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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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martes, 25 de junio de 2013

ANAM CARA - EL LIBRO DE LA SABIDURÍA CELTA


 

ANAM CARA


EL LIBRO

DE LA

SABIDURÍA

CELTA




JOHN O´DONOHUE






En memoria de mi padre,
Paddy O'Donohue, que labraba la piedra con poesía;
de mi tío Pete O'Donohue, que amaba las montañas;
y de mi tía Brigid. En memoria de John, Willie,
Mary y Ellie 0'Donohue,
emigrantes que ahora yacen en suelo estadounidense.


BEANNACHT
Para Josie

Que el día que el peso
se abata
sobre tus hombros
y tropieces,
baile el barro
para equilibrarte.
Y cuando tus ojos
se hielen detrás
de la ventana gris
y de ti se apodere
el espectro de lo perdido,
que una legión de colores,
índigo, rojo, verde
y azul heráldico
despierte en ti
un vergel deleitoso.
Cuando se gaste la lona
de la barca del pensamiento
y una mancha de océano
se forme debajo de ti,
surque las aguas
un largo sendero de luna
por donde volver sano y salvo.
Sea tuyo el alimento de la tierra,
sea tuya la claridad de la luz,
sea tuyo el fluir del océano
sea tuya la protección de los antepasados.
Y así, que un lento viento te envuelva
en estas palabras de amor,
un manto invisible para velar por tu vida.
Prólogo

Qué extraño es estar aquí. El misterio nunca te deja en paz. Detrás de tu cara, debajo de tus palabras, por encima de tus pensamientos, debajo de tu mente, acecha el silencio de otro mundo. Un mundo vive en tu interior. Nadie más puede darte noticia de este mundo interior. Cada cual es un artis­ta. Al abrir la boca sacamos sonidos de la montaña que hay debajo del alma. Esos sonidos son palabras. El mundo está lleno de palabras. Son muchos los que hablan al mismo tiempo, en voz alta o baja, en salones, en las calles, en la te­levisión, en la radio, en el papel, en los libros. El ruido de las palabras conserva para nosotros lo que llamamos «mun­do». Intercambiamos nuestros sonidos y formamos pau­tas, vaticinios, bendiciones y blasfemias. Nuestra tribu lin­güística cohesiona el mundo diariamente. Pero el hecho de pronunciar palabras revela que cada cual crea incesante­mente. Cada persona extrae sonidos del silencio y seduce lo invisible para que se haga visible.
Los humanos somos aquí unos recién llegados. Las ga­laxias del cíelo se alejan bailando hacia el infinito. Bajo nuestros pies hay tierra antigua. Fuimos bellamente for­mados con esta arcilla. Sin embargo, el guijarro más pe­queño es millones de años más viejo que nosotros. En tus pensamientos busca un eco el universo silencioso.
Un mundo ignoto anhela reflejarse. Las palabras son espejos indirectos que contienen tus pensamientos. Con­templas estas palabras-espejo y vislumbras significados, raíces y refugio. Detrás de su superficie brillante hay oscu­ridad y silencio. Las palabras son como el dios Jano, miran a la vez hacia dentro y hacia fuera.
Si nos volvemos adictos a lo exterior, nuestra inte­rioridad vendrá a acosarnos. Nos dominará la sed y nin­guna imagen, persona o acto podrá saciarla. Para estar completos, debemos ser fíeles a nuestra compleja vulnera­bilidad. Para conservar el equilibrio, debemos mantener unido lo interior y lo exterior, lo visible y lo invisible, lo co­nocido y lo desconocido, lo temporal y lo eterno, lo anti­guo y lo nuevo. Nadie puede afrontar esta misión por noso­tros. Cada cual es umbral, único e irrepetible, de un mundo interior. Esta integridad es santidad. Ser santo es ser natu­ral, acoger los mundos que encuentran equilibrio en ti. De­trás de la fachada de la imagen y la distracción, cada uno es un artista en este sentido primigenio e inexorable. Cada uno está condenado y tiene el privilegio de ser un artista interior que lleva consigo y da forma a un mundo único.
La presencia humana es un sacramento creativo y tur­bulento, un signo visible de la gracia invisible. No existe otro acceso a misterio tan íntimo y aterrador. La amistad es la gracia dulce que nos libera para afrontar esta aventura, reconocerla y habitarla. Este libro quiere ser un espejo indirecto donde vislumbrar la presencia y el poder de la amis­tad interior y exterior. La amistad es una fuerza creadora y subversiva. Asegura que la intimidad es la ley secreta de la vida y el universo. El viaje humano es un acto continuo de transfiguración. Afrontados con amistad, lo desconocido, lo anónimo, lo negativo y lo amenazante nos revelan poco a poco su secreta afinidad. El ser humano, en tanto que ar­tista, está siempre activo en esta revelación. La imagina­ción es la gran amiga de lo desconocido. Invoca y libera constantemente el poder de la posibilidad. Por consi­guiente, no se ha de reducir la amistad a una relación excluyente o sentimental; es una fuerza mucho más ex­tensa e intensa.
El pensamiento celta no era discursivo ni sistemáti­co. Pero en sus especulaciones líricas los celtas dieron ex­presión a la sublime unidad de la vida y la experiencia. El pensamiento celta no estaba lastrado por el dualismo. No dividía lo que propiamente ha de estar unido. La imagina­ción celta expresa la amistad interior que abarca como un todo la naturaleza, la divinidad, el mundo subterráneo y el mundo humano. El dualismo que separa lo visible de lo in­visible, el tiempo de la eternidad, lo humano de lo divino, les era ajeno. Su sentido de la amistad ontológica generaba un mundo empírico impregnado de una rica textura de alteridad, ambivalencia, simbolismo e imaginación. Para nuestra separación dolorosa, la posibilidad de esta amistad fecunda y unifícadora es el don de los celtas.
La concepción celta de la amistad encuentra su inspi­ración y plenitud en la sublime idea del anam cara. Anam es la palabra gaélica que significa «alma»; cara es «amigo». De manera que anam cara significa «alma gemela, amigo es­piritual e íntimo». Anam cara era una persona a quien uno podía revelar las intimidades ocultas de la vida. Esta amis­tad era un acto de reconocimiento y pertenencia. Cuando se tenía un anam cara, esa amistad trascendía todas las convenciones y categorías. Los amigos espirituales estaban unidos de una manera antigua y eterna. Inspirándonos en este concepto, en el capítulo 1 analizaremos la amistad interpersonal. La idea central es aquí el reconocimiento y el despertar de la antigua comunión que hace de los dos amigos uno. Puesto que el nacimiento del corazón humano es un proceso en curso, el amor es nacimiento continuo de creati­vidad en y entre nosotros. Exploraremos el anhelo en tanto que presencia de lo divino y el alma como casa del arraigo.
En el capítulo 2 esbozaremos una espiritualidad de la amistad con el cuerpo. El cuerpo es tu casa de arcilla, la úni­ca que tienes en el universo. El cuerpo está en el alma; este reconocimiento confiere al cuerpo una dignidad sagrada y mística. Los sentidos son antesalas de lo divino. La espiri­tualidad de los sentidos es la espiritualidad de la transfigu­ración.
En el capítulo 3, exploraremos el arte de la amistad in­terior. Cuando uno deja de temer a su soledad, una nueva creatividad despierta en su seno. La riqueza interior olvi­dada o descuidada empieza a revelarse. Uno vuelve a su casa interior y aprende a descansar en ella. Los pensamien­tos son los sentidos interiores. Infundidos de silencio y sole­dad, revelan el misterio del paisaje interior.
En el capítulo 4 reflexionaremos sobre el trabajo como poética del crecimiento. Lo invisible anhela volverse visible, expresarse en nuestras acciones. Éste es el deseo íntimo del trabajo. Cuando nuestra vida interior entabla amistad con el mundo exterior del trabajo, se despierta una nueva imaginación y se producen grandes cambios.
En el capítulo 5 contemplaremos nuestra amistad en el tiempo de las cosechas de la vida, la vejez. Explora­remos la memoria, el lugar donde nuestros días pasados se reúnen secretamente y reconocen que el corazón fer­voroso nunca envejece. El tiempo es eternidad que vive peligrosamente.
En el capítulo 6, indagaremos en nuestra amistad ine­xorable con el camarada primero y último, la muerte. Re­flexionaremos sobre la muerte como el camarada invisible que nos acompaña en el camino de la vida desde el nacimien­to. La muerte es la gran herida del universo, la raíz de todo miedo y negatividad. La amistad con nuestra muerte nos permitiría celebrar la eternidad del alma, que la muerte no puede tocar.
La imaginación celta amaba el círculo. Veía que el ritmo
de la experiencia, la naturaleza y la divinidad, seguía un ca­mino circular. La estructura de este libro así lo reconoce al seguir un ritmo circular. Comienza con la exploración de la amistad como despertar, luego indaga en los sentidos como puertas inmediatas y creativas. Así prepara el terreno para una evaluación positiva de la soledad, que a su vez busca expresarse en el mundo exterior del trabajo y la ac­ción. A medida que disminuye nuestra energía exterior, afrontamos la misión de envejecer y morir. Esta estructura sigue el círculo de la vida en su espiral hacia la muerte y tra­ta de echar luz sobre la profunda invitación que presenta.
Los capítulos giran en tomo al capítulo 7, mudo y ocul­to, que abarca el antiguo centro innominado del yo huma­no. Aquí reside lo indecible, lo inefable. Este libro quiere ser esencialmente una fenomenología de la amistad en for­ma lírico-especulativa. Se inspira en la metafísica lírica que subyace en la espiritualidad celta. Más que un análisis frag­mentario de datos sobre los celtas, es una amplia reflexión, una conversación interior con la imaginación celta que se propone exponer la filosofía y la espiritualidad de la amis­tad que la caracterizan.


EL MISTERIO DE LA AMISTAD
La luz es generosa
Si alguna vez te has encontrado al aire libre poco antes del alba, habrás observado que la hora más oscura de la noche es la que precede a la salida del sol. Las tinieblas se vuelven más oscuras y anónimas. Si nunca hubieras estado en el mundo ni sabido lo que era el día, jamás podrías imaginar cómo se disipa la oscuridad, cómo llega el misterio y el co­lor del nuevo día. La luz es increíblemente generosa, pero a la vez dulce. Si observas cómo llega el alba, verás cómo la luz seduce a las tinieblas. Los dedos de luz aparecen en el horizonte; sutil, gradualmente, retiran el manto de os­curidad que cubre el mundo. Tienes frente a ti el misterio del amanecer, del nuevo día. Emerson dijo: «Los días son dioses, pero nadie lo sospecha.» Una de las tragedias de la cultura moderna es que hemos perdido el contacto con estos umbrales primitivos de la naturaleza. La urbanización de la vida moderna nos apartó de esta afinidad fecunda con nuestra madre Tierra. Forjados desde la tierra, somos almas con forma de arcilla. Debemos latir al unísono con nuestra voz interior de arcilla, nuestro anhelo. Pero esta voz se ha vuelto inaudible en el mundo moderno. Al carecer de conciencia de lo que hemos perdido, el dolor de nuestro exilio espiritual es más intenso por ser en gran medida in­comprensible.
Durante la noche, el mundo descansa. Árboles, mon­tañas, campos y rostros son liberados de la prisión de la forma y la visibilidad. Al amparo de las tinieblas, cada cosa se refugia en su propia naturaleza. La oscuridad es la matriz antigua. La noche es el tiempo de la matriz. Nuestras almas salen a Jugar. La oscuridad todo lo absuelve; cesa la lucha por la identidad y la impresión. Descansamos durante la noche. El alba es un momento renovador, prometedor, lleno de posibilidades. A la luz nueva del amanecer reapa­recen bruscamente los elementos de la naturaleza: piedras, campos, ríos y animales. Así como la oscuridad trae descanso y liberación, el día significa despertar y renovación. Seres mediocres y distraídos, olvidamos que tenemos el privile­gio de vivir en un universo maravilloso. Cada día, el alba revela el misterio de este universo. No existe sorpresa ma­yor que el alba, que nos despierta a la presencia vasta de la naturaleza. El color maravillosamente sutil del universo se alza para envolverlo todo. Así lo expresa William Blake:
«Los colores son las heridas de la luz». Los colores destacan la perspectiva de nuestra presencia secreta en el cora­zón de la naturaleza.

El círculo celta del arraigo

En la poesía celta campean el color, la fuerza y la intensidad de la naturaleza. En sus bellos versos reconoce el viento, las flores, la rompiente de las olas sobre la tierra. La espiri­tualidad celta venera la luna y adora la fuerza vital del sol. Muchos antiguos dioses celtas estaban próximos a las fuentes de la fertilidad y el arraigo. Por ser un pueblo próxi­mo a la naturaleza, ésta era una presencia y una compañera. La naturaleza los alimentaba; con ella sentían su mayor arrai­go y afinidad. La poesía natural celta está imbuida de esta calidez, asombro y sentido del arraigo. Una de las oraciones celtas más antiguas se titula La coraza de San Patricio; su nom­bre más profundo es La brama del ciervo. No hay división en­tre la subjetividad y los elementos. A decir verdad, son las mismas fuerzas elementales las que dan forma y elevación a la subjetividad:
Amanezco hoy
por la fuerza del cielo, la luz del sol,
el resplandor de la luna,
el esplendor del fuego,
la velocidad del rayo,
la rapidez del viento,
la profundidad del mar,
la estabilidad de la tierra,
la firmeza de la roca.
Amanezco hoy
por la fuerza secreta de Dios que me guía.

En el mundo celta reman la inmediatez y el sentido del arraigo. Su mentalidad veneraba la luz. Su espiritualidad emerge como una nueva constelación para nuestra época. Estamos solos y perdidos en nuestra transparencia ham­brienta. Necesitamos con urgencia una luz nueva y dulce donde el alma encuentre refugio y revele su antiguo deseo de arraigo. Necesitamos una luz que haya conservado su afinidad con las tinieblas, porque somos hijos de las tinie­blas y de la luz.
Siempre estamos viajando de las tinieblas a la luz. Al principio somos hijos de las tinieblas. Tu cuerpo y tu cara se formaron en la benévola oscuridad. Viviste tus prime­ros nueve meses en las aguas oscuras del vientre de tu ma­dre. Tu nacimiento fue un viaje de la oscuridad hacia la luz. Durante toda tu vida, tu mente vive en la oscuridad de tu cuerpo. Cada uno de tus pensamientos es un instante fu­gaz, una chispa de luz que proviene de tu oscuridad inte­rior. El milagro del pensamiento es su presencia en el lado nocturno de tu alma; el resplandor del pensamiento nace en las tinieblas. Cada día es un viaje. Salimos de la noche al día. La creatividad nace en ese umbral primero donde la luz y las tinieblas se prueban y se bendicen entre sí. Sola­mente encuentras equilibrio en la vida cuando aprendes a confiar en el fluir de este ritmo antiguo. Asimismo, el año es un viaje con el mismo ritmo. Los celtas eran profunda­mente conscientes de la naturaleza circular de nuestro via­je. Salimos de la oscuridad del invierno a la promesa y la efervescencia de la primavera.
En definitiva, la luz es la madre de la vida. Donde no hay luz, no hay vida. Si el ángulo del Sol se apartara de la Tierra, desaparecería la vida humana, animal y vegetal que conocemos. El hielo cubriría la corteza. La luz es la presen­cia secreta de lo divino. Mantiene despierta la vida. Es una presencia nutricia. Despierta el calor y el color en la natura­leza. El alma despierta y vive en la luz. Nos ayuda a vislumbrar lo sagrado en lo profundo de nuestro ser. Cuando los seres humanos empezaron a buscar el significado de la vida, la luz se convirtió en una de las metáforas más vigorosas para expresar su eternidad y hondura. En la tradición occidental, como en la celta, se suele comparar el pensamiento con la luz. Se consideraba que el intelecto, en su luminosidad, era el asiento de lo divino en nuestro interior.
Cuando la mente humana empezó a explorar el si­guiente gran misterio de la vida, el del amor, también utili­zó la luz como metáfora de su poder y presencia. Cuando el amor despierta en tu vida, en la noche de tu corazón, es como un alba en tu interior. Donde había anonimato, hay intimidad; donde había miedo, hay coraje; donde reinaba la torpeza, juegan la gracia y el donaire; donde había aris­tas, ahora eres elegante y estás en sintonía con el ritmo de tu yo. Cuando el amor despierta en tu vida, es como un re­nacer, un comienzo nuevo.

El corazón humano nunca termina de nacer

Aunque el cuerpo humano nace íntegro en un instante, el corazón humano nunca termina de nacer. Es pando en cada vivencia de tu vida. Todo cuanto te sucede tiene el po­tencial de hacerte más profundo. Hace nacer en ti nuevos territorios del corazón. Patrick Kavanagh aprehende esta sensación de bendición del suceso: «Ensalza, ensalza, en­salza/lo que sucedió y lo que es». Uno de los sacramentos más bellos de la tradición cristiana es el bautismo, que sig­nifica ungir el corazón del niño. El bautismo viene de la tradición judía. Para los judíos, el corazón era el centro de todas las emociones. Se unge el corazón como órgano principal de la salud del niño, pero también como lugar donde anidarán sus sentimientos. La oración pide que el niño que acaba de nacer jamás quede atrapado, apresado o enredado en las falsas redes interiores del negativismo, el rencor o la autodestrucción. Con las bendiciones se aspi­ra a que el niño posea fluidez de sentimientos en su vida, que sus sentimientos fluyan libremente, transporten su alma hacia el mundo y recojan de éste alegría y paz.
Sobre el telón de fondo de la infinitud del cosmos y la profundidad hermética de la naturaleza, el rostro humano resplandece como icono de la intimidad. Es aquí, en este icono de la presencia humana, donde la divinidad creadora se acerca más a sí misma. El rostro humano es el icono de la creación. Cada persona posee a la vez un rostro interior, intuido pero jamás visto. El corazón es el rostro interior de tu vida. El .viaje humano trata de que este rostro sea bello. Es aquí donde el amor anida en tu seno. El amor es absolu­tamente vital para la vida humana. Porque sólo el amor puede despertar la divinidad en ti. En el amor creces y vuel­ves a ti mismo. Cuando aprendes a amar y a permitir que tu yo sea amado, vuelves a la casa de tu propio espíritu. Estás abrigado y a salvo. Alcanzas la integridad en la casa de tus anhelos y tu arraigo. Ese crecimiento y retomo a la casa es el beneficio inesperado del acto de amar a otro. El pri­mer paso del amor es prestar atención al otro, un acto ge­neroso de negación del propio yo. Paradójicamente, ésta es la condición que nos permite crecer.
Cuando despierta el alma, comienza la búsqueda y ja­más podrás volver atrás. A partir de ese momento se en­ciende en ti un anhelo especial que no permitirá que te entretengas en las estepas de la autocomplacencia y la reali­zación parcial. La eternidad te apremia. Eres reacio a per­mitir que un acomodo o la amenaza de un peligro te im­pida bregar para alcanzar la cima de la realización. Cuando se te abre este camino espiritual, puedes aportar al mun­do y a la vida de los demás una generosidad increíble. A ve­ces es fácil ser generoso hacia fuera, dar mientras se es taca­ño con uno mismo. Si eres generoso para dar, pero tacaño para recibir, pierdes el equilibrio de tu alma. Debes ser generoso con tu propio yo para recibir el amor que te ro­dea. Puedes sufrir la sed desesperante de ser amado. Puedes buscar durante largos años en lugares desiertos, muy lejos de ti. Sin embargo, en todo este tiempo, este amor está a centímetros de ti. Está en el borde de tu alma, pero has sido ciego a su presencia. Debido a una herida, una puerta del corazón se ha cerrado y eres incapaz de abrirla para recibir el amor. Debemos estar atentos para ser capaces de recibir. Boris Pasternak dijo: «Cuando un gran momento llama a la puerta de tu vida, a veces el ruido no es más fuerte que el latido de tu corazón y es muy fácil pasarlo por alto».
Es una extraña paradoja que el mundo ame el poder y la propiedad. Puedes ser un triunfador en este mundo, ser objeto de admiración universal, poseer vastas propiedades, una hermosa familia, triunfar en el trabajo y tener todo lo que el mundo puede dar, pero detrás de esa fachada puedes sentirte totalmente perdido y desdichado. Si tienes todo lo que el mundo puede ofrecerte, pero te falta amor, eres el más pobre de los pobres. Todo corazón humano tiene sed de amor. Si en tu corazón no anida la calidez del amor, no tienes nada que celebrar ni que disfrutar. Aunque seas in­dustrioso, competente, seguro de tí o respetado, no impor­ta lo que tú mismo o los demás piensen de ti, lo único que realmente anhelas es amor. No importa dónde estemos, qué o quiénes somos, en qué viaje estamos embarcados, to­dos necesitamos el amor.
Aristóteles dedica varias páginas de su Ética a reflexio­nar sobre la amistad. La basa en la idea de la bondad y la be­lleza. El amigo es el que desea el bien del otro. La amistad es la gracia que da calor y dulzura a la vida: «Nadie quiere vi­vir sin amigos, aunque no le falte nada más».

El amor es la naturaleza del alma

El alma necesita amor con tanta urgencia como el cuerpo necesita oxígeno. El alma alcanza su plenitud en la calidez del amor. Todas las posibilidades de tu destino humano duermen en tu alma. Existes para cumplir y honrar estas posibilidades. Cuando el amor entra en tu vida, las dimen­siones ignotas de tu destino despiertan, florecen y crecen. La posibilidad es el corazón secreto del tiempo. Sobre su superficie exterior, el tiempo es vulnerable a la transitoriedad. Cada día, triste o bello, se agota y se desvanece. En su corazón más profundo, el tiempo es transfiguración. Tiene en cuenta la posibilidad y se asegura de que nada se pier­da u olvide. Aquello que parece desvanecerse en su superfi­cie, en realidad se transfigura y aloja en el tabernáculo de la memoria. La posibilidad es el corazón secreto de la creati­vidad. Martín Heidegger habla de la «prioridad ontológica» de la posibilidad. En el nivel más profundo del ser, la posibilidad es la madre y a la vez el destino transfigurado de lo que llamamos hechos y sucesos. Este mundo callado y secreto de lo eterno es el alma. El amor es la naturaleza del alma. Cuando amamos y permitimos que se nos ame, ha­bitamos cada vez más el reino de lo eterno. El miedo se vuelve coraje, el vacío deviene plenitud y la distancia, inti­midad.
El amor es nuestra naturaleza más profunda; consciente o inconscientemente, todos buscamos el amor. Con fre­cuencia elegimos caminos falsos para satisfacer esta sed profunda. La concentración excesiva en nuestro trabajo, logros o búsqueda espiritual puede alejarnos de la presen­cia del amor. En la obra del alma, nuestras falsas urgencias pueden despistarnos por completo. Lejos de ir en busca del amor, sólo debemos quedamos quietos y esperar que el amor nos encuentre. Algunas de las palabras más bellas sobre el amor se encuentran en la Biblia. La epístola de san Pablo a los corintios es hermosísima: «El amor es sufrido, es benig­no; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor». Otro versículo de la Biblia dice: «El amor perfecto aleja el miedo».

Umbra nihili
En un universo vasto que a veces parece siniestro e indife­rente a nosotros, necesitamos la presencia y el abrigo del amor para transfigurar nuestra soledad. Esta soledad cós­mica es la raíz de nuestra soledad interior. Nuestra vida,  todo lo que hacemos, pensamos y sentimos está rodeado por la Nada. De ahí que sea tan fácil atemorizarnos. El Maestro Eckhart dice que la vida humana se encuentra  bajo la sombra de la Nada, sub umbra nihili. Sin embargo, el amor es la hermana del alma, su lenguaje más profundo y su presencia. En el amor, a través de su calor y creativi­dad, el alma nos protege de la desolación de la Nada. No podemos llenar nuestro vacío con objetos, posesiones o per­sonas. Debemos avanzar más profundamente en ese vacío para encontrar debajo de la Nada la llama del amor que nos aguarda para darnos calor.
Nadie puede herirte tan profundamente como tu ser amado. Cuando admites al Otro en tu vida, abres tus de­fensas. Aun después de años de convivencia, tu afecto y con­fianza pueden sufrir una decepción. La vida es peligro­samente imprevisible. La gente cambia, a veces de manera drástica y repentina. El resentimiento y el rencor desplazan el arraigo y el afecto. Toda amistad atraviesa en algún mo­mento el valle negro de la desesperación. Esto pone a prue­ba tu afecto en todos sus aspectos. Pierdes la atracción y la magia. El sentimiento mutuo se vuelve sombrío, la presen­cia hiere. Si eres capaz de atravesar este tiempo, tu amor puede emerger purificado, despojado de la falsedad y las carencias. Te llevará a otro terreno donde el afecto puede volver a crecer. A veces una amistad se echa a perder y las partes apuntan a sus centros de negativismo recíproco. Cuando se unen en el punto de carencia, es como si parie­ran un espectro dispuesto a devorar el último retazo de afecto entre los dos. Ambos son despojados de su esencia. Se vuelven impotentes, recíprocamente obsesionados. En­tonces son necesarios la oración profunda, mucha aten­ción y cuidados para reorientar las almas. El amor puede herirnos profundamente. Debemos tener mucho cuidado. El filo de la Nada corta hasta el hueso. Otros quieren amar, entregarse, pero les falta energía. Llevan en sus corazo­nes los cadáveres de antiguas relaciones, son adictos a las heridas como confirmación de su identidad. Cuando una amistad se reconoce como un don, permanecerá abierta a su propio terreno de bendición.
Cuando amas, abres tu vida a un Otro. Caen todas tus barreras. Tus distancias protectoras se derrumban. Esa perso­na recibe permiso absoluto para penetrar en el templo más profundo de tu espíritu. Tu presencia y tu vida pueden vol­verse terreno suyo. Se necesita mucho coraje para permitir semejante acercamiento. Puesto que el cuerpo habita en el alma, cuando permites semejante proximidad, dejas que el otro se vuelva parte de ti. En la afinidad sagrada del amor verdadero, dos almas se vuelven gemelas. El cascarón exte­rior y el contorno de la identidad se vuelven porosos. Se runden mutuamente.

El Anam cara
La tradición celta posee una hermosa concepción del amor y la amistad. Una de sus ideas fascinantes es la del amor del alma, que en gaélico antiguo es anam cara, «Anam» signi­fica «alma» en gaélico, y «cara» es «amistad». De manera que «anam-cara» en el mundo celta es el «amigo espiritual». En la iglesia celta primitiva se llamaba anam cara a un maestro, compañero o guía espiritual. Al principio era un confesor» a quien uno revelaba lo más íntimo y oculto de su vida. Al anam cara se le podía revelar el yo interior, la mente y el co­razón. Esta amistad era un acto de reconocimiento y arrai­go. Cuando uno tenía un anam cara, esa amistad trascen­día las convenciones, la moral y las categorías. Uno estaba unido de manera antigua y eterna con el amigo espiritual. Esta concepción celta no imponía al alma limitaciones de espacio ni tiempo. El alma no conoce jaulas. Es una luz divina que penetra en ti y en tu otro. Este nexo despertaba y fomenta­ba una camaradería profunda y especial. Juan Casiano dice en sus Colaciones que este vínculo entre amigos es indisolu­ble: «Esto, digo, es lo que no puede romper ningún azar, lo que no puede cortar ni destruir ninguna porción de tiem­po o de espacio; ni siquiera la muerte puede dividirlo».
En la vida todos tienen necesidad de un anam cara, un «amigo espiritual». En este amor eres comprendido tal como eres, sin máscaras ni pretensiones. El amor permite que nazca la comprensión, y ésta es un tesoro invalorable. Allí donde te comprenden está tu casa. La comprensión nutre la pertenencia y el arraigo. Sentirte comprendido es sentirte libre para proyectar tu yo sobre la confianza y protección del alma del otro. Pablo Neruda describe este reco­nocimiento en un bello verso: «Eres como nadie porque te amo». Este arte del amor revela la identidad especial y sa­grada de la otra persona. El amor es la única luz que puede leer realmente la firma secreta de la individualidad y el alma del otro. En el mundo original, sólo el amor es sabio, sólo él puede descifrar la identidad y el destino.
El anam cara es un don de Dios. La amistad es la natu­raleza de Dios. La idea cristiana de Dios como Trinidad es la más sublime expresión de la alteridad y la intimidad, un intercambio eterno de amistad. Esta perspectiva pone al descubierto el bello cumplimiento del anhelo de inmorta­lidad que palpitaba en las palabras de Jesús: «Os llamo amigos». Jesús, como hijo de Dios, es el primer Otro del universo; es el prisma de toda diferencia. Es el anam cara se­creto de todos los individuos. Con su amistad penetramos en la tierna belleza y en los afectos de la Trinidad. Al abra­zar esta amistad eterna nos atrevemos a ser libres. En toda la espiritualidad celta hay un hermoso motivo trinitario. Esta breve invocación lo refleja:
Los Tres Sacrosantos mi fortaleza son, que vengan y rodeen mi casa y mi fogón.
Por consiguiente, el amor no es sentimental. Por el contrario, es la forma más real y creativa de la presencia humana. El amor es el umbral donde lo divino y la presen­cia humana fluyen y refluyen hacia el otro.



La naturaleza sagrada de la intimidad
Nuestra cultura está obsesionada por el concepto de rela­ción. Todo el mundo habla de ello. Es un tema constante en la televisión, el cine y los medios de información. La tec­nología y los medios no unen el mundo. Pretenden crear un mundo unido por redes electrónicas, pero en realidad sólo ofrecen un mundo simulado de sombras. Por eso nuestro mundo humano se vuelve más anónimo y solita­rio. En un mundo donde el ordenador reemplaza el en­cuentro entre seres humanos y la psicología reemplaza a la religión, no es casual que exista semejante obsesión por las relaciones. Desgraciadamente, el término mismo se ha con­vertido en un centro vacío en torno del cual nuestra sed so­litaria anda hurgando en busca de calor y comunión. El lenguaje público de la intimidad es en gran medida hue­co y sus repeticiones incesantes suelen delatar la falta total de aquélla. La verdadera intimidad es una vivencia sagrada. Jamás exhibe su confianza y comunión secretas ante el ojo escopófilo de una cultura de neón. La intimidad verdadera es propia del alma, y el alma es discreta.
La Biblia dice que nadie puede vivir después de ver a Dios. Extrapolando esto, podría decirse que nadie puede vivir después de verse a sí mismo. A lo sumo se puede in­tuir la propia alma. Se pueden vislumbrar su luz, colores y contornos. Experimentar la inspiración de sus posibilida­des y la maravilla de sus misterios. En la tradición celta, y en especial en la lengua gaélica, existe una fina intuición de que el acercamiento a otra persona debe encarnar un acto sa­grado. En gaélico no existe nuestro «hola». Cuando uno se encuentra con otro, se intercambian bendiciones. Uno dice:
Día dhuit, «Dios sea contigo». El otro responde: Día is Muire dhuit, «Dios y María sean contigo». Cuando se separan, uno dice: Go gcumhdai Dia thu, «Que Dios venga en tu ayuda», o Gogcoinne Día thu, «Dios te guarde». El rito del encuen­tro comienza y termina con bendiciones. A lo largo de una conversación en gaélico se reconoce explícitamente la presencia divina en el otro. Este reconocimiento también está plasmado en antiguos dichos, tales como «la mano del forastero es la mano de Dios». La llegada del forastero no es casual; trae un don y un esclarecimiento particulares.


El misterio del acercamiento

Desde hace años tengo ganas de escribir un cuento sobre un mundo en el cual cada uno conocería a una sola persona durante toda su vida. Lógicamente, para dibujar ese mun­do, este postulado debería prescindir de consideraciones biológicas. Uno tendría que guardar años de silencio ante el misterio de la presencia en el Otro, antes de poder acer­carse. En toda su vida uno no encontraría más que un par de personas a lo sumo. Esta idea adquiere mayor realidad si uno pasa revista a su vida y distingue los amigos de los co­nocidos. No son lo mismo. La amistad es un vínculo más profundo y sagrado. Shakespeare lo dice con una frase muy bella: «Los amigos que tienes y su atención probada, sujé­talos a tu alma con argollas de acero.» Un amigo es un teso­ro increíblemente valioso. Es un ser amado que despierta tu vida para liberar las posibilidades salvajes que hay en ti.
Irlanda es un país de ruinas. Las ruinas no están vacías. Son lugares sagrados que rebosan de presencias. Un amigo mío, sacerdote en Conamara, pensaba construir una playa de estacionamiento junto a su iglesia. Cerca había una rui­na, abandonada desde hacía cincuenta o sesenta años. Fue a ver al hombre cuya familia había vivido allí años antes y le pidió que le cediera las piedras para los cimientos. El hom­bre se negó. Cuando el sacerdote preguntó por qué, respon­dió: Ceard a dheanfadh anamacha mo mhuinitire ansin?, es decir, «¿qué sería de las almas de mis antepasados?». Que­ría decir que incluso en unas ruinas largamente abandona­das, las almas de quienes las habían habitado poseían una afinidad y apego particulares al lugar. La vida y pasión de una persona dejan su impronta en el éter. El amor no per­manece enclaustrado en el corazón, sino que sale a cons­truir tabernáculos secretos en el paisaje.
Diarmad y Gráinne
Por toda Irlanda se ven bellas piedras llamadas dólmenes. Se trata de dos enormes bloques de piedra caliza colocadas paralelamente. Sobre ellas se pone otra a manera de techo. La tradición celta las llama leaba Dhiarmada agus Gráinne, es decir, «cama de Diarmad y Gráinne». Dice la leyenda que Gráinne era la compañera de un jefe de los Fianna, los viejos soldados celtas. Se enamoró de Diarmad, los dos hu­yeron y los fianna los persiguieron por todo el país. Los animales les daban refugio, y personas sabias les daban consejos para eludir a sus perseguidores. Se les dijo que no debían pasar más de dos noches en un lugar. Pero se decía que donde se detenían a descansar, Diarmad construía un dolmen para su amada. Las investigaciones arqueológicas han revelado que eran las tumbas de los jefes. La leyenda es más interesante y vibrante. Es una bella imagen de la sensa­ción de impotencia que suele acompañar al amor. Cuando uno se enamora, se desvanecen el sentido común, la raciona­lidad y la personalidad seria, discreta y respetable. Uno vuelve a ser adolescente; hay un fuego nuevo en su vida. Uno está revitalizado. Cuando no hay pasión, el alma está dormida o au­sente. Cuando la pasión despierta, el alma vuelve a ser Jo­ven y libre, vuelve a danzar. La vieja leyenda celta nos muestra el poder del amor y la energía de la pasión. Uno de los poe­mas más elocuentes sobre la transfiguración de la vida por este anhelo es el Anhelo dichoso de Goethe:
No se lo digáis a nadie, sino tan sólo a los sabios, que el vulgo siempre propende a la burla y el sarcasmo;
pero al que ansía consumirse en la llama, yo lo alabo. En el frescor de las noches amorosas, en el trueque plácido de las caricias, al ver la vela que esplende y el cuarto alumbra tranquila, un extraño sentimiento más de una vez te acomete. No quisieras seguir preso en la sombra y las tinieblas, y de una vida más alta un ansia sientes violenta. Para ti no hay ya distancias: suelto y libre alzas el vuelo hacia la llama, y al fin, igual que la mariposa, en ella abrasas tu cuerpo. Que mientras en ti cumplido no veas el «¡Muere y transfórmate!», serás en la oscura tierra no más que un huésped borroso que vaga entre las tinieblas.
(Trad. de R. Cansinos Asséns)
El poema expresa la maravillosa fuerza espiritual que es el centro del anhelo y sugiere la gran vitalidad oculta en él. Cuando uno cede a la pasión creativa, ésta lo transporta a los umbrales últimos de la transfiguración y la renovación. Este crecimiento causa dolor, pero es dolor sagrado. Hu­biera sido mucho más trágico evitar cautelosamente estas profundidades para quedar anclado en la superficie lustro­sa de la banalidad.


El amor como reconocimiento antiguo
La verdadera amistad o el amor no se fabrican ni conquis­tan. La amistad siempre es un acto de reconocimiento. Esta metáfora se puede hundir en la naturaleza arcillosa del cuerpo humano. Cuando encuentras a la persona que amas, un acto de reconocimiento antiguo os reúne. Es como si millones de años antes de que la naturaleza rompiera su si­lencio, su arcilla y la tuya yacieran juntas. Luego, en el ciclo de las estaciones, esa arcilla única se dividió y separó. Cada uno se alzó como formas individuales de arcilla que aloja­ban su individualidad y destino. Sin saberlo, vuestras me­morias secretas lloraban la ausencia mutua. Mientras vues­tros seres de arcilla deambulaban durante miles de años por el universo, el anhelo del otro nunca decayó. Esta me­táfora permite explicar cómo se reconocen súbitamente dos almas en el momento de la amistad. Puede ser un en­cuentro en la calle, en una fiesta, en una conferencia, una presentación banal, y en ese momento se produce el rayo del reconocimiento que enciende las brasas de la afinidad. Se produce un despertar, una sensación de conocimiento antiguo. Entráis. Habéis regresado a casa por fin.
En la tradición clásica esto encuentra una expresión maravillosa en el Simposio, mágico diálogo de Platón so­bre la naturaleza del amor. Platón vuelve al mito de que en el principio los humanos no eran individuos singula­res. Cada persona era dos seres en uno. Luego se separaron; por consiguiente, uno pasa la vida buscando su otra mitad. Al encontrarse, se descubren por medio de este acto de reconocimiento. En la amistad se cierra un círculo antiguo. Lo que hay de antiguo entre ambos os cuidará, abrigará y unirá. Cuando dos personas se enamoran, pasan de la so­ledad del exilio a la casa única de su comunión. En las bodas corresponde reconocer la grada del destino que per­mitió el encuentro de estas dos personas. Cada una reconoció en la otra a aquella en la cual su corazón encontraría refu­gio. El amor jamás debe ser una carga, porque hay algo más entre ambos que la presencia mutua.


El círculo de comunión

Para reflejar esto se necesita una palabra más vibrante que la tan trillada «relación». Las frases como «se cierra un círculo antiguo» y «un anhelo antiguo despierta y toma conciencia de sí» ayudan a revelar el significado profundo y el misterio del encuentro. Expresan en el lenguaje sacro del alma la unicidad y la intimidad del amor. Cuando dos personas se aman, se genera una tercera fuerza entre ellas. Una amistad interrumpida no siempre se restaura con horas interminables de análisis y consejos. Es necesario modificar el ritmo de los encuentros y reanudar el contactó con la antigua comunión que los reunió. Esta antigua afi­nidad os mantendrá unidos si invocáis su poder y su pre­sencia. Dos personas realmente despiertas habitan un círculo de comunión. Han despertado una fuerza más an­tigua que los envolverá y abrigará.
La amistad exige que se la alimente. La gente suele de­dicar su atención principalmente a los hechos de la vida, su situación, trabajo y categoría social. Vuelcan sus mayores energías al hacer. El Maestro Eckhart escribió bellas pala­bras sobre esta tentación. Según él, muchas personas se preguntan dónde deberían estar y qué deberían hacer, cuando en realidad deberían preocuparse por cómo ser. El amor es el lugar de mayor ternura en tu vida. En una cultura preocupada por las rigideces y definiciones nítidas, y que por consiguiente le exaspera el misterio, es difícil sus­traerse a la transparencia de la luz falsa para entrar en el te­nue resplandor del mundo del alma. Acaso la luz del alma es como la de Rembrandt, esa luz rojiza, dorada, que carac­teriza su obra. Esta luz crea una sensación de volumen y sustancia en las figuras sobre las cuales derrama su suave resplandor.

El kaliyana mitra

La tradición budista concibe la amistad según la bella idea del kaliyana mitra, el «amigo noble». Tu kaliyana mitra, le­jos de admitir tus pretensiones, te obligará, con dulzura y mucha firmeza, a afrontar tu ceguera. Nadie puede ver su vida íntegramente. Así como la retina del ojo tiene un pun­to ciego, el alma tiene un lado ciego que no puedes ver. Por eso dependes del ser amado, que ve lo que tú no puedes ver. Tu kaliyana mitra es el complemento benigno e indis­pensable de tu visión. Semejante amistad es creativa y críti­ca; está dispuesta a recorrer territorios escabrosos y acci­dentados de contradicción y sufrimiento.
Uno de los anhelos más profundos del alma humana es el de ser visto. En el antiguo mito, Narciso ve su cara re­flejada en el agua y queda obsesionado por ella. Desgracia­damente, no hay espejo en el que puedas ver el reflejo de tu alma. Ni siquiera puedes verte de cuerpo entero. Si miras detrás de ti, pierdes de vista el frente. Tu yo jamás te verá ínte­gramente. Aquel que amas, tu anam cara, tu alma gemela, es el espejo más fiel de tu alma. La intregridad y la claridad de la amistad verdadera dibuja el contorno real de tu espíritu. Es hermoso contar con semejante presencia en tu vida.

El alma como eco divino

Tanto amor y comunión están a nuestro alcance porque el alma contiene el eco de una intimidad primordial. Cuando hablan de cosas primordiales, los alemanes emplean el tér­mino ursprungliche Dinge: «cosas originales». Hay una Ur-Intimitat in der Seele, es decir, «una intimidad primordial en el alma»; este eco está en todos. El alma no se inventó a sí misma. Es una presencia del mundo divino, donde la inti­midad no tiene límites ni barreras.
No puedes amar a otro si no estás empeñado al mismo tiempo en la obra espiritual, hermosa pero difícil, de aprender a amarte a tí mismo. Cada uno de nosotros tiene al nivel del alma un manantial enriquecedor de amor. En otras palabras, no necesitas buscar fuera de ti el significado del amor. Esto no es egoísmo ni narcisismo, obsesiones ne­gativas sobre la necesidad de ser amado. Por el contrario, es el manantial del amor en el corazón. Por su necesidad de amor, las personas que llevan una vida solitaria suelen tro­pezar con este gran manantial interior. Aprenden a despertar con sus murmullos la profunda fuente interior de amor. No se trata de obligarte a amarte a ti mismo, sino de ser re­servado, de incitar a ese manantial de amor que constituye tu naturaleza más profunda a surcar toda tu vida. Cuando esto sucede, la tierra endurecida de tu interior vuelve a ablandarse. La falta de amor lo endurece todo. No hay mayor so­ledad en el mundo que la del que se ha vuelto duro o frío. El resentimiento y la frialdad son la derrota final.
Si descubres que te has endurecido, uno de los dones que debes otorgarte es el del manantial interior. Incita a esta fuente interior a que se libere. Remueve el sarro dentro de ti a fin de que poco a poco, en una bella osmosis esas aguas nutricias penetren e inunden la arcilla endurecida de tu cora­zón. Donde antes había tierra dura, yerma, impermeable, muerta, ahora hay crecimiento, color, nutrición y vida que fluyen del hermoso manantial del amor. Ésta es una de las formas más fecundas de transfigurar la negatividad que hay en nosotros.
Se te envía aquí a aprender a amar y recibir amor. El mayor don que el nuevo amor trae a tu vida es el despertar del amor oculto en tu interior. Te vuelve independiente. Ahora puedes acercarte al otro, no por necesidad ni con el aparato agotador de la proyección, sino por auténtica inti­midad, afinidad y comunión. Es una liberación. El amor debería liberarte. Te liberas de esa necesidad ávida y abra­sadora que te impulsa continuamente a buscar afirmación, respeto y significación en cosas y personas fuera de ti. Ser santo es hallar la propia patria, poder descansar en esa casa de comunión y arraigo que llamamos alma.

El manantial de amor interior

Puedes buscar el amor en lugares remotos y yermos. Es un gran consuelo saber que hay un manantial de amor dentro de ti. Si confías en que ese manantial existe, podrás incitarlo a despertar. El siguiente ejercido podría ayudarte a adquirir conciencia de que eres capaz de hacerlo. Cuando estés a so­las o tengas un intervalo, concéntrate en el manantial en la raíz de tu alma. Imagina ese caudal nutricio de comunión, sosiego, paz y alegría. Con tu imaginación visual, siente cómo las aguas refrescantes penetran en la tierra árida de ese lado desatendido de tu corazón. Es bueno imaginarlo momentos antes de dormir. Así, durante la noche, serás bañado constantemente por ese caudal fecundo de comu­nión. Al despertar, al alba, sentirás tu espíritu bañado de un gozo bello y sereno.
Una de las cosas más valiosas que debes conservar en la amistad y el amor es tu propia diferencia. Lo que suele su­ceder dentro de un círculo de amor es que uno tiende a imitar al otro o a imaginarse recreado a su semejanza. Si bien esto puede ser indicio de un deseo de entrega total, es a la vez destructivo y peligroso. Conocí a un anciano en una isla frente a la costa occidental de Irlanda. Tenía un hobby pe­culiar. Coleccionaba fotos de parejas de recién casados. Luego obtenía una foto de la misma pareja diez años des­pués. Con ésta demostraba cómo un miembro de la pareja empezaba a parecerse al otro. En las relaciones suele aparecer una fuerza homogeneizante sutil y perniciosa. Lo irónico es que la atracción entre las personas suele de­berse a las diferencias. Por eso es necesario conservar y ali­mentarlas.
El amor es también una fuerza luminosa y nutricia que te libera para que habites plenamente tu diferencia. No hay que imitarse mutuamente ni mostrarse defensivo o protector en presencia del otro. El amor debe alentarte y liberarte para que realices plenamente tu potencial.
Para conservar tu diferencia en el amor, debes darle mucho espacio a tu alma. Es interesante notar que en hebreo, una de las primeras palabras que significa salvación tam­bién significa espacio. Si naciste en una granja, sabes que el espacio es vital, sobre todo para sembrar. Si plantas dos ár­boles muy juntos, se ahogarán mutuamente. Lo que crece necesita espacio. Dice Khalil Gibran: «Que haya espacio en vuestra unión.» El espacio permite que esa diferencia que eres Tú encuentre su propio ritmo y contorno. Yeats habla de «un pequeño espacio para que lo colme el aliento de la rosa». Una de las bellas áreas del amor donde el espacio es más hermoso es el acto del amor. El amado es aquel a quien puedes dar tus sentidos en la plenitud del gozo, sabien­do que los acogerá con ternura. Puesto que el cuerpo está dentro del alma, ésta lo baña con su luz, suave y sagrada. Hacer el amor con alguien no debe ser un acto pura­mente físico o de liberación mecánica. Debe abarcar la raíz espiritual que despierta cuando penetras en el alma de otra persona.
El alma es lo más íntimo de una persona. La conoces antes de conocer su cuerpo. Cuando alma y cuerpo son uno, penetras en el mundo del otro. Si uno pudiera corres­ponder de manera tierna y reverente a la hondura y belleza de ese encuentro, extendería hasta lo indecible las posibili­dades de gozo y éxtasis del acto de amor. Esto liberaría en ambos el manantial interior del amor más profundo. Los reuniría externamente con la tercera fuerza de luz, el círcu­lo antiguo, lo primero que une las dos almas.



La transfiguración de los sentidos
Los místicos son los más fiables en el campo del amor sen­sual. En sus escritos está implícita una luminosa teología de la sensualidad. Jamás preconizan la negación de los sen­tidos, sino su transfiguración. Los místicos reconocen que existe cierta gravedad o lado tenebroso de eros y que a ve­ces predomina. La luz del alma puede transfigurar esta ten­dencia y aportar a ella equilibrio y aplomo. La belleza de las reflexiones místicas sobre eros nos recuerda que éste es en última instancia la energía de la creatividad divina. En la transfiguración de lo sensual, el frenesí de eros y la alegría del alma entran en lírica armonía.
La Irlanda moderna ha debido recorrer un camino complejo y tortuoso para reconocer y aceptar a eros. La an­tigua tradición irlandesa reconocía el poder de eros y el amor erótico con maravillosa vitalidad. Una de sus expre­siones más interesantes es el poema de Brian Merriman ti­tulado Cúirt an Mheáin Oidhce, «El patio a medianoche», del siglo XVIII. Largos fragmentos del poema están escritos desde el punto de vista de la mujer. Es un enfoque feminis­ta y libérrimo. Habla la mujer:
No soy gorda y maciza como una campana. Labios para besar, dientes para sonreír, piel lozana y frente lustrosa, tengo ojos azules y una cabellera espesa que se me enrosca en el cuello; un hombre que busca esposa tiene aquí un rostro que guardará de por vida; mano, brazo, cuello y pecho, a cual más apreciado; ¡mira qué cintura! Mis piernas son largas flexibles como sauces, ligeras y fuertes.
Este larguísimo poema es una celebración impúdica de lo erótico. No la atraviesa el lenguaje frecuentemente negativo de la moral que trata de dividir la sexualidad en pura e impura. En todo caso, estos términos están de más, tratándose de criaturas de arcilla. ¿Cómo puede existir se­mejante pureza en una criatura de arcilla? Ésta es siempre una mezcla de luz y tinieblas. La belleza de eros reside en sus umbrales de pasión donde se encuentran la luz y las ti­nieblas en el interior de la persona. Tenemos que re-imaginar a Dios como la energía del eros transfigurador, fuente de toda creatividad.
Pablo Neruda ha escrito algunos de los más bellos ver­sos de amor. Dice: «Te traeré flores felices de las montañas, campanillas, oscuros avellanos y canastas rústicas de besos./ Quiero hacer contigo lo que la primavera hace con los ce­rezos». Es un pensamiento muy hermoso; revela que el amor es el despertar de la primavera en la cara de arcilla del cora­zón. Yeats también escribió bellos poemas de amor, versos que dicen: «Pero un hombre amó tu alma peregrina/y amó los pesares de tu rostro cambiante». Estos poemas mues­tran un reconocimiento de las raíces profundas y la presen­cia en el amado. El amor te ayuda a ver la naturaleza singu­lar y especial del Otro.

El don herido

Uno de los grandes poderes del amor es el equilibrio, que nos ayuda a alcanzar la transfiguración. Cuando dos per­sonas se unen, un círculo antiguo se cierra en tomo de ellos. Asimismo, no llegan a la unión con manos vacías, sino repletas de obsequios. Con frecuencia éstos donde están heri­dos; entonces despierta la dimensión curativa del amor. Cuando amas de verdad a otro, lo baña la luz de tu alma. La naturaleza nos enseña que la luz del sol hace crecer todas las cosas. Si contemplas las flores en un alba de primavera, verás que están cerradas. Cuando las toca el sol, se abren confiadas y se entregan a la nueva luz.
Cuando amas a una persona que está muy herida, una de las peores cosas que puedes hacer es convertir su dolor en objeto de discusión. En estos casos, una extraña diná­mica despierta en el alma. Se vuelve un hábito, una pauta re­currente. Con frecuencia conviene reconocer la presencia de la herida, pero alejarse de ella. Cada vez que tengas la oportunidad, báñala con la suave luz del alma. Recuerda que existen mentes antiguas de renovación en el círculo que los une. El destino de tu amor jamás depende solamente de los recursos frágiles de las subjetividades de ambos. Puedes invocar el poder curativo de la tercera fuerza lumi­nosa entre ambos; ésta puede aportar perdón, consuelo y cu­ración en tiempos escabrosos.
Cuando amas a alguien, es destructivo raspar obsesi­vamente la arcilla de tu arraigo. Es conveniente no interfe­rir en tu amor. Dos personas que se aman jamás deben sen­tirse obligadas a explicar su amor a un tercero o el porqué de su unión. Su comunión es un lugar secreta Sus Almas conocen el secreto de su unión; deben confiar en ella. Si interfieres constantemente en tu conexión con el otro, con tu amante o tu anam cara, poco a poco provocas una distancia entre los dos. Thom Gunn ha escrito un bonito epigrama de dos líneas que se titula Jamesian, por el nombre de Henry James, el más preciso y sutil de los novelistas. Sus descripciones constan de finísimos matices e infinitos puntos de vista. Un análisis tan puntilloso puede volverse obsesivo, hasta el punto de destruir la presencia lírica del amor.

Su relación consistía
en discutir si existía.
Si enfocas constantemente la luz de neón del análisis y la rendición de cuentas hacia el tejido blando de tu arraigo, éste se volverá reseco y estéril.
Toda persona debería dar gracias por el amor desper­tado en su ser. Cuando sientes amor por la persona amada y el de la persona amada por tí, deberías buscar ocasiones para ofrecer ese calor como una bendición para los atribu­lados y faltos de amor. Envía ese amor al mundo, a los de­sesperados, a los que padecen hambre, a los que están encerrados en prisión, en hospitales y en todas las circunstan­cias brutales de las vidas desoladas y torturadas. Cuando compartes esa riqueza de tu amor, éste llega a otros. En él reside la mayor fuerza de la oración.
En el reino del amor no hay competencia

La oración es el acto y la presencia de irradiar la luz de la riqueza de tu amor hacia otros para curarlos, liberarlos y ben­decirlos. Si hay amor en tu vida, compártelo espiritualmente con los que se ven arrojados al borde mismo de la vida. La tradición celta sostiene que si proyectas la bondad que hay en ti o si compartes lo que hay en ti de bueno o feliz, te será devuelto multiplicado por diez mil. En el reino del amor no existe la competencia; no hay posesividad ni control. Cuanto más amor entregas, más tendrás. Aquí se recuerda la idea de Dante, de que el ritmo secreto del universo es el rit­mo del amor que mueve las estrellas y los planetas.

Bendición de la amistad

Ojalá tengas buenos amigos.
Que aprendas a ser buen amigo de ti mismo.
Que puedas llegar a ese lugar de tu alma donde residen un gran amor, calor, afecto y perdón.
Que esto te cambie.
Que transfigure todo lo que hay de negativo, distante o frío en ti.
Que te transporte a la verdadera pasión, familia y afinidad de la comunión.                           
Que atesores a tus amigos.
Que seas bueno con ellos y estés allí cuando te necesiten; que te den todas las bendiciones, estímulos, verdad y luz que necesi­tes para el viaje.
Que nunca estés solo.
Que estés siempre en el nido amable de la comunión con tu anam cara.


2
HACIA UNA ESPIRITUALIDAD DE LOS SENTIDOS
La cara es el icono de la creación
El paisaje es el primogénito de la creación. Existía cientos de millones de años antes de que aparecieran las flores, los animales o el ser humano. Estaba aquí por su cuenta. Es la presencia más antigua en el mundo, aunque necesita una presencia humana que lo reconozca. Cabe imaginar que los océanos enmudecieron y los vientos se sosegaron cuando apareció el primer rostro humano sobre la Tierra; es lo más asombroso de la creación. En el rostro humano el universo anónimo adquiere intimidad. El sueño de los vientos y los océanos, el silencio de las estrellas y las montañas alcanza­ron una presencia materna en la cara. Aquí se expresa el calor secreto, oculto de la creación. La cara es el icono de la creación. En la mente humana, el universo entra en resonancia consigo mismo. La cara es el espejo de la mente. En el ser humano, la creación encuentra la respuesta a su muda súplica de intimidad. En el espejo de la mente la difusa e interminable naturaleza puede contemplarse.
La cara humana es un milagro artístico. En esa superfi­cie pequeña se puede expresar una variedad e intensidad increíble de presencia. No existen dos rostros idénticos. En cada uno hay una variación particular de presencia. Cuan­do amas a otro, durante una separación prolongada es her­moso recibir una carta, una llamada telefónica o intuir la presencia de la persona amada. Pero es más profunda la emo­ción del regreso, porque ver el rostro amado es entonces una fiesta. En ese rostro ves la intensidad y la profundidad de la presencia amorosa que te contempla y viene a tu en­cuentro. Es hermoso volver a verte. En África ciertos saludos significan «te veo». En Conamara, la expresión empleada para decirle a alguien que es admirado o popular es: Tá agaidh an phobail ort, es decir, «el rostro del pueblo se vuel­ve hacia ti».
Cuando vives en el silencio y la soledad del campo, las ciudades te sobresaltan. Hay muchas caras en ellas: rostros extraños que pasan rápida e intensamente. Cuando los mi­ras, ves la imagen de la intimidad particular de su vida. En cierto sentido, la cara es el icono del cuerpo, el lugar donde se manifiesta el mundo interior de la persona. El rostro hu­mano es la autobiografía sutil pero visual de cada persona. Por más que ocultes la historia recóndita de tu vida, jamás podrás esconder tu cara. Ésta revela el alma; es el lugar donde la divinidad de la vida interior encuentra su eco e imagen. Cuando contemplas un rostro, miras en lo pro­fundo de una vida.

La santidad de la mirada

En Sudamérica, un periodista amigo mío conoció a un vie­jo jefe indígena a quien quería entrevistar. El jefe accedió con la condición de que previamente pasaran algún tiem­po juntos. El periodista dio por sentado que tendrían una conversación normal. Pero el jefe se apartó con él y lo miró a los ojos, largamente y en silencio. Al principio, mi amigo sintió terror: le parecía que su vida estaba totalmente ex­puesta a la mirada y el silencio de un extraño. Después, el periodista empezó a profundizar su propia mirada. Así se contemplaron durante más de dos horas. Al cabo de ese tiempo, era como si se hubieran conocido toda la vida. La entrevista era innecesaria. En cierto sentido, mirar la cara de otro es penetrar a lo más profundo de su vida.
Con mucha ligereza damos por sentado que comparti­mos un solo mundo con los demás. Es verdad que en el ni­vel subjetivo habitamos el mismo espacio físico que los de­más seres humanos; después de todo, el cielo es la única constante visual de nuestra percepción. Pero este mundo exterior no permite el acceso al mundo interior del indivi­duo. En un nivel más profundo, cada uno es custodio de un mundo privado, individual. A veces nuestras creencias, opiniones y pensamientos son un medio para consolarnos con la idea de que no sobrellevamos el peso de un mundo interior singular. Nos complace fingir que pertenecemos al mismo mundo, pero estamos más solos de lo que pensa­mos. Esta soledad no se debe exclusivamente a las dife­rencias entre nosotros; deriva del hecho de que cada uno está alojado en un cuerpo distinto. La idea de la vida humana alojada en un cuerpo es fascinante. Por ejemplo, quien te visita en tu casa, se hace presente corporalmente. Trae a tu casa su mundo interior, sus vivencias y memoria a través del vehículo de su cuerpo. Mientras dura la visita, su vida no esta en otra parte; está totalmente allí contigo, frente a ti, buscándote. Al finalizar la visita, su cuerpo se endereza y se aleja llevando consigo ese mundo oculto. La conciencia de ello ilumina el acto de hacer el amor. No son sólo dos cuerpos, sino dos mundos que se unen; se rodean e inter-penetran. Somos capaces de generar belleza, gozo y amor debido a este mundo infinito e ignoto en nuestro interior.

La infinitud de tu interioridad

La persona humana es un umbral donde se encuentran muchas infinitudes: la del espacio que se extiende hasta los confines del cosmos; la del tiempo que se remonta a miles de millones de años; la del microcosmos, acaso una mota en tu pulgar que contiene un cosmos interior, tan pequeño que es invisible para el ojo. La infinitud en lo microscópico es tan deslumbrante como la del cosmos. Sin embargo, la que acosa a todos y que nadie puede suprimir, es la de la pro­pia interioridad. Detrás de cada rostro humano se oculta un mundo. En algunos se hace visible la vulnerabilidad de haber conocido esa profundidad oculta. Cuando miras ciertas caras, ves aflorar la turbulencia del infinito. Ese mo­mento puede producirse en la mirada de un extraño o duran­te una conversación con un conocido. Bruscamente, sin intención ni conciencia de ello, la mirada se vuelve vehículo de una presencia interior primordial. Dura un segundo, pero en ese brevísimo ínterin, aflora algo más que la perso­na. Otra infinitud, aún no nata, empieza a asomar. Te sientes contemplado desde la insondable eternidad. Esa infinitud que te mira viene de un tiempo antiguo. No podemos ais­lamos de lo eterno. Inesperadamente nos mira y nos pertur­ba desde las súbitas oquedades de nuestra vida rígida. Una amiga aficionada a los encajes suele decirme que la belle­za de estos adornos reside en los agujeros. Nuestra experien­cia tiene la estructura de un encaje.
El rostro humano es el portador y el punto de exposi­ción del misterio de la vida individual. Desde allí, el mundo privado, interior de la persona se proyecta al mundo anó­nimo. Es el lugar de encuentro de dos territorios ignotos: la infinitud del mundo exterior y el mundo interior inexplo­rado al que sólo tiene acceso el individuo. Éste es el mundo nocturno que yace detrás de la luminosidad de la faz. La sonrisa de un rostro es una sorpresa o una luz. Cuando aflora una sonrisa, es como si súbitamente se iluminara la noche interior del mundo oculto. Heidegger dijo en bellas frases que somos custodios de umbrales antiguos y profundos. En el rostro humano se ve el potencial y el milagro de posi­bilidades eternas.
La cara es el pináculo del cuerpo. Éste es antiguo como la arcilla del universo de la cual está hecho; los pies en el suelo son una conexión constante con la Tierra. A través de tus pies, tu arcilla privada está en contacto con la arcilla primigenia de la cual surgiste. Por consiguiente, tu rostro en la cima de tu cuerpo significa el ascenso de tu arcilla vital hada la intimidad y la posesión del yo. Es como si la arcilla de tu cuerpo se volviera íntima/personal a través de las ex­presiones siempre renovadas de tu cara. Bajo la bóveda del cráneo, la cara es el lugar donde la arcilla de la vida adquie­re verdadera presencia humana.
La cara y la segunda inocencia
Tu cara es el icono de tu vida. En el rostro humano, una vida contempla el mundo y a la vez se contempla. Es aterra­dor contemplar una cara donde se han asentado el resenti­miento y el rencor. Cuando una persona ha llevado una vida desolada, buena parte de su negatividad jamás desapa­rece. El rostro, lejos de ser una presencia cálida, se vuelve una máscara dura. Una de las palabras más antiguas para designar a la persona es la griega prosopon, que original­mente era la máscara de los actores en el coro. Cuando la transfiguración no alcanza al resentimiento, la ira o el ren­cor, el rostro se vuelve máscara. Sin embargo, también se conoce lo contrario, la hermosa presencia de un rostro vie­jo que a pesar de los surcos que dejan el tiempo y las viven­cias, conserva una bella inocencia. Aunque la vida haya dejado su huella cansina y dolorosa, esa persona no ha per­mitido que tocara su alma. Ese rostro proyecta al mundo una bella luminosidad, una irradiación que crea una sen­sación de santidad e integridad.
Tu cara siempre revela quién eres y lo que la vida te ha hecho. Pero es difícil para ti contemplar la forma de tu pro­pia vida, demasiado cercana a ti. Otros pueden desentra­ñar buena parte de tu misterio al ver tu cara. Los retratistas dicen que es muy difícil pintar el rostro humano. Se dice que los ojos son la ventana del alma. También es difícil aprehender la boca en el retrato individual. De alguna ma­nera misteriosa, la línea de la boca parece revelar el con­torno de una vida; labios apretados suelen reflejar mez­quindad de espíritu. Hay una extraña simetría en la forma como el alma escribe la historia de su vida en los rasgos de una cara.



El cuerpo es el ángel del alma

El cuerpo humano es hermoso. Estar corporizado es un gran privilegio. Te relacionas con un lugar a través de tu cuerpo. No es casual que el concepto de lugar siempre ha fascinado a los humanos. El lugar nos ofrece una patria; sin él, careceríamos literalmente de dónde. El paisaje es la últi­ma expresión del dónde, y en éste la casa que llamamos nuestra es nuestro lugar íntimo. La casa es decorada y per­sonalizada; adopta el alma de sus habitantes y se vuelve es­pejo de su espíritu. Sin embargo, en el sentido más profun­do, el cuerpo es el lugar más íntimo. Tu cuerpo es tu casa de arcilla; es la única patria que posees en este universo. En tu cuerpo y a través de él, tu alma se vuelve visible y real para ti. Tu cuerpo es la casa de tu alma en la Tierra.
A veces parece existir una misteriosa correspondencia entre el alma y la presencia física del cuerpo. Esto no es ver­dad en todos los casos, pero con frecuencia permite vis­lumbrar la naturaleza del mundo interior de la persona. Existe una relación secreta entre nuestro ser físico y el ritmo de nuestra alma. El cuerpo es el lugar donde se revela el alma. Un amigo de Conamara me dijo una vez que el cuerpo es el ángel del alma. El cuerpo es el ángel que expresa el alma y vela por ella; siempre debemos cuidarlo con amor. Con frecuencia se convierte en el chivo emisario de los desenga­ños y venenos de la mente. El cuerpo está rodeado por una inocencia primordial, una luminosidad y bondad increí­bles. Es el ángel de la vida.
El cuerpo puede alojar un inmenso espectro e intensi­dad de presencia. El teatro lo ilustra de manera notable. El actor tiene suficiente espacio interior para asumir un per­sonaje, dejar que lo habite totalmente, de manera que la voz, la mente y la acción de éste se expresan de manera sutil e inmediata a través del cuerpo de aquél. El cuerpo encuen­tra su expresión más exuberante en el maravilloso teatro de la danza, esa escultura en movimiento. El cuerpo da forma al vacío de manera conmovedora, majestuosa. Un ejemplo emocionante de ello es la danza sean nos de la tradición ir­landesa, en la cual el bailarín expresa con su cuerpo la agi­tación salvaje de la música.
Se cometen muchos pecados contra el cuerpo, incluso en una religión basada en la Encarnación. En la religión se presenta al cuerpo como la fuente del mal, la ambigüedad, la lujuria y la seducción. Es un concepto falso e irreverente. El cuerpo es sagrado. Estas concepciones negativas se ori­ginan en gran medida en las interpretaciones falsas de la filosofía griega. La belleza del pensamiento griego reside precisamente en que destacaba lo divino. Éste los acechaba y ellos trataban de reflejarlo, hallar en el lenguaje y el con­cepto una expresión de su presencia. Eran muy conscientes del peso del cuerpo y cómo parecía arrastrar a lo divino hacia la Tierra. Malinterpretaron esta atracción terrena, viendo en ella un conflicto con el mundo de lo divino. No concebían la Encarnación ni tenían la menor idea de la Re­surrección.
Cuando la tradición cristiana incorporó la filosofía griega, introdujo este dualismo en su mundo intelectual. Se concebía al alma como algo bello, luminoso, bueno. El deseo de estar con Dios era propio de su naturaleza. Si no fuera por el peso indeseable del cuerpo, el alma habitaría constantemente lo eterno. Así, el cuerpo se volvió sospe­choso en la tradición cristiana. Jamás floreció en ella una teología del amor erótico. Uno de los pocos textos donde aparece lo erótico es el bello Cantar de los Cantares, que ce­lebra lo sensual y sensorial con maravillosa pasión y ternu­ra. Este texto es una excepción, y sorprende su admisión en el canon de las Escrituras. En la tradición cristiana poste­rior, y sobre todo en la Patrística, el cuerpo es objeto de suspicacia y hay una obsesión negativa por la sexualidad. El sexo y la sexualidad aparecen como peligros en el camino de la salvación eterna. La tradición cristiana suele denigrar y maltratar la presencia sagrada del cuerpo. Sin embargo, ha servido de maravillosa fuente de inspiración para los ar­tistas. Un bello ejemplo es El éxtasis de santa Teresa de Bernini, donde el cuerpo de la santa es presa de un rapto en el cual lo sensorial es inseparable de lo místico.

El cuerpo como espejo del alma
El cuerpo es un sacramento. Nada lo expresa mejor que la antigua definición tradicional de sacramento, la señal visi­ble de la gracia invisible. Esta definición reconoce sutil­mente cómo el mundo invisible se expresa en el visible. El deseo de expresión yace en lo más profundo del mundo in­visible. Toda nuestra vida interior y la intimidad del alma anhelan encontrar un espejo exterior. Anhelan una forma que les permita ser vistas, percibidas, palpadas. El cuerpo es el espejo donde se expresa el mundo secreto del alma. Es un umbral sagrado, merece que se lo respete, cuide y com­prenda en su dimensión espiritual. Este sentido del cuerpo encuentra una bella expresión en una frase asombrosa de la tradición católica: El cuerpo es el templo del Espíritu San­to. El Espíritu Santo mantiene alerta y personificada la inti­midad y la distancia de la Trinidad. Decir que el cuerpo es el templo del Espíritu Santo es reconocer que está imbuido de una divinidad salvaje y vital. Este concepto teológico revela que lo sensorial es sagrado en el sentido más profundo.
El cuerpo también es muy veraz. Sabes que por tu pro­pia vida rara vez miente. Tu mente puede engañarte y alzar toda clase de barreras entre tú y tu naturaleza; pero tu cuerpo no miente. Si lo escuchas, te dirá cómo se encuentra tu vida y si la vives desde el alma o desde los laberintos de tu negativismo. La inteligencia del cuerpo es maravillosa. Todos nuestros movimientos, todo lo que hacemos, exige a cada uno de nuestros sentidos la más fina y detallada coo­peración. El cuerpo humano es la totalidad más compleja, sutil y armoniosa.
El cuerpo es tu única casa en el universo. Es la casa de tu comunión con el mundo, un templo muy sagrado. AI contemplar en silencio el misterio de tu cuerpo, te acercas a la sabiduría y la santidad. Desgraciadamente, sólo cuando estamos enfermos comprendemos lo tierna, frágil y valio­sa que es la casa de comunión que llamamos cuerpo. Cuando uno trabaja con personas enfermas o que aguardan una in­tervención quirúrgica, conviene alentarlas a que hablen con la parte de su cuerpo que está mal. Que le hablen como a un socio, le agradezcan los servicios prestados y los pade­cimientos sufridos y le pidan perdón por las presiones que haya soportado. Cada parte del cuerpo atesora los recuer­dos de sus propias experiencias.
Tu cuerpo es esencialmente una multitud de miem­bros que trabajan armoniosamente para que tu comunión con el mundo sea posible. Debemos evitar este dualismo falso que separa el alma del cuerpo. El alma no se limita a estar en el cuerpo, oculta en alguno de sus recovecos. Antes bien, sucede lo contrario. Tu cuerpo está en el alma, que te abarca totalmente. Por eso te rodea una bella y secreta luz del alma. Este reconocimiento sugiere un nuevo arte de la oración: cierra los ojos y relaja tu cuerpo. Imagina que te rodea una luz, la de tu alma. Luego, con tu aliento, intro­duce esa luz en tu cuerpo y llévala a todos los rincones.
Es una bella forma de rezar porque introduces la luz del alma, el refugio esquivo que te rodea, en la tierra física y la arcilla de tu presencia. Una de las meditaciones más antiguas consiste en imaginar que exhalas la oscuridad, el residuo de carbón. Conviene estimular a los enfermos a que recen físicamente de esta manera. Cuando introduces la luz purificadora del alma en tu cuerpo, curas las partes des­cuidadas que están enfermas. Tu cuerpo tiene un conoci­miento íntimo de ti; conoce íntegros tu espíritu y la vida de tu alma. Tu cuerpo conoce antes que tu mente el privilegio de estar aquí. También es consciente de la presencia de la muerte. En tu presencia física corporal hay una sa­biduría luminosa y profunda. Con frecuencia las enfer­medades que nos asaltan son producto del descuido de noso­tros mismos, de que no escuchamos la voz del cuerpo. Sus voces interiores quieren hablarnos, comunicarnos las verdades que hay bajo la superficie rígida de nuestra vida exterior.
Para los celtas, lo visible y lo invisible son uno. El cuerpo ha sido una presencia desdeñada y negativa en el mundo de la espiritualidad porque se asocia al espíritu con el aire más que con la tierra. El aire es la región de lo invisi­ble, del aliento y el pensamiento. Cuando se limita el espíritu a esta región, se denigra lo físico. Éste es un gran error, por­que nada en el mundo es tan sensual como Dios. El desen­freno de Dios es su sensualidad. La naturaleza es la ex­presión de la imaginación divina. Es el reflejo más íntimo del sentido de la belleza de Dios. La naturaleza es el espejo de la imaginación divina, la madre de toda sensualidad; por eso es contrario a la ortodoxia concebir el espíritu exclusiva­mente en términos de lo invisible. Paradójicamente, el po­der de la divinidad y el espíritu deriva de esta tensión entre lo visible y lo invisible. Todo lo que existe en el mundo del alma aspira vivamente a adquirir forma visible; allí reside el poder de la imaginación.
La imaginación es el puente entre lo visible y lo invisi­ble, la facultad que los correpresenta y coarticula. En el mundo celta existía una maravillosa intuición de cómo lo visible y lo invisible entraban y salían uno del otro. En el oeste de Irlanda abundan las historias de fantasmas, espíritus
o hadas asociados con determinados lugares; para los lugareños, estas leyendas eran tan familiares como el paisaje. Por ejemplo, existe una tradición de que jamás se debe ta­lar un arbusto aislado en un campo porque puede ser un lugar de reunión de los espíritus. Existen muchos lugares considerados fortalezas de las hadas. Los lugareños jamás construían allí ni hollaban aquella tierra sagrada.

Los hijos de Lir

Uno de los aspectos asombrosos del mundo celta es la idea del cambio de forma, que sólo es posible cuando lo físico es vital y pasional. La esencia o alma de una cosa no se limita a su forma particular o presente. El alma posee una fluidez y energía que no admite ser encerrada en una forma rígida. Por consiguiente, en la tradición celta, hay un constante fluir entre el alma y la materia, como entre el tiempo y la eternidad. El cuerpo humano también participa en este rit­mo. Uno de los ejemplos más conmovedores de esto es la bella leyenda celta de los hijos de Lir.
El mundo mitológico de los Tuaithe Dé Dannan, la tri­bu que vivía debajo de la superficie de Irlanda, era muy importante para la mentalidad irlandesa; este mito ha dado a todo el paisaje una dimensión y una presencia sobrecogedoras. Lir era un cabecilla en el mundo de los Tuaithe Dé Dannan y estaba en conflicto con el rey de la región. Para resolverlo, se llegó a un acuerdo matrimonial: el rey tenía tres hijas y ofreció a Lir que se casara con una. Tuvieron dos hijos y después otros dos, pero desgraciadamente la es­posa de Lir murió. Lir acudió al rey, que le entregó a su se­gunda hija. Ella cuidaba bien a la familia, pero al ver que Lir dedicaba casi toda su atención a los niños empezó a sentir celos. Para colmo, su padre el rey también demostraba un singular afecto por los niños. Los celos crecieron en su co­razón hasta que un día se llevó a los niños en su carro y con su vara mágica de los druidas los transformó en cisnes. Du­rante novecientos años tuvieron que errar por los mares de Irlanda. Bajo sus formas de cisne, conservaban su mente e identidad plenamente humanas. Cuando el cristianis­mo llegó a Irlanda, recuperaron su forma humana como ancianos decrépitos. Qué conmovedora es la descripción de su tránsito por la soledad como formas animales imbuidas de presencia humana. Esta historia profundamente celta muestra cómo el mundo de la naturaleza tiende un puente al mundo animal. También demuestra la profunda con­fluencia de intimidad entre el mundo humano y el animal. Como cisnes, el canto de los hijos de Lir tenía el poder de curar y consolar a las personas. El patetismo de la historia se ve profundizado por la vulnerabilidad del mundo ani­mal al humano.
Los animales son más antiguos que nosotros. Apare­cieron sobre la superficie de la Tierra muchos milenios antes que los humanos. Son nuestros hermanos más antiguos. Su presencia carece de fisuras: tienen una lírica unidad con la Tierra. Viven en el viento, en las aguas, en los montes y la arcilla. El conocimiento de la Tierra está en ellos. El silen­cio afín al zen y la inmediatez del paisaje se reflejan en su si­lencio y la soledad. Los animales nada saben de Freud, Jesús, Buda, Wall Street, el Pentágono o el Vaticano. Viven fuera de la política de las intenciones humanas. De alguna manera habitan la eternidad. La mentalidad celta reconocía el arraigo y la sabiduría del mundo animal. La dignidad, be­lleza y sabiduría del mundo animal no se veían reducidas por falsas jerarquías o la soberbia humana. En algún lugar de la mente celta existía la percepción fundamental de que los humanos son los herederos de este mundo más profun­do. Así lo expresa de manera festiva este poema del siglo IX.

El erudito y su gato
Yo y Pangur blanco practicamos cada uno su arte particular: su mente está empeñada en la caza, la mía en mi oficio.
Yo amo —es mejor que la fama— la quietud con mis libros, la búsqueda diligente de la sabi­duría. Blanco Pangur no me envidia: ama su ofi­cio infantil.
Cuando los dos —esto nunca nos hastía— esta­mos solos en la casa, tenemos algo a lo que po­demos aplicar nuestra destreza, un juego inter­minable.
A veces sucede que un ratón queda atrapado en su red como resultado de belicosas batallas. En cuanto mí, mi red atrapa una norma difícil de conocimiento arduo.
Aunque estamos así en cualquier momento, ninguno estorba al otro: cada uno ama su oficio y se complace individualmente en su ejercicio.

Para los celtas, el mundo siempre es, de manera latente y activa, espiritual. La profundidad de este flujo recíproco también se expresa en el poder del lenguaje en el mundo celta. El lenguaje podía causar sucesos y adivinarlos. Con cánticos y sortilegios se podía revertir el curso de un desti­no negativo para dar lugar a algo nuevo y bueno. En el mundo sensorial de este pueblo, no había barreras entre el alma y el cuerpo. Cada uno era natural para el otro. Cuerpo y alma eran hermanos. Aún no existía esa escisión negativa de la moral dualista cristiana que más adelante haría tanto daño a estas bellas presencias encerradas en un abrazo común. El mundo de la conciencia celta poseía esta espiritualidad sensual unificada y lírica.
Al recuperar el sentido de lo sagrado del cuerpo pode­mos alcanzar nuevos niveles de curación, creatividad y co­munión. La poesía de Paul Celan posee una sensualidad diestra y sutil; con el lenguaje de los sentidos nos permite acceder a su mundo espiritual profundo y complejo:
No busques tu boca en mis labios, ni al extraño delante de la puerta, ni la lágrima en el ojo.
El mundo de los sentidos sugiere otro más profundo, pictórico de luz y posibilidad.

Una espiritualidad de la transfiguración

La espiritualidad es el arte de la transfiguración. No debe­mos forzamos a cambiar adecuándonos violentamente a una forma predeterminada. No es necesario funcionar de acuer­do con la idea de un programa o plan de vida predetermi­nados. Más bien debemos practicar un arte nuevo, el de pres­tar atención al ritmo interior de nuestros días y nuestra vida. Así adquiriremos una nueva conciencia de nuestra pre­sencia divina y humana. Todos los padres conocen un ejemplo dramático de esta clase de transfiguración. Vigilan cuidadosamente a sus hijos, pero éstos un buen día los sor­prenden: los reconocen, pero su conocimiento de ellos re­sulta insuficiente. Hay que volver a escucharlos.
La idea de la atención es mucho más creativa que la de la voluntad. Con excesiva frecuencia, la gente trata de cam­biar su vida, esgrimiendo la voluntad como una suerte de martillo para darle la forma adecuada. El intelecto identifi­ca el objetivo del plan y la voluntad obliga a la vida a tomar la forma correspondiente. Es una forma exterior y violenta de afrontar lo sagrado de la propia presencia. Te expulsa con falsedades de ti mismo y puedes pasar años perdido en la selva de "tus programas mecánicos. espirituales. Puedes morir de una sed que tú mismo has causado. "
Si trabajas con otro ritmo, volverás fácil y naturalmen­te a tu propio yo. Tu alma conoce la geografía de tu destino. Sólo ella tiene el mapa de tu futuro; por eso puedes confiar en este aspecto indirecto, oblicuo de tu yo. Si lo ha­ces, te llevará donde quieres ir; más aún, te enseñará un rit­mo benigno para tu viaje. Este arte del ser no conoce prin­cipios generales. Pero la signatura de este viaje singular está grabada profundamente en tu alma. Si te ocupas de tu yo y tratas de acceder a tu propia presencia, hallarás el ritmo exacto de tu vida. Los sentidos son caminos generosos para llegar a tu casa.
Si prestas atención a tus sentidos, podrás alcanzar una renovación, más aún, una transfiguración total de tu vida. Tus sentidos son los guías para llegar a lo más profundo del mundo interior de tu corazón. Los mayores filósofos coin­ciden en que el conocimiento llega en gran medida por medio de los sentidos. Éstos son nuestros puentes al mundo. La piel humana es porosa; el mundo fluye a través de ti. Tus sentidos son poros enormes que permiten que entre el mundo. Si estás en sintonía con la sabiduría de tus sentidos, jamás serás un exiliado en tu propia vida, un forastero perdi­do en un lugar espiritual exterior construido por tu voluntad y tu intelecto.

Los sentidos como umbrales del alma

Durante mucho tiempo hemos creído que lo divino está fuera de nosotros. Llevados por esta convicción, hemos tensado nuestros anhelos hasta un grado desastroso. Es una gran soledad, ya que es el anhelo humano lo que nos vuelve santos. El anhelo es lo más bello que hay en nosotros; es espiritual, posee profundidad y sabiduría. Si lo en­focas en una divinidad remota, lo sometes injustamente a una tensión. Así, sucede que el anhelo busca lo divino, pero el exceso de tensión lo obliga a replegarse sobre sí mis­mo en forma de cinismo, vacío o negativismo. Así se puede destruir una vida hermosa. Pero no es necesario someterlo a tensión alguna. Si creemos que el cuerpo está en el alma y que ésta es un lugar sagrado, la presencia de lo divino está aquí, cerca de nosotros.
Por estar el cuerpo dentro del alma, los sentidos son los umbrales hacia ella. Cuando tus sentidos se abren por primera vez al mundo, la primera presencia que encuen­tran es la de tu alma. Ser sensual o sensorial es estar en pre­sencia de la propia alma. Wordsworth, quien conocía la dignidad de los sentidos, escribió que «el placer es el tribu­to que debemos a nuestra dignidad como seres humanos». Es una visión profundamente espiritual. Tus sentidos te vinculan íntimamente con lo divino que hay en ti y a tu al­rededor. Al sintonizar con los sentidos, puedes devolver flexibilidad a una creencia que se ha vuelto rígida y suavi­dad a una visión encallecida. Puedes abrigar y curar esos sentimientos atrofiados, barreras que nos destierran de nosotros mismos y nos separan de otros. Entonces ya no estamos desterrados de esa maravillosa cosecha de divini­dad que se recoge secretamente en nuestro interior. Aun­que veremos cada sentido por separado, es importante comprender que siempre actúan juntos. Se superponen. Lo vemos en las variadas reacciones ante el color. Esto significa que la percepción del color no es meramente visual.

El ojo es como el alba

Veamos en primer término el sentido de la vista. En el ojo humano, la intensidad de la presencia humana se concen­tra de manera singular y se vuelve accesible. El universo en­cuentra su reflejo y comunión más profundos en él. Puedo imaginar a las montañas soñando con el advenimiento del ojo humano. Cuando se abre, es como si se produjera el alba en la noche. Al abrirse, encuentra un mundo nuevo. Tam­bién es la madre de la distancia. Al abrirse, nos muestra que los otros y el mundo están fuera, distantes de nosotros. El acicate de tensión que ha animado a la filosofía occidental es el deseo de reunir el sujeto con el objeto. Acaso es el ojo como madre de la distancia quien los separa.
Pero en un sentido maravilloso, el ojo, como madre de la distancia, nos lleva a preguntarnos por el misterio y la alteridad de todo lo que está fuera de nosotros. En este senti­do, el ojo es a la vez la madre de la intimidad, ya que acerca lo demás a nosotros. Cuando realmente contemplas algo, lo incorporas a ti. Se podría escribir una bella obra espiritual sobre la santidad de la contemplación. Lo opuesto de ésta es la mirada escrutadora. Cuando te escrutan, el ojo del Otro es un tirano. Te conviertes en objeto de la mirada del Otro de una forma humillante, invasora y amenazante.
Cuando miras algo profundamente, se vuelve parte de ti. Éste es uno de los aspectos siniestros de la televisión. La gente mira constantemente imágenes vacías y falsas; imá­genes pobres que invaden el mundo interior del corazón. El mundo moderno de la imagen y los medios electrónicos recuerdan la maravillosa alegoría de la cueva de Platón. Los prisioneros, engrillados y alineados, contemplan la pared de la cueva. El fuego que arde a sus espaldas proyecta imá­genes en la pared. Los prisioneros creen que esas imágenes son la realidad, pero sólo son sombras reflejadas. La televi­sión y el mundo informático son enormes páramos llenos de sombras. Cuando contemplas algo que puede devolver­te la mirada o que posee reserva y profundidad, tus ojos se curan y se agudiza tu sentido de la vista.
Existen personas físicamente ciegas, que han vivido siempre en un monopaisaje de tinieblas. Nunca han visto una ola, una piedra, una estrella, una flor, el cielo ni la cara de otro ser humano. Sin embargo, hay personas con visión perfecta que son totalmente ciegas. El pintor irlandés Tony O'Malley es un artista maravilloso de lo invisible; en una bella introducción a su obra, el artista inglés Patrick Heron dijo: «A diferencia de la mayoría de las personas. Tony O'Malley anda por el mundo con los ojos abiertos».
Muchos hemos convertido nuestro mundo en algo tan familiar que ya no lo miramos. Esta noche podrías hacerte la siguiente pregunta: ¿Qué he visto realmente hoy? Te sor­prendería lo que no has visto. Tal vez tus ojos han sido re­flejos condicionados que han funcionado todo el día de manera automática, sin prestar verdadera atención ni reco­nocer nada; tu mirada jamás se ha detenido ni prestado atención. El campo visual siempre es complejo, los ojos no pueden abarcarlo todo. Si tratas de captar el campo visual total, éste se vuelve indistinto y borroso; si te concentras en un aspecto, lo ves claramente, pero pierdes de vista el con­texto. El ojo humano siempre selecciona lo que quiere ver, a la vez que evita lo que no quiere ver. La pregunta crucial es qué criterio empleamos para decidir qué queremos ver y cómo eludimos lo que no queremos ver. Esa estrechez de miras es causa de muchas vidas limitadas y negativas.
Es desconcertante comprobar que lo que ves y cómo lo ves determina cómo y quién serás. Un punto de par­tida interesante para el trabajo interior es explorar la pro­pia manera particular de ver las cosas. Pregúntate: ¿de qué manera contemplo el mundo? La respuesta te permitirá descubrir tus criterios para ver. Hay muchos estilos de visión.

Estilos de visión

Para el ojo temeroso, todo es amenazante. Cuando miras al mundo con temor, sólo puedes ver y concentrarte en las cosas que pueden dañar o amenazarte. El ojo temeroso siempre está acosado por las amenazas.
Para el ojo codicioso, todo se puede poseer. La codicia es una de las fuerzas potentes del mundo occidental mo­derno. Lo triste es que el codicioso jamás disfrutará de lo que tiene, porque sólo puede pensar en lo que aún no po­see, tierras, libros, empresas, ideas, dinero o arte. La fuerza motriz y las aspiraciones de la codicia siempre son las mis­mas. La felicidad es posesión, pero lo triste es que ésta vive en un estado permanente de desasosiego; su sed interior es insaciable. La codicia es patética porque siempre la acosa y la agota la posibilidad futura; jamás presta atención al pre­sente. Con todo, el aspecto más siniestro de la codicia es su capacidad para adormecer y anular el deseo. Destruye la inocencia natural del deseo, aniquila sus horizontes y los reemplaza por una posesividad frenética y atronada. Esta codicia envenena la Tierra y empobrece a sus habitantes. Tener se ha convertido en el enemigo siniestro de ser.
Para el ojo que juzga todo está encerrado en marcos inamovibles. Cuando mira hacia el exterior, ve las cosas se­gún criterios lineales y cuadrados. Siempre excluye y se­para, y por eso jamás mira con espíritu de comprensión o celebración. Ver es juzgar. Lamentablemente, el ojo que juzga es igualmente severo consigo mismo. Sólo ve las imá­genes de su interioridad atormentada proyectadas hacia el exterior desde su yo. El ojo que juzga recoge la superficie reflejada y llama verdad a eso. No posee el don de perdonar ni la imaginación suficiente para llegar al fondo de las co­sas, donde la verdad es paradójica. El corolario de la ideo­logía del juicio superficial es una cultura que se basa en las imágenes inmediatas.
Al ojo rencoroso, todo le es escatimado. Los que han permitido que se forme la úlcera del rencor en su visión ja­más pueden disfrutar de lo que son o poseen. Siempre mi­ran al otro con rencor, acaso porque lo ven más bello, inte­ligente o rico que a sí mismos. El ojo rencoroso, vive de su pobreza y descuida su propia cosecha interior.
Al ojo indiferente nada le interesa ni despierta. La indi­ferencia es uno de los rasgos de nuestro tiempo. Se dice que es uno de los requisitos del poder; para controlar a los de­más, hay que saber ser indiferente a las necesidades y fla­quezas de los controlados. Así, la indiferencia exige una gran capacidad para no ver. Para desconocer las cosas se requiere una energía mental increíble. Sin que lo sepas, la indiferencia puede llevarte más allá de las fronteras de la comprensión, la curación y el amor. Cuando te vuelves in­diferente, cedes todo tu poder. Tu imaginación cae en el limbo del cinismo y la desesperación.
 Para el ojo inferior, los demás son mejores, más bellos, brillantes y dotados que uno. El ojo inferior siempre aparta la vista de sus propios tesoros. Jamás celebra su presencia ni su potencial. El ojo inferior es ciego a su belleza secreta. El ojo humano no fue hecho para mirar hacia arriba y po­tenciar la superioridad del Otro, sino para mirar hacia aba­jo, para reducir al Otro a inferioridad. Mirar a alguien a los ojos es un bello testimonio de verdad, coraje y expectativa. Cada uno ocupa un terreno común, pero propio.
Para el ojo que ama, todo es real. Este arte del amor no es sentimental ni ingenuo. Este amor es el mayor criterio de verdad, celebración y realidad. Según Kathleen Raine, poetisa escocesa, lo que no ves a la luz del amor no lo ves en absoluto. El amor es la luz en la cual vemos la luz, aquella en la cual vemos cada cosa en su verdadero origen, natura­leza y destino. Si pudiéramos contemplar el mundo con amor, éste se presentaría ante nosotros pictórico de incita­ciones, posibilidades, profundidad.
El ojo que ama puede seducir el dolor y la violencia ha­cia la transfiguración y la renovación. Brilla porque es au­tónomo y libre. Todo lo contempla con ternura. No se deja atrapar por las aspiraciones del poder, la seducción, la opo­sición ni la complicidad. Es una visión creativa y subversi­va. Se alza por encima de la aritmética patética de la culpa y el juicio y aprehende la experiencia a nivel de su origen, es­tructura y destino. El ojo que ama ve más allá de la imagen y provoca los cambios más profundos. La visión desempe­ña una función central en tu presencia y creatividad. Reconocer cómo ves las cosas puede llevarte al autoconocimiento y permitirte vislumbrar los tesoros maravillosos que oculta la vida.

Sabor y habla

El sentido del sabor es sutil y complejo. La lengua es el ór­gano tanto del sabor como del habla. Aquél es una de las víctimas de nuestro mundo moderno. Vivimos bajo pre­siones y tensiones que nos dejan poco tiempo para sabo­rear los alimentos. Una vieja amiga mía suele decir que la comida es amor. Quien come en su casa, debe hacerlo con tiempo y paciencia, con atención a lo que se le sirve.
Hemos perdido el sentido del decoro que corresponde al acto de comer, así como del rito, presencia e intimidad que acompaña la comida; no nos sentamos a comer a la manera antigua. Una de las cualidades más célebres del pueblo celta era la hospitalidad. Al forastero se lo recibía con una comida. Este acto de cortesía precedía invariable­mente a cualquier asunto. Cuando celebras una comida, percibes sabores que habitualmente se te pasan por alto, Muchos alimentos modernos carecen de sabor; mientras crece, lo fuerzan con fertilizantes artificiales y lo riegan con productos químicos. Por consiguiente, su sabor no es el de la naturaleza. El sentido del sabor está seriamente atrofia­do. La metáfora de la comida instantánea es un indicio cer­tero acerca de la falta de sensibilidad y gusto en la cultura moderna. Esto se refleja claramente en nuestro uso del len­guaje. La lengua, órgano del sabor (del gusto), es también el del habla. Muchas de las palabras que empleamos perte­necen espiritualmente a la categoría de la comida rápida. Son demasiado insustanciales para reflejar una experien­cia, demasiado débiles para expresar de verdad el misterio interior de las cosas. En nuestro mundo veloz y exteriorizado, el lenguaje se ha vuelto un fantasma, se ha reducido a sobreentendidos y etiquetas. Las palabras que aspiran a reflejar el alma llevan en sí la tierra de la materia y la sombra de y lo divino.
La sensación de silencio y oscuridad que hay detrás de las palabras de las culturas antiguas, particularmente en el folclore, brilla por su ausencia en el uso moderno del len­guaje. Éste está repleto de siglas; nos impacientan las pala­bras que traen consigo historias y asociaciones. La gente de campo, y en particular la de Irlanda occidental, tiene un gran sentido del lenguaje, una forma de expresarse poéti­ca y despierta. El peligro de la intuición y la chispa del entendimiento encuentran expresión en frases diestras. El inglés oral de Irlanda es tan interesante, entre otras razo­nes, debido al pintoresco fantasma subyacente del gaélico, que le infunde gran colorido, sutileza y fuerza. El intento de destruir el gaélico fue uno de los actos de violencia más destructivos de nuestra colonización por Inglaterra. El gaélico, lengua poética y poderosa, es el depositario de la me­moria de Irlanda. Cuando se despoja a un pueblo de su lengua, su alma queda desconcertada.
La poesía es el lugar donde el lenguaje se articula bella­mente con el silencio. La poesía es el lenguaje del silencio.
Una página en prosa está atestada de palabras. En una página de poesía, las formas esbeltas de las palabras anidan en el vacío blanco de la página. Ésta es un lugar de silencio donde se marca el contorno de la palabra y se potencia la expresión de manera profunda. Es interesante observar el propio lenguaje y las palabras que uno piensa utilizar para ver si descubre una quietud o silencio. Si quieres renovar tu lenguaje y darle vigor, acude a la poesía. Allí tu lenguaje
encontrará una iluminación purificadora y renovación sensual.

Fragancia y aliento

El sentido del olfato o la fragancia es sutil e inmediato. Los especialistas dicen que el olfato es el más fiel de los sentidos por lo que se refiere a la memoria. Todos conservamos los olores de la infancia. Es increíble que un aroma de la calle o de una habitación pueda evocar recuerdos de experiencias largamente olvidadas. Desde luego, los animales poseen un sentido del olfato maravillosamente útil. Al pasear un pe­rro uno se da cuenta de que su percepción del paisaje es en­teramente distinta, ya que sigue caminos determinados por los olores y vive aventuras al rastrear senderos invisi­bles por todas partes. Cada día respiramos veintitrés mil cuarenta veces; poseemos cinco millones de células olfato­rias. Un perro ovejero tiene doscientos veinte millones de esas células. El sentido del olfato es tan poderoso en el mundo animal porque ayuda a la supervivencia al alertar sobre el peligro; es vital para el sentido de la vida.
Tradicionalmente se decía que el aliento era el camino por el que el alma entraba en el cuerpo. La respiración siempre se hace a pares, salvo en los casos del primer y últi­mo suspiros. Una de las designaciones más antiguas de Dios es la palabra hebrea Ruach, que también significa aire o viento. La palabra sugiere que Dios era como el aliento o el viento debido a la fuerza y poder increíbles de la divini­dad. En la tradición cristiana, el misterio de la Trinidad su­giere que el Espíritu Santo surge debido a la separación del Padre y el Hijo; el término técnico es spiratio. Esta concep­ción antigua vincula la creatividad irrefrenable del Espíritu con el aliento del alma en la persona humana. El aliento también es una metáfora apropiada porque la divinidad, como aquél, es invisible. El mundo del pensamiento reside en el aire. Todos nuestros pensamientos suceden en ese ele­mento. Debemos nuestros mayores pensamientos a la gene­rosidad del aire. Es la raíz de la idea de inspiración, ya que uno inspira o incorpora con el aliento los pensamientos conteni­dos en el elemento aire. La inspiración no se puede progra­mar. Uno puede prepararse, estar dispuesto a recibir la inspi­ración, que es espontánea e imprevisible, contraria a las pautas de repetición y expectativa. La inspiración siempre es una visita inesperada.
Para trabajar en el mundo intelectual, de la investiga­ción o del arte literario uno trata de agudizar sus sentidos a fin de estar preparado para aprehender las grandes imá­genes o los pensamientos cuando se presentan. El sentido del olfato incluye la sensualidad de la fragancia, pero la di­námica del aliento también incorpora el mundo profundo de la oración y la meditación donde a través del ritmo del aliento uno alcanza su nivel primordial del alma. A través del aliento meditado uno empieza a experimentar un lugar interior que toca el terreno divino. El aliento y el ritmo de la respiración pueden devolverte a tu antigua comunión, a la casa que según Eckhart jamás abandonaste, donde vi­ves desde siempre; la casa de la comunión espiritual.

Escuchar de verdad es adorar

El sentido del oído nos permite oír la creación. Uno de los grandes umbrales de la realidad es el que hay entre el soni­do y el silencio. Todos los buenos sonidos tienen silencio en su proximidad, delante y detrás de ellos. El primer soni­do que oye el ser humano es el del corazón de la madre en las oscuras aguas de la matriz. Por eso desde antaño esta­mos en armonía con el tambor como instrumento musi­cal. Su sonido nos serena porque evoca el tiempo en que la­tíamos al unísono con el corazón de la madre. Era una época de comunión total. No existía separación alguna; nuestra unidad con otro era completa. P. J. Curtis, el gran estudioso irlandés del rythm and blues suele decir que al buscar el sentido de las cosas, en realidad buscamos el acorde perdido. Cuando la humanidad lo descubra, se eli­minará la discordia del mundo y la sinfonía del universo entrará en armonía consigo misma.
El don de escuchar es hermoso. Se dice que ser sordo es peor que la ceguera porque uno queda aislado en un mun­do interior de silencio aterrador. Aunque uno ve las perso­nas y el mundo que lo rodea, estar mera del alcance del sonido y la voz humana es estar muy solo. Hay una diferencia muy importante entre oír y escuchar. A veces oímos las co­sas pero no las escuchamos. Cuando escuchamos realmen­te, percibimos lo que no se dice o no se puede decir. A veces los umbrales más importantes del misterio son lugares de silencio. Llevar una vida verdaderamente espiritual signifi­ca respetar la fuerza y la presencia del silencio. Martin Heidegger dice que escuchar es adorar. Cuando escuchas con el alma, entras en el ritmo y la armonía de la música del universo. La amistad y el amor te enseñan a sintonizar con el silencio, llegar a los umbrales del misterio donde tu vida y la de tu amado se penetran mutuamente.
Los poetas son personas que buscan permanentemen­te el umbral donde se tocan el silencio y el lenguaje. Uno de los objetivos cruciales del poeta es hallar su propia voz. Cuando empiezas a escribir, crees que estás componiendo bellos poemas; luego lees a otros poetas y adviertes que ya han escritos poemas similares. Comprendes que los imita­bas inconscientemente. Necesitas tiempo para separar las voces superficiales de tu propio don con el fin de entrar en la clave profunda y la tonalidad de tu alteridad. Cuando hablas con esa voz interior profunda, lo haces desde el ta­bernáculo singular de tu presencia. Hay una voz interior en ti que nadie, ni tú mismo, ha escuchado. Si te das la oportunidad del silencio, empezarás a desarrollar tu oído para escuchar en lo profundo de ti mismo la música de tu propio espíritu.
Después de todo, la música es el sonido más perfecto para encontrar el silencio. Cuando oyes música, adviertes la belleza con que corona y trama el silencio, cómo revela el misterio oculto del silencio. Mucho antes de que aparecie­ran los humanos, había aquí una música antigua. Pero uno de los dones más hermoso que los humanos aportaron a la Tierra es la música. En la gran música, el antiguo anhelo de la Tierra encuentra su expresión. El gran director Sergiu Celibidace dice que no creamos música, sino solamente las condiciones para que ella pueda aparecer. La música atien­de al silencio y la soledad de la naturaleza; es una de las ex­periencias sensoriales más poderosas, inmediatas e ínti­mas. Es acaso el arte que mas nos acerca a lo eterno, porque cambia inmediata e irreversiblemente nuestra vivencia del tiempo. Al escuchar música hermosa, entramos en la di­mensión eterna del tiempo. El tiempo lineal transitorio, quebrado, se desvanece y entramos en el círculo de comu­nión con lo eterno. Sean 0'Faolain dice que «en presencia de la gran música no podemos sino vivir noblemente».

El lenguaje del tacto

Nuestro sentido del tacto nos conecta con el mundo de manera íntima. Como madre de la distancia, el ojo nos muestra que estamos fuera de las cosas. Hay una magnífica escultura de Rodin titulada El beso. Dos cuerpos se buscan en tensión, desean el beso. Su magia anula toda distancia; dos seres distanciados acaban de alcanzarse. El tacto y su mundo nos transportan del anonimato de la distancia a la intimidad de la comunión. Los humanos tocan con sus manos; éstas exploran, esbozan y palpan el mundo exte­rior. Las manos son bellas. Kant dice que la mano es la expresión visible de la mente o el alma. Con tus manos palpas el mundo. En el tacto humano, la mano busca la mano, el rostro o el cuerpo del otro. El tacto vuelve sobre sí mismo. Nos acerca al mundo del otro. El ojo traduce sus objetos en términos intelectuales. Los aprehende de acuerdo con su propia lógica. Pero el tacto confirma la alteridad del cuer­po que palpa. No puede aprehender sus objetos, sólo acer­carlos. Decimos que una historia profundamente con­movedora nos «roza», nos «toca». A través del sentido del tacto experimentamos el dolor. El contacto con el dolor no tiene nada de vacilante ni borroso. Llega directamente has­ta el corazón de nuestra identidad, donde despierta nuestra fragilidad y desesperación.
Ahora se admite que el niño necesita que lo toquen. El tacto transmite comunión, ternura, calor, que alientan en el niño la confianza en sí mismo, la autoestima y la seguri­dad. Su gran poder se debe a que vivimos dentro del mara­villoso mundo de la piel. Ésta vive, respira, está siempre ac­tiva y presente. Los seres humanos comunicamos tanta ternura y fragilidad porque no vivimos dentro de cascaro­nes, sino dentro de la piel, siempre sensible a la fuerza, el tacto y la presencia del mundo.
El tacto es uno de los sentidos más inmediatos y direc­tos. Posee un lenguaje propio. Es también sutil y discriminador, y posee una memoria muy fina. Un pianista visitó a una amiga y le preguntó si quería que tocara algo. «Tengo  en las manos una hermosa pieza de Schubert», dijo.
El tacto abarca íntegramente el mundo de la sexuali­dad; es probablemente el aspecto más tierno de la presen­cia humana. En el contacto sexual, se admite al otro en el mundo de uno. El mundo de la sexualidad es el mundo sa­grado de la presencia. Eros es una de las víctimas de la codi­cia y el mercantilismo contemporáneos. George Steiner ha escrito sobre ello. Demuestra que las palabras de la intimi­dad, las palabras nocturnas de Eros y el afecto, las palabras secretas del amor, han perdido todo su contenido bajo el neón de la codicia y el consumismo. Es necesario y apre­miante recuperar las palabras tiernas y sagradas del tacto para consumar plenamente nuestra naturaleza humana. Cuando contemples el mundo interior del alma, pregúnta­te hasta dónde has desarrollado el sentido del tacto. ¿Cómo tocas las cosas? ¿Eres consciente del poder del tacto como fuerza sensual, a la vez curativa y tierna? La recuperación del tacto puede dar nueva hondura a tu vida; puede curar y fortalecerte, acercarte a ti mismo.
El tacto es un sentido muy inmediato. Puede sacarte del mundo falso y sediento del exilio y la imagen. Al redes­cubrir el sentido del tacto vuelves a la casa de tu propio es­píritu, donde puedes experimentar nuevamente calor, ter­nura y comunión. En los momentos de mayor intensidad humana, callan las palabras. Entonces es cuando habla el lenguaje del tacto. Cuando estás perdido en el valle tene­broso del dolor, las palabras se vuelven débiles y mudas. Sólo hay refugio y consuelo en un abrazo estrecho y cálido. Y cuando te sientes feliz, el tacto se vuelve un lenguaje de éxtasis.
El tacto te ofrece el indicio más profundo para llegar al misterio del encuentro, el despertar y la comunión. Es el secreto contenido afectivo de toda conexión y asociación. En última instancia, la energía, el calor y la incitación del tacto provienen de lo divino. El Espíritu Santo es la faceta irrefrenable y apasionada de Dios, el espíritu táctil cuyo roce te rodea, te acerca a tu yo y a los demás. El Espíritu Santo vuelve atractivas estas distancias, las adorna con aro­mas de afinidad y comunión. Las distancias tocadas por la gracia vuelven amigos a los extraños. Tu amado y tus ami­gos alguna vez fueron desconocidos. De alguna manera, en un determinado momento, vinieron de la distancia hacia tu vida. Su llegada pareció accidental y fortuita. Ahora no puedes imaginar tu vida sin ellos. Asimismo, tu identi­dad y tu visión se componen de una cierta constelación de ideas y sentimientos que han salido de lo más profundo de tu distancia interior. Si las perdieras, perderías tu yo. Vives y ca­minas sobre suelo divino. Dijo san Agustín acerca de Dios:
«Eres más íntimamente mío de lo que soy yo mismo». La inmediatez sutil de Dios, el Espíritu Santo, toca tu alma y teje con ternura la trama de tus caminos y tus días.

Sensualidad celta

El mundo de la espiritualidad celta está en plena comunión con el ritmo y la sabiduría de los sentidos. En la poesía celta sobre la naturaleza, todos los sentidos están despiertos: oyes el sonido de los vientos, gustas la fruta y sobre todo se despierta en ti un maravilloso sentido del contacto de la Naturaleza con la presencia humana. La espiritualidad cel­ta también posee una gran conciencia del sentido de la vis­ta, sobre todo en relación con el mundo de los espíritus. El ojo celta tiene una gran percepción del mundo de transición entre lo invisible y lo visible. Los estudiosos lo llaman «mundo imaginal», donde residen los ángeles. El ojo celta ama ese mundo. En la espiritualidad celta encontramos un puente nuevo entre lo visible y lo invisible, que se expresa en bellas poesías y bendiciones. Estos mundos ya no están separados. Fluyen natural, bella y líricamente, confundién­dose entre sí.

Una bendición para los sentidos
Que sea bendecido tu cuerpo.
Que comprendas que tu cuerpo es un fiel y hermoso amigo de tu
alma.
Que tengas paz y júbilo, y reconozcas que tus sentidos son umbrales sagrados.
Que comprendas que la santidad es atenta, que mira, siente,
escucha y toca.
Que tus sentidos te recojan y te lleven a tu casa. Que tus sentidos siempre te permitan celebrar el universo y el misterio y las posibilidades de tu presencia aquí.


3
TU SOLEDAD ES LUMINOSA
El mundo del alma es secreto
Nací en un valle de piedra caliza. Vivir en un valle es tener un cielo secreto. La vida está enmarcada por el horizon­te. Éste protege la vida, pero a la vez remite constantemente al ojo a nuevas fronteras y posibilidades. La presencia del océano acentúa el misterio del paisaje. Durante millones de años se ha desarrollado una antigua conversación entre el coro del océano y el silencio de la piedra.
En este paisaje no hay dos piedras idénticas. Cada una tiene un rostro propio. Con frecuencia, la caricia de la luz destaca la presencia tímida de cada piedra. Se diría que un dios desenfrenado y surrealista creó este paisaje. Las pie­dras, siempre pacientes y mudas, celebran el silencio del tiempo. El paisaje irlandés está lleno de recuerdos; contie­ne las ruinas y. los rastros de civilizaciones antiguas. El pai­saje tiene una curvatura, un color y una forma desconcertantes para el ojo que anhela la simetría o la sencillez li­neal. El poeta W. B. Yeats se refirió a él en estos términos:
«... ese color austero y esa línea delicada son nuestra disci­plina secreta». Basta andar unos kilómetros para que cambie el paisaje, que ofrece constantemente vistas nuevas, sor­presas para el ojo, incitaciones para la imaginación. Posee una complejidad salvaje y a la vez serena. En cierto sentido, refleja la naturaleza de la conciencia celta.
El intelecto celta jamás se sintió atraído por la línea sencilla; siempre evitó las formas de mirar y de ser que bus­can satisfacción en la certeza. La mente celta profesaba gran respeto hacia el misterio del círculo y la espiral. El círculo es uno de los símbolos más antiguos y poderosos. El mun­do es un círculo; también lo son el Sol y la Luna. El tiempo mismo es de naturaleza circular; el día y el año se expresan con círculos. Lo mismo sucede con la vida de cada individuo en su nivel más íntimo. El círculo jamás se entrega total­mente al ojo o la mente, pero ofrece una confiada hospita­lidad a lo complejo y misterioso; abarca simultáneamente la profundidad y la altura. Jamás reduce el misterio a una sola dirección o preferencia. La paciencia con esta reserva es una de las intuiciones profundas de la mente celta. El mundo del alma es secreto. Lo secreto y lo sagrado son her­manos. Cuando no se respeta el secreto, se desvanece lo sa­grado. Por consiguiente, la reflexión no debe enfocar una luz excesivamente fuerte o agresiva sobre el mundo del alma. La luz de la conciencia celta es tenue como una pe­numbra.

El peligro de la visión de neón

Nuestro tiempo padece una sed espiritual sin precedentes. Cada vez hay más personas que despiertan al mundo inte­rior. El hambre y la sed de lo eterno cobran vida en su alma; es una nueva forma de conciencia. Pero uno de los aspec­tos dañinos de esta sed espiritual es que echa una luz severa e insistente sobre todo lo que ve. La luz de la conciencia moderna no es suave ni reverente; no demuestra magnani­midad en presencia del misterio; quiere desentrañar y con­trolar lo desconocido. La conciencia moderna es similar a la luz blanca fuerte y brillante de un quirófano. Esta luz de neón es demasiado directa y clara para ofrecer su amis­tad al mundo umbrío del alma. No acoge de buen grado lo que es discreto y oculto. La mente celta profesaba un respe­to extraordinario por el misterio y la hondura del alma in­dividual.
Los celtas que reconocían que cada alma tiene su pro­pia forma; la vestimenta espiritual de una persona jamás le cae bien al alma de otra. Obsérvese que la palabra revela­ción deriva de revelare, es decir, volver a velar. Vislumbra­mos el mundo del alma a través de una apertura en un velo que vuelve a cerrarse. No hay acceso directo, permanen­te o público a lo divino. Cada destino tiene una curvatura única que debe encontrar su propia comunión y orienta­ción espiritual. La individualidad es la única puerta hacia nuestro potencial y bendición espiritual.
Cuando la búsqueda espiritual es demasiado intensa y ávida, el alma permanece oculta. El alma jamás puede ser percibida en su integridad. Se encuentra más cómoda en una luz que admite la sombra. Antes de que existiera la electricidad, a la noche se encendían velas. Ésta es la luz ideal para acoger la oscuridad; ilumina suavemente las ca­vernas e incita a la imaginación. La vela permite que la os­curidad conserve sus secretos. En su llama hay sombras y color. La percepción a la luz de la vela es la forma de luz más apropiada y respetuosa para acercarse al mundo inte­rior. No impone al misterio nuestra torturada transparen­cia. La mirada fugaz es suficiente. La percepción a la luz de la vela demuestra la delicadeza y el respeto apropiados al misterio y la autonomía del alma. Semejante percepción se siente cómoda en el umbral. No necesita ni desea invadir el temenos donde reside lo divino.
En nuestro tiempo se utiliza el lenguaje de la psicología para abordar el alma. Es ésta una ciencia maravillosa. En muchos sentidos, ha sido el explorador lanzado a la aven­tura heroica de descubrir el mundo interior virgen. En nuestra cultura de inmediatez sensorial, la psicología ha abandonado en buena medida la fecundidad y la reveren­cia del mito y sufre la tensión de la conciencia de neón, que es impotente para recuperar o abrir el mundo del alma en toda su densidad y profundidad. El misticismo celta reco­noce que en lugar de descubrir el alma u ofrecerle nuestros débiles cuidados, debemos permitir que ella nos descubra y nos cuide. Su actitud es de ternura para con los senti­dos y carente de agresividad espiritual. Las historias, la poesía y la oración celtas se expresan en un lenguaje que evidente­mente antecede al discurso, un lenguaje de observación lí­rica y reverente. En ocasiones recuerda la pureza del haiku japonés. Sobrepasa el nudoso lenguaje narcisista de la autorreflexión para crear una forma lúcida de palabras a través de la cual resplandecen la naturaleza y la divinidad en su hondura sobrenatural. La espiritualidad celta reco­noce la sabiduría y la luz lenta que pueden cuidar y dar profundidad a tu vida. Cuando despierta el alma, tu desti­no se agita al impulso de la creatividad.
Aunque el destino se revela lenta y parcialmente, in­tuimos su intención en el rostro humano. Siempre me ha fascinado la presencia humana en un paisaje. Cuando uno camina por las montañas y se encuentra con otro, tiene una fuerte conciencia de que el rostro humano es como un icono proyectado contra la soledad de la naturaleza. La cara es un umbral donde un mundo contempla el exterior y otro mira su propio interior. Los dos mundos se reúnen en la cara. Detrás de cada una hay un mundo oculto que nadie puede ver. La belleza de lo espiritual reside en la pro­fundidad de una amistad interior que puede cambiar total­mente lo que se toca, ve y palpa. En cierto sentido, la cara es el lugar donde el alma se vuelve indirectamente visible. Pero el alma sigue siendo esquiva porque la cara no puede expresar directamente todo lo que se intuye y siente. No obstante, con la edad y la memoria la cara refleja gradual­mente la travesía del alma. Cuanto más anciano es el ros­tro, mayor la riqueza del reflejo.

Nacer es ser elegido

Nacer es ser elegido. Nadie está aquí por casualidad. Cada uno fue enviado a cumplir un destino particular. A veces el significado profundo de un suceso sale a la luz cuando se lo interpreta de manera espiritual. Considérese el momento de la concepción: las posibilidades son infinitas. Pero en la mayoría de los casos se concibe un solo niño. Esto parece sugerir la intervención de cierta selectividad. Ésta sugiere a su vez la presencia de una providencia protectora que te soñó, te creó y se ocupa de tí. Nadie te consultó acerca de los grandes problemas que forjan tu destino: cuándo ha­brías de nacer, dónde y de qué padres. Imagina la diferen­cia en tu vida si hubieras nacido en la casa vecina. No se te ofreció un destino para elegir. Dicho de otra manera. Se dispuso un destino especial para ti. Pero también se te dio libertad y creatividad para trascender los dones, crear un conjunto de nuevas relaciones y forjar una identidad cons­tantemente renovada, que incluye la vieja pero no se limita a ella. Éste es el ritmo secreto del crecimiento, que obra dis­cretamente detrás de la fachada exterior de tu vida. El des­tino crea el marco exterior de la experiencia y la vida; la li­bertad encuentra y llena su forma interior.
Millones de años antes de que llegaras, se preparó cui­dadosamente el sueño de tu individualidad. Se te envió a una forma de destino que te permitiría expresar el don singu­lar que traes al mundo. Cada persona tiene un destino sin­gular. Cada uno debe hacer algo que nadie más puede. Si otro pudiera cumplir tu destino, sería él quien ocuparía tu lugar y tú no estarías aquí. Es en lo más profundo de tu vida donde descubrirás la necesidad invisible que te trajo aquí. Cuando empiezas a desentrañarlo, tu don y la capacidad de emplearlo cobran vida. Tu corazón se acelera y la urgencia de vivir reaviva la llama de tu creatividad. Si puedes despertar este sentido del destino, entras en consonancia con el ritmo de tu vida. Pierdes esa consonancia cuando reniegas de tu potencial y tu talento, cuando te refugias en la mediocridad para desoír la llamada. Cuando eso sucede, tu vida se vuelve aburrida, rutinaria, o cae en el automatismo anónimo. El ritmo es la clave secreta del equilibrio y la co­munión. No caerá en la falsa satisfacción ni en la pasivi­dad. Es el ritmo de un equilibrio dinámico, de una buena disposición del espíritu, una ecuanimidad que no está con­centrada en sí misma. Este sentido del ritmo es antiguo. La vida nació en el océano; cada uno viene de las aguas del útero; el flujo y reflujo de las mareas vive en nuestra respi­ración. Cuando estás en consonancia con el ritmo de tu naturaleza, nada perjudicial puede alcanzarte. La Provi­dencia está en comunión contigo; te protege y te transpor­ta a tus nuevos horizontes. Ser espiritual es estar en conso­nancia con el propio ritmo.


El mundo subterráneo celta como resonancia

A menudo pienso que el mundo interior es como un paisa­je. Aquí, en nuestro mundo de piedra caliza, nunca se aca­ban las sorpresas. Es hermoso hallarse en la cima de una montaña y descubrir un manantial que sale de debajo de las grandes piedras. Viene del corazón de la montaña, allí donde jamás penetró ojo humano. La sorpresa del manan­tial sugiere fuentes arcaicas de conciencia que despiertan en nuestro interior. Con súbita frescura nacen nuevos ma­nantiales.
No es casual que en el mundo celta los manantiales fueran sagrados. Se veían como umbrales entre el mundo subterráneo oscuro e ignoto y el mundo exterior de la luz y la forma.
En tiempos antiguos se concebía la tierra de Irlanda como el cuerpo de una diosa. Se veneraba los manantiales como lugares por donde manaba la divinidad. Como dijo Manannan MacLir: «Quien no beba de la fuente no tendrá sabiduría». Aún hoy la gente visita los manantiales sagra­dos. Visitan varios, caminando en el sentido de las agujas del reloj, y con frecuencia dejan exvotos. En cada uno en­cuentran distintas clases de curación.
Cuando brota un manantial en la mente, surgen nue­vas posibilidades; uno encuentra en sí mismo una pro­fundidad y una vitalidad desconocidas. El irlandés James Stephens se refiere a este arte del despertar cuando dice:
«La única barrera es nuestra disposición». Con frecuencia permanecemos exiliados, marginados del mundo fecundo del alma simplemente porque no estamos dispuestos. De­bemos preparar el corazón y la mente. Son muchas las ben­diciones y la belleza próximas que nos están destinadas, pero no pueden entrar en nuestra vida porque no estamos preparados para recibirlas. El tirador está en el lado inte­rior de la puerta; sólo uno mismo puede abrirla. A veces nuestra falta de preparación se debe a la ceguera, el miedo, la deficiente autoestima. Cuando estemos preparados, se­remos bendecidos. En ese momento la puerta del corazón será la puerta del Cielo. Shakespeare lo dijo en El rey Lear. «Los hombres han de sobrellevar/su partida como sucedió con su llegada;/lo único que importa es la madurez».

Transfigurar el amor propio: liberar el alma

A veces nuestros proyectos espirituales nos alejan de nues­tra comunión interior. Nos volvemos adictos a los métodos y proyectos de la psicología y la religión. Estamos tan de­sesperados por aprender a ser que nuestra vida pasa y des­cuidamos la práctica de ser. Uno de los aspectos jubilosos del intelecto celta es su sentido de la espontaneidad. Ésta constituye uno de los mayores dones espirituales. Ser es­pontáneo es huir de la jaula del amor propio al confiar en aquello que lo trasciende. El amor propio es uno de los ma­yores enemigos de la comunión espiritual. Tiene poco que ver con la forma verdadera de la individualidad. Es un yo falso, nacido del miedo y una actitud defensiva, una coraza protectora que erigimos en torno de nuestros afectos. Es un producto de la timidez, de la incapacidad de confiar en el Otro y respetar la propia Alteridad. Uno de los mayores conflictos en la vida es el que se libra entre el amor propio y el alma. El amor propio, por sentirse amenazado, es competi­tivo y tenso; por el contrario, el alma se siente atraída por lo sorprendente, espontáneo, nuevo y fresco. Evita lo cansado, gastado o repetitivo. La imagen del manantial que brota de la costra dura del suelo revela la frescura que puede brotar súbi­tamente del corazón dispuesto a las nuevas vivencias.

No hay programas espirituales

En nuestra época hay una gran obsesión por los programas espirituales. Éstos tienden a ser muy lineales. Imaginan la vida espiritual como un viaje con una serie de etapas. Cada una tiene su propia metodología, negativismo y posibilida­des. Semejante plan suele convertirse en un fin en sí mis­mo. Arroja sobre uno el peso de su propia presencia natu­ral. Un plan así puede dividirnos y separarnos de lo más íntimo de nuestro ser. Se abandona el pasado por irredento, el presente se utiliza como punto de apoyo de un futuro que promete santidad, integración o perfección. El tiempo, al ser reducido a un progreso lineal, es despojado de pre­sencia. El místico del siglo XIV Juan Eckhart, llamado Maestro Eckhart, revisa drásticamente el concepto mismo de proyecto espiritual. Según él, no existe la travesía espiri­tual. Es una idea algo escandalosa, pero vivificante. Una travesía espiritual, si existiera, tendría unos centímetros de longitud y muchos kilómetros de profundidad. Estaría en consonancia con el ritmo de tu naturaleza profunda y tu presencia. Esta sabiduría nos reconforta. No tienes que ale­jarte de tu yo para entrar en conversación con tu alma y los misterios del mundo espiritual. Lo eterno tiene un lugar... dentro de ti.
Lo eterno no está en otra parte; no es remoto. No hay nada tan próximo como lo eterno. Lo dice la bella frase cel­ta: Tá tir na n-ógar chulán tí -tír álainn trina chéile-. «La tierra de la juventud eterna está detrás de la casa, una hermosa tierra contenida en sí misma». El mundo eterno y el mortal no son paralelos; están unidos. Así lo dice la hermosa ex­presión gaélica fighte fuaighte: «tejidos entretejidos».
Detrás de la fachada de nuestra vida normal, el destino eterno forja nuestros días y caminos. El despertar del espí­ritu humano es un regreso a casa. Sin embargo, irónicamente, nuestro sentido de lo conocido suele militar contra ese regreso. Hegel dijo que «una cosa sigue siendo desco­nocida precisamente porque nos es familiar». Es un con­cepto poderoso. Detrás de la fachada de lo familiar nos aguardan cosas extrañas. Así sucede en nuestras casas, donde vivimos, e incluso con las personas que viven con nosotros. El mecanismo de familiaridad introduce una gran insensibilidad en las amistades y otras relaciones. Re­ducimos la imprevisibilidad y el misterio de la persona y el paisaje a la imagen exterior conocida. Pero es una mera fa­chada. La familiaridad nos permite someter, controlar y en definitiva olvidar el misterio. Hacemos las paces con la imagen superficial a la vez que nos apartamos de la Alteridad y la fecunda turbulencia que ella disimula. La familia­ridad es una de las formas más sutiles y penetrantes de alie­nación humana.
En un libro de conversaciones con Pedro Mendoza, Gabriel García Márquez dijo acerca de su relación de trein­ta años con su esposa Mercedes: «La conozco tan bien que no tengo la menor idea de quién es en realidad.» Para Már­quez, la familiaridad incita a la aventura y el misterio. Por el contrario, las personas más próximas a nosotros a veces se vuelven tan familiares que se pierden en una distancia sin estímulo ni sorpresa. La familiaridad puede ser una muerte discreta, una rutina que se prolonga sin ofrecer nuevos desafíos ni aliento.
Esto sucede también con nuestra vivencia de los luga­res que conocemos. Recuerdo mi primera noche en Tu-binga. Pasaría cuatro años allí, estudiando a Hegel, pero esa primera noche la ciudad me era extraña y totalmente desconocida. «Mírala muy bien», pensé, «porque nunca volverás a verla así. Y así fue. Al cabo de una semana co­nocía el camino a las aulas, el comedor y la biblioteca. Una vez conocidas las rutas a través de esa tierra extraña, en poco tiempo se volvió familiar y dejé de verla tal como era.
Para muchos es difícil despertar al mundo ulterior, so­bre todo cuando su vida se ha vuelto excesivamente rutina­ria. Les resulta difícil encontrar algo nuevo, interesante o incitante en su existencia insensibilizada. Sin embargo, ya se nos ha dado codo lo que necesitamos para el viaje. Por consiguiente, hay mucho de insólito en la luz umbría del mundo espiritual. Debemos conocer mejor esa luz discre­ta. El primer paso para despertar a tu vida interior, a la pro­fundidad y la promesa de tu soledad, sería que te conside­raras momentáneamente un extraño en lo más profundo de tu ser. Visualizarte como un forastero, alguien que ha desembarcado en tu vida, es un ejercicio liberador. Esta meditación te ayuda a quebrar la llave de fuerza de la auto-satisfacción y la rutina. Poco a poco empiezas a intuir el misterio y la magia que hay en tí. Comprendes que no eres el dueño impotente de una vida insensible, sino un hués­ped de paso provisto de bendiciones y posibilidades que no pudiste inventar ni ganar.

El cuerpo es tu única casa

Es algo misterioso que el cuerpo humano sea arcilla. El in­dividuo es el lugar de encuentro de los cuatro elementos. La persona es una forma de arcilla que vive en el medio aéreo. Pero el fuego de la sangre, el pensamiento y el alma discurre por el cuerpo. Toda su vida y energía discurren por el círculo sutil del elemento acuático. Hemos surgido ¿e las profundidades de la Tierra. Piensa en los millones de continentes de arcilla que jamás tendrán la oportunidad de abandonar este mundo subterráneo. La arcilla jamás en­contrará una forma para ascender y expresarse en el mun­do de la luz, sino que vivirá eternamente en la tierra ignota de las sombras. Por este motivo, la idea celta que sostiene que el mundo subterráneo no es oscuro, sino un mundo de espíritus, es muy hermosa. En Irlanda se cree que Tuatha Dé Dannan, la tribu celta desterrada de la superficie de Ir­landa, vive en el mundo subterráneo. Desde allí gobiernan la fertilidad de la tierra. Por consiguiente, cuando un rey era coronado, se desposaba simbólicamente con la diosa. De esta manera su reinado ayudaría a su pueblo. Los celtas eran un pueblo agrícola y rural. Esto ha afectado en gran medida a nuestra visión inconsciente del paisaje irlandés. Éste no es sólo natural, sino que posee cierta luminosidad. Nos sentimos en comunión con él. Cada parcela tiene su nombre y ha sido escenario de algún suceso. Posee una memoria secreta y callada, una historia de presencias don­de nada se pierde ni se olvida. En la obra teatral The Gigli Concert, de Tom Murphy, un hombre anónimo pierde si­multáneamente el sentido del paisaje y la capacidad de co­municarse consigo mismo.
El misterio del paisaje irlandés está contado en histo­rias y leyendas de distintos lugares. Los cuentos de fantas­mas y espíritus son innumerables. Un gato mágico cuida un antiguo tesoro en un gran campo. Hay una fascinante red de cuentos sobre la independencia y la estructura del mundo espiritual. El cuerpo humano ha surgido de este mundo subterráneo. Por consiguiente, en tu cuerpo la ar­cilla adquiere una forma que nunca tuvo. Así como es un gran privilegio que tu arcilla haya salido a la luz, también es una gran responsabilidad.
En tu cuerpo de arcilla salen a la luz y se expresan cosas hasta ahora desconocidas, presencias que jamás tuvieron forma o luz en otro individuo. Parafraseando a Heidegger, que dijo que «el hombre es pastor del ser», podemos decir que el hombre es pastor de arcilla. Representas un mundo desconocido que te pide le prestes voz. A veces sientes una felicidad que no corresponde a tu biografía in­dividual, sino a la arcilla de la que fuiste hecho. En otras ocasiones, el pesar cae sobre ti como una bruma sobre el paisaje. Es tan sombría que puede paralizarte. No debes in­terferir con este desplazamiento de los sentimientos. Antes bien, deberías reconocer que esta emoción corresponde a tu arcilla más que a tu mente. Lo sabio es dejar que pase la tormenta, que va en camino hacia otra parte. Solemos olvi­dar que la arcilla posee una memoria anterior a nuestra mente, una vida propia que precedió a su forma actual. Po­demos parecer modernos, pero somos antiguos, hermanos y hermanas en la misma arcilla. En cada uno, una parte dis­tinta del misterio se vuelve luminosa. Para llegar a ser y de­venir tu yo, necesitas el resplandor antiguo de otros.
Nuestra esencia es un bello componente de la natura­leza. El cuerpo conoce esta comunión y la anhela. No nos destierra espiritual ni afectivamente. El cuerpo humano se siente a sus anchas en la Tierra. Se diría que una astilla clavada en la mente es la dolorosa raíz de tanto exilio. Esta tensión entre la arcilla y la mente es la fuente de toda creati­vidad. Es la tensión interior entre lo antiguo y lo nuevo, lo conocido y lo desconocido. Este ritmo sólo puede ser apre­hendido por la imaginación, la única capaz de navegar ese ínterin sublime donde se tocan las distintas fuerzas inte­riores. La imaginación está empeñada en la justicia de la integridad. En un conflicto interior, no escogerá un bando y reprimirá o desterrará al otro; tratará de iniciar una con­versación profunda entre ambos para que pueda nacer algo original. La imaginación ama los símbolos porque re­conoce que la divinidad interior sólo puede hallar expre­sión en forma simbólica. A través de la imaginación, el alma crea y construye su vivencia profunda. La imagina­ción es el espejo más reverente del mundo interior.
La individualidad no tiene por qué ser solitaria o estar aislada. Como dice la bella frase de Cicerón: Numquam minus solus quam cum solus. Uno puede armonizar con la propia individualidad si la ve como una expresión profun­da o sacramento de la arcilla antigua. Cuando se produce un despertar del amor y la amistad, se puede revelar esta arcilla interior. Si conocieras bien el cuerpo de la persona amada, sabrías dónde estuvo su arcilla antes de adquirir forma en ella. Podrías intuir las diversas tonalidades de su arcilla: acaso una parte venga de la orilla de un lago sereno, otra de lugares solitarios de la naturaleza, otras en fin de lu­gares ocultos y desconocidos. Nunca sabemos cuántos lu­gares de la naturaleza se encuentran en el cuerpo humano. No todo el paisaje es exterior, una parte se ha introducido en el alma. La presencia humana huele a paisaje.
El mundo celta había desarrollado un sentido profun­do de la complejidad del individuo. Con frecuencia surgen conflictos interiores allí donde coinciden distintas partes de la memoria de nuestra arcilla; puede reinar allí una energía bruta, irrefrenable. El reconocimiento de nuestra naturaleza de arcilla puede traernos una armonía más anti­gua. Puede devolvernos al ritmo antiguo que habitamos antes de que nos dividiera la conciencia. Uno de los aspec­tos más bellos del alma es que constituye el terreno de en­cuentro entre la separación del aire y la comunión de la tierra. El alma media entre el cuerpo y la mente; abriga y contiene a ambos. En este sentido primordial, el alma es imagina­tiva.

El cuerpo está en el alma

Debemos aprender a confiar en el aspecto indirecto de nuestro yo. Tu alma es el lado oblicuo de tu mente y cuer­po. El pensamiento occidental enseña que el alma está en el cuerpo. Sostiene que está encerrada en una región especial, pequeña y sutil de éste. Suele imaginarla de color blanco. Cuando muere la persona, parte el alma y el cuerpo se de­rrumba. Diría que es una versión falsa del alma. El criterio más antiguo enfoca el problema de la relación entre alma y cuerpo en sentido inverso. El cuerpo está en el alma. Tu alma es más extensa que tu cuerpo, abarca a éste y también la mente. Sus antenas son más perceptivas que las de la mente o el yo. Si confiamos en esta dimensión umbría, lle­gamos a nuevos lugares en la aventura humana. Pero para ser, debemos liberarnos; si no dejamos de forzarnos, jamás entraremos en comunión con nosotros mismos. Hay algo antiguo en nuestro interior que crea la novedad. En verdad, se necesita muy poco para desarrollar un auténtico sentido de la propia individualidad espiritual. Una de las cosas absolutamente esenciales para ello es el silencio, la otra es la soledad.
La soledad es una de las cosas más valiosas del espíritu humano. No es lo mismo que el abandono. Cuando te sientes abandonado, adquieres una conciencia punzante de tu separación. La soledad puede ser un regreso a tu co­munión más profunda. Uno de los aspectos más bellos que poseemos como individuos es la presencia de lo incon­mensurable en nosotros. En cada uno hay un punto de ab­soluta desconexión de todo y de todos. Es un tesoro, aun­que asusta reconocerlo. Significa que no podemos seguir buscando fuera las cosas que necesitamos dentro. Las ben­diciones que anhelamos no están en otros lugares o perso­nas. Sólo tu propio yo puede dártelas. Su patria es el fuego de tu alma.

Ser natural es ser santo

En Irlanda occidental hay muchas casas con fogón y chi­menea. En invierno, cuando visitas a alguien, atraviesas el paisaje frío y desolado hasta llegar al fogón, donde te aguardan el calor y la magia del fuego. El fuego de turba es una presencia antigua. La turba viene de la tierra, trae re­cuerdos de árboles, campos y tiempos antiguos. Es extraño quemar la tierra en la intimidad de la casa. Me fascina la imagen del fogón como lugar de regreso y calidez.
En la soledad interior de todos hay un fogón cálido y ful­gurante. La idea de inconsciente, aunque profunda y ma­ravillosa, hace que a veces se tenga miedo de volver a ese fogón particular. Mal interpretamos el inconsciente si pen­samos que es un sótano donde alojamos nuestras repre­siones y el daño que nos hacemos a nosotros mismos. El miedo a nosotros mismos nos hace imaginar que dentro tenemos monstruos. Dice Yeats: «El hombre necesita un valor temerario para descender al abismo de sí mismo». Pero lo cierto es que estos demonios no ocupan todo el in­consciente. La energía primordial del alma nos reserva un calor y una acogida maravillosos. Uno de los motivos por los que se nos puso en la Tierra fue para establecer esta re­lación con nosotros mismos, esta amistad interior. Los de­monios nos acosarán mientras tengamos miedo. Todas las aventuras mitológicas clásicas exteriorizan los demonios. Al presentar batalla, el héroe se engrandece, alcanza nuevos niveles de creatividad y equilibrio. Cada demonio interior es portador de una preciosa bendición que curará y libe­rará. Para recibir ese don, debes dejar a un lado tu miedo y afrontar el riesgo de pérdidas y cambios que trae consigo cada encuentro interior.
Los celtas poseían un maravilloso conocimiento intui­tivo de la complejidad de la psique. Creían en varias pre­sencias divinas. Lugh era el dios más venerado. Era un dios de luz y de los dones. El Luminoso. La antigua festividad de Lunasa lleva su nombre. La diosa de la Tierra era Anu, madre de la fecundidad. También reconocía el origen divino de la negatividad y la oscuridad. Había tres diosas madres de la guerra: Morrigan, Macha y Bodbh. Las tres cumplen un papel crucial en la antigua epopeya, Taín. Los dioses y las diosas siempre estaban vinculados con algún lugar. Las presencias divinas se manifestaban sobre todo en árbo­les, manantiales y ríos. Alentada por esa rica trama de pre­sencias divinas, la psique antigua jamás estuvo tan aislada y alienada como la moderna. Para remediar esa alienación de nuestro tiempo es vital que recuperemos el alma.
En términos teológicos o espirituales, podemos con­cebir esta desconexión absoluta con la totalidad como un vacío sagrado en el alma que nada exterior puede colmar. A veces tratamos desesperadamente de colmarlo con pose­siones, trabajo o creencias, pero éstas nunca se afirman. Siempre caen y nos dejan más inermes e indefensos que nunca. Llega el momento en que te das cuenta de que ya no puedes seguir disimulando ese vacío. Mientras no oigas su llamada, serás un fugitivo interior, huyendo de refugio en refugio, nada que se parezca a una casa. La naturalidad es santidad, pero es muy difícil ser natural, es decir, sentirse cómodo con la propia naturaleza. Si estás fuera de tu yo, si siempre buscas más allá de él, desconoces la llamada de tu propio misterio. Cuando reconoces la soledad de tu inte­gridad y te acoges a su misterio, tus relaciones con otros ad­quieren nuevo calor, aventura, asombro.
La espiritualidad es sospechosa cuando se emplea como anestésico para engañar la sed espiritual. Esa espiri­tualidad es producto del miedo a la soledad. Quien afronta la soledad con coraje aprende que no tiene motivos para temer. La expresión «no temas» aparece trescientas sesenta y seis veces en la Biblia. En el corazón de tu soledad hay un ali­vio. Cuando lo comprendes, pierdes la mayor parte del miedo que rige tu vida. Apenas se transfigura tu miedo, en­tras en consonancia con el ritmo de tu yo.

La mente bailarina

Hay muchas clases de soledad. La del sufrimiento cuando atraviesas la oscuridad es una sensación intensa y terrible de abandono. Las palabras son incapaces de expresar tu dolor; lo que transmiten a otros está muy alejado, es muy distinto de tu verdadero sufrimiento. Todos hemos conoci­do ese momento sombrío. La conciencia popular sabe que en esas ocasiones debes tratarte a ti mismo con extraordi­naria ternura. Amo la vista de un campo de maíz en el oto­ño. Cuando pasa el viento, el maíz no permanece erguido ni trata de resistir su fuerza, porque lo arrancaría de raíz. No. El maíz se mece con el viento, se inclina hasta el suelo y después se yergue para recuperar su posición y su equi­librio. Asimismo sucede con cierta araña depredadora, que jamás teje su tela entre dos objetos duros como piedras porque el viento la arrancaría. Instintivamente la teje entre dos hojas de hierba. Cuando pasa el viento, la tela se inclina con la hierba y después vuelve a su punto de equilibrio. És­tas son bellas imágenes de una mente en consonancia con su propio ritmo. Cuando endurecemos nuestra men­te, cuando nos aferramos a nuestras ideas o creencias, ejer­cemos una presión terrible sobre ella, perdemos la suavi­dad y la flexibilidad que hacen a la comunión, el refugio protector. A veces la mejor cura para tu alma es flexibilizar ciertas ideas que endurecen y cristalizan tu mente; porque éstas te alejan de tu propia profundidad y belleza. Se diría que la creatividad requiere una tensión flexible y moderada. Aquí es útil la imagen del violín. Las cuerdas excesivamente tensas o flojas se rompen. Cuando están debidamente afi­nadas, el violín puede soportar una fuerza tremenda y producir sonidos poderosos y tiernos.

La belleza ama los lugares abandonados

Sólo en la soledad puedes descubrir el sentido de tu propia belleza. El artista divino no envió a nadie aquí desprovisto de la hondura y la luz de la belleza divina. Ésta suele quedar oculta detrás de la fachada gris de la rutina. Tu belleza se te aparecerá en la soledad. En Conamara, donde abundan las aldeas de pescadores, tienen el siguiente dicho: Is fánach an áit a gheobfá gliomach, es decir, «En el lugar inesperado o descuidado encontrarás la langosta». En los rincones y re­covecos abandonados de tu esquiva soledad hallarás el te­soro que siempre has buscado en otra parte. Esto dijo Ezra Pound: «La belleza se complace en evitar el resplandor des­lumbrante. Prefiere los lugares abandonados, porque sabe que sólo allí encontrará la clase de luz que repite su forma, su dignidad y su naturaleza.» En cada persona reside una belleza profunda. La cultura moderna está obsesionada por la belleza artificial. Ha estandarizado la belleza y la ha convertido en un producto de venta más. En su sentido real, la belleza es la iluminación de tu alma.
El alma contiene una linterna que vuelve luminosa tu soledad. Ésta no tiene por qué ser abandono. Puede desper­tar a su tibia luminosidad. El alma redime y transfigura todo porque es espacio divino. Cuando habitas plenamente tu soledad y experimentas sus extremos de aislamiento y abandono, encontrarás que en su centro no hay abandono ni vacío, sino intimidad y refugio. En tu soledad sueles acercarte más a la comunión y la afinidad que en tu vida social o en el mundo público. En este nivel, la memoria es la gran amiga de la soledad. Cuando ésta madura, comienza la cosecha de la memoria. Wordsworth lo resume en su reac­ción al recuerdo de los narcisos: «A menudo, cuando estoy tendido en el sofá/con ánimo ausente o meditabundo/se aparecen al ojo interior, /que es la dicha de la soledad».
Tu personalidad, creencias y función son en realidad una técnica o una estrategia para atravesar la rutina diaria. Cuando estás librado a tus propios medios o cuando des­piertas durante la noche, puede aflorar el conocimiento verdadero. Puedes intuir el equilibrio secreto de tu alma. Cuando recorres la distancia interior hasta lo divino, la distancia exterior desaparece. Paradójicamente, la con­fianza en tu comunión interior altera drásticamente tu co­munión exterior. Si no encuentras comunión en tu sole­dad, tu anhelo exterior seguirá sediento y desesperado.
El interior nos reserva una maravillosa acogida. El Maestro Eckhart ilustra este concepto al decir que en el alma hay un lugar que no pueden tocar el espacio, el tiem­po ni la carne. Es el lugar eterno de nuestro seno. Te harías un precioso regalo si acudieras a él con frecuencia para nu­trirte, fortalecerte y remozarte. Las cosas más profundas que necesitas no están en otra parte. Están aquí y ahora, en el círculo de tu propia alma. La amistad y santidad verda­deras permiten a la persona visitar asiduamente el fogón de esta soledad; esta bendición incita a buscar otras en su san­tidad.



Los pensamientos son nuestros sentidos interiores

Nuestra vida en el mundo nos llega bajo la forma del tiem­po. Por consiguiente, nuestra expectativa es una fuerza creativa y a la vez constructiva. Si lo único que esperas ha­llar en tu interior son los elementos reprimidos, abandonados y vergonzosos de tu pasado o el acoso de Ja sed, sólo encontrarás vacío y desesperación. Si no vuelves el ojo be­nigno de la expectativa creadora a tu mundo interior, ja­más encontrarás nada allí. Tu manera de ver las cosas es la fuerza más poderosa que da forma a tu vida. En un sentido vital, la percepción es la realidad.
La fenomenología demuestra que toda conciencia es conciencia de algo. El mundo jamás está fuera de nosotros. Nuestra intencionalidad lo construye. En general cons­truimos nuestro mundo de manera tan natural que somos inconscientes de lo que estamos haciendo en este preciso instante. Se diría que el mismo ritmo de construcción obra hacia nuestro interior. Nuestra intencionalidad construye los paisajes de nuestro mundo interior. Tal vez ha llegado el momento de una fenomenología del alma. El alma crea, forma y puebla nuestra vida interior. La puerta a nuestra identidad más profunda no se encuentra en el análisis me­cánico. Debemos escuchar al alma, expresar su sabiduría de forma poética y mística. Es tentador emplearla como un receptáculo más para nuestras energías analíticas frustra­das y exhaustas. Conviene recordar que desde los tiempos antiguos el alma era profunda, peligrosa e imprevisible precisamente porque se la concebía como la presencia de lo divino en nuestro interior. Separada de la santidad, se vuelve una cifra inocua. Despertar el alma es viajar hacia la frontera donde la experiencia se inclina ante la alteridad en tremens et fascinans.
Existe una conexión íntima entre la manera que mira­mos las cosas y lo que llegamos a descubrir. Si puedes aprender a contemplar tu yo y tu vida con espíritu benig­no, creativo y aventurero, siempre hallarás algo que te sor­prenda. Dicho de otra manera, jamás percibimos nada de manera total y pura. Todo lo vemos a través de la lente del pensamiento. Tu manera de pensar determina lo que des­cubres. El Maestro Eckhart lo expresó con esta bella frase:
«Los pensamientos son nuestros sentidos interiores». Sabe­mos que cualquier deterioro que sufran nuestros sentidos exteriores reduce la presencia del mundo para nosotros:
Si eres miope, el mundo se vuelve borroso; si pierdes el oído, un silencio sordo reemplaza la música o la voz de tu amado. Asimismo, si tus pensamientos sufren deterioro, si son negativos o se ven disminuidos, jamás descubrirás nada fecundo o bello en tu alma. Si los pensamientos son nuestros sentidos interiores y permitimos que su­fran menoscabo, las riquezas de nuestro mundo interior jamás vendrán a nuestro encuentro. Debemos imaginar con mayor coraje si hemos de acoger la creación en ma­yor plenitud.
El pensamiento te relaciona con tu mundo interior. Si los pensamientos no son tuyos, son de segunda mano. Cada uno debe aprender el lenguaje singular de su alma. En ese lenguaje hallarás una lente del pensamiento qué aclare e ilu­mine el mundo interior. Dostoievsky dice que muchas per­sonas llegan al final de la vida sin hallarse jamás a sí mismas en sí mismas. Si temes tu soledad o si vas a su encuentro con pensamientos arraigados o menoscabados, jamás lle­garás a lo profundo de ti. Cuando permitas que tu luz inte­rior te despierte, ése será un gran momento en tu vida. Tal vez sea la primera vez que contemplas tu yo tal como es. El misterio de tu presencia jamás se puede reducir a tu papel, tus actos, tu amor propio o tu imagen. Eres una esencia eterna; ésa es la razón antigua de tu presencia. Vislumbrar esta esencia es entrar en armonía con tu destino y con la providencia que siempre vela por tus días y tus caminos. El proceso de autodescubrimiento nunca es fácil; puede generar sufrimiento, dudas, desaliento. Pero no debemos evitar la integridad de nuestro ser para reducir el dolor.



Soledad ascética

La soledad ascética puede ser penosa. Te retiras del mundo para obtener una visión más clara de quién eres, qué haces y adonde te lleva la vida. La gente que se consagra a ello lle­va una vida contemplativa. Cuando visitas a alguien en su casa, ocupan la puerta y el umbral las tramas de presencia de todas las recepciones y despedidas que suceden en ellos. Si visitas un claustro o un convento de vida contemplativa, nadie vendrá a recibirte. Entras, haces sonar una campana y una persona aparece detrás de una ventana con barrotes. Son casas especiales que alojan a los supervivientes de la sole­dad. Se han desterrado de la adoración exterior de la tierra para aventurarse en el espacio interior donde los sentidos no tienen nada que celebrar.
La soledad ascética requiere silencio. Éste es una de las grandes víctimas de la cultura moderna. Vivimos una épo­ca intensa, visualmente agresiva; todo es incitado hacia el exterior, hacia la sensación de la imagen. En una cultura cada vez más homogeneizada y universalista es lógico que la imagen tenga semejante poder. A medida que todo entra en una red, ciertas imágenes acceden a la universalidad ins­tantánea. Existe una moderna industria de la dislocación, increíblemente sutil y poderosamente calculadora, en la cual se desconoce por completo todo aquello que es profundo y vive en silencio en nuestro interior. El poder de las imágenes seduce constantemente la superficie de nuestra mente. Se produce un desahucio siniestro; constantemente se arrastra la vida de la gente hacia el exterior. La publicidad y la reali­dad social exterior, implacables propietarios del mundo moderno, expulsan el alma del mundo interior. Este exilio exterior nos empobrece. Muchas personas sufren estrés, no porque hagan cosas estresantes, sino porque dejan muy poco tiempo para el silencio. La soledad fecunda es incon­cebible sin silencio ni espacio.
El silencio es uno de los grandes umbrales del mundo. Los celtas reconocían en el silencio y lo desconocido los compañeros entrañables de la travesía humana. Los salu­dos y despedidas que iniciaban y ponían fin a las conversa­ciones eran siempre bendiciones. La poesía y la oración celtas trasuntan la sensación de que las palabras emergen de un silencio profundo, reverente. En lo fundamental existe el gran silencio que va al encuentro del lenguaje; to­das las palabras provienen del silencio. Las palabras pro­fundas, resonantes, curativas y fecundas están cargadas de silencio ascético. El lenguaje que no reconoce su afinidad con la realidad es banal, denotativo, puramente discursivo. El lenguaje de la poesía viene del silencio y a él retoma. Una de las víctimas de la cultura moderna es la conversación. Cuando hablas con alguien, generalmente oyes una anéc­dota superficial o un catálogo de novedades terapéuticas. Es lamentable oír que una persona se describe según el proyecto en que está embarcada o el trabajo exterior que supone su función. Cada persona es destinataria cotidiana de nuevos pensamientos y sensaciones inesperadas. Pero éstos no encuentran acogida ni expresión en nuestra inte­racción social ni en la forma en que acostumbramos des­cribirnos. Esto es decepcionante en vista de que las cosas más profundas que heredamos nos vinieron por vía de las conversaciones significativas. En la verdadera conversación hay imprevisibilidad, peligro, resonancia; puede tomar cualquier cariz y roza constantemente lo inesperado, lo desconocido. No es una estructura imaginada por el solitario amor propio; crea comunidad. Buena parte de nuestra conversación recuerda a la araña que teje maniáticamente una tela de lenguaje fuera de sí misma. Nuestros monólo­gos paralelos con sus tartamudeos entrecortados sólo refuerzan el aislamiento. Hay poca paciencia para el silencio de donde surgen las palabras o el que se encuentra entre y dentro de ellas. Cuando lo olvidamos o descuidamos, va­ciamos nuestro mundo de sus presencias secretas y sutiles. Ya no podemos conversar con los muertos o ausentes.



El silencio es hermano de lo divino

El silencio es hermano de lo divino. Según el Maestro Eckhart, nada en el mundo se parece tanto a Dios como el silencio. Es un gran amigo íntimo que pone al descu­bierto los tesoros de la soledad. Esa cualidad de silencio in­terior es de muy difícil acceso. Debes crear un espacio para que obre en ti. En cierto sentido, el arsenal y el léxico de terapias, psicologías y proyectos espirituales son inne­cesarios. Si confías en tu soledad y tienes expectativas con ella, todo lo que necesitas saber te será revelado. El poeta francés René Char escribió unos versos maravillosos: «La intensidad es silenciosa, la imagen no lo es. Amo todo lo que me deslumbra y acentúa mi oscuridad interior». Es una imagen del silencio como fuerza que descubre las pro­fundidades ocultas.
Una de las obligaciones de la amistad verdadera es escuchar con sentimiento y creatividad los silencios ocultos. Con frecuencia los secretos no son revelados por las palabras; están ocultos en el silencio entre ellas o en la profundidad de lo inexpresable entre dos personas. En la vida moderna nos sentimos apremiados a expresarnos. La calidad de lo expresado suele ser superficial y repetitiva. Es deseable una mayor tolerancia del silencio, ese silencio fecundo que es la fuente de nuestro lenguaje más expresivo.
La profundidad y la esencia de una amistad se reflejan en la calidad y el amparo del silencio entre dos personas.
Cuando empiezas a hacerte amigo de tu silencio inte­rior, una de las primeras cosas que descubrirás es la cháchara superficial en tu mente. Una vez que la reconoces, el silencio se profundiza. Empieza a surgir una distinción en­tre las imágenes que te has hecho de tu yo y tu propia natu­raleza profunda. A veces el conflicto en nuestra espirituali­dad se debe mucho más a las imágenes superficiales que elaboramos que a nuestra naturaleza más profunda. Des­pués nos abocamos a elaborar una gramática y geometría de la relación entre las imágenes y posiciones superficiales, y descuidamos nuestra naturaleza profunda.

La multitud en el fogón del alma

La individualidad nunca es sencilla ni unidimensional. Con frecuencia parece haber una multitud dentro del co­razón individual. Los griegos creían que las figuras de los sueños eran personajes que abandonaban el cuerpo del sor ñador, salían al mundo a vivir sus aventuras y regresaban antes de que éste despertara. En lo más profundo del cora­zón humano no hay un yo singular sencillo, sino toda una galería de distintos yos. Cada figura expresa un aspecto de tu naturaleza. Aveces entran en contradicción y en conflicto. Si confrontas esas contradicciones a nivel superficial, puedes desatar una pelea interior que te acosaría hasta el fin de tus días. Es frecuente ver personas interiormente di­vididas. Viven en una zona de guerra permanente y jamás han penetrado hasta el fogón de la afinidad donde las dos fuerzas no son enemigas sino que son distintos aspectos de una sola comunión.
No podemos encarnar en la acción la multiplicidad de seres que encontramos en nuestras meditaciones más profundas. Pero nuestro desconocimiento de esos innu­merables yos empobrece gravemente nuestra existencia e impide el acceso al misterio. Hablamos de la imaginación y sus riquezas; con frecuencia la reducimos a una técnica para resolver problemas.
Debemos desarrollar un sentido nuevo de la maravi­llosa complejidad del yo. Necesitamos modelos o pautas de pensamiento justas y adecuadas a ella. La gente se asusta al descubrir su propia complejidad; a martillazos de pensa­mientos de segunda mano reducen el colorido paisaje in­terno a una lámina gris. Se obligan a ser conformistas. Se someten, dejan de ser presencias vividas, incluso para sí mismas. 



La contradicción como tesoro

Una de las formas más interesantes de la complejidad es la contradicción. Es necesario redescubrir la contradicción como fuerza creadora en el alma. A partir de Aristóteles, la tradición intelectual occidental ha tachado la contradic­ción como presencia de lo imposible y, por consiguiente, índice de lo falso y lo ilógico. Sólo Hegel tuvo la previsión, la sutileza y la generosidad de miras para reconocer en la contradicción la fuerza compleja del crecimiento que des­deña el desarrollo lineal para despertar las energías acumu­ladas de una vivencia. La turbulencia de su conversación interior genera una integridad de transfiguración, no ese cambio falso que significa el mero reemplazo de una ima­gen, superficie o sistema por otro. Esta perspectiva permite una concepción más compleja de la verdad. Exige una ética de la autenticidad que incorpora y trasciende las intencio­nes simplistas de la sola sinceridad.
Tenemos que ser más pacientes con nuestro sentido de la contradicción interior para permitir que sus distintas di­mensiones entablen conversación en nuestro seno. La con­tradicción posee una luz secreta y una energía vital. Donde hay energía, hay vida y crecimiento. Tu soledad ascética permitirá que tus contradicciones afloren con fuerza y cla­ridad. Si eres fiel a esa energía, llegarás a participar de una armonía más profunda que cualquier contradicción. Esta te infundirá valor para afrontar la profundidad, el peligro y la oscuridad de tu vida.
Asombra comprobar la desesperación con que nos aferramos a aquello que nos hace desdichados. Nuestra personalidad herida se vuelve una fuente de placer perver­so y consolida nuestra identidad. No queremos curarnos porque ello significaría aventurarnos a lo desconocido. Con frecuencia parecemos adictos destructivos a lo negativo. Eso que se llama negativo suele ser la forma superficial de la contradicción. Si mantenemos nuestra desdicha en este nivel superficial, alejamos esa transfiguración, en apa­riencia amenazante pero en última instancia redentora y curativa que resulta de asumir nuestra contradicción inte­rior. Debemos revalorar eso que consideramos negativo. Rilke decía que la dificultad es uno de los mejores amigos del alma. Enriqueceríamos nuestra vida si acordáramos a la negatividad la misma hospitalidad que damos a lo que nos da alegría y placer. Evitar lo negativo es incitar su recurrencia. Debemos buscar nuevas formas de comprenderlo e integrarlo. Es uno de los amigos más entrañables de tu des­tino. Contiene energías esenciales que necesitas y que no hallarás en otra parte. El arte puede iluminar el camino, porque contiene insinuaciones de lo negativo que permi­ten a tu imaginación participar de sus posibilidades. La vivencia del arte puede ayudarte a construir una amistad fe­cunda con lo negativo. Cuando te paras frente a un cuadro de Kandinsky, entras en una iglesia del color donde la litur­gia de la contradicción es elocuente y gloriosa. Cuando es­cuchas a Martha Argerich interpretar el tercer concierto para piano de Rachmaninof, experimentas la liberación de fuerzas contradictorias que amenazan y ponen a prueba a cada paso la magnífica simetría formal que las sustenta.
Sólo puedes hacerte amigo de lo negativo si reconoces que no es destructivo. A veces parece que la moral es ene­miga del crecimiento. Concebimos faIsamente las normas morales como descripciones de la orientación y los deberes del alma. Pero los mejores pensadores de la filosofía moral dicen que son meras señales indicadoras del conjunto de valores latente en nuestras decisiones o provocado por ellas. Las normas morales nos incitan a obrar con honor, comprensión y justicia. Cada persona y cada situación son tan distintas que jamás pueden ser meras descripciones.
Cuando advertimos una inmoralidad interior, tendemos a ser severos con nosotros mismos y a emplear la cirugía mo­ral para extirpar al culpable. Pero con ello sólo consegui­mos atraparlo en nuestro interior. Confirmamos nuestra visión negativa de nosotros mismos y desconocemos nues­tro potencial de crecimiento. Hay una paradoja extraña en el alma: cuanto más tratas de evitar o eliminar esta cualidad molesta, más te persigue. La única manera eficaz de poner fin al desasosiego consiste en transfigurarlo, dejar que se convierta en algo creativo y positivo que te enriquezca.
Un aspecto alentador de lo negativo es su sinceridad. No miente. Cuando trates de alentar la ausencia en lugar de habitar la presencia, te lo dirá claramente. Cuando en­tras en tu soledad, una de las primeras presencias que se anuncia es lo negativo. Nietzsche dijo que uno de los mejo­res días de su vida fue aquel en que decidió que sus cualida­des negativas eran las mejores que poseía. En esta suerte de bautismo, lejos de desterrar aquello que a primera vista pa­rece desagradable, uno lo integra en su vida. Ésta es la tarea lenta y difícil de la autorrecuperación. Todos tienen ciertas cualidades o presencias en el corazón que son molestas, perturbadoras y negativas. Ser generoso con ellas es un deber sagrado. En cierto sentido es el deber de ser padre afectuoso para esas cualidades extraviadas. La generosidad curará lentamente su negatividad, aliviará su miedo y les ayudará a comprender que el alma es un fogón donde no imperan el juzgamiento ni el deseo febril de poseer una identidad rígida y limitada. La amenaza de lo negativo es po­derosa precisamente porque incita a practicar la caridad y la autoliberación, un arte resistido con empeño por nuestro intelecto mezquino. Tu previsión es tu patria y como tal debe contener muchas moradas para albergar tu desen­frenada divinidad. Esta integración respeta la multiplici­dad de yos del interior. Lejos de obligarlos a formar una unidad artificial, les permite cohesionarse como un todo al que cada uno aporta sus características únicas.
Este ritmo de autorrecuperación exige tu generosidad y sentido del riesgo, no sólo en lo interior, sino también en el nivel interpersonal. Se trata probablemente del territorio incierto del que hablaba Jesús al exhortarte a amar a tu ene­migo. Debemos ser cuidadosos en la elección de «enemi­gos». Un alma despierta sólo debe tener «enemigos» dignos. Un enemigo digno puede revelar tu negatividad y poten­cialidad. Aprender a amar a tus enemigos es conquistar una libertad que trasciende el rencor y la amenaza.



El alma adora la unidad

Cuando te resuelves a ejercer la hospitalidad interior, cesa el tormento. Los yos abandonados, descuidados y negati­vos forman una unidad inconsútil. El alma es sabia y sutil; reconoce que la unidad fomenta el arraigo. El alma adora la unidad. Lo que tú separas, ella lo une. A medida que tu experiencia se extiende y profundiza, tu memoria se vuelve más rica y compleja. Tu alma es la sacerdotisa de la memo­ria, que escoge, tamiza y en última instancia reúne tus días fugaces hacia la presencia. Esta liturgia de recordar (o acor­dar) nunca cesa. La soledad humana es rica e infinitamente fecunda.
En la soledad de la naturaleza prima el silenció. Esto se expresa en un bello proverbio celta: Castar na daoine ar a chéile ach ni castar na sléibhte ar a chéile. «Las montañas jamás se encuentran, pero las personas siempre pueden ha­cerlo.» Es extraño que dos montañas, vecinas durante mi­llones de años, jamás puedan acercarse. En cambio, dos desconocidos pueden descender de esas montañas, reunir­se en el valle y compartir sus mundos interiores. Esta sepa­ración debe de ser una de las experiencias más solitarias de la naturaleza.
El mar deleita la vista humana. La costa es un teatro de movimiento armonioso. Cuando la mente está desconcer­tada, es agradable pasear por la playa y dejarse impregnar por el ritmo del mar. El mar desenreda la mente anudada. Todo se suelta y vuelve a integrarse. Se alivian, liberan y cu­ran las falsas divisiones. Pero el mar no se ve a sí mismo. La misma luz que nos permite ver todo no puede verse a sí mis­ma; la luz es ciega. En la Creación de Haydn, «la vocación del hombre y la mujer es celebrar y completar la Creación».
Nuestra soledad es distinta. A diferencia de la natura­leza y el mundo animal, la mente humana contiene un espejo y éste reúne todos los reflejos. La soledad humana es antisoli­taria. La soledad humana profunda es un lugar de gran afi­nidad y tensión. Cuando accedes a ella, te vuelves compañe­ro de todo y de todos. Cuando te extiendes frenéticamente hacia el exterior y buscas refugio en tu imagen externa o tu función, te destierras. Cuando vuelves pacientemente y en silencio a tu yo, entras en la unidad y la comunión.
Nadie sino tú puede intuir la eternidad y la profundi­dad ocultas en tu soledad. Éste es uno de los aspectos solitarios de la individualidad. Sólo adquieres conciencia de lo eterno en ti cuando confrontas tus miedos y los obligas a re­troceder. El elemento verdaderamente solitario en la sole­dad es el miedo. Eres el custodio y la puerta al mundo que llevas en tu interior; nadie más tiene acceso. Nadie puede ver al mundo ni sentir tu vida de la misma manera que tú. Cada persona ocupa un terreno tan distinto que las com­paraciones son imposibles. Cuando comparas tu yo con otros, invitas a la envidia a entrar en tu conciencia; puede ser un huésped peligroso y destructivo. Una de las grandes tensiones de la vida espiritual que despierta es hallar el rit­mo de su lenguaje, percepción y comunión singulares. La fidelidad a la propia vida requiere un compromiso y una vi­sión constantemente renovados.

 Si tratas de visualizarte a través de las lentes que te ofrecen otros, sólo verás distorsiones; tu propia luz y belleza aparecerán borrosas, desagradables y feas. Tu sentido de la belleza interior debe ser algo muy íntimo. Lo sagrado es hermano de lo secreto. Nuestros tiempos padecen un alto grado de desacralización precisamente porque se ha desva­necido lo secreto. Nuestra tecnología moderna de la infor­mación es una gran destructora de la intimidad. Debemos proteger lo más profundo y reservado que hay en nosotros. Por eso la vida moderna tiene tanta sed de lenguaje del alma, que es una presencia tímida. La sed de lenguaje del alma de­muestra que ésta se ha visto obligada a refugiarse en lo más recóndito, donde puede seguir su propia textura y ritmo. Al proclamar la doctrina de la autosuficiencia, el mundo moderno ha negado el alma y la ha obligado a llevar una existencia marginal y precaria.
Acaso una manera de conectarte con la vida más pro­funda consista en recuperar la conciencia de la timidez del alma. Si bien puede crear dificultades, la timidez es una cualidad atractiva. En un consejo inesperado, Nietzsche dice que una de las mejores maneras de despertar el interés de otro es sonrojarse. El valor de la timidez, su misterio y su discreción son ajenos a la inmediatez frontal de los en­cuentros modernos. Para conectarnos con nuestra vida interior debemos aprender a no aprehender el alma de ma­nera directa o conflictiva. Dicho de otra manera, la con­ciencia de neón de buena parte de la psicología y espiritua­lidad modernas siempre nos dejarán pobres de alma.

Hacia una espiritualidad de la no interferencia

En una granja uno aprende a respetar la naturaleza y en es­pecial la sabiduría de su tenebroso mundo subterráneo. Al sembrar en la primavera, uno encomienda las plantas a la oscuridad del suelo, que lleva a cabo su obra. Es destructi­vo entrometerse con el ritmo y la sabiduría de su oscuri­dad. El martes siembras varias hileras de patatas y estás en­cantado. El miércoles alguien te dice que están demasiado juntas, que así no tendrás cosecha. Las desentierras y vuel­ves a plantarlas más separadamente. El lunes siguiente, un técnico agropecuario dice que esa variedad particular de patata requiere que estén muy juntas. Vuelves a desente­rrarlas para plantarlas en estrecha proximidad. Si sigues así, nada podrá crecer en tu huerto. En nuestro sediento mun­do moderno, la gente remueve constantemente la tierra de su corazón. Siempre tiene un pensamiento, plan o síndrome nuevos para justificarse. Un viejo recuerdo abre una nueva herida. Así remueven implacablemente, una y otra vez, la tierra de su corazón. En la naturaleza no vemos a los árboles
preocupados por el análisis terapéutico de sus raíces ni por el mundo pétreo que debieron evitar en su camino ha­cia la luz. El árbol crece simultáneamente en dos direccio­nes, hacia la oscuridad y hacia la luz, con todas las ramas y raíces que necesita para encarnar sus deseos irrefrenables.
La introspección negativa perjudica al alma. Atrapa a muchas personas durante años y paradójicamente jamás les permite cambiar. Es prudente permitir al alma realizar su obra secreta durante el tiempo nocturno de la vida. Tal vez no veas nada nuevo durante mucho tiempo. Tal vez tengas sólo indicios muy tenues del crecimiento secreto en tu interior, pero son suficientes. Debemos sentirnos reali­zados y satisfechos. No puedes dragar el fondo de tu alma con la luz mezquina del autoanálisis. La revelación del mundo interior no es barata. Tal vez el análisis sea el ca­mino equivocado para asomarse a la oscuridad interior.
Todos tenemos heridas; debemos ocuparnos de ellas y dejar que se curen. Aquí es oportuna la hermosa frase de Hegel: «Las heridas del espíritu se curan sin dejar cicatri­ces.» Cada herida tiene su curación, pero ésta espera en el aspecto indirecto, oblicuo, no analítico de nuestra natura­leza. Debemos tener conciencia de dónde estamos heridos e invitar a nuestra alma profunda en su mundo nocturno a remendar el tejido desgarrado, remozarnos y devolver­nos a la unidad. Si cuidamos de la herida indirecta y benig­namente, se curará. La esperanza creativa cura y renueva.
Si pudieras confiar en tu alma, recibirías todas las bendi­ciones que necesitas. La vida misma es el gran sacramento a través del cual sufrimos heridas y las curamos. Si vivimos todo, la vida nos será fiel.

Uno de los pecados mayores es la vida no vivida

La tradición occidental nos enseñó muchas cosas sobre la naturaleza de la negatividad y el pecado, pero jamás nos dijo que uno de los mayores pecados es la vida no vivida. Se nos envía al mundo a vivir plenamente todo lo que des­pierta en nuestro seno y todo lo que viene hacia nosotros. Es una experiencia desoladora acompañar en su lecho de muerte a alguien que está lleno de remordimientos; oírle decir cuánto desearía tener un año más para cumplir esos sueños íntimos que siempre posponía para después de la jubilación. Había pospuesto el sueño de su corazón. Mu­chas personas no viven la vida que desean. Muchas de las cosas que les impiden cumplir su destino son falsas. No son barreras reales, sino sólo imágenes de su mente. Jamás permitamos que nuestros miedos o las expectativas ajenas determinen las fronteras de nuestro destino.
Tenemos el privilegio de contar aún con tiempo. Te­nemos una sola vida, es una pena permitir que la limiten el miedo y las barreras falsas. Ireneo, un gran filósofo y teólo­go de los primeros siglos, dijo que «la gloria de Dios es la persona humana viviendo en plenitud». Es hermoso ima­ginar que la verdadera divinidad es la presencia en la que se armonizan toda belleza, unidad, creatividad, oscuridad y negatividad. Lo divino desborda de pasión creativa e ins­tinto por la vida vivida plenamente. Si te permites ser la persona que eres, todo entrará en ritmo. Si vives la vida que amas, tendrás refugio y bendiciones. A veces la gran caren­cia de bendiciones en y alrededor de nosotros deriva de que no vivimos la vida que queremos, sino la que se espera de nosotros. Estamos en disonancia con la signatura secre­ta y la luz de nuestra propia naturaleza.
Cada alma tiene su forma. Cada persona tiene un des­tino secreto. Cuando tratas de imitar lo que hicieron otros o adaptarte por la fuerza a un molde prefabricado, traicio­nas tu individualidad. Debemos volver a la soledad interior para recuperar el sueño que hay en el fogón del alma. De­bemos recibir ese sueño, maravillados como un niño en el umbral de un descubrimiento. Al redescubrir nuestra na­turaleza infantil, entramos en un mundo de potencialidad benigna. Así penetraremos con mayor frecuencia en ese lu­gar de distensión, júbilo y celebración. Desechamos los fardos falsos. Entramos en consonancia con nuestro ritmo. Nuestra forma de arcilla aprende gradualmente a caminar con júbilo sobre esta tierra magnífica.



Bendición de la soledad

Que reconozcas en tu vida la presencia, el poder y la luz de tu alma.
Que comprendas que nunca estás solo, que el resplandor y la co­munión de tu alma te conecta íntimamente con el ritmo del universo.
Que aprendas a respetar tu individualidad y tu particularidad.
Que comprendas que la forma de tu alma es única, que te aguarda
un destino especial aquí, que detrás de la fachada de tu vida
sucede algo hermoso, bueno y eterno. Que aprendas a contemplar tu yo con el mismo júbilo, orgullo
y felicidad con que Dios te ve en cada momento.


4
EL TRABAJO COMO POÉTICA DEL DESARROLLO


El ojo celebra el movimiento
El ojo humano adora el movimiento y está atento a la me­nor señal. Conoce momentos de júbilo frente al mar cuan­do sube la marea, cuando las olas repiten su danza sobre la playa. Ama el movimiento de la luz, el de la luz estival de­trás de una nube que flota sobre un prado. El ojo sigue las hojas arrastradas y los árboles mecidos por el viento. El movi­miento siempre atrae a los humanos. Cuando eras niño, querías gatear, luego andar y de adulto sientes el deseo cons­tante de avanzar hacia la independencia y la libertad.
Todo lo que vive está en movimiento. Esto se llama de­sarrollo o crecimiento. Su forma más emocionante no es la meramente física, sino la del crecimiento interior del alma y la vida. Es aquí donde el anhelo sagrado dentro del cora­zón pone la vida en movimiento. El deseo más profundo del corazón es que este movimiento no sea interrumpido o entrecortado, sino que desarrolle suficiente continuidad para convertirse en ritmo de la propia vida.
El corazón del tiempo es el cambio y el crecimiento. Cada vivencia que despierta en ti enriquece tu alma y pro­fundiza tu memoria. La persona es nómada, viajando de umbral en umbral hacia experiencias distintas. En cada vi­vencia nueva se despliega una nueva dimensión del alma. No es casual que desde tiempos antiguos se dé por sentado que el ser humano es un vagabundo. Estos viajeros reco­rrían territorios extraños e ignotos. Pero como dijo Stanislavsky, el director teatral y pensador ruso, «el viaje más lar­go y emocionante es hacia el interior de uno mismo».
El alma humana contiene bellas potencialidades de crecimiento. Para comprenderlo, podemos concebir la mente como una torre con muchas ventanas. Desgraciada­mente, muchas personas permanecen atrapadas delante de una sola ventana. Uno crece cuando se aleja de esa ventana y pasea por la torre interior del alma para volverse hacia las otras ventanas. A través de ellas aparecen nuevas pers­pectivas de potencialidad, presencia y creatividad. Con fre­cuencia la satisfacción, la rutina y la ceguera le impiden a uno percibir su vida. Mucho depende del marco de la vi­sión, es decir, la ventana a través de la cual se mira.

Crecer es cambiar

En la poética del crecimiento es importante estudiar cómo la potencialidad y el cambio nos acompañan siempre y nos permiten acceder a nuevas profundidades interiores. Su movimiento interior continuo nos hace conscientes de la eternidad oculta detrás de la fachada exterior de nuestra vida. En lo más profundo de cada vida, por intelectual o ruti­naria que parezca desde el exterior, sucede algo eterno. Ésta es la secreta conspiración del cambio y la potencialidad con el crecimiento. John Henry Newman lo resumió en una bella frase: «Crecer es cambiar y ser perfecto es haber cambiado con frecuencia». Por eso el cambio, lejos de amenazarnos, puede acercar nuestra vida a la perfección. La perfección no es una consumación fría. Tampoco significa evitar ries­gos y peligros para conservar el alma pura y la conciencia despejada. Cuando eres fiel al riesgo y a la ambivalencia del crecimiento, comprometes tu vida. El alma ama el riesgo, que es la puerta por donde puede entrar el desarrollo. Dijo Holderlin:
Nah ist
und schwer zu fassen der Gott.
Wo aher Gefahr ist, wachst
das Rettende auch.

"Cercano y difícil es entender al Dios. Allí donde hay peligro, crece también la redención." La perfección es la consumación de la vida plenamente vivida y habitada.
La potencialidad y el cambio se vuelven crecimiento durante esa forma de tiempo que llamamos día. Habita­mos los días. Este ritmo da forma a nuestra vida. Tu vida adquiere la forma de cada nuevo día que te es dado vivir. El poeta polaco Tadeusz Rózewicz describe la dificultad para escribir buenos poemas. El escritor escribe sin parar, pero la cosecha es mínima. Sin embargo, «es más fácil escribir un libro que vivir un día plenamente», dice Rózewicz. Cada día es precioso porque en esencia es el microcosmos de tu vida entera. Te ofrece posibilidades y promesas jamás vistas. Asumir con honor la plena potencialidad de la vida es asumir dignamente la potencialidad del nuevo día. Cada uno es distinto. Dice Dios en el Apocalipsis: «He aquí que estoy haciendo la creación de nuevo; el mundo del pasado se ha ido». El nuevo día profundiza lo que ya sucedió y presenta lo que es sorprendente, imprevisible y creativo. Aun­que quieras cambiar tu vida, hagas terapia o adquieras una religión, la nueva visión será pura cháchara hasta que la in­corpores a la práctica del día.

La veneración celta del día

La espiritualidad celta tenía una aguda conciencia de la im­portancia de cada día y de su carácter sagrado. Los celtas ja­más iniciaban el día con una perspectiva rutinaria y embrutecedora; cada día era un comienzo. Una bella oración lo expresa así:
Dios me bendiga para el nuevo día
no concedido hasta hoy,
para bendecir mi presencia me has dado el triunfo,
oh Dios. Bendice mi ojo,
que mi ojo bendiga todo lo que ve,
bendeciré a mi vecino,
que mi vecino me bendiga,
que Dios me dé corazón limpio,
no me pierda de vista tu ojo
bendice a mis hijos y a mi esposa
y bendice mis medios y mi ganado.

El celta vivía en plena naturaleza. Es fácil tener concien­cia creativa del día cuando se vive en presencia de esa gran divinidad llamada Naturaleza. Para los celtas, la naturaleza no era materia, sino una presencia luminosa y sobrenatu­ral plena de profundidad, potencialidad y belleza.

Un bello poema antiguo, La brama del ciervo, invoca el día:

Me levanto hoy
por la fuerza de Dios que me dirige,
el poder de Dios que me sostiene,
la sabiduría de Dios que me guía,
el ojo de Dios que me mira,
el oído de Dios que me oye,
las palabras de Dios que me hablan,
la mano de Dios que me cuida,
el camino de Dios que aparece ante mí,
los escudos de Dios que me protegen,
las huestes de Dios que me salvan
de las trampas de los demonios,
de las tentaciones de los vicios,
de todo el que me desee el mal.
lejos y cerca,
solo y entre la multitud.

El concepto del día como lugar sagrado es una maravi­llosa perspectiva para la creatividad. Tu vida adquiere la forma de los días que habitas. Los días nos penetran. La­mentablemente, en la vida moderna el día suele ser una jaula donde la persona pierde su juventud, energía y fuerza. Se lo experimenta como una jaula precisamente porque transcurre en el lugar de trabajo. Muchos de nuestros días y buena parte de nuestro tiempo transcurren en trabajos que están por fuera de los campos de la creatividad y el sen­timiento. El lugar de trabajo suele ser complejo y penoso. La mayoría de nosotros trabajamos para otro y perdemos mucha energía. Una de las definiciones de la energía es la capacidad de trabajar. Después de pasar los días en la jaula nos sentimos cansados, agotados. En la ciudad, los atascos matutinos retrasan a las personas que acaban de terminar la noche y están soñolientas y nerviosas y se sienten impo­tentes. La presión y el estrés ya les ha estropeado el día. Al atardecer están cansadas por la larga jornada de trabajo. Cuando llegan a su casa no les queda energía para explorar o vivificar su corazón.
A primera vista es muy difícil reunir el mundo del tra­bajo y el del alma. La mayoría trabaja para sobrevivir. Ne­cesitamos ganar dinero; no tenemos alternativa. En cam­bio, los desempleados se sienten frustrados y denigrados, y sufren una merma de su dignidad. Sin embargo, los que trabajamos con frecuencia nos sentimos atrapados en una jaula de previsibilidad y rutina. Todos los días son iguales. El trabajo suele hundirnos en el anonimato. Sólo se nos exige que aportemos nuestra energía. Habitamos el lugar del trabajo y a la tarde, cuando nos vamos, se olvidan de  nosotros. Tenemos la sensación de que nuestro aporte, aunque necesario y exigido, es puramente funcional y, en realidad, poco apreciado. El trabajo debería ser todo lo contrario: una arena llena de potencialidades donde uno pueda expresarse.

El alma anhela expresarse

La persona humana tiene un anhelo profundo de poder expresarse. Uno de los caminos más bellos para que el alma se haga presente es el pensamiento, donde toma forma su vivacidad interior. En cierto modo, nada en el mundo es más veloz que el pensamiento. Puede volar por todas par­tes y estar con cualquier persona. Nuestros sentimientos también vuelan velozmente; pero aunque son muy valio­sos para nuestra identidad, tanto ellos como los pensa­mientos permanecen en gran medida invisibles. Para sen­tirnos reales, debemos dar expresión a ese mundo interior invisible. Toda vida necesita expresarse. Cuando realiza­mos una acción, lo invisible de nuestro interior adquiere forma y encuentra expresión. Por eso, nuestro trabajo de­bería ser un lugar donde el alma pueda tener la posibilidad de hacerse presente y visible. Esa reserva desconocida, pre­ciosa y fecunda que hay en nuestro interior podría salir y adquirir forma visible. Nuestra naturaleza siente un an­helo profundo por esa posibilidad de expresión que llama­mos trabajo.
Me crié en una granja. Éramos pobres y todos trabajá­bamos. Agradezco que me enseñaran a trabajar. Desde entonces encuentro satisfacción en el trabajo cotidiano. Me siento frustrado cuando se pierde un día y por la noche tengo la sensación de que muchas de sus potencialidades fueron desaprovechadas. En el campo, el trabajo tiene efectos claros y visibles. Cuando recoges patatas, observas el resultado; el huerto da sus frutos enterrados. Cuando al­zas un muro en un campo, introduces una nueva presencia en el paisaje. Cuando vas a la ciénaga a recoger turba, por la noche ves que el grogaín de turba ha crecido y está lista para secarse. El trabajo agrícola da una gran satisfacción. Es agota­dor, pero uno ve los frutos. Cuando dejé el campo, entré en el mundo del pensamiento, la literatura y la poesía. Este trabajo se realiza en el reino invisible. Quien trabaja en el territorio de la mente no ve nada. En ocasiones vislumbra leves ondas producidas por su esfuerzo. Se necesita mucha paciencia y confianza en uno mismo para intuir la cose­cha invisible en el territorio de la mente. Es necesario en­trenar al ojo interior para que penetre en los reinos invisibles donde los pensamientos pueden crecer y los sentimientos echar raíces.

Pisreoga

Para muchas personas, el lugar de trabajo es frustrante, ya que no permite ni el desarrollo ni la creatividad. En la ma­yoría de los casos es un lugar anónimo controlado por la funcionalidad y las imágenes. El trabajo exige tanto esfuer­zo que el trabajador siempre es vulnerable. En la antigua tradición celta se podía aprovechar la negatividad para volver a la naturaleza contra el trabajador. Cuando una perso­na detestaba a otra o quería causarle un daño, solía destruir su cosecha. Éste es el mundo de pisreoga. Si uno sentía celos de su vecino, plantaba huevos en su huerta de patatas. Al llegar la cosecha, el dueño de la huerta encontraba que sus patatas estaban podridas. El deseo dañino se materializa­ba por medio de un rito de invocación negativa y el símbo­lo de un huevo. Esto era lo que despojaba a la tierra de su poder y fecundidad.
En la tradición celta, el primero de mayo era una fecha peligrosa, en la cual había que cuidar el pozo de agua de los espíritus negativos o dañinos que trataban de destruir, en­venenar o dañar. Un ejemplo de esa negatividad es la si­guiente historia que contaba mi tío acerca de una aldea ve­cina. Una mañana de mayo, cuando andaba por el campo con sus animales, un pastor se cruzó con una mujer desco­nocida que arrastraba una cuerda. La saludó con la bendi­ción dia dhuit, pero ella dejó la cuerda y se alejó sin res­ponder. Era una buena cuerda. El pastor la enrolló, la llevó a su casa y la arrojó al fondo de un barril, en un cobertizo donde quedó olvidada. Cuando llegó el tiempo de la cose­cha, los vecinos lo ayudaban a cargar el heno en el carro y alguien le preguntó si tenía una cuerda para atar el últi­mo fardo. El hombre respondió: Nil aon rópa agam ach rópa an t-sean caillach, es decir, «no tengo otra cuerda que la de la vieja bruja». Fue al cobertizo a buscarla y al llegar vio que el barril estaba lleno de mantequilla. La vieja no era una transeúnte inocente: había robado la crema y la fuer­za de la tierra aquella mañana de mayo. Al soltar la vieja la cuerda, el poder permaneció en ella y la crema de la tierra llenó el barril. Esta historia revela cómo se puede perder la cosecha y el fruto del trabajo en el umbral peligroso de la mañana de mayo.

La presencia como textura del alma

En el lugar de trabajo moderno esa atmósfera puede ser muy dañina. Cuando hablamos de un individuo, hablamos de su presencia, que es la forma en que se manifiesta su indivi­dualidad frente a otros. La presencia es la textura del alma de esa persona. Esta presencia referida a un grupo de per­sonas se denomina ambiente o carácter distintivo. El de un lugar de trabajo es una presencia grupal muy sutil. Es difícil describir o analizarlo, pero uno siente inmediatamente su poder y sus efectos. Cuando ese carácter es positivo, pue­den suceder cosas maravillosas. Uno acude al trabajo con alegría porque el ambiente sale a su encuentro y está con­tento. Es benigno, acogedor y creativo. Pero si el carácter distintivo del lugar de trabajo es negativo y destructivo, al levantarse por la mañana la gente se siente mal ante la sola idea de ir a trabajar. Es triste que mucha gente deba pasar buena parte de su breve tránsito por el mundo en un lugar de trabajo donde impera un ambiente negativo y des­tructivo. El lugar puede ser muy hostil; con frecuencia es un ambiente de poder. Uno trabaja para personas que tie­nen poder para despedirlo, criticarlo, abusar de uno, com­prometer su dignidad. No es un ambiente acogedor. La gente tiene poder sobre nosotros porque le entregamos nuestro poder.
Te invito a hacer el siguiente ejercicio: pregúntate qué imagen proyectan aquellos que tienen poder sobre ti. Una amiga mía trabaja en una escuela cuyo director es un hom­bre inseguro, débil y defensivo. Usa su poder de manera muy negativa. Recientemente, en una reunión previa al inicio del año lectivo, regañó a todo el personal. Al día si­guiente, mi amiga se cruzó con este hombre que paseaba por el centro de la ciudad con su esposa. Advirtió con estupor que fuera del contexto de su poder parecía totalmente insigni­ficante. Su sorpresa se debía a que en su función de director de la escuela proyectaba un gran poder sobre ella.
A veces permitimos que la gente ejerza un poder des­tructivo sobre nosotros simplemente porque no la interro­gamos. Cuando la falsedad se disfraza de poder, ninguna fuerza puede desenmascararlo tan rápidamente como una pregunta. Todos conocemos la historia del manto del em­perador. El emperador desfiló por la ciudad envuelto en su manto nuevo, pero en realidad estaba desnudo. Todos aplaudían y elogiaban su hermoso manto, hasta que una niña exclamó que el emperador estaba desnudo. Una pala­bra verdadera tiene un poder total. Dice el Nuevo Testamen­to: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres». Esta máxima es apropiada para todas las situaciones. Preguntas hechas con tacto, sin agresividad, que permitan buscarla verdad tal como la concibes, impedirán que una persona se apropie de todo el poder en una situación. Así se evitará que muchas personas complejas y sumisas queden reduci­das a una función exterior controlada.

Debilidad y poder

Con frecuencia las personas que ejercen el poder no son tan fuertes como quieren aparentar. Muchas personas que anhelan desesperadamente el poder son débiles. Buscan posiciones de poder para compensar su propia fragilidad y vulnerabilidad. Una persona débil que ejerce el poder jamás será generosa porque ve en las preguntas o en las po­sibilidades alternativas amenazas a su supremacía y domi­nación. Si quieres enfrentarte creativamente a esa persona, debes hacerlo con mucho tacto y de manera indirecta. Es la única manera de llevar la palabra de la verdad al corazón de un poderoso que está asustado.
Como lugar de poder, el trabajo también puede ser un lugar de control. Éste es dañino porque reduce la propia independencia y autonomía. Frente a una figura autorita­ria, uno regresa a la infancia. Debido a nuestra relación no transfigurada con nuestros padres, a veces transformamos las figuras autoritarias en gigantes. Entre poder y autoridad hay una diferencia crucial. Cuando adquieres conciencia de la integridad de tu poder interior, te conviertes en tu pro­pia autoridad. Es decir, eres el autor de tus ideas y acciones. El mundo funciona por medio de estructuras de poder. Por consiguiente, es deseable que las personas de gran sensibi­lidad, imaginación y comprensión estén dispuestas a asu­mir las funciones del poder. Una persona carismática en una posición de poder puede constituirse en agente de cam­bios positivos de gran alcance.
Cuando te controlan, no te tratan como sujeto sino como objeto. Las personas que ejercen el poder suelen tener un instinto sobrenatural para utilizar el sistema en tu contra. Conozco a un hombre que se hizo millonario en el negocio de la ropa. Pagaba a sus obreras salarios muy bajos. Cada tanto advertía que se acumulaban las tensiones. Un día elevó el volumen de la radio a niveles insoportables. Las empleadas se quejaron. La agresividad empezó a acu­mularse y una delegación fue a pedirle que bajara el volu­men. Se negó. Amenazaron con declararse en huelga. El hombre mantuvo el volumen elevado. Cuando estaban a punto de abandonar el trabajo, bajó el volumen. Con esta estrategia, les permitió creer que ellas tenían el poder. Vol­vieron al trabajo con la sensación de haber obtenido una vic­toria sobre el patrón, aunque éste había provocado el con­flicto. Esto sucedió hace cuarenta años. En el lugar de trabajo moderno, donde existen los sindicatos y los derechos del trabajador, la patronal no recurre a maniobras tan grose­ras. Sin embargo, aún hoy se explota a la gente. Los patro­nos aplican estrategias más sutiles de control y alienación.
En el lugar de trabajo suele imperar una gran competitividad. A veces los patronos incitan a los trabajadores a com­petir entre ellos. Por consiguiente, uno está en pugna con sus colegas por la productividad. Ve en ellos una amenaza. Donde la productividad es Dios, el individuo queda re­ducido a una función. Sería hermoso si el lugar de trabajo fuera un lugar de inspiración donde se pudiera aplicar la propia creatividad al trabajo. Los dones particulares de cada uno serían bien recibidos y los aportes saltarían a la vista. Cada uno tiene un don particular. La vida es mejor cuando uno puede desarrollarlo y expresarlo en el trabajo. Así uno es libre para recibir inspiración de los demás.
Puesto que cada uno posee un don singular con respecto al trabajo, no es necesario que los trabajadores compitan entre sí. Con ello, el lugar de trabajo acoge las energías, los ritmos y los dones del alma. No hay motivos para que cada lugar de trabajo no empiece a desarrollar esa clase de creatividad.
El trabajo no debe beneficiar solamente a los patronos y los trabajadores, sino a éstos y la comunidad. Se deberían crear estructuras para que los trabajadores puedan partici­par de las ganancias. La entrada de la imaginación y el des­pertar del alma exigen que se conciba el trabajo como un aporte a la creatividad y el mejoramiento de la comunidad en general. Una firma o empresa que obtiene grandes ga­nancias debe asistir y mantener a los 'pobres y los margina­dos. Debe tomar como prioridad la creación de condiciones de trabajo óptimas. Además, debe admitir las preguntas honestas, por molestas que sean. Cuando el trabajo crea productos que ponen en peligro a las personas y la natura­leza, es necesario criticarlo y cambiarlo.
En el mundo del trabajo negativo, donde te controlan, donde se impone el poder y te reducen al papel de mero funcionario, todo se rige por la ética de la competencia. En el mundo del trabajo creativo, donde se emplean tus dones, no hay competencia. El alma transfigura la necesidad de aquélla. Por el contrario, en el mundo de la cantidad reina la competencia: si yo tengo menos, tú tienes más. En el mun­do del alma, cuanto más tienes, más tienen todos. El ritmo del alma es la sorpresa del enriquecimiento sin límites.



La trampa del falso arraigo

Esta nueva concepción del lugar de trabajo ayudaría a sa­tisfacer una de las necesidades cruciales de todo individuo: ser parte de algo. Todos queremos ser parte de algo. Que­remos pertenecer a un grupo, una familia y en especial al lugar donde trabajamos. Esto liberaría una creatividad colosal en el lugar de trabajo. Imagina qué hermoso sería si pudieras mostrarte en el trabajo tal como eres, expresar tu naturaleza, dones e imaginación. No necesitarías aislar tu casa ni tu vida privada de tu mundo laboral. Ambos se compenetrarían de manera creativa y recíprocamente enriquecedora. En cambio, son excesivas las personas que pertenecen al sistema porque las obligan y las dirigen.
Las personas suelen ser muy irreflexivas en su forma de participar. Pertenecen de manera ingenua a los sistemas en que participan. El día que las despiden sin más ni más, o el sistema se derrumba, o un rival es ascendido, quedan deshechas, heridas y humilladas. En casi todas las empresas o lugares de trabajo hay individuos desilusionados. Llega­ron con toda su energía e ingenuidad, pero los arrincona­ron, los decepcionaron, los redujeron a la categoría de fun­cionarios. Exigieron y usaron sus energías, pero jamás interesaron sus almas.
La clave del asunto es que jamás debes entregarte ple­namente a algo exterior a ti mismo. Es muy importante en­contrar un equilibrio en tu entrega. Jamás te entregues to­talmente a una causa o sistema. Mucha gente necesita pertenecer a un sistema exterior porque teme pertenecer a su propia vida. Si tu alma despierta, entonces te percatas de que ella es la patria de tu verdadera comunión. La co­munión es pariente del anhelo, que a su vez es un instinto precioso del alma. Tu comunión debe ser acorde con tu dig­nidad. Debes pertenecer ante todo a tu propia interioridad. Si estás en comunión con ella, en consonancia con tu propio ritmo y conectado con tu fuente profunda, tus lazos exteriores son reducidos, relativos o inexistentes. Podrás erguirte sobre tu propio terreno, el de tu alma, donde no eres inquilino y estás en tu propia casa. Nadie puede alejar­te, excluirte o desterrarte de tu interioridad. Ése es tu te­soro. Como dice el Nuevo Testamento: Donde esté tu teso­ro, allí estará también tu corazón.

Trabajo e imaginación

Uno de los aspectos alentadores del trabajo moderno, so­bre todo en el mundo empresarial, es el reconocimiento creciente de la imaginación como fuerza vital y esencial. Esto no se debe a que los empresarios amen la imagina­ción. Han aprendido a apreciarla por otras razones, a sa­ber, que los mercados son tornadizos y los cambios son tan veloces que las viejas pautas de control del trabajo han de­jado de ser productivas. Se empieza a reconocer que el sis­tema lineal repetitivo de control del trabajo y el trabajador ya no es rentable. Por consiguiente, el alma es bienveni­da en el lugar de trabajo. Lo es porque la imaginación re­side en ella.
La imaginación es la fuerza creadora en el individuo.
Siempre supera nuevos umbrales y libera posibilidades de conocimiento y creatividad que la mente lineal, controladora, externa ni siquiera llega a vislumbrar. La imaginación trabaja en el umbral que separa la luz de las tinieblas, lo visible de lo invisible, la búsqueda de la pregunta, la posibi­lidad del hecho. Es una gran amiga de la posibilidad. Des­pierta y viva, la imaginación jamás se vuelve rígida ni cerrada, sino que permanece abierta y te incita a nuevos umbrales de potencialidad y creatividad.
Mientras preparaba mi doctorado en Alemania, tuve la suerte de compartir alojamiento con un gran filósofo hindú de la ciencia que ha escrito libros asombrosos sobre el desarrollo del conocimiento científico. Como este hom­bre había dirigido la tesis de muchos doctorandos, le pedí un consejo para mis investigaciones hegelianas. Me dijo que la mayoría de los investigadores tratan de elaborar al­guna conclusión o llegar a una verificación que nadie pue­da criticar ni refutar. Todos lo hacen, no hay novedad en ello. Yo debía adoptar un enfoque distinto, dijo. Si tratara de descubrir unas cuantas preguntas que a nadie se le había ocurrido formular, descubriría algo verdaderamente origi­nal e importante. Este consejo era una invitación a ir en pos de lo nuevo, una inspiración para enfocar una situación determinada de un modo completamente distinto.
En el trabajo se vuelca mucho esfuerzo, pero es raro que alguien trate de aportar su imaginación. Generalmente se permite que predomine una rutina insípida. Hasta las críticas de los trabajadores se vuelven previsibles y rutina­rias. A veces un trabajador nuevo aporta una forma distin­ta de pensar y preguntar. Súbitamente, una situación es­tancada adquiere nueva vida y animación. Se despiertan potencialidades que dormían bajo la superficie de la vieja rutina. Las personas adquieren iniciativa e interés; el pro­yecto se ve insuflado de nueva energía. Una persona capaz de enfocar el lugar de trabajo con las potencialidades de la imaginación en lugar del análisis lineal previsible y rutina­rio, es capaz de darle nueva vida e inspirar a todos los parti­cipantes. Por eso el poeta o artista del alma es una presen­cia tan importante en el mundo contemporáneo. Puede devolverle una lozanía que había perdido al abrir puertas y ventanas en lo que hasta entonces habían sido muros im­penetrables. Con este enfoque, la creatividad y la esponta­neidad se convierten en factores que insuflan energías al lugar de trabajo.



Espontaneidad y bloqueo

En un lugar administrado de manera rutinaria y forzada, nada nuevo puede suceder. Es imposible forzar el alma. En Alemania, mi conciencia se intensificó y se volvió implaca­blemente activa. Como consecuencia de ello, empecé a su­frir de insomnio. Quien realiza un trabajo físico durante el día puede sobrevivir con pocas horas de sueño. En cambio, cuando se realiza un trabajo intelectual preciso y exigente es necesario dormir mucho. El insomnio se volvió un pro­blema grave. Por la mañana, después de una hora de traba­jo me sentía cansado e incapaz de seguir. Detestaba tener que ir a la cama y todas las noches me esforzaba por dor­mir. Intenté distintos métodos. Recuerdo que una noche, cuando me sentía más agotado que nunca, me dije: acéptalo, jamás volverás a dormir bien. No volverás a conocer una noche de descanso total. Padecerás este problema has­ta el fin de tu vida. Lo más extraño es que cinco minutos después de reconocer esto, quedé profundamente dormido. Durante las noches siguientes volví gradualmente a mis horas de sueño normales. Lo que me había impedido dor­mir era el intento deliberado de dormir. En cuanto me des­pojé de este deseo, el sueño volvió de manera natural.
Cuando se lleva deliberadamente la voluntad y el inte­lecto al lugar de trabajo, la rutina insulsa se arraiga más que nunca. Cuando se da rienda suelta a esa luz del alma que es la imaginación, el trabajo se convierte en un lugar distinto. Nadie debe ser indiferente a su trabajo ni al lugar donde lo ejecuta. Es muy importante que cada uno lo analice cuida­dosamente. Debe determinar si el trabajo que hace es una verdadera expresión de su identidad, su dignidad y sus do­nes. Si no, tal vez deba tomar algunas decisiones penosas. Si vendes tu alma, te dan a cambio una vida de desdichas.
La respetabilidad y la seguridad son trampas sutiles en el trayecto de la vida. Los que se sienten atraídos por los ex­tremos suelen acercarse más a la renovación y el descubri­miento de su yo. Los que quedan atrapados en el insulso término medio de la respetabilidad están perdidos sin sa­berlo. Esto puede ser una trampa para los adictos a los ne­gocios. Muchos empresarios utilizan una sola parte de su intelecto: la parte estratégica, táctica y mecánica, día tras días. Aplican esta rutina mental a todo, incluso a su vida interior. Poderosos en el escenario del trabajo, fuera de éste tienen aspecto melancólico, desconcertado. No se puede reprimir impunemente la presencia del alma. El pecado contra el alma siempre tiene un coste altísimo. El trabajo puede constituir una seducción para pecar profundamen­te contra tu alma irrefrenable y creativa. Puede apoderarse de toda tu identidad. Una de las obras literarias más turba­doras del siglo XX delata el destino surrealista de un funcio­nario absolutamente meticuloso y fiel. Se trata de La meta­morfosis de Kafka, con su sobrecogedora frase inicial: «Al despertar cierta mañana, después de un intranquilo sueño, el comerciante Gregorio Samsa comprobó que se había transformado en un monstruoso insecto». Nada retrata mejor al sistema y el funcionario que el diestro anonimato, el surrealismo de los detalles y el humor negro de Kafka.

La función puede ser sofocante

Si activas solamente tu voluntad y tu intelecto, el trabajo podría convertirse en tu identidad. Así lo resume un epita­fio bastante gracioso grabado en una lápida en algún lugar de Londres: «Aquí yace Jeremy Brown quien nació hombre y murió almacenero». Suele suceder que la identidad, esa salvaje mezcla interior de alma y color de espíritu, queda reducida a lo laboral. Esas personas son prisioneras de sus funciones. Limitan y reducen su vida. Les seduce la prácti­ca de la ausencia del yo. Se alejan de su propia vida. Poste­riormente se ven forzadas a penetrar en zonas ocultas en la periferia del corazón. Por más que uno busque a la perso­na, sólo logra conocer al funcionario. Ejercitar solamente el aspecto exterior lineal del intelecto puede ser muy peli­groso. El mundo empresarial y laboral empieza a reconocer la necesidad de la turbulencia, la anarquía y las posibilidades de desarrollo que aporta el mundo imprevisible de la imagi­nación. Éstas son esenciales para la pasión y la fuerza en la vida de la persona. Si sólo ejercitas tu lado exterior y permane­ces en la superficie mecánica, acabas por agotarte aunque no te des cuenta. Con los años empiezas a desesperarte.

Sísifo

Cuando el cansancio adquiere peso, destruye la protección natural del alma. Esto recuerda el mito de Sísifo, quien por su pecado fue condenado a subir una gran piedra hasta la cima de una montaña. Cada vez que estaba a punto de lle­gar a su meta, la piedra escapaba de sus manos y rodaba hasta el pie de la montaña. Si Sísifo fuera libre de abando­nar el castigo, tendría paz. Está condenado a la futilidad, a hacer eternamente el mismo trabajo sin poder concluirlo. Tiene que empujar la piedra cuesta arriba, consciente de que nunca llegará a la cima. En el mundo laboral y empre­sarial, cualquiera que permanece en la superficie de su fun­ción y ejercita solamente la parte lineal de su intelecto es un Sísifo. Corre un gran peligro de sufrir una crisis. Esta suele ser el intento desesperado del alma de atravesar la facha­da exhausta de la función impuesta. La superficie lineal del mundo del trabajo no puede acoger la profundidad del alma. Quien sigue la rutina queda atrapado detrás de una sola ventana de la mente. No puede volverse al balcón del alma y disfrutar de los distintos paisajes a través de las ventanas de la sorpresa y la potencialidad.
La rapidez es otro factor de gran estrés en el trabajo. El filósofo Jean Baudrillard habla de la velocidad exponencial de la vida moderna. Cuando las cosas se desplazan a veloci­dad excesiva, nada puede estabilizarse, echar raíces o cre­cer. Hay una hermosa historia sobre un explorador de África. Estaba desesperado por salir de la selva. Tres o cua­tro africanos cargaban su equipaje. Avanzaron a toda velo­cidad durante unos tres días. Al cabo del tercer día los afri­canos se sentaron y se negaron a seguir. El explorador los instó a ponerse en marcha, explicó que estaba obligado a lle­gar a su destino en un plazo determinado. Persistieron en su negativa. Atónito, después de muchos ruegos consiguió que uno le explicara el motivo. El nativo dijo: «Hemos co­rrido demasiado hasta aquí; debemos dar tiempo a nues­tros espíritus para que nos alcancen». Muchas personas que están secretamente hartas de su trabajo jamás se to­man el tiempo para que sus espíritus puedan alcanzarlas. Hay que darse tiempo, olvidar todos los compromisos: es un ejercicio de reflexión sencillo pero vital. Deja que la pre­sencia descuidada de tu alma vuelva a conocerte y a pasear contigo otra vez. Puede ser un reencuentro hermoso con tu misterio olvidado.
La imaginación celta expresa otra idea, otra experien­cia del tiempo. El reconocimiento de la presencia y la cele­bración de la naturaleza eran posibles porque el tiempo era una ventana abierta a la eternidad. Jamás se reducía el tiempo a los hechos consumados. El tiempo era tiempo de maravillarse. Es uno de los rasgos encantadores de la vida en Irlanda. La gente tiene tiempo. A diferencia de otras re­giones del mundo occidental, la gente habita un ritmo más flexible y abierto. La ideología de la rapidez y la encienda clínica no ha echado raíces aquí; todavía.



El salmón del conocimiento

Es sorprendente constatar que suele haber una gran para­doja en la conducta del alma. Suele suceder que en el mundo laboral una persona con visión analítica lineal queda mar­ginada de la cosecha y los frutos del trabajo. La imaginación posee un ritmo de visión que jamás ve de manera lineal. El ojo de la imaginación sigue el ritmo del círculo. Si tu visión está restringida a un propósito lineal, podrías pasar por alto el destino secreto que puede depararte cierta actividad. Una hermosa leyenda celta habla de Fionn y el salmón de la sabiduría. Fionn quería ser poeta, lo cual en la Irlanda celta era una vocación sagrada. El poeta resumía en su per­sona el poder sobrenatural, el poder del druida y el poder de la creatividad. Tenía acceso a misterios que no eran pa­trimonio del común de los mortales.
Había un salmón en el río Slane, en el condado de Meath. Quien lo pescara y comiera sería el mayor poeta de Irlanda y además recibiría el don de la clarividencia. Un hombre llamado Fionn el Vidente había perseguido al sal­món durante siete años. El joven Fionn MacCumhaill acu­dió a él para aprender el oficio de poeta. Un día Fionn el Vi­dente volvió con el salmón del conocimiento. Encendió una hoguera y puso el salmón en un asador. Había que darle vueltas con mucho cuidado, sin quemarlo; en caso contrario, se perdería el don. Al cabo de un rato, la leña empezó a consumirse. Fionn el Vidente no tenía a nadie a quien enviar en busca de leña. En ese momento llegó del bosque su protegido Fionn y le encomendó que cuidara del pescado. El joven Fionn MacCumhaill era un soñador y se distrajo. Bruscamente miró el salmón y vio que en su carne había aparecido una ampolla. Pensó con terror que Fionn el Vidente se pondría furioso con él por echar a per­der el salmón. Quiso reventar la ampolla con el pulgar, pero se quemó. Se llevó el pulgar a la boca para aliviar el dolor. Un poco de grasa del salmón se había adherido a la yema de su dedo, y en cuanto la saboreó recibió la sabidu­ría, el don de la clarividencia y la vocación de poeta. El viejo Fionn volvió con la leña, y en cuanto vio los ojos del joven comprendió lo que había sucedido. Decepcionado, vio que el don que había buscado tan tenazmente se había aparta­do de él en el último momento para entregarse a un joven inocente que jamás había soñado con él.
Esta historia demuestra que la mente lineal puede per­der el don a pesar de su sinceridad y tesón. La imaginación, que es leal a la posibilidad, suele seguir un camino curvo en lugar de recto. El premio al riesgo es una cosecha de creati­vidad, belleza y espíritu.
 A veces una persona tiene dificultades en su trabajo, no porque éste no sea el adecuado para ella, sino porque su visión es imperfecta y defectuosa. Esa persona suele carecer de foco. Ha permitido que la tierna presencia de su expe­riencia se dividiera. No concibe el trabajo como expresión e imaginación, sino solamente como trampa y resistencia.

La imagen falsa puede paralizar

La percepción es crucial para la comprensión. Qué ves y cómo lo ves determinan cómo serás. Tu percepción o vi­sión de la realidad es la lente a través de la cual verás las co­sas. Tu percepción determinará la conducta de las cosas para ti y hacia ti. Tendemos a ver en la dificultad una per­turbación. Paradójicamente, la dificultad puede ser una gran amiga de la creatividad. Me fascinan estos versos de Paul Valéry: Une difficulté est une lumiére/une difficulté insurmontable est un soleil. «Una dificultad es una luz; una di­ficultad insuperable es un sol.» Es una forma completa­mente distinta de pensar en lo incómodo, lo irregular, lo difícil. De lo más profundo de nuestro ser sale un impulso terrible hacia la perfección. Queremos adecuar todo a un mismo molde. No nos gustan las formas imprevistas. Al co­menzar a re-imaginar el lugar de trabajo, uno de los aspec­tos esenciales es fomentar la capacidad de aceptar lo difícil y penoso. Con frecuencia lo difícil y penoso no es el trabajo en sí, sino nuestra imagen de él.
Durante una etapa de mis estudios en Alemania, ad­quirí una aguda conciencia de la imposibilidad de mi ob­jetivo. Estudiaba la Fenomenología del espíritu de Hegel; quien lo conozca sabe que es un texto mágico, pero difícil de comprender. Mi conciencia de la dificultad del proyecto empezó a reflejarse en mi actitud hacia el trabajo. Empecé a caer en un estado de parálisis y en poco tiempo tuve que dejar de trabajar. Los alemanes expresan este bloqueo con la acertada expresión Ich stehe mir im Weg, «yo solo me cie­rro el camino». Me dirigía a mi mesa casi corriendo, convencido de que atravesaría la barrera, pero no podía con­centrarme. Me obsesionaba la idea de que era un trabajo imposible. Cada día sin falta lo acometía, pero estaba total­mente bloqueado.
Un día fui a dar un largo paseo por el bosque en las afueras de Tubinga. En medio del bosque se me ocurrió sú­bitamente que el problema que me bloqueaba no era Hegel, sino la imagen que me hacía de mi trabajo. Volví inmedia­tamente a casa, me senté y anoté en una hoja la imagen que había construido. Así reconocí su fuerza. Una vez que tuve claridad sobre esto, pude distanciar la imagen del trabajo en sí. Al cabo de unos días la imagen se desvaneció y pude recuperar el ritmo de trabajo.
Algunas personas tienen grandes dificultades en su trabajo aunque éste sea una auténtica expresión de su na­turaleza, dones y potencial. La dificultad no está en el tra­bajo, sino en la imagen que tienen de él. Ésta no es una mera superficie; se convierte en una lente a través de la cual vemos la cosa. Somos responsables en parte por la cons­trucción de nuestras imágenes y totalmente responsables por la manera como las usamos. Reconocer que la imagen no es la persona o la cosa es una liberación.

El rey y el regalo del mendigo

Una cosa difícil o inesperada puede ser un gran don. Con frecuencia recibimos un regalo disimulado. Hay un her­moso cuento sobre un joven que fue coronado rey. Sus súbditos lo amaban desde antes y se mostraron jubilosos con su coronación. Le hicieron muchos regalos. Después de la coronación, se celebró una cena en palacio. Llamaron a la puerta. Los sirvientes que fueron a abrirla se encontra­ron con un viejo andrajoso, un mendigo, que quería ver al rey. Trataron de disuadirlo, pero el rey salió a hablar con él. El viejo lo elogió, dijo que todo el reino estaba contento de tenerlo como rey y le entregó como regalo un melón. El rey detestaba los melones, pero para ser amable con el anciano aceptó el regalo, le dio las gracias y el hombre partió con­tento. El rey entró y dijo a los sirvientes que arrojaran el melón al jardín trasero. La semana siguiente, a la misma hora, llamaron a la puerta. El rey acudió, el viejo se deshizo en elogios y le entregó otro melón. Una vez más, el rey aceptó el melón, despidió al anciano y arrojó la fruta al jar­dín. Esto se repitió durante varias semanas. El rey era de­masiado bueno para decepcionar al anciano o menospre­ciar su generosidad. Una noche, cuando el anciano estaba por entregar el melón, un monito saltó del portal del pala­cio y arrojó la fruta al suelo. El fruto se hizo pedazos y de su interior brotó una cascada de diamantes. El rey corrió al jardín trasero. Todos los melones se habían derretido en torno de un montículo de piedras preciosas. La moraleja del cuento es que en situaciones difíciles o problemáticas, a veces la dificultad reside en la cubierta exterior, mientras que en el interior brilla la luz de una hermosa joya. Es pru­dente acoger lo que parece difícil o penoso.
Mi padre era un albañil muy hábil. Yo solía mirarlo mientras levantaba paredes. A veces elegía una piedra completamente redonda. Las piedras redondas son inúti­les porque no encajan en la estructura de una pared. Sin embargo, mi padre la transformaba con unos golpes de martillo. Un objeto informe e inútil se adaptaba a la pared como si lo hubieran hecho especialmente para ello. Me fas­cina también la idea de Miguel Ángel: en cada piedra, por torpe, pesada o informe que sea, hay una forma secreta que quiere salir/Los maravillosos esclavos que esculpió para la tumba de Julio II ilustran este concepto. Las figuras huma­nas tratan de erguirse, pero de cintura para abajo están atrapadas en la piedra informe. Es una imagen increíble de liberación detenida. Con frecuencia, en los proyectos labo­rales difíciles, hay una forma secreta que quiere emerger. Si te concentras en liberar la posibilidad oculta en tu proyec­to, hallarás una satisfacción que te sorprenderá. El Maestro Eckhart habla con bellas palabras sobre cuál debe ser la ac­titud hacia lo que uno hace. Si uno trabaja con ojo creativo y benigno, creará belleza.

El trabajo hecho de corazón crea belleza

Si lo piensas bien, el mundo de tu acción y tu actividad es un gran tesoro. Lo que haces debe ser digno de ti; propio de tu atención, dignidad y autoestima. Si puedes amar lo que haces, crearás belleza. Tal vez al principio no ames tu tra­bajo, pero la faceta más profunda de tu alma puede ayu­darte a llevar la luz del amor a lo que haces. Entonces lo ha­rás de manera creativa y transformadora.
En Japón cuentan una hermosa historia sobre un monje zen. El emperador tenía un ánfora magnífica, anti­gua y de diseño bello y muy complejo. Un día alguien la dejó caer y el ánfora se rompió en miles de fragmentos. Convocaron al mejor alfarero del país, quien intentó reu­nir los fragmentos, pero fracasó. El emperador lo hizo de­capitar y llamó a otro alfarero, quien también fracasó. Esto continuó durante semanas, hasta que no quedaba un artis­ta en todo el país, salvo un anciano monje zen que vivía en una cueva en la montaña con un joven aprendiz. Éste fue a palacio, recogió los fragmentos y los llevó a la cueva. El monje trabajó durante varias semanas y finalmente apare­ció el ánfora. El aprendiz la contempló, sobrecogido por su belleza. Los dos la llevaron a palacio, donde el emperador y los cortesanos los recibieron con grandes muestras de pla­cer. El anciano monje zen recibió una recompensa genero­sa y volvió con su aprendiz a la cueva. Un día, cuando bus­caba un objeto perdido, el aprendiz encontró los fragmentos del ánfora. Corrió a su maestro: «Mira los fragmentos, no es verdad que los reunieras. ¿Cómo pudiste hacer un ánfo­ra tan bella como la que se rompió?». El maestro respon­dió: «Si haces tu trabajo con amor en tu corazón, siempre podrás crear algo bello».

Bendición

Que la luz de tu alma te guíe.
Que la luz de tu alma bendiga tu trabajo con el amor secreto y el
calor de tu corazón.
Que veas en lo que haces la belleza de tu alma. Que la santidad de tu trabajo lleve salud, luz y renovación a los
que trabajan contigo y a los que ven y reciben tu trabajo. Que tu trabajo nunca te canse.
Que libere en ti manantiales de renovación, inspiración
y animación.
Que estés presente en lo que haces. Que nunca te pierdas en ausencias insulsas. Que el día nunca te pese. Que el alba te encuentre despierto y atento,
esperando el nuevo día
con sueños, posibilidades y promesas. Que la noche te encuentre en estado de gracia y realizado. Que comiences la noche bendecido, abrigado y protegido. Que tu alma te serene, consuele y renueve.


ENVEJECER:
LA BELLEZA DE LA COSECHA INTERIOR

 
El tiempo como círculo
Al ojo humano le fascina mirar; disfruta de la belleza vir­gen de nuevos paisajes, la dignidad de los árboles, la ternu­ra de un rostro humano o la esfera blanca de la luna que bendice la tierra con un círculo de luz. El ojo siempre busca la forma de la cosa. Encuentra consuelo y una sensación de realización en ciertas formas. En lo más profundo de la mente humana reside una fascinación con la forma del círculo porque satisface un anhelo interior. Es una de las formas más antiguas y universales del cosmos. La realidad suele expresarse con esta forma. La Tierra es un círculo y el tiempo mismo parece ser de naturaleza circular. El círculo fascinaba al mundo celta y aparece constantemente en su arte. Los celtas transfiguraron la Cruz al entrelazarla con un círculo. La Cruz celta es un símbolo hermoso. El círculo alrededor de los brazos cura la soledad de estas dos líneas do­lo rosas; parece consolar y serenar su linealidad melancólica.
Para los celtas, el mundo natural estaba compuesto de varios reinos. El primero era el mundo natural subterráneo bajo la superficie del paisaje. Aquí habitaban los Tuatha de Danann o buena gente, las hadas. El mundo humano era el reino intermedio entre el subterráneo y el celeste. No exis­tían fronteras impermeables entre ambos. En lo alto estaba el mundo supersensible o superior de los cielos. Estas tres dimensiones se interpenetraban, participaban cada una en las demás. No era casual que se concibiera el tiempo como un círculo que abarcaba todo.
El año es un círculo. La estación del invierno se vuelve primavera; de ésta nace el verano y finalmente viene el oto­ño para completar el año. El círculo del tiempo jamás se interrumpe. Su ritmo se refleja en el día, que también es circular. Primero es el alba que nace de la oscuridad, crece hacia el mediodía y decrece hacia el atardecer hasta que vuelve la noche. El ser humano vive en el tiempo; por lo tanto, su vida es circular. Venimos de lo desconocido. Apa­recemos sobre la Tierra, vivimos en ella, nos alimentamos de ella y llegado el momento volvemos a lo desconocido. El mar sigue este ritmo; la marea fluye y refluye. Es como el aliento humano que entra, llena el pecho y vuelve a partir.
El círculo le da una bella perspectiva al proceso de en­vejecer. A medida que envejeces, el tiempo afecta a tu cuer­po, a tus vivencias y sobre todo a tu alma. Hay un gran pa­tetismo en el proceso de envejecer. A medida que tu cuerpo envejece, empiezas a perder el vigor natural y espontáneo de la juventud. El tiempo, como una marea lúgubre, carcome la membrana de tus fuerzas. Lo hará gradualmente hasta vaciar tu vida. Es uno de los problemas vitales que más afectan a todos. ¿Podemos transfigurar el daño que nos hace el tiempo? Para investigarlo, veamos primero nuestra afinidad con la naturaleza. Puesto que estamos hechos de arcilla, el ritmo exterior de las estaciones en la naturale­za se reproduce en nuestros corazones. Por eso, tenemos mucho que aprender del pueblo que elaboró y articuló su espiritualidad en hermandad con la naturaleza, es decir, los celtas. Ellos vivían el año como un ciclo de estaciones. Aunque no poseían una psicología explícita, tenían una gran intuición y sabiduría implícitas sobre los ritmos pro­fundos de la comunión humana, su vulnerabilidad, creci­miento y disminución.

Las estaciones en el corazón

Hay cuatro estaciones en el corazón de arcilla. Cuando es invierno en el mundo natural, los colores se desvanecen; todo es gris, negro o blanco. Los paisajes y los bellos colores empalidecen. La hierba desaparece y la tierra misma se congela en un estado de desolada retracción. En el invier­no, la naturaleza se retira. El árbol pierde sus hojas y se vuelve hacia su interior. Cuando es invierno en tu vida, su­fres dolor, dificultades o agitación. Lo más prudente es imitar el instinto de la naturaleza y retirarte hacia tu inte­rior. Cuando es invierno en tu alma, no conviene iniciar nuevos emprendimientos. Es mejor ocultarse, refugiarse hasta que pase el tiempo vacío y desolado. Tal es el remedio de la naturaleza, que se ocupa de sí misma en la hiberna­ción. Cuando padeces un gran dolor en tu vida, tú también debes buscar refugio en tu propia alma.
Una de las transiciones más bellas en la naturaleza es la que media entre el invierno y la primavera. Dijo un anti­guo místico zen: cuando se abre una flor, es primavera en todas partes. Cuando la primera flor inocente, infantil, se abre sobre la tierra, uno intuye la agitación de la naturaleza bajo la corteza helada. Una bella frase en gaélico dice ag borradh, «un temblor de la vida a punto de irrumpir». Los colores maravillosos y la vida nueva que recibe la Tierra hacen de la primavera un tiempo de gran exuberancia y es­peranza. En cierto sentido, la primavera es la estación jo­ven y el invierno es la vieja. El invierno estaba aquí desde el comienzo. Reinó durante millones de años en medio de una naturaleza muda y desolada, hasta que apareció la ve­getación. La primavera es una estación juvenil, que llega en medio de un torrente de vida y esperanza. En su corazón reina un gran anhelo interior. Es un tiempo en el cual el de­seo y la memoria se agitan y se buscan. Por consiguiente, la primavera en tu alma es un tiempo maravilloso para em­prender aventuras o proyectos nuevos, o realizar cambios importantes en tu vida. Si lo haces en ese momento, el rit­mo, la energía y la luz oculta de tu propia arcilla trabajan para ti. Estás en la corriente de tu crecimiento y potencial. La primavera en el alma puede ser bella, llena de esperan­zas, fortificante. Puedes realizar transiciones difíciles de manera natural, no forzada y espontánea.
La primavera florece y avanza hacia el verano. En esta estación la naturaleza se engalana de colores. En todas partes reinan la exuberancia, la fecundidad, una textura. El ve­rano es tiempo de luz, crecimiento y llegada. Uno siente que la vida secreta del año se oculta en invierno, empieza a asomar en primavera y termina de florecer en el verano.
Así, el verano en tu alma es un tiempo de gran equilibrio. Estás en el flujo de tu propia naturaleza. Puedes correr to­dos los riesgos que quieras, que siempre caerás de pie. Hay suficiente abrigo y profundidad de textura a tu alrededor para sostenerte, equilibrarte y cuidarte.
El verano da paso al otoño. Ésta es una de mis estacio­nes preferidas; las semillas sembradas en primavera y nu­tridas en el verano dan frutos en el otoño. Es la cosecha, la consumación del trayecto largo y solitario de las semillas a través de la noche y el silencio bajo la superficie de la Tie­rra. La cosecha es una de las grandes festividades del año. Era una época muy importante en la cultura celta, cuando la fertilidad de la tierra rendía sus frutos. Asimismo en el otoño de tu vida, los sucesos del pasado, las vivencias sem­bradas en la arcilla de tu corazón casi sin que lo supieras, rinden sus frutos. El otoño de la vida de la persona es tiem­po de recoger, de cosechar los frutos de la experiencia.

El otoño y la cosecha interior

Éstas son las cuatro estaciones del corazón. Pueden estar presentes más de una, aunque generalmente, en un mo­mento dado, una sola predomina en tu vida. La tradición acostumbra identificar el otoño como sincrónico con la vejez. En el otoño de tu vida cosechas tu experiencia. Es un bello trasfondo para comprender el envejecimiento. No es simplemente un proceso en el cual tu cuerpo pierde su apostura, fuerza y confianza en sí mismo. También te invi­ta a adquirir conciencia del círculo sagrado que envuelve tu vida. Dentro del círculo de la cosecha puedes recoger momentos y vivencias olvidados, reunirlos en tu seno. En realidad, si aprendes a concebir el envejecimiento, no como la muerte del cuerpo, sino como la cosecha de tu alma, verás que puede ser un tiempo de gran fuerza, segu­ridad y confianza. Al comprender la cosecha de tu alma en el marco del ciclo estacional deberías tener una sensación de serena alegría por la llegada de esta época de tu vida. De­bería darte fuerzas y permitir que adviertas cómo se te re­velará la comunión profunda del mundo de tu alma.
El cuerpo envejece, se debilita y enferma, pero el alma que lo rodea siempre lo protege con gran ternura. Es un gran consuelo saber que el cuerpo se encuentra dentro del alma. A medida que tu cuerpo va envejeciendo, puedes ver cómo tu alma lo sostiene y protege; entonces se desvanece el pá­nico, el miedo que se suele asociar con el envejecimiento. Así adquieres una mayor sensación de fuerza, comunión y seguridad. Envejecer te asusta porque parece que tu auto­nomía e independencia te abandonan contra tu voluntad. Para los jóvenes, los viejos parecen ancianos. Cuando em­piezas a envejecer, adquieres conciencia de la marcha veloz del tiempo. En verdad, la única diferencia entre una perso­na joven en la plenitud de su exuberancia y una persona muy vieja en un nivel físico débil y vacuo es el tiempo.
El tiempo es uno de los mayores misterios de la vida. Todo lo que nos sucede, ocurre en y a través del tiempo. Es la fuerza que lleva cada vivencia a la puerta de tu corazón. Todo cuanto te sucede lo controla y determina el tiempo. El poeta Paul Murray dice que el momento es «el lugar de peregrinaje al que peregrino».
El tiempo abre y expone el misterio del alma. Siempre me he maravillado ante la fugacidad y los misterios desple­gados por el tiempo. Lo expresé en mi poema Cabaña:

Estoy atento
detrás de la pequeña ventana
de mi mente y contemplo
el paso de los días, forasteros
que no tienen motivo para mirar dentro.

Visto así, el tiempo puede ser aterrador. El cuerpo hu­mano está rodeado de la Nada, que es el elemento aire. No hay una protección física visible en torno de tu cuerpo; cualquier cosa puede acercarse a tí en cualquier momento y desde cualquier dirección. El aire no detendrá los dardos del destino que vienen a clavarse en tu vida. La vida es in­creíblemente contingente e imprevisible.

La fugacidad hace de toda vivencia un fantasma

Uno de los aspectos más desoladores del tiempo es la fuga­cidad. El tiempo pasa y se lo lleva todo. Esto puede ser un consuelo cuando sufres. Te consuela pensar que ya pasará. Lo contrario es igualmente cierto: cuando lo estás pasando muy bien y te sientes feliz, estás con la persona amada y la vida no podría ser mejor. Esa tarde o día perfecto le dices en secreto a tu corazón: Dios mío, cuánto me gustaría que esto fuera así para siempre. Pero es imposible; todo tiene su fin. Fausto imploraba al momento que pasa: Verweile doch, du bist so schön. «Deténte un poco, eres tan bello...»
La fugacidad es la fuerza del tiempo que convierte toda vivencia en un fantasma. Jamás hubo un alba, por bella que fuese, que no diera lugar al mediodía. Jamás un mediodía dejó de correr hacia la tarde y ésta hacia la noche. Nunca hubo un día que no fuera a parar al cementerio de la noche. Así, todo lo que nos sucede se vuelve fantasma por obra de la fugacidad.
Nuestro tiempo se desvanece mientras lo vivimos. Es un hecho increíble. Formas parte de la trama del día, estás dentro de él, te rodea como una piel. Está alrededor de tus ojos y dentro de tu cerebro. El día te mueve; con frecuencia te agobia, o bien te eleva. Pero el hecho asombroso es que el día se va. Cuando miras detrás de ti, no ves tu pasado para­do allí en una serie de formas diurnas. No puedes pasearte por la galería de tu pasado. Tus días se desvanecen, en si­lencio, para siempre. Tu futuro aún no ha llegado. El único terreno del tiempo es el presente.
Nuestra cultura pone un acento fuerte y digno sobre la importancia y la sacralidad de la experiencia. En otras pala­bras, lo que piensas, crees o sientes seguirá siendo una fan­tasía si no lo incorporas a la trama de la experiencia. Ésta es la piedra de toque de la verificación, la credibilidad y la intimidad profunda. Sin embargo, toda experiencia está condenada a desaparecer. Esto plantea una pregunta fascinante: ¿existe un lugar secreto donde se reúnen nuestros días pasados? Como preguntó el místico medieval: ¿Adon­de va la luz cuando se apaga la vela? Creo que sí existe un lugar secreto de reunión de los días desvanecidos. El nom­bre de ese lugar es memoria.



Memoria: donde se congregan en secreto nuestros días desvanecidos

La memoria es una de las realidades más bellas del alma. El cuerpo, tan atado a los sentidos visuales, con frecuencia no reconoce a la memoria como el lugar de reunión del pasa­do. La imagen más potente de la memoria es el árbol. Re­cuerdo haber visto en el Museo de Ciencias Naturales de Londres un corte transversal de un secoya gigante de Cali­fornia. La memoria del árbol se remontaba al siglo v Los anillos de recuerdos estaban señalados por banderitas blancas que indicaban un suceso de la época. El primero era el viaje de san Columbano a lona, en el siglo VI; después venían el Renacimiento, los siglos XVII, XVIII y así hasta el momento actual.
Nuestra cultura moderna de la velocidad, el estrés y la superficialidad es tan pobre, entre otras razones, porque desdeña la memoria. La industria del ordenador se ha apro­piado del concepto. Es falso que el ordenador posea me­moria: tiene dispositivos de almacenamiento y recupera­ción. La memoria humana, en cambio, es sutil, sagrada y personal. Posee su propia selectividad y profundidad. Es un templo interior de sentimientos y sensibilidad. Dentro de ese templo se agrupan diversas vivencias de acuerdo con sus sensaciones y forma particulares. Nuestro tiempo pade­ce una amnesia profunda. Dijo el filósofo norteamericano Jorge Santayana: los que olvidan el pasado están condena­dos a repetirlo.
La belleza y oportunidad de la vejez te ofrecen un tiempo de silencio y soledad para que visites la casa de tu memoria interior. Puedes revisitar todo tu pasado. La me­moria es el lugar donde reside tu alma. Puesto que el tiem­po lineal se desvanece, la memoria es poderosa. En otras palabras, nuestro tiempo se presenta en días de ayer, hoy y mañana. Sin embargo, hay otro lugar en nuestro interior que vive en un tiempo eterno: el alma. Ésta, pues, vive en la eternidad. Por lo tanto, a medida que las cosas suceden en tus días de ayer, hoy y mañana y desaparecen con la fugaci­dad, caen en la red de lo eterno de tu alma que las conserva. Ésta las reúne, conserva y cuida. A medida que tu cuerpo envejece y se debilita, tu alma se enriquece, profundiza y fortalece. Con el tiempo, tu alma se vuelve más segura de sí; se intensifica la luz natural de su interior. El maravilloso Czeslaw Milosz escribió un bello poema sobre la vejez titu­lado Una provincia nueva. Ésta es la última estrofa:

Hubiese querido decir: «Estoy saciado,
lo que nos es dado probar, lo he probado».
Pero soy como quien va a la ventana, corre la cortina
y ve una celebración que no comprende.

Tír na n-óg. la tierra de la juventud

La tradición celta poseía una maravillosa intuición sobre la forma en que el tiempo eterno está incluido en la trama del tiempo humano. Está expresada en la historia de Oisín (Ossián), miembro de los Fianna, la organización de sol­dados celtas. Cayó en la tentación de visitar la tierra de Tír na n-Óg, la tierra de la juventud eterna, donde vivía la bue­na gente, es decir, las hadas. Oisín se fue con ellos y durante muchísimo tiempo vivió feliz con su mujer Niamh Cinn Oir, conocida como Niamh la del cabello dorado. El tiem­po, por ser jubiloso, transcurría con gran rapidez. La cali­dad de una vivencia es lo que determina el ritmo del tiem­po. Cuando se sufre, cada segundo se alarga hasta parecer una semana. Cuando se está contento y se disfruta de la vida, el tiempo vuela. El tiempo de Oisín pasaba rápida­mente en la tierra de Tír na n-Óg. Entonces empezó a echar de menos su antigua vida. Se preguntó cómo estarían los Fianna y que sucedería en Irlanda. Anhelaba volver a su patria, la tierra de Eire. Las hadas lo disuadían porque sa­bían que, como antiguo habitante del tiempo mortal y li­neal, corría el peligro de perderse. No obstante, decidió re­gresar. Le dieron un hermoso caballo blanco y le dijeron que no desmontara, porque se perdería. Montado en el gran caballo blanco, volvió a Irlanda. Allí lo aguardaba una gran soledad, porque su ausencia había durado cientos de años. Los Fianna habían desaparecido. Para consolar­se, visitó los antiguos terrenos de caza y los lugares donde habían banqueteado, cantado, contado viejas historias y reali­zado grandes hazañas. En el ínterin, el cristianismo había llegado a Irlanda. Cuando cabalgaba en su caballo blanco, Oisín vio a unos hombres que trataban vanamente de alzar una gran piedra para el muro de una iglesia. Él, que era sol­dado, poseía una fuerza descomunal y quería ayudarles, pero sabía que si desmontaba sería su perdición. Los miró de lejos y luego se acercó. No pudo contenerse. Quitó un pie del estribo y lo puso bajo la piedra para alzarla, pero en ese momento la cincha se rompió y Oisín cayó al suelo. En el momento de tocar la tierra de Irlanda se volvió un an­ciano débil y cubierto de arrugas. Esta hermosa historia muestra la coexistencia de dos niveles de tiempo. Quien cru­zaba el umbral observado por las hadas, terminaba atra­pado en el tiempo mortal y lineal. El punto de destino del tiempo humano es la muerte. El tiempo eterno es presen­cia ininterrumpida.

Tiempo eterno

Esta historia también revela que el ritmo de vida es distinto en el tiempo eterno. Una noche, un hombre de nuestra al­dea volvía a su casa por un camino donde no había casas. Mientras pedaleaba en la bicicleta, oyó una hermosa músi­ca que venía del interior de un muro próximo al mar. Saltó el muro y descubrió que en ese lugar desolado había una aldea. La gente parecía esperarlo y conocerlo; lo recibieron con júbilo. Le ofrecieron deliciosas bebidas y comidas. Su música era la más bella que había oído jamás. Pasó unas horas de gran felicidad. Entonces recordó que si no vol­vía a su casa, saldrían a buscarlo. Se despidió de los aldeanos.
Cuando llegó a su casa le dijeron que había estado ausente durante una quincena, aunque en el eterno mundo de las hadas le había parecido sólo media hora.
Diversos autores medievales cuentan una historia muy parecida sobre un monje al que podríamos llamar Fénix. Un día, mientras leía su libro de oraciones en el monaste­rio, un pájaro empezó a cantar. El monje se concentró en el canto hasta el punto de perder la conciencia de todo lo de­más. Finalmente cesó el canto, el monje volvió al monaste­rio, pero descubrió que no reconocía a nadie. Ni sus com­pañeros a él. Recordaba a los monjes con los que había convivido hasta media hora antes: pero todos habían desa­parecido. Los monjes consultaron sus anales, que, efectiva­mente, registraban la misteriosa desaparición de Fénix muchos años antes. En el nivel metafórico, la historia sos­tiene que el monje Fénix, por medio de su presencia real, había penetrado en el tiempo eterno, cuyo ritmo es distinto del tiempo humano normal y fragmentario.
Los cuentos de hadas celtas muestran una región del alma que habita el tiempo eterno. Hay en nuestro interior una región eterna, invulnerable a los estragos del tiempo normal. Shakespeare habla de los estragos del tiempo eter­no en su soneto 60:
Como en la playa al pedregal las olas, nuestros minutos a su fin se apuran, cada uno desplaza al que ha pasado y avanzan todos en labor seguida.
• (Trad. de Manuel Mújica Laínez)



El alma como templo de Ia memoria

Las historias celtas sugieren que el tiempo como ritmo del alma tiene una dimensión eterna que reúne y vela por todo. Aquí, nada se pierde. Es un consuelo hermoso: los sucesos de tu vida no desaparecen. Nada se pierde ni se olvida. Todo está conservado dentro de tu alma en el templo de la memoria. Por eso, en la vejez puedes regresar feliz y asistir a los tiempos pasados; recorrer las salas de ese templo, visi­tar los días que disfrutaste, así como los tiempos difíciles en los que creaste y formaste tu yo. La verdad es que la vejez, la cosecha de la vida, es un tiempo para reunir tus tiempos y los fragmentos de éstos. Así accedes a la unidad de ti mismo, ganas unas fuerzas, seguridad y comunión que nunca tu­viste cuando vivías distraído en la precipitación de tus días. La vejez es tiempo de regreso a tu naturaleza profunda, de entrada en el templo de la memoria donde tus días desva­necidos están reunidos en secreto y te aguardan jubilosos.
La idea de la memoria era muy importante en la espiri­tualidad celta. Hay bellas oraciones para distintos momen­tos: para el fogón, para encender el fuego y para mantener­lo encendido. De noche se cubrían las brasas con cenizas para protegerlas del aire. A la mañana siguiente, seguían encendidas. Hay una oración para los que encienden el fuego de la chimenea que evoca a santa Brígida, diosa pa­gana celta y a la vez santa cristiana. Brígida reúne los dos mundos fácil y naturalmente. En la psique irlandesa, el mun­do pagano y el cristiano no tienen conflictos, sino que se reúnen en amistad. Esta bella oración de los fogones tam­bién reconoce la memoria.
Brígida de las chimeneas, abrázanos,
señora de los candiles, protégenos,
guardiana del fogón, manten viva nuestra llama,
reúnenos bajo tu manto y
devuélvenos a la memoria
Madres de nuestra madre,
archimadres fuertes,
llevadnos de la mano,
recordadnos cómo
se enciende el fogón,
para que nos dé luz,
para conservar la llama,
vuestras manos alrededor de las nuestras,
nuestras manos dentro de las vuestras,
para encender la luz,
día y noche
El manto de Brígida a nuestro alrededor,
el recuerdo de Brígida en nuestro interior,
la protección de Brígida nos libra
del daño, la ignorancia, la impiedad,
de día y de noche,
del alba al ocaso,
del ocaso al amanecer.
He aquí un bello reconocimiento del círculo de la me­moria que reúne todo en bella unidad.
En un sentido positivo, cuando envejeces llega el tiem­po de visitar el templo de tu memoria para integrar tu vida.
La integración es un paso vital en el regreso al yo. Lo que no se integra permanece fragmentado; a veces puede provocar un gran conflicto interior. Hay mucho para integrar den­tro de cada persona. Camus dijo que después de un día en el mundo uno podría pasar el resto de su vida incomunica­do en una celda y aun así le quedarían para descifrar las di­mensiones de ese día. No somos conscientes de todo lo que nos sucede en el círculo de un solo día. Visitar el templo de la memoria no es un mero regreso al pasado; es despertar e integrar todo lo que nos sucede. Es parte del proceso de reflexión que da profundidad a la experiencia. Todos tene­mos experiencias, pero como dijo T.S. Eliot, las vivimos sin comprender su significado. Cada corazón humano busca el significado de sus vivencias, porque en él está el refugio más seguro. La significación es la hermana de la experien­cia. Descubrir el significado de algo que te ha sucedido es una de las formas esenciales de llegar a tu comunión inte­rior y descubrir la presencia protectora de tu alma. La Biblia pone esta frase asombrosa en boca del profeta Hageo:
«Sembráis mucho y recogéis poco». En todo lo que te suce­de se planta una semilla de experiencia. Es igualmente importante que coseches esa experiencia.

Autocomprensión y el arte de la cosecha interior

La vejez puede ser un tiempo maravilloso para desarrollar el arte de la cosecha interior. ¿Qué significa cosecha inte­rior? Que empiezas a recoger los frutos de tu experiencia.
Los clasificas, seleccionas e integras. La cosecha interior es esencial en las áreas abandonadas de tu vida. Las zonas de abandono interior claman por tu atención. Exigen que co­seches. Así podrán volver del exilio falso a las que las con­denó la negligencia y entrar en el templo del arraigo, el alma. Esto es necesario principalmente en relación con las cosas que te han resultado difíciles en la vida, cosas a las que opusiste una gran resistencia. Tus heridas interiores claman por la curación. Puedes hacerlo de dos maneras. Una es la del análisis, que consiste en volver sobre la herida para reabrirla. Le quitas la piel protectora que la cubre. Ha­ces que vuelva a doler y sangrar. La terapia en buena medi­da contrarresta el proceso de curación. Tal vez existe un medio menos perturbador para atender tus heridas. Por­que el alma tiene sus propios tiempos naturales de cura­ción. Por consiguiente, muchas de tus heridas han curado bien y no debes volver a abrirlas. Si quieres, puedes hacer una lista de tus heridas y pasar los próximos treinta años reabriéndolas hasta convertirte en un Job, con el cuerpo cubierto de llagas. Si te afanas en este ejercicio de la herido-logia, transformarás tu alma en una masa de llagas puru­lentas. Cada uno posee una libertad maravillosa pero pre­caria en relación con su vida interior. Por eso debemos tratarnos con una gran ternura.
La sabiduría de la presencia espiritual, del alma, indica que dejemos en paz ciertos aspectos de nuestra vida. Es el arte de no intromisión espiritual. Ahora bien, otros aspec­tos de tu vida claman por tu atención; requieren que tú, su protector, vayas a cosecharlos. Puedes descubrir cuáles son en el templo de la memoria y visitarlos con ternura y espíritu protector. Tu presencia creativa en estas, áreas puede adoptar, entre otras formas, la de la comprensión. Algunas personas son comprensivas con los demás pero excesiva­mente severas consigo mismas. Una de las cualidades que puedes desarrollar, especialmente a medida que envejeces, es la comprensión de ti mismo. Cuando visites las heridas en el templo de la memoria, los lugares donde cometiste errores graves y sientas fuertes remordimientos, no seas implacable contigo. Acaso algunos de esos errores te ayu­darán a madurar. En ese viaje espiritual, los errores suelen contarse entre los mejores momentos. Te llevaron a un lu­gar que de otro modo hubieras evitado. Debes volver a tus errores y heridas con comprensión y ternura. Trata de re­cuperar el ritmo en que vivías en ese momento. Si visitas esta configuración de tu alma con perdón en el corazón, ella ocupará tu lugar. Cuando perdonas a tu yo, las heridas interiores empiezan a curarse. Vuelves del exilio de la heri­da al júbilo de la comunión interior. Este arte de la integra­ción es de gran valor. Tu voz interior más profunda te indi­cará qué lugares debes visitar; confía en ella. Esto no se ha de enfocar de manera cuantitativa, sino espiritual, con ter­nura. Si llevas esta luz benigna a tu alma y sus heridas, ob­tendrás una curación interior insospechada. Las heridas se curarán si las cuidas con espíritu comprensivo.

Para conservar algo bello en tu corazón

El alma es el refugio natural en tomo de tu vida. Si no lo has deteriorado a lo largo de tu vida, tu alma te envolverá y protegerá. Aplicar la luz de neón del análisis a tu alma y tu memoria puede ser muy dañino, sobre todo en la vulnera­bilidad de tu vejez. Deja que tu alma sea natural. Desde esta perspectiva, la vejez puede ser un tiempo vulnerable. Mu­chas personas se angustian y asustan al envejecer. Es en esos tiempos difíciles y vulnerables cuando más debes ocuparte de tu yo. Me encanta la frase de Blas Pascal: «En tiempos difíciles siempre debes conservar algo bello en tu corazón». Acaso tuvo razón el poeta al afirmar que, en definitiva, nues­tra salvación será la belleza.
Es tu visión del futuro lo que da forma a éste. Dicho de otra manera, las expectativas ayudan a crear el futuro. Mu­chos de nuestros problemas no son propiamente nuestros. Los atraemos con nuestra actitud pesimista. Una amiga mía de Cork tenía una anciana vecina llamada Mary. Ésta era conocida por su actitud pesimista y negativa. Siempre estaba despotricando. Un vecino se cruzó con ella una her­mosa mañana de mayo. Brillaba el sol, las plantas estaban en flor y la naturaleza misma parecía bailar. El vecino dijo:
«Hermoso día, ¿verdad, Mary?». Ella respondió: «Sí, sí, pero ¿y mañana?». No podía disfrutar de la belleza que la rodeaba porque temía que el día siguiente fuera malo. Los problemas no son meras constelaciones del alma y la con­ciencia; con frecuencia adquieren forma espiritual. Digamos que pequeños enjambres de desdichas andan revoloteando por el aire. Te ven pesimista y melancólico, y calculan que podrán alojarse en ti durante una semana, unos meses, acaso un año. Si bajas tus defensas naturales, las desdichas pueden entrar y ocupar diversos lugares en tu mente. Cuanto más tiempo dejas que permanezcan ahí, más difícil será expulsarlas. La sabiduría natural parece indicar que tu vida se portará contigo tal como tú te portas con ella. La compren­sión y la esperanza te redituarán lo que realmente necesitas.
La vez es tiempo de la segunda inocencia. La primera inocencia, la del niño, se basa en la confianza ingenua y la ignorancia. La segunda llega después de haber vivido pro­fundamente, cuando conoces la desolación de la vida, su increíble poder de desilusionar y a veces destruir. Sin em­bargo, aunque tu realismo reconoce la potencialidad nega­tiva de la vida, tu perspectiva sigue siendo sana, esperanza­da y luminosa. Ésta es una clase de segunda inocencia. Es hermoso contemplar el rostro surcado de arrugas de una persona anciana, un rostro que ha vivido, y ver en sus ojos una bella luz. Es la luz de la inocencia, no como falta de ex­periencia, sino como confianza en lo bueno, lo verdadero, lo hermoso. Esa mirada de un rostro anciano es como una bendición; en su presencia te sientes bien y en plenitud.

El campo luminoso

Una de las actitudes negativas más dañinas para con el pro­pio pasado o la memoria es la de arrepentirse. Con fre­cuencia imagina un pasado muy distinto de lo que real­mente fue. La canción de Edith Piaf, Je ne regrette ríen, es hermosa por su aceptación libre y total del pasado.
Conozco una mujer solitaria que ha llevado una vida muy desprotegida. Ha sufrido mucho y con frecuencia tie­ne problemas graves, pero una vez me dijo: «No lamento nada. Es mi vida y en cada cosa negativa que me sucedió siempre había una luz oculta». Esa visión integradora le per­mitía recuperar tesoros ocultos en las dificultades del pasado. A veces las dificultades son las mejores amigas del alma. Un hermoso poema del galés R.S. Thomas se refiere a la mira­da retrospectiva, la sensación de haber pasado por alto algo importante o lamentar algo que uno no hizo. Se titula El campo luminoso:

He visto la luz abrirse paso
para iluminar un campo pequeño
unos minutos y he seguido mi camino
y lo he olvidado. Pero era la perla
de gran valor, el campo que guardaba
el tesoro. Ahora comprendo
que debo entregar todo lo que tengo
para poseerlo. La vida no consiste
en correr hacia un futuro que se aleja o desear
un pasado imaginario. Es desviarse
como Moisés hacia el milagro
de la zarza ardiente. Hacia una luminosidad
que parece efímera como tu juventud,
pero es la eternidad que te aguarda.

En este hermoso poema campea la concepción celta del tiempo. Tu tiempo no es sólo pasado o futuro, sino que siempre habita el círculo de tu alma. Todo tu tiempo está reunido, y tu futuro te aguarda. En cierto sentido, tu pa­sado no se ha ido: está oculto en tu memoria. Es la semi­lla profunda de la eternidad que te espera para recibirte. Es una forma sana de contemplar el futuro que viene hacia ti.

El corazón apasionado jamás envejece

Las personas ancianas suelen irradiar una ternura conmo­vedora. La edad no depende exclusivamente del tiempo cronológico, sino que está relacionada con el tempera­mento. Conozco jóvenes de dieciocho, veinte años, tan se­rios, adustos y melancólicos que hablan como personas de noventa. Por el contrario, conozco algunos ancianos pícaros, traviesos, divertidos; su presencia está llena de vivaci­dad. Trasuntan una sensación de luminosidad, de alegría. A veces desde un cuerpo muy anciano te contempla un alma increíblemente joven y vital. Es muy estimulante co­nocer a una persona anciana que sigue fiel a su fuerza vital joven y salvaje. El Maestro Eckhart lo dijo de manera mu­cho más formal: hay un lugar en el alma que es eterno. El tiempo envejece, pero hay un lugar en el alma que el tiem­po no puede tocar. Es hermoso conocer esta verdad sobre uno mismo. Aunque el tiempo surcará tu rostro, debilitará tus miembros, te volverá más lento y finalmente agotará tu vida, hay un lugar en tu espíritu al cual no puede acercarse. Eres tan joven como te sientes. Si empiezas a sentir el calor de tu alma, habrá siempre un espíritu juvenil en tí que na­die podría quitarte. Dicho de manera más formal, es una forma de habitar la parte eterna de tu vida. Sería muy lamen­table que en tu único viaje a través de la vida pasaras por alto esta presencia eterna a tu alrededor y en tu interior.
En el joven hay una gran intensidad y deseo de aventu­ra. Quiere hacerlo todo. Quiere todo, ahora mismo. La ju­ventud generalmente no es tiempo de reflexión. Por eso Goethe dijo que en general es un derroche dar la juventud a los jóvenes. Uno va en todas las direcciones sin estar seguro de su camino. Un vecino mío tiene problemas de alcoholis­mo. La taberna más próxima está en otro pueblo. Si quisie­ra ir en auto, tendría que llegar hasta la aldea vecina. Una noche, mi hermano vio a este hombre en el camino y detu­vo su auto para llevarlo. Pero el hombre no quiso: «Aunque camino hacia allá, voy en la otra dirección». En el mundo mo­derno, muchas personas caminan en una dirección, pero su vida va en dirección contraria. La vejez ofrece la oportu­nidad de integrar y reunir las múltiples direcciones en que uno ha viajado. Es tiempo de reunir el círculo de la vida, de despertar el anhelo y vivificar nuevas posibilidades.

El fuego del anhelo

La sociedad moderna se basa en una ideología de la fuerza y la imagen. Por consiguiente, los viejos suelen quedar marginados. La cultura moderna está obsesionada por lo superficial, la imagen, la velocidad y el cambio; está impul­sada por ellas. En tiempos antiguos se consideraba a los an­cianos personas de gran sabiduría. Se trataba a los mayores con veneración y respeto. El fuego del anhelo arde vigoro­so en el corazón del anciano. Nuestra concepción de la be­lleza se ha empobrecido porque la hemos reducido a una cara bonita. Hay un culto a la juventud en el que todos tra­tan de conservar el aspecto juvenil. Hay cirugías plásticas e infinitos métodos para conservar la imagen de la juven­tud. En realidad, esto no es belleza. La verdadera belleza es una luz que viene del alma. A veces, en el rostro de un anciano ves esa luz detrás de las arrugas; es una visión de ex­quisita belleza. Yeats expresa esta pasión y anhelo en su her­mosa Canción del errante Aengus:

Me fui a la avellaneda
por culpa del fuego que tenía en la cabeza,
corté y pelé una rama fina
y até una baya a un cordel.
Y cuando las polillas blancas echaron a volar
y las estrellas comenzaron a titilar,
tiré la baya a un arroyo
y pesqué una trucha de plata.
Cuando la tuve en el suelo,
me puse a encender una hoguera,
pero algo se agitó en el suelo
y alguien me llamó por mi nombre.
Se había convertido en mujer de humo,
tenía flores de manzano en el pelo,
pronunció mí nombre, echó a correr
y desapareció en el aire tornasolado.
Aunque soy viejo y vagando voy por tierras bajas y tierras montañosas, averiguaré dónde ha ido, besaré sus labios, le cogeré la mano;
pasearé entre las matas altas y manchadas y arrancaré, hasta que el tiempo se consuma, las manzanas plateadas de la luna, las manzanas doradas del sol.

Envejecer: invitación a una nueva soledad

La perspectiva de envejecer puede ser aterradora debido a la nueva soledad en tu vida. Una nueva serenidad se asienta sobre el marco exterior de tu vida activa, el trabajo realiza­do, la familia que has formado y la función que has cum­plido. La quietud y la soledad se apoderan de tu vida. Esto no tiene nada de aterrador. Tu nueva serenidad y soledad, empleadas de manera creativa, pueden ser dones maravillo­sos, recursos muy fecundos para ti. Una y otra vez nuestro desasosiego nos lleva a pasar por alto los grandes tesoros de nuestra vida. En nuestra mente siempre estamos en otra parte. Rara vez nos encontramos en el lugar donde estamos y en el tiempo de ahora. Muchas personas son acosadas por el pasado, por las cosas que no hicieron, que debieron haber hecho y por ello están arrepentidas. Son prisioneras del pasado. Otras se ven acosadas por el futuro; viven an­gustiadas y preocupadas por el porvenir.
Entre tanto estrés y prisa, pocos pueden habitar el pre­sente. Una de las alegrías de la vejez es que tienes más tiem­po para estar inmóvil. Pascal dijo que muchos de nuestros problemas más graves se deben a nuestra incapacidad para estar quietos en una habitación. La quietud es vital para el mundo del alma. Si la adquieres a medida que envejeces, descubrirás que puede ser una gran compañera. Los frag­mentos de tu vida tendrán tiempo para unirse, los lugares donde tu alma protectora está herida o rota podrán curarse o juntarse. Podrás volver a tu yo. En esta quietud podrás conversar con tu alma. Muchas personas se pasan por alto a sí mismas durante el trayecto de su vida. Conocen a otras personas, lugares, destrezas, trabajos, pero lo trágico es que jamás se conocen a sí mismas. La vejez puede ser un her­moso momento para conocerte, acaso por primera vez. T.S. Eliot dijo que el fin de toda nuestra exploración será llegar al lugar de donde partimos y conocerlo por primera vez.

Desolación: la clave del valor

Cuando te conoces demasiado bien, en realidad eres un ex­traño para ti mismo. A medida que envejeces, tienes más tiempo para conocerte. Esta soledad puede volverse deso­lación conforme envejeces. La desolación es muy penosa. Un amigo mío que vivía en Alemania me habló de su guerra contra la nostalgia. El temperamento, el orden, las estruc­turas y la superficialidad de los alemanes le resultaban muy penosos. Durante el invierno tuvo gripe y la soledad que había reprimido vino a acosarlo. En su desesperada desola­ción, decidió dar rienda suelta a esos sentimientos en lugar de evitarlos. Se sentó en un sillón y se concedió libertad para sentirse solo. En cuanto tomó esta decisión, se sintió como el huérfano más abandonado del cosmos. Lloró sin poder contenerse. De alguna manera, lloraba por toda la soledad que había ocultado en su vida. La experiencia, aunque dolorosa, fue extraordinaria. Al romper los diques interiores, modificó su relación con la soledad. Jamás vol­vió a sentirse solo en Alemania. Una vez liberado, abrazó su soledad, hizo las paces con ella, la convirtió en parte na­tural de su vida. Una noche, estando en Connemara, conver­saba sobre la soledad con un amigo. Me dijo: Is pol dibh doite Jan t-uaigness ach ma dhdnann td sdas J, ddnfaidh td amach go leor eile at go h-lainn chomh maith, es decir: «La soledad es un agujero, pero si lo cierras, también cierras muchas cosas que pueden ser hermosas para ti». No debemos temer esa soledad. Si hacemos las paces con ella, puede darnos una libertad desconocida.

La sabiduría como apostura y gracia

La sabiduría es otra cualidad de la vejez. En sociedades an­tiguas a los ancianos se les llamaba mayores en virtud de la sabiduría que habían cosechado por haber vivido tanto tiempo. Nuestra cultura está obsesionada por la informa­ción. Hay más información disponible en el mundo que nunca antes. Tenemos muchos conocimientos sobre todas las cosas imaginables. Pero hay una gran diferencia entre la sabiduría y el conocimiento. Puedes saber muchas cosas, poseer muchos datos sobre distintas cosas e incluso sobre ti mismo, pero lo que te conmueve es aquello que com­prendes profundamente. La sabiduría es una forma pro­funda de conocer. Es el arte de vivir en consonancia con el ritmo de tu alma, tu vida y lo divino. Es la forma como apren­des a descifrar lo desconocido; y éste es nuestro compañero más íntimo. La cultura celta y el antiguo mundo irlandés pro­fesaban un gran respeto por la sabiduría. En esa sociedad pre­dominantemente matriarcal muchas de estas personas sabias eran mujeres. La maravillosa tradición de la sabiduría celta se prolongó en el monacato irlandés. Mientras Euro­pa vivía años de oscurantismo, los monjes irlandeses con­servaban la memoria de la cultura. Crearon centros de enseñanza en toda Europa. Los monjes irlandeses recivilizaron el continente, y sus enseñanzas sirvieron de base para el maravilloso escolasticismo medieval con su fecun­da cultura.
Era tradicional que cada región de Irlanda tuviera su propio sabio. En el condado de Clare había una mujer sa­bia llamada Biddy Early (Biddy significa «criticona»). En Galway había otra mujer llamada Cailleach an Clochain, o anciana de Clifden, que poseía también esta sabiduría. Cuando una persona estaba desconcertada o preocupada por el futuro, visitaba a un sabio. Con sus consejos, apren­día a encararse con su destino, a vivir más profundamente y a sentirse protegida del peligro y la destrucción inminen­tes. Se suele asociar la sabiduría con el tiempo de la cosecha en la vida. Lo que está desparramado carece de unidad; lo cosechado alcanza la unidad y la comunión. Pues bien, la sabiduría es el arte de equilibrar lo conocido con lo desco­nocido, el sufrimiento con la alegría; es una manera de in­tegrar la vida en una unidad nueva y más profunda. Nues­tra sociedad haría bien en prestar atención a la sabiduría de los ancianos, integrarlos en el proceso de toma de decisio­nes. La sabiduría de los mayores nos permitiría elaborar una visión coherente del futuro. En definitiva, la sabiduría y la visión son hermanas; la creatividad, crítica y clarivi­dencia de la visión emanan de la mente de la sabiduría. Los mayores son grandes tesoros de sabiduría.

La vejez y los tesoros del crepúsculo

La vejez es también el crepúsculo de la vida. En la costa oc­cidental de Irlanda los crepúsculos son hermosos, con una luz mágica. Muchos artistas vienen a trabajar en esta luz. El crepúsculo en el oeste de Irlanda es una hora de colores hermosos, que parecen aflorar después de haber estado ocultos bajo la luz blanca del día; cada color tiene una gran profundidad. El día se despide con gran decoro y belleza. Esa despedida se expresa en la magia de los colores hermo­sos. El ocaso da la bienvenida a la noche. Sus colores pare­cen penetrar en ella para volverla habitable y llevadera, un lugar de luz oculta. Asimismo en la vejez, el crepúsculo de la vida, muchos tesoros que pasaron inadvertidos en tu vida se vuelven visibles y están a tu disposición. Suele suce­der que sólo la percepción crepuscular te permite contem­plar los misterios de tu alma. Ésta corre a ocultarse de la luz de neón del análisis. La percepción crepuscular puede ser un umbral que invita al alma a desechar su timidez para que puedas contemplar sus bellos lineamientos de anhelo y potencialidad.

Vejez y libertad

La vejez también puede ser el tiempo de poner distancias. Tu percepción lo requiere. Las cosas demasiado próximas no se ven. Por eso no solemos valorar a las personas más cercanas a nosotros. No podemos dar un paso atrás para contemplarlas con la veneración y el reconocimiento que merecen. Tampoco nos miramos a nosotros mismos por­que nos arrastra el torbellino de la vida. En la vejez, cuando tu vida se serena, podrás tomar distancia para ver quién eres, qué te ha hecho la vida y qué hiciste tú de ella. La vejez es tiempo de despojarse de muchas cargas falsas que uno ha arrastrado a través de los años de duras pruebas. Algu­nas de las cargas más pesadas son las que uno mismo elige llevar. Personas que dedican años a fabricarse una carga pesada suelen decir: «Yo llevo mi cruz a cuestas, Dios me ayude, espero que Dios me recompense por llevarla». Ton­terías. Al ver a esas personas que llevan cargas inventadas por ellas mismas, Dios seguramente piensa: «Necios, cómo pueden creer que ése es el destino que yo les reservé. Es el fruto del uso negativo de la libertad y las posibilidades que yo les di». Las cargas falsas pueden caer en la vejez. Una manera de empezar es preguntarse: ¿qué cargas he sobre­llevado yo solo? Algunas seguramente son reales, pero otras es probable que las hayas fabricado y recogido tú. Al despojarte de ellas, te quitas una gran presión y peso de en­cima. Experimentarás una agilidad y una gran libertad in­terior. La libertad puede ser uno de los frutos maravillosos de la vejez. Puedes reparar los daños que te infligiste ante­riormente en la vida. Este conjunto de posibilidades está resumido en este magnífico pasaje del gran poeta mexica­no Octavio Paz:
Con gran dificultad y avanzando a razón de un milímetro por año, tallo un camino en la piedra. Durante milenios he gastado mis dientes y roto mis uñas para llegar allí, al otro lado, a la luz y el aire libre. Y ahora que mis manos sangran y mis dientes tiemblan, inseguro en una cueva, doble­gado por la sed y el polvo, me detengo a contem­plar mí obra. He pasado la segunda parte de mi vida quebrando las piedras, taladrando los mu­ros, derribando las puertas, quitando los obstácu­los que coloqué entre la luz y yo en la primera parte de mi vida.

Bendición para la vejez

Que la luz de tu alma te cuide,
Que tus preocupaciones y angustias sobre la vejez se transfiguren.
Que junto con el ojo de tu alma se te conceda sabiduría para ver este bello tiempo de cosecha.
Que tengas paciencia para cosechar tu vida, para curar las heri­das, para permitir que se aproxime y se vuelva parte de ti.
Que tengas una gran dignidad y sentido de tu libertad, y sobre todo se te conceda el maravilloso don de conocerla luz eterna y la belleza que hay en ti.
Bendito seas y ojalá encuentres en ti mismo un gran amor por ti mismo.


6
LA MUERTE:
EL HORIZONTE ESTÁ EN EL POZO


El compañero desconocido
Hay una presencia que recorre contigo el camino de la vida. Jamás te abandona. A solas o acompañado, siempre la tienes contigo. Cuando naciste, salió contigo del útero, pero con la conmoción de tu llegada nadie lo advirtió. Aunque te rodea, tal vez no seas consciente de su compa­ñía. Esta presencia es la Muerte.
Nos equivocamos al creer que la muerte sólo llega al fi­nal de la vida. Tu muerte física no es sino la consumación de un proceso iniciado por tu acompañante secreto en el momento en que naciste. Tu vida es la de tu cuerpo y tu alma, pero la muerte rodea a ambos. ¿Cómo se manifiesta en nuestra experiencia cotidiana? La vemos en distintos disfraces en las zonas de nuestra vida en que somos vulne­rables, débiles, negativos o estamos heridos. Uno de los rostros de la muerte es la negatividad. En cada uno hay una herida de negatividad; es como una llaga en tu vida. Puedes ser cruel y destructivo contigo mismo incluso cuando los tiempos son buenos. Algunas personas están viviendo mo­mentos maravillosos en este preciso instante, pero no se dan cuenta de ello. Tal vez, más adelante, en épocas duras o destructivas, uno recordará esos tiempos y dirá: «Era feliz entonces, pero lamentablemente no me daba cuenta».
Las caras de la muerte en la vida cotidiana
En nuestro interior hay una fuerza de gravedad que pesa sobre nosotros y nos aleja de la luz. El negativismo es una adicción a la sombra tétrica que revolotea alrededor de cada forma humana. En una poética de desarrollo o de vida espiritual, una de nuestras actividades constantes es la transfiguración de este negativismo, la fuerza y la cara de tu muerte que roe tu permanencia en el mundo. Quiere transformarte en un forastero en tu propia vida. Este nega­tivismo te condena a un exilio frío, lejos de tu propio amor y calor. Si te ocupas consecuentemente de esta tendencia, puedes transfigurarla al volverla hacia la luz de tu alma. Esta luz espiritual le resta gradualmente gravedad, peso y poder destructivo al negativismo. Poco a poco, lo que lla­mas tu lado negativo puede convertirse en tu interior en una gran fuerza de renovación, creatividad y desarrollo. Todos debemos hacerlo. El sabio es el que sabe dónde resi­de su negativismo pero no se vuelve adicto a él. Detrás de tu negativismo hay una presencia mayor y más generosa.
Con su transfiguración, vas hacia la luz que se oculta en esa presencia mayor. Al transfigurar constantemente los ros­tros de tu propia muerte te aseguras de que al final de tu vida la muerte física no vendrá como un extraño a robarte esa vida que tenías; conocerás perfectamente su rostro. Por haber superado el miedo, tu muerte será un encuentro con un amigo de toda la vida proveniente de lo más profundo de tu propia naturaleza.
Otro de los rostros de la muerte, otra de sus expresio­nes en la vida cotidiana, es el miedo. Ningún alma está libre de esta sombra. El valiente es el que puede identificar sus miedos y los aprovecha como fuerza de creatividad y desa­rrollo. Hay distintos niveles de miedo en nuestro interior. Uno de sus aspectos más poderosos es su increíble habili­dad para falsificar las realidades de tu vida. No conozco otra fuerza capaz de destruir la felicidad y tranquilidad de tu vida con tanta rapidez. Puede volver tu alma irreal y des­truir tus vínculos de arraigo.
Hay distintos niveles de miedo. A muchas personas les aterra la idea de perder el control y lo utilizan como meca­nismo para estructurar su vida. Quieren controlar lo que sucede a su alrededor y a ellos mismos. Pero el exceso de control es destructivo. Es quedar atrapado en una trama protectora que uno mismo teje en torno de su vida. Así uno puede quedar marginado de muchas bendiciones que le están destinadas. El control siempre debe ser parcial y tran­sitorio. En momentos de dolor, y sobre todo en el de la muer­te, tal vez no puedas conservar este control. La vida mística siempre ha reconocido que el distanciamiento del yo es ne­cesario para llegar a la presencia divina en el interior de uno mismo. Cuando dejes de controlar, te asombrarás al ver hasta qué punto se enriquece tu vida. Las cosas falsas a las que te habías aferrado se alejan rápidamente. Lo verdadero, lo que amas profundamente, lo que es verdaderamente tuyo, penetran en tu interior. Ahora nadie podrá quitártelos.

La muerte como raíz del miedo

Otros temen ser sí mismos. Muchas personas permiten que ese miedo limite su vida. Fingen constantemente, se forjan cuidadosamente una personalidad que creen el mundo aceptará o admirará. Incluso en su propia soledad temen el encuentro consigo mismas. Uno de los deberes más sagrados del propio destino es el de ser uno mismo. Cuando aprendes a aceptarte y amarte, dejas de temer a tu propia naturaleza. En ese momento, entras en consonan­cia con el ritmo de tu alma y entonces te paras sobre tu pro­pio terreno. Te sientes seguro y firme. Estás en equilibrio. Agotarás tu vida en vano si caes en la política de forjarte una máscara acorde con las expectativas ajenas. La vida es muy breve y un destino especial nos aguarda para desarro­llarse. A veces el miedo a ser nosotros mismos nos aparta de ese destino y terminamos famélicos y empobrecidos, víctimas de la hambruna que hemos provocado.
La mejor historia que conozco sobre la presencia del miedo, un cuento de la India, trata de un hombre conde­nado a pasar la noche en una celda con una serpiente vene­nosa. Con el menor movimiento, ésta lo mataría. Durante toda la noche el hombre permaneció de pie, inmóvil en un rincón, temeroso de que su misma respiración pudiera in­citar a la serpiente. A la primera luz del alba vio el reptil en el rincón opuesto de la celda y sintió un gran alivio porque no la había despertado. Pero cuando la luz penetró en la celda, advirtió que no era una serpiente sino una cuerda. La moraleja sugiere que en muchas divisiones de nuestras mentes hay objetos inofensivos como la cuerda, pero nues­tra ansiedad los convierte en monstruos que nos dominan e inmovilizan en la pequeña celda de nuestra vida.
Una forma de transfigurar el poder y la presencia de tu muerte es transfigurar tu miedo. Cuando siento angustia o miedo, me es útil preguntarme cuál es la razón de mi miedo. Es una pregunta liberadora. El miedo es como la niebla; se extiende y distorsiona la forma de todo. Cuando la cir­cunscribes con esa pregunta, se reduce a proporciones manejables. Cuando descubres qué te asusta, recuperas el poder que le habías entregado al miedo. Al mismo tiempo apartas a éste de la noche de lo desconocido, que le da vida. El miedo se multiplica en el anonimato, rehúye los nom­bres. Cuando le pones un nombre, el miedo se encoge.
La muerte es la raíz de todos los miedos. En toda vida hay una época en que uno siente terror de morir. Vivimos en el tiempo, y éste es fugaz. Nadie puede decir con certeza qué le sucederá esta noche, mañana o la semana entran­te. El tiempo puede llevar cualquier cosa a la puerta de tu vida. Uno de los aspectos más aterradores de la vida es justamente su imprevisibilidad. Cualquier cosa puede sucederte. Ahora, mientras lees estas líneas, hay personas en el mundo que sufren la irrupción brutal de lo inespera­do. Suceden cosas que alterarán su vida para siempre. El nido de su comunión es destruido, su vida no volverá a ser la misma. Alguien recibe una mala noticia en el consulto­rio del médico; alguien sufre un accidente de tránsito y jamás volverá a caminar; alguien es abandonado por su amante, que jamás volverá. Cuando contemplamos el futuro de nuestra vida, no podemos prever lo que sucederá. No podemos te­ner certezas. Sin embargo, hay una certeza: llegará un día, por la mañana, la tarde o la noche, en que serás llamado de este mundo, un momento en que deberás morir. Aunque el hecho es seguro, su naturaleza es completamente con­tingente. Dicho de otra manera, no sabes dónde, ni cómo, ni cuándo morirás, ni quién estará contigo, ni qué sentirás. Estos hechos sobre la naturaleza de tu muerte, el suceso más decisivo de tu vida, siguen siendo totalmente oscuros.
Aunque la muerte es la experiencia más poderosa de la vida, nuestra cultura hace enormes esfuerzos para negar su presencia. En cierto sentido, los medios de comunicación, la imagen y la publicidad tratan de crear un culto a la in­mortalidad; es raro que se reconozca el ritmo de la muerte en la vida. Como ha dicho Emmanuel Levinas: «Mi muerte llega en un momento sobre el que no tengo ningún poder».

La muerte en la tradición celta

La tradición celta entendía de un modo sutil el milagro de la muerte y creó bellas oraciones para la ocasión. Para los celtas el mundo eterno estaba tan próximo al mundo natu­ral que la muerte no parecía un suceso excepcionalmente destructivo o amenazador. Al entrar en el mundo eterno, llegas a un lugar donde la sombra, el dolor y las tinieblas ja­más volverán a tocarte. Una bella oración dice:

Voy a casa contigo, a tu casa, a tu casa, Voy a casa contigo, a tu casa de invierno. Voy a casa contigo, a tu casa, a tu casa, Voy a casa contigo, a tu casa de otoño, de primavera y verano. Voy a casa contigo, hijo de mi amor, a tu cama eterna, a tu sueño eterno.

En esta oración el mundo natural y las estaciones están bellamente enlazados con la presencia de la vida eterna.
Jamás comprenderás la muerte ni reconocerás su sole­dad hasta que llame a tu puerta. En Connamara la gente dice: Ni thuigfidh td an bs go dtiocfaidh sf ag do dhors flin, o sea, «jamás comprenderás la muerte hasta que llame a tu puerta». También dicen que Is fear direach J an bs ni cui-reann sj scJal ar bith roimhe, «la muerte es un individuo muy directo que jamás se hace anunciar». Asimismo, Ni fjidir dul i bhfolach ar an mbs, «no hay lugar donde ocultar­se de la muerte». O sea que cuando la muerte te busca, siempre sabrá dónde encontrarte.



Cuando la muerte llega...

La muerte es un visitante solitario. Cuando pasa por tu casa, nada vuelve a ser igual que antes. Hay un lugar vacío en la mesa, una ausencia en la casa. La muerte de un ser querido es una experiencia increíblemente extraña y desoladora. Algo se rompe en tu interior y las piezas jamás vol­verán a unirse. Se ha ido un ser amado, cuya cara, manos y cuerpo conocías tan bien. Por primera vez, este cuerpo queda totalmente vacío. Es aterrador y extraño. Después de la muerte, muchas preguntas acuden a tu mente: dónde se ha ido, qué ve, qué siente. La muerte de un ser amado trae una amarga soledad. Cuando amas de verdad a al­guien, quisieras morir en su lugar. Pero cuando llega el momento, nadie puede ocupar el lugar de otro. Cada uno debe afrontarlo solo. Lo extraño de la muerte es que al­guien desaparece. La experiencia humana comprende toda clase de continuidades y discontinuidades, acercamientos y distanciamientos. En la muerte se alcanza la última fron­tera de las vivencias. El fallecido desaparece del mundo vi­sible de la forma y la presencia. Al nacer, vienes de ninguna parte; al morir, te vas a ninguna parte. Si riñes con la perso­na amada y ella se va, y si estás desesperado por volver a en­contrarla, recorrerás cualquier distancia con tal de hacerlo. El momento de dolor más terrible es cuando comprendes que jamás volverás a ver al muerto. La ausencia de su vida, la au­sencia de su voz, rostro y presencia se vuelve algo que, como dice Sylvia Plath, empieza a crecer a tu lado como un árbol.


Caoineadh:
el duelo en la tradición irlandesa

Una de las bellezas de la tradición irlandesa es la gran hos­pitalidad con que recibe la muerte. Cuando muere un al­deano, todos acuden al funeral. Primero, todos van a la casa a ofrecer sus condolencias. Los vecinos se reúnen para dar sostén a la familia y ayudarla. Es un don hermoso. En los momentos de gran desesperación y soledad, necesitas la ayuda de tus vecinos para superar ese tiempo de fragmen­tación. En Irlanda existía una tradición llamada Caoi­neadh. Eran personas, principalmente mujeres, que lloraban al muerto con una suerte de lamento agudo, penetrante, increíblemente desolado. La historia de Caoineadh era la de la vida de la persona tal como la habían conocido esas mujeres. La triste liturgia tejida con bellas historias ocupa­ba el lugar de la persona que acababa de ausentarse del mundo. Se contaban los sucesos más importantes de su vida. Sin duda era de una desolación desgarradora, pero creaba un espacio ritual acogedor para el duelo y la tristeza de la familia que había sufrido la pérdida. El Caoineadh ayudaba a las personas a permitir que los sentimientos de desolación y dolor los embargaran de manera natural.
En Irlanda tenemos la tradición del velatorio, que ase­gura que el fallecido no estará solo la noche después de su muerte: Vecinos, familiares y amigos lo acompañan du­rante las primeras horas de la transición a la eternidad. Se ofrece bebidas alcohólicas y tabaco. Nuevamente, la con­versación de los amigos teje una trama de recuerdos de los sucesos en la vida de la persona.



El alma que besó el cuerpo

La consumación de la muerte tarda su tiempo. En algunos es muy rápida, pero la forma en que el alma abandona el cuerpo es distinta en cada individuo. En algunos el proceso puede tardar varios días. Una hermosa historia celta de la región de Munster habla de un hombre que murió. El alma salió del cuerpo y me a la puerta de la casa para iniciar su regreso al lugar eterno. Pero se volvió para mirar una vez más el cuerpo exánime. Lo besó y le habló. El alma dio gracias al cuerpo por la hospitalidad que le había dado en vida y recordó las muchas atenciones que había tenido con ella.
Según la tradición celta, los muertos no se alejan. En Irlanda hay lugares, campos y ruinas donde se ha visto fan­tasmas de distintas personas. Esta memoria popular reco­noce que una persona permanece apegada al lugar donde vivió aun después de pasar a la forma invisible. Una leyen­da habla del coiste bodhar, el coche indiferente. Mi tía, que en su juventud vivió en una aldea en la falda de una monta­ña, oyó una noche el coche de caballos. La aldea era peque­ña y todas las casas estaban apiñadas. Una noche, estando sola en su casa, oyó un estruendo como de barriles que ro­daban. El coche fantasmal pasó por delante de su casa y si­guió por un sendero de la montaña. Todos los perros de la aldea oyeron el estrépito y lo siguieron. Esta anécdota su­giere que el mundo invisible tiene caminos secretos por donde van los cortejos fúnebres.

La Bean Sí

Otra leyenda interesante de la tradición irlandesa es la Bean Sí. Sí significa «genio del bosque» y Bean Sí «genio de sexo femenino», es decir, hada. Se trata de un espíritu que llora cuando alguien está a punto de morir. Una noche mi padre oyó su llanto. Dos días después murió un vecino, miembro de una familia por la que siempre lloraba la Bean Sí. La tradición celta irlandesa reconoce que el mundo eterno y el temporal están entrelazados. En el momento de la muerte, los habitantes del mundo eterno suelen pasar al mundo visible. La agonía de una persona puede prolon­garse durante días u horas, pero en el momento anterior a la muerte suele aparecérsele su madre, su abuela, su abue­lo, algún pariente, el cónyuge o una amistad. Cuando la persona está al borde de la muerte, el velo entre los dos mundos es muy tenue. A veces incluso se desvanece y en­tonces puedes vislumbrar el mundo eterno. Los amigos que ya viven en él van a tu encuentro para llevarte a casa. Los moribundos suelen recibir gran fortaleza y aliento al ver a sus amigos. Esta percepción elevada revela la gran energía que rodea el momento de la muerte. La tradición irlandesa acoge las potencialidades del momento. Cuando muere una persona, se rocía con agua bendita y se traza un círculo a su alrededor para mantener alejadas las fuerzas tenebrosas y asegurar la presencia de la luz en el viaje final del muerto.
A veces las personas se angustian por la idea de la muerte. No hay nada que temer. Cuando llegue el momento, recibirás todo lo que necesitas para hacer ese viaje de ma­nera digna, elegante y confiada.
  
Una muerte bella

Una vez presencié la muerte de una amiga. Era una joven encantadora, madre de dos niños. El sacerdote que la asis­tía también era un amigo. Conocía su alma y su espíritu. Al adquirir conciencia de que moriría esa noche, la mujer se asustó. Él le cogió la mano y rezó desesperadamente en su corazón para recibir las palabras que le permitieran cons­truir un puente para el viaje. Como conocedor profundo de su vida, empezó a exponer sus recuerdos. Habló de su bondad y belleza. Era una mujer que nunca había hecho mal a nadie. Ayudaba a todos. El sacerdote recordó los mo­mentos más importantes de su vida. Le dijo que no debía tener miedo. Se iba a casa, donde la esperaban para recibir­la. Dios, que la había llamado, la abrazaría, la recibiría con ternura y amor. Podía estar plenamente segura de ello. Poco a poco la inundó una gran serenidad y placidez. Su pánico se transfiguró en un sosiego como pocas veces he visto en este mundo. La angustia y el miedo desaparecieron por completo. Estaba en consonancia con su ritmo, total­mente serena. Al sacerdote le dijo que debía realizar el acto más difícil de su vida: despedirse de su familia. Era un mo­mento de gran desolación.
Salió del cuarto y reunió a los familiares. Les dijo que cada uno podía entrar y quedarse unos cinco o diez minu­tos. Debían hablar con ella, decirle cuánto la amaban y va­loraban. Nadie debía llorar ni angustiarla. Ya llegaría el momento de llorar, por ahora debían concentrarse en faci­litar su tránsito. Entraron, le hablaron, la consolaron y la bendijeron. Y todos salieron del cuarto con el ánimo destrozado, pero después de haberle dado reconocimiento y amor, los mejores regalos para su viaje. Ella misma se ha­llaba maravillosamente bien. El sacerdote la ungió con los óleos sagrados y todos rezamos. Sonriente, serena, inició con toda felicidad ese viaje que debía hacer sola. Fue un gran privilegio para mí estar presente. Por primera vez se transfiguró mi propio miedo a morir. Descubrí que si uno vive en este mundo con bondad, si no aumenta las cargas ajenas, sino que trata de servir con amor, cuando llegue el momento del viaje recibirá una paz, una serenidad y una li­beración que le permitirán partir hacia el otro mundo con elegancia, gracia y resignación.
Es un privilegio increíble acompañar a quien viaja al mundo eterno. Cuando estás presente en el sacramento de la muerte, debes ser muy consciente de la situación. Dicho de otra manera, no debes concentrarte en tu propia pena. Antes bien debes esforzarte por estar presente con y para la persona que está a punto de partir. Se debe hacer todo lo posible para facilitarle la transición, a fin de que esté cómo­da y serena.
Amo la tradición irlandesa del velatorio. El ritual le da al alma el tiempo que necesita para despedirse. El alma no abandona el cuerpo bruscamente; la despedida es lenta. Observarás cómo cambia el cuerpo en los primeros esta­dios de la muerte. Durante un tiempo la persona no aban­dona realmente la vida. Es importante no dejarla sola. Las casas de velatorios son lugares fríos y asépticos. Si es posi­ble, conviene que el muerto quede en un lugar conocido para que realice su transición de manera cómoda, serena y confiada. Las primeras semanas después de la muerte, hay que atender y proteger el alma y la memoria de la persona. Hay que rezar mucho para ayudarle en el viaje a casa. La muerte es un tránsito a lo desconocido para el que hace fal­ta mucha protección.
La vida moderna margina la muerte. Los funerales y entierros suelen ser espectaculares, pero eso es externo y su­perficial. La sociedad de consumo ha perdido el sentido de la ceremonia y la sabiduría necesarias para el rito de la tran­sición. Durante el viaje de la muerte, la persona necesita cuidados profundos.

Los muertos son nuestros vecinos más próximos

Los muertos no están lejos; por el contrario, están muy, muy cerca. Cada uno de nosotros deberá enfrentar algún día su cita con la muerte. Me complace pensar en ella como un encuentro con lo más profundo de la propia naturaleza, lo más oculto del yo. Es un viaje hacia nuevos horizontes. De niño, cuando miraba una montaña, soñaba con el día en que tendría edad suficiente para llegar a la cima con mi tío. Pensaba que desde el horizonte podría ver el mundo entero. Cuando llegó el gran día, yo estaba muy excitado. Mi tío cruzaría la montaña con su majada y me dijo que podía acompañarlo. Cuando llegamos a donde yo pensaba que hallaría el horizonte, éste había desaparecido. No sólo no veía todo, sino que había otro horizonte más adelante. Aunque estaba decepcionado, sentía una emoción desco­nocida. Cada nuevo nivel revelaba un mundo hasta entonces desconocido. El extraordinario filósofo alemán Hans Georg Gadamer dice en una bella frase: «Un horizonte es algo hacia lo cual viajamos, pero también es algo que viaja con nosotros». Esta metáfora esclarecedora te permite comprender los horizontes de tu propio desarrollo. Si quieres estar a la altura de tu destino y ser digno de las po­tencialidades ocultas en la arcilla de tu corazón, debes bus­car constantemente nuevos horizontes. Más allá te espera el pozo más profundo de tu identidad. En ese pozo con­templarás la belleza y la luz de tu rostro eterno.



El amor propio y el alma

En la guerra contra ese compañero callado y secreto, la muerte, la batalla crucial es la que libran el amor propio y el alma. El amor propio es el cascarón defensivo con que ro­deamos nuestra vida. Es temeroso; es aprensivo y codicio­so. Es hiperprotector y competitivo. En cambio, el alma no conoce barreras. Como dijo el gran filósofo griego Heráclito, «el alma no tiene límites». Es un peregrino en pos de ho­rizontes ilimitados. No hay zonas que la excluyan; todo lo impregna. Además el alma está en contacto con la dimen­sión eterna del tiempo y jamás teme lo por venir. En cierto sentido, los encuentros con tu propia muerte bajo las for­mas cotidianas de fracaso, patetismo, negativismo, miedo o espíritu destructivo son oportunidades para transfigurar el amor propio. Te invitan a desechar esa forma de ser pro­tectora, controladora, para practicar un arte del ser que ad­mite la franqueza y la generosidad. Cuando practicas este arte entras en armonía con el ritmo de tu alma. Si esto su­cede, el encuentro final con la muerte no tiene por qué ser amenazador o destructivo. Será un encuentro con tu pro­pia identidad más profunda, es decir, tu alma.
Por consiguiente, la muerte física no es la proximidad de un monstruo tenebroso y destructivo que interrumpe tu vida y te arrastra hacia lo desconocido. Detrás del rostro de tu muerte física se ocultan la imagen y la presencia de tu yo más profundo, que esperan encontrarte y abrazarte. En lo más profundo de ti estás ávido de conocer tu alma. Du­rante toda nuestra vida bregamos por alcanzarnos a noso­tros mismos. Estamos tan atareados, ocupados y distraídos que no podemos dedicar el tiempo o el reconocimiento su­ficientes a lo más profundo de nuestro ser. Tratamos de ver­nos y conocernos; pero tal es nuestra complejidad interior y el corazón humano tiene tantas capas, que rara vez nos encontramos. El filósofo Husserl ha dicho cosas muy acer­tadas al respecto. Habla de la Ur-Prasenz, la «protopresencia» o presencia prístina de una cosa, objeto o persona. En nuestra experiencia cotidiana apenas podemos vislumbrar la plenitud de esa presencia en nosotros; jamás la vemos cara a cara. En el momento de la muerte caen todas las ba­rreras defensivas que nos separan y excluyen de nuestra presencia; el alma nos recoge plenamente en su abrazo. Por eso, la muerte no tiene que ser necesariamente negativa o destructiva. Puede ser un suceso maravillosamente crea­tivo que te permite abrazar la divinidad que vive secreta­mente en ti desde siempre. ... -
   
La muerte como invitación a la libertad

Si los piensas bien, no debes permitir que te presione la vida. No debes ceder tu poder a un sistema ni a terceros. Debes conservar en tu interior la seguridad, el equilibrio y el poder de tu alma. Puesto que nadie puede apartarte de la muerte, nadie tiene un poder definitivo sobre ti. El poder es pretensión. Nadie evita la muerte. Por eso, que el mun­do jamás te convenza de que tiene poder sobre ti, ya que no tiene el menor poder para alejar la muerte. En cambio, tú tie­nes el poder de transfigurar tu miedo a la muerte. Si apren­des a no temer la muerte, comprenderás que no debes temer a nada.
Vislumbrar el rostro de tu muerte puede dar a tu vida una gran libertad. Puede darte conciencia de que estás apremiado por el tiempo que tienes aquí. El derroche del tiempo es una de las mayores pérdidas en la vida. Como dice Patrick Kavanagh, mucha gente «se prepara para la vida en lugar de vivirla». Tienes una sola oportunidad. Tie­nes un solo viaje por la vida; no puedes repetir un instante ni retroceder un paso. Parece que estamos destinados a ha­bitar y vivir todo lo que viene a nuestro encuentro. En la otra cara de la vida está la muerte. Si vives plenamente, la muerte jamás tendrá poder sobre ti. Nunca parecerá un suceso destructivo o negativo. Puede convertirse en una li­beración para que accedas a los tesoros más recónditos de tu naturaleza, al templo de tu alma. Si eres capaz de des­prenderte de las cosas, aprenderás a morir espiritualmen­te de distintas maneras a lo largo de tu vida. Cuando apren­des a desprenderte, tu vida gana en generosidad, amplitud y aliento. Imagina que eso se multiplique mil veces en el momento de tu muerte. Esa liberación puede llevarte a una comunión divina completamente nueva.
La Nada: una cara de la muerte

Todo lo que hacemos en el mundo está rodeado por la Nada. Esta Nada es una de las apariencias de la muerte, una de sus caras. La esencia de la vida del alma es la transfigura­ción de la Nada. En cierto sentido, nada nuevo puede apa­recer si no hay espacio para ello. Ese espacio vacío es lo que llamamos la Nada. R.D. Laing, el psiquiatra escocés, solía decir: «No hay Nada que temer». Esto significa que no es necesario tener miedo pero a la vez que no se debe temer la Nada, es decir, que la Nada nos rodea. Hurtamos el cuerpo a este terreno y por eso restamos valor al vacío y a la Nada, que desde una perspectiva espiritual pueden considerarse presencias de lo eterno. Para decirlo de otra manera, lo eterno viene a nosotros principalmente en términos de Nada y vacío. Donde no hay espacio, no se puede despertar lo eterno ni el alma. El poeta escocés Norman MacCaig lo resume en un hermoso poema:
Dones
Te doy un vacío
te doy una plenitud
desenvuélvelos con cuidado
—uno es tan frágil como el otro—
y cuando me des las gracias
fingiré no advertir la duda en tu voz
cuando digas que es lo que deseabas.
Déjalos en la mesa que tienes junto a la cama.
Cuando despiertes por la mañana
habrán penetrado en tu cabeza
por la puerta del sueño. Dondequiera que vayas
irán contigo y
dondequiera que estés te maravillarás
sonriente de la plenitud
a la que nada puedes sumar y el vacío
que puedes colmar.

Este hermoso poema sugiere el ritmo dual del vacío y la plenitud en el corazón de la vida del alma. La Nada es la hermana de la posibilidad. Crea un espacio urgente para lo nuevo, sorprendente e inesperado. Cuando sientas que la Nada y el vacío roen tu vida, no debes desesperar. Es tu alma la que te llama, te advierte sobre nuevas posibilidades en tu vida. También es una señal de que tu alma anhela transfigurar la Nada de tu muerte en la plenitud de una vida eterna que ninguna muerte puede tocar.
La muerte no es el fin; es un renacer. Nuestra presencia en el mundo es muy patética. La estrecha franja de claridad que llamamos «vida» se extiende entre las tinieblas de lo des­conocido por ambos extremos. Está la oscuridad de lo desconocido en nuestro origen. Irrumpimos bruscamente de lo desconocido y así comenzó la franja de claridad lla­mada «vida». Luego está la otra oscuridad cuando volvemos a lo desconocido. Samuel Beckett es un autor maravilloso que ha meditado profundamente sobre el misterio de la muerte. Su obra teatral Aliento dura unos minutos. Prime­ro se oye el llanto al nacer, luego el aliento y por último el suspiro de la muerte. Este drama resume lo que sucede en nuestra vida. Todas las obras teatrales de Beckett, en parti­cular Esperando a Godot, tratan sobre la muerte. En otras palabras, puesto que la muerte existe, el tiempo está drásti­camente relativizado. Lo único que hacemos es inventar juegos para pasar el tiempo.

Espera y ausencia

Un amigo mío me contó la siguiente anécdota sobre un ve­cino. Los alumnos de la escuela local iban a la ciudad a ver Esperando a Godot, y el hombre fue con ellos en el autobús. Su intención era reunirse con sus compañeros de jarana. Fue a dos o tres bares donde esperaba encontrar a sus amigos, pero no estaban allí. Como no tenía dinero, finalmente fue a ver Esperando a Godot. Así la describió a mi amigo: «Nunca había visto una obra tan extraña; por lo visto, el protago­nista no se presentó y los demás actores tuvieron que im­provisar durante toda la función».
Me pareció un buen análisis de Esperando a Godot. Creo que Samuel Beckett hubiera estado encantado con esa reseña. En cierto sentido, siempre estamos a la espera del gran momento de la cosecha o el arraigo, y siempre nos elude. Nos acosa una sensación profunda de ausencia. Algo falta en nuestra vida. Esperamos que lo llene cierta persona, objeto o proyecto. Nos afanamos por llenar ese vacío, pero el alma nos dice, si queremos escucharla, que jamás se puede colmar la ausencia.
La muerte es la gran herida del universo y de cada vida. Sin embargo, paradójicamente, la misma herida que puede conducir a un nuevo desarrollo espiritual. Meditar sobre tu muerte puede ayudarte a modificar drásticamente tu percepción habitual y rutinaria. En lugar de vivir de acuerdo con lo que se puede ver o poseer en el reino material de la vida, empiezas a afinar tu sensibilidad y adquieres concien­cia de los tesoros ocultos en el lado invisible de tu vida. Una persona verdaderamente espiritual desarrolla un sentido de la profundidad de su naturaleza invisible. Ésta posee cualidades y tesoros que el tiempo jamás puede dañar. Son absolutamente tuyos. No necesitas aferrarte a ellos, ganar­los ni protegerlos. Estos tesoros son tuyos; nadie puede quitártelos.

El nacimiento como muerte

Imaginaos si pudiera hablar con un feto en el útero y expli­carle su unidad con la madre. Cómo ese cordón de unión le da vida. Y decirle a continuación que esa situación estaba a punto de finalizar. Que iba a ser expulsado del útero para atravesar un pasaje muy estrecho y caer en un vacío lumi­noso. El cordón que lo unía al útero materno sería cortado;
desde entonces y para siempre, llevaría una vida propia. Si el feto pudiera responder, sin duda diría que iba a morir. Para el feto, nacer parecería una forma de morir. Estos problemas tan importantes son difíciles de dilucidar porque los vemos desde un solo lado. Nadie ha tenido esa ex­periencia. Los muertos permanecen alejados; jamás vuel­ven. Por eso, no podemos ver el otro lado del círculo abierto por la muerte. Wittgenstein lo resumió muy bien cuando dijo que «la muerte no es una experiencia de la propia vida». No puede serlo porque es el fin de la vida en y a tra­vés de la cual uno tuvo todas sus experiencias.
Me gusta pensar en la muerte como en un renacer. El alma es libre en un mundo donde no hay más separación, sombra ni lágrimas. Una amiga mía sufrió la muerte de su hijo de veintiséis años. Yo asistí al entierro. Sus demás hijos la rodeaban cuando el ataúd bajó a la fosa, y se alzó un coro desgarrador de lamentos. Ella los abrazó y les dijo: N bigi ag caoineadh, nil tada dho thios ansin ach amhin an clddach a bhi air. «No lloréis porque no queda nada de él aquí, sola­mente la envoltura que lo cubría en esta vida». Es una her­mosa idea, un reconocimiento de que el cuerpo era sólo una envoltura y el alma ha sido liberada para lo eterno.
La muerte transfigura nuestra separación
En Conamara, las tumbas están cerca del mar, donde el suelo es arenoso. Al cavar una tumba, se corta una sección de césped y se la aparta cuidadosamente, sin dañarla. Se co­loca el ataúd en la fosa. Se dicen las oraciones, se bendice la tumba y se la llena de tierra. Finalmente se coloca sobre ella la sección de césped, que se adapta perfectamente. Un ami­go mío dice que es una «cesárea al revés». Es como si el úte­ro de la Tierra, sin romperse, recibiera nuevamente al individuo que una vez tomó forma de arcilla para vivir sobre la superficie. Es una hermosa idea: un regreso a casa, donde a uno lo reciben íntegramente.
Es un hecho extraño y maravilloso estar aquí, caminar dentro de un cuerpo, tener un mundo en el interior y un mundo al alcance de los dedos. Es un privilegio enorme y es increíble que los humanos olviden el milagro de estar aquí. Dijo Rilke: «Estar aquí es mucho». Es desconcertante comprobar cómo la realidad social nos aturde e insensibi­liza hasta el punto de que el portento místico de nuestra vida pasa totalmente inadvertido. Estamos aquí. Somos salvaje, peligrosamente libres. El aspecto más desolado de estar aquí es nuestra separación en el mundo. Cuando vi­ves en un cuerpo, estás separado de todos los demás obje­tos y personas. Muchas veces, cuando tratamos de rezar, de amar, de crear, en realidad queremos transfigurar esa sepa­ración, construir puentes para que otros puedan llegar a no­sotros y nosotros a ellos. En el momento de la muerte se rompe esa separación física. El alma se libera del aloja­miento particular y exclusivo en este cuerpo. Entra en un universo libre y vaporoso de comunión espiritual.

¿Son distintos el espacio y el tiempo en el mundo eterno?

El espacio y el tiempo son los cimientos de la identidad y la percepción humanas. Jamás tenemos una percepción que no incluya esos elementos. El elemento espacio significa que siempre estamos en estado de separación. Yo estoy aquí.
Tú estás allá. La persona más entrañable para ti, tu ser ama­do, es un mundo distinto del tuyo. Es el aspecto patético del amor. Dos personas muy unidas quieren ser una, pero sus espacios no les permiten franquear esa distancia que los se­para. En el espacio, siempre estamos separados. El otro componente de la percepción y la identidad es el tiempo. Éste también nos separa. El tiempo es ante todo lineal, dis­continuo, fragmentado. Tus días pasados han desapareci­do; se han desvanecido. El futuro aún no ha llegado. Sólo te queda el pequeño peldaño del presente, que es un momento.
Al abandonar el cuerpo, el alma se libera del peso y el dominio del espacio y el tiempo. Es libre de ir donde quie­ra. Los muertos son nuestros vecinos más próximos. El Maestro Eckhart se preguntó: «¿Adonde va el alma de una persona cuando muere?». Y respondió: «A ninguna parte». ¿A qué otro lugar podría ir el alma? ¿En qué otro lugar está el mundo eterno? Sólo puede estar aquí. Lo hemos desfigu­rado al espacializarlo. Hemos expulsado lo eterno hacia una suerte de galaxia remota. Sin embargo, el mundo eter­no no parece ser un lugar, sino un estado del ser distinto. El alma de la persona no va a ningún lugar porque no hay un lugar donde ir. Esto sugiere que los muertos están con no­sotros, en el aire que atravesamos constantemente. La úni­ca diferencia entre nosotros y los muertos es que ellos ocupan una forma invisible. No puedes verlos con el ojo humano. Pero puedes intuir la presencia de tus seres amados que han muerto. El sentido sensible de tu alma los percibe. Sientes su presencia cercana.
Mi padre contaba una historia sobre cierto vecino, que era muy amigo del sacerdote de la localidad. En Irlanda hay toda una mitología sobre los poderes especiales de los sa­cerdotes y los druidas. El vecino y el sacerdote solían pasear juntos. Un día el vecino le preguntó: ¿Dónde están los muertos? El sacerdote respondió que no debía hacer esa clase de preguntas. Pero el hombre insistió hasta que el sacerdote dijo: Te lo mostraré, pero no se lo debes revelar a nadie. De más está decir que el hombre no cumplió su pa­labra. El sacerdote alzó su mano derecha; detrás de ella el hombre vio las almas de los muertos, abundantes como las gotas de rocío sobre la hierba. Con frecuencia nuestra sole­dad y aislamiento se deben a una falta de imaginación espi­ritual. Olvidamos que no existe el espacio vacío. Todo el espacio está colmado de presencia, en especial la de aque­llos que ocupan una forma eterna, invisible.
Para los muertos también cambia el mundo del tiem­po. Aquí estamos atrapados en el tiempo lineal. Hemos ol­vidado el pasado; se ha perdido. No conocemos el futuro. Para los muertos, el tiempo debe ser totalmente distinto porque viven en un círculo de eternidad. Al principio de este libro hablé del paisaje y cómo el de Irlanda resiste la linealidad. Dije que el intelecto celta siempre rechazaba la línea recta a la vez que amaba la forma del círculo. En éste, el comienzo y el fin son hermanos que permanecen guare­cidos en la unidad del año y de la Tierra que ofrece lo eter­no. Yo imagino que en el mundo eterno el tiempo se ha convertido en el círculo de la eternidad. Tal vez cuando una persona entra en ese mundo puede echar una mirada a lo que aquí llamamos tiempo pasado. Tal vez pueda ver el tiempo futuro. Para los muertos el tiempo presente es pre­sencia total. Esto sugiere que nuestros amigos muertos nos conocen mejor de lo que pudieron conocernos en vida. Saben todo sobre nosotros, incluso cosas que tal vez los decepcionen. Pero en su estado transfigurado, su com­prensión y caridad son proporcionales a todo lo que saben sobre nosotros.
Los muertos nos bendicen
Yo creo que nuestros amigos entre los muertos se ocupan de nosotros y nos cuidan. Muchas veces en el camino de la vida podría haber una gran piedra de desdichas a punto de caer sobre ti, pero tus amigos entre los muertos la sostie­nen hasta que pasas. Uno de los procesos estimulantes de la evolución y la conciencia humana en los próximos siglos podría ser una nueva relación con el mundo eterno invisi­ble. Podríamos buscar un vínculo muy creativo con nues­tros amigos en ese mundo. La verdad es que no tenemos por qué llorar a los muertos. ¿Por qué habríamos de hacer­lo? Están en un lugar donde no hay sombras, oscuridad, soledad, aislamiento ni dolor. Están en casa. Están con Dios, de donde vinieron. Han regresado al nido de su iden­tidad dentro del gran círculo de Dios. Él es el círculo más grande de todos, el que abarca el universo entero, que con­tiene lo visible y lo invisible, lo temporal y lo eterno, como un todo.
La tradición irlandesa tiene bellas historias sobre per­sonas que mueren y se encuentran con sus viejos amigos. Mairtin Cadhain escribió una hermosa novela, Crj na Cille, sobre la vida en un cementerio y lo que sucede entre las personas enterradas en él. En el mundo eterno, todo es uno. En el espacio espiritual no hay distancia. En el tiempo eterno no hay separación entre el hoy, el ayer o el maña­na. En el tiempo eterno, todo es hoy; el tiempo es pre­sencia. Creo que éste es el significado de la vida eterna: una vida donde todo lo que buscamos: bondad, unidad, be­lleza, verdad y amor, no están lejos de nosotros, sino presentes en toda su plenitud. R.S. Thomas escribió un hermoso poema sobre la concepción de la eternidad. Es deliberadamente minimalista en su forma, pero muy poderosa:

Creo que tal vez
estaré un poco más seguro
de estar un poco más cerca.
Eso es todo. La eternidad
es comprender
que ese poco es más que suficiente.

Kahlil Gibran explica que la unidad en la amistad que llamamos anam cara derrota incluso a la muerte:
«Nacisteis juntos y juntos estaréis por siempre. Estaréis juntos cuando las alas blancas de la muerte esparzan vues­tros días. Oh, sí, estaréis juntos incluso en el silencioso re­cuerdo de Dios».

Me gustaría terminar este capítulo con una bella ple­garia escrita en Persia en el siglo XIII.

Algunas noches quédate despierto
como suele hacer la Luna para el Sol.
Sé un cubo lleno, alzado
del fondo oscuro del pozo.
Algo abre nuestras alas, disipa el dolor.
Llenan la copa que tenemos delante,
sólo probamos lo sagrado.

Bendición para la muerte

Ruego que tengas la bendición del consuelo y la seguridad sobre tu propia muerte.
Que conozcas en tu alma que no debes temer.
Cuando llegue tu tiempo, que recibas todas las bendiciones y protección que necesites.
Que recibas una maravillosa acogida en la casa adonde vas.
No vas a un lugar extraño. Vuelves a la casa que nunca abando­naste.
Que sientas un maravilloso apremio de vivir plenamente tu vida.
Que vivas en comprensión y creatividad y transfigures todo lo negativo dentro de ti y a tu alrededor.
Cuando mueras, que sea después de una larga vida.
Que estés en paz y felicidad y en presencia de quienes verdadera­mente te aman.
Que tu partida sea protegida y tu bienvenida asegurada.



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