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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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miércoles, 9 de octubre de 2013

Marcos Aguinis - Todos Los Cuentos

 

Marcos  Aguinis


Todos Los Cuentos






E
n el Archivo de las Naciones se descubrió un micro film polvoriento que narra las curiosas aventuras de los tres hermanos Tudela. El documento —afirman los peritos— contiene datos sorprendentes. Dice que hacia el final del subciclo petrolero los Tudela se reencontraron en el grandioso faro de Kuwait, construido sobre un múltiplo del legendario modelo que existió en Alejandría. Llegaban de un prolongado viaje, coincidiendo en el punto convenido. Subieron por vertiginosos ascensores hasta el salón emplazado en el vértice. Sobre las columnas de pórfido centelleaban versículos del Corán. Las ventanas enormes, con lentes telescópicas, permitían ver el agua azul del golfo Pérsico, las heladas crestas del Cáucaso y las incandescentes arenas del desierto saudita.
Se abrazaron, se separaron para contemplarse, volvieron a abrazarse, rieron de alegría, se atoraron superponiendo los detalles del retorno y, convencidos de que eran ellos mismos, que estaban de regreso sanos y salvos, se dispusieron a contarse lo fundamental.
Ricardo mostró una moneda; Omar, una cartulina, y Benjamín, un hueso. Eran los testimonios. Estaban sentados sobre cojines de espuma en torno a una mesita redonda y blanca como un charco de leche.
La moneda giró entre el índice y el pulgar de Ricardo. Sus estrías gastadas contribuían a encenderle la memoria. Echó hacia atrás el mechón de pelo lacio que se empeñaba en taparle un ojo.
—Atravesé una montaña parecida a la columna de un gigante acostado —dijo con voz queda, reflexiva—. Sus vértebras se elevaban tan alto que la parte superior se cubría de nieve y la inferior de helechos. Mi nave debió extremar su potencia para sobrevolarla. Entre las apófisis corrían riachos que arrastraban bloques de hielo. Siguiéndolos, llegué hasta angostas llanuras que enseguida se hundían en el mar. Era como si la espalda de ese gigante, al derrumbarse, se hubiera sumergido en forma parcial, pero abrupta, en el agua del océano. Mucho tiempo después nacieron hombres de sus músculos y llegaron otros que mataron a los primeros, afincándose en los meandros del inmenso cadáver. En uno de esos períodos conflictivos sobresalió un guerrero de color caoba llamado Gran Raíz. No atendió las engañosas advertencias de sus sentidos, sino las órdenes de sus entrañas. Peleó con los ojos cerrados, las orejas tapadas, la piel hecha cuero y obtuvo fulminantes victorias. Pero no consiguió la victoria final. En una escaramuza lo apresaron, humillaron, pasearon como trofeo. Y en lugar de vaciarle las órbitas o cortarle la lengua o perforarle los oídos, que de todas maneras no utilizaba, sus enemigos prefirieron atravesarle prolijamente sus vísceras con un largo estilete de madera, porque de éstas nacía la rebelión. Las generaciones sucesivas cantaron la tragedia de Gran Raíz, sin entender lo que él había entendido. Comían de la extraordinaria fertilidad que rezumaba la materia en descomposición y bebían el agua que se derramaba con alborozo de los picos vertebrales.
”Un día —prosiguió Ricardo— descubrieron que en el pulmón del gigante se había formado una cantera. Con ahínco se empeñaron en extraer minerales realizando excavaciones, tendiendo vías férreas, afirmando largos túneles. Había tanta riqueza que podían construirse viviendas y caminos de cobre. Bailaron en torno a los carros desbordantes de mineral. Hasta las bestias trabajaron con alegría, sin percatarse de la solapada mutación. Sí, una mutación que no percibían los sentidos, como en tiempos de Gran Raíz.
”Cosas de brujos, pensé. En efecto, los mosaicos se convirtieron en cadenas y los ladrillos en rejas de cárcel. En vez de ciudades maravillosas, nacieron barriadas sucias cuyas noches se poblaron de perros aulladores. Con cada nueva generación aumentaron los inválidos y los locos. Encontré a un viejo sin piernas ni brazos, apenas una cabeza cuyo pelo blanco estaba endurecido de mugre; yacía pegado a un hueso del gigante: sobrevivía chupando el jugo de la médula podrida. Se horrorizó al verme y emitió unos extraños sonidos. Le ofrecí agua limpia. Al cabo de una semana me contó el resto de la historia.
”Siendo niño, este hombre había descubierto los secretos de Gran Raíz y los difundió. Hirvieron los pulmones del gigante con la sublevación de mineros parecidos a ratas y gusanos, decididos a terminar con el dominio de los brujos. No querían más prisioneros ni demencia.
Ocluyeron sus sentidos, como al legendario aborigen de color caoba. Pero los hechiceros multiplicaron sus ardides, mataron a los pocos sabios, corrompieron a los confundidos jefes y difundieron historias que oscurecieron las demás historias. Las canteras y barriadas y los picos y los valles fueron barridos por vientos ásperos que hacían perder la razón. A este niño que propaló los secretos de Gran Raíz le amputaron las extremidades y lo confinaron en la caverna. Los brujos siguieron apropiándose del metal. Y cuando el pulmón quedó vacío —Ricardo levantó los ojos— abandonaron a los habitantes de esa enorme espalda exhausta.
”Los ríos continuaron arrastrando los borbotones que provenían de las nieves, se terminaron los alimentos y el cielo adquirió el color de la ciruela madura. Nuevos cadáveres se confundieron con el del inmenso gigante. Sólo queda intacta la cordillera de su columna raquídea, locos que deambulan cantando melodías tristes y algunas monedas de cobre en torno al viejo amputado que chupa la médula.
Ricardo aplastó la pieza testimonial sobre la mesita. La moneda parecía un ojo amarillo cubierto por una pátina de lágrimas secas.



Omar se atusó los bigotes.
—Yo llegué a un país liso —ilustró extendiendo la mano—. Liso como esta mesa. A lo sumo descubrí ondas suaves cubiertas de vegetación. No había gente. Ni un viejo ni un joven. Encontré un camino abandonado y empecé a andar, confiando en que desembocaría en alguna parte. Un largo tramo se mantuvo recto, dobló algo hacia la izquierda, después compensó hacia la derecha. Nada de círculos. A veces creí que lo desandaba, que había regresado al mismo lugar, porque el paisaje no cambiaba.
”Una noche, vencido por la fatiga y el hambre, advertí que latía un resplandor en el horizonte. ¿Un meteorito? ¿Exploradores? Se había roto la monotonía, de todas maneras. Reanimado por la novedad, concentré fuerzas y proseguí la marcha. Era una ciudad iluminada por un millón de diamantes. Pero desierta. Los faroles de las avenidas y los reflectores de los estadios chorreaban sus luces amarillas y violetas sobre ventanas vacías. Una ciudad de juguete. O de fantasmas. Recorrí sus calles silenciosas, las plazas invadidas de yuyos. Ni un hombre, ni un perro. Sólo un tipo de habitante que de pronto vi ocupando todos los sitios: gatos. Dicen que los gatos se apoderan de las ciudades abandonadas. Gatos blancos, negros, grises, pequeños, grandes. Se desplazaban con lentitud. Custodiaban, por millares, todos los archivos. Sus bigotes eréctiles y un refunfuñar amenazante me exigieron conservar la distancia. Aguardé la aurora. Sus ojos fosforescentes me seguían desde repisas y escaleras, bancos de plaza, garitas, letreros. Llegó la mañana silenciosa. Me dispuse a esperar que los venciera la modorra del sol. La luz de los faroles continuó derramándose estérilmente durante el día. Los gatos se tranquilizaron y yo me aventuré a caminar con prudencia, esquivando los vientres entregados a una mansa respiración y sus cabezas adormiladas contra las losas calientes.
”Ingresé en el archivo y revisé con angustia los folios donde estaba registrada la historia terrible de este extraño país.
”Originariamente allí habían vivido seres antropófagos que se dedicaban a devorar navegantes. Más tarde los aborígenes fueron exterminados y los conquistadores construyeron una sociedad feliz que gustaba presentarse a las vecinas como ejemplo. Tan contento llegó a sentirse de su sabiduría y estabilidad este país, que no atendió a los débiles violados por los perversos, a los incendios que diezmaban haciendas, a los corruptos que asaltaban ministerios. Durante años, un sector continuó exportando imágenes de armonía mientras el otro eructaba miseria y frustración. Las tribulaciones inflaron la pestilencia y un violento estallido abrió grietas irreparables. Los aeropuertos se abarrotaron de fugitivos llenos de pústulas. Uno de ellos, antes de partir, miró la querida ciudad iluminada y se acordó de un chiste reiterado y lamentable. Lo escribió en una cartulina y la colgó en la sala de espera: Que el último en irse apague la luz. Pero el último ya no lo pudo hacer: le habían quemado los ojos.
Omar abrió su maletín y extrajo la cartulina agrietada. Apenas se descifraban las letras que parecían manos diminutas haciendo gestos. Cuando la soltó, volvió a plegarse con un quejido reumático y se acercó a la mustia moneda de cobre.



Ahora le tocaba el turno a Benjamín, el menor de los hermanos Tudela. Introdujo la mano en su bolsillo y sacó un hueso. Lo depositó sobre la mesa blanca.
—Llegué a un país de distintas formas y colores —frunció los párpados—. Sus habitantes creían vivir un momento estelar, al extremo de repetir la especie de que en todo el mundo se desenroscaban los telescopios para observar su exultante ventura. Deliraban. En realidad, se había desencadenado una epidemia. Una rara epidemia. Los primeros trastornos se manifestaban como una sensación de entusiasmo; después brotaba un sentimiento de poder; más tarde la necesidad de hablar a los gritos. Cuando los médicos se percataron de la situación, ya no pudieron detener el proceso. En pocos meses millones de personas gritaban sin freno ni fundamento. Gritaban durante el trabajo, perjudicando el rendimiento, mientras comían, salpicando a los vecinos, mientras bailaban y cuando leían o acariciaban e incluso cuando dormían.
”La gritería produjo fiebre y la fiebre generaba eslóganes de todo tipo. Al principio los eslóganes parecían enriquecer los discursos y elevar las conversaciones, pero con el tiempo no se podía pronunciar un discurso sin interferencia de eslóganes arbitrarios ni desarrollar un diálogo que no desembocara en eslóganes ajenos al tema. De este modo, los desgraciados enfermos que en un comienzo se enorgullecían de tener aforismos, sentencias y apotegmas a flor de labios, ya no pudieron hablar sino apelando a frases hechas, autónomas, delirantes. Estas frases solían carecer de ritmo y belleza, de oportunidad; pero eran irrefrenables. Así, cuando un carpintero necesitaba un martillo, le gritaba a su camarada golpeando con el puño: ¡Dame un martillo / hago un castillo!, ¡dame un martillo / hago un castillo! Cuando una madre ofrecía la comida a sus hijos, machacaba con el mango del tenedor sobre la mesa: ¡Ya viene el gato / comete el plato!, ¡ya viene el gato / comete el plato! Cuando un muchacho declaraba su amor a orillas de un arroyo, aullaba al oído de la joven: ¡Te adoro y te quiero / por ti y la patria muero! En la enseñanza se eliminaron las explicaciones disponiéndose que los estudiantes memorizaran aforismos. Las imprentas sustituyeron el abecedario por máquinas provistas de eslóganes que permitían confeccionar titulares con mayor rapidez, lo cual fue aprovechado por un ministro para explicar al país y al mundo esta nueva victoria de la tecnología, aunque desde el exterior sólo se pudieron oír unas manifestaciones de espanto que los traductores no pudieron descifrar.
”Los escritores que aún se empeñaban en redactar al margen de los lugares comunes fueron condenados por cosmopolitas. El ministro de Ganadería intentó enseñar las sagradas fórmulas a los pájaros, los caballos, las ovejas y las vacas, porque eran fórmulas sabias, y si el Rey Sabio hablaba con los animales, los animales no dejarían de aprenderlas para ser menos animales. Con lo cual la epidemia se extendió hasta los confines de la biología. El ministro responsable fue ejecutado porque de tanto repetir al anverso y al revés la sentencia del Rey Sabio que habló con los animales para humanizarlos, terminó diciendo sin oírse que las fórmulas eran necesarias a los humanos para convertirse en animales.
”La confusión alcanzó el paroxismo. Cuando alguien pedía sopa en un restaurante, ya ni siquiera empleaba una frase con la palabra sopa; bramaba, por ejemplo: ¡Ni unos, ni otros / nosotros!, ¡ni unos, ni otros / nosotros! Y el mozo anotaba el pedido en su libretita gritando: ¡Comida sí / comida sí! En vez de sopa traía pescado y el comensal, disconforme, protestaba: ¡Por el color del cielo y del papel / no me venda el del clavel! Y el mozo machacaba la fórmula que al principio había usado el cliente, aunque pretendiera expresar otra cosa: ¡Ni unos, ni otros / nosotros! Casi siempre las relaciones terminaban a los golpes. El traumatismo acústico fue produciendo la licuefacción del cerebro. Los gritos de niños y adultos, de viejos y animales, a los que contribuían los mudos armados con bombos, fueron rasgando las vigas y ablandando los cimientos. Se desmoronaron bóvedas con estrépito adicional, cayeron rascacielos, se quebraron diques, se hundieron puentes.
”Los que resistían la epidemia fueron apaleados y asesinados. Como muchos habitantes intentaron huir, los países vecinos tendieron cordones sanitarios con murallas a prueba de ruidos. Quienes no intentaron fugar se resignaron a un aturdimiento progresivo; ya no les importaba haber perdido la capacidad de pensar ni hablar con mínima coherencia; siguieron repitiendo eslóganes vacíos y formaron bandos rivales según la tendencia a repetir con más frecuencia una frase que otra. La situación se agravó aun porque no se percataban de que no sólo repetían eslóganes absurdos, sino que también los olvidaban. El inmenso territorio se fue acallando a medida que se destrozaban sus habitantes. Se agotaban las gargantas, se deshacían los cerebros, perecían los habitantes. En pocos años murieron casi todos. Sus huesos se mezclaron con los de las vacas. Aquí está el que traje de testimonio; ya no se sabe si perteneció a un hombre. Poco interesa: fertiliza los campos, tan vacíos como al principio de la creación.



Los hermanos Tudela revisaron los testimonios de sus inverosímiles periplos: la moneda, el cartel, el hueso. Tocaron, examinaron, olieron, como sin duda habían procedido los grandes exploradores de la humanidad. Las crónicas que habrían de redactar desatarían polémicas, así como en tiempos inmemoriales había ocurrido con Marco Polo. Sabían que, por otra parte, sus viajes no quedarían en secreto: en días o en meses, ávidas de minerales preciosos o de tierras feraces, zarparían carabelas aladas llenas de aventureros y conquistadores. Se formarían legiones valerosas que simultáneamente predicarían el progreso y aplicarían la crueldad. Con fuego y bombas iniciarían la codiciosa ocupación del continente desocupado. Fundarían ciudades donde hubo otras, sojuzgarían a los sobrevivientes desnudos de memoria y los tratarían como salvajes. En fin, dirían que colonizaron un continente nuevo para bien del género humano. Y no tendrá sentido refutarlos. Esto ha ocurrido tantas veces y otras tantas volverá a ocurrir.
Mientras los hermanos agregaban detalles sobre los tres países que formaban un inmenso cono cuyo vértice apuntaba hacia los hielos australes, se produjo una trepidación del maravilloso faro. Ricardo, Omar y Benjamín cruzaron sus miradas, aferraron los testimonios y tomaron conciencia del peligro. Habían sido detectados por los sensibles receptores que disimulan los versículos del Corán labrados en oro. Los mecanismos de seguridad lanzaron violentos relámpagos, se oscurecieron las suntuosas salas del faro, desaparecieron las columnas de pórfido, la mesa de nácar, los cojinetes de espuma. El restaurante que coronaba el grandioso obelisco se convirtió en mazmorra. La metamorfosis fue rapidísima: duró fracciones de segundo. La tecnología adoptada en este ciclo de la energía ya no dejaba lugar para el asombro.
Los tres hermanos Tudela fueron despojados de sus mapas e instrumentos, de sus permisos de viaje y de los testimonios simbólicos que habían traído para reconstruir sus periplos. Quedaron encerrados y aislados como delincuentes. Sabían demasiado. Y ligaban sus conocimientos con valores tan antiguos y molestos como la ternura, la solidaridad, la coherencia.
Hasta que el tribunal decidiera su suerte fueron vigilados por un batallón de gatos hambrientos y torturados con frases absurdas que gritaba un coro de locos. Una semana más tarde se les comunicó el fallo: sentencia de muerte por haber intentado sabotear la conquista en un continente vacío. Fueron envenenados con sales de cobre.
Antes de morir oyeron susurrar a los verdugos que se estaban confeccionando nuevos mapas firmados por un émulo de Américo Vespucio.




















S
e aceptó nomás que fue un milagro. Y más portentoso que el primero, el que había originado la fundación de Cuesta Brava, siglo y medio atrás. En aquel entonces habían venido las carretas ascendiendo por la loma, abrumadas de sol y fatiga, cuando las ruedas torpes se hundieron en el guadal. Ni gritos ni picas ni aligeramiento de carga pudieron contra el freno de la montaña de talco. La caravana acampó junto a los churquis polvorientos turnándose incluso mujeres y niños en las maniobras y maldiciones inútiles. Las ruedas se habían enterrado hasta el eje. Descubrieron un río próximo, desarmaron las carretas para armar chozas, cazaron, cultivaron, sepultaron a un viejo; sin darse cuenta iniciaron la vida del pueblo. Y esto fue un milagro, como sostuvo el primer cura que se radicó entre los cuestabravenses y reconstruyó la historia con testimonios de baqueanos y beatas que habían escuchado frotes de ángeles hundiendo las ruedas. Cuesta Brava se llenó de ranchos y de huertos; en la cima se construyó la iglesia, primero con techo de paja y barro, luego de material.
El segundo milagro, el más notable, ocurrió hace poco, bajo el altar de la Virgen. La aldea ya tenía generaciones de peones y patrones, un asilo para indigentes e indigentes fuera del asilo, un dispensario sin medicamentos, un médico borracho, curandero y curandera, juez de paz, comisario con una tropa de veinte policías, hábiles domadores, almacén de ramos generales, estación de ferrocarril, plaza cívica, campos llenos de hacienda flaca y hombres llenos de chinches gordas, un cura párroco pequeño y nervioso como un colibrí.
Sostenía este cura de voz chillona, insoportable, que el pueblo había nacido de un milagro y vivía en una maldición: la pared sur de la iglesia amenazaba derrumbarse cuando el viento soplaba con bronca; al asilo llegaba la comida que despreciaban los perros; en el dispensario no había más antiséptico que agua hervida; en invierno faltaba leña y en verano sombra; escaseaban harina, leche, pasto y maíz. En sus sermones desde el púlpito convocaba a la castidad, la oración y el sacrificio. En sus sermones desde el llano convocaba a la reivindicación de los pobres y a la generosidad de los ricos.
En un amplio y sólido caserón parecido a un castillo vivía Idelfonsa de Gutiérrez García. Reinaba sobre una servidumbre de once personas entre mucama, cochero, cocinera y peones para la atención de sus campos. La habían sacado de un colegio de monjas para casarla con un viejo que a los pocos años murió de un infarto en el lecho de la criada. Heredó su fortuna y —según los detractores— su avaricia. Vestía de negro para ocultar su belleza (o incrementarla, según los maldicientes), iba siempre a misa para congraciarse con Dios (o con el cura), realizaba obras de caridad para bien de los pobres (o para bien de su prestigio). Los habladores, movidos por envidia y morbosidad, degradaban cada gesto, maculaban cada acto. La joven y digna dama fue centro de chismes y calumnias: que cometía pecados en primavera, que flagelaba a su criada, que extorsionaba a los comerciantes, que se burlaba del cura. Que era hipócrita, cruel y lasciva. Pero nada pudo probarse, ya que repartía sus horas entre el caserón y la iglesia; sus labios siguieron tristes, y sus mejillas, pálidas. La ponzoña no ingresa en las almas limpias, afirmó con frecuencia el pequeño y enérgico padre Ruiz después del tercer domingo de octubre, cuando se produjo el gran milagro.
Ese día las familias concurrieron puntualmente a la iglesia. La mañana olía a fiesta y a jazmines, alpargatas limpias, jabón de tocador y blusas almidonadas. Dentro de la nave el incienso se metía en la nariz y borraba pesadumbres. El esmirriado sacerdote evidenciaba cierto temblor en las manos. Los fieles se dispusieron a escuchar la repetición de acusaciones contra el pecado y grandílocuos llamados al arrepentimiento. Leyó un párrafo de la Escritura despojado de amenazas. Se refería a las peripecias de los israelitas en el desierto, acosados por hambre, sed, miedo, frío. El Señor, a través de su siervo Moisés, les enseñó a no desesperar porque los cuidaba y quería. Y no sólo hizo brotar agua de las rocas, sino que produjo la lluvia del maná.
—Nosotros también sufrimos las dificultades de una larga peregrinación por el desierto —agregó con su voz más destemplada que de costumbre—: el asilo será un cementerio; el dispensario, un basural; a esta misma casa de Dios se le derrumbará la pared sur. Pero Él nos enseñó a través del Libro de los Libros a tener fe. Nuestras penas hallarán alivio, seremos saciados por nuestra hambre, consolados por la falta de techo y el acoso de las enfermedades —y alzando ambos brazos, gritó—: ¡ha llovido maná sobre Cuesta Brava!
Los fieles se miraron consternados: ni asomo de nubes, ni lluvia de agua ni de granizo ni de pan ni de nada; al pobre cura las angustias le han aflojado un tornillo.
—Hoy, cuando todavía era noche —prosiguió—, el bueno de Félix empezó a limpiar nuestro templo.
—¡Milagro! —explotó Félix retorciéndose las coyunturas, transpirando por su calva y su mentón.
—Efectivamente, Félix descubrió bajo el altar de la Virgen una inmensa fortuna.
—¡Milagro! —repitió Félix con furiosa convicción—, ¡milagro, milagro, milagro! —La multitud respiraba inquieta.
—Cálmate, hijo. Es un milagro, sí, la Virgen transformó sus lágrimas en joyas, las joyas del maná. Se trata de un cofre lleno de pesos fuertes y de alhajas; sobra para reforzar la pared sur, alimentar el asilo, dotar el dispensario, construir casas, comprar alimentos, extender la dicha hasta el último cristiano que habita entre nosotros. ¡Cuesta Brava hizo contrición, purgó sin duda sus pecados y el cielo oyó nuestras oraciones! Realizaremos un oficio de acción de gracias, mantendremos nuestra pureza para que Dios y la Santísima Virgen continúen diligentes con nosotros. Haremos un inventario de necesidades y prioridades, usaremos con prudencia y justicia el regalo del Altísimo.
En el atrio de la iglesia se produjo un alboroto descomunal cuando la gente salió del pasmo. Al bueno de Félix lo apalearon a preguntas, que cómo fue, dónde exactamente, a qué hora. El juez de paz y el comisario invadieron la sacristía, para discutir con el cura —“esto no es un milagro, tenemos que investigar”—, pero el cura no aceptó investigaciones profanas en su ámbito sagrado. Las beatas pellizcaron las cuentas de sus rosarios, los hambrientos se regodearon imaginándose tupidas comilonas y el cómico del pueblo anunció la organización de la primera gran kermesse del milagro con banda y banderitas.
Dicen los malignos que la bella Idelfonsa partió como centella rumbo a su casa, se encerró en el dormitorio y a los cinco minutos reapareció en la calle gritando como loca ¡Me han robado! ¡Me han robado! ¿Qué le han robado, doña? Pero ella no aclaraba qué le habían robado sino que Cuesta Brava estaba llena de delincuentes y que el Señor lanzaría sus rayos y huracanes para quemar a tantos pecadores. La pobre no podía ser escuchada con serenidad cuando hasta los niños formaban ronda para festejar el milagro que la Virgen realizó para los humildes como dijo el cura en el sermón. Y doña Idelfonsa, descontrolada, fue sostenida por la criada y la cocinera que la reintrodujeron en su alcoba, de donde salieron asaltadas por una diabólica alucinación: la cama estaba corrida y dejaba expuesta una insólita cavidad en el piso.
Los incrédulos se apresuraron a recoger el dato para reducir el portento divino a una pedestre crónica policial. Atribuyeron la propiedad del cofre a la rica viuda, conjeturaron que era el producto de un sucio botín y complicaron en la intriga al mejor ratero de Cuesta Brava: Martín Ruiseñor, el rapaz Martín que solía alzarse con las aves, queso y vino del almacén de ramos generales con la ligereza de una pluma. Martín habría robado el cofre —pensaron— para después hundirse en la tierra, transformarse en arbusto, follaje, vaca. Era tartamudo, sus greñas sucias flotaban como alas y corría más rápido que un buscapiés. Vivía junto al río en una choza que parecía medio sumergida en el pantano; de la puerta colgaba una arpillera y tras el horno de pan existía una zanja donde se mezclaban cartones, latas y otros desperdicios. Su madre ciega y un número impreciso de hermanos vegetaban en el basural desde que el padre había estallado como una uva bajo las ruedas del tren, suscitando la versión de que estaba tan ebrio que salpicó los alrededores con vino en lugar de sangre. A Martín lo descubrieron dos veces en casa de doña Idelfonsa con gallinas bajo el brazo y queso desbordando sus bolsillos. Bastó este recuerdo para que los sembradores de cizaña llegaran a inferir que la mujer le abría su lecho en las mórbidas noches de primavera porque, debido a su tartamudez, Martín tardaría en contar el favor de la bella mujer —Cuesta Brava no tenía mudos, a quienes hubiera preferido la viuda—. Otros afirmaron que Martín espió a la pálida mujer trepado en la enredadera. Calculó sus movimientos y horarios, pudiendo efectuar el robo sin inconvenientes. Pero no fue a su choza: conjeturaron que deambuló inexplicablemente con el cofre lleno de alhajas y pesos fuertes bajo su deshilachada camisa escondiéndose de la servidumbre dormida, los vecinos lejanos, la policía amodorrada, su madre y hermanos ambiciosos que armarían un escándalo delator. Frente a la iglesia lo asaltó una idea: ocultar el tesoro bajo el altar de la Virgen hasta que pudiera encontrar un escondite apropiado.
“Los incrédulos se vuelven crédulos ante cualquier historia sinuosa que los exima de reconocer un hecho divino”, replicaba el cura. Insistió que el pueblo había sido agraciado por un milagro de los que el cielo brinda de vez en vez, y que las joyas eran lágrimas de la Virgen. Se lo veía más flaco, agresivo y nervioso que antes y, para protegerse de los malignos, aseguró el cofre tras una reja con cuatro candados.
El juez de paz insistió en llevar a cabo una investigación y el comisario puso vigilancia en la puerta de la iglesia para que nadie lo asalte, señor cura, aunque el diminuto cura, elevándose sobre la punta de sus pies, dijo que usted es el único que puede asaltarme: ordene de inmediato que los agentes desaparezcan. Pero el comisario se hizo el sordo, mientras en las casas y los boliches y también en la escuela y en el asilo y hasta en el mismo cementerio los tocados por Cristo discutieron eso del milagro; no podía ser diferente, repetían: el padre Ruiz lo calificó así de entrada y él conoce de estas cosas mejor que ninguno; a nadie se le pasaría por la cabeza esconder un cofre lleno de joyas bajo el altar de la Virgen y nadie en Cuesta Brava podía haber acumulado semejante tesoro.
No se dormía siquiera la siesta: con el milagro de las joyas se produjo el milagro de la exaltación; hasta los enfermos cantaban y los rengos bailaban y ya se carneaban animales a cuenta del dinero que distribuiría el pequeño —gran— padre Ruiz. Se multiplicaron los fogones y toda Cuesta Brava olía a sabroso asado, carbonada y tortas fritas como en los tiempos de gloria.
—Escúcheme, padre —insistió el juez de paz cuando lo pudo abordar a solas— entre nosotros... ¡no me diga que usted cree en un milagro!
—Mientras no se pruebe otra cosa, es un milagro —replicó apretando los dientes.
—Alguien puso las joyas bajo el altar.
—Usted lo dijo: bajo el altar. Ahí tiene el milagro. No entregó las joyas a un joyero. Las donó a la Virgen. Si alguien abrió su corazón, saldó un pecado o vaya uno a saber qué, donando sus joyas y pesos fuertes a la Virgen, instrumentó un milagro. Porque las joyas de la Virgen son para la comunidad. Es un milagro que se transforme la vieja codicia que logró reunir ese tesoro en la flamante generosidad de donarlo secretamente. ¿Prefiere verlo así?
—¿Y si es el producto de un robo?
—¿Robo? ¿Existe alguna denuncia?
—No, pero es una posibilidad.
—Y bien, esperemos la denuncia. Mientras, el cofre seguirá bajo mi custodia —afirmó el cura.
El comisario decidió tomar cartas en el asunto. Fue a entrevistar a doña Idelfonsa, pero ella no lo pudo recibir porque estaba rezando. Volvió dos horas más tarde y seguía rezando. Al día siguiente lo mismo; esta mujer es una máquina de rezos; en vez de asentar una denuncia entre los vivos, si es cierto lo que se dice, prefiere ensordecer al pobre Dios con sus oraciones; la viudez la hizo más loca y beata. En la calle ya empieza la kermesse con banda y banderitas, pero de todas maneras este entuerto yo lo voy a aclarar antes de que me vengan de arriba con exigencias. El comisario recogió las calumnias en boga y cercó la vivienda de Martín Ruiseñor con el total de su tropa; ¡aquí no se mueve nadie o le parto la sandía de un balazo! Y entre quince lo sujetaron de los pies y de las crenchas mientras los otros mantenían a raya a los hermanos y a la madre sin ojos que seguía preguntando ¡pero de quiénes son estos gritos y qué mierda quieren!, cálmese mama, y ella: ¡pero de quiénes son y...!, hasta que cargaron a Martín sobre una yegua y lo llevaron al calabozo donde el comisario en persona dirigió el interrogatorio sacándole de las tripas los secretos, centenares de gallinas, kilos de queso variado y toneles de buen vino pero sin poderle sacar lo otro, eso de que manoseabas a doña Idelfonsa en primavera y le robaste el cofre que tenía bajo la cama para esconderlo después bajo el altar de la Virgen. Lo dejaron tendido como una liebre muerta y cuando se despertó siguieron machacando sobre lo mismo, haciéndole vomitar sus hurtos; la comisaría se llenó de plumas, de alcohol y raterías interminables, pero sin lograr que Martín Ruiseñor confesara el delito por cabeza dura, y así fue como corrió la noticia por el pueblo de que acontecía un nuevo milagro: Martín aguantaba una zurra impresionante de veinte mastodontes desenfrenados.
El diminuto y explosivo padre Ruiz entró en la comisaría como tromba rodeado por una legión de ángeles y una multitud vocinglera; amonestó con dureza al comisario; el comisario dijo pero señor cura lo tengo que hacer confesar y el cura replicó levantando el índice son usted y sus subalternos quienes deben confesarse ante Dios, carajo, vaya rapidito para la iglesia y no se olvide de sacarse la gorra antes de entrar.
Vendó las heridas de Martín, le impartió su bendición y, delante de policías desconcertados, le besó la frente. Después se metió en el confesionario para recibir a los torturadores en fila india, sonsacarles los pecados, los malos pensamientos y las malas intenciones y exigirles doscientos padrenuestros y quinientas avemarías.
Doña Idelfonsa de Gutiérrez García mandó un recado al padre Ruiz solicitándole que la visitara. Instaló sobre la mesa coñac de España, aceitunas de La Rioja y manzanas de Río Negro.
La insólita entrevista se interpretó como un empeño de la viuda para convencer al virtuoso sacerdote de que el milagro no era tal y que se trataba de un simple robo en su perjuicio. Quienes creían en el milagro barruntaban que, aunque no hubiese existido tal robo, la ambición habría llevado a Idelfonsa hasta el límite de aprovechar habladurías para conseguir sin mayor esfuerzo un cofre lleno de piedras preciosas y pesos fuertes, total, quién demostraría que semejante fortuna no había sido de la única persona capaz de tener fortuna en ese poblado miserable. El cura, firme en la creencia del milagro, dijo que no entregaría el cofre hasta que ella no presentara pruebas y una formal denuncia y que las investigaciones aclarasen el origen de cada joya y cada peso. Las malas lenguas afirmaron que Idelfonsa suplicó e incluso bordeó la estratagema de la seducción. Pero estas conjeturas tropezaron con la versión del propio cura, confiada al bueno de Félix que a su vez la transmitió a su abnegada mujer que la contó enseguida a su recatada vecina y ésta a la siguiente, versión que describía el encuentro del cura y la ricachona como un amable diálogo sobre temas piadosos, discretamente animado con manzanas, aceitunas y soberbio coñac.
El domingo siguiente la multitud se apretujó en los bancos y pasillos de la ruinosa iglesia. Los ojos se corrían desde el altar y el púlpito hasta la severa reja con cuatro candados.
El padre Ruiz dijo en el sermón que antes de fundarse esta localidad, sus tierras y sus riquezas ocultas pertenecieron al Altísimo; es bien sabido que todos los hombres somos sus criaturas y sólo un mal padre beneficiaría a una en desmedro de otra. Como padre perfecto, Dios acoge con alegría los gestos fraternales de los hombres, sus hijos. Cuando un hijo obtiene más fortuna y se acuerda de sus hermanos, Dios redobla su fortuna; pero si, endurecido por la codicia, olvida que los bienes no son exclusivamente suyos y los guarda con miseria de espíritu, Dios se siente burlado. Hace una semana hablé del maná: que ha llovido maná sobre nuestro pueblo, que ha ocurrido un milagro. No sabemos de qué manera Dios lo hizo realidad. Puede que haya transformado las lágrimas de la Virgen en joyas, puede que el arcángel Gabriel haya traído el cofre de un país lejano, puede que lo haya recuperado de una diligencia olvidada en un camino ya borrado que hace décadas asaltaron los indios, puede que en vez de un arcángel Dios se haya valido de alguien de los aquí presentes, que en sueño de beatitud cumplió sin darse cuenta la voluntad del cielo donando a esta iglesia una fortuna que yacía ignorada en el fondo de su establo. Dios quita y Dios da. Hemos padecido sequías y langostas, vientos y enfermedades, faltaron la comida y el trabajo, la fe y la contrición. Pero hemos rezado y nos hemos purificado. Que este milagro nos haga más buenos y más devotos, que nadie se sienta olvidado por el cielo ni descuidado por la paternal vigilancia de Dios.
Un mes más tarde el padre Ruiz repartió los pesos fuertes y envió a la capital de la provincia una confiable delegación oficial para cambiar las primeras joyas por dinero corriente. Ante la satisfacción de los parroquianos, empezó la reparación de la pared sur de la iglesia. En un camión llegaron medicamentos al dispensario; la cocina del asilo se pobló de carne y verduras; las huertas y los campos disponían de semillas, azadas, rastrillos, arados y demás recursos. Junto a la pared oeste de la iglesia se amontonó una montaña de leña para el invierno y dentro de la sacristía otra montaña de ropa para los indigentes.
El padre Ruiz, cada vez más enjuto y excitado, informaba diariamente a la Virgen sobre la marcha de las operaciones como si fuera el contador de un almacén. Los incrédulos cerriles llegaron a insinuar —condenándose al infierno— que al final de sus balances el cura rogaba perdón a la Virgen por haberse decidido, con temeraria arrogancia y diabólica astucia, a poner fin con sus propias manos a la crónica miseria de Cuesta Brava deslizando su cuerpo de colibrí bajo la cama de doña Idelfonsa para extraer el tesoro oculto por una baldosa móvil, y que era un tesoro improductivo y mal ganado, según escuchó en lacrimógenas confesiones. Lo hizo con cálculos de tiempo y oportunidad, bien disfrazado de ladrón de quesos y gallinas.


































J
osecito recuerda los primeros, inverosímiles años. Su boca desdentada repite las heroicas peripecias que ya parecen de otro mundo.
Había desembarcado en Buenos Aires con forúnculos en el corazón, como todo inmigrante. Arrastraba a su familia; harapo de familia, guiñapo de mujer, hijas atontadas. El Atlántico le hizo vomitar comidas y recuerdos, mezclar males viejos con males nuevos, reconstruir el pozo donde lo habían aplastado tacos de adolescentes divertidos. Llegó a Buenos Aires sin idioma y sin dinero. Maldijo al mundo; también a su mujer encogida, a los consejeros ausentes. Golpeó por nada a sus hijas, tres hijas de ocho, diez y once años, pequeñas y hambrientas como la madre. Salió a buscar comida. La consiguió a veces, otras sólo desprecio. Metió su cabeza llena de gigantescas verrugas (melón con meloncitos adheridos) en cualquier rendija. Oyó que había trabajo en el campo, en colonias de inmigrantes. Eso, muy bien, allí quería ir.
¿Cómo se llama usted? No entendía, que alguien traduzca, lo tradujo un suizo. Necesito trabajar, cualquier trabajo, repitió. Lo acompañaron, sacó a su mujer y a sus hijas del hueco que habían cavado con las uñas, como perras. Eran bultos. En las colonias faltan brazos, sobra comida, aseguró entonces a sus mujeres, mujeres ya como terrones de arcilla. El suizo los llevó a una fonda. Después se durmieron: el sueño era lo único dulce, un bajel que se desliza por un espejo.
Los despertó el bamboleo catastrófico de la carreta. Más tarde subieron a un tren. Por la ventanilla corrieron los postes y se desgarró la ciudad en casas sueltas; apareció un campo muy verde. El tren pitaba, resoplaba, lanzaba el aire que acumulaba en sus bronquios llenos de hollín, y sus cascos repicaban monótonamente bajo el largo vientre. El campo punteado por cambiantes grupos de vacas modificó su color hacia la tarde y se hundió en la oscuridad. Durante la noche los cascos siguieron galopando, adormilando. La cabeza de Josecito retornó a las viejas pesadillas, los pinchazos, los calambres, las quemaduras, los incendios de las hordas, la abrigadita frazada que había tenido por unos meses cuando era niño.
—Desde que embarcamos no tuvimos más frazadas —se quejaría más adelante—: el mar nos extravió en el tiempo, todos los días empezaron a ser idénticos de crueles.
Cuando el sol despegó sus párpados el suizo ya había cortado anchas rebanadas de pan. Las hijas mordieron con furia, como ratas. Tuvo que sacar de su bolsa otro pan. Y otro. El campo se había emblanquecido, rebotaba la luz. De los pastos emergían filosas agujas. Ya no existían árboles. Era un mar de cal atravesado únicamente por el tren rugidor. Hacia el mediodía disminuyó el galope, después frenó con empeño. El suizo dijo es aquí y empezó a descargar. Saltaron. El estribo del tren se había elevado, todo el tren había aumentado de volumen. Y resoplaba cansancio; lanzó una bocanada de chispas, resbaló sobre los rieles. Se apartaron asustados, mientras el largo convoy reiniciaba su marcha con torpeza, adquiría velocidad y viboreaba entre los pastos espinosos achicándose a lo lejos. Lo último en desaparecer fue la cinta de humo y Josecito sintió la profundidad del campo como un estrangulamiento. Los llevaron en carreta hasta la colonia donde se sudaba esperanza y frustración.



Volvió a sentir la misma intensa soledad dos años después, casi por la misma época: el campo estaba erecto de agujas y el sol ardía con fuego seco. Josecito sujetaba las riendas pegajosas y el caballo envuelto en espuma arrastraba el carro robado donde se encogían su mujer y la única hija que ahora le quedaba. Huían de la colonia en la que habían volcado tantas ilusiones. La plancha de tierra era infinita y el cielo transparente como un vidrio. Sospechaba que nunca terminaría de atravesar el campo desértico. El carro renqueaba, sus ruedas no eran redondas o el eje estaba partido; qué importaba; equivalía a un bote rajado en medio del mar. En algún momento se irían a pique él, su mujer, su hija, el caballo sediento; se hundirían durante horas en el abismo. Y terminaría por fin su dolor. Quizás encontraría entonces a las otras dos hijas, las menores, muertas hace poco por disentería, en la colonia, secas como hojas de invierno.
Su trabajo en la famosa colonia que le había recomendado el suizo entraba ya en el cascote de recuerdos. La mancera del arado había trepidado en sus puños como un caballo bravío, los terrones húmedos brincaron del surco recién abierto y le golpearon sus piernas como pájaros felices, es cierto. Pero ya era pasado, un pasado demasiado breve. Su mujer volvió a tener harina para amasar. Es decir, al comienzo se la prestaron los suizos. Todo era prestado: la choza, la tierra, el arado, la harina, los cueros donde dormir, la semilla para sembrar, las ramas y el estiércol para hacer fuego. Deberás pagarlos, con el tiempo serán tuyos, le prometieron. Aprendió rápido, el hambre enseña rápido. Después se instaló la disentería en dos de sus ratitas. Las atendió una curandera, la que recomendaron en la colonia. Les hizo tragar sangre, corazones calientes de vaca, enterró amuletos, mezcló verduras, espantó humaredas. Sus hijas se fueron marchitando como pasas. Y todo terminó con más dolor que al principio: Josecito debió cavar tumbas como las había cavado en su aldea después de cada ataque de los bandoleros; esto lo sabía mejor que los suizos; había enterrado a sus padres y a un hermano con las cabezas destrozadas por los tacos divertidos. Ahora enterraba dos hijas y sólo le quedaba una, como dijimos.
El verdor del campo que había gozado desde el tren y que luego hizo germinar con sus manos duró un instante. La esperanza en la colonia duró un instante. Después todo se transformó en algo tan misterioso como la cinta que había dejado el tren cuando huyó en los pajonales.
—De esa imagen no me olvidaré nunca.
La nueva y siniestra cinta ondulaba contra el cielo duro y produjo el silencio más atroz que recuerda mi cabeza, cuenta Josecito. Los insectos callaron. Los pájaros se convirtieron en madera. La cinta no era esta vez de vapor ni de humo, sino de bandoleros en legiones infinitas que bajaban de las alturas para arrasar lo que se resistiera a su paso. Los suizos cambiaron de color y su atónita mirada quedó adherida a las nuevas cintas que se iban agregando, que se ensanchaban, flameaban, cubrían el firmamento de la colonia como una inconmensurable sábana gris. ¿Tormenta? ¿Nubarrones de granizo? El sol se fue convirtiendo en un queso rallado.
Josecito recuerda todo. Los animales hicieron crujir los corrales. Se filtró un llanto y enseguida varios, muchos, en la enorme campana de expectación. Arriba se incrementaba el ruido enigmático. De súbito los hombres recuperaron el movimiento, se llevaron las manos a la cabeza, empezaron a correr, a gritar, a dar órdenes. Alguien quiso sostener la cordura, pero estaba loco: langostas —gritó—, son langostas, no se preocupen, bicho inocente. Lo miraron. Brotaron sonrisas que eran muecas. También risas espantadas. Josecito recuerda ahora y recordaba entonces, mientras sujetaba las riendas pegajosas del espumoso caballo durante la huida infernal. El cielo se había convertido en una ola que llenaba las alturas como agua sucia, espesa y revuelta, recordaba. Giraba en remolinos concéntricos y rápidamente cambiantes. La ola se fragmentaba en hélices amarillo-verdosas que cortaban el aire, zumbaban, se dilataban. Josecito recuerda que el mundo daba vueltas, el océano de insectos arriba, rugiendo, abriendo fauces y aplicando dentelladas. Las gotas grasientas se acercaron enseguida a la tierra. Hurgaron los cabellos, las orejas, la nariz. Tomaron posesión como una armada invasora. Los suizos cerraron las ventanas con estrépito, guardaron gallinas y caballos, taparon los pozos. Las planchas de langostas se prendieron a los cultivos y los masticaron. Josecito aplastó los pies excitados contra los bichos voraces y los hacía estallar; pero de su grasa nacían otros más voraces, que se enredaban en sus piernas, brazos y cuello. Hombres y mujeres corrían por el campo en una maniática danza de asco y furia: zapateaban, se contorsionaban, destruían vientres ahítos, se embarraban de pulpa verde. Otros agitaban sábanas para ahuyentarlos, pero las sábanas se llenaban de sierras que rápidamente trizaban el tejido. Un suizo vació latas de querosén y salió al patio golpeándolas como tambor salvaje. Sin embargo, el ruido no las espantaba: las atraía, y las sucesivas mangas se fueron pegando a los árboles y a las puertas, multiplicándose siempre. Cada hoja, brote, tallo y rama fue perforado, degollado, pulverizado. La langosta rasuraba matas, arbustos, hortalizas, pastos, frutas. Y también agredía el techo de los ranchos, la madera de los postes, incluso los alambrados y las cubiertas de cinc. Las copas de los árboles se descarnaron y algunas ramas cayeron bajo el sórdido peso. La horda bramó sin cesar durante la noche y el día siguiente. Josecito cayó agotado, con restos de langosta en las encías. Los insectos ya estaban apilados en los marcos de las ventanas, en los tazones y en la despensa; daban saltitos eléctricos sobre las lámparas y bajo las camas. Y perforaban la tierra: prolijos tubos donde hundían su vientre hinchado para depositar cientos de huevos que en cuarenta días se transformarían en una plaga renovada, más feroz, más hambrienta.
Los campos de la colonia eran ya la piel de un leproso. Josecito desconoció la tierra que había roturado, sembrado, visto germinar durante dos años. Ahora ya no había nada de cosecha, nada para pagar. Se decía que en otros sitios. Que el país era enorme. Josecito vio un carro a la deriva con campesinos dolientes. Buscaban otro campo u otro mundo. Como bote en el mar. Eterno naufragio. Creyó que era una alucinación. Que no le pasaría a él, porque lo ayudaban y protegían. Vio otro carro. Hizo la cuenta en su cerebro contusionado de tragedia. Si, le contestaron, eran muchas familias las que deambulaban por las pampas y el litoral, hambrientas y sin objetivo, en carros tristes llenos de desvencijados muebles. Con caballos exánimes. No le pasará a él, se repetía contemplando el panorama desolador, los huertos calvos, el gris infinito, el sol seco; y movía las riendas húmedas con el sudor de su mano para que la bestia no se detuviera porque a lo lejos estaba el horizonte y detrás se escondían más oleadas de agujas o la ansiada muerte. Su mujer esmirriada y vieja, su hija más flaca y silenciosa, hundidas entre los fardos que pudo robar durante su partida nocturna a los que al principio lo ayudaron y después lo quisieron explotar y finalmente decidieron echarlo como si hubiera sido el culpable de la plaga.
Los campos tenían dueño, un dueño poderoso. Había recibido esas planicies, de horizonte a horizonte, directamente de las manos de Dios. Y las vendía en infinitas cuotas a los colonos. Los colonos tenían que cumplir con los pagos y otras enredadas obligaciones que les hicieron firmar, que yo mismo firmé al suizo que me había encontrado en Buenos Aires y traído a la colonia porque era el representante de ese dueño, ¡maldito sea! La langosta fue la última de las plagas que conocí yo, pero no la primera que conocieron quienes me habían precedido en la explotación o la estafa. Algunos se sublevaron y el representante los acalló con tres amenazas, pero cinco hombres decidieron arriesgarse hasta la capital de la provincia, una ciudad grande y complicada, donde efectuarían reclamaciones ante el gobierno. Locuras. No llegaron ni a la capital, tampoco regresaron. El representante del dueño trajo a un comisario con tropas blandiendo sables. Dirigió el allanamiento, invadió los ranchos de los prófugos, incautó los cueros y la alfalfa que servían de lecho, las pocas ropas que encontró, las ollas y los cuchillos, sacó a las mujeres tironeando sus crenchas, pateó a los niños y a todos metió en carros, expulsándolos de la colonia. También a mí, el más indeseable, el que habría estimulado la revuelta.
Navegué por dos mares, cuenta Josecito. El primero, de aguas saladas; el segundo, de pastos polvorientos. En el primero me arrastró un vapor, en el segundo un caballo. En ambos casos llegué a Buenos Aires, los dos mares me trajeron aquí. ¿Por qué razón? Para dar paz a mi familia, si familia podía llamarse a las costras que me acompañaban.
Mi mujer murió en el mar de pasto polvoriento; quedó rígida mirando el sol. Le pellizqué las mejillas, levanté su mano inerte. Mi hija me ayudó, la envolvimos en una bolsa. Vinieron buitres. Cavé el foso, quizás el vigésimo, no sé. Era el fondo del mar de pasto. En Europa, años antes, los buitres habían picoteado el cadáver de mi padre asesinado por los bandoleros alegres. Mi hermano, cerca, sangraba, y por la oreja le salían grumos de cerebro. Los sobrevivientes corrían para apagar incendios, socorrer heridos y enterrar muertos. Pero no a mi padre caído lejos, cuando huía hacia los trigales. Una sombrilla de buitres descendió para consumar la masacre. Se hundieron en su piel, que destrozaron golosos; vaciaron los ojos y el vientre llevándose una cinta interminable de intestinos. Corrí con la azada haciendo círculos, golpeando a los pajarracos asquerosos, sintiendo la resistencia de sus cuerpos engordados, las plumas que se adherían a mi boca, el ruido atroz de graznidos. Tenía que acabar con ellos antes de que regresaran multiplicados, más hambrientos aún. Era urgente meter bajo tierra, rapar la carne mordida, cubrir con la tierra sagrada, impermeable. La coraza de los muertos. De mi padre allí, de mi mujer acá.
Allí quedó, pues, mi guiñapo de esposa. Mi hija sobreviviente, trasto de hija, miró la pala sucia de tierra: alguno la usará nuevamente como sepulturero del otro, dije con convicción. La ayudé a trepar. Y pronto yo enfermé sobre el carro. El sol, el polvo, la sed. Rayos de canícula, aire quieto. La piel se derretía en ampollas. No aparecían árboles donde interrumpir la igualdad insufrible del pasto abrasador. El horizonte era una línea de fuego. A veces, en el resplandor, aparecía una choza sombreada por follaje. O una manada de ovejas. O un grupo de jinetes que acudían a socorrernos. Después la línea refulgente se limpiaba.
Mi hija gritó al ver un manchón negro. Ya lo había visto otras veces, en las alucinaciones. Pero después de un día o dos aparecieron árboles. Y se humedeció el aire. Los pájaros manifestaban algarabía. Un enramado. Sombras. Flores. Llegábamos al río Paraná.
Josecito cuenta que era un río inmenso, con pajonales que invaden sus costas y se mezclan con sauces de color verde claro. Vieron canoas desplazándose entre pedazos de islas que las aguas cortaban y arrastraban. Le gritaron a un tripulante de canoa cuya cabeza era un ovillo de pelos y que sólo vestía un barroso chiripá. Con señas ofrecieron el carro, el caballo, la pala. Tardaron mucho en hacerse comprender y el navegante tardó mucho en largar una risotada que espantó a un grupo de garzas. Aseguró la canoa, se rascó furiosamente la cabeza, examinó las patas y dentadura del caballo, las ruedas y el eje del vehículo, la calidad de la pala, trepó al carro y se fue, abandonándolos patitiesos.
Josecito y su hija se derrumbaron cerca de la canoa. Contemplaron los extraños camalotes florecidos de sangre que se movían lentamente sobre la fluorescencia del agua. Hacia la tarde (sólo les quedaban la canoa y el río enmarañado de algas) se abrió el pajonal y la mole negra del marino emergió empuñando un cuchillo y un conjunto exangüe de gallinetas. Las arrojó a los pies de Josecito, prendió fuego y asó las aves. Picos, trompas y mandíbulas se concentraron alrededor de la pequeña fogata: gruñían, silbaban, croaban, mientras el río caudaloso rodaba sus olas. Comieron hasta pelar los huesos del inesperado manjar. Al alba embarcaron y durante muchos días Josecito y su hija vivieron borrachos de insólita magnificencia. Navegaron en paz: fue un intervalo a sus penurias. Jesús se llamaba el hombre; hablaba poco, hacía todo. En una bolsita guardaba el dinero que le produjo la venta del carro y el caballo. Finalmente atracó en un puerto enorme y les indicó que subieran a una embarcación de carga; impartió instrucciones a dos marineros mientras les entregaba varios billetes. Como despedida, los miró un rato. Después hundió el remo, vigorosamente, y se alejó río arriba hacía su guarida en los pajonales.
En Buenos Aires Josecito y su hija buscaron trabajo, cada uno por su cuenta y riesgo. Otra vez el hambre. Josecito reconoció calles y casas de años atrás, cuando su familia constaba de cinco personas. Durmieron en bancos de plaza. Cada uno aportaba lo recogido en cajones de basura de verdulerías, robados a la disparada. Extendían el maloliente botín y recuperaban algo de vida. Se relataban las peripecias: me corrió un comerciante a lo largo de seis cuadras hasta que chocó de nariz contra un poste desplomándose con estornudos de sangre; y yo competí con un perro en un basural, y lo espanté a ladrillazos.
Todo era mugre. Y la risa brotaba de la mugre, una sola, universal y pegajosa sustancia. Que ligaba incluso a Jesús, el del bote, lo mejor que encontraron en el periplo.
Josecito, navegante de mares y un río, padeció otras desgracias. No las vamos a contar aquí: serían demasiado oprimentes. Lo notable, casi como el insólito fin de un cuento de hadas, es que este hombre tan castigado hizo fortuna. Pero sigue contando las desgracias.




















La mujer sería más encantadora
si fuese posible caer en sus brazos
sin caer en sus manos.

AMBROSE BIERCE
E
l auto se deslizaba con alegría por las calles iluminadas de esa noche de abril. Genaro conducía con rejuvenecido placer. a su lado, resplandeciente, adorable, sonreía Laura. La había conocido dos meses atrás en una recepción ofrecida por la Cámara del Vidrio. Tuvo un vago estremecimiento al descubrirla, como si se sintiera culpable. Lucía como una joya entre los escombros. Y aunque los escombros se empeñaban en ocultarla, reaparecía gracias a su intensa radiación. Genaro se le fue acercando con prudencia, aferrado a un vaso de whisky. Un nervioso collar de admiradores la cercaba. Entre ellos varios conocidos de Genaro, también avejentados por el cínico mundo de los negocios.
En realidad, Genaro no hubiera sabido qué decirle. Se le acercó con la idea de quedarse lejos. Las mujeres hermosas, o las que podían ofrecerle reciprocidad, le suprimían el habla. Hasta palidecía. Él, que en las asambleas de accionistas podía arremeter sin miedos, que desbordaba imaginación en las negociaciones laboriosas, que sabía contar un chiste oportuno a sus clientes e inclusive ganarse la simpatía de esposas fieles y viejas, no era capaz de hilvanar un cumplido para una mujer bella y disponible. Era una dicotomía de su personalidad a la que se había resignado. Debía vivir sin aventuras, se consolaba: resulta más higiénico para el seso y para el bolsillo. Además, podía jactarse de su lealtad conyugal. Elsa era una excelente esposa, elegante y comprensiva, que manejaba con solercia el hogar, educaba bien a sus dos hijas de veinte y diecisiete años, organizaba placenteras veladas y atendía las exigencias de su círculo de amigos. A Elsa se la había presentado una tía y el casamiento fue casi un arreglo familiar, no tuvo que esforzarse con las angustiosas fintas de una conquista. Pronto celebrarían las bodas de plata. Y no tenía razones para serle infiel. Es claro que oyendo a sus amigos, a veces le asaltaba una envidia transitoria por no haber probado jamás una aventura. Pero ahora, con medio siglo de vida y una tonelada de dinero, para qué sufrir el posible desplante de una mujer. Le bastaba con presenciar la lid amorosa entablada por otros, más desvergonzados.
Así pensaba antes de que Laura irrumpiese en su vida.
En aquella recepción de la Cámara algunos empresarios con calvas tan pronunciadas como la suya se habían esmerado en hacer reír a Laura con viejos chistes. A Genaro le impresionaron sus ojos azules, caprichosamente azules sobre su magnífica piel bronceada. Y el espeso cabello color arena, una cascada ondulante y mórbida donde introduciría los dedos acariciadores. Circulaban bandejas con canapés recubiertos de alhajas. Saboreó caviar, salmón, espárragos, mientras en sus orejas batían trozos de frases y risitas, entre las que resaltaban las cálidas de ella. Dos colegas empezaron a discutir a su lado las diferencias en las cotizaciones y las recientes franquicias obtenidas para la exportación, y Genaro se empeñó en atenderlos; no iba a perder la noche y la cabeza como un chiquilín. Dijo por su parte que la rueda bursátil se mostraba favorable, aunque le inquietaban los índices en el costo de la construcción que podían incidir negativamente en los papeles, así que los ojos azules (¿qué había dicho?), así que los vidrios azules (¿otra vez dijo azules?), y aprovechó la llegada de un mozo para devolver la copa vacía y solicitarle otra; el whisky era importado, muy bueno; sus amigos coincidían, no sobre el azul absurdo sino sobre las acciones, los costos y los vidrios. Genaro tenía deseos de orinar; se disculpó, caminó entre los grupos acalorados por la charla y atravesó la puerta vaivén señalizada con un sombrero de copa cruzado por un bastón. La luminosa limpieza le ardió en la nariz: mármoles pulidos, agua que corre presurosa, moléculas de perfume danzando en el aire. Se miró en el espejo. El cuello de su camisa conservaba una tersura de marfil y la corbata verde asomaba como un caparazón de esmeralda. Se alisó el cabello raleante, puso un cigarrillo en sus labios y regresó al salón suntuoso.
Otra vez lo asaltó la imagen de los escombros. Porque sola, entre ellos, refulgía la joya. Que estaba turbadoramente cerca. Sus ángulos filosos llegaban hasta su nariz, lo lastimaban. Los escombros se apartaron y la alhaja se deslizó con blandura por los arabescos de la alfombra. Genaro sintió que su cabeza iba vaciándose de sangre. La perspectiva de tener que decir algunas palabras, alguna ocurrencia con un átomo de humor, le fue desarticulando la voz. Los trozos de cielo ya parpadeaban junto a su cara. Miró los pliegues del vestido, el brazalete que colgaba de su fina muñeca. Ni siquiera tenía un vaso de whisky para sostenerse, ni la pared tras su espalda. Arturo Martínez, secretario de la Cámara, hizo las presentaciones. Genaro rozó la mano que se le tendía, balbuceando un mucho gusto señorita. Martínez, impresionado por el rostro súbitamente enharinado o el temblor de la papada, dijo con picaresca grandilocuencia que no era para tanto, nuestra querida Laura quedaría reconocida si se le solucionase el inconveniente, no pretende formular una demanda, incluso comprende que todo se debió a una involuntaria confusión. La confusión era de Genaro, que recién conocía a Laura y no lograba entender el inconveniente ni la demanda ni el involuntario perjuicio, aunque resaltaba con toda evidencia que ella hizo reclamos infructuosos y aprovechó el ágape para comentarlo con pudor al desaforado secretario de la Cámara, total para un negocio como el de Genaro se trataba de una bagatela y con un poco de buena voluntad le podrían hacer el favor. Genaro fue tranquilizándose —Laura no era la mujer que lo invitaba a una aventura sino una clienta que solicitaba una reparación—, y fue recuperando la sangre de la cabeza y rearmando las piezas de su voz. Sí, haré todo lo posible, dijo; pregunte por mí y me encargaré de satisfacerla, señorita.
Extrajo una tarjeta y se la obsequió. Laura la guardó en su cartera.



Mientras el auto se desplazaba con regocijo Genaro soltaba fugaces miradas a su compañera, deliciosamente arrimada a su hombro. Después de aquella recepción no se puso pálido ni mudo cuando ella apareció en el negocio. La hizo pasar a su oficina, en uno de cuyos rincones trabajaba su secretaria —inflexible marimacho que le vedaba incurrir en deslices pecaminosos—. Laura era una clienta más cuya belleza no estaba en oferta. Veamos: cuál es su problema, ya me dijeron que vino otras veces; es cierto que nosotros efectuamos la instalación de vidrios de todo el edificio, no sólo de su departamento, me extraña la torpeza de los operarios. Laura describió una instalación lamentable, vidrios rajados y otros con vetas. Demasiado para una sola unidad, reconoció Genaro, y hasta demasiado para ser creído. Ella rogaba que fueran a verificarlo. Claro que sí, iré yo mismo, dijo antes de que se diera cuenta de la enormidad; él ya no se movía de su oficina sino para operaciones en grande, pero trató de justificarse: me lo ha pedido Martínez, nuestro secretario de la Cámara, su recomendación me obliga... Muchas gracias, dijo Laura.
Muchas gracias por venir, repitió al abrirle la puerta de su departamento. A Genaro lo sacudió el azul parpadeante; se le comenzó a secar la boca, como cuando solicitaba los favores de su propia mujer. Mientras examinaba las aberturas, iba martillándose: mi función es la de un empresario correcto, soy un hombre casado, soy padre de dos hijas mayores. Los diablillos le arrojaban brasas en las venas. ¿Cuál es la rajadura?, preguntó. Los dedos de diosa acariciaron el vidrio y Genaro sintió las yemas desplazándose por su nuca. Soy casado. ¿La rajadura apareció enseguida de efectuada la instalación? Laura estaba tan cerca que percibía la blandura del deshabillé. Vine para controlar un mal servicio y tendré que suspender a los operarios. ¡Cómo penetran sus ojos! No se puede confiar en los operarios. Las aristas de la joya se hunden en mi cuerpo. Soy padre de dos hijas mayores. Mi corazón reventará si no frena sus latidos. ¿Cuál es el vidrio veteado? La siguió hasta la otra ventana, su figura ondulaba como una melodía. Aquí, dijo girando en redondo y Genaro casi dio con su busto. Tenía llagada la garganta y transpirada la frente, estaban peligrosamente solos. Una vez, cuando adolescente, quedó solo en un cuarto de hotel con una chiquilla de su edad y ella lo besó sin bajar los párpados ni apartar la nariz, con miedo y apuro, y al día siguiente hicieron lo mismo en la habitación segura, cómplice, con menos miedo ya, pero al tercer día ella partió y jamás la pudo encontrar, y desde entonces sabe que a la mujer hay que atraparla de golpe, pero nunca se animó, y también sabe que quedarse solo con una mujer le produce una inquietud insoportable. Soy un hombre casado, debo arrancarme estos impulsos de la cabeza, pero sus brazos cometen la locura y su boca persigue la boca de ella, y la pobre tampoco baja los párpados, de sorpresa, o de susto.
Genaro simulaba observar las vetas pero en realidad imaginaba porquerías; menos mal que sus brazos fuertes aún respondían a su voluntad. En aquel hotel no fue la chiquilla sino él quien tuvo la iniciativa, ¿por qué torcía los recuerdos? A las mujeres les gusta que las besen; por algo las novelas de amor muestran cabezas enlazadas. La sentía respirar; si no la beso pensará que soy un boludo, y la aferró por la cintura y buscó sus labios igual que un adolescente. Con torpeza y ceguera. Como en un suicidio.
La rozó apenas y la soltó. El cuerpo le tiritaba como si estuviera desnudo. Ahora ella gritará, lo echará a empujones, desencadenará un escándalo, provocará la ira de su secretaria y el pánico de su mujer. Y lo tendría bien merecido. Por irrespetuoso. Por salvaje y cochino. Permaneció inmóvil como una estatua a la idiotez. Y vio cómo la víctima bajaba la cabeza y caminaba lentamente, abochornada, hacia el sofá. Hubiera querido regarla con un océano de disculpas pero su garganta se había desarmado como un reloj inservible. Le asaltaron ganas de correr. Había actuado como una bestia. Tenía necesidad de esfumarse. Cincuenta años de seriedad enlodados en un rapto de vileza. Dio unos pasos hesitantes, movió las manos, abrió los labios mudos, se inclinó, hubiera caído de rodillas para implorarle que lo perdonara, que se olvidase, que nunca más... cuando ella lo miró con esos pedazos de cielo profundo y dijo con inopinada dulzura:
—Venga, siéntese, creo que necesita una copa.



—Es aquí —dijo Genaro avanzando el mentón hacia una pared de color negro brillante, de la que se desprendía un toldo a rayas blancas y rojas. Una visera circundada por un cordón dorado resplandeció en la ventanilla y abrió la puerta del auto. Laura descendió como una emperatriz. Genaro trotó hacia ella y la tomó del brazo. El restaurante reproducía un bistró parisiense, pequeño y heréticamente elegante. El maître los saludó en el umbral de acceso y los condujo hacia la mesa reservada. La discreta iluminación vibró en los pendientes de Laura.
En Genaro se había producido un segundo nacimiento. Un milagro interior. Del hombre formal y pusilánime brotó un hombre jocundo. Ansioso de vivir en plenitud, capaz de hacer flexiones en plena calle Florida, cerrar el negocio sin terminar de arreglar sus papeles, pagar sin controlar dos veces la cuenta y sonreír ante un exabrupto de sus hijas. El amor de Laura lo zangoloteó como un terremoto. Hundió escrúpulos e hizo emerger praderas. Le tostó el seso y cambió la sangre. Al principio lo asombró no sentirse culpable. Y más lo asombró advertir que de lo único que se sentía culpable era de haberse perdido medio siglo como un imbécil. Lo asombró su capacidad de amar y ser amado, el grueso carretel juvenil que aún le quedaba, descubrir la belleza del sol y de la gente que circula y los ruidos de los trabajadores callejeros y el azul tinta del asfalto y el verde lujurioso de las plantas que cuelgan de los balcones y la tarde bulliciosa y los silencios perfumados. Lo asombró el mundo que antes no miraba ni sentía. Y también lo asombró que no era tan embarazoso disponer de una amante.
Le acarició las manos. Sus dedos se entrelazaban como anguilas blancas, subiendo hasta las muñecas y resbalando hasta las yemas, en un flujo y reflujo de apetito. Genaro untó una galletita con queso y se la acercó a la boca. Sus labios la recibieron, golosos. Su muralla de dientes apresó la lámina, la partió con sonido crocante. Y sus ojos de maravilla hicieron un mohín de complacencia. Genaro comió la otra mitad. Le contó que tenía proyectado un viaje a México, donde viven su hermana y su sobrina Noemí. Irían todos, su esposa, las hijas. Pero cancelé la reserva, Laura, no aguantaré dejarte sola tres semanas. Laura contrajo el ceño: no está bien que perjudiques a tu familia. No la perjudico, iremos el año próximo, no hay apuro. Y volvió a enredar sus dedos fuertes en los de ella, tan suaves y excitantes.



En el florido departamento de Laura, donde los vidrios fueron íntegramente reparados, terminó de contarle su historia. Tendidos cerca del ventanal que recibía los destellos de la noche, mirando las evoluciones del humo, Genaro evocó su dura infancia, sus comienzos en una fábrica, la primera quiebra, los éxitos que vinieron después, el susto que le produjo descubrir el comienzo de su calva, el respeto y la confianza que le tenían sus clientes y proveedores, sus proyectos de ampliación, su vida sobria y reglada como la de un ermitaño. Amaba su oficio, eso sí. El vidrio es un objeto noble, ¿sabés?, es la transparencia que no debe faltar en la vida, para que uno pueda estar acá y saber qué ocurre allá o, como leyó en un artículo, es “la mirada al mundo”. Sin el vidrio nos sentiríamos encarcelados, asfixiados. Y hasta ciegos. Vos, Laura, sos también un vidrio, el vidrio que me permitió ver el universo y verme a mí. Por eso la quería tanto, repitió besándole los ojos.
Compartió el resto de la noche con Elsa, su agrisada esposa. La encontró profundamente dormida. Mejor. A la mañana dijo con un bostezo indiferente, mientras hojeaba el diario, que las sesiones de la Cámara son un plomo y llegarán a extenderse hasta la aurora. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Más problemas y problemas! Genaro también había aprendido a mentirle.
Un giro violento, no obstante, se produjo el martes veintiocho de abril. Genaro no lo olvidaría nunca. Revisaba el pedido de Mendoza cuando bailoteó el teléfono. Su secretaria le pasó la línea: era su mujer.
—¿Elsa? ¿Qué ocurre, querida? —sacó un cigarrillo de la tabaquera.
—Sorpresa. Ha llegado.
—¿Quién?
—Noemí, tu sobrina de México.
—¿Noemí? Pero... —hundió el cigarrillo en el vaso de los lápices.
—Sí, como lo oís. Tocó el timbre y... bueno, ahí estaba, paradita en la puerta con su equipaje.
—No lo puedo creer.
—Dice que hace un mes nos mandó una carta informándonos de su viaje. Pero el correo... como siempre. En fin, Inés y Graciela están más contentas que sorprendidas y ofrecieron dormir juntas para que Noemí se acomode en el cuarto de Inés. Me han contagiado la excitación.
—Qué bueno. Así que avisó hace un mes... qué lástima: la debimos haber esperado en el aeropuerto. Elsa: me parece estupendo que le den el cuarto de Inés.
—¿Venís para el almuerzo?
—¡Por cierto! Ahora mismo cancelo una obligación. Adelantale un abrazo a Noemí.
Vaya noticia. La había visto por última vez hacía diez años, cuando su hermana enviudó y había tenido que viajar a México para brindarle ayuda y consuelo. Fue solo, entonces no podía gastar en pasajes para toda la familia. Noemí no había cumplido los quince. Era una mujercita vivaz y ocurrente. Lo acompañó a recorrer el centro de la ciudad. En su última carta, recibida unos tres meses atrás, decía que nos esperaban con impaciencia. Les avisé que cancelábamos nuestros pasajes, que me agobiaban compromisos de trabajo, que recién iríamos el año próximo. Seguramente tenían muchas ganas de vernos, para que Noemí se largara enseguida, y sola. Hubiera podido venir con su madre. Ni Elsa ni mis hijas la conocían. La impaciencia es mutua, realmente. Debo aceptar que he procedido con egoísmo al suspender nuestro viaje. Bah, no tanto egoísmo como preocupación por Laura; también es parte de mi vida, de mi responsabilidad. Eso de abandonarla a poco de iniciar nuestra relación no es de hombre. Tendría derecho a sentirse insultada o traicionada.
Genaro compró un ramo de flores en el puesto de la esquina. Para Elsa o para Noemí. Abrió la puerta. Vio a Inés y Graciela, embobadas, escuchando a la pariente de México. Pero la pariente no era Noemí sino... ¡Laura! A Genaro se le cayeron el ramo y la mandíbula. Le volvió a temblar la papada; como en los viejos y detestados tiempos volvió a desarticularse su voz. Retrocedió en un instante a su antigua forma de hombre pacato e inhibido. Se le evaporó la sangre. Se le paralizaron los músculos. Laura corrió a su encuentro, los ojos azules brillantes, el delicioso pelo de arena flameando, los brazos ávidos, como cuando lo recibía en su departamento. Genaro sufría una alucinación, no lograba conciliar a su amante y a sus hijas en el mismo espacio. Seguía mudo y blanco, resistiéndose a creer lo que veía. Laura lo abrazó exclamando con ternura:
—¡Tío!
Su aspecto de cadáver fue atribuido a la emoción del encuentro. Laura le susurró imperativamente: ¡disimula, no seas tonto!, ahora soy Noemí; después te explico. No se atrevió a entregarle el ramo porque era parte de una ceremonia erótica que funcionaba en el departamento primoroso. Elsa podría darse cuenta. Lo entregó a Graciela. Colgó su saco en el hombro de Inés, que enseguida advirtió la torpeza y lo llevó al perchero. Se puso la pantufla izquierda en el pie derecho. Y se encerró en el baño. ¡Qué es esto, Dios mío! Se estiró la piel de las mejillas para reconocerse, o para devolverse la sangre evaporada. Qué se propone. Nunca hubiera imaginado algo semejante de ella. Es una broma, le gusta divertirse. Pero, ¡qué irresponsable!
No pudo tragar los bocados. Masticaba y masticaba la pelota de carne al horno con ciruelas que Elsa cocinó personalmente en agasajo a la sobrina. Lo dominaba una sensación de inestabilidad: Laura frente a Elsa lo mareaba, le oprimía el estómago, hasta le producía ganas de llorar. Su esposa, que lo consideraba un modelo de marido, obligada a cocinar para una amante; sus hijas, que aún le pedían permiso para salir de noche, cediéndole el cuarto. Peor que un insulto. Se sentía el hombre más degenerado de la Tierra. El sudor frío no cesaba de brotar de su cabeza. ¿Estás enfermo?, se preocupó su mujer. Quizá, tuve un disgusto grande en el negocio... una estafa. ¿Una estafa?, exclamó Laura como si no entendiera el significado. ¿No se dice “estafa”, en México?, preguntó Inés. Discúlpenme, voy a recostarme un poco, dijo Genaro con la vista obnubilada, apelando a sus últimas fuerzas. ¿Llamo al médico? No, con una siestita me sentiré bien, hasta luego. ¡Hasta luego, tío!, exclamó Laura, y Genaro sintió un latigazo en la garganta.
No pudo descansar. Miraba las desleídas e incomprensibles figuras del cielo raso. Con una toalla se secaba el sudor. No entiendo, no entiendo. ¡Tan bien que transcurría nuestra relación! Y terminará en catástrofe. Qué diré a Elsa, qué diré a mis hijas, cómo podré mirarlas de frente. Esto es un castigo de Dios.
Elsa ingresó en el dormitorio y Genaro se levantó. Podés quedarte más, sólo pasó una hora, telefonearé al negocio que no te sentís bien. Estoy bien, dijo dándole la espalda, y debo resolver personalmente el lío. ¿Qué lío? Un lío comercial, una estafa. ¿Es grave? Elsa, por favor, no me apabulles.
Laura, al verlo salir, inició una charla afectuosa y lo acompañó hasta la vereda. Genaro, con voz rugosa, vencida, le pidió explicaciones. ¿Qué no entendés? —se asombró ella—, yo te amo, no puedo soportar tenerte lejos. Pero... pero... ¡venir a casa! ¿Y dónde, entonces? Es que... Tontito: será más fácil, así no tendrás que repartirte en varios lugares. Repar... repar... —tartajeaba— Claro, aquí está tu familia y aquí está tu amor, todo bajo el mismo techo. Pero... —otra vez empezó a sudar—. Comeremos juntos, te veré a la mañana y a la noche, y los fines de semana no los pasaré en blanco, sola, extrañándote. Laura, yo... ¡Estoy tan contenta! Laura... tenés que... Esta noche podríamos ir al teatro para celebrar mi llegada. Laura... tenés que irte inmediatamente. Laura empezó a borrar su sonrisa y sus ojazos azules se oscurecieron. Laura... comprendeme. Laura no contestó. Laura... no te ofendas, al contrario, es por nuestro bien. Los ojazos seguían oscureciéndose más aún. Esto es una broma, ¿verdad...? Laura torció la cabeza y regresó al living. Genaro se sintió una estaca abandonada. Crispó los dientes con tanta fuerza que se aflojó un molar. Subió al auto escupiendo maldiciones contra sí mismo.
Ese veintiocho de abril de mierda resultó improductivo. Desatendió las urgencias, su secretaria tenía que repetirle cuatro veces las mismas frases. Actuó como un idiota con Laura, la pobre lo quería tierna, puerilmente, lo acababa de manifestar con un acto temerario. Y él, boludo insigne, la terminó echando de su casa. ¿Qué sería de su reciente alegría de vivir? ¿Qué sería de su flamante humor? No tuvo el coraje de afrontar una situación nueva. Privilegiadamente insólita; de película. Dentro de una semana a más tardar Laura hubiera simulado “el regreso” y todo terminaría de maravillas. ¿Dónde estaba lo tremendo? Después, recordando la anécdota, se divertirían como locos. Ahora estaba ofendida, sin duda. Y las mujeres ofendidas son capaces de represalias increíbles: le contará a Elsa lo nuestro, me hará quedar como un delincuente. Se torció el dedo meñique hasta quebrarlo casi, en merecida represalia a su imperdonable imbecilidad. Abrió un cajón, destapó la botellita y tragó un puñado de tranquilizantes. Su secretaria le trajo té.
—¡No necesito médico! —gritó en sus narices cuando ella le formuló la propuesta—. ¡Hoy todo el mundo me quiere encajar un médico!
La tarde se escurría con lentitud. Abría y cerraba carpetas sin recordar lo que leía. Reprendió a un cadete injustamente y al rato se disculpó. Canceló dos entrevistas, que se vayan al diablo. Por fin la hora de cerrar. Siguió repasando planillas sin ver lo que estaba escrito. Subió al auto llevándose un portafolio cargado de facturas para revisar en su casa, trabajo que no hacía desde un lustro atrás, pero que esta noche —que sería la peor de su vida— le ayudaría como parapeto contra las miradas de odio.
Equivocó el camino y demoró más de la cuenta en llegar. Seguía repitiéndose: ¡pobre infeliz!, te pasa por meterte donde no te da el cuero; sos un ave de corral, Genaro, no un gallito de riña.
En el living iluminado estaban las mujeres. ¿Disponían su ejecución? Elsa llorará a los gritos, lo azotará con reproches, sus hijas lo mirarán calladas, como se mira a un monstruo. Estaban todas: Elsa, Inés, Graciela y... Laura (quiero decir “Noemí”). Se levantaron. Reían. Imperaba la cordialidad, el afecto. ¿Reían de él? Se sentía ridículo. ¿Cómo estás, Genaro? —Elsa lo recibió con un beso—. ¿Cómo estás, tío? —se interesó Laura. La conjunción de ambas mujeres le producía vértigo, pero la bonhomía reinante le aquietó el corazón. Mejor, estoy mejor (Laura es estupenda: no tomó represalias, no me denunció, me ama de verdad). Sonrió por primera vez en ese turbulento veintiocho de abril. Y tuvo deseos de brincar, pero se contuvo.
Tres días después, cuando regresaba del negocio —sin facturas como parapeto, sin temores como verdugo— Laura lo recibió opulenta de felicidad.
—No hay nadie, querido.
—Cómo no hay nadie.
—Quiero decir que estamos solos.
—¿Completamente?
—¡Sí! —se estrechó contra su cuerpo—. Tu mujer y tus hijas fueron a un desfile de modelos. Les expliqué que no me sentía bien y las convencí de que prefería quedarme a escuchar música. ¡Para que nos dejaran tranquilos!
—¡Laura! ¡Amorcito!
—¡Aprovechemos este par de horas!
A Genaro se le encendió la cabeza como una lámpara colorada. Un frenesí de juventud se le agolpó en los labios ansiosos. Rodaron por la alfombra como liebres en celo. Y cargaron llamas en el camino a la habitación de Laura. Las praderas grávidas que le habían brotado en el pecho después de conocerla se ahogaban de calor. El mareante abismo con humedad de rosa lo deshacía en moléculas electrizadas. Y el sismo primordial sacudió violentamente al universo poblado con los ojos azules y suspirantes de Laura. Genaro alcanzó el más alto risco de la dicha. Con la lengua seca y jadeante pronunció frases inéditas de amor y gratitud. Después, mirando el laberinto que dibujaba la cinta de humo, alabó esta aventura genial inventada por el amor y la picardía de Laura.
¿Y cómo pensaste teatralizar “el regreso”? ¿Qué regreso? Genaro repitió la pregunta, pero ella no lo entendía. Quiero decir, cómo hará “mi sobrina Noemí” para “volver a México” sin despertar sospechas. ¿Y que me vaya de aquí? Genaro presintió dificultades y trató de conservar la calma, como si se tratase de una asamblea de accionistas. Eh... “mi sobrina” vino de visita, toda visita tiene un comienzo y... ¡Un fin!, gritó ella. No te ofendas, por favor. ¡No me hables como si fuese una tarada! Pero yo... Que mi sobrina, que patatín, que patatán, que tiene comienzo, que tiene fin, ¡no pienso en el fin! ¡Me siento muy cómoda en tu casa! Laurita... Lo que ocurre, es que no me querés, sólo te intereso para la cama. Laura, yo te adoro. Laura empezó a llorar. Genaro la abrazó, le acarició el mórbido cabello color arena, la besó en las mejillas rosadas, en los hermosos ojos desbordantes de lluvia. Es que yo imaginaba —farfulló con miedo— algo así como una semanita. Ella siguió llorando. Una semanita y “te volvés a México”. ¿No... no me querés ver más? Sí, claro que sí, pero en casa es muy riesgoso. Lo único riesgoso —dijo sonándose en un pañuelito perfumado— es que no te acostumbrás a llamarme Noemí. Esta peripecia, si corta, terminará bien, y si larga, mal; es seguro, querida. ¿No te gustó amarme en este cuarto? Claro que me gustó. Entonces sos un desagradecido. Pero querida. Y no merecés mi amor. Pero... Soy yo la que me arriesgo, yo vine a tu casa. Laura... Me metí en la trampa por vos, por quererte demasiado, para tenerte cerca y no sufrir días en blanco. Genaro intentaba sosegarla aunque era él quien necesitaba sosiego: Laura había ingresado en su hogar con el propósito de instalarse por mucho tiempo, quizás un mes, un año, o toda la vida. Esto no encajaba en la realidad, esto sólo ocurría en las novelas. ¿Cómo manejar su bigamia en una sola vivienda? Lo asaltaban náuseas y, con grandes esfuerzos, la rodeó melindrosamente y usó el tono más persuasivo: tu amor me ha regalado la vida, Laura, la vida que no conocí antes, por tu amor soy capaz de hacer barbaridades; y te agradezco esta locura; me siento ¿cómo diré?... me siento protagonizando una película; sé que me querés mucho, que mi felicidad agranda tu felicidad, y así ocurre conmigo también; pero nuestra felicidad corre peligro, Laura querida, corre peligro de cortarse; yo no quisiera que mis hijas... porque es natural que... —se interrumpió cuando la mirada azul adquirió un resplandor maligno.
—No quisieras ¡qué!
Los labios de Genaro se movieron en silencio, tanteando lejanos sonidos.
—¿Tenés vergüenza de mí?
—No, Laura...
—O tenés vergüenza de amar.
—Yo te adoro, Laura.
—“¡Te adoro, te quiero, te quiero y te adoro!”, es lo único que sabés decir, y lo decís de la boca para afuera, para voltearme sobre la cama.
—Laurita...
—Del verdadero amor no se tiene vergüenza nunca. Se tiene vergüenza del amor falso; y el tuyo es falso, falso, falso.
Genaro temblaba.
—No me mires con cara de víctima. Vistámonos que ya están por llegar, señor “falso amante”.



—Fue un desfile regio —comentó Inés.
—Yo quiero que me compres esa túnica platinada, mamá —dijo Graciela.
—El clima de Buenos Aires no te sienta —Elsa se dirigió a Laura con preocupación—, tenés los ojos hinchados.
De llorar, pensó Genaro. Pero Laura no volvió a llorar. Tampoco le volvió a preparar encuentros a solas. Al cabo de una semana, la “sobrina Noemí” estaba armónicamente integrada a la familia; y a su “tío” le concedía frugales dosis de amor únicamente con la mirada azul. Genaro se demacró, dormía mal, comía sin apetito.
Cuando fueron al teatro, en el hall la abordó con nerviosismo: Laura, estamos peor que cuando vivías en tu departamento, ya ni te puedo besar. ¿Quién te lo impide? Por favor, Laura, no contestes con ironías. Yo no me he resistido, ocurre que nunca tomás la iniciativa. En casa... ¡En casa, en casa! ¡dónde si no! soy tuya, Genaro, ahora y en cualquier momento. Pero... Para eso me instalé en tu hogar; ¿qué culpa tengo si te la pasás desperdiciando oportunidades? Laura reingresó al salón y Genaro se apretó los puños hasta que las uñas le lastimaron la piel.
Unos días después, durante la cena, Laura anunció su propósito de inscribirse en la Universidad de Buenos Aires para cursar Filosofía y Letras, siempre y cuando —hizo un mohín seductor— no tuvieran inconvenientes en dejarla vivir con ellos. ¡Ningún inconveniente!, exclamó Elsa encantada. Genaro corrió al baño y vomitó. Esa noche la pasó despierto, rumiando su impotencia. La piel se le acartonaba, como cuando tenía fiebre. Pergeñó soluciones absurdas: irse a Groenlandia, incendiar el negocio, beber ácido nítrico, confesar la verdad. En la oscuridad se asomaban colmillos rientes, siseaban tentáculos. La idea de la muerte fue ganando espacio. Morir es descansar, es inmunizarse contra nuevos dolores. La incipiente claridad del alba traía beatitud. Las planicies de la muerte son silenciosas, están libres de angustia. Nada puede quebrar su indiferencia, la indiferencia que a él le faltaba. Sólo la muerte acabaría con el hormiguero que le devoraba las vísceras.
Ofreció a su “sobrina Noemí” presentarla a un profesor de la Facultad, hermano de un cliente suyo. Te dará una información honesta y profunda. Laura estuvo encantada con la idea y vistió un trajecito púrpura y una boina de terciopelo. Demasiado hermosa para convertirse en cadáver, pensó Genaro con amargura. Condujo hacia las afueras de Buenos Aires, decidido a lograr el fin.
Cuando cruzaron la avenida General Paz ella preguntó hacia dónde vamos. Genaro no contestó, su cara se había desprovisto de sangre otra vez. En el Acceso Norte ganó mucha velocidad. Por qué tanto apuro —se inquietó Laura. Al cabo de unos minutos agregó—: Bueno, querido, basta de teatro, ya sé que no veremos a ningún profesor, por lo menos adelantame el nombre del hotel alojamiento. No vamos a ningún hotel. ¿Adónde, entonces? Genaro apretó el acelerador con rabia. Esquivaron un camión y dos motocicletas. El paisaje corría veloz a los costados, en fragmentos cada vez más livianos y mareantes. Se fue adelantando a un auto, y a otro, y a otro, sin saciarse, tambaleándose en el zigzagueo suicida. Llegará al puente, torcerá un poco el volante y se convertirá en un planeador. El trayecto será entonces breve, limitado. Una compensación del tiempo infinito que Laura pensaba quedarse en su hogar hasta reventarlo. La amaba a la maldita. Y no era capaz de echarla a la calle, no era capaz de sostener la mirada de sus soberbios ojos azules, no era capaz de aguantarse la estocada de sus reproches. Ayer aún esperaba que se fuera de forma espontánea. Pero no: proyectaba inscribirse en la Universidad para quedarse cinco años. O más. Hasta matarme. Se propone matarme. Sí, su amor es de pulpo, de araña, asesina al macho por amor. Y ya que de la muerte se trata, moriremos juntos. Entraremos en sus abismos de paz con un “accidente”. Elsa y mis hijas no conocerán la verdad humillante.
El puente, por fin. Laura se prendió a su brazo, le acarició el pecho, la nuca. Los dedos de Genaro transpiraban como canillas, la papada temblaba como en su prehistoria. Calmate, querido. Genaro comprimió los dientes y las rodillas. El auto trepó la cuesta como un bólido. La baranda no parecía muy resistente. Era el momento. El acelerador permanecía aplastado. La velocidad producía un vértigo cruel, deliciosamente cruel. Sólo mover el volante. Apenas un giro. Sus músculos estaban duros. El volante trepidaba. Laura reptaba sus dedos de armiño. Pasó el puente. A Genaro se le nublaba la vista. Poco a poco fue sacando el pie del acelerador. Frenó junto a la banquina.
Le faltaba aire.
—Me rindo, Laura.
—¡La pucha que sos melodramático!
—No puedo más... Matame de una vez.
—¡Qué estás diciendo!
—Matame, Laura, acabá conmigo.
—¿Y dejar viuda a Elsa? ¿Y huérfanas a tus hijas? No, gracias.
—Estoy vencido. Perdido.
—Querías desbarrancarte... ¡Qué cabeza! Todo tiene solución, menos la muerte, ¡zapallazo!
—Dame la solución.
—Solución de qué. Yo no tengo problemas.
—Laura... No sé cómo expresarme... Estoy dispuesto a cualquier sacrificio, pero las cosas así no marchan, tenés que regresar a tu departamento.
—No me gusta mi departamento, es muy chico.
—Se podría intentar una permuta.
—¿Sí? ¿Y quién paga la diferencia?
—Yo te ayudaré.
—Sueño con uno luminoso, frente a un parque, con un living grande, con cochera.
—Pero si no tenés auto.
—¿No merezco tenerlo?
—Está bien, Laura, está bien, creo que algo se logrará —la voz de Genaro iba recobrando vida, como un agónico en el desierto que bebe agua, como un ciego que empieza a visualizar una luz—. Está bien, Laura, hablando se entiende la gente —puso en marcha el motor e inició el regreso a la ciudad. Discurría con precaución, para que ella no se retrajera; y con habilidad, para que la pauta de solución no se frustrara. Prometió ocuparse del nuevo departamento, pagar la diferencia, después aceptó pagarlo íntegramente porque Laura deseaba conservar el actual —pequeño y primoroso— como recuerdo del sitio donde empezaron su romance. Está bien, Laura, como prefieras. Y prometió comprarle también un autito y pagarle la cochera. Y también le pagará la decoración y el amueblamiento. Y un viaje por el Lejano Oriente hasta que el nuevo departamento estuviera listo. Está bien, Laura, lo que digas.
“La sobrina Noemí” armó una magnífica historia sobre la entrevista con el profesor, quien la disuadió de inscribirse en Buenos Aires, ya que la Universidad de México contaba con un excelente cuerpo de especialistas. Así que, con gran pena, había resuelto volver. La consternación fue manejada por la histriónica Laura con envidiable soltura. Y ternura. Graciela e Inés la ayudaron a empacar, insistiendo en que se quedara otra semana. Elsa fue a comprarle artículos de cuero como souvenir. Laura y Genaro respetaron el compromiso mutuo: ella estuvo lista para partir y él firmó la compra del departamento, el auto, contrató la decoración y le entregó un pasaje al Lejano Oriente con escala en México.
Sentado en su oficina, bien afeitado y bañado, profundamente renovado, examinaba sus cuentas bancarias. El término del idilio le costó un agujero impresionante. Ahora ¡a ingeniárselas para rellenarlo! Nunca hizo una erogación súbita de tamaña magnitud. Sin poder aconsejarse con nadie. Pero no estaba abatido: en este caso un mal negocio era el mejor negocio. Salvó su vida y su hogar. Conoció en poco tiempo el paraíso y el infierno. Pudo salir del embrollo con honor. Y hasta le quedaba la perspectiva de que cuando ella regresara, siguiera siendo su amante: hasta el último momento le había jurado su amor. Y le había asegurado que no repetiría esta locura para tenerlo cerca. Esa noche su casa volvería a ser la casa de siempre, sin amantes perturbadoras; las amantes son para la calle. Hace una semana no hubiera imaginado que en tan breve lapso recuperaría la paz. La paz, Dios mío. Bueno, y ahora ¡basta de divagaciones! ¡A trabajar duro para recuperar las pérdidas!
Su odiosa secretaria le pasó la línea telefónica: era su mujer.
—¿Elsa? ¿Cómo estás?
—Acaba de llegar tu sobrina de México.
—¡Qué! ¡Cómo! —miró el calendario, Laura ya debía estar nadando en una playa del Pacífico.
—Tu “verdadera” sobrina —la voz rezumaba indignación.
—¿Cómo?
—¡Farsante!
Genaro recordó el puente, la velocidad, el mareo cruel. Su mirada se licuó en el abismo.

























E
sta curiosa historia me fue contada por el mismo Jacinto, con quien no me veía desde los trajinados tiempos de la conscripción. Aplastando el pucho amarillento en la taza de café, me empezó a relatar su casamiento con Dora, la rubia hija del almacenero a quien habíamos cortejado antes sin éxito; el único éxito algo vil era que uno de nosotros le robaba cigarrillos y tabletas de chocolate mientras el otro la distraía. La reencontró seis años más tarde en la cola de un cine; se le habían agrandado los ojos y todo su cuerpo tenía una seductora elegancia. Consiguió que aceptara sus invitaciones. Y al cabo de un mes ya transitaron la madeja de un idilio en el que abundaron paseos ardientes, oposiciones familiares, trabas económicas y un acuerdo secreto. La llevó al altar (como diría la radionovela), pero su viaje de bodas se redujo a una modesta excursión por el Delta.
Dora insistía en que sus hijos no sufrieran las privaciones que habían torturado su infancia. El acuerdo secreto les concernía de forma cruel: nada de hijos hasta que tengamos casa propia y un decente pasar. Se trataba de un programa: inflexible y muy serio (para Dora), aunque exagerado para Jacinto.
En la luminosa oficina de Jacinto sobre el undécimo piso de un edificio en la calle Viamonte, la ventana estaba protegida con un vidrio rugoso de color frutilla. Yo la había visto una vez. Jacinto recordaba claramente haber estado mirando sus bruñidos mamelones, en absorta fascinación, cuando trepidó el teléfono y Dora, a través del cable negro y retorcido, le anoticiaba, llorando, que había quedado embarazada. Es terrible, es una desgracia, repetía con desconsuelo. Jacinto intentó sosegarla con antónimos: es la felicidad, querida, llega de sorpresa, como un regalo. Pero Dora estaba desconcertada por la violación del plan y no entendió razones. Esa noche le comunicó su temeraria decisión. Jacinto se opuso. Discutieron con ferocidad, él llegó a darle una bofetada y tratarla de histérica, después la besó de rodillas. El aborto tiene riesgos, insistió Jacinto, pero ella asumía los riesgos. Y ganó por cansancio. Con su carácter de leona eligió el médico, contrató sus servicios y me llevó de acompañante silencioso y resignado, contaba Jacinto.
Acá recién comenzaba la historia. Porque, en efecto, un mes más tarde advirtió otra falta. Solita se fue al laboratorio, se practicó los análisis y confirmó la sospecha. Un desastre. Por el cable negro y retorcido cimbró su bronca y Jacinto, también contrariado, se limitó a recibir las descargas mirando el vidrio de frutillas. Se sentía culpable, casi un violador de su propia esposa. Bueno, dijo en su casa desparramándose sobre el sofá con más fatiga en el alma que en las piernas, si está escrito que este año tendremos un... ¡Nada está escrito!, rugió Dora: sos un descuidado, un abusador, no te importa mi salud. Jacinto se levantó, movió las manos en el aire, no sabía dónde tocar, qué hacer, nada más ajeno a sus propósitos. Dora se sometería a otro raspaje. Pero no, querida, no tiene sentido, es peligroso. Ella le sirvió la cena sin contestar sus argumentos ni súplicas.
Una semana después salían del consultorio impregnado de formol y merthiolate. Jacinto la sostenía por los hombros. En el taxi Dora aflojó su cabeza en el respaldo fresco; con la boca entreabierta respiró la brisa llena de polen que entraba por la ventanilla en ese atardecer de primavera, rosado y triste.
—Dora —decía Jacinto— tendría que haberse sentido como una planta a la que habían arrancado todas las flores y todos los frutos; de sus órbitas hundidas, moradas, descendían lágrimas temblorosas. Pero tenía una profunda tranquilidad reconquistada, la sensación de haber obrado correctamente. Era absurdo. Yo, sin embargo, no tenía capacidad de aportarle nada mejor; y preferí callar.
”Ahí no terminó la desventura. A pesar de los cuidados, de las excesivas abstenciones, de los preservativos... atribuible a un descuido o yo no sé qué, al siguiente mes se repitió el embarazo. Parecía joda. Mi mujer casi me arranca los pelos. Yo no podía dar crédito a la noticia, insistí que fallaban los análisis, que esto era más raro que parir octillizos, que si se enteraba la prensa nos harían un reportaje, que éramos un fenómeno.
—Claro —coincidió el médico—, es un verdadero fenómeno. Dirigiéndose a Jacinto le dijo con humor inoportuno que lo tomarían por el supermacho y, dirigiéndose a Dora, que gozaba de una fertilidad envidiable, que merecía ser presentada en un congreso de la especialidad.
—A mí no me hizo gracia, menos adivinando por el semblante de mi mujer que ya se disponía a someterse al tercer aborto. No pude contenerme de gritarle ¡viciosa!, ¡qué es esto!, ¡un aborto por mes!; deberíamos estar en la cárcel o en el manicomio. Me excité demasiado, casi rompo una vitrina, y el médico se puso de pie; era un sujeto de casi dos metros, desgarbado, bigotudo y flaco. Me reconfortó comprobar que estaba de acuerdo conmigo: acepte a su hijo, señora. Pero Dora era más terca que una tropilla de asnos tercos. E impuso su voluntad.
Jacinto se abstuvo de hacerle el amor hasta veinte días después.
—Dora es una chica normal —insistía en su apasionado relato—, no se trata de una frígida ni nada por el estilo, sólo que se le metió ese berretín; en el fondo tenía miedo de asumir la maternidad. Y bien, el miedo jugaba en contra. Para no creer. ¡La preñaba el Espíritu Santo! A pesar de los cuidados y los miedos, a pesar de las maniobras para eyacular afuera con preservativo y todo, ¡se repitió el embarazo! Los síntomas y los análisis eran incontrovertibles, según mostraban. Las visitas al médico, las operaciones y los riesgos ya sufridos se volatilizaban como una carcajada. Con lo gastado hasta ese momento hubiéramos podido comprar una cuna de oro o hacer bautizar al bebé en el Vaticano. Dora estaba tan condicionada que sus dedos ya iban derechito al teléfono para solicitar turno, sus piernas ya se encaminaban al consultorio del flaco, ya se acomodaba para la operación. Como un ritual.
Pero esta vez se empacó Jacinto. Apoyó su hombro contra la puerta y sentenció: ¡basta, Dora! Averiguó el nombre de otro especialista y la llevó. No era joven, no usaba bigotes y su estatura apenas llegaba al metro sesenta. Al notarlo tan diferente sintió una especie de garantía. El médico, con las manos cruzadas sobre el escritorio atiborrado de prospectos y revistas, escuchó la accidentada historia, después anotó fechas, preguntó cuatro bagatelas y rogó a la mujer que pasara a la camilla. La examinó con parsimonia mientras Jacinto simulaba interesarse en los retratos de severos profesores que llenaban una pared.
El adusto profesional regresó a su butaca y garabateó varios renglones en una ficha celeste. Cuando Dora apareció vestida, la miró con intensidad y descolgó su diagnóstico como un piano que cae del vigésimo piso: es un embarazo, efectivamente, pero no nuevo, sino el primitivo: sólo le faltan cuatro meses y medio para el parto, señora.
La mujer quedó petrificada; sus ojos parpadeaban asombro y espanto. Jacinto se llevó las manos a la entrepierna y luego a la garganta como si el corazón le bajara a los testículos y después saltara a su cabeza. Tardaron diez minutos en recomponerse, y no del todo. Escupieron denuestos contra el maldito y asqueroso abortero que le había practicado tres raspajes falsos, repitieron el relato de lo que ese inepto hizo y dijo, sobre todo dijo, supermacho, fertilidad envidiable, mujer digna de ser presentada en un congreso como verdadero fenómeno clínico. Canalla. Ladrón. Asesino. ¿Se da cuenta? El severo especialista aprovechó el enlace para decir: no quiero ser canalla ni ladrón, y por ello no solamente me niego a complacerla con otro raspaje, sino que lo contraindico en forma absoluta.
Jacinto respiró aliviado, Dora se encorvó derrotada. Desconsolada. Su mano trémula, brillante de transpiración nerviosa, introdujo en el bolso la receta con los medicamentos que necesitaba ingerir. Son para usted y para su niño.
—Mientras el taxi se deslizaba por la avenida, divisé un puesto de flores —detalló Jacinto—. Le ordené frenar, compré un ramo de rosas y lo deposité en los brazos de mi mujer. Se contrajo como una criatura antes de soltar el llanto y me abrazó con todas sus fuerzas. El aire caliente que entraba por la ventanilla se mezcló con besos mojados en lágrimas.
”Cenamos con cerveza. Yo quería brindar, volcar su ánimo hacia andariveles normales, convertir la espera de un hijo en alegría, como debe ser. Dora, apesadumbrada aún, también se esforzaba en superarse. Pero apenas sorbió la espuma de su vaso me preguntó alarmada: ¿Podría hacerle mal?
¿Mal un poco de cerveza? —sonrió Jacinto—. ¿Después de todo lo pasado? Dora dejó de parpadear: todo lo pasado... y si... y si... Lanzó un grito. Pero Dora, ¡qué tenés!
Ella repetía con perplejidad y si... y si... Hasta que Jacinto captó el horror: la cucharilla de los raspajes pudo haber tocado, arañado, lesionado al feto. Ella empezó a sufrir pesadillas atroces, despertarse de golpe, con su pelo dorado revuelto y húmedo, saturada de imágenes brutales. El niño podría nacer con una oreja de menos, o con medio brazo, o con el vientre abierto, o castrado. Será un monstruo. Consultaron con el médico; y no conformes, con otro. Y otro. Les prodigaron consuelo, esperanzas y explicaciones científicas que ya no estaban en condiciones de entender. Dora pedía a Jacinto que acariciara su vientre globuloso, que registrase los movimientos de la criatura, aquí está una piernita. Y Jacinto también se estremecía: muñón de piernita, o el producto de un desdoblamiento: podía ser una tercera o cuarta pierna, por eso se mueve tanto, como un pulpo. El cíclope era un engendro que tenía un solo ojo, la leyenda no informa que a consecuencia de un aborto frustrado, pero ésa fue la causa, seguramente.
Durante el embarazo, tanto Dora como Jacinto aguardaron la tragedia. Coincidían en el oscuro presentimiento, en la figura del obstetra que emerge con el rostro sombrío y las manos fláccidas, impotentes, diciendo: nunca vi algo igual.
El parto se produjo a término. Nació un varoncito rozagante, perfecto, gritón, con todos sus miembros y atributos intactos. Dora, luego de verlo, pudo conciliar el sueño profundo y libre de terrores. Jacinto, en cambio, excitado por la dicha, no pegó los ojos en veinticuatro horas, fumando, celebrando, contando a sus amigos mil veces la insólita peripecia, como me la estaba contando ahora a mí en este bar.
Dijo que la alegría del niño, sin embargo, no les quitó a ella ni a él las ganas de matar al abortero estafador. Fueron a verlo.
—Me abstuve de llevar armas porque ansiaba despedazarlo con los dedos.
En fin, la historia concluye cuando el gigante bigotudo los recibió con tranquilidad. Pero ni su tranquilidad ni el familiar olor a desinfectante aplacaron a la pareja, que desató una furiosa ofensiva de reproches superponiendo detalles y confundiendo datos, con rabia, con impaciencia, con profunda indignación.
Relajado en su sillón giratorio, el acusado esperó que se agotara la tempestad y después, apoyando sus grandes manos sobre el escritorio, dijo con voz paternal:
—Desde su primera visita, señora, me convencí de que nada frenaría su decisión de abortar, aunque sus argumentos eran por demás inconsistentes; y si me negaba, peregrinaría de consultorio en consultorio hasta lograr su propósito. Me convencí de que a un aborto seguiría otro, y todos ellos por razones que apuntaban a destruir su fertilidad, no a una planificación familiar lógica. Usted no estaba en condiciones de aceptar entonces lo que ahora le digo. Por eso yo me sentí obligado a protegerla con hechos, no con palabras. Reconozco que me excedí, pero estaba en juego su salud.
”Otro profesional hubiese actuado en forma distinta, es obvio. Lo cierto es que yo me limité a fingir los raspajes; la cucharilla jamás penetró en su matriz. Ahora, gracias a mi decisión tomada en soledad, ustedes son padres de un hermoso bebé —se acarició los espesos bigotes—. Y supongo que el final feliz inspirará alguna vez por lo menos una telenovela.














A Leandro N. Alem, que podría
haber comprendido esta historia.
I
saac pensó que no debía sentirse apesadumbrado. Le estaban por rendir un homenaje a su papá. La ciudad íntegra, liberada en fiesta. ¿No lo merecía, acaso?
Aunque el homenaje resultaba tan curioso. Y le producía la angustia de las premoniciones infaustas.
Porque vivimos encerrados en el ghetto, decía Hilel, su hermano mayor.
Se aglomeraba mucha gente, sí. Todos querían estar cerca de su papá. Algunos llegaban caminando, otros en carruajes. También venían los soldados con sus panoplias relucientes abrazados a un bosque de alabardas. Y el obispo. Hacía mucho calor.
Los viejos, los niños, los ricos, los miserables, los condes, los frailes, todos acudían. A causa de su papá. Como para estallar de alegría.
Tan bueno que era con él. ¿Por eso lo querían honrar? Seguramente. Pero se trataba de un judío. Ningún gentil debía honrar a un judío, ¿quién lo ignoraba? Muchos años atrás, en una gran asamblea que realizaron los dignatarios de la Iglesia en un lugar llamado Westminster, decidieron prohibir estos homenajes. Y desde entonces los judíos sólo se pueden ensalzar entre ellos. De lo contrario sobrevienen calamidades. A su papá, sin embargo, lo honraría una multitud gentil, contraviniendo la antigua y respetada resolución. ¿Qué significaban si no esas carrozas, banderas, trajes de fiesta y alfombras en las calles?
Se vive tan encerrado en el ghetto —había insistido Hilel, su hermano mayor— que uno se entera demasiado tarde de lo que ocurre en la ciudad. Su padre, esa oportunidad, no estuvo de acuerdo: ¿para qué te interesa saber lo que ocurre afuera? Si es bueno para nosotros, llegará; y si es malo, mejor ni enterarse, porque de nada sirve.
Pero ahora tenía razón su hermano, lucubró el pequeño Isaac. A lo mejor se produjo otra asamblea en Westminster y se decidió dejar sin efecto la vieja prohibición. Si así fuese no tendría nada de curioso lo que estaba por ocurrir. Al homenaje lo entenderían Hilel, papá y él mismo. Sólo el calor permanecería inexplicable. El pequeño Isaac dispuso concurrir sin su pesado caftán negro.
Cuántos soldados, se admiró. Una vez los soldados marcharon hasta una casa vecina, derribaron la puerta con hachas, golpearon a rabí Jaime y se lo llevaron sin atender los gritos de su familia. Pero otra vez —se acordaba Isaac— acudieron para detener un progrom. Son muy vigorosos; a Isaac le gustaría tener tanta fuerza como ellos. Papá replicó que a esa fuerza le faltaba otra interior, más trascendente. Sin embargo, protestó Isaac, no estaría de más la que ellos tienen. Papá meneó su cabeza blanca: tanto a la vez es demasiado.
Los soldados avanzaban en grupos, como si integraran fantásticos animales rectangulares erizados de moharras, protegidos con caparazones y sostenidos por cien patas firmes y ruidosas. Se abrían paso entre la turba dirigiéndose hacia la gran plaza donde se tributaría el homenaje.
Si supiéramos lo que pasa fuera del ghetto, pensó Isaac, si fuera cierto que en Westminster se ha dispuesto honrar nuevamente a los judíos, entonces pronto nos enteraríamos de que la ciudad honraría también a su hermano Hilel, por ejemplo, y a sus tíos, y a otros parientes. Todos los días serían días de fiesta. Y la gloria de papá se hará muy grande. Se dirá: esta costumbre de volver a honrar judíos empezó con rabí Moisés ben Job (mi papá). A partir de él los cristianos y los judíos se aman, se hacen regalos, se visitan, se elogian y ayudan. ¿Acaso ya no estaban dando comienzo a esa preciosa realidad? Convergían en la plaza, empujándose: el alcalde, los corregidores, el obispo, órdenes religiosas enteras, corporaciones de zapateros, herreros, cartógrafos, molineros, carpinteros y albañiles, los pordioseros, los guardias, los niños, las cortesanas, los inválidos.
Isaac aprobaba la concurrencia. Su papá era un hombre muy valioso. Había sido recibido por príncipes y cardenales, había ayudado a señores y corporaciones, financió largos viajes de descubrimiento, escondió a familias perseguidas, estimuló centros de estudio, él mismo realizó travesías importantes y por último decidió recluirse en el ghetto para alentar a sus hermanos, leer los libros santos, dedicarse a los únicos hijos que le quedaban. Tal vez en la ciudad conocían otras hazañas que al pequeño Isaac aún no le habían contado. Y que explicaban holgadamente esa súbita, multitudinaria, festiva demostración.
El calor no aflojaba. Aunque lo retasen, se quitaría el caftán; estaba decidido. La camisa lo estrangulaba, sus cabellos rojizos se enrulaban con la transpiración. Por eso estaba tan inquieto, supuso. Tan asustado.
De pronto, interfiriendo el rumor poderoso de la multitud, empezaron a doblar las campanas. Su sonido se multiplicó rápidamente. El cielo se pobló con colores metálicos. Como si las campanas del mundo entero se hubieran lanzado a rodar en una fantástica molienda de badajos. El pequeño Isaac se tapó las orejas, apartó sus cabellos húmedos. La camisa le seccionaba la garganta. O la emoción. Tañían por papá, amistosamente. Y a pesar de su revuelo glorioso y ensordecedor, dejaban filtrar el perpetuo paso de los soldados, los cánticos de las procesiones, el fragor taladrante de la plebe que avanzaba como un río oscuro, incontenible, hacia la plaza del ayuntamiento. ¡Qué alegría!
¿Alegría?, le increpó Hilel con dureza.
Están por honrar a papá: es para llorar de alegría, hermano.
Hilel empezó a llorar. Los soldados golpeaban el pavimento con sus tacos sonoros. Isaac lloró también: por el homenaje, por su papá, por el increíble calor que le ampollaba la piel. Sus lágrimas se reunían con los hilos de la transpiración, con las primeras gotas de sangre que brotaban de las ampollas. Y el llanto que era de alegría se extrañó por la falta de risa. La risa no podía cruzar su garganta bloqueada. El pequeño y travieso Isaac quería comprender. Por qué el calor, y la sangre, y el ruido, y el llanto.
Sus párpados se alzaron: reinaban la pena y el calor de julio. ¿Su hermano Hilel sabía? Las honras eran, en realidad, honras fúnebres. Su casa estaba retraída en la tristeza, se habían ocultado los espejos con telas opacas, clausurado aberturas, cerrado los patios. La negrura del ghetto expresaba la profundidad de la aflicción. Moisés ben Job, su papá, era un hombre muerto. En Westminster prohibieron honrar a los judíos pero sin aclarar que la proscripción se extendiera más allá de la muerte. Entonces el homenaje era lícito. Y el pueblo tenía derecho a desbordarse para manifestar su aprecio por un benefactor tan piadoso como el papá de Isaac. Porque ya estaba muerto, claro.
Doblaban las campanas. El sonido que en el sueño premonitor le pareció tan alegre, ahora sabia amargo. La multitud colorida y bulliciosa que había imaginado en su cuarto fuliginoso, ya era una gorda serpiente que apenas cabía en las callejuelas de la ciudad, que se estiraba perezosamente hacia la plaza mayor, latiendo contra los muros, emitiendo un sonido ronco, temible.
Isaac estaba más angustiado que antes. No podía quedarse encerrado en esos cuartos estrechos, penumbrosos. Debía ver, escuchar mejor, enterarse de cada uno de los detalles que involucraban al justo de su papá. Esquivó horcones, muebles, muros. Cruzó infinitos cuartos y cámaras del ghetto. Recorrió el camino frecuente que conducía a la miserable escuela. Trepó escaleras sucias, atravesó corredores pringosos, abandonó salas atestadas de objetos vivos y muertos. Buscó ansiosamente los límites del ghetto. Límites que el ayuntamiento prohibió ampliar, por eso las viviendas debieron crecer hacia abajo, hacia cuevas que se comunicaban mediante túneles que a veces se derrumbaban, o hacia arriba, apilándose un cuarto sobre otro, en forma caótica y absurda, enlazándose con puentes que cruzaban de forma caprichosa los angostos callejones. Isaac subía agitándose. Las campanas sonaban con mayor insistencia. Y en la formidable catarata de bronces se mezclaba el rebumbio de la multitud que fluía hacia la plaza del ayuntamiento.
En su carrera hacia los techos divisó la calle exterior. Escuadrones erizados de armas luminosas se abrían camino comprimiendo hacia los costados a mendigos, vendedores ambulantes, caballos y sirvientes. Entre un escuadrón y otro, rodeados por un círculo que los lacayos se esforzaban en mantener libre, los condes vestidos con sedas y terciopelos se desplazaban en lujosas cabalgaduras.
Hilel le dio alcance y ordenó que retrocediera. Isaac meneó la cabeza húmeda de lágrimas y transpiración. ¿De qué servía ese ruido y boato si estaba muerto? —quiso explayarse—. La gorda serpiente se deslizaba por la calle como un río lento, negro, cargado de ramas, troncos y piedras. Van a honrar a papá, a papá, a papá muerto. ¿No es así, Hilel?
—Volvamos, Isaac.
—¡No, quiero ver!
—No hay nada que ver.
—¿No merece papá un gran homenaje?
—Sí, lo merece.
—¿No fue recibido por príncipes y cardenales? ¿No lo habían respetado judíos y gentiles de comarcas lejanas? ¿No habían llegado hasta él emisarios buscando consejo?
—Sí, pero es un funeral, un verdadero funeral, Isaac.
—¿Por qué no participa el ghetto?
—¡Estás loco!
Y la extrañeza de Isaac se agudizó ante la cara transfigurada de su hermano Hilel. ¿Acaso estaban resentidas las autoridades de la comunidad? ¿Acaso es incompatible el homenaje gentil con la piedad de los judíos? ¿Acaso se interpretaba esa manifestación como una ironía?
Hilel no podía responder preguntas de ese tono. El pequeño Isaac era una máquina de hacer preguntas irritantes. Y en vez de contestarlas, Hilel estalló en una nueva crisis de sollozos. Isaac, mirándolo sacudirse de modo inconsolable, tuvo un presentimiento horrible: ¿se habría convertido papá?, ¿es eso, Hilel?, ¿es eso? ¿La ciudad celebraba entonces su traición al ghetto, a sus hermanos, a sus antepasados? ¿De ahí tantos monjes y órdenes religiosas enteras, de ahí el tañido victorioso de las campanas, de ahí la presencia de ricos luciendo joyas y pobres luciendo llagas? ¿Y el ghetto cerrado y triste?
Esto lo pensó y no lo dijo. Para qué. Lo cierto era que no vería más a su padre: no sólo por muerto, sino por apóstata. Sin embargo, era el papá que había dirigido las cenas de Pascua y explicado con ternura y placer cada tramo de la ceremonia, el papá que enseñaba a enrollar las filacterias, cantar dulces canciones y no perder jamás la esperanza. Ese papá no podía haberlo traicionado a él, ese papá podía morir pero nunca abandonarlo.
—¡Adónde vas! —le increpó Hilel con voz irreconocible.
El pequeño Isaac miró la muralla. Su hermano hizo señas enérgicas para que retrocediera. Delante se extendía un puente angosto, luego una especie de torre ciega y de inmediato la calle exterior. Por ella ondulaba la descomunal serpiente. Hilel intentó sujetarlo del brazo, no fuera a querer arrojarse como un suicida en las fauces del monstruo.
A las campanas liberadas se acopló el sonido imponente de las trompetas. Empezaba el acto, las honras a Moisés ben Job. E Isaac anhelaba llegar a él, aunque su hermano se opusiera, aunque la familia y toda la comunidad lo condenaran por desobediente. Corrió por el puente precario, rodeó la torre, miró por última vez a Hilel y se arrojó sobre la muchedumbre. Su cabeza roja como un meteorito se hundió en la piel del ofidio.
Gritos, rebuznos, relinchos, protestaron por su intempestiva incorporación. Rebotó sobre hombros y cabezas. Fue arrojado livianamente hacia delante y atrás. Las ventanas y almenas se movieron caóticamente ante sus ojos despavoridos. Su cuerpo rodaba: tan pronto veía la piel oscura del monstruo, tan pronto una cinta de cielo delimitada por el borde de los muros. Se abrieron gallardetes, se encalabrinó un caballo y el pequeño Isaac cayó de pie en el claro que rodeaba a un conde. Se tambaleó, magullado y dolorido. Un sirviente le aferró un brazo con odio, lo hizo girar en el aire y volvió a encastrarlo violentamente en la multitud que lo acababa de expulsar. Las entrañas de la serpiente lo aprisionaron con fuerza. Y tras recibir nuevas contusiones llegó a la plaza del ayuntamiento. La cinta de cielo que asomaba en las callejuelas se dilató en un círculo inmenso. Isaac, para escapar de los golpes, trepó a un carro. La sangre que habían manado sus ampollas en el sueño premonitor, ahora existía en su cara y en sus dedos.
Vio el palco cubierto con doseles de terciopelo. Los soldados lo mantenían libre de intrusos con látigos de alambre. Una amplia circunferencia de alabarderos brindaba apoyo hincando a la muchedumbre para que no se desbordase. En el palco permanecían sentados los hombres ilustres. Desde allí controlaban todo: la gente excitada, los tapices colgados de los balcones, las banderas rendidas al viento, el flujo incesante de más pueblo, más animales, oriflamas, monjes y cruces.
¿Cómo será el rostro de mi papito muerto? ¿Tendrá los ojos abiertos o cerrados? ¿Peinada o deshecha la barba? ¿Blancos o rosados los labios? ¿Limpio o sucio el caftán? A Isaac le aguijoneaban las articulaciones, sentía sus manos pegajosas de sangre, le dolía la cabeza.
Irrumpió frente al palco una correntada de inválidos portando velas. Se desplazaban sobre angarillas conducidas por frailes o se apoyaban en muletas y otros extraños medios de locomoción. Tenían las órbitas hundidas, la piel seca, horribles cicatrices. Sus rostros parecían máscaras de una grotesca felicidad. Vestían túnicas con dibujos e inscripciones. Eran los penitentes, los que habían pecado y mortificaban sus cuerpos hasta destruirlos para salvar el alma. También querían honrar a papá.
¿Quién estaría ausente en semejante fasto? Sólo los judíos. Entendían que no era forma de honrar a un muerto o un apóstata.
De pronto el fragor de campanas, trompetas, ruidos animales y el bullicio de la multitud se unieron en un solo haz largo y estridente. Ingresó en la plaza el hombre que originó el acontecimiento. Allí estaba. ¡Y estaba vivo, con los ojos abiertos, los labios rosados, la barba intacta! Lo rodeaba un séquito de honor, ataviado con sedas y brocatos. El pequeño Isaac gritó también, o creyó gritar, porque su garganta ya había dejado de emitir sonidos. Extendió los brazos hacia él, para llegar a su lado, abrazar sus rodillas, decirle cuánto lo amaba.
Un paje desenrolló el pergamino dorado. Callaron las campanas y trompetas. La multitud se esforzó en reprimir interferencias. El paje movió los labios explicando los motivos del homenaje y enumeró los méritos excepcionales de Moisés ben Job. Y las encumbradas autoridades que presidían la manifestación desde el palco movían aprobatoriamente sus cabezas engalanadas con sombreros lujosos.
El niño no podía escuchar y menos entender. No discernía aún por qué el homenaje, por qué tanta gente, por qué soñó con calor, ampollas y sangre, por qué tanto despliegue para su papito que, gracias a Dios, aún vivía y merecía el cariño del mundo entero. El paje lo estaba aclarando, pero el diminuto Isaac no captaba sus palabras. Estaba lejos, tampoco podía estirar su cabeza magullada. Los golpes que había recibido en las entrañas de la serpiente y los estragos de la emoción anularon sus fuerzas. Pero sabía ya que su papá no era un traidor como se había imaginado en un instante de perplejidad. Se insistía por doquier que era judío. Y entendiendo cada vez menos se desmayó.
Cuando abrió los ojos, registró por fin el tamaño impresionante de la plaza vacía. Algunos perros perseguían los residuos que el viento empujaba sobre el pavimento, mezclados con gallardetes abandonados. Y sobre el estrado hacia donde habían conducido a su adorado padre en ese bochornoso día de julio, aún se agitaban como ramas quebradizas los restos que había calcinado la hoguera.

































P
edro es poeta. Escribe sin parar desde los once años. Le han dicho que si alguien sigue escribiendo versos después de los dieciocho años, es poeta. Él ya cumplió los treinta y aún tiene tanto para escribir. Publicó dos libros, por suerte. El Fondo Nacional de las Artes había convocado a sus habituales concursos y Pedro, impulsado por Mónica, cometió la travesura de presentarse. Reunió poemas dispersos que se habían escurrido como animalitos por toda la casa. Releyó, seleccionó, ordenó. Guijarros de diversos colores, lágrimas de tristeza, de alborozo, de frío, de cebolla, de rocío, de esperanza. Encarpetó. Envolvió. Y llevó el paquete al correo, donde una mujer cansada lo examinó con asco, lo arrojó como un fardo pestilente sobre el balancín y dijo cuánto debía pagar. ¿Tanto?... Tanto, dijo ella, inflexiblemente aburrida. Pedro entregó el dinero y se asomó sobre el mostrador para ver el canasto donde yacía, oblicuo y dolorido, el cuerpo de sus poemas. ¿Saldrá hoy?, preguntó con inquietud. Sí, y llegará mañana, contestó la empleada estirando la mano para recibir el sobre que el siguiente de la cola le alcanzaba por arriba del hombro de Pedro.
Cinco largos meses más tarde le informan que ha ganado el concurso y, tremolando el triunfo, se presenta —también impulsado por Mónica— a la editorial que nutrió sus lecturas de juventud con toneladas de cuentos, novelas y poesías. Ya en la sala de espera reconoce el olor a tinta y papel de aquellos libros sacados de la biblioteca pública o prestados por amigos. Entrega los originales y el testimonio del galardón. Está seguro de que la editorial se sentirá halagada por haberla elegido para su opus uno. El volumen con sus poemas tendrá el mismo olor que los de Vallejo, Lautréamont, Neruda, Pound, Keats, Alberti. Y en la tapa lucirá, cruzada, una faja amarilla que proclame su Premio del Fondo Nacional de las Artes.
Pero le explican cuán engorroso es editar libros de versos: la gente no los compra, son libros que languidecen en los depósitos; ¿sabe alemán?, le siguen explicando, en lugar de best-seller son best-Keller.[1] Calcule: en este momento debe de haber en la Argentina veinte sótanos con libros que no se venden y medio millón de poesías sin publicar. Pedro adquiere una tonalidad macilenta, sus ojos parecen dos trapecistas que ruedan en el vacío sin hallar un travesaño donde aferrarse. Haré leer la obra en la editorial, dice el hombre, pero desde ya le adelanto que será muy difícil la edición. Entonces... ¿para qué?, balbucea Pedro. El funcionario empuja hacia el poeta, suavemente, la carpeta llena de lágrimas; tiene razón: para qué.
Los ojos aún ruedan en el aire. Sin embargo... se editan poesías, farfulla. Sí, digamos las de Octavio Paz, Miguel Hernández, Eugenio Montale; pero las otras casi siempre son pagadas por el autor. ¿Cómo es eso? El funcionario lo mira: ¿quiere que le explique?
Así nació su primer volumen de poemas. Mónica le ayudó a corregir las galeradas. Y Mónica recibió de sus manos temblorosas el primer ejemplar, calentito y fragante. Juntos releyeron los versos que eran los mismos y eran diferentes al presentarse entre tapas de cartoné. Distribuyó su obra en diarios, suplementos y revistas; la obsequió a poetas admirados y a los amigos que lo admiraban, y a los parientes que jamás perdían el tiempo leyendo poesías pero que, siendo de Pedrito, la instalarían en un lugar visible. Aparecieron elogiosos comentarios, algunos insistieron en su “estilo noble”, otros en sus “profusas imágenes”, en su “vigor”, “ternura”, “profundidad”, “plasticidad”, “sugerencias”. Al cabo de un año, entre ventas y regalos, agotó la edición. Y recuperó gran parte del dinero invertido. Mónica lo estimuló a publicar otro volumen. Pedro colectó más animalitos agazapados en cajones y bolsillos, creó nuevos, los corrigió, ordenó, pasó en limpio y llevó a la editorial. Ya te puedo considerar un poeta de ley, dijo Mónica abrazándolo. Sin embargo, las ventas no fueron tan sencillas. Al término de otro año aún se amontonaba la mitad de la modesta edición. Pedro se desahoga escribiendo más versos. Pero, ¿y Mónica?, ¿cómo se desahoga Mónica?
Mónica es traductora. Excelente, perfecta traductora. Tan buena traductora que en una empresa no la tomaron porque sintieron vergüenza de pagarle un sueldo vulgar. Usted es una artista, dijeron con solemne respeto. Así que terminó empleándose en una organización que traduce artículos para médicos, abogados, psicólogos y economistas necesitados de información extranjera. Nunca mencionan el nombre de Mónica —ni de ningún otro traductor— ni le pagan de acuerdo con su nivel. Los trabajos aparecen realizados por Trad S.R.L., cerebro abstracto y poderoso cuyo membrete, sello y firma refulgen al comienzo y fin de cada artículo. Para Trad, sostenía Mónica, el mandamiento bíblico no decreta “ganarás el pan con el sudor de tu frente”, sino “con el sudor del de enfrente”. Por las noches bailoteaban sus hermosos dedos sobre el teclado de la abnegada Olivetti y durante el día solía escapar hacia oficinas y consultorios para ofrecer servicios extra.
Mónica pasó una mala noche y despierta con fiebre. No podrá entregar las últimas traducciones amontonadas sobre el trinchante. Pedro le alcanza las aspirinas.
—Esto es una gripe —dice ella—, la reconozco; me tendrá prisionera durante dos días.
—Si te pudiera ayudar... —murmura Pedro, listo para dirigirse a su aborrecido puesto de cajero en el supermercado. Mónica menea la afiebrada cabeza; sus ojos verdosos están ligeramente hinchados—, ¿No podría entregarlas yo, querida? —dice Pedro mirando las traducciones.
—Puede ser, no es demasiado lejos.
Pedro anota la dirección, besa a Mónica en la frente, en cada mejilla, en el mentón, en los labios enfermos y, desde el vano de la puerta, con medio cuerpo afuera, le arroja otro beso. Ella le saca la lengua y, cambiando la expresión, le dibuja un cariñoso reproche: ¡cargoso! Pedro la mira aún, corrobora si en la mesita de luz quedan el vaso lleno de agua y el sobre con aspirinas. Parte a la carrera.
El colectivo ni frena; de la puerta amenaza desprenderse un racimo de pasajeros. En el siguiente alcanza a tomar el pasamanos, mete la punta del zapato derecho entre otros zapatos, se apoya en el estribo y empuja con vigor hacia adentro. Con los dedos libres aprisiona el rollo de traducciones.
En el vasto y bullicioso edificio marca su tarjeta, viste el guardapolvo gris y corre hacia la tercera caja. En ese supermercado aún aceptan varones como cajeros. Esconde el rollo de traducciones bajo el mostrador y espera que se inicie el desfile de consumidores. El primer cliente de esa mañana es un viejito, de los que ya no duermen. Después una cocinera, de las que ya son reliquias de potentados, luego otro viejito, otra mujer, varias mujeres, un muchacho sin afeitar, viejas, viejos, dos latas de sardinas, un paquete de manteca, tres bolsitas de leche, un frasco de mermelada, café, chocolate, leche otra vez, mortadela, vino, salchichas, vino, mortadela, leche, aceitunas, arvejas, anchoas; los ojos de Pedro saltan del mostrador a las teclas con número, de las teclas al resultado que sale en el papel, cuenta el dinero, da vuelto, empuja hacia atrás el montón de víveres, el siguiente por favor, y de nuevo leche, polenta, dulce; las teclas marcan precio, la tira de papel, el siguiente por favor. Media hora, una hora, dos horas, cuatro horas. El poeta ahíto de envasados pide permiso para utilizar la pausa y realizar una diligencia, cuelga el guardapolvo y corre hacia la dirección anotada.
La calle llena de gente no es y sí es la misma del supermercado, se fragmenta como vidrios de colores; tendrá que escribir algunos versos como flechas envenenadas y armar un libro que sea el carcaj de un salvaje. No deja de sorprenderlo que entre el mareante rodar de los números y el atosigamiento de provisiones se le puedan ocurrir algunos versos con oxígeno, incluso enlazar varios en el collar de una estrofa que escribe en la tira de la calculadora cuando la hilera de carritos se interrumpe.
El consultorio del doctor Nájera queda más cerca de lo previsto. Hunde el botón del timbre. Se abre la puerta con zumbido de moscardón. Cruza el largo pasillo y entra en la sala de espera. Olor a cedro, hay flores naturales, un cuadro azul. Un bebé llora en brazos de la madre. Pedro se acerca al escritorio con teléfono y fichero y extiende el rollo a la secretaria, que lo mira por encima de sus anteojos; no es la secretaria que elegiría un ejecutivo viejo y pellizcador, piensa. El llanto del bebé asciende en volutas y la secretaria no oye lo que Pedro dice. La madre saca un biberón de su bolso. Pedro dice que Mónica..., el bebé tose, estornuda, llora, vomita, todo junto, y mancha con grumos blancos la alfombra y el pantalón de Pedro. La madre se altera, saca una toalla, seca, se disculpa, reta al bebé; la secretaria dice no es nada con una mueca que expresa lo contrario y saca otro trapo del escritorio, también limpia, se lo extiende a Pedro para sus pantalones; el bebé contempla la escena laboriosa con ojos entretenidos. Las mejillas de la secretaria están más rosadas que antes, acomoda los anteojos, escucha a Pedro, desenvuelve las traducciones, las hojea, muy bien, enseguida le pago. Desaparece tras una puerta y regresa con un sobre: espero que lo de Mónica no sea serio. No, es gripe. Cuídela, esa muchacha es una maravilla. Pedro se dilata, evoca de golpe varias imágenes de Mónica (caminando, comiendo, bailando, durmiendo, hablando, cocinando, consolando, riendo) y responde con indulgencia lo sé, lo sé. La secretaria lo acompaña hasta la puerta, el doctor está encantado con las traducciones. Mónica necesita mejor trabajo, no elogios, piensa Pedro. Dice gracias.
La calle, la gente, bocinazos, semáforos, un choque en la esquina, curiosos que se amontonan, otra calle, el edificio con gran letrero y la rampa por donde entran los autos de los clientes, se pone el guardapolvo, muerde un sándwich, hace gárgaras con la Coca-Cola. Mónica: pobre adorada musa mía; calcula cuánto falta para regresar a su lado, seguramente es gripe, ojalá haya podido dormir y descansar, que buena falta le hace (cuánto la quiero, Dios mío), y pensar que no la contrataron por ser demasiado eficaz y ahora trabaja para un pulpo explotador; el primer día que estuvo allí se habrá sentido una infeliz porque volvió arrebolada y agonizante, como si hubiera sufrido una sesión de tortura. Durante la cena procuró disimular su congoja; Pedro habría asumido con deleite sus humillaciones con tal de que ella hubiese mantenido intacta la alegría. Porque la risa de Mónica es rutilante y vital como la sangre. Qué ganas de llevarle un hermoso regalo, pero que no sean papitas saladas ni vino ni quesitos ni fiambres surtidos ni latas ni cajas ni botellas que le venden con descuento en el supermercado.
Se cuelga del colectivo, empuja el pie entre zapatos y sigue revolviendo ideas como objetos de un desván. ¿Y si le dedico un libro inspirado exclusivamente en ella? Un capítulo dedicado a sus ojos que envidian Venus y Minerva: concentraría versos sobre su color vegetal, su mirar fúlgido y dulce, su interrogar profundo, su ternura de estilo. Otro capítulo sobre su amor a la danza; sus pies alados, sus desplazamientos de cometa, sus ondulaciones de brisa perfumada. Un capítulo sobre su amor a la vida: su apego al sol, y a los campos abiertos, y a los valles, y a los ríos de aguas saltarinas. Un capítulo sobre su humana integridad moral que sintetiza todos los mandamientos. Un capítulo sobre su inteligencia, compuesto de tres poemas: sensatez, claridad, creatividad. Y otros capítulos, porque Mónica no tiene fin, no me alcanzarían los libros para redondearla en mi canto.
Da media vuelta a la llave. La penumbra familiar del angosto departamento le devuelve un pedazo del alma. Se precipita al dormitorio. La cabellera de Mónica dibuja un abanico sobre la almohada.
—¿Pedro? —murmura con voz pastosa.
—¿Cómo estás, querida? —La besa en la sien. La fiebre sigue.
—En la cocina prepararé...
—No debes levantarte; haré solo la cena, y algo rico para vos.
A Mónica se le pronuncian los hoyuelos:
—...Está bien, pero después de la cena irás a la farmacia a comprar más aspirinas; ya se terminaron las reservas.
Sobre la bandeja de acrílico violeta acomoda un caldo, puré y dos naranjas. Los enfermos también deben alimentarse, dice a Mónica mientras le calza otra almohada. Te aseguro que hasta las frutas me causan asco. Tienen vitamina C, son buenas para el resfrío, querida. Para el escorbuto, que yo no tengo. Y para el resfrío. Bah, leyendas.
Corre hasta la farmacia del barrio. ¿Un sobre? No, una caja de aspirinas; mejor dicho, ¡tres!
La pobre Mónica se priva hasta de los medicamentos para que yo no me angustie con la evaporación del sueldo. Hace dos meses la vi llorar: en silencio, con pudor. ¿Presentía su enfermedad? Las estrellas goteaban escarcha. Alisé sus cabellos y evité preguntarle las razones. Total, ya las conocía —se consuela Pedro—: en jerga técnica se llaman frustración laboral. Las musas no consiguen trabajo digno en el siglo XX. Están obligadas a disfrazarse, encorvarse, afearse, uniformarse... enfermar. Ni pueden quedarse en el Parnaso, ni pueden vivir en el ágora. Si al menos Mónica conservara su risa, la hermosa risa que derrama brillantes y me limpia el cerebro de tantos salamines y quesitos mantecosos. Quedan diez ejemplares del primer libro y cuatrocientos del segundo, pero la editorial no se atreve a financiar la publicación de un tercero si no cubro todos los gastos.
A la madrugada Mónica acaricia los cabellos rebeldes del poeta: no te preocupes, querido, ya estoy mejor, no necesito nada (no está mejor).



El colectivo a explotar, la tarjeta amarilla con los horarios como grillos de mazmorra antigua, la cola de carritos metálicos, botellas, embutidos, cajas, sobres, potes, dinero, vuelto, el siguiente por favor, la pausa de mediodía, sándwich de queso con lechuga y tomate, una coca, el mejor obsequio que podría hacerle a mi diosa sería un trabajo fijo, cómodo y gratificante para ella; ya termina la pausa y debe volver a la maldita caja y sus números que le van transformando las circunvoluciones cerebrales en auténticos callos. Dos horas, cuatro. Marcar la tarjeta, colgar el guardapolvo de presidiario. El colectivo lleno. Mis poemas segregan ácido sulfúrico.
Mónica está levantada, sonríe, ha tendido la mesa e instalado un vaso con flores en el centro: ¡ella le ofrece un regalo a él! Pedro piensa soy un miserable, vengo con las manos vacías y la cabeza infectada de enlatados, un desastre de marido para semejante musa. Despertá, Pedro: fue una alucinación; Mónica sigue enferma, ¿te niegas a entenderlo? Esa noche no hace sonar la metralla de la Olivetti. Tampoco la siguiente ni la posterior. No tengo trabajo, dice ella, ni para traducir un aviso. Bueno, Mónica, te conviene un descanso, con lo de Trad es suficiente. A Mónica se le empañan las esmeraldas: Trad me ha declarado prescindible.



Mete el pie entre los zapatos, marca la tarjeta, se instala frente a la caja, empuja los frascos, el siguiente por favor, se nota agresivo, duro, malo. La pausa del mediodía: tengo que hacer una diligencia, corre a la calle, gente, semáforos, bocinas, dobla una vez, dobla otra vez, aprieta el timbre, la secretaria del doctor Nájera con anteojos y delantal, pero la sala de espera sin bebé que chilla y vomita. ¿Cómo sigue Mónica?, pregunta ella en tono neutro mientras le tiende la mano. Pedro le sostiene la mano, no le salen las palabras, jadea, mira con exaltación: mal. La mujer se asusta y el poeta le explica que no es la gripe, no, eso ya pasó, sino la injusticia, el absurdo, es la mejor traductora de Buenos Aires, una artista de la traducción, no lo dice él, lo ha dicho la empresa, la que no la quiso emplear por ser demasiado capaz, estamos todos locos (es un lugar común, pero vale), y no lo aflige el hecho de que no gane sino que se frustre como una musa desterrada; a lo mejor, ella insinúa, o por intermedio del doctor Nájera, una editorial importante o una empresa extranjera la quieran contratar; yo trabajo en un supermercado para mantener el cuerpo y escribo poemas para mantener mi libertad, no sé si estoy en el mundo, ¿comprende?, menos ahora que me exaspera la enfermedad de Mónica. La secretaria se conmueve y le ofrece una lista de laboratorios y profesionales que suelen necesitar traducciones, pero le advierte que quizá ya los visitó Mónica. No importa, iré lo mismo, ella no habrá subrayado sus méritos.
Irá enseguida a esta firma que queda cerca, masticará el sándwich corriendo por las calles, usará todos los mediodías y un ratito después del trabajo. A Mónica le dirá que llega tarde por causa del prebalance y, cuando le consiga el digno trabajo que merece, dirá que se lo ofrecieron espontáneamente. Proyectos, ilusiones, claro.
Ni los laboratorios que visita ni los profesionales que consulta necesitan sus servicios, aunque se trate de la mejor traductora de Occidente. Regresa de noche, alicaído y desesperado. Ella se esfuerza por recibirlo con imaginarios platos calientes, con vasos jubilosos de flores. Pero su carita demacrada... Los bolsillos de Pedro se llenan de versos envenenados, pero geniales.
Aplasta en su bolsillo esos versos envenenados y geniales mientras corre, corre, corre con Mónica dentro de su cabeza para curarla de la enfermedad que le produce la injusticia presintiendo que, si no logra éxito en breve plazo, ella morirá o él se volverá loco. Un paquete de manteca, dos litros de aceite, una lata de caballa, salchichas, aceitunas, queso de rallar, el siguiente por favor, el colectivo repleto. Mónica enferma, más amarilla, más febril, los laboratorios no necesitan traductores privados, leche, mermelada, polenta, el doctor Nájera tampoco necesita más traducciones. Dios mío, las brasas le queman el estómago y la cara, es una carrera para salvar a su musa porque sin ella no habrá Pedro ni poesía ni luz ni vida ni sentido de nada.
Y de pronto se detiene la calculadora, frena la hilera de compradores, se interrumpen los ruidos, se inmoviliza el supermercado, desaparecen las provisiones indigestas y el aire se va llenando con la intensa radiación de Mónica que desciende del espacio en una cuadriga resplandeciente. Su cabello negro flota como un ala. Y sus esmeraldas tan expresivas parpadean con ternura. En su mano transparente agita unos papeles, son noticias que dan vértigo, que revientan las arterias: ella consiguió el bendito trabajo, se lo consiguió sola, y se ha curado y a Pedro le editarán el tercer volumen de poesías. Tus poesías se leen, Pedro, se murmuran, se recitan, se copian, están cuadriculando el país como hilos de plata y de fuego.
Pedro mira el vacío y sonríe. Los carritos metálicos de la cola se impacientan. ¡Eh, qué le pasa! ¡Oiga, que yo no tengo tiempo! ¡Atiende o no, diga! Pedro sigue las evoluciones aéreas de la cuadriga parnasiana. Alguien avisa a un superior y éste llega pálido suponiendo que se trata de una epilepsia, pero no, encuentra a Pedro atendiendo nuevamente en forma normal, aceitunas, galletitas, chocolate, recibe dinero, entrega el vuelto, que pase el siguiente, arvejas, salchichas, su rostro está iluminado por una extraña sonrisa, es cierto, pero no justifica la alarma. ¿Le ocurre algo, Pedro? Pedro lo mira, su expresión exulta regocijo, se ve que le gusta el trabajo piensa el superior, se rasca la nuca, mira con desprecio al cadete que le llevó la catastrófica denuncia y regresa a su oficina.
Por fin termina la jornada, marca el reloj, cuelga el guardapolvo gris, empuja a la gente que se agolpa en la vereda, no se detiene ante el semáforo, no oye el silbato ni las voces ni el rumor bravío de la multitud y enfila directamente hacia la parada del colectivo, total ya no necesita mendigar trabajo para su querida Mónica, clava la punta del zapato entre los otros zapatos amontonados sobre el estribo, empuja con fuerza de león y se siente transportado por la fabulosa cuadriga. El viento azota sus cabellos y le frota rudamente la cara, es el viento de las alturas mitológicas, de la dorada trascendencia, de las visiones incomprensibles que gobiernan la creación.
Gira la llave e ingresa en la penumbra. Sobre la mesa luce una carta. Reconoce el membrete azul del ángulo inferior: es de la editorial. Rompe el sobre con nerviosismo y saca la hoja. Le ofrecen publicarle otro libro: sus poesías de amor y de veneno gozan de creciente demanda. Corre al dormitorio.
Su musa, también feliz, también transpirada —ya agónica—, realiza un gran esfuerzo para leer todos los renglones: con esto ha culminado su misión en la Tierra. Ha sido la inspiradora del libro que convertirá a Pedro en el mejor referente de esta época y lugar, y que mantendrá su resonancia por años, tal vez décadas. Mónica ha sido para él una mezcla potente de lodo y cielo, su pedestre realidad insoportable entretejida a un amor profundo le hizo brotar fantasías y palabras maravillosas; el nuevo y decisivo libro que ahora publicarán con entusiasmo le brinda a Mónica, por fin, una tranquilidad que ya no es de este mundo. Sus ojos vegetales quedan entonces fijos en el aire: contemplan la cuadriga plateada que ha venido en su busca para devolverla a los campos del Parnaso.






































1
S
i tuviera que dedicar esta historia, no encontraría mejor destinatario que el maestro Domenico Puccarelli, su protagonista. Lo encontré hace poco en la Sociedad Italiana de Río Cuarto por mera casualidad. El 19 de septiembre se celebró el primer centenario de la institución con un banquete y llegué tarde comprimiendo contra el pecho la pila de libros que acababa de recuperar (mis amigos los arrancan gozosos de mi biblioteca y olvidan devolverlos). Los dejé en el guardarropas vacío: el aliento precoz de la primavera hacía innecesarios tapados y sobretodos. Ingresé en el salón repleto de gente. Un miembro de la comisión de festejos me guió entre las sillas apretujadas y el regocijante barullo hasta un rincón que permanecía milagrosamente desocupado.
El excelente vino, la abundante comida y el desopilante show borraron de mi conciencia la hora, el día y también los libros. De manera que a la mañana siguiente —frisaban las once—, enojado por haber olvidado los libros y tener que perder más tiempo yendo a buscarlos, subí otra vez los peldaños breves que conducían a la puerta que vio pasar tantos invitados. El hall resplandecía tras la fregada matinal con agua y detergente. Un silencio profundo —compensación violenta de la algazara que había trepidado casi toda la noche— parecía brotar de los espejeantes mármoles que recubrían los muros, como si el edificio se hubiera transformado en un cenotafio. Me dirigí a la secretaría administrativa y acerqué mis nudillos al cristal. Dudé unos segundos antes de atreverme a quebrar la tersura del silencio. Oí mis golpes, cortos, bien timbrados. Nada. Giré el pomo y escruté la habitación tapizada de vitrinas. Sólo necesitaba que alguien abriera el guardarropas para poder llevarme los libros. Una puerta plegadiza de varios metros cerraba el acceso al salón principal. Quizá allí hubiera algún ser vivo. Accioné el picaporte y ¡estalló la música! ¿Había movido el botón de un aparato invisible? La escala cromática se desgranó veloz hacia los agudos y retornó con brillo parejo hacia los graves para bifurcarse luego y volver a reunirse en una iridiscente producción de sonidos.
Entré y vi que muy lejos, al final de la inmensa sala vacía, sobre la tarima donde funcionó la orquesta, un anciano en camisa se encorvaba sobre el teclado. No podía sospechar que ese hombre marchito y sucio era nada menos que el otrora famoso Domenico Puccarelli.
Los sonidos rodaban por la bruñida pista de mosaicos y se arremolinaban hacia el altísimo cielo raso ornado con molduras. En un rincón se amontonaban sillas, tablones y caballetes. Me acerqué con curiosidad.
El músico era alto y flaco; su calva lustrosa terminaba en una mata de pelos grises que se enredaban sobre la nuca. La piel arrugada, sobrante, vibraba como si la estuvieran golpeando por dentro. Usaba gruesos anteojos de miope. Se había arremangado hasta los codos y en sus zapatos se notaban manchas de cal.
Caminé evitando su mirada y me instalé, con las manos en los bolsillos, a escasos metros. Había empezado a ejecutar el Clave bien temperado de memoria. Tocaba con exactitud, como una máquina, destacando con absoluto dominio del contrapunto la voz primordial. Observé la humedad de sus axilas, el vello de sus antebrazos tendinosos. Al finalizar la tercera Fuga se quitó los pesados anteojos. Extrajo un pañuelo abollonado y se secó la cara.
Carraspeé.
—Disculpe, ¿hay alguien de la gerencia, o de maestranza?
Se sobresaltó. Calzó con apuro las gafas.
—No... sé —su voz delataba inseguridad, retracción, como si hubiera sido descubierto con las manos en el delito.
—Hace rato que inspecciono —dije—, todo está vacío. Aunque anoche hubo fiesta; no pueden desaparecer los porteros, o los que limpian.
—Sí, claro —guardó lentamente el pañuelo en su descolorido pantalón, como si fuese un arma.
—Por lo menos tuve el placer de escucharlo —dije para demostrarle que yo era inofensivo.
—Oh... ¡gracias!
—Ejecuta muy bien a Bach.
Contrajo las fláccidas mejillas con súbita vergüenza. Su nariz volvió a exudar gotitas entre los pelos que oscurecían el dorso. Necesitaba disculparse.
—No es para tanto.
—Supongo que alguien le abrió la puerta —yo necesitaba acceder a ese maldito guardarropas.
—¡Sí! —exclamó como si lo hubiera acusado de violar un domicilio—. Me abrió el portero. Tengo permiso, ¿sabe?; puedo tocar un par de horas, todos los días. Excepto los domingos.
—¿Dónde se ha metido el portero, entonces?
—¿Quién? —preguntó azorado.
—Bueno, no se preocupe —el músico debía de estar arteriosclerótico y se paró, como si de repente hubiera tomado conciencia de haberme faltado el respeto o algún absurdo por el estilo. Su larga osamenta habría sostenido un cuerpo más relleno: le colgaban flaccideces en las caderas, en la reseca papada. Sus pantalones eran demasiado anchos (además de descoloridos) y un extremo desflecado de la camisa le caía por afuera—. No se preocupe —insistí—, ya me arreglaré.
Movió la cabeza en signo de conformidad. O sumisión. Y retornó al taburete.
—Adiós, maestro —lo saludé caminando hacia la salida.
El pianista permaneció boquiabierto, las manos con pecas apoyadas sobre las rodillas, los anteojos resbalando por la ensilladura brillante de su nariz punteada de barros. Abandoné el salón. Entonces volvió a tocar, apretando el pedal de la sordina.
Vi al portero que venía a mi encuentro arreglándose la bragueta. Sacó un espeso manojo de llaves y realizó una ágil selección. En el guardarropas con olor a encierro encontré mis libros tal como los había dejado.
—Gracias.
—Por nada.
Los sonidos enhebraban una conmovedora tristeza de Schumann. Fruncí el ceño.
—¿Quién es?
—¿El pianista?
—Sí.
Encogió los hombros.
—Hace una semana que viene por unas horas; el presidente le dio una autorización.
—Pero... ¿quién es, cómo se llama?
—Pucante, o Pucanti, algo así.
2
Tardé un mes en descubrir que el tal Pucante era nada menos que el otrora célebre Domenico Puccarelli. Se lo había considerado uno de los mejores docentes de la interpretación pianística. Sus alumnos llegaron a formar una élite. Era necesario atravesar una verdadera carrera de obstáculos para acceder a sus lecciones. No es extraño que quienes no frecuentan los ambientes musicales tengan dificultad en comprender la gravitación y el magnetismo que puede llegar a ejercer un auténtico forjador de talentos. Yo estuve ligado a su influjo de manera indirecta, y su nombre no dejó de emocionarme a pesar del tiempo y las circunstancias. Hace más de veinticinco años que leí su Tratado de la moderna ejecución pianística (leer es un decir: mastiqué, subrayé, memoricé). Aún lo conservo, bastante ajado, con los signos de mi voracidad. Sigue siendo un libro deslumbrante. Es breve, de apenas 115 páginas. Lo escribió cediendo a las exigencias de los que —por falta de horas— no podían recibir su enseñanza personal. En un ambiente proclive a las mitificaciones y la charlatanería, la obra de Puccarelli sobresalía por su sobriedad, rigor y claridad. Confieso que debo a las transparentes enseñanzas de ese libro mi súbita comprensión de la literatura pianística y un notable mejoramiento de la ejecución. El texto revelaba sus condiciones de pedagogo y su generosidad asombrosa: regalaba los secretos de una técnica que los artistas de antaño guardaban con celo y que no transferían ni siquiera antes de hundirse en la tumba. Domenico Puccarelli, en cambio, los obsequiaba a cada alumno, los mostraba una y diez veces, los repetía hasta el agotamiento. Y cuando el alumno revelaba condiciones, se decía que el maestro recurría a sus facultades extrasensoriales permaneciendo en la cabeza del estudiante más allá de los límites de la lección, repitiéndole las normas del toque ligatissimo y las sutilezas del relevo de una mano por otra o el modo de atacar una sucesión de acordes y resolver los grupetos. Domenico Puccarelli absorbía al discípulo hasta metamorfosearlo en una voluntad concentrada en el objetivo de una interpretación impecable. Un siglo atrás se creía que el milagro del virtuosismo se producía merced a la intervención del demonio: el cadáver de Paganini tuvo que penar en humillante vagabundeo hasta que obtuvo la cristiana sepultura. Entonces no se lograban entender ciertos trucos de la técnica, la importancia de la relajación muscular y la concentración mental, ni el uso de las facultades parapsicológicas en la creación artística (tengo mis reservas con la parapsicología, pero en este caso no la puedo marginar).
El maestro enseñaba en su departamento de la calle Maipú. No tenía secretaria ni hacía publicidad. No otorgaba certificados. Se resistía a los reportajes. Cobraba poco y trabajaba mucho. No comercializaba su arte. Dividía la jornada en once horas, tres para él (tocar, estudiar, escribir) y el resto para sus alumnos. Con sus reducidos ingresos podía satisfacer a Sofía y educar a su hijo Eduardo, quien, lamentablemente, no revelaba inclinaciones musicales.
Recuerdo que hace veinticinco años, en un día de julio, realicé un fervoroso peregrinaje hasta el edificio gris, antiguo, de ocho pisos y balcones salientes, redondos, del profesor. Había leído su Tratado. En el cuarto piso enseñaba el dios. Asumí el tímido rol de un ignorado Schubert que se desesperaba por visitar a Beethoven, pero del que sólo alcanzó a percibir su sombra proyectada contra los vidrios. Me quedé una hora apoyado contra la pared de enfrente, soportando el frío, los brazos sobre el pecho y la cabeza levantada, fija en la ventana precisa, remotamente esperanzado en que se abriría, y la grandiosa cabeza de Puccarelli se asomaría al balcón. Algunos sonidos provenían de lejos, con excesiva liviandad. Era inútil solicitarle una entrevista, ni siquiera preguntarle sobre la posibilidad de obtener algunas lecciones. Sólo aceptaba el contacto postal. Circulaba el rumor de que para escoger a sus nuevos discípulos se basaba, más que en los antecedentes, en la escritura: era un grafólogo tan hábil que, cuando el candidato recibía la respuesta con la fecha para dar examen de ingreso, podía considerarse aprobado. Le escribí en dos oportunidades adjuntando la recomendación de mi maestro. Contestó con alguna tardanza, pero contestó. Sin haberme escuchado jamás, opinaba que aún no obtendría beneficio de sus lecciones particulares y aconsejaba que, mientras tanto, ejecutara más seguido ante el público e incrementara mis ejercicios de relajación.
Conocía una sola versión de su rostro, que solía aparecer en la cartulina brillante de algún programa de concierto ofrecido por sus alumnos. Toma de medio perfil, vestido con un frac que alquiló sólo para sacarse la foto (entre sus excentricidades figuraba el desprecio por la etiqueta). Lucía rasgos beethovenianos. Su nariz breve y ancha, su mentón también ancho, contrastaban con la frente alta, lunar, indicadora de una progresiva calvicie. Sus ojos de carbón encendido, no revelaban ternura, ni inspiración, ni alegría, ni optimismo, sino la dureza de la disciplina: eran diamantes que recortaban pianistas perfectos. Apenas salió a la venta su Tratado de la moderna ejecución pianística —que deglutí como un poseso— le escribí por tercera vez. Ya no contestó: sobrevino la declinación de su estrella.
3
Basta hacer un poco de memoria para recordar las fotografías de las tres familias en duelo, las desgarrantes declaraciones de su hijo Eduardo, los desvanecimientos de Sofía, su abnegada mujer. Los que nos interesamos por la vida musical del país quedamos doblemente trastornados: de una parte el derrumbe de Puccarelli y de la otra el espeluznante fin de la promisoria Marta Durán, su discípula.
Dos años antes Marta Durán había comenzado a recibir lecciones de perfeccionamiento. Hasta entonces sólo había tocado ante las mesas examinadoras de un modesto conservatorio de Villa María. Por sugerencia de una concertista que ofreció un recital en la ciudad le escribió de puño y letra, sin mayores esperanzas. En menos de quince días llegó la respuesta con la precisión de fecha y hora en que la recibiría el maestro. Las albricias se desparramaron por el centro, los barrios y hasta las chacras de los alrededores. Marta, que recién cumplía los diecinueve años y observaba una conducta retraída, casi insociable, viajó a Buenos Aires acompañada por su madre. Ocurrió lo previsto: Puccarelli había detectado su talento mediante la grafología y no necesitó oírla más de quince minutos para descolgar su pontifical veredicto.
Lo que pasó después se integró al collar de la vida y milagros que orla a cada artista. La comidilla, el chisme, el asombro, la envidia, la identificación. En un semanario de Villa María le publicaron a Marta Durán una foto con la cabeza inclinada hacia la derecha y el cabello rubio derramado sobre un hombro. “Joven valor local triunfa en Buenos Aires”, proclamaba el título. La nota describía la fina labor docente del maestro Puccarelli, enumeraba algunos pianistas de renombre que habían sido sus discípulos y destacaba el éxito que implicaba haber sido aceptada en el calificado cenáculo. “Trampolinizada hacia la gloria”, afirmó la nota del siguiente número, con detalles de la primera clase que el periodista hubo de arrancar con tirabuzón a la silenciosa “modosa y humilde” Marta.
Todos los jueves a las veintidós y treinta subía a un ómnibus de la empresa Chevallier y amanecía en la Capital Federal. Se alojaba en lo de su tía Betty —rentista y solterona—, que vivía en un departamento frente al Parque Centenario.
Desayunaba, recogía los libros de música y enfilaba hacia la calle Maipú. A las once menos diez llegaba al venerado edificio, penetraba en el ascensor antiguo asegurado con una malla de arabescos y apretaba el botón número cuatro. Sofía Puccarelli solía abrirle la puerta e indicarle un asiento de gastado terciopelo en la sala de espera dominada por el oro y la púrpura. De una alta puerta con visillos color crema, prolijamente burleteada, provenían sonidos apagados. La música solía interrumpirse de manera abrupta, como si un hacha la cortara sin respeto en cualquier tramo del compás. Luego se reanudaba repitiendo una cadencia o una sucesión de acordes o trémolos fuera de contexto, de una manera obstinada, neurotizante, como si fuera un disco rayado. Y otra vez el hacha, el silencio. Marta contemplaba los retratos de Busoni, Ravel, Bartók, Satie, Dvorak, Respighi, Paderewski, con dedicatorias a Domenico Puccarelli. Otra puerta se abría en forma violenta y pasaba, rumbo al ascensor, un joven espigado de tez aceitunada y ojos insolentes; su hijo Eduardo. Volvían a repetirse los fragmentos musicales. Y otra vez el hacha, la tensión del silencio. Una mesita redonda, alta, cubierta con un mantel amarillo de largos flecos sostenía una reproducción en yeso de Apolo. Se abría por fin la puerta grande. Once en punto. Sale un joven de largos cabellos negros y piel muy blanca, delgado, enfermizo. La saluda con un tímido movimiento de cabeza.
Marta levanta los libros y el bolso. El dios la espera. Se frota las suelas en el felpudo. La sala de clase no tiene alfombras que aspiren los sonidos; no tiene casi decorados; sólo un amplio ventanal herméticamente clausurado para evitar los ruidos de la calle. Dos pianos se enfrentan como brillantes lobos de mar. El maestro la mira con sus carbones encendidos, le tiende la mano, le pregunta si ha estudiado las lecciones, si ha realizado los ejercicios para fortalecer la memoria, y los ejercicios de concentración, y los ejercicios de relajación. La invita a sentarse en el taburete. Él se repantiga en su sillón de cuero bordó. Marta recuerda los pasos como en un ritual religioso: tranquilizarse, distenderse, ablandar todos los músculos (desde la frente hasta los tobillos) y fijar su atención en la imagen gráfico-musical de la obra que ejecutará primero. El maestro ha enfatizado que tiene paciencia y aguardará todo el tiempo que ella necesite. Pero una vez iniciada la música, le estará prohibido cometer errores. En el último tercio de la clase tocará los fragmentos vulnerables, tantas veces como requiera su cabal dominio. Marta se afloja concentrándose en cada porción de cuerpo, los ojos depositados con indiferencia en el encordado del instrumento. Su cabello de bronce se reproduce en el espejo de la tapa levantada. Sus dedos largos, sensibles, empiezan a acariciar el fresco marfil de las teclas. Gira lentamente la mirada a lo largo de la pared desnuda hasta el sillón bordó.
—¿Lista?... Bien. Adelante.
Esa noche, también a las veintidós y treinta, subía a otro ómnibus de la empresa Chevallier rumbo a Villa María. Al cabo de dos meses su madre dejó de acompañarla. Y al cabo de otros cuatro ya permanecía alternativamente una semana en Buenos Aires y otra en su casa. Desde que fue “trampolinizada hacia la gloria” había adelgazado en forma notable. Su enérgica tía Betty hizo aceitar los pedales del piano vertical que había pertenecido a la abuela y cambió varios martillos para elevar las cualidades del instrumento debido a las exigencias de Marta.
Tía Betty fue la primera en animarse a criticar algunas particularidades del método aplicado por Puccarelli. El maestro insistía tanto en la concentración, que la pobre Martita llegaba a quedarse abstraída durante horas, como una estatua, como el Apolo inmutable de la salita de espera. Y si no la arrancaba de su introversión, se salteaba las comidas como si tal cosa. Esto no es bueno, escribió a Villa María, pero su carta causó más disgusto que advertencia.
Domenico Puccarelli confió a un periodista que Marta Durán tenía asegurado un futuro descollante. Llegó a decir que sus interpretaciones no sólo eran ajustadas, sino insuperables; reflejaban un talento poderoso. Al año siguiente propuso dictarle dos horas por semana, distinción excepcional que certificaba sus condiciones. En Villa María se comentó el caso en la intendencia, el Rotary, los Leones, y se dispuso crear una beca para solventar sus gastos. A través de “Martita” Villa María lograría pronto resonancia mundial. Sus padres eran agasajados y mimados, incluso por el gerente del Banco Nación, que les había negado un crédito para pagar los estudios de su hija y ahora se frotaba las meninges para arbitrar alguna otra forma de ayuda.
Puccarelli sostenía que se debe estudiar poco tiempo cada vez, pero con gran concentración. Marta Durán, que había logrado un altísimo nivel, podía darse el gusto de estudiar más horas que las recomendables. Casi no hablaba; llegó a descuidar su arreglo. Pero se sentaba a tocar desde la mañana hasta la noche. ¡Pará, nena! —exclamaba su tía atontada por escalas y acordes—. ¡El piano está que hierve! Marta sólo escuchaba sus propios sonidos y la voz continua, ubicua, incansable, del maestro. El maestro se le metió en la sesera —escribió a Villa María—, hasta le habla cuando duerme. En una ocasión Marta fue trabada por un pasaje difícil; lo repitió como obsesa cincuenta o cien veces, primero lentamente, como pisando en puntas de pie, y luego con más velocidad. Betty permaneció tras ella, contemplando el milagro de la progresiva transmutación del fragmento engorroso en un torrente fulgurante. Marta ni se percató de la testigo. Tocaba de memoria —había fijado previamente la imagen gráfico-musical, como indicaba el maestro— y hablaba. Hablaba con dos tonos de voz, uno correspondía al suyo (tierno, sumiso) y el otro al maestro (firme, autoritario). Con esta última voz reprendió a su mano izquierda, que no desgranaba una escala de modo absolutamente parejo. Tía Betty ya tenía la enojosa sensación de que en su departamento no habitaban dos personas (ella y su sobrina), sino tres (Domenico Puccarelli). Más adelante su inquietud aumentó, al leer en una revista que el famoso profesor no sólo manejaba la grafología, sino que había realizado cursos de telepatía y telequinesia.
Debe de usar algún procedimiento fuera de lo común —conjeturó en otra carta—; así se explica que sus lecciones sean tan disputadas. Y yo lo estoy comprobando en Martita: desde el año pasado parece vivir en trance. No sé si se justifica tamaño sacrificio para llegar a la gloria.
Una comisión de notables de Villa María decidió organizar “el” concierto de Marta Durán, adelantándose a la serie de recitales que comenzaría a desarrollar cuando finalizara su mentado curso. Se sabía ya de ofrecimientos en el exterior y habían trascendido comentarios de algunos críticos. Consideraban que por ser hija de la ciudad era justo que desde allí arrancara su periplo. Elevaron la propuesta a las autoridades correspondientes obteniendo un eco desusado. Fueron entonces a conversar con los padres de Marta. Haremos una publicidad masiva —dijeron—, se cursarán invitaciones desde la Secretaría de Cultura de la Nación para abajo, asistirá el “tout” Villa María, sus alrededores, vendrán críticos y admiradores desde Rosario, Córdoba y Buenos Aires, inclusive el maestro Puccarelli (huésped de honor) y sus mejores alumnos. Los padres transpiraban de gozo. Y apenas recibieron a la nena en la estación de ómnibus le contaron la noticia. Marta, ojerosa por el viaje y el ritmo de estudio, se limitó a escuchar, colgó su ropa, acomodó las partituras, se quedó media hora ante el espejo y después manifestó que para obtener un buen ligado es preciso dejar correr los dedos muy próximos a las teclas y que ningún mordente sale bien cuando se lo ataca con una contracción del antebrazo. Parece embrujada —murmuró el padre—. La pobre se exige demasiado —lamentó su madre.
La comisión de notables aprovechó la transitoria presencia de la artista para “ofrecerle” el concierto y fueron ingresando de a uno en la casa de techos altos y ventanas con rejas. Ella los aguardaba en la sala de recibo. Todos la conocían desde que era chiquita así, uno recordó haberle comprado chocolatines cuando no quería entrar al jardín de infantes, otro aseguró que hace diez años pasó por la vereda y se quedó escuchándola a través de la ventana y después fue corriendo a decirle a su mujer que Martita sería una concertista internacional (¡hace diez años! —recalcó—). La madre sirvió café; no era necesario gastarse en presentaciones; tanto el padre Saldaño como el doctor López Plaza como el señor Fuentes son figuras de altísima reputación. Y amigos de la familia Durán. Martita es muy vergonzosa, ustedes la disculparán —la madre se retorcía el crucifijo—, sólo pierde la timidez ante el piano. Está más crecidita —dijo el doctor López Plaza—. Algo más delgada —observó el señor Fuentes—. Más espiritual —reflexionó el padre Saldaño—. Mucho viaje, muchas horas de trabajo, un poco más y finaliza el curso. ¡Y después vendrán las giras! —exclamó López Plaza—: ¡Londres, París, Nueva York! Pero con descansos —sonrió la madre—. Y bien, Martita —dijo el cura entrando en materia—, tu ciudad quiere homenajearte con la organización de un concierto en el teatro. ¡Será una fiesta del espíritu! —interfirió López Plaza—. Suponemos que estarás de acuerdo —prosiguió el cura—. ¡Lo damos por aceptado! —afirmó López Plaza levantando su brazo vigoroso.
Marta, con los ojos fijos en su café, susurró que el toque ligatissimo sobre una misma nota repetida se consigue dejando subir la tecla hasta unos tres cuartos de su altura para que la nota siga sonando y luego se la bajará nuevamente.
El doctor López Plaza enderezó su ancho tórax y se levantó para abrazar a la artista que lograba centrar el universo en su pasión. ¡Sublime! ¡Excelso! El cura, más suspicaz, entró a sospechar algo raro y lo confió a la oreja del señor Fuentes. Martita seguía hablando: es preciso convertir el cuerpo en pentagrama y concentrar todas las notas en él; el pentagrama tiene vida, entonces, y arde. López Plaza se entusiasmó con la metáfora: no sólo era una pianista sino una artista universal, como los verdaderos genios. El pentagrama arde y la música es perfecta —repitió Marta cuando se retiraron.
El doctor López Plaza se disgustó con la comisión de notables porque se negaron —primera vez en la vida que le negaban algo— a que pronunciara un discurso de presentación antes del concierto. Iba a ser uno de sus discursos más inspirados porque enlazaba el arte de la música con el de la poesía. En los conciertos internacionales no hay discursos —le explicaron reiterada e inútilmente—, en el programa se incluye una nota biográfica sobria, nada más. López Plaza transmitió su pesar a los padres de Martita, porque —dijo— en última instancia la que se perjudicará será ella; lo lamentaba tanto. Pero los padres ya no se interesaron por el concierto como en un principio, aunque la publicidad inundaba los diarios y las calles como una creciente. Martita estaba rara, era otra persona. Las cartas de Betty nos estuvieron advirtiendo —lloraba su madre— y nosotros las rompíamos diciendo que era una envidiosa histérica. Por apasionante que sea su vocación, no es lógico que a su edad se aísle del mundo, ni que escuche sólo la voz de su maestro como única voz humana. Parece lela. Será famosa, sí, pero no será tu hija, a tu hija no la encuentro, repetía Betty.
López Plaza dijo que la aleación de la música y la poesía era tan deflagrante como una bomba. Y se produjo la deflagración. Pero no por obra de su altisonante discurso, sino por la locura de Marta Durán. Ocurrió pocos días antes del concierto, los habitantes de Villa María aún lo deben recordar como un fogonazo. Las entradas vendidas, adhesión de autoridades, reservas completas en hoteles y pensiones, compromisos de periodistas y críticos musicales, espacios alusivos en radio y televisión. El acontecimiento de la década, o de la centuria. Marta Durán se hallaba en Buenos Aires, de donde llegaría acompañada por su ínclito maestro. Y se produjo la inverosímil deflagración, los titulares que quitan el aliento. Corridas. Comentarios. Conjeturas. Bronca. “Artista frustrada en el umbral de la gloria.” Ayer —la noticia se expandió como una tormenta—, al regresar de su clase, Marta Durán siguió refiriéndose a un fantástico pentagrama de fuego. Marta se encerró en el baño, roció sus ropas con querosén y se convirtió en hoguera. Ardió como un bonzo. Cuando su tía, con la ayuda de convulsionados vecinos, logró derribar la puerta, fue espantada por la visión de un enorme caracol carbonizado. Asistencia médica inútil. La llaga supurante aguantó diez horas.
En Villa María tuvo lugar el entierro, el más triste y enojado de toda una generación. Brotaron murmuraciones, acusaciones, sentimientos de rebelión. La carroza tapada de coronas atravesó las calles empapeladas con los afiches del concierto. El padre Saldaño ofició ante el panteón familiar y el doctor López Plaza pronunció su discurso, exento de música y poesía, lleno de rabia y desaliento.
4
Domenico Puccarelli fue interrogado, juzgado y hallado culpable. Al crimen de Marta Durán se añadió el de otros discípulos que también habían muerto en forma inexplicable. Varios testimonios —uno decisivo— determinaron la condena. Su ambición de incorporarse en la sensibilidad y la inteligencia de sus alumnos resultó trágica.
El período de cárcel lo alejó de la enseñanza. Enmudeció el cuarto de la calle Maipú. Fue retrayéndose la venta y exhibición de su Tratado. Sofía agotó los magros ahorros y finalmente tuvo que vender, llorando, uno de los suntuosos pianos. Su hijo, destrozado por el juicio, tumefacto de culpas, insomne, desapareció de Buenos Aires.
Guardé su Tratado en un rincón poco visible de mi biblioteca, influenciado por el clima de bochorno que anegó el predio musical. Sus enseñanzas no me abandonaron nunca. Pero yo abandoné a Domenico Puccarelli. Lo abandoné a su pringosa suerte sin averiguar mucho, sin hacer nada. Lo abandoné como sus discípulos personales que tenían tanta deuda de gratitud. No escribí una miserable carta de protesta, no propuse ni una simbólica movilización. Me limité a comentar —e indirectamente gozar, como cualquier chismoso— las anécdotas alucinantes que hiperbolizaban sus delitos. Y cuando al término de algunos meses ya no se habló más de él, me sentí feliz —privilegiada y egoístamente feliz— de poseer su valioso Tratado que la gazmoñería general fue marginando de las vidrieras y mesas de exhibición hasta dejarlo desaparecer entre los escombros.
Domenico Puccarelli caminó un sendero turbulento. La tragedia de Marta Durán —que le revolvería el cerebro y las vísceras durante lustros— fue el siniestro pórtico, no el fin. Fue la boca de un pozo infernal, no el pozo mismo. El encierro le cuarteó el alma. Decían sus guardianes que, merced a sus facultades telepáticas, se comunicaba con el exterior, escuchaba conciertos o influía sobre los ejecutantes. Pero en realidad construía sonidos e imágenes gráfico-musicales en las grietas de los muros.
Su calidad pedagógica fue desvalorizada. Los genios no se hacen —decían criticándolo—: él no convertía a un mediocre en un virtuoso, sino que buscaba al virtuoso, lo atraía a su lado y mejoraba algunos detalles de técnica interpretativa. Su gran habilidad fue crearse un halo mítico que agrandó con su método personal, su fingida modestia, la selección por carta, el uso de la grafología.
Marta Durán se suicidó para no salir de la música. Ella se consideró un pentagrama destinado a arder. Cada nota vive, cada nota quema como un cuchillo al rojo. La culpa de Puccarelli, se afirmó entonces, fue darle la imagen e impulsarle el delirio. La música es total —sostenía—, y se construye sobre el cuerpo. El cuerpo es como el pentagrama —decía a sus alumnos—: la cabeza y las cuatro extremidades forman cinco líneas que reciben y emiten los sonidos del universo. En los discípulos predispuestos prendía la semilla. Su riqueza mental los elevaba de las zarzas terrenales. Y podían convertirse en pentagramas latientes; llevaban la música adentro, en el sueño y la vigilia, en la casa y la lección. Puccarelli los estimulaba, entusiasmado, divertido. Exageración de la exigencia. Útil en los normales, peligroso en los fronterizos. Pero él no rechazaba a los fronterizos, los prefería. El arte avanza entre la razón y la locura. Marta roció su cuerpo (su pentagrama), aguardando con felicidad que se desencadenara la música más luminosa. Por sus brazos y sus piernas y su excitada cabeza corrieron las notas de la maravilla como triangulitos blancos, celestes, anaranjados, transformándose en una refulgente orquesta cuya vibración se dilató al confín de la galaxia.
El maestro sufrió la rémora del tiempo —lento como las edades geológicas—. La ingratitud. El olvido. En la lobreguez de su desdicha solía resucitar el pelo largo de la muchacha, que de pronto estallaba en antorcha. Y el proceso alucinante, y las acusaciones absurdas, y los otros dos discípulos muertos en un accidente que no se aceptaba como accidente. Villa María en armas. La ciénaga donde cada alegato era como un nuevo lastre que lo hundía más.
Su nombre y su obra se evaporaron.
Desde la alta claraboya descendían hasta su catre cinco alambres fosforescentes. Y por ellos correteaban infinidad de triangulitos livianos, idénticos a gnomos. Brincaban, se cruzaban, rodaban en cabriolas, mezclaban sus colores, se ponían en fila para hacer una reverencia, armaban impromptus y sonatas. Fueron su única, ardiente compañía.
5
Un mes más tarde regresé con sigilo al vasto salón de la Sociedad Italiana. Domenico Puccarelli, el otrora disputado maestro de los virtuosos, estaba por fin a mi alcance. Un cuarto de siglo antes había ansiando verle la cara, y ahora lo tenía de cuerpo entero para mí solo. Podía ser un espejismo; yo había venido en busca de libros olvidados, me dijeron que se llamaba Pucante o Pucanti y unas semanas después había vuelto sacudido por el descubrimiento de su identidad. Mis devaneos juveniles (aún vivos) y las culpas por mi desidia (aún enérgicas) se acordonaron. Sentí la emoción de un niño, como si me fuera dado el privilegio de ver corporizado a un héroe de leyenda.
En el lejano fondo, escudado por sus gafas redondas, extraía chorros de cromatismos. Estaba igual que un mes atrás: sucio, tembloroso, la camisa arremangada, los zapatos abiertos y sin lustrar, los pantalones embolsados. La música anestesiaba sus heridas, las heridas que lo habían convertido en un pobre diablo.
Sentí mucha lástima. Lástima que llegaba al miedo. Paró de golpe y me miró con ojos extraviados por encima de las grotescas gafas que insistían en resbalar por la nariz. El mentón ancho, la frente lunar extendida en lustrosa calvicie, los dedos largos llenos de pecas. Trepé a la tarima. Me nublaba el enternecimiento. Quería palmear su hombro, tocar su mano, confirmar la presencia de quien podía ser un fantasma. Se estremeció, como si lo asustara la perspectiva de reingresar en la malla cruel de los afectos.
—Maestro: usted me enseñó a producir un arpegio regular, una escala perlada, un buen ligado con notas repetidas. Lo leí en su Tratado, el mejor de cuantos conocí en mi vida.
Abrió la boca desdentada. Aumentó su bochorno. No supo qué contestar.
Me conformé con permanecer a su lado, en silencio. Puccarelli también quedó inmóvil, mirando las teclas, respirando con dificultad. Tenía los hombros flacos, la piel del cuello formaba pliegues oscuros. De su camisa transpirada subía un olor a viejo y a humillación.
En el alto techo resplandecían las molduras barrocas. Era un cenotafio donde ya moraba el cadáver. El olvidado cadáver. Me dominaban ganas de abrazarlo, de arrastrarlo hacia la luz, el parque, las flores, de presentarlo a la prensa, de acometer su rehabilitación. Pero él adhería las huesudas manos a sus rodillas y se negaba a salir, hablar, tocar. Cabizbajo, indefenso, resignado, tan sólo reclamaba quedarse solo.
Descendí de la tarima y fui retrocediendo hacia la calle. Lo miré segundo a segundo, aprehendía su imagen como antaño había aprehendido sus enseñanzas. Traspuse la puerta corrediza, vencido por una creciente amargura. Al menos, respetaba su voluntad, me dije.
El portero sacó su manojo de llaves, dispuesto a brindarme algún otro servicio. Pero yo crucé reverencialmente mis labios con el índice porque el aire del mundo se llenaba otra vez de sonidos maravillosos: escuche, dije, ha vuelto a tocar.



















D
ecidí visitar la residencia abandonada donde se produjeron esas uniones fantásticas. Era el conmovedor testimonio de la historia que acababan de referirme. Crucé el viejo puente sobre el Río Cuarto y avancé por una de las calles que se alejan de la Plaza San Martín. En efecto, sobre una modesta loma existía aún la mansión abandonada quince años atrás. Era el ilusorio, increíble templo.
No la había advertido antes, como si hubiese podido mantener durante tantos años una necesaria invisibilidad. Traspuse la verja de hierro y el breve jardín usurpado por una vegetación belicosa. Las paredes aún conservaban el tizne del incendio final. Algunas celosías colgaban como párpados quemados, dejando al desnudo ventanas rotas. Y en lo alto de la casa se erguía la torre hosca y alucinante, injertada como un dedo ciclópeo que apuntaba hacia las nubes.
Cuando Eduardo Gatti la mandó construir nadie conocía su avasallante pasión por las relaciones entre seres divinos y mujeres mortales. Sus estudios habían empezado como una excentricidad: acumulaba tratados, amuletos y leyendas. Paulatinamente sus conversaciones fueron centrándose en esta obsesión. Obsesión que pronto generó la idea de la torre y explica su destino singular.
La construcción del adefesio coincidió con el primer embarazo de su mujer. Algunos la interpretaron como el cumplimiento de una promesa, porque Isabel era muy devota. Durante varios años habían aguardado con ansiedad la fructificación del matrimonio. Consultaron a especialistas en esterilidad y también a gente piadosa. Y cuando ella por fin concibió, fue como si se hubiera roto un maleficio: al primer hijo siguieron otros cuatro, sencilla y regularmente.
Pero desde entonces Eduardo se aisló en laberintos mitológicos, como si necesitara evadirse de la lisura y simplicidad de la pampa. Su padre, el viejo Vicente Gatti, proveía dinero para todos; decían que, a su manera, también había establecido buenas relaciones con el cielo y obtuvo a cambio reales ventajas: buen sol y oportunas lluvias para cosechas y haciendas. El mundo sobrenatural protegió a su familia de los conflictos derivados de la lucha por la vida que debían enfrentar otros inmigrantes también llegados del Piamonte. Eduardo podía dedicarse a los dioses y a su desopilante torre, Isabel a la caridad y el afortunado patriarca Vicente a jugar con los nietos.
La torre caracterizó desde entonces la residencia.
—En Babilonia existía una parecida —explicaba Eduardo—, en cuya cúspide funcionaba un templo. Allí estaba prohibida cualquier decoración: solamente se habían instalado un lecho nupcial y una mesita labrada con materiales preciosos. No podía ingresar persona o imagen alguna. Únicamente vivía en ese templo una mujer, escogida entre las mujeres más hermosas de Caldea. Durante la noche llegaba el Baal y dormía con la joven. Los sacerdotes vigilaban el ingreso al templo para que la consorte del dios no fuera mancillada por ningún mortal.
Ascendí con inocultable temor a la torre que Eduardo había mandado erigir y que gustaba comparar con aquel templo de Babilonia. La escalinata estaba derruida; sus peldaños carbonizados emitieron sonidos quejumbrosos ante el contacto de mis suelas. Avancé con los ojos muy abiertos y las orejas encendidas. Una espesa tela de araña sustituía la puerta que había devorado el fuego. Descorrí ese tul etéreo y pegajoso e ingresé. La misteriosa torre era un pequeño cuarto, un mirador totalmente vacío, como el de Babilonia. Por los cuatro ventanales entraban listas de luz amarilla. Me detuve en el centro evocando a Baal e imaginando la actitud de su consorte, que debía de haber sido Isabel. Las ventanas acotaban trozos de Río Cuarto. Más lejos se divisaba el tensado horizonte sobre el que se estaba produciendo un abrazo del cielo y la tierra. Y me estremeció imaginarlo como la proyección gigantesca del otro abrazo —carnal— que solía consumarse en las torres mitológicas.
Eduardo había nacido con una malformación de la vena porta. Lo habían operado en su juventud, reoperado a los treinta años, y otra vez a los cuarenta y uno. Un día trajeron al sanatorio a los niños, que miraron con terror los cables de sueros y aparatos, a su padre inmóvil sobre la alta cama. Isabel los acercó al lecho, casi empujándolos. Eduardo levantó un párpado, suspiró y, finalmente, les regaló una sonrisa forzada. El viejo Gatti, aparentemente vencido por la escena, se marchó desencajado.
—Nos cruzamos con Don Vicente en el vestíbulo —informó Ignacio, un cura muy amigo de la familia.
El padre Ignacio, cuya parroquia se encontraba en una población vecina, había desplegado sus mejores recursos para aportarles consuelo. Antes solía pasar varios días por mes en la residencia, comiendo, pernoctando, jugando con los niños y hasta los acompañaba a las reuniones sociales. Ahora reclamaba la ayuda divina y urgía la eficacia terrestre. Pero no conseguía gravitar sobre el enfermo: sus palabras católicas eran torcidas por Eduardo hacia veredas paganas.
Eduardo lo había incorporado a su mundo mitológico: para él no era un simple sacerdote de Cristo, sino de dioses más próximos y eficaces. Cuando una vez el cura pretendió ejemplificar la ayuda celestial con la bíblica huida a Egipto, el moribundo evocó otro Egipto.
—En Tebas —balbuceó— el dios Ammón tenía una consorte en su templo destinada a satisfacerlo, y a esta consorte los sacerdotes debían proteger. Pero a veces Ammón solía adoptar el aspecto del faraón reinante y la esposa del dios, en este caso, era la misma reina. Los hijos que engendraba la reina, entonces, pertenecían en verdad a Ammón por la carne y al rey —cuyo aspecto había adoptado— por la legislación; todavía se conservan pinturas eróticas sobre Ammón y su elegida, a veces la consorte del templo, a veces la reina.
El padre Ignacio lo escuchaba con respeto pero se ponía muy incómodo; impartía una bendición y se alejaba perturbado.
El médico sospechó que Eduardo Gatti, mortificado por su crónica enfermedad, se fue identificando con los personajes de mitos eróticos; que arrastraba a su mujer hacia la extravagante torre cada vez que deseaba poseerla. —Pero ya no podrá repetir la experiencia —murmuraba con lástima— La palidez creciente de su piel, acrecentada por la última hemorragia, enrarecía su rostro, lo convertía en un indescifrable jeroglífico. Su frente calcárea, verdadero escudo de mármol, seguía ocultando con empecinamiento las razones de su alienación. Y tal vez el presentimiento de su fin.



Descendí lentamente de la torre abandonada. El fuego que años después había abrasado a la mansión dejó señales siniestras. La tragedia se desencadenó cuando el hijo mayor de los cinco que tuvo Isabel, un muchacho que llevaba demasiados años de inocencia y tan sólo una semana de lúcido martirio, decidió purificar la casa tras ser cortajeado por el horrible descubrimiento. Había escuchado a su propio padre enfermo contar la última versión sobre el sentido de la torre:
—En las islas Maldivas —repetía Eduardo—, cuando aún eran paganas, solía aparecer un djin. Lo hacía regularmente, encarnado en un barco vacío con las lámparas encendidas. Los nativos, asustados por los daños atroces que amenazaba consumar, engalanaban a una doncella y la conducían a un templo en forma de torre cuyas ventanas se abrían hacia el mar. Cada vez que el djin retornaba de las profundidades oceánicas encarnado en un barco vacío, debían repetir la ofrenda. Hasta que un piadoso beréber, recitando el Corán, expulsó al djin.
El muchacho, luego de que las hemorragias agotaron a Eduardo, comprobó que a la torre no subía su padre sino Baal, Ammón o un djin. Que la mujer —mortal consorte del dios— era su madre, ciertamente, la devota Isabel, pero que el dios mismo nunca era su padre. Y un rayo le partió la cabeza para hacerle entender que él mismo pertenecía —como en el mito egipcio— al dios Ammón por la carne y a Eduardo Gatti sólo por la legislación. Y como tenía ideas heréticas acerca de los seres divinos, reclamó el favor de la noche y recitó una plegaria profana, recordando al piadoso beréber. Desconoció los contratos celestes que a su abuelo le reportaron magníficas cosechas, quebró un hormigón de enseñanzas caritativas, unió reveladores mitos a su perplejidad. El combustible y un fósforo explotaron en infierno.
Cuando las llamas rodearon la casa, el abuelo inconsolable rezó por Eduardo finalmente muerto, por Isabel paralizada, por sus nietos despavoridos, por el silencio que deberían guardar los vecinos acerca de la locura que durante veinte años había dominado el interior de esa residencia. El viejo patriarca sabía de la impotencia que afectaba a su hijo y del silencio que hubo de guardar para que hubiera descendencia y la necesaria buena reputación. También sabía de los niños que no le pertenecían sino al dios. El dios encarnado que se llamaba Ammón, Baal o djin, y que venia a la torre por horas o por días bajo el nombre de padre Ignacio.















L
o odiaban por distraído. Su misma familia, que durante años se esmeró en ocultar el defecto, acabó rindiéndose a la grotesca evidencia. Sebastián era un distraído impenitente, patente, sorprendente. Incluso vidente. Escuché discusiones sobre el desequilibrio que existiría entre su laxa conexión con el mundo inmediato (que produce risas e iras, especialmente iras) y su vínculo con otras dimensiones.
El apodo menos hiriente que le estamparon fue “arrogante”. No oye ni ve lo que no le gusta —afirmaban—; y se desplaza por la ciudad como si todo aquello que lo rodea fuera su dominio. Cuando por fin —¡oh sorpresa!— te dirige la palabra, comprendes que de toda la saliva gastada en contarle cosas no le ha llegado una sílaba. Los vocablos que más usa en una conversación terminan por irritar al más paciente: ¿cómo?, ¿eh?, ¿qué?
Sin embargo, Sebastián no es arrogante ni agresivo. Es dulce. Generoso. Tiene el rostro apacible. ¡Cómo no lo va a tener! —rugen sus depredadores—: vive en la luna y se desentiende del mundo, de su familia y hasta de sí mismo. Pero no es así —tartamudean sus defensores escasos—, le gusta ayudar, aunque... —se desinflan y reconocen con tristeza— su ayuda no sirve de mucho porque llega tarde o confunde el objetivo. Entonces —sonríen triunfalmente los depredadores—, la única coherencia de Sebastián es que tanto lo bueno como lo malo le salen siempre mal.
Los entendidos sostienen que sufre una curiosa malformación anatómica, producto de un caos cromosómico que recién después de muerto podrían verificar. Sus órganos de los sentidos están cruzados: con la vista oye, con los oídos ve, con el gusto toca y con el olfato siente. Así se explicarían la obstinada confusión que lo distingue (denigra) y muchas de sus contradictorias excusas. Si alguien lo sorprende porque no escuchó una orden, se estremece y exclama no vi... perdón, escuché. Y si lo insultan porque volteó una bandeja llena de cristales, se conduele y dice no escuché... perdón, vi. Algunos llegan a pensar que el entrecruzamiento monstruoso no se limita a los órganos sensoriales, sino a su sueño y vigilia: se conduce igual que en el absurdo onírico y, en compensación, posiblemente sueña con la lógica de los despiertos.
No me extenderé en los delirios que provoca la distracción de Sebastián porque es más interesante conocerlo personalmente. Así pensé y me propuse. Pero estoy desolado, ya es demasiado tarde: acaba de vivir la última peripecia.
Que tu padre está mal, le gritaban y repetían a su oreja sorda hasta que, tras varios minutos de seráfico vuelo por otros planetas, Sebastián parpadeó. Que tu padre está en coma, pedazo de lagartija. Sebastián lanzó entonces sus ineludibles vocablos ¿cómo?, ¿eh?, ¿qué?, dispuesto a enterarse de algo que naturalmente ya sabía por alguno de los cables que atraviesan su desordenado cerebro. Se puso de pie con la intención de hacer algo, dijo papá, miró a los que lo rodeaban y volvió a sentarse. ¡Se fue!, suspiraron los vecinos, se fue a la estratosfera. ¡Pero en qué estás pensando, zanahoria, mientras se muere tu padre! ¿Cómo?, ¿eh?, parpadeó de nuevo, se paró otra vez y fue al dormitorio de la agonía. Antes de entrar se desvió hacia el baño. Cuando salió —necesidad satisfecha, ropa arreglada, tiempo transcurrido— retornó al sofá. Le corrían lágrimas por las mejillas apacibles. Lágrimas y paz, una contradicción insoportable para los vecinos: debería abatir el rostro, mostrarse más compungido. Y, seguros del espíritu diabólico que intoxicaba su sangre, lo arrancaron de la inoportuna comodidad y arrojaron junto al lecho mortuorio, casi sobre el mismo muerto que apestaba a quemaduras.
El pobre Sebastián, poco después, enfundado en un traje serio y una corbata seria pero con el nudo corrido, recibió el saludo de los que asistían al velatorio. Ignoró la mayor parte del tiempo a quién daba la mano, por qué le palmeaban el hombro y alguna mujer le hundía la cabeza en el pecho para ponerse a sollozar. El escándalo sobrevino cuando la caravana llegó al cementerio y comprobaron que Sebastián había desaparecido. Lo buscaron por entre los panteones, a lo largo de esas callecitas lóbregas que conforman la ciudad de los muertos, y concluyeron que había huido. Que cómo puede ser, que parece un niño, que es una injuria al finado, que yo le rompería los huesos, que yo lo pondría en el cajón. En fin, terminaron la ceremonia sin él y después se enteraron de que en lugar de entrar en el cementerio, parece que revivió el accidente que había sufrido su padre una semana atrás; percibió el incendio con sus receptores cruzados y empezó a caminar ansioso para ayudar (como era su costumbre), hacer algo (aunque jamás sirviera), buscar agua, arrojarle una lona, encontrar una manguera, mientras sus ojos sangraban y sus manos crepitaban impotencia.
Apenas su oído vio una comisaría que por su tacto olía a cuartel de bomberos empezó a correr y entró al grito de ¡fuego, fuego!, mientras lo seguía el guardia que no alcanzó a detenerlo y bramaba ¡alto o hago fuego!, de modo que peloteaban la temible y amenazante palabra fuego que duplicaba el horror de Sebastián y el pánico de los presentes, revólveres acusatorios y tiros al aire, hasta que consiguieron inmovilizarlo. Sin sospechar por supuesto de su inocencia y que los únicos sonidos que emitiría para explicar su inopinada alteración del orden serían ¿cómo?, ¿eh?, ¿qué?, lo cual le valió un duro castigo, que se hizo más duro cuando en un lampo de conexión con la pedestre realidad dijo que se perdió a la entrada del cementerio, donde ahora estaban enterrando a su padre. Un oficial impaciente amenazó con enterrarle de verdad un culatazo en la cabeza. Y lo metieron en el calabozo.
Insisto en que Sebastián, contrariamente a la afirmación de sus depredadores, es un hombre tierno. Y por eso salió de la cárcel sin proponérselo, sin influencias galonadas, sin hipócrita careta, sin plan ni astucia. Dialogaba, simplemente, con su cortejo de buenos fantasmas que le susurraban a los ojos la dinámica de los logaritmos que nunca pudo aprender en el colegio porque demandaban concentración.
Es así como a las preguntas de los guardias contestó con respuestas matemáticas que algunos consideraron la expresión de su extraño poder, entre fascinante y maligno, que lo mantiene ligado a una dimensión extraña y lo preserva de los peligros que ya hubieran terminado con él mucho antes. Sin provocar sospechas porque nada malo cruzaba por sus sentidos, atravesó un corredor penumbroso, dos habitaciones fluorescentes, entró en el descascarado salón de acceso, rozó la manga del centinela, miró con su oreja las preguntas que en ese momento le formulaba una señora y se encaminó a su casa, a la que llegó con la habitual tardanza que imponen sus desvíos. No supo explicar a su desconsolada madre cómo lo encerraron, ni cómo salió, dónde estuvo, ni qué haría.
Fue, sí, su última peripecia.
Mi propósito de verlo quedó frustrado, como dije. Ahora me consuelan narrándome sus tribulaciones previas que abarcan un ancho espectro de la comicidad (y yo encuentro trágicas). Lo descubrieron tapándose las orejas ante una vidriera porque las ropas exigían que “escuchara” sus colores. En un embotellamiento del tránsito, cuando las bocinas se desataban en tropel, cerró los ojos para no “ver” tan histérico ruido. Y habrá sido de esa forma, tapándose las orejas ante las luces y cerrando los ojos ante los sonidos que terminó abruptamente su vida: el automóvil que lo atropelló pareció seguirlo por la calle como si fuera un misil teledirigido que zigzaguea hasta dar exactamente en el blanco.
Es fácil ahora pintarlo como loco, disperso o abúlico. También es fácil etiquetarlo de monstruo, o una especie de monstruo, o un criptomonstruo, pero monstruo al fin. Como era de prever, no le iba a ser perdonada una prolija autopsia. Dicen que Nerón quiso ver la matriz de su madre para descubrir vaya uno a saber qué maravilloso secreto; ahora varios especialistas se afanaron en escudriñar el cerebro y los nervios sensoriales de Sebastián con el mismo fin: enterarse del maravilloso secreto que le permitió vivir y deambular con los cables cruzados. Pero las expectativas de encontrar las malformaciones que todo lo explicasen y, además, rubricaran su estatuto de anormal, se frustraron de modo rotundo. Su anatomía era idéntica a la de cualquier humano. Qué importan ahora su ternura y su discutible simpatía —insisten— si con sus rasgos disonantes ofendía la perfección de nuestros sentidos, si su distracción empecinada causaba miedo a nuestra frágil y neurótica relojería social.


























SIETE VARIACIONES
SOBRE EL TEMA DE JONÁS




































Yahvé lanzó un fuerte viento y hubo
gran tempestad sobre el mar, al punto de que
la nave amenazaba romperse.
Los marineros tuvieron miedo...
Y tomaron a Jonás y lo arrojaron al mar.

JONÁS I, 4-5, 15
B
ajo el chorro de luz en el que flotan partículas amarillas, Mercedes acomoda el block de papel carta. Escribe nuevamente a su amiga de Barcelona. Anota la fecha. El encabezamiento: “Querida Beatriz”. Pasa sus dedos por la frente para ayudarse a seleccionar pensamientos. Duda si excusarse por la demora (las excusas postales siempre suenan a falso) o entrar de lleno en la peripecia alucinante de los últimos dos meses. Por el remitente, Beatriz advertirá el brusco cambio de domicilio. Se frota los ojos arruinándose el resto de maquillaje. Y recuerda.
Cuando ella, Mercedes, se casó con Horacio —hace tres años—, se ubicaron en un departamento próximo a Plaza Irlanda. Cuarto piso, dos dormitorios (uno servía de estudio) y un living bastante luminoso. El sobrio edificio tenía una década, y todos sus habitantes —excepto la familia del rotisero Luppi— lo ocupaban desde su inauguración. En contraste con los buenos interiores, la entrada principal se conservaba aún hoy fría e inhóspita; los propietarios coincidían en la necesidad de hermosearla, pero cuando en las vibrantes asambleas de consorcio se insinuaba una decisión, la mayoría optaba por dejar las cosas como estaban.
Luppi, a los pocos meses de su mudanza, tuvo el gesto audaz y generoso de instalar en la abandonada entrada un cacto que sobraba en su balcón... para insuflar algo de verde, algo de presencia, algo de alegría, dijo. Es un vegetal noble —publicitó con su grandilocuencia infectada de lugares comunes—: aguanta la soledad, ¿vio?, la falta de riego, el maltrato, digamos. Pero esta oblicua crítica fue recibida por Martín, el encargado, como un ataque; aunque su desidia era proverbial, no iba a permitir que lo provocase un recién llegado como Luppi. Manejando la simpatía de unos y la antipatía de otros, Martín consiguió erizar a la emperifollada y erótica señora Leonor, volcánica habitante del octavo, que increpó duramente a Luppi por “arruinar” la entrada con esa monstruosidad llena de alfileres. El pobre rotisero tuvo que resignarse —tragando maldiciones— a empujar el cacto al primitivo ángulo de su balcón, ayudado por Javier, su hijo epiléptico.
Mercedes recuerda que entonces también le había escrito a Beatriz sobre la enfermedad de Javier, algo asombrada por esa extraña mezcla de morbosidad con la que se la pretendía vincular. En efecto, murmuraban el encargado Martín y la lujuriosa Leonor que los ataques no se suprimían con comprimidos, sino con frecuentes relaciones sexuales (prescripción de un neurólogo coreano y para las que su padre debía gastar una buena suma). Javier tenía unos veinte años, lo eximieron del servicio militar, no se le conocía novia ni amigos, al principio parecía educado y hasta seductor, pero se tornaba pegajoso en cuanto le daban confianza. Como nunca lo vieron con un ataque, la pícara Leonor conjeturaba que le pusieron el letrerito de epilepsia para disimular, pero que en realidad debía tratarse de otra cosa, otra cosa peor, por supuesto. Ella aprovechaba sus encuentros con el joven —en la vereda, el ascensor— para hacerle preguntas y pedirle algunos servicios, por ejemplo llevarle la bolsa o ir a pagarle la factura del gas. O quedarse un rato en su departamento.
Leonor le resultó muy pintoresca a Mercedes y sobre ella escribió varios párrafos a Beatriz: siempre estaba cansada y protestaba por el calor, el frío, la humedad, la gente, el transporte, los comerciantes y, desde luego, el idiota de su marido. Nunca dejaba de subirse los pechos y repintar los labios. Es bueno don Víctor —replicaba el epiléptico Javier—, porque don Víctor era efectivamente bueno y porque la señora Leonor se quejaba de él pero no soportaba que otro lo denigrase. Doña Leonor lucía brillante y rellenita; amaba y odiaba con rapidez pasmosa, de manera que nadie podía estar seguro de su cariño ni debía tomarse en serio su hostilidad. En el subibaja de sus afectos predominaba, sin embargo, un firme desdén cuando apuntaba al gordo Francisco Villalba, del tercero, a quien consideraba un repugnante viejo verde porque la quiso tocar en el ascensor y, no conforme con eso, propuso llevarle la bolsa de comestibles hasta el octavo y siempre, a pesar de su edad y su grasa, andaba mirando mujeres y haciendo sufrir a la propia (aunque seguramente la propia ni sufría ni se enteraba: es un zoquete con peluca).
El habitante más extraño del edificio —aquí coinciden todos los consorcistas, incluso Mercedes, Leonor y el gordo Villalba— era Funes, a quien apodaban “el silencioso”. Apenas saludaba. Caminaba mirando el piso. Vestía siempre de riguroso traje y corbata, como si nunca se modificaran las condiciones de la oficina donde estaba encerrado toda la semana. El único elemento atractivo era una vieja pipa gris que chupaba incesantemente pero pocas veces llenaba de tabaco. Su cabello adherido al cráneo relucía como piel de foca. Nadie había podido verle nunca el color de los ojos porque no levantaba los párpados. Evitaba las conversaciones y apenas cambiaba una opinión cuando se sentía acorralado. En las asambleas de consorcio se limitaba a votar, generalmente por la negativa. Vivía en el sexto piso, contrafrente. Su aislamiento era lamentado por unos (qué vida más triste) y elogiado por otros, especialmente Leonor (se ahorra los mil problemas que yo me hago por los demás).
Este pequeño universo fue transmitido fragmentariamente por Mercedes en las cartas que enviaba a su amiga Beatriz, antes de la catastrófica tempestad. Le contó que iba con Horacio a las asambleas de consorcio porque no eran demasiado largas y quería apuntalar ciertas iniciativas, en particular esa serie de refacciones que se venían discutiendo por necesarias pero no se implementaban por costosas. De pie en la desolada tierra de nadie que era el largo hall de entrada, los consorcistas charlaban en desorden hasta que Roque Rodríguez, el experimentado administrador, abría con parsimonia su carpeta y daba comienzo al orden del día. La conducta de los principales protagonistas era siempre igual: doña Leonor miraba el techo o la calle o al “ojo alegre” de Francisco Villalba —siempre sonriente y pulcro a pesar de su agresiva obesidad—, que a su vez miraba cuanta pierna de mujer estuviese a su alcance; el rotisero Luppi se apoyaba contra la pared concentrándose en el informe como si estuviera en la ópera a la que decía amar, aunque nunca podía concurrir; Funes —el silencioso— estudiaba las baldosas y de cuando en cuando movía la cabeza expresando no, no.
En diez renglones le contó Mercedes a Beatriz el excepcional y terrorífico desenlace de una asamblea. Era la primera vez que veía transformarse una inocente reunión de consorcistas en campo de guerra. No sospechaba Mercedes que ese campo de guerra prefiguraba otro, más alucinante, y que los tendría a ella y a Horacio como protagonistas. En efecto, Mercedes consideraba a sus vecinos seres adultos y razonables a pesar de las murmuraciones, las ironías y la encubierta hostilidad. Pero no capaces de bordear la agresión física. Los tambores empezaron a repicar con elípticas acusaciones al atildado administrador Rodríguez. La rabia era tan intensa que ya tenía poca vinculación con los problemas del edificio. Sólo cabía echar a Rodríguez o trozarlo como a un pollo. Pero Roque Rodríguez, con suficientes cicatrices de otras luchas, calmosamente aguardó que se produjese un claro en la tormenta para desviar los cañones contra los “verdaderos” responsables de tanta calamidad —que no estaban en la reunión para oponérsele—: proveedores, comerciantes, la Municipalidad, la compañía eléctrica. Como no lograba persuadirlos y como seguían acusándolo de usar mal los fondos, cedió a la tentación de un contraataque (y aquí le falló la experiencia); denunció, fuera de sí, que un miembro del consorcio había abusado de sus atribuciones trayendo artículos más baratos que resultaron un desastre. No quería dar nombres.
Dé nombres, lo desafiaron. No puedo, empezó a transpirar. Si no habla claro, miente, sentenció el gordo Villalba. Roque Rodríguez advirtió que a pesar de sus años en estas lides se había enredado como un principiante; levantaba un pie para sacarlo del pozo y se hundía más. Que nombre para acá y nombre para allá, tuvo que pronunciar con súbita ronquera a don Víctor, marido de la señora Leonor —agregó como pidiendo disculpas a quienes no recordasen de quién se trataba (todos recordaban por supuesto y ya sentían el escalofrío de la explosión inminente)—, que se largó a comprar repuestos para la calefacción central sobre los que nada entendía. Puso la carpeta bajo la axila mojada y esperó la reacción de los consorcistas quienes, teóricamente, deberían trabarse en lucha fratricida por el error de uno de ellos, situación que le iba a permitir escaparse ileso (más que ileso era un iluso). Ante sus ojos aparecieron diez uñas sanguinarias resueltas a despedazarle las mejillas. Entre varios rodearon a Leonor, la sentaron en la escalera y echaron aire con un diario mientras Roque Rodríguez ponía pies en polvorosa.
Lo curioso es que la administración continuó a cargo del mismo Rodríguez y nadie se atrevió a pedirle rendición de cuentas a don Víctor. Es decir, como si nada hubiese ocurrido. Pero ocurrió, y el resentimiento acumulado se desplazó a otro objetivo, como se puso en evidencia poco después. Fue horrible.



Mercedes le había comunicado por carta a Beatriz el nacimiento de su primer hijo, Rafael que venía a coronar una serie de satisfacciones; con el bombo en ristre se había recibido de odontóloga y poco después Horacio fue ascendido a jefe de sección en Harrods. El matrimonio Villalba subió a felicitarlos con un sonajero para el bebé; el administrador Roque Rodríguez les regaló un portarretratos “para la primera foto”; el encargado Martín llevó un ramito de flores; y la emperifollada Leonor, arrastrando a don Víctor, bajó del octavo excusándose de que no tenía tiempo para salir de compras y, aunque llegaba con las manos vacías, ansiaba conocer al niño, qué criatura más hermosa, debe de pesar como cuatro kilos, hasta mi piso sube su llanto, parece que tiene la garganta de Carusso, ojalá que no los moleste demasiado de noche, mis dos hijas fueron un azote, rajaban las paredes, gracias a Dios y la Virgen ya son grandes pero siempre encuentran un motivo para escorchar y piden que les cuide los chicos y yo contesto gracias, los nietos son preciosos pero no me vengan con mamaderas y pañales, cada una los aguanta a su debido tiempo, pero este Rafaelito, la verdad, es hermoso, hermosísimo, salió a la madre, y que Horacio te cuide, todos los hombres se idiotizan con el primer hijo y olvidan que sin mamá no habría hijo ni hogar ni nada, vamos Víctor, ¿cuántas veces hay que decirte?
“De modo, Beatriz —escribió Mercedes en la última carta de hace dos meses y medio, justo antes de que estallase la tempestad—, que Rafael ha cumplido su primer año de vida en este edificio lleno de habitantes que por ahí son simpáticos y serviciales y por ahí tienen la conducta de perfectos desconocidos. Es como un barco cuyo capitán (el administrador Rodríguez) sólo se deja ver en las asambleas recordándonos su autoridad con informes, facturas y recibos, y manejado por un timonel perezoso (Martín), el encargado de quien todos se quejan pero nadie prescinde.”
Es obvio que Mercedes no dedicaba todo el contenido de sus cartas al edificio y sus personajes de sainete. Pero el conjunto de sus apostillas armaban un cuadro en el que tampoco faltaban referencias a Martín, digno representante de una raza cuya característica saliente consistía en pasar horas charlando en la vereda con otro encargado. La mujer de Martín, en cambio, era admirable: bajita, avispada, que para mejorar sus recursos salía diariamente a vender algo a domicilio (libros, ropa, zapatillas). Cuando permanecía en casa ayudaba a su marido a limpiar las escaleras. Martín tenía antecedentes de pintor y electricista; “pero desde que vivimos acá no recuerdo que haya arreglado un fusible ni pintado una puerta”. Leonor lo acusaba de realizar changuitas en todo el barrio, menos en el edificio. Pero nadie proponía despedirlo. Cada dos o tres semanas subía la bronca general: Martín no recogió los residuos, Martín no encendió la calefacción, Martín hizo una fiesta en la terraza con música a volumen catástrofe. Cuando el administrador Rodríguez preguntaba si lo ponemos en la calle, alguien se encargaba de repetir: y, malo conocido mejor que...
Este Martín, denostado y tolerado a la vez, distribuía la correspondencia con parsimonia. Hacía dos meses y medio exactamente, llegó un vehículo con el primer relámpago de la tempestad.
Tocó el timbre; cuando le abrió Mercedes, le entregó un sobre. Desde el palier descascarado se quedó mirando al niño que se esforzaba por mover el sonajero de su silla. El encargado Martín le hizo una mueca y Rafaelito dibujó una sonrisa llena de luz. Martín se acercó entonces a la criatura y, poniéndose en cuclillas, frunció los labios y emitió sonidos cómicos. Rafaelito soltó carcajadas. Tras unos minutos, satisfecho de su tarea, Martín se incorporó y vio a Mercedes encogida sobre un banquito, atrozmente pálida. ¿No se siente bien? No... creo que me voy a desmayar. Martín corrió a la cocina en busca de agua. Al volver, sus ojos se prendieron a la carta que yacía sobre la mesa. Su texto en mayúsculas, breve, podía ser capturado de un solo golpe.
Era una amenaza corta e insultante. La hoja parecía respirar, como si fuese un monstruo con vida. Al pie, en el lugar de la firma, tres pirámides, tres puntas de cuchillo, tres espeluznantes, reconocibles y diabólicas letras A quitaban cualquier duda sobre la autenticidad del mensaje. Mercedes advirtió la sorpresa de Martín y abolló el papel. Demasiado tarde. Entonces lo miró a los ojos y le dijo: por favor, no lo comente. Pierda cuidado, señora. Rafaelito tampoco reía.
Y aquí empezaron los círculos del infierno. Mercedes esperó ansiosamente a Horacio, ¿es posible que le haya ocultado cosas tan graves?, porque ella no militó en política ni se ha vinculado con guerrilleros; posiblemente se han confundido, sí, confundieron su familia con otra. Ofreció comida a Rafael, Rafael se embadurnó y ella gritó, el niño empezó a llorar y ella lo besó, lloró también, lo meció en sus brazos, lo acostó y aguardó que se durmiera; después subió a colgar ropa en la terraza, preparó la cena aunque faltaba mucho, acomodó los placards dejando las cosas igual que antes y buscó en el lavadero la ropa que había colgado en la terraza. Por Dios, estoy mareada. La gente emigra —pensaba con angustia creciente—, circulan amenazas feroces. Las tres A invaden domicilios, matan en la calle, puntean los zanjones con cadáveres. Beatriz se había marchado a Barcelona por razones de trabajo, y ahora ellos se tendrán que ir por una amenaza. Ya no es la Argentina de antes. Se matan los bandos opuestos y se matan dentro del mismo bando para purgar flojos y también matan a inocentes por error o para no perder la mano. Mercedes no deja de caminar y suspirar, esto antes era noticia, noticia lejana. Sensación de cosa ajena, de que a una no le concernía. Las tres A eran un chisme político o una ficción de exagerados. Pero ahora entraron en su casa.
Horacio alisó la hoja hostil y tampoco entendió. Era un empleado de comercio; responsable; pintón a lo sumo; se llevaba bien con sus jefes; por ahí hacía bromas a sus compañeros. Le gustaba el fútbol y leía de vez en cuando un libro. Votó por los peronistas pero nunca fue lo que se dice un fanático. Conoció a Mercedes en Harrods, precisamente. Ella estudiaba odontología y él era un empleado con perspectivas. Charla, café, salidas, tragos. Un hotel céntrico. Ganas de casarse. En su familia tampoco había políticos ni guerrilleros ni militares.
—Tiene que ser un error, Mercedes, tranquilicémonos; he oído de gente que recibe amenazas y no les llevan el apunte.
—Pero otros se van, Horacio.
Horacio releyó por décima vez el texto que ya no parecía tan hiriente y se esforzó por encontrar una salida; se le ocurrió que la carta no se dirigía a ellos porque no tenía encabezamiento ni decía Mercedes ni Horacio.
—Pero el sobre sí.
Quizá debían consultar con alguien.
—Tené cuidado —dijo Mercedes.
Horacio se tapó el rostro con las manos y balbuceó en qué clima vivimos. Mercedes fue hacia la cocina: ¿tenés hambre? No, pero comeremos igual.
Esa noche contaron las rayas de la celosía de abajo arriba y de arriba abajo, oyeron el tictac de sus propios relojes y percibieron la respiración acelerada de Rafael. Repasaron culpas posibles y advirtieron que la culpa y la inocencia se confundían. Eran culpables para los que decían hay que comprometerse, actuar, “porque esta vez el país se encamina en serio”, y ellos fueron algo indiferentes. Pero también serían culpables por no haber sido indiferentes del todo, “porque la política es la calamidad nacional”, según dicen otros. Ella metida en su odontología y él en su trabajo, no tuvieron vocación de una cosa ni de la otra. Y los querían castigar no se sabía por qué. Para volverse locos.
El encargado Martín cumplió, aparentemente, con la promesa de guardar silencio. Una semana más tarde entregó a Mercedes otro sobre sin remitente. Al cerrarse la puerta, el impertinente encargado permaneció quietito en el palier. Aguardó la reacción que se iba a producir. Escucha entonces el ruido de una silla y pudo adivinar la angustia a través del muro. Era una segunda amenaza.
Mercedes enseguida pensó en su amiga Beatriz. Nos iremos a Barcelona, murmuró, y abrazó muy fuerte a su hijito que empezaba a llorar.
En el hall se cruzó con doña Leonor, que lucía un escote más grande que los de costumbre. ¡Qué cara! ¿Te sucede algo, querida? No, no... —intentó una excusa—, usted sabe, hay que despertarse de noche para darle la mamadera... ¡Cómo no voy a saber! Ya te dije que criar hijos es un sacrificio, ¡que se levante tu marido! Lo hace, el pobre. Pero vos tenés muy mala cara, Mercedes. Qué sé yo... Contame, trataré de ayudarte —le acarició el brazo—. No sé —volvió a suspirar Mercedes—. El anónimo, ¿verdad?
Mercedes se sobresaltó. No te preocupes —Leonor la tranquilizaba—, estas cosas pasan, se difunden. ¿Se difunden? Claro, querida, pero lo importante no es el anónimo sino tus relaciones. No... no entiendo —a Mercedes le empezaron a temblar los labios—. Digo que, por ejemplo, importan tus vinculaciones, o las de tu marido, con la guerrilla, claro. ¡Pero Leonor! —gritó Mercedes— Cómo, ¿no es así? ¡Usted supone!... Querida: las amenazas no vienen porque sí. ¡Es absurdo, ridículo! —los ojos se le llenaron de lágrimas—; no tenemos nada que ver. Pero algún pariente —insistió Leonor—, algún amigo, algún favorcito, dicen que el apoyo ¿cómo se llama? el apoyo... ¡logístico! eso, consiste en llevar mensajes, ocultar a algunos... ¿nada de eso? ¡Nada, Leonor, nada! Se lo juro por lo que quiera. Está bien, entonces es un error, o una broma; ¿podría ser una broma? Así piensa Horacio, pero ¿quién puede ser tan malvado para jugar una broma semejante en estos tiempos? Es un mundo de porquería —sentenció Leonor. Mercedes se frotó los ojos con un pañuelito color arena: estamos desesperados. Te comprendo querida, no es para menos; vos y tu marido deben fijarse muy bien con quiénes se juntan.
Mercedes quedó abombada. Era evidente que Leonor desconfiaba; es decir, todos desconfiaban.
Esa noche sonó el timbre y apareció el gordo Francisco Villalba. Discúlpenme la hora —dijo mientras atravesaba la puerta con dificultad—; quería charlar con ustedes, acompañarlos.
—Siéntese —Horacio le acercó una silla.
Villalba resopló:
—Me enteré del problema.
Horacio se sentó también.
—Parece que la noticia ha circulado. No lo tome a mal, es un asunto serio y es mejor que todos nos hayamos enterado.
—Mercedes está muy preocupada, don Francisco, pero yo la obligo a reflexionar: si no tenemos culpa, si no estamos metidos en nada, ¿qué nos pueden hacer?; se trata de un error.
—¡Dos veces ya cometieron el error! Le han enviado dos amenazas —Villalba extendió el pulgar y el índice.
Horacio bajó los párpados.
—¿Puedo ver los mensajes? —preguntó don Francisco estirándose la papada.
Horacio se incorporó y Mercedes le preguntó a la inesperada visita qué deseaba beber. Un poco de whisky, hija, dijo mientras sus chispeantes ojos le recorrían la cadera. Horacio volvió con las funestas hojas. Don Francisco calzó los lentes y las examinó a contraluz, las superpuso, indagó con afán detectivesco la clave que le permitiría resolver el enigma.
—Bueno —se aclaró la voz y guardó los lentes en el bolsillo de su camisa tirante— parecen auténticas, nada menos que de las tres A.
Mercedes se retorcía las manos mientras aguardaba la suerte de veredicto que iba a lanzarles el gordo consorcista.
—Lamento comunicarles mi opinión, lo lamento de veras: estimo que es muy muy grave.
—¿Entonces? —Horacio lo miró como al oráculo que proveería la solución maravillosa.
—Y... supongo que ustedes deben estar complicados en alguna cosa, ¡no me pregunten qué! Piensen, sincérense con su conciencia.
—¡En nada! ¡Complicados en nada! —rugió Horacio.
Villalba bebió su whisky y se levantó trabajosamente. Desde el palier volvió a decir: estimo que es muy, muy, muy grave. Movió el pulgar y el índice: dos advertencias, ¡dos!
Mercedes cerró la puerta y dijo a Horacio: —Le escribo a Beatriz ya mismo, nos vamos a Barcelona, nos vamos enseguida.
Horacio la abrazó: —Es un error, es un error de mierda.
Mercedes insistió: —Vendemos todo y nos vamos, nos vamos antes de que sea tarde.
Horacio percibió que el gordo Villalba esquivaba saludarlo. En el ascensor, el dicharachero Luppi se resistió a desarrollar con él una conversación sobre el estado del tiempo. La hostilidad del consorcio íntegro se manifestaba sin pudor. Una tarde, al regresar Horacio del trabajo, notó que Javier le huía. Indignado, corrió al muchacho: ¡qué te pasa! Nada... nada. ¿Estás muy apurado hoy? Horacio tenía espuma en la boca como si él fuera el epiléptico, tenía la rabia de noches en vela. Sí, sí, tartamudeó Javier y logró zafarse. Horacio subió al cuarto piso esmerándose por recomponer su aspecto, que Mercedes no se llevara otro disgusto. La encontró llorando: la bruta de Leonor me dijo que debemos irnos, me lo dijo en la cara. ¿Así nomás? Que por nuestro bien, por Rafaelito, por todos, o si estamos esperando que nos pongan una bomba.
Horacio abrió el diario, lo plegó y lo tiró contra la pared: hijos de puta.
Tocó el timbre el rotisero Luppi.
—Buenas noches. Permiso —voz indecisa, labios secos.
—Qué desea —replicó Horacio con sequedad.
—Hablar con usted.
—Hable.
Luppi se bamboleó. Acarició la solapa de su saco gris.
—Es importante, ¿nos sentamos? —propuso.
Horacio crujió los dientes y le ofreció el sofá. Luppi buscó firmes puntos de apoyo.
—Mi hijo Javier se asustó... No me interprete mal, le ruego —dijo con mirada lastimosa—. Creo que usted no nos entiende, en el buen sentido quiero decir —tragó saliva, se atoró, tosió, enrojeció—. La conducta extraña suya, digamos, produce... —volvió a toser.
—¡Conducta extraña mía!
—Sí, claro —se pasó el pañuelo por la boca y la garganta—. Entre los vecinos hay una cordialidad, digamos un aprecio (Horacio evocó el “aprecio” que a Luppi le brindó Leonor cuando quiso adornar la entrada con un cacto y el “aprecio” que reinaba en las belicosas reuniones de consorcio), un clima de... de familia, ¿no?
—Ahá.
—Como toda familia —guardó el pañuelo, se aclaró la garganta—, una familia moderna, digamos, con problemitas, broncas pasajeras —sonrió con pretendida complicidad—. Pero en el fondo nos queremos. Somos... gente linda, como dicen en la tele.
—Ahá —Horacio, impaciente, cruzaba y descruzaba las piernas.
—Bueno, como le digo, de repente, ¿no?, esta situación, digamos, tan... de ustedes. Me entiende, ¿no?
—No.
—Esos papeles, cartas, cómo se dice... Anónimos. Preocupan mucho. Créame, Horacio, preocupan mucho.
—Gracias.
—Nada que agradecer, por favor —miró al cielo raso, parecía más tranquilo— Por eso le decía, somos una familia buena, nos preocupamos. Corresponde que nos preocupemos. Desde hace rato, digo días, los vecinos hablamos. Y claro, desgraciadamente, ¿ve?, desgraciadamente coincidimos en que el asunto es, cómo decir, peligroso.
Horacio contrajo su entrecejo. Luppi llegaba al motivo central de su visita: bajó la cabeza y arremetió:
—Me han designado varios, o sea una mayoría, o sea casi todos, para que venga a conversar con usted. Para que... para que le transmita eso. Eso: la preocupación general.
—Está bien —Horacio sabía que no era todo, pero tuvo que pronunciar la frase de circunstancia—. Ojalá que esa preocupación nos ayude a salir del trance.
—Sí, eso, salir del trance —Luppi se entusiasmó, era el gancho que necesitaba—. Salir. Tiene que decidirse rápido, antes de que sea muy tarde. Salir de aquí —por primera vez lo miró a los ojos con una mezcla de susto e insolencia.
—Usted insinúa...
—Claro, amigo, eso, salir, mudarse, es una solución, ¿no es cierto? Puedo recomendarle una empresa de mudanzas muy responsable. Vea —adquirió postura, seguridad: era un enano asqueroso—, en una tarde lo sacan con todos sus muebles y lo instalan donde pida, aunque sea en la otra punta de Buenos Aires. Muy eficiente. Y barata. Si dice que va recomendado por mí, hasta le harán un flor de descuento —Luppi ya se manifestaba en la plenitud de su osadía.
Horacio miró el piso. Luppi se le acercó y dijo al oído:
—Horacio, amigo, el edificio hierve, hay pavura, impaciencia. ¿Sabe qué opinan algunos?, que dos amenazas, porque ustedes recibieron dos ¿verdad?, que dos son el límite. O sea una noche de éstas nos invade un comando y volamos todos. Hágame caso —le puso la mano en el hombro—, váyase con su familia antes de que sea tarde —y agregó en el más persuasivo tono—: lo digo por su bien, créame.
—Me... —Horacio tragó saliva—, me resisto a huir... como un delincuente.
—No es huir —movió la cabeza—. Es salvarse. Eso. Tiene una mujer recién recibida, con posibilidades en cualquier país. Y un hijito. ¡Piense, hombre!
—¡Cree que no pienso! —se hundió los dedos en el cráneo y estalló; era imposible frenar tanta bronca—. ¡Por qué me amenazan, ah, por qué! ¡Soy trabajador honesto, boludo de tan honesto! ¿Por qué?, ¡dígame!
La presión que el edificio empezó a ejercer sobre Horacio y Mercedes registró otro aumento cuando la mujer del encargado la encontró a Mercedes en la terraza colgando ropa y ofreció ayudarla. Mientras extendían las sábanas chicoteadas por la brisa, le contó sobre sus dificultades en la venta a domicilio.
—Ya no es como antes —suspiraba— Hay tanto peligro en todas partes, la gente no se anima a dejarla entrar a una. Se mueren de miedo cuando ven mi bolsa; imagínese, ¡mi pobre bolsa llena de trapos! —revoleó los ojos, impotente. Al rato agregó—: ¿Sabe qué pasó anoche? —Mercedes había escuchado la gritería, por supuesto, y creyó reconocer los chillidos de Leonor, pero prefirió no darse por enterada—. Fue terrible —insistió la mujer de Martín—: venían la señora Leonor y don Víctor del cine y les pareció que un auto cargado de ladrones los estaba esperando en la esquina. La pobre se asustó, no era para menos; ni siquiera se animó a entrar porque adentro estarían los cómplices. Empezó a gritar, a pedir ayuda. Del auto, que era un patrullero, bajaron los policías y golpearon a don Víctor por equivocación, imaginando que él la asaltaba. La señora Leonor, más aterrada todavía, siguió gritando y se acercaron los pocos que andaban por la calle, sonó un tiro, o varios; no hubo heridos felizmente, pero la señora se descompuso y cayó de nuca, le salió algo de sangre por el pelo. Un desastre. Para no creer. Me dijo Martín que hoy era el comentario del barrio entero.



—Vámonos —rogó Mercedes con la cara hinchada por el llanto—. No soporto un día más.
—¿Adónde?
—A Barcelona.
—¿Con qué dinero? ¿Quién me dará trabajo?
Rafaelito empieza a chillar, lo alza, le encaja el chupete, lo agita en sus brazos, chilla más.
—¡Tengo miedo! Allí conseguiremos algo, no me importa qué, Beatriz nos ayudará.
—¡Beatriz, Beatriz! —Rafaelito chilla, Horacio chilla—. ¿Una mujer soltera como Beatriz mantendrá a toda nuestra familia? ¡Qué estás diciendo!
Sonó el timbre. Aparecieron varios consorcistas. Muchos, unos quince por lo menos. Se apretujaban en el palier. Tenían aliento salvaje. Se adelantó el abdomen de Villalba y tras él se movió la cabeza vendada de Leonor.
—Venimos a exigir que abandonen el edificio.
También estaban Luppi, su mujer y el epiléptico Javier. Todos agresivos, enojados. Decían, superponiéndose las voces, que ustedes dejaron pasar demasiado tiempo, no es justo que los buenos paguen por los pecadores, yanse de una vez. Asomaban sus dientes y los ojos escupían abominación. ¿Qué esperan? ¿Que nos maten a todos? ¿Que nos consideren cómplices? ¡Váyanse al campo! ¡Váyanse al extranjero! Ya no era sólo Villalba, el otrora simpático picaflor, ni el conciliador Luppi ni la apasionada Leonor: la furia recorría cada rostro. Esa masa apretujada no parecía humana, sino un pulpo que extendía sus mortíferos tentáculos. Quería invadir el pequeño departamento y castigar a Horacio y a la temblorosa Mercedes. Horacio buscó en Luppi su fragmento generoso, el que había dicho que eran buenos, que lo querían ayudar. Pero eso ya no existía. Nadie deseaba ayudar, menos esperar.
Horacio se desesperó e hizo lo que jamás en su vida: aplastar la puerta en las narices de sus visitantes. Un clamor fantástico trepidó en la profunda garganta de la escalera. El monstruo rechazado bramó su cólera, zapateó el piso, golpeó las paredes. E intentó cobrar venganza: meterse con violencia en el departamento, arrancar los cuadros, tirar los muebles por el balcón. Horacio dio tres vueltas a la llave, aseguró el pasador y sostuvo la puerta con ambas manos. Del otro lado forcejeaban, insultaban, exigían. La presión haría estallar los muros. La horda ya no se conformaba con arrojarlos a la calle: quería matarlos.



El administrador Rodríguez telefoneó a Horacio. Con respeto y aparente comprensión manifestó haber sido informado del terrible problema y le rogaba que lo entrevistase enseguida. Lo recibió con un largo apretón de manos, le convidó café, cigarrillos, y le contó sin rodeos que fue llamado de urgencia por la mayoría de los consorcistas: habían celebrado una “especie” de asamblea (no la podría llamar asamblea por la convocatoria irregular y porque usted no fue citado). Rompiendo la mezquina costumbre de deliberar parados en el inhóspito hall (porque nadie quería gastar su living con los vecinos), la señora Leonor ofreció su departamento.
—Présteme atención —dijo Rodríguez—: reina el pánico. Esperan la bomba noche tras noche. No son los mismos de hace un mes. No comprenden las razones por las cuales ustedes todavía no se han mudado.
Horacio lanzó una risita triste.
Rodríguez agregó que era cierto, vivimos tiempos anormales. Al principio las amenazas indignaban, un anónimo era delito, un asesinato era noticia. Ahora es un lugar común. Algunos piensan que ustedes estaban metidos en la cosa. Escúcheme, no se altere...: uno de ellos barruntó que si no se van, es porque otro grupo los está protegiendo, imaginan que son un sándwich entre bandos enemigos. Y que tal vez ustedes esconden armas...
Horacio vació el pocillo y lo miró perplejo: —Armas... ¡yo! —le brotó un ronquido animal.
Rodríguez intentó calmarlo:
—No son malignos, tienen simplemente un terror de novela. Así como alguien puede entrar aquí con una ametralladora y hacernos pomada, alguien puede encargarse de cumplir la amenaza de las tres A. Y le aseguro que no son mala gente porque en medio de la locura don Víctor, por ejemplo, ofreció encargarse de averiguar quién tiene una estancia en el Sur donde ustedes puedan refugiarse, otra locura, estoy de acuerdo, pero vale como gesto. Funes no sólo se mantuvo silencioso como siempre, sino que ni siquiera aceptó que se contratase una empresa de mudanza para que les vaciara el departamento de prepo y les llevase las cosas a un guardamuebles.
—¿Eso pretendieron? —a Horacio se le había oscurecido la voz.
—¿Comprende ahora por qué mi urgencia en hablarle? —dijo Rodríguez—; el panorama pinta muy feo.
—¿Y a nadie se le ocurre que somos unas pobres y absurdas víctimas, que no tenemos un carajo que ver con esta guerra, que necesitamos protec...? —se le cortó la palabra y se precipitó a la calle.



Un golpe lo despertó. Tembló la cama. ¿Terremoto? Creyó ver resplandores de incendio que se expandían por el dormitorio. Mercedes corrió hacia la cuna para levantar a Rafael. Horacio se tambaleó hacia el corredor en medio de un estrépito de vidrios rotos. ¡La bomba! —recordó—, el cumplimiento de la esperada amenaza. Suponía que iba a encontrar un boquete. O que se desmoronaría el techo. Ya lo abrumaba la resignación de los vencidos. Regresó donde su mujer y la abrazó. En eso cayó otro bloque de vidrios cuyo escándalo parecía iluminar la noche. Luego se instaló el silencio. Las paredes dejaron de ondular. Encendió por fin la luz y esperó descubrir una hecatombe. La claridad se expandía por los muebles, las cortinas, las paredes: todo permanecía en su sitio. Asombrosamente ordenado e intacto. Avanzaron, de nuevo por el corredor hacia la cocina. Mercedes gritó y Horacio quedó tieso ante el espectáculo: una maceta reventada despedía sus entrañas de terrones sobre los mosaicos. Y un collar de vidrios emitía tristeza a su alrededor. Se precipitó hacia la ventana de la que colgaban trozos aserrados. Alguien les había arrojado la maceta. Miró las otras ventanas: desde alguna habían cometido la agresión. Pero estaban vacías, negras. Volvieron al dormitorio con taquicardia e impotencia.
Cuando Horacio salió para el trabajo pisó un montículo de basura desparramada junto a su puerta. Crispó los puños y voló hacia el departamento del encargado. Sus suelas resbalaron por la mugre adherida. Sentía que el mal olor le inundaba el alma. ¡Martín, Martín! Lo atendió su esposa, en camisón, los timbrazos salvajes la habían sobresaltado. Martín no está, dijo. ¡Desparramó basura junto a mi puerta! —vociferó Horacio—. ¡Lo haré echar! Pero Martín no está —ella repetía asustada—, no está, ha viajado al interior para visitar a su madre. ¡Entonces quién mierda fue! No había que sacar los residuos —siguió explicando ella—, puso un cartelito en el espejo del ascensor. ¡Pero quién mierda tiró mierda en mi puerta! La mujer se frotaba los brazos, tenía frío, no podía saber.
Horacio regresó a su departamento, buscó la escoba, la pala, una bolsa de plástico y, barboteando maldiciones, recogió la porquería que de buena gana frotaría en las tetas de Leonor y en los ojos de Villalba y se la haría comer a Luppi y al idiota de su Javier. Gruñendo como un animal enjaulado hizo un nudo en la boca del plástico.
La derrota lo impregnaba y lo retorcía. Volvió junto a Mercedes y dijo lo que se había estado resistiendo a decir: nos vamos a otro barrio, por ahora.
Bajo el cono de luz Mercedes relee el encabezamiento: “Querida Beatriz”. Y se destraba.
“Empiezo advirtiéndote que el nuevo remitente es correcto: nos mudamos hace apenas una semana. Hemos sufrido días espantosos. El vía crucis se inició con la alucinante amenaza de una organización que ni me animo a mencionar. A nuestro terror —enorme y justificado en esta época— se sumó el de los consorcistas. Es imposible disimularlo. Nadie, en la Argentina, goza de seguridad. En algunas cartas te describí a los vecinos más pintorescos. Bueno; ahora te aseguro que dejaron de ser pintorescos: se transformaron en demonios. Empezaron a dudar de nosotros y luego a perseguirnos. ¡Y de qué manera! Terminaron por odiarnos. Se sintieron víctimas, como si fuésemos los criminales por cuya causa les harían volar el edificio. Una locura colectiva, Beatriz, como las de otros siglos. Se fueron cerrando en una idea fija y perentoria: hacernos desaparecer. El peligro éramos nosotros —fijate qué enormidad— y se eliminaría con nuestra eliminación. Creo que hubieran sido capaces de lo peor. Los únicos moderados parecieron ser don Víctor (que nos buscaba una estancia para huir) y Funes —el silencioso—. Hace mucho te decía que este solitario me impresionaba como un resentido o un perverso, un individuo que se devora a sí mismo. Pero, según el administrador, fue el único en votar contra las iniciativas vandálicas del resto. Horacio se resistió a mudarse, no se resignaba a entrar en la calesita del absurdo. En plena noche nos arrojaron una maceta haciendo polvo los vidrios de la cocina. Y no te cuento las demás cochinadas.
”Por fin huimos, Beatriz. Triunfó el disparate. Que se reveló tanto más burdo cuando días después Horacio fue a la oficina del administrador para finiquitar asuntos pendientes y éste, cariacontecido, le contó que el rotisero Luppi, el generoso y anodino rotisero Luppi, padre de Javier y amante frustrado de la ópera, también acababa de recibir una amenaza como la que habíamos recibido nosotros. ¿No es para enloquecer?
”Con esta novedad el edificio entró literalmente en estado convulsivo: los ataques de epilepsia que no aparecían en Javier aparecieron en el conjunto de los consorcistas. Leonor tuvo una crisis de película, tiró al piso a Luppi y le arrancó pedazos de cabello; al gordo Villalba le vino una diarrea que no pudieron frenar ni con una montaña de carbón. Lo increíble fue que el pánico provocado por las nuevas cartas de amenaza a Luppi no desembocó en la exigencia de expulsarlo, como pasó con nosotros, sino en vislumbrar a Funes como el culpable de todo este horror. Para los enloquecidos vecinos Funes dejó de ser un individuo despreciable y se convirtió en el siniestro autor de los anónimos. Así le contó el administrador Rodríguez a Horacio, aún tembloroso de perplejidad. No había pruebas pero, culpable o no, el administrador preveía que Funes iba a ser prolijamente despedazado: Leonor le arrancará los ojos y, entre Luppi, Villalba y demás consorcistas le incendiarán el departamento. Para el administrador, Funes es inocente, es un pobre diablo incapaz de escribir amenazas. ¿Lo sabremos alguna vez? Por ahora oficia de víctima. Argentina está sedienta de víctimas.”



























La salvación pertenece a Yahvé.

JONÁS II, 10
H
acia el oeste de Buenos Aires, tras una inexplicable loma estéril, se acurruca Villa Mandarina. Dicen que durante los tiempos míticos en este poblado pintoresco solían encontrar refugio desertores y linyeras. La fundó un pulpero alucinado, quien —perseguido por la justicia— se arrastró por la dilatada loma; los abrojos se metían bajo sus gastados pantalones y le hacían sangrar, la luz reverberaba en los cardos violetas y en la paja. El pulpero se instaló al final del yermo y aguardó confiado la llegada de los clientes que también vendrían mordidos por el hambre, la sed y el temor. Parece que los primeros consumidores fueron unos gauchos caídos en desgracia; con ellos el pulpero agrandó la toldería primigenia. En esa época —que se fue llenando de desertores, payadores y cuarteleras— el poblado ni siquiera tuvo nombre.
A principios de siglo el paisaje quieto fue destrozado por una caravana de carromatos llenos de inmigrantes. Como lo soñara el pulpero venían con hambre, sed y miedo. Las violentas sacudidas a lo largo del interminable promontorio habían alterado los rostros de los viajeros: exhibían piel sin color, bocas sin dientes, órbitas sin ojos. Las pañoletas de las mujeres eran tironeadas por el viento, el mismo viento que años después transportaría por fin el polen extraído a la tierra y que impregnaría el atardecer de fragancia doméstica. En efecto, esos carromatos traían semillas que dieron lugar a la primera plantación de cítricos que inspiró el nombre. Y Villa Mandarina se convirtió en una pequeña ciudad galvanizada por la tensión de emociones e intereses, como toda ciudad.
La alta y absurda loma siguió oficiando de escudo. Su hirsuta convexidad, donde refulgen los espinos en vastas planicies de roca indómita, impide que el Gran Buenos Aires consiga devorarla. Al ponerse el sol, ese escudo natural se enciende como una brasa. La muralla del cementerio arde unos minutos y luego se desintegra en la noche. El extremo derecho de la muralla, correspondiente a los judíos, es el último en apagarse. Un resplandor indirecto, emitido por el misterioso pedernal, subsiste más allá del tiempo justo.



Tobías acaricia el reseco portón. Lo abre un rato antes del estipulado para las visitas. Su tarea de sepulturero imaginativo no es simple: desde guardar las llaves hasta dirigir la excavación de las fosas, desde acomodar una mesita con mantel para las colectas hasta el lavado ritual de cadáveres. La tarea exige esfuerzo físico, aplicación mental y desgaste cardiaco. Ha llegado a considerarse un héroe. Y quien lo escucha unos minutos acaba otorgándole la razón. Es un hombre de abundantes y temerarias iniciativas. Como inventor habría revolucionado el mundo. Como sepulturero revoluciona el cementerio y la comunidad. Gracias a él, exclusivamente (“exclusivamente”, enfatiza con el índice apuntando el cielo), la comunidad judía de Villa Mandarina puede sobrevivir. Esto demuestra —insiste pisoteando modestias— que sólo quien entiende de muertos consigue salvar a los vivos.
Han empezado a cuestionarlo. La gente es muy ingrata. O ignorante. O falta de seso.
—Yo no elegí este oficio —protesta con su corpulencia bonachona cuando alguien reclama por un defecto de sus servicios; su nariz carnosa e irregular como un tubérculo se le hincha a medida que aumenta el enojo—. ¿Le parece que la lápida se ha inclinado? ¿Está seguro? ¿Y usted cree que me pagan para torcer lápidas? ¿No tengo bastante con cuidar que las pongan derechas, y en sus sitios, sobre todo en sus sitios?; si dependiera de los marmoleros, donde yace Jaime la lápida podría decir Bernardo; y donde Bernardo, Mauricio. ¡Y usted insulta porque el mantel de la mesita para colectas es demasiado claro! Hace un siglo que pongo siempre el negro que ya está aceitoso de mugre; lo he mandado a lavar, simplemente a lavar. ¿Qué tiene de malo este otro? ¿Tiene agujeros? ¿Tiene manchas? No; ¡es demasiado claro, blanquecino! La gente piensa que un mantel claro no es serio, no estimula las donaciones. ¿Acaso se ríe este mantel? ¿Acaso dice chistes...?
”¡Yo no elegí este oficio!; me lo propusieron. ¿Qué digo?: ¡me lo encajaron! La comisión directiva, vestida de gala, seria como los manteles negros, explicó la importancia del puesto vacante. “Sepulturero” (pronunciaron la palabra frunciendo los labios como si dijeran “príncipe”); “rango oficial”; “Jefe máximo de la provincia de los muertos” (por debajo de la comisión directiva, se entiende). Existen normas y tradiciones que cualquiera conoce bien, por supuesto, y que yo respetaría, por supuesto. El sueldo no interesa mayormente, por supuesto, dijeron. ¡Alto!, repliqué yo, sí que interesa. Vamos, vamos, intervino el presidente, ¿no sabe que el respeto y el temor que infundirá a partir de la asunción del cargo no tienen precio? Toda la comunidad pasará alguna vez por sus manos. Inclusive cada uno de ustedes —pensé al instante, con la morbosa inspiración que me provocaban— cada uno de los esforzados y amados dirigentes comunitarios me confiará su cuerpo rígido antes de entregarse a la tierra y sus blancos gusanitos. ¿Cómo osaba yo humillarme discutiendo monedas? No discuto —me enojé—; y tampoco acepto el cargo; seguiré siendo taxista, ¡ésa es una profesión! Transporto gente de toda clase, hablo y escucho, me muevo de una punta a la otra de la ciudad; todos me conocen y yo conozco a todos los hombres y hasta todos los perros. Además, ¿qué haría con mi viejo auto? No es problema, respondieron los de la comisión: si de transporte se trata, seguirá transportando: en lugar de vivos, cadáveres. ¿Le gusta el trabajo al aire libre?, ¡tendrá aire libre! ¿Acaso en el cementerio no sopla buena brisa, pura, perfumada? ¿Quiere hablar con la gente? ¡Hablará hasta aburrirse!: los deudos lo buscarán, preguntarán, perseguirán, criticarán. ¿Dice que lo conocen en la villa? ¡Por supuesto que lo conocen! ¡Por supuesto que nosotros lo conocemos! Conocemos su honestidad, su bondad y sobre todo sus iniciativas. ¡Necesitamos hombres con ideas, con imaginación! —se exaltaron—; estamos mal por la cantidad de burócratas y de obsecuentes traga-sueldos que impiden nuestro progreso. ¿Ahora entiende por qué decidimos ofrecerle el cargo? Está hecho a su medida: cuando Dios creó al primer sepulturero, ya pensó en usted —remató el presidente apoyando su índice en mi dotada nariz.
”Mantuve la negativa. El secretario —que parecía buen negociador— me siguió hasta casa con impúdica tozudez. La noche otoñal predisponía al buen humor, pero el secretario dele y dele con los muertos. La comunidad de Villa Mandarina no podrá sobrevivir sin un sepulturero; hay que ocuparse de los muertos para tranquilidad de los vivos. Se metió en casa. Mi paciente (aunque fea y estéril) mujer tuvo que servirnos una copita. Y dele con los muertos. Me dormía en la silla mientras el secretario pasaba revista a las dificultades económicas, las dificultades con los maestros de la escuela comunitaria, dificultades con el nuevo intendente municipal, dificultades con el hijo tarambana del rabino que no lo dejaba dormir de noche y entonces el rabino se dormía en los oficios, y ahora dificultades con el cementerio desde que murió “su antecesor” (decía “su antecesor” como si yo hubiera aceptado el puesto). Me dispersaba luchando con el peso de los párpados y la fuga de la mente y el río de hormigas que se desparramaba bajo la piel.
Entre las palabras del secretario vi el puerto de Buenos Aires y un enorme barco; decidí huir. Compré mi pasaje a un hombre con cara de caballo y gorra de oficial que se parecía a mí; le toqué la frente para asegurarme de que no era un espejo. El barco zarpó enseguida. Desde cubierta hice pito catalán a los que se quedaban en el muelle llorando por sus dificultades. Una imprevista tempestad comenzó a zarandear la nave. Las olas aumentaban de tamaño y empezaron a saltar como ballenas voladoras. Tuve miedo y me acosté en un rincón. Todo crujía, como si fuera a reventar. Pronto seré tragado por una de esas ballenas. Para salvarme debía aceptar la misión, como el profeta Jonás. Volver a tierra y aceptar la misión terrible. Que no me gustaba, por eso quería dormir. Pero el movimiento era muy agresivo. El secretario, sacudiéndome el hombro, repetía acepte Tobías, es una verdadera misión del cielo. Sus palabras venían mezcladas con el estrépito del oleaje. El cuarto de mi casa y la copita que sostenía en mi mano se fueron metiendo en el sueño hasta hacer desaparecer las ballenas, el barco, las montañas de agua. No pude fugar de mi perseguidor, que seguía presente y terco. Es así como este sueño tan raro, al que me entregué para escapar del secretario y su obstinado ofrecimiento, me indujo a ceder y cambiar mi oficio de vivos por otro de muertos. No sospechaba que recién en ese instante nacía mi historia de héroe comunitario.
Tobías, para convertirse en héroe —como machaca—, se dedicó en forma al nuevo trabajo. Que en realidad no era tan nuevo. Cuando adolescente había servido un par de años como ayudante de su antecesor. Aprendió un arte antiguo y complicado en el que se debe marchar por la delicada cornisa de rituales que emocionan y espantan. Los trámites —ahora llamados burocráticos pero más vetustos que toda burocracia— lo obligaban a controlar permisos, recibos, planos y discutir con deudos y alzarle la voz a un dirigente exaltado y servir de colchón entre deudos y dirigentes, despabilar al rabino, apurar a los peones que remueven la tierra, acopiar sudarios limpios para alguna emergencia, indicar el camino a los visitantes para que no se extravíen en el bosque de lápidas, disponer de agua de colonia para reanimar mujeres desmayadas, controlar la reserva de velas y pedir dinero a la comisión directiva para pagar todo eso. Pero la comisión directiva nunca tenía dinero aunque el grueso de sus fondos era producido por el mismo cementerio. Ni las colectas, ni las cuotas mensuales ordinarias, ni las extraordinarias, ni las campañas de emergencia de la gerencia desesperada o de la tísica cooperadora, ni los ingresos de cuanta idea, truco, rifa o engañapichanga podían arrimar, alcanzaban para sostener las instituciones religiosas (elementales), culturales (elementales), sociales (elementales), deportivas (elementales) y docentes (elementales) de la comunidad. Sólo el cementerio —temible y familiar, que concentra la luz rosada de la tarde— era apto para generar el chorro nutricio imprescindible. Pero el dinero que generaba el cementerio nunca alcanzaba para las necesidades del mismo cementerio. Faltaba lógica. Pero tampoco el mundo es lógico.
El tesorero solía explicar con pedagogía rotunda a los deudos de cualquier finado que si cada hombre paga alquiler por el escaso tiempo que habita sobre la inclemente superficie de la Tierra, ¿cuánto más debería pagar por habitar debajo, sin ruidos, conflictos ni desalojos durante milenios, hasta el Juicio Final? Ningún plan de Ahorro y Préstamo para la Vivienda podría soportar la cifra justa, inmensa. ¿De qué se quejan, entonces? La comisión directiva ofrece opciones en el cementerio: lotecitos más caros y más baratos. ¿Quieren cerca de la puerta principal, de los caminos principales, del monumento a los mártires? ¡Muy bien! Son los caros. ¿Quieren más barato? ¡Fácil también!, tienen que alejarse, alejarse de la puerta principal, del monumento. Los deudos, impacientes, contraatacaban y el tesorero: no se apuren; ahora les diré un secreto (repetía el secreto a cada familia): las personas inteligentes eligen por la ubicación (los entusiasma con los lotecitos caros). Es igual que construir una casa: los ladrillos se amontonan de la misma manera en cualquier sitio; pero si el sitio es bueno, la casa vale más. Otro secreto: ser enterrado cerca del monumento a los mártires equivale a estar codeándose con los justos; ser enterrado junto a la remota muralla es como marginarse entre los delincuentes.
Los previsores empezaron a comprar el terreno en vida para evitar que sus herederos se viesen obligados a cercenar lo recibido (y en las plegarias se les escapase una que otra maldición contra el irresponsable difunto). La mayoría, sin embargo, prefirió que el angustiante regateo se consumara después de su muerte, así descansaban en paz sin enterarse de cuánto les costaba descansar en paz, y que fuesen las nueras y los yernos que aún no merecían descansar ni en paz ni en ninguna otra forma, quienes sufrieran y lucharan a brazo partido con el tesorero por el precio del lote.
En los regateos (llamados elegantemente “discusión comercial”) los familiares gritaban que es asqueroso especular con la muerte y que no necesitan lugares de honor, pero que el finado fue un orgullo de la comunidad y merece un lugar de honor. Por lo general no se llegaba a un acuerdo rápido; la dramática polémica se extendía hasta que era necesario finalizar el velatorio. La negociación, que sufría enojosas interrupciones por abandonos tácticos de una parte o la otra, producía sudor, lágrimas y abundante ventilación de intimidades mutuas que testimoniaban la insensibilidad de los dirigentes —para unos— y la mezquindad de los deudos —para otros—. Las agujas del reloj se cruzaban. Era urgente la decisión. Cualquier decisión, como en un parto que ya no tolera prolongarse. A un judío no se lo debía ofender retaceándole la sepultura. Sin embargo, la carroza fúnebre, aún vacía, aguardaba en la puerta devolviendo los reflejos del sol porque todavía no se arribaba a un acuerdo; la multitud de curiosos se desparramaba hasta el centro de la calle. Entonces bajaba en paracaídas el paquete mágico: era la palabra destrabadora, lenitiva y eficiente. La silabeaba el tesorero poniéndose de pie: ¡con-ce-sión! La comisión directiva —humana y justa— ofrecía una pequeña pero excepcional con-ce-sión, en un gesto magnánimo que rompía el bloque de acero y ponía fin al absurdo combate. Los deudos pretendían aumentar rápidamente el tamaño de la concesión pero, acuciados por la urgencia (y la vergüenza) —demorar el entierro es para el muerto más mortal que la muerte— lanzaban un velado insulto que significaba rendición por agotamiento. Firmaban los compromisos, cheques, pagarés. Y el ilustre cadáver salía apurado con los pies para adelante.
Tobías aceleraba a los peones, aceleraba al rabino soñoliento, se aceleraba a sí mismo y a todo el espacio ante la llegada inminente de otro finado. El bosque de lápidas parecía moverse en la falda de la extensa loma, excitado por la incorporación de un nuevo miembro. El pórtico principal de madera reseca era abierto de par en par: el ataúd pasaba lanzando brillos en medio de un gentío posesionado, con el dolor en el alma (los menos) y el dolor en la cara (todos). La gente se infiltraba por los senderos angostos y un anillo de suspirantes rodeaba la fosa recién abierta, húmeda, oscura y fértil como un útero. Imagen que Tobías repitió a uno de los redactores del Boletín Comunitario y que suscitó la desgraciada iniciativa de proponerle un reportaje, ya que útero es madre, madre es amor y amor es felicidad. Tobías insistió en que la tierra es útero y cosas por el estilo, además de que, según el Génesis, el primer hombre fue creado de la tierra y todo hombre cuando muere regresa al origen, polvo fuimos y polvo seremos, pero nadie estableció que sea un polvo cualquiera. Él, Tobías, se sentía responsable de una misión que al principio no quiso aceptar pero que, con tantos ruegos de la comisión directiva, finalmente aceptó; y esa misión no sólo consistía en cavar un agujero, meter un cajón y taparlo para que no lo robasen, sino en preparar un manjar para la tierra, es decir para la madre. No se asuste, mi querido redactor, con la palabra manjar —dijo Tobías—; ¿antes le había gustado la palabra útero?, ahora que le guste la palabra manjar. Y le dio la siguiente explicación: cuando terminaban las ceremonias y se quedaba solo entre la población de lápidas y miraba cómo bajaba despacito la noche, pensaba en su trabajo y lo comparaba con el muy diferente de cocinero. Pero no era diferente: Tobías preparaba manjares para la tierra. No se escandalice, querido redactor: piense que lavaba con esmero el cadáver, lo envolvía en el sudario limpio y estiraba los pliegues con coquetería; al fin de cuentas su trabajo, como la cocina, necesitaba de paciencia, vocación y buen estómago.
El redactor tuvo accesos de vómito durante una semana y decidió romper la nota. Pero este inconveniente no importaba en Villa Mandarina porque los conceptos de Tobías, como todos los conceptos o hechos escandalosos que allí se producían, eran también difundidos en forma oral. Sus declaraciones se convirtieron en motivo de controversias. Quienes lo apoyaban recordaron su aprendizaje juvenil con el sepulturero fallecido y su tendencia a repetir los mismos errores y heterodoxias del antecesor. Pero quienes lo odiaban se quejaron ante la comisión directiva de que hacía mucho ruido cuando lavaba a los muertos, acusación a la que el buen hombre contestaba con la nariz gorda como una remolacha: ¡Qué culpa tengo!, si no quieren oír que se alejen; y si no se alejan, quieren oír; si no quieren alejarse y tampoco oír, entonces que donen una cámara acústica para lavar cadáveres. Se quejaron de que apareció con el largo delantal de nailon chorreando sangre. ¡Pero si la sangre de los muertos no chorrea! —gritó—. ¡Tienen conceptos delirantes sobre la muerte! ¡Era agua, agua! Se quejaron de que Tobías, con su maldito hábito de tomar iniciativas, invitó a un pariente para que entrase a ver cómo lavaba el cadáver, lo cual estaba prohibido excepto en casos de extrema necesidad. Tobías, que era imaginativo y sensible, opinaba distinto: ¿por qué los parientes serían excluidos de la última atención que se aplicaba al cuerpo de un ser amado? ¡Que entren, que miren!; se desesperan por controlar, criticar, sufrir; ¡vengan y sufran!, ¡gocen! También se quejaron —y ésta es la ultima queja que aceptamos transcribir— de que durante un velatorio, dando muestras de injustificable cansancio, apoyó su codo sobre el féretro y casi lo derrumbó; una mujer imaginó el desastre con tanta nitidez que se derrumbó de verdad arrastrando cuatro cirios y a tres piadosos ancianos con sus respectivos mantos rituales y libros de oraciones. Pero esta vez el perseguido Tobías no tuvo culpa porque no fue él sino el tesorero quien apoyó el codo tras un round agotador con los herederos feroces.
En fin, cada penosa etapa de la muerte se asociaba con Tobías. Si alguien agonizaba, el entorno percibía en el cuchicheo y en los olores al inevitable sepulturero. Después quedaba como estampado: cadáver (sonaba el nombre Tobías), lavado del cadáver (otra vez Tobías), discusión con el tesorero por el valor del lotecito (espiaba el ojo impertinente de Tobías), puesta del sudario (siempre Tobías), velatorio (entraba y salía Tobías), transporte al cementerio (intervenía Tobías), cavado de la fosa (ordenaba, controlaba, corregía Tobías), elección de la lápida (aconsejaba Tobías), colocación de la lápida (se metía a opinar Tobías), inauguración de la lápida (dirigía Tobías). Tobías circulaba por el hogar, el cementerio, la administración, impartía instrucciones, recomendaba tranquilidad. Decía e insistía que prodigaba tranquilidad. La necesaria y benéfica tranquilidad. Pero llenaba a todos de angustia.
Provocó una reunión urgente de la comisión directiva porque había encargado veinte retoños de árboles cítricos para plantar en el cementerio. Dijo que sería un homenaje de su comunidad a la villa que lleva por nombre Mandarina. Los frutos de esos árboles —comentó escandalosamente— se nutrirán de nuestros mejores muertos; serán frutos netamente judíos de la pampa argentina; los podremos vender a precio de oro en una gran kermesse; cada familia podrá volver a tener en sus manos, acariciar, besar y hasta paladear algo de sus muertos queridos. ¡Al diablo con sus malditas iniciativas! —rugió el presidente. Y dando histéricos puñetazos sobre la vidriada mesa de sesiones le ordenó limitarse a su trabajo y cancelar la compra de los cítricos antropofágicos.
La producción de muertos y la venta de lotes seguían a buen ritmo porque los ingresos alcanzaban para sostener las múltiples obligaciones comunitarias. Tobías se quejaba como siempre por exceso de trabajo y por carencia de sostén económico. Pero todo seguía más o menos igual. Seguía más o menos igual hasta que se produjo el inesperado cambio. Una noche el viejo intendente de Villa Mandarina tuvo un sueño horrible: la larga muralla del cementerio ardía y, en el extremo derecho, destinado a los judíos, ardía una lápida rústica. La inscripción decía: Aquí yace el Pulpero Fundador. La lápida empezó a moverse y risas macabras se propagaron bajo la tierra. Brotaban otras lápidas. Brotaban rápidamente, como cuchillos, extendiéndose desde el pie de la loma hacia la villa. Aparecían en los aledaños y luego en el centro interrumpiendo el tránsito, golpeando en el traste a los agentes de policía, que en lugar de hacer las multas salían corriendo. Las carcajadas del Pulpero Fundador hacían temblar el mundo. El intendente se precipitó —en su sueño— hacia el palacio municipal; los habitantes le abrieron paso, formaron una guardia de honor y de miedo; pero enseguida quienes lo rodeaban se pusieron rígidos y marmóreos: se convertían en otras tantas lápidas que lo cercaban, asfixiaban.
Se despertó con el cabello mojado. Es el exceso de población judía muerta —caviló— y, para impedir que las lápidas judías invadiesen la ciudad, promulgó una inédita ordenanza que prohibía extender el cementerio más allá de sus límites originales, lo cual causó gran sorpresa porque el intendente era buen amigo de los judíos y porque nadie había propuesto ampliar el cementerio. Y porque nadie imaginaba que tamaño decreto en el siglo XX iba a desencadenar un fenómeno tan extraño: brusca y total detención de fallecimientos judíos.
Era la primera vez, desde que el mundo es mundo, que un decreto antijudío provocaba beneficios de semejante magnitud. En efecto, los médicos se sorprendieron de sus inmerecidos triunfos con los enfermos de la comunidad: los casos agudos, si no curaban, se hacían crónicos, y los crónicos seguían crónicos; nadie agonizaba, nadie moría. El sepulturero se entregó a un merecido descanso.
No obstante el decreto oficial (malo para los judíos) y sus efectos asombrosos (buenos para los judíos), el pobre intendente siguió soñando el mismo sueño.
El rabino arriesgó una interpretación basada en las susceptibilidades del hombre. Hundiendo el pulgar en el aire, dijo que si las lápidas brotaban como cuchillos, debían simbolizar los cuchillos de los pobres delincuentes que se unieron al Pulpero; y que cuando los muertos se meten en el sueño con cuchillos, están amenazando; que si amenazaban era porque exigían algo que les correspondía y no se les había dado. ¿Qué podían exigir el Pulpero Fundador y sus amigos delincuentes? ¡Un monumento! Mientras no lo tuvieran, seguirían perturbando.
Pero el campechano médico del viejo y asustado intendente retrucaba con una interpretación más simple y desmitificadora (dicha sólo entre amigos): ¡Bah!, lo que pasa es que se siente caduco y teme convertirse también en una lápida.
Tobías se dirigió al redactor del Boletín Comunitario y dijo que en vez de perder tiempo con interpretaciones sobre el extraño sueño, había que luchar contra el maleficio que produjo la ordenanza (muy negativa para los judíos). Fue el primero en tener el coraje de llamar a las cosas por su nombre: ¿quién no se daba cuenta a esta altura de que las finanzas andaban peor desde que los judíos habían dejado de morir? Es maravilloso no morir, pero a causa de ello ya no alcanzaba el dinero para la sede social, hubo que disminuir el número de maestros, se despidió e indemnizó al portero del club, creció la hierba en el fondo de la pileta de natación, la que no se puede volver a llenar de agua porque ni hay presupuesto para arreglar el motor de la bomba. Se aumentaron las cuotas dos, luego cuatro, luego diez veces; y las donaciones ordinarias, extraordinarias, de emergencia, urgencia y hasta decencia se fueron apagando por aburrimiento. Si no se rompe este maleficio la comunidad morirá de una muerte que no produce cadáveres, ni necesita sudario ni entierro ni lápida.
Tobías habló como una máquina y terminó con impúdicas autorreferencias:
—Mientras el presidente, el tesorero y el secretario duermen, yo pienso y pienso y busco una idea, una iniciativa que nos destrabe. Por lo tanto yo, Tobías, me comprometo a vencer el maleficio que nos han mandado aquel Pulpero loco y los marginados que fueron enterrados con él. Yo traeré los muertos que necesita nuestro cementerio pese a la ordenanza del intendente. No se asuste, querido redactor, y si se asusta, no lo publique en el Boletín. Pero le digo que una fábrica de zapatos no funciona si no fabrica zapatos y un cementerio no funciona si no se fabrican muertos. No es tarea fácil, ¿acaso dije que era fácil? Es tan difícil que ningún otro ni siquiera la propuso en broma. Hacen falta imaginación y coraje. Tobías los tiene.
”Iré a Mercedes —anunció por doquier—, San Andrés de Giles, Luján, San Antonio de Areco, Rivas, Castelar, General Rodríguez, Escobar, San Fernando; hacia el Norte y el Sur, el Este y el Oeste; subiré la loma o la rodearé según convenga, y conseguiré muertos para nuestro cementerio. Donde haya una familia judía explicaré las ventajas de traer el difunto a Villa Mandarina, un lugar aislado, pacífico, protegido por una loma legendaria y seca como el Sinaí. Explicaré las ventajas del servicio, de las tarifas (sobre todo las tarifas) y de contar con un intendente tan amigo de los judíos que produjo una ordenanza fantástica que no nos permite morir. Describiré las ventajas del sepulturero (¿por qué no?) y su esmero por todos los detalles: linda lápida, siempre derecha y lustrada, con florcitas los que prefieren florcitas y con piedritas los que prefieren piedritas. Y bueno, usted me pregunta con los ojos todo el tiempo por qué yo, el sepulturero Tobías, me ocuparé de mendigar cadáveres si es una función de los dirigentes. ¿Me lo pregunta a mí? ¡Pregúntele a ellos! ¡Que vayan ellos si se animan! Pero no... no. Yo sé. No irán. Aumentarán la cuota, eso sí. Y armarán otra colecta, eso también. No les surge nada diferente, “original”, como se dice. ¿Y cómo les va a surgir? Vea: hay que estar en el oficio, en la muerte, para tener ideas vitales sobre la muerte. Ellos se limitan a pronunciar discursos. Se avergüenzan de los cadáveres, ¡y viven gracias a los cadáveres! Entonces, si la solución es que vaya Tobías... bueno, ¡irá Tobías!
No se publicaron sus nuevas e irritantes declaraciones, en parte por el susto del redactor y en parte porque ya no alcanzaban los fondos para editar el Boletín. Todos los judíos de Villa Mandarina, sin embargo, confiaron esta vez en la nueva y esperanzada iniciativa del intrépido sepulturero. Agotados los demás recursos, sólo cabía esperar un milagro.
Tobías desempolvó el viejo taxi y se lanzó por los campos como un conquistador. Recorrió ciudad tras ciudad y pueblito tras pueblito, explicaba, persuadía, lograba que le regalasen la nafta y la comida y le auguraran mejor suerte en la próxima parada. Era el salvador de su comunidad e intentaba comprometer a los otros en su empresa. Llegó incluso a ofrecer una tarifa increíblemente reducida para el primer cadáver, el que inaugurara la vía regia e incesante de cadáveres hacia la hermosa Villa Mandarina.
Su prédica fervorosa logró trizar resistencias. Su nariz gorda simbolizaba bondad, fruta, buen olfato, simpatía. En los oídos de los villamandarinenses sonaron trompetas. ¡Se produjo el milagro! Tobías era un héroe. El alocado proyecto cristalizaba por la ruta: en carroza venía el primer muerto importado. Mucha gente salió a la calle. Y cuando el inaugural paseo fúnebre recorrió las principales plazas y monumentos de la ciudad, más de uno se sintió tentado de aplaudir y gritar ¡viva el muerto! La carroza se detuvo respetuosamente junto a la sinagoga cuyas puertas fueron abiertas en señal de homenaje. Enfundada en trajes oscuros, formaba la comisión directiva en pleno, incluidos vocales suplentes y revisadores de cuentas. Transmitieron el grave pésame a la familia que, a partir de ese momento, era designada ilustre benefactora de la comunidad. Los empleados que aún no habían sido cesanteados, se incorporaron con inmensa gratitud al largo cortejo. Cuando la caravana (más festiva que llorosa) atravesó el área céntrica de la ciudad, las vidrieras atiborradas con artículos importados —que inundaron el país gracias a la nueva política económica nacional— contemplaron con asombro el único artículo “importado” a Villa Mandarina que no se autorizaba exhibir en vidriera.
Tobías abrió el reseco portón del cementerio; el chirrido de los goznes sonaba a música de violín. Su iniciativa genial reportaba el primer fruto, con dinero suficiente para oxigenar las finanzas comunitarias por una quincena. El excitado tesorero dijo al presidente que si hubiese informado al ministro de Economía sobre este insólito rubro de importación, en una de ésas mandaba un representante al entierro o ponía motocicletas con banderita delante de la carroza.
El rabino estuvo más despabilado que nunca y gorjeó maravillosas cadencias. Los solemnes llantos y los solemnes saludos terminaron en la modesta sala de sesiones de la comisión directiva con un solemne brindis en honor del difunto y los solemnes familiares. Tobías no pudo llegar porque después de un entierro debía ordenar muchas cosas; había alimentado a la tierra hambrienta con un manjar de lujo. Y como pasaba en toda cocina, al irse los invitados recién comenzaba la peor parte: limpiar y guardar. Él era el héroe de la jornada y, asumiendo su rol, prefirió que notaran (y les doliera) su ausencia.
Pocos días después llegó otro finado. Se renovó e incrementó la alegría, especialmente del tesorero, que ya calculaba excedentes y por lo tanto reactivación de proyectos archivados y reanudación de obras interrumpidas. De mantenerse el ritmo —se regodeaba besando la calculadora—, en pocos años seremos una de las comunidades más venturosas del país.
Pero luego transcurrió un mes sin que se pudiera conseguir otro cadáver. Mientras, en Villa Mandarina continuaba el hechizo: nadie daba señales de querer pasarse al otro mundo. Los miembros de la comisión directiva (en voz baja) y los restantes de la afligida comunidad (a voz en cuello) preguntaban por novedades (novedad quería decir: ¿y?, ¿para cuándo el próximo difunto?). Tobías, el perseguidor de muertos, era ya el perseguido: ¿y?, ¿qué perspectivas hay en Castelar, en San Miguel, en Rivas, en Lobos? El agobiado sepulturero relataba sus largos viajes, el esfuerzo a que se sometía y los terribles achaques de su auto. No es fácil convencer —repetía con frecuente fatiga y decepción—. La nariz se le deshinchaba y arrugaba: síntoma preocupante. Las finanzas metieron de nuevo su cabeza en la horca y el tesorero, en lugar de besar su computadora, la mordía. Para colmo de males, llegó una alarmante información: ahora ninguna comunidad vecina estaba dispuesta a permitir el éxodo de sus muertos sin ofrecer resistencia. ¡Lo único que faltaba! —dijeron—: canibalismo judío. Un grupo de activistas jóvenes de la dinámica comunidad de Abrojal había iniciado la campaña intitulada “defendamos nuestros cadáveres”.
El presidente, el secretario y el tesorero de la comunidad villamandarinense partieron a la disparada hacia las comunidades vecinas con el propósito de frenar la escandalosa guerra. Incluso detectaron un volante en el que se los acusaba de impulsar un “infame negocio necrofílico”. Recorrieron desesperados los cuatro puntos cardinales con el objeto de apaciguar y esclarecer. Y, si llegaba a ser absolutamente necesario, cargarían la responsabilidad sobre “el loco de Tobías”, autor, productor y realizador de la iniciativa. Pero en realidad fueron ellos los esclarecidos con garrotazos sobre tradición y ética. El golpe de gracia les fue asestado bajo la acusación de competencia desleal. ¿Habían supuesto ustedes, los muy imbéciles —les dijeron—, que una diferencia de tarifa y vagas promesas sobre mejor cuidado de las lápidas era suficiente para que una familia judía accediera a enterrar sus muertos en otro sitio? Los dos cadáveres que consiguieron —los únicos y los últimos— fueron llevados a Villa Mandarina por el enceguecido capricho de los deudos que se pelearon con sus respectivas comunidades. Fue un acto de venganza, no una elección.
Contusos y deshilachados, varios integrantes de la Comisión Directiva aseguraron que jamás volverían a importar cadáveres y que el cementerio, parafraseando a Abraham Lincoln, es de, por y para la comunidad local. Sin embargo los vocales, los revisadores de cuentas y los miembros suplentes (que no habían hecho penosas giras ni soportado la reprimenda de las otras comunidades) votaron en contra de esta política sosteniendo que si no se proseguía con la importación de cadáveres habría que cerrar el cementerio. Ante la insolencia de estos señores el gordo presidente, cuyo abatimiento había impresionado, se transfiguró en segundos; de una actitud vencida y quejumbrosa saltó a una furia salvaje. Parecía haber enloquecido. Lo que no pudo hacer a los presidentes de las otras comunidades, se le ofrecía como blanco tentador. Su voz recuperó bríos y, puesto de pie, tronó contra los irresponsables que le votaban al revés, contra el sepulturero, contra los que osaban contradecirlo. Siguiendo su ejemplo, también los demás miembros de la comisión directiva, incluyendo los suplentes, se pusieron de pie y en instantes los puños atravesaron la trinchera de la mesa de sesiones. El presidente se despojó del saco, la corbata y la mitad de la camisa. Aulló ¡a mí nadie me desautoriza! (y el aullido era tan fuerte que pretendía golpear a quienes sí lo habían desautorizado en la penosa gira), sacó a relucir su propia intemperancia y golpeó violentamente sobre la mesa hasta convertir en añicos el grueso cristal que a diario lustraba el gerente. Los polemistas volvieron a sentarse. Era el caos. Reinaba la confusión.
Mientras, el preocupado Tobías miraba el descenso de la noche sobre la muralla purpúrea del cementerio. Se oprimía las sienes buscando un remedio a esta enfermedad comunitaria. Lo habían obligado a abandonar su alegre oficio de taxista para que asumiera la “misión” de sepulturero. “Necesitamos hombres de ideas, de iniciativas”, le dijeron zalameramente. Y aceptó el trabajo. Tuvo la idea de plantar cítricos sobre las tumbas y vender a precio oro sus frutos a los mismos parientes, pero le vetaron la idea con horror; quiso organizar conciertos para los finados invitando a que uno o dos familiares se sentaran junto a la respectiva lápida como si fuese una butaca de teatro, y pagasen por ellos y por el muerto lo mismo que en un teatro común, la música podría ser religiosa o moderna, con todas las ventajas acústicas que sugería el lugar, pero también le vetaron esta productiva idea. Le vetaban todas sus iniciativas porque eran novedosas. Se arriesgó en el desesperado papel de héroe trayendo muertos de otra parte y fue castigado. Ahora que nadie moría en la villa ni era posible importar un cadáver de afuera, ¿qué significaba su rimbombante título de sepulturero?
Cuando la oscuridad deglutió la muralla, lo invadió otra súbita iniciativa. Fue un deslumbramiento, una revelación. Se puso de pie. Le zapateaba el pecho. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Se lanzó por el camino excitado como un profeta después de haber escuchado la voz del Señor. La doble hilera de árboles respiraba un nuevo polen. Apenas se distinguía el contorno muy negro de la loma. En alguna parte yacían los huesos del pulpero alucinado que fundó el pánico del intendente y fundó el hechizo que trastrocó el armonioso ciclo cementerio-comunidad. La nueva iniciativa le pellizcaba las piernas, le golpeaba la nuca. Se detuvo un instante, se frotó la cara con las manos, sintió dudas y exclamó a las estrellas, para probarse: ¡no, no!... La revelación, para ser creída y obedecida, debía seguir manteniéndose nítida y coherente, como en los tiempos bíblicos. Siguió caminando. Y la nueva idea continuaba nítida y coherente. Como en los tiempos bíblicos. Maciza como un martillo. Empezó a correr. La iniciativa seguía firme, estaba adherida a su alma y no lo abandonaría jamás.
De esta manera se acabó el maleficio.
En efecto, para sorpresa, dolor (y júbilo) de la comunidad judía de Villa Mandarina, murió uno de sus miembros. Pero no cualquiera. Se trataba de un personaje notabilísimo: el tesorero. El duro, amado y execrado tesorero que debía exprimir a los ricos para satisfacer al conjunto. Con el rostro hinchado (Tobías estaba viejo y este desenlace, tras tantas peripecias, le deshilachó la sensibilidad), no pudo contener las lágrimas cuando higienizó el cuerpo. Ayudó a cargar el ataúd y exigió ternura al depositarlo en medio de los cirios. Luego fue al cementerio. Ordenó a los peones que se alejaran y se puso a cavar él solo la fosa. Había terminado el maleficio con una muerte opulenta. Fue una elección terrible hecha por el pulpero y su legión de fantasmas. Tobías amaba al tesorero; ya no lo vería luchando con su gastada computadora para remendar los baches de las finanzas. Esta vez la tierra recibía un manjar excesivo. Tierra voraz, útero insaciable. Hacía meses que no comía. Su pala golpeó con ira (y entusiasmo). El borde filoso arañó, tajeó, revolvió los terrones y luego extrajo pesados montículos. El sudor chorreaba por su frente, su espalda; centelleaban la bronca y el triunfo. Triunfo sobre el maleficio.
Cuando llegó el apesadumbrado —y feliz— cortejo (las emociones estaban tan confundidas), Tobías se acercó al obeso presidente para recordarle que el tesorero había sido duro con los deudos y, aunque nos lastime, usted debe ser duro con los deudos de él. El presidente no le contestó y Tobías, molesto, le dijo que si no cobraba una fuerte suma, de nada valía esa muerte; volverá a imperar el maleficio. El presidente paseó una gélida mirada por sus ropas sucias, su cara empapada y sentenció: limítese a sus funciones, Tobías. Tobías le apretó el brazo: si no cobra una fuerte suma, pensarán mal de usted y de toda la mafia de la comisión directiva. El presidente se liberó de un golpe. Le espetó con desprecio: su lugar está junto a la fosa, Tobías. Y le dio la espalda.
La fauce esperaba. El cajón descendió lentamente, con ligeras oscilaciones. Como un pétalo negro. Poco a poco el pétalo fue desapareciendo. Una lúgubre cascada de tierra se deslizó hacia el fondo y en pocos minutos la boca estaba cerrada y un monstruoso labio marrón marcaba el sitio de la sepultura.
Los enardecidos vocales, revisadores de cuentas y suplentes, que tenían la sangre en el ojo por aquella violenta sesión en que se habían peleado con el tesorero, el secretario y el presidente, lograron imponer una cifra a los deudos del finado que trajo sustancial alivio a la escuela, al club y a decenas de asalariados. El presidente y el secretario temblaron por los números que danzarían tras sus respectivas muertes.
Como el maleficio había sido eficazmente deshecho, el ritmo de entierros volvió a la normalidad. Los desfiles hacia la loma exteriorizaban el retorno de la salud colectiva. El ciclo vida-muerte recordaba los buenos viejos tiempos. El bullicioso sepulturero aceleraba a los peones, al rabino, al cortejo y reclamaba artículos de limpieza, agua de colonia, mangueras, palas, vinagre, y al atardecer se quedaba a contemplar, satisfecho, el reflejo sangriento que la misteriosa loma devolvía sobre el extremo derecho de la muralla.
—Ya van dos años que acabé con el hechizo —asegura Tobías, suelto de cuerpo—. Soy un héroe; todo funciona bien. Y si alguien protesta que una lápida se ha torcido y el mantel para las colectas no es bastante negro, me río. Me río en la jeta, ¿me entiende? Porque son pequeñeces. ¿Qué valen frente al gran éxito? La muerte alimenta la vida; es una rueda. El Pulpero Fundador se metió en la cabeza del pobre intendente para frenar la rueda. Y la frenó. ¿Qué se hizo, entonces? Nada (porque las colectas son nada). Entonces yo, Tobías, al que dicen cara de caballo, nariz de remolacha, loco, irresponsable, taxista del otro mundo, traje la solución. El primer intento (importar cadáveres) no dio resultado. Lo acepto. El segundo, en cambio, romper el maleficio para que el cementerio sea de, por y para la comunidad como dicen que dijo un importante dirigente comunitario ya fallecido que yo no conozco, Abraham Lincoln, ese segundo intento sí dio resultado. Pero los miembros de la actual comisión directiva ya no son los de antes.
”Murió el tesorero iniciando la nueva era. Su muerte fue muy llorada (y festejada). Luego el presidente. Luego tres vocales. Con cada fallecimiento entraba un chorro de energía. La maquinaria empezó a funcionar y siguió funcionando. Yo soy el héroe. Antes, cuando traje dos cadáveres importados me aplaudieron. Y eso que el procedimiento fracasó. Ahora que el sistema marcha a las mil maravillas me cuestionan. Me retacean el colosal mérito. ¿Por qué? Porque se aferran a pequeñeces, porque no miran más allá de sus sombras. Porque en lugar de concentrarse en las grandes necesidades de la comunidad se prenden como desesperados a un insignificante detalle: mi utilización de cianuro.



































... yo sé que por mí ha venido
esta gran tempestad.

JONÁS I, 12
L
a exitosa expresión "importancia por contacto” —que acuñé en mis programas televisivos para burlarme de quienes abusan de presuntos vínculos con celebridades— la inspiró Augusto Serafímer, un hombre de extraños ocios y negocios que al principio me resultó pesado, vulgar, y después festivo, sorprendente. De él voy a hablar.
En su mole física resaltaban los ojos pequeños y simiescos. Su calvicie se compensaba con el pedestal de la barbita. Los dientes separados, con manchas amarillas, hacían juego con sus risotadas. Las manos completaban el conjunto monstruoso: moviéndose lento, esas manos buscaban la nuca de los interlocutores para brindarle una caricia paternal. Manos calientes, apabullantes. Un contacto que tardaba en esfumarse.
Conocí a este curioso espécimen de la fauna que se contonea en los salones de la notoriedad durante la recepción ofrecida en la embajada de México por la delegación que acompañaba al presidente de la República durante su ruidosa visita al país. Yo concurría en carácter de periodista, odiado y admirado por mis aciduladas notas en el programa La caída de los mitos. Serafímer reconoció mi cara harto difundida por revistas y afiches, abandonó a su ocasional compañía y se introdujo aceitadamente en el racimo de chismosos que me envolvió después de que mantuve un altercado con Juan Rulfo. Al rato ya cambiaba conmigo los lugares comunes que dicen los habitués de los cócteles. Se montó en la frase de alguien para contar un chiste y aprovechar el ablandamiento de mi risa para deslizarme su tarjeta de color bronce. Sacudía el gordo maíz de su dentadura y sus ojitos se tornaban más pequeños. Acercándose a mi oreja musitó un dato sobre el tequila y Rulfo. Su mano planeó junto a mi nuca como un aeroplano que no se atreve a aterrizar; hizo varias caídas en tirabuzón, rozó mi hombro derecho, mi espalda, se alejó hacia Jalisco, que señaló enfáticamente, hizo una picada hacia la alfombra, remontó vuelo y por último, decepcionada, fue a esconderse en su bolsillo. Metí también mi mano en el bolsillo y palpé su metálica tarjeta. La volví a palpar cuando me refugié en el auto. Releí su nombre y decidí romperla: no más papeles inútiles. En realidad, no más personas inútiles.
Ingenuo error. Habían pasado unos meses, cuando en una conferencia que pronunció el plástico Cirilo Robirosa para la Liga contra la Obesidad, lo reconocí en un extremo de la platea. Bueno, es una forma de decir: logró que lo reconociese porque me hacía aparatosas señales. Grabé el comienzo de la disertación mientras mis ayudantes le filmaban a Robirosa el perfil anémico y los dedos incansables —lípidos y color, balanzas y caballetes, explicaba, buscando en el aire un hallazgo insólito—; mi programa tenía la originalidad de poner en evidencia los aspectos ocultos, vergonzantes y conflictivamente humanos de las figuras que idealizaba el público; hacía temer y gozar. Serafímer me alcanzó en el vestíbulo frenando en la garganta sus exclamaciones ante la orden de un acomodador. En forma cariñosa susurró que permaneciese hasta el final, que ya terminaba, que Robirosa con un grupo de amigos irían a su casa —me estaba invitando con el mayor entusiasmo— para desagraviar a la pobre obesidad con suculentas liebres a la francesa, usted no puede dejar de venir, haremos una fragorosa “caída de los mitos”, una demolición, divertidísimo, después de esta lata para snobs, ¿viene?, ¿sí? Su mano empezó a elevarse por el aire rumbo a mi nuca: infalible tenaza de persuasión. No le di tiempo; hice señas a los camarógrafos, busqué un cuaderno inexistente en mi cartera y salí. Pero Serafímer, inmune a los desplantes, volvió a entregarme su tarjeta. Hizo progresos: esta vez no la rompí.
A la semana me telefoneó (¿dónde diablos averiguó mi número que no figura en guía y en el Canal no tienen autorización para difundirlo?). Con su voz campechana y el soborno de su risa preguntó si lo recordaba, y para ahorrarse el desdén arremetió con anécdotas de nuestro primer encuentro en la embajada mexicana y nuestro segundo encuentro en la conferencia de Cirilo Robirosa y un tercer y cuarto encuentros donde él me veía (yo no) y me juzgaba con mucho y con macho cariño, porque vea, hay periodistas y periodistas y usted muestra unas agallas que hacen subir el corazón a las amígdalas, no lo tome como una excusa por la violación de su domicilio, eh, con el teléfono uno se mete en la casa de cualquiera, pero la verdad, desnudita, es que su prestigio está bien ganado; lamento de nuevo que no haya podido acompañarnos en la reunión con Robirosa, eh; la pasamos como en el Olimpo... de la joda, claro; metimos el colesterol en la metafísica y nos pusimos de acuerdo en que la obesidad es una ficción del marqués de Sade.
Mientras Serafímer desplegaba su monólogo, me sentía aliviado de saber que su enorme mano hipnótica estaba lejos —pero no lo estuvo de Robirosa, a cuya nuca se habrá prendido como collar de perro haciéndole escupir imágenes brillantes—. Este gorila comunicativo y muy viscoso —yo pensaba—, intenta sorprenderme con la paciencia y la amistad que le brinda el pintor. Quiere aumentar mi sorpresa mencionando otras celebridades que acudieron esa noche a su casa, me refriega credenciales del más alto nivel, se da besitos de lengua con lo mejor del país.
Reconozco que mi resistencia hacia Augusto Serafímer sufrió una fractura cuando reveló el motivo de su llamada: dentro de once días daré una fiesta para homenajear a mi viejo amigo, el director de la Filarmónica de Londres. Me encarecía que esta vez no faltase. ¿De dónde sacaba tamañas relaciones? Consulté mi agenda con ganas de encontrar una buena razón para volver a negarme (hizo otro progreso: ya no me alcanzaba una excusa, necesitaba una buena razón). Seguía presintiendo que tras sus vínculos estelares se ocultaba el interés por lograr algo de mí. Algo que aún escapaba a mi percepción; posiblemente sucio. Serafímer ni siquiera descollaba en el área de los hacedores de dinero, ni del hampa, ni del juego, ni de la bohemia, ni del deporte, menos del arte o la ciencia. Era un simple hombre simple. Pero había encontrado un método eficaz para dejar de serlo. Mi agenda tenía marcada una impostergable reunión con los directivos del Canal y, gracias a ella —era una buena razón—, pude zafar de nuevo.
Avancé otros pasos en la elucidación del acertijo cuando —¡oh, casualidad!— nos volvimos a encontrar durante mis vacaciones en Península Esmeralda.
En el colorido balneario yo pretendía descansar de mi rutina, es decir liberarme de personajes y personajotes que a lo largo del año entrevisto, investigo, cuestiono y muestro en el programa La caída de los mitos, programa que, lejos de destruirlos, los muestra más verosímiles y cercanos: por eso no me escapan, sino que me persiguen para que los tenga en cuenta. De ellos necesitaba un recreo. Me había organizado un plan desintoxicante que se basaba en la ausencia de planes. Descendía a la playa cuando aún estaba limpia de turistas, corría a lo largo de los ribetes de fría espuma, miraba el trabajo de los carperos instalando sombrillas o revisando los equipos de salvamento, me tendía a leer o me concentraba en el desplazamiento microscópico de un velero madrugador. Tendido en cruz, me ofrecía a la cocción lenta del sol hasta que empezaba a multiplicarse el tejido de voces: la gente llegaba, clavaba sombrillas, abría las perezosas, formaba grupos. Una clarinada cercana y chirriante solía referirse a primas solteras, el costo de la verdura y los horrores de la nueva peluquería a la vuelta del hotel.
La opalina que traspasaba mis párpados se oscureció. No era una nube. Me arrugué, contrariado. Vi entonces la boca de Augusto Serafímer que sonreía con todos sus amarillentos granos de maíz y lanzaba elogios al día, la luz, la arena, el mar y este “casual” y “magnífico” encuentro. Estrechó mi mano, haciéndome incorporar. Sus ojos emitían destellos de mica. Atrajo una silla y se sentó a mi lado, de cara al mar. Le gustaba el infinito.
—Como a Einstein —agregó.
—No sólo a Einstein —repliqué sin ocultar fastidio.
—Einstein en especial. Y no lo digo con referencia a la física. Vea, cuando paseábamos en el campus de la Universidad de Princeton...
—¡También fue amigo de Einstein! —lo increpé, molesto.
—Y..., sí —su rostro adquirió una intensa seriedad—. Sí, nos apreciábamos mucho.
No mentía; su expresión era convincente, y casi mortificada. Ante mi escepticismo, contó sobre sus viajes a Princeton en la década del ‘50 y sus paseos y conversaciones con el viejo sabio; incluso tenía varias fotos con él a la entrada de su vivienda y otra de gran valor histórico en la que aparecían Einstein, David Ben Gurión ofreciéndole ser candidato a la presidencia del Estado de Israel y Serafímer entre ambos. Increíble.
Una pelota de tenis rebotó en mis piernas. Serafímer la atrapó. Los jugadores, en la precaria cancha que habían dibujado sobre la arena, levantaron las raquetas para recibirla.
—Así me relacioné con Guillermo Vilas —musitó.
—¿Jugando en la playa? —ironicé.
Los cuatro tenistas peloteaban con entusiasmo; y las personas que tomaban sol bajo sus pies, barboteaban insultos.
—Devolviéndole la pelota desde la tribuna, en Wimbledon.
—¿Ah, sí? Desde la tribuna... Y eso, ¿qué?
—Regresamos juntos a Buenos Aires —prosiguió tranquilamente—. En el mes que se quedó ahí, porque tenía un programa bastante pesado, eh, cenó en casa por lo menos... a ver —contó las oportunidades y quizá los otros invitados—, por lo menos ocho veces.
—Le gustó mucho su comida.
Se torció hacia la izquierda. Su boca se fue abriendo como un estuche rosado y sus grandes dientes empezaron a bailar. Aplicó jovialmente su manaza sobre mi rodilla.
—En efecto —pretendió seguirme la corriente—, en casa se come muy bien. Nuestra cocinera y mi Mónica, Mónica es mi mujer, son estupendas. No sólo por la calidad de lo que hacen, eh, sino porque se desviven buscando en libros y revistas platos exóticos de Indochina, de Azerbaiján, de Marruecos, de Nueva Zelanda, de Turquía. No le diré que pertenezco a un círculo de gourmets, pero muchos amigos son rotundamente sensibles. Dos pertenecen al Club de Gourmets, me olvidaba. Son maniáticos; rechazan un plato mediocre con más furia que a un ratón muerto. O elogian otro con más exageración que, ¿cómo le diré?, que una economía de academia, eso. Me divierten muchísimo; para ellos la carne tiene música, el pimiento es como Venus —sus gruesas manos modelaban formas en el aire—, el ganso es un poema de García Lorca, un buen jamón evoca los paisajes de la Mancha.
Asentí mirando hacia adelante. Las aguas del mar desenrulaban sus olas. Los obstinados tenistas seguían imaginándose en una cancha pese a la continua interferencia de los bañistas y la creciente bronca de quienes pretendían tomar tranquilamente sol. Llegó una ráfaga de voces enredadas a una partida de truco que fue cruzada por el chillido rojo de una mujer próxima que daba consejos sobre restaurantes, tratamiento de callos e inversiones inmobiliarias.
—Estas chismosas ya son parte de las playas, son como las sombrillas —dijo Serafímer adviniendo el malestar que me producía esa voz—. ¿Sabe quién las definió así?
—Einstein.
—No se burle —se rascó el pecho hirsuto.
—Bueno —sonreí, concesivo—, ¿quién?
—Ingmar. Ingmar Bergman.
Levanté las cejas. Y volví a restregarme los ojos —mi tic de la jornada—. O éste delira —rezongué— o algo me impide reconocer que sus relaciones son ciertas.
—Nos alojábamos en el Hotel Real de Copenhague. Usted sabe que solía dirigir piezas de teatro en Dinamarca para descansar del cine, o para pulir detalles de la técnica. Por lo menos así me dijo, eh —se hundió en su asiento y estirando las oscuras piernas agregó—: Bergman es un observador genial, que goza de una memoria que ya ni sorprende: irrita. Pero es modesto, eh, como la mayoría de los tipos excepcionales. Bueno, todos no —corrigióse levantando la cabeza—: mi amigo Norman Mailer es brillante pero no es modesto; tampoco Salvador Dalí, claro —el rugir del mar y las disonancias de la vocinglería fueron los únicos comentarios (indiferentes, descorazonantes) que recibió—. Sigo con Bergman... —dudó, me miró brevemente—. ¿Le extraña que el torrentoso Mailer sea mi amigo? Vea: tomábamos cerveza en Manhattan cuando su editor aún ignoraba que Los desnudos y los muertos alcanzaría el éxito que poco después lo consagró para siempre. Gran tipo. Verborrágico hasta la asfixia. Loco. Pero auténtico; su vida, sus intereses, sus temas, todo combina bien. Y no es difícil llegar a Norman; no es difícil llegar a nadie. Su programa se llama La caída de los mitos, ¿verdad?: haga caer el mito de la incomunicación. Es un mito, se lo aseguro. ¡Cuántos se asombran de mis relaciones!, pero yo me asombro de que se asombren. ¡No hay nada de asombroso! Sí, en cambio, que alguien no se atreva a contactar con una persona porque sea célebre o importante. Somos perecederos, sufrimos pesadillas, angustias y emociones tanto el individuo anónimo como el hombre célebre... ¿Qué le estaba contando? Ah, Ingmar Bergman. Vuelvo a Ingmar; ¿por dónde íbamos?... Copenhague. Sí, en Copenhague lo invité a Ostende, ¿conoce?, magnífica playa belga, para mí la mejor del Mar del Norte, siempre rabiosa, agresiva. Y bien —redujo el volumen al tiempo que acercaba su granítica cabeza a mi oído—; la voz de esa pelirroja, ahí atrás, que parece un cuchillo con sierra, o una gallina excitada, una voz así, de una pelirroja más o menos igual, lo descalibró a Ingmar. ¿Me explico? Le arrancó los tornillos, como se dice; le hizo saltar los resortes, lo puso como una máquina en punto crítico. Y eso que Ingmar es una montaña de paciencia comparado con Norman, eh. ¡Pero esa voz!, para colmo con más muletillas que un ejército de rengos. Ingmar empezó a respirar apurado, con un dolor aquí, en el abdomen; se le fueron hinchando las venas del cuello; ¿se imagina?, como a un sapo antes de explotar. Miró alternativamente a la pelirroja gritando y a mí, silencioso, y se levantó de golpe, como un chorro de lava; alzó el silloncito y lo revoleó en el aire —Serafímer acompañaba su relato con nerviosos movimientos de las manos—. Quise detener su acceso criminal. A destiempo... Lanzó el proyectil con toda su fuerza hacia el cráneo de la pelirroja pero un sutil desajuste lo desvió hacia el agua. El incendio de Ingmar se transformó de golpe en anemia. Me agarró del brazo y retornamos al hotel. Mudos y exhaustos. Ahí me dijo que las chismosas son parte de la playa, como las sombrillas —hizo pantalla con su diestra—: y que actuó como un chico malcriado.
“Nuestra” pelirroja seguía disparando sus rugosas frases que arañaban los nervios. Serafímer indicó un silloncito con mirada cómplice:
—¿Se lo arrojo a la cabeza? —encogió las piernas marcando profundas huellas en la arena; enseguida las borró. Rehízo las huellas. Siempre rectas, profundas.
—¿Qué actividad le permite viajar tanto? —pregunté a quemarropa.
Volvió a rellenar los largos pozos con arena tibia y, apoyando sus pies anchos sobre el leve montículo, dijo que excepto una incursión en el periodismo siempre fue lo que hoy se llama, con más respeto que antes, “hombre de negocios”.
—Pero no se confunda —agregó—: mi verdadero patrimonio son los amigos. Y no es una frase, eh, de ninguna manera. Así como en el mundo financiero se dice que el dinero atrae al dinero, en el de las relaciones humanas los amigos atraen a los amigos.
—¿Acumula amigos, como los financistas acumulan dinero? —se me torció una comisura con toda malignidad.
—Los financistas no lo acumulan: lo trabajan.
—¿Y a los amigos? —mi comisura seguía tensa, provocadora.
Dudó, bajó los párpados, y dijo:
—A los amigos también se los puede “trabajar”, es horriblemente cierto. No se trataría de amigos, sin embargo. El idioma es más que burlón: es cínico. No se debería, en estos casos, emplear la palabra “amigos”... Usted dice “acumulan”: amigos, dinero, podríamos agregar mujeres, aventuras, prestigio, objetos de arte. Pero no se trata de situaciones idénticas, eh. No. Los amigos no entran en la categoría pasiva del objeto, ¿comprende? ¡Ahí está la diferencia! Eso es. No se mantienen en una posición inmutable; se mueven, o nos movemos nosotros, y es preciso que se produzca la adaptación, ser un poco como ellos y ellos como nosotros.
La brisa salitrosa se arremolinaba en torno a las presencias que Augusto Serafímer había empezado a convocar. Su buen ánimo, a pesar de los irrespetuosos pellizcos que yo le infligía a sus relatos, fue derritiendo mi propia gelidez. Poco a poco aceptaba —por comodidad o quizá para divertirme— la ilusión de que entre los cuatro niños que se empeñaban por asegurar las murallas de su castillo de arena se había sentado Ingmar Bergman, y que los jugadores se alejaron porque interferían la presencia de Salvador Dalí y Norman Mailer, quienes también arrimaron familiarmente sus sillones de mimbre pintado. Y a continuación se acercó otro individuo llamado con insistencia por Serafímer, que produjo en mi percepción fogonazos alternantes. ¡Milton! ¡Milton! Yo me dije: es ciego y no; está muerto desde hace siglos y no; es poeta y no; es inglés y no. ¡Mi entrañable Milton!, vivo, contemporáneo, norteamericano, no era el exquisito autor de El paraíso perdido, sino el Premio Nobel de Economía; era el exaltado y execrado Milton Friedman, “gran amigo”, a quien Serafímer, en una sobremesa abrigada con noble coñac, había explicado algunos vericuetos de la economía argentina.
La fantasmagórica concurrencia tocaba la puerta de la realidad. Serafímer cambió de sitio porque Mailer prefería el paisaje de una sabrosa muchacha y Dalí el mar azul a la policromía ordinaria de los edificios costeros. Friedman y Bergman cruzaron unas palabras, luego cruzaron sus imágenes sobre una aureola móvil. Serafímer, exultante entre sus amigos, se y los adaptaba. Su cenicienta barba-pedestal incluía las puntas mosqueteriles de Dalí y sus ojitos de mono la fogosa mirada de Mailer. Ellos estaban con él, en él, disfrutando de Península Esmeralda. Y él, Augusto Serafímer, también estaba en ellos, en la inspiración de Dalí y en los rasgos que forman un carácter de novela en Mailer y un ajuste interpretativo en Bergman y una reflexión operativa en Milton Friedman que puede transformar el destino económico de un país. Todos en Serafímer, Serafímer en todos.
Me invitó a su residencia, donde esa noche concurriría el profesor Rodolfo Neuman, un científico tan famoso como recatado, al que jamás pude traer a mi programa. La de Serafímer era una invitación suntuosa que parecía formulada simultáneamente por Bergman y Dalí, Mailer y Friedman. Ya ni siquiera busqué “una buena razón” para negarme, intrigado por su arte de seducir a un ermitaño como Neuman. Me entregó su broncínea tarjeta por tercera vez, añadiendo las señas locales. Me explicó la manera de llegar. Y como exterioricé cierta desorientación, ofreció pasar a buscarme por el hotel; no faltaba más. Apretó mi mano, guardó la birome en su bolso de playa, acarició mi nuca —¡lo consiguió por fin!— y emprendió la marcha por entre el fortificado castillo de arena y la ficticia cancha de tenis, acompañado por su cohorte de amigos célebres. El vello de la parte superior de su espalda relucía como alambres de oro. Su corpulencia fue fragmentándose entre los cuerpos desnudos que venían del mar mientras la pelirroja seguía petardeando lugares comunes sobre el reciente estreno de Bergman, ignorando que durante un buen rato su voz de lija había violentado a Bergman en persona.
Quedé solo. Recuperé una intensa, compacta soledad, como si me hubiera liberado de un montón de individuos muy pesados. O exigentes. Sentía que incluso la multitud y los ruidos y hasta la pelirroja con su voz de rallador contribuían a blindar mi aislamiento. Repantigué las extremidades y miré hacia el buen sol que ardía en el cielo. Serafímer había conseguido que otra persona más arisca que yo hubiese aceptado su invitación: Rodolfo Neuman. El ámbito académico coincide en reconocer a Neuman como el investigador más serio de la Argentina en el campo de las hormonas, pero no sólo los académicos coinciden en atribuirle hábitos anacoretas. Rehuye las entrevistas y las recepciones como si fueran la peste. Los comentarios pintorescos que llenaron algunas notas sobre él (nunca con él, porque se escapa) incrementaron su popularidad, la que, paradójicamente, duplicó su encierro. Ahora —¡qué giro!— no sólo veranea en un balneario como éste, sino que acepta ir a una reunión en casa de Augusto Serafímer, quien lo presentará seguramente como su “querido amigo Rodolfo”.
Las agujas de la ducha iban arrastrando los restos de arena y sal que se habían pegado a mi piel. Empecé a canturrear. Se enderezaba mi ánimo que había soportado las palizas de un año “estresante”, como repiten en la jerga. Corridas, horarios, superposición de eventos, timing y rating, monstruos de arriba y monstruos de abajo, compañeros jodidos (que les va mal) y jodidos (que te hacen zancadillas), reportajes idiotas, tipos, tipas y tipejos que te lamen por una escupida de fama, y los mitos, ¡ah, los mitos!, mi programa La caída de los mitos. Soy como el trampolín del que quiere ascender y el terror del que está arriba y precariamente agarrado; como un mono travieso agito el cocotero hasta que se desprenden algunos frutos podridos. Mi cara es popular, temida y admirada; mis comentarios son esperados con curiosidad y morbosidad al mismo tiempo. En los reportajes abundan las preguntas inesperadas y los documentos que generan sorpresa y proximidad. Tras las cámaras de televisión abundan los sobornos a mi simpatía con regalos, besos y camas fáciles. Los mitos consagrados luchan por no dejar de serlo mientras otros, anémicos aún, luchan para acceder a tamaña categoría. Yo lucho a la vez por ellos y contra ellos, que es como hacerlo por mí y contra mí. Nuestros intereses sólo se concilian en las fugaces vibraciones humanas que atraviesan cada reportaje.
Esa tarde, bajo la ducha, me empecé a sentir bien. Obligaciones ausentes, reloj innecesario, rating dormido, gozaría de una reunión en la que no debería grabar. Augusto Serafímer parecía un extraño ángel (Serafín... ¡su apellido!) que ligaba seres con el solo néctar de la amistad. Colectaba amigos: no era cineasta ni escritor ni científico ni plástico. Era un individuo feo, ubicuo, sin intereses espurios y que, por eso mismo, podía compartir el interés de los otros.
Cerré la canilla. ¿Había rotado mi opinión? Antes desconfiaba y rechazaba, ¿ahora simpatizo? Antes pensaba en las facturas que me cobraría por sus favores y ahora, ¿estoy dispuesto a reconocerle generosidad? Me froté con la toalla, disconforme.
Leí, dormí y después dudé sobre qué ropa ponerme. ¿Cómo iría el profesor Neuman?, ¿cómo los demás invitados?, ¿cómo esperaban Serafímer y su esposa Mónica que yo apareciese? Seguramente comentaron a los demás que iría quien conduce La caída de los mitos. Me irritó que esta frivolidad perturbara mi descanso, era exactamente lo que debía evitar para que mi desconexión con el trabajo del año fuese real y efectiva. Vestí la camisa y el pantalón que tenía a mano y descendí al lobby. Entre plantas y columnas decoradas se ofrecía el morbo de los sofás. Tres mujeres departían junto al mostrador de conserjería mientras un niñito se empecinaba en recorrer un camino plagado de accidentes: muebles, zapatos, ceniceros.
El ingreso de Serafímer —bamboleante, ruidoso— me produjo una inesperada alegría. Vestía un conjunto celeste del cuello a los pies; sobre los hombros cargaba un pulóver. Su cabeza sonreía, incluso la barba gris y la bóveda de su calvicie. Sus manos goriloides se estiraron hacia adelante.
—¿Listo? —me rodeó con impresionante afecto.
—Sí.
—Entonces vamos. Rodolfo nos espera en el coche.
—Se refiere a... ¿Neuman?
—Sí, Rodolfo Neuman.
La calle era recorrida por la fragancia del aire marino. Distinguí a través de la ventanilla abierta del coche el perfil ascético del huidizo investigador. Serafímer abrió la puerta y me hizo sentar adelante. Enseguida procedió a presentarnos. Me di vuelta. Junto al profesor Neuman estaba su mujer, a quien un letrero de la calle bañaba alternativamente con luces verdes y moradas. El científico, enjuto y seco, embutido en una polera oscura, se comprimía en el rincón del asiento. Su mano enclenque transmitió cierta emotividad. Después volvió a retraerse mirando hacia afuera, como si le molestara el encierro o, más bien, la compañía impuesta por el encierro.
La animación del viaje fue asumida por Augusto, como era de esperar. Neuman miraba hacia la derecha, su mujer hacia la izquierda y yo hacia el frente, con los labios sellados.
La presencia del científico inspiró a Serafímer el tema de conversación: cuando tomé el té con Alexander Fleming...
Yo sentí un estremecimiento: primero el director de la Filarmónica de Londres, después Einstein, a continuación Ingmar Bergman y Norman Mailer y Salvador Dalí y Milton Friedman, y ahora Alexander Fleming... ¡este monstruo se ha cosido a cuanto sujeto importante camina por la tierra!
Los faroles se enhebraban junto al mar resonante; parecían la cadena química de un antibiótico. El auto torció hacia arriba internándose en una zona de residencias con vastos jardines.
Fleming lo había acompañado hasta la puerta de su casa —recordó Serafímer—, con obstinada caballerosidad de otro siglo, aunque la cercana muerte ya le disminuía las fuerzas. Su canosidad impresionaba —agregó—; era la figura típica del sabio, eh, del hombre que libró una batalla de tremenda significación; ahora compruebo que usted se le parece, mi querido Neuman.
El auto frenó ante una fachada morisca. Una parte de Fleming quedó lejos, en Europa, esperando la muerte, otra parte bajó del vehículo con Augusto Serafímer y abrió la puerta a la esposa del profesor ofreciéndole el brazo con “obstinada caballerosidad de otro siglo”. El biólogo apareció a mi lado y se detuvo a contemplar los dibujos de la verja de hierro. Con voz esforzada, llena de silbidos asmáticos, murmuró:
—Me complace conocerlo, realmente.
Me sorprendí. Era una declaración asombrosa. ¿Podía yo haberle interesado?
—Lo veo seguido por televisión —dijo ruborizándose.
—Usted es un científico que puede aparecer en la televisión cuantas veces se le antoje. Pero nadie la rechaza tanto. Yo lo hice invitar en muchas ocasiones y sólo obtuvimos su negativa.
—No soporto los reportajes. Discúlpeme, es su trabajo, pero yo no puedo hablar delante de una cámara.
—Es cuestión de hábito.
—Eso me dicen. Soy viejo para cambiar mis hábitos ahora. Vea: si tengo algo interesante que decir, lo escribo. Y si es un aporte científico, lo publico en una revista especializada: yo no lo puedo contar por televisión.
—¿Por qué mira mi programa, entonces?
—No lo podría precisar. Su talento para entender asuntos diversos, tal vez. Meterse en cualquier problema, qué sé yo; expresarse, alternar con tantas personas. Lo miro desde mi hogar cerrado con llave. Tal vez me gusta porque me produce cierto miedo.
—¿Miedo a la intemperie? —arriesgué.
—Sí, sí, eso... Y admiración por los que son capaces de enfrentarla.
En la puerta nos recibió Mónica, la esposa de Serafímer, ligeramente encorvada, con anteojos redondos y cabello recogido. Su recato contrastaba con la desmesura del cónyuge.
En el living —entre almohadones coloridos, mesitas bajas y macetones coronados de flores— nos esperaban dos parejas que se pusieron de pie con los rostros encendidos. Augusto Serafímer, tal como lo había sospechado, descolgó rimbombantes palabras sobre su “querido amigo Rodolfo Neuman”, a quien el país y la humanidad y nosotros mismos debemos tanto, y que me ha concedido el honor de venir a casa.
—Nos conocimos, ¿te acordás, Rodolfo?, a la salida de tu laboratorio, y nos volvimos a encontrar ¡tantas veces! Te considero un amigo bueno, puro; ¡te agradezco con alegría tenerte aquí! Y también agradezco a Grazzia, su esposa, consejera, musa, consuelo, ¡pedestal!
Grazzia sonreía. No era tan flaca como su marido, pero más seca. En resumen, una antigracia que, gracias a la circense presentación de Augusto Serafímer, lograba parecer algo agraciada. La amplia boca del anfitrión agitaba sus maíces como una orquesta que se desvive por arrancar aplausos a un auditorio idiota. Giró el peso de su artillería hacia mí canturreando la pesada obertura wagneriana que caracteriza mi audición La caída de los mitos y contó la “historia de nuestra cálida amistad” (no sólo amistad, sino cálida, puntualizó): embajada de México y Juan Rulfo, Cirilo Robirosa y la obesidad, el director de la Filarmónica de Londres, llamadas por teléfono, encuentros (especialmente el de la playa) y las compartidas emociones con la pintura (Dalí), el cine (Bergman), la economía (Friedman) y la literatura (Mailer).
—Ahora tenemos al gran hechicero de la pantalla chica en casa —enfatizó Serafímer—: nos cocinará sus mitos, eh, delante nuestro, y los servirá con su incomparable inteligencia. Gracias, mi amigo, por venir —alzó su mano en dirección a mi nuca pero me aparté suavemente—. Y ahora diré quiénes nos estaban aguardando.
Mónica se escurrió hacia un pasillo que seguramente conducía a la cocina. Augusto Serafímer invitó a sentarnos en los coloridos almohadones. Se acarició el tórax y señaló una de las parejas: arquitecto Raúl (no me acuerdo cuánto), responsable de los mejores edificios de Península Esmeralda —apoyó su mano sobre la espalda del melenudo personaje—, y su compañera Margarita, deliciosa y admirada experta en arte precolombino. A su lado —señaló fugazmente con el meñique—, Juan José (tampoco me acuerdo cuánto), sin duda el mejor poeta vivo de Colombia, y la encantadora doña Francisca, su madre —levantando la voz y el índice añadió—: cuyo hermano es actualmente el embajador ante nuestro país, ¡como todos saben! (yo no sabía).
Neuman se encogió. Asustado como un niño, le abrumaba la sonoridad de las celebridades. Arquitectura, poesía, diplomacia, ciencia, periodismo. Universos que comunicaban entre sí merced al ruidoso anfitrión. El biólogo cruzaba y descruzaba las piernas retorciéndose en su asiento. Lo animó el ingreso de luminosas bandejas llenas de manjares. Mónica, con la ayuda de una empleada, las fue acomodando a nuestros pies o, al menos, a nuestro alcance. Trabajaba con silenciosa eficiencia; era la colaboradora (¿abnegada o feliz?) de un marido que le llenaba el hogar de personas importantes.
Escogí un jugo, dispuesto a gustarlo calmosamente. La sala tenía nichos, vitrinas y anaqueles donde lucían objetos de diversos orígenes, entre los que alternaban muchas fotografías con dedicatorias. Me pareció reconocer (o a esa altura ya estaba obsesionado en buscarlas) fotos de Einstein, Fleming, Dalí, Bergman, Mailer y Friedman. Descubrí una del profesor Rodolfo Neuman mirando de frente, sin expresión. Entonces giré los ojos hacia el Neuman vivo, a mi izquierda, hundido en los almohadones y apretando una copa. Luego volví a mirar al inmovilizado de la foto, foto pobre que congelaba un instante y cuya dedicatoria al pie sobrevivirá al dedicante y al dedicado. Especialmente a Neuman, que tenía clavados sus ojos húmedos —lo único húmedo de su estampa deshidratada— en el movimiento de mandíbulas y galanterías que se agitaban a su alrededor. Me acerqué y el científico despertó de su abstracción. Era evidente que yo le resultaba menos espantable, como individuo, que la reunión colectiva.
Sus mejillas cuarteadas adquirieron una sutil vivacidad, pareciéndose cada vez menos al chupado sujeto de la foto, o al desdeñoso anacoreta. Volvió a confesar que yo y mi profesión le interesaban.
—Es una profesión maldita. No crea que resulta fácil meterse en honduras, profesor. Trabajamos la noticia, la coyuntura, las tempestades; periódicamente hacemos revisiones para explicar, interpretar. Y nos equivocamos, la mayoría de las veces nos equivocamos.
—También nosotros —comentó.
—Pero la suya es una tarea vertical, profesor, en cambio el periodismo es horizontal.
Levantó una ceja y me miró sorprendido, aunque se trataba de una observación de Perogrullo.
Los ruidos deglutieron la frase que él iba a pronunciar, después pareció satisfecho de no haberla dicho porque cambió de tema: buen muchacho este Augusto Serafímer, ¿no es cierto?
—¿Lo conoce bien?
—Y... lo que se dice bien —buscó una posición más cómoda—. Vea, no sé. Nos encontramos en algunas ocasiones, como explicó recién con tanto bombo. Es simpático, ¿verdad?, es generoso. Me parece un buen muchacho. Algo apabullante, ¿no? Pero agradable. ¿Cómo se enteró de que Grazzia me traería aquí, a Península Esmeralda? No sé; misterio. Me encontró en el hotel, es decir me buscó; nos llevó en su auto a recorrer los puntos turísticos. Sí, sí, muy atento, desprendido. Y me convenció de venir a su casa. ¡Cómo me iba a negar!, ¿no le parece? Aunque para mí es un esfuerzo, un desarreglo a mis normas de vida. Ah, y me dijo que vendría usted.
—¿Sí?
—Y que... que usted no me propondría un reportaje. Sólo charla, comodidad. Poca gente. Yo nunca me encuentro con gente, fuera de mis colaboradores.
Serafímer irrumpió con cazuelas. El profesor, azorado por la súbita presencia, miraba el interior del recipiente sin decidirse a recibirlo.
—Adelante, mi querido Rodolfo —lo animaba poniéndole el aromático vapor bajo las narices—, seguro que es bueno para las hormonas de la hipófisis ¡ja! ¡ja! ¡ja! —Neuman se contrajo en una sonrisa que apenas se diferenciaba de la mueca y, temiendo quemarse, recogió el obsequio con manos temblorosas. Después no supo con cuál sostenerlo y con cuál manejar la cuchara—. ¡Apoye! —propuso Serafímer colocando una gruesa palma como bandeja—; esta galantería me la enseñó Antonio Berni.
Bueno, me dije suspirando, ahí nos aterriza con una anécdota sobre Berni que, en efecto, surgió como a pedido. Bastaba apretar un botón y Serafímer escupía un vínculo impactante. Permaneció largo rato con nosotros, enrollado como un caracol tierno. Entre la cazuela y la cara de chico que ponía el profesor, desfilaron por lo menos seis personalidades con las que Serafímer se palmeó, tuteó, aconsejó, abrazó, confesó.
Este hombrón cariñoso era un continente donde cabían Berni, Friedman, Mailer, Einstein, Fleming, el general Lonardi, Salvador Dalí y monseñor Caggiano. Sus ojitos chispeantes restallaban al ritmo de su relato. Era un individuo de profesión incierta y méritos desconocidos, pero eso no impedía —más bien permitía— que se codeara con cuanto nombre célebre se pusiera a su alcance. Ansiaba el contacto: ver a alguien, estar con él, decirle cosas, invitarlo, obsequiarlo, meterse en su mundo a propósito de cualquier excusa o ranura. Pegársele. Con-tac-tar. Buscar a Friedman como un sabueso: en los Estados Unidos, en Europa, en Asia, en la calle, en su casa, en el hotel, mandarle un regalo, saltar sobre sus hombros si es preciso. Trabajar con intensidad hasta lograrlo. Y entonces retener algo de Friedman (la relación, una foto, una carta, una, dos o diez anécdotas), ostentarlo, y gracias a ese trozo de Friedman contactar con Mailer, que está a favor o en contra de Friedman o no le importa Friedman, pero que al menos sabe quién es Friedman, retener algo de Mailer, ostentarlo también y usarlo junto al de Friedman; ambos trozos le servirán entonces para conquistar nuevos objetivos. A Neuman le anunció que vendría yo y a mí que vendría Neuman. Al arquitecto Raúl y su deliciosa Margarita que vendríamos Neuman y yo, y al poeta colombiano Juan José y a su madre que vendríamos Neuman, yo, el arquitecto Raúl y su deliciosa Margarita. Que no se trata, por supuesto, de un arquitecto cualquiera, sino el más importante de Península Esmeralda, como que Margarita es experta en arte precolombino, Neuman, un científico de fama inconmovible y yo un buitre de la televisión nacional. Cada uno de nosotros es parte de Serafímer. Su importancia reside en la suma de nuestras importancias. Contactar con nosotros es convertirse él en nosotros (en lo que brilla de nosotros). Importancia por contacto. Gordo como un serafín, este Serafímer es en realidad un diablo. Se adhiere a la espalda, espía la privacidad, se convierte en figura frecuente, sorprendente y, por último, aceptada. Era obvio que a esta reunión atendida por su abnegada-feliz-eficiente Mónica precedieron y seguirán otras reuniones en que también circularán las mismas cazuelas y se expondrán las mismas fotografías autografiadas para que Augusto pueda seguir reclutando más personajes “interesantes” o “célebres” o “de moda”.
Se levantó para atender a Raúl y Margarita, luego charló con Juan José, a continuación galanteó a su madre, habló con Grazzia (la no agraciada mujer de Neuman) y finalmente armó una ronda en la que debíamos sentirnos muy saciados y contentos por la reunión, la comida y la compañía real y fantasmagórica contenida en Augusto, un ser que era tantos seres.



El auto se puso en marcha, camino de regreso. Neuman, en una punta del asiento posterior, yacía mareado por las emociones de la noche. Grazzia, en la otra punta, seguramente barruntaba conseguir que su marido aceptase salir más a menudo, incluso entrevistarse con el hermano de doña Francisca, que parecía ser un fascinante embajador. Yo aflojé mi cabeza sobre el respaldo diciéndome que este programa fuera de programa resultó aceptable, aunque no admitiría que se repitiese, por lo menos en los próximos días.
Dejamos a los Neuman en su hotel con falsas promesas de reencuentro (entre mis relaciones ya es norma social). El profesor se puso atrás de su esposa como un paje y subió lento la escalinata bordeada de flores.
Retornamos a la costanera. Las luces junto al mar seguían resplandeciendo como moléculas de un antibiótico. ¡Ah, Fleming!, se acordó Serafímer. El auto se deslizaba como una nave espacial. Entrecerró los ojos encantado por el incesante bramido del oleaje y las ráfagas salitrosas que se metían por la ventanilla.
Un estampido me hizo saltar del asiento. Los neumáticos empezaron a chirriar y el automóvil giró con violencia, descontrolado. Manoteé en el aire mientras Serafímer, con desesperación, intentaba sujetar el volante enloquecido.
El espacio se fragmentó: huían brillos y círculos superpuestos. Me sentí deglutido por las esquirlas y me invadió la sensación de muerte. Rodé sin poder prenderme a nada. Desaparecieron el auto y Augusto Serafímer; cesó el chirrido y sentí un golpe en mi espalda. La arena me fue envolviendo como a un paquete. Zumbaban mis oídos y no podía mover una mano. Sacudí la cabeza, encogí las piernas y logré, tras varias intentonas lancinantes, ponerme de pie.
El vértigo disminuía por ratos. La casualidad me ayudó a volver junto a un farol de la cadena antibiótica; estaba pisando el pavimento de la avenida costanera. Ahí yacía el auto, encogido, achicharrado. El farol se doblaba. Rengueé, sumido en la ofuscación. Me apoyé en la carrocería abollada y fui deslizándome hacia la puerta izquierda. Augusto, aprisionado entre el asiento y el volante, respiraba con dificultad. Levantó sus párpados, murmuró sáqueme. Cargué uno de sus brazos, le rodeé la gruesa cintura y tironeé dos o tres veces. No se movió ni un centímetro. Pero había aumentado su dolor. Miré hacia la avenida desierta rogando auxilio. Me brotó el sudor de la impotencia. Por la barbita gris de Serafímer se estiraba un hilo rojo.
—No es grave —le dije—, se lastimó la lengua.
—Sí... la lengua —y sus ojitos simiescos comprendían mejor que yo lo inútil de mi afán.
Con voz seca murmuró qué accidente idiota... y con un Ford... ¡si fuera Henry Ford III! Le brotaron lágrimas: a Ford no lo pude contactar; pero estuve cerca, ¿sabe?, muy cerca... pero no pude... ¡qué compensación infame!: en lugar de abrazarme con él, ser abrazado por uno de sus autos.
Sentí náuseas. Supuse que me iba a desmayar. Repetí mi loco intento de liberarlo. Mis agónicas fuerzas también me abandonaban. Otra vez se fragmentaba el mundo.
—No debo morir así —continuó rezongando Serafímer.
—No hable, no se canse —dije. Sus ojitos lloraban, era un gigante vencido que rezumaba el jugo de sueños frustrados.
—Cómo voy a morir sin... sin... no, no debo morir; ¿sabe cómo proyectaba... terminar mi vida? —inspiró entrecortadamente—: con una fiesta, para despedirme... con una gran fiesta en el estadio de River... invitando a todos mis amigos del mundo entero.
Me desplomé junto a su pierna colgante. Alcancé a ver su mano que buscaba alcanzarme, pero que seguía lejos, lejos. Continuó hablando. Lenta, ronca, lastimeramente. Algunas frases perforaron la malla de mis sentidos contusos. Augusto Serafímer se aferraba al universo con desesperación. Mezclaba ciudades, institutos, teatros, hoteles. Y decía nombres. Muchos nombres. Una rueda fantástica de nombres que giraba en mi cabeza tras nubes de acuarela. Lo visitaban sus amigos: me impresionaron los bigotes de Dalí llenando el mundo y la melena de Mailer absorbiendo el mar. Sobrevinieron entonces los petardos de la pelirroja que insistía en un menú de operaciones inmobiliarias para pagar la nueva tarifa del peluquero; me dolía el abdomen como a Bergman en la playa de Ostende. ¿No fue así? El pobre Rodolfo Neuman sollozaba por el bueno de Augusto y porque tampoco nosotros, los científicos, nos retractamos bastante, qué horror. Venga, desagraviaremos a la obesidad con liebres a la francesa —decía Serafímer con paradójico entusiasmo—. ¿Conoce al director de la Filarmónica de Londres? Este es Raúl, que concibió los mejores edificios de Península Esmeralda, porque vea, hay periodistas y periodistas y usted muestra unas agallas que hacen subir el corazón a las amígdalas. Las amígdalas duelen. Estrangulan. Sacuden. Las sacudidas de ambulancia y los colores pálidos de las nubes que se incendian con los reflectores de los pasillos, o del quirófano.
En mi confusión percibí tramos de la penosa lucha librada por Augusto Serafímer. Eran flashes, para colmo deformados. Y en cada flash aumentaba mi tristeza, mezcla de rabia y desaliento. Su barbita se iba aplastando y sus manazas acariciadoras se convertían en guiñapos. De su boca dicharachera se escapaban las celebridades obtenidas con tanto sacrificio. Escapaban como pájaros. Y entonces su enorme cuerpo se abreviaba. Se desinflaba. Los trozos que incorporó a lo largo de una vida dedicada a contactar gente, se desparramaban por el cielo. Quedaba convertido en una piel vacía. Sin contactos no tenía más importancia. Sin contactos era nadie.
Sus ojitos, empero, continuaban brillando con esperanza en “los amigos”. Con la esperanza de poder convocarlos a todos en el monumental estadio y explicarles que se moría, pero antes los estrechaba en un abrazo muy fuerte y cariñoso y les tocaba la nuca con su mano paternal. Con la esperanza tenaz de relacionarse todavía con Henry Ford III, aunque sea para desagraviarse del estúpido accidente.
Esto no fue ocurrencia mía, ni siquiera soñada. Lo dijo cuando me desplomé sobre el asfalto, bajo su pierna colgante. Y lo dijo de nuevo quince días más tarde, cuando desde su armadura de yeso ordenó a su abnegada-feliz-eficiente Mónica que reservase pasajes para los Estados Unidos y gestionase un encuentro —donde fuera y como fuera— con Henry Ford. Su risotada amarilla —aún quejumbrosa— recuperó todos los pájaros y el enorme cuerpo se volvió a llenar de nombres célebres.








Levántate y ve a Nínive,
ciudad grande, y pregona contra ella,
porque su maldad ha subido delante de mí.

JONÁS I, 2
J
orge despierta con la boca pastosa y fuertes dolores en la espalda. “¡Es increíble que haya pasado esto!”, musita confundido. Se siente pequeño. Aporreado.
Se tambalea hacia la fresca recepción. Por las cortinas entra la luz de la mañana. Corre hacia un costado el jarrón chino desbordante de rosas amarillas. Sobre el escritorio de jacarandá, bajo el peso del artístico cortapapel de bronce que le regaló Olga cuando inauguraron esta residencia en Península Esmeralda, yace una escasa correspondencia: cartas comerciales, avisos, la revista del Automóvil Club. En su mano aprieta la única carta que merece ser leída. Se niega a reconocer que está despierto, que es verdad (“¡increíble!”, repite).
Acaricia las espinas de su mentón sin afeitar y se derrumba en los almohadones. Cierra los ojos irritados. La estremecedora hoja de papel se va convirtiendo en un bollo entre sus dedos. Y Jorge comienza a dibujar una incipiente, dolorosa sonrisa. Tonta, infantil, que le tironea la comisura derecha y luego se extiende hacia sus párpados abultados. La amplia ventana le ofrece la visión del mar calmo. Y más aquí la playa lactescente.
—David... —balbucea con ternura y una nostalgia que vuelve a bramar en su pecho como río torrentoso.
Conoció a David en el Colegio Nacional. Era un individuo flaco, de voz aguda. Siempre llevaba libros ajenos a las materias oficiales; nada de lo que recomendaban en el aula, sino grandes autores de la literatura universal como Zola, Dostoievski, Heine y Stendhal, o del sionismo socialista como Borojov, Gordon, Arlozorov y también Engels. Se burlaba de los profesores burgueses y domesticados que sólo saben repetir y ordenan repetir y quieren convertir a sus alumnos en una triste repetición de ellos mismos. Decía tener lástima de los compañeros que se sometían a esos simulacros de maestros o que se consideraban rebeldes porque iban tras las putas con plata robada a los viejos. Ni lo uno ni lo otro, es el suicidio: como abanderado de los profes o como vicioso de las putas. La vida es más hermosa.
Lo invitó a su movimiento. Jorge asistió embelesado a una actividad en la que David pronunció una brillante charla sobre el kibutz. Era un orador consumado. Manejaba con destreza los tonos de voz, las metáforas, las estocadas emotivas, los silencios. “No vayas a pensar que nací pronunciando discursos”, le aclaró a la salida del cine: “mis primeras charlas las estudiaba de memoria; las escribía con cuidado, las corregía y después las memorizaba línea por línea; incluso me miraba al espejo calculando la posición de la cabeza, los hombros y el efecto que producían mis manos. A medida que fui adquiriendo seguridad, ya no escribía todo el texto, sino los temas, algunos ejemplos, algunas frases de impacto. Y después me alcanzaba con esbozar un sencillo ayuda-memoria de tres o cuatro renglones. Ahora ni eso: me paro y fluyen las ideas, es decir las palabras.”
A los pocos meses el dinámico David anunció a Jorge que partirían de campamento. “Nos han prestado una estancia, nada menos”, dijo golpeando la tapa del libro Nuestra plataforma de Dov Ber Borojov, luminosa Biblia del sionismo socialista. Llenaron un ómnibus, entre chicas y muchachos. En el trayecto cantaron canciones viejas y aprendieron tres nuevas: de los partisanos durante la resistencia a los nazis, de los jalutzim en las arenas del Néguev y de Atahualpa Yupanqui en el sufrido campo argentino. Un grupo se encargó de levantar las carpas y los demás de explorar los alrededores, preparar el asado, poner las frutas en lugar fresco. Esa tarde David eligió un árbol de palo borracho en flor y los hizo sentar en ronda; dio una clase sobre la estructura social anómala del pueblo judío y la necesidad de volver a la tierra, al trabajo que redime; demolió las esperanzas del éxito colectivo a través de engañosos ascensos económicos o académicos: los judíos seguiremos siendo vulnerables y trágicos mientras no volvamos a prendernos de la tierra.
Después fueron a nadar. El arroyo que atravesaba un ángulo de la estancia había sido represado con un dique de troncos y piedras. El espejo de agua era tan amplio que, con algo de imaginación, podía pensarse en una laguna. Jorge apenas sabía flotar; hacía la plancha o avanzaba hacia adelante sin atreverse a sumergir la cabeza; cuando temía no hacer pie comenzaba a mover las cuatro extremidades con tal desesperación que su estilo fue calificado entre risotadas y silbatinas de “sálvese quien pueda”. Se esforzó entonces por sumergir la cabeza y mejorar su estilo; al menos conseguía flotar. Se desplazó como un submarino, sin respirar, y volvió a pararse. Le explicaron que tampoco era difícil mantenerse a flote cuando no hiciera pie: bastaba mover lenta y relajadamente las piernas. Ensayó un poco y al rato creía que sus progresos eran enormes. Entusiasmado, Jorge comunicó haber descubierto otro estilo —que reivindicaba el anterior infamante—. “¡Miren: estilo perro!” Movía los brazos y las piernas levantando el hocico. Se cansó enseguida, pero esa vez no encontró base y se hundió como una estaca. Al tocar fondo picó hacia arriba. “¡Auxilio! ¡Saquen...!” El agua le entró por la nariz, le llenó la garganta. “¡Auxi...!” Rebotaba en el fondo, mortalmente cansado. “¡Ahogarse en tan poca agua!”, se reprochaba con desesperación. Levantaba las manos, cada vez con menos energía en medio de sus compañeros que festejaban la presunta broma y se reían de su asfixia. Sus saltos más débiles traducían la resignación. David, desde el lejano árbol, percibió la onda de angustia que perforaba débilmente la gritería. Abandonó su libro y corrió hacia el embalse. Se arrancó las sandalias y se zambulló vestido. Atenazó la mandíbula de Jorge y lo arrastró hacia la orilla. Un estupor culposo petrificaba a los bañistas. Lo acostó boca abajo sobre la hierba y le masajeó las costillas. Jorge empezó a vomitar. Al rato se sentía mejor.
Mejor que ahora, en su reluciente mansión de Península Esmeralda, también dolorido, contradictorio y achicharrado.
Aunque, en lo que se refiere a ese accidente, debería sentirse muy bien: las consecuencias fueron notables, ya que la natación ha dejado de ser un problema. Tuvo que cambiar cuatro profesores, es cierto, y no le ganaría una carrera a David, pero podría merecer su aprobación. En la amplia piscina que el arquitecto instaló en el parque podrían evocar aquella truculenta situación en la que se moría al compás de las carcajadas. Alojaría al dinámico David en su residencia, ya que Jorge tiene dos cuartos para huéspedes. Además, Península Esmeralda cuenta con un moderno aeropuerto internacional; David no tendría que soportar demasiadas escalas desde la lejana Israel.
Jorge repasa los itinerarios posibles; aconsejaría el directo con escala técnica en Londres. El largo y firme David aparecerá sonriente en el aeropuerto y saludará con una mano en alto como el líder que fue y siguió siendo, como le contaron a Jorge que saludó desde la escalerilla del barco que lo llevó por primera vez a Israel, primera y definitiva vez porque fue a integrarse en el nuevo y heroico país. “Los judíos y los argentinos”, solía repetir, “padecemos la enfermedad del desarraigo, y yo siento la posibilidad de arraigarme en la tierra que me provee una memoria de cuatro mil años.” En aquella ocasión —hace veintiséis años— Jorge sintió culpa, vergüenza, por no tener suficiente coraje para acompañarlo en tan admirable proyecto y se quedó en casa. Los que sí fueron al puerto abrazaron a David y le desearon suerte, porque necesitaba y merecía toda la suerte. Cuando el barco lanzó su pitada ronca David pronunció las últimas palabras —le dijeron— que estaban destinadas a vos, Jorge: rogó que te comunicáramos su cariño y cuánto lamentaba que tu gripe te hubiera imposibilitado ir a despedirlo; después trepó los escalones, saludó con el brazo en alto, así, como acostumbraba hacerlo cuando llegaba tarde y nos encontraba reunidos. Jorge evocó tantas veces la escena nunca vista como si la hubiera visto. Llegó a proyectarla en duermevela como si fuese una película, que también puede correr en sentido inverso: David aparece en la negra puerta de la nave, saluda con el brazo en alto, desciende los escalones, habla de Jorge... y Jorge se acerca, le estrecha la mano, lo abraza, le ruega que lo perdone.
Transcurrieron veintiséis años. Al principio David le escribía impresiones del kibutz y de toda Israel, observaciones sociopolíticas, comentarios muy breves sobre sí mismo. El empequeñecido Jorge le contestaba con gran esfuerzo, ahogado por la culpa de quedarse a estudiar, hacer carrera y haberse vuelto decididamente egoísta. Al cabo de unos meses las cartas venían con intervalos muy extensos y por último dejaron de venir. Ahora —aplastado en los almohadones— oprime en la mano izquierda la última carta, la que rompía el silencio de años, la que reanuda con violencia el contacto, la amistad, la admiración.
¡Incomparable, flaco, elevado David! En esta carta borroneada a la disparada llegaba un anuncio. Era como si llegara David en persona, como si su ascética figura ya ocupara espacio en Península Esmeralda. Debía contarle a Olga. Olga tiene que participar, conocer a David tal como él lo conoció. Imagina el fragor de un jet aterrizando en el aeropuerto; en éste no llega David. Pero puede hacerlo en el siguiente, es necesario averiguar rápido por teléfono o personalmente. Desplazarse a gran velocidad por la avenida costanera sobre cuyo lado marítimo hacen guardia las palmeras cargadas de incomibles frutos dorados. Las residencias y los edificios se van espaciando a medida que la ruta se interna rumbo al aeropuerto. Y aparecen los grandes carteles indicadores, la lejana torre de control y el enorme acceso. Muchos automóviles en fila. La rampa. Jorge entra en los dilatados salones provistos con pizarras informativas. El vuelo directo de Londres llega con una pequeña demora. Todavía agitado por la carrera —que resultó innecesaria—, dice Jorge a Olga: “Podemos tomar un café”.
Pese a su excitación, lo que más desea es hacerle entender a Olga qué tipazo magnífico era David. “Veintiséis años. Arraigado a su kibutz sobre las montañas de Judea, cerca de Jerusalén. Hizo de todo: atender el corral, ordeñar vacas, remover piedras, plantar árboles, conducir turistas, asesorar al gobierno, dirigir un batallón en la guerra, y hasta cumplir dos o tres misiones diplomáticas breves. En sus primeras cartas me describía cómo plantaban árboles. Lástima que en nuestras visitas nunca solicitamos ver eso, Olga, hay que anotarlo para la próxima. No es lo mismo en el Néguev que en Judea o el valle de Afula. Cerca de su kibutz se cuelgan de sogas, es impresionante, buscan agujeros en las laderas de las montañas, o los fabrican, afirman el retoño, lo aseguran, lo riegan. Así van extendiendo la mancha verde por ‘la calvicie de infinitos pedernales’, como decía en una carta. Además David participó en tres guerras, digamos las guerras oficiales, porque fueron muchas más; fue una guerra de veintiséis años realmente; su kibutz estaba al alcance de emboscadas, cohetes y hasta francotiradores. Un incendio destruyó parte del bosque cercano. ¿Te imaginás el dolor, la bronca? Los arbolitos plantados con esfuerzo de acróbatas, regados con el agua que apenas alcanzaba para beber, cuidados como hijos. Esa era una injusticia en serio. Cómo se habrán desesperado y llorado cuando el incendio. ¿Sabés que no lo imagino llorando, sin embargo? David siempre infundía fervor y esperanza. Habrá hecho lo mismo: fervor mientras luchaban contra el fuego, esperanza mientras contemplaban los árboles carbonizados. Y hablando de fuego... ¡Ah, Olga! Escuchá esto: una noche armamos una fogata; cantamos, bailamos en ronda, después relatamos anécdotas y, por último, habló David. Habló sobre ética judía, ¡fijate qué tema! Me acuerdo claramente. La noche poblada de susurros, las estrellas muy brillantes, y David contándonos la historia del profeta Amós y sus violentos discursos contra los poderosos, los explotadores, los insensibles, y todo eso para traernos a la actualidad, explicarnos la urgencia de una metamorfosis colectiva, recuperar el vínculo con la tierra, con la naturaleza y despojar las relaciones humanas del cálculo mezquino. Yo te lo cuento así, rápido, pero él lo explicaba con ejemplos, con razonamientos, con emoción. Y te aseguro que jurábamos seguir sus enseñanzas y su ejemplo, convertirnos en soldados de la redención, abandonar las trampas de las ambiciones vacías. Enlazados por los hombros, volvimos a cantar Am Israel jai (el pueblo de Israel vive); ¡vivía y hervía en nuestros corazones de pequeños héroes! Cantamos hasta que se terminaron las ramas secas y se terminaron las llamas rojas y azules. Quedaron los carbones y seguimos cantando hasta que también se apagaron los carbones. Miré las estrellas, como ahora miro tus ojos, y dije: ésas no se apagan nunca, así no se apagará nuestro ideal.”
Pero Olga, hecha un ovillo de sensaciones contradictorias, se inquietaba por las contradicciones más graves y penosas que latían tras la verborragia de Jorge.
La luz intermitente anuncia la llegada del vuelo esperado. Como en tantas ocasiones análogas, el público reanuda su movimiento. Una masa se desplaza hacia la puerta de los arribos. El fragor del aterrizaje y la puesta en acción de los frenos ensordecedores. El gigantesco y alado vagón ya está en tierra y gira su nariz hacia el círculo asignado. La manga se estira y enchufa para succionarle los pasajeros. Jorge no necesita esperar entre la multitud; el aeropuerto es casi una dependencia de sus oficinas: lo conocen, respetan y consideran incluso más de lo que su fortuna merecería. Aprieta la mano de Olga y la lleva hacia el aterciopelado salón de viajeros importantes. Hasta allí será conducido David por una azafata; buena manera de ir desayunándolo sobre la enjundia que Jorge había alcanzado en Península Esmeralda.
El amplio ventanal del salón VIP ofrece un panorama de la pista. El coloso metálico permite que le vacíen las entrañas. David ya debe de estar avanzando por los corredores. Le han dicho que lo esperan, le hicieron cruzar rápido los puestos de seguridad, de inmigración, de aduana. Seguramente ya imagina que se lo debe al pequeño Jorge, de quien tuvo que imponerse una adecuada información: que salió del movimiento, que se inscribió en la Facultad de Ingeniería, que no se recibió, que ingresó en una empresa constructora, se vinculó con individuos ligados al gobierno, ganó varias licitaciones, después ganó más licitaciones y ganó con otras obras, diversificaciones de obras, de negocios, de inversiones, qué importaba no haberse recibido (tal vez le importaba) si los profesionales eran sus sirvientes y él podía darse el lujo de enrostrarles fallas, exigirles mejor rendimiento, más precisión, podía echarlos y cambiarlos y él, Jorge, era bienvenido con alfombra roja en cualquier parte, ni digamos donde existían ojos voraces que miraban con fascinación su tumefacta billetera.
Se abre la puerta, ingresa la azafata y, tras ella, el alto David. David queda encerrado en una jaula de luz polvorienta. Parece flotar, resplandecer. El salón silencioso y vacío sobrecoge. Es el mismo tipazo de veintiséis años atrás, apenas más canoso y con la barba que se dejó crecer en el kibutz. Pero ahora irradia un misterio casi intimidatorio. Es un hombre de edad mediana, pero que ha sido y aún es protagonista de la realización pionera, el que navegó hacia el ideal y pudo atraparlo. Más que un individuo moderno que habita en un kibutz de los montes brilla como un profeta de la antigüedad. Su figura exulta poder. Jorge siente que su mirada lo traspasa y, dando unos pasos hacia el viejo amigo, apenas logra balbucear unas palabras que no corresponden a las cálidas frases que había ensayado. El abrazo resucita un carillón de fogonazos: política, historia judía, arte de vanguardia. Biblia, novelas de denuncia, paseos, consejos, promesas.
Le presenta a Olga. “Mi bajurá (muchacha), dice, como si lo hubiera hecho hace décadas, cuando introducían alegremente palabras hebreas en el contexto castellano y se suponían manejando la lengua de los macabeos. “Gran compañera”, agrega, porque eso interesaría a David (pero ante los amigotes empresarios señala otros méritos: “se preocupa por mi salud”, por ejemplo, o “no se mete en mis negocios”). Pero ni a David ni a sus amigotes confesaría que Olga le exige tomar vacaciones largas, someterse a chequeos periódicos, hacer aerobismo y mantener contratado a un masajista, así como ella toma vacaciones, se hace chequear, practica aerobismo-gimnasia-yoga-natación y mantiene contratada a una masajista, porque querido, eso de arrancarte “las hebras de plata” te dejará pelado, mejor que te cuides de la obesidad, de la vejez y, de paso, te hagas teñir las canas; en cuanto a las arrugas, no te sientan bien: entonces Jorge sumisamente accede a encremarse las bolsas incipientes del párpado inferior, los surcos del entrecejo y las patas de gallo con sustancias hidratantes o humectantes o engrasantes, pero que deben ser distintas en la noche de las que se aplica por las mañanas después de afeitarse para que el efecto dure toda la jornada y nadie piense que se ha convertido en un maricón.
David sale de la jaula de luz y parece más humano. Pero su porte, que sigue siendo majestuoso, es admirado por el pequeño Jorge que insiste en llevarle el maletín y espera que también Olga advierta la imponencia de su amigo. Es claro: Olga no militó en organizaciones juveniles ni proviene de una familia tradicional ni entiende por qué debería complicarse en discusiones metafísicas sobre “centralidad de Israel”, o “identidad judía”, o “futuro de la diáspora”, y menos que menos sobre el kibutz u otras formas colectivistas que no aceptaría experimentar en la perra vida ni aunque Jorge se lo pidiese arrodillado. Y tendría que ser arrodillado porque cuando lo conoció no le impuso condiciones sionistas, apenas hablaba sobre “las contradicciones que le impidieron irse a Israel”. No entiende su militancia actual, las donaciones exageradas y este enardecimiento por un campesino maltrazado que lo embobaba en su juventud.
“Campesinos maltrazados eran los profetas”, retruca Jorge al percibir las ideas de su mujer desubicada. Los profetas bajaban de la montaña o venían del desierto; irrumpían de golpe, como un vendaval. Y hacían temblar a sacerdotes y reyes, mercaderes y soldados. Cíclopes que con su palabra y su presencia removían los sentimientos más profundos. Provocaban un cataclismo social. Revalorizaban la moral, la justicia y el altruismo. El tembladeral del arrepentimiento demolía ídolos y fortalezas, masacraba jerarcas. “¡Ah, los profetas! ¡Cómo nos hablaba David sobre ellos!” ¿No sería asombroso que un profeta hiciera su aparición en Península Esmeralda, la joya del Atlántico Sur? Y llegado de muy lejos, como Jonás al presentarse en Nínive. Seria tan absurdo como la misma historia de Jonás, que se sentía un insignificante hebreo, y era elegido para someter a la arrogante metrópoli asiria. Situación incomprensible que se burla de las proporciones, que retruca los cálculos de la limitada percepción humana. Que nos recuerda la existencia inquietante de la sorpresa, incluso en el orden natural.
Sorpresa que también asustaba al profeta mismo. Acostumbrado a una sociedad pastoril, mayor habría sido el asombro de Jonás en Península Esmeralda que en la antigua Nínive. La súbita visión de numerosas mansiones más impresionantes que los palacios de Senaquerib lo habría contraído en místico espanto, así como las centellas de los automóviles, la interminable alfombra azul de la ruta y un solitario obelisco que en vez de conducir a un templo señalaba el kilometraje. El Mercedes de Jorge no podía ser sino el carro ígneo de Elías paseándolo del Nilo al Éufrates o de Jerusalén a las playas de Ofir.
Jorge, sobreponiéndose al vértigo de emociones y contrastes (David y Olga representaban dos polos de su vida, dos proyectos, dos mandatos), intenta explicar la realidad que penetra a raudales por los ojos de David; quiere reconstruir la vieja confianza, la perdida intimidad. “Península Esmeralda ha logrado un éxito inverosímil; su clima estable, la profusión de bosques, la buena comunicación”, dice, “chuparon el mejor turismo. Y tras él vinimos los judíos; somos ya muchos pero siempre parecemos más; y la ley se repite: es bueno y es malo. Mejoró la construcción, se cotizaron las tierras... y por ahí también aparece una leyenda antisemita. Si te quedás una temporada vas a encontrar más de un compañero de juventud. Por lo pronto te informo, si no lo sabías, que Raúl, Jovita, Débora y Aarón, con sus respectivas medias naranjas, tienen regias mansiones, ¡Arden por verte! Débora se casó con un tipo macanudo. Trabaja conmigo en por lo menos cinco organizaciones comunitarias; ya no es como en aquella época gloriosa, David, en que estábamos metidos hasta el caracú en una sola organización (la nuestra) y sentíamos un poquito de desprecio hacia los demás; ahora nos reclaman diez, quince organizaciones, todas nuestras y en todas igualmente metidos hasta el caracú. Te vas a reír, pero en este lugar de vacaciones es donde más se trabaja. Con uno o con otro, no pasa día que no removamos el guiso de los problemas comunitarios. Olga vive reprochándome, tiene razón, pero es que no me tomo vacaciones nunca; mi familia se aposenta en Península por tres meses y yo voy y vuelvo, sigo atendiendo mi trabajo, no creas que manejar empresas no es trabajo también, aunque produzca plusvalía (¡ja, ja!, me acuerdo cuando denunciaste esa forma tan fina de robo). Supongo que en el kibutz tampoco las vacaciones son rotundas, siempre surge algún problema.”
Y David inclina la cabeza, sin aprobar ni negar.
El auto se acerca a la banquina, penetra en un camino de grava y frena en medio del jardín.
—Hemos llegado; ésta es tu casa.
David desciende y, con una mano apoyada en la refulgente carrocería, escruta las torres almenadas de la residencia. Pero Jorge escruta a David; anhela descifrar el juicio que va elaborando. Teme que se deprima al comparar esta propiedad fastuosa con la sobriedad del kibutz. O, por el contrario, que estalle en socialista indignación por el afrentoso despilfarro o que —y esta idea lo embarga de inquietud— habiendo sido defraudado por su utopía juvenil, empiece a tenerle envidia. A Jorge le da miedo la posible (¿posible?) envidia de David.
Atraviesan el suntuoso vestíbulo y el profeta no da señales de haber encontrado algo que merezca reproche o admiración. Acaricia las rosas amarillas y enfila hacia el estudio en cuyas paredes centellean los lomos de libros. Examina las lujosas colecciones, entre las que se avergüenzan algunos volúmenes sin encuadernar. Jorge se pregunta si entre ellos buscará los tan comentados de Máximo Gorki, Dov Ber Borojov, Alberto Moravia, Jaime Arlozorov que ya nadie lee; ¿cómo no previó incluir autores de este tipo si David lo primero que haría es revisarle la biblioteca? En cada humilde vivienda de kibutz hay anaqueles cargando buenos libros, eso se lo habían machacado en conferencias, seminarios, discursos y después lo comprobó en sus visitas a Israel, y ahora se siente mortificado porque David inspecciona y seguramente condena. “Dime qué libros lees y te diré quién eres”, había escrito en la dedicatoria cuando le regaló un volumen de Aarón David Gordon en el que se hacía una tolstoiana exaltación del trabajo agrícola. Jorge empieza a palidecer. Recuerda de súbito que aquel volumen de Gordon lo había acompañado muchos meses, lo llevó a un campamento, lo utilizó como base de varias charlas y lo aferró en su mano como si fuese un revólver en aquella noche de fanatismo irrefrenable. Jorge estaba parado delante del telón, frente a la modesta platea. Se había programado que hablase en el entreacto de esa función dedicada a esclarecer y obtener el apoyo de los padres de todos los chicos que formaban el movimiento juvenil sionista liderado por David. Mientras sus compañeros cambiaban aceleradamente el decorado de la tendenciosa obra teatral que representaban, Jorge, pequeño y fogoso, abrió el libro de Gordon y leyó un párrafo brillante sobre la vuelta al trabajo de la tierra; su entonación emotiva y penetrante estremeció al auditorio. La platea dejó de respirar. Entonces, exaltado por el efecto conseguido, cerró el volumen y pronunció una inesperada y rencorosa maldición que se hizo célebre. Por lo horrible. “¡Se te fue la mano!”, le reprochó en aquel momento David; “si un padre se niega a que su hijo vaya a un kibutz, no tenemos derecho a condenarlo como enemigo del pueblo judío, ni como un nazi en potencia.” Jorge, pálido como ahora, mantuvo su postura fanática y repitió la maldición: que se mueran los padres que sabotean la vida de sus hijos impidiéndoles realizarse en un kibutz; o somos maximalistas o los condenados seremos nosotros.
Olga entra en el estudio y exclama: “¡Qué descortesía, ni siquiera le mostraste su habitación, ni le dejaste lavarse las manos!”
—¡Tenemos tanto para conversar! —suspira Jorge. David, alto como una palmera, se desplaza dignamente hacia su cuarto mientras Jorge —mareado, con presentimientos alarmantes— vuelve a sumergirse en las olas de su deliquio. Ha llegado el profeta y no tardará en hacer sentir su presencia de fuego.
Recuerda que, cuando David lo introdujo en la organización, fue instruido sobre el tipo de vínculos que podía establecer con las muchachas: absoluta hermandad, respeto. A Jorge le pareció bien, porque era tímido; la explícita prohibición le ahorraba hacer esfuerzos de conquista y lo preservaba de intolerables rechazos. —No son putas, sino camaradas —le explicaron sin vueltas—; tuteo inmediato, confianza, sinceridad, amistad. Sobre todo esto: limpia e intensa amistad. Las parejas, si llegan a formarse, deben asentarse sobre la comunidad de fines; nada de idilios burgueses. ¡Qué lejos estaba entonces de Olga, a la que se ligó cuando huyó del movimiento porque la encontraba limpia de toda esa insoportable limpieza! Después del primer beso le dijo que antes había sido sionista monacal y que con ella se convertía en sionista a secas. Olga ni entendió ni preguntó. Era burguesa y le gustaba serlo un poco más. Los problemas del mundo le interesaban en la medida que pudieran afectarla (nunca la afectaban) o constituyeran tema obligado de conversación. Contrastaba con el problematizado Jorge (que luchaba por liberarse de las exigencias sionistas que le habían inculcado, que desayunaba y se dormía cavilando sobre antisemitismo, la cuestión nacional o diferencias entre sionismo político y realizador); sin embargo, debe reconocer que ella lo ayudó, con su sola presencia, a cumplir el otro mandato de su vida —oculto, repudiado— que no armonizaba con el ideal juvenil.
Recién después de muchos años Jorge se avino a reingresar en la vida comunitaria. El ideal juvenil ya había sufrido una metamorfosis. Los antiguos cantos y consignas pasaron a nuevas formas en que viajes y congresos, visitas oficiales y recepciones, misión honorífica y un jugoso negocio privado, aparentemente no se contradecían.
David no pareció asombrarse cuando Jorge, manejando su automóvil veloz, le informó que también Aarón, Raúl, Jovita y Débora tenían fastuosas residencias en Península Esmeralda. Seguramente lo sabía.
Llega la noche y se realiza el encuentro. Esperado por todos, temido por Jorge. Ingresan Jovita, Débora, Aarón y Raúl con sus cónyuges y con el alborozo tiritando en el pelo, en la voz. Intensos abrazos y besos con David. Evocación, bromas, preguntas, mientras los anfitriones (Jorge, Olga) contemplan emocionados. Enseguida las últimas noticias de la Argentina e Israel saltan del plano personal al político y de éste a divagaciones con chisporroteos profundos en medio de trivialidades. Brindis en serio y bendiciones en joda enlazan hombros, miradas. Así se enlazaron —¡ahora Jorge lo recuerda con dolor!— Raúl y David cuando el primero lo visitó en el kibutz, o Jovita y David cuando se encontraron por casualidad en Jerusalén, o Débora y David cuando ella viajó expresamente para darle el pésame por la muerte de su hijo Jonatán.
Jorge ordena otra vuelta de bebidas. No logra sacarse la rigidez causada por la larga separación llena de culpas. David ni siquiera le escribió cuando su único hijo, Jonatán, cayó en una emboscada de Al Fatah “mientras delante del tractor revoloteaban los pájaros mojados por el rocío”.
La conversación aburre a Olga porque muchas situaciones le son desconocidas y, para colmo, se deleitan metiendo palabras hebreas sin ton ni son en cualquier párrafo, como tics. Si tiul quiere decir paseo, ¿por qué diablos no dicen “paseo” en vez de tiul? Eso de hablar en híbrido me fastidia. —No te das cuenta —le responde Jorge al oído— cuánta vibración producen esas palabras sueltas; es como si te trasladaran a otra parte; estás aquí pero es otra parte; paseo es cualquier paseo; tiul, en cambio, es el tipo de paseo que hacíamos en grupo, el que esperábamos hacer en Israel, ¿me explico?; es el pasado y el futuro a la vez, emoción doble, más que doble: distinta. Pero Olga insiste: ¿por qué no estudiaste hebreo?; te conformás con las muletas; hablar en híbrido es hacerlo con muletas.
Raúl propone cruzar a la playa.
La animada reunión en torno de David tijeretea años. Salen a la noche flagrante de mar. Atraviesan filas de palmeras y hunden los pies desnudos en la arena blanda. Lanzan exclamaciones. Uno empieza la canción. Se sientan en ronda bajo las asombradas estrellas, como en los tiempos en que se juramentaban construir un hombre nuevo convirtiéndose en judíos nuevos. Los rostros plateados vuelan junto a sentimientos que se desperezan de la modorra, que resuman alegría. Jorge entusiasma a Olga, luego olvida a Olga. Renacen anhelos heroicos, infantiles, potentes; manejar el tractor y empuñar el fusil, como Uri en aquella foto, o como Isaac en el cuento de Agnon o como Daniel en la crónica que leyeron en un festival. En rondas como ésta David había contado la lucha épica contra el león británico, ese león del Mandato hipócrita, y la lucha de los guerrilleros judíos contra los nazis en Europa y, simultáneamente, la resistencia contra las bandas progromistas del Mufti, y la otra guerra, la más larga e incomparable, que edificaba el país, fertilizaba el desierto, inventaba caminos, desecaba pantanos, hacía brotar puestos sanitarios como fortines, resucitaba un idioma condenado.
Olga apoya su cabeza sobre el pecho de Jorge igual que Débora sobre el de su marido, dejándose finalmente llevar por esa corriente de sentimientos ingenuos y titánicos. Débora goza la nostalgia. Olga escucha el repiqueteo cardíaco de Jorge. En su familia no resonaron tradiciones ni conflictos ideológicos como en la de Jorge, a quien por un lado le inculcaron la identidad judía y por otro lo impulsaron a triunfar en el medio no judío; entre las humillaciones externas y el espoleo interno Jorge fue presa fácil del proselitismo sionista; pero el mandamiento opuesto no le dejó avanzar hasta las últimas consecuencias. Tras navegar en las aguas calientes de la redención colectiva, emprendió la marcha vulgar del progreso burgués. Trastrocó el “sionismo de oro” en “oro para sí mismo”. Lo altruista se hizo egoísta. Y así como durante el enardecimiento juvenil anidaba el cálculo adulto, en este último subyace —vergonzante y amonestado— el viejo ideal.
Encienden una fogata. Las alegres lenguas de fuego empiezan a despedir tules de añil y de sangre: se enroscan en la pirámide de ramas secas y enseguida se alargan en viboreante manojo, como si los astros fueran lentejuelas imantadas que las tironeasen hacia arriba. Las palmeras de la playa acercan y alejan sus copas. Un amplio círculo de arena cobra vida en la noche. Es toda una enorme cápsula iluminada la que ha desgarrado la quietud. Muchos ojos centellean reflejando las acrobacias del fuego. Y de los labios estremecidos brota una sabia, irónica, vieja canción del nunca viejo Atahualpa Yupanqui que aprendieron en fogatas similares junto con viejas y sin embargo nunca viejas canciones sobre pioneros judíos alegrándose con el agua que descubren y almacenan en el desierto, y defendiendo las fronteras y arando el páramo y estirando los brazos generosos para recibir a los hermanos perseguidos como ellos. Los viejos amigos estiran ahora los brazos buscando el hombro vecino para apoyarse y brindar apoyo y abandonarse en un balanceo amoroso al ritmo de la música que atraviesa las mentes y los años.
La ronda fraterna ondula alrededor del fuego, y se alimenta con las extrasístoles de un verso rebelde que pellizca una rodilla hasta que la ronda entera se eriza de cuerpos que empiezan a danzar, girar, saltar al compás de un ritmo creciente, belicoso, que hierve en las cabelleras arremolinadas. Los pies tajean la arena y las puntas de los dedos arrojan a las llamas nubes de granos. La fogata responde con el eco de su crepitación. La voz sobresaliente de David acentúa el vértigo. La rueda humana gira con frenesí en torno del fascinante centro de ignición; ya no bastan el canto desaforado ni la danza para satisfacer el desborde y Raúl se arranca la camisa que ofrenda a las llamas con un grito triunfal provocando un instante de asombro que desemboca en un redoblado ímpetu, ciego, descomunal, y es ya Jovita quien rompe los botones de su blusa para que también alimente las carcajadas del fuego. Se sienten fuertes, alados, temerarios y limpios (como en aquella época). No los atan las telas ni las correas ni las cadenas ni las fortunas ni los prejuicios ni la vergüenza. Son dueños del tiempo, el goce y la vida. Gira la ronda girando en ronda redonda con David empujando con el canto, los brazos, la evocación, empujando a Jorge que empuja a Débora que empuja a Raúl que empuja a Jovita que empuja la ronda que gira y gira siempre redonda en torno del fuego furioso que limpia y aligera. Jorge expulsa ambiciones, negocios, especulaciones, guerras, triquiñuelas, maniobras, volando en la ronda deleitosa que nunca debería frenar, que no frena, que sube, libre, victoriosa, jubilosa, excitada, armonizándolo con el río de sus ansias profundas que bulleron en aquel tiempo sin tiempo en que aspiraba ser un pionero construyendo colonias y vigilando fronteras para sus hijos, para su pueblo, para ejemplo y admiración universal.
Por fin caen extenuados. Cesa la danza y calla el canto. Jorge cree haber enceguecido. Se crispa en la súbita oscuridad. Siente la cabeza como de vidrio roto. Ha terminado un acto o una era, ha terminado para siempre. Cuesta reconocerlo y aceptarlo. La repentina quietud y el silencio, tanto más notables tras lo que acababa de ocurrir, le oprimen. Se han apagado las luces como en un teatro en el que recién va a comenzar la función. Pero será otra función.
Tiene miedo.
La función esperada, postergada, aún no representada, lo pondrá frente a terribles contenidos. La vivacidad de minutos antes se ha convertido en peligrosa solemnidad. Sabe que las olas se desenrulan en la arena y siente que la brisa refresca con limaduras que atraviesan la piel. Pero sabe algo peor: que la escena reciente, jubilosa a más no poder, chocará con la nueva; el contraste será intolerable. Le duelen los ojos y los oídos, nostálgicos de la alegría que fuga; y le duelen por lo que ya se avecina.
David se levanta. Su perfil apenas se distingue en la oscuridad. Esa imprecisión lo favorece porque se lo ve más alto, más corpulento. Es una mole que avanza hacia el centro de la ronda sumida ahora en silencio. La brisa mueve respetuosa sus cabellos y su barba como si fuesen el cabello y la barba de Moisés bajo las ondas del Sinaí. Su estampa imponente marca el centro del mundo. Las tempestades pueden girar alrededor de su cuerpo tal como Jorge y sus amigos giraron alrededor de la fogata. David, magnético y poderoso, es a partir de ese momento la hoguera y enseguida el incendio que se abalanzará sobre cada uno de ellos para carbonizarles el alma. La inocente fogata era la premonición. David está de pie, como un profeta ahíto de inspiración, y su silueta adquiere una fosforescencia turbadora. Desprende ondas eléctricas. Las asustadas palmeras alejan sus copas. Y el achicharrado conjunto se aprieta en la arena fría aguardando la amonestación. El estallido se produce y la amonestación derrama palabras tan duras como piedras. Jorge, Jovita, Raúl y Débora sienten los impactos en sus cabezas y pechos. El profeta los castiga rudo por su conducta plagada de gestos mezquinos y agachados y excusas que se maquillan con más excusas y agachadas: lo puro no purifica lo impuro sino que las agachadas han ensuciado los cantos y bailes.
—No canten ni bailen —ordena el trueno de su voz—, ni se alegren con un pasado que abandonaron, traicionaron y condenaron. Porque en realidad son ustedes quienes se han condenado. Y para salvarse, ahora quieren salvar un pasado que perdieron.
El rescoldo de la fogata parpadea antes de apagarse. Jovita tiembla en los brazos de su marido: David es un profeta que mete miedo, hace temblar. Jorge no sabe qué decirle a la desconcertada Olga: es un profeta que ha llorado la muerte de Jonatán, su único hijo muerto en un atentado contra el kibutz, y ahora nos hace llorar a nosotros, sus antiguos camaradas de juventud. Ha convertido mágicamente una ronda festiva en círculo macabro.
Débora llora sin entender su propio llanto y prefiere suponer que es por el malogrado Jonatán. Pero Jorge sabe que todos se mienten: había recibido una carta de David —no le había escrito en años— en la que transmitía la infausta novedad: “a Jonatán el rosado del alba se le venía encima mientras delante del tractor revoloteaban los pájaros mojados por el rocío”; ahora no lloraban por su hijo muerto en el atentado, sino por culpa, la misma que hace veintiséis años le impidió ir al puerto para despedirlo y luego contestar sus cartas y visitarlo en sus giras frecuentes, la misma culpa atada a la vergüenza que le suprimió los sueños y redobló su fuga, que lo decidió a casarse con Olga, que es bonita y sexy pero no sabe nada de sionismo y apenas de judaísmo, que nada sabe de nada, excepto gastar y por eso la llena de dinero para que gaste. Él, Jorge, evita criticarse a sí mismo en público y ahora lo hace el potente David, el flaco, el burlón, el incorruptible.
La brisa cada vez más fría hiela el cuerpo para que nadie se levante. David reclama y reprocha. Amonesta en la inhóspita noche. Es un monstruo que no se endulza —pero engendra paradójica belleza— ni siquiera al repetir la tragedia de su hijo que es la tragedia de Jovita, Débora, Raúl, Aarón y Jorge, sobre todo de Jorge porque al niño le puso el nombre hebreo Jonatán en su homenaje (Jorge y Jonatán tienen cierta homofonía). “El cadáver robusto de Jonatán desapareció bajo el túmulo de tierra ganada a las rocas”, le escribió a Jorge (el amigo que no tuvo valor para despedirlo ni contestar sus cartas ni visitarlo en el kibutz); y Jorge, como si estuviera muerto, tampoco contestó esa carta llena de absurda y chocante poesía: “Mi hijo cumplió diecisiete años y estaba enamorado del kibutz donde nació y se educó; la madrugada lo sorprendía arando montes; a Jonatán el rosado del alba se le venía encima mientras delante del tractor revoloteaban los pájaros mojados por el rocío; la hierba rígida despertaba con alborozo. Entonces sobrevino la explosión”.
Jovita enjuga su llanto y se va. La sigue su marido. El poderoso profeta ha callado y observa con sus pupilas fulgurantes. Tras Jovita parten Raúl y su mujer, Aarón, Débora. El profeta circunvala los restos de la fogata y, más fosforescente que antes, camina hacia el mar. El viento eriza sus largos cabellos y le aplasta la barba. El pequeño Jorge se levanta sintiendo crujir sus articulaciones, como si hubiera envejecido. Necesita hablarle a David. En realidad necesita ser escuchado por David, convencerlo de que nunca ha muerto como amigo, y de que el nombre Jonatán puesto a su hijo como un homenaje lo padeció como reproche. Pero que no quería hacerle a su vez un reproche, sin expresarle su profundo amor y admiración. Que siempre lo recordó, incluso cuando huía de él huyendo hasta del olor judío, incluso cuando optó por Olga, cuando se convirtió en un empresario temible para compensar la angustiante frustración juvenil.
La voz de Olga pidiéndole que la acompañe a casa no perfora la malla de sus pensamientos. Todo su ser mortificado se concentra en David, en su figura hierática. No aguanta que lo ignore. Que lo abandone (como lo abandonó hace veintiséis años, al irse a Israel). El profeta ya está junto al mar. Ya sus pies tocan el agua, ya caminan en el agua. Jorge corre. Grita. También grita Olga ordenándole que vuelva. Pero Jorge no escucha a Olga ni David escucha a Jorge. El profeta ha sumergido los pies en las olas y el enervado Jorge lo abraza por los hombros. Le ruega que lo perdone, que lo entienda, que vive gracias a él; ¿te acordás de los discursos? Jorge llora, está dispuesto a pagar por el perdón, si fuera necesario. Entonces David gira su mirada despidiendo un desdén que congela. Jorge retrocede, se agrieta, cae en cuclillas sobre el agua. Se le desmoronan los pedazos. David se aleja, ignorándolo. Jorge, bañado en lágrimas, se levanta. Se levanta dolorido y tenso como una ampolla. Su alma se ha llenado de pestilencia. Emite un extraño y horrible olor de venganza. No entiende qué cosa abominable le pasa. Lo tambalea una revulsión de sentimientos encontrados. Quiere abrazar y al mismo tiempo golpear. Que David lo perdone y que al mismo tiempo le pida perdón. Quiere reconvenirle el heroísmo. ¡Heroísmo de mierda, David, infantil, enfermizo! Y al mismo tiempo murmura: Perdón, David. Te admiro y te odio, David. Tu heroísmo llenó de culpa a media humanidad —piensa Jorge en estado de confusión. Piensa Jorge que sigue pensando que el heroísmo de David no era imprescindible para vivir y merecer vivir, que entrañaba la cobardía de encerrarse en su kibutz, aislarse en la comodidad aseguradora de la secta, de la verdad indiscutible. Que lo admiraba y quería, sí, pero no como sectario y menos como ingenuo. Que aquel ideal era puro verso, intoxicación retórica. Y yo aprendí a pronunciar discursos (me enseñaste) hasta que se produjo una especie de milagro: dejé de creer en lo que decía.
El profeta, sin escucharlo, repite la terrible maldición que el mismo Jorge había pronunciado contra los padres que se negaban a otorgar permiso a sus hijos para radicarse en un kibutz. Jorge entonces se dobla. Como bajo un garrote que le partió la espalda. Y en supremo esfuerzo, mixturando rencor, amor, ofensa, dignidad, indignidad, ceguera, empuja con todas sus fuerzas a David. El profeta cae en el mar y una montaña espumosa lo devora.
Las olas aúllan el sacrificio y se yerguen con bravura para envolver, ocultar y llevarse lejos el cuerpo del profeta.
El abatimiento aplasta a Jorge mientras araña el suelo pavimentado de conchas para recuperar a su amigo. Nunca tendrá perdón. Hace tan poco murió Jonatán. Ahora muere el mismo David, el que se burlaba de los profesores necios que sólo saben repetir y ordenan repetir y quieren convertir a sus alumnos en una triste repetición de ellos mismos; que afirmaba ¡la vida es hermosa!, que no te abanderen los domesticados ni te infecten las putas; que le aseguró su cariño antes de partir definitivamente hacia Israel.



Jorge contempla la fresca e iluminada sala de su residencia. La luz se filtra por los cortinados mientras él, hundido en almohadones, abolla la carta perturbadora. Al pie de una de las palmeras que marcan el borde de la playa, percibe una silueta. Un bulto. Es un hombre sentado, con la espalda apoyada en el tronco esbelto. Reconoce a David. Se contrae y enseguida se incorpora indeciso, cuestionándose la visión. Estira la hoja manuscrita y la asegura bajo el cortapapel de bronce. Sale al aire limpio que lo frena, que lo invita a restablecer su equilibrio. Tambaleándose cruza la avenida. Corre hacia las palmeras, hacia su amigo. Olga no entiende. Le grita ¡cuidado!, pero Jorge no repara en los automóviles. Se abalanza sobre el magnífico David. Llora. Aprieta la madera cimbreante. Aprieta en la madera a su amigo inolvidable e incomparable que se ha metido en su garganta y le muerde con amor y rencor.
En la carta magullada, Olga lee rápidamente el escueto informe: también una mina estalló bajo el tractor de David; en su agonía balbuceó varias veces el nombre de Jorge.





























Jonás salió hacia el Oriente e hízose allí
una choza y se sentó debajo de ella, a la
sombra, hasta ver qué sería de la ciudad.

JONÁS IV, 5
C
omienza a oscurecer. Claudio Astigarraga acciona la llave de luz y vivifica la oficina; ya es demasiado tarde para seguir discutiendo. Desde sendos sillones los ex socios lo miran con odio. Arrugan el ceño por la súbita iluminación (que ilumina su angustia).
Claudio Astigarraga es el ingeniero empobrecido que sigue empobrecido y, sin embargo, ahora tiene en un puño a sus ricos camaradas de otro tiempo. Levanta las cejas gordas como cigarros y da por concluido el debate.
—Espero una semana —estira siete dedos enérgicos sobre el escritorio de fórmica—; si hasta entonces no aceptan mi propuesta... lamentándolo muchísimo, firmaré la ruina de Península Esmeralda. Tal como lo oyen: la ruina de Península Esmeralda.
Sus ex socios, con la elegancia traspirada, cabizbajos, muerden el ultimátum. Han explicado y suplicado. Claudio Astigarraga les escuchó las estadísticas, evaluaciones y promesas (reales y tramposas). Los vio abrirse las camisas y secarse el cuello. Fueron cuatro horas y media. Extenuantes, pero de rara gratificación para Claudio. Las opciones posibles y las fantásticas fueron disecadas y exprimidas hasta inverosímiles detalles. Ensayaron digresiones lubricantes, chistes, recuerdos. Pero no hay caso. Las exigencias de Claudio Astigarraga son rotundas. Inconmovibles. Al cabo de esta negociación maratónica e inútil se impone un pesado silencio. Las miradas reconocen que ya no hay más que decir. Claudio, con la urbanidad de los que se sienten otra vez poderosos, los acompaña hasta la puerta. Cornejo y Siles, envejecidos, le estrechan la mano sin ganas de insistir porque ya ni siquiera la lástima es posible: Claudio luce arrogante y la sonrisa del victorioso brilla en su piel.
En realidad es una carcajada que le sube desde el abdomen.
Antes de cerrar la ventana contempla el crepúsculo. Lejos, un grupo de nubes estiradas arden con el último fuego. Las ondas del océano mueven espejitos que se derraman en la costa, cerca de la magnífica torre de Opus S.A. (perteneciente a Cornejo y Siles).
Desciende a la vereda. No me dijeron sádico ni criminal —discurre ante la policromía de las vidrieras—, pero los insultos se revolvieron en sus mejillas como buches que no podían tragar ni escupir. Especialmente el energúmeno de Siles: se puso blanco, rojo, morado, cuando entendió que me había convertido en piedra. ¡Ja!, lo merecen.
Claudio entra en su viejo Renault y avanza con placer hacia la costanera. Un alegre rosario de faroles marca el límite de la playa.
Los aplastaré con la bancarrota; a ellos y a docenas de empresas y empresarios como ellos. Yo, el despreciado Claudio Astigarraga, tengo suficiente imaginación para traerles la peste. ¡Y qué peste! Sucumbirán las prodigiosas fortunas invertidas en este paraíso artificial. ¡Ja! Cornejo es el más flojo, me quiso seducir: “Pero Claudio —rogaba—, ¡somos amigos!, ¡es cuestión de armonizar intereses!” Sí, por supuesto, aquí están los míos; examínenlos (y pónganse blancos, rojos y morados, aborrecidos camaradas). “¿Querés nuestra rendición?” “Bah, bah, déjense de bromas; cada uno piensa en su propio negocio; yo les deseo lo mejor, pero también para mí.” “Tu negocio será el fin de Península Esmeralda.” Exageran. “Más que negocio, lo tuyo es un atentado.”
La gente elegante pasea frente a los espaciosos jardines. Algunas calles argentadas por el sofisticado letrero de un restaurante parecen nuevas a Claudio. Pasa frente a la whiskería, cuyo letrero es un penacho fulgurante que se hunde en la profundidad de las estrellas verdaderas.
Cuando llega a su casa, en el extremo de la ciudad, el horizonte ya ha sido ocupado por las sombras. La brisa contiene respiración de mar. Sus cabellos precozmente encanecidos le tapan la frente. Dirá a la abnegada Nely que vinieron los dos: el flojo Cornejo y el energúmeno Siles; vinieron a rogarle. Ahora los tiene atrapados entre el índice y el pulgar, así, como dos bichitos; aprieta y sus frágiles cascaritas crujen, aprieta un poco más y son polvo.
Adrianita corre hacia papá Claudio, que la recibe con sus gruesas cejas muy levantadas. Se enrosca en sus brazos, trepa a su nuca de pelos grises y queda sentada sobre sus hombros. Tiene siete años y parece haber intuido el éxito de papá (así como antes sufrió el mal humor de sus fracasos). Le dice que vaya al dormitorio, enseguida, al trote, ico caballito, hay un regalo sobre la mesita de luz. Claudio avanza a tientas porque Adrianita le tapa los ojos. Frío, frío, dice mientras palpa la pared, el borde de un cuadro, la pantalla del velador —caliente, caliente—, el vidrio de la mesita —¡te quemás!—: una hoja de papel. Adriana retira sus manitas tiernas y Claudio observa un dibujo coloreado a lápiz. La casita lo saluda entre árboles de copa enrulada; en la puerta aparecen tomados de la mano un sintético papá con su hija de larga falda en cono y desde el parque mira mamá. ¡Qué alta y linda es la casa! —se asombra Claudio—. Vos la vas a construir —asegura Adriana. Claudio recuerda la magnífica torre de Opus S.A. y enseguida su propio plan.
—Hoy cenamos con champaña —dice a Nely.
—¡Qué! ¿Firmaste ya?
—No, dentro de siete días. Pero hoy vinieron. A mí. A mi oficina.
Ella, con un repasador en la mano, se acerca sin entender:
—¿Quiénes?
—¡Cornejo y Siles!
Se sienta:
—No...
—Tal como lo estás escuchando.
Con ellos había iniciado su carrera. Fue la historia lineal y rosada de tres ingenieros noveles y sin recursos. El capital inicial fue aportado por el mismo Claudio tras un golpe de suerte en el casino de Mar del Plata. Entonces alquilaron una oficina y empezaron con entusiasmo e incertidumbre. Poco trabajo, ingresos insignificantes. Hasta el segundo golpe de fortuna que fue aportado por el rubicundo Siles: se vinculó a un comerciante vulgar que ansiaba desquitarse de sus amigotes construyéndose la residencia más exhibicionista de Península Esmeralda. En el proyecto les ayudó un arquitecto que se malograba como decorador de vidrieras. Se divirtieron con la extravagancia de pisos giratorios, puentes, una gruta con pasadizos subterráneos, cuartos secretos y plataformas lanzadas al mar que multiplicaban costos y hacían insostenible la estructura. Pero despertaron, felizmente despertaron, dijeron basta de joda, es la oportunidad de nuestra vida. Cornejo retó a Siles, Siles a Claudio, Claudio a Cornejo, se angustiaron como debe ser, metieron rigor en los cálculos y en las fantasías del arquitecto y el comerciante y sacaron adelante un proyecto hermoso que además era viable. Invirtieron empeño en cada una de las etapas, se turnaron en los viajes y controles. Antes de concluir recibieron tres solicitudes de otros comerciantes amigos (es decir competidores) de su cliente, que los indujo a trasladar la oficina a la misma Península Esmeralda que ya empezaba a vislumbrarse como un polo urbanístico de alta sofisticación. La sociedad de Astigarraga, Cornejo y Siles levantó una decena de residencias que les insufló gran prestigio. Pero internamente la sociedad burbujeaba desavenencias. La desconfianza provocó el desprendimiento de Claudio, que Nely jamás entendió ni justificó. Sus preguntas y súplicas provocaban ladridos incoherentes de su esposo.
Claudio aseguraba que había decidido trabajar solo y basta. Cornejo y Siles constituyeron una nueva empresa: Opus S.A.
Claudio, “independizado”, quiso demostrar a Nely que podía contratar nuevas obras. Lo consiguió al principio. Pero aumentaron las tradicionales dificultades con los gremios, su famosa puntualidad de etapas degeneró en tardanzas que incidían en los costos, que a su vez incidían en el humor de los inversionistas, que a su vez le reprochaban a Claudio, que a su vez les reprochaba a ellos (y se reprochaba a sí mismo, implacablemente). Su trabajo perdió alegría al comprobar que los clientes más sabrosos preferían al enemigo, es decir Opus S.A. que, para colmo, se consolidaba como una de las empresas más fuertes del lugar. Encontraba humillante su profesión (los ricachones analfabetos se divierten pasándote sus dólares por la nariz). La encontraba aburrida (una residencia más prepotente que otra, al final son todas iguales). Mal remunerada (las ganancias gordas siempre las muerden ellos, los inversores). Inmoral (en medio de las privaciones que sufre la mayoría, este despilfarro arquitectónico es un insulto). A Claudio le renacía el socialismo de juventud. Rumiaba acrimonias que, en vez de ayudarlo, carcomían sus lazos con la realidad. Prefería encontrar a Nely dormida: para no hablar. Y a su hijita dormida: para no jugar. En las conversaciones oía preguntas que eran bayonetazos, reproches, burlas. Dejaba dinero sobre la mesa de la cocina asegurando el borde de los billetes con un vaso que la abnegada Nely se ocupaba de llenar con flores naturales cada dos o tres días (cómo puede tener ánimo para ocuparse de flores).
Le surgieron algunas comisiones bien remuneradas y resolvió archivar la ingeniería.
Deambulaba por las calles hasta que se vaciaban de gente. Una vez fue arrastrado a su casa en estado deplorable, con la billetera vacía y aliento nauseabundo. La horrible escena empezó a repetirse; Nely tenía los párpados ulcerados por las lágrimas y la impotencia.
—En lugar de emborracharte —le decía con odiosa sensatez—, en lugar de castigarte recorriendo las construcciones de Opus, debés retomar la profesión. Ellos no son más capaces, ni más suertudos. Se dedican, solamente; se dedican con tenacidad.
Pero Claudio pegaba los labios, dormía su tranca y después reiniciaba el absurdo vía crucis: recorría los hoteles y edificios de lujosos departamentos que Opus levantaba aceleradamente.
También estaba archivando su trabajo de comisionista. Los gastados mocasines enfilaban por último al maloliente bodegón La Palmera, donde libaba en silencio. A veces aceptaba la compañía de don Ambrosio, un albañil corrompido cuyas frases navegaban sin timón en las ondas del vino ordinario. Las palabras sin sentido y su mirada ausente le obsequiaban calor sin exigirle reciprocidad.
Vendió un par de lotes ganados en su época feliz; con el dinero podía mantener a su familia muchos meses.
—Se terminará el dinero —insistía Nely con una paciencia de otro mundo—; alquilá otra oficina; podés reactivar relaciones; tendrás trabajo. Aunque Opus y otras firmas acaparen lo jugoso de la construcción, siempre encontrarás oportunidades, serán modestas al principio, no importa.
Los incesantes argumentos de Nely —más bien su obstinación— consiguieron que aceptara reinternarse en las aguas sucias de la ingeniería. Un auténtico “retorno sin gloria”, con canas y desilusión. Alquiló una oficina, buscó muebles en un negocio de compra=venta y puso un aviso chiquito, barato. Empezaba de nuevo, pero sin la ingenuidad ni la energía de los comienzos. A su puerta apenas llamaba el portero para traerle facturas (y se lo contaba tal cual a ella, como si fuese la culpable o la que podía cambiar los acontecimientos). Nely, desesperada, dijo que iría personalmente a entregar una tarjeta de su marido a cada uno de los millonarios de Península. Y no era una amenaza. Se disfrazó de promotora, embolsó la vergüenza y empezó el peregrinaje. Claudio juró irónicamente que permanecería en su oficina esperando los clientes; caminaba como una fiera en la jaula deteniéndose tan sólo para mirar el mar o la vecina torre de Opus.
Nely atravesaba magníficos parques rumbo a individuos que bebían un cóctel o terminaban la práctica diaria de golf o yacían en hamacas junto a la pileta o, de mal humor, interrumpían un partido de naipes para atenderla con curiosidad y fastidio, escucharla con impaciencia y recibir la tarjeta que pasaban a una empleada después de concederle un superficial vistazo.
Emborrachándose en La Palmera —sucia y oscura: su embriaguez necesitaba una atmósfera de escarnio— Claudio charlaba pesadamente con don Ambrosio, su compañero de miseria. El temulento albañil se dispersaba contando las aventuras de su puerca mujer que lo traicionaba con un par de malos amigos. —Mi mujer —decía el albañil— quiso envenenarme. —La mía —contaba Claudio— quiere que trabaje... anda, anduvo, haciéndome propaganda entre los ricos ¡ja!... de lo que servirá la propaganda... esos nuevos ricos, tan ricos, tienen el alma dura y fría como esta botella... Usted, don Ambrosio, tendría que ser un tipo rico —y moviendo el índice delante de sus ojos inestables agregaba—: entonces me llevaría el apunte, me encargaría torres, hoteles... ¿no es cierto? —¡Claro que sí! —contestaba el otro—, mucho apunte, ¡todo el apunte que se le cante!
Claudio tragó el último sorbo y depositó el vaso sobre el mantel manchado; su mano lo aferraba como a un pilar sacudido por el viento. Esa tarde el rostro de su compañero se movía mucho, se fragmentaba como la conversación. La nariz subía hasta el cabello graso y enseguida bajaba al mentón; se desprendía un ojo que, lentamente, planeaba hasta el cuello de la botella. Las piezas móviles de esa cara le transmitían un mensaje, tenía la sensación firme de que había un mensaje, una revelación sensacional. Empujó el vaso y salió a la calle, donde la oscuridad había expulsado las formas. Se golpeó contra rejas que lo llamaban para traducirle el mensaje, un insólito mensaje que había nacido en la cara del albañil mamado. Arañó el timbre y se derrumbó sobre el felpudo de su casa. Apretaba en su dolorida cabeza la cabeza desarmada de don Ambrosio. Al abrirse la puerta rodó blandamente hacia el interior. Nely chancleteó rumbo al baño, embebió una esponja y le derramó agua fría en la cara. Lo ayudó a desplazarse hasta el sofá; le quitó los zapatos, le desabrochó el cinto y lo cubrió con una manta. Adrianita empezó a llorar.
A la mañana Claudio ingirió varias aspirinas con el café doble. Sin concederle a su mujer derecho al desahogo, buscó unas carpetas y fue a encerrarse en su oficina. Había descifrado el mensaje. Don Ambrosio es el miserable millonario que otorga la rehabilitación; no individualmente: sí el conjunto que integra su clase. Se desgarraba la niebla de su mala suerte. Península Esmeralda le ofrecía un filón inmenso. Estudió el plano de la ciudad, evaluó los puntos clave y marcó tres. Dibujó algunos croquis, los abolló. Abrió el grueso y polvoriento índice de direcciones. Anotó los enlaces que lo conducirían a las reparticiones decisivas. No en vano trabajó varios años con Cornejo y el energúmeno de Siles acumulando experiencia, audacia. No en vano fue acumulando envidia. Cerró el índice y dejó caer la cabeza sobre el escritorio de fórmica. Maravilloso. Es una idea genial. Un programa formidable. Pero exigente. Pesado al principio: tendré que viajar, hablar, proponer, seducir. Pero su factibilidad es notable. Raro que no se le haya ocurrido a otro, ni siquiera a Cornejo y Siles. ¿Raro?... ¡Este proyecto significará su ruina!



Después de la prolongada negociación, Cornejo (entumecido) y Siles (aún rojo) descienden a la calle; les duele la resonante frase final: Espero una semana; si hasta entonces no aceptan mi propuesta... lamentándolo muchísimo, firmaré ¡la ruina de Península Esmeralda! Antes de subir al auto Cornejo se tironea la garganta seca y propone tomar una copa. Se sientan en la terraza del bar junto a un macetón brotado de rosas chinas. Llegan los zumbidos de la costanera. Permanecen callados.
Siles llama al mozo para ordenarle otra vuelta y a continuación pregunta a Cornejo si aceptará la extorsión de Claudio Astigarraga. Cornejo se frota los párpados, se contrae.
—Son muchas exigencias: ¿cuál es la más peligrosa? Incorporarlo a Opus “con todas las plenipotencias”, como se ha expresado. Eso significa reconstruir la vieja y muerta sociedad de los tres.
—Opus ya no es más la empresa de los comienzos —sigue Cornejo—, en que bastaba con ganar en el casino. Por otra parte, no olvides que Astigarraga querrá volver a imponernos su metodología y nos hará repetir los sobresaltos de otra época.
—No lo quiero como socio —afirma Siles—. Podría aceptar darle dinero, locales, tierras; eso podría aceptar. Pero incorporarlo... ¡y a partes iguales! Yo jugaría la última carta: es cierto que tuvo una idea brillante y ha conseguido avanzar muchísimo en poco tiempo; eso es verdad; pero —guiñó el ojo izquierdo—, no dispone de dinero en efectivo... ¿te das cuenta?



—¡Este programa no requiere dinero en efectivo! —había reflexionado Claudio Astigarraga después de ingerir varias aspirinas con el café doble en aquella mañana de repentina lucidez—; no tengo que hacer ningún gasto importante. Bastan mis contactos con los dirigentes sindicales de tres gremios líderes. Península Esmeralda se ha convertido en un polo de turismo edénico. Vienen los millonarios y los aspirantes a millonarios y tras ellos los snobs y los artistas y los periodistas sacando fotos y haciendo reportajes —eructa las aspirinas—. Ya existen residencias de ensueño, comercios de lujo y toda la infraestructura para la diversión en gran escala: piletas olímpicas, canchas de golf, de tenis, club hípico, puerto de pescadores y puerto para velerismo, confiterías, bancos, cines, teatros, casino. Y aunque esto no interesa en forma directa, sí interesa, ¡y mucho! por la fascinación que ejerce sobre las multitudes esclavas de la moda. Estas multitudes todavía no vienen. Hasta hoy afluyen solamente los ricos, los especuladores, los ambiciosos de status. Pero sobre Península Esmeralda también habla y sueña otra población que hojea revistas, mira la tele y no se anima a visitarla porque dicen que es carísima y una semana de hotel no la pagás ni con un año de sueldo. Esta población se descolgaría sobre sus playas, avenidas, parques y sitios de diversión si existiese un medio, un sistema que lo posibilitara —nuevo eructo, tan ácido como el anterior.
El rostro desarticulado del albañil ebrio, cuya nariz subía hasta el pelo grasiento y cuyo ojo se desprendía, le transmitió el mensaje: un albañil no, muchos albañiles sí. Miles de asalariados. La muchedumbre que forman los metalúrgicos, ferroviarios, taxistas, estibadores, obreros de la construcción, alimentos y tantos otros. Vendrán en densos enjambres, como nubarrones. Llenarán los bares, los negocios, los cines. La tumefacta cara del albañil, descompuesta en millares de caras, horrorizará a los dueños de Península. La nariz que subía del mentón al pelo, descontrolada, simbolizaba el descontrol monumental que modificará la vida, costumbres, colores y hasta olores de este sitio exclusivo. Los esbeltos cuerpos de las mujeres sometidas a tratamientos estéticos se mezclarán promiscuamente con los cuerpos de mujeres ordinarias y las playas se ensuciarán con vasitos de plástico y restos de comida barata y con chiquilines mal educados que engullen sándwiches de mortadela con vino y soda y por ahí vomitan entre quienes juegan estentóreamente al truco. Los invasores se sentarán en las mesitas de las terrazas con sus hijos pegajosos y hasta se meterán por contingentes en los restaurantes sofisticados. Las sutiles barreras entre las clases sociales no serán sutiles, ni barreras, ni nada. Los valores de las residencias, de las audaces torres, de los loteos de maravilla, bajarán en forma estrepitosa. Los viejos y los nuevos ricos serán expulsados por la peste de los asalariados. Y tendrán que buscar otras tierras. Pondrán en venta sus propiedades y al no conseguir buen precio intentarán alquilarlas, pero las ofertas miserables los empujarán a intentar de nuevo la venta; entonces serán espantados por la realidad: no hay otros clientes para sus soberbias mansiones... que ellos mismos —sentenciarán con desconsuelo las alicaídas inmobiliarias—. El circuito cerrado, que es la gloria de Península Esmeralda, será también su perdición.
Necesito entusiasmar a dos o tres obras sociales —seguía mascullando Claudio—, para que construyan algunas unidades turísticas. Las primeras oleadas se ocuparán de la propaganda boca a boca, que será apoyada por algunos pantallazos de televisión y un par de artículos en revistas de circulación masiva. Con eso alcanzará. El contagio se ocupará del resto. Eso sí: los hoteles de los gremios deberán implantarse en lugares visibles y dominantes. La compra de tierras será efectivizada por terceros; hay que evitar los precios excesivos o la negativa —patriótica— de los millonarios.
Nely olvidó en un cajón de la cómoda las tarjetas cuidadosamente impresas que no generaron un solo cliente. Se alegraba de verificar que las atroces caídas de Claudio eran pasajeras; menos mal que no la encegueció la vergüenza ni la rabia. Menos mal que Adrianita no se afectó con el derrotismo transitorio de su padre.
La energía le alcanzó a Claudio, felizmente, hasta el momento en que tuvo que enfrentar y persuadir a los dirigentes gremiales. La buena acogida —esperada y, al mismo tiempo, inverosímil— le inyectó más ánimo. La facilidad con que pudo llevar adelante el proyecto (¿coyuntura favorable?, ¿excedente financiero?, ¿interés político?) le devolvió la casi olvidada seguridad en sí mismo.
—Cornejo y Siles se arrepentirán de haberme dejado ir —dijo a Nely.
—Cornejo y Siles ni se acuerdan de vos. Aquella vieja sociedad de los tres está muerta y remuerta —replicó afirmando sus pies sobre la tierra.
—Se puede resucitar —le guiñó el ojo derecho.
—¡Para qué! Vos construirás hoteles para los sindicatos; y ellos se ocupan de inversiones privadas. Cada cual en lo suyo.
—Mis hoteles damnificarán a sus inversionistas.
—No será tu culpa. Ni tu intención —Nely se inquieta, teme que Claudio abandone el camino cuerdo para dedicarse a saciar un resentimiento que es insaciable y muy peligroso.
—No sé si no es mi intención... (es mi intención).
—Un par de hoteles no modificará las bases económicas de un lugar tan rico como éste.
—Un par de hoteles gremiales producirá más hoteles gremiales. Esta suposición me la confirmaron los mismos sindicalistas. Yo sé lo que te digo: mi proyecto será la peste.
—Por lo que se ha visto hasta ahora, siempre que hay peste ¡los únicos que se salvan son los ricos! —Nely sacó la Pirex del horno con un grueso repasador; le temblaban las manos.
—Ésta será una peste para ricos. Exclusiva. ¡La última exclusividad de la exclusiva Península Esmeralda!
Ella se aproximó a su marido y lo abrazó.
—Te ruego, Claudio, que pensés solamente en tu proyecto, tu trabajo, tu éxito. No gastes una pizca de cerebro en vengarte de los otros, en soñar lo que pasará con los otros.
—¡Imposible! Para que unos se enriquezcan, otros deben empobrecer. Opus, por ejemplo...
—¡Opus no es tu empresa! Tu empresa se llama Claudio Astigarraga.
—Opus caerá en el abismo. A menos que...
—No caerá en ningún abismo. Tiene recursos, inversiones —Nely hizo una pausa y, con angustia, preguntó—: a menos que ¿qué?
—A menos que acepten incorporarme como socio a partes iguales, con todas las plenipotencias.
—¡Estás delirando!
—Te aseguro que no.
—Claudio: es imposible. Imposible. Ellos no te aceptarán. No te necesitan. Además... no entiendo. ¿Por qué asociarte? Has descubierto un excelente filón: dedicate a lo tuyo.
—Es un filón negociable, ¿no te das cuenta? A cambio de anularlo (y ellos rogarán que lo anule) exigiré recibir tanta ganancia de un solo saque como la que me reportarían varios años de laburo muy intenso.
—No me gusta.
Claudio giró la crocante porción de pastel de carne que ella depositaba en su plato y empezó a comer con apetito. Presentía que sus ex socios le hablarían.
Así ocurrió. Le hablaron durante cuatro horas y media. Y salieron cabizbajos, con tan sólo una semana de plazo para rendirse a los pies de Claudio Astigarraga.
Al día siguiente de la negociación maratónica, agitándose en su pecho las oriflamas del triunfo, Claudio telefonea a los dirigentes gremiales para solicitar que se postergue por unos días la firma de los contratos, es decir una semana a partir de este momento, exactamente una semana. ¿Causa?, le preguntan. Eh... una lumbociática que le impedía viajar, nada grave por suerte, pero dolorosa; el médico le ordenó reposo; pero firmarían dentro de una semana a la misma hora; todo en orden, ningún inconveniente, por supuesto. Cuelga. Sobre la mesa aún lo miran los ceniceros agobiados por montañas de puchos, testigos de sus demandas terminantes (cínicamente cordiales) a los acaudalados ex socios. Y también testigos del misericordioso plazo. Demasiado extenso —frunce los labios, arrepentido por haberles aflojado esa concesión—; hubiera alcanzado con veinticuatro horas; pero lo dicho dicho está. Abre los planos. Revisa los pliegos de especificaciones. Nada importante que añadir. Guarda las carpetas y regresa a su hogar. Esa noche exhuma la abandonada máquina de fotos. ¿A quién vas a fotografiar?, pregunta Adrianita. A vos, a mamá, y a esta ciudad, antes de que empiece el gran cambio.
Ha transferido la grave decisión a Cornejo y Siles. Ellos son ahora los responsables de Península Esmeralda. O lo incorporan a Opus o se aguantan las consecuencias. Si la maravilla del Atlántico cae en precipitada degeneración, la culpa será únicamente de ellos. A él no le queda más que aguardar una respuesta. Se divertirá sacando fotos de calles elegantes, avenidas despejadas, playas limpias y letreros megalomaníacos... que pronto considerará suyos o pronto los herirá de muerte.
Nely repite que el proyecto de Claudio no turbará demasiado a sus ex socios. Tal vez les haga cosquillas.
Siles viaja a la capital para jugar su última carta. Cornejo le desea suerte. Confía en el rubicundo Siles: para los grandes desafíos es un as.



Claudio Astigarraga no recibe respuesta en el tiempo estipulado. Ha vencido la semana de plazo que les concedió de mala gana, sólo para no parecerse a un verdugo, y no han tenido la decencia de llamarlo por teléfono siquiera. Se enfurece. Cabrones desagradecidos, irresponsables de mierda, egoístas —masculla sin cesar y sin consuelo mientras arma su equipaje, reúne planos, pliegos de especificaciones, demás instrumentos contractuales y viaja a firmar la ruina de Península Esmeralda. Hubiera preferido la otra solución, pero me empujan al rol del asesino. Llega con excitación y angustia. Saluda a los dirigentes sindicales. No le temblará la mano y desatará la hecatombe. La tienen merecida.
Pero no se produce la hecatombe.
Regresa a Península Esmeralda bajo los efectos de una alucinación. Tiene la cabeza fragmentada como la de don Ambrosio en el bar La Palmera; sus pensamientos giran como reflejos inestables, dolorosos.
Sentado de nuevo en el sucio y oscuro bodegón, se dedica a rumiar preguntas. Estérilmente, por cierto. Preguntas sobre el imprudente plazo de una semana, la subestimación de sus ex socios, la negociación innecesaria al servicio de su resentimiento y no de sus intereses, y otros errores que condujeron a la sorpresiva “clemencia” que los dirigentes sindicales decidieron extender, increíblemente, sobre los millonarios de Península Esmeralda —dejando todo como estaba—, después de evaluar costos, política y otros ofrecimientos más interesantes.








Entonces dijo Dios a Jonás: ¿tanto te
enoja la hueca calabacera? Y él respondió:
mucho me enoja, hasta la muerte.

JONÁS IV, 9
J
ulio Rav hace una evaluación regocijante: la Felalí (Federación Latinoamericana de Ligas) lo ha contratado como asistente del director ejecutivo; este trabajo lo ayudará a resolver su conflicto vocacional, además de brindarle beneficios inmediatos. Antes lo había atraído la electrónica, pero últimamente lo galvanizaban las ciencias políticas. Julio Rav ha cumplido veinte años y necesita acabar con las anacrónicas dudas. La Felalí parece —anhela convencerse a sí mismo— un instrumento providencial para su futuro.
Como es de público conocimiento, esta organización funciona en el noveno piso del edificio Everest —rascacielos blanco que mira al Río de la Plata y quiere ser reconocido como la cumbre más alta del mundo sin tener forma de cumbre ni ser la más alta siquiera de Buenos Aires—. Es rama de la Comulí (Confederación Mundial de Ligas con sede en Viena y status de organización no gubernamental de las Naciones Unidas). En la recepción de la Felalí la cara joven y los pechos florecidos de María Claudia atienden al público tras un escritorio francés. Suministra información oral y abundantes folletos para los curiosos que se aventuran hasta su mórbida figura. La rodea una fiesta de posters azules, negros, plateados, que representan a numerosas ligas: de empresarios, fútbol amateur, niños abandonados, defensa del consumidor, nudistas, amigos del arte snob, refugiados, ciclistas, astrólogos, lectores de Vargas Vila, forestadores voluntarios, ex linyeras, obesos, defensores del tango, abuelos juveniles. Ligas pequeñas y grandes, provinciales, nacionales y mundiales. Deporte, profesiones, autodefensa, caridad. Alegre montón en democrática mezcla. María Claudia parafrasea a Marx: “ligas del universo: ¡uníos!”.
Julio Rav saluda al doctor Carvallo (el viejo, astuto y agrio director ejecutivo), quien lo apabulla con sus lecciones sobre la Felalí y la Comulí (cree que lo apabulla para bien).
—La Comulí es la entidad madre con sede en Viena y gravitación en las Naciones Unidas; no olvide jamás que la Comulí se compone de cinco ramas —abre grandes los dedos—, una por continente, y la Felalí es una de ellas. Comulí y Felalí suenan parecido, pero no son idénticas: la Felalí, donde usted trabaja, está contenida en la Comulí, ¿entiende?
El doctor Carvallo gira en su trono de color almendra, acaricia el cilindro gris que forman sus bigotes (lo único blando de su persona) y sigue regodeándose en martillar al receptivo Julio Rav, todo ojos y todo oídos, que la Comulí es una “organización techo”, como se dice en la jerga norteamericana, aunque se quiere evitar este calificativo —guiña el ojo derecho— por norteamericano, precisamente. Sepa, mi joven Julio, que existen presiones para trasladar la sede de la Comulí a Nueva York. Si le resulta complicado advertir la causa de tamaña iniciativa —añade cínicamente—, vaya sabiendo que el mayor aporte económico lo cubren las ligas norteamericanas. ¡Pero la Comulí no es una confederación norteamericana sino mundial! —grita salpicando las pestañas de Julio—; si a las concesiones económicas se añadieran las de residencia, entonces perderíamos el equilibrio. (Julio no entiende por qué llama concesiones a los aportes y por qué grita, pero lo reconforta darse cuenta de que se trata de un hombre franco y honorable. Piensa: “has hecho bien en aceptar el puesto de una institución como ésta”.)
Carvallo se brinda un intervalo didáctico y abandona el bigote para rascarse la calva. Sus ojos marrones, hirientes, escudriñan a Julio Rav: muchacho alto y desgarbado, incómodo dentro de su piel, ansioso, se come las uñas y sujeta su rebeldía como a un potro; es decir, en cualquier momento no la sujetará más. Esa rebeldía busca canalizarse, expandirse, dañar y reparar, todo junto. “Yo te pondré entre buenos muros —piensa Carvallo— y te enseñaré a manejar tus ímpetus en forma dosificada.”
—Métase en el centro del cerebro los principales mecanismos de la Comulí y de nuestra importantísima rama, la Felalí —ruge de nuevo, atrapándolo con la voz y la mirada—. Ellas y usted deben ser uno, ¿entiende? También me gusta que pregunte, que lea e investigue. Si alguien duda, usted no debe dudar, ¿de acuerdo? Veamos —se acomoda en el sillón—: ¿cada cuánto se realizan las Convenciones mundiales de la Comulí? es una pregunta que yo le hago ahora, Julio Rav, y que se la pueden formular otros. Pero, ¡no me conteste! ¿Lo sabe?, ah, qué bien, ¡perfecto! ¿Y cada cuánto debo yo concurrir a Viena en calidad de director ejecutivo de la Felalí? ¿Lo sabe? ¡Muy bien! ¡Fenómeno! Pero ¡ojo!, nuestra querida Felalí no funciona de la misma manera que la Comulí. ¿Por qué no? ¡Porque somos latinoamericanos! Y ahora le explico a qué viene esto; escuche bien. Las reuniones de nuestro ejecutivo se concretan por lo general cada tres meses, las grandiosas Asambleas de Representantes cada tres años (ya está encima la próxima, que será inolvidable y tremenda, lo verá) y las Convenciones mundiales cada seis años. Pero para renovar al presidente —espía ambos costados y baja el volumen de la voz— las convocatorias tardan más, todo el tiempo que el presidente en ejercicio maniobre para así alargar un cachito su mandato... —sonríe maligno—. ¡Esto es América latina!, ¿ve?
Julio se siente confundido ante semejante conclusión, ahora su conciencia le susurra: “has hecho mal en aceptar el puesto” y le brilla la frente.
El anciano y vigoroso director ejecutivo recupera la gravedad del porte. Enfatiza: —El acontecimiento fundamental, rector, mayor, no me cansaré de repetirlo, es la Asamblea de Representantes. Especialmente la próxima. —Su inflado bigote se eleva con autoridad mientras el perplejo asistente se desespera por no extraviarse bajo la catarata de informaciones importantes y de las tontas (mezcladas como los afiches).
—¿Entiende?
—Sí.
—Ahora se realizará la trigésima Asamblea de Representantes. Acuérdese: trigésima. Y de Representantes. Es decir, vendrá un delegado de la federación de ligas de cada país latinoamericano, uno por país; ¿está claro? Será una Asamblea revolucionaria porque cambiará al mundo; usted mismo, Julio, cambiará —modifica su mirada y su tono se vuelve tierno—: No se sienta molesto por mis insistencias; soy reiterativo. Pero es preferible que yo sea reiterativo a que usted cometa errores. No quiero errores en nuestra institución, ¿de acuerdo?
—Sí —reiteración, claridad, intoxicación por reiteración, muchos delegados, uno por país, Julio Rav mira círculos delicuescentes. Ha subido al edificio Everest, atravesó la alegre recepción llena de posters y admiró con tímido apuro las tetas de María Claudia, presentó currículum, respondió a un sutil cuestionario (¿examen?, ¿investigación policial?). Ahora está contratado, seguro y feliz (¿seguro?, ¿feliz?). No sólo se llama Julio Rav, ha cumplido veinte años, sufrió humillaciones en el colegio y tiene demasiada sensibilidad por las injusticias, sino que acaba de incluir en su portadocumentos la credencial plastificada de una organización como la Felalí, que lo asciende, casi, a rango diplomático. Lo bueno y lo malo empiezan a andar juntos, pero como el agua y el aceite. La credencial emite tonalidades verdosas, produce un sonido limpio cuando se le pellizca el borde y se desliza lubricadamente en cualquier bolsillo, concentra un poder que no debiera malgastar. Julio sospecha que a sus pies nace la escalera de incesantes progresos y compensaciones: inminente roce con personalidades del país, el continente, el mundo, acceso a información reservadísima, contacto con los motores de la prensa, viajes, gravitación en el curso de los acontecimientos mundiales.
La ambición por ganar buen dinero y convertirse en una persona importante choca con el miedo de haberse comprometido con una organización poco transparente. Las dudas forman un cóctel que se arremolina por sus venas. El doctor Carvallo, por ejemplo, viaja seguido a cada país del continente, a la central de Viena, a las reuniones de las organizaciones no gubernamentales en Nueva York o Ginebra. Exige con voz de león a la agencia que atiende sus desplazamientos que le obsequie pasajes de primera clase por el precio de segunda (alguna ventajita tiene derecho a recibir por haberle conferido la exclusividad). Y le asegura a Julio que también podrá viajar —más adelante, más adelante— cuando acumule méritos: asistirá a ceremonias oficiales, académicas, empresariales, fastos deportivos y artísticos, con traje de calle o smoking.
Los viajes son necesarios y agotadores —sigue matracando Carvallo— y dice que se somete a sus exigencias por responsabilidad, aunque de buena gana enchufaría el “honor” a otro.
Julio es recorrido por una suave electricidad que le eriza el vello y vuelve a cuestionar su ingreso en la Felalí. ¿Lo hizo para satisfacer sus oscuras ansias de notoriedad, por una repelente codicia, para formalizar alianza con los poderosos que mal gobiernan el mundo? ¿Se desespera por el smoking y las recepciones? ¿Por los viajes gratis y los reportajes huecos?
La Felalí es una entidad de nobles fines —se tranquiliza cada vez que entra en el edificio y lo sorprenden los pechos de María Claudia en medio de los afiches fulgurantes—. Contribuye a la promoción humana, canaliza el anhelo de multitudes; por eso aceptó ingresar. Pero ha dudado. Sigue dudando. ¿Sospecha de su poder, de su ética? (¿sospecha del poder y la ética de él mismo?). Julio concurre con puntualidad y se aplica al trabajo. Comenta a sus amigos el progreso de su aprendizaje. Se habitúa a las tentadoras tetas, los afiches, las reiteraciones del doctor Carvallo (sus bigotes a lo Nietzsche, voz rasposa, vehemencia inútil). Sueña con María Claudia y en el sueño camina por el campo en medio de un tumulto de luces, le rodea los hombros y le dice frases dulces. En otro sueño se burla de Carvallo, y María Claudia empieza a reír desenfrenadamente; va rompiendo los afiches que se descuelgan de las nubes y esto resulta muy cómico.
Se realiza una conferencia de prensa con motivo de la próxima Asamblea de Representantes. Julio tiene curiosidad y temor, muerde sus uñas maltratadas, piensa confiarle sus sentimientos al rostro cada vez más hermoso de María Claudia. Pero ella no es la misma del sueño porque no oye sus frases dulces, sino que dice como una autómata: la Asamblea de Representantes es inminente. Julio se siente confundido, con algo de vergüenza y algo de bronca. Se rasca los pelos rebeldes —para hacer algo, para justificar su ridícula pose de edecán sin uniforme junto al trono de color almendra— y escucha por infinitésima vez: vendrán delegados de todo el continente; se pasará revista a los problemas que urgen desde el Río Grande a Tierra del Fuego, se escucharán informes y evaluaciones audaces, se impartirán directivas. Recuerden, señores periodistas: la sabia estructura de la Felalí comprende grupos operativos y de estudio en las principales ciudades de América latina; a lo largo de todo el año —el bigote del doctor Carvallo se eleva, se eleva— estos grupos trabajan por el bienestar de las ligas y sus multitudes afiliadas. Dice ligas, multitudes, organización y cada palabra tiene la fuerza de un cañonazo, bienestar, continental, mundial, otra vez ligas y otra vez multitudes. No escapará a vuestra agudeza, queridos periodistas, que el conjunto de despachos que produce la Comisión de Resoluciones conforma un candente material que empuja a osados avances (no aclara qué avances). No importa. La conferencia de prensa es un éxito redondo.
Los periodistas controlan sus grabadores, enceguecen con sus flashes y después saborean los canapés que acompañan los tragos de rigor: señalan el fin de la parte oficial y el permiso de charlar cómodamente con quien se tenga ganas. Julio se acerca a María Claudia pero ella y sus pechos soberbios son devorados por la jauría. Julio queda solo, como un miserable meteorito en la galaxia.
Carvallo alterna con los huéspedes, cuenta chistes y prodiga simpatía en el mejor estilo de los cócteles; respeta la norma —que enseñó a Julio— de no apabullar a nadie con la esperanza de obtener un fruto: los cócteles sirven para el contacto; quien intenta más, fracasa y revela deplorable oficio. Para apabullar sirven las otras ocasiones (y Julio evoca las plúmbeas directivas que le ha impartido desde su trono, y reconoce que todavía no le sirven).
Se supone que una conferencia de prensa da lugar a importantes notas en diarios y revistas. Al día siguiente Carvallo desparrama sobre su monumental escritorio las últimas ediciones y lee la reproducción de sus palabras. Mordisquea un borde del bigote y refunfuña. Maldice. Los conoce muy bien, periodistas mediocres, irresponsables: no reproducen ni la mitad, ni un cuarto de todo lo que les dijo. Mezquinan lugar a lo importante para regalárselo a la basura. ¡Basura! En un diario ni siquiera lo mencionan a él. ¡Imbéciles! Con su mano artrítica barre el montículo de papeles y dice a Julio que ordene a los de la sección prensa que vengan a recogerlos del piso y luego los recorten y guarden. ¡Siempre lo mismo! —ruge con naciente resignación—: pero hay que seguir la lucha; la Asamblea está encima. Si toda Asamblea de Representantes ha hecho trepidar al edificio Everest antes y durante su realización, ¡qué cimbronazos producirá la trigésima, en plena erupción caribeña, inestabilidad boliviana, crisis de Polonia e incremento de la delincuencia!
Julio Rav empieza a sufrir insomnio (seguramente le sucede lo mismo a Carvallo). Tiene curiosidad por los delegados, por la forma y el contenido de las deliberaciones. Lleva a su casa los programas y resoluciones de otros eventos. Necesita aprender, comprender. Su sitio está junto al director, nada menos. María Claudia lo espía y, seguramente, registra sus progresos, o la lentitud de sus progresos. María Claudia reaparece en sueños y lo felicita por su incipiente bigote. Pero cuando los sueños se descomponen en pesadillas despierta transpirado y se levanta. Por fin decide cometer una audacia: investigar las dependencias de la Felalí antes de que llegue su personal. Con miedo ingresa en el edificio Everest aún vacío y silencioso. Se dirige a la oficina del director ejecutivo y, mordisqueando sus uñas, se aproxima al trono color almendra; lo acaricia, duda y por fin se sienta. Mira desde donde Carvallo mira y habla. Después se dirige al cuarto donde se guarda la colección de folletos titulada Grandes de las Ligas. Recorre cada uno de los despachos en que trabajan los cuatro jefes de sección con sus respectivos equipos. Entra en la pequeña cocina donde se preparan café y algunos aperitivos para agasajar a visitas importantes, abre las alacenas, espía tras unas cajas apiladas en un rincón. Por fin echa un vistazo a las incomprensibles escaleras que se hunden como un pseudopodio en el décimo y quizás undécimo piso —a los que sólo entra el personal de limpieza—, que sirven de depósito o permitirán una expansión futura. Sólo le queda explorar el anfiteatro barroco que trepidará con la grandiosa Asamblea de Representantes; camina entre sus butacas, recorre el breve escenario, mira tras las bambalinas, recorre los boxes de los traductores y la salita de máquinas. Regresa a su escritorio y se afloja sobre su silla; no sabe qué ha estado buscando. De todas formas, esta primera investigación ha resultado infructuosa.
Al margen de su inquietud, Julio sigue embelesado con el gordo bigote de su jefe y lo envidia diciéndose: este hombre no precisa leer actas ni estudiar resoluciones ni hacerse esquemas con fechas, nombres y siglas, como yo, porque en su cabeza están reproducidas íntegramente la Comulí y todas sus ramas; dicta cartas en varios idiomas paseándose con las manos cruzadas en la espalda, inclinado, como si su concentración en el piso le hiciera rebotar las ideas hacia lo alto. Ofrece a Julio la oportunidad de escuchar todo, ver todo, leer todo, para que sea un eficaz funcionario. Pero no le permite mirar el interior de la caja fuerte cuya combinación es secreta. Si no fuera secreta dejaría de ser caja fuerte, ¿no? —le espeta con una risita.
—¿Qué se guarda en la caja fuerte? —pregunta Julio como si no hubiese captado el mensaje que acababan de darle.
Carvallo no se turba, pareciera haber esperado tal reacción y dice: —Es bueno ser curioso, pero hay que dominar la curiosidad; por ahora confórmese con que no es el cuartito de Barba Azul, tampoco la cueva de Alí Babá, ni el resguardo de dinero, joyas o acciones. Tenga paciencia, Julio Rav, ya se enterará a su debido tiempo.
El ansioso Julio se frota los muñones de sus dedos y se prepara a recibir otro chorro de informaciones de Carvallo, informaciones y opiniones repetidas (¡cómo repite, por Dios!): que odia a los mediocres y los conformistas; que espera iniciativas de sus colaboradores, especialmente del joven Rav, para eso lo adoptó (“adoptó”, como a un hijo) en calidad de asistente, y Julio se exprime las neuronas para ofrecerle iniciativas que lo hagan quedar bien. Pero ya ha comprobado con horror que este hombre viejo y astuto abre la mano artrítica para recibir cada idea nueva como si fuese una pelotita de papel: entonces la estruja, rompe, pulveriza... y arroja al “cesto negro de las iniciativas inservibles”. Le ha pasado dos veces y a los otros funcionarios muchas más. Pide ideas, pero si no son las suyas, las mata. Desde entonces, cada vez que Julio ingresa en el amplio despacho no logra privarse de mirar el interior del cesto-cementerio para enterarse de cuántas muertes ha cometido en la jornada.
No obstante, barrunta que las arbitrariedades de Carvallo —algunas groseras como el “cesto negro de las iniciativas inservibles”— deben tener sentido: —Todavía no lo conocés bien. —Carvallo tiene derechos, ha consagrado su vida a esta causa. —Incluso el presidente de la Felalí fue electo a propuesta suya: había advertido que el hombre era un empresario de éxito, amante de la figuración, suficientemente mediocre para no atreverse a cambiarlo, y lanzó su candidatura. El presidente asumió, pues, con una deuda de gratitud que equivale a una cadena. —El viejo sabe adoptar recaudos personales; en esta jungla de alto nivel nadie descuida la espalda. —Y ahora le está enseñando como un padre. —Calma, Julio: Carvallo (a su manera) te ayuda.
Las secretarias y los cadetes, impulsados por los jefes de sección —todos muy nerviosos y asustados—, despachan miles de circulares para una fantástica lista de instituciones internacionales y nacionales, seguidas por una gacetilla especial para las agencias informativas, que es reforzada por otra circular más explícita que, a su vez, se completa con una tercera circular dirigida a diarios, revistas, radios y canales de televisión, hasta que la noticia inunda: Trigésima Asamblea de Representantes de la Felalí en Buenos Aires atención-atención-atención. Al mismo tiempo salen invitaciones para ministros, diplomáticos, directivos de numerosas empresas, además de invitaciones a las grandes personalidades tocadas por el aliento de una liga. Las torres de papel impreso se zambullen prodigiosamente en las torres de sobres que se empaquetan y son llevados en camiones al correo.
A Julio Rav le pone la piel de gallina la aceitada mecanización. No sería de extrañar que, a causa de la agresión publicitaria, acudiese al acto de apertura el mismo Presidente de la República. Se descuentan las medidas de seguridad, que Julio aún no conoce en detalle. Una bomba o un secuestro entran en el terreno de lo posible. Pero el hábil Carvallo no se retrae. Su atento profesionalismo hará rendir frutos para la Felalí hasta de un atentado. Hasta del secuestro —posible, previsible— de María Claudia y sus maravillosas tetas.
Carvallo irrumpe con más frecuencia en las demás oficinas para controlar. La inminencia de la Asamblea lo ha puesto frenético. Irrita a los jefes de sección repitiendo preguntas, y los desautoriza con contraórdenes. Vuelve una y otra vez hacia el largo tablón donde se apilan las carpetas azules destinadas a los delegados. Contienen el programa de la Asamblea, publicaciones de la Comulí y la Felalí, prospectos sobre Buenos Aires, un block de papel y bolígrafo. En cada carpeta se incluyen siempre cuatro folletos de la serie Grandes de las Ligas. Carvallo sería capaz de estrangular con sus propias artríticas manos al jefe de publicidad si llegara a cometer el sacrilegio de olvidarse de los folletos.
Los folletos Grandes de las Ligas forman una colección que orilla los cien títulos, con biografías de precursores, fundadores, mecenas, promotores. Carvallo dirige la serie en forma personal. Julio lo admira porque selecciona los biografiados y los escritores, retacea los honorarios, elige la imprenta y logra, con un presupuesto anémico, editar varios títulos anuales que distribuye compulsivamente en las dependencias de la Comulí, en instituciones oficiales de ciento veinte países, y a personalidades en todos los rubros de la actividad humana que integraron ligas o tienen posibilidad de hacerlo. Los ejemplares restantes son puestos en venta, y exige a cada federación que imponga el hábito de comprar la serie completa. Pero ni la distribución gratuita ni la publicidad ni la venta forzada agotan los ejemplares; entonces, a los que no tienen salida, Carvallo los hace acumular en un cuarto donde ingresa a diario el ordenanza con plumero y franela para limpiar sus lomos y rociarlos con antipolilla. Y además entra mensualmente el equipo de prensa con la misión de efectuar la solemne “rotación”. Carvallo sostiene que los folletos Grandes de las Ligas forman las ruedas mágicas que llevan el sentido de nuestra querida institución hasta los rincones más alejados de la Tierra y por eso deben ser “movilizados” para evitar su parálisis: el anaquel del fondo izquierdo debe trasladarse al frente derecho, porque en un ángulo hay más penumbra, en otro más viento, en uno más humedad, en otro más gérmenes. Julio Rav evoca la rotación de neumáticos que se hace luego de los primeros diez mil kilómetros. Para el doctor Carvallo ese depósito es un templo. Lo recorre con el éxtasis pintado en los ojos. Una vibración le mueve las puntas del bigote. Es el sumo pontífice de una divinidad poderosa que él mismo ha creado.
En la sección prensa se despachan febrilmente los últimos comunicados. Julio no había advertido el hecho de que abundasen tantas jarras de agua; y no había advertido que eran parte de una ceremonia insólita. En efecto, a la Asamblea de Representantes se llegaría con la lengua seca en un sentido mucho más real del imaginable. Carvallo exigía a su personal, desde el jerarquizado al ordenanza, que se enviase la última ronda de prensa en forma “comprometida”. Debían sentarse ante largas mesas dobladas por montículos de sobres e impresos. Docenas de empleados, entonces, borran sus diferencias y se convierten en iniciados de una hermandad. Entre ellos también se instala el doctor Carvallo, humilde entre los humildes. Afirma que en esta era de mecanización y artificio conviene la intervención directa del ser humano, grávida de pasión. El neófito Julio Rav contempla a María Claudia graciosamente arrebolada en medio de los otros y aguardando también el disparo de largada. Nadie se exime del sagrado requerimiento. En un organismo tan importante para la dignidad del hombre pueden esperarse originalidades como ésta. Originalidades que ya dejaron de serlo para los antiguos miembros de la Felalí y que tampoco deberían perturbar a Julio (si se esmerase en comprender los mensajes de su jefe).
Carvallo ordena empezar: todas las manos deslizan impresos en los sobres y decenas de lenguas mojan el borde gomoso. Cada solapa lleva saliva de un miembro auténtico de la Felalí: contiene algo humano y vivo. Las distancias se achican por obra de este contacto. Acción de desprendimiento, de sacrificio. Julio mira de soslayo e imita, saca la lengua, moja, pega la solapa, siente gusto desagradable, siente que la lengua se paraliza y que un extraño anestésico le contamina las encías y que tras una hora de lengüetazos ya le duelen la garganta, los ojos, y tiene ganas de huir. Pero mira a sus cofrades unidos en el trabajo, inclinados hacia los sobres con una increíble devoción. Contempla al sumo pontífice bajo cuyo bigote asoma la punta rosada a la que acerca un borde gomoso tras otro, concentrado, satisfecho. María Claudia de vez en cuando alza sus grandes ojos pardos, inspira (suspira) y regresa a su deber como una esclava sobre los plantíos de algodón. Se le ocurre que son besos de lengua repartidos a la humanidad y siente bronca hacia quienes recibirán los sobres con saliva de María Claudia sin apreciar que es la saliva de María Claudia. Carvallo ordena traer más jarras para desintoxicar la lengua. ¡Beban, beban! El agua deberá fluir durante mucho tiempo, incluso después de la maratón. Y los baños deben estar en condiciones para recibir las meadas interminables.
El presidente de la Felalí aparece por un rato al día siguiente, tras haberse hecho anunciar. Julio Rav corre a recibirlo. Viene a dar una ojeada. Su investidura no le permite dedicarse a los asuntos baladíes que despacha maravillosamente el dinámico Carvallo. El presidente es de mediana estatura, mediano abdomen, mediana visión (engancha los anteojos en el bolsillo superior del saco de manera que una patilla quede afuera y haga contraste sobre la tela), mediano carácter, mediana inteligencia. Eso sí: grandes son su fortuna y su nariz. La enorme nariz puede inspirar con energía el aire, humo y olores de un ambiente hasta purificarlo. Le han comentado a Julio que en las reuniones soporíferas los aplastados asistentes ruegan que el presidente inspire, así les extrae las moléculas del tedio. Sus fosas nasales se transforman en aspiradoras potentísimas: con sibilancia atraen las partículas flotantes, sus ojos miran hacia arriba y los dedos tamborilean el escritorio mientras el tórax se le hincha y el aire se limpia. El único inconveniente lo sufren quienes después quedan al alcance de su aliento. Carvallo, tenso por la inminencia de la Asamblea, ansía participarle al engolado y mediocre presidente los embrollos irresueltos, que el engolado y mediocre presidente rechaza blandamente: si no fueron resueltos a tiempo ya no hay tiempo y por lo tanto... ¡a otra cosa! Entonces Carvallo le enumera las enormes tareas bien concluidas para asegurar el éxito de la reunión. —Bien, Carvallo —dice con irónica sonrisa—, ya sé que usted es un genio, no hace falta que lo cuente y por lo tanto... ¡a otra cosa! —El presidente reparte palmadas aquí, allí, ¡a otra cosa!, y se aleja. —¿Nos veremos en la apertura? —Por supuesto —responde hundiéndose en el ascensor—; ¡a otra cosa!
Empiezan a llegar los representantes al aeropuerto. Cada uno, acostumbrado ya a estos trajines, se arregla con sus pertenencias, pasa la aduana, contrata un taxi y se instala en el hotel preferido donde la diligente oficina de la Felalí ha hecho la reserva. Después se dirigen al noveno piso del edificio Everest. Ahí saludan al bienquerido doctor Carvallo, se enteran de los últimos chismes y cobran el dinero correspondiente a los viáticos. El voraz representante del Perú —Carvallo hace una mueca de tolerancia— presenta la cuenta de un remise desde el aeropuerto al hotel y los gastos en taxi desde el hotel a la Felalí, siendo público que destartala su viejo esqueleto únicamente en colectivo y, cuando puede, sin pagar boleto. El representante de Chile, en cambio, es un elegante caballero que evita entrar en asuntos monetarios y hay que introducirle el sobre a presión. El de Brasil es un individuo muy gordo, muy rico y muy ordinario que mete una bulla fenomenal, ingresa en el noveno piso moviendo el trasero al ritmo de un samba y vocifera su saludo: “La Felalí no es el felacio, como el samba no es la zamba, ni el tango es la tanga”. Enseguida arropa a Carvallo en un abrazo y cuenta el último chiste sobre directores ejecutivos. Carvallo se reinstala en su escritorio —que oficia de trinchera—, saca gruesos cigarros (que le obsequian los representantes del Caribe) y empieza a preguntar por los amigos brasileños. Julio Rav parpadea, escucha, anota, se acomoda la camisa, sonríe tontamente y se empecina en hacer coherentes las incoherencias. Se pasa el dedo por el labio superior y comprueba que su bigote crece demasiado lento.
El acontecimiento se viene encima como un alud. A Julio le parece irreal que ya empiece el acto de apertura.
El servicio de seguridad controla el escenario, las butacas, los baños, la calle. Los aplausos marcan el ingreso majestuoso del comité ejecutivo de la Felalí en pleno, seguido por un representante de América del Sur, otro de América Central y el bigotudo director Carvallo. Se sientan y enseguida todos los asistentes —invitados especiales, delegados, representantes, miembros del gobierno, diplomáticos y periodistas— se incorporan al retumbar en los amplificadores las notas del Himno Nacional. Después, aplausos. Nadie se sienta. Continúa el otro esperado himno: de la Felalí. El locutor lee los mensajes enviados por el Presidente de la República, el presidente de la Comulí, varios presidentes de organizaciones no gubernamentales y una lista de telegramas. Anuncia con profundo respeto que hablará el presidente de la Felalí, quien avanza con mayestática lentitud hacia el podio; en su mano, las hojas mecanografiadas.
Julio Rav lo contempla con embeleso porque algunos opinan que su mediocridad (en todo menos en fortuna y nariz) sólo es escudo de un gran talento diplomático. El presidente —de mediana estatura, mediano abdomen, mediana visión, mediano carácter y mediana inteligencia— mira la colmada platea, mira el estrado, mira el micrófono. Aspira: la resonante sibilancia es oída en todos los rincones. El público percibe que algo cambia, sin saber exactamente que se ha purificado el aire gracias a su ciclópea nariz, y están mejor dispuestos a escuchar. Entonces el presidente empieza a leer su importante discurso (que fue escrito por el encargado de prensa hace más de un mes, corregido por el encargado de publicidad y criticado por el director ejecutivo, corregido de nuevo y, recién en su cuarta versión, pasado al presidente que, tras su ejercicio nasal, encontró un par de términos comprometedores que debían ser sustituidos por otros menos comprometedores, de manera que volvió al encorvado jefe de prensa, quien buscó sinónimos y parónimos hasta dar con los que tranquilizaban los miedos del presidente, y el discurso aguado y aséptico fue pasado otra vez en limpio). Se cala los anteojos que extrae con elegancia de su bolsillo. Hace una prolija enumeración de autoridades en orden protocolar. Después historia a la Comulí, la Felalí (“nuestra querida rama continental”) y sus realizaciones. Da la bienvenida a los delegados que concurren a la trigésima Asamblea de Representantes y anticipa que de su labor surgirán decisiones de honda repercusión en la vida social, económica, política y cultural del continente.
Los aplausos son recibidos con hidalga serenidad por el presidente de mediana estatura, mediano abdomen y mediana visión. Cierra la carpeta, devuelve los anteojos a su bolsillo cuidando que una patilla caiga afuera, hace una aspiración de despedida que limpia de nuevo el aire y gira hacia su butaca sabiendo que las restantes personalidades del estrado lo aguardan de pie para estrecharle la mano y expresar sus felicitaciones: ¡Muy bueno! ¡Muy valiente! ¡Conmovedor! Las cámaras de televisión registran el momento y los flashes encandilan el anfiteatro.
El locutor anuncia al Quinteto Mundo, que ejecutará cinco breves obras de cinco compositores (uno por continente). Y cuando luego el locutor da por concluida la parte oficial del acto de apertura, la multitud se eleva medio metro y comienza a desgarrarse. Los invitados saben que no deben girar hacia la derecha (la calle), sino hacia la izquierda, donde se servirá el cóctel.
Al día siguiente comienzan las sesiones del histórico acontecimiento. Julio Rav llega antes de hora. Se introduce en el salón vacío. Lo espolea una angustiante temeridad. En la penumbra distingue el estrado presidido por un gigantesco emblema de la Felalí. A los lados dormitan banderas latinoamericanas. En un nivel más bajo se alinean los sitiales del comité ejecutivo. El doctor Carvallo dispone de una amplia botonera y cuatro teléfonos para controlar la marcha de las sesiones. Los butacones de los representantes forman un hemiciclo, cada uno con lámpara individual, micrófono y jarra de agua.
Julio recorre el salón penumbroso y disfruta el olor a madera y terciopelo. Imagina voces. Contempla como a un jeroglífico el enorme símbolo de la Felalí y las banderas apretadas en su torno. En el tablero hay una llave que dice Asamblea de Representantes. Julio la mueve y la sala se transforma: arden las lámparas de cada pupitre con conos amarillos que se desparraman por las maderas y llegan al piso alfombrado de rojo. Apaga y se dirige a la oficina de Carvallo.
A los pocos minutos arriba el doctor Carvallo, a quien saluda con respeto y expectación. El director ejecutivo se atusa el nietzscheano bigote; de su mano izquierda cuelga un provocativo llavero. Mira hacia los lados, como el asaltante que se cerciora sobre la ausencia de peligro. —Está bien —exclama—, conviene que se vaya enterando.
Le hace señas con el índice y lo conduce hacia la caja fuerte (cuartito de Barba Azul, cueva de Alí Babá). A Julio se le apuran los latidos. Carvallo, ante la mirada golosa de su asistente, gira el disco hacia la derecha, hacia la izquierda, otra vez hacia la derecha. Después introduce la llave y la pesada puerta de acero viene hacia el exterior. Julio mira con apremio el contenido misterioso. Ve muchas cassettes alineadas con prolijidad. Carvallo lee las inscripciones del lomo y extrae cinco.
—Tenga —ordena.
Saca otras cinco.
—Tenga —repite.
Saca las cinco finales, que sostiene en su propia mano. Cierra la puerta, da dos vueltas a la llave y gira el disco. —Son las grabaciones de la vigésimo sexta Asamblea —explica—; debe aprender a cuidarlas como joyas. —Julio Rav asiente, pero sin comprender. Tiene conciencia de que no ha captado lo esencial, que se trata de algo increíble e importante. Mordisquea la uña de su dedo mayor.
—¿Dónde pongo las cassettes?
—Venga conmigo —dice Carvallo, que avanza adelante. Entran en el anfiteatro. El director ejecutivo prende la luz y se instala en su butaca provista de timbres y teléfonos, dobla un poco el micrófono, mira los parlantes distribuidos con estratégica precisión y exclama: ¡todo listo!
Ordena que ingrese el personal. En forma ordenada, como soldados en un desfile, avanzan por los pasillos, cruzan por delante y por detrás, y se distribuyen en los lugares asignados desde hace tiempo. Los jefes, sus ayudantes, las secretarias, los cadetes, ocupan sus sitios como si fueran trincheras. Mientras, en el hall, cuatro empleadas con uniforme reciben a los delegados que ya traen bajo la axila su respectiva carpeta azul (el venezolano la examina: es la primera vez que asiste; los demás, que han batido records, ni siquiera se molestan en averiguar si su credencial contiene algún error). A las diez en punto son invitados a ingresar en el anfiteatro para que comiencen las deliberaciones. El jocundo brasileño, mientras avanza, cuenta nuevos chistes. Julio reconoce al enhiesto representante de Chile, al tacaño del Perú, al anodino del Uruguay, al curioso de Venezuela. El presidente llega a las diez y cinco balanceando su abdomen de mediano volumen que armoniza con su talle de mediana estatura. Carvallo le hace una reverencia medio servil y medio cínica, le entrega la carpeta azul especial y lo acompaña al estrado.
Nada de periodistas, nada de intrusos. Se cierra la doble puerta. Se corre la pesada cortina marrón. Julio Rav tiene frío en los pies y llamas en la frente. Carvallo admite que puede llegar a ser su sucesor, por eso le ha informado sobre tantos detalles de la Comulí y la Felalí, los aspectos débiles y fuertes de cada federación nacional, lo ha hecho participar en la preparación del acontecimiento y hasta le ha permitido —¡hoy!— enterarse de lo que contiene la maravillosa caja fuerte. Pero este último secreto (¿por qué habría de ser un secreto?), que lo excitó durante semanas, ahora aumenta su desazón. Teme que las cassettes tan guardadas signifiquen algo inimaginable, horrible. Incluso sospecha que los folletos Grandes de las Ligas, tan valorados por el director ejecutivo, forman una cordillera de papel inservible. Y se asusta de tan herética sospecha. Nadie los compra (o compra por compromiso); no emocionan a los que trabajan por las ligas ni mejoran la opinión de los que nunca se interesaron por ellas; ¿será una obra que realiza Carvallo en su propio beneficio, que le permite lucirse ante delegados obsecuentes y hacerse acreedor de los vanidosos que pretenden inmortalizarse con una biografía?
El presidente llena el vaso con agua. Va a pronunciar otro discurso, pero esta vez secreto. Mientras bebe comienza a decir las primeras frases. Julio Rav se asombra ante la incomprensible superposición: ¿puede beber y hablar al mismo tiempo? Frunce el ceño. Es absurdo. Sigue bebiendo y hablando, como si la voz pasara de sus labios al agua y de ésta a las paredes de la copa, transmitiendo vibraciones al micrófono. Los estratégicos parlantes derraman su voz grave, medida, que de cuando en cuando se interrumpe para dar lugar a una característica aspiración nasal que ingiere todas las moléculas que contaminan la atmósfera. Julio Rav se mueve en su asiento como si le recorriesen líneas de hollín, como si la virulencia y el miedo intentaran fragmentarlo. Quiere enterarse y le aterroriza enterarse. Está junto al doctor Carvallo, concentrado en su tablero. Lo mira con intensidad porque no logra entender; en realidad no logra asumir lo que en efecto entiende. ¡Pero si este discurso es el mismo de la vigésimo sexta Asamblea! El presidente no habla, sino la grabación. Julio se aplasta contra los resortes. Transpira. No es verdad. No es posible. Pero ahí está la cassette en funcionamiento. Y Carvallo controla en forma personal que la voz registrada hace tantos años y en un contexto lejano, diferente, se expanda por el anfiteatro con engañosa frescura. Julio se siente un animal abatido.
Cuando el presidente finaliza (finaliza la cassette), bebe de nuevo. Es fantástico. Ahora lee su informe el secretario: informe importante porque se refiere a los problemas de la Felalí en la nueva coyuntura que sacude a América latina y el mundo. Pero tampoco es necesario que gaste sus cuerdas vocales: lo hace otra cassette rápidamente colocada por Carvallo. Su voz repite un informe viejo, ya leído, ya oído, ya registrado. Después lo hace el tesorero y a continuación los representantes de la Argentina, Bahamas y Bolivia, en riguroso orden alfabético. Los delegados, apoltronados en sus butacas, dormitan, sueñan. Mientras, los noticieros informan que Buenos Aires es la sede de una histórica y secreta Asamblea internacional.
Se encienden las luces para un intervalo. Los representantes se ponen de pie con lamento de articulaciones. Carvallo revisa las cassettes, controla su numeración y vuelve a instalarlas en un costado de su pupitre. Después se apresura hacia el peruano. Le susurra a la oreja. El peruano asiente varias veces y, en lugar de dirigirse al salón del refrigerio, regresa al hemiciclo para recoger su carpeta azul. Julio Rav lo contempla perplejo porque todavía no se ha repuesto de la sorpresa atroz que le produjo escuchar ciertas palabras —bastaban sólo algunas— que Carvallo le acababa de derramar a la oreja. El despótico director ejecutivo y el miserable representante negocian el contrabando de una partida de esculturas que llegará a Buenos Aires con valija diplomática para el salón de artes plásticas que regentea la mujer de Carvallo. Julio deglute piedras y quiere salir corriendo para contárselo a María Claudia.
Una hora después prosiguen los “críticos” informes de otros tiempos que arrullan la prolongada siesta de los asambleístas. Pero cuando hay que designar a la esperada Comisión de Resoluciones, Carvallo detiene abruptamente su aparato. Suenan bostezos, toses y ruidos de los músculos que se desperezan, sorprendidos. Carvallo acerca su cara al micrófono y solicita al presidente el uso de la palabra. Su intervención, seguramente esperada por los veteranos, produce una onda agradable: por lo menos es algo en vivo y en directo. Dice con afectación que la Felalí procede en todos los aspectos de su amplio quehacer y recuerda que la anterior Comisión de Resoluciones estuvo integrada por los delegados del Brasil, Costa Rica y Ecuador (los representantes de esos países asienten con la cabeza), recuerda que se beneficiaron con un viaje pago a la asamblea de la Comulí en Viena los delegados del Uruguay, Colombia y México (asienten con la cabeza), recuerda que a la reunión de las organizaciones no gubernamentales de las Naciones Unidas concurrieron los representantes de Paraguay, Jamaica y Bolivia (también asienten). Por lo tanto —Carvallo se atusa el bigote, después se acaricia la calva—, propone que la Comisión de Resoluciones de esta histórica trigésima Asamblea se constituya con los meritorios delegados del Perú, Honduras y Guyana, y que su presidencia sea ejercida por el experimentado representante del... ¡Perú! (el mezquino e inmoral individuo sonríe con el lado izquierdo de la boca). El presidente de mediana estatura, mediano abdomen, mediana inteligencia, mediana visión y gigantesca nariz inspira y somete la moción a la Asamblea, que la aprueba por indiferente unanimidad.
Carvallo abrocha su saco verde y acompaña a la flamante Comisión de Resoluciones palmeando la espalda del peruano. Se encierran en un cuarto lateral y hacen llamar al asistente del director. Julio se arrastra sin oxígeno.
—¿Le pasa algo? —El severo director ejecutivo advierte su cara envejecida.
Julio no contesta y Carvallo no tiene tiempo.
—Tráigame la carpeta de resoluciones anteriores —ordena.
Julio se desplaza como un zombi; busca en los archivos las resoluciones de todas las Asambleas que realizaron la Felalí y la Comulí, y siente que su cabeza está magullada por el anhelo de María Claudia y las vocaciones contradictorias y las humillaciones del secundario y los ideales en estrepitosa caída y una rabia que gira como ciclón dentro del pecho.
El doctor Carvallo mueve sus dedos artríticos entre los papeles que le entrega Julio; elige una hoja amarilla y seca, mira a los integrantes de la Comisión y dice: Para esta trigésima Asamblea, dada la crítica coyuntura mundial, nos conviene un texto de la Comulí emitido hace dos décadas, en 1968, cuando estaba en su apogeo la guerra de Vietnam.
Los representantes se miran unos a otros, sonríen, aceptan. ¡A trabajar entonces! Distribuye copias de la antigua hoja y cada uno busca el párrafo que podría resultar irritante al gobierno de su respectivo país —tachemos—, luego a cada uno de los demás países federados en la Felalí —tachemos—, no vaya a ser que corramos peligro... La hoja se va llenando de barras censoras. El primitivo texto se reduce ya a tres renglones. El delegado de Guyana bosteza: ¡bueno, querido Carvallo, usted se ocupará de ampliarlo un poco!
—Póngase a la máquina de escribir —ordena el director a su asistente—. El proyecto de resolución debe ocupar una hoja tamaño oficio. Arriba de los dos renglones clave (que ocuparán el centro de la hoja) irá una detallada nómina de los representantes. Por debajo de esos renglones clave recalcaremos con vigor la enorme importancia de la Felalí, rama de la Comulí, y sus conocidas tareas en beneficio de la promoción humana, el bienestar de los pueblos y demás. Respecto de los renglones clave, le insisto que deberán poseer el atrevimiento y la fuerza de la brevedad, tal como nos inspira la resolución que emitió la Comulí hace dos décadas. Fíjese: primero, incentivar la ayuda moral y material a todas las ligas; segundo, aumentar el número de ligas (¿esto requiere atrevimiento?, ¿fuerza?... repite el ciclón encerrado en el pecho de Julio, y que amenaza desmayarlo).
Ve pulseras de color mientras teclea en la máquina. El peruano mete la cabeza por encima de su hombro y advierte una asimetría: es preciso alargar la primera parte del texto (por encima de los renglones clave).
—Tiene razón —accede Carvallo y, acariciando los cabellos de su descalibrado asistente, ordena—: después pase el texto en limpio y agregue a la lista de representantes la forma como estaban sentados, a la derecha o izquierda, adelante o detrás de tal autoridad o diplomático, así se ofrecerá una impactante imagen de la magnificencia que alcanzó el acto de apertura, llenará otros renglones y funcionará como buen introito a los audaces renglones clave de la resolución.
Julio ya no tiene fuerzas para escribir una línea. Las letras danzan burlonas. Salta de su bolsillo la amada credencial de la Felalí, se instala sobre el carro y su cubierta plastificada empieza a emitir absurdos reflejos. Siente que el ciclón de su pecho aumenta la furia, le expande el tórax, le desgarra el esternón y las costillas, le abre el cuerpo e irrumpe con bramido de tempestad en el edificio Everest. El ciclón nace de Julio y se independiza de Julio. Agrede a la máquina y hace volar los papeles blancos de hoy y los amarillos de ayer. Como una horda empuja a los delegados atónitos que tratan de sostenerse a palabras como renglones clave, multitudes comprometidas, bienestar de los pueblos. Le arranca sangrientamente el bigote a Carvallo y le arroja encima de la lustrosa calva su trono color almendra mientras dispara los balazos contenidos en las expresiones organización techo, cinco ramas continentales, histórica y trascendental trigésima Asamblea de Representantes atención-atención-atención, status de organización no gubernamental ante las Naciones Unidas, Grandes de las Ligas, convenciones mundiales, y nobles fines que no son fines y, menos, nobles. En medio de la tempestad se arremolinan la hueca importancia de las reuniones, la hueca propaganda, el hueco compromiso de la saliva que segregaban las lenguas de los funcionarios, las huecas ceremonias, la hueca conferencia de prensa y el cóctel y los flashes y el ruido de gacetillas, impresos, cartas, recordatorios, invitaciones especiales, y el hastío de las huecas lecciones que Carvallo le impartía con hueca obstinación. Vuelan los afiches plateados, morados, rojos, amarillos, verdes, y vuelan, entre ellos, el rostro hermoso de María Claudia y sus pechos magníficos, y vuela como un meteorito extraviado el mediocre presidente de mediana estatura, mediano abdomen, mediana visión y gigantesca nariz haciendo trizas el alucinante aparato que fue montado para la autocomplacencia.


































... y estuvo Jonás en el vientre del pez tres días
y tres noches. En sus entrañas él rogó a Yahvé.

JONÁS II, 1-2
H
ace varios años intenté componer una novela sobre la inmigración judía a nuestro país. Engordé mi fichero con documentos escritos y orales. Los personajes y las anécdotas nacían de una historia reciente, vibraban tan cerca —apenas a la vuelta de unas décadas— que empezaron a poblar todas mis horas. Sentía el estremecimiento de una epopeya seductora, caliente. Sentía ganas de narrarla. Fui llenando páginas de sufrimiento, heroísmo, fantasía, humor, tal como se había desarrollado ese proceso colorido y vasto.
Crucé el límite de las doscientas páginas. Recién llegaba a la Argentina con mi turbulento conglomerado de personajes; los acababa de poner en contacto con la chata Buenos Aires de fines de siglo. Y me detuve. Bruscamente. Cerré la carpeta, empaqueté libros, revistas, notas, esquemas y fichas. Hundí el barco, los sueños, las disputas y las promesas en un cajón. Y me dediqué a otros proyectos.
Aún no he dilucidado completamente las causas. Los escritores, con frecuencia variable —pero siempre con dolor— asistimos a la muerte de numerosas criaturas. Los cajones del escritorio, o los rincones de la biblioteca, o las bolsas de residuos, suelen transformarse en cementerios de esfuerzos silentes, incluso negados.
El protagonista de la novela se llamaba Benjamín.
Aparece repentinamente en una aldea de Europa Oriental —Mádivke— asolada por el hambre y los pogroms. Una asamblea de la agobiada comunidad lo envía a París —Benjamín es viajero, corajudo e insolente— para gestionar la ayuda de las instituciones que se ocupan de salvar judíos. Sus peripecias y tribulaciones salpicadas de comicidad permiten reconstruir buena parte de los mitos y prejuicios de la época. Logra establecer algunos contactos con magnates, burócratas y especuladores que, finalmente, contribuyen al traslado de varias familias. Así, Benjamín parte hacia Marsella, donde embarcará hacia América del Sur en compañía del sufrido contingente.
Pero se extravía en el trayecto. En realidad se extravía de la línea argumental. Yo me esforzaba por mantenerlo en los límites de la novela, lo cual era inútil. Se interna en un capitulo extraño. Extraño a la obra y extraño en sí mismo. Un capítulo que adquiere fuerza y autonomía. Que arranco de los originales y pretendo destruir.
La perspectiva de llegar al Río de la Plata lo ha trastornado. Tiene referencias de que ese río es ancho como un mar, marrón como la madera y nutritivo como los jugos de fruta. Se identifica con Benjamín de Tudela (el primer Benjamín trotamundos que en el siglo XII recorrió África y Asia en busca de las diez tribus perdidas de Israel) y comienzan a repicar en su desmadejada cabeza los relatos delirantes de Najman, el loco rabí de un bosque cercano a Mádivke. Todo esto lo empuja hacia la aventura extraordinaria, y lo rebela contra mi máquina de escribir.
Iba viajando en tren hacia Marsella, sin pasaje y sin dinero. Sus descomedidas relaciones con los millonarios de París no le habían reportado beneficio personal. Sólo la satisfacción de auxiliar familias, con las que debía reunirse en el puerto meridional, para seguir de inmediato a la Argentina, como dijimos. No se siente tranquilo. Lo agitan presentimientos sobre cosas grandes que van a ocurrirle, igual que a Benjamín de Tudela: conocerá países exóticos, cruzará ríos feroces y montañas hoscas, entrará en palacios hechizados, atravesará aldeas habitadas por guerreros indómitos y finalmente descubrirá una de las diez tribus perdidas. Pero los miserables empleados del ferrocarril se fijan en cosas chicas: advierten que un judío nervioso con zapatos agujereados, barba rojiza y mirada de bribón (él, Benjamín) viola los reglamentos del transporte: no paga boleto, invade compartimientos privados, roba en el vagón cocina. Consciente del riesgo, cancela provisoriamente las cosas grandes y huye de los empleados que no lo quieren dejar llegar a Marsella. Abandona el confortable tren, escapa de la policía y se oculta en carros de heno. Después consigue ser embarcado en un lanchón de carga que navega por el caudaloso Ródano hacia el Mediterráneo.
Tendido sobre tablones, conversa con las nubes. Parece enojado conmigo —su infidente autor, que le hizo hacer y decir muchos disparates. Y que no accede a dejarlo escapar de la novela. El lanchón se detiene en una antigua ciudad. Benjamín salta a tierra y me da la espalda, groseramente. Se introduce en el capítulo excéntrico. Le suplico por última vez que no se desvíe. Que reflexione. Que mantenga la coherencia. Pero no me escucha.
Sale, pues, del libro. Y desaparece por tres días y tres noches.
Camina por la orilla del Ródano. Mira la ciudad sin atreverse a recorrerla. Es un compacto montón de paredes enjabelgadas que sostienen tejados desde los cuales se elevan pañoletas de humo. Adentro hierven calderas. Imagina la buena comida. Pero para llegar a esa comida debería aventurarse por las callejuelas que zigzaguean y se oscurecen. En su interior esa ciudad debe tener la humedad de una calabaza podrida. Seguramente abundan los sótanos llenos de ratas donde se torturan herejes. Benjamín apura el paso, llega al final del muelle e intenta penetrar en una calle. Pero choca contra una muralla; la muralla es alta y larga, dura, fría. Sigue caminando junto al río y, por fin, se recuesta sobre un terraplén. Pronto —se consuela— aparecerá un buen judío que me ofrecerá albergue; me ayudará a ingresar en este lugar extraño.
Para serenarse evoca los cuentos de rabí Najman —que vive precariamente en el bosque cercano a Mádivke desde el día que perdió la razón—. ¡Cómo le gustan esos cuentos atiborrados de paradojas! Los cuentos de rabí Najman describen judíos andrajosos paseándose en mágicas fortalezas, príncipes negros que se ocultan del reflejo lunar, locos que enseñan verdades a los sabios, viajeros que recorren el mundo en tres noches. Él, Benjamín, es casi protagonista de uno de esos cuentos: acaba de apartarse de un viaje programado al Río de la Plata para buscar algo —no sabe qué— en una ciudad desconocida.
¿Desconocida? —se pregunta enrulando en el índice la despareja barbita mientras contempla con detenimiento paredes y tejados. Por entre los inestables cubos de las casas emergen las torres cónicas de una fortaleza (“¿judíos andrajosos paseándose por mágicas fortalezas?”). Allí reinaron los papas. En la cabeza de Benjamín estalla como una burbuja el nombre de Aviñón.
Se afloja sonriendo. Ya tiene el nombre. Ya tiene lo esencial. Ahora comenzarán a aparecer príncipes negros que se ocultan del reflejo lunar, locos que enseñan verdades a los sabios. Y él, Benjamín, recorrerá el mundo en tres noches. Presentía que todo esto se iba a cumplir.
Tuerce la cabeza hacia la derecha. Un niño descalzo empuja con su vara al burro aplastado de leña. Descubre tras los bamboleos del animal trozos de un amplio albornoz celeste. Los jirones de tela se cruzan con las tiesas patas. Arriba del albornoz aparece la vigorosa cabeza de un negro. Por el color de su piel, por su ancha nariz aplastada, no es un judío de Mádivke —chancea—. El negro se aproxima. Lo contempla. Y lo saluda en hebreo: la paz sea contigo.
A Benjamín le tiemblan las orejas. Se le esfuma la ironía. ¿Quién es este aparecido?, ¿un pope antisemita? ¿un verdugo enmascarado?, ¿una comparsa de la fortaleza? (“príncipes negros que se ocultan del reflejo lunar”).
El negro le comunica su nombre: Jefté. A Benjamín se le mezclan los cuentos de rabí Najman y se incorpora, tambalea. Jefté despide olor a metales, esbozando una tranquilizadora sonrisa, le pregunta si viene de los Cárpatos, si tiene dónde alojarse. Benjamín percibe vagamente que las preguntas contienen las respuestas. El negro Jefté lo está invitando a su casa —es el esperado (insólito) judío que vendría a darle albergue—. Intuye descubrimiento y maravilla.
Contesta que sí, que viene de los Cárpatos, y que no, no tiene dónde alojarse.
Entonces se apartan del río donde la tarde se cubre de amaranto y avanzan hacia un costado de la fortaleza sobre cuyas torres cónicas aún llamea la última luz. Benjamín advierte que pasan por una abertura reglamentaria porque no rebota contra la dura y fría muralla. Gira sin cesar los ojos y la cabeza para no perder detalles de los muros, las puertas y ventanas del exótico sitio, antes que la noche los borre.
Las callejuelas se amoratan, luego tiznan. Vadean una cinta de agua fétida. Los atropella una pandilla de chicos que se escabullen por un corredor como bandada de pájaros. Atraviesan una arcada. El solideo rojo de Jefté tiene bordada una inscripción apenas perceptible. Su espalda es vertical y muy fuertes sus tobillos. La túnica golpea con ritmo parejo sus piernas de sombra. Luego de penetrar hondo en el laberinto, enfilan hacia un portón rústico y pesado. Hay olor a encierro, a lana de oveja. Lo empujan. Una franja luminosa desgarra la tiniebla y rompe la cara de Jefté en trozos de bronce. Aparece otro negro. Y otro. Y otros. Les brillan las mejillas, los ojos, los labios gruesos. Y aunque los claroscuros confunden, Benjamín percibe el aliento de sus anchas narices. Entre los negros hay mujeres con pañuelos blancos y niños de ojos ardientes. De los horcones cuelgan lámparas, géneros, trenzas de mimbre y cacharros de arcilla.
Lo invitan a sentarse y le lavan los pies. Benjamín obedece con mucho de fascinación (y algo de miedo). Le entusiasma la costumbre bíblica, pero le alarma el esfuerzo de sus anfitriones por arrancarle toda la mugre. Su piel blanca, azulina de tan blanca, revive entre las manos negras que remueven el agua, lo acarician, frotan y arrebatan el cansancio.
Los negros se desplazan con ceremonia. Casi no hablan, absortos en el huésped, cuidándolo como a un cordero antes del sacrificio. Jefté se ha instalado a la cabecera de la rústica mesa y controla el cumplimiento de un programa que parece ensayado. Benjamín se repite (porque lo sacuden ramalazos de inquietud) que goza el privilegio de haber descubierto una comunidad extraviada, una de las doce tribus perdidas, que su ambición de parecerse a Benjamín de Tudela se ha cumplido. Observa que los hombres visten túnicas celestes. Las mujeres, por el contrario, lucen variedad de colores desde el agresivo bermellón al sepia.
Le señalan la mesa sobre la que fue tendido un mantel cuya guarda es un largo texto. En humeante bandeja llega el cordero asado, Jefté clava su cuchillo en la carne y divide las articulaciones. La piel crocante se abre lanzando vaharadas aromáticas. A Benjamín se le humedecen los labios hambrientos y los niños ríen bajito. Se ablanda la solemnidad. Pero no le sacan los ojazos de encima mientras sus dientes pelan los huesos.
Llegan otros negros que se instalan en los bancos apoyados contra la pared. Benjamín se atora —a pesar de sus rotundos presentimientos— cuando le dicen que comparte el asado con descendientes de la tribu de Efraín. Tose, le saltan las lágrimas. No puede ser cierto aunque sabe que sí. Su emoción lo empuja a preguntar. ¿Cuántos son? ¿Dónde vivieron antes? Ya había oído que los judíos suelen adoptar los rasgos físicos de otras razas. Pero no esperaba (¡sí esperaba!) una confirmación terminante. Y menos por vía directa de una tribu perdida. Los sueños de los locos y las narraciones de los poetas han triunfado sobre los imbéciles académicos. Los cuentos y las leyendas dicen la verdad. Quisiera ponerse a escribir una crónica sobre este descubrimiento asombroso. Narrar, explicar, describir. Ofrecer un testimonio inmortal, como lo han hecho los numerosos viajeros que lo han precedido. Mientras, debe saber más, absorber noticias, reunir datos, y pregunta. Pregunta sin separar lo principal de lo secundario mientras se enrula y desenrula la barba. Es una máquina de hacer preguntas.
Le proponen visitar la oculta sinagoga. Radiante y desenfrenado, dice que hasta ese día ha concurrido a la sinagoga antes y no después de llenarse el buche, que el estómago vacío provee alas al corazón y el lleno lo adormece, pero que ahora no lo dormiría ni un garrotazo de Sansón.
El paternal Jefté le rodea los hombros. Salen nuevamente a la noche. Las túnicas de los negros se inflan como nubes. La silenciosa ciudad del Ródano ignora que en su interior ha recalado una comunidad más codiciada que el diamante; y que un pintoresco judío de los Cárpatos está por adentrarse en sus fantásticos arcanos. Mientras, a Benjamín le parece que la callejuela profunda se retuerce escamoteando el objetivo. Los pasos suaves de sus anfitriones apenas rozan el empedrado. La columna de sombras va rodando sin ruido, como procesión de espectros. Benjamín siente la frescura que brota de los muros, de la oscuridad, de la brisa que produce la ondulación de los albornoces.
Se amontonan junto a una puerta que apenas se diferencia del muro. Chirrían los goznes. Adentro tiemblan las luces amarillas de varios candelabros. Ingresan de uno en uno y Jefté se ubica frente a una cortina que protege el Arca con los rollos de la Torá.
Los ojos de Benjamín danzan, encantados. Registra las caras espejantes, los labios gruesos, el ámbito piadoso, el olor a muérdago y a jazmín y a velas derretidas.
Beben vino. Anhela consignarlo también, así como la reciente caminata, el ingreso ordenado, y la actual conversación destrabada, fascinante, que lo sigue atosigando de datos y sorpresas. Le proponen quedarse a oficiar de rabí. Benjamín se tironea la barba y golpea los hombros ligeramente encorvados para despertar. Si no sueña, habita en un cuento del loco rabí Najman. La propuesta es sorprendente. Bellamente absurda. Él no tiene categoría de rabí. En verdad, no tiene categoría de nada. Es un viajero impenitente, un judío descocado, travieso y sentimental.
Le contestan que ya conocen su ajetreada vida, lo cual es más impactante aún. Entonces él les pregunta si saben que antes de recalar en Mádivke, sobre los Cárpatos, había recorrido infructuosamente varios países buscando las famosas diez tribus, igual que el primer Benjamín, el de Tudela. Sí, saben, y por eso lo agasajan. Que llegó a la desesperada Mádivke poco después de un bárbaro pogrom. Sí. Que lo designaron para gestionar en París la emigración de ciento veinte familias. Le responden que saben todo, incluso los escándalos con Rothschild y la Alianza Israelita Universal. El mentón de Benjamín tiembla. Pronuncian un hebreo metálico que armoniza con los reflejos de su piel. Les pregunta si son magos, espías, simuladores, sabios del futuro. El negro Jefté pasa sus dedos negros por la boca, entrecierra los ojos y enhebra una explicación.
Benjamín inclina su tronco y absorbe la explicación que arrastra un cortejo de anécdotas. Una historia que se hunde en la larga noche mientras se repone el aceite de los candelabros. Que serpentea a lo largo de horas sin término y avanza por laberintos tenebrosos. La espectral sinagoga junto al Ródano se aísla en un círculo a medida que el relato de Jefté y sus acólitos reconstruye el pasado con vivacidad. Los judíos negros cortan las ligaduras que frenan, que limitan. Sus cuerpos de fantasmas atraviesan paredes. Son descendientes de Efraín, hijos de una tribu que habían asolado los asirios en la antigüedad. Mientras los guerreros carneaban a los prisioneros, un núcleo logró huir en naves angostas. Los sobrevivientes recalaron en puertos que ya se borraron de la costa. Después buscaron la paz en islas y penínsulas lejanas, se aventuraron por mares desconocidos. Y se perdieron en aguas calientes donde las olas comenzaron a entrar en ebullición. Finalmente alcanzaron la desembocadura de un río y fueron descubriendo tierras fértiles que reproducían el edén. Era un edén —Jefté enfatiza, se posesiona—. Allí encontraron a hombres en estado de inocencia. A lo largo de generaciones intercambiaron palabras, objetos, costumbres y leyendas con esos hombres. El sol permanente y generoso, la vegetación carnosa, el transcurso de los siglos, fueron operando una adaptación física. Cuando se produjeron las despiadadas cacerías de esclavos, los hijos de Efraín ya no eran diferenciables de los nativos. Y eso poco hubiera importado. Los engrillaron, azotaron, marcaron, asfixiaron en naves apestosas. Y condenaron a largas travesías desde África hasta América del Norte y del Sur. Los enfermos fueron arrojados al agua.
En la pequeña sinagoga Benjamín comprende que se han roto las cuerdas del tiempo y lo hacen viajar por la historia. Contempla entonces multitud de negros convertidos en animales antes de ser engrillados a los barcos. Recorre con pavor el fondo del mar, donde fueron arrojados los enfermos y los heridos que no iban a obtener buen precio en los mercados de esclavos. Ve largas filas de hombres, mujeres y niños encadenados a plantaciones que retumban lamentos. Un haz de puñales le infla su angustia: son los puñales de propietarios y capataces que amputan los dedos de los pies a quienes intentan huir. Navega por las palabras del relato como un pájaro en la tormenta. Se siente mal, confunde lugares y épocas. Los látigos dejan huellas en su espalda. Vomita agotamiento. Cree mirar a la vez todos los campos malignos del universo como si en verdad estuviera dentro del cuento de rabí Najman que contiene todos los cuentos. La alegría del descubrimiento y la pesadumbre de la historia lo aferran al vino rojo y al asiento duro. Toca los bordes de la locura cuando los hijos de Efraín le revelan sus infortunios en el Río de la Plata. Y también lejanos instantes de gloria cuando, mezclados con otras naciones, participaron en las contiendas de liberación, en marchas alucinantes por los más altos riscos del mundo, y recorrieron el océano del otro lado de la tierra para romper las cadenas de otros pueblos. Después ocurrieron las guerras fratricidas, guerras inacabables en las que los negros siempre eran empujados a las líneas de muerte, degollados, descuartizados, reventados por los cañonazos, fertilizando campos vacíos con su carne despedazada. Los negros poco a poco fueron desapareciendo. Exterminados.
Benjamín quiere consolar. Y dice: también nosotros, los judíos blancos somos exterminados. Narra —mal, angustiado, tartamudo— conocidas historias de persecuciones y sufrimientos. Nuestro pueblo es una cadena de dolor. Ampollas de tortura jalonan la vida judía.
—Ampollas de tortura jalonan la vida negra —completa Jefté.
A Benjamín lo sobresalta una tremenda conclusión: ¿los judíos de Mádivke y pronto también de otras aldeas semejantes a Mádivke emigrarán hacía las tierras que estuvieron pobladas de negros y que después —por guerra, peste y maldad— fueron limpiadas de negros?
—Así es —murmura Jefté. Los emigrantes judíos llenarán el vacío dejado por las multitudes negras de antaño. Las reemplazarán. Una minoría por otra minoría. Ambas notorias y frágiles. Designio terrible. O quizás maravilloso.
Benjamín suda. ¿Para enterarse de esto fue impulsado, mágicamente, a salirse de la novela?
Las caras de bronce le confirman la sospecha. Y le aseguran que los negros y los judíos son hermanos en el martirio. En la persecución. Y también en la música.
Benjamín tirita. Ya no es el judío insolente que recorrió media Europa, navegó el Ródano, escapó de una novela y se ha internado con ideas febriles en un sitio espectral: es un animalito afligido y perplejo. Aún ocurrirán hechos. Allí mismo. Esa noche.
Jefté se para frente al Arca llena de rollos santos y la contempla en silencio. Su albornoz celeste brilla en los hombros, y sus brillos se enlazan con los enigmáticos del solideo. Inclina la cabeza. De pie, solo en el espacio que separa el Arca de los otros negros, se concentra. Alisa el silencio hasta convertirlo en vidrio. Da un salto y rompe el vidrio. Queda paralizado en la nueva posición. Los demás aprueban. Salta nuevamente. Palmea. Jefté, con ritmo lento, estimula el nacimiento de una danza quebrada: flexiona las rodillas, alza los brazos, agranda los ojos. La concurrencia sigue el ritmo con movimientos de párpados, de nucas, de palmas. Los movimientos lentos y profundos hachan el aire. Hachan y hachan un tiempo sin tiempo. Hasta que los músculos empiezan a segregar dolor. El lamento se mantiene por el tiempo sin tiempo, se alarga como un elástico. Por último cruje el piso. La cortina de terciopelo que cubre el Arca también se mueve, como una vela melancólica. El baile de Jefté narra su aflicción y retuerce los nervios.
Benjamín es empujado hacia la pista. Aprieta las manos oscuras y calientes del jefe. A continuación ingresan a la pista los restantes negros (aprendieron a divertirse con la tragedia, igual que los jasidim, piensa Benjamín en sucesivas elipsis). Y el baile se apura. Gira. Acelera. Rueda. Gira, acelera y rueda con velocidad creciente hasta que irrumpe el vértigo. Se excitan las llamas de los candelabros mientras los pies acarician el piso con el borde, con la punta, y machacan con el taco. Las túnicas claras flamean como ropa tendida al viento. Los labios se cubren de espuma. Asoman dientes. Los aullidos se transforman en aleluya frenéticos.
Benjamín viaja de nuevo. Danza y viaja. Se reúne en el bosque con rabí Najman para contarle su aventura mientras sus piernas y sus manos dibujan círculos en el aire. El rabí, con un pájaro en cada hombro, dice que también lo sabe, que en efecto los negros son verdaderos jasidim, incluso antes de que el Bescht naciera, que así lo había dispuesto Dios. Y rabí Najman se regodea explicándole el origen de los negros. ¿No narra el Génesis dos creaciones del hombre? En el primer capítulo Dios creó una pareja a su imagen y semejanza y dijo: tendréis el color de la arcilla para recordar que de ella venís; seréis ágiles para la danza y dotados para la música; alegraréis mi obra. Y puso Dios a la primera pareja en campos calientes llenos de verduras y árboles frutales y animales variados para que nada les faltase. ¿No lo recuerdas, Benjamín? No, no lo recuerdo exactamente. Entonces escucha, cabeza de pimiento —el dulce y estrambótico rabí se saca de la frente un mechón de pelo blanco, que es una nueva elipsis para el mareado Benjamín—: en el segundo capítulo del Génesis Dios creó otra pareja y la instaló en el edén; pero para que no sufriera el estigma de su origen arcilloso, la blanqueó. La nueva pareja, querido Benjamín, mordió con arrogancia el fruto del árbol prohibido. Y el Señor tuvo que expulsarla del edén. La árida tierra que debió trabajar no le curó la arrogancia. Por el contrario, uno de sus hijos, Caín, mató a un hermano. Los hijos de sus hijos, siempre ruines y arrogantes, se apropiaron de las montañas. Aprendieron el arte de la guerra. No los arredró el diluvio. Propagaron la ambición y la crueldad como un nuevo diluvio. Y por fin llegaron a los lejanos campos calientes llenos de verduras y árboles frutales y animales variados que no les pertenecían. Así descubrieron a los descendientes de la primera pareja, la que había conservado el color de la arcilla. ¿Qué hicieron entonces? ¡Los cazaron! ¡Los obligaron a trabajar para ellos! Los impregnaron de tristeza y de látigos. Los esclavizaron. ¿Pero sabes qué, mi atento Benjamín? No consiguieron quitarles el canto y el baile: son jasidim, son nuestros hermanos.
La danza sigue golpeando en el piso, las bóvedas, el pecho, las sienes. Y en Benjamín los pensamientos mixturan las fantásticas versiones de rabí Najman con su fantástica realidad en Aviñón. Se vuelven a presentar las callejuelas de la tarde, como si necesitara del pasado inmediato para no extraviarse en lo remoto. Ve las aguas del Ródano, el mítico puente amputado que funcionaba en tiempos de los papas, la fortaleza de torres cónicas. Y ve a rabí Najman junto a la muralla contemplando la fortaleza de torres cónicas como si fuese el mismo Benjamín apenas llegado. En su recuerdo aparece de nuevo el burro aplastado por leña. Y aparece el negro con cara de abismo, albornoz celeste y solideo rojo, que lo saluda en hebreo, informa que se llama Jefté y explica que pertenece a la tribu perdida de Efraín. La tarde se amorata, luego tizna. Jefté lo hace ingresar en la ciudad por el espacio que perfora la muralla. Ve charcos de agua fétida y es empujado por una pandilla de chicos que se escabulle como bandada de pájaros. Llegan a un portón rústico y pesado, entran en la casa con olor a lana de oveja y poblada de gente amistosa que les lava los pies y ofrece un cordero lanzando fragancias. Las mujeres con pañoletas y los niños a prudente distancia ríen bajito. Benjamín está fuera de todo equilibrio porque ha descubierto una tribu perdida y luego está en una sinagoga inverosímil, una cueva mágica que le hace sufrir en minutos dolores de siglos. Y sigue rodando en la danza, una danza poderosa y flamígera como el carro de Elías, que lo transporta por los desfiladeros de una memoria incandescente. Se columpia en las estrellas y, cuando cree haberse liberado de las limitaciones que tienen los músculos y la vigilia, cuando se identifica con el viento, el resplandor o el puro espíritu, lo derriba un agotamiento tan grande como el tamaño de sus ensoñaciones.
El mundo se desplaza dos o tres días con sus respectivas noches. Benjamín se esfuerza por despegar la ilusión de la realidad. No es sencillo. Las vivencias y los sentimientos se han ligado en su alma como harina de amasar. Se restriega los párpados y mira el río, el puente amputado, las torres cónicas. Otra vez contempla la ciudad en las horas de la tarde, cuando sus diversos colores confluyen al violeta. O al amaranto. Todo es igual que la primera vez, cuando desembarcó del lanchón de carga. Se incorpora con el dolor que el exceso de danza amontonó en sus articulaciones. Camina junto a la muralla sin encontrar el espacio por donde lo hizo pasar Jefté. Algunos bares encienden luces y dejan escapar la música de un violín. Los toldos a rayas se recogen y se abren las ventanas para recibir el aire de la noche. El río ya se ha borrado. Gira y descubre la pasmosa ciudad transformada en miles de bujías.
A la mañana siguiente, con los miembros de esa tribu perdida arrebujados en su pecho junto a nuevas narraciones de rabí Najman, trepa a otro lanchón de carga y consigue, laboriosamente, que sus tripulantes accedan a llevarlo hasta Marsella, donde lo aguardan las ciento veinte familias que serían embarcadas hacia el Río de la Plata. Después se sienta sobre mi escritorio, se rasca la barbita roja, me mira bellacamente y dice, muy suelto de cuerpo:
—Deje de protestar, vuelvo a la novela. Y no me pregunte qué pasó.

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