Marcos Aguinis
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Cuentos
E
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n el Archivo de las Naciones se descubrió un micro film polvoriento
que narra las curiosas aventuras de los tres hermanos Tudela. El documento
—afirman los peritos— contiene datos sorprendentes. Dice que hacia el final del
subciclo petrolero los Tudela se reencontraron en el grandioso faro de Kuwait,
construido sobre un múltiplo del legendario modelo que existió en Alejandría.
Llegaban de un prolongado viaje, coincidiendo en el punto convenido. Subieron
por vertiginosos ascensores hasta el salón emplazado en el vértice. Sobre las
columnas de pórfido centelleaban versículos del Corán. Las ventanas enormes,
con lentes telescópicas, permitían ver el agua azul del golfo Pérsico, las
heladas crestas del Cáucaso y las incandescentes arenas del desierto saudita.
Se abrazaron, se separaron para contemplarse, volvieron a abrazarse,
rieron de alegría, se atoraron superponiendo los detalles del retorno y,
convencidos de que eran ellos mismos, que estaban de regreso sanos y salvos, se
dispusieron a contarse lo fundamental.
Ricardo mostró una moneda; Omar, una cartulina, y Benjamín, un hueso.
Eran los testimonios. Estaban sentados sobre cojines de espuma en torno a una
mesita redonda y blanca como un charco de leche.
La moneda giró entre el índice y el pulgar de Ricardo. Sus estrías
gastadas contribuían a encenderle la memoria. Echó hacia atrás el mechón de
pelo lacio que se empeñaba en taparle un ojo.
—Atravesé una montaña parecida a la columna de un gigante acostado
—dijo con voz queda, reflexiva—. Sus vértebras se elevaban tan alto que la
parte superior se cubría de nieve y la inferior de helechos. Mi nave debió
extremar su potencia para sobrevolarla. Entre las apófisis corrían riachos que
arrastraban bloques de hielo. Siguiéndolos, llegué hasta angostas llanuras que
enseguida se hundían en el mar. Era como si la espalda de ese gigante, al
derrumbarse, se hubiera sumergido en forma parcial, pero abrupta, en el agua
del océano. Mucho tiempo después nacieron hombres de sus músculos y llegaron
otros que mataron a los primeros, afincándose en los meandros del inmenso
cadáver. En uno de esos períodos conflictivos sobresalió un guerrero de color
caoba llamado Gran Raíz. No atendió las engañosas advertencias de sus sentidos,
sino las órdenes de sus entrañas. Peleó con los ojos cerrados, las orejas
tapadas, la piel hecha cuero y obtuvo fulminantes victorias. Pero no consiguió
la victoria final. En una escaramuza lo apresaron, humillaron, pasearon como
trofeo. Y en lugar de vaciarle las órbitas o cortarle la lengua o perforarle
los oídos, que de todas maneras no utilizaba, sus enemigos prefirieron
atravesarle prolijamente sus vísceras con un largo estilete de madera, porque
de éstas nacía la rebelión. Las generaciones sucesivas cantaron la tragedia de
Gran Raíz, sin entender lo que él había entendido. Comían de la extraordinaria
fertilidad que rezumaba la materia en descomposición y bebían el agua que se
derramaba con alborozo de los picos vertebrales.
”Un día —prosiguió Ricardo— descubrieron que en el pulmón del gigante
se había formado una cantera. Con ahínco se empeñaron en extraer minerales
realizando excavaciones, tendiendo vías férreas, afirmando largos túneles.
Había tanta riqueza que podían construirse viviendas y caminos de cobre.
Bailaron en torno a los carros desbordantes de mineral. Hasta las bestias
trabajaron con alegría, sin percatarse de la solapada mutación. Sí, una
mutación que no percibían los sentidos, como en tiempos de Gran Raíz.
”Cosas de brujos, pensé. En efecto, los mosaicos se convirtieron en
cadenas y los ladrillos en rejas de cárcel. En vez de ciudades maravillosas,
nacieron barriadas sucias cuyas noches se poblaron de perros aulladores. Con
cada nueva generación aumentaron los inválidos y los locos. Encontré a un viejo
sin piernas ni brazos, apenas una cabeza cuyo pelo blanco estaba endurecido de
mugre; yacía pegado a un hueso del gigante: sobrevivía chupando el jugo de la
médula podrida. Se horrorizó al verme y emitió unos extraños sonidos. Le ofrecí
agua limpia. Al cabo de una semana me contó el resto de la historia.
”Siendo niño, este hombre había descubierto los secretos de Gran Raíz
y los difundió. Hirvieron los pulmones del gigante con la sublevación de
mineros parecidos a ratas y gusanos, decididos a terminar con el dominio de los
brujos. No querían más prisioneros ni demencia.
Ocluyeron sus sentidos, como al legendario aborigen de color caoba.
Pero los hechiceros multiplicaron sus ardides, mataron a los pocos sabios,
corrompieron a los confundidos jefes y difundieron historias que oscurecieron
las demás historias. Las canteras y barriadas y los picos y los valles fueron
barridos por vientos ásperos que hacían perder la razón. A este niño que
propaló los secretos de Gran Raíz le amputaron las extremidades y lo confinaron
en la caverna. Los brujos siguieron apropiándose del metal. Y cuando el pulmón
quedó vacío —Ricardo levantó los ojos— abandonaron a los habitantes de esa
enorme espalda exhausta.
”Los ríos continuaron arrastrando los borbotones que provenían de las
nieves, se terminaron los alimentos y el cielo adquirió el color de la ciruela
madura. Nuevos cadáveres se confundieron con el del inmenso gigante. Sólo queda
intacta la cordillera de su columna raquídea, locos que deambulan cantando
melodías tristes y algunas monedas de cobre en torno al viejo amputado que
chupa la médula.
Ricardo aplastó la pieza testimonial sobre la mesita. La moneda
parecía un ojo amarillo cubierto por una pátina de lágrimas secas.
Omar se atusó los bigotes.
—Yo llegué a un país liso —ilustró extendiendo la mano—. Liso como
esta mesa. A lo sumo descubrí ondas suaves cubiertas de vegetación. No había
gente. Ni un viejo ni un joven. Encontré un camino abandonado y empecé a andar,
confiando en que desembocaría en alguna parte. Un largo tramo se mantuvo recto,
dobló algo hacia la izquierda, después compensó hacia la derecha. Nada de
círculos. A veces creí que lo desandaba, que había regresado al mismo lugar,
porque el paisaje no cambiaba.
”Una noche, vencido por la fatiga y el hambre, advertí que latía un
resplandor en el horizonte. ¿Un meteorito? ¿Exploradores? Se había roto la
monotonía, de todas maneras. Reanimado por la novedad, concentré fuerzas y
proseguí la marcha. Era una ciudad iluminada por un millón de diamantes. Pero
desierta. Los faroles de las avenidas y los reflectores de los estadios
chorreaban sus luces amarillas y violetas sobre ventanas vacías. Una ciudad de
juguete. O de fantasmas. Recorrí sus calles silenciosas, las plazas invadidas
de yuyos. Ni un hombre, ni un perro. Sólo un tipo de habitante que de pronto vi
ocupando todos los sitios: gatos. Dicen que los gatos se apoderan de las
ciudades abandonadas. Gatos blancos, negros, grises, pequeños, grandes. Se
desplazaban con lentitud. Custodiaban, por millares, todos los archivos. Sus
bigotes eréctiles y un refunfuñar amenazante me exigieron conservar la
distancia. Aguardé la aurora. Sus ojos fosforescentes me seguían desde repisas
y escaleras, bancos de plaza, garitas, letreros. Llegó la mañana silenciosa. Me
dispuse a esperar que los venciera la modorra del sol. La luz de los faroles
continuó derramándose estérilmente durante el día. Los gatos se tranquilizaron
y yo me aventuré a caminar con prudencia, esquivando los vientres entregados a
una mansa respiración y sus cabezas adormiladas contra las losas calientes.
”Ingresé en el archivo y revisé con angustia los folios donde estaba
registrada la historia terrible de este extraño país.
”Originariamente allí habían vivido seres antropófagos que se
dedicaban a devorar navegantes. Más tarde los aborígenes fueron exterminados y
los conquistadores construyeron una sociedad feliz que gustaba presentarse a
las vecinas como ejemplo. Tan contento llegó a sentirse de su sabiduría y
estabilidad este país, que no atendió a los débiles violados por los perversos,
a los incendios que diezmaban haciendas, a los corruptos que asaltaban
ministerios. Durante años, un sector continuó exportando imágenes de armonía mientras
el otro eructaba miseria y frustración. Las tribulaciones inflaron la
pestilencia y un violento estallido abrió grietas irreparables. Los aeropuertos
se abarrotaron de fugitivos llenos de pústulas. Uno de ellos, antes de partir,
miró la querida ciudad iluminada y se acordó de un chiste reiterado y
lamentable. Lo escribió en una cartulina y la colgó en la sala de espera: Que el último
en irse apague la luz. Pero el último ya no lo pudo hacer: le habían quemado los ojos.
Omar abrió su maletín y extrajo la cartulina agrietada. Apenas se
descifraban las letras que parecían manos diminutas haciendo gestos. Cuando la
soltó, volvió a plegarse con un quejido reumático y se acercó a la mustia
moneda de cobre.
Ahora le tocaba el turno a Benjamín, el menor de los hermanos Tudela.
Introdujo la mano en su bolsillo y sacó un hueso. Lo depositó sobre la mesa
blanca.
—Llegué a un país de distintas formas y colores —frunció los
párpados—. Sus habitantes creían vivir un momento estelar, al extremo de
repetir la especie de que en todo el mundo se desenroscaban los telescopios
para observar su exultante ventura. Deliraban. En realidad, se había
desencadenado una epidemia. Una rara epidemia. Los primeros trastornos se
manifestaban como una sensación de entusiasmo; después brotaba un sentimiento
de poder; más tarde la necesidad de hablar a los gritos. Cuando los médicos se
percataron de la situación, ya no pudieron detener el proceso. En pocos meses
millones de personas gritaban sin freno ni fundamento. Gritaban durante el
trabajo, perjudicando el rendimiento, mientras comían, salpicando a los
vecinos, mientras bailaban y cuando leían o acariciaban e incluso cuando
dormían.
”La gritería produjo fiebre y la fiebre generaba eslóganes de todo
tipo. Al principio los eslóganes parecían enriquecer los discursos y elevar las
conversaciones, pero con el tiempo no se podía pronunciar un discurso sin
interferencia de eslóganes arbitrarios ni desarrollar un diálogo que no
desembocara en eslóganes ajenos al tema. De este modo, los desgraciados
enfermos que en un comienzo se enorgullecían de tener aforismos, sentencias y
apotegmas a flor de labios, ya no pudieron hablar sino apelando a frases
hechas, autónomas, delirantes. Estas frases solían carecer de ritmo y belleza,
de oportunidad; pero eran irrefrenables. Así, cuando un carpintero necesitaba
un martillo, le gritaba a su camarada golpeando con el puño: ¡Dame un martillo
/ hago un castillo!, ¡dame un martillo / hago un castillo! Cuando una madre
ofrecía la comida a sus hijos, machacaba con el mango del tenedor sobre la
mesa: ¡Ya viene el gato / comete el plato!, ¡ya viene el gato / comete el
plato! Cuando un muchacho declaraba su amor a orillas de un arroyo, aullaba al
oído de la joven: ¡Te adoro y te quiero / por ti y la patria muero! En la
enseñanza se eliminaron las explicaciones disponiéndose que los estudiantes
memorizaran aforismos. Las imprentas sustituyeron el abecedario por máquinas
provistas de eslóganes que permitían confeccionar titulares con mayor rapidez,
lo cual fue aprovechado por un ministro para explicar al país y al mundo esta
nueva victoria de la tecnología, aunque desde el exterior sólo se pudieron oír
unas manifestaciones de espanto que los traductores no pudieron descifrar.
”Los escritores que aún se empeñaban en redactar al margen de los
lugares comunes fueron condenados por cosmopolitas. El ministro de Ganadería
intentó enseñar las sagradas fórmulas a los pájaros, los caballos, las ovejas y
las vacas, porque eran fórmulas sabias, y si el Rey Sabio hablaba con los animales,
los animales no dejarían de aprenderlas para ser menos animales. Con lo cual la
epidemia se extendió hasta los confines de la biología. El ministro responsable
fue ejecutado porque de tanto repetir al anverso y al revés la sentencia del
Rey Sabio que habló con los animales para humanizarlos, terminó diciendo sin
oírse que las fórmulas eran necesarias a los humanos para convertirse en
animales.
”La confusión alcanzó el paroxismo. Cuando alguien pedía sopa en un
restaurante, ya ni siquiera empleaba una frase con la palabra sopa; bramaba,
por ejemplo: ¡Ni unos, ni otros / nosotros!, ¡ni unos, ni otros / nosotros! Y
el mozo anotaba el pedido en su libretita gritando: ¡Comida sí / comida sí! En
vez de sopa traía pescado y el comensal, disconforme, protestaba: ¡Por el color
del cielo y del papel / no me venda el del clavel! Y el mozo machacaba la
fórmula que al principio había usado el cliente, aunque pretendiera expresar
otra cosa: ¡Ni unos, ni otros / nosotros! Casi siempre las relaciones
terminaban a los golpes. El traumatismo acústico fue produciendo la
licuefacción del cerebro. Los gritos de niños y adultos, de viejos y animales,
a los que contribuían los mudos armados con bombos, fueron rasgando las vigas y
ablandando los cimientos. Se desmoronaron bóvedas con estrépito adicional,
cayeron rascacielos, se quebraron diques, se hundieron puentes.
”Los que resistían la epidemia fueron apaleados y asesinados. Como
muchos habitantes intentaron huir, los países vecinos tendieron cordones
sanitarios con murallas a prueba de ruidos. Quienes no intentaron fugar se
resignaron a un aturdimiento progresivo; ya no les importaba haber perdido la
capacidad de pensar ni hablar con mínima coherencia; siguieron repitiendo
eslóganes vacíos y formaron bandos rivales según la tendencia a repetir con más
frecuencia una frase que otra. La situación se agravó aun porque no se
percataban de que no sólo repetían eslóganes absurdos, sino que también los
olvidaban. El inmenso territorio se fue acallando a medida que se destrozaban sus
habitantes. Se agotaban las gargantas, se deshacían los cerebros, perecían los
habitantes. En pocos años murieron casi todos. Sus huesos se mezclaron con los
de las vacas. Aquí está el que traje de testimonio; ya no se sabe si perteneció
a un hombre. Poco interesa: fertiliza los campos, tan vacíos como al principio
de la creación.
Los hermanos Tudela revisaron los testimonios de sus inverosímiles
periplos: la moneda, el cartel, el hueso. Tocaron, examinaron, olieron, como
sin duda habían procedido los grandes exploradores de la humanidad. Las
crónicas que habrían de redactar desatarían polémicas, así como en tiempos
inmemoriales había ocurrido con Marco Polo. Sabían que, por otra parte, sus
viajes no quedarían en secreto: en días o en meses, ávidas de minerales
preciosos o de tierras feraces, zarparían carabelas aladas llenas de
aventureros y conquistadores. Se formarían legiones valerosas que
simultáneamente predicarían el progreso y aplicarían la crueldad. Con fuego y
bombas iniciarían la codiciosa ocupación del continente desocupado. Fundarían
ciudades donde hubo otras, sojuzgarían a los sobrevivientes desnudos de memoria
y los tratarían como salvajes. En fin, dirían que colonizaron un continente
nuevo para bien del género humano. Y no tendrá sentido refutarlos. Esto ha
ocurrido tantas veces y otras tantas volverá a ocurrir.
Mientras los hermanos agregaban detalles sobre los tres países que
formaban un inmenso cono cuyo vértice apuntaba hacia los hielos australes, se
produjo una trepidación del maravilloso faro. Ricardo, Omar y Benjamín cruzaron
sus miradas, aferraron los testimonios y tomaron conciencia del peligro. Habían
sido detectados por los sensibles receptores que disimulan los versículos del
Corán labrados en oro. Los mecanismos de seguridad lanzaron violentos
relámpagos, se oscurecieron las suntuosas salas del faro, desaparecieron las
columnas de pórfido, la mesa de nácar, los cojinetes de espuma. El restaurante
que coronaba el grandioso obelisco se convirtió en mazmorra. La metamorfosis
fue rapidísima: duró fracciones de segundo. La tecnología adoptada en este
ciclo de la energía ya no dejaba lugar para el asombro.
Los tres hermanos Tudela fueron despojados de sus mapas e
instrumentos, de sus permisos de viaje y de los testimonios simbólicos que
habían traído para reconstruir sus periplos. Quedaron encerrados y aislados
como delincuentes. Sabían demasiado. Y ligaban sus conocimientos con valores
tan antiguos y molestos como la ternura, la solidaridad, la coherencia.
Hasta que el tribunal decidiera su suerte fueron vigilados por un
batallón de gatos hambrientos y torturados con frases absurdas que gritaba un
coro de locos. Una semana más tarde se les comunicó el fallo: sentencia de
muerte por haber intentado sabotear la conquista en un continente vacío. Fueron
envenenados con sales de cobre.
Antes de morir oyeron susurrar a los verdugos que se estaban
confeccionando nuevos mapas firmados por un émulo de Américo Vespucio.
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e aceptó nomás que fue un milagro. Y más portentoso que el primero, el
que había originado la fundación de Cuesta Brava, siglo y medio atrás. En aquel
entonces habían venido las carretas ascendiendo por la loma, abrumadas de sol y
fatiga, cuando las ruedas torpes se hundieron en el guadal. Ni gritos ni picas
ni aligeramiento de carga pudieron contra el freno de la montaña de talco. La
caravana acampó junto a los churquis polvorientos turnándose incluso mujeres y
niños en las maniobras y maldiciones inútiles. Las ruedas se habían enterrado
hasta el eje. Descubrieron un río próximo, desarmaron las carretas para armar
chozas, cazaron, cultivaron, sepultaron a un viejo; sin darse cuenta iniciaron
la vida del pueblo. Y esto fue un milagro, como sostuvo el primer cura que se
radicó entre los cuestabravenses y reconstruyó la historia con testimonios de
baqueanos y beatas que habían escuchado frotes de ángeles hundiendo las ruedas.
Cuesta Brava se llenó de ranchos y de huertos; en la cima se construyó la
iglesia, primero con techo de paja y barro, luego de material.
El segundo milagro, el más notable, ocurrió hace poco, bajo el altar
de la Virgen. La aldea ya tenía generaciones de peones y patrones, un asilo
para indigentes e indigentes fuera del asilo, un dispensario sin medicamentos,
un médico borracho, curandero y curandera, juez de paz, comisario con una tropa
de veinte policías, hábiles domadores, almacén de ramos generales, estación de
ferrocarril, plaza cívica, campos llenos de hacienda flaca y hombres llenos de
chinches gordas, un cura párroco pequeño y nervioso como un colibrí.
Sostenía este cura de voz chillona, insoportable, que el pueblo había
nacido de un milagro y vivía en una maldición: la pared sur de la iglesia
amenazaba derrumbarse cuando el viento soplaba con bronca; al asilo llegaba la
comida que despreciaban los perros; en el dispensario no había más antiséptico
que agua hervida; en invierno faltaba leña y en verano sombra; escaseaban
harina, leche, pasto y maíz. En sus sermones desde el púlpito convocaba a la
castidad, la oración y el sacrificio. En sus sermones desde el llano convocaba
a la reivindicación de los pobres y a la generosidad de los ricos.
En un amplio y sólido caserón parecido a un castillo vivía Idelfonsa
de Gutiérrez García. Reinaba sobre una servidumbre de once personas entre
mucama, cochero, cocinera y peones para la atención de sus campos. La habían
sacado de un colegio de monjas para casarla con un viejo que a los pocos años
murió de un infarto en el lecho de la criada. Heredó su fortuna y —según los detractores—
su avaricia. Vestía de negro para ocultar su belleza (o incrementarla, según
los maldicientes), iba siempre a misa para congraciarse con Dios (o con el
cura), realizaba obras de caridad para bien de los pobres (o para bien de su
prestigio). Los habladores, movidos por envidia y morbosidad, degradaban cada
gesto, maculaban cada acto. La joven y digna dama fue centro de chismes y
calumnias: que cometía pecados en primavera, que flagelaba a su criada, que
extorsionaba a los comerciantes, que se burlaba del cura. Que era hipócrita,
cruel y lasciva. Pero nada pudo probarse, ya que repartía sus horas entre el
caserón y la iglesia; sus labios siguieron tristes, y sus mejillas, pálidas. La
ponzoña no ingresa en las almas limpias, afirmó con frecuencia el pequeño y
enérgico padre Ruiz después del tercer domingo de octubre, cuando se produjo el
gran milagro.
Ese día las familias concurrieron puntualmente a la iglesia. La mañana
olía a fiesta y a jazmines, alpargatas limpias, jabón de tocador y blusas
almidonadas. Dentro de la nave el incienso se metía en la nariz y borraba
pesadumbres. El esmirriado sacerdote evidenciaba cierto temblor en las manos.
Los fieles se dispusieron a escuchar la repetición de acusaciones contra el
pecado y grandílocuos llamados al arrepentimiento. Leyó un párrafo de la
Escritura despojado de amenazas. Se refería a las peripecias de los israelitas
en el desierto, acosados por hambre, sed, miedo, frío. El Señor, a través de su
siervo Moisés, les enseñó a no desesperar porque los cuidaba y quería. Y no
sólo hizo brotar agua de las rocas, sino que produjo la lluvia del maná.
—Nosotros también sufrimos las dificultades de una larga peregrinación
por el desierto —agregó con su voz más destemplada que de costumbre—: el asilo
será un cementerio; el dispensario, un basural; a esta misma casa de Dios se le
derrumbará la pared sur. Pero Él nos enseñó a través del Libro de los Libros a
tener fe. Nuestras penas hallarán alivio, seremos saciados por nuestra hambre,
consolados por la falta de techo y el acoso de las enfermedades —y alzando
ambos brazos, gritó—: ¡ha llovido maná sobre Cuesta Brava!
Los fieles se miraron consternados: ni asomo de nubes, ni lluvia de
agua ni de granizo ni de pan ni de nada; al pobre cura las angustias le han
aflojado un tornillo.
—Hoy, cuando todavía era noche —prosiguió—, el bueno de Félix empezó a
limpiar nuestro templo.
—¡Milagro! —explotó Félix retorciéndose las coyunturas, transpirando
por su calva y su mentón.
—Efectivamente, Félix descubrió bajo el altar de la Virgen una inmensa
fortuna.
—¡Milagro! —repitió Félix con furiosa convicción—, ¡milagro, milagro,
milagro! —La multitud respiraba inquieta.
—Cálmate, hijo. Es un milagro, sí, la Virgen transformó sus lágrimas
en joyas, las joyas del maná. Se trata de un cofre lleno de pesos fuertes y de
alhajas; sobra para reforzar la pared sur, alimentar el asilo, dotar el
dispensario, construir casas, comprar alimentos, extender la dicha hasta el
último cristiano que habita entre nosotros. ¡Cuesta Brava hizo contrición,
purgó sin duda sus pecados y el cielo oyó nuestras oraciones! Realizaremos un
oficio de acción de gracias, mantendremos nuestra pureza para que Dios y la
Santísima Virgen continúen diligentes con nosotros. Haremos un inventario de
necesidades y prioridades, usaremos con prudencia y justicia el regalo del
Altísimo.
En el atrio de la iglesia se produjo un alboroto descomunal cuando la
gente salió del pasmo. Al bueno de Félix lo apalearon a preguntas, que cómo
fue, dónde exactamente, a qué hora. El juez de paz y el comisario invadieron la
sacristía, para discutir con el cura —“esto no es un milagro, tenemos que
investigar”—, pero el cura no aceptó investigaciones profanas en su ámbito
sagrado. Las beatas pellizcaron las cuentas de sus rosarios, los hambrientos se
regodearon imaginándose tupidas comilonas y el cómico del pueblo anunció la
organización de la primera gran kermesse del milagro con banda y banderitas.
Dicen los malignos que la bella Idelfonsa partió como centella rumbo a
su casa, se encerró en el dormitorio y a los cinco minutos reapareció en la
calle gritando como loca ¡Me han robado! ¡Me han robado! ¿Qué le han robado,
doña? Pero ella no aclaraba qué le habían robado sino que Cuesta Brava estaba
llena de delincuentes y que el Señor lanzaría sus rayos y huracanes para quemar
a tantos pecadores. La pobre no podía ser escuchada con serenidad cuando hasta
los niños formaban ronda para festejar el milagro que la Virgen realizó para
los humildes como dijo el cura en el sermón. Y doña Idelfonsa, descontrolada, fue
sostenida por la criada y la cocinera que la reintrodujeron en su alcoba, de
donde salieron asaltadas por una diabólica alucinación: la cama estaba corrida
y dejaba expuesta una insólita cavidad en el piso.
Los incrédulos se apresuraron a recoger el dato para reducir el
portento divino a una pedestre crónica policial. Atribuyeron la propiedad del
cofre a la rica viuda, conjeturaron que era el producto de un sucio botín y
complicaron en la intriga al mejor ratero de Cuesta Brava: Martín Ruiseñor, el
rapaz Martín que solía alzarse con las aves, queso y vino del almacén de ramos
generales con la ligereza de una pluma. Martín habría robado el cofre
—pensaron— para después hundirse en la tierra, transformarse en arbusto,
follaje, vaca. Era tartamudo, sus greñas sucias flotaban como alas y corría más
rápido que un buscapiés. Vivía junto al río en una choza que parecía medio
sumergida en el pantano; de la puerta colgaba una arpillera y tras el horno de
pan existía una zanja donde se mezclaban cartones, latas y otros desperdicios.
Su madre ciega y un número impreciso de hermanos vegetaban en el basural desde
que el padre había estallado como una uva bajo las ruedas del tren, suscitando
la versión de que estaba tan ebrio que salpicó los alrededores con vino en
lugar de sangre. A Martín lo descubrieron dos veces en casa de doña Idelfonsa
con gallinas bajo el brazo y queso desbordando sus bolsillos. Bastó este
recuerdo para que los sembradores de cizaña llegaran a inferir que la mujer le
abría su lecho en las mórbidas noches de primavera porque, debido a su
tartamudez, Martín tardaría en contar el favor de la bella mujer —Cuesta Brava
no tenía mudos, a quienes hubiera preferido la viuda—. Otros afirmaron que
Martín espió a la pálida mujer trepado en la enredadera. Calculó sus
movimientos y horarios, pudiendo efectuar el robo sin inconvenientes. Pero no
fue a su choza: conjeturaron que deambuló inexplicablemente con el cofre lleno
de alhajas y pesos fuertes bajo su deshilachada camisa escondiéndose de la
servidumbre dormida, los vecinos lejanos, la policía amodorrada, su madre y
hermanos ambiciosos que armarían un escándalo delator. Frente a la iglesia lo
asaltó una idea: ocultar el tesoro bajo el altar de la Virgen hasta que pudiera
encontrar un escondite apropiado.
“Los incrédulos se vuelven crédulos ante cualquier historia sinuosa
que los exima de reconocer un hecho divino”, replicaba el cura. Insistió que el
pueblo había sido agraciado por un milagro de los que el cielo brinda de vez en
vez, y que las joyas eran lágrimas de la Virgen. Se lo veía más flaco, agresivo
y nervioso que antes y, para protegerse de los malignos, aseguró el cofre tras
una reja con cuatro candados.
El juez de paz insistió en llevar a cabo una investigación y el
comisario puso vigilancia en la puerta de la iglesia para que nadie lo asalte,
señor cura, aunque el diminuto cura, elevándose sobre la punta de sus pies,
dijo que usted es el único que puede asaltarme: ordene de inmediato que los
agentes desaparezcan. Pero el comisario se hizo el sordo, mientras en las casas
y los boliches y también en la escuela y en el asilo y hasta en el mismo
cementerio los tocados por Cristo discutieron eso del milagro; no podía ser
diferente, repetían: el padre Ruiz lo calificó así de entrada y él conoce de
estas cosas mejor que ninguno; a nadie se le pasaría por la cabeza esconder un
cofre lleno de joyas bajo el altar de la Virgen y nadie en Cuesta Brava podía
haber acumulado semejante tesoro.
No se dormía siquiera la siesta: con el milagro de las joyas se
produjo el milagro de la exaltación; hasta los enfermos cantaban y los rengos
bailaban y ya se carneaban animales a cuenta del dinero que distribuiría el
pequeño —gran— padre Ruiz. Se multiplicaron los fogones y toda Cuesta Brava
olía a sabroso asado, carbonada y tortas fritas como en los tiempos de gloria.
—Escúcheme, padre —insistió el juez de paz cuando lo pudo abordar a
solas— entre nosotros... ¡no me diga que usted cree en un milagro!
—Mientras no se pruebe otra cosa, es un milagro —replicó apretando los
dientes.
—Alguien puso las joyas bajo el altar.
—Usted lo dijo: bajo el altar. Ahí tiene el milagro. No entregó las
joyas a un joyero. Las donó a la Virgen. Si alguien abrió su corazón, saldó un
pecado o vaya uno a saber qué, donando sus joyas y pesos fuertes a la Virgen,
instrumentó un milagro. Porque las joyas de la Virgen son para la comunidad. Es
un milagro que se transforme la vieja codicia que logró reunir ese tesoro en la
flamante generosidad de donarlo secretamente. ¿Prefiere verlo así?
—¿Y si es el producto de un robo?
—¿Robo? ¿Existe alguna denuncia?
—No, pero es una posibilidad.
—Y bien, esperemos la denuncia. Mientras, el cofre seguirá bajo mi
custodia —afirmó el cura.
El comisario decidió tomar cartas en el asunto. Fue a entrevistar a
doña Idelfonsa, pero ella no lo pudo recibir porque estaba rezando. Volvió dos
horas más tarde y seguía rezando. Al día siguiente lo mismo; esta mujer es una
máquina de rezos; en vez de asentar una denuncia entre los vivos, si es cierto
lo que se dice, prefiere ensordecer al pobre Dios con sus oraciones; la viudez
la hizo más loca y beata. En la calle ya empieza la kermesse con banda y
banderitas, pero de todas maneras este entuerto yo lo voy a aclarar antes de
que me vengan de arriba con exigencias. El comisario recogió las calumnias en
boga y cercó la vivienda de Martín Ruiseñor con el total de su tropa; ¡aquí no
se mueve nadie o le parto la sandía de un balazo! Y entre quince lo sujetaron
de los pies y de las crenchas mientras los otros mantenían a raya a los
hermanos y a la madre sin ojos que seguía preguntando ¡pero de quiénes son
estos gritos y qué mierda quieren!, cálmese mama, y ella: ¡pero de quiénes son
y...!, hasta que cargaron a Martín sobre una yegua y lo llevaron al calabozo
donde el comisario en persona dirigió el interrogatorio sacándole de las tripas
los secretos, centenares de gallinas, kilos de queso variado y toneles de buen
vino pero sin poderle sacar lo otro, eso de que manoseabas a doña Idelfonsa en
primavera y le robaste el cofre que tenía bajo la cama para esconderlo después
bajo el altar de la Virgen. Lo dejaron tendido como una liebre muerta y cuando
se despertó siguieron machacando sobre lo mismo, haciéndole vomitar sus hurtos;
la comisaría se llenó de plumas, de alcohol y raterías interminables, pero sin
lograr que Martín Ruiseñor confesara el delito por cabeza dura, y así fue como
corrió la noticia por el pueblo de que acontecía un nuevo milagro: Martín
aguantaba una zurra impresionante de veinte mastodontes desenfrenados.
El diminuto y explosivo padre Ruiz entró en la comisaría como tromba
rodeado por una legión de ángeles y una multitud vocinglera; amonestó con
dureza al comisario; el comisario dijo pero señor cura lo tengo que hacer
confesar y el cura replicó levantando el índice son usted y sus subalternos
quienes deben confesarse ante Dios, carajo, vaya rapidito para la iglesia y no
se olvide de sacarse la gorra antes de entrar.
Vendó las heridas de Martín, le impartió su bendición y, delante de
policías desconcertados, le besó la frente. Después se metió en el
confesionario para recibir a los torturadores en fila india, sonsacarles los
pecados, los malos pensamientos y las malas intenciones y exigirles doscientos
padrenuestros y quinientas avemarías.
Doña Idelfonsa de Gutiérrez García mandó un recado al padre Ruiz
solicitándole que la visitara. Instaló sobre la mesa coñac de España, aceitunas
de La Rioja y manzanas de Río Negro.
La insólita entrevista se interpretó como un empeño de la viuda para
convencer al virtuoso sacerdote de que el milagro no era tal y que se trataba
de un simple robo en su perjuicio. Quienes creían en el milagro barruntaban
que, aunque no hubiese existido tal robo, la ambición habría llevado a
Idelfonsa hasta el límite de aprovechar habladurías para conseguir sin mayor
esfuerzo un cofre lleno de piedras preciosas y pesos fuertes, total, quién
demostraría que semejante fortuna no había sido de la única persona capaz de
tener fortuna en ese poblado miserable. El cura, firme en la creencia del
milagro, dijo que no entregaría el cofre hasta que ella no presentara pruebas y
una formal denuncia y que las investigaciones aclarasen el origen de cada joya
y cada peso. Las malas lenguas afirmaron que Idelfonsa suplicó e incluso bordeó
la estratagema de la seducción. Pero estas conjeturas tropezaron con la versión
del propio cura, confiada al bueno de Félix que a su vez la transmitió a su
abnegada mujer que la contó enseguida a su recatada vecina y ésta a la
siguiente, versión que describía el encuentro del cura y la ricachona como un
amable diálogo sobre temas piadosos, discretamente animado con manzanas,
aceitunas y soberbio coñac.
El domingo siguiente la multitud se apretujó en los bancos y pasillos
de la ruinosa iglesia. Los ojos se corrían desde el altar y el púlpito hasta la severa reja con cuatro candados.
El padre Ruiz dijo en el sermón que antes de fundarse esta localidad,
sus tierras y sus riquezas ocultas pertenecieron al Altísimo; es bien sabido
que todos los hombres somos sus criaturas y sólo un mal padre beneficiaría a
una en desmedro de otra. Como padre perfecto, Dios acoge con alegría los gestos
fraternales de los hombres, sus hijos. Cuando un hijo obtiene más fortuna y se
acuerda de sus hermanos, Dios redobla su fortuna; pero si, endurecido por la
codicia, olvida que los bienes no son exclusivamente suyos y los guarda con
miseria de espíritu, Dios se siente burlado. Hace una semana hablé del maná:
que ha llovido maná sobre nuestro pueblo, que ha ocurrido un milagro. No
sabemos de qué manera Dios lo hizo realidad. Puede que haya transformado las
lágrimas de la Virgen en joyas, puede que el arcángel Gabriel haya traído el
cofre de un país lejano, puede que lo haya recuperado de una diligencia
olvidada en un camino ya borrado que hace décadas asaltaron los indios, puede
que en vez de un arcángel Dios se haya valido de alguien de los aquí presentes,
que en sueño de beatitud cumplió sin darse cuenta la voluntad del cielo donando
a esta iglesia una fortuna que yacía ignorada en el fondo de su establo. Dios
quita y Dios da. Hemos padecido sequías y langostas, vientos y enfermedades,
faltaron la comida y el trabajo, la fe y la contrición. Pero hemos rezado y nos
hemos purificado. Que este milagro nos haga más buenos y más devotos, que nadie
se sienta olvidado por el cielo ni descuidado por la paternal vigilancia de
Dios.
Un mes más tarde el padre Ruiz repartió los pesos fuertes y envió a la
capital de la provincia una confiable delegación oficial para cambiar las
primeras joyas por dinero corriente. Ante la satisfacción de los parroquianos, empezó
la reparación de la pared sur de la iglesia. En un camión llegaron medicamentos
al dispensario; la cocina del asilo se pobló de carne y verduras; las huertas y
los campos disponían de semillas, azadas, rastrillos, arados y demás recursos.
Junto a la pared oeste de la iglesia se amontonó una montaña de leña para el
invierno y dentro de la sacristía otra montaña de ropa para los indigentes.
El padre Ruiz, cada vez más enjuto y excitado, informaba diariamente a
la Virgen sobre la marcha de las operaciones como si fuera el contador de un
almacén. Los incrédulos cerriles llegaron a insinuar —condenándose al infierno—
que al final de sus balances el cura rogaba perdón a la Virgen por haberse
decidido, con temeraria arrogancia y diabólica astucia, a poner fin con sus
propias manos a la crónica miseria de Cuesta Brava deslizando su cuerpo de
colibrí bajo la cama de doña Idelfonsa para extraer el tesoro oculto por una
baldosa móvil, y que era un tesoro improductivo y mal ganado, según escuchó en
lacrimógenas confesiones. Lo hizo con cálculos de tiempo y oportunidad, bien
disfrazado de ladrón de quesos y gallinas.
J
|
osecito recuerda los primeros, inverosímiles años. Su boca desdentada
repite las heroicas peripecias que ya parecen de otro mundo.
Había desembarcado en Buenos Aires con forúnculos en el corazón, como
todo inmigrante. Arrastraba a su familia; harapo de familia, guiñapo de mujer,
hijas atontadas. El Atlántico le hizo vomitar comidas y recuerdos, mezclar
males viejos con males nuevos, reconstruir el pozo donde lo habían aplastado
tacos de adolescentes divertidos. Llegó a Buenos Aires sin idioma y sin dinero.
Maldijo al mundo; también a su mujer encogida, a los consejeros ausentes.
Golpeó por nada a sus hijas, tres hijas de ocho, diez y once años, pequeñas y
hambrientas como la madre. Salió a buscar comida. La consiguió a veces, otras
sólo desprecio. Metió su cabeza llena de gigantescas verrugas (melón con
meloncitos adheridos) en cualquier rendija. Oyó que había trabajo en el campo,
en colonias de inmigrantes. Eso, muy bien, allí quería ir.
¿Cómo se llama usted? No entendía, que alguien traduzca, lo tradujo un
suizo. Necesito trabajar, cualquier trabajo, repitió. Lo acompañaron, sacó a su
mujer y a sus hijas del hueco que habían cavado con las uñas, como perras. Eran
bultos. En las colonias faltan brazos, sobra comida, aseguró entonces a sus
mujeres, mujeres ya como terrones de arcilla. El suizo los llevó a una fonda.
Después se durmieron: el sueño era lo único dulce, un bajel que se desliza por
un espejo.
Los despertó el bamboleo catastrófico de la carreta. Más tarde
subieron a un tren. Por la ventanilla corrieron los postes y se desgarró la
ciudad en casas sueltas; apareció un campo muy verde. El tren pitaba,
resoplaba, lanzaba el aire que acumulaba en sus bronquios llenos de hollín, y
sus cascos repicaban monótonamente bajo el largo vientre. El campo punteado por
cambiantes grupos de vacas modificó su color hacia la tarde y se hundió en la
oscuridad. Durante la noche los cascos siguieron galopando, adormilando. La
cabeza de Josecito retornó a las viejas pesadillas, los pinchazos, los
calambres, las quemaduras, los incendios de las hordas, la abrigadita frazada
que había tenido por unos meses cuando era niño.
—Desde que embarcamos no tuvimos más frazadas —se quejaría más
adelante—: el mar nos extravió en el tiempo, todos los días empezaron a ser
idénticos de crueles.
Cuando el sol despegó sus párpados el suizo ya había cortado anchas
rebanadas de pan. Las hijas mordieron con furia, como ratas. Tuvo que sacar de
su bolsa otro pan. Y otro. El campo se había emblanquecido, rebotaba la luz. De
los pastos emergían filosas agujas. Ya no existían árboles. Era un mar de cal
atravesado únicamente por el tren rugidor. Hacia el mediodía disminuyó el
galope, después frenó con empeño. El suizo dijo es aquí y empezó a descargar.
Saltaron. El estribo del tren se había elevado, todo el tren había aumentado de
volumen. Y resoplaba cansancio; lanzó una bocanada de chispas, resbaló sobre
los rieles. Se apartaron asustados, mientras el largo convoy reiniciaba su
marcha con torpeza, adquiría velocidad y viboreaba entre los pastos espinosos
achicándose a lo lejos. Lo último en desaparecer fue la cinta de humo y
Josecito sintió la profundidad del campo como un estrangulamiento. Los llevaron
en carreta hasta la colonia donde se sudaba esperanza y frustración.
Volvió a sentir la misma intensa soledad dos años después, casi por la
misma época: el campo estaba erecto de agujas y el sol ardía con fuego seco.
Josecito sujetaba las riendas pegajosas y el caballo envuelto en espuma
arrastraba el carro robado donde se encogían su mujer y la única hija que ahora
le quedaba. Huían de la colonia en la que habían volcado tantas ilusiones. La plancha
de tierra era infinita y el cielo transparente como un vidrio. Sospechaba que
nunca terminaría de atravesar el campo desértico. El carro renqueaba, sus
ruedas no eran redondas o el eje estaba partido; qué importaba; equivalía a un
bote rajado en medio del mar. En algún momento se irían a pique él, su mujer,
su hija, el caballo sediento; se hundirían durante horas en el abismo. Y
terminaría por fin su dolor. Quizás encontraría entonces a las otras dos hijas,
las menores, muertas hace poco por disentería, en la colonia, secas como hojas
de invierno.
Su trabajo en la famosa colonia que le había recomendado el suizo
entraba ya en el cascote de recuerdos. La mancera del arado había trepidado en
sus puños como un caballo bravío, los terrones húmedos brincaron del surco
recién abierto y le golpearon sus piernas como pájaros felices, es cierto. Pero
ya era pasado, un pasado demasiado breve. Su mujer volvió a tener harina para
amasar. Es decir, al comienzo se la prestaron los suizos. Todo era prestado: la
choza, la tierra, el arado, la harina, los cueros donde dormir, la semilla para
sembrar, las ramas y el estiércol para hacer fuego. Deberás pagarlos, con el
tiempo serán tuyos, le prometieron. Aprendió rápido, el hambre enseña rápido.
Después se instaló la disentería en dos de sus ratitas. Las atendió una
curandera, la que recomendaron en la colonia. Les hizo tragar sangre, corazones
calientes de vaca, enterró amuletos, mezcló verduras, espantó humaredas. Sus
hijas se fueron marchitando como pasas. Y todo terminó con más dolor que al
principio: Josecito debió cavar tumbas como las había cavado en su aldea
después de cada ataque de los bandoleros; esto lo sabía mejor que los suizos;
había enterrado a sus padres y a un hermano con las cabezas destrozadas por los
tacos divertidos. Ahora enterraba dos hijas y sólo le quedaba una, como
dijimos.
El verdor del campo que había gozado desde el tren y que luego hizo
germinar con sus manos duró un instante. La esperanza en la colonia duró un
instante. Después todo se transformó en algo tan misterioso como la cinta que
había dejado el tren cuando huyó en los pajonales.
—De esa imagen no me olvidaré nunca.
La nueva y siniestra cinta ondulaba contra el cielo duro y produjo el
silencio más atroz que recuerda mi cabeza, cuenta Josecito. Los insectos
callaron. Los pájaros se convirtieron en madera. La cinta no era esta vez de
vapor ni de humo, sino de bandoleros en legiones infinitas que bajaban de las
alturas para arrasar lo que se resistiera a su paso. Los suizos cambiaron de color
y su atónita mirada quedó adherida a las nuevas cintas que se iban agregando,
que se ensanchaban, flameaban, cubrían el firmamento de la colonia como una
inconmensurable sábana gris. ¿Tormenta? ¿Nubarrones de granizo? El sol se fue
convirtiendo en un queso rallado.
Josecito recuerda todo. Los animales hicieron crujir los corrales. Se
filtró un llanto y enseguida varios, muchos, en la enorme campana de
expectación. Arriba se incrementaba el ruido enigmático. De súbito los hombres
recuperaron el movimiento, se llevaron las manos a la cabeza, empezaron a
correr, a gritar, a dar órdenes. Alguien quiso sostener la cordura, pero estaba
loco: langostas —gritó—, son langostas, no se preocupen, bicho inocente. Lo
miraron. Brotaron sonrisas que eran muecas. También risas espantadas. Josecito
recuerda ahora y recordaba entonces, mientras sujetaba las riendas pegajosas
del espumoso caballo durante la huida infernal. El cielo se había convertido en
una ola que llenaba las alturas como agua sucia, espesa y revuelta, recordaba.
Giraba en remolinos concéntricos y rápidamente cambiantes. La ola se
fragmentaba en hélices amarillo-verdosas que cortaban el aire, zumbaban, se
dilataban. Josecito recuerda que el mundo daba vueltas, el océano de insectos
arriba, rugiendo, abriendo fauces y aplicando dentelladas. Las gotas grasientas
se acercaron enseguida a la tierra. Hurgaron los cabellos, las orejas, la
nariz. Tomaron posesión como una armada invasora. Los suizos cerraron las
ventanas con estrépito, guardaron gallinas y caballos, taparon los pozos. Las
planchas de langostas se prendieron a los cultivos y los masticaron. Josecito
aplastó los pies excitados contra los bichos voraces y los hacía estallar; pero
de su grasa nacían otros más voraces, que se enredaban en sus piernas, brazos y
cuello. Hombres y mujeres corrían por el campo en una maniática danza de asco y
furia: zapateaban, se contorsionaban, destruían vientres ahítos, se embarraban
de pulpa verde. Otros agitaban sábanas para ahuyentarlos, pero las sábanas se
llenaban de sierras que rápidamente trizaban el tejido. Un suizo vació latas de
querosén y salió al patio golpeándolas como tambor salvaje. Sin embargo, el
ruido no las espantaba: las atraía, y las sucesivas mangas se fueron pegando a
los árboles y a las puertas, multiplicándose siempre. Cada hoja, brote, tallo y
rama fue perforado, degollado, pulverizado. La langosta rasuraba matas,
arbustos, hortalizas, pastos, frutas. Y también agredía el techo de los
ranchos, la madera de los postes, incluso los alambrados y las cubiertas de
cinc. Las copas de los árboles se descarnaron y algunas ramas cayeron bajo el
sórdido peso. La horda bramó sin cesar durante la noche y el día siguiente.
Josecito cayó agotado, con restos de langosta en las encías. Los insectos ya
estaban apilados en los marcos de las ventanas, en los tazones y en la
despensa; daban saltitos eléctricos sobre las lámparas y bajo las camas. Y
perforaban la tierra: prolijos tubos donde hundían su vientre hinchado para
depositar cientos de huevos que en cuarenta días se transformarían en una plaga
renovada, más feroz, más hambrienta.
Los campos de la colonia eran ya la piel de un leproso. Josecito
desconoció la tierra que había roturado, sembrado, visto germinar durante dos
años. Ahora ya no había nada de cosecha, nada para pagar. Se decía que en otros
sitios. Que el país era enorme. Josecito vio un carro a la deriva con
campesinos dolientes. Buscaban otro campo u otro mundo. Como bote en el mar.
Eterno naufragio. Creyó que era una alucinación. Que no le pasaría a él, porque
lo ayudaban y protegían. Vio otro carro. Hizo la cuenta en su cerebro
contusionado de tragedia. Si, le contestaron, eran muchas familias las que
deambulaban por las pampas y el litoral, hambrientas y sin objetivo, en carros
tristes llenos de desvencijados muebles. Con caballos exánimes. No le pasará a
él, se repetía contemplando el panorama desolador, los huertos calvos, el gris
infinito, el sol seco; y movía las riendas húmedas con el sudor de su mano para
que la bestia no se detuviera porque a lo lejos estaba el horizonte y detrás se
escondían más oleadas de agujas o la ansiada muerte. Su mujer esmirriada y
vieja, su hija más flaca y silenciosa, hundidas entre los fardos que pudo robar
durante su partida nocturna a los que al principio lo ayudaron y después lo
quisieron explotar y finalmente decidieron echarlo como si hubiera sido el
culpable de la plaga.
Los campos tenían dueño, un dueño poderoso. Había recibido esas
planicies, de horizonte a horizonte, directamente de las manos de Dios. Y las
vendía en infinitas cuotas a los colonos. Los colonos tenían que cumplir con
los pagos y otras enredadas obligaciones que les hicieron firmar, que yo mismo
firmé al suizo que me había encontrado en Buenos Aires y traído a la colonia
porque era el representante de ese dueño, ¡maldito sea! La langosta fue la
última de las plagas que conocí yo, pero no la primera que conocieron quienes
me habían precedido en la explotación o la estafa. Algunos se sublevaron y el
representante los acalló con tres amenazas, pero cinco hombres decidieron
arriesgarse hasta la capital de la provincia, una ciudad grande y complicada,
donde efectuarían reclamaciones ante el gobierno. Locuras. No llegaron ni a la
capital, tampoco regresaron. El representante del dueño trajo a un comisario con
tropas blandiendo sables. Dirigió el allanamiento, invadió los ranchos de los
prófugos, incautó los cueros y la alfalfa que servían de lecho, las pocas ropas
que encontró, las ollas y los cuchillos, sacó a las mujeres tironeando sus
crenchas, pateó a los niños y a todos metió en carros, expulsándolos de la
colonia. También a mí, el más indeseable, el que habría estimulado la revuelta.
Navegué por dos mares, cuenta Josecito. El primero, de aguas saladas;
el segundo, de pastos polvorientos. En el primero me arrastró un vapor, en el
segundo un caballo. En ambos casos llegué a Buenos Aires, los dos mares me
trajeron aquí. ¿Por qué razón? Para dar paz a mi familia, si familia podía
llamarse a las costras que me acompañaban.
Mi mujer murió en el mar de pasto polvoriento; quedó rígida mirando el
sol. Le pellizqué las mejillas, levanté su mano inerte. Mi hija me ayudó, la
envolvimos en una bolsa. Vinieron buitres. Cavé el foso, quizás el vigésimo, no
sé. Era el fondo del mar de pasto. En Europa, años antes, los buitres habían
picoteado el cadáver de mi padre asesinado por los bandoleros alegres. Mi
hermano, cerca, sangraba, y por la oreja le salían grumos de cerebro. Los
sobrevivientes corrían para apagar incendios, socorrer heridos y enterrar
muertos. Pero no a mi padre caído lejos, cuando huía hacia los trigales. Una
sombrilla de buitres descendió para consumar la masacre. Se hundieron en su
piel, que destrozaron golosos; vaciaron los ojos y el vientre llevándose una
cinta interminable de intestinos. Corrí con la azada haciendo círculos,
golpeando a los pajarracos asquerosos, sintiendo la resistencia de sus cuerpos
engordados, las plumas que se adherían a mi boca, el ruido atroz de graznidos.
Tenía que acabar con ellos antes de que regresaran multiplicados, más hambrientos
aún. Era urgente meter bajo tierra, rapar la carne mordida, cubrir con la
tierra sagrada, impermeable. La coraza de los muertos. De mi padre allí, de mi
mujer acá.
Allí quedó, pues, mi guiñapo de esposa. Mi hija sobreviviente, trasto
de hija, miró la pala sucia de tierra: alguno la usará nuevamente como
sepulturero del otro, dije con convicción. La ayudé a trepar. Y pronto yo
enfermé sobre el carro. El sol, el polvo, la sed. Rayos de canícula, aire
quieto. La piel se derretía en ampollas. No aparecían árboles donde interrumpir
la igualdad insufrible del pasto abrasador. El horizonte era una línea de
fuego. A veces, en el resplandor, aparecía una choza sombreada por follaje. O
una manada de ovejas. O un grupo de jinetes que acudían a socorrernos. Después
la línea refulgente se limpiaba.
Mi hija gritó al ver un manchón negro. Ya lo había visto otras veces,
en las alucinaciones. Pero después de un día o dos aparecieron árboles. Y se
humedeció el aire. Los pájaros manifestaban algarabía. Un enramado. Sombras.
Flores. Llegábamos al río Paraná.
Josecito cuenta que era un río inmenso, con pajonales que invaden sus
costas y se mezclan con sauces de color verde claro. Vieron canoas
desplazándose entre pedazos de islas que las aguas cortaban y arrastraban. Le
gritaron a un tripulante de canoa cuya cabeza era un ovillo de pelos y que sólo
vestía un barroso chiripá. Con señas ofrecieron el carro, el caballo, la pala.
Tardaron mucho en hacerse comprender y el navegante tardó mucho en largar una
risotada que espantó a un grupo de garzas. Aseguró la canoa, se rascó
furiosamente la cabeza, examinó las patas y dentadura del caballo, las ruedas y
el eje del vehículo, la calidad de la pala, trepó al carro y se fue,
abandonándolos patitiesos.
Josecito y su hija se derrumbaron cerca de la canoa. Contemplaron los
extraños camalotes florecidos de sangre que se movían lentamente sobre la
fluorescencia del agua. Hacia la tarde (sólo les quedaban la canoa y el río
enmarañado de algas) se abrió el pajonal y la mole negra del marino emergió
empuñando un cuchillo y un conjunto exangüe de gallinetas. Las arrojó a los
pies de Josecito, prendió fuego y asó las aves. Picos, trompas y mandíbulas se
concentraron alrededor de la pequeña fogata: gruñían, silbaban, croaban,
mientras el río caudaloso rodaba sus olas. Comieron hasta pelar los huesos del
inesperado manjar. Al alba embarcaron y durante muchos días Josecito y su hija
vivieron borrachos de insólita magnificencia. Navegaron en paz: fue un
intervalo a sus penurias. Jesús se llamaba el hombre; hablaba poco, hacía todo.
En una bolsita guardaba el dinero que le produjo la venta del carro y el
caballo. Finalmente atracó en un puerto enorme y les indicó que subieran a una
embarcación de carga; impartió instrucciones a dos marineros mientras les
entregaba varios billetes. Como despedida, los miró un rato. Después hundió el
remo, vigorosamente, y se alejó río arriba hacía su guarida en los pajonales.
En Buenos Aires Josecito y su hija buscaron trabajo, cada uno por su
cuenta y riesgo. Otra vez el hambre. Josecito reconoció calles y casas de años
atrás, cuando su familia constaba de cinco personas. Durmieron en bancos de
plaza. Cada uno aportaba lo recogido en cajones de basura de verdulerías,
robados a la disparada. Extendían el maloliente botín y recuperaban algo de
vida. Se relataban las peripecias: me corrió un comerciante a lo largo de seis
cuadras hasta que chocó de nariz contra un poste desplomándose con estornudos
de sangre; y yo competí con un perro en un basural, y lo espanté a ladrillazos.
Todo era mugre. Y la risa brotaba de la mugre, una sola, universal y
pegajosa sustancia. Que ligaba incluso a Jesús, el del bote, lo mejor que
encontraron en el periplo.
Josecito, navegante de mares y un río, padeció otras desgracias. No
las vamos a contar aquí: serían demasiado oprimentes. Lo notable, casi como el
insólito fin de un cuento de hadas, es que este hombre tan castigado hizo
fortuna. Pero sigue contando las desgracias.
La mujer sería más
encantadora
si fuese posible caer en
sus brazos
sin caer en sus manos.
AMBROSE BIERCE
E
|
l auto se deslizaba con alegría por las calles iluminadas de esa noche
de abril. Genaro conducía con rejuvenecido placer. a su lado, resplandeciente, adorable,
sonreía Laura. La había conocido dos meses atrás en una recepción ofrecida por
la Cámara del Vidrio. Tuvo un vago estremecimiento al descubrirla, como si se
sintiera culpable. Lucía como una joya entre los escombros. Y aunque los
escombros se empeñaban en ocultarla, reaparecía gracias a su intensa radiación.
Genaro se le fue acercando con prudencia, aferrado a un vaso de whisky. Un
nervioso collar de admiradores la cercaba. Entre ellos varios conocidos de
Genaro, también avejentados por el cínico mundo de los negocios.
En realidad, Genaro no hubiera sabido qué decirle. Se le acercó con la
idea de quedarse lejos. Las mujeres hermosas, o las que podían ofrecerle
reciprocidad, le suprimían el habla. Hasta palidecía. Él, que en las asambleas
de accionistas podía arremeter sin miedos, que desbordaba imaginación en las
negociaciones laboriosas, que sabía contar un chiste oportuno a sus clientes e
inclusive ganarse la simpatía de esposas fieles y viejas, no era capaz de
hilvanar un cumplido para una mujer bella y disponible. Era una dicotomía de su
personalidad a la que se había resignado. Debía vivir sin aventuras, se
consolaba: resulta más higiénico para el seso y para el bolsillo. Además, podía
jactarse de su lealtad conyugal. Elsa era una excelente esposa, elegante y
comprensiva, que manejaba con solercia el hogar, educaba bien a sus dos hijas
de veinte y diecisiete años, organizaba placenteras veladas y atendía las
exigencias de su círculo de amigos. A Elsa se la había presentado una tía y el
casamiento fue casi un arreglo familiar, no tuvo que esforzarse con las
angustiosas fintas de una conquista. Pronto celebrarían las bodas de plata. Y
no tenía razones para serle infiel. Es claro que oyendo a sus amigos, a veces
le asaltaba una envidia transitoria por no haber probado jamás una aventura.
Pero ahora, con medio siglo de vida y una tonelada de dinero, para qué sufrir
el posible desplante de una mujer. Le bastaba con presenciar la lid amorosa
entablada por otros, más desvergonzados.
Así pensaba antes de que Laura irrumpiese en su vida.
En aquella recepción de la Cámara algunos empresarios con calvas tan
pronunciadas como la suya se habían esmerado en hacer reír a Laura con viejos
chistes. A Genaro le impresionaron sus ojos azules, caprichosamente azules
sobre su magnífica piel bronceada. Y el espeso cabello color arena, una cascada
ondulante y mórbida donde introduciría los dedos acariciadores. Circulaban
bandejas con canapés recubiertos de alhajas. Saboreó caviar, salmón,
espárragos, mientras en sus orejas batían trozos de frases y risitas, entre las
que resaltaban las cálidas de ella. Dos colegas empezaron a discutir a su lado
las diferencias en las cotizaciones y las recientes franquicias obtenidas para
la exportación, y Genaro se empeñó en atenderlos; no iba a perder la noche y la
cabeza como un chiquilín. Dijo por su parte que la rueda bursátil se mostraba
favorable, aunque le inquietaban los índices en el costo de la construcción que
podían incidir negativamente en los papeles, así que los ojos azules (¿qué
había dicho?), así que los vidrios azules (¿otra vez dijo azules?), y aprovechó
la llegada de un mozo para devolver la copa vacía y solicitarle otra; el whisky
era importado, muy bueno; sus amigos coincidían, no sobre el azul absurdo sino
sobre las acciones, los costos y los vidrios. Genaro tenía deseos de orinar; se
disculpó, caminó entre los grupos acalorados por la charla y atravesó la puerta
vaivén señalizada con un sombrero de copa cruzado por un bastón. La luminosa
limpieza le ardió en la nariz: mármoles pulidos, agua que corre presurosa,
moléculas de perfume danzando en el aire. Se miró en el espejo. El cuello de su
camisa conservaba una tersura de marfil y la corbata verde asomaba como un
caparazón de esmeralda. Se alisó el cabello raleante, puso un cigarrillo en sus
labios y regresó al salón suntuoso.
Otra vez lo asaltó la imagen de los escombros. Porque sola, entre
ellos, refulgía la joya. Que estaba turbadoramente cerca. Sus ángulos filosos
llegaban hasta su nariz, lo lastimaban. Los escombros se apartaron y la alhaja
se deslizó con blandura por los arabescos de la alfombra. Genaro sintió que su
cabeza iba vaciándose de sangre. La perspectiva de tener que decir algunas
palabras, alguna ocurrencia con un átomo de humor, le fue desarticulando la
voz. Los trozos de cielo ya parpadeaban junto a su cara. Miró los pliegues del
vestido, el brazalete que colgaba de su fina muñeca. Ni siquiera tenía un vaso
de whisky para sostenerse, ni la pared tras su espalda. Arturo Martínez,
secretario de la Cámara, hizo las presentaciones. Genaro rozó la mano que se le
tendía, balbuceando un mucho gusto señorita. Martínez, impresionado por el
rostro súbitamente enharinado o el temblor de la papada, dijo con picaresca
grandilocuencia que no era para tanto, nuestra querida Laura quedaría reconocida
si se le solucionase el inconveniente, no pretende formular una demanda,
incluso comprende que todo se debió a una involuntaria confusión. La confusión
era de Genaro, que recién conocía a Laura y no lograba entender el
inconveniente ni la demanda ni el involuntario perjuicio, aunque resaltaba con
toda evidencia que ella hizo reclamos infructuosos y aprovechó el ágape para
comentarlo con pudor al desaforado secretario de la Cámara, total para un
negocio como el de Genaro se trataba de una bagatela y con un poco de buena
voluntad le podrían hacer el favor. Genaro fue tranquilizándose —Laura no era
la mujer que lo invitaba a una aventura sino una clienta que solicitaba una
reparación—, y fue recuperando la sangre de la cabeza y rearmando las piezas de
su voz. Sí, haré todo lo posible, dijo; pregunte por mí y me encargaré de
satisfacerla, señorita.
Extrajo una tarjeta y se la obsequió. Laura la guardó en su cartera.
Mientras el auto se desplazaba con regocijo Genaro soltaba fugaces
miradas a su compañera, deliciosamente arrimada a su hombro. Después de aquella
recepción no se puso pálido ni mudo cuando ella apareció en el negocio. La hizo
pasar a su oficina, en uno de cuyos rincones trabajaba su secretaria
—inflexible marimacho que le vedaba incurrir en deslices pecaminosos—. Laura
era una clienta más cuya belleza no estaba en oferta. Veamos: cuál es su
problema, ya me dijeron que vino otras veces; es cierto que nosotros efectuamos
la instalación de vidrios de todo el edificio, no sólo de su departamento, me extraña
la torpeza de los operarios. Laura describió una instalación lamentable,
vidrios rajados y otros con vetas. Demasiado para una sola unidad, reconoció
Genaro, y hasta demasiado para ser creído. Ella rogaba que fueran a
verificarlo. Claro que sí, iré yo mismo, dijo antes de que se diera cuenta de
la enormidad; él ya no se movía de su oficina sino para operaciones en grande,
pero trató de justificarse: me lo ha pedido Martínez, nuestro secretario de la
Cámara, su recomendación me obliga... Muchas gracias, dijo Laura.
Muchas gracias por venir, repitió al abrirle la puerta de su
departamento. A Genaro lo sacudió el azul parpadeante; se le comenzó a secar la
boca, como cuando solicitaba los favores de su propia mujer. Mientras examinaba
las aberturas, iba martillándose: mi función es la de un empresario correcto,
soy un hombre casado, soy padre de dos hijas mayores. Los diablillos le
arrojaban brasas en las venas. ¿Cuál es la rajadura?, preguntó. Los dedos de
diosa acariciaron el vidrio y Genaro sintió las yemas desplazándose por su
nuca. Soy casado. ¿La rajadura apareció enseguida de efectuada la instalación?
Laura estaba tan cerca que percibía la blandura del deshabillé. Vine para
controlar un mal servicio y tendré que suspender a los operarios. ¡Cómo penetran
sus ojos! No se puede confiar en los operarios. Las aristas de la joya se
hunden en mi cuerpo. Soy padre de dos hijas mayores. Mi corazón reventará si no
frena sus latidos. ¿Cuál es el vidrio veteado? La siguió hasta la otra ventana,
su figura ondulaba como una melodía. Aquí, dijo girando en redondo y Genaro
casi dio con su busto. Tenía llagada la garganta y transpirada la frente,
estaban peligrosamente solos. Una vez, cuando adolescente, quedó solo en un
cuarto de hotel con una chiquilla de su edad y ella lo besó sin bajar los
párpados ni apartar la nariz, con miedo y apuro, y al día siguiente hicieron lo
mismo en la habitación segura, cómplice, con menos miedo ya, pero al tercer día
ella partió y jamás la pudo encontrar, y desde entonces sabe que a la mujer hay
que atraparla de golpe, pero nunca se animó, y también sabe que quedarse solo
con una mujer le produce una inquietud insoportable. Soy un hombre casado, debo
arrancarme estos impulsos de la cabeza, pero sus brazos cometen la locura y su
boca persigue la boca de ella, y la pobre tampoco baja los párpados, de
sorpresa, o de susto.
Genaro simulaba observar las vetas pero en realidad imaginaba
porquerías; menos mal que sus brazos fuertes aún respondían a su voluntad. En
aquel hotel no fue la chiquilla sino él quien tuvo la iniciativa, ¿por qué
torcía los recuerdos? A las mujeres les gusta que las besen; por algo las
novelas de amor muestran cabezas enlazadas. La sentía respirar; si no la beso
pensará que soy un boludo, y la aferró por la cintura y buscó sus labios igual
que un adolescente. Con torpeza y ceguera. Como en un suicidio.
La rozó apenas y la soltó. El cuerpo le tiritaba como si estuviera
desnudo. Ahora ella gritará, lo echará a empujones, desencadenará un escándalo,
provocará la ira de su secretaria y el pánico de su mujer. Y lo tendría bien
merecido. Por irrespetuoso. Por salvaje y cochino. Permaneció inmóvil como una
estatua a la idiotez. Y vio cómo la víctima bajaba la cabeza y caminaba
lentamente, abochornada, hacia el sofá. Hubiera querido regarla con un océano
de disculpas pero su garganta se había desarmado como un reloj inservible. Le
asaltaron ganas de correr. Había actuado como una bestia. Tenía necesidad de
esfumarse. Cincuenta años de seriedad enlodados en un rapto de vileza. Dio unos
pasos hesitantes, movió las manos, abrió los labios mudos, se inclinó, hubiera
caído de rodillas para implorarle que lo perdonara, que se olvidase, que nunca
más... cuando ella lo miró con esos pedazos de cielo profundo y dijo con
inopinada dulzura:
—Venga, siéntese, creo que necesita una copa.
—Es aquí —dijo Genaro avanzando el mentón hacia una pared de color
negro brillante, de la que se desprendía un toldo a rayas blancas y rojas. Una
visera circundada por un cordón dorado resplandeció en la ventanilla y abrió la
puerta del auto. Laura descendió como una emperatriz. Genaro trotó hacia ella y
la tomó del brazo. El restaurante reproducía un bistró parisiense, pequeño y
heréticamente elegante. El maître los saludó en el umbral de acceso y los
condujo hacia la mesa reservada. La discreta iluminación vibró en los
pendientes de Laura.
En Genaro se había producido un segundo nacimiento. Un milagro
interior. Del hombre formal y pusilánime brotó un hombre jocundo. Ansioso de
vivir en plenitud, capaz de hacer flexiones en plena calle Florida, cerrar el
negocio sin terminar de arreglar sus papeles, pagar sin controlar dos veces la
cuenta y sonreír ante un exabrupto de sus hijas. El amor de Laura lo zangoloteó
como un terremoto. Hundió escrúpulos e hizo emerger praderas. Le tostó el seso
y cambió la sangre. Al principio lo asombró no sentirse culpable. Y más lo
asombró advertir que de lo único que se sentía culpable era de haberse perdido
medio siglo como un imbécil. Lo asombró su capacidad de amar y ser amado, el
grueso carretel juvenil que aún le quedaba, descubrir la belleza del sol y de
la gente que circula y los ruidos de los trabajadores callejeros y el azul
tinta del asfalto y el verde lujurioso de las plantas que cuelgan de los
balcones y la tarde bulliciosa y los silencios perfumados. Lo asombró el mundo
que antes no miraba ni sentía. Y también lo asombró que no era tan embarazoso
disponer de una amante.
Le acarició las manos. Sus dedos se entrelazaban como anguilas
blancas, subiendo hasta las muñecas y resbalando hasta las yemas, en un flujo y
reflujo de apetito. Genaro untó una galletita con queso y se la acercó a la
boca. Sus labios la recibieron, golosos. Su muralla de dientes apresó la
lámina, la partió con sonido crocante. Y sus ojos de maravilla hicieron un
mohín de complacencia. Genaro comió la otra mitad. Le contó que tenía
proyectado un viaje a México, donde viven su hermana y su sobrina Noemí. Irían
todos, su esposa, las hijas. Pero cancelé la reserva, Laura, no aguantaré
dejarte sola tres semanas. Laura contrajo el ceño: no está bien que perjudiques
a tu familia. No la perjudico, iremos el año próximo, no hay
apuro. Y volvió a enredar sus dedos fuertes en los de ella, tan suaves y
excitantes.
En el florido departamento de Laura, donde los vidrios fueron
íntegramente reparados, terminó de contarle su historia. Tendidos cerca del
ventanal que recibía los destellos de la noche, mirando las
evoluciones del humo, Genaro evocó su dura infancia, sus comienzos en una
fábrica, la primera quiebra, los éxitos que vinieron después, el susto que le
produjo descubrir el comienzo de su calva, el respeto y la confianza que le tenían sus clientes y proveedores, sus proyectos de
ampliación, su vida sobria y reglada como la de un ermitaño. Amaba su oficio, eso sí. El vidrio es un objeto noble,
¿sabés?, es la transparencia que no debe faltar en la vida, para que uno pueda
estar acá y saber qué ocurre allá o, como leyó en un
artículo, es “la mirada al mundo”. Sin el vidrio nos sentiríamos encarcelados,
asfixiados. Y hasta ciegos. Vos, Laura, sos también un vidrio, el vidrio que me
permitió ver el universo y verme a mí. Por eso la quería tanto, repitió
besándole los ojos.
Compartió el resto de la noche con Elsa, su agrisada esposa. La
encontró profundamente dormida. Mejor. A la mañana dijo con un bostezo
indiferente, mientras hojeaba el diario, que las sesiones de la Cámara son un
plomo y llegarán a extenderse hasta la aurora. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Más problemas y problemas! Genaro también había aprendido a
mentirle.
Un giro violento, no obstante, se produjo el martes veintiocho de
abril. Genaro no lo olvidaría nunca. Revisaba el pedido de Mendoza cuando
bailoteó el teléfono. Su secretaria le pasó la línea: era su mujer.
—¿Elsa? ¿Qué ocurre, querida? —sacó un cigarrillo de la tabaquera.
—Sorpresa. Ha llegado.
—¿Quién?
—Noemí, tu sobrina de México.
—¿Noemí? Pero... —hundió el cigarrillo en el vaso de los lápices.
—Sí, como lo oís. Tocó el timbre y... bueno, ahí estaba, paradita en
la puerta con su equipaje.
—No lo puedo creer.
—Dice que hace un mes nos mandó una carta informándonos de su viaje.
Pero el correo... como siempre. En fin, Inés y Graciela están más contentas que
sorprendidas y ofrecieron dormir juntas para que Noemí se acomode en el cuarto
de Inés. Me han contagiado la excitación.
—Qué bueno. Así que avisó hace un mes... qué lástima: la debimos haber
esperado en el aeropuerto. Elsa: me parece estupendo que le den el cuarto de
Inés.
—¿Venís para el almuerzo?
—¡Por cierto! Ahora mismo cancelo una obligación. Adelantale un abrazo
a Noemí.
Vaya noticia. La había visto por última vez hacía diez años, cuando su
hermana enviudó y había tenido que viajar a México para brindarle ayuda y
consuelo. Fue solo, entonces no podía gastar en pasajes para toda la familia.
Noemí no había cumplido los quince. Era una mujercita vivaz y ocurrente. Lo
acompañó a recorrer el centro de la ciudad. En su última carta, recibida unos
tres meses atrás, decía que nos esperaban con impaciencia. Les avisé que
cancelábamos nuestros pasajes, que me agobiaban compromisos de trabajo, que
recién iríamos el año próximo. Seguramente tenían muchas ganas de vernos, para
que Noemí se largara enseguida, y sola. Hubiera podido venir con su madre. Ni
Elsa ni mis hijas la conocían. La impaciencia es mutua, realmente. Debo aceptar
que he procedido con egoísmo al suspender nuestro viaje. Bah, no tanto egoísmo
como preocupación por Laura; también es parte de mi vida, de mi
responsabilidad. Eso de abandonarla a poco de iniciar nuestra relación no es de
hombre. Tendría derecho a sentirse insultada o traicionada.
Genaro compró un ramo de flores en el puesto de la esquina. Para Elsa
o para Noemí. Abrió la puerta. Vio a Inés y Graciela, embobadas, escuchando a
la pariente de México. Pero la pariente no era Noemí sino... ¡Laura! A Genaro
se le cayeron el ramo y la mandíbula. Le volvió a temblar la papada; como en
los viejos y detestados tiempos volvió a desarticularse su voz. Retrocedió en
un instante a su antigua forma de hombre pacato e inhibido. Se le evaporó la
sangre. Se le paralizaron los músculos. Laura corrió a su encuentro, los ojos
azules brillantes, el delicioso pelo de arena flameando, los brazos ávidos,
como cuando lo recibía en su departamento. Genaro sufría una alucinación, no
lograba conciliar a su amante y a sus hijas en el mismo espacio. Seguía mudo y
blanco, resistiéndose a creer lo que veía. Laura lo abrazó exclamando con
ternura:
—¡Tío!
Su aspecto de cadáver fue atribuido a la emoción del encuentro. Laura
le susurró imperativamente: ¡disimula, no seas tonto!, ahora soy Noemí; después
te explico. No se atrevió a entregarle el ramo porque era parte de una
ceremonia erótica que funcionaba en el departamento primoroso. Elsa podría
darse cuenta. Lo entregó a Graciela. Colgó su saco en el hombro de Inés, que enseguida
advirtió la torpeza y lo llevó al perchero. Se puso la pantufla izquierda en el
pie derecho. Y se encerró en el baño. ¡Qué es esto, Dios mío! Se estiró la piel
de las mejillas para reconocerse, o para devolverse la sangre evaporada. Qué se
propone. Nunca hubiera imaginado algo semejante de ella. Es una broma, le gusta
divertirse. Pero, ¡qué irresponsable!
No pudo tragar los bocados. Masticaba y masticaba la pelota de carne
al horno con ciruelas que Elsa cocinó personalmente en agasajo a la sobrina. Lo
dominaba una sensación de inestabilidad: Laura frente a Elsa lo mareaba, le
oprimía el estómago, hasta le producía ganas de llorar. Su esposa, que lo
consideraba un modelo de marido, obligada a cocinar para una amante; sus hijas,
que aún le pedían permiso para salir de noche, cediéndole el cuarto. Peor que
un insulto. Se sentía el hombre más degenerado de la Tierra. El sudor frío no
cesaba de brotar de su cabeza. ¿Estás enfermo?, se preocupó su mujer. Quizá,
tuve un disgusto grande en el negocio... una estafa. ¿Una estafa?, exclamó
Laura como si no entendiera el significado. ¿No se dice “estafa”, en México?,
preguntó Inés. Discúlpenme, voy a recostarme un poco, dijo Genaro con la vista
obnubilada, apelando a sus últimas fuerzas. ¿Llamo al médico? No, con una
siestita me sentiré bien, hasta luego. ¡Hasta luego, tío!, exclamó Laura, y
Genaro sintió un latigazo en la garganta.
No pudo descansar. Miraba las desleídas e incomprensibles figuras del
cielo raso. Con una toalla se secaba el sudor. No entiendo, no entiendo. ¡Tan
bien que transcurría nuestra relación! Y terminará en catástrofe. Qué diré a
Elsa, qué diré a mis hijas, cómo podré mirarlas de frente. Esto es un castigo
de Dios.
Elsa ingresó en el dormitorio y Genaro se levantó. Podés quedarte más,
sólo pasó una hora, telefonearé al negocio que no te sentís bien. Estoy bien,
dijo dándole la espalda, y debo resolver personalmente el lío. ¿Qué lío? Un lío
comercial, una estafa. ¿Es grave? Elsa, por favor, no me apabulles.
Laura, al verlo salir, inició una charla afectuosa y lo acompañó hasta
la vereda. Genaro, con voz rugosa, vencida, le pidió explicaciones. ¿Qué no
entendés? —se asombró ella—, yo te amo, no puedo soportar tenerte lejos.
Pero... pero... ¡venir a casa! ¿Y dónde, entonces? Es que... Tontito: será más
fácil, así no tendrás que repartirte en varios lugares. Repar... repar...
—tartajeaba— Claro, aquí está tu familia y aquí está tu amor, todo bajo el
mismo techo. Pero... —otra vez empezó a sudar—. Comeremos juntos, te veré a la
mañana y a la noche, y los fines de semana no los pasaré en blanco, sola,
extrañándote. Laura, yo... ¡Estoy tan contenta! Laura... tenés que... Esta
noche podríamos ir al teatro para celebrar mi llegada. Laura... tenés que irte
inmediatamente. Laura empezó a borrar su sonrisa y sus ojazos azules se
oscurecieron. Laura... comprendeme. Laura no contestó. Laura... no te ofendas,
al contrario, es por nuestro bien. Los ojazos seguían oscureciéndose más aún.
Esto es una broma, ¿verdad...? Laura torció la cabeza y regresó al living. Genaro
se sintió una estaca abandonada. Crispó los dientes con tanta fuerza que se
aflojó un molar. Subió al auto escupiendo maldiciones contra sí mismo.
Ese veintiocho de abril de mierda resultó improductivo. Desatendió las
urgencias, su secretaria tenía que repetirle cuatro veces las mismas frases.
Actuó como un idiota con Laura, la pobre lo quería tierna, puerilmente, lo
acababa de manifestar con un acto temerario. Y él, boludo insigne, la terminó
echando de su casa. ¿Qué sería de su reciente alegría de vivir? ¿Qué sería de
su flamante humor? No tuvo el coraje de afrontar una situación nueva.
Privilegiadamente insólita; de película. Dentro de una semana a más tardar
Laura hubiera simulado “el regreso” y todo terminaría de maravillas. ¿Dónde
estaba lo tremendo? Después, recordando la anécdota, se divertirían como locos.
Ahora estaba ofendida, sin duda. Y las mujeres ofendidas son capaces de
represalias increíbles: le contará a Elsa lo nuestro, me hará quedar como un
delincuente. Se torció el dedo meñique hasta quebrarlo casi, en merecida
represalia a su imperdonable imbecilidad. Abrió un cajón, destapó la botellita
y tragó un puñado de tranquilizantes. Su secretaria le trajo té.
—¡No necesito médico! —gritó en sus narices cuando ella le formuló la
propuesta—. ¡Hoy todo el mundo me quiere encajar un médico!
La tarde se escurría con lentitud. Abría y cerraba carpetas sin
recordar lo que leía. Reprendió a un cadete injustamente y al rato se disculpó.
Canceló dos entrevistas, que se vayan al diablo. Por fin la hora de cerrar.
Siguió repasando planillas sin ver lo que estaba escrito. Subió al auto
llevándose un portafolio cargado de facturas para revisar en su casa, trabajo
que no hacía desde un lustro atrás, pero que esta noche —que sería la peor de
su vida— le ayudaría como parapeto contra las miradas de odio.
Equivocó el camino y demoró más de la cuenta en llegar. Seguía
repitiéndose: ¡pobre infeliz!, te pasa por meterte donde no te da el cuero; sos
un ave de corral, Genaro, no un gallito de riña.
En el living iluminado estaban las mujeres. ¿Disponían su ejecución?
Elsa llorará a los gritos, lo azotará con reproches, sus hijas lo mirarán
calladas, como se mira a un monstruo. Estaban todas: Elsa, Inés, Graciela y...
Laura (quiero decir “Noemí”). Se levantaron. Reían. Imperaba la cordialidad, el
afecto. ¿Reían de él? Se sentía ridículo. ¿Cómo estás, Genaro? —Elsa lo recibió
con un beso—. ¿Cómo estás, tío? —se interesó Laura. La conjunción de ambas
mujeres le producía vértigo, pero la bonhomía reinante le aquietó el corazón.
Mejor, estoy mejor (Laura es estupenda: no tomó
represalias, no me denunció, me ama de verdad). Sonrió por primera vez en ese
turbulento veintiocho de abril. Y tuvo deseos de brincar, pero se contuvo.
Tres días después, cuando regresaba del negocio —sin facturas como
parapeto, sin temores como verdugo— Laura lo recibió opulenta de felicidad.
—No hay nadie, querido.
—Cómo no hay nadie.
—Quiero decir que estamos solos.
—¿Completamente?
—¡Sí! —se estrechó contra su cuerpo—. Tu mujer y tus hijas fueron a un
desfile de modelos. Les expliqué que no me sentía bien y las convencí de que
prefería quedarme a escuchar música. ¡Para que nos dejaran tranquilos!
—¡Laura! ¡Amorcito!
—¡Aprovechemos este par de horas!
A Genaro se le encendió la cabeza como una lámpara colorada. Un
frenesí de juventud se le agolpó en los labios ansiosos. Rodaron por la
alfombra como liebres en celo. Y cargaron llamas en el camino a la habitación
de Laura. Las praderas grávidas que le habían brotado en el pecho después de
conocerla se ahogaban de calor. El mareante abismo con humedad de rosa lo
deshacía en moléculas electrizadas. Y el sismo primordial sacudió violentamente
al universo poblado con los ojos azules y suspirantes de Laura. Genaro alcanzó
el más alto risco de la dicha. Con la lengua seca y jadeante pronunció frases
inéditas de amor y gratitud. Después, mirando el laberinto que dibujaba la
cinta de humo, alabó esta aventura genial inventada por el amor y la picardía
de Laura.
¿Y cómo pensaste teatralizar “el regreso”? ¿Qué regreso? Genaro
repitió la pregunta, pero ella no lo entendía. Quiero decir, cómo hará “mi
sobrina Noemí” para “volver a México” sin despertar sospechas. ¿Y que me vaya
de aquí? Genaro presintió dificultades y trató de conservar la calma, como si
se tratase de una asamblea de accionistas. Eh... “mi sobrina” vino de visita,
toda visita tiene un comienzo y... ¡Un fin!, gritó ella. No te ofendas, por
favor. ¡No me hables como si fuese una tarada! Pero yo... Que mi sobrina, que
patatín, que patatán, que tiene comienzo, que tiene fin, ¡no pienso en el fin!
¡Me siento muy cómoda en tu casa! Laurita... Lo que ocurre, es que no me
querés, sólo te intereso para la cama. Laura, yo te adoro. Laura empezó a
llorar. Genaro la abrazó, le acarició el mórbido cabello color arena, la besó
en las mejillas rosadas, en los hermosos ojos desbordantes de lluvia. Es que yo
imaginaba —farfulló con miedo— algo así como una semanita. Ella siguió
llorando. Una semanita y “te volvés a México”. ¿No... no me querés ver más? Sí,
claro que sí, pero en casa es muy riesgoso. Lo único riesgoso —dijo sonándose
en un pañuelito perfumado— es que no te acostumbrás a llamarme Noemí. Esta
peripecia, si corta, terminará bien, y si larga, mal; es seguro, querida. ¿No
te gustó amarme en este cuarto? Claro que me gustó. Entonces sos un
desagradecido. Pero querida. Y no merecés mi amor. Pero... Soy yo la que me arriesgo, yo vine a tu casa.
Laura... Me metí en la trampa por vos, por quererte demasiado, para tenerte
cerca y no sufrir días en blanco. Genaro intentaba sosegarla aunque era él
quien necesitaba sosiego: Laura había ingresado en su hogar con el propósito de
instalarse por mucho tiempo, quizás un mes, un año, o toda la vida. Esto no
encajaba en la realidad, esto sólo ocurría en las novelas. ¿Cómo manejar su
bigamia en una sola vivienda? Lo asaltaban náuseas y, con grandes esfuerzos, la
rodeó melindrosamente y usó el tono más persuasivo: tu amor me ha regalado la
vida, Laura, la vida que no conocí antes, por tu amor soy capaz de hacer
barbaridades; y te agradezco esta locura; me siento ¿cómo diré?... me siento
protagonizando una película; sé que me querés mucho, que mi felicidad agranda
tu felicidad, y así ocurre conmigo también; pero nuestra felicidad corre
peligro, Laura querida, corre peligro de cortarse; yo no quisiera que mis
hijas... porque es natural que... —se interrumpió cuando la mirada azul
adquirió un resplandor maligno.
—No quisieras ¡qué!
Los labios de Genaro se movieron en silencio, tanteando lejanos
sonidos.
—¿Tenés vergüenza de mí?
—No, Laura...
—O tenés vergüenza de amar.
—Yo te adoro, Laura.
—“¡Te adoro, te quiero, te quiero y te adoro!”, es lo único que sabés
decir, y lo decís de la boca para afuera, para voltearme sobre la cama.
—Laurita...
—Del verdadero amor no se tiene vergüenza nunca. Se tiene vergüenza
del amor falso; y el tuyo es falso, falso, falso.
Genaro temblaba.
—No me mires con cara de víctima. Vistámonos que ya están por llegar,
señor “falso amante”.
—Fue un desfile regio —comentó Inés.
—Yo quiero que me compres esa túnica platinada, mamá —dijo Graciela.
—El clima de Buenos Aires no te sienta —Elsa se dirigió a Laura con
preocupación—, tenés los ojos hinchados.
De llorar, pensó Genaro. Pero Laura no volvió a llorar. Tampoco le
volvió a preparar encuentros a solas. Al cabo de una semana, la “sobrina Noemí”
estaba armónicamente integrada a la familia; y a su “tío” le concedía frugales
dosis de amor únicamente con la mirada azul. Genaro se demacró, dormía mal,
comía sin apetito.
Cuando fueron al teatro, en el hall la abordó con nerviosismo: Laura,
estamos peor que cuando vivías en tu departamento, ya ni te puedo besar. ¿Quién
te lo impide? Por favor, Laura, no contestes con ironías. Yo no me he
resistido, ocurre que nunca tomás la iniciativa. En casa... ¡En casa, en casa!
¡dónde si no! soy tuya, Genaro, ahora y en cualquier momento. Pero... Para eso
me instalé en tu hogar; ¿qué culpa tengo si te la pasás desperdiciando
oportunidades? Laura reingresó al salón y Genaro se apretó los puños hasta que
las uñas le lastimaron la piel.
Unos días después, durante la cena, Laura anunció su propósito de
inscribirse en la Universidad de Buenos Aires para cursar Filosofía y Letras,
siempre y cuando —hizo un mohín seductor— no tuvieran inconvenientes en dejarla
vivir con ellos. ¡Ningún inconveniente!, exclamó Elsa encantada. Genaro corrió
al baño y vomitó. Esa noche la pasó despierto, rumiando su impotencia. La piel
se le acartonaba, como cuando tenía fiebre. Pergeñó soluciones absurdas: irse a
Groenlandia, incendiar el negocio, beber ácido nítrico, confesar la verdad. En
la oscuridad se asomaban colmillos rientes, siseaban tentáculos. La idea de la
muerte fue ganando espacio. Morir es descansar, es inmunizarse contra nuevos
dolores. La incipiente claridad del alba traía beatitud. Las planicies de la
muerte son silenciosas, están libres de angustia. Nada puede quebrar su
indiferencia, la indiferencia que a él le faltaba. Sólo la muerte acabaría con
el hormiguero que le devoraba las vísceras.
Ofreció a su “sobrina Noemí” presentarla a un profesor de la Facultad,
hermano de un cliente suyo. Te dará una información honesta y profunda. Laura
estuvo encantada con la idea y vistió un trajecito púrpura y una boina de
terciopelo. Demasiado hermosa para convertirse en cadáver, pensó Genaro con
amargura. Condujo hacia las afueras de Buenos Aires, decidido a lograr el fin.
Cuando cruzaron la avenida General Paz ella preguntó hacia dónde
vamos. Genaro no contestó, su cara se había desprovisto de sangre otra vez. En
el Acceso Norte ganó mucha velocidad. Por qué tanto apuro —se inquietó Laura.
Al cabo de unos minutos agregó—: Bueno, querido, basta de teatro, ya sé que no
veremos a ningún profesor, por lo menos adelantame el nombre del hotel
alojamiento. No vamos a ningún hotel. ¿Adónde, entonces? Genaro apretó el acelerador
con rabia. Esquivaron un camión y dos motocicletas. El paisaje corría veloz a
los costados, en fragmentos cada vez más livianos y mareantes. Se fue
adelantando a un auto, y a otro, y a otro, sin saciarse, tambaleándose en el
zigzagueo suicida. Llegará al puente, torcerá un poco el volante y se
convertirá en un planeador. El trayecto será entonces breve, limitado. Una
compensación del tiempo infinito que Laura pensaba quedarse en su hogar hasta
reventarlo. La amaba a la maldita. Y no era capaz de echarla a la calle, no era
capaz de sostener la mirada de sus soberbios ojos azules, no era capaz de
aguantarse la estocada de sus reproches. Ayer aún esperaba que se fuera de
forma espontánea. Pero no: proyectaba inscribirse en la Universidad para
quedarse cinco años. O más. Hasta matarme. Se propone matarme. Sí, su amor es
de pulpo, de araña, asesina al macho por amor. Y ya que de la muerte se trata,
moriremos juntos. Entraremos en sus abismos de paz con un “accidente”. Elsa y
mis hijas no conocerán la verdad humillante.
El puente, por fin. Laura se prendió a su brazo, le acarició el pecho,
la nuca. Los dedos de Genaro transpiraban como canillas, la papada temblaba
como en su prehistoria. Calmate, querido. Genaro comprimió los dientes y las
rodillas. El auto trepó la cuesta como un bólido. La baranda no parecía muy
resistente. Era el momento. El acelerador permanecía aplastado. La velocidad
producía un vértigo cruel, deliciosamente cruel. Sólo mover el volante. Apenas
un giro. Sus músculos estaban duros. El volante trepidaba. Laura reptaba sus
dedos de armiño. Pasó el puente. A Genaro se le nublaba la vista. Poco a poco
fue sacando el pie del acelerador. Frenó junto a la banquina.
Le faltaba aire.
—Me rindo, Laura.
—¡La pucha que sos melodramático!
—No puedo más... Matame de una vez.
—¡Qué estás diciendo!
—Matame, Laura, acabá conmigo.
—¿Y dejar viuda a Elsa? ¿Y huérfanas a tus hijas? No, gracias.
—Estoy vencido. Perdido.
—Querías desbarrancarte... ¡Qué cabeza! Todo tiene solución, menos la
muerte, ¡zapallazo!
—Dame la solución.
—Solución de qué. Yo no tengo problemas.
—Laura... No sé cómo expresarme... Estoy dispuesto a cualquier
sacrificio, pero las cosas así no marchan, tenés que regresar a tu
departamento.
—No me gusta mi departamento, es muy chico.
—Se podría intentar una permuta.
—¿Sí? ¿Y quién paga la diferencia?
—Yo te ayudaré.
—Sueño con uno luminoso, frente a un parque, con un living grande, con
cochera.
—Pero si no tenés auto.
—¿No merezco tenerlo?
—Está bien, Laura, está bien, creo que algo se logrará —la voz de
Genaro iba recobrando vida, como un agónico en el desierto que bebe agua, como
un ciego que empieza a visualizar una luz—. Está bien, Laura, hablando se
entiende la gente —puso en marcha el motor e inició el regreso a la ciudad.
Discurría con precaución, para que ella no se retrajera; y con habilidad, para
que la pauta de solución no se frustrara. Prometió ocuparse del nuevo
departamento, pagar la diferencia, después aceptó pagarlo íntegramente porque
Laura deseaba conservar el actual —pequeño y primoroso— como recuerdo del sitio
donde empezaron su romance. Está bien, Laura, como prefieras. Y prometió
comprarle también un autito y pagarle la cochera. Y también le pagará la
decoración y el amueblamiento. Y un viaje por el Lejano Oriente hasta que el
nuevo departamento estuviera listo. Está bien, Laura, lo que digas.
“La sobrina Noemí” armó una magnífica historia sobre la entrevista con
el profesor, quien la disuadió de inscribirse en Buenos Aires, ya que la
Universidad de México contaba con un excelente cuerpo de especialistas. Así
que, con gran pena, había resuelto volver. La consternación fue manejada por la
histriónica Laura con envidiable soltura. Y ternura. Graciela e Inés la
ayudaron a empacar, insistiendo en que se quedara otra semana. Elsa fue a
comprarle artículos de cuero como souvenir. Laura y Genaro respetaron el
compromiso mutuo: ella estuvo lista para partir y él firmó la compra del
departamento, el auto, contrató la decoración y le entregó un pasaje al Lejano
Oriente con escala en México.
Sentado en su oficina, bien afeitado y bañado, profundamente renovado,
examinaba sus cuentas bancarias. El término del idilio le costó un agujero
impresionante. Ahora ¡a ingeniárselas para rellenarlo! Nunca hizo una erogación
súbita de tamaña magnitud. Sin poder aconsejarse con nadie. Pero no estaba
abatido: en este caso un mal negocio era el mejor negocio. Salvó su vida y su
hogar. Conoció en poco tiempo el paraíso y el infierno. Pudo salir del embrollo
con honor. Y hasta le quedaba la perspectiva de que cuando ella regresara,
siguiera siendo su amante: hasta el último momento le había jurado su amor. Y
le había asegurado que no repetiría esta locura para tenerlo cerca. Esa noche
su casa volvería a ser la casa de siempre, sin amantes perturbadoras; las amantes
son para la calle. Hace una semana no hubiera imaginado que en tan breve lapso
recuperaría la paz. La paz, Dios mío. Bueno, y ahora ¡basta de divagaciones! ¡A
trabajar duro para recuperar las pérdidas!
Su odiosa secretaria le pasó la línea telefónica: era su mujer.
—¿Elsa? ¿Cómo estás?
—Acaba de llegar tu sobrina de México.
—¡Qué! ¡Cómo! —miró el calendario, Laura ya debía estar nadando en una
playa del Pacífico.
—Tu “verdadera” sobrina —la voz rezumaba indignación.
—¿Cómo?
—¡Farsante!
Genaro recordó el puente, la velocidad, el mareo cruel. Su mirada se
licuó en el abismo.
E
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sta curiosa historia me fue contada por el mismo Jacinto, con quien no
me veía desde los trajinados tiempos de la conscripción. Aplastando el pucho
amarillento en la taza de café, me empezó a relatar su casamiento con Dora, la
rubia hija del almacenero a quien habíamos cortejado antes sin éxito; el único
éxito algo vil era que uno de nosotros le robaba cigarrillos y tabletas de
chocolate mientras el otro la distraía. La reencontró seis años más tarde en la
cola de un cine; se le habían agrandado los ojos y todo su cuerpo tenía una
seductora elegancia. Consiguió que aceptara sus invitaciones. Y al cabo de un
mes ya transitaron la madeja de un idilio en el que abundaron paseos ardientes,
oposiciones familiares, trabas económicas y un acuerdo secreto. La llevó al
altar (como diría la radionovela), pero su viaje de bodas se redujo a una
modesta excursión por el Delta.
Dora insistía en que sus hijos no sufrieran las privaciones que habían
torturado su infancia. El acuerdo secreto les concernía de forma cruel: nada de
hijos hasta que tengamos casa propia y un decente pasar. Se trataba de un
programa: inflexible y muy serio (para Dora), aunque exagerado para Jacinto.
En la luminosa oficina de Jacinto sobre el undécimo piso de un
edificio en la calle Viamonte, la ventana estaba protegida con un vidrio rugoso
de color frutilla. Yo la había visto una vez. Jacinto recordaba claramente
haber estado mirando sus bruñidos mamelones, en absorta fascinación, cuando
trepidó el teléfono y Dora, a través del cable negro y retorcido, le
anoticiaba, llorando, que había quedado embarazada. Es terrible, es una
desgracia, repetía con desconsuelo. Jacinto intentó sosegarla con antónimos: es
la felicidad, querida, llega de sorpresa, como un regalo. Pero Dora estaba
desconcertada por la violación del plan y no entendió razones. Esa noche le
comunicó su temeraria decisión. Jacinto se opuso. Discutieron con ferocidad, él
llegó a darle una bofetada y tratarla de histérica, después la besó de
rodillas. El aborto tiene riesgos, insistió Jacinto, pero ella asumía los
riesgos. Y ganó por cansancio. Con su carácter de leona eligió el médico,
contrató sus servicios y me llevó de acompañante silencioso y resignado,
contaba Jacinto.
Acá recién comenzaba la historia. Porque, en efecto, un mes más tarde
advirtió otra falta. Solita se fue al laboratorio, se practicó los análisis y
confirmó la sospecha. Un desastre. Por el cable negro y retorcido cimbró su
bronca y Jacinto, también contrariado, se limitó a recibir las descargas
mirando el vidrio de frutillas. Se sentía culpable, casi un violador de su
propia esposa. Bueno, dijo en su casa desparramándose sobre el sofá con más
fatiga en el alma que en las piernas, si está escrito que este año tendremos
un... ¡Nada está escrito!, rugió Dora: sos un descuidado, un abusador, no te
importa mi salud. Jacinto se levantó, movió las manos en el aire, no sabía
dónde tocar, qué hacer, nada más ajeno a sus propósitos. Dora se sometería a
otro raspaje. Pero no, querida, no tiene sentido, es peligroso. Ella le sirvió
la cena sin contestar sus argumentos ni súplicas.
Una semana después salían del consultorio impregnado de formol y
merthiolate. Jacinto la sostenía por los hombros. En el taxi Dora aflojó su
cabeza en el respaldo fresco; con la boca entreabierta respiró la brisa llena
de polen que entraba por la ventanilla en ese atardecer de primavera, rosado y
triste.
—Dora —decía Jacinto— tendría que haberse sentido como una planta a la
que habían arrancado todas las flores y todos los frutos; de sus órbitas
hundidas, moradas, descendían lágrimas temblorosas. Pero tenía una profunda
tranquilidad reconquistada, la sensación de haber obrado correctamente. Era absurdo.
Yo, sin embargo, no tenía capacidad de aportarle nada mejor; y preferí callar.
”Ahí no terminó la desventura. A pesar de los cuidados, de las
excesivas abstenciones, de los preservativos... atribuible a un descuido o yo
no sé qué, al siguiente mes se repitió el embarazo. Parecía joda. Mi mujer casi
me arranca los pelos. Yo no podía dar crédito a la noticia, insistí que
fallaban los análisis, que esto era más raro que parir octillizos, que si se
enteraba la prensa nos harían un reportaje, que éramos un fenómeno.
—Claro —coincidió el médico—, es un verdadero fenómeno. Dirigiéndose a
Jacinto le dijo con humor inoportuno que lo tomarían por el supermacho y,
dirigiéndose a Dora, que gozaba de una fertilidad envidiable, que merecía ser
presentada en un congreso de la especialidad.
—A mí no me hizo gracia, menos adivinando por el semblante de mi mujer
que ya se disponía a someterse al tercer aborto. No pude contenerme de gritarle
¡viciosa!, ¡qué es esto!, ¡un aborto por mes!; deberíamos estar en la cárcel o
en el manicomio. Me excité demasiado, casi rompo una vitrina, y el médico se
puso de pie; era un sujeto de casi dos metros, desgarbado, bigotudo y flaco. Me
reconfortó comprobar que estaba de acuerdo conmigo: acepte a su hijo, señora.
Pero Dora era más terca que una tropilla de asnos tercos. E impuso su voluntad.
Jacinto se abstuvo de hacerle el amor hasta veinte días después.
—Dora es una chica normal —insistía en su apasionado relato—, no se
trata de una frígida ni nada por el estilo, sólo que se le metió ese berretín;
en el fondo tenía miedo de asumir la maternidad. Y bien, el miedo jugaba en
contra. Para no creer. ¡La preñaba el Espíritu Santo! A pesar de los cuidados y
los miedos, a pesar de las maniobras para eyacular afuera con preservativo y
todo, ¡se repitió el embarazo! Los síntomas y los análisis eran
incontrovertibles, según mostraban. Las visitas al médico, las operaciones y
los riesgos ya sufridos se volatilizaban como una carcajada. Con lo gastado
hasta ese momento hubiéramos podido comprar una cuna de oro o hacer bautizar al
bebé en el Vaticano. Dora estaba tan condicionada que sus dedos ya iban
derechito al teléfono para solicitar turno, sus piernas ya se encaminaban al
consultorio del flaco, ya se acomodaba para la operación. Como un ritual.
Pero esta vez se empacó Jacinto. Apoyó su hombro contra la puerta y
sentenció: ¡basta, Dora! Averiguó el nombre de otro especialista y la llevó. No
era joven, no usaba bigotes y su estatura apenas llegaba al metro sesenta. Al
notarlo tan diferente sintió una especie de garantía. El médico, con las manos
cruzadas sobre el escritorio atiborrado de prospectos y revistas, escuchó la
accidentada historia, después anotó fechas, preguntó cuatro bagatelas y rogó a
la mujer que pasara a la camilla. La examinó con parsimonia mientras Jacinto
simulaba interesarse en los retratos de severos profesores que llenaban una
pared.
El adusto profesional regresó a su butaca y garabateó varios renglones
en una ficha celeste. Cuando Dora apareció vestida, la miró con intensidad y descolgó
su diagnóstico como un piano que cae del vigésimo piso: es un embarazo,
efectivamente, pero no nuevo, sino el primitivo: sólo le faltan cuatro meses y
medio para el parto, señora.
La mujer quedó petrificada; sus ojos parpadeaban asombro y espanto. Jacinto
se llevó las manos a la entrepierna y luego a la garganta como si el corazón le
bajara a los testículos y después saltara a su cabeza. Tardaron diez minutos en
recomponerse, y no del todo. Escupieron denuestos contra el maldito y asqueroso
abortero que le había practicado tres raspajes falsos, repitieron el relato de
lo que ese inepto hizo y dijo, sobre todo dijo, supermacho, fertilidad
envidiable, mujer digna de ser presentada en un congreso como verdadero
fenómeno clínico. Canalla. Ladrón. Asesino. ¿Se da cuenta? El severo
especialista aprovechó el enlace para decir: no quiero ser canalla ni ladrón, y
por ello no solamente me niego a complacerla con otro raspaje, sino que lo
contraindico en forma absoluta.
Jacinto respiró aliviado, Dora se encorvó derrotada. Desconsolada. Su
mano trémula, brillante de transpiración nerviosa, introdujo en el bolso la
receta con los medicamentos que necesitaba ingerir. Son para usted y para su
niño.
—Mientras el taxi se deslizaba por la avenida, divisé un puesto de flores
—detalló Jacinto—. Le ordené frenar, compré un ramo de rosas y lo deposité en
los brazos de mi mujer. Se contrajo como una criatura antes de soltar el llanto
y me abrazó con todas sus fuerzas. El aire caliente que entraba por la
ventanilla se mezcló con besos mojados en lágrimas.
”Cenamos con cerveza. Yo quería brindar, volcar su ánimo hacia
andariveles normales, convertir la espera de un hijo en alegría, como debe ser.
Dora, apesadumbrada aún, también se esforzaba en superarse. Pero apenas sorbió
la espuma de su vaso me preguntó alarmada: ¿Podría hacerle mal?
¿Mal un poco de cerveza? —sonrió Jacinto—. ¿Después de todo lo pasado?
Dora dejó de parpadear: todo lo pasado... y si... y si... Lanzó un grito. Pero
Dora, ¡qué tenés!
Ella repetía con perplejidad y si... y si... Hasta que Jacinto captó
el horror: la cucharilla de los raspajes pudo haber tocado, arañado, lesionado
al feto. Ella empezó a sufrir pesadillas atroces, despertarse de golpe, con su
pelo dorado revuelto y húmedo, saturada de imágenes brutales. El niño podría
nacer con una oreja de menos, o con medio brazo, o con el vientre abierto, o
castrado. Será un monstruo. Consultaron con el médico; y no conformes, con
otro. Y otro. Les prodigaron consuelo, esperanzas y explicaciones científicas
que ya no estaban en condiciones de entender. Dora pedía a Jacinto que
acariciara su vientre globuloso, que registrase los movimientos de la criatura,
aquí está una piernita. Y Jacinto también se estremecía: muñón de piernita, o
el producto de un desdoblamiento: podía ser una tercera o cuarta pierna, por
eso se mueve tanto, como un pulpo. El cíclope era un engendro que tenía un solo
ojo, la leyenda no informa que a consecuencia de un aborto frustrado, pero ésa
fue la causa, seguramente.
Durante el embarazo, tanto Dora como Jacinto aguardaron la tragedia.
Coincidían en el oscuro presentimiento, en la figura del obstetra que emerge
con el rostro sombrío y las manos fláccidas, impotentes, diciendo: nunca vi
algo igual.
El parto se produjo a término. Nació un varoncito rozagante, perfecto,
gritón, con todos sus miembros y atributos intactos. Dora, luego de verlo, pudo
conciliar el sueño profundo y libre de terrores. Jacinto, en cambio, excitado
por la dicha, no pegó los ojos en veinticuatro horas, fumando, celebrando, contando
a sus amigos mil veces la insólita peripecia, como me la estaba contando ahora
a mí en este bar.
Dijo que la alegría del niño, sin embargo, no les quitó a ella ni a él
las ganas de matar al abortero estafador. Fueron a verlo.
—Me abstuve de llevar armas porque ansiaba despedazarlo con los dedos.
En fin, la historia concluye cuando el gigante bigotudo los recibió
con tranquilidad. Pero ni su tranquilidad ni el familiar olor a desinfectante
aplacaron a la pareja, que desató una furiosa ofensiva de reproches
superponiendo detalles y confundiendo datos, con rabia, con impaciencia, con
profunda indignación.
Relajado en su sillón giratorio, el acusado esperó que se agotara la
tempestad y después, apoyando sus grandes manos sobre el escritorio, dijo con
voz paternal:
—Desde su primera visita, señora, me convencí de que nada frenaría su
decisión de abortar, aunque sus argumentos eran por demás inconsistentes; y si
me negaba, peregrinaría de consultorio en consultorio hasta lograr su
propósito. Me convencí de que a un aborto seguiría otro, y todos ellos por
razones que apuntaban a destruir su fertilidad, no a una planificación familiar
lógica. Usted no estaba en condiciones de aceptar entonces lo que ahora le
digo. Por eso yo me sentí obligado a protegerla con hechos, no con palabras.
Reconozco que me excedí, pero estaba en juego su salud.
”Otro profesional hubiese actuado en forma distinta, es obvio. Lo
cierto es que yo me limité a fingir los raspajes; la cucharilla jamás penetró
en su matriz. Ahora, gracias a mi decisión tomada en soledad, ustedes son
padres de un hermoso bebé —se acarició los espesos bigotes—. Y supongo que el
final feliz inspirará alguna vez por lo menos una telenovela.
A Leandro N. Alem, que podría
haber comprendido esta historia.
I
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saac pensó que no debía sentirse apesadumbrado. Le estaban por rendir
un homenaje a su papá. La ciudad íntegra, liberada en fiesta. ¿No lo merecía,
acaso?
Aunque el homenaje resultaba tan curioso. Y le producía la angustia de
las premoniciones infaustas.
Porque vivimos encerrados en el ghetto, decía Hilel, su hermano mayor.
Se aglomeraba mucha gente, sí. Todos querían estar cerca de su papá.
Algunos llegaban caminando, otros en carruajes. También venían los soldados con
sus panoplias relucientes abrazados a un bosque de alabardas. Y el obispo.
Hacía mucho calor.
Los viejos, los niños, los ricos, los miserables, los condes, los
frailes, todos acudían. A causa de su papá. Como para estallar de alegría.
Tan bueno que era con él. ¿Por eso lo querían honrar? Seguramente.
Pero se trataba de un judío. Ningún gentil debía honrar a un judío, ¿quién lo
ignoraba? Muchos años atrás, en una gran asamblea que realizaron los
dignatarios de la Iglesia en un lugar llamado Westminster, decidieron prohibir
estos homenajes. Y desde entonces los judíos sólo se pueden ensalzar entre
ellos. De lo contrario sobrevienen calamidades. A su papá, sin embargo, lo
honraría una multitud gentil, contraviniendo la antigua y respetada resolución.
¿Qué significaban si no esas carrozas, banderas, trajes de fiesta y alfombras
en las calles?
Se vive tan encerrado en el ghetto —había insistido Hilel, su hermano
mayor— que uno se entera demasiado tarde de lo que ocurre en la ciudad. Su
padre, esa oportunidad, no estuvo de acuerdo: ¿para qué te interesa saber lo
que ocurre afuera? Si es bueno para nosotros, llegará; y si es malo, mejor ni
enterarse, porque de nada sirve.
Pero ahora tenía razón su hermano, lucubró el pequeño Isaac. A lo
mejor se produjo otra asamblea en Westminster y se decidió dejar sin efecto la
vieja prohibición. Si así fuese no tendría nada de curioso lo que estaba por
ocurrir. Al homenaje lo entenderían Hilel, papá y él mismo. Sólo el calor
permanecería inexplicable. El pequeño Isaac dispuso concurrir sin su pesado
caftán negro.
Cuántos soldados, se admiró. Una vez los soldados marcharon hasta una
casa vecina, derribaron la puerta con hachas, golpearon a rabí Jaime y se lo
llevaron sin atender los gritos de su familia. Pero otra vez —se acordaba
Isaac— acudieron para detener un progrom. Son muy vigorosos; a Isaac le
gustaría tener tanta fuerza como ellos. Papá replicó que a esa fuerza le
faltaba otra interior, más trascendente. Sin embargo, protestó Isaac, no
estaría de más la que ellos tienen. Papá meneó su cabeza blanca: tanto a la vez
es demasiado.
Los soldados avanzaban en grupos, como si integraran fantásticos
animales rectangulares erizados de moharras, protegidos con caparazones y
sostenidos por cien patas firmes y ruidosas. Se abrían paso entre la turba
dirigiéndose hacia la gran plaza donde se tributaría el homenaje.
Si supiéramos lo que pasa fuera del ghetto, pensó Isaac, si fuera
cierto que en Westminster se ha dispuesto honrar nuevamente a los judíos,
entonces pronto nos enteraríamos de que la ciudad honraría también a su hermano
Hilel, por ejemplo, y a sus tíos, y a otros parientes. Todos los días serían
días de fiesta. Y la gloria de papá se hará muy grande. Se dirá: esta costumbre
de volver a honrar judíos empezó con rabí Moisés ben Job (mi papá). A partir de
él los cristianos y los judíos se aman, se hacen regalos, se visitan, se
elogian y ayudan. ¿Acaso ya no estaban dando comienzo a esa preciosa realidad?
Convergían en la plaza, empujándose: el alcalde, los corregidores, el obispo,
órdenes religiosas enteras, corporaciones de zapateros, herreros, cartógrafos,
molineros, carpinteros y albañiles, los pordioseros, los guardias, los niños,
las cortesanas, los inválidos.
Isaac aprobaba la concurrencia. Su papá era un hombre muy valioso.
Había sido recibido por príncipes y cardenales, había ayudado a señores y
corporaciones, financió largos viajes de descubrimiento, escondió a familias
perseguidas, estimuló centros de estudio, él mismo realizó travesías
importantes y por último decidió recluirse en el ghetto para alentar a sus
hermanos, leer los libros santos, dedicarse a los únicos hijos que le quedaban.
Tal vez en la ciudad conocían otras hazañas que al pequeño Isaac aún no le
habían contado. Y que explicaban holgadamente esa súbita, multitudinaria,
festiva demostración.
El calor no aflojaba. Aunque lo retasen, se quitaría el caftán; estaba
decidido. La camisa lo estrangulaba, sus cabellos rojizos se enrulaban con la
transpiración. Por eso estaba tan inquieto, supuso. Tan asustado.
De pronto, interfiriendo el rumor poderoso de la multitud, empezaron a
doblar las campanas. Su sonido se multiplicó rápidamente. El cielo se pobló con
colores metálicos. Como si las campanas del mundo entero se hubieran lanzado a
rodar en una fantástica molienda de badajos. El pequeño Isaac se tapó las
orejas, apartó sus cabellos húmedos. La camisa le seccionaba la garganta. O la
emoción. Tañían por papá, amistosamente. Y a pesar de su revuelo glorioso y
ensordecedor, dejaban filtrar el perpetuo paso de los soldados, los cánticos de
las procesiones, el fragor taladrante de la plebe que avanzaba como un río
oscuro, incontenible, hacia la plaza del ayuntamiento. ¡Qué alegría!
¿Alegría?, le increpó Hilel con dureza.
Están por honrar a papá: es para llorar de alegría, hermano.
Hilel empezó a llorar. Los soldados golpeaban el pavimento con sus
tacos sonoros. Isaac lloró también: por el homenaje, por su papá, por el
increíble calor que le ampollaba la piel. Sus lágrimas se reunían con los hilos
de la transpiración, con las primeras gotas de sangre que brotaban de las
ampollas. Y el llanto que era de alegría se extrañó por la falta de risa. La
risa no podía cruzar su garganta bloqueada. El pequeño y travieso Isaac quería
comprender. Por qué el calor, y la sangre, y el ruido, y el llanto.
Sus párpados se alzaron: reinaban la pena y el calor de julio. ¿Su
hermano Hilel sabía? Las honras eran, en realidad, honras fúnebres. Su casa
estaba retraída en la tristeza, se habían ocultado los espejos con telas
opacas, clausurado aberturas, cerrado los patios. La negrura del ghetto
expresaba la profundidad de la aflicción. Moisés ben Job, su papá, era un
hombre muerto. En Westminster prohibieron honrar a los judíos pero sin aclarar
que la proscripción se extendiera más allá de la muerte. Entonces el homenaje era
lícito. Y el pueblo tenía derecho a desbordarse para manifestar su aprecio por
un benefactor tan piadoso como el papá de Isaac. Porque ya estaba muerto,
claro.
Doblaban las campanas. El sonido que en el sueño premonitor le pareció
tan alegre, ahora sabia amargo. La multitud colorida y bulliciosa que había
imaginado en su cuarto fuliginoso, ya era una gorda serpiente que apenas cabía
en las callejuelas de la ciudad, que se estiraba perezosamente hacia la plaza
mayor, latiendo contra los muros, emitiendo un sonido ronco, temible.
Isaac estaba más angustiado que antes. No podía quedarse encerrado en
esos cuartos estrechos, penumbrosos. Debía ver, escuchar mejor, enterarse de
cada uno de los detalles que involucraban al justo de su papá. Esquivó
horcones, muebles, muros. Cruzó infinitos cuartos y cámaras del ghetto.
Recorrió el camino frecuente que conducía a la miserable escuela. Trepó
escaleras sucias, atravesó corredores pringosos, abandonó salas atestadas de
objetos vivos y muertos. Buscó ansiosamente los límites del ghetto. Límites que
el ayuntamiento prohibió ampliar, por eso las viviendas debieron crecer hacia
abajo, hacia cuevas que se comunicaban mediante túneles que a veces se
derrumbaban, o hacia arriba, apilándose un cuarto sobre otro, en forma caótica
y absurda, enlazándose con puentes que cruzaban de forma caprichosa los
angostos callejones. Isaac subía agitándose. Las campanas sonaban con mayor
insistencia. Y en la formidable catarata de bronces se mezclaba el rebumbio de
la multitud que fluía hacia la plaza del ayuntamiento.
En su carrera hacia los techos divisó la calle exterior. Escuadrones
erizados de armas luminosas se abrían camino comprimiendo hacia los costados a
mendigos, vendedores ambulantes, caballos y sirvientes. Entre un escuadrón y otro,
rodeados por un círculo que los lacayos se esforzaban en mantener libre, los
condes vestidos con sedas y terciopelos se desplazaban en lujosas cabalgaduras.
Hilel le dio alcance y ordenó que retrocediera. Isaac meneó la cabeza
húmeda de lágrimas y transpiración. ¿De qué servía ese ruido y boato si estaba
muerto? —quiso explayarse—. La gorda serpiente se deslizaba por la calle como
un río lento, negro, cargado de ramas, troncos y piedras. Van a honrar a papá,
a papá, a papá muerto. ¿No es así, Hilel?
—Volvamos, Isaac.
—¡No, quiero ver!
—No hay nada que ver.
—¿No merece papá un gran homenaje?
—Sí, lo merece.
—¿No fue recibido por príncipes y cardenales? ¿No lo habían respetado
judíos y gentiles de comarcas lejanas? ¿No habían llegado hasta él emisarios buscando
consejo?
—Sí, pero es un funeral, un verdadero funeral, Isaac.
—¿Por qué no participa el ghetto?
—¡Estás loco!
Y la extrañeza de Isaac se agudizó ante la cara transfigurada de su
hermano Hilel. ¿Acaso estaban resentidas las autoridades de la comunidad?
¿Acaso es incompatible el homenaje gentil con la piedad de los judíos? ¿Acaso
se interpretaba esa manifestación como una ironía?
Hilel no podía responder preguntas de ese tono. El pequeño Isaac era
una máquina de hacer preguntas irritantes. Y en vez de contestarlas, Hilel
estalló en una nueva crisis de sollozos. Isaac, mirándolo sacudirse de modo
inconsolable, tuvo un presentimiento horrible: ¿se habría convertido papá?, ¿es
eso, Hilel?, ¿es eso? ¿La ciudad celebraba entonces su traición al ghetto, a sus
hermanos, a sus antepasados? ¿De ahí tantos monjes y órdenes religiosas
enteras, de ahí el tañido victorioso de las campanas, de ahí la presencia de
ricos luciendo joyas y pobres luciendo llagas? ¿Y el ghetto cerrado y triste?
Esto lo pensó y no lo dijo. Para qué. Lo cierto era que no vería más a
su padre: no sólo por muerto, sino por apóstata. Sin embargo, era el papá que
había dirigido las cenas de Pascua y explicado con ternura y placer cada tramo
de la ceremonia, el papá que enseñaba a enrollar las filacterias, cantar dulces
canciones y no perder jamás la esperanza. Ese papá no podía haberlo traicionado
a él, ese papá podía morir pero nunca abandonarlo.
—¡Adónde vas! —le increpó Hilel con voz irreconocible.
El pequeño Isaac miró la muralla. Su hermano hizo señas enérgicas para
que retrocediera. Delante se extendía un puente angosto, luego una especie de
torre ciega y de inmediato la calle exterior. Por ella ondulaba la descomunal
serpiente. Hilel intentó sujetarlo del brazo, no fuera a querer arrojarse como
un suicida en las fauces del monstruo.
A las campanas liberadas se acopló el sonido imponente de las
trompetas. Empezaba el acto, las honras a Moisés ben Job. E Isaac anhelaba
llegar a él, aunque su hermano se opusiera, aunque la familia y toda la comunidad
lo condenaran por desobediente. Corrió por el puente precario, rodeó la torre,
miró por última vez a Hilel y se arrojó sobre la muchedumbre. Su cabeza roja
como un meteorito se hundió en la piel del ofidio.
Gritos, rebuznos, relinchos, protestaron por su intempestiva
incorporación. Rebotó sobre hombros y cabezas. Fue arrojado livianamente hacia
delante y atrás. Las ventanas y almenas se movieron caóticamente ante sus ojos
despavoridos. Su cuerpo rodaba: tan pronto veía la piel oscura del monstruo, tan
pronto una cinta de cielo delimitada por el borde de los muros. Se abrieron
gallardetes, se encalabrinó un caballo y el pequeño Isaac cayó de pie en el
claro que rodeaba a un conde. Se tambaleó, magullado y dolorido. Un sirviente
le aferró un brazo con odio, lo hizo girar en el aire y volvió a encastrarlo
violentamente en la multitud que lo acababa de expulsar. Las entrañas de la
serpiente lo aprisionaron con fuerza. Y tras recibir nuevas contusiones llegó a
la plaza del ayuntamiento. La cinta de cielo que asomaba en las callejuelas se
dilató en un círculo inmenso. Isaac, para escapar de los golpes, trepó a un
carro. La sangre que habían manado sus ampollas en el sueño premonitor, ahora
existía en su cara y en sus dedos.
Vio el palco cubierto con doseles de terciopelo. Los soldados lo
mantenían libre de intrusos con látigos de alambre. Una amplia circunferencia
de alabarderos brindaba apoyo hincando a la muchedumbre para que no se
desbordase. En el palco permanecían sentados los hombres ilustres. Desde allí
controlaban todo: la gente excitada, los tapices colgados de los balcones, las
banderas rendidas al viento, el flujo incesante de más pueblo, más animales,
oriflamas, monjes y cruces.
¿Cómo será el rostro de mi papito muerto? ¿Tendrá los ojos abiertos o cerrados?
¿Peinada o deshecha la barba? ¿Blancos o rosados los labios? ¿Limpio o sucio el
caftán? A Isaac le aguijoneaban las articulaciones, sentía sus manos pegajosas
de sangre, le dolía la cabeza.
Irrumpió frente al palco una correntada de inválidos portando velas.
Se desplazaban sobre angarillas conducidas por frailes o se apoyaban en muletas
y otros extraños medios de locomoción. Tenían las órbitas hundidas, la piel
seca, horribles cicatrices. Sus rostros parecían máscaras de una grotesca
felicidad. Vestían túnicas con dibujos e inscripciones. Eran los penitentes,
los que habían pecado y mortificaban sus cuerpos hasta destruirlos para salvar
el alma. También querían honrar a papá.
¿Quién estaría ausente en semejante fasto? Sólo los judíos. Entendían
que no era forma de honrar a un muerto o un apóstata.
De pronto el fragor de campanas, trompetas, ruidos animales y el
bullicio de la multitud se unieron en un solo haz largo y estridente. Ingresó
en la plaza el hombre que originó el acontecimiento. Allí estaba. ¡Y estaba
vivo, con los ojos abiertos, los labios rosados, la barba intacta! Lo rodeaba
un séquito de honor, ataviado con sedas y brocatos. El pequeño Isaac gritó
también, o creyó gritar, porque su garganta ya había dejado de emitir sonidos.
Extendió los brazos hacia él, para llegar a su lado, abrazar sus rodillas,
decirle cuánto lo amaba.
Un paje desenrolló el pergamino dorado. Callaron las campanas y
trompetas. La multitud se esforzó en reprimir interferencias. El paje movió los
labios explicando los motivos del homenaje y enumeró los méritos excepcionales
de Moisés ben Job. Y las encumbradas autoridades que presidían la manifestación
desde el palco movían aprobatoriamente sus cabezas engalanadas con sombreros
lujosos.
El niño no podía escuchar y menos entender. No discernía aún por qué
el homenaje, por qué tanta gente, por qué soñó con calor, ampollas y sangre,
por qué tanto despliegue para su papito que, gracias a Dios, aún vivía y
merecía el cariño del mundo entero. El paje lo estaba aclarando, pero el
diminuto Isaac no captaba sus palabras. Estaba lejos, tampoco podía estirar su
cabeza magullada. Los golpes que había recibido en las entrañas de la serpiente
y los estragos de la emoción anularon sus fuerzas. Pero sabía ya que su papá no
era un traidor como se había imaginado en un instante de perplejidad. Se
insistía por doquier que era judío. Y entendiendo cada vez menos se desmayó.
Cuando abrió los ojos, registró por fin el tamaño impresionante de la
plaza vacía. Algunos perros perseguían los residuos que el viento empujaba
sobre el pavimento, mezclados con gallardetes abandonados. Y sobre el estrado
hacia donde habían conducido a su adorado padre en ese bochornoso día de julio,
aún se agitaban como ramas quebradizas los restos que había calcinado la hoguera.
P
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edro es poeta. Escribe sin parar desde los once años. Le han dicho que
si alguien sigue escribiendo versos después de los dieciocho años, es poeta. Él
ya cumplió los treinta y aún tiene tanto para escribir. Publicó dos libros, por
suerte. El Fondo Nacional de las Artes había convocado a sus habituales
concursos y Pedro, impulsado por Mónica, cometió la travesura de presentarse.
Reunió poemas dispersos que se habían escurrido como animalitos por toda la
casa. Releyó, seleccionó, ordenó. Guijarros de diversos colores, lágrimas de
tristeza, de alborozo, de frío, de cebolla, de rocío, de esperanza. Encarpetó.
Envolvió. Y llevó el paquete al correo, donde una mujer cansada lo examinó con
asco, lo arrojó como un fardo pestilente sobre el balancín y dijo cuánto debía
pagar. ¿Tanto?... Tanto, dijo ella, inflexiblemente aburrida. Pedro entregó el
dinero y se asomó sobre el mostrador para ver el canasto donde yacía, oblicuo y
dolorido, el cuerpo de sus poemas. ¿Saldrá hoy?, preguntó con inquietud. Sí, y
llegará mañana, contestó la empleada estirando la mano para recibir el sobre
que el siguiente de la cola le alcanzaba por arriba del hombro de Pedro.
Cinco largos meses más tarde le informan que ha ganado el concurso y,
tremolando el triunfo, se presenta —también impulsado por Mónica— a la
editorial que nutrió sus lecturas de juventud con toneladas de cuentos, novelas
y poesías. Ya en la sala de espera reconoce el olor a tinta y papel de aquellos
libros sacados de la biblioteca pública o prestados por amigos. Entrega los
originales y el testimonio del galardón. Está seguro de que la editorial se
sentirá halagada por haberla elegido para su opus uno. El volumen con sus
poemas tendrá el mismo olor que los de Vallejo, Lautréamont, Neruda, Pound,
Keats, Alberti. Y en la tapa lucirá, cruzada, una faja amarilla que proclame su
Premio del Fondo Nacional de las Artes.
Pero le explican cuán engorroso es editar libros de versos: la gente
no los compra, son libros que languidecen en los depósitos; ¿sabe alemán?, le
siguen explicando, en lugar de best-seller
son best-Keller.[1] Calcule: en este momento debe de haber en
la Argentina veinte sótanos con libros que no se venden y medio millón de
poesías sin publicar. Pedro adquiere una tonalidad macilenta, sus ojos parecen
dos trapecistas que ruedan en el vacío sin hallar un travesaño donde aferrarse.
Haré leer la obra en la editorial, dice el hombre, pero desde ya le adelanto
que será muy difícil la edición. Entonces... ¿para qué?, balbucea Pedro. El
funcionario empuja hacia el poeta, suavemente, la carpeta llena de lágrimas;
tiene razón: para qué.
Los ojos aún ruedan en el aire. Sin embargo... se editan poesías,
farfulla. Sí, digamos las de Octavio Paz, Miguel Hernández, Eugenio Montale;
pero las otras casi siempre son pagadas por el autor. ¿Cómo es eso? El
funcionario lo mira: ¿quiere que le explique?
Así nació su primer volumen de poemas. Mónica le ayudó a corregir las
galeradas. Y Mónica recibió de sus manos temblorosas el primer ejemplar,
calentito y fragante. Juntos releyeron los versos que eran los mismos y eran
diferentes al presentarse entre tapas de cartoné. Distribuyó su obra en
diarios, suplementos y revistas; la obsequió a poetas admirados y a los amigos
que lo admiraban, y a los parientes que jamás perdían el tiempo leyendo poesías
pero que, siendo de Pedrito, la instalarían en un lugar visible. Aparecieron
elogiosos comentarios, algunos insistieron en su “estilo noble”, otros en sus
“profusas imágenes”, en su “vigor”, “ternura”, “profundidad”, “plasticidad”,
“sugerencias”. Al cabo de un año, entre ventas y regalos, agotó la edición. Y
recuperó gran parte del dinero invertido. Mónica lo estimuló a publicar otro
volumen. Pedro colectó más animalitos agazapados en cajones y bolsillos, creó
nuevos, los corrigió, ordenó, pasó en limpio y llevó a la editorial. Ya te
puedo considerar un poeta de ley, dijo Mónica abrazándolo. Sin embargo, las
ventas no fueron tan sencillas. Al término de otro año aún se amontonaba la
mitad de la modesta edición. Pedro se desahoga escribiendo más versos. Pero, ¿y
Mónica?, ¿cómo se desahoga Mónica?
Mónica es traductora. Excelente, perfecta traductora. Tan buena
traductora que en una empresa no la tomaron porque sintieron vergüenza de
pagarle un sueldo vulgar. Usted es una artista, dijeron con solemne respeto.
Así que terminó empleándose en una organización que traduce artículos para
médicos, abogados, psicólogos y economistas necesitados de información
extranjera. Nunca mencionan el nombre de Mónica —ni de ningún otro traductor—
ni le pagan de acuerdo con su nivel. Los trabajos aparecen realizados por Trad S.R.L., cerebro abstracto y
poderoso cuyo membrete, sello y firma refulgen al comienzo y fin de cada
artículo. Para Trad, sostenía Mónica, el mandamiento bíblico no decreta “ganarás el pan con
el sudor de tu frente”, sino “con el sudor del de enfrente”. Por las noches
bailoteaban sus hermosos dedos sobre el teclado de la abnegada Olivetti y
durante el día solía escapar hacia oficinas y consultorios para ofrecer
servicios extra.
Mónica pasó una mala noche y despierta con fiebre. No podrá entregar
las últimas traducciones amontonadas sobre el trinchante. Pedro le alcanza las
aspirinas.
—Esto es una gripe —dice ella—, la reconozco; me tendrá prisionera durante
dos días.
—Si te pudiera ayudar... —murmura Pedro, listo para dirigirse a su
aborrecido puesto de cajero en el supermercado. Mónica menea la afiebrada
cabeza; sus ojos verdosos están ligeramente hinchados—, ¿No podría entregarlas
yo, querida? —dice Pedro mirando las traducciones.
—Puede ser, no es demasiado lejos.
Pedro anota la dirección, besa a Mónica en la frente, en cada mejilla,
en el mentón, en los labios enfermos y, desde el vano de la puerta, con medio
cuerpo afuera, le arroja otro beso. Ella le saca la lengua y, cambiando la
expresión, le dibuja un cariñoso reproche: ¡cargoso! Pedro la mira aún,
corrobora si en la mesita de luz quedan el vaso lleno de agua y el sobre con
aspirinas. Parte a la carrera.
El colectivo ni frena; de la puerta amenaza desprenderse un racimo de
pasajeros. En el siguiente alcanza a tomar el pasamanos, mete la punta del
zapato derecho entre otros zapatos, se apoya en el estribo y empuja con vigor
hacia adentro. Con los dedos libres aprisiona el rollo de traducciones.
En el vasto y bullicioso edificio marca su tarjeta, viste el
guardapolvo gris y corre hacia la tercera caja. En ese supermercado aún aceptan
varones como cajeros. Esconde el rollo de traducciones bajo el mostrador y
espera que se inicie el desfile de consumidores. El primer cliente de esa
mañana es un viejito, de los que ya no duermen. Después una cocinera, de las
que ya son reliquias de potentados, luego otro viejito, otra mujer, varias
mujeres, un muchacho sin afeitar, viejas, viejos, dos latas de sardinas, un
paquete de manteca, tres bolsitas de leche, un frasco de mermelada, café,
chocolate, leche otra vez, mortadela, vino, salchichas, vino, mortadela, leche,
aceitunas, arvejas, anchoas; los ojos de Pedro saltan del mostrador a las
teclas con número, de las teclas al resultado que sale en el papel, cuenta el
dinero, da vuelto, empuja hacia atrás el montón de víveres, el siguiente por
favor, y de nuevo leche, polenta, dulce; las teclas marcan precio, la tira de
papel, el siguiente por favor. Media hora, una hora, dos horas, cuatro horas.
El poeta ahíto de envasados pide permiso para utilizar la pausa y realizar una
diligencia, cuelga el guardapolvo y corre hacia la dirección anotada.
La calle llena de gente no es y sí es la misma del supermercado, se
fragmenta como vidrios de colores; tendrá que escribir algunos versos como
flechas envenenadas y armar un libro que sea el carcaj de un salvaje. No deja
de sorprenderlo que entre el mareante rodar de los números y el atosigamiento
de provisiones se le puedan ocurrir algunos versos con oxígeno, incluso enlazar
varios en el collar de una estrofa que escribe en la tira de la calculadora
cuando la hilera de carritos se interrumpe.
El consultorio del doctor Nájera queda más cerca de lo previsto. Hunde
el botón del timbre. Se abre la puerta con zumbido de moscardón. Cruza el largo
pasillo y entra en la sala de espera. Olor a cedro, hay flores naturales, un
cuadro azul. Un bebé llora en brazos de la madre. Pedro se acerca al escritorio
con teléfono y fichero y extiende el rollo a la secretaria, que lo mira por
encima de sus anteojos; no es la secretaria que elegiría un ejecutivo viejo y
pellizcador, piensa. El llanto del bebé asciende en volutas y la secretaria no
oye lo que Pedro dice. La madre saca un biberón de su bolso. Pedro dice que
Mónica..., el bebé tose, estornuda, llora, vomita, todo junto, y mancha con
grumos blancos la alfombra y el pantalón de Pedro. La madre se altera, saca una
toalla, seca, se disculpa, reta al bebé; la secretaria dice no es nada con una
mueca que expresa lo contrario y saca otro trapo del escritorio, también
limpia, se lo extiende a Pedro para sus pantalones; el bebé contempla la escena
laboriosa con ojos entretenidos. Las mejillas de la secretaria están más
rosadas que antes, acomoda los anteojos, escucha a Pedro, desenvuelve las
traducciones, las hojea, muy bien, enseguida le pago. Desaparece tras una
puerta y regresa con un sobre: espero que lo de Mónica no sea serio. No, es
gripe. Cuídela, esa muchacha es una maravilla. Pedro se dilata, evoca de golpe
varias imágenes de Mónica (caminando, comiendo, bailando, durmiendo, hablando,
cocinando, consolando, riendo) y responde con indulgencia lo sé, lo sé. La
secretaria lo acompaña hasta la puerta, el doctor está encantado con las
traducciones. Mónica necesita mejor trabajo, no elogios, piensa Pedro. Dice
gracias.
La calle, la gente, bocinazos, semáforos, un choque en la esquina,
curiosos que se amontonan, otra calle, el edificio con gran letrero y la rampa
por donde entran los autos de los clientes, se pone el guardapolvo, muerde un
sándwich, hace gárgaras con la Coca-Cola. Mónica: pobre adorada musa mía;
calcula cuánto falta para regresar a su lado, seguramente es gripe, ojalá haya
podido dormir y descansar, que buena falta le hace (cuánto la quiero, Dios
mío), y pensar que no la contrataron por ser demasiado eficaz y ahora trabaja
para un pulpo explotador; el primer día que estuvo allí se habrá sentido una
infeliz porque volvió arrebolada y agonizante, como si hubiera sufrido una
sesión de tortura. Durante la cena procuró disimular su congoja; Pedro habría
asumido con deleite sus humillaciones con tal de que ella hubiese mantenido
intacta la alegría. Porque la risa de Mónica es rutilante y vital como la
sangre. Qué ganas de llevarle un hermoso regalo, pero que no sean papitas
saladas ni vino ni quesitos ni fiambres surtidos ni latas ni cajas ni botellas
que le venden con descuento en el supermercado.
Se cuelga del colectivo, empuja el pie entre zapatos y sigue
revolviendo ideas como objetos de un desván. ¿Y si le dedico un libro inspirado
exclusivamente en ella? Un capítulo dedicado a sus ojos que envidian Venus y
Minerva: concentraría versos sobre su color vegetal, su mirar fúlgido y dulce,
su interrogar profundo, su ternura de estilo. Otro capítulo sobre su amor a la
danza; sus pies alados, sus desplazamientos de cometa, sus ondulaciones de
brisa perfumada. Un capítulo sobre su amor a la vida: su apego al sol, y a los
campos abiertos, y a los valles, y a los ríos de aguas saltarinas. Un capítulo
sobre su humana integridad moral que sintetiza todos los mandamientos. Un
capítulo sobre su inteligencia, compuesto de tres poemas: sensatez, claridad,
creatividad. Y otros capítulos, porque Mónica no tiene fin, no me alcanzarían
los libros para redondearla en mi canto.
Da media vuelta a la llave. La penumbra familiar del angosto
departamento le devuelve un pedazo del alma. Se precipita al dormitorio. La
cabellera de Mónica dibuja un abanico sobre la almohada.
—¿Pedro? —murmura con voz pastosa.
—¿Cómo estás, querida? —La besa en la sien. La fiebre sigue.
—En la cocina prepararé...
—No debes levantarte; haré solo la cena, y algo rico para vos.
A Mónica se le pronuncian los hoyuelos:
—...Está bien, pero después de la cena irás a la farmacia a comprar
más aspirinas; ya se terminaron las reservas.
Sobre la bandeja de acrílico violeta acomoda un caldo, puré y dos
naranjas. Los enfermos también deben alimentarse, dice a Mónica mientras le
calza otra almohada. Te aseguro que hasta las frutas me causan asco. Tienen
vitamina C, son buenas para el resfrío, querida. Para el escorbuto, que yo no
tengo. Y para el resfrío. Bah, leyendas.
Corre hasta la farmacia del barrio. ¿Un sobre? No, una caja de
aspirinas; mejor dicho, ¡tres!
La pobre Mónica se priva hasta de los medicamentos para que yo no me
angustie con la evaporación del sueldo. Hace dos meses la vi llorar: en
silencio, con pudor. ¿Presentía su enfermedad? Las estrellas goteaban escarcha.
Alisé sus cabellos y evité preguntarle las razones. Total, ya las conocía —se
consuela Pedro—: en jerga técnica se llaman frustración laboral. Las musas no
consiguen trabajo digno en el siglo XX. Están obligadas a disfrazarse,
encorvarse, afearse, uniformarse... enfermar. Ni pueden quedarse en el Parnaso,
ni pueden vivir en el ágora. Si al menos Mónica conservara su risa, la hermosa
risa que derrama brillantes y me limpia el cerebro de tantos salamines y
quesitos mantecosos. Quedan diez ejemplares del primer libro y cuatrocientos
del segundo, pero la editorial no se atreve a financiar la publicación de un
tercero si no cubro todos los gastos.
A la madrugada Mónica acaricia los cabellos rebeldes del poeta: no te
preocupes, querido, ya estoy mejor, no necesito nada (no está mejor).
El colectivo a explotar, la tarjeta amarilla con los horarios como
grillos de mazmorra antigua, la cola de carritos metálicos, botellas,
embutidos, cajas, sobres, potes, dinero, vuelto, el siguiente por favor, la
pausa de mediodía, sándwich de queso con lechuga y tomate, una coca, el mejor
obsequio que podría hacerle a mi diosa sería un trabajo fijo, cómodo y
gratificante para ella; ya termina la pausa y debe volver a la maldita caja y
sus números que le van transformando las circunvoluciones cerebrales en
auténticos callos. Dos horas, cuatro. Marcar la tarjeta, colgar el guardapolvo
de presidiario. El colectivo lleno. Mis poemas segregan ácido sulfúrico.
Mónica está levantada, sonríe, ha tendido la mesa e instalado un vaso
con flores en el centro: ¡ella le ofrece un regalo a él! Pedro piensa soy un
miserable, vengo con las manos vacías y la cabeza infectada de enlatados, un
desastre de marido para semejante musa. Despertá, Pedro: fue una alucinación;
Mónica sigue enferma, ¿te niegas a entenderlo? Esa noche no hace sonar la
metralla de la Olivetti. Tampoco la siguiente ni la posterior. No tengo
trabajo, dice ella, ni para traducir un aviso. Bueno, Mónica, te conviene un
descanso, con lo de Trad es suficiente. A Mónica se le empañan las esmeraldas: Trad me ha declarado
prescindible.
Mete el pie entre los zapatos, marca la tarjeta, se instala frente a
la caja, empuja los frascos, el siguiente por favor, se nota agresivo, duro,
malo. La pausa del mediodía: tengo que hacer una diligencia, corre a la calle,
gente, semáforos, bocinas, dobla una vez, dobla otra vez, aprieta el timbre, la
secretaria del doctor Nájera con anteojos y delantal, pero la sala de espera
sin bebé que chilla y vomita. ¿Cómo sigue Mónica?, pregunta ella en tono neutro
mientras le tiende la mano. Pedro le sostiene la mano, no le salen las
palabras, jadea, mira con exaltación: mal. La mujer se asusta y el poeta le
explica que no es la gripe, no, eso ya pasó, sino la injusticia, el absurdo, es
la mejor traductora de Buenos Aires, una artista de la traducción, no lo dice
él, lo ha dicho la empresa, la que no la quiso emplear por ser demasiado capaz,
estamos todos locos (es un lugar común, pero vale), y no lo aflige el hecho de
que no gane sino que se frustre como una musa desterrada; a lo mejor, ella
insinúa, o por intermedio del doctor Nájera, una editorial importante o una
empresa extranjera la quieran contratar; yo trabajo en un supermercado para
mantener el cuerpo y escribo poemas para mantener mi libertad, no sé si estoy
en el mundo, ¿comprende?, menos ahora que me exaspera la enfermedad de Mónica.
La secretaria se conmueve y le ofrece una lista de laboratorios y profesionales
que suelen necesitar traducciones, pero le advierte que quizá ya los visitó
Mónica. No importa, iré lo mismo, ella no habrá subrayado sus méritos.
Irá enseguida a esta firma que queda cerca, masticará el sándwich
corriendo por las calles, usará todos los mediodías y un ratito después del
trabajo. A Mónica le dirá que llega tarde por causa del prebalance y, cuando le
consiga el digno trabajo que merece, dirá que se lo ofrecieron espontáneamente.
Proyectos, ilusiones, claro.
Ni los laboratorios que visita ni los profesionales que consulta
necesitan sus servicios, aunque se trate de la mejor traductora de Occidente.
Regresa de noche, alicaído y desesperado. Ella se esfuerza por recibirlo con
imaginarios platos calientes, con vasos jubilosos de flores. Pero su carita
demacrada... Los bolsillos de Pedro se llenan de versos envenenados, pero
geniales.
Aplasta en su bolsillo esos versos envenenados y geniales mientras
corre, corre, corre con Mónica dentro de su cabeza para curarla de la
enfermedad que le produce la injusticia presintiendo que, si no logra éxito en
breve plazo, ella morirá o él se volverá loco. Un paquete de manteca, dos
litros de aceite, una lata de caballa, salchichas, aceitunas, queso de rallar,
el siguiente por favor, el colectivo repleto. Mónica enferma, más amarilla, más
febril, los laboratorios no necesitan traductores privados, leche, mermelada,
polenta, el doctor Nájera tampoco necesita más traducciones. Dios mío, las
brasas le queman el estómago y la cara, es una carrera para salvar a su musa
porque sin ella no habrá Pedro ni poesía ni luz ni vida ni sentido de nada.
Y de pronto se detiene la calculadora, frena la hilera de compradores,
se interrumpen los ruidos, se inmoviliza el supermercado, desaparecen las
provisiones indigestas y el aire se va llenando con la intensa radiación de
Mónica que desciende del espacio en una cuadriga resplandeciente. Su cabello
negro flota como un ala. Y sus esmeraldas tan expresivas parpadean con ternura.
En su mano transparente agita unos papeles, son noticias que dan vértigo, que
revientan las arterias: ella consiguió el bendito trabajo, se lo consiguió
sola, y se ha curado y a Pedro le editarán el tercer volumen de poesías. Tus
poesías se leen, Pedro, se murmuran, se recitan, se copian, están cuadriculando
el país como hilos de plata y de fuego.
Pedro mira el vacío y sonríe. Los carritos metálicos de la cola se
impacientan. ¡Eh, qué le pasa! ¡Oiga, que yo no tengo tiempo! ¡Atiende o no,
diga! Pedro sigue las evoluciones aéreas de la cuadriga parnasiana. Alguien
avisa a un superior y éste llega pálido suponiendo que se trata de una
epilepsia, pero no, encuentra a Pedro atendiendo nuevamente en forma normal,
aceitunas, galletitas, chocolate, recibe dinero, entrega el vuelto, que pase el
siguiente, arvejas, salchichas, su rostro está iluminado por una extraña
sonrisa, es cierto, pero no justifica la alarma. ¿Le ocurre algo, Pedro? Pedro
lo mira, su expresión exulta regocijo, se ve que le gusta el trabajo piensa el
superior, se rasca la nuca, mira con desprecio al cadete que le llevó la
catastrófica denuncia y regresa a su oficina.
Por fin termina la jornada, marca el reloj, cuelga el guardapolvo
gris, empuja a la gente que se agolpa en la vereda, no se detiene ante el
semáforo, no oye el silbato ni las voces ni el rumor bravío de la multitud y
enfila directamente hacia la parada del colectivo, total ya no necesita
mendigar trabajo para su querida Mónica, clava la punta del zapato entre los otros
zapatos amontonados sobre el estribo, empuja con fuerza de león y se siente
transportado por la fabulosa cuadriga. El viento azota sus cabellos y le frota
rudamente la cara, es el viento de las alturas mitológicas, de la dorada
trascendencia, de las visiones incomprensibles que gobiernan la creación.
Gira la llave e ingresa en la penumbra. Sobre la mesa luce una carta.
Reconoce el membrete azul del ángulo inferior: es de la editorial. Rompe el
sobre con nerviosismo y saca la hoja. Le ofrecen publicarle otro libro: sus
poesías de amor y de veneno gozan de creciente demanda. Corre al dormitorio.
Su musa, también feliz, también transpirada —ya agónica—, realiza un
gran esfuerzo para leer todos los renglones: con esto ha culminado su misión en
la Tierra. Ha sido la inspiradora del libro que convertirá a Pedro en el mejor
referente de esta época y lugar, y que mantendrá su resonancia por años, tal
vez décadas. Mónica ha sido para él una mezcla potente de lodo y cielo, su
pedestre realidad insoportable entretejida a un amor profundo le hizo brotar
fantasías y palabras maravillosas; el nuevo y decisivo libro que ahora
publicarán con entusiasmo le brinda a Mónica, por fin, una tranquilidad que ya
no es de este mundo. Sus ojos vegetales quedan entonces fijos en el aire:
contemplan la cuadriga plateada que ha venido en su busca para devolverla a los
campos del Parnaso.
1
S
|
i tuviera que dedicar esta historia, no encontraría mejor destinatario
que el maestro Domenico Puccarelli, su protagonista. Lo encontré hace poco en
la Sociedad Italiana de Río Cuarto por mera casualidad. El 19 de septiembre se
celebró el primer centenario de la institución con un banquete y llegué tarde
comprimiendo contra el pecho la pila de libros que acababa de recuperar (mis
amigos los arrancan gozosos de mi biblioteca y olvidan devolverlos). Los dejé
en el guardarropas vacío: el aliento precoz de la primavera hacía innecesarios
tapados y sobretodos. Ingresé en el salón repleto de gente. Un miembro de la
comisión de festejos me guió entre las sillas apretujadas y el regocijante
barullo hasta un rincón que permanecía milagrosamente desocupado.
El excelente vino, la abundante comida y el desopilante show borraron
de mi conciencia la hora, el día y también los libros. De manera que a la
mañana siguiente —frisaban las once—, enojado por haber olvidado los libros y
tener que perder más tiempo yendo a buscarlos, subí otra vez los peldaños
breves que conducían a la puerta que vio pasar tantos invitados. El hall
resplandecía tras la fregada matinal con agua y detergente. Un silencio
profundo —compensación violenta de la algazara que había trepidado casi toda la
noche— parecía brotar de los espejeantes mármoles que recubrían los muros, como
si el edificio se hubiera transformado en un cenotafio. Me dirigí a la
secretaría administrativa y acerqué mis nudillos al cristal. Dudé unos segundos
antes de atreverme a quebrar la tersura del silencio. Oí mis golpes, cortos,
bien timbrados. Nada. Giré el pomo y escruté la habitación tapizada de
vitrinas. Sólo necesitaba que alguien abriera el guardarropas para poder
llevarme los libros. Una puerta plegadiza de varios metros cerraba el acceso al
salón principal. Quizá allí hubiera algún ser vivo. Accioné el picaporte y
¡estalló la música! ¿Había movido el botón de un aparato invisible? La escala
cromática se desgranó veloz hacia los agudos y retornó con brillo parejo hacia
los graves para bifurcarse luego y volver a reunirse en una iridiscente
producción de sonidos.
Entré y vi que muy lejos, al final de la inmensa sala vacía, sobre la
tarima donde funcionó la orquesta, un anciano en camisa se encorvaba sobre el
teclado. No podía sospechar que ese hombre marchito y sucio era nada menos que
el otrora famoso Domenico Puccarelli.
Los sonidos rodaban por la bruñida pista de mosaicos y se
arremolinaban hacia el altísimo cielo raso ornado con molduras. En un rincón se
amontonaban sillas, tablones y caballetes. Me acerqué con curiosidad.
El músico era alto y flaco; su calva lustrosa terminaba en una mata de
pelos grises que se enredaban sobre la nuca. La piel arrugada, sobrante,
vibraba como si la estuvieran golpeando por dentro. Usaba gruesos anteojos de
miope. Se había arremangado hasta los codos y en sus zapatos se notaban manchas
de cal.
Caminé evitando su mirada y me instalé, con las manos en los
bolsillos, a escasos metros. Había empezado a ejecutar el Clave bien temperado de memoria. Tocaba con
exactitud, como una máquina, destacando con absoluto dominio del contrapunto la
voz primordial. Observé la humedad de sus axilas, el vello de sus antebrazos
tendinosos. Al finalizar la tercera Fuga se quitó los pesados anteojos. Extrajo
un pañuelo abollonado y se secó la cara.
Carraspeé.
—Disculpe, ¿hay alguien de la gerencia, o de maestranza?
Se sobresaltó. Calzó con apuro las gafas.
—No... sé —su voz delataba inseguridad, retracción, como si hubiera
sido descubierto con las manos en el delito.
—Hace rato que inspecciono —dije—, todo está vacío. Aunque anoche hubo
fiesta; no pueden desaparecer los porteros, o los que limpian.
—Sí, claro —guardó lentamente el pañuelo en su descolorido pantalón,
como si fuese un arma.
—Por lo menos tuve el placer de escucharlo —dije para demostrarle que
yo era inofensivo.
—Oh... ¡gracias!
—Ejecuta muy bien a Bach.
Contrajo las fláccidas mejillas con súbita vergüenza. Su nariz volvió
a exudar gotitas entre los pelos que oscurecían el dorso. Necesitaba
disculparse.
—No es para tanto.
—Supongo que alguien le abrió la puerta —yo necesitaba acceder a ese
maldito guardarropas.
—¡Sí! —exclamó como si lo hubiera acusado de violar un domicilio—. Me
abrió el portero. Tengo permiso, ¿sabe?; puedo tocar un par de horas, todos los
días. Excepto los domingos.
—¿Dónde se ha metido el portero, entonces?
—¿Quién? —preguntó azorado.
—Bueno, no se preocupe —el músico debía de estar arteriosclerótico y
se paró, como si de repente hubiera tomado conciencia de haberme faltado el
respeto o algún absurdo por el estilo. Su larga osamenta habría sostenido un
cuerpo más relleno: le colgaban flaccideces en las caderas, en la reseca
papada. Sus pantalones eran demasiado anchos (además de descoloridos) y un
extremo desflecado de la camisa le caía por afuera—. No se preocupe —insistí—,
ya me arreglaré.
Movió la cabeza en signo de conformidad. O sumisión. Y retornó al
taburete.
—Adiós, maestro —lo saludé caminando hacia la salida.
El pianista permaneció boquiabierto, las manos con pecas apoyadas
sobre las rodillas, los anteojos resbalando por la ensilladura brillante de su
nariz punteada de barros. Abandoné el salón. Entonces volvió a tocar, apretando
el pedal de la sordina.
Vi al portero que venía a mi encuentro arreglándose la bragueta. Sacó
un espeso manojo de llaves y realizó una ágil selección. En el guardarropas con
olor a encierro encontré mis libros tal como los había dejado.
—Gracias.
—Por nada.
Los sonidos enhebraban una conmovedora
tristeza de Schumann. Fruncí el ceño.
—¿Quién es?
—¿El pianista?
—Sí.
Encogió los hombros.
—Hace una semana que viene por unas horas; el presidente le dio una
autorización.
—Pero... ¿quién es, cómo se llama?
—Pucante, o Pucanti, algo así.
2
Tardé un mes en descubrir que el tal Pucante era nada menos que el
otrora célebre Domenico Puccarelli. Se lo había considerado uno de los mejores
docentes de la interpretación pianística. Sus alumnos llegaron a formar una
élite. Era necesario atravesar una verdadera carrera de obstáculos para acceder
a sus lecciones. No es extraño que quienes no frecuentan los ambientes
musicales tengan dificultad en comprender la gravitación y el magnetismo que
puede llegar a ejercer un auténtico forjador de talentos. Yo estuve ligado a su
influjo de manera indirecta, y su nombre no dejó de emocionarme a pesar del
tiempo y las circunstancias. Hace más de veinticinco años que leí su Tratado de la moderna ejecución pianística (leer es un decir: mastiqué, subrayé, memoricé). Aún lo conservo,
bastante ajado, con los signos de mi voracidad. Sigue siendo un libro
deslumbrante. Es breve, de apenas 115 páginas. Lo escribió cediendo a las exigencias
de los que —por falta de horas— no podían recibir su enseñanza personal. En un
ambiente proclive a las mitificaciones y la charlatanería, la obra de
Puccarelli sobresalía por su sobriedad, rigor y claridad. Confieso que debo a
las transparentes enseñanzas de ese libro mi súbita comprensión de la
literatura pianística y un notable mejoramiento de la ejecución. El texto
revelaba sus condiciones de pedagogo y su generosidad asombrosa: regalaba los
secretos de una técnica que los artistas de antaño guardaban con celo y que no
transferían ni siquiera antes de hundirse en la tumba. Domenico Puccarelli, en
cambio, los obsequiaba a cada alumno, los mostraba una y diez veces, los
repetía hasta el agotamiento. Y cuando el alumno revelaba condiciones, se decía
que el maestro recurría a sus facultades extrasensoriales permaneciendo en la
cabeza del estudiante más allá de los límites de la lección, repitiéndole las
normas del toque ligatissimo y las sutilezas del relevo de una mano por otra o el modo de atacar
una sucesión de acordes y resolver los grupetos. Domenico Puccarelli absorbía al discípulo hasta metamorfosearlo en una
voluntad concentrada en el objetivo de una interpretación impecable. Un siglo
atrás se creía que el milagro del virtuosismo se producía merced a la
intervención del demonio: el cadáver de Paganini tuvo que penar en humillante
vagabundeo hasta que obtuvo la cristiana sepultura. Entonces no se lograban
entender ciertos trucos de la técnica, la importancia de la relajación muscular
y la concentración mental, ni el uso de las facultades parapsicológicas en la
creación artística (tengo mis reservas con la parapsicología, pero en este caso
no la puedo marginar).
El maestro enseñaba en su departamento de la calle Maipú. No tenía
secretaria ni hacía publicidad. No otorgaba certificados. Se resistía a los
reportajes. Cobraba poco y trabajaba mucho. No comercializaba su arte. Dividía
la jornada en once horas, tres para él (tocar, estudiar, escribir) y el resto
para sus alumnos. Con sus reducidos ingresos podía satisfacer a Sofía y educar
a su hijo Eduardo, quien, lamentablemente, no revelaba inclinaciones musicales.
Recuerdo que hace veinticinco años, en un día de julio, realicé un
fervoroso peregrinaje hasta el edificio gris, antiguo, de ocho pisos y balcones
salientes, redondos, del profesor. Había leído su Tratado. En el cuarto piso
enseñaba el dios. Asumí el tímido rol de un ignorado Schubert que se
desesperaba por visitar a Beethoven, pero del que sólo alcanzó a percibir su
sombra proyectada contra los vidrios. Me quedé una hora apoyado contra la pared
de enfrente, soportando el frío, los brazos sobre el pecho y la cabeza
levantada, fija en la ventana precisa, remotamente esperanzado en que se
abriría, y la grandiosa cabeza de Puccarelli se asomaría al balcón. Algunos
sonidos provenían de lejos, con excesiva liviandad. Era inútil solicitarle una
entrevista, ni siquiera preguntarle sobre la posibilidad de obtener algunas
lecciones. Sólo aceptaba el contacto postal. Circulaba el rumor de que para
escoger a sus nuevos discípulos se basaba, más que en los antecedentes, en la
escritura: era un grafólogo tan hábil que, cuando el candidato recibía la
respuesta con la fecha para dar examen de ingreso, podía considerarse aprobado.
Le escribí en dos oportunidades adjuntando la recomendación de mi maestro.
Contestó con alguna tardanza, pero contestó. Sin haberme escuchado jamás,
opinaba que aún no obtendría beneficio de sus lecciones particulares y
aconsejaba que, mientras tanto, ejecutara más seguido ante el público e
incrementara mis ejercicios de relajación.
Conocía una sola versión de su rostro, que solía aparecer en la
cartulina brillante de algún programa de concierto ofrecido por sus alumnos.
Toma de medio perfil, vestido con un frac que alquiló sólo para sacarse la foto
(entre sus excentricidades figuraba el desprecio por la etiqueta). Lucía rasgos
beethovenianos. Su nariz breve y ancha, su mentón también ancho, contrastaban
con la frente alta, lunar, indicadora de una progresiva calvicie. Sus ojos de
carbón encendido, no revelaban ternura, ni inspiración, ni alegría, ni
optimismo, sino la dureza de la disciplina: eran diamantes que recortaban
pianistas perfectos. Apenas salió a la venta su Tratado de la moderna ejecución pianística —que deglutí como un poseso— le escribí por tercera vez. Ya no
contestó: sobrevino la declinación de su estrella.
3
Basta hacer un poco de memoria para recordar las
fotografías de las tres familias en duelo, las desgarrantes declaraciones de su
hijo Eduardo, los desvanecimientos de Sofía, su abnegada mujer. Los que nos
interesamos por la vida musical del país quedamos doblemente trastornados: de
una parte el derrumbe de Puccarelli y de la otra el espeluznante fin de la
promisoria Marta Durán, su discípula.
Dos años antes Marta Durán había comenzado a recibir lecciones de
perfeccionamiento. Hasta entonces sólo había tocado ante las mesas examinadoras
de un modesto conservatorio de Villa María. Por sugerencia de una concertista
que ofreció un recital en la ciudad le escribió de puño y letra, sin mayores
esperanzas. En menos de quince días llegó la respuesta con la precisión de
fecha y hora en que la recibiría el maestro. Las albricias se desparramaron por
el centro, los barrios y hasta las chacras de los alrededores. Marta, que
recién cumplía los diecinueve años y observaba una conducta retraída, casi
insociable, viajó a Buenos Aires acompañada por su madre. Ocurrió lo previsto:
Puccarelli había detectado su talento mediante la grafología y no necesitó
oírla más de quince minutos para descolgar su pontifical veredicto.
Lo que pasó después se integró al collar de la vida y milagros que
orla a cada artista. La comidilla, el chisme, el asombro, la envidia, la
identificación. En un semanario de Villa María le publicaron a Marta Durán una
foto con la cabeza inclinada hacia la derecha y el cabello rubio derramado
sobre un hombro. “Joven valor local triunfa en Buenos Aires”, proclamaba el
título. La nota describía la fina labor docente del maestro Puccarelli,
enumeraba algunos pianistas de renombre que habían sido sus discípulos y
destacaba el éxito que implicaba haber sido aceptada en el calificado cenáculo.
“Trampolinizada hacia la gloria”, afirmó la nota del siguiente número, con
detalles de la primera clase que el periodista hubo de arrancar con tirabuzón a
la silenciosa “modosa y humilde” Marta.
Todos los jueves a las veintidós y treinta subía a un ómnibus de la
empresa Chevallier y amanecía en la Capital Federal. Se alojaba en lo de su tía
Betty —rentista y solterona—, que vivía en un departamento frente al Parque
Centenario.
Desayunaba, recogía los libros de música y enfilaba hacia la calle
Maipú. A las once menos diez llegaba al venerado edificio, penetraba en el
ascensor antiguo asegurado con una malla de arabescos y apretaba el botón
número cuatro. Sofía Puccarelli solía abrirle la puerta e indicarle un asiento
de gastado terciopelo en la sala de espera dominada por el oro y la púrpura. De
una alta puerta con visillos color crema, prolijamente burleteada, provenían
sonidos apagados. La música solía interrumpirse de manera abrupta, como si un
hacha la cortara sin respeto en cualquier tramo del compás. Luego se reanudaba
repitiendo una cadencia o una sucesión de acordes o trémolos fuera de contexto,
de una manera obstinada, neurotizante, como si fuera un disco rayado. Y otra
vez el hacha, el silencio. Marta contemplaba los retratos de Busoni, Ravel,
Bartók, Satie, Dvorak, Respighi, Paderewski, con dedicatorias a Domenico
Puccarelli. Otra puerta se abría en forma violenta y pasaba, rumbo al ascensor,
un joven espigado de tez aceitunada y ojos insolentes; su hijo Eduardo. Volvían
a repetirse los fragmentos musicales. Y otra vez el hacha, la tensión del
silencio. Una mesita redonda, alta, cubierta con un mantel amarillo de largos
flecos sostenía una reproducción en yeso de Apolo. Se abría por fin la puerta
grande. Once en punto. Sale un joven de largos cabellos negros y piel muy
blanca, delgado, enfermizo. La saluda con un tímido movimiento de cabeza.
Marta levanta los libros y el bolso. El dios la espera. Se frota las
suelas en el felpudo. La sala de clase no tiene alfombras que aspiren los
sonidos; no tiene casi decorados; sólo un amplio ventanal herméticamente
clausurado para evitar los ruidos de la calle. Dos pianos se enfrentan como
brillantes lobos de mar. El maestro la mira con sus carbones encendidos, le
tiende la mano, le pregunta si ha estudiado las lecciones, si ha realizado los
ejercicios para fortalecer la memoria, y los ejercicios de concentración, y los
ejercicios de relajación. La invita a sentarse en el taburete. Él se repantiga
en su sillón de cuero bordó. Marta recuerda los pasos como en un ritual
religioso: tranquilizarse, distenderse, ablandar todos los músculos (desde la
frente hasta los tobillos) y fijar su atención en la imagen gráfico-musical de
la obra que ejecutará primero. El maestro ha enfatizado que tiene paciencia y
aguardará todo el tiempo que ella necesite. Pero una vez iniciada la música, le
estará prohibido cometer errores. En el último tercio de la clase tocará los
fragmentos vulnerables, tantas veces como requiera su cabal dominio. Marta se
afloja concentrándose en cada porción de cuerpo, los ojos depositados con
indiferencia en el encordado del instrumento. Su cabello de bronce se reproduce
en el espejo de la tapa levantada. Sus dedos largos, sensibles, empiezan a
acariciar el fresco marfil de las teclas. Gira lentamente la mirada a lo largo
de la pared desnuda hasta el sillón bordó.
—¿Lista?... Bien. Adelante.
Esa noche, también a las veintidós y treinta, subía a otro ómnibus de
la empresa Chevallier rumbo a Villa María. Al cabo de dos meses su madre dejó
de acompañarla. Y al cabo de otros cuatro ya permanecía alternativamente una
semana en Buenos Aires y otra en su casa. Desde que fue “trampolinizada hacia
la gloria” había adelgazado en forma notable. Su enérgica tía Betty hizo
aceitar los pedales del piano vertical que había pertenecido a la abuela y
cambió varios martillos para elevar las cualidades del instrumento debido a las
exigencias de Marta.
Tía Betty fue la primera en animarse a criticar algunas
particularidades del método aplicado por Puccarelli. El maestro insistía tanto
en la concentración, que la pobre Martita llegaba a quedarse abstraída durante
horas, como una estatua, como el Apolo inmutable de la salita de espera. Y si
no la arrancaba de su introversión, se salteaba las comidas como si tal cosa.
Esto no es bueno, escribió a Villa María, pero su carta causó más disgusto que
advertencia.
Domenico Puccarelli confió a un periodista que Marta Durán tenía asegurado
un futuro descollante. Llegó a decir que sus interpretaciones no sólo eran
ajustadas, sino insuperables; reflejaban un talento poderoso. Al año siguiente
propuso dictarle dos horas por semana, distinción excepcional que certificaba
sus condiciones. En Villa María se comentó el caso en la intendencia, el
Rotary, los Leones, y se dispuso crear una beca para solventar sus gastos. A
través de “Martita” Villa María lograría pronto resonancia mundial. Sus padres
eran agasajados y mimados, incluso por el gerente del Banco Nación, que les
había negado un crédito para pagar los estudios de su hija y ahora se frotaba
las meninges para arbitrar alguna otra forma de ayuda.
Puccarelli sostenía que se debe estudiar poco tiempo cada vez, pero
con gran concentración. Marta Durán, que había logrado un altísimo nivel, podía
darse el gusto de estudiar más horas que las recomendables. Casi no hablaba;
llegó a descuidar su arreglo. Pero se sentaba a tocar desde la mañana hasta la
noche. ¡Pará, nena! —exclamaba su tía atontada por escalas y acordes—. ¡El
piano está que hierve! Marta sólo escuchaba sus propios sonidos y la voz
continua, ubicua, incansable, del maestro. El maestro se le metió en la sesera
—escribió a Villa María—, hasta le habla cuando duerme. En una ocasión Marta
fue trabada por un pasaje difícil; lo repitió como obsesa cincuenta o cien
veces, primero lentamente, como pisando en puntas de pie, y luego con más
velocidad. Betty permaneció tras ella, contemplando el milagro de la progresiva
transmutación del fragmento engorroso en un torrente fulgurante. Marta ni se
percató de la testigo. Tocaba de memoria —había fijado previamente la imagen
gráfico-musical, como indicaba el maestro— y hablaba. Hablaba con dos tonos de
voz, uno correspondía al suyo (tierno, sumiso) y el otro al maestro (firme,
autoritario). Con esta última voz reprendió a su mano izquierda, que no
desgranaba una escala de modo absolutamente parejo. Tía Betty ya tenía la
enojosa sensación de que en su departamento no habitaban dos personas (ella y su
sobrina), sino tres (Domenico Puccarelli). Más adelante su inquietud aumentó,
al leer en una revista que el famoso profesor no sólo manejaba la grafología,
sino que había realizado cursos de telepatía y telequinesia.
Debe de usar algún procedimiento fuera de lo común —conjeturó en otra
carta—; así se explica que sus lecciones sean tan disputadas. Y yo lo estoy
comprobando en Martita: desde el año pasado parece vivir en trance. No sé si se
justifica tamaño sacrificio para llegar a la gloria.
Una comisión de notables de Villa María decidió organizar “el”
concierto de Marta Durán, adelantándose a la serie de recitales que comenzaría
a desarrollar cuando finalizara su mentado curso. Se sabía ya de ofrecimientos
en el exterior y habían trascendido comentarios de algunos críticos.
Consideraban que por ser hija de la ciudad era justo que desde allí arrancara
su periplo. Elevaron la propuesta a las autoridades correspondientes obteniendo
un eco desusado. Fueron entonces a conversar con los padres de Marta. Haremos una
publicidad masiva —dijeron—, se cursarán invitaciones desde la Secretaría de
Cultura de la Nación para abajo, asistirá el “tout” Villa María, sus
alrededores, vendrán críticos y admiradores desde Rosario, Córdoba y Buenos
Aires, inclusive el maestro Puccarelli (huésped de honor) y sus mejores
alumnos. Los padres transpiraban de gozo. Y apenas recibieron a la nena en la
estación de ómnibus le contaron la noticia. Marta, ojerosa por el viaje y el
ritmo de estudio, se limitó a escuchar, colgó su ropa, acomodó las partituras,
se quedó media hora ante el espejo y después manifestó que para obtener un buen
ligado es preciso dejar correr los dedos muy próximos a las teclas y que ningún
mordente sale bien cuando se lo ataca con una contracción del antebrazo. Parece
embrujada —murmuró el padre—. La pobre se exige demasiado —lamentó su madre.
La comisión de notables aprovechó la transitoria presencia de la
artista para “ofrecerle” el concierto y fueron ingresando de a uno en la casa
de techos altos y ventanas con rejas. Ella los aguardaba en la sala de recibo.
Todos la conocían desde que era chiquita así, uno recordó haberle comprado
chocolatines cuando no quería entrar al jardín de infantes, otro aseguró que
hace diez años pasó por la vereda y se quedó escuchándola a través de la
ventana y después fue corriendo a decirle a su mujer que Martita sería una
concertista internacional (¡hace diez años! —recalcó—). La madre sirvió café;
no era necesario gastarse en presentaciones; tanto el padre Saldaño como el
doctor López Plaza como el señor Fuentes son figuras de altísima reputación. Y
amigos de la familia Durán. Martita es muy vergonzosa, ustedes la disculparán
—la madre se retorcía el crucifijo—, sólo pierde la timidez ante el piano. Está
más crecidita —dijo el doctor López Plaza—. Algo más delgada —observó el señor
Fuentes—. Más espiritual —reflexionó el padre Saldaño—. Mucho viaje, muchas
horas de trabajo, un poco más y finaliza el curso. ¡Y después vendrán las
giras! —exclamó López Plaza—: ¡Londres, París, Nueva York! Pero con descansos
—sonrió la madre—. Y bien, Martita —dijo el cura entrando en materia—, tu
ciudad quiere homenajearte con la organización de un concierto en el teatro.
¡Será una fiesta del espíritu! —interfirió López Plaza—. Suponemos que estarás
de acuerdo —prosiguió el cura—. ¡Lo damos por aceptado! —afirmó López Plaza
levantando su brazo vigoroso.
Marta, con los ojos fijos en su café, susurró que el toque ligatissimo
sobre una misma nota repetida se consigue dejando subir la tecla hasta unos
tres cuartos de su altura para que la nota siga sonando y luego se la bajará
nuevamente.
El doctor López Plaza enderezó su ancho tórax y se levantó para
abrazar a la artista que lograba centrar el universo en su pasión. ¡Sublime!
¡Excelso! El cura, más suspicaz, entró a sospechar algo raro y lo confió a la
oreja del señor Fuentes. Martita seguía hablando: es preciso convertir el
cuerpo en pentagrama y concentrar todas las notas en él; el pentagrama tiene
vida, entonces, y arde. López Plaza se entusiasmó con la metáfora: no sólo era
una pianista sino una artista universal, como los verdaderos genios. El
pentagrama arde y la música es perfecta —repitió Marta cuando se retiraron.
El doctor López Plaza se disgustó con la comisión de notables porque
se negaron —primera vez en la vida que le negaban algo— a que pronunciara un
discurso de presentación antes del concierto. Iba a ser uno de sus discursos
más inspirados porque enlazaba el arte de la música con el de la poesía. En los
conciertos internacionales no hay discursos —le explicaron reiterada e
inútilmente—, en el programa se incluye una nota biográfica sobria, nada más.
López Plaza transmitió su pesar a los padres de Martita, porque —dijo— en
última instancia la que se perjudicará será ella; lo lamentaba tanto. Pero los
padres ya no se interesaron por el concierto como en un principio, aunque la
publicidad inundaba los diarios y las calles como una creciente. Martita estaba
rara, era otra persona. Las cartas de Betty nos estuvieron advirtiendo —lloraba
su madre— y nosotros las rompíamos diciendo que era una envidiosa histérica.
Por apasionante que sea su vocación, no es lógico que a su edad se aísle del
mundo, ni que escuche sólo la voz de su maestro
como única voz humana. Parece lela. Será famosa, sí, pero no será tu hija, a tu
hija no la encuentro, repetía Betty.
López Plaza dijo que la aleación de la música y la poesía era tan
deflagrante como una bomba. Y se produjo la deflagración. Pero no por obra de
su altisonante discurso, sino por la locura de Marta Durán. Ocurrió pocos días
antes del concierto, los habitantes de Villa María aún lo deben recordar como
un fogonazo. Las entradas vendidas, adhesión de autoridades, reservas completas
en hoteles y pensiones, compromisos de periodistas y críticos musicales,
espacios alusivos en radio y televisión. El acontecimiento de la década, o de
la centuria. Marta Durán se hallaba en Buenos Aires, de donde llegaría
acompañada por su ínclito maestro. Y se produjo la inverosímil deflagración,
los titulares que quitan el aliento. Corridas. Comentarios. Conjeturas. Bronca.
“Artista frustrada en el umbral de la gloria.” Ayer —la noticia se expandió
como una tormenta—, al regresar de su clase, Marta Durán siguió refiriéndose a
un fantástico pentagrama de fuego. Marta se encerró en el baño, roció sus ropas
con querosén y se convirtió en hoguera. Ardió como un bonzo. Cuando su tía, con
la ayuda de convulsionados vecinos, logró derribar la puerta, fue espantada por
la visión de un enorme caracol carbonizado. Asistencia médica inútil. La llaga
supurante aguantó diez horas.
En Villa María tuvo lugar el entierro, el más triste y enojado de toda
una generación. Brotaron murmuraciones, acusaciones, sentimientos de rebelión.
La carroza tapada de coronas atravesó las calles empapeladas con los afiches del
concierto. El padre Saldaño ofició ante el panteón familiar y
el doctor López Plaza pronunció su discurso, exento de música y poesía, lleno
de rabia y desaliento.
4
Domenico Puccarelli fue interrogado, juzgado y hallado culpable. Al
crimen de Marta Durán se añadió el de otros discípulos que también habían
muerto en forma inexplicable. Varios testimonios —uno decisivo— determinaron la
condena. Su ambición de incorporarse en la sensibilidad y la inteligencia de
sus alumnos resultó trágica.
El período de cárcel lo alejó de la enseñanza. Enmudeció el cuarto de
la calle Maipú. Fue retrayéndose la venta y exhibición de su Tratado. Sofía agotó los magros
ahorros y finalmente tuvo que vender, llorando, uno de los suntuosos pianos. Su
hijo, destrozado por el juicio, tumefacto de culpas, insomne, desapareció de
Buenos Aires.
Guardé su Tratado en un rincón poco visible de mi biblioteca, influenciado por el clima
de bochorno que anegó el predio musical. Sus enseñanzas no me abandonaron
nunca. Pero yo abandoné a Domenico Puccarelli. Lo abandoné a su pringosa suerte
sin averiguar mucho, sin hacer nada. Lo abandoné como sus discípulos personales
que tenían tanta deuda de gratitud. No escribí una miserable carta de protesta,
no propuse ni una simbólica movilización. Me limité a comentar —e
indirectamente gozar, como cualquier chismoso— las anécdotas alucinantes que
hiperbolizaban sus delitos. Y cuando al término de algunos meses ya no se habló
más de él, me sentí feliz —privilegiada y egoístamente feliz— de poseer su valioso
Tratado que la gazmoñería
general fue marginando de las vidrieras y mesas de exhibición hasta dejarlo
desaparecer entre los escombros.
Domenico Puccarelli caminó un sendero turbulento. La tragedia de Marta
Durán —que le revolvería el cerebro y las vísceras durante lustros— fue el
siniestro pórtico, no el fin. Fue la boca de un pozo infernal, no el pozo
mismo. El encierro le cuarteó el alma. Decían sus guardianes que, merced a sus
facultades telepáticas, se comunicaba con el exterior, escuchaba conciertos o
influía sobre los ejecutantes. Pero en realidad construía sonidos e imágenes
gráfico-musicales en las grietas de los muros.
Su calidad pedagógica fue desvalorizada. Los genios no se hacen
—decían criticándolo—: él no convertía a un mediocre en un virtuoso, sino que
buscaba al virtuoso, lo atraía a su lado y mejoraba algunos detalles de técnica
interpretativa. Su gran habilidad fue crearse un halo mítico que agrandó con su
método personal, su fingida modestia, la selección por carta, el uso de la
grafología.
Marta Durán se suicidó para no salir de la música. Ella se consideró
un pentagrama destinado a arder. Cada nota vive, cada nota quema como un
cuchillo al rojo. La culpa de Puccarelli, se afirmó entonces, fue darle la
imagen e impulsarle el delirio. La música es total —sostenía—, y se construye
sobre el cuerpo. El cuerpo es como el pentagrama —decía a sus alumnos—: la
cabeza y las cuatro extremidades forman cinco líneas que reciben y emiten los
sonidos del universo. En los discípulos predispuestos prendía la semilla. Su
riqueza mental los elevaba de las zarzas terrenales. Y podían convertirse en
pentagramas latientes; llevaban la música adentro, en el sueño y la vigilia, en
la casa y la lección. Puccarelli los estimulaba, entusiasmado, divertido.
Exageración de la exigencia. Útil en los normales, peligroso en los
fronterizos. Pero él no rechazaba a los fronterizos, los prefería. El arte
avanza entre la razón y la locura. Marta roció su cuerpo (su pentagrama),
aguardando con felicidad que se desencadenara la música más luminosa. Por sus
brazos y sus piernas y su excitada cabeza corrieron las notas de la maravilla
como triangulitos blancos, celestes, anaranjados, transformándose en una
refulgente orquesta cuya vibración se dilató al confín de la galaxia.
El maestro sufrió la rémora del tiempo —lento como las edades
geológicas—. La ingratitud. El olvido. En la lobreguez de su desdicha solía
resucitar el pelo largo de la muchacha, que de pronto estallaba en antorcha. Y
el proceso alucinante, y las acusaciones absurdas, y los otros dos discípulos
muertos en un accidente que no se aceptaba como accidente. Villa María en
armas. La ciénaga donde cada alegato era como un nuevo lastre que lo hundía
más.
Su nombre y su obra se evaporaron.
Desde la alta claraboya descendían hasta su catre cinco alambres
fosforescentes. Y por ellos correteaban infinidad de triangulitos livianos,
idénticos a gnomos. Brincaban, se cruzaban, rodaban en cabriolas, mezclaban sus
colores, se ponían en fila para hacer una reverencia, armaban impromptus y sonatas. Fueron su
única, ardiente compañía.
5
Un mes más tarde regresé con sigilo al vasto salón de la Sociedad
Italiana. Domenico Puccarelli, el otrora disputado maestro de los virtuosos,
estaba por fin a mi alcance. Un cuarto de siglo antes había ansiando verle la
cara, y ahora lo tenía de cuerpo entero para mí solo. Podía ser un espejismo;
yo había venido en busca de libros olvidados, me dijeron que se llamaba Pucante
o Pucanti y unas semanas después había vuelto sacudido por el descubrimiento de
su identidad. Mis devaneos juveniles (aún vivos) y las culpas por mi desidia
(aún enérgicas) se acordonaron. Sentí la emoción de un niño, como si me fuera
dado el privilegio de ver corporizado a un héroe de leyenda.
En el lejano fondo, escudado por sus gafas redondas, extraía chorros
de cromatismos. Estaba igual que un mes atrás: sucio, tembloroso, la camisa
arremangada, los zapatos abiertos y sin lustrar, los pantalones embolsados. La
música anestesiaba sus heridas, las heridas que lo habían convertido en un
pobre diablo.
Sentí mucha lástima. Lástima que llegaba al miedo. Paró de golpe y me
miró con ojos extraviados por encima de las grotescas gafas que insistían en
resbalar por la nariz. El mentón ancho, la frente lunar extendida en lustrosa
calvicie, los dedos largos llenos de pecas. Trepé a la tarima. Me nublaba el
enternecimiento. Quería palmear su hombro, tocar su mano, confirmar la
presencia de quien podía ser un fantasma. Se estremeció, como si lo asustara la
perspectiva de reingresar en la malla cruel de los afectos.
—Maestro: usted me enseñó a producir un arpegio regular, una escala
perlada, un buen ligado con notas repetidas. Lo leí en su Tratado, el mejor de
cuantos conocí en mi vida.
Abrió la boca desdentada. Aumentó su bochorno. No supo qué contestar.
Me conformé con permanecer a su lado, en silencio. Puccarelli también
quedó inmóvil, mirando las teclas, respirando con dificultad. Tenía los hombros
flacos, la piel del cuello formaba pliegues oscuros. De su camisa transpirada
subía un olor a viejo y a humillación.
En el alto techo resplandecían las molduras barrocas. Era un cenotafio
donde ya moraba el cadáver. El olvidado cadáver. Me dominaban ganas de
abrazarlo, de arrastrarlo hacia la luz, el parque, las flores, de presentarlo a
la prensa, de acometer su rehabilitación. Pero él adhería las huesudas manos a
sus rodillas y se negaba a salir, hablar, tocar. Cabizbajo, indefenso,
resignado, tan sólo reclamaba quedarse solo.
Descendí de la tarima y fui retrocediendo hacia la calle. Lo miré
segundo a segundo, aprehendía su imagen como antaño había aprehendido sus
enseñanzas. Traspuse la puerta corrediza, vencido por una creciente amargura.
Al menos, respetaba su voluntad, me dije.
El portero sacó su manojo de llaves, dispuesto a brindarme algún otro
servicio. Pero yo crucé reverencialmente mis labios con el índice porque el
aire del mundo se llenaba otra vez de sonidos maravillosos: escuche, dije, ha
vuelto a tocar.
D
|
ecidí
visitar la residencia abandonada donde se produjeron esas uniones fantásticas.
Era el conmovedor testimonio de la historia que acababan de referirme. Crucé el
viejo puente sobre el Río Cuarto y avancé por una de las calles que se alejan de la Plaza San Martín. En efecto, sobre
una modesta loma existía aún la mansión abandonada quince años atrás. Era el
ilusorio, increíble templo.
No la había advertido antes, como si hubiese podido mantener durante
tantos años una necesaria invisibilidad. Traspuse la verja de hierro y el breve
jardín usurpado por una vegetación belicosa. Las paredes aún conservaban el
tizne del incendio final. Algunas celosías colgaban como párpados quemados,
dejando al desnudo ventanas rotas. Y en lo alto de la casa se erguía la torre
hosca y alucinante, injertada como un dedo ciclópeo que apuntaba hacia las
nubes.
Cuando Eduardo Gatti la mandó construir nadie conocía su avasallante
pasión por las relaciones entre seres divinos y mujeres mortales. Sus estudios
habían empezado como una excentricidad: acumulaba tratados, amuletos y leyendas.
Paulatinamente sus conversaciones fueron centrándose en esta obsesión. Obsesión
que pronto generó la idea de la torre y explica su destino singular.
La construcción del adefesio coincidió con el primer embarazo de su
mujer. Algunos la interpretaron como el cumplimiento de una promesa, porque
Isabel era muy devota. Durante varios años habían aguardado con ansiedad la
fructificación del matrimonio. Consultaron a especialistas en esterilidad y
también a gente piadosa. Y cuando ella por fin concibió, fue como si se hubiera
roto un maleficio: al primer hijo siguieron otros cuatro, sencilla y
regularmente.
Pero desde entonces Eduardo se aisló en laberintos mitológicos, como
si necesitara evadirse de la lisura y simplicidad de la pampa. Su padre, el
viejo Vicente Gatti, proveía dinero para todos; decían que, a su manera,
también había establecido buenas relaciones con el cielo y obtuvo a cambio
reales ventajas: buen sol y oportunas lluvias para cosechas y haciendas. El
mundo sobrenatural protegió a su familia de los conflictos derivados de la
lucha por la vida que debían enfrentar otros inmigrantes también llegados del
Piamonte. Eduardo podía dedicarse a los dioses y a su desopilante torre, Isabel
a la caridad y el afortunado patriarca Vicente a jugar con los nietos.
La torre caracterizó desde entonces la residencia.
—En Babilonia existía una parecida —explicaba Eduardo—, en cuya
cúspide funcionaba un templo. Allí estaba prohibida cualquier decoración:
solamente se habían instalado un lecho nupcial y una mesita labrada con
materiales preciosos. No podía ingresar persona o imagen alguna. Únicamente
vivía en ese templo una mujer, escogida entre las mujeres más hermosas de
Caldea. Durante la noche llegaba el Baal y dormía con la joven. Los sacerdotes
vigilaban el ingreso al templo para que la consorte del dios no fuera
mancillada por ningún mortal.
Ascendí con inocultable temor a la torre que Eduardo había mandado
erigir y que gustaba comparar con aquel templo de Babilonia. La escalinata
estaba derruida; sus peldaños carbonizados emitieron sonidos quejumbrosos ante
el contacto de mis suelas. Avancé con los ojos muy abiertos y las orejas
encendidas. Una espesa tela de araña sustituía la puerta que había devorado el
fuego. Descorrí ese tul etéreo y pegajoso e ingresé. La misteriosa torre era un
pequeño cuarto, un mirador totalmente vacío, como el de Babilonia. Por los
cuatro ventanales entraban listas de luz amarilla. Me detuve en el centro
evocando a Baal e imaginando la actitud de su consorte, que debía de haber sido
Isabel. Las ventanas acotaban trozos de Río Cuarto. Más lejos se divisaba el
tensado horizonte sobre el que se estaba produciendo un abrazo del cielo y la
tierra. Y me estremeció imaginarlo como la proyección gigantesca del otro
abrazo —carnal— que solía consumarse en las torres mitológicas.
Eduardo había nacido con una malformación de la vena porta. Lo habían
operado en su juventud, reoperado a los treinta años, y otra vez a los cuarenta
y uno. Un día trajeron al sanatorio a los niños, que miraron con terror los
cables de sueros y aparatos, a su padre inmóvil sobre la alta cama. Isabel los
acercó al lecho, casi empujándolos. Eduardo levantó un párpado, suspiró y,
finalmente, les regaló una sonrisa forzada. El viejo Gatti, aparentemente
vencido por la escena, se marchó desencajado.
—Nos cruzamos con Don Vicente en el vestíbulo —informó Ignacio, un
cura muy amigo de la familia.
El padre Ignacio, cuya parroquia se encontraba en una población
vecina, había desplegado sus mejores recursos para aportarles consuelo. Antes
solía pasar varios días por mes en la residencia, comiendo, pernoctando,
jugando con los niños y hasta los acompañaba a las reuniones sociales. Ahora
reclamaba la ayuda divina y urgía la eficacia terrestre. Pero no conseguía
gravitar sobre el enfermo: sus palabras católicas eran torcidas por Eduardo
hacia veredas paganas.
Eduardo lo había incorporado a su mundo mitológico: para él no era un
simple sacerdote de Cristo, sino de dioses más próximos y eficaces. Cuando una
vez el cura pretendió ejemplificar la ayuda celestial con la bíblica huida a
Egipto, el moribundo evocó otro Egipto.
—En Tebas —balbuceó— el dios Ammón tenía una consorte en su templo
destinada a satisfacerlo, y a esta consorte los sacerdotes debían proteger.
Pero a veces Ammón solía adoptar el aspecto del faraón reinante y la esposa del
dios, en este caso, era la misma reina. Los hijos que engendraba la reina,
entonces, pertenecían en verdad a Ammón por la carne y al rey —cuyo aspecto
había adoptado— por la legislación; todavía se conservan pinturas eróticas
sobre Ammón y su elegida, a veces la consorte del templo, a veces la reina.
El padre Ignacio lo escuchaba con respeto pero se ponía muy incómodo;
impartía una bendición y se alejaba perturbado.
El médico sospechó que Eduardo Gatti, mortificado por su crónica
enfermedad, se fue identificando con los personajes de mitos eróticos; que
arrastraba a su mujer hacia la extravagante torre cada vez que deseaba
poseerla. —Pero ya no podrá repetir la experiencia —murmuraba con lástima— La
palidez creciente de su piel, acrecentada por la última hemorragia, enrarecía
su rostro, lo convertía en un indescifrable jeroglífico. Su frente calcárea,
verdadero escudo de mármol, seguía ocultando con empecinamiento las razones de
su alienación. Y tal vez el presentimiento de su fin.
Descendí lentamente de la torre abandonada. El fuego que años después
había abrasado a la mansión dejó señales siniestras. La tragedia se desencadenó
cuando el hijo mayor de los cinco que tuvo Isabel, un muchacho que llevaba demasiados
años de inocencia y tan sólo una semana de lúcido martirio, decidió purificar
la casa tras ser cortajeado por el horrible descubrimiento. Había escuchado a
su propio padre enfermo contar la última versión sobre el sentido de la torre:
—En las islas Maldivas —repetía Eduardo—, cuando aún eran paganas,
solía aparecer un djin. Lo hacía regularmente,
encarnado en un barco vacío con las lámparas encendidas. Los nativos, asustados
por los daños atroces que amenazaba consumar, engalanaban a una doncella y la
conducían a un templo en forma de torre cuyas ventanas se abrían hacia el mar.
Cada vez que el djin retornaba de las profundidades oceánicas encarnado en un barco vacío,
debían repetir la ofrenda. Hasta que un piadoso beréber, recitando el Corán,
expulsó al djin.
El muchacho, luego de que las hemorragias agotaron a Eduardo, comprobó
que a la torre no subía su padre sino Baal, Ammón o un djin. Que la mujer —mortal
consorte del dios— era su madre, ciertamente, la devota Isabel, pero que el
dios mismo nunca era su padre. Y un rayo le partió la cabeza para hacerle
entender que él mismo pertenecía —como en el mito egipcio— al dios Ammón por la
carne y a Eduardo Gatti sólo por la legislación. Y como tenía ideas heréticas
acerca de los seres divinos, reclamó el favor de la noche y recitó una plegaria
profana, recordando al piadoso beréber. Desconoció los contratos celestes que a
su abuelo le reportaron magníficas cosechas, quebró un hormigón de enseñanzas
caritativas, unió reveladores mitos a su perplejidad. El combustible y un
fósforo explotaron en infierno.
Cuando las llamas rodearon la casa, el abuelo inconsolable rezó por
Eduardo finalmente muerto, por Isabel paralizada, por sus nietos despavoridos,
por el silencio que deberían guardar los vecinos acerca de la locura que
durante veinte años había dominado el interior de esa residencia. El viejo
patriarca sabía de la impotencia que afectaba a su hijo y del silencio que hubo
de guardar para que hubiera descendencia y la necesaria buena reputación.
También sabía de los niños que no le pertenecían sino al dios. El dios
encarnado que se llamaba Ammón, Baal o djin,
y que venia a la torre por horas o por días bajo el nombre de padre Ignacio.
L
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o odiaban por distraído. Su misma familia, que durante años se esmeró
en ocultar el defecto, acabó rindiéndose a la grotesca evidencia. Sebastián era
un distraído impenitente, patente, sorprendente. Incluso vidente. Escuché
discusiones sobre el desequilibrio que existiría entre su laxa conexión con el
mundo inmediato (que produce risas e iras, especialmente iras) y su vínculo con
otras dimensiones.
El apodo menos hiriente que le estamparon fue “arrogante”. No oye ni
ve lo que no le gusta —afirmaban—; y se desplaza por la ciudad como si todo
aquello que lo rodea fuera su dominio. Cuando por fin —¡oh sorpresa!— te dirige
la palabra, comprendes que de toda la saliva gastada en contarle cosas no le ha
llegado una sílaba. Los vocablos que más usa en una conversación terminan por
irritar al más paciente: ¿cómo?, ¿eh?, ¿qué?
Sin embargo, Sebastián no es arrogante ni agresivo. Es dulce.
Generoso. Tiene el rostro apacible. ¡Cómo no lo va a tener! —rugen sus
depredadores—: vive en la luna y se desentiende del mundo, de su familia y
hasta de sí mismo. Pero no es así —tartamudean sus defensores escasos—, le
gusta ayudar, aunque... —se desinflan y reconocen con tristeza— su ayuda no
sirve de mucho porque llega tarde o confunde el objetivo. Entonces —sonríen
triunfalmente los depredadores—, la única coherencia de Sebastián es que tanto
lo bueno como lo malo le salen siempre mal.
Los entendidos sostienen que sufre una curiosa malformación anatómica,
producto de un caos cromosómico que recién después de muerto podrían verificar.
Sus órganos de los sentidos están cruzados: con la vista oye, con los oídos ve,
con el gusto toca y con el olfato siente. Así se explicarían la obstinada
confusión que lo distingue (denigra) y muchas de sus contradictorias excusas.
Si alguien lo sorprende porque no escuchó una orden, se estremece y exclama no
vi... perdón, escuché. Y si lo insultan porque volteó una bandeja llena de
cristales, se conduele y dice no escuché... perdón, vi. Algunos llegan a pensar
que el entrecruzamiento monstruoso no se limita a los órganos sensoriales, sino
a su sueño y vigilia: se conduce igual que en el absurdo onírico y, en
compensación, posiblemente sueña con la lógica de los despiertos.
No me extenderé en los delirios que provoca la distracción de
Sebastián porque es más interesante conocerlo personalmente. Así pensé y me
propuse. Pero estoy desolado, ya es demasiado tarde: acaba de vivir la última
peripecia.
Que tu padre está mal, le gritaban y repetían a su oreja sorda hasta
que, tras varios minutos de seráfico vuelo por otros planetas, Sebastián
parpadeó. Que tu padre está en coma, pedazo de lagartija. Sebastián lanzó
entonces sus ineludibles vocablos ¿cómo?, ¿eh?, ¿qué?, dispuesto a enterarse de
algo que naturalmente ya sabía por alguno de los cables que atraviesan su
desordenado cerebro. Se puso de pie con la intención de hacer algo, dijo papá,
miró a los que lo rodeaban y volvió a sentarse. ¡Se fue!, suspiraron los
vecinos, se fue a la estratosfera. ¡Pero en qué estás pensando, zanahoria,
mientras se muere tu padre! ¿Cómo?, ¿eh?, parpadeó de nuevo, se paró otra vez y
fue al dormitorio de la agonía. Antes de entrar se desvió hacia el baño. Cuando
salió —necesidad satisfecha, ropa arreglada, tiempo transcurrido— retornó al
sofá. Le corrían lágrimas por las mejillas apacibles. Lágrimas y paz, una
contradicción insoportable para los vecinos: debería abatir el rostro,
mostrarse más compungido. Y, seguros del espíritu diabólico que intoxicaba su
sangre, lo arrancaron de la inoportuna comodidad y arrojaron junto al lecho
mortuorio, casi sobre el mismo muerto que apestaba a quemaduras.
El pobre Sebastián, poco después, enfundado en un traje serio y una
corbata seria pero con el nudo corrido, recibió el saludo de los que asistían
al velatorio. Ignoró la mayor parte del tiempo a quién daba la mano, por qué le
palmeaban el hombro y alguna mujer le hundía la cabeza en el pecho para ponerse
a sollozar. El escándalo sobrevino cuando la caravana llegó al cementerio y
comprobaron que Sebastián había desaparecido. Lo buscaron por entre los
panteones, a lo largo de esas callecitas lóbregas que conforman la ciudad de
los muertos, y concluyeron que había huido. Que cómo puede ser, que parece un
niño, que es una injuria al finado, que yo le rompería los huesos, que yo lo
pondría en el cajón. En fin, terminaron la ceremonia sin él y después se
enteraron de que en lugar de entrar en el cementerio, parece que revivió el
accidente que había sufrido su padre una semana atrás; percibió el incendio con
sus receptores cruzados y empezó a caminar ansioso para ayudar (como era su
costumbre), hacer algo (aunque jamás sirviera), buscar agua, arrojarle una
lona, encontrar una manguera, mientras sus ojos sangraban y sus manos
crepitaban impotencia.
Apenas su oído vio una comisaría que por su tacto olía a cuartel de
bomberos empezó a correr y entró al grito de ¡fuego, fuego!, mientras lo seguía
el guardia que no alcanzó a detenerlo y bramaba ¡alto o hago fuego!, de modo
que peloteaban la temible y amenazante palabra fuego que duplicaba el horror de
Sebastián y el pánico de los presentes, revólveres acusatorios y tiros al aire,
hasta que consiguieron inmovilizarlo. Sin sospechar por supuesto de su
inocencia y que los únicos sonidos que emitiría para explicar su inopinada
alteración del orden serían ¿cómo?, ¿eh?, ¿qué?, lo cual le valió un duro
castigo, que se hizo más duro cuando en un lampo de conexión con la pedestre
realidad dijo que se perdió a la entrada del cementerio, donde ahora estaban
enterrando a su padre. Un oficial impaciente amenazó con enterrarle de verdad
un culatazo en la cabeza. Y lo metieron en el calabozo.
Insisto en que Sebastián, contrariamente a la afirmación de sus
depredadores, es un hombre tierno. Y por eso salió de la cárcel sin
proponérselo, sin influencias galonadas, sin hipócrita careta, sin plan ni astucia. Dialogaba, simplemente, con su
cortejo de buenos fantasmas que le susurraban a los ojos la dinámica de los
logaritmos que nunca pudo aprender en el colegio porque demandaban
concentración.
Es así como a las preguntas de los guardias contestó con respuestas
matemáticas que algunos consideraron la expresión de su extraño poder, entre
fascinante y maligno, que lo mantiene ligado a una dimensión extraña y lo
preserva de los peligros que ya hubieran terminado con él mucho antes. Sin
provocar sospechas porque nada malo cruzaba por sus sentidos, atravesó un
corredor penumbroso, dos habitaciones fluorescentes, entró en el descascarado
salón de acceso, rozó la manga del centinela, miró con su oreja las preguntas
que en ese momento le formulaba una señora y se encaminó a su casa, a la que llegó
con la habitual tardanza que imponen sus desvíos. No supo explicar a su
desconsolada madre cómo lo encerraron, ni cómo salió, dónde estuvo, ni qué
haría.
Fue, sí, su última peripecia.
Mi propósito de verlo quedó frustrado, como dije. Ahora me consuelan narrándome
sus tribulaciones previas que abarcan un ancho espectro de la comicidad (y yo
encuentro trágicas). Lo descubrieron tapándose las orejas ante una vidriera
porque las ropas exigían que “escuchara” sus colores. En un embotellamiento del
tránsito, cuando las bocinas se desataban en tropel, cerró los ojos para no
“ver” tan histérico ruido. Y habrá sido de esa forma, tapándose las orejas ante
las luces y cerrando los ojos ante los sonidos que terminó abruptamente su
vida: el automóvil que lo atropelló pareció seguirlo por la calle como si fuera
un misil teledirigido que zigzaguea hasta dar exactamente en el blanco.
Es fácil ahora pintarlo como loco, disperso o abúlico. También es
fácil etiquetarlo de monstruo, o una especie de monstruo, o un criptomonstruo,
pero monstruo al fin. Como era de prever, no le iba a ser perdonada una prolija
autopsia. Dicen que Nerón quiso ver la matriz de su madre para descubrir vaya
uno a saber qué maravilloso secreto; ahora varios especialistas se afanaron en
escudriñar el cerebro y los nervios sensoriales de Sebastián con el mismo fin:
enterarse del maravilloso secreto que le permitió vivir y deambular con los
cables cruzados. Pero las expectativas de encontrar las malformaciones que todo
lo explicasen y, además, rubricaran su estatuto de anormal, se frustraron de
modo rotundo. Su anatomía era idéntica a la de cualquier humano. Qué importan
ahora su ternura y su discutible simpatía —insisten— si con sus rasgos
disonantes ofendía la perfección de nuestros sentidos, si su distracción
empecinada causaba miedo a nuestra frágil y neurótica relojería social.
SIETE
VARIACIONES
SOBRE EL
TEMA DE JONÁS
Yahvé lanzó un fuerte viento y hubo
gran tempestad sobre el
mar, al punto de que
la nave amenazaba
romperse.
Los marineros tuvieron miedo...
Y tomaron a Jonás y lo
arrojaron al mar.
JONÁS I, 4-5, 15
B
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ajo el chorro de luz en el que flotan partículas amarillas, Mercedes
acomoda el block de papel carta. Escribe nuevamente a su amiga de Barcelona.
Anota la fecha. El encabezamiento: “Querida Beatriz”. Pasa sus dedos por la
frente para ayudarse a seleccionar pensamientos. Duda si excusarse por la
demora (las excusas postales siempre suenan a falso) o entrar de lleno en la
peripecia alucinante de los últimos dos meses. Por el remitente, Beatriz
advertirá el brusco cambio de domicilio. Se frota los ojos arruinándose el
resto de maquillaje. Y recuerda.
Cuando ella, Mercedes, se casó con Horacio —hace tres años—, se
ubicaron en un departamento próximo a Plaza Irlanda. Cuarto piso, dos
dormitorios (uno servía de estudio) y un living bastante luminoso. El sobrio
edificio tenía una década, y todos sus habitantes —excepto la familia del
rotisero Luppi— lo ocupaban desde su inauguración. En contraste con los buenos
interiores, la entrada principal se conservaba aún hoy fría e inhóspita; los
propietarios coincidían en la necesidad de hermosearla, pero cuando en las
vibrantes asambleas de consorcio se insinuaba una decisión, la mayoría optaba
por dejar las cosas como estaban.
Luppi, a los pocos meses de su mudanza, tuvo el gesto audaz y generoso
de instalar en la abandonada entrada un cacto que sobraba en su balcón... para
insuflar algo de verde, algo de presencia, algo de alegría, dijo. Es un vegetal
noble —publicitó con su grandilocuencia infectada de lugares comunes—: aguanta
la soledad, ¿vio?, la falta de riego, el maltrato, digamos. Pero esta oblicua
crítica fue recibida por Martín, el encargado, como un ataque; aunque su
desidia era proverbial, no iba a permitir que lo provocase un recién llegado
como Luppi. Manejando la simpatía de unos y la antipatía de otros, Martín
consiguió erizar a la emperifollada y erótica señora Leonor, volcánica
habitante del octavo, que increpó duramente a Luppi por “arruinar” la entrada
con esa monstruosidad llena de alfileres. El pobre rotisero tuvo que resignarse
—tragando maldiciones— a empujar el cacto al primitivo ángulo de su balcón,
ayudado por Javier, su hijo epiléptico.
Mercedes recuerda que entonces también le había escrito a Beatriz
sobre la enfermedad de Javier, algo asombrada por esa extraña mezcla de
morbosidad con la que se la pretendía vincular. En efecto, murmuraban el
encargado Martín y la lujuriosa Leonor que los ataques no se suprimían con
comprimidos, sino con frecuentes relaciones sexuales (prescripción de un
neurólogo coreano y para las que su padre debía gastar una buena suma). Javier
tenía unos veinte años, lo eximieron del servicio militar, no se le conocía
novia ni amigos, al principio parecía educado y hasta seductor, pero se tornaba
pegajoso en cuanto le daban confianza. Como nunca lo vieron con un ataque, la
pícara Leonor conjeturaba que le pusieron el letrerito de epilepsia para
disimular, pero que en realidad debía tratarse de otra cosa, otra cosa peor,
por supuesto. Ella aprovechaba sus encuentros con el joven —en la vereda, el
ascensor— para hacerle preguntas y pedirle algunos servicios, por ejemplo
llevarle la bolsa o ir a pagarle la factura del gas. O quedarse un rato en su
departamento.
Leonor le resultó muy pintoresca a Mercedes y sobre ella escribió
varios párrafos a Beatriz: siempre estaba cansada y protestaba por el calor, el
frío, la humedad, la gente, el transporte, los comerciantes y, desde luego, el
idiota de su marido. Nunca dejaba de subirse los pechos y repintar los labios.
Es bueno don Víctor —replicaba el epiléptico Javier—, porque don Víctor era
efectivamente bueno y porque la señora Leonor se quejaba de él pero no
soportaba que otro lo denigrase. Doña Leonor lucía brillante y rellenita; amaba
y odiaba con rapidez pasmosa, de manera que nadie podía estar seguro de su
cariño ni debía tomarse en serio su hostilidad. En el subibaja de sus afectos
predominaba, sin embargo, un firme desdén cuando apuntaba al gordo Francisco
Villalba, del tercero, a quien consideraba un repugnante viejo verde porque la
quiso tocar en el ascensor y, no conforme con eso, propuso llevarle la bolsa de
comestibles hasta el octavo y siempre, a pesar de su edad y su grasa, andaba
mirando mujeres y haciendo sufrir a la propia (aunque seguramente la propia ni
sufría ni se enteraba: es un zoquete con peluca).
El habitante más extraño del edificio —aquí coinciden todos los
consorcistas, incluso Mercedes, Leonor y el gordo Villalba— era Funes, a quien
apodaban “el silencioso”. Apenas saludaba. Caminaba mirando el piso. Vestía
siempre de riguroso traje y corbata, como si nunca se modificaran las
condiciones de la oficina donde estaba encerrado toda la semana. El único
elemento atractivo era una vieja pipa gris que chupaba incesantemente pero
pocas veces llenaba de tabaco. Su cabello adherido al cráneo relucía como piel
de foca. Nadie había podido verle nunca el color de los ojos porque no
levantaba los párpados. Evitaba las conversaciones y apenas cambiaba una
opinión cuando se sentía acorralado. En las asambleas de consorcio se limitaba
a votar, generalmente por la negativa. Vivía en el sexto piso, contrafrente. Su
aislamiento era lamentado por unos (qué vida más triste) y elogiado por otros,
especialmente Leonor (se ahorra los mil problemas que yo me hago por los
demás).
Este pequeño universo fue transmitido fragmentariamente por Mercedes
en las cartas que enviaba a su amiga Beatriz, antes de la catastrófica
tempestad. Le contó que iba con Horacio a las asambleas de consorcio porque no
eran demasiado largas y quería apuntalar ciertas iniciativas, en particular esa
serie de refacciones que se venían discutiendo por necesarias pero no se
implementaban por costosas. De pie en la desolada tierra de nadie que era el
largo hall de entrada, los consorcistas charlaban en desorden hasta que Roque
Rodríguez, el experimentado administrador, abría con parsimonia su carpeta y
daba comienzo al orden del día. La conducta de los principales protagonistas era
siempre igual: doña Leonor miraba el techo o la calle o al “ojo alegre” de
Francisco Villalba —siempre sonriente y pulcro a pesar de su agresiva
obesidad—, que a su vez miraba cuanta pierna de mujer estuviese a su alcance;
el rotisero Luppi se apoyaba contra la pared concentrándose en el informe como
si estuviera en la ópera a la que decía amar, aunque nunca podía concurrir;
Funes —el silencioso— estudiaba las baldosas y de cuando en cuando movía la
cabeza expresando no, no.
En diez renglones le contó Mercedes a Beatriz el excepcional y
terrorífico desenlace de una asamblea. Era la primera vez que veía
transformarse una inocente reunión de consorcistas en campo de guerra. No
sospechaba Mercedes que ese campo de guerra prefiguraba otro, más alucinante, y
que los tendría a ella y a Horacio como protagonistas. En efecto, Mercedes
consideraba a sus vecinos seres adultos y razonables a pesar de las
murmuraciones, las ironías y la encubierta hostilidad. Pero no capaces de
bordear la agresión física. Los tambores empezaron a repicar con elípticas
acusaciones al atildado administrador Rodríguez. La rabia era tan intensa que
ya tenía poca vinculación con los problemas del edificio. Sólo cabía echar a
Rodríguez o trozarlo como a un pollo. Pero Roque Rodríguez, con suficientes
cicatrices de otras luchas, calmosamente aguardó que se produjese un claro en
la tormenta para desviar los cañones contra los “verdaderos” responsables de
tanta calamidad —que no estaban en la reunión para oponérsele—: proveedores,
comerciantes, la Municipalidad, la compañía eléctrica. Como no lograba
persuadirlos y como seguían acusándolo de usar mal los fondos, cedió a la
tentación de un contraataque (y aquí le falló la experiencia); denunció, fuera
de sí, que un miembro del consorcio había abusado de sus atribuciones trayendo
artículos más baratos que resultaron un desastre. No quería dar nombres.
Dé nombres, lo desafiaron. No puedo, empezó a transpirar. Si no habla
claro, miente, sentenció el gordo Villalba. Roque Rodríguez advirtió que a
pesar de sus años en estas lides se había enredado como un principiante;
levantaba un pie para sacarlo del pozo y se hundía más. Que nombre para acá y
nombre para allá, tuvo que pronunciar con súbita ronquera a don Víctor, marido
de la señora Leonor —agregó como pidiendo disculpas a quienes no recordasen de
quién se trataba (todos recordaban por supuesto y ya sentían el escalofrío de
la explosión inminente)—, que se largó a comprar repuestos para la calefacción
central sobre los que nada entendía. Puso la carpeta bajo la axila mojada y
esperó la reacción de los consorcistas quienes, teóricamente, deberían trabarse
en lucha fratricida por el error de uno de ellos, situación que le iba a
permitir escaparse ileso (más que ileso era un iluso). Ante sus ojos aparecieron
diez uñas sanguinarias resueltas a despedazarle las mejillas. Entre varios
rodearon a Leonor, la sentaron en la escalera y echaron aire con un diario
mientras Roque Rodríguez ponía pies en polvorosa.
Lo curioso es que la administración continuó a cargo del mismo
Rodríguez y nadie se atrevió a pedirle rendición de cuentas a don Víctor. Es
decir, como si nada hubiese ocurrido. Pero ocurrió, y el resentimiento
acumulado se desplazó a otro objetivo, como se puso en evidencia poco después.
Fue horrible.
Mercedes le había comunicado por carta a Beatriz el nacimiento de su
primer hijo, Rafael que venía a coronar una serie de satisfacciones; con el
bombo en ristre se había recibido de odontóloga y poco después Horacio fue
ascendido a jefe de sección en Harrods. El matrimonio Villalba subió a
felicitarlos con un sonajero para el bebé; el administrador Roque Rodríguez les
regaló un portarretratos “para la primera foto”; el encargado Martín llevó un
ramito de flores; y la emperifollada Leonor, arrastrando a don Víctor, bajó del
octavo excusándose de que no tenía tiempo para salir de compras y, aunque
llegaba con las manos vacías, ansiaba conocer al niño, qué criatura más
hermosa, debe de pesar como cuatro kilos, hasta mi piso sube su llanto, parece
que tiene la garganta de Carusso, ojalá que no los moleste demasiado de noche,
mis dos hijas fueron un azote, rajaban las paredes,
gracias a Dios y la Virgen ya son grandes pero siempre encuentran un motivo
para escorchar y piden que les cuide los chicos y yo contesto gracias, los
nietos son preciosos pero no me vengan con mamaderas y pañales, cada una los
aguanta a su debido tiempo, pero este Rafaelito, la verdad, es hermoso,
hermosísimo, salió a la madre, y que Horacio te cuide, todos los hombres se
idiotizan con el primer hijo y olvidan que sin mamá no habría hijo ni hogar ni
nada, vamos Víctor, ¿cuántas veces hay que decirte?
“De modo, Beatriz —escribió Mercedes en la última carta de hace dos
meses y medio, justo antes de que estallase la tempestad—, que Rafael ha cumplido
su primer año de vida en este edificio lleno de habitantes que por ahí son
simpáticos y serviciales y por ahí tienen la conducta de perfectos
desconocidos. Es como un barco cuyo capitán (el administrador Rodríguez) sólo
se deja ver en las asambleas recordándonos su autoridad con informes, facturas
y recibos, y manejado por un timonel perezoso (Martín), el encargado de quien
todos se quejan pero nadie prescinde.”
Es obvio que Mercedes no dedicaba todo el contenido de sus cartas al
edificio y sus personajes de sainete. Pero el conjunto de sus apostillas
armaban un cuadro en el que tampoco faltaban referencias a Martín, digno
representante de una raza cuya característica saliente consistía en pasar horas
charlando en la vereda con otro encargado. La mujer de Martín, en cambio, era
admirable: bajita, avispada, que para mejorar sus recursos salía diariamente a
vender algo a domicilio (libros, ropa, zapatillas). Cuando permanecía en casa
ayudaba a su marido a limpiar las escaleras. Martín tenía antecedentes de pintor
y electricista; “pero desde que vivimos acá no recuerdo que haya arreglado un
fusible ni pintado una puerta”. Leonor lo acusaba de realizar changuitas en
todo el barrio, menos en el edificio. Pero nadie proponía despedirlo. Cada dos
o tres semanas subía la bronca general: Martín no recogió los residuos, Martín
no encendió la calefacción, Martín hizo una fiesta en la terraza con música a
volumen catástrofe. Cuando el administrador Rodríguez preguntaba si lo ponemos
en la calle, alguien se encargaba de repetir: y, malo conocido mejor que...
Este Martín, denostado y tolerado a la vez, distribuía la
correspondencia con parsimonia. Hacía dos meses y medio exactamente, llegó un
vehículo con el primer relámpago de la tempestad.
Tocó el timbre; cuando le abrió Mercedes, le entregó un sobre. Desde
el palier descascarado se quedó mirando al niño que se esforzaba por mover el
sonajero de su silla. El encargado Martín le hizo una mueca y Rafaelito dibujó
una sonrisa llena de luz. Martín se acercó entonces a la criatura y, poniéndose
en cuclillas, frunció los labios y emitió sonidos cómicos. Rafaelito soltó
carcajadas. Tras unos minutos, satisfecho de su tarea, Martín se incorporó y
vio a Mercedes encogida sobre un banquito, atrozmente pálida. ¿No se siente
bien? No... creo que me voy a desmayar. Martín corrió a la cocina en busca de
agua. Al volver, sus ojos se prendieron a la carta que yacía sobre la mesa. Su
texto en mayúsculas, breve, podía ser capturado de un solo golpe.
Era una amenaza corta e insultante. La hoja parecía respirar, como si
fuese un monstruo con vida. Al pie, en el lugar de la firma, tres pirámides, tres puntas de cuchillo, tres espeluznantes,
reconocibles y diabólicas letras A quitaban cualquier duda
sobre la autenticidad del mensaje. Mercedes advirtió la sorpresa de Martín y
abolló el papel. Demasiado tarde. Entonces lo miró a los ojos y le dijo: por
favor, no lo comente. Pierda cuidado, señora. Rafaelito tampoco reía.
Y aquí empezaron los círculos del infierno. Mercedes esperó
ansiosamente a Horacio, ¿es posible que le haya ocultado cosas tan graves?,
porque ella no militó en política ni se ha vinculado con guerrilleros;
posiblemente se han confundido, sí, confundieron su familia con otra. Ofreció
comida a Rafael, Rafael se embadurnó y ella gritó, el niño empezó a llorar y
ella lo besó, lloró también, lo meció en sus brazos, lo acostó y aguardó que se
durmiera; después subió a colgar ropa en la terraza, preparó la cena aunque
faltaba mucho, acomodó los placards dejando las cosas igual que antes y buscó
en el lavadero la ropa que había colgado en la terraza. Por Dios, estoy
mareada. La gente emigra —pensaba con angustia creciente—, circulan amenazas
feroces. Las tres A invaden domicilios, matan en la calle, puntean los zanjones
con cadáveres. Beatriz se había marchado a Barcelona por razones de trabajo, y
ahora ellos se tendrán que ir por una amenaza. Ya no es la Argentina de antes.
Se matan los bandos opuestos y se matan dentro del mismo bando para purgar
flojos y también matan a inocentes por error o para no perder la mano. Mercedes
no deja de caminar y suspirar, esto antes era noticia, noticia lejana.
Sensación de cosa ajena, de que a una no le concernía. Las tres A eran un
chisme político o una ficción de exagerados. Pero ahora entraron en su casa.
Horacio alisó la hoja hostil y tampoco entendió. Era un empleado de
comercio; responsable; pintón a lo sumo; se llevaba bien con sus jefes; por ahí
hacía bromas a sus compañeros. Le gustaba el fútbol y leía de vez en cuando un
libro. Votó por los peronistas pero nunca fue lo que se dice un fanático.
Conoció a Mercedes en Harrods, precisamente. Ella estudiaba odontología y él
era un empleado con perspectivas. Charla, café, salidas, tragos. Un hotel
céntrico. Ganas de casarse. En su familia tampoco había políticos ni
guerrilleros ni militares.
—Tiene que ser un error, Mercedes, tranquilicémonos; he oído de gente
que recibe amenazas y no les llevan el apunte.
—Pero otros se van, Horacio.
Horacio releyó por décima vez el texto que ya no parecía tan hiriente
y se esforzó por encontrar una salida; se le ocurrió que la carta no se dirigía
a ellos porque no tenía encabezamiento ni decía Mercedes ni Horacio.
—Pero el sobre sí.
Quizá debían consultar con alguien.
—Tené cuidado —dijo Mercedes.
Horacio se tapó el rostro con las manos y balbuceó en qué clima
vivimos. Mercedes fue hacia la cocina: ¿tenés hambre? No, pero comeremos igual.
Esa noche contaron las rayas de la celosía de abajo arriba y de arriba
abajo, oyeron el tictac de sus propios relojes y percibieron la respiración
acelerada de Rafael. Repasaron culpas posibles y advirtieron que la culpa y la inocencia se confundían. Eran culpables para los que decían hay que
comprometerse, actuar, “porque esta vez el país se encamina en
serio”, y ellos fueron algo indiferentes. Pero también serían culpables por no
haber sido indiferentes del todo, “porque la política es la calamidad
nacional”, según dicen otros. Ella metida en su odontología y él en su trabajo,
no tuvieron vocación de una cosa ni de la otra. Y los querían castigar no se
sabía por qué. Para volverse locos.
El encargado Martín cumplió, aparentemente, con la promesa de guardar silencio. Una semana más tarde entregó a Mercedes
otro sobre sin remitente. Al cerrarse la puerta, el impertinente
encargado permaneció quietito en el palier. Aguardó la reacción que se iba a
producir. Escucha entonces el ruido de una silla y pudo adivinar la angustia a
través del muro. Era una segunda amenaza.
Mercedes enseguida pensó en su amiga Beatriz. Nos iremos a Barcelona,
murmuró, y abrazó muy fuerte a su hijito que empezaba a llorar.
En el hall se cruzó con doña Leonor, que lucía un escote más grande
que los de costumbre. ¡Qué cara! ¿Te sucede algo, querida? No, no... —intentó
una excusa—, usted sabe, hay que despertarse de noche para darle la mamadera...
¡Cómo no voy a saber! Ya te dije que criar hijos es un sacrificio, ¡que se
levante tu marido! Lo hace, el pobre. Pero vos tenés muy mala cara, Mercedes.
Qué sé yo... Contame, trataré de ayudarte —le acarició el brazo—. No sé —volvió
a suspirar Mercedes—. El anónimo, ¿verdad?
Mercedes se sobresaltó. No te preocupes —Leonor la tranquilizaba—,
estas cosas pasan, se difunden. ¿Se difunden? Claro, querida, pero lo
importante no es el anónimo sino tus relaciones. No... no entiendo —a Mercedes
le empezaron a temblar los labios—. Digo que, por ejemplo, importan tus
vinculaciones, o las de tu marido, con la guerrilla, claro. ¡Pero Leonor!
—gritó Mercedes— Cómo, ¿no es así? ¡Usted supone!... Querida: las amenazas no
vienen porque sí. ¡Es absurdo, ridículo! —los ojos se le llenaron de lágrimas—;
no tenemos nada que ver. Pero algún pariente —insistió Leonor—, algún amigo,
algún favorcito, dicen que el apoyo ¿cómo se llama? el apoyo... ¡logístico!
eso, consiste en llevar mensajes, ocultar a algunos... ¿nada de eso? ¡Nada,
Leonor, nada! Se lo juro por lo que quiera. Está bien, entonces es un error, o
una broma; ¿podría ser una broma? Así piensa Horacio, pero ¿quién puede ser tan
malvado para jugar una broma semejante en estos tiempos? Es un mundo de
porquería —sentenció Leonor. Mercedes se frotó los ojos con un pañuelito color
arena: estamos desesperados. Te comprendo querida, no es para menos; vos y tu marido deben fijarse muy bien con quiénes se juntan.
Mercedes quedó abombada. Era evidente que Leonor desconfiaba; es
decir, todos desconfiaban.
Esa noche sonó el timbre y apareció el gordo Francisco Villalba.
Discúlpenme la hora —dijo mientras atravesaba la puerta con dificultad—; quería
charlar con ustedes, acompañarlos.
—Siéntese —Horacio le acercó una silla.
Villalba resopló:
—Me enteré del problema.
Horacio se sentó también.
—Parece que la noticia ha circulado. No lo tome a mal, es un asunto
serio y es mejor que todos nos hayamos enterado.
—Mercedes está muy preocupada, don Francisco, pero yo la obligo a
reflexionar: si no tenemos culpa, si no estamos metidos en nada, ¿qué nos
pueden hacer?; se trata de un error.
—¡Dos veces ya cometieron el error! Le han enviado dos amenazas
—Villalba extendió el pulgar y el índice.
Horacio bajó los párpados.
—¿Puedo ver los mensajes? —preguntó don Francisco estirándose la
papada.
Horacio se incorporó y Mercedes le preguntó a la inesperada visita qué
deseaba beber. Un poco de whisky, hija, dijo mientras sus chispeantes ojos le
recorrían la cadera. Horacio volvió con las funestas hojas. Don Francisco calzó
los lentes y las examinó a contraluz, las superpuso, indagó con afán
detectivesco la clave que le permitiría resolver el enigma.
—Bueno —se aclaró la voz y guardó los lentes en el bolsillo de su
camisa tirante— parecen auténticas, nada menos que de las tres A.
Mercedes se retorcía las manos mientras aguardaba la suerte de
veredicto que iba a lanzarles el gordo consorcista.
—Lamento comunicarles mi opinión, lo lamento de veras: estimo que es
muy muy grave.
—¿Entonces? —Horacio lo miró como al oráculo que proveería la solución
maravillosa.
—Y... supongo que ustedes deben estar complicados en alguna cosa, ¡no
me pregunten qué! Piensen, sincérense con su conciencia.
—¡En nada! ¡Complicados en nada! —rugió Horacio.
Villalba bebió su whisky y se levantó trabajosamente. Desde el palier
volvió a decir: estimo que es muy, muy, muy grave. Movió el pulgar y el índice:
dos advertencias, ¡dos!
Mercedes cerró la puerta y dijo a Horacio: —Le escribo a Beatriz ya
mismo, nos vamos a Barcelona, nos vamos enseguida.
Horacio la abrazó: —Es un error, es un error de mierda.
Mercedes insistió: —Vendemos todo y nos vamos, nos vamos antes de que
sea tarde.
Horacio percibió que el gordo Villalba esquivaba saludarlo. En el
ascensor, el dicharachero Luppi se resistió a desarrollar con él una
conversación sobre el estado del tiempo. La hostilidad del consorcio íntegro se
manifestaba sin pudor. Una tarde, al regresar Horacio del trabajo, notó que
Javier le huía. Indignado, corrió al muchacho: ¡qué te pasa! Nada... nada.
¿Estás muy apurado hoy? Horacio tenía espuma en la boca como si él fuera el
epiléptico, tenía la rabia de noches en vela. Sí, sí, tartamudeó Javier y logró
zafarse. Horacio subió al cuarto piso esmerándose por recomponer su aspecto, que
Mercedes no se llevara otro disgusto. La encontró llorando: la bruta de Leonor
me dijo que debemos irnos, me lo dijo en la cara. ¿Así nomás? Que por nuestro
bien, por Rafaelito, por todos, o si estamos esperando que nos pongan una
bomba.
Horacio abrió el diario, lo plegó y lo tiró contra la pared: hijos de
puta.
Tocó el timbre el rotisero Luppi.
—Buenas noches. Permiso —voz indecisa, labios secos.
—Qué desea —replicó Horacio con sequedad.
—Hablar con usted.
—Hable.
Luppi se bamboleó. Acarició la solapa de su saco gris.
—Es importante, ¿nos sentamos? —propuso.
Horacio crujió los dientes y le ofreció el sofá. Luppi buscó firmes
puntos de apoyo.
—Mi hijo Javier se asustó... No me interprete mal, le ruego —dijo con
mirada lastimosa—. Creo que usted no nos entiende, en el buen sentido quiero
decir —tragó saliva, se atoró, tosió, enrojeció—. La conducta extraña suya,
digamos, produce... —volvió a toser.
—¡Conducta extraña mía!
—Sí, claro —se pasó el pañuelo por la boca y la garganta—. Entre los
vecinos hay una cordialidad, digamos un aprecio (Horacio evocó el “aprecio” que
a Luppi le brindó Leonor cuando quiso adornar la entrada con un cacto y el
“aprecio” que reinaba en las belicosas reuniones de consorcio), un clima de...
de familia, ¿no?
—Ahá.
—Como toda familia —guardó el pañuelo, se aclaró la garganta—, una
familia moderna, digamos, con problemitas, broncas pasajeras —sonrió con
pretendida complicidad—. Pero en el fondo nos queremos. Somos... gente linda,
como dicen en la tele.
—Ahá —Horacio, impaciente, cruzaba y descruzaba las piernas.
—Bueno, como le digo, de repente, ¿no?, esta situación, digamos,
tan... de ustedes. Me entiende, ¿no?
—No.
—Esos papeles, cartas, cómo se dice... Anónimos. Preocupan mucho.
Créame, Horacio, preocupan mucho.
—Gracias.
—Nada que agradecer, por favor —miró al cielo raso, parecía más
tranquilo— Por eso le decía, somos una familia buena, nos preocupamos.
Corresponde que nos preocupemos. Desde hace rato, digo días, los vecinos
hablamos. Y claro, desgraciadamente, ¿ve?, desgraciadamente coincidimos en que
el asunto es, cómo decir, peligroso.
Horacio contrajo su entrecejo. Luppi llegaba al motivo central de su
visita: bajó la cabeza y arremetió:
—Me han designado varios, o sea una mayoría, o sea casi todos, para
que venga a conversar con usted. Para que... para que le transmita eso. Eso: la
preocupación general.
—Está bien —Horacio sabía que no era todo, pero tuvo que pronunciar la
frase de circunstancia—. Ojalá que esa preocupación nos ayude a salir del
trance.
—Sí, eso, salir del trance —Luppi se entusiasmó, era el gancho que
necesitaba—. Salir. Tiene que decidirse rápido, antes de que sea muy tarde.
Salir de aquí —por primera vez lo miró a los ojos con una mezcla de susto e
insolencia.
—Usted insinúa...
—Claro, amigo, eso, salir, mudarse, es una solución, ¿no es cierto?
Puedo recomendarle una empresa de mudanzas muy responsable. Vea —adquirió
postura, seguridad: era un enano asqueroso—, en una tarde lo sacan con todos
sus muebles y lo instalan donde pida, aunque sea en la otra punta de Buenos
Aires. Muy eficiente. Y barata. Si dice que va recomendado por mí, hasta le
harán un flor de descuento —Luppi ya se manifestaba en la plenitud de su
osadía.
Horacio miró el piso. Luppi se le acercó y dijo al oído:
—Horacio, amigo, el edificio hierve, hay pavura, impaciencia. ¿Sabe
qué opinan algunos?, que dos amenazas, porque ustedes recibieron dos ¿verdad?,
que dos son el límite. O sea una noche de éstas nos invade un comando y volamos
todos. Hágame caso —le puso la mano en el hombro—, váyase con su familia antes
de que sea tarde —y agregó en el más persuasivo tono—: lo digo por su bien,
créame.
—Me... —Horacio tragó saliva—, me resisto a huir... como un
delincuente.
—No es huir —movió la cabeza—. Es salvarse. Eso. Tiene una mujer
recién recibida, con posibilidades en cualquier país. Y un hijito. ¡Piense,
hombre!
—¡Cree que no pienso! —se hundió los dedos en el cráneo y estalló; era
imposible frenar tanta bronca—. ¡Por qué me amenazan, ah, por qué! ¡Soy trabajador honesto, boludo de tan
honesto! ¿Por qué?, ¡dígame!
La presión que el edificio empezó a ejercer sobre Horacio y Mercedes
registró otro aumento cuando la mujer del encargado la encontró a Mercedes en
la terraza colgando ropa y ofreció ayudarla. Mientras extendían las sábanas
chicoteadas por la brisa, le contó sobre sus dificultades en la venta a
domicilio.
—Ya no es como antes —suspiraba— Hay tanto peligro en todas partes, la
gente no se anima a dejarla entrar a una. Se mueren de miedo cuando ven mi
bolsa; imagínese, ¡mi pobre bolsa llena de trapos! —revoleó los ojos,
impotente. Al rato agregó—: ¿Sabe qué pasó anoche? —Mercedes había escuchado la
gritería, por supuesto, y creyó reconocer los chillidos de Leonor, pero
prefirió no darse por enterada—. Fue terrible —insistió la mujer de Martín—: venían
la señora Leonor y don Víctor del cine y les pareció que un auto cargado de
ladrones los estaba esperando en la esquina. La pobre se asustó, no era para
menos; ni siquiera se animó a entrar porque adentro estarían los cómplices.
Empezó a gritar, a pedir ayuda. Del auto, que era un patrullero, bajaron los
policías y golpearon a don Víctor por equivocación, imaginando que él la
asaltaba. La señora Leonor, más aterrada todavía, siguió gritando y se
acercaron los pocos que andaban por la calle, sonó un tiro, o varios; no hubo
heridos felizmente, pero la señora se descompuso y cayó de nuca, le salió algo
de sangre por el pelo. Un desastre. Para no creer. Me dijo Martín que hoy era
el comentario del barrio entero.
—Vámonos —rogó Mercedes con la cara hinchada por el llanto—. No
soporto un día más.
—¿Adónde?
—A Barcelona.
—¿Con qué dinero? ¿Quién me dará trabajo?
Rafaelito empieza a chillar, lo alza, le encaja el chupete, lo agita
en sus brazos, chilla más.
—¡Tengo miedo! Allí conseguiremos algo, no me importa qué, Beatriz nos
ayudará.
—¡Beatriz, Beatriz! —Rafaelito chilla, Horacio chilla—. ¿Una mujer
soltera como Beatriz mantendrá a toda nuestra familia? ¡Qué estás diciendo!
Sonó el timbre. Aparecieron varios consorcistas. Muchos, unos quince
por lo menos. Se apretujaban en el palier. Tenían aliento salvaje. Se adelantó
el abdomen de Villalba y tras él se movió la cabeza vendada de Leonor.
—Venimos a exigir que abandonen el edificio.
También estaban Luppi, su mujer y el epiléptico Javier. Todos
agresivos, enojados. Decían, superponiéndose las voces, que ustedes dejaron
pasar demasiado tiempo, no es justo que los buenos paguen por los pecadores, váyanse de una vez. Asomaban sus dientes y los ojos escupían
abominación. ¿Qué esperan? ¿Que nos maten a todos? ¿Que nos consideren
cómplices? ¡Váyanse al campo! ¡Váyanse al extranjero! Ya no era sólo Villalba,
el otrora simpático picaflor, ni el conciliador Luppi ni la apasionada Leonor:
la furia recorría cada rostro. Esa masa apretujada no parecía humana, sino un
pulpo que extendía sus mortíferos tentáculos. Quería invadir el pequeño
departamento y castigar a Horacio y a la temblorosa Mercedes. Horacio buscó en
Luppi su fragmento generoso, el que había dicho que eran buenos, que lo querían
ayudar. Pero eso ya no existía. Nadie deseaba ayudar, menos esperar.
Horacio se desesperó e hizo lo que jamás en su vida: aplastar la
puerta en las narices de sus visitantes. Un clamor fantástico trepidó en la
profunda garganta de la escalera. El monstruo rechazado bramó su cólera, zapateó
el piso, golpeó las paredes. E intentó cobrar venganza: meterse con violencia
en el departamento, arrancar los cuadros, tirar los muebles por el balcón.
Horacio dio tres vueltas a la llave, aseguró el pasador y sostuvo la puerta con
ambas manos. Del otro lado forcejeaban, insultaban, exigían. La presión haría
estallar los muros. La horda ya no se conformaba con arrojarlos a la calle:
quería matarlos.
El administrador Rodríguez telefoneó a Horacio. Con respeto y aparente
comprensión manifestó haber sido informado del terrible problema y le rogaba
que lo entrevistase enseguida. Lo recibió con un largo apretón de manos, le
convidó café, cigarrillos, y le contó sin rodeos que fue llamado de urgencia
por la mayoría de los consorcistas: habían celebrado una “especie” de asamblea
(no la podría llamar asamblea por la convocatoria irregular y porque usted no
fue citado). Rompiendo la mezquina costumbre de deliberar parados en el
inhóspito hall (porque nadie quería gastar su living con los vecinos), la
señora Leonor ofreció su departamento.
—Présteme atención —dijo Rodríguez—: reina el pánico. Esperan la bomba
noche tras noche. No son los mismos de hace un mes. No comprenden las razones
por las cuales ustedes todavía no se han mudado.
Horacio lanzó una risita triste.
Rodríguez agregó que era cierto, vivimos tiempos anormales. Al
principio las amenazas indignaban, un anónimo era delito, un asesinato era
noticia. Ahora es un lugar común. Algunos piensan que ustedes estaban metidos
en la cosa. Escúcheme, no se altere...: uno de ellos barruntó que si no se van,
es porque otro grupo los está protegiendo, imaginan que son un sándwich entre
bandos enemigos. Y que tal vez ustedes esconden armas...
Horacio vació el pocillo y lo miró perplejo: —Armas... ¡yo! —le brotó
un ronquido animal.
Rodríguez intentó calmarlo:
—No son malignos, tienen simplemente un terror de novela. Así como
alguien puede entrar aquí con una ametralladora y hacernos pomada, alguien
puede encargarse de cumplir la amenaza de las tres A. Y le aseguro que no son mala gente porque en medio de la
locura don Víctor, por ejemplo, ofreció encargarse de averiguar quién tiene una
estancia en el Sur donde ustedes puedan refugiarse, otra locura, estoy de
acuerdo, pero vale como gesto. Funes no sólo se mantuvo silencioso como
siempre, sino que ni siquiera aceptó que se contratase una empresa de mudanza
para que les vaciara el departamento de prepo y les llevase las cosas a un
guardamuebles.
—¿Eso pretendieron? —a Horacio se le había oscurecido la voz.
—¿Comprende ahora por qué mi urgencia en hablarle? —dijo Rodríguez—;
el panorama pinta muy feo.
—¿Y a nadie se le ocurre que somos unas pobres y absurdas víctimas,
que no tenemos un carajo que ver con esta guerra, que necesitamos protec...?
—se le cortó la palabra y se precipitó a la calle.
Un golpe lo despertó. Tembló la cama. ¿Terremoto? Creyó ver
resplandores de incendio que se expandían por el dormitorio. Mercedes corrió
hacia la cuna para levantar a Rafael. Horacio se tambaleó hacia el corredor en
medio de un estrépito de vidrios rotos. ¡La bomba! —recordó—, el cumplimiento
de la esperada amenaza. Suponía que iba a encontrar un boquete. O que se
desmoronaría el techo. Ya lo abrumaba la resignación de los vencidos. Regresó
donde su mujer y la abrazó. En eso cayó otro bloque de vidrios cuyo escándalo
parecía iluminar la noche. Luego se instaló el silencio. Las paredes dejaron de
ondular. Encendió por fin la luz y esperó descubrir una hecatombe. La claridad
se expandía por los muebles, las cortinas, las paredes: todo permanecía en su
sitio. Asombrosamente ordenado e intacto. Avanzaron, de nuevo por el corredor
hacia la cocina. Mercedes gritó y Horacio quedó tieso ante el espectáculo: una
maceta reventada despedía sus entrañas de terrones sobre los mosaicos. Y un
collar de vidrios emitía tristeza a su alrededor. Se precipitó hacia la ventana
de la que colgaban trozos aserrados. Alguien les había arrojado la maceta. Miró
las otras ventanas: desde alguna habían cometido la agresión. Pero estaban
vacías, negras. Volvieron al dormitorio con taquicardia e impotencia.
Cuando Horacio salió para el trabajo pisó un montículo de basura
desparramada junto a su puerta. Crispó los puños y voló hacia el departamento
del encargado. Sus suelas resbalaron por la mugre adherida. Sentía que el mal
olor le inundaba el alma. ¡Martín, Martín! Lo atendió su esposa, en camisón,
los timbrazos salvajes la habían sobresaltado. Martín no está, dijo.
¡Desparramó basura junto a mi puerta! —vociferó Horacio—. ¡Lo haré echar! Pero
Martín no está —ella repetía asustada—, no está, ha viajado al interior para
visitar a su madre. ¡Entonces quién mierda fue! No había que sacar los residuos
—siguió explicando ella—, puso un cartelito en el espejo del ascensor. ¡Pero
quién mierda tiró mierda en mi puerta! La mujer se frotaba los brazos, tenía
frío, no podía saber.
Horacio regresó a su departamento, buscó la escoba, la pala, una bolsa
de plástico y, barboteando maldiciones, recogió la porquería que de buena gana
frotaría en las tetas de Leonor y en los ojos de Villalba y se la haría comer a
Luppi y al idiota de su Javier. Gruñendo como un animal enjaulado hizo un nudo
en la boca del plástico.
La derrota lo impregnaba y lo retorcía. Volvió junto a Mercedes y dijo
lo que se había estado resistiendo a decir: nos vamos a otro barrio, por ahora.
Bajo el cono de luz Mercedes relee el encabezamiento: “Querida
Beatriz”. Y se destraba.
“Empiezo advirtiéndote que el nuevo remitente es correcto: nos mudamos
hace apenas una semana. Hemos sufrido días espantosos. El vía crucis se inició
con la alucinante amenaza de una organización que ni me animo a mencionar. A
nuestro terror —enorme y justificado en esta época— se sumó el de los
consorcistas. Es imposible disimularlo. Nadie, en la Argentina, goza de
seguridad. En algunas cartas te describí a los vecinos más pintorescos. Bueno;
ahora te aseguro que dejaron de ser pintorescos: se transformaron en demonios.
Empezaron a dudar de nosotros y luego a perseguirnos. ¡Y de qué manera!
Terminaron por odiarnos. Se sintieron víctimas, como si fuésemos los criminales
por cuya causa les harían volar el edificio. Una locura colectiva, Beatriz,
como las de otros siglos. Se fueron cerrando en una idea fija y perentoria:
hacernos desaparecer. El peligro éramos nosotros —fijate qué enormidad— y se eliminaría
con nuestra eliminación. Creo que hubieran sido capaces de lo peor. Los únicos
moderados parecieron ser don Víctor (que nos buscaba una estancia para huir) y
Funes —el silencioso—. Hace mucho te decía que este solitario me impresionaba
como un resentido o un perverso, un individuo que se devora a sí mismo. Pero,
según el administrador, fue el único en votar contra las iniciativas vandálicas
del resto. Horacio se resistió a mudarse, no se resignaba a entrar en la
calesita del absurdo. En plena noche nos arrojaron una maceta haciendo polvo
los vidrios de la cocina. Y no te cuento las demás cochinadas.
”Por fin huimos, Beatriz. Triunfó el disparate. Que se reveló tanto
más burdo cuando días después Horacio fue a la oficina del administrador para
finiquitar asuntos pendientes y éste, cariacontecido, le contó que el rotisero
Luppi, el generoso y anodino rotisero Luppi, padre de Javier y amante frustrado
de la ópera, también acababa de recibir una amenaza como la que habíamos
recibido nosotros. ¿No es para enloquecer?
”Con esta novedad el edificio entró literalmente en estado convulsivo:
los ataques de epilepsia que no aparecían en Javier aparecieron en el conjunto
de los consorcistas. Leonor tuvo una crisis de película, tiró al piso a Luppi y
le arrancó pedazos de cabello; al gordo Villalba le vino una diarrea que no
pudieron frenar ni con una montaña de carbón. Lo increíble fue que el pánico
provocado por las nuevas cartas de amenaza a Luppi no desembocó en la exigencia
de expulsarlo, como pasó con nosotros, sino en vislumbrar a Funes como el
culpable de todo este horror. Para los enloquecidos vecinos Funes dejó de ser
un individuo despreciable y se convirtió en el siniestro autor de los anónimos.
Así le contó el administrador Rodríguez a Horacio, aún tembloroso de
perplejidad. No había pruebas pero, culpable o no, el administrador preveía que
Funes iba a ser prolijamente despedazado: Leonor le arrancará los ojos y, entre
Luppi, Villalba y demás consorcistas le incendiarán el departamento. Para el
administrador, Funes es inocente, es un pobre diablo incapaz de escribir
amenazas. ¿Lo sabremos alguna vez? Por ahora oficia de víctima. Argentina está
sedienta de víctimas.”
La salvación pertenece a
Yahvé.
JONÁS
II, 10
H
|
acia el oeste de Buenos Aires, tras una inexplicable loma estéril, se
acurruca Villa Mandarina. Dicen que durante los tiempos míticos en este poblado
pintoresco solían encontrar refugio desertores y linyeras. La fundó un pulpero
alucinado, quien —perseguido por la justicia— se arrastró por la dilatada loma;
los abrojos se metían bajo sus gastados pantalones y le hacían sangrar, la luz
reverberaba en los cardos violetas y en la paja. El pulpero se instaló al final
del yermo y aguardó confiado la llegada de los clientes que también vendrían
mordidos por el hambre, la sed y el temor. Parece que los primeros consumidores
fueron unos gauchos caídos en desgracia; con ellos el pulpero agrandó la
toldería primigenia. En esa época —que se fue llenando de desertores, payadores
y cuarteleras— el poblado ni siquiera tuvo nombre.
A principios de siglo el paisaje quieto fue destrozado por una
caravana de carromatos llenos de inmigrantes. Como lo soñara el pulpero venían
con hambre, sed y miedo. Las violentas sacudidas a lo largo del interminable
promontorio habían alterado los rostros de los viajeros: exhibían piel sin
color, bocas sin dientes, órbitas sin ojos. Las pañoletas de las mujeres eran
tironeadas por el viento, el mismo viento que años después transportaría por
fin el polen extraído a la tierra y que impregnaría el atardecer de fragancia
doméstica. En efecto, esos carromatos traían semillas que dieron lugar a la
primera plantación de cítricos que inspiró el nombre. Y Villa Mandarina se
convirtió en una pequeña ciudad galvanizada por la tensión de emociones e
intereses, como toda ciudad.
La alta y absurda loma siguió oficiando de escudo. Su hirsuta
convexidad, donde refulgen los espinos en vastas planicies de roca indómita,
impide que el Gran Buenos Aires consiga devorarla. Al ponerse el sol, ese
escudo natural se enciende como una brasa. La muralla del cementerio arde unos
minutos y luego se desintegra en la noche. El extremo derecho de la muralla,
correspondiente a los judíos, es el último en apagarse. Un resplandor
indirecto, emitido por el misterioso pedernal, subsiste más allá del tiempo
justo.
Tobías acaricia el reseco portón. Lo abre un rato antes del estipulado
para las visitas. Su tarea de sepulturero imaginativo no es simple: desde
guardar las llaves hasta dirigir la excavación de las fosas, desde acomodar una
mesita con mantel para las colectas hasta el lavado ritual de cadáveres. La
tarea exige esfuerzo físico, aplicación mental y desgaste cardiaco. Ha llegado
a considerarse un héroe. Y quien lo escucha unos minutos acaba otorgándole la
razón. Es un hombre de abundantes y temerarias iniciativas. Como inventor
habría revolucionado el mundo. Como sepulturero revoluciona el cementerio y la
comunidad. Gracias a él, exclusivamente (“exclusivamente”, enfatiza con el
índice apuntando el cielo), la comunidad judía de Villa Mandarina puede
sobrevivir. Esto demuestra —insiste pisoteando modestias— que sólo quien
entiende de muertos consigue salvar a los vivos.
Han empezado a cuestionarlo. La gente es muy ingrata. O ignorante. O
falta de seso.
—Yo no elegí este oficio —protesta con su corpulencia bonachona cuando
alguien reclama por un defecto de sus servicios; su nariz carnosa e irregular
como un tubérculo se le hincha a medida que aumenta el enojo—. ¿Le parece que
la lápida se ha inclinado? ¿Está seguro? ¿Y usted cree que me pagan para torcer
lápidas? ¿No tengo bastante con cuidar que las pongan derechas, y en sus
sitios, sobre todo en sus sitios?; si dependiera de los marmoleros, donde yace
Jaime la lápida podría decir Bernardo; y donde Bernardo, Mauricio. ¡Y usted
insulta porque el mantel de la mesita para colectas es demasiado claro! Hace un
siglo que pongo siempre el negro que ya está aceitoso de mugre; lo he mandado a
lavar, simplemente a lavar. ¿Qué tiene de malo este otro? ¿Tiene agujeros?
¿Tiene manchas? No; ¡es demasiado claro, blanquecino! La gente piensa que un
mantel claro no es serio, no estimula las donaciones. ¿Acaso se ríe este
mantel? ¿Acaso dice chistes...?
”¡Yo no elegí este oficio!; me lo propusieron. ¿Qué digo?: ¡me lo
encajaron! La comisión directiva, vestida de gala, seria como los manteles
negros, explicó la importancia del puesto vacante. “Sepulturero” (pronunciaron
la palabra frunciendo los labios como si dijeran “príncipe”); “rango oficial”;
“Jefe máximo de la provincia de los muertos” (por debajo de la comisión
directiva, se entiende). Existen normas y tradiciones que cualquiera conoce
bien, por supuesto, y que yo respetaría, por supuesto. El sueldo no interesa
mayormente, por supuesto, dijeron. ¡Alto!, repliqué yo, sí que interesa. Vamos,
vamos, intervino el presidente, ¿no sabe que el respeto y el temor que
infundirá a partir de la asunción del cargo no tienen precio? Toda la comunidad
pasará alguna vez por sus manos. Inclusive cada uno de ustedes —pensé al
instante, con la morbosa inspiración que me provocaban— cada uno de los
esforzados y amados dirigentes comunitarios me confiará su cuerpo rígido antes
de entregarse a la tierra y sus blancos gusanitos. ¿Cómo osaba yo humillarme discutiendo
monedas? No discuto —me enojé—; y tampoco acepto el cargo; seguiré siendo
taxista, ¡ésa es una profesión! Transporto gente de toda clase, hablo y
escucho, me muevo de una punta a la otra de la ciudad; todos me conocen y yo
conozco a todos los hombres y hasta todos los perros. Además, ¿qué haría con mi
viejo auto? No es problema, respondieron los de la comisión: si de transporte
se trata, seguirá transportando: en lugar de vivos, cadáveres. ¿Le gusta el
trabajo al aire libre?, ¡tendrá aire libre! ¿Acaso en el cementerio no sopla
buena brisa, pura, perfumada? ¿Quiere hablar con la gente? ¡Hablará hasta
aburrirse!: los deudos lo buscarán, preguntarán, perseguirán, criticarán. ¿Dice
que lo conocen en la villa? ¡Por supuesto que lo conocen! ¡Por supuesto que
nosotros lo conocemos! Conocemos su honestidad, su bondad y sobre todo sus
iniciativas. ¡Necesitamos hombres con ideas, con imaginación! —se exaltaron—;
estamos mal por la cantidad de burócratas y de obsecuentes traga-sueldos que
impiden nuestro progreso. ¿Ahora entiende por qué decidimos ofrecerle el cargo?
Está hecho a su medida: cuando Dios creó al primer sepulturero, ya pensó en
usted —remató el presidente apoyando su índice en mi dotada nariz.
”Mantuve la negativa. El secretario —que parecía buen negociador— me
siguió hasta casa con impúdica tozudez. La noche otoñal predisponía al buen
humor, pero el secretario dele y dele con los muertos. La comunidad de Villa
Mandarina no podrá sobrevivir sin un sepulturero; hay que ocuparse de los
muertos para tranquilidad de los vivos. Se metió en casa. Mi paciente (aunque
fea y estéril) mujer tuvo que servirnos una copita. Y dele con los muertos. Me
dormía en la silla mientras el secretario pasaba revista a las dificultades
económicas, las dificultades con los maestros de la escuela comunitaria,
dificultades con el nuevo intendente municipal, dificultades con el hijo
tarambana del rabino que no lo dejaba dormir de noche y entonces el rabino se
dormía en los oficios, y ahora dificultades con el cementerio desde que murió
“su antecesor” (decía “su antecesor” como si yo hubiera aceptado el puesto). Me
dispersaba luchando con el peso de los párpados y la fuga de la mente y el río
de hormigas que se desparramaba bajo la piel.
Entre las palabras del secretario vi el puerto de Buenos Aires y un
enorme barco; decidí huir. Compré mi pasaje a un hombre con cara de caballo y
gorra de oficial que se parecía a mí; le toqué la frente para asegurarme de que
no era un espejo. El barco zarpó enseguida. Desde cubierta hice pito catalán a
los que se quedaban en el muelle llorando por sus dificultades. Una imprevista
tempestad comenzó a zarandear la nave. Las olas aumentaban de tamaño y
empezaron a saltar como ballenas voladoras. Tuve miedo y me acosté en un
rincón. Todo crujía, como si fuera a reventar. Pronto seré tragado por una de
esas ballenas. Para salvarme debía aceptar la misión, como el profeta Jonás.
Volver a tierra y aceptar la misión terrible. Que no me gustaba, por eso quería
dormir. Pero el movimiento era muy agresivo. El secretario, sacudiéndome el
hombro, repetía acepte Tobías, es una verdadera misión del cielo. Sus palabras
venían mezcladas con el estrépito del oleaje. El cuarto de mi casa y la copita
que sostenía en mi mano se fueron metiendo en el sueño hasta hacer desaparecer
las ballenas, el barco, las montañas de agua. No pude fugar de mi perseguidor,
que seguía presente y terco. Es así como este sueño tan raro, al que me
entregué para escapar del secretario y su obstinado ofrecimiento, me indujo a
ceder y cambiar mi oficio de vivos por otro de muertos. No sospechaba que
recién en ese instante nacía mi historia de héroe comunitario.
Tobías, para convertirse en héroe —como machaca—, se dedicó en forma
al nuevo trabajo. Que en realidad no era tan nuevo. Cuando adolescente había
servido un par de años como ayudante de su antecesor. Aprendió un arte antiguo
y complicado en el que se debe marchar por la delicada cornisa de rituales que
emocionan y espantan. Los trámites —ahora llamados burocráticos pero más
vetustos que toda burocracia— lo obligaban a controlar permisos, recibos,
planos y discutir con deudos y alzarle la voz a un dirigente exaltado y servir
de colchón entre deudos y dirigentes, despabilar al rabino, apurar a los peones
que remueven la tierra, acopiar sudarios limpios para alguna emergencia,
indicar el camino a los visitantes para que no se extravíen en el bosque de
lápidas, disponer de agua de colonia para reanimar mujeres desmayadas,
controlar la reserva de velas y pedir dinero a la comisión directiva para pagar
todo eso. Pero la comisión directiva nunca tenía dinero aunque el grueso de sus
fondos era producido por el mismo cementerio. Ni las colectas, ni las cuotas
mensuales ordinarias, ni las extraordinarias, ni las campañas de emergencia de
la gerencia desesperada o de la tísica cooperadora, ni los ingresos de cuanta
idea, truco, rifa o engañapichanga podían arrimar, alcanzaban para sostener las
instituciones religiosas (elementales), culturales (elementales), sociales
(elementales), deportivas (elementales) y docentes (elementales) de la
comunidad. Sólo el cementerio —temible y familiar, que concentra la luz rosada
de la tarde— era apto para generar el chorro nutricio imprescindible. Pero el
dinero que generaba el cementerio nunca alcanzaba para las necesidades del
mismo cementerio. Faltaba lógica. Pero tampoco el mundo es lógico.
El tesorero solía explicar con pedagogía rotunda a los deudos de
cualquier finado que si cada hombre paga alquiler por el escaso tiempo que
habita sobre la inclemente superficie de la Tierra, ¿cuánto más debería pagar
por habitar debajo, sin ruidos, conflictos ni desalojos durante milenios, hasta
el Juicio Final? Ningún plan de Ahorro y Préstamo para la Vivienda podría
soportar la cifra justa, inmensa. ¿De qué se quejan, entonces? La comisión
directiva ofrece opciones en el cementerio: lotecitos más caros y más baratos.
¿Quieren cerca de la puerta principal, de los caminos principales, del
monumento a los mártires? ¡Muy bien! Son los caros. ¿Quieren más barato? ¡Fácil
también!, tienen que alejarse, alejarse de la puerta principal, del monumento.
Los deudos, impacientes, contraatacaban y el tesorero: no se apuren; ahora les
diré un secreto (repetía el secreto a cada familia): las personas inteligentes
eligen por la ubicación (los entusiasma con los lotecitos caros). Es igual que
construir una casa: los ladrillos se amontonan de la misma manera en cualquier
sitio; pero si el sitio es bueno, la casa vale más. Otro secreto: ser enterrado
cerca del monumento a los mártires equivale a estar codeándose con los justos;
ser enterrado junto a la remota muralla es como marginarse entre los
delincuentes.
Los previsores empezaron a comprar el terreno en vida para evitar que
sus herederos se viesen obligados a cercenar lo recibido (y en las plegarias se
les escapase una que otra maldición contra el irresponsable difunto). La
mayoría, sin embargo, prefirió que el angustiante regateo se consumara después
de su muerte, así descansaban en paz sin enterarse de cuánto les costaba
descansar en paz, y que fuesen las nueras y los yernos que aún no merecían
descansar ni en paz ni en ninguna otra forma, quienes sufrieran y lucharan a
brazo partido con el tesorero por el precio del lote.
En los regateos (llamados elegantemente “discusión comercial”) los
familiares gritaban que es asqueroso especular con la muerte y que no necesitan
lugares de honor, pero que el finado fue un orgullo de la comunidad y merece un
lugar de honor. Por lo general no se llegaba a un acuerdo rápido; la dramática
polémica se extendía hasta que era necesario finalizar el velatorio. La
negociación, que sufría enojosas interrupciones por abandonos tácticos de una
parte o la otra, producía sudor, lágrimas y abundante ventilación de
intimidades mutuas que testimoniaban la insensibilidad de los dirigentes —para
unos— y la mezquindad de los deudos —para otros—. Las agujas del reloj se
cruzaban. Era urgente la decisión. Cualquier decisión, como en un parto que ya
no tolera prolongarse. A un judío no se lo debía ofender retaceándole la
sepultura. Sin embargo, la carroza fúnebre, aún vacía, aguardaba en la puerta
devolviendo los reflejos del sol porque todavía no se arribaba a un acuerdo; la
multitud de curiosos se desparramaba hasta el centro de la calle. Entonces
bajaba en paracaídas el paquete mágico: era la palabra destrabadora, lenitiva y
eficiente. La silabeaba el tesorero poniéndose de pie: ¡con-ce-sión! La comisión directiva —humana y justa— ofrecía una pequeña pero
excepcional con-ce-sión, en un gesto magnánimo
que rompía el bloque de acero y ponía fin al absurdo combate. Los deudos
pretendían aumentar rápidamente el tamaño de la concesión pero, acuciados por
la urgencia (y la vergüenza) —demorar el entierro es para el muerto más mortal
que la muerte— lanzaban un velado insulto que significaba rendición por
agotamiento. Firmaban los compromisos, cheques, pagarés. Y el ilustre cadáver
salía apurado con los pies para adelante.
Tobías aceleraba a los peones, aceleraba
al rabino soñoliento, se aceleraba a sí mismo y a todo el espacio ante la llegada
inminente de otro finado. El bosque de lápidas parecía moverse en la falda de
la extensa loma, excitado por la incorporación de un nuevo miembro. El pórtico
principal de madera reseca era abierto de par en par: el ataúd pasaba lanzando
brillos en medio de un gentío posesionado, con el dolor en el alma (los menos)
y el dolor en la cara (todos). La gente se infiltraba por los senderos angostos
y un anillo de suspirantes rodeaba la fosa recién abierta, húmeda, oscura y
fértil como un útero. Imagen que Tobías repitió a uno de los redactores del Boletín Comunitario y que suscitó la
desgraciada iniciativa de proponerle un reportaje, ya que útero es madre, madre
es amor y amor es felicidad. Tobías insistió en que la tierra es útero y cosas
por el estilo, además de que, según el Génesis, el primer hombre fue creado de
la tierra y todo hombre cuando muere regresa al origen, polvo fuimos y polvo
seremos, pero nadie estableció que sea un polvo cualquiera. Él, Tobías, se
sentía responsable de una misión que al principio no quiso aceptar pero que,
con tantos ruegos de la comisión directiva, finalmente aceptó; y esa misión no
sólo consistía en cavar un agujero, meter un cajón y taparlo para que no lo
robasen, sino en preparar un manjar para la tierra, es decir para la madre. No
se asuste, mi querido redactor, con la palabra manjar —dijo Tobías—; ¿antes le
había gustado la palabra útero?, ahora que le guste la palabra manjar. Y le dio
la siguiente explicación: cuando terminaban las ceremonias y se quedaba solo
entre la población de lápidas y miraba cómo bajaba despacito la noche, pensaba
en su trabajo y lo comparaba con el muy diferente de cocinero. Pero no era
diferente: Tobías preparaba manjares para la tierra. No se escandalice, querido
redactor: piense que lavaba con esmero el cadáver, lo envolvía en el sudario
limpio y estiraba los pliegues con coquetería; al fin de cuentas su trabajo,
como la cocina, necesitaba de paciencia, vocación y buen estómago.
El redactor tuvo accesos de vómito durante una semana y decidió romper
la nota. Pero este inconveniente no importaba en Villa Mandarina porque los
conceptos de Tobías, como todos los conceptos o hechos escandalosos que allí se
producían, eran también difundidos en forma oral. Sus declaraciones se
convirtieron en motivo de controversias. Quienes lo apoyaban recordaron su
aprendizaje juvenil con el sepulturero fallecido y su tendencia a repetir los
mismos errores y heterodoxias del antecesor. Pero quienes lo odiaban se
quejaron ante la comisión directiva de que hacía mucho ruido cuando lavaba a
los muertos, acusación a la que el buen hombre contestaba con la nariz gorda
como una remolacha: ¡Qué culpa tengo!, si no quieren oír que se alejen; y si no
se alejan, quieren oír; si no quieren alejarse y tampoco oír, entonces que donen
una cámara acústica para lavar cadáveres. Se quejaron de que apareció con el
largo delantal de nailon chorreando sangre. ¡Pero si la sangre de los muertos
no chorrea! —gritó—. ¡Tienen conceptos delirantes sobre la muerte! ¡Era agua,
agua! Se quejaron de que Tobías, con su maldito hábito de tomar iniciativas,
invitó a un pariente para que entrase a ver cómo lavaba el cadáver, lo cual
estaba prohibido excepto en casos de extrema necesidad. Tobías, que era
imaginativo y sensible, opinaba distinto: ¿por qué los parientes serían
excluidos de la última atención que se aplicaba al cuerpo de un ser amado? ¡Que
entren, que miren!; se desesperan por controlar, criticar, sufrir; ¡vengan y
sufran!, ¡gocen! También se quejaron —y ésta es la ultima queja que aceptamos transcribir—
de que durante un velatorio, dando muestras de injustificable cansancio, apoyó
su codo sobre el féretro y casi lo derrumbó; una mujer imaginó el desastre con
tanta nitidez que se derrumbó de verdad arrastrando cuatro cirios y a tres
piadosos ancianos con sus respectivos mantos rituales y libros de oraciones.
Pero esta vez el perseguido Tobías no tuvo culpa porque no fue él sino el
tesorero quien apoyó el codo tras un round agotador con los herederos feroces.
En fin, cada penosa etapa de la muerte se asociaba con Tobías. Si
alguien agonizaba, el entorno percibía en el cuchicheo y en los olores al
inevitable sepulturero. Después quedaba como estampado: cadáver (sonaba el
nombre Tobías), lavado del cadáver (otra vez Tobías), discusión con el tesorero
por el valor del lotecito (espiaba el ojo impertinente de Tobías), puesta del
sudario (siempre Tobías), velatorio (entraba y salía Tobías), transporte al
cementerio (intervenía Tobías), cavado de la fosa (ordenaba, controlaba,
corregía Tobías), elección de la lápida (aconsejaba Tobías), colocación de la
lápida (se metía a opinar Tobías), inauguración de la lápida (dirigía Tobías).
Tobías circulaba por el hogar, el cementerio, la administración, impartía
instrucciones, recomendaba tranquilidad. Decía e insistía que prodigaba
tranquilidad. La necesaria y benéfica tranquilidad. Pero llenaba a todos de
angustia.
Provocó una reunión urgente de la comisión directiva porque había
encargado veinte retoños de árboles cítricos para plantar en el cementerio.
Dijo que sería un homenaje de su comunidad a la villa que lleva por nombre
Mandarina. Los frutos de esos árboles —comentó escandalosamente— se nutrirán de
nuestros mejores muertos; serán frutos netamente judíos de la pampa argentina;
los podremos vender a precio de oro en una gran kermesse; cada familia podrá
volver a tener en sus manos, acariciar, besar y hasta paladear algo de sus
muertos queridos. ¡Al diablo con sus malditas iniciativas! —rugió el
presidente. Y dando histéricos puñetazos sobre la vidriada mesa de sesiones le
ordenó limitarse a su trabajo y cancelar la compra de los cítricos
antropofágicos.
La producción de muertos y la venta de lotes seguían a buen ritmo
porque los ingresos alcanzaban para sostener las múltiples obligaciones
comunitarias. Tobías se quejaba como siempre por exceso de trabajo y por
carencia de sostén económico. Pero todo seguía más o menos igual. Seguía más o
menos igual hasta que se produjo el inesperado cambio. Una noche el viejo
intendente de Villa Mandarina tuvo un sueño horrible: la larga muralla del
cementerio ardía y, en el extremo derecho, destinado a los judíos, ardía una
lápida rústica. La inscripción decía: Aquí yace el Pulpero
Fundador. La lápida empezó a moverse y risas
macabras se propagaron bajo la tierra. Brotaban otras lápidas. Brotaban
rápidamente, como cuchillos, extendiéndose desde el pie de la loma hacia la
villa. Aparecían en los aledaños y luego en el centro interrumpiendo el
tránsito, golpeando en el traste a los agentes de policía, que en lugar de
hacer las multas salían corriendo. Las carcajadas del Pulpero Fundador hacían
temblar el mundo. El intendente se precipitó —en su sueño— hacia el palacio
municipal; los habitantes le abrieron paso, formaron una guardia de honor y de
miedo; pero enseguida quienes lo rodeaban se pusieron rígidos y marmóreos: se
convertían en otras tantas lápidas que lo cercaban, asfixiaban.
Se despertó con el cabello mojado. Es el exceso de población judía
muerta —caviló— y, para impedir que las lápidas judías invadiesen la ciudad,
promulgó una inédita ordenanza que prohibía extender el cementerio más allá de
sus límites originales, lo cual causó gran sorpresa porque el intendente era
buen amigo de los judíos y porque nadie había propuesto ampliar el cementerio.
Y porque nadie imaginaba que tamaño decreto en el siglo XX iba a desencadenar
un fenómeno tan extraño: brusca y total detención de fallecimientos judíos.
Era la primera vez, desde que el mundo es mundo, que un decreto
antijudío provocaba beneficios de semejante magnitud. En efecto, los médicos se
sorprendieron de sus inmerecidos triunfos con los enfermos de la comunidad: los
casos agudos, si no curaban, se hacían crónicos, y los crónicos seguían
crónicos; nadie agonizaba, nadie moría. El sepulturero se entregó a un merecido
descanso.
No obstante el decreto oficial (malo para los judíos) y sus efectos
asombrosos (buenos para los judíos), el pobre intendente siguió soñando el
mismo sueño.
El rabino arriesgó una interpretación basada en las susceptibilidades
del hombre. Hundiendo el pulgar en el aire, dijo que si las lápidas brotaban
como cuchillos, debían simbolizar los cuchillos de los pobres delincuentes que
se unieron al Pulpero; y que cuando los muertos se meten en el sueño con
cuchillos, están amenazando; que si amenazaban era porque exigían algo que les
correspondía y no se les había dado. ¿Qué podían exigir el Pulpero Fundador y
sus amigos delincuentes? ¡Un monumento! Mientras no lo tuvieran, seguirían
perturbando.
Pero el campechano médico del viejo y asustado intendente retrucaba
con una interpretación más simple y desmitificadora (dicha sólo entre amigos):
¡Bah!, lo que pasa es que se siente caduco y teme convertirse también en una
lápida.
Tobías se dirigió al redactor del Boletín Comunitario y dijo que en vez de
perder tiempo con interpretaciones sobre el extraño sueño, había que luchar
contra el maleficio que produjo la ordenanza (muy negativa para los judíos).
Fue el primero en tener el coraje de llamar a las cosas por su nombre: ¿quién
no se daba cuenta a esta altura de que las finanzas andaban peor desde que los
judíos habían dejado de morir? Es maravilloso no morir, pero a causa de ello ya
no alcanzaba el dinero para la sede social, hubo que disminuir el número de
maestros, se despidió e indemnizó al portero del club, creció la hierba en el
fondo de la pileta de natación, la que no se puede volver a llenar de agua
porque ni hay presupuesto para arreglar el motor de la bomba. Se aumentaron las
cuotas dos, luego cuatro, luego diez veces; y las donaciones ordinarias,
extraordinarias, de emergencia, urgencia y hasta decencia se fueron apagando
por aburrimiento. Si no se rompe este maleficio la comunidad morirá de una
muerte que no produce cadáveres, ni necesita sudario ni entierro ni lápida.
Tobías habló como una máquina y terminó con impúdicas
autorreferencias:
—Mientras el presidente, el tesorero y el secretario duermen, yo
pienso y pienso y busco una idea, una iniciativa que nos destrabe. Por lo tanto
yo, Tobías, me comprometo a vencer el maleficio que nos han mandado aquel Pulpero
loco y los marginados que fueron enterrados con él. Yo traeré los muertos que
necesita nuestro cementerio pese a la ordenanza del intendente. No se asuste,
querido redactor, y si se asusta, no lo publique en el Boletín. Pero le digo que una
fábrica de zapatos no funciona si no fabrica zapatos y un cementerio no
funciona si no se fabrican muertos. No es tarea fácil, ¿acaso dije que era
fácil? Es tan difícil que ningún otro ni siquiera la propuso en broma. Hacen
falta imaginación y coraje. Tobías los tiene.
”Iré a Mercedes —anunció por doquier—, San Andrés de Giles, Luján, San Antonio de Areco, Rivas, Castelar, General Rodríguez, Escobar, San
Fernando; hacia el Norte y el Sur, el Este y el Oeste; subiré la loma o la
rodearé según convenga, y conseguiré muertos para nuestro cementerio. Donde
haya una familia judía explicaré las ventajas de traer el difunto a Villa
Mandarina, un lugar aislado, pacífico, protegido por una loma legendaria y seca
como el Sinaí. Explicaré las ventajas del servicio, de las tarifas (sobre todo
las tarifas) y de contar con un intendente tan amigo de los judíos que produjo
una ordenanza fantástica que no nos permite morir. Describiré las ventajas del
sepulturero (¿por qué no?) y su esmero por todos los detalles: linda lápida,
siempre derecha y lustrada, con florcitas los que prefieren florcitas y con
piedritas los que prefieren piedritas. Y bueno, usted me pregunta con los ojos
todo el tiempo por qué yo, el sepulturero Tobías, me ocuparé de mendigar
cadáveres si es una función de los dirigentes. ¿Me lo pregunta a mí?
¡Pregúntele a ellos! ¡Que vayan ellos si se animan! Pero no... no. Yo sé. No
irán. Aumentarán la cuota, eso sí. Y armarán otra colecta, eso también. No les
surge nada diferente, “original”, como se dice. ¿Y cómo les va a surgir? Vea:
hay que estar en el oficio, en la muerte, para tener ideas vitales sobre la
muerte. Ellos se limitan a pronunciar discursos. Se avergüenzan de los
cadáveres, ¡y viven gracias a los cadáveres! Entonces, si la solución es que
vaya Tobías... bueno, ¡irá Tobías!
No se publicaron sus nuevas e irritantes declaraciones, en parte por
el susto del redactor y en parte porque ya no alcanzaban los fondos para editar
el Boletín.
Todos los judíos de Villa Mandarina, sin embargo,
confiaron esta vez en la nueva y esperanzada iniciativa del intrépido
sepulturero. Agotados los demás recursos, sólo cabía esperar un milagro.
Tobías desempolvó el viejo taxi y se lanzó por los campos como un
conquistador. Recorrió ciudad tras ciudad y pueblito tras pueblito, explicaba, persuadía,
lograba que le regalasen la nafta y la comida y le auguraran mejor suerte en la
próxima parada. Era el salvador de su comunidad e intentaba comprometer a los
otros en su empresa. Llegó incluso a ofrecer una tarifa increíblemente reducida
para el primer cadáver, el que inaugurara la vía regia e incesante de cadáveres
hacia la hermosa Villa Mandarina.
Su prédica fervorosa logró trizar resistencias. Su nariz gorda
simbolizaba bondad, fruta, buen olfato, simpatía. En los oídos de los
villamandarinenses sonaron trompetas. ¡Se produjo el milagro! Tobías era un
héroe. El alocado proyecto cristalizaba por la ruta: en carroza venía el primer
muerto importado. Mucha gente salió a la calle. Y cuando el inaugural paseo
fúnebre recorrió las principales plazas y monumentos de la ciudad, más de uno
se sintió tentado de aplaudir y gritar ¡viva el muerto! La carroza se detuvo
respetuosamente junto a la sinagoga cuyas puertas fueron abiertas en señal de
homenaje. Enfundada en trajes oscuros, formaba la comisión directiva en pleno,
incluidos vocales suplentes y revisadores de cuentas. Transmitieron el grave
pésame a la familia que, a partir de ese momento, era designada ilustre
benefactora de la comunidad. Los empleados que aún no habían sido cesanteados,
se incorporaron con inmensa gratitud al largo cortejo. Cuando la caravana (más
festiva que llorosa) atravesó el área céntrica de la ciudad, las vidrieras
atiborradas con artículos importados —que inundaron el país gracias a la nueva
política económica nacional— contemplaron con asombro el único artículo
“importado” a Villa Mandarina que no se autorizaba exhibir en vidriera.
Tobías abrió el reseco portón del cementerio; el chirrido de los
goznes sonaba a música de violín. Su iniciativa genial reportaba el primer
fruto, con dinero suficiente para oxigenar las finanzas comunitarias por una
quincena. El excitado tesorero dijo al presidente que si hubiese informado al
ministro de Economía sobre este insólito rubro de importación, en una de ésas
mandaba un representante al entierro o ponía motocicletas con banderita delante
de la carroza.
El rabino estuvo más despabilado que nunca y gorjeó maravillosas
cadencias. Los solemnes llantos y los solemnes saludos terminaron en la modesta
sala de sesiones de la comisión directiva con un solemne brindis en honor del
difunto y los solemnes familiares. Tobías no pudo llegar porque después de un
entierro debía ordenar muchas cosas; había alimentado a la tierra hambrienta
con un manjar de lujo. Y como pasaba en toda cocina, al irse los invitados
recién comenzaba la peor parte: limpiar y guardar. Él era el héroe de la
jornada y, asumiendo su rol, prefirió que notaran (y les doliera) su ausencia.
Pocos días después llegó otro finado. Se renovó e incrementó la
alegría, especialmente del tesorero, que ya calculaba excedentes y por lo tanto
reactivación de proyectos archivados y reanudación de obras interrumpidas. De
mantenerse el ritmo —se regodeaba besando la calculadora—, en pocos años
seremos una de las comunidades más venturosas del país.
Pero luego transcurrió un mes sin que se pudiera conseguir otro
cadáver. Mientras, en Villa Mandarina continuaba el hechizo: nadie daba señales
de querer pasarse al otro mundo. Los miembros de la comisión directiva (en voz
baja) y los restantes de la afligida comunidad (a voz en cuello) preguntaban
por novedades (novedad quería decir: ¿y?, ¿para cuándo el próximo difunto?).
Tobías, el perseguidor de muertos, era ya el perseguido: ¿y?, ¿qué perspectivas
hay en Castelar, en San Miguel, en Rivas, en Lobos? El agobiado sepulturero
relataba sus largos viajes, el esfuerzo a que se sometía y los terribles
achaques de su auto. No es fácil convencer —repetía con frecuente fatiga y
decepción—. La nariz se le deshinchaba y arrugaba: síntoma preocupante. Las
finanzas metieron de nuevo su cabeza en la horca y el tesorero, en lugar de
besar su computadora, la mordía. Para colmo de males, llegó una alarmante
información: ahora ninguna comunidad vecina estaba dispuesta a permitir el
éxodo de sus muertos sin ofrecer resistencia. ¡Lo único que faltaba! —dijeron—:
canibalismo judío. Un grupo de activistas jóvenes de la dinámica comunidad de
Abrojal había iniciado la campaña intitulada “defendamos nuestros cadáveres”.
El presidente, el secretario y el tesorero de la comunidad villamandarinense
partieron a la disparada hacia las comunidades vecinas con el propósito de
frenar la escandalosa guerra. Incluso detectaron un volante en el que se los
acusaba de impulsar un “infame negocio necrofílico”. Recorrieron desesperados
los cuatro puntos cardinales con el objeto de apaciguar y esclarecer. Y, si
llegaba a ser absolutamente necesario, cargarían la responsabilidad sobre “el
loco de Tobías”, autor, productor y realizador de la iniciativa. Pero en
realidad fueron ellos los esclarecidos con garrotazos sobre tradición y ética.
El golpe de gracia les fue asestado bajo la acusación de competencia desleal.
¿Habían supuesto ustedes, los muy imbéciles —les dijeron—, que una diferencia
de tarifa y vagas promesas sobre mejor cuidado de las lápidas era suficiente
para que una familia judía accediera a enterrar sus muertos en otro sitio? Los
dos cadáveres que consiguieron —los únicos y los últimos— fueron llevados a
Villa Mandarina por el enceguecido capricho de los deudos que se pelearon con
sus respectivas comunidades. Fue un acto de venganza, no una elección.
Contusos y deshilachados, varios integrantes de la Comisión Directiva
aseguraron que jamás volverían a importar cadáveres y que el cementerio,
parafraseando a Abraham Lincoln, es de, por y para la comunidad local. Sin embargo los vocales, los revisadores de
cuentas y los miembros suplentes (que no habían hecho penosas giras ni
soportado la reprimenda de las otras comunidades) votaron en contra de esta
política sosteniendo que si no se proseguía con la importación de cadáveres
habría que cerrar el cementerio. Ante la insolencia de estos señores el gordo
presidente, cuyo abatimiento había impresionado, se transfiguró en segundos; de
una actitud vencida y quejumbrosa saltó a una furia salvaje. Parecía haber
enloquecido. Lo que no pudo hacer a los presidentes de las otras comunidades,
se le ofrecía como blanco tentador. Su voz recuperó bríos y, puesto de pie,
tronó contra los irresponsables que le votaban al revés, contra el sepulturero,
contra los que osaban contradecirlo. Siguiendo su ejemplo, también los demás
miembros de la comisión directiva, incluyendo los suplentes, se pusieron de pie
y en instantes los puños atravesaron la trinchera de la mesa de sesiones. El
presidente se despojó del saco, la corbata y la mitad de la camisa. Aulló ¡a mí
nadie me desautoriza! (y el aullido era tan fuerte que pretendía golpear a
quienes sí lo habían desautorizado en la penosa gira), sacó a relucir su propia
intemperancia y golpeó violentamente sobre la mesa hasta convertir en añicos el
grueso cristal que a diario lustraba el gerente. Los polemistas volvieron a
sentarse. Era el caos. Reinaba la confusión.
Mientras, el preocupado Tobías miraba el descenso de la noche sobre la
muralla purpúrea del cementerio. Se oprimía las sienes buscando un remedio a
esta enfermedad comunitaria. Lo habían obligado a abandonar su alegre oficio de
taxista para que asumiera la “misión” de sepulturero. “Necesitamos hombres de
ideas, de iniciativas”, le dijeron zalameramente. Y aceptó el trabajo. Tuvo la
idea de plantar cítricos sobre las tumbas y vender a precio oro sus frutos a
los mismos parientes, pero le vetaron la idea con horror; quiso organizar
conciertos para los finados invitando a que uno o dos familiares se sentaran
junto a la respectiva lápida como si fuese una butaca de teatro, y pagasen por
ellos y por el muerto lo mismo que en un teatro común, la música podría ser
religiosa o moderna, con todas las ventajas acústicas que sugería el lugar,
pero también le vetaron esta productiva idea. Le vetaban todas sus iniciativas
porque eran novedosas. Se arriesgó en el desesperado papel de héroe trayendo
muertos de otra parte y fue castigado. Ahora que nadie moría en la villa ni era
posible importar un cadáver de afuera, ¿qué significaba su rimbombante título
de sepulturero?
Cuando la oscuridad deglutió la muralla, lo invadió otra súbita
iniciativa. Fue un deslumbramiento, una revelación. Se puso de pie. Le
zapateaba el pecho. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Se lanzó por el camino
excitado como un profeta después de haber escuchado la voz del Señor. La doble
hilera de árboles respiraba un nuevo polen. Apenas se distinguía el contorno
muy negro de la loma. En alguna parte yacían los huesos del pulpero alucinado
que fundó el pánico del intendente y fundó el hechizo que trastrocó el
armonioso ciclo cementerio-comunidad. La nueva iniciativa le pellizcaba las
piernas, le golpeaba la nuca. Se detuvo un instante, se frotó la cara con las
manos, sintió dudas y exclamó a las estrellas, para probarse: ¡no, no!... La
revelación, para ser creída y obedecida, debía seguir manteniéndose nítida y
coherente, como en los tiempos bíblicos. Siguió caminando. Y la nueva idea
continuaba nítida y coherente. Como en los tiempos bíblicos. Maciza como un
martillo. Empezó a correr. La iniciativa seguía firme, estaba adherida a su
alma y no lo abandonaría jamás.
De esta manera se acabó el maleficio.
En efecto, para sorpresa, dolor (y júbilo) de la comunidad judía de
Villa Mandarina, murió uno de sus miembros. Pero no cualquiera. Se trataba de
un personaje notabilísimo: el tesorero. El duro, amado y execrado tesorero que
debía exprimir a los ricos para satisfacer al conjunto. Con el rostro hinchado
(Tobías estaba viejo y este desenlace, tras tantas peripecias, le deshilachó la
sensibilidad), no pudo contener las lágrimas cuando higienizó el cuerpo. Ayudó
a cargar el ataúd y exigió ternura al depositarlo en medio de los cirios. Luego
fue al cementerio. Ordenó a los peones que se alejaran y se puso a cavar él
solo la fosa. Había terminado el maleficio con una muerte opulenta. Fue una
elección terrible hecha por el pulpero y su legión de fantasmas. Tobías amaba
al tesorero; ya no lo vería luchando con su gastada computadora para remendar
los baches de las finanzas. Esta vez la tierra recibía un manjar excesivo.
Tierra voraz, útero insaciable. Hacía meses que no comía. Su pala golpeó con
ira (y entusiasmo). El borde filoso arañó, tajeó, revolvió los terrones y luego
extrajo pesados montículos. El sudor chorreaba por su frente, su espalda;
centelleaban la bronca y el triunfo. Triunfo sobre el maleficio.
Cuando llegó el apesadumbrado —y feliz— cortejo (las emociones estaban
tan confundidas), Tobías se acercó al obeso presidente para recordarle que el
tesorero había sido duro con los deudos y, aunque nos lastime, usted debe ser
duro con los deudos de él. El presidente no le contestó y Tobías, molesto, le
dijo que si no cobraba una fuerte suma, de nada valía esa muerte; volverá a
imperar el maleficio. El presidente paseó una gélida mirada por sus ropas
sucias, su cara empapada y sentenció: limítese a sus funciones, Tobías. Tobías
le apretó el brazo: si no cobra una fuerte suma, pensarán mal de usted y de
toda la mafia de la comisión directiva. El presidente se liberó de un golpe. Le
espetó con desprecio: su lugar está junto a la fosa, Tobías. Y le dio la
espalda.
La fauce esperaba. El cajón descendió lentamente, con ligeras
oscilaciones. Como un pétalo negro. Poco a poco el pétalo fue desapareciendo.
Una lúgubre cascada de tierra se deslizó hacia el fondo y en pocos minutos la
boca estaba cerrada y un monstruoso labio marrón marcaba el sitio de la
sepultura.
Los enardecidos vocales, revisadores de cuentas y suplentes, que
tenían la sangre en el ojo por aquella violenta sesión en que se habían peleado
con el tesorero, el secretario y el presidente, lograron imponer una cifra a
los deudos del finado que trajo sustancial alivio a la escuela, al club y a
decenas de asalariados. El presidente y el secretario temblaron por los números
que danzarían tras sus respectivas muertes.
Como el maleficio había sido eficazmente deshecho, el ritmo de
entierros volvió a la normalidad. Los desfiles hacia la loma exteriorizaban el
retorno de la salud colectiva. El ciclo vida-muerte recordaba los buenos viejos
tiempos. El bullicioso sepulturero aceleraba a los peones, al rabino, al
cortejo y reclamaba artículos de limpieza, agua de colonia, mangueras, palas,
vinagre, y al atardecer se quedaba a contemplar, satisfecho, el reflejo
sangriento que la misteriosa loma devolvía sobre el extremo derecho de la
muralla.
—Ya van dos años que acabé con el hechizo —asegura Tobías, suelto de
cuerpo—. Soy un héroe; todo funciona bien. Y si alguien protesta que una lápida
se ha torcido y el mantel para las colectas no es bastante negro, me río. Me
río en la jeta, ¿me entiende? Porque son pequeñeces. ¿Qué valen frente al gran
éxito? La muerte alimenta la vida; es una rueda. El Pulpero Fundador se metió
en la cabeza del pobre intendente para frenar la rueda. Y la frenó. ¿Qué se
hizo, entonces? Nada (porque las colectas son nada). Entonces yo, Tobías, al
que dicen cara de caballo, nariz de remolacha, loco, irresponsable, taxista del
otro mundo, traje la solución. El primer intento (importar cadáveres) no dio
resultado. Lo acepto. El segundo, en cambio, romper el maleficio para que el
cementerio sea de, por y para la comunidad como dicen que dijo un importante dirigente comunitario
ya fallecido que yo no conozco, Abraham Lincoln, ese segundo intento sí dio
resultado. Pero los miembros de la actual comisión directiva ya no son los de
antes.
”Murió el tesorero iniciando la nueva era. Su muerte fue muy llorada
(y festejada). Luego el presidente. Luego tres vocales. Con cada fallecimiento
entraba un chorro de energía. La maquinaria empezó a funcionar y siguió
funcionando. Yo soy el héroe. Antes, cuando traje dos cadáveres importados me
aplaudieron. Y eso que el procedimiento fracasó. Ahora que el sistema marcha a
las mil maravillas me cuestionan. Me retacean el colosal mérito. ¿Por qué?
Porque se aferran a pequeñeces, porque no miran más allá de sus sombras. Porque
en lugar de concentrarse en las grandes necesidades de la comunidad se prenden
como desesperados a un insignificante detalle: mi utilización de cianuro.
... yo sé que por mí ha
venido
esta gran tempestad.
JONÁS I, 12
L
|
a exitosa expresión "importancia por contacto” —que acuñé en mis
programas televisivos para burlarme de quienes abusan de presuntos vínculos con
celebridades— la inspiró Augusto Serafímer, un hombre de extraños ocios y
negocios que al principio me resultó pesado, vulgar, y después festivo,
sorprendente. De él voy a hablar.
En su mole física resaltaban los ojos pequeños y simiescos. Su
calvicie se compensaba con el pedestal de la barbita. Los dientes separados,
con manchas amarillas, hacían juego con sus risotadas. Las manos completaban el
conjunto monstruoso: moviéndose lento, esas manos buscaban la nuca de los
interlocutores para brindarle una caricia paternal. Manos calientes,
apabullantes. Un contacto que tardaba en esfumarse.
Conocí a este curioso espécimen de la fauna que se contonea en los
salones de la notoriedad durante la recepción ofrecida en la embajada de México
por la delegación que acompañaba al presidente de la República durante su
ruidosa visita al país. Yo concurría en carácter de periodista, odiado y
admirado por mis aciduladas notas en el programa La caída de los mitos. Serafímer reconoció mi
cara harto difundida por revistas y afiches, abandonó a su ocasional compañía y
se introdujo aceitadamente en el racimo de chismosos que me envolvió después de
que mantuve un altercado con Juan Rulfo. Al rato ya cambiaba conmigo los
lugares comunes que dicen los habitués de los cócteles. Se
montó en la frase de alguien para contar un chiste y aprovechar el
ablandamiento de mi risa para deslizarme su tarjeta de color bronce. Sacudía el
gordo maíz de su dentadura y sus ojitos se tornaban más pequeños. Acercándose a
mi oreja musitó un dato sobre el tequila y Rulfo. Su mano planeó junto a mi
nuca como un aeroplano que no se atreve a aterrizar; hizo varias caídas en
tirabuzón, rozó mi hombro derecho, mi espalda, se alejó hacia Jalisco, que
señaló enfáticamente, hizo una picada hacia la alfombra, remontó vuelo y por
último, decepcionada, fue a esconderse en su bolsillo. Metí también mi mano en
el bolsillo y palpé su metálica tarjeta. La volví a palpar cuando me refugié en
el auto. Releí su nombre y decidí romperla: no más papeles inútiles. En
realidad, no más personas inútiles.
Ingenuo error. Habían pasado unos meses, cuando en una conferencia que
pronunció el plástico Cirilo Robirosa para la Liga contra la Obesidad, lo
reconocí en un extremo de la platea. Bueno, es una forma de decir: logró que lo
reconociese porque me hacía aparatosas señales. Grabé el comienzo de la
disertación mientras mis ayudantes le filmaban a Robirosa el perfil anémico y
los dedos incansables —lípidos y color, balanzas y caballetes, explicaba,
buscando en el aire un hallazgo insólito—; mi programa tenía la originalidad de
poner en evidencia los aspectos ocultos, vergonzantes y conflictivamente
humanos de las figuras que idealizaba el público; hacía temer y gozar.
Serafímer me alcanzó en el vestíbulo frenando en la garganta sus exclamaciones
ante la orden de un acomodador. En forma cariñosa susurró que permaneciese
hasta el final, que ya terminaba, que Robirosa con un grupo de amigos irían a
su casa —me estaba invitando con el mayor entusiasmo— para desagraviar a la
pobre obesidad con suculentas liebres a la francesa, usted no puede dejar de
venir, haremos una fragorosa “caída de los mitos”, una demolición,
divertidísimo, después de esta lata para snobs, ¿viene?, ¿sí? Su mano empezó a
elevarse por el aire rumbo a mi nuca: infalible tenaza de persuasión. No le di
tiempo; hice señas a los camarógrafos, busqué un cuaderno inexistente en mi
cartera y salí. Pero Serafímer, inmune a los desplantes, volvió a entregarme su
tarjeta. Hizo progresos: esta vez no la rompí.
A la semana me telefoneó (¿dónde diablos averiguó mi número que no
figura en guía y en el Canal no tienen autorización para difundirlo?). Con su
voz campechana y el soborno de su risa preguntó si lo recordaba, y para
ahorrarse el desdén arremetió con anécdotas de nuestro primer encuentro en la
embajada mexicana y nuestro segundo encuentro en la conferencia de Cirilo
Robirosa y un tercer y cuarto encuentros donde él me veía (yo no) y me juzgaba
con mucho y con macho cariño, porque vea, hay periodistas y periodistas y usted
muestra unas agallas que hacen subir el corazón a las amígdalas, no lo tome
como una excusa por la violación de su domicilio, eh, con el teléfono uno se
mete en la casa de cualquiera, pero la verdad, desnudita, es que su prestigio
está bien ganado; lamento de nuevo que no haya podido acompañarnos en la
reunión con Robirosa, eh; la pasamos como en el Olimpo... de la joda, claro;
metimos el colesterol en la metafísica y nos pusimos de acuerdo en que la
obesidad es una ficción del marqués de Sade.
Mientras Serafímer desplegaba su monólogo, me sentía aliviado de saber
que su enorme mano hipnótica estaba lejos —pero no lo estuvo de Robirosa, a
cuya nuca se habrá prendido como collar de perro haciéndole escupir imágenes
brillantes—. Este gorila comunicativo y muy viscoso —yo pensaba—, intenta
sorprenderme con la paciencia y la amistad que le brinda el pintor. Quiere
aumentar mi sorpresa mencionando otras celebridades que acudieron esa noche a
su casa, me refriega credenciales del más alto nivel, se da besitos de lengua
con lo mejor del país.
Reconozco que mi resistencia hacia Augusto Serafímer sufrió una
fractura cuando reveló el motivo de su llamada: dentro de once días daré una
fiesta para homenajear a mi viejo amigo, el director de la Filarmónica de
Londres. Me encarecía que esta vez no faltase. ¿De dónde sacaba tamañas
relaciones? Consulté mi agenda con ganas de encontrar una buena razón para
volver a negarme (hizo otro progreso: ya no me alcanzaba una excusa, necesitaba
una buena razón). Seguía presintiendo que tras sus vínculos estelares se
ocultaba el interés por lograr algo de mí. Algo que aún escapaba a mi
percepción; posiblemente sucio. Serafímer ni siquiera descollaba en el área de
los hacedores de dinero, ni del hampa, ni del juego, ni de la bohemia, ni del
deporte, menos del arte o la ciencia. Era un simple hombre simple. Pero había
encontrado un método eficaz para dejar de serlo. Mi agenda tenía marcada una
impostergable reunión con los directivos del Canal y, gracias a ella —era una
buena razón—, pude zafar de nuevo.
Avancé otros pasos en la elucidación del acertijo cuando —¡oh,
casualidad!— nos volvimos a encontrar durante mis vacaciones en Península
Esmeralda.
En el colorido balneario yo pretendía descansar de mi rutina, es decir
liberarme de personajes y personajotes que a lo largo del año entrevisto,
investigo, cuestiono y muestro en el programa La caída de los mitos, programa que, lejos de
destruirlos, los muestra más verosímiles y cercanos: por eso no me escapan,
sino que me persiguen para que los tenga en cuenta. De ellos necesitaba un
recreo. Me había organizado un plan desintoxicante que se basaba en la ausencia
de planes. Descendía a la playa cuando aún estaba limpia de turistas, corría a
lo largo de los ribetes de fría espuma, miraba el trabajo de los carperos instalando
sombrillas o revisando los equipos de salvamento, me tendía a leer o me
concentraba en el desplazamiento microscópico de un velero madrugador. Tendido
en cruz, me ofrecía a la cocción lenta del sol hasta que empezaba a
multiplicarse el tejido de voces: la gente llegaba, clavaba sombrillas, abría
las perezosas, formaba grupos. Una clarinada cercana y chirriante solía
referirse a primas solteras, el costo de la verdura y los horrores de la nueva
peluquería a la vuelta del hotel.
La opalina que traspasaba mis párpados se oscureció. No era una nube.
Me arrugué, contrariado. Vi entonces la boca de Augusto Serafímer que sonreía
con todos sus amarillentos granos de maíz y lanzaba elogios al día, la luz, la
arena, el mar y este “casual” y “magnífico” encuentro. Estrechó mi mano,
haciéndome incorporar. Sus ojos emitían destellos de mica. Atrajo una silla y
se sentó a mi lado, de cara al mar. Le gustaba el infinito.
—Como a Einstein —agregó.
—No sólo a Einstein —repliqué sin ocultar fastidio.
—Einstein en especial. Y no lo digo con referencia a la física. Vea,
cuando paseábamos en el campus de la Universidad de Princeton...
—¡También fue amigo de Einstein! —lo increpé, molesto.
—Y..., sí —su rostro adquirió una intensa seriedad—. Sí, nos
apreciábamos mucho.
No mentía; su expresión era convincente, y casi mortificada. Ante mi
escepticismo, contó sobre sus viajes a Princeton en la década del ‘50 y sus
paseos y conversaciones con el viejo sabio; incluso tenía varias fotos con él a
la entrada de su vivienda y otra de gran valor histórico en la que aparecían
Einstein, David Ben Gurión ofreciéndole ser candidato a la presidencia del
Estado de Israel y Serafímer entre ambos. Increíble.
Una pelota de tenis rebotó en mis piernas. Serafímer la atrapó. Los
jugadores, en la precaria cancha que habían dibujado sobre la arena, levantaron
las raquetas para recibirla.
—Así me relacioné con Guillermo Vilas —musitó.
—¿Jugando en la playa? —ironicé.
Los cuatro tenistas peloteaban con entusiasmo; y las personas que
tomaban sol bajo sus pies, barboteaban insultos.
—Devolviéndole la pelota desde la tribuna, en Wimbledon.
—¿Ah, sí? Desde la tribuna... Y eso, ¿qué?
—Regresamos juntos a Buenos Aires —prosiguió tranquilamente—. En el
mes que se quedó ahí, porque tenía un programa bastante pesado, eh, cenó en
casa por lo menos... a ver —contó las oportunidades y quizá los otros
invitados—, por lo menos ocho veces.
—Le gustó mucho su comida.
Se torció hacia la izquierda. Su boca se fue abriendo como un estuche
rosado y sus grandes dientes empezaron a bailar. Aplicó jovialmente su manaza
sobre mi rodilla.
—En efecto —pretendió seguirme la corriente—, en casa se come muy
bien. Nuestra cocinera y mi Mónica, Mónica es mi mujer, son estupendas. No sólo
por la calidad de lo que hacen, eh, sino porque se desviven buscando en libros
y revistas platos exóticos de Indochina, de Azerbaiján, de Marruecos, de Nueva
Zelanda, de Turquía. No le diré que pertenezco a un círculo de gourmets, pero
muchos amigos son rotundamente sensibles. Dos pertenecen al Club de Gourmets,
me olvidaba. Son maniáticos; rechazan un plato mediocre con más furia que a un
ratón muerto. O elogian otro con más exageración que, ¿cómo le diré?, que una
economía de academia, eso. Me divierten muchísimo; para ellos la carne tiene
música, el pimiento es como Venus —sus gruesas manos modelaban formas en el
aire—, el ganso es un poema de García Lorca, un buen jamón evoca los paisajes
de la Mancha.
Asentí mirando hacia adelante. Las aguas del mar desenrulaban sus
olas. Los obstinados tenistas seguían imaginándose en una cancha pese a la
continua interferencia de los bañistas y la creciente bronca de quienes
pretendían tomar tranquilamente sol. Llegó una ráfaga de voces enredadas a una
partida de truco que fue cruzada por el chillido rojo de una mujer próxima que
daba consejos sobre restaurantes, tratamiento de callos e inversiones
inmobiliarias.
—Estas chismosas ya son parte de las playas, son como las sombrillas
—dijo Serafímer adviniendo el malestar que me producía esa voz—. ¿Sabe quién
las definió así?
—Einstein.
—No se burle —se rascó el pecho hirsuto.
—Bueno —sonreí, concesivo—, ¿quién?
—Ingmar. Ingmar Bergman.
Levanté las cejas. Y volví a restregarme los ojos —mi tic de la
jornada—. O éste delira —rezongué— o algo me impide reconocer que sus relaciones
son ciertas.
—Nos alojábamos en el Hotel Real de Copenhague. Usted sabe que solía
dirigir piezas de teatro en Dinamarca para descansar del cine, o para pulir
detalles de la técnica. Por lo menos así me dijo, eh —se hundió en su asiento y
estirando las oscuras piernas agregó—: Bergman es un observador genial, que
goza de una memoria que ya ni sorprende: irrita. Pero es modesto, eh, como la
mayoría de los tipos excepcionales. Bueno, todos no —corrigióse levantando la
cabeza—: mi amigo Norman Mailer es brillante pero no es modesto; tampoco
Salvador Dalí, claro —el rugir del mar y las disonancias de la vocinglería
fueron los únicos comentarios (indiferentes, descorazonantes) que recibió—. Sigo con Bergman... —dudó, me miró brevemente—. ¿Le
extraña que el torrentoso Mailer sea mi amigo? Vea: tomábamos cerveza en
Manhattan cuando su editor aún ignoraba que Los
desnudos y los muertos alcanzaría el éxito que poco después lo consagró para siempre. Gran
tipo. Verborrágico hasta la asfixia. Loco. Pero auténtico; su vida, sus
intereses, sus temas, todo combina bien. Y no es difícil llegar a Norman; no es
difícil llegar a nadie. Su programa se llama La caída de los mitos, ¿verdad?: haga caer el
mito de la incomunicación. Es un mito, se lo aseguro. ¡Cuántos se asombran de
mis relaciones!, pero yo me asombro de que se asombren. ¡No hay nada de
asombroso! Sí, en cambio, que alguien no se atreva a contactar con una persona
porque sea célebre o importante. Somos perecederos, sufrimos pesadillas,
angustias y emociones tanto el individuo anónimo como el hombre célebre... ¿Qué
le estaba contando? Ah, Ingmar Bergman. Vuelvo a Ingmar; ¿por dónde íbamos?...
Copenhague. Sí, en Copenhague lo invité a Ostende, ¿conoce?, magnífica playa
belga, para mí la mejor del Mar del Norte, siempre rabiosa, agresiva. Y bien
—redujo el volumen al tiempo que acercaba su granítica cabeza a mi oído—; la
voz de esa pelirroja, ahí atrás, que parece un cuchillo con sierra, o una
gallina excitada, una voz así, de una pelirroja más o menos igual, lo descalibró
a Ingmar. ¿Me explico? Le arrancó los tornillos, como se dice; le hizo saltar
los resortes, lo puso como una máquina en punto crítico. Y eso que Ingmar es
una montaña de paciencia comparado con Norman, eh. ¡Pero esa voz!, para colmo
con más muletillas que un ejército de rengos. Ingmar empezó a respirar apurado,
con un dolor aquí, en el abdomen; se le fueron hinchando las venas del cuello;
¿se imagina?, como a un sapo antes de explotar. Miró alternativamente a la
pelirroja gritando y a mí, silencioso, y se levantó de golpe, como un chorro de
lava; alzó el silloncito y lo revoleó en el aire —Serafímer acompañaba su
relato con nerviosos movimientos de las manos—. Quise detener su acceso
criminal. A destiempo... Lanzó el proyectil con toda su fuerza hacia el cráneo
de la pelirroja pero un sutil desajuste lo desvió hacia el agua. El incendio de
Ingmar se transformó de golpe en anemia. Me agarró del brazo y retornamos al
hotel. Mudos y exhaustos. Ahí me dijo que las chismosas son parte de la playa,
como las sombrillas —hizo pantalla con su diestra—: y que actuó como un chico
malcriado.
“Nuestra” pelirroja seguía disparando sus rugosas frases que arañaban
los nervios. Serafímer indicó un silloncito con mirada cómplice:
—¿Se lo arrojo a la cabeza? —encogió las piernas marcando profundas
huellas en la arena; enseguida las borró. Rehízo las huellas. Siempre rectas,
profundas.
—¿Qué actividad le permite viajar tanto? —pregunté a quemarropa.
Volvió a rellenar los largos pozos con arena tibia y, apoyando sus
pies anchos sobre el leve montículo, dijo que excepto una incursión en el
periodismo siempre fue lo que hoy se llama, con más respeto que antes, “hombre
de negocios”.
—Pero no se confunda —agregó—: mi verdadero patrimonio son los amigos.
Y no es una frase, eh, de ninguna manera. Así como en el mundo financiero se
dice que el dinero atrae al dinero, en el de las relaciones humanas los amigos
atraen a los amigos.
—¿Acumula amigos, como los financistas acumulan dinero? —se me torció
una comisura con toda malignidad.
—Los financistas no lo acumulan: lo trabajan.
—¿Y a los amigos? —mi comisura seguía tensa, provocadora.
Dudó, bajó los párpados, y dijo:
—A los amigos también se los puede “trabajar”, es horriblemente
cierto. No se trataría de amigos, sin embargo. El idioma es más que burlón: es
cínico. No se debería, en estos casos, emplear la palabra “amigos”... Usted
dice “acumulan”: amigos, dinero, podríamos agregar mujeres, aventuras,
prestigio, objetos de arte. Pero no se trata de situaciones idénticas, eh. No.
Los amigos no entran en la categoría pasiva del objeto, ¿comprende? ¡Ahí está
la diferencia! Eso es. No se mantienen en una posición inmutable; se mueven, o
nos movemos nosotros, y es preciso que se produzca la adaptación, ser un poco
como ellos y ellos como nosotros.
La brisa salitrosa se arremolinaba en torno a las presencias que
Augusto Serafímer había empezado a convocar. Su buen ánimo, a pesar de los
irrespetuosos pellizcos que yo le infligía a sus relatos, fue derritiendo mi
propia gelidez. Poco a poco aceptaba —por comodidad o quizá para divertirme— la
ilusión de que entre los cuatro niños que se empeñaban por asegurar las
murallas de su castillo de arena se había sentado Ingmar Bergman, y que los
jugadores se alejaron porque interferían la presencia de Salvador Dalí y Norman
Mailer, quienes también arrimaron familiarmente sus sillones de mimbre pintado.
Y a continuación se acercó otro individuo llamado con insistencia por
Serafímer, que produjo en mi percepción fogonazos alternantes. ¡Milton!
¡Milton! Yo me dije: es ciego y no; está muerto desde hace siglos y no; es
poeta y no; es inglés y no. ¡Mi entrañable Milton!, vivo, contemporáneo,
norteamericano, no era el exquisito autor de El paraíso perdido, sino el Premio Nobel de
Economía; era el exaltado y execrado Milton Friedman, “gran amigo”, a quien
Serafímer, en una sobremesa abrigada con noble coñac, había explicado algunos
vericuetos de la economía argentina.
La fantasmagórica concurrencia tocaba la puerta de la realidad.
Serafímer cambió de sitio porque Mailer prefería el paisaje de una sabrosa
muchacha y Dalí el mar azul a la policromía ordinaria de los edificios
costeros. Friedman y Bergman cruzaron unas palabras, luego cruzaron sus
imágenes sobre una aureola móvil. Serafímer, exultante entre sus amigos, se y los adaptaba. Su cenicienta barba-pedestal incluía las puntas
mosqueteriles de Dalí y sus ojitos de mono la fogosa mirada de Mailer. Ellos
estaban con él, en él, disfrutando de Península Esmeralda. Y él, Augusto
Serafímer, también estaba en ellos, en la inspiración de Dalí y en los rasgos
que forman un carácter de novela en Mailer y un ajuste interpretativo en
Bergman y una reflexión operativa en Milton Friedman que puede transformar el
destino económico de un país. Todos en Serafímer, Serafímer en todos.
Me invitó a su residencia, donde esa noche concurriría el profesor
Rodolfo Neuman, un científico tan famoso como recatado, al que jamás pude traer
a mi programa. La de Serafímer era una invitación suntuosa que parecía
formulada simultáneamente por Bergman y Dalí, Mailer y Friedman. Ya ni siquiera
busqué “una buena razón” para negarme, intrigado por su arte de seducir a un
ermitaño como Neuman. Me entregó su broncínea tarjeta por tercera vez,
añadiendo las señas locales. Me explicó la manera de llegar. Y como exterioricé
cierta desorientación, ofreció pasar a buscarme por el hotel; no faltaba más.
Apretó mi mano, guardó la birome en su bolso de playa, acarició mi nuca —¡lo
consiguió por fin!— y emprendió la marcha por entre el fortificado castillo de arena
y la ficticia cancha de tenis, acompañado por su cohorte de amigos célebres. El
vello de la parte superior de su espalda relucía como alambres de oro. Su
corpulencia fue fragmentándose entre los cuerpos desnudos que venían del mar
mientras la pelirroja seguía petardeando lugares comunes sobre el reciente
estreno de Bergman, ignorando que durante un buen rato su voz de lija había
violentado a Bergman en persona.
Quedé solo. Recuperé una intensa, compacta soledad, como si me hubiera
liberado de un montón de individuos muy pesados. O exigentes. Sentía que
incluso la multitud y los ruidos y hasta la pelirroja con su voz de rallador
contribuían a blindar mi aislamiento. Repantigué las extremidades y miré hacia
el buen sol que ardía en el cielo. Serafímer había conseguido que otra persona
más arisca que yo hubiese aceptado su invitación: Rodolfo Neuman. El ámbito
académico coincide en reconocer a Neuman como el investigador más serio de la
Argentina en el campo de las hormonas, pero no sólo los académicos coinciden en
atribuirle hábitos anacoretas. Rehuye las entrevistas y las recepciones como si
fueran la peste. Los comentarios pintorescos que llenaron algunas notas sobre
él (nunca con él, porque se escapa) incrementaron su popularidad, la que,
paradójicamente, duplicó su encierro. Ahora —¡qué giro!— no sólo veranea en un
balneario como éste, sino que acepta ir a una reunión en casa de Augusto
Serafímer, quien lo presentará seguramente como su “querido amigo Rodolfo”.
Las agujas de la ducha iban arrastrando los restos de arena y sal que
se habían pegado a mi piel. Empecé a canturrear. Se enderezaba mi ánimo que
había soportado las palizas de un año “estresante”, como repiten en la jerga.
Corridas, horarios, superposición de eventos, timing y rating, monstruos de
arriba y monstruos de abajo, compañeros jodidos (que les va mal) y jodidos (que
te hacen zancadillas), reportajes idiotas, tipos, tipas y tipejos que te lamen
por una escupida de fama, y los mitos, ¡ah, los mitos!, mi programa La caída de los mitos. Soy como el trampolín
del que quiere ascender y el terror del que está arriba y precariamente
agarrado; como un mono travieso agito el cocotero hasta que se desprenden
algunos frutos podridos. Mi cara es popular, temida y admirada; mis comentarios
son esperados con curiosidad y morbosidad al mismo tiempo. En los reportajes
abundan las preguntas inesperadas y los documentos que generan sorpresa y
proximidad. Tras las cámaras de televisión abundan los sobornos a mi simpatía
con regalos, besos y camas fáciles. Los mitos consagrados luchan por no dejar
de serlo mientras otros, anémicos aún, luchan para acceder a tamaña categoría.
Yo lucho a la vez por ellos y contra ellos, que es como hacerlo por mí y contra
mí. Nuestros intereses sólo se concilian en las fugaces vibraciones humanas que
atraviesan cada reportaje.
Esa tarde, bajo la ducha, me empecé a sentir bien. Obligaciones
ausentes, reloj innecesario, rating dormido, gozaría de una reunión en la que
no debería grabar. Augusto Serafímer parecía un extraño ángel (Serafín... ¡su
apellido!) que ligaba seres con el solo néctar de la amistad. Colectaba amigos:
no era cineasta ni escritor ni científico ni plástico. Era un individuo feo,
ubicuo, sin intereses espurios y que, por eso mismo, podía compartir el interés
de los otros.
Cerré la canilla. ¿Había rotado mi opinión? Antes desconfiaba y
rechazaba, ¿ahora simpatizo? Antes pensaba en las facturas que me cobraría por
sus favores y ahora, ¿estoy dispuesto a reconocerle generosidad? Me froté con
la toalla, disconforme.
Leí, dormí y después dudé sobre qué ropa ponerme. ¿Cómo iría el
profesor Neuman?, ¿cómo los demás invitados?, ¿cómo esperaban Serafímer y su
esposa Mónica que yo apareciese? Seguramente comentaron a los demás que iría
quien conduce La caída de los mitos. Me irritó que esta frivolidad perturbara mi descanso, era exactamente
lo que debía evitar para que mi desconexión con el trabajo del año fuese real y
efectiva. Vestí la camisa y el pantalón que tenía a mano y descendí al lobby.
Entre plantas y columnas decoradas se ofrecía el morbo de los sofás. Tres
mujeres departían junto al mostrador de conserjería mientras un niñito se
empecinaba en recorrer un camino plagado de accidentes: muebles, zapatos,
ceniceros.
El ingreso de Serafímer —bamboleante, ruidoso— me produjo una
inesperada alegría. Vestía un conjunto celeste del cuello a los pies; sobre los
hombros cargaba un pulóver. Su cabeza sonreía, incluso la barba gris y la
bóveda de su calvicie. Sus manos goriloides se estiraron hacia adelante.
—¿Listo? —me rodeó con impresionante afecto.
—Sí.
—Entonces vamos. Rodolfo nos espera en el coche.
—Se refiere a... ¿Neuman?
—Sí, Rodolfo Neuman.
La calle era recorrida por la fragancia del aire marino. Distinguí a
través de la ventanilla abierta del coche el perfil ascético del huidizo
investigador. Serafímer abrió la puerta y me hizo sentar adelante. Enseguida
procedió a presentarnos. Me di vuelta. Junto al profesor Neuman estaba su
mujer, a quien un letrero de la calle bañaba alternativamente con luces verdes
y moradas. El científico, enjuto y seco, embutido en una polera oscura, se
comprimía en el rincón del asiento. Su mano enclenque transmitió cierta
emotividad. Después volvió a retraerse mirando hacia afuera, como si le
molestara el encierro o, más bien, la compañía impuesta por el encierro.
La animación del viaje fue asumida por Augusto, como era de esperar.
Neuman miraba hacia la derecha, su mujer hacia la izquierda y yo hacia el
frente, con los labios sellados.
La presencia del científico inspiró a Serafímer el tema de conversación:
cuando tomé el té con Alexander Fleming...
Yo sentí un estremecimiento: primero el director de la Filarmónica de
Londres, después Einstein, a continuación Ingmar Bergman y Norman Mailer y
Salvador Dalí y Milton Friedman, y ahora Alexander Fleming... ¡este monstruo se
ha cosido a cuanto sujeto importante camina por la tierra!
Los faroles se enhebraban junto al mar resonante; parecían la cadena
química de un antibiótico. El auto torció hacia arriba internándose en una zona
de residencias con vastos jardines.
Fleming lo había acompañado hasta la puerta de su casa —recordó
Serafímer—, con obstinada caballerosidad de otro siglo, aunque la cercana
muerte ya le disminuía las fuerzas. Su canosidad impresionaba —agregó—; era la
figura típica del sabio, eh, del hombre que libró una batalla de tremenda
significación; ahora compruebo que usted se le parece, mi querido Neuman.
El auto frenó ante una fachada morisca. Una parte de Fleming quedó
lejos, en Europa, esperando la muerte, otra parte bajó del vehículo con Augusto
Serafímer y abrió la puerta a la esposa del profesor ofreciéndole el brazo con
“obstinada caballerosidad de otro siglo”. El biólogo apareció a mi lado y se
detuvo a contemplar los dibujos de la verja de hierro. Con voz esforzada, llena
de silbidos asmáticos, murmuró:
—Me complace conocerlo, realmente.
Me sorprendí. Era una declaración asombrosa. ¿Podía yo haberle
interesado?
—Lo veo seguido por televisión —dijo ruborizándose.
—Usted es un científico que puede aparecer en la televisión cuantas veces
se le antoje. Pero nadie la rechaza tanto. Yo lo hice invitar en muchas
ocasiones y sólo obtuvimos su negativa.
—No soporto los reportajes. Discúlpeme, es su trabajo, pero yo no
puedo hablar delante de una cámara.
—Es cuestión de hábito.
—Eso me dicen. Soy viejo para cambiar mis hábitos ahora. Vea: si tengo
algo interesante que decir, lo escribo. Y si es un aporte científico, lo
publico en una revista especializada: yo no lo puedo contar por televisión.
—¿Por qué mira mi programa, entonces?
—No lo podría precisar. Su talento para entender asuntos diversos, tal
vez. Meterse en cualquier problema, qué sé yo; expresarse, alternar con tantas
personas. Lo miro desde mi hogar cerrado con llave. Tal vez me gusta porque me
produce cierto miedo.
—¿Miedo a la intemperie? —arriesgué.
—Sí, sí, eso... Y admiración por los que son capaces de enfrentarla.
En la puerta nos recibió Mónica, la esposa de Serafímer, ligeramente
encorvada, con anteojos redondos y cabello recogido. Su recato contrastaba con
la desmesura del cónyuge.
En el living —entre almohadones coloridos, mesitas bajas y macetones
coronados de flores— nos esperaban dos parejas que se pusieron de pie con los
rostros encendidos. Augusto Serafímer, tal como lo había sospechado, descolgó
rimbombantes palabras sobre su “querido amigo Rodolfo Neuman”, a quien el país
y la humanidad y nosotros mismos debemos tanto, y que me ha concedido el honor
de venir a casa.
—Nos conocimos, ¿te acordás, Rodolfo?, a la salida de tu laboratorio,
y nos volvimos a encontrar ¡tantas veces! Te considero un amigo bueno, puro;
¡te agradezco con alegría tenerte aquí! Y también agradezco a Grazzia, su
esposa, consejera, musa, consuelo, ¡pedestal!
Grazzia sonreía. No era tan flaca como su marido, pero más seca. En
resumen, una antigracia que, gracias a la circense presentación de Augusto
Serafímer, lograba parecer algo agraciada. La amplia boca del anfitrión agitaba
sus maíces como una orquesta que se desvive por arrancar aplausos a un
auditorio idiota. Giró el peso de su artillería hacia mí canturreando la pesada
obertura wagneriana que caracteriza mi audición La caída de los mitos y contó la “historia de nuestra cálida amistad” (no sólo amistad, sino
cálida, puntualizó): embajada de México y Juan Rulfo, Cirilo Robirosa y la
obesidad, el director de la Filarmónica de Londres, llamadas por teléfono,
encuentros (especialmente el de la playa) y las compartidas emociones con la
pintura (Dalí), el cine (Bergman), la economía (Friedman) y la literatura
(Mailer).
—Ahora tenemos al gran hechicero de la pantalla chica en casa
—enfatizó Serafímer—: nos cocinará sus mitos, eh, delante nuestro, y los
servirá con su incomparable inteligencia. Gracias, mi amigo, por venir —alzó su
mano en dirección a mi nuca pero me aparté suavemente—. Y ahora diré quiénes
nos estaban aguardando.
Mónica se escurrió hacia un pasillo que seguramente conducía a la
cocina. Augusto Serafímer invitó a sentarnos en los coloridos almohadones. Se
acarició el tórax y señaló una de las parejas: arquitecto Raúl (no me acuerdo
cuánto), responsable de los mejores edificios de Península Esmeralda —apoyó su
mano sobre la espalda del melenudo personaje—, y su compañera Margarita,
deliciosa y admirada experta en arte precolombino. A su lado —señaló fugazmente
con el meñique—, Juan José (tampoco me acuerdo cuánto), sin duda el mejor poeta
vivo de Colombia, y la encantadora doña Francisca, su madre —levantando la voz
y el índice añadió—: cuyo hermano es actualmente el embajador ante nuestro
país, ¡como todos saben! (yo no sabía).
Neuman se encogió. Asustado como un niño, le abrumaba la sonoridad de
las celebridades. Arquitectura, poesía, diplomacia, ciencia, periodismo.
Universos que comunicaban entre sí merced al ruidoso anfitrión. El biólogo
cruzaba y descruzaba las piernas retorciéndose en su asiento. Lo animó el
ingreso de luminosas bandejas llenas de manjares. Mónica, con la ayuda de una
empleada, las fue acomodando a nuestros pies o, al menos, a nuestro alcance.
Trabajaba con silenciosa eficiencia; era la colaboradora (¿abnegada o feliz?) de
un marido que le llenaba el hogar de personas importantes.
Escogí un jugo, dispuesto a gustarlo calmosamente. La sala tenía
nichos, vitrinas y anaqueles donde lucían objetos de diversos orígenes, entre
los que alternaban muchas fotografías con dedicatorias. Me pareció reconocer (o
a esa altura ya estaba obsesionado en buscarlas) fotos de Einstein, Fleming,
Dalí, Bergman, Mailer y Friedman. Descubrí una del profesor Rodolfo Neuman
mirando de frente, sin expresión. Entonces giré los ojos hacia el Neuman vivo,
a mi izquierda, hundido en los almohadones y apretando una copa. Luego volví a
mirar al inmovilizado de la foto, foto pobre que congelaba un instante y cuya
dedicatoria al pie sobrevivirá al dedicante y al dedicado. Especialmente a
Neuman, que tenía clavados sus ojos húmedos —lo único húmedo de su estampa
deshidratada— en el movimiento de mandíbulas y galanterías que se agitaban a su
alrededor. Me acerqué y el científico despertó de su abstracción. Era evidente
que yo le resultaba menos espantable, como individuo, que la reunión colectiva.
Sus mejillas cuarteadas adquirieron una sutil vivacidad, pareciéndose
cada vez menos al chupado sujeto de la foto, o al desdeñoso anacoreta. Volvió a
confesar que yo y mi profesión le interesaban.
—Es una profesión maldita. No crea que resulta fácil meterse en
honduras, profesor. Trabajamos la noticia, la coyuntura, las tempestades;
periódicamente hacemos revisiones para explicar, interpretar. Y nos
equivocamos, la mayoría de las veces nos equivocamos.
—También nosotros —comentó.
—Pero la suya es una tarea vertical, profesor, en cambio el periodismo
es horizontal.
Levantó una ceja y me miró sorprendido, aunque se trataba de una
observación de Perogrullo.
Los ruidos deglutieron la frase que él iba a pronunciar, después pareció
satisfecho de no haberla dicho porque cambió de tema: buen muchacho este
Augusto Serafímer, ¿no es cierto?
—¿Lo conoce bien?
—Y... lo que se dice bien —buscó una posición más cómoda—. Vea, no sé.
Nos encontramos en algunas ocasiones, como explicó recién con tanto bombo. Es
simpático, ¿verdad?, es generoso. Me parece un buen muchacho. Algo apabullante,
¿no? Pero agradable. ¿Cómo se enteró de que Grazzia me traería aquí, a
Península Esmeralda? No sé; misterio. Me encontró en el hotel, es decir me
buscó; nos llevó en su auto a recorrer los puntos turísticos. Sí, sí, muy
atento, desprendido. Y me convenció de venir a su casa. ¡Cómo me iba a negar!,
¿no le parece? Aunque para mí es un esfuerzo, un desarreglo a mis normas de
vida. Ah, y me dijo que vendría usted.
—¿Sí?
—Y que... que usted no me propondría un reportaje. Sólo charla,
comodidad. Poca gente. Yo nunca me encuentro con gente, fuera de mis
colaboradores.
Serafímer irrumpió con cazuelas. El profesor, azorado por la súbita
presencia, miraba el interior del recipiente sin decidirse a recibirlo.
—Adelante, mi querido Rodolfo —lo animaba poniéndole el aromático
vapor bajo las narices—, seguro que es bueno para las hormonas de la hipófisis
¡ja! ¡ja! ¡ja! —Neuman se contrajo en una sonrisa que apenas se diferenciaba de
la mueca y, temiendo quemarse, recogió el obsequio con manos temblorosas.
Después no supo con cuál sostenerlo y con cuál manejar la cuchara—. ¡Apoye!
—propuso Serafímer colocando una gruesa palma como bandeja—; esta galantería me
la enseñó Antonio Berni.
Bueno, me dije suspirando, ahí nos aterriza con una anécdota sobre
Berni que, en efecto, surgió como a pedido. Bastaba apretar un botón y
Serafímer escupía un vínculo impactante. Permaneció largo rato con nosotros,
enrollado como un caracol tierno. Entre la cazuela y la cara de chico que ponía
el profesor, desfilaron por lo menos seis personalidades con las que Serafímer
se palmeó, tuteó, aconsejó, abrazó, confesó.
Este hombrón cariñoso era un continente donde cabían Berni, Friedman,
Mailer, Einstein, Fleming, el general Lonardi, Salvador Dalí y monseñor
Caggiano. Sus ojitos chispeantes restallaban al ritmo de su relato. Era un
individuo de profesión incierta y méritos desconocidos, pero eso no impedía
—más bien permitía— que se codeara con cuanto nombre célebre se pusiera a su
alcance. Ansiaba el contacto: ver a alguien, estar con él, decirle cosas,
invitarlo, obsequiarlo, meterse en su mundo a propósito de cualquier excusa o
ranura. Pegársele. Con-tac-tar. Buscar a Friedman como un sabueso: en los
Estados Unidos, en Europa, en Asia, en la calle, en su casa, en el hotel,
mandarle un regalo, saltar sobre sus hombros si es preciso. Trabajar con
intensidad hasta lograrlo. Y entonces retener algo de Friedman (la relación,
una foto, una carta, una, dos o diez anécdotas), ostentarlo, y gracias a ese
trozo de Friedman contactar con Mailer, que está a favor o en contra de
Friedman o no le importa Friedman, pero que al menos sabe quién es Friedman,
retener algo de Mailer, ostentarlo también y usarlo junto al de Friedman; ambos
trozos le servirán entonces para conquistar nuevos objetivos. A Neuman le
anunció que vendría yo y a mí que vendría Neuman. Al arquitecto Raúl y su
deliciosa Margarita que vendríamos Neuman y yo, y al poeta colombiano Juan José
y a su madre que vendríamos Neuman, yo, el arquitecto Raúl y su deliciosa
Margarita. Que no se trata, por supuesto, de un arquitecto cualquiera, sino el
más importante de Península Esmeralda, como que Margarita es experta en arte
precolombino, Neuman, un científico de fama inconmovible y yo un buitre de la
televisión nacional. Cada uno de nosotros es parte de Serafímer. Su importancia
reside en la suma de nuestras importancias. Contactar con nosotros es
convertirse él en nosotros (en lo que brilla de nosotros). Importancia por contacto. Gordo como un serafín,
este Serafímer es en realidad un diablo. Se adhiere a la espalda, espía la
privacidad, se convierte en figura frecuente, sorprendente y, por último,
aceptada. Era obvio que a esta reunión atendida por su abnegada-feliz-eficiente
Mónica precedieron y seguirán otras reuniones en que también circularán las
mismas cazuelas y se expondrán las mismas fotografías autografiadas para que
Augusto pueda seguir reclutando más personajes “interesantes” o “célebres” o
“de moda”.
Se levantó para atender a Raúl y Margarita, luego charló con Juan
José, a continuación galanteó a su madre, habló con Grazzia (la no agraciada
mujer de Neuman) y finalmente armó una ronda en la que debíamos sentirnos muy
saciados y contentos por la reunión, la comida y la compañía real y
fantasmagórica contenida en Augusto, un ser que era tantos seres.
El auto se puso en marcha, camino de regreso. Neuman, en una punta del
asiento posterior, yacía mareado por las emociones de la noche. Grazzia, en la
otra punta, seguramente barruntaba conseguir que su marido aceptase salir más a
menudo, incluso entrevistarse con el hermano de doña Francisca, que parecía ser
un fascinante embajador. Yo aflojé mi cabeza sobre el respaldo diciéndome que
este programa fuera de programa resultó aceptable, aunque no admitiría que se
repitiese, por lo menos en los próximos días.
Dejamos a los Neuman en su hotel con falsas promesas de reencuentro
(entre mis relaciones ya es norma social). El profesor se puso atrás de su
esposa como un paje y subió lento la escalinata bordeada de flores.
Retornamos a la costanera. Las luces junto al mar seguían
resplandeciendo como moléculas de un antibiótico. ¡Ah, Fleming!, se acordó
Serafímer. El auto se deslizaba como una nave espacial. Entrecerró los ojos
encantado por el incesante bramido del oleaje y las ráfagas salitrosas que se
metían por la ventanilla.
Un estampido me hizo saltar del asiento. Los neumáticos empezaron a
chirriar y el automóvil giró con violencia, descontrolado. Manoteé en el aire
mientras Serafímer, con desesperación, intentaba sujetar el volante
enloquecido.
El espacio se fragmentó: huían brillos y círculos superpuestos. Me
sentí deglutido por las esquirlas y me invadió la sensación de muerte. Rodé sin
poder prenderme a nada. Desaparecieron el auto y Augusto Serafímer; cesó el
chirrido y sentí un golpe en mi espalda. La arena me fue envolviendo como a un
paquete. Zumbaban mis oídos y no podía mover una mano. Sacudí la cabeza, encogí
las piernas y logré, tras varias intentonas lancinantes, ponerme de pie.
El vértigo disminuía por ratos. La casualidad me ayudó a volver junto
a un farol de la cadena antibiótica; estaba pisando el pavimento de la avenida
costanera. Ahí yacía el auto, encogido, achicharrado. El farol se doblaba. Rengueé,
sumido en la ofuscación. Me apoyé en la carrocería abollada y fui deslizándome
hacia la puerta izquierda. Augusto, aprisionado entre el asiento y el volante,
respiraba con dificultad. Levantó sus párpados, murmuró sáqueme. Cargué uno de
sus brazos, le rodeé la gruesa cintura y tironeé dos o tres veces. No se movió
ni un centímetro. Pero había aumentado su dolor. Miré hacia la avenida desierta
rogando auxilio. Me brotó el sudor de la impotencia. Por la barbita gris de
Serafímer se estiraba un hilo rojo.
—No es grave —le dije—, se lastimó la lengua.
—Sí... la lengua —y sus ojitos simiescos comprendían mejor que yo lo
inútil de mi afán.
Con voz seca murmuró qué accidente idiota... y con un Ford... ¡si
fuera Henry Ford III! Le brotaron lágrimas: a Ford no lo pude contactar; pero
estuve cerca, ¿sabe?, muy cerca... pero no pude... ¡qué compensación infame!:
en lugar de abrazarme con él, ser abrazado por uno de sus autos.
Sentí náuseas. Supuse que me iba a desmayar. Repetí mi loco intento de
liberarlo. Mis agónicas fuerzas también me abandonaban. Otra vez se fragmentaba
el mundo.
—No debo morir así —continuó rezongando Serafímer.
—No hable, no se canse —dije. Sus ojitos lloraban, era un gigante
vencido que rezumaba el jugo de sueños frustrados.
—Cómo voy a morir sin... sin... no, no debo morir; ¿sabe cómo
proyectaba... terminar mi vida? —inspiró entrecortadamente—: con una fiesta,
para despedirme... con una gran fiesta en el estadio de River... invitando a
todos mis amigos del mundo entero.
Me desplomé junto a su pierna colgante. Alcancé a ver su mano que
buscaba alcanzarme, pero que seguía lejos, lejos. Continuó hablando. Lenta,
ronca, lastimeramente. Algunas frases perforaron la malla de mis sentidos
contusos. Augusto Serafímer se aferraba al universo con desesperación. Mezclaba
ciudades, institutos, teatros, hoteles. Y decía nombres. Muchos nombres. Una
rueda fantástica de nombres que giraba en mi cabeza tras nubes de acuarela. Lo
visitaban sus amigos: me impresionaron los bigotes de Dalí llenando el mundo y la
melena de Mailer absorbiendo el mar. Sobrevinieron entonces los petardos de la
pelirroja que insistía en un menú de operaciones inmobiliarias para pagar la
nueva tarifa del peluquero; me dolía el abdomen como a Bergman en la playa de
Ostende. ¿No fue así? El pobre Rodolfo Neuman sollozaba por el bueno de Augusto
y porque tampoco nosotros, los científicos, nos retractamos bastante, qué
horror. Venga, desagraviaremos a la obesidad con liebres a la francesa —decía
Serafímer con paradójico entusiasmo—. ¿Conoce al director de la Filarmónica de
Londres? Este es Raúl, que concibió los mejores edificios de Península
Esmeralda, porque vea, hay periodistas y periodistas y usted muestra unas
agallas que hacen subir el corazón a las amígdalas. Las amígdalas duelen. Estrangulan.
Sacuden. Las sacudidas de ambulancia y los colores pálidos de las nubes que se
incendian con los reflectores de los pasillos, o del quirófano.
En mi confusión percibí tramos de la penosa lucha librada por Augusto
Serafímer. Eran flashes, para colmo deformados. Y en cada flash aumentaba mi
tristeza, mezcla de rabia y desaliento. Su barbita se iba aplastando y sus
manazas acariciadoras se convertían en guiñapos. De su boca dicharachera se
escapaban las celebridades obtenidas con tanto sacrificio. Escapaban como
pájaros. Y entonces su enorme cuerpo se abreviaba. Se desinflaba. Los trozos
que incorporó a lo largo de una vida dedicada a contactar gente, se
desparramaban por el cielo. Quedaba convertido en una piel vacía. Sin contactos
no tenía más importancia. Sin contactos era nadie.
Sus ojitos, empero, continuaban brillando con esperanza en “los
amigos”. Con la esperanza de poder convocarlos a todos en el monumental estadio
y explicarles que se moría, pero antes los estrechaba en un abrazo muy fuerte y
cariñoso y les tocaba la nuca con su mano paternal. Con la esperanza tenaz de
relacionarse todavía con Henry Ford III, aunque sea para desagraviarse del
estúpido accidente.
Esto no fue ocurrencia mía, ni siquiera soñada. Lo dijo cuando me
desplomé sobre el asfalto, bajo su pierna colgante. Y lo dijo de nuevo quince
días más tarde, cuando desde su armadura de yeso ordenó a su
abnegada-feliz-eficiente Mónica que reservase pasajes para los Estados Unidos y
gestionase un encuentro —donde fuera y como fuera— con Henry Ford. Su risotada
amarilla —aún quejumbrosa— recuperó todos los pájaros y el enorme cuerpo se
volvió a llenar de nombres célebres.
Levántate y ve a Nínive,
ciudad grande, y pregona
contra ella,
porque su maldad ha subido delante
de mí.
JONÁS I, 2
J
|
orge despierta con la boca pastosa y fuertes
dolores en la espalda. “¡Es increíble que haya pasado esto!”, musita
confundido. Se siente pequeño. Aporreado.
Se tambalea hacia la fresca recepción. Por las cortinas entra la luz
de la mañana. Corre hacia un costado el jarrón chino desbordante de rosas
amarillas. Sobre el escritorio de jacarandá, bajo el peso del artístico
cortapapel de bronce que le regaló Olga cuando inauguraron esta residencia en
Península Esmeralda, yace una escasa correspondencia: cartas comerciales,
avisos, la revista del Automóvil Club. En su mano aprieta la única carta que
merece ser leída. Se niega a reconocer que está despierto, que es verdad
(“¡increíble!”, repite).
Acaricia las espinas de su mentón sin afeitar y se derrumba en los
almohadones. Cierra los ojos irritados. La estremecedora hoja de papel se va
convirtiendo en un bollo entre sus dedos. Y Jorge comienza a dibujar una
incipiente, dolorosa sonrisa. Tonta, infantil, que le tironea la comisura derecha
y luego se extiende hacia sus párpados abultados. La amplia ventana le ofrece
la visión del mar calmo. Y más aquí la playa lactescente.
—David... —balbucea con ternura y una nostalgia que vuelve a bramar en
su pecho como río torrentoso.
Conoció a David en el Colegio Nacional. Era un individuo flaco, de voz
aguda. Siempre llevaba libros ajenos a las materias oficiales; nada de lo que
recomendaban en el aula, sino grandes autores de la literatura universal como
Zola, Dostoievski, Heine y Stendhal, o del sionismo socialista como Borojov,
Gordon, Arlozorov y también Engels. Se burlaba de los profesores burgueses y
domesticados que sólo saben repetir y ordenan repetir y quieren convertir a sus
alumnos en una triste repetición de ellos mismos. Decía tener lástima de los
compañeros que se sometían a esos simulacros de maestros o que se consideraban
rebeldes porque iban tras las putas con plata robada a los viejos. Ni lo uno ni
lo otro, es el suicidio: como abanderado de los profes o como vicioso de las
putas. La vida es más hermosa.
Lo invitó a su movimiento. Jorge asistió embelesado a una actividad en
la que David pronunció una brillante charla sobre el kibutz. Era un orador
consumado. Manejaba con destreza los tonos de voz, las metáforas, las estocadas
emotivas, los silencios. “No vayas a pensar que nací pronunciando discursos”,
le aclaró a la salida del cine: “mis primeras charlas las estudiaba de memoria;
las escribía con cuidado, las corregía y después las memorizaba línea por
línea; incluso me miraba al espejo calculando la posición de la cabeza, los
hombros y el efecto que producían mis manos. A medida que fui adquiriendo
seguridad, ya no escribía todo el texto, sino los temas, algunos ejemplos,
algunas frases de impacto. Y después me alcanzaba con esbozar un sencillo
ayuda-memoria de tres o cuatro renglones. Ahora ni eso: me paro y fluyen las
ideas, es decir las palabras.”
A los pocos meses el dinámico David anunció a Jorge que partirían de
campamento. “Nos han prestado una estancia, nada menos”, dijo golpeando la tapa
del libro Nuestra plataforma de Dov Ber Borojov, luminosa Biblia del sionismo socialista. Llenaron
un ómnibus, entre chicas y muchachos. En el trayecto cantaron canciones viejas
y aprendieron tres nuevas: de los partisanos durante la resistencia a los
nazis, de los jalutzim en las arenas del Néguev y de Atahualpa Yupanqui en el sufrido campo
argentino. Un grupo se encargó de levantar las carpas y los demás de explorar
los alrededores, preparar el asado, poner las frutas en lugar fresco. Esa tarde
David eligió un árbol de palo borracho en flor y los hizo sentar en ronda; dio
una clase sobre la estructura social anómala del pueblo judío y la necesidad de
volver a la tierra, al trabajo que redime; demolió las esperanzas del éxito
colectivo a través de engañosos ascensos económicos o académicos: los judíos
seguiremos siendo vulnerables y trágicos mientras no volvamos a prendernos de
la tierra.
Después fueron a nadar. El arroyo que atravesaba un ángulo de la
estancia había sido represado con un dique de troncos y piedras. El espejo de
agua era tan amplio que, con algo de imaginación, podía pensarse en una laguna.
Jorge apenas sabía flotar; hacía la plancha o avanzaba hacia adelante sin
atreverse a sumergir la cabeza; cuando temía no hacer pie comenzaba a mover las
cuatro extremidades con tal desesperación que su estilo fue calificado entre
risotadas y silbatinas de “sálvese quien pueda”. Se esforzó entonces por
sumergir la cabeza y mejorar su estilo; al menos conseguía flotar. Se desplazó
como un submarino, sin respirar, y volvió a pararse. Le explicaron que tampoco
era difícil mantenerse a flote cuando no hiciera pie: bastaba mover lenta y
relajadamente las piernas. Ensayó un poco y al rato creía que sus progresos
eran enormes. Entusiasmado, Jorge comunicó haber descubierto otro estilo —que
reivindicaba el anterior infamante—. “¡Miren: estilo perro!” Movía los brazos y
las piernas levantando el hocico. Se cansó enseguida, pero esa vez no encontró
base y se hundió como una estaca. Al tocar fondo picó hacia arriba. “¡Auxilio!
¡Saquen...!” El agua le entró por la nariz, le llenó la garganta. “¡Auxi...!”
Rebotaba en el fondo, mortalmente cansado. “¡Ahogarse en tan poca agua!”, se
reprochaba con desesperación. Levantaba las manos, cada vez con menos energía en
medio de sus compañeros que festejaban la presunta broma y se reían de su
asfixia. Sus saltos más débiles traducían la resignación. David, desde el
lejano árbol, percibió la onda de angustia que perforaba débilmente la
gritería. Abandonó su libro y corrió hacia el embalse. Se arrancó las sandalias
y se zambulló vestido. Atenazó la mandíbula de Jorge y lo arrastró hacia la
orilla. Un estupor culposo petrificaba a los bañistas. Lo acostó boca abajo
sobre la hierba y le masajeó las costillas. Jorge empezó a vomitar. Al rato se
sentía mejor.
Mejor que ahora, en su reluciente mansión de Península Esmeralda,
también dolorido, contradictorio y achicharrado.
Aunque, en lo que se refiere a ese accidente, debería sentirse muy
bien: las consecuencias fueron notables, ya que la natación ha dejado de ser un
problema. Tuvo que cambiar cuatro profesores, es cierto, y no le ganaría una
carrera a David, pero podría merecer su aprobación. En la amplia piscina que el
arquitecto instaló en el parque podrían evocar aquella truculenta situación en
la que se moría al compás de las carcajadas. Alojaría al dinámico David en su
residencia, ya que Jorge tiene dos cuartos para huéspedes. Además, Península
Esmeralda cuenta con un moderno aeropuerto internacional; David no tendría que
soportar demasiadas escalas desde la lejana Israel.
Jorge repasa los itinerarios posibles; aconsejaría el directo con
escala técnica en Londres. El largo y firme David aparecerá sonriente en el
aeropuerto y saludará con una mano en alto como el líder que fue y siguió
siendo, como le contaron a Jorge que saludó desde la escalerilla del barco que
lo llevó por primera vez a Israel, primera y definitiva vez porque fue a
integrarse en el nuevo y heroico país. “Los judíos y los argentinos”, solía
repetir, “padecemos la enfermedad del desarraigo, y yo siento la posibilidad de
arraigarme en la tierra que me provee una memoria de cuatro mil años.” En
aquella ocasión —hace veintiséis años— Jorge sintió culpa, vergüenza, por no
tener suficiente coraje para acompañarlo en tan admirable proyecto y se quedó
en casa. Los que sí fueron al puerto abrazaron a David y le desearon suerte,
porque necesitaba y merecía toda la suerte. Cuando el barco lanzó su pitada
ronca David pronunció las últimas palabras —le dijeron— que estaban destinadas
a vos, Jorge: rogó que te comunicáramos su cariño y cuánto lamentaba que tu
gripe te hubiera imposibilitado ir a despedirlo; después trepó los escalones,
saludó con el brazo en alto, así, como acostumbraba hacerlo cuando llegaba
tarde y nos encontraba reunidos. Jorge evocó tantas veces la escena nunca vista
como si la hubiera visto. Llegó a proyectarla en duermevela como si fuese una
película, que también puede correr en sentido inverso: David aparece en la
negra puerta de la nave, saluda con el brazo en alto, desciende los escalones,
habla de Jorge... y Jorge se acerca, le estrecha la mano, lo abraza, le ruega
que lo perdone.
Transcurrieron veintiséis años. Al principio David le escribía
impresiones del kibutz y de toda Israel, observaciones sociopolíticas, comentarios muy breves
sobre sí mismo. El empequeñecido Jorge le contestaba con gran esfuerzo, ahogado
por la culpa de quedarse a estudiar, hacer carrera y haberse vuelto
decididamente egoísta. Al cabo de unos meses las cartas venían con intervalos
muy extensos y por último dejaron de venir. Ahora —aplastado en los
almohadones— oprime en la mano izquierda la última carta, la que rompía el
silencio de años, la que reanuda con violencia el contacto, la amistad, la
admiración.
¡Incomparable, flaco, elevado David! En esta carta borroneada a la
disparada llegaba un anuncio. Era como si llegara David en persona, como si su
ascética figura ya ocupara espacio en Península Esmeralda. Debía contarle a
Olga. Olga tiene que participar, conocer a David tal como él lo conoció.
Imagina el fragor de un jet aterrizando en el aeropuerto; en éste no llega
David. Pero puede hacerlo en el siguiente, es necesario averiguar rápido por
teléfono o personalmente. Desplazarse a gran velocidad por la avenida costanera
sobre cuyo lado marítimo hacen guardia las palmeras cargadas de incomibles
frutos dorados. Las residencias y los edificios se van espaciando a medida que
la ruta se interna rumbo al aeropuerto. Y aparecen los grandes carteles
indicadores, la lejana torre de control y el enorme acceso. Muchos automóviles
en fila. La rampa. Jorge entra en los dilatados salones provistos con pizarras
informativas. El vuelo directo de Londres llega con una pequeña demora. Todavía
agitado por la carrera —que resultó innecesaria—, dice Jorge a Olga: “Podemos
tomar un café”.
Pese a su excitación, lo que más desea es hacerle entender a Olga qué
tipazo magnífico era David. “Veintiséis años. Arraigado a su kibutz sobre las montañas de
Judea, cerca de Jerusalén. Hizo de todo: atender el corral, ordeñar vacas,
remover piedras, plantar árboles, conducir turistas, asesorar al gobierno,
dirigir un batallón en la guerra, y hasta cumplir dos o tres misiones
diplomáticas breves. En sus primeras cartas me describía cómo plantaban
árboles. Lástima que en nuestras visitas nunca solicitamos ver eso, Olga, hay
que anotarlo para la próxima. No es lo mismo en el Néguev que en Judea o el
valle de Afula. Cerca de su kibutz se cuelgan de sogas, es impresionante, buscan agujeros en las laderas
de las montañas, o los fabrican, afirman el retoño, lo aseguran, lo riegan. Así
van extendiendo la mancha verde por ‘la calvicie de infinitos pedernales’, como
decía en una carta. Además David participó en tres guerras, digamos las guerras
oficiales, porque fueron muchas más; fue una guerra de veintiséis años
realmente; su kibutz estaba al alcance de emboscadas, cohetes y hasta francotiradores. Un
incendio destruyó parte del bosque cercano. ¿Te imaginás el dolor, la bronca?
Los arbolitos plantados con esfuerzo de acróbatas, regados con el agua que
apenas alcanzaba para beber, cuidados como hijos. Esa era una injusticia en
serio. Cómo se habrán desesperado y llorado cuando el incendio. ¿Sabés que no
lo imagino llorando, sin embargo? David siempre infundía fervor y esperanza. Habrá
hecho lo mismo: fervor mientras luchaban contra el fuego, esperanza mientras
contemplaban los árboles carbonizados. Y hablando de fuego... ¡Ah, Olga!
Escuchá esto: una noche armamos una fogata; cantamos, bailamos en ronda,
después relatamos anécdotas y, por último, habló David. Habló sobre ética
judía, ¡fijate qué tema! Me acuerdo claramente. La noche poblada de susurros,
las estrellas muy brillantes, y David contándonos la historia del profeta Amós
y sus violentos discursos contra los poderosos, los explotadores, los
insensibles, y todo eso para traernos a la actualidad, explicarnos la urgencia
de una metamorfosis colectiva, recuperar el vínculo con la tierra, con la
naturaleza y despojar las relaciones humanas del cálculo mezquino. Yo te lo
cuento así, rápido, pero él lo explicaba con ejemplos, con razonamientos, con
emoción. Y te aseguro que jurábamos seguir sus enseñanzas y su ejemplo,
convertirnos en soldados de la redención, abandonar las trampas de las
ambiciones vacías. Enlazados por los hombros, volvimos a cantar Am Israel jai (el pueblo de Israel
vive); ¡vivía y hervía en nuestros corazones de pequeños héroes! Cantamos hasta
que se terminaron las ramas secas y se terminaron las llamas rojas y azules.
Quedaron los carbones y seguimos cantando hasta que también se apagaron los
carbones. Miré las estrellas, como ahora miro tus ojos, y dije: ésas no se
apagan nunca, así no se apagará nuestro ideal.”
Pero Olga, hecha un ovillo de sensaciones contradictorias, se
inquietaba por las contradicciones más graves y penosas que latían tras la
verborragia de Jorge.
La luz intermitente anuncia la llegada del vuelo esperado. Como en
tantas ocasiones análogas, el público reanuda su movimiento. Una masa se
desplaza hacia la puerta de los arribos. El fragor del aterrizaje y la puesta
en acción de los frenos ensordecedores. El gigantesco y alado vagón ya está en
tierra y gira su nariz hacia el círculo asignado. La manga se estira y enchufa
para succionarle los pasajeros. Jorge no necesita esperar entre la multitud; el
aeropuerto es casi una dependencia de sus oficinas: lo conocen, respetan y
consideran incluso más de lo que su fortuna merecería. Aprieta la mano de Olga
y la lleva hacia el aterciopelado salón de viajeros importantes. Hasta allí
será conducido David por una azafata; buena manera de ir desayunándolo sobre la
enjundia que Jorge había alcanzado en Península Esmeralda.
El amplio ventanal del salón VIP ofrece un panorama de la pista. El
coloso metálico permite que le vacíen las entrañas. David ya debe de estar
avanzando por los corredores. Le han dicho que lo esperan, le hicieron cruzar
rápido los puestos de seguridad, de inmigración, de aduana. Seguramente ya
imagina que se lo debe al pequeño Jorge, de quien tuvo que imponerse una
adecuada información: que salió del movimiento, que se inscribió en la Facultad
de Ingeniería, que no se recibió, que ingresó en una empresa constructora, se
vinculó con individuos ligados al gobierno, ganó varias licitaciones, después
ganó más licitaciones y ganó con otras obras, diversificaciones de obras, de
negocios, de inversiones, qué importaba no haberse recibido (tal vez le
importaba) si los profesionales eran sus sirvientes y él podía darse el lujo de
enrostrarles fallas, exigirles mejor rendimiento, más precisión, podía echarlos
y cambiarlos y él, Jorge, era bienvenido con alfombra roja en cualquier parte,
ni digamos donde existían ojos voraces que miraban con fascinación su tumefacta
billetera.
Se abre la puerta, ingresa la azafata y, tras ella, el alto David.
David queda encerrado en una jaula de luz polvorienta. Parece flotar,
resplandecer. El salón silencioso y vacío sobrecoge. Es el mismo tipazo de
veintiséis años atrás, apenas más canoso y con la barba que se dejó crecer en
el kibutz. Pero ahora irradia un misterio casi intimidatorio. Es un hombre de
edad mediana, pero que ha sido y aún es protagonista de la realización pionera,
el que navegó hacia el ideal y pudo atraparlo. Más que un individuo moderno que
habita en un kibutz de los montes brilla como un profeta de la antigüedad. Su figura
exulta poder. Jorge siente que su mirada lo traspasa y, dando unos pasos hacia
el viejo amigo, apenas logra balbucear unas palabras que no corresponden a las
cálidas frases que había ensayado. El abrazo resucita un carillón de fogonazos:
política, historia judía, arte de vanguardia. Biblia, novelas de denuncia,
paseos, consejos, promesas.
Le presenta a Olga. “Mi bajurá” (muchacha), dice, como si lo hubiera
hecho hace décadas, cuando introducían alegremente palabras hebreas en el
contexto castellano y se suponían manejando la lengua de los macabeos. “Gran
compañera”, agrega, porque eso interesaría a David (pero ante los amigotes
empresarios señala otros méritos: “se preocupa por mi salud”, por ejemplo, o
“no se mete en mis negocios”). Pero ni a David ni a sus amigotes confesaría que
Olga le exige tomar vacaciones largas, someterse a chequeos periódicos, hacer
aerobismo y mantener contratado a un masajista, así como ella toma vacaciones,
se hace chequear, practica aerobismo-gimnasia-yoga-natación y mantiene
contratada a una masajista, porque querido, eso de arrancarte “las hebras de
plata” te dejará pelado, mejor que te cuides de la obesidad, de la vejez y, de
paso, te hagas teñir las canas; en cuanto a las arrugas, no te sientan bien:
entonces Jorge sumisamente accede a encremarse las bolsas incipientes del
párpado inferior, los surcos del entrecejo y las patas de gallo con sustancias
hidratantes o humectantes o engrasantes, pero que deben ser distintas en la
noche de las que se aplica por las mañanas después de afeitarse para que el
efecto dure toda la jornada y nadie piense que se ha convertido en un maricón.
David sale de la jaula de luz y parece más humano. Pero su porte, que
sigue siendo majestuoso, es admirado por el pequeño Jorge que insiste en
llevarle el maletín y espera que también Olga advierta la imponencia de su
amigo. Es claro: Olga no militó en organizaciones juveniles ni proviene de una
familia tradicional ni entiende por qué debería complicarse en discusiones
metafísicas sobre “centralidad de Israel”, o “identidad judía”, o “futuro de la
diáspora”, y menos que menos sobre el kibutz u otras formas colectivistas que no aceptaría experimentar en la perra
vida ni aunque Jorge se lo pidiese arrodillado. Y tendría que ser arrodillado porque
cuando lo conoció no le impuso condiciones sionistas, apenas hablaba sobre “las
contradicciones que le impidieron irse a Israel”. No entiende su militancia
actual, las donaciones exageradas y este enardecimiento por un campesino
maltrazado que lo embobaba en su juventud.
“Campesinos maltrazados eran los profetas”, retruca Jorge al percibir
las ideas de su mujer desubicada. Los profetas bajaban de la montaña o venían
del desierto; irrumpían de golpe, como un vendaval. Y hacían temblar a
sacerdotes y reyes, mercaderes y soldados. Cíclopes que con su palabra y su
presencia removían los sentimientos más profundos. Provocaban un cataclismo
social. Revalorizaban la moral, la justicia y el altruismo. El tembladeral del
arrepentimiento demolía ídolos y fortalezas, masacraba jerarcas. “¡Ah, los
profetas! ¡Cómo nos hablaba David sobre ellos!” ¿No sería asombroso que un
profeta hiciera su aparición en Península Esmeralda, la joya del Atlántico Sur?
Y llegado de muy lejos, como Jonás al presentarse en Nínive. Seria tan absurdo
como la misma historia de Jonás, que se sentía un insignificante hebreo, y era
elegido para someter a la arrogante metrópoli asiria. Situación incomprensible
que se burla de las proporciones, que retruca los cálculos de la limitada
percepción humana. Que nos recuerda la existencia inquietante de la sorpresa,
incluso en el orden natural.
Sorpresa que también asustaba al profeta mismo. Acostumbrado a una
sociedad pastoril, mayor habría sido el asombro de Jonás en Península Esmeralda
que en la antigua Nínive. La súbita visión de numerosas mansiones más
impresionantes que los palacios de Senaquerib lo habría contraído en místico
espanto, así como las centellas de los automóviles, la interminable alfombra
azul de la ruta y un solitario obelisco que en vez de conducir a un templo
señalaba el kilometraje. El Mercedes de Jorge no podía ser sino el carro ígneo
de Elías paseándolo del Nilo al Éufrates o de Jerusalén a las playas de Ofir.
Jorge, sobreponiéndose al vértigo de emociones y contrastes (David y Olga
representaban dos polos de su vida, dos proyectos, dos mandatos), intenta
explicar la realidad que penetra a raudales por los ojos de David; quiere
reconstruir la vieja confianza, la perdida intimidad. “Península Esmeralda ha
logrado un éxito inverosímil; su clima estable, la profusión de bosques, la
buena comunicación”, dice, “chuparon el mejor turismo. Y tras él
vinimos los judíos; somos ya muchos pero siempre parecemos más; y la ley se
repite: es bueno y es malo. Mejoró la construcción, se cotizaron las tierras...
y por ahí también aparece una leyenda antisemita. Si te quedás una temporada
vas a encontrar más de un compañero de juventud. Por lo pronto te informo, si
no lo sabías, que Raúl, Jovita, Débora y Aarón, con sus respectivas medias
naranjas, tienen regias mansiones, ¡Arden por verte! Débora se casó con un tipo
macanudo. Trabaja conmigo en por lo menos cinco organizaciones comunitarias; ya
no es como en aquella época gloriosa, David, en que estábamos metidos hasta el
caracú en una sola organización (la nuestra) y sentíamos un poquito de
desprecio hacia los demás; ahora nos reclaman diez, quince organizaciones,
todas nuestras y en todas igualmente metidos hasta el caracú. Te vas a reír,
pero en este lugar de vacaciones es donde más se trabaja. Con uno o con otro,
no pasa día que no removamos el guiso de los problemas comunitarios. Olga vive
reprochándome, tiene razón, pero es que no me tomo vacaciones nunca; mi familia
se aposenta en Península por tres meses y yo voy y vuelvo, sigo atendiendo mi trabajo,
no creas que manejar empresas no es trabajo también, aunque produzca plusvalía
(¡ja, ja!, me acuerdo cuando denunciaste esa forma tan fina de robo). Supongo
que en el kibutz tampoco las vacaciones son rotundas, siempre surge algún problema.”
Y David inclina la cabeza, sin aprobar ni negar.
El auto se acerca a la banquina, penetra en un camino de grava y frena
en medio del jardín.
—Hemos llegado; ésta es tu casa.
David desciende y, con una mano apoyada en la refulgente carrocería,
escruta las torres almenadas de la residencia. Pero Jorge escruta a David;
anhela descifrar el juicio que va elaborando. Teme que se deprima al comparar
esta propiedad fastuosa con la sobriedad del kibutz. O, por el contrario,
que estalle en socialista indignación por el afrentoso despilfarro o que —y
esta idea lo embarga de inquietud— habiendo sido defraudado por su utopía
juvenil, empiece a tenerle envidia. A Jorge le da miedo la posible (¿posible?)
envidia de David.
Atraviesan el suntuoso vestíbulo y el profeta no da señales de haber
encontrado algo que merezca reproche o admiración. Acaricia las rosas amarillas
y enfila hacia el estudio en cuyas paredes centellean los lomos de libros.
Examina las lujosas colecciones, entre las que se avergüenzan algunos volúmenes
sin encuadernar. Jorge se pregunta si entre ellos buscará los tan comentados de
Máximo Gorki, Dov Ber Borojov, Alberto Moravia, Jaime Arlozorov que ya nadie
lee; ¿cómo no previó incluir autores de este tipo si David lo primero que haría
es revisarle la biblioteca? En cada humilde vivienda de kibutz hay anaqueles cargando
buenos libros, eso se lo habían machacado en conferencias, seminarios,
discursos y después lo comprobó en sus visitas a Israel, y ahora se siente
mortificado porque David inspecciona y seguramente condena. “Dime qué libros
lees y te diré quién eres”, había escrito en la dedicatoria cuando le regaló un
volumen de Aarón David Gordon en el que se hacía una tolstoiana exaltación del
trabajo agrícola. Jorge empieza a palidecer. Recuerda de súbito que aquel
volumen de Gordon lo había acompañado muchos meses, lo llevó a un campamento,
lo utilizó como base de varias charlas y lo aferró en su mano como si fuese un
revólver en aquella noche de fanatismo irrefrenable. Jorge estaba parado
delante del telón, frente a la modesta platea. Se había programado que hablase
en el entreacto de esa función dedicada a esclarecer y obtener el apoyo de los
padres de todos los chicos que formaban el movimiento juvenil sionista liderado
por David. Mientras sus compañeros cambiaban aceleradamente el decorado de la
tendenciosa obra teatral que representaban, Jorge, pequeño y fogoso, abrió el
libro de Gordon y leyó un párrafo brillante sobre la vuelta al trabajo de la
tierra; su entonación emotiva y penetrante estremeció al auditorio. La platea
dejó de respirar. Entonces, exaltado por el efecto conseguido, cerró el volumen
y pronunció una inesperada y rencorosa maldición que se hizo célebre. Por lo
horrible. “¡Se te fue la mano!”, le reprochó en aquel momento David; “si un
padre se niega a que su hijo vaya a un kibutz, no tenemos derecho a condenarlo como enemigo del pueblo judío, ni como
un nazi en potencia.” Jorge, pálido como ahora, mantuvo su postura fanática y
repitió la maldición: que se mueran los padres que sabotean la vida de sus
hijos impidiéndoles realizarse en un kibutz; o somos maximalistas o los condenados seremos nosotros.
Olga entra en el estudio y exclama: “¡Qué descortesía, ni siquiera le
mostraste su habitación, ni le dejaste lavarse las manos!”
—¡Tenemos tanto para conversar! —suspira Jorge. David, alto como una
palmera, se desplaza dignamente hacia su cuarto mientras Jorge —mareado, con
presentimientos alarmantes— vuelve a sumergirse en las olas de su deliquio. Ha
llegado el profeta y no tardará en hacer sentir su presencia de fuego.
Recuerda que, cuando David lo introdujo en la organización, fue
instruido sobre el tipo de vínculos que podía establecer con las muchachas:
absoluta hermandad, respeto. A Jorge le pareció bien, porque era tímido; la
explícita prohibición le ahorraba hacer esfuerzos de conquista y lo preservaba
de intolerables rechazos. —No son putas, sino camaradas —le explicaron sin
vueltas—; tuteo inmediato, confianza, sinceridad, amistad. Sobre todo esto:
limpia e intensa amistad. Las parejas, si llegan a formarse, deben asentarse
sobre la comunidad de fines; nada de idilios burgueses. ¡Qué lejos estaba
entonces de Olga, a la que se ligó cuando huyó del movimiento porque la
encontraba limpia de toda esa insoportable limpieza! Después del primer beso le
dijo que antes había sido sionista monacal y que con ella se convertía en
sionista a secas. Olga ni entendió ni preguntó. Era burguesa y le gustaba serlo
un poco más. Los problemas del mundo le interesaban en la medida que pudieran
afectarla (nunca la afectaban) o constituyeran tema obligado de conversación.
Contrastaba con el problematizado Jorge (que luchaba por liberarse de las
exigencias sionistas que le habían inculcado, que desayunaba y se dormía
cavilando sobre antisemitismo, la cuestión nacional o diferencias entre
sionismo político y realizador); sin embargo, debe reconocer que ella lo ayudó,
con su sola presencia, a cumplir el otro mandato de su vida —oculto, repudiado—
que no armonizaba con el ideal juvenil.
Recién después de muchos años Jorge se avino a reingresar en la vida
comunitaria. El ideal juvenil ya había sufrido una metamorfosis. Los antiguos
cantos y consignas pasaron a nuevas formas en que viajes y congresos, visitas
oficiales y recepciones, misión honorífica y un jugoso negocio privado,
aparentemente no se contradecían.
David no pareció asombrarse cuando Jorge, manejando su automóvil
veloz, le informó que también Aarón, Raúl, Jovita y Débora tenían fastuosas
residencias en Península Esmeralda. Seguramente lo sabía.
Llega la noche y se realiza el encuentro. Esperado por todos, temido
por Jorge. Ingresan Jovita, Débora, Aarón y Raúl con sus cónyuges y con el
alborozo tiritando en el pelo, en la voz. Intensos abrazos y besos con David.
Evocación, bromas, preguntas, mientras los anfitriones (Jorge, Olga) contemplan
emocionados. Enseguida las últimas noticias de la Argentina e Israel saltan del
plano personal al político y de éste a divagaciones con chisporroteos profundos
en medio de trivialidades. Brindis en serio y bendiciones en joda enlazan
hombros, miradas. Así se enlazaron —¡ahora Jorge lo recuerda con dolor!— Raúl y
David cuando el primero lo visitó en el kibutz, o Jovita y David cuando se encontraron por casualidad en Jerusalén, o
Débora y David cuando ella viajó expresamente para darle el pésame por la
muerte de su hijo Jonatán.
Jorge ordena otra vuelta de bebidas. No logra sacarse la rigidez
causada por la larga separación llena de culpas. David ni siquiera le escribió
cuando su único hijo, Jonatán, cayó en una emboscada de Al Fatah “mientras
delante del tractor revoloteaban los pájaros mojados por el rocío”.
La conversación aburre a Olga porque muchas situaciones le son
desconocidas y, para colmo, se deleitan metiendo palabras hebreas sin ton ni
son en cualquier párrafo, como tics. Si tiul
quiere decir paseo, ¿por qué diablos no dicen “paseo” en vez de tiul? Eso de hablar en
híbrido me fastidia. —No te das cuenta —le responde Jorge al oído— cuánta
vibración producen esas palabras sueltas; es como si te trasladaran a otra
parte; estás aquí pero es otra parte; paseo es cualquier paseo; tiul, en cambio, es el tipo
de paseo que hacíamos en grupo, el que esperábamos hacer en Israel, ¿me
explico?; es el pasado y el futuro a la vez, emoción doble, más que doble:
distinta. Pero Olga insiste: ¿por qué no estudiaste hebreo?; te conformás con
las muletas; hablar en híbrido es hacerlo con muletas.
Raúl propone cruzar a la playa.
La animada reunión en torno de David tijeretea años. Salen a la noche
flagrante de mar. Atraviesan filas de palmeras y hunden los pies desnudos en la
arena blanda. Lanzan exclamaciones. Uno empieza la canción. Se sientan en ronda
bajo las asombradas estrellas, como en los tiempos en que se juramentaban
construir un hombre nuevo convirtiéndose en judíos nuevos. Los rostros plateados
vuelan junto a sentimientos que se desperezan de la modorra, que resuman
alegría. Jorge entusiasma a Olga, luego olvida a Olga. Renacen anhelos
heroicos, infantiles, potentes; manejar el tractor y empuñar el fusil, como Uri
en aquella foto, o como Isaac en el cuento de Agnon o como Daniel en la crónica
que leyeron en un festival. En rondas como ésta David había contado la lucha
épica contra el león británico, ese león del Mandato hipócrita, y la lucha de
los guerrilleros judíos contra los nazis en Europa y, simultáneamente, la
resistencia contra las bandas progromistas del Mufti, y la otra guerra, la más
larga e incomparable, que edificaba el país, fertilizaba el desierto, inventaba
caminos, desecaba pantanos, hacía brotar puestos sanitarios como fortines,
resucitaba un idioma condenado.
Olga apoya su cabeza sobre el pecho de Jorge igual que Débora sobre el
de su marido, dejándose finalmente llevar por esa corriente de sentimientos
ingenuos y titánicos. Débora goza la nostalgia. Olga escucha el repiqueteo
cardíaco de Jorge. En su familia no resonaron tradiciones ni conflictos
ideológicos como en la de Jorge, a quien por un lado le inculcaron la identidad
judía y por otro lo impulsaron a triunfar en el medio no judío; entre las
humillaciones externas y el espoleo interno Jorge fue presa fácil del
proselitismo sionista; pero el mandamiento opuesto no le dejó avanzar hasta las
últimas consecuencias. Tras navegar en las aguas calientes de la redención
colectiva, emprendió la marcha vulgar del progreso burgués. Trastrocó el
“sionismo de oro” en “oro para sí mismo”. Lo altruista se hizo egoísta. Y así
como durante el enardecimiento juvenil anidaba el cálculo adulto, en este
último subyace —vergonzante y amonestado— el viejo ideal.
Encienden una fogata. Las alegres lenguas de fuego empiezan a despedir
tules de añil y de sangre: se enroscan en la pirámide de ramas secas y
enseguida se alargan en viboreante manojo, como si los astros fueran
lentejuelas imantadas que las tironeasen hacia arriba. Las palmeras de la playa
acercan y alejan sus copas. Un amplio círculo de arena cobra vida en la noche.
Es toda una enorme cápsula iluminada la que ha desgarrado la quietud. Muchos
ojos centellean reflejando las acrobacias del fuego. Y de los labios
estremecidos brota una sabia, irónica, vieja canción del nunca viejo Atahualpa
Yupanqui que aprendieron en fogatas similares junto con viejas y sin embargo
nunca viejas canciones sobre pioneros judíos alegrándose con el agua que
descubren y almacenan en el desierto, y defendiendo las fronteras y arando el
páramo y estirando los brazos generosos para recibir a los hermanos perseguidos
como ellos. Los viejos amigos estiran ahora los brazos buscando el hombro
vecino para apoyarse y brindar apoyo y abandonarse en un balanceo amoroso al ritmo
de la música que atraviesa las mentes y los años.
La ronda fraterna ondula alrededor del fuego, y se alimenta con las
extrasístoles de un verso rebelde que pellizca una rodilla hasta que la ronda
entera se eriza de cuerpos que empiezan a danzar, girar, saltar al compás de un
ritmo creciente, belicoso, que hierve en las cabelleras arremolinadas. Los pies
tajean la arena y las puntas de los dedos arrojan a las llamas nubes de granos.
La fogata responde con el eco de su crepitación. La voz sobresaliente de David
acentúa el vértigo. La rueda humana gira con frenesí en torno del fascinante
centro de ignición; ya no bastan el canto desaforado ni la danza para
satisfacer el desborde y Raúl se arranca la camisa que ofrenda a las llamas con
un grito triunfal provocando un instante de asombro que desemboca en un
redoblado ímpetu, ciego, descomunal, y es ya Jovita quien rompe los botones de
su blusa para que también alimente las carcajadas del fuego. Se sienten
fuertes, alados, temerarios y limpios (como en aquella época). No los atan las
telas ni las correas ni las cadenas ni las fortunas ni los prejuicios ni la
vergüenza. Son dueños del tiempo, el goce y la vida. Gira la ronda girando en
ronda redonda con David empujando con el canto, los brazos, la evocación, empujando
a Jorge que empuja a Débora que empuja a Raúl que empuja a Jovita que empuja la
ronda que gira y gira siempre redonda en torno del fuego furioso que limpia y
aligera. Jorge expulsa ambiciones, negocios, especulaciones, guerras,
triquiñuelas, maniobras, volando en la ronda deleitosa que nunca debería
frenar, que no frena, que sube, libre, victoriosa, jubilosa, excitada,
armonizándolo con el río de sus ansias profundas que bulleron en aquel tiempo
sin tiempo en que aspiraba ser un pionero construyendo colonias y vigilando
fronteras para sus hijos, para su pueblo, para ejemplo y admiración universal.
Por fin caen extenuados. Cesa la danza y calla el canto. Jorge cree
haber enceguecido. Se crispa en la súbita oscuridad. Siente la cabeza como de
vidrio roto. Ha terminado un acto o una era, ha terminado para siempre. Cuesta
reconocerlo y aceptarlo. La repentina quietud y el silencio, tanto más notables
tras lo que acababa de ocurrir, le oprimen. Se han apagado las luces como en un
teatro en el que recién va a comenzar la función. Pero será otra función.
Tiene miedo.
La función esperada, postergada, aún no representada, lo pondrá frente
a terribles contenidos. La vivacidad de minutos antes se ha convertido en
peligrosa solemnidad. Sabe que las olas se desenrulan en la arena y siente que
la brisa refresca con limaduras que atraviesan la piel. Pero sabe algo peor:
que la escena reciente, jubilosa a más no poder, chocará con la nueva; el
contraste será intolerable. Le duelen los ojos y los oídos, nostálgicos de la
alegría que fuga; y le duelen por lo que ya se avecina.
David se levanta. Su perfil apenas se distingue en la oscuridad. Esa
imprecisión lo favorece porque se lo ve más alto, más corpulento. Es una mole
que avanza hacia el centro de la ronda sumida ahora en silencio. La brisa mueve
respetuosa sus cabellos y su barba como si fuesen el cabello y la barba de
Moisés bajo las ondas del Sinaí. Su estampa imponente marca el centro del
mundo. Las tempestades pueden girar alrededor de su cuerpo tal como Jorge y sus
amigos giraron alrededor de la fogata. David, magnético y poderoso, es a partir
de ese momento la hoguera y enseguida el incendio que se abalanzará sobre cada
uno de ellos para carbonizarles el alma. La inocente fogata era la premonición.
David está de pie, como un profeta ahíto de inspiración, y su silueta adquiere
una fosforescencia turbadora. Desprende ondas eléctricas. Las asustadas
palmeras alejan sus copas. Y el achicharrado conjunto se aprieta en la arena
fría aguardando la amonestación. El estallido se produce y la amonestación
derrama palabras tan duras como piedras. Jorge, Jovita, Raúl y Débora sienten
los impactos en sus cabezas y pechos. El profeta los castiga rudo por su
conducta plagada de gestos mezquinos y agachados y excusas que se maquillan con
más excusas y agachadas: lo puro no purifica lo impuro sino que las agachadas
han ensuciado los cantos y bailes.
—No canten ni bailen —ordena el trueno de su voz—, ni se alegren con
un pasado que abandonaron, traicionaron y condenaron. Porque en realidad son
ustedes quienes se han condenado. Y para salvarse, ahora quieren salvar un
pasado que perdieron.
El rescoldo de la fogata parpadea antes de apagarse. Jovita tiembla en
los brazos de su marido: David es un profeta que mete miedo, hace temblar. Jorge
no sabe qué decirle a la desconcertada Olga: es un profeta que ha llorado la
muerte de Jonatán, su único hijo muerto en un atentado contra el kibutz, y ahora nos hace llorar
a nosotros, sus antiguos camaradas de juventud. Ha convertido mágicamente una ronda
festiva en círculo macabro.
Débora llora sin entender su propio llanto y prefiere suponer que es
por el malogrado Jonatán. Pero Jorge sabe que todos se mienten: había recibido
una carta de David —no le había escrito en años— en la que transmitía la infausta
novedad: “a Jonatán el rosado del alba se le venía encima mientras delante del
tractor revoloteaban los pájaros mojados por el rocío”; ahora no lloraban por
su hijo muerto en el atentado, sino por culpa, la misma que hace veintiséis
años le impidió ir al puerto para despedirlo y luego contestar sus cartas y
visitarlo en sus giras frecuentes, la misma culpa atada a la vergüenza que le
suprimió los sueños y redobló su fuga, que lo decidió a casarse con Olga, que
es bonita y sexy pero no sabe nada de sionismo y apenas de judaísmo, que nada
sabe de nada, excepto gastar y por eso la llena de dinero para que gaste. Él,
Jorge, evita criticarse a sí mismo en público y ahora lo hace el potente David,
el flaco, el burlón, el incorruptible.
La brisa cada vez más fría hiela el cuerpo para que nadie se levante.
David reclama y reprocha. Amonesta en la inhóspita noche. Es un monstruo que no
se endulza —pero engendra paradójica belleza— ni siquiera al repetir la
tragedia de su hijo que es la tragedia de Jovita, Débora, Raúl, Aarón y Jorge,
sobre todo de Jorge porque al niño le puso el nombre hebreo Jonatán en su
homenaje (Jorge y Jonatán tienen cierta homofonía). “El cadáver
robusto de Jonatán desapareció bajo el túmulo de tierra ganada a las rocas”, le
escribió a Jorge (el amigo que no tuvo valor para despedirlo ni contestar sus
cartas ni visitarlo en el kibutz); y Jorge, como si estuviera muerto,
tampoco contestó esa carta llena de absurda y chocante poesía: “Mi hijo cumplió
diecisiete años y estaba enamorado del kibutz donde nació y se educó; la madrugada lo sorprendía arando montes; a
Jonatán el rosado del alba se le venía encima mientras delante del tractor
revoloteaban los pájaros mojados por el rocío; la hierba rígida despertaba con
alborozo. Entonces sobrevino la explosión”.
Jovita enjuga su llanto y se va. La sigue su marido. El poderoso
profeta ha callado y observa con sus pupilas fulgurantes. Tras Jovita parten
Raúl y su mujer, Aarón, Débora. El profeta circunvala los restos de la fogata
y, más fosforescente que antes, camina hacia el mar. El viento eriza sus largos
cabellos y le aplasta la barba. El pequeño Jorge se levanta sintiendo crujir
sus articulaciones, como si hubiera envejecido. Necesita hablarle a David. En
realidad necesita ser escuchado por David, convencerlo de que nunca ha muerto
como amigo, y de que el nombre Jonatán puesto a su hijo como un homenaje lo
padeció como reproche. Pero que no quería hacerle a su vez un reproche, sin
expresarle su profundo amor y admiración. Que siempre lo recordó, incluso
cuando huía de él huyendo hasta del olor judío, incluso cuando optó por Olga,
cuando se convirtió en un empresario temible para compensar la angustiante
frustración juvenil.
La voz de Olga pidiéndole que la acompañe a casa no perfora la malla
de sus pensamientos. Todo su ser mortificado se concentra en David, en su
figura hierática. No aguanta que lo ignore. Que lo abandone (como lo abandonó
hace veintiséis años, al irse a Israel). El profeta ya está junto al mar. Ya
sus pies tocan el agua, ya caminan en el agua. Jorge corre. Grita. También
grita Olga ordenándole que vuelva. Pero Jorge no escucha a Olga ni David
escucha a Jorge. El profeta ha sumergido los pies en las olas y el enervado
Jorge lo abraza por los hombros. Le ruega que lo perdone, que lo entienda, que
vive gracias a él; ¿te acordás de los discursos? Jorge llora, está dispuesto a
pagar por el perdón, si fuera necesario. Entonces David gira su mirada
despidiendo un desdén que congela. Jorge retrocede, se agrieta, cae en
cuclillas sobre el agua. Se le desmoronan los pedazos. David se aleja,
ignorándolo. Jorge, bañado en lágrimas, se levanta. Se levanta dolorido y tenso
como una ampolla. Su alma se ha llenado de pestilencia. Emite un extraño y
horrible olor de venganza. No entiende qué cosa abominable le pasa. Lo tambalea
una revulsión de sentimientos encontrados. Quiere abrazar y al mismo tiempo
golpear. Que David lo perdone y que al mismo tiempo le pida perdón. Quiere
reconvenirle el heroísmo. ¡Heroísmo de mierda, David, infantil, enfermizo! Y al
mismo tiempo murmura: Perdón, David. Te admiro y te odio, David. Tu heroísmo
llenó de culpa a media humanidad —piensa Jorge en estado de confusión. Piensa
Jorge que sigue pensando que el heroísmo de David no era imprescindible para
vivir y merecer vivir, que entrañaba la cobardía de encerrarse en su kibutz, aislarse en la
comodidad aseguradora de la secta, de la verdad indiscutible. Que lo admiraba y
quería, sí, pero no como sectario y menos como ingenuo. Que aquel ideal era
puro verso, intoxicación retórica. Y yo aprendí a pronunciar discursos (me
enseñaste) hasta que se produjo una especie de milagro: dejé de creer en lo que
decía.
El profeta, sin escucharlo, repite la terrible maldición que el mismo
Jorge había pronunciado contra los padres que se negaban a otorgar permiso a
sus hijos para radicarse en un kibutz. Jorge entonces se dobla. Como bajo un garrote que le partió la
espalda. Y en supremo esfuerzo, mixturando rencor, amor, ofensa, dignidad,
indignidad, ceguera, empuja con todas sus fuerzas a David. El profeta cae en el
mar y una montaña espumosa lo devora.
Las olas aúllan el sacrificio y se yerguen con bravura para envolver,
ocultar y llevarse lejos el cuerpo del profeta.
El abatimiento aplasta a Jorge mientras araña el suelo pavimentado de
conchas para recuperar a su amigo. Nunca tendrá perdón. Hace tan poco murió
Jonatán. Ahora muere el mismo David, el que se burlaba de los profesores necios
que sólo saben repetir y ordenan repetir y quieren convertir a sus alumnos en
una triste repetición de ellos mismos; que afirmaba ¡la vida es hermosa!, que
no te abanderen los domesticados ni te infecten las putas; que le aseguró su
cariño antes de partir definitivamente hacia Israel.
Jorge contempla la fresca e iluminada sala de su residencia. La luz se
filtra por los cortinados mientras él, hundido en almohadones, abolla la carta
perturbadora. Al pie de una de las palmeras que marcan el borde de la playa,
percibe una silueta. Un bulto. Es un hombre sentado, con la espalda apoyada en
el tronco esbelto. Reconoce a David. Se contrae y enseguida se incorpora
indeciso, cuestionándose la visión. Estira la hoja manuscrita y la asegura bajo
el cortapapel de bronce. Sale al aire limpio que lo frena, que lo invita a
restablecer su equilibrio. Tambaleándose cruza la avenida. Corre hacia las
palmeras, hacia su amigo. Olga no entiende. Le grita ¡cuidado!, pero Jorge no
repara en los automóviles. Se abalanza sobre el magnífico David. Llora. Aprieta
la madera cimbreante. Aprieta en la madera a su amigo inolvidable e incomparable
que se ha metido en su garganta y le muerde con amor y rencor.
En la carta magullada, Olga lee rápidamente el escueto informe:
también una mina estalló bajo el tractor de David; en su agonía balbuceó varias
veces el nombre de Jorge.
Jonás salió hacia el
Oriente e hízose allí
una choza y se sentó
debajo de ella, a la
sombra, hasta ver qué
sería de la ciudad.
JONÁS IV, 5
C
|
omienza a oscurecer. Claudio Astigarraga acciona
la llave de luz y vivifica la oficina; ya es demasiado tarde para seguir
discutiendo. Desde sendos sillones los ex socios lo miran con odio. Arrugan el
ceño por la súbita iluminación (que ilumina su angustia).
Claudio Astigarraga es el ingeniero empobrecido que sigue empobrecido y, sin embargo, ahora
tiene en un puño a sus ricos camaradas de otro tiempo. Levanta las cejas gordas
como cigarros y da por concluido el debate.
—Espero una semana —estira siete dedos enérgicos sobre el escritorio
de fórmica—; si hasta entonces no aceptan mi propuesta... lamentándolo
muchísimo, firmaré la ruina de Península Esmeralda. Tal como lo oyen: la ruina de Península Esmeralda.
Sus ex socios, con la elegancia traspirada, cabizbajos, muerden el
ultimátum. Han explicado y suplicado. Claudio Astigarraga les escuchó las
estadísticas, evaluaciones y promesas (reales y tramposas). Los vio abrirse las
camisas y secarse el cuello. Fueron cuatro horas y media. Extenuantes, pero de
rara gratificación para Claudio. Las opciones posibles y las fantásticas fueron
disecadas y exprimidas hasta inverosímiles detalles. Ensayaron digresiones
lubricantes, chistes, recuerdos. Pero no hay caso. Las exigencias de Claudio
Astigarraga son rotundas. Inconmovibles. Al cabo de esta negociación maratónica
e inútil se impone un pesado silencio. Las miradas reconocen que ya no hay más
que decir. Claudio, con la urbanidad de los que se sienten otra vez poderosos,
los acompaña hasta la puerta. Cornejo y Siles, envejecidos, le estrechan la
mano sin ganas de insistir porque ya ni siquiera la lástima es posible: Claudio
luce arrogante y la sonrisa del victorioso brilla en su piel.
En realidad es una carcajada que le sube desde el abdomen.
Antes de cerrar la ventana contempla el crepúsculo. Lejos, un grupo de
nubes estiradas arden con el último fuego. Las ondas del océano mueven
espejitos que se derraman en la costa, cerca de la magnífica torre de Opus S.A.
(perteneciente a Cornejo y Siles).
Desciende a la vereda. No me dijeron sádico ni criminal —discurre ante
la policromía de las vidrieras—, pero los insultos se revolvieron en sus
mejillas como buches que no podían tragar ni escupir. Especialmente el
energúmeno de Siles: se puso blanco, rojo, morado, cuando entendió que me había
convertido en piedra. ¡Ja!, lo merecen.
Claudio entra en su viejo Renault y avanza con placer hacia la
costanera. Un alegre rosario de faroles marca el límite de la playa.
Los aplastaré con la bancarrota; a ellos y a docenas de empresas y
empresarios como ellos. Yo, el despreciado Claudio Astigarraga, tengo suficiente
imaginación para traerles la peste. ¡Y qué peste! Sucumbirán las prodigiosas
fortunas invertidas en este paraíso artificial. ¡Ja! Cornejo es el más flojo,
me quiso seducir: “Pero Claudio —rogaba—, ¡somos amigos!, ¡es cuestión de
armonizar intereses!” Sí, por supuesto, aquí están los míos; examínenlos (y
pónganse blancos, rojos y morados, aborrecidos camaradas). “¿Querés nuestra
rendición?” “Bah, bah, déjense de bromas; cada uno piensa en su propio negocio;
yo les deseo lo mejor, pero también para mí.” “Tu negocio será el fin de
Península Esmeralda.” Exageran. “Más que negocio, lo tuyo es un atentado.”
La gente elegante pasea frente a los espaciosos jardines. Algunas
calles argentadas por el sofisticado letrero de un restaurante parecen nuevas a
Claudio. Pasa frente a la whiskería, cuyo letrero es un penacho fulgurante que
se hunde en la profundidad de las estrellas verdaderas.
Cuando llega a su casa, en el extremo de la ciudad, el horizonte ya ha
sido ocupado por las sombras. La brisa contiene respiración de mar. Sus
cabellos precozmente encanecidos le tapan la frente. Dirá a la abnegada Nely
que vinieron los dos: el flojo Cornejo y el energúmeno Siles; vinieron a
rogarle. Ahora los tiene atrapados entre el índice y el pulgar, así, como dos
bichitos; aprieta y sus frágiles cascaritas crujen, aprieta un poco más y son
polvo.
Adrianita corre hacia papá Claudio, que la recibe con sus gruesas
cejas muy levantadas. Se enrosca en sus brazos, trepa a su nuca de pelos grises
y queda sentada sobre sus hombros. Tiene siete años y parece haber intuido el
éxito de papá (así como antes sufrió el mal humor de sus fracasos). Le dice que
vaya al dormitorio, enseguida, al trote, ico caballito, hay un regalo sobre la
mesita de luz. Claudio avanza a tientas porque Adrianita le tapa los ojos.
Frío, frío, dice mientras palpa la pared, el borde de un cuadro, la pantalla
del velador —caliente, caliente—, el vidrio de la mesita —¡te quemás!—: una
hoja de papel. Adriana retira sus manitas tiernas y Claudio observa un dibujo
coloreado a lápiz. La casita lo saluda entre árboles de copa enrulada; en la
puerta aparecen tomados de la mano un sintético papá con su hija de larga falda
en cono y desde el parque mira mamá. ¡Qué alta y linda es la casa! —se asombra
Claudio—. Vos la vas a construir —asegura Adriana. Claudio recuerda la
magnífica torre de Opus S.A. y enseguida su propio plan.
—Hoy cenamos con champaña —dice a Nely.
—¡Qué! ¿Firmaste ya?
—No, dentro de siete días. Pero hoy vinieron. A mí. A mi oficina.
Ella, con un repasador en la mano, se acerca sin entender:
—¿Quiénes?
—¡Cornejo y Siles!
Se sienta:
—No...
—Tal como lo estás escuchando.
Con ellos había iniciado su carrera. Fue la historia lineal y rosada
de tres ingenieros noveles y sin recursos. El capital inicial fue aportado por
el mismo Claudio tras un golpe de suerte en el casino de Mar del Plata.
Entonces alquilaron una oficina y empezaron con entusiasmo e incertidumbre.
Poco trabajo, ingresos insignificantes. Hasta el segundo golpe de fortuna que
fue aportado por el rubicundo Siles: se vinculó a un comerciante vulgar que
ansiaba desquitarse de sus amigotes construyéndose la residencia más
exhibicionista de Península Esmeralda. En el proyecto les ayudó un arquitecto
que se malograba como decorador de vidrieras. Se divirtieron con la
extravagancia de pisos giratorios, puentes, una gruta con pasadizos
subterráneos, cuartos secretos y plataformas lanzadas al mar que multiplicaban
costos y hacían insostenible la estructura. Pero despertaron, felizmente
despertaron, dijeron basta de joda, es la oportunidad de nuestra vida. Cornejo
retó a Siles, Siles a Claudio, Claudio a Cornejo, se angustiaron como debe ser,
metieron rigor en los cálculos y en las fantasías del arquitecto y el
comerciante y sacaron adelante un proyecto hermoso que además era viable.
Invirtieron empeño en cada una de las etapas, se turnaron en los viajes y
controles. Antes de concluir recibieron tres solicitudes de otros comerciantes
amigos (es decir competidores) de su cliente, que los indujo a trasladar la
oficina a la misma Península Esmeralda que ya empezaba a vislumbrarse como un
polo urbanístico de alta sofisticación. La sociedad de Astigarraga, Cornejo y
Siles levantó una decena de residencias que les insufló gran prestigio. Pero
internamente la sociedad burbujeaba desavenencias. La desconfianza provocó el
desprendimiento de Claudio, que Nely jamás entendió ni justificó. Sus preguntas
y súplicas provocaban ladridos incoherentes de su esposo.
Claudio aseguraba que había decidido trabajar solo y basta. Cornejo y Siles
constituyeron una nueva empresa: Opus S.A.
Claudio, “independizado”, quiso demostrar a Nely que podía contratar
nuevas obras. Lo consiguió al principio. Pero aumentaron las tradicionales
dificultades con los gremios, su famosa puntualidad de etapas degeneró en
tardanzas que incidían en los costos, que a su vez incidían en el humor de los
inversionistas, que a su vez le reprochaban a Claudio, que a su vez les
reprochaba a ellos (y se reprochaba a sí mismo, implacablemente). Su trabajo
perdió alegría al comprobar que los clientes más sabrosos preferían al enemigo,
es decir Opus S.A. que, para colmo, se consolidaba como una de las empresas más
fuertes del lugar. Encontraba humillante su profesión (los ricachones
analfabetos se divierten pasándote sus dólares por la nariz). La encontraba
aburrida (una residencia más prepotente que otra, al final son todas iguales).
Mal remunerada (las ganancias gordas siempre las muerden ellos, los
inversores). Inmoral (en medio de las privaciones que sufre la mayoría, este
despilfarro arquitectónico es un insulto). A Claudio le renacía el socialismo
de juventud. Rumiaba acrimonias que, en vez de ayudarlo, carcomían sus lazos
con la realidad. Prefería encontrar a Nely dormida: para no hablar. Y a su
hijita dormida: para no jugar. En las conversaciones oía preguntas que eran
bayonetazos, reproches, burlas. Dejaba dinero sobre la mesa de la cocina
asegurando el borde de los billetes con un vaso que la abnegada Nely se ocupaba
de llenar con flores naturales cada dos o tres días (cómo puede tener ánimo
para ocuparse de flores).
Le surgieron algunas comisiones bien remuneradas y resolvió archivar
la ingeniería.
Deambulaba por las calles hasta que se vaciaban de gente. Una vez fue
arrastrado a su casa en estado deplorable, con la billetera vacía y aliento
nauseabundo. La horrible escena empezó a repetirse; Nely tenía los párpados
ulcerados por las lágrimas y la impotencia.
—En lugar de emborracharte —le decía con odiosa sensatez—, en lugar de
castigarte recorriendo las construcciones de Opus, debés retomar la profesión.
Ellos no son más capaces, ni más suertudos. Se dedican, solamente; se dedican
con tenacidad.
Pero Claudio pegaba los labios, dormía su tranca y después reiniciaba
el absurdo vía crucis: recorría los hoteles y edificios de lujosos
departamentos que Opus levantaba aceleradamente.
También estaba archivando su trabajo de comisionista. Los gastados
mocasines enfilaban por último al maloliente bodegón La Palmera, donde libaba
en silencio. A veces aceptaba la compañía de don Ambrosio, un albañil
corrompido cuyas frases navegaban sin timón en las ondas del vino ordinario.
Las palabras sin sentido y su mirada ausente le obsequiaban calor sin exigirle
reciprocidad.
Vendió un par de lotes ganados en su época feliz; con el dinero podía
mantener a su familia muchos meses.
—Se terminará el dinero —insistía Nely con una paciencia de otro
mundo—; alquilá otra oficina; podés reactivar relaciones; tendrás trabajo.
Aunque Opus y otras firmas acaparen lo jugoso de la construcción, siempre encontrarás
oportunidades, serán modestas al principio, no importa.
Los incesantes argumentos de Nely —más bien su obstinación—
consiguieron que aceptara reinternarse en las aguas sucias de la ingeniería. Un
auténtico “retorno sin gloria”, con canas y desilusión. Alquiló una oficina,
buscó muebles en un negocio de compra=venta y puso un aviso chiquito, barato.
Empezaba de nuevo, pero sin la ingenuidad ni la energía de los comienzos. A su
puerta apenas llamaba el portero para traerle facturas (y se lo contaba tal
cual a ella, como si fuese la culpable o la que podía cambiar los
acontecimientos). Nely, desesperada, dijo que iría personalmente a entregar una
tarjeta de su marido a cada uno de los millonarios de Península. Y no era una
amenaza. Se disfrazó de promotora, embolsó la vergüenza y empezó el
peregrinaje. Claudio juró irónicamente que permanecería en su oficina esperando
los clientes; caminaba como una fiera en la jaula deteniéndose tan sólo para
mirar el mar o la vecina torre de Opus.
Nely atravesaba magníficos parques rumbo a individuos que bebían un
cóctel o terminaban la práctica diaria de golf o yacían en hamacas junto a la
pileta o, de mal humor, interrumpían un partido de naipes para atenderla con
curiosidad y fastidio, escucharla con impaciencia y recibir la tarjeta que
pasaban a una empleada después de concederle un superficial vistazo.
Emborrachándose en La Palmera —sucia y oscura: su embriaguez
necesitaba una atmósfera de escarnio— Claudio charlaba pesadamente con don
Ambrosio, su compañero de miseria. El temulento albañil se dispersaba contando
las aventuras de su puerca mujer que lo traicionaba con un par de malos amigos.
—Mi mujer —decía el albañil— quiso envenenarme. —La mía —contaba Claudio—
quiere que trabaje... anda, anduvo, haciéndome propaganda entre los ricos
¡ja!... de lo que servirá la propaganda... esos nuevos ricos, tan ricos, tienen
el alma dura y fría como esta botella... Usted, don Ambrosio, tendría que ser
un tipo rico —y moviendo el índice delante de sus ojos inestables agregaba—:
entonces me llevaría el apunte, me encargaría torres, hoteles... ¿no es cierto?
—¡Claro que sí! —contestaba el otro—, mucho apunte, ¡todo el apunte que se le
cante!
Claudio tragó el último sorbo y depositó el vaso sobre el mantel
manchado; su mano lo aferraba como a un pilar sacudido por el viento. Esa tarde
el rostro de su compañero se movía mucho, se fragmentaba como la conversación.
La nariz subía hasta el cabello graso y enseguida bajaba al mentón; se
desprendía un ojo que, lentamente, planeaba hasta el cuello de la botella. Las
piezas móviles de esa cara le transmitían un mensaje, tenía la sensación firme
de que había un mensaje, una revelación sensacional. Empujó el vaso y salió a
la calle, donde la oscuridad había expulsado las formas. Se golpeó contra rejas
que lo llamaban para traducirle el mensaje, un insólito mensaje que había
nacido en la cara del albañil mamado. Arañó el timbre y se derrumbó sobre el
felpudo de su casa. Apretaba en su dolorida cabeza la cabeza desarmada de don
Ambrosio. Al abrirse la puerta rodó blandamente hacia el interior. Nely
chancleteó rumbo al baño, embebió una esponja y le derramó agua fría en la
cara. Lo ayudó a desplazarse hasta el sofá; le quitó los zapatos, le desabrochó
el cinto y lo cubrió con una manta. Adrianita empezó a llorar.
A la mañana Claudio ingirió varias aspirinas con el café doble. Sin
concederle a su mujer derecho al desahogo, buscó unas carpetas y fue a
encerrarse en su oficina. Había descifrado el mensaje. Don Ambrosio es el
miserable millonario que otorga la rehabilitación; no individualmente: sí el
conjunto que integra su clase. Se desgarraba la niebla de su mala suerte.
Península Esmeralda le ofrecía un filón inmenso. Estudió el plano de la ciudad,
evaluó los puntos clave y marcó tres. Dibujó algunos croquis, los abolló. Abrió
el grueso y polvoriento índice de direcciones. Anotó los enlaces que lo
conducirían a las reparticiones decisivas. No en vano trabajó varios años con
Cornejo y el energúmeno de Siles acumulando experiencia, audacia. No en vano fue
acumulando envidia. Cerró el índice y dejó caer la cabeza sobre el escritorio
de fórmica. Maravilloso. Es una idea genial. Un programa formidable. Pero
exigente. Pesado al principio: tendré que viajar, hablar, proponer, seducir.
Pero su factibilidad es notable. Raro que no se le haya ocurrido a otro, ni
siquiera a Cornejo y Siles. ¿Raro?... ¡Este proyecto significará su ruina!
Después de la prolongada negociación, Cornejo (entumecido) y Siles
(aún rojo) descienden a la calle; les duele la resonante frase final: Espero
una semana; si hasta entonces no aceptan mi propuesta... lamentándolo
muchísimo, firmaré ¡la ruina de Península Esmeralda! Antes de subir al auto Cornejo se tironea la garganta seca y propone
tomar una copa. Se sientan en la terraza del bar junto a un macetón brotado de
rosas chinas. Llegan los zumbidos de la costanera. Permanecen callados.
Siles llama al mozo para ordenarle otra vuelta y a continuación
pregunta a Cornejo si aceptará la extorsión de Claudio Astigarraga. Cornejo se
frota los párpados, se contrae.
—Son muchas exigencias: ¿cuál es la más peligrosa? Incorporarlo a Opus
“con todas las plenipotencias”, como se ha expresado. Eso significa reconstruir
la vieja y muerta sociedad de los tres.
—Opus ya no es más la empresa de los comienzos —sigue Cornejo—, en que
bastaba con ganar en el casino. Por otra parte, no olvides que Astigarraga
querrá volver a imponernos su metodología y nos hará repetir los sobresaltos de
otra época.
—No lo quiero como socio —afirma Siles—. Podría aceptar darle dinero,
locales, tierras; eso podría aceptar. Pero incorporarlo... ¡y a partes iguales!
Yo jugaría la última carta: es cierto que tuvo una idea brillante y ha
conseguido avanzar muchísimo en poco tiempo; eso es verdad; pero —guiñó el ojo
izquierdo—, no dispone de dinero en efectivo... ¿te das cuenta?
—¡Este programa no requiere dinero en efectivo! —había reflexionado
Claudio Astigarraga después de ingerir varias aspirinas con el café doble en
aquella mañana de repentina lucidez—; no tengo que hacer ningún gasto
importante. Bastan mis contactos con los dirigentes sindicales de tres gremios
líderes. Península Esmeralda se ha convertido en un polo de turismo edénico.
Vienen los millonarios y los aspirantes a millonarios y tras ellos los snobs y
los artistas y los periodistas sacando fotos y haciendo reportajes —eructa las
aspirinas—. Ya existen residencias de ensueño, comercios de lujo y toda la
infraestructura para la diversión en gran escala: piletas olímpicas, canchas de
golf, de tenis, club hípico, puerto de pescadores y puerto para velerismo,
confiterías, bancos, cines, teatros, casino. Y aunque esto no interesa en forma
directa, sí interesa, ¡y mucho! por la fascinación que ejerce sobre las
multitudes esclavas de la moda. Estas multitudes todavía no vienen. Hasta hoy
afluyen solamente los ricos, los especuladores, los ambiciosos de status. Pero
sobre Península Esmeralda también habla y sueña otra población que hojea
revistas, mira la tele y no se anima a visitarla porque dicen que es carísima y
una semana de hotel no la pagás ni con un año de sueldo. Esta población se
descolgaría sobre sus playas, avenidas, parques y sitios de diversión si
existiese un medio, un sistema que lo posibilitara —nuevo eructo, tan ácido
como el anterior.
El rostro desarticulado del albañil ebrio, cuya nariz subía hasta el
pelo grasiento y cuyo ojo se desprendía, le transmitió el mensaje: un albañil
no, muchos albañiles sí. Miles de asalariados. La muchedumbre que forman los
metalúrgicos, ferroviarios, taxistas, estibadores, obreros de la construcción,
alimentos y tantos otros. Vendrán en densos enjambres, como nubarrones.
Llenarán los bares, los negocios, los cines. La tumefacta cara del albañil,
descompuesta en millares de caras, horrorizará a los dueños de Península. La nariz
que subía del mentón al pelo, descontrolada, simbolizaba el descontrol
monumental que modificará la vida, costumbres, colores y hasta olores de este
sitio exclusivo. Los esbeltos cuerpos de las mujeres sometidas a tratamientos
estéticos se mezclarán promiscuamente con los cuerpos de mujeres ordinarias y
las playas se ensuciarán con vasitos de plástico y restos de comida barata y
con chiquilines mal educados que engullen sándwiches de mortadela con vino y
soda y por ahí vomitan entre quienes juegan estentóreamente al truco. Los
invasores se sentarán en las mesitas de las terrazas con sus hijos pegajosos y
hasta se meterán por contingentes en los restaurantes sofisticados. Las sutiles
barreras entre las clases sociales no serán sutiles, ni barreras, ni nada. Los
valores de las residencias, de las audaces torres, de los loteos de maravilla,
bajarán en forma estrepitosa. Los viejos y los nuevos ricos serán expulsados
por la peste de los asalariados. Y tendrán que buscar otras tierras. Pondrán en
venta sus propiedades y al no conseguir buen precio intentarán alquilarlas,
pero las ofertas miserables los empujarán a intentar de nuevo la venta;
entonces serán espantados por la realidad: no hay otros clientes para sus
soberbias mansiones... que ellos mismos —sentenciarán con desconsuelo las
alicaídas inmobiliarias—. El circuito cerrado, que es la gloria de Península
Esmeralda, será también su perdición.
Necesito entusiasmar a dos o tres obras sociales —seguía mascullando
Claudio—, para que construyan algunas unidades turísticas. Las primeras oleadas
se ocuparán de la propaganda boca a boca, que será apoyada por algunos
pantallazos de televisión y un par de artículos en revistas de circulación
masiva. Con eso alcanzará. El contagio se ocupará del resto. Eso sí: los hoteles
de los gremios deberán implantarse en lugares visibles y dominantes. La compra
de tierras será efectivizada por terceros; hay que evitar los precios excesivos
o la negativa —patriótica— de los millonarios.
Nely olvidó en un cajón de la cómoda las tarjetas cuidadosamente
impresas que no generaron un solo cliente. Se alegraba de verificar que las
atroces caídas de Claudio eran pasajeras; menos mal que no la encegueció la
vergüenza ni la rabia. Menos mal que Adrianita no se afectó con el derrotismo
transitorio de su padre.
La energía le alcanzó a Claudio, felizmente, hasta el momento en que
tuvo que enfrentar y persuadir a los dirigentes gremiales. La buena acogida
—esperada y, al mismo tiempo, inverosímil— le inyectó más ánimo. La facilidad
con que pudo llevar adelante el proyecto (¿coyuntura favorable?, ¿excedente
financiero?, ¿interés político?) le devolvió la casi olvidada seguridad en sí
mismo.
—Cornejo y Siles se arrepentirán de haberme dejado ir —dijo a Nely.
—Cornejo y Siles ni se acuerdan de vos. Aquella vieja sociedad de los
tres está muerta y remuerta —replicó afirmando sus pies sobre la tierra.
—Se puede resucitar —le guiñó el ojo derecho.
—¡Para qué! Vos construirás hoteles para los sindicatos; y ellos se
ocupan de inversiones privadas. Cada cual en lo suyo.
—Mis hoteles damnificarán a sus inversionistas.
—No será tu culpa. Ni tu intención —Nely se inquieta, teme que Claudio
abandone el camino cuerdo para dedicarse a saciar un resentimiento que es
insaciable y muy peligroso.
—No sé si no es mi intención... (es mi intención).
—Un par de hoteles no modificará las bases económicas de un lugar tan
rico como éste.
—Un par de hoteles gremiales producirá más hoteles gremiales. Esta
suposición me la confirmaron los mismos sindicalistas. Yo sé lo que te digo: mi
proyecto será la peste.
—Por lo que se ha visto hasta ahora, siempre que hay peste ¡los únicos
que se salvan son los ricos! —Nely sacó la Pirex del horno con un grueso
repasador; le temblaban las manos.
—Ésta será una peste para ricos. Exclusiva. ¡La última exclusividad de
la exclusiva Península Esmeralda!
Ella se aproximó a su marido y lo abrazó.
—Te ruego, Claudio, que pensés solamente en tu proyecto, tu trabajo, tu éxito. No gastes
una pizca de cerebro en vengarte de los otros, en soñar lo que pasará con los
otros.
—¡Imposible! Para que unos se enriquezcan, otros deben empobrecer.
Opus, por ejemplo...
—¡Opus no es tu empresa! Tu empresa se llama Claudio Astigarraga.
—Opus caerá en el abismo. A menos que...
—No caerá en ningún abismo. Tiene recursos, inversiones —Nely hizo una
pausa y, con angustia, preguntó—: a menos que ¿qué?
—A menos que acepten incorporarme como socio a partes iguales, con
todas las plenipotencias.
—¡Estás delirando!
—Te aseguro que no.
—Claudio: es imposible. Imposible. Ellos no te aceptarán. No te
necesitan. Además... no entiendo. ¿Por qué asociarte? Has descubierto un
excelente filón: dedicate a lo tuyo.
—Es un filón negociable, ¿no te das cuenta? A cambio de anularlo (y
ellos rogarán que lo anule) exigiré recibir tanta ganancia de un solo saque
como la que me reportarían varios años de laburo muy intenso.
—No me gusta.
Claudio giró la crocante porción de pastel de carne que ella
depositaba en su plato y empezó a comer con apetito. Presentía que sus ex
socios le hablarían.
Así ocurrió. Le hablaron durante cuatro horas y media. Y salieron
cabizbajos, con tan sólo una semana de plazo para rendirse a los pies de
Claudio Astigarraga.
Al día siguiente de la negociación maratónica, agitándose en su pecho
las oriflamas del triunfo, Claudio telefonea a los dirigentes gremiales para
solicitar que se postergue por unos días la firma de los contratos, es decir
una semana a partir de este momento, exactamente una semana. ¿Causa?, le
preguntan. Eh... una lumbociática que le impedía viajar, nada grave por suerte,
pero dolorosa; el médico le ordenó reposo; pero firmarían dentro de una semana
a la misma hora; todo en orden, ningún inconveniente, por supuesto. Cuelga.
Sobre la mesa aún lo miran los ceniceros agobiados por montañas de puchos,
testigos de sus demandas terminantes (cínicamente cordiales) a los acaudalados
ex socios. Y también testigos del misericordioso plazo. Demasiado extenso
—frunce los labios, arrepentido por haberles aflojado esa concesión—; hubiera
alcanzado con veinticuatro horas; pero lo dicho dicho está. Abre los planos.
Revisa los pliegos de especificaciones. Nada importante que añadir. Guarda las
carpetas y regresa a su hogar. Esa noche exhuma la abandonada máquina de fotos.
¿A quién vas a fotografiar?, pregunta
Adrianita. A vos, a mamá, y a esta ciudad, antes de que empiece el gran cambio.
Ha transferido la grave decisión a Cornejo y Siles. Ellos son ahora
los responsables de Península Esmeralda. O lo incorporan a Opus o se aguantan
las consecuencias. Si la maravilla del Atlántico cae en precipitada
degeneración, la culpa será únicamente de ellos. A él no le queda más que
aguardar una respuesta. Se divertirá sacando fotos de calles elegantes,
avenidas despejadas, playas limpias y letreros megalomaníacos... que pronto
considerará suyos o pronto los herirá de muerte.
Nely repite que el proyecto de Claudio no turbará demasiado a sus ex
socios. Tal vez les haga cosquillas.
Siles viaja a la capital para jugar su última carta. Cornejo le desea
suerte. Confía en el rubicundo Siles: para los grandes desafíos es un as.
Claudio Astigarraga no recibe respuesta en el tiempo estipulado. Ha
vencido la semana de plazo que les concedió de mala gana, sólo para no
parecerse a un verdugo, y no han tenido la decencia de llamarlo por teléfono
siquiera. Se enfurece. Cabrones desagradecidos, irresponsables de mierda,
egoístas —masculla sin cesar y sin consuelo mientras arma su equipaje, reúne
planos, pliegos de especificaciones, demás instrumentos contractuales y viaja a
firmar la ruina de Península Esmeralda. Hubiera preferido la otra solución,
pero me empujan al rol del asesino. Llega con excitación y angustia. Saluda a
los dirigentes sindicales. No le temblará la mano y desatará la hecatombe. La
tienen merecida.
Pero no se produce la hecatombe.
Regresa a Península Esmeralda bajo los efectos de una alucinación.
Tiene la cabeza fragmentada como la de don Ambrosio en el bar La Palmera; sus
pensamientos giran como reflejos inestables, dolorosos.
Sentado de nuevo en el sucio y oscuro bodegón, se dedica a rumiar
preguntas. Estérilmente, por cierto. Preguntas sobre el imprudente plazo de una
semana, la subestimación de sus ex socios, la negociación innecesaria al
servicio de su resentimiento y no de sus intereses, y otros errores que
condujeron a la sorpresiva “clemencia” que los dirigentes sindicales decidieron
extender, increíblemente, sobre los millonarios de Península Esmeralda —dejando
todo como estaba—, después de evaluar costos, política y otros ofrecimientos
más interesantes.
Entonces dijo Dios a
Jonás: ¿tanto te
enoja la hueca
calabacera? Y él respondió:
mucho me enoja, hasta la
muerte.
JONÁS IV, 9
J
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ulio Rav hace una evaluación regocijante: la Felalí (Federación
Latinoamericana de Ligas) lo ha contratado como asistente del director
ejecutivo; este trabajo lo ayudará a resolver su conflicto vocacional, además
de brindarle beneficios inmediatos. Antes lo había atraído la electrónica, pero
últimamente lo galvanizaban las ciencias políticas. Julio Rav ha cumplido
veinte años y necesita acabar con las anacrónicas dudas. La Felalí parece
—anhela convencerse a sí mismo— un instrumento providencial para su futuro.
Como es de público conocimiento, esta
organización funciona en el noveno piso del edificio Everest —rascacielos
blanco que mira al Río de la Plata y quiere ser reconocido como la cumbre más
alta del mundo sin tener forma de cumbre ni ser la más alta siquiera de Buenos
Aires—. Es rama de la Comulí (Confederación Mundial de Ligas con sede en Viena
y status de organización no gubernamental de las Naciones Unidas). En la
recepción de la Felalí la cara joven y los pechos florecidos de María Claudia
atienden al público tras un escritorio francés. Suministra información oral y
abundantes folletos para los curiosos que se aventuran hasta su mórbida figura.
La rodea una fiesta de posters azules, negros, plateados, que representan a
numerosas ligas: de empresarios, fútbol amateur, niños abandonados, defensa del
consumidor, nudistas, amigos del arte snob, refugiados, ciclistas, astrólogos,
lectores de Vargas Vila, forestadores voluntarios, ex linyeras, obesos,
defensores del tango, abuelos juveniles. Ligas pequeñas y grandes,
provinciales, nacionales y mundiales. Deporte, profesiones, autodefensa,
caridad. Alegre montón en democrática mezcla. María Claudia parafrasea a Marx:
“ligas del universo: ¡uníos!”.
Julio Rav saluda al doctor Carvallo (el viejo, astuto y agrio director
ejecutivo), quien lo apabulla con sus lecciones sobre la Felalí y la Comulí
(cree que lo apabulla para bien).
—La Comulí es la entidad madre con sede en Viena y gravitación en las
Naciones Unidas; no olvide jamás que la Comulí se compone de cinco ramas —abre
grandes los dedos—, una por continente, y la Felalí es una de ellas. Comulí y
Felalí suenan parecido, pero no son idénticas: la Felalí, donde usted trabaja,
está contenida en la Comulí, ¿entiende?
El doctor Carvallo gira en su trono de color almendra, acaricia el
cilindro gris que forman sus bigotes (lo único blando de su persona) y sigue
regodeándose en martillar al receptivo Julio Rav, todo ojos y todo oídos, que
la Comulí es una “organización techo”, como se dice en la jerga norteamericana,
aunque se quiere evitar este calificativo —guiña el ojo derecho— por
norteamericano, precisamente. Sepa, mi joven Julio, que existen presiones para
trasladar la sede de la Comulí a Nueva York. Si le resulta complicado advertir
la causa de tamaña iniciativa —añade cínicamente—, vaya sabiendo que el mayor
aporte económico lo cubren las ligas norteamericanas. ¡Pero la Comulí no es una
confederación norteamericana sino mundial! —grita salpicando las pestañas de
Julio—; si a las concesiones económicas se añadieran las de residencia,
entonces perderíamos el equilibrio. (Julio no entiende por qué llama
concesiones a los aportes y por qué grita, pero lo reconforta darse cuenta de
que se trata de un hombre franco y honorable. Piensa: “has hecho bien en
aceptar el puesto de una institución como ésta”.)
Carvallo se brinda un intervalo didáctico y abandona el bigote para
rascarse la calva. Sus ojos marrones, hirientes, escudriñan a Julio Rav:
muchacho alto y desgarbado, incómodo dentro de su piel, ansioso, se come las
uñas y sujeta su rebeldía como a un potro; es decir, en cualquier momento no la
sujetará más. Esa rebeldía busca canalizarse, expandirse, dañar y reparar, todo
junto. “Yo te pondré entre buenos muros —piensa Carvallo— y te enseñaré a
manejar tus ímpetus en forma dosificada.”
—Métase en el centro del cerebro los principales mecanismos de la
Comulí y de nuestra importantísima rama, la Felalí —ruge de nuevo, atrapándolo
con la voz y la mirada—. Ellas y usted deben ser uno, ¿entiende? También me
gusta que pregunte, que lea e investigue. Si alguien duda, usted no debe dudar,
¿de acuerdo? Veamos —se acomoda en el sillón—: ¿cada cuánto se realizan las
Convenciones mundiales de la Comulí? es una pregunta que yo le hago ahora,
Julio Rav, y que se la pueden formular otros. Pero, ¡no me conteste! ¿Lo sabe?,
ah, qué bien, ¡perfecto! ¿Y cada cuánto debo yo concurrir a Viena en calidad de
director ejecutivo de la Felalí? ¿Lo sabe? ¡Muy bien! ¡Fenómeno! Pero ¡ojo!,
nuestra querida Felalí no funciona de la misma manera que la Comulí. ¿Por qué
no? ¡Porque somos latinoamericanos! Y ahora le explico a qué viene esto;
escuche bien. Las reuniones de nuestro ejecutivo se concretan por lo general
cada tres meses, las grandiosas Asambleas de Representantes cada tres años (ya
está encima la próxima, que será inolvidable y tremenda, lo verá) y las
Convenciones mundiales cada seis años. Pero para renovar al presidente —espía
ambos costados y baja el volumen de la voz— las convocatorias tardan más, todo
el tiempo que el presidente en ejercicio maniobre para así alargar un cachito
su mandato... —sonríe maligno—. ¡Esto es América latina!, ¿ve?
Julio se siente confundido ante semejante conclusión, ahora su
conciencia le susurra: “has hecho mal en aceptar el puesto” y le brilla la
frente.
El anciano y vigoroso director ejecutivo recupera la gravedad del
porte. Enfatiza: —El acontecimiento fundamental, rector, mayor, no me cansaré
de repetirlo, es la Asamblea de Representantes. Especialmente la próxima. —Su
inflado bigote se eleva con autoridad mientras el perplejo asistente se
desespera por no extraviarse bajo la catarata de informaciones importantes y de
las tontas (mezcladas como los afiches).
—¿Entiende?
—Sí.
—Ahora se realizará la trigésima Asamblea de Representantes.
Acuérdese: trigésima. Y de Representantes. Es decir, vendrá un delegado de la
federación de ligas de cada país latinoamericano,
uno por país; ¿está claro? Será una Asamblea revolucionaria porque cambiará al
mundo; usted mismo, Julio, cambiará —modifica su mirada y su tono se vuelve
tierno—: No se sienta molesto por mis insistencias; soy reiterativo. Pero es
preferible que yo sea reiterativo a que usted cometa errores. No quiero errores
en nuestra institución, ¿de acuerdo?
—Sí —reiteración, claridad, intoxicación por reiteración, muchos
delegados, uno por país, Julio Rav mira círculos delicuescentes. Ha subido al
edificio Everest, atravesó la alegre recepción llena de posters y admiró con
tímido apuro las tetas de María Claudia, presentó currículum, respondió a un
sutil cuestionario (¿examen?, ¿investigación policial?). Ahora está contratado,
seguro y feliz (¿seguro?, ¿feliz?). No sólo se llama Julio Rav, ha cumplido
veinte años, sufrió humillaciones en el colegio y tiene demasiada sensibilidad
por las injusticias, sino que acaba de incluir en su portadocumentos la
credencial plastificada de una organización como la Felalí, que lo asciende,
casi, a rango diplomático. Lo bueno y lo malo empiezan a andar juntos, pero
como el agua y el aceite. La credencial emite tonalidades verdosas, produce un
sonido limpio cuando se le pellizca el borde y se desliza lubricadamente en
cualquier bolsillo, concentra un poder que no debiera malgastar. Julio sospecha
que a sus pies nace la escalera de incesantes progresos y compensaciones:
inminente roce con personalidades del país, el continente, el mundo, acceso a
información reservadísima, contacto con los motores de la prensa, viajes, gravitación
en el curso de los acontecimientos mundiales.
La ambición por ganar buen dinero y convertirse en una persona
importante choca con el miedo de haberse comprometido con una organización poco
transparente. Las dudas forman un cóctel que se arremolina por sus venas. El
doctor Carvallo, por ejemplo, viaja seguido a cada país del continente, a la
central de Viena, a las reuniones de las organizaciones no gubernamentales en
Nueva York o Ginebra. Exige con voz de león a la agencia que atiende sus desplazamientos
que le obsequie pasajes de primera clase por el precio de segunda (alguna
ventajita tiene derecho a recibir por haberle conferido la exclusividad). Y le
asegura a Julio que también podrá viajar —más adelante, más adelante— cuando
acumule méritos: asistirá a ceremonias oficiales, académicas, empresariales,
fastos deportivos y artísticos, con traje de calle o smoking.
Los viajes son necesarios y agotadores —sigue matracando Carvallo— y
dice que se somete a sus exigencias por responsabilidad, aunque de buena gana
enchufaría el “honor” a otro.
Julio es recorrido por una suave electricidad que le eriza el vello y
vuelve a cuestionar su ingreso en la Felalí. ¿Lo hizo para satisfacer sus
oscuras ansias de notoriedad, por una repelente codicia, para formalizar
alianza con los poderosos que mal gobiernan el mundo? ¿Se desespera por el
smoking y las recepciones? ¿Por los viajes gratis y los reportajes huecos?
La Felalí es una entidad de nobles fines —se tranquiliza cada vez que
entra en el edificio y lo sorprenden los pechos de María Claudia en medio de
los afiches fulgurantes—. Contribuye a la promoción humana, canaliza el anhelo
de multitudes; por eso aceptó ingresar. Pero ha dudado. Sigue dudando.
¿Sospecha de su poder, de su ética? (¿sospecha del poder y la ética de él
mismo?). Julio concurre con puntualidad y se aplica al trabajo. Comenta a sus
amigos el progreso de su aprendizaje. Se habitúa a las tentadoras tetas, los
afiches, las reiteraciones del doctor Carvallo (sus bigotes a lo Nietzsche, voz
rasposa, vehemencia inútil). Sueña con María Claudia y en el sueño camina por
el campo en medio de un tumulto de luces, le rodea los hombros y le dice frases
dulces. En otro sueño se burla de Carvallo, y María Claudia empieza a reír
desenfrenadamente; va rompiendo los afiches que se descuelgan de las nubes y
esto resulta muy cómico.
Se realiza una conferencia de prensa con motivo de la próxima Asamblea
de Representantes. Julio tiene curiosidad y temor, muerde sus uñas maltratadas,
piensa confiarle sus sentimientos al rostro cada vez más hermoso de María
Claudia. Pero ella no es la misma del sueño porque no oye sus frases dulces,
sino que dice como una autómata: la Asamblea de Representantes es inminente.
Julio se siente confundido, con algo de vergüenza y algo de bronca. Se rasca
los pelos rebeldes —para hacer algo, para justificar su ridícula pose de edecán
sin uniforme junto al trono de color almendra— y escucha por infinitésima vez:
vendrán delegados de todo el continente; se pasará revista a los problemas que urgen
desde el Río Grande a Tierra del Fuego, se escucharán informes y evaluaciones
audaces, se impartirán directivas. Recuerden, señores periodistas: la sabia
estructura de la Felalí comprende grupos operativos y de estudio en las
principales ciudades de América latina; a lo largo de todo el año —el bigote
del doctor Carvallo se eleva, se eleva— estos grupos trabajan por el bienestar
de las ligas y sus multitudes afiliadas. Dice ligas, multitudes, organización y
cada palabra tiene la fuerza de un cañonazo, bienestar, continental, mundial,
otra vez ligas y otra vez multitudes. No escapará a vuestra agudeza, queridos
periodistas, que el conjunto de despachos que produce la Comisión de
Resoluciones conforma un candente material que empuja a osados avances (no aclara
qué avances). No importa. La conferencia de prensa es un éxito redondo.
Los periodistas controlan sus grabadores, enceguecen con sus flashes y
después saborean los canapés que acompañan los tragos de rigor: señalan el fin
de la parte oficial y el permiso de charlar cómodamente con quien se tenga
ganas. Julio se acerca a María Claudia pero ella y sus pechos soberbios son
devorados por la jauría. Julio queda solo, como un miserable meteorito en la
galaxia.
Carvallo alterna con los huéspedes, cuenta chistes y prodiga simpatía
en el mejor estilo de los cócteles; respeta la norma —que enseñó a Julio— de no
apabullar a nadie con la esperanza de obtener un fruto: los cócteles sirven
para el contacto; quien intenta más, fracasa y revela deplorable oficio. Para apabullar
sirven las otras ocasiones (y Julio evoca las plúmbeas directivas que le ha
impartido desde su trono, y reconoce que todavía no le sirven).
Se supone que una conferencia de prensa da lugar a importantes notas
en diarios y revistas. Al día siguiente Carvallo desparrama sobre su monumental
escritorio las últimas ediciones y lee la reproducción de sus palabras.
Mordisquea un borde del bigote y refunfuña. Maldice. Los conoce muy bien,
periodistas mediocres, irresponsables: no reproducen ni la mitad, ni un cuarto
de todo lo que les dijo. Mezquinan lugar a lo importante para regalárselo a la
basura. ¡Basura! En un diario ni siquiera lo mencionan a él. ¡Imbéciles! Con su
mano artrítica barre el montículo de papeles y dice a Julio que ordene a los de
la sección prensa que vengan a recogerlos del piso y luego los recorten y
guarden. ¡Siempre lo mismo! —ruge con naciente resignación—: pero hay que
seguir la lucha; la Asamblea está encima. Si toda Asamblea de Representantes ha
hecho trepidar al edificio Everest antes y durante su realización, ¡qué
cimbronazos producirá la trigésima, en plena erupción caribeña, inestabilidad
boliviana, crisis de Polonia e incremento de la delincuencia!
Julio Rav empieza a sufrir insomnio (seguramente le sucede lo mismo a
Carvallo). Tiene curiosidad por los delegados, por la forma y el contenido de
las deliberaciones. Lleva a su casa los programas y resoluciones de otros
eventos. Necesita aprender, comprender. Su sitio está junto al director, nada
menos. María Claudia lo espía y, seguramente, registra sus progresos, o la
lentitud de sus progresos. María Claudia reaparece en sueños y lo felicita por
su incipiente bigote. Pero cuando los sueños se descomponen en pesadillas
despierta transpirado y se levanta. Por fin decide cometer una audacia:
investigar las dependencias de la Felalí antes de que llegue su personal. Con
miedo ingresa en el edificio Everest aún vacío y silencioso. Se dirige a la
oficina del director ejecutivo y, mordisqueando sus uñas, se aproxima al trono
color almendra; lo acaricia, duda y por fin se sienta. Mira desde donde
Carvallo mira y habla. Después se dirige al cuarto donde se guarda la colección
de folletos titulada Grandes de las Ligas. Recorre cada uno de los despachos en que trabajan los cuatro jefes de
sección con sus respectivos equipos. Entra en la pequeña cocina donde se
preparan café y algunos aperitivos para agasajar a visitas importantes, abre
las alacenas, espía tras unas cajas apiladas en un rincón. Por fin echa un
vistazo a las incomprensibles escaleras que se hunden como un pseudopodio en el
décimo y quizás undécimo piso —a los que sólo entra el personal de limpieza—,
que sirven de depósito o permitirán una expansión futura. Sólo le queda
explorar el anfiteatro barroco que trepidará con la grandiosa Asamblea de
Representantes; camina entre sus butacas, recorre el breve escenario, mira tras
las bambalinas, recorre los boxes de los traductores y la salita de máquinas.
Regresa a su escritorio y se afloja sobre su silla; no sabe qué ha estado
buscando. De todas formas, esta primera investigación ha resultado infructuosa.
Al margen de su inquietud, Julio sigue embelesado con el gordo bigote
de su jefe y lo envidia diciéndose: este hombre no precisa leer actas ni
estudiar resoluciones ni hacerse esquemas con fechas, nombres y siglas, como
yo, porque en su cabeza están reproducidas íntegramente la Comulí y todas sus
ramas; dicta cartas en varios idiomas paseándose con las manos cruzadas en la
espalda, inclinado, como si su concentración en el piso le hiciera rebotar las
ideas hacia lo alto. Ofrece a Julio la oportunidad de escuchar todo, ver todo,
leer todo, para que sea un eficaz funcionario. Pero no le permite mirar el
interior de la caja fuerte cuya combinación es secreta. Si no fuera secreta
dejaría de ser caja fuerte, ¿no? —le espeta con una risita.
—¿Qué se guarda en la caja fuerte? —pregunta Julio como si no hubiese
captado el mensaje que acababan de darle.
Carvallo no se turba, pareciera haber esperado tal reacción y dice:
—Es bueno ser curioso, pero hay que dominar la curiosidad; por ahora confórmese
con que no es el cuartito de Barba Azul, tampoco la cueva de Alí Babá, ni el
resguardo de dinero, joyas o acciones. Tenga paciencia, Julio Rav, ya se
enterará a su debido tiempo.
El ansioso Julio se frota los muñones de sus dedos y se prepara a
recibir otro chorro de informaciones de Carvallo, informaciones y opiniones
repetidas (¡cómo repite, por Dios!): que odia a los mediocres y los
conformistas; que espera iniciativas de sus colaboradores, especialmente del
joven Rav, para eso lo adoptó (“adoptó”, como a un hijo) en calidad de
asistente, y Julio se exprime las neuronas para ofrecerle iniciativas que lo
hagan quedar bien. Pero ya ha comprobado con horror que este hombre viejo y
astuto abre la mano artrítica para recibir cada idea nueva como si fuese una
pelotita de papel: entonces la estruja, rompe, pulveriza... y arroja al “cesto
negro de las iniciativas inservibles”. Le ha pasado dos veces y a los otros
funcionarios muchas más. Pide ideas, pero si no son las suyas, las mata. Desde
entonces, cada vez que Julio ingresa en el amplio despacho no logra privarse de
mirar el interior del cesto-cementerio para enterarse de cuántas muertes ha
cometido en la jornada.
No obstante, barrunta que las arbitrariedades de Carvallo —algunas
groseras como el “cesto negro de las iniciativas inservibles”— deben tener
sentido: —Todavía no lo conocés bien. —Carvallo tiene derechos, ha consagrado
su vida a esta causa. —Incluso el presidente de la Felalí fue electo a
propuesta suya: había advertido que el hombre era un empresario de éxito,
amante de la figuración, suficientemente mediocre para no atreverse a
cambiarlo, y lanzó su candidatura. El presidente asumió, pues, con una deuda de
gratitud que equivale a una cadena. —El viejo sabe adoptar recaudos personales;
en esta jungla de alto nivel nadie descuida la espalda. —Y ahora le está
enseñando como un padre. —Calma, Julio: Carvallo (a su manera) te ayuda.
Las secretarias y los cadetes, impulsados por los jefes de sección
—todos muy nerviosos y asustados—, despachan miles de circulares para una
fantástica lista de instituciones internacionales y nacionales, seguidas por
una gacetilla especial para las agencias informativas, que es reforzada por
otra circular más explícita que, a su vez, se completa con una tercera circular
dirigida a diarios, revistas, radios y canales de televisión, hasta que la
noticia inunda: Trigésima Asamblea de
Representantes de la Felalí en Buenos Aires atención-atención-atención. Al mismo tiempo salen invitaciones para ministros, diplomáticos,
directivos de numerosas empresas, además de invitaciones a las grandes
personalidades tocadas por el aliento de una liga. Las torres de papel impreso
se zambullen prodigiosamente en las torres de sobres que se empaquetan y son
llevados en camiones al correo.
A Julio Rav le pone la piel de gallina la aceitada mecanización. No
sería de extrañar que, a causa de la agresión publicitaria, acudiese al acto de
apertura el mismo Presidente de la República. Se descuentan las medidas de
seguridad, que Julio aún no conoce en detalle. Una bomba o un secuestro entran
en el terreno de lo posible. Pero el hábil Carvallo no se retrae. Su atento
profesionalismo hará rendir frutos para la Felalí hasta de un atentado. Hasta
del secuestro —posible, previsible— de María Claudia y sus maravillosas tetas.
Carvallo irrumpe con más frecuencia en las demás oficinas para
controlar. La inminencia de la Asamblea lo ha puesto frenético. Irrita a los
jefes de sección repitiendo preguntas, y los desautoriza con contraórdenes.
Vuelve una y otra vez hacia el largo tablón donde se apilan las carpetas azules
destinadas a los delegados. Contienen el programa de la Asamblea, publicaciones
de la Comulí y la Felalí, prospectos sobre Buenos Aires, un block de papel y
bolígrafo. En cada carpeta se incluyen siempre cuatro folletos de la serie Grandes de las Ligas. Carvallo sería capaz de
estrangular con sus propias artríticas manos al jefe de publicidad si llegara a
cometer el sacrilegio de olvidarse de los folletos.
Los folletos Grandes de las Ligas forman una colección que orilla los cien títulos, con biografías de
precursores, fundadores, mecenas, promotores. Carvallo dirige la serie en forma
personal. Julio lo admira porque selecciona los biografiados y los escritores,
retacea los honorarios, elige la imprenta y logra, con un presupuesto anémico,
editar varios títulos anuales que distribuye compulsivamente en las
dependencias de la Comulí, en instituciones oficiales de ciento veinte países,
y a personalidades en todos los rubros de la actividad humana que integraron
ligas o tienen posibilidad de hacerlo. Los ejemplares restantes son puestos en
venta, y exige a cada federación que imponga el hábito de comprar la serie
completa. Pero ni la distribución gratuita ni la publicidad ni la venta forzada
agotan los ejemplares; entonces, a los que no tienen salida, Carvallo los hace
acumular en un cuarto donde ingresa a diario el ordenanza con plumero y franela
para limpiar sus lomos y rociarlos con antipolilla. Y además entra mensualmente
el equipo de prensa con la misión de efectuar la solemne “rotación”. Carvallo
sostiene que los folletos Grandes de las Ligas forman las ruedas mágicas que llevan el sentido de nuestra querida
institución hasta los rincones más alejados de la Tierra y por eso deben ser
“movilizados” para evitar su parálisis: el anaquel del fondo izquierdo debe
trasladarse al frente derecho, porque en un ángulo hay más penumbra, en otro
más viento, en uno más humedad, en otro más gérmenes. Julio Rav evoca la rotación
de neumáticos que se hace luego de los primeros diez mil kilómetros. Para el
doctor Carvallo ese depósito es un templo. Lo recorre con el éxtasis pintado en
los ojos. Una vibración le mueve las puntas del bigote. Es el sumo pontífice de
una divinidad poderosa que él mismo ha creado.
En la sección prensa se despachan febrilmente los últimos comunicados.
Julio no había advertido el hecho de que abundasen tantas jarras de agua; y no
había advertido que eran parte de una ceremonia insólita. En efecto, a la
Asamblea de Representantes se llegaría con la lengua seca en un sentido mucho
más real del imaginable. Carvallo exigía a su personal, desde el jerarquizado
al ordenanza, que se enviase la última ronda de prensa en forma “comprometida”.
Debían sentarse ante largas mesas dobladas por montículos de sobres e impresos.
Docenas de empleados, entonces, borran sus diferencias y se convierten en
iniciados de una hermandad. Entre ellos también se instala el doctor Carvallo,
humilde entre los humildes. Afirma que en esta era de mecanización y artificio
conviene la intervención directa del ser humano, grávida de pasión. El neófito
Julio Rav contempla a María Claudia graciosamente arrebolada en medio de los
otros y aguardando también el disparo de largada. Nadie se exime del sagrado
requerimiento. En un organismo tan importante para la dignidad del hombre
pueden esperarse originalidades como ésta. Originalidades que ya dejaron de
serlo para los antiguos miembros de la Felalí y que tampoco deberían perturbar
a Julio (si se esmerase en comprender los mensajes de su jefe).
Carvallo ordena empezar: todas las manos deslizan impresos en los
sobres y decenas de lenguas mojan el borde gomoso. Cada solapa lleva saliva de
un miembro auténtico de la Felalí: contiene algo humano y vivo. Las distancias
se achican por obra de este contacto. Acción de desprendimiento, de sacrificio.
Julio mira de soslayo e imita, saca la lengua, moja, pega la solapa, siente
gusto desagradable, siente que la lengua se paraliza y que un extraño anestésico
le contamina las encías y que tras una hora de lengüetazos ya le duelen la
garganta, los ojos, y tiene ganas de huir. Pero mira a sus cofrades unidos en
el trabajo, inclinados hacia los sobres con una increíble devoción. Contempla
al sumo pontífice bajo cuyo bigote asoma la punta rosada a la que acerca un
borde gomoso tras otro, concentrado, satisfecho. María Claudia de vez en cuando
alza sus grandes ojos pardos, inspira (suspira) y regresa a su deber como una
esclava sobre los plantíos de algodón. Se le ocurre que son besos de lengua
repartidos a la humanidad y siente bronca hacia quienes recibirán los sobres
con saliva de María Claudia sin apreciar que es la saliva de María Claudia.
Carvallo ordena traer más jarras para desintoxicar la lengua. ¡Beban, beban! El
agua deberá fluir durante mucho tiempo, incluso después de la maratón. Y los
baños deben estar en condiciones para recibir las meadas interminables.
El presidente de la Felalí aparece por un rato al día siguiente, tras
haberse hecho anunciar. Julio Rav corre a recibirlo. Viene a dar una ojeada. Su
investidura no le permite dedicarse a los asuntos baladíes que despacha
maravillosamente el dinámico Carvallo. El presidente es de mediana estatura,
mediano abdomen, mediana visión (engancha los anteojos en el bolsillo superior
del saco de manera que una patilla quede afuera y haga contraste sobre la
tela), mediano carácter, mediana inteligencia. Eso sí: grandes son su fortuna y
su nariz. La enorme nariz puede inspirar con energía el aire, humo y olores de
un ambiente hasta purificarlo. Le han comentado a Julio que en las reuniones
soporíferas los aplastados asistentes ruegan que el presidente inspire, así les
extrae las moléculas del tedio. Sus fosas nasales se transforman en aspiradoras
potentísimas: con sibilancia atraen las partículas flotantes, sus ojos miran
hacia arriba y los dedos tamborilean el escritorio mientras el tórax se le
hincha y el aire se limpia. El único inconveniente lo sufren quienes después
quedan al alcance de su aliento. Carvallo, tenso por la inminencia de la
Asamblea, ansía participarle al engolado y mediocre presidente los embrollos
irresueltos, que el engolado y mediocre presidente rechaza blandamente: si no
fueron resueltos a tiempo ya no hay tiempo y por lo tanto... ¡a otra cosa! Entonces
Carvallo le enumera las enormes tareas bien concluidas para asegurar el éxito
de la reunión. —Bien, Carvallo —dice con irónica sonrisa—, ya sé que usted es
un genio, no hace falta que lo cuente y por lo tanto... ¡a otra cosa! —El
presidente reparte palmadas aquí, allí, ¡a otra cosa!, y se aleja. —¿Nos
veremos en la apertura? —Por supuesto —responde hundiéndose en el ascensor—; ¡a
otra cosa!
Empiezan a llegar los representantes al aeropuerto. Cada uno,
acostumbrado ya a estos trajines, se arregla con sus pertenencias, pasa la
aduana, contrata un taxi y se instala en el hotel preferido donde la diligente
oficina de la Felalí ha hecho la reserva. Después se dirigen al noveno piso del
edificio Everest. Ahí saludan al bienquerido doctor Carvallo, se enteran de los
últimos chismes y cobran el dinero correspondiente a los viáticos. El voraz
representante del Perú —Carvallo hace una mueca de tolerancia— presenta la
cuenta de un remise desde el aeropuerto al hotel y los gastos en taxi desde el
hotel a la Felalí, siendo público que destartala su viejo esqueleto únicamente
en colectivo y, cuando puede, sin pagar boleto. El representante de Chile, en
cambio, es un elegante caballero que evita entrar en asuntos monetarios y hay
que introducirle el sobre a presión. El de Brasil es un individuo muy gordo,
muy rico y muy ordinario que mete una bulla fenomenal, ingresa en el noveno
piso moviendo el trasero al ritmo de un samba y vocifera su saludo: “La Felalí
no es el felacio, como el samba no es la zamba, ni el tango es la tanga”.
Enseguida arropa a Carvallo en un abrazo y cuenta el último chiste sobre
directores ejecutivos. Carvallo se reinstala en su escritorio —que oficia de
trinchera—, saca gruesos cigarros (que le obsequian los representantes del
Caribe) y empieza a preguntar por los amigos brasileños. Julio Rav parpadea,
escucha, anota, se acomoda la camisa, sonríe tontamente y se empecina en hacer
coherentes las incoherencias. Se pasa el dedo por el labio superior y comprueba
que su bigote crece demasiado
lento.
El acontecimiento se viene encima como un alud. A Julio le parece
irreal que ya empiece el acto de apertura.
El servicio de seguridad controla el escenario, las butacas, los
baños, la calle. Los aplausos marcan el ingreso majestuoso del comité ejecutivo
de la Felalí en pleno, seguido por un representante de América del Sur, otro de
América Central y el bigotudo director Carvallo. Se sientan y enseguida todos
los asistentes —invitados especiales, delegados, representantes, miembros del
gobierno, diplomáticos y periodistas— se incorporan al retumbar en los
amplificadores las notas del Himno Nacional. Después, aplausos. Nadie se
sienta. Continúa el otro esperado himno: de la Felalí. El locutor lee los
mensajes enviados por el Presidente de la República, el presidente de la
Comulí, varios presidentes de organizaciones no gubernamentales y una lista de
telegramas. Anuncia con profundo respeto que hablará el presidente de la
Felalí, quien avanza con mayestática lentitud hacia el podio; en su mano, las
hojas mecanografiadas.
Julio Rav lo contempla con embeleso porque algunos opinan que su
mediocridad (en todo menos en fortuna y nariz) sólo es escudo de un gran
talento diplomático. El presidente —de mediana estatura, mediano abdomen,
mediana visión, mediano carácter y mediana inteligencia— mira la colmada
platea, mira el estrado, mira el micrófono. Aspira: la resonante sibilancia es
oída en todos los rincones. El público percibe que algo cambia, sin saber
exactamente que se ha purificado el aire gracias a su ciclópea nariz, y están
mejor dispuestos a escuchar. Entonces el presidente empieza a leer su
importante discurso (que fue escrito por el encargado de prensa hace más de un
mes, corregido por el encargado de publicidad y criticado por el director
ejecutivo, corregido de nuevo y, recién en su cuarta versión, pasado al
presidente que, tras su ejercicio nasal, encontró un par de términos
comprometedores que debían ser sustituidos por otros menos comprometedores, de
manera que volvió al encorvado jefe de prensa, quien buscó sinónimos y
parónimos hasta dar con los que tranquilizaban los miedos del presidente, y el
discurso aguado y aséptico fue pasado otra vez en limpio). Se cala los anteojos
que extrae con elegancia de su bolsillo. Hace una prolija enumeración de autoridades
en orden protocolar. Después historia a la Comulí, la Felalí (“nuestra querida
rama continental”) y sus realizaciones. Da la bienvenida a los delegados que
concurren a la trigésima Asamblea de Representantes y anticipa que de su labor
surgirán decisiones de honda repercusión en la vida social, económica, política
y cultural del continente.
Los aplausos son recibidos con hidalga serenidad por el presidente de
mediana estatura, mediano abdomen y mediana visión. Cierra la carpeta, devuelve
los anteojos a su bolsillo cuidando que una patilla caiga afuera, hace una
aspiración de despedida que limpia de nuevo el aire y gira hacia su butaca
sabiendo que las restantes personalidades del estrado lo aguardan de pie para
estrecharle la mano y expresar sus felicitaciones: ¡Muy bueno! ¡Muy valiente!
¡Conmovedor! Las cámaras de televisión registran el momento y los flashes
encandilan el anfiteatro.
El locutor anuncia al Quinteto Mundo, que ejecutará cinco breves obras
de cinco compositores (uno por continente). Y cuando luego el locutor da por
concluida la parte oficial del acto de apertura, la multitud se eleva medio
metro y comienza a desgarrarse. Los invitados saben que no deben girar hacia la
derecha (la calle), sino hacia la izquierda, donde se servirá el cóctel.
Al día siguiente comienzan las sesiones del histórico acontecimiento.
Julio Rav llega antes de hora. Se introduce en el salón vacío. Lo espolea una
angustiante temeridad. En la penumbra distingue el estrado presidido por un
gigantesco emblema de la Felalí. A los lados dormitan banderas
latinoamericanas. En un nivel más bajo se alinean los sitiales del comité
ejecutivo. El doctor Carvallo dispone de una amplia botonera y cuatro teléfonos
para controlar la marcha de las sesiones. Los butacones de los representantes
forman un hemiciclo, cada uno con lámpara individual, micrófono y jarra de
agua.
Julio recorre el salón penumbroso y disfruta el olor a madera y
terciopelo. Imagina voces. Contempla como a un jeroglífico el enorme símbolo de
la Felalí y las banderas apretadas en su torno. En el tablero hay una llave que
dice Asamblea de Representantes. Julio la mueve y la sala se transforma: arden
las lámparas de cada pupitre con conos amarillos que se desparraman por las
maderas y llegan al piso alfombrado de rojo. Apaga y se dirige a la oficina de
Carvallo.
A los pocos minutos arriba el doctor Carvallo, a quien saluda con
respeto y expectación. El director ejecutivo se atusa el nietzscheano bigote;
de su mano izquierda cuelga un provocativo llavero. Mira hacia los lados, como
el asaltante que se cerciora sobre la ausencia de peligro. —Está bien
—exclama—, conviene que se vaya enterando.
Le hace señas con el índice y lo conduce hacia la caja fuerte
(cuartito de Barba Azul, cueva de Alí Babá). A Julio se le apuran los latidos. Carvallo, ante la mirada golosa de
su asistente, gira el disco hacia la derecha, hacia la izquierda, otra vez
hacia la derecha. Después introduce la llave y la pesada puerta de acero viene
hacia el exterior. Julio mira con apremio el contenido misterioso. Ve muchas
cassettes alineadas con prolijidad. Carvallo lee las inscripciones del lomo y
extrae cinco.
—Tenga —ordena.
Saca otras cinco.
—Tenga —repite.
Saca las cinco finales, que sostiene en su propia mano. Cierra la
puerta, da dos vueltas a la llave y gira el disco. —Son las grabaciones de la
vigésimo sexta Asamblea —explica—; debe aprender a cuidarlas como joyas. —Julio
Rav asiente, pero sin comprender. Tiene conciencia de que no ha captado lo
esencial, que se trata de algo increíble e importante. Mordisquea la uña de su
dedo mayor.
—¿Dónde pongo las cassettes?
—Venga conmigo —dice Carvallo, que avanza adelante. Entran en el
anfiteatro. El director ejecutivo prende la luz y se instala en su butaca
provista de timbres y teléfonos, dobla un poco el micrófono, mira los parlantes
distribuidos con estratégica precisión y exclama: ¡todo listo!
Ordena que ingrese el personal. En forma ordenada, como soldados en un
desfile, avanzan por los pasillos, cruzan por delante y por detrás, y se
distribuyen en los lugares asignados desde hace tiempo. Los jefes, sus
ayudantes, las secretarias, los cadetes, ocupan sus sitios como si fueran
trincheras. Mientras, en el hall, cuatro empleadas con uniforme reciben a los
delegados que ya traen bajo la axila su respectiva carpeta azul (el venezolano
la examina: es la primera vez que asiste; los demás, que han batido records, ni
siquiera se molestan en averiguar si su credencial contiene algún error). A las
diez en punto son invitados a ingresar en el anfiteatro para que comiencen las
deliberaciones. El jocundo brasileño, mientras avanza, cuenta nuevos chistes.
Julio reconoce al enhiesto representante de Chile, al tacaño del Perú, al
anodino del Uruguay, al curioso de Venezuela. El presidente llega a las diez y
cinco balanceando su abdomen de mediano volumen que armoniza con su talle de
mediana estatura. Carvallo le hace una reverencia medio servil y medio cínica,
le entrega la carpeta azul especial y lo acompaña al estrado.
Nada de periodistas, nada de intrusos. Se cierra la doble puerta. Se
corre la pesada cortina marrón. Julio Rav tiene frío en los pies y llamas en la
frente. Carvallo admite que puede llegar a ser su sucesor, por eso le ha
informado sobre tantos detalles de la Comulí y la Felalí, los aspectos débiles
y fuertes de cada federación nacional, lo ha hecho participar en la preparación
del acontecimiento y hasta le ha permitido —¡hoy!— enterarse de lo que contiene
la maravillosa caja fuerte. Pero este último secreto (¿por qué habría de ser un
secreto?), que lo excitó durante semanas, ahora aumenta su desazón. Teme que
las cassettes tan guardadas signifiquen algo inimaginable, horrible. Incluso
sospecha que los folletos Grandes de las Ligas, tan valorados por el
director ejecutivo, forman una cordillera de papel inservible. Y se asusta de
tan herética sospecha. Nadie los compra (o compra por compromiso); no emocionan
a los que trabajan por las ligas ni mejoran la opinión de los que nunca se
interesaron por ellas; ¿será una obra que realiza Carvallo en su propio beneficio,
que le permite lucirse ante delegados obsecuentes y hacerse acreedor de los
vanidosos que pretenden inmortalizarse con una biografía?
El presidente llena el vaso con agua. Va a pronunciar otro discurso,
pero esta vez secreto. Mientras bebe comienza a decir las primeras frases.
Julio Rav se asombra ante la incomprensible superposición: ¿puede beber y
hablar al mismo tiempo? Frunce el ceño. Es absurdo. Sigue bebiendo y hablando,
como si la voz pasara de sus labios al agua y de ésta a las paredes de la copa,
transmitiendo vibraciones al micrófono. Los estratégicos parlantes derraman su
voz grave, medida, que de cuando en cuando se interrumpe para dar lugar a una
característica aspiración nasal que ingiere todas las moléculas que contaminan
la atmósfera. Julio Rav se mueve en su asiento como si le recorriesen líneas de
hollín, como si la virulencia y el miedo intentaran fragmentarlo. Quiere
enterarse y le aterroriza enterarse. Está junto al doctor Carvallo, concentrado
en su tablero. Lo mira con intensidad porque no logra entender; en realidad no
logra asumir lo que en efecto entiende. ¡Pero si este discurso es el mismo de
la vigésimo sexta Asamblea! El presidente no habla, sino la grabación. Julio se
aplasta contra los resortes. Transpira. No es verdad. No es posible. Pero ahí
está la cassette en funcionamiento. Y
Carvallo controla en forma personal que la voz registrada hace tantos años y en
un contexto lejano, diferente, se expanda por el anfiteatro con engañosa
frescura. Julio se siente un animal abatido.
Cuando el presidente finaliza (finaliza la cassette), bebe de nuevo.
Es fantástico. Ahora lee su informe el secretario: informe importante porque se
refiere a los problemas de la Felalí en la nueva coyuntura que sacude a América
latina y el mundo. Pero tampoco es necesario que gaste sus cuerdas vocales: lo
hace otra cassette rápidamente colocada por Carvallo. Su voz repite un informe
viejo, ya leído, ya oído, ya registrado. Después lo hace el tesorero y a
continuación los representantes de la Argentina, Bahamas y Bolivia, en riguroso
orden alfabético. Los delegados, apoltronados en sus butacas, dormitan, sueñan.
Mientras, los noticieros informan que Buenos Aires es la sede de una histórica
y secreta Asamblea internacional.
Se encienden las luces para un intervalo. Los representantes se ponen
de pie con lamento de articulaciones. Carvallo revisa las cassettes, controla
su numeración y vuelve a instalarlas en un costado de su pupitre. Después se
apresura hacia el peruano. Le susurra a la oreja. El peruano asiente varias
veces y, en lugar de dirigirse al salón del refrigerio, regresa al hemiciclo
para recoger su carpeta azul. Julio Rav lo contempla perplejo porque todavía no
se ha repuesto de la sorpresa atroz que le produjo escuchar ciertas palabras
—bastaban sólo algunas— que Carvallo le acababa de derramar a la oreja. El
despótico director ejecutivo y el miserable representante negocian el
contrabando de una partida de esculturas
que llegará a Buenos Aires con valija diplomática para el salón de artes
plásticas que regentea la mujer de Carvallo. Julio deglute piedras y quiere
salir corriendo para contárselo a María Claudia.
Una hora después prosiguen los “críticos” informes de otros tiempos
que arrullan la prolongada siesta de los asambleístas. Pero cuando hay que
designar a la esperada Comisión de Resoluciones, Carvallo detiene abruptamente
su aparato. Suenan bostezos, toses y ruidos de los músculos que se desperezan,
sorprendidos. Carvallo acerca su cara al micrófono y solicita al presidente el
uso de la palabra. Su intervención, seguramente esperada por los veteranos,
produce una onda agradable: por lo menos es algo en vivo y en directo. Dice con
afectación que la Felalí procede en todos los aspectos de su amplio quehacer y
recuerda que la anterior Comisión de Resoluciones estuvo integrada por los
delegados del Brasil, Costa Rica y Ecuador (los representantes de esos países
asienten con la cabeza), recuerda que se beneficiaron con un viaje pago a la
asamblea de la Comulí en Viena los delegados del Uruguay, Colombia y México
(asienten con la cabeza), recuerda que a la reunión de las organizaciones no
gubernamentales de las Naciones Unidas concurrieron los representantes de
Paraguay, Jamaica y Bolivia (también asienten). Por lo tanto —Carvallo se atusa
el bigote, después se acaricia la calva—, propone que la Comisión de
Resoluciones de esta histórica trigésima Asamblea se constituya con los
meritorios delegados del Perú, Honduras y Guyana, y que su presidencia sea
ejercida por el experimentado representante del... ¡Perú! (el mezquino e
inmoral individuo sonríe con el lado izquierdo de la boca). El presidente de
mediana estatura, mediano abdomen, mediana inteligencia, mediana visión y
gigantesca nariz inspira y somete la moción a la Asamblea, que la aprueba por
indiferente unanimidad.
Carvallo abrocha su saco verde y acompaña a la flamante Comisión de
Resoluciones palmeando la espalda del peruano. Se encierran en un cuarto
lateral y hacen llamar al asistente del director. Julio se arrastra sin
oxígeno.
—¿Le pasa algo? —El severo director ejecutivo advierte su cara
envejecida.
Julio no contesta y Carvallo no tiene tiempo.
—Tráigame la carpeta de resoluciones anteriores —ordena.
Julio se desplaza como un zombi; busca en los archivos las
resoluciones de todas las Asambleas que realizaron la Felalí y la Comulí, y
siente que su cabeza está magullada por el anhelo de María Claudia y las
vocaciones contradictorias y las humillaciones del secundario y los ideales en
estrepitosa caída y una rabia que gira como ciclón dentro del pecho.
El doctor Carvallo mueve sus dedos artríticos entre los papeles que le
entrega Julio; elige una hoja amarilla y seca, mira a los integrantes de la
Comisión y dice: Para esta trigésima Asamblea, dada la crítica coyuntura
mundial, nos conviene un texto de la Comulí emitido hace dos décadas, en 1968,
cuando estaba en su apogeo la guerra de Vietnam.
Los representantes se miran unos a otros, sonríen, aceptan. ¡A
trabajar entonces! Distribuye copias de la antigua hoja y cada uno busca el
párrafo que podría resultar irritante al gobierno de su respectivo país
—tachemos—, luego a cada uno de los demás países federados en la Felalí
—tachemos—, no vaya a ser que corramos peligro... La hoja se va llenando de
barras censoras. El primitivo texto se reduce ya a tres renglones. El delegado
de Guyana bosteza: ¡bueno, querido Carvallo, usted se ocupará de ampliarlo un
poco!
—Póngase a la máquina de escribir —ordena el director a su asistente—.
El proyecto de resolución debe ocupar una hoja tamaño oficio. Arriba de los dos
renglones clave (que ocuparán el centro de la hoja) irá una detallada nómina de
los representantes. Por debajo de esos renglones clave recalcaremos con vigor
la enorme importancia de la Felalí, rama de la Comulí, y sus conocidas tareas
en beneficio de la promoción humana, el bienestar de los pueblos y demás.
Respecto de los renglones clave, le insisto que deberán poseer el atrevimiento
y la fuerza de la brevedad, tal como nos inspira la resolución que emitió la
Comulí hace dos décadas. Fíjese: primero, incentivar la ayuda moral
y material a todas las ligas; segundo, aumentar el número de
ligas (¿esto requiere atrevimiento?,
¿fuerza?... repite el ciclón encerrado en el pecho de Julio, y que amenaza
desmayarlo).
Ve pulseras de color mientras teclea en la máquina. El peruano mete la
cabeza por encima de su hombro y advierte una asimetría: es preciso alargar la
primera parte del texto (por encima de los renglones clave).
—Tiene razón —accede Carvallo y, acariciando los cabellos de su
descalibrado asistente, ordena—: después pase el texto en limpio y agregue a la
lista de representantes la forma
como estaban sentados, a la derecha o
izquierda, adelante o detrás de tal autoridad o diplomático, así se ofrecerá
una impactante imagen de la magnificencia que alcanzó el acto de apertura,
llenará otros renglones y funcionará como buen introito a los audaces renglones
clave de la resolución.
Julio ya no tiene fuerzas para escribir una línea. Las letras danzan
burlonas. Salta de su bolsillo la amada credencial de la Felalí, se instala
sobre el carro y su cubierta plastificada empieza a emitir absurdos reflejos.
Siente que el ciclón de su pecho aumenta la furia, le expande el tórax, le
desgarra el esternón y las costillas, le abre el cuerpo e irrumpe con bramido
de tempestad en el edificio Everest. El ciclón nace de Julio y se independiza
de Julio. Agrede a la máquina y hace volar los papeles blancos de hoy y los
amarillos de ayer. Como una horda empuja a los delegados atónitos que tratan de
sostenerse a palabras como renglones clave, multitudes comprometidas, bienestar
de los pueblos. Le arranca sangrientamente el bigote a Carvallo y le arroja
encima de la lustrosa calva su trono color almendra mientras dispara los
balazos contenidos en las expresiones organización techo, cinco ramas
continentales, histórica y trascendental trigésima Asamblea de Representantes
atención-atención-atención, status de organización no gubernamental ante las
Naciones Unidas, Grandes de las Ligas, convenciones mundiales, y nobles fines
que no son fines y, menos, nobles. En medio de la tempestad se arremolinan la
hueca importancia de las reuniones, la hueca propaganda, el hueco compromiso de
la saliva que segregaban las lenguas de los funcionarios, las huecas
ceremonias, la hueca conferencia de prensa y el cóctel y los flashes y el ruido
de gacetillas, impresos, cartas, recordatorios, invitaciones especiales, y el
hastío de las huecas lecciones que Carvallo le impartía con hueca obstinación.
Vuelan los afiches plateados, morados, rojos, amarillos, verdes, y vuelan,
entre ellos, el rostro hermoso de María Claudia y sus pechos magníficos, y
vuela como un meteorito extraviado el mediocre presidente de mediana estatura,
mediano abdomen, mediana visión y gigantesca nariz haciendo trizas el
alucinante aparato que fue montado para la autocomplacencia.
... y estuvo Jonás en el vientre del pez tres días
y tres noches. En sus entrañas él rogó a Yahvé.
JONÁS II, 1-2
H
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ace varios años intenté componer una novela sobre la inmigración judía
a nuestro país. Engordé mi fichero con documentos escritos y orales. Los
personajes y las anécdotas nacían de una historia reciente, vibraban tan cerca
—apenas a la vuelta de unas décadas— que empezaron a poblar todas mis horas. Sentía
el estremecimiento de una epopeya seductora, caliente. Sentía ganas de
narrarla. Fui llenando páginas de sufrimiento, heroísmo, fantasía, humor, tal
como se había desarrollado ese proceso colorido y vasto.
Crucé el límite de las doscientas páginas. Recién llegaba a la
Argentina con mi turbulento conglomerado de personajes; los acababa de poner en
contacto con la chata Buenos Aires de fines de siglo. Y me detuve. Bruscamente.
Cerré la carpeta, empaqueté libros, revistas, notas, esquemas y fichas. Hundí el
barco, los sueños, las disputas y las promesas en un cajón. Y me dediqué a
otros proyectos.
Aún no he dilucidado completamente las causas. Los escritores, con
frecuencia variable —pero siempre con dolor— asistimos a la muerte de numerosas
criaturas. Los cajones del escritorio, o los rincones de la biblioteca, o las
bolsas de residuos, suelen transformarse en cementerios de esfuerzos silentes,
incluso negados.
El protagonista de la novela se llamaba Benjamín.
Aparece repentinamente en una aldea de Europa Oriental —Mádivke—
asolada por el hambre y los pogroms. Una asamblea de la agobiada comunidad lo
envía a París —Benjamín es viajero, corajudo e insolente— para gestionar la
ayuda de las instituciones que se ocupan de salvar judíos. Sus peripecias y
tribulaciones salpicadas de comicidad permiten reconstruir buena parte de los
mitos y prejuicios de la época. Logra establecer algunos contactos con
magnates, burócratas y especuladores que, finalmente, contribuyen al traslado
de varias familias. Así, Benjamín parte hacia Marsella, donde embarcará hacia
América del Sur en compañía del sufrido contingente.
Pero se extravía en el trayecto. En realidad se extravía de la línea
argumental. Yo me esforzaba por mantenerlo en los límites de la novela, lo cual
era inútil. Se interna en un capitulo extraño. Extraño a la obra y extraño en
sí mismo. Un capítulo que adquiere fuerza y autonomía. Que arranco de los
originales y pretendo destruir.
La perspectiva de llegar al Río de la Plata lo ha trastornado. Tiene
referencias de que ese río es ancho como un mar, marrón como la madera y
nutritivo como los jugos de fruta. Se identifica con Benjamín de Tudela (el
primer Benjamín trotamundos que en el siglo XII recorrió África y Asia en busca
de las diez tribus perdidas de Israel) y comienzan a repicar en su desmadejada
cabeza los relatos delirantes de Najman, el loco rabí de un bosque cercano a
Mádivke. Todo esto lo empuja hacia la aventura extraordinaria, y lo rebela
contra mi máquina de escribir.
Iba viajando en tren hacia Marsella, sin pasaje y sin dinero. Sus
descomedidas relaciones con los millonarios de París no le habían reportado
beneficio personal. Sólo la satisfacción de auxiliar familias, con las que
debía reunirse en el puerto meridional, para seguir de inmediato a la Argentina,
como dijimos. No se siente tranquilo. Lo agitan presentimientos sobre cosas
grandes que van a ocurrirle, igual que a Benjamín de Tudela: conocerá países
exóticos, cruzará ríos feroces y montañas hoscas, entrará en palacios
hechizados, atravesará aldeas habitadas por guerreros indómitos y finalmente
descubrirá una de las diez tribus perdidas. Pero los miserables empleados del
ferrocarril se fijan en cosas chicas: advierten que un judío nervioso con
zapatos agujereados, barba rojiza y mirada de bribón (él, Benjamín) viola los
reglamentos del transporte: no paga boleto, invade compartimientos privados,
roba en el vagón cocina. Consciente del riesgo, cancela provisoriamente las
cosas grandes y huye de los empleados que no lo quieren dejar llegar a Marsella.
Abandona el confortable tren, escapa de la policía y se oculta en carros de
heno. Después consigue ser embarcado en un lanchón de carga que navega por el
caudaloso Ródano hacia el Mediterráneo.
Tendido sobre tablones, conversa con las nubes. Parece enojado conmigo
—su infidente autor, que le hizo hacer y decir muchos disparates. Y que no
accede a dejarlo escapar de la novela. El lanchón se detiene en una antigua
ciudad. Benjamín salta a tierra y me da la espalda, groseramente. Se introduce
en el capítulo excéntrico. Le suplico por última vez que no se desvíe. Que
reflexione. Que mantenga la coherencia. Pero no me escucha.
Sale, pues, del libro. Y desaparece por tres días y tres noches.
Camina por la orilla del Ródano. Mira la ciudad sin atreverse a
recorrerla. Es un compacto montón de paredes enjabelgadas que sostienen tejados
desde los cuales se elevan pañoletas de humo. Adentro hierven calderas. Imagina
la buena comida. Pero para llegar a esa comida debería aventurarse por las
callejuelas que zigzaguean y se oscurecen. En su interior esa ciudad debe tener
la humedad de una calabaza podrida. Seguramente abundan los sótanos llenos de
ratas donde se torturan herejes. Benjamín apura el paso, llega al final del
muelle e intenta penetrar en una calle. Pero choca contra una muralla; la
muralla es alta y larga, dura, fría. Sigue caminando junto al río y, por fin,
se recuesta sobre un terraplén. Pronto —se consuela— aparecerá un buen judío
que me ofrecerá albergue; me ayudará a ingresar en este lugar extraño.
Para serenarse evoca los cuentos de rabí Najman —que vive
precariamente en el bosque cercano a Mádivke desde el día que perdió la razón—.
¡Cómo le gustan esos cuentos atiborrados de paradojas! Los cuentos de rabí
Najman describen judíos andrajosos paseándose en mágicas fortalezas, príncipes
negros que se ocultan del reflejo lunar, locos que enseñan verdades a los
sabios, viajeros que recorren el mundo en tres noches. Él, Benjamín, es casi
protagonista de uno de esos cuentos: acaba de apartarse de un viaje programado
al Río de la Plata para buscar algo —no sabe qué— en una ciudad desconocida.
¿Desconocida? —se pregunta enrulando en el índice la despareja barbita
mientras contempla con detenimiento paredes y tejados. Por entre los inestables
cubos de las casas emergen las torres cónicas de una fortaleza (“¿judíos
andrajosos paseándose por mágicas fortalezas?”). Allí reinaron los papas. En la
cabeza de Benjamín estalla como una burbuja el nombre de Aviñón.
Se afloja sonriendo. Ya tiene el nombre. Ya tiene lo esencial. Ahora
comenzarán a aparecer príncipes negros
que
se ocultan del reflejo lunar, locos que enseñan
verdades a los sabios. Y él, Benjamín, recorrerá el mundo en tres
noches. Presentía que todo esto se iba a cumplir.
Tuerce la cabeza hacia la derecha. Un niño descalzo empuja con su vara
al burro aplastado de leña. Descubre tras los bamboleos del animal trozos de un
amplio albornoz celeste. Los jirones de tela se cruzan con las tiesas patas.
Arriba del albornoz aparece la vigorosa cabeza de un negro. Por el color de su
piel, por su ancha nariz aplastada, no es un judío de Mádivke —chancea—. El
negro se aproxima. Lo contempla. Y lo saluda en hebreo: la paz sea contigo.
A Benjamín le tiemblan las orejas. Se le esfuma la ironía. ¿Quién es
este aparecido?, ¿un pope antisemita? ¿un verdugo enmascarado?, ¿una comparsa
de la fortaleza? (“príncipes negros que se ocultan del reflejo lunar”).
El negro le comunica su nombre: Jefté. A Benjamín se le mezclan los
cuentos de rabí Najman y se incorpora, tambalea. Jefté despide olor a metales,
esbozando una tranquilizadora sonrisa, le pregunta si viene de los Cárpatos, si
tiene dónde alojarse. Benjamín percibe vagamente que las preguntas contienen
las respuestas. El negro Jefté lo está invitando a su casa —es el esperado
(insólito) judío que vendría a darle albergue—. Intuye descubrimiento y
maravilla.
Contesta que sí, que viene de los Cárpatos, y que no, no tiene dónde
alojarse.
Entonces se apartan del río donde la tarde se cubre de amaranto y
avanzan hacia un costado de la fortaleza sobre cuyas torres cónicas aún llamea
la última luz. Benjamín advierte que pasan por una abertura reglamentaria
porque no rebota contra la dura y fría muralla. Gira sin cesar los ojos y la
cabeza para no perder detalles de los muros, las puertas y ventanas del exótico
sitio, antes que la noche los borre.
Las callejuelas se amoratan, luego tiznan. Vadean una cinta de agua
fétida. Los atropella una pandilla de chicos que se escabullen por un corredor
como bandada de pájaros. Atraviesan una arcada. El solideo rojo de Jefté tiene
bordada una inscripción apenas perceptible. Su espalda es vertical y muy
fuertes sus tobillos. La túnica golpea con ritmo parejo sus piernas de sombra.
Luego de penetrar hondo en el laberinto, enfilan hacia un portón rústico y
pesado. Hay olor a encierro, a lana de oveja. Lo empujan. Una franja luminosa
desgarra la tiniebla y rompe la cara de Jefté en trozos de bronce. Aparece otro
negro. Y otro. Y otros. Les brillan las mejillas, los ojos, los labios gruesos.
Y aunque los claroscuros confunden, Benjamín percibe el aliento de sus anchas
narices. Entre los negros hay mujeres con pañuelos blancos y niños de ojos
ardientes. De los horcones cuelgan lámparas, géneros, trenzas de mimbre y
cacharros de arcilla.
Lo invitan a sentarse y le lavan los pies. Benjamín obedece con mucho
de fascinación (y algo de miedo). Le entusiasma la costumbre bíblica, pero le
alarma el esfuerzo de sus anfitriones por arrancarle toda la mugre. Su piel
blanca, azulina de tan blanca, revive entre las manos negras que remueven el
agua, lo acarician, frotan y arrebatan el cansancio.
Los negros se desplazan con ceremonia. Casi no hablan, absortos en el
huésped, cuidándolo como a un cordero antes del sacrificio. Jefté se ha
instalado a la cabecera de la rústica mesa y controla el cumplimiento de un
programa que parece ensayado. Benjamín se repite (porque lo sacuden ramalazos
de inquietud) que goza el privilegio de haber descubierto una comunidad
extraviada, una de las doce tribus perdidas, que su ambición de parecerse a Benjamín
de Tudela se ha cumplido. Observa que los hombres visten túnicas celestes. Las
mujeres, por el contrario, lucen variedad de colores desde el agresivo
bermellón al sepia.
Le señalan la mesa sobre la que fue tendido un mantel cuya guarda es
un largo texto. En humeante bandeja llega el cordero asado, Jefté clava su
cuchillo en la carne y divide las articulaciones. La piel crocante se abre
lanzando vaharadas aromáticas. A Benjamín se le humedecen los labios
hambrientos y los niños ríen bajito. Se ablanda la solemnidad. Pero no le sacan
los ojazos de encima mientras sus dientes pelan los huesos.
Llegan otros negros que se instalan en los bancos apoyados contra la
pared. Benjamín se atora —a pesar de sus rotundos presentimientos— cuando le
dicen que comparte el asado con descendientes de la tribu de Efraín. Tose, le
saltan las lágrimas. No puede ser cierto aunque sabe que sí. Su emoción lo
empuja a preguntar. ¿Cuántos son? ¿Dónde vivieron antes? Ya había oído que los
judíos suelen adoptar los rasgos físicos de otras razas. Pero no esperaba (¡sí
esperaba!) una confirmación terminante. Y menos por vía directa de una tribu
perdida. Los sueños de los locos y las narraciones de los poetas han triunfado
sobre los imbéciles académicos. Los cuentos y las leyendas dicen la verdad.
Quisiera ponerse a escribir una crónica sobre este descubrimiento asombroso.
Narrar, explicar, describir. Ofrecer un testimonio inmortal, como lo han hecho
los numerosos viajeros que lo han precedido. Mientras, debe saber más, absorber
noticias, reunir datos, y pregunta. Pregunta sin separar lo principal de lo
secundario mientras se enrula y desenrula la barba. Es una máquina de hacer
preguntas.
Le proponen visitar la oculta sinagoga. Radiante y desenfrenado, dice
que hasta ese día ha concurrido a la sinagoga antes y no después de llenarse el
buche, que el estómago vacío provee alas al corazón y el lleno lo adormece,
pero que ahora no lo dormiría ni un garrotazo de Sansón.
El paternal Jefté le rodea los hombros. Salen nuevamente a la noche.
Las túnicas de los negros se inflan como nubes. La silenciosa ciudad del Ródano
ignora que en su interior ha recalado una comunidad más codiciada que el
diamante; y que un pintoresco judío de los Cárpatos está por adentrarse en sus
fantásticos arcanos. Mientras, a Benjamín le parece que la callejuela profunda
se retuerce escamoteando el objetivo. Los pasos suaves de sus anfitriones
apenas rozan el empedrado. La columna de sombras va rodando sin ruido, como
procesión de espectros. Benjamín siente la frescura que brota de los muros, de
la oscuridad, de la brisa que produce la ondulación de los albornoces.
Se amontonan junto a una puerta que apenas se diferencia del muro.
Chirrían los goznes. Adentro tiemblan las luces amarillas de varios
candelabros. Ingresan de uno en uno y Jefté se ubica frente a una cortina que
protege el Arca con los rollos de la Torá.
Los ojos de Benjamín danzan, encantados. Registra las caras
espejantes, los labios gruesos, el ámbito piadoso, el olor a muérdago y a
jazmín y a velas derretidas.
Beben vino. Anhela consignarlo también, así como la reciente caminata,
el ingreso ordenado, y la actual conversación destrabada, fascinante, que lo
sigue atosigando de datos y sorpresas. Le proponen quedarse a oficiar de rabí.
Benjamín se tironea la barba y golpea los hombros ligeramente encorvados para
despertar. Si no sueña, habita en un cuento del loco rabí Najman. La propuesta
es sorprendente. Bellamente absurda. Él no tiene categoría de rabí. En verdad,
no tiene categoría de nada. Es un viajero impenitente, un judío descocado,
travieso y sentimental.
Le contestan que ya conocen su ajetreada vida, lo cual es más
impactante aún. Entonces él les pregunta si saben que antes de recalar en
Mádivke, sobre los Cárpatos, había recorrido infructuosamente varios países
buscando las famosas diez tribus, igual que el primer Benjamín, el de Tudela.
Sí, saben, y por eso lo agasajan. Que llegó a la desesperada Mádivke poco
después de un bárbaro pogrom. Sí. Que lo designaron para gestionar en París la
emigración de ciento veinte familias. Le responden que saben todo, incluso los
escándalos con Rothschild y la Alianza Israelita Universal. El mentón de
Benjamín tiembla. Pronuncian un hebreo metálico que armoniza con los reflejos
de su piel. Les pregunta si son magos, espías, simuladores, sabios del futuro.
El negro Jefté pasa sus dedos negros por la boca, entrecierra los ojos y
enhebra una explicación.
Benjamín inclina su tronco y absorbe la explicación que arrastra un
cortejo de anécdotas. Una historia que se hunde en la larga noche mientras se
repone el aceite de los candelabros. Que serpentea a lo largo de horas sin
término y avanza por laberintos tenebrosos. La espectral sinagoga junto al
Ródano se aísla en un círculo a medida que el relato de Jefté y sus acólitos reconstruye
el pasado con vivacidad. Los judíos negros cortan las ligaduras que frenan, que
limitan. Sus cuerpos de fantasmas atraviesan paredes. Son descendientes
de Efraín, hijos de una tribu que habían
asolado los asirios en la antigüedad. Mientras los guerreros carneaban a los
prisioneros, un núcleo logró huir en naves angostas. Los sobrevivientes
recalaron en puertos que ya se borraron de la costa. Después buscaron la paz en
islas y penínsulas lejanas, se aventuraron por mares desconocidos. Y se
perdieron en aguas calientes donde las olas comenzaron a entrar en ebullición.
Finalmente alcanzaron la desembocadura de un río y fueron descubriendo tierras
fértiles que reproducían el edén. Era un edén —Jefté enfatiza, se posesiona—.
Allí encontraron a hombres en estado de inocencia. A lo largo de generaciones
intercambiaron palabras, objetos, costumbres y leyendas con esos hombres. El
sol permanente y generoso, la vegetación carnosa, el transcurso de los siglos,
fueron operando una adaptación física. Cuando se produjeron las despiadadas
cacerías de esclavos, los hijos de Efraín ya no eran diferenciables de los
nativos. Y eso poco hubiera importado. Los engrillaron, azotaron, marcaron,
asfixiaron en naves apestosas. Y condenaron a largas travesías desde África hasta
América del Norte y del Sur. Los enfermos fueron arrojados al agua.
En la pequeña sinagoga Benjamín comprende que se han roto las cuerdas
del tiempo y lo hacen viajar por la historia. Contempla entonces multitud de
negros convertidos en animales antes de ser engrillados a los barcos. Recorre
con pavor el fondo del mar, donde fueron arrojados los enfermos y los heridos
que no iban a obtener buen precio en los mercados de esclavos. Ve largas filas
de hombres, mujeres y niños encadenados a plantaciones que retumban lamentos.
Un haz de puñales le infla su angustia: son los puñales de propietarios y
capataces que amputan los dedos de los pies a quienes intentan huir. Navega por
las palabras del relato como un pájaro en la tormenta. Se siente mal, confunde
lugares y épocas. Los látigos dejan huellas en su espalda. Vomita agotamiento.
Cree mirar a la vez todos los campos malignos del universo como si en verdad
estuviera dentro del cuento de rabí Najman que contiene todos los cuentos. La
alegría del descubrimiento y la pesadumbre de la historia lo aferran al vino
rojo y al asiento duro. Toca los bordes de la locura cuando los hijos de Efraín
le revelan sus infortunios en el Río de la Plata. Y también lejanos instantes
de gloria cuando, mezclados con otras naciones, participaron en las contiendas
de liberación, en marchas alucinantes por los más altos riscos del mundo, y
recorrieron el océano del otro lado de la tierra para romper las cadenas de
otros pueblos. Después ocurrieron las guerras fratricidas, guerras inacabables
en las que los negros siempre eran empujados a las líneas de muerte,
degollados, descuartizados, reventados por los cañonazos, fertilizando campos
vacíos con su carne despedazada. Los negros poco a poco fueron desapareciendo.
Exterminados.
Benjamín quiere consolar. Y dice: también nosotros, los judíos blancos
somos exterminados. Narra —mal, angustiado, tartamudo— conocidas historias de
persecuciones y sufrimientos. Nuestro pueblo es una cadena de dolor. Ampollas
de tortura jalonan la vida judía.
—Ampollas de tortura jalonan la vida negra —completa Jefté.
A Benjamín lo sobresalta una tremenda conclusión: ¿los judíos de
Mádivke y pronto también de otras aldeas semejantes a Mádivke emigrarán hacía
las tierras que estuvieron pobladas de negros y que después —por guerra, peste
y maldad— fueron limpiadas de negros?
—Así es —murmura Jefté. Los emigrantes judíos llenarán el vacío dejado
por las multitudes negras de antaño. Las reemplazarán. Una minoría por otra
minoría. Ambas notorias y frágiles. Designio terrible. O quizás maravilloso.
Benjamín suda. ¿Para enterarse de esto fue impulsado, mágicamente, a
salirse de la novela?
Las caras de bronce le confirman la sospecha. Y le aseguran que los
negros y los judíos son hermanos en el martirio. En la persecución. Y también
en la música.
Benjamín tirita. Ya no es el judío insolente que recorrió media
Europa, navegó el Ródano, escapó de una novela y se ha internado con ideas
febriles en un sitio espectral: es un animalito afligido y perplejo. Aún
ocurrirán hechos. Allí mismo. Esa noche.
Jefté se para frente al Arca llena de rollos santos y la contempla en
silencio. Su albornoz celeste brilla en los hombros, y sus brillos se enlazan
con los enigmáticos del solideo. Inclina la cabeza. De pie, solo en el espacio
que separa el Arca de los otros negros, se concentra. Alisa el silencio hasta
convertirlo en vidrio. Da un salto y rompe el vidrio. Queda paralizado en la
nueva posición. Los demás aprueban. Salta nuevamente. Palmea. Jefté, con ritmo
lento, estimula el nacimiento de una danza quebrada: flexiona las rodillas,
alza los brazos, agranda los ojos. La concurrencia sigue el ritmo con
movimientos de párpados, de nucas, de palmas. Los movimientos lentos y
profundos hachan el aire. Hachan y hachan un tiempo sin tiempo. Hasta que los
músculos empiezan a segregar dolor. El lamento se mantiene por el tiempo sin
tiempo, se alarga como un elástico. Por último cruje el piso. La cortina de
terciopelo que cubre el Arca también se mueve, como una vela melancólica. El
baile de Jefté narra su aflicción y retuerce los nervios.
Benjamín es empujado hacia la pista. Aprieta las manos oscuras y
calientes del jefe. A continuación ingresan a la pista los restantes negros
(aprendieron a divertirse con la tragedia, igual que los jasidim, piensa Benjamín en
sucesivas elipsis). Y el baile se apura. Gira. Acelera. Rueda. Gira, acelera y
rueda con velocidad creciente hasta que irrumpe el vértigo. Se excitan las
llamas de los candelabros mientras los pies acarician el piso con el borde, con
la punta, y machacan con el taco. Las túnicas claras flamean como ropa tendida
al viento. Los labios se cubren de espuma. Asoman dientes. Los aullidos se
transforman en aleluya frenéticos.
Benjamín viaja de nuevo. Danza y viaja. Se reúne en el bosque con rabí
Najman para contarle su aventura mientras sus piernas y sus manos dibujan
círculos en el aire. El rabí, con un pájaro en cada hombro, dice que también lo
sabe, que en efecto los negros son verdaderos jasidim, incluso antes de que el
Bescht naciera, que así lo había dispuesto Dios. Y rabí Najman se regodea
explicándole el origen de los negros. ¿No narra el Génesis dos creaciones del
hombre? En el primer capítulo Dios creó una pareja a su imagen y semejanza y
dijo: tendréis el color de la arcilla para recordar que de ella venís; seréis ágiles
para la danza y dotados para la música; alegraréis mi obra. Y puso Dios a la
primera pareja en campos calientes llenos de verduras y árboles frutales y animales variados para que nada les faltase. ¿No lo recuerdas, Benjamín? No, no lo recuerdo exactamente. Entonces
escucha, cabeza de pimiento —el dulce y estrambótico rabí se saca de la frente
un mechón de pelo blanco, que es una nueva elipsis para el mareado Benjamín—:
en el segundo capítulo del Génesis Dios creó otra pareja y la instaló en el
edén; pero para que no sufriera el estigma de su origen arcilloso, la blanqueó.
La nueva pareja, querido Benjamín, mordió con arrogancia el fruto del árbol
prohibido. Y el Señor tuvo que expulsarla del edén. La árida tierra que debió
trabajar no le curó la arrogancia. Por el contrario, uno de sus hijos, Caín,
mató a un hermano. Los hijos de sus hijos, siempre ruines y arrogantes, se
apropiaron de las montañas. Aprendieron el arte de la guerra. No los arredró el
diluvio. Propagaron la ambición y la crueldad como un nuevo diluvio. Y por fin
llegaron a los lejanos campos calientes llenos de verduras y árboles frutales y
animales variados que no les pertenecían. Así descubrieron a los descendientes
de la primera pareja, la que había conservado el color de la arcilla. ¿Qué
hicieron entonces? ¡Los cazaron! ¡Los obligaron a trabajar para ellos! Los
impregnaron de tristeza y de látigos. Los esclavizaron. ¿Pero sabes qué, mi
atento Benjamín? No consiguieron quitarles el canto y el baile: son jasidim, son nuestros hermanos.
La danza sigue golpeando en el piso, las bóvedas, el pecho, las
sienes. Y en Benjamín los pensamientos mixturan las fantásticas versiones de
rabí Najman con su fantástica realidad en Aviñón. Se vuelven a presentar las
callejuelas de la tarde, como si necesitara del pasado inmediato para no
extraviarse en lo remoto. Ve las aguas del Ródano, el mítico puente amputado
que funcionaba en tiempos de los papas, la fortaleza de torres cónicas. Y ve a
rabí Najman junto a la muralla contemplando la fortaleza de torres cónicas como
si fuese el mismo Benjamín apenas llegado. En su recuerdo aparece de nuevo el
burro aplastado por leña. Y aparece el negro con cara de abismo, albornoz
celeste y solideo rojo, que lo saluda en hebreo, informa que se llama Jefté y
explica que pertenece a la tribu perdida de Efraín. La tarde se amorata, luego
tizna. Jefté lo hace ingresar en la ciudad por el espacio que perfora la
muralla. Ve charcos de agua fétida y es empujado por una pandilla de chicos que
se escabulle como bandada de pájaros. Llegan a un portón rústico y pesado,
entran en la casa con olor a lana de oveja y poblada de gente amistosa que les
lava los pies y ofrece un cordero lanzando fragancias. Las mujeres con
pañoletas y los niños a prudente distancia ríen bajito. Benjamín está fuera de
todo equilibrio porque ha descubierto una tribu perdida y luego está en una
sinagoga inverosímil, una cueva mágica que le hace sufrir en minutos dolores de
siglos. Y sigue rodando en la danza, una danza poderosa y flamígera como el
carro de Elías, que lo transporta por los desfiladeros de una memoria
incandescente. Se columpia en las estrellas y, cuando cree haberse liberado de
las limitaciones que tienen los músculos y la vigilia, cuando se identifica con
el viento, el resplandor o el puro espíritu, lo derriba un agotamiento tan
grande como el tamaño de sus ensoñaciones.
El mundo se desplaza dos o tres días con sus respectivas noches.
Benjamín se esfuerza por despegar la ilusión de la realidad. No es sencillo.
Las vivencias y los sentimientos se han ligado en su alma como harina de
amasar. Se restriega los párpados y mira el río, el puente amputado, las torres
cónicas. Otra vez contempla la ciudad en las horas de la tarde, cuando sus
diversos colores confluyen al violeta. O al amaranto. Todo es igual que la
primera vez, cuando desembarcó del lanchón de carga. Se incorpora con el dolor
que el exceso de danza amontonó en sus articulaciones. Camina junto a la
muralla sin encontrar el espacio por donde lo hizo pasar Jefté. Algunos bares
encienden luces y dejan escapar la música de un violín. Los toldos a rayas se
recogen y se abren las ventanas para recibir el aire de la noche. El río ya se
ha borrado. Gira y descubre la pasmosa ciudad transformada en miles de bujías.
A la mañana siguiente, con los miembros de esa tribu perdida
arrebujados en su pecho junto a nuevas narraciones de rabí Najman, trepa a otro
lanchón de carga y consigue, laboriosamente, que sus tripulantes accedan a
llevarlo hasta Marsella, donde lo aguardan las ciento veinte familias que
serían embarcadas hacia el Río de la Plata. Después se sienta sobre mi
escritorio, se rasca la barbita roja, me mira bellacamente y dice, muy suelto
de cuerpo:
—Deje de protestar, vuelvo a la novela. Y no me pregunte qué pasó.
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