Anne Rice
1
Quién soy, por qué
escribo, qué acontecerá
Cuando era niño tuve
una espantosa pesadilla. Soñé que sostenía en mis brazos las cabezas cortadas
de mi hermano y hermana menores. Estaban inmóviles, mudos; los ojos abiertos no
dejaban de pestañear, las mejillas teñidas de rojo. Yo estaba tan horrorizado
que me quedé mudo como ellos, incapaz de articular palabra.
El sueño se hizo
realidad.
Pero nadie llorará
por mí ni por ellos. Mis hermanos han sido enterrados, en una fosa anónima,
bajo el peso de cinco siglos.
Soy un vampiro.
Me llamo Vittorio y
escribo este relato en la torre más alta del castillo en ruinas donde nací; se
alza en la cima de una colina, en la parte septentrional de la Toscana, esa
región tan hermosa del centro de Italia.
Nadie puede negar
que soy un vampiro extraordinario, muy poderoso, pues he vivido quinientos
años, desde los gloriosos tiempos de Cosme de Médicis, e incluso los ángeles
confirmarán mis poderes si consigue el lector que le hablen. Le aconsejo
prudencia en ese extremo.
Debo precisar que no
tengo nada que ver con la Asamblea de los Eruditos, esa pandilla de
estrafalarios y románticos vampiros oriundos de la ciudad sureña del Nuevo
Mundo llamada Nueva Orleáns, donde habitan y desde la cual han ofrecido al
lector numerosos relatos y crónicas.
No sé nada sobre
esos héroes macabros que fingen ser personajes de ficción. No sé nada de su
sugestivo paraíso en las tierras pantanosas de Luisiana. En estas páginas el
lector no hallará ningún dato, ni en lo sucesivo mención alguna, sobre ellos.
No obstante, me han
desafiado a escribir la historia de mis comienzos —la fábula de mi creación—, y
plasmar este fragmento de mi vida en un libro que se distribuirá en el mundo
entero, por así decirlo, ahí posiblemente entrará en contacto, de forma casual
o predestinada, con los exitosos volúmenes que han publicado ellos.
He dedicado los
siglos de mi existencia vampírica a recorrer el mundo, observando y analizando
con atención cuanto veía, sin exponerme jamás a sufrir daño alguno a manos
de los de mi especie, sin suscitar sus
recelos ni dejar que adivinaran mi presencia.
Pero ése no es el
tema de mis aventuras.
Esta historia versa,
como ya he dicho, sobre mis comienzos. Creo que puedo ofrecer unas revelaciones
que resultarán interesantes. Es posible que cuando termine mi libro y éste
desaparezca de mis manos, tome las medidas necesarias para convertirme en uno de
esos imponentes personajes, propios de una novela, creados por otros vampiros
en San Francisco y Nueva Orleáns. Pero de momento, ni lo sé ni me importa.
Mientras paso mis
apacibles noches aquí, entre las piedras ahora cubiertas de malezas en este
lugar donde pasé una infancia feliz, entre nuestros derruidos muros tapizados
de espinosas matas de zarzamoras y los fragantes y tupidos bosques de robles y
castaños, me siento obligado a dejar constancia de lo que me ocurrió, pues
tengo la impresión de haber sufrido una suerte muy distinta de la de otros
vampiros.
No siempre vivo
aquí.
Paso mucho tiempo en
esa ciudad que para mí constituye la reina de todas las ciudades: Florencia, de
la que me enamoré desde el momento en que la vi con los ojos de un niño,
durante los años en que Cosme el Viejo dirigía en persona el poderoso banco de
los Mediéis, aunque era el hombre más rico de Europa.
En casa de Cosme de
Médicis se alojaba el gran escultor Donatello, autor de esculturas en mármol y
bronce, así como un gran número de pintores y poetas, escritores prodigiosos y
músicos.
Por aquella época el
gran Brunelleschi, que hizo la cúpula de la iglesia más imponente de Florencia,
comenzaba las obras de otra catedral para Cosme, y Michelozzo no sólo
reconstruía el monasterio de San Marcos sino que iniciaba las obras de un
palacio para Cosme que sería conocido como el palacio Vecchio. A instancias de
aquél, unos hombres recorrían Europa buscando en vetustas bibliotecas los
clásicos olvidados de Grecia y Roma, que los eruditos contratados para ello
traducían a nuestra lengua nativa, el italiano, la lengua que Dante eligiera
muchos años atrás para su Divina Comedia.
Siendo yo un niño
mortal con un destino prometedor, vi bajo el techo de Cosme —con mis propios
ojos, sí— a los ilustres miembros, del concilio de Trento, que llegados de la
lejana Bizancio se disponían a subsanar la brecha abierta entre la Iglesia de
Oriente y la de Occidente: el papa Eugenio IV, el patriarca de Constantinopla y
el emperador de Oriente, Juan VIII Paleólogo. Vi a estos grandes hombres entrar
en la ciudad bajo un feroz aguacero, pero con indescriptible dignidad, y los vi
sentados a la mesa de Cosme.
“Es suficiente”,
pensará el lector. Estoy de acuerdo. Ésta no es la historia de los Médicis. Sin
embargo, permítaseme añadir que cualquiera que diga que esos grandes hombres
eran unos canallas, es un perfecto idiota. Fueron los descendientes de Cosme
quienes apoyaron a Leonardo da Vinci, a Miguel Ángel y a un sinfín de artistas.
Y todo porque a un banquero, un prestamista si se quiere, se le ocurrió la
magnífica idea de conferir belleza y esplendor a la ciudad de Florencia.
Volveré a ocuparme
de Cosme dentro de unos momentos, y sólo para agregar unas breves palabras,
aunque debo confesar que me resulta difícil ser breve en esta historia. Por el
momento me limitaré a añadir que Cosme pertenece al mundo de los vivos.
Yo llevo durmiendo
con los muertos desde 1450.
Comencemos por el
principio, pero permítaseme un preámbulo más.
No espere encontrar
el lector un lenguaje rebuscado en este libro. No hallará un estilo rígido y
falso destinado a evocar muros de castillos mediante un vocabulario ampuloso y
encorsetado.
Relataré mi historia
de forma natural y efectiva, deleitándome con las palabras, pues confieso que
siento una fuerte atracción por éstas. Y puesto que soy inmortal, he devorado
más de cuatro siglos de inglés, desde las obras teatrales de Christopher
Marlowe y Ben Jonson al vocabulario sucinto y ásperamente evocador de una
película de Sylvester Stallone.
El lector comprobará
que utilizo un lenguaje flexible, audaz, en ocasiones chocante. Pero es natural
que saque el máximo provecho de mis dotes narrativas, sobre todo teniendo en
cuenta que hoy en día el inglés ya no es
la lengua de un país, ni de tres o cuatro, sino que se ha convertido en la
lengua de todo el mundo moderno, desde el más remoto pueblecito de Tennessee
hasta las lejanas islas celtas pasando por las populosas ciudades de Australia
y Nueva Zelanda.
Yo nací en el
Renacimiento. Por consiguiente, me interesan todo tipo de temas, me codeo sin
prejuicios con toda clase de gente y estoy convencido de que hay algo noble en
lo que hago.
En cuanto a mi
italiano nativo, repárese en su suavidad al pronunciar mi nombre, Vittorio, y
aspírese el perfume de los otros nombres que aparecen en este texto. Se trata
de una lengua tan dulce que convierte el vocablo inglés stone (piedra)
en una palabra de dos sílabas: pietra. Jamás ha existido en la tierra
una lengua más dulce. Hablo otros idiomas con el acento italiano que se oye
actualmente en las calles de Florencia.
El hecho de que a
mis víctimas de habla inglesa les seduzcan mis halagos, pronunciados con mi
peculiar acento italiano, y se rindan ante mi suave dicción, me colma de
placer.
Pero no me siento
feliz.
Lo aseguro.
No escribiría un
libro para convencer al lector de que un vampiro se siente feliz.
Poseo un cerebro a
la par que un corazón, y una apariencia etérea, creada sin lugar a dudas por un
poder sublime; e imbricada en el tejido intangible de esa apariencia etérea
existe lo que los hombres denominan alma. Poseo un alma. Ni un torrente de
sangre lograría ahogar su existencia y reducirme a la condición de un fantasma
de buen ver.
“De acuerdo. No hay
problema. Sí, sí, ¡gracias! —Como todo el mundo sabe decir en inglés—. Estamos
listos para comenzar.”
No obstante, citaré
las palabras de un oscuro pero magnífico escritor, Sheridan Le Fanu, un párrafo
pronunciado con tremenda ira por el atormentado personaje de una de sus
numerosas y exquisitas historias de fantasmas. Este autor dublinés murió en
1873, pero obsérvese la frescura de su lenguaje, y lo terrorífico de la
expresión del personaje del capitán Barton en el relato titulado Lo familiar:
Sea cual fuere mi
incertidumbre con respecto a la autenticidad de lo que hemos dado en llamar
revelación, si de algo estoy profunda y angustiosamente convencido es de que
“más allá” existe un mundo espiritual, un sistema cuyos pormenores por fortuna
se nos ocultan, pero que en ocasiones se nos revela de forma parcial y
terrible. Me consta, sé que existe un Dios —un Dios pavoroso—, y que la culpa
es castigada, de forma misteriosa e inexorable, por medio de lo inexplicable y terrorífico;
que existe un sistema espiritual — ¡Juro por Dios que estoy convencido de
ello!—, un sistema maligno, implacable, omnipotente, que me persigue y bajo el
cual padezco, y he padecido, el tormento de los condenados.
¿Qué os parece?
Personalmente, este
párrafo me impresiona muchísimo. No creo estar preparado para hablar de nuestro
Dios como un ser “pavoroso” ni de nuestro sistema como “maligno”, pero estas
palabras, que aunque pertenecen a un relato están escritas con intensa emoción,
revelan una carga de sinceridad tan sobrecogedora como innegable.
A mí me preocupan
porque sufro una espantosa maldición, específica de los vampiros. Es decir, los
otros no comparten esta preocupación. Pero creo que todos nosotros —humanos,
vampiros, cualquier ser que sienta y llore— sufrimos una maldición: la de saber
más de lo que somos capaces de soportar, y no hay nada que podamos hacer para
resistirnos a la fuerza y atracción de este hecho.
Al final retomaremos
este tema. Pero veamos qué conclusiones saca el lector de mi historia.
Aquí ha anochecido.
Los magníficos vestigios de la torre más alta del castillo de mi padre se
elevan lo suficiente, recortándose contra el cielo tachonado de dulces
estrellas, para que yo contemple desde la ventana las colinas y los valles toscanos
iluminados por la luna, sí, hasta el resplandeciente mar que se extiende más
abajo de las minas de Carrara.
Percibo el olor de
la tupida hierba del escabroso e inexplorado territorio donde las azucenas de
la Toscana estallan en un rojo o blanco violentos en los soleados macizos de
flores, para que yo los descubra durante la aterciopelada noche.
Y así, arropado y
protegido, escribo, preparado para el momento en que la luna llena pero oscura
me abandone y se refugie detrás de las nubes. Entonces encenderé las velas,
seis en total, dispuestas en los candelabros de plata exquisitamente labrada
que adornaron el escritorio de mi padre en la época en que éste era el señor
feudal de la montaña y sus aldeas, y firme aliado en la paz y en la guerra de
la gran ciudad de Florencia y de su gobernante no oficial, cuando éramos ricos,
emprendedores, curiosos y nos sentíamos maravillosamente satisfechos.
Permítaseme hablar
ahora sobre lo que ha desaparecido.
2
Mi pequeña vida
mortal, la belleza de Florencia, el esplendor de nuestra pequeña corte, Todo
cuanto ha desaparecido Yo contaba
dieciséis años en el momento de mi muerte. Tengo una buena estatura, el pelo
castaño y espeso, largo hasta los hombros, unos ojos de color marrón claro
demasiado vulnerables para mirarlos fijamente, que me confieren cierto aspecto
andrógino, una bonita nariz estrecha con las fosas normales, y una boca de
tamaño mediano, ni voluptuosa ni mezquina. Un chico bellísimo para la época. De
no haberlo sido, no estaría vivo en estos momentos. Es el caso de la mayoría de
los vampiros, aunque digan lo contrario. La belleza nos conduce a la perdición.
O, para ser más precisos, quienes nos convierten en inmortales son aquellos
incapaces de sustraerse a nuestros encantos.
No poseo un rostro
aniñado, pero sí casi angelical. Tengo las cejas bien delineadas, oscuras, lo
bastante separadas de los ojos para que éstos resulten peligrosamente
luminosos. Mi frente resultaría demasiado ancha si no fuera tan lisa, y si no
poseyera la abundante cabellera castaña que constituye un marco rizado y
ondulado para mi rostro. Tengo la barbilla demasiado pronunciada y cuadrada en
comparación con el resto de mis facciones, y en el medio de ella, un hoyuelo.
Mi cuerpo es
excesivamente musculoso, fuerte, de torso amplio y brazos poderosos, lo que da
una impresión de fuerza viril. Esto disimula el aire obstinado de la mandíbula
y me permite pasar por un hombre de carne y hueso, al menos visto desde una
cierta distancia.
Debo mi desarrollada
musculatura a muchas horas de fatigoso entrenamiento con una pesada espada
durante los últimos años de mi vida, y a la feroz práctica de la cetrería en
las montañas. A menudo subía y bajaba por las laderas a pie, aunque a esa edad
ya poseía cuatro caballos, entre ellos uno de una raza majestuosa y especial
destinado a soportar mi peso cuando llevaba puesta la armadura, que sigue
enterrada bajo esta torre. Jamás la utilicé en una batalla. En mis tiempos
Italia estaba en guerra, pero todas las batallas de los florentinos fueron
libradas por mercenarios.
Lo único que tenía
que hacer mi padre era proclamar su absoluta lealtad a Cosme y no permitir que
ningún representante del Sacro Imperio Romano, el duque de Milán o el papa de
Roma desplazara sus tropas a través de los pasos de nuestra montaña o se
detuviera en nuestras aldeas.
Nosotros vivíamos
alejados del fragor de la batalla. No existía ningún problema. Mis intrépidos
antepasados habían construido este castillo hacía trescientos años.
Nuestro linaje se
remontaba a la época de los lombardos, o esos bárbaros que llegaron a Italia
procedentes del norte, y creo que su sangre corre por nuestras venas. Pero
¿quién sabe? Desde la caída de la antigua Roma, numerosas tribus han invadido
Italia.
Poseíamos
interesantes reliquias paganas; en ocasiones hallábamos extrañas lápidas en los
campos, y pequeñas diosas de piedra que los campesinos atesoraban si no las
confiscábamos.
Debajo de nuestros
torreones se ocultaban unas criptas que según algunos se remontaban a los
tiempos anteriores al nacimiento de Jesucristo, lo cual he podido constatar.
Esos lugares pertenecían a las gentes conocidas históricamente como etruscos.
Nuestra familia,
fiel al viejo orden feudal, despreciaba el comercio, exigía de los varones
arrojo y valor, y era dueña de infinidad de tesoros “adquiridos a través de las
guerras” que ni siquiera estaban inventariados: antiguos candelabros de plata y
oro, recios arcones de madera incrustados de diseños bizantinos, innumerables
tapices flamencos, toneladas de encaje y cortinas ribeteadas a mano con oro y
gemas, así como multitud de prendas de suntuosos tejidos.
Mi padre, gran
admirador de los Médicis, solía traer toda clase de objetos exquisitos de sus
viajes a Florencia. Las salas importantes apenas mostraban irnos palmos de
piedra desnuda, pues los tapices y alfombras de lana estampada con flores
cubrían los muros y los suelos, y todas las habitaciones y alcobas poseían unos
gigantescos armarios que contenían las pesadas y chirriantes armaduras de
guerra de unos héroes cuyos nombres nadie recordaba ya.
Éramos
increíblemente ricos, un dato que averigüé de niño, y con el paso del tiempo
deduje que nuestra riqueza se debía tanto al valor demostrado en la guerra como
a ciertos tesoros paganos secretos.
Por supuesto,
durante algunos siglos nuestra familia peleó contra otras poblaciones y
fortalezas, en una época en que un castillo asediaba a otro y los muros eran
derribados tan pronto como se erigían. En la ciudad de Florencia se había
iniciado la eterna disputa entre los contumaces y asesinos güelfos y gibelinos.
La antigua Comuna de
Florencia enviaba ejércitos para derribar castillos como el nuestro y reducir a
cualquier señor feudal a un estado de total impotencia.
Pero esa época hacía
mucho que había pasado.
Nosotros
sobrevivimos gracias a la inteligencia y a unas decisiones acertadas; además,
vivíamos aislados en nuestro escarpado y desolado territorio, coronando una
auténtica montaña, pues es aquí donde los Alpes descienden a la Toscana, y los
castillos de las inmediaciones no eran sino unas ruinas abandonadas.
Nuestro vecino más
próximo gobernaba su enclave de aldeas montañosas con lealtad al duque de
Milán.
Pero no nos
importunaba y nosotros no le importunábamos a él. Era un asunto político que
nos tocaba de lejos.
Nuestros muros
medían diez metros de altura y eran enormemente gruesos, más antiguos que el
castillo y sus dependencias, más incluso que las fábulas románticas que contaba
la gente. Era preciso reforzarlos y repararlos continuamente, y dentro del
recinto existían tres pequeñas aldeas con unos viñedos que daban un excelente
vino tinto, prósperas colmenas, arándanos, trigo y, demás un sinfín de gallinas
y vacas, y unos establos enormes para nuestros caballos.
Yo nunca supe
cuántas personas trabajaban en nuestro pequeño mundo. La casa estaba llena de
secretarios que se ocupaban de esas cosas; mi padre rara vez juzgaba un caso,
ni había motivos para acudir a los tribunales de Florencia.
Nuestra iglesia era
la que correspondía a toda la zona circundante. Así, quienes vivían en las
numerosas aldeas menos protegidas que se hallaban en las laderas acudían a
nosotros a la hora de celebrar bautizos, matrimonios y demás, y durante largos
períodos un sacerdote dominico decía misa para nosotros todas las mañanas
dentro de los muros de nuestro castillo.
Antiguamente, habían
talado buena parte del bosque que cubría nuestra montaña para impedir que el
enemigo invasor subiera por las laderas, pero en mi época no se necesitaba esa
protección.
Los árboles crecían
de nuevo frondosos y fragantes en algunos barrancos y junto a vetustos
senderos, formando una espesura tan salvaje como hoy en día, que casi alcanza
los muros del
castillo. Desde
nuestras torres divisábamos con nitidez una docena de pequeñas aldeas que se
extendían hasta el
valle, con sus pequeños campos arados semejantes a colchas, sus olivares y
viñedos. Todos estaban bajo nuestro gobierno y nos eran leales. En caso de
estallar una guerra, lógicamente habrían corrido a refugiarse tras los muros
del castillo, como ya hicieran sus antepasados.
Había días de
mercado, fiestas típicas aldeanas, festividades de santos patronos, un poco de
alquimia e incluso algún que otro milagro local. La nuestra era una buena
tierra.
Los clérigos que
acudían a visitarnos siempre se quedaban una buena temporada. No era
infrecuente que dos o tres sacerdotes se alojaran en las diferentes torres del
castillo o en los edificios de piedra situados más abajo, más nuevos y
moderaos.
De niño me enviaron
a estudiar a Florencia, donde vivía con todo lujo en el palacio del tío de mi
madre, quien murió antes de que yo cumpliera trece años. Luego, cuando cerraron
la casa, regresé al hogar paterno con dos ancianas tías, y a partir de entonces
visité Florencia en contadas ocasiones.
Mi padre seguía
siendo un hombre anticuado, instintiva e indómitamente un señor feudal, aunque
procuraba mantenerse al margen de las luchas por el poder que se desarrollaban
en la capital, disponer de unas gigantescas cuentas corrientes en los bancos de
los Médicis y llevar la vida de un aristócrata de los viejos tiempos en sus
dominios, visitando a Cosme de Médicis cuando viajaba a Florencia para atender
sus asuntos.
Pero en lo tocante a
su hijo, él deseaba que yo fuera educado como un príncipe, un padrone, un caballero,
aprendiendo las artes y los valores de un caballero. A los trece años yo
montaba ataviado con una armadura, con la cabeza cubierta con un yelmo y
agachada, a galope tendido y apuntando con mi lanza una diana rellena de paja.
No me resultaba difícil. Era tan divertido como cazar, nadar en los arroyos de
la montaña o competir en carreras de caballos con los jóvenes aldeanos. Me
apliqué en ello sin rebelarme.
No obstante, yo era
un joven de personalidad ambivalente. Mi parte mental había sido alimentada en
Florencia por excelentes maestros de latín, griego, filosofía y teología.
Participaba en obras religiosas y profanas ofrecidas por los jóvenes en la
ciudad, asumiendo a menudo el papel protagonista en los dramas que presentaba
mi hermandad en casa de mi tío: era tan capaz de encarnar con aire solemne al
Isaac bíblico dispuesto a ser sacrificado por el obediente Abraham, como al
seductor ángel Gabriel que descubría un receloso san José junto a su Virgen
María.
De vez en cuando
echaba de menos eso, los libros, las conferencias en la catedral, que escuchaba
con interés precoz, y las hermosas noches en la casa florentina de mi tío. Allí
me dormía arrullado por los sonidos de las espectaculares funciones
operísticas, con mi mente rebosante de las prodigiosas figuras que descendían
sobre el escenario suspendidas de unos alambres, la música de los laúdes y el
furioso batir de los tambores, los bailarines, que giraban y brincaban casi
como acróbatas, y las voces que cantaban maravillosamente al unísono.
Tuve una infancia
regalada. En la hermandad juvenil a la que pertenecía, conocí a los jóvenes
pobres de Florencia, hijos de comerciantes, huérfanos y pupilos de los
monasterios y las escuelas, porque así vivía un señor feudal en mis tiempos.
Uno tenía que tratar con la plebe.
De niño me escapaba
con frecuencia de la casa, al igual que más tarde salía a hurtadillas del
castillo. Recuerdo las celebraciones y las festividades de los santos patronos
y las procesiones de Florencia con demasiado detalle para un niño florentino
disciplinado. Me gustaba mezclarme con la multitud, contemplar las carrozas
vistosamente engalanadas en honor de los santos, y maravillarme de la
solemnidad que mostraban los silenciosos participantes en la procesión mientras
portaban las velas y avanzaban con lentitud, como sumidos en un trance de
devoción.
Sí, debí de ser un
bribón. Me consta. Me escabullía por la puerta de la cocina. Sobornaba a los
sirvientes. Tenía muchos amigos que eran unos brutos o unos bestias. Me metía
en todo tipo de líos y regresaba a casa corriendo. Jugábamos a la pelota y nos
peleábamos en las plazas, y los sacerdotes nos ponían en fuga con látigos y
amenazas. Yo era bueno y malo, pero nunca perverso.
Después de morir
para el mundo terrenal a los dieciséis años, no volví a contemplar una calle a
la luz del sol, ni en Florencia ni en parte alguna. Pero puedo afirmar que vi
lo mejor de aquélla. Imagino sin la menor dificultad el espectáculo de la
fiesta de san Juan, cuando todos los comercios de la ciudad exhibían en la calle
sus artículos más costosos, y los monjes y frailes cantaban los himnos más
dulces mientras se dirigían a la catedral para dar gracias a Dios por la
bendita prosperidad de la que gozaba la ciudad.
Podría seguir
enumerando las virtudes de Florencia en esos tiempos, pues era una ciudad de
hombres que trabajaban en el comercio y los negocios pero a la vez creaban unas
maravillosas obras de arte, de hábiles políticos y auténticos santos poseídos
por la gracia divina, de poetas profundamente espirituales y de los canallas
más desvergonzados. Creo que en aquella época Florencia conocía muchas de las
cosas que más tarde descubrirían Francia e Inglaterra, y que algunos países
desconocen todavía. Hay dos cosas ciertas: Cosme era el hombre más poderoso del
mundo. Y el pueblo, y sólo el pueblo, gobernaba entonces y siempre.
Pero regresemos al
castillo. Una vez en casa continué con mis lecturas y mis estudios, pasando, de
la noche a la mañana, de ser un caballero a ser un erudito. Si existía alguna
sombra en mi vida, fue que al cumplir dieciséis años tenía edad suficiente para
asistir a la universidad, y yo lo sabía, y en cierto modo deseaba hacerlo, pero
en aquel entonces estaba ocupado criando nuevos halcones, a los que adiestraba
yo mismo y con los que cazaba, y la vida en el campo era irresistible.
A los dieciséis años
yo era considerado un intelectual por el clan de parientes ancianos que se
reunían cada noche en torno a la mesa del castillo, en su mayoría tíos de mis
padres, todos pertenecientes a una época en que “los banqueros no gobernaban el
mundo”. Ellos relataban unas historias fascinantes sobre las cruzadas, en las
que habían participado de jóvenes, y sobre lo que presenciaron en la feroz
batalla de Acre, o las luchas en la isla de Chipre o Rodas, y sobre la vida en
el mar y en los numerosos y exóticos puertos en los que eran el terror de las
tabernas y las mujeres.
Mi madre era una
mujer hermosa y vivaz, con el pelo castaño y unos ojos muy verdes; adoraba la
vida campestre, pero no conocía Florencia salvo desde el interior de un
convento.
Pensaba que yo debía
de estar loco porque me gustaba leer los versos de Dante y escribir poesías.
Mi madre vivía sólo
para recibir a nuestros convidados con exquisita elegancia, asegurándose de que
los suelos estuvieran cubiertos de espliego y hierbas aromáticas, que el vino
fuera especiado. Ella misma abría el baile con un tío abuelo mío que era un
excelente bailarín, porque mi padre detestaba bailar.
Todo esto, después
de vivir en Florencia, me parecía un tanto ridículo y aburrido. Prefería las
historias de guerra.
Mi madre debía de
ser muy joven cuando se casó con mi padre, porque estaba encinta la noche en
que murió. La criatura murió también. Pasaré rápidamente a ese episodio. Es decir,
tan rápido como pueda. No se me dan bien las prisas.
Mi hermano, Matteo,
tenía cuatro años menos que yo y era un excelente estudiante, aunque aún no le
habían enviado a estudiar a ningún sitio (ojalá lo hubieran hecho), y mi
hermana, Bartola, nació al cabo de menos de un año después de que yo hubiese
llegado al mundo, una circunstancia de la que mi padre se avergonzaba un poco.
Matteo y Bartola me
parecían las personas más hermosas e interesantes del mundo. Nos divertíamos en
el campo y gozábamos de libertad para corretear por el bosque, coger arándanos,
sentarnos a los pies de gitanos que nos relataban historias antes de que las
autoridades los detuvieran y expulsaran.
Nos queríamos mucho.
Matteo sentía por mí auténtica adoración, porque yo era muy lenguaraz y podía
convencer a mi padre de lo que fuera. Mi hermano no se percataba de la fuerza
sosegada y los exquisitos modales de nuestro padre. Yo era el maestro de Matteo
en muchas materias. En cuanto a Bartola, era muy rebelde y mi madre no podía
controlarla. A ella le horrorizaba que Bartola llevara siempre su larga melena
cubierta de ramitas, pétalos, hojas y tierra debido a nuestros juegos en el
bosque.
Con todo, Bartola se
veía obligada a dedicar muchos ratos a bordar, aprender canciones, poesías y plegarias.
Era demasiado exquisita y rica para dejar que alguien la apremiara a hacer algo
que ella no deseaba. Mi padre la adoraba, y más de una vez me pidió con pocas
palabras que la vigilara durante nuestras correrías por el bosque. Cosa que yo
hacía. ¡Habría sido capaz de matar a cualquiera que la tocase!
¡Ah, esto es
demasiado para mí! ¡No me percataba de lo duro que iba a ser esto! Bartola.
¡Matar a cualquiera
que la tocase! Las pesadillas se abaten sobre mí como si se trataran de unos
espíritus alados, y amenazan con ocultar las minúsculas, silenciosas y huidizas
luces del cielo.
Me temo que he
perdido el hilo de mis pensamientos.
Nunca comprendí a mi
madre, y ella probablemente no me entendía a mí, porque para ella todo se
reducía a un problema de estilo y buenos modales; mi padre me parecía
cómicamente auto satírico y muy divertido.
Mi padre, a pesar de
sus bromas y comentarios sarcásticos, era bastante cínico, pero al mismo tiempo
bondadoso; no se dejaba impresionar por los modales pomposos de los demás, ni
siquiera por sus propias pretensiones. Consideraba que la situación de la
humanidad era una causa perdida. La guerra le parecía cómica, desprovista de
héroes y llena de bufones, y rompía a reír en medio de las arengas de sus tíos,
o en medio de uno de mis prolijos poemas; jamás le oí dirigir una palabra
amable a mi madre.
Era un hombre
corpulento, sin barba ni bigote pero con una cabellera abundante; tenía los
dedos largos y finos, lo cual era raro en un hombre de su corpulencia, pues
todos sus tíos tenían las manos regordetas. Yo he heredado sus manos. Todas las
hermosas sortijas que lucía habían pertenecido a su madre.
Mi padre vestía de
forma más suntuosa de como lo habría hecho en Florencia: ropas de terciopelo
recamadas con perlas, y unas holgadas capas forradas de armiño. Sus guantes
eran unas manoplas ribeteadas con piel de zorro, y tenía los ojos grandes, de
mirada profunda, más hundidos que los míos, los cuales expresaban desdén,
incredulidad y sarcasmo.
Con todo, jamás se
comportó de manera cruel con nadie.
Su única concesión a
la modernidad era que le gustaba beber en copas de fino cristal, en lugar de
las antiguas copas de madera dura, oro o plata. Nuestra larga mesa siempre
estaba repleta de relucientes copas de cristal.
Mi madre nunca dejaba
de sonreír cuando decía a mi padre cosas como: “Señor mío, haz el favor de
retirar los pies de la mesa” o “¿Es que piensas entrar así en casa?”. Pero
debajo de su encantadora fachada, creo que ella le odiaba.
La única vez que la
oí alzar la voz a mi padre fue para afirmar sin rodeos que la mitad de los
niños de nuestras aldeas habían sido engendrados por él, y que ella misma había
enterrado a unas ocho criaturas que nacieron muertas, acusándolo de ser tan
fogoso como un semental e incapaz de contener sus impulsos sexuales.
Mi padre se quedó
tan estupefacto ante ese arrebato, ocurrido a puerta cerrada, que salió del
dormitorio pálido y demudado y me dijo:
— ¿Sabes, Vittorio?
Tu madre no es tan estúpida como yo creía. Ni mucho menos. No es más que una
mujer aburrida.
En circunstancias
normales nunca habría hecho un comentario tan despiadado sobre ella. No cesaba
de temblar.
En cuanto a mi
madre, cuando traté de tranquilizarla, me lanzó una jofaina de plata.
— ¡Pero si soy yo,
madre, Vittorio!
Entonces ella se
arrojó en mis brazos y lloró con amargura por espacio de quince minutos.
Durante ese rato no
dijimos nada. Ambos permanecimos sentados en la pequeña alcoba de piedra de mi
madre, que se hallaba en el piso superior de la torre más antigua de nuestra
casa y estaba decorada con numerosos muebles dorados, antiguos y modernos. Al
cabo de unos minutos se enjugó los ojos y dijo:
—Él los mantiene a
todos, ¿sabes? Se ocupa de mis tías y mis tíos. ¿Qué sería de ellos si no lo
hiciera? Jamás me ha negado nada. —Continuó parloteando con su voz dulce y bien
modulada, típica de una mujer educada por las monjas—: Esta casa está llena de
ancianos cuya sabiduría os ha beneficiado a tus hermanos y a ti, y todo gracias
a tu padre, que siendo lo bastante rico para marcharse a cualquier lugar, es
demasiado bueno para hacer algo así. Pero por Dios te lo ruego, Vittorio,
no..., me refiero a... con las chicas de la aldea.
Casi respondí, en un
arrebato de deseo de tranquilizarla, que sólo había engendrado un bastardo, al
menos que yo supiera, y que era un chico fuerte y sano, pero comprendí que eso
sería desastroso. De modo que callé.
Esa podría haber
sido la única conversación que mantuve con mi madre. Pero en realidad no fue
una conversación, puesto que yo no dije nada.
No obstante, ella
tenía razón. Tres tías y dos tíos suyos vivían con nosotros en nuestro castillo
amurallado. Vivían más que bien, vestían ropas suntuosas confeccionadas en la
ciudad con materiales modernos y gozaban de la vida más regalada que cabe imaginar.
Yo me beneficiaba de escucharles a todas horas, cosa que hacía encantado, pues
sabían muchas cosas.
Los tíos de mi padre
también vivían con todo lujo, pero a fin de cuentas la tierra era suya, de la
familia, de modo que se creían con más derecho, pues habían peleado
heroicamente en Tierra Santa, o eso pensaba yo. Discutían con mi padre sobre
todo tipo de cosas, desde el sabor de los pastelitos de carne que comíamos para
cenar hasta el absurdo estilo moderno de los pintores que mi padre había
contratado en Florencia para que decoraran nuestra pequeña capilla.
Ésa era otra de las
aficiones de mi padre: le encantaban los pintores de la época, quizá su único
aspecto moderno aparte de su pasión por los objetos de cristal.
Nuestra pequeña
capilla había permanecido desnuda durante siglos. Al igual que las cuatro
torres del castillo y los muros que lo circundaban, se construyó con una piedra
de color claro muy común en el norte de la Toscana. No se trata de la piedra
oscura que abunda en Florencia, de color gris y que parece siempre sucia. Esta
piedra es casi del color rosa pálido de algunas rosas.
Siendo yo muy joven
mi padre mandó venir a unos discípulos de Florencia, unos excelentes pintores
que habían estudiado con Piero della Francesca y otros maestros, para que
decoraran los muros de la capilla con motivos basados en las hermosas historias
de santos y gigantes bíblicos que aparecen en los libros conocidos como La
leyenda dorada.
Mi padre, que no era
un hombre muy imaginativo, se inspiró en lo que había visto en las iglesias de
Florencia y ordenó a esos pintores que narraran las historias de Juan el
Bautista, santo patrón de la ciudad y primo de Nuestro Señor, de forma que
durante los últimos años de mi vida en la Tierra, nuestra capilla aparecía
decorada con las figuras de santa Isabel, san Juan, santa Ana, la Virgen María,
Zacarías y todos los ángeles, ataviados, como era costumbre de la época, con
ricos ropajes florentinos.
Mis ancianos tíos y
tías se oponían a este estilo pictórico “moderno”, tan distinto de las obras
austeras de Giotto o Cimabue. En cuanto a los aldeanos, dudo que las
comprendieran, pero se mostraban tan impresionados por las pinturas de la
capilla cuando acudían para celebrar una boda o un bautismo que no importaba.
Yo me sentí
tremendamente feliz de asistir a la ejecución de esas obras y conversar con los
pintores, los cuales ya habían desaparecido cuando fui salvajemente asesinado y
mi vida terrenal llegó a su fin.
Yo habla visto
grandes obras pictóricas en Florencia y una de mis debilidades era pasear por
la ciudad y con templar las espléndidas imágenes de ángeles y santos en las
lujosas capillas de las catedrales. Incluso vi, durante uno de mis viajes a
Florencia con mi padre, al temperamental pintor Filippo Lippi, quien en
aquellos días se encontraba secuestrado en casa de Cosme para que terminara una
pintura que éste le había encargado.
Confieso que me
impresionó aquel hombre sencillo y a la vez imponente, la forma en que discutía
y protestaba y recurría a todo tipo de estratagemas con el fin de conseguir
permiso para abandonar el palacio
mientras Cosme, alto, delgado, de aire solemne y voz queda, sonreía e intentaba
aplacar los exaltados ánimos del pintor, ordenándole que regresara de nuevo al
trabajo y asegurándole que se sentiría satisfecho cuando hubiera terminado su
obra.
Filippo Lippi era un
monje, pero como todo el mundo sabía, las mujeres lo volvían loco. Era el
clásico bribón simpático. Su afán de abandonar el palacio no obedecía a otro
motivo que ir a visitar a ciertas féminas, y más tarde oí decir a algunos
comensales en la casa de nuestros anfitriones en Florencia que Cosme debía de
encerrar a Filippo en una habitación con varias mujeres para tenerlo contento.
Pero no creo que Cosme siguiera esos consejos. De lo contrario, sus enemigos lo
habrían convertido en la comidilla de Florencia.
Permítaseme una
puntualización importante. Jamás olvidé mi primera impresión del genial
Filippo, pues así lo
consideraba y sigo considerando.
— ¿Qué te ha atraído
de él? —me preguntó mi padre.
—Es al mismo tiempo
bueno y malo —respondí—. Intuyo que en su interior se libra una feroz lucha. He
visto algunas de las obras que realizó con Fra Giovanni (el hombre que daría en
llamarse Fra Angélico), y te aseguro que es brillante. ¿De otro modo por qué iba
Cosme a soportar sus escenitas? ¿No oíste las sandeces que dijo?
— ¿Y ese Fra
Giovanni es un santo? —inquirió mi padre.
— Pues sí. Lo cual
me parece perfecto, ¿pero te fijaste en la expresión atormentada de Fra
Filippo? Confieso que me gustó.
Mi padre arqueó las
cejas.
Durante nuestro
próximo y último viaje a Florencia, mi padre me llevó a contemplar todas las
pinturas de Filippo. Me asombró el que recordara mi interés por ese pintor.
Fuimos de casa en casa para admirar sus
magníficas obras, y luego visitamos el taller de Filippo.
Allí contemplamos
una pintura (La coronación de la Virgen), encargada por Francesco Maringhi para
el altar de una iglesia florentina, que estaba ya muy avanzada; al ver esa
obra, por poco me desmayo de la impresión y la emoción.
No lograba apartar
la vista de ella. Suspiré y lloré.
Jamás había visto
nada tan bello como esa pintura, con aquel inmenso grupo de rostros inmóviles y
atentos, la espléndida colección de ángeles y santos, las esbeltas y airosas
mujeres de aire felino y unos hombres espigados y celestiales. Me enloqueció.
Mi padre me llevó a
ver otras dos obras de Filippo, ambas inspiradas en la Anunciación.
Como ya he apuntado, de niño yo había hecho el papel del
ángel Gabriel que se aparecía a la
Virgen para anunciarle que llevaba en su vientre a Jesús. Según la
versión que nosotros representábamos, Gabriel era un ángel muy seductor y
viril, y al regresar a casa José se encontraba a este ser increíblemente
atractivo con su pura e inocente esposa, la Virgen María.
Éramos una pandilla
de jóvenes muy atrevidos, y decidimos dar a la obra cierto tono picante.
Me refiero a que la
aderezamos un poco. No creo que las Sagradas Escrituras mencionen que san José sorprendió a su esposa retozando con
un ángel.
Ése era mi papel
favorito, y me fascinaban los cuadros de la Anunciación.
Pues bien, ésta que
contemplé poco antes de abandonar Florencia, pintada por Filippo en la década
de 1440, era superior a todo cuando yo había visto nunca.
El ángel era sublime
pero físicamente perfecto. Sus alas se componían de plumas de pavo real.
Esa pintura no sólo
me enloquecía, sino que despertaba en mí una enfermiza devoción.
Habría dado
cualquier cosa para adquirirlo y colgarlo en nuestro castillo. Pero era
imposible. En aquella época no había obras de Filippo en el mercado. Por fin,
tras no pocos esfuerzos mi padre logró arrancarme de allí y al cabo de unos
días regresamos a casa.
Más tarde recordé el
gran respeto con que mi padre me había escuchado mientras le hablaba entusiasmado
de Fra Filippo:
— Es delicado,
original y sin embargo encaja en los cánones actuales. Es un pintor genial,
distinto de todos, pero no excesivo; inimitable, pero accesible para
cualquiera. Te aseguro que es extraordinario, padre. — No había forma de detener
mi perorata—. Eso es lo que opino sobre ese hombre. Me impresiona la faceta
carnal de su personalidad, su pasión por las mujeres; su feroz rechazo a
mantener sus votos está en continua pugna con el sacerdote que lleva dentro,
pues luce el hábito de clérigo y se hace llamar Fra Filippo.
Y de esa pugna
brotan los rostros de total rendición que él pinta. Mi padre me escuchaba con
atención.
—Esos personajes
reflejan su constante compromiso con las fuerzas que no logra reconciliar
—dije—; unos personajes tristes, sabios, nunca inocentes, siempre dulces,
pensativos, silenciosos y atormentados.
De regreso a casa,
mientras cabalgábamos a través del bosque por un camino empinado, me preguntó
como de pasada si los pintores que habían decorado nuestra capilla eran buenos.
—Debes de estar
bromeando, padre —repuse—. Son excelentes.
—No lo sabía, te lo
aseguro —afirmó él sonriendo, y añadió al tiempo que se encogía de hombros—:
Contraté a los mejores. Yo sonreí.
Entonces lanzó una
carcajada de gozo. No le pregunté cuándo podía marcharme de nuevo para
estudiar. Supongo que me creía capacitado para complacerle a él y al mismo
tiempo ser yo feliz.
Hicimos unas
veinticinco paradas durante ese último viaje. Nos invitaron a comer y a cenar
en un castillo tras otro, visitamos numerosas villas modernas, suntuosas y
llenas de luz, y recorrimos multitud de frondosos jardines. Nada de ello me
impresionó, pues formaba parte de mi vida: los cenadores cubiertos de glicina
color púrpura, los viñedos que se extendían sobre las verdes laderas, las
muchachas de dulces mejillas que, ocultas en los pórticos, me indicaban que me
acercara.
Florencia se hallaba
en guerra el año en que mi padre y yo emprendimos ese viaje. Se había aliado
con el poderoso y célebre Francesco Sforza, para apoderarse de Milán. Las
ciudades de Nápoles y Venecia respaldaban a Milán. Fue una guerra terrible.
Pero a nosotros no nos afectó.
La contienda se
libró en otros lugares y por mercenarios, y el odio que provocó resonaba en las
calles de la ciudad, no en nuestra montaña.
Lo que recuerdo de
ella son dos insólitos personajes que estaban implicados en la batalla. El
primero era el duque de Milán, Filippo María Visconti, un hombre que era
enemigo nuestro quisiéramos o no, pues era enemigo de Florencia.
Pero permita el lector
que le explique cómo era ese hombre: grotescamente obeso, según decían, y sucio
por naturaleza; a veces se quitaba la ropa y se revolcaba desnudo sobre la
tierra de su jardín. El mero hecho de ver una espada le infundía terror, y si
estaba desenfundada se ponía a gritar como un poseso. También le horrorizaba
que pintaran su retrato, debido a lo feo que era. Pero esto no es todo. Tenía
unas piernas tan enclenques que apenas le sostenían, de modo que sus pajes lo
transportaban de un lado a otro. Con todo, poseía cierto sentido del humor.
Para asustar a la gente se sacaba de pronto una serpiente de la manga. Una
delicia, ¿no es cierto?
No obstante ese
hombre gobernó el ducado de Milán durante treinta y cinco años, y su propio
mercenario, Francesco Sforza, se volvió contra Milán en esa guerra.
Deseo describir
brevemente a este último porque se trataba de un personaje pintoresco, aunque
muy distinto del otro. Era el apuesto y valiente hijo de un campesino que, tras
sufrir un secuestro de niño, logró convertirse en el cabecilla de la banda de
canallas que lo había secuestrado.
Francesco pasó a ser
el comandante de la tropa cuando el héroe campesino se ahogó en un arroyo
mientras intentaba salvar a un paje. ¡Qué valor! ¡Qué pureza! ¡Qué dechado de
virtudes!
No vi a Francesco
Sforza hasta después de morir para el mundo terrenal y convertirme en un
vampiro, pero debo decir que se ajustaba a las descripciones que había oído de
él. Era un hombre de heroicas proporciones y estilo, y por increíble que
parezca, fue a este bastardo de un campesino y soldado nato que el duque de
Milán, ese loco de patas enclenques, cedió su hija en matrimonio. La hija, por
cierto, no la había tenido con su esposa, una desdichada a quien mantenía
encerrada bajo llave, sino con su amante.
Ese matrimonio fue
lo que precipitó la guerra. En primer lugar Francesco luchó valerosamente para
el duque Filippo María, pero cuando el estrafalario e imprevisible duque la
palmó, su yerno, el apuesto Francesco, que tenía subyugado a todo el mundo en
Italia, desde el Papa hasta Cosme, quiso convertirse en duque de Milán.
Le aseguro al lector
que es cierto. ¿No resulta interesante? Pueden consultarse esos datos en un
libro de Historia. He omitido que al duque Filippo María también le
aterrorizaban los truenos y había mandado construir una estancia insonorizada
en su palacio.
Pero hay más. Sforza
se vio obligado a salvar Milán de otros que deseaban apoderarse de la ciudad, y
Cosme tuvo que respaldarlo para evitar que Francia cayera sobre nosotros, o
algo peor.
Era una situación
bastante divertida y, como he dicho, de joven yo estaba preparado para ir a la
guerra o comparecer ante un tribunal en caso necesario, pero esas guerras y
esos dos personajes existían para mí sólo en las charlas a la hora de la cena,
y cada vez que alguien despotricaba contra el estrafalario duque Filippo María
y criticaba su estúpida manía de sacarse una serpiente de la manga, mi padre me
guiñaba el ojo y susurraba en mi oído:
—No hay nada como la
sangre pura de la aristocracia, hijo mío. —Tras lo cual se echaba a reír.
En cuanto al
romántico y bravo Francesco Sforza, mi padre se guardó prudentemente su opinión
mientras ese hombre peleaba en el bando de nuestro enemigo, el duque, pero
cuando todos nos volvimos contra Milán se apresuró a ensalzar al valeroso
Francesco, un hombre que se había forjado a sí mismo, y a su arrojado y rústico
progenitor.
Antiguamente existió
otro gran lunático que andaba por Italia, un pirata y rufián llamado sir John
Hawkwood, dispuesto a conducir a sus mercenarios contra quien fuera, incluidos
los florentinos.
Pero acabó leal a
Florencia, incluso se hizo ciudadano de la misma, y cuando desapareció de este
mundo los florentinos le erigieron un espléndido monumento en la catedral. ¡Ah,
qué tiempos aquellos!
Creo que era una
excelente época para ser soldado, pues podías elegir el campo de batalla donde
preferías pelear y entusiasmarte con esas historias de guerra.
También era una
buena época para leer poesía, admirar pinturas y llevar una vida confortable y
segura detrás de los muros ancestrales, o pasear por las bulliciosas calles de
las prósperas ciudades. Si habías recibido una buena educación, podías hacer lo
que desearas.
Pero también era una
época en que convenía ser cauto. Esas guerras podían conducir a los señores
feudales como mi padre al desastre. Las regiones montañosas que hasta entonces
se mantuvieron libres, eran invadidas y destruidas. De vez en cuando un pobre
desgraciado que había logrado mantenerse al margen de esas trifulcas se
encontraba enfrentado a Florencia, y de pronto aparecían las feroces huestes
mercenarias para poner las cosas en su sitio.
A propósito, Sforza
ganó la guerra contra Milán debido en parte a que Cosme le prestó el dinero
necesario. A continuación se desencadenó un auténtico caos.
Podría seguir
describiendo eternamente esta maravillosa Toscana.
Me resulta
angustioso y deprimente tratar de imaginar qué habría sido de mi familia de no
haberse abatido sobre nosotros la tragedia. No imagino a mi padre anciano, ni a
mi mismo envejecido y pugnando por sobrevivir, ni a mí hermana casada con un
aristócrata florentino en lugar de un rico terrateniente, tal como deseaba yo.
Para mí constituye
un horror y una alegría que existan pueblecitos y aldeas en estas montañas que
jamás han desaparecido, que han sobrevivido a los peores avatares, incluidas
las guerras modernas, y han logrado medrar con sus callejuelas adoquinadas, sus
mercados y sus macetas de geranios en las ventanas. Han sobrevivido castillos
por doquier gracias a la vida que les han infundido numerosas generaciones.
Ha oscurecido.
He aquí a Vittorio
escribiendo a luz de las estrellas.
La capilla del
castillo está invadida por zarzas y otras malezas; las pinturas ya no son
visibles para nadie y las reliquias sagradas del altar consagrado se hallan
sepultadas bajo un montón de polvo.
Pero esas espinas
protegen los restos de mi hogar. He dejado que crecieran. He dejado que los
caminos desaparecieran en el bosque, o los he destruido yo mismo. ¡Debo
conservar una parte de lo que existió! ¡Es preciso!
Me acuso de irme de
nuevo por la tangente. Este capítulo ya debería haber concluido.
Me recuerda las
obras que solíamos representar en casa de mi tío, o las que contemplé ante el
Duomo en la Florencia de Cosme. Necesito un telón de fondo, unos decorados
pintados con todo detalle, unos alambres que sostengan a los personajes que
vuelan y unos trajes cortados y listos antes de que coloque a mis actores sobre
el escenario para que narren esta fábula.
No puedo remediarlo.
Permita el lector que concluya mi ensayo sobre la esplendorosa década de 1400
afirmando lo que el gran alquimista Ficino diría al cabo de unos años: fue “una
época dorada”.
Pasemos ahora al
momento trágico.
3
Donde el horror se
abate sobre nosotros
El principio del fin
ocurrió la primavera siguiente. Hacía pocos días había sido mi decimosexto
cumpleaños, que ese año cayó en el martes anterior a Cuaresma, cuando mi
familia y todas las aldeas celebrábamos Carnaval. Ese año se había adelantado,
por lo que hacía bastante frío,
pero era una época
festiva.
La noche previa al
Miércoles de Ceniza tuve el terrorífico sueño en el que me vi sosteniendo las
cabezas cortadas de mi hermano y mi hermana. Me desperté empapado en sudor,
horrorizado por esa visión. Lo escribí en mi libro de sueños. Y luego lo
olvidé. Sufría pesadillas con
frecuencia, aunque ninguna tan espantosa como la que acabo de describir. Pero
cuando relataba mis ocasionales pesadillas a mi madre, mi padre u otra persona,
siempre decían:
—Tú tienes la culpa,
Vittorio, por leer los libros que lees. Esos sueños los provocas tú mismo.
Repito, olvidé el
sueño.
En Pascua los campos
se hallaban en flor y el primer indicio de la tragedia que se avecinaba, aunque
yo no lo reconocí, fue que las aldeas situadas al pie de nuestra montaña
quedaron súbitamente desiertas.
Mi padre y yo,
acompañados por dos cazadores, un guardabosque y un soldado, nos dirigimos a
caballo para comprobar en persona que los campesinos habían abandonado la zona
hacía unos días, llevándose consigo a los animales.
Producía una curiosa
sensación ver esas pequeñas e insignificantes aldeas desiertas.
Ascendimos de nuevo
la montaña, rodeados por una cálida y acogedora oscuridad, pero comprobamos que
las otras aldeas por las que pasamos aparecían cerradas a cal y canto, sin que
se filtrara un rayo de luz por los postigos ni brotara por una chimenea una
nubecilla de humo teñido de rojo.
Por supuesto, el
anciano administrador de mi padre comenzó a despotricar contra los vasallos que
habían abandonado las aldeas, insistiendo en que era preciso dar con ellos,
propinarles una buena tunda y obligarlos a arar los campos.
Mi padre,
benevolente y sin perder la calma, como era habitual en él, permaneció sentado
ante su escritorio a la luz de las velas, apoyado sobre un codo, y replicó que
esos hombres eran libres; no estaban obligados a vivir en nuestra montaña si no
lo deseaban. Esas eran las costumbres del mundo moderno, aunque mi padre sabía
lo que iba a ocurrir en nuestra región.
De pronto se percató
de que yo le observaba desde un rincón de la estancia, como si no hubiera
reparado antes en mi presencia, y se apresuró a interrumpir la conversación con
su administrador y a despachar el asunto como un problema insignificante.
Yo tampoco le di
importancia.
Pero durante los
días sucesivos, algunos aldeanos que habitaban en la parte inferior de las
laderas vinieron a instalarse dentro del recinto del castillo. Se produjeron
numerosas conferencias en los aposentos de mi padre. Oí discusiones a puerta
cerrada, y una noche, a la hora de cenar, todos aparecían insólitamente
taciturnos por tratarse de nuestra familia, hasta que mi padre se levantó de su
enorme silla, el amo y señor siempre en el centro de la mesa, y declaró como si
alguien le hubiera acusado en silencio:
—No perseguiré a
unas ancianas porque hayan clavado unos alfileres en unas muñecas de cera,
quemen incienso o lean unos ridículos conjuros que no significan nada. Esas
viejas brujas han vivido siempre en nuestra montaña.
Mi madre, que
parecía muy preocupada, nos ordenó a los tres, a Bartola, a Matteo y a mí —
haciendo caso omiso de mis protestas—, que nos levantáramos de la mesa y
fuéramos a acostarnos.
— No te quedes
leyendo hasta las tantas, Vittorio —dijo mi madre.
— ¿A qué se refería
padre? —preguntó Bartola.
— A las viejas
brujas de la aldea—contesté, empleando la palabra italiana Strega—. De
vez en cuando una de ellas se extralimita y se organiza un lío, pero por lo
general no hacen sino utilizar sus sortilegios para curar una fiebre u otra
dolencia.
Supuse que mi madre
me ordenaría que me callara, pero permaneció al pie de la angosta escalera de
piedra de la torre mientras me observaba con expresión de alivio, y dijo:
—Así es, Vittorio,
tienes razón. En Florencia la gente se burla de esas viejas. Vosotros mismos
conocéis a Gattena, que lo único que hace es vender unos bebedizos de amor a
las jóvenes aldeanas.
— ¡No vamos a
llevarla ante los tribunales para que la juzguen! —protesté, satisfecho de
haber captado la atención de mi madre.
Bartola y Matteo me
contemplaron fascinados. —No, no, no vamos a hacer eso con Gattena.
Gattena se ha
esfumado. Ha huido.
— ¿Que Gattena ha
huido? —pregunté. Cuando mi madre se volvió, negándose a añadir otra palabra e
indicándome con un gesto que acompañara a mis hermanos a la cama, advertí la
gravedad del asunto.
Gattena era la más
temida y más cómica de las viejas brujas que habitaban en la aldea, y si había
huido, si estaba asustada por algo, no dejaba de ser una noticia insólita, pues
sabía que todos la temían a ella.
Los días siguientes
amanecieron frescos, hermosos y serenos para Bartola, Matteo y para mí, pero al
volver la vista atrás recuerdo que en aquella época ocurrieron varias cosas
insólitas. Una tarde subí hasta la ventana superior de la vieja torre, donde
Tori, un vigía, se hallaba adormilado, y contemplé nuestras tierras hasta donde
abarcaba la vista.
—No lo verás
—comentó Tori. — ¿A qué te refieres? —pregunté.
—El humo de una
chimenea. No queda nadie.
Tori bostezó y se
apoyó en la pared; iba enfundado en un grueso jubón de cuero hervido y portaba
una pesada espada
—. No ocurre nada de
particular —dijo bostezando de nuevo—.
Si les atrae la vida
en la ciudad, o luchar para Francesco Sforza por el ducado de Milán, que se
vayan. Ya se darán cuenta de su error.
Yo me volví y
contemplé de nuevo el bosque y los valles que se extendían hasta el infinito;
luego, alcé la vista al cielo cubierto por una leve bruma. Era cierto, la vida
en las pequeñas aldeas parecía haberse detenido en el tiempo. ¿Pero quién podía
tener la certeza de ello? El día estaba un poco nublado. Por otra parte, entre
los muros del castillo reinaba una calma absoluta.
Mi padre obtenía
aceite de oliva, verduras, leche, manteca y numerosos artículos de esas aldeas,
pero no las necesitaba. Si había llegado el momento de que éstas
desaparecieran, ese hecho no tenía por qué afectarnos.
Al cabo de dos
noches, sin embargo, cuando nos sentamos a cenar observé con innegable claridad
que todos se mostraban tensos, a la par que silenciosos. Mi madre estaba muy
nerviosa, encerrada en un persistente mutismo en lugar de charlar por los codos
comentando las últimas novedades de la corte, como solía hacer. La conversación
no era imposible, pero había tomado otro cariz.
Aparte de los
ancianos, que parecían profunda y extrañamente desconcertados, otras personas
se mostraban ajenas a la situación: los pajes, que nos servían sin dejar de
sonreír, y un reducido grupo de músicos, que habían llegado la víspera, y nos
ofrecieron unas hermosas canciones acompañándose con la viola y el laúd.
No obstante, no
logramos convencer a mi madre para que ejecutara sus ponderosas danzas.
Era ya muy tarde
cuando un sirviente anunció una visita inesperada. Nadie había abandonado el
salón principal, excepto Bartola y Matteo, a quienes yo había acompañado a
acostarse hacía un rato, dejándolos al cuidado de nuestra vieja nodriza,
Simonetta.
El capitán de la
guardia de mi padre entró en el salón, saludó con un golpe de talones, se
inclinó ante mi padre y dijo:
— Señor, en el portal
aguarda un caballero de alto rango que se niega a ser recibido bajo la luz del
interior de la casa. Exige que salgáis a hablar con él.
Todos los que
estábamos sentados a la mesa nos miramos extrañados; mi madre palideció de ira
e indignación.
Nadie se atrevía
jamás a pronunciar el término “exigir” ante mi padre.
Reparé también en
que el capitán de la guardia, un viejo soldado algo prepotente que había
participado en numerosas batallas con los mercenarios, parecía nervioso y
preocupado.
Mi padre se levantó,
pero no pronunció palabra ni se movió.
— ¿Saldréis a hablar
con él, señor, o le digo a ese signore que se vaya? —preguntó el
capitán.
— Dile que estaré
encantado de recibirle en mi casa como un huésped —respondió mi padre — que le ofrecemos en nombre de Jesucristo
Nuestro Señor nuestra hospitalidad sin reservas.
La voz de mi padre
tranquilizó a todos los que estábamos sentados a la mesa, salvo mi madre, que
parecía no saber qué hacer.
El capitán miró a mi
padre casi a hurtadillas, para transmitirle en secreto el mensaje de que no
lograría su propósito, pero fue a comunicar la invitación al extraño.
Mi padre no se
sentó. Permaneció de pie, con la cabeza ladeada, como tratando de oír lo que
decían el capitán y el inesperado visitante. Luego se volvió y chascó los dedos
para atraer la atención de los dos guardias medio dormidos que se mantenían
apostados en ambos extremos del salón.
— Registrad la casa
para comprobar que todo está en orden — dijo con suavidad —. Me parece haber
oído entrar a unos pájaros atraídos por el aire tibio. Hay muchas ventanas
abiertas.
Los dos guardias
obedecieron, y de inmediato los sustituyeron otros dos soldados. Ese hecho no
tenía nada de particular, pues significaba que había varios guardias de
servicio.
El capitán regresó
solo, y se inclinó de nuevo ante mi padre.
— Señor, el
forastero se niega a entrar en la casa y que veáis su rostro a la luz, según
dice, e insiste en que salgáis a hablar con él. Os ruega que no le hagáis
perder el tiempo.
Fue la primera vez
que vi a mi padre furioso. Incluso cuando me azotaba a mí o a un paje, lo hacía
con cierta indolencia. Pero en esta ocasión los rasgos de su rostro, los cuales
transmitían una sensación tranquilizadora debido a sus proporciones, aparecían
contraídos en un rictus de ira.
— ¿Cómo se atreve?
—murmuró.
No obstante, rodeó
la mesa y salió del salón, seguido por el capitán de la guardia.
Me levanté a toda
prisa para seguir a mi padre, pero mi madre me contuvo.
—No te muevas,
Vittorio.
Pero bajé la
escalera detrás de mi padre y salí al patio. En éstas mi padre se volvió y me
detuvo apoyando con firmeza una mano en mi pecho,
—Quédate aquí, hijo
mío —dijo con su habitual tono afable—. Yo me ocuparé del asunto.
Desde la puerta de
la torre contemplé la escena. Al otro lado del patio, junto al portal iluminado
por las antorchas, vi al extraño signare que se negaba a mostrarse a la luz de
las velas del salón, pero a quien no parecía incomodarle el resplandor
exterior.
El gigantesco portal
en arco de la entrada permanecía cerrado a cal y canto durante la noche.
Sólo estaba abierta
una pequeña puerta del tamaño de un hombre, y allí era donde aguardaba el extraño, iluminado por las antorchas que
ardían a ambos costados de él, sin tratar de ocultar su rostro, sino
mostrándose ufano envuelto en una capa de terciopelo color Burdeos.
Iba vestido de pies
a cabeza en ese color rojo oscuro, que no estaba de moda, pero cada detalle de
su vestimenta, desde el justillo recamado con gemas hasta las amplias mangas de
raso con franjas de terciopelo, eran del mismo color, como si todas sus prendas
las hubieran teñido los mejores bataneros de Florencia.
Hasta las piedras
preciosas cosidas en el cuello de la chaquetilla y las que adornaban la recia
cadena de oro que pendía de su cuello eran de color vino; supuse que se trataba
de rubíes o quizá zafiros.
Tenía el pelo negro
y espeso, largo hasta los hombros, pero no pude ver su rostro, pues se hallaba
oculto por el sombrero de terciopelo que lucía. Sin embargo logré vislumbrar su
pálida piel, la silueta del maxilar y un fragmento del cuello, que era lo único
visible. El extraño portaba una espada de inmensas dimensiones, enfundada en
una vaina antigua, y una capa drapeada sobre un hombro, también de terciopelo
color Burdeos, orlada con unos símbolos dorados que no vi con claridad debido a
la distancia que nos separaba.
Entorné los ojos,
tratando de ver con mayor nitidez, y creí distinguir los adornos de una
estrella y una media luna, pero estaba demasiado lejos.
El forastero tenía
una estatura imponente.
Mi padre se detuvo a
pocos pasos de él, y cuando habló lo hizo con voz tan suave que apenas le oí.
El misterioso individuo, que seguía sin mostrar sus facciones salvo los labios,
curvados hacia arriba en una sonrisa, v su blanca dentadura, emitió una
respuesta que sonaba a un tiempo áspera y encantadora.
— ¡Alejaos de mi
casa en nombre de Dios Nuestro Bendito Redentor! —exclamó mi padre de pronto.
Acto seguido, con un
gesto rápido, avanzó unos pasos y propinó un empujón al extraño, arrojándole
del recinto.
Yo me quedé pasmado.
A través de la boca
sin fondo de la oscuridad que se extendía más allá del portal brotó una risa
grave y aterciopelada, una carcajada burlona, a la que hicieron eco otras, y en
esto percibí el fragor de unos cascos, como si varios jinetes emprendieran
juntos la retirada.
Mi padre cerró la
puerta de un golpe. Luego se volvió, se santiguó y juntó las manos como en una
oración.
— ¡Por todos lo
santos, qué atrevimiento! —exclamó, alzando la vista.
En aquel momento,
cuando mi padre echó a andar, furioso, hacia la torre, donde me encontraba yo,
me percaté de que el capitán de la guardia estaba paralizado de terror.
Cuando mi padre se
aproximó y vi su rostro a la luz que emanaba de la de la escalera de la torre,
hice una señal al capitán.
—Cierra mi casa a
cal y canto —le ordenó mi padre—. Regístrala de cabo a rabo y cierra todas las
puertas y ventanas. Reúne a los soldados y enciende todas las antorchas. ¿Me
has entendido? Quiero a unos hombres apostados en cada torre y sobre las
murallas. Obedece en el acto.
Eso tranquilizará a
mi familia.
No habíamos
alcanzado el comedor cuando de pronto apareció un anciano sacerdote que en
aquellos días se alojaba en casa, un instruido dominico llamado Fra Diamonte.
Tenía el pelo alborotado y la sotana medio desabrochada. En la mano sostenía un
devocionario.
— ¿Qué ocurre,
señor? —Inquirió el fraile—. ¿Ha sucedido algo malo?
— Padre, confiad en
Dios y venid a rezar conmigo en la capilla —respondió mi padre.
Luego señaló a otro
guardia que se dirigía hacia ellos y le ordenó —: Enciende todas las velas de la capilla, pues deseo rezar. Hazlo
enseguida, y di a los chicos que bajen y toquen para mí música sagrada. —A
continuación nos tomó de la mano al sacerdote y a mí y añadió—: No es nada
grave, os lo aseguro. Se trata de unas supersticiones absurdas, pero cualquier
excusa que haga que un hombre de mundo como yo acuda a su Dios para serenarse
es válida. Vittorio, y vos también, Fra Diamonte, acompañadme a rezar en la
capilla. Sonríe, hijo mío, hazlo por tu madre.
Yo me sentía más
tranquilo, pero la perspectiva de permanecer despierto toda la noche en la
capilla iluminada por las velas resultaba a un tiempo atrayente y alarmante.
Fui en busca de mi
libro de oraciones, mi misal y otros devocionarios, unos tomos confeccionados
con el más fino pergamino de Florencia, con las letras doradas y unas
ilustraciones exquisitas.
Al salir de mi
habitación vi que mi padre hablaba con mi madre:
—No dejes a los
niños solos ni un instante —le dijo—; y no quiero verte en ese estado, no
soporto verte disgustada.
Mi madre se tocó el
vientre.
Comprendí que se
hallaba encinta de nuevo. También comprendí que mi padre estaba muy preocupado.
“No dejes a los niños solos ni un instante.” ¿Qué significaba esa frase?
La capilla era
bastante confortable. Hacía tiempo mi padre había mandado instalar unos cómodos
reclinatorios de madera con cojines de terciopelo, aunque en los días festivos
todos permanecíamos de pie. En aquella época no existían los bancos que se
utilizan hoy en las iglesias.
Aquella noche mi
padre me mostró también la cripta que estaba situada debajo de la iglesia.
Se abría mediante
una anilla sujeta a una trampa revestida de piedra; una vez cerrada la trampa,
la anilla quedaba plana debajo de lo que parecía ser uno de los múltiples
adornos de mármol incrustados en las baldosas del suelo.
Yo conocía esa
cripta, pero había recibido unos azotes de niño por bajar a escondidas allí.
Mi padre me dijo
entonces que se sentía muy decepcionado al comprobar que yo era incapaz de
guardar un secreto de la familia.
Esa regañina me
dolió más que los azotes. Yo no le había vuelto a pedir que me dejara ir con él
a la cripta, aunque sabía que él bajaba de vez en cuando a aquel misterioso
lugar, donde supuse que guardaba un tesoro y los secretos de los paganos.
Pues bien, ahora
comprobé que se trataba de una habitación inmensa, excavada en la tierra, con
el techo abovedado y repleta de diversos tesoros. Contenía numerosas arcas y
pilas de libros antiguos. Y dos puertas cerradas con candado.
— Esas puertas
conducen a unas cámaras mortuorias que no es preciso que te muestre — dijo—,
pero deseo que te familiarices con el interior de la cripta. Y que recuerdes
todos los detalles.
Cuando nos
encontramos de nuevo en la capilla, mi padre cerró la trampa, colocó la anilla
en su lugar, la cubrió con la baldosa de mármol y la entrada secreta a la
cripta quedó invisible.
Fra Diamonte fingió
no haberse percatado de nada. Mi madre se había ido a dormir, al igual que mis
hermanos.
Antes del alba todos
nos quedamos dormidos en la capilla.
Al amanecer, cuando
los gallos se pusieron a cacarear en todas las aldeas situadas dentro de las
murallas, mi padre salió al patio, se desperezó, alzó la vista hacia el cielo y
se encogió de hombros.
Dos de mis tíos
corrieron hacia él, inquiriendo quién era ese misterioso signare, de dónde
provenía, cómo se había atrevido a proponer que organizaran un asedio contra
nosotros y cuándo iba a estallar la batalla.
—No, no, no, estáis
confundidos —replicó mi padre—. No vamos a pelear. Regresad a la cama.
Pero no bien hubo
dicho esto cuando oímos un grito desgarrador que nos alarmó a todos. A través
de la puerta del patio apareció una muchacha, una joven de una aldea cercana
por la que sentíamos gran afecto, y pronunció estas terribles palabras a voz en
cuello:
— ¡Ha desaparecido!
¡Se han llevado a mi pequeño!
El resto del día lo
pasamos buscando al hijo de la aldeana. Pero fue en vano. Al poco averiguamos
que otro niño había desaparecido de la aldea sin dejar rastro. Era un retrasado
mental, un niño entrañable e inofensivo, pero que apenas sabía caminar. Todos
se avergonzaban de confesar que no sabían cuánto tiempo hacía que el niño
faltaba de la aldea.
Al anochecer temí
volverme loco si no conseguía hablar con mi padre a solas, si no lograba entrar
en la cámara donde se había encerrado con mis tíos y los sacerdotes para
vociferar y discutir.
Al fin comencé a
aporrear la puerta con los puños y a propinarle patadas con tal rabia que mi
padre no tuvo más remedio que dejarme entrar.
La reunión estaba a
punto de concluir. Mi padre me llevó aparte y me preguntó indignado:
— ¿Has visto lo que
han hecho? Se han cobrado el tributo que me exigían. ¡Me negué a pagarlo y
ellos se lo han cobrado por la fuerza!
— ¿Qué tributo? ¿Te
refieres a los niños?
Mi padre estaba
furioso. Se pasó la mano por la hirsuta barbilla, descargó un puñetazo sobre la
mesa y de un manotazo arrojó al suelo todos los papeles que había sobre ella.
— ¿Cómo se atreven a
presentarse aquí de noche y exigirme que les entregue a los niños que nadie
quiere?
— ¿A qué te
refieres, padre? ¡Dímelo!
—Vittorio, mañana,
al alba, partirás hacia Florencia con unas cartas que escribiré esta noche.
Necesito más que a unos sacerdotes campesinos para luchar contra esto.
Prepárate para partir.
Luego alzó la vista
bruscamente y ladeó la cabeza, como si hubiera percibido un ruido sospechoso.
Observé que la luz había desaparecido de las ventanas. Nosotros mismos no
éramos sino unas siluetas borrosas. Me agaché para recoger del suelo el
candelabro que mi padre había derribado.
Le observé de reojo
mientras encendía una de las velas con la antorcha que ardía junto a la puerta:
Acto seguido encendí con ella el resto de las velas.
Él permaneció
inmóvil, atento. Luego se levantó sin hacer ruido y apoyó los puños sobre la
mesa, sin molestarle el resplandor de las velas; la fatiga e indignación que
dejaba traslucir su rostro se vieron así realzadas.
— ¿Habéis oído algo,
señor? —Le llamé de vos sin ni siquiera percatarme de ello.
— El mal —contestó
mi padre en voz baja—. Unos seres malignos que Dios permite que vivan debido a
nuestros pecados. Ve en busca de unas armas. Trae a tu madre y a tus hermanos a
la capilla. Apresúrate. Los soldados ya han recibido mis instrucciones.
— ¿Quieres que
ordene que nos sirvan aquí algo de comer, un poco de pan y cerveza? — pregunté.
El asintió con aire
distraído.
En menos de una hora
estábamos reunidos en la capilla, toda la familia, que en aquel entonces
incluía a cinco tíos y cuatro tías, aparte de las dos nodrizas y Fra Diamonte.
El pequeño altar se
había dispuesto como si el sacerdote fuera a decir misa, con un fino mantel
bordado y unos candelabros de oro macizo en los que ardían unas velas. La
efigie de Jesucristo resplandecía a la luz de las velas, una antigua y delgada
talla de madera cuyo colorido se había apagado con el tiempo, que colgaba en la
pared desde los tiempos de san Francisco, cuando según la leyenda el gran santo
se había detenido en nuestro castillo hacía dos siglos.
Era un Jesucristo
desnudo, frecuente en aquellos tiempos, una figura atormentada dispuesta al
sacrificio, no robusta y sensual como en los crucifijos actuales. Destacaba
poderosamente entre la colección de santos pintados que adornaban los muros de
la capilla, ataviados con espléndidos ropajes de color escarlata y adornados
con joyas de oro.
Sin decir palabra
nos sentamos en unos toscos bancos de madera castaña que nos trajeron, sin
decir palabra, pues aquella mañana Fra Diamonte había dicho misa, guardando en
el tabernáculo el cuerpo y la sangre de Nuestro Señor en forma de la sagrada
hostia, y la capilla se había convertido a todos los efectos, por así decirlo,
en la casa de Dios.
Comimos un poco de
pan y bebimos unos sorbos de cerveza junto a la puerta de entrada, pero en
silencio.
Sólo mi padre salió
repetidas veces, dirigiéndose con paso decidido al patio iluminado por las
antorchas para cambiar unas palabras con los soldados que se apostaban en las
torres y los muros, y subiendo incluso él mismo para comprobar personalmente
que el castillo estuviera bien protegido.
Mis tíos estaban
bien armados. Mis tías rezaban con devoción el rosario. Fra Diamante parecía
confundido y mi madre, pálida cual un espectro, como si se sintiera indispuesta
debido a la criatura que portaba en el vientre, se abrazó a mis hermanos, que
estaban muy asustados.
Todo hacía suponer
que pasaríamos la noche sin novedad.
Dos horas antes de
que despuntara el día me desperté de un sueño ligero al oír un angustioso
grito.
Mi padre se levantó
en el acto, al igual que mis tíos, quienes desenvainaron sus espadas tan
rápidamente como se lo permitieron sus dedos viejos y artríticos.
De pronto sonaron
unos gritos, las voces de alarma de los soldados y el estrepitoso tañido de las
campanas en todas las torres del castillo.
— Vamos, Vittorio
—dijo mi padre al tiempo que me agarraba del brazo. A continuación tiró de la
anilla de la trampa, la abrió y me entregó una vela que tomó del altar—.
Llévate a tu madre, a tus tías, a tu hermana y a tu hermano a la cripta, ahora
mismo, y no os mováis de allí ocurra lo que ocurra. No salgáis de allí. Cierra
la trampa y quedaos en la cripta. ¡Haz lo que te ordeno!
Obedecí en el acto.
Tomé de la mano a Matteo y a Bartola y les obligué a bajar la escalera detrás
de mí.
Mis tíos salieron a
toda prisa al patio, lanzando sus viejos gritos de guerra. Mis tías tropezaron,
se desmayaron y se agarraron al altar, negándose a salir de allí, y mi madre se
abrazó a mi padre.
Mi padre estaba muy
alterado. Intenté llevarme de allí a mi tía más anciana, pero yacía desmayada
ante el altar. Mi padre se acercó a mí, me obligó a meterme en la cripta y
cerró la trampa.
No tuve más remedio
que pasar el cerrojo, tal como me había enseñado mi padre; luego, sosteniendo
la vela encendida en una mano, me volví hacia Bartola y Matteo, que estaban
aterrorizados.
—Vamos, bajad —les
ordené.
Los pobres por poco
se caen al tratar de descender de espaldas por la estrecha y peligrosa escalera
sin apartar la vista de mí.
— ¿Qué ocurre,
Vittorio? ¿Por qué quieren lastimarnos? —preguntó Bartola.
—Yo lucharé contra
ellos —terció Matteo—. Dame tu puñal, Vittorio. Tú tienes una
espada.
No es justo.
—Callad y obedeced
al padre. ¿Creéis que me gusta no poder salir y pelear con los hombres? ¡No
hagáis ruido!
Hice un esfuerzo por
tragarme las lágrimas. Mi madre y mis tías se habían quedado arriba, en la
capilla.
En la cripta reinaba
un ambiente frío y húmedo, pero no era desagradable. Estaba empapado en sudor y
el brazo me dolía de sostener el pesado candelabro de oro. Por fin mis hermanos
y yo nos sentamos en el suelo, en un extremo de la cámara. El tacto frío de la
piedra me tranquilizó.
En el intervalo de
nuestro silencio colectivo percibí a través del recio suelo unos alaridos, unos
gritos atroces de terror pánico, unas pisadas apresuradas e incluso los angustiosos
relinchos de los caballos.
Daba la sensación de
que los caballos hubieran irrumpido en la misma capilla, lo cual no era
posible.
Me levanté y corrí
hacia las otras dos puertas de la cripta, las cuales conducían a las cámaras
mortuorias o lo que fuera. ¡Qué me importaba a mí cómo dientres se llamaran!
Descorrí el cerrojo de una de las puertas, pero sólo vi un pequeño pasadizo; no
era lo bastante alto para que pasara yo ni lo bastante ancho para que cupieran
mis brazos.
Retrocedí sobre mis
pasos, sin soltar la única vela de que disponíamos. Mis hermanos permanecían
con los ojos clavados en el techo, aterrorizados, escuchando los lastimeros
gritos, que no cesaban.
—Huele a humo
—murmuró Bartola, que tenía el rostro bañado en lágrimas—. ¿No lo hueles,
Vittorio? Oigo un ruido extraño.
Yo también lo oí y
percibí el olor.
—Santiguaos y rezad
—dije—. Confiad en mí. No tardaremos en salir de aquí.
Pero el fragor de la
batalla era incesante, al igual que los gritos. De improviso, de forma tan
impresionante y aterradora como sonara el estrépito de la pelea, se hizo el
silencio.
Un silencio
absoluto, demasiado total para interpretarlo como una señal de victoria.
Bartola y Matteo se
aferraron a mí, uno a cada lado.
En esto se oyó un ruido
que provenía del piso superior, como si alguien hubiera abierto de golpe la
puerta de la capilla. De pronto se alzó la trampa de la cripta y vi una oscura
silueta, alta y esbelta, con una larga mata de pelo, iluminada por el
resplandor del fuego que ardía arriba.
Al abrirse la trampa
se produjo una ráfaga de aire que apagó la vela que yo sostenía.
Salvo por el
infernal destello de las llamas, estábamos sumidos en la más completa y
despiadada oscuridad.
De nuevo distinguí
la figura de una mujer, alta, de porte majestuoso, con una espléndida y larga
cabellera y una cintura tan diminuta que habría podido rodearla con mis manos.
La figura descendió por la escalera como si volara, sigilosamente, y se
precipitó hacia mí.
¿Quién dientres era
esa mujer y qué hacía allí?
Antes de darme
tiempo a desenvainar la espada para defenderme de la agresora, o pensar
siquiera con claridad, sentí sus suaves senos rozar mi pecho y el tacto fresco
de su piel cuando hizo ademán de rodearme el cuello con los brazos.
Se produjeron unos
instantes de inexplicable y sensual confusión al percibir el perfume de su
cabello y su vestido y tuve la impresión de ver el blanco reluciente de sus
ojos cuando la mujer me miró.
En éstas oí gritar a
Bartola, y luego a Matteo.
Caí al suelo.
Contemplé el
resplandor del fuego que ardía arriba.
La mujer agarró con
un brazo en apariencia frágil a Bartola y Matteo, quienes se debatían en un
intento de soltarse, y tras detenerse para mirarme se precipitó escaleras
arriba y desapareció bajo el resplandor
de las llamas.
Yo desenvainé la
espada con ambas manos y corrí tras la mujer. Al penetrar en la capilla vi que
ella, haciendo uso de unos poderes demoníacos, había logrado alcanzar la
puerta, una hazaña prácticamente imposible, mientras mis hermanos no paraban de
gritar:
— ¡Vittorio,
Vittorio!
De todas las
ventanas superiores de la capilla surgían llamas, al igual que del rosetón que
había sobre el crucifijo.
— ¡En el nombre de
Dios, detente! —grité—. ¡Cobarde, ladrona!
Corrí tras ella y,
ante mi estupor, la mujer se detuvo y se volvió para mirarme de nuevo. Esta vez
contemplé cada detalle de su refinada belleza. El rostro era un óvalo perfecto;
los ojos, de color gris, reflejaban una mirada benévola y la blanca tez
semejaba la más fina laca china. Tenía los labios rojos, demasiado perfectos
para que un pintor los dibujara a capricho, y el cabello, largo y rubio ceniza,
al cual el resplandor del fuego confería un tono gris semejante al de sus ojos,
le caía, espléndido, por la espalda. Su ropa, aunque tenía unas manchas que
parecían de sangre, era del mismo color Burdeos que la vestimenta del malvado
forastero que se había presentado la víspera en nuestra casa.
La mujer se limitó a
observarme con una extraña expresión de tristeza. En la mano derecha sostenía la
espada en alto, pero no se movió. De improviso relajó su poderoso brazo
izquierdo y soltó a mis hermanos.
Ambos cayeron al
suelo entre sollozos.
— ¡Demonio! ¡Strega!
—grité.
Entonces salté por
encima de Bartola y Matteo y me lancé sobre la mujer blandiendo mi espada.
Pero ella se zafó
con tal habilidad y rapidez que ni siquiera me di cuenta. Me parecía increíble
que se hubiera alejado tanto en una fracción de segundo. La mujer bajó la
espada, me miró, y luego contempló a mis hermanos, que no cesaban de llorar.
De pronto volvió la
cabeza. Percibí un grito sibilante, seguido de otro y otro más. A través de la
puerta de la capilla apareció, como surgido del mismo fuego del infierno, un
individuo que también vestía de rojo y se cubría con una capa de terciopelo
provista de una capucha; calzaba unas botas ribeteadas de oro. Alcé la espada
dispuesto a atacarlo, pero el extraño me apartó de un empellón y al instante
decapitó a Bartola y luego a Matteo, que gritó aterrorizado.
Enloquecí. Bramé de
dolor. El extraño hizo ademán de arrojarse sobre mí, pero la mujer lo contuvo
con firmeza.
—Déjalo en paz
—ordenó con una voz dulce y clara.
El se alejó. Ese
asesino, ese demonio encapuchado y con botas ribeteadas de oro, se volvió hacia
ella y exclamó:
— ¿Acaso has perdido
el juicio? Mira el cielo. ¡Vamonos, Úrsula!
Pero ella no se
movió. Siguió mirándome de hito en hito.
Entre sollozos e
imprecaciones, empuñé mi espada y me arrojé de nuevo sobre la mujer.
Esta vez la hoja se
abatió sobre su brazo derecho, amputándoselo por debajo del codo. El miembro, blanco menudo y en apariencia
frágil, como el resto del cuerpo, cayó al suelo enlosado junto a la pesada
espada de la mujer. De la herida brotó un chorro de sangre.
Ella observó
brevemente la herida, y luego me miró con esa conmovedora expresión de
tristeza, desconsolada, casi desesperada.
Alcé de nuevo la
espada.
— ¡Strega!
—Grité entre dientes, intentando ver a través de mis lágrimas—. ¡Strega!
Pero en un nuevo
alarde de sus poderes demoníacos, la mujer se alejó de mí como impulsada
por una fuerza
invisible. En su mano izquierda sostenía la derecha, que todavía sujetaba la
espada, como si aún estuviera adherida al brazo. A continuación adhirió el
miembro que yo le había amputado. La observé. Vi cómo colocaba de nuevo el
brazo en su lugar, ajustándolo hasta que quedó encajado a la perfección, y
comprobé estupefacto que la herida producida por mi espada había cicatrizado
sobre la nívea piel.
Después la manga
acampanada del suntuoso vestido de terciopelo cayó de nuevo sobre su brazo,
cubriéndolo hasta la muñeca.
La mujer abandonó la
capilla en un abrir y cerrar de ojos. Vi su silueta recortada sobre los lejanos
fuegos que ardían en las ventanas de las torres. La oí murmurar:
— Vittorio.
Luego se desvaneció.
Comprendí que era
inútil perseguirla. Pero salí a la carrera de la capilla, blandiendo mi espada,
gritando de rabia y amargura y profiriendo amenazas contra el mundo entero,
cegado por las lágrimas y sintiendo una opresión en la garganta que casi me
impedía respirar.
Todo se hallaba en
silencio. Todos estaban muertos. Muertos. Estaba convencido de ello. El patio
aparecía sembrado de cadáveres.
Entré de nuevo en la
capilla. Recogí la cabeza de Bartola y la de Matteo, me senté con ellas sobre
mis rodillas, y rompí a llorar.
Las cabezas cortadas
de mis hermanos parecían vivas: los ojos relucían y los labios se movían en un
vano intento de hablar. ¡Dios mío! Era un tormento superior a lo que un ser
humano es capaz de soportar. Sollocé.
Maldije.
Coloqué las cabezas
de mis hermanos una junto a la otra, sobre mis rodillas, y les acaricié el pelo
y las mejillas al tiempo que susurraba unas palabras de consuelo, asegurándoles
que Dios se hallaba junto a nosotros, que no nos abandonaba, que Dios cuidaría
siempre de nosotros, que nos encontrábamos en el cielo. “¡Te lo imploro, Señor!
—Oré con toda mi alma—. No permitas que sientan, que permanezcan conscientes.
¡Eso no! No lo resisto. No. ¡Te lo suplico!”
Por fin, al alba,
cuando el sol penetró a raudales por la puerta de la capilla, cuando los fuegos
se apagaron; cuando los pájaros comenzaron a cantar como si nada hubiera
ocurrido, las pequeñas e inocentes cabezas de Bartola y Matteo quedaron
inertes, inmóviles, sin duda muertas, y sus almas inmortales abandonaron los cuerpos,
como si no lo hubieran hecho en el momento en que la espada separó las cabezas
de los troncos.
Hallé a mi madre
asesinada en el patio. Mi padre, cubierto de heridas en las manos y los brazos,
como si hubiera aferrado las espadas que lo habían abatido, yacía muerto en la
escalera de la torre.
La operación se
había desarrollado con rapidez. Gargantas sajadas, y algunas pruebas, como
en el caso de mi
padre, de la feroz resistencia que opusieron las víctimas.
No habían robado
nada. Mis tías, dos de las cuales yacían muertas en un rincón de la capilla, y
las otras dos en el patio, lucían todas sus sortijas y collares y diademas en
el pelo.
No habían arrancado
ni uno solo de los botones hechos con piedras preciosas.
Todo el recinto
ofrecía el mismo panorama.
Los caballos habían
desaparecido, el ganado se había refugiado en el bosque, los pollos habían
volado. Abrí el pequeño cobertizo donde guardaba mis halcones de caza, les
quité la capucha y dejé que volaran hacia el bosque.
No había nadie que
me ayudara a enterrar a los muertos.
Antes del mediodía,
arrastré a todos los miembros de mi familia, uno por uno, hasta la cripta, los
arrojé sin miramientos por la escalera y coloqué sus cadáveres uno junto a
otro.
Fue una tarea
agotadora. Me sentía tan débil que por poco pierdo el conocimiento mientras
disponía los cuerpos de cada persona, mi padre el último.
Era imposible que yo
enterrará a todas las personas que habían muerto en el recinto del castillo.
Por otra parte, lo que había sucedido en las últimas horas podía volver a
ocurrir, pues yo seguía vivo y había un demonio que lo sabía, un salvaje
asesino encapuchado que había matado a dos niños sin piedad alguna.
Yo ignoraba la
naturaleza de aquel ángel exterminador, esa exquisita Úrsula, con sus mejillas
levemente sonrosadas, su largo cuello y los hombros bien torneados. Cabía la
posibilidad de que regresara para vengarse de la ofensa que yo le había
inferido.
Debía abandonar la
montaña.
Intuí que esos seres
no se hallaban presentes. Lo presentí en mi corazón y debido a la pureza
del sol cálido y
amable, pero también porque había presenciado su huida; les había oído
comunicarse entre ellos por medio de silbidos y había oído al demonio varón
exhortar a la mujer, Úrsula, a alejarse con premura.
No, eran criaturas
de la noche.
De modo que tenía
tiempo de subir a la torre más alta y escrutar el terreno que rodeaba el
castillo.
Y eso hice. Comprobé
que nadie pudo ver el humo que surgía de nuestros suelos de madera en llamas y
nuestros muebles abrasados. El castillo más próximo estaba en ruinas, como ya
he dicho. Las aldeas que se hallaban más abajo estaban desiertas desde hacía
mucho.
La población
importante más cercana distaba una jornada de camino a pie, y yo debía partir
de inmediato si quería llegar a un lugar donde ocultarme al anochecer.
Mil pensamientos me
atormentaban. Yo sabía demasiadas cosas. Era un muchacho; no podía hacerme
pasar por un hombre hecho y derecho. Tenía depositada una fortuna en los bancos
florentinos pero éstos se hallaban a una semana de viaje a caballo. Esos seres
eran demonios. Pero habían penetrado en una iglesia. Habían asesinado a Fra
Diamonte.
Sólo pensaba en una
cosa.
En vengarme.
Conseguiría atraparlos. Daría con ellos y los atraparía. Y si ellos no podían
mostrarse a la luz, del día, ésa sería la forma en que los capturaría. Juré
hacerlo. Por Bartola, por Matteo, por mi padre y mi madre, por el niño más
humilde que esos seres habían raptado de mi montaña.
Se habían llevado a
los niños. Sí, habían sido ellos. Lo comprobé antes de partir, pues debido a
los muchos problemas que me preocupaban tardé unos minutos en comprenderlo,
pero no cabía duda de que habían sido ellos. No vi un solo cadáver de niño,
sólo habían asesinado a chicos de mi edad; a los más jóvenes se los habían llevado.
¿Para qué? ¿Con qué
horrendo propósito? Yo estaba fuera de mí.
Permanecí un buen
rato ensimismado frente a la ventana de la torre, con los puños crispados y
jurando vengarme de ellos, cuando de pronto vi algo que me arrancó de mis
sombrías reflexiones.
En el valle cercano
al castillo vi a tres de mis caballos vagando sin rumbo, como deseando que
alguien los condujera de regreso a casa.
Al menos podía
montar uno de mis mejores corceles, pero no había tiempo que perder. Con un
caballo quizás alcanzara la población al anochecer. Yo no conocía el terreno al
norte. Era una región montañosa, pero había oído decir que no lejos de aquí
había una población bastante grande.
Tenía que
alcanzarla, para refugiarme en ella, para pensar y consultar con un sacerdote
sensato que conociera todo lo relativo a los demonios.
Mi última tarea me
resultó tan ignominiosa como repulsiva, pero no dejé de llevarla a cabo.
Reuní todos los
tesoros que podía transportar.
En primer lugar me
dirigí a mi habitación, como si se tratara de un día cualquiera, me vestí con
mi mejor traje de cazador de seda y terciopelo verde, calcé unas botas de caña
alta y tomé mis guantes. Después de coger las alforjas de cuero que podía
asegurar a la silla de montar, bajé a la cripta y despojé a mis padres, mis
tías y mis tíos de las sortijas, collares y broches que habían atesorado, así
como de las hebillas de oro y plata procedentes de Tierra Santa. Rogué a Dios
que me perdonara por el sacrilegio.
A continuación llené
mi talego con todos los ducados y florines de oro que hallé en los cofres de mi
padre, como si fuera un ladrón, un saqueador de cadáveres. Tras echarme las
pesadas alforjas al hombro, fui en busca de mi montura, le coloqué la silla y
las bridas y me dispuse a partir, debidamente armado y ataviado como un hombre
de rango, con una capa ribeteada de visón y un gorro florentino de terciopelo
verde, en dirección al bosque.
4
Donde tropiezo con
otros misterios, soy víctima de una seducción y condeno mi alma a un amargo valor
Yo estaba demasiado
lleno de rencor para pensar con sensatez, como ya he explicado y sin duda
comprenderá el lector. Pero fue una imprudencia por mi parte cabalgar a través
de los bosques de Toscana ataviado como un noble acaudalado, y solo, pues los bosques
en Italia estaban infestados de bandidos.
Por otra parte, el
hacerme pasar por un hombre de letras pobre tampoco habría sido atinado.
Lo cierto es que no
tomé una decisión meditada. Mi única obsesión era vengarme de los demonios que
nos habían destruido.
Así pues, a media
tarde partí a caballo, procurando ceñirme a los caminos del valle mientras me
alejaba de nuestras torres, intentando no gimotear como un niño, pero viéndome
obligado una y otra vez a adentrarme en el terreno montañoso.
Me sentía confuso. Y
el paisaje no me daba opción a ordenar mis pensamientos.
Jamás había
contemplado un paraje tan desolado.
Al cabo de poco
llegué a dos gigantescos castillos en ruinas, cuyas albardillas y bastiones
habían sido engullidos por el codicioso bosque, lo cual me hizo pensar que esas
fortalezas debían de haber pertenecido a unos señores feudales que habían
cometido la torpeza de resistirse al poder de Milán o Florencia. Eso me llevó a
dudar de mi cordura, me hizo pensar que no habíamos sido aniquilados por unos
demonios sino que el ataque lo habían perpetrado unos enemigos vulgares y
corrientes.
Era deprimente
contemplar las derruidas almenas recortándose sobre un cielo límpido y
despejado, y tropezarme con restos de aldeas cubiertos de hierbajos, con sus destartaladas
chozas y altares situados en los cruces de caminos, donde unas vírgenes o
santos de piedra quedaban ocultos por las telarañas y las sombras.
Cuando distinguí a
lo lejos, sobre una colina, una población fortificada, comprendí que era
milanesa, y yo no tenía la menor intención de subir allí. ¡Me había extraviado!
En cuanto a los
bandidos, sólo me topé con una pequeña y ridícula cuadrilla de salteadores, a
quienes abrumé con mi incesante parloteo.
Más que
atemorizarme, aquella banda de idiotas me procuró una amena distracción. La
sangre corría por mis venas a tal velocidad como mi lengua:
—Me he adelantado al
grupo de cien hombres que encabezo —declaré—. Perseguimos a una banda de
forajidos que afirman luchar para Sforza, pero en realidad son unos violadores
y unos ladrones.
¿Los habéis visto?
Os daré un florín a cada uno de vosotros, si me facilitáis alguna información.
Acabaremos con ellos en cuanto les echemos el ojo. Estoy cansado. Estoy harto
de andar tras ellos.
Tras estas palabras,
les arrojé unas monedas.
Los bandidos
pusieron pies en polvorosa.
Pero no antes de
informarme, refiriéndose a la comarca que nos circundaba, de que la población
florentina más cercana era Santa Maddalana. Se hallaba a dos horas de camino y
cerraba sus puertas por la noche; nadie podía traspasarlas, por más que
intentara convencer a los centinelas.
Yo fingí estar
enterado de ello y comenté que me dirigía a un famoso monasterio que estaba
situado al norte, pero que me habría sido imposible alcanzar. Luego les arrojé
otro puñado de monedas y partí al galope, indicándoles que fueran al encuentro
de los hombres que me seguían, los cuales también les pagarían por el servicio.
Durante todo el rato
presentí que los bandidos sopesaban la posibilidad de matarme y apoderarse de lo
que llevara encima. Mi única defensa era mirarlos sin pestañear, recurrir a las
baladronadas y no ceder un ápice de terreno, con lo cual conseguí librarme de
una muerte segura a manos de aquellos rufianes.
Me alejé a toda
velocidad, para desviarme de la carretera principal y dirigirme hacia las
laderas desde las que distinguí a lo lejos la borrosa silueta de Santa
Maddalana. Era una población grande. Vi cuatro imponentes torres que se erguían
junto a las puertas de la población, y los campanarios de unas iglesias.
Yo había confiado en
alcanzar una población más pequeña y menos fortificada. Pero no recordaba el
nombre de ninguna y estaba demasiado cansado y perdido para ponerme a buscar
otro lugar donde refugiarme.
El sol de la tarde
resplandecía pero comenzaba a declinar. Tenía que llegar cuanto antes a Santa
Maddalana.
Cuando alcancé la
montaña sobre la que se elevaba la población, ascendí por los estrechos y
empinados caminos que utilizaban los pastores.
La luz diurna se
extinguía con rapidez. El bosque era demasiado espeso para ofrecer reposo junto
a una población fortificada. Maldije a los habitantes por no desbrozar el
monte, aunque así podía ocultarme entre los árboles.
En ciertos momentos,
mientras cabalgaba entre las densas sombras, temí no alcanzar la cima; las
estrellas iluminaban un cielo resplandeciente y zafirino, lo cual hacía que la
venerable y majestuosa población me pareciera aún más inaccesible.
Al poco rato la
implacable noche cayó sobre los gruesos troncos de los árboles; yo seguí
avanzando, confiando en el instinto de mi caballo más que en mi capacidad de
ver en la oscuridad.
La pálida luna
menguante parecía estar enamorada de las nubes. El firmamento se reducía a unos
fragmentos que yo divisaba a duras penas a través del espeso follaje.
De pronto recé a mi
padre, como si éste se hallara a salvo entre los ángeles guardianes que me
rodeaban. Creía en él y en su presencia con más convencimiento de lo que jamás
había creído en los ángeles.
— Te lo suplico,
padre —dije—. Sácame de aquí. Ayúdame a alcanzar un lugar seguro, no permitas
que esos demonios me impidan vengar vuestra muerte.
Aferré con firmeza
la empuñadura de mi espada. Recordé que llevaba unos puñales ocultos en las
botas, en la manga, en la chaqueta y en el cinturón. Achiqué los ojos,
intentando distinguir los objetos que me rodeaban a la luz del firmamento, y
confié en que mi montura se abriera camino entre los gruesos troncos de los
árboles.
De vez en cuando me
detenía. Pero no percibí ningún sonido sospechoso. ¿Qué otra persona sería tan
imprudente como para cabalgar por el bosque a aquellas horas de la noche? De
pronto, hacia el fin de mi odisea, di con la carretera principal. El bosque se
aclaró, y dio paso a unos campos y prados; yo espoleé a mi montura y avancé a galope
por la serpenteante carretera.
Por fin vislumbré la
población. Se irguió ante mis ojos al doblar el último recodo, y tuve la
sensación de caer a los pies de una mágica fortaleza. Emití un profundo suspiro
de alivio y gratitud, pese a que las gigantescas puertas estaban cerradas a cal
y canto, como para impedir la entrada a un ejército hostil que hubiera acampado
frente a las mismas.
Éste debía de ser mi
paraíso.
Como es lógico el
centinela, un adormilado soldado que me increpó desde su puesto de guardia,
deseaba conocer mi identidad.
De nuevo el esfuerzo
de inventarme una respuesta convincente logró que olvidara por unos instantes
las atropelladas e incontrolables imágenes de la demoníaca Úrsula y su brazo
cortado, y de los cuerpos decapitados de mi hermano y mi hermana, postrados en
el suelo de la capilla, mostrando un gesto de estupor.
En tono humilde pero
con vocabulario pretencioso, respondí que era un hombre de letras empleado por
Cosme de Médicis y había venido en busca de unos libros en Santa Maddalana,
concretamente unos libros antiguos de oraciones a propósito de los santos y las
apariciones de la Virgen María en esa región.
Qué disparate.
Estaba ahí, afirmé,
para visitar las iglesias, las escuelas y a los viejos maestros que habitaran
en esa población, y llevarme conmigo lo que pudiera adquirir con los florines
de oro que mi patrón me había entregado en Florencia.
— ¡Su nombre, su
nombre! —insistió el soldado al tiempo que abría unos centímetros una pequeña
puerta inferior y sostenía en alto su linterna para examinarme.
Yo sabía que ofrecía
una buena estampa montado sobre mi caballo.
—De' Bardi —repuse—. Antonio De' Bardi,
pariente de Cosme —declaré sin pestañear, nombrando la familia de la esposa de
Cosme porque era el único apellido que recordé en esos momentos—. Toma, buen
hombre, acepta este dinero que te ofrezco para que disfrutes de una buena cena
con tu esposa. Es muy tarde y estoy agotado.
La puerta se abrió.
Yo desmonté para conducir a mi caballo con la cabeza agachada a través de la
misma hasta llegar a una plaza en cuyos adoquines resonaban nuestras pisadas.
¿Qué diablos hacías
en el bosque, solo, a estas horas de la noche? —Preguntó el centinela—.
¿No sabes que es muy
peligroso? Eres muy joven para andar por estos parajes. ¿Cómo se les ocurre a
los De' Bardi dejar que sus secretarios viajen sin escolta por esta región? —El
centinela se embolsó el dinero que le entregué—. ¡Si eres una criatura! Alguien
podía haberte asesinado para robarte esos botones tan valiosos. ¿Acaso has
perdido el juicio?
Era una plaza
enorme, rodeada por varias calles que desembocaban en ella. “¡Buena suerte!”,
me deseé a mí mismo. ¿Pero y si los demonios se hallaban allí? Yo no tenía ni
remota idea de dónde vivían o se ocultaban esos seres. No obstante, dije:
—Yo tengo la culpa.
Me extravié. Si me denuncias tendré problemas —dije—. Indícame dónde está la
posada. Estoy muy cansado. Toma este dinero, no, no, tómalo. —Le di otro puñado
de monedas—. Extravié el camino. No hice caso a quienes me aconsejaron que no
partiera solo. Estoy a punto de desmayarme. Necesito unos tragos de vino, comer
y acostarme. Toma, buen hombre, no, no, no, insisto en que aceptes estas
monedas. Considéralo una recompensa de los De' Bardi por tu amabilidad.
El hombre tenía los
bolsillos repletos de las monedas que yo le había entregado, y se guardó las
últimas en el interior de su camisa. Luego me condujo a la luz de su antorcha
hasta la posada.
Aporreó la puerta
con insistencia y al cabo de unos momentos nos abrió una anciana de rostro
amable, quien aceptó encantada las monedas que deposité en su mano para que me
alquilara una habitación.
—Le agradecería que
estuviera situada en el piso superior, desde donde se contemple el valle
—dije—. Y que me sirva algo de cena, aunque esté fría.
—No encontrarás
libros en esta población —dijo el centinela mientras yo subía apresuradamente
la escalera tras la anciana—. Todos los jóvenes se marchan; es un lugar
tranquilo, poblado de afables comerciantes. Hoy en día los jóvenes se van para
estudiar en las universidades.
Pero es una
población encantadora para vivir, muy hermosa.
— ¿Cuántas iglesias
hay? —pregunté a la anciana cuando llegamos a la habitación. Le pedí que me
dejara la vela para alumbrarme durante la noche.
— Dos dominicas y
una carmelita —contestó el centinela apoyándose en el marco de la pequeña
puerta—, y una iglesia franciscana muy bonita, que es la que yo frecuento. Aquí
nunca ocurre nada malo.
La anciana meneó la
cabeza y le dijo que se callara. Luego depositó la vela en un rincón y me
indicó que podía quedármela.
Mientras el
centinela seguía hablando, me senté en la cama, con la vista fija en el
infinito, hasta que la anciana me trajo un plato de cordero frío, un poco de
pan y una jarra de vino.
— Nuestras escuelas
son muy estrictas —continuó el hombre.
La anciana le ordenó
de nuevo que se callara.
— Nadie se atreve a
causar problemas en este lugar —afirmó el centinela, tras lo cual él y la
anciana se marcharon.
Me lancé sobre la
comida cono un animal. Lo único que pretendía era recuperar las fuerzas.
Estaba tan afligido
que no podía pensar en degustarla. Contemplé durante un rato un fragmento de
cielo estrellado a través de la ventana mientras imploraba con desespero a
todos los santos y ángeles cuyos nombres conocía que me ayudaran. Luego cerré
la ventana.
Y eché el cerrojo a
la puerta.
Tras asegurarme de
que la vela estaba al abrigo de corrientes de aire, y que era lo bastante
grande para arder hasta que amaneciera, me dejé caer sobre la estrecha y dura
cama, demasiado agotado para quitarme las botas, la espada, los puñales o lo
demás. Pensé que no tardaría en sumirme en un sueño profundo, pero permanecí
despierto, lleno de odio y dolor, con el alma partida, contemplando la
oscuridad y sintiendo un regusto de muerte en la boca.
Oí unos sonidos
abajo que indicaban que estaban dando de beber a mi caballo, y unos solitarios
pasos por la calle desierta. Cuando menos estaba a salvo.
Por fin caí
plácidamente dormido. El entramado de nervios que me había aprisionado y
exasperado se disolvió, y me sumí en una oscuridad desprovista de sueños.
Fui consciente de
ese dulce instante en que nada importa salvo dormir para recobrar las fuerzas,
sin temer sufrir una pesadilla, y luego nada.
Un ruido me devolvió
a la realidad. Me desperté de inmediato. La vela se había apagado.
Eché mano de mi
espada antes de abrir los ojos. Permanecí inmóvil sobre el estrecho camastro,
de espaldas a la pared, mientras contemplaba la habitación, que estaba
iluminada por un resplandor que de momento no logré identificar. Miré la puerta
cerrada con cerrojo, pero me era imposible ver la ventana a menos que volviera
la cabeza y alzara la vista; sin embargo, estaba seguro de que alguien había
penetrado a través de la ventana pese a estar protegida por unos barrotes. El
débil resplandor que incidía sobre la pared provenía del firmamento. Era un
resplandor débil, frágil, que se proyectaba sobre el muro de la población y
confería a mi pequeña habitación el aire de un encarcelamiento.
Sentí una ráfaga de
aire fresco en el cuello y en mis mejillas. Agarré la espada con fuerza, atento, a la espera. Percibí unos pequeños
crujidos. La cama se había movido ligeramente, como si alguien ejerciera una
presión.
Me esforcé en ver
con claridad. De pronto la oscuridad lo engulló todo y entonces surgió una
silueta, una figura que se inclinó sobre mí, una mujer cuya cabellera le caía
sobre el rostro, y me miró a los ojos.
Era Úrsula.
Su rostro se hallaba
a un par de centímetros del mío. Su mano fresca y suave aferró con una fuerza
increíble la mano con la que yo sujetaba la espada, al tiempo que sus pestañas
me acariciaban la mejilla y me besó en la frente.
Me envolvió una
extraña dulzura, pese al intenso odio que me reconcomía. Un sórdido torrente de
sensaciones penetró hasta mis entrañas.
— ¡Strega!
—le espeté.
—Yo no los maté,
Vittorio. —La voz era implorante pero poseía una dignidad y una fuerza
melodiosa, aunque no era potente; era una voz de timbre juvenil y femenino.
—Tú ibas a
llevártelos —repliqué.
Hice un movimiento
brusco con el fin de liberarme, pero ella me sujetó con fuerza, y cuando
intenté alzar el brazo izquierdo, que estaba atrapado bajo mi peso, Úrsula me
asió por la muñeca, impidiendo que me moviera. Luego me besó.
Aspiré el magnífico
perfume que emanaba de su persona y que ya había percibido con anterioridad; el
roce de su cabello sobre mi rostro me provocó unos lascivos escalofríos.
Traté de volver la
cabeza, y ella me rozó la mejilla con los labios, levemente, casi con respeto.
Sentí su cuerpo
oprimido contra el mío: la turgencia de sus pechos debajo del costoso tejido,
la suavidad del esbelto muslo junto a mí sobre el lecho, la lengua lamiendo mis
labios.
Los escalofríos que
recorrían mi cuerpo me tenían inmovilizado, humillándome y atizando la pasión
que ardía en mi interior.
—Apártate de mí, Strega
—murmuré.
Pese a la furia que
me embargaba, no logré contener el deseo que lentamente había hecho presa en
mí; fui incapaz de detener las exquisitas sensaciones que se deslizaban sobre
mis hombros, mi espalda y a través de mis piernas.
Sus pupilas
resplandecían; el parpadeo de sus ojos constituía más una sensación que un
espectáculo que yo pudiera contemplar con mis propios ojos. Oprimió de nuevo
sus labios sobre los míos y succionó mi boca, lamiéndola; luego se apartó y
apoyó la mejilla en mi rostro.
Su piel, semejante a
la porcelana, era más suave que una pluma. ¡Ah! Toda ella semejaba una muñeca
confeccionada con los más sensuales y mágicos materiales, más dúctil que un ser
de carne y hueso y, sin embargo, ardiente; de su cuerpo emanaban unas rítmicas
pulsiones de pasión que me transmitía a través de sus fríos dedos al
acariciarme la muñeca y de su lengua ardiente que exploraba mi boca, pese a mi
resistencia, con una húmeda, deliciosa y vehemente fuerza contra la que yo nada
podía hacer.
En mi mente confusa
cobró forma la noción de que Úrsula
utilizaba mi ardiente deseo para dejarme inerme; la locura carnal me había
reducido a un cuerpo articulado por unos hilos metálicos que conducían el fuego
que ella vertía en mi boca.
Úrsula retiró la
lengua de mi boca y me succionó de nuevo los labios. Sentí un cosquilleo en
todo el rostro. Mi cuerpo entero luchaba contra ella y al mismo tiempo pugnaba
por tocarla, sí, por abrazarla y a la vez por rechazarla.
Ella aprovechó la
evidencia de mi deseo, que yo no podía ocultar. La odiaba.
¿Por qué? ¿Para qué?
—protesté, apartando la boca.
Cuando alzó la
cabeza, la cabellera se le desparramó sobre las mejillas. Yo experimenté un
placer sobrehumano que apenas me dejaba respirar.
— Apártate —dije—,
regresa al infierno. ¿Por qué te compadeces de mí? ¿Por qué me haces esto?
— No lo sé
—respondió ella con una voz bien modulada pero trémula—. Quizá no deseo que
mueras —dijo, respirando junto a mi pecho. Sus palabras brotaban tan rápidas
como su acelerado pulso—. Quizá sea más que eso —añadió—. Tal vez deseo que
vayas al sur, a Florencia, que te alejes de aquí y olvides todo cuanto ha
sucedido, como si se tratara de una pesadilla o los conjuros de unas brujas,
como si esto jamás hubiera ocurrido. Debes marcharte de aquí, ahora.
— ¡No quiero oír tus
asquerosas mentiras! —espeté—. ¿Crees que seguiré tus consejos?
¡Asesinaste a mi
familia, tú y tus malditos secuaces, quienesquiera que seáis!
Ella inclinó la
cabeza, dejando que su cabello cayera sobre mí como una trampa. Intenté
liberarme, pero fue en vano. Me hallaba en su poder.
Todo era oscuridad,
y una suavidad indescriptible. Sentí de pronto una pequeña punzada en el
cuello, como un alfilerazo, y una apacible dicha invadió mi mente.
Tuve la sensación de
haber caído en un prado lleno de flores barrido por el viento, lejos de aquel
lugar y de todas mis desgracias, y ella estaba junto a mí, echada en silencio
sobre unas maltrechas ramitas y unas resignadas azucenas.
Úrsula, con su
cabello suelto de color rubio ceniza, sonriendo y mirándome con unos ojos
seductores, apremiantes, fervorosos, quizás incluso brillantes, como si lo
nuestro hubiera sido un enamoramiento súbito y total del espíritu y el cuerpo.
Luego se montó sobre mí, observándome con una exquisita sonrisa, y separó las
piernas para que la penetrara.
Me sentí embargado
por una delirante mezcla de elementos: el pliegue húmedo y secreto que se
contraía entre sus piernas y la abundante y silenciosa elocuencia que emitía su
mirada al tiempo que ella me contemplaba con embeleso.
De pronto aquello
cesó. La cabeza me daba vueltas. Noté sus labios sobre mi cuello.
Intenté apartarla
con todas mis fuerzas.
— Te destruiré —dije—. Lo juro. Aunque
tenga que perseguirte hasta la boca del infierno
—murmuré.
La empujé con tal
ímpetu que sentí mi carne ardiente contra la suya. Pero ella no cedió.
Traté de despejar mi
mente. “¡No, alejaos de mí, dulces sueños, no!”
— Aléjate de mí,
bruja.
— Chist, calla
—respondió ella con tristeza—: Eres joven, obstinado y muy valiente. Yo también
fui joven como tú. Sí, era un dechado de virtudes, decidida, arrojada.
— No quiero oír tus
malditas mentiras —repliqué.
— Calla —ordenó de
nuevo—. Despertarás a toda la casa. ¿Y de qué te habrá servido?
— ¡Cuan dolorida,
sincera y seductora sonaba su voz en mis oídos! Me habría seducido incluso
hablándome a través de una cortina—. No puedo protegerte siempre, ni siquiera
durante mucho tiempo.
Debes irte,
Vittorio.
Úrsula se apartó, permitiéndome así contemplar
sus ojos grandes, dulces y sinceros. Era una obra de arte. Esa belleza, el
simulacro perfecto de la bruja que yo había visto a la luz de las velas en la
capilla, no necesitaba pociones ni conjuros para apoyar su causa. Era un ser
perfecto e íntimamente magnífico.
— Sí —confesó ella
al tiempo que escrutaba mi rostro con sus ojos seminvisibles—.
Posees una belleza
que me conmueve —dijo—. Es injusto, muy injusto. ¿Por qué debo padecer este
tormento aparte de todo lo demás?
Yo pugné por
deshacerme de su abrazo. No contesté. No quería alimentar ese fuego enigmático
e infernal.
— Vete de aquí,
Vittorio —dijo ella bajando la voz, en un tono tan dulce como insistente—.
Dispones de unas
noches, quizá ni siquiera eso. Si vuelvo a por ti, te conduciré a ellos. Vittorio...
No se lo cuentes a
nadie en Florencia. Se reirían de ti.
Tras estas palabras
desapareció.
La cama crujió y se
movió un poco. Yo permanecí tendido boca arriba; las muñecas me dolían debido a
la presión de sus manos. A través de la ventana se filtraba una luz gris,
mortecina; el muro junto a la posada se erguía hacia el cielo, que yo no
lograba ver desde la posición en que me hallaba.
Estaba solo en la
habitación. Ella se había desvanecido.
De pronto obligué a
mis miembros a moverse, pero antes de que me levantara ella apareció de nuevo
sobre la ventana, visible desde la cintura a la parte superior de la cabeza,
observándome.
En éstas se llevó
las manos al pecho y desgarró el borde de su corpiño bordado, mostrando sus
pechos desnudos y blancos: diminutos, redondeados, muy juntos, los pezones
erectos sólo perceptibles por su oscuridad. Con la mano derecha se rascó el
pecho izquierdo, justo encima del pezón, haciendo que sangrara.
— ¡Bruja!
Me levanté de un
salto para abalanzarme sobre ella, con la intención de matarla, pero ella me
asió la cabeza y oprimió su seno izquierdo, irresistible, frágil y a la vez
firme, contra mi boca. Una vez más, todo lo real se esfumó como el humo que
brota de un fuego, y ambos nos hallaos de nuevo en aquel prado que sólo nos
pertenecía a nosotros, sólo a nuestros diligentes e indisolubles abrazos.
Succioné la leche de sus pechos como si ella fuera a la vez doncella y madre,
virgen y reina, al tiempo que yo rompía con mi ávido miembro la flor que ella
guardaba en su interior, dispuesta a ser desgarrada.
De pronto ella me
soltó y caí. Inerme, incapaz de alzar siquiera una mano para impedir que se
alejara volando, caí, débil y estúpido, sobre mi cama, con el rostro húmedo y
las piernas temblando.
No podía
incorporarme. Era incapaz de hacer nada. Vi en unos fugaces destellos nuestro
prado de delicadas azucenas blancas y rojas, las flores más bellas de la
Toscana, las azucenas silvestres de nuestra tierra, meciéndose entre la hierba
intensamente verde y vi a Úrsula alejarse de mí corriendo. La imagen era
transparente, desdibujada, y no ocultaba la pequeña celda que constituía mi
habitación como sucediera antes, sino que permanecía suspendida cual velo sobre
mi rostro, para atormentarme con su cosquilleo y su ligera suavidad.
— ¡Conjuros!
—musité—. ¡Dios mío, si me has asignado unos ángeles guardianes, ordénales que
me cubran con sus alas! —suspiré—. Los necesito.
Por fin, tembloroso
y con la vista turbia, me incorporé. Me froté el cuello. Sentí unos escalofríos
que me recorrían la espalda y la parte posterior de los brazos. Mi cuerpo
estaba sacudido por el deseo.
Cerré los ojos,
negándome a pensar en ella pero ansiando algún alivio, alguna fuente de
estimulación que calmara mis ardientes deseos.
Me recosté de nuevo
y permanecí quieto hasta que la locura carnal se disipó.
Volví a ser un
hombre, precisamente por no haberme comportado con la frivolidad de un hombre.
Me levanté a punto
de llorar, tomé la vela y me dirigí a la sala principal de la posada,
procurando bajar la escalera de piedra sin hacer ruido. Encendí la vela con el
candil que colgaba de un gancho en la
pared, a la entrada del pasillo, y regresé a mi habitación, aferrándome a la
seguridad que me procuraba esa lucecita; protegí la oscilante llama con mi mano
y recé para que no se apagara. Luego deposité la vela en el suelo.
Me encaramé sobre la
repisa de la ventana y miré a través de ella.
Nada, nada salvo la
enorme distancia que me separaba del suelo, un escarpado muro por el que una
doncella de carne y hueso sería incapaz de trepar, y en lo alto, el firmamento
mudo y pasivo donde unas pocas estrellas aparecían cubiertas por unas vaporosas
nubes, como negándose a escuchar mis
oraciones y reconocer la penosa situación en la que me hallaba.
Yo tenía la certeza
de que iba a morir. Caería víctima de esos demonios. Ella estaba en lo cierto.
¿Cómo iba a vengarme de ellos? ¿Cómo lo conseguiría? Sin embargo yo confiaba a
ciegas en mi empeño. Creía en mi venganza con tanta firmeza como creía en ella,
la bruja a quien había tocado con mis propios dedos; esa que se había atrevido
a provocar un tremendo conflicto en mi alma, que había aparecido con sus
camaradas de la noche para asesinar a mi familia.
No lograba borrar
las imágenes de la noche anterior: Úrsula de pie en la puerta de la capilla,
observándome perpleja. No conseguía eliminar su sabor de mis labios. Con sólo
pensar en aquellos pechos senda que mi cuerpo se debilitaba, como si ella
alimentara mi deseo con la leche de sus pezones.
“Haz que este
tormento desaparezca —recé—. No puedes escapar, no puedes ir a Florencia, no
puedes vivir siempre con el recuerdo de la matanza que presenciaste con tus
propios ojos, eso es imposible, impensable. No puedes.”
Rompí a llorar y
entonces comprendí que de no haber sido por ella yo no estaría vivo en esos
momentos.
Fue ella, la bruja
de cabello rubio ceniza a la que yo maldecía sin cesar, quien había impedido
que su camarada encapuchado me matase.
¡Habría sido una
victoria total!
De pronto me invadió
una profunda sensación i calma. Si iba a morir, no podía hacer nada para
impedirlo. Sin embargo, antes los atraparía.
Tan pronto como
amaneció, me levanté y di un paseo por la aldea, portando las alforjas al
hombro como si no contuvieran nada valioso. Recorrí buena parte de Santa
Maddalana; contemplé las callejuelas adoquinadas y desprovistas de árboles,
construidas hacía siglos, y los pintorescos edificios de piedras enlucidas
dispuestas de forma aleatoria, que quizá se remontaran a la época romana.
Era una población
maravillosamente pacífica y próspera.
Las fraguas ya
habían abierto, al igual que los ebanistas y los fabricantes de sillas de
montar; había unos zapateros que confeccionaban elegantes escarpines y recias
botas, numerosos joyeros y orfebres, espaderos, fabricantes de llaves, curtidores
y peleteros.
Pasé frente a
innumerables comercios de artesanía. Se podía adquirir todo tipo de tejidos
provenientes de Florencia, supongo, encaje del norte y el sur, y especias de
Oriente. Los carniceros ofrecían un gran surtido de carne, debido a la
abundancia de ganado que había en la zona. Pasé frente a numerosas vinaterías,
las dependencias de un par de atareados notarios, escritores de cartas y demás,
y médicos o, mejor dicho, boticarios.
Unos carros
atravesaron las puertas de la población, y en las calles se formó un pequeño
gentío antes de que el sol cayera a plomo sobre los tejados y los adoquines que
pisé mientras ascendía la cuesta. Las campanas de las iglesias tocaban a misa y
vi un gran número de escolares pasar junto a mí de forma apresurada, pulcros y
bien vestidos; dos pequeños grupos entraron escoltados por unos monjes en las
iglesias, que eran muy antiguas y no presentaban ornamento alguno en la
fachada, salvo las estatuas que alojaban unos nichos — Santos con los rasgos
borrados por el paso del tiempo —, cuyas piedras reparadas sin duda habían
padecido los frecuentes terremotos que asolan esta región.
Pasé frente a dos
modestas librerías en las que no hallé ningún volumen que me interesara, salvo
los acostumbrados devocionarios, pero eran muy caros. Dos mercaderes vendían
unos artículos exquisitos procedentes de Oriente. Había también numerosos
vendedores de alfombras, los cuales
ofrecían una enorme variedad de objetos artesanales y suntuosas alfombras de
Bizancio.
Una gran cantidad de
dinero cambiaba rápidamente de manos. Me crucé con numerosas personas bien
vestidas que exhibían sus elegantes atuendos. Daba la impresión de ser una
población autosuficiente, aunque vi algunos viajeros que ascendían la colina y
percibí el eco de los cascos de sus monturas entre los desvencijados muros.
Incluso me pareció divisar en la lejanía un convento abandonado y fortificado.
Pasé frente a otras
dos posadas, y mientras recorría algunas callejuelas apenas transitables
comprobé que la población tenía tres calles importantes, las cuales discurrían
en sentido paralelo colina arriba y abajo.
En el extremo
opuesto se hallaban las puertas de la población, a través de las cuales había
entrado yo, y en la plaza acababa de abrir el inmenso mercado de frutas y hortalizas.
Sobre la colina se
erguía la fortaleza o castillo en ruinas donde antaño habitaba el señor feudal,
una gigantesca mole de vetustas piedras de la que sólo era visible una parte
desde la calle, y en las plantas inferiores de ese edificio se hallaban
instaladas las oficinas municipales.
Había varias
placitas y unas fuentes antiguas y casi en ruinas, pero de las que aún manaba
agua. Reparé en unas ancianas ajetreadas que caminaban con sus cestas de la
compra y sus toquillas pese al calor; y vi a unas hermosas muchachas que me
observaron sin recato, todas ellas muy jóvenes. Pero yo no quise saber nada de
ellas.
Tan pronto como
terminó la misa y comenzaron las clases en la escuela, me dirigí a la iglesia
dominica —la última y más imponente de las tres que vi y pregunté en el
refectorio si podía hablar con sacerdote. Deseaba confesarme.
Apareció un
sacerdote joven y apuesto, con un cuerpo bien formado, una piel de aspecto
saludable y un aire muy devoto, cuyas ropas blancas y negras estaban
impecablemente limpias.
El sacerdote observó
mi vestimenta, y mi espada, me examinó de forma detenida pero respetuosa y,
tomándome por un personaje importante, me invitó a pasar a una pequeña estancia
para la confesión.
Era más amable que
servil. En torno a su pelada coronilla mostraba un estrecho círculo de pelo
corto y dorado; tenía unos ojos grandes, casi tímidos.
Se sentó, y yo me
arrodillé junto a él sobre las baldosas del suelo y le relaté la espantosa
historia. Con la cabeza gacha, se lo conté todo, pasando rápidamente de un tema
a otro, desde los primeros y extraños acontecimientos que habían despertado mi
curiosidad y preocupación, hasta las últimas palabras fragmentadas y
misteriosas de mi padre, y por último el ataque que habíamos sufrido y el
salvaje asesinato de todas las personas que se hallaban en el recinto del
castillo.
Cuando le relaté la
muerte de mi hermano y mi hermana, comencé a gesticular muy alterado,
describiendo con las
manos la forma de la cabeza de mi hermano, respirando entrecortadamente e incapaz
de serenarme.
Tras pronunciar la
última palabra de mi relato, alcé la cabeza y comprobé que el joven sacerdote
me observaba con aflicción y horror.
No supe cómo
interpretar su expresión. Lo mismo podía describir el espanto de un hombre al
ver un insecto que un batallón de desalmados asesinos. ¿Qué era lo que esperaba
yo, por el amor de Dios?
"— Mire, padre,
sólo le pido que envíe a alguien a la montaña y lo compruebe por usted mismo
—dije al tiempo que encogía los hombros y extendía las manos en un gesto
implorante—.
¡Eso es todo! Envíe
a alguien para que confirme mis palabras. No han robado nada, padre, no falta
nada, salvo lo que me he llevado yo. ¡Vaya a comprobarlo! Me consta que todo
está intacto, a excepción de lo que puedan haber robado los cuervos o los
buitres que merodeen por aquellos parajes.
El sacerdote no
respondió. La sangre palpitaba en su joven rostro; tenía la boca abierta y sus
ojos traslucían una expresión de desconcierto y pesar.
¡Ah, esto era
maravilloso! Un joven y melifluo sacerdote, a buen seguro recién salido del
seminario, acostumbrado a escuchar los perversos pensamientos de las monjas y a
los hombres que acudían a él una vez al
año para farfullar arrepentidos sobre los vicios de la carne porque sus esposas
les obligaban a cumplir el débito conyugal.
Me indigné.
—Está usted bajo el
secreto del confesionario —dije, intentando no perder la paciencia y mostrarme
prepotente, como suelo hacer con los sacerdotes estúpidos que logran
enfurecerme—.
Pero le autorizo, bajo
el secreto de confesión, a enviar a un mensajero a esa montaña para que
compruebe con sus propios ojos...
—Pero hijo mío
—replicó el sacerdote con voz grave, expresándose con inusitada decisión y
firmeza—, ¿no comprendes que quizá fueran los mismos Médicis quienes enviaron a
esa cuadrilla de asesinos?
— No, no, padre
—insistí meneando la cabeza
Vi cómo se
desprendía la mano de esa diabólica criatura, Yo se la corté. Y vi cómo la
colocaba de nuevo en su lugar. Eran unos demonios. Escuche, esos seres son unos
brujos salidos del infierno, y son demasiados para que yo pueda vencerlos solo.
No hay tiempo para la incredulidad.
No hay tiempo para
dudas razonables. ¡Necesito la ayuda de los dominicos!
El sacerdote meneó
la cabeza y contestó sin titubear:
—Has perdido el
juicio, hijo mío. Te ha ocurrido algo terrible, de eso no cabe duda, y estás
convencido de lo que dices. Pero no sucedió. Es fruto de tu imaginación. Hay
muchas viejas que afirman hacer conjuros...
—Ya lo sé —dije—.
Reconozco a un alquimista o a una bruja vulgar y corriente a la legua.
No se trataba de
unos conjuros caseros, padre, de las maldiciones de unas viejas campesinas. Le
aseguro que esos demonios asesinaron a todas las personas que se encontraban en
el castillo, en las aldeas. ¿No lo entiende?
Repetí al sacerdote
mi historia, sin omitir detalle alguno, por atroz que fuese. Le expliqué que
Úrsula había entrado en mi habitación por la ventana, pero de pronto
comprendí que empeoraba las cosas
insistiendo en mi encuentro con Úrsula.
El hombre debió de
pensar que yo había despertado de un sueño erótico y había imaginado un maldito
súcubo. Comprendí que el mío era un empeño inútil.
Sentía una opresión
en el pecho. Sudaba a raudales. Estaba perdiendo el tiempo.
Déme la absolución
—dije.
Deseo pedirle algo —
repuso el sacerdote al tiempo que me tomaba la mano.
El hombre estaba
temblando. Se mostraba más asombrado y perplejo que antes, y preocupado, según
deduje, por mi estado mental.
— ¿Qué? —pregunté
con frialdad. Estaba impaciente por irme. Tenía que encontrar un monasterio o a
un maldito alquimista. En esa población había alquimistas. Tenía que dar con
alguien que hubiera leído las obras antiguas, las obras de Hermes Trimegisto,
Lactancio o san Agustín, alguien que estuviera informado sobre las fuerzas
demoníacas —: ¿Ha leído a santo Tomás de Aquino? — Pregunté, eligiendo al
experto en demonología más conocido que se me ocurrió en aquellos momentos—.
Habla continuamente
sobre demonios, padre. ¿Cree usted que hace un año yo mismo habría creído esto?
Creía que la magia era cosa de embaucadores de poca monta. ¡Le aseguro que esos
seres eran demonios! —insistí. No estaba dispuesto a ceder. Continué en tono
áspero—: En la Suma teológica, libro primero, santo Tomás se refiere a los
ángeles caídos, y afirma que algunos moran en la Tierra, de lo que se desprende
que todos esos ángeles caídos no están excluidos del plan natural divino. El
Señor permite que estén aquí, para que sean útiles, para que tienten a los
hombres; portan consigo el fuego del infierno.
Lo dice santo Tomás.
Están aquí. Tienen... tienen... unos cuerpos que nosotros no comprendemos. Lo
dice la Suma. Dice que los ángeles poseen unos cuerpos que no alcanzamos a
comprender. Eso es lo que posee esa mujer. —Intenté recordar mi argumento
inicial. Me esforcé en expresarme en latín—. Eso es lo que ella hace, esa
criatura diabólica. Es una forma, una forma limitada, que yo no comprendo, pero
estuvo allí; lo sé debido a sus actos.
El sacerdote alzó la
mano para pedirme paciencia.
—Hijo, te lo ruego —dijo—.
Permite que confíe lo que me has confesado al párroco.
Compréndelo, él
también estará obligado a observar el secreto de la confesión, al igual que yo.
Permite que le pida
que entre y le cuente lo que me has relatado, y que hable contigo. Pero no puedo
hacerlo sin tu expresa autorización.
—Ya lo sé
—respondí—. Pero ¿de qué me servirá hablar con ese párroco?
Adopté una actitud
arrogante, impertinente. Estaba agotado. Recurrí al viejo truco del señor
feudal de tratar a un sacerdote rural como si fuera un sirviente. Este era un
hombre de Dios, me dije, tenía que
dominarme. Si el párroco era un hombre más instruido, quizá lo comprendiera.
¿Pero quién podía comprender lo que no había visto?
Tuve una fugaz pero
nítida y dolorosa imagen del rostro preocupado de mi padre la noche anterior al
ataque de los demonios. El dolor era inenarrable.
—Lo lamento, padre
—dije al fin. Pestañeé, intentando reprimir ese recuerdo, el insoportable
torrente de dolor y desesperación. ¡Qué sentido tenía que los seres humanos
viniéramos a este mundo!
Entonces recordé las
palabras de mi exquisita torturadora, su atormentada voz al decirme la noche
anterior que ella también había sido joven, y un dechado de virtudes. ¿Por qué
se había expresado con tanta amargura al hablar de sí misma?
Recordé también mis
estudios de la obra de Aquino. ¿Acaso no dice el santo que los demonios
permanecen inmutables en el odio que experimentan hacia nosotros? ¿En el
orgullo que les llevó a pecar?
No era el caso de la
sinuosa y sensual criatura que había aparecido ante mí. Pero esto era una
locura. Me estaba compadeciendo de ella, que era justo lo que ella deseaba que
hiciera. Yo disponía de pocas horas de luz diurna para planificar su
destrucción, y no había tiempo que perder.
—Está bien, padre,
haré lo que desea —dije—. Pero antes bendígame.
Mis palabras sacaron
al sacerdote de su ensimismamiento. Me miró como si yo le hubiera sobresaltado.
De inmediato me
impartió su bendición y su absolución.
—Proceda como quiera
respecto al párroco —dije—. Pregúntele si puedo hablar con él.
Tome, para la
iglesia —añadí entregándole unos ducados.
El joven sacerdote
contempló el dinero. No lo tocó, sino que se quedó mirando las monedas de oro
como si fueran carbones encendidos.
—Tómelo, padre. Es
una pequeña fortuna. Acéptelo.
—No, espera aquí...,
o mejor, sal al jardín.
Se trataba de un
jardín precioso, semejante a una pequeña y antigua gruta, desde el que
contemplé la población que se prolongaba por la derecha hasta el castillo, y
más allá de sus murallas vi las montañas. En el jardín había una estatua de
santo Domingo, una fuente, un banco de madera y unas palabras esculpidas en la
piedra referentes a un milagro.
Me senté en el
banco. Contemplé el límpido firmamento y las virginales nubes blancas, y traté
de serenarme. ¿Era posible que estuviera loco? Eso era ridículo.
El párroco me
sobresaltó. Apareció a través de la pequeña puerta en arco del refectorio. Era
un hombre de edad avanzada, prácticamente calvo, con una nariz menuda y bulbosa
y unos ojos grandes y feroces. El joven sacerdote le seguía a paso rápido.
— Vete de aquí —me
dijo el párroco en voz baja—. Abandona esta población. Márchate y no cuentes
tus historias a nadie, ¿me has entendido?
— ¿Cómo? —pregunté—.
¿Éste es el consuelo que me ofrece?
Me miró enfurecido.
—Te lo advierto.
— ¿Qué es lo que me
advierte? —pregunté sin ni siquiera levantarme del banco. El párroco siguió
observándome con cara de pocos amigos—. Está obligado a guardar el secreto de
confesión.
¿Qué hará si no me
marcho?
—No tengo que hacer
nada —replicó—. Vete y llévate contigo tus desgracias. —El anciano se detuvo,
desconcertado, quizás avergonzado de haber dicho algo de lo que se arrepentía.
Rechinó los dientes y apartó la vista, pero al cabo de unos instantes se volvió
de nuevo hacia mí—: Te ruego que te vayas, por tu propio bien —murmuró. Miró al
otro sacerdote y añadió—: Retírate y deja que hable con él a solas.
El joven sacerdote,
que parecía aterrorizado, se apresuró a obedecer.
Yo miré al párroco.
— Vete de aquí —me
ordenó con voz grave y cruel, contrayendo la boca en un rictus que dejaba al
descubierto sus dientes inferiores—. Vete de Santa Maddalana.
Yo le miré con
desdén.
—Ha leído sobre esos
seres, ¿no es cierto? —pregunté en voz baja.
—No seas loco
—espetó—. Si te oyen hablar sobre demonios te quemarán en la hoguera por brujo.
¿Crees que es imposible?
El párroco me miró
con odio, un odio que no se molestó en ocultar.
—Pobre y miserable
sacerdote —repliqué—, está aliado con el diablo.
— ¡Fuera de aquí!
—gritó el anciano.
Me levanté y le miré
a los ojos, que parecían a punto de saltársele de las órbitas, mientras su boca
no cesaba de moverse en un gesto de protesta.
—No se atreva a
violar el secreto de confesión, padre —le advertí—. Si lo hace, lo mataré.
El anciano se quedó
inmóvil, mirándome de hito en hito.
Yo sonreí con
frialdad, salí por la puerta de la rectoría y me alejé.
Él corrió detrás de
mí, hablando a borbotones:
—Lo has entendido
todo al revés. Estás loco, son imaginaciones tuyas. Trato de impedir que te
persigan y vilipendien.
Al llegar a la
puerta de la iglesia me volví y le observé hasta que guardó silencio.
—Se ha delatado,
padre —dije—. Es un ser despiadado. Recuerde lo que he dicho. Si rompe el
secreto de confesión, le mataré.
El anciano estaba
tan aterrorizado como el joven sacerdote.
Contemplé largamente
el altar, olvidando la presencia del párroco, fingiendo que en mi mente no
bullían mil pensamientos, que estaba urdiendo un plan, cuando lo único que era
capaz de hacer era soportar el dolor que me embargaba. Luego me santigüé y salí
de la iglesia.
Estaba desesperado.
Caminé durante un
rato. De nuevo aquélla me pareció la población más deliciosa que jamás había
visto, con sus afables y diligentes comerciantes, las calles adoquinadas y
barridas, las lindas macetas en las ventanas y las gentes bien vestidas que se
apresuraban a atender sus asuntos.
Era el lugar más
pulcro que había visto en mi vida, y el más apacible y alegre. Las gentes
trataban de venderme sus mercancías, pero sin insistir demasiado. Sin embargo,
en cierto aspecto era una población muy aburrida. No había personas de mi edad,
al menos yo no las vi. Y muy pocos niños.
¿Qué iba a hacer?
¿Adonde iría? ¿Qué andaba buscando?
Justo sabía cómo
responder a mis preguntas, pero me mantuve alerta, buscando alrededor algún
indicio que confirmara que los demonios se ocultaban allí, que Úrsula no me
había encontrado en ese lugar, pero yo sí a ella.
El mero hecho de
pensar en ella me produjo una fría y tentadora sacudida de deseo. Imaginé sus
pechos, sentí su sabor, vi en una imagen borrosa y fugaz el prado sembrado de
flores. ¡No!
“Piensa. Trázate un
plan.” En cuanto a los habitantes de esa población, al margen de lo que supiera
el sacerdote, eran demasiado íntegros para dar cobijo a unos demonios.
5
El precio de la paz
y el precio de la venganza
Cuando el calor se
intensificó, entré en el tranquilo jardín de la posada para degustar el copioso
almuerzo que servían al mediodía y me senté solo bajo una glicina, cuyas
magníficas flores asomaban a través de la pérgola. Este lugar estaba situado en
el mismo sector que la iglesia dominica, y ofrecía una espléndida vista de la
parte izquierda de la población de las montañas.
Cerré los ojos y, apoyando
los codos en la mesa, junté las manos y recé:
—Dios mío, dime qué
debo hacer. Indícame el camino a seguir. —Luego mi ánimo se serenó y aguardé
mientras reflexionaba.
¿Qué opciones tenía?
¿Relatar esta
historia en Florencia? ¿Quién iba a creerla? ¿Ir a ver a Cosme y contársela?
Aunque admiraba y
confiaba en los Médicis, debía tener presente un hecho. Yo era el único miembro
de mi familia que estaba vivo. Sólo yo tenía derecho a las fortunas que
habíamos depositado en el banco de los Médicis. No creía que Cosme negara mi
firma ni mi identidad.
Me entregaría lo que
me pertenecía, al margen de que yo tuviera parientes o no, pero no creería la
historia de los demonios. Acabaría preso en una cárcel de Florencia.
En cuanto a morir
quemado en la hoguera acusado de brujería, era posible. No probable.
Pero sí posible.
Podía ocurrir de forma repentina y espontánea en una población como ésta: la
gente comenzaba a murmurar, el párroco local presentaba una denuncia y la
multitud se echaba a la calle vociferando para presenciar el espectáculo. Más
de uno había corrido esa suerte.
En aquel momento me
sirvieron la comida, un opíparo almuerzo que consistía en fruta fresca y
cordero asado con salsa. Cuando me disponía a mojar pan en la salsa y empezar a
comer, aparecieron dos individuos que preguntaron si podían sentarse a mi mesa
e invitarme a una copa de vino.
Observé que uno de
ellos era un franciscano, un sacerdote de aspecto bondadoso, más pobre que los
dominicos, lo cual supuse que era lógico, y el otro un anciano que poseía unos
ojillos vivarachos y unas cejas largas, blancas y erizadas como si las hubiera
untado con cola, al modo de un alegre duende que quisiera divertir a los niños.
— Te vimos entrar en
la iglesia de los dominicos —dijo el franciscano con tono quedo y una educada
sonrisa—. Al salir parecías disgustado. ¿Por qué no intentas hablar con
nosotros? —añadió al tiempo que me guiñaba el ojo. Luego lanzó una carcajada.
Era una broma inofensiva sobre la rivalidad que existía entre ambas órdenes—.
Eres un joven bien plantado. ¿Vienes de Florencia? — preguntó.
—Así es, padre
—contesté—. Estoy de viaje, aunque no conozco con exactitud mi destino.
He decidido quedarme
aquí unos días. —Hablaba con la boca llena, pero estaba tan hambriento que no
cesaba de engullir—. Siéntense, hagan el favor. — Hice ademán de levantarme,
pero ellos se sentaron antes de que me pusiera de pie.
Pedí que nos
trajeran otra jarra de vino tinto.
—No pudiste elegir
un lugar más encantador —dijo el anciano, que parecía muy sagaz—.
Por eso me alegro de
que Dios haya enviado a mi hijo de regreso aquí, para que oficie en nuestra
iglesia y viva junto a su familia.
—Ah, ¿de modo que
son padre e hijo? —pregunté.
—Sí —respondió el
padre—, y nunca pensé que viviría para ver tanta prosperidad en esta población.
Es prodigioso.
—En efecto, es una
bendición de Dios —admitió el sacerdote con tono ingenuo y sincero—.
Es un auténtico
milagro.
—Qué interesante. ¿Y
cómo se ha producido ese milagro? —pregunté.
Les acerqué la
bandeja de fruta, pero los dos dijeron que ya habían comido.
—En mis tiempos
padecimos numerosas desgracias —dijo el padre—, al menos eso me parecía a mí.
Pero ahora este lugar se ha convertido en un paraíso. Jamás ocurre nada malo.
—Es cierto
—apostilló el sacerdote—. Recuerdo que antiguamente había unos leprosos que
vivían en las afueras de la población. Pues bien, ahora ya no existen. También
había unos cuantos jóvenes muy conflictivos, unos delincuentes, que no cesaban
de causar problema, como los hay en todas las poblaciones. Pero ahora no
encontrarás un solo delincuente en toda Santa Maddalana ni en ninguna aldea de
los alrededores. Se diría que la gente ha regresado a Dios con gran fervor.
—Sí —admitió el
anciano con aspecto de duendecillo—. Y Dios se ha mostrado misericordioso en
multitud de aspectos.
Sentí que un
escalofrío me recorría la espalda, al igual que me sucediera con Úrsula, pero
esta vez no de placer.
— ¿En qué aspectos
en concreto? —pregunté.
—No tienes más que
mirar alrededor —respondió el anciano—. ¿Has visto a algún tullido en nuestras
calles? ¿A algún retrasado mental? Cuando yo era niño, incluso siendo tú una
criatura
—puntualizó
dirigiéndose al sacerdote—, siempre había unos desdichados que nacían deformes,
o idiotas, y los demás teníamos que ocuparnos de ellos. Recuerdo la época en
que siempre había pedigüeños a las puertas de la población. Hace años que aquí
no hay un solo pordiosero.
—Es asombroso
—contesté.
—Así es —admitió el
sacerdote con aire pensativo—. Todos los habitantes de esta población gozan de
buena salud. Por eso las monjas se marcharon hace tiempo. ¿Has visto el viejo
hospital que ahora está cerrado? ¿Y el convento en las afueras de la población,
abandonado desde hace años? Hoy en día alberga a ovejas. Los campesinos
utilizan sus viejas dependencias.
— ¿Nadie se pone
nunca enfermo? —inquirí.
— Sí, por supuesto
—respondió el sacerdote mientras bebía un pequeño sorbo de vino, lo cual
indicaba que era un hombre moderado en ese aspecto—. Pero no sufren como
antaño. Cuando una persona muere, la muerte le sobreviene en el acto.
— Gracias a Dios
—apostilló el anciano.
— Y las mujeres
—dijo el sacerdote— tienen pocos partos. No se cargan de hijos. Muchos suben al
cielo a las pocas semanas de nacer (ya sabes, la maldición de la madre), pero
por lo general nuestras familias son reducidas. —El sacerdote miró a su padre—.
Mi pobre madre —añadió— tuvo en total veinte hijos. Eso ahora sería impensable.
El anciano hinchó el
pecho y sonrió ufano.
—Sí, veinte hijos
que yo mismo crié; muchos se han emancipado y ni siquiera sé qué fue de...,
pero da lo mismo. Sí, las familias aquí son reducidas.
— Confío en que
algún día Dios me permita averiguar qué fue de mis hermanos —comentó el
sacerdote con aire entre perplejo y preocupado.
— Olvídate de ellos
—replicó el anciano.
— ¿Eran acaso unos
jóvenes rebeldes? —inquirí tímidamente al padre y al hijo, procurando dar un
tono natural a mi pregunta.
— Mala gente
—masculló el sacerdote meneando la cabeza—. Pero no deja de ser una bendición
que la mala gente se vaya de aquí.
—Ya —comenté.
El anciano se rascó
el sonrosado cráneo. Tenía el pelo canoso, largo y escaso, encrespado como las
cejas.
—Intentaba recordar
qué fue de esos tullidos —dijo—; me refiero a esos desdichados que nacieron con
las piernas deformes, que eran hermanos...
—Ah, Tomasso y Félix
—respondió el sacerdote.
—Sí.
—Los llevaron a
Bolonia para que se curaran. Igual que al chico de Bettina, que nació sin
manos. ¿Lo recuerdas? Pobre niño.
—Sí, sí, por
supuesto. Aquí tenemos varios médicos.
— ¿De veras? —dije—.
Me gustaría saber qué hacen —farfullé entre dientes—. ¿Y la alcaldía, el
gonfalonier? —pregunté. El título de gonfalonier correspondía al gobernador de
Florencia, el hombre
que, al menos oficialmente, dirigía los asuntos de la población.
—Tenemos un
borsellino —contestó el sacerdote—; periódicamente elegimos seis u ocho nuevos
nombres, pero aquí nunca ocurre nada de particular. No se producen altercados.
Los comerciantes se ocupan de los impuestos. Todo funciona como la seda.
— ¡Aquí no pagamos
impuestos! —declaró el anciano duendecillo con una carcajada.
Su hijo, el cura,
miró extrañado al anciano, como si éste no hubiera debido decir aquello.
—No es así, papá,
son unos impuestos... reducidos. —El joven parecía profundamente perplejo.
—Eso sí es una
bendición —comenté sonriente, tratando de disimular el estupor que me causaba
aquel cuadro tan idílico como inverosímil.
— ¿Recuerdas al
feroz Oviso? —preguntó de sopetón el sacerdote dirigiéndose a su padre, para
volverse luego hacia mí—. Estaba loco. Por poco mata a su hijo. Estaba ido,
rugía como una bestia. Un día apareció un médico que viajaba por esta región y
dijo que en Padua podían curarlo.
¿O era en Asís?
—Me alegro de que no
volviera a aparecer por aquí —respondió el anciano—. Soliviantaba a todo el
mundo.
Observé a ambos
hombres. ¿Hablaban en serio? ¿O se burlaban de mí? No advertí nada sospechoso
en ellos, salvo cierto aire melancólico en el sacerdote.
—Los caminos del
Señor son muy extraños —dijo—. Aunque el proverbio no diga eso exactamente.
— ¡No tientes al Señor!
—replicó el padre mientras apuraba la copa de vino.
Yo me apresuré a
llenar de nuevo las copas de ambos.
—Y aquel joven mudo
—dijo una voz.
Levanté los ojos y
vi al posadero junto a nosotros; tenía una mano apoyada en la cadera y sostenía
una bandeja con la otra. Lucía un mandil que apenas cubría su prominente
barriga.
—Se lo llevaron las
monjas, ¿no es así?
—Sí, creo que
regresaron en busca de él —contestó el sacerdote, cuya perplejidad había dado
paso a una expresión de evidente inquietud.
El posadero retiró
mi plato vacío.
—Lo peor fue la
peste —me susurró al oído—. No tema, ya no existe; de lo contrario no habría
pronunciado esa palabra. No existe palabra más capaz de hacer que todo el mundo
abandone rápidamente una población.
—Todas esas familias
desaparecieron de la noche a la mañana —dijo el anciano—, gracias a nuestros
médicos y a los monjes que visitaban la región. Las trasladaron al hospital de
Florencia.
— ¿Víctimas de la
peste y se las llevaron a Florencia? —Pregunté con evidente incredulidad—. Pero
¿quién custodiaba las puertas de la población, y quién les franqueó la entrada
en Florencia?
El franciscano me
miró unos instantes, como si algo le preocupara intensamente.
El posadero estrujó
con afabilidad el hombro del cura y dijo:
—Estos son unos
tiempos felices. Echo de menos la procesión al monasterio, el cual también ha
desaparecido, pero nunca hemos vivido mejor.
Yo miré al posadero
y luego al sacerdote, que me observaba sin disimulo. Las comisuras de sus
labios temblaban ligeramente. Mostraba una barba de dos días, la mandíbula
fláccida y el rostro surcado de arrugas exhibía una expresión triste.
El anciano intervino
para asegurar que hacía poco había muerto una familia entera a causa de la
peste en la región, pero se los habían llevado a Lucca.
—Fue gracias a la
generosidad de... ¿quién fue, hijo mío...? Ahora mismo no...
¿Qué más da? —
Terció el posadero—. Le traeré otra jarra de vino, signore —añadió
dirigiéndose a mí.
—Para mis convidados
—indiqué señalando al cura y a su padre—. Me voy. Estoy impaciente por ver si
encuentro unos libros que busco.
—Has elegido un buen
lugar para quedarte unos días —afirmó el cura con inopinada convicción,
expresándose con suavidad al tiempo que seguía observándome con el ceño
fruncido—.
Un lugar magnífico,
sí señor, y nos vendrá bien contar con otro erudito. Sin embargo...
—Soy muy joven
—respondí mientras alzaba una pierna sobre el banco en ademán de levantarme—. A
propósito, ¿no hay jóvenes de mi edad en este lugar?
—Todos se marchan
—contestó el anciano con aire de duendecillo—. Hay algunos, claro está, pero
trabajan todo el día en los comercios de sus padres. No encontrarás a jóvenes
haraganes por las calles, te lo aseguro.
El sacerdote me
observó como si no oyera la voz de su padre.
—Sí, y tú eres un joven
instruido —afirmó, aunque seguía visiblemente preocupado—. Es evidente, se nota
en tu voz; das la impresión de ser estudioso e inteligente... —Se detuvo—.
Supongo que no
tardarás en partir de nuevo, ¿verdad?
— ¿Me aconseja que
lo haga, padre? —pregunté—. ¿O que me quede? —añadí con tono amable.
El sacerdote esbozó
una sonrisa.
—No lo sé —contestó.
Luego adoptó una expresión amarga, casi trágica, y murmuró—:
Que Dios te
acompañe.
Me incliné hacia él.
El posadero, al observar ese gesto confidencial, dio media vuelta y fue a
atender sus asuntos. El anciano duendecillo le hablaba a su copa de vino.
— ¿Qué ocurre,
padre? — Pregunté en voz baja—. ¿Le preocupa la prosperidad de que goza esta
población?
—Sigue tu camino,
hijo mío —respondió el sacerdote con tristeza—. Ojalá yo pudiera marcharme.
Pero estoy obligado a quedarme por mi voto de obediencia y por el hecho de que
éste es mi hogar, mi padre vive aquí y todos los demás han desaparecido en el
ancho mundo. —A continuación agregó con tono áspero—: Al menos, eso parece. Si
yo estuviera en tu lugar no me quedaría aquí.
Yo asentí con un
movimiento de la cabeza.
—Tienes un aspecto
extraño, hijo —dijo el cura sin alzar la voz. Nuestras cabezas estaban tan
juntas que casi se rozaban—. Destacas demasiado. Eres apuesto, vistes ropajes
de terciopelo y eres joven, aunque no un niño.
—Comprendo. No
quedan muchos jóvenes en la población, y menos de los que hacen preguntas. Sólo
quedan los viejos, los acomodaticios, los resignados y los que no ven el
conjunto del tapiz porque sólo se fijan en el monito que hay bordado en una
esquina.
El cura no respondió
a mi exagerada perorata, y lamenté haber dicho aquello. En esos instantes había
dejado traslucir mi rabia y mi dolor. ¡Qué torpeza! Estaba furioso conmigo
mismo.
El sacerdote se
mordió el labio inferior como si estuviera preocupado por mí, o por él, o por
ambos.
— ¿Por qué has
venido? —preguntó en tono sincero, casi como sí quisiera protegerme—.
¿Qué camino tomaste?
Dicen que llegaste por la noche. No emprendas viaje de noche. —Su voz apenas era audible.
—No se preocupe por
mí, padre —contesté—. Rece por mí. Eso es todo.
Observé en él un
temor tan real como el que había observado en el joven sacerdote, pero era aún
más inocente, a pesar de la edad, las arrugas y los labios húmedos de vino.
Parecía fatigado por algo que no alcanzaba a comprender.
Me levanté del
banco, pero cuando me disponía a marcharme el sacerdote me sujetó de la mano.
Yo me incliné y acerqué el oído a sus labios.
—Hijo mío —musitó—,
hay algo que...
—Lo sé, padre —lo
interrumpí, dándole una palmada en la mano.
—No, no lo sabes.
Escucha. Cuando partas, toma la carretera principal que se dirige al sur,
aunque tengas que dar un rodeo. No te dirijas al norte, no tomes la carretera
estrecha que conduce al norte.
— ¿Por qué?
—inquirí.
Indeciso, asustado,
mudo, me soltó la mano.
— ¿Por qué? —le
pregunté de nuevo al oído.
El apartó la cara.
— Por los bandidos
—contestó—. Unos bandidos que controlan la carretera y te obligarán a pagar un
portazgo. Ve al sur.
Después se volvió y
comenzó a hablar con su padre, reprendiéndole con suavidad, como si yo ya me
hubiera alejado.
Me marché.
“¿Unos bandidos que
cobran portazgo?”, me pregunté, intrigado, al llegar a la calle desierta.
Muchos comercios
estaban cerrados, como era costumbre debido al copioso almuerzo que tomaban los
habitantes de esta población, pero otros no.
La espada me pesaba
muchísimo y me sentía mareado debido al vino y a todo cuanto me habían revelado
esos hombres.
“De modo que en esta
población no hay jóvenes, tullidos, idiotas, enfermos ni niños no deseados. Y
en la carretera del norte pululan unos bandidos peligrosos”, pensé con las
mejillas encendidas.
Bajé la cuesta a
paso rápido, traspuse las puertas de la población y salí a campo abierto.
Soplaba una brisa
magnífica que me refrescó el rostro.
Alrededor contemplé
unos campos cultivados, unos viñedos, unos huertos y numerosas casas de
labranza: unas vistas frondosas y fértiles que no había visto a mi llegada
porque ya era de noche. En cuanto a la carretera del norte, no logré
vislumbrarla debido al inmenso tamaño de la población, cuyas elevadas
fortificaciones se hallaban situadas al norte.
Más abajo, en un
saliente, estaban las ruinas del convento, y a los pies de la montaña, hacia el
oeste, divisé lo que deduje que era el antiguo monasterio.
Al cabo de una hora
me había detenido en dos casas de labranza, en las cuales los granjeros me
ofrecieron un vaso de agua fresca.
Todos insistían en
lo mismo: esto era un paraíso donde no existían herejes ni se llevaban a cabo
ejecuciones; en suma, el lugar más idílico de la tierra, poblado sólo por niños
sanos y normales.
Hacía muchos años
que los bandidos no se aventuraban por esos bosques. Por supuesto, siempre era
posible cruzarse con algún indeseable que estaba de paso, pero la población era
fuerte y capaz de mantener la paz.
— ¿Ni siquiera en la
carretera del norte? —pregunté. Ninguno de los granjeros sabía nada de una
carretera que condujera al norte.
Cuando les pregunté
qué había sido de los enfermos, cojos y retrasados mentales, tampoco obtuve una
repuesta satisfactoria. Un médico o un sacerdote, o alguna orden de frailes o
monjas, se los habían llevado a una universidad o a una población. Los
granjeros en verdad no lo recordaban.
Regresé a la
población antes del crepúsculo. Paseé todavía durante un rato, entrando en
todos los comercios de forma sistemática mientras observaba a todo el mundo de
forma tan detenida
como pude para no
llamar la atención.
Por supuesto, me fue
imposible recorrer una calle entera, pero estaba empeñado en averiguar todo
cuanto pudiera sobre aquel lugar.
En las librerías
examiné unos tomos antiguos, Ars Grammatíca y Ars Minor, y unas
grandes y hermosas biblias que estaban en venta; las examiné después de pedir
que las sacaran de la vitrina.
— ¿Por dónde he de
tirar para dirigirme hacia al norte? —pregunté al librero, que estaba apoyado
sobre un codo y me observaba con aire aburrido y somnoliento.
— ¿Al norte? Nadie
se dirige al norte —replicó, bostezando en mis narices. Lucía unas prendas elegantes,
sin un zurcido, y unos zapatos de excelente cuero—. Puedo ofrecerle unos libros
más raros —añadió.
Tras ojearlos con
fingido interés, dije educadamente que se parecían a unos libros que ya tenía y
no necesitaba adquirirlos, pero le di las gracias por las molestias.
Entré en una taberna
donde unos hombres jugaban a los dados; gritaban muy excitados cada vez que
ganaban o perdían, como si no tuvieran nada mejor que hacer. Luego di una
vuelta por el barrio de los panaderos, donde flotaba un delicioso aroma a pan
recién horneado.
Mientras paseaba
entre esas gentes, escuchando su amable cháchara y las interminables historias
sobre la seguridad y las maravillas de la población, me percaté de que jamás me
había sentido tan solo.
El mero hecho de
pensar que estaba a punto de anochecer hizo que se me helara la sangre en las
venas. ¿Y qué era ese misterio sobre la carretera del norte? Nadie, salvo el
sacerdote, arqueó siquiera una ceja al mencionar yo ese punto cardinal.
Una hora antes del
anochecer entré en un comercio cuya propietaria, que trataba en sedas y encajes
de Venecia y Florencia, no se mostró tan paciente ante mis insistentes
preguntas como los demás, pese a que era obvio que yo era un joven adinerado.
— ¿Por qué me hace
tantas preguntas? —inquirió. Parecía agotada—. ¿Cree que es fácil cuidar de una
criatura enferma? Asómese allí.
Yo la miré como si
la mujer hubiera perdido el juicio. Pero de pronto comprendí con toda claridad
a qué se refería. Asomé la cabeza a través de una cortina y vi a una niña,
enferma y febril, adormilada sobre un estrecho y sucio camastro.
— ¿Cree que es
fácil? Llevo año tras año cuidando de ella, pero no mejora—dijo la mujer.
—Lo lamento
—respondí—. Pero ¿qué va a hacer?
La mujer arrancó los
puntos de la aguja y dejó la labor. Su paciencia se había agotado.
— ¿Qué voy a hacer?
¿Es que no lo sabe? —murmuró—. ¿Un hombre tan listo como usted?
—La mujer se mordió
el labio inferior—. Mi marido insiste en que aguantemos un poco más, de modo
que vamos tirando como podemos.
La mujer reanudó su
labor, farfullando entre dientes, y yo, horrorizado y esforzándome en dominar
mis sentimientos, salí a la calle. Entré en otros dos comercios. No ocurrió
nada de particular. Luego, al entrar en una tercera tienda, me encontré con un
anciano loco de remate y sus dos hijas, las cuales se afanaban en impedir que
se arrancara la ropa.
—Permítanme que les
ayude —dije.
Por fin logramos
sentar al anciano en una silla, le colocamos de nuevo la camisa y al cabo de un
rato el hombre dejó de emitir unos sonidos incoherentes. Era un anciano
decrépito y no cesaba de babear.
—Gracias a Dios que
esto no puede durar —comentó una de las hijas al tiempo que se enjugaba la
frente—. Es un consuelo.
— ¿Por qué dice que
no puede durar? —pregunté.
La mujer me miró,
giró la cara y luego volvió a mirarme.
—Se nota que es
usted forastero, signare. Disculpe, es muy joven. Al mirarle sólo he visto en
usted a un muchacho. Pero Dios es misericordioso. Mi padre está muy viejo.
—Hummm, entiendo
—respondí.
La mujer me observó
con ojos astutos y fríos como el acero.
Me despedí de ella
con una breve reverencia y me fui. El anciano había empezado a quitarse de
nuevo la camisa, y la otra hermana, que había permanecido en silencio durante
todo el rato, le arreó un bofetón.
Ese gesto me chocó,
y reanudé mi camino. Deseaba ver cuanto pudiera antes de que cayera la noche.
Después de pasar por
el apacible barrio de las sastrerías llegué al de los comercios de porcelana,
donde dos hombres discutían sobre una bonita bandeja de parto.
Las bandejas de
parto que se utilizaban antiguamente para recibir al bebé en el momento de
abandonar el útero materno, se habían convertido en mi época en objetos que se
solían regalar después de nacer el niño. Consistían en unos recipientes grandes
pintados con hermosos diseños domésticos, y en esta tienda había una gran
colección de ellos.
Oí la discusión
antes de que los hombres me vieran.
Uno de ellos
insistía en que debían comprar la bandeja de marras, mientras que el otro
replicaba que el niño no viviría y el regalo era prematuro; un tercer individuo
dijo que la mujer estaría encantada de aceptar una bandeja de parto tan
exquisitamente pintada.
Los hombres dejaron
de discutir cuando yo entré en la tienda para examinar los artículos de
importación, pero cuando me volví de espaldas uno de ellos murmuró entre
dientes:
—Si sabe lo que le
conviene, accederá.
Impresionado por
esas palabras, tomé un bonito plato de un estante y fingí examinarlo con
atención.
—Es precioso
—comenté como si no los hubiera oído.
El comerciante se
levantó y comenzó a enumerar los objetos que allí se exhibían. Los otros
salieron y se desvanecieron en la oscuridad. Yo observé al comerciante.
— ¿Está enfermo ese
niño? —pregunté con la voz más tenue e infantil que logré emitir.
No, bueno, no lo
creo, pero ya sabe... —respondió el hombre—. Es un niño enclenque.
Débil —apostillé.
—Eso, débil
—balbució el comerciante.
Tenía una sonrisa
artificial, pero era evidente que se consideraba un hombre de éxito.
Luego seguimos
comentando la lista de artículos que vendía en su tienda. Yo adquirí una tacita
de porcelana, exquisitamente pintada, que el comerciante aseguró haber comprado
a un veneciano.
Sé muy bien que
debería haber salido de allí sin decir una palabra, pero no pude por menos de
preguntarle:
— ¿Cree que ese
pobre niño débil y enclenque vivirá?
El comerciante soltó
una tosca risotada al tiempo que guardaba el dinero que yo le había entregado.
—No —respondió, y me
miró como si él también hubiera pensado en el niño—. No se preocupe, signare
—añadió con una breve sonrisa—. ¿Piensa quedarse a vivir aquí?
—No, señor, sólo
estoy de paso. Me dirijo al norte —contesté.
— ¿Al norte?
—preguntó el comerciante, un tanto sorprendido pero con tono sarcástico.
Cerró la caja de
caudales con llave. Luego, sacudiendo la cabeza mientras colocaba la caja en
una alacena y la cerraba, agregó—: De modo que se dirige al norte, ¿eh? Le
deseo suerte, muchacho. —
Entonces emitió una
áspera carcajada—. Es una carretera muy antigua. Le aconsejo que parta al
amanecer y cabalgue tan veloz como pueda.
—Gracias, señor
—respondí.
Estaba a punto de
caer la noche.
Entré a toda prisa
en un callejón y me detuve, apoyado contra el muro para recuperar el resuello,
como si me persiguiera alguien. La tacita se me cayó de las manos y se estrelló
en el suelo; el estrépito resonó entre los elevados edificios.
Estaba trastornado.
Pero al instante,
consciente de mi situación y convencido de los horrores que había descubierto,
tomé una decisión inflexible.
En la posada no
estaba seguro, de modo que decidí resolver el asunto a mi modo.
Esto me lo que hice:
absteniéndome de regresar a la posada, sin ni siquiera abandonar oficialmente
mi habitación en aquel lugar, me dirigí colina arriba cuando las sombras eran
lo bastante densas para ocultarme, y enfilé la estrecha calleja que conducía al
derruido castillo.
Durante todo el día
había contemplado esta imponente colección de piedras y cascotes, y constaté
que en efecto el castillo se hallaba en ruinas y desierto, a excepción de las
aves que revoloteaban sobre él y salvo, como he dicho, las plantas inferiores,
que supuestamente albergaban las oficinas municipales.
Pero el castillo
tenía dos torres que seguían en pie; una se alzaba sobre la población, y otra,
muy deteriorada, estaba situada sobre el borde de un risco, tal como yo había
observado desde los campos.
Pues bien, me dirigí
hacia la torre que se erguía sobre la población.
Las oficinas
municipales estaban lógicamente cerradas, y los soldados encargados de imponer
el toque de queda no tardarían en salir. Oí ruido proveniente de un par de
tabernas que por lo visto permanecían abiertas, ajenas a las ordenanzas.
La plaza ubicada
frente al castillo estaba desierta, y debido a que las calles de la población
describían numerosos recodos en su trazado descendente, apenas vi nada más que
unas tenues antorchas.
No obstante el cielo
aparecía extraordinariamente brillante y despejado a excepción de unas nubes de
forma discreta y redondeada que destacaban contra el azul intenso de la noche,
y las numerosas estrellas emitían un exquisito resplandor.
Me tropecé con una
vieja escalera de caracol, tan estrecha que apenas pasaba por ella un ser
humano, la cual se curvaba alrededor de la parte útil de la vieja población y
llevaba a la primera plataforma de piedra, frente a una entrada de acceso a la
torre.
Por supuesto esta
arquitectura no me resultaba desconocida. Las piedras tenían una textura más
áspera que las de mi viejo hogar, y eran más oscuras, pero la torre era ancha y
cuadrada y poseía una solidez intemporal.
Yo sabía que la
torre era tan antigua que una escalera de piedra me conduciría a la parte
superior de la misma, y no me equivoqué, pues al poco rato llegué al fin de mi
escalada, al penetrar en una habitación desde la que contemplé toda la
población a mis pies.
Había otras
habitaciones más elevadas, a las que antiguamente se llegaba mediante unas
escalas de madera de las que podían tirar hacia arriba con el fin de defenderse
de un enemigo y aislarlo abajo, pero yo no podía acceder a ellas. Oí a unos
pájaros revolotear en lo alto de la torre, sobresaltados por mi presencia. Y
percibí el rumor de la brisa.
En cualquier caso,
aquélla era una buena altura.
La habitación en la
que me hallaba tenía cuatro ventanas angostas, a través de las cuales contemplé
unas vistas de toda el área circundante.
Y, lo que era más
importante para mí, desde aquella altura divisaba toda la población, que se
extendía a mis pies en forma de un inmenso ojo (un óvalo que se afinaba en los
extremos), donde ardían unas antorchas aquí y allá; vi luz en alguna que otra
ventana, y divisé una linterna sostenida por una persona que avanzaba
lentamente en una calle.
No bien distinguí la
linterna, ésta se apagó. Las calles parecían estar desiertas.
A continuación se
apagaron las luces de todas las ventanas, y al cabo de unos momentos tan sólo
quedaban unas cuatro antorchas encendidas.
La oscuridad ejerció
un efecto sedante sobre mi ánimo. Los campos aparecían teñidos de un color azul
intenso bajo el cielo perlado; el bosque se extendía hasta los límites de las
tierras de cultivo, elevándose en algunos puntos donde las colinas se alzaban
unas sobre otras o descendían abruptamente hacia unos valles presididos por la
más pura negrura.
Percibí el silencio
de la torre desierta.
No se movía nada, ni
siquiera las aves. Yo estaba completamente solo. Habría percibido la más leve
pisada en la escalera de la torre. Nadie sabía que me encontraba allí. Todos
dormían.
Ahí estaba a salvo.
Y podía vigilar la población, me sentía demasiado afligido para mostrarme
disgustado, y estaba más que dispuesto a enfrentarme a Úrsula en ese lugar,
preferible al espacio limitado de la posada. Así pues, recé mis oraciones sin
experimentar temor alguno, con la mano apoyada como de costumbre en la
empuñadura de la espada.
¿Qué esperaba ver en
esa apacible población? Todo lo que ocurriera en ella.
Pero ¿qué creía que
ocurría? Ni yo mismo lo sabía. Mientras paseaba por la habitación, observando
una y otra vez las pocas luces que ardían en la población y los enormes
baluartes cortados a pico bajo el resplandeciente firmamento, aquel lugar me
pareció detestable, lleno de falsedad, de brujería, de pleitesía al diablo.
— ¿Crees que no sé
adonde van a parar los niños que no quieren en la población? — murmuré
enfurecido—. ¿Crees que las autoridades de las poblaciones franquean sin más
trámite la entrada a unas víctimas de la peste?
Me sobresalté al oír
resonar el eco de mis palabras entre los fríos muros de la torre. — ¿Qué haces
con ellos, Úrsula? ¿Qué habrías hecho con mi hermano y mi hermana?
Quizá mis
cavilaciones a algunos les hubieran parecido un despropósito, pero yo sabía por
experiencia que la venganza hace que olvides el dolor. La venganza es una
golosina dulce y poderosa, aunque inútil. Con un solo golpe de mi espada habría
podido cortarle la cabeza a Úrsula, y luego la habría arrojado por esta
ventana, reduciéndola a un ser demoníaco desprovisto de todo poder terrenal.
De vez en cuando
desenvainaba a medias mi espada, pero enseguida volvía a introducirla en su
funda. Saqué mi puñal más largo y golpeé con la hoja la palma de mi mano
izquierda. Todo ello sin dejar de caminar arriba y abajo por la habitación.
De pronto, mientras
realizaba uno de mis aburridos circunloquios divisé a lo lejos, sobre una
remota montaña que ignoro en qué dirección se alzaba (sólo sé que al venir aquí
no había pasado frente a ella), una luz intensa que parpadeaba tras el velo de
selvática oscuridad.
Al principio creí
que se trataba de un fuego, pero al entornar los ojos y observarlo más
detenidamente, comprendí que estaba equivocado.
En las pocas nubes
que se deslizaban por el cielo no se reflejaba un intenso resplandor, y la
iluminación, pese a sus proporciones, estaba contenida, como si emanara de una
numerosa congregación de personas que portaban una fantástica cantidad de
velas. ¡Cuan firme aunque parpadeante era aquella feroz orgía de luz!
Al contemplarla
sentí un escalofrío. ¡Era un edificio! Me incliné sobre el alféizar de la
ventana y observé la compleja y gigantesca silueta de un castillo inundado de
luz que destacaba en medio del terreno, aislado, obviamente visible desde un
sector de la población. La imagen de aquella descomunal construcción rodeada
por un bosque, en la que la celebración que se llevaba a cabo entre sus muros
requería que todas las velas y antorchas estuvieran encendidas, que cada
ventana, baluarte y albardilla apareciera iluminada con linternas, constituía
un espectáculo impresionante.
El edificio estaba
situado al norte, sí, al norte, púes la población se extendía justamente a mis
espaldas, y ese castillo se hallaba al norte, en la dirección que me habían
advertido que no debía tomar, Era inconcebible que los habitantes de la
población desconocieran la existencia de ese lugar, pero nadie, salvo el
aterrorizado y balbuciente franciscano que se había sentado a mi mesa en la
posada, había hecho la menor alusión al mismo.
Pero ¿qué era lo que
observaba yo? ¿Qué veía exactamente? Un frondoso bosque, sí; el edificio era
muy elevado pero estaba rodeado por un tupido bosque que lo ocultaba, a través
del cual su luz palpitaba como una gigantesca amenaza. Pero ¿qué era lo que
emanaba de él, ese extraño movimiento apenas visible en la oscuridad, sobre las
laderas del misterioso promontorio?
¿Se trataba de algo
que se movía en la noche, desde ese lejano castillo hacia la población?
Eran unas cosas
negras, amorfas, semejantes a unas inmensas, informes y flexibles aves que
seguían el trazado del terreno pero sin estar sometidas a su gravedad. ¿Era
posible que avanzaran hacia mí?
¿Había sido yo
víctima de un conjuro? No, yo las vi. ¿O no?
Formaban un grupo
muy numeroso. Cada vez estaban más cerca.
Eran unas formas
menudas, minúsculas; su gran tamaño había sido un espejismo causado por el
hecho de que se movían en grupos, y ahora, al aproximarse a la población, los
grupos se disolvieron y los vi trepar como unas polillas gigantescas por los
muros que se alzaban frente a mí, a ambos lados de la torre.
Me volví y corrí
hacia la ventana.
¡Cayeron sobre la
población como un enjambre de abejas! Vi que desaparecían engullidos por la
oscuridad. Más abajo, en la plaza, aparecieron dos figuras negras, unos
individuos cubiertos con unas ondeantes capas, que penetraron a la carrera o,
mejor dicho, de un salto en las calles al tiempo que emitían unas carcajadas
tan audibles como desvergonzadas.
Oí unos lloriqueos,
unos sollozos.
Oí un débil gemido y
un grito sofocado.
En la población no
se encendió una sola luz.
De pronto, esos
seres malévolos surgieron de nuevo de la oscuridad, sobre las murallas,
corriendo por el borde de las mismas y saltando a la calle.
— ¡Por todos los
santos! —murmuré—. ¡Os he visto, malditos!
En aquel instante oí
un ruido, noté que un tejido suave me rozaba la cara y de golpe apareció ante
mí la figura de un hombre.
— ¿De modo que nos
has visto, muchacho? —Era la voz de un hombre joven, enérgica, jovial—. ¡Qué
chico tan curioso!
Se encontraba
demasiado cerca para que yo pudiera desenvainar mi espada. Tan sólo vi alzarse
ante mí unas prendas varoniles.
Haciendo acopio de
todas mis fuerzas, le golpeé en la entrepierna con el codo y el hombro.
La risotada que
soltó el desconocido invadió la torre.
—Eso no me ha
dolido, jovencito, y si eres tan curioso, te llevaremos con nosotros para
mostrarte lo que ansias ver.
El misterioso ser me
envolvió en su capa, casi asfixiándome. Sentí que me alzaba en volandas y me
metía en un saco, y abandonamos la torre.
Yo estaba boca abajo
e intentaba contener mis náuseas. Parecía como si el misterioso personaje
volara, emitiendo unas carcajadas sofocadas por el viento. Traté de mover los
brazos, pero me fue imposible. Palpé mi espada, sin lograr asir la empuñadura.
Desesperado, quise
coger mi puñal, no el que debió de caer cuando el extraño me raptó, sino el que
llevaba dentro de mi bota, y tras conseguirlo me volví hacia la espalda sobre
la que viajaba dando botes y protestando, y se lo hundí a través de la ropa una
y otra vez.
El extraño lanzó un
sonoro grito. Yo volví a clavarle el puñal.
El otro comenzó a
agitar el saco en el aire, provocándome unas violentas sacudidas.
— ¡Cerdo asqueroso!
—bramó—. ¡Me las pagarás!
Ambos caímos
bruscamente. Aterricé en el suelo, sobre la hierba, y desgarré el saco con mi
puñal.
— ¡Maldito bribón!
—gritó el otro.
— ¿Estás sangrando,
repugnante demonio? —pregunté sin dejar de asestar puñaladas al saco para salir
de él, mientras rodaba por el suelo y palpaba la hierba húmeda.
Contemplé las
estrellas.
Por fin, tras no
pocos esfuerzos, logré deshacerme del saco que me aprisionaba.
Permanecí tendido a
los pies de aquel ser, pero solo por unos instantes.
6
La Corte del Grial
de Rubí
Nada ni nadie habría
sido capaz de arrebatarme el puñal de las manos. Se lo clavé en la pierna hasta
el hueso, provocando otra descarga de gritos. El demonio me tomó en brazos y me
arrojó al aire, tras lo cual caí, pasmado, sobre la húmeda hierba.
Esto me permitió
observarlo detenidamente por primera vez, aunque tenía la vista algo nublada.
El extraño ser, iluminado por un intenso resplandor rojo, lucía una capa con
capucha e iba ataviado como un caballero a la antigua usanza, con una larga
túnica y una cota de malla. El cabello dorado le caía sobre el rostro, y no
cesaba de retorcerse de dolor debido a las puñaladas que yo le había asestado
en la espalda, al tiempo que propinaba patadas en el suelo con su pierna
herida.
Rodé por el suelo un
par de veces, sin soltar el puñal, mientras desenvainaba mi espada.
Antes de que el otro
reaccionase, me levanté de un salto, alcé la espada torpemente pero con todas
mis fuerzas, y se la clavé en el costado; en el instante en que el acero se
hundió en sus entrañas se produjo un nauseabundo sonido. Bajo la intensa luz vi
brotar un chorro de sangre horrendo y descomunal.
El monstruo lanzó un
grito más angustioso que los anteriores y cayó de rodillas.
— ¡Ayudadme,
imbéciles! ¡Libradme de este diablo! —gritó. La capucha se deslizó hacia atrás
y cayó sobre los hombros.
Contemplé la inmensa
fortificación que se alzaba a mi derecha, las elevadas torres almenadas y sus
banderas ondeando al viento bajo el oscilante resplandor de un sinfín de luces,
tal como había visto a lo lejos desde la población.
Se trataba de un
castillo fantástico; poseía unos tejados de dos aguas, unas ventanas de arco
ojival alargado y unas elevadas almenas repletas de figuras oscuras que se
movían mientras presenciaban la pelea que sosteníamos el monstruoso ser y yo.
De pronto apareció
Úrsula y echó a correr a través de la hierba hacia mí. No llevaba capa; iba
ataviada con un vestido rojo y lucía dos largas trenzas.
— ¡No le lastiméis,
os lo advierto! —gritó—. ¡No le pongáis la mano encima!
La seguían unos
individuos ataviados con unas anticuadas cotas de malla que les llegaban a las
rodillas y tocados con solemnes yelmos puntiagudos. Todos lucían barba, y tenía
una piel de una blancura cadavérica.
Mi adversario cayó
de bruces sobre la hierba, echando sangre por la boca como si se tratara de una
grotesca fuente.
— ¡Mirad lo que me
ha hecho! —gritó.
Yo guardé el puñal
en mi cinturón, aferré la espada con ambas manos y le asesté un golpe en el
cuello al tiempo que lanzaba un desgarrador bramido La cabeza de mi adversario
rodó por la colina.
— ¡Estás muerto,
maldito! —grité—. ¡Monstruo asesino, estás muerto! ¡Ve en busca de tu cabeza y
colócala de nuevo en su lugar!
Úrsula me rodeó el
cuello con los brazos, oprimiendo sus pechos contra mi espalda. Su mano
aprisionó la mía, obligándome a inclinar la punta de mi espada hacia el suelo.
—No le toquéis
—exclamó de nuevo en tono amenazador—. Os prohíbo que os acerquéis a él.
Uno de los demonios
se apresuró a recuperar la cabeza de mi enemigo, cubierta por una rubia
pelambrera, y la sostuvo en alto mientras los otros observaban cómo el cuerpo
de su compinche se estremecía y retorcía.
—Es demasiado tarde
—dictaminó uno de los individuos.
—No, colócasela de
nuevo sobre el cuello —exclamó otro.
—Suéltame, Úrsula
—dije—. ¡Permite que muera con honor, te lo ruego! —añadí mientras trataba de
liberarme—. ¡Suéltame para que pueda morir como yo deseo, te lo suplico!
—No —me susurró ella
al oído, arrojándome su cálido aliento—. No lo haré.
Yo no podía luchar
con su imponente fuerza, que contrastaba con los pechos suaves y mullidos y el
tacto fresco de sus delicados dedos. Me tenía en su poder.
—Id a hablar con
Godric —propuso uno de los hombres.
Los otros dos
recogieron el cuerpo del decapitado, que no cesaba de retorcerse, sacudido por
violentas convulsiones.
—Conducidlo ante
Godric —dijo el individuo que portaba la cabeza—. Sólo él puede pronunciarse
sobre este asunto.
De repente, Úrsula
emitió un sonoro alarido.
— ¡Godric! —Fue un
grito tan agudo que parecía el aullido del viento o de una bestia, y el inmenso
eco reverberó entre las elevadas murallas.
En lo alto de la
colina, frente al amplio portal de la ciudadela y de espaldas a la luz,
apareció la silueta de un individuo alto y delgado; su espalda estaba doblada a
causa de la avanzada edad.
—Traedlos a los dos
—ordenó—. Silencio, Úrsula, vas a alarmar a todo el mundo con tus gritos.
Yo traté de
soltarme, pero Úrsula me sujetó con más fuerza. De pronto sentí un alfilerazo
cuando sus dientes se clavaron en mi cuello.
— ¡No lo hagas,
Úrsula, deja que contemple lo que va a ocurrir! —murmuré.
Entonces sentí que
me rodeaban unas turbias nubes, como si el aire se hubiera espesado y me
envolviera con su intensa fragancia y sonido y una fuerza sensual.
“Te amo, te deseo,
sí, no puedo negarlo.” Sentí que abrazaba a Úrsula sobre la húmeda hierba del
prado y ella yacía debajo de mí. Pero eran meras ensoñaciones y no vi unas
flores silvestres rojas, sino que noté que me transportaban a un lugar
desconocido, y yo estaba inerme, pues ella me había arrebatado las fuerzas y el
corazón con la fuerza del suyo.
Intenté maldecirla.
Yacíamos sobre la hierba rodeados de flores y hierba, y ella dijo:
“Huye”, pero eso era
imposible, porque no se basaba en la realidad sino en una fantasía en la que
sus labios succionaban los míos y sus piernas aprisionaban mi cuerpo como una
serpiente.
Un castillo francés.
Tuve la impresión de que me hallaba en el norte. Tenía los ojos abiertos.
Presentaba todos los
aderezos de una corte francesa.
Incluso la tenue y
suave música que percibí me recordó las antiguas canciones francesas que oyera
cantar en mi infancia a la hora de la cena.
Al despertarme
comprobé que me hallaba sentado con las piernas cruzadas al estilo oriental
sobre una alfombra, con el torso inclinado hacia delante, frotándome el cuello
y buscando desesperado las armas que me habían arrebatado. En éstas perdí el
equilibrio y caí de espaldas.
La música, que
procedía del piso inferior, era repetitiva, monótona, machacona, interpretada
por unos tambores destemplados y la voz aguda y nasal de unas trompas. Carecía
de melodía.
Alcé la vista. Era
un ambiente francés, no cabía duda, con el elevado y estrecho arco que daba
acceso a una amplia balconada exterior, debajo de la cual se celebraba un
ruidoso festejo.
Todo exhibía un
exquisito aire francés, hasta los tapices que representaban a unas damas
luciendo unos sombreros de elevada copa y sus unicornios blancos como la nieve.
Todo resultaba
curiosamente anticuado, como las ilustraciones en los devocionarios de las
cortes que mostraban a unos poetas sentados que leían en voz alta el aburrido y
tedioso Román de la Rose. , La ventana estaba cubierta por una cortina de raso
azul estampada con flores de lis. La elevada puerta y el fragmento del marco de
la ventana que alcanzaba a ver estaban decorados por una filigrana antigua. Las
cómodas, con adornos dorados y pintadas al estilo francés, mostraban un aire
anticuado y decadente.
Al volverme vi a los
dos individuos con las túnicas manchadas de sangre; las mangas de las cotas de
malla eran toscas y gruesas. Se habían quitado los puntiagudos yelmos y me
observaban con unos ojos pálidos y fríos; ambos lucían barba. La luz ponía de
realce su piel blanca y curtida.
Y vi a Úrsula, una
joya enmarcada en plata entre las sombras, que me contemplaba ataviada con un
vestido de estilo imperio, vaporoso y anticuado como la vestimenta de los
hombres; también ella parecía provenir de un antiguo reino francés, mostrando
sus níveos pechos casi hasta los pezones debajo de un corpiño de terciopelo
rojo y dorado bordado con flores.
El anciano estaba sentado
en una silla con las patas en tijera, ante un escritorio. Su edad concordaba
con la postura en que yo le había visto iluminado por el resplandor del
castillo, pálido como los otros, con la piel de una blancura cadavérica, a la
vez hermoso, monstruoso y siniestro.
Unas lámparas turcas
colgaban de unas cadenas la habitación; las llamas emitían un intenso
resplandor que hirió mis fatigados ojos, y una fragancia a rosas y campos
estivales ajena al calor y a objetos abrasados.
El anciano tenía la
cabeza pelada, grotesca como el bulbo de una azucena arrancado de la tierra y
desprovisto de su raíz, y mostraba unos brillantes ojos de color gris y una
boca larga, estrecha y solemne que no tenía por costumbre quejarse ni juzgar.
—Ah, vaya —dijo
dirigiéndose a mí con voz suave al tiempo que enarcaba una ceja apenas visible
salvo por la pronunciada arruga de su carne blanca y perfecta. Tenía las
mejillas fláccidas—.
Supongo que eres
consciente de que has matado a uno de los nuestros.
—Eso espero
—repliqué.
Al levantarme me
tambaleé y estuve a punto de caer. Úrsula me sostuvo, tras lo cual retrocedió,
como si hubiera cometido un acto indecoroso.
Tras recuperar el
equilibrio miré con rabia a Úrsula y al viejo pelón, que me observaba con
calma.
— ¿Deseas contemplar
lo que has hecho? —preguntó.
— ¿Para qué?
—inquirí a mi vez, aunque me picaba la curiosidad.
A mi izquierda,
sobre una mesa de caballete, yacía el ladrón de pelo dorado que había
secuestrado mi alma y mi cuerpo, encerrándolos en un saco. La deuda estaba saldada.
El extraño ser yacía
inmóvil, horriblemente encogido, como si sus miembros hubieran disminuido de
tamaño; la cabeza blanca y exangüe, con los párpados abiertos y los ojos
inyectados en sangre, yacía junto a un cuello separado toscamente del tronco
por mi espada. Qué delicia.
Observé una de las
esqueléticas manos, que pendía sobre el borde de la mesa, blanca, semejante a
un curioso animal marino que descansara en la arena de la playa bajo el
implacable sol.
— ¡Excelente!
—exclamé—. Me alegro de haber matado a ese hombre que se atrevió a raptarme y
traerme aquí por la fuerza. Gracias por mostrármelo—dije mirando al anciano—.
Es lo menos que exige el honor. Por no hablar del sentido común. ¿A cuántos más
os habéis llevado de la población? ¿Al viejo loco empeñado en arrancarse la
camisa? ¿Al niño que nació enclenque? ¿A los débiles, deformes y enfermos que
os entregan? ¿Qué les dais vosotros a cambio?
—Silencio, joven
—ordenó de forma solemne el anciano—. Tu valor trasciende el honor y el más
elemental sentido común, eso es evidente.
—No es cierto. Las
atrocidades que habéis cometido contra mí exigen que luche contra todos y cada
uno de vosotros hasta que exhale mi último suspiro. —Tras estas palabras me volví
hacia la puerta. La machacona música me producía náuseas y amenazaba con
derribarme al suelo tras los numerosos golpes y caídas que había sufrido—. No
soporto ese ruido. ¿Qué es esto, una maldita corte?
Los tres hombres
prorrumpieron en carcajadas.
— Casi has acertado
—contestó uno de los soldados barbudos con la voz grave de un barítono—. Somos
la Corte del Grial de Rubí, ése es nuestro nombre, pero preferimos que lo
pronuncies como es debido, en latín o en francés, tal como hacemos nosotros.
— ¡La Corte del
Grial de Rubí! —exclamé— Unas sabandijas, unos parásitos, unos vampiros, eso es
lo que sois. ¿Qué significa “grial de rubí”? ¿Sangre?
Me esforcé en
recordar el alfilerazo que sentí cuando Úrsula me clavó los dientes en el
cuello sin el intenso placer que me había procurado; pero el huidizo recuerdo
del fragante prado y de los suaves pechos amenazaba con engullirme. Sacudí la
cabeza para ahuyentar tales pensamientos.
—Sois unos vampiros.
¡El grial de rubí! ¿Eso es lo que hacéis con ellos, con los desdichados que os
lleváis de la población? ¿Beber su sangre?
El anciano dirigió a
Úrsula una mirada cargada de significado.
— ¿Qué pretendes de
mí, Úrsula? —preguntó—. ¿Cómo pretendes que acceda a tus deseos?
—Pero, Godric, es un
joven apuesto, valeroso y fuerte —replicó Úrsula—. Si accedes, nadie se opondrá
a tu decisión. Nadie la pondrá en tela de juicio. Te lo suplico, Godric.
¿Cuándo te he implorado...?
— ¿Qué le has
implorado? — Pregunté contemplando el rostro solícito y compungido de Úrsula y
el del anciano—. ¿Que me perdone la vida? ¿Eso es lo que le pides? Prefiero que
me mates.
El anciano lo sabía.
No era necesario que yo lo dijera. A esas alturas no estaba dispuesto a aceptar su misericordia. Me habría arrojado
sobre ellos con el fin de aniquilar a un par más de demonios.
De pronto, movido
por la ira y la impaciencia, el anciano se levantó con inusitada agilidad, me
agarró del cuello y me arrastró tras él, entre el murmullo de sus elegantes
ropajes de raso rojo, como si yo no pesara nada, a través de los arcos y hasta
el borde de la balaustrada de piedra.
—Contempla nuestra
corte —dijo.
Era un espacio
inmenso. El balcón sobre el que nos hallábamos se prolongaba a lo largo de todo
el muro; abajo apenas se divisaba un palmo de piedra desnuda, pues los muros
estaban cubiertos por unos tapices de color dorado y borgoña. En torno a la
larga mesa se hallaba sentado un nutrido número de caballeros y damas de
alcurnia, todos vestidos de color borgoña, el color de la sangre, no del vino
como yo había supuesto. Ante ellos resplandecía la madera desnuda, sobre la que
no aparecía ni un plato de comida ni una copa de vino, pero todos parecían
contentos y satisfechos mientras charlaban animadamente entre sí. Unos
bailarines se deslizaban con gran habilidad sobre las gruesas alfombras, como
si les gustara sentir su espeso tacto bajo los pies embutidos en unos elegantes
escarpines.
Los numerosos
círculos entrelazados de figuras que danzaban al compás de la música componían
unos vistosos arabescos. Los trajes abarcaban una amplia variedad de estilos,
desde el típicamente francés hasta el florentino. Por doquier abundaban alegres
círculos de raso teñido de rojo o un prado rojo sembrado de flores u otros
diseños semejante a unas estrellas o una media luna, aunque la distancia me
impedía distinguirlos con nitidez.
Aquel grupo de
gentes vestidas de un color vivo entre la pútrida intensidad de la sangre y el
soberbio esplendor del escarlata, constituía una imagen siniestra y a la vez
seductora.
Observé la infinidad
de candeleros, candelabros y antorchas. Qué fácil habría sido prender fuego a
sus ricos tapices. Me pregunté si ellos, esos demonios, arderían también al
igual que otros brujos y herejes.
Úrsula lanzó una
breve exclamación de alarma.
—Sé prudente,
Vittorio —murmuró.
Un individuo que
estaba situado en el centro de la mesa alzó la cabeza y me miró; ocupaba el
lugar de honor, sentado en una silla de respaldo alto, igual que mi padre en
casa. Era rubio, como el de la
pelambrera dorada y crespa que yo había matado, pero exhibía una sedosa
cabellera, perfectamente peinada, que rozaba sus poderosos hombros. Tenía un
rostro juvenil, mucho más que el de mi padre pero más avejentado que el mío, de
una palidez tan sobrenatural como los demás.
Tras observarme con
sus ojos azules y penetrantes, volvió a contemplar a los bailarines.
La escena parecía
estremecerse bajo las ardientes y oscilantes llamas, y pese a que los ojos me
lagrimeaban debido a la densa atmósfera, observé espantado que las figuras
bordadas en los tapices no eran las apacibles damas y unicornios que viera en
el pequeño estudio donde habíamos estado antes, sino unos diablos que danzaban
en el infierno. Debajo del balcón en el que nos hallábamos aparecían esculpidas
unas grotescas gárgolas representadas en el más violento y feroz de los
estilos, y en los capiteles de las columnas que se ramificaban y sostenían el
techo observé otras criaturas demoníacas y aladas esculpidas en la piedra.
Por doquier, delante
y detrás de mí, contemplé unos rostros contraídos en una mueca de maldad. Un
tapiz mostraba los círculos del infierno de Dante superpuestos uno sobre otro,
los cuales alcanzaban una gran altura.
Observé la mesa
pulida y desnuda. Estaba mareado, Temí ponerme a arrojar, desvanecerme.
!? —Lo que Úrsula me
pide es que te haga miembro de nuestra corte —dijo el anciano al tiempo que me
empujaba contra la balaustrada, impidiéndome moverme y menos aún huir. Se
expresaba con voz grave y pausada, sin ofrecer ninguna opinión al respecto—.
Desea que formes parte de nuestra comunidad como recompensa por haber matado a
uno de los nuestros. Ésa es su lógica.
El anciano me
observó con ojos fríos y pensativos mientras seguía sujetándome por el cuello,
aunque sin crueldad ni violencia, sólo para inmovilizarme.
En mi cabeza bullía
un sinfín de palabras y maldiciones pronunciadas a medias, cuando de pronto
sentí que caía al vacío.
Sin que el anciano
me soltara, caí sobre la balaustrada y al cabo de unos segundos aterricé sobre
la mullida alfombra. El anciano me ayudó a levantarme y los bailarines se
apartaron a ambos lados para cedernos paso.
Nos detuvimos ante
el señor del castillo, que ocupaba la silla de respaldo alto, y observé que las
figuras de madera que ostentaba su imponente trono eran, por supuesto, bestiales,
felinas y diabólicas.
Todo era de madera
negra, pulida hasta el extremo de percibirse el olor del aceite, el cual
combinaba bien con el perfume de las lámparas. Las antorchas emitían un suave
chisporroteo.
Los músicos cesaron
de tocar. Yo no los veía. Y cuando alcancé a ver la pequeña orquesta situada en
lo alto, en un pequeño balcón o galería, comprobé que estaba formada por unos
hombres de tez blanca como la porcelana, esbeltos y vestidos con ropas
modestas. Todos clavaron en mí sus ojos de gato.
Contemplé al señor
del castillo. No se había movido ni pronunciado una palabra. Era un hombre
apuesto, de porte imperial, con una cabellera rubia espesa y peinada con
pulcritud, tal como observé antes, que le rozaba los hombros.
Su vestimenta
también resultaba anticuada; consistía en una holgada túnica de terciopelo, no
como las de los soldados, sino más bien una toga adornada con un ribete de piel
teñido de escarlata como el del tejido, y debajo lucía unas vistosas mangas
abullonadas hasta el codo y ceñidas en torno a los antebrazos y las muñecas.
Alrededor del cuello llevaba una enorme cadena de la cual pendían unos
medallones, cada uno de los cuales consistía en un aro de oro exquisitamente
labrado engarzado con un cabujón, un rubí, rojo como los ropajes.
Una de sus manos,
delgada, desprovista de alhajas, reposaba sobre la mesa sin afectación.
La otra no alcancé a
verla. El clavó sus ojos azules en mí.
La mano desnuda,
refinada y limpia, indicaba que era un hombre puritano y erudito.
Úrsula avanzó hacia
nosotros con paso ágil a través de las gruesas alfombras sobrepuestas, alzando
la falda con ambas manos para no tropezar.
—Florián —dijo, e
hizo una profunda reverencia ante su señor, que ocupaba el lugar preferente en
la mesa—. Florián, te ruego que accedas a nombrar a este joven, de gran
carácter y fortaleza, miembro de nuestra corte. Hazlo por mí, para satisfacer
los deseos de mi corazón. Es cuanto te pido. —La voz era trémula pero
convincente.
— ¿Que me convierta
en miembro de esta corte? —pregunté encendido de ira. Miré a diestro y
siniestro. Observé las pálidas mejillas de aquellos seres, las bocas oscuras,
semejantes al color de una herida sangrante. Reparé en la expresión vacua e
impasible con que me observaban.
¿Tenían los ojos
rebosantes de un fuego demoníaco, o habían perdido todo rasgo de humanidad en
sus semblantes?
Miré mis manos, mis
puños crispados, rojos y humanos, y de pronto me percaté de mi propio olor,
percibí el olor de mi sudor y del polvo de la carretera que tenía adherido y se
mezclaba con los otros olores humanos.
—Sí, constituyes un
bocado muy apetecible para nosotros —dijo el jefe de la estrafalaria corte—.
Todo el salón está impregnado de tu aroma. Pero aún es temprano para que
iniciemos el festín. Lo hacemos cuando la campana suena doce veces, según
nuestra costumbre infalible.
Tenía una voz muy
hermosa, clara y encantadora, con un deje francés, que resultaba muy seductor.
Se expresaba con una reserva, un empaque típicamente francés.
Florián me dirigió
una sonrisa tan dulce como la de Úrsula, pero no era compasiva, ni cruel ni
sarcástica.
Yo le miraba sólo a
él, no me interesaban los rostros que había a su izquierda y derecha.
Sólo sabía que eran
muy numerosos, pertenecientes a hombres y mujeres por igual, que las mujeres lucían los majestuosos tocados de
antaño, y por el rabillo del ojo me pareció ver a un individuo vestido como un
bufón.
—Una cuestión de
esta magnitud, Úrsula —dijo Florián—, requiere una larga deliberación.
— ¡Cómo! —exclamé—.
¿Pretendes nombrarme miembro de vuestra corte? ¡Ni pensarlo!
—Vamos, muchacho
—replicó Florián con voz suave y tranquilizadora—. Aquí no estamos sometidos a
la muerte, el deterioro o la enfermedad. Te agitas como un pez prendido en el
anzuelo; estás condenado y ni siquiera te has percatado de que ya no te
encuentras en el agua, en tu elemento natural.
—Señor, no deseo
formar parte de tu corte —repliqué—. Ahórrate tu amabilidad y tus consejos.
—Eché una mirada alrededor—. No me hables de vuestros festines.
Esos seres habían
adoptado un silencio abominable, una mirada gélida que resultaba antinatural y
amenazadora. Sentí náuseas. O quizá fuera pavor, un pavor que no permitiría que
hiciera presa en mí aunque estuviera rodeado de esas diabólicas criaturas y
tuviera que defenderme solo.
Las figuras que se hallaban
sentadas a la mesa permanecían inmóviles, como si fueran de porcelana. Se diría
que el mismo hecho de posar con esa exquisita compostura formara parte de su
capacidad de prestar atención.
—Ojalá tuviera un
crucifijo —musité, sin pensar siquiera en lo que decía.
—Eso no significa
nada para nosotros —afirmó Florián.
—Lo sé de sobra; tu
dama entró en nuestra capilla para apoderarse de mi hermano y de mi hermana.
Sí, ya sé que las cruces no representan nada para vosotros. Pero en estos
momentos un crucifijo significaría mucho para mí. Dime, ¿tengo unos ángeles que
me protegen? ¿Sois siempre visibles? ¿O
de vez en cuando os confundís con la noche y desaparecéis? Y en tal caso,
¿puedes ver los ángeles que me defienden?
Florián sonrió.
El anciano, que por
fin me había soltado, lo cual agradecí, emitió una discreta risita. Pero los
otros permanecieron impávidos.
Observé a Úrsula.
Qué enamorada y desesperada parecía, con qué firmeza y decisión me miraba a mí
y a su señor, al que había llamado Florián. Sin embargo era tan inhumana como
los otros; la siniestra imagen de una mujer joven, dueña de una gracia y una
belleza indescriptibles, pero hacía mucho que había abandonado el mundo
terrenal, como todos ellos. ¡Qué grial de rubí ni qué historias!
—Escucha sus
palabras, señor, pese a lo que diga —suplicó Úrsula a Florián—. Hace mucho que
no se oye una nueva voz entre estos muros, una voz susceptible de permanecer
junto a nosotros, de convertirse en uno de nosotros.
—En efecto, y este
muchacho parece creer en los ángeles, y tú lo consideras extraordinariamente
inteligente —repuso Florián con tono afable—. En verdad te aseguro, joven
Vittorio, que no veo ningún ángel protegiéndote. Siempre somos visibles, como
bien sabes, pues tú mismo has contemplado nuestra mejor y nuestra peor faceta.
Pero lo cierto es que no nos has visto en el mejor momento.
—Lo cual ansío con
impaciencia, mi señor —contesté—, pues estoy enamorado de vosotros, de vuestro
estilo de asesinar a la gente, por no hablar de los estragos que vuestra
corrupción ha causado en la población vecina. ¡Os habéis apoderado incluso del
alma de los sacerdotes!
—Silencio, no te
alteres —me reprendió Florián—. Tu olor inunda mis fosas nasales como si el
puchero estuviera hirviendo. Quizá te devore, hijo mío, tal vez te descuartice
y reparta los trozos pulsantes de vida entre mis compañeros para que los
saboreen mientras la sangre aún está caliente y tus ojos pestañean...
Al oír esas palabras
creí enloquecer. Pensé en mis hermanos muertos. Pensé en las grotescas y
tiernas expresiones que mostraban sus cabezas cortadas. Era insoportable. Cerré
los ojos. Traté de evocar una imagen que borrara esos horrores. Recordé el
espectáculo del ángel de Fra Filippo Lippi arrodillado ante la Virgen. Sí, ángeles,
ángeles, rodeadme con vuestras alas. ¡Dios mío, envíame a tus ángeles!
— ¡Maldita sea tu
corte, demonio de melosas palabras! —exclamé—. ¿Cómo lograste establecerte en
esta región? ¿Cómo ocurrió? —Abrí los ojos, pero sólo vi a los ángeles de Fra
Filippo en una confusa miscelánea de obras que recordaba; unos seres radiantes
pletóricos del cálido aliento carnal de la tierra mezclado con el cielo—.
Confió en que el
monstruo a quien corté la cabeza se abrase en el infierno —grité a voz en
cuello.
Si el silencio puede
hincharse y deshincharse, eso fue lo que hizo en aquella inmensa estancia; yo
sólo oí el rumor de mi agitada respiración.
Pero Florián no se
inmutó.
— Podemos considerar
tu propuesta, Úrsula —dijo.
— ¡No! —protesté—.
¿Unirme a vosotros? ¿Convertirme en uno de los vuestros? ¡Jamás!
El anciano me sujetó
con fuerza del cuello. Si intentaba liberarme sólo conseguiría hacer el
ridículo. Bastaba con que apretara un poco más para asfixiarme. Quizá fuera
preferible. Pero deseaba añadir algo más.
—Nunca accederé.
¿Cómo os atrevéis a pensar que mi alma posee tan poco valor que estaría
dispuesto a entregárosla?
— ¿Tu alma?
—Preguntó Florián—. ¿Qué valor tiene tu alma cuando se niega a viajar durante
siglos bajo las inescrutables estrellas, en lugar de unos pocos años? ¿Qué
valor tiene cuando se niega a perseguir la verdad durante toda la eternidad, a
cambio de una breve y vulgar existencia?
Lentamente, entre el
sofocado murmullo de sus ropajes, Florián se levantó y mostró por primera vez
su largo manto rojo que caía hasta el suelo, formando tras él una enorme sombra
del color de la sangre. Inclinó la cabeza ligeramente, haciendo que las
lámparas confirieran a su pelo un intenso tono dorado, y sus ojos azules
adoptaron una expresión más suave.
—Nosotros estábamos
aquí antes que los de tu especie —respondió en un tono de voz siempre
contenido; seguía mostrándose cortés y elegante—. Estibamos aquí siglos antes
de que vosotros llegarais a vuestra montaña. Estábamos aquí cuando todas estas
montañas circundantes eran nuestras. Sois vosotros los invasores. —Tras
detenerse unos instantes, Florián se irguió, adoptando una actitud imperial, y
continuó—: Es tu especie la que ha irrumpido en nuestro territorio con sus
granjas, aldeas, fortalezas y castillos, limitando nuestro espacio, invadiendo
nuestros bosques, hasta el extremo de que debemos actuar con astucia más que
con rapidez, y ser visibles en lugar de comportarnos “como un ladrón en la
noche”, según afirma la Biblia.
— ¿Por qué
asesinasteis a mi padre y a mi familia? —pregunté.
Era incapaz de
seguir callado por más tiempo, no me dejaría engañar por su hábil elocuencia,
sus suaves palabras, su rostro seductor.
—Tu padre y el padre
de éste —contestó Florián—, así como el señor feudal que les precedió talaron
los árboles que rodeaban vuestro castillo. Pues bien, yo debo talar el bosque
de seres humanos que amenazan con invadir mi castillo. De vez en cuando debo
utilizar mi hacha, y eso es lo que hago y seguiré haciendo. Tu padre podría
haber pagado el tributo y seguir viviendo tranquilamente. Podría haber prestado
un juramento secreto que le exigía muy poco.
— ¡No creerás que él
iba a entregaros a nuestros niños para que bebierais su sangre o los
sacrificarais a Satanás sobre un altar!
—Tú mismo lo
comprobarás —contestó Florián—, pues creo que debemos sacrificarte.
— ¡No, Florián! —
Exclamó Úrsula—. Te lo suplico.
—Deja que te haga
una pregunta, amable señor —intervine yo—, dado que concedes tanta importancia
a la justicia y a la historia. Si ésta es una corte, una auténtica corte, ¿por
qué no dispongo de una defensa humana? ¿O de unos representantes humanos? ¿De
unos abogados humanos que me defiendan?
Mi pregunta
desconcertó a Florián. Al cabo de unos momentos respondió:
—Nosotros
constituimos una corte, hijo mío. Tú no eres nada, y lo sabes. Habríamos
permitido que tu padre viviera, al igual que permitimos al ciervo que habite en
el bosque para que se aparee con la hembra y tengan descendencia. Es así de
sencillo.
— ¿Hay seres humanos
en este lugar?
—Ninguno que pueda ayudarte
—respondió Florián secamente.
— ¿No hay unos
centinelas humanos que montan guardia de día? —insistí.
—No —contestó
Florián, y por primera vez esbozó una sonrisa de orgullo—. ¿Acaso piensas que
los necesitamos? ¿Crees que nuestros pichones sienten la tentación de huir del
corral durante el día? ¿Crees que necesitamos unos centinelas humanos en este
lugar?
—Desde luego. ¡Estás
loco si crees que voy a incorporarme a tu corte! ¿Que no necesitáis unos
centinelas humanos, cuando debajo de este castillo hay una población cuyos
habitantes saben lo que sois y que acudís de noche porque no podéis aparecer de
día?
Florián sonrió con
paciencia.
—Son unas sabandijas
—replicó sin alterarse—. No me hagas perder el tiempo hablando de unos seres
despreciables.
—Te equivocas al
juzgarlos de modo tan severo. En cierta forma creo que les amas más de lo que
estás dispuesto a reconocer.
—En todo caso ama su
sangre —dijo el anciano por lo bajo entre risas.
En ese momento se
oyeron unas tímidas carcajadas, que se desvanecieron en el acto, como los
fragmentos de un objeto hecho añicos.
Florián tomó de
nuevo la palabra:
—Consideraré tu
propuesta, Úrsula, pero no...
— ¡No, me niego!
—protesté—. No me uniría a vosotros aunque estuviera condenado a morir.
—No seas insolente
—me advirtió Florián sin perder la calma.
— ¡Sois unos idiotas
si creéis que los habitantes de la población no se rebelarán y tomarán esta
ciudad a la luz del día y descubrirán vuestros escondites! —Percibí un murmullo
a través del salón, pero ninguna palabra, como si esos monstruos de rostro
pálido se comunicaran entre sí por medio del pensamiento o la simple mirada,
haciendo que sus pesados y hermosos ropajes se movieran—. ¡Sois unos estúpidos!
¿Os dais a conocer a todo el mundo de día y creéis que esta Corte del Grial de
Rubí puede perdurar eternamente?
—Me ofendes —replicó
Florián, y sus mejillas se tiñeron de un tono sonrosado que le sentaba
divinamente—. Te pido cortésmente que guardes silencio.
— ¿Te he ofendido?
Señor, permíteme un consejo. De día estáis indefensos, lo sé perfectamente.
Atacáis de noche y sólo entonces. Todos los signos y las palabras así lo
indican.
Recuerdo a vuestras
hordas huyendo de casa de mi padre. Recuerdo la advertencia: “Mira el cielo”.
Señor, lleváis
demasiado tiempo viviendo en vuestro bosque. Deberíais seguir el ejemplo de mi
padre y enviar a algunos discípulos a estudiar con los filósofos y los
sacerdotes de la ciudad de
Florencia.
—No te burles de
mí—imploró Florián con su habitual cortesía—. Conseguirás que me enoje,
Vittorio, y no deseo hacerlo.
—Te queda poco
tiempo, viejo demonio —repliqué—. De modo que disfruta en tu anticuado y i
aislado castillo mientras puedas.
Úrsula soltó una
exclamación de protesta, pero E yo no estaba dispuesto a dejar que me
interrumpiera.
—Quizá lograras
sobornar a la vieja generación de idiotas que gobierna hoy en día la población
—dije—, pero si crees que los mundos de Florencia, Venecia y Milán no os
atacarán antes de lo que imaginas, es que estás soñando. No son los hombres
como mi padre quienes representan una amenaza para vosotros, señor. Es el
erudito con sus libros; son los alquimistas y los astrólogos de las
universidades quienes acabarán con vosotros, la era moderna de la que no sabes
nada... Ellos os perseguirán y darán caza como a una vieja bestia legendaria,
os sacarán de vuestra guarida al calor del sol y os cortarán la cabeza...
— ¡Mátalo! —gritó
una voz femenina entre los presentes.
—Destrúyelo de
inmediato —dijo un hombre.
— ¡No merece que lo
encerremos en el corral! —afirmó otro.
—No merece
permanecer ni un solo instante en el corral, ni siquiera que lo sacrifiquemos.
Acto seguido se alzó
un coro de voces exigiendo mi muerte.
— ¡No! — Gritó
Úrsula extendiendo los brazos hacia Florián—. ¡Te lo suplico, Florián!
—Tormento, tormento,
tormento —comenzaron a repetir dos, tres y hasta cuatro voces.
—Señor —terció el
anciano, aunque apenas lograba oír su voz—, no es más que un muchacho.
Encerrémoslo en el corral, con el resto de los pichones. Dentro de un par de
noches no recordará siquiera su nombre. Estará tan manso y rollizo como los
otros.
— ¡Mátalo de una
vez! —gritó alguien por encima del resto de la concurrencia.
— ¡Acabemos con él!
—exclamaron otros.
Las peticiones
sonaban cada vez más airadas.
De pronto se oyó una
estentórea voz a la que de inmediato secundaron otras:
— ¡Despedázalo! ¡Sin
tardanza!
— ¡Sí, sí, sí!
Aquello parecía el
batir de unos tambores de guerra.
7
El corral
El anciano Godric
gritó para imponer silencio en el preciso instante en que numerosas manos
gélidas me asían por los brazos.
En Florencia yo
había visto a un hombre despedazado por la multitud. Había estado
peligrosamente cerca de aquel atroz espectáculo, y por poco muero pisoteado por
quienes, al igual que yo, trataban de huir.
De modo que sabía
muy bien que aquello podía ocurrir. Estaba resignado a sufrir esa o cualquier
otra suerte, y creía tan firmemente en mi ira y mi rectitud como en la muerte.
Pero Godric ordenó a
los sedientos de sangre que se retiraran, y aquel hatajo de rostros pálidos se
apartó con una elegancia cortesana rayana en lo ridículo y servil, con la
cabeza gacha o vuelta hacia un lado, como si momentos antes no hubieran estado
dispuestos a matarme.
Yo no quité ojo a
Florián, cuyo semblante mostraba tal acaloramiento que casi parecía humano; la
sangre latía en sus delgadas mejillas y en su boca, oscura como una cicatriz
cubierta de sangre reseca, pese a su atractiva forma. El pelo dorado oscuro
parecía casi castaño, y los ojos azules mostraban una expresión pensativa y
preocupada.
—Yo propongo que lo
encerremos con los otros —apuntó Godric, el anciano pelón.
En esos momentos
Úrsula rompió a llorar, incapaz de contenerse por más tiempo. Me volví hacia
ella y observé la cabeza inclinada, las manos que le cubrían el rostro casi por
completo, y vi deslizarse a través de las arrugas de sus largos dedos unas
gotas rojas como si derramara lágrimas de sangre.
—No llores —dije,
sin pensar en si habría sido más prudente mantener la boca cerrada—.
Has hecho cuanto
estaba en tu mano, Úrsula. Soy un caso perdido.
Godric se volvió
frunciendo el arrugado entrecejo. Esta vez yo estaba lo bastante cerca para
percatarme de que en su cabeza blanca y pelada crecían algunos pelos, unas
escasas cejas canosas gruesas y ásperas como astillas.
Úrsula extrajo una
gasa de color rosa de un pliegue de su vestido largo de estilo imperio francés,
un pañuelo con unas hojas verdes y unas flores rosas bordadas en las esquinas;
con él se enjugó sus hermosas lágrimas rojas y me contempló como si se derritiera
de amor.
—Mi situación es
insalvable —le dije—. Has hecho cuanto has podido por salvarme. Si pudiera, te
abrazaría para protegerte de este dolor. Pero esta bestia me tiene cautivo.
Se produjeron unos
murmullos y unas exclamaciones de protesta entre la congregación de monstruos
vestidos de escarlata. Durante unos breves instantes me permití observar los
rostros demacrados y blancos como la cera que flanqueaban a Florián, y a
algunas de las damas tan afrancesadas con sus anticuados tocados y cofias de color
rosa que no mostraban un solo pelo de la cabeza. Tenían un aspecto absurdo y
exquisito, y por supuesto todos eran demonios.
Godric, el anciano
pelón, emitió una risita.
— Menuda colección
de demonios —comenté con desprecio.
—Enciérralo en el
corral, señor —sugirió el calvo Godric—. Junto con los otros. Luego deseo
hablar contigo en privado. Y con Úrsula. Está excesivamente afectada.
— ¡Sufro por él, sí!
—replicó ella—. Te lo ruego, Florián, jamás te he implorado nada semejante, tú
lo sabes.
—Sí, Úrsula —admitió
Florián suavizando aún más el tono—. Lo sé, mi bella flor. Pero este joven es
rebelde, y su familia ha destruido sin miramientos, desde los tiempos en que
nos dominaban, a los desdichados miembros de nuestra tribu que abandonaban el
castillo para cazar. Ha ocurrido más de una vez.
— ¡Maravilloso!
—exclamé—. ¡Qué valiente, qué prodigioso, qué regalo acabas de hacerme!
Florián me miró
perplejo y enojado.
Úrsula avanzó
precipitadamente entre el remolino de su falda de terciopelo rojo oscuro y se
inclinó sobre la mesa pulida para hablar en tono confidencial con Florián. Sólo
alcancé a ver su cabello recogido en dos largas y gruesas trenzas, entrelazadas
con unas magníficas cintas de terciopelo rojo, pese a todo, no pude por menos
de sentirme cautivado por la forma perfecta de sus brazos, a un tiempo esbeltos
y rollizos.
—Te lo suplico,
señor —imploró Úrsula—, enciérralo en el corral y deja que yo disfrute de él
tantas noches como precise para resignarme a esta situación. Permite que
Vittorio asista esta noche a la misa de medianoche, y que reflexione.
Yo no respondí. Me
limité a almacenar aquello en mi memoria.
Dos de los
presentes, unos individuos bien rasurados que vestían un atuendo ceremonial,
aparecieron de pronto junto a mí para ayudar a Godric a conducirme a mi
prisión.
Antes de que tuviera
tiempo de reaccionar, me cubrieron los ojos con un delicado lienzo.
Estaba ciego.
— ¡No veo nada!
—protesté.
— De acuerdo,
encerradlo en el corral — ordenó Florián.
Me sacaron de la
habitación apresuradamente, como si los pies de quienes me escoltaban apenas
rozaran el suelo.
La música sonó de
nuevo, tan machacona como fantasmal, pero por suene dejé de oírla al cabo de
unos instantes. Sólo me acompañó la voz de Úrsula mientras me conducían
escaleras arriba, propinándome más de un pisotón y sujetándome con tal fuerza
que me magullaron los brazos.
— Calla, Vittorio,
te lo ruego, no te resistas. Sé valiente y guarda silencio.
— ¿Por qué, amor
mío? —repliqué—. ¿Por que este empeño en salvarme? ¿Eres capaz de besarme sin clavarme
los dientes?
—Sí, sí, sí —me
susurró Úrsula en el oído.
Advertí que me
arrastraban por un pasillo. Percibí un sonoro coro de voces, que se expresaban
en un lenguaje corriente, el viento que aullaba fuera y una música muy distinta
a la que oyera antes.
— ¿Qué es esto?
¿Adonde me lleváis? —pregunté.
Oí que se cerraba
una puerta a mis espaldas, y luego me arrancaron la venda de los ojos.
—Esto es el corral,
Vittorio —dijo Úrsula, y oprimió el brazo contra el mío para susurrarme al
oído—: Aquí es donde encierran a las víctimas hasta que las necesitan.
Nos detuvimos en un
rellano de piedra que estaba desierto. La escalera de caracol conducía a un
gigantesco patio inferior, en el cual había tal movimiento que al principio me
costó asimilarlo del todo.
Nos hallábamos en un
piso alto del castillo, entre sus muros, de eso sí me di cuenta. Observé que el
patio estaba cerrado por los cuatro costados, que los muros estaban revestidos
de mármol blanco y salpicados de multitud de ventanas estrechas y puntiagudas
de doble arco, en un estilo típicamente francés. En lo alto, el cielo mostraba
un vivido y pulsante resplandor, alimentado sin duda por las innumerables
antorchas que había en los tejados y los estribos del castillo.
Todo esto no me
indicó gran cosa, salvo que la huida era imposible, pues las ventanas más
próxima eran demasiado elevadas y el mármol demasiado liso para escalar sin más
por él.
Había un gran número
de pequeños balcones, demasiado elevados también para acceder a ellos, en los
que vi a algunos de esos demonios de tez pálida ataviados de rojo. Me
observaban como si mi entrada en el “corral” constituyera todo un
acontecimiento.
También vi unos
amplios porches, ocupados por otros grupos de monstruos que al parecer no
tenían nada mejor que hacer que regodearse con el espectáculo.
“Malditos sean todos
ellos”, pensé.
Lo que me chocó y
fascinó fue la gran cantidad de seres humanos y cobertizos que observé en el
patio.
En primer lugar, el
patio estaba más iluminado que la siniestra corte, donde yo acababa de ser
sometido a juicio, por así decirlo. Constituía un singular universo, en el que
crecían docenas de olivos y demás árboles frutales, naranjos y limoneros, todos
ellos decorados con faroles. Era un pequeño universo repleto de personas que
daban la impresión de estar ebrias y aturdidas, desdichados seres, algunos
semidesnudos, otros ir completo vestidos, incluso con ropas elegantes,
deambulaban de aquí para allá o estaban sentados o tumbados en el suelo. Todos
presentaban un aspecto sucio, desaliñado, degradado.
Había un gran número
de chozas, como las antiguas cabañas de paja de los campesinos, cobertizos de
madera sin puertas ni ventanas, pequeños enclaves de piedra, jardines con
pérgolas y un sinfín de serpenteantes caminos.
Era el endiablado
laberinto de un jardín desatendido que poco a poco había asumido un aspecto
selvático bajo la noche desnuda.
Había un gran número
de árboles frutales y unos lugares cubiertos de hierba, donde yacían unas
personas que contemplaban las estrellas como si dormitaran, aunque tenían los
ojos abiertos.
Una multitud de
floridas parras cubría los recintos rodeados por unas alambradas cuyo único
propósito parecía ser el de crear un espacio privado. Vi unas gigantescas
jaulas repletas de orondas aves, sí, aves, varias hogueras para cocinar los
alimentos y unos enormes pucheros que humeaban sobre unos lechos de carbones
que despedían un intenso aroma a especias.
Unos pucheros, sí,
repletos de sopa.
Vi a cuatro demonios
pululando por allí, aunque tal vez hubiera más: unos seres esqueléticos,
pálidos como sus superiores, que vestían el atuendo rojo sangre de rigor pero
llevaban las ropas toscas y harapientas, como las de los campesinos.
Dos personas
vigilaban el caldo o la sopa, o lo que fuera aquello, mientras una tercera
barría el suelo con una enorme y vieja escoba y otra transportaba sobre la
cadera con gesto indiferente un niño de corta edad, cuya cabeza oscilaba de un
lado a otro sobre un frágil cuello.
Era un cuadro más
grotesco e inquietante que el de la corte, repleta de unos cadavéricos
aristócratas de pacotilla.
—El humo de los
pucheros hace que me escuezan los ojos —dije.
Aspiré una deliciosa
mezcla de penetrantes aromas. Identifiqué muchas de las especias que se
empleaban de condimento, así como el olor de cordero y buey, aunque éstos se
confundían con otros sabores más exóticos.
Los seres humanos
que había allí parecían aturdidos: niños, ancianas, los famosos tullidos que
jamás aparecían en la población, jorobados, gente con el cuerpo deforme, enanos
que no habían alcanzado una estatura normal, y unos individuos gigantescos,
fornidos y barbudos, así como muchachos de mi edad o mayores; todos ellos
deambulaban por el recinto o estaban tumbados en el suelo ofuscados,
enloquecidos, observándonos sin dejar de pestañear, perplejos, como si nuestra
presencia significara algo que no alcanzaban a comprender.
Mientras contemplaba
el espectáculo desde el rellano de la escalera, me sentí desfallecer, pero
Úrsula me sujetó del brazo. El aroma de la comida había despertado mi apetito.
Me sentía hambriento, famélico. No, tan sólo ansiaba beber aquella sopa, como
si allí no existiera ningún alimento que no fuera líquido.
De pronto los dos
caballeros enjutos e indiferentes que no se habían apartado de nosotros,
aquellos que me habían vendado los ojos para conducirme hasta allí dieron media
vuelta y bajaron la escalera a paso de marcha, haciendo resonar sus tacones
sobre las piedras.
Del variopinto y
disperso grupo de humanos que ocupaba el recinto brotaron algunas exclamaciones
de sorpresa. Algunos se volvieron para mirarnos. Otros, tumbados en el suelo,
sacudieron la cabeza para despabilarse del sopor etílico en el que se hallaban
sumidos.
Los dos caballeros,
con sus largas mangas que arrastraban por el suelo, se encaminaron con la espalda
tiesa y muy juntos, como si fueran hermanos del alma, hacia el primer puchero
que vieron.
Observé cómo dos
mortales borrachos se levantaban y avanzaban a trompicones hacia los caballeros
ataviados de rojo. En cuanto a éstos, parecían divertirse desconcertando a
todos.
— ¿Qué hacen? ¿Qué
se proponen? —Me sentía mareado. Iba a desvanecerme. Pero qué aroma tan
delicioso y tentador exhalaba esa sopa—. Úrsula. —No supe qué más decir tras
musitar su nombre como en una plegaria.
—No temas. Yo te
sostengo, amor mío. Esto es el corral. ¿Lo ves?
A través de una
bruma vi a los dos caballeros pasar bajo las ramas ásperas y espinosas de los
naranjos en flor, de los que pendían jugosos frutos, aunque ninguno de aquellos
seres hinchados y aletargados necesitaba una fruta fresca y suculenta como una
naranja.
Los caballeros se
situaron a ambos lados del primer puchero y, extendiendo la mano derecha, se
cortaron la muñeca derecha con el cuchillo que sostenían en la izquierda y
dejaron que la sangre manara copiosamente dentro del caldo.
Los humanos que se
congregaban en torno a ellos emitieron un débil grito de gozo.
— Maldita sea, es la
sangre, debí imaginarlo — murmuré. De no haberme sujetado Úrsula, habría caído
al suelo—. El caldo está reforzado con sangre.
Uno de los
caballeros se volvió, como si el humo y los olores le disgustaran, pero dejó
que su sangre siguiera cayendo dentro del puchero. Luego se volvió rápidamente,
casi con fastidio, y agarró del brazo a uno de los pálidos, débiles y
demacrados demonios que vestían ropas de campesino.
El caballero
arrastró al desdichado hasta el puchero. El enclenque y depauperado demonio
gimió y rogó que lo soltara, pero el caballero le practicó unos cortes en ambas
muñecas; aunque el campesino volvió la cara, el otro le sujetó con fuerza
mientras la sangre caía a borbotones en el caldo.
— La obra de Dante
palidece frente a vuestros círculos del infierno —comenté. Sin embargo, me
dolía emplear ese tono con Úrsula.
Ella siguió
sujetándome.
— Son campesinos,
sí, y sueñan con convertirse en caballeros, y si obedecen tal vez lo consigan,
i Recordé que los soldados demonios que me habían conducido hasta el castillo
eran unos rudos cazadores. Todo estaba pensado hasta el último detalle, pero
esta criatura, mi amor de hombros estrechos, de brazos suaves y flexibles, con
su rostro bañado en lágrimas, era una auténtica dama, ¿o no?
— Vittorio, deseo
con todo mi corazón que no mueras.
— ¿De veras, amor
mío? —respondí al tiempo que la rodeaba con mis brazos. Si no la hubiese
abrazado no me habría sostenido en pie.
La vista se me
nublaba por momentos.
Con la cabeza
apoyada en el hombro de Úrsula, la mirada dirigida hacia la multitud que se
hallaba en el corral, vi a los seres humanos arremolinarse en torno a los
pucheros e introducir sus tazas en el caldo caliente donde había caído la
sangre, y soplar sobre éste antes de beberlo.
Entre los muros del
recinto se oyó el eco de unas breves y espeluznantes risotadas, deduzco que
emitidas por los espectadores situados en los balcones.
De pronto se produjo
un remolino de color rojo, como si hubiera caído una gigantesca bandera
desplegada.
Era una dama que
había caído de las remotas alturas del castillo, para aterrizar entre las
respetuosas hordas que invadían el corral.
Se inclinaron ante
ella y la saludaron. Luego retrocedieron entre exclamaciones de asombro cuando
ella se acercó también al puchero y, lanzando una estentórea carcajada de
rebeldía, se cortó la muñeca y derramó su sangre en el caldo.
— Sí, queridos
pollitos míos —dijo la dama; después alzó la vista y nos miró—. Ven, Úrsula,
apiádate de nuestra pequeña y hambrienta comunidad; muéstrate generosa esta
noche. ¿No te apetece dar sangre? Deberías darla en honor de nuestra nueva
adquisición.
Úrsula, que parecía
turbada por esta salida fuera de tono, me sujetó suavemente con sus largos
dedos. Yo la miré a los ojos.
— Estoy ebrio, ese
aroma me embriaga.
— A partir de ahora
sólo tú recibirás mi sangre musitó Úrsula.
—Dámela, estoy
sediento de ella, me siento tan débil que voy a morir —respondí—. ¡Por el amor
de Dios, tú me trajiste aquí! No, no, vine por mi propia voluntad.
—Calla, amor mío
—repuso ella.
Úrsula me pasó el
brazo alrededor de la cintura y comenzó a succionarme la piel debajo de mi
oreja, como si deseara formar un pequeño montículo en mi cuello, caldearlo con
su lengua y luego clavarme los dientes.
Sentí como si me
hubiera violado, y sumiéndome de nuevo en una ensoñación extendí las manos
hacia ella; entonces ambos echamos a correr a través del prado que nos
pertenecía sólo a nosotros y al que aquellos otros seres jamás podrían acceder.
—Ah, inocente amor
—dijo Úrsula mientras bebía mi sangre—, inocente, inocente.
De pronto sentí un
fuego gélido y abrasador en la herida del cuello, como si un delicado parásito
de largos tentáculos hubiera penetrado en mi cuerpo, alcanzando las zonas más
remotas del mismo.
El prado se extendía
a nuestro alrededor, vasto y fresco, sembrado de azucenas mecidas por la brisa.
¿Estaba ella conmigo? ¿Junto a mí? En un esplendoroso instante tuve la sensación
de estar solo y la oí gritar como si se hallara a mis espaldas.
Inmerso en ese sueño
exquisito, refrescante y sutil como el aleteo de un pájaro, en el que contemplé
el cielo de un azul purísimo y unas frágiles ramitas que se partían al menor
contacto, quise volverme y correr hacia ella. Pero por el rabillo del ojo
contemplé algo tan espléndido y magnífico que e] corazón me dio un vuelco.
— ¡Mira, contempla
esta belleza! Eché la cabeza hacia atrás. El sueño se había desvanecido.
Los elevados muros
de mármol blanco del castillo prisión se erguían ante mis doloridos ojos.
Úrsula me sostuvo al
tiempo que me observaba fijamente, perpleja, con los labios ensangrentados.
Luego me tomó en
brazos. Me sentí indefenso como un niño. Úrsula me trasportó escaleras abajo
sin que yo pudiera mover un solo músculo.
Tuve la impresión de
que el universo que me rodeaba se componía de unas figurillas dispuestas en los
balcones y en las almenas, que reían y me señalaban con sus diminutas manos,
unas figuras siniestras ilumínalas por la luz de las antorchas.
Rojo sangre, aspira
su olor.
— ¿Qué era lo que
había en el prado? ¿Lo viste? —pregunté a Úrsula.
— ¡No! —contestó
ella. Parecía asustada.
Yo yacía sobre un
montón de heno, un lecho improvisado. Los pobres y desnutridos campesinos
demonios me contemplaron con expresión bobalicona y los ojos inyectados en
sangre, y ella, Úrsula, se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar.
—No puedo dejarlo
aquí —dijo.
Me pareció que
Úrsula estaba lejos, muy lejos. Oí que unas personas lloraban. ¿Acaso había
estallado una revuelta entre aquellos seres drogados y condenados? Oí unos
sollozos.
—Pero lo harás.
Primero te acercarás al puchero y darás tu sangre.
¿Quién había
pronunciado esas palabras?
Yo no lo sabía.
—... Es hora de
asistir a misa.
—Esta noche no os lo
llevaréis. ¿Por qué lloran? —pregunté—. ¿No los oyes, Úrsula? Están llorando.
Uno de los
depauperados jóvenes me miró a los ojos. Sujetándome por el pescuezo con una
mano, acercó una taza de caldo a mis labios. No quise que me resbalara por la
barbilla. Bebí con avidez. Tenía la
boca llena.
—Esta noche no —dijo
Úrsula. Sentí que me besaba en la frente, en el cuello. Alguien la obligó a
apartarse. Úrsula me aferró la mano con fuerza, pero al cabo de unos instantes
se la llevaron de allí.
—Vamos, Úrsula,
déjalo.
—Duerme, amor mío
—me susurró ella al oído. Noté el roce de su falda—. Duerme, Vittorio.
El que me había dado
de beber arrojó la taza al suelo. Atontado, borracho como una cuba, observé
cómo el contenido se derramaba y empapaba el heno sobre el que me hallaba
tendido. Ella se arrodilló junto a mí, con la boca entreabierta, roja y
apetecible.
Me tomó el rostro
con sus manos frescas y vertió la sangre con su boca en la mía.
—Ah, amor mío —dije.
Deseaba contemplar el prado. Pero no apareció—. ¡Déjame contemplar el prado!
¡Deseo verlo!
No vi ningún prado,
sólo la extraña imagen de su rostro; luego noté que la luz se atenuaba y que me
envolvía un manto de oscuridad y sonido. No podía oponer más resistencia. Era
incapaz de hablar, de recordar... Pero alguien había dicho esas mismas
palabras.
Los sollozos no
cesaban. Eran angustiosos. Un llanto de dolor y desesperación.
Cuando abrí los ojos
de nuevo, había amanecido. El sol hería mis ojos y la cabeza me estallaba.
Un hombre se había
encaramado sobre mí e intentaba arrancarme la ropa. ¡Estúpido borracho! Me
volví, mareado y a punto de vomitar, y me lo quité de encima; le propiné un
sonoro puñetazo que lo dejó inconsciente.
Traté de levantarme,
pero no pude. Las náuseas eran insoportables. Los otros estaban acostados a mí
alrededor, dormidos. El sol hería mis ojos. Laceraba mi piel. Me amadrigué en
el heno. El calor batía sobre mi cabeza, y cuando me pasé las manos por el pelo
advertí que estaba ardiendo. La jaqueca me causaba unos intensos latidos en los
oídos.
—Entra en el
cobertizo —dijo una voz. Era una vieja decrépita, que me indicó que me acercara
desde el cobertizo con techado de paja—. Aquí se está fresco.
—Malditos seáis
todos —repliqué
Al cabo de unos
instantes volví a dormirme. Perdí el mundo de vista.
A últimas horas de
la tarde recobré el conocimiento.
Estaba arrodillado
junto a uno de los pucheros. Bebía un cuenco de caldo con tal avidez que me lo
echaba por encima. Me lo había dado la vieja
—Los demonios
duermen—dije—. Podemos... podemos... —Comprendí que era inútil.
Deseaba arrojar el
cuenco al suelo, pero seguí bebiendo el caldo caliente.
— No contiene sólo
sangre, sino también vino, un vino excelente —dijo la vieja—. Bébelo,
muchacho, y no
sentirás el menor dolor. No tardarán en matarte. No es tan terrible.
Al cabo de un rato
me percaté de que había oscurecido.
Me volví.
Abrí los ojos por
completo, pues ya no me dolían como cuando brillaba el sol.
Comprendí que había
perdido todo el día en esa ebria, estúpida y desastrosa postración.
Había caído en la
trampa que me habían tendido. Estaba inerme en lugar de tratar de inducir
a esos inútiles que me rodeaban a
sublevarse. ¡Dios, cómo pude dejar que eso ocurriera! Ah, qué tristeza, una
tristeza vaga y distante... Y la dulzura del sueño.
— Despierta,
muchacho —me apremió la voz de un demonio—. Esta noche quieren que asistas.
— ¿Quiénes? ¿Para
qué? —inquirí, alzando la vista.
Las antorchas
estaban encendidas. Todo resplandecía y brillaba. Percibí el murmullo de las
hojas verdes en los árboles, el intenso olor dulzón de los naranjos. El mundo
se componía de las llamas que danzaban en lo alto y las atractivas formas de
las hojas negras. El mundo era hambre y sed.
El caldo humeaba en
el puchero, y su aroma borraba todo lo demás. Abrí la boca para ingerirlo,
aunque no había ningún cuenco junto a mis labios.
— Yo te lo daré
—dijo la voz del demonio—. Pero incorpórate. Tengo que lavarte. Esta noche
debes ofrecer un buen aspecto.
— ¿Para qué? —pregunté—.
Todos han muerto.
— ¿Quiénes?
— Mi familia.
— Aquí no está tu
familia. Esta es la Corte del Grial de Rubí. Tú perteneces al señor de esta
corte. Vamos, tengo que prepararte.
— ¿Para qué tienes
que prepararme?
— Para la misa,
anda, levántate —contestó el demonio, de pie junto a mí, apoyado sobre su
escoba, el rostro enmarcado por unas lustrosas guedejas que le daban aspecto de
duende—.
Levántate, muchacho.
Quieren que acudas. Es casi medianoche.
— ¡No, es imposible
que sea medianoche! — Grité— ¡No!
— No temas —dijo él
con frialdad, irritado—. Es inútil.
— ¡No lo entiendes,
es la pérdida de tiempo, la pérdida de la razón, la pérdida de las horas
durante las cuales mi corazón latió y mi cerebro durmió! ¡No tengo miedo,
estúpido demonio!
El demonio me sostuvo
con una mano para impedir que me alzara de mi lecho de heno y me lavó la cara
con la otra.
—Esto ya es otra
cosa. Eres un joven muy atractivo... Siempre sacrifican los primeros a los
ejemplares como tú. Eres fuerte y posees un cuerpo y un rostro muy bellos. ¡Y
doña Úrsula soñando contigo y llorando por ti! Se la han llevado.
—Yo también
soñaba... —repliqué.
¿Era posible que
estuviera conversando con ese sirviente monstruoso como si fuéramos amigos?
¿Qué había sido de los magníficos sueños que yo tejía, aquella inmensa y
luminosa majestad?
—Por supuesto que
puedes conversar conmigo dijo el demonio—. Morirás extasiado, mi joven y bello
señor. Y verás las campanas de la iglesia iluminadas, y la misa; tú serás la
ofrenda de sacrificio.
—No, soñé con unos prados:
—respondí—. Vi algo en los prados. No, no era Úrsula. —
Hablaba conmigo
mismo, con mi trastornada y confundida mente, invocando a mi sentido común para
que me prestara atención—. Vi a alguien en el prado. Alguien tan... No puedo...
—No empeores las cosas
—dijo el demonio en tono conciliador—. Bien, ya sólo falta lustrar los botones
y las hebillas. Se nota que eras un caballero de alcurnia.
Un caballero de
alcurnia...
— ¿Oyes eso?
—preguntó el demonio.
— No oigo nada.
— Es el reloj, que
da el tercer cuarto de la hora. La misa está a punto a empezar. No hagas caso
del ruido. Son los otros que también van a morir sacrificados. No dejes que eso
te ponga nervioso. Son unos lloricas.
8
Réquiem, o el
sagrado sacrificio de la misa como yo jamás lo había contemplado
¿Había existido
alguna vez una capilla tan bella, en la que el mármol blanco se hubiera
empleado con incomparable maestría? ¿De qué fuente de oro eterno procedían esos
espléndidos adornos de volutas y espirales, las altas ventanas de arco ojival, iluminadas
des de el exterior por unos ardientes fuegos que ponían de relieve, con la
perfección de las joyas, sus diminutas y gruesas facetas de vidrio de colores
para formar unas angostas y solemnes escenas en apariencia sagradas?
Sin embargo, no eran
unas escenas sagradas.
Me hallaba arriba,
en el coro, sobre el vestíbulo, contemplando la inmensa nave y el altar que
estaba situado en el extremo opuesto. De nuevo me flanqueaban los siniestros y
majestuosos caballeros, quienes cumplían su tarea con gran fervor mientras me
sostenían por los hombros para que permaneciera de pie.
Tenía la mente
despejada, aunque no del todo. Me aplicaron de nuevo un paño húmedo sobre los
ojos y la frente. El agua con que lo habían empapado procedía de un manantial
de nieve derretida.
Pese al mareo que
sentía, y a la fiebre, no perdí detalle.
Vi a los demonios
dibujados en las relucientes eras, tan hábilmente creados con pedacitos de
vidrio rojo, oro y azul como unos ángeles o santos. Vi los rostros burlones de
esos monstruos con alas dotadas de membranas y garras en lugar de manos,
observando a los asistentes.
Abajo, a ambos lados
de la amplia nave central se hallaban los miembros de la imponente corte, con
sus magníficos ropajes de color rubí, frente al largo y amplio comulgatorio,
exquisitamente tallado, y al elevado altar que había detrás de éste.
El nicho situado
detrás del altar estaba cubierto con unas pinturas. Unos demonios bailaban en
el infierno, danzaban airosamente entre las llamas como bañados por una cálida
luz, y sobre ellos aparecían inscritas en letras doradas en unos estandartes
sueltos y desplegados las palabras de san Agustín. Yo las conocía por haberlas
estudiado, e indicaban que esas llamas no eran las llamas de un fuego real sino
que simbolizaban la ausencia de Dios, aunque la palabra “ausencia” se había
sustituido por el término en latín que significa “libertad”.
“Libertad” era la
palabra que aparecía esculpida, en latín, en los elevados muros de mármol
blanco, en un friso que se extendía bajo balcones a ambos lados de la iglesia,
situados al mismo nivel que el lugar en el que me hallaba yo; desde allí el
resto de la corte presenciaba el espectáculo La luz inundaba la elevada bóveda
de crucería.
¿Y en qué consistía
ese espectáculo?
El elevado altar
estaba adornado con un lienzo escarlata orlado con un fleco dorado, debajo de
cuyos pliegues asomaba un cuadro tallado en mármol blanco que mostraba unas
figuras bailando en el infierno, aunque debido a la distancia a la que me
encontraba no podía apreciar su agilidad.
Lo que vi con
perfecta nitidez fueron los gruesos candelabros dispuestos no ante un
crucifijo, sino ante una gigantesca imagen en piedra de Lucifer, el ángel
caído, con sus largas guedejas en llamas y envuelto en un torrente de fuego,
plasmado en mármol; en sus manos sostenía los símbolos de la muerte: en la
derecha la guadaña y en la izquierda la espada del verdugo.
Al contemplar esa
imagen quedé estupefacto. Era monstruosa, y ocupaba justo el lugar donde yo
confiaba ver la efigie de Jesucristo; sin embargo, en un momento de delirio y
agitación mis labios esbozaron una sonrisa y mi taimada mente me dijo que
aquélla no era menos grotesca que una imagen de Jesús crucificado.
Los guardianes me
sujetaron con fuerza. ¿Había perdido el equilibrio?
De pronto, unos
demonios que estaban a mí alrededor, y en los que ni siquiera había reparado,
ejecutaron un tenue redoble de tambores, lento y siniestro, melancólico y
hermoso en su destemplada sencillez.
Acto seguido se oyó
un coro de graves trompas que interpretaron una dulce canción cuyos diversos
registros se combinaban a la perfección; no era la reiterativa música de
acordes que oyera la víspera, sino una lánguida e implorante polifonía de
melodías tan tristes que inundaron mi corazón de pesar, pulsaron las fibras de
mi corazón e hicieron que las lágrimas afloraran a mis ojos.
Pero ¿qué era eso?
¿Qué era esa música compuesta por unas ricas y variadas voces que merodeaba e
invadía la nave, y cuyo eco resonaba sobre el satinado mármol mientras ascendía
suave y perfecta hasta el lugar donde yo contemplaba embelesado la distante
figura de Lucifer?
Todas las flores que
contenían los jarrones de plata y oro depositados a sus pies eran rojas; de
color rojo eran las rosas y los claveles, los lirios y unas flores salvajes
cuyo nombre yo desconocía. El altar rebosaba de vida y estaba cubierto con
objetos de ese color intenso, ese espléndido matiz, el único color que le
quedaba a Lucifer y podía brotar de su inevitable e irremisible oscuridad.
Oí las polvorientas
y sonoras notas de la chirimía, el pequeño oboe y la dulzaina, y otros pequeños
instrumentos de lengüetas que se tocan con la boca, y luego el tono más
resonante del sacabuche de metal, y el sutil y melodioso sonido de los
martillos al percutir en las tensas cuerdas del salterio.
Esa música bastaba
para subyugarme, para llenar mi alma; sus melodiosos hilos se entretejían,
solapaban y armonizaban para luego separarse. Su belleza me dejó sin aliento y
deslumbrado. Sin embargo, observé las estatuas de los demonios dispuestas de
derecha a izquierda (tan semejantes a los caballeros y damas sentados a la mesa
en la corte que contemplara la noche anterior), a partir de la imponente efigie
de su diablo.
¿Eran unos vampiros
esos enjutos santos del infierno, tallados en madera dura porque ésta posee un
brillo de nogal rojizo, ataviados con las elegantes y austeras vestiduras
ceñidas a sus esbeltos cuerpos, los ojos entornados, la boca abierta mostrando
dos colmillos blancos que reposaban sobre el labio inferior, como dos diminutos
fragmentos de marfil destinados a remarcar el propósito de cada monstruo?
¡Ah, qué horrenda
catedral! Intenté volver la cabeza, cerrar los ojos, pero su misma
monstruosidad me fascinaba. Un cúmulo de patéticos pensamientos inconexos no
llegaron a alcanzar mis labios.
Las trompas
callaron, así como los rústicos instrumentos de madera. “No te desvanezcas,
dulce música. No me dejes aquí.”
Entonces se oyó un
coro de melodiosas voces de tenor, que entonaron unas palabras en latín que yo
no comprendí, un himno en honor de los muertos, un himno en honor de la
mutabilidad de todas las cosas, y acto seguido percibí el sonoro y lustroso
coro de sopranos masculinos y femeninas, bajos y barítonos, que cantaban con
vigor formando una espléndida polifonía en respuesta a los solitarios tenores:
“Voy a reunirme con
el Señor, pues Él ha permitido que estas criaturas de las tinieblas respondan a
mis súplicas...”
¿Qué palabras de
pesadilla eran ésas?
De nuevo se oyó el
sonoro y nutrido coro de numerosas voces en respuesta a las de los tenores:
“Los instrumentos de
la muerte me aguardan en cálido y devoto beso, y por voluntad divina
transmitirán a sus cuerpos mi sangre, mi éxtasis, el ascenso de mi alma a
través de la suya, a fin de conocer el
cielo y el infierno durante su oscuro servicio”.
El armonio ejecutó
su solemne canción.
En el santuario de
la iglesia, acompañados por la más sonora, rica y lustrosa polifonía que yo
jamás había escuchado, penetraron unas figuras ataviadas con ropajes
sacerdotales.
Vi al señor, Florián,
vestido con una espléndida casulla roja como si fuera el mismísimo obispo de
Florencia; salvo que ésta ostentaba con insolencia la cruz de Cristo boca
abajo, en honor del maldito, y en su rabia cabeza no tonsurada lucía una corona
engarzada con joyas como si se tratara a la vez, de un monarca franco y el
sirviente del señor oscuro.
Las notas sonoras y
agudas de las trompas presidían la melodía. Había comenzado una marcha,
punteada por el redoble seco y sostenido de los tambores.
Florián ocupó su lugar
ante el altar, de cara a los asistentes que se congregaron en la iglesia.
A su lado estaba
Úrsula, con el cabello suelto y largo hasta los hombros, aunque cubierta como
María Magdalena con
un velo escarlata que le rozaba el dobladillo de su ceñido vestido.
Úrsula tenía el
rostro vuelto hacia mí, y pese a la gran distancia que nos separaba observé que
sus manos, unidas en actitud de oración, con los dedos juntos, temblaban.
Al otro lado del
sumo sacerdote Florián se hallaba su ayudante, el anciano pelón, quien también
lucía una casulla y unas mangas de encaje ricamente bordadas.
A ambos lados del
altar aparecieron unos acólitos, unos demonios jóvenes y altos con los típicos
rostros de marfil cincelado, que vestían las simples casullas propias de los
que ayudan al sacerdote que dice misa. Éstos procedieron a ocupar su lugar
frente al largo comulgatorio.
De nuevo se elevó un
magnífico coro de voces en falsete que se mezclaban con auténticas sopranos y
los resonantes bajos de los varones, del que emanaba un aire tan campestre como
el de los instrumentos de viento de madera, todo ello punteado por la resonante
declaración del metal.
¿Qué se proponían?
¿Qué himno era este que cantaban ahora los tenores, y qué significaba la
respuesta que emitían unas voces junto a mí, unas palabras cantadas en latín de
forma desordenada e incoherente?:
“Señor, he llegado al valle de la muerte;
señor, he llegado al fin de mis cuitas; señor, en tu nombre doy vida a quienes
languidecerían en el infierno de no ser por ni divino plan”. Mi alma se rebeló.
Odiaba ese espectáculo, y sin embargo no podía apartar los ojos de él.
Recorrí la iglesia
con la mirada. Observé por primera vez los enjutos y demoníacos seres que
exhibían sus colmillos sobre unos pedestales instalados entre las estrechas
vidrieras, y el resplandor de las velitas dispuestas en un sinfín de
candeleros.
La música sonó una
vez más para dar paso a la solemne declaración de los tenores: y “Traed la
pila, para que aquellos que constituyen nuestra ofrenda sean purificados”.
Y la orden se
cumplió.
Unos jóvenes
demonios vestidos de monaguillos aparecieron portando en sus manos dotadas de
una fuerza sobrenatural una magnífica pila bautismal de mármol rosa de Carrara,
que depositaron, a los pies del comulgatorio.
— Qué aberración
convertir este espectáculo en algo tan hermoso — murmuré.
—Silencio, muchacho
—replicó el majestuoso guardia que estaba junto a mí—. Observa, pues lo que
verás aquí no lo volverás a contemplar jamás en la Tierra, y puesto que irás a
reunirte con Dios sin haberte confesado, arderás para siempre en el infierno.
Lo dijo como si
estuviera convencido de ello. — No tienes poder alguno para condenar mi alma —
murmuré, tratando en vano de ver con mayor nitidez, de librarme de esa
sensación de debilidad que me obligaba a depender de las manos que me
sostenían.
—Adiós, Úrsula
—musité al tiempo que dibujaba un beso con los labios.
Pero en ese momento
íntimo y milagroso, que pasó inadvertido para el resto de los asistentes, la vi
mover la cabeza en un pequeño y secreto gesto de negación.
Nadie lo advirtió
porque todos estaban absortos en aquel espectáculo infinitamente más trágico
que cualquier otro rito que habíamos presenciado con anterioridad.
Escoltado por unos
demonios acólitos que vestían túnicas rojas y mangas de encaje ribeteadas de
escarlata y oro, avanzaba por la nave un triste muestrario de los cautivos en
el corral: viejas que caminaban arrastrando los pies, hombres borrachos y unos
niños aferrándose a los demonios que los conducían a la muerte, como las
desdichadas víctimas de un horrendo y anticuado juicio donde los hijos de los
condenados eran conducidos al cadalso junto a sus padres. ¡Horror!
— ¡Malditos! ¡Yo os
maldigo! ¡Dios, haz que tu justicia caiga sobre ellos! —murmuré—.
¡Derrama tus
lágrimas sobre nosotros! ¡Llora por nosotros, Jesucristo, por esta atrocidad!
Entorné los ojos. Me
pareció soñar de nuevo, y volví a contemplar el verde e ilimitado prado; una
vez más, mientras Úrsula corría hacía mí, cuando su cuerpo ágil y juvenil
atravesó apresuradamente el elevado prado tapizado de hierba y azucenas
apareció otra figura, una que me resultó familiar...
— ¡Sí, ya te veo!
—exclamé dirigiéndome a esta visión en mi sueño, que había logrado rescatar a
medias.
Pero tan pronto como
la hube reconocido e identificado, la figura desapareció, y con ella todo
recuerdo de la misma: el exquisito rostro, su cuerpo y su significado, su puro
y poderoso significado. Las palabras huyeron de mí.
Vi a Florián alzar
la vista, enojado, silencioso. Las manos de los guardias que estaban junto a mí
se clavaron en mi carne.
—Silencio —dijeron
al unísono, sus órdenes solapándose entre sí.
La hermosa música se
elevó más y más, como si las agudas voces de soprano y las resonantes y
sinuosas trompas quisieran obligarme a callar y prestar atención tan sólo al
sacrílego bautismo.
La ceremonia
comenzó. A la primera víctima, una anciana con la espalda encorvada, le
quitaron sus míseras ropas y la lavaron derramando unos puñados de agua sobre
ella en la pila bautismal, tras lo cual la condujeron hasta el comulgatorio.
¡Pobre mujer, tan frágil, tan desprotegida por sus parientes y sus ángeles
guardianes!
Luego me tocó ver
cómo desnudaban a los niños, contemplar sus piernecitas y sus nalgas desnudas,
los huesudos hombros, las paletillas semejantes a alitas de ángel, y ver cómo
se situaban temblando ante el largo comulgatorio de mármol.
Ocurrió de forma
rápida.
— ¡Malditos
animales, pues eso es lo que sois, no unos airosos demonios, no! —Murmuré,
debatiéndome para obligar a los dos infames sirvientes que me tenían sujeto a
que me soltaran—.
¡Sí, sois cobardes y
serviles, cómplices de esta abominación! —La música sofocó mis oraciones—.
Dios misericordioso,
envíame tus ángeles —dije a mi corazón secreto—, envía a tus ángeles vengadores
armados con su espada de fuego. ¡Dios, no soporto esto!
Ante el comulgatorio
se hallaban dispuestas todas las víctimas, desnudas y temblorosas, mostrando el
vivido color carnal que contrastaba con el luminoso mármol y los pálidos
sacerdotes.
Las llamas de las
velas danzaban sobre el gigantesco Lucifer, con sus enormes alas membranosas,
el cual presidía el espectáculo.
El señor, Florián,
tomó al primer comulgante en sus manos, y aproximó sus labios para beber.
Los tambores batían
con fuerza y dulzura al tiempo que las voces se mezclaban y ascendían hacia el
cielo. Pero no había cielo alguno debajo de aquellas inmensas columnas de
mármol blanco, de los arcos de encuentro. No había nada sino muerte.
Los miembros de la
corte formaron dos hileras a ambos lados de la capilla y avanzaron en silencio
hacia el comulgatorio, donde cada uno tomó a una víctima, indefensa y dispuesta
para el sacrificio. El señor y su dama eligieron a sus víctimas, algunas de las
cuales compartieron; una víctima pasó de mano en mano; y así prosiguió esta
macabra ceremonia, una farsa, una bestial comunión.
Sólo Úrsula
permaneció inmóvil.
Los comulgantes
morían. Algunos ya estaban muertos. Ninguno cayó al suelo. Los exánimes cuerpos
eran atrapados de forma hábil y silenciosa por los demonios acólitos, quienes
se apresuraban a retirarlos.
Los acólitos bañaron
a otras víctimas y las condujeron al comulgatorio. El espectáculo no terminaba
nunca.
Florián bebió una y
otra vez la sangre de los niños que colocaban ante él, sujetándolos por la nuca
con sus finos dedos mientras acercaba los labios a los cuellos.
Me pregunté qué
palabras en latín se atrevía a pronunciar en esos instantes.
Lentamente, los
miembros de la corte abandonaron el santuario, avanzando por las naves
laterales para ocupar de nuevo sus puestos. Estaban saciados.
El color de la
sangre teñía los rostros otrora pálidos que invadían cada rincón de la capilla,
y yo, que tenía la vista nublada y la cabeza rebosante de la bella música, tuve
la impresión de que todos se habían convertido en humanos, al menos durante ese
breve espacio de tiempo.
La voz de Florián
llegó a mis oídos suave y firme a través de la amplia nave:
— Sí, somos humanos
durante este instante, debido a la sangre de los vivos. Hemos vuelto a
encarnarnos, joven príncipe. Veo que lo has comprendido.
— Pero no lo
perdono, señor —repliqué en un murmullo exasperado.
Se produjo un breve
silencio, tras lo cual los tenores declararon:
“Ha llegado el momento; la medianoche no ha
concluido”.
Las férreas manos de
los guardias que me sujetaban me obligaron a volverme hacia un lado, me sacaron
del coro y descendimos por la escalera de caracol de mármol blanco.
Cuando salí de mi
estupor, sostenido aún por mis celadores, y contemplé la nave central, sólo
quedaba la pila bautismal. Todas las víctimas habían desaparecido.
Entonces trajeron
una enorme cruz, que colocaron, invertida, a un lado del altar, apoyada contra
el comulgatorio.
Florián alzó la mano
para mostrarme cinco gigantescos clavos de hierro que sostenía, y me indicó que
me aproximara.
Aseguraron la cruz
en su lugar correspondiente, como si la instalaran con frecuencia en él.
Era de excelente
madera dura, gruesa, pesada y pulida, aunque mostraba las marcas de otros clavos,
y sin duda las manchas de sangre de otras víctimas.
La base encajaba a
los pies del comulgatorio, contra la barandilla de mármol, de forma que quien
fuera clavado en ella estaría a un metro del suelo y visible para todos los
fieles.
— ¡Los fieles, esa pandilla
de salvajes! —exclamé con una despectiva risotada.
Di gracias a Dios y
a sus ángeles de que los ojos de mi padre y mi madre estuvieran deslumbrados
por la luz celestial y no pudieran contemplar esta cruel degradación.
El anciano Godric me
mostró las dos copas de oro que sostenía en sus manos.
Enseguida comprendí
el significado. Con esas copas recogerían mi sangre a medida que manara de las
heridas causadas por los clavos.
El anciano inclinó
la cabeza.
Los guardias me
obligaron a avanzar por la nave. La estatua de Lucifer aparecía cada vez más
inmensa detrás de la resplandeciente figura pontificia de Florián. Mis pies
apenas rozaron el mármol. Todos los miembros de la corte se volvieron para
presenciar mi sacrificio, pero sin apartar la vista de su señor.
Hicieron que me
detuviera ante la pila bautismal para lavarme el rostro.
Sacudí la cabeza,
mojando a quienes trataban de lavarme. Los acólitos se mostraban cohibidos ante
mí. Se acercaron y extendieron tímidamente las manos para desabrochar mis
hebillas.
— Desnudadlo —ordenó
Florián, mientras me enseñaba de nuevo los clavos que sostenía en la mano.
— Ya entiendo,
cobarde señor —dije—. Es muy fácil crucificar a un joven como yo. ¡Que
Dios se apiade de tu
alma! ¡Hazlo, deleita a tu corte con el espectáculo!
Del balcón superior
brotaron unas notas musicales. El coro se elevó de nuevo en respuesta y como
contrapunto al himno que entonaban los tenores.
Yo no encontraba
palabras para describir lo que sentía; sólo veía la luz de las velas y tenía la
seguridad de que iban a despojarme de mi ropa para someterme a ese tormento, a
esa sacrílega crucifixión, jamás
santificada por san Pedro, pues la cruz invertida ya no es sino un símbolo del
Maligno.
De pronto los acólitos
apartaron sus temblorosas manos de mí.
En lo alto, las
trompas ejecutaron su más bella By conmovedora canción.
Los tenores
formularon una pregunta, con sus voces perfectas, desde el balcón superior:
“¿No podemos salvar
a este joven? ¿No podemos salvar su vida?”.
El coro entonó al
unísono:
“¿No podemos
librarlo del poder de Satanás?”.
Úrsula avanzó unos
pasos, se quitó de la cabeza el inmenso y largo velo rojo que rozaba el suelo y
lo arrojó de forma que descendió como una nube en torno a ella. A su lado
apareció un acólito que sostenía en la mano mi espada y mis puñales.
De nuevos las voces
de los tenores imploraron:
“Un alma liberada
para que recorra el mundo, enloquecida, y relate sólo a los oídos más pacientes
el poder de Satán”.
El coro cantó, ejecutando
una polifónica melodía, y de pronto se apoderó de su cántico una inequívoca
afirmación.
— ¿Cómo, no voy a
morir? —exclamé. Me volví para observar el rostro de Florián, en cuyas manos
recaía esta decisión. Pero no alcancé a verlo.
El anciano Godric se
había interpuesto entre ambos. Tras abrir con su rodilla la puerta que daba
acceso al comulgatorio de mármol, avanzó hacia mí y me acercó a los labios una
de las copas doradas.
—Bebe y olvida,
Vittorio. Para que no perdamos el corazón y el alma de Úrsula, debes perderla
tú.
— ¡No! — Gritó
Úrsula—. ¡No!
Sobre el hombro de
Godric vi a Úrsula arrebatar de manos de Florián tres clavos y arrojarlos sobre
el mármol. El volumen del coro se intensificó, elevándose hacia los arcos de la
bóveda. No percibí el impacto de los clavos sobre la piedra.
El sonido del coro
era jubiloso, festivo. El tono lastimero del réquiem se había esfumado.
— ¡No, Dios, si
deseas salvar el alma de Úrsula, Llévame a la cruz, tómame a mí!
Godric me acercó la
copa a los labios, Úrsula me obligó a abrir la mandíbula y el líquido se
deslizó por mi garganta. Poco antes de cerrar los ojos vi mi espada alzada ante
mí, su larga hoja, la empuñadura, como si fuera una cruz.
Se oyeron unas risas
tenues y burlonas que se mezclaban con la mágica e indescriptible belleza del
coro.
El velo rojo de
Úrsula cayó sobre mí. Vi el tejido rojo alzarse ante mis ojos y lo sentí
descender sobre mí como una lluvia prodigiosa, impregnado de su perfume y su
ternura.
—Acompáñame,
Úrsula... —musité.
Esas fueron mis últimas
palabras. , “Expulsado”, exclamaron las voces desde el balcón superior.
“Expulsado...”, exclamó el inmenso coro, al que parecían haberse unido las
voces de los miembros de la corte. “Expulsado.” Cerré los ojos en el instante
en que el velo rojo me cubrió el rostro, adhiriéndose como la tela de una bruja
a mis dedos que intentaban apartarlo y sobre mis labios abiertos. Las trompas
proclamaron la verdad.
“¡Ha sido perdonado!
¡Expulsado!”, cantaron las voces.
—Expulsado y
condenado a la locura —me susurró Godric al oído—. Condenado a vagar enloquecido toda la eternidad, cuando te
pudiste convertir en uno de nosotros.
—Sí, en uno de
nosotros —apostilló Florián con suave e imperturbable voz.
—Estúpido —me espetó
Godric—. Pudiste ser inmortal.
—Te habrías convertido
en uno de nosotros, inmortal, imperecedero, y habrías reinado aquí en todo tu
esplendor —declaró Florián.
—La inmortalidad o
la muerte —dijo Godric—; ésas eran las opciones que se te ofrecían pero estás
condenado a vagar por el mundo enloquecido y vilipendiado por todos.
—Sí, enloquecido y
vilipendiado —murmuró una voz infantil a mi oído. Y luego otra—:
Enloquecido y
vilipendiado.
—Enloquecido y
vilipendiado —repitió Florián.
El coro siguió
entonando el glorioso himno, ya sin ninguna aspereza en sus palabras, y resonó
con fuerza en mis oídos pese a que estaba adormecido.
—Un loco obligado a
vagar por el mundo, despreciado por todos —afirmó Godric.
Cegado, refugiado en
la suavidad del velo, embriagado por la pócima que había bebido, fui incapaz de
responderles. Creo que sonreí. Sus palabras resultaban vanas en comparación con
las voces tranquilizadoras del coro. Eran tan estúpidos que ni siquiera se
habían percatado de que lo que decían no tenía ninguna importancia.
—Pudiste ser nuestro
joven príncipe. — ¿Era la voz de Florián, que estaba junto a mí? ¡El frío e
impávido Florián!—. Te habríamos amado como te ama ella.
—Un joven príncipe
—dijo Godric—, que habría gobernado aquí, con nosotros, eternamente.
— Pero se ha
convertido en el bufón de alquimistas y viejas comadres —comentó Florián en
tono solemne.
—Sí —apostilló una
voz juvenil—, ha sido un estúpido al abandonarnos.
Cuan milagrosos eran
los himnos, que convertían sus palabras en unas meras sílabas dulces y
polifónicas.
Sentí el beso de
Úrsula a través del velo. Creo que lo noté. En un tenue y femenino murmullo,
dijo con sencillez, sin amargura:
—Amor mío.
Esa frase resumía su
triunfo y su adiós.
Sentí que me sumía
en el sueño más profundo y benévolo que Dios podía ofrecerme. La música dio
forma a mi cuerpo, insufló aire en mis pulmones, cuando todos los sentidos me
habían abandonado.
9
Ángeles que oímos
cantar en las alturas
Llovía a cántaros.
No, había cesado de llover. Pero no entendían lo que yo decía.
Me rodeaban unos
hombres. Estábamos cerca del taller de Fra Filippo. Yo conocía la calle.
Hacía apenas un año
que había estado allí con mi padre.
—Habla más despacio.
Corrr.. plop... No tiene sentido.
—Queremos ayudarte
—dijo el otro—. Dinos el nombre de tu padre. Pronúncialo poco a poco.
Ambos hombres
menearon la cabeza, perplejos. Yo creía expresarme con claridad. Oía
perfectamente lo que decía: Lorenzo di Raniari, el nombre de mi padre. ¿Por qué
no lo oían ellos?
Yo era su hijo,
Vittorio di Raniari. Noté que tenía los labios hinchados. La lluvia me había
puesto perdido.
—Llévenme al taller
de Fra Filippo. Conozco a los que trabajan allí —dije.
Mi gran pintor, mi
apasionado y atormentado pintor. Sus aprendices me reconocerían. Él no, pero
sus aprendices me habían visto llorar aquel día al contemplar su obra. Luego
quería que esos hombres me condujeran a casa de Cosme, en la Vía del Largo
— ¿Fi, fi?
—repitieron los hombres, imitando mis torpes intentos de pronunciar el nombre
del gran pintor.
Había fracasado de
nuevo.
Me dirigí hacia el
taller. Tropecé y por poco caigo de bruces. Eran unos hombres honrados.
Yo transportaba mis
pesadas alforjas sobre el hombro derecho, y mi espada me golpeaba la pierna
haciendo que perdiera el equilibrio. Tuve la sensación de que los elevados
muros de Florencia se me venían encima. Por poco aterrizo en el suelo.
— ¡Cosme! —grité.
— ¡No podemos
llevarte a casa de Cosme sin más! Se negará a recibirte.
— Por fin me han
comprendido, me han oído. ; Pero el hombre ladeó la cabeza, afanándose en
entender lo que yo decía. Era un honrado comerciante que vestía un severo traje
verde y estaba calado hasta los huesos, sin duda por mi culpa. Me negaba a
ponerme a resguardo de la lluvia, porque ya no tenía sentido. Me habían
encontrado tendido en medio de la Piazza della Signoria, bajo la lluvia.
— Ya lo recuerdo, lo
recuerdo con claridad.
Vi la entrada del
taller de Fra Filippo a unos metros de distancia. Estaban bajando las
persianas. Habían vuelto a abrir el taller tras la tormenta, y el agua se
secaba sobre las calles adoquinadas. Unas personas salieron del taller.
— ¡Esos hombres que
están ahí dentro! —grité.
— ¿Qué dices?
Los comerciantes se
encogieron de hombros, pero me ayudaron. El más anciano me sostuvo por el codo.
— Llevémoslo a San
Marcos, allí le atenderán los monjes.
— ¡No, no, debo
hablar con Cosme! —protesté,
Los hombres
volvieron a encogerse de hombros y menearon la cabeza, perplejos.
De pronto me detuve.
Al notar que me tambaleaba un poco, me agarré con rudeza del hombro del
comerciante más joven.
Observé el taller en
la distancia.
Estaba en una
pequeña callejuela, apenas lo bastante ancha para que pasaran los caballos y no
lastimaran a los transeúntes; las fachadas de piedra prácticamente ocultaban el
cielo encapotado.
Algunas ventanas se
encontraban abiertas, y parecía que bastaba con extender el brazo por la
ventana para tocar la casa de enfrente.
¡Pero qué veían mis
ojos allí, frente al taller!
¡Los vi a los dos
con toda nitidez!
—Miren —dije de
nuevo—. ¿No los ven?
Los comerciantes no
podían verlos. ¡Por todos lo santos! Las dos figuras que se hallaban ante el
taller emitían un fulgor como si estuvieran iluminadas desde el interior de su
radiante piel y sus holgados ropajes.
Me eché las alforjas
al hombro y apoyé la mano en la empuñadura de la espada. Podía sostenerme en
pie, pero imagino que contemplaba a aquellas dos figuras con ojos como platos.
Los dos ángeles,
cuyas alas oscilaban ligeramente al ritmo de sus palabras y sus gestos, estaban
discutiendo ante la entrada del taller.
Discutían sin reparar
en los humanos que pasaban junto a ellos y no podían verlos. Los dos ángeles
eran rubios, yo los conocía a los dos por haberlos visto en las pinturas de Fra
Filippo, y oía sus voces.
Reconocí los bucles
de uno de ellos, cuya cabeza estaba coronada con una guirnalda de florecillas
idénticas, el largo manto escarlata y la túnica de color azul celeste ribeteada
de oro.
Al otro también lo
conocía, reconocí su cabeza descubierta y su pelo esponjoso y más corto que el
de su compañero, y el collar dorado y la insignia sobre su manto, así como las
gruesas pulseras que luda en las muñecas.
Pero ante todo
reconocí sus rostros, las inocentes caras sonrosadas, los ojos serenos, grandes
pero estrechos.
La luz era tenue,
todavía sombría y tormentosa, aunque el sol lucía detrás de las plomizas nubes.
Noté que mis ojos se humedecían.
—Observen sus alas
—murmuré.
Los comerciantes no
podían verlas.
—Reconozco esas
alas. Los conozco a los dos; al ángel rubio, con esa cascada de bucles que se
derrama sobre su cabeza, el que aparece en la Anunciación y tiene las alas como
las de un pavo real, de un azul
brillante, y el otro, que tiene las plumas cubiertas del más puro oro en polvo.
El ángel que lucía
la coronita de flores gesticulaba muy excitado. Los gestos y la actitud agresiva
habrían enfurecido a un hombre mortal, pero en realidad no discutían de forma
acalorada.
El ángel sólo
intentaba explicarse.
Me moví despacio,
apartándome de mis amables acompañantes, quienes no podían ver lo que veía yo.
¿Qué creían que
miraba yo? La puerta del taller, los aprendices en las sombras del interior del
taller, unos breves fragmentos de paneles y lienzos a medio pintar, el amplio
vestíbulo más allá del cual se realizaba el trabajo.
El otro ángel meneó
la cabeza con expresión sombría.
— No estoy de
acuerdo —dijo con voz serena y melodiosa—. No podemos extralimitarnos.
¿Crees acaso que no
me duele, que no me hace llorar?
— ¿Qué es lo que te
hace llorar? —pregunté. Ambos ángeles se volvieron y me miraron.
Entonces plegaron
los dos sus oscuras, multicolores y vistosas alas, como si quisieran encogerse
hasta hacerse invisibles, aunque yo les veía con claridad: resplandecientes,
rubios, perfectamente reconocibles. Ambos me miraron estupefactos. ¿Por qué me
mirarían así?
— ¡Gabriel! —
Exclamé, señalando con el dedo—. Te conozco, te he visto en la
Anunciación. Los dos
sois Gabriel, conozco las pinturas, os he visto: Gabriel y Gabriel, ¿cómo es
posible?
—Puede vernos —dijo
el ángel que gesticulaba con vehemencia. Tenía una voz suave pero la oí con
total nitidez—. Puede oírnos —añadió al tiempo que su expresión de asombro se
acentuaba; poseía un aire inocente y paciente, algo preocupado.
—Pero ¿qué dices,
muchacho? — Preguntó el comerciante que estaba junto a mí—.
Serénate. Llecas una
fortuna en esas alforjas. Tienes los dedos cargados de anillos. Procura hablar
con sensatez. Te llevaré junto a tus familiares, pero debes decirme quiénes
son.
Yo asentí sonriendo,
pero sin quitar ojo a los sobresaltados y atónitos ángeles. Sus ropas parecían
ligeras, casi translúcidas, como si no estuvieran hechas de un tejido natural,
del mismo modo que su piel incandescente tampoco parecía natural. Todo su
aspecto era más exquisito de lo normal, como entretejido de luz.
Unos seres
compuestos de aire, de propósito, de presencia y de actos. ¿Eran ésas las
palabras de santo Tomás de Aquino, la Suma teológica con la cual yo había
aprendido latín?
Qué prodigiosamente
bellos eran, tan distantes ya salvo de cuanto les rodeaba; inmóviles en mitad
de la calle, envueltos en su serena e ingenua sencillez, observándome con aire
pensativo, compasivo, curioso.
Uno de ellos, el que
lucía la guirnalda de flores, el de las mangas de color azul celeste, el que
había logrado conmoverme cuando contemplé la Anunciación junto a mi padre, el ángel
del que me había enamorado, avanzó hacia mí.
Al aproximarse su
tamaño aumentó, haciéndose más alto y voluminoso. Mientras avanzaba en
silencio, ataviado con sus holgadas y airosas ropas, rebosaba tanto amor que
parecía más inmaterial y monumentalmente sólido, más reflejo de la creación
divina que cualquier ser de carne y hueso.
El ángel sacudió la
cabeza y sonrió.
—No, tú eres la
mejor expresión de la creación divina —dijo con una voz suave que sin embargo
traspasó el parloteo que me rodeaba.
Caminaba como un ser
mortal, pisando con sus pies desnudos los sucios adoquines de la calle
florentina, sin reparar en los hombres que no podían verlo pese a que el ángel
estaba junto a mí. Entonces abrió las alas y volvió a plegarlas, de forma que
sólo alcancé a ver los huesos cubiertos de plumas que asomaban sobre sus
hombros estrechos como los de un muchacho.
Tenía el rostro
límpido, teñido por el radiante color que le confiriera Fra Filippo en la
pintura. Cuando sonrió, advertí que mi cuerpo temblaba violentamente de puro
gozo.
— ¿Es ésta mi
locura, arcángel? —pregunté—. ¿Acaso se ha cumplido la maldición de los
demonios, que afirmaron que vería visiones y suscitaría el desprecio de hombres
instruidos?
Mi perorata
sobresaltó a los caballeros que trataban de ayudarme. Estaban desconcertados.
— ¿Qué? Pero ¿qué
dices?
En un esplendoroso
instante recordé un detalle que me luminó el corazón, el alma y la mente, como
si el sol inundara una celda lóbrega y siniestra.
—Fue aria quien vi
en el prado, cuando ella bebió mi sangre.
El ángel, ese ángel
frío y sereno que lucía multitud de rubios e inmaculados bucles y unas mejillas
lozanas y plácidas, me miró a los ojos.
— Eres el arcángel
Gabriel —dije con tono reverente.
Tenía los ojos
llenos de lágrimas y sentí deseos de cantar y llorar a un tiempo.
— Pobre muchacho
—comentó el comerciante de más edad—. No hay ningún ángel frente a ti. Presta
atención, te lo ruego.
—Ellos no nos ven
—afirmó el ángel esbozando de nuevo una sonrisa amable y radiante.
En sus ojos se
reflejaba la luz del cielo, que había comenzado a despejarse. Me miró como si a
medida que me observaba fuera penetrando en lo más hondo de mi alma.
—Lo sé —respondí—.
¡Ellos no lo saben! — Pero yo no soy Gabriel, no debes llamarme así
—replicó el ángel en
tono cortés y sosegado—. No soy el arcángel Gabriel, mi joven amigo, sino Setheus, un simple ángel guardián.
Qué paciente se
mostraba conmigo, con mi llanto y la colección de mortales ciegos y preocupados
que nos rodeaban.
Estaba tan cerca de
mí que habría podido tocarlo, pero no me atreví.
— ¿Mi ángel de la
guarda? —pregunté—. ¿Es eso cierto?
— No —contestó el
ángel—. No soy tu ángel de la guarda. A ésos debes buscarlos por tu cuenta. Ya
has visto a los ángeles guardianes de otros, aunque no me explico cómo ni por
qué.
— No te pongas a
rezar ahora —protestó el anciano, malhumorado—. Dinos quién eres, muchacho.
Antes pronunciaste un nombre, el de tu padre Repítelo.
El otro ángel, que
permanecía inmóvil como si estuviera demasiado estupefacto para moverse, de
pronto dejó a un lado toda reserva y avanzó hacia nosotros descalzo y en
silencio, con el mismo porte airoso que su compañero, como si las ásperas
piedras, los charcos y la tierra no pudieran ensuciarlo o lastimarlo.
— ¿Crees que esto es
prudente, Setheus? —inquirió, aunque sus ojos pálidos e iridiscentes me
observaron con la misma afectuosa curiosidad, el mismo intenso y tolerante
interés que mostrara el otro.
— Tú apareces en la
otra pintura. También te conozco; te amo con todo mi corazón —dije.
— ¿Con quién hablas,
hijo? — Preguntó el comerciante más joven—. ¿A quién amas con todo tu corazón?
— ¿Entonces puede
oírme? — Repuse volviéndome hacia el comerciante—. ¿Me entiende?
—Sí, sí, pero dinos
tu nombre.
—Vittorio di Raniari
—contesté—, amigo y aliado de los Médicis, hijo de Lorenzo di Raniari, del
castillo Raniari, en el norte de Toscana. Mi padre ha muerto, y toda mi
familia. Pero...
Los dos ángeles se
hallaban ante mí, juntos, uno con la cabeza inclinada hacia el otro mientras
ambos me contemplaban. Tuve la certeza de que los mortales, a pesar de su
ceguera, no podían entorpecer la visión de los ángeles ni interponerse entre
ellos y yo ¡Cuánto ansiaba tocarlos!
Pero me faltaba
valor.
El primero que había
hablado alzó sus alas y, a medida que éstas se agitaban y estremecían, me
pareció que derramaban una suave lluvia de polvo de oro, pero nada era
comparable al rostro pensativo y perplejo del ángel.
—Deja que te lleven
a San Marcos —dijo el ángel llamado Setheus—. Permite que te acompañen hasta
allí. Son buena gente y te dejarán al cuidado de los monjes, que te instalarán
en una celda. No podrías estar en un lugar mejor, pues esa casa se encuentra
bajo el mecenazgo de Cosme, y como sabes Fra Giovanni ha decorado la celda que
tú ocuparás.
— Setheus, él ya
sabe esas cosas —comentó el otro ángel.
— Sí, pero deseo
tranquilizarlo —repuso Setheus encogiéndose levemente de hombros mientras
observaba algo desconcertado a su compañero.
Nada caracterizaba
sus rostros de forma tan marcada como aquella expresión de ligero desconcierto.
—Pero tú —dije—,
Setheus, ¿puedo llamarte por tu nombre?, no dejarás que me separen de ti,
¿verdad? No lo hagas. Te ruego que no me abandones. Te lo suplico. No me dejes.
—Debemos dejarte
—contestó el otro ángel—. No somos tus guardianes. ¿Cómo es que no puedes ver a
tus ángeles guardianes? —Espera, conozco tu nombre. Puedo oírlo.
—No —replicó este
ángel, que era más quisquilloso, al tiempo que agitaba un dedo como si regañara
a un niño.
Pero yo continué:
—Conozco tu nombre.
Lo oí cuando estabais discutiendo, y lo oigo ahora al contemplar tu rostro.
Ramiel, así te llamas. Los dos sois los ángeles guardianes de Fra Filippo.
—Esto es un desastre
— murmuró Ramiel con expresión de disgusto—. ¿Cómo ha podido ocurrir?
Setheus meneó la
cabeza y esbozó de nuevo una sonrisa.
— Está claro que
nuestra obligación es ir con él.
— ¿Ahora? ¿Quieres
que partamos ahora mismo? —preguntó Ramiel, que a pesar su impaciencia no
estaba enojado.
Era como si sus
pensamientos estuvieran depurados de todo sentimiento ruin, como por otra parte
era normal tratándose de ángeles.
Setheus se inclinó
hacia el anciano, quien, por supuesto, no podía verlo ni oírlo, y le susurró al
oído:
—Lleva al chico a
San Marcos; haz que lo instalen en una buena celda, pues tiene dinero de sobra para
pagarla, y pide a los monjes que cuiden de él hasta que se restablezca. —Luego
me miró y añadió—: Nosotros te acompañaremos.
—No podemos hacer
eso —protestó Ramiel—. No podemos dejar a la persona que está a nuestro cargo;
¿cómo vamos a hacer semejante cosa sin permiso?
—Debemos hacerlo.
Tenemos permiso. Estoy seguro de ello —insistió Setheus—. ¿No comprendes qué ha
ocurrido? Él nos ha visto, nos ha oído y ha captado tu nombre, y habría captado
el mío de no habérselo revelado yo. Pobre Vittorio, iremos contigo.
Yo asentí, a punto
de llorar al oír que los ángeles se dirigían a mí. La calle había adquirido un
aire gris, silencioso y vago en torno a sus imponentes y radiantes figuras; la
sutil luminosidad de sus prendas oscilaba en torno a ellos como si el tejido
celestial fuera agitado por unas corrientes de aire que los mortales no
percibían.
— ¡Éstos no son
nuestros nombres auténticos!
Me reprendió Ramiel,
aunque con la suavidad que se emplea al regañar a un niño.
Setheus sonrió.
—Puedes llamarnos
por esos nombres, Vittorio —dijo.
—Sí, llevémoslo a
San Marcos —dijo el hombre que estaba a mi lado—. Vamos. Los monjes se ocuparán
de él.
Los comerciantes me
condujeron hacia la embocadura de la calle.
—En San Marcos
estarás muy bien atendido —comentó Ramiel, como si se despidiera de mí. Sin
embargo los dos ángeles echaron a andar con nosotros, un poco rezagados.
— ¡No me abandonéis!
¡No podéis hacerlo! —rogué a los ángeles.
Éstos parecían
perplejos. Sus hermosas túnicas plisadas de gasa no estaban manchadas por la
lluvia, los dobladillos aparecían relucientes e inmaculados como si no hubieran
rozado el suelo, y sus pies desnudos ofrecían un aspecto exquisitamente tierno
mientras seguían nuestros pasos.
— De acuerdo
—consintió Setheus—. No te inquietes, Vittorio. Iremos contigo.
— No podemos dejar a
la persona que se encuentra a nuestro cargo para irnos con otra, no es correcto
—siguió protestando Ramiel.
—Es deseo de Dios.
¿Cómo vamos a contrariarle?
— ¿Y Mastema? ¿No
deberíamos preguntárselo a Mastema? —sugirió Ramiel.
— ¿Por qué? Él ya
debe de saberlo.
Los ángeles se
pusieron de nuevo a discutir, detrás de nosotros, mientras yo me apresuraba por
la calle.
El cielo plomizo
resplandecía; luego palideció y en el preciso instante en que llegamos a la
plaza dio paso al color azul. El sol me deslumbre, hizo que me sintiera
mareado; sin embargo lo deseaba con fervor, lo ansiaba, aunque él me rechazase
y me azotara.
Faltaba poco para
llegar a San Marcos. Las piernas apenas me sostenían. Mientras avanzaba no
dejaba de volverme.
Las dos lustrosas y
doradas figuras nos seguían en silencio; Setheus me indicó que no me detuviera.
— Descuida, estamos
aquí, contigo —dijo el ángel.
— ¡No sé yo si
obramos bien! — Terció Ramiel—. Filippo jamás se había metido en un lío tan
gordo, jamás había caído en semejante tentación, en semejante ignominia...
—Por eso nos han
apartado de él, para que no nos inmiscuyamos en lo que tiene que ocurrir.
Sabemos que
estábamos a punto de tener problemas debido a Filippo y a lo que éste ha hecho.
¡Ay,
Filippo, veo el
panorama con toda claridad!
— ¿De qué están
hablando? —pregunté a los comerciantes—. No sé qué dicen sobre Fra Filippo.
— ¿Quién está
hablando, si puede saberse? —replicó el anciano meneando la cabeza mientras
escoltaba por la calle a este joven desquiciado que cargaba una molesta y
ruidosa espada.
—Calla, muchacho —me
indicó el otro hombre, que sostenía prácticamente todo mi peso—.
Comprendemos lo que
dices, pero estás desvariando; hablas con gente a la que no vemos ni oímos.
—Fra Filippo, el
pintor..., ¿qué le ha ocurrido? — Quise saber—. Tiene problemas.
—Es intolerable
—declaró el ángel Ramiel a mis espaldas—. Es impensable que eso ocurra.
Según mi opinión,
que nadie me la ha preguntado ni me la preguntará, si Florencia no estuviera en
guerra con Venecia, Cosme de Médicis protegería a su pintor de esto.
— ¿Pero de qué lo
protegería? —pregunté mirando al anciano a los ojos.
— Obedéceme, hijo
—repuso el anciano—. Camina derecho y deja de golpearme con esa espada. Eres un
gran señor, eso se ve a la legua; el apellido Raniari me suena, creo haber oído
decir que proviene de las distantes montañas de la Toscana, y el oro que luces
en la mano derecha pesa más que la dote de mis dos hijas juntas, pero no me
grites en la cara.
— Lo lamento, no
pretendí hacerlo. Es que los ángeles no se expresan con claridad.
El otro hombre que
me sostenía amablemente, que me ayudaba a portar las alforjas que contenían
toda mi fortuna, sin siquiera tratar de robarme nada, dijo:
—Si te interesas por
Fra Filippo, debes saber que vuelve a estar en graves apuros. Lo han torturado.
Lo han sometido al potro de tormento.
— ¡No, es imposible
que le ocurra eso a Fra Filippo Lippi! —Me detuve en seco y grité—:
¿Quién sería capaz
de hacerle algo así al gran pintor?
Me volví, y los dos
ángeles de pronto se cubrieron el rostro con las manos, con la misma delicadeza
con que Úrsula se cubriera el suyo, y rompieron a llorar. Pero sus lágrimas
eran maravillosamente cristalinas y transparentes. Se limitaron a mirarme. De
pronto sentí un intenso dolor al pensar en Úrsula. “¡Qué hermosas son estas
criaturas! ¿En qué panteón oculto debajo de la Corte del Grial de Rubí duermes
que no eres capaz de verlas, de contemplar su silencioso caminar a través de
las calles de la ciudad?”
—Es cierto —dijo
Ramiel—. Por desgracia lo es. ¿Qué clase de ángeles guardianes somos que hemos
permitido que Filippo, un pendenciero y un embaucador, se metiera en estos
problemas?
¿Cómo es que no
hemos sabido impedirlo?
—Sólo somos ángeles
—respondió Setheus—. Ramiel, no debemos juzgar a Filippo. No somos jueces, sino
guardianes, y por el bien del muchacho, que tanto le quiere, no digas esas
cosas.
—No pueden torturar
a Fra Filippo Lippi —protesté—. ¿A quién ha embaucado?
—A él mismo
—contestó el anciano—i Esta vez se ha engañado a sí mismo. Vendió un cuadro que
le encargaron, y todo el mundo sabe que buena parte de la obra la pintó uno de
sus aprendices. Lo han sometido al potro de tormento, pero no ha salido muy
maltrecho.
— ¡Menos mal! ¡Qué
hombre tan magnífico! exclamé—. Pero dicen que le han torturado.
¿Por qué, cómo puede
alguien justificar esa estupidez, esa ofensa? Es un agravio contra los Médicis.
—Silencio,
jovencito; Filippo ha confesado —respondió el más joven de los mortales—. El
asunto prácticamente está zanjado. ¡Menudo monje el tal Fra Filippo Lippi!
Cuando no se dedica a perseguir a las mujeres, se mete en una bronca.
Habíamos llegado a
San Marcos. Nos detuvimos delante de la puerta del monasterio, que estaba
situada al nivel de la calle, al igual que todos esos edificios en Florencia,
como si las aguas del Arno no se desbordaran nunca, lo cual sucedía de vez en
cuando. ¡Cuánto me alegré de contemplar ese paraíso!
Pero en mi mente
bullían mil pensamientos. El recuerdo de los demonios y el horrendo crimen
quedó borrado por el espantoso hecho de que el artista a quien yo más amaba en
el mundo había sufrido el potro de tormento como si se tratara de un vulgar
criminal.
—A veces, Filippo se
comporta como... un vulgar criminal —dijo Ramiel.
—Pagará una multa y
problema resuelto —di) el anciano comerciante. Tiró de la campanita del
monasterio para que los monjes nos abrieran la puerta. Luego me dio una
palmadita con una mano larga, cansada y
seca—. Deja de lloriquear, criatura, basta ya. Filippo es un pelmazo, lo sabe
todo el mundo. ¡Ojalá tuviera una mínima parte de la santidad de Fra Giovanni!
Al hablar de Fra
Giovanni se referían, por supuesto, al gran Fra Angélico, el pintor que unos
siglos mas tarde haría que la gente se arrodillara estupefacta ante sus
pinturas, y fue en ese monasterio que Fra Giovanni trabajaba y vivía; fue ahí
donde pintó para Cosme las celdas de los monjes.
¿Qué podía decir yo?
—Sí, sí, Fra
Giovanni, pero yo no... Yo... no le amo.
Desde luego le
quería, le respetaba a él y su maravillosa obra, pero no sentía por él el amor
que me inspiraba Filippo, el pintor al que sólo había visto una vez. ¿Cómo
podía explicar esas cosas tan extrañas?
De pronto me
acometieron unas ganas de vomitar irreprimibles. Me aparté de los amables
comerciantes que intentaban ayudarme y arrojé en plena calle todo cuanto tenía
en el buche, la sanguinolenta porquería que me habían dado a beber los
demonios. Observé cómo caía de mis labios y se escurría por la calle. Olí el
pútrido hedor y vi cómo aquel mejunje medio digerido, compuesto de vino y
sangre, se filtraba por las grietas entre los adoquines.
En aquellos momentos
se manifestó todo el horror de la Corte del Grial de Rubí. Se apoderó de mí una
profunda sensación de impotencia, y oí a los demonios susurrarme al oído “loco
y vilipendiado”; entonces dudé de todo cuanto había visto, de lo que yo era, de
lo que me habían revelado hacía unos momentos. Mi padre y yo cabalgábamos
juntos a través de un bosque de ensueño, hablando sobre las pinturas de
Filippo. Yo era un joven aristócrata y tenía el mundo ante mí; el intenso y
grato aroma de los caballos se mezclaba con la fragancia del bosque.
“Loco y
vilipendiado. Loco, cuando pudiste haber sido inmortal.”
Cuando me enderecé
de nuevo, me apoyé contra el muro del monasterio. La luz que emanaba del
firmamento azul era tan intensa que cerré los ojos, pero me deleité en su
calor. Poco a poco las náuseas se disiparon y traté de serenarme, de reprimir el
dolor que me producía la luz para amarla y confiar en ella.
¡Ante mí vi el
rostro del ángel Setheus, a medio metro de distancia, mirándome con aire
preocupado.
—Gracias a Dios que
estás aquí —musité.
—Sí, te lo prometí
—contestó él. ,
—No me abandonarás,
¿verdad? —pregunté. t: —No —respondió el ángel.
Ramiel me observaba
por encima del hombro de su compañero, como si por primera vez me examinara
detenidamente y con interés. Su pelo corto y suelto le daba un aspecto más
joven que el otro, aunque esas diferencias no tenían la menor importancia.
—Ni la más mínima
—murmuró Ramiel al tiempo que sonreía también por primera vez.
—Haz lo que te
indican esas amables personas —dijo Ramiel—. Deja que te conduzcan al interior
del monasterio, para que concilies un sueño profundo y natural, y cuando te
despiertes me hallarás junto a ti.
—Pero es un horror,
una historia de horrores —murmuré—. Filippo jamás pintó esos horrores.
—No somos unos seres
pintados —terció Setheus—. Lo que Dios nos tiene reservado lo averiguaremos
juntos, tú, Ramiel y yo. Ahora debes entrar. Los monjes ya están aquí. Te
dejamos a su cuidado, y cuando despiertes nos verás junto a ti.
—Como la oración
—murmuré.
—Así es —contestó
Ramiel.
El ángel alzó la
mano. Vi la sombra de sus cinco dedos y sentí su tacto sedoso cuando me cerró
los párpados.
10
Donde converso con
los inocentes y poderosos hijos de Dios
Me sumí en un sueño
profundo, sí, pero no hasta mucho más tarde. Vi, en unas imágenes confusas y
protectoras, un maravilloso país de cuento de hadas. Un fornido monje y sus
asistentes me transportaron al interior del monasterio de San Marcos.
No existía mejor
lugar para mí en toda Florencia, salvo quizá la casa de Cosme, que el
monasterio de los dominicos de San Marcos.
Ahora bien, en toda
Florencia existen muchos edificios exquisitos, de tal magnificencia que de niño
era incapaz de catalogar en mi mente todas las riquezas que veía ante mí.
Pero creo que no
existe un claustro más sereno que el de San Marcos, el cual había sido renovado
recientemente por el humilde y honrado Michelozzo a petición de Cosme el Viejo.
Tenía una larga y venerable historia en Florencia, y había sido cedido hacía
relativamente poco a los dominicos. Estaba dotado de unos aspectos sublimes que
no poseían otros monasterios.
Como sabía toda
Florencia, Cosme había invertido una fortuna en San Marcos, acaso para
compensar todo el dinero que había ganado con la usura, pues como banquero
cobraba intereses a sus clientes y por tanto era un usurero, aunque también lo
eran quienes depositaban dinero en su banco.
Sea como fuere,
Cosme, nuestro cabecilla, nuestro auténtico líder, amaba ese lugar y lo había
dotado de numerosos tesoros, aunque el mejor sin duda eran los edificios
nuevos, de unas proporciones soberbias.
Los detractores,
esos que protestan contra todo, esos que nunca hacen nada, extraordinario y
sospechan de todo lo que no se encuentra en un estado de perpetua degradación,
decían sobre él:
“Manda grabar su
escudo de armas hasta en los excusados de los monjes”.
Por cierto, el escudo
de armas exhibe cinco protuberantes bolas sobre el mismo, cuyo significado ha
merecido diversas explicaciones; pero lo que sus enemigos venían a decir era
que Cosme colgaba sus pelotas sobre los excusados de los monjes. ¡Qué más
quisieran sus enemigos que tener esos excusados o esas pelotas!
Habría sido más
inteligente por parte de esos hombres señalar que Cosme pasaba muchos días en
el monasterio entregado a la meditación y la oración, y que el antiguo prior,
Fra Antonino, gran amigo y consejero de Cosme, era ahora arzobispo de
Florencia.
Pero el mundo está
lleno de ignorantes y todavía hoy, al cabo de quinientos años, hay quienes se
dedican a chismorrear sobre Cosme.
Cuando traspuse la
puerta pensé: “¿Qué dientres voy a decir a estas gentes en la casa de Dios?”.
En cuanto ese
pensamiento hubo surgido en mi adormecida mente y, me temo que de mi drogada y
adormecida boca, oí a Ramiel soltar una risotada a mi oído.
Traté de comprobar
si estaba a mi lado, pero volví a sentir náuseas y a desvariar, y estaba tan
mareado que sólo reparé en que habíamos penetrado en el claustro más apacible y
grato que yo jamás viera.
El sol hería mis
ojos, por lo que en aquellos momentos no pude agradecer a Dios la belleza de
aquel jardín cuadrado y frondoso que ocupaba el centro, pero distinguí con
nitidez y agrado los arcos bajos y redondeados que creó Michelozzo, unos arcos
que formaban el suave y pálido techo abovedado del claustro.
El equilibrio que
mostraban las columnas de unos contornos purísimos, con sus pequeños capiteles
jónicos, contribuía a mi sensación de seguridad y paz. Las proporciones
constituían la especialidad de Michelozzo. Cuando construía un lugar, lo abría.
Y estas espaciosas logias eran su sello personal.
Nada podía borrar de
mi memoria el recuerdo de los gigantescos y afilados arcos góticos del castillo
francés ubicado en el norte, ni de las torres de piedra adornadas con
filigranas que parecían señalar con aversión al Todopoderoso. Y aunque yo sabía
que juzgaba de modo erróneo ese estilo arquitectónico y su propósito (antes de
que se apoderaran de él Florián y su Corte del Grial de Rubí, éste se había
originado gracias a los devotos esfuerzos de los franceses y los germanos), no
lograba eliminar aquella odiosa visión de mi mente.
Al tiempo que
trataba desesperadamente de contener los vómitos, me relajé y admiré este
edificio florentino.
Un monje corpulento
como un oso, que sonreía con su habitual e inveterada afabilidad, me transportó
en sus fornidos brazos a través del claustro, a través del jardín abrasado por
el sol, seguido por otros monjes que vestían holgados hábitos negros y blancos;
sus rostros enjutos y radiantes formaban un círculo en torno a nosotros
mientras avanzábamos apresuradamente. Por más que miré, no vi a mis ángeles.
Sin embargo esos
hombres eran lo más parecido a unos ángeles que existe en el mundo.
No tardé en
percatarme, debido a mis anteriores visitas a este imponente lugar, de que no
me conducían al hospicio, donde administraban fármacos a los enfermos de
Florencia, ni tampoco al refugio de los peregrinos, siempre atestado de gente
que acudía a hacer ofrendas y rezar, sino que subíamos la escalera del edificio
donde se encontraban las celdas de los monjes.
Mareado ante aquella
belleza y sintiendo un nudo en la garganta, contemplé en la cima de la
escalera, extendido sobre el muro, el fresco de la Anunciación de Fra Giovanni.
¡La Anunciación!. Mi
pintura favorita, la que significaba más para mí que cualquier otro motivo
religioso.
No es que fuera la
obra cumbre de mi turbulento Filippo Lippi, no, pero era mi pintura, y esto sin
duda representaba un augurio de que ningún demonio puede condenar a un alma a
través del veneno que contenga la sangre que le obliga a beber.
“¿Te obligaron
también a beber la sangre de Úrsula? (Qué pensamiento tan horrendo.) Trata de
no recordar sus suaves dedos, cuando la separaron de ti por la fuerza, estúpido
borracho, trata de no recordar sus labios y el largo y húmedo beso de sangre
que derramó en tu boca.”
— ¡Miradla!
—exclamé, señalando con un brazo fláccido la pintura.
— Sí, sí, aquí hay
muchas —respondió sonriendo el corpulento monje que me recordaba a un oso.
El autor era, por
supuesto, Fra Giovanni. Cualquiera se habría dado cuenta a simple vista.
Además, yo conocía
ese cuadro y Fra Giovanni (permita el lector que le recuerde de nuevo que se
trataba de Fra Angélico) había pintado un ángel y una Virgen de aspecto severo,
apacible, tierno pero sencillo, humilde y desprovisto de adornos. La visitación
tenía lugar entre los arcos bajos y redondos como los que formaban el claustro
que acabábamos de abandonar.
Cuando el monje dio
media vuelta para conducirme a través de aquel corredor tan ancho como pulido,
austero y hermoso, intenté formar las palabras mientras portaba la imagen del
ángel en mi mente.
Deseaba decir a
Ramiel y a Setheus, suponiendo que estuvieran aún junto a mí: “¡Fijaos en
Gabriel, sus alas sólo presentan unas sencillas listas de color, y fijaos cómo
su túnica cae en pliegues simétricos y disciplinados!”. Todo esto yo lo
comprendía, al igual que comprendía la impresionante grandiosidad de Ramiel y
Setheus, pero desvariaba de nuevo.
—Los halos —dije—.
¡Eh, vosotros dos! ¿Dónde os habéis metido? Vuestros halos aparecen suspendidos
sobre vuestras cabezas. Yo los he visto. Los he visto en la calle y en las
pinturas. Sin embargo en la pintura de Fra Giovanni el halo es plano y rodea el
rostro pintado, un disco duro y dorado en el centro de la obra...
Los monjes se
echaron a reír.
— ¿Con quién hablas,
joven señor Vittorio di Raniari? —preguntó uno de ellos.
— Silencio, muchacho
—dijo el monje corpulento; advertí las vibraciones de la resonante voz de bajo
a través de su poderoso pecho—. Te cuidaremos con mimo. Pero ahora debes
guardar silencio. Aura, esto es la biblioteca, ¿ves a esos monjes que trabajan
ahí?
Era evidente que se
sentían orgullosos. Aunque mientras me transportaba en brazos podría haber
vomitado sobre el inmaculado suelo, el monje se volvió para que yo viera a
través de la puerta entreabierta la larga habitación atestada de libros y
monjes trabajando, y de paso contemplé de nuevo el techo abovedado de
Michelozzo; allí no se elevaba hasta el infinito, sino que se curvaba con
suavidad sobre las cabezas de los monjes y dejaba que sobre ellos se alzara un
volumen importante de luz y aire.
Me pareció ver
visiones. Vi unas figuras múltiples y triples en lugar de una sola unidad, y
durante unos segundos de brumosa confusión unas alas angelicales y unos rostros
ovalados que me observaban a través del misterioso velo de lo sobrenatural.
— ¿No los veis? —fue
cuanto atiné a decir.
Tema que entrar en
la biblioteca y encontrar los textos que definían a los demonios. ¡Sí, no había
renunciado a mi empeño! ¡No era un idiota babeante! Contaba con la ayuda de
unos ángeles de Dios. Llevaría a Ramiel y a Setheus a la biblioteca y les
mostraría los textos.
Lo sabemos,
Vittorio, borra esas imágenes de tu mente, podemos verlas,
— ¿Dónde estáis?
—pregunté.
— Silencio
—respondieron los monjes.
— ¿Me ayudaréis a
regresar allí para matarlos?
— Estás desvariando
—dijeron los monjes.
Cosme era el
custodio de esa biblioteca. A la muerte del viejo Niccolo de' Niccoli, un
maravilloso coleccionista de libros con el que yo había conversado muchas veces
en la biblioteca de Vespasiano, Cosme donó todos sus libros religiosos, y
quizás otros, a este monasterio.
Yo estaba convencido
de que en esa biblioteca hallaría la prueba, en las obras de san Agustín o
santo Tomás de Aquino, sobre los diablos contra los que yo había luchado.
No. No estaba loco.
No había capitulado. No era un idiota. ¡Ojalá que el sol no penetrara por las
pequeñas y elevadas ventanas de ese espacioso lugar para abrasarme los globos
oculares y las manos!
—Silencio, silencio
—dijo el corpulento monje, sin dejar de sonreír—. Balbuceas como un bebé:
Aaah, gú, gú gú. ¿No
te oyes? Atiende, en la biblioteca están muy ocupados. Hoy se encuentra abierta
al público. Todos andamos hoy muy ajetreados.
El monje echó de
nuevo a andar, dejando atrás la biblioteca, y me condujo a una celda.
— Por aquí...
—continuó, como si tratara de aplacar a un niño rebelde—. A pocos pasos de aquí
está la celda del prior, ¿y a que no imaginas quién está allí en estos
momentos? El mismísimo arzobispo.
—Antonino —murmuré.
—En efecto, has
acertado. Hace un tiempo, nuestro Antonino. ¿Y a que no adivinas qué ha venido
a hacer aquí?
Me sentía tan
mareado que no respondí. Los monjes que me rodeaban me enjugaron el rostro con
unos trapos fríos y me alisaron el pelo.
Era una celda
espaciosa y pulcra. ¡Ojalá dejara de lucir el sol! ¿Qué me habían hecho
aquellos demonios? ¿Acaso me habían convertido en un ser medio demoníaco? No me
atrevía a pedir que me acercaran un espejo.
En cuanto me
depositaron sobre el grueso y mullido lecho, en este lugar cálido y limpio,
perdí todo control sobre mi cuerpo y volví a vomitar.
Los monjes me
lavaron con el agua de una jofaina de plata. Los rayos del sol incidían sobre
un fresco, pero yo no soportaba contemplar las resplandecientes figuras bajo
esa luz que me cegaba.
Tenía la sensación
de que en la celda había otras figuras. ¿Serían ángeles? Vi unos seres
translúcidos moverse, deslizarse por la habitación, pero no lograba distinguir
con claridad su silueta.
Sólo el fresco cuyos
colores ardían sobre el muro parecía sólido, válido, real.
— ¿Me han dejado
ciego para siempre? —pregunté. Creí vislumbrar una forma angelical en la puerta
de la celda, pero no era la figura de Setheus ni la de Ramiel. ¿Tenía unas alas
dotadas de membranas? ¿Unas alas de demonio? La contemplé aterrorizado.
La figura
desapareció al instante. Un murmullo, un rumor vago: “Lo sabernos”.
— ¿Dónde están mis
ángeles? —pregunté. Sollocé. Pronuncié los nombres de mi padre, del padre de
éste y de todos los Di Raniari que recordaba.
—Chitón —me
reprendió el joven monje—. Cosme ha sido informado de que estás aquí.
Éste es un día
aciago. Nos acordamos de tus padres. Pero ahora deja que te quitemos esas ropas
inmundas.
La cabeza me daba
vueltas. La habitación había desaparecido.
Me quedé dormido de
repente. Vislumbré durante unos segundos a mi salvadora Úrsula.
Corría a través del
frondoso prado. ¿Quién la perseguía, quién le obligaba a huir entre las flores
que se mecían bajo la brisa? Estaba rodeada por unas azucenas color púrpura,
las cuales pisoteaba en su frenética carrera. De pronto se volvió. “¡No te
vuelvas, Úrsula! ¿No ves esa espada llameante?”
Me desperté en un
cálido baño. ¿Era la diabólica pila bautismal? No. Distinguí vagamente el
fresco, las figuras sagradas, y de forma más precisa a los monjes reales que me
rodeaban, arrodillados sobre el suelo de piedra, arremangados, lavándome con un
agua cálida y perfumada.
— Ese Francesco
Sforza... —Hablaban entre sí en latín—. ¡Ha invadido Milán y se ha apropiado
del ducado! Como si Cosme no tuviera suficientes problemas sin ese canalla de
Sforza.
— ¿Es cierto?
—pregunté—. ¿Ha tomado Milán?
— ¿Qué has dicho?
Sí, hijo, es cierto. Ha roto la tregua de paz. Y tu familia, todos los miembros
de tu familia perecieron a manos de los saqueadores. Pero no creas que el
crimen quedará impune. ¡Malditos venecianos, no pueden pasar como hordas
salvajes por esa región...!
—No debéis decírselo
a Cosme. Lo que le ocurrió a mi familia no fue una acción de guerra, no lo
hicieron unos seres humanos...
—Calla, hijo.
Las manos castas de
los monjes me pasaron la esponja por los hombros. Yo estaba sentado en la
cálida bañera de metal, con la espalda apoyada en ella.
—... Di Raniari,
siempre leal —dijo uno de ellos—. Tu hermano iba a venir a estudiar con
nosotros, tu dulce hermano Matteo...
Lancé un grito
desgarrador. Una mano delicada me tapó la boca.
—Sforza se encargará
de darles su justo castigo. Limpiará esa región.
Rompí a llorar de
forma desconsolada. Nadie podía comprenderme. No me escuchaban.
Los monjes me
levantaron los pies. Me vistieron con una cómoda y larga túnica de lino. Se me
ocurrió que me preparaban para la ejecución, pero la hora de ese peligro había
pasado.
— ¡No estoy loco!
—exclamé muy claro. —Por supuesto, sólo afectado por el dolor.
— ¡Entonces me
comprendéis! —Estás cansado.
— El lecho es
mullido, traído especialmente para ti, pero ahora guarda silencio, no sigas
desvariando.
—Fueron los demonios
—musité—. No eran soldados.
—Lo sé, hijo, lo sé.
La guerra es terrible. La guerra es obra del diablo.
“No, no fue la
guerra. ¿Por qué os negáis a escucharme?”
Calla, es Ramiel
quien te habla al oído; ¿no te dije que te durmieras? ¡Debes escucharnos!
Hemos oído tus
pensamientos además de tus palabras.
Me tumbé en la cama,
boca abajo. Los monjes me cepillaron y secaron el cabello. Tenía el cabello
largo y alborotado, propio de un caballero rural. Pero era un gran alivio que
me bañaran, y sentirme limpio como correspondía a alguien de mi condición.
— ¿Esa luz proviene
de las velas? —pregunté—. ¿El sol se ha ido?
— Sí —contestó el
monje que estaba junto a mí—. Te has dormido.
— ¿Puedes traerme
más velas?
— Sí, enseguida.
Permanecí tendido en
la oscuridad, pestañeando, al tiempo que intentaba formular las palabras del
Avemaría.
En la puerta
aparecieron varias luces, un grupo de seis o siete, cada una de las cuales
constituía una mamita perfectamente formada. Cuando el monje avanzó hacia mí
comenzaron a oscilar. Vi al monje claramente cuando se arrodilló para depositar
los candelabros junto a mi lecho.
Era alto y delgado,
como un árbol cubierto con un largo y holgado hábito. Observé que tenía las
manos muy limpias.
—Te hemos instalado
en una celda especial. Cosme ha enviado a unos hombres para que entierren a tu
familia.
—Gracias a Dios
—repuse.
—Sí.
¡Por fortuna yo
había recuperado el habla!
—Todavía están
conversando abajo, y es tarde —dijo el monje—. Cosme está preocupado.
Pasará la noche
aquí. Toda la ciudad está repleta de agitadores venecianos que arengan al
populacho contra Cosme.
— Silencio —ordenó
otro monje que apareció de improviso. Se inclino y me levantó la cabeza para
colocar debajo de ella otra gruesa almohada.
Aquello era la
gloria. Pensé en los desdichados mortales que seguían encerrados en el corral.
— ¡Qué horror! Es de
noche, pronto dará comienzo la comunión.
— ¿Qué dices, hijo?
¿De qué comunión hablas?
De nuevo vislumbré
unas figuras en movimiento, que se deslizaban entre las sombras. No tardaron en
desaparecer.
Sentí deseos de
vomitar. Pedí que me acercaran la jofaina. Los monjes me apartaron el pelo.
¿Vieron a la luz de
las velas la sangre que arrojé? ¿Aquella pócima sanguinolenta? Olía que
apestaba.
— ¿Cómo es posible
que uno sobreviva a ese veneno? —murmuró un monje a otro en latín.
¿Crees que
deberíamos purgarlo?
— Sólo conseguirás
atemorizarlo. Baja la voz. El chico no tiene fiebre.
— Estáis muy
equivocados si creéis que me habéis hecho perder la razón —declaré a voz en
grito a Florián, Godric y los demás de su calaña.
Los monjes me
miraron entre preocupados y atónitos.
Me eché a reír.
—Hablaba con unos
que tratan de hacerme daño —dije, articulando con precisión cada palabra. El
monje delgado de manos insólitamente limpias se arrodilló junto a mí y me
acarició la frente.
— ¿Y tu hermosa
hermana, la que iba a casarse, también ha...?
— ¡Bartola! ¿Iba a
casarse? No lo sabía. Su prometido puede quedarse con su cabeza en lugar de su
virginidad. —Lloré con amargura—. Los gusanos han iniciado la tarea en la
oscuridad.
Y los demonios
bailan sobre la colina, mientras los aldeanos permanecen cruzados de brazos.
— ¿Qué aldeanos?
—Estás desvariando
de nuevo —dijo un monje, más allá del resplandor de las velas. Lo vi con plena
nitidez, aunque estaba alejado de la luz: era un individuo de hombros
encorvados, con la nariz ganchuda y los párpados gruesos y caídos, que le daban
una expresión sombría—. Pobre muchacho deja de desvariar.
Cuando me disponía a
protestar vi de pronto un ala gigantesca, cuyas delicadas plumas estaban
teñidas de oro, descender sobre mí y envolverme. Las suaves plumas me hicieron
cosquillas. Ramiel dijo:
¿Qué tenemos que
hacer para que te calles? Filippo nos necesita ahora. ¿Quieres darnos un poco
de sosiego en bien de Filippo, a quien nos envió Dios para que custodiemos? No
me respondas. Obedéceme.
El ala eliminó todo
cuanto yo veía, cualquier tristeza.
Una oscuridad pálida
y umbría. Uniforme y completa. A mis espaldas ardían las velas, que se
encontraban sobre la mesilla.
Al despertar me
incorporé sobre los codos. Tenía la cabeza despejada. La celda estaba inundada
por tina iluminación grata y uniforme, que oscilaba levemente. A través de la
elevada ventana penetraba la luz de la luna. Su resplandor incidía sobre el
fresco del muro, el fresco que sin duda pintara Fra Giovanni.
De nuevo vela con
asombrosa claridad. ¿Se debía acaso a mi sangre demoníaca?
Se me ocurrió un
extraño pensamiento. Penetró en mi conciencia con la claridad de una campana
dorada. ¡Yo no tenía unos ángeles guardianes! Mis ángeles me habían
abandonado; se habían ido, porque mi
alma estaba condenada.
No tenía irnos
ángeles custodios. Veía a los de Filippo gracias al poder que me habían
conferido los demonios, y a otro motivo. Los ángeles de Filippo discutían
constantemente entre ellos. Por eso los había visto. Entonces recordé unas
palabras.
Procedían de santo
Tomás de Aquino, ¿o acaso de san Agustín? Yo aprendí latín con la lectura de
gas obras, y sus digresiones me encantaban. Los demonios están llenos de
pasión. Pero los ángeles, no.
En cambio esos dos
ángeles poseían un temperamento muy vivo. Por eso habían logrado atravesar el
velo.
Retiré las mantas y
apoyé los pies desnudos sobre el suelo de piedra. Tenía aún el tacto fresco,
pero resultaba agradable porque la habitación había recibido el sol durante
todo el día y aún estaba caldeada.
Ninguna corriente de
aire barría el suelo pulido e inmaculado.
Me acerqué a la
pintura del muro. Ya no estaba mareado ni tenía náuseas. Me sentía
perfectamente.
Qué alma tan
inocente y sencilla debió de ser Fra Giovanni. Todas sus figuras carecían de
malicia. Contemplé la figura de Cristo sentado ante una montaña, un halo
redondo en oro que estaba decorado con unos brazos rojos y la parte superior de
la cruz. Junto a él había unos ángeles que le atendían solícitamente. Uno
sostenía pan, y el otro, cuya figura aparecía cortada por la puerta practicada
en el muro, ese otro ángel cuyas puntas de las alas apenas eran visibles,
portaba vino y carne.
En lo alto, sobre la
montaña, también se veía a Jesucristo. La pintura mostraba diversos incidentes,
representados de forma consecutiva, y arriba vi a Jesucristo de píe ataviado
con su túnica rosa habitual, suave y llena de arrugas; sin embargo aquí
presentaba un aspecto tempestuoso, tan agitado como Fra Giovanni fue capaz de
plasmarlo, con la mano alzada como si estuviera furibundo.
¡La figura que huía
de él era el diablo! Se trataba de una criatura horrenda con unas alas dotadas
de membranas, la cual me pareció haber visto antes, y unas grotescas patas
palmeadas provistas de espolones. Con el gesto agrio, cubierto con una inmunda
túnica gris, huía de Jesucristo, quien permanecía firme en el desierto, sin
dejarse tentar; después de esa confrontación habían aparecido los solícitos
ángeles, y Cristo había ocupado su lugar, sentado con las manos juntas.
Contemplé
horrorizado la imagen del demonio. Pero al mismo tiempo experimenté una
profunda sensación de alivio que me provocó un cosquilleo en la raíz del pelo y
en las plantas de los pies, que tenía apoyados en el suelo pulido. Había
burlado a los demonios. Había rechazado su don de inmortalidad. Lo había hecho.
Incluso me mostré dispuesto a ser crucificado.
Sentí unas violentas
arcadas, un dolor como si me hubieran propinado una patada en el estómago. Me
volví. La jofaina estaba en el suelo, limpia y reluciente. Me arrodillé junto a
ella y vomité otra porción de aquel asqueroso mejunje. ¿Dónde estaba el agua?
Miré alrededor. Vi la jarra y la copa. Ésta
estaba llena, y al llevármela a los labios derramé un poco de líquido, pero
éste tenía un sabor rancio y espantoso. La arrojé al suelo.
¡Monstruos, me
habéis envenenado para las cosas naturales! ¡Pero no venceréis!
Mis manos temblaban.
Cogí la copa, la llené de nuevo e intenté beber un sorbo. Pero el líquido tenía
un sabor raro. ¿Con qué podría compararlo? No sabía a orina, sino a un agua
llena de minerales y de metal que te deja un sabor a yeso y hace que te
atragantes. ¡Era horrible!
Dejé la copa a un
lado. De acuerdo. Había llegado el momento de estudiar, de tomar las velas, y
procedí a hacerlo.
Abandoné la celda.
El pasillo estaba desierto y relucía bajo la pálida luz que provenía de las
diminutas ventanas situadas sobre las celdas de techo bajo.
Doblé hacia la
derecha y me dirigí a la puerta de la biblioteca. No estaba cerrada con llave.
Entré con el
candelabro en la mano. De nuevo, la serenidad que emanaba del diseño de Michelozzo me infundió una sensación
reconfortante, me devolvió la fe en las cosas, la confianza. Por el centro de
la habitación se extendían dos hileras de arcos y columnas jónicas que formaban
un amplio pasillo hasta la puerta situada en el extremo opuesto, a ambos lados
del mismo estaban dispuestas las mesas de estudio, y adosadas a los muros había
multitud de estanterías que contenían códices y pergaminos. Caminé descalzo a
través del suelo de piedras colocadas en forma de espina de pescado mientras
alzaba las velas para que la luz inundara el techo abovedado, feliz de hallarme
a solas en ese lugar.
Las ventanas
situadas a ambos lados permitían que se filtraran unos rayos de pálida luz a
través del sinfín de libros que ocupaban las estanterías. ¡Qué divino, qué sensación
de placidez infundía el elevado techo! Con qué maestría había transformado
Michelozzo una basílica en biblioteca.
¿Cómo iba a adivinar
yo de niño que su estilo sería imitado en toda mi amada Italia? Por fortuna
existían multitud de maravillas que perdurarían eternamente para deleite de los
vivos.
“¿Y yo? ¿Qué soy yo?
¿Estoy vivo? ¿O camino de la mano de la muerte, enamorado del tiempo?”
Me detuve con mis
velas y dejé que mis ojos se regodearan con el fantástico resplandor de la
luna. Ansiaba permanecer en aquel lugar para siempre, soñando, junto a las
cosas de la mente y las cosas del alma, relegando a los confines de la memoria
la imagen de la desdichada población encadenada sobre la montaña maldita, y el
cercano castillo, que sin duda en esos momentos emitía su siniestra y horrenda
luz.
¿Era capaz de
discernir el orden de esta abundancia de libros?
El catalogador de la
biblioteca, el monje que había trabajado ahí, un erudito, era ahora Nicolás V,
el papa de toda la cristiandad.
Avancé junto a las estanterías
situadas a mi derecha, sosteniendo las velas en alto. ¿Estarían dispuestos en
orden alfabético? Pensé en santo Tomás de Aquino, pues lo conocía más, pero
hallé las obras de san Agustín. Siempre me había fascinado san Agustín; su
estilo colorista y sus excentricidades me gustaban tanto como el dramatismo que
confería a sus escritos.
¡Te leeré a ti, pues
dedicaste muchas páginas los demonios! —exclamé.
¡La ciudad de Dios! Vi
numerosos ejemplares de esta obra maestra. Allí se conservaban varios códices
de ella, por no hablar de otra de las creaciones de este gran santo, sus
Confesiones, que me habían impresionado tanto como un drama romano, y muchas
otras más. Algunos de esos libros eran muy antiguos, confeccionados con un
tosco pergamino; otros estaban exquisitamente encuadernados y ofrecían un
aspecto sencillo y muy moderno.
En rigor, debía
elegir el más grueso de aquellos volúmenes, aunque contuviera errores, y Dios
sabe que los monjes se afanaban en evitarlos. Yo sabía qué volumen deseaba
consultar. Elegí el libro que versaba sobre demonios, pues me había parecido
fascinante y divertido, aunque estuviera lleno de paparruchas. ¡Cuan estúpido
había sido!
Tomé el pesado y
grueso tomo de la estantería, el número nueve de la obra, me lo puse bajo el brazo,
me acerqué a la primera mesa, deposité el candelabro ante mí de forma que
me luminara sin proyectar sombras debajo
de mis dedos y abrí el libro.
— ¡Todo está aquí!
—murmuré—. Explícame, san Agustín, qué son los demonios para que yo pueda
convencer a Ramiel y a Setheus de que deben ayudarme, o al menos proporcionarme
el medio de convencer a estos modernos florentinos, a quienes en estos momentos
sólo les preocupa pelear con sus mercenarios contra la Serena República de
Venecia en el norte. Ayúdame, santo. Te lo ruego.
Ah, el capítulo diez
del noveno volumen, el cual yo conocía…
Agustín citaba a
Plotino, o más bien explicaba su filosofía:
... que el hecho de
que la mortalidad corporal del hombre se debe a la misericordia de Dios quien
no desea que padezcamos eternamente las desgracias de esta vida. La maldad de
los demonios no fue juzgada digna de esta misericordia, y sumidos en la miseria
de su condición, con un alma sometida a
las pasiones, no les ha sido concedido un cuerpo mortal, que el hombre ha recibido,
sino un cuerpo eterno.
— ¡Exacto!
—exclamé—. Eso fue lo que Florián me ofreció, jactándose de que ellos no
envejecían ni se deterioraban ni padecían enfermedades: yo podía vivir allí con
ellos para siempre.
¡Dios me libre del
maligno! Bien, aquí está la prueba, ante mis propios ojos, y la enseñaré a los
monjes.
Seguí leyendo,
saltándome unos párrafos en busca de los datos importantes que reforzarían mi
argumento. Al llegar al capítulo decimoprimero leí:
Apuleyo afirma
asimismo que las almas de los hombres son demonios. Al abandonar los cuerpos
humanos se convierten en lares si han demostrado ser buenos; si son malvados,
se convierten en lémures o larvas.
—Sí, lémures.
Conozco esa palabra. Lémures o larvas. Úrsula me dijo que había sido joven,
joven como yo todos habían sido humanos y ahora son lémures.
Según Apuleyo, las
larvas son unos demonios malignos creados a partir de los hombres.
Me sentí eufórico.
Necesitaba pergamino y plumas. Debía tomar nota de esos párrafos.
Tenía que marcar lo
que había descubierto y seguir adelante. El siguiente paso, obviamente,
consistía en convencer a Ramiel y a Setheus de que se habían metido en el mayor
De pronto mis
pensamientos se interrumpieron. Alguien había entrado en la biblioteca. Oí unas
pisadas recias a mis espaldas, aunque un tanto sofocadas, y detrás de mise
formó una gigantesca sombra, como si todos los delgados y sutiles rayos de la
luna que penetraban por la ventana hubieran sido interceptados. Me volví
lentamente y miré por encima del hombro.
— ¿Por qué has
elegido el izquierdo? Ante mí se erguía una figura inmensa y alada, que me
miraba de hito en hito. Su rostro aparecía luminoso bajo el oscilante
resplandor de las velas; tenía las cejas un poco arqueadas pero rectas,
desprovistas de una suave curva que aligerara su aire severo. Poseía el
alborotado cabello dorado con que lo dotara el pincel de Fra Filippo, rizado y
cubierto por un imponente casco rojo de guerra, y unas alas cubiertas de oro
por completo.
Llevaba una
armadura, con el peto decorado y los hombros cubiertos con unas grandes
hebillas, y en torno a la cintura lucía una faja de seda azul. Su espada estaba
envainada, y con un brazo sostenía relajadamente el escudo, pintado con una
cruz roja.
Jamás le había visto
de esa guisa.
— ¡Te necesito! —declaré.
Me levanté
rápidamente, derribando la banqueta hacia atrás. Extendí el brazo para impedir
que ésta cayera al suelo. Luego me volví hacia él.
—De modo que me
necesitas, ¿eh? — Exclamó con sofocada furia—. ¡Vaya, hombre! Has pretendido
impedir que Ramiel y Setheus cumplieran con su deber de custodiar a Fra Filippo
Lippi.
¿Así que me
necesitas? ¿Sabes quién soy?
Era una voz
hermosísima, melodiosa, sedosa, violenta y penetrante aunque grave.
— Llevas una espada
—señalé.
— ¿Y para qué crees
que la llevo?
— ¡Para matarlos a
todos ellos! —repuse—. Acompáñame a su castillo cuando amanezca.
¿Sabes a lo que me
refiero?
La figura asintió.
—Conozco tus sueños,
tus desvaríos, y sé lo que Ramiel y Setheus han conseguido deducir de tu febril
mente. Por supuesto que lo sé. Dices que me necesitas, y entretanto Fra Filippo
Lippi yace en cama con una puta que le lame sus doloridas partes, ¡en especial
una!
— ¡Qué vocabulario
en boca de un ángel!
— No te burles de mí
o te doy un bofetón —espetó.
Sus alas se movían
en sentido ascendente y descendente al ritmo de los suspiros de resignación o
los bufidos de furia que soltaba ante mi comportamiento.
— ¡Adelante!
—repliqué. No me cansaba de contemplar su resplandeciente belleza, el manto de
seda rojo que llevaba abrochado debajo del pedacito de túnica que asomaba sobre
la armadura, la solemne suavidad de sus mejillas—. Acompáñame a las montañas y
mátalos — imploré.
— ¿Por qué no lo
haces tú sólito?
— ¿Crees que lo
lograría?—pregunté.
Su rostro se serenó.
El labio inferior sobresalía ligeramente, confiriéndole un aire meditabundo.
Tenía la mandíbula y el cuello poderosos, más desarrollados que Ramiel o
Setheus, quienes parecían meros niños al lado de aquel espléndido hermano
mayor.
— No serás el ángel
caído —dije.
— ¡Insolente!
—murmuró, despertando de su letargo. Frunció el ceño en un gesto feroz.
—Eres Mastema, estoy
seguro. Ellos pronunciaron tu nombre. Mastema.
El ángel asintió.
—No me sorprende que
a esos dos se les escapara mi nombre —comentó en tono despectivo.
— ¿Qué significa
eso, poderoso ángel? ¿Que puedo invocarte? —Me volví y tomé el libro de san
Agustín.
— ¡Deja ese libro! —
Me ordenó en tono perentorio pero sólido—. Tienes a un ángel ante ti, muchacho.
¡Mírame cuando te hablo!
—Te expresas como
Florián, el demonio habita en el lejano castillo. Haces gala del mismo aplomo,
la misma compostura. ¿Qué quieres de mí ángel? ¿Por qué has venido?
El ángel guardó
silencio, como si fuera incapaz de articular una respuesta. Luego me preguntó
con dulzura:
— ¿Tú qué crees?
— Porque he rezado.
— Exacto —respondió
con frialdad—. ¡Has acertado! Y porque ellos vinieron debido a ti.
Le miré pasmado. Sentí que mis ojos
se inundaban de luz, pero ésta no los hería. Percibí un tenue y delicado
murmullo.
De pronto
aparecieron Ramiel y Setheus, uno a cada lado de Mastema, observándome con una
expresión más dulce y afable.
Mastema enarcó las
cejas de nuevo mientras me contemplaba fijamente.
—Fra Filippo Lippi está
borracho —dijo—. Cuando despierte, volverá a emborracharse hasta que el dolor
desaparezca.
— ¡Sólo a unos locos
se les ocurriría someter a un gran pintor al potro de tormento! —
Exclamé—, Pero ya
sabes lo que opino de este asunto.
—Y lo que opinan
todas las mujeres de Florencia —replicó Mastema—. Y los ínclitos personajes que
compran sus cuadros, si no estuvieran tan obsesionados con la guerra.
—Sí —terció Ramiel,
mirando a Mastema con expresión de súplica. Tenían la misma estatura, pero
Mastema no se volvió, y Ramiel se adelantó un poco para captar su atención—. Si
no estuvieran todos tan preocupados por la guerra.
—La guerra preside
el mundo —respondió Mastema—. Te lo he preguntado antes, Vittorio di Raniari, ¿sabes
quién soy?
Me quedé
estupefacto, no debido a la pregunta sino ante el hecho de que estuviese
contemplándolos a los tres juntos; yo era el único mortal capaz de verlos
mientras el resto del mundo mortal que nos rodeaba parecía estar dormido.
¿A qué se debía el
que no apareciese ningún monje por el pasillo para averiguar quién andaba
cuchicheando en la biblioteca? ¿Por qué no se presentaba ningún centinela
nocturno para averiguar por qué flotaban unas velas por el pasillo? ¿Por qué el
muchacho murmuraba y desvariaba?
¿Acaso estaba yo
loco?
De golpe comprendí
con meridiana claridad que si respondía a Mastema correctamente, ello
confirmaría que no estaba loco.
Esa idea le hizo
soltar una breve carcajada, ni áspera ni dulce.
Setheus me miró con
evidente simpatía; Ramiel guardó silencio, y miró de nuevo a Mastema.
— Tú eres el ángel
—dije— a quien el Señor dio permiso para esgrimir esa espada. —
Mastema no respondió
y yo continué—: Eres el ángel que mató a los recién nacidos en Egipto —añadí sin oír una réplica—. Tú eres el ángel
vengador.
Mastema abrió y
cerró los ojos en señal de asentimiento.
Setheus se acercó a
él y le susurró al oído:
— Ayúdale, Mástema,
ayudémosle entre todos En estos momentos Filippo no está en condiciona de
atender nuestros consejos.
— ¿Por qué?
—inquirió Mastema al ángel qUe estaba a su lado. Luego me miró—: Dios no me ha
autorizado a castigar a esos demonios tuyos. En ningún momento me ha dicho
Dios:
“Mastema, extermina
a los vampiros, los lémures, las larvas, los bebedores de sangre”. Jamás me ha
ordenado: “Empuña tu poderosa espada para limpiar el mundo de esos seres”.
— Te lo imploro
—dije—. Yo, un joven mortal, te lo imploro. Mátalos, elimina ese nido de
víboras con tu espada. —No puedo.
— ¡Sí que puedes,
Mastema! —declaró Setheus. —Si él dice que no puede —terció Ramiel—, ¡será que
no puede! ¿Por qué no le haces caso?
—Porque sé que
podemos convencerle —contestó Setheus sin vacilar—. Al igual que también
podemos convencer a Dios. —Se colocó delante de Mastema y añadió—: Coge el libro,
Vittorio. —Avanzó un paso y en el acto las grandes hojas de pergamino, no
obstante lo que pesaban, comenzaron a agitarse. Setheus lo depositó en mi mano
y señaló el lugar con un pálido dedo, sin apenas rozar la gruesa escritura en
tinta negra. Leí en voz alta:
Así pues Dios, que
creó las maravillas visibles del Cielo y la Tierra, no desdeña obrar unos
milagros visibles en el Cielo y la Tierra, mediante los cuales induce al alma,
que hasta entonces sólo se ocupaba de los objetos visibles, a venerarle.
Setheus movió el
dedo, y yo seguí su movimiento con los ojos. Leí acerca de Dios:
Para Él no existe
diferencia entre vernos dispuestos a rezar y atender oraciones, pues incluso
cuando sus ángeles escuchan nuestras plegarias, es Él quien nos escucha a través
de ellos.
Me detuve, con los
ojos arrasados en lágrimas. Setheus me quitó el libro de las manos para
protegerlo de aquéllas.
Un ruido penetró en
nuestro pequeño círculo. Habían acudido unos monjes. Les oí murmurar en el
pasillo, tras lo cual se abrió la puerta de la biblioteca y entraron.
Solté una
exclamación de sorpresa, y cuando alcé la vista vi a dos monjes que no conocía
ni recordaba haber visto nunca mirándome fijamente.
— ¿Qué te ocurre,
muchacho? ¿Qué haces aquí solo, llorando? —preguntó el primero.
— Vamos, te
llevaremos de nuevo a la cama y te traeremos algo de comer.
— No me apetece
comer nada —contesté.
— No le apetece
comer nada —informó el primer monje al otro—. Le produce náuseas.
Pero debe descansar.
—El monje me miró.
Yo me volví. Los
tres radiantes ángeles observaban en silencio a los monjes, que no podían
verlos ni tenían remota idea de que allí hubiera unos ángeles.
— Dios bendito que
estás en el cielo —dije
¿Acaso me he vuelto
loco? ¿Han vencido los demonios, me han contaminado con su sangre y sus
pociones hasta el extremo de hacerme delirar, o puedo acudir como María a la
tumba para ver allí a un ángel?
— Ve a acostarte
—dijeron los monjes.
— No —respondió
Mastema, dirigiéndose con voz queda al monje que ni le veía ni le oía—.
Deja que se quede.
Permite que lea para sosegar su mente. Es un joven instruido.
— No, no —terció el
otro monje meneando la cabeza. Miró al otro—. Dejemos que se quede aquí. Es un
joven instruido. Puede quedarse a leer aquí tranquilamente. Cosme dijo que le
complaciéramos en todo.
— Dejad que se quede
aquí —dijo Setheus en voz baja.
— Calla —le
reprendió Ramiel—. Eso debe decidirlo Mastema.
Me sentí tan lleno
de dolor y dicha que fui incapaz de responder. Me cubrí el rostro con las manos
y pensé en mi pobre Úrsula, obligada a permanecer para siempre en su corte de
demonios, y en lo mucho que había llorado por mí.
— ¿Cómo es posible?
—murmuré.
— Porque
antiguamente fue humana y posee un corazón humano —respondió Mastema en el
silencio que reinaba en la habitación.
Los dos monjes se
apresuraron a abandonar la sala. Durante unos instantes el grupo de ángeles
adquirió un aspecto diáfano como la luz. Vi a través de ellos las figuras de
los dos monjes retirarse y cerrar la puerta de la biblioteca tras ellos.
Mastema fijó en mí
su poderosa mirada.
— Uno podría
adivinar lo que piensas con sólo mirarte la cara —comenté.
— Eso ocurre siempre
con todos los ángeles —respondió.
— Te lo suplico —dije—. Ven conmigo. Ayúdame. Guíame.
Haz lo que hiciste con esos monjes. Eso sí podrás hacerlo, ¿no?
Mastema asintió con
un gesto de cabeza.
— Pero entiende que
es todo cuanto podemos hacer —dijo Setheus.
— Deja que lo diga
Mastema —intervino Ramiel.
— ¡Regresa al cielo!
—le increpó Setheus.
— Callaos, por favor
—pidió Mastema—. Vittorio, no puedo matarlos. No estoy autorizado a hacerlo.
Eso debes hacerlo tú, con tu propia espada.
— Pero ¿vendrás
conmigo?
— Te llevaré hasta
allá; —contestó—. Al amanecer, cuando estén dormidos bajo sus piedras. Sin
embargo, debes matarlos tú, exponerlos a la luz y liberar a los desdichados que
mantienen presos en el castillo. Y debes enfrentarte a las gentes de la
población, o dejar que los tullidos huyan.
— Comprendo.
— Podemos remover
las piedras de los lugares donde duermen, ¿no? — Preguntó Setheus al tiempo que
alzaba una mano para silenciar a Ramiel antes de que éste protestara—.
Tendremos que hacerlo.
— Sí—convino
Mastema—. De igual forma que nos es posible impedir que caiga una viga sobre la
cabeza de Vittorio. Eso podemos hacerlo. Pero en cambio no podemos matarlos. En
cuanto a ti, Vittorio, no podemos obligarte a hacerlo, en caso de que te falte
valor o desfallezcas.
— ¿No crees que el
milagro que supone el que os haya visto me sostendrá?
— ¿Lo crees tú?
—replicó Mastema.
— Te refieres a
ella, ¿no es así?
— ¿Eso crees?
—preguntó.
— Haré lo que tenga
que hacer, pero quiero que me digas...
— ¿Qué es lo que
quieres saber? —preguntó Mastema.
— ¿El alma de Úrsula
irá al infierno?
— Eso no puedo
decírtelo —contestó Mastema.
— Debes hacerlo.
— No, sólo debo
hacer aquello para lo cual me creó el Señor, y cumplo con mi deber, pero
resolver unos misterios sobre los que Agustín caviló durante toda su vida, no,
no tengo por qué hacerlo y no lo haré.
A continuación
Mastema tomó el libro.
De nuevo movió las
páginas con su sola voluntad. Sentí la brisa que las agitaba.
Mastema leyó:
Conviene leer las
inspiradas disertaciones de las Sagradas Escrituras.
—No te molestes en
leerme esas palabras, no me sirven de ayuda —repliqué—. ¿Puedes salvarla?
Puedes salvar su alma?
¿Posee Úrsula todavía un alma? ¿Es tan poderosa como tú? ¿Corres tú peligro de
caer en la tentación? ¿Puede el diablo regresar junto a Dios?
Mastema dejó el
libro con un gesto rápido y airoso que apenas logré captar.
— ¿Estás dispuesto a
librar esa batalla? —preguntó.
—Yacerán indefensos
a la luz del día —me dijo Setheus—. También ella. Debes retirar las piedras que
les cubren y hacer lo que debas hacer.
Mastema movió la
cabeza en sentido negativo. Luego dio media vuelta e indicó a los otros que se
apartaran.
— ¡No, por favor, te
lo ruego! — Exclamó Ramiel—. Hazlo por él. Te lo suplico. A Filippo ya no
podemos ayudarle.
— Eso no lo sabes
—replicó Mastema.
— ¿No podrían
ayudarle mis ángeles? —pregunté—. ¿No tengo ningún ángel guardián que pudierais
enviarle?
Apenas hube
pronunciado esas palabras, advertí que otras dos entidades habían cobrado forma
junto a mí, una a cada lado de mi persona.
Cuando miré de
izquierda a derecha las vi, aunque eran muy pálidas y estaban bastante
alejadas: no poseían la llama de los ángeles custodios de Filippo, sólo una
presencia y una voluntad sosegada, cuasi invisible e innegable.
Observé durante
largo rato a una de ellas y luego a la otra, pero por más que me devanara los
sesos no hallé ningún término que se ajustara a su descripción. Tenían unos
rostros inexpresivos, pacientes y serenos. Eran unos seres alados, altos, eso
pero apenas es posible añadir nada más, pues no logré dotarlos de color,
esplendor ni individualidad y ellos no lucían unas prendas ni hicieron ningún gesto
que me cautivara.
— ¿Qué ocurre? ¿Por
qué no dicen nada? ¿Por qué me miran de esa manera? —pregunté.
— Te conocen
—contestó Ramiel.
— Estás dominado por
el afán de venganza y deseo —intervino Setheus—. Ellos lo saben; siempre han
permanecido a tu lado. Han calibrado tu dolor y tu ira.
— ¡Por todos los
cielos! ¡Esos demonios asesinaron a mi familia! —protesté—. ¿Conocéis alguno de
vosotros el futuro de mi alma?
— Por supuesto que
no —respondió Mastema—. De lo contrario no estaríamos aquí. ¿Qué pintaríamos
aquí si el futuro de tu alma estuviera decretado?
— ¿No saben esos
ángeles que preferí enfrentarme a la muerte que beber la sangre de esos
demonios? De haber buscado venganza, la habría bebido para que me procurara
tanto poder como el de mis enemigos y así destruirlos.
Mis ángeles se
acercaron a mí.
— ¿Dónde os
encontrabais cuando estuve a punto a morir? —pregunté.
— No los atosigues.
Nunca has creído realmente en ellos. —Fue Ramiel quien habló—. Nos amaste
cuando viste nuestras imágenes, y cuando ingeriste la sangre de los demonios
contemplaste lo que podías amar. Ése es el peligro.
¿Eres capaz de matar
aquello a lo que amas?
— Los destruiré a
todos —contesté—, de una forma u otra. Lo juro por mi alma.
Miré a mis pálidos e
impávidos guardianes, quienes se abstenían de opinar, y luego observé a los
otros, que refulgían en las sombras de la vasta biblioteca, en contraste con
los colores oscuros de las estanterías y la multitud de volúmenes que éstas
alojaban.
— Al amanecer —dijo
Mastema—, los monjes dispondrán para ti unas ropas limpias, un traje de
terciopelo rojo, tus armas recién pulidas, y tus botas limpias y lustrosas.
Todo estará preparado. No intentes comer nada. Es prematuro, pues la sangre de
los demonios aún hace que se te revuelvan las tripas. Cuando estés dispuesto,
te conduciremos al norte para que hagas lo que debas hacer a la luz del día.
11
... Y esta luz
resplandece en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron
EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN
1,5
Los monasterios se
despiertan temprano, suponiendo que duerman alguna vez.
Abrí los ojos de
golpe, y vi que la luz matutina cubría el fresco como si un velo de oscuridad
se alzara sobre él; entonces comprendí que había dormido profundamente.
Unos monjes
trajinaban en mi celda. Dispusieron sobre el lecho una túnica de terciopelo
rojo, la ropa que había descrito Mastema. Mi atuendo consistía en unas finas
medias de lana roja, una cami sa de seda dorada, otra de seda blanca para
ponerme encima de la primera, y un grueso y flamante cinturón con que ceñirme
la túnica. Habían pulido mis armas, tal como me habían prometido: mi recia
espada con la empuñadura engarzada con gemas resplandecía como si mi padre se
hubiera entretenido en lustrarla durante una tranquila velada junto a la
lumbre. Mis puñales estaban preparados.
Me levanté de la
cama y me arrodillé para rezar.
— Dios mío, dame
fuerzas para enviar en tu nombre a la muerte a quienes se alimentan de la vida .—murmuré en latín.
Uno de los monjes me
tocó en el hombro y sonrió. ¿No había concluido aún el Gran Silencio? Yo no
tenía ni la más remota idea. El monje señaló una mesa sobre la que habían
dispuesto para mí un pequeño refrigerio: pan y leche. La superficie de la leche
estaba cubierta por una capa de espuma.
Asentí con la cabeza
y sonreí. El monje y sus compañeros se inclinaron brevemente y salieron.
Me volví una y otra
vez.
—Sé que estáis aquí,
lo presiento —dije, pero no le di más importancia.
Si no se
presentaban, significaría que yo había recobrado el juicio, aunque eso era tan
improbable como que mi padre estuviera vivo.
Sobre la mesa, no
lejos de la comida, sujetos por los candelabros que servían de pisapapeles,
había varios documentos recién redactados y firmados con una florida rúbrica.
Los leí
apresuradamente.
Eran unos recibos
por mi dinero y mis joyas, los objetos que llevara conmigo en las alforjas.
Todos
Los documentos
ostentaban el sello de los Médicis.
También había un
talego con dinero, que debía sujetarme al cinto. Y todos mis anillos, limpios y
pulidos, de forma que los cabujones de rubíes exhibían un brillo extraordinario
y las esmeraldas una profundidad sin mácula. El oro refulgía como no lo hiciera
desde meses atrás, debido a mi dejadez.
Me cepillé el
cabello, lo cual era un engorro debido a su espesor y longitud, pero no tenía
tiempo de pedir a un barbero que me lo cortara por encima de los hombros. Al
menos era lo bastante largo, pues me lo había dejado crecer durante los últimos
meses, para peinármelo hacia atrás y evitar que cayera sobre la frente. Era un
lujo tenerlo tan limpio.
Me vestí con
rapidez. Las botas me apretaban un poco porque se habían secado junto al ruego
después de que la lluvia las empapara. Pero me las calcé cómodamente sobre las
finas medias. Me abroché las hebillas y me coloqué la espada.
La túnica de
terciopelo rojo tenía el dobladillo bordado con hilos de oro y plata, y en la
parte delantera lucía unas flores de lis plateadas, el símbolo más antiguo de
Florencia. Después de ceñirme el cinturón, la túnica me llegaba a medio muslo,
mostrando mis bien torneadas piernas.
El atuendo era
demasiado fastuoso para la batalla, pero más que una batalla sería una matanza.
Me puse la capa corta y airosa que los monjes habían dispuesto y abroché sus
hebillas doradas, aunque iba a hacer calor en la ciudad. La capa estaba forrada
con una fina piel de ardilla de color marrón oscuro.
Prescindí del
sombrero. Me abroché el talego al cinto. Me coloqué los anillos uno tras otro
hasta convertir mis manos en unas armas contundentes debido a su peso. Me
enfundé los guantes forrados de suave piel. Vi un rosario de cuentas ambarinas
oscuras en el que no había reparado antes. Tenía un crucifijo de oro, que besé,
tras lo cual guardé el rosario en un bolsillo debajo de mi túnica.
Me percaté de que
mantenía la vista fija en el suelo, y que estaba rodeado por unos pies
descalzos. Poco a poco alcé la vista.
Contemplé a mis
ángeles guardianes, ataviados con unas largas y vaporosas túnicas de color azul
oscuro, que parecían estar confeccionadas con un material más ligero pero más
opaco que la seda. Sus rostros eran blancos como el marfil y relucían
ligeramente; sus ojos eran grandes y negros como los ópalos. Tenían el cabello
oscuro, o mejor dicho de una tonalidad cambiante, como si estuviera formado por
sombras.
Se hallaban frente a
mí, con las cabezas tan juntas que se rozaban. Parecía que se comunicaran en
silencio entre sí.
Su presencia me
abrumó. Me produjo una sensación de tremenda intimidad el hecho de
contemplarlos con tal nitidez y tan cerca de mí, y saber que eran los dos
ángeles que habían permanecido siempre a mi lado, al menos eso me habían dado a
entender. Eran algo más voluminosos que los seres humanos, al igual que los
otros ángeles que yo había visto, y su imponente aspecto no estaba mitigado por
una expresión dulce como mostraban los otros, sino que poseían unos semblantes
más lisos y orondos aunque las bocas estuvieran exquisitamente dibujadas.
— ¿Crees ahora en
nosotros? —preguntó uno de ellos en voz baja.
— ¿Podéis decirme vuestros
nombres? —inquirí.
Los dos ángeles
menearon la cabeza.
— ¿Me amáis?
—pregunté.
— ¿Dónde está
escrito que debemos amarte? —replicó el que aún no había dicho palabra; tenía
una voz neutra y suave como un murmullo pero clara, que podía haber sido la voz
del otro ángel.
— ¿Nos amas tú a
nosotros? —inquirió el otro.
— ¿Por qué me
custodiáis? —pregunté.
— Porque nos han
enviado a custodiarte, y permaneceremos junto a ti hasta que mueras.
— ¿Sin amarme?
Ambos negaron de
nuevo con la cabeza.
Poco a poco la luz
iluminó la estancia. Me volví y alcé la vista hacia la ventana, creyendo que se
trataba del sol. “El sol no puede herir mis ojos”, pensé.
Sin embargo, no se
trataba del sol, sino de Mastema, que se había erguido a mis espaldas como una
nube de oro. Estaba flanqueado por mis defensores, los abogados de mi causa,
mis aliados, Ramiel y Setheus.
La habitación estaba
inundada de una luz trémula y vibraba sin emitir sonido alguno. Mis ángeles
resplandecían, mostrando su fulgurante blancura y el azul intenso de sus
túnicas.
Todos fijamos la
vista en Mastema, que iba tocado con un yelmo.
En el aire flotaba un intenso murmullo
musical, un sonido cantarín, como si una gran bandada de diminutos pájaros con
voces doradas se hubiera despertado para remontar el vuelo desde las ramas de
sus árboles rebosantes de luz.
Creo que cerré los
ojos. Perdí el equilibrio, y anoté que el aire se tornaba más frío y qué un
remolino de polvo me nublaba la vista.
Sacudí la cabeza
para despejarme y miré a mí alrededor.
Nos encontrábamos
dentro del castillo.
Estaba oscuro y
húmedo. La luz se filtraba a través de las grietas del inmenso puente levadizo,
que como es lógico estaba alzado y bien asegurado. A ambos lados del mismo se
elevaban unas toscas murallas de piedra, tachonadas con unos voluminosos y
oxidados ganchos y cadenas que no se habían utilizado en muchos años.
Me volví y penetré
en un patio sombrío. Me quedé anonadado al percatarme de la altura de los muros
que me rodeaban, los cuales se elevaban hasta alcanzar el vivido cubo formado
por el cielo azul y despejado.
El patio, situado en
la entrada, no era sino uno de los muchos que había en el castillo, pues ante
nosotros se alzaba un gigantesco portal, lo suficientemente amplio para
permitir el paso del carro de heno más gigantesco que cabe imaginar o de una
máquina de guerra de nuevo cuño.
El suelo estaba
sucio. Había ventanas por doquier, hilera tras hilera de ventanas de doble
arco, todas cubiertas con barrotes.
— Te necesito,
Mastema —dije. Me santigüé de nuevo. Luego saqué el rosario del bolsillo, besé
el crucifijo y contemplé por unos instantes el diminuto y retorcido cuerpo de
Jesucristo atormentado.
La gigantesca puerta
que se alzaba ante mí se abrió de golpe. Oí el rechinar de los cerrojos de
hierro al descorrerse y la puerta giró estrepitosamente sobre sus goznes,
mostrando un distante patio interior rebosante de sol, mucho mayor que el
anterior.
Los muros que
traspusimos tenían unos diez metros de grosor. A ambos lados de nosotros se
alzaban unas puertas de piedra con un pronunciado arco, que mostraban los
primeros signos de cuidados que yo había observado desde que entráramos en el
castillo.
—Esos seres no
entran y salen como hacen otros —comenté.
Me apremié para
alcanzar los rayos de sol que inundaban el patio. El aire de montaña era fresco
y húmedo y el ambiente del pasadizo resultaba irrespirable.
Cuando llegué al
patio y me enderecé, vi unas ventanas como las que recordaba haber visto,
decoradas con vistosos estandartes y linternas que se encenderían de noche.
Reparé en unos tapices que colgaban
sobre los alféizares de las ventanas, como si la lluvia no pudiera dañarlos. Y
al levantar la vista contemplé las toscas almenas y las hermosas albardillas de
mármol blanco.
Pero éste tampoco
era el inmenso patio que yo recordaba haber visto. Estos muros eran demasiado
rústicos. Las piedras estaban sucias y no se habían pisado desde hacía años.
Aquí y allá había unos charcos de agua. A través de las grietas brotaban unos
malolientes hierbajos, pero también algunas flores silvestres, que contemplé
con ternura y acaricié, maravillado de que creciesen en un lugar como ése.
Llegamos a otro
portal, éste gigantesco, de madera, con unas bandas de hierro bajo una arcada
de mármol de pronunciado arco, el cual se abrió y nos permitió salvar otro
muro.
Penetramos en un
jardín de incomparable belleza.
Mientras
atravesábamos otros diez metros de oscuridad, vi ante mí los extensos cultivos
de naranjos y oí el canto de las aves. Me pregunté si estarían atrapadas ahí
abajo, prisioneras, o si podían alzar el vuelo y escapar.
Sí podían, pues el
espacio era gigantesco. Por fin contemplé los hermosos bloques de mármol blanco
que recordaba, los cuales cubrían la fachada hasta la cima, hasta lo alto del
castillo.
Cuando entré en el
jardín, al echar a andar por el primer y amplio sendero de mármol que discurría
entre los macizos de violetas y rosas observé unos pájaros que iban y venían,
revoloteando y describiendo unos amplios círculos sobre este inmenso espacio, y
remontaban el vuelo hasta las torres que se recortaban con nitidez y
majestuosidad contra el firmamento.
Me sentí abrumado
por el intenso perfume de las flores. Las azucenas y los lirios se mezclaban
por doquier, y las naranjas que pendían de los árboles estaban en sazón y
presentaban un color rojizo. Los limones se hallaban todavía duros y algo
verdes.
Los muros estaban
cubiertos de enredaderas. Los ángeles se agruparon a mí alrededor. Me percaté
de que era yo quien les había conducido hasta allí, quien había tomado en todo
momento la iniciativa, y seguía controlando la situación en aquel jardín,
mientras reflexionaba con la cabeza gacha y ellos aguardaban en silencio.
—Trato de oír las
voces de los prisioneros —dije—. Pero no oigo nada.
Alcé la vista y
contemplé las ventanas y los balcones suntuosamente decorados, los dobles
arcos, alguna que otra galería; todo ello presentaba un estilo de filigrana que
le era propio, diferente al nuestro.
Observé que ondeaban
las banderas, todas de color rojo sangre, manchadas con la muerte.
Luego contemplé por
primera vez. mis propias ropas de un escarlata brillante.
— ¿Como sangre
recién derramada? —murmuré.
— Haz en primer
lugar lo que debes hacer —me aconsejó Mastema—. Puedes aguardar a que la luz
crepuscular te cubra al ir a liberar a los presos, pero debes ir en busca de
tus presas ahora.
— ¿Dónde se
encuentran? ¡Dímelo!
— En deliberado
sacrilegio y anticuado rigor, yacen debajo de las piedras de la iglesia.
De pronto se oyó un
ruido estridente y agudo. El ángel había desenvainado la espada. La dirigió
hacia mí tras volver la cabeza. El sol que se reflejaba en los muros revestidos
de mármol arrancaba unos reflejos dorados a su yelmo rojo, que parecía estar en
llamas.
— Por esa puerta, y
la escalera a la que da acceso. La iglesia está situada en el tercer piso a
nuestra izquierda.
Me dirigí sin más
dilación hacia la puerta. Subí a toda prisa la escalera, doblando un recodo
tras otro mientras percibía el sonido de mis botas sobre la piedra, sin pararme
a comprobar si los ángeles me seguían; sólo sabía que estaban junto a mí, y
sentía su presencia como si me echaran el aliento sobre el cuello, aunque no
era así.
Al cabo de unos
momentos enfilamos un corredor, amplio y abierto, que se hallaba a nuestra
derecha y daba al patio inferior. Ante nosotros se extendía una interminable y
mullida alfombra cubierta de flores persas que se hundían en un frondoso prado
color azul noche. Los colores eran vividos, intactos. Seguimos avanzando por
ella hasta que desapareció tras un recodo. Al llegar al final del corredor vi
el cielo perfectamente enmarcado y la abrupta cima de la verde montaña.
— ¿Por qué te has
detenido? —preguntó Mastema.
Los ángeles se
materializaron en torno a mí, luciendo las vaporosas ropas que se amoldaron de
nuevo a sus siluetas, y las alas que no paraban de agitarse.
— Ésta es la puerta
que conduce a la iglesia, como ya sabes.
— Me he detenido
para contemplar el cielo azul, Mastema —respondí—. Sólo eso.
— ¿En qué piensas?
—preguntó uno de mis ángeles guardianes en voz baja y clara. De pronto me
agarró con fuerza y observé sus dedos del color del pergamino, ingrávidos,
apoyados en mi hombro—. ¿Piensas en un prado que jamás existió y una joven que
ha muerto?
— ¿Por qué eres tan
cruel? —le espeté.
Me aproximé a él
hasta que mi frente rozó la suya. Me maravilló sentir su tacto y ver sus ojos
opalescentes con tanta nitidez.
— No soy cruel. Sólo
soy el que te obliga a recordar una y otra vez.
Me volví hacia la
puerta de doble hoja de la capilla. Tiré de las gigantescas aldabas hasta que
la cerradura cedió y abrí la puerta de par en par, aunque no sé si lo hice para
disponer de una vía de escape o para franquear la entrada a mi séquito de
poderosos ayudantes.
Contemplé ante mí la
vasta nave desierta, que sin duda la noche anterior debió de estar repleta de
miembros de la estrafalaria y sanguinaria corte. En lo alto vi el coro del que
había brotado aquella música etérea.
El sol traspasaba
con violencia las demoníacas vidrieras.
Lancé una
exclamación de estupor al contemplar los enormes espíritus alados que aparecían
grabados en los estrechos y relucientes fragmentos de vidrio. Qué grueso era
ese vidrio, de múltiples facetas, y qué siniestras las expresiones de esos
monstruos con alas provistas de membranas que nos observaban burlonamente como
si se dispusieran a cobrar vida bajo la refulgente luz diurna e interceptarnos
el paso.
No tuve más remedio
que apartar la mirada de esos seres, volver el rostro y escrutar el inmenso
suelo de mármol. Divisé el gancho, semejante al que había en el suelo de la
capilla de mi padre, el cual formaba un círculo plano sobre la piedra; un
gancho de oro, bruñido y colocado de forma que no sobresaliera del suelo para
impedir que nadie tropezara con él. No estaba cubierto.
Indicaba de forma
precisa la posición de la única y alargada entrada a la cripta. Un estrecho
rectángulo de mármol cortado en el centro del suelo de la capilla.
Avancé, percibiendo
el eco de mis pisadas a través de la capilla desierta, y me dispuse a tirar del
gancho.
¿Qué me detuvo? Vi
el altar. En aquel preciso instante el sol incidió sobre la figura de Lucifer,
el gigantesco ángel rojo que se hallaba suspendido sobre un montón de flores
rojas, tan frescas como las de la noche en que me habían llevado a ese lugar.
Vi sus ojos febriles
y amarillos, unas gemas engarzadas en el mármol rojo, y observé los colmillos
de marfil que asomaban bajo su labio superior, contraído en un rictus de odio.
Contemplé a los demonios provistos de colmillos que se encontraban adosados a
los muros a derecha e izquierda de Lucifer; los ojos de éste, creados con
piedras preciosas, traslucían una expresión de codicia y arrogancia bajo la
intensa luz.
—La cripta —dijo
Mastema.
Por más que tiré del
gancho, no conseguí mover la losa de mármol. Ningún ser humano lo habría
logrado. Se requería una yunta de caballos. Aferré el gancho con ambas manos y
tiré de él con más fuerza, pero tampoco esta vez conseguí moverlo. Aquello era
tan inútil como intentar mover los muros.
— ¡Ayúdale! — Imploró Ramiel—. Ayudémosle
entre todos.
— No tiene mayor
complicación, Mastema, es como abrir una puerta.
Mastema extendió una
mano y me hizo suavemente a un lado, haciendo que me tambaleara por unos
instantes antes de recobrar el equilibrio. La larga trampa de mármol se alzó
muy despacio.
Su peso me asombró.
Medía más de medio metro de grosor. Sólo el revestimiento era de mármol; el
resto consistía en una piedra más oscura, pesada y densa. Ningún ser humano
habría sido capaz de levantarla.
A través de la boca
de la trampa surgió una lanza, como accionada por un resorte.
Me aparté de un
salto, aunque no estaba lo bastante cerca para que me hiriera.
Mastema dejó caer la
trampa, bajo cuyo peso los goznes se partieron. La luz inundaba el espacio que
se abría a nuestros pies. Aparecieron más lanzas, dispuestas para ensartarme,
resplandeciendo bajo el sol, ligeramente inclinadas, como situadas en sentido
paralelo a la parte más alta de la escalera.
Mastema se acercó.
— Procura apartar
las lanzas, Vittorio —dijo.
— No puede —contestó
Ramiel—. Si tropieza, caerá en ese pozo erizado de lanzas.
Apártalas tú,
Mastema.
— Lo haré yo —intervino
Setheus.
Tras desenfundar mi
espada, asesté un golpe sobre la primera lanza y logré desprender la punta de
metal, pero el mango de madera seguía intacto.
Bajé a la cripta, y
en el acto experimenté una sensación de frío y humedad en torno a mis piernas.
Golpeé con mi espada el mango de la lanza, partiéndolo en dos. Me detuve y al
extender la mano izquierda palpé otras dos lanzas que me aguardaban en la
penumbra. Alcé de nuevo la espada.
Me dolía el brazo
debido al peso de ésta.
Partí las dos lanzas
con unos golpes rápidos y contundentes, con lo que las puntas de metal cayeron
también de los mangos de madera.
Descendí por la
escalera sujetándome con la mano derecha para no resbalar, pero de pronto lancé
un grito y caí al vacío, pues la escalera se interrumpía allí de repente.
Tomé con la mano
derecha el mango de la lanza que había partido, la cual sostenía en la
izquierda. Mi espada cayó con gran estruendo al suelo.
—Es suficiente,
Mastema —protestó Setheus—. Ningún ser humano lo conseguiría.
Quedé suspendido en
el aire, sujetándome con ambas manos al astillado mango de la lanza mientras
observaba a los ángeles que rodeaban la boca de la cripta. Si caía, moriría sin
duda, pues había una distancia tremenda hasta el suelo. Y suponiendo que no me
matara, jamás saldría vivo de allí.
Yo aguardé, sin
decir palabra, aunque sentía un dolor insoportable en los brazos.
Entonces los ángeles
descendieron en un remolino de seda y alas con el silencio que les
caracterizaba en todo lo que hacían, y penetraron en una cripta, apresurándose
a rodearme y transportarme en volandas hasta el suelo de la cámara.
De pronto me
soltaron y me arrastré en la penumbra hasta hallar mi espada. Por fin la había
recuperado.
Me levanté,
jadeando, mientras la sostenía con firmeza, y contemplé el rectángulo de luz
que había en lo alto. Cerré los ojos e incliné la cabeza, tras lo cual los abrí
despacio para dejar que se habituaran a la densa y húmeda penumbra.
El castillo había
dejado aquí que la montaña lo invadiera, pues la cámara, aunque espaciosa,
parecía consistir sólo en tierra. Al menos eso fue lo que vi ante mí, en el
tosco muro, y al volverme vi a mis presas, según las había nombrado Mastema.
Los vampiros, las
larvas, yacían dormidos, pero no en unas tumbas, sino al descubierto,
dispuestos en unas largas hileras, cada cuerpo exquisitamente vestido y
cubierto con una sutil gasa tejida de oro. Yacían en torno a tres muros de la
cripta. En el extremo opuesto vi la escalera rota suspendida en el vacío.
Pestañeé y entorné
los ojos, dejando que se filtrara en ellos la suficiente cantidad de luz. Me
acerqué a la primera figura que atiné a distinguir en la oscuridad; vi los
elegantes chapines color Burdeos y las
medias escarlata, todo ello cubierto por el sutil velo, como si cada noche unos
gusanos de seda tejieran ese manto para aquel ser, espeso y perfecto. Pero no
era cosa de magia, sino el mejor tejido que eran capaces de confeccionar las
criaturas de Dios, tejido en los telares de hombres y orlado de un dobladillo
cosido por manos exquisitas.
Retiré el velo
bruscamente.
Me aproximé a la
criatura, que yacía con los brazos cruzados, y de pronto observé horrorizado
que su rostro dormido se animaba. El monstruo abrió los ojos y extendió un
brazo de forma violenta hacia mí.
Unas manos me
libraron de las garras en el momento oportuno. Al volverme vi que Ramiel me
sostenía; luego cerró los ojos e inclinó la frente sobre mi hombro.
— Ahora ya conoces
sus trucos. Ándate con cautela. Fíjate, ahora ha doblado de nuevo el brazo.
Cree que está a salvo. Ha cerrado los ojos.
— ¿Qué debo hacer?
¡Lo mataré! —exclamé.
Sujetando el velo
con la mano izquierda, alcé la espada con la derecha. Avancé hacia el monstruo
que dormía, y cuando éste alzó la mano, la atrapé con el velo, aprisionándola
en el tejido, y mi espada cayó sobre él como la del verdugo en el cadalso.
La cabeza rodó por
el suelo. El monstruo emitió un sonido atroz, que provenía más bien del cuello
que de la garganta. Su brazo se relajó. No podía luchar a la luz del día como
lo habría hecho en la oscuridad; en la primera batalla contra esos seres, había
decapitado a mi primer agresor. ¡Yo había vencido!
Recogí la cabeza y
observé cómo la sangre se derramaba por la boca. Los ojos, si es que había
llegado a abrirlos, estaban cerrados. Arrojé la cabeza al centro del suelo,
donde incidía en ella la luz. De inmediato la luz comenzó a abrasar la carne.
— ¡Mira, la cabeza
se está quemando! —exclamé
Pero no me detuve.
Me acerqué a la siguiente criatura dormida. Arranqué el lienzo sedoso y
transparente de una mujer que lucía unas largas trenzas y había sufrido una
muerte cruel en la plenitud de su vida. Tras atrapar su brazo cuando comenzó a
alzarlo, le corté a cabeza con furia, la agarré por una trenza y la arrojé para
que aterrizara junto a la de su compañero.
La otra cabeza se
había encogido y ennegrecido bajo la luz que penetraba a raudales a través de
la abertura que presidía la cámara desde lo alto.
— ¿Lo has visto,
Lucifer? —grité. El eco de mi voz pareció burlarse de mí—: ¿Has visto eso? ¿Lo
has visto? ¿Lo has visto?
Me apresuré hacia el
siguiente monstruo.
— ¡Florián! —exclamé
al retirar el velo.
Sin embargo, había
cometido un trágico error.
Al oír su nombre,
Florián abrió los ojos antes de que yo me abalanzara sobre él, y como títere
suspendido de unos hilos intentó levantarse, lo que habría conseguido si no le
hubiera clavado de inmediato mi espada en el pecho. Impasible, sin cambiar de
expresión, el monstruo cayó hacia atrás. A continuación le asesté un golpe con
la espada sobre el suave y aristocrático cuello. La sangre empapó su rubio
cabello. El monstruo entornó los ojos vidriosos y murió en el acto.
Agarré por la larga
cabellera a ese ser desprovisto de cuerpo, el cabecilla de la banda, ese
demonio de lengua plateada, y arrojé su cabeza a la humeante y hedionda pila de
cabezas.
Proseguí con mi
labor, eliminando a los monstruos que tenía a mi izquierda; no sé por qué a mi
izquierda, salvo que tomé esa dirección. Después ¿e arrancarles el velo me
arrojaba sobre ellos con increíble rapidez, atrapando su brazo con el velo
cuando comenzaban a alzarlo; a veces procedía con tal ímpetu que no dejaba
siquiera que lo movieran, y les cortaba la cabeza a tal velocidad que al final
lo hacía de forma chapucera, destrozándoles la mandíbula e incluso los huesos
del hombro. Pero acabé con ellos.
Sí, acabé con ellos.
Les arrancaba la
cabeza y la arrojaba a la pila, de la que brotaba una humareda tan densa como
la que despide una hoguera de hojas otoñales. También escupía algunas cenizas,
finas y diminutas, pero muy escasas en comparación con el voluminoso montón de
cabezas grasientas y ennegrecidas que alimentaban las llamas.
¿Sufrían? ¿Eran
conscientes de lo que les había ocurrido? ¿Adonde volaban sus almas
transportadas por unos pies invisibles en ese momento atroz en que la diabólica
corte se disolvía, cuando yo saltaba y bramaba de gozo, reía y lloraba hasta
que las lágrimas me nublaron la vista?
Maté a unos veinte
monstruos, y la espada acabó tan manchada de sangre y porquería que tuve que
limpiarla. Lo hice restregándola sobre sus cuerpos, mientras me dirigía hacia
el otro extremo de la cripta, sobre sus jubones y corpiños, maravillado de la
rapidez con que sus manos blancas se encogían y secaban sobre sus pechos, y de
cómo manaba a borbotones de sus cuellos sajados a la luz del día una sangre
negruzca.
— Estáis muertos, os
he matado a todos, pero ¿adonde habéis ido, adonde ha volado vuestra alma
viviente?
La luz comenzó a
disminuir. Permanecí de pie respirando con dificultad debido al esfuerzo.
Al alzar la cabeza
vi a Mastema.
— El sol está en lo
alto —dijo con voz queda.
El ángel ofrecía un
aspecto inmaculado, aunque estaba muy cerca de aquellos pútridos restos, de las
cabezas calcinadas y hediondas.
El humo parecía
brotar más bien de los ojos de éstas que de otro lugar, como si la gelatina se
hubiera fundido por completo en el fuego.
— En la iglesia hay
poca luz, aunque es mediodía. Apresúrate. Te quedan otros veinte en ese lado.
Manos a la obra.
Los otros ángeles
permanecían inmóviles, agrupados. Los magníficos Ramiel y Setheus vestían sus
espléndidas túnicas y los otros dos lucían más simples y modestos, pero todos
ellos me observaban con ansiedad. Setheus contempló la pila de cabezas
abrasadas y luego me miró a mí.
— Vamos, mi pobre
Vittorio —murmuró—. Apresúrate.
— ¿Podrías hacerlo
tú? —pregunté.
— No.
— No, ya sé que no
estás autorizado —admití. El pecho me dolía debido al esfuerzo que me suponía
hablar—. Me refiero a si serías capaz de hacerlo, si tendrías el valor
necesario.
— No soy una
criatura de carne y hueso, Vittorio —respondió Setheus con un gesto de
impotencia—. Pero haría lo que Dios me ordenara hacer.
Avancé unos pasos y
me volví para contemplar al grupo de ángeles en su radiante esplendor, y a su
jefe, Mastema, con la armadura reluciente bajo la luz que declinaba y la
brillante espada colgada del cinto.
Mastema no dijo
nada.
Me volví y arranqué
el velo que tenía más a mano. Era Úrsula.
—No —musité al
tiempo que retrocedía.
Dejé caer el velo al
suelo. Estaba lo bastante alejado de ella para no despertarla; ni siquiera se
movió. Los hermosos brazos estaban cruzados sobre el pecho en la airosa postura
de muerte que habían ostentado los otros, pero de ella emanaba una
extraordinaria dulzura, como si un suave veneno la hubiera matado en su
inocente juventud sin alterar un solo pelo de su larga cabellera, la cual
formaba un nido dorado en el que reposaba su cabeza, los hombros y el cuello de
cisne.
Percibí mis jadeos.
Bajé la espada, dejando que la punta rozara las piedras del suelo. Me pasé la
lengua por los labios resecos. No me atreví a mirarlos, aunque sabía que se
hallaban a pocos pasos, observándome. En el denso silencio, oí el crepitar y el
chisporroteo de las cabezas abrasadas de aquellos seres malditos.
Metí la mano en el
bolsillo y extraje el rosario de cuentas ambarinas. La mano me tembló
vergonzosamente mientras lo sostenía. Luego alcé el rosario, dejando que el
crucifijo oscilara en el aire, y lo arrojé sobre Úrsula, Cayó justo encima de
sus delicadas manos, sobre el blanco montículo de sus pechos semidesnudos. El
crucifijo se hundió en el nido formado por su pálida piel, pero ella no movió
un solo músculo.
La luz se adhería a
sus pestañas como si fuera polvo. Sin excusa ni explicación, me volví hacia el
siguiente monstruo, le arranqué el velo y acabé con él o con ella, no me detuve
a averiguarlo, con un estentóreo grito de triunfo. Agarré la cabeza cortada por
la espesa melena castaña y la arrojé al montón de desechos que yacía a los pies
de los ángeles.
El siguiente era
Godric. ¡Dios, qué dulce sería vengarme de él!
Vi su calva antes de
tocar el velo, y tras desgarrarlo de forma torpe esperé a que abriera los ojos,
a que se incorporara a medias en la losa sobre la que yacía y me mirara.
— ¿Me reconoces,
monstruo? ¿Sabes quién soy?
— Bramé. Alcé la
espada y le corté el cuello. La cabeza canosa rodó por el suelo, y me apresuré
a ensartarla con mi espada por el ensangrentado muñón—. ¿Me conoces, monstruo?
Me dirigí hacia la
pila de cabezas y deposité la de Godric sobre las otras, como si fuera un
trofeo.
— ¿Me conoces? —gemí
de nuevo.
Luego reanudé mi
tarea con renovada furia.
Otros dos, tres,
luego cinco, luego siete y nueve, y otros seis más, hasta liquidar aquella
demoníaca corte. Todos los bailarines, señores y damas estaban muertos.
Entonces me
precipité al otro lado y acabé con los pobres sirvientes campesinos, cuyos
modestos cuerpos no estaban cubiertos con velo y apenas tenían fuerzas para
levantar sus blancos y esqueléticos brazos.
— ¿Dónde yacen los
cazadores?
— En el otro extremo
de la cripta. Allí está muy oscuro. Ándate con cuidado.
— Ya los veo
—anuncié.
Al enderezarme
comprobé alarmado que los seis cazadores se hallaban dispuestos en una hilera,
con las cabezas pegadas al muro como los otros, pero peligrosamente juntos,
cosa que dificultaba su labor.
De pronto solté una
carcajada al reparar en lo sencillo que me resultaría. Arranqué el velo del
primer cazador y le corté los pies. Éste se alzó y en aquel instante le asesté
un golpe certero en el cuello con mi espada mientras la sangre manaba a
borbotones de sus piernas.
Al segundo le corté
los pies y luego le sajé el torso, descargando un golpe sobre su cabeza antes
de que él lograse aferrar mi espada con la mano. Alcé el arma y le corté la
mano.
— ¡Muere, cerdo! ¡Tú
me atacaste con tu compinche, te recuerdo bien!
Por fin le tocó el
turno al último de los cazadores, y a los pocos segundos sostuve su cabeza por
las barbas.
Regresé lentamente
con la cabeza del último cazador, haciendo rodar las otras a puntapiés como si
fueran una basura, pues no tenía fuerzas para arrojarlas con la mano, hasta
colocarlas en un lugar donde la luz incidiera sobre ellas. La cripta estaba
iluminada. El sol del atardecer penetraba por el lado oeste de la capilla. Y de
la abertura que había en lo alto emanaba un calor terrorífico y fatal. Me
enjugué despacio el rostro con el dorso de la mano izquierda. Dejé mi espada y
saqué los pañuelos que los monjes habían guardado en mis bolsillos para
limpiarme la cara y las manos.
Luego tomé la espada
y me dirigí de nuevo a los pies del catafalco sobre el que yacía ella.
No se había movido.
La luz se había desplazado y no incidía sobre su cuerpo, ni sobre los cadáveres
de sus compañeros.
Úrsula yacía a salvo
sobre su lecho de piedra, con las manos inmóviles, bellamente cruzadas sobre el
pecho, la derecha sobre la izquierda. El crucifijo de oro estaba sobre el
blanco montículo de sus senos. Una ligera corriente de aire que penetraba por
la abertura agitaba su cabellera, que formaba un halo de filamentos dorados en
torno al rostro inerte. La melena suelta y ondulada, desprovista de cintas y
perlas, se desparramaba sobre los bordes del estrecho catafalco, al igual que
los pliegues del vestido largo y recamado. No era el mismo que lucía la última
vez que la había visto. Presentaba el mismo color rojo intenso, pero éste se
hallaba ricamente bordado y era nuevo y suntuoso, como si se tratara de una
princesa real, siempre presta a recibir el beso de su príncipe.
— ¿Podía el infierno
recibir esto? —musité.
Me acerqué tanto
como juzgué prudente. No soportaba la idea de que alzara su brazo de forma
mecánica, de que moviera los dedos en el aire en un intento de atraparme o que
abriera los ojos. No lo resistiría. Debajo del dobladillo del vestido asomaban
las puntas menudas de sus chapines. Con qué esmero debió de acostarse al
amanecer. ¿Quién habría cerrado la trampa, cuyas cadenas habían caído? ¿Quién
había colocado la trampa formada por las lanzas, las cuales yo no había
examinado ni siquiera imaginado en mi pensamiento?
Por primera vez
observé en la penumbra que Úrsula lucía una pequeña diadema de oro, sujeta en
la coronilla con unas diminutas horquillas clavadas en sus bucles, de forma que
la perla que la adornaba pendía sobre su frente. Era un objeto minúsculo.
¿Acaso sería su alma
tan minúscula como ese objeto? ¿La recibiría el infierno del mismo modo que el
fuego aceptaría cualquier parte de su anatomía, al igual que el sol abrasaría
su inmaculado rostro hasta convertirlo en una masa horrenda?
Tiempo atrás ella
había dormido, y soñado, en el útero de su madre, y unas manos la habían
depositado en brazos de su padre.
¿Qué tragedia debió
de ocurrir para que acabara en esa pútrida y hedionda sepultura, donde las
cabezas de sus compañeros asesinados ardían lentamente bajo los pacientes e
indiferentes rayos del sol?
Me volví hacia
ellos, con la espada apuntando al suelo.
— Uno, dejad que
viva uno. ¡Sólo uno! —imploré.
Ramiel se cubrió la
cara con las manos y se volvió de espaldas a mí. Setheus no apartó la vista pero
meneó la cabeza en sentido negativo. Mis guardianes se limitaron a observarme
con su habitual frialdad, como hicieran hasta el momento. Mastema me miró de
hito en hito, en silencio, ocultando cualquier pensamiento que atravesara su
mente bajo la serena máscara de su semblante.
— No, Vittorio
—respondió—. ¿Acaso crees que un nutrido grupo de ángeles del Señor te han
ayudado a superar estos obstáculos para dejar que uno de esos monstruos viva?
— Ella me amaba,
Mastema. Y yo la amo. Ella me dio la vida. Te lo pido en nombre del amor,
Mastema. Te lo suplico en nombre del amor. Todo cuanto ha ocurrido hoy aquí fue
un acto de justicia. ¿Pero qué puedo decir a Dios si mato a este ser que me ha
amado y a quien yo amo?
El ángel, sin
cambiar de expresión, me observó con su eterna calma. Oí un ruido tremendo.
Eran los sollozos de
Ramiel y Setheus. Mis guardianes se volvieron para contemplarlos, sorprendidos
sólo levemente, tras lo cual fijaron de nuevo en mí sus ojos dulces, soñadores
e inmutables.
— Sois unos ángeles
crueles —declaré—. ¡No, no es justo, lo sé! Miento. Miento.
Perdonadme.
— Te perdonamos
—dijo Mastema—. Pero debes cumplir lo que me prometiste.
— ¿No podría
salvarse, Mastema? Si ella misma renunciara... ¿Podría quizá...? ¿Su alma sigue
siendo humana?
El ángel no
contestó. Permaneció mudo.
—Te lo ruego,
Mastema, respóndeme. ¿Es que no lo comprendes? Si ella se salvara, yo me
quedaría aquí con ella y podría obligarla a renunciar a su condición, lo sé
porque tiene un corazón bondadoso. Es joven y bondadoso. Dime, Mastema, ¿podría
salvarse una criatura como ella?
No hubo respuesta.
Ramiel apoyó la cabeza en el hombro de Setheus.
— Te lo suplico,
Setheus —dije—. Contesta, ¿podría salvarse? ¿Debe morir a mis manos?
¿No podría quedarme
aquí con ella y obligarla a confesar, a renegar de todo el mal que ha cometido?
¿No existe ningún sacerdote que pueda darle la absolución? ¡Dios bendito!
— Vittorio —murmuró
Ramiel—, ¿es que tienes los oídos taponados con cerumen? ¿No oyes gritar de
hambre a los prisioneros? Aún no los has liberado. ¿Lo harás esta noche?
— Puedo hacerlo, sí.
¿Pero no puedo permanecer aquí con ella? Cuando se percate de que está sola, de
que los otros han perecido, de que las promesas que hizo a Godric y a Florián
eran una aberración, ¿no es posible que ofrezca su alma a Dios?
Mastema, sin que
variara un ápice la expresión de sus ojos suaves y fríos, volvió despacio la
cabeza.
— ¡No! ¡No me des la
espalda! —grité al tiempo que sujetaba su poderoso brazo envuelto en seda.
Sentí la insuperable fuerza debajo del tejido, ese tejido extraño y
sobrenatural. Él me miró—. ¿Por qué te niegas a responder?
— ¡Por el amor de
Dios, Vittorio! — Bramó de repente, y su voz llegó a todos los rincones de la
cripta—. ¿No lo comprendes? ¡Nosotros no lo sabemos! —Tras obligarme a soltarlo
me miró ceñudo, con la mano apoyada en el pomo de la espada y gritó—: ¡No
provenimos de una especie que haya conocido jamás el perdón! No somos de carne
y hueso; en nuestros dominios las cosas se dividen en luz y tinieblas. ¡Eso es
todo lo que sabemos!
Furioso, dio media
vuelta y se dirigió hacia Úrsula. Yo corrí tras él en un intento de detenerlo,
incapaz de torcer su voluntad.
Mastema extendió la
mano, impidiendo que ella le sujetara, y la tomó por el delicado cuello.
Úrsula lo miró con
aquella espantosa ceguera.
— Posee un alma
humana —dijo el ángel en voz baja.
Luego retrocedió
como si no quisiera tocarla, como si no soportara tocarla, y al retirarse me
apartó de un empellón.
Rompí a llorar. El
sol había variado de posición, y las sombras empezaban a invadir la cripta. Por
fin, me volví. A través de la abertura penetraba una luz pálida. Dorada y
radiante, pero pálida.
Mis ángeles seguían
allí, agrupados; observaban y aguardaban.
— Me quedo aquí
—dije—. Ella no tardará en despertar. Entonces le pediré que niegue a Dios que
le conceda su gracia.
Lo decidí en el
instante de decirlo. Lo comprendí sólo al pronunciar esas frases.
— Me quedaré junto a
ella. Si renuncia a todos sus pecados en aras del amor de Dios, podrá
permanecer a mi lado, y cuando nos sobrevenga la muerte, no alzaremos una mano
para acelerarla y Dios nos recibirá a
los dos.
— ¿Crees que tendrás
las fuerzas suficientes paca hacerlo? — Me preguntó Mastema—. ¿Y ella? ¿Será
capaz?
—Se lo debo
—respondí—. Estoy en deuda con ella. Jamás te he mentido, ni a ti ni a ninguno
de vosotros. Nunca me he mentido a mí mismo. Ella mató a mi hermano y a mi
hermana.
Yo mismo lo vi. Sin
duda mató a otros miembros de mi familia. Sin embargo ella me salvó. Lo hizo en dos ocasiones. Matar es sencillo,
pero salvar la vida de otro, no.
— ¡Ah! —exclamó
Mastema como si yo le hubiera golpeado—. Eso es cierto.
— De modo que me
quedo. No espero nada de vosotros. Sé que no puedo salir de aquí.
Quizás ella tampoco
pueda abandonar esta cripta.
— Por supuesto que
puede —replicó Mastema.
— No le abandones
aquí —intervino Setheus—. Llévatelo aunque sea en contra de su voluntad,
— Ninguno de
nosotros puede hacerlo, y tú lo sabes —repuso Mastema.
— Al menos sácalo de
esta cripta —suplicó Ramiel—, como si le rescataras de un precipicio en el que
hubiera caído.
— Pero no es así, y
no puedo hacerlo.
— Entonces
quedémonos aquí junto a él —propuso Ramiel.
— Si, quedémonos
aquí —convinieron mis dos guardianes, más o menos de forma simultánea y con el
mismo tono suave.
— Deja que ella nos
vea.
—¿Cómo sabemos que
puede vernos? — Dijo Mastema—. ¿Cómo sabemos que nos verá?
¿Cuántas veces
ocurre que un ser humano consigue vernos?
Por primera vez noté
que estaba furioso. De pronto se volvió hacia mí y exclamó:
— ¡Dios ha estado
jugando contigo, Vittorio, al darte estos enemigos y estos aliados!
—Sí, lo sé, y rogaré
al Señor con todas mis fuerzas y el peso de mi sufrimiento que salve el alma de
Úrsula.
No pretendí cerrar
los ojos.
Sé que no lo hice.
Pero toda la escena
cambió de modo súbito y radical. El montón de cabezas seguía intacto, y algunas
yacían algo apartadas, encogidas, secas, exhalando un humo acre. La luz
procedente de la abertura que había en lo alto se oscureció, aunque seguía
siendo dorada e iluminaba la maltrecha escalera y las lanzas que yo había
partido, sobre las que se reflejaba el fulgor dorado de los últimos rayos
crepusculares.
Y mis ángeles habían
desaparecido.
12
No me dejes caer en
la tentación
No obstante mi
juventud, mi cuerpo había llegado al límite de sus fuerzas. Pero ¿cómo podía
quedarme en esa cripta, aguardando a que ella despertara, sin tratar de hallar
el medio de salir?
No pensé en el
rechazo de mis ángeles. Aunque sin duda lo merecía, estaba convencido de la
rectitud de mi deseo de conceder a Úrsula la oportunidad de implorar a Dios que
la perdonara, que ambos abandonáramos esa cripta y, en caso necesario,
acudiéramos a un sacerdote que pudiera absolver su alma humana de todos los
pecados. En caso de que ella no pudiera realizar una confesión perfecta en aras
del amor de Dios, la absolución la salvaría.
Examiné la cripta,
sorteando los cadáveres que se habían secado bajo el sol. La escasa luz que
penetraba puso de relieve los charcos de sangre que se deslizaban entre los
catafalcos de piedra.
Por fin hallé lo que
andaba buscando, una amplia escalera de cuerda que pudiera alzar y arrojar
hacia el techo. Pero ¿sería capaz de manipularla sin ayuda?
La arrastré hasta el
centro de la cripta, apartando de una patada las cabezas que mostraban un
aspecto atroz, deposité la escalera en el suelo y, situándome entre dos
peldaños, intenté alzarla.
Imposible. Me
faltaban fuerzas. La escalera pesaba mucho debido a su longitud. Se requerían
tres o cuatro hombres forzudos para alzarla lo suficiente, de modo que los
peldaños superiores se engancharan en las lanzas rotas, pero yo no podía
hacerlo solo.
Con todo, existía
otra posibilidad. Una cadena o una soga para arrojarla hacia las lanzas que
había en lo alto. Busqué en la penumbra un objeto semejante, pero no hallé
ninguno.
¿Era posible que no
hubiera una soga ni una cadena?
¿Acaso las larvas
habían sido capaces de salvar de un salto la distancia entre el suelo y la
escalera rota?
Busqué a lo largo de
los muros un saliente, un gancho o una protuberancia que indicara la existencia
de un almacén o, ¡Dios nos libre!, otra cripta utilizada por estos demonios.
No encontré nada.
Por fin, fatigado,
me acerqué de nuevo al centro de la habitación. Recogí todas las cabezas,
incluso el odioso cráneo pelado de Godric, que aparecía ahora renegrido como el
cuero y mostraba dos cavidades amarillas en lugar de ojos, y las amontoné en un
lugar donde la luz siguiera incidiendo en ellas.
Luego, tropezando
con la escalera, caí de rodillas junto al catafalco de Úrsula.
Me tumbé en el suelo
para dormir un rato, o al menos descansar.
Sin pretenderlo,
incluso con timidez y temor, dejé que mi cuerpo se relajara, cerré los ojos y,
tendido en el suelo de piedra, me sumí en un bendito sueño reparador.
Fue muy curioso.
Supuse que el grito
de Úrsula me despertaría, que, al igual que una niña, al despertarse en la
oscuridad sobre su catafalco y comprobar que estaba .sola y rodeada de cabezas
gritaría angustiada.
Supuse que el hecho
de ver las cabezas apiladas Sea un montón la horrorizaría.
Pero no fue así.
La luz crepuscular
invadía el espacio superior, de color violeta como las flores del prado, y ella
estaba de pie junto a mí.
Se había colgado el
rosario en torno al cuello, lo cual no es infrecuente, y lo lucía a modo de bello
adorno. El crucifijo de oro se balanceaba bajo la luz, como una resplandeciente
mota dorada semejante a las manchas de
luz que reflejaban sus ojos.
Úrsula sonrió.
— Mi valiente héroe,
ven, huyamos de este lugar mortuorio. Lo has conseguido, les has vengado.
— ¿Has movido los
labios?
— ¿Es preciso que lo
haga cuando hablo contigo?
Sentí un escalofrío
de deseo cuando Úrsula me obligó a que me levantara. Me miró a los ojos, con
las manos apoyadas en mis hombros.
— Bendito seas,
Vittorio —dijo. Acto seguido, rodeándome la cintura con un brazo, ascendió
llevándome consigo. Nos elevamos sobre las lanzas rotas sin ni siquiera rozar
sus afilados mangos, y penetramos en la umbrosa capilla. Las vidrieras se
habían oscurecido y las sombras jugueteaban gráciles pero respetuosas en torno
al distante altar.
— Amor mío, amor mío
—dije; —. ¿Sabes lo que hicieron los ángeles? ¿Lo que dijeron?
— Liberemos a los
presos, tal como deseas —contestó Úrsula.
Me sentí más
animado, lleno de renovado vigor. Nadie habría adivinado que había tenido que
superar una dura prueba, que la titánica lucha me había robado las fuerzas y el
ánimo, que durante días la batalla y el esfuerzo constituyeron parte integrante
de mí ser.
Juntos atravesamos
apresuradamente el castillo, abriendo una tras otra las puertas de par en par
para liberar a los desdichados que estaban en el corral. Fue Úrsula quien
corrió con pies ligeros y felinos por los senderos que discurrían entre los
naranjos y las jaulas de las aves, volcando los pucheros de caldo, informando a
los cojos y a los desesperados de que eran libres, que nadie les retenía en el
castillo. En un santiamén nos situamos en un elevado balcón. En la penumbra
contemplé a mis pies la triste procesión, una larga hilera de tullidos que
descendía por la ladera de la montaña bajo el cielo violáceo y la estrella de
la noche. Los débiles ayudaban a los fuertes; los viejos transportaban a los
jóvenes.
— ¿Adonde irán?
¿Regresarán a esa malvada población? ¿Junto a los monstruos que los entregaron
al sacrificio? —De pronto se apoderó de mí una violenta furia—. Esas gentes
deben recibir castigo.
— El tiempo todo lo
resuelve, Vittorio. Tus pobres y tristes víctimas ya son libres. Ven, nuestro
momento ha llegado.
La falda de Úrsula
se infló formando un enorme círculo oscuro mientras descendíamos por el aire,
frente a las ventanas, junto a los muros, hasta que mis pies aterrizaron en el
mullido suelo.
— ¡Bendito sea Dios,
estamos en el prado! —exclamé—. Lo veo con tal nitidez bajo el resplandor de la
luna como lo viera en mis sueños.
Me sentí embargado
por una súbita ternura. Abracé a Úrsula, hundiendo los dedos en su espesa y
ondulada cabellera. Todo parecía bambolearse a mí alrededor, y sin embargo
sentí el tacto de la tierra bajo mis pies al tiempo que bailaba eufórico con
ella, y el suave y airoso movimiento de los árboles nos arrullaba mientras nos
abrazábamos con fuerza.
— Nada puede
separarnos, Vittorio —dijo. De pronto se soltó y echó a correr.
— ¡Espera, Úrsula!
—grité al tiempo que echaba a correr tras ella. Pero la hierba y las azucenas
crecían altas y frondosas. De pronto tuve la impresión de que aquel paraje no
era idéntico al del sueño, pero enseguida comprendí que era una impresión
errónea, pues todo estaba impregnado del aroma silvestre del campo y la perfumada
brisa agitaba levemente las ramas de los árboles.
Caí agotado, dejando
que las flores me acogieran en un suave abrazo. Dejé que las azucenas rojas se
inclinaran sobre mi rostro, como si me observaran con curiosidad.
Ella se arrodilló a
mi lado.
— Él me perdonará,
Vittorio —dijo—. En su infinita misericordia, me perdonará.
— Sí, mi amor, mi
bendito y hermoso amor, mi salvadora. Él te perdonará.
El pequeño crucifijo
que pendía de su cuello rozó el mío.
—Pero debes hacer
esto por mí, tú que me perdonaste la vida en la cripta, que dormiste confiado a
los pies de mi tumba, deseo que hagas...
— ¿Qué, amor mío?
—pregunté—. No tienes más que decírmelo y lo haré.
— Primero reza para
que el Señor te dé fuerzas, y luego deseo que tu cuerpo humano, tu cuerpo
indemne y bautizado absorba toda la sangre demoníaca que contiene el mío, qué
la extraigas para liberar mi alma de su conjuro. No temas, no te perjudicará,
pues la vomitarás al igual que las pociones que te dimos. ¿Harás eso por mí?
¿Extraerás el veneno que hay en mi interior?
Pensé en las
náuseas, el vómito que había brotado de mi garganta en el monasterio. Pensé en
los despropósitos que había soltado, en la terrible locura que se había
apoderado de mí.
— Hazlo por mí —dijo
Úrsula.
Se tumbó junto a mí
y sentí su corazón atrapado en su pecho, y sentí los latidos del mío, y pensé
que jamás había conocido una languidez tan sensual. Noté que mis dedos se
contraían.
Durante unos
instantes dejé que reposaran sobre las piedras del prado, como si los dorsos de
mis manos yacieran sobre unos ásperos guijarros, pero enseguida sentí de nuevo
la textura de los tallos rotos, el lecho de azucenas purpúreas, rojas y
blancas.
Úrsula alzó la
cabeza.
— En nombre de Dios
—dije—, por tu salvación, ingeriré el veneno que contiene tu cuerpo; te chuparé
la sangre como si la succionara de una herida gangrenosa, de la llaga de un
leproso.
Dámela, dame tu
sangre.
Su rostro permaneció
impasible, tan menudo, tan exquisito, tan blanco.
— Debes ser
valiente, amor mío, pues antes debo succionar una porción de tu sangre para que
tú absorbas toda la mía. —Úrsula apoyó la cabeza en mi cuello y me clavó los
dientes—. Valor, sólo un poco más.
— ¿Un poco más?
—musité—. ¡Ah, un poco más! Levanta la vista, Úrsula, contempla el cielo y el
infierno en el firmamento, pues las estrellas son unas bolas de fuego que los
ángeles sostienen suspendidas.
Pero era un lenguaje
exageradamente poético y carente de significado, y al poco de convirtió en un
mero eco. Sentí que me envolvía una densa oscuridad, y al alzar la mano tuve la
impresión de que la cubría una red dorada y vi a lo lejos mis dedos atrapados
en esa red.
De repente el sol
inundó el prado. Sentí deseos de huir, de incorporarme, de decirle “Fíjate, ha
salido el sol, y tu estás indemne, amor mío”. Pero experimenté unas oleadas de
un placer divino y sensual que me atravesaban todo el cuerpo, tirando de mí,
estimulando mis partes íntimas, un placer magnífico y enloquecedor.
Cuando sus dientes
se clavaron en mi carne, tuve la sensación de que afianzaba su alma en mis
órganos, en todas las partes de mi ser que correspondían al hombre y antes al
niño, y que eran humanas.
— ¡Ah, no te
detengas, amor mío! —exclamé.
El sol ejecutó una
extraña danza sobre las ramas de un castaño.
Úrsula abrió la boca,
de la que brotó un chorro de sangre, el beso rojo oscuro de sangre.
— Tómala, Vittorio.
— Transmíteme todos
tus pecados, criatura divina —respondí—. ¡Dios mío, ayúdame!
¡Apiádate de mí!
Mastema...
Pero no terminé la
frase. Mi boca se llenó de la sangre de Úrsula. No era una poción rancia
mezclada con otros repugnantes ingredientes, sino el líquido dulce y cautivador
que me diera a través de sus besos más secretos y desconcertantes. Esta vez lo
ingerí en un chorro que no cesaba de manar.
Úrsula me sujetó por
las axilas y me alzó. La sangre parecía no conocer vena alguna pero se extendió
a través de mis extremidades, mis hombros y mi pecho, anegando y
confiriendo renovada energía a mi
corazón. Levanté la vista y contemplé el sol radiante y juguetón. Sentí su
melena suave y cegadora sobre mis ojos, pero miré a través de los dorados
cabellos.
Mi respiración era
entrecortada. La sangre me inundó las piernas, hasta las puntas de los dedos de
los pies. Mi cuerpo se sentía revitalizado. Mi corazón latía contra su pecho, y
de nuevo sentí su peso sutil y felino, las sinuosas piernas enroscadas en torno
a las mías, sujetándome, inmovilizándome, los brazos cruzados bajo mis axilas,
los labios pegados a los míos. Mis ojos no cesaban de pestañear y contraerse,
para luego abrirse de golpe, en un ciclo interminable. Mis suspiros eran
inmensos, y los latidos de mi corazón retumbaban con potencia, como si no nos
halláramos en un prado; los sonidos que emitía mí robustecido cuerpo, el cuerpo
transformado, el cuerpo pletórico de su sangre, resonaban sobre las piedras.
El prado
desapareció, o quizá no había existido nunca. La luz crepuscular formaba un
rectángulo en lo alto. Yo yacía en la cripta.
Me incorporé y
aparté con violencia a Úrsula, que lanzó un grito de dolor. Me levanté de un
salto y contemplé mis manos, extendidas ante mí.
Sentí un hambre
terrorífica, una fuerza descomunal, el deseo de emitir un rugido feroz.
Observé la luz
violácea que penetraba por la abertura en lo alto y grité.
— ¡Lo has
conseguido! ¡Me has convertido en no de los tuyos!
Úrsula rompió a
llorar. Me precipité hacia ella. Ursula retrocedió con el torso doblado hacia
delante, tapándose la boca con la mano mientras sollozaba e intentaba huir de
mí. Yo la perseguí.
Ursula corría como
una rata, dando vueltas en torno a la cripta, gritando como una posesa.
— ¡No, Vittorio! ¡No
me hagas daño, lo hice por nosotros! ¡Somos libres, Vittorio! ¡Dios mío,
ayúdame!
Entonces comenzó a
elevarse, zafándose de mis manos. Huyó hacia la capilla que se encontraba en el
piso superior.
— ¡Bruja, monstruo,
larva, me engañaste con tus espejismos, tus visiones, me convertirse en uno de
los tuyos!
El eco de mis
rugidos no cesaba de resonar mientras yo avanzaba a tientas hasta dar con mi
espada. Luego comencé a corretear alrededor de la cripta para adquirir impulso
y por fin salté, elevándome por encima de las lanzas para aterrizar en el piso
donde se encontraba la capilla; ahí estaba Úrsula, temblando ante el altar con
los ojos llenos de lágrimas.
Ella retrocedió hasta
chocar con unos jarrones de flores rojas apenas visibles bajo el resplandor de
las estrellas que penetraba por las oscuras vidrieras.
— ¡No me mates,
Vittorio, te lo suplico! — Imploró entre sollozos y gemidos—. ¡Soy muy joven,
como tú, no me mates!
Me lancé sobre ella,
y entonces echó a correr hacia el otro extremo del santuario. Furioso, golpeé
con mi espada la estatua de Lucifer. Tembló unos segundos y luego cayó,
haciéndose añicos en el suelo de mármol del maldito santuario.
Úrsula, que se había
refugiado en un rincón de la capilla, se puso de rodillas y extendió los brazos
en un gesto implorante. Sacudió la cabeza, y su cabellera osciló de un lado a
otro.
— ¡No me mates, no
me mates, no me mates! ¡Si lo haces me enviarás al infierno! ¡No lo hagas!
— ¡Desgraciada!
—gemí—. ¡Bruja! —Por mis mejillas rodaban unas lágrimas tan abundantes como las
suyas—. Tengo sed, bruja. Tengo sed y percibo su olor, el de los esclavos que
aún están encerrados en el corral. ¡Huelo su sangre, maldita seas!
Yo también me hinqué
de rodillas. Me tumbé sobre el mármol y propiné una patada a los fragmentos de
la grotesca estatua. Clavé la punta de mi espada en el encaje del lienzo
que cubría el altar y lo derribé al
suelo, junto con la masa de flores que lo adornaba. Me revolqué en ellas,
sepultando mi rostro en los fragantes pétalos.
Se produjo un
terrible silencio, un silencio impregnado de mis gemidos. Sentí mi fuerza
incluso en el timbre de mi voz, y en el brazo que sostenía la espada sin fatiga
ni contemplaciones, y en la calma indolora en la que yacía sobre un mármol que
debía de ser frío pero no lo era, o tal vez es que su frialdad me reconfortaba.
Ella me había hecho
poderoso.
Percibí su perfume y
alcé la vista. Úrsula, un ser tierno, amoroso, con los ojos inundados del resplandor
de las estrellas, luminosos, serenos, amables, se hallaba de pie junto a mí.
Sostenía en los brazos a un joven humano, un retrasado mental que ignoraba el
peligro que corría. Tenía un aspecto sonrosado y suculento, parecía un lechón
dispuesto para que yo lo saboreara, repleto de burbujeante sangre mortal y
listo para ser devorado. Úrsula lo depositó ante mí.
Estaba desnudo. El
chico se acuclilló, con las nalgas apoyadas en los talones. Su sonrosado pecho
temblaba, tenía el pelo largo y negro y una carita redonda e inocente. Parecía
estar soñando o acaso buscando unos ángeles en la oscuridad.
— Bebe, amor mío,
bebe su sangre —dijo Úrsula—. Te dará fuerzas para conducirme ante un padre
bondadoso que acepte confesarme.
Yo sonreí. Sentí un
deseo casi incontenible de arrojarme sobre aquel joven retrasado. Pero el hecho
de que a partir de ahora lograra o no contener mis deseos constituía una
incógnita, de modo que me tomé mi tiempo. Me incorporé sobre un codo y la miré.
— ¿Un padre
bondadoso? ¿Crees que iremos allí? ¿Ahora mismo, los dos, sin más preámbulos?
Úrsula se echó a
llorar de nuevo.
—No, no, ahora mismo
no —meneó la cabeza a modo de negación. Estaba derrotada.
Tomé al muchacho.
Mientras bebía su sangre le partí el cuello. El joven no emitió el menor
sonido. No hubo tiempo para el temor, el dolor ni las lágrimas.
¿Olvidamos alguna
vez a nuestra primera víctima? ¿Es eso posible?
Aquella noche invadí
el corral; devoré a los que quedaban en él, gozando con el pantagruélico
festín, les clavé los colmillos en el cuello, tomando de cada uno lo que
deseaba, enviándolos a Dios o al infierno, ¿cómo voy a saberlo, vinculado como
estoy a esta tierra con ella?
Ella participó en el
festín pero a su estilo, con delicadeza y pulcritud, pendiente de mis alaridos
y gemidos, abrazándome para besarme y aplacarme con sus sollozos cuando yo
temblaba de rabia.
— Sal de ahí—dije.
Estaba a punto de
amanecer. Le dije que no estaba dispuesto a pasar el día bajo las afiladas
torres en esa casa terrorífica, en esa cuna de maldad y perversión.
— Conozco una cueva
—dijo Úrsula—. Se encuentra al pie de las montañas, más allá de las tierras de
cultivo.
— Sí, ¿junto a un
auténtico prado?
— En esta hermosa
región hay prados sin número, amor mío —respondió Úrsula—. Bajo las estrellas,
las bonitas flores relucen ante nuestros ojos mágicos como lo hacen para los
humanos a la luz del sol de Dios. Ten presente que su luna es nuestra. Y mañana
por la noche... antes de que pienses en el sacerdote..., debes pensar en el
sacerdote...
— No me hagas reír.
Enséñame a volar. Rodea mi cintura con el brazo y enséñame a arrojarme desde
estas elevadas murallas y aterrizar sin partirme las piernas. No vuelvas a
hablarme de sacerdotes. ¡No te burles de mí!
—... Antes de que
pienses en el sacerdote, para que me confiese —prosiguió Úrsula sin dejarse
amedrentar, con su dulce y suave vocéenla y los ojos anegados en lágrimas de
amor—, regresaremos a la población de Santa Maddalana, cuando sus habitantes
duerman todavía, y le prenderemos fuego.
13
La niña esposa
No prendimos fuego a
Santa Maddalana. Resultaba más divertido perseguir y cazar a sus habitantes.
A la tercera noche,
dejé de llorar poco antes del alba, cuando Úrsula y yo nos retiramos,
abrazados, a nuestra cueva secreta e inaccesible.
Y a la tercera
noche, los habitantes de la población comprobaron lo que había ocurrido: su
astuto pacto con el diablo se había vuelto contra ellos. Estaban aterrorizados,
y Úrsula y yo gozamos pillándolos desprevenidos, ocultándonos en la multitud de
sombras que componían las serpenteantes callejuelas pan reventar las recias y
sofisticadas cerraduras.
A primeras horas,
cuando nadie se atrevía a moverse de su casa y el buen padre franciscano se hallaba
despierto y arrodillado en su celda, rezando el rosario y rogando a Dios que le
permitiera comprender lo que estaba ocurriendo (el sacerdote, según recordará
el lector, con el que yo había conversado en la posada, el que se había sentado
a mi mesa y me había prevenido, pero no de forma agresiva como su hermano
dominico, sino con amabilidad), yo entré sigilosamente en la iglesia
franciscana y recé también.
Pero cada noche me
dije lo que un hombre se dice para sus adentros cuando se acuesta con su adultera
ramera: “Otra noche más, Señor, y luego me confesaré. Una noche más de delirio,
Señor, y regresaré a casa junto a mi esposa”.
Los habitantes de la
población estaban impotentes frente a nosotros.
Las habilidades que
no me eran propias ni las había adquirido a través de la experiencia, me las
enseñó mi amada Úrsula con paciencia y gracia. Yo era capaz de bucear en una
mente, hallar un pecado y devorarlo con un breve movimiento de la lengua
mientras le chupaba la sangre a un comerciante holgazán y moribundo que había
entregado sus pequeños hijos al misterioso señor Florián, a cambio de que éste
le dejara en paz.
Una noche
comprobamos que las gentes de la población habían acudido de día al castillo
abandonado. Hallamos pruebas de su sigilosa entrada, aunque no tocaran ni se
llevaran apenas nada.
¡Menudo susto
debieron de llevarse al ver los espeluznantes santos flanqueando el pedestal de
Lucifer, el ángel
caído, en la capilla! No robaron los candelabros de oro ni el viejo tabernáculo
en el que yo había hallado, al meter la mano, un corazón humano encogido y
reseco.
Durante nuestra
última visita a la Corte del Grial de Rubí, cogí las cabezas abrasadas y
coriáceas de los vampiros en el sótano donde se hallaban y las arrojé como si
fueran piedras a través de las vidrieras de la capilla. La última muestra del
espléndido arte del castillo había desaparecido.
Juntos, Úrsula y yo
recorrimos todas las alcobas, que yo no conocía ni había imaginado siquiera que
existieran. Ella me mostró las habitaciones en las que los miembros de la corte
se reunían para jugar a los dados o al ajedrez, o escuchar a pequeñas orquestas
de música de cámara.
Aquí y allá
observamos ciertos indicios de que los habitantes de la población habían robado
algunos objetos: un cobertor arrancado de la cama, una almohada tirada en el
suelo.
Pero era evidente
que las gentes de Santa Maddalana sentían más temor que codicia.
Y mientras los
perseguíamos sin tregua, derrotándolos gracias a nuestras artes, los habitantes
comenzaron a abandonar Santa Maddalana. Cuando recorríamos las calles
desiertas, a medianoche, veíamos los comercios abandonados, las ventanas
abiertas, las cunas vacías. La iglesia dominica fue profanada y abandonada, su
altar de piedra saqueado. Los cobardes sacerdotes, a los que no concedí la
merced de una muerte rápida, abandonaron a su rebaño.
El juego se hizo
cada vez más estimulante para mí. Los pocos habitantes que quedaban se
mostraban contumaces y avariciosos, y se negaban a capitular sin plantar
batalla. Era fácil reconocer a los inocentes, que creían en la fe de la luz
guiadora o los santos que les protegían, y a quienes habían jugado con el
diablo y ahora se mantenían alertas y preocupados sin soltar la espada.
Me gustaba
conversar, mantener un diálogo con ellos en el momento de matarlos.
— ¿Creíais que
vuestro juego duraría eterna mente? ¿Creíais que ese ser al que alimentabais
jamás os devoraría?
En cuanto a mi
Úrsula, ese deporte le disgustaba. No soportaba contemplar el sufrimiento de
nuestras víctimas. Había tolerado el antiguo rito de la comunión de la sangre
que celebraban en el castillo debido a la música, el incienso y la autoridad
suprema de Florián y de Godric, quienes la conducían paso a paso.
Noche tras noche,
mientras la población se vaciaba lentamente, las granjas quedaban desiertas y
Santa Maddalana, el lugar donde yo había asistido a la escuela, se deterioraba
de forma lenta e inexorable, Úrsula se dedicaba a jugar con los niños
huérfanos. A veces se sentaba en los escalones de la iglesia y acunaba a un
niño en sus brazos, haciendo gorgoritos para distraerlo mientras le contaba
historias en francés.
Cantaba viejas
canciones en latín procedentes de las cortes de su época, esto es de hacía
doscientos años, según me dijo, y hablaba sobre batallas en Francia y en
Germania cuyos nombres no significaban nada para mí.
—No juegues con los
niños —le advertía yo—. Más tarde lo recordarán. Se acordarán de nosotros.
Al cabo de quince
días la comunidad se hallaba irreparablemente destruida. Tan sólo quedaban los
huérfanos y algunos ancianos, así como el padre franciscano y el padre de éste,
el hombrecillo semejante a un duende que permanecía sentado por las noches en
su habitación, jugando a los naipes en solitario, sin adivinar siquiera lo que
ocurría a su alrededor.
Hacia la
decimoquinta noche, cuando llegamos a la población comprendimos de inmediato
que sólo quedaban dos personas.
Oímos al diminuto
anciano cantando para sí en la desierta posada, cuyas puertas se encontraban
abiertas. Estaba muy borracho, y su calva húmeda y sonrosada relucía a la luz
de la vela. Dispuso los naipes sobre la mesa en un círculo para jugar a una
especie de solitario llamado “el reloj”.
El padre franciscano
se hallaba sentado junto a él. Cuando entramos en la posada alzó la vista y nos
miró de frente, con calma.
Yo estaba famélico,
ansiaba devorar con avidez la sangre de esos dos hombres.
—Nunca te dije mi
nombre, ¿verdad? —preguntó el sacerdote.
—No, padre
—contesté.
—Joshua —dijo el
cura—. Ese es mi nombre, fray Joshua. El resto de la comunidad ha regresado a
Asís, y se han llevado a los últimos niños. Es un largo viaje al sur.
— Lo sé, padre
—contesté—. He estado en Asís, he rezado en la iglesia de San Francisco.
Dígame, padre,
cuando me mira, ¿ve ángeles a mi alrededor?
— ¿Por qué iba a ver
unos ángeles? —preguntó en tono quedo. Luego miró a Úrsula—. Veo belleza, veo
juventud encajada en marfil bruñido. Pero no veo ángeles. Jamás he visto unos
ángeles.
— Yo sí los he visto
—dije—. ¿Me permite que me siente?
— Como gustes
—respondió el sacerdote, observándonos a los dos.
El franciscano
cambió de postura en su dura y tosca silla de madera al tiempo que yo me
sentaba frente a él, al igual que aquel día en la aldea, Aunque en estos
momentos no nos hallábamos sentados bajo la fragante arboleda bajo el sol, sino
en el interior de la posada, donde la luz de las velas agrandaba los volúmenes
y proporcionaba el calor.
Úrsula me miró
confundida, tratando de adivinar mis intenciones. Yo nunca la había visto
conversar con un ser humano que no fuera yo o los niños con los que había
jugado en la aldea, es decir, unos seres que le inspiraban ternura y a quienes
no deseaba destruir.
Yo no podía adivinar
qué pensaba sobre aquel anciano y su hijo, el sacerdote franciscano.
El anciano ganó la
partida de naipes.
— ¿Lo ves? ¡Ya te lo
dije! ¡Es nuestro día de suerte! —exclamó. Luego recogió las grasientas cartas
para barajarlas y jugar de nuevo.
El sacerdote lo miró
con expresión ausente, como si estuviera demasiado distraído para responder a
su padre y tranquilizarlo. Luego me miró.
— Vi a esos ángeles
en Florencia —dije—. Les he fallado, he roto la promesa que les hice, he
perdido mi alma.
El sacerdote se
volvió hacia mí bruscamente.
— ¿Por qué prolongas
esto? —preguntó.
— No les lastimaré.
Ni tampoco lo hará mi compañera —respondí con un suspiro. En aquel momento de
la conversación me habría venido bien una copa de vino o una jarra de cerveza.
Mi ansia de sangre me producía una intensa angustia. Me pregunté si a Úrsula le
ocurría lo mismo.
Observé la copa de
vino del sacerdote, el cual no representaba nada en absoluto para mí, y observé
su rostro sudoroso a la luz de la vela. Luego proseguí—: Quiero que sepa que
los vi, que hablé con ellos. Intentaron ayudarme a destruir a esos monstruos que
tenían dominada a la población, y a las almas de los que están aquí. Deseo que
lo sepa, padre.
— ¿Por qué me
explicas esto, hijo?
— Porque eran
hermosos, y tan reales como nosotros. Usted nos ha visto, ha visto a unos seres
demoníacos; ha contemplado la ignominia y la traición, la cobardía y la
mentira. Estos seres que contempla ante usted son unos diablos, unos vampiros.
Pues bien, deseo que sepa que yo vi a esos ángeles con mis propios ojos, unos
auténticos y magníficos ángeles, más gloriosos de lo que soy capaz de describir
con palabras.
El sacerdote me miró
largamente con expresión pensativa. Luego miró a Úrsula, que parecía preocupada
y no apartaba la vista de mí, temerosa de que estuviera sufriendo.
— ¿Por qué les
fallaste? ¿Por qué se te aparecieron esos ángeles? Y si contabas con su ayuda,
¿por qué fracasaste en tu empresa?
Yo me encogí de
hombros y sonreí. Por amor.
El sacerdote no
respondió.
Úrsula apoyó la
cabeza en mi brazo. Al reclinarse sobre mí noté que su cabellera me rozaba la
espalda.
— ¿Por amor?
—repitió el sacerdote.
— Sí, y por honor.
— ¡Honor!
— Nadie puede
comprenderlo. Dios no lo aceptará, pero es cierto. ¿Qué es lo que nos separa,
padre, a usted y a mí, y a la mujer que está sentada junto a mí? ¿Qué es lo que
se interpone entre nosotros, entre el honesto sacerdote y los dos demonios?
El anciano emitió
una risita. Había realizado una jugada magistral.
— ¡Qué te parece! —
Exclamó al tiempo que me miraba con sus astutos ojillos—. Disculpa, había
olvidado tu pregunta. Yo conozco la respuesta.
— ¿Cómo? — Preguntó
el sacerdote volviéndose hacia el anciano—. ¿Conoces la respuesta?
—Por supuesto
—respondió el padre dándose otra carta—. Lo que separa a esos dos de una buena
confesión es flaqueza y el temor de arder en el infierno si se ven obligados a
renunciar a sus vidas.
El sacerdote miró
estupefacto a su padre.
Yo también lo hice.
Úrsula no dijo
palabra. De pronto me besó en la mejilla y murmuró:
— Anda, vámonos.
Santa Maddalana ya no existe. Marchémonos de aquí.
Eché un vistazo
alrededor de la habitación de la posada, que estaba en penumbra. Vi los viejos
barriles. Contemplé con profunda perplejidad e insólita congoja todas las cosas
que los humanos utilizaban y tocaban. Observé las toscas manos del sacerdote,
apoyada una sobre otra en la mesa. Reparé en el vello que cubría el dorso de
sus manos, en sus gruesos labios y sus ojos grandes, húmedos y llenos de
tristeza.
— Le ruego que
acepte este regalo que le hago —murmuré—. El secreto de los ángeles. ¡Le
aseguro que los vi! Usted ha podido comprobar lo que soy, por tanto sabe que no
le engaño. Vi sus alas, sus halos, vi sus pálidos rostros, y la espada de
Mastema el poderoso. Ellos fueron quienes me ayudaron a saquear el castillo y a
destruir a todos los demonios salvo uno, esta niña esposa, la mía.
— Una niña esposa
—musitó Úrsula, entusiasmada. Me miró pensativa y se puso a canturrear con voz
suave una antigua tonada, una de esas viejas cancioncillas. Luego me apretó el
brazo y murmuró en tono tan convincente como apremiante—: Vamonos, Vittorio,
deja a estos hombres en paz. Ven conmigo y te contaré mi historia, cómo me
convertí realmente en una niña esposa. —Miró al sacerdote con renovada
animación—. Sí, yo fui una niña esposa. Se presentaron unos hombres en el
castillo de mi padre y me compraron, dijeron que yo debía ser virgen, y las
comadronas aparecieron con una palangana de agua caliente y tras examinarme
declararon que lo era. Florián me tomó entonces como esposa. Yo fui su esposa.
El sacerdote clavó
la vista en ella, incapaz de moverse aunque lo deseara. El anciano alzó los
ojos, con expresión risueña, asintiendo con la cabeza mientras escuchaba el
relato de Úrsula, y siguió jugando a los naipes.
— ¿Se imaginan mi
horror? —preguntó a los dos hombres. Luego se volvió hacia mí y apartó con un
movimiento de cabeza el pelo que le caía sobre la cara; lo tenía rizado debido
a las trenzas que se lo apresaran antes—. ¿Se imaginan lo que sentí al sentarme
en el diván y ver a mi esposo, un individuo de una palidez cadavérica, como si
estuviera muerto, tal como debemos parecerles nosotros a ustedes?
El sacerdote no
respondió. Poco a poco los ojos se le inundaron de lágrimas. ¡Lágrimas!
Qué maravilloso
espectáculo, incruento, cristalino, un espléndido adorno para su viejo y afable
rostro de pronunciada papada y labios gruesos.
— Me condujeron a
una capilla en ruinas —prosiguió Úrsula—, un lugar lleno de arañas y bichos
donde me desnudaron y tendieron sobre un altar sacrílego para que Florián me hiciera
su esposa. —Úrsula apartó la mano de mi brazo y abrió los brazos en un gesto
ambiguo e infantil—.
Yo lucía un velo muy
largo, precioso, y un elegante vestido de seda bordado, y él me los arrancó y me poseyó con su miembro duro como
una piedra, carente de vida, de semilla, y luego con sus colmillos, como estos
que yo poseo ahora. ¡Fue una boda atroz! ¡Y pensar que tu padre me había
vendido a ese ser!
Por las mejillas del
sacerdote rodaron unas lágrimas.
Miré a Úrsula
estupefacto, presa de dolor y de rabia; rabia contra un demonio que yo había
matado, una rabia que confié en que traspasara las brasas del infierno y lo
agarrara del cuello como unas tenazas ardientes.
No dije nada.
Úrsula enarcó las
cejas y ladeó la cabeza.
— Al cabo de un
tiempo él se cansó de mí —dijo—. Pero nunca dejó de amarme. Hacía poco que
formaba parte de la Corte del Grial de Rubí; era un joven señor que buscaba
constantemente incrementar su poder y realzar su vida sexual. Más tarde, cuando
le pedí que perdonara la vida a Vittorio, no pudo negarse debido a los votos
que habíamos cambiado hacía años sobre aquel altar de piedra. Después de dejar
que Vittorio se marchara, cuando dio con él en Florencia y se convenció de que
estaba loco y hundido, Florián me cantaba canciones, unas canciones para su
esposa. Me cantaba viejos poemas como si deseara reavivar nuestro amor.
Me cubrí la frente
con la mano derecha. No soportaba derramar esas lágrimas de sangre que vertimos
cuando lloramos. No soportaba contemplar ante mí, como en una pintura de Fra
Filippo, esa sexualidad que ella había descrito.
Fue el sacerdote
quien rompió el silencio.
— Ambos sois muy
jóvenes —dijo con labios temblorosos—. Unos niños.
— Así es —respondió
Úrsula con su exquisita voz, con convicción y una pequeña sonrisa de aquiescencia.
Me tomó la mano izquierda y la acarició de forma tierna y sincera—. Por siempre
niños. Florián también era muy joven.
— Lo vi en una
ocasión —dijo el sacerdote con voz entrecortada pero suave—. Sólo una vez.
— ¿Y sabía quién
era? —pregunté.
— Sabía que yo era
impotente ante él, pese a mi desesperada fe, y que tenía las manos atadas con
unas ligaduras que me era imposible romper.
— Vamonos, Vittorio,
no le hagas llorar otra vez —dijo Úrsula—. Marchémonos de aquí.
Esta noche no
necesitamos sangre y me horroriza pensar en hacer daño a estos hombres, no
podría siquiera...
— No, amor mío,
jamás —la tranquilicé—. Pero acepte mi regalo, padre, la única cosa limpia que
puedo ofrecerle, mi testimonio de que vi unos ángeles, y que ellos me
sostuvieron cuando me flaquearon las fuerzas.
— ¿No quieres que te
dé la absolución, Vittorio? —preguntó el sacerdote. Ahora su voz parecía haber
adquirido un tono más potente y su pecho mayor volumen—. Aceptad mi absolución,
Vittorio y Úrsula.
— No, padre
—contesté—, no podemos aceptarla. No la queremos. — ¿Por qué?
— Porque —repuso
Úrsula en tono afable—, nos proponemos volver a pecar en cuanto se presente
otra ocasión.
14
A través de un
espejo oscuro
Ella no había
mentido.
Esa noche partimos
hacia casa de mi padre. Aunque nuestro viaje fue breve, eran muchos kilómetros
para un mortal y en aquella remota región agrícola no conocían la noticia de
que la amenaza de los demonios nocturnos, los vampiros de Florián, había
desaparecido. Lo más probable era que mis granjas estuviesen abandonadas debido
a las espeluznantes historias que hicieran correr de boca en boca quienes
habían huido de Santa Maddalana, viajando a través de colinas y valles.
Sin embargo no tardé
mucho en darme cuenta de que el castillo de mi familia estaba ocupado. Una
legión de soldados y ordenanzas se había puesto afanosamente manos a la obra.
Cuando trepamos
sobre la gigantesca muralla, pasada la medianoche, comprobamos que todos los
muertos de mí familia habían sido enterrados, o cuando menos colocados en sus
féretros de piedra debajo de la capilla, y que todos los bienes del castillo,
los abundantes tesoros, habían sido robados. Sólo quedaban unos pocos carros,
que pertenecían a los que ya habían emprendido viaje al sur.
Los pocos que
dormían en las dependencias del administrador de mi padre eran contables del
banco de los Médicis, y a la tenue luz de un firmamento tachonado de estrellas
examiné en silencio los escasos papeles que habían dejado para que se secaran.
Toda la herencia de Vittorio di Raniari se había reunido, catalogado y
transportado a Florencia para depositarla a buen recaudo en las arcas de Cosme,
hasta el momento en que Vittorio di Raniari cumpliera veinticuatro años y
estuviera en condiciones de asumir la responsabilidad de sus asuntos personales
y financieros.
Sólo unos pocos
soldados dormían en los cuarteles. Sólo unos pocos caballos se hallaban en los
establos. Sólo unos pocos mozos y ayudantes dormían en unas dependencias próximas
a las de sus patronos.
Puesto que el
inmenso castillo no tema ninguna utilidad estratégica para las autoridades
milanesas, germanas, francesas o papales, ni tampoco para la ciudad de
Florencia, no se habían molestado en restaurarlo ni repararlo, limitándose a
cerrarlo. Sin esperar a que amaneciera, abandonamos mi hogar, pero antes de
partir fui a despedirme de la tumba de mi padre.
Yo sabía que
regresaría. Sabía que muy pronto los árboles treparían por las laderas hasta
alcanzar los muros del castillo. Sabía que la alta hierba asomaría a través de
los resquicios y grietas de los adoquines. Sabía que los humanos dejarían de
amar ese lugar, como habían dejado de amar tantas ruinas diseminadas por
aquella región.
Entonces yo
regresaría. Estaba convencido de ello.
Aquella noche,
Úrsula y yo recorrimos la vecindad en busca de algunos bandidos que hallamos en
el bosque, riendo alegremente cuando los atrapamos y obligamos a apearse de sus
monturas. ¡Fue un festín increíble!
— ¿Adonde iremos,
señor? —me preguntó mi esposa por la mañana.
Habíamos hallado una
cueva donde refugiarnos, profunda y bien oculta, repleta de espinosas zarzas
que apenas arañaron nuestra curtida piel, y descansamos tras un velo de
arándanos silvestres que nos protegía de los ojos de cualquier curioso, incluso
del sol que comenzaba a alzarse.
— A Florencia, amor
mío. Debo ir allí. En sus calles no pasaremos nunca hambre, ni corremos el
riesgo de ser descubiertos. Hay ciertas cosas que debo ver con mis propios
ojos.
— ¿Qué cosas son
ésas, Vittorio? —preguntó Úrsula.
— Pinturas, mi amor,
pinturas. Deseo contemplar los ángeles que aparecen en esas pinturas.
Debo... debo
enfrentarme a ellos, por así decirlo.
Mi respuesta
satisfizo a Úrsula, que jamás había visitado la imponente ciudad de Florencia.
Durante su
desdichada y eterna existencia compuesta de ritos y disciplina cortesana, había
permanecido encerrada en las montañas, y se tumbó junto a mí para soñar con la
libertad, con espléndidos colores como el azul, el verde y el oro, tan opuestos
al rojo oscuro que todavía lucía. Se acostó a mi lado, confiando plenamente en
mí. Por mi parte, yo no confiaba en nadie.
Lamí la sangre
humana que tenía en los labios mientras me preguntaba cuánto tiempo
permanecería aún en la Tierra antes de que alguien me cortara la cabeza con un
contundente y certero golpe de espada.
15
La Inmaculada
Concepción
En la ciudad de
Florencia se había organizado un gran revuelo.
— ¿A qué se debe?
—inquirí.
Hacía mucho que
había sonado el toque de queda, del que nadie hacía demasiado caso, y en Santa
María Maggiori —el Duomo— se había congregado una enorme multitud de
estudiantes para asistir a la conferencia de un humanista que sostenía que Fra
Filippo Lippi no era un cerdo como se afirmaba.
Nadie reparó en
nosotros. Nos habíamos alimentado de unas víctimas que habíamos cazado en el
campo, y lucíamos unas pesadas capas que sólo dejaban entrever una pequeña
porción de nuestra pálida piel.
Entré en la iglesia.
La multitud llegaba hasta las mismas puertas.
— ¿Qué sucede? ¿Qué
le ha ocurrido al gran pintor?
— Esta vez se ha
metido en un lío gordo —contestó un hombre sin molestarse en mirarnos ni a mí
ni la esbelta figura de Úrsula, que estaba apoyada
El hombre estaba
pendiente por completo del orador, el cual se hallaba de pie ante la multitud.
Al hablar, su voz
retumbaba a través de la gigantesca nave.
— ¿Qué es lo que ha
hecho? Al no obtener respuesta, me abrí camino como pude entre la nutrida y
apestosa muchedumbre humana, arrastrando a Úrsula tras de mí. Esta se sentía un
tanto cohibida por aquella ciudad tan imponente, y durante los más de
doscientos años de su vida no había contemplado una catedral de semejantes
proporciones.
Formulé mi pregunta
a dos jóvenes estudiantes, quienes se volvieron de inmediato para responderme.
Ambos vestían a la moda y tendrían unos dieciocho años, eran lo que en aquella
época llamaban en Florencia Giovanetti, esa edad tan complicada en que
eres demasiado mayor para considerarte un crío, como era yo, y demasiado joven
para ser un hombre.
— Filippo pidió a
una joven y hermosa monja que posara para el cuadro del altar que estaba
pintando, en el que aparece la Virgen María —me explicó el primer estudiante,
un joven de pelo negro y ojos de mirada profunda, que me observaba con sonrisa
burlona—. Pidió al convento que eligieran a la monja que debía posar para él,
con objeto de pintar a una Virgen perfecta, y entonces... El otro estudiante
concluyó el relato.
— ¡Se fugó con ella!
—exclamó—. Raptó a la monja del convento, se fugó con ella y con la hermana de
ésta, su hermana de sangre. Se han instalado en una vivienda sobre el taller,
él, la monja y la hermana de ésta, los tres, el monje y las dos monjas. Vive en
pecado con ella, Lucrezia Buti, a la que ha utilizado de modelo para pintar la
Virgen del cuadro del altar, sin importarle un comino lo que piense la gente.
La multitud nos
empujaba y zarandeaba. Unos hombres nos mandaron callar. Los estudiantes apenas
lograban contener la risa.
—Si no contara con
el apoyo de Cosme —dijo el primer estudiante en un murmullo obediente pero
socarrón—, ya lo habrían ahorcado, me refiero a la familia de la monja, los
Buti, cuando no los sacerdotes de la orden de los carmelitas o la población
entera.
El otro estudiante
meneó la cabeza y se tapó la boca para contener una carcajada.
El orador, desde el
fondo, aconsejó a todos que conservaran la calma y dejaran que las autoridades
se ocuparan de ese escándalo y ultraje, pues todo el mundo sabía que no existía
en Florencia un pintor más genial que Fra Filippo; Cosme resolvería esa
cuestión en el momento oportuno.
— Siempre ha sido un
hombre atormentado —comentó el estudiante que estaba junto a mí.
— Atormentado
—murmuré—. Atormentado. —Recordé su rostro, el rostro del monje que viera hacía
años en casa de Cosme en Vía Larga, discutiendo con vehemencia para ser libre,
para pasar un rato con una mujer. Sentí agitarse en mi interior un extraño
conflicto, un extraño y oscuro temor—. Confío en que no vuelvan a lastimarle.
“Uno se pregunta...”
murmuró una suave voz en mi oído. Me volví, pero no vi a nadie que pudiera
haber pronunciado esa frase. Úrsula miró en torno a ella.
— ¿Qué ocurre,
Vittorio? —preguntó.
Pero yo reconocí ese
murmullo, que volvió a producirse, íntimo e incorpóreo: “Uno se pregunta dónde
estaban sus ángeles custodios el día en que a Fra Filippo se le ocurrió cometer
semejante locura”.
Me volví una y otra
vez, frenético, impaciente, intentando localizar esa voz. Unos hombres se
apartaron de mí e hicieron unos pequeños gestos de irritación. Tomé a Úrsula de
la mano y la conduje con prisas hacia la puerta.
Una vez fuera de la
iglesia, en la plaza situada frente al Duomo, mi corazón dejó de latir con
violencia. Yo no sabía que esa nueva sangre haría que experimentara semejante
angustia, tristeza y temor.
— ¡Se ha fugado con
una monja para pintar a la Virgen! —exclamé en voz baja.
— No llores,
Vittorio —dijo Úrsula.
— ¡No me hables como
si fuera tu hermano pequeño! —espeté, pero enseguida me avergoncé de haberla
tratado de esa forma. Úrsula me miró entre sorprendida y dolida, como si le
hubiera propinado un bofetón. Le tomé la mano y se la besé—. Lo lamento,
Úrsula, perdóname.
Echamos a andar
tomados de la mano.
— ¿Adonde vamos?
—preguntó ella.
— A casa de Fra
Filippo, a su taller. No me hagas más preguntas.
Al cabo de unos
momentos atravesamos la estrecha callejuela, entre cuyos muros resonaba el eco
de nuestros pasos, y nos detuvimos ante la puerta del taller, que estaba
cerrada. No vi luz alguna, salvo en las ventanas del tercer piso, como si el
pintor se hubiera visto obligado a refugiarse con su amada en el piso más alto
del edificio.
No había ninguna
multitud congregada ante la casa.
Pero de pronto una
mano arrojó desde las sombras un puñado de tierra contra la puerta cerrada a
cal y canto, seguido de otro puñado de tierra y de una andanada de piedras. Yo
retrocedí, protegiendo a Úrsula con el brazo, y observé cómo un transeúnte tras
otro se acercaban a la puerta y proferían unos insultos contra el taller.
Al cabo de un rato
me apoyé en el muro frente al taller y contemplé distraídamente la oscuridad.
Oí la voz grave de la campana de la iglesia dar las once, indicando que todo el
mundo debía desalojar las calles.
Úrsula aguardó a que
yo tomara la iniciativa, en silencio, y me observó preocupada cuando yo alcé la
cabeza y vi apagarse las últimas luces en casa de Fra Filippo.
—Yo tengo la culpa
—dije—. Hice que sus ángeles se apartaran de su lado y él cometió esa locura.
¿Y total para qué? ¿Para yo poseerte como en estos momentos él posee a su
monja?
—No sé a qué te
refieres, Vittorio —respondió Úrsula—. ¿Qué me importan a mí unas monjas y unos
sacerdotes? Jamás he dicho una palabra con la intención de herirte, pero ahora
te hablaré sin rodeos. No te quedes ahí parado lloriqueando por esos mortales
que tanto amabas.
Estamos casados, y
ni los votos de un convento ni ninguna orden sacerdotal pueden separarnos.
Alejémonos de aquí,
y cuando desees mostrarme a la luz de las lámparas las maravillas de este
pintor, tráeme aquí para que contemple esos ángeles de los que me has hablado
plasmados en pigmento y óleo.
La firmeza de su
tono hizo que me arrepintiera de mi brusquedad. Le besé de nuevo la mano. Le
dije que lo lamentaba. La estreché contra mi corazón.
No sé cuánto rato
permanecimos abrazados en la calle, frente al taller del pintor.
Transcurrieron unos
momentos. Percibí el chorro de agua de un grifo y unos pasos distantes, pero
nada de particular, nada que importara en la densa noche de la concurrida
Florencia, con sus palacios de cuatro y cinco pisos, las derruidas torres, las
iglesias y las decenas de millares de almas que dormían.
De pronto me sobresalté al ver una luz que caía sobre
mí formando un puñado de haces amarillos. El primero era poco más que una
delgada línea de luz, que se proyectó en sentido horizontal sobre Úrsula,
seguido de otro que iluminó el callejón donde nos encontrábamos. Deduje que
habían encendido unas lámparas en el taller de Fra Filippo.
Me volví en el preciso
instante en que alguien descorría el cerrojo de la puerta en el interior,
produciendo un ruido grave y chirriante. El sonido reverberó entre los oscuros
muros. Arriba, detrás de las ventanas
cubiertas con barrotes, no se veía ninguna luz encendida.
De pronto se abrió
la puerta de par en par, sus dos hojas giraron hacia atrás y golpearon el muro
levemente. Vi el amplio rectángulo del interior, una habitación espaciosa y
profunda repleta de brillantes lienzos que resplandecían a la luz de tal
cantidad de velas que parecía una capilla dispuesta para celebrar la misa del
obispo.
Me quedé
estupefacto. Aferré a Úrsula por el dorso de la cabeza y señalé.
— ¡Ahí están, las
dos pinturas, las Anunciaciones! —murmuré—. ¡Fíjate en los ángeles, esos
ángeles arrodillados, allí, y allí, unos ángeles planos, postrados de rodillas
ante las Vírgenes!
—Ya los veo
—respondió ella con tono reverente—. Son más hermosos de lo que supuse.
No llores, Vittorio
—añadió apretándome el brazo—, a menos que te sientas conmovido por su belleza,
es el único motivo válido.
— ¿Es una orden,
Úrsula? —pregunté. Tenía los ojos tan nublados de lágrimas que apenas atinaba a
ver las figuras postradas de rodillas de Ramiel y Setheus.
Pero cuando me
enjugué las lágrimas, cuando traté de recobrar la compostura y tragarme el
dolor que me atenazaba la garganta, comenzó el milagro que yo temía más que a
nada en el mundo, aunque a la vez lo deseaba con todas mis fuerzas.
Mis ángeles rubios
vestidos de seda, rodeados por unos halos, abandonaron simultáneamente la tela
de los cuadros, como si se desprendieran del tupido tejido. Se volvieron unos
instantes para mirarme y luego se movieron de forma que ya no eran unos
perfiles planos, sino unas robustas figuras que se posaron sobre las piedras
del suelo del taller.
Por la exclamación
de asombro de Úrsula comprendí que había presenciado también esa secuencia de
gestos prodigiosos. Atónita, se cubrió la boca con la mano.
—Castigadme
—musité—. Castigadme arrebatándome los ojos de forma que jamás vuelva a
contemplar vuestra belleza.
Lentamente, Ramiel
meneó la cabeza en sentido negativo. Setheus hizo otro tanto. Me contemplaron
en silencio, uno junto al otro, descalzos como de costumbre, ataviados con unas
holgadas ropas demasiado ligeras para moverse en la pesada atmósfera.
— Entonces, ¿qué
vais a hacer conmigo? —pregunté—. ¿Qué merezco de vosotros? ¿Cómo es que puedo
contemplaros a vosotros e incluso vuestro esplendor? —De mis ojos brotó un
nuevo torrente de infantiles lágrimas, por más que Úrsula me mirara con el ceño
fruncido, por más que intentase con su silencioso gesto de desaprobación que yo
me comportara como un hombre.
Pero no pude
contenerme.
— ¿Qué vais a hacer
conmigo? ¿Cómo es posible que todavía pueda veros?
— Siempre nos verás
—contestó Ramiel con voz suave y neutra.
— Cada vez que
contemples una de sus pinturas, nos verás —apostilló Setheus—, o verás a un
ángel semejante a nosotros.
Su voz no contenía
el menor tono de censura, sino la maravillosa serenidad y bondad que siempre me
habían prodigado.
Pero la cosa no
acabó ahí. Detrás de ellos vi cómo cobraban forma unas siluetas oscuras, mis
guardianes, aquel par de ángeles de aire solemne y piel marfileña, vestidos con
unas túnicas de un color azul intenso.
Qué expresión tan
dura reflejaban sus sagaces ojos, despectivos aunque sin la crueldad que los
hombres confieren a esas pasiones. Qué glacial y distante.
Abrí la boca, a
punto de emitir un grito. Pero no me atreví a despertar a la noche que me
rodeaba, deslizándose sobre los miles de empinados techados de tejas rojas,
sobre las colinas y los campos, bajo la multitud de estrellas.
De pronto todo el
edificio comenzó a temblar y los lienzos, brillantes y resplandecientes en su
baño de luz violenta, refulgían como sacudidos por un terremoto.
Mastema apareció de
repente ante mí, y la habitación retrocedió, se hizo más amplia, más profunda;
los otros ángeles, sus subordinados, retrocedieron también como impulsados por
un viento silencioso que no admite desafío.
El torrente de luz
parecía prender fuego a sus inmensas alas doradas, las cuales abarcaban todos
los rincones de la inmensa habitación, y su casco rojo relucía como si fuera
lava. Mastema desenvainó su espada.
Retrocedí,
arrastrando a Úrsula conmigo. La empujé hacia el frío y húmedo muro y la
obligué permanecer allí, aprisionada, detrás de mí, defendiéndola en la medida
de lo posible de los peligros que la acechaban en la Tierra, extendiendo los
brazos hacia ella para impedir que se moviera y que me la arrebataran.
— Ah dijo Mastema,
empuñando la espada al tiempo que sonreía y asentía con la cabeza—.
¡De modo que
prefieres ir al infierno que dejar que ella muera!
— ¡Sí! —repliqué—.
No tengo elección.
— ¡Por supuesto que
la tienes!
— No la mates.
Mátame a mí y envíame al infierno, pero concédele a ella otra oportunidad...
Úrsula emitió un
grito y me agarró del pelo como quien se aferra a una tabla salvavidas.
—Acaba de una
vez—dije—. ¡Córtamela cabeza y envíame ante el Señor para que me juzgue y yo
pueda interceder por ella! Hazlo, Mastema, te lo suplico, pero no la mates. Aún
no ha aprendido a pedir perdón.
Sosteniendo la
espada en alto, Mastema me agarró por el cuello y me atrajo hacia él. Úrsula
voló detrás de mí. El ángel me sostuvo a pocos centímetros de su rostro, contemplándome
con sus luminosos ojos.
— ¿Y cuándo
aprenderá a hacerlo? ¿Y cuándo aprenderás tú?
¿Qué podía yo
responder? ¿Qué podía hacer?
— Yo te enseñaré,
Vittorio —murmuró Mastema en tono de irritación—. Yo te enseñaré a pedir perdón
cada noche de tu vida.
De pronto sentí que
me elevaba, sentí que el viento agitaba mi ropa, sentí las diminutas manos de
Úrsula aferrarse a mí y el peso de su cabeza sobre mi espalda.
El ángel nos
arrastró a través de las calles hasta que de repente apareció ante nosotros una
nutrida multitud de mortales holgazanes que salían de una taberna, borrachos y
riendo a carcajadas; una masa de rostros naturales, hinchados, y prendas
oscuras agitadas por la brisa.
— ¿Los ves,
Vittorio? ¿Ves a esos seres de los que te alimentas? —preguntó Mastema.
— ¡Sí, Mastema!
—contesté tratando de asir la mano de Úrsula, de sujetarla, de protegerla—.
¡Los veo, sí!
—Todos ellos,
Vittorio, poseen lo que yo veo en ti, y en ella: un alma humana. ¿Sabes lo que
es eso, Vittorio? ¿Lo intuyes?
No me atreví a responder.
La multitud se
dispersó a través de la iluminada plaza, aproximándose a nosotros.
— En cada uno de
ellos anida una chispa del poder que nos creó a todos —continuó Mastema— una
chispa de lo invisible, lo sutil, lo sagrado, lo misterioso, la chispa que creó
todo cuanto existe.
— ¡Dios! —exclamé—.
¡Fíjate, Úrsula!
Cada uno de aquellos
mortales, hombres, mujeres, viejos o jóvenes, había adquirido un resplandor
dorado. De ellos emanaba una luz que rodeaba y envolvía a cada figura, un sutil
cuerpo de luz idéntico a la forma del ser humano que caminaba rodeado por éste,
sin percatarse de ello.
Toda la plaza estaba
inundada de esta luz dorada.
Observé mis manos y
comprobé que también estaban rodeadas por ese cuerpo sutil y etéreo, esa
hermosa, resplandeciente y sobrenatural presencia, ese maravilloso fuego
incombustible.
Me volví con tal
brusquedad que mis ropas se enredaron entre mis piernas, y vi a Úrsula envuelta
en esa llama. La vi viva y respirando dentro de ella, vuelta hacia la multitud,
y comprobé de nuevo que cada uno de aquellos seres vivía y respiraba dentro de
esa llama, y en ese instante comprendí con meridiana claridad que la vería
siempre, que jamás vería a unos seres humanos, ya fueran monstruos o gentes de
bien, desprovistos de ese infinito y cegador fuego del alma.
—Sí —me susurró
Mastema al oído—. Sí. Eternamente, y cada vez que mates a uno de esos seres,
cada vez que claves tus malditos colmillos en sus tiernos cuellos, cada vez que
bebas la siniestra sangre que precisas para subsistir, como la más feroz de las
bestias creadas por Dios, verás esa luz estremecerse y pugnar por seguir viva,
y cuando hayas saciado tu apetito y el corazón de tu víctima se detenga, verás
apagarse esa luz.
Me aparté de
Mastema, y él no me lo impidió.
Tomé a Úrsula de la
mano y eché a correr en dirección al Arno, hacia el puente, hacia las tabernas
que aún permanecían abiertas, pero antes de ver las refulgentes llamas de las
almas que había allí, vislumbré el resplandor de las almas a través de
centenares de ventanas, el resplandor de las almas filtrándose por debajo de
las puertas cerradas.
Al ver aquello
comprendí que Mastema había dicho la verdad. Siempre lo vería. Vería la chispa
del Creador en cada ser humano con quien me encontrara, en cada ser humano que
matara.
Al llegar al río, me
incliné sobre la balaustrada de piedra. Grité una y otra vez, dejando que el
eco de mis gritos resonara sobre el agua y los muros de los edificios. Estaba
enloquecido de dolor. De golpe apareció a través de la oscuridad un niño que
avanzaba hacia mí, un mendigo, bien versado en las palabras que debía decir
para obtener un mendrugo de pan, unas monedas o la caridad que alguien quisiera
darle, y vi que resplandecía envuelto en aquella deslumbrante y prodigiosa luz.
16
Y las tinieblas no
la recibieron
A lo largo de los
años, cada vez que contemplaba una de las magníficas creaciones de Fra Filippo,
los ángeles cobraban vida ante mí. Tan sólo por unos instantes, el tiempo
suficiente para que sintiera un
aguijonazo en lo más profundo de mi corazón.
Mastema no apareció
en las obras de Fra Filippo hasta al cabo de unos años, cuando éste, peleando y
discutiendo como de costumbre, comenzó a trabajar para Piero, hijo de Cosme,
que había muerto.
Fra Filippo no renunció
a su amada monja, Lucrezia Buti, y decían que cada Virgen que pintaba (y fueron
muchas) ostentaba el bello rostro de Lucrezia. Lucrezia dio a Filippo un hijo,
y éste asumió como pintor el nombre de Filippino. Su obra era también
espléndida, pródiga en ángeles, los cuales también cobran forma ante mis ojos
cuando, triste, desgraciado, lleno de amor y temeroso, acudo a admirar esas
telas.
En 1469, Filippo
murió en la ciudad de Spoleto, y con él murió uno de los más grandes pintores
que jamás han existido. Fue el hombre a quien castigaron con el potro del
tormento por fraude, que raptó a una monja del convento; el hombre que pintó a
María como una Virgen
asustada, como la
Madonna de la Noche Navideña, como la Reina del Cielo, como la Reina de todos
los Santos.
En cuanto a mí,
quinientos años más tarde apenas me alejo de la ciudad que vio nacer a Filippo
y la época que se dio en llamar la Edad de Oro.
Oro. Eso es lo que
veo cuando te miro a ti, lector.
Eso es lo que veo
cuando miro a cualquier hombre, mujer, niño.
Veo el flamígero oro
celestial que Mastema me mostró. Lo veo rodeándote, abrazándote, envolviéndote
y bailando contigo, lector, aunque tú no puedas verlo, ni te interese.
Esta noche, desde la
torre en la Toscana, contemplo el paisaje, y a lo lejos, en los valles, veo el
oro de los seres humanos, la resplandeciente vitalidad de las almas que
palpitan.
Esta es mi historia.
¿Qué te ha parecido?
¿No adviertes un
extraño conflicto en ella? ¿Un dilema?
Vayamos por partes.
Retrocedamos al
comienzo de la historia, cuando explico que mi padre y yo cabalgábamos juntos
por el bosque, hablando sobre Fra Filippo, y mi padre me pregunta qué me atrae
de ese monje. Yo respondo que es la lucha que se libra en su interior y su
personalidad ambivalente, y que de esa personalidad ambivalente, de ese
conflicto, nace el tormento que Filippo plasma en los rostros que pinta.
Filippo era un
hombre atormentado. Al igual que yo.
Mi padre, un hombre
de temperamento tranquilo y personalidad menos compleja, sonrió.
Pero ¿qué significa
en relación con esta historia?
Sí, soy un vampiro,
como ya he dicho; soy un ser que se alimenta de vida mortal. Vivo en silencio,
satisfecho, en mi tierra, en las oscuras sombras de mi castillo, y Úrsula está
siempre junto a mí; y quinientos años no es tanto tiempo para que un amor como
el nuestro se haya fortalecido.
Somos demonios.
Estamos condenados. Pero ¿acaso no hemos presenciado y comprendido multitud de
cosas, no he relatado en este libro algunas cosas que puedan resultarle útiles
al lector?
¿No he descrito un
conflicto tan tormentoso que hace que aquí brille algo lleno de luz y color,
como las obras de Filippo? ¿Acaso no he bordado, tejido, dorado, sangrado?
Analícese mi
historia y dígaseme que no le ha aportado nada. No lo creeré.
Cuando pienso en
Filippo, en su rapto de Lucrezia y en sus tempestuosos pecados, ¿cómo hacer
para separarlos de la magnificencia de sus obras? ¿Cómo separar la violación de
sus votos, sus engaños y peleas, del esplendor que Filippo concedió al mundo?
No digo que yo sea
un gran pintor. No soy tan estúpido. Pero sí afirmo que de mi dolor, de mi
locura, de mi pasión ha nacido una visión, una visión que llevo eternamente
conmigo y que te ofrezco.
Es mía visión de cada ser humano, rebosante de
fuego y misterio, una visión que no puedo negar ni eliminar, ni darle la
espalda, ni despreciar, ni escapar de ella.
Otros escriben sobre
dudas y tinieblas.
Otros escriben sobre
lo absurdo y el silencio.
Yo escribo sobre un
oro indefinible y 'celestial que arderá eternamente.
Escribo sobre una
sed se sangre que jamás lograré saciar. Escribo sobre el conocimiento y su
precio. Contémplese la luz que arde en su interior. Yo la veo. La veo en cada
uno de nosotros, y siempre la veré. La veo cuando tengo hambre, cuando lucho,
cuando mato. La veo estremecerse y morir en mis brazos al beber la sangre de
mis víctimas.
¿Te imaginas lo que
representaría para mí matarte, lector?
Confiemos en que no
necesites presenciar un asesinato o una violación para ver esta luz en los
seres que te rodean. Ruega a Dios que no te exija pagar ese precio. Deja que yo
lo pague por ti.
Bibliografía
seleccionada y anotada
Fui a Florencia para
recibir este manuscrito directamente de manos de Vittorio di Raniari.
Era mi cuarta visita
a la ciudad, y decidí, junto con Vittorio, enumerar aquí algunos libros para
los lectores que deseen conocer más detalles sobre la Edad de Oro en Florencia
y sobre la ciudad misma.
Permita el lector
que le recomiende, en primer lugar, el brillante texto titulado Public Life
in
Renaissance Florence
de Richard C. Trexler, publicado en la actualidad por Cornell University
Press.
El profesor Trexler
ha escrito también otros libros maravillosos sobre Italia, pero éste es una
obra extraordinariamente interesante y enriquecedora, en especial para mí, pues
los análisis y comentarios del profesor Trexler sobre Florencia me han ayudado
a comprender mejor mi ciudad de Nueva Orleans, en Luisiana, más que cualquier
otra obra que se ha escrito sobre ella.
Nueva Orleans, al
igual que Florencia, es una ciudad de espectáculos públicos, ritos y días
festivos, de manifestaciones de celebraciones y creencias colectivas. Resulta
casi imposible describir Nueva Orleans de forma realista a quienes no la hayan
visitado, su Carnaval, su día de San Patricio y su festival de jazz anual. La
brillante erudición del profesor Trexler me procuró las herramientas con que
reunir los pensamientos y observaciones a propósito de las cosas que más amo.
Entre las obras del
profesor Trexler cabe destacar su Journey of the Magi: Meanings in History
of a Christian Story, un libro que descubrí hace poco. Los lectores que
hayan leído mis anteriores novelas recordarán la intensa, ferviente y sacrílega
relación entre el vampiro Armand y el cuadro florentino titulado El cortejo
de los reyes magos, pintado para Piero de Médicis por Venoso Gozzoli, que
en la actualidad se exhibe en Florencia en todo su esplendor.
Sobre el gran pintor
Fra Filippo Lippi, permita el lector que le recomiende en primer lugar su
biografía escrita por el pintor Vasari, por los interesantes aunque
inverificables datos que aporta.
Asimismo, existe un
brillante libro titulado Filippo Lippi, publicado por Scala, cuyo texto es obra
de Gloria Fossi, que se vende en numerosas traducciones en Florencia y otras
ciudades de
Italia. Aparte de
éste, el único libro que conozco dedicado de forma exclusiva a la figura de
Filippo es la inmensa obra de Jeffrey Ruda Fra Filippo Lippi, publicada
por Phaidon Press.
Los libros más
amenos para el lector en general que he leído sobre Florencia y los Médicis son
los de Christopher Hibbert, entre ellos Florence: The Biography ofa City,
publicado por Norton, y The House of Medici: Its Rise and Fall,
publicado por Morrow.
También recomiendo The
Medici of Florence: A Family Portrait, de Emma Micheletti y publicado por
Becocci Editore. The Medici, de James Cleugh, que apareció por primera
vez en 1975, en la actualidad está publicado por Barnes & Noble.
Abundan los libros
de divulgación sobre Florencia y la Toscana: observaciones de viajeros,
tributos y memorias entrañables. Las principales fuentes, es decir, cartas,
crónicas y diarios escritos durante el Renacimientos en Florencia, se hallan en
gran número de bibliotecas y librerías.
Recomiendo a los
lectores que eviten las versiones compendiadas de las obras de san Agustín,
quien vivió en un mundo pagano donde los cristianos más escrupulosos desde el
punto de vista teológico seguían creyendo en la existencia demoníaca de los
dioses paganos caídos. Para comprender Florencia y su romance del siglo XV con
las alegrías y libertades de una herencia clásica, es preciso leer a san
Agustín y a santo Tomás de Aquino en todo su contexto.
Para quienes deseen
una mayor información sobre el maravilloso museo de San Marcos, existen
numerosas obras sobre Fra Angélico, el pintor más famoso del monasterio, que
incluyen descripciones y detalles sobre el edificio, y un gran número de libros
sobre la arquitectura de la ciudad de Florencia. Tengo una deuda de gratitud
con el museo de San Marcos no sólo por haber conservado la espléndida obra
arquitectónica de Michelozzo, tan ensalzada en esta novela, sino por las
publicaciones que venden en la tienda del monasterio acerca de su arquitectura
y obras de arte.
Por último, deseo
añadir lo siguiente: si pidieran a Vittorio que citara una grabación de música
del Renacimiento que transmitiera del modo más fiel posible el ambiente de la
misa y la eucaristía que él presenció en la Corte del Grial de Rubí, sin duda
sería las Vísperas de Todos los Santos, una música de réquiem procedente de la
catedral de Córdoba, interpretada por la Orchestra of the Renaissance bajo
la dirección de Richard Cheetham. Sin embargo, debo señalar que se cree que
esta música se compuso hacia 1570, algunos años después de que Vittorio viviera
su terrorífica experiencia. El disco ha sido editado por el sello Ventas, a
través de Virgin Classics.
Como colofón a estas
notas, permítame el lector una última cita de La ciudad de Dios, de san
Agustín:
Dios jamás habría
creado al hombre, y menos a un ángel, sabiendo de antemano que iba a caer en el
pecado, de no haber sabido al mismo cómo utilizar a estas criaturas de forma
provechosa, enriqueciendo el curso de la historia universal mediante la
antítesis que otorga belleza a un poema.
Personalmente,
ignoro si san Agustín está en lo cierto o no.
Pero en cualquier
caso, creo que merece la pena tratar de pintar un cuadro, escribir una
novela... o un poema.
ANNE RICE
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