Marcos
Aguinis
La Cruz
Invertida
1
GÉNESIS
Una bandada de pájaros rojos descendió en picado. Se enrolló sobre si misma batiendo sonoramente sus
alas y enderezó otra vez hacia el cielo verde abriéndose en amplio abanico.
Millares de jóvenes ovacionaron la proeza.
Los heridos
lanzaban sus carcajadas porque se sentían curados y sus brazos se agitaban
gozosamente, libremente, como el plumaje bermellón de las aves. La revolución
había triunfado y las multitudes danzaban alrededor del gran pantano amarillo. En
el centro fue instalado un enorme cartel: "Monumento histórico
internacional". Allí explotaban en burbujas malolientes los restos de la
vieja sociedad y sus otrora codiciados valores. Una complicada red de cloacas
traía desde los más alejados rincones de la corteza terrestre esa pegajosa
materia áurea. Era el sedimento despreciable que producían los alambiques de te
revolución al destilar los elementos abstractos y concretos del mundo
perimido.
Juntas,
envueltas en sangre, cayeron al pantano una bota y una cruz. La bota se fue llenando
de ese oro líquido y empezó a hundirse pero se trabó en un brazo de la
cruz. Pudieron flotar aún sobre ese fango que había sido su motor de siglos y
ahora amenazaba ahogarlas.
Les esperaba
una muerte prefigurada por el rey Midas. La bota creyó estar segura con la
protección de la cruz y en su puntera se esbozó una sonrisa. Pero ya había
tragado mucho oro y pesaba demasiado. Lentamente, rodeadas por un collar de
burbujas pestilentes, se hundieron. La cruz intentando salvar a la bota y la
bota arrastrando a la cruz.
Entonces el
Faraón mandó buscar a José para que le explicase su sueño. Llegó José, rodeado
por guardias.
—¡Déjenlo
libre! —exclamó el soberano, y los guardias obedecieron su orden,
opuesta a la del día anterior.
José se
acercó. Su aspecto era idéntico a Carlos Samuel Torres.
—Descifra mi
sueño —pidió el Faraón.
Entonces
Torres (que era José) dijo:
—La bota y
la cruz afirman que protegen y liberan, pero la bota sólo libera al que la
calza.
—¡Explícate!
—Libera los
instintos. Gracias a ella el Coronel Pérez torturó y humilló.
—¿Ésa es una
liberación?
—Él la
siente así. Es efímera, subjetiva y falsa.
El Faraón
acarició reflexivamente su puntiaguda barbita negra.
—¿ Y la
cruz? —preguntó.
Torres
sonrió feliz: era su tema favorito.
—La cruz es
el símbolo de la represión. Con ella impidió Roma que se liberaran sus
esclavos. En la cruz fueron colgados millares de hombres, dando su vida por los
otros y a ella eligió el Hijo de Dios para señalar con máxima evidencia su
abierta complicidad con los oprimidos. Jesús crucificado es un reto a los
explotadores y una acusación contra sus bestiales métodos de dominio. La cruz
de tu sueño, trabada a una bota en el fango de oro, no era una cruz: durante
siglos los reyes y señores aprovecharon una ilusión óptica. Fíjate bien: esa
cruz, en realidad, era una espada sostenida por el extremo de su hoja.
2
La iglesia de
la Encarnación fue construida
sobre un terreno expresamente cedido por la muy recordada Marquesa Pontificia
Encarnación Lagos, viuda de Santillán Mendoza. Acatando sus piadosos deseos, la
iglesia se erigió con líneas de recatada elegancia, como fueron sus últimos
años de vida. El luto, las plegarias y las limosnas le ganaron la misericordia
del Todopoderoso. Y su memoria es venerada por las familias capitalinas de más
granada devoción.
Con el
transcurso del tiempo otras iglesias concentraron a la aristocracia, pero la
Encarnación siguió perteneciendo a una élite de impoluta y señorial
dignidad.
El Obispo
confió el céntrico templo a dos sacerdotes vanguardistas, Buenaventura y
Torres, para alejarlos de anteriores actividades un tanto enojosas. Disímiles
en edades, aspectos, temperamentos y experiencias, estos curas discutieron
durante varios meses sus proyectos, antes de lanzarse a la captación del
estudiantado. Torres tenía profundos conocimientos teológicos, filosóficos y
socioeconómicos. Buenaventura cargaba con una prolongada y dura experiencia en
zonas alejadas de la civilización.
Ambos
decidieron asumir conscientemente el Evangelio, aunque significara el martirio.
A las reuniones públicas acudieron multitudes. Y a su término las opiniones
solían trifurcarse:
—¡Estuviste muy
bien, Arturo! —exclamó Joaquín Sáenz de la Mallorca, estrechando efusivamente
la mano del doctor Bello—. Le obligaste a bajar de las nubes. El cura tuvo que
definirse.
—¿Te parece?
¿Crees que atraparon mi intención?
—¡Por supuesto!
"Basta de Evangelio y teoría: en la práctica, ¿se une o no a los
marxistas?" Esto cambió el curso del debate. Fuiste categórico.
—Pero este
hombre es hábil —Bello movió el índice como advertencia.
—Entre nosotros
¿qué piensas de él?
—Bueno... Tiene
intenciones sanas. Debo reconocerlo, máxime tratándose de un cura. Pero le
frustrarán dos escollos: no es marxista y por lo tanto no puede interpretar
correctamente la realidad. Se perderá en una maraña de contradicciones
idealistas. Es como un soldado que empuña un rifle torcido.
—¿El segundo escollo?
—Su condición
de fraile. Lo lleva adentro, ¿comprendes? Por más que quiera ser progresista,
es un engranaje de la más vieja fuerza reaccionaria de la historia. La sonrisa
no oculta sus colmillos. Este cristianismo "socialista" nació como
anticomunismo. No lo engendró la injusticia ni el dolor humano. Está aquí, en
primer lugar, para hacernos la competencia. Tengo grabadas en el centro de mi
frente, las palabras de Pío XI: "Id a los pobres. Los
pobres son los que están más expuestos a las insidias de los agitadores, que
explotan su mísera condición para encender la envidia contra los ricos y excitarlos
a tomar por la fuerza lo que les parece que la fortuna les ha negado
injustamente; y si el sacerdote no va a los obreros, a los pobres, a
prevenirlos o a desengañarlos de los prejuicios y falsas teorías, llegarán a
ser una fácil presa de los apóstoles del comunismo". Encíclica Divini
Redemptoris.
B
—¡Ha sido un
acto comunista, mi amigo! —sostuvo con indignación, mientras se enderezaba en
el ojal de su solapa la insignia de la Acción Católica—. Las preguntas e
interrupciones del doctor Bello me han enfermado. Ese sinvergüenza pretendió
manejar el debate. ¡Y cómo le hacían claque sus camaradas! ¡Era el comité!
—El padre
Torres hizo una conferencia demasiado secular. Se prestó a este juego.
—¡Ya lo creo!
¿Por qué la jerarquía no lo desenmascara y sanciona?
—Algo hay. Fue
separado de una parroquia suburbana. Se murmura que el Obispo quiso alejarlo de
los focos sindicales. Por eso lo trajo aquí.
—En el fondo,
su perdición es la vanidad. Busca auditorios, aplausos y admiración. Pretende
ser original plagiando al comunismo. ¡Su actividad es
peligrosísima!
—Lamentablemente,
su investidura le sirve de pantalla y puede infiltrarse airoso en las mentes
desprevenidas. Es un instrumento del "camarada" Bello.
—Ni que se
hubieran puesto de acuerdo.
—De acuerdo,
no. Pero el cura oficia de idiota útil. Y Bello no es idiota, por desgracia.
C
—¿Qué te
pareció? Bello ha quedado mal. Fastidió con tantas preguntas y explicaciones.
Si se hubiera limitado a decir unas pocas palabras, quizás habría pasado. Pero
se despachó una perorata interminable sin añadir nada nuevo. Que nos aliemos,
que hagamos un frente común, que patatín que patatán —el muchacho dibujó en el
aire las vueltas de un disco—. Y dale que dale por el mismo surco.
—Es un imbécil
—le apoyó su condiscípulo—. No entiendo cómo le aprecian los otros comunistas.
—Porque sufren
el mismo defecto: creen que los demás oyen como ellos se oyen a sí mismos. Son
narcisistas. Viven espejándose sobre los mismos dogmas.
—El padre
Torres le contestó con clase, pero no sé si entendió.
—¡Ni oyó!
¿Recuerdas que volvió a preguntar lo mismo?
A
—Está claro el
móvil competitivo, Arturo.
—Sin embargo,
estos curas son, por ahora, útiles —añadió Bello—. Cualquier institución o
persona que denuncie al imperialismo y las estructuras neocoloniales beneficia
nuestra causa.
—¿Tendrá
posibilidades de largo alcance este cura?
—Nunca se sabe.
Pero yo creo que él se detendrá a mitad de camino, cuando se lo ordenen o
cuando los cambios que propugna empiecen a lesionar los intereses temporales de
la Iglesia.
B
—Analizó
tendenciosamente la historia latinoamericana. Se apartó del tradicional respeto
que debemos a nuestros próceres y no hizo justicia a la obra misionera de
España.
—Fue demasiado
breve al mencionar los sacerdotes que arriesgaron sus vidas por la
Independencia para detenerse en una cantidad de obispos olvidados que se
mantuvieron fieles a la Corona. No hubo equilibrio ni ecuanimidad.
—Me ha
disgustado sobremanera. Este hombre camina sobre el borde de un precipicio y el
vértigo le hace confundir los valores.
—¿Qué dirá a
todo esto su tío?
—¡Aah!... ¡El
R.P. Fermín Saldaño es un santo varón! ¡Este Torres debe ser la oveja negra de
su familia!
C
—"¡El
cristianismo no es un partido político!" Torres se lo fregó en la cara
tanto a los comunistas como a los católicos de derecha.
—Estuvo
brillante. Se manejó con principios eminentemente cristianos, evangélicos. Hizo
un análisis claro y honesto de la problemática latinoamericana. Nunca escuché
nada más breve, simple e irrefutable. Pero estoy seguro que para los comunistas
Torres es un simulador y para los conservadores un comunista.
3
CANTARES
Apoyó la
mejilla sobre su pecho. Entreabrió
un ojo y vio el bosque de vellos que le hacía cosquillas en la nariz. Lo
mordisqueó con sus labios como a hierba seca y crujiente. Juan, adormecido,
hizo un ligero movimiento de defensa. Ella sonrió. Estaba contenta. Se le había
entregado con toda su capacidad de amor, verdaderamente enloquecida. Fue la
culminación de una escena volcánica y atroz, con insultos y bofetadas. Él la
amó casi como una bofetada más, como si la azotara por fuera y por dentro para
hacerla pedazos. La estrujó con rabia, sin dejar de gritarle, mordiéndola y
pellizcándola y revoleándola en el suelo. Ella sintió que se inflamaba y el
calor la envolvía y transportaba y sintió deseos de besarlo y succionarlo y
morderlo también y sus dedos y sus piernas y sus bocas se cruzaban, golpeaban,
esquivaban y perdían el uno dentro de la otra hasta quedar extenuados tras la
última y larga mueca
que torció sus
caras espasmodizadas por
el placer.
—Te quiero,
Juan —farfulló, tironeándole el vello.
Juan replicó
con una especie de vagido.
—¡Te quiero!
¡Mi macho! ¡Mi hombre! —insistió ella, deseando que él no durmiera tan
profundamente, para compartir en vigilia la alegría de su amor.
—¿Recuerdas,
Juan?
—Qué... —apenas
articuló la palabra, desganadamente.
—¿Recuerdas
cuando me seguiste hasta casa?
—Sí...
—Fue después de
aquel baile... Por primera vez me...
—Sí...
—¡Eras un
desfachatado! —cogió un mechón de vello con los dientes y lo arrancó.
—¡¡Ay!! ¡Bruta!
—¡Mi Juan!...
—le tomó la cara con sus dos manos y empezó a besarlo.
—¡No te pongas
pesada! —la apartó de un manotazo.
Juan se
incorporó, rascó su pelo y empezó a levantar su ropa, desparramada por el suelo.
Ella cruzó los brazos bajo su nuca y contempló esa imagen atlética, hirsuta,
olorosa. ¡Juan era tan hermoso, tan viril!... Tan violento... Como si fuera
necesario. Como si ella no le sería fiel hasta la eternidad. Juan... Juan...
¡Qué hermosas flores le regaló aquella vez! Nunca le habían regalado flores. Y
Juan las traía Para ella. Eran para ella, aunque no lo pudiera creer. Puso ojos
tan incrédulos que Juan rió. Porque él no sabía cuan sola y despreciada se sentía, golpeada con brutalidad por su madre, y lo que es peor,
injustamente. Era eso: injustamente. Juan terminó de vestirse.
—¡La próxima
vez no me hagas cuentos raros! —le advirtió. Dobló el fajo de billetes y lo
metió en su bolsillo.
—¿No me das un
beso?
—¡Mañana!
—cerró de un portazo. El cuchitril de madera se estremeció y osciló la lámpara
que pendía del techo, envuelta con un papel de diario como pantalla.
4
ECLESIASTÉS
En el largo
corredor empezó a sentir el olor de medicamentos mezclado a una especie de
composición dulzona y emética. Hacia los lados se extendían jardines mal
cuidados, con manchas de tierra pelada bordeada por césped seco y amarillo.
Algunos bancos junto a viejos árboles recibían las confesiones de los enfermos.
El sol marchitaba las pocas flores silvestres que se esforzaban utópicamente
para dotar de alegría al abandonado paisaje. Flotaba la mesticia.
Abrió la
puerta, penetró en la espaciosa sala. Un vaho de limpieza con desinfectante
atornilló su nariz. Permaneció un instante quieto hasta que sus pupilas se
acostumbraron a la penumbra. Algunas celosías entornadas permitían el paso de
tabiques de luz. Contra las paredes, se alineaban las camas. Crujía deprimente.
Una enfermera vino a su encuentro, lo saludó y acompañó hasta el moribundo.
El biombo viejo
y sucio protegía su lecho de los restantes, para evitar que su inminente muerte
creara un clima de mayor angustia.
El sacerdote
depositó su maletín negro sobre una silla metálica. Una mujer relativamente
joven lanzó su llanto en el cuenco de las manos. El moribundo era seguramente
su esposo. La medicina no pudo salvarlo. Ahora él tenía que salvar su alma.
Demasiado tarde para oír sus confesiones: ya se había hundido en un estertoroso
coma.
Éste es el
hombre hecho a imagen y semejanza de Dios, que se descompone, frustrado. Su vida
breve, sumergida en el marasmo de la pobreza, no ha tenido oportunidad para
alzarse libremente hacia la perfección. Ha llegado hasta ahí solamente, a ese
lecho pringoso de hospital, siguiendo un curso biológico que en muy poco se
diferencia del animal. Su mujer lo llora, como la hembra que pierde al macho.
Este hombre, sin embargo, se asemeja a Cristo. La Encarnación ha sublimado al
cuerpo. Un cuerpo como éste ha sido el cuerpo de Dios. Y cuando cualquiera de
estos cuerpos sufre miseria y enfermedad, sufre Dios.
Torres se
preparó para ungir al enfermo con el óleo santo. Tendré que pronunciar las
palabras de absolución —pensaba mientras su mano se acercaba al enfermo—. Lo
salvo para la transhistoria, para que halle consuelo y recompensa por sus
padecimientos terrenales. La transhistoria será para él consuelo, no la
coronación de una vida rica y bella.
—Por esta Santa
Unción, te perdone el Señor lo que hayas pecado —el óleo brilló en la frente
del desgraciado.
Cuánta
frustración, Dios mío. Cuántas almas van a Ti con este vacío horrible. Cada uno
de los hombres, que según tu voluntad deberían ejercer libre participación
creadora, son solamente números, caricatura de tu imagen, burla sacrílega de tu
Encarnación. Mientras exista un solo hombre que no tenga lo necesario para ser
verdaderamente hombre, la redención de Cristo fracasa. Cristo fracasa con este
hombre, que vivió sin sentido y está por morirse sin sentido. He pedido a Dios
que perdone sus pecados, que salve su alma. ¿Qué deberá Perdonarle? ¿Haber sido
un explotado toda su vida? ¿Haber nacido en la miseria, permanecer analfabeto,
conocer sólo las perversiones de su hogar mal constituido e imitar las
costumbres antisociales de sus vecinos? ¿Se diferencia en algo este hombre que
robó, fornicó y tal vez mató, de un lactante que sólo exige comida y abrigo?
¿Acaso su alma corre en este momento peligro ante el juicio omnisciente y
misericordioso de Dios o corre peligro mi propia alma, el alma mía y la de
todos los que tenemos conciencia de las iniquidades que reinan sobre la tierra?
Abrió el
maletín y sintió un impulso por autoungir su propia frente con el aceite santo para rogarle a Dios por su alma sumida en
el pecado mortal de ver retorcerse diariamente a Cristo y nada hacer para
aliviar su horrible martirio. Se alejó del moribundo, mirando cautamente hacia
las hileras de camas. Salió de la sala. En el corredor, frente al seco jardín,
le pareció haberse alejado del dolor y de la culpa: era como si hubiera dado la
espalda al Gólgota y estuviera lo suficientemente lejos para no oír los
quejidos de Jesús. Parecía estar más tranquilo, como si excusarse, evadirse,
huir, no fueran eufemismos de la traición.
5
—¿Te llevo?
—Sí, a casa.
Magdalena subió
al taxi. Empezaba a sangrar una parte del cielo.
—¿Trabajaste
mucho?
Ella bostezó.
—Más o menos
—se acurrucó en un ángulo del asiento, junto a la puerta, y no dijo más.
Fue una noche
que no superaba a las mejores. Tuve apenas cuatro clientes. Uno se quiso hacer
el vivo y pagar la mitad. ¡Caradura! ¡Aprovechador!... Tanto toquetear y
pellizcar y manosear. ¡Quería comer para un año entero! Y al último intentó
engañarme... Como si fuera el primero que me cuenta las desgracias de su vida y
que no lo entiende su mujer... ¡Tendrían que inventar otras historias! Al
principio simulaba escucharle, aunque sólo oía la mitad y la otra resbalaba
como un patín. Me quería conmover, así no le hacía problemas con el pago.
Después propuso ayudarme, protegerme, para que estuviera a su disposición cada
vez que se le cantaran las ganas. Y mientras tanto, me hacía perder tiempo.
¡Qué se creía! ¿Que le iba a dedicar toda la noche? Por lo menos que largue la
plata. A Juan no le iba a ir yo con sus cuitas. Él precisa dinero contante y
sonante. Billetes, uno sobre otro. Porque si falta alguno me voltea de una
bofetada. Después sigue con otra bofetada, aunque sea en el piso. Y cuando está
muy enojado prosigue con diez, treinta o más, haciéndome bailotear la cabeza.
Entonces agrega puntapiés hasta llenarme de moretones. ¿Contra quién quería
protegerme? ¿Contra Juan? ¡Pobre mamotreto! Juan partiría tu cara hinchada de
un solo golpe, como una sandía madura.
El taxi dobló
en calle Colón. La bajada se pronunciaba. Dobló otra vez. Éste era San José, el
barrio de Magdalena. Algunos hombres y mujeres salían para su trabajo. Obreros
y sirvientas que debían cumplir horarios, obedecer a sus patrones. Magdalena,
en cambio, se sentía libre. Al horario lo elegía ella, no era absolutamente
riguroso y no debía obediencia a nadie. Juan se lo había explicado claramente
aquella noche, cuando la llevó a la casa de don Francisco. Tendrás plata, dijo.
Tendrás toda la plata que quieras, sin trabajar. Te vendrá de arriba,
fácilmente. Algunos tipos se entusiasmarán y te harán regalos. ¿No oíste de
queridas que se cubren con pieles y joyas? Bueno, eso tendrás.
Pero yo no
quería acostarme con don Francisco.
—Le he
prometido que irás. Es un hombre serio. Y pagará bien.
—No quiero,
Juan.
—Irás.
—¡No!
—Me tienes que
ayudar, Magdalena.
—Pero así no.
—No me quieres.
—Te quiero,
Juan. Pero no me obligues a esto.
—Otras mujeres
lo harían por mí.
—Yo te quiero
de otra manera, Juan. Que nadie más que tú me toque.
—¡Ésa es una
pavada de chiquilinas que juegan con muñecas! Una verdadera mujer hace
cualquier cosa por el hombre que ama.
—Voy a llorar.
—Me lo
agradecerás, tontita.
—Tengo miedo,
Juan.
—Te resultará
fácil, ya verás.
—¡No, no!
Saldré disparando de miedo.
—No te
preocupes; él sabe que es la primera vez que lo haces con otro. Te ayudará y
prometió entregarte un lindo regalo.
—Mejor que volvamos,
Juan.
—No seas terca.
Hemos llegado.
—¡No entro!
—Sí, entra.
¡Anda!
—¡No, no y no!
—¡Me voy y no
te vuelvo a mirar en la perra vida!
—No, Juan, no
te vayas ahora.
—¡Pórtate como
debes, entonces!
—Compréndeme,
es la primera vez.
—Recuerda que
no puedes hacerme quedar mal. Don Francisco pagó por adelantado.
—Doy este paso
por ti, Juan.
—No te pongas
melodramática...
—Es por ti,
Juan, lo juro.
—Bueno, bueno,
entra ya.
—Espérate un
ratito. ¡No me empujes!
—Esto hay que
tragarlo rápido, como un jarabe de feo gusto. ¿Por qué no te apuras y
terminamos de una vez?
—Para mí es
difícil. ¡Entiéndeme, Juan! Tengo la cara mojada por las lágrimas.
—Bueno, bueno.
Sécate y... ¡adelante!
—Lo hago por
ti, Juan.
—Ya lo dijiste.
—Para ayudarte.
Te aseguro que para ayudarte.
—Sí, sí.
—Porque
necesitas ese dinero.
—No empecemos
de nuevo...
—Será la
primera y la última vez, Juan.
—Así es.
—Prométeme que
será la última vez.
—¡Te prometo!
¡Te prometo!
—¡Oh, Juan!
—¡Contrólate!
Ya has llorado bastante. Que no vas a la muerte.
—Es peor...
—¡Déjate de
exagerar!
—Juan: es por
ti, porque te quiero mucho.
—Entra, mujer.
Entra, de una vez por todas.
6
¡Decidió ir a Misa! Yo tendría ocho o nueve
años. Se hizo devota de golpe y ¡de qué manera! Claro. ¿Cómo no ir a misa si
pretendía extender sus vinculaciones a todos los copetudos del barrio elegante
en el que acababa de instalarnos? No se debía mencionar el pasado republicano
de papá. Era casi un comunista porque... "dime con quién andas..."
Hasta persiguió a un grupo de curas. ¡Bien comprometido habrá quedado como para
tener que abandonar de repente su España y meterse en el primer barco que se
hiciera a la mar! Allí conoció a mamá, una emigrante igual que él. Tenían mucho
en común, especialmente hambre. Entre los mejores sueños de entonces figuraba
comerse la luna. De vez en cuando papá conseguía robar algo en la cocina, para
hacer más llevadera esa travesía atlántica. ¿Por qué venían a Latinoamérica? No
lo sabían con certeza. Este continente sería su refugio transitorio, una posada
en el camino hasta que la noche se fuera de España. Lo imaginaban atrasado y
amorfo donde los europeos amasan con rapidez prodigiosas fortunas, pero donde
no se encuentra incentivo Para vivir.
Mamá admiró
las hazañas que papá le refirió sobre la Guerra Civil. Fueron actuaciones
verdaderamente trascendentales para el desarrollo de la conflagración. Papá se
reconfortó reviviendo sus días de soldado; otra vez saltó, portó armas y se
arrastró en cubierta imitando las acciones bélicas. Su cuerpo ilustraba acrobáticamente
el relato. Las palabras eran demasiado anémicas para tronar su arrojo épico.
Mamá sonreía, temblaba, estallaba en sollozos, golpeaba con los puños sobre sus
rodillas, participando de más en más en la lucha. Trajeron la Guerra Civil al
barco. La tripulación se dividió en republicanos y falangistas, prendiendo
discusiones, amenazas. Los harapientos emigrantes hicieron causa común con mis
padres, un frente compacto sano, invencible. Podían arrojar al mar a todos los
enemigos y hacer de la nave un reducto de la España libre. El capitán se alarmó
y puso drástico término a esas escenas.
Cuando
desembarcaron, casi todos fueron al barrio español. Mis padres ingresaron en
una sucia pensión donde fueron aceptados bajo la condición de empezar a
trabajar al día siguiente. Papá fue ocupado como portero de un hotelucho y mamá
de sirvienta. Ambos iniciaron sus tareas de muy mal grado, especialmente mamá,
porque las consideraba denigrantes.
Los sueldos
los cobró el dueño de la pensión, un fanático republicano que no hablaba más
que de España. Si no hubiera sido por sus ideales —dijo una vez— no
habría aceptado a esta pareja sin dinero. Pero mamá empezó a quejarse, porque
él se embolsaba el total de ambos sueldos para compensarse la magnitud de sus
ideales. Papá buscó otro empleo. El republicano se sintió ofendido (porque él
los recibió, atendió y protegió como un padre) y los echó sin previo aviso. Por
primera vez en su vida papá puteó a un republicano. Desde entonces se olvidó un
poco de la Guerra Civil y pensó más seriamente en el futuro de ellos mismos. El
hambre padecida en el barco no era nada en comparación a la que sentían ahora.
Durante varios meses no consiguió más que "changas". Por fin obtuvo
un empleo mejor remunerado, pero no duró. Siguió con las "changas". Otro
empleo. De nuevo en la calle. En la casa donde trabajaba mamá, se condolieron y
lo recomendaron. Fue ocupado en una mueblería: reparaba, embalaba, lustraba,
transportaba. Mamá le rogaba día y noche que hiciera méritos para consolidarse
en el puesto. Papá trabajaba hasta más allá del horario corriente sin reclamar
pago por sus horas extras. Los patrones tampoco intentaron pagárselas, pero
reconocieron que era un empleado excelente, cumplidor, ejemplar. Recaudó una
fortuna de palabras. Años después, como los méritos de papá sólo se
recompensaban con frases bonitas y alguno que otro regalo inservible, pasó a
otra mueblería. Allí era el único empleado y le habilitaron. Empezó a reunir
algún dinero. Unió su dinero al de otro inmigrante español e instaló un pequeño
comercio. Luego se enemistó con su socio. Siguió solo y prosperó.
El resto fue
historia fácil: dinero, dinero y más dinero. Los años de la posguerra
chorrearon oro en este continente. Fuentes y señora S. R. L. pasaron a integrar
la clase de nuevos ricos. Era necesario penetrar en círculos sociales más
altos, pulir las amistades. Una elegante dama recomendó a mamá un buen
ginecólogo. Se trató y gracias a él o a las necesidades que imponía la fortuna —poseer herederos, entre
otras— nací yo. Mi madre se opuso a todos los nombres que sugirió papá,
inspirado en los Presidentes de la República o en sus camaradas de milicia.
¡Basta de Pepes y Pacos!, le gritó. Tendrá un nombre fino, histórico: Néstor.
Luego nació mi hermana y la amiga de mamá —que tenía una obsesión con
los griegos— sugirió su nombre: Eurídice. Néstor y Eurídice debían
llegar a ser la culminación triunfal de sus esfuerzos: hacer de Fuentes un
apellido que provocara admiración.
7
EPÍSTOLA
Querida hermana:
No sabes cuánto celebro
haber traído conmigo a tu hijo. Estas sierras, desde que las conocí, son para
mí como un reflejo del jardín del Edén. La naturaleza estalla en colores apenas
la toca el sol, al tiempo que los pájaros estremecen los follajes con sus
trinos de metal. Por donde uno marcha, siente ese perfume de hierbas y de
flores que entra Por la nariz y por la boca, limpiando la cabeza y el corazón
de pensamientos tristes.
Tu hijo se interesa por los
pájaros. Me ha puesto en apuros, obligándome a confesar mi ignorancia. Trato de
compensar esa desfavorable imagen transmitiéndole lo que sé sobre plantas, que
conozco mejor. Su curiosidad, felizmente, no tiene vallas, de modo que su
devoción por la ornitología no excluye a la botánica. Hasta se interesa Por mis
lecturas y tengo que explicarle asuntos teológicos demasiado complejos para su
edad.
Se ha relacionado con
algunos chicos serranos y pasa muchas horas con ellos. Los conoció cuando
caminábamos por la orilla del río. Es un río de aguas cristalinas que lustran
sin cesar su lecho de piedras blancas. Casi todos nuestros pasos incluyen un
breve recorrido por una de sus frescas márgenes. Lo hacemos alegremente,
saltando por las anfractuosidades del borde. Allí hemos encontrado a tres
andrajosos chiquillos pescando. Su magra cosecha era depositada en una
arpillera extendida sobre el musgo de la orilla, como un pingajo abandonado en
un esmeraldino tapiz. Cuatro o cinco truchas yacían dispersas sobre el harapo.
Nos quedamos observándolas. Ellos no hablaban si no les dirigíamos la palabra
y, cuando lo hacían, apenas si pronunciaban un monosílabo. Al día siguiente
volvimos al mismo paraje. Cuando salí de la abstracción a que me suele conducir
el argentino ronroneo del agua, vi a Carlos Samuel pescando con los otros.
Después los acompañamos hasta su casa, un pobre rancho protegido por
ancestrales árboles. Tu hijo, desde entonces, los visita diariamente. Descubrí
entonces en él dos cualidades, aparentemente antagónicas; la primera es la de
conductor, que quizá se vio favorecida por la pasividad y sumisión de sus
amiguitos. Carlos Samuel elabora las iniciativas, propone los juegos y
trabajos, organizando las tareas de su pequeña legión. La otra cualidad es su
vocación de servicio. Entre los juegos que ha ideado, figuran limpiar el rancho
y su dilatado patio, arreglar el corral y reforzar el cerco. Con improvisados
baldes y regaderas asperjaron las plantas y hasta lavaron algunos caballos. La
actividad de tu hijo inyectó una alegría insólita en el rancho. Las escobas,
los rastrillos y las tenazas se transformaron en objetos de júbilo. Estimulado
por Carlos Samuel, intervine para aconsejar medidas higiénicas, quemar los
nidos de liendres, hervir la leche y separar con un tabique la cama de los
padres de la de los niños.
Aunque conozco los ranchos
de nuestra sierra, era tal su miseria, que no pude evitar asombrarme. Es
increíble el abandono en que viven algunos cristianos, en medio de la más
rutilante belleza natural, manchándola con su pereza y los pecados que la
pereza origina.
8
¡Repetir lo
mismo! Hoy estoy cansada. Bueno,
me moveré un poco. Algunos quejidos, para que se ilusione el pobre. ¿No aún?
¡Caramba, que le resulta largo! ¿Qué le pasará? Me moveré un poco más, a ver si
le ayudo. Pero estoy tan cansada... Parece que está llegando. Me quejaré más.
Sí, está llegando. Bueno, ¡al fin! Ya puedo quedarme quieta, aplastada contra
la cama.
—Hazte a un
lado, querido, estás pesadito.
—Déjame así un
rato más.
—Ahora ya no
tiene gracia... Me aplastas en serio. Por lo menos apóyate sobre los codos.
—¿Qué tienes en
esta oreja?
—Me lastimé.
Estoy aburrida de oír lo mismo. Todos los que se recuestan sobre mi lado
izquierdo, lo primero que ven es la cicatriz de mi oreja.
—Está bien. No
insisto.
—Mejor.
Si supieras
—pensé—. Pero no te voy a contar mis cuitas, como acostumbran algunos hombres,
que en vez de testículos parecen tener dos bolsas llenas de lágrimas para
conmover a las mujeres. Esa oreja me la partió mi madre. Mi propia madre. No
quiso oírme, está muy enamorada de su hermoso Jacinto. Él no podía tener
ninguna culpa, claro. ¡Él, de corazón tan tierno! En cambio yo, que podía ser
el único consuelo de su vida, su amiga, su apoyo, recibí el golpe del cuchillo.
Tenía quince años y pude saltar a la mesa, al suelo, a una silla, otra vez a la
mesa y ganar la puerta, correr semidesnuda por el patio, gritar y oír los
gritos de mi madre blandiendo el arma. Sentí que algo caliente y dulzón llegaba
a mi boca, pretendí secarlo con la mano y vi mis dedos empapados en sangre, en
mi propia sangre, que corría por la cara y por mis muslos. El espanto me hizo
correr más, saltar la tapia, atropellar a los vecinos, hasta que decenas de
brazos me sujetaron de pies a cabeza. Me arrastraron hasta la misma cama, donde
me volteó Jacinto.
Creí que se
repetía la escena, pero esta vez eran muchos y antes fue él solo, cuando en la
pieza no había nadie, porque mi madre estaba en el hospital acompañando a
Santos Inoc. Caminaba con torpeza, dio manotones en el aire para asirme.
Transpiraba vino por todos sus negros poros, brillaba de sudor grasoso y
penetrante. Comenzó a perseguirme, alternando los insultos con palabras melosas
y obscenas. Lo esquivé alrededor de la mesa, empujándole sillas y bancos,
brincando sobre la cama, hasta que alcanzó mi tobillo. Caí a tierra, a ese piso
de tierra apisonada que mi madre regó antes de salir por la mañana temprano. Se
revolcó sobre mí como una aplanadora. Destrozó mis vestidos y mi cuerpo,
insensible a mis aullidos o enardecido por ellos.
—¡Puta!
¡Degenerada! —gritaba mi madre mientras consolaba a Jacinto, que se adormilaba
en sus brazos—. ¡Lo provocaste cuando te quedaste sola con él!
Jacinto movió
afirmativamente su cabezota inmunda.
—¡Mira cómo
llora! —señaló mi madre las lágrimas que le chorreaban por sus mejillas, que
era puro sudor de caballo.
—No tolera la
enfermedad de Inoc —explicó a los vecinos— Huye de su dolor emborrachándose. Se
pasó la noche entera bebiendo, tratando de apagar su pena. Al volver, en vez de
hacerlo descansar, mi hija —¡hija de mierda! ¡ojalá te hubiera abortado!—, en
vez de consolarlo lo provocó, lo obligó a realizar inmundicias. ¡Te voy a
matar! ¡Desaparece de mis ojos! ¡Sáquenla de aquí, que no respondo! ¡Sáquenla!
¡Fuera! ¡Fuera!
9
ECLESIASTÉS
Salió a caminar. Descendió rápidamente la breve
escalinata de la modesta iglesia y enfiló hacia el parque Bolívar. Sus zapatos
avanzaban rítmicamente como manecillas de un péndulo. Su movimiento se trabó al
enfrentarse con un pozo en plena acera. Los zapatos se detuvieron sobre el
borde, miraron hacia el fondo, calcularon la distancia y, reconociéndose
fatigados, descendieron a la calle de tierra para obviarlo. En seguida
reanudaron el ritmo, absorbiendo la tensión que chorreaba desde arriba, desde
la cabeza. Uno, dos. Uno, dos. Parecía una marcha voluntariamente forzada. La
calle se curvaba hacia el cielo. Uno, dos. Uno, dos. Los músculos se abultaban
bajo las telas. La respiración adquiría sonoridad. Uno, dos. Uno... dos. Las
manecillas del péndulo se asomaban con más lentitud, pero sin detenerse, con
inflexible obstinación. El parque está en lo alto del barrio, como una verde
cabellera; para alcanzarlo hay que pasear cerca de la boca y de las orejas de
esas casuchas atiborradas de comadres. La boca hablaba con centenares de bocas.
¡Ahí va el padre! ¡Hoy no saluda! ¡Qué joven es! Las orejas oían y transmitían
el sonido hacia los interiores. ¡Está pálido y tenso! ¡Qué buen mozo, me
hubiera gustado para mi hija!
—¡Adiós, padre!
—¡Adiós, hija!
—¡Adiós, padre!
—¡Adiós, padre!
—¡Adiós, adiós!
Sus ojos no se
curvaban, como si se hubieran roto sus resortes. Miraba fijamente hacia los
árboles asomados en lo alto de la miserable calle y se impacientaba por llegar.
Es decir, por salir de ese hervidero.
Todo lo que
atareis sobre la tierra, será atado en el cielo y todo lo que desatareis en la
tierra será desatado en el cielo. El confesonario se llena de pecados como una cloaca.
Es necesario juzgar; para juzgar se debe escuchar, comprender, interpretar. (Mateo,
capítulo XVIII, versículo 18.)
El sacerdote es
responsable del castigo o del perdón. Si perdonasteis a alguno sus pecados,
se le perdonarán; y si se los retuviereis, le serán retenidos. (Juan, capítulo
XX, versículo 23.) Perversiones,
maldad, hambre, sexo, pobreza, ignorancia. ¡Rece, rece! ¿Qué más les Puedo
decir?
Lo desalojaron
impacientemente, arrastraron sus muebles a la calle quebrando la pata de una
mesa, rompiendo el respaldo de la cama y haciendo añicos la luna del ropero.
Gritó y le hicieron callar a la fuerza. Los vecinos rodearon el excitante
espectáculo. El oficial, molesto, le zarandeó un brazo. El miserable tropezó
contra un ladrillo y cayó de boca sobre la calle. Sintió la sangre de sus
labios y encías. Se abalanzó sobre el policía y despertó en la cárcel. Esperó
semanas y semanas la absolución que nunca llegaba. Huyó. ¿Cómo? No sé. ¿Hiciste
más daño? No sé: vine aquí para que usted me proteja, padre. Ésta es una
iglesia, hijo: sólo puedo salvar tu alma. ¡Ayúdeme, padre ayúdeme! Yo te
absuelvo de tus pecados.
Una mujer en
auto la vino a buscar. Dijo que la atenderían como a una hija. Volvía a casa
los domingos por la tarde. Después no volvió más. La mandaron a otra parte, la
despidieron con dinero y con el sucio hijo que él le hizo. ¡Yo lo mataré,
padre! Yo te absuelvo de tus pecados.
Tenía hambre,
padre, y robé. Debes trabajar, hijo. No me alcanza, padre; además tienen tanto que no se darán
cuenta. ¡Robar es pecar! Siempre fui honrado, pero le juro que tenemos
hambre, que no alcanza. ¡No jures! ¿Sólo eso manda la Iglesia? ¡Mi
Obispo no quiere que me mezcle con los sindicatos!
¡Reza, reza!
Mentiras,
promiscuidad, pereza, trampa. Los pecados se reproducen en el confesonario. Ese
barrio es Sodoma. Será purificado sólo con azufre y fuego. ¡Recen, recen! Homicidio,
hurto violación. En lo alto de la calle crece el follaje. Un aire fresco empieza
a frotar el rostro como si fuera el agua limpia de las montañas. Atrás queda el
tufo.
—¡Recen, recen!
—Ya rezamos
mucho, padre.
10
El coronel
Pérez se reclinó en el sillón
giratorio. Sostuvo con cuidado el platillo y elevó lentamente hasta sus labios
el café. Estaba contento. Por fin le habían dado el lugar que correspondía.
Ésta era su oficina, éste el cargo hecho a su medida. Desde aquí podía extender
su red de influencia hasta los más remotos escondrijos de la Patria para
limpiarlos de la infección marxista.
Contempló
gozoso su amplio escritorio, con cuatro teléfonos a su izquierda y un tablero
lleno de botones que lo ponían en comunicación directa con unidades móviles,
dependencias internas y externas, centros de información, el Ministerio del
Interior y la Presidencia de la República.
Su carrera
avanzó ininterrumpidamente hacia este objetivo. Tenía a su disposición una mesa
bien servida: debía empezar a devorar. A él no le enredarán con subterfugios
legales ni rótulos que llevan a equívocos. Limpiará la ciudad y el país de
comunistas, entrará en sus madrigueras, quebrará sus medios de enlace internos
y bloqueará sus contactos con el exterior. Les amputará pies y manos. Cortará
sus cabezas y les arrancará los vestidos con que gustan disfrazarse. Ésta es una
guerra: si a él lo pusieron por fin aquí es porque el Gobierno y las Fuerzas
Armadas comenzaron a tener conciencia de ella. La guerra significa echar mano a
los recursos extremos para ganar y ¡ganar cuanto antes! Así la practican ellos
empleando en varias partes la guerrilla campesina, en otras la guerrilla
urbana, los comités por los derechos humanos, los sindicatos, los estudiantes;
aprovechan cualquier excusa justa o injusta, lógica o ilógica, para atentar
contra los poderes constituidos y contra la sociedad, para descomponerla,
fragmentarla, corroerla y dar entrada a sus pestilentes vanguardias que acechan
día y noche en todas partes.
Les responderé
del mismo modo, descalificándolos, mintiendo, calumniando, allanándolos,
encerrándolos con malhechores comunes (en fin de cuentas son lo mismo) y si se
presenta la ocasión, metiéndoos garrote, fuego y cuchillo.
Siempre sostuve
lo mismo. La Patria no puede tolerar el latido de 'teologías foráneas que
amenazan la integridad de sus instituciones, induciendo primero a un
enfrentamiento clasista, luego a la guerra civil y por último a una caótica
desintegración de la nacionalidad. La anarquía permite que los extremistas
fanáticamente aglutinados tomen el poder. Y esa anarquía es estimulada de
maneras distintas. Mi enemigo, en realidad, es un monstruo con mil cabezas. Una
de las cabezas más temibles es la juventud, porque sus actividades suelen despertar simpatías, la creen sana o, por lo menos, bienintencionada
Entonces clavan hondo el puñal. Desatan manifestaciones borrascosas, estimulan
las huelgas, conmueven las bases castrenses. Los comunistas la usan porque goza
de cierta inmunidad. La policía suele ser duramente criticada si replica como
debe. La opinión pública es neurótica: quiere paz, protesta cuando se la altera
y vuelve a protestar cuando silencian al que la alteró.
A mí no me
confunde esa juventud infiltrada de comunistas que se reúne en la iglesia de la
Encarnación. Cuando se presente la oportunidad, limpiaré también ese foco,
aunque se escandalicen la opinión pública, la prensa y el Obispo. Después me lo
agradecerán, porque sacaré a relucir las pruebas, frondosas, categóricas,
sensacionales. En la guerra todo vale menos darle ventaja al enemigo.
El coronel
depositó el pocillo sobre el grueso cristal del escritorio.
—La iglesia de
la Encarnación... y su padre Torres... —recordaba algo que no le era grato.
11
—¡Donato! —le llamó un coro de voces.
Donato miró
hacia el grupo de muchachos tendidos en la hierba.
—¡Hola!
—respondió—. ¿Qué hacen?
—Nada. Contando
chistes.
—Entro. ¿Cuál
es el último?
—Carlos Samuel
no cree que violaste a Eloísa —dijo Hormiguita.
—¿Ése es el
chiste?
—No, eso lo
dijo antes. Yo creo en tu versión, Donato.
—No necesito
que me creas —replicó con suficiencia.
—¡Cuéntalo de
nuevo! ¡Cuéntalo! —insistió Hormiguita.
—¿Para que
después vayas al baño y lo embadurnes con tu leche. —lo puso en ridículo.
Hormiguita enrojeció.
—Así no sabrás
nunca lo que es una hembra. A una hembra hay que darle ¿entiendes? Hay que
darle duro con todo, para que sufra y se desespere. No se trata de darle duro a
la propia verga: eso debilita, idiota. En cuanto a Eloísa... Bueno... —se
recostó sobre la hierba y cruzó las manos bajo la nuca, sonriente.
—¡No hables más
de Eloísa! —advirtió Ricardo, que había estado crujiendo los dientes desde que
vio a Donato.
—Es una puta
—sentenció Donato con naturalidad.
—¡No te
permito!
—Será tu prima
segunda, o tercera, o no sé qué, Chueco —Donato arrancó un tallito de hierba y
lo puso en su boca—. Pero es una puta.
—¡Cállate, que
te haré tragar las palabras!
—No levantes tu
voz. Me fastidia —hizo bailar al tallito con los dientes.
—¡Levántate!
—No quiero,
Chueco.
—¡Levántate,
que te doy patadas! —Ricardo parecía un tomate que estalla.
—No tengo ganas
de romperte los huesos. Así que siéntate, Chueco...
—¡Retira lo
dicho respecto a Eloísa!
—Chueco: eres
un maricón. Yo en tu lugar en vez de sulfurarme por sus virtudes la había
tirado de una vez —acompañó sus palabras con un gesto obsceno.
Ricardo se
arrojó sobre Donato y empezó a descargarle puñetazos. Los cuerpos se
enroscaron. Los demás se apartaron rápidamente Para ampliar el ring. Carlos
Samuel intentó separarlos, pero fue rechazado como por una hélice en
movimiento. Donato peleaba bien, Pero Ricardo extraía fuerzas de una indignación
largamente contenida.
—Me ahogas,
Chueco —gimió Donato al fin.
—¡Retira lo
dicho! —exigió Ricardo, ajustando sus tenazas en la garganta del contrincante.
—No seas tonto.
Chueco. ¡Suelta ya!
—¡Retira lo
dicho!
—No puedo
hablar... Afloja.
—¿Retiras lo
dicho ?
—A...floj.
—¡Retirarás lo
dicho, carajo!
—S...sí.
—¡Dilo!
—Retiro lo
dicho... Déjame levantar.
Ricardo se
apartó. Donato se incorporó lentamente, sacudió su ropa, se frotó el rostro,
miró tranquilamente la ronda de muchachos que le contemplaban. Armándose de
todas sus fuerzas, simuló indiferencia y se puso a efectuar ejercicios
respiratorios. Cuando la tensión disminuyó, se acercó a Ricardo y le palmeó la
espalda.
—Me agarraste
desprevenido. Eso no es de machos.
Esa noche,
indignado, no pudo conciliar el sueño. Su mente trataba de compensar la afrenta
recibida. Decidió empezar con diez. No, mejor con veinte. Usaría un traje
especial, ceñido, brilloso, destacable. Los reunirá para hablarles desde una
tarima, enhiesto, sacando levemente el pecho con las piernas algo separadas,
como hace su padre al reprenderlo. Desde su mano colgará un látigo. Será un
símbolo de poder, su cetro. La guarida tendrá suficiente amplitud como para
disponer de varias habitaciones. En una descansará él cuando regrese de una
campaña. En las otras descansarán sus subordinados. El acceso deberá estar
inteligentemente protegido y disimulado. Algo así como el fondo de una huerta.
No será fácil sospechar que por allí se va a sus magníficos aposentos secretos.
Habrá que separar hojas y arbustos hasta dar con una argolla en el suelo.
Tironeándola no producirá ningún efecto. Habrá que hacerle girar: dos vueltas
hacia la derecha, cinco hacia la izquierda, una hacia la derecha y dos hacia la
izquierda. Tras esa combinación se hundirá suavemente el piso. La escalera será
suficientemente cómoda para que todos puedan descender con rapidez en caso de
persecución. Tras el último en entrar, la tapa se cerrará automáticamente de
nuevo.
La sala de
tortura ocupará casi la mitad de la guarida. No tendrá divisiones.
Será conveniente que los prisioneros contemplen recíprocamente sus
sufrimientos. Su terror será doble. Tendré mi rostro enmascarado y
personalmente castigaré a los más perversos. A Ricardo y a Carlos Samuel los
ataré de pies y manos, totalmente desnudos, y les arrojaré baldazos de agua
hirviendo. Cuando la piel roja y ampollada adquiera el máximo de sensibilidad,
entonces los azotaré con mi látigo. ¿Creen o no que me la tiré a Eloísa?, les
gritaré en sus rostros desfigurados. ¡Y me creerán! Vaya si me creerán.
También lo
juzgaré a papá. Lo merece. Haré traerlo inmovilizado en una silla. Lo
instalarán en el centro de la sala. Aún no me habré presentado. Mirará en todas
direcciones y sólo verá un montón de chicos sangrando por las heridas que les
roturó mi látigo invicto. Oirá gemidos, gritos y aullidos de dolor. Pensará:
¡qué poderoso debe ser el jefe! Le sentará frío en el cuerpo. Él, que es tan
fuerte, vigoroso y agresivo, tendrá miedo por primera vez en su vida. Se pondrá
ansioso por conocerme. El suspenso le hará transpirar, cada minuto le parecerá
un día, un año. Mis soldados, por fin, lanzarán el terrible anuncio: ¡Atención,
que entra el Jefe! Mi padre abrirá grandes los ojos, se estremecerá en su
silla, y se pondrán más tensas las cuerdas que lo inmovilizan. Los prisioneros
callarán de golpe, como si una pelota se les hubiera metido en la garganta.
El miedo, miedo
atroz, un miedo que hace volver loco, sacudirá a todos. Las paredes se
iluminarán intermitentemente, como electrificadas. Sonará un clarín y,
rompiendo esa inaguantable tensión, apareceré yo.
Mis pasos
firmes y sonoros retumbarán en el suelo como golpes de tambor, como martillazos
en la cabeza. Los ojos desorbitados de los prisioneros me seguirán hasta el
estrado, donde me pararé con las Piernas abiertas. Haré que mi látigo pellizque
al aire. Y una larga exclamación brotará de todos los labios ante mi figura
impresionante.
—¡Quisiera ser como él! —deseará
mi padre.
12
EPÍSTOLA
Querida hermana:
Ayer llegué a este familiar
paraje serrano. Durante el viaje pensé mucho en ti y en Carlos Samuel. Analicé
las circunstancias que precedieron su nacimiento; repasé sus cualidades,
tendencias y defectos, enfoqué cada una de tus preocupaciones. A medida que me
iba aproximando a estas sierras e inhalaba su olor vegetal, se imponían en el
centro de mi atención los recuerdos de días muy gratos vividos aquí con tu
hijo. Creo que debes enviármelo, para que converse libremente con él, para que
sus pensamientos se lancen al espacio como pájaros, sin ataduras o
reconvenciones. Si existe una vocación latente en Carlos Samuel, tendrá que
evidenciarse.
13
Llevaba cinco
meses de embarazo. Ni el luto ni
el vientre le importaron a Jacinto. Permaneció con ella en la pieza y habló
hasta que la ropa negra no se diferenció de las paredes claras. No tuvo
necesidad de cerrar la puerta ni correr la sucia cortina. Le tomó una mano, en
seguida le rodeó el cuello y ella protestó, se resistió, no se resistió tanto,
y él la besó en la cara, en la boca, en el cuello, y ella se olvidó del difunto
y del hijo que le dejó en el vientre.
Jacinto se
quedó a vivir con Isabel, pero la nena que nació no era suya y así lo comentó a
todos. Después empezaron los abortos provocados.
Magdalena solía
acompañar a su madre al hospital y escuchaba las conversaciones. Un día le
previno a su madre que no levantara el fuentón cargado de ropa, porque eso la
hacía sangrar. Isabel rió: Oyes muy bien el cuento que le hago a los médicos.
Pero la niña no entendió hasta el día en que Jacinto inició una escena
violentísima porque su madre no aceptaba intentar cierta maniobra. El vientre
empezó a crecer y Jacinto se tornó sombrío. ¡No tenemos comida para otro! —le
increpó. Pero su madre replicó furiosa: ¡Si trabajaras algo, alcanzaría para
diez más! Jacinto no cedía: "Yo no trabajaré y tú, con esa panza, tampoco:
así que nos moriremos todos de hambre".
La luz despertó
a Magdalena. La comadrona se dio cuenta y la invitó a salir. El patio estaba
oscuro, era plena noche. Dio unas vueltas, mareada por el sueño, sin saber qué
hacer. Los gritos de su madre la asustaron. Buscó a Jacinto, pero se había ido
a un bar: necesitaba tranquilizarse con un poco de vino. Caminó sola ida y
vuelta por el largo corredor de tierra. Algunos vecinos encendieron la luz,
otros empezaron a murmurar en la oscuridad. Nació un varoncito, su medio
hermano. La comadrona miró al almanaque para fijarse en el nombre de su santo.
Se llamará Santos Inoc, sentenció. Y aunque después se supo que Inoc era
abreviatura de Inocentes le quedó nomás el nombre, amputado y grotesco.
Jacinto se
enfureció un mes después, cuando le aclararon el equívoco, porque tampoco se
dio cuenta, pero la comadrona lo consoló relatándole el caso de un pariente que
nació el día de la Independencia y lo bautizaron Fiesta Cívica, apodándole Fies
y otros Fis, cariñosamente. Para desgracia del chico, los malintencionados
impusieron Pis como sobrenombre y ya nadie lo reconoce de otro modo.
Cada vez que
Inoc se enfermaba, Jacinto reiniciaba sus reproches. Y cuando debían comprar
medicamentos, los escándalos llegaban al máximo. Inoc vivía más en el hospital
que en casa.
Su madre
descuidaba con frecuencia su trabajo y Jacinto aumentaba sistemáticamente sus
raciones de vino. Cuando Magdalena cumplió quince años, Inoc se enfermó más
gravemente que nunca. Decían los médicos que se le infectó el cerebro. Isabel
estaba arrepentida de no haberlo abortado. Jacinto tenía razón. Pero ya no
había nada que hacer. Eso la descorazonaba. La oprimía un sentimiento de culpa.
Lloraba en silencio y jamás volvió a protestar por la ociosidad ni borrachera
de Jacinto. Hasta se atribuyó a ella misma la causa de su alcoholismo, porque
ella quiso tener a Inoc, ella se obstinó en traer al mundo a ese pedazo de animal, mentalmente amputado como su nombre, que
apenas se sostiene, habla ladrando y se caga encima. Y mientras Isabel cuidaba
a Inoc en el hospital, regresó Jacinto sudando vino. Puso sus ojos inflamados
en el cuerpo de Magdalena y la comenzó a perseguir. Total, no era su hija y
estaba muy bien la mocosa.
14
Papa hubiera preferido tener menos sucursales y conservar algún mínimo rastro de la admiración
que mamá le profesó en el barco, cuando en un vórtice de saltos y gañidos le
refería sus hazañas guerrilleras. En el fondo, lo que añoraba era su autoridad
de antes, porque no sólo le fue prohibido visitar amigotes republicanos, sino
que debía olvidar su pasado y callarse la boca cuando en una reunión surgía el
tema de la Guerra Civil.
Las
amistades eran de nuevo cuño. No resultaba difícil amoldarse. Los temas giraban
fundamentalmente en torno a los negocios o los hijos. Por ahí un empresario con
sentido del humor narraba las privaciones de sus comienzos y papá se tentaba
por contar sus heroicas aventuras, pero un discreto puntapié o una mirada no
tan discreta le hacían recuperar el control. Se asociaron a un club, concurrían
al teatro, visitaban exposiciones, ingresaron en la liga de Padres de Familia,
en la Sociedad de Beneficencia y en las Cooperadoras de tres hospitales. Pero
no era suficiente. Nuestros hijos estudiarán —decidió mamá. Lo había decidido antes que
naciéramos.
Me contaron
que cuando niño yo era débil y enfermizo. En una de las tantas noches que les
obligué a permanecer despiertos, mamá pensó que yo debería estudiar farmacia.
—¿Por qué? —preguntó
mi padre.
—Porque es
más fácil, no creo que pueda seguir otra carrera.
—¡Pero si un
farmacéutico es igual a un comerciante!
—¡Es un
comerciante con título, es un universitario, no como tú.
Se
preocuparon que fuera bien educado. Que saludara a las visitas, que no me
hiciera rogar en treparme a una silla (que previamente debía cubrir con un
papel o trapo para no ensuciarla) y recitar un versito, andar siempre limpio
(para lo cual debía privarme de jugar en el suelo) y no repetir jamás una de
esas palabrotas que se oyen en cualquier parte (casi me arrancaron la oreja por
preguntarles inocentemente el significado de una).
No me
dejaban divertir con cualquiera, excepto cuando mamá me llevaba a casa de
señoras que consideraba más encumbradas y con quienes se desesperaba por
estrechar amistad. Allí se conducía con estudiado fruncimiento y me empujaba
maternalmente a ser como los hijos de ellas.
Me mandaron
a una escuela de salesianos y a mi hermana a una de monjas, porque así
estilaban sus "amigas" de la Liga de Madres Católicas. Tenía la
obsesión de que fuéramos los mejores alumnos. Mensualmente iba a informarse
directamente sobre nuestra conducta y aprovechaba para deslizar obsequios a
maestros y directores. Aquéllos solían incidir favorablemente sobre nuestras
calificaciones.
Eurídice,
además, tuvo que estudiar piano. La pobre no tenía oído, ni gusto, ni ganas.
Golpeaba las teclas como si sus dedos calzaran guantes de boxeo. A pesar de los
años que estudió, nunca pudo tocar nada audible. Mamá le compró una pieza de
moda. Su descalabrado ritmo de vals me sonaba hasta en sueños. Mamá se lo hizo
ejecutar delante de las visitas. Al principio Eurídice enrojeció, pero al cabo
de varios meses ya se transformó en una acción automática, como dar la mano; se
sentaba al instrumento, castigaba monótonamente durante cuatro minutos las
teclas, se ponía de pie y bajaba la cabeza para recibir los aplausos. Mi madre
gozaba el elogioso comentario de rigor, o si no surgía de ninguna boca, refería
los comentarios que habían hecho las visitas anteriores.
Sin embargo,
Eurídice fue la única persona que logró ejercer dominio sobre mamá porque ésta
se identificaba y reflejaba en ella. Desde pequeña se acostumbró a gritarle por
cualquier cosa y obtener la satisfacción de sus caprichos. Despertaba
preguntando qué ropa se pondría y después que mamá le sugería una, empezaba a
protestar. No entiendo cómo ese episodio podía repetirse durante todos los
días. Eurídice preguntaba, mamá respondía, Eurídice gritaba, mamá salía a
buscarle otra ropa. Era casi un rito, la oración matutina.
Cuando entró
en la adolescencia fue preciso "presentarla en sociedad". Hicieron
una fiesta en casa, invitaron a la "gente bien" del barrio (nuestro
barrio era residencial y, consecuentemente, "bien" por antonomasia).
Llegaron un montón de chicas y muchachos que conocía por primera vez. Mi madre
invitó a sus presuntas "amigas". No entiendo cómo tantos copetudos se
dignaron venir. Yo se lo dije: Papá, no te engañes: aprovechan la fiesta, pero
no nos han aceptado. Saben que fuiste un vulgar miliciano y que mamá trabajó de
sirvienta.
—¡Tendrán
que aceptarnos!—me contestó.
Entonces le
tuve lástima al viejo, porque ni siquiera le quedaba la dignidad.
Me gustó una
chiquilla y empecé a frecuentarla. Mis padres averiguaron pronto quién era y
quiénes sus padres. Arribaron a la conclusión de que no me convenía. Pero se me
había prendido su carita luminosa y no les hice caso. Arreciaron las tormentas,
sermones, amenazas, profecías catastróficas, ejemplos apocalípticos. El aire se
tornaba espeso. Una fuerza nueva crecía en mi interior ayudándome a
enfrentarlos, como no me lo hubiera imaginado. Seguí visitando a la muchacha en
forma disimulada y otras veces no tanto. Mis padres seguían mis rastros y cada
vez que me encontraban con ella, armaban una escena Una vez respondí con
violencia y mamá cayó postrada con una jaqueca terrible. El médico aconsejó
reposo psicofísico. En el segundo ataque, después de conversar a solas con
mamá, el médico pidió que por un tiempo abandonara a esa chica, si quería
evitar una agravación. Asustado, accedí.
15
EPÍSTOLA
Querida hermana:
He reflexionado sobre tus
palabras. He revisado cuidadosamente todos los factores. Los volví a analizar
con tu hijo. Anoche él me dio a conocer su última palabra y yo alabé al Señor.
Cuando nació Carlos Samuel
después de largos años de espera, tuve la impresión de vivir una página de la
historia sagrada. Si te sugerí que le bautizaras "Samuel", es porque
me recordabas a "Ana". Eres como Ana de la Biblia, a quien su amante
esposo no podía alegrar ni con cariños ni atenciones porque se había cerrado su
matriz. Te lamentabas igual que Ana y pretendías colmar al cielo con votos y
plegarias. Te encontré una noche en la iglesia, sola, perdida en medio de la
nave. Te habías abstraído de este mundo. No podías verme ni oírme. Parecías
temulenta de santidad, como Ana en santuario de Silo. Y yo rogué al Señor. Sumé
mis oraciones a las tuyas para que se produjera el milagro que tú clamabas
desgarradoramente. Y el milagro se produjo. Nació tu hijo a quien, como Ana,
prometiste para el servicio de Dios.
Ahora temes haberte
excedido, haber enajenado su felicidad antes mismo de concebirlo. Sufres
creyendo que has torcido su vocación y malogrado su personalidad. He pensado
mucho en esto, hermana, y te comprendo. Pero Dios es justo, omnisciente y
misericordioso: tu promesa fue formulada en instante de desesperación, de
evidente desequilibrio emocional. Y Dios sabe cómo ahora tu corazón se agita en
tumultuoso sentimiento de culpa.
Hablé con Carlos Samuel en
este paraje serrano como si éste mera el desierto donde fluye más pródigamente
la inspiración divina. Carlos Samuel preguntó mucho. Su curiosidad ya no se
limita a los pájaros. Tiene una agudeza hirsuta que necesita ser pulida y
brillará como el diamante. Escalamos collados, bordeamos arroyos, visitamos a
sus amiguitos del otro viaje, interesándonos por sus vidas y problemas,
asombrándonos por su resignación. Hablamos tanto, que se me secaba la garganta.
Porque Carlos Samuel, querida hermana, tiene una vocación auténtica. Su amor se
vuelca hacia Dios y sus criaturas como el agua de una cascada. Quiere ser
sacerdote, está firmemente decidido.
¡No produzcas más lágrimas!
¡Que tu corazón se llene de gozo! Dios no podía haber sido más misericordioso contigo,
pues allanó los caminos para que tu promesa se cumpliera en circunstancias
dichosas. Tu hijo se sentirá realizado como sacerdote y tú no sólo tendrás
alivio por haber cumplido con Dios, sino por haber conducido a tu hijo hacia su
genuina felicidad.
En Latinoamérica ralean las
vocaciones auténticas. Es una paradoja lamentable. Con su inmensa mayoría de
católicos, aún se deben importar religiosos de Europa. Creo que tenemos buena
parte de culpa. Pero esto es harina de otro costal. Lo cierto es que la
decisión definitiva de Carlos Samuel, que él me transmitió anoche, casi con
solemnidad, me ha inundado de júbilo.
16
DEUTERONOMIO
Carlos Samuel abrazó la almohada. Frotó su rostro
sobre la tela ya húmeda y cuando el nudo de su garganta empezó a cerrarse de
nuevo, la mordió con rabia. Su dormitorio era una caja de ladrillos delgados y
sin techo, porque el techo, muy alto y común, servía para veinte de esas
celdas.
Tenía una
puerta con cerrojo externo. El prefecto pasaba a la noche y la cerraba. Era un
prisionero de ese tabuco hasta la mañana siguiente, a menos que los deseos de
ir al baño le impulsaran a dar golpes, hasta que el prefecto oyera, despertara
y viniera. Su cabeza hacía un hueco en la lana y en él desagotó por sus dientes
y por sus ojos la enorme desazón que lo acongojaba. Hacía tres meses que había
ingresado en el Seminario. Sus pórticos se abrieron como las alas doradas de un
ángel. Contempló los pabellones y los patios y esa cantidad de muchachos como
si fueran un anticipo del Edén. Allí se encontraba la porción selecta del mundo
—como le explicó su tío—: era un oasis de salvación. De allí saldría apto para
el sacerdocio, para servir a Dios y a sus criaturas con fuerza, con
conocimiento y con pasión eficaces. Se despidió de su madre y de su tío con los
ojos llenos de luz. Con esos ojos felices siguió contemplando ese universo
nuevo que había tratado de imaginarse muchas veces, sacando y añadiendo
detalles que ahora resultaban fatuos. Porque la realidad siempre es distinta,
por más que la pensemos anticipadamente de una forma u otra. En pocas horas se
enteró que ese Edén difería del que conoció Adán, que llegar a ministro de Dios
no era fácil ni grato.
Mordisqueando
la almohada, recordó vagamente aquel primer día como si perteneciera a un
pasado lejano. El pórtico del Seminario era hermético y oscuro. ¿Por qué le
parecieron alas de un ángel? Él decidió ser cura: su vocación no fue
impuesta sino, a lo sumo, descubierta por su tío. Con plena libertad
vino al Seminario. Quería aprender y entrenarse. Tenía fuertes ansias de ser
útil a Dios. ¿Por qué entonces eran tan severos los prefectos, tratándolo como
a un sujeto extraño, peligroso, lleno de malas intenciones? ¿Por qué lo
obligaban a mantenerse distante de sus condiscípulos prohibiéndosele consolar a
los tristes?
¡Qué extraño
era el camino que llevaba al servicio de Dios! Carlos Samuel empezó a temer que
no llegaría a sacerdote. Que se iría transformando en una persona diferente,
desconocida. Esto le preocupaba mucho, porque no podía formarse una idea clara
sobre la situación que vivía. Pero no debía preguntar. Le regañaron duramente.
¡Las preguntas revelan dudas, espíritu débil! ¡Cada interrogante es una finta
del diablo! ¡No hay que preguntar! ¡No hay que preguntar!
Carlos Samuel
extrañaba mucho a su buen tío Fermín. Los estudiantes mayores podrían allanarle
esas dificultades iniciales como seguramente lo hubiera hecho su tío. Pero
estaba vedado conversar con los muchachos de otros cursos. En el patio, una
tapia de ladrillos reforzaba las divisiones.
Temió que
sonara el timbre. Sonaba de noche. Siempre igual, despiadadamente.
Se encendían las luces y el demoníaco aparato eléctrico continuaba emitiendo
sus taladrantes agujas de acero. Cuerpos, cobijas y almohadas se ponían en
movimiento. Había que vestirse rápido, correr al baño medio dormido, abrirse
paso entre una multitud temulenta. El agua estaba fría y cada vez se tornaba
más fría. El grifo, con sólo ser tocado, lanzaba su máximo chorro, como si
pretendiera borrar drásticamente los resabios del sueño. Los muchachos le
temían a esos chorros feroces. Algunos sólo aproximaban dos deditos y se
llevaban unas gotas a los párpados. Otros, más endurecidos, se lavaban los
dientes con velocidad increíble, enjuagándose con fracciones de centímetro
cúbico y escupiendo el agua como si pinchara las encías. El tiempo nunca
alcanzaba. Tenían que avanzar hacia la capilla, disciplinadamente formados. Los
seminaristas de todos los cursos penetraban en orden, ubicándose en las
primeras filas los más pequeños, de once años, siguiéndoles las divisiones
sucesivas, en progresión, hasta los mayores, los teólogos. Tampoco aquí, donde
no había tapia, podían intercambiarse frases ni saludos entre estudiantes de
distintos cursos, aunque fueran hermanos, bajo pena de expulsión.
Los
seminaristas colmaban el templo. Era una caja de resonancia que vibraba
sísmicamente. Algunos jóvenes aún no habían abierto bien sus ojos y de sus
gargantas ya brotaban coléricos mea culpa. Las oraciones se memorizaban
paulatinamente hasta la automatización. Nadie necesitaba más de un mes para
recordarlas —sin entenderlas claramente— y repetirlas a gritos durante la noche
como parte de sus pesadillas. Carlos Samuel apretó los extremos de su almohada
contra las orejas para no oírlas, para ahogar su angustia, sus lágrimas y su
perplejidad.
La prolongada
genuflexión producía dolor. Ayudaba a despabilar en cierto modo. Un seminarista
de los últimos cursos dirigía la meditación. Pero no se podía meditar con ese
puñado de alfileres que se incrustaban en las rodillas. Había que apoyarse más
sobre un lado para que descansara el otro. Eso imprimía un leve movimiento a
todo el cuerpo. Y ese movimiento se transmitía como una onda caprichosa y
zigzagueante. El seminarista proseguía su monótona melopeya, impasible, bajo la
severa mirada de sus superiores y no terminaba nunca.
Por fin podían
sentarse. ¡Ah!... ¡Qué alivio!... La relajación dormía a los más débiles, pero
manteniendo la cabeza erecta, sacudiéndola bruscamente cuando se inclinaba
hacia un lado.
La meditación terminaba
con un propósito: generalmente privarse de la mitad de la comida. Carlos Samuel
no entendía por qué la salud espiritual exigía enemistarse siempre con los
alimentos.
La noche
proseguía. Caminaban por un corredor iluminado artificialmente hasta el
refectorio. Desayunaban. Allí, cada mesa, cubierta con un hule, estaba
destinada a una división específica. A medida que avanzaban los cursos, la mesa
de tornaba más pequeña; por las deserciones.
Aún continuaba
oscuro. Se regresaba a los dormitorios para tender las camas. El timbre
acechaba para comenzar a bailotear en su estridente caparazón de bronce apenas
se insinuaba una pausa. ¡Empezar a estudiar! Había que estudiar o, por lo
menos, inclinarse sobre los libros, abrir cuadernos y carpetas, escribir y calcular,
borrar, memorizar. Sobre todo memorizar. Repetir una frase dos, tres, cinco
veces. Repetirla una vez más. Estudiar la frase siguiente. Repetirla aún. Decir
ahora la primera y segunda frase de corrido, como si fueran versos de un poema.
El conocimiento crece como una casa-, ladrillos sobre ladrillos. Cada frase es
un verso, un ladrillo, y cada lección una pared, un poema. Memorizar y recitar
como un poema era la clave del éxito.
Las clases
corrían de a dos seguidas, separadas por un recreo. Al finalizar, otra vez ir a
la capilla, para contabilizar la mañana. El examen de conciencia era metódico.
Un seminarista formulaba en voz alta la pregunta y seguía un silencio
constrictor para reflexionar. Otra pregunta. Silencio, reflexión. Pregunta.
Silencio. Pregunta. Silencio. Pecados, pecados, pecados. La mañana transcurría
infectada de pecados que se metían en el cuerpo, flotaban en el aire; no había
manera de librarse, aunque uno se lo propusiera con todas las fuerzas.
Luego iban al
comedor. El mismo comedor, las mismas mesas, la misma separación de cursos. En
la cabecera se sentaban los superiores. Esa cabecera estaba bien tendida, con
mantel blanco y vajilla reluciente. No había que contemplarla con envidia
porque eso era pecado. En el centro de la sala, sobre una modesta cátedra, un
seminarista efectuaba la lectura. Sus
palabras corrían monótonas e iguales como el chorro de una canilla, pero,
aunque no se le prestase atención, servía para impedir la conversación. La
comida era mala y escasa: garbanzos hervidos casi siempre. El hambre acepta
cualquier cosa. Las religiosas cocinaban tras una puerta clausurada con cuatro
cerrojos, uno debajo del otro. Se comunicaban con los empleados de este lado, a
través de un giratorio opaco llamado "torno", acudiendo cada vez que
se hacía sonar una pequeña campanilla. Estas monjas se esforzaban en aumentar
la santidad de los seminaristas, castigando sin misericordia las apetencias
animales de sus estómagos, manteniendo el régimen de garbanzos, sopas grasosas
y carne muchas veces azulina y putrefacta.
Cediendo a la
tentación, los seminaristas más jóvenes cometían el pecado de mirar con envidia
las fuentes humeantes que llegaban a la mesa de los superiores. Carlos Samuel
no le sacó sus ojos de encima al director espiritual que ordenó entregar las
sobras de su plato a José Tardini, filósofo que ganó su benevolencia. Tardini
agradeció con una reverencia y devoró el magnífico obsequio.
La almohada
absorbió sus lágrimas como una esponja. Carlos Samuel quedó dormido de bruces,
con los dientes y los ojos hundidos en esa blanda gelatina confidente.
Domingo. Por la tarde vendrían los
familiares a visitar el Seminario, de cuatro a seis. Había que estar aseados y
la ducha era obligatoria. Ya Carlos Samuel se había acostumbrado a ciertas curiosidades
como la de bañarse con un pantaloncito que le llegaba a las rodillas. Al
principio le molestaba sentir que su cuerpo se mojaba a través de la ropa, que
no podía enjabonarse ciertas partes, pero después le pareció natural, llegando
a sentirse incómodo los escasos segundos que le llevaba sacarse sus prendas
interiores y calzar ese pantalón. De tanto repetirlo, sus superiores lograron
hacerle comprender cuan impúdico era permanecer desnudo y exponerse a las
miradas de sus condiscípulos. Además, las duchas estaban separadas en
compartimientos individuales, con una puerta cuyo gancho se prendía por fuera,
para evitar las tentaciones. Sin embargo, en pleno invierno, cuando de los
baños brotaban aullidos salvajes por el frío, algunos seminaristas desafiaban
las ordenanzas, apresuradamente se sacaban los pantalones, los mojaban
extendiendo su brazo para que los flechazos helados del agua no tocaran el
resto del cuerpo y regresaban al dormitorio simulando haberse duchado. Luego
había que extender al sol los pantalones, pues serían usados para jugar al foot-ball.
Antes del
examen de conciencia, cada uno escondía bajo sus ropas un trozo de la comida
que sus familiares les traían semanalmente. El domingo ya los paquetes se
habían terminado, de modo que en el día del Señor almorzaban más frugalmente
que nunca. Después de la comida volvían a la capilla para rezar seis
padrenuestros. En el espacio de tiempo que faltaba hasta la llegada de las
visitas, tenían que jugar al foot-ball. Carlos Samuel le dijo a su prefecto
que no se sentía bien y prefería no jugar. El prefecto accedió, pero a
condición de que regara una porción del jardín.
—Algo tienes
que hacer —explicó su ergasiomanía—: la ociosidad es aliada del vicio.
17
EPÍSTOLA
Querida hermana:
Me aseguras en tu carta que
no dejaste traslucir tus pensamientos a Carlos Samuel. Me reconforta. El
muchacho no debe ser afectado por tus dudas y tus pecados. Hablo de pecados,
hermana. Aún no llegaste a entender cuan difícil es alcanzar el ministerio de
Dios. Prefieres para tu hijo un sendero lleno de confort y tentaciones, en vez
de una formación sólida y estoica. ¡Cuánta sensiblería e insensatez!
Permíteme algunas
explicaciones. Espero que ellas te hagan reflexionar. El ochenta por ciento de
nuestros obispos tienen formación Jesuítica. Han bebido en las reglas que nos
legó San Ignacio de Loyola, las mismas que fortalecieron nuestra Iglesia y le
permitieron capear horribles temporales. Las mismas que forman ahora a Carlos
Samuel. ¿Hacia dónde apuntan? Hacia el espíritu. Lo templan, lo hacen más duro
que el corindón. Para elevarlo, hay que valerse de la voluntad y someterse a la
ascesis. Para acercarse a Dios debemos abandonar nuestras egoístas y limitadas
ambiciones personales, surgidas de la caduca materia, que pide comida y sólo
sacia al hambre por algunas horas y que pide descanso y nuestras fuerzas se
renuevan para una jornada más, solamente.
Nuestro cuerpo, expresión de
lo finito e imperfecto, nos aleja del Cielo. Le molesta el frío, le molesta el
calor, es un "continuum" de quejas al Creador. Carlos Samuel debe
aprender a controlar ese cuerpo y no oírlo más. Si le prohíben quejarse, es
para que aprenda a ser indiferente.
La vida inmortal no depende
de unos kilos de carne y huesos, sino de la majestad que desplieguen las alas
de nuestro espíritu. Y mientras menos lastre personal las fije a la tierra, más
alto podrán llegar en su vuelo. Tu hijo debe borrar el amor a si mismo para
engrandecer su amor a Dios y su Santa Iglesia: en cierta medida debe
despersonalizarse, para convertirse en una voluntad metálica e inquebrantable.
Si escribió versos y su prefecto lo mandó a lavar los baños, era para que no le
perdiera su vanidad. Si tuvo iniciativas y fue ridiculizado, era para que no
excediera su autoestima. La humildad, la obediencia, la disciplina y no la
arrogancia son los alimentos que le convienen.
18
¡Que extraño! Quería volver. Durante meses y meses
acarició con impaciencia esos días de vacaciones, esos escasos días para
descansar de la disciplina, del horario, de la comida y de los pecados
mortales. Hasta ese momento sólo le habían concedido un mísero anticipo de esas
vacaciones: los jueves. Ese día, por la tarde, vestido impecablemente con
sotana limpia, sombrero negro y faja azul, los llevaban a pasear al parque
Bolívar. En fila perfecta seguían a un superior y eran a su vez seguidos por
otros—. Solían caminar por los rosedales, entrar en el jardín Zoológico y
descansar en las escalinatas de un pintoresco teatro griego. Antes de cada
salida se renovaban las recomendaciones. El padre espiritual insistía con
énfasis en la tentación de la mujer. "¡Nunca la miréis a los ojos!",
exclamaba enrojeciéndose, como si en vez de advertir, ya lo estuviera
reprochando.
Al aproximarse
el tiempo de vacaciones, aumentaron los consejos. El padre espiritual les
hablaba con mayor frecuencia y sus discursos se dilataban. En las aulas fueron
colocados lemas, cuyas letras de fuego los prefectos hacían repetir en voz
alta: "¡Vacaciones, pérdida de vocaciones!"
No abandonar
jamás la sotana, símbolo de la investidura sagrada del ministerio, era más que
una recomendación. Diariamente, desde su acceso al Seminario, aprendieron a
venerarla, besándola al vestir y besándola al guardarla durante la noche.
Permanecer sin ella era como sentirse desnudo, desamparado. La sotana era una
coraza contra las agresiones del mundo, un verdadero amuleto. Ella imponía a
los hombres respeto y alejaba a las mujeres con sus tentaciones.
Las
advertencias fueron repetidas al entregarse los premios a las mejores
estudiantes: premio a la conducta y premio al estudio. Los más aguerridos
memoristas ganaban los premios al estudio. Los seminaristas más obsecuentes y
dóciles, generalmente aquellos que ya sobrepasaron los veinte años y lograron
reprimir por completo los gérmenes de rebeldía, eran galardonados con una
medallita por su conducta. Estos premios señalaban los modelos en el estudio
(nada de problemas, sólo acumular las enseñanzas) y en la conducta
(impasibilidad merced a la represión de pasiones, afectos y dudas).
Carlos Samuel
creyó que durante sus vacaciones volvería al tiempo pasado. Pero no fue
posible. Él no se atrevió a quitarse la sotana y sus amiguitos a tutearle. Se
abrió un abismo. La metamorfosis se evidenció definitiva e irreversible. Por
donde iba, le saludaban como el "curita"; era un personaje. Le
sorprendió notar tanto cambio. Cómo, en efecto, el Seminario lograba hacer de
él un ser nuevo y distinto. Se despertaba temprano y decía sus oraciones sin
que se lo acordaran, desviaba los ojos de cualquier mujer. Y cuando por fin
inició sus juegos con los viejos amigos, casi al final de la semana, fue tan torpe que los chicos empezaron a evitarlo otra vez. Carlos
Samuel extrañaba los recreos del Seminario, donde aprendió a golpear, empujar y
gritar con ferocidad. Y quiso volver.
19
—¡Adonde vas!
—A misa. ¿Me
acompañas?
—Tendría que
arreglarme un poco.
—Te espero.
Apúrate.
Inés corrió la
sucia cortina floreada que protegía la entrada de su cuarto. Magdalena sopló
sobre la piedra del umbral y se sentó. Oía los ruidos que venían de atrás de la
cortina, revelando la actividad de Inés, sacándose su pollera y calzándose un
vestido.
—¡En seguida
estoy! —gritó.
Magdalena hacía
mucho que no iba a misa. La solía llevar su madre cuando estaba embarazada con
Inoc, para obtener la gracia de Cristo. Como Dios la defraudó, no volvió a
pisar una iglesia. Cuando podía, blasfemaba. Su lengua panfletaria hasta
consiguió restarle feligreses a la parroquia del barrio. El padre Torres la
habló en varias ocasiones.
Una vez entró
en su casa, sin llamar. Saludó amablemente, eligió una silla y se sentó. Isabel
apenas contestó a su saludo.
—Tiene que
volver a la iglesia —aconsejó dulcemente, por decir algo de rutina.
Isabel estaba
ocupada en terminar de encender el brasero. Jacinto, echado en un catre,
roncaba.
—No es bueno
encenderlo dentro del cuarto —observó el cura.
La madre giró
su cabeza y le clavó una mirada torva.
—El óxido de
carbono les hará mal a todos.
—Para eso están
ustedes, para protegernos del mal —replico agresivamente.
—Hija. Dios dice
que nos cuidemos y Él nos cuidará.
—Me cuido
bastante. Lo mío está cumplido. De Él no he recibido nada todavía.
—No sabe cuáles
son sus designios. No trate de saber más que Él. Quizá está en víspera de una
bendición.
—¡Sí...!
¡Bendición! No será otra como la que me encajó con Inoc... ¡Flor de bendición!
El cura no sabía qué decirle.
—No lo sana Él
ni los médicos —siguió protestando—. Todo es farsa. Promesas vanas, gratuitas.
¡Yo lo curaré! ¿Entiende? ¡YO lo curaré! —se puso de pie, en actitud amenazante.
El sacerdote se
echó atrás, contra el respaldo, sorprendido por esa inesperada reacción. Su
cara formulaba la pregunta que sus labios no se atrevían a articular.
—¿Sabe cómo lo
curaré? ¿Quiere saberlo? —gritó ella—. Como lo hacían los indios: bebiendo la
sangre caliente de las reses recién carneadas, de cara al sol. Aunque chille de
asco las primeras veces le haré tragar esa sangre y le haré masticar los
corazones chorreando grasa y palpitando vivos. ¡Eso lo curará!
Le dio la
espalda y continuó avivando las brasas.
El cura tenía
paralizadas sus manos sobre el borde de la mesa. Magdalena lo contempló con
lástima. No merecía ese agravio. Era un cura distinto que se interesaba de
verdad por los pobres, que trataba de ayudar.
Magdalena quiso
hablar con él, porque su madre sólo sabía decirle que era una puta desde que la
violó Jacinto. Y decidió hablarle. Era una forma de restañar ese agravio y
cobrarse un desquite. Consiguió desahogarse. Le contó que a su Juan no lo
querían porque era vago. ¡Como si Jacinto fuera el monumento al trabajador! Y
cada vez qué se enteraba que había salido con él, le torcía la cara de una
bofetada. Pero ella siguió buscando al muchacho. Iban al parque Bolívar,
elegían los caminos sinuosos y oscuros que se pierden entre el follaje y donde
se siente el olor de plantas mojadas y el alboroto de los pájaros jugando al
amor. Le dijo que no se podía quedar en casa sabiendo que Juan la esperaba.
Huía de su madre amargada y de Jacinto borracho y de Inoc, que olía a
excrementos, y cuando divisaba a su Juan, el corazón le trincaba de alegría,
porque era el muchacho más hermoso del mundo. Él la convenció de que obraba
como una tonta impidiéndole que metiera la mano bajo el escote. Pero eso la
ponía fuera de sí era capaz de aceptarle cualquier cosa menos lo último. Juan
se animaba de más en más, casi no había centímetro de su piel que no
acariciara. Le dijo: ¡eso, no, cuando nos casemos! Pero no podía resistir, era
imposible, su cuerpo temblaba y transpiraba y Juan lo quiso repetir a la semana
y después cada vez que se veían. Y si ella se resistía, él sabía ya por dónde
empezar y cómo seguir hasta que ella le mordía la boca y le rogaba que
continuara hasta ese final maravilloso.
A Magdalena
nada le importaba más que Juan, daba todo por Juan. Estaba convencida de que no
conseguía trabajo porque pronto lo llevaban al servicio militar. Entonces él le
pidió que por una sola vez le consiguiera como las grandes mujeres lo han hecho
por sus amantes. Y la llevó a casa de don Francisco. ¡No se quería acordar! Y
después fue otro y otro más. Nunca le alcanzó. Pero ella lo amaba, sin él no
tenía para qué vivir, aunque su madre insistiera que era un vago empedernido y
la aprovechaba como un rufián. Ella cierra los ojos frente a Jacinto, que es
peor.
El padre Torres
no le respondió. Empezó a rezar y ella le imitó, aliviada.
—¡Lista!
—apareció Inés.
Caminaron hacia
la iglesia. Decían que era la última misa de Carlos Samuel Torres, porque lo
trasladaban a otro barrio.
—¿Qué te dijo
el padre cuando le contaste? —preguntó Inés.
—¡Ah! —recordó
Magdalena—. ¿Aquella vez?... Nada.
—¿Nada?
—No. Me escuchó
del principio al fin solamente.
—Pero ¿no te
dijo nada?
EPÍSTOLA
Querido sobrino:
He recibido el hermoso libro
sobre el Museo del Vaticano que me enviaste. Contemplo maravillado sus láminas.
No podías haberme hecho un regalo mejor, y te lo agradezco profundamente.
A través de tus cartas me
impongo de lo provechosa que ha sido tu estadía en el Viejo Mundo. Has
estudiado, has oído y has visto. Bebiste en las fuentes de nuestra cultura
occidental. Pisaste la tierra donde predicaron mártires y santos, donde peligró
y se consolidó la Iglesia. Europa ha sido —creo que aún lo es— el centro
cultural del Universo. Lo que no fue conocido por Europa, ha permanecido en las
sombras. Así ocurrió con Asia, con África, con América, con Australia. Era
necesario que un brazo de Europa tocara esas tierras para que perdieran el mote
de "desconocidas" y las iluminara el reflector de la historia.
Por eso apoyé
entusiastamente tu viaje. Deseaba que por lo menos tú fueras, si a mí Dios no
me brindó esa oportunidad. Confío que Dios suplirá en ti mis limitaciones y que
llenará tu alma de sabiduría.
Tus cartas han sido siempre
jugosas, desbordando cifras, conceptos y anécdotas. En ti bulle un espíritu
científico que se ha puesto al servicio de la Fe. Hasta pienso que la vocación
religiosa se impuso en tu corazón para permitirte volar hacia la ciencia.
¡Sorprendentes son los caminos que traza el Señor!
Cuando regreses, munido de
los sólidos conocimientos que adquiriste en Innsbruck y Roma, analizarás la
situación latinoamericana. Hace cuatro años que te fuiste y la memoria no
siempre es fiel. Por eso me permito sugerirte que no aventures juicios, ni
siquiera en lo las profundo de tu intelecto, hasta que enfrentes a nuestra
realidad y la toques sin intermediarios. Durante dos mil años la Iglesia ha
sufrido muchos sacudones, pero de todos emergió enhiesta y fortalecida.
Casi siempre la tempestad
soplaba por fuera y solía bastar con levar los puentes y clausurar las
ventanas. Los furiosos aldabonazos de los intrusos no pudieron quebrar la
resistencia interior. Pero últimamente los intrusos lograron infiltrarse en ese
interior sagrado. El Demonio elaboró una estrategia inédita y contra ella
debemos aguzar nuestra inteligencia.
Las urgencias sociales, las
envidias desenfrenadas, las ambiciones sin límite, han trastocado el sereno
devenir de la existencia en América, otrora sabiamente regulada por las
tradiciones católicas e hispánicas, con una limpia escala de valores, un orden
interno y externo en la vida y una sana devoción por la Iglesia, su doctrina y
sus ministros.
El comunismo penetró como un
virus, circulando por todo el árbol arterial de nuestra sociedad. De su
contacto no se libera el cerebro ni el corazón. ¡Ha penetrado en nuestra Santa
Iglesia! Algunos sacerdotes sucumben a su infección provocando una
consternación lógica entre los fieles. ¡Dios nos proteja de ese mal! Porque ése
es el pináculo de la desventura. El Señor nos está poniendo a prueba. Cristo es
nuevamente tentado por el Demonio. Y esta vez no han sido levados los puentes
ni cerradas las ventanas. El aire pestilente sopla en las salas y corredores,
atraviesa de parte a parte la Casa del Señor.
Cuídate de los impacientes y
de los fogosos. Ellos exigen cambios sin haber cultivado la virtud de la
prudencia. Son hábiles para demoler pero torpes para construir. Se construye
con paciencia. Las manos nerviosas y apuradas sólo rompen, deforman y
confunden. Cuídate, mi querido Carlos Samuel, de los que piden a la Iglesia un
cambio de marcha. No olvides que con esa marcha segura, muchas veces lenta pero
nunca tardía, la Iglesia atravesó matanzas y persecuciones y llegó a la gloria
de hoy.
Cuídate de los
cientificistas. Ellos anteponen los sentidos a la Fe, dan más crédito a las
limitadas lucubraciones de los hombres y sus relativos cartabones que a la
Palabra de Dios. Recuerda que el Demonio puede convertirse en una probeta y
simular un teorema, pero nunca macular la Revelación.
Cuídate de los rebeldes.
Ellos no cultivaron la virtud de la obediencia y tienen vedado el camino hacia
la santidad. El primer rebelde fue un ángel hermoso y querido por Dios. Otros
ángeles se dejaron encandilar por su brillo. ¡Cuánta penetración debería tener
un ojo humano para descubrir tras ese brillo la repulsiva faz del Mal!
Cuídate de los ambiciosos.
Aprende a rasgar los antifaces tras los cuales se esconden. Simulan bondad,
afán docente, prodigalidad, comprensión para todos. Son demagogos y
simuladores. Digitan los sentimientos ajenos con habilidad. Sorprenden con
iniciativas destinadas a concentrar la atención, hasta que los rodeen legiones
de hombres agradecidos y admirados que inconscientemente los ayudarán a tomar
por asalto el poder y la riqueza.
Cuando regreses a nuestra
Patria, te cruzarás con todos ellos. Tendrás que calmar al impaciente, refutar
al cientificista, condenar al rebelde y denunciar al ambicioso. Es preciso
retomar el ancho camino de Dios, seguir su bíblica nube de fuego, porque ella
—y sólo ella— nos conduce hacia la Tierra Prometida.
21
No sé por
qué elegí Derecho y Ciencias Sociales. Tal vez porque me parecía la carrera más
fácil o tal vez porque no tenía ganas de contrariar a los viejos. Ya me daba lo
mismo.
Mamá se
ocupó de comprarme un traje nuevo para esa ocasión. "¡Tengo un montón, más
lindo que éste!", protesté. "No importa—replicó exultante—, hoy
es tu primer día de Universidad, entras en otro mundo."
—¡Bah!
Me persiguió
con el cepillo hasta la puerta, como si fuera a un desfile de modelos. Papá
esperaba con el automóvil para llevarme. Noté que él también se había acicalado
más que de costumbre. El acontecimiento no era sólo mío, por supuesto. Papá
frenó frente a la facultad, donde ya se habían aglomerado muchos jóvenes.
—Suerte,
hijo, y... ¡valor!
—Gracias,
viejo.
Pasé por
entre los primeros grupos hasta el amplio hall de acceso. Me era familiar, pues lo
recorrí detenidamente cuando estuve a matricularme. Busqué algún conocido, sin
éxito, y me apoyé contra una columna. De ahí podía escuchar algunas conversaciones.
Estaban los estudiantes de cursos superiores, desinhibidos, dicharacheros y los
que recién llegaban, medrosos, desconfiados, inocentes. Las voces más sonoras
eran aquellas que se desenrollaban contando anécdotas sobre los profesores.
Ridiculizarlos era la mejor y única lícita manera de tomarse algún desquite. Un
muchacho me descubrió. Habíamos estado juntos en alguna reunión social. No
recordaba su nombre. Le confesé que recién ingresaba. Me dijo que iba a segundo
año y empezó a darme categóricos consejos. Al profesor Fulano tienes que
asistirle a clase y sentarte en primera fila para que te vea. A Zutano jamás le
hagas preguntas: lo exasperan y es capaz de hundirte sin asco. En cambio, a
Mengano le encanta que le interrumpas, que se actúe en clase: el que permanece
callado va derecho a la muerte; yo le preguntaba siempre, aunque fueran
tonterías, y aprobé sin dificultad.
Sonó un
timbre y empezamos a circular buscando nuestra respectiva aula. Tardé bastante
en encontrar la mía, casi al final de un corredor. Estaba de bote en bote.
Descubrí una butaca vacía y la ocupé.
Mi vecina
inició la conversación.
—¿Primer
año?
—Sí, primer
año.
—Entonces
seremos compañeros —sonrió—. Me llamo Olga Bello.
— Yo, Néstor
Fuentes.
22
ÉXODO
Lovaina, Roma,
Innsbruck. Se enhebran en la
memoria como una tricota de lana blanda y tibia. Los recuerdos vienen y van por
los pliegues del cerebro como esas ondas que cabrillean sobre la infinita
bóveda del mar. El pasado, aún tan fresco, es presente. Pasado y Presente son
siempre presente cuando la memoria funciona bien. Ahora es necesario aplicar lo
aprendido, ver con esos "poderosos" lentes nuevos que han sido
pulidos por el aggiornamento.
En mi patria
las condiciones sociales son distintas. No se pueden aplicar los moldes de países
altamente industrializados a sociedades que recién se desperezan de un letargo
semifeudal. Pero sí se deben aplicar los instrumentos que se encuentran en
otras partes, para avanzar más rápido. En fin de cuentas África ha dado un
salto mucho más gigantesco que cualquier nación latinoamericana. Los africanos
en sólo dos o tres generaciones atravesaron el tiempo que empieza en el
canibalismo y llega a la Academia de Ciencias. El padre impuso al hijo las
cicatrices faciales de un salvaje paganismo y ese hijo, con las cicatrices del
pasado en su presente, deslumbra con su educación, su habilidad y su cultura.
África nos enseña mucho, especialmente a saltar. Pero ellos tienen una ventaja
sobre nosotros. Los grillos que el colonialismo sujetó a sus pies pesan un
siglo y en Latinoamérica, cuatro siglos.
América Latina
es terreno fértil para nuevas experiencias sociales. No, América Latina duerme
para el mundo, excepto cuando rompe con su pasado, como ocurrió en Cuba,
América Latina es el depósito de la reacción eclesiástica. No, América Latina
tiene capacidad para revolucionar a la Iglesia y apoyar su retorno a las
fuentes. No, América Latina duerme. No, América Latina despierta. No, América
Latina seguirá igual, agitándose en debates impotentes, dando la impresión de
movimiento, pero continuando en el mismo sitio. No, América Latina cambia día a
día y se gesta una sociedad inédita en su seno. No, América Latina merece ser
ignorada, está al margen del mundo. No, América Latina puede llegar a rutilar
como Sión. Las olas del mar ruedan sin cesar, atropellándose unas con otras,
rompiéndose en espuma como esos pensamientos paralelos o encontrados
que nacieron en Roma o Lovaina durante los debates o el estudio.
Fue enviado a
Europa con los promedios más altos (aprendió a memorizar) y una conducta
ejemplar (su rebeldía había logrado la suficiente profundización anestésica).
En la Universidad Gregoriana se puso en contacto por primera vez con un
ambiente internacional.
De junio a
octubre viajó con libertad absoluta, una libertad que había olvidado, que no
sabía consumir. Se abrió al mundo, sintió sus contrastes, su electricidad, vio
sus miserias, compartió su jocundidad. La vieja anestesia se empezó a diluir.
Su conocimiento emergía de las aguas profundas y vio otra vez al cielo y a sus
nubes ruborizadas por el sol. De la católica Roma pasó a Innsbruck, donde la
Iglesia había adquirido aún mayor liberalización.
Por primera vez
se quitó la sotana. Le pareció haber ingresado en un club de nudistas, donde la
regla, por ser común, devino tolerable. Al principio extrañó ese amuleto que le
protegía de las tentaciones mundanas.
Aprendió a
estudiar de otra manera, conoció un pensamiento teológico crítico y compatible
con este mundo que recién asumía. Por primera vez se rió de los viejos manuales
y supo lo que es un ejercicio auténtico para la inteligencia. Abandonó los
métodos perimidos y encaró estudios serios, profundos, sin soflamería
declamatoria ni pueriles fuegos de artificio. En sus nuevos libros intercaló
con lápiz los viejos lemas para uso de la militancia que le habían enseñado en
el Seminario. Parecían la historia del lobo feroz contada por Descartes.
La nave partía
el océano rumbo a su tierra, una extraña Tierra Prometida. Abrió un profundo
surco de espuma. Carlos Samuel contempló el espeso y lácteo encaje que emergía
del agua. Latinoamérica no se deja roturar. Así se lo demostraron. Sus élites
desean la inmovilidad. Conservan el statu quo violentamente. La
Iglesia debería ser como la quilla de ese barco. Tendría que partir la espesa
costra como un diamante al vidrio para liberar la fuerza y belleza sumergidas.
La Iglesia es una nave. Y la oligarquía, esa escasa cantidad de agua que forma
la superficie, que se colorea de azul o de verde, que se espejea en el cielo,
pero que oculta con terca opacidad a las enormes masas oceánicas y su infinita
vida interior. La nave tiene la ilusión de estar sostenida por la superficie y
con ella se compromete. Pero, en realidad, navega sobre el mar y es todo el
mar, no sólo la zafírica y arrogante superficie quien la sostiene.
23
Decidimos
con Olga preparar juntos una materia. Me convenía, porque ella era metódica y
consecuente, atributos que no integran mi personalidad. Yo estaba ya algo
atrasado, lo cual provocaba una creciente alarma en casa. Con rendir esa
materia lograría que me dejaran en paz un tiempo. Y para conseguir un adelanto
de esa paz, les anuncié mis planes. Desde luego que se interesaron en saber
quién era ella, y su familia. El doctor Arturo Bello tenía reputación de buen
abogado y eso les agradó. Que yo fuera diariamente a su casa para estudiar unas
horas les parecía altamente positivo, pues imaginaban que el Derecho me
entraría por inhalación y osmosis. Cuando insistían demasiado en su burgués
interrogatorio y yo tenía ganas, inventaba de lo lindo sobre las maravillas que
veía en casa de los Bello. Y mis pobres viejos soñaban que su hijo —yo— llegaría a
constituir un hogar de iguales condiciones, donde flotaría una dorada nube de
superioridad académica. Mamá ampliaba algunos de mis comentarios, especialmente
en lo que se refería a la limpieza y buenas costumbres, como si alguna vez
hubiera estado allí.
Con el
doctor Bello y su señora apenas si había cruzado un saludo, porque nunca se
asomaban al cuarto de Olga. Yo entraba y salía como en mi casa. No existía ni
el control ni la limpieza que se imaginaba mamá. Ese relativo desorden producía
un resolano calor. Incluso perdí mi aversión al piso de parquet, al que rayaba
con el borde de mis suelas mientras estudiaba, como si dibujara garabatos en la
arena. También me acostumbré a que las ventanas permanecieran abiertas dejando
que los cuadros de luz se proyectaran en el piso y en los muebles, sin temer
que éstos se destiñeran ni que la habitación se llenara de polvo.
Una tarde,
para concluir el tema, decidimos estudiar un par de horas extras. Me quedé a
cenar. Por primera vez compartí dos horas de charla con el doctor Bello y su
esposa. Tanto me martillaron en casa sobre lo que era el hogar de un
"profesional bien", que el contraste con la realidad me deparó una
grata sorpresa. La misma naturalidad y
desorden que
aprecié desde que empecé a estudiar con Olga, reinó en la cena. Nada de
amaneramientos, ni reglas de puntilla almidonada, ni acosamiento de sirvientes
en legión. Comida simple y vajilla simple. Todo simple, natural, cómodo. Pocos
platos, poco vino y mucha charla. En la comida es cuando los padres y su hija
discutían de todo, especialmente de política.
La señora
Bello era dulce, porque callaba cuando hablaba su marido. Creo que lo mismo
hubiera opinado papá... El doctor Bello era también amable, pero se aproximaba
al borde del fastidio cuando empuñaba un asunto que despertaba sus pasiones.
Entonces su verborragia se hacía incontenible. Debo reconocer que se expresaba
bien y que sus ideas eran claras, armónicas y categóricas. Sospeché que era
marxista. Se lo pregunté a Olga.
—Somos
comunistas —precisó.
El doctor
Bello aplicaba su marxismo por doquier, con tremenda facilidad, pero Olga
encontraba aspectos que le permitían discutirle con rigor. Entonces distinguí
dos marxismos: el del viejo y el de la joven, como dos tipos de arterias: las
escleróticas y las sanas. El marxismo joven es flexible, elegante y atractivo.
El marxismo viejo es duro, seco y antipático. Yo mismo me asombré cuando de
golpe se plantaron ante mí estas dos formas ideológicas, como se asombró
Roentgen al descubrir los rayos X.
Esa noche
regresé tarde y mis padres me recibieron afligidos. Temían que me hubiera
ocurrido algo. Era su primer hijo, su hijo varón único y el depositario de sus
ilusiones.
Ya conocía
bien a mis viejos y los entendía y hasta toleraba. Los pobres querían "ser
más" mediante el "tener más" y mientras más tenían, en vez de
liberarse más se esclavizaban. Sus limitaciones afectivas, ideatorias y visuales
aumentaban de manera proporcional a su fortuna.
Así que, ya
harto, decidí contarles la verdad: que cené en casa de Olga porque se nos hizo
tarde, que conversé largamente con sus padres y que —en eso fui algo brutal—
el doctor Bello y su familia, eran comunistas.
Papá y mamá
no reaccionaron en seguida, sino que adelantaron al unísono un poco sus
cuerpos, abriendo más los párpados. No lograban encajar mis palabras en su
concepción sobre el doctor Bello. Les repetí lo último, para que de una vez
comprendieran bien. La sangre se les fue de la cabeza. Mamá retrocedió hasta
tocar una silla y se sentó.
—Esa chica
no te conviene —dijo—. puede arruinarte la carrera.
—Pero si con
ella estudio muy bien esta materia, mamá.
—No te
conviene, Néstor; será tu ruina.
24
EPÍSTOLA
Querido sobrino:
Comprendo la angustia que
amarga tu vigilia y agita tus sueños. La injusticia, las perversiones, el mal
en sus formas más grotescas han desfilado por tu confesonario. Pero tú elegiste
la Parroquia de San José.
Apenas desembarcaste, en el
mismo día, decidiste solicitar ese destino. Te fue concedida la petición.
Alternaste tus horas de actividad en la iglesia con recorridos por el barrio.
Fuiste en busca de feligreses y de sus pecados. Te metiste en las madrigueras
donde hiede la inmoralidad. ¿Es virtud? Sí, no lo puedo negar. Pero creo que
hubo apresuramiento de tu parte. Tu sensibilidad de cristiano y de sacerdote te
impulsaron a volcarte de inmediato hacia quienes más te necesitaban. Pero eres
joven. Tu experiencia europea ha sido teórica, no te pudieron endurecer para
los fuertes golpes que te daría nuestra realidad. Confío que saldrás airoso de
la prueba, porque a medida que ganas ovejas para el rebaño de Dios, tu corazón
se alegrará y fortalecerá. Soportarás todo lo que me cuentas con tanta
vehemencia.
Para cumplir mejor tu
cometido, sigue este consejo e interpreta bien mis palabras: evita
identificarte con los obreros. Si lo haces, perderás ecuanimidad. Tu visión se
estrechará y pensarás tan limitadamente como ellos. Entonces atribuirás sus
males a las penurias económicas. De ahí caerás en la tentación de atribuir los
males del espíritu a las insatisfacciones de la carne. Llegarás, como algunos
sacerdotes incautos, a desviaciones de tinte marxista. Querrás combatir el Mal
dando la riqueza a los que no la tienen, como si entre los ricos no hubiera
pecados. La santidad no corre pareja con la riqueza y son muchos menos los
santos que han vivido en la opulencia que aquellos que encontraron justamente
en la pobreza y en las privaciones el incentivo para elevar sus almas. Estos
santos nos enseñaron que en las miserias más espantosas puede brillar la virtud
como un diamante. El santo lo es en todas partes y bajo cualquier
circunstancia, así como el brillante sigue brillante aunque yazga en un
lodazal.
Hay una familia de tu
parroquia que vive en una cueva y cuyos placeres terrenales se limitan a la
fornicación y a la bebida. Hazla poseedora de una acaudalada fortuna y
obtendrás la caricatura de la justicia, como si a un homicida vistieras con
toga de juez y lo sentaras en su estrado.
Dios es infinitamente sabio
y justo; la Divina Providencia traza el curso de nuestras vidas y pone orden en
nuestra sociedad. Variados y contrastantes son los caminos que llevan al Señor.
Si pretendes elegir un solo camino para toda la humanidad, caerás en el mismo
error que cometieron los descendientes de Noé construyendo la torre de Babel.
Dios la destruyó, confundió a las gentes, porque desdeña la uniformidad. Dios
nos brindó libertad para que sólo con nuestro esfuerzo y nuestra voluntad
obtengamos los premios de la vida eterna. La propiedad —contra la que centran
sus críticas los marxistas, pero que ningún Estado comunista pudo aún abolir
por completo— es un derecho natural. Dios lo sancionó en el séptimo mandamiento.
Responde a una inclinación de la naturaleza humana que ya se revela en el niño
de tierna edad. Responde también a una necesidad, porque estimula el trabajo y
el progreso.
Volviendo entonces al primer
asunto, si atribuyes el Mal a la pobreza, tendrías que quitar la propiedad a
quienes la tienen —violando la Ley de Dios—, uniformarías a todos en igual
nivel de riqueza —violando la Ley de Dios—, quitando a los hombres la
oportunidad para hacer méritos gracias a su libertad —violando la Ley de Dios-—
llevando a los pobres que serán bienaventurados a ser los ricos que
difícilmente entrarán en el reino de los cielos...
Nuestro tiempo peca por
atribuir demasiado valor al confort y el boato exterior. Ello va en desmedro de
la riqueza interior. El cuerpo y el alma se balancean en sendos platillos.
Cuanto pesa más el cuerpo, se minimiza el alma. Por eso tantos santos
mortificaban su cuerpo para inundar de luz y pureza su alma.
No niego que para la salud
del alma se requiere también la salud del cuerpo. Todo cristiano debe llevar
una vida digna. Y en nuestro país nadie, si se lo propone, puede justificar
plenamente no llevar una vida digna. ¡Que trabaje en vez de beber, que
perfeccione un oficio en vez de fornicar! En poco tiempo su nivel subirá como
la marea del océano. Para ser hábil y diestro, es necesario que la conciencia
esté tranquila y la mente despejada. La bebida y la fornicación no contribuyen
a mejorar el rendimiento.
Por eso el tratamiento debe
ser racional. Es preciso curar la herida de adentro para afuera. Porque si
suturas la piel y no limpias el fondo de la úlcera, corres el peligro de dejar
en el interior una severa infección que llevará pronto ese individuo hacia la
muerte. El fondo de la herida es el alma.
Tu tarea, pues, no consiste
en desesperar para que ingrese más dinero en los hogares humildes, enardecerte
por tardanzas en los pagos y exigir mayor justicia social: como ministro de
Dios, que vela por la porción eterna del hombre, debes limpiar a tus feligreses
de pecados, enseñarles el amor y las prácticas ascéticas.
La Divina Providencia
allanará lo demás. El Señor es misericordioso y no olvida a sus criaturas.
25
Al finalizar
la reunión, Víctor, Horacio, José Miguel, Adrián y yo cruzamos al bar. Don
Ignacio se acercó blandiendo su reluciente bandeja.
—¿Qué tal,
muchachos? —saludó con su simpático acento andaluz mientras empezaba a sacudir
las migajas con su servilleta—. ¿Habrá huelga o no? Recuerdo la huelga de hace
cinco años. Empezó con una manifestación... ¡Qué gresca, mi Dios, qué gresca!
En la puerta del bar, ahí, en el umbral mismo, le partieron la cabeza a
Udaondo. ¿Se acuerdan de Udaondo? Era un estudiante de ingeniería. ¡Qué
muchacho! ¡Joven, apuesto, inteligente! ¡Lo estoy viendo! Se arrojó por la
puerta. Dos policías lo sujetaron en el aire. Pisaron sobre su cuerpo. Yo
estaba paralizado tras el mostrador. Les aseguro que por primera vez en mi vida
supe lo que es el horror, el pánico. Ni siquiera pude moverme, ni para ayudar
ni para escapar. El machete caía sobre la cabeza del muchacho como sobre una
alfombra para sacarle el polvo. La sangre se mezclaba con el cabello y se
pegaba al bastón. ¡Qué espanto! —hizo una pausa; tragó saliva—. La policía ya
no respeta a nadie ni se detiene cuando cantan el himno... ¿Qué van a tomar?
José Miguel
arrojó hacia atrás su cuerpo, hamacando la silla sobre las patas traseras.
Cuando don Ignacio estuvo bastante lejos dio unos golpecitos en el borde de la
mesa.
—Les dije:
hay que pensarlo bien. No es cuestión de crear mártires al pedo.
—Pero no
vamos a hacerle una reverencia a la arbitrariedad simplemente porque tenga un
machete en la mano —replicó Víctor.
—No demos
carne al tigre ¿entiendes? No seamos presa fácil.
—Quedándonos
quietos somos presa fácil. Cada noche ese coronel Pérez encierra otro estudiante.
—Dice que
limpiará de malhechores a la ciudad —intervino Horacio—. Pronto habrá limpiado
a la Universidad de estudiantes.
—La
protesta, cualquier protesta, si es justa, pone en ebullición a la sociedad
—insistió Víctor.
Adrián
empezó a mover sus manos como si sostuviera dos pesas.
—¿No están
un poco hartos de este asunto? Ya hemos discutido cuatro horas. Es suficiente
por hoy, ¿eh?
—¿Qué se
sabe del plenario? —preguntó entonces Horacio.
—¿Qué
plenario? —me extrañé.
—El
plenario... en lo de Víctor.
—Néstor no
sabe... —aclaró Víctor—. Nosotros acostumbramos a denominar así las sesiones
que nos ofrecen algunas chicas. A veces no se puede hablar con claridad: hay
profesores, compañeras... Esta noche habrá plenario, en efecto. Vendrá una
hermosa puta. Podrías concurrir, Néstor.
Me subió la
sangre a la cabeza.
—Así te
desvirgas, varón —añadió José Miguel.
—¡Pobre de
ti! —repliqué.
—¿Eres
virgen? —se asombró Víctor, pero sin malicia.
—¡Yo virgen!
—me defendí—. Sí, miren mi aureola —tracé un círculo sobre mi cabeza.
—¿Con quién
tuviste relaciones antes?—insistió José Miguel, tratando de hacerme confesar la
verdad.
—Con tu
hermanita.
—¡Bien
hecho!—se rió Víctor—. ¡Por jodido!
—¡Te apuesto
que Néstor es virgen! —se enardeció José Miguel.
Me miraron
tratando de descubrir lo que pasaba por mi cerebro.
—Apuéstenle
—aconsejé—. Para defender la honestidad de su hermana es capaz de perder hasta
los calcetines. A mí no me quitará lo bailado.
—¿Vendrás a
casa?—dijo Víctor.
—Si me
invitas...
—Estás
invitado. Esta noche a las diez.
26
SABIDURÍA
¿Qué debía
hacer? ¿Recomendarles paciencia? ¿Que se alimenten con hostias? Tengo que
ingeniarme, claro. Así lo exige mi Obispo.
Asegurarles que
con hambre, lágrimas y mansedumbre ganarán el cielo. Que el Directorio de esa
fábrica actuó en base a serios estudios y no tenía más alternativa que dejar
cesante al veinte por ciento del personal. Las finanzas. Ellas no hacen
milagros. Milagros hace la fe. Si se quejan de que no pueden pagar el alquiler,
ni comprar medicamentos, ni conseguir leche para sus niños... entonces que
organicen la ayuda mutua, que hagan colectas en el barrio, porque un cristiano
debe ayudar a otro cristiano, aunque en este barrio sean todos pobres. Las
fábricas no pueden hacer milagros: ellas se manejan con otros índices.
Quisieron ir a
la huelga. Yo los apoyé. Quisieron recurrir a la violencia. Yo los apoyé. Están
desesperados e indignados. Monseñor Tardini me recriminó. Debería calmarlos,
narcotizarlos. Para eso está la Iglesia, para estimular la mansedumbre, la
paciencia... de los oprimidos.
El evangelio de
San Marcos cuenta la historia de un loco al que nadie podía contener,
"porque muchas veces había sido atado con grillos y cadenas, pero las
cadenas fueron hechas pedazos y los grillos desmenuzados. Siempre, de día y de
noche, andaba dando voces en los montes y en los sepulcros, e hiriéndose con
piedras". Era un ser marginado de la sociedad, que se autodestruía, cuya
violencia exasperada no conseguía liberarlo. El pueblo lo dejaba hacer mientras
no molestara a los demás. Pasó Jesús y decidió curarlo. Para curarlo, para
"liberarlo", como dice la Biblia, necesitó sacrificar dos mil cerdos.
"La manada cayó por un despeñadero en la mar y en la mar se ahogó. Y los
que apacentaban los puercos huyeron y dieron aviso en la ciudad y en los
campos." Vinieron los chacareros y comprobaron el milagro. Al hombre que
durante tanto tiempo había estado atormentado por el demonio, "lo
encontraron sentado y vestido y en su juicio cabal". Entonces dice San
Marcos que "tuvieron miedo". Jesús les había destruido una hacienda.
Para curar un solo loco arrojó al mar una fortuna demasiado importante. "Y
comenzaron a rogarle que se fuese." Las finanzas no están para hacer
milagros. Ellas se manejan con otros índices. Los milagros tienen que ser muy
baratos. O no son milagros.
Pero el
"hombre" fue hecho a imagen y semejanza de Dios, no las empresas. El
hombre es persona, goza de libre albedrío, participa en la obra de la Creación.
Tiene palabra, manos e inteligencia. Ya domina a la naturaleza y ha empezado su
marcha triunfal hacia el cosmos. El hombre asciende sin pausa, haciéndose cada
vez más digno y merecedor de los atributos con que el Señor le dotó. La
historia es la historia del ascenso del hombre hacia Dios. La escala fue soñada
por Jacob. Es preciso conquistar peldaño por peldaño: cada uno de ellos implica
un grado de liberación mayor. Liberación de la naturaleza salvaje y liberación
de la sociedad, también salvaje. En su marcha por el tiempo y el espacio el
hombre ha conquistado numerosos peldaños de su liberación frente a la
naturaleza, desde que se ocultaba en las cavernas huyendo de los monstruos
prediluvianos, hasta nuestra era tecnológica. Pero si esa liberación frente a
la naturaleza no se acompaña de grados paralelos en la liberación social, caerá
en un pozo de esclavitud y miseria, donde la mayoría del género humano será
domada y explotada por unos pocos privilegiados. Por consiguiente, oponerse a
ambos procesos liberadores o solamente a uno de ellos es atacar el plan divino.
Hubo épocas en que personalidades retrógradas controlaron a la Iglesia y ésta
se opuso a los dos procesos. Pero la oposición se ha centrado fundamentalmente
contra el segundo, que es más difícil de entender. Una forma de oposición es
limitar el cristianismo al terreno espiritual: "Salva tu alma, olvida tu
cuerpo". Sin embargo, es al hombre "íntegro" a quien quiere Dios
—porque en hombre íntegro, de músculos, nervios y vísceras se encarnó Cristo y
no en un espíritu nefeloide—. Postergar al cuerpo y sus necesidades significa
consentir las diferencias sociales y la explotación de un hombre por otro. Este
panorama injusto, nada cristiano, impulsó a buscar la evasión. Los sacerdotes y
santos huían a los monasterios y los menos santos se lavaban simplemente las
manos: el resto entraba en componendas con el poder de turno. La religión era
aliada de los esclavistas, porque condenaba a los rebeldes y narcotizaba a los
impacientes. Sus promesas de comprensión en el más allá por los sinsabores de
la vida, demorando los impulsos de liberación, favorecía a los regímenes de
oprobio. La Iglesia aparecía como una defensora de las minorías y sus
privilegios. La Iglesia, en vez de condenar a los señores y volcarse en favor
de las justas reivindicaciones exigidas en forma inculta y animal por la plebe
hambrienta, acariciaba con respeto y blandura a los príncipes y amonestaba con
dureza a los pobres.
La Iglesia
condenó al monofisismo, que niega las dos naturalezas de Jesús. Pero en la
práctica, muchos dignatarios la apoyaron olvidando el profundo sentido de la
Encarnación. Jesús fue hombre y Dios. Fue hombre como todos los hombres,
señalando así la infinita dignidad que posee su cuerpo, aunque es mortal,
aunque sufre, tiene apetitos, ambiciones y terror. Ese cuerpo fue el cuerpo de
Dios. A ese cuerpo Jesús lo curó de llagas, de parálisis, de ceguera. Ese
cuerpo, digno hasta el infinito como Dios mismo, no debe ser postergado. Las
empresas están después y no antes que él. ¿Estoy equivocado, tío?
27
CANTARES
Víctor y
Adrián compartían la casa en el barrio Arboleda, donde se concentraban
numerosos estudiantes del interior. Se dice que en un tiempo el barrio era
intransitable para una mujer, porque en la primera puerta la cogían de un brazo
y metían adentro. Esa fama redujo la demanda de viviendas por familias y el
precio de los alquileres descendió. Los estudiantes la transformaron en su
ciudadela.
Las
prostitutas solían pasearse libremente por sus calles llamando en cualquier
casa, con la posibilidad de encontrar techo y comida a cambio de realizar
tareas domésticas y prestar gratuitamente sus servicios personales.
La puerta
estaba entornada, de modo que entré sin llamar. Encontré sentados en la cocina
a Víctor, Horacio y Adrián, charlando con una mujer que batía el café.
—¡Hola,
Néstor! ¡Adelante!
—¡Hola!
—Te presento
a Magdalena. Nuestro amigo Néstor.
—Mucho gusto
—le extendí la mano.
Ella tendría
de 20 a 25 años, rostro moreno, pelo largo y lacio, cuerpo esbelto. Me senté en
un banquito y la contemplé mientras cimbraba levemente al ritmo del batido.
—¿Qué tal,
Néstor?, ¿contento? —preguntó Víctor con insinuación picaresca.
—Sí, porque
espero tomar un buen café —le guiñé un ojo.
—¡Vaya si
será bueno! Será formidable, propio de los dioses. ¿Verdad, Magdalena?
—No se
apresuren, no se apresuren.
—El apurado
es Néstor.
—Bueno, ya
está listo —llenó cinco tazas y nos las extendió.
—Como ves,
Néstor—explicó Adrián—, el servicio es completo.
—Ya
veremos... —simulé expectativa.
Al rato,
Víctor dio una sonora palmada en las nalgas de Magdalena.
—¡Eh, loco!—protestó
ella.
—Anda con
Néstor, que él vino por un café más personal... Magdalena se frotó la zona del
golpe, me miró y fue esbozando una sonrisa. Con súbita ternura extendió ambas
manos y me hizo incorporar.
—¡Métanse en
mi dormitorio!—ofreció Adrián. Ella entró primero y encendió la luz. Cuando
estuvo adentro, cerró la puerta y dio una vuelta a la llave. Se acercó a la
cama y apretó el botón del velador.
—Apaga la
luz alta, ¿quieres?
Se quitó su
saquito color tierra y se sentó al borde del lecho levantándose como al
descuido su pollera hasta cerca de la ingle.
Permanecí
rígido junto a la puerta. Durante las horas precedentes ardí de deseo
imaginándome lo que estaba por ocurrir. José Miguel tenía razón: yo era virgen.
Era virgen a pesar mío, por controles paternales y por inhibición. Me resultaba
fácil simular desenvoltura y hasta un poco de desfachatez cuando estaba en un
grupo, porque lo dicho e insinuado permanece en el nivel de la chanza, no
compromete en absoluto. Pero nunca pude llegar a la intimidad con ninguna
muchacha. Quizá hubiera ocurrido con María Luisa, a quien tuve que abandonar
cuando mamá enfermó.
De golpe, en
ese cubo hermético donde estábamos solos, donde podía hacer cualquier cosa, se
evaneció mi deseo. Mi cuerpo se aflojó, agotado por la tensión previa.
—Ven,
siéntate a mi lado —invitó amablemente Magdalena. Me quité el pullover, lo
deposité sobre una silla y me acerqué. —Quiero que me veas con tus dedos.
Así—tomó mis manos y las puso sobre su cara—. Ahora cierra los ojos. ¿Me ves con
el tacto? Desplaza suavemente tus dedos... ¿Sientes mis mejillas, la parte
alta, ahora hacia abajo: el mentón... mis labios?... Así, así... Sígueme
viendo... Observa con tus manos mi cuello, por aquí, detrás de las orejas, el
limite del cabello, métete por debajo, sigue por la nuca... ¿Me ves?¿Me ves
bien?... No te apures, no te apures... ¡Ya llegas al hombro! ¡No tan rápido!...
¡Néstor!
Le clavé mi
boca en su cuello y la abracé con fuerza, deslizando mis manos con
precipitación de un extremo al otro de su cuerpo, en un afán de poseerla toda.
La mínima brecha a mi inhibición rompió los diques y mi pasión se desbordó con
fuerza incontenible. La volteé sobre el lecho, intenté quitarle la ropa,
aflojándome la mía. Sentí que iba demasiado rápido, que estaba al final de la
partida, que no podía dominarme. Ella intentó colaborar y su mano rozó mi bajo
vientre. No pude resistir ese cosquilleo terrible que pretendía escapar, romper
y penetrar. Mis músculos se contraían hasta el dolor. De pronto empecé a
descontracturarme a golpes, como una rueda dentada, sintiendo que mojaba mi
ropa y la de ella, con terrible frustración. Nos quedamos inmóviles, sin saber
qué hacer. Torcí mi cabeza y la hundí en la almohada, avergonzado.
Magdalena
arregló mi situación con pocas palabras. Me hizo quedar ante los demás
muchachos como un ser de virilidad asombrosa, desbordante, que en pocos minutos
la llevó, trajo y volvió a llevar hacia los placeres de la intimidad; que más
de una explotaría de envidia.
Yo le estaba
realmente agradecido, porque temía que esta mujer, una puta, al fin y al cabo,
me usara de hazmerreír. Esa nobleza me sorprendió y, como no la esperaba, me
conmovió algo. Cuando me despedí susurró tiernamente.
—La próxima
vez saldrá estupendo, no lo dudo.
Días más
tarde esa frase empezó a cambiar de resonancia. En vez de sentirla amistosa, le
encontraba un giro burlón, vengativo. A medida que mi deseo prendía, más me
dañaban esas palabras. Le encargué a Víctor que no dejara de avisarme cuando
ella fuera a su casa nuevamente.
—Esta noche
tendremos "plenario" —me dijo por fin.
Cené apurado
y salí en seguida. Mamá quedó con su pregunta en la garganta.
Me llevé el
auto del viejo, que ya me lo prestaba con más frecuencia.
Los encontré
en la cocina, ella preparando café. Me pareció estar viviendo en el pasado.
—Llegas el
último, como la otra vez —advirtió Adrián—, pero querrás ser el primero.
—Lógico
—repuse.
—Esta vez
no, hijito. Ya no eres un "iniciado".
—Pero lo
hizo menos veces que ustedes —intervino Magdalena—. Así que le toca, nomás.
—¿Qué tal?
—les desafié—. Parece que la doncella tiene sus preferencias muy claritas.
—¿Vamos,
Néstor? —invitó Magdalena portando dos tazas de café.
—¿Piensan
tomarlo en el dormitorio?
—Si la dama
desea... —les hice una higa.
Cerró la
puerta.
—Tómate el
café mientras me desvisto —propuso.
Se desnudó
completamente y metió en el lecho. La sangre me hervía por la boca y por los
ojos, parecía que sus burbujas se me escapaban.
—Desvístete
también. No miro.
Me arranqué
las ropas y me pegué a ella. Sentí su piel cálida y tersa a lo largo de toda mi
extensión. Crucé mis piernas con las suyas, sentí con fastidio que las sábanas
se enredaban entre nuestros cuerpos y las rechacé con furia. Mi deseo subía
como la columna de mercurio de un termómetro puesto sobre una llama. Su cuerpo
estaba listo para recibirme, sin obstáculo de ropas: era una flor que se
ofrecía a la abeja rumbante y desquiciada por la ambrosía que apetece. Y en esa
locura de brazos que suben y bajan y cuerpos que se revuelcan y piernas que se
cruzan y descruzan sin más objetivo que el roce cilíndrico y total, sus
compuertas se quebraron y quise aún terminar bien y se mojaba todo y pedí que
ella me ayudara, pero estaba desinflándome como un globo pinchado y metía las
manos y resbalaban y me dio asco y rabia y desesperación... Quedé inmóvil.
Magdalena me abrazó.
—Permaneceremos
un ratito en cama y verás que saldrá bien. No le contesté. Entonces ella dijo
que a muchísimos les ocurre lo mismo la primera vez. Que no tenía importancia,
porque revelaba únicamente una carga de deseos muy grande, que explotaba en
seguida. Pero que después de esos fracasos, estando un poco más tranquila mi
virilidad tan fuerte, lograría plena satisfacción.
Nos corrimos
al borde de la cama, sobre la pared, para no sentir las sábanas humedecidas.
Permanecimos abrazados. Le pregunté sobre mis amigos, a quienes ella frecuenta
cada mes, aproximadamente, cuando su novio baja la guardia creyéndola aún
menstruante. A él no le gusta que se acueste con los estudiantes, porque nunca pagan.
Pero entre los estudiantes Magdalena encuentra, ¿cómo decirlo?..., otro tipo de
trato, cierta relación familiar, como si fuera hija y madre a la vez u otra
cosa..., pero muy distinto al resto de sus clientes, de los cuales ninguno le
ha gustado, aunque tampoco le han causado repulsión. A lo mejor le gustaban los
estudiantes porque fue impresionada por uno de ellos. Apareció de repente, en
una siesta solitaria; era un muchacho joven y hermoso, casi afeminado. Miraba
con ojos salvajes, mezcla de excitación y de susto, devorándola. Se desprendió
la bragueta y extrajo su miembro. La sorprendió esa actitud y quizá él lo
interpretó como miedo. Se envalentonó y dijo algunas frases obscenas,
invitándola a tomar lo que le ofrecía. Lo vio tan tierno y desesperado que
empezó a acercarse. Entonces fue él el sorprendido. No daba crédito a su
reacción. La había tomado por una inocente, en realidad, no esperaba obtener
respuesta. Gritó otras obscenidades, pero viendo que ella se acercaba en serio,
se arregló precipitadamente la ropa y huyó despavorido... Después lo encontró
en la cárcel, cuando la arrastraron en una de las tantas corridas que les hacen
para decirle al pueblo que cuidan la moral. Allí se enteró que el pobre fue
criado como una nena, que embarazó a su novia y que sus padres lo echaron a la
calle. Andaba enloquecido, mostrando su sexo a chicas asustadizas para sentirse
fuerte, capaz de aterrorizar. Encontró refugio en este barrio, aunque ya lo
habían expulsado de la Universidad. Le dio mucha lástima.
Nos movimos
un poco. Empecé a acariciarla otra vez y sentí que en mi cuerpo renacía el
vigor.
—Lo hubiera
querido acariciar, consolar. Enseñarle que no necesitaba hacer el amor a
distancia, mirando y haciendo ver. Intenté acercármelo en la cárcel, pero me
descubrieron esos hijos de puta y salió para el diablo, porque se desesperó más
todavía. Si me hubieran visto y por lo menos se hubieran hecho los estúpidos
hasta que terminara... Lo quería tocar así... suavemente... Nada más que esto,
¿te das cuenta? Rozarle el pecho con mis labios, dibujarle cosas con las yemas
de mis dedos en su vientre... en sus muslos... acercarme y alejarme...
Relajarlo, tranquilizarlo, acariciándolo siempre, con ternura, con la ternura
que una mujer puede dar a un hombre, que el hombre pretende de la mujer.
Sus palabras
se hacían susurrantes, como parte de sus caricias. Y yo sentí que me erguía y
estaba lozano y fuerte. Los minutos se extraviaron mientras navegábamos hacia
lo más profundo del placer, casi al unísono. Y por primera vez sentí que el
gozo de una mujer acentuaba el mío y nunca imaginé que podía ser tan grande.
Continué
abrazándola muchos minutos. Y le estaba tan agradecido, que la besé en una
mejilla.
28
La sotana
todavía se abre paso en las cárceles, aún es la aliada que adecenta sus
excesos. Cuando también sea metida tras las rejas —no como excepción increíble
sino con la misma frecuencia que un dirigente sindical insobornable, es decir,
cuando no sea sino denuncia, cuando abandone las doradas ornamentaciones de
Caifás y se vista con las sucias pieles de Bautista—, entonces los guardias
aguzarán sus ojos y harán oír sus armas. Entonces la sotana no entrará y saldrá
de las mazmorras con tanta holgura.
Carlos Samuel
Torres siguió al uniformado por una oscura galería que amplificaba el ruido de
sus pasos. Entraron en una sala amplia que comunicaba con numerosas celdas. Se
produjo un murmullo de voces, como una ola que adquiere volumen y luego se
desinfla sobre la playa. Sonaron los metales y el guardia abrió la puerta,
permaneciendo con su espalda apoyada sobre los goznes, para dar paso al cura.
—Déjenos solos,
por favor —pidió el sacerdote.
El guardia
cerró la puerta, hizo gemir los cerrojos y se alejó con paso quieto e igual,
sordo desde hacía años a las infinitas variaciones de voces, interjecciones,
silbidos e insultos que le descargaban como metralla desde todas las rejas. Se
supo cuando había abandonado el recinto, porque la brutal gritería se contrajo
a su primitivo murmullo.
El doctor Bello
se incorporó al reconocerlo. Torres avanzó y se estrecharon las manos.
—Hace un par de
horas que me enteré de su arresto. Me contó Olga.
—Casi ni le
reconozco con sotana.
—Conservo una
para ocasiones como ésta.
—Es usted
previsor... ¿Por qué no se sienta? —recorrió con la cabeza el estrecho calabozo—.
No tengo muchas comodidades. Usted disculpará.
—Le queda
humor, por lo visto.
—Para un
comunista la cárcel es como un segundo hogar. Esta vez me trajeron hace... dos
días y tres noches. Cuando llegaron a casa Olga leía en mi estudio y yo estaba acostado.
Sonó el timbre. Apenas ella entreabrió la puerta, penetró casi una docena de
policías. Se infiltraron por toda la casa con una rapidez propia de tiempos de
guerra. Me hicieron saltar del lecho. Uno palpó mi pijama buscando armas...
¡hay que ser! Otro metía un atado de folletos debajo del colchón. Cuando entró
el oficial que adrede se entretuvo en otras habitaciones, dos policías
empezaron a deshacer febrilmente mi cama, como perros que han olfateado su
presa. Levantaron el colchón y "descubrieron" los folletos. Por
cierto que de nada valió que yo hubiera visto la maniobra. Tampoco sé para qué
tenían que justificar mi arresto con ese montaje histriónico. Quizá para
autoconvencerse de los cargos "concretos" levantados contra mí.
Bueno, aquí me tiene, en este miserable ergástulo sin saber por cuánto tiempo.
—Vengo a
devolverle su visita, doctor. Pero, fundamentalmente, a ofrecerle mi ayuda.
—Gracias. Temo
que no pueda hacer nada importante. Como religioso no lo necesito. Y en cuanto
a gestionar mi liberación, no le harán caso.
—¿Le harán más
caso al abogado de su partido?
—¡Por supuesto!
Si usted ya no estuviera marcado como un cura... digamos "peculiar",
tendría peso en alguna oficina del gobierno. En el mejor de los casos le
prometerían clemencia, buena comida y cierto trato especial, como
"cristiana concesión" a su "cristiana súplica", pero no mi
libertad, que se calcula con metros políticos.
—Le admiro el
pesimismo.
—Se llama
experiencia o... serenidad.
—Las cárceles
están repletas. A usted le dieron una individual. ¡Tiene suerte! —bromeó el
cura.
—Porque es más
chica. ¿Cree que entran dos?
—Sí. Otro bajo
el catre.
Bello se
inclinó, miró bajo su precario lecho y asintió, simulando asombro.
—El coronel
Pérez debería pedirle asesoramiento ¡caramba!
Torres se rió.
Bello quedó pensativo. Sus ideas se reflejaban en la creciente gravedad de su
semblante.
—Ese hombre
precipitará la crisis —dijo—. Ha encerrado a centenares de personas.
—Usted es uno
de ellos. La prensa habla de "la noche blanca".
—¿Sí? —se extrañó
Bello—. Curioso apodo.
—"Blanca"
por lo de limpiar, purificar.
—Comprendo —se
pasó los dedos por los ojos, tratando de excluir algunos pensamientos y dejar
pasar otros nuevos—. En la celda de la derecha, enfrente, están apiñadas por lo
menos veinte mujeres. Seguramente que las han maltratado porque llegaron
sosteniéndose de las paredes o de los hombros de los guardianes.
—¿Son
prostitutas?
—Estimo que sí.
—¡Pérez es
diabólicamente inteligente! —murmuró cabizbajo.
—¡Ya lo creo!
—coincidió Bello—. Su "blanqueo" es un magnífico disfraz para
encerrar a todos los comunistas. Persigue delincuentes: prostitutas, usureros.
Para él es lo mismo.
—Sí, persigue a
las prostitutas y usureros de baja monta, no a las hetairas de los ejecutivos,
ni a los estafadores millonarios. Está bien orientado. Nadie se ocupará en
defender a estos miserables. Al contrario: la sociedad entera contará loas a su
mano fuerte, que la limpia de molestas llagas.
—Es la táctica
de la contaminación —precisó el abogado—. Usa la propaganda política moderna
que aconseja mezclar elementos heterogéneos, para ensuciar al verdadero enemigo
con el muladar de fobias tradicionales. Se odiará al comunista porque yace
junto al usurero.
—No es tan
moderno el método —observó Torres—. Los romanos ya lo aplicaban muy bien.
Bello lo miró
curioso.
—El molesto y
rebelde Jesús —le recordó—fue crucificado entre dos bandidos. Era una manera de
hacerlo bandido también a Él.
29
HECHOS
Torres salió de
la celda y esperó hasta que el carcelero asegurara el cerrojo. Un fuerte clamor
se encendió en el vacío recinto, cuyas paredes eran rejas de otros innumerables
calabozos. El guardia, con una inclinación de cabeza, lo invitó a seguirlo,
despreciando los gritos. Avanzaron lentamente sobre un embaldosado que
retumbaría si el aire no estuviera tan cargado de voces.
El sacerdote
miró hacia donde mantenían encerradas a las prostitutas. Vio en ese abigarrado
y denso conjunto puños que se estiraban amenazándole. Giró hacia ellas. Se les
aproximó. Algunos puños desaparecieron y otros se transformaron en manos
nerviosas que hacían la cruz invertida, gestos obscenos. Distinguió algunas
voces, como si se estuviera junto a uno de los parlantes de un aparato
estereofónico. Oía insultos, terminachos y blasfemias.
El doctor Bello
se acercó a los barrotes de su celda y se apoyó con ambas manos. Viendo los
gestos de esas prostitutas, podía entender qué decían. Torres no parecía
sentirse el destinatario de las injurias y siguió avanzando cachazudamente.
Llegó a escasos
centímetros de las manos impúdicas. Si su marcha simuló indiferencia, su rostro
delataba amargura. El guardia, a su lado, agitó el manojo de llaves; era la
costumbre de todos los cancerberos. Le daba superioridad y arrogancia, lucía el
símbolo del poder. Las mujeres, detenidas por los barrotes, se aplastaron entre
ellas intentando alcanzar a esos hombres y despedazarlos como si fueran los
únicos culpables de su desgracia.
Carlos Samuel
contempló la jauría de rostros desencajados y sucios que se contorsionaban
histéricamente. Por un instante creyó hallarse en la caverna de una pesadilla.
Las cabezas se movían mezclándose las greñas de una con los ojos de otra. De
pronto, una de las mujeres más robustas empujó a sus vecinas para inspirar
profundamente y se desgarró la blusa. Con sus manos abiertas alzó los
voluminosos pechos y los proyectó descaradamente hacia el cura.
—¡Toma!
¡Agarra! —aulló.
Un hachazo de
perplejidad suprimió la vocinglería. La mujer, con furia salvaje, rompió su
vestido y empezó a quitarse la ropa interior. Una exclamación cóncava empezó a
inflarse. Todos los presos se amontonaron sobre sus rejas para poder gozar el
insólito espectáculo. Torres le asió una mano. Ella intentó liberarse, la
sacudió, pellizcó con la otra, asomó un puntapié. Pero él no la soltó. Se mantuvo
firme como un poste. El guardia, boquiabierto, sostenía en el aire su
gigantesco llavero inmóvil. Carlos Samuel le cogió la otra mano. Como
respuesta, la mujer le lanzó un espeso gargajo a pleno rostro. Otras
prostitutas se abalanzaron sobre él. Lo tenían pegado a las rejas y podían
golpearlo, rasguñarle y morderle. Empezó a brotar sangre de las escoriaciones
que le produjeron sobre el dorso de su mano. El salivazo se alargaba como un
gota por su mejilla. Lo zangoloteaban ya como si el poste se hubiera aflojado
en su base. Pero las tenazas de sus dedos no se rendían.
El doctor Bello
no entendía la escena. Vio cómo Torres se aproximaba desafiando las amenazas y
se adhirió estúpidamente a esos barrotes, como una mosca a la sustancia
venenosa que la destruirá. Quiso intervenir, presentía que esa tempestad de
puntapiés y puñetazos lo iban a demoler. Le gritó al guardia que hiciera algo.
El carcelero vacilaba desde antes, miró los presos que le insultaban y,
cediendo a las imposiciones de su orgullo, llevó el silbato a la boca y sopló
pidiendo ayuda.
La enorme
mujer, llamada a la realidad por los inexorables grillos de Torres que
estrangulaban sus muñecas, empezó a transformar sus gritos en llanto. El cura
aflojó sus manos y ella apoyó su cara sobre las escoriaciones sangrantes. Su
obeso cuerpo se iba descontracturando. Y empezaron a doblársele las rodillas.
Los insultos amainaron.
Se oía con más
estridencia el silbato del guardia. Llegaron varios policías a la carrera, con
sus armas desenfundadas. Rodearon en hemiciclo a Torres, nerviosamente,
dispuestos a enfrentarse con el peor amotinamiento.
La gritería se
apagó. La mujer, semidesnuda, se agitaba en un incontrolable zollhipismo, como
una criatura desamparada e indefensa, sujetando ahora ella, como a un madero de
salvación, las manos sucias, abiertas y cansadas del sacerdote.
30
RUTH
Desde niña
dirigió mis lecturas. Con aparente espontaneidad caían en mis manos revistas y
libros de complejidad progresiva, siempre acordes con mi desarrollo
intelectual, que no sólo ampliaban mis conocimientos, sino mi amor por el
hombre, por la libertad y la ciencia purificada de mitos. Encendieron mi
aversión por la injusticia y la esclavitud, especialmente la contemporánea,
encubierta y eufémica. Avanzaba sobre una espiral, girando alrededor del mismo
fundamento, aunque en niveles más altos e intrincados. El tío Tom y Espartara,
el 1 de mayo y el 7 de noviembre actuaban como hontanares caudalosos. Papa me
hablaba de los pobres como de la gente más limpia y sana, con quienes debíamos
identificarnos porque su liberación nos liberaría a todos. En ellos estaba el
futuro, en ellos se acumulaban las potencias de una sociedad superior. Los
pobres adquirieron en mi imaginación el carácter de seres maravillosos,
parecidos a los de los cuentos, como si fueran una versión colectiva de la
Cenicienta. Trataba de identificarlos en las ilustraciones de mis libros,
habitando en casitas de chocolate junto a hermosos bosques donde acechaban los
ogros.
Mamá me empezó
a llevar a ciertos mítines partidarios. Allí se comía y rifaban objetos para
recaudar fondos. A veces papá presentaba a una descollante figura y otras veces
la figura descollante era él. Yo oía con embeleso sus discursos y admiraba la
temible fuerza que se proyectaba desde su puño enardecido.
Tanto insistí,
que consintió en hacerme conocer las villas miserias. Allí nos sentamos en
bancos destartalados y malolientes para conversar y compartir un poco de vino,
algunas galletas e incluso una sopa espesa y asquerosa. Los pobres se alegraban
con nuestra visita porque papá les demostraba que se sentía muy a gusto con
ellos. Me atendían con esmero, formulándome preguntas, alabando mi dorada
cabellera, celebrando cualquier frase de circunstancias que pronunciara. Yo era
"la hija del Doctor". Papá era "el Doctor", infundía
respeto, le oían mirándole a la boca, dispuestos a atrapar cada sonido como si
fuera una joya. Resultaba una hermosa aventura pasarse dos o tres horas en esas
chozas: era como jugar a los expedicionarios, arriesgarse a convivir un rato
con caníbales amigos. Porque después volvíamos a nuestro departamento, como si
pasáramos de un mundo a otro. Nos dábamos un copioso baño, vestíamos ropas
limpias y fragantes y nos sentábamos a la mesa, bien decorada y bien servida.
Que nuestra conducta
en las villas miserias era forzada y artificial resultaba evidente, aunque aún
no hubiera adquirido conciencia de ello. No eran lo mismo, por cierto, las
reuniones en esas chozas, con galletas de grasa y vino ordinario, que las
veladas en nuestro departamento o en la regia mansión de don Joaquín Sáenz de
la Mallorca. Aquí se recitaban los últimos poemas llegados de los países
socialistas, se hablaba de política, se criticaba al Gobierno o se escuchaban
las impresiones de viajes que traía algún camarada al regresar de una gira, en
un ambiente confortable, bebiendo licores importados o saboreando délicatesses.
En ciertas
ocasiones se reunían solamente los mayores, rodeándose del más enigmático
hermetismo. Otras veces, cuando se trataba más bien de encuentros sociales,
participábamos los chicos. Jugaba entonces con los hijos de ese afortunado
industrial que era don Joaquín Sáenz de la Mallorca o con los hijos de otros
distinguidos camaradas médicos, abogados o comerciantes. Todos ellos habían
sido pobres en tiempo pasado, pero a diferencia de muchos —me explicaron—,
continuaron fieles a sus ideales de juventud. Contribuían con el Partido,
económica y personalmente, terminando incluso en la cárcel. Formaban un círculo
íntimo y cómplice, no sólo de camaradas, sino de amigos. Solían concurrir
juntos a las recepciones en las embajadas socialistas y las mujeres se
consultaban sobre las ropas que debían vestir.
A medida que
tomaba conciencia del ideal que impulsaba a mi padre y a medida que ese ideal
iba haciéndose carne en mí, comencé a ser más exigente. La admiración y el amor
que le profesaba, no me impidieron colocarlo en aprietos, ponerlo seriamente a
prueba y disfrutar de sus vacilaciones.
Visitación,
nuestra buena, gorda y renegrida cocinera, provenía de una villa miseria que
solíamos visitar. Allí nos atendían con máxima cordialidad y afecto. Pregunté a
papá qué diferencia había entre una sirvienta y los proletarios.
—Ninguna
—respondió con extrañeza.
—Entonces ¿por
qué Visitación no come en la misma mesa con nosotros?
Tuvo que pensar
la respuesta y habló más de una hora para explicarse.
31
HECHOS
El padre
Agustín Buenaventura aflojó sus músculos. Se sentía cansado y viejo, más viejo
que su Obispo. Estiró pesadamente las piernas y dejó caer los brazos. La silla
crujió: de ella colgaba su cuerpo, como una enorme y oscura marioneta
abandonada. Cejijunto, se concentró en un grupo de manchas que se destacaban
sobre el embaldosado. Repasaba los acontecimientos del día. "El Gran
Día", como solía anunciarlo solemnemente monseñor Constanzo. Había llegado
gracias a los mensajeros y mensajes que le enviaba con creciente insistencia.
"La peregrinación está lista: apúrese." "He depositado en sus
manos el santuario de la diócesis." "Van demasiado lentos, acelere,
termine de una vez." El santuario de la diócesis... Su obra magna... La
inolvidable peregrinación inaugural... Desde que llegó a la Villa del Milagro
no le dejaron pensar en otra cosa.
Hasta allí
deambuló un grupo de niños. Se los buscó infructuosamente durante angustiosas
semanas. Seguro que los asesinaron los indios o devoraron las fieras. En el
mejor de los casos murieron de hambre y sed. Una columna de exploradores, ya
sin esperanzas, continuó avanzando hacia el oeste, impulsada por una extraña
intuición. La tierra árida y el sol inclemente tornaron ilusorio un rescate.
Pero la columna no se detuvo. La Virgen protegió a los niños: abrió un
manantial entre las rocas y los alimentó. Fueron encontrados sanos y salvos.
Sus familias dieron gracias al Cielo y construyeron una iglesia junto al
prodigioso manantial. Las generaciones sucesivas veneraron los muros gruesos y
añosos del santuario. Los remodelaron, mejoraron, fortificaron y ampliaron. A
la vera del templo nació una población: Villa del Milagro. Los campos fueron
arados. Estalló el júbilo del trigo y el maíz. Era una comarca bendita. Y los
que hicieron fortuna emigraron a la capital, conservando las tierras por
devoción.
El padre
Buenaventura llegó a la Villa del Milagro para cumplir una tarea específica.
Toda su vida fue un cura de campaña, medio indio y medio diablo, que sabía
tratar con los salvajes y los blasfemos. Llevó el Evangelio hasta donde no se
atrevían a penetrar los soldados. Enseñó y aprendió. Decía que,
fundamentalmente, aprendió, porque lo que enseñaba no era suyo, sino de Cristo.
Su piel negra
se tornó más negra. Los indígenas le aceptaron como uno de los suyos. Fue
trasladado a diversas "zonas difíciles", sin que trascendiera
demasiado su obra. Sólo Dios conoció sus sinsabores y sus llagas. Cuando
recibía la orden de partir, alzaba sus escasas pertenencias y algunos recuerdos
inútiles, montaba sus cien kilos en un caballo o una muía y partía otra vez.
Monseñor
Constanzo, consciente del vigor espiritual y físico que se concentraba en
Buenaventura, decidió confiarle la conclusión de la obra que coronaría su
episcopado. En una breve entrevista le transmitió sus instrucciones. El curtido
sacerdote, que pasó más de treinta años en zonas apartadas de la civilización,
opinó humildemente que esa tarea desbordaba su capacidad. Rápidamente, le
explicó que sabía tratar con analfabetos y delincuentes, pero no entendía una
letra de arquitectura. El Obispo le tranquilizó y despachó.
En Villa del
Milagro vivían 800 personas. Buenaventura caminó por sus cortas calles
polvorientas. De las miserables chozas se asomaron niños semidesnudos y perros,
alborotándose. A cada paso crecía la mole del templo. Ya se le veía desde todas
partes, como un monstruo prediluviano que intentaba eclipsar al sol. La
aparición del nuevo párroco sacudió a la aldea. Mujeres andrajosas y hombres
con calzados rotos siguieron a los niños y a los huesudos cuzcos. Una
espontánea procesión se organizó tras el sacerdote. Pronto fueron muchas
docenas de personas las que se compactaron a sus espaldas, como una capa
gigantesca y bulliciosa. El sacerdote se detuvo frente a la majestuosa
escalinata. Elevó sus ojos lentamente, como acariciando el labrado pórtico de
bronce, la imponente fachada y, más arriba, la efigie colosal de la Virgen. De
ambos costados le llegaban exclamaciones sobre la belleza del templo. El pueblo
estaba orgulloso de su joya y se la mostraba exaltado, a gritos. El cura
asintió varias veces con la cabeza y empezó a subir la escalinata. El pueblo le
siguió, silenciándose espontáneamente a medida que llegaba a la nave.
En el interior,
varios hombres trepados en andamios reparaban altares, columnas e imágenes. La
amplitud de la iglesia sobrecogía. Los obreros dejaron de trabajar. La multitud
empujó a Buenaventura hacia el pulpito de madera, con incrustaciones de marfil
y oro. Desde allí contempló la enorme cúpula, sostenida por sólidas columnas
corintias que dividían ventanales desde donde se derramaba una lluvia de luz
coloreada. La espaciosa nave era un juego exuberante de curvas, contracurvas y
volados. Una profusión de mármol, madera y bronce enmarcaban gigantescos
frescos que relataban los prodigios de la Virgen. Imágenes, capillas,
guirnaldas de plata, estucados y mosaicos mezclaban sus estilos para lograr una
abigarrada y densa atmósfera de poder y riqueza.
Buenaventura se
sentía contraído por esa grandeza palaciega. Bajo su piel temblaban finamente
los músculos. Miró al pueblo concentrado respetuosamente y le pareció
reencontrarse con sus antiguos feligreses, en alejados valles. Eran tan pobres
y desmedrados como aquéllos. Y también muy niños, con esas miradas párvulas y
sin malicia. Entonces empezó a hablarles. Les dijo que venía como un simple
amigo, para ayudarles. Que Dios desea la felicidad de sus criaturas, como un
padre la felicidad de sus hijos.
Las manchas del
embaldosado parecían adquirir la forma de un yelmo. Extraño yelmo con plumas en
su parte posterior, como los que había en el santuario. Junto a lanzas, espadas
y arcabuces del tiempo de la colonia.
Le molestaron
esos artículos de guerras en la casa del Señor, mandó a ponerlos en un carro y
los vendió. Con esos fondos decidió construir un dispensario. Ésa era su
primera obra entre los indios. Y se había automatizado. Como no le alcanzaba,
utilizó parte del dinero que le enviaba el Obispo para la iglesia. Aumentó los
salarios. Contrató a casi toda la aldea en las obras de ampliación y
remodelación. Los ingenieros se disgustaron, los capataces perdían el control.
Llamó entonces a los arquitectos y les exigió cambiar ciertos detalles. Se
negaron a tocar una línea sin orden escrita del Obispo. Los despidió y llamó a
otros por su cuenta y riesgo. El Obispo mandó un observador. Buenaventura era
medio diablo y el observador regresó tranquilo. Pero, en realidad, Buenaventura
se había encendido como sus antepasados salvajes ante el llamado de la
Divinidad. Sobre los planos tachó, volvió a dibujar, borró, corrigió. Sus
propios arquitectos hicieron lo que él quería: una iglesia sin paganismo. No en
balde se pasó treinta años entre los infieles, evangelizándolos. Odiaba a los
ángeles gorditos que se reían de sus niños macilentos. Odiaba a ese Júpiter con
corona y cetro que representaba al Padre. Vendió el oro, los marfiles, las
imágenes, los cuadros, las túnicas regias. La casa del Señor debía ser tan
humilde como la de sus hijos. Pintó las paredes de blanco, de un blanco
reluciente. La atención de los fieles ya no se extraviaría en la contemplación
de riquezas vanas, sino en un Cristo crucificado, desnudo y doliente, como los
habitantes de Villa del Milagro.
Paradójicamente,
esos aldeanos se resistían a entender la higiene del templo. Tuvo que
explicarles en sermones, personalmente, una, diez y cien veces. Buenaventura
tropezó con prejuicios inconmovibles, con supersticiones pétreas. Le resultaba
más duro evangelizar a estos bautizados que a los indios. Enronquecía
insistiendo que Dios no se ve, no se palpa, que no necesita casa donde
guarecerse de la lluvia ni ser comprado con oro para arrojar su bendición.
Monseñor
Constanzo, viejo y enfermo, se impacientaba. Quería ver concluida la obra y
conducir personalmente la peregrinación. El gran santuario de su diócesis; el
sueño de sus últimos años, el magno homenaje a la Virgen.
Llegó el Gran
Día. Desde la capital partió la gigantesca caravana.
El Obispo oía
las clarinadas de gloria. Centenares de fieles, algunos con los zapatos en la
mano, marcharon jubilosamente para rendir culto a la Madre de Dios. En Villa
del Milagro, contemplando la iglesia luminosa y limpia, Buenaventura creyó que
arribaba al fin de otra batalla. Con la conciencia en paz, confiado, esperó.
Las manchas del
embaldosado se metamorfoseaban. Moviendo algo los ojos se les podía imprimir
otro sentido, formar otra imagen. Entre los que engrosaban la godible
peregrinación se contaban decenas de ex habitantes del villorrio que se
radicaron en la capital y solían volver periódicamente en automóvil para
visitar sus tierras cultivadas, pagar los salarios, controlar el trabajo y
comerciar las cosechas. Las manchas formaban una nube oscura, como la que se
cruzó por los ojos de monseñor Constanzo. Fue un momento terrible. Su cuerpo
quedó paralizado súbitamente, en medio de un peldaño, apenas pudo observar a
través del pórtico el interior del santuario. Porque no quedaba ornamentación
alguna; las paredes parecían rasuradas. Buscó con sus ojos al padre
Buenaventura: emitía rayos de indignación como el cielo tumefacto de las
tempestades.
Buenaventura
sabía que eso iba a ocurrir y miró hacia el crucifijo. El Obispo era el Obispo,
pero Dios era Dios. El Obispo vivía en su palacio episcopal y no conocía la
huerta del Señor. El Obispo practicaba el turrieburnismo y él la caridad. La
caridad no es quitar el pan de los pobres para comprarle esmeraldas a la
Virgen. La caridad es demoler el Templo, porque en tres días será construido en
Cristo, en el hombre, en los hombres. Todos los obispos tendrían que pasarse
varios años con los miserables para comprender que un santuario con oro y
marfiles es una bofetada al Evangelio.
Buenaventura
contempló una vez más el crucifijo sobre el altar. Lo había exaltado a único
objeto de culto en ese recinto enorme y sobrecogedor. Tenía que llegar al
final. Y su sermón no pudo ser más vehemente.
"Ésta es
una peregrinación. Debemos entonces preguntarnos qué es una peregrinación.
¿Cuál es su alta significación cristiana? Abraham peregrinó a la Tierra
Prometida abandonando las riquezas de Ur y a su padre, que se aferraba a ellas.
Los cristianos también marchamos hacia la Tierra Prometida. Abraham prefiguró
nuestra marcha, abandonando a Ur, a sus riquezas y a quienes nos obligan a
conservarlas. Moisés hizo peregrinar a su pueblo cuarenta años por el desierto
para limpiarlo de su mentalidad esclavista y transformarlo en un pueblo nuevo,
apto para un inédito rol histórico. Peregrinar es prescindir de la propiedad,
de nuestros intereses egoístas, de nuestro apego a la riqueza. Quien se
desplaza de un lugar a otro piensa en Dios y en sus semejantes, olvidándose de
sus tesoros."
El Obispo le
contempló con ojos desorbitados. Su cara era una tormenta. Pálido como los
muros de la iglesia, trataba con disimulados gestos de influir sobre el
enloquecido párroco. Buscaba una comunicación telekinética para ordenarle
moderar su discurso. Pero Buenaventura no lo miraba.
"Muchos
peregrinos nacieron aquí. Vienen con frecuencia para controlar sus propiedades.
Y hoy vienen a este santuario. Hoy no deben pensar en sus propiedades, sino en
los hermanos que se quedaron en esta Villa para hacerlas producir. Hoy no deben
preguntar cómo van los cultivos sino cómo crecen los niños de sus peones. Así
como aquí repartimos el Cuerpo de Cristo sin que nadie quede olvidado, así en
el mundo, que es el Gran Templo del Señor, a nadie le puede faltar el pan ni
quedar postergado."
Agustín
Buenaventura entornó los ojos para no mirar más esa fantasmagórica mancha del
piso que le reproducía cada instante del día. El Obispo se fue sin saludarlo.
Jamás comprenderá el sentido que lo movió a cambiar la pompa del santuario por
algunas mejoras imprescindibles en el villorrio. Se fue brutalmente herido.
El cura recogió
sus pesados miembros, se incorporó y avanzó lentamente hacia el altar.
32
No le
importaban mis moretones, ni los coágulos de las cicatrices, ni mis ojos
hinchados, ni las rayas que tatuó el látigo de esa bestia... Estaba furioso...
Su furia empezó con mi arresto y aumentó a medida que se achicaba su fajo de
dinero... Juan, Juan, no tengo la culpa, le dije sin que salieran lágrimas de
mis ojos secos y cansados... Pero no quería oírme, no quería perdonarme, sólo pretendía
librarse de su rabia de muchos días, desde que me prendieron en la Arboleda una
noche horrible que le dicen blanca... Violaron la puerta, revolvieron los
dormitorios, los cajones, los libros deslomados y hasta la cocina...
Me sacaron a
patadas, junto con varios estudiantes, como si fuéramos bolsas de
desperdicios... A Juan siempre le reventó que fuera a ese barrio, porque dice
que los estudiantes en el fondo son unos aprovechadores hijos de mamá.
Así que en vez
de consolarme, me aporreó sin lástima... Sin importarle que en la cárcel me
dejaron casi loca... que ese monstruo de Pérez me encerró para torturarme a
gusto... para que confesara no se qué cosas o simplemente para hacerme sufrir,
porque a lo último vomité y, como estaba acostada boca arriba, con cada
contracción de mi estómago saltaba un chorro inmundo y ácido que se
desparramaba por mi cara y mis ojos y mi nariz y, volviendo a la boca,
estimulaba mi última capacidad de asco, aunque ya estaba más ciega y
despavorida que en la muerte.
Después me
encontré en una jaula llena de mujeres que se molestaban unas a otras día y
noche hasta que apareció el curita que estuvo en mi barrio, pero no pude
acercarme a él porque me sentía muy débil para abrirme camino a través de esa
marabunta que se aplasta contra las rejas y lo insultaba y lo insultaba... No
me acuerdo bien porque estaba confundida, dolorida, aterrada, perdida, y al
cabo de no sé cuánto tiempo me agarraron de un brazo y esperé otra patada, pero
no llegó y con varias mujeres —no todas: las que permanecieron tras las rejas
nos gritaron putas, desvergonzadas, aunque eran más putas que una; quién lo
puede comprobar— y también algunos hombres a quienes decían comunistas porque a
todos los que meten en la cárcel los acusan de lo mismo, nos empujaron a la
calle... El aire limpio olía a lavanda, recién me daba cuenta, después de
tantos años... La calle era como un chorro de agua fresca... como lavanda,
mucha lavanda, parecida a la que tiene Víctor en el estante de su baño... A
pesar de los dolores que aumentaban al caminar —caminaba, lentamente y con la
inseguridad de una borracha—, creo que sonreía a ese sol o esos pájaros, a las
bocinas que parecían recibirme y abrazarme... Pero en casa ya no fue lo mismo:
mamá me saludó de lejos, con un reproche que no podía guardarse para más tarde,
Santos Inoc eructó por la boca y por el culo, ruidosamente, asquerosamente,
indiferentemente; Jacinto torció su jeta con un espasmo despreciativo y se
fue... En seguida supe adonde, porque llegó Juan... Le abrí los brazos a mi
hombre, a mi consuelo, a mi esperanza, a mi protector... Juan me cruzó una
cachetada... Aturdida, llevé mis dedos a la cara, donde sentía el relieve de
las tumefacciones, como pidiéndole disculpas, como narrándole los horribles
padecimientos que acababa de sufrir... Pero Juan arrancó mi mano y de un
terrible tirón me hizo levantar... Con algunos sacudones más, como si aferrara
una rienda, me arrastró a la calle... El aire ya había perdido su fragancia...
Me llevó a su grasiento cuchitril, cerró la puerta y me empujó hacia su cama...
La cama donde aprendí a quererlo en todas las formas... Entonces tuve otra vez
miedo; parecía que allí, en vez de mi amor, estaba ese coronel salvaje... Mi
espanto encendió su rabia, como si confirmara sus monstruosas sospechas... Me
insultó bajamente... Me golpeó con los puños y las rodillas... en forma
humillante... muy humillante... hasta que dolor y sumisión y amor eran como ese
barro maloliente que sale y que entra, ensuciando, impregnando, como otro
vómito, doloroso, inmundo... placentero.
33
RUTH
Papá tiene una
calidad en el trato que lo hace superior a cualquiera de sus camaradas, por
altas que sean las posiciones que hayan alcanzado en el Partido. Su educación,
sus modales... ¡qué sé yo! le otorgan una dignidad como la que tal vez lucían
los senadores romanos en el apogeo de la República. Tiene una mirada especial
cuando escucha aunque su pensamiento vague lejos, que magnetiza al
interlocutor. Habla encadenando una frase tras otra con la misma fluidez que
Juan Sebastián Bach encadenaba los sonidos de una fuga. Tiene el defecto —se lo
reproché— de repetir demasiado, aunque recurra a ingeniosas variaciones. Es
como si se enamorara de sus propias ideas y no las quisiera abandonar. Su
cultura es tan vasta que le permite opinar sobre cualquier tema con aire de
infalibilidad. Lástima que esto lo desmerece: me disgustan los propietarios de
verdades absolutas. Ese, sin embargo, es un defecto que tienen muchos camaradas
de mi padre. Y también Alejandro, el hijo de Joaquín Sáenz de la Mallorca, que
ni siquiera le alcanza a las rodillas.
Un día
Alejandro fue a buscarme al club. Estaba jugando al tenis y se sentó en un
banco a contemplar el partido. Cuando terminé, me invitó a tomar algo. Fuimos
al bar. Opinó sobre mi manera de empuñar la raqueta y me dio algunos consejos.
Lo escuché con interés, porque Alejandro también practica deportes. Le gustaba
saltar de un tema a otro, citar un apotegma, evocar dos o tres nombres
célebres, mencionar una fecha. Era una manera de granjearse la admiración, sin
comprometerse con profundizaciones engorrosas. Me llevó hacia El Capital, de
Marx.
—Hace poco lo
terminé de leer —comenté.
—Lo conozco
casi de memoria —dijo con orgullo—. Tendrás que releerlo varias veces para
captarlo.
—¿Cuántas veces
lo leíste tú?
—Eh... La
verdad que lo hice por primera vez a los doce años. Después cada dos o tres
años le daba una repasada. Se descubren cosas nuevas.
—Has empezado
precozmente —mi voz ya dejaba traslucir la ironía.
—No quise
perder tiempo con lecturas vanas —respondió categóricamente.
—Los
"vanos" Emilio Salgari, Mark Twain, Arthur Conan Doyle, Julio
Verne... —enumeré a propósito, porque en un tiempo fueron mis favoritos.
—No. Julio
Verne es una excepción. En la Unión Soviética lo leen mucho. Tiene libros proféticos.
—¿No hacen
perder el tiempo?
—¡Hay obras
fundamentales y obras que no lo son, Olga!
—¿Cómo lo sabes
antes de conocerlas?
—Pues... —me
miró con superioridad—. Yo tengo cierta intuición.
—A veces la
ayudas con modas soviéticas... —hice aparecer mis hoyuelos.
—Hay que estar
actualizado.
—¿Y si en la
Unión Soviética se descubriera que las obras de Verne son un narcótico burgués?
—Tontita... —quiso pellizcarme la mejilla
condescendientemente, como si fuera una colegiala. Me aparté.
En otra ocasión
discutimos sobre las revueltas estudiantiles que agitaron Europa, y
particularmente Francia, en el año 1968. Las calificó de trotskistas y denigró
sin cortapisas. Después recordó que el Partido Comunista no las había apoyado.
Alejandro no padecía ningún conflicto: se limitaba a pensar y argüir de acuerdo
a la línea. Quienes se oponían a ella marchaban por el error: eran ignorantes o
reaccionarios. De ese modo pasó sin angustia de una postura a otra, como si
jamás hubiera quebrado una recta impecable y gloriosa.
Cuando Fidel
Castro luchaba en Sierra Maestra no le resultó simpático, luego lo hizo su
ídolo y finalmente lo dejó en la sala de espera. Respecto a la Argentina, opinó
que Perón era un fascista y últimamente dice que es un revolucionario.
Checoslovaquia fue invadida para evitar la implantación de un régimen burgués.
Los árabes se defienden del "imperialismo" sionista. China está
dominada por una pandilla chauvinista irresponsable. Todo tiene su explicación
y es adecuadamente rotulado. Puesto el rótulo, se ve con claridad. Los rótulos
son variados, pero elocuentes: trotskista, revisionista, anarquista, sionista,
maoísta, nacionalista, fascista, revanchista. Las cosas son simples, blancas o
negras, aunque lo que antes fue blanco después se torna negro o viceversa.
No me he
molestado en demostrarle su falta de criterio personal. Me resulta pedante y
aburrido. ¡Pensar que antes me gustaba porque era apuesto e incluso lo veía
parecido a papá! Sus ideas aparentan la arrogancia de su físico. Es una
personalidad almidonada que algún día una buena lluvia la ablandará, quitándole
su fatuo marfil. Mi admiración por papá le dio chance a Alejandro, pero
fracasó. A papá, si se le lava a fondo, le queda siempre una estructura de
hormigón. De Alejandro, en cambio, sólo quedarían ruinas lastimosas. Salvadas
las distancias de edad, Alejandro me permitió hacer una apreciación más justa
de papá.
34
Torres recibió
el paquete y le extendió un billete a la mujer.
—Gracias,
padre, gracias —exclamó efectuando zalemas, como si ese dinero, por venir de un
cura, tuviera más valor.
Cerró la
puerta. Sentía aún en su mano el roce de la piel áspera de la lavandera.
Depositó el pequeño bulto sobre la mesa y lo abrió.
Se llama
Magdalena —siguió recordando—. Magdalena a secas... o Magdalena de Jesús... Magdalena de la
resurrección... María Magdalena.
Contó las
prendas, abrió la deslustrada puerta del desvencijado ropero y las acomodó una
a una dentro de los estantes torcidos.
Magdalena en
busca del amor... El amor de su presunto novio, que le exige dinero; el amor de
los estudiantes, que le retribuyen con cierta camaradería; el amor de sus
clientes, que desean abandonarla apenas eyaculan; el amor de su madre, que la
detesta; el amor de su hermano, que es un idiota... El amor que es compañía,
protección, motivación, bálsamo, entrega y que huye de sus manos como un pájaro
inasible...
Sentose en el
borde de la cama, con las manos colgando entre sus piernas.
Buscaba mi
consejo... buscaba mi amor... —esbozó una sonrisa triste y burlona— ¿Qué sé del
sexo?... Que ella es una ramera, una pecadora... ¡Reza! ¡Apártate del Mal!
—extendió su índice contra la luna del ropero—. ¡Reza, Magdalena! ¡Cien
padrenuestros! ¡Quinientas avemarías! ¡Recorre de rodillas siete iglesias,
hasta que se te pelen las rótulas!
Torres se
miraba en el espejo. Su cara se enrojeció levemente. Su dedo amenazaba como una
lanza de varios metros.
¡No forniques
con Juan! ¡No forniques con nadie! ¡Sé casta, casta, casta! —dejó caer el brazo
pesadamente; su cabeza también se dobló, como si fuera de trapo.
Ella busca el
amor a su manera, desesperadamente e infructuosamente.... como yo. No lo
encuentro en la soledad, lejos de la carne, y ella tampoco puede alcanzarlo
revolcándose en la carne... Está sola, nadando entre genitales y está sola... como
yo estoy solo.
Esta soledad
que aprieta el cuello, que muerde el estómago, que llena de arenilla las
venas.... Sin amigos, sin familia. Sólo con Dios, que tiene oídos enormes, pero
no habla... Ella ni siquiera con Dios o... ¡quién sabe!... Ahora acaricia a un
cliente, tal vez a su novio... Busca amor, un amor concreto, físico, real, que
se sienta en el músculo cardíaco... Yo sólo puedo acariciar el crucifijo,
pellizcar el rosario, contemplar imágenes... pedir fuerzas para olvidarme de mi
cuerpo, que quiere ser protegido... ¡Solo! ¡Solo en este cuarto! ¡Solo en esta
iglesia! ¡Solo en la parroquia! ¡Solo en el mundo! Solo en medio de hermanos
que no me pueden transfundir su afecto.
Movió su
cabeza, vencida por ideas contradictorias que rodaban confusamente, mezclando
su angustia con recuerdos de las evasiones masturbatorias que en el Seminario
se reprimían con ferocidad lindante en la vesania, con ilusiones de plenitud,
con misticismo, con sublimación, con pesadilla.
El sexo no es
del hombre, sino del diablo... Sin embargo, a través del sexo el hombre suele
alcanzar su máxima expresión de amor... Puede también, merced al sexo,
caricaturizar y deformar al amor, rebajarlo a un brebaje pestilente... cuando
hay soledad, como le ocurre a Magdalena, como me ocurre a mí... La soledad
descompone al amor del cuerpo... y descompone todo amor... Hablo de un amor que
no tengo... que no sé dar ni recibir... Tengo la ilusión del amor... y
Magdalena buscó mi consejo sobre el amor. ¡Qué burla más cruel!
Pasó su mano
sobre la descolorida colcha. La acarició como si fuera la cabellera rebelde de
un niño. Queda bien que un cura acaricie las cabelleras de los niños... Dejad
que los niños vengan a mí... Por algo le dicen "padre..." ¡Qué
ridículo!... Niños que se alborotan a su alrededor, cuando les reparte
golosinas o les enseña algún juego o les narra un cuento de maravillas... Niños
que no son suyos, que los siente separados de él, circunstanciales, que como
afecto son apenas una mezquina limosna. Porque no es un hombre como los otros,
está condenado a vivir solo —otra burla cruel— y ofrecer al mundo una imagen
triunfal de su soledad desgarradora.
35
INTERTESTAMENTARIO
Me
arrastraron hacia lo alto de la pirámide, mientras infructuosamente intentaba
trabar mis pies en los peldaños. Sabía que iba a la muerte, que abrirían mi
pecho y arrancarían el corazón palpitante. El gran sacerdote, con los brazos
extendidos aferrando el puñal, se asomaba en la cumbre como un triángulo, cuyo
vértice era la hoja de acero escintilante. El mundo dependía de mi sacrificio.
Las tinieblas amenazaban con la destrucción cósmica. Era necesario el
"chal-chiuatl", la sangre chorreante de mi corazón desgarrado para
que renaciera el sol y volviera la vida. Mi vida por la vida de ¡os demás, del
mundo, del universo. Y las manos de esos esbirros comprimían mis brazos y mi
garganta y mi cintura y me obligaban a subir hacia ese altar sangriento porque
una vez el más pequeño de los dioses se arrojó a un mar de fuego y salió
transformado en el sol, caliente, luminoso, fértil, pero inmóvil, sin fuerza
para desplazarse, débil, exangüe y por el cual los demás dioses reunidos en
Teotihuacán donaron sus vidas para que él bebiera la sangre rutilante y
pegajosa de todos. Así el sol adquirió ruedas, expulsó las tinieblas, derritió
las escarchas y doró los maizales.
Cada día
necesitaba la sangre de un hombre y otro hombre al día siguiente. Por eso yo
era izado, pero no quería morir aunque todo muriera, porque es mejor morir con
todos que morir solo, siempre se muere solo aunque sea por el universo, aunque
el corazón que a uno le arrancan tenga la dignidad de lo divino, siempre se
muere solo, muy solo y es mejor no morir aunque la vida se extinga por doquier.
En lo alto está la pira, el altar o el cadalso, no tiene sentido morir para
vivir, es mejor seguir viviendo sin morir. Dios le dijo que debía sacrificarme
y él está dispuesto a hacerlo. En su mano sostiene el puñal, su mano tiembla y
el puñal oscila locamente, ojalá que yerre el golpe, ojalá que aparezca pronto
el carnero con sus astas enredadas en los arbustos y Dios le diga
"Abraham, Abraham". Sentí frío en mis espaldas y dolor en mis
extremidades, firmemente amarradas. Abraham lloraba y sus lágrimas resbalaban
por sus mejillas, por su espesa y larga barba y esas lágrimas con sal y dolor
golpeaban sobre mi cara y Abraham, desesperado, apuntó el puñal contra su
propio pecho y se lo clavó. Entonces supe que yo era el hijo de Dios, que no
podía morir, que era inmortal, que tal vez creían que me habían muerto y yo no
sentí nada. Estaba contento, era como si todo fuera una simulación teatral. Mi
nombre es Jesús, así me decían todos. Esperaba que les hablara en su favor.
Entonces dije: "Padre, perdónalos". Pero este altar no es como el
Gólgota. ¡Caramba! Comprendí que no era Jesús, sino Haoma, hijo de Dios
también, como lo aceptó Zoroastro. Estaba metamorfoseado en una planta y el
sacerdote me colocó respetuosamente dentro de un mortero. Empezó a molerme,
pero yo no sentía nada, reposaba tranquilamente. El mortero era confortable. El
sacerdote hacia bien su trabajo. De mi cuerpo vegetal empezó a brotar jugo, me
empapaba la piel, como la sangre de una herida que nos embadurna y ese jugo fue
bebido por el sacerdote y por los fieles para que todos me tuvieran a mí en
ellos y de ese modo están ellos en mí y en mi Padre. Y mi jugo era vino porque
la planta da vino pero era mi líquido vital, cuya ausencia me anemiza y embota.
36
CRÓNICAS
—Hemos puesto
nuestra esperanza en usted —empezó, gravemente, monseñor Tardini.
Carlos Samuel
juntó sus manos.
—El rector del
Seminario eligió los mejores promedios entre los teólogos más disciplinados —le
recordó.
Buen promedio,
excelente disciplina. Objetivo máximo. Lo alcanzó aunque para ello tuvo que
narcotizarse. Le llevó cuatro años decidirse. Cuatro años de llantos, protestas
y sufrimientos. A las burlas de sus condiscípulos había respondido con burlas.
Y fue castigado. Después, enfurecido a estallar, replicó con un puñetazo en
plena nariz al primero que se mofó de ese castigo. No le expulsaron por intervención
de su tío, pero le hundieron las calificaciones, le suprimieron todas las
salidas y fijaron tareas denigrantes. Poco a poco entendió. Entonces se decidió
con firmeza. Se propuso obrar un sortilegio y transformarse en una persona de
metal. Hizo de esta elección un motivo de vida o muerte. No oyó más las burlas,
no tenía nada que preguntar, todo estaba bien. Se envolvió con una impermeable
capa de resignación. Con voluntad terca clausuró sus sentimientos, adquiriendo
una pasividad impertérrita. Se dejó llevar como un autómata. Adquirió un nuevo
estado y entre las obligaciones de ese nuevo estado figuraba estudiar
intensamente, de memoria. Así lo hizo, fijando páginas de los manuales con
rapidez y servilismo. Quiso ser lo que ellos querían. Lo consiguió. Sus
calificaciones empezaron a subir. Y sus méritos a trascender. El nuevo Carlos
Samuel irrumpió en las aulas como un ser ferozmente aplicado al estudio,
indiferente a sus compañeros y a sí mismo, de obediencia incondicional a sus
superiores, que corría como loco en los recreos, porque así se lo mandaban y se
detenía de súbito cuando el prefecto empezaba a esbozar otra indicación.
Disciplina: "excelente". Promedio: "diez puntos".
Resultado: felicitaciones efusivas del Rector, del Vicerrector, del Padre
Espiritual, del Ecónomo, del Prefecto de Estudios, del cuerpo docente, de su
tío, de su madre. Consecuencia: viaje a Europa. Secuela: "esperanzas"
de su Obispo, ahora.
—Su permanencia
en Europa ha sido fructífera, según los informes que le precedieron, aunque
hubo cierta medida disciplinaria menor —añadió monseñor Tardini.
Fue cuando
empezaron a caer los cerrojos de su alma, cuando volvió a formularse preguntas.
En la Universidad Gregoriana conoció una masa abigarrada e internacional de
estudiantes, porque ella era el compendio del mundo, ese mundo ancho, infinito,
variadísimo que el Seminario le había escatimado con terquedad. Se acercó por
primera vez a la gente que no usaba sotana, enterándose de sus dificultades y
conflictos. Roma no era sólo la Universidad... Tampoco Italia. Llegó hasta la
católica Austria y sintió que la piel se le erizaba al contacto con el nuevo
cierzo que soplaba en la Iglesia. Aprendió —con dificultades— a dialogar, esto
es, a oír, no escandalizarse por nadie ni por nada, sino respetar, respetar,
con los oídos alerta, los ojos muy abiertos y la mente serena, desprovista de
prejuicios. Profundizó los estudios bíblicos, se acercó con seriedad a la
filosofía. Y después de tantos años, sus labios endurecidos volvieron a
sonreír.
—Aquí necesitamos
gente como usted —el Obispo cerró el entrecejo para hundir su mirada en el
rostro de Carlos Samuel—. Los católicos cultos necesitan pastores ilustrados.
La cultura que bebió usted en Europa no debería malograrse en una parroquia de
barrio. Para eso no necesitaba doctorarse en Sociología, ni haberse pasado
cuatro años en Italia. Austria, Bélgica.
Un sacerdote no
adquiría un nivel superior si no se acercaba a las fuentes del Viejo Mundo.
Allí, en el centro del cristianismo, vivía su Pentecostés personal, recibiendo
un copioso baño de sabiduría. Y esa sabiduría era esperada con las bocas
abiertas.
—Por lo tanto,
he decidido trasladarlo a la iglesia de la Encarnación.
Estaba en el
barrio elegante de la ciudad. Allí concurrían los "católicos
cultos'", es decir, los ricos. El Obispo calló entonces, esperando la
reacción del padre Torres. Carlos Samuel bajó los ojos, cavilando, indeciso. En
ese silencio flotaban palabras que no se querían pronunciar. El Obispo se
reclinó en su sillón, apoyando las yemas de los dedos de una mano contra las
otras. El silencio se prolongaba. Era una invitación para que Carlos Samuel
dijera algo.
—¿Qué pensó
para la parroquia de San José? —preguntó al fin.
A ella lo
asignaron apenas regresó de Europa, atendiendo su solicitud. No se la podían
denegar, porque venía avalado con títulos y honores de Roma. Quería completar
su formación entrando en contacto con los sacerdotes humildes de la comunidad.
Hizo sus primeras armas con alegría, con entusiasmo. Ansiaba evangelizar,
mejorar, ayudar. Pero sobre todo, quería saciar su curiosidad sobre el pueblo
pobre de Latinoamérica, del cual tuvo noticias por primera vez a miles de
kilómetros de distancia, en debates y conferencias.
Le conmovieron
las pinturas sobre una miseria que él ignoraba, empezó a leer publicaciones
sociológicas y económicas, descubrió el mundo del subdesarrollo. Y a medida que
se enteraba, más crecía su interés por ese pueblo postergado, que era el tema
del mundo entero y que él no conocía.
Llegó a la
parroquia de San José, ubicada en una hondonada geográfica, como el pozo de la
ciudad, donde el "estar abajo" tenía todas las significaciones
directas o indirectas que se pueden lucubrar. En ese pozo intentó llegar al
pueblo, un pueblo que, si bien no lo rechazaba, tampoco tenía interés en
seguirlo ni escucharle. Mejoró la iglesia, trató de formar un Consejo de
laicos, armó un botiquín para distribuir medicamentos gratuitos, se metió en
todos los hogares, siendo recibido con desconfianza y hasta temor. Se impuso la
difícil tarea de ayudar pecuniariamente a los necesitados, recaudando fondos en
los barrios ricos. Los ricos no le negaron sus dádivas, especialmente cuando
las solicitaba en reuniones elegantes, tras ser presentado con los títulos que
recibió en Europa. Y en San José se aglomeraban los indigentes, peleándose
entre ellos para arrebatarse los donativos. Venían los grandes y los chicos, a
veces dos o tres veces, pretendiendo confundir al cura. Eran pecadores, vivían
en el pecado, sólo se le acercaban para obtener ventajas materiales, no
concurrían a misa ni se confesaban.
Pero Carlos
Samuel no cedió, más por amor propio que por convicción. No conseguía una
franca respuesta del pueblo. El pueblo no accedía en venir hacia él como lo
hubiera deseado: abiertamente, entusiastamente, confiadamente, masivamente. Y
Carlos Samuel no se percató del proceso a la inversa, pues él era el que se
acercaba a ese pueblo, primero con curiosidad, como un niño a los animales del
zoológico, y luego con tolerancia, mucha tolerancia, cada vez más tolerancia,
intentando comprenderlo y comprendiéndolo después muchas veces, más de las que
hubiera podido calcular en un principio. El proceso no se detenía ya y era
irreversible.
Carlos Samuel
aconsejaba menos y escuchaba más, la lengua cedió prioridad al oído, el dedo
admonitor se encogió tras su corazón más palpitante. Carlos Samuel apareció en
una reunión sindical el mismo domingo que en su sermón condenó la violencia.
Fue a disuadirla y terminó bendiciendo la huelga. El Obispo le recriminó su falta
de prudencia y Carlos Samuel, quizá arrepentido, contestó que ellos le
explicaron que sus demandas eran justas, elementales. Pero se reconoció
culpable y aceptó la admonición de su Obispo, porque se había identificado con
los pecadores, con esa gente ignorante y blasfema. Prometió condenar a los
huelguistas que sólo saben exigir ventajas, que no respetan ni siquiera a Dios.
Pero no advirtió que era más difícil condenar las demandas de los réprobos que
enfrentar a su exigente superior. El domingo siguiente los obreros de su
parroquia concurrieron a la iglesia masivamente, entusiastamente y
confiadamente como lo deseó desde un principio. Eran ovejas que reconocían a su
pastor, acudían a recibir protección y abrigo.
La imagen de
José Tardini y su regio despacho desde donde formulaba sus reprimendas, se
oscureció tras el resplandor de esos rostros bronceados, simples y atentos.
Carlos Samuel dijo entonces que Cristo vino para servir y no para ser servido,
vino para ser útil, para ayudar, apoyar y consolar. Nuevos cerrojos caían de su
alma, antes eran los de la disciplina de acero, de la indiferencia, del
servilismo, ahora eran los del intelecto, los de la cosmovisión.
Sus estudios y
lecturas adquirían corporalidad, claridad y significado. Los publicanos y las
rameras, los ladrones y los enfermos acudían a Cristo. Carlos Samuel, como su
representante, tenía que recibirlos, darles la bienvenida, brindarles su
amistad y protegerlos de quienes autotitulándose impolutos, querían
lapidarles... Ese pueblo pobre, sucio, enfermo, lábil, era el mismo que recibió
el mensaje de Cristo, era el mismo que le siguió y le abandonó, le ovacionó y
le negó. Por ese pueblo Cristo dio su vida. En un hombre como cualquiera de
ésos —que deben trabajar para comer— se encarnó. Su madre no fue la esposa de
un ministro, ni su padre el dueño de un palacio, con carrozas y sirvientes. La
Encarnación de Dios es la piedra angular del cristianismo. El hombre tiene un
cuerpo que fue del mismo Dios. Ese cuerpo, digno hasta el infinito como Dios,
no puede ser postergado. Las empresas están después y no antes que él.
—He designado a
su sucesor ya —respondió el Obispo—. San José continuará funcionando.
San José no
seguirá funcionando como antes, presintió Carlos Samuel. El Obispo se habrá
esmerado en la elección del nuevo párroco, prefiriendo uno con menos cultura y
más docilidad. Bastantes complicaciones le produjeron sus iniciativas de
audacia creciente obligándole a meterse en terrenos ingratos. La feligresía
debe encontrar en la iglesia un alimento para su devoción, no una bandera
política, le advirtió una vez. Ahora no advertía: comunicaba resoluciones. Su
paciencia se había agotado llamando continuamente la atención de Carlos Samuel,
que se despeñaba: ¡No se meta con el sindicato! ¡No apoye otra huelga! ¡No vaya
a la cárcel, porque los detenidos son comunistas! ¡Cuidado: no manche sus
sermones con marxismo!
—Entiendo que
la iglesia de la Encarnación ya tiene párroco... —insinuó Carlos Samuel.
—En efecto
—asintió el Obispo—. Allí fue traído el padre Agustín Buenaventura. Mi
antecesor, monseñor Constanzo, murió poco después de su fatigosa peregrinación
a Villa del Milagro. Entre sus últimos deseos figuraba relevar a Buenaventura.
Dispuse traerlo entonces a la iglesia de la Encarnación. Está viejo y allí no
hay mucho que hacer. Usted será su ayudante.
Carlos Samuel
alzó la frente, conturbado.
—Es un
ejercicio de humildad... el que le impongo —sonrió maliciosamente monseñor
Tardini.
El cura
comprimió sus manos y bajó los ojos. El Obispo sabía castigar con ironía sutil.
Buenaventura era un viejo sacerdote de campaña traído a un centro civilizado
para terminar sus días. Silvestre reliquia encastrada como cuerpo extraño en el
barrio elegante de la capital, vaya a saber por qué designios del Obispo... o
de Dios. Para Buenaventura era seguramente un premio y para Carlos Samuel una
penitencia. Lo separaban de su parroquia cuando al fin había logrado asumirla.
No podían sancionarle abiertamente por su complicidad en las huelgas, debido a
sus antecedentes europeos. Entonces lo metían en una cárcel de oro.
—La humildad de
"espíritu" es la humildad que aprecia el Señor —prosiguió el Obispo.
En el barrio
elegante Carlos Samuel no tendrá sindicatos con los cuales embrollarse. Ponerlo
bajo las órdenes de un viejo cura, fosilizado y rústico, era una manera de
evidenciarle cuánto había perdido con su aventura en San José.
—Cuando usted
regresó de Europa —añadió monseñor Tardini—, pecó por soberbia, despreciando a
los sectores cultos de nuestra comunidad. Su actitud fue un verdadero insulto.
Ahora, para recuperar su legítima humildad de Seminario, deberá ir a vivir con
los ricos y predicar a los ilustrados. No le será tan fácil como en San José.
Deberá hacer un real esfuerzo para deslumbrar a quienes no son analfabetos...
Carlos Samuel
comprendía que para su obispo "humildad" era en esta circunstancia
sinónimo de "humillación".
—¿Sabía que ha
llegado usted al borde de la herejía maniquea, creyendo que todos los ricos son
malos y los pobres buenos? Ve en los pobres a Ormuz y en los ricos a Arimán.
¿Maniqueo?
¿Mazdeísta? ¿Qué extrañas combinaciones hacía este hombre con indiscutible
vocación cenobita? Monseñor Tardini era el maniqueo que veía al mundo en pecado
y por consiguiente quería aislarse de él, combatirlo, para obtener una recompensa
en el otro.
—Nunca se me
hubiera ocurrido tal cosa —balbuceó Carlos Samuel.
—Tendrá que
aprender a descubrir en todas partes a gentes buenas y gentes malas. El mundo
no está compuesto por clases sociales, sino por individuos que pecan menos y pecan
más. Los hombres, todos los hombres, son ovejas y nosotros sus pastores. Una
oveja no es mala porque viva en el corral ni otra buena porque paste en un
prado edénico.
La entrevista
había concluido.
Monseñor José
Tardini, el otrora seminarista predilecto del padre espiritual que recibía
agradecido las sobras de sus platos, en el fondo vacilaba.
37
Esa noche
Magdalena quería regresar a su casa contrariamente a lo acostumbrado, pues
dormía con Víctor hasta el día siguiente. A él lo quería más que a nadie y lo
manifestaba sin cortapisas. Su corazón tenía capacidad para amar a su rufián, a
Víctor y aun a mí. Su poliandria era natural, casi un derecho conquistado. Se
veía libre en el amor, más libre que las mujeres atadas a un solo hombre por
temor al qué dirán. Esa libertad de acostarse con muchos por dinero y sin
dinero, era un motivo de orgullo y superioridad. Le daba suficiente distancia
como para mofarse del matrimonio, de los hombres y mujeres sojuzgadas por el
tirano y exclusivista cónyuge, de todos aquellos que no conocían más que una
piel y una sola forma de abrazo. Su libertad de amar la hacia sentirse libre en
una sociedad que reprime al amor. Ella estaba liberada del trabajo, había
logrado desprenderse de las cadenas que engrillan a todos los hombres en el
aparato productivo de hacer siempre las mismas cosas durante las mismas horas.
No trabajaba y cuando quería hacerlo era sólo por gusto: limpiaba la casa de
Víctor y cocinaba para los estudiantes porque le placía y no porque alguien se
lo impusiera. Además, ganaba dinero con relativa facilidad, mucho más que
cualquier doméstica, empleada e incluso mujeres calificadas como maestras o
enfermeras. Que sus ingresos se los tragara su rufián era un asunto aparte.
¿Acaso no hay maestras y enfermeras que mantienen a sus maridos? ¿Por qué esto
sería aceptable y lo otro no?
Magdalena
intervino en nuestro diálogo sobre la posibilidad de provocar una huelga que
pusiera en movimiento una cadena de levantamientos en otras partes del país y
fuera apoyada por ciertos sectores obreros. Ella dijo que era tanto o más
rebelde que nosotros, que estaba liberada de un montón de ataduras que nosotros
no pudimos aún romper, y si no, que miráramos la pulcritud de nuestra ropa, la
disciplina de nuestra asistencia a clases y prácticas, el respeto a nuestros
padres. Ella, en cambio, era una espina atravesada en la garganta de su
familia, con ¡a que estaba en guerra hacia ya mucho. Víctor aceptó que ella era
el mentís a la gran moral predicada desde pulpitos y tribunas; su comercio era
un rechazo a hacer de su cuerpo un instrumento de producción en vez de un
instrumento de placer; sus relaciones con hombres de apariencia impoluta, una
denuncia contra la hipocresía y una demostración de las frustraciones que
reprimen diariamente, Magdalena, cuyo lenguaje era limitado y ríspido, no
entendía todo, pero aceptaba aprobatoriamente su sentido.
La profesión
de Magdalena era tan vieja como las sociedades basadas en la represión —me
explicó Víctor en otra oportunidad—, el síntoma que se manifiesta sin cesar, a
lo largo de toda la historia, como una fiebre que no quiere cesar mientras dure
la infección. Las minorías dominantes han pretendido suprimir la prostitución
como un médico pretende combatir la fiebre: sin curar el mal de fondo. La
fiebre es el grito de auxilio que lanza un cuerpo enfermo. Ella no es el mal
sino su denuncia. La fiebre podrá descender durante algunas horas gracias al
efecto de oportunos medicamentos —oportunas persecuciones en la sociedad—, pero
volverá a remontarse apenas se baje la guardia.
El concepto
de Magdalena respecto a nuestra rebeldía estaba muy simplificado. Ella creía
que deseábamos en primer lugar desquitarnos del Rector y de algunos profesores
por cuestiones personales. Si quería mirar más lejos, impresionada por nuestras
ilusiones de provocar un gran movimiento que arrastrara a todo el país, veía
como objetivo de nuestra lucha moler a palos ese gran hijo de puta: el
Presidente de la República.
No podía
abstraer sociedad de persona. En cada caso veía un objetivo individual. Su oído
tenía una escala cuya base asentaba en lo visible e inmediato; de tener que
proceder a hacer correr sangre, lo haría con el almacenero de su esquina, que
nunca le quiso vender al fiado, o con algunas familias de su barrio que le
profesaban un odio animal porque sus hombres lograron puestos
"decentes" y querían, los muy cochinos, olvidar viejas y penosas
historias comunes.
La llevé a
su casa en el auto del viejo. Se apoltronó en el asiento queriendo gozar su
fresco contacto.
Doblé en
calle Colón y pronto empezó la bajada: penetrábamos en el sórdido San José.
Ella estaba adormilándose. Las calles solitarias se iluminaron con el
resplandor de los faros. Irregulares se sucedían las casucas, algunas
simplemente chozas, hundidas en el fondo de baldíos.
Magdalena me
indicó dónde frenar.
38
El padre
Agustín Buenaventura lo llevó a su pequeño estudio. Caminaba adelante
bamboleando ligeramente su obeso cuerpo. Carlos Samuel estudió rápidamente a su
superior, calva brillante, oscura nuca rolliza y hombros anchos.
Se sentó
plegando sotana y pantalones a la altura de las rodillas. Su dilatado abdomen
comprimía al tórax. Respiró con dificultad hasta encontrar la posición óptima.
Con una mano se dilató la golilla y con la otra golpeó el almohadón vecino del
sofá, invitándole a tomar asiento.
—Ya me han
informado sobre usted —empezó con voz gruesa y burbujeante.
Carlos Samuel
encontró simpática su figura de cacique.
—Primer
promedio —continuó—. Viaje a Europa: Roma, Innsbruck, Lovaina. Doctorado en la
Universidad Gregoriana... ¡Parroquia de San José! Dicen que es una hermosa
parábola —trazó una curva en el aire con su índice, corto y grueso—. Aquí, a la
izquierda, bajito, está el Seminario. Luego usted sube, sube, sube... ¿Dónde
ubicar a San José? ¿Aquí, a la derecha, otra vez abajo? ¡No! —descargó su
manaza sobre el hombro de Carlos Samuel; éste se sobresaltó—. San José está a
la derecha, sí, pero arriba. Más alto que Innsbruck, que Lovaina, que la
Universidad Gregoriana. Su trayectoria es la de una flecha que aún asciende,
que todavía no llegó siquiera a la joroba de una parábola.
Carlos Samuel
se apartó un tanto para contemplarlo mejor. ¿Qué insinuaba el hombre?
—Yo esperaba
una persona como usted —prosiguió el viejo—. Los años pesan y este maldito
derecho a comer cuanto mi salvaje estómago exige, me está hundiendo. Durante
muchos años pasé hambre. ¿Entiende lo que es hambre? No se trata del alegre
cosquilleo que produce el apetito, sino de una voracidad insatisfecha que
produce dolor y angustia. Sufrí en silencio esa hambre con resignación. Aquí,
donde sobran los alimentos, mi aparato digestivo pretende saciarse de las
brutales privaciones a que lo sometí. Ya me ve: estoy quintuplicando la gordura
que tenía antes de viajar a Villa del Milagro.
—¿Cómo fue aquello?
—preguntó cautelosamente Carlos Samuel.
—¿Villa del
Milagro? Primero una prisión. Luego un paraíso. Pero demasiado breve. Cuando lo
empezaba a disfrutar, me trasladaron aquí. En eso tenemos mucho en común. No
todo, es claro, porque a San José usted solicitó ir, y a Villa del Milagro me
enviaron. Pero allí, en esos sitios de privación, de analfabetismo, de pecado,
usted y yo, sufriendo también, empezamos a gozar de la auténtica alegría
cristiana de servir cristianamente a los demás. Cuando nuestra obra se tornaba
peligrosa, exageradamente audaz, entonces nos quitaron las herramientas y nos
trasladaron aquí.
La boca de
Carlos Samuel se abrió para decir algo, pero no emitió sonidos. La mano
izquierda del padre Buenaventura se posó amistosamente sobre la rodilla del
joven.
—Me trasladaron
aquí porque defraudé a monseñor Constanzo en Villa del Milagro... —confesó
mohínamente—. Metiéndome aquí entre gente adinerada, culta, de modales
refinados, me inhiben y me torturan. Estoy obligado a pulirme ahora, a esta edad,
después de pasarme lustros hundido entre salvajes. Fíjese: a poco de llegar,
una familia me invitó a comer. Yo tomo la sopa como puedo y también tenía
derecho a comentar que le faltaba sal. Un muchacho burlón me replicó: "No
le falta sal: le falta ensayo". Tardé en comprender que hacía referencia a
mi sonoridad de sorbo, pero apenas capté su burla, levanté el plato dispuesto a
transformarlo en su careta. Fui detenido en el aire, el muchacho expulsado de
la mesa, yo inundado de disculpas, pero..., no me invitaron más. ¿Qué hacía
ahora? Esperaba. Sabía que aquí aterrizaría otro parecido a mí. Debemos hacer
un brindis.
Buenaventura se
incorporó ayudándose con las manos, resoplando. Se aproximó a una puertecilla
en un rincón de la biblioteca, sacó una botella de vino y dos copas.
—Esta iglesia
se llena de ricachos los domingos y los sábados se casan las parejas de gran
sociedad; el resto de la semana concurren mis queridas gordas. No sé qué
atractivo tengo para las gordas, pero vienen, se me arraciman y me proveen de
todo, este vino, vajilla, dinero. Son el pilar financiero de la parroquia
—llenó las copas y le extendió una a Carlos Samuel—. ¡Por nuestro futuro!
—¡Por sus
gordas! —respondió sonriente, elevando la mano.
—¡Por mis
gordas! —asintió Buenaventura.
39
El coronel
Pérez descendió rápidamente por la escalera para dar la bienvenida al Obispo,
que acababa de llegar en su automóvil.
Monseñor
Tardini, sonriente, le tendió ambas manos. El jefe de Policía, luego de
estrechárselas, le invitó a entrar. Caminaron juntos, con esa lentitud que
inventaron los reyes para hacer creer que dominan al tiempo y a sus
conciencias. A ambos lados del trayecto les hacían guardia de honor. El coronel
hablaba, como lo recomienda el protocolo, orientando la mirada del Obispo hacia
uno u otro detalle intrascendente. No tenía mucho que decir, pero sí la
necesidad de captarse su afecto.
Penetraron en
el amplio salón dorado que meses atrás fue escenario de la asunción a la
Jefatura del coronel Pérez. Tomaron asiento en los sillones centrales. Podían
contemplar la vasta platea, integrada por oficiales de la repartición, que
hacían los últimos movimientos para acomodar sus cuerpos, antes que empezara el
solemne acto.
Monseñor
Tardini contempló la decoración rococó de la sala, tan poco armónica con las
funciones viriles de la Policía. Era quizás una manera de humanizar a la fuerza
o de embellecer a la represión. "El león pacerá con el cordero." Los
opuestos suelen convenir, se ayudan mutuamente para acercarse al punto medio que
ensalzó el Estagirita.
El locutor
invitó a ponerse de pie para entonar el Himno Nacional. El coronel Donato
Francisco Pérez adoptó una magnífica actitud marcial; sus músculos se
contrajeron con reciedumbre, sabiéndose observado por centenares de
subordinados. Era el jefe admirado y temido. Monseñor Tardini, a su diestra,
alcanzaba a percibir la imponencia del hombre.
Hablaron varios
oradores. Le correspondió por último al coronel Pérez. Se acercó al micrófono y
leyó su discurso.
Señaló las
nuevas formas de la delincuencia, destacando su característica
preponderantemente juvenil, el aprovechamiento de los avances científicos y
tecnológicos y su provisión anticipada de la defensa legal. Estos tres factores
tornaban difícil combatirla con los métodos tradicionales. Para ello era
necesario aplicar una nueva estrategia que se basara en una acendrada
capacitación profesional, adecuados equipos en materias de comunicaciones y
movilidad y un armamento moderno que pueda enfrentar con éxito a los renovados
procedimientos delictivos. Pero sobre todo —enfatizó el coronel Pérez—, es
necesario clarificar nuestros objetivos, atacar todas las formas de
delincuencia aunque se encubran tras móviles políticos y no detenernos tras
barreras convencionales o trasnochadamente románticas, ofreciéndoles a los
enemigos de la sociedad las ventajas de la iniciativa.
Luego el jefe
de Policía señaló las misiones que corresponden a cada Dirección, al Estado
Mayor y Consejo de Directores, explicando cómo deberán actuar en el futuro de
acuerdo con las instrucciones emanadas directamente del Comando General. La
Policía —concluyó— ha iniciado una nueva y gloriosa etapa en la historia de la
Patria.
Monseñor
Tardini se levantó para felicitarlo. Pérez, iluminado intermitentemente por los
relámpagos de los flashes, abrazó al Obispo. La confraternidad entre los
guardianes de la moral era un hecho en el país. Ambos, sonrientes, volvieron a
ubicarse en sus sillones.
El locutor
invitó al público a visitar la exposición de los nuevos equipos adquiridos. El
jefe de Policía se puso de pie y lo imitaron todos. Hizo pasar delante al
Obispo: era una gentileza, equivalía a decir "primero las damas".
Caminaron hacia el amplio patio, seguidos por el brillante cortejo de oficiales
uniformados.
En fila,
impecablemente ordenados según jerarquías estratégicas, fueron apareciendo los
gendarmes con armas nuevas, ametralladoras livianas, máscaras para gases
lacrimógenos, carros de asalto, camiones Neptuno, vehículos blindados, equipos
móviles. Los policías asignados a cada arma o vehículo posaban enhiestos, como
niños a quienes se ha confiado un nuevo juguete.
El coronel
Pérez abrió la puerta de un carro de asalto, miró su interior y luego invitó al
Obispo para que hiciera lo mismo. Siguieron caminando mientras el oficial
comentaba la calidad de los equipos, muchos de ellos montados en el país. Era
un orgullo. Pérez tomó delicadamente una ametralladora, movió sus diferentes
piezas, comprobó la correcta lubricación y enseñó al Obispo cómo la debería
calzar el agente. Una ronda de oficiales seguía con inquieta atención su
palabra. La ametralladora era realmente liviana, se la podía alzar y acomodar
con un solo brazo. Esbozó un movimiento que tal vez se podía interpretar como
que ofrecía el arma al Obispo para que constatara sus virtudes. El sacerdote la
rechazó violentamente. Pérez, con gentileza, repitió el ofrecimiento como si se
tratara de un paquete de cigarrillos. El Obispo volvió a negarse. Pérez sonrió.
El Obispo, con dignidad, por tácita obligación de su investidura, no debía tocar
ese instrumento de la muerte. Sin embargo, en medio de los oficiales que amaban
las armas como el coleccionista sus estampillas, disonaba su actitud, era la de
un sujeto afeminado. Pérez le invitó en seguida a contemplar el equipo de
comunicaciones móviles. Algunos uniformados quedaron atrás para comentar el
apuro sutil al que lo condujo.
Pérez demostró
habilidad diplomática. Ponerla en evidencia nada menos que con un representante
de la Iglesia, enorgullecía a sus hombres y afianzaba su monolítica autoridad.
Las burlas
suaves, casi inocentes, causan dolor. Es un dolor para el alma como el que
producía con la fusta, cuando niño, sobre el lomo de los animales. Hiriendo al
alma se doma a los hombres. El Obispo tenía que empezar a comprender que tras
los gestos educados, protocolarios, aparentemente afectuosos del coronel Pérez,
se levantaba imponentemente su fortaleza y su poder.
Cuando
terminaron la recorrida, monseñor Tardini se dirigió hacia un ángulo del amplio
campo que le permitía dominar la nutrida exposición de armamentos. El jefe de
Policía cruzó las manos sobre el vientre, en posición de descanso. El obispo
dijo algunas palabras y solemnemente bendijo esos instrumentos que no quiso
tocar, en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
40
ISAÍAS
—Las gordas
están contentas. ¡Pobres gordas mías! Me insinuaron, sí, que tantos muchachos y
chicas juntos, que el humo del cigarrillo, que siempre se trata de una iglesia
aunque hayamos retirado el Santísimo, que demasiado bullicio, que esto y que
estotro. Pero están contentas. Nunca han visto tanta gente.
El padre
Buenaventura parloteaba satisfecho. Tantos meses de análisis, de proyectos
borroneados, tachados y hechos un bollo. Se lanzaron a una nueva empresa con
entusiasmo, con la esperanza limpia y juvenil de servir a Dios. Decidieron
hacer del viejo solar oligárquico el centro del estudiantado. Se lo propusieron
al Obispo y éste, después de reflexionar un instante, aceptó. Pero ellos iban
más lejos de lo que el Obispo sospechaba, porque no sólo querían atraer al
estudiantado católico, politizado ya y militante de la Acción Católica, sino
que pretendían transformar ese templo enmohecido en un campo abierto al diálogo
más amplio.
La primera
reunión fue poco concurrida. Los estudiantes desconfiaban aún. Estaban cansados
de personajes aconsejadores, petulantes, de asentaderas anchas para tronos
anchos.
Los jóvenes que
asistieron —algunos por devotos, otros por curiosidad, otros en fin, por no
tener mejor cosa que hacer— oyeron a un cura culto, inteligente y didacta que
hacía planteos novedosos sobre la Iglesia en ese bastión de la aristocracia
capitalina. Torres se esforzó por dejar categóricamente clara la diferencia
entre la Iglesia que pertenece al tiempo y aquella que lo trasciende por su
eternidad. La que está sujeta al tiempo es objeto de la ciencia histórica:
abunda en altibajos, errores y contramarchas. La Iglesia en este sentido, es
una "comunidad de hombres" que acepta el Don Divino, es el reino de
Dios que se va haciendo, que no es santo aún hasta el momento de la Parusía,
que no es plenamente universal tanto en el espacio geográfico como en la
profundidad anímica de cada miembro, que marcha por el desierto rumbo a la
tierra prometida haciendo becerros de oro y quejándose de los riesgos de la libertad,
porque espiritualmente aún se siente esclava. A esa Iglesia los cristianos
deberían estudiar, criticar y mejorar, porque es perfectible.
Las
"gordas" sintieron un escozor. Por primera vez oían autocríticas en
boca de un cura. Pero era un cura... No podía hablar mal de la Iglesia... En
efecto, Carlos Samuel Torres dirigió hacia ellas su mirada y añadió:
—La Iglesia
como institución divina en cambio, que no depende del tiempo ni del espacio,
que no está sujeta a ninguna civilización porque no se nutre de ellas ni
debilita por ellas, es santa y absolutamente perfecta. Esta Iglesia no debe ser
identificada con las vestimentas que nos legó una época, ni con una
arquitectura caduca, ni con enriquecimientos culturales o folklóricos
intrascendentes.
Las damas se
tranquilizaron. Este cura sabe lo que dice. Es un buen ministro de Dios.
—La Iglesia,
eterna y perfecta, debe manifestarse. Lo hace a través de signos. Un signo debe
ser comprendido. Y la comprensión exige una comunidad cultural: lenguaje,
tradiciones, historia comunes. Aquí se ligan entonces las dos Iglesias: la
histórica y la eterna. Para transmitir sus signos, la Iglesia ha debido
adaptarse, flexiblemente, a sucesivas civilizaciones, adoptando ritos y
tradiciones nuevas. La Iglesia en España, la que más nos concierne, llegó a tal
grado de consubstanciación en la vida cotidiana, con todas las estructuras del
país, que durante mucho tiempo se identificó "hispanismo" y
"cristianismo". Esta identificación, sin embargo, fue negativa para
la cristianización de América, pues no son iguales los intereses y motivaciones
de la Iglesia que los de una potencia dada, por más que ésta se considere su
máximo baluarte.
Carlos Samuel
hizo una pausa. Ahora entraba en el meollo de su exposición, que había titulado
"Gloria, aciertos y errores de la Iglesia latinoamericana". Su
introducción le había permitido atrapar al público, hastiado de digerir una
versión uniforme, simple y apologética.
Agustín
Buenaventura acomodó los pliegues de su sotana. Estaba sentado en una de las primeras
filas. Su ancha presencia era una garantía de la cristiana corrección que
tendría el acto. El viejo cura no aparecía nunca sin los hábitos, aunque estaba
autorizado a hacerlo, porque hay un tiempo en la vida que se torna muy
engorroso cambiar.
Miró a Torres y
quizás le guiñó un ojo. Sonreía satisfecho.
—¡Este muchacho
es una joya!
—Cuando se
produjo el Descubrimiento, la distancia cultural entre el español y los indios
más desarrollados era de casi cinco mil años. Se estima que los incas y aztecas
tenían una civilización comparable a la del Egipto de la primera dinastía. En
cambio, la estructura mental del conquistador era una síntesis entre elementos
medievales e islámicos. Uno de los rasgos de la civilización islámica que
perduró en España, era la tendencia a ligar los fines del Estado con los de la
religión. La doctrina islámica del Califato exigía dicha unidad, un monismo
religioso-político tan fuerte como el impuesto por Constantino. La unificación
religiosa del país lograda tras la expulsión de árabes y judíos, exacerbó el
"mesianismo temporal" de España. España se consideró a sí misma como
el instrumento elegido por Dios para limpiar al mundo de infieles...
Lamentablemente, este equívoco obtuvo el apoyo de Roma.
Los estudiantes
se movieron en sus asientos. No querían otra lección de historia, pero esta
historia parecía diferente, iconoclasta, temeraria.
—La Santa Sede
primero reconoció la possessio de
Portugal sobre las tierras descubiertas o por descubrir, que fundamenta al
colonialismo naciente y le otorga, además, el deber de la "propagación de
la Fe entre los pueblos descubiertos o arrebatados a los infieles". Por
primera vez la Iglesia confirió a una nación el doble poder de colonizar y
misionar, mezclar lo temporal y lo eterno, lo político y lo religioso, lo
económico y lo evangélico, produciendo algo así como una teocracia expansiva y
militar. Los organismos ejecutivos del "Patronato" que después obtuvo
España, se agruparon en el Supremo Consejo de Indias, con plena autoridad en
todos los asuntos de la colonia: eclesiales, económicos y guerreros.
"A la
conquista económica se la vistió con sentido misional. Este sentido figuraba en
la 'intención' de los monarcas y de las leyes, pero desde los comienzos se
abundó en transgresiones a la letra y el espíritu de esas intenciones.
Latinoamérica quedó marcada por el 'legalismo perfecto' en teoría, y la
injusticia y la inadecuación de la ley, en la práctica.
"La
evangelización, lejos de recorrer el camino europeo, adaptándose a las culturas
locales para establecer diálogos y hacer comprensibles los signos, siguió la
política de tábula rasa efectuando
una catecumenización masiva y superficial. Las élites indias fueron llevadas a una encrucijada mortal: aceptaban
la visión hispánica del mundo o eran
relegadas a un puesto secundario de la sociedad; dejaron de ser élites de todas
maneras y se transformaron en sectores marginados. Los indios, como raza y como
pueblo, pasaron a constituir una clase, un pueblo-clase que el conquistador no
dejó penetrar en los círculos dirigentes. El indio llegó a coincidir con el
conquistador (aunque en tono de reproche) que ser español y cristiano es lo
mismo. Sólo los misioneros —y tampoco todos los misioneros— fueron descubriendo
la necesidad de diferenciar entre los intereses del Estado que utiliza a la
Iglesia como un 'medio' de expansión y los intereses de la Iglesia misma.
Los muros del
templo parecían haberse lividizado. Era la primera vez que en su interior
retumbaban acusaciones. Las señoras que frecuentemente miraban a Buenaventura
esperando descubrir un gesto de reprobación, se sentían confundidas. El padre
Torres hablaba demasiado rápido, decía muchas cosas nuevas y difíciles, tenía
algo de irrespetuoso. Pero... venía de Europa, estudió en Roma. No había qué
temer. Es demasiado profundo, simplemente —decían para tranquilizarse.
Buenaventura
estaba feliz. Él predicó en zonas de indios donde la evangelización fue
superficial y se enfrentó con delincuentes blancos que se creían propietarios
del cristianismo. ¡Este muchacho lo dice con todas las letras!
—La Iglesia en
su mayor parte, corrió el destino de España. Apoyó la economía colonial de
corte mercantilista, que terminó por hundir a España y mantiene hasta hoy en el
subdesarrollo a Latinoamérica. Cuando llegó el movimiento emancipador, la
Iglesia buscó defender sus antiguos privilegios. El episcopado, con rarísimas
excepciones, apoyó a la Corona. El clero, vinculado al pueblo, apoyó a la
Revolución. Roma estaba comprometida con Madrid y la Santa Alianza.
Buenaventura volvió
a arreglar su sotana, se sentía ligeramente excitado. El padre Torres se
expresaba como lo hubiera hecho él mismo, si fuera tan buen orador. Monseñor
Constanza ayer, monseñor Tardini hoy, casi todo el episcopado y Roma misma, son
lentos para captar situaciones y para expedirse. Hay lentitud, excesiva
prudencia, salidas ambivalentes. Los que se juegan por la Iglesia están abajo,
en contacto con las masas, como ocurrió en los años de la Emancipación. En
cambio, los que viven enclaustrados, en conventos y palacios, se han
solidarizado con la Corona y después con las oligarquías.
Sus
"gordas" seguían escuchando, pero cada vez entendían menos.
—La Iglesia
luchó mucho tiempo aún por recuperar antiguos derechos —aunque los privilegios
eclesiásticos contradicen los principios evangélicos de servicio y pobreza: son
incompatibles con ellos—. Se soñaba con épocas pretéritas. No obstante, la
historia siguió avanzando y con ella esa comunidad de hombres que construyen el
reino de Dios, que yerra el camino, que se extravía en el desierto. El
Patronato pasó de España a manos de los nuevos gobiernos nacionales y, por fin,
a un sistema que le permitió recuperar su libertad de acción, modificar ciertas
estructuras injustas y recobrar la audiencia del pueblo que confiaba en la
Iglesia, que la esperaba. De este modo, después de haber practicado la tabla
rasa con los indios, confundido sus fines con los de la España colonial,
resistido a la emancipación, comprometido con las aristocracias criollas,
aliado a los conservadores se acerca otra vez al pueblo, libre, solícita y
servicial.
"La
Iglesia abrió los ojos en Latinoamérica. Más de un tercio del catolicismo
mundial se concentra aquí. Existe un movimiento de unidad católica continental
que Europa perdió después de la Reforma. Latinoamérica es una experiencia nueva
en la historia de la Iglesia. Latinoamérica es un pueblo evangelizado a medias.
Queda mucho por hacer. Una minoría concientizada debe evangelizar con los
'signos' de nuestro tiempo. El signo comprensible para este pueblo ignorante,
hambriento y postergado, es la justicia. Por esta justicia debe comprometerse
la Iglesia, reparar errores de antaño y hacer de la cristianización una obra
acabada, con sentido, que aporte caudalosamente al reino de Dios.
Las palabras
del padre Torres penetraron con fuerza de arietes e iniciaron un movimiento de
transmisión infinita. El estudiantado recibió el impacto, lo abrazó, lo
comentó. La siguiente reunión concentró más estudiantes, incluso algunos no
católicos. Las "gordas" de Buenaventura redoblaron sus esfuerzos,
aumentaron las recaudaciones, distribuyeron volantes. Estaban seguras de que
doña Encarnación Lagos, viuda de Santillán Mendoza, les arrojaba su bendición
desde el cielo, infinitamente agradecida por el enorme éxito que adquirió la
nueva actividad en su iglesia.
41
—Esto es
distinto, te lo aseguro.
—¡Bah! Son
trampas. Nadie mejor que los frailes para armarlas.
—No es una
trampa. Se están jugando. Hay honestidad, valentía.
—¿Qué te ha
prendado, Olga?
—La
consecuencia, la integridad —reflexionó farfullando, como si pensara en otra
cosa.
—¿Cuántas veces
los has oído?
—Cuatro, cinco
veces. Pero no fue sólo eso. Me quedé y conversé personalmente con ellos.
—¿Con el gordo
o con el flaco? —burlose Néstor.
—Con ambos
—continuó ella seria.
—¿Les
preguntaste mucho?
—Sí. Y
contestaron sin rodeos, sin hipocresías, sin ocultamiento.
—¿Al unísono?
—Néstor seguía irónico.
—El padre
Torres es el cerebro, se expresa mejor.
—Y Buenaventura
el estómago.
—¿No quieres
oírme?
—¡Pero sí,
Olga! Sólo que causa gracia tu adhesión.
—¡Entiende que
están en una actitud radical, comprometida, que pisan en la tierra!
—¡Entonces son
marxistas!
—No. Son
cristianos que han recuperado el sentido de Cristo.
—Pero Olga...
No me puedes venir ahora con eso. ¿Te has vuelto creyente?
—Es distinto,
Néstor. Es distinto —movió las manos con gesto suplicante.
—Si hablas de
Cristo, estás al borde de la conversión. No me digas que lo haces porque ha
sido un revolucionario. Para ejemplo tenemos muchos bastante más eficaces que Él,
o por lo menos que no fueron empleados como banderas de agresión. A Espartaco
no lo pasean en procesiones ni en su nombre colonizaron nuevas tierras.
—Si no estás
dispuesto a oírme, es mejor que hablemos de otra cosa.
—Estoy harto de
iglesia, misas, obras de caridad y curas gordos, ¿entiendes? Estoy tan harto
que no soporto ni a los curas flacos, ni a las iglesias sin misa ni las misas
sin iglesia. No me importa la forma en que lo sirvan. Esa comida me produce
vómitos.
—Está bien...
—Santos,
vírgenes, limosnas, confesión, bautismo, sacramentos...
—No sigas.
—Extremaunción,
orden sagrado, "Magníficat", adviento, Et cum spíritu tuo.
—¿Piensas
recitarte el diccionario católico?
—Eso es lo que
no quiero más.
—Muy bien.
Hicieron una
pausa. Sus ojos vagaron en direcciones opuestas hasta que, voluntariamente, se
enfrentaron.
—Y... ¿en qué
se diferencian estos curas? —preguntó él.
Olga sonrió.
—En el aspecto
exterior, como sabes, uno es gordo y otro flaco, uno viejo y el otro joven, uno
viste sotana y el otro no.
—¿En lo
interior?
—Lo captarás
personalmente. Mañana iremos a misa.
—¿A qué?... No,
gracias; ya mi madre me hizo tragar bastantes hostias. No me caen bien:
constipan.
42
LEVÍTICO
Una multitud
elegante, que exultaba perfumes y lucía ropas de fiesta, se aglomeraba frente a
la iglesia de Cristo Rey, la única, además de la Catedral, a la que solíamos
concurrir. Aparcamos el auto a una cuadra, en una playa de estacionamiento, y
caminamos lentamente por esa vereda sombreada con tilos. A derecha e izquierda
repartíamos saludos. A veces mis padres continuaban saludando en el interior de
la nave, moviendo la cabeza, bajando los ojos o, si era alguien importante,
agitando muy suave y elegantemente la mano para darle más acento al contacto.
Mamá abrió
sobre mis rodillas el Misal bilingüe, con tapas plateadas y una cruz de oro,
que me regaló en un cumpleaños.
Consiguió
que me interesara más en el culto. Por ahí me perdía: es difícil seguir la
lectura en latín. Pero los gestos del celebrante, las intervenciones del diácono,
la lectura bíblica, el sermón, me servían de hitos. A veces el sermón se
tornaba interesante, cuando aumentando el volumen de su voz, el sacerdote
descargaba amenazas contra los pecadores. Eran estampidos que emitía desde el
pulpito como un cañón, anunciando posibles castigos, mucho más dolorosos y
sangrientos que los descritos en mis libros sobre pieles rojas y corsarios.
Otras veces el sermón era muy complicado, lleno de citas que no tenían nada que
ver con lo que deseaba explicar. Ese día habló sobre una higuera que se había
secado y no daba más frutos. Que así había ocurrido con los judíos y todos
aquellos que se mantienen alejados de la Iglesia. Que nadie podía salvarse sin
Jesucristo y que sólo los cristianos que concurren a misa, que cumplen devotamente,
puntualmente, con los preceptos de la religión, podían lavarse de los pecados
que infectan al mundo y conseguir su acceso a la vida eterna.
La Misa
prosiguió como de costumbre. Ya no tenía novedades para mí.
El sacerdote
levantó la dorada patena sobre la cual, destacando su albura, yacía la Hostia. Súscipe,
sánete Páter, omnipotens aeterne Deus, hanc inmaculátum Hóstiam...
Mi Madre
golpeó suavemente con el codo a papá. Él no se dio cuenta. Ella repitió los
golpecitos y papá, vacilando, por fin la miró. Mi madre apuntó con el mentón
hacia adelante, en diagonal. Miré también y sólo vi gente, mucha gente.
El sacerdote
echó en el Cáliz un poco de vino con unas gotas de agua.
—Deus
—se persignó— qui humanae substantiae dignitátem mirabíliter condidiste...
—¿Qué?...
—susurró papá.
—Mírala a
ella —indicó cuchicheando.
Ofreció
ahora el Cáliz.
Offérimus
tibi, Dómine, cálicem salutaris deprecantes dementiam.
—¿Qué tiene?
—preguntó papá.
—¡Sssiitt!...
Bajé los
ojos al misal bilingüe.
"Recíbenos
Señor, animados de un espíritu humilde y de un corazón arrepentido; y tal
efecto produzca hoy nuestro sacrificio en tu presencia, que del todo te agrade,
¡oh Señor y Dios nuestro!"
El
sacerdote, bendiciendo las ofrendas, continúo.
Veni sanctificátor omnípotents aeterne Deus et bene —se santiguó—
dic hoc sacrifícium tuo sancto nómini praeparátum.
Bendijo al
incienso. Per intercessiónem beati Michaeli Archángeli...
y empezó a incensar las ofrendas Incénsum ístud a te benedíctum... y una
nube olorosa se desplegó. Y luego incensó al Crucifijo y al altar. Dirigátur,
Dómine, oratio mea sicut incénsum... y entregó el incensario al Diácono. Accendat
in nobis Dóminus ignem suis amoris... y el diácono incensó al celebrante y a
los ministros: sus ropajes vistosos apagaron el brillo tras la niebla. La
niebla se amplió en gigantescos e incorpóreos lóbulos hasta el clero. Por
último, con tres golpes, el turiferario incensó a la multitud, para que todos
se adhieran entre sí, como partes de un solo cuerpo.
—¿No la
reconoces?—insistió mamá.
El sacerdote
besó el altar, se volvió hacia el pueblo y abriendo y cerrando los brazos,
invitó a la oración Orate fratres...
Mamá
percibió que yo seguía sus gesticulaciones. Simulando indignación, me obligó a
leer las palabras que brotaban desde todas partes, como el fragor de una
catarata. Moví los labios diciendo sólo ¡aaahhh...! mientras leía en
castellano: El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y
gloria de su nombre y para nuestro provecho y el de toda su Santa Iglesia,
Amén.
—Estoy
segura... Ese rosado que le brota de las mejillas... ¡Pobre hombre!
—Bueno,
cállate. Hablaremos después—se fastidiaba papá.
El
celebrante tomó la Hostia con ambas manos. Por la feligresía corrió una oleada
de tensión: se llegaba al momento culminante.
Qui pridie quam paterétur. Elevó la Hostia para adorarla él y
ofrecerla a la adoración de todos los presentes. Un profundo y prolongado
silencio tensó el aire. Después asió con ambas manos el Cáliz. Símili modo
postquam coenátum est... para la adoración de todos y mis padres callaron,
fijando sus miradas en el milagro inminente.
HIC EST ENIM CÁLIX
SÁNGUINIS MEI, NOVI ET AETERNI TESTAMENTI. Mystérium Fidei
qui pro vobis et pro multis effundétur in remissiónem peccatórum.
Y mientras
el sacrificio proseguía, ya en presencia viva y gloriosa de Cristo Haec
quotiescumque facéritis, in mei memóriam facietis.
—Fíjate cómo
simula contrición.
Súpplice te rogamus, omnipotens Deus...
—No entiendo
por qué él no reacciona.
"Por Él
y con Él y en Él, a Ti, Dios Padre omnipotente, en unión con el Espíritu Santo,
se dirige todo honor y toda gloria."
"Por
todos los siglos de los siglos. Amén."
—Lo tiene
merecido —cuchicheaba mamá.
Corpus tuum, Dómine, Tu Cuerpo, Señor, que he comido y tu sangre que
he bebido, se adhieren a mis entrañas; y haz que ni mancha de pecado quede ya
en mí después de haber sido alimentado con un santo y tan puro Sacramento: Tú
que vives y reinas por los siglos de los siglos. Así sea.
—Pero ella
no tiene perdón. Es un escándalo de mujer.
Dóminus vobíscum.
Et cum spíritu tuo.
—¡ qué
coraje: presentarse en Misa!
—¡Sssiitt!...
Dóminus vobíscum.
Et cum spíritu tuo.
Ite, missa est.
Deo gratias.
—Vamos a
saludarlos.
—¿A hora?
—Sí, en el
atrio.
Me tomaron
de la mano, empujamos un poco. Las mujeres se besaron en las mejillas, los
hombres estrecharon sus manos. Ella, con esa amable sonrisa que no le gustaba a
mamá, revolvió con sus dedos mi cabellera.
43
AMOS
Busqué a
Olga y fuimos a la iglesia de la Encarnación para conocer esa nueva forma de
cristianismo. En el pórtico, rodeado por numerosos jóvenes, departía el padre
Torres. Al ver a Olga, extendió su mano. Ella me presentó.
—Es un no
creyente —le advirtió.
—¡Bien
venido! —exclamó el cura—. En seguida comenzará lo misa. Si prefiere, puede
esperarme en el estudio hasta que termine; así charlamos.
—No
—intervino Olga—. Viene a misa.
El sacerdote
calló un instante, asociando ideas. Luego añadió:
—Me halaga
entonces.
Otros
jóvenes interfirieron con preguntas. Torres miró su reloj:
—Permiso
—dijo—. Debo vestirme. Es hora.
Cerca de la
salida estaba la pequeña sacristía. El cura se quitó el saco, acomodándolo en
el respaldo de una silla. Tomó el amito y se cubrió los hombros y parte de la
espalda. Luego plegó el alba, la pasó por su cabeza y extendió a lo largo de su
cuerpo, hasta los pies. Con el cíngulo encordado ciñó el alba. Por último alzó
la estola de seda y la calzó sobre la nuca, dejando caer su extremo hacia
adelante. Mi madre no sólo me obligó a frecuentar las misas sino que contrató
un sacerdote para que me catequizara. Tenía bastante bien memorizado el ajuar
del celebrante para descubrir que Torres no usaba ciertas prendas ornamentales
como el manípulo, que cuelga del brazo izquierdo, la casulla y el bonete.
La iglesia
estaba llena. Muchos permanecían en pie detrás de los bancos. El padre Torres
avanzó por el centro de la nave.
"En el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo."
"Yo
entraré al altar de Dios."
"Hasta
Dios, que alegra mi juventud."
Las frases
de siempre, la liturgia inconmovible, hipnotizante, que , antes oía en latín
sin entender, se celebraba en castellano, de frente a los fieles, sin
monaguillo, sin abundancia de genuflexiones ni golpes en el pecho, ni olores de
incienso.
"Purifica
mi corazón y mis labios, oh Dios todopoderoso, Tú que purificaste con una brasa
los labios del profeta Isaías, y dígnate por tu misericordia purificarme de tal
modo que pueda anunciar dignamente tu santo Evangelio. Por Jesucristo Nuestro
Señor, así sea."
Los fieles
se pusieron de pie.
"Continuación
del Santo Evangelio según San Mateo."
"Glorificado
seas, oh Señor."
"Capítulo
6: Cuídate de hacer tu justicia delante de los hombres, Para ser visto por
ellos: de lo contrario no tendrás merced de tu Padre que está en los cielos.
Cuando haces limosna, no hagas tocar trompeta delante de ti, como hacen los
hipócritas en las sinagogas y en las plazas para ser estimado de los hombres,
de cierto digo que ya tienen su recompensa. Mas cuando tú haces limosna, que no
sepa tu izquierda lo que hace tu derecha, para que sea tu limosna en secreto; y
tu Padre, que ve en secreto, te recompensará en público. Y cuando oras no seas
como los hipócritas, porque ellos aman orar en las sinagogas y en los cantones
de las calles en pie, para ser vistos por los hombres,- de cierto digo que ya
tienen su pago. Mas tú, cuando oras, éntrate en tu cámara y, cerrada tu puerta,
ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en secreto, te
recompensará en público. Y orando, no seas hastiante como los gentiles que
piensan que por su parlería serán oídos. No te hagas, pues, semejante a ellos
porque vuestro Padre sabe de qué cosas tienes necesidad antes que pidas."
"Palabra
del Señor."
Llegó el
momento de escuchar al padre Torres. Era lo que realmente me interesaba.
—Cuando nos
reunimos en el templo, no es sólo para orar al Señor—empezó comentando al
Evangelio—. Para orar al Señor "éntrate en tu cámara y, cerrada tu puerta,
ora al Padre, que está en secreto". Nos reunimos para que cada hijo de
Dios esté junto a otro hijo de Dios, para solidarizarnos, unirnos y apoyarnos.
Dios abomina la justicia estruendosa y la limosna pública porque esa justicia y
esa limosna no está motivada por el afán de servicio, sino por la ambición, la
vanidad y el egoísmo. ¿Qué sentido tendría aglomerarnos aquí y fijar nuestra mirada
en el altar, ajenos al vecino como si estuviéramos en un cine? Para eso
hubiéramos permanecido en nuestra cámara. Estamos aquí para recordar que somos
iguales ante el Padre, que somos hermanos, que nos debemos mutuamente, que por
cada uno que tenemos al lado Cristo derramó su sangre.
El sermón ya
destilaba una fuerza genuina. Olga me contemplaba de soslayo para conocer mi
impresión. Aún no quería expedirme.
—Dios
abomina el boato —prosiguió Torres—. Muchos reyes hicieron labrar una cuna de
oro para sus niños, pero el Rey del Universo hizo nacer a su hijo en un corral,
proveyéndole de una calefacción a guano. Eligió para su Hijo un pueblo pequeño
y oprimido, no una nación poderosa, de fuertes ejércitos e invencible armada.
Su venida fue anunciada por profetas inconformistas y rebeldes, que condenaban
la opulencia y exigían con voz ignívoma la justicia social. Allanó su camino un
hombre que vestía harapos, que no respetaba la autoridad legítima de Herodes,
que se llamó Juan Bautista porque lavaba con agua del río y despreciaba la
majestuosidad del Templo y la pompa de sus sacerdotes.
Torres hizo
una pausa. Sus labios esbozaron una sonrisa irónica.
—¿En qué
familia hizo Dios ingresar a su Hijo? ¿Una familia adinerada que cultivaba
relaciones ilustres, practicaba deportes selectos, organizaba magníficas
veladas, asistía en dorados carruajes al Templo y era atendida por una legión
de sirvientes? ¿Cuando mayor le eligieron amistades honorables, cultas y
distinguidas?
No pude
contener una velada exclamación.
—¿Cómo honró
Cristo a sus apóstoles? ¿Los vistió con sedas, engalanó con púrpuras y
dignificó con anillos de zafiro? ¿Cómo entró el Mesías a Jerusalén? ¿Sobre una
silla gestatoria, cubierta la calle con alfombras y rodeado de guardias? ¿Qué
previsiones adoptó para su muerte? ¿Compró un destacado panteón en la
necrópolis y ordenó un entierro de primera clase?
En la
mayoría de los presentes reverberaba la alegría de la iluminación.
—Si—prosiguió
el cura—. Semejante Cristo es grotesco. Sin embargo, durante centurias los
cristianos nos hemos empeñado en imitar esa caricatura de Cristo. No hemos
hecho otra cosa que reeditar el fariseísmo que Él condenó. En vez de adorar un
Cristo humilde, solidarizado con los pobres al extremo de ser igual al último
de ellos, que murió en una vil cruz de madera, nos empecinamos en construir
pesebres de ensueño, fabricar cruces de oro y ceñir su cabeza con pesadas
coronas refulgentes de pedrerías. Dios ejemplarizó claramente con su Hijo,
despreciando las riquezas terrenales, comprometiéndose en forma abierta,
notable y hasta escandalosa con los réprobos de la sociedad, con los pecadores,
los indignos. Jesús dictó su mensaje a los campesinos, a las prostitutas, a los
que veían a los grandes sacerdotes desde lejos porque les estaban vedadas las
primeras filas. Dios se mezcló con el pueblo para demostrarle que puede
conectarse con Él sin necesidad del fastuoso Templo. Dios vivió como el pueblo
para demostrarle que puede llegar a Él sin tener que imitar a los poderosos.
44
—No entiendo
hija, cómo puedes aguantar más de cinco minutos ese olor a incienso. En pleno
siglo XX, cuando el hombre conquista el cosmos y vence una enfermedad tras
otra, a ti, súbitamente, se te da por hacerte beata. Es, en pocas palabras, un
escándalo.
—Sólo te fijas
en los aspectos exteriores, igual que Néstor.
—No me compares
con Néstor, ¡es un anarquista!
—Él es un
anarquista, yo una beata. Sólo tú detentas la Verdad. Tú y tus amigos
millonarios.
—Son hombres
íntegros.
—Por favor,
papá, no me obligues a ofenderte...
—¿Crees que es
más revolucionario tu famoso padre Torres? —se encrespó el doctor Bello.
—Él vive lo que
predica.
—Sí...
"Haz lo que yo digo", ¿empieza así sus sermones?
—Asumió ya en
estas estructuras injustas al hombre nuevo, porque es apto para la sociedad
mejor. En cambio, ustedes se tranquilizan la conciencia haciendo reuniones o
firmando manifiestos inoperantes, confabulando alrededor de mesas lujosas, en
cenáculos donde el único que merece hablar es el sirviente que les prepara café
y al que ustedes hacen salir para que no se entere de los planes que trazan en
su bien, pero mientras hay que explotarlo porque "total, vivimos en el
capitalismo y usufructuándolo contribuiremos a agudizar sus contradicciones y
acercarnos la revolución" —le dijo sin pausa, con las venas del cuello
ingurgitadas.
El doctor Bello
contrajo sus mandíbulas, hizo chirriar los dientes.
—¿Qué hombre
nuevo asumió él? ¿Elige algunos pasajes de la Biblia que piden justicia social
para ponerse a la moda y aumentar la concurrencia de sus misas?
—Él escucha y
respeta, papá. Es algo que en el Partido han olvidado hace mucho. Cree
firmemente en su religión, pero no se cierra a nada ni se escandaliza por nada,
si se lo expresan con honestidad, en cambio, ustedes tienen en funcionamiento
un mecanismo en la cabeza, que sólo deja pasar por el oído lo que coincide con
las últimas versiones de la Enciclopedia Soviética y el resto pasa directamente
a los labios para transformarse en sonrisa de suficiencia o en juicios de
reprobación y desprecio.
—Los dogmas no
los inventamos nosotros, hija...
—No, pero han
asimilado bien ciertas enseñanzas.
—Resulta
tragicómico —cambió el tono de voz—. La Iglesia, que aún combate al marxismo,
que se alió a todos los movimientos reaccionarios de la historia, que condenó
la ciencia en favor del oscurantismo, que bendijo guerras de opresión, que se
llenó de riquezas y de poder, que ahora cambia levemente el rumbo sólo para no
perder privilegios, es para mi hija, para mi propia hija, el baluarte del
progreso y de la liberación.
—La Iglesia
como institución temporal, como comunidad de hombres, ha cometido todo eso. Lo
que el padre Torres rescata es su meollo trascendente.
—Ya veo... Te
ha catequizado bien, no le faltan agallas a ese curita. ¿No querrás con el
tiempo hacerte monja?
—Sigues
cerrado. Eres hermético, papá. A tu Partido le vendría bien una revolución como
la que conmueve ahora a la Iglesia.
—Escucha: no es
la primera vez que un sector de la Iglesia adopta un curso distinto a su
corriente general. Conoces historia y no hace falta que te dé ejemplos. La
Iglesia bendice a los ejércitos de un lado y del otro de la frontera: a cada
uno le desea la victoria. Y siempre triunfa la Iglesia. En nuestros días hay
ciertos matices: en los países socialistas perdió ascendencia y entonces
aparenta apoyar ciertos movimientos revolucionarios en los capitalistas. La
Jerarquía los apoya parcialmente, emitiendo mensajes declamatorios sin
consecuencias prácticas. En los hechos, la Jerarquía mantiene firme su alianza
con las minorías detentadoras del poder. Esos mensajes por un lado y la acción
perplejizante de ciertos curas por el otro, tienen algunos objetivos concretos:
primero, capitalizar a las masas paupérrimas desligándolas de los auténticos
movimientos revolucionarios. Segundo, tranquilizar a los intelectuales honestos
que exigen cambios. Tercero, lograr algunas concesiones que no tocan los
privilegios fundamentales de la minoría, pero sirven como apaciguamiento,
eternizando las actuales relaciones de producción. El común denominador de esto
es narcotizar: narcotizar al pueblo y a las conciencias, eliminar sólo lo
superficial, como se saca el polvo de los muebles para que el mueble dure más
tiempo.
45
Me empezó otro
dolor de cabeza y olvidé tomar los comprimidos el día no me alcanza porque todo
recae sobre mí debo atender a Eurídice a Néstor y a Pedro y darle consejos a
cada uno aunque Eurídice es muy inteligente salió parecida a mí y tiene lógicas
ambiciones cualquier muchacho no es para ella como le dijo o yo lo dije primero
y ella lo repite pero lo esencial es que además de dinero tenga otras
cualidades como por ejemplo una familia de alcurnia con vinculaciones en las
esferas más altas Eurídice podría tener varios novios porque los muchachos se
le amontonan apenas aparece no es necesario que me lo cuenten yo lo puedo
imaginar muy bien y Eurídice podría decir "me gusta éste" pero ella
es prudente y no se va a manchar saliendo con uno que después resulte un
palurdo cualquiera que solamente luce su físico de salón pero no tiene modales
educados ni cultura ni dinero ni buena familia para eso es mejor no
comprometerse con nadie hasta que el destino disponga es claro que yo estaría
más contenta si ella se encaminara de una vez hacia el matrimonio con Jorge
Silva Morales porque es un joven respetuoso y su padre una bellísima persona
con quien Pedro pudo conversar muchas veces antes que yo los invitara a casa
con su esposa e hijos o sea Jorge y dos hermanas para que iniciáramos una
amistad que redundaría en beneficio mutuo la cabeza me martilla y las aspirinas
ya no me hacen efecto debería dormirme pero estoy despierta más que nunca
porque ese tema de Silva Morales me excita y recuerdo qué linda estaba Eurídice
si yo fuera un joven como Jorge me habría enamorado al instante de ella pero
estoy segura que aparenta una forzada indiferencia por educado que es o porque
no se anima sus padres bien contentos estarían con una nuera como Eurídice que
es bonita respetuosa fina ilustrada y toca el piano aunque me parece que esto
último no les interesa mayormente por qué no me vendrá el sueño el padre de
Jorge es el propietario de una cadena de Bancos y todos los ministros de
economía buscan su amistad no pasan dos meses y ya hace otro viaje al exterior
entrar en una familia como la suya implicaría dar el salto más grande de la
vida no solamente para asegurar el porvenir sino la felicidad porque Jorge
heredará las riquezas y notoriedad de su padre mejor que tome otro analgésico
sobre la mesita de luz la doméstica dejó un vaso con agua esa tarde corrí peor
que hoy y felizmente no se me produjo jaqueca tuve que probar el vestido que
estrenó Eurídice y el vestido que estrené yo y luego ir a la peluquería y a
último momento se le rompió un taco a la nena de ese nuevo modelo recién
importado y ya habían cerrado los negocios menos mal que Pedro consiguió hablar
con el gerente y el pobre fue en persona a entregarnos otro aunque no era tan
bonito pero hacía juego con su traje de fiesta y después tuve que repetir las
instrucciones a las domésticas y a los mozos para que no fallara ningún detalle
creo que la reunión salió bien porque comieron de todo y nos reímos mucho
Néstor estuvo muy ocurrente y suelto de cuerpo porque me parece que le gusta
una de las chicas Silva Morales pero yo necesito que antes se formalice el compromiso
con Eurídice porque tal vez los padres de Jorge no verían con agrado ligar dos
de sus hijos a una sola familia y Jorge quizá no se atreva a invitar a mi nena
porque teme alguna iniciativa de Néstor aunque ya pasó bastante tiempo y eso le
preocupa a Eurídice y también a mí pero yo no lo manifiesto porque agravaría su
estado de ánimo ellos en realidad aún no nos invitaron a su residencia Néstor
lo repite diciendo que ni siquiera se acuerdan de nosotros pero yo creo que son
gente muy ocupada y no pueden organizar una reunión en cualquier momento el
señor Silva Morales viaja continuamente y deberíamos sentirnos muy honrados y
halagados de que haya venido a nuestra casa no pasará mucho y nos pedirán que
los visitemos a ellos pero yo como madre no dejo de preocuparme mucho Eurídice
se ha desilusionado y es necesario impedir que estas cosas vayan para muy largo
de modo que se enfrían para siempre así que ese té de beneficencia organizado
para mañana por la Liga de Madres Católicas es una excusa magnífica que yo no
podía desaprovechar y me armé de coraje y telefoneé a la señora de Silva
Morales para invitarla a concurrir y ella aceptó en seguida porque no tenía
ningún compromiso pero yo creo que tiene interés en complacerme y mantener
nuestras relaciones yo iré con Eurídice aunque no se lo dije quiero que la vea
otra vez y cambie algunas palabras con ella para que influya sobre su hijo y lo
estimule a avanzar en ese momento me empezó la jaqueca porque yo tenía
preparadas en la boca un montón de explicaciones sobre la calidad del té para
persuadirla a concurrir pero ella no me dio tiempo y eso me emocionó tanto como
si hubiera dicho que Jorge la quiere a Eurídice y me empezaron a doler las
sienes pero así y todo concluí la conversación telefónica y después llamé a
Eurídice para rever nuestro guardarropa y elegir las prendas que vestiremos.
46
CRÓNICAS
Periodista: ¿A qué atribuye el éxito de
su catequesis universitaria? ¿Satisface las ansias de innovación y hasta
revolución, que exige nuestra juventud?
Padre Torres:
He convertido a esta iglesia en un recinto abierto al diálogo, donde
nadie pregunta cuánto tienes y de dónde procedes, sino cuáles son tus
interrogantes y cuáles tus opiniones.
Periodista: Entonces es una actividad
marginal de la Iglesia.
Padre Torres:
No,
central. La Iglesia es una comunidad de hombres. Cada hombre es un ladrillo del
sublime cuerpo de Cristo. A veces la fractura de pocos ladrillos puede
perjudicar la estabilidad de todo el edificio. Por eso debemos cuidar a los
individuos. Cada uno es sagrado y merece la máxima atención. En eso se basa el
auténtico diálogo: interesarnos por los demás, con respeto y con amor.
Periodista: ¿No teme que los estudiantes
marxistas quieran aprovechar las discusiones para propagar su ideología?
Padre
Torres: Eso
denunciaría debilidad de mi fe. Mi fe no teme a ninguna ideología, está por
encima de ellas, puede aplastarlas o nutrirlas.
Periodista: ¿Su actividad está
respaldada por la Jerarquía?
Padre
Torres: Informo
periódicamente a mi Obispo. No tengo nada que ocultar.
Periodista: Sus prédicas son consideradas en ciertos círculos
como subversivas.
Padre
Torres: No
es la primera vez que el cristianismo es acusado de subversión: lo certifican
millares de mártires y nuestro máximo testigo: Cristo.
Periodista: ¿Insinúa que el
cristianismo, para ser auténtico, debe mantenerse en estado de rebelión?
Padre
Torres.- El
cristianismo es incompatible con Herodes, con Caifás y con Pilato. Ellos
quisieron y lograron la muerte de Jesús. Ellos lo pretenden asesinar por
segunda vez.
Periodista: ¿Qué quiere decir?
Padre
Torres: Lo
comprenderá releyendo los Evangelios. Su lenguaje es suficientemente claro para
que nadie, si no cierra voluntariamente su intelecto, pueda equivocarse.
Herodes, Caifás y Pilato son las tres fuerzas que ahora, como antes,
representan la autoridad legítima en el país, en la religión y en las zonas de
influencia imperialista. Para mantener esa autoridad que no es grata al pueblo
ni a Dios, tienen que asesinar a Cristo.
Periodista: Discúlpeme la siguiente pregunta,
padre: ¿Se considera usted tan católico como antes de viajar a Europa, o ahora
su catolicismo es compartido por ideas socialistas?
Padre
Torres: Mi
catolicismo ha ido creciendo a medida que aumentaba mi concientización. He
rescatado lo esencial de mi fe, como a una perla encerrada en una espesa
concha.
Periodista: ¿Cuál sería la concha?
Padre
Torres: La
que Cristo denunció. Lo remito otra vez al Evangelio.
Periodista: ¿Tiene algo más que agregar?
Padre
Torres: Que
juntamente con el padre Agustín Buenaventura deseamos bajar al llano. Queremos
estar al servicio de los necesitados, porque eso es cristianismo. Queremos
contribuir a que el fermento evangélico se propague. Estamos convencidos de que
la Iglesia es la gran fuerza que purificará a Latinoamérica, que Cristo dará
evidencia de su gloriosa Resucitación a través de una liberación —de la muerte,
de la opresión, de la miseria— que alcanzará a los hombres que habitamos este
continente, que creemos en Él y que somos parte de Él.
47
La señora
Fuentes y su hija penetraron con estudiada elegancia en el luminoso hall del
Palace Hotel. Un anunciador señalaba con una flecha azul la sala donde se
realizaba el té organizado por la Liga de Madres Católicas. La doble puerta de
cristal dejaba ver mesas tendidas y muchas personas conversando en grupos, de
pie aún. Las dos mujeres se contemplaron brevemente en un espejo lateral,
palparon sus mejillas para descartar un rubor precoz e inoportuno y penetraron
en el espacioso recinto.
Sin quitar la
sonrisa de sus labios —que otorgaba cierto grado de seguridad— buscaron con los
ojos a las personas conocidas, como el náufrago a una nave de salvamento. En
seguida se les aproximaron dos mujeres de la Comisión Directiva. La señora de
Fuentes se alegró al reconocerlas; lanzó un gritito algo más estridente del
calculado y les aproximó su mejilla. En seguida presentó a Eurídice.
En poco tiempo
el salón se llenó de gente. Eurídice estaba excusada de seguir las
conversaciones que sostenían las mujeres mayores y se dedicó a acechar el
arribo de la mamá de Jorge.
Una salva de
aplausos recibió al huésped de honor, el padre Agustín Buenaventura, párroco de
la iglesia de la Encarnación.
En ese momento
Eurídice pellizcó el brazo de su madre; era la señal convenida. La señora de
Fuentes movió sus ojos con la celeridad del águila y atrapó a la señora de
Silva Morales en el preciso momento que ingresaba en el salón. Corrió una silla
hacia adelante, se desplazó rápidamente, empujó una mesa hacia atrás, hizo
señas con una mano, recurrió a toda su voluntad para no gritar, porque eso era
ordinario, y felizmente ganó la carrera por tres cuerpos a las mujeres de la
Comisión Directiva. Se abalanzó sobre la señora de Silva Morales, la abrazó,
rozó su mejilla e invitó a ubicarse en el lugar que le estaba guardando. Los
miembros de la Comisión Directiva saludaron de lejos a la recién llegada,
mientras la señora de Fuentes la arrastraba aceleradamente hacia Eurídice,
temiendo que se le escapara la presa.
La joven
sonreía con el más seráfico candor, besó a la señora de Silva Morales y le
preguntó por sus hijas, por su marido y, recién al final, venciendo su innata
discreción, por Jorge.
La señora de
Fuentes refirió que su hijo Néstor concurría a la iglesia de la Encarnación,
donde se realizaban importantes reuniones estudiantiles de catequesis y
esclarecimiento.
—Es una gran
obra la que realizan estos sacerdotes —afirmó—. Llenan un vacío. Muchos jóvenes
no saben dónde ir ni cómo encaminar sus vidas. Allí se les orienta. No deja de
ser una tranquilidad para las madres que justamente la Iglesia complete la
formación de sus hijos.
—¿Es usted muy
religiosa?
—¡Sí; somos muy
católicos!
—Estos actos de
beneficencia son simpáticos. Trato de concurrir siempre.
—Yo también
—frunció sus labios, emocionada por encontrar tantos puntos comunes con la
señora de Silva Morales...—. Es la mejor manera de ayudar a los necesitados.
—Y mantenerlos
tranquilos... —agregó con sorprendente honestidad.
La señora de
Fuentes no captó su ironía.
—La Liga de
Madres Católicas ha prestado su ayuda a muchísimas obras. Las tengo bien
presentes. Por eso la invité a venir: imaginaba que lo haría con gusto.
—¡Ya lo creo!
Además tenía curiosidad por conocer al padre Buenaventura. Últimamente
empezaron a circular ciertas anécdotas muy coloridas.
—¿Ah, sí?
—De las buenas
y de las malas...
—¡No me diga!
¿Oyes, Eurídice?
—¡Bah, son
rumores! —trató de quitarle importancia—. Parece que hubo un enfrentamiento con
monseñor Constanzo. Cuando murió, fue trasladado a la iglesia de la
Encarnación. Antes lo trasladaban de una selva a otra, de una montaña a otra.
Vivió de mudanza permanente —alzó con delicadeza una masa y se la llevó a la
boca—. Tengo muchos deseos de escucharlo, realmente.
La señora de
García Colodrero, Presidenta de la entidad organizadora, se puso de pie y
acomodó el micrófono, produciendo fuertes raspones sonoros.
Las damas
callaron, algunas bebieron rápidamente los últimos sorbos de té y otras
corrieron ligeramente sus sillas para ver mejor.
En pocos
minutos la Presidenta justificó el destino que se daba a las recaudaciones de
esa tarde, explicando las ventajas de crear un centro para el estudiantado
católico de la ciudad. Luego reveló algunas facetas legendarias de ese cura con
un poco de sangre india que había enfrentado las trampas de la naturaleza
salvaje y convivido con hombres ignorantes de Dios, empuñando un crucifijo y
enseñando el Evangelio.
El viejo y
obeso sacerdote parecía abstraído en la contemplación del mantel mientras esa
buena cristiana refería las anécdotas que él mismo le contó días antes, cuando
fue a entrevistarlo para anotar sus antecedentes biográficos.
Se puso de pie,
estrechó efusivamente la mano de la señora que acababa de hacerle tan
laudatorio introito y, aproximándose al micrófono, articuló su voz grave y
espumosa como el mar golpeando a los acantilados:
—Hijas mías: os
habéis reunido para apoyar la obra de una iglesia. La señora de García
Colodrero acaba de elogiarme porque soy parte de esa iglesia. Mi obra, vuestra
obra, la obra mentada o anónima deja huellas, porque jamás escapa al
conocimiento de Dios. Y la mayor obra que nos encomendó el Creador es
justamente ayudar al prójimo.
Extendió
histriónicamente sus brazos en cruz y añadió:
—Así me
presentaba yo ante las "temibles" criaturas que no me conocían: sin
armas, sin escudo ni defensas. Mi cuerpo abierto en cruz quería decirles: vengo
para abrazarlos fraternalmente. Entonces se hizo claro que no eran tan
temibles. ¿Cuánta distancia puede haber entre el peor de los hombres y yo,
comparada con la distancia que existe entre el Creador del Universo y uno de
nosotros? ¿No resultará grotesco al Señor que algún hermano se sienta más digno
o importante que otro? Es como si un insecto quisiera convencernos de ello. Yo
me presentaba como hermano, actuaba como hermano, ayudaba, reprendía como
hermano. Pronto ellos me reconocieron como tal.
Entonces empezó
a relatar la vida en los extramuros de la civilización, sus dificultades, su
aislamiento, su heroicidad. Asoció los recuerdos sin ordenamiento cronológico,
con mala sintaxis pero auténtica emotividad. Su discurso conmovió.
Habló media
hora. El tenso auditorio femenino lo aplaudió frenéticamente. Algunas mujeres
se sonaron la nariz para eliminar lágrimas que buscan ese atajo y que no
malogra el maquillaje palpebral.
Agustín Buenaventura
se sentó y con ambas manos se restregó las abultadas mejillas. Había logrado
romper los cerrojos de la indiferencia. Esta multitud tenía que apoyar con
dinero a su iglesia.
La Presidenta
de la Liga aguardó unos minutos y se aproximó al micrófono:
—Nuestro
corazón de madres católicas tiene ahora un solo vehículo de expresión: la
caridad, la limosna. Las palabras no alcanzan para reflejar nuestro fervor. Al
padre Buenaventura tenemos que agradecerle con hechos. En este té de
beneficencia no recurriremos a las rifas ni a una vulgar colecta. Cada una de
nosotras dirá su aporte y luego lo efectivizará. Yo soy la primera.
La imitaron
varias mujeres. Sus brazos se levantaron como bastones sobre sus cabezas.
La señora de
García Colodrero recordó algunas anécdotas recién contadas por el sacerdote y
las esgrimió como ejemplos para exigir mayor fuego de amor cristiano.
La señora de
Fuentes contempló de soslayo a su vecina, que aún no había hablado. Con tantos
Bancos, seguramente donará una cantidad notable... Su pecho empezó a agitarse.
Ésta era la ocasión para demostrar que los Fuentes también tienen dinero y lo
saben ofrecer a las buenas causas. Levantó su mano. Eurídice la contempló. La
Presidenta quedó un instante con la boca abierta, porque no esperaba una cifra
tan elevada. Su rostro se llenó de luz. Miró a Buenaventura y ambos
aplaudieron.
—¡Muy bien!
—exclamaron varias voces.
La señora de
Fuentes se había sonrosado. Quería simular una tranquilidad que ya había
perdido. A veces dar dinero produce tanta satisfacción como ganarlo, aunque
parezca increíble.
—La felicito
—dijo la señora de Silva Morales.
—He cumplido
con mi conciencia —respondió exultante—. Por algo somos católicos. La iglesia
de la Encarnación lo merece. ¿Cómo no regalar cuando se puede?
La Presidenta
de la Liga elogió al desprendimiento de la señora de Fuentes y estimuló a
imitarla.
Eurídice
contempló a su madre, que hacía esfuerzos por contener una risa de
satisfacción. Ojalá que la señora de Silva Morales se lo cuente a Jorge,
pensaron al unísono.
48
Cualquier
cura tiene una mezcla de feminidad y soberbia que enerva. Algo menos en el
padre Torres, pero... tiene. El gordo Buenaventura —¡le acertaron con el
apellido!— es rudo, campechano, hasta podría decir ordinario. Sí, ésa es la
palabra: ordinario. Por eso me gusta un poquito más. Tienen de bueno que no
andan rastreando pecados y no se meten con la vida de uno si uno no se lo pide.
Tienen de malo —eso es incurable— ser frailes. Por más que se muestren humildes
fingiendo o no, hay algo que los distingue, que los pone por encima de los
demás. Cuando ellos hablan, los otros callan. Eso porque son curas. Si
estuvieran realmente en el llano, como dicen, o por lo menos pretenden, no
ocurriría así. Son dirigentes aunque no lo manifieste nadie. Y yo aborrezco a
los dirigentes.
Olga me puso
en contacto con estos dos frailes que han transformado la tradicional iglesia
de la Encarnación en un foco de agitación estudiantil. Ella se ha entusiasmado
mucho porque dice encontrarles una pureza de intenciones y una integridad
humana que siempre se la inculcaron pero nunca vio practicar. Claro que ella no
está harta de cirios y de hostias como yo. ¿Será psicológico? Una vez me
llevaron al médico porque tenía fiebre y me prescribió un antibiótico. Saqué a
relucir mi cinismo rogándole que salvara mi estómago de una inminente
catástrofe por el atosigamiento de hostias a que lo sometía obligatoriamente mi
madre. Desde entonces comulgué menos... La teofagia no fue inventada para mí.
El médico no supo si reír o salir disparado.
Discutí
mucho con Olga acerca de las innovaciones que propugna Torres, al igual que
centenares de curas en distintas partes de Latinoamérica. A mi entender, esos
cambios empezaron como revolución interna de la Iglesia. El Concilio Ecuménico
que convocó Juan XXIII pretendió satisfacer una serie de inquietudes que se
manifestaban tímidamente y produjeron una apertura. Esa apertura fue como un
boquete en un muro de contención: la fuerza acumulada hizo estallar todas las
compuertas y lo que hace pocos años eran simples cambios de forma, se ha
transformado en un proceso vertiginoso y radical que amenaza con demoler todo
el vetusto e imponente edificio de la milenaria Iglesia. La Iglesia era como
una cápsula espacial en el mar. Mientras se mantenía herméticamente cerrada,
continuaba flotando con vida en su interior, a pesar de las tempestades que
embravecían al oleaje. Pero la Iglesia, necesitando oxígeno, abrió las
escotillas y perdió su inmunidad.
Torres y
Buenaventura son etapas intermedias, están entre la Iglesia y el mundo. A
medida que se comprometan y avancen, estarán más en el mundo y menos en la
Iglesia. Cuando estén fuera de la Iglesia se asemejarán a cualquier mortal y no
asombrarán a nadie. Ellos juegan el papel del Rey que se viste de Mendigo. Como
es algo insólito, el pueblo lanza exclamaciones de perplejidad y admiración.
Algunos reprueban, muchos aplauden, todos comentan. Pero el día que ese Rey
pierda definitivamente su corona, no valdrá más que el último plebeyo del reino
y ya nadie se interesará por él.
Por eso no
creo posible la constitución de una "Iglesia de los pobres" que sea
fuerte. Una cosa es la palabra del Cardenal, del Nuncio o del Arzobispo en
representación de un clero oficialista y enriquecido, que oyen los gobiernos,
publican los diarios, aplauden los diplomáticos. Otra muy distinta es la
palabra de sacerdotes que se manifiestan abiertamente contra las estructuras
vigentes, aunque irradien esa curiosa aleación de feminidad, simpatía y
soberbia como Buenaventura y Torres. Estos sacerdotes no tendrán la audiencia
del Presidente y serán arrastrados a la cárcel. Su conducta puede obtener
resultados favorables al comienzo, pues conquistará al pueblo e incluso a
algunos oligarcas sentimentales. Pero cuando no sean manifestaciones aisladas,
sino un movimiento con posibilidades de lograr en la práctica lo que sólo
parecían declamaciones utópicas, entonces la plutocracia recurrirá a toda su
fuerza de represión y no distinguirá entre un sacerdote y un delincuente. Los
medios de difusión identificarán a estos curas con los comunistas y el pueblo
dejará de ver en ellos al Rey bueno que se vistió de Mendigo.
El pueblo
llegará a creer que se trata directamente de un mendigo que no es Rey, que el
Rey es la otra Iglesia, la que lo educó de otra manera, en base a otros
principios y que se expresa con otra liturgia. Entonces el pueblo dará la
espalda a ese Mendigo, ese simple Mendigo que lo quiso confundir, que no tiene
poder, que es tan pueblo como él mismo. El verdadero Rey nunca es Mendigo del todo
y así se lo demostrarán el Cardenal y el Nuncio, que desde sus tronos y palcos
repartirán bendiciones, denunciarán vehementemente las injusticias y dirigirán
procesiones para rogar que el Señor —"y solamente el Señor"— derrame
su gracia sobre los desheredados.
Los cambios
no se logran con bondad ni persuasión. El más grande fracasado es el mismo
Jesús, cuya bondad lo llevó a juicio y cuya prédica lo condujo al Gólgota.
Quisiera ver
quién es capaz de persuadir a mis padres para que repartan sus bienes entre los
pobres y vuelvan a su primitiva pensión en el barrio español. Si el Arzobispo
en persona lo exigiera desde el ambón catedralicio, lo único que lograría es
que dejen de asistir a misa. Porque entre Dios y el dinero, sólo los idiotas
elegirían a Dios.
49
Encendió el
motor. Su ronroneo suave empezó a sedarlo. De todos modos, estaba mucho más
tranquilo que al venir. Ojalá que este padre Fermín Saldaño consiga algo.
Puso la primera
y empezó a andar. Acarició el volante con sus dos manos. ¿Cuántas veces se lo
había ofrecido a Olga? ¿Por qué algunos jóvenes se desviven por un magnífico
super-sport como éste y a su hija ya dejó de interesarle después de la primera
vuelta? ¿Qué es lo que tiene esta chica? ¿Se puede reducir todo a decir que es
un conflicto generacional? ¡Vaya tontería!
Dobló en la
esquina y se deslizó velozmente, como una bola de billar por la aterciopelada
superficie.
Tengo
suficientes referencias sobre el nuevo jefe de Policía. Con este sujeto no se
juega. Le circula algo especial en la sangre que el Gobierno ha sabido
descubrir. Anunció escalofriantes represiones. Ese cura Torres es un
irresponsable. ¡Menos mal que se me ocurrió hablar con su tío! Tiene fama de
ultrarreaccionario. Pero no es estúpido el hombre... No es estúpido. Claro: nos
separa un Himalaya pero se deja hablar, entiende... razona. ¿Qué beneficio
reportará a la sociedad otra manifestación si no está integrada en un plan de
lucha coherente? ¿Qué consecuencias puede lograr la insurrección sin
conspiración? Intentar conmover a un régimen sin haber planeado qué construir
después, es inoperante y pueril: el mismo régimen volverá a controlar el poder
porque tiene sus cuadros, sus técnicas y un campo conocido de maniobras. La
insurrección es un arte, como la apotegmatizó Marx. El pueblo necesita una
dirección inteligente, orgánica y eficaz. No bastan las buenas intenciones ni
la audacia. Ya pasó la época de las barricadas. Latinoamérica no es París ni
sus fuerzas de represión la blanda caballería de Luis Felipe...
Esto no lo
entiende mi hija. Quizá sí lo entienda Torres. Es muy posible. Pero en su
cabeza bailan otras intenciones: popularidad, demagogia, hacerse el mártir. Eso
es: coronarse con un limbo. Acordaría con su mentalidad. ¡Imbécil! ¡Mil veces
imbécil!
Se detuvo ante
el semáforo.
Saldaño está
más enfadado con su sobrino que yo con mi hija. Sin embargo, prometió hablarle.
Entre curas deben entenderse mejor. Le deseo éxito. Olga no me oirá. Ya lo
intenté demasiadas veces. Pasa por años de crisis: llegará el día de la
recapacitación.
Luz verde.
Arrancó.
No le diré nada
a mi mujer. Mejor que no lo sepa nadie. Tampoco Saldaño lo difundirá. Ni él ni
yo nos beneficiaremos comentando la entrevista... Jeh... He transpirado antes
de decidirme... No estoy arrepentido; era lo único que podía hacer. ¿Quién sino
él puede influir sobre Torres? Si fuera cristiano, creería que la Divina
Providencia me hizo salir a tiempo de la cárcel para evitar una catástrofe...
¿Por qué me libraron a mí antes que a tantos otros? Olga dijo... (¡se ha vuelto
ofensiva esta mocosa!) que soy un comunista inoperante y reaccionario, que ya
no causo temor a nadie... ¿Qué pretende? ¿Que salga a la calle a matar
policías? ¿Qué otra cosa hace su padrecito Torres? Yo, por lo menos, integro un
Partido, una organización, una fuerza de verdad, con respaldo ideológico,
político e incluso internacional. ¿Y su padrecito Torres? ¡Ah claro, lo
respalda el ángel de la guarda!... Ojalá que Saldaño lo consiga persuadir para
que busque la libertad de los estudiantes presos con otros métodos y olvide (o
por lo menos posponga) su manifestación de protesta. Que emita una declaración,
que reúna firmas, que lo haga gestionar al Obispo. Pero que no conduzca a esos
jóvenes inexpertos hacia un fracaso seguro. ¡Ya quisiéramos tener nosotros las
redes de la Iglesia! ¿Por qué no las emplea en vez de hacerse el aventurero?
50
Esta vez
exigiría. No se trataba simplemente de informar y cubrirse el rostro. Era
necesario realmente que su pedido prosperara; tenía que plantear debidamente el
problema, sin temor a las críticas. Sobre la alfombra caía desde la ventana un
angosto cilindro de luz. Faltaba aire: espeso cortinado sobre las aberturas,
cuadros con anchos marcos labrados, viejas adargas de cuero oscuro, una araña
que pendía sobre el escritorio y cuyos caireles serían rutilantes si se
encendiera.
—Entre los
detenidos hay muchos jóvenes de dignas familias católicas, monseñor...
Tendríamos que interceder por ellos.
El Obispo
acarició la piel de su mandíbula, pensativo.
—Si han
cometido algunas faltas —insistió Torres—, la lección ya es suficiente. No
deberíamos permitir que se prolongue su encierro.
—¿Dónde fueron
arrestados?
—Bueno...
—titubeó Torres—. Fue hace tres noches ¿recuerda? "La noche blanca",
como la calificaron algunos periódicos.
—¡Ah!
—Arrestaron
centenares de personas. La ciudad fue rayada por las luces de los patrulleros y
autos celulares. En algunos barrios se oyeron silbatos y gritos. Sonaron
timbres, aldabonazos. En fin, creo que despertó la ciudad entera.
—La noche
blanca... —repitió Tardini.
—Muchos hogares
fueron violados, monseñor.
—¿Los de dignas
familias católicas?
—No podría
detallarlo. Mis medios de información son limitados. Pero los hubo.
—La noche
blanca... —volvió a murmurar. Se acomodó los anteojos e inclinándose un poco
hacia adelante, agregó— ¿La llaman así porque se despertó a la gente, porque
las luces de los vehículos policiales iluminaban mucho o porque se limpió a la
ciudad de sus oscuras costras?
Carlos Samuel
retrocedió en su asiento. Apoyó el extremo de sus dedos sobre el borde del
escritorio. Sus posibilidades de éxito quedaron reducidas a menos de la mitad.
—Tal vez haya
un poco de todo eso, monseñor.
—Razona bien,
Torres —sonrió satisfecho—. Razona bien.
Carlos Samuel
sentía que lo estaba bloqueando. Decidió arremeter.
—Pero fue tan
grande la razzia, que han caído injustamente muchos inocentes.
—¿Cuántos
inocentes?
—No sé. Los
jóvenes en su mayoría son inocentes.
—Es curioso —se
apoltronó tranquilamente—. Su pedido me trae a la memoria un pasaje bíblico que
nada tiene que ver con usted, por cierto. Abraham pidió a Dios que perdonara a
Sodoma y Gomorra insistiendo que había inocentes. ¿Se parece usted a Abraham?
Largó una breve
carcajada, mirando de reojo la faz izquierda y derecha del cura.
Carlos Samuel
tuvo que forzar una sonrisa. Aguardó un instante y volvió al tema.
—¡Los jóvenes
son limpios! Si cometen errores, casi siempre es por ignorancia.
—Puede ser.
Pero entonces hay que sacarlos de la ignorancia. Deben conocer cuáles son los
malos caminos, para evitarlos. Y una manera —¡no la mejor por cierto!...
Tampoco la propicia, ¡válgame Dios!— una manera es ésta: la empleada por el
poder secular.
—Monseñor...
yo...
El Obispo apoyó
sus codos sobre el cristal del escritorio, cruzó los dedos de sus manos y
adelantó su busto, dispuesto a oír la frase decisiva.
—Yo... vine a
solicitarle que interceda ante las autoridades para...
—¡No siga! —le
interrumpió.
Carlos Samuel
quedó cortado, con la boca abierta y una palabra a medio salir.
—A quien tengo
que dirigirme no es a otras autoridades, sino a usted para encarrilar su propia
autoridad en la iglesia de la Encarnación.
El curso de la
entrevista viró bruscamente hacia un agudo enfrentamiento. El Obispo perdió su
bonhomía, había penetrado en un asunto que le quitaba el sueño. Extendió su
índice hacia el entrecejo de Carlos Samuel.
—Usted es el
culpable de que muchos jóvenes católicos hayan sido arrestados porque los
condujo hacia una peligrosa alineación marxista.
—¡Monseñor!
—¡No me
interrumpa! —se aclaró la voz y, moderándola, prosiguió—: Usted ha transformado
una de las más veneradas y dignas iglesias de nuestra ciudad en un foco de
agitación estudiantil. A mi no me confunden los títulos: "catequesis
universitaria", "diálogos humanos", "rescate del Evangelio",
son, en el fondo, mítines políticos. Eso no es imprescindible para el correcto
desempeño de su ministerio. Con esos mítines usted aglomera multitud de
jóvenes, satisface las inclinaciones izquierdizantes de algunos grupos pero ¿en
qué los cristianiza más profundamente? Los que asisten a los debates sobre
subdesarrollo, economía política, socialismo e incluso historia sagrada ¿van a
confesarse? ¿Cuántos siquiera oran?
—Monseñor...
—Carlos Samuel quiso explicarse respetuosamente.
—¿Olvida que la
confesión es un sacramento? Usted no la estimula: casi diría que la ignora. Sé
que muchos jóvenes concurren a su misa dominical sólo porque les interesa el
sermón. Es una blasfemia para el Santo Sacrificio. A mí no me confunde la
cantidad. Preferiría menos gente y más devoción.
La entrevista
retomó el aspecto de tantas otras. El Obispo reprendía a Carlos Samuel y éste,
con humildad, con estoicismo, bajaba la cabeza para recibir los azotes. Pero
esa situación no se resolvía. Marchaban por una meseta en la cual ninguno de
los dos podía bajar o ascender sobre el otro. Ambos sabían que tras esa
descarga —útil para tranquilizar la conciencia honestamente torturada del
Obispo— Carlos Samuel volvería a su iglesia y proseguiría actuando como si nada
hubiese ocurrido.
Monseñor
Tardini no se atrevía a tomar decisiones más severas porque los nuevos vientos
le helaban el corazón.
—Estuve en la
cárcel, monseñor —dijo Carlos Samuel al abrigo de una pausa.
El Obispo se
sorprendió un poco, pero simuló no interesarse.
—Han mezclado
prostitutas con comunistas, con ladrones y con estudiantes —exageró adrede.
Tardini se
contempló las uñas. Carlos Samuel esperó su reacción en silencio. Al cabo de un
rato le miró a los ojos.
—¿Eso es lo que
más le preocupa?
—¿No debería
preocuparme, monseñor?
—La noche
blanca... —volvió a apoltronarse—. Los cargos deben ser severos —reflexionó
lentamente—. Para la policía son todos delincuentes. Hay diferencias, por
cierto... Pero —se detuvo en seco y volcó bruscamente su cuerpo hacia
adelante—: ¿De qué jóvenes católicos dignos me habla usted?
—Puedo
proporcionarle una lista.
—¡Cuántos son!
¿Ciento?, ¿noventa?, ¿ochenta?
—¿Si fueran
cincuenta no merecerían su merced?
—Por cincuenta
intercederé.
Carlos Samuel
tragó saliva. Debía corregirse rápidamente.
—¿Si sólo se
trata de treinta? No recuerdo con exactitud la cantidad.
—También lo
haré por treinta... Esto es cómicamente parecido a Sodoma y Gomorra.
—¿No lo haría
también por los estudiantes no católicos? —Carlos Samuel se puso tenso, jugaba
su última carta.
—Mándeme la
lista que me prometió y acabemos aquí —Tardini se puso de pie.
El cura bajó
los ojos. Se incorporó lentamente. Presentía otro fracaso.
El secretario
del Obispo abrió la puerta. Carlos Samuel salió al bruñido corredor. Arrastró
lentamente sus pies cansinos.
En la calle, el
sol se posó caliente sobre su cara hosca. Contrajo los ojos, rechazándolo.
51
EPÍSTOLA
Querido sobrino:
Estoy preocupado. Hasta mí
llegan las versiones más encontradas sobre tus actividades. Caminas sobre un
terreno cenagoso, donde puedes hundirte con facilidad. Sabes que he confiado en
ti, en tu vocación y en tu inteligencia. Pero no eres más que un hombre, sujeto
a humanas limitaciones y pasible de ser encandilado por una falsa estrella. No
dudo que el móvil que impulsa tu labor es el amor al prójimo. Pero ello no
basta para evitar el error.
El Concilio Vaticano II
permitió que nuevos vientos soplaran en la Iglesia. Pero entre esos vientos
auténticamente cristianos se mezclaron otros largamente repudiados por las
autoridades eclesiásticas, que sólo pueden provocar anarquía, confusión y
perjuicios.
Es necesario ser honesto y
preciso en las interpretaciones que se hacen sobre sus resoluciones,
apartándose de las corrientes que pretenden desviar a la Iglesia —o por lo
menos a una parte de su clero— hacia actitudes extremistas reñidas con las
tradiciones de la civilización occidental. Ten siempre presente que ninguna
autoridad católica ha negado el derecho natural de la propiedad privada. Por lo
tanto, es un delito ir contra ella. Los cambios sociales que lleven a un
mejoramiento social o a una más justa distribución de la riqueza no pueden
alterar ese derecho. Se pecaría contra los Mandamientos de Dios. Los cambios
sociales no deben pretender igualar a los hombres porque, además de ser una
utopía, ataca un hecho que proviene de la voluntad del Señor. El
"famoso" diálogo con los comunistas debe ser cauto y armado. No
olvides las directrices palabras de León XIII en su Encíclica Quod apostolici
que definía a la doctrina socialista como "mortal pestilencia que se
infiltra por las articulaciones más íntimas de la sociedad humana y la pone en
peligro de muerte".
Los comunistas, tras su
falso humanismo, conducen en la práctica a un descarnado totalitarismo ateo,
que esclaviza al cuerpo y ahoga el alma. No descartan ningún medio, por reñido
que esté con sus concepciones más profundas, incluso alianzas con la Iglesia, a
la que siempre mancillaron, si ello puede acercarlos a sus ambiciosos
objetivos. Pactar con los comunistas es como pactar con el demonio, porque es
infinitamente mayor la probabilidad de que ellos nos controlen a que nosotros
los convirtamos.
Recuerda, además, que los
materialistas no aceptan que la autoridad proviene de Dios. Por lo tanto, no se
sienten obligados a respetarla.
Esa falta de reverencia por
la autoridad no sólo daña al cuerpo social, sino a la jerarquía religiosa e
incluso a la estructura de la familia. El cristianismo debe mantener viva su
cosmovisión vertical, desde Dios hacia abajo. Romper uno de los peldaños de esa
escalinata vertical, es dañar en algo la escalinata del Señor. Ésta es una
diferencia fundamental con el marxismo.
Por eso la Iglesia está
empeñada en una lucha contra el comunismo, no en su favor. La Rérum Novárum fue
lanzada para combatir al Manifiesto Comunista, no para respaldarlo. El
aggiornamento promovido por Juan XXIII busca pertrechar a la Iglesia con armas
modernas que le permitan competir en igualdad de condiciones. Se busca la
fortaleza, no el contubernio. Tras cada Pastoral, Encíclica, Conferencia
Episcopal o Congreso Eucarístico existe una intención práctica que apunta hacia
una vigorización de la Iglesia y la sociedad que la nutre. En otras palabras,
vigorizar el santo ministerio y su eficaz jerarquía, establecidas por el mismo
Cristo, vigorizar el sentido auténtico de la autoridad y vigorizar el derecho
natural, sano y sabio de la propiedad privada.
He sido tu mentor
espiritual. Yo te conduje casi de la mano al sacerdocio. Va, pues, mi consejo:
Cristo nos quiere en el mundo y no del mundo. Debemos mezclarnos con nuestra
grey para conocerla y ayudarla mejor, pero no debemos adoptar sus costumbres y
defectos. Los instrumentos de que nos proveyó el Concilio no deben conducir a
la liquidación del ministerio. Si los sacerdotes no nos diferenciamos de los
laicos, no habrá sacerdocio. La búsqueda de la originalidad a destajo se llama
"modernismo". Como la originalidad no es tanta, se cae en lo
prohibido, ridículo o grotesco. Nuevos caminos anunciados con trompetas son
apenas estrechos y muy sinuosos senderos. ¿No es un signo de alienación escoger
a éstos y abandonar las anchas avenidas que durante siglos trazó la Iglesia?
Esto, sin embargo, es lo que intentan los tristemente apodados "curas de
vanguardia".
Vuélvete, querido Carlos
Samuel. Retrocede sobre tus pasos. Nuestra misión es edificante y bella. No
perturbes su dignidad ni mancilles su albura con temerarias experiencias.
Apártate de esos pantanos donde flota el vaho de la tentación. Nada de lo que
actualmente exalta a la juventud y a las masas llevará hacia la salvación. Es
un espejismo, es un truco del Demonio. Sólo la Iglesia inspirada por Cristo no
pierde el rumbo.
52
—¡Dame, viejo!
—¡Falta una
moneda!
—¡No seas
mezquino, viejo! Te la doy otro día.
—¡Falta una
moneda, te digo!
—Bueno, toma.
¡Y piérdetela en el culo! —Donato se la arrojó a pleno rostro.
—¡Insolente!
Para eso estudian, para aprovecharse de la gente grande.
—¡Raja, viejo!
El vendedor de
golosinas empuñó su bastón y se alejó cojeando.
—Éste merece
una lección —sentenció Donato. Si tuviera mi guardia, lo metería a ese viejo
roñoso en la sala de torturas y allí aprendería a respetarme.
—Merece una
lección —repitió.
—Es un pobre
hombre —Carlos Samuel trató de restarle importancia.
—A mí nadie me
dice insolente y menos un viejo lleno de piojos.
—Se gana la
vida como puede. ¿No lo viste parado frente al colegio en los días de lluvia?
Te aseguro que me daba lástima, cubierto con una capota raída, aguardando
durante horas para vender unos pocos caramelos.
—¡Eres un
maricón! ¿Por qué no usas polleritas con flores?
—Hay mendigos
más viejos y más sucios que no me conmueven —prosiguió Carlos Samuel—. Pero a
ése, a veces le compro algo de pura compasión.
—¡Eres una
mujer! ¡Tendremos que llevarte al baño y darte duro!... ¡Muchachos: tengo un
plan para divertirnos a lo grande! Sentémonos ahí.
Carlos Samuel
lo contempló con desconfianza.
—En este
momento somos cinco. No hace falta más. Propongo darle una paliza
ejemplarizadora a ese viejo de mierda. ¡El que no acepte es un maricón!
—¿Qué piensas
hacer?
—Lo llevaremos engañado
a un baldío, lo amordazaremos y ataremos. Lo demás corre por mi cuenta.
—No me gusta
—se opuso Carlos Samuel.
—Aquí tenemos
al primer maricón. Ya le daremos una lección a él también. Se arrepentirá de
disfrazarse con pantalones. ¡Eres una hembra! —le espetó en el rostro.
—¡Tu plan es
criminal!
—Pregunto, ¿qué
otro maricón se opone? —Donato se dirigió a los demás.
Nadie replicó.
—Muy bien.
Somos cuatro machos. Tú, mujercita, mejor que hagas desaparecer tu inmunda
persona.
53
Carlos Samuel
Torres se mordió los labios y no protestó. Fue uno de los primeros en hacerse
anunciar, pero quedaba el último. Cada vez que se asomaba el ayudante del
Coronel para llamar al siguiente, echaba una mirada consoladora. Estaba
sorprendido por la actitud de su Jefe, que no prestaba atención a la
investidura del sacerdote, ni al hecho de haber llegado antes que otros. Pero
Torres se imaginaba la causa y por eso se mantuvo quieto, simulando calma e
indiferencia.
El ayudante
hizo pasar al penúltimo. En la sala sólo quedaba el sacerdote. Condolido, el
pobre muchacho le alentó amablemente:
—Después le
toca a usted, padre.
—Gracias.
Pero aún tuvo
que esperar media hora.
Cuando le
permitieron ingresar en el despacho del Coronel, le vio desde la puerta,
sentado tras su escritorio en aparente abstracción sobre unos papeles.
—Permiso.
El Coronel
movió apenas su cabeza, no contestó ni levantó sus ojos.
Torres avanzó
hacia la mesa y se detuvo a poca distancia. Permaneció de pie hasta que le
invitaran a sentarse en alguna de las sillas. Esa invitación no llegó.
—¿Qué desea?
—preguntó por fin el Jefe de Policía, sin haber mirado a su interlocutor.
—Hablarle sobre
los estudiantes presos.
El Coronel no
se inmutó. Dio vuelta a la hoja del expediente y siguió leyendo.
—¡Hable
entonces! —ordenó.
—Se trata de
varias decenas de jóvenes que están bajo rejas hace muchos días, incomunicados
y sin cargos concretos.
—¡Ahá!... ¿Y?
Carlos Samuel
tomó una silla por el respaldo y la arrastró cerca del escritorio, haciendo el
máximo ruido posible. Se sentó.
El coronel
Pérez alzó la vista con un destello salvaje.
—¡Usted sabe
quién soy! —dijo el cura—. Dialoguemos con franqueza.
—Lamentablemente
—replicó el oficial—, sé quién es usted.
—Quitemos la
solemnidad entonces. Hablemos como viejos condiscípulos.
—Cuando digo
que sé quién es usted —replicó lentamente— no me refiero a mi época de escolar.
Eso está muy lejos... y no tiene nada que ver con las acciones delictivas que
se propician encubiertamente desde la iglesia de la Encarnación.
Torres se
retorció las manos. Miró esa cabeza fuerte y hermosa que se empecinaba en
examinar papeles en vez de escucharle. Tenía una frente amplia, surcada por una
arruga vertical como un hachazo que la partía en dos mitades. Sus manos fuertes
maltrataban los papeles, sacudiéndolos, doblándolos sonoramente, aplastándolos
contra la mesa, como si le preocupara más domarlos que leerlos.
—¿Y? —se
impacientó y miró su reloj—. Ya ha perdido treinta segundos.
El cura empujó
la silla hacia atrás y se incorporó.
—Ahorremos los
segundos restantes para otra oportunidad.
El Coronel
levantó sus ojos, sorprendidos. Le había hecho esperar casi tres horas. Esbozó
una sonrisa hipócrita.
—Como quiera
—dijo—. Su presencia no me es grata. Recuérdelo cuando se le ocurra volver a
molestarme.
—¿No le es
grata porque represento a la Iglesia, porque vengo a interceder por los
detenidos o porque le traigo malos recuerdos?
El Coronel
apretó la mandíbula hipertrofiando sus músculos faciales como si triturara la
respuesta. Ese pelafustán no respetaba su investidura.
—Además de ser
un pollerudo, usted es un engreído —susurró Pérez, masticando cada sílaba.
—¿Me atribuye
sus propios defectos?
El Jefe de
Policía se levantó, oprimiendo el mazo de papeles con su puño y lentamente como
un pesado tanque, avanzó hacia el cura, bordeando al escritorio.
Cuando estuvo
pegado a él, extendió su índice hacia la puerta.
—¡¡¡Fuera!!!
—rugió.
54
—Señor, señor.
—¿Qué, joven?
—¿Vio allí?
Parece que hay alguien desmayado.
—¿Dónde?
—Allí detrás de
ese matorral. ¿No ve?
—No... no.
—Venga,
acompáñeme, por favor. Puede que necesite ayuda.
—Yo no veo nada
—insistió el anciano, mientras era arrastrado de una mano por el muchacho y con
la otra manejaba apuradamente su bastón.
—Me parece que
es un chico.
—Sí, sí. Pero
camina más despacio. Mis piernas no responden ya.
Se internaron
en la maleza. Un joven yacía tendido de bruces.
—Acérquese.
Tendremos que levantarlo.
El viejito dio
unos pasos más. Aflojó la hebilla de la correa y se desprendió la caja con
golosinas. Se inclinó dificultosamente para depositarla en el suelo.
—¡¡¡Ya!!!
—gritó Donato y dos cuerpos se arrojaron sobre el anciano, derribándolo sin
esfuerzo.
Parecía que
hubiera muerto de espanto, con los ojos desorbitados y la piel marmorizada. Con
destreza le amordazaron la boca y ataron pies y manos.
—Tranquilo,
viejo, tranquilo —le palmeó Donato una vez que estuvo bien asegurado—. No te
mueras tan rápido. Primero tienes que saldar ciertas deudas.
El anciano se
sacudió con sus gastadas fuerzas, intentando en vano librarse. La transpiración
le corría .por la frente y el cuello.
—No te gastes,
viejo. Es inútil.
—¿Lo azotamos?
—preguntó Hormiguita.
—Después. El
programa es largo. Antes tendrá que tragarse varias monedas de esas que me
exigió el otro día como si yo fuera un rasposo, un cualquiera, como es él. ¡A
ver su famosa caja de golosinas! La quiere más que a una hembra. No se
desprende de ella ni siquiera cuando llueve. A ver, a ver su riqueza.
Donato metió
las manos en el humilde cajoncito y revolvió su mísero contenido.
—¡Caramelos roñosos,
llenos de mugre, por dentro y por fuera! ¡Puah! ¿Esto es lo que nos vendes?
¿Por esto exiges dinero, viejo de mierda? ¡Mira qué hago con tus riquezas!
Donato levanto
el cajón y lanzó con fuerza su contenido a lo lejos, desparramándolo entre los
arbustos. Luego lo apoyó en el suelo y saltó sobre él hasta quebrarlo.
—¡Ahí tienes a
tu hembra! ¡Hecha trizas!
El anciano
yacía inmóvil, agotado, con los ojos enrojecidos y el cuerpo empañado en sudor.
—¿Le hacemos
tragar las monedas, jefe? —preguntó Hormiguita con impaciencia.
—Si le quitamos
la mordaza es capaz de gritar. Le azotaremos con su propia correa.
—Sírvase, jefe
—se la extendió Hormiguita.
—Primero una
caricia suave por la cara, para que vaya tomándole el gustito. ¡Así! —Donato
descargó la correa en pleno rostro. El anciano se encogió como un resorte—.
Otra caricia menos suave por las piernas. ¡Así! Y ahora en el pecho. Y en el
vientre. Y aquí. Así. Más. Más. ¡Más! ¡Más! ¡Para que revientes! ¡Para que
sepas quién soy yo!
El aire silbaba
en el cruce centellante de la correa que se aplastaba contra el cuerpo
esmirriado del infeliz.
—Pare, jefe —le
advirtió Hormiguita sujetándole el brazo—. Puede morirse. Es muy viejo.
—¡Mejor! —aulló
Donato extasiado, fuera de si.
—Nos traerá
complicaciones —Hormiguita no le soltaba el brazo.
—¡Apártate,
idiota!
—Mejor nos
vamos, jefe.
—¡Maricas! ¡Son
todos unos maricas!
55
EPÍSTOLA
Querido tío:
He leído con
atención y respeto tus cartas. Coincido en mucho. Pero nos enfrenta la
interpretación que damos a este o aquel aspecto de la doctrina.
Un sector de
nuestro clero se ha anquilosado y prefiere seguir el camino más fácil, el que
se evade tras el gesto litúrgico. Esto es fariseísmo. Dios no quiere actos
mecanizados ni objetos desprovistos de contenido. Dios busca la persona, que se
expresa a través del culto. El culto que no se acompaña de una vida igualmente
limpia, aunque encandile por su fasto, repugna. Es más importante una vida
cristiana que esporádicos gestos cristianos; sólo con lo primero se puede dar
al culto su excelso y profundo significado.
Jesús nos ordenó
mezclarnos con la gente "como me envió mi Padre, así os envío a
vosotros". Mas predicar no sólo significa aumentar el número de fieles que
se habitúan a venir a la Iglesia, sino cristianizarlos, mejorarlos, enseñarles
a hacer de sus vidas una auténtica imitación de Cristo.
Cristo, tío, no
gastó muchas palabras ensalzando el derecho de propiedad. Como ejemplo. Él no
fue propietario. Él, dueño del Universo, se presentó como el más pobre de los
pobres. Su encarnación no vino envuelta en láminas de oro, sino en enfática
complicidad con los oprimidos.
Creo que insistes
demasiado en ese "derecho natural" que es la propiedad, postergando
derechos naturales más importantes. Defender mucho la propiedad es defender algo
a los ricos, ¿verdad? Sin embargo, Jesús dijo: "Bienaventurados los
pobres, porque suyo es el reino de Dios" (Lucas, VI, 20).
Los
bienaventurados no son los propietarios, ni los hartos, ni los felices, sino
los hambrientos materialmente. Para los ricos tiene otras palabras, así como
para los que les adulan y apoyan, simbolizados en los escribas "Guardaos
de los escribas, que quieren andar con ropas largas y aman las salutaciones en
las plazas y las primeras sillas en las sinagogas y los primeros asientos en
las cenas" (Lucas, XX, 46). No se trata de que los ricos sigan siendo
ricos y los pobres sigan siendo pobres porque Dios, desde la época de Babel,
enseñó que no gusta de la uniformidad. Esto también es farisaico, tío.
Me aconsejas que
no sueñe con enriquecer a los pobres, que sea solamente un pastor que cuide
almas y las purifique con los instrumentos de la religión. Que no me adhiera a
esas multitudes que por un plato de lentejas (o sea, la propiedad terrenal)
venden al cielo. Pero, tío, nuestra vida en la tierra es muy importante. Es tan
importante que de ese breve lapso que casi nunca pasa de cien años, depende
toda la vida eterna. ¿No es hipocresía pensar que la vida eterna se logra con
sólo cumplir algunos preceptos rituales? ¿Puede un sacerdote como tú
tranquilizar a un pequeño sector de su feligresía que se revuelca en la
abundancia de un oro bien o mal habido, mientras la mayoría de sus hermanos
padecen hambre y frío, diciéndoles que si pagan el salario justo, asisten a
Misa y se confiesan una vez al año, están en armonía con Dios? ¿Puedo yo
enseñarle a un padre que no tiene con qué comprarle un medicamento a su hijo
que no es lícito violar el derecho de propiedad? Durante mucho tiempo en la
parroquia de San José les pedía que rezaran, que rezaran. Pero Cristo
seguramente les habría dicho otra cosa...
Ni el derecho de
propiedad, ni la legitimidad de las autoridades permiten a un cristiano aceptar
las injusticias que le queman su conciencia. La propiedad desprovista de su
significado social asquea al Señor. ¿No recuerdas las frases de los profetas?
"Escuchad esto, vosotros que oprimís al pobre y decís: ¿cuándo pasará el
mes y venderemos el trigo, y la semana y abriremos los alfolíes del pan, y
achicaremos la medida y aumentaremos el precio y falsearemos el peso engañoso,
para comprar a los pobres por dinero y a los necesitados por un par de
zapatos?"
De la boca de los
profetas salen llamaradas de fuego. Dios está indignado por los caminos
torcidos de los hombres. Cumplen con los ritos y le exigen recompensas. Ayunan
para obtener ganancias. "¿No es antes del ayuno que yo escogí, desatar las
ligaduras de impiedad, deshacer los haces de opresión y dejar ir libres a los
quebrantados y que rompáis todo yugo? ¿No es que partas tu pan con el
hambriento y a los pobres errantes metas en casa, que cuando vieras al desnudo
lo cubras y no te escondas de su carne?" La justicia social es la
condición primera de un mundo auténticamente religioso.
Las autoridades
no siempre merecen respeto y obediencia, aunque la Iglesia enseña que toda
autoridad proviene de Dios. Esa autoridad la suelen ejercitar hombres que no
responden a los santos mandamientos. Una autoridad imperial (Poncio Pilato)
hizo ejecutar los deseos de una autoridad civil (Herodes) y una autoridad
religiosa (Caifás). Esas tres autoridades "legítimas" para la
cosmovisión de cierto cristianismo asesinaron a Cristo. Durante siglos la
Iglesia respetó a los reyes y se comprometió con los príncipes. Por defender la
autoridad terrenal de quienes no la tenían moralmente, disminuyó su propia
autoridad. ¿No sugeriste que me bautizaran Samuel? Pues ¿debo reproducir lo que
dijo Samuel de los reyes? "Tomará vuestros hijos y pondrálos en sus
carros. Y se elegirá capitanes de mil y capitanes de cincuenta: pondrálos asimismo
a que aren sus campos. Y sieguen sus mieses, y a que hagan sus armas de guerra
y los pertrechos de sus carros. Tomará también vuestras hijas para que sean
perfumadoras, cocineras y amasadoras. Asimismo tomará vuestras tierras,
vuestros vinos y vuestros olivares y los dará a sus siervos" (I Samuel,
VIII, 11-14).
56
Olga sigue
entusiasmada
con la iglesia de la Encarnación. El Dr. Bello casi ni le habla, indignado.
Confiaba que ingresaría en el Partido. A hora por el contrario, en el Partido
tiene que defenderse de los reproches sobre la conducta de su hija.
Olga dedica
varias horas por día a esta nueva actividad. Ha colaborado en la organización
del censo estudiantil. Gracias a los datos que se obtuvieron, los curas han
podido extender una notable red, manteniendo informado de sus actividades a
casi todo el estudiantado. En verdad, dentro de esa iglesia se ha montado un
formidable aparato de comunicación. En las habitaciones contiguas al templo las
máquinas de escribir no cesan de teclear y un mimeógrafo imprime millares de
hojas diarias. Las sesiones de catequesis universitaria congregan multitudes de
jóvenes. La iglesia ya no parece iglesia, sino un abovedado salón de debates.
Los temas son cada vez más audaces y la mayoría son propuestos en las mismas
reuniones, por voces que parten desde cualquier punto de esa masa juvenil, sin
ninguna clase de restricciones.
En Olga han
incidido varios factores: por un lado —quizá me equivoque en este punto— Carlos
Samuel Torres, a pesar de su atrofia sexual por falta de uso, irradia un
atractivo personal indiscutible. En él no sólo se ven las ideas, sino algo más.
Por otro lado, el hecho de que estos curas no tienen nada, les permite ser más
consecuentes con su ideario que al Dr. Bello o sus amigos comunistas que han
hecho fortuna y tienen un séquito de empleados, llevan una vida
paradigmáticamente burguesa y justifican su dualidad teórico-práctica porque
integran una sociedad capitalista a la que "destruyen" por dos
frentes: combatiéndola (mediante la acción del Partido) y gozándola (o sea
agudizando sus contradicciones).
He asistido
a varias reuniones, pero no me dejo arrastrar. Soy un simple observador...
Intentan organizar a los estudiantes, convertirlos en una fuerza consciente y
eficaz. Quisieron enrolarme pero fue en vano: aborrezco las cosas demasiado
organizadas; me sentiría como un minúsculo vellocino en una enorme bolsa de
lana. Esos movimientos con consignas, distribuciones de tareas, planos
elaborados, decisiones inapelables, me asfixian. Otros son felices. Tienen un
placer morboso en dejarse llevar, sacrificarse, hacer méritos por una palmada
gratificante, sentirse rodeados de camaradas que comprimen los hombres. Eso les
da fuerza y contenido a sus vidas. En la soledad se sienten vacíos,
inoperantes, abúlicos. A Olga no sé dónde ubicarla, porque le gusta organizar y
compartir tareas, pero tiene criterio independiente y una notable fertilidad de
iniciativa.
Mis padres
se alegraron de que yo concurra a la iglesia de la Encarnación. No la sitúan
con claridad. Piensan que por tratarse de una iglesia es inexpugnable a
cualquiera de los males que acechan por doquier a los jóvenes de buenas
familias. Buenaventura es un viejo gordo inflado de anécdotas pintorescas sobre
legendarias acciones evangelizadoras. Torres, un sacerdote "de
mundo", hecho a la moda europea, coronado por rutilantes títulos de
ultramar. ¿Qué otras garantías podían exigir? Allí me podía encontrar con un
mar de estudiantes católicos que "van a la Universidad para aprender"
y no para "quemar su tiempo con política".
Yo escuchaba
esas firmes opiniones de mamá, practicando una nueva forma de sonreír sin mover
los labios, que inventé. La pobre vieja, ocupada ahora con el noviazgo de
Eurídice, creía que la Encarnación venía en su ayuda, ocupándose de la vigilancia
que debía ejercer sobre mí. Era un alivio, porque no le alcanzaba el día para
atender el caudal de problemas que involucraba cada reunión donde asistía Jorge
Silva Morales, sus estilizadas hermanas o sus hartantes padres. De modo que
cuando yo decía "me voy a la iglesia", se esfumaban las dificultades
y anulaban las preguntas. Cuando se anunciaba un acto importante en la
Encarnación al que yo, naturalmente, no podría faltar, mamá dejaba sobre mi
lecho una muda completa. A veces me hacia el distraído y otras, para no
producirle disgustos con esas pequeñas cosas, me emperifollaba de lo lindo. La
satisfacción la tenía allí, en la iglesia, donde la mayoría estaba en mangas de
camisa o sweater y yo daba la nota individual, con traje oscuro,
camisa de seda, auténtico diamante en el broche de la corbata y un aroma de
extracto francés que se expandía con la fuerza del incienso.
57
JONÁS
Carlos Samuel empujó la alta puerta de madera.
Gimieron sus goznes. El recinto era de una oscuridad compacta. Una catacumba.
La catacumba de la Encarnación.
Palpó el
revoque áspero hasta descubrir la pequeña llave: encendió la luz. Mesas
desvencijadas, escritorios deslustrados, anaqueles hundidos por las irregulares
pilas de hojas blancas, grises, verdes, máquinas de escribir, libros, revistas
atadas con hilo sisal. Una catacumba del siglo XX donde se trabajaba con
pasión, con riesgo y con desinterés por el reino de los cielos, como en
aquellas otras, junto a la Vía Apia, que los romanos conocían algo, controlaban
algo, toleraban algo y luego persiguieron mucho... hasta que fueron
convertidos. Paseó lentamente por el laberinto que configuraban los usados
muebles. El silencio era denso y pesado, como en el fondo de los mares. Se
acercó al viejo mimeógrafo que Buenaventura adquirió en una casa de
compra-venta por un precio ínfimo. Acarició sus costados, palpando la
caprichosa orografía de pintura saltada y su palanca bruñida por el roce de la
mano que la impulsaba a girar y girar, vomitando un impreso con cada vuelta.
Olga Bello lo trataba como un juguete, limpiándolo de ese empaste negro que
sedimentaba la tinta, antes de abandonarlo al final de la productiva jornada.
Un instrumento, un juguete... Digo bien: un juguete. La divierte. Quizá para
ella esto es un juego. Juego Peligroso, pero juego al fin. Los juegos siempre
se toman en serio; de lo contrario, aburren. Jugar es, por ejemplo, jugarse la
vida. Hay pasión. Los niños montan caballos de madera como si fueran corceles
del Mío Cid; los ajedrecistas libran batallas apocalípticas sobre el damero. El
cerebro, la sangre, todo hierve con el juego, con el mimeógrafo que es un
juguete que juega el juego del cristianismo, del marxismo, del revisionismo,
del hombre nuevo, del mundo. Pero también el juego es el campo de
francotiradores de la trampa y el adulterio. Olga lo sabe. Por eso me dijo que
no todos saben jugar: porque no son flexibles, no valoran a sus contrincantes,
ni le encuentran a la vida, a los cambios, a todo, esa imponderabilidad,
ubicuidad, azar que aceptaba Heráclito, que no negó Marx y que, desde siempre,
está insita en el espíritu bíblico de la libertad. Esta muchacha concentra una
motivación peculiar, extraña. Se me ocurre que en algo se parece a esas
patricias romanas que apoyaron la nueva fe sin entenderla del todo, pero intuyendo
que algo original y grande, promisorio y limpio, palpitaba en el mensaje de los
andrajosos apóstoles. Quizá sea más grata a Dios esa adhesión espontánea e
inexplicable, juguetona, honesta, incrédula (¿incrédula?) de Olga Bello, que la
fe erudita, farisaica e interesada de los devotos sin iniciativa, ni
travesuras, ni imaginación.
Muchos jóvenes
como ella, que desean un mundo mejor, se han acercado a Cristo cuando la
Iglesia ha vuelto a presentarlo sin enfatizar sus atributos de poder. Les atrae
la imagen transparente y sencilla de Jesús, sus valores humanos inmarcesibles,
su bienintencionada rebeldía contra las estructuras opresoras, sea en economía,
sea en religión. Identificarse con ese Cristo, pensar que el verdadero Cristo
es ése y no otro, ha escandalizado a muchos "buenos" católicos. Y
estos "buenos" católicos ¿qué dicen de mí? Dicen que soy un
instrumento de Satán —¡nada menos!—, un brazo del Anticristo socavando
febrilmente los basamentos de la Iglesia... La acusación es terrible. Confieso
que me ha llegado hondo, porque soy cura. A los laicos no debe afectarles en la
misma medida. Y me ha hecho dudar. Muchas veces. Pero Jesús también dudó. Su
duda fue tremenda, porque al fin de su martirio reprochó vehementemente a Dios
por haberlo abandonado. En cambio, creo que aún a mí no me abandona. Será
porque aún me falta un trecho para recorrer. Una minoría, los adictos a esta
iglesia en particular, sostienen que marcho por la buena senda. Son los menos.
Los menos que serán los más como aquellos primeros cristianos —oscura y
microscópica recta que predicaba en los puertos y se guarecía en las cuevas—,
que deseaban transformar al mundo... y lo consiguieron.
Buenaventura
dice que en mis sermones tiendo a comparar demasiado nuestro tiempo con el de
Jesús y a cada hombre —yo incluido— con Cristo: ¿Sacrilegio? Al contrario, ése
es el milagro vivo de Cristo: encontrarlo a cada paso, poder identificarnos
siempre con Él, estar en Él, como si Él estuviera en nosotros, manteniendo
eternamente el estado de Encarnación. Digo que dudo: Cristo dudó. Digo que soy
criticado y calumniado por mis pares y por los de arriba: Cristo fue criticado
también. Digo que sólo me oye y me sigue una minoría: a Cristo le ocurrió
igual. Yo y Cristo. Cristo y yo y cada uno de nosotros. Desde que holló la
Tierra, no deja de manifestarse, Imitado Christi. Vivir como Él,
proceder como Él, ser como Él, disolverse en Él. Cristo fue un rabino, un
sacerdote, como yo soy un sacerdote. Cristo habló directamente con el Padre y
yo intento hablar directamente con Él. Cristo desenmascaró a la
jerarquía del Templo y sus acólitos que procedían como apéndices de Herodes y
de Roma, y así deberé actuar yo. Cristo terminó en la Cruz, porque su conducta
lleva inexorablemente a la represión y yo deberé prepararme para mi Cruz,
aunque no sea grato, aunque me haga estremecer un poco.
Esa
identificación con Cristo es buscada por esta muchacha, hija de un distinguido
y acaudalado jurisconsulto comunista —le doy la dignidad que a él le gusta
lucir—, que se educó en un ambiente iconoclasta —para lo que no fuera marxista—
y que adquirió una sólida cultura sin contaminación religiosa. Como ella,
muchos se acercan a esta iglesia, aunque con desconfianza. En el fondo buscan a
Cristo, a ese Cristo que simboliza al hombre sano, íntegro, amoroso, optimista,
alegre y que, después de dos mil años, recién se le llama el "hombre
nuevo".
Carlos Samuel
sentose brevemente en el ángulo de un escritorio. A su lado, silenciosa, le
contemplaba una máquina de escribir. Tocó sus teclas frías, que se hundieron
fácilmente, como encogiéndose por el inesperado contacto. Su tío Fermín no
creía en el hombre nuevo. El hombre para él es siempre el mismo —eso sí:
católico o no católico—. No le preocupa identificarse con Cristo a la manera
indicada por San Pablo. Más bien se identifica con algunos de los grandes jefes
de la Iglesia: Constantino, Inocencio III, Urbano
II, Julio X, Pío XII. Su conciencia navega en paz
por las ondas del deber cumplido, tal como la señala la ley. Tío bueno, tío
viejo, tío honesto, tío testarudo, tío ingenuo... Dices ser para mí la voz de
la conciencia. ¿Qué conciencia? ¿Esa que flota por las letanías? ¿La conciencia
de San Ignacio de Loyola? ¿O de mi padre? ¿O las de mis tatarabuelos? ¿O la del
Presidente de la República? ¿O la de la United Fruit? ¿Su conciencia arropada con
disciplina, obediencia y statu quo?
Es sí, la voz
de la vieja Iglesia —Iglesia sanhedrinizada—, llena de buenas intenciones, de
estereotipado pietismo, de depósitos calcáreos, de lenguaje florido y bivalente,
de refinamiento diplomático. Es bondadoso como seguramente lo fue Caifás, que
practicaba la limosna y cumplía con los preceptos del Señor. Como él, si
hubiera tenido que juzgar a un hombre sin títulos, que daba más importancia a
un enfermo que al Sábado, es decir que anteponía al hombre —así, con minúscula—
a la Institución Religiosa, no habría sido clemente.
Los grandes
sacerdotes son los hombres viejos y Cristo el hombre nuevo. Y para ser como
Cristo no se debe adoptar el grado del juez. —Él no juzgó: fue juzgado—, ni la
del soldado —Él no mató: fue matado—, ni la del propietario —Él no tuvo ni una
casa donde nacer.
Fuiste tú, tío
Fermín, quien me ayudó a ingresar en el Seminario. Creo que lo decidí cuando
correteábamos por la sierra (entonces eras mucho más joven...). Hablabas de mi
"vocación de servicio". Me gustó esa denominación. Preguntaste si yo
la entendía claramente. Dije: es una vocación que no cuadra, por ejemplo, a
Donato. ¿Quién es Donato? Un compañero de escuela. No juzgues, me advertiste.
No juzgo, tío, simplemente trato de explicarme, repuse.
Vocación de
servicio... En el Seminario dejé de entender por completo su significado. Hasta
pensé que en realidad era la vocación de un Donato. ¿El rector tenía vocación
de servicio? ¿El padre espiritual o José Tardini, que recibía agradecido sus
sobras? ¿Pilato o Herodes?
Carlos Samuel
se incorporó. En realidad, apenas se había apoyado. Los pensamientos superan la
velocidad de la luz.
Echó una última
ojeada a ese cuarto, como lo hacía todas las noches, y se fue a dormir.
58
Caminó largas
cuadras arrastrando un hombro sobre las paredes, arrojándose de árbol en árbol,
cruzando las calzadas con la precipitación previa a la caída.
Algunos
peatones se apartaron creyendo que estaba ebrio.
Con esa intuición
que brinda sus favores sólo en los momentos críticos, Néstor llegó hasta la
casa de Magdalena. No lo había planeado. Huía de los bastonazos y de las balas
que repartió la policía. No quería ir a su propia casa por nada del mundo; en
su confusión, tenía clara la idea de que su madre caería fulminada si lo veía
entrar en ese estado.
Con un pañuelo
se apretaba la herida en su cabeza. El pañuelo estaba empapado con sangre
seguramente, pero no la veía. Hasta sus labios resbalaban los hilos de una fría
transpiración...
Se pegó a la
puerta, jadeando. Golpeó con un puño.
Cuando la
puerta se abrió, cayó hacia adentro. Alguien lo sostuvo.
—¡Eh! ¡Qué es
esto! —exclamó Jacinto, tambaleándose con el peso del muchacho.
—Magdalena...
Por... favor... Magda...lena —balbuceó Néstor, enceguecido por la luz de las
bujías.
—¡Está herido!
—chilló horrorizada Isabel.
Jacinto lo miró
con asombro y quitó sus manos, asustado.
El joven se
apoyó sobre la mesa y arrastró sus pies hasta una silla.
Magdalena
corrió una cortina y entro precipitadamente. Asió entre sus dos manos la cabeza
del estudiante y lo miró con ansiedad.
—Soy... Néstor
Fuentes... ¿Me recuerdas?
—¡Qué haces
aquí!
—Vengo... de la
manifestación... La policía reprimió... fuerte.
—¡Hay que
acostarlo! —miró a su madre y añadió—: ¡Calienta agua!
Néstor dejó
hacer. Lo arrastraron hasta el lecho de Magdalena y le alivianaron las ropas.
Con un trapo
embebido en agua tibia le lavaron las escoriaciones e improvisaron un vendaje
compresivo para su cabeza.
—Tendrás que ir
a un hospital.
—No... no... La
policía me prenderá... Vi cuando cargaron a Víctor y Horacio.
—¿Los llevaron?
¡¡Hijos de perra!! —gritó Magdalena.
—Está herido
—protestó su madre—. No puede quedarse aquí.
Jacinto,
apoyado en un horcón, contemplaba la escena.
—Nos complicará
a todos —añadió mirando a Jacinto; éste asintió brevemente con la cabeza.
Magdalena les
arrojó una mirada flamígera, mordiéndose los labios para no decir las palabras
que se le amontonaron en la garganta.
Jacinto se sacó
el mondadientes y lo contempló contra la luz: la punta no se había quebrado,
estaba algo más roma y oscura que el resto. Lo hizo girar entre sus dedos y lo
acomodó otra vez en su boca, como un cigarrillo. Con fingida displicencia
salió. La noche estaba realmente oscura. No se veían estrellas. Una brisa
fresca le enfrió la nariz y las orejas. Se sentó en una piedra, junto al
umbral, y apoyó espalda y cabeza contra el revoque de la pared. Ese estudiante
traerá complicaciones, su mujer tenía razón. El primer lío sobrevendrá con
Juan, que pedirá explicaciones por esa extraña amistad entre Magdalena y el
herido. La segunda complicación, la más brava, se producirá cuando se difunda
por el vecindario que encubrimos a un cabecilla estudiantil y esto llegue a
oídos de la policía. Entonces vendrán a buscarlo, romperán la puerta y los
muebles y lo arrastrarán a la calle en medio de los gritos de las mujeres. Yo
tendré que simular rabia por el atropello. Entonces será posible que me lleven
también o que simplemente me hagan callar con un bastonazo. Quedaré en
ridículo. Daré pie a nuevas burlas. Mejor que no me meta. Mejor que permanezca
calladito en un rincón, inmóvil, ausente... Puede ser que me interrogarán, que
preguntarán por qué lo recibimos y cuidamos. Yo soy el hombre de la casa, al
fin y al cabo. Magdalena podrá emperrarse en defenderlo y meternos en un bodrio
infernal. Yo tendré que pagar los platos rotos... ¡Mierda! Está fea la cosa.
¿Por qué carajo ha tenido que venir aquí? ¡Con la suerte que tenemos!
Mordió con
rabia al mondadientes y lo quebró. Lo sacó de su boca, separó sus dos extremos,
arrojó el mojado y se puso el extremo seco. Sentía que una imprevista lucidez
despejaba su cabeza y le aceleraba el corazón. Ese estudiante le habría
regalado alguna basura a Magdalena y la tiene en su puño. ¿Qué regalo nos hizo
a nosotros para meterse en nuestra casa? ¿Con qué derecho atraerá a la policía
y me hará destruir los muebles y hasta enredarme en sumarios y otros inmundos
trámites? Tengo que echarlo en seguida. Sacarlo a patadas. Eso es: sacarlo a
patadas. ¡Que se vaya a su casa! ¡Que se vaya a la mierda!
Jacinto se
incorporó. Estaba irritado, impaciente, como un perro acosado por adelante y
atrás. Apoyó su mano sobre la puerta, decidido a abrirla de un violento
empujón. Pero lo detuvo un súbito pensamiento. Quedó inmóvil en esa posición
intermedia, como si no captara plenamente la sorpresiva idea. Giró y apoyó
suavemente su espalda contra la pared. Metió las manos en los bolsillos y miró
hacia el cielo buscando estrellas. Por sus ojos cruzó un destello de optimismo.
Sonrió levemente. Le pareció temeraria la ocurrencia, casi imposible. Después
se reprochó por no haberla imaginado antes. Sacó sus manos y se las restregó.
Chasqueó los dedos y empezó a caminar vacilantemente y luego con más decisión.
Avanzó calle
arriba, hacia el centro. No en vano se decía que al toro hay que tomarlo por
las astas. Se acordó de muchas otras frases sabias. "El que pega primero,
pega dos veces." Tenía que apurarse, llegar en el momento de la mayor
efervescencia, cuando la pesca de los cabecillas era apasionante, decisiva. Si
ese idiota... ¿cómo se llamaba?... no fuera un cabecilla, no tendría por qué
esconderse en otra casa. El asunto es clarito como agua de vertiente. ¿Cómo se
llamaba? Ah, sí, Néstor Fuentes. "Al que madruga Dios le ayuda."
Pediré hablar directamente con el comisario. Hay que recurrir a la cabeza y no
perder tiempo con las colas. "Traigo una denuncia importantísima. Secreto
absoluto."
Lo harán pasar
de largo por varias oficinas. Le acompañarán dos policías, uno a la izquierda y
uno a la derecha, sin siquiera rozarle los brazos: actuarán como escolta,
cuidándose muy bien de ofenderlo. Iba a entrevistarse con el comisario, era un
personaje de importancia. "Pase usted" le saludará el jefe poniéndose
de pie. Pediré que nos dejen solos, porque traigo un mensaje gravísimo. Cuando
se cierre la puerta, me invitará tomar asiento. Sacará un paquete de
cigarrillos y me lo extenderá.
Jacinto palpó
sus bolsillos y se percató de que no tenía fósforos. No importa: hará el mismo
gesto y el comisario se adelantará, extendiéndole fuego con su encendedor. Me
recuerda una película. Es realmente de película —volvió a frotarse las manos—.
Este Néstor Fuentes no podía haber caído en mejor momento. El comisario me hará
acompañar hasta otra oficina donde me entregarán 20 billetes de mil. No,
cincuenta. Papeles nuevitos, crujientes. Gracias, me negaré. Es demasiado. Yo
sólo cumplí con mi deber... Pero el empleado insistirá en hacerme cobrar la
recompensa. No, gracias, no acepto. El empleado me meterá los billetes en el
bolsillo, me palmeará la espalda.
No, no,
palmearme no, porque significaría confianza: me estrechará la mano,
cálidamente, respetuosamente, con admiración. Un grupo de policías aplaudirá a
mis espaldas.
¿Qué haré con
los cincuenta mil? Le compraré ropa a Isabel, un trajecito a Inoc, para que en
el barrio reconozcan mis buenos sentimientos. Iré al almacén y elegiré cajones
de vino y cerveza y fiambres surtidos. Mostraré las puntas de los billetes,
haciéndolos asomar de mi bolsillo sólo un poquito, provocativamente. El
almacenero, como buen gringo, se arrastrará para que le compre más, se olvidará
como por arte de magia de que no me quería fiar ni pan, que me sacaba a
empujones cuando le pedía vino. Dirá "don Jacinto por aquí",
"don Jacinto por allá". Me hará probar una mermelada nueva, un
fiambre especial. ¡Sin cargo, don Jacinto! ¡Con confianza, es una atención para
usted! ¡Don Jacinto! ¡Don! ¡Don!
Cuando vio la
Jefatura, repasó las palabras que pronunciaría ante el comisario. Le demostrará
que es un ciudadano digno y consciente de sus obligaciones.
—¿Qué busca?
—le detuvo ásperamente el policía que guardaba el acceso.
—Tengo que
hablar con el comisario —respondió con arrogancia.
—El comisario
está ocupado. ¿Para qué lo quiere?
—Se trata de un
asunto muy importante. Es una denuncia. Debo guardar el secreto y confiárselo
sólo a él.
—¡Hum!... —le
miró de abajo arriba—. Entre en la primera oficina. A la derecha.
Jacinto sonrió
triunfal. Había vencido el primer obstáculo. Adelante.
—¿Qué denuncia?
—preguntó el agente, tras una máquina de escribir.
—Insisto en que
es secreto. Debo hablar con el comisario.
—El comisario
no lo recibirá si no sabe concretamente de qué se trata. A él no le vamos a ir
con una denuncia sobre el robo de una gallina.
—Se trata de un
estudiante... —largó hábilmente la punta del asunto, como provocará con los
billetes al gringo del almacén.
—¿Tiene que ver
con la manifestación de hoy?
—Sí.
—¡Siéntese!
—ordenó en seco y empezó a hacer pasar una hoja por el rodillo de la máquina.
—¿Cómo se llama
usted? ¿Dónde vive? —le interrogó con aspereza.
Jacinto tragó
saliva. Demoró las respuestas, pero no podía negarse.
Empezó a
responder.
—¿Podré ver al
comisario? —insistió tímidamente.
—Espere que
termine. ¿Cómo dijo que se llamaba el estudiante?
—Néstor
Fuentes.
—Muy bien.
Puede retirarse.
—Que... que...
—Sí, que se
vaya —hizo señas a otro policía que aguardaba en el pasillo para que se
acercara y luego, con un gesto muy expresivo, le indicó que lo hiciera
desaparecer.
—Pe... pero
yo... vine a hablar con el comisario... —insistió zurumbáticamente.
—Ya me dijo lo
que tenía que decir. Adiós.
Jacinto se
resistió a levantarse de la silla. El agente le zangoloteó con fuerza. Jacinto
se había inflamado. Quería llorar, gritar. Todo junto.
Otros policías
entraron en la oficina. Sintió que lo levantaron en vilo, que rápidamente salía
de esa habitación, que las paredes del pasillo corrían raudamente hacia atrás y
era arrojado hacia la negra boca de la calle.
Se arregló la
ropa y gesticuló en silencio. Dio pasos en redondo frente a Jefatura, sin
decidirse a abandonarla. Esos hijos de puta le habían cerrado el paso hacia el
comisario. ¡Si se asomase a la puerta! Pero allí no se movía nadie, ni siquiera
el agente que hacía guardia con una ametralladora en la mano y no le quitaba
los ojos de encima. Se inclinó para alzar un guijarro. Lo apretó en su mano
dispuesto a incrustárselo en la jeta. El policía se puso ligeramente tenso.
Jacinto dio otros pasos en ese círculo invisible que trazó sobre la calle,
deslizó la piedra en su bolsillo y emprendió la retirada.
Si yo no fuera
pobre, si en vez de estas zapatillas rotosas, calzara zapatos de terciopelo, me
habrían hecho pasar al despacho del comisario. Se habrían cuadrado en mi
presencia. Pero así, con estos pantalones remendados y esta camisa sucia, no
valgo nada. Se vale por el estuche. ¡Si lo sabrá el almacenero, que vende cada
porquería porque está envasada en una lata de color! Se puede ser el mejor y
más digno hombre del mundo, pero si uno no se presenta empaquetado con seda, es
igual a un cuzco piojoso. Les traje en bandeja a un cabecilla de la revuelta
estudiantil... ¿qué importaba? Les podría haber traído el paradero de todas las
pandillas del mundo y no me habrían atendido mejor. Hasta para delatar hay que
ser rico... A uno no le creen aunque jure de rodillas. Mierda. Mundo de mierda.
La única que estará contenta es Magdalena. Podrá esconder y curar a su
estudiante... Pero ya se las verá con Juan... ¡Ah, varón! Por lo menos él le da
las zurras que merece, que le quisiera dar yo.
Abrió la puerta
de su casa y encontró a Isabel sentada sobre un banquito, encogida como un
caracol, la cabeza escondida entre sus brazos.
Le pareció que
algo había pasado.
—¿Y el
estudiante? —preguntó.
—Recién lo vino
a buscar la policía. Alguien lo delató. La estúpida de Magdalena salió
corriendo tras el auto policial. A lo mejor la arrestaron también.
Jacinto cerró
la puerta tras de sí, caminó hasta su lecho y empezó a desvestirse con cierto
alivio, casi reconciliado con la vida.
59
—¿Y?
—¡Mal!
Torres se
desplomó en un sillón. Buenaventura le extendió la frutera llena de manzanas,
que el joven sacerdote contempló vacilante y por fin la rechazó. Buenaventura
eligió una, la lustró en su sotana, apreció su nuevo brillo y la mordió con
apetito.
—¿Te reconoció?
—preguntó con la boca llena.
—Sí.
—¿Entonces?
—Ésa es la
desgracia: ¡me reconoció! —se puso de pie y empezó a marchar nerviosamente
alrededor de la mesa—. El coronel Pérez es un sádico y tiene la manía del gesto
viril. Sólo oye a los obsecuentes o a sus superiores.
—¿No sabes
tratar a los sádicos?
—Desgraciadamente,
no... —hizo una pausa y empezó a recordar—. Pérez, en la escuela, vivía
planificando "castigos ejemplares" contra el mundo entero. Hacerle
una broma o responderle con indiferencia implicaba poner en movimiento a una
máquina de venganzas sin fin.
Buenaventura se
estiró la almidonada golilla para poder girar mejor su cabeza, ya que su
interlocutor no cesaba de caminar.
—Cultivaba el
machismo, la pedantería y la fabulación. Su fantasía era insuperable. Los
muchachos le hacíamos rueda (me incluyo) para escuchar sus hazañas, que casi
siempre se reducían a crueles violaciones.
—¡Es un enfermo
sexual!
—Esas versiones
que circulan sobre sus festines con prostitutas detenidas, deben de ser
auténticas. Antes de ser Jefe de Policía pagaba muy bien para que alguna ramera
aceptara sus perversiones. Ahora ya se puede ahorrar ese dinero.
Buenaventura le
volvió a ofrecer las manzanas y Torres las desechó con la mano. Buenaventura
insistió, porque una manzana en la boca lo haría sentar. Ya empezaban a
marearle tantas vueltas.
Carlos Samuel
descubrió la intención del viejo, hizo una mueca de aprobación y mordió la
fruta. Buenaventura le señaló la silla de enfrente.
—¿Qué haremos?
—preguntó.
—He fracasado
con el Obispo. He fracasado con Pérez —enumeró Torres—. ¿Quedan muchos otros
caminos?
Buenaventura
arrojó a un cesto el resto de su manzana. Contempló el frutero y extrajo otra.
—Presiento que
la manifestación no conseguirá nada.
—Tendremos que
apoyarla —replicó Carlos Samuel—. Mi conciencia ordena no quedarme de brazos
cruzados.
—Monseñor
Tardini me advirtió la última vez: "Cristo es un cordero, no una
pantera".
—Cristo expulsó
con violencia a los mercaderes del Templo.
—Lo sé... El
problema está en que una violencia de masas no se puede controlar ni prever
dónde termina. —Buenaventura frotó vigorosamente la manzana contra su pecho.
—Nada se hace
contra la violencia de Pérez. Su tristemente célebre "noche blanca"
es el comienzo de una ola de terror policial.
—Temo que la
manifestación no sea pacífica —el trozo de fruta agitaba su mejilla derecha.
—La dirigirán
nuestros muchachos.
—Sí, sí
—Buenaventura no estaba satisfecho—. Afirmaron que será una marcha silenciosa y
ordenada. Pero cualquiera lanzará un cascote contra una vidriera y... ¡adiós
disciplina!
—¿Podemos
negarle nuestro apoyo? —Torres también dudaba.
—No... Su causa
es justa. Evidentemente, es justa.
60
Parece inevitable la manifestación. La mayoría estudiantil
la apoya con entusiasmo. Yo concurriré como observador, por simple curiosidad,
como lo hago a la iglesia de la Encarnación. No sé si es por lo que cuenta don
Ignacio con gestos melodramáticos acerca de cómo mataron a Udaondo en la puerta
de su bar o porque tenga alguna secreta intuición (de esas que siempre saca a
relucir mi madre cuando se cumple su mal presentimiento), algo me dice que se
producirá un intemperado choque con las fuerzas de seguridad. Y los corifeos de
la Encarnación, que esperan anotarse un triunfo, justificarán el ajuste
represivo que el Gobierno ansia impacientemente. Porque eso de "marcha del
silencio" o "presión no violenta" o "denuncia
cristiana" o como quieran llamarla, son denominaciones que expresan anhelos
y no precisan actitudes. En la
Asamblea, algunos católicos revolucionarios hablaron como abortitos de Hitler,
haciendo tiritar los parlantes, sin el menor rastro de la evangélica y ovina
mansedumbre que pretenden acaparar. Los comunistas, en cambio —¡oh sorpresa!—, se
opusieron a la manifestación. Les gritaron cabrones y se explicaron —hablando
mucho, siempre hablan mucho— que esa manifestación no tendrá suficiente
fuerza, que no integra un plan de rebelión orgánico y que puede fracasar.
Propusieron organizar un frente. ¡Cabrones, cabrones! Les asaetearon por
delante y por atrás. Al final aceptaron obedecer a la mayoría.
Cuando se
votó también lo hice por la manifestación, para hacer sufrir a esos comunistas
disciplinados, rígidos y algo boludos. Si queremos destruir a esta sociedad burguesa,
¿por qué no destruir también a su engendro? Olga tiene razón cuando critica esa
maríscala severidad que lucen en los debates, como si en el pecho les colgaran
medallas con el Premio Stalin. Olga los critica porque quiere al "hombre
nuevo", como Torres, como el Che Guevara. Yo pienso que eso es utopía.
Después de la demolición, no sé qué saldrá: si un hombre nuevo o un gorila
viejo o una muía cansada o un loro blanco. En todo caso, nunca saldrá algo
parecido a esos comunistas que se sienten los pilares del templo. Por tipos
así, no vale la pena mover un dedo.
Mamá parece
que teme algo —ah,
la intuición materna... que yo heredé—pero no tanto como para impedirme
asistir a la manifestación y divertirme cuando la marcha del silencio se
transforme en un desbande fenomenal. ¿Qué harán después Buenaventura y Torres?
¿Una misa de acción de gracias?... Pero no apresurarme... no apresurarme. En
una de ésas consiguen lo que quieren y... En fin: si consiguen lo que quieren,
seguro que los comunistas les birlarán el triunfo. Después de esta
manifestación vendrá otra y otra y otra y el Comité Central las apoyará con
toda el alma (perdón, ellos no aceptan el alma, eso es clerical—reaccionario—
demodé) y tal vez junto a la hoz y el martillo pongan la imagen de
Cristo porque —siempre hay una explicación— la barbita de Cristo
y de Lenin son idénticas. Si conviene, la próxima biografía oficial de Vladimir
Ilich dirá que ordenó a su barbero un corte al estilo Jesús, claro que
solamente para la barba, porque ya no tenía cabellos. Entonces Cristo será la
hoz y Lenin el martillo, con una secuencia maravillosa de simbolismo, porque la
hoz representará la vieja historia del campesinado oprimido y el martillo la
reciente historia del proletariado industrial; la hoz recordará las parábolas
vegetales de Cristo y el martillo el golpe de Estado de Lenin. Cristo y Lenin,
hoz y martillo, campesinos y proletarios, creyentes y ateos, todos unidos por
la gran revolución que la ganará... ¿Quién dudaría? ¿Los frailes reaccionarios —chupacirios-tragahostias-genuflexos—
morfinómanos?... ¡Patada en el traste y al calabozo! Ya prestaron su
utilidad, dirán los comunistas. No hace falta más opio... Torres y Buenaventura
tendrán su ración de pan y agua en el pringoso ergástulo.
El pobre
Cristo ha sido usado para tantas cosas, que usarlo también para esto no podrá
molestarle mucho... si es que después de dos mil años aún le queda paciencia.
Ha comandado guerras, asesinatos y conversiones forzosas. Ha bendecido
ejércitos enemigos, ha cerrado un ojo ante la opulencia de sus ministros, ha
aceptado templos fastuosos. ¿Por qué no dar una manita a estos muchachos
dogmáticos que estudian a Marx como si fuera el catecismo?
A Olga le
molesta que yo sea tan blasfemo, aunque ella aún dice no ser creyente. Prefiero
que en vez de blasfemo me diga "escéptico"... Eso es: escéptico.
Rebelde sin causa. Suena más elegante, casi como de película.
61
Magdalena
oprimió el timbre, golpeó con los
nudillos, dio ligeros puntapiés. La taquicardia cronometraba su impaciencia.
Empezó a oír unos pasos. Se amplificaron lentamente hasta llegar a la puerta.
La mirilla hizo un ruido metálico y en seguida giró el picaporte.
Ella permaneció
inmóvil un rato, tratando de controlar su agitación.
El padre
Buenaventura la invitó a pasar. Ésta era la iglesia de la Encarnación sobre la
que tantas veces había oído hablar en casa de Víctor.
—¿Qué ocurre,
hija? —preguntó con desconfianza, al ver su desconsolado aspecto.
—Acaban... de
arrestar... a Néstor Fuentes.
—¿Néstor
Fuentes? No lo conozco —Buenaventura pensó que esta inoportuna mujer le traía
un drama pasional.
—Es... un
dirigente estudiantil... Aquí... lo deben conocer.
—¿Un
estudiante? Venga, tiene que contarnos —cambió súbitamente de voz. La sostuvo
de un brazo y llevó por un breve corredor. Abrió una puerta y entraron en la
iglesia, profusamente iluminada. La sorprendió el bullicio: decenas de
muchachos y chicas hablaban a la vez, corrían los bancos, extendían mantas en
el piso. Buenaventura la hizo sentar y avanzó hacia el centro de la nave.
Magdalena miraba hacia todas partes, confundida. De iglesia sólo quedaba el
recuerdo y algunos objetos de culto. Ésa era una enorme sala, parecida a la de
un extraño club. Buenaventura regresó en seguida, acompañado por Torres.
—El padre
Torres —lo presentó.
—¡Padrecito!
—lo reconoció Magdalena y le extendió ambas manos. Era el mismo que había ido a
su casa, que le escuchó sus confesiones y que había hecho tanto para su
miserable barrio de San José.
Carlos Samuel
la recordó en seguida. Magdalena del amor, de la carne, del dolor, depravación,
resurrección... María Magdalena y su horrible soledad. Tenía la cara, las manos
y su chillón vestido manchados con polvo, el pelo transpirado y los ojos
levemente enrojecidos por ese polvo de la calle o de su sangre. Magdalena narró
excitadamente lo que acababa de vivir. Cómo llegó Néstor, malherido, agotado.
Cómo la policía lo arrancó del lecho y arrastró igual que a un animal muerto.
Ella lo quiso retener, pero fue golpeada brutalmente.
—Se lo
llevaron. Yo corrí... Ese chico vino a pedirme ayuda y se la tenía que dar...
Corrí muchas cuadras. Pero el vehículo desapareció tras una nube de tierra...
Entonces vine aquí, porque me dijeron que es el mejor centro de estudiantes.
Ustedes lo podrán rescatar.
Ambos curas
movieron sus cabezas, contritos e impotentes.
—¡Hay que
salvarlo! —gritó ella—. ¡Caerá en manos de ese coronel Pérez!
—Son muchos los
que deberíamos salvar —lamentó Buenaventura, con voz tan ronca que pareció un
largo y triste gruñido.
Olga se acercó
corriendo, pálida, con los cabellos flotando tras su nuca.
—¡Suban al
campanario! ¡Nos rodean!
—¿Qué dice?
Torres se
incorporó de golpe y salió como un torpedo. La noticia se expandió rápidamente
por la iglesia. Estupor.
—¡Yo sé quién
es Pérez! ¡Hagan algo! —sobresalió el grito de Magdalena sobre el murmullo de
perplejidad.
Buenaventura
titubeó. Se puso de pie, miró hacia la derecha e izquierda y también se alejó
hacia el campanario.
Magdalena se
acercó al centro de la nave con el rostro desencajado y obsesionada por una
idea.
—¡Ese bestia de
Pérez lo va a despedazar!
Algunos
estudiantes se aproximaron, sin dejar de mirar hacia la puerta que conduce al
campanario. Cierto grado de ansiedad empezó a invadirlos como una molesta
ráfaga. Un súbito presentimiento agorero blanqueó sus caras. Durante algunos
minutos gobernó la indecisión. Entonces alguien trepó a un banco.
—¡¡No
desesperen, compañeros!! —extendió sus manos como alas protectoras—. ¡Estamos
en el interior de una iglesia! ¡No se atreverán a ultrajarla! ¡Confiemos con
valentía!
Torres volvió
de prisa. Se abrió camino entre los jóvenes apiñados. Subió al mismo banco,
junto al improvisado orador.
—No perdamos la
serenidad —lo apoyó—. Nos han rodeado, es cierto. Pero eso no significa que
entrarán. Es un bloqueo y dependerá de quien sepa resistir mejor. Nos
organizaremos. Racionaremos los alimentos. Estoy seguro que de algún modo nos
llegarán provisiones. Alcancé a telefonear a la prensa. Cortaron las líneas
cuando terminó mi mensaje. Aún podemos ganar la batalla.
—¡Yo sé quién
es Pérez! —Magdalena le interrumpió con un aullido—. A él no le detiene ni
Cristo.
La mujer se
arrojó al suelo, presa de un ataque histérico.
Sonó una
especie de cañonazo. Automáticamente algunos retrocedieron, como si el impacto
hubiese dado en ellos. El estampido se repitió. ¡Forzaban el pórtico con un
barreno!
Centenares de
ojos desorbitados por la sorpresa apuntaron hacia la entrada de la nave.
62
A Magdalena la
habían separado del grupo, porque se la acusaba de mantener vinculaciones
estrechas con estudiantes extremistas. A empujones la llevaron hasta otro
vehículo. En el camino aprovecharon para manosearla sin escrúpulo, defecando
obscenidades. Fue descendida en la Jefatura de Policía. Pasó nuevamente por
interrogativos y malos tratos. No recordaba si estaba viviendo en el pasado o
si el presente se repetía. Los mismos golpes, las mismas preguntas, idénticos
abusos que ayer, que antes de ayer, que hace tantos días.
Sus
declaraciones —porque lo que se buscaba, en medio de esa confusión de palabrotas
y pellizcos era poner en claro la vinculación de algunas prostitutas con
dirigentes comunistas— no satisfacían.
Magdalena era
ignorante e ingenua. Primero se defendió rechazando con golpes y mordiscos a
las manos impúdicas que se querían hundir en su cuerpo. Después replicó a las
afrentas con las reservas más hediondas de su vocabulario. Por último,
sangrante y agotada, respondió en forma contradictoria. Decidieron informar al
Jefe y éste la hizo traer.
Magdalena quedó
a solas con el coronel Pérez, en su despacho herméticamente clausurado. Él se
aproximó, apoyó las manos sobre el pecho de Magdalena y de un solo tirón le
desgarró la blusa.
—¿Hablarás?
Magdalena
temblaba de miedo, con sólo contemplar la faz desencajada del coronel, mezcla
de crueldad y de alegría, tan encendida como una fogata.
—¿Hablarás?
—gritó el coronel, pellizcando sus pezones con explosiva brutalidad.
Magdalena cayó
desvanecida. Él no se perturbó, como si fuera una reacción prevista en su plan.
La depositó en el sofá de cuero. Extrajo de su escritorio un ovillo de cuerda
trenzada y la ató prolijamente.
Cuando volvió
en sí, tardó un rato en comprender que estaba totalmente desnuda, con sus
miembros abiertos y sólidamente fijados. El coronel, sentado a su vera, la
miraba con inmensa satisfacción, como un ser hambriento que contempla un manjar
pronto a devorar. Le hizo algunas preguntas, que ella, con el miedo
estrangulándole la garganta contestó automáticamente, tartamudeando, sin pensar
en lo que decía, ni hilvanar las frases, ni darles sentido.
El oficial
ensanchó su sonrisa, gozoso. Palpó en sus bolsillos y extrajo un paquete de
cigarrillos. Encendió uno. Aspiró hondamente hasta que la brasa de la punta
refulgió como un mortífero rubí. Tomó el cigarrillo entre sus dedos pulgar e
índice. Rió con la boca cerrada, inflándose como un batracio, y pasó su
cigarrillo a lo largo del cuerpo de Magdalena, a sólo escasos centímetros de la
piel. Ella aulló y se retorció horrorizada. Pérez no dejaba de reírse: le
resultaba maravillosa esa desesperada contorsión...
Acomodó mejor
el cigarrillo entre sus dedos, tomándolo con la delicadeza de un cirujano, como
si se tratara de un platinado estilete, y lo aproximó a las nalgas de la
víctima. Ella trataba de huir y su desesperada e impotente defensa excitaba más
al coronel. No deseando concluir aún el juego previo, desplazó lentamente la
brasa hacia otras partes. Magdalena seguía la encendida brasa con sus ojos
desorbitados, rogando que se agotara el cigarrillo, que creciera su ceniza,
como si con ello concluyera su tortura. Pérez se regodeaba con su amenaza,
apuntando al vientre, a los pechos, a la cara, a los muslos y al sexo de la
muchacha. Más que el dolor que podría producirle la quemadura, le deleitaba ese
pánico animal. Sentía que una placentera corriente eléctrica le cosquilleaba su
cuerpo encendiéndolo como a su cigarrillo. Su goce aumentaba segundo a segundo,
con cada gesto y movimiento de ella. Su boca se había puesto seca y dura, como
le ocurría antes del orgasmo. Arrojó el cigarrillo lejos y saltó hacia el
escritorio. Magdalena giró la cabeza, parpadeando para quitarse las lágrimas y
los goterones de transpiración que empapaban sus ojos: casi no veía a través de
ese salino lago. Pérez extrajo una fusta y la hizo silbar en el aire. Se aflojó
el cinturón y dejó que cayera su ropa. Su cuerpo estaba ardiendo. Insultándola,
descargó su primer golpe. Luego otro. Ella se agitó como un pescado recién
extraído del agua.
Y él le dio más
fuerte, más seguido, por todas partes, mezclándose el salvaje gañido de la
fusta con sus gritos obscenos, en un ritmo creciente, brutal, incontenible,
hasta que se desplomó en el suelo, retorciéndose de placer, apretando en su
puño la fusta con tal vigor que la partía, sacudiéndose en su orgasmo
solitario.
63
EPÍSTOLA
Carlos Samuel:
No puedo llamarte
"querido sobrino". Tres veces te he invitado para ir juntos a las
sierras, retirarnos a esos collados impolutos donde se manifestó tu vocación
sacerdotal, para hacer un balance equilibrado, sereno y limpio de tus teorías y
actividades. Tres veces te has negado, agregando falta de tiempo. ¿De quién
huyes? ¿De mí, de ti o de Dios?
64
MACABEOS
Era una carrera contra los segundos. A golpes de
martillo, con serruchos, con los pies, rompían los bancos para improvisar
escudos, lanzas y garrotes. El pórtico cedía. Con otra embestida, el barreno lo
partiría.
Una oleada de
policías, como un chorro de petróleo, invadió súbitamente la iglesia. Cayeron
vidrios, se desplomaron las contrapuertas. Los primeros invasores tropezaron
con una hilera de bancos —primera línea de defensa— y cayeron de bruces sobre
los mosaicos. Los estudiantes les arrojaron una lluvia de tablas.
Inmediatamente, esquivando los cuerpos caídos, penetró con ímpetu la
retaguardia. Desde el coro les lanzaron más proyectiles. Esta distracción dio
oportunidad para que una columna de estudiantes, mezclando sus gritos, se
abalanzara contra ellos para expulsarlos del recinto. Un agente desenfundó su
revólver y disparó al techo. Ese estampido se reprodujo con un eco
grandilocuente e interminable, al tiempo que un ancho trozo de revoque se
desplomaba sobre el centro de la nave. Un nuevo refuerzo policial penetró en la
iglesia.
El padre
Buenaventura arremangó su sotana, empuñó con ambas manos un tablón de metro y
medio y empezó a girar como un trompo, demoliendo cuanto se pusiera a su
alcance. Los policías no pudieron avanzar. Muchos yacían tendidos. Silbatos y
órdenes desde fuera se mezclaban con ensordecedores gritos desde adentro,
repeliéndose con la misma fuerza que los cuerpos.
Desde la puerta
un oficial arrojó una bomba de gases lacrimógenos. Estalló junto a un
estudiante y le quemó el rostro. Su aguda exclamación, lejos de alebronar,
enardeció a sus compañeros. Una fila de policías puso rodilla en tierra y
disparó sus armas. Algunos jóvenes cayeron escupiendo sangre. Aumentaba la
confusión. Nuevas y más espesas nubes de gas hacían imposible proseguir la
resistencia. Penetraron agentes enmascarados. Los muchachos y chicas, tosiendo,
cubriéndose los ojos con los brazos, lanzaban ciegamente sus proyectiles. El
padre Torres encendió una fogata con los restos de algunos bancos para combatir
el efecto de los gases. Pero la fuerza de represión se imponía.
Olga fue
aquietada con un bastonazo en la nuca y Magdalena arrastrada de los pelos hasta
la calle.
Varios camiones
blindados aguardaban y a medida que se los llenaba de gente, eran despachados.
El tránsito fue oportunamente interrumpido, lo mismo que el acceso de curiosos
y de periodistas. La acción fue rápida. Entre el comienzo del bloqueo y la
evacuación del último camión blindado, no
pasó más de una hora. El último camión se detuvo a poco de iniciar su marcha.
Entreabrió una portezuela, apenas lo suficiente como para que pasara un hombre.
Por allí fue expelido el padre Torres. Cayó sobre el pavimento. Le sangraban el
rostro y las manos. Un policía le ayudó a incorporarse y condujo de nuevo a la
iglesia. Trastabillando, alcanzó a apoyarse en una columna. Los gases aún
flotaban y empezó a toser. Buenaventura le tomó por los hombros y condujo hacia
las habitaciones contiguas.
65
—¡Cualquier día iban a complicarme en conciliábulos!
Apretó un botón
del tablero.
—Habla el
suboficial Higueras —contestó desde el aparato una voz ronca.
—¿Detuvieron a
todos?
—Sí, excepto
los curas.
—Bien, bien.
Inicien los interrogatorios, nomás. Después seleccionaré los casos difíciles
—sonrió.
—A la orden, mi
coronel.
Levantó el
cigarrillo del cenicero y se reclinó en su sillón. Estaba satisfecho. Había
procedido con técnica impecable, con rapidez y eficacia. Destruyó la gigantesca
manifestación de la tarde con la estrategia de un acabado militar. Estudió el
terreno, las calles, las plazas, los pasajes comerciales, los bares, todos los
vericuetos e irregularidades que podían incidir en el curso de la batalla.
Bloqueó las avenidas y los corredores que conducían a ellas hasta que los
encerró como miserables ratas. Circunscribió el campo de las acciones. Y cuando
los tuvo rodeados, comprimidos, lanzó sus unidades motorizadas. Golpeó con
desproporcionada rudeza, paralizándolos en escasos minutos. Luego empezó la
caza, un verdadero festín para sus agentes, a quienes dio piedra libre para que
se cobrasen todas las vejaciones que desde hacía años venían recibiendo de los
estudiantes. Garrotazos. Balazos. Movimientos acelerados, acciones categóricas.
Nada de apaciguamiento. El grueso de la ciudad permaneció ajena, porque el
cordón que limitaba al campo bélico tenía instrucciones precisas de no abrirse
por ninguna causa. Los periodistas fueron mantenidos lejos, sin excepción. Todos
los manifestantes que se lograron prender (heridos, muertos y vivos) fueron
conducidos velozmente hasta la cárcel central. Los pocos que huyeron —sin
contar ínfimas excepciones— se concentraron en la iglesia de la Encarnación.
El coronel
meneó la cabeza: ¡Pobres tontuelos! Me sirvieron en bandeja ese foco
subversivo. No podían haberme ofrecido mejor oportunidad. Decidí invadirla de
inmediato. Mis decisiones tenían la puntería del genio. Pero algunos
suboficiales, tímidamente (¡maricas!), objetaron que eran católicos, que se
trataba de una iglesia en fin de cuentas, que el derecho de asilo (¡todavía
pensando en derecho de asilo!), que deberíamos pedir la aprobación del Obispo,
que una cosa, que otra cosa. Me hicieron perder casi cuatro horas. No quería obligarlos
a realizar algo en contra de sus convicciones —aunque me sobra autoridad— para
que en sus podridas vísceras no le empiecen a dar retortijones los cargos de
conciencia.
Tuve que darles
mis razones. Si no extirpábamos el foco de la subversión, todas las demás
acciones contra los estudiantes, incluida la de esa tarde, perderían valor.
No faltó el
suboficial negociador. Pero lo disuadí. Había que tomar esa iglesia y expulsar
a los que la profanaban convirtiéndola en comité político. Di mis
instrucciones, repitiendo el mismo esquema. Circunscripción de las acciones,
bloqueo de las vías de escape y asalto con la máxima brutalidad. En cuanto a
los curas, que no se los arreste; en eso les daría con el gusto a los
chupacirios.
Salieron los
vehículos cargados de hombres. Cuando rodearon la iglesia, desde el campanario
observaron nuestro despliegue. Trabaron las puertas y telefonearon a la prensa.
Aún pensaban ganarme. Pero no les di tiempo. Apenas me informaron sobre esa
maniobra, ordené implacablemente que atacaran. ¡¡Ataquen, maricas!! ¡No les
regalen una ocasión para conquistar a los llorones! ¡¡Ataquen!!
Aplastó la
colilla del cigarrillo en el cenicero. Se frotó los dedos para sacarse un resto
de ceniza que se le había pegado.
Ahora debo
darle el toque final a esta obra de arte —cerró los ojos gozoso. Pensó en las
palabras adecuadas y escogió un botón del tablero.
—Operador
—respondió.
—Comuníqueme
con el señor Obispo. Dígale que debo pasarle un informe urgente.
66
Apretaron sus
espaldas contra la corteza del árbol.
Ya se los veía llegar. El farol de la esquina los iluminaba con fuerza. Ella se
apoyaba en su brazo y con la izquierda acompañaba vagamente la conversación.
Caminaban muy lentamente.
Cruzaron el
círculo focal de la luz y sus sombras empezaron a alargarse hacia adelante.
—¡Dame un
paquete! —susurró Donato.
—Toma. ¡Ah, qué
asco!
—No te hagas el
marica ahora.
—Shh... ¡Que te
pueden oír!
Las sombras se
estiraban. Los pasos de la pareja se percibían con mayor claridad.
Donato miró por
centésima vez el sendero que atravesaba al baldío, por donde huirían una vez
cumplido su plan. Estrujó su dorso contra el árbol y giró la cabeza. Ya están
lo suficientemente cerca. Con ambas manos sostenía el paquete que haría
explotar contra sus cuerpos. Nadie podrá superar el castigo que infligiría al
Director y su mujer.
A diez metros
de distancia, cerca del farol de la esquina, aunque con suficiente sombra,
permanecía apostado Hormiguita. Donato no confiaba mucho en Hormiguita, pero
éste se empeñó en demostrarle que era digno de integrar su pandilla. No hubiera
accedido, aunque se le arrastrara como serpiente: le reventaban los tipos
llorones. Pero Hormiguita padeció mucho las
humillaciones que le impuso el Diré; eso le impulsaría a no fallar, le
inyectaría el coraje que nunca tiene.
Un silbido
extraño, como producido por una ave, cruzó la calle. Era la señal. Hormiguita
ya había quedado detrás de la pareja. Extrajo su caja de fósforos y encendió
velozmente el petardo. Donato le observó todos los pasos. No falló en nada: con
el primer raspón encendió la cerilla y casi en el mismo instante prendía el
cabo del explosivo. Una parábola breve, de cometa, lo llevó un metro detrás de
la pareja que estaba cruzando junto a Donato. El estruendo y el grito de la
mujer se mezclaron.
Donato afirmó
en su derecha el paquete y sosteniéndose con su izquierda del árbol como si
fuera un eje, giró con fuerza hasta impactar el paquete en plena cara del
hombre. Su esposa pretendió huir cuando el compañero de Donato aplastó otro
paquete en la cara de ella. Sus gritos se entrecortaron con burbujas y
salivazos y expresiones de asco.
El Diré daba
manotazos ciegos y enloquecidos en el aire.
Los tres
muchachos ganaron el baldío. La puerta de escape estaba libre, era grande y
segura. Donato, con voz falseada, lanzó todo su asqueroso vocabulario, mientras
la mujer y el hombre se arrancaban con los pañuelos, las mangas y el vestido
las inmundas heces, con desesperación rayana en la locura.
67
Apenas
entreabrieron la puerta, Sáenz de
la Mallorca se abalanzó al interior del departamento.
—¡Arturo!
—exclamó casi a la carrera.
El doctor Bello
estaba sentado junto a un aparato de radio.
—¡Sssiitt!
—cruzó sus labios con el índice—. Transmiten el informativo.
El recién
llegado se dispuso a escuchar también.
—"Para el
lavado de sus ollas, use..."
—Escúchame,
Arturo —quiso aprovechar los segundos destinados a la publicidad.
—¡Calla!
—"La
iglesia de la Encarnación fue limpiada de agitadores —comunicó gravemente el
locutor—. La policía pudo restablecer la normalidad. Hay muchos detenidos, se
estima que exceden del centenar. Con esta acción la policía pudo extirpar el
último foco subversivo, iniciado con la manifestación estudiantil de la
tarde."
—Arturo, mi
hijo acaba de llegar a casa. Está herido —explicó Sáenz de la Mallorca.
—¿Se refugió en
la iglesia? ¡Cuéntame!
—No. Participó
en la manifestación. Lo golpearon y se escondió en el interior de un kiosco
donde permaneció encogido, en cuclillas, más de tres horas. Al anochecer pudo
escabullirse.
—De Olga no sé
nada... Fue herida o arrestada o se refugió en esa maldita iglesia de la
Encarnación. ¡No quiero pensar! —escondió su cabeza entre las manos.
—Tenemos que
hacer algo.
—¿Qué? ¿Me
puedes decir qué? Pero... confiésame... ¿está grave Alejandro?
—En seguida
vino el médico. Parece que no. Le ha prescrito un sedante. No para de hablar.
—¿Qué dice?
¿Qué dice? —Bello se incorporó, ansioso.
—Repite sucesos
de la tarde. Está muy impresionado.
—Me imagino. Ha
ocurrido lo que preveía. Se han hecho castigar en vano. ¡Si se lo habré prevenido
a Olga! ¡Pobre Olga!
Bello se puso
el saco.
—¡Vamos! —tomó
del brazo al amigo.
—¿Adonde?
—¿No dices que
tenemos que hacer algo? Ya no aguanto estar encerrado aquí. ¡Si supiera dónde
está Olga!
—Mi hijo actuó
bien en la Asamblea —murmuró Sáenz de la Mallorca, como si hablara para sí
mismo—. Defendió la moderación, explicó que aún no habían madurado las
circunstancias propicias. Dijo lo que pensábamos tú, yo y el Comité Central.
Pero fue desbordado por los demagogos, que aprovecharon la excitación de los
jóvenes, y la Asamblea decidió llevar adelante la manifestación programada.
—El padre
Torres pudo haberla frenado —reprochó Bello.
—¡Quién sabe!
Los estudiantes vitorean cuando se los apoya. Seguramente lo hubieran abucheado
si pedía suspender la protesta.
El ascensor se
detuvo. Bello corrió la doble puerta y salieron.
—Tengo mi auto
a la vuelta —explicó Sáenz de la Mallorca—. Tomo precauciones.
—¿Quién empezó
la agresión? ¿Lo contó Alejandro?
—Se lo escuché
dos veces: salieron de la Asamblea en grupos y se instalaron en varias esquinas
del centro, con el propósito de confluir en la gran columna que marcharía por
la avenida de la República. Confeccionaron cartelones que exigían la libertad
de los estudiantes presos. Avanzaron con disciplina, respetando la consigna del
silencio. Pronto aparecieron efectivos policiales seguidos por carros de
asalto. Los estudiantes, varios millares, confluyeron en la avenida de la
República. La policía no intervino como si deseara ver concluida la
concentración. Entonces aparecieron numerosos efectivos que cerraron el paso.
La columna se detuvo. Los muchachos parecían tener lacrados sus labios: ni un
grito, ni un insulto, ni una orden. Sólo hablaban los carteles. Algunos se
sentaron y el resto les imitó. Era una protesta firme y pacífica.
Se instalaron
en el automóvil.
—Vamos al
Colegio de Abogados —indicó Bello.
—¿Colegio de
Abogados? —dudó Sáenz de la Mallorca.
—Necesito su
respaldo. Deberán actuar. En cualquier momento seré arrestado también. No es
tiempo lo que sobra. Sígueme contando, por favor.
—La policía los
bloqueó y comprimió. Se apostaron numerosos camiones blindados y les exigieron
subir. Ningún estudiante se movió: cada uno era un Buda en el asfalto. La
policía no tenía paciencia y largó una autobomba a lo largo de la avenida. Mi
hijo tuvo que apartarse en el último momento porque el vehículo no demostró
intención de esquivarlo. Los potentes chorros de agua hicieron rodar a los
estudiantes por la calzada. Algunos fueron arrastrados hacia los camiones.
Entonces empezaron las resistencias, los puntapiés y los gritos. Desde las
viviendas los testigos insultaron a la policía. Los estudiantes empezaron a
defenderse con lo que encontraban a mano, invadieron los comercios, sacaron
sillas y tablones de escaparates. Con las mesas de un bar armaron rápidamente
una barricada y lanzaron sus proyectiles contra los policías. Éstos, rodilla en
tierra, hicieron fuego. La confusión se hizo paroxística. Empezaron a caer
apresuradamente las cortinas metálicas. Los estudiantes se dispersaron en
diferentes grupos. Pero no pudieron alejarse del limitado cordón con que los
habían cercado. Cambiando con rapidez de posiciones, desbandaron la acción
policial y lograron detener el avance represivo. De todos modos, fue una
masacre.
—La radio no
dijo nada de eso.
—Lógico.
"Los disturbios fueron iniciados por los estudiantes." La policía usó
bastones, revólveres, pistolas, lanzagases y ametralladoras. Estaba apurada por
dominar la situación. Los estudiantes se defendieron con armas improvisadas.
El doctor
Arturo Bello pasó su pañuelo por la frente.
—Después empezó
la caza de estudiantes a través de los pasajes comerciales, escalinatas de los
edificios e incluso terrazas. Largaron los perros. Alejandro corrió con un
grupo hacia un ómnibus. Tropezó, llegó tarde y alcanzó a colgarse de una
ventanilla. El vehículo intentó perforar el bloqueo. Viró bruscamente y
Alejandro cayó a la calzada. Corrió hacia un kiosco y se refugió en su interior
bajo una montaña de diarios y revistas. Cree que el ómnibus logró huir, aunque
lo persiguieron a balazos. Dice que la operación fue concluida en poco tiempo.
—Una operación
cruenta y exagerada... —añadió Bello.
—Cuando
Alejandro abandonó el kiosco casi ni se veían policías. El informativo que
oímos fue verídico en eso: las calles volvieron a la normalidad.
—Me opuse a
esta manifestación —recordó Bello, con un velo de mesticia—. Dije que sería un
clamor en el desierto.
—Pero nuestros
hijos participaron en ella, aunque de mala gana.
—Olga no lo
hizo de mala gana —corrigió Bello—. El Partido se ha opuesto a muchas de estas
refriegas inoperantes, aisladas, anárquicas. Pero después las defendió... como
llegando tarde a la cita. Los estudiantes han expresado su protesta. Actuaron
con valentía. Su grito se oye desde lejos. Sólo un reaccionario se dedicaría a
pergeñar reproches en vez de brindarles ayuda. El Partido no condenará esta
manifestación, estoy seguro, aunque no la haya gestionado ni estimulado.
—¿Y si ocurre
lo contrario?
—¡No ocurrirá!
Estos muchachos merecen nuestro apoyo. Luchan contra las injusticias de esta
sociedad. Son limpios. Quieren un mundo mejor sin saber cómo lograrlo. Exigiré
al Colegio de Abogados que se lance una acción desde varios frentes para lograr
su excarcelación inmediata... —bajó los ojos y añadió con súbita debilidad—,
aunque sea en vano.
—¿Cómo podremos
ubicar a Olga? —Sáenz de la Mallorca volvía a la grave incógnita.
—Lo estuve
pensando mientras me contabas.
—Dime, pues.
—Telefonearé al
padre Fermín Saldaño. Es un cura conservador, tío del padre Torres, con quien
está muy disgustado. En estos momentos debe ser bien visto por las autoridades
militares.
—¿Intercederá?
—Creo que sí.
Sáenz de la
Mallorca hizo una mueca escéptica y siguió conduciendo en silencio.
68
Carlos Samuel buscó la mano gruesa y áspera de
Agustín Buenaventura. La comprimió brevemente para infundirle valor. Estaba
decidido a aprovechar esa Asamblea Extraordinaria convocada por su Obispo para
plantear verdades, decir lo que se había acumulado en su corazón. Estaba
dispuesto a derramarlo todo, hasta que se nivelaran las presiones. Dios lo
ayudaría. Él encendería su verbo. Ésta era una reunión de ministros, de hombres
al servicio de Cristo y por ende del hombre. Tendrán que oírle y reconocer en
el Evangelio un mensaje vivo, actual, comprometedor,
tendencioso, intransigente. La Iglesia debe servir para construir el reino de
Dios, o no sirve para nada. El reino de Dios no se construye apoyando el statu
quo que institucionaliza el pecado de la explotación humana y de la
postergación de las mayorías. En su ayuda vienen todos los libros bíblicos,
como ejércitos poderosos, incontenibles.
El Obispo
empezó a hablar. Decenas de canónigos, presbíteros y diáconos se encerraron en
respetuoso silencio. Sus ojos apuntaron hacia el digno prelado, abstrayéndose
un momento del foco de la discordia, esquinado en las últimas filas del salón:
Torres y Buenaventura.
—Conocéis los
graves acontecimientos que han sacudido nuestra diócesis —la voz de monseñor
Tardini era grave y controlada aún.
Carlos Samuel cruzó
sus brazos sobre el pecho, su respiración se había acelerado y eso le perturbó.
Buenaventura transpiraba.
—En mi corazón
he guardado los sinsabores con que dos de mis hijos me han retribuido. Los he
perdonado. Y para alejarlos de la temeraria pendiente por la que caminaban, los
he trasladado a una de las iglesias más veneradas de esta ciudad. La he
confiado a sus manos. Pero ¿qué han hecho para conservar la dignidad de ese
templo? —su voz se partió. Bajó la cabeza esperando poder tranquilizarse. Con su
pañuelo se cubrió los ojos. Su congoja se transmitió como a través de un cable
de alta tensión.
La Asamblea
estaba paralizada, contraída.
Carlos Samuel
respiraba por la nariz y por la boca. Trataba de rehilvanar su discurso de otra
manera, para adecuarla a la nueva situación inesperada, desarmante. Nunca
imaginó en su Obispo otra actitud que la de fría admonición. Esperaba palabras
duras, acusaciones severas y hasta sanciones inmediatas. Pero no entraba en sus
cálculos el llanto.
—En el recinto
sagrado se aglomeraban jóvenes de ambos sexos... fumando... gritando —prosiguió
Tardini con voz herida por las lágrimas que ahogaban su laringe.
Carlos Samuel
comprimió su entrecejo. El Obispo sabía que jamás ocurrió nada vejatorio, que
antes de cada reunión profana se retiraba al Santísimo. El Obispo utilizaba un
lenguaje sibilino y equívoco.
—He recurrido a
la persuasión —su voz era más dramática aún—. Con pena tuve que advertir,
incluso amenazar —sus ojos se tornaron vidriosos y en seguida un hilo de agua
corrió por su mejilla—. ¡Nuestra Iglesia se expone al ludibrio! —exclamó
rápidamente y escondió su cara en el pañuelo abollonado.
Varias cabezas
giraron hacia Torres y Buenaventura. En un extremo del salón se produjo
súbitamente un murmullo. Aún el Obispo permanecía encogido, sin poder recuperar
la voz. Un sacerdote de mediana edad, robusto, severo, se puso de pie y partió
el aire con su inesperada y bronca demanda.
—¡Que se les
haga juicio eclesiástico!
Los potenciales
reos se irguieron involuntariamente. Era un terremoto: se partieron las
columnas. El techo se derrumbaba pesadamente con fragor dantesco.
Desde otro
ángulo rugió otra voz:
—¡Juicio
eclesiástico!
La frase
retumbó como tambor de guerra. Batía desde la derecha y la izquierda.
—¡Juicio
eclesiástico!
—¡Juicio
eclesiástico!
—¡Juicio
eclesiástico! ¡Juicio eclesiástico!
Era un coro de
potentes bocas exaltadas las que repetían y repetían la exigencia. Temblaba el
aire. Buenaventura miró a Torres. Torres bajó los ojos, resignadamente. De sus
labios empezó a brotar la plegaria, rumorosa, humilde, como una vertiente
cristalina en la montaña bajo el oscuro y tronante nubarrón.
69
Jesús se detuvo
en el Monte de los Olivos. Jerusalén refulgió como un brillante. Podía
contemplar gran parte de sus murallas ciñendo un montón de edificios desparejos
que subían y bajaban tapizando las colinas, confluyendo siempre hacia el
Templo.
Sus discípulos
trajeron el pollino que mandó a buscar. Jesús le acarició la cerviz. Éste era
su corcel soberbio. Con él haría su aparición en la capital, sorprendería al
Procurador, a los Príncipes y a los Sacerdotes.
Los mantos
raídos de sus hombres fueron tendidos uno tras otro sobre el lomo del animal.
Jesús se sentó sobre ellos e inició la entrada triunfal. Los discípulos le
rodearon. Se acercaron los niños y detrás de ellos corrieron sus madres.
Quienes no pudieron tender su manto sobre el lomo del burro, lo extendieron en
el suelo, para que sirviera de alfombra.
El pollino pisó
blandamente. El regocijo aumentaba. Hubiera deseado tener dos capas, para
colocar otra. Pero muchos no tenían ni una. Algunas mujeres se arrancaron un
trozo de sus anchas túnicas y los niños corrieron a traer hojas. Y las hojas
parecieron pocas. Los hombres buscaron palmas. El camino se tapizó de
vegetales. La multitud crecía. Brotaron gritos de júbilo y alabanza por el
Maestro. El contagio prendió con fuerza inusitada. Las palmas llegaban
enarboladas desde todas las direcciones.
Una calle verde
se abría delante de Jesús. Los pobres de Israel saludaban a su esperanza con la
vegetación que rodeaba a Jerusalén. Ésa era la esmeralda de todos, que aún los
romanos no le habían quitado, porque la consideraba mísera. Pero jamás un rey
pisó un tapiz más mullido y fragante, bordado en pocos minutos por centenares y
quizá millares de corazones entusiastas.
La felicidad
del pueblo se reflejaba en el rostro de Jesús. Éste era su pueblo, al que tenía
que llevar hacia la salvación. Los extramuros hervían de entusiasmo. Las palmas
que continuaban llegando desde otras colinas, seguían agitándose como banderas,
intentando aproximarse a Jesús. El espacio se estrechaba. El pórtico de la
ciudad estaba cerca y los soldados controlaban su acceso. Se pusieron en tensa
guardia contra ese gentío frenético. Tejieron un cordón y amenazaron con sus espadas.
Jesús siguió
avanzando, lenta y majestuosamente. Atravesó el pesado pórtico y sintió en su
rostro el aire denso de la ciudad amurallada donde no corretea el cierzo ni se
huelen las flores silvestres. Las callejuelas sinuosas estaban atestadas de
peregrinos. Siguieron andando.
Jesús estaba
ansioso por llegar a la Casa de su Padre. Le embargaba el gozo de aproximarse
al lugar santo. Las multitudes le rodeaban por doquier, esa multitud que él
venía a redimir. El ascenso fatigaba las piernas, pero aligeraba al corazón. Se
cruzó con los soldados romanos, los detentadores del poder, esos pobres seres
que inmolaban sus vidas y el contenido de su vida para que la lejana Roma
dominara la Tierra.
Jesús apretó su
paso, impelido por la alegría. Un cortejo de ciegos y rengos le seguía a
tumbos. Mendigos y prostitutas salieron de sus madrigueras para verle, mientras
su imagen se recortaba entre la luz y las sombras de la calleja irregular. En
su extremo apareció un trozo de Templo como un fragmento del sol. La reverberación
de su rosado mármol alcanzó el rostro de Jesús. Fue un contacto, un beso entre
Él y su Padre.
La calleja
desembocó súbitamente en la inmensa plaza. Al frente, soberbia, única, se
alzaba la Mansión de Dios. Durante varios minutos se paralizó el Universo.
Jesús y su cortejo quedaron quietos y extasiados, sumergidos en ese diálogo
sublime entre el asombro y la felicidad. Sus ojos descendieron como caricias
por los capiteles y las columnas y los frisos de oro y cedro. Los ojos fueron
poco a poco arrancados de ese encantamiento por el sordo rumor que horadaba los
oídos. Los ciegos no alcanzaron a Dios, en ese breve instante de arrobamiento y
los sordos tardaron más en alejarse de Él. Jesús recorrió con su mirada la
plaza que ululaba de mercaderes y soldados. Era el primer día de la semana
después del Sábado. Corrían las monedas de mano en mano y se voceaban las
mercancías. Los peregrinos incautos creían en la bondad de los productos que se
ofrecen junto al santuario. La grosería, la ambición y la mentira hirieron al
manso corazón de Jesús. Se abalanzó contra los mostradores, los alzó en vilo y
aplastó contra los comerciantes. Hizo volar los géneros de lino y púrpuras,
volcó los cestos de frutos, cayeron las guirnaldas de flores. Su voz se había
transformado en un trueno que partía los muros. Una tempestad de violencia hizo
triza a la repulsiva exposición.
Los mercaderes
huyeron a protegerse, otros corrieron tras los soldados para exigirles
protección. Las multitudes que siguieron a Jesús quedaron mudas de espanto,
quietas como estatuas paganas. Y Jesús luchó solo. Solo. El pueblo
tuvo miedo. Sus discípulos guardaron distancia. Los mendigos y las prostitutas
observaron el espectáculo con curiosidad, sin ánimo solidario. Nadie entendía
el fuego sagrado de rebelión que se había encendido en las profundidades más
sensibles de Jesús. Las palmas enarboladas cayeron avergonzadas y medrosas. Las
madres alejaron a sus niños. Los hombres recogieron sus capas.
Jesús luchó
solo contra la estafa y la profanación.
Hizo un bollo
con las hojas y las arrojó nerviosamente al cesto. Esto es la teología de la
violencia. Estoy equivocado. Mi desesperación me lleva hacia allí. Pero ¿dice
otra cosa la Biblia? Carlos Samuel cruzó los antebrazos sobre su escritorio y
apoyó en ellos su frente.
70
Ministerio de
guerra (PLA y AP). La reunión convocada por el Comandante en Jefe tuvo por
objeto estudiar la exagerada represión cometida contra los estudiantes el
jueves de la semana pasada. Aunque el hermetismo ha sido casi total, se
pudieron obtener algunas impresiones que señalan un franco malestar en
numerosos oficiales. El hecho de que el Jefe de la Policía sea un Coronel del
Ejército Nacional y se haya atribuido la planificación y dirección de las
acciones callejeras como asimismo la sorpresiva irrupción en una iglesia,
compromete —según dichas versiones— al prestigio del arma.
Es altamente
probable que el coronel Donato Francisco Pérez sea relevado.
71
Hice en ocho
meses más que algunos de mis predecesores en años. Reorganicé esta Sección, le
inyecté nueva vida, dinamismo, eficacia. Combiné la acción del personal
policial con un mínimo aporte castrense: sólo armas y vehículos. Sin recurrir
ni siquiera a un soldado, pude establecer un control de hierro sobre todos los
elementos subversivos identificables o encubiertos. Liquidé la primera
manifestación estudiantil de mi gestión, transformándola —mientras yo dure— en
la última. Destruí el foco hipócrita de la Encarnación, desfachatado comunismo
vestido con piel de cordero. Por primera vez la mayoría de los delincuentes
—ladrones, comunistas y prostitutas— yacen en el formol de las cárceles, listos
para ser sometidos a un prolijo estudio anatomopatológico. Por primera vez se
abre en esta ciudad y quizás en el país, un círculo de tranquilidad y de paz.
Tendrían que galardonearme... Pero no. No. Están discutiendo mi relevo. Fui
demasiado brutal... Dicen por ahí que padezco reacciones sádicas. Me están
poniendo rótulos, examinan mi conducta. ¿Por qué? ¿No querían esto? ¿Se fijan
en sentimentalismos vergonzosos y no aprecian los frutos de mi labor, la que
ellos mismos me encomendaron? ¿Estoy aquí para liquidar la subversión o para
brindarle apoyo? ¿Los revoltosos deben ser metidos en la cárcel o invitados a
tomar el té? Siempre se paga con la misma pobre moneda a los benefactores del
país. Lo decía papá. Papá... ¡Qué garbo! ¡Qué violencia! ¡Así debo aparecer...!
¡Que tiemblen de sólo verme! ¡Maricas! Tienen años y tienen méritos de
escritorio. Ellos me sacarán. Sí, es casi seguro que me sacarán de aquí. No
importa... Llegará el momento de mi desquite. Esos oficiales que sólo sirven
para lucir el uniforme, sabrán que conmigo no se juega sucio. ¡Les haré
quebrarse de dolor! Y para llegar a eso recurriré a cualquier camino y me
aliaré con cualquier cerdo. Yo logro los objetivos, y los medios sólo valen
cuanto más rápido conduzcan a él. Me humillaré si es preciso, buscaré alianzas
con el hombre fuerte de turno. Me brindaré a él. ¡Le obedeceré ciegamente,
hasta la vesania! Comprenderá que le soy útil, que valgo y junto con él me
mantendré. Luego me elevaré. Registro bien las venganzas y no perdonaré la
afrenta más leve. Les demostraré que mi estrategia no sólo sirve para los
combates callejeros.
Apretó varios
botones. Respondió el aparato. Aparecieron dos guardias. Distribuyó mensajes,
impartió órdenes. Empezaba una nueva guerra y él sabía que la iba a ganar.
72
EPÍSTOLA
Querido tío:
Estás equivocado.
No huyo: me debato. El que huye eres tú. Huyes tras las fortalezas del
conformismo y empuñas un escudo de caridad convencional. Yo, en cambio, peleo.
Peleo sin armas como Jacob con el ángel —es decir conmigo mismo para liberarme
de mis propias dudas. Él no conocía el desenlace de su lucha. Tampoco lo sé yo.
Me asusta otra derrota, porque ya fui derrotado muchas veces: en el Seminario,
olvidándome del hombre; en Europa, repudiando al Seminario; en San José,
descubriendo con rubor a mis semejantes más nobles e íntegros que yo, su
pedante aconsejador; en la Encarnación frenándome ante la calculadora muralla
de mi Obispo. Estoy en plena batalla, con heridas, contusiones y hemorragias
muy profundas. Pero no huyo ni claudico (es lo mismo): sería la muerte.
Tú crees poder
asesorarme, guiarme. Pero nunca te has acercado desprejuiciadamente a mi dolor.
Me has advertido y amonestado como desde una cátedra. Has endilgado adjetivos
con cruel prodigalidad; dirás mientras lees esto que padezco una crisis de
fe... ¿Explicas así mis lágrimas vertidas en secreto? ¿Mi perplejidad ante la
cuestión social? Te consideras un ser extraterreno, incontaminado e
incontaminable, que mira desde la cúspide de un tolmo. Si estás incontaminado
es del dolor que hierve en este mundo. Si miras desde arriba, es para no ver
bajo el techo de las chozas ni bajo el equívoco lustre de la piel: te
espantaría. Te has aislado dentro de una espesa costra de resignación, que
prescinde de la honestidad y que se narcotiza con fraseología oportunista. ¿Qué
has hecho de tu vida además de portarte bien, es decir, "bien" como
te inculcaron en el Seminario? ¿En qué has beneficiado a ti y a tus semejantes,
que son parte de Cristo, además de quemar tus días con ritos mecanizados,
ordenar oraciones mecanizadas y predicar una conducta mecanizada? ¿Qué valores
humanos profundos, riesgosos, espontáneos, has realizado? ¿No te pareces acaso
a esos escribas y fariseos que cumplían con centenares de mandamientos para
sentirse en paz consigo mismo y con Dios —huyendo de ellos y huyendo de Dios—
hasta que Jesús los cuestionó, confiriendo ante sus oídos atónitos más
importancia a un enfermo y a un réprobo, que a toda esa farragosa legislación?
En el fondo ¿tus consejos no me orientan hacia esa legislación secundaria,
hacia la disciplina eclesial, hacia la indiferencia del cenobita, o sea hacia
el olvido de la injusticia, de los enfermos, los réprobos y los infelices que
excitan mi sangre y trastornan mi mente?
Me has invitado a
las sierras —para ti las sierras son retiro espiritual, meditación y
arrepentimiento— porque esperas hacerme retornar al pasado, a un pasado
inocente, inmaduro y penumbroso. Ya es tarde, tío: cuando la conciencia abre
los párpados, es como si se encendiera un estanque con gasolina: arde hasta su
consumición total. Crees puerilmente que allí me orientaste hacia la buena
senda —el Seminario— y yo después me crucé a la mala. Ahora pretendes hacerme
retornar. Eso es simplón y falso, tío. No hubo cambio de sendas, sino una
dolorosa toma de conciencia.
Crees que en el
desierto inspira Dios, como le ocurrió a Moisés y a Jesús. Mas ¿qué es esa
inspiración divina sino una incontenible concientización? Después de permanecer
en el desierto, Moisés se lanzó temerariamente contra el poder egipcio y Jesús
inició su prédica revolucionaria, aunque el primero no pudo gozar la Tierra
Prometida y el segundo terminó en el Gólgota.
Tío Fermín: debo
aclararte que mi permanencia en el desierto ya ha pasado los cuarenta días. No
necesito más aislamiento. Vivo en él desde que ingresé en el Seminario,
sintiéndome profundamente solo, recibiendo la afectividad en migajas, como si
fueran los escasos alimentos —raíces, cactus, salamandras— que tacañamente cede
el páramo. No tengo familia, ni amigos, desde antes que falleció mamá. Mamá
merece un párrafo. Sé que sufrió cuando ingresé en el Seminario, porque ella me
perdió a mí y yo la perdí a ella. Tu elocuencia no fue emoliente. Mamá
presentía lo que yo descubrí mucho más tarde-, no ingresé al servicio de Dios,
es decir del hombre, de mi semejante, de mí mismo: ingresé al servicio de una
poderosa organización que usa el nombre de Dios y a la que Dios contempla
partirse porque sabe que su meollo es bueno y que luego de la tempestad volverá
a crecer con hojas frescas y frutos limpios. Mamá murió cuando llegué a
Innsbruck. Tú la consolabas exagerando mis éxitos europeos y ella seguramente
hacía esfuerzos para que tu palabra anestesiante diera resultado. Yo,
entretanto, sufría en Austria otra enorme desilusión como si una guillotina me
hubiera abierto por el medio. Después quedaste tú, más que tío, tutor, más que
pariente, centinela. Pero ya no tenías autoridad sobre mí. Sí el respeto que
debía a tus años y a tus buenas intenciones. No me sirves como ejemplo. Tu
bondad estereotipada no me conmueve; tu soledad estéril no me entusiasma; tu
cosmovisión rígida no me convence; tu conducta poiquiloterma no me ilumina.
¿Soy un blasfemo, un malvado, un irresponsable... y otras cosas más? Sí, tío.
No soy perfecto según moldes antiguos. Soy un perfecto hombre imperfecto, que
lo reconoce. Y lo confiesa.
73
Diría que es
extraño. ¿Que es malo? No sé. Cuando novios siempre fue correcto. Me enamoré
muy pronto de él. ¡Lucía tan hermoso con su uniforme de gala! Lo vi por primera
vez en esa recepción que organizó Lucía al regreso de su viaje al Extremo
Oriente. Estaba parado junto a una puerta conversando con otros señores. Era el
más alto; sus piernas se apoyaban firmemente, algo separadas; su pecho lucía
amplio y su mentón elevado, digno, casi orgulloso. Le pedí a Lucía que me
presentara. Él no habló. Como si no le interesara. Me molestó un poquitín. Eso
me estimuló a insinuarle que bailásemos. Temí que hiciera alguna objeción. Pero
no. ¿Era timidez? ¿Con semejante apostura? Sí, creo que era timidez. Bailamos.
Empezó a soltarse. Poco a poco tomó confianza; y a gustarme más.
¿Será una
perversión? Claro. No puede ser otra cosa. ¡Bah! Ahora no me importa. Ya me da
lo mismo. Le pedí que comprara un aparato de rayos ultravioleta para tostarme
antes del verano, y no me lo negó. En ese sentido no debería quejarme. Atiende
mis gustos y caprichos. ¿Tengo caprichos? Que le exija mantener amistad con los
Rivero Cuadros y Hurtados Montenegros; aunque él no los traga, le beneficia.
Eso no me lo puede reprochar. Cuando nos casamos quise que la recepción tuviera
lugar en el Hotel "Excelsior" porque era el mejor de toda la ciudad.
Algo exagerado, dijeron muchos. Pero no les llevé el apunte. E hice bien.
Concurrió la mejor sociedad. Eso le sirve ahora. Tampoco sería justo si se
queja. Quien debería quejarse soy yo. No por la primera noche. En fin, una está
preparada. Es natural, digamos. ¡Pero que cuatro meses después me haga
semejante proposición! Creo que exageré mi asombro. En fin de cuentas no es
para tanto. ¡Vaya una a saber las cosas que ocurren en otros matrimonios! Él se
enojó, o se hizo el enojado. No te pido gran cosa —gritó— y se fue. Durante dos
semanas casi ni me habló. Durmió en el borde de la cama dándome la espalda.
Hasta que decidí terminar con la farsa. Tal vez mi curiosidad era más fuerte
que mi voluntad de reconciliación. ¿Gozaría yo también? ¿Qué arcanos
encerrarían estas perversiones? Él tenía razón cuando me culpaba de ignorancia
sexual. Compré la soga y la guardé en la mesita de luz. Durante la cena le
anticipé que le reservaba una sorpresa para la noche. No me entendió. En el
dormitorio le enseñé la soga. Sus ojos se iluminaron. Le temblaron las manos.
Me besó agradecido. Cerró la puerta y me desvistió con excitación y torpeza. Se
transformaba de minuto en minuto. Mi curiosidad dominaba mi temor. Me armé de
entereza y le dejé hacer. Pensé que tendría que excitarme también. Pero no
podía. A él no le importaba. Proseguía ajeno, transportado. Mis últimas prendas
no pudo desabrocharlas y las arrancó. Estaba adquiriendo la fisonomía de un
animal en celo. Me arrojó sobre la cama y me ató. Utilizó la soga, sujetando mis brazos y mis muslos a las patas de la cama y luego se arrojó sobre
mí, brutalmente, diciendo obscenidades, con un vigor y una desesperación que
jamás le conocí.
74
—¡Apúrate! —le
empujó al interior del auto. Cerró la puerta y corrió hacia el otro lado para
instalarse al volante. Arrancó bruscamente: sus cabezas resistían caer hacia la
parte posterior del vehículo.
Miró el reloj
del tablero.
—¡Lo único que
faltaba! —reprochó Donato—. Llegar más tarde que ellos. ¿No has pensado en la
gravedad de mi situación?
Dobló una esquina
sobre dos ruedas. Ella juntó sus manos para rogarle moderación; con los pies
apretaba el suelo como si lo hiciera sobre el pedal de freno. A bocinazos, con
audaces escaramuzas, fue adelantándose a los demás vehículos. A lo lejos se
veía un semáforo: llegaría en rojo.
Puso la sirena
y atravesó la esquina a toda velocidad mientras el tránsito se paralizaba
disciplinadamente.
—Llegaremos a
tiempo, Donato. ¡No corras tanto, por Dios!
—¡¡¡Cállate!!!
¡O me las cobraré contigo!
—Lo que
quieras... Nos mataremos. ¡Cuidadooo!
—¡Animal! —le
gritó al peatón, que se salvó por milagro dando un feroz salto a la calzada.
El Obispo le
fue a ver (¡qué honor!) para manifestarle su preocupación por la convivencia en
la cárcel de comunistas, prostitutas, y jóvenes estudiantes. ¡Vaya idea! ¿Cree
que la cárcel es un corralón? ¡Por qué mierda se mete en lo que no le
corresponde! —tuve ganas de preguntarle. Pero era el Obispo... Me convenía
granjearme su aprecio después de la velada humillación que le inferí cuando
vino a bendecir nuestro flamante armamento. Le dije que estaba en un error y
podía recorrer el establecimiento cuando deseara. Monseñor Tardini simuló no
oír mi invitación porque seguramente le tiritan sus minúsculos testículos con
sólo imaginar una mazmorra. En vez de ello, deslizó con voz paternal, dulzona e
hipócrita, su "humanitario" anhelo: que pusiera en libertad a los
comunistas y prostitutas menos peligrosos.
—¿Cómo dice?
—reaccioné perplejo.
—Es para llevar
cierta tranquilidad a la opinión pública.
—En todo caso...
debería pedirme que excarcelara a los estudiantes.
—No, no
—sonrieron sus ojitos de ardilla—. Por los estudiantes harán gestiones sus
respectivas familias. El trabajo que se tomen será beneficioso, porque en lo
futuro ejercerán mayor vigilancia sobre sus relaciones y actividades.
—Pero,
monseñor... ¿Por qué liberar justamente a la excrecencia social, a esos
comunistas, a esas prostitutas?
—Sólo algunos,
sólo algunos... Como representante de Cristo, usted comprende que debo
interceder por los réprobos...
Quise decirle
que no le comprendía en absoluto. Medité rápidamente y decidí complacerlo.
Total, el efecto propagandístico de "la noche blanca" ya había sido
alcanzado. Necesitaba conservar mi buena imagen ante el Episcopado. Le
impresioné ordenando la inmediata excarcelación de cincuenta personas, entre
putas y bolcheviques. Algunos fueron cazados después durante la "pacífica
manifestación", confirmando mi diagnóstico sobre sus patológicas
fijaciones delictivas. Le servirá de lección al Obispo, para no exhibir su
corazoncito de miel en jurisdicciones ajenas. ¡Los delincuentes son
delincuentes! Que no me venga con Cristo, ni con réprobos ni con humanitarismo
faldero... En lo único que acertó fue sobre las gestiones que iniciarían los
familiares de los estudiantes presos. Después de la limpieza que hice a la
iglesia de la Encarnación vinieron las mejores familias de la sociedad (si
mejores las puedo considerar por las cartas de presentación que me deslizaban
junto con el saludo). Vinieron los padres de uno... cómo se llamaba... ¡Ah. sí!
Fuentes. Traían una carta del Ministro nada menos. ¡Qué mujer loca! Se
desmayaba a cada rato. Le decían algo y ¡zas! caía de nuca. No dejaba hablar.
Su hijo había sido arrestado en la casa de una prostituta, donde se refugió después
de la manifestación. No se podía tener en pie. Así y todo, se las daba de
importante. ¡Vaya petulancia!... En el interrogatorio el mocoso contestaba
cuando quería y hasta se daba el gusto de burlarse. ¡Piojo de mierda! Era un
caso ideal para probar mi nuevo aparatito confesor. Lástima que estaba débil y
no aguantó mucho. A su madre histérica quise darle una explicación para que no
vaya a sospechar sobre mi esmerado y dulce trato. ¡No me dejaba terminar una
frase! Pero yo estaba tranquilo. Por más carta del Ministro que enarbolaron, el
muchacho quedó loco y con un delirio místico que no dejará dormir a sus médicos
varios meses. Ni recordará lo que le hice. Mi argumento salió redondo: cargar
el fardo a las prostitutas y rufianes tiene un poder convincente rayano en lo
mágico. No hay quien se resista.
—¡Donatooo!
—chilló su esposa ante la inminencia de un choque.
El auto viró
bruscamente, se oblicuó, silbaron sus ruedas sobre el pavimento, esquivó al
otro auto, pero le golpeó un guardabarros. Donato comprobó que su automóvil
seguía andando; era lo esencial. No tenía ni un minuto para detenerse. Por el
espejo retrovisor observó que desde la ventanilla del vehículo chocado un puño
le hacía amenazas. Sonrió con una esquina de sus labios y siguió a la misma velocidad.
No podía perder tiempo en disculparse con un desconocido, porque seguramente el
Obispo tenía otra cosa en mente cuando lo fue a ver. Primero lo mandó al cura
Torres, a quien no le dio bola. ¡Era lo único que faltaba! Entonces llegó él en
persona. ¿Qué se tramoya en el interior de la Iglesia? Una cosa es la que se
deja trascender para consumo de los inocentes y otra... ¡Quién sabe si Torres
no cuenta con el apoyo episcopal! ¿Por qué no es expulsado de la Encarnación?
¿A qué se debe ese laissez-faire que practica Tardini? Ambos buscaban mi
caída, está claro. ¿No habrán deseado que persista el encierro de los
estudiantes para justificar la manifestación? Puedo sospecharlo, todo es
posible en este puerco universo. Los retorcidos curas son capaces de haberme
tendido una trampa; y yo caí. Pero no estoy vencido. La excusa de las
prostitutas me viene de perillas. Los Fuentes están convencidos de mi versión y
su hijo no lo podrá desmentir hasta dentro de muchos meses, si es que alguna
vez lo hace... El arresto de esa putita Magdalena es mi pieza de oro: habituée
del barrio Arboleda, habituée de los oficiales (tiene lindas
experiencias conmigo) y habituée del padre Torres... ¡Veremos quién
juega mejor!
Frenó
bruscamente. Salió corriendo para abrir la puerta a su mujer y entraron en el
lujoso restaurante. El maitre los acompañó hasta la mesa reservada en un
rincón íntimo, con fácil acceso a la pista de baile. Apenas se ubicaron, vio
aparecer en la puerta a quien esperaba. Se puso de pie nerviosamente, pero
recapacitó con velocidad: ajustó sus nervios, se apretó con ambas manos los
maseteros para relajarlos y volvió a sentarse, simulando explicar a su mujer
las características de la planta exótica que decoraba un ángulo de la ventana.
Cuando ellos se
acercaron, lanzó una exclamación de candorosa sorpresa, los saludó
efusivamente, presentó a su esposa y los invitó a cenar juntos.
—No imaginaba
que venían a este hermoso lugar —insistió Donato.
—Hace un mes
que traigo a Diana todos los jueves. ¡Quedó prendada! ¿Verdad, querida?
—Sí. La comida
es muy buena y el show verdaderamente excepcional.
La esposa de
Donato, siguiendo las severas instrucciones que le impartió antes de salir,
acaparó la conversación de ella. Donato aprovechó entonces para llevar a su
interlocutor hacia el asunto que quemaba.
—Usted debería
conocer algunos detalles sorprendentes, general —le dijo.
El Comandante
en Jefe se dispuso a escucharlo, satisfecho de no haber tomado aún ninguna
resolución precipitada.
75
SABIDURÍA
Carlos Samuel y
Agustín Buenaventura abandonaron la habitación del Seminario —allí se los
alojaba provisionalmente hasta la conclusión del juicio eclesiástico— para
entrevistarse con el Nuncio Apostólico, que les fijó una cita en el estudio del
Rector.
Marcharon por
un corredor largo y sombrío, el mismo corredor donde muchos años atrás Carlos
Samuel decidió transformarse en un hombre de metal. En un corredor parecido,
lejos, en otro Seminario, Agustín Buenaventura también se envolvió con una
armadura y ella le permitió soportar privaciones crueles y desilusiones
asfixiantes. Carlos Samuel, en Europa, se desprendió del impenetrable
envoltorio. Buenaventura lo consiguió a medias. Sin embargo, también se rebeló
contra las instrucciones que retumbaron en ese corredor. Ambos relativizaron la
obediencia. De lo contrario, Carlos Samuel habría llegado a Obispo, juzgaría y
no sería juzgado, y Buenaventura habría alcanzado el reconocimiento público,
como una solemne coronación, por su vida dedicada a propagar el Evangelio.
Ambos estarían en armonía con los hombres y con Dios. Pero después que abrieron
los ojos, que se enteraron, que se les incendió la conciencia —Carlos Samuel en
Europa y después en San José, Buenaventura en la Villa del Milagro—, fueron
puestos en una horrible alternativa: estar en armonía con los fariseos y con el
Obispo, o estar en armonía con Dios.
Torres se
apartó para dejar adelantarse a Buenaventura, su superior en años y jerarquía.
En el otrora
temible estudio del Rector —porque hacia allí eran conducidos los seminaristas
cuando debían recibir una reprimenda superlativa— los aguardaba el Nuncio.
Estaba solo. Les tendió su diestra para que besaran el anillo. Luego les
estrechó la mano e invitó a sentarse.
—He deseado
conversar un poco con ustedes antes del juicio —explicó afablemente.
—Nos honra y
consuela, monseñor —agradeció Buenaventura con su bronca voz, sin haber
concluido aún de acomodar su globuloso abdomen.
El Nuncio,
hombre fino, de tez muy blanca y rosada, apenas diferente a la nieve de sus
cabellos, sonrió paternalmente. Quizá lo divertía la pletórica figura indígena
de ese rústico cura. Dirigiéndose aún a él, como si lo estudiara, añadió:
—Estoy
debidamente informado sobre su actividad en la selva y en la montaña. Usted ha
sido un buen ministro del Señor.
Torres advirtió
el "ha sido".
—Nunca debió
cambiar esa línea de conducta, meritoria e inspirada —agregó sin dejar de
sonreír.
—Monseñor...
—intentó explicarse Buenaventura.
—No lo
reprocho, no —interrumpió el Nuncio—. Comento simplemente. Si me he reunido
aquí con ustedes, no es para juzgarlos por anticipado. Les abro mi corazón, les
digo lo que pienso. El motivo de esta entrevista tiene otro objeto.
Los curas
aguardaron.
—Hijos —su voz
adquirió solemnidad—, conozco muchos detalles positivos y negativos de vuestro
ministerio. Por vuestro bien, por el bien de nuestra Iglesia, quiero pediros
que mañana guardéis compostura.
—Que...
—Sí, que no os
afanéis por —enumeró con los dedos— replicar, explicar y complicar. Guardad
silencio, sed pacientes, dóciles y mansos, como el Cordero de Dios.
—¿No deberíamos
ejercitar nuestra defensa? —preguntó Carlos Samuel.
El Nuncio se
reclinó en su sillón y abrió las manos en forma condescendiente.
—Asumamos los
tiempos modernos —su sonrisa se pronunció—. Hay situaciones trascendentales y
situaciones que no lo son. La Iglesia vive un aggiornamento. Es necesario
verlo, entenderlo, apoyarlo y continuarlo.
Los curas no
creían captar el sentido de sus palabras.
—Aquí han
estallado unos petardos... —hizo un simpático gesto de desprecio—. Mucho ruido...
Corridas... Exaltación. Pero, en el fondo, ¿qué?
Torres y
Buenaventura no supieron si tenían o no que responder a ésa pregunta.
—En el fondo,
hijos —se dispuso a contestársela solo—, no ha sido nada.
—¿Entonces...?
—farfulló Buenaventura.
—Como lo acabáis
de oír —recuperó su solemnidad—. No quiero alegatos. No quiero rencillas. El
clero debe mantenerse unido, sereno, proyectado hacia el servicio de Dios y no
de tonterías. Mañana hablaré yo. Todo concluirá lo más rápidamente posible.
—Monseñor...
Nosotros... —no les salía un agradecimiento adecuado.
—No es preciso
que habléis hoy ni mañana. Id y orad —se incorporó, les extendió el anillo y
acompañó afectuosamente hasta la puerta.
76
LAMENTACIONES
Me da vuelta
TODO y llegó el médico y había que contarle y yo no me atrevía porque me daba
vergüenza y además me sentía muy mal con dolor de cabeza vómitos y mareos y una
sensación de que me voy a morir pronto no quedaba otra alternativa estaba
desesperada muy desesperada no era esa la recompensa que merecía después de
haberme pasado la vida luchando contra el mundo y empujando a mi marido para
que también luchara y cuando llegamos casi a lo tan largamente acariciado tiene
que ocurrimos esto tan terrible que nuestros amigos se retraerán aunque simulen
lo contrario y nos harán objeto de sangrientas burlas pobre Eurídice qué será
de ella ahora que Jorge Silva Morales empieza a festejarla esto es terrible
prefiero morirme de una vez aunque el doctor me explicó y trató de persuadirme
insistiendo que ahora debo mostrar mi temple y asumir las plenas
responsabilidades de la madre porque una madre como yo no abandona a sus hijos
en los momentos críticos y yo lloraba porque ese doctor es muy bueno y
comprensivo y tal vez únicamente él ha captado la magnitud de mi pena y lo
inconsolable de mi situación pero en el fondo nada puede hacer y como yo lo sé
prefería callarme para no divulgar tantos problemas pero él llevó a Pedro
afuera y Pedro que es débil de carácter le relató todo absolutamente todo
porque creía ingenuamente que ese médico es aún capaz de obrar un milagro y
curar a Néstor con drogas y con el concurso de los mejores psiquiatras del país
yo me siento muy mal y la cabeza me da vueltas por más que hundo la nuca en la
almohada y me aferró con ambas manos al colchón tengo ganas de vomitar otra vez
esto no termina nunca no puedo dormirme y olvidar olvidar olvidar tras una
sombra negra para descansar de esta pesadilla inacabable las ideas y los
recuerdos vuelven como boomerangs por más que los intente arrojar lejos de mí y
Pedro le contó al médico hasta los trámites que hicimos para excarcelar a
Néstor porque Pedro es tonto y habla mucho apenas le tiran la lengua se confía
como si todos fueran sus amigos y le dijo que recurrimos a éste y a este otro
funcionario invocando nuestras amistades y pasando gordos fajos de billetes
hasta que conseguimos una orden directa del Ministro al Jefe de Policía y no me
quiero acordar la fortuna que perdimos en coimas para conseguir sacar a Néstor
bastante rápido aunque como nos explicó el coronel no me acuerdo cómo se llama
a Néstor lo estaba tratando en la misma cárcel por las horribles torturas a que
lo sometieron en una casa del barrio San José llena de prostitutas y rufianes
entonces yo me desmayé porque nunca imaginé que mi hijo criado con tantos
afanes sería capaz de semejantes desviaciones a pesar de los consejos que yo y
Pedro le impartíamos durante mi desmayo me hicieron oler alcohol y echaban aire
y cuando me sentí mejor el coronel siguió informándonos porque decía que entre
sus obligaciones estaba la de preservar la moral juvenil y por eso se empeñaba
en extirpar los focos de prostitutas y comunistas que infectaban al país aunque
yo me quería ir porque me hacía daño oír detalles en ese momento sobre la
increíble conducta de Néstor ese militar se empeñó en dejar a salvo la
meritoria actuación de sus agentes que llegaron a tiempo y pudieron rescatar a
Néstor de la canibálica orgía que estaban haciendo con él pero que
lamentablemente el muchacho ya estaba inconsciente y no tenía documentos por lo
cual fue traído para su curación de urgencia hasta tanto se lo pudiera
identificar sus palabras no se hilvanaban con lógica decía muchas cosas
absurdas y mezclaba nombres corrientes con frases bíblicas como si hubiera
caído en un delirio místico aunque ese no es el diagnóstico exacto según dijo
después el doctor pero el caso de Néstor es muy delicado vaya uno a saber qué
brutalidad hicieron con él para hundirlo en ese estado yo no quería saber
quiénes eran esas rameras porque iba a correr personalmente a matarlas con mis
propias manos y cobrarme una pizca del infinito daño que le han hecho a mi hijo
y a mi hija y a mí me siento peor que nunca tan mal como cuando ese coronel me
explicó que según las investigaciones que pudo recoger después de arrestar a
quienes se amotinaron en la iglesia de la Encarnación algunas prostitutas
concurrían regularmente para conseguir clientes entre los jóvenes de buenas
familias y era muy probable que Néstor haya caído allí en la red que le tendió
alguna meretriz entonces yo me persigné invocando a Dios a la Virgen y a todos
los Santos ante semejante profanación y empezaron a martillarme las sienes
porque yo había estimulado a Néstor para que frecuentara esa iglesia sin saber
ni por esa inefable intuición que tenemos las madres lo que allí ocurría y que
era muy serio como para que la policía la haya invadido y el Jefe de Policía
haya asumido públicamente su responsabilidad por la acción y como él nos dijo
el delirio de Néstor tal vez tenía relación con fuertes cargos de conciencia y
por eso mencionaba a Cristo a Abraham a Santa Magdalena los ricos y los pobres
el Evangelio la Iglesia la justicia y el orden y la violencia y la hipocresía y
tantas otras cosas sin oír ni una palabra ni un gesto porque estaba cerrado
para este mundo quién sabe por cuánto tiempo no quiero pensar porque me vuelve
el vómito y golpean con más violencia las sienes esto es peor que el infierno
que Pedro se dé el gusto y llame a todos los psiquiatras que quiera es
necesario salvarlo a él y a su buen nombre porque está Eurídice y la pobre
tendrá que cargar con las consecuencias porque no faltará quien proyecte en
ella algo de lo que hizo Néstor la gente es mal pensada y habla para
entretenerse prefiero morirme de una vez ya no soy joven y carezco de la
fortaleza de otros tiempos estoy gastada y consumida esto ha sido el golpe de
gracia me derrumbo como una casa vieja mi cabeza estalla como un globo inflado
a presión y mis sesos salpicarán las paredes.
77
SINÓPTICOS
En el SALÓN DE
ACTOS del Seminario se había reunido toda la clerecía capitalina, encabezada
por el Nuncio Apostólico, el Cardenal Primado y el Arzobispo coadjutor. Una
especial solemnidad flotaba en el recinto.
Torres y
Buenaventura contemplaron al Nuncio, sentado rígidamente sobre el estrado
imponente. Intentaron encontrar su mirada. Con el peso de su autoridad
definiría el curso del juicio. Prometió concluir rápidamente, porque confiaba
en sí mismo, en su diplomacia y en sus dotes persuasivas. Mucho ruido...
Corridas... Exaltación. Pero, en el fondo, ¿qué?... En el fondo, hijos, no ha
sido nada.
Empezó el
preámbulo. Preámbulo pesado, amenazador, inclemente y frío. El Dios de los
ejércitos, del trueno, de la ira, del apocalipsis, tomaba posesión del acto.
Sus tropas sacerdotales juraban obediencia, al tiempo que en las arterias
empezaba a latir el disciplinado ímpetu de guerra santa. Algunos ojos giraron
hacia las víctimas propiciatorias que debían apaciguar la cólera divina: su
propia cólera de hombres.
Agustín
Buenaventura y Carlos Samuel Torres querían autosugestionarse de que todo
saldría bien, como lo aseguró el Nuncio, pero una irrefrenable vergüenza —de
ellos mismos, de la Institución, de algo indefinible— los angustiaba. Este
juicio podría ser la paradójica o simplemente burda conclusión de todos sus
sueños, ideales y proyectos, reducidos a una fatua vanidad de vanidades. A
ilusiones pueriles e irrealistas. A evasiones masturbatorias de la soledad, de
la frustración, de la nada amorfa y oprimente.
Ofrecieron la
palabra al Nuncio.
Los enjuiciados
se desplazaron unos centímetros en sus asientos. La espalda se les rectificó.
El embajador
del Vicario de Cristo acomodó sus delgados anteojos y desplazó lentamente su
mirada por el apretado auditorio, recogiendo bloques de silencio. Sus ojos claros
apenas rozaron a Buenaventura y Torres, como si no tuvieran más significación
que los demás. Podía interpretarse de dos maneras.
El enigma se
desveló en seguida, cuando su voz autoritaria e implacable hizo trepidar la
atmósfera.
—La
arquidiócesis ha debido recurrir a una medida de excepción como ésta, porque
dos sacerdotes fementidos han violado los más elementales principios que deben
regir su conducta, transformando una iglesia en barricada —las facciones del
Nuncio parecían talladas en mármol y sus ojos en brasas—. Ese inaudito ultraje
es la culminación de una actividad disolvente y herética. Actividad nefasta
para la vida secular y religiosa de esta católica ciudad. Empezaron rechazando
el principio de autoridad —extendió el índice—, la autoridad que vertebraliza a
la Iglesia y le permite navegar gloriosamente a través del tiempo. Modificaron
sin expresas licencias algunos aspectos de la liturgia —extendió el índice y el
mayor—. Introdujeron en sus sermones ideologías destructoras, mezclando la Palabra
del Señor con literatura condenada por la Congregación para la Defensa de la Fe
—extendió también el pulgar y su mano adoptó la actitud del predicador que,
curiosamente, en ese instante servía para enumerar acusaciones.
Y luego de
la aflicción de aquellos días, el sol se obscurecerá y la luna no dará lumbre y
las estrellas caerán del cielo y las virtudes de los cielos serán conmovidas.
—Si los demás
sacerdotes procediéramos igual ¿qué sería de nuestra Santa Iglesia? —sus dedos
se encogieron en puño indignado y amenazante.
Prendido
Jesús, le llevaron a Caifás pontífice, donde los escribas y los ancianos
estaban juntos.
El recinto
estaba clausurado. La voz del Nuncio rebotaba dentro de ese cofre impenetrable.
El aire soportaba una combustión exclusiva y discriminatoriamente sacerdotal.
Como en otra ocasión lo fue el Sanhedrín.
La flagelación
por el látigo o la tortura con electricidad o la muerte por lapidación no deben
producir un dolor tan profundo y total, tan aplastante —que parece despojar del
esqueleto—, tan prolongado —que no le alcanza el cosmos para expandirse y
reventar— como esa traición fresca, burda y reveladora. La boca del Nuncio
semejaba una horrible y devastadora máquina.
Buenaventura se
estiró con desesperación la golilla y con la otra mano metió su pañuelo
secándose la copiosa transpiración que confluía en su cuello.
Imitado
Christi, pensó Carlos Samuel. Ésta es la voz de Roma. Habla la sangre de San Pedro. Ilumina el
Espíritu Santo... Sus dedos temblaban.
—¿Qué sería de
la Iglesia —insistió el Nuncio— si a cada uno de vosotros se les confiara un
templo y lo vejara llevándolo irresponsablemente hacia la profanación?
Explotando slogans izquierdistas, estos malos sacerdotes atrajeron
jóvenes ávidos de cambios o simplemente curiosos de las novedades. Orquestaron
un movimiento pseudocristiano masificado, inconsciente, desprovisto de virtudes
como la prudencia y la moderación. Soliviantaron a los estudiantes. Organizaron
una provocativa manifestación que desbordó sus cálculos. Recurrieron a la violencia,
sin agotar los medios pacíficos que provee el diálogo. Desconocieron las
obligaciones que como ciudadanos y como sacerdotes deben a las autoridades
legítimamente constituidas. Son los responsables de la masacre ocurrida en las
calles y del ultraje cometido contra un templo. Por su culpa la iglesia de la
Encarnación ha sido invadida y mancillada —extendió sus manos en un gesto
grandilocuente, para denunciar con máxima potencia— ¡Las heridas del Señor
vuelven a sangrar!
Una onda de
exaltación se propagó a lo ancho del auditorio.
Y los
príncipes de los sacerdotes y los ancianos y todo el consejo, buscaban falso
testimonio contra Jesús, para entregarle a la muerte.
Ésta es la
Iglesia que debo amar y obedecer, se repetía Carlos Samuel. Éste es Pedro y sobre él construiré mi Iglesia. Vocación
de servicio... Amarás al prójimo como a ti mismo... Dar la vida por los
otros... El Nuncio habla desde su estrado, desde su montaña. Pronuncia su sermón
de la montaña. Predica su cristianismo, basado en un Cristo militar,
disciplinado, codicioso y exigente.
—El Jefe de
Policía comunicó a monseñor Tardini sobre sus infructuosos pedidos de
rendición. Si Buenaventura y Torres no se hubieran empecinado en proseguir la
violencia, ese templo no hubiera sido maculado por las balas, los gases
lacrimógenos, el fuego, por esa locura destructiva que hizo añicos pulpito,
puertas, bancos. Pero ¿cómo iban a rendirse y entregar esa heterogénea masa de
pecadores? Los comunistas, prostitutas y delincuentes que efectuaron
depredaciones callejeras y atacaron con proyectiles a las fuerzas del orden,
organizaron su segundo frente en la iglesia bajo la anuencia de estos dos
sacerdotes. Junto a los estudiantes actuaban las rameras. ¡Ése es el nuevo
cristianismo que predican! —descargó su puño sobre la mesa.
Un murmullo se
encendió en el auditorio.
Muchos
testigos falsos llegaban. Al final vinieron dos que acusaron: Éste dijo: Puedo
derribar el templo de Dios y en tres días reedificarlo.
—¡Que respondan
los reos desde cuándo las prostitutas frecuentan esa iglesia y qué papel
desempeñaban en la captación de adeptos! —exclamó el Nuncio con un enojo que no
dejaba resquicio para el afloramiento de réplicas.
Y
levantándose el pontífice, le dijo: ¿No respondes nada? ¿Qué testifican éstos
contra ti?
Torres y
Buenaventura parecían dos cadáveres horriblemente desfigurados. Por sus cabezas
cruzó el frágil recuerdo de esa meretriz que vino a pedir ayuda para un
estudiante malherido. En seguida rodearon la iglesia y empezaron a derrumbar el
pórtico. ¿Por qué insiste con lo de las prostitutas? ¿A qué otras prostitutas
hace referencia? La lengua se había secado.
Jesús
callaba.
Buenaventura no
podía hablar. Carlos Samuel no podía hablar. Estaban más perplejos que los
demás sacerdotes del recinto. Magdalena y el amor... Magdalena y la soledad... El
que se sienta libre de pecado, que arroje la primera piedra, porque Jesús
amó a los réprobos, a las prostitutas y a Magdalena. Magdalena en busca
infructuosa del amor, recibió la más profunda e inconmensurable prueba de amor
al ser ella una ramera —una impura— la que primero supo que Cristo había
resucitado... Magdalena amada por Cristo y aborrecida por el Nuncio; Magdalena,
prueba del más trascendente misterio de Dios y pieza de la más baja trampa del
Nuncio. Magdalena despreciada antes, amada después (por Cristo), despreciada
siempre (por sus representantes). ¿Ésta es la Iglesia que Jesús mandó edificar?
¿Ésta es la autoridad ante la cual debo inclinarme?
Buenaventura
recordaba sus años de juventud al otro lado de la civilización, cuando solía
encender la imaginación de los indígenas con descripciones de la grande y
maternal Iglesia, con anécdotas de sus santos, con historias de sus gestas en
pro del bien. El aire gris de ese recinto clausurado adquiría tonalidades de
esmeralda como las selvas, nácar como los picos, púrpura como los crepúsculos.
Su cuerpo giraba sobre las ruedas del vahído, que enfriaba su transpiración y
colapsaba sus venas. Alud. Piedras. Polvo. Fragor. Tembladeral.
El precipicio
de ese cañón profundo, profundo, profun...do... Vacío... vacío...
—En esta
asamblea iluminada por Dios —los dientes del Nuncio seguían masticando
palabras—, debemos desenmascarar los móviles que esconden las innovaciones
temerarias e irresponsables. El aggiornamento no autoriza a destruir a
la Iglesia, ni convertir sus templos en estadios o antesalas del prostíbulo.
Tras ciertas innovaciones existe una crisis de fe, una desembozada ambición
política y una patológica inclinación disolvente.
El pontífice
le dijo: Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si tú eres el Cristo,
Hijo de Dios.
Torres se
enderezó. Apoyó sus manos en el respaldo de la silla que tenía delante. Su cara
era tan blanca como la cal, sus labios apenas se distinguían como una fina
raya. Bajo su piel fasciculaban los músculos anárquicamente. Estaba solo como
Cristo con los mercaderes, como Cristo en el Sanhedrín, como Cristo con Pilato.
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonaste?... Roma, Lovaina,
Innsbruck, San José, Encarnación, sierras, Seminarios, Tardini. coronel Donato Pérez, Nuncio, juicio eclesiástico, eclesiástico,
eclesiástico, eclesiástico.
El Nuncio le
miró con ojos desorbitados. Él no le ordenó levantarse. Al contrario, ayer le
advirtió claramente que no hablara, que no intentara embrollar el juicio con
defensas inoportunas.
Pero Carlos
Samuel no veía los gestos del Nuncio, que le exigían volver a sentarse: tenía
los ojos llenos de lágrimas. La frustración es peor que una caldera en el
séptimo infierno. La frustración es sentir que han hecho añicos de uno mismo y
del universo que uno ama, es presenciar la flagelación de la propia madre, es
reconocerse burdamente humillado por todos, es hundirse en un monte de
excrementos, es rechazar todo menos la muerte que embota, que hace olvidar, que
aplasta para siempre los tumefactos lóbulos del cerebro. Su voz salió ronca,
partida, falseada, pero doliente como un serrucho.
—¡Sacerdotes y
escribas hipócritas! —extendió sus brazos trémulos hacia el estrado, como si
intentara alcanzarlo y destruirlo—. ¡¡Raza de víboras!!
Entonces el
pontífice rasgó sus vestiduras diciendo: Blasfemado ha: ¿qué necesidad tenemos
de testigos? He aquí, ahora habéis oído su blasfemia.
Buenaventura
yacía desvanecido.
El mismo
clérigo que la otra vez exigió juicio eclesiástico, se puso de pie, enrojecido
y violento. Extendió su índice como una lanza.
—¡Excomunión!
—sentenció a voz de cuello.
—¡Excomunión!
—repitió el eco—. ¡Excomunión! ¡Excomunión! ¡Excomunión!
Pesadilla.
Irrealidad. Símbolo. Caricatura. Esperpento.
78
APOCALIPSIS
"Los tiempos han llegado: el reino de Dios está cerca. Cambien el
rumbo de su vida. Y créanlo: es una Buena Nueva"—el padre Torres levantó
su mano para señalar la inminencia del gran anuncio—. "Jesús
revestido con el poder del Espíritu Santo volvió a Galilea. Se dirigió a su
pueblo natal, Nazareth y, según su costumbre, el día sábado fue a la sinagoga.
Allí se ofreció para hacer la lectura. Se le entregó el libro de Isaías. Lo
abrió y dio con el siguiente pasaje: El espíritu del Señor está sobre mí y
me ungió para proclamar lo que es buena noticia para los pobres: ¡libertad para
los encadenados y luz para los ciegos! ¡Libertad para los explotados y año de
gracia del Señor! Luego Jesús cerró el libro, lo devolvió y se sentó. Todos
los ojos estaban fijos en él. Entonces les dijo: ¡Hoy mismo, este texto
empieza a ser realidad!"
Torres había
desaparecido. No importaba. Yo estaba sobre una inmensa meseta. Triunfaba el
reino de Dios. Cristo era asumido en la tierra. Multitudes ingentes, rumorosas
y entusiastas afluían hacia Él. Las madres alzaban a sus hijos, los hombres
ayudaban a los ancianos. Se marchaban alegremente, vigorosamente. Cantos,
cantos de júbilo se alzaban hasta las nubes en ese luculente día. Los timbales
partían el ritmo y las trompetas hacían rulos de oro en el aire. La voz de
Jesús resonaba por doquier.- "Bienaventurados vosotros los pobres, porque
vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que ahora tienen hambre,
porque serán saciados. Bienaventurados los que ahora lloran, porque reirán".
Yo me sentía
realmente emocionado. Después de tantas luchas, todos avanzaban al fin hacia
Cristo y sus apóstoles. Los soldados del flamante reino irrumpieron en
tolvaneras iridiscentes, como una explosión de colores. Los ciegos, los cojos,
los leprosos, los famélicos, los sucios, los desnudos, se abalanzaron con la
histeria impresa en sus rostros. ¡Viva Cristo! ¡Viva su reino!—sobresalían algunas
voces sobre la tempestad de ruidos. Y
bajaban de los collados como inmensas manchas de aceite. La humanidad entera
confluía hacia Jesús.
Llegaron los
príncipes en suntuosos camellos, como los Reyes de la Epifanía. Otros vinieron
en doradas carrozas que provocaron estupor y deslumbramiento. El pueblo se
corría y apretujaba para abrirles paso, porque también honraban al Señor. Los
nobles vestían sus mejores trajes. Los banqueros lucían jaquel, y los gordos
industriales un escintilante alfiler de corbata como símbolo de su poderosa
situación: El pueblo acariciaba emocionado con las puntas de los dedos el
hermoso automóvil de un cardenal y estallaba en fuertes ovaciones cuando le
acompañaba un sonriente y demagógico ministro.
El universo
celebraba aguadamente el triunfo de Jesús, quien allá lejos, muy lejos, desde
un regio palco instalado al final de la majestuosa escalinata, presidía la
grandiosa manifestación. Su voz se difundía por un vasto sistema de parlantes y
llegaba con ahuecada sonoridad hasta los más distantes rincones del planeta.
No hagáis
tesoros en la tierra donde la polilla y el orín corrompen y donde los ladrones
minan y hurtan. Ninguno puede servir a dos señores, porque aborrecerá al uno y
amará al otro o porque llegará al uno y menospreciará al otro: no podéis servir
a Dios y al dinero.
Con humilde
y gozosa disciplina los obreros dejaron los primeros sitios a los directivos de
sus fábricas y los harapientos campesinos a los elegantes terratenientes.
Contribuían al orden y la justa jerarquía que se había determinado en el
programa de festejos. ¿No decía el Evangelio que los últimos serán los
primeros? Muchos obispos con devoción acendrada también corrieron junto a los
poderosos para que después, al final, en la otra vida, sean los últimos y
reciban la gracia del Señor... ¡Qué de dar vueltas con las palabras de Cristo
para merecer premios!
¡No
aglomerarse! ¡No empujar! —vociferaban los representantes de las compañías de turismo. Sin
embargo, yo ya quería llegar, porque empezaban a dolerme los pies. ¡No sea
impaciente! —me regañaron. Me tapé las orejas y continué avanzando. Ya
llegaban a mí los acordes marciales de las tropas que rendían honores frente al
majestuoso palco. Los soldados desfilaban luciendo sus brillantes uniformes de
gala sobre cuyos dorados el sol astillaba su luz. Parecían un río de piedras preciosas que rodaban como el legendario Sambatión. Y tras ese
río, sobre el impresionante palco, alcancé a divisar un ángulo de la cabeza de
Cristo. ¡Mi corazón brincó! ¡Por fin veo a Cristo! ¡Por fin veo a Cristo! Y di
furiosos codazos a mis vecinos para acercarme más. Me respondieron con gargajos
y puntapiés. No me importó. Avancé y avancé hasta que sólo me separaba de Dios
ese incandescente y bullicioso cinturón de soldados, que en ese momento
paseaban sus tanques y cohetes pintados de blanco, como en traje de primera
comunión.
El palco
tenía alrededor de cincuenta metros. Estaba construido con maderas de ébano en
la cual miles de artistas grabaron la historia de la Iglesia. En su interior,
sobre aterciopelados sillones a los que se les acopló un ingenioso sistema de
refrigeración regulable e individual, fueron instalados los representantes del
Gobierno, del comercio y de la industria, los diplomáticos acreditados ante la
Santa Sede y las grandes personalidades científicas y artísticas del mundo, que
llegaron en veloces jets o en modernos transatlánticos para honrar al Señor.
En el centro
del palco, tras una imponente cruz de oro engarzada con diamantes, se asomaban
los cabellos de Cristo. ¡Reconocí quién estaba a su derecha. Di un salto de
alegría! ¡Era San Juan Bautista! Vestía sus viejas y corcusidas pieles de profeta,
apenas las necesarias para cubrir su desnudez. En ese instante giró e hizo una
zalema para besar la mano a la esposa de un ministro. Desde lejos percibí el
estremecimiento que produjo en ella la galantería del santo, haciendo temblar
su increíble lluvia de alhajas.
Mientras,
las tropas continuaban marchando, con paso duro, orgulloso, viril. San Pedro se
inclinó sobre la balaustrada y bendijo a los muchachos y sus hermosos cañones.
Bienaventurados
los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad. Bienaventurados los
pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Me
desesperaba por acercarme más. No podía permanecer quieto. Mis extremidades se
movían como segmentos de una loca marioneta para no entumecerse en esa prisión
de cuerpos compactados. Inspiré hondo y tomé impulso y salté con todas mis
fuerzas. Contuve la respiración hasta que logré sobrevolar ese largo y
serpenteante río de soldados. Me afirmé con una mano en la bruñida baranda del
palco. Sólo me separaban de Cristo
algunos metros. Pero una señora dio voces con horror. A su lado estaba el
Coronel Donato Francisco Pérez. ¿Qué hacía ahí? ¿A quién representaba? Ah, sí,
a las fuerzas del orden. Mientras intentaba comprender la extraña presencia de
ese aborrecido sujeto en la apoteosis del cristianismo, varios hombres vestidos
de frac y enguantados de blanco me hicieron caer al asfalto. No importa, me
dije otra vez. Sacudí mis ropas. Estaba más cerca de Cristo que nunca.
Ni Isaac
sobre la pira del sacrificio, ni Haoma en el mortero sagrado podían gozar esa
inefable percepción que electrizaba mis sentidos. Era el éxtasis... Sentí que
me tocaron el hombro, desde arriba. Giré mi cabeza y reconocí —¡cuántas emociones
juntas!— a la Virgen. Tuve un impulso de caer arrodillado. Por primera
vez deseaba que mis padres, especialmente mamá, estuvieran junto a mí. Era una
visión deslumbrante. Mis ojos bailaban dentro de las órbitas contemplando el
celeste resol que la envolvía. Parecía una esbelta torre de marfil. Los
brillantes de su falda eran como las estrellas del cielo. Las perlas y
esmeraldas que en espesos collares rodeaban su cuello, parecían la espuma del
mar abrazando una isla de plata. Se inclinó con esfuerzo, pues no le daba
holgura su aplastante ropaje. Con la mano derecha me tendió algo mientras con
la izquierda sostenía su refulgente corona, casi tres veces más alta que su
cabeza. Extendí temblorosamente mis dedos y recibí una estampita con su imagen.
La besé con fruición. Alcé otra vez mi cabeza para agradecerle con los ojos
desbordantes de lágrimas y vi a varios santos apretujándose para alcanzarme sus
respectivas imágenes. Seguramente querían compensar con esas atenciones la
rudeza con que fui expulsado del palco. ¡Qué maravilla! Cada estampita llevaba
impreso en el dorso el nombre de la Firma S.R.L., que las fabricaba, y un
autógrafo legítimo del santo. Reuní un mazo de imágenes y recordé que ansiaba
acercarme a Jesús. Su voz continuaba retumbando por doquier, sin
interrupciones.
¡Cuan
dificultosamente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas! Porque
es más fácil que pase un camello por el ojo de la aguja que un rico entre en el
reino de Dios.
Caminé con
esfuerzo, porque los ricos a quienes se les reservó la primera fila, no me
dejaban pasar. Se escandalizaban porque mi traje no era oscuro y mi corbata no
estaba prendida con el alfiler que me regaló mamá. Insistían en que debía
presentar la tarjeta de invitación y mostrar recibos por las donaciones de
caridad que efectué. Ellos gritaban y yo seguí caminando. Las mujeres chillaban
porque pisoteaba sus zapatos, "modelos exclusivos" de Christian Dior.
¡Que griten! ¡Qué embromar! ¿Cuántas veces en la vida uno puede acercarse a
Cristo?
El desfile
continuaba. Nunca imaginé que hubiera tantos soldados en el mundo. A mí ya me
aburría. ¿No se cansan los santos? Miré hacia el palco: Juan Bautista, sacando
su hirsuto pecho, hacía la venia ante el paso de la bandera nacional flameando
en la punta de un esbelto cohete nuclear. ¡Qué figura puede adoptar este
hombre! De seguro que con la barba rasurada y un uniforme nuevo quedaría tan
pintado como el coronel Donato Pérez. ¿Y Cristo? No lo podía ver ahora. Pero su
voz continuaba propalándose.
Sabéis que los
príncipes de los gentiles se enseñorean sobre ellos y los que son grandes
ejercen sobre ellos potestad. Mas entre vosotros no será así: el que quisiere
entre vosotros hacerse grande, será vuestro servidor. Y el que quisiere entre
vosotros ser el primero, será vuestro siervo. El Hijo del hombre no vino para
ser servido sino para servir.
Me acerqué
más, temeroso de que suceda algo extraño. San Juan Bautista seguía firme en
actitud marcial. Los apóstoles repartían estampas. San Pedro estrechaba
millares de manos que se extendían anhelantes hacia él para recibir su contacto
santificante. Jesús continuaba hablando. El corazón me empezó a latir como el
galope de un corcel.
No hay más
grande amor que donar la vida por los amigos. Vosotros sois mis amigos, si
hiciereis las cosas que yo os mando. Ya no os llamaré siervos, porque el siervo
no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque os he hecho
notorias todas las cosas que pide mi Padre. No me elegisteis vosotros a mí,
sino yo os elegí a vosotros.
Mis ropas se
habían empapado. Temblaba. ¿Dónde está Cristo? ¿Dónde está Cristo? ¡Lo quiero
ver, lo quiero tocar! ¡Por una vez en mi vida!
Esos
tambores ensordecían. ¡Cómo chirrían las ruedas de los tanques: parecen
triturar el asfalto! ¡Detengan el desfile! ¡Sólo me interesa ver a Cristo!
Magdalena
pasó a la carrera con su pelo revuelto y las ropas desgarradas. Una lluvia de
piedras la perseguía: querían lapidarla. ¿Lapidarla? ¿En presencia de Cristo?
¡Es una prostituta! Magdalena huía hacia un pantano de color amarillo donde
confluía la pestilente escoria dorada de la vieja sociedad. Sobre su
burbujeante superficie flotaban una cruz y una bota. El Faraón le exigió a José
que explicara, aunque no le gustaba su explicación. Y los proyectiles rebotaban
en la espalda de Magdalena. Quise socorrerla y oír lo que decía. "¡Han
llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde le han puesto! ¡Han llevado al
Señor del sepulcro y no sabemos dónde le han puesto!" Buenaventura corría
para ayudar a Magdalena y tras él corría Torres. ¡Olga también! Se alejaban
hacia el pantano, como insectos que se pierden de la vista.
Yo quería
ver a Cristo porque mi pecho estallaba de angustia. No me interesaba su corte
celestial ni terrena. Me afirmé con las dos manos en una baranda y entré al
palco. Caí de pie sobre la blanda alfombra. Junto al micrófono estaba Caifás,
con cuello de armiño y hábitos blancos. Sostenía una Biblia con tapas de marfil
y leía el Evangelio, leía la palabra de Cristo, mientras Cristo... ¡Ahí está!
¡Ahí está! ¡¡Es Él!! —yacía atado con sogas a la enorme cruz de oro que presidía la
manifestación triunfal, y lloraba inconsolablemente.
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