un favor, dímelo antes que a nadie.
—Está
bien —dijo Louis—. De acuerdo.
* * *
Veinte
minutos después, llegó la ambulancia de Bangor. Mientras observaba a los
enfermeros cargar la camilla, Louis vio a Rachel en la ventana de la sala y
agitó una mano. Ella alzó la mano a su vez.
Él y Jud
siguieron con la mirada a la ambulancia que se alejaba lanzando destellos pero
sin la sirena.
—Me
parece que me voy al hospital —dijo Jud.
—No te
dejarán verla esta noche, Jud. Nada más llegar, le harán un electrocardiograma
y la pondrán en Cuidados Intensivos. Durante doce horas, nada de visitas.
—¿Tú
crees que se pondrá bien, Louis? ¿Bien del todo?
Louis se
encogió de hombros.
—No se
puede garantizar. Ha tenido un ataque al corazón. Yo personalmente creo que se
recuperará. Y quizá esté mejor que nunca, después del tratamiento.
—Ajá
—dijo Jud encendiendo un Chesterfield.
Louis
sonrió y miró el reloj. Le sorprendió comprobar que no eran más que las ocho
menos diez. Parecía que tenía que ser mucho más tarde.
—Jud,
tengo que ir a buscar a Ellie para terminar la ronda de visitas.
—Pues
claro que sí. Dile de mi parte que deseo que se divierta.
—Así lo
haré —prometió Louis.
* * *
Cuando
Louis llegó a casa, Ellie seguía vestida de bruja. Rachel trató de convencerla
de que se pusiera el pijama, pero la niña se resistió, por si existía la
posibilidad de que la fiesta, suspendida por ataque al corazón, aún se
celebrara. Cuando su padre le dijo que se pusiera el abrigo, ella lanzó un
grito de alegría.
—Se va a
hacer muy tarde, Louis.
—Iremos
en el coche —dijo él—. Por favor, Rachel, lleva un mes esperándolo.
—Bueno...
—Rachel sonrió y Ellie volvió a gritar y echó a correr hacia el ropero—. ¿Cómo
está Norma?
—Mejor.
—Él se sentía satisfecho. Cansado, pero satisfecho—. No ha sido muy fuerte. De
ahora en adelante tendrá que cuidarse; pero a los setenta y cinco años tampoco
va uno a hacer cabriolas.
—Ha sido
una suerte que tú estuvieras allí. Parece cosa de la Providencia.
—Dejémoslo
en suerte. —Sonrió a Ellie que volvía con el abrigo—. ¿Lista, bruja Hazel?
—Lista.
¡Vamos, vamos, vamos!
Cuando,
una hora después, volvían a casa con la cesta a medio llenar (Ellie protestó
cuando Louis decidió dar por terminada la fiesta, pero se dejó convencer
fácilmente, pues estaba cansada), la niña le sorprendió al preguntar:
—¿Fue
culpa mía que Mrs. Crandall tuviera el ataque al corazón, papi? ¿Fue porque no
quise la manzana que tenía el golpe?
Louis la
miró con extrañeza, preguntándose de dónde sacaban los niños aquellas ideas
semisupersticiosas. Trae desgracia pisar raya... Me quiere, no me quiere...
Aquello le recordó el Sematary y sus círculos chapuceros. Quiso sonreír y no
acabó de conseguirlo.
—No,
cariño —dijo Louis—. Cuando tú entraste con los dos fantasmas...
—No eran
fantasmas. Eran los gemelos Buddinger.
—Está
bien. Mientras vosotros estabais en la cocina, Mr. Crandall me decía que su
esposa tenía pequeños dolores en el pecho. En realidad, puede decirse que tú le
salvaste la vida o, por lo menos, impediste que se pusiera peor.
Ahora fue
Ellie quien se sorprendió.
Louis
asintió.
—Ella
necesitaba un médico. Yo soy médico, pero sólo estaba allí porque había ido a
acompañarte en la ronda de Todos los Santos.
Ellie
reflexionó largamente y asintió.
—De todos
modos, se morirá —dijo llanamente—. Todos los que tienen un ataque al corazón
se mueren. Aunque parece que van a vivir, tienen otro, y otro, y otro hasta
que... ¡buum!
—¿Y dónde
has aprendido tú tanta ciencia?
Ellie se
encogió de hombros con una actitud que parecía calcada de su padre, según
observó Louis con regocijo.
La niña
le dejó llevar la cesta —suprema prueba de confianza—, y Louis meditó sobre su
reacción. La idea de que Church pudiera morir casi le provocó una crisis de
histerismo, pero la posibilidad de que muriera la abuela Crandall... eso lo
aceptaba con toda calma, como algo natural. ¿Qué fue lo que dijo? Otro y otro,
y otro, hasta que... ¡buum!
La cocina
estaba desierta, pero se oía a Rachel andar por el piso de arriba. Louis dejó
la cesta en el mostrador y dijo:
—No
siempre ocurre eso, Ellie. Ha sido un ataque muy leve y yo pude darle el
tratamiento enseguida. Es posible que su corazón no haya sufrido ningún daño.
Ella...
—Oh, bueno,
ya lo sé —dijo Ellie casi con alegría—. Pero ya es vieja y, de todos modos, se
morirá pronto. Y Mr. Crandall también. ¿Puedo comer una manzana antes de
acostarme, papi?
—No —dijo
él, mirándola pensativo—. Sube a limpiarte los dientes, cariño.
«¿Habrá
alguien que crea comprender realmente a los niños?»
* * *
Cuando la
casa estuvo recogida y se acostaron, Rachel preguntó en voz baja:
—Lou, ¿se
impresionó mucho Ellie? ¿Estaba muy trastornada?
«No
—pensó él—. Ella sabe que los viejos la palman uno tras otro, del mismo modo
que sabe que hay que soltar al saltamontes cuando echa baba..., o que si caes
en el número trece cuando juegas a la rayuela se muere tu mejor amigo..., o que
en el cementerio las tumbas tienen que ponerse en círculos...»
—No
—dijo—. Se portó muy bien. Vamos a dormir, Rachel, ¿de acuerdo?
Aquella
noche, mientras ellos dormían y Jud velaba, hubo otra helada fuerte. De
madrugada se levantó un viento que arrancó de los árboles la mayor parte de las
hojas que quedaban, ya ocres y poco vistosas.
El viento
despertó a Louis y él se incorporó apoyándose en los codos, medio dormido y
desconcertado. Se oían las pisadas en la escalera... Alguien subía lentamente,
arrastrando los pies. Pascow había vuelto. Pero ahora, pensó Louis, ahora hacía
ya dos meses. Cuando se abriera la puerta, él no vería más que podredumbre, los
shorts rojos estarían cubiertos de moho, le faltarían trozos de carne, el
cerebro no sería más que una pasta putrefacta. Sólo los ojos tendrían vida... y
un brillo escalofriante. Esta vez Pascow no hablaría: sus cuerdas vocales ya no
estarían en condiciones de producir sonidos. Pero sus ojos... le obligarían a
seguirle.
—No
—jadeó Louis, y los pasos se apagaron.
Se
levantó, se fue a la puerta y la abrió bruscamente, apretando los labios en una
mueca de miedo y resolución y sintiendo un hormigueo en todo el cuerpo. Allí
estaría Pascow, con los brazos levantados como el espectro de un director de
orquesta a punto de atacar la atronadora obertura de La noche de
"Walpurgis".
De eso
nada, como hubiera dicho Jud. El corredor estaba vacío y silencioso. Sólo se
oía el rumor del viento. Louis volvió a la cama y se durmió.
21
Al día
siguiente, Louis llamó por teléfono a la unidad de cuidados intensivos del
Centro Médico de Maine Oriental. El estado de Norma aún se consideraba crítico,
pero esto era lo habitual durante las veinticuatro horas siguientes a un ataque
al corazón. Louis escuchó una opinión mucho más optimista del doctor Weybridge,
el médico de Norma.
—Yo no lo
llamaría ni un pequeño infarto —dijo—. No hay necrosis. Gracias a usted, doctor
Creed.
Impulsivamente,
Louis pasó por el hospital al cabo de unos días con un ramo de flores y
descubrió que Norma había sido trasladada a una habitación semiprivada de la
planta baja. Buena señal. Jud estaba con ella.
Norma
alabó las flores y tocó el timbre para pedir un jarrón a la enfermera. Luego,
estuvo dando instrucciones a Jud hasta que estuvieron en agua, arregladas a su
gusto y colocadas sobre la cómoda del rincón.
—Mamá se
encuentra mucho mejor —comentó Jud secamente, después de haber manoseado las
flores por tercera vez.
—No seas
impertinente, Judson —dijo Norma.
—No,
señora.
Por fin,
Norma miró a Louis.
—Quiero
darte las gracias por lo que hiciste —dijo con una timidez completamente
natural y, por lo tanto, doblemente conmovedora—. Dice Jud que te debo la vida.
—Exagera
—dijo Louis, violento.
—Nada de
eso —protestó Jud. Miraba a Louis con los ojos entornados y casi con una
sonrisa—. ¿No te decía tu madre que nunca se deben rechazar las gracias?
Su madre
no decía nada de eso, por lo menos, que Louis recordara. Lo que sí dijo una vez
era que la falsa modestia encerraba medio pecado de orgullo.
—Norma
—dijo—. Si algo hice fue con mucho gusto.
—Eres una
buena persona —dijo Norma—. Y ahora llévate a este hombre donde pueda invitarte
a una cerveza. Tengo sueño y no consigo librarme de él.
Jud se
levantó rápidamente.
—¡Canastos!
No hay más que hablar. Vámonos antes de que cambie de parecer.
La
primera nevada cayó una semana antes del día de Acción de Gracias. El veintidós
de noviembre cayeron otros diez centímetros, pero el día antes de la fiesta fue
claro, azul y frío. Louis llevó a su familia al Aeropuerto Internacional de
Bangor, donde embarcarían para la primera etapa del viaje a Chicago. Rachel y
los niños iban a pasar unos días con los padres de ella.
—No me
gusta —dijo Rachel por enésima vez desde que empezaron a hablar del asunto
hacía casi un mes—. No me gusta dejarte solo en casa el día de Acción de
Gracias. Es una fiesta familiar, Louis.
Louis se
cambió de brazo a Gage, que abultaba mucho con su primer anorak de chico mayor.
Ellie estaba en una de las ventanas, viendo despegar a un helicóptero de la
Fuerza Aérea.
—No creas
que voy a estar llorando en la cerveza —dijo Louis—. Jud y Norma me han
invitado a comer el pavo en su casa. Yo soy el que se siente culpable. Nunca me
han gustado esas reuniones familiares. Empiezo a beber a las tres de la tarde
mientras veo el partido por la tele y me quedo dormido a las siete, y al día
siguiente me parece tener dentro de la cabeza a todas las chicas del Rodeo de
Dallas bailando y gritando como condenadas. Me revienta que tengas que hacer el
viaje sola con los dos niños.
—Estaré
perfectamente. Viajo en primera, como una princesa. Y Gage dormirá durante el
vuelo de Logan a O'Hare.
—O así lo
esperas —dijo él, y los dos se rieron.
Anunciaron
el vuelo por los altavoces y Ellie se acercó corriendo.
—Es el
nuestro, mami. Vamos, vamos, vamos. Se irán sin nosotros.
—No; no
se irán —dijo Rachel. Apretaba con una mano las tres cartulinas rosas de las
tarjetas de embarque. Llevaba su abrigo de piel, una imitación de algo de un
marrón intenso..., probablemente rata almizclera, según pensó Louis. Pero,
fuera lo que fuera, estaba guapísima con él.
Tal vez
en sus ojos se reflejó algo de lo que sentía, porque ella le abrazó
impulsivamente, comprimiendo a Gage entre los dos. Gage pareció sorprendido
pero no molesto.
—Louis
Creed, te quiero —dijo ella.
—Ma-mii
—dijo Ellie, en el paroxismo de la impaciencia—. Vamos, vamos, va...
—Oh, ya
va. Pórtate bien, Louis.
—Ya
veremos —sonrió él—. Tendré mucho cuidado. Saluda a tus padres.
—¡Qué
cosas tienes! —dijo ella arrugando la nariz. No la había engañado. Ella sabía
perfectamente por qué Louis renunciaba al viaje—. ¡Muy gracioso!
Él los
siguió con la mirada por la rampa de embarque..., hasta que desaparecieron de
su vista para toda una semana. Ya los estaba echando de menos. Se acercó a la
ventana donde antes estuviera Ellie, con las manos en los bolsillos y se quedó
mirando a los mozos que cargaban el equipaje.
La verdad
era muy sencilla. Mr. Irwin Goldman, de Lake Forest, y su esposa habían tomado
a Louis entre ojos desde el principio. Él procedía de un barrio humilde, pero
eso era lo de menos. Lo peor era que, por lo visto, esperaba que Rachel le
mantuviera mientras él estudiaba su carrera en la que, sin duda, fracasaría.
Louis
hubiera podido transigir con esto; en realidad, lo soportaba. Pero entonces
ocurrió algo, algo que Rachel no sabía ni sabría nunca... por lo menos, por
Louis. Irwin Goldman le ofreció pagarle todos los estudios. El precio de la
«beca» (así lo llamó Goldman) era que Louis rompiera con Rachel inmediatamente.
Louis
Creed no se encontraba en momento propicio para hacer frente a semejante
insulto; pero tan melodramáticas proposiciones (o sobornos, para llamar al pan,
pan y al vino, vino) rara vez se plantean a personas que se encuentren en
momento propicio, el cual podría darse alrededor de los ochenta y cinco años.
Primeramente, estaba cansado. Pasaba dieciocho horas semanales en clase, veinte
empollando, otras quince sirviendo mesas en una pizzería situada cerca del
hotel Whitehall. Además, estaba nervioso. La insólita jovialidad que mostró Mr.
Goldman aquella noche contrastaba violentamente con su frialdad habitual, y
cuando Goldman le invitó a pasar al estudio a fumar un cigarro, Louis creyó
advertir que el matrimonio Goldman intercambiaban una mirada significativa.
Después —mucho después, cuando pudo enfocar el incidente con cierta
perspectiva— Louis se diría que algo parecido debían de sentir los caballos al
olfatear el primer humo de un incendio en la pradera. Estaba temiendo que, de
un momento a otro, Goldman le echase en cara haberse acostado con su hija.
Pero
cuando, en lugar de eso, Goldman le hizo aquella inefable oferta —llegando
incluso a sacar el talonario de cheques del bolsillo interior del esmoquin, lo
mismo que un rufianesco personaje de una comedia de Noel Coward y agitarlo ante
sus narices—, Louis estalló. Acusó a Goldman de pretender conservar a su hija
como una pieza de museo, de no tener consideración con los demás, y le llamó
cerdo arrogante y cerril. Louis tardó mucho tiempo en reconocer que aquella
indignación, en gran medida, estaba alimentada por el alivio.
La
descripción del carácter de Irwin Goldman, aunque certera, no estuvo acompañada
de una pequeña dosis de diplomacia que mitigara su crudeza. Allí terminó toda
similitud con Noel Coward; si en el resto de la conversación hubo algo de
humor, fue de una calidad mucho más basta. Goldman le dijo que se marchara
inmediatamente y que si volvía a verle en la puerta de su casa le mataría como
a un perro amarillo. Louis le contestó que podía meterse el talonario en el
culo. Goldman repuso que en su vida había visto vagabundos que valían más que Louis
Creed. Louis dijo a Goldman que, donde el cheque, se metiera también sus
tarjetas American Express y Bank Americard.
Nada de
esto podía favorecer el establecimiento de unas buenas relaciones entre Louis y
sus futuros suegros.
Al fin,
Rachel consiguió apaciguarlos (cuando los dos habían tenido tiempo de
arrepentirse de lo dicho, aunque ninguno modificó la opinión que tenía del
otro). No hubo más melodrama, ni, desde luego, frases abominablemente teatrales
como «desde este momento, ya no tengo hija». Probablemente, Goldman no habría
renegado de su hija ni aunque Rachel se hubiera casado con el monstruo de la
laguna Negra. No obstante, la cara que asomaba entre las solapas del chaqué de
Irwin Goldman el día en que su hija contrajo matrimonio con Louis, tenía un
gran parecido con las que están esculpidas en algunos sarcófagos egipcios. Su
regalo de bodas fue una vajilla de porcelana Spode de seis servicios y un horno
microondas. De dinero, nada. Durante la mayor parte de los agitados años de
facultad de Louis, Rachel trabajó de dependienta en una tienda de modas. Y
desde aquel día hasta hoy Rachel no supo sino que las relaciones entre sus
padres y su marido seguían siendo «tensas»..., especialmente entre su padre y
Louis.
Louis
hubiera podido ir a Chicago con su familia. Si bien el calendario de la
universidad le obligaba a regresar tres día antes que Rachel y los niños, no
era eso lo malo; para él, lo malo habría sido tener que pasar cuatro días con
Imhotep y su esposa, la Esfinge.
Los niños
habían conquistado a los abuelos, como suele ocurrir. Y Louis sospechaba que él
hubiera podido consumar la total reconciliación sólo con simular que había
olvidado la escena de aquella noche en el estudio de Goldman. Aunque su suegro
comprendiera que no era más que simulación. Pero la verdad era (y él tenía por
lo menos el valor de admitirlo) que Louis no deseaba aquella reconciliación.
Diez años es mucho tiempo, pero no el suficiente como para quitarle el mal
sabor de boca que le entró cuando, ante unas copas de coñac, el viejo metió la
mano en aquel ridículo esmoquin y sacó el talonario que anidaba en su interior.
Sí; Louis sintió un gran alivio al comprobar que no se habían descubierto las
noches —cinco en total— que Rachel pasó en su pequeño y astroso apartamento;
pero el asco y la indignación estaban justificados, y los años no los habían
mitigado.
Louis
hubiese podido ir a Chicago; pero prefirió enviar a su suegro los nietos, la
hija, y recuerdos.
El Delta
727 se apartó de la rampa, viró... y Louis distinguió a Ellie en una de las
ventanillas de delante, agitando la mano frenéticamente. Él saludó también,
sonriendo, y entonces alguien —Ellie o Rachel— arrimó a Gage a la ventanilla.
Louis agitó el brazo y Gage hizo otro tanto, quizá porque le había visto o
quizá imitando a Ellie.
—Buen
viaje —murmuró Louis. Luego, se subió la cremallera del chaquetón y se dirigió
al parking. Allí el vendaval que silbaba y rugía con fuerza, casi le arrancó el
gorro de caza, y él lo apretó con la mano. Mientras sacaba las llaves, el
reactor asomó por detrás de la terminal atronando con sus turbos y Louis se
volvió y lo vio elevarse con la proa levantada hacia el azul intenso del cielo.
Louis,
sintiéndose muy solo —y con unas ridículas ganas de llorar— volvió a agitar la
mano.
Aún se
sentía deprimido cuando, por la noche, cruzó la carretera 15 hacia su casa,
después de tomar un par de cervezas con Jud y Norma; Norma bebió un vasito de
vino, algo que el doctor Weybridge le había recomendado. Hoy, obligados por la
temperatura, habían pasado la velada en la cocina.
Jud cargó
la vieja estufa de leña y los tres se sentaron alrededor. La cerveza estaba
fresca y la cocina, bien caldeada. Jud les contó que, hacía doscientos años,
los indios micmacs habían rechazado un desembarco de los ingleses en Machias.
En aquellos tiempos, los micmacs eran temibles, dijo, y agregó que los abogados
encargados del litigio sobre las tierras estatales y federales aún los
consideraban así.
Hubiera
podido ser una agradable velada, pero Louis no hacía más que pensar que le aguardaba
una casa vacía. Mientras cruzaba el jardín haciendo crujir la escarcha con los
pies, oyó que empezaba a sonar el teléfono. Echó a correr, entró por la puerta
principal, cruzó la sala precipitadamente (tirando un revistero) y atravesó
patinando casi toda la cocina, al resbalar en el linóleo por causa del hielo
que tenía adherido a las suelas. Arrancó el auricular de la horquilla.
—¿Diga?
—¿Louis?
—Era la voz de Rachel, lejana pero absolutamente perfecta—. Ya hemos llegado.
Ningún contratiempo.
—¡Magnífico!
—dijo él sentándose para hablar, mientras pensaba: «Ojalá estuvierais aquí.»
22
La comida
de Acción de Gracias que prepararon Jud y Norma fue excelente. Después de
comer, Louis se fue a su casa, ahito y amodorrado. Subió al dormitorio,
saboreando aquella paz, se descalzó y se tumbó en la cama. Eran poco más de las
tres. Hacía un sol tenue e invernal.
«Sólo un
sueñecito», pensó, y se quedó profundamente dormido.
Le
despertó el timbre del teléfono. Alargó el brazo hacia la extensión del
dormitorio, tratando de coordinar ideas, desconcertado al observar que ya era
casi de noche. Oía el silbido del viento en el alero de la casa y el leve y
ronco borboteo de la caldera.
—¿Diga?
—Sería Rachel, que le llamaba desde Chicago, para desearle feliz día de Acción de
Gracias. Luego pasaría el auricular a Ellie, y Ellie le hablaría, y luego, a
Gage, y Gage parlotearía... ¿Y cómo diablos había podido pasar toda la tarde
durmiendo, si quería ver el partido...?
Pero no
era Rachel. Era Jud.
—¿Louis?
Lo siento, pero voy a darte un pequeño disgusto.
Louis
saltó de la cama, mientras trataba de despejarse.
—¿Qué
disgusto, Jud?
—Bueno,
hay un gato muerto en nuestro jardín —dijo Jud—. Parece el de tu hija.
—¿Church?
—Sintió una súbita opresión en el vientre—. ¿Estás seguro, Jud?
—No al
ciento por ciento; pero, desde luego, se le parece.
—Oh. Oh,
mierda. Ahora mismo
voy, Jud.
—Está
bien, Louis.
Louis
colgó el auricular y se quedó sentado un minuto. Luego, fue al retrete, se puso
los zapatos y bajó.
«Quizá no
sea Church. Dice Jud que no está seguro. Caray, si ese gato ya ni sube la
escalera, a no ser que alguien le lleve en brazos... ¿A qué iba a salir a la
carretera?»
Pero en
su interior algo le decía que sí era Church. Y si Rachel llamaba aquella noche,
como era lo más seguro, ¿qué podía él decirle a Ellie?
Aturdido,
se oyó decir a Rachel: «Yo sé que a los seres vivos puede ocurrirles cualquier
cosa. Soy médico y lo sé... ¿Quieres ser tú quien le explique lo ocurrido, si
atrepellan al gato?» Pero en el fondo él no creía que a Church pudiera pasarle
algo, ¿o sí?
Recordaba
que Wicky Sullivan, uno de sus compañeros de póquer, le preguntó una vez cómo
podía Louis calentarse por su mujer y no calentarse por todas las mujeres
desnudas que veía a diario. Louis trató de explicarle que las cosas no eran
como imaginaba la gente; la que va a hacerse un Papanicolau o aprender a
explorarse los pechos no tira bruscamente de la sábana y se presenta como una
Venus sobre la concha. Uno ve un pecho, una vulva, un muslo. El resto está
cubierto por una sábana. Además, siempre hay una enfermera delante, más para
salvaguardar la reputación del médico que para otra cosa. Pero Wicky no se dejó
convencer. Una teta siempre es una teta, era su tesis, y un chocho, un chocho.
Y tú o tienes que estar caliente a todas horas o no estarlo nunca. Lo único que
Louis supo responder fue que la teta de tu mujer es diferente.
«Del
mismo modo que uno supone que su familia es diferente», pensaba ahora. Todos
daban por sentado que a Church no podía pasarle nada porque estaba dentro del
círculo mágico de la familia. Lo que Louis no consiguió hacer comprender a
Wicky era que los médicos hacían distinciones lo mismo que todo el mundo. Una
teta no era una teta como no fuera la de tu mujer. En el consultorio, una teta
era un caso. Uno podía hablar de la leucemia infantil y dar cifras durante un
simposio; pero si uno de tus chavales la pillaba te quedabas lívido y sin poder
creerlo. ¿Mi hijo? O, incluso: ¿el gato de mi hija? Doctor, usted no puede
hablar en serio.
«Bueno,
tranquilo. Las cosas, por sus pasos contados.»
Pero era
difícil conservar la calma al recordar cómo se puso Ellie sólo de pensar que
Church podía morir un día.
«Estúpido
gato de mierda. ¿Por qué tendríamos un jodido gato? Eso es lo que yo quisiera
saber.»
«Pero el
jodido gato ya no jodia. Y eso debía impedir que se muriese.»
—¿Church?
—llamó Louis, pero sólo se oía el roncar de la caldera, quemando dólares y
dólares. El sofá de la sala, donde últimamente Church pasaba casi todo el día,
estaba vacío. No estaba en ninguno de los radiadores. Louis hizo sonar el plato
del gato, el único medio infalible para hacerle acudir; pero esta vez no vino
gato alguno... ni vendría ya nunca más, por desgracia.
Louis se
puso el chaquetón y el gorro y se fue hacia la puerta. Luego, volvió sobre sus
pasos. Admitiendo el dictado del sentido común, abrió el armario del fregadero
y se agachó. Allí se guardaban bolsas de plástico de dos clases: pequeñas y
blancas para las papeleras de la casa y grandes y verdes para el cubo de la
basura. Louis tomó una de las verdes, Church había engordado desde la
operación.
Guardó la
bolsa en el bolsillo del chaquetón, pues no le gustaba sentir en los dedos el
contacto frío y resbaladizo del plástico. Salió por la puerta principal y se
dirigió a casa de Jud.
Eran
alrededor de las cinco y media y casi estaba oscuro. El paisaje tenía un
aspecto tétrico. El último resplandor de ocaso era una extraña franja
anaranjada en el horizonte, al otro lado del río. El viento soplaba en paralelo
a la carretera, cortando las mejillas de Louis y arrastrando las nubéculas
blancas de su aliento. Él tiritó, pero no del frío. Fue una sensación de
soledad lo que le hizo estremecerse. Era algo fuerte y perceptible, pero él no
encontraba metáfora que lo concretara. Algo amorfo. Se sentía aislado, eso era:
incapaz de conectar.
Divisó a
Jud al otro lado de la carretera, envuelto en su gran chaquetón verde de pluma.
La capucha ribeteada de piel le sombreaba la cara. Allí, de pie en el helado
jardín, parecía una estatua, otra cosa sin vida en aquel paisaje crepuscular,
en el que no cantaba ni un pájaro.
Cuando
Louis iba a cruzar, Jud se movió haciéndole retroceder con un ademán. Le gritó
algo que Louis no entendió porque el viento le zumbaba en los oídos. Louis dio
un paso atrás, advirtiendo de pronto que el silbido del viento había aumentado.
Un instante después sonó un fuerte claxon y pasó rugiendo un camión de la
Orinco, tan cerca que el aire le pegó los pantalones a las piernas. Caray, por
poco no se había metido debajo de las ruedas.
Cuando se
dispuso otra vez a cruzar, miró en ambos sentidos. Sólo se veían las luces
traseras de la cisterna que se diluían en la penumbra.
—Creí que
te pillaba el camión —dijo Jud—. Has de tener cuidado, Louis. —Ni aun estando
tan cerca distinguía Louis las facciones de Jud, y persistía en él la extraña
sensación de que aquella figura podía ser cualquiera.
—¿Y
Norma? —preguntó Louis, sin mirar el bulto peludo que estaba a los pies de Jud.
—Se ha
ido al oficio de Acción de Gracias —dijo Jud—. Y luego se quedará a la cena de
la parroquia, imagino, aunque estoy seguro de que no va a probar bocado. No
tiene apetito. —Una ráfaga de viento levantó la capucha y Louis vio que era
Jud, en efecto. ¿Y quién podía ser, si no?—. No es más que una excusa para
quedarse a cotorrear. No creo que, después de la comilona del mediodía, tomen
más que unos bocadillos. Regresará a eso de las ocho.
Louis se
arrodilló para mirar al gato. «Que no sea Church —pensaba, mientras le volvía
suavemente la cabeza con una mano enguantada—. Que sea otro gato. Ojalá Jud
esté equivocado.»
Pero era
Church, desde luego. El animal no estaba reventado ni desfigurado, como si le
hubiera pasado por encima alguno de aquellos camiones-cisterna y grandes
remolques que circulaban por la carretera 15. («¿Y qué hacía aquel camión
Orinco en la carretera el día de Acción de Gracias?», se preguntó Louis
distraídamente.) Había quedado con los ojos entreabiertos, mates como dos
canicas verdes. Había sacado sangre por la boca; no mucha, la suficiente para
mancharle su peto blanco.
—¿Es el
vuestro, Louis?
—El
nuestro —suspiró él.
Por
primera vez, advertía que también él quería a Church, no con el apasionamiento
de Ellie, sino a su manera, distraídamente. Durante las semanas que siguieron
al capado, Church cambió, se hizo lento y perezoso y engordó. Estableció una
rutina que le llevaba de la cama de Ellie al sofá y del sofá al plato. Nunca
salía de casa. Ahora, muerto, se parecía al viejo Church. La boca, pequeña y
ensangrentada, llena de dientecitos como alfileres, estaba abierta en una mueca
pendenciera. Los apagados ojos parecían furiosos. Era como si, tras la abulia
de su breve existencia de castrado, en el momento de su muerte, Church hubiera
recobrado su verdadera naturaleza.
—Sí, es
Church —dijo Louis—. Maldito si sé cómo darle la noticia a Ellie.
Se le
ocurrió una idea. Enterraría a Church arriba, en Pet Sematary, pero sin estela
ni bobadas. Aquella noche, cuando hablaran por teléfono, no diría nada a Ellie
acerca de Church, mañana mencionaría de pasada que no había visto al gato en
todo el día, y pasado insinuaría que tal vez Church se había ido. Algunos gatos
hacían eso. Ellie se llevaría un disgusto, sí, pero no se lo plantearía como
algo irremediable y definitivo... El no tendría que volver a enfrentarse con la
negativa actitud de Rachel frente a la muerte..., y poco a poco se olvidarían
del animal...
«Cobarde»,
sentenció una parte de su mente.
«Sí... no
lo discuto. Pero ¿de qué iba a servir armar alboroto?»
—Ellie
quiere mucho al gato, ¿no? —preguntó Jud.
—Sí —dijo
Louis, ausente. Volvió a mover la cabeza de Church. El animal empezaba a estar
rígido, pero la cabeza le bailaba. El cuello roto. Eso. Ahora Louis creía poder
adivinar lo sucedido. Church estaría cruzando la carretera —el motivo sólo Dios
lo sabía—, cuando un coche o un camión, de un topetazo, le rompió el cuello y
lo lanzó al jardín de Jud Crandall. O quizá el animal se había partido el
cuello al caer sobre el hielo. Eso carecía de importancia; lo cierto era que
Church estaba muerto.
Louis
levantó la cabeza hacia Jud, pero el viejo miraba la pálida franja anaranjada
del horizonte. Tenía la capucha ligeramente echada hacia atrás y su rostro
estaba pensativo, severo, casi hosco.
Louis
sacó del bolsillo la bolsa de plástico verde y la desdobló, sosteniéndola con
fuerza para que el viento no se la arrancara de las manos. El penetrante
crujido del plástico sacó a Jud de su abstracción.
—Sí,
estoy seguro de que le quiere mucho.
Resultaba
extraño oírle hablar en presente... Toda la escena, con la luz del crepúsculo,
el frío y el viento parecía extraña y rocambolesca.
«Aquí
está Heathcliff, en el páramo desolado de Cumbres Borrascosas —pensó Louis
contrayendo la cara contra el viento—. Ahora se dispone a meter al gato de la
familia en una bolsa de basura. Sí, señor.»
Agarró al
animal por la cola, abrió la bolsa y levantó al gato. Frunció el entrecejo con
expresión de repulsión y pena al oír el sonido que hizo el cuerpo del gato al
desprenderse del hielo al que había adherido... crrrass. El animal pesaba de un
modo increíble, como si la muerte hubiera puesto una carga material en su
cuerpo. «Canastos, parece un saco de arena.»
Jud
sostenía el otro extremo del saco y Louis dejó caer a Church, contento de
librarse de aquel extraño y desagradable peso.
—¿Qué
piensas hacer ahora con él? —preguntó Jud.
—Lo
dejaré en el garaje y lo enterraré por la mañana —dijo Louis.
—¿En Pet
Sematary?
Louis se
encogió de hombros.
—Probablemente.
—¿Se lo
dirás a Ellie?
—Eso...
tengo que pensarlo.
Jud
guardó silencio unos momentos y pareció tomar una decisión.
—Espera
un par de minutos, Louis.
Jud se
alejó, sin tener en cuenta, al parecer, que tal vez Louis no deseara quedarse
allí esperando un par de minutos, con aquella noche tan cruda. Caminaba con una
firmeza y una elasticidad asombrosas para un hombre de su edad. Y Louis
descubrió que no tenía inconveniente en esperar. Se sentía como si no fuera él.
Siguió con la mirada a Jud, perfectamente conforme con quedarse allí.
Cuando la
puerta se cerró con un chasquido, él se volvió de cara al viento, con la bolsa
de la basura que contenía a Church a los pies.
«Conforme.»
Sí, lo
estaba. Por primera vez desde que llegaron a Maine, se sentía plenamente
encajado, en su casa. En aquella soledad, a la luz grisácea del anochecer, en
el umbral del invierno, se sentía triste y extrañamente excitado a la vez. Y
también colmado, colmado como nunca se había sentido, o no recordaba haberse
sentido.
«Aquí va
a pasar algo, hermano. Y algo muy extraño.»
Echó la
cabeza hacia atrás y vio las frías estrellas del invierno en un cielo que se
oscurecía por momentos.
No habría
podido decir cuánto tiempo estuvo allí, aunque no debió de ser mucho, calculado
en minutos y segundos. Luego, en el porche de Jud parpadeó una luz que
oscilaba, se acercaba a la puerta y bajaba las escaleras. Era una gran linterna
de cuatro elementos que Jud traía en la mano. Con la otra mano sostenía algo
que a Louis le pareció una X grande... y luego vio que era un pico y una pala.
Jud le
tendió la pala a Louis, que la tomó con su mano libre.
—Jud,
¿qué te propones? No podemos enterrarlo esta noche.
—Sí
podemos y lo enterraremos. —La cara de Jud quedaba en la sombra, detrás del
deslumbrante haz de la linterna.
—Jud,
está oscuro. Es tarde. Y hace frío...
—Vamos
—dijo Jud—. Manos a la obra.
Louis
sacudió la cabeza y trató de resistirse, pero no encontraba palabras, palabras
razonables, explicaciones. Parecían carentes de sentido en medio del ulular del
viento y bajo aquel dosel de estrellas centelleantes.
—Eso
puede esperar hasta mañana, cuando haya luz...
—¿Ellie
quiere al gato?
—Sí,
pero...
La voz de
Jud era suave y la entonación, lógica.
—¿Y tú la
quieres a ella?
—Naturalmente,
es mi hi...
—Pues ven
conmigo.
Y Louis
fue con él.
* * *
Dos veces
—tal vez tres— Louis trató de hablar a Jud aquella noche, camino de Pet
Sematary, pero Jud no respondió y Louis desistió. Seguía sintiendo aquel
sosiego, extraño, dadas las circunstancias, pero real. Parecía dimanar de todas
partes. Lo percibía incluso en la fatiga de acarrear en una mano a Church y en la
otra, la pala. Lo percibía en el viento helado que le insensibilizaba las
partes de su cuerpo que estaban al descubierto. Y en los mismos árboles. Y en
la luz oscilante de la linterna de Jud. Louis sentía la presencia indiscutible,
omnímoda y magnética de un misterio. Un misterio tenebroso.
Dejaron
atrás el bosque, en el que apenas había nieve. Habían llegado al claro. Allí se
adivinaba el leve resplandor de la nieve.
—Vamos a
hacer un alto para descansar —dijo Jud, y Louis dejó la bolsa. Se enjugó el
sudor de la frente con la manga. «¿Un alto?» Pero si ya habían llegado. Louis
distinguió las estelas a la luz de la linterna que describió un círculo
errabundo cuando Jud se sentó y apoyó la cara entre los brazos.
—Jud, ¿te
encuentras bien?
—Perfectamente.
Sólo necesitaba recobrar el aliento. Louis se sentó a su lado e hizo media
docena de inspiraciones profundas.
—En estos
momentos, me siento divinamente —dijo Louis—. Hacía más de seis años que no me
encontraba tan bien. Ya sé que parece un disparate decir eso, cuando uno va a
enterrar al gato de su hija, pero es la pura verdad, Jud.
Jud
respiró profundamente un par de veces.
—Sí; sé a
lo que te refieres. Sucede de vez en cuando. Uno no elige el momento para
sentirse bien ni para sentirse de otro modo. Y el lugar influye, pero tampoco
hay que atribuirlo a eso. La heroína da una sensación de bienestar al adicto
mientras se la inyecta en el brazo y, no obstante, le está envenenando. Le
envenena el cuerpo y le envenena el pensamiento. Este lugar puede tener el mismo
efecto, Louis, no lo olvides. Ojalá no me equivoque en lo que voy a hacer. Creo
que no, pero no estoy seguro. A veces soy incapaz de pensar con claridad. Debe
de ser la senilidad.
—No sé a
qué te refieres.
—Este
lugar tiene poder, Louis. Aquí aún no es muy fuerte, pero... donde ahora
vamos...
—Jud...
—Sígueme.
—Jud se había puesto en pie. La luz de la linterna iluminó el montón de árboles
derribados. Jud se dirigía hacia allí. Louis recordó de pronto su noche de
sonámbulo. ¿Qué le había dicho Pascow en aquel sueño?
«No pase
de ahí, por más que crea necesitarlo, doctor. No se debe pasar la barrera.»
Pero
ahora, esta noche, aquel sueño, advertencia o lo que fuere, parecía haber
ocurrido varios años atrás, no sólo unos meses. Louis se sentía sereno y lleno
de energía, dispuesto a enfrentarse a todo e intrigado. Pensó que esto también
parecía un sueño.
Entonces
Jud se volvió hacia él. La capucha parecía rodear una cavidad vacía y, durante
un momento, Louis imaginó que era el propio Pascow el que estaba ahora frente a
él y que de un momento a otro el haz luminoso de la linterna alumbraría una
sonrisa descarnada y burlona, y sintió que se le helaba la sangre.
—Jud, no
podemos trepar por ahí —dijo—. Nos romperemos una pierna cada uno y nos
moriremos de frío al tratar de volver.
—Tú
sígueme —dijo Jud—. Sígueme sin mirar abajo. No vaciles ni mires abajo. Yo
conozco el camino, pero hay que pasar deprisa y con seguridad.
Louis
empezó a pensar que quizá, al fin y al cabo, aquello fuera realmente un sueño.
Sin duda, aún no había despertado de la siesta. «Si estuviera despierto
—pensó—, no me subiría a ese montón de troncos ni borracho. Pero voy a subir.
Creo que sí. Por consiguiente, estoy soñando, ¿no?»
Jud se
desvió ligeramente hacia la izquierda. El haz luminoso enfocó el montón de
(huesos) árboles derribados y troncos secos. El círculo de luz iba
concentrándose a medida que se acercaban. Sin detenerse ni por asomo, sin mirar
siquiera para cerciorarse de que estaba en el sitio justo, Jud empezó a subir.
No trepaba con el cuerpo doblado hacia adelante, como el que asciende por una
cuesta empinada o por una ladera arenosa. Parecía estar subiendo una escalera.
El que sube escaleras no se preocupa de mirar abajo, porque sabe dónde está
cada peldaño. Jud subía seguro de dónde ponía el pie.
Louis le
seguía con idéntica seguridad.
No miraba
dónde pisaba. Sin saber por qué, tenía la certidumbre de que los troncos no
podrían lastimarle si él no lo consentía. Era una majadería, desde luego, como
la estúpida confianza del que cree no hay peligro alguno en conducir estando
borracho siempre que uno lleve la medalla de san Cristóbal.
Pero
estaba dando resultado.
Ni hubo
estampido seco cual disparo de pistola al partirse una rama, ni angustioso
desplome en hoyo provisto de afiladas astillas dispuestas a pinchar y
desgarrar.
Sus
zapatos (mocasines Hush Puppy, muy poco recomendables para pisar troncos) no
resbalaron en el musgo seco que cubría muchos de los árboles caídos. No
vacilaba ni hacia adelante ni hacia atrás. El viento rugía entre los abetos que
les rodeaban.
Louis vio
a Jud de pie en lo alto de la montaña de troncos. Luego, su guía empezó a bajar
por el otro lado y de la vista de Louis desaparecieron las pantorrillas, las
caderas, y luego el pecho del hombre. La luz bailaba entre las ramas de los
árboles agitadas por el viento al otro lado de la... la barrera. Sí; era eso,
¿por qué tratar de negarlo? La barrera.
Louis
llegó arriba y se detuvo un momento, con el pie derecho descansando sobre un
viejo tronco colocado en un ángulo de treinta y cinco grados y el izquierdo en
otro algo más flexible... ¿Un amasijo de viejas ramas de abeto? No miró para
averiguarlo, y se limitó a cambiar de mano el pesado saco que contenía el
cuerpo de Church y la pala, más liviana. Alzó la cara al viento que soplaba
ininterrumpidamente, alborotándole el pelo. Era tan frío, tan limpio, tan...
constante.
Moviéndose
con soltura, casi con paso elástico, Louis empezó a bajar. Una rama, del grueso
de la muñeca de un hombre robusto, se partió bajo sus pies con un fuerte
chasquido, pero él no se asustó y su pie encontró el soporte de una rama más
gruesa unos diez centímetros más abajo. Louis ni se tambaleó. Ahora creía
comprender cómo los jefes de compañía de la Primera Guerra Mundial podían
pasear por el borde de las trincheras silbando "Tipperary" mientras
las balas zumbaban alrededor. Era demencial, pero, por lo mismo, electrizante.
Bajó
mirando hacia adelante, donde brillaba la luz de la linterna de Jud que se
había parado a esperarle. Cuando llegó abajo se sintió inundado de una euforia
que era como la llamarada que brota de las brasas al rociarlas con fuel.
—¡Lo
conseguimos! —gritó. Puso la pala en el suelo y dio a Jud una palmada en el
hombro. Ahora recordaba el día en que, de niño, cruzó un puente ferroviario y
el día en que trepó a la rama más alta de un manzano que se balanceaba al
viento como el mástil de un barco. Hacía más de veinte años que no se sentía
tan joven ni tan visceralmente vivo—. ¡Jud, lo conseguimos!
—¿Lo
habías dudado? —preguntó Jud.
Louis abrió
la boca para responder —«¿Lo habías dudado? ¡Podíamos habernos matado!»—, pero
volvió a cerrarla. En realidad, no lo dudó ni un momento desde que vio a Jud
acercarse a los troncos. Y no le preocupaba el regreso.
—Creo que
no —dijo.
—Vamos.
Aún queda un trecho. Unos cinco kilómetros.
Siguieron
andando. El sendero continuaba, en efecto. En algunos tramos parecía muy ancho,
aunque, a aquella luz movediza no se distinguía claramente; era más bien una
sensación de espacio, la sensación de que los árboles retrocedían. Una o dos
veces, Louis levantó la mirada y vio parpadear las estrellas entre las copas
oscuras de los abetos. Una sombra cruzó el sendero y la luz se reflejó
fugazmente en unos ojos verdosos.
En otros
puntos, el sendero se estrechaba y los matorrales arañaban la tela del
chaquetón de Louis. Ahora se cambiaba de mano el saco y la pala con más
frecuencia, pero el dolor de los hombros era constante. Ajustó el paso a una
cadencia rítmica que casi llegó a hipnotizarle. Allí había una fuerza, sí, la
sentía. Recordó un día en que, estando en tercer año de la escuela secundaria
salió con una muchacha y con otra pareja de paseo por el campo y fueron a parar
a un camino que terminaba en una central eléctrica. Estaban arrullándose
cuando, al poco rato, la muchacha que estaba con Louis dijo que quería irse a
casa o, por lo menos, a otro sitio, porque le dolían las muelas (las que tenían
empaste, que eran casi todas). Louis se alegró de marcharse de allí. El aire
que rodeaba la central le hacía sentirse nervioso y en vilo. Aquí le ocurría lo
mismo, pero el efecto era aún más fuerte. Más fuerte, pero en modo alguno
desagradable. Era...
Jud se
había parado al pie de una cuesta. Louis tropezó con él.
—Casi
hemos llegado —dijo Jud volviéndose—. El trecho que viene ahora es como los
troncos. Hay que andar con serenidad y firmeza. Tú sígueme y no mires abajo.
Hasta ahora hemos andado cuesta abajo, ¿lo has notado?
—Sí.
—Ahora
estamos al borde de lo que los micmacs llamaban el Pequeño Dios Pantano. Los
tratantes de pieles que pasaban por aquí lo llamaban el Paso del Muerto, y la
mayoría de los que conseguían cruzarlo ya nunca más volvían por aquí.
—¿Arenas
movedizas?
—Oh, sí,
cantidad. Hay corrientes que suben burbujeando a través de una capa de arena de
cuarzo que dejó el glaciar. Nosotros la llamamos arena de sílice, aunque
probablemente tiene otro nombre.
Jud le
miraba fijamente y, durante un momento, Louis creyó percibir un brillo no del
todo agradable en los ojos del viejo.
Entonces,
Jud movió la linterna y el brillo se apagó.
—Por
estos contornos hay cosas muy raras, Louis. El aire es más denso..., tiene
electricidad..., qué sé yo.
Louis se
sobresaltó.
—¿Qué te
pasa?
—Nada
—respondió Louis.
—Podrías
ver el fuego de San Telmo. Dibuja formas muy curiosas, pero no pasa nada. Si te
fastidia, no tienes más que mirar a otro lado. También podrías oír un rumor
como de voces, pero no son más que los somormujos del lado de Prospect. El eco
llega lejos. Curioso, ¿no?
—¿Somormujos?
—preguntó Louis con escepticismo—. ¿En esta época?
—Oh, sí
—dijo Jud con una voz totalmente inexpresiva. Durante un momento, Louis deseó
vivamente ver la cara del viejo. Aquella mirada...
—Jud,
¿adonde vamos? ¿Qué puñetas hacemos a oscuras, en estos parajes de ultratumba?
—Te lo
diré cuando lleguemos. —Jud dio media vuelta y siguió andando—. Ten cuidado con
los desniveles.
Siguieron
avanzando, asentando los pies en las protuberancias del suelo pantanoso. Louis
no miraba por dónde iba. Parecía encontrar automáticamente, sin el menor
esfuerzo, el lugar más seguro para poner el pie. Sólo resbaló una vez, cuando
su zapato izquierdo rompió una fina lámina de hielo y se hundió en un charco
frío. Lo sacó de allí rápidamente y siguió andando tras la luz oscilante. Aquel
haz luminoso que bailoteaba entre los árboles le traía recuerdos de las novelas
de piratas que leía de chico. Forajidos que iban a enterrar los doblones a la
luz de la luna... y, naturalmente, uno de ellos sería arrojado al hoyo con el
cofre, con una bala en el corazón, porque los piratas creían —por lo menos, así
lo afirmaban solemnemente los autores de aquellos tétricos relatos— que el
espíritu del camarada muerto permanecería allí, guardando el botín.
«Pero el
caso es que nosotros no vamos a enterrar un tesoro. Lo que nosotros llevamos es
el gato capado de mi hija.»
Tuvo que
hacer un esfuerzo para no soltar la risa.
No oyó
ningún «rumor como de voces» ni vio el fuego de San Telmo; pero, tras salvar
una media docena de ondulaciones, miró al suelo y vio que sus pies,
pantorrillas, rodillas y la parte baja de los muslos estaban envueltos en una
niebla blanca, densa y opaca. Era como andar por un ventisquero impalpable.
El aire
parecía tener ahora una leve fosforescencia, y Louis hubiera jurado que era más
cálido. Veía a Jud caminar con paso uniforme y él pico al hombro. Aquel pico le
daba estampa de enterrador de tesoros.
Louis
seguía sintiendo aquella extraña euforia, y de pronto se le ocurrió que, tal
vez, Rachel estuviera llamando por teléfono, que en su casa estuvieran sonando
unos timbrazos machacones y prosaicos, que...
Casi se
echó encima de Jud. El viejo estaba parado en medio del sendero con la cabeza
ladeada y los labios apretados.
—Jud,
¿qué es...?
—¡Sssh!
Louis
miró en torno con inquietud. La niebla se había diluido un poco, pero él aún no
podía verse los pies. Entonces oyó crujir unas ramas. Algo se movía en la
espesura, algo bastante grande.
Abrió la
boca para preguntar a Jud si podía ser un alce (en realidad, estaba pensando en
un oso), pero volvió a cerrarla sin decir nada. «Es el eco», había dicho Jud.
Louis
ladeó la cabeza a su vez, imitando a Jud instintivamente sin darse cuenta, y
tendió el oído. El sonido, al principio lejano, estaba ahora muy cerca, iba
hacia ellos de un modo alarmante. Louis sintió que el sudor le manaba de la
frente y le resbalaba por las mejillas agrietadas por el frío. Se cambió de
mano la pesada bolsa que contenía el cuerpo de Church. El plástico le resbalaba
por la húmeda palma. Ahora la cosa parecía estar tan cerca que Louis esperaba
verla de un momento a otro alzarse sobre los cuartos traseros, tapando las
estrellas con la mole de su cuerpo peludo.
Ahora ya
no pensaba en un oso.
Ahora ya
no sabía en qué pensaba.
Y
entonces se esfumó.
Louis
volvió a abrir la boca con la pregunta de «¿Qué ha sido eso?» en la punta de la
lengua, cuando de la oscuridad brotó una risa estridente y frenética que subía
y bajaba de tono con histéricas oscilaciones taladrándole los tímpanos y
helándole la sangre. A Louis le parecía que todas las articulaciones de su
cuerpo se habían congelado y que había aumentado de peso hasta el extremo de
que si daba media vuelta y echaba a correr se lo tragaría el lodo.
La risa
se quebró en un áspero cacareo como se parte una roca por una falla múltiple,
subió en un chillido agudo y se cuarteó en un gorgoteo que, antes de apagarse
del todo, sonó como un sollozo.
Se oyó un
chapoteo, y sobre sus cabezas rugió el viento como un río que corriera por el
lecho del cielo. Por lo demás, el Pequeño Dios Pantano quedó en silencio.
Louis
empezó a tiritar de pies a cabeza. Se le puso la piel de gallina. Era como si
se le abrieran las carnes, sobre todo en el bajo vientre. Tenía la boca seca.
No le quedaba ni una gota de saliva. A pesar de todo, persistía aquella euforia
demencial.
—¿Qué
diablos...? —susurró roncamente.
Jud se
volvió a mirarle. A aquel tenue resplandor, parecía tener ciento veinte años.
En sus ojos no había ya ni asomo de aquel brillo. Estaba demacrado y su mirada
reflejaba puro terror. Pero con voz bastante firme dijo:
—No era
más que un somormujo. Vamos, ya casi hemos llegado.
Continuaron.
El suelo volvía a ser firme. Durante unos momentos, Louis experimentó la
sensación de encontrarse en un espacio abierto, aunque el aire ya no tenía
aquella débil fosforescencia, y lo único que distinguía era la espalda de Jud,
a menos de un metro de distancia. Ahora pisaban una hierba rala, endurecida por
la escarcha, que se quebraba como el cristal. Luego, volvieron a meterse entre
árboles. Olía a pino y, de vez en cuando, le rozaba alguna rama.
Louis
había perdido la noción del tiempo y de la dirección, pero, al poco rato, Jud
volvió a pararse y le dijo:
—Escalones.
Están tallados en la roca. Hay cuarenta y dos o cuarenta y cuatro, no recuerdo
exactamente. Tú sígueme. Cuando lleguemos arriba ya no habrá que andar más.
Empezó a
subir y Louis le siguió.
Los
escalones eran bastante anchos, pero la sensación de apartarse del suelo
resultaba inquietante. De vez en cuando, bajo sus suelas crujían guijarros y
fragmentos de piedra.
«...
doce... trece... catorce...»
El viento
era ahora más fuerte y más frío. Louis tenía la cara insensible. «¿Estaremos
por encima de las copas de los árboles?», se preguntó. Levantó la mirada y vio
millones de estrellas, luces frías en la oscuridad. Nunca en la vida las
estrellas le habían hecho sentirse tan pequeño, infinitesimal, insignificante.
Se formuló la vieja pregunta: «¿Habrá seres inteligentes ahí arriba?» Y la
idea, en lugar de suscitar una ensoñadora curiosidad, le produjo un vivo
horror, como si acabara de preguntarse a sí mismo qué le parecería comerse un
puñado de hormigas.
«...veintiséis...
veintisiete... veintiocho...»
«¿Quién
tallaría estos escalones, por cierto? ¿Los indios? ¿Los micmacs? ¿Manejaban
herramientas? Tengo que preguntárselo a Jud.» Entonces se acordó de la cosa que
se había acercado a ellos en el bosque. Tropezó con un escalón y con el dorso
de su enguantada mano buscó el apoyo de la pared que tenía a la izquierda. La
notó áspera, estriada y rugosa. «Como una piel reseca y gastada», pensó.
—¿Vas
bien, Louis? —murmuró Jud.
—Muy bien
—dijo, aunque estaba casi sin aliento y tenía los brazos dormidos por el peso
de Church.
«...cuarenta
y dos... cuarenta y tres... cuarenta y cuatro...»
—Cuarenta
y cinco —dijo Jud—. Lo había olvidado. Hace doce años que no subía, y no creo
que vuelva. Aja... ¡Arriba!
Agarró
del brazo a Louis para ayudarle a subir el último escalón.
—Ya hemos
llegado —dijo Jud.
Louis
miró en derredor. Se veía bastante bien a la luz de las estrellas. Estaban en
una plataforma rocosa sembrada de cascajo, que asomaba de la tierra que se
extendía más allá como una lengua oscura. Al otro lado, por donde habían
venido, se veían las copas de los abetos. Al parecer, habían subido a lo alto
de una especie de mesa, un accidente geológico más propio de Arizona o Nuevo México.
Allí arriba, en lo alto de la mesa —o colina achatada o lo que fuera—, no había
árboles, sino sólo hierba, por lo que el sol había fundido la nieve. Al
volverse hacia Jud, Louis vio unos matorrales que se agitaban al viento y
descubrió que no se encontraban en una cumbre aislada, sino que delante de
ellos el terreno volvía a elevarse hacia unos árboles. Pero era tan extraña la
configuración de aquella plataforma entre las suaves ondulaciones de las viejas
colinas de Nueva Inglaterra...
«Indios
que manejaban herramientas», pensó de pronto.
—Sígueme
—dijo Jud, y recorrió unos veinte metros hacia los árboles. El viento soplaba
con fuerza, pero parecía más puro. Louis distinguió unas formas oscuras al pie
de los abetos más altos que viera en su vida. La impresión que producía aquel
lugar elevado y solitario era de vacío..., pero un vacío que vibraba.
Las
formas oscuras eran "cairns", montones de piedras que marcaban
tumbas.
—Los
micmacs cubrieron de arena la cima de esta colina —dijo Jud—. No se sabe cómo
lo hicieron, pero tampoco se sabe cómo construían los mayas sus pirámides. Los
mismos micmacs lo han olvidado, al igual que los mayas.
—¿Por
qué?
—Éste era
su cementerio —dijo Jud—. Te he traído para que entierres aquí al gato de
Ellie. Los micmacs no hacían distinciones; enterraban a los animales al lado de
sus amos.
Esto hizo
a Louis pensar en los egipcios; pero éstos aún iban más lejos: los egipcios
mataban a los animales favoritos de la realeza, para que las almas de las
mascotas pudieran acompañar a las de sus amos al Más Allá. Recordaba haber
leído que en una ocasión, con motivo de la muerte de una hija del faraón,
fueron sacrificados más de diez mil animales domésticos: entre otros,
seiscientos cerdos y dos mil pavos reales. Antes del degüello, se perfumó a los
cerdos con esencia de rosas, la favorita de la princesa.
«Y
también construían pirámides. Nadie sabe a ciencia cierta para qué servían las
pirámides mayas —dicen algunos que para la navegación y la medición del tiempo,
como Stonehenge—, pero todo el mundo sabe lo que eran y son las pirámides de
Egipto: monumentos funerarios, las mayores tumbas del mundo. Aquí reposa Ramsés
II, era muy "ovediente"», pensó Louis sin poder contener la risa.
Jud le
miró sin la menor sorpresa.
—Anda,
entierra a tu animal —dijo—. Yo voy a fumar un pitillo. Te ayudaría, pero
tienes que hacerlo tú solo. Cada cual entierra a los suyos. Así se hacía
entonces.
—Jud,
¿qué pasa? ¿Por qué me has traído aquí?
—Porque
tú salvaste la vida a Norma —dijo Jud, y aunque parecía sincero, y Louis estaba
convencido de que creía ser sincero, él no pudo menos que pensar que el viejo
mentía..., o que él mismo era objeto de un engaño y que transmitía el engaño a
Louis. Recordó la mirada que vio, o creyó ver, en los ojos de Jud.
Pero allí
arriba aquello parecía carecer de importancia. Allí lo más importante era el
viento, aquella corriente incesante que le alborotaba el pelo.
Jud se
sentó con la espalda apoyada contra un árbol, encendió una cerilla en el hueco
de las manos y prendió un Chesterfield.
—¿Quieres
descansar un poco antes de empezar a cavar?
—No;
estoy bien —dijo Louis. Hubiera podido seguir preguntando, pero en aquel
momento le tenían sin cuidado las respuestas. No le parecía bien, pero tampoco
le parecía mal, y decidió dejarlo..., por el momento. En realidad, sólo una
cosa le interesaba—. ¿Tú crees que voy a poder cavar una tumba aquí? La capa de
tierra parece muy delgada. —Señaló con un movimiento de cabeza el lugar en el
que la roca emergía de la tierra, al borde de la escalera.
Jud movió
la cabeza despacio.
—Sí
—dijo—. Si hay tierra suficiente para que crezca la hierba, tiene que haberla
para cavar una tumba, Louis. Y hace mucho tiempo que la gente cava tumbas en
este sitio. Aunque fácil no será.
No fue
fácil. La tierra era dura y pedregosa, y Louis comprendió enseguida que, para
abrir una fosa lo bastante honda para Church, iba a necesitar el pico. Usó el
pico y la pala alternativamente, para remover y quitar la tierra y las piedras.
Le dolían las manos. Había entrado en calor. Sentía la imperiosa necesidad de
hacer bien el trabajo. Empezó a canturrear entre dientes, como hacía algunas
veces cuando suturaba una herida. Cuando el pico tropezaba con una piedra
saltaban chispas y una vibración se transmitía a sus brazos por el mango de la
herramienta. Se le formaban ampollas en las palmas de las manos, pero no le
importaba, a pesar de que, como la mayoría de los médicos, se cuidaba mucho las
manos. El viento seguía silbando y silbando su melodía de tres notas.
Los
golpes del pico eran el contrapunto. Al mirar por encima del hombro, vio que
Jud estaba agachado, reuniendo las piedras más grandes que había excavado y
formando con ellas un montón.
—Son para
el "cairn" —dijo al notar que le observaba.
—Oh —dijo
Louis. Y volvió a su trabajo.
Cavó una
fosa de unos sesenta centímetros de ancho por ochenta de largo —«un Cadillac de
fosa para un cochino gato», pensaba él— y, cuando llegó a unos setenta
centímetros de profundidad y el pico empezó a hacer saltar chispas casi a cada
golpe, dejó las herramientas a un lado y preguntó a Jud si era suficiente.
Jud se
levantó y echó una mirada indiferente al hoyo. —A mí me parece que está bien
—dijo—. De todos modos, lo que importa es lo que creas tú.
—¿No vas
a explicarme qué es esto?
Jud
sonrió levemente.
—Los
micmacs consideraban a este monte un lugar mágico. Para ellos todo el bosque,
desde el pantano hacia el norte y el este, era mágico. Construyeron esto y aquí
enterraban a sus muertos, lejos de todo. Las otras tribus se mantenían
apartadas. Los penobscots decían que estos bosques estaban llenos de fantasmas.
Después, los traficantes de pieles decían lo mismo. Algunos veían el fuego de
San Telmo en el pantano y creyeron ver fantasmas.
Jud
sonrió y Louis pensó: «Eso no es lo que crees tú.»
—Con el
tiempo, ni los propios micmacs se atrevían a venir por aquí. Uno aseguraba
haber visto a un "wendigo" y decía que esta tierra se había
corrompido. El Gran Consejo se reunió para hablar de ello..., o así me lo
contaron cuando era chico, Louis, pero el que me lo contó era el borrachín de
Stanny B., como llamábamos a Stanley Bouchard, y lo que Stanny B. no sabía lo
inventaba.
Louis,
que sólo sabía que un "wendigo" era un espíritu de las tierras del
norte, dijo:
—¿Y tú
crees que esta tierra está corrompida?
Jud
sonrió, o, por lo menos, sus labios se movieron.
—Yo creo
que es un lugar peligroso —dijo suavemente—, pero no para gatos, perros o
hámsters. Anda, entierra al bicho, Louis.
Louis
introdujo la bolsa verde en el hoyo y, lentamente, empezó a echar tierra. Ahora
tenía frío y estaba cansado. Era deprimente oír golpear la tierra en el
plástico, y, si bien no se arrepentía de haber venido, su euforia se esfumaba
por momentos y él deseaba terminar cuanto antes la aventura. Le esperaba una
buena caminata de regreso.
El repiqueteo
fue amortiguándose hasta cesar por completo; ya sólo se oía el roce de la
tierra sobre la tierra. Raspó el suelo con la pala, para aprovechar toda la
tierra removida («nunca hay bastante —pensó, recordando lo que su tío, el
enterrador, le dijo una vez hacía casi mil años—, nunca hay bastante para
volver a llenar el hoyo») y se volvió hacia Jud.
—Ahora el
"cairn" —dijo Jud.
—Oye,
estoy cansado y...
—Es el
gato de Ellie —dijo Jud, y su voz, aunque suave, era implacable—. Ella querría
que lo hicieras como es debido.
Louis
suspiró.
—Me
figuro que sí.
Le llevó
otros diez minutos apilar las piedras que Jud iba dándole, una a una. Cuando
hubo terminado, sobre la tumba de Church había un cono de piedras. Realmente,
Louis, a pesar del cansancio, lo miraba con cierto placer. Ahora armonizaba con
las demás, a la luz de las estrellas. Aunque Ellie nunca la vería —la sola idea
de que la niña cruzara aquel pantano de arenas movedizas le pondría los pelos
de punta a Rachel—, la había visto él, y le parecía bien.
—La mayor
parte se han derrumbado —dijo a Jud, poniéndose en pie y sacudiéndose la tierra
de las rodillas. Ahora las veía más claramente y distinguía las piedras
esparcidas. Pero Jud puso buen cuidado en que para construir su
"cairn" utilizara sólo las piedras que había sacado de la fosa
excavada por él mismo.
—Ajá
—dijo Jud—. Ya te dije que el lugar era muy viejo.
—¿Hemos
terminado ya?
—Ajá.
—Dio a Louis una palmada en un hombro—. Has hecho un buen trabajo, Louis.
Estaba seguro. Vamos a casa.
—Jud...
—empezó Louis. Pero el viejo ya iba hacia la escalera, con el pico en la mano.
Louis recogió la pala y tuvo que trotar para darle alcance. Luego, prefirió
reservarse el aliento para caminar. Miró atrás una vez, pero el cairn que
marcaba la tumba del gato de su hija se había diluido en la oscuridad.
* * *
«Fue como
pasar la película al revés», pensó Louis un rato después, cuando salieron del
bosque a la explanada situada detrás de su casa. No sabía cuánto tiempo habían
estado fuera. Se había quitado el reloj cuando se acostó después de comer, y lo
dejó en el alféizar de la ventana, al lado de la cama. Sólo sabía que estaba
reventado, molido. No recordaba haberse sentido tan cansado desde el primer día
que trabajó con una cuadrilla del servicio de limpieza de Chicago un verano,
hacía dieciséis o diecisiete años.
Regresaron
por el mismo camino, pero Louis recordaba muy poco del trayecto. Había
tropezado cuando cruzaban el montón de troncos, eso lo recordaba: salió
disparado hacia adelante y, absurdamente, le vino a la memoria una frase de
"Peter Pan": «Oh, Jesús, dejé escapar mis alegres pensamientos y
ahora me caigo», pero allí estaba la mano de Jud, firme y recia, e instantes
después pasaban junto a la última morada del gato "Smucky", de
"Trixie" y de "Marta, nuestra conejita" y entraban en el
sendero que Louis recorriera no sólo con Jud, sino con toda su familia.
Le
parecía ahora que, casi insensiblemente, había tenido presente el sueño de
Víctor Pascow que provocó su episodio de sonambulismo, pero sin encontrar ningún
punto de enlace entre aquel paseo y la expedición de hoy. También comprendía
que la aventura había sido peligrosa, realmente peligrosa. Y lo de menos era
que se hubiera llagado las manos mientras se hallaba en un estado casi de
sonambulismo. Podía haberse matado al pasar por los troncos. Podían haberse
matado los dos. Costaba trabajo asociar semejante conducta con la sensatez. El
estado de agotamiento en que se encontraba, lo atribuía al aturdimiento y al
disgusto causado por la muerte de un animal querido de toda la familia.
Y, al
cabo de un rato, ya estaban otra vez en casa.
Juntos se
acercaron a la casa, sin decir nada, y se pararon en la entrada de coches. El
viento rugía y silbaba. Sin una palabra, Louis tendió el pico a Jud.
—Será
mejor que entre en casa cuanto antes —dijo Jud al fin—. De un momento a otro,
Louella Bisson y Ruthie Parks traerán a Norma y ella se extrañaría de no
encontrarme.
—¿Tienes
hora? —preguntó Louis. Le sorprendía que Norma no estuviera ya en casa. Sus
músculos le decían que debía de ser más de medianoche.
—Aja.
Llevo la cuenta del tiempo mientras estoy vestido. Luego, lo dejo escapar.
Extrajo
un reloj del bolsillo del pantalón y lo abrió.
—Son más
de las ocho y media —dijo cerrándolo de nuevo con un chasquido.
—¿Las
ocho y media? —repitió Louis estúpidamente—. ¿Nada más?
—¿Qué
hora creías tú que era? —preguntó Jud.
—Más
tarde.
—Hasta
mañana, Louis —dijo Jud dando media vuelta.
—Jud.
El viejo
volvió la cabeza, con un leve gesto de interrogación.
—Jud,
¿qué es lo que hemos hecho esta noche?
—¿Qué?
Enterrar al gato de tu hija.
—¿Eso es
todo?
—Todo.
Eres buena persona, Louis, pero haces demasiadas preguntas. A veces uno tiene
que hacer lo que cree que es justo. Lo que el corazón le dice que es justo. Y
si, después de hacerlo, uno no se siente del todo bien, como si tuviera
indigestión, pero no en el buche, sino en la cabeza, entonces empieza a hacer
preguntas y a pensar que quizá se ha equivocado. ¿Sabes lo que quiero decir?
—Sí
—respondió Louis, pensando que Jud debía de haberle leído el pensamiento
mientras cruzaban la explanada, hacia las luces de la casa.
—Pero
quizá se les escapa que, antes de dudar de sí mismos, deberían desconfiar de
sus propias dudas —dijo Jud mirándole fijamente—. ¿Tú qué opinas, Louis?
—Opino
que tal vez tengas razón —dijo Louis lentamente.
—Y en
cuanto a lo que uno siente en su corazón, no es muy bueno hablar de ello,
¿verdad?
—Depende...
—No —dijo
Jud, como si Louis se hubiera mostrado plenamente de acuerdo—. No es bueno. —Y
con aquella voz serena, firme e implacable, aquella voz que daba escalofríos a
Louis, agregó—: Esas cosas son secretos. Se supone que son las mujeres las que
mejor guardan los secretos, y algunos tendrán, pero cualquier mujer sensata te
dirá que nunca ha podido averiguar lo que hay en el fondo del corazón del
hombre. El fondo del corazón del hombre es árido, Louis, como el suelo de ese
viejo cementerio micmac de ahí arriba. Es casi roca viva. El hombre cultiva lo
que puede..., y lo cuida.
—Jud...
—No hagas
preguntas, Louis. Acepta los hechos y déjate llevar por tu corazón.
—Pero...
—Pero
nada. Acepta los hechos, Louis, y déjate llevar por tu corazón. Esta vez lo que
hemos hecho está bien... Por lo menos, así lo espero por mi vida... Otra vez
puede estar rematadamente mal.
—¿No me
contestarás ni a una pregunta?
—Según lo
que sea.
—¿Cómo
conociste ese sitio? —La pregunta se le ocurrió durante el regreso, al
especular sobre si el propio Jud no tendría sangre micmac, aunque no lo
parecía; su aspecto no podía ser más anglosajón.
—Anda,
pues por Stanny B. —dijo Jud con gesto de sorpresa.
—¿Él te
habló del cementerio?
—No —dijo
Jud—. No es un lugar del que uno habla por las buenas. Allí enterré yo, cuando
tenía diez años, a mi perro "Spot" que se arañó con un alambre de
espino oxidado mientras perseguía a un conejo. La herida se infectó y lo mató.
Allí
había algo que no encajaba con lo que Louis había oído antes; pero el cansancio
no le permitía pensar con claridad. Jud no dijo más, sólo le miraba con sus
impenetrables ojos de anciano.
—Buenas
noches, Jud.
—Buenas
noches.
El
anciano cruzó la carretera cargado con el pico y la pala.
—¡Gracias!
—gritó impulsivamente Louis.
Jud no
volvió la cabeza; sólo levantó una mano, para indicar que le había oído.
De
pronto, en la casa, empezó a sonar el teléfono.
Louis
echó a correr haciendo una mueca por el dolor que se le despertó en muslos y
caderas; pero cuando entró en la caldeada cocina, el aparato había llamado ya
seis o siete veces y, en el momento en que Louis le puso la mano encima,
enmudeció. Él contestó a pesar de todo, pero sólo se oía el zumbido de la señal
para marcar.
«Era
Rachel —pensó—. Ahora mismo la llamo.»
Pero de
repente le parecía un trabajo excesivo tener que marcar, intercambiar unas
envaradas frases con la madre —o, peor aún, con el padre esgrimidor de
talonarios—, esperar a que se pusiera Rachel..., y luego Ellie. Porque la niña
aún estaría levantada; era una hora antes en Chicago. Y Ellie le preguntaría
por Church.
«Está
divinamente. Lo atropelló un camión de la Orinco. No sé por qué, estoy seguro
de que ha sido un Orinco. Si no, sería una incongruencia, no sé si me
entiendes. ¿Que no? Bueno, no importa. Murió en el acto, pero no quedó
desfigurado. Jud y yo lo hemos enterrado en el cementerio micmac de la
montaña... Una especie de anexo de Pet Sematary, como si dijéramos. El camino
es chulísimo, tesoro. Cualquier día te llevo, para que pongas unas flores en la
tumba, o sea, en el cairn. Pero eso, cuando se hielen las arenas movedizas y
los osos se hayan ido a dormir para todo el invierno.»
Louis
colgó el teléfono, cruzó hacia el fregadero y llenó la pila de agua caliente.
Se quitó la camisa y se lavó. A pesar del frío, había sudado como un cerdo y a
eso olía, a cerdo.
Había
restos de asado de carne en el frigorífico. Louis los cortó en lonchas que puso
sobre una rebanada de pan y agregó dos rodajas de cebolla. Se quedó
contemplando unos momentos el plato y luego lo roció de ketchup y lo cubrió con
otra rebanada de pan. Si Rachel y Ellie hubieran estado allí, habrían fruncido
la nariz con idéntica mueca de repugnancia: ¡púa, qué basto!
«Pues
ustedes se lo pierden, señoras —pensó Louis con vivo regodeo, mientras devoraba
el bocata. Estaba de fábula—. Dice Confucio que quien huele como un cerdo come
como un lobo», pensó sonriendo. Hizo bajar el bocadillo con varios tragos de
leche que bebió directamente del cartón —otra costumbre que Rachel detestaba—,
subió a su habitación, se desnudó y se metió en la cama sin cepillarse los
dientes. El dolor muscular se había reducido a un hormigueo que casi resultaba
grato.
El reloj
seguía donde lo había dejado. Louis miró la hora. Las nueve y diez. Increíble.
Louis
apagó la luz, se volvió de lado y se quedó dormido.
* * *
Se
despertó a eso de las tres de la madrugada y se levantó para ir al baño.
Mientras orinaba, haciendo guiños a la blanca luz fluorescente del cuarto de
baño, de pronto cayó en la cuenta de qué era lo que no concordaba, y sus ojos
se agrandaron. Era como si dos piezas que debían encajar entre sí hubieran
chocado rebotando.
Aquella
noche, Jud le había dicho que su perro murió cuando él tenía diez años: murió
de la infección de las heridas que se produjo con un alambre de espino oxidado.
Pero aquel día de finales de verano, en que subieron todos juntos a Pet
Sematary, Jud dijo que su perro había muerto de viejo y que estaba enterrado
allí..., hasta señaló la estela de la que el tiempo había borrado la
inscripción.
Louis
descargó el depósito, apagó la luz y volvió a la cama. Había otra
discrepancia... y la descubrió enseguida. Jud había nacido con el siglo y aquel
día, en el cementerio, dijo a Louis que su perro murió durante el primer año de
la Gran Guerra. Si se refería al primer año de guerra en Europa, Jud tenía
entonces catorce y, si había querido decir el primer año de guerra para Estados
Unidos, diecisiete.
Pero esta
noche dijo que tenía diez años cuando murió "Spot".
«Bueno,
Jud es un viejo, y a veces los viejos se hacen un lío con las fechas —pensó
Louis, intranquilo—. Él mismo dice que se ha vuelto olvidadizo, que a veces le
cuesta trabajo dar con nombres y direcciones que antes se sabía de memoria y
que hay días en los que al levantarse no se acuerda de lo que la víspera había
proyectado hacer. De todos modos, para su edad eso no es nada..., no llega a
senilidad, sólo son pequeños despistes. No tiene nada de particular que una
persona olvide la edad de un perro que murió hace más de setenta años. Ni de
qué murió. No le des más vueltas, Louis.»
Pero no
podía volver a quedarse dormido. Se quedó despierto mucho rato, sintiendo el
vacío de la casa y oyendo silbar el viento en los aleros.
De
pronto, se durmió sin darse cuenta; así debió de suceder porque, cuando ya iba
a caer, le pareció oír unos pies descalzos que subían lentamente la escalera y
pensó: «Déjame en paz, Pascow, déjame en paz. Lo hecho, hecho está y los
muertos, muertos.» Y las pisadas se extinguieron.
Aunque, a
medida que iban acortándose los días, ocurrieron otras muchas cosas
inexplicables, Louis no volvió a ser molestado por el espectro de Pascow, ni
despierto ni dormido.
23
Se despertó
a las nueve de la mañana. Por las ventanas orientadas al este entraba un sol
resplandeciente. Estaba sonando el teléfono. Louis descolgó.
—¿Diga?
—¡Eh!
—dijo Rachel—. ¿Te he despertado? Pues me alegro.
—Sí, me
has despertado, pécora —sonrió él.
—¡Oooh!
¿Qué modales son ésos? Grosero —dijo ella—. Te llamé anoche. ¿Estabas en casa
de Jud? Él vaciló apenas una fracción de segundo.
—Sí
—dijo—. Nos tomamos unas cervezas. Norma había ido a no sé qué cena de Acción
de Gracias. Quería llamarte, pero... ya sabes lo que ocurre.
—Sí, ya
sé lo que ocurre.
Charlaron
un rato. Rachel le puso al corriente de las novedades de la familia, aunque
maldita la falta. No obstante, se alegró de saber que la calva de su suegro
aumentaba de tamaño a pasos agigantados.
—¿Quieres
hablar con Gage? —preguntó Rachel.
Louis
sonrió ampliamente.
—¡Cómo
no! Pero no le dejes colgar el teléfono como la otra vez.
Se oían
ruidos al otro extremo del hilo y la voz de Rachel que instaba al niño a decir
hola a papá.
Por fin
Gage dijo:
—Hola, paaá.
—Hola,
Gage —respondió Louis alegremente—. ¿Cómo estás? ¿Qué haces? ¿Has vuelto a
tirar el soporte de las pipas del abuelo? Me gustaría mucho. A ver si ahora
arreglas los sellos de la colección.
Gage
estuvo parloteando jubiloso durante unos treinta segundos salpicando su
discurso de alguna que otra palabra reconocible: "mammi, Élite, huelo,
buela, coche, joe y caca". Su vocabulario era cada día más extenso.
Por fin,
Rachel consiguió arrancarle el auricular de las manos, con estridentes
protestas de Gage y profundo alivio de Louis. Él quería mucho a su hijo y le
echaba de menos atrozmente, pero mantener una conversación con un crío de menos
de dos años era como tratar de jugar a las damas con un demente: las fichas
bailaban por todas partes y acababas comiéndote las tuyas.
—¿Y cómo
van las cosas por ahí? —preguntó Rachel.
—Oh, muy
bien —dijo Louis, esta vez sin la más leve vacilación; pero comprendía que
antes, cuando Rachel le preguntó si estaba en casa de Jud la noche anterior y
él respondió que sí, había dado un paso decisivo. Le pareció oír la voz de Jud
Crandall: «El fondo del corazón del hombre es más árido Louis... El hombre
cultiva lo que puede, y lo cuida.»—. Un poco aburrido, si quieres que te diga
la verdad. Os echo de menos.
—¿Quieres
decir que no estás disfrutando de tus vacaciones sin la "troupe"?
—Oh, el
silencio se agradece —reconoció él—. Pero, después de las primeras veinticuatro
horas, empieza a pesar.
—¿Me
dejas hablar con papá? —Era la voz de Ellie, distante.
—¿Louis?
Aquí está Ellie.
—Está
bien, que se ponga.
Estuvo
hablando con Ellie casi durante cinco minutos. Ella le contó que su abuela le
había comprado una muñeca, que el abuelo la había llevado de visita a los
almacenes («Chico, qué mal huele aquello», dijo y Louis pensó: «Pues tu abuelito
tampoco es una rosa», rica), que había ayudado a hacer pan y que Gage se había
escapado mientras mamá le cambiaba. Echó a correr por el pasillo y se coló en
el despacho del abuelo («¡Bravo, Gage!», pensó Louis sonriendo de oreja a
oreja).
Ya pensaba
que iba a librarse —por lo menos, por hoy— y se disponía a decir a Ellie que
pasara el teléfono a su madre para despedirse de ella, cuando Ellie le
preguntó:
—¿Cómo
está Church, papi? ¿Me echa de menos?
La
sonrisa se borró de la cara de Louis, pero él respondió con perfecta
naturalidad.
—Está
bien, supongo. Anoche le di las sobras del estofado y lo dejé salir. Hoy aún no
lo he visto, pero es que acabo de despertarme.
«Oh,
chico, tú serías el asesino perfecto, más fresco que una lechuga. Doctor Creed,
¿cuándo vio a la víctima por última vez? Cuando vino a cenar. Tomó un plato de
estofado, por cierto. Desde entonces no he vuelto a verle.»
—Dale un
besito de mi parte.
—A tu
gato le besas tú —dijo Louis, y Ellie soltó la risa.
—¿Quieres
hablar otra vez con mamá?
—Sí;
pásamela.
Ya
estaba. Louis habló con Rachel un par de minutos más. No se mencionó a Church.
Él y su mujer se despidieron con el «te quiero mucho» de rigor y Louis colgó el
auricular.
—Listos
por hoy —dijo Louis en voz alta, dirigiéndose a la habitación vacía y soleada.
Tal vez lo peor fuera que no se sentía mal. No tenía ni asomo de
remordimientos.
24
Alrededor
de las nueve y media, le llamó Steve Masterton para preguntar si quería jugar
un partido de frontón; la cancha estaba disponible y podrían jugar todo el día,
si les apetecía, añadió con alborozo.
Louis
comprendió su alegría —cuando la Universidad funcionaba, la lista de espera
para el frontón abarcaba hasta dos días—, pero declinó la invitación,
pretextando que tenía que trabajar en un artículo que preparaba para la
"Revista de Medicina Universitaria".
—¿Estás
seguro? —preguntó Steve—. Mucho trabajo y poca distracción no es bueno para la
salud.
—Llámame
luego —dijo Louis—. A lo mejor me tientas. Steve prometió hacerlo así y colgó.
Esta vez Louis había dicho sólo una media mentira; efectivamente, tenía
intención de trabajar en aquel artículo, que se refería al tratamiento de las
enfermedades contagiosas como varicela y mononucleosis en una enfermería, pero
la razón principal por la que había renunciado a jugar con Steve era la de que
tenía todo el cuerpo dolorido. Lo averiguó cuando, después de hablar con
Rachel, entró en el cuarto de baño para limpiarse los dientes. Los músculos de
la espalda le tiraban y pinchaban, tenía los hombros magullados de acarrear la
maldita bolsa de plástico y las corvas eran como cuerdas de guitarra tensadas
para tres octavos más de lo normal. «Joder, y tú que pensabas estar en forma.»
Bonito papel habría hecho en el frontón, persiguiendo la pelota como un viejo
artrítico.
A
propósito de viejos, aquella excursión al bosque no la hizo solo, sino con un
sujeto que frisaba los ochenta y cinco. Le hubiera gustado saber si Jud estaba
aquella mañana tan cascado como él.
Estuvo
una hora y media trabajando en el artículo, pero la cosa no iba bien. La
soledad y el silencio empezaban a ponerle nervioso y acabó guardando los blocs
de notas y las gráficas que había pedido al John Hopkins en el estante situado
encima de la máquina de escribir, se puso el chaquetón y cruzó la carretera.
Jud y
Norma habían salido, pero encontró un sobre con su nombre, prendido en la
puerta del porche. Lo quitó y levantó la solapa con el pulgar.
Louis:
La santa
esposa y yo nos hemos ido a Bucksport de compras y ver una cómoda que tienen en
el Emporium Galorium a la que Norma le tiene echado el ojo desde hace cien
años, o así parece. Seguramente, nos quedaremos a almorzar en McLeod's y
regresaremos a media tarde. Pasa esta noche a tomar un par de cervezas, si
quieres.
Tu
familia es tu familia. No quiero ser entrometido, pero si Ellie fuera hija mía
yo aún no le diría que su gato había sido atropellado. ¿Para qué estropearle
las vacaciones?
A
propósito, Louis, yo tampoco mencionaría por estos contornos lo que hicimos
anoche. Hay otras personas que conocen ese viejo cementerio micmac y algunos
han enterrado allí a sus animales. Es como un arrabal de Pet Sematary. ¡Lo
creas o no, allí arriba han enterrado hasta un toro! El viejo Zack McGovern,
que vivía en Stackpole Road, enterró en el cementerio micmac a su toro
"Hanratty", que fue premiado en un concurso de ganado. Debió de ser
en 1967 o 68. ¡Ja, ja! Cuando me dijo que él y sus dos hijos habían llevado al
toro hasta allí arriba, casi me hernio de tanto reír. Pero a la gente de por
aquí no le gusta hablar de ello, ni es que estén enterados los que ellos
consideran «forasteros», no porque sean supersticiones que datan de hace más de
trescientos años, sino porque, en cierto modo, ellos las creen y les parece que
un «forastero» tiene que reírse de esas cosas. ¿Consideras que esto tiene
sentido? Yo creo que no, pero así están las cosas. Conque hazme el favor de no
decir nada. ¿De acuerdo?
Ya
hablaremos de ello, probablemente, esta misma noche, y entonces lo comprenderás
mejor; pero, entretanto, quiero decirte que te portaste muy bien. Estaba
seguro.
JUD.
PS. —
Norma no sabe lo que dice esta carta —le he contado otro cuento— y, si a ti no
te importa, prefiero que no se entere. En los cincuenta y ocho años que
llevamos casados le he dicho a Norma más de una mentira. Supongo que la mayoría
de los hombres mienten a sus esposas, pero me parece que casi todos ellos
podrían presentarse ante Dios y confesar sus mentiras sin tener que bajar la
cabeza.
Bueno,
ven esta noche y pimplaremos un poco.
J.
Louis se
quedó en lo alto de la escalera que conducía al porche —ahora vacío, pues los
confortables sillones de mimbre estaban guardados hasta otra primavera— mirando
la carta con el entrecejo fruncido. ¿No decir a Ellie que el gato había muerto?
No se lo había dicho. ¿Otros animales enterrados allí? ¿Supersticiones que
databan de hacía más de trescientos años?
«... y
entonces lo comprenderás mejor.»
Resiguió
aquella línea con el dedo y, por primera vez, se puso a pensar deliberadamente
en lo que habían hecho la noche anterior. Los recuerdos estaban borrosos,
difuminados, como las imágenes de los sueños o de los actos que se realizan
bajo los efectos de un estupefaciente. Se acordaba de haber subido al montón de
troncos, y de aquel leve resplandor que había en el pantano, y de que allí había
por lo menos de cinco a diez grados más de temperatura, pero todo ello era como
esa conversación que mantienes con el anestesista antes de que te haga dormir.
«... y
supongo que la mayoría de los hombres mienten a su mujer...»
«A su
mujer y a su hija», pensó Louis, pero parecía cosa de magia la forma en que Jud
había adivinado lo ocurrido aquella mañana, tanto en el teléfono como dentro de
su cabeza.
Louis
dobló la carta lentamente, que estaba escrita en papel rayado como de una
libreta de colegial, y volvió a meterla en el sobre. Luego, guardó el sobre en
el bolsillo de atrás del pantalón y cruzó la carretera para volver a su casa.
25
Era sobre
la una de la tarde cuando Church regresó, lo mismo que el gato de la vieja
canción infantil. Louis estaba en el garaje, donde llevaba más de seis semanas
trabajando a ratos perdidos en un proyecto de estanterías bastante ambicioso.
Quería guardar en aquellas estanterías, fuera del alcance de Gage, todas las
cosas peligrosas del garaje, como el líquido del limpiaparabrisas,
anticongelante y herramientas cortantes. Estaba clavando un clavo cuando entró
Church. Louis ni dejó caer el martillo, ni tan sólo se golpeó el pulgar: el
corazón se le puso a hacer "jogging", pero no le dio un vuelco;
sintió en el estómago como un alambre candente, pero enseguida se enfrió, como
el filamento de una bombilla que fulgura un momento antes de fundirse. Era,
según se dijo después, como si toda aquella soleada mañana del día siguiente al
de Acción de Gracias hubiera estado esperando el regreso de Church; como si en
una parte más profunda y primitiva de su mente, conociera ya la finalidad de su
excursión nocturna al cementerio micmac.
Dejó el
martillo cuidadosamente, se quitó los clavos que sostenía entre los labios y
los guardó en el bolsillo de su delantal de trabajo, se acercó a Church y lo
levantó del suelo.
«Pero
vivo —pensó en una excitación malsana—. Pesa lo mismo que antes del accidente.
Es peso vivo. Pesaba más cuando estaba en la bolsa. Pesaba más cuando estaba
muerto.»
Ahora el
corazón le dio un brinco —casi una voltereta— y se le nubló la vista.
Church,
con las orejas gachas, se dejaba tocar. Louis lo sacó a la luz del sol y se
sentó en la escalera de atrás. Entonces el gato trató de saltar al suelo, pero
Louis le sujetó acariciándole. Ahora el corazón le trotaba acompasadamente.
Palpó
suavemente el cuello del animal, recordando cómo le bailaba la cabeza la noche
antes. Ahora no encontró más que músculos y tendones firmes. Levantó a Church y
le miró atentamente el hocico. Lo que vio le hizo dejar al gato al momento y
cerrar los ojos cubriéndose la cara con una mano. Todo le daba vueltas y sentía
una viva náusea, como la que te invade cuando has bebido mucho y estás a punto
de vomitar.
Church
tenía una costra de sangre seca en el hocico y dos briznas de plástico verde
pegadas a sus largos bigotes. Fragmentos de la bolsa.
«Hablaremos
de ello y entonces comprenderás mejor...»
Ay, Dios,
demasiado lo comprendía ya.
«Denme
una oportunidad y comprendiendo, comprendiendo, iré a parar al manicomio.»
Dejó
entrar en la casa a Church, sacó su plato azul y abrió una lata de atún e
hígado para gatos. Mientras Louis echaba cucharadas de pasta en el plato, el
gato ronroneaba y se restregaba contra sus tobillos. Aquel contacto ponía la
piel de gallina y Louis tuvo que hacer un esfuerzo y apretar los dientes para
no dar un puntapié al animal. Tenía los flancos demasiado suaves, gordos,
repulsivos, vaya. Louis pensó que ojalá no tuviera que volver a tocar al gato
en su vida.
Cuando él
se agachó para dejar el plato en el suelo, Church pasó junto a él al lanzarse
hacia la comida y Louis hubiera jurado que la piel le olía a tierra corrompida.
Dio un
paso atrás y se quedó mirando al animal. Church hacía ruido al masticar.
¿Siempre había comido así? Seguramente, pero Louis no lo había notado. De todos
modos, el sonido era muy desagradable. Basto, diría Ellie.
Louis dio
media vuelta bruscamente y se fue hacia la escalera. Empezó a subir a paso
normal, pero cuando llegó arriba iba casi corriendo. Se desnudó y tiró toda la
ropa a lavar, a pesar de que se la había puesto limpia por la mañana. Se
preparó un baño caliente, todo lo caliente que podía resistir, y se sumergió en
él.
El vapor
le envolvía y sentía que el agua caliente le relajaba los músculos. El baño le
relajaba también las ideas. Cuando el agua empezó a enfriarse, Louis se sentía
un poco amodorrado y casi completamente tranquilo.
«El gato
ha vuelto. ¿Y qué? Pues nada.»
Todo
había sido un error. ¿Acaso él mismo no pensó la noche antes que Church estaba
muy entero para haber sido arrollado por un coche?
«Piensa
en todos esos gatos y perros que has visto en la carretera —se dijo— reventados
y con las tripas fuera. Tecnicolor, como dice Loudon Wainwright en ese disco
del canalla muerto.»
Estaba
perfectamente claro. Church había quedado sin sentido, del golpe. El gato que
él había llevado al cementerio micmac estaba inconsciente, no muerto. ¿No
decían que los gatos tienen siete vidas? Era una suerte no haber dicho nada a
Ellie. No hacía falta ni que se enterara de lo poco que faltó.
«La
sangre del hocico y del cuello..., la forma en que le colgaba la cabeza...»
Pero él
era médico, no veterinario. Se había equivocado en el diagnóstico,
sencillamente. Las circunstancias dejaban mucho que desear para que pudiera
examinarlo debidamente: agachado en el jardín de Jud, a seis o siete grados
bajo cero, prácticamente a oscuras. Además, llevaba guantes. Eso pudo...
Una
sombra monstruosa se proyectó en las baldosas de la pared. Parecía la cabeza de
un dragón o de una serpiente gigantesca. Algo le rozó el hombro, resbalando.
Louis se levantó, galvanizado, con un chapoteo que empapó la alfombra del baño.
Se volvió, encogiéndose sobre sí mismo y tropezó con los ojos amarillo terroso
del gato de su hija que se había encaramado al asiento del inodoro.
Church
oscilaba lentamente de atrás adelante, como si estuviera borracho. Louis le
miraba con repugnancia, apretando los dientes para reprimir el grito que tenía
en la garganta. Church nunca había hecho aquello —nunca se balanceó como la
serpiente que trata de hipnotizar a su presa— ni antes de la operación, ni
después. Por primera y última vez, Louis especuló con la idea de que podía
tratarse de otro gato, muy parecido al de Ellie, otro gato que se había colado
en el garaje mientras él montaba la estantería, y que el verdadero Church
seguía enterrado bajo el "cairn" en aquel risco del bosque. Pero las
señales coincidían: la oreja mellada... y la pata un poco torcida. Ellie se la
pilló con la puerta de atrás de su casita de las afueras cuando Church era un
gatito.
Desde
luego, era Church.
—Fuera de
aquí —susurró Louis roncamente.
Church se
quedó mirándolo un momento —Dios, los ojos no parecían los mismos. No sabía por
qué, pero no parecían los mismos— y saltó al suelo. Pero no fue un salto
elegante. Nada de gracia felina. El animal se tambaleó, chocó contra la bañera
con las ancas y se fue.
Louis
salió de la bañera y se secó apresuradamente. Estaba afeitado y casi vestido
cuando el teléfono sonó con estridencia en la casa vacía. Al oír el timbre,
Louis dio media vuelta y levantó las manos, con los ojos muy abiertos. Luego,
las bajó lentamente. Se le había disparado el corazón. Sentía los músculos
llenos de adrenalina.
Era Steve
Masterton, interesándose por el partido de pelota. Louis quedó en encontrarse
con él en el Memorial Gym dentro de una hora. En realidad, no podía permitirse
perder el tiempo, y un partido de pelota era lo que menos le apetecía, pero
tenía que salir de casa. Quería escapar del gato, aquel gato tan raro que no tenía
por qué estar allí.
Se
apresuró, metiéndose el faldón de la camisa en el pantalón con movimientos
bruscos, puso unos shorts, una camiseta y una toalla en la bolsa de deporte y
bajó rápidamente la escalera.
Church
estaba echado en el cuarto peldaño contando desde abajo. Louis tropezó con él y
estuvo a punto de caerse. Aún pudo agarrarse a la barandilla y evitar lo que
podía haber sido un formidable trompazo.
Se quedó
al pie de la escalera, jadeando, con el corazón desbocado y todo el cuerpo
bañado en adrenalina.
Church se
levantó, se desperezó... y pareció sonreírle sardónicamente.
Louis
salió. Hubiera tenido que sacar al gato, sí; pero no lo hizo. En aquel momento,
se sentía incapaz de tocarlo.
26
Jud
encendió un cigarrillo con una cerilla de madera de la cocina que luego apagó
agitándola y depositó en un cenicero de latón que tenía en el fondo un anuncio
de Jim Beam casi borrado.
—Aja. A
mí me llevó allí Stanley Bouchard. —Se quedó pensativo un momento.
Estaban
en la cocina de Jud. Delante de ellos, sobre el hule a cuadros que cubría la
mesa, había unos vasos de cerveza casi intactos. El depósito de fuel fijado a
la pared gorgoteó tres veces reposadamente y enmudeció. Louis había cenado con
Steve en el casi desierto autoservicio de la Guarida del Oso. Con un poco de
comida en el cuerpo, Louis había empezado a reconciliarse con la idea del
regreso de Church, le parecía ver la situación con más claridad; sin embargo,
no tenía ninguna prisa por volver a su casa, oscura y vacía, donde
—admitámoslo, camaradas— podía tropezarse con el gato en cualquier sitio.
Norma
estuvo un buen rato con ellos, viendo la tele y bordando un cuadro con una
puesta de sol y una capilla. La cruz del tejado se recortaba en negro sobre los
fulgores del ocaso. Dijo a Louis que era para el bazar que iban a poner en la
iglesia la semana antes de Navidad. Era un acontecimiento importante. Movía
bien los dedos al meter y sacar la aguja de la tela puesta en el bastidor. Esta
noche apenas se le notaba la artritis. Louis lo atribuyó al tiempo que, aunque
frío, había sido seco. La mujer se había recuperado perfectamente del ataque al
corazón y aquella noche, menos de diez semanas antes de que un derrame cerebral
la matara, Louis la veía rejuvenecida. Aquella noche podía uno incluso hacerse
una idea de cómo había sido de joven.
A las
nueve y cuarto, la mujer les dio las buenas noches y se fue a la cama, y Louis
estaba ahora con Jud que había dejado de hablar y miraba cómo subía y subía el
humo del cigarrillo, como un niño que contemplara la enseña de una barbería,
para ver a dónde van las rayas.
—Stanny
B. —dijo Louis suavemente, instándole a seguir hablando.
Jud
parpadeó, saliendo de su abstracción.
—Oh, aja.
En Ludlow, en Bucksport, Prospect y hasta en Orrington, todo el mundo le
llamaba Stanny B. El año en que murió "Spot", mi perro, me refiero a
la primera vez que murió, en 1910, Stanny ya era viejo y estaba bastante loco.
Por estos contornos había otros que conocían el viejo cementerio micmac, pero
yo me enteré por Stanny B. A él se lo había dicho su padre, y a su padre, el
abuelo. Toda una estirpe de borrachines.
Louis rió
y bebió un sorbo de cerveza.
—Aún me
parece oírle hablar con su acento francés, comiéndose la mitad de las palabras.
Me encontró sentado detrás del establo que había en la carretera 15, y que
entonces era, simplemente, la carretera Bangor-Bucksport, mismamente ahí donde
ahora está la fábrica Orinco. "Spot" no había muerto aún, pero se
estaba acabando, y mi padre me mandó a comprar comida para las gallinas al
viejo Yorky. Nosotros no necesitábamos comida para las gallinas más que una
vaca una pizarra, y yo sabía muy bien por qué me mandaba.
—¿Iba a
matar al perro?
—Mi padre
sabía lo mucho que yo quería a "Spot" y por eso me alejó de casa.
Mientras el viejo Yorky me ponía el grano, yo me fui a la parte de atrás y me
senté en la vieja piedra de molino que había allí, llorando.
Jud movió
lentamente la cabeza, aún con una leve sonrisa.
—Entonces
se me acercó el viejo Stanny B. La mitad del vecindario creía que era
inofensivo y la otra mitad, peligroso. Su abuelo había sido trampero y
traficante de pieles a principios del 1800. El abuelo de Stanny iba desde la
costa hasta Bangor y Derry, llegando a veces hasta Skowhegan hacia el sur, para
comprar pieles, o eso decía la gente. Llevaba un gran carromato con una
cubierta hecha de tiras de piel, como los de los charlatanes que vendían
curalotodo. Tenía cruces por todas partes, porque era buen cristiano y, cuando
estaba lo bastante borracho, predicaba sobre la Resurrección. Eso decía Stanny,
a quien le gustaba mucho hablar de su abuelo.
»Pero
también tenía señales indias, porque creía que todos los indios, cualquiera que
fuera su tribu, formaban en realidad una sola tribu, aquella de Israel que dice
la Biblia que se perdió. Decía que todos los indios estaban condenados, pero
que su magia era eficaz porque, a su manera, ellos también eran cristianos.
»El
abuelo de Stanny seguía traficando con los micmacs y haciendo negocio con ellos
mucho después de que la mayoría de tramperos y traficantes abandonaran o se
fueran al oeste, porque pagaba un precio justo y, según Stanny, se sabía la
Biblia de memoria de cabo a rabo, y a los micmacs les gustaba oírle hablar,
porque les decía las mismas palabras que les predicaban los hombres vestidos de
negro antes de que llegaran los cazadores y los granjeros.
Jud
calló. Louis esperaba.
—Los
micmacs hablaron al abuelo de Stanny B. del cementerio, que ellos ya no usaban
porque el "wendigo" había corrompido el suelo, y del dios Pantano, y
de la escalera, y demás.
»Por
cierto, en aquella época, la historia del "wendigo" era muy corriente
en todo el norte. Supongo que ellos necesitarían una historia como aquélla, del
mismo modo que nosotros, los cristianos, hemos de tener las nuestras. Norma me
llamaría sacrílego si me oyera; pero, Louis, es la verdad. A veces, cuando el
invierno era muy largo y crudo y la comida escaseaba, los indios del norte
tenían que elegir entre morir de hambre o... hacer ciertas cosas.
—¿Canibalismo?
—Tal vez.
—Jud se encogió de hombros—. Tal vez elegían a algún viejo ya gastado, y así
tenían comida por algún tiempo. Y la historia que contaban era que una noche,
mientras todos dormían, el "wendigo" había pasado por la aldea o
campamento y los había tocado. Y todo el mundo sabía que el "wendigo"
daba a aquellos que tocaba el gusto por la carne de su propia especie.
—Lo que
equivalía a decir que el diablo les había inducido a ello —asintió Louis.
—Más o
menos. Personalmente, yo sospecho que los micmacs de por aquí tuvieron que
hacerlo en alguna ocasión y que enterraron los huesos de las víctimas, una o
dos o quizá una docena, en el cementerio de ahí arriba.
—Y luego
dijeron que se había corrompido la tierra —murmuró Louis.
—Y aquel
día Stanny B. se presentó en el almacén, seguramente en busca de una botella
—dijo Jud—. Ya venía un poco achispado. La gente decía que su abuelo dejó al
morir más de un millón de dólares... Y Stanny B. era el mendigo del pueblo. Al
verme llorar me dijo que él sabía cómo arreglar el asunto, pero que yo tenía
que ser valiente y estar bien seguro de desear que lo arreglara.
»Yo le
dije que haría cualquier cosa para que "Spot" se curara y le pregunté
si conocía a algún veterinario que pudiera conseguirlo. «Yo no conozco a ningún
veterinario, pero sé cómo arreglar lo de tu perro —dijo él. Y añadió—: Vete a
casa y di a tu padre que meta al perro en un saco, pero no se te ocurra
enterrarlo, ¿eh? Lo llevas a Pet Sematary y lo dejas al pie de los troncos.
Cuando lo hayas hecho, ven a avisarme.»
»Yo le
pregunté de qué serviría eso, y Stanny me dijo que aquella noche me quedara
despierto y que cuando él me tirara una piedra a la ventana, bajara a reunirme
con él. «Y quizá sea más de medianoche, chico. Pero si te olvidas de Stanny B.
y te duermes, Stanny B. se olvidará de ti y entonces adiós, perro, y al
infierno con él.»
Jud miró
a Louis y encendió otro cigarrillo.
—Todo
ocurrió tal como dijo Stanny. Cuando llegué a casa, mi padre me dijo que había
disparado un tiro en la cabeza a "Spot" para ahorrarle sufrimientos.
Y fue él mismo el que me habló de Pet Sematary. Me dijo si no me parecía que
"Spot" querría que lo enterrase allí y yo le contesté que
seguramente. Y allí me fui, arrastrando el saco con el perro dentro. Mi padre
me preguntó si necesitaba ayuda y yo, recordando las palabras de Stanny B.,
contesté que no.
»Aquella
noche estuve despierto una eternidad, o así me parecía a mí. Ya sabes lo que es
la espera para un niño. Yo me figuraba que ya tenía que amanecer de un momento
a otro y entonces el reloj daba las diez, o las once. Un par de veces casi di
una cabezada, pero siempre volvía a espabilarme como si alguien me hubiera
sacudido por un hombro diciendo: «¡Despierta, Jud! ¡Despierta!» Parecía que
había allí algo que quería asegurarse de que no me dormía.
Louis
arqueó las cejas al oír esto, y Jud se encogió de hombros como diciendo que ya
sabía que era un solemne disparate.
—Cuando
dieron las doce en el reloj del recibidor, me levanté y me quedé esperando,
vestido, sentado a los pies de la cama, a la luz de la luna que entraba por la
ventana. Luego, el reloj dio la media, y la una, y Stanny B. no venía. Ese
estúpido francés se ha olvidado de mí, pensé. Ya iba a desnudarme otra vez
cuando en el cristal de la ventana rebotaron dos piedras que a punto estuvieron
de romperlo. Una hizo una grieta, pero yo no la vi hasta la mañana siguiente, y
mi madre no se dio cuenta hasta el invierno, y pensó que habría sido la helada.
Fue una suerte para mí.
»Yo me
lancé hacia la ventana casi volando y levanté el cristal. Las guías chirriaron
como sólo chirrían cuando eres un crío y quieres salir de casa después de la
medianoche...
Louis
rió, aunque no recordaba haber deseado nunca salir de casa de noche, cuando
tenía diez años. Pero estaba seguro de que la ventana hubiera chirriado.
—Yo
estaba seguro de que mis padres pensarían que estaban entrando en casa los
ladrones, pero cuando se me apaciguó un poco el corazón oí que mi padre seguía
roncando en su cuarto. Me asomé y vi a Stanny B. en el sendero del jardín,
mirando hacia arriba y tambaleándose como si hiciera un gran vendaval, pero no
corría ni un soplo de aire. Creo que estuvo a punto de no venir, Louis, pero la
borrachera que llevaba era de las que te mantienen más despierto que un
mochuelo con diarrea y hacen que todo te importe un rábano. Y entonces me dijo
a gritos, aunque supongo que él creía estar susurrando: «¿Qué, chico? ¿Bajas o
tengo que subir a buscarte?»
»¡Sssh!,
hice yo, temiendo que se despertara mi padre y me diera la tunda de mi vida.
«¿Qué dices?», preguntó Stanny B. en un tono de voz aún más alto. Si mis padres
hubieran dormido a este lado de la casa, Louis, donde estamos ahora, creo que
me la hubiera cargado. Pero estaban en la habitación de atrás, la que ahora
tenemos Norma y yo, la que mira al río.
—Apuesto
a que bajarías esa escalera como el rayo —dijo Louis—. ¿No tendrías otra
cerveza, Jud? —Ya llevaba dos más del cupo, pero aquella noche eso parecía no
importar. Al contrario, era casi obligado.
—La
tengo. Y tú sabes dónde están —dijo Jud encendiendo otro cigarrillo. Esperó a
que Louis volviera a sentarse—. No; no me atreví a bajar por la escalera.
Hubiera tenido que pasar por delante de la habitación de mis padres. Me
descolgué por la enredadera lo más aprisa que pude. Estaba asustado, sí, pero
en aquel momento temía más a mi padre que ir a Pet Sematary con Stanny B.
Aplastó
el cigarrillo.
—Allá nos
fuimos los dos. Creo que Stanny B. se cayó por el camino más de media docena de
veces. Realmente, estaba como una cuba y olía como si acabara de salir de un
barril de whisky. A punto estuvo de ensartarse el cuello en una rama. Pero
llevaba un pico y una pala. Cuando llegamos al cementerio, yo esperaba que me
pasara las herramientas y se tumbara a dormir la borrachera mientras yo cavaba
la fosa.
»Pero, al
contrario, pareció que se serenaba un poco. Me dijo que teníamos que continuar
un trecho por el bosque, más allá de los troncos, donde había otro cementerio.
Yo miré a Stanny, que apenas se tenía en pie, miré el montón de troncos y dije:
«Tú no puedes subir por ahí, Stanny B., te romperás la crisma.»
»Y él me
contestó: «Yo no voy a romperme la crisma, ni tú tampoco. Yo iré delante y tú
me seguirás arrastrando el saco.» Efectivamente, pasó los troncos sin la menor
dificultad y sin mirar ni dónde ponía los pies. Yo fui tras él, llevando al
perro a rastras, que debía de pesar sus buenos dieciséis kilos, y yo no llegaba
ni a los cuarenta y cinco. Pero al día siguiente me dolía todo el cuerpo. A
propósito, ¿cómo te sientes tú hoy?
Louis
movió la cabeza afirmativamente sin decir nada.
—Seguimos
andando y andando —dijo Jud—. A mí me parecía que el camino no se acababa
nunca. Entonces los bosques impresionaban aún más que hoy. Había más pájaros
chillando en los árboles, pájaros que uno no conocía. Ahora hay animales, pero
casi todo son ciervos, mientras que entonces había alces, y osos, y linces. Yo
arrastraba a "Spot". Al cabo de un rato me dio por pensar que no
estaba siguiendo al viejo Stanny B., sino a un indio. Seguía a un indio que de
un momento a otro se volvería enseñando unos dientes muy blancos y unos ojos
muy negros, con la cara pintada con ese ungüento que hacían los indios de grasa
de oso, y que en la mano tendría un "tommahawk" hecho con una piedra
afilada atada con tiras de piel a un mango de madera de fresno y que me
agarraría por el cuello y me arrancaría la cabellera, llevándose medio cráneo.
Stanny ya no se tambaleaba ni se caía, sino que caminaba derecho y con la
cabeza alta, y eso fue lo que me dio la idea del indio. Pero cuando llegamos al
borde del dios Pantano y él se volvió para hablarme, entonces vi que era Stanny
desde luego, y que si ahora no tropezaba ni se caía era porque tenía miedo. Del
miedo se le había pasado la borrachera.
»Me dijo
lo mismo que yo te dije a ti anoche, acerca de los somormujos y del fuego de
San Telmo y que no tenía que hacer caso a nada de lo que pudiera ver u oír. Y,
sobre todo, si algo te habla, tú no contestes. Y empezamos a cruzar el pantano.
Y vaya si vi. No voy a decirte lo que vi, pero desde que tenía diez años he
estado allí cinco veces más y nunca he visto nada igual. Ni lo veré, Louis,
porque la de anoche fue mi última visita al cementerio micmac.
«Yo no
estoy aquí sentado creyéndome todas estas cosas, ¿verdad? —se preguntó Louis
casi con sorna. Las tres cervezas que llevaba le ayudaban a adoptar aquel tono
ligero, o que a él le sonaba ligero—. Yo no me creo esta novela de tramperos
franceses, cementerios indios, de esa cosa llamada "wendigo" y
mascotas resucitadas, ¿verdad? Qué porras, el gato quedó inconsciente. Un coche
le dio un golpe y lo dejó atontado, eso es todo. Lo demás son monsergas de
viejo.»
Pero no
lo eran, y Louis lo sabía. Y eso no lo modificaban tres cervezas, ni treinta y
tres.
Church
estaba muerto, ésa era una; ahora estaba vivo y ésa era otra; el animal había
cambiado, había cambiado a peor, y ésa era la tercera. Había ocurrido algo. Jud
quiso corresponder a lo que él consideraba un favor..., pero la medicina que se
daba en el cementerio micmac no era tan buena al fin y al cabo, y lo que Louis
veía ahora en los ojos de Jud le decía que el viejo lo sabía. Louis pensó en lo
que había visto —o creído ver— la víspera en los ojos de Jud. Aquella mirada
regocijada y maliciosa. Ahora recordaba haber pensado que tal vez no fuera Jud
quien tomó la decisión de llevar a Louis y al gato de Ellie en aquella
expedición nocturna.
«Si no
fue él, entonces, ¿quién?», se preguntó. Al no encontrar respuesta, Louis
desechó la pregunta.
—Enterré
a "Spot" y construí un "cairn" —prosiguió Jud llanamente—.
Cuando terminé, Stanny B. dormía como un leño. Tuve que sacudirle de firme para
que se despertara, pero cuando llegamos al pie de esos cuarenta y cuatro
escalones...
—Cuarenta
y cinco —murmuró Louis.
—Ajá
—asintió Jud—. Cuarenta y cinco, ¿verdad? Cuando llegamos al pie de los
cuarenta y cinco escalones, el hombre andaba otra vez tan ligero como si
estuviera sobrio. Regresamos por el pantano, los bosques y el montón de
troncos, y luego cruzamos la carretera y llegamos a mi casa. Me parecía que
habían pasado por lo menos diez horas, pero aún era noche cerrada.
»«¿Y
ahora, qué?», pregunté a Stanny B. «Ahora tú no tienes más que esperar», me
dijo él, y se marchó haciendo eses otra vez. Supongo que aquella noche él
dormiría detrás del almacén. Por cierto, Stanny B. murió dos años antes que mi
perro "Spot". El hígado se le descompuso y lo envenenó. El 4 de julio
de 1912, dos chiquillos lo encontraron, más tieso que un atizador, detrás del
almacén.
»Pero,
aquella noche, yo trepé hasta la ventana de mi cuarto por la enredadera, me
metí en la cama y me quedé dormido en cuanto la cabeza me cayó en la almohada.
»A la
mañana siguiente, no me desperté hasta casi las nueve. Mi madre estaba
llamándome. Mi padre trabajaba en el ferrocarril y se habría ido a las seis.
—Jud se interrumpió unos momentos, pensativo—. Mi madre no es que me llamara,
Louis, es que chillaba mi nombre.
Jud se
acercó al frigorífico, sacó una Miller's y la abrió con el tirador del cajón
situado debajo de la caja del pan y la tostadora. A la luz de la lámpara del
techo, tenía la cara amarilla como de nicotina. Bebió media cerveza, soltó un
eructo que sonó como un cañonazo y miró por el pasillo hacia la habitación
donde dormía Norma. Luego, mirando a Louis, dijo:
—Me
cuesta trabajo hablar de esto. He pensado mucho en ello, durante años y años,
pero nunca se lo conté a nadie. Los que sabían lo ocurrido tampoco me hablaban
de ello. Más o menos, lo mismo ocurre con el sexo. Si te lo cuento a ti, Louis,
es porque ahora tú tienes un animal diferente. No forzosamente peligroso,
pero... diferente. ¿No te has dado cuenta?
Louis
recordó el torpe salto que había dado Church al bajar del inodoro, golpeándose
el costado contra la bañera, recordó aquellos ojos turbios y casi estúpidos,
aunque no del todo, fijos en los suyos.
Al fin
asintió.
—Cuando
llegué abajo, encontré a mi madre acorralada en un rincón de la despensa, entre
la nevera y un mostrador. Había en el suelo una cosa blanca..., unas cortinas
que ella iba a colgar. En la puerta de la despensa vi a "Spot", mi
perro. Estaba cubierto de tierra y con las patas llenas de barro. Tenía el pelo
del vientre pegado y enredado. No gruñía ni se movía; sólo estaba allí parado,
pero, queriendo o sin querer, a mi madre la había asustado. Estaba
aterrorizada, Louis. No sé lo que tú sentirías por tus padres, Louis, pero yo
quería mucho a los míos. La idea de que había hecho algo que había puesto a mi
madre en aquel estado, me impidió alegrarme de ver a "Spot". Ni
siquiera estaba sorprendido.
—Conozco
la sensación —dijo Louis—. Cuando vi a Church esta mañana, yo... Me pareció
algo... —se interrumpió. «¿Perfectamente natural?» Fueron las primeras palabras
que se le ocurrieron, pero no eran las más indicadas— ...que tenía que suceder.
—Sí —dijo
Jud. Encendió otro cigarrillo. Las manos le temblaban un poco—. Cuando mi madre
me vio, todavía sin vestir, me gritó: «¡Da de comer a tu perro, Jud! Tu perro
tiene que comer. ¡Llévatelo antes de que ensucie, las cortinas!»
»Recogí
unas sobras y le llamé. Al principio, no venía. Era como si no supiera su
nombre, y yo casi pensé: «Éste no es "Spot". Es un perro vagabundo
que se le parece, nada más...»
—¡Sí!
—exclamó Louis con tanta vehemencia que se sorprendió a sí mismo.
Jud
asintió.
—Pero a
la segunda o tercera vez de llamarle, acudió. Vino como movido por un resorte.
Y cuando lo saqué al porche, tropezó con la puerta y casi se cae. Se comió las
sobras, mejor dicho, las devoró. Entonces ya se me había pasado la primera
impresión y empezaba a hacerme una idea de lo ocurrido. Me arrodillé y le
abracé. Estaba contento de volver a verle. Durante un segundo, sentí miedo al
darme cuenta de que estaba abrazándole y... Tal vez fueran sólo imaginaciones,
pero me pareció que el perro gruñía. Fue sólo un segundo. Luego, me lamió la
cara y...
Jud se
estremeció y apuró la cerveza.
—Louis,
tenía la lengua helada. Era como si alguien me pasara por la mejilla una carpa
muerta.
Los dos
hombres se quedaron en silencio unos instantes. Luego, Louis dijo:
—Continúa.
—Cuando
hubo comido, saqué un barreño viejo que teníamos para él y le di un baño. A
"Spot" nunca le gustó el baño. Por regla general, teníamos que
bañarlo entre mi padre y yo, y acabábamos los dos sin camisa y con el pantalón
chorreando, y mi padre, echando pestes, y el perro, con ese aire compungido que
suelen tener los perros. Y casi siempre se iba directamente a revolcarse en la
tierra y se sacudía al lado de la ropa que mi madre tenía tendida, llenando de
tierra las sábanas, y ella entonces nos gritaba que el día menos pensado le
dispararía un tiro al perro.
»Pero,
aquel día, "Spot" se sentó en el barreño y me dejó hacer. No se movió
para nada. A mí no me gustó aquello. Era como..., como bañar un trozo de carne.
Luego, lo sequé bien con una toalla vieja. Vi las señales de la alambrada.
Tenía hendiduras en la carne y, aunque no estaban cubiertas de pelo, parecían
cicatrices de más de cinco años, no sé si sabes lo que quiero decir.
Louis
asintió. En su profesión, había visto aquellas cicatrices hendidas. Era como si
la carne no acabara de crecer. Ello le hizo pensar en las tumbas de sus días de
aprendiz de enterrador, y en que siempre faltaba tierra para rellenarlas.
—Luego le
miré la cabeza. Allí, detrás de la oreja, tenía un pequeño hoyo, pero estaba
cubierto de pelo blanco.
—Donde tu
padre le disparó —dijo Louis.
—Aja.
—Un tiro
en la cabeza no siempre es definitivo, Jud. Hay suicidas frustrados que vegetan
en los hospitales, alimentados por tubos, y otros que andan por ahí tan
frescos. Y es que el proyectil puede rebotar en el cráneo, desplazarse pegado a
él en semicírculo y salir por el otro lado sin penetrar en el cerebro. Yo vi a
un hombre que se disparó un tiro encima del oído derecho y murió porque la bala
le atravesó la yugular, después de dar toda la vuelta a la cabeza. La
trayectoria de la bala parecía una carretera.
Jud
asintió sonriendo.
—Sí, leí
algo parecido en un periódico de Norma, el "Star" o el
"Enquirer". Pero si mi padre decía que "Spot" estaba
muerto, es que estaba muerto, Louis.
—De
acuerdo.
—¿Estaba
muerto el gato de tu hija?
—A mí me
pareció que sí.
—Un poco
más de precisión, Louis, que eres médico.
—Soy
médico, pero no Dios. Estaba oscuro...
—Sí,
estaba oscuro, y la cabeza le giraba como si tuviera cojinetes, y cuando lo
levantaste del suelo, estaba pegado al hielo, Louis. Hizo un ruido como de
esparadrapo. Lo que está vivo no suena así. Para no fundir el hielo que tienes
debajo has de estar muerto.
En la
habitación contigua, el reloj dio las diez y media.
—¿Qué
dijo tu padre al volver a casa y ver el perro? —preguntó Louis con curiosidad.
—Yo
estaba en el jardín, jugando a las canicas y esperándole. Me sentía como si
hubiera hecho algo malo y supiera que, probablemente, iba a recibir unos
azotes. Él cruzó la verja a eso de las ocho, con su mono de peto y la gorra de
cotín... ¿Sabes lo que quiero decir?
Louis
asintió ahogando un bostezo con el dorso de la mano.
—Sí —dijo
Jud—. Se hace tarde. Tengo que abreviar.
—No es
tan tarde —dijo Louis—. Lo que ocurre es que llevo más cervezas de las que
acostumbro. Continúa, Jud, y a tu ritmo. Eso me interesa.
—Mi padre
cruzó la verja balanceando la fiambrera por el asa y silbando. Estaba
oscureciendo, pero me vio y dijo: «¡Hola, Judkins!» como siempre, y luego:
«¿Dónde está...?»
»No dijo
más, porque entonces "Spot" salió de la sombra, no venía corriendo,
como siempre, dispuesto a brincar de alegría, sino andando despacio y moviendo
la cola. Mi padre dejó caer la fiambrera y dio un paso atrás. Creo que hubiera
dado media vuelta y echado a correr, pero su espalda tropezó con la cerca y se
quedó quieto, mirando al perro. Y cuando "Spot" se alzó por fin sobre
los cuartos traseros, mi padre le tomó la patas como si fueran las manos de una
señorita con la que fuera a bailar. Se quedó mirando al perro mucho rato y
luego me miró a mí y dijo: «Necesita un baño, Jud. Aún tiene el hedor de la
tierra en la que lo enterraste.» Y entró en casa.
—¿Y tú
qué hiciste? —preguntó Louis.
—Darle
otro baño. Y él lo aceptó, sentado en el barreño. Y cuando entré en casa mi
madre ya se había acostado, a pesar de que no eran las nueve todavía. Mi padre
me dijo: «Tenemos que hablar, Judkins.» Yo me senté frente a él, y él me habló
como a un hombre, por primera vez en mi vida, mientras del otro lado de la
carretera, donde ahora está tu casa, venía el perfume de la madreselva y, de
nuestro propio jardín, el de las rosas silvestres. —Jud Crandall suspiró—. Yo
siempre pensé que me gustaría que él me hablara así, pero no, no me gustó nada.
Lo de esta noche, Louis, ha sido como asomarse a un espejo que está colocado
frente a otro espejo y verse proyectado por un interminable corredor. Me pregunto
cuántas veces se habrá transmitido esta historia. Una historia en la que sólo
cambian los nombres. Es como la cosa del sexo, ¿no te parece?
—Tu padre
lo sabía.
—Aja.
«¿Quién te ha llevado allí arriba, Jud?», me preguntó. Yo se lo dije. Él movió
la cabeza como dando a entender que ya se lo había figurado. No obstante,
después averigüé que en aquel tiempo había en Ludlow seis u ocho personas que
hubieran podido llevarme. Supongo que pensó que Stanny B. era el único que
estaba lo bastante loco como para hacerlo.
—¿Le
preguntaste por qué no te había llevado "él", Jud?
—Sí;
durante nuestra larga conversación de aquella noche se lo pregunté, y él me
dijo que era un lugar malo, muy malo, y que casi nunca le hacía bien ni a la
gente que había perdido a su animal ni al animal. Me preguntó si me gustaba
"Spot" tal como estaba y, Louis, me costó mucho trabajo contestar a
esto... Y tengo que decirte lo que yo sentí entonces, porque tú vas a
preguntarme ahora por qué te llevé allí si sabía que el sitio era malo, ¿no?
Louis
asintió. ¿Qué pensaría Ellie de Church cuando regresara? Aquella tarde,
mientras jugaba con Steve Masterton, no podía pensar en otra cosa.
—Quizá lo
hice porque a los niños les conviene saber que a veces es preferible la muerte
—dijo Jud lentamente—. Eso es algo que tu Ellie ignora, seguramente porque su
madre lo ignora también. Dime que estoy equivocado y lo dejamos.
Louis
abrió la boca y volvió a cerrarla.
Jud
siguió hablando muy despacio, pasando de una palabra a otra como pasara la
víspera sobre las ondulaciones del pantano.
—Lo he
visto varias veces en el curso de los años —dijo—. Me parece que ya te conté
que Lester Morgan enterró allí arriba su toro campeón. Era de raza black angus
y se llamaba "Hanratty". ¿No crees que es un nombre ridículo para un
toro? Murió de una úlcera interna, y Lester lo subió hasta allí en un trineo.
No sé cómo pudo llegar, ni me explico cómo pasaría el montón de troncos. Pero
dicen que querer es poder, y por lo que respecta a ese cementerio, creo que es
verdad.
»Bien, "Hanratty"
volvió, pero Lester le pegó un tiro a las dos semanas. Aquel toro se volvió
malo, realmente malo. Que yo sepa, es el único animal al que le pasó eso. La
mayoría parecen sólo... un poco tontos..., un poco... lentos..., un poco...
—¿Un poco
muertos?
—Aja. Un
poco raros. Un poco muertos. Como si hubieran estado en algún sitio y no
hubieran vuelto del todo. Pero tu hija no sabe nada, Louis. No sabe que al gato
lo mató un coche y luego volvió. Y tú me dirás que a una criatura no se le
puede enseñar una lección si ella no sabe lo que tiene que aprender. Aunque...
—Aunque a
veces sí se puede —dijo Louis, hablando más consigo mismo que con Jud.
—Sí; a
veces sí se puede. Ella notará algo. Se dará cuenta de que Church estaba mejor
antes. Tal vez aprenda algo sobre el carácter de la muerte, que es allí donde
termina el dolor y empiezan los buenos recuerdos. Que no es el final de la
vida, sino el final del dolor. No tienes que decirle esas cosas. Ella sola las
descubrirá.
»Y, si se
parece a mí, seguirá queriendo a su animalito. El gato no se volverá malo, ni
morderá, ni nada de eso. Ella seguirá queriéndole... y sacando conclusiones...
y suspirará aliviada cuando el animal se muera por fin.
—Por eso
me llevaste allí —dijo Louis. Ahora se sentía mejor. Ya conocía la explicación.
Era un poco vaga y se apoyaba más en los sentimientos que en la razón; pero,
dadas las circunstancias, estaba dispuesto a admitirla. Ahora ya podía olvidar
aquella expresión que creyó ver fugazmente en la cara de Jud la noche antes...,
aquel siniestro y malicioso regocijo—. Está bien. Esto...
De
pronto, con una brusquedad pasmosa, Jud se cubrió la cara con las manos. Louis
pensó que le había dado algún ataque, y fue a levantarse, alarmado cuando, al
observar las convulsiones de su pecho, comprendió que el anciano estaba
tratando de contener los sollozos.
—Es por
eso y no es por eso —dijo con voz ahogada—. Lo hice por la misma razón que
Stanny B. y que Lester Morgan. Lester llevó allí a Linda Levesque cuando
atrepellaron a su perro. Y la llevó a pesar de que había tenido que matar al
toro por perseguir a los chicos por el campo como un loco. Lo hizo a pesar de
todo, "a pesar de todo", Louis. —Jud casi gemía ahora—. ¿Cómo diablos
te explicas eso?
—Jud, ¿de
qué estás hablando? —preguntó Louis, alarmado.
—Lester y
Stanny lo hicieron por lo mismo que yo. Lo haces porque algo se apodera de ti.
Lo haces porque ese cementerio es un lugar secreto, y quieres compartir con
alguien ese secreto y cuando encuentras una razón que se te antoja lo bastante
buena, pues entonces... —Jud bajó las manos y miró a Louis con unos ojos que
parecían increíblemente viejos y cansados—. Entonces lo haces y se acabó. Y las
razones te las inventas... Y es que lo haces porque quieres hacerlo. O porque
tienes que hacerlo. Mi padre no me llevó porque él había oído hablar del sitio,
pero no había estado allí. Stanny B., sí..., y me llevó a mí... Y setenta años
después..., de pronto...
Jud movió
la cabeza y ahogó una tos seca con la palma de la mano.
—Escúchame
—dijo—. Escúchame, Louis. El toro de Lester es, que yo sepa, el único animal
que se volvió malo de verdad. Puede que el pequinés de Miss Levesque mordiera
un día al cartero, después... Y hubo alguna que otra cosa más... de animales
que se volvían huraños..., pero "Spot" fue siempre un buen perro.
Siempre siguió oliendo a tierra, por más que lo bañara, pero era un buen perro.
Mi madre no volvió a tocarlo nunca más, pero era un buen perro. Ahora bien,
Louis, si esta noche tú coges al gato y lo matas, yo no diré ni una palabra.
»Ese
sitio... De pronto sientes que te domina... y fabricas las razones más
lindas..., pero he podido equivocarme, Louis. Es lo único que puedo decir.
Lester pudo equivocarse. Stanny B. pudo equivocarse. Qué diablo, yo tampoco soy
Dios. Y eso de devolver la vida a los muertos es pisarle el terreno a Dios,
¿no?
Louis
volvió a abrir y cerrar la boca. Lo que iba a decir hubiera sonado mal, muy
mal, y hubiera sido cruel: «Jud, yo no pasé todo aquello para luego matar al
cochino gato.»
Jud
terminó su cerveza y alineó cuidadosamente el envase con todos los que habían
vaciado aquella noche.
—Y eso es
todo, creo yo —dijo—. Se me acabó la cuerda.
—¿Puedo
hacerte sólo otra pregunta? —preguntó Louis.
—Adelante.
—¿Nunca
enterraron ahí arriba a una persona?
El brazo
de Jud se movió convulsivamente, cayeron al suelo dos botellas de cerveza y una
se rompió.
—¡Por los
clavos de Cristo! —exclamó—. ¡No! ¡Ni pensarlo! ¡De esas cosas ni se habla,
Louis!
—Era
simple curiosidad —dijo Louis, violento.
—Hay
cosas que es mejor no tocar ni por curiosidad —dijo Jud Crandall, y por primera
vez, Louis Creed lo vio realmente anciano y desvalido, como si estuviera al
borde de su propia tumba recién abierta.
Y
después, ya en casa, Louis reparó en otro matiz del aspecto que tenía Jud en
aquel momento.
Daba la
impresión de estar mintiendo.
27
Louis no
se dio cuenta de que estaba borracho hasta que llegó a su garaje.
Fuera
había estrellas y una gélida corteza de luna. No daban claridad suficiente como
para proyectar sombras, pero se veía bastante bien. En el garaje, la oscuridad
era total. El interruptor de la luz tenía que estar por allí, pero maldito si
recordaba dónde. Avanzaba despacio, arrastrando los pies. Le daba vueltas la
cabeza. Louis temía darse un golpe en la rodilla o tropezar con algún juguete.
Ya le parecía sentir el sobresalto del choque y tal vez de la caída. La
bicicleta de Ellie, con sus ruedecitas rojas de apoyo, el carrito de Gage...
—¿Dónde
estaba el gato? ¿Lo había dejado dentro?
Perdió el
rumbo y chocó contra la pared. Una astilla le arañó la palma de la mano y él
gritó: «¡Mierda!» en la oscuridad, y enseguida se dio cuenta de que su voz
sonaba más asustada que furiosa. Todo el garaje parecía haber dado media vuelta
disimuladamente. Ahora no era ya el interruptor; ahora no encontraba nada, ni
siquiera la jodida puerta de la cocina.
Empezó a
andar otra vez, lentamente. Le escocía la palma de la mano. «Es como estar
ciego», pensó, y eso le hizo recordar un concierto de Stevie Wonder al que fue
con Rachel... ¿Cuándo? ¿Seis años atrás? Pues sí, aunque parecía imposible.
Ella esperaba a Ellie. Dos tipos acompañaron a Wonder hasta el sintetizador,
guiándole de manera que no tropezara con los cables tendidos por el suelo del
escenario. Y después, cuando él se levantó para bailar con una de las chicas
del coro, ella le condujo cuidadosamente hacia una zona despejada. A Louis le
pareció que bailaba muy bien; pero necesitó una mano que le guiara.
«Lo que
yo necesito ahora es una mano que me guíe hasta la puerta de la cocina»,
pensó... y se estremeció bruscamente.
Si ahora
tropezaba con una mano en la oscuridad, empezaría a gritar, a gritar, a gritar.
Se quedó
muy quieto, con el corazón alborotado. «Anda ya —se dijo—, déjate de puñetas,
vamos, vamos...»
«¿Dónde
estará ese jodido gato?»
Entonces
tropezó con algo: el parachoques trasero del Civic y el dolor de la espinilla
hizo que se le saltaran las lágrimas. Se frotó la pierna, manteniéndose en
equilibrio sobre un solo pie, como una cigüeña. Por lo menos, ahora se había
orientado. La geografía del garaje volvía a estar clara. Además, sus ojos
empezaban a acostumbrarse a la oscuridad. Ahora recordaba que el gato se había
quedado dentro, que él no se sintió con ánimo de tocarlo, levantarlo del suelo,
dejarlo fuera...
Y fue
entonces cuando el pelo suave y caliente de Church le rozó el tobillo y aquella
cola repugnante le rodeó la pantorrilla con movimiento de serpiente. Y Louis
gritó, abrió mucho la boca y gritó.
28
—¡Papi!
—chilló Ellie.
Corría
hacia él por el pasillo de desembarque, sorteando a los demás pasajeros con
regates de futbolista. La mayoría se apartaba sonriendo. Louis se sintió un
poco cohibido ante tanta vehemencia, pero notó que a su cara asomaba una
sonrisa amplia y boba.
Rachel
llevaba a Gage en brazos. El niño le vio cuando Ellie gritó:
—¡Payii!
—aulló con exuberancia, debatiéndose en los brazos de Rachel. Ella sonrió (con
un poco de cansancio, según creyó advertir Louis) y lo puso en el suelo. El
niño corrió tras ella moviendo sus piernas regordetas—. ¡Payii! ¡Payii!
Louis aún
tuvo tiempo de advertir que Gage llevaba un pichi nuevo —otra gracia del
abuelito, pensó— antes de que Ellie le embistiera y empezara a trepar por él
como por un árbol.
—¡Eh,
papi! —vociferó, dándole un beso tan fuerte que estuvo reseñándole en el
tímpano por lo menos quince minutos.
—Hola,
cariño —dijo él, agachándose para levantar a Gage y abrazándolos a los dos—. Ya
tenía ganas de veros.
Rachel
llegó junto a ellos. Traía la bolsa de viaje y el bolso colgado de un brazo y
la bolsa de los pañales de Gage en el otro. PRONTO SERÉ MAYOR se leía en la
bolsa de pañales, frase que, sin duda, tenía por objeto animar a los padres más
que al usuario de los pañales. Parecía una fotógrafo profesional al regreso de
una larga y agotadora misión.
Louis,
con un niño en cada brazo, le dio un beso en los labios.
—Hola.
—Hola,
doctor —sonrió ella.
—Pareces
reventada.
—Estoy
reventada. Fuimos hasta Boston sin complicaciones. Hicimos transbordo sin
complicaciones. Despegamos sin complicaciones. Pero, cuando volábamos por encima
de la ciudad, Gage mira abajo, dice «Corre, corre» y se vomita encima.
—Oh, Dios
—gimió Louis.
—Le
cambié en el lavabo. No creo que sea un virus. Seguramente, se mareó.
—Vamos a
casa —dijo Louis—. Tengo unos chiles en el fuego.
—¡Chiles!
¡Chiles! —vociferó Ellie al oído de Louis, en un transporte de júbilo.
—¡Chiche!
¡Chiche! —gritó Gage, perforándole el otro tímpano.
—Ahora
vamos a recoger las maletas y andando —dijo Louis.
—Papi,
¿cómo está Church? —preguntó Ellie cuando él la dejó en el suelo.
Louis estaba
preparado para esta pregunta, pero no para el gesto de ansiedad ni el profundo
pliegue de preocupación que vio entre los ojos azul oscuro de su hija. Louis
frunció el entrecejo y miró a Rachel.
—La otra
mañana Ellie se despertó llorando —dijo Rachel en voz baja—. Tuvo una
pesadilla.
—Soñé que
atrepellaban a Church —dijo Ellie.
—Demasiados
bocadillos de pavo, seguramente —dijo Rachel—. También tuvo un poco de diarrea.
Tranquilízala, Louis, y vámonos de aquí. Durante esta última semana he visto
aeropuertos suficientes para cinco años.
—Bueno,
Church está bien, cariño —dijo Louis lentamente.
«Muy
bien, sí. Se pasa el día tumbado por toda la casa, mirándote con los ojos
turbios, como si hubiera visto algo que pulverizó por completo su inteligencia
de gato. Está estupendamente. Por las noches lo saco empujándolo con la escoba
para no tocarlo. Es como si lo barriera, y él se marcha. Y el otro día, cuando
le abrí la puerta, Ellie, tenía delante un ratón..., o lo que quedaba de él. Se
había zampado las visceras para desayunar. Y, a propósito de desayuno, aquel
día yo me lo salté. Por lo demás...»
—Está muy
bien.
—Oh —dijo
Ellie, y desapareció el pliegue que tenía entre los ojos—. Uf, qué alegría.
Cuando tuve aquel sueño, estaba segura de que había muerto.
—¿De verdad?
—sonrió Louis—. Son curiosos los sueños.
—¡"Chueños"!
—aulló Gage. Estaba en la fase de la cotorra, que Louis recordaba de cuando
Ellie empezaba a hablar—. ¡"Chueños"! —Y le dio un efusivo tirón de
pelo que casi le hizo llorar.
—Vámonos,
tropa —dijo Louis. Y se fueron hacia la zona de equipajes.
Estaban
llegando al coche cuando Gage empezó a decir: «Corre, corre», con una voz fina
e hiposa. Esta vez vomitó encima de Louis que, para ir a esperar a su familia,
se había puesto su pantalón nuevo de tricot doble faz. Al parecer, para Gage
«corre, corre» era sinónimo de: «Lo siento mucho, pero tengo que vomitar,
conque hagan el favor de apartarse.»
Y resultó
que, efectivamente, era un virus.
* * *
Cuando
habían recorrido los veinticinco kilómetros que separaban el aeropuerto de
Bangor de su casa de Ludlow, Gage empezaba a mostrar síntomas de fiebre y había
caído en un sueño intranquilo. Louis entró en el garaje dando marcha atrás y
por el rabillo del ojo vio a Church deslizarse pegado a la pared con la cola
levantada y sus extraños ojos fijos en el coche. El gato desapareció al sol de
la tarde y, un momento después, Louis descubrió un ratón despanzurrado junto a
una pila de cuatro neumáticos; había hecho poner los neumáticos de invierno
mientras Rachel y los niños estaban fuera. Las visceras del ratón relucían con
una fosforescencia rosada en la penumbra del garaje. Y le faltaba la cabeza.
Louis se
apeó rápidamente y tropezó adrede con los neumáticos. Los dos de encima cayeron
tapando el ratón.
—¡Pumba!
—exclamó.
—Eres un
pato, papi —dijo Ellie cariñosamente.
—Tienes
razón —dijo Louis con forzada jovialidad. Tenía ganas de decir «corre, corre» y
echar todo lo que tenía dentro del cuerpo—. Papi es un pato. —Que él recordara,
antes de su extraña resurrección, Church sólo había matado un ratón.
Generalmente, los acorralaba y jugaba con ellos a la macabra manera de los
gatos que solía terminar en tragedia; pero casi siempre él, Rachel o la propia
Ellie intervenían antes del final. Y Louis sabía que, una vez capado, un gato
se limitaba a mirar a los ratones con cierto interés. Eso, si estaba bien
alimentado.
—¿Piensas
quedarte ahí, soñando despierto, o vas a venir a ayudarme con este niño?
—preguntó Rachel—. Regrese ya del planeta Mongo, doctor Creed. Los terrícolas le
necesitan. —Parecía cansada e irritable.
—Perdona,
nena —dijo Louis. Tomó en brazos a Gage que estaba ardiendo.
Por lo
tanto, sólo tres personas degustaron aquella noche los famosos chiles a la
sureña de Louis. Gage, febril y apático, estaba recostado en el sofá de la
sala, mirando un programa de dibujos animados de la tele y tomando un biberón
tibio de caldo de pollo.
Después
de la cena, Ellie se acercó a la puerta del garaje y llamó a Church. Louis, que
estaba fregando los cacharros mientras Rachel deshacía las maletas en el piso
de arriba, pensó que ojalá el gato no acudiera; pero acudió. Entró con su nuevo
y desgarbado contoneo casi enseguida, como si..., como si hubiera estado
acechando. Acechando. La palabra brotó espontáneamente.
—¡Church!
—exclamó Ellie—. ¡Hola, Church! —Levantó al gato y lo abrazó. Louis la
observaba por el rabillo del ojo. Sus manos, que buscaban los cubiertos que
pudieran quedar en el fondo del fregadero, se habían quedado inmóviles. Vio
cómo la expresión de dicha de Ellie se mudaba lentamente en perplejidad. El
gato estaba quieto, con las orejas gachas, mirándola a los ojos.
Al cabo
de un largo momento —a Louis le pareció larguísimo—. Ellie dejó al gato en el
suelo. El animal se fue al comedor sin mirar atrás. «Verdugo de ratones —pensó
Louis distraídamente—. Oh, Dios, ¿qué es lo que hicimos aquella noche?»
Con la
mejor voluntad, trataba de recordarlo, pero todo aquello se le antojaba ya tan
lejano y borroso como la turbulenta escena de la muerte de Víctor Pascow en la
sala de espera de la enfermería. Recordaba ráfagas de viento cruzando el cielo
nocturno y el resplandor de la nieve en la explanada de atrás. Nada más.
—¿Papi?
—dijo Ellie con voz apagada.
—¿Sí,
Ellie?
—Church
huele raro.
—Ah, ¿sí?
—dijo Louis con estudiada indiferencia.
—¡Sí!
—respondió Ellie, apenada—. Sí. Él nunca había olido así. Huele a... Huele a
caca.
—Se habrá
revolcado en alguna porquería, cariño —dijo Louis—. Ese olor ya se le quitará.
—Así lo
"espero" —dijo Ellie con cómica voz de gran dama. Y se fue.
Louis
encontró el último tenedor, lo fregó y tiró del tapón. Se quedó mirando por la
ventana mientras se vaciaba en el fregadero con un gorgoteo.
Cuando se
apagó el sonido del desagüe, Louis oyó silbar el viento que venía del norte
trayendo el invierno, y comprendió que estaba asustado, tontamente asustado sin
saber por qué, como cuando una nube cubre de pronto el sol y oyes un crujido
que no sabes de dónde viene.
* * *
—¿Treinta
y nueve? —preguntó Rachel—. ¡Jesús, Louis! ¿Estás seguro?
—Es un
virus —dijo Louis. Trató de no irritarse por el tono de Rachel, que era casi
acusador. Estaba cansada. Había tenido un día agotador. Había cruzado la mitad
de la nación con los dos niños, ahora eran las once de la noche y aún no había
terminado la jornada. Ellie dormía profundamente en su habitación. Gage estaba
acostado en la cama de matrimonio, aletargado. Hacía una hora, Louis había
empezado a darle Liquiprin—. La aspirina le bajará la fiebre. Mañana estará
mejor, cariño.
—¿No
piensas darle ampicilina ni nada de eso?
—Se lo
daría si tuviera gripe o una infección por estrepto —dijo Louis pacientemente—.
Pero no es así. Se trata de un virus, y eso no sirve para los virus. No
serviría más que para darle diarrea y deshidratarle más aún.
—¿Estás
seguro de que es un virus?
—Si
quieres otra opinión, podemos celebrar consulta —dijo Louis ásperamente.
—¡Haz el
favor de no gritarme! —gritó Rachel.
—¡No te
he gritado! —gritó Louis a su vez.
—Claro
que sí —dijo Rachel—. Me has gri-gri-gritado. —Empezaban a temblarle los labios
y se llevó una mano a la cara. Louis reparó entonces en sus profundas ojeras y
se sintió avergonzado de sí mismo.
—Perdona
—dijo, sentándose a su lado—. No sé lo que me pasa, ¡canastos! Perdóname,
Rachel.
—No te
lamentes ni des explicaciones —sonrió ella débilmente—. ¿No es eso lo que me
dijiste una vez? El viaje ha sido agotador. Y estaba temiendo que cogieras el
cielo con las manos cuando vieras el armario de Gage. Será mejor que te lo diga
ahora, mientras me tienes lástima.
—¿Por qué
tengo que coger el cielo con las manos?
Ella
sonrió tímidamente.
—Mis
padres le han comprado diez conjuntos. Hoy llevaba uno.
—Ya me di
cuenta —dijo Louis lacónicamente.
—Y yo me
di cuenta de que te dabas cuenta —repuso ella frunciendo el entrecejo en un
cómico gesto de enfado que le hizo reír sin la menor gana—. Y también seis
vestidos para Ellie.
—¡Seis
vestidos! —exclamó él, dominando el impulso de lanzar un alarido. De pronto
sentía un furor violento, malsano y un dolor vivo y profundo que no podía
explicar—. Rachel, ¿por qué? ¿Por qué se lo consentiste? Nosotros no
necesitamos... Nosotros podemos comprar...
Calló. La
indignación le había dejado sin palabras. Durante un momento, se vio a sí mismo
acarreando a través del bosque el gato muerto, cambiando de mano la bolsa de
plástico... Y, mientras tanto, Irwin Goldman, aquel indecente pedazo de cabrito
de Lake Forest, trataba de comprar el amor de su hija a golpes de su
archifamoso talonario y archifamosa estilográfica.
En aquel
momento, Louis estuvo a punto de gritar: «Él le ha comprado seis vestidos, pero
yo he hecho que su cochino gato resucitara de entre los muertos, así que, ¿cuál
de los dos la quiere más?»
Se tragó
las palabras. Él nunca diría nada semejante. Nunca.
Rachel le
acarició suavemente la nuca.
—Louis,
no fue sólo mi padre; fueron los dos. Trata de comprenderlo. Por favor. Mis
padres quieren mucho a los niños, y casi nunca los ven. Además, están muy
viejos, Lou. A mi padre no lo reconocerías. De verdad.
—Sí lo
reconocería —murmuró Louis.
—Cariño,
compréndelo. Trata de hacerte cargo. Trata de ser caritativo. No te hará ningún
daño.
Él la
miró largamente.
—Pues me
hace daño —dijo al fin—. Tal vez no tenga por qué hacérmelo, pero me hace daño.
Ella
abrió la boca para contestar, y entonces Ellie gritó desde su cuarto:
—¡Papi!
¡Mami! ¡Que venga alguien!
Rachel
fue a levantarse, pero Louis se lo impidió.
—Tú
quédate con Gage. Yo iré. —Creía saber lo que ocurría. Pero ya había sacado al
gato, ¡maldito! Después de que Ellie subiera a acostarse, lo encontró en la
cocina husmeando su plato y lo sacó de la casa. No quería que el gato durmiera
con la niña. Eso, nunca más. La idea de que el animal subiera a la cama de
Ellie le sugería pensamientos de enfermedad y suscitaba recuerdos de la
funeraria del tío Carl.
«Ella
tiene que darse cuenta de que algo ha ocurrido y que el gato estaba mejor
antes.»
Louis
había sacado al gato, pero encontró a Ellie sentada en la cama, más dormida que
despierta, y al gato tendido en la colcha, una sombra negra que recordaba la
silueta de un gigantesco murciélago. Los ojos del animal estaban abiertos y, a
la luz del pasillo, relucía con ellos una mirada estúpida.
—Papi,
llévatelo de aquí —casi gimió Ellie—. Huele mal.
—Sssh,
Ellie, duerme —dijo Louis, asombrado de la calma que denotaba su voz. Entonces
recordó la mañana siguiente a su noche de sonámbulo, después de la muerte de
Pascow, cuando, al llegar a la enfermería, se fue directamente al cuarto de
baño para mirarse al espejo, convencido de que tendría un aspecto infernal. Sin
embargo, estaba prácticamente normal. Estas cosas te hacían preguntarte cuántas
personas andarían por ahí disimulando espantosos secretos.
«¡Pero
esto no es un secreto, puñeta! ¡Es sólo el gato!»
Ellie
tenía razón. Apestaba.
Agarró al
gato y lo llevó abajo, tratando de respirar por la boca. Había olores peores
que aquél; sin ir más lejos, el de la mierda, hablando en plata. Hacía un mes,
vaciaron la fosa séptica y, como dijo Jud cuando se acercó a ver funcionar la
bomba de Puffer e Hijos, «No huele precisamente a Chanel Cinco, ¿eh, Louis?».
El olor de la gangrena —«carne caliente» como decía el viejo doctor Bracermunn
de la facultad— también era peor. Incluso el olor del convertidor catalítico
del Civic, cuando llevaba un rato funcionando en el garaje, era peor.
De todos
modos, era un olor bastante asqueroso. Pero ¿cómo se había metido en casa el
gato? Él lo sacó con la escoba hacía rato, cuando los tres —su familia— estaban
arriba. Era la primera vez que tocaba al gato desde el día en que el animal
volvió a casa hacía casi una semana. Se dejaba llevar en brazos dócilmente, y
Louis creía estar transportando un foco de infección latente. «¿Por qué agujero
te has colado, canalla?», pensaba Louis.
Entonces
recordó el sueño en el que Pascow se filtrara a través de la puerta de la
cocina.
Quizá no
había agujero. Quizá había entrado como un fantasma.
—Lo que
faltaba —murmuró Louis, con la voz un poco ronca.
De
pronto, Louis pensó que el gato podía revolverse y arañarle. Pero Church se
mantenía muy quieto, irradiando aquel calor estúpido y aquel tufo infecto y
mirando fijamente a Louis como si pudiera leerle el pensamiento.
Abrió la
puerta y echó el gato al garaje, tal vez con excesiva brusquedad.
—Anda —le
dijo—, vete a matar ratones o lo que te dé la gana.
Church
cayó pesadamente. Las patas traseras se le doblaron y quedó agazapado en el
suelo. Lanzó a Louis una mirada verde que parecía estar cargada de hostilidad,
se levantó y se alejó con paso de borracho.
«Caray,
Jud —pensó Louis—, ¿por qué no te callaste?»
Se fue al
fregadero y se lavó las manos y los antebrazos restregando vigorosamente, como
para una operación. «Lo haces porque algo se apodera de ti... Las razones te
las inventas..., se te antojan lo bastante buenas... Lo haces porque
quieres..., pero sobre todo porque ese cementerio es un lugar secreto... Y tú
quieres compartir con alguien ese secreto...»
No; no
podía reprocharle nada a Jud. Él fue por su propia voluntad, y no podía echarle
la culpa a Jud.
Cerró el
grifo y empezó a secarse. De pronto, la toalla se inmovilizó y él se quedó con
la mirada fija en el trozo de noche enmarcado en la ventana situada encima del
fregadero.
«Entonces,
¿se ha apoderado también de mí ese lugar? ¿También es mío ahora?»
«No, si
yo no lo consiento.»
Colgó la
toalla y subió a su habitación.
* * *
Rachel
estaba en la cama, con el edredón hasta la barbilla y Gage a su lado, bien
arropado. Ella miró a Louis con aire contrito.
—¿Te
molesta, cariño? Sólo por esta noche. Estaré más tranquila si lo tengo a mi
lado. Está ardiendo.
—De
acuerdo —dijo Louis—. No te preocupes. Dormiré abajo, en el sofá-cama.
—¿De
verdad no te importa?
—No; a
Gage no le hará ningún daño, y si tú estás más tranquila... —Hizo una pausa y
sonrió—. Pero te contagiará el virus, eso casi puedo garantizarlo, aunque no
creo que sirva de algo.
Ella
sonrió a su vez moviendo la cabeza.
—¿Qué le
pasaba a Ellie?
—Quería
que me llevara a Church de su habitación.
—¿Ellie
quería que te llevaras a Church? Ésa sí que es buena.
—Sí
—convino Louis, y añadió—: Dice que huele mal, y, desde luego, el bicho está
fragante. Se habrá revolcado en algún montón de estiércol.
—Qué
lástima —dijo Rachel, poniéndose de lado—. Yo diría que Ellie echaba de menos a
Church casi tanto como a ti.
—Humm-humm.
—Louis la besó suavemente en los labios—. Que duermas bien, Rachel.
—Te
quiero, Lou. Me alegro de estar otra vez en casa. Y siento que tengas que
dormir en el sofá. Daremos una pequeña fiestecita mañana por la noche, ¿sí?
—Encantado
—dijo Louis apagando la luz.
* * *
Louis
quitó los almohadones del sofá, extendió el somier y trató de hacerse a la idea
de tener toda la noche el travesaño de hierro clavado en los riñones a través
del fino colchón. Por lo menos, la cama tenía puestas las sábanas y no sería
necesario hacerla del todo. Sacó dos mantas del estante del armario del
recibidor y las extendió. Ya había empezado a desnudarse cuando se quedó en
suspenso.
«¿Te
parece que Church ha vuelto a entrar? Muy bien. Entonces, echa un vistazo. No
estará de más. Y al comprobar que todos los pestillos están echados no te
expones ni a pillar un virus.»
Hizo una
concienzuda ronda por toda la planta baja, repasando puertas y ventanas. Todo
estaba perfectamente y a Church no se le veía por ninguna parte.
—Muy bien
—dijo—. A ver si entras ahora, gato imbécil. —Mentalmente, hizo votos para que
al gato se le congelasen las bolas. Claro que ya no las tenía.
Apagó las
luces y se metió en la cama. El travesaño empezó a clavársele casi
inmediatamente, y Louis ya estaba pensando que iba a pasar la noche en vela
cuando se quedó dormido. Se durmió de lado, incómodo en la cama auxiliar, pero
cuando despertó estaba...
«... en
el cementerio micmac. Esta vez estaba solo. Había matado a Church con sus
propias manos y ahora quería hacerle resucitar de nuevo. Dios sabría por qué;
Louis, no, desde luego. Pero esta vez lo había enterrado más profundamente y
Church no podía salir. Louis le oía maullar bajo tierra. Sonaba como el llanto
de un niño. Los maullidos, salían por los poros de la tierra pedregosa, y
también el olor, aquel tufillo agridulce a putrefacción. Sólo de respirarlo
sentía una opresión en el pecho, un peso.»
«Y el
llanto..., el llanto...»
... el
llanto continuaba...
... y el
peso le oprimía el pecho.
—¡Louis!
—Era Rachel, y parecía alarmada—. Louis, corre, sube.
Más que
alarmada, parecía asustada. Y el llanto era espasmódico, de alguien que se
ahogaba. Era Gage.
Louis
abrió los ojos y vio ante sí los amarillentos ojos de Church. Estaban a menos
de diez centímetros de los suyos. Tenía el gato enroscado encima del pecho,
robándole el aliento, como en los cuentos de viejas. El animal despedía su olor
en lentas y nauseabundas vaharadas. Estaba ronroneando.
Louis
lanzó un grito de sorpresa y asco y levantó las manos en instintivo ademán de
defensa. Church se tiró de la cama aterrizando de costado y se alejó con su
torpe contoneo.
«¡Dios,
oh, Dios, si lo tenía encima! ¡Encima de mí, Dios mío!»
No habría
sido mayor el asco si se hubiera despertado con una araña en la boca. Pensó que
iba a vomitar.
—¡Louis!
Apartó la
ropa de la cama y fue hacia la escalera tambaleándose. Del dormitorio salía una
luz tenue. Rachel estaba en el descansillo, en camisón.
—Louis,
está vomitando otra vez... Y se ahoga... Tengo miedo.
—Ya estoy
aquí —dijo él, acercándose y pensando: «Entró. No sé por dónde, pero entró. Por
el sótano, seguramente. Estará rota alguna ventana. Tiene que haber una ventana
rota. Mañana lo comprobaré cuando vuelva. No; antes de marcharme. Miraré...»
Gage dejó
de llorar y empezó a hacer un alarmante gorgoteo de asfixia.
—¡Louis!
—chilló Rachel.
Louis se
movió con rapidez. Gage estaba echado de lado, babeando en una toalla vieja que
Rachel había extendido junto a él. Vomitaba, sí, pero no lo suficiente. La
mayor parte seguía dentro y el niño empezaba a ponerse morado.
Louis lo
levantó por las axilas, sintiéndolo muy caliente a través de la tela del pelele
y se lo apoyó en el hombro, como para hacerle eructar. Luego, Louis saltó
bruscamente hacia atrás, sacudiéndolo con fuerza. La cabeza de Gage se bamboleó
violentamente, el niño soltó un rugido que tenía mucho de eructo y expulsó una
gran masa de un vómito casi sólido que se esparció por el suelo y la cómoda.
Gage volvió a llorar. Era un berrido estridente que a Louis le sonó a música.
Para gritar así tenía que estar recibiendo un ilimitado suministro de oxígeno.
A Rachel
se le doblaron las rodillas. Se dejó caer en la cama con la cara entre las
manos. Temblaba violentamente.
—Ha
estado a punto de morir, ¿verdad, Louis? Se ahog... ¡Oh, Dios mío!
Louis
paseaba al niño por la habitación. Los berridos de Gage habían menguado hasta
convertirse en hiposos suspiros. Ya casi dormía otra vez.
—Las
probabilidades son de cincuenta a uno que hubiera podido sacarlo él solo,
Rachel. Yo no hice más que echarle una mano.
—Pero le
anduvo cerca —dijo ella mirándole con consternación e incredulidad—. Louis, le
ha estado rondando.
De
pronto, él la recordó gritándole en la soleada cocina: «El no va a morir, nadie
de esta casa va a morir...»
—Cariño
—dijo Louis—, nos ronda a todos. Constantemente.
* * *
Sin duda
fue la leche lo que provocó aquel segundo vómito. Rachel le dijo que Gage se
había despertado alrededor de las doce, aproximadamente una hora después de que
Louis se acostara, había lanzado su «grito de hambre» y Rachel le dio un
biberón. Luego, antes de que acabara de tomárselo, se quedó traspuesta. Una
hora después, habían empezado los espasmos.
Nada de
leche, dijo Louis, y Rachel asintió casi con humildad. Nada de leche.
Louis
volvió a bajar alrededor de las dos y cuarto y pasó quince minutos buscando al
gato. Durante la búsqueda, encontró entreabierta la puerta que comunicaba la
cocina con el sótano. Lo que él se había figurado. Recordó que su madre solía
decir que había tenido un gato que se daba muy buena maña en levantar las
aldabas antiguas, como la que ellos tenían en la puerta del sótano. El gato
trepaba por el canto de la puerta y empujaba la aldaba con la pata hasta
hacerla saltar. Una maniobra muy hábil, pensó Louis. Pero no estaba dispuesto a
conseguir que Church se valiera de ella. Al fin y al cabo, la puerta del sótano
también tenía cerradura. Encontró a Church dormitando debajo del fogón y lo
echó sin contemplaciones por la puerta principal. Al volver al sofá-cama, cerró
la puerta del sótano.
Y esta
vez corrió el cerrojo.
29
Por la
mañana, la temperatura de Gage era casi normal. Tenía ojeras, pero le brillaban
los ojos y estaba alegre. De repente, en menos de una semana, su jerga
incomprensible se había convertido en una media lengua bastante clara. Repetía
todo lo que oía. En aquel momento, Ellie quería que dijera «mierda».
—Di
mierda, Gage —insistió Ellie mientras tomaban el cereal.
—Mierdagage
—respondió Gage, complaciente, desde detrás de su plato de cereal. Louis había
autorizado el cereal, a condición de que lo tomara con poco azúcar. Y, como de
costumbre, más que comerlo, Gage parecía usarlo a modo de champú.
Ellie se
partía de risa.
—Di
pedos, Gage.
—Pedozgage
—dijo el niño con la cara llena de cereal—. Pedoz-mierda.
Ellie y
Louis soltaron la carcajada. Imposible contenerse.
Rachel no
parecía divertirse tanto.
—Basta
por hoy de palabrotas —dijo, pasando a Louis un plato de huevos.
—Mierda-pedoz-pedoz-mierda
—cantó Gage alegremente, y Ellie se tapó la risa con la mano. A Rachel le
temblaron los labios, y Louis pensó que tenía un aspecto excelente, a pesar de
la mala noche. Debía de sentirse más tranquila. Gage estaba mejor y ella había
vuelto a casa.
—No digas
eso, Gage —dijo Rachel.
—Corre,
corre —dijo Gage cambiando el estribillo y echando al plato todo el cereal que
había comido.
—¡Oh, qué
GUARRADA! —gritó Ellie huyendo de la mesa.
Entonces
Louis perdió por completo la compostura. No pudo evitarlo. De la risa pasó al
llanto y del llanto a la risa. Rachel y Gage le miraban como si se hubiera
vuelto loco.
«No
—hubiera podido decirles él—. He estado loco, pero creo que de ahora en
adelante todo irá bien. Estoy convencido.»
Él no
sabía si todo había terminado; pero parecía haber terminado. Quizá bastara con
eso.
Y,
durante algún tiempo, todo fue bien.
30
El virus
de Gage persistió durante una semana y luego cedió. A la semana siguiente, el
niño pilló una bronquitis. Ellie se contagió y, luego, Rachel. Durante el
período anterior a la Navidad, los tres tosían como perros de caza achacosos.
Louis se libró, y Rachel pareció tomárselo a mal.
La última
semana de clases fue de verdadero agobio para Louis, Steve, Surrendra y Miss
Charlton. No había gripe —por lo menos, todavía— pero sí muchos casos de
mononucleosis y congestión pulmonar. Dos días antes de que terminaran las
clases, seis estudiantes, quejumbrosos y borrachos, fueron llevados a la
enfermería por sus atribulados amigos. Hubo unos momentos de desbarajuste,
espantosamente similares a los provocados por el caso Pascow. Aquellos seis
idiotas se habían metido en una vagoneta mediana (el sexto iba sentado en los
hombros del hombre de cola, por lo que Louis pudo deducir) y lanzado pendiente
abajo, más arriba de la planta generadora de vapor. De fábula. Sólo que, cuando
la vagoneta tomó velocidad, se salió de la pista y fue a chocar contra uno de
los cañones de la guerra civil. El balance fue de dos brazos, una muñeca y un
total de siete costillas rotas, una conmoción e infinidad de contusiones. Sólo
escapó ileso el que iba en los hombros de su compañero. El afortunado mortal
salió despedido por el aire y fue a caer de cabeza en un montón de nieve. No
fue tarea divertida la reparación de tanto desperfecto, y Louis echó un buen
rapapolvo a la pandilla mientras cosía, vendaba e inspeccionaba fondos de ojo;
pero después, al contárselo a Rachel, estuvo otra vez riendo hasta que se le
saltaron las lágrimas. Ella lo miró con extrañeza, sin verle la gracia, y Louis
no podía decirle que aquello había sido un accidente estúpido con heridos, pero
que todos habían podido salir por su propio pie. La risa estaba provocada en parte
por el alivio y en parte también por la satisfacción: hoy te anotaste un tanto,
Louis.
La
bronquitis de la familia había empezado a remitir cuando, el 16 de diciembre,
el colegio de Ellie empezó las vacaciones y los cuatro se dispusieron a
celebrar una Navidad alegre y rural, a la antigua usanza. La casa de North
Ludlow que tan extraña les pareciera aquel día de agosto en que tomaron
posesión (extraña e incluso hostil, cuando Ellie se hizo daño en la rodilla y
una abeja picó a Gage casi al mismo tiempo) nunca estuvo tan hogareña y
acogedora.
En
Nochebuena, una vez los niños estuvieron dormidos al fin, Louis y Rachel
bajaron sigilosamente del desván como dos ladrones, cargados de cajas de
colores: una colección de bólidos Matchbox para Gage que acababa de descubrir
el encanto de los coches de juguete, muñecas Barbie y Ken para Ellie, varios
juegos, un triciclo enorme, vestiditos para las muñecas, una cocina con una
bombilla que se encendía, etcétera.
Los dos
se sentaron a la luz del árbol, Rachel con un pijama de seda y Louis con la
bata, a armar los cachivaches. Él no recordaba haber pasado en toda su vida una
velada más agradable. Había fuego en la chimenea y, de vez en cuando, uno de
los dos se levantaba y echaba un tronco de abedul.
"Winston
Churchill" pasó rozando a Louis una vez, y él lo apartó con una sensación
de repugnancia casi instintiva... Aquel olor. Luego, vio que el animal trataba
de echarse al lado de Rachel, pero ella lo ahuyentó con un «¡Fuera!»
impaciente. Un momento después, Louis observó que su mujer se pasaba la palma
de la mano por el muslo con el ademán del que cree haber tocado algo sucio o
infecto. Él habría jurado que lo hacía maquinalmente.
Church se
fue hacia la chimenea y se dejó caer pesadamente delante del fuego. El gato
había perdido toda su elegancia de movimientos: la perdió una noche de la que
Louis prefería no acordarse. Y perdió algo más. Louis sabía que le faltaba
algo, pero tardó casi un mes en advertir lo que era. El gato ya no ronroneaba;
él, que parecía un motor, especialmente cuando dormía. Había algunas noches en
las que Louis tenía que levantarse a cerrar la puerta de la habitación de
Ellie, para poder dormir.
Pero
ahora el gato dormía en silencio. Como un muerto.
Aunque
hubo una excepción. Fue la noche en que Louis despertó en el sofá-cama con el
gato enroscado encima del pecho, como una manta pestilente... Aquella noche
Church ronroneaba o, por lo menos, hacía ruido.
Pero, tal
como suponía Jud Crandall, no todo fueron inconvenientes. Louis descubrió que
una de las ventanas del sótano, la que quedaba detrás de la caldera, tenía un
cristal roto. Cuando el vidriero lo cambió, el consumo de fuel descendió
apreciablemente. Louis pensaba que tenía que estar agradecido a Ckurch por
haber llamado su atención hacia aquella abertura que él, de no ser por el
animal, tal vez hubiera tardado semanas, o meses, en descubrir.
Ellie ya
no consentía que Church durmiera con ella, desde luego; pero, a veces, mientras
miraba la tele, dejaba que el gato echara un sueñecito en su regazo. Aunque,
según pensaba Louis mientras buscaba en la bolsa los mecanismos de plástico
para armar el triciclo de Ellie, la niña casi siempre acababa por echarlo
diciendo: «Vete, Church, que hueles mal.» De todos modos, seguía dándole de
comer a diario cariñosamente, y hasta el propio Gage propinaba al animal algún
que otro tirón de cola..., más amistoso que mal intencionado, de eso estaba
seguro Louis. Parecía un minifraile sacudiendo una peluda cuerda de campana.
Entonces Church se refugiaba lánguidamente bajo un radiador, fuera del alcance
de Gage.
«Tal vez
en un perro hubiéramos notado más la diferencia —pensó Louis—. Los gatos son
esquivos por naturaleza. Esquivos y extraños. Incluso huraños.» No le
sorprendía que los faraones y las reinas de Egipto los hicieran momificar y
enterrar consigo en sus pirámides, para que les sirvieran de guía en el otro
mundo. Los gatos parecían poseer dotes sobrenaturales.
—¿Cómo va
ese triciclo, jefe?
Louis
mostró la máquina con ademán de prestidigitador:
—¡Ta-tá!
Rachel
señaló la bolsa en la que habían quedado tres o cuatro piezas de plástico.
—¿Y eso?
—Son
repuestos —dijo Louis con una sonrisa de conejo.
—Es que,
como no lo sean, tu hija se romperá la crisma.
—Eso, más
adelante —dijo Louis aviesamente—. Cuando tenga doce años y quiera hacer
pinitos con el patín.
—Por
favor, doctor —gimió ella—. Tenga compasión.
Louis se
puso en pie con las manos en los riñones, doblando la cintura hacia atrás. Le
crujieron las vértebras.
—Listos
los juguetes.
—Se acabó
el montaje. ¿Te acuerdas del año pasado? —Rachel soltó una risita y Louis
sonrió. Todo lo que compraron el año anterior tuvieron que montarlo ellos.
Estuvieron trabajando hasta casi las cuatro de la madrugada y acabaron
frenéticos. Y a media tarde del día de Navidad Ellie decidió que eran más
divertidas las cajas que los juguetes.
—¡Qué
GUARRADA! —dijo Louis, imitando a Ellie.
—Anda,
vamos a la cama —dijo Rachel—. Yo tengo una cosa para ti.
—Mujer
—dijo Louis ahuecando el torso—, eso me pertenece por derecho.
—Eso
crees tú —rió ella, cubriéndose la boca con la mano. En aquel momento, tenía un
gran parecido con Ellie... y con Gage.
—Un
minuto —dijo él—. Aún queda algo por hacer.
Se fue
corriendo al ropero del recibidor y volvió con una bota en la mano. Apartó el
guardafuegos de la chimenea, en la que acababa de consumirse el último leño.
—Louis,
¿qué...?
—Ya lo
verás.
A mano
izquierda del hogar había una gruesa capa de ceniza y en ella hundió Louis la
bota, dejando una profunda huella. Luego, utilizando la bota a modo de
estampilla, grabó otra huella en los ladrillos del zócalo.
—Bueno
—dijo Louis después de guardar la bota en el ropero—, ¿qué te parece?
Rachel se
reía.
—Louis,
Ellie se va a volver loca.
Durante
las dos últimas semanas de colegio, Ellie había captado un perturbador rumor
que circulaba por el parvulario, a saber, que Papá Noel eran los padres. La
sospecha adquirió más consistencia cuando, pocos días antes, vio a un Papá
Noel, bastante flaco por cierto, sentado en un taburete del mostrador de
Deering comiendo una hamburguesa al queso, con la barba en una oreja. Aquello
impresionó profundamente a Ellie (al parecer, más por la hamburguesa que por la
barba torcida), a pesar de las explicaciones de Rachel, de que los Papá Noel de
los grandes almacenes no eran sino «ayudantes» del verdadero, que por aquellas
fechas estaba atareadísimo allá en el norte, terminando el inventario y leyendo
las cartas de última hora enviadas por los niños, y no podía perder tiempo
andando por ahí en campañas de relaciones públicas.
Louis
volvió a colocar el guardafuegos con todo cuidado. Ahora había en su chimenea
dos huellas clarísimas, una en la ceniza y otra en el zócalo de ladrillo. Las
dos apuntaban al árbol, como si Papá Noel hubiera aterrizado sobre el rescoldo
e ido directamente al árbol, a depositar los regalos que traía para los Creed.
El efecto no podía ser más convincente, salvo para el que advirtiera que ambas
huellas correspondían al pie izquierdo. Y Louis no creía que Ellie fuera tan
observadora.
—Louis
Creed, te adoro —dijo Rachel dándole un beso.
—Te
casaste con un tío listo, nena. Tú quédate a mi lado y prosperarás.
—Sabes
que puedes estar conmigo.
Fueron
hacia la escalera. Él señaló la mesita que Ellie había preparado delante de la
tele, con un platillo de galletas y rosquillas, una lata de cerveza y una
cartulina en la que, en letras mayúsculas de trazo irregular, Ellie había
escrito: PARA TI, Papá Noel.
—¿Una
galleta o una rosquilla? —preguntó Louis.
—Una
rosquilla —dijo ella, tomando la mitad. Louis abrió la lata y bebió media cerveza.
—Cerveza
a esta hora me dará acidez —dijo.
—Bobadas.
Vamos, doctor.
Louis
dejó la lata y, bruscamente, se echó mano al bolsillo de la bata, como si en
aquel momento se acordara del paquetito, cuyo leve peso no había dejado de
percibir toda la noche.
—Toma
—dijo—. Esto es para ti. Ya puedes abrirlo, son más de las doce. Feliz Navidad,
cariño.
Ella
empezó a dar vueltas a la cajita, envuelta en papel plateado y atada con una
ancha cinta de satén azul.
—¿Qué es,
Louis?
Él se
encogió de hombros.
—Jabón,
una muestra de champú... no recuerdo.
Rachel la
abrió en la escalera y, al ver el estuche de Tiffany, lanzó un gritito. Luego,
retiró la capa de algodón y se quedó inmóvil, con la boca entreabierta.
—¿Bueno?
—preguntó él, intranquilo. Era la primera vez que le regalaba una alhaja y
estaba nervioso—. ¿Te gusta?
Ella
extrajo la cadenita de oro enredándola en los dedos e hizo brillar el pequeño
zafiro a la luz de la lámpara del recibidor. La piedra oscilaba suavemente,
lanzando fríos destellos azules.
—Oh,
Louis, qué bárbaro...
Él vio
que estaba a punto de echarse a llorar y se sintió conmovido y alarmado a la
vez.
—Eh,
nena, no... Anda, póntelo.
—Louis,
no podemos. Tú no puedes...
—Sssh...
He estado ahorrando desde la Navidad del año pasado. Además, no es tan caro.
—¿Cuánto
te ha costado?
—Eso no
pienso decírtelo, Rachel —dijo Louis con solemnidad—. Ni una legión de verdugos
conseguirían arrancármelo. Dos mil dólares.
—¡Dos
mil...! —Ella le dio un abrazo tan brusco y tan fuerte, que estuvo a punto de
tirarle por la escalera—. Louis, ¡estás "loco"!
—Póntelo
—dijo él otra vez.
Él la
ayudó a abrocharlo.
—Voy a
mirarme en el espejo —dijo ella volviéndose hacia él—. Tengo ganas de
pavonearme.
—Puedes
pavonearte mientras yo saco al gato y apago las luces.
—Te
advierto que pienso quitármelo todo menos esto —dijo ella mirándole a los ojos.
—Pues,
pavonéate deprisa —dijo Louis, y ella se echó a reír.
Louis
levantó a Church, colocándoselo sobre el antebrazo; últimamente ya había
prescindido de la escoba. A pesar de todo, casi había vuelto a acostumbrarse al
gato. Se dirigió a la cocina, apagando luces a su paso. Cuando abrió la puerta
que comunicaba con el garaje, notó una corriente de aire frío en los tobillos.
—Feliz
Navidad, Ch...
No pudo
terminar. En el felpudo había un cuervo muerto. Era muy grande. Tenía la cabeza
destrozada y un ala arrancada. El ala estaba detrás del cuerpo, como un trozo
de papel chamuscado. Church saltó al suelo y se puso a olisquear ávidamente el
pájaro congelado. Antes de que Louis pudiera desviar la mirada, el gato avanzó
la cabeza con las orejas gachas y arrancó uno de los vidriosos y lechosos ojos
del ave.
«Church
ataca de nuevo —pensó Louis con una vaga náusea, volviendo la cabeza, pero no
sin ver la ensangrentada cuenca—. Eso no tendría por qué afectarme. He visto
cosas peores. Oh, sí, lo de Pascow, por ejemplo. Aquello fue peor, mucho
peor...»
Pero le
afectaba. Se le había revuelto el estómago y se había enfriado su excitación
sexual. «Caray, ese pájaro es casi tan grande como él. Lo habrá pillado
desprevenido. Y tan desprevenido.»
Había que
limpiar aquello. A nadie le haría gracia encontrar semejante regalo la mañana
de Navidad. Y él era el responsable, ¿no? Naturalmente. Él y sólo él. Así lo
reconoció tácitamente la misma tarde en que regresó su familia, al tirar los
neumáticos sobre el cuerpo del ratón despedazado por Church.
«El fondo
del corazón humano aún es más árido, Louis.»
Este
pensamiento fue tan claro, tan audible, que Louis se sobresaltó ligeramente,
como si Jud hubiera aparecido a su lado de improviso y hablado en voz alta.
«El
hombre cultiva lo que puede..., y lo cuida.»
Church
seguía inclinado golosamente sobre el pájaro. Ahora la había emprendido con la
otra ala. Se oía un tétrico roce mientras tiraba de ella adelante y atrás,
adelante y atrás. No te sulfures, chico, el pajarraco está más tieso que una
boñiga de perro. ¿Qué puede importar que se lo coma el gato?
Louis dio
al gato un puntapié. Un fuerte puntapié. Los cuartos traseros del animal se
elevaron y chocaron contra el suelo esparrancados. Church lanzó a Louis otra de
sus malévolas miradas amarillentas y se alejó.
—Anda,
cómeme —dijo Louis con un siseo felino.
—¿Louis?
—La voz de Rachel llegaba débilmente desde el dormitorio—. ¿Vienes a la cama?
—Ahora
mismo —respondió él. «Un momento, que tengo aquí un pequeño fregado. Y es sólo
mío, Rachel; así que a mí me toca limpiarlo.» Buscó el interruptor de la luz
del garaje y volvió a la cocina, a buscar una de las bolsas verdes que se
guardaban debajo del fregadero. Aquello le recordó otra noche... Llevó la bolsa
al garaje y descolgó la pala de su gancho de la pared. Raspó el felpudo con el
borde de la pala y echó el pájaro a la bolsa. Luego, recogió el ala y la metió
también. Cerró la bolsa con un fuerte nudo y la depositó en el cubo que estaba
al otro lado del Civic. Cuando terminó, los tobillos se le habían quedado
helados.
Church le
miraba desde la puerta. Louis le amenazó con la pala y el gato se esfumó como
una sombra.
Rachel
estaba en la cama y, según lo prometido, no llevaba nada más que el zafiro. Le
sonrió suavemente.
—¿Por qué
tardaste tanto, jefe?
—Estaba
fundida la bombilla del fregadero, y he tenido que cambiarla —dijo Louis.
—Ven aquí
—dijo ella tirándole y no precisamente de la mano—. Él sabe si estás dormido
—canturreó ella, doblando las comisuras de los labios en una leve sonrisa—. Él
sabe si estás despierto... ¡Oh, chico! Louis, ¿qué te ha pasado?
—Es algo
que despertó de pronto —dijo él quitándose la bata—. Tendremos que intentar que
se duerma otra vez antes de que llegue Papá Noel, ¿no te parece?
Ella se
incorporó apoyándose en un codo. Él sintió su aliento cálido y dulce.
—Él sabe
si has sido bueno o malo... Conque procura ser bueno..., anda... ¿Has sido
bueno, Louis?
—Creo que
sí —respondió él con voz no muy firme.
—Vamos a
ver si estás tan bueno como aparentas. Mmmmm...
* * *
Todo fue
muy bien, pero, después, Louis no se durmió enseguida apaciblemente como solía
ocurrirle cuando todo iba bien y él se sentía en paz consigo mismo, con su
mujer y con la vida. Pasó las primeras horas de aquella Navidad despierto en la
cama, escuchando la respiración lenta y profunda de Rachel y pensando en el
pájaro muerto que había encontrado en su puerta: el regalo de Navidad que le
hacía Church.
«No se
olvide de mí, doctor Creed. Yo vivía, luego morí y ahora vuelvo a vivir. He
hecho el viaje de ida y vuelta y estoy aquí para decirle que del otro lado se
vuelve sin ganas de ronronear y con la afición de la caza, para decirle que el
hombre cultiva lo que puede, y lo cuida. No lo olvide, doctor Creed, ahora yo
formo parte de lo que usted ha cultivado. Usted tiene esposa, una hija, un
hijo... Y ahora me tiene a mí. Recuerde nuestro secreto y cuide bien su
huerto.»
Al fin
Louis se quedó dormido.
31
Fue
pasando el invierno. Ellie recobró la fe en Papá Noel —por lo menos,
temporalmente— gracias a las huellas de la bota. Gage abrió sus regalos
espléndidamente, parándose de vez en cuando a masticar un pedacito de papel de
aspecto suculento. Y aquel año, a media tarde, los dos niños estaban jugando
con las cajas.
En
Nochevieja, los Crandall entraron a degustar el ponche de huevo que había
preparado Rachel, y Louis, insensiblemente, empezó a examinar a Norma con
disimulo. Tenía una palidez y una fragilidad que él había visto en otros casos.
Su abuela habría dicho que Norma había dado un «bajón», y no era desacertada la
expresión. Sus manos, hinchadas y deformadas por la artritis, se habían
cubierto de manchas oscuras de la noche a la mañana. Y tenía el pelo más pobre.
Los Crandall se fueron a su casa a eso de las diez, y los Creed recibieron al
Año Nuevo delante del televisor. Aquélla fue la última vez que Norma estuvo en
la casa.
Fueron
unas Navidades lluviosas y templadas. Si bien, por un lado el deshielo
prematuro permitía a Louis ahorrar en calefacción, por otro lado, las brumas
resultaban deprimentes y agobiantes. Louis pasaba el tiempo haciendo chapuzas
en la casa, fabricando librerías y armarios para Rachel y construyendo un
Porsche en miniatura para él. Cuando, el 23 de enero, se reanudaron las clases,
Louis se alegró de volver a la universidad.
Por fin
llegó la gripe —en el "campus" se declaró una epidemia bastante
fuerte menos de una semana después de que se reanudara el curso— y Louis tuvo
que trabajar de firme; algunos días, diez y hasta doce horas, pero ello no le
desagradaba.
Aquel
período relativamente templado acabó brusca y espectacularmente el 29 de enero,
con una fuerte ventisca seguida de una semana de temperaturas inferiores a los
veinte grados bajo cero. Un día, mientras Louis examinaba una fractura de brazo
de un muchacho que creía —vanamente, en opinión de Louis— poder jugar al
béisbol aquella primavera, una de las enfermeras auxiliares asomó la cabeza
para decirle que su esposa le llamaba por teléfono.
Louis
contestó desde el despacho. Rachel estaba llorando. Esto le alarmó. «Es Ellie
—pensó—. Se ha caído del trineo y se ha roto un brazo. O se ha abierto la
cabeza.» Recordó con angustia el accidente de los seis estudiantes borrachos.
—¿Rachel?
—preguntó—. ¿Se ha hecho daño alguno de los niños?
—No, no
—respondió ella, llorando con más fuerza—. No es uno de los niños. Es Norma,
Lou. Norma Crandall. Murió esta mañana, a eso de las ocho, dice Jud que después
del desayuno. Vino a ver si estabas, pero tú te habías marchado hacía media hora.
Oh, Lou, está tan aturdido... tan viejo... Gracias a Dios, Ellie ya no estaba y
Gage aún no comprende...
Louis
frunció el entrecejo. A pesar de la terrible noticia, lo que ahora le
preocupaba era Rachel. Ya estaba otra vez. No era nada concreto, sino una
actitud general. La de que la muerte era un secreto, algo terrible que había
que ocultar a los niños, del mismo modo que las damas y caballeros Víctorianos
les ocultaban la cruda y escabrosa realidad de la vida sexual.
—¡Caray!
¿Ha sido el corazón?
—No lo
sé. —Ya no lloraba, pero tenía la voz afónica—. ¿No podrías venir, Louis? Me
parece que él te necesita. Eres amigo suyo.
«Amigo
suyo.»
«Lo soy,
sí —pensó Louis con una ligera sorpresa—. Nunca imaginé que me haría amigo de
un octogenario, pero así es.» Y entonces se le ocurrió que era preferible que
fueran amigos, teniendo en cuenta lo que había entre ellos. Seguramente, Jud
había descubierto aquella amistad mucho antes que el propio Louis. Por eso
trató de ayudarle entonces. Y, a pesar de todo lo ocurrido después, a pesar de
los ratones, a pesar del cuervo, Louis pensaba que tal vez Jud había estado
acertado o, si no acertado, por lo menos, solícito. Él haría ahora todo lo que
pudiera por Jud, incluso actuar de maestro de ceremonias en el funeral.
—Ahora mismo
voy —dijo. Y colgó.
32
No fue un
ataque al corazón. Fue un derrame cerebral. Súbito y, probablemente, indoloro.
Cuando Louis llamó a Steve Masterton a primera hora de la tarde para darle
detalles, Steve dijo que a él no le importaría irse de aquel modo.
—Hay
veces en las que Dios le da largas al asunto y otras se limita a hacerte una
seña para que te largues.
Rachel no
quiso hablar del asunto ni consintió que Louis lo mencionara siquiera.
Ellie,
más que afligida, se mostró sorprendida e intrigada. En opinión de Louis, fue
una reacción perfectamente sana y natural para una criatura de seis años.
Preguntó si Mrs. Crandall había muerto con los ojos cerrados o abiertos. Louis
contestó que no lo sabía.
Jud
reaccionó lo mejor que cabía esperar, teniendo en cuenta que había compartido
cama y mesa con aquella mujer durante casi sesenta años. Louis encontró al
anciano —porque aquel día parecía realmente un anciano de ochenta y tres años—
sentado junto a la mesa de la cocina, fumando un Chesterfield, bebiendo cerveza
y contemplando la puerta de la sala con mirada ausente.
Cuando
entró Louis, le miró y dijo:
—Bueno,
se fue, Louis. —Lo dijo con una voz tan clara y en un tono tan natural que
Louis pensó que aún no se había percatado de lo sucedido. Luego, empezó a mover
los labios y se cubrió los ojos con un brazo. Louis se acercó a él y lo abrazó
por los hombros. Jud entonces claudicó y se echó a llorar. Sí se había
percatado. Jud comprendía perfectamente que su esposa había muerto.
—Eso te
hará bien —dijo Louis—. Sigue. Además, ella querría que llorases. A lo mejor se
ofende si no lo haces. —También él tenía los ojos llorosos. Jud se asió a él
con fuerza y Louis le estrechó a su vez.
Jud
estuvo llorando unos diez minutos, y luego se serenó. Louis escuchaba con gran
atención todo lo que decía Jud. Le escuchaba como amigo y como médico, tratando
de descubrir reiteraciones y, sobre todo, síntomas de si había perdido la
noción del tiempo (la del lugar no podía perderla, porque para Jud Crandall
nunca hubo más lugar que Ludlow, Maine) y si utilizaba el presente al hablar de
Norma. No descubrió el menor indicio de que Jud estuviera perdiendo el control
de sus facultades mentales. Louis sabía que no era insólito que una pareja que
habían convivido durante tantos años murieran con un intervalo de un mes, una
semana o, incluso, un día. Tal vez el trauma, o el afán de reunirse con el
ausente (ésta era una idea que no se le hubiera ocurrido antes de lo de Church;
Louis advertía que su modo de pensar sobre el mundo espiritual y sobrenatural
había experimentado un cambio profundo). La conclusión que sacó fue que Jud
estaba muy afligido, pero por lo menos, por el momento, su mente regía
perfectamente. No detectó en Jud aquella fragilidad que mostrara Norma la
víspera de Año Nuevo, cuando los dos matrimonios estuvieron bebiendo ponche de
huevo en casa de los Creed.
Jud, aún
con la cara congestionada, le sacó una cerveza del frigorífico.
—Aún es
temprano; pero en algún sitio ya se habrá puesto el sol y, dadas las
circunstancias...
—No digas
más —le atajó Louis destapando la cerveza. Miró a Jud—. ¿Brindamos por ella?
—Pues
claro —dijo Jud—. Si la hubieras visto a los dieciséis años, Louis, cuando
volvía de la iglesia con la chaqueta desabrochada y aquella blusa blanca..., se
te hubieran ido los ojos tras ella. Hasta el mismo diablo hubiera dejado la
bebida por ella. Gracias a Dios, a mí nunca me lo pidió.
Louis
movió la cabeza y levantó la botella.
—Por
Norma —dijo.
Jud hizo
chocar su cerveza con la de Louis. Estaba llorando otra vez, pero también
sonreía y asentía.
—Que goce
de la paz dondequiera que esté, y que no tenga artritis.
—Amén
—dijo Louis. Y bebieron.
Fue la
única vez que Louis vio a Jud más que medianamente achispado; pero ni aun así
disparataba. De sus labios brotaba un torrente de anécdotas y recuerdos,
cariñosos, vividos y, en ocasiones, conmovedores. Pero no por hablar del pasado
descuidaba el presente, y Louis no podía sino admirar su entereza. Dudaba mucho
que él hubiera reaccionado con tanta serenidad si Rachel hubiera caído
fulminada aquella mañana, después del pomelo y el cereal.
Jud llamó
a la funeraria Brookings—Smith de Bangor, avanzó por teléfono todos los datos y
quedó en ir al día siguiente para ultimar detalles. Sí; quería que la
embalsamaran. El vestido se lo daría él. Ropa interior, también. No, no quería
que la funeraria le pusiera de esos zapatos que se abrochan detrás. ¿Podrían
encargarse de que le lavaran el cabello? Ella se lo había lavado el lunes por
la noche, de manera que ya lo tendría sucio. Se quedó escuchando y Louis, que
conocía el ramo, supuso que el empleado de la funeraria estaba diciendo a Jud
que el último lavado y marcado estaba incluido en el servicio. Jud asintió y
dijo que muchas gracias. Sí, que la maquillaran; pero con discreción «Está muerta
y todo el mundo lo sabe —dijo encendiendo otro Chesterfield—. No hace falta que
le pongan muchos potingues.» El féretro estaría cerrado durante el funeral,
dispuso en tono tranquilo y tajante, y abierto la víspera, durante el
velatorio. Sería enterrada en el cementerio de Mount Hope, donde habían
comprado tumbas en 1951. Tenía los papeles a mano y dio al empleado el número
de la tumba, para que pudieran empezar los preparativos: H-101. Él, según dijo
después a Louis, tenía el H-102.
Cuando
colgó el teléfono, Jud miró a Louis y dijo:
—Para mí
que el cementerio más bonito del mundo está precisamente aquí, en Bangor.
Sácate otra cerveza, Louis, que esto va para largo.
Louis,
que ya empezaba a estar mareado, iba a rehusar cuando ante sus ojos apareció de
improviso una imagen grotesca: vio a Jud arrastrando el cadáver de Norma por el
bosque en unas parihuelas, camino del cementerio micmac, más allá de Pet
Sematary.
Aquella
visión le produjo el efecto de una bofetada. Sin decir palabra, se levantó y
sacó otra cerveza del frigorífico. Jud movió la cabeza afirmativamente y marcó
otro número. Cuando, alrededor de las tres de la tarde, Louis se fue a su casa
a comer un bocadillo y tomar un tazón de sopa, Jud tenía ya muy adelantada la
labor de organización de los funerales por su esposa. Pasaba de una cosa a la
siguiente como el que prepara una cena importante. Llamó a la iglesia metodista
de North Ludlow, donde se celebraría el oficio, y a la oficina del cementerio
Mount Hope. La funeraria llamaría de todos modos, pero Jud prefirió avisar
personalmente por cortesía. Era éste un gesto que pocos deudos solían tener;
unos, porque no caían en ello y otros, porque no se sentían con fuerzas. Louis
admiraba a Jud por este detalle. Después avisó a los escasos parientes de Norma
y a los suyos, hojeando una decrépita agenda de piel. Y, entre llamada y
llamada, bebía cerveza y recordaba el pasado.
Louis
sentía una gran admiración... ¿Y afecto?
Sí; le
decía su corazón. Y afecto.
* * *
Aquella
noche, cuando Ellie bajó ya con el pijama para darle un beso, preguntó a Louis
si Mrs. Crandall iría al cielo. Lo dijo casi en un susurro, como si supiera que
era preferible que su madre no lo oyera. Rachel estaba en la cocina, preparando
un pastel de pollo que pensaba llevar a Jud al día siguiente.
Al otro
lado de la calle, en casa de los Crandall, estaban encendidas todas las luces.
Había coches aparcados en la senda del jardín y en hilera, junto a la
carretera, a lo largo de unos treinta metros a cada lado de la casa. El
velatorio oficial tendría lugar al día siguiente, en la funeraria, pero aquella
noche la gente había ido a consolar a Jud lo mejor posible, a ayudarle a
recordar, y hacerle compañía. Entre una y otra casa soplaba un gélido viento de
febrero. En la carretera había placas de hielo negro. Ahora tenían encima lo
más crudo del invierno de Maine.
—Bueno,
cariño, pues no sé qué decirte —respondió Louis sentando a Ellie en sus
rodillas.
En la
tele había un tiroteo. Un hombre giró sobre sí mismo y se desplomó sin que
ninguno de los dos le prestara atención. Louis se dijo entonces —un tanto
incómodo— que probablemente Ellie sabía muchas más cosas acerca de Spiderman,
Ronald McDonald y Burger King, que sobre Moisés, Jesús y san Pablo. Era hija de
una judía no practicante y de un metodista apartado de su Iglesia, y suponía
que las ideas de la niña acerca del mundo espiritual no podían ser más vagas
—no ya mitos, ni sueños, sino sueños de sueños—. «Ya es tarde para eso —pensó
Louis, desconcertado—. No tiene más que cinco años, pero ya es tarde. ¡Y es que
se hace tarde tan pronto, rediez!»
Pero
Ellie estaba mirándole, y había que decir algo.
—La gente
cree muchas cosas acerca de lo que nos ocurre cuando morimos —dijo—. Unos
piensan que vamos al cielo o al infierno. Otros, que volvemos a nacer.
—Sí, la
carnación. Lo que le pasa a Audrey Rose en la película de la tele.
—¡Pero si
tú no la has visto! —Louis pensó que si Rachel llegaba a sospechar que Ellie
había visto Audrey Rose, seguro que tenía su propio derrame cerebral.
—Me lo
contó Marie en el colegio —dijo Ellie. Marie era una niña desnutrida y
desaliñada que parecía amenazada de impétigo, tiña e incluso escorbuto y que se
había como autoproclamado la mejor amiga de Ellie. Tanto Louis como Rachel
procuraban fomentar aquella amistad con la mejor voluntad, pero un día Rachel
confesó a Louis que cuando Marie se marchaba sentía siempre el impulso de
mirarle la cabeza a Ellie en busca de liendres y piojos. Louis se echó a reír
moviendo afirmativamente la cabeza—. A Marie su mamá le deja ver todas las
películas de la tele. Había en estas palabras una implícita crítica que Louis
prefirió pasar por alto.
—Se dice
reencarnación, pero imagino que ya tendrás una idea. Los católicos creen que
hay cielo e infierno, pero, además, limbo y purgatorio. Y los hindúes y los
budistas creen en el nirvana...
Una
sombra se proyectó en la pared del comedor.
Rachel
estaba escuchando.
Louis
prosiguió, más despacio:
—... y
probablemente hay otras muchas creencias. Pero en definitiva, Ellie, nadie lo
sabe. La gente dice saberlo, pero lo que quiere decir es que lo cree por la fe.
¿Tú sabes lo que es la fe?
—Pues...
—Mira, tú
y yo estamos ahora sentados en mi butaca. ¿Tú crees que mañana la butaca
seguirá aquí?
—Sí.
—Eso es
la fe. Tú confías en que seguirá aquí. Yo también. Tener fe es creer que va a
pasar lo que tú imaginas. ¿Comprendido?
—Sí.
—Ellie movió la cabeza, convencida.
—Pero ni
tú ni yo sabemos si la butaca va a estar. Esta noche podría entrar en casa un
ladrón de butacas y llevársela, ¿verdad?
Ellie
ahogó la risa.
—Pero
nosotros tenemos fe en que no ocurra eso. La fe es algo grande, y las personas
auténticamente religiosas quisieran hacernos creer que la fe y la certidumbre
son una misma cosa, pero yo no lo creo así. Porque existen demasiadas opiniones
al respecto. Lo que sabemos es: cuando nos morimos, una de dos, o nuestra alma
y nuestro pensamiento sobreviven a la muerte, o no. Si sobreviven, puede
ocurrir cualquier cosa. Si no, pues punto. Fin.
—¿Como si
te quedaras dormido?
Él
reflexionó y dijo:
—Mejor,
como si te dieran éter.
—¿Tú en
cuál de las dos cosas tienes fe, papi?
La sombra
de la pared se movió y volvió a quedarse quieta.
Durante
casi toda su vida adulta, por lo menos desde su época de estudiante, Louis
creyó que la muerte era el fin. Él había visto morir a mucha gente y nunca
sintió el paso de un alma camino de... donde fuera. ¿No pensó lo mismo a la
muerte de Víctor Pascow? Louis opinaba, como su profesor de psicología, que las
experiencias de la vida después de la muerte, recogidas en revistas especializadas
y divulgadas por la prensa popular, indicaban, probablemente, un último intento
de la mente por resistir la acometida de la muerte: la mente humana, con su
inagotable inventiva, se sustraía a la desesperación construyendo una
alucinación de inmortalidad. Louis también estaba de acuerdo con lo que dijo un
compañero de cuarto que tuvo en Chicago en su segundo año de facultad, durante
una reunión que duró toda una noche, de que resultaba muy sospechoso que la
Biblia estuviera llena de milagros que cesaron de producirse casi por completo
durante la Época de la Razón («cesaron por completo», dijo al principio, pero
luego fue obligado a retroceder por lo menos un paso por los que afirmaban, con
cierta autoridad, que aún ocurrían multitud de cosas inexplicables, reductos
aislados de perplejidad en un mundo cada vez más aséptico y bien iluminado; ahí
estaba, por ejemplo, el Sudario de Turín, que había resistido todas las
tentativas que se hicieron para desacralizarlo). «Se dice que Jesucristo hizo
resucitar a Lázaro de entre los muertos —decía aquel muchacho que se
convertiría en un prestigioso ginecólogo de Dearborn, Michigan—. Muy bien. Si
no hay más remedio, me lo trago. Es decir, si yo tengo que aceptar el concepto
de que algunas veces un gemelo puede engullir el feto de otro "in
útero", digamos en un acto de canibalismo prenatal, no hay nada que oponer
si veinte o treinta años después, aquél presenta dientes en los testículos o en
los pulmones, para demostrarlo. Y, si me trago eso, puedo tragar cualquier cosa.
Pero lo que yo quiero es ver el certificado de defunción. ¿Veis adonde quiero
ir a parar? Yo no pongo en duda que saliera de la tumba. Pero que me enseñen el
certificado de defunción. Yo soy como Tomás, que decía que no creería que Jesús
había resucitado hasta que pudiera mirar por los agujeros de los clavos y meter
la mano en la herida del costado del sujeto. Para mi él era el verdadero médico
de la pandilla, y no Lucas.»
No; Louis
nunca creyó en la otra vida. Por lo menos, hasta lo de Church.
—Yo creo
que hay algo más allá —dijo a su hija, hablando despacio—. Pero cómo puede ser,
eso no lo sé. Tal vez sea distinto para cada cual. Tal vez sea lo que cada uno
creyó que sería durante toda su vida. Pero creo que hay algo y creo que Mrs.
Crandall debe de estar en algún lugar donde pueda ser feliz.
—Tú
tienes fe en eso —dijo Ellie. No era una pregunta. Parecía intimidada. Louis
sonrió, entre satisfecho y cohibido.
—Seguramente.
Y también tengo fe en que es hora de que te vayas a la cama. Llevas diez
minutos de retraso. Le besó en los labios y en la punta de la nariz.
—¿Tú
crees que los animales tienen otra vida?
—Sí —dijo
él sin pensarlo, y estuvo a punto de añadir: Sobre todo, los gatos. Las
palabras casi le asomaron a sus labios, y sintió que la piel le quedaba rígida
y fría.
—Bueno
—dijo la niña deslizándose al suelo—. Tengo que dar un beso a mamá.
—Pues,
adelante.
Louis la
siguió con la mirada. Al llegar a la puerta del comedor, la niña se volvió y
dijo:
—Aquel
día me puse muy tonta con Church, ¿verdad? ¡Y cómo lloraba!
—No,
cariño —dijo él—. A mí no me pareciste tonta.
—Si ahora
se muriera, me parece que podría resistirlo —dijo ella, y pareció quedarse un
poco sorprendida por lo que acababa de decir. Luego, corroboró—: Sí, podría. —Y
se fue en busca de Rachel.
* * *
Aquella
noche, en la cama, Rachel dijo:
—He oído
lo que le decías.
—¿Y no te
parece bien? —preguntó Louis. Decidió que sería mejor hablar sin tapujos, si
así lo quería ella.
—No es
eso —dijo Rachel en un tono de vacilación impropio de ella—. No, Louis; no es
eso. Es que... me asusto. Y tú ya me conoces, cuando me asusto me pongo a la
defensiva.
Louis no
recordaba haber oído nunca a Rachel hablar con tanta desconfianza y, de pronto,
se sintió receloso, como si estuviera pisando un campo de minas.
—¿Te
asustas? ¿De qué? ¿De la muerte?
—No es mi
muerte lo que me asusta. Casi nunca pienso en ella... Ya no. Pero cuando era
niña pensaba mucho en eso. Y no podía dormir. Soñaba con monstruos que venían a
comerme en la cama. Y todos tenían la cara de mi hermana Zelda.
«Sí
—pensó Louis—. Ya salió por fin, al cabo de todos estos años de matrimonio. Ya
salió.»
—No
hablas mucho de ella.
Rachel
sonrió y le acarició la mejilla.
—Eres un
encanto, Louis. Yo nunca hablo de ella. Y trato de no acordarme siquiera.
—Siempre
pensé que tus razones tendrías.
—Y las
tengo.
Guardó
silencio, pensativa.
—Sé que
murió... de meningitis espinal...
—Meningitis
espinal —repitió ella, y Louis vio que estaba a punto de llorar—. En casa ya no
hay ni una sola foto suya.
—Yo vi la
foto de una niña en...
—... en
el despacho de papá. Sí; lo había olvidado. Y mi madre lleva otra en el
billetero, según creo. Tenía dos años más que yo. Cayó enferma..., y la
pusieron en el dormitorio de atrás... en el cuarto de atrás, como un secreto
vergonzoso, Louis, mi hermana murió en el cuarto de atrás, y eso ha sido
siempre... un secreto vergonzoso.
De
pronto, Rachel se vino abajo, y en el tono cada vez más agudo de sus sollozos,
Louis detectó, alarmado, un síntoma de histerismo. Extendió la mano y tocó un
hombro que se desasió bruscamente. Sintió en las yemas de los dedos el roce de
la seda del camisón.
—Rachel...,
nena... basta...
Ella aún
pudo dominar los sollozos.
—No me
impidas hablar, Louis. Sólo me quedan fuerzas para decirlo una vez, y no quiero
volver a hablar de ello nunca más. De todos modos, tampoco iba a poder dormir
esta noche.
—¿Tan
horrible fue? —preguntó Louis, a pesar de que conocía la respuesta. Aquello
explicaba muchas cosas, incluso incidentes que no parecían tener la menor
relación encajaban ahora perfectamente. Rachel nunca asistió con él a un
funeral, ni siquiera al de Al Locke, un compañero que murió en accidente de
tráfico cuando el coche en el que viajaba chocó contra un camión. Al iba con
frecuencia a visitarles al apartamento y Rachel le apreciaba. Pero no fue a su
funeral.
«Aquel
día se puso enferma —recordó Louis—. Parecía gripe o algo por el estilo.
Bastante grave. Pero al día siguiente estaba perfectamente.»
«Estaba
perfectamente después del funeral», rectificó. Ahora recordaba que ya entonces
pensó que podía tratarse de algo psicosomático.
—Fue
horrible, desde luego. Mucho peor de lo que puedas imaginar. Louis, la veíamos
empeorar de día en día, sin poder hacer nada. Tenía dolores constantes. Su
cuerpo parecía encogerse... contraerse... Se le encorvaron los hombros y se le
desfiguró la cara hasta convertirse en una especie de máscara. Sus manos eran
como las garras de un pájaro. A veces yo tenía que darle de comer. Me
horrorizaba, pero lo hacía sin protestar. Cuando el dolor aumentó, empezaron a
darle calmantes, suaves al principio, pero los que le daban después la hubieran
dejado perturbada para siempre, por años que hubiera vivido. Aunque todos
sabíamos que no viviría. Seguramente por eso es para nosotros un secreto.
Porque queríamos que muriera, Louis, deseábamos su muerte, y no era para que
ella acabara de sufrir, sino para no tener que sufrir nosotros. Era porque
parecía un monstruo y empezaba a ser un monstruo... Oh, Dios, ya sé que parece
una espantosa barbaridad...
Se cubrió
la cara con las manos.
Louis la
tocó con suavidad.
—Rachel,
no es una barbaridad.
—¡Lo es!
—gritó ella—. ¡Lo es!
—Es la
realidad, sencillamente. A veces, las víctimas de una larga enfermedad se
convierten en series ariscos y tiránicos. La imagen del enfermo sufrido y santo
es falsa. Tan pronto como empiezan a llagarse, ya están amargándoles la vida a
los que están a su lado. Y es que no pueden evitarlo. Pero eso no es un
consuelo para los demás.
Ella le
miraba sorprendida..., casi esperanzada. Luego volvió el gesto de desconfianza.
—Eso te
lo inventas ahora.
Él sonrió
tristemente.
—¿Quieres
que te enseñe los libros? ¿Y la estadística de los suicidios? En las familias
que han cuidado en casa a un enfermo desahuciado durante mucho tiempo, la cifra
de suicidios se dispara hacia la estratosfera durante las seis semanas
siguientes a la muerte del paciente.
—¡Suicidios!
—Se
atiborran de pastillas, o abren la espita del gas, o se saltan la tapa de los
sesos. Odio..., agotamiento..., repulsión..., tristeza... —Se encogió de
hombros y juntó los puños con suavidad—. Los supervivientes empiezan a sentirse
como si hubieran cometido un crimen. Y claudican.
En la
cara de Rachel, congestionada por el llanto, se pintaba ahora una expresión de
dolorido alivio.
—Zelda
era exigente..., odiosa. A veces, se orinaba en la cama a propósito. Mi madre
siempre le preguntaba si quería que la ayudase a ir al baño y, después, cuando
ya no podía levantarse, si quería el orinal... y Zelda decía que no..., y
entonces se lo hacía en la cama, para que mi madre o mi madre y yo tuviéramos
que cambiarle las sábanas... Y decía que se le había escapado, pero había una
sonrisa en sus ojos. Se veía la sonrisa. La habitación olía siempre a orines y
medicina. Tomaba unos frascos de calmante que olía a ciruelas silvestres, como
las gotas para la tos... Era un olor que no se quitaba con nada. A veces aun
ahora me despierto por la noche oliendo a ciruela y, si no estoy despierta del
todo, pienso: ¿Aún no ha muerto Zelda? Aún...
Rachel
contuvo el aliento y Louis le apretó una mano con vehemencia.
—Cuando
la cambiábamos se le veía la espalda retorcida y llena de bultos. Al final,
Louis, al final, parecía que..., parecía que el culo se le hubiera subido hasta
las paletillas.
Ahora los
ojos húmedos de Rachel tenían la mirada horrorizada y vidriosa de los de una
niña que recordara una persistente pesadilla.
—A veces,
me tocaba con sus manos... sus manos de pájaro... y a mí me faltaba poco para
ponerme a gritar, y un día se me cayó la sopa en el brazo porque ella me había
tocado la cara, y me quemé, y entonces sí que grité. Y otra vez vi la risa en
sus ojos.
»Hacia el
final, los calmantes ya no hacían efecto. Y entonces la que gritaba era ella, y
ninguno de nosotros podía recordarla como era antes, ni siquiera mi madre. Ya
no era más que aquella cosa deforme que gritaba en el cuarto de atrás...
Nuestro secreto vergonzoso.
Rachel
tragó saliva y la garganta le chasqueó.
—Mis
padres habían salido cuando ella, por fin..., cuando ella... bueno, cuando
ella...
Con un esfuerzo
terrible y desgarrador, Rachel pronunció la palabra.
—Cuando
ella murió, mis padres no estaban en casa. Yo me quedé. Era Pascua y habían ido
a ver a unos amigos. No iban a estar fuera más que unos minutos. Yo estaba en
la cocina, leyendo una revista o, por lo menos, mirándola. Esperaba que fuera
hora de darle la medicina, porque ella estaba gritando. Empezó a gritar en
cuanto se fueron mis padres. Yo, con aquellos gritos, no podía leer. Y
entonces... entonces... bueno... Zelda dejó de gritar. Yo tenía ocho años,
Louis, y pesadillas todas las noches... Empezaba a pensar que mi hermana me
odiaba porque yo tenía la espalda derecha, porque yo no tenía aquellos dolores,
porque yo podía andar, porque yo viviría... Empezaba a pensar que quería
matarme. Aún hoy, Louis, aún hoy no puedo creer que todo fueran imaginaciones.
Estoy convencida de que me odiaba. No sé si hubiera llegado a matarme, pero si
hubiera podido apoderarse de mi cuerpo..., echarme a mí de él como en un cuento
de hadas..., eso sí lo habría hecho. Cuando dejó de gritar, subí a ver si le
había ocurrido algo, si había caído de lado o resbalado de los almohadones.
Entré en la habitación, la miré y pensé que se había tragado la lengua y estaba
asfixiándose. Louis —su voz volvía a ser chillona y lacrimosa y tenía un
alarmante acento infantil, como si hubiera regresado en el tiempo y reviviera
la experiencia—, Louis, yo no sabía qué hacer. ¡Tenía ocho años!
—¡Qué
ibas a saber! —dijo Louis abrazándola y Rachel se asió a él con el frenesí del
mal nadador cuyo bote acaba de volcarse en medio de un lago—. ¿Alguien te ha
hecho algún reproche?
—No
—respondió ella—. Nadie me echó la culpa. Pero nadie pudo remediar lo ocurrido.
Nadie pudo hacer que no ocurriera, Louis. No se había tragado la lengua.
Entonces empezó a hacer un sonido extraño, no sé..., algo así como gaaaaa...
En su
atormentada y vivida descripción de los sucesos de aquel día, Rachel debió de
imitar bastante bien el ruido que hiciera Zelda, y a Louis le asaltó el
recuerdo de Víctor Pascow. Estrechó con más fuerza a su esposa.
—...y
babeaba...
—Basta,
Rachel —dijo él con la voz no muy firme—. Conozco los síntomas.
—Tengo
que explicar —respondió Rachel con testarudez—, explicar por qué no puedo ir a
los funerales de la pobre Norma. Y también por qué aquel día tuvimos aquella
estúpida pelea...
—Sssh...,
eso ya está olvidado.
—Yo no lo
he olvidado —dijo ella—. Lo recuerdo muy bien, Louis. Tan bien como recuerdo
que mi hermana Zelda murió de asfixia el 14 de abril de 1965.
Durante
unos instantes, se hizo el silencio.
—La puse
boca abajo y le golpeé la espalda —continuó Rachel al fin—. No sabía qué otra
cosa podía hacer. Ella pataleaba con sus piernas deformes..., y recuerdo que
sonó un ruido como de pedos... Creí que era ella o tal vez yo; pero no eran pedos,
sino las costuras de las mangas de mi blusa que se abrieron cuando le di la
vuelta. Ella empezó a tener... espasmos... y vi que tenía la cara ladeada en la
almohada, y pensé «Zelda está ahogándose, y cuando vengan dirán que yo la
asfixié». «Tú la odiabas, Rachel —me dirán, y era verdad—, y deseabas que
muriese», y también era verdad. Porque, Louis, lo primero que pensé cuando ella
empezó a agitarse de aquel modo en la cama, fue: «Oh, Dios mío, por fin. Zelda
se ahoga y esto va a terminar.» La puse otra vez boca arriba. Ahora tenía la
cara negra, Louis, y los ojos se le salían de las órbitas y tenía el cuello
hinchado. Y entonces murió. Yo di unos pasos atrás, supongo que buscando la
puerta, pero choqué contra la pared y tiré un cuadro. Era un dibujo de uno de
los cuentos de Oz que a Zelda le gustaban mucho antes de caer enferma con la
meningitis. Era un dibujo de Oz el Grande y Terrible, sólo que Zelda decía
siempre Oz el Ggande y Teggible, porque no podía pronunciar la erre. Mi madre
lo mandó enmarcar... porque a Zelda le gustaba... Oz, El Ggande y Teggible...
cayó al suelo, y el cristal se hizo añicos y el marco saltó en pedazos, y yo
empecé a gritar, porque comprendí que había muerto y pensé..., creo que pensé
que su espíritu quería castigarme, porque su espíritu debía de odiarme tanto
como ella, pero su espíritu no estaba atado a la cama... Por eso eché a correr
y salí a la calle gritando: «¡Zelda ha muerto! ¡Zelda ha muerto! ¡Zelda ha
muerto!» Y salieron los vecinos... y me vieron correr por la calle, con la
blusa rota, gritando «¡Zelda ha muerto!», Louis, y pensarían que estaba
llorando, pero yo creo..., yo creo que me reía, Louis, sí, me reía.
—Si te
reías, me descubro ante ti —dijo Louis.
—No
hablas en serio —dijo Rachel con la absoluta certeza del que ha dado vueltas y
más vueltas a una idea. Él no insistió. Pensaba que quizá algún día Rachel se
librara de aquel recuerdo espantoso y putrefacto que la había atormentado
durante tantos años, pero algo quedaría. No se borraría del todo. Louis Creed no
era un psiquiatra, pero sabía que en el humus de toda vida hay objetos
semienterrados y oxidados y que los humanos sienten una y otra vez el impulso
de tirar y tirar de ellos, aunque les corten las manos. Hoy Rachel lo había
arrancado casi todo. Era como una muela deforme, y podrida, de raíces
ennegrecidas, infectadas, fétidas. Ya estaba fuera. Sólo quedaba una célula
nociva que, si Dios era bondadoso, permanecería dormida para no aflorar más que
en los sueños más profundos. Era casi increíble que hubiera podido expulsar
tanto. Ello no sólo denotaba valor, sino que lo pregonaba a gritos. Louis
estaba impresionado. Sentía deseos de lanzar un hurra. Se sentó en la cama y
encendió la luz.
—Sí
—dijo—; me descubro ante ti. Y, por si me faltaban motivos para..., para
detestar a tus padres, ahora los tengo. Nunca debieron dejarte sola con ella,
Rachel. NUNCA.
Como una
niña —la niña de ocho años que era cuando ocurrió aquella historia increíble y
vergonzosa—, ella protestó:
—Lou, era
el tiempo de Pascua...
—Como si era
el tiempo del Juicio Final —dijo Lou con la voz ronca de un furor candente que
la hizo sobresaltarse. Él se acordaba de las dos estudiantes de enfermera, las
dos auxiliares que tuvieron la mala fortuna de estar de servicio la mañana en
que llevaron a Pascow moribundo. Una de ellas, una jovencita con mucho temple
que se llamaba Carla Shavers, volvió al día siguiente y trabajó con tanta
eficacia que hasta la misma Charlton quedó impresionada. A la otra no habían
vuelto a verla. Louis no se sorprendió ni se lo reprochaba.
«¿Dónde
estaba la enfermera? Debían de haber contratado a una enfermera diplomada. Pero
no; se marcharon dejando a una criatura de ocho años sola con su hermana
moribunda que probablemente estaba ya clínicamente perturbada. ¿Por qué? Porque
era Pascua. Y porque, aquella mañana, la elegante Dory Goldman no pudo seguir
soportando el mal olor y tuvo que salir un ratito a tomar el aire. Y Rachel se
quedó de guardia. ¿Cierto, amigos y vecinos? Rachel se quedó de guardia. Ocho
años, coletas y blusa de colegiala. Rachel tuvo que cargar con la jodida
guardia. Rachel podía quedarse y aguantar el mal olor. ¿Por qué la enviaban
después todos los años seis semanas al campamento Sunset de Vermont, sino
porque aguantó los malos olores de su hermana, moribunda y demente? Los nuevos
conjuntos de Gage y la media docena de vestidos de Ellie, y yo te pago los
estudios si rompes con mi hija... ¿Dónde estaba el sustancioso talonario cuando
tu hija se moría de meningitis espinal y tu otra hija estaba sola con ella,
cerdo roñoso? ¿Dónde estaba la jodida enfermera diplomada?» Louis saltó de la
cama.
—¿Adonde
vas? —preguntó Rachel, alarmada.
—A
traerte un Valium.
—Ya sabes
que yo nunca...
—Esta
noche, sí.
Rachel
tomó la pildora y le contó el resto. Su voz permaneció tranquila. El calmante
hacía su efecto.
Un vecino
sacó a la pequeña Rachel de detrás del árbol donde se había acurrucado
gritando: «¡Zelda ha muerto!» Le sangraba la nariz y tenía la blusa manchada.
El mismo vecino llamó a la ambulancia y a los padres. Después de cortarle la
hemorragia y darle una taza de té caliente y dos aspirinas para que se calmara,
consiguió que le dijera el paradero de sus padres. Estaban en casa de los
Cabrán, que vivían al otro lado de la ciudad. Peter Cabrán era el contable de
la empresa del padre.
Antes de
la noche, se habían producido grandes cambios en casa de los Goldman. Zelda ya
no estaba. Su habitación fue vaciada y fumigada. Se llevaron todos los muebles.
El cuarto de atrás era una caja vacía. Después —mucho después—, Dory Goldman
instaló allí su cuarto de costura.
Aquella
misma noche, Rachel tuvo su primera pesadilla. Cuando despertó, a las dos de la
madrugada, llamando a gritos a su madre, descubrió aterrada que apenas podía
moverse. La espalda le dolía terriblemente. Se la lastimó al mover a Zelda. En
aquel paroxismo de pánico, pudo desarrollar la fuerza suficiente como para
levantar a Zelda, abriéndosele la blusa en el esfuerzo.
Que se
había producido una lesión al tratar de impedir que Zelda se ahogara estaba
clarísimo para todo el mundo. Para todo el mundo, salvo para la propia Rachel.
Ella estaba segura de que aquello era la venganza de Zelda. Zelda sabía que
Rachel se alegraba de que hubiera muerto; Zelda sabía que cuando Rachel salió
corriendo y gritando «¡Zelda ha muerto, Zelda ha muerto!», no lloraba, sino que
reía; Zelda sabía que había sido asesinada y por eso ahora le había pasado la
meningitis espinal a Rachel, y a Rachel pronto empezaría a deformársele la
espalda, y también ella tendría que quedarse en la cama y poco a poco se
convertiría en un monstruo y las manos se le retorcerían como garras.
Con el
tiempo, gritaría de dolor, como Zelda, y mojaría la cama, y un día se ahogaría
con la lengua. Era la venganza de Zelda.
Nadie
pudo convencer a Rachel de que estaba equivocada: ni su madre, ni su padre, ni
el doctor Murray, que diagnosticó una leve luxación y dijo a la niña con
sequedad (cruelmente, en opinión de Louis) que estaba portándose muy mal, que
sus padres estaban abrumados por el dolor y que no era el momento de hacer
monerías de niña pequeña para llamar la atención. Hasta que remitió el dolor,
Rachel no se convenció de que no era víctima de la venganza de Zelda ni de un
castigo de Dios por su maldad. Durante muchos meses (eso dijo a Louis; en
realidad, fueron ocho años), tuvo pesadillas en las que su hermana moría una y
otra vez y, al despertar sobresaltada, se llevaba las manos a la espalda, para
cerciorarse de que seguía perfectamente. Luego, en la horrible secuela de
aquellas pesadillas, le parecía que la puerta del armario tenía que abrirse
violentamente y Zelda se abalanzaría sobre ella, morada y contrahecha, con los
ojos en blanco, la lengua fuera y las garras extendidas, para matar a la
asesina que se acurrucaba en la cama con las manos pegadas a la espalda...
Rachel no
asistió a los funerales de Zelda, ni a ningún otro.
—Si me lo
hubieras dicho antes, se habrían aclarado muchas cosas —dijo Louis.
—No
podía, Lou. —Su voz sonaba adormilada—. Desde entonces me quedó... una pequeña
fobia en este tema. «Una pequeña fobia —pensó Louis—. Sí, eso.»
—No puedo
evitarlo... Comprendo que tienes razón, que la muerte es perfectamente natural,
y hasta buena. Pero entre lo que me dice la razón y lo que siento... aquí
dentro...
—Ya...
—Aquel
día en que me puse furiosa contigo, yo sabía que, por más que Ellie llorara
ante la posibilidad de que Church muriera, ello no era sino un modo como otro
cualquiera de hacerse a la idea, pero no pude contenerme. Perdóname, Louis.
—No hay
nada que perdonar —dijo él, acariciándole el pelo—. Pero, ¡qué diantre!, acepto
las disculpas, si eso hace que te sientas mejor.
Ella
sonrió.
—Y así
es. Me siento mejor, sí. Es como si hubiera expulsado algo que estuviera
envenenando durante años una parte de mí.
—Quizá
sea eso lo que has hecho en realidad.
Rachel
cerró los ojos y volvió a abrirlos... lentamente.
—Y no le
eches a mi padre toda la culpa, Louis. Fue una mala época para ellos. Los
gastos de la enfermedad los dejaron casi arruinados. Mi padre no pudo abrir la
sucursal que había proyectado poner en las afueras, y las ventas de la tienda
del centro flojeaban. Además, mi madre estaba medio loca.
»Después,
todo empezó a arreglarse. Fue como si la muerte de Zelda marcara el comienzo de
una buena racha. Se acabó la recesión, volvió a circular el dinero, mi padre
consiguió el préstamo y, desde entonces, los negocios le han ido bien. Pero
todo aquello hizo que mis padres tendieran siempre a protegerme excesivamente.
No es sólo que yo fuera lo único que les quedaba, sino también...
—Remordimiento
—dijo Louis.
—Probablemente.
¿Y no te enfadarás si el día en que entierren a Norma me pongo enferma?
—No,
cariño; no me enfadaré. —Le tomó una mano—. ¿Puedo llevar a Ellie?
La mano
de ella se cerró con fuerza sobre la de Louis.
—Oh, pues
no sé qué decirte. —Volvía a temblarle la voz a causa del miedo—. Aún es muy
niña.
—Hace más
de un año que sabe de dónde vienen los niños —le recordó él.
Ella
guardó silencio, mirando al techo y mordiéndose los labios.
—Si a ti
te parece bien —dijo al fin—. Si crees que no ha de afectarle...
—Ven
aquí, Rachel —dijo él, y aquella noche durmieron espalda contra estómago, y
cuando ella despertó temblando, una vez disipado el efecto del Valium, él la
tranquilizó con sus caricias, susurrándole al oído que todo iba bien, y ella
volvió a dormirse.
33
«Porque
el hombre (y la mujer) son como las flores del valle, que hoy se abren y mañana
son echadas al fuego: la vida del hombre es sólo una estación, que llega y
pasa.» Oremos.
Ellie,
resplandeciente con su vestido azul marino comprado ex profeso para el acto,
agachó la cabeza tan bruscamente que Louis le oyó crujir la nuca. Ellie había
estado muy pocas veces en la iglesia y éste era su primer funeral. Las
circunstancias la habían reducido a un insólito silencio.
Aquellas
circunstancias permitían a Louis mirar a su hija de un modo distinto.
Normalmente, el amor que sentía por ella, como el que sentía por Gage, le
impedía observarla fríamente; pero hoy creía tener delante lo que era casi un
ejemplo típico de la niña que está a punto de terminar su primera fase de
desarrollo: un organismo todo pura curiosidad que almacena información en unos
circuitos casi sin fin. Ellie se mantenía quieta y callada y no dijo nada ni
siquiera cuando Jud, muy raro pero elegante con su traje negro y zapatos con cordones
(Louis pensó que era la primera vez que no le veía con zapatillas o botas) se
inclinó para darle un beso y le dijo:
—Estoy
muy contento de que hayas venido, cariño. Y supongo que Norma se alegrará
también.
Ellie le
miró con los ojos muy abiertos.
Ahora, el
reverendo Laughlin, el pastor metodista, pronunció la bendición, pidiendo a
Dios que volviera su rostro hacia ellos y les diera la paz.
—¿Hacen
el favor de adelantarse los portadores? —preguntó.
Louis fue
a levantarse, pero Ellie le tiró de la manga con fuerza. Parecía asustada.
—¡Papi!
—dijo en un fuerte susurro—. ¿A dónde vas?
—Soy uno
de los portadores, cielo —dijo Louis sentándose un momento y rodeándole los
hombros con el brazo—. Eso quiere decir que tengo que ayudar a llevar a Norma
hasta el coche. Somos cuatro: el cuñado de Jud, dos de sus sobrinos y yo.
—¿Dónde
nos encontraremos? —La cara de Ellie aún estaba tensa y preocupada.
Louis
miró hacia adelante. Los otros tres portadores ya estaban allí, junto a Jud. El
resto de los asistentes salían ya. Algunos lloraban. Vio a Missy Dandridge, que
no lloraba pero tenía los ojos irritados y que le saludó alzando levemente una
mano.
—Si te
quedas en la escalera, enseguida voy a buscarte. ¿De acuerdo, Ellie?
—Sí. Pero
no te olvides de mí.
—No,
descuida.
Él volvió
a levantarse y ella le tiró de la mano.
—Papi.
—¿Qué,
cielo?
—No la
sueltes —susurró Ellie.
* * *
Louis se
unió a los demás, y Jud le presentó a sus sobrinos, que en realidad eran primos
en segundo o tercer grado..., descendientes del hermano del padre de Jud. Eran
dos mocetones de unos veintitantos años con un aire de familia muy marcado. El
hermano de Norma frisaba los sesenta, según supuso Louis, y si bien en su cara
se advertían las huellas del disgusto, parecía sobrellevarlo bastante bien.
—Celebro
conocerles —dijo Louis. Se sentía un poco violento. Al fin y al cabo, era un
extraño a la familia.
Ellos le
saludaron con un movimiento de cabeza.
—¿Ellie
está bien? —preguntó Jud haciéndole una seña con el mentón. La niña remoloneaba
en el vestíbulo y los miraba.
«Desde
luego; sólo quiere asegurarse de que no me esfumo en el aire», pensó Louis casi
con una sonrisa. Pero aquel pensamiento le sugirió otro: «Oz, el Ggande y
Teggible.» Y la sonrisa se desvaneció.
—Sí, creo
que sí —dijo Louis agitando la mano hacia ella. La niña hizo otro tanto y dio
media vuelta para salir, haciendo volar la falda de su vestido azul marino.
Louis observó en ella, con cierta dolorosa sorpresa, un aire de madurez. Fue
sólo un momento, pero momentos como aquél le hacen a uno recapacitar.
—¿Qué?
¿Estamos listos? —preguntó uno de los sobrinos.
Louis
asintió y lo mismo hizo el hermano menor de Norma.
—Con
cuidado —dijo Jud. Tenía la voz ronca. Luego, dio media vuelta y subió por el
pasillo lentamente, con la cabeza inclinada.
Louis se
situó en el ángulo posterior izquierdo del féretro gris acero modelo American
Eternal que Jud había elegido para su esposa. Agarró el asa que le correspondía
y entre los cuatro hombres sacaron lentamente el ataúd de Norma a la mañana
gélida y luminosa del primero de febrero. Alguien —seguramente el sacristán—
había echado una gruesa capa de ceniza sobre el sendero resbaladizo de nieve
pisada y helada. Junto a la acera, un furgón Cadillac despedía un humo blanco
por el tubo de escape. A su lado, observándolos y preparados para ayudar por si
alguno resbalaba o desfallecía (quizá el hermano), estaban el director de la
funeraria y su hijo, un muchacho afónico.
Jud, de
pie junto a ellos, contempló cómo introducían el féretro en el coche.
—Adiós,
Norma —dijo encendiendo un cigarrillo—. Hasta pronto, muchacha.
Louis
abrazó a Jud por los hombros, y el hermano de Norma se le acercó por el otro
lado, relegando a segundo término al director y a su hijo. Los fornidos
sobrinos (o primos segundos, o lo que fueran) ya habían hecho mutis, una vez
realizado el simple trabajo del acarreo. Ellos no frecuentaban aquella rama de
la familia. A Norma la conocían por las fotografías y alguna que otra visita de
cumplido: largas tardes pasadas en la sala, comiendo las galletas de Norma y
bebiendo la cerveza de Jud, no precisamente aburridos por las viejas historias
de tiempos y personas que ellos no habían conocido, pero sí pensando en lo que
hubieran podido hacer aquella tarde (lavar y abrillantar el coche, jugar una
partida de bolos o, simplemente, ver por la tele un combate de boxeo con los
amigos) y contentos de marcharse una vez satisfechas las formalidades.
Para
ellos, la familia de Jud ya era cosa del pasado; era como un planetoide
erosionado que se alejaba de la masa principal, a la deriva, disminuyendo de
tamaño hasta convertirse en una mota. El pasado. Fotos en un álbum. Viejas
historias contadas en habitaciones excesivamente caldeadas: ellos no eran
viejos; sus articulaciones no estaban artríticas ni su sangre se había
enfriado. El pasado se reducía a unas asas que había que agarrar de vez en
cuando y luego soltar. Al fin y al cabo, si el cuerpo humano era la envoltura
que contenía al alma humana, la carta que Dios enviaba al universo, según
enseñaban la mayor parte de las religiones, el American Eternal sería la
envoltura que contenía el cuerpo humano, y para aquellos aguerridos sobrinos o
primos o lo que fueran, el pasado era una carta vieja que había que archivar.
«Dios
salve el pasado», pensó Louis, estremeciéndose sin más motivo que el pensar que
llegaría el día en que él se sentiría igual de desligado de su propia sangre,
del fruto de los hijos de su hermano... o de sus propios nietos, si Ellie o
Gage tenían hijos y él llegaba a conocerlos. El centro de gravedad se
desplazaba. Los vínculos familiares se deterioraban. Caras jóvenes en fotos
viejas.
«Dios
salve el pasado», pensó nuevamente oprimiendo con más fuerza los hombros del
anciano.
Los pajes
colocaron las flores en la trasera del coche fúnebre y la luneta se alzó
eléctricamente y quedó encajada en su ranura. Louis retrocedió para recoger a
Ellie y juntos se dirigieron al coche. Louis sujetaba a la niña por el brazo,
para que no resbalara con sus zapatos nuevos de suela de cuero. Arrancaban los
motores de los coches.
—¿Por qué
encienden las luces, papi? —preguntó Ellie con extrañeza—. ¿Por qué, si es de
día?
—Lo hacen
en señal de respeto por la muerta —dijo Louis, y notó que su voz sonaba ronca,
mientras tiraba de la palanca que encendía los faros del Ford—. Vámonos.
* * *
Cuando,
al fin, regresaban a casa —una vez terminada la ceremonia del cementerio,
celebrada en la pequeña capilla de Mount Hope, ya que la tumba de Norma no
podría cavarse hasta la primavera—, de pronto, Ellie se echó a llorar.
Louis la
miró, sorprendido pero no muy alarmado.
—¿Qué
tienes, Ellie?
—Ya no
habrá más galletas —sollozó Ellie—. Ella hacía las mejores galletas de avena
que he comido. Y ahora ya no podrá hacerlas nunca más, porque está
"muerta". ¿Por qué tiene que morirse la gente, papá?
—En
realidad, no lo sé —dijo Louis—. Supongo que para dejar sitio a los jóvenes, a
la gente nueva como tú y como Gage.
—¡Yo no
me casaré nunca, ni haré lo del sexo, ni tendré hijos! —declaró Ellie, llorando
con más fuerza—. Entonces quizá a mí no me pase eso. ¡Es u—u—una guarrada!
—Pero
también es la forma de acabar con el sufrimiento —dijo Louis en voz baja—. Y
yo, como médico, he visto mucho sufrimiento. Si me busqué ese trabajo en la
universidad fue porque estaba harto de ver sufrir a la gente, día tras día. Los
jóvenes también tienen dolores, y a veces muy fuertes, pero es otra cosa.
Hizo una
pausa.
—Aunque
tú no lo creas, cielo, cuando uno es muy, muy viejo, la muerte no parece tan
mala ni tan terrible como ahora te resulta a ti. Y tú aún tienes muchos, muchos
años por delante.
Ellie
lloró, luego hipó y por fin se calló. Antes de llegar a casa, preguntó si podía
poner la radio. Louis le dijo que sí y ella encontró a Shakin's Stevens que
cantaba "This Ole House" por la WACZ. Al poco rato, estaba coreando
la letra. Cuando llegaron a casa, la niña fue en busca de su madre y empezó a
darle detalles del funeral. En honor a Rachel, Louis reconoció que escuchaba
con tranquilidad y hasta con interés, aunque un poco pálida y pensativa.
Luego,
Ellie le preguntó si sabía hacer galletas de avena, y Rachel dejó
inmediatamente la labor de punto que estaba tejiendo y se levantó como si no
esperase otra cosa.
—Sí
—respondió—. ¿Quieres que preparemos una fuente?
—¡Yay!
—gritó Ellie—. ¿Ahora, mamá?
—Ahora,
si tu padre vigila a Gage durante una hora.
—Será un
placer —dijo Louis.
* * *
Louis
pasó la tarde leyendo y tomando notas de un largo artículo que publicaba
"The Duquesne Medical Digest". Había vuelto a plantearse el viejo
tema de las suturas solubles; en el mundillo de las contadas personas que se
interesaban en el cosido de las pequeñas heridas, la cuestión parecía tan
interminable como aquella antigua controversia psicológica que enfrentaba a los
partidarios de la crianza natural y a los de la educación reglamentada.
Louis
decidió escribir una carta aquella misma noche, en la que demostraría que los
argumentos del autor eran endebles, los ejemplos, amañados, y la documentación,
casi criminalmente somera. En suma, se relamía de gusto ante la perspectiva de
torpedear aquella estúpida monserga de una vez por todas. Estaba buscando su
ejemplar de "El tratamiento de las heridas" de Troutman en la
librería del estudio, cuando Rachel bajó hasta media escalera.
—¿Subes,
Lou?
—Aún
tardaré un rato. —Él la miró—. ¿Todo va bien?
—Ya
duermen. Los dos.
Él la
observó detenidamente.
—Duermen
los dos, pero tú, no,
—Me
encuentro bien. Estaba leyendo.
—¿Te
encuentras bien? ¿De verdad?
—De
verdad —sonrió ella—. Te quiero, Louis.
—Y yo a
ti, nena. —Lanzó una rápida mirada al anaquel. Allí estaba Troutman, en su
sitio de siempre. Louis puso la mano sobre el libro.
—Church
trajo una rata a casa mientras tú y Ellie estabais fuera —dijo ella tratando de
sonreír—. Uf, qué porquería.
—Caray.
Rachel, sí que lo siento. —Louis procuró que su voz no dejara traslucir lo
culpable que se sentía en aquel momento—. ¿Fue muy asqueroso?
Rachel se
sentó en la escalera. Con su bata de franela rosa, la cara limpia de
maquillaje, la frente brillante y el pelo recogido en una coleta con una goma,
parecía una niña.
—Ya lo
limpié. Pero tuve que echar de la puerta a ese gato estúpido dándole con la
boquilla del aspirador, para que dejara de montar guardia al lado del... del
cadáver. Y me gruñó. Church nunca me había gruñido. Últimamente está muy raro.
¿Crees que puede tener el moquillo, Louis?
—No;
pero, si tú quieres, lo llevaré al veterinario.
—Supongo
que no será nada —dijo, y entonces le miró con disimulo—. ¿Por qué no subes? Es
que yo... Ya sé que estás trabajando, pero...
—Pues
claro —dijo él levantándose como si no tuviera nada que hacer. Y, en realidad,
tampoco era tan importante; pero él sabía que ya nunca escribiría aquella
carta, porque el desfile nunca se detiene, y mañana habría otras cosas que
hacer. Pero la rata era toda suya, ¿no? La rata que Church había traído a casa,
seguramente hecha trizas, con los intestinos colgando y tal vez sin cabeza, era
suya. Sí; él había adquirido los derechos.
—Vámonos
a la cama —dijo, apagando las luces. Él y Rachel subieron la escalera. Louis la
abrazó y le hizo el amor lo mejor que pudo..., pero incluso cuando entraba en
ella, duro y erecto, escuchaba el gemido del viento al otro lado de los
cristales cubiertos de escarcha y pensaba en Church, el gato que fuera de su
hija y ahora era suyo, preguntándose dónde estaría y qué acecharía o mataría
esta vez. «El fondo del corazón del hombre es más árido», pensó, y el viento
silbaba su lúgubre música, y a no muchos kilómetros de allí, Norma Crandall,
que había tejido unos gorros de punto a juego para sus hijos, yacía en su féretro
de acero gris modelo American Eternal sobre una losa de mármol del depósito de
Mount Hope, y el algodón con que le habían rellenado las mejillas habría
empezado a ennegrecerse.
34
Ellie
cumplió seis años. El día de su cumpleaños, volvió de la escuela con un
sombrero de papel ladeado, varios retratos dibujados por sus compañeros (en el
mejor de los cuales EÍlie parecía un espantapájaros risueño) y terribles
relatos de caídas en el patio durante el recreo. La epidemia de gripe pasó.
Tuvieron que enviar a dos estudiantes al Centro Médico de Bangor, y Surrendra
Hardu probablemente le salvó la vida a un estudiante de primero que se llamaba
nada menos que Peter Humperton y cayó gravemente enfermo, con convulsiones,
poco después de ingresar. Rachel se prendó del rubio repartidor del
supermercado A & P de Brewer y una noche estuvo ponderando a Louis lo
relleno que tenía el pantalón vaquero. «Tal vez sea sólo papel higiénico»
—agregó—. «Pues pellízcale —propuso Louis—. Si grita, es todo auténtico.»
Rachel lloró de risa. Pasó febrero, azul, quieto y con temperaturas de muchos
grados bajo cero y llegó marzo, con sus heladas y lluvias alternativas, los
hoyos en el hielo y las señales anaranjadas en la carretera en homenaje al dios
del PATINAZO. El dolor lacerante y angustioso de Jud Crandall fue mitigándose.
Es el dolor que, según los psicólogos, empieza a los tres días de la muerte del
ser querido y, en la mayor parte de los casos, dura seis semanas, como ese
período que los habitantes de Nueva Inglaterra llaman «lo más crudo del
invierno». Pero el tiempo pasa, encargándose de soldar entre sí los distintos
estados de ánimo como una especie de arco iris. La pena aguda va haciéndose más
roma, se convierte en añoranza y la añoranza, en recuerdo... Es un proceso que
puede durar entre seis meses y tres años y aún quedar dentro de lo normal.
Llegó el día del primer corte de pelo de Gage, y cuando Louis advirtió que a su
hijo empezaba a oscurecérsele el cabello bromeó, pero lo sintió, aunque no lo
manifestara.
Llegó la
primavera y se quedó algún tiempo.
35
Louis
Creed pensaría después que el último día realmente feliz de toda su vida fue el
24 de marzo de 1984.
Las cosas
que iban a ocurrir y que se cernían sobre ellos como una mortífera avalancha,
aún tardarían siete semanas en llegar; pero durante aquellas siete semanas no
hubo nada que se destacara con aquel color y aquella fuerza. Aunque aquellos
horrores no hubieran ocurrido, él habría recordado siempre aquel día. Los días
realmente buenos —buenos de verdad— son escasos, pensaba él. Tal vez los de
toda una vida, reunidos, no llegaran al mes, en las mejores circunstancias. A
Louis le parecía que Dios, en su infinita sabiduría, se mostraba mucho más
generoso cuando se trataba de repartir sufrimiento.
Aquel día
era sábado y, por la tarde, él se quedó en casa, cuidando de Gage, mientras
Rachel y Ellie hacían la compra semanal. Habían ido con Jud en su vieja
camioneta IH 59, no porque estuviera averiado el coche grande de la familia,
sino porque al anciano le gustaba su compañía. Rachel preguntó a Louis si
tendría inconveniente en quedarse con Gage, y Louis contestó que ninguno, desde
luego. Se alegraba de que ella pudiera salir; después de todo un invierno en
Maine, casi sin moverse de Ludlow, pensaba que su mujer necesitaba distracción.
Aunque Rachel en ningún momento se quejó, a Louis le parecía que empezaba a
mostrar síntomas de inquietud.
Gage
despertó de su siesta a eso de las dos, de muy mal humor. Louis hizo varias
tentativas de distraerle, pero el niño no se dejaba impresionar. Para colmo de
males, el muy repelente hizo una deposición monumental, cuya calidad artística
no ganó en mérito a ojos de Louis por estar rematada por una canica azul. Una
de las canicas de Ellie. El crío podía haberse ahogado. Louis decidió que en lo
sucesivo, basta de canicas —todo lo que caía en manos de Gage iba directamente
a la boca—, pero aquella decisión, aunque muy laudable, no le ayudaría a
mantener distraído al niño hasta el regreso de su madre.
Louis oía
silbar en torno a la casa el viento de la recien llegada primavera que hacía
danzar las sombras de las nubes en el campo de Mrs. Vinton, contiguo a la casa,
y de pronto se acordó de la cometa en forma de buitre que comprara por capricho
hacía cinco o seis semanas, al regresar de la universidad. ¿Había comprado
también cordel? En efecto. ¡Magnífico!
—¡Gage!
—dijo—. Gage había encontrado un lápiz de cera verde debajo del sofá y estaba
rayando uno de los cuentos favoritos de Ellie. «Un nuevo motivo para alimentar
los sentimientos de rivalidad fraternos», pensó Louis con una sonrisa. Si Ellie
se ponía muy pesada cuando descubriera las filigranas que Gage había dibujado
en el libro, él no tenía más que aludir al adornito que había aparecido en los
pañales del niño.
—¿Qué?
—contestó Gage. Ya hablaba bastante bien, y Louis empezaba a pensar que tal vez
fuera más que medianamente inteligente.
—¿Quieres
salir?
—¡Quiere
salir! —respondió Gage con entusiasmo—. ¡Quiere salir! ¿Patillas, papi?
La
pregunta, traducida, era: ¿Dónde están mis zapatillas, papi? Con frecuencia,
Louis se admiraba del modo de hablar de Gage, no porque fuera gracioso, sino
porque le parecía que todos los niños pequeños hablaban como inmigrantes que
estuvieran aprendiendo un idioma extranjero con un método anárquico y ameno. Él
sabía que los bebés producían todos los sonidos que puede emitir la voz humana:
el trino nasal tan difícil para los estudiantes de primer año de francés, los
gruñidos y chasquidos guturales de los aborígenes australianos y las ásperas
consonantes del alemán. Era una facultad que perdían al aprender la lengua
materna y Louis se preguntaba a menudo si lo que se hacía durante la niñez no
sería olvidar, más que aprender.
Las
«patillas» de Gage aparecieron por fin... también debajo del sofá. Otra de las
sospechas de Louis era la de que en las familias con niños pequeños, la zona
situada debajo del sofá de la sala poseía una misteriosa fuerza magnética que
succionaba toda clase de objetos, desde botellas e imperdibles hasta lápices de
colores y tebeos con restos de comida rancia entre sus páginas.
Pero la
chaqueta de Gage no estaba debajo del sofá: estaba a mitad de la escalera. Fue
más difícil dar con la gorra de béisbol, sin la que Gage no consentía en salir
de casa, porque estaba en su sitio, el armario que, naturalmente, fue el último
lugar en el que miraron.
—¿Dónde
vamos, papi? —preguntó Gage amistosamente, dando la mano a su padre.
—Al campo
de Mrs. Vinton. A lanzar una cometa, amigo.
—¿Comeeta?
—preguntó Gage, receloso.
—Te
gustará. Un momento, chico.
Estaban
en el garaje. Louis sacó su llavero, abrió el armario del garaje y encendió la
luz. Después de revolver en el armario, encontró al «buitre», todavía dentro de
la bolsa, con el ticket de caja prendido. Lo compró durante el crudo febrero,
una tarde en que su alma necesitaba mantener un destello de esperanza.
—¿Eto?
—preguntó Gage. O sea: «¿Qué diantres es eso que tienes ahí, padre?»
—Es la
cometa —dijo Louis sacándola de la bolsa. Gage observaba con interés cómo Louis
desplegaba el buitre, cuyas alas, de resistente plástico, tenían una
envergadura de un metro y medio. Sus ojos, saltones y sanguinolentos, parecían
mirarles desde la pequeña cabeza situada al extremo de un cuello flaco y
desplumado.
—¡Pácaro!
—gritó Gage—. ¡Pácaro, papá!
—Sí, un
pájaro —dijo Louis introduciendo las varillas en las jaretas del dorso de la
cometa y revolviendo otra vez en el armario en busca del ovillo de cordel que
compró el mismo día. Por encima del hombro, repitió—: Verás cómo te gusta,
compañero.
A Gage le
gustó.
Llevaron
la cometa al campo de Mrs. Vinton y Louis consiguió hacerla volar al viento de
finales de marzo al primer intento, a pesar de que no lanzaba una cometa
desde... ¿pero era posible?, desde que tenía doce años. ¿Habían pasado
diecinueve años? Dios, qué espanto.
Mrs. Vinton
era una anciana que tenía casi la edad de Jud, pero no su fortaleza. Vivía en
una casa de ladrillo situada al borde del campo, aunque casi nunca salía.
Detrás de la casa empezaba el bosque, el bosque en el que se encontraba Pet
Sematary y, más allá, el cementerio micmac.
—¡La
cometa vuela, papi! —chilló Gage.
—¡Mira
cómo sube! —gritó Louis a su vez, riendo entusiasmado. Soltaba hilo tan deprisa
que el roce casi le quemaba la palma de la mano—. ¡Mira el buitre, Gage! Se va
a hacer caca de miedo...
—¡Caca de
mieo...! —gritó Gage con una gran carcajada. El sol asomó por detrás de una
esponjosa nube de primavera, y pareció que la temperatura subía cinco grados
casi de repente. Estaba a la diáfana luz de un marzo templado y traidor que se
las daba de abril, en medio del campo de Mrs. Vinton, cubierto de hierbas secas
y altas, mientras el buitre subía y subía hacia el azul, con sus alas de
plástico tensas contra el viento, y Louis, como hacía de niño, se alzó en
espíritu hacia la cometa, fundiéndose con ella y contempló la verdadera faz del
mundo, la que sin duda ven en sueños los cartógrafos: el campo de Mrs. Vinton,
blanquecino y dormido después del deshielo, que ya no era un campo, sino un
paralelogramo limitado por paredes de piedra en dos de sus lados y, en la base,
la raya negra de la carretera y la cuenca del río. Eso veía el buitre con sus
ojos saltones. Veía la cinta gris del río que aún arrastraba trozos de hielo y,
al otro lado, Hampton, Newburgh, Winterport, con un barco en el puerto, tal vez
incluso veía la fábrica St. Regís, en Bucksport, bajo su bandera de humo, y
hasta el cabo, en el que el Atlántico embestía los acantilados.
—¡Mira
cómo sube, Gage! —gritó Louis, riendo.
Gage
echaba el cuerpo hacia atrás de tal manera que parecía que, de un momento a
otro, iba a caerse de espaldas. Sonreía de oreja a oreja y saludaba a la cometa
con la mano.
Cuando se
aflojó la tensión del hilo, Louis dijo a Gage que pusiera la mano. Gage
extendió el brazo, sin mirar siquiera. No podía apartar los ojos de la cometa que
giraba y danzaba al viento mientras su sombra corría por el campo de un lado a
otro.
Louis dio
dos vueltas alrededor de la mano de Gage con el hilo y entonces sí que el
pequeño bajó la mirada con un gracioso gesto de perplejidad al sentir el tirón.
—¡Oh!
—Ahora la
haces volar tú —dijo Louis—. Tú mandas, compañero. Es tu cometa.
—¿Gage
hace volar? —preguntó él. Aunque más que a su padre parecía preguntárselo a sí
mismo. Tiró del hilo para probar y la cometa osciló al viento. Dio otro tirón
más fuerte y el buitre hizo una pirueta. Louis y su hijo rieron al unísono.
Gage extendió la mano libre y Louis se la tomó. Y así se quedaron, en medio del
campo de Mrs. Vinton, mirando al buitre.
Fue un
momento que Louis nunca olvidaría. Si cuando era niño se alzaba hasta la
cometa, ahora sintió que se fundía con Gage, su hijo. Le pareció que se
achicaba hasta caber dentro del pequeño cuerpo de Gage y que podía mirar por
los ojos del niño aquel mundo inmenso y luminoso, un mundo en el que el campo
de Mrs. Vinton era casi tan grande como las salinas de Bonneville, en el que la
cometa volaba a kilómetros de altura, mientras el hilo le temblaba en la mano
como si estuviera vivo y el viento le despeinaba.
—¡Vuela,
cometa! —gritó Gage mirando a su padre, y Louis le rodeó los hombros con el
brazo le dio un beso en la mejilla encendida por el viento.
—Te
quiero mucho, Gage —dijo. Al fin y al cabo, quedaría entre los dos, y nadie
podía decir nada.
Y Gage, a
quien quedaban menos de dos meses de vida, reía con estrépito y alborozo.
—¡Vuela
la cometa! ¡Vuela la cometa, papi!
* * *
Aún
estaba la cometa en el aire cuando Rachel y Ellie volvieron a casa. Tan alta la
tenían que casi se les había acabado el hilo y al buitre no se le veía la cara;
era una pequeña silueta negra en el cielo.
Louis se
alegró de verlas y soltó una carcajada cuando Ellie dejó escapar el hilo y lo
persiguió entre la hierba, atrapándolo en el momento en que el ovillo iba a
devanarse del todo, dando tumbos por el suelo. Pero la presencia de ellas dos
cambiaba un poco las cosas, y Louis no lamentó mucho entrar en casa cuando, al
cabo de veinte minutos, Rachel dijo que le parecía que Gage ya tenía bastante
viento y que podía resfriarse.
Así que
hubo que recoger el hilo y la cometa fue bajando. A cada vuelta del ovillo,
pugnaba por volver al cielo, hasta que al fin se rindió. Louis se llevó debajo
del brazo a aquel enorme pajarraco de los ojos saltones y volvió a guardarlo en
el armario del garaje. Aquella noche, Gage tomó una cena enorme, a base de
perros calientes y alubias y, mientras Rachel le ponía el pelele para
acostarle, Louis se llevó aparte a Ellie y tuvo con ella una charla
confidencial sobre las consecuencias de dejar las canicas por ahí tiradas. En
otras circunstancias, tal vez hubiera acabado por gritarle, pues Ellie se ponía
muy soberbia —y hasta impertinente— cuando se le reprochaba algo. Era sólo su
forma de reaccionar a las críticas, pero ello no impedía que Louis perdiera los
estribos cuando la niña se extralimitaba o él estaba cansado.
Pero,
aquella noche, gracias a la cometa, estaba de muy buen humor y Ellie se mostró
razonable. Prometió tener más cuidado y luego bajó a ver la tele hasta las ocho
y media, una concesión del sábado por la noche a la que no hubiera renunciado
por nada del mundo. «En fin, asunto terminado y puede que hasta haya sido una
suerte», pensó Louis, sin sospechar que el peligro no estaba en las canicas, ni
en los resfriados, sino en un gran camión de la Orinco y en aquella
carretera..., tal como les advirtiera Jud Crandall un día de agosto.
* * *
Aquella
noche, Louis subió la escalera unos quince minutos después de que Rachel
acostara a Gage. Encontró al niño quieto en su cuna pero todavía despierto,
apurando un biberón y con los ojos fijos en el techo en actitud contemplativa.
Louis le
tomó un pie, lo levantó, le dio un beso y volvió a depositarlo en la cuna.
—Buenas
noches, Gage.
—Vuela la
cometa, papi.
—¡Cómo
volaba! ¿Eh? —dijo Louis y, sin saber por qué, sintió lágrimas en el fondo de
los ojos—. Hasta el cielo subió.
—Vuela la
cometa. Hasta el cielo.
Se puso
de lado, cerró los ojos y se durmió. Así, sin más.
Al salir
al pasillo, Louis miró atrás y vio brillar unos ojos amarillentos dentro del
armario de Gage. La puerta estaba entreabierta... sólo una rendija. Sintió que
el corazón se le subía a la garganta y torció los labios en una mueca. Abrió la
puerta del armario pensando no sabía qué.
(Zelda,
Zelda está en el armario, con la lengua ennegrecida asomando entre los labios)
Naturalmente,
era Church, el gato, que se había metido en el armario y al ver a Louis arqueó
el lomo y dio un bufido enseñando unos dientecitos como alfileres.
—Fuera de
ahí—susurró Louis.
Church
volvió a bufar y no se movió.
—Fuera he
dicho. —Louis agarró lo primero que le vino a mano del montón de juguetes de
Gage: una locomotora de plástico rojo que a aquella luz débil tenía el color
escarlata de la sangre coagulada, y amenazó con ella al animal. Church no sólo
se quedó donde estaba, sino que, además, volvió a bufar.
De
pronto, sin pensar, Louis arrojó el juguete al gato, y no para ahuyentarlo sino
apuntando a dar, furioso y asustado porque se hubiera escondido en el armario
del niño y, además, se negara a marcharse, como si tuviera derecho a estar
allí.
La
locomotora dio de lleno al animal que lanzó un maullido y huyó y, con su
acostumbrada agilidad, tropezó con la puerta y estuvo a punto de caer.
Gage se
movió, balbuceó, cambió de postura y volvió a quedarse quieto. Louis se sentía
un poco mareado. Tenía la frente empapada en sudor.
—¿Louis?
—preguntó Rachel desde abajo, alarmada—. ¿Se ha caído Gage de la cuna?
—No pasa
nada, cariño. Church, que tropezó con unos juguetes.
—¡Ah,
bien!
Louis
sentía la misma sensación que hubiera experimentado si, al entrar a ver a su
hijo, hubiera encontrado una serpiente deslizándose sobre él o una enorme rata
agazapada en el estante situado sobre la cuna. Quizá fuera algo irracional, y
quizá no. Pues, por supuesto que tenía que ser irracional. Pero cuando le bufó
de aquel modo desde dentro del armario...
(¿Zelda,
pensaste, Zelda, pensaste Ozz el Ggande y Teggible?)
Cerró la
puerta del armario, empujando con el pie varios juguetes. Escuchó el chasquido
del picaporte y, después de unos segundos de vacilación, echó el seguro. Louis
volvió a acercarse a la cuna. Gage, al moverse, se había bajado las mantas
hasta las rodillas. Louis volvió a arroparle con cuidado y se quedó largo rato
allí plantado, contemplando a su hijo.
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