Elogio de la
locura
Erasmo de Rotterdam
[22]
Habla la
estulticia(1)
[23]
Capítulo I
Diga lo que quiera de
mí el común de los mortales, pues no ignoro cuán mal hablan de la Estulticia
incluso los más estultos, soy, empero, aquélla, y precisamente la única que
tiene poder para divertir a los dioses y a los hombres. Y de ello es prueba
poderosa, y lo representa bien, el que apenas he comparecido ante esta copiosa
reunión para dirigiros la palabra, todos los semblantes han reflejado de súbito
nueva e insólita alegría, los entrecejos se han desarrugado y habéis aplaudido
con carcajadas alegres y cordiales, por modo que, en verdad, todos los
presentes me parecéis ebrios de néctar no exento de nepente, como los dioses
homéricos, mientras antes estabais sentados con cara triste y apurada, como
recién salidos del antro de Trofonio(2).
Al modo que, cuando
el bello sol naciente muestra a las tierras su áureo rostro, o después de un
áspero invierno el céfiro blando trae nueva primavera, parece que todas las
cosas adquieran diversa faz, color distinto y les retorne la juventud, [24] así
apenas he aparecido yo, habéis mudado el gesto. Mi sola presencia ha podido
conseguir, pues, lo que apenas logran los grandes oradores con un discurso lato
y meditado que, a pesar de ello, no logra disipar el malhumor de los ánimos.
Capítulo II
En cuanto al motivo
de que me presente hoy con tan raro atavío, vais a escucharlo si no os molesta
prestarme oídos, pero no los oídos con que atendéis a los predicadores, sino
los que acostumbráis a dar en el mercado a los charlatanes, juglares y bufones,
o aquellas orejas que levantaba antaño nuestro insigne Midas para escuchar a
Pan.
Me ha dado hoy por
hacer un poco de sofista ante vosotros, pero no de esos de ahora que inculcan
penosas tonterías en los niños y los enseñan a discutir con más terquedad que
las mujeres. Imitaré, en cambio, a los antiguos, que para evitar el vergonzoso
dictado de sabios prefirieron ser llamados sofistas. Se dedicaban éstos a
celebrar las glorias de los dioses y los héroes. Por ello, vais a oír también
un encomio, pero no el de Hércules ni el de Solón, sino el de mí misma, el de
la Estulticia.
Capítulo III
No tengo por sabios a
esos que consideran que el alabarse a sí mismo sea la mayor de las tonterías y
de las inconveniencias. Podrá ser necio si así lo quieren, pero habrán de
confesar que es también oportuno. ¿Hay cosa que más cuadre sino que la misma
Estulticia sea trompetera de sus alabanzas y cantora de sí? ¿Quién podrá
describirme mejor [25] que yo? A no ser que por acaso me conozca alguien
mejor que yo misma. Sin embargo, me creo mucho más modesta que esta tropa de
magnates y sabios que, trastrocado el pudor, suelen sobornar a un retórico
halagador o a un poeta vanilocuo y le ponen sueldo para escucharle recitar sus
alabanzas, que no son sino mentiras. El elogiado, aun fingiendo rubor, hace la
rueda y yergue la cresta, como el pavo real, mientras el desvergonzado adulador
equipara con los dioses a aquel hombre de nada y le presenta como absoluto
ejemplar de toda virtud, aun sabiendo que dista mucho de cualquiera de ellas,
que está vistiendo a la corneja de ajenas plumas, blanqueando a un etíope o
haciendo de una mosca elefante. En resumen, me atengo a aquel viejo proverbio
del vulgo que dice que «hace bien en alabarse a sí mismo quien no encuentra a
otro que lo haga».
Sin embargo, declaro
que me asombra la ingratitud o la indiferencia de los mortales, pues aunque
todos me festejen celosamente y reconozcan de buen grado mi bondad, jamás ha
habido ninguno en tantos siglos que haya celebrado las glorias de la Estulticia
en un agradable discurso, al paso que no han faltado quienes, a costa del
aceite y del sueño, hayan importunado con relamidos elogios a los Busiris, a
los Falaris, las fiebres cuartanas, las moscas, la calvicie y otras pestes
semejantes.
Vais, pues, a
escuchar de mí un discurso que será tanto más sincero cuanto es improvisado y
repentino.
Capítulo IV
No querría que
creyeseis que lo he compuesto para exhibición del ingenio a la manera que lo
hace la cáfila de los oradores. Pues éstos, según ya [26] sabéis, cuando
pronuncian un discurso que les ha costado treinta años elaborar, y que más de
una vez es incluso ajeno, juran que lo han escrito, y aun que lo han dictado,
en tres días, como por juego.
A mí siempre me ha
sido sobremanera grato decir lo que me venga a la boca. Que nadie espere de mí,
pues, que comience con una definición de mí misma, según es costumbre de los
retóricos vulgares, y mucho menos que formule divisiones, pues constituiría tan
mal presagio el poner límites a mi poder, que tan vasto se manifiesta, como
separar las partes de aquello en que confluye el culto de todo linaje de
gentes. Y, en fin, ¿a qué conduciría el convertirme con una definición en
imagen o fantasma, cuando me tenéis presente ante vosotros mirándome con los
ojos? Según veis yo soy verdaderamente aquella dispensadora de bienes llamada
por los latinos «Stultitia», y por los griegos, «Moria».
Capítulo V
Sin embargo, ¿qué
necesidad había de decíroslo? ¡Como si no expresasen bastante quién soy el
semblante y la frente; como si alguno que me tomase por Minerva o por la
Sabiduría no pudiese desengañarse con una sola mirada aun sin mediar la
palabra, pues la cara es sincero espejo del alma! En mí no hay lugar para el
engaño, ni simulo con el rostro una cosa cuando abrigo otra en el pecho. Soy en
todas partes absolutamente igual a mí misma, de suerte que no pueden encubrirme
esos que reclaman título y apariencias de sabios y se pasean como monas
revestidas de púrpura o asnos con piel de león. Por esmerado que sea su
disfraz, [27] les asoman por algún sitio las empinadas orejazas de
Midas. ¡Ingratos son conmigo, por Hércules, esos hombres que, aun perteneciendo
en cuerpo y alma a mi tropa, se avergüenzan tanto de nuestro nombre ante el
vulgo, que llegan a lanzarlo contra los demás como grave oprobio! Por ser
estultísimos, aunque pretendan ser tenidos por sabios y por unos Tales, ¿no merecerían
con el mejor derecho que les calificásemos de sabios-tontos(3)?.
Capítulo VI
He querido de esta
manera imitar a algunos de los retóricos de nuestro tiempo que se tienen por
unos dioses en cuanto lucen dos lenguas, como la sanguijuela, y creen ejecutar
una acción preclara al intercalar en sus discursos latinos, a modo de mosaico,
algunas palabritas griegas, aunque no vengan a cuento. Si les faltan palabras
de lenguas extranjeras, arrancan de podridos pergaminos cuatro o cinco palabras
anticuadas con las cuales derramen las tinieblas sobre el lector, de suerte que
los que las entiendan se complazcan más con ellas, y los que no, se admiren
tanto más cuanto menos se enteren. Efectivamente, mi gente se complace más en
una cosa a medida que de más lejos viene. Y si en ella los hay que sean un poco
más ambiciosos, ríanse, aplaudan y, según el ejemplo de los asnos, muevan las
orejas a fin de que parezca a los demás que lo comprenden todo.
Y basta de este
asunto. Vuelvo ahora a mi tema. [28]
Capítulo VII
Ya conocéis mi
nombre, varones... ¿Qué adjetivo añadiré? Ningún otro que estultísimos, porque
¿puede llamar de modo más honroso a sus devotos la diosa Estulticia? Como mi
genealogía no es conocida de muchos, voy a tratar de exponerla, con el favor de
las musas. No fue mi padre ni el Caos, ni el Oreo, ni Saturno, ni Júpiter, ni
otro alguno de esta anticuada y podrida familia de dioses, sino Pluto, aquel
que a pesar de Hesíodo y Homero y hasta del mismo Júpiter, es el verdadero
padre de los dioses y de los hombres. Según su antojo se agitaban y se agitan
las cosas sacras y las profanas, y a tenor de su arbitrio se rigen guerras,
paces, mandatos, consejos, juicios, comicios, matrimonios, pactos, alianzas, leyes,
artes, lo cómico, lo serio y -me falta el aliento- las cosas públicas y
privadas de los mortales. Sin su favor, toda esta turba de dioses de que hablan
los poetas, y diré más, ni los mismos dioses mayores, o no existirían en
absoluto o no podrían comer caliente en sus propios altares. Si alguien tuviese
a Pluto airado contra él, no le valdría ni el auxilio de Palas. Por el
contrario, quien le tenga propicio, puede permitirse mandar a paseo al Sumo
Júpiter y su rayo. Éste es el padre de quien me enorgullezco y éste fue quien
me engendró, no sacándome de la cabeza, como lo hizo Júpiter con la aburrida y
ceñuda Palas, sino en la ninfa Neotete, que es la más bella y la más alegre de
todas. Tampoco soy fruto de un triste deber conyugal, como lo fue aquel herrero
cojo, sino lo que es mucho más deleitoso, «de un amor furtivo», como dice
nuestro Homero. No caigáis en el error de creer que me [29] engendró aquel
Pluto aristofánico(4), que tenía un pie en el ataúd y la
vista perdida, sino un Pluto vigoroso, embriagado por la juventud, y no sólo
por la juventud, sino aún mucho más por el néctar que gustaba beber puro y
largo en el banquete de los dioses.
Capítulo VIII
Si me preguntáis
también el lugar donde nací -puesto que en el día se juzga trascendental para
la nobleza el sitio donde uno dio los primeros vagidos-, diré que no provengo
de la errática Delos(5) ni del undoso mar, ni de las
profundas cavernas, sino de las mismas islas Afortunadas, donde todo crece
espontáneamente y sin labor(6). Allí no hay ni trabajo, ni vejez,
ni enfermedad, ni se ve en el campo el gamón, ni la malva, la cebolla, el
altramuz, el haba u otro estilo de bagatelas, sino que por doquier los ojos y
la nariz se deleitan con el ajo áureo, la pance, la nepente, la mejorana, la
artemisa, el loto, la rosa, la violeta y el jacinto, cual otro jardín de
Adonis.
Nací en medio de
estas delicias y no amanecí llorando a la vida, sino que sonreí amorosamente a
mi madre. Así no envidio al altísimo Júpiter la cabra que le amamantó, puesto
que a mí me criaron a sus pechos dos graciosísimas ninfas, la Ebriedad, hija de
Baco, y la Ignorancia, hija de Pan, a las [30] cuales podéis
ver entre mis acompañantes y seguidores. Si queréis conocer sus nombres, os los
diré, pero, ¡por Hércules!, no sera sino en griego.
Capítulo IX
Ésta que veis con las
cejas arrogantemente erguidas es el Amor Propio. Allí esta la Adulación, con
ojos risueños y manos aplaudidoras. Ésta que veis en duermevela y que parece
soñolienta, es el Olvido, Ésta, apoyada en los codos y cruzada de manos, se
llama Pereza. Ésta, coronada de rosas y ungida de perfumes de pies a cabeza, es
la Voluptuosidad. Ésta de ojos torpes y extraviados de un lado para otro, es la
Demencia. Ésta otra de nítido cutis y cuerpo bellamente modelado, es la
Molicie. Veis también dos dioses, mezclados con esas doncellas, de los cuales a
uno llaman Como y al otro «Sublime modorra». Con los fieles auxilios de esta
familia, todas las cosas permanecen bajo mi potestad y ejerzo autoridad incluso
sobre las autoridades.
Capítulo X
Ya habéis oído mi
origen, mi educación y séquito. Ahora, para que no parezca que uso sin motivo
del título de diosa, poned las orejas derechas para escuchar cuántos beneficios
proporciono así a los dioses como a los hombres y cuán dilatadamente campea mi
numen. Pues si alguien(7) escribió con acierto que un dios se
caracteriza por ayudar a los mortales y si merecidamente entraron en el Senado
divino quienes descubrieron a los mortales el vino, el trigo o cualquier otro
beneficio, ¿por qué [31] yo, por derecho propio, no me llamaré y seré
tenida por «alfa»(8) de todos los dioses, cuando soy más
generosa que todos en cualquier especie de bienes?
Capítulo XI
Primeramente, ¿qué
podrá ser más dulce y más precioso que la misma vida? Y en el principio de
ésta, ¿quién tiene más intervención que yo? Pues ni la temida lanza de Palas ni
el escudo del sublime Júpiter que mora en las nubes, tienen parte en engendrar
o propagar la especie humana.
El mismo padre de los
dioses y rey de los hombres, que con un ademán estremece a todo el Olimpo,
tiene que dejar el triple rayo y deponer el rostro de titán, con el que cuando
quiere aterroriza a todos los dioses, para encarnarse miserablemente en persona
ajena, al modo de los cómicos, si quiere hacer niños, cosa que no es rara en
él.
Los estoicos se creen
casi dioses; pues bien dadme uno de ellos que sea tres, o cuatro y hasta
seiscientas veces más estoico que los demás, e incluso a éste le haré abandonar
si no la barba, signo de sabiduría, común por cierto con los machos cabríos,
por lo menos el entrecejo fruncido; le haré desarrugar la frente, dejar a un
lado sus dogmas diamantinos y hasta tontear y delirar un poquito. En suma, a
mí, a mí sola, repito, tendrá que acudir el sabio en cuanto quiera ser padre.
Mas ¿por qué no os hablaré con mayor franqueza, según es mi costumbre? Decid si
son la cabeza, el pecho, la mano, la oreja, partes del cuerpo consideradas
honestas, las que engendran a los dioses y a los hombres. Creo que no, antes
bien es aquella otra parte [32] tan estulta y ridícula, que no puede nombrarse sin
suscitar la risa, la que propaga el género humano.
Tal es el manantial
sagrado de donde todas las cosas reciben la vida, mucho más ciertamente que del
«número cuartenario» de Pitágoras. Pues decidme: ¿qué hombre ofrecería la
cabeza al yugo del matrimonio si, como suelen esos sabios, meditase los
inconvenientes que le traerá esta vida? O, ¿qué mujer permitiría el acceso de
un varón si conociese o considerase los peligrosos trabajos del parto o la
molestia de la educación de los hijos? Pues si debéis la vida a los matrimonios
y el matrimonio a la Demencia, mi acompañante, comprended cuán obligados me
estáis. Además, ¿qué mujer que haya sufrido estas incomodidades una vez querría
repetirlas, si no interviniese el poder del Olvido? Ni la misma Venus, diga lo
que diga Lucrecio(9), podría esparcir su veneno, y sin el
auxilio de nuestro poder sus facultades quedarían inválidas y nulas.
De esta suerte, de
nuestro juego desatinado y ridículo proceden también los arrogantes filósofos,
a quienes han sucedido en nuestro tiempo esos a los que el vulgo llama monjes,
y los purpurados reyes, y los sacerdotes piadosos, y los pontífices tres veces
santísimos, y, en fin, toda esa turba de dioses mencionados por los poetas, tan
copiosa, que apenas cabe en el Olimpo, con ser éste espaciosísimo.
Capítulo XII
Sin embargo, poco
sería el que me debieseis el principio y fuente de la vida, si no os demostrase
también que todo cuanto hay en ella de deleitoso [33] procede
asimismo de mi munificencia. ¿Qué sería, pues, esta vida, si vida pudiese
entonces llamarse, cuando quitaseis de ella el placer? Veo que habéis
aplaudido. Ya sabía yo que ninguno de vosotros era bastante sensato(10), quiero decir bastante insensato,
mas vuelvo a decir bastante sensato, para no adherirse a mi parecer.
Aun cuando los mismos
estoicos no desprecien el placer, lo disimulan habilidosamente y lo censuran
con mil injurias cuando están delante del vulgo, sin otro objeto que poder
gozar de él más generosamente cuando hayan apartado a los demás. Díganme, si
no, por Júpiter: ¿Qué día de la vida no vendrá a ser triste, aburrido, feo,
insípido, molesto, si no le añadís el placer, es decir, el condimento de la
Estulticia? De tal aserto puede valer de testigo idóneo aquel nunca bastante
loado Sófocles, de quien se conserva un hermosísimo elogio nuestro: «La
existencia más placentera consiste en no reflexionar nada(11)».
Pero prosigamos para
probar por menor esta doctrina.
Capítulo XIII
En principio, ¿quién
ignora que la edad más alegre del hombre es con mucho la primera, y que es la
más grata a todos? ¿Qué tienen los niños para que les besemos, les abracemos,
les acariciemos y hasta de los enemigos merezcan cuidados, si no es el
atractivo de la estulticia que la prudente naturaleza ha procurado
proporcionarles al nacer para que con el halago de este deleite puedan
satisfacer los trabajos de los maestros y los beneficios de sus [34]
protectores? Luego, la juventud, que sucede a esta edad, ¡cuán placentera es
para todos, con cuánta solicitud la ayudan todos, cuán afanosamente la miran y
con cuánto desvelo se tiende una mano en su auxilio! Y, pregunto yo, ¿de dónde
procede este encanto de la juventud sino de mí, a cuya virtud se debe que los
que menos sensatez tienen sean, por lo mismo, los que menos se disgusten.
Mentiré si no añado
que a medida que crecen y empiezan a cobrar prudencia por obra de la
experiencia y del estudio, descaece la perfección de la hermosura, languidece
su alegría, se hiela su donaire y les disminuye el vigor. Cuanto más se alejan
de mí, menos y menos van viviendo, hasta que llegan a la vejez molesta que no
sólo lo es para los demás, sino para sí mismos. Tanto es así que ningún mortal
podría tolerarla si yo, compadecida nuevamente de tan grandes trabajos, no les
echase una mano, y al modo como los dioses de que hablan los poetas suelen
socorrer con alguna metamorfosis a los que están apurados, así yo, cuando les
veo próximos al sepulcro, les devuelvo a la infancia dentro de la medida de lo
posible. De aquí viene que la gente suela considerar como niños a los viejos.
Si alguien se
interesa en saber el medio de que me valgo para la transformación, no se lo
ocultaré: Les llevo a las fuentes de nuestro río Leteo, que nace en las islas
Afortunadas (pues que por el infierno sólo discurre un tenue riachuelo), para
que allí, al tiempo que van trasegando el agua del Olvido(12), se enniñezcan y se les disuelvan
las preocupaciones del alma. Se dirá que no todo queda en esto, sino que,
además, pasan a divagar y bobear. Concedo que sea así, pero el infantilizarse
no consiste [35] en otra cosa. ¿No es propio de los niños el divagar y el
tontear? ¿Y acaso no es lo más deleitable de tal edad el hecho de que carezcan
de sensatez? ¿Quién no aborrecerá y execrará como cosa monstruosa a un niño
dotado de viril sapiencia? De ello es fiador el proverbio conocido por el
vulgo: «Odio al niño de precoz sabiduría.»
¿Quién podría soportar
la relación y el trato con un viejo que a su enorme experiencia de las cosas
uniese semejante vigor mental y acritud de juicio? Por esta razón he favorecido
al viejo haciendole delirar, y esta divagación le liberta, mientras tanto, de
aquellas miserables preocupaciones que atormentan al sabio, y le hace ser un
agradable compañero de bebida y librarse del tedio de la vida, el cual apenas
puede sobrellevar la edad más vigorosa. No es raro aún que, al modo del anciano
de Plauto, vuelva los ojos a aquellas tres letras de A. M. O(13). Sería desgraciadísimo si
conservase la noción de las cosas, pero mientras tanto, gracias a mi favor, el
viejo es feliz, grato a los amigos y no tiene nada de bobalicón ni de inepto
para las fiestas. Abunda en mi favor que en Homero se vea cómo de la boca de
Néstor fluía una «palabra más dulce que la miel», mientras la de Aquiles era
amarga y los ancianos que él mismo nos describe sentados en las murallas
dejaban escuchar apacibles palabras(14).
Según este criterio,
los viejos superan a la misma infancia, edad ciertamente placentera, pero
inmatura y desprovista del principal halago de la vida, es decir, la
locuacidad. Observar, además, que los ancianos disfrutan locamente de la
compañía de los niños y éstos a su vez se deleitan con los [36]
viejos, «pues Dios se complace en reunir a cada cosa con su semejante(15)».
¿En qué difieren unos
de otros, a no ser en que éstos están más arrugados y cuentan más años? Por lo
demás, en el cabello incoloro, la boca desdendata, las pocas fuerzas
corporales, la apetencia de la leche, el balbuceo, la garrulería, la falta de
seso, el olvido, la irreflexión, y, en suma, en todas las demás cosas, se
armonizan. Cuanto más se acerca el hombre a la senectud, tanto más se va
asemejando a la infancia, hasta que, al modo de ésta, el viejo emigra sin tedio
de ella ni sensación de morir.
Capítulo XIV
Pase quien lo desee a
comparar este beneficio que dispenso con las metamorfosis operadas por los
demás dioses. Y no es del caso recordar las que efectúan cuando están airados,
sino las ejecutadas en aquellos a quienes son más propicios: Suelen
transformarles en árbol, en ave, en cigarra y hasta en serpiente(16), como si no fuese lo mismo
transformarse que perecer. Yo, en cambio, devuelvo a la misma persona la parte
mejor y más feliz de su vida, que si los mortales se contuviesen de toda
relación con la sabiduría y orientasen la vida de acuerdo conmigo, no
envejecerían y gozarían dichosos de perpetua juventud.
¿No veis acaso a
estos hombres severos dedicados a estudios de filosofía, o a graves y arduos
asuntos, que han envejecido antes de llegar a la plena juventud, por obra de
las preocupaciones y [37] la constante y agria agitación de las ideas, que
agota el espíritu y la savia vital? Por el contrario, mis necios están
regordetes, lucidos, con piel brillante(17), a modo, según dicen, «de cerdos
acarnanienses»; en verdad que no sentirán nunca molestia alguna de la vejez, a
menos que, según a veces acontece, no se envenenen con la compañía de los
sabios. Hasta tal punto se conserva íntegra la existencia humana cuando se es
feliz por todos conceptos.
Viene en apoyo de
ello el valioso testimonio del adagio vulgar que dice: «La estulticia es la
única cosa que frena el paso de la juventud fugacísima y mantiene alejada la
molesta vejez.» De esta suerte ha dicho acertadamente la voz vulgar acerca de
los de Brabante, que mientras a los demás hombres la edad suele redundarles en
prudencia, ellos, cuanto más se acercan a la vejez, más y más se entontecen. Y
no hay otra gente que, de modo general, tome la vida más en broma y que menos
sienta la tristeza de la vejez. De éstos son vecinos, tanto por el lugar como
por el modo de vivir, mis holandeses. Y no sólo les llamo míos, sino aun tan
entusiastas devotos, que merecieron del vulgo un apodo que más que
avergonzarles les llena de orgullo(18).
Vayan, pues, los
estultísimos mortales en busca de Medeas, de Circes, Venus, Auroras y no sé qué
fuente, que les restituyan la juventud, la cual soy yo la única que puede y
acostumbra proporcionar. En mi poder está aquel elixir mirífico con que la hija
de Memnón prolongó la juventud de su abuelo Titón. Yo soy aquella Venus por
cuya merced volvió Faón a la mocedad y así fue amado por Safo [38] con
tanto extremo. Mías son las hierbas, si las hay; míos los conjuros; mía aquella
fuente que no sólo hace volver la pasada juventud, sino lo que es mejor, la
conserva perpetuamente. Así, si estáis de acuerdo en que nada hay mejor que la
adolescencia y más detestable que la vejez, creo que os daréis cuenta de cuánto
me debéis por prolongar tan gran bien y evitar mal tan grave.
Capítulo XV
Pero ¿por qué hablo
tanto de los mortales? Examinad el cielo todo e insúlteme quienquiera si
encuentra en alguno de los dioses, fuera de lo que deben a mi poder, algo que
no sea áspero y desdeñable. ¿Por qué Baco ha sido siempre efebo y le ha
adornado poblada cabellera? Porque, insensato y borracho, se ha pasado la vida
entera en banquetes, danzas, cantos y diversiones, sin tener nunca el menor
trato con Palas. Por ello está tan lejos de querer ser tenido por sabio, que
goza con que se le honre por medio de burlas y farsas y no se ofende por aquel
dicho que le atribuye el dictado de necio cuando afirma que «tiene aún más de
necio que de pintarrajeado». Precisamente le dieron este último título por la
licencia que acostumbraban a tomarse los vendimiadores de embadurnar con mosto
e higos nuevos la estatua sedente del dios colocada en la puerta de su templo.
Y la antigua comedia, ¿acaso dice algo de él que no suene a vituperio? «¡Oh
estúpido dios -dicen- y digno de nacer del muslo de Júpiter!»
Pero ¿quién no
preferiría ser necio e insulso como éste y estar siempre de fiestas, siempre
joven, siempre pródigo en diversiones y placeres para todo el mundo, a ser como
ese taimado Júpiter, que infunde temor a todos, o como Pan, que con [39] sus
tumultos pánicos todo lo confunde, o como el tiznado Vulcano, siempre sucio del
trabajo de su taller, o como la misma Palas, a la que hacen terrible su lanza y
el escudo con la Gorgona, y cuya mirada siempre es hiriente?
¿Por qué es siempre
niño Cupido? ¿Por qué, sino por ser un bromista y no hacer ni pensar nada a
derechas? ¿Por qué la áurea Venus conserva constantemente la belleza? Sin duda
porque tiene conmigo parentesco, de lo que viene que su rostro tenga color
parecido al de mi padre y por tal razón Homero la llama «dorada Afrodita».
Además está sonriendo de continuo, si hemos de creer sólo en esto a los poetas
y a sus émulos los estatuarios. ¿A qué dios dieron culto con mayor piedad los
romanos que a Flora, madre de todas las voluptuosidades?
Sin embargo, si
alguien consulta atentamente en Homero y en los demás poetas la vida de los
dioses severos, la encontrará llena de estulticia por entero. ¿Vale la pena
recordar las hazañas de los restantes, cuando tan bien conocéis los amores y
frivolidades del mismo Júpiter fulminador, o como la severa Diana, olvidada del
pudor del sexo, no iba a la caza de otra cosa que de Endimión, por quién se
moría? Prefiero, empero, que los dioses oigan a Momo reprochar sus
bellaquerías, ya que de él es de quien antaño las oían con frecuencia.
De ahí viene que,
indignados, le precipitasen a la Tierra, junto con Até, porque con su sabiduría
resultaba importuno para la felicidad de aquéllos. Ningún mortal ha querido
desde entonces dar hospitalidad al desterrado, y nada sería más difícil que
encontrársela en los palacios de los príncipes. En éstos, precisamente, está en
el candelero mi compañera la Adulación, la cual no convive mejor con Momo que
el cordero con el lobo. Así los dioses, libres de él, se divirtieron con mayor
licencia [40] y placer, y, carentes de censor, hicieron realmente, según
dice Homero, «lo que les pareció mejor».
¿Qué entretenimientos
no ofrece aquel Príapo de higuera? ¿Qué diversión no producen los hurtos y
mixtificaciones de Mercurio? Y el propio Vulcano acostumbra hacer de bufón en
los convivios de los dioses, no sólo con su cojera, sino también con sus
ocurrencias y sus ridículos dichos que desternillan de risa a la partida de
bebedores. Y también Sileno, aquel viejo enamorado que suele bailar el «córdax»
con Polifemo al son de la lira, mientras las ninfas danzan la «gymnopaidía»;
los sátiros semicaprinos representan las «atelanas»(19); Pan, con alguna estúpida
cancioncilla, hace reír a todo el mundo, puesto que la prefieren a escuchar el
canto de las musas, sobre todo cuando el vino ha empezado a empaparles. ¿Hará
falta que recuerde las cosas que hacen los dioses cuando están bien bebidos?
Son, por Hércules, tan estúpidas que, yo misma a veces no puedo contener la
risa. Pero mejor será acordarse de Harpócrates(20) a este propósito, no sea que nos
escuche algún Dios fisgón explicar estas mismas cosas que no le fueron
permitidas a Momo.
Capítulo XVI
Pero ya es hora de
que, a ejemplo de Homero, dejemos el cielo y volvamos a la Tierra para ver en
ella que nada hay alegre ni feliz que no se deba [41] a mi favor.
Observar primeramente con cuánta solicitud ha cuidado la naturaleza, madre y
artífice del género humano, de que nunca falte en él el condimento de la
estulticia.
En efecto, según la
definición de los estoicos, si la sabiduría no es sino guiarse por la razón y,
por el contrario, la estulticia dejarse llevar por el arbitrio de las pasiones,
Júpiter, para que la vida humana no fuese irremediablemente triste y severa,
nos dio más inclinación a las pasiones que a la razón, en tanta medida como lo
que difiere medía onza de una libra. Además relegó a la razón a un angosto
rincón de la cabeza, mientras dejaba el resto del cuerpo al imperio de los
desórdenes y de dos tiranos violentísimos y contrarios: la ira, que domina en
el castillo de las entrañas y hasta en el corazón, fuente de la vida; y la
concupiscencia, que ejerce dilatado imperio hasta lo más bajo del pubis.
La vida que llevan
corrientemente los hombres ya evidencia bastante cuánto vale la razón contra
estas dos fuerzas gemelas, pues cuando ella clama hasta enronquecer indicando
el único camino lícito y dictando normas de honestidad, éstas mandan a paseo a
su soberana y gritan más fuerte que ella, hasta que, cansada, cede y se rinde.
Capítulo XVII
Por lo demás, dado
que el varón está destinado a gobernar las cosas de la vida, tenía que
otorgársele algo más del adarme de razón concedido, a fin de que tomase
resoluciones dignas de él. Se me llamó a consejo junto con los demás y lo di al
punto, y digno de mí: Que se le juntase con una mujer, animal ciertamente
estulto y necio, pero gracioso y placentero, de modo que su compañía [42] en el
hogar sazone y endulce con su estupidez la tristeza del carácter varonil. Y así
Platón, al parecer dudar en qué género colocar a la mujer, si entre los
animales racionales o entre los brutos, no quiso otra cosa que significar la
insigne estupidez de este sexo(21).
Si, por casualidad,
alguna mujer quisiese ser tenida por sabia, no conseguiría sino ser doblemente
necia, al modo de aquel que, pese a Minerva, se empeñase en hacer entrar a un
buey en la palestra, según dice el proverbio. Efectivamente, duplica su defecto
aquel que en contra de la naturaleza desvía su inclinación y remeda el aspecto
de la aptitud. Del mismo modo que, conforme al proverbio griego, «aunque la
mona se vista de púrpura, mona se queda», así la mujer será siempre mujer; es
decir, estúpida, sea cual fuere el disfraz que adopte.
Sin embargo, no creo
que el género femenino llegue a ser tan estúpido que me censure por el hecho de
que otra mujer, la Estulticia en persona, les reproche la estupidez. Pues si
consideran juiciosamente la cuestión, verán que deben a la Estulticia el tener
más suerte que los hombres en muchos casos.
Tienen, primeramente,
el encanto de la hermosura, que, justificadamente, anteponen a todas las cosas,
puesto que, por su virtud, tiranizan hasta a los mismos tiranos. ¿De dónde
proceden lo desgraciado del aspecto, el cutis híspido y la espesura de la
barba, que dan al varón aspecto de viejo, sino del vicio de la prudencia,
mientras que la mujer conserva las mejillas tersas, la voz fina, el cutis
delicado, remedo de perpetua juventud? [43]
En segundo lugar,
¿qué otra cosa desean en esta vida más que complacer a los hombres en grado
máximo? ¿A qué miran, si no, tantos adornos, tintes, baños, afeites, ungüentos,
perfumes, tanto arte en componerse, pintarse y disfrazar el rostro, los ojos y
el cutis? Así, pues, ¿qué las recomienda a los hombres más que la necedad? ¿Hay
algo que éstos no les toleren? ¿Y a cambio de qué halago, sino de la
voluptuosidad? Se deleitan, por consiguiente, sólo en la estulticia y de ello
son argumento, piense cada cual lo que quiera, las tonterías que le dice el
hombre a la mujer y las ridiculeces que hace cada vez que se propone disfrutar
de ella.
Ya sabéis, por tanto,
el primero y principal placer de la vida y la fuente de que mana.
Capítulo XVIII
Pero algunos hay, y
en primera fila los viejos, que son más bebedores que mujeriegos y sitúan la
suma voluptuosidad en la mesa. Juzguen otros de si habrá banquete completo sin
mujeres; lo que sí consta es que ninguno resulta agradable sin el condimento de
la estulticia. Tanto es así, que si falta uno que mueva a la risa con necedad
verdadera o simulada, se pagará a algún bufón o se invitará a algún gorrón
ridículo que con dicharachos risibles, es decir, estultos, ahuyente de la
reunión el silencio y la tristeza. Porque, ¿a qué conduce cargar el vientre de
toda clase de confituras, manjares y golosinas, si los ojos y los oídos, si no
todo el ánimo, han de apacentarse también con risas, bromas y chistes?
De esta manera, yo
soy artífice insustituible de las sobremesas, porque aquellas ceremonias de los
banquetes, como elegir rey a suertes, jugar a los [44] dados, los
brindis recíprocos, el establecer rondas, cantar coronados de mirto, bailar y
hacer pantomimas(22), no fueron inventadas por los siete
sabios de Grecia, sino por mí, para bien del género humano.
De este modo, se ve
que la naturaleza de todas las cosas es tal, que cuanto más tienen de
estúpidas, tanto más favorecen la vida de los mortales, la cual, cuando es
triste, no parece digna de ser llamada vida. Y triste discurrirá la vida, por
fuerza, si no os libráis con estos deleites del tedio, hermano de la
tristeza.
Capítulo XIX
Quizá habrá quienes
desprecien este género de placeres y se complazcan en el afecto y trato de los
amigos, repitiendo que la amistad es cosa que hay que anteponer a todas las
demás y aun que es necesaria hasta el punto de que ni el aire, ni el fuego ni
el agua lo sean en mayor grado. Añaden, incluso, que es tan agradable, que
quitarla sería como quitar el Sol, y que es tan honesta, si es que ello viene
al caso, que ni los mismos filósofos vacilan en tenerla entre los bienes
principales. Pero ¿qué, si demuestro que yo también soy la proa y la popa de
tanto bien? Y lo probaré no con crocosilites, ni sorites, ni ceratinas,
o cualquier otra especie de argucias dialécticas, sino de modo vulgar y
mostrándolo como con el dedo.
Decid, el
condescender, el dejarse llevar, cegarse, alucinarse con los defectos de los
amigos y [45] el sentir afición y admirarse por alguno de sus vicios
manifiestos como si fuesen virtudes, ¿no es cosa parecida a la estulticia? Hay
quien besa un lunar de su amante, quien se deleita con una verruga de su
cordera, el padre que no encuentra sino una ligera desviación de la vista en su
hijo bizco, ¿qué es todo esto -pregunto- sino pura necedad? Proclámese una y
mil veces que es necedad, pero también que ésta es la sola que une y conserva
unidos a los amigos.
Me refiero al común
de los mortales, de los cuales nadie nace sin defecto y aquél es el mejor que
menos cohibido está por ellos, pues entre esos sabios endiosados o no llega a
cuajar la amistad o viene a ser triste y desagradable, y aun la traban sólo con
poquísimos, por no atreverme a decir que con ninguno, ya que la mayoría de los
hombres desbarra -es decir, que no hay quien no delire por muchos modos- y la
amistad sólo cabe entre semejantes. Así, si por acaso en esos severos tipos se
engendra mutua benevolencia, no podrá nunca ser constante ni duradera, por ser
gente gruñona y que vigila los defectos de los amigos con vista más fina que el
águila, o la serpiente de Epidauro(23). En cambio, ¡qué legañosos ojos
tiene para los defectos propios y cuán poco ve el fardo que lleva a la espalda!
Además, puesto que es propio de la naturaleza humana, que no haya ingenio
alguno sin grandes defectos, y que además existe tanta desemejanza de edades y
de estudios, tantas flaquezas, tantos errores, tantas caídas graves, [46] ¿cómo
podría subsistir entre estos Argos(24), ni siquiera durante una hora, la
alegría de la amistad sin el auxilio de la candidez, es decir, de la
estulticia, o, si queréis, de la blandura de carácter?
¿Pues qué? Cupido,
padre y autor de todo afecto, que, por obra de su ceguera, toma lo feo por
hermoso, hace que entre vosotros cada cual encuentre hermoso lo que ama, de
suerte que el viejo quiera a la vieja como el mozo a la moza. Estas cosas
suceden y son reídas en todo el mundo, pero tales ridiculeces son las que
aglutinan y unen la placentera sociedad en la vida.
Capítulo XX
Cuanto queda dicho de
la amistad debe aplicarse con mucho mayor motivo al matrimonio, ya que no es
éste otra cosa que la conjunción indivisa de las vidas. Júpiter inmortal,
¡cuántos divorcios y aun accidentes peores que los divorcios ocurrirían si el
trato doméstico del varón y la esposa [47] no se viese afianzado y sostenido por la
adulación, la broma, la indulgencia, el engaño y el disimulo, que forman como
mi cortejo! ¡Ah, qué pocos matrimonios llegarían a cuajar si el novio
investigase prudentemente a qué juegos se había dedicado aquella doncellita
delicada, al parecer, y pudorosa, mucho antes de casarse! ¡Y cuántos menos
permanecerían unidos si muchos de los actos de las esposas no quedasen ocultos
gracias a la negligencia y estupidez de los maridos!
Todas estas cosas se
atribuyen justificadamente a la estulticia y a ella se debe aún que la esposa
sea agradable al marido y éste a su mujer, a fin de que la casa permanezca
tranquila, a fin de que en ella perviva la concordia. Inspira risa y se hace
llamar cornudo, consentido y qué sé yo qué, el infeliz que enjuga con sus besos
las lágrimas de la adúltera. Pero ¡cuánto mejor es equivocarse así que no
consumirse con el afán de los celos y echarlo todo por lo trágico!
Capítulo XXI
Añadiré, en fin, que
sin mí no habría ni sociedad, ni relaciones agradables y sólidas, ni el pueblo
soportaría largo tiempo al príncipe, ni el amo al criado, ni la doncella a su
señora, ni el maestro al discípulo, ni el amigo al amigo, ni la esposa al
marido, ni el arrendador al arrendatario, ni el camarada al camarada, ni los
comensales entre ellos, de no estar entre sí engañándose unas veces, adulándose
otras, condescendiendo sabiamente entre ellos, o untándose recíprocamente con
la miel de la estulticia. Ya me doy cuenta de que esto os parecerá afirmación
de mucho bulto, pero aún las oiréis mayores.
Capítulo XXII
Decidme: ¿A quién
amará aquel que se odie a sí mismo? ¿Con quién concordará aquel que discuerde
de sí mismo? ¿Podrá complacer a alguno aquel que sea pesado y molesto para sí?
Creo que nadie lo afirmará, a menos que sea más estulto que la misma
Estulticia.
Si prescindieseis de
mí, además de no poder nadie soportar a nadie, todo el mundo sentiría hedor de
sí, asco de sus propias cosas y repulsión de su misma persona. Tanto más cuanto
que la naturaleza, [48] en no pocas ocasiones más madrastra que madre, ha
dispuesto el espíritu de los mortales, sobre todo de los pocos sensatos, de
suerte que cada cual se duela de lo suyo y admire lo ajeno, de lo cual viene
que todas las prendas, toda la elegancia y todo el atractivo de la vida se
echan a perder y se desvanecen. ¿Qué vale la hermosura, principal don de los
dioses inmortales, cuando se corrompe con el morbo de la melancolía?(25) ¿Qué la juventud si la envenena el
agror de una senil tristeza?
En fin, ¿qué podría
realizar el hombre con belleza (y así conviene que lo haga todo, pues ésta no
sólo es fundamento del arte, sino de cualquier obra) en cualquier función de la
vida, sea en beneficio propio o en el de los demás, si no le tendiese la mano
el Amor Propio, con quien me une fraternal lazo? Y añadiré que se esfuerza en
sustituirme en todas partes. ¿Y qué tan necio como satisfacerse y admirarse de
uno mismo? Por el contrario, si se está descontento de uno mismo, ¿podrá
hacerse algo gentil, gracioso y digno? Suprimid este condimento en la vida y en
el acto se helará el orador en la defensa de su causa, el músico no dará placer
a nadie con sus ritmos, el histrión, a pesar de sus gestos todos, será silbado,
el poeta y sus musas serán objeto de risas, el pintor y su arte serán diseñados
y el médico y sus fármacos caerán en la miseria. En fin, tendremos a Tersites
en vez de Niceo, a Néstor en vez de Faón; en vez de Minerva a un cerdo, en
lugar del locuaz al balbuciente y en el del cortés al patán. Tan necesario es
que cada cual se lisonjee a sí mismo y se procure una pequeña estimación propia
antes de que se la otorguen los demás. [49]
En suma, comoquiera
que la principal parte de la felicidad radica en que uno quiera ser lo que es,
contribuye a ello grandemente mi querido Amor Propio, haciendo que nadie se
duela de su figura, del talento de la estirpe, del estado en que se halla, de
la educación ni de la patria, de suerte que ni el irlandés ansía cambiarse por
el italiano, ni el tracio con el ateniense, ni el escita con los de las islas
Afortunadas. ¡Oh singular solicitud de la naturaleza que en tan grande variedad
de cosas todas las iguala! Dondequiera que se retrae en algo de otorgar sus
dones, allá acude el Amor Propio a añadir un tanto de los suyos. Aunque esto
que acabo de decir ha resultado una necedad, porque estos últimos son los más
copiosos.
No necesito declarar,
mientras tanto, que no podréis encontrar empresa ilustre alguna sin mi impulso,
ni nobles artes que yo no haya inventado.
Capítulo XXIII
¿Acaso no es la
guerra germen y fuente de todos los actos plausibles? Y, sin embargo, ¿hay cosa
más estulta que entablar lucha por no sé qué causas, de la cual ambas partes
salen siempre más perjudicadas que beneficiadas? Y de los que sucumben, no hay
ni que hablar, como se dijo de los megarenses(26).
Cuando se forman en
batalla las acorazadas filas de ambos ejércitos y suenan los cuernos con ronco
clamor(27), ¿de qué servirían esos sabios,
exhaustos por el estudio, cuya sangre aguada y fría apenas puede sostenerles el
alma? Hacen falta entonces hombres gruesos y vigorosos, en los que haya [50] un
máximo de audacia y un mínimo de reflexión, a menos que se prefiera como tipo
de soldado a Demóstenes, quien siguiendo el consejo de Arquíloco, apenas divisó
al enemigo arrojó el escudo y huyó, mostrándose tan cobarde soldado cuanto experto
orador.
Pero el talento, se
dirá, es de grande importancia en las guerras. Convengo en ello en lo referente
al caudillo, y aun éste debe tenerlo militar y no filosófico. Por lo demás, son
los bribones, los alcahuetes, los criminales, los villanos, los estúpidos y los
insolventes y, en fin, la hez del género humano quienes ejecutan hazañas tan
ilustres, y no los luminares de la filosofía.
Capítulo XXIV
De cuán inútiles sean
éstos en cualquier empleo de la vida puede ser testimonio el mismo Sócrates,
calificado, y sin sabiduría alguna, por el oráculo de Apolo como único sabio,
el cual trató de defender en público no sé qué asunto y tuvo que retirarse en
medio de las mayores carcajadas de todo el mundo. Sin embargo, este hombre no
desbarraba completamente, porque no quiso aceptar el título de sabio y lo
reservó sólo para Dios, y porque consideró que el sabio debía abstenerse de
tratar de los negocios públicos(28), aun cuando debiera haber
aconsejado más bien que se abstenga de la sabiduría quien desee contarse en el
número de los hombres. ¿Qué fue si no la sabiduría lo que le llevó a ser
acusado y a tener que beber la cicuta? Pues mientras filosofaba sobre las nubes
y las ideas, y [51] medía las patas de una pulga e investigaba(29) el zumbido de un mosquito, no
aprendía aquellas cosas que tocan a la vida normal. Acudió a defender al
maestro en el juicio cuando le peligraba la cabeza, su discípulo Platón,
abogado tan ilustre que, desconcertado por el estrépito de la plebe, apenas si
pudo concluir con el primer párrafo. ¿Qué diré ahora de Teosfrato? Al empezar una
arenga, enmudeció repentinamente como si hubiese visto al lobo(30). Aquel que animaba al soldado en la
batalla, Isócrates, no se atrevió nunca, por lo tímido del genio, ni a despegar
los labios. Marco Tulio Cicerón, padre de la elocuencia romana, comenzaba sus
discursos con temblor poco gallardo, como niño balbuciente, lo cual
interpretaba Fabio Quintiliano ser propio de orador sensato y conocedor del
peligro. Al exponer esto, ¿puede dejar de reconocerse paladinamente que la
sabiduría obsta a la brillante gestión de los asuntos? ¿Qué habrían hecho los
sabios si éstos se despachasen con las armas cuando se desmayan de miedo al
combatir sólo con palabras desnudas?
Después de todo esto
se celebra aún, ¡alabado sea Dios!, aquella famosa frase de Platón: «Las
repúblicas serían felices si gobernasen los filósofos o filosofasen los
gobernantes(31)». Sin embargo, si consultáis a los
historiadores, veréis que no ha habido príncipes más pestíferos para el Estado
que cuando el poder cayó en manos de algún filosofastro [52] o aficionado a
las letras. Creo que de ello ofrecen bastante prueba los Catones, de quienes el
uno alborotó la tranquilidad del Estado con sus insensatas denuncias, y el otro
reivindicó con sabiduría tan desmesurada la libertad del pueblo romano, que la
arruinó hasta los cimientos.
Añadidles los Brutos,
los Casios, los Gracos y el mismo Cicerón, que no fue menos dañoso al Estado
romano que Demóstenes el ateniense. Marco Antonino, aunque otorguemos que fue
buen emperador, y cabría discutirlo, se hizo pesado y antipático a los ciudadanos
por esta misma razón; es decir, por ser tan filósofo. Pero aunque fuese bueno,
según concedemos, tuvo más de funesto, por haber dejado tal hijo(32), de lo que pudo haber de saludable
en su administración. Precisamente esta especie de hombres que se da al afán de
la sabiduría, aun siendo desgraciadísimos en todo, lo son por modo especial en
la procreación de los hijos, lo cual me parece obedecer a la providencia de la
naturaleza para que el daño de la sabiduría no se extienda más entre los
hombres.
Así consta que el
hijo de Cicerón fue un degenerado y que aquel gran sabio Sócrates tuvo hijos
más semejantes a la madre que al padre, según escribió acertadamente uno; es
decir, que fueron tontos.
Capítulo XXV
Podría tolerarse que
en los asuntos públicos sean como asnos tocando la lira, si no fuese que en
todas las demás funciones de la vida no acreditan ser más diestros. Llevad un
sabio a un banquete [53]y lo perturbará o con lúgubre silencio o con
preguntitas fastidiosas. Introducidle en un baile y os parecerá, danzando, un
camello. Conducidle a un espectáculo y con su solo semblante disipará toda
diversión y se le obligará a salir del teatro, como al sabio Catón, si no logra
desarrugar el entrecejo. Si mete cucharada en una conversación, caerá de
improviso como el lobo en la fábula. Si algo hay que comprar o que convenir, en
suma, cuando se trate de estas cosas sin las cuales esta vida cotidiana no
puede pasar, dirás que este sabio es un leño y no un hombre.
Añadiré que no puede
ser útil en nada ni a sí, ni a la patria, ni a los suyos, porque es inexperto
en las cosas corrientes y discrepa largamente de la opinión pública y de los
estilos normales de vida, de lo cual, por cierto, preciso es que siga el odio
contra él, por ser tanta la disparidad de conducta y sentimientos. Pues ¿qué se
trata entre los hombres que no sea necio del todo y que no esté hecho por los
necios y para los necios? Por ello, si alguien a solas quisiese contrariar la
corriente general, yo le aconsejaría que, imitando a Timón(33), emigre a algún desierto y allí, a
solas, disfrute de su sabiduría.
Capítulo XXVI
Retornaré, empero, a
lo que había dejado sentado antes: ¿qué fuerza ha podido reunir en ciudad a
hombres berroqueños, acorchados(34) y salvajes sino la adulación? No
significa otra cosa la famosa [54] cítara de Anfión y de Orfeo(35)? ¿Qué otra cosa llamó a la
concordia ciudadana a la plebe de Roma, cuando estaba en el extremo de la
confusión? ¿Acaso algún discurso filosófico? En absoluto: El risible y pueril
apólogo del vientre y las demás partes del cuerpo. Igualmente útil fue para
Temístocles el apólogo semejante de la zorra y el erizo. ¿Qué discurso de sabio
habría tenido tanto poder cuanto aquella superchería de la cierva de Sertorio,
o aquello de los dos perros de Licurgo, o la risible fábula sobre la manera de
arrancar los pelos de la cola del caballo? Y no diré nada de Minos y de Numa,
cada uno de los cuales gobernó a la estulta muchedumbre con fabulosas
invenciones. Con semejantes tonterías se mueve esa bestia enorme y vigorosa, el
pueblo.
Capítulo XXVII
Y, por el contrario,
¿qué Estado adoptó nunca las leyes de Platón o Aristóteles o las tesis de
Sócrates? Por otra parte, ¿qué fue lo que persuadió a los Decios a sacrificarse
espontáneamente a los dioses manes? ¿Qué fue lo que arrastró al abismo a Quinto
Curcio sino la vanagloria, la más seductora de las sirenas, pero también la más
condenada por estos sabios? Dicen ellos: «¿Habrá cosa más necia que el que un
candidato servil halague al pueblo y compre su favor con propinas, soborne la
adhesión de la masa, se deleite con sus aclamaciones, [55] sea llevado en
triunfo como una bandera venerable Y se haga levantar una estatua de bronce en
el foro? Agregad los nombres y sobrenombres que adoptan, los honores divinos
otorgados a esos hombrecillos; agregad que tiranos criminales por demás sean
comparados a los dioses en el curso de ceremonias públicas. Todas estas cosas
no pueden ser más estultas y para reírse de ellas no bastaría con un solo
Demócrito»
¿Quién lo niega?.
Pero de esta misma fuente nacieron las hazañas de los vigorosos héroes,
exaltadas hasta las nubes en los escritos de los varones elocuentes. De tal
estulticia nacieron los Estados, merced a ella subsisten imperios, autoridades,
religión, consejos y tribunales, pues la vida humana no es sino una especie de
juego de despropósitos.
Capítulo XXVIII
Ahora hablaré de las
ciencias. ¿Qué impulsa, sino la sed de gloria, al ingenio de los mortales a
elaborar y cultivar para la posteridad disciplinas tenidas por tan excelsas?
Ciertos hombres
estultísimos, sin duda, se creyeron pagados de tantas vigilias y tantos sudores
con no sé qué fama, vana a más no poder. En contraste, vosotros debéis a la
Estulticia ilustres deleites en la vida y, sobre todo, el supremo de disfrutar
de la insensatez ajena.
Capítulo XXIX
Así, tras haber
reivindicado el mérito del valor y el ingenio, ¿qué os parecería que
pretendiese también el de la prudencia? Aunque alguno dirá que esto equivale a
mezclar el agua y el fuego, yo [56] espero triunfar en mi propósito si, como antes, me
seguís favoreciendo con vuestra atención y vuestra aprobación.
En primer lugar, si
la prudencia se acredita en el uso de las cosas, ¿a quién procede aplicar mejor
tal dictado y tal honor, al sabio que, en parte por pudor y en parte por
cortedad de ánimo, no se atreve a emprender cosa, o al estulto que no retrocede
ante nada ni por vergüenza, de que carece, ni por temor al peligro, que no se para
a considerar?
El sabio se refugia
en los libros de los antiguos, de donde no extrae sino meros artificios de
palabras, mientras que el estúpido, arrimándose a las cosas que hay que
experimentar, adquiere la verdadera prudencia, si no me equivoco. Parece que
esto lo vio con claridad Homero, a pesar de ser ciego, cuando dijo: «El necio
sólo conoce los hechos(36)».
A la consecución del
conocimiento de los hechos se oponen dos obstáculos principales: la vergüenza
que ensombrece con sus nieblas al ánimo, y el miedo que, una vez evidenciado el
peligro, disuade de emprender las hazañas. De ambos libra estupendamente la
Estulticia. Pocos son los mortales que se dan cuenta de las ventajas múltiples
que proporciona el no sentir nunca vergüenza y el atreverse a todo. Y si alguno
prefiere adquirir la prudencia que consiste en el examen de las cosas, os ruego
que me oigáis cuán lejos están de ella los que se adjudican este título.
Es, ante todo,
manifiesto que todas las cosas humanas, como los silenos de Alcibíades, tienen
dos caras que difieren sobremanera entre sí, de modo que lo que exteriormente
es la muerte, viene a ser la vida, según reza el dicho, si miras adentro; y,
por el contrario, lo que parece vida es muerte; [57] lo que hermoso
feo; lo opulento, paupérrimo; lo infame, glorioso; lo docto, indocto; lo
robusto, flaco; lo gallardo, innoble; lo alegre, triste; lo próspero, adverso;
lo amigable, enemigo; lo saludable, nocivo; y, en suma, veréis invertidas de
súbito todas las cosas si abrís el sileno.
Si esto parece quizá
dicho demasiado filosóficamente, me guiaré según una Minerva más vulgar, como
suele decirse, y lo pondré más claro. ¿Quién no convendrá en que un rey sea
hombre opulento y poderoso? Pero si no está propicio a ninguna cualidad
espiritual y nada sacia su codicia, resultará paupérrimo, y si tiene el alma
entregada a numerosos vicios, permanecerá torpemente esclavizada. Del mismo
modo podría discurrirse también acerca de otras cosas, pero me basta con el
anterior ejemplo. Alguno preguntará: «¿A qué viene esto?» Escuchadme para que
extraigamos la moraleja.
Si alguien se
propusiese despojar de las máscaras a los actores cuando están en escena
representando alguna invención, y mostrase a los espectadores sus rostros
verdaderos y naturales, ¿no desbarataría la acción y se haría merecedor de que
todos le echasen del teatro a pedradas como a un loco? Repentinamente se habría
presentado una nueva faz de las cosas, de suerte que quien era mujer antes
resultase hombre; el que era joven, viejo; quien poco antes era rey, se trocase
en esclavo; y el dios apareciese de pronto como hombrecillo. El suprimir aquel
error equivale a trastornar la acción, porque son precisamente el engaño y el
afeite los que atraen la mirada de los espectadores.
Ahora bien: ¿Qué es
toda la vida mortal sino una especie de comedia donde unos aparecen en escena
con las máscaras de los otros y representan su papel hasta que el director del
coro les hace [58]salir de las tablas? Éste ordena frecuentemente a la misma
persona que dé vida a diversos papeles, de suerte que quien acababa de salir
como rey con su púrpura, interpreta luego a un triste esclavo andrajoso. Todo
el mecanismo permanece oculto en la sombra, pero esta comedia no se representa
de otro modo.
Si un sabio caído del
cielo apareciese de súbito y clamase que aquel a quien todos toman por rey y
señor ni siquiera es hombre, porque se deja llevar como un cordero por las
pasiones y es un esclavo despreciable, ya que sirve de grado a tantos y tan
infames dueños; que ordenase a estotro que llora la muerte de su padre, que
ría, porque por fin ha empezado la vida para aquél, ya que esta vida no es sino
una especie de muerte; que llamase plebeyo y bastardo a aquel otro que se
pavonea de su escudo, porque está apartado de la virtud, que es la única fuente
de nobleza; y si del mismo modo fuese hablando de todos los demás, decídme:
¿qué conseguiría sino que cualquiera le tomase por loco furioso?
Porque nada más
estulto que la sabiduría inoportuna ni nada más imprudente que la prudencia
descaminada, y descaminado anda quien no se acomoda al estado presente de las
cosas, quien va contra la corriente y no recuerda el precepto de aquel comensal
de «O bebe, o vete», pretendiendo, en suma, que la comedia no sea comedia.
Por el contrario,
será en verdad prudente, quien, sabiéndose mortal, no quiere conocer más que lo
que le ofrece su condición, se presta gustoso a contemporizar con la
muchedumbre humana y no tiene asco a andar errado junto con ella. Pero en esto,
dirán, radica precisamente la Estulticia. No negaré que así sea, a condición de
que se convenga en que tal es el modo de representar la comedia de la vida. [59]
Capítulo XXX
Lo que resta, ¡oh
dioses inmortales!, ¿lo diré o lo callaré? Por lo demás, ¿por qué he de
callarlo si es de toda veracidad? Mas en cosa de tan gran importancia quizá
convendría invocar a las Musas del Helicón, a las que suelen acudir los poetas
con más frecuencia por verdaderas bagatelas. Acorredme, pues, un momento, hijas
de Júpiter, para que demuestre que sin contar con la Estulticia como guía no
habrá quien llegue a la excelsa sabiduría ni a la llamada fortaleza de la
felicidad. Es manifiesto, primeramente, que todas las pasiones humanas
corresponden a la Estulticia, puesto que el sabio se distingue precisamente del
estulto en que aquél se gobierna por la razón y éste por las pasiones.
Por tal razón los
estoicos apartan del sabio todos los desórdenes, como si fuesen enfermedades;
sin embargo, las pasiones hacen las veces de orientadores de quienes se dirigen
hacia el puerto de la sabiduría, sino que también en cualquier ejercicio de la
virtud suelen ayudar como espuela y acicate en exhortación a obrar bien.
Aunque el estoicísimo
Séneca protesta enérgicamente contra esto y libera, por el contrario, al sabio
de toda pasión, al hacerlo así no deja en él nada humano, sino más bien a un
nuevo dios o a una especie de demiurgo, que ni ha existido hasta ahora, ni
existe ni existirá; es más, para decirlo más claro, labró una estatua marmórea
de hombre, impasible y ajeno a toda sensación humana. Por tanto, si les place,
gocen de este sabio suyo, ámenle por encima de cualquier rival y convivan con
él en la república de Platón o, si lo prefieren, en la región de las ideas, o
en los jardines de Tántalo. ¿Habrá quien no huya o se horrorice de tal tipo [60] de
hombre, como de un monstruo o un espectro que se ha querido ensordecer a todas
las sensaciones de la naturaleza, que carece de pasiones y no se conmueve por
el amor ni por la misericordia más «que si de duro pedernal fuese o de mármol
marpesio(37)»; de un hombre de quien nada
escapa, que nunca yerra, sino que, como Linceo(38), todo lo descubre, que nada deja de
juzgar escrupulosamente y nada ignora; que sólo está contento de sí mismo y se
tiene por el único opulento, el único sano, el único rey, el único libre y, en
suma, el único en todo, aunque ello no acontezca sino en su opinión; que no se
entretiene con amigo alguno, porque no sabe lo que es un amigo; que no vacila
en echar a rodar a los dioses, y que todo cuanto ve efectuarse en la vida lo
condena o lo ríe como si fuese una locura? Tal es la especie de animal
considerado sabio absoluto.
Decidme: Si la
cuestión se resolviese por sufragio, ¿qué república querría a un magistrado de
este género o qué ejército desearía semejante general? Más aún: ¿qué mujer
desearía o toleraría a tal especie de marido, o qué anfitrión a tal invitado, o
qué criado a un amo de este genio? ¿Quién no preferiría a uno cualquiera de
entre la cáfila de hombres más estultos que, a fuer de estulto, pueda mandar u
obedecer a los estultos; que agrade a sus semejantes, que son la mayoría; que
sea complaciente con la mujer, alegre con los amigos, atento con los invitados
y grato comensal y, en suma, que no extrañe nada humano?
Pero este sabio me ha
empezado a dar lástima; por ello el discurso se dedicará ahora a los demás
beneficios que dispenso. [61]
Capítulo XXXI
Veamos: Si alguien
volviese la vista a su alrededor desde lo alto de una excelsa atalaya, como los
poetas le atribuyen hacer a Júpiter, vería cuántas calamidades afligen la vida
humana, cuán mísero y cuán sórdido es su nacimiento, cuán trabajosa la crianza,
a cuántos sinsabores está expuesta la infancia, a cuántos sudores sujeta la
juventud, cuán molesta es la vejez, cuán dura la inexorabilidad de la muerte,
cuán perniciosas son las legiones de enfermedades, cuántos peligros están
inminentes, cuánto desplacer se infiltra en la vida, cuán teñido de hiel está
todo, para no recordar los males que los hombres se infieren entre sí, como,
por ejemplo, la miseria, la cárcel, la deshonra, la vergüenza, los tormentos,
las insidias, la traición, los insultos, los pleitos y los fraudes. Pero estoy
pretendiendo contar las arenas del mar...
No me es propio
explicar ahora por qué razón los hombres han merecido tales cosas o cual fue el
dios encolerizado que les hizo nacer en el seno de estas miserias, pero el que
las considere para su capote, ¿acaso no aprobará el caso de las doncellas de
Mileto, aunque se compadezca de ellas? ¿Y quiénes fueron, sobre todo, los que
acusaron de tedioso al sino de su vida? ¿No fueron los familiares de la
sabiduría? Entre ellos, pasando por alto a los Diógenes, Jenócrates, Catones,
Casios y Brutos, citaré a aquel ilustre Quirón que, pudiendo ser inmortal, optó
por la muerte.
Creo que ya os dais
cuenta de lo que ocurriría si de modo general los hombres fuesen sensatos, es
decir, que haría falta otra arcilla y otro Prometeo alfarero(39). Pero yo, en parte por ignorancia,
en [62] parte por irreflexión, algunas veces por olvido de los
males, ora por la esperanza de bienes, ora derramando un poco de la miel del
placer, voy acorriendo a tan grandes males, de suerte que nadie se complace en
dejar la vida aunque se le haya acabado el hilo de las Parcas y espera que sea
la misma vida la que se deje a él; lo que menos causa debía ser de que le
correspondiese vivir, es lo que más ansias le da de ello. ¡Tan lejos están de
que les afecte ningún tedio de la vida!
Es beneficio especial
mío que podáis ver por doquier a viejos de nestórea senectud en los que ya no
sobrevive ni la figura humana, balbucientes, chochos, desdentados, canosos,
calvos, o, para describirlos mejor, con palabras aristofánicas, «sucios,
encorvados, miserables, calvos, llenos de arrugas, sin dientes(40)», pero que se deleitan con la vida
y aun aspiran a rejuvenecerse, de suerte que uno se tiñe las canas, el otro
disimula la calva con una cabellera postiza, el de más allá se vale de los
dientes que acaso adquirió de un cerdo y aquél se perece por alguna muchacha y
supera en tonterías amatorias a cualquier adolescente, pues es frecuente, y
casi se aplaude como cosa meritoria que cuando están ya con un pie en la tumba
y no viven sino para dar motivo a un ágape funerario, se casen con alguna
jovencita, sin dote, que tendrá que ser disfrutada por otros.
Pero mucho más
divertido, si se pone atención en ello, es ver a ancianas que hace mucho que
tienen edad de haberse muerto y aun ponen cara de estado y de haber retornado
de los infiernos, que tienen siempre en la boca aquella frase de que «es bueno
ver la luz del día»; llegan a entrar en celo según suelen decir los griegos,
como machos cabríos, y compran a buen precio a algún Faón; se [63]
embadurnan asiduamente el rostro con afeites; no se separan del espejo; se
depilan el bosque del bajo pubis; exhiben los pechos blandos y marchitos;
solicitan la voluptuosidad con trémulo gañido, y acostumbran a beber, a
mezclarse en los grupos de las muchachas y a escribir billetes amorosos. Todos
se ríen de estas cosas teniéndolas por estultísimas, como lo son, pero ellas
están contentas de sí mismas y entretenidas, mientras, con vivos placeres; la
vida les resulta una pura miel y son felices gracias a mi favor.
Querría yo que
quienes consideren ridículas estas cosas mediten si no es mejor conseguir una
vida dulce gracias a tal estulticia que ir buscando, como dicen, un árbol de
donde ahorcarse, pues aunque por el vulgo estas cosas sean tenidas por
deshonrosas infamias, ello no importa a mis estultos, puesto que dicho mal, o
no lo sienten o, si lo sienten, lo desprecian con facilidad. Si les cae una
piedra en la cabeza, esto sí que es un verdadero mal, pero como la vergüenza,
la deshonra, el oprobio y las injurias no hacen más daño del caso que se les
hace, dejan de ser males si falta el sentido de ellas. ¿Qué te importará que
todo el pueblo te silbe, con tal de que tú mismo te aplaudas? Y solamente la
Estulticia puede ayudar a que ello sea posible.
Capítulo XXXII
Pero me parece oír
protestar a los filósofos: «Es deplorable esto de vivir dominado por la
Estulticia -dicen- y, por ende, errar, engañarse, ignorar». Ello es propio del
hombre, y no veo por qué se le ha de llamar deplorable, cuando así nacisteis,
así os criasteis, así os educasteis y tal es la común suerte de todos. No tiene
nada de deplorable lo que pertenece a la propia naturaleza, a no ser, [64] quizá,
que se considere que hay que compadecer al hombre porque no puede volar como
las aves, ni andar a cuatro patas como los demás animales, ni está armado de cuernos
como el toro. Del mismo modo se podría calificar de desdichado a un hermosísimo
caballo porque no ha aprendido gramática ni come tortas; o de infeliz a un toro
porque no es apto para la palestra. Así, pues, tal como el caballo imperito en
gramática no es desgraciado, así no es infeliz tampoco el estulto, porque el
serlo es coherente con su naturaleza.
Pero contra esto
apremian los sofistas: «El conocimiento de las ciencias es cualidad peculiar
del hombre, quien, con el auxilio de ellas, compensa con el talento aquellas
cosas en que la naturaleza le ha desfavorecido.» Como si tuviese algún asomo de
verdad el que la naturaleza que veló tan solícitamente en favor de los
mosquitos, y aun de las hierbas y las florecillas, hubiese sólo dormitado en el
caso del hombre, haciendo que le fuesen necesarias las ciencias, inventadas por
el pernicioso genio de aquel Teuto para sumo perjuicio del género humano, ya
que no sirven para alcanzar la felicidad y estorban a lo propio para que fueron
descubiertas, como un rey muy sabio dijo gallardamente, según Platón, a
propósito del invento de la escritura(41).
Por tanto, las
ciencias irrumpieron en la vida humana junto con tantas otras calamidades, y
por ello a los autores de todos los males se les llama «demonios», equivalente
a dah/monaj(42), que significa los que saben.
¡Qué sencilla era
aquella gente de la Edad de Oro, desprovista de toda ciencia, que vivía sólo
con la guía e inspiración de la naturaleza! ¿Para qué, pues, les hacía falta la
gramática, cuando el idioma [65] era el mismo para todos ni se pedía otra cosa al
lenguaje sino que las gentes se entendiesen unas con otras? ¿De qué habría
servido la dialéctica, donde no había conflicto alguno entre opiniones
encontradas? ¿Qué lugar podía ocupar entre ellos la retórica, si nadie se proponía
crear dificultades a otro? ¿Para qué se necesitaba la jurisprudencia, si
estaban apartados de las malas costumbres, de las cuales, sin duda, han nacido
buenas leyes? Además, eran demasiado religiosos para escrutar con impía
curiosidad los secretos de la naturaleza, las dimensiones de los astros, sus
movimientos y efectos y las causas ocultas de las cosas. Consideraban
pecaminoso que el hombre mortal tratase de saber más de lo que compete a su
condición, y la locura de averiguar lo que había más allá del cielo ni siquiera
les venía a la imaginación.
Mas perdiéndose poco
a poco la pureza de la Edad de Oro, fueron primeramente inventadas las ciencias
por los malos genios, según dije, pero éstas eran aún pocas y pocos quienes
tenían acceso a ellas. Después añadieron otras mil la superstición de los
caldeos y la ociosa frivolidad griega, que no son sino tormentos de la
inteligencia, hasta el punto de que con sólo una, la gramática, basta para dar
suplicio perpetuo a una vida.
Capítulo XXXIII
Sin embargo, entre
estas mismas ciencias son especialmente apreciadas aquellas que se aproximaban
más al sentido común, es decir, a la Estulticia. Los teólogos se mueren de
hambre, se desalientan los físicos, los astrólogos son objeto de risa y los
dialécticos, de menosprecio. El médico es el único que «vale tanto como muchos
hombres(43)», [66] y en esta
misma profesión el más indocto, temerario e irreflexivo prospera más, incluso
entre los magnates. Así, la medicina, sobre todo ahora que la ejercen tantos,
no es sino cuestión de adulación, igual, por cierto, que la retórica.
Después de éstos
ocupan el siguiente lugar los leguleyos y no sé decir si hasta ocupan el
primero, de cuya profesión los filósofos -y no quiero dar opinión sobre ella-
suelen reírse unánimemente llamándola asnal. Sin embargo, el arbitrio de estos
asnos regula todos los negocios grandes y pequeños. Éstos aumentan sus
latifundios, mientras los teólogos, después de haber extraído de sus
escritorios(44) la divinidad entera, han de comer
altramuces y librar constante guerra contra las chinches y los piojos.
De esta suerte, así
como son más dichosas las ciencias que tienen mayor afinidad con la estulticia,
también es con mucho más feliz la gente que ha podido abstenerse del trato con
ciencia alguna y no ha seguido a otro guía que a la naturaleza, que no posee
deficiencia alguna sino cuando los mortales, por acaso, queremos franquear sus
límites. La naturaleza odia lo artificioso y hace crecer mucho más felizmente
lo que no ha sido violado por ninguna ciencia.
Capítulo XXXIV
¿Acaso no veis que en
cualquier género de los demás animales viven más felices aquellos que están más
apartados de las ciencias y no les guía otro magisterio que el de la
naturaleza? ¿Cuál [67] más feliz y más admirable que las abejas? Y aun
éstas no poseen todos los sentidos corporales. ¿Se encontrará nada semejante a
la arquitectura con que construyen los edificios? ¿Qué filósofo ha fundado
nunca parecido Estado?
En cambio, el
caballo, por ser afín al talento humano y haberse trasladado a convivir con el
hombre, participa de las calamidades de éste, y así no es raro verle reventar
en las carreras porque le avergüenza ser vencido, y en las batallas, mientras
está anhelando el triunfo, le hieren y muerde el polvo junto con el jinete. Y
no hablo de las serretas, ni de los acicates, de la prisión de la cuadra, de
los látigos, los palos, de las bridas, del jinete y, en fin, de todo el aparato
de la servidumbre a la que se sometió espontáneamente cuando, queriendo imitar
a los héroes, anheló ardientemente vengarse de los enemigos.
¡Cuánto más deseable
es la vida de las moscas y de los pájaros que viven libres de cuidado y a tenor
sólo del instinto natural, con tal que se lo toleren las asechanzas del hombre!
Si cuando se encierra a los pájaros en una jaula se les enseña a imitar la voz
humana, es admirable cuánto pierden de aquella gracia natural suya. Lo que creó
la naturaleza es en todos sus aspectos siempre más agradable que lo mixtificado
por el arte.
De este modo, nunca
alabaría bastante a aquel gallo pitagórico(45) que, habiendo sucesivamente sido
con la misma entidad filósofo, varón, mujer, rey, particular, pez, caballo,
rana, y aun creo que esponja, dictaminó que no había animal más desgraciado que
el hombre, porque todos los demás, se reducían a los confines de su naturaleza
y sólo el hombre trataba de salirse de los que le imponía su condición. [68]
Capítulo XXXV
Por el contrario,
entre los hombres antepone por muchos conceptos los ignorantes a los doctos y
famosos, y el célebre Grilo fue bastante más avisado que el prudente Ulises,
porque prefirió continuar gruñendo en la pocilga en vez de lanzarse con él a
tantas aventuras peligrosas. No me parece que Homero, padre de las fábulas
disienta de esta opinión, puesto que llama a todos los mortales
frecuentísimamente desdichados y desgraciados, y al mismo Ulises, que es su
ejemplar de sabio, le califica a menudo de infeliz, cosa que nunca hace con
Paris, Ayax ni Aquiles. ¿A qué obedece tal cosa sino a que aquel farsante y
embaucador no hacía nada sin el consejo de Palas y, siendo demasiado sabio, se
apartaba a más no poder de la pauta de la naturaleza?
Así, pues, como entre
los mortales se alejan de la felicidad aquellos que se afanan por la sabiduría
-mostrándose en ello misino doblemente estultos, ya que, a pesar de haber
nacido hombres, afectan el género de la vida de los dioses inmortales,
olvidándose de su condición y, a ejemplo de los gigantes, con las máquinas de
las ciencias declaran la guerra a la naturaleza-, de la misma manera están más
libres de desdichas aquellos que se acercan cuanto pueden al genio y a la
estulticia de los brutos y no se fatigan con nada que supere a la condición
humana.
Vamos a tratar de
mostrarlo, pero no con entimemas de los estoicos, sino con un ejemplo vulgar.
Y, por los dioses inmortales, ¿hay algo más feliz que esta especie de personas
a las que el vulgo llama estúpidos, estultos, fatuos e insípidos, títulos éstos
que, en mi opinión, son hermosísimos? Confesaré [69] que a primera
vista la cosa parece quizá estúpida y absurda, pero, sin embargo no puede ser
más verdadera. En principio, carecen de miedo a la muerte, mal nada
despreciable, ¡por Júpiter!, y de remordimientos de conciencia; no les conturba
la hostilidad de los espíritus, no les asustan fantasmas ni duendes y ni les
turba el miedo de los males que amenazan ni les desasosiega la esperanza de
bienes futuros. En suma, no se dejan atormentar por millares de preocupaciones
que atosigan a esta vida. No padecen vergüenza, ni temor; no ambicionan, no
envidian ni aman. Por último, si llegan a acercarse más a la insensatez de los
animales brutos, no pecan, según los teólogos.
Quisiera que
meditases, estultísimo sabio, cuántas preocupaciones torturan por doquier tu
ánimo de noche y de día; que reunieses en un montón todos los sinsabores de tu
vida y así comprenderías de cuánto mal he preservado a mis amados necios. Añade
a esto que éstos no sólo se regalan sin cesar, juegan, cantan y ríen, sino que
también a dondequiera que van llevan consigo el placer, la broma, el juego y la
risa como si la misericordia de los dioses se los hubiese otorgado para alegrar
la tristeza de la vida humana.
De donde resulta que
mientras los demás hombres están unidos por afectos varios, éstos, por aquella
razón, son aceptados por todos como de los suyos, en pie de igualdad, y se les
busca, se les regala, festeja, abraza, socorre si lo necesitan y se les tolera
sin sanción todo cuanto dicen o hacen. Hasta tal punto nadie desea hacerles daño,
que las mismas fieras se contienen de herirles, como por cierta intuición de su
natural inocencia. Están, pues, en el sagrado de los dioses y, sobre todo, en
el mío, y por ello nadie considera injusto tal privilegio. [70]
Capítulo XXXVI
¿Y qué diréis si
afirmo que incluso gozan de la gracia de los máximos reyes, de suerte que
algunos no saben comer, ni andar, ni pasar una hora sin ellos? Muy a menudo
anteponen estos tontilocos a sus aburridos sabios, a los cuales algunas veces
mantienen por pura vanidad. El porqué de esta preferencia no me parece oscuro
ni cosa de admiración, pues tales sabios no suelen acudir a los príncipes con
nada que no sea triste y, engreídos con su doctrina, no se recatan de herir
oídos delicados con verdades mordaces; en cambio, los bufones proporcionan lo
único que los príncipes buscan por doquier de mil maneras: bromas, risas,
carcajadas y placeres.
Fijaos de modo
especial en una cualidad, nada despreciable, de los estultos, que es el ser los
únicos francos y veraces. ¿Hay cosa más digna de aplauso que la verdad? Aun
cuando Alcibíades, en aquel proverbio platónico, sitúe la verdad únicamente en
el vino y en la infancia(46), ello no obsta a que se me deba de
modo peculiar toda alabanza, y, si no, acudamos al testimonio de Eurípides, de
quien se conserva aquel célebre dicho acerca de mí, según el cual «el necio no
dice más que necedades(47)». Todo cuanto lleva el necio en el
pecho, lo traduce a la cara y lo expresa de palabra. En cambio, el sabio tiene
dos lenguas, como recuerda el mismo Eurípides diciendo que una de ellas es la
que usan para decir la verdad y con la otra las cosas que consideran
convenientes según el momento(48). Es propio de ellos transformar lo
negro [71] en blanco, y, con la misma boca, soplan simultáneamente a
lo frío y a lo caliente(49), porque media gran distancia entre
lo que esconden en el pecho y lo que fingen de palabra.
Los príncipes,
empero, aun viviendo en el seno de tanta dicha, o de lo que pretende serlo, me
parecen desgraciadísimos, porque carecen de ocasión de escuchar la verdad y
porque están obligados a tener a su lado aduladores en vez de amilos. Dirá
alguien: «Pero es que los oídos de los príncipes aborrecen la verdad y por la
misma causa rehuyen a los sabios, puesto que temen que no salga alguien
demasiado liberal que se atreva a decir cosas ciertas en vez de cosas
placenteras». Cierto es, la verdad es desagradable a los príncipes, pero ello
viene por modo admirable en auxilio de mis necios, puesto que de ellos escuchan
con placer no sólo verdades, sino hasta francos insultos, cuando las mismas
palabras, proferidas por un sabio, serían materia de condena a muerte; en
cambio, dicho por un necio resulta en increíble contento.
Tiene, pues, la
verdad cierta esencial facultad de agradar si en ella no va implícita ofensa,
pero esta virtud no se la han concedido los dioses más que a los necios. Por
esta misma razón de tal especie de hombres suelen gozarse locamente las
mujeres, pues son de natural más propensos al placer y a la jocosidad. Por lo
tanto, cualquier cosa que hagan en tal sentido, aunque a las veces se trate de
lo más extremadamente serio, lo interpretan como broma y juego, pues tal es la
tendencia natural de este sexo, sobre todo en lo que mira a encubrir sus
defectos. [72]
Capítulo XXXVII
Volviendo a la
felicidad propia de los necios, diré que tras haber pasado la vida con suma
alegría, sin miedo ni sensación de la muerte se van derechamente a los Campos
Elíseos para deleitar allí con sus bromas a las almas pías y ociosas. Vamos,
pues, a confrontar la suerte de cualquier sabio con la de este necio.
Imagínate, que pones delante de él a un ejemplo de sabiduría, a un hombre que
ha gastado toda la infancia y toda la adolescencia en aprender las ciencias y
que la parte más deliciosa de la vida la ha perdido en incesantes vigilias,
cuidados y sudores y que en lo que le restaba tampoco ha degustado ni un tantico
de placer, viviendo siempre sobrio, pobre, triste, malévolo y duro para consigo
mismo y pesado y desagradable para los demás, pálido, macilento, enfermizo,
legañoso, canoso y viejo antes de ahora y prematuramente huido de esta vida...
Pero ¿qué le importa morir, si nunca ha vivido? ¡Ahí tenéis el bello retrato de
un sabio!
Capítulo XXXVIII
Ya vuelvo a oír croar
contra mí a «las ranas del Pórtico(50)». «Nada más lamentable -dicen- que
la locura, y la estulticia manifiesta o es pariente de la locura o, mejor
dicho, es ya la locura misma. ¿Qué es la locura sino un extravío de la razón?»
Pero éstos yerran absolutamente el camino. Vamos, pues, a desvanecer este
silogismo, con el favor de las Musas. [73]
No razonan
torpemente, pero así como Sócrates enseña, según Platón(51), que había dos Venus, dividiendo el
concepto de Venus, y, partiendo un Cupido, hacía de él dos, así estos
dialécticos también debían haber distinguido entre una y otra locura, si es que
querían pasar por cuerdos. Porque no puede admitirse absolutamente que
cualquier locura sea calamitosa. No decía otra cosa Horacio al hablar de que
«soy juguete de una amable locura(52)», ni Platón hubiera colocado(53) entre las delicias más preeminentes
de la vida el arrebato de los poetas, los adivinos y los amantes, ni aquella
sibila hubiese calificado de loca la empresa de Eneas(54). Hay, pues, dos especies de locura:
Una es la que las crueles furias lanzan desde los infiernos, como serpientes,
para encender en los pechos de los mortales el ardor de la guerra, o insaciable
sed de oro, o amor indigno y funesto, o el parricidio, el incesto, el
sacrilegio o cualquier otra calamidad, y también cuando hacen sentirse al alma
culpable y contrita enviando contra ella furias y fantasmas.
Pero hay otra locura
muy diferente de ésta, que mana directamente de mí y que es digna de ser
deseada en grado sumo por todos. Se manifiesta por cierto alegre extravío de la
razón, que libera al alma de cuidados angustiosos y la perfuma con múltiples
voluptuosidades. Tal extravío de la razón es el que deseaba Cicerón como magno
beneficio de los dioses, según carta escrita a Ático(55), para [74] perder la
conciencia de tantos males. Tampoco lo lamentaba aquel ciudadano de Argos que
había estado loco y se había pasado todos los días sentado solo en el teatro
riendo, palmoteando, divirtiéndose, porque creía contemplar admirables
tragedias, aunque de hecho no se representaba nada. Todo ello, al tiempo que se
conducía correctamente en los deberes de la vida y era «agradable a los amigos,
complaciente con la mujer, indulgente con los siervos y no se encolerizaba
porque le destapasen una botella». Comoquiera que le librase la familia de la
enfermedad a fuerza de medicamentos, dijo así a los amigos, cuando hubo vuelto
del todo a sus cabales: «Por Pólux, que me habéis matado, amigos. Nada me
habéis favorecido arrebatándome así aquel placer y extirpando a viva fuerza
aquel gratísimo error de mi mente(56)».
Y hasta razón tenía,
puesto que eran los demás los equivocados y quienes más necesitaban del eléboro
por haber creído necesario disipar con drogas, como si fuese enfermedad, una
locura tan feliz y agradable.
Sin embargo, no he
querido con esto afirmar que se deba calificar de locura a cualquier extravío
de la razón o de los sentidos, ni que esté loco aquel legañoso que confunda a
un mulo con un asno, o aquel que admire una poesía pedestre como si fuese
magistral. Pero si yerra no sólo el sentido, sino también el juicio de la razón
de modo constante y más allá de lo normal, será lícito considerar a éste
próximo a la locura, como lo estaría aquel que escuchase rebuznar a algún asno
y creyese estar oyendo a una orquesta prodigiosa, o aquel pobrecillo, nacido en
ínfima cuna, que se figurase ser el rey Creso de Lidia. [75]
Tal género de locura,
empero, si se inclina hacia lo deleitable, según ocurre con frecuencia, reporta
no mediano placer tanto a los que están poseídos por él como a aquellos que lo
presencian, sin que éstos tengan que estar locos por ello. Pues tal especie de
locura está mucho más extendida de lo que cree el vulgo: El loco se ríe del
loco y se proporcionan mutuo placer, y no será raro que veáis que el más loco
se burle con mayores ganas del que lo está menos.
Capítulo XXXIX
A juicio de la
Estulticia, cuanto más estulta es una persona tanto más feliz es, con tal que
se contenga en esta especie de locura que nos es peculiar y que, además, está
tan extendida, que no sé si en el conjunto de todos los mortales podría
encontrarse a alguien que se mantuviese cuerdo a todas horas y no estuviese
poseído de alguna especie de locura. La diferencia entre una y otra locura
radica en que la gente llama loco a aquel que imagina que una calabaza es una
mujer, puesto que ello les sucede a poquísimas personas. En cambio, aquel que
ensalza a su mujer, a la que tiene en común con muchos otros, como si fuese
Penépole y la ensalza en tono mayor, se engaña dulcemente y no habrá nadie que
le llame loco, puesto que ésta es cosa que les ocurre en general a los maridos.
También pertenecen a
este grupo aquellos que lo desprecian todo ante la caza mayor y afirman recibir
un placer espiritual increíble cuando oyen el grosero sonido del cuerno y el
aullido de los perros. Hasta llego a creer que cuando huelen los excrementos de
los perros, les parece que se trata de cinamomo. Además, ¿qué placer puede
haber en despedazar una fiera? El descuartizar toros y carneros es cosa de la
plebe, pero la fiera no puede [76] ser hecha cuartos sino por mano de un noble. Éste,
con la cabeza al aire, hincado de rodillas y provisto del cuchillo destinado a
esto, porque hacerlo con uno cualquiera no se consiente, procede a cortar con
ciertos gestos ciertos miembros del animal observando determinado orden ritual.
Se asombra, mientras tanto, como de cosa nueva la silenciosa tropa de
circunstantes, a pesar de que aquel espectáculo lo ha contemplado más de mil
veces. Además, aquel a quien haya tocado degustar un pedazo de la bestia lo
considera como prenda de no poca nobleza. Así, pues, como esta gente no
entiende de otra cosa que de perseguir y devorar afanosamente a las fieras, van
degenerando hasta ser casi otras fieras, aunque entretanto crean darse vida de
reyes. También es muy semejante a éstos aquel género de personas que arden en
insaciable afán de edificar, y cambian tan pronto las cosas redondas en
cuadradas como las cuadradas en redondas. Y lo hacen sin término ni método
hasta verse reducidos a la pobreza más extrema y no quedarles donde vivir ni
que comer. Pero ¿qué les importa, si entretanto han pasado unos cuantos años
con sumo placer?
Me parece que les son
muy próximos aquellos que, por medio de las nuevas ciencias y de las ocultas,
se esfuerzan en transformar las especies de las cosas y van por tierra y mar a
la caza de cierta quintaesencia. Les sustenta la dulce esperanza hasta el punto
de que nunca les duelen los trabajos ni los dispendios y con admirable ingenio
siempre están ideando algo en que, aunque tengan que engañarse de nuevo, les
sea grato el error, hasta que, después de haberlo gastado todo, ya no les queda
nada que echar al hornillo. Sin embargo, no renuncian a soñar placenteras
ilusiones y animan a los demás a gozar de la misma felicidad. Cuando se ven ya
abandonados de toda esperanza, [77] les queda aún una frase de la que extraen gran
consuelo: «Las grandes cosas, con quererlas basta(57)». Luego echan la culpa a la
brevedad de la vida que no basta a la magnitud del asunto.
Dudo un poco de si se
deberá admitir a los jugadores en nuestro colegio. Sin embargo, es un
espectáculo absolutamente necio y ridículo que veamos algunos de ellos tan
devotos del juego, que tan pronto oyen el cubileteo de los dados, al punto les
salta y les palpita el corazón. Después, seducidos por la esperanza de ganar,
hacen que la nave de sus riquezas naufrague y se estrelle en el escollo del
juego, no menos temible que el cabo Malea. Pero apenas han salido desnudos a
flote, engañan a todo el mundo, menos a quien les ganó, con ánimo de que no se
les tenga por hombres de poca formalidad. ¿Qué os parecen cuando están viejos y
casi ciegos y siguen jugando con los anteojos puestos? Por último, cuando la
merecida gota les paraliza los dedos, ¿no pagan sueldo a un ayudante para que
les eche los dados en el cubilete?
Lo cual sería
agradable si no ocurriese, como suele, que este juego en frenesí degenera y por
ello corresponde a las Furias y no a mí.
Capítulo XL
Queda otro estilo de
hombres el cual, sin duda alguna, pertenece por entero a nuestra grey. Se
complace en escuchar o explicar falsos milagros y prodigios y nunca se cansa,
por maravillosas que sean, de recordar fábulas de espectros, duendes, larvas,
seres infernales y otros mil portentos semejantes, los cuales cuanto más se
apartan de la verdad, con tanto mayor placer son creídos y hacen [78]
titilar los oídos con afán más deleitoso. Y ello no lo emprenden solamente para
matar el tedio de las horas, sino también a fin de ganar lucro, singularmente
para los sacerdotes y los predicadores. Parientes
suyos son quienes profesan la necia, pero agradable persuasión de que si ven
una talla o una pintura de San Cristóbal, esa especie de Polifemo, ya no se
morirán aquel día, o que si saludan con determinadas palabras a una imagen de
Santa Bárbara, volverán ilesos de la guerra, o que si visitan a San Erasmo en
ciertos días, con ciertos cirios y ciertas oracioncillas, se verán ricos en
breve.
De la misma manera
que en San Jorge han encontrado a otro Hércules, lo propio han hecho con San
Hipólito, cuyo caballo casi llegan a adorar, teniéndolo devotamente adornado
con jaeces y gualdrapas. A menudo se concitan los favores del santo con alguna
ofrendilla y tienen por digno de reyes el jurar por su casco de bronce.
¿Y qué diré de estos
que se ilusionan halagadoramente con fingidas compensaciones de los pecados y,
por encima de todo error, miden, como con una clepsidra, los tiempos del
Purgatorio, los siglos, los años, los meses, los días y las horas, a modo de
una tabla matemática? de aquellos que, valiéndose de ciertos signos y ensalmos
que algún piadoso inventor ideó para bien de las almas o para su propio lucro,
se lo prometen confiadamente todo, riquezas, honores, placeres, harturas, salud
y perpetuamente próspera, vida longeva, lozana vejez y, en fin, la estrecha vecindad
con Cristo en los cielos, cosa la última que no quieren que ocurra sino lo más
tarde posible, es decir, cuando emigran a su pesar de los placeres de esta
vida, a los que se aferran con los dientes: entonces es cuando quieren
sustituirlos por las delicias celestiales. [79]
A este lugar
correspondela especie de negociantes, de militares o de jueces que, por haber
apartado una vez de tantas rapiñas una menuda ofrenda, creen ya purificada la
hidra de su conducta y redimidos como por contrato tanto perjurio, tanta
libidinosidad, tanta embriaguez, tanta riña, tanto crimen, impostura, perfidia
y traición, y redimidos de suerte que les es lícito reanudar de arriba abajo
todo un mundo de delitos.
¿Quiénes, empero, más
necios ni más felices que estos que, por recitar diariamente aquellos siete
versículos de los Sagrados Salmos, se prometen aún más que la suprema
felicidad? Se cree, por cierto, que estos versículos mágicos le fueron
indicados a San Bernardo por cierto demonio bromista, pero más frívolo que
astuto, como que el pobre salió mañosamente trasquilado(58).
Estas cosas tan
estultas, que casi a mí misma me avergüenzan, son, sin embargo, aprobadas no
sólo por el vulgo, sino también por los que declaran la religión. ¿Pues qué? A
lo mismo corresponde el que cada región reivindique algún santo peculiar y que
cada uno posea cierta singularidad y se le tribute culto especial, de suerte que
éste auxilia en el dolor de muelas, aquél socorre diestro a las parturientas,
el otro restituye las cosas robadas, el otro socorre benigno en los naufragios,
estotro preserva a los ganados, y así sucesivamente, pues detallarlos todos
sería latísimo. Los hay que valen para varias cosas, sobre todo la Virgen Madre
de Dios, a la que el vulgo casi tiene más veneración que a su Hijo. [80]
Capítulo XLI
Y a estos santos,
¿qué les piden los hombres sino cosas que tocan a la necedad? Entre tantos
exvotos que veis por todas las paredes de ciertos templos y aun cubren la
bóveda, ¿habéis encontrado alguna vez el de alguien que se haya curado de la
necedad o que haya adquirido siquiera un adarme de sabiduría? Uno ha salido
ileso a fuerza de nadar; otro, aun atravesado por el hierro enemigo, conserva
la vida; otro huyó valerosa y felizmente de la batalla mientras los demás
peleaban; el de más allá, estando ya colgado de la horca, por obra del favor de
cierto santo amigo de los ladrones, se desprendió de ella y pudo seguir
descargando a los abrumados por riquezas mal adquiridas; aquél violentó su
cárcel y logró huir; otro curó de la fiebre, con indignación del médico; unos,
tras haber ingerido un veneno, no sintieron sino que les soltó el vientre y les
sirvió, pues, de purga, no de muerte, y no con ninguna satisfacción de la
esposa que perdió el dinero y el trabajo; otro, a pesar de habérsele volcado el
carro, volvió a casa con los caballos ilesos; al otro se le derrumbó encima una
obra y sobrevivió; uno logró escapar de un marido que le había capturado. Pero
ninguno da gracias por haberse librado de la necedad, pues el no atinar en nada
es cosa tan placentera, que los mortales rezan para librarse de todo menos de
la estulticia.
Mas ¿por qué me meto
en este piélago de supersticiones? «Aunque tuviese cien lenguas y cien bocas,
férrea voz, no podría glosar todas las especies de necios y recorrer los
nombres de la estulticia(59)». La vida entera de los cristianos
todos está tan llena de esta especie de delirios, que los [81] sacerdotes las
admiten y fomentan no de mal grado, puesto que no ignoran cuánto suelen crecer
sus gajes con ello.
Si en medio de estas
gentes surgiese uno de esos sabios odiosos y proclamase, como es verdad: «No
morirás mal si has vivido bien; redimirás los pecados si añades a la ofrenda
lágrimas, vigilias, oraciones, ayunos y cambias todo el estilo del vivir; tal
santo te protegerá si emulas su vida». Si tal sabio, repito, se desgañitase con
estas y parecidas razones, ¡mira de cuánta felicidad privaría súbitamente a las
almas y en qué confusión las pondría!
Al mismo colegio
pertenecen los que en vida establecen tan celosamente las pompas que desean en
los funerales, que llegan a prescribir por menor cuántas hachas, cuántos mantos
de luto, cuántos cantores y cuántas plañideras ha de haber en ellos, como si
pudiese ocurrir que les alcanzase alguna sensación del espectáculo, o como si
los difuntos sintiesen vergüenza de que su cadáver no sea enterrado con
magnificencia; animados, en suma, de tanto afán como si les hubiesen nombrado
ediles encargados de los espectáculos y banquetes.
Capítulo XLII
Aunque tenga un poco
de prisa, no puedo, empero, pasar en silencio ante aquellos que no se diferencian
en nada de un ínfimo remendón, pero que se lisonjean increíblemente con la
posesión de un título de nobleza vana. Uno vincula su linaje con Eneas, otro
con Bruto, el de más allá con el rey Arturo; por todas partes muestran los
retratos esculpidos y pintados de sus mayores; enumeran los bisabuelos y
tatarabuelos y sus antiguos apellidos, pero en realidad no difieren mucho de
estas mudas estatuas, excepto en ser de peor aspecto que los retratos [82] que
muestran. A pesar de ello, viven felizmente merced al dulcísimo Amor Propio. No
faltan tampoco necios que miran a esta colección de bestias como a dioses.
Pero ¿por qué hablo
de uno u otro género de necedad, como si el Amor Propio no dispusiese por
doquier de prodigiosos medios para hacer felices a muchos, como en el caso de
este que, más feo que un mico, se cree un Nireo? Otro se cree un Euclides por
saber trazar tres líneas con el compás; aquel «asno tañedor de lira» y cuya voz
es más desagradable que la de la gallina cuando pide marido, se figura ser otro
Hermógenes. Sin embargo, existe una especie de locura que es con mucho la más
placentera, por obra de la cual muchos se envanecen de lo suyo, sea cual fuere
su valor, y se glorían de ello precisamente por ser suyo.
Tal era la de aquel
rico doblemente feliz de que habla Séneca(60) que, cuando tenía que contar algún
cuentecillo, tenía siervos a mano para que le apuntaran las palabras y a los
cuales no hubiera dudado de hacer bajar a la palestra a luchar por él, pues era
hombre de tanta poquedad, que vivía con el único consuelo de tener en casa
muchos y notablemente robustos siervos. ¿Y qué se podrá decir de los
cultivadores de las artes? A todos ellos les es tan peculiar el Amor Propio,
que sería más fácil de encontrar quien renunciase a la herencia paterna que a
la fama de talento, sobre todo entre los actores, cantores, oradores y poetas,
entre los cuales cuanto más ignorante es cada cual, tanto más se complace
arrogantemente en sí mismo y se pavonea y se exalta más. Y encuentran tipos de
su calaña hasta el extremo de que aquel más inepto es el que se granjea más
admiradores, puesto que [83] lo peor siempre es celebrado por la mayoría, dado
que la máxima parte de los mortales, según hemos dicho, es esclava de la
Estulticia. Por ende, si el más torpe es aquel más satisfecho de sí y el
rodeado de mayor admiración, ¿quién preferirá la verdadera sabiduría, que
cuesta tanto trabajo adquirir, que vuelve luego más vergonzoso y más tímido y
que, en suma, complace a mucha menos gente?
Capítulo XLIII
Pues tengo por cierto
incluso que la naturaleza, al modo que a cada uno de los mortales, proporcionó
a las naciones y casi a las ciudades un cierto amor propio común. De aquí viene
que los británicos recaben para sí, por encima de cualquier otra prenda, la
hermosura, el arte de la música y la buena mesa. Los escoceses blasonan de
nobleza y de entronque con la realeza, y de sus argucias dialécticas. Los
franceses se atribuyen la cortesía en el trato. Los parisienses se arrogan de
modo particular la gloria de la ciencia teológica por encima de todos los
demás. Los italianos se reservan las letras y la elocuencia, y con tal
fundamento se lisonjean satisfechos de ser los únicos mortales que no son
bárbaros. Los romanos tienen la primacía en este estilo de complacencia y
sueñan aún con delicia en la vieja Roma. Los vénetos son felices con la fama de
nobleza. Los griegos, a fuer de inventores de las ciencias, se enorgullecen con
los títulos antiguos de sus famosos héroes. Los turcos y toda la camada de los
bárbaros, se atribuyen mérito por la religión y se ríen de los cristianos como
supersticiosos. Los judíos, con mucha mayor complacencia, esperan
incesantemente a su Mesías y se aferran con uñas y dientes a su Moisés [84] aún
hoy. Los españoles no ceden a nadie la gloria militar y los alemanes se
envanecen de la prestancia de sus cuerpos y de su conocimiento de la magia.
Capítulo XLIV
Y para no seguir por
menor cada caso particular, considero que ya advertís cuánta satisfacción
proporciona por doquier el Amor Propio a todos y cada uno de los mortales. De
él es casi hermana gemela la Adulación, pues el Amor Propio no consiste sino en
que uno se lisonjee a sí mismo; si esto lo hace con otro, se tratará de la Adulación.
En el día ésta tiene
bastante de infame, aunque ello ocurra sólo ante los ojos de quienes se pagan
más de las palabras que de las cosas en sí. Consideran éstos, que la Adulación
no cuadra con la fidelidad, pero se aproximarían más a la verdad si se dieran
cuenta del ejemplo de los animales. ¿Hay algo más adulador que un perro? Y, sin
embargo, ¿quién más fiel? ¿Hay algo más simpático que una ardilla? ¿Y quién es
más amiga del hombre que ella? No, en verdad, a menos que se entienda que los crueles
leones, los feroces tigres y los iracundos leopardos se avienen mejor con la
condición humana.
Sin embargo, existe
cierta especie de adulación que es absolutamente perniciosa; de ella se valen
los pérfidos y los burlones para llevar a la ruina a los incautos. Sin embargo,
mi estilo de adulación nace de la bondad y del candor del carácter y está mucho
más cerca de la virtud que aquella su contraria, la cual es de grosera y torpe
aspereza e inoportunidad, según dice Horacio.
Ésta levanta los ánimos
abatidos, consuela a los tristes, estimula a quienes languidecen, despabila a
los torpes, alivia a los enfermos, aplaca a los feroces, [85] concilia
afectos y, una vez formados, los mantiene. Presta aliciente a los niños para
que estudien letras; alegra a los viejos; aconseja y enseña a los príncipes,
sin ofensa, bajo la pantalla de la alabanza. En suma, logra que cada cual se
tenga a sí mismo en mayor aprecio y cariño, lo cual es, en verdad, el
fundamento de la felicidad.
¿Habrá cosa más
complaciente que el rascarse mutuamente dos mulos? No hará, pues, falta que
afirme que la adulación constituye gran parte de la elocuencia más celebrada;
la mayor del arte médico y la máxima del pórtico; es, en fin, el almíbar y la
sazón de todo trato humano.
Capítulo XLV
Dirán algunos, sin
embargo, que el equivocarse es lamentable; más lo es el no equivocarse. Yerran
a más no poder quienes creen que la felicidad del hombre radica en las cosas
mismas. En realidad, depende de la opinión que nos formamos de ellas, pues es
tan grande la oscuridad y la variedad de las cosas humanas, que nadie las puede
conocer de modo diáfano, según dijeron acertadamente los platónicos, los menos
presuntuosos entre los filósofos.
Pero aunque se llegue
a saber algo, ello suele redundar en detrimento de la alegría de la vida, pues
el espíritu humano está moldeado de tal manera, que aprehende mucho mejor lo
ficticio que lo verdadero. Si alguien solicita una prueba manifiesta y obvia de
tal cosa, acuda a la hora del sermón en una iglesia y verá que si se está
hablando de algo serio, todos dormitan, bostezan y se asquean; en cambio, si el
vociferador (me he equivocado, quise decir el orador), comienza, según hacen
con frecuencia, a explicar alguna historieta asnal, se despabilan [86] todos,
prestan atención y escuchan con la boca abierta. Del mismo modo, si se celebra
algún santo orlado de fábulas y poesías -como, si me pedís ejemplos, lo son
Jorge, Cristóbal o Bárbara-, veréis que se les venera con mucha más devoción
que a San Pedro, San Pablo o al mismo Jesucristo. Pero tales cosas no son
propias del lugar.
¡Cuán poco cuesta
esta consecución de la felicidad! Al paso que el conocimiento de las cosas en
sí significa muchas veces voluminosa labor, aunque sean de tan poca monta como
la gramática, las opiniones son de muy fácil adoptar y conducen igual, si no
con mayor holgura, a la felicidad. Decid, pues: Si alguien come una salazón
podrida ni cuyo olor siquiera puedan soportar los demás, y a él le sabe a
ambrosía, ¿qué le impide sentirse feliz? Por el contrario, si a uno le produce
náuseas el esturión, ¿de qué le sirve para la felicidad? Si alguien tiene una
mujer de egregia fealdad, pero que en opinión del marido puede rivalizar hasta
con la misma Venus, ¿acaso no será lo mismo para él que si fuese realmente hermosa?
Si alguien contempla una tabla pintarrajeada de rojo y amarillo y se admira
persuadido de que la ha pintado Apeles o Zeuxis, ¿no será acaso más feliz que
aquel que ha comprado por alto precio un cuadro a un gran pintor y que quizá
siente menos placer al contemplarlo?
Conozco a cierto
sujeto que se llama como yo(61), el cual regaló a la novia al
casarse ciertas piedras falsas, convenciéndola, con lo bromista y alegre que
era, de que no sólo eran verdaderas y auténticas, sino también de precio
singular e inestimable. Pregunto yo, ¿qué podía importarle a la joven la burla,
si deleitaba igual los ojos y el espíritu [87] y las guardaba
junto a sí como eximio tesoro? En tanto, el marido no sólo se había ahorrado el
gasto, sino que se divertía con el engaño de su mujer, a la que no tenía menos
obligada que si la hubiese obsequiado con grande costa.
¿Qué diferencia veis
entre aquellos que se admiran en la caverna de Platón(62) de las sombras y figuras de
diversas cosas, sin ansiar nada ni pavonearse, y el sabio que, salido de la
caverna, contempla las cosas en su realidad? Porque si aquel Micilo de Luciano
hubiese podido soñar perpetuamente que era rico y continuar su áureo ensueño,
no tenía por qué desear otro bien.
Por tanto, no hay
diferencia entre estultos y sabios o, si las hay, es favorable a los primeros,
primeramente porque su felicidad les cuesta muy poco, ya que consiste en una
modesta persuasioncilla, y luego, porque la comparten con la mayoría de las
personas.
Capítulo XLVI
No hay goce de las
cosas buenas como no sea en compañía, ¿y quién ignora cuán grande es la escasez
de sabios, si es que alguno hay? Los griegos en tantos siglos llegaron a contar
sólo siete y aun, ¡Por Hércules!, si se les escudriña con más rigor, me juego
la cabeza a que no se encontraría medio sabio en total, ni siquiera la cuarta
parte. Por lo cual, entre las muchas alabanzas que se ofrecen a Baco, es la
principal la de que posee la cualidad de ahuyentar los pesares, pero solamente
por exiguo tiempo, pues en cuanto se duerme la papalina, vuelven al galope las
intranquilidades. Mis beneficios son más completos y mucho más duraderos, [88] pues
yo proporciono al alma embriaguez constante, alegría, delicia y placer sin
egoísmo. Distribuyo mis favores sin exceptuar a nadie, mientras que las
mercedes de los demás dioses solamente se conceden a ciertos favoritos. No nace
en todas las tierras ese vino generoso y dulce que espanta las penas y atrae la
fecunda esperanza; Venus prodiga a pocos la gracia de su hermosura y Mercurio
aun a menos sus dones de elocuencia. Pocos son los que logran la riqueza que
reparte Hércules, y el poder que concede Júpiter no se da a cualquiera. Con
frecuencia Marte deja las batallas indecisas y muchos se apartan desconsolados
del trípode de Apolo. El hijo de Saturno hiende la tierra a menudo con el rayo;
Febo a veces lanza sus flechas, que extienden la peste a lo lejos, y Neptuno
aniquila más de los que salva. Y no quiero hablaros de divinidades maléficas,
Plutones, Atés, penas, fiebres, y otras de la misma especie, que más bien que
dioses parecen verdugos. Yo, la Estulticia, soy la única que reparto
indistintamente entre todos con magnífica liberalidad tan preciosos beneficios.
Capítulo XLVII
No exijo voto alguno
ni me encolerizo solicitando la expiación de haber sido omitida alguna
ceremonia de mi culto, ni trastorno cielos y tierra cuando alguno, tras haber
invitado a los dioses todos, me deja a mí en casa, sin admitirme a oler el humo
de los sacrificios. Pues los otros dioses son tan quisquillosos, que casi es
preferible, y más seguro, no hacerles caso que venerarles. Con ellos ocurre
como con esas personas tan iracundas y propensas a ofender, que sería
preferible tenerlas muy lejos que en la intimidad. Se dirá que nadie hace
sacrificios a la Estulticia ni le levanta templos. [89] En verdad que
extraño tanta ingratitud, pero según mi bondad de ánimo, la considero como un
bien, y ni siquiera los deseo. ¿Para qué voy a exigir el incienso, el pan, el
macho cabrío o el cerdo, cuando por todas partes los hombres me rinden el culto
que los teólogos proclaman como más plausible? No puedo tener envidia de Diana
porque se le sacrifique sangre humana. Mucho más fervorosamente adorada me
juzgo al ver que todos me llevan en el corazón, me confiesan con la conducta y
me imitan en la vida. Por cierto que no es éste el género de culto más frecuente,
ni aun entre los cristianos. ¡Cuántos de éstos ofrecen a la Virgen Madre de
Dios una vela encendida en pleno mediodía, que es cuando no le hace falta
alguna! Y, sin embargo, ¡cuán pocos los que se esfuerzan en imitarla en su
castidad, su modestia y su amor divino! Éste sería, sin embargo, el culto
verdadero y, con mucho, el más agradable al cielo.
¿Y para qué quiero yo
templos, si el mundo entero es templo mío y el más espléndido, si no me
equivoco? En él no han de faltar nunca fieles dondequiera que haya hombres. No
soy tan necia que desee que me erijan estatuas de piedra pintarrajeada; acaso
ello perjudicaría mi culto, pues la gente es tan grosera y torpe, que adora las
representaciones en lugar de los dioses mismos. Pudiera ser entonces que me
sucediera a mí lo que a aquellos a quienes los sustitutos expulsan de sus
cargos. Bien puedo creer que hay tantas estatuas erigidas en mi honor como
hombres existen, porque éstos llevan ante sí mi verdadera imagen, aunque sea a
pesar suyo.
De modo que nada
tengo que envidiar a los otros dioses porque en tal o cual rincón del mundo les
rindan culto en determinados días, como le sucede a Febo, en Rodas; a Venus, en
Chipre; a Juno, en Argos; a Minerva, en Atenas; a Júpiter, en el Olimpo; [90] a
Neptuno, en Tarento, y a Príapo, en Lampsaco, con tal que a mí me ofrezcan
diariamente por todo el mundo sacrificios más valiosos.
Capítulo XLVIII
Si a alguien le
parece que lo que digo es más presuntuoso que veraz, quiero que examinemos un
poco la vida de los hombres, y entonces se manifestará claramente cuánto me
deben y el aprecio que grandes y pequeños hacen de mí. No vamos a pasar
revista, una por una, a todas las vidas, porque esto sería interminable; sino
solamente a las de relieve, y por ellas podremos juzgar con facilidad de las
demás. ¿De qué aprovecha que os recuerde la plebecilla y el vulgo cuando sin
disputa alguna me pertenecen por completo? Abundan en él tantas clases de
estulticia y todos los días inventa tantas nuevas, que aun no bastarían mil
Demócritos para reírse de todas ellas y sería necesario otro para que se
burlara de los demás Demócritos.
Son increíbles las
risas, la alegría y los regocijos que los míseros humanos procuran diariamente
a los inmortales. Éstos se dedican las sobrias horas de la mañana a celebrar
asambleas escandalosas y luego, escuchando los votos deliberan. Cuando ya están
embriagado por el néctar y no tienen gana de ningún asunto serio, se van a
sentar a la parte más alta del cielo y, bajando la frente, miran lo que hacen
los hombres. No hay espectáculo que les sea más grato. ¡Dioses inmortales, qué
teatro, qué variedad en esa turbamulta de necios!... Yo también de vez en
cuando acudo a sentarme entre las filas de los dioses de los poetas. Uno se
muere por cierta mujercilla, a la que ama con mayor pasión a medida que menos
caso le hace ella; el otro se casa con una dote y no con una esposa; el otro
prostituye [91] a su misma mujer; el de más allá, celoso, vigila como un
Argos; aquél, de luto, ¡oh!, cuántas necedades dice y hace! Parece un actor que
represente un papel de duelo. Aquel otro llora ante la tumba de la madrastra(63); éste le da al vientre todo lo que
logra ganar, a costa de morirse de hambre poco después; el otro considera que
no hay cosas más agradables que el sueño y la holganza. Los hay que se agitan
afanosamente en el desempeño de los asuntos ajenos y olvidan los propios; que
derrochan velozmente el dinero prestado y se creen ricos mientras tienen
caudales ajenos. Otro no ve dicha comparable a la de vivir pobremente a fin de
enriquecer a un heredero; aquél, para ganar un lucro exiguo e incierto,
revolotea por todos los mares, confiando a las olas y a los vientos la vida, que
ninguna riqueza, podría reparar(64). Uno prefiere buscar riquezas en la
guerra, a disfrutar de seguro sosiego en el hogar. Hay quien cree que no hay
medio más cómodo de enriquecerse que captar la voluntad de los viejos, ni
faltan tampoco quienes prefieren conseguir lo mismo haciendo el amor a las
viejecitas ricas. Los dioses, empero, se complacen magníficamente cuando ven,
en ambos [92] géneros, que éstos acaban siendo burlados astutamente por
aquellos a quienes sedujeron.
La clase de los
comerciantes es la más estulta y sórdida de todas, porque tratan los asuntos
más mezquinos que hay y lo hacen, además, del modo más miserable que cabe
imaginar, pues a pesar de que van mintiendo a todas horas, perjurando, robando,
defraudando, engañando, se creen a la cabeza de la humanidad por el mero hecho
de llevar los dedos llenos de sortijas de oro. No les faltan frailecillos
aduladores que les miran con admiración y les llaman en público «venerables»
sólo con el fin de que les alcance alguna porcioncilla de sus bienes mal
adquiridos. En otras partes podrás ver a ciertos pitagóricos a quienes todas
las cosas les parecen ser comunes, de suerte que apenas encuentran alguna mal
guardada se la apropian con la misma tranquilidad que si les viniese por
herencia. Los hay que son tan ricos en deseos y se forjan unos ensueños tan
agradables, que con ello se dan por contentos. Algunos gozan al hacerse pasar
por potentados fuera de casa y se mueren de hambre en ella. Otro se apresura a
derrochar lo que posee, mientras hay quien se procura bienes por todos los
medios. Este ególatra busca la popularidad y los honores, en tanto que aquél se
solaza junto al hogar. Una buena parte promueve procesos que se hacen eternos y
donde se contiende a porfía, mientras se enriquecen el juez aficionado a
dilatar los asuntos y el abogado felón. Uno trata afanosamente de renovarlo
todo y otro mueve un proyecto magno, y, en fin, los hay que emprenden una
peregrinación a Jerusalén, a Roma o a Santiago, donde no tienen nada que hacer,
y, en cambio, dejan abandonados la mujer, la casa y los hijos.
En suma, si, como
antaño Menipo, pudieseis contemplar desde la Luna el tumulto inmenso del género
humano, creeríais estar viendo un enjambre [93] de moscas y
mosquitos peleando entre sí, luchando, tendiéndose asechanzas, robándose,
burlándose unos de otros, y naciendo, enfermando y muriendo sin cesar. Nadie
podría imaginar el bullicio y las tragedias de que es capaz un animalito de tan
corta vida, pues en una batalla o en una peste se aniquilan y desaparecen en un
instante millares de seres.
Capítulo XLIX
Pero yo misma sería
necia a más no poder y merecería las carcajadas de Demócrito si pretendiese
enumerar todas las formas de necedad y de locura del vulgo. Me limitaré, pues,
a tratar de aquellos mortales que gozan reputación de sabios y, según los que
les rodean, han alcanzado los laureles, entre los cuales descuellan los
gramáticos, casta que sería sin disputa la más mísera, afligida, y dejada de la
mano de los dioses si yo no acudiese a mitigar las desdichas de tan sórdida
profesión con la ayuda de una dulce locura. No sólo han caído sobre ellos las
cinco furias, es decir, las cinco ásperas calamidades de que habla el epigrama
griego(65), sino mil, pues siempre se les ve
famélicos y harapientos en sus escuelas, o pensaderos(66) o, mejor dicho aún, obradores, y
rodeados de verdugos en figura de un montón de chicos que les hacen envejecer [94] antes
de tiempo a fuerza de cansancio y que les aturden con sus gritos, amén de los
hedores que exhalan; pero a pesar de esto, gracias a mí, se estiman por los
primeros entre los hombres. Se pavonean así ante la aterrada turba y se dirigen
a ella con voz y cara tenebrosas; luego con la palmeta, las disciplinas, o la
varilla abren las carnes a los desdichados y con razón o sin ella, les hacen
víctimas de su arbitrariedad, imitando al asno de Cumas. Pero, mientras tanto,
la suciedad les parece pulcritud; los hedores, aromas de ámbar, y su esclavitud
miserable, un trono, de suerte que no cambiarían su tiranía por la de Fálaris o
Dionisio.
Pero cuando su dicha
llega al colmo es cuando creen haber descubierto alguna doctrina nueva, porque,
aunque no hagan sino atiborrar a los niños de extravagancias, ¡oh dioses
propicios!, desprecian a su lado a cualquier Palemón o Donato. No sé con que
argucias logran que las madres tontas y los ignorantes padres les crean tales
como ellos se presentan. Únase a esto la satisfacción que reciben cuando en
algún carcomido pergamino encuentran el nombre de la madre de Anquises o hallan
una palabreja desconocida del vulgo, como «bubsequa», «bovinator» o
«manticulator»; si logran desenterrar un cacho de piedra antigua con alguna
mutilada inscripción, ¡oh Júpiter, qué alegría, qué triunfo, qué encomios, como
si hubiesen conquistado el África o tomado a Babilonia! Y cuando recitan sus
versos, insulsos y absurdos por demás, y nunca falta quien se los celebre,
creen de buena fe que el espíritu de Virgilio ha reencarnado en su pecho. Pero
nada hay más divertido que ver a estos desdichados cuando se prodigan mutuas
alabanzas y admiraciones y se rascan recíprocamente; pero si uno de ellos por
descuido se equivoca en alguna palabreja y el otro, más listo, tiene la suerte
de cazársela, ¡por Hércules, qué drama, qué pelea, [95] qué de
injurias y denuestos!... Y si falto a la verdad, que caiga sobre mí la colera
de todos los gramáticos.
Conozco a un
omnisciente helenista, latinista, matemático, filósofo, médico y otras cosas
más, y cuando ya era sexagenario, lo arrumbó todo para dedicarse sólo al
conocimiento de la gramática, con la que se atosiga y tortura desde hace casi
veinte años. Y sería feliz, dice, si pudiera vivir hasta haber claramente
establecido cómo se han de distinguir las ocho partes de la oración, cosa que
nadie entre los griegos y los latinos ha logrado hacer de manera definitiva.
Como si fuera caso de guerra el que se confunda una conjunción con un adverbio.
Y como hay tantas gramáticas como gramáticos, o, por mejor decir, más, pues
sólo mi querido Aldo(67) ha dado más de cinco diferentes, no
pueden dejar de exprimir y recorrer ninguna, aunque sea oscura y bárbara, para
no tener que envidiar a cualquiera que se tome, siquiera sea torpemente, tales
trabajos, puesto que temen que les arrebaten su gloria y les inutilicen tantos
años de labor.
¿Cómo preferís que se
llame a esto, estulticia o locura? Poco importa, con tal que se reconozca que
gracias a mis beneficios el animal más infeliz de todos goza de tal dicha, que
no trocaría su suerte por la de los reyes de Persia.
Capítulo L
Menos me deben los
poetas, a pesar de pertenecer también a mi facción de modo categórico, pues
como dice el proverbio, son espíritus libres cuya [96] ocupación
única consiste en regalar los oídos de los estultos con frivolidades y fábulas
ridículas. Es admirable, empero, cómo con sus composiciones no solamente
quieren hacerse inmortales y semejantes a los dioses, sino conseguirlo también
para los demás. De todos mis deudos son éstos los más estrechamente
emparentados con el Amor Propio y la Adulación y los que me rinden culto más
sincero y constante.
En cuanto a los
retóricos, aunque algunos prevariquen para entenderse con los filósofos, forman
también parte de los nuestros, y la mejor prueba, entre otras muchas, de lo que
digo está en que, aparte de otras tonterías, han redactado con cuidado tantas
reglas del género festivo. Hasta el que escribió acerca del arte de hablar; dedicándolo
a Herenio, sea quien fuere, no olvidó incluir a la Estulticia entre los medios
de echar las cosas a broma. Quintiliano, que es con mucho el príncipe de este
grupo, compuso sobre la risa un capítulo más largo que la Ilíada. Tanta
es la importancia que conceden a la Estulticia, porque con frecuencia lo que
ningún argumento oratorio puede deshacer, la risa lo desbarata. Y nadie ha de
negarme que el arte de hacer reír con dichos graciosos me pertenece a mí.
De idéntica calaña
son los que corren tras de fama imperecedera publicando libros; todos ellos me
deben mucho, y especialmente aquellos que emborronan papel con meras
majaderías. Los que escriben doctamente para agradar a un corto número de
eruditos, y que no rechazarían para críticos suyos a Persio y Lelio, me parecen
más [97] dignos de lástima que felices, puesto que viven en
continua tortura: añaden, modifican, quitan, vuelven a poner, rehacen, aclaran,
aguardan nueve años, nunca se dan por satisfechos. Todo ello para la fútil
recompensa de las alabanzas; alabanzas, además, de unos cuantos, pagadas a
costa de tantas vigilias, del sueño, la más agradable de todas las cosas, y de
fatigas, sudores y trabajos infinitos. Añádanse la pérdida de la salud, la
ruina del cuerpo, la debilidad de la vista y hasta la ceguera, la pobreza, la
envidia, la privación de placeres, la vejez anticipada, la muerte prematura y
otros innumerables sufrimientos. Males todos de gran magnitud, que el sabio
cree compensar con la aprobación de unos pocos legañosos como él. Por el
contrario, el escritor que me pertenece es tanto más dichoso cuanto más
disparata, porque sin lucubración alguna escribe todo lo que se le ocurre, todo
lo que le viene a los puntos de la pluma, o lo que sueña, sin más gasto que un
poco de papel, y no ignora que cuan mayores tonterías escriba, más aplaudido
será de la mayoría, es decir, por los ignorantes y por los necios. ¿Qué le
importa que tres sabios le desprecien si aciertan a leerle? ¿Y qué representa
el parecer de tan pocos ante tan inmensa muchedumbre que le aclama?
Pero quienes
verdaderamente saben lo que hacen son los que dan a la luz obras ajenas como
propias y espiando hacen suya la gloria ganada por los demás con gran trabajo.
Aunque saben que se les acusará de plagio algún día, mientras llega se
aprovechan. Vale la pena de ver el pisto que se dan cuando se ven ensalzados
por el vulgo; cuando la multitud les señala con el dedo diciendo: «Éste es
aquel hombre tremendo(68)»; cuando ven sus [98] obras
en las librerías y cuando en la portada de sus libros ponen títulos solemnes,
muy a menudo extravagantes, que parecen de magia, y que, dioses inmortales, no
son sino palabrería. Pocas personas saben descifrarlos en todo el vasto mundo y
menos aún habrá que los aprueben, pues también hay diversidad de gustos entre
los indoctos. En general, aquellos títulos se inventan o proceden de los libros
antiguos. Así, uno gusta de llamar a su libro Telémaco; otro, Esteleno o
Laertes; aquél, Polícrates, y el de más allá, Trasímaco, y como no tienen nada
que ver con estos nombres, daría lo mismo que se llamasen Camaleón o Calabaza,
o bien, como suelen decir los filósofos, Alfa o Beta.
Resulta chistoso
sobremanera verlos alabarse unos a otros con epístolas, poesías y encomios,
donde un tonto adula a otro tonto y un indocto replica a otro indocto. Éste es
superior a Alceo, dice aquél; y aquél es más que Calímaco, dice éste. Aquél,
según el parecer de éste, es mejor que Cicerón, y éste para aquél, más sabio
que Platón. Otras veces se buscan un adversario con objeto de aumentar la
reputación rivalizando con él. Así, «incierto el vulgo opina
contradictoriamente», hasta que uno y otro dan por bien reñida la batalla, y se
retiran ambos victoriosos y en triunfo. Los sabios se ríen juzgando todo esto,
según lo es, el colmo de la sandez. ¿Quién podrá negarlo? Pero entretanto,
gracias a mí, estas gentes están satisfechas y no cambiarían sus glorias por
las de los Escipiones. Aunque los sabios, que se ríen de esto a mandíbula
batiente y que tanto gozan con la insensatez ajena, me deben también grandes
favores y no podrán por menos de reconocerlo, si no son ingratos más que nadie.
[99]
Capítulo LI
Los jurisconsultos
pretenden el primer lugar entre los doctos y no hay quien esté tan satisfecho
de sí como ellos, cuando, a la manera de nuevos Sísifos, ruedan su piedra sin
descanso, acumulando leyes sobre leyes, con el mismo espíritu, aunque se
refieran a cosas distintas, amontonando glosas sobre glosas y opiniones sobre
opiniones y haciendo que parezca que su ciencia es la más difícil de todas,
pues entienden que cuanto más trabajosa es una cosa más mérito tiene.
Añadámosles a los dialécticos y los sofistas, gente más escandalosa que los bronces
de Dodona(69) y capaz cualquiera de ellos de
competir en charlatanería con veinte comadres escogidas. Más felices serían si
además de habladores no fueran pendencieros, pues lo son hasta el punto de que
por un quítame allá esas pajas vienen empeñadísimamente a las manos, y,
mientras están enredados en la porfía, la verdad se les escapa. Sin embargo, su
amor propio les hace felices; pertrechados con tres silogismos, arremeten
atropelladamente contra cualquiera y es tanta su pertinacia, que les hace
invictos aunque les enfrentéis con el mismo Estentor.
Capítulo LII
Después de éstos
vienen los filósofos, cuya barba y amplia capa les hace venerables, los cuales
se tienen por los únicos sabios y al resto de los mortales consideran sombras
errantes. Con qué manso [100] delirio construyen infinitos mundos, se
entretienen en medir como a pulgada y con un hilo el Sol, la Luna, las
estrellas y los planetas; explican las causas del rayo, del viento, de los
eclipses y de todos los demás fenómenos inexplicables, sin ninguna vacilación,
como si fuesen secretarios del artífice del mundo y hubiesen acabado de
llegarnos del consejo de los dioses. En tanto, la naturaleza se ríe en grande
de ellos y de sus conjeturas, pues nada absolutamente saben con certeza, y
buena prueba de ello son esas disputas interminables que sostienen acerca de
los asuntos más sencillos. Aunque nada sepan, creen saberlo todo y no se
conocen a sí mismos, ni ven la fosa abierta a sus pies, ni la roca en que
pueden tropezar, sea a les veces porque son cegatos y otras porque tienen la
cabeza a pájaros. Ello no les impide afirmar que ven claras las ideas, los
universales, las formas abstractas, las quididades, los primeros principios,
las ecceidades, y, en fin, conceptos tan sutiles, que el mismo Linceo no
llegaría a percibir, según creo.
Desprecian al vulgo
profano, porque ellos se sienten capaces de trazar triángulos, rectángulos,
círculos y semejantes figuras geométricas superpuestas las unas a las otras y
en forma laberíntica o rodeadas de letras puestas como en formación y repetidas
en diversas filas, con cuyas tinieblas oscurecen a los indoctos. Entre estos
filósofos se cuentan también los que anuncian lo porvenir tras consultar los
astros y prometen prodigios más que mágicos, y todavía tienen la suerte de
encontrar a quienes lo creen.
Capítulo LIII
Quizá sería mejor
pasar en silencio por los teólogos y no remover esta ciénaga ni tocar esta
hierba pestilente, no sea que, como gente tan sumamente [101] severa e
iracunda, caigan en turba sobre mí con mil conclusiones forzándome a una
retractación y, caso de que no accediese, me declaren en seguida hereje. Con
este rayo suelen confundir a todo el que no se les somete. No hay, ciertamente,
otros protegidos míos que de peor gana reconozcan mis favores, a pesar de serme
deudores de grandes beneficios, pues lisonjeándose con su amor propio puede
decirse que habitan en el tercer cielo, desde cuya altura consideran a los
demás mortales como un ganado despreciable y digno de lástima que se arrastra
sobre la tierra. Se hallan tan fortificados con definiciones magistrales,
conclusiones, corolarios, proposiciones explícitas e implícitas y tan bien
surtidos de subterfugios, que no serían capaces de prenderles ni las mismas
redes de Vulcano, pues lograrían escurrirse a fuerza de estos distingos que
cortan los nudos con la misma facilidad que el acero de Tenedos; hasta tal
punto están provistos de palabras recién acuñadas y de vocablos prodigiosos. Además
son capaces de explicar a su capricho los misterios más profundos: cómo y por
qué fue creado el mundo; por qué conducto se ha transmitido la mancha del
pecado a la descendencia de Adán; cómo concibió la Virgen a Cristo, en qué
medida y cuánto tiempo le llevó en su seno; y de qué manera en la Eucaristía
subsisten los accidentes sin sustancia.
Pero esto ya es harto
manido. Hay otras cuestiones más dignas de los grandes teólogos, los
iluminados, como ellos dicen, las cuales, cuando se plantean, les llenan de
agitación: «¿Existe el verdadero instante de la generación divina?»; «¿Existen
varias filiaciones de Cristo?»; «¿Es admisible la proposición que dice: «Pater
Deus odit filium»; «¿Habría podido tomar Dios la forma de mujer, de diablo,
de asno, de calabaza o de guijarro?» [102] Y, «una calabaza, ¿cómo hubiera podido predicar,
hacer milagros y ser crucificada?» «Si Pedro hubiese consagrado durante el
tiempo que Cristo permaneció en la cruz, ¿qué habría consagrado?» «¿Se comerá y
se beberá después de la resurrección de la carne?» ¡Como si se precaviesen ya
contra la sed o el hambre!
Hay innumerables
sutilezas aún más tenues acerca de las nociones, las relaciones, las
formalidades, las quididades, las acceidades, que se escapan a la vista y que
sólo podrían distinguir ojos como los de Linceo, cuya mirada veía entre densas
tinieblas las cosas que no existen siquiera. Añadamos aún aquellas sentencias
tan paradójicas, que comparadas con ellas, los oráculos de los estoicos
llamados «paradojas» parecen cosa grosera y propia de charlatanes callejeros.
Por ejemplo: «Es un delito menos grave matar mil hombres que coser en domingo
el zapato de un pobre»; «Es preferible dejar que perezca el mundo con todos sus
atalajes, como suele decirse, a decir una sola mentirijilla».
Estas sutilezas
sutilísimas se convierten en doblemente sutiles con tantos sistemas
escolásticos, de suerte que es más fácil salir del Laberinto que de la
confusión de realistas, nominalistas, tomistas, albertistas, occamistas,
escotistas, y aún no he dicho sino unas cuantas sectas, sólo las principales.
En todas ellas es tan profunda la doctrina y tanta la dificultad, que tengo
para mí que los Apóstoles precisarían una nueva venida del Espíritu Santo si
tuvieran que habérselas con estos teólogos de hoy.
San Pablo pudo ser un
admirable defensor de la Fe, pero mostrose poco magistral al definirla diciendo
solamente que «La Fe es el fundamento de las cosas que se esperan y la
convicción de las [103] que no se ven(70)». Así como practicó la caridad de
modo admirable, acreditó ser poco dialéctico en la división y en la definición
que hace de ella en el capítulo XIII de su primera Epístola a los corintios.
Los Apóstoles, que sin duda consagraban con devoción, si se les hubiera
interrogado acerca de los términos «a quo» y «ad quem», o sobre
la Transustanciación, o de cómo el mismo cuerpo puede a la vez ocupar dos
lugares distintos, o de las diferencias que pueden hallarse en el cuerpo de
Cristo, ora cuando está en el cielo, ora en la cruz, ora en el sacramento de la
Eucaristía, o en qué momento preciso se verifica la Transustanciación -ya que
las palabras en cuya virtud se realiza, como cantidad discreta, se pronuncian
sucesivamente-, no es posible que sus respuestas alcanzasen a la agudeza de los
escotistas en la definición y explicación de todo lo que he dicho. Conocieron a
la Madre de Cristo, pero ¿cuál de ellos hubiera demostrado tan filosóficamente
como nuestros teólogos de qué modo la Virgen fue preservada del pecado
original? Pedro recibió las llaves y las recibió de Aquel que no las hubiera
confiado a indigno, pero no sé, empero, si entendió y, desde luego, no llegó a
la sutileza de saber cómo un hombre puede llevar las llaves de la Ciencia
careciendo en absoluto de ella. Estos Apóstoles bautizaban por todas partes y,
sin embargo, jamás explicaron la causa formal, material, eficiente y final del
bautismo, ni hay mención alguna de ellos de su carácter deleble e indeleble.
Adoraban a Dios en espíritu, sin atender más que a las palabras del Evangelio:
«Dios es espíritu y en espíritu y en verdad se le debe adorar(71)», pero [104] no consta que
les fuese revelado entonces que se deba adorar del mismo modo una mala imagen
de Cristo pintada con carbón en una pared, a condición de que tenga dos dedos
extendidos, larga cabellera y una aureola con tres rayas sobre el occipucio.
¿Quién podrá darse cuenta de ello sin haber pasado por lo menos treinta y seis
años estudiando la física y la metafísica de Aristóteles y Escoto?
Del mismo modo los
Apóstoles enseñaron lo que es la gracia, pero nunca establecen distinción entre
la gracia «gratis data» y la gracia santificante. Exhortaron a hacer
buenas obras, pero no discernieron la obra operante y la obra operada. No
cesaron de inculcar la caridad, pero no separaron la infusa de la adquirida, ni
explicaron si era accidente o sustancia, cosa creada o increada. Aborrecieron
el pecado, pero me apuesto la cabeza a que no supieron definir científicamente
qué cosa sea lo que llamamos pecado, a menos que supongamos quizá que les
ilustró el espíritu de los escotistas.
No puedo inclinarme a
creer que San Pablo, según cuya erudición puede estimarse la de todos los
demás, hubiese condenado las cuestiones, controversias, genealogías y, como él
mismo las llama, logomaquias(72), si hubiese estado versado en tales
argucias, sobre todo si se mira que las disputas y luchas de aquel tiempo eran
rústicas y groseras en comparación con las sutilezas más que crisípeas(73) de nuestros maestros.
Aunque fuesen gente
modestísima y quizá algo de lo que escribieron los Apóstoles sea tosco y poco
académico, los teólogos no lo condenan, sino [105] que lo
interpretan con benevolencia, tanto para tributar honor a la Antigüedad como
por deferencia al nombre apostólico. Por Hércules, hubiera sido poco equitativo
pedir a los Apóstoles cosas tan sublimes de las cuales no oyeron nunca a su
Maestro decirles una sola palabra. Pero si encuentran semejantes expresiones en
San Crisóstomo, San Basilio, o San Jerónimo, entonces se limitan a anotar al
margen: «Esto no se admite.»
Los Apóstoles
impugnaron a los paganos, a los filósofos y a los judíos, gente esta última de
naturaleza obstinadísima, pero lo hicieron más por medio de la vida y de los
milagros que con silogismos, pues entre aquellos a quienes se dirigían no había
nadie capaz de meterse en la cabeza un solo « quodlibet» de Escoto.
En cambio, hoy, ¿qué hereje o qué pagano no cedería en seguida ante tan
delicadas sutilezas, a no ser que fuese tan torpe que no pudiera entenderlas,
tan irreverente que las silbase o tan acostumbrado a las mismas añagazas, que
en esta lucha batallaran iguales contra iguales, como mago contra mago? El
diestro en las armas pelearía con otro diestro, de suerte que no se haría otra
cosa que tejer y destejer la tela de Penélope.
En mi opinión,
obrarían cuerdamente los cristianos si en lugar de estas copiosas cohortes de
soldados que, con resultado indeciso de mucho tiempo a esta parte, mandan
contra los turcos y los sarracenos, enviasen allá a los vociferadores
escotistas, a los tozudísimos occamistas y a los invictos albertistas, junto
con toda la turba de sofistas, pues creo que se ofrecería el más chistoso de
los combates y una victoria nunca vista. Pues ¿quién sería tan frío que no le
inflamasen sus aguijonazos? ¿Quién tan estúpido que no le excitasen sus
agudezas? ¿Quién tan clarividente que no le sumergiesen en profundísimas
tinieblas? [106] Pero parecerá que os digo estas cosas por modo de burla.
No lo extraño, puesto que entre estos mismos teólogos los hay más doctos que se
asquean de las que llaman frívolas sutilezas teológicas. Los hay que execran
como una especie de sacrilegio y lo toman a suprema impiedad, que de cosas tan
secretas, más propias para ser adoradas que explicadas, se hable con lengua tan
sucia, se dispute con argumentos tan profanos, se defina con tanta arrogancia y
se mancille la majestad de la divina teología con tan necias y miserables
palabras y opiniones.
Mientras tanto,
empero, ellos están satisfechísimos de sí mismos y aun se aplauden; es más,
ocupados de día y de noche con estos lisonjeros romances, no les queda el menor
ocio para hojear siquiera una vez los Evangelios o las Epístolas de San Pablo.
Al tiempo que se entretienen con estas bromas en sus escuelas, se figuran que
la Iglesia universal se vendría abajo si no le proporcionasen ellos los puntales
de sus silogismos, de la misma manera que, según los poetas, Atlas sostiene el
cielo sobre los hombros.
Ya podéis imaginaros
la felicidad que les produce el moldear y remoldear a capricho, como si fuesen
de cera, los pasajes más arcanos de las Escrituras, el pretender que sus
conclusiones, suscritas por algunos de los de su escuela, sean tenidas por
superiores a las leyes de Solón y dignas de pasar delante de los decretos
pontificios; y, como si fuesen censores del mundo, el obligar a retractarse a
quienquiera que no se conforme ciegamente con sus conclusiones explícitas e
implícitas y decretar como un oráculo que «Esta proposición es escandalosa»,
«Ésta poco reverente», «Ésta huele a herética», «Estotra es malsonante», de
suerte que ni el bautismo, ni el Evangelio, ni San Pedro y San Pablo, ni los
Santos Jerónimo [107] o Agustín, ni siquiera Santo Tomás, el más
aristotélico, bastan al cristiano, que ha de ganarse también la aprobación de
los bachilleres, pues tan grande es la sutileza de sus juicios.
¿Quién había de
pensar, si esos sabios no lo hubiesen enseñado, que dejaba de ser cristiano
quien supusiese equivaler estas dos frases: «Bacín, apestas» o «El bacín
apesta», o también «Hacer hervir la olla» o «Hacer hervir a la olla(74)»?. ¿Quién hubiera librado a la
Iglesia de tan grande tiniebla de errores, que sin duda, nadie habría
advertido, de no salir éstos con grandes sellos de la Universidad a
denunciarlos? Y harto felices son al hacerlo.
Además, describen con
tanto detalle las cosas del infierno como si hubiesen pasado muchos años en
esta república. Incluso fabrican a capricho nuevos mundos, añadiendo uno
vastísimo y lleno de hermosura para que las almas de los bienaventurados no
echen en falta donde pasear cómodamente, celebrar banquetes o jugar a la pelota(75).
Y de tal manera estas
y otras mil estupideces atiborran e hinchan sus cabezas que imagino no había de
estarlo tanto la de Júpiter cuando para dar a luz a Minerva pidió su hacha a
Vulcano. No os asombréis, pues, cuando en las reuniones públicas veáis sus venerables
cráneos tan cuidadosamente [108] cubiertos con el birrete, porque de no hacerlo
así, tal vez estallaran.
Con frecuencia yo
misma suelo reírme de ellos, cuando considero que pasan por más teólogos cuanto
más bárbara y duramente hablan; balbucean con tal oscuridad, que nadie sino los
tartamudos mismos pueden comprenderlos, y reputan por conceptos ingeniosos todo
lo que el vulgo no entiende. Dicen que es indigno de las Sagradas Escrituras
someterse a las normas de la gramática. Singular privilegio el de los teólogos
si sólo a ellos estuviera concedido hablar incorrectamente, pero lo tienen que
compartir con muchos míseros remendones.
En fin, se creen
semidioses cuando son saludados casi devotamente con las palabras de « Magister
noster», que representa para ellos algo esotérico, como el «tetragrámmaton»
de los judíos. Creen así que aquella frase debe escribirse con mayúsculas, y si
alguno invierte las palabras y dice: « Noster magister»,
esto sólo basta para arruinar de un golpe la majestad del prestigio teológico.
Capítulo LIV
Parecidos en
felicidad a éstos son los que se hacen llamar vulgarmente religiosos y monjes,
nombres impropios a más no poder, pues buena parte de ellos está apartada de la
religión, y no hay a quién más se encuentre por todas partes(76). [109]
No sé quién sería más
desdichado que esta gente si no acudiese yo en su auxilio de mil maneras. Tan
aborrecido de todos es este gremio, que el encontrárselos casualmente por la
calle se tiene por cosa de mal agüero, lo cual no les impide tenerse a sí
mismos en alto concepto.
En primer lugar,
estiman como suprema perfección estar limpios de toda clase de conocimientos,
tanto, que no saben ni leer. Cuando en la iglesia cantan con voz asnal los
salmos, con ritmo, pero sin sentido, creen de veras halagar placenteramente los
oídos de Dios. Algunos de ellos explotan ventajosamente los harapos y la
suciedad berreando por las puertas para que les den un trozo de pan, sin dejar
posada, carruaje y barco que no recorran, con grave perjuicio de los demás
mendigos. Estos hombres lisonjeros, con su suciedad, su ignorancia, su
rusticidad, pretenden desvergonzadamente representarnos a los Apóstoles.
¿Habrá algo más
chusco sino que todas las cosas las hagan según preceptos, como si se sujetasen
a reglas matemáticas, cuya omisión significase sacrilegio? Se ha determinado el
número de nudos de la sandalia, el color del cinturón, la forma de los vestidos,
de qué género, forma y clase ha de ser el cíngulo, el corte y tamaño de la
cogulla, cuántos dedos ha de tener de grande la tonsura y las horas que han de
dormir. Pero ¿quién no comprende la desigualdad de esta igualdad, en tan gran
variedad de cuerpos y temperamentos? Pues a causa de estas nimiedades no sólo
tienen en poca estima a los demás, sino que se desprecian entre sí y aunque han
hecho profesión de caridad apostólica, se lanzan a enormes tremolinas contra
los que llevan cinturón distinto del suyo o hábito de color un poco más oscuro.
Verás también algunos
que son tan rígidos observantes, que llevan el cilicio exteriormente y [110]
debajo ropa finísima milesia; otros, al contrario, llevan debajo lana y encima
lino. Algunos evitan el contacto del dinero, como si se tratase de veneno; pero
no, en cambio, el del vino y el de las mujeres. En resumen, que todo su afán es
no hacer nada que esté acorde con la vida. Su ambición no es imitar a Cristo,
sino no parecerse entre ellos, razón por la cual constituyen una de sus mayores
satisfacciones los apodos: Unos se pavonean llamándose franciscanos, y dentro
de ellos los hay recoletos, menores y mínimos o bulistas; otros se llaman
benedictinos, bernardinos, brigidenses, agustinos, guillermitas y jacobitas, como
si no les bastase el nombre de cristianos. La mayor parte de ellos conceden
tanta importancia a sus ceremonias y tradicioncillas, que piensan que el
Paraíso no es bastante recompensa para tanto merecimiento, sin tener en cuenta
que Cristo, despreciando todo esto, solamente les exigirá su precepto de la
caridad.
El uno hará
ostentación de no haber comido nunca más que pescado; el otro volcará cien
azumbres de salmos; el de más allá enumerará sus mil ayunos, correspondientes a
otros tantos días en que no ha hecho más que una comida, pero con esta sola
habrá cargado el estómago casi hasta reventar; aquél exhibirá un montón de
ceremonias que siete barcos no serían suficientes para transportar; quién se
gloriará de que en sesenta años no rozaron sus manos una moneda de plata, sin
llevarlas doblemente enguantadas; otro presentará su cogulla tan sucia y
grasienta, que no se atrevería a ponérsela ni un marinero. Otro recordará que
durante más de once lustros vivió como una esponja sin moverse del sitio; otro
mostrará su ronquera a causa de cantar; otro dirá que, a consecuencia de la
soledad, se ha embrutecido; otro achacará la torpeza de su lengua al silencio. [111]
Pero Cristo, cuando
vea que no lleva traza de acabar esta lista de méritos, les interrumpirá
exclamando: «¿De dónde ha salido esta nueva casta de judíos? En verdad os digo
que yo no conozco más que mi ley, y es la única cosa de que no he oído ni una
palabra. En aquel tiempo, prometí de modo manifiesto y sin cobertura de
parábola alguna, el reino de mi Padre, no a las cogullas, ni a los votos, ni a
los ayunos, sino a las obras de caridad. No reconozco a los que estiman tanto
sus propios méritos y quieren pasar todavía por mejores que Yo. Vayan, si
quieren, al paraíso de los abraxistas(77), o que les concedan uno de estos
nuevos cielos que han inventado, ya que antepusieron sus despreciables
tradiciones a mis mandamientos.» Cuando escuchen todo esto y contemplen que lo
marinos y los cocheros son preferidos a ellos, ¡con qué cara se mirarán unos a
otros!... Pero mientras tanto, les hago dichosos gracias a la esperanza que
reciben de mí.
Aunque estén
apartados del siglo, nadie se atreve a despreciar a esta gente, sobre todo si
se trata de los mendicantes, porque gracias a la confesión están al tanto de
todos los secretos. Tienen por ilícito descubrirlos, fuera de cuando beben y
quieren deleitarse con historietas ligeras; entonces los cuentan dando indicios
de la realidad, pero callando los nombres. Si alguien molesta a alguno de estos
zánganos, se dan por agraviados en el púlpito, aludiéndole en el sermón con
ciertas indirectas que sólo dejaría de comprender quien fuese [112]
rematadamente tonto. No dejan de ladrar hasta que les echan a las fauces su
torta de miel.
Ved si hay comediante
o sacamuelas que pueda compararse con estos retoricastros que imitan risible
pero taimadamente en sus sermones las reglas del arte de la elocuencia que fijaron
los maestros. ¡Oh dioses inmortales, cómo gesticulan cómo cambian mañosamente
la voz, qué tonillo, cómo se pavonean, cómo se vuelven ahora a una parte y
luego a otra del auditorio, qué gritos! Esta manera de predicar se la enseña
directamente un frailecico a otro con tanto misterio, que yo no he podido
desentrañarla, pero por indicios diré algo de ella.
En primer lugar,
hacen una invocación, lo cual han tomado de los poetas luego, como exordio, si
van a hablar de la caridad, comienzan con el Nilo de Egipto; si de los
misterios de la Cruz dan feliz comienzo a la peroración con Bel, el dragón de
Babilonia si se refieren al ayuno, empiezan por los doce signos del Zodiaco, y
si de la Fe, principian con interminable introducción acerca de la cuadratura
del círculo.
Yo misma oí una vez a
un eminente sandio, he querido decir sabio, que en un sermón muy señalado tenía
que explicar el misterio de la Santísima Trinidad, y, queriendo dar prueba de
que su erudición era notable y halagar las orejas de los teólogos, embocó un
camino nuevo: Discurrir sobre las letras, las sílabas y las partes de la
oración y después sobre la concordancia del sujeto con el verbo y del adjetivo
con el sustantivo. Muchos de los oyentes estaban asombrados y algunos musitaban
aquel dicho de Horacio: «¿A qué viene tanta monserga(78)?». De allí vino a deducir que la
imagen entera de la Trinidad se halla manifiestamente [113] significada
por los rudimentos de la gramática, de suerte que matemático alguno no daría
más exacta representación de ella con sus figuras. Durante ocho meses estuvo
este gran teólogo sudando para componer su sermón y hoy está más ciego que un
topo, porque toda la sutileza del ingenio se le subió a la cúspide del talento
y a pesar de todo, no le entristece mucho la ceguera y supone que la gloria le
ha salido barata.
También oí a un
octogenario tan profundo teólogo, que en él habrías dicho que estaba Escoto
redivivo. Para explicar el misterio de la palabra Jesús, demostró con sutileza
admirable que en las letras de este nombre se encierra todo cuanto pueda
decirse de Él. En efecto, como únicamente tiene tres casos de declinación, es
evidente símbolo de la Santísima Trinidad. Además, como la primera terminación
es Jesús en «s»; la segunda Jesum en «m», y la tercera Jesu «u», dedúcese de
esto el inefable misterio que se encierra en ello, porque cada una de estas
letras nos dice que Jesús es lo sumo, lo medio y lo último.
Pero aún quedaba un
misterio más recóndito en todo esto: Dividió matemáticamente la palabra Jesús
en dos partes iguales, quitando la «s» que está en su centro; dijo luego que a
esta letra los hebreos la llamaban «syn», que «syn» significa en escocés, según
creo, «pecado» y que, por tanto, bien claramente se demostraba que Jesús
quitaba los pecados del mundo. Esta demostración tan nueva los dejó a todos con
la boca abierta de admiración, pero muy especialmente a los teólogos, que a
poco quedan convertidos en piedra, como le sucedió a Niobe, y en cuanto a mí,
me dio tal risa, que por poco me ocurre lo que a aquel Príapo de madera de
higuera, que tuvo la desdicha de ser testigo de los nocturnos sortilegios de
Canidia y [114] Sagana(79). Y en verdad que hubiera habido
motivo, porque, ¿cuándo se ha visto proposición semejante en Demóstenes el
griego en el latino Cicerón? Tenían éstos por inadecuado todo exordio extraño
al asunto, advertencia que guardan, sin otra maestra que la naturaleza, hasta
los porqueros. Pero éstos creen que sus preámbulos, que así los llaman, han de
ser más sublimente retóricos porque no tengan relación alguna con el resto de
la peroración, de modo que el oyente, maravillado, murmure para sí: «¿Adónde
irá a parar con todo esto(80)?».
El tercer aspecto es que
si citan del Evangelio, lo comenten aprisa y corriendo, cuando en realidad
debiera tratarse sólo de ello. El cuarto aspecto, cambiando de casaca, es que
aborden una cuestión teológica, que a veces nada tiene que ver con el cielo ni
con la tierra, cosa que ellos, sin embargo, consideran artística. Aquí ponen un
teológico entrecejo y llenan los oídos repitiendo los nombres magníficos de
doctores solemnes, doctores sutiles, doctores sutilísimos, doctores seráficos,
doctores querubíneos, doctores santos y doctores irrefragables. Entonces viene
el arrojar al vulgo ignaro silogismos mayores, menores, conclusiones,
corolarios, suposiciones tontas y otras necedades superescolásticas. Queda aún
el quinto aspecto, que es aquel en que al orador le conviene mostrarse
consumado maestro. Para ello refieren alguna fábula estúpida y vulgar extraída
del Speculum historiale o de las Gesta romanorum(81) y la interpretan alegórica,
tropológica y anagógicamente. [115] Y de este modo rematan su monstruo, al cual no se
acercó ni Horacio cuando escribió aquello de « Humano capiti», etc(82).
Oyeron decir a no sé
quién que convenía que el comienzo de la oración fuese tranquilo y nada
estrepitoso y, de esta suerte, comienzan los exordios sin oírse ni a sí mismos,
como si se propusieran que nadie entienda lo que dicen. Oyeron también que
había que usar exclamaciones para atraerse los ánimos, y por ello de repente
levantan la voz a un furioso clamor, aunque ninguna falta haga. Lo que sí la
haría sería el eléboro, pero no conseguirás nada por mucho que clames aconsejándoselo.
Oyeron asimismo que es preciso que el sermón vaya caldeándose progresivamente,
y por ello, después de haber recitado normalmente el principio de cada parte,
de repente se valen de un prodigioso chorro de voz, aunque el asunto sea de lo
más trivial, y así acaban como si hubiesen perdido el aliento. Por último,
aprendieron de los retóricos a acudir a la risa, y por ello tratan de
desparramar algunos chistes que, ¡oh amada Afrodita!, están tan llenos de
gracia y tan en su sitio como el asno tocando la lira.
A veces son mordaces,
pero de tal modo, que en vez de herir hacen cosquillas y nunca son más
aduladores que cuando quieren que pase porque hablan con el corazón en la mano.
En suma, que toda su
actuación es tal, que se juraría que han aprendido de los charlatanes de
mercado, que les son muy superiores, aunque son ambos tan afines que nadie
podría aclarar si éstos han enseñado su retórica a aquéllos, o aquéllos a
éstos. [115]
Y, sin embargo, se
encuentra gente, gracias a mí, que, al oírles, cree escuchar a verdaderos
Demóstenes y Cicerones. Entre ellos sobresalen los mercaderes y las
mujercillas, a quienes se esfuerzan más en agradar, porque si la adulación es
oportuna, suelen compartir con ellos algunas migajas de sus bienes mal adquiridos.
Las mujeres, entre otras muchas razones, favorecen a los frailes porque suelen
confiar a su seno las quejas que tienen contra sus maridos.
Comprendéis
perfectamente cuánto me deben estos hombres que con sus ridículas ceremonias,
sus gritos y sus necedades, ejercen una especie de despotismo entre los
mortales y se creen unos San Pablo y San Antonio.
Capítulo LV
Pero dejemos ya en
buena hora a estos histriones; son tan ingratos disimulando los beneficios que
de mí reciben como deshonestos al fingir devoción.
Hace ya rato que
deseaba deciros algunas palabras sobre los reyes y los príncipes que me rinden
sincero culto, y voy a exponeros este asunto con la libertad de toda persona
libre. Si alguno de éstos tuviera sólo media onza de sentido común, ¿habría
existencia más triste y más merecedora de ser rehuida que la suya? En verdad
que no creerían que valiese la pena de adquirir el poder por una traición o un
parricidio, ya que es una carga inmensa la que se echa sobre los hombros quien
quiere proceder como verdadero rey. El que toma las riendas del gobierno no
debe ocuparse en sus asuntos propios, sino en los públicos; debe únicamente
interesarse por el interés general, no apartarse ni lo ancho de un dedo de las
leyes que él ha promulgado [117] y de las que es ejecutor, y responder de la
integridad de todos los funcionarios y magistrados. Expuesto a las miradas del
pueblo, puede ser como un astro benéfico que procura la máxima dicha de sus
súbditos, o como maléfica estrella que acumula los mayores descalabros. Los
vicios de los demás ni se advierten ni se divulgan tan vastamente, pero él está
en posición tal, que si en algo se aparta de la honestidad, ello se extiende a
muchedumbre de personas como funesta peste. Los reyes están, además, tan
expuestos por su sino a encontrar al paso mil cosas que les suelen desviar de
la rectitud, como son placeres, independencia, adulación y lujo, que han de
agravar la vigilancia y redoblar el esfuerzo para mantenerse al margen de ellos
y no dejar, engañados, de cumplir con el deber. En suma, para no hablar de
asechanzas, odio y otros peligros y temores, sobre sus cabezas hay otro Rey
verdadero que les pide estrecha cuenta de sus más pequeñas acciones con tanto
mayor severidad cuanto más grande haya sido su poderío.
Si reflexionase sobre
estas cosas, y muchas más del mismo orden, y reflexionaría, si fuese sensato,
no tendría sueño ni banquete deleitable. Pero con mi ayuda dejan en manos de
los dioses todos esos cuidados, no se ocupan sino en vivir muellemente y sólo
dejan llegar a sus oídos a quienes saben hablar de cosas divertidas para que no
sea turbado por un momento su ánimo. Se imaginan que cumplen intachablemente el
deber real con cazar constantemente, tener hermosos caballos, vender en
beneficio propio los cargos y las magistraturas y aplicarse a encontrar medios
nuevos de apoderarse del dinero de los vasallos y llevarlo a su tesoro. Así,
para cubrir con la máscara de la justicia sus iniquidades, resucitan viejos
títulos y de cuando en cuando añaden algún halago al pueblo para tenerlo en su
favor. [118]
Imaginaos un hombre
como son a veces los reyes, desconocedor de las leyes, enemigo, o poco menos,
del bien público, atento a su provecho, dado a los placeres, hostil al saber, a
la libertad y a la verdad; desinteresado por completo del bienestar de su
Estado y que lo mide todo a tenor de sus caprichos y liviandades. Si se le
coloca collar de oro, emblema de la coherencia de todas las virtudes; enjoyada
corona, que represente que debe sobrepasar a todo el mundo por el brillo de sus
acciones; el cetro, símbolo de justicia y de rectitud de ánimo, y, en fin, el
manto de púrpura, insignia de vivo amor a su pueblo y el monarca confronta lo
que representan estas insignias y su verdadera conducta, yo os digo que habrían
de abochornarle tales atributos y viviría en el temor de que algún malicioso
hiciese burla y risa de todo ese aparato teatral.
Capítulo LVI
¿Qué he de recordaros
de los cortesanos? Nada hay más servil, más rastrero, más necio y más
despreciable que muchos de ellos y se tienen por los primeros en todo.
Solamente en una cosa son modestos: se contentan con cubrirse de oropel, de
pedrería, de púrpura y las demás insignias de la virtud y la sabiduría, dejando
a los otros poner en práctica estas cualidades. Son felices pudiendo llamar al
rey «señor», saludar debidamente, saber usar los tratamientos de «Serenidad»,
«Majestad», o «Excelencia», tener siempre expresión imperturbable y jocosidad
aduladora, pues éstas son artes convenientes a los cortesanos y a los nobles.
Pero si nos fijamos de más cerca en su manera de vivir, no son sino unos
verdaderos feacios y vanos pretendientes de Penélope, y... ya sabéis lo que [119] falta
del verso(83), puesto que Eco os lo podrá repetir
mejor que yo. Duermen hasta mediodía; casi acostados aún, oyen la misa que de
prisa y corriendo les dice el capellán que tienen a sueldo; en seguida
desayunan y, apenas han terminado, ya piden la comida; luego se entretienen con
los dados, el ajedrez, los juegos de azar, las bufonadas, los cómicos, las
mujeres galantes, las chocarrerías y los chistes y de cuando en cuando toman un
tentempié. Llega luego la cena y tras ella las libaciones, y, ¡por Jove, que no
son pocas! Y de esta manera, libres del menor cansancio de la vida, pasan las
horas, los días, los meses, los años y los siglos. Yo misma, al contemplar en
ciertas ocasiones a estos vanidosos, siento náuseas, principalmente cuando
entre esos fanfarrones veo a una ninfa que se cree más próxima a los dioses
cuanto más larga es la cola que arrastra, o esos próceres que se abren paso a
codazos, para situarse más cerca de Júpiter, y, en fin, esa serie de individuos
cuyo engreimiento crece conforme al peso de la cadena que llevan al cuello,
ostentando no sólo opulencia, sino vigor físico.
Capítulo LVII
Los pontífices,
cardenales y obispos, sucesores de los Apóstoles, imitan de tiempo inmemorial
la conducta de los príncipes y casi les llevan ventaja. Pero si alguno
reflexionase que su vestidura de lino de níveo blancor simboliza una vida
inmaculada, que la mitra bicorne, cuyas puntas están unidas por un lazo,
representa la ciencia absoluta del [120] Antiguo y del Nuevo Testamento; que los guantes
que cubren sus manos le indican que deben estar protegidas del contacto de las
humanas cosas e inmaculadas para administrar los Sacramentos; que el báculo es
insignia de vigilancia diligentísima para con la grey que se le ha confiado;
que el pectoral que pende de su pecho representa la victoria de las virtudes
sobre las pasiones; si uno de éstos, digo, meditase sobre todo ello, ¿no
viviría lleno de tristeza e inquietud? Pero nuestros prelados de hoy tienen
bastante con ser pastores de sí mismos y confían el cuidado de sus ovejas o a
Cristo, o a los frailes y vicarios. No recuerdan que la palabra «obispo» quiere
decir, trabajo, vigilancia y solicitud. Sólo si se trata de coger dinero se
sienten verdaderamente obispos y no se les embota la vista(84).
Capítulo LVIII
De la misma manera si
los cardenales reflexionasen que son sucesores de los Apóstoles y que deben
guardar la misma conducta que éstos observaron; que no son dueños, sino
administradores de los bienes espirituales, de todos los cuales han de dar
pronto exacta cuenta; si filosofasen un poco sobre sus vestiduras y
reflexionasen: «Este albo sobrepelliz, ¿no representa la pureza de costumbres?
Este manto de púrpura, ¿no simboliza el ardentísimo amor a Dios? Esta capa tan
amplia que cubre completamente la mula de Su Reverencia y que bien pudiera
tapar a un camello, ¿no significa extensísima caridad que debe llegar a ayudar
a todos, es decir, a enseñar, exhortar, consolar, reprender, [121]
amonestar, evitar las guerras, resistir a los malos príncipes derramando para
ello no sólo las riquezas, sino la propia sangre en beneficio del rebaño de
Cristo? Además, ¿se precisan las riquezas para imitar a los Apóstoles en su
existencia?» Si todo esto recordasen, no ambicionarían tal posición y dejándola
de buen grado, llevarían vida laboriosa y prudente, como fue la de los
discípulos de Jesús.
Capítulo LIX
Si los Sumos
Pontífices, que hacen las veces de Cristo en la Tierra se esforzaran en imitar
su vida, su pobreza, trabajos, doctrina, su cruz y desprecio del mundo; si
pensasen en que el nombre de «Papa» quiere decir «Padre» y advirtieran el
título de «Santísimo», ¿quién habría tan desdichado como ellos? ¿Quién querría
alcanzar este honor a tal precio y conservarlo por medio de la espada, el
veneno y todo género de violencias? ¡Cómo tendrían que privarse de sus placeres
si alguna vez se adueñase de ellos la sabiduría...! ¿He dicho la sabiduría?
Sería suficiente un granito de sal, según recuerda Cristo. ¡Tantas riquezas
honores, triunfos, poder, cargos, indulgencias, tributos, caballos, mulos,
escoltas y comodidades! Ya veis cuántas vigilias, cuánto trabajo y cuánta
riqueza he resumido en pocas palabras. Todo esto habrían de trocarlo por
vigilias, ayunos, lágrimas, preces, sermones, estudios, penitencias y otras mil
pesadumbres.
Pero no hay que
olvidar lo que sería entonces de tantos escribanos, copistas, notarios,
abogados, promotores, secretarios, muleros, caballerizos, recaudadores,
proxenetas, y alguno más vergonzoso agregaría, pero temo que resulte ofensivo
para el oído. En suma, tan ingente muchedumbre onerosa, me he equivocado, he
querido decir honrosa, para [122] la Sede romana, se vería reducida al hombre, y
esto, verdaderamente, sería cruel y abominable; pero todavía sería más
aborrecible que los supremos príncipes de la Iglesia y lumbreras del mundo
volvieran al cayado y al zurrón.
En nuestros días todo
lo que significa sacrificio se lo encomiendan a San Pedro y San Pablo, a los
que les sobra tiempo para ello, pero si algo hay que signifique esplendor y
regalo, lo guardan para sí. Y así, merced a mi cuidado, no hay hombres que
lleven vida más voluptuosa y menos sobresaltada, a fuer de convencidos de que
Cristo está satisfecho de su sagrada y casi escénica, de esas ceremonias, de
los títulos de «Beatitud, Reverencia y Santidad», y de cómo actúan de obispos
repartiendo anatemas y bendiciones.
Hacer milagros es
antiguo, pasado de moda e impropio de nuestro tiempo, enseñar al pueblo es
penoso, interpretar las Sagradas Escrituras es cosa de escolásticos; rezar es
ocioso; llorar es de pobres y de mujeres, la pobreza es sórdida y el obedecer
es vergonzoso y poco digno de quienes apenas conceden a los reyes más poderosos
el honor de besar sus santos pies; morir es espantoso y la crucifixión
infamante.
Las únicas armas que
les quedan hoy son esas dulces bendiciones de que habla San Pablo(85) y que ellos prodigan benignamente,
y las interdicciones, suspensiones, agravaciones, anatemas, pinturas odiosas(86) y ese terrible rayo que con solo su
fulgor precipita las almas de los mortales más allá del Tártaro. Los Santísimos
Padres en Cristo, vicarios suyos en la Tierra, a nadie apremian con más vigor
que a quienes, tentados por Satanás, osan aminorar y menoscabar el patrimonio
de San [123] Pedro, pues aunque este Apóstol dijo en el Evangelio:
«Todo lo hemos dejado para seguirte(87)», se reúnen bajo el nombre de
Patrimonio de San Pedro tierras, ciudades, tributos y señoríos. Encendidos de
amor a Cristo, combaten con el fuego y con el hierro, no sin derramar sangre
cristiana a mares, entendiendo que así defienden apostólicamente a la Iglesia,
esposa de Cristo, cuando han exterminado sin piedad a los que llaman sus
enemigos. ¡Cómo si hubiese peores enemigos de la Iglesia que esos pontífices
impíos que con su silencio coadyuvan a abolir a Cristo, en tanto que
alcahuetean con su ley, la adulteran con caprichosas interpretaciones y le
crucifican con su conducta infame!
Pero aduciendo que la
Iglesia cristiana fue fundada con sangre, cimentada con sangre y con sangre
engrandecida, resuélvenlo todo a punta de espada, como si no estuviera Cristo
para proteger a los suyos, según es, propio de Él, Aunque la guerra es tan
cruel, que más conviene a las fieras que a los hombres; tan insensata, que los
poetas la representan como inspirada por las Furias; tan funesta, que trae
consigo la ruina de las públicas costumbres; tan injusta, que los criminales
más depravados son los que mejor la practican, y tan impía, que no guarda el
menor nexo con Cristo, los Papas lo olvidan para practicarla(88). Por eso vemos a ancianos
decrépitos que demuestran un ardor juvenil y no les arredran los gastos, no les
rinde la fatiga, ni nada les detiene para trastornar leyes, religión, paz y
todas las cosas humanas. Además, no [124] les faltan aduladores cultos que den a esta
manifiesta insensatez el nombre de celo, piedad y valor, pensando que sea
posible esgrimir el hierro homicida y hundirlo en las entrañas de sus hermanos
sin perjuicio de la caridad perfecta, la cual, según el precepto de Cristo,
debe todo cristiano a su prójimo.
Capítulo LX
No sé si con estas
cosas dieron ejemplo, o quizá lo tomaron, a ciertos obispos alemanes que,
renunciando por completo al culto, bendiciones y ceremonias, viven como
verdaderos sátrapas, creyendo que es una cobardía indigna de un obispo entregar
el alma a Dios como no sea en un campo de batalla. Y la masa de los sacerdotes
cree pecaminoso desdecir de la santidad de sus prelados, y así, ¡vive Dios!,
con cuán belicoso ardor les vemos luchar defendiendo sus diezmos con espadas,
dardos, piedras y toda clase de armas. ¡Qué vista ton aguda tienen para extraer
de los viejos escritos algo que aterre a las gentes sencillas y las convenza de
que deben pagar algo más que el diezmo! Pero no, mientras tanto, no les viene a
la mente lo mucho que por todas partes aparece escrito acerca de la obligación
que tienen de proteger al pueblo. Su tonsura ni siquiera les recuerda que deben
estar exentos de las ambiciones de este mundo y pensar sólo en las cosas del
cielo. Pero a fuer de gente de buena condición, creen cumplir perfectamente con
sus deberes rezongando las oraciones de cualquier modo, y hay que preguntarse,
¡por Hércules!, si Dios les oye o les entiende, ya que ellos mismos casi ni
oyen ni comprenden, a pesar de que las relinchan a voz en cuello.
Una cosa tienen,
empero, en común, los sacerdotes y los laicos, que es que todos vigilan la
prosperidad [125] de sus ingresos y no ignoran ninguna de las leyes
referentes a ellos, pero si se trata de alguna carga, la echan hábilmente sobre
las espaldas ajenas y la vuelven a otros como si fuera una pelota. Así como los
príncipes delegan los asuntos de la administración en sus ministros y éstos en
los suyos, de la misma manera los sacerdotes, por modestia, dejan al pueblo las
atenciones devotas. El pueblo las encomienda sobre los que llama eclesiásticos,
como si él nada tuviera que ver con la Iglesia y como si nada significasen los
votos bautismales; a su vez, los sacerdotes que se llaman seculares, como si
estuviesen iniciados para el mundo y no para Cristo, descargan su obligación
sobre los regulares; los regulares sobre los frailes; los frailes de ancha
conciencia sobre los más rigurosos; todos ellos, a la vez, sobre las órdenes
mendicantes, y éstas sobre los cartujos, entre quienes dicen se oculta la
devoción, y tan oculta está, que apenas aparece.
De la misma manera,
los pontífices, diligentísimos para amontonar dinero, delegan en los obispos
los menesteres demasiado apostólicos; los obispos, en los párrocos; los
párrocos, en los vicarios; los vicarios, en los monjes mendicantes y, por fin,
éstos lo confían a quienes se ocupan de trasquilar la lana de las ovejas.
Conste que no está en
mi ánimo el escudriñar la vida de los pontífices y de los sacerdotes, para que
no crea alguien que en vez de estar recitando un elogio, urdo una sátira, ni
suponga nadie que censuro a los príncipes buenos y, en cambio, alabo a los
infames.
Lo que llevo tratado
en pocas palabras tiene por objeto demostrar que ningún hombre puede vivir
dichoso si no está iniciado en mis misterios y no le concedo protección. [126]
Capítulo LXI
¿Y cómo puede ser de
otro modo, si esta Némesis que siembra la dicha entre los hombres, está de
acuerdo conmigo de tal modo que siempre ha sido irreconciliable enemiga de los
sabios, y, por el contrario, a los estultos les colma de beneficios hasta
cuando duermen? Sin duda recordáis a Timoteo, que dio origen a este nombre y a
la frase «Durmiendo llena la red»; también sabréis el refrán que dice: «La
lechuza es funesta(89)», y viene a propósito para los
sabios lo que se dice de: «Ha nacido con mala estrella(90)». Pero dejémonos de refranear para
que no parezca que estoy entrando a saco en los comentarios de mi querido
Erasmo, y volvamos a lo nuestro.
La Fortuna ama a las
personas poco sensatas, a los audaces, a los que se complacen en decir: «Todo
me lo juego a una carta». La sabiduría hace a las personas tímidas, por lo cual
veis fácilmente a los sabios en la pobreza, en la estrechez y en la oscuridad,
despreciados, desconocidos y olvidados. En tanto a los estultos afluye el
dinero, tienen en las manos la gobernación del Estado y, en fin, prosperan de
todos modos. Pues si alguno cifra la felicidad en ser grato a los príncipes y
en moverse en el trato de estos mis dioses enjoyados, ¿habrá cosa que le sea
más inútil que la sabiduría y que más reprobada esté por tal género de
personas? Si se trata de obtener riquezas, ¿qué lucro podrá hacer el
comerciante que, siguiendo los dictados de la sabiduría, se encalle en un
perjurio, se sonroje si le sorprenden en mentira y comparta en lo más pequeño [127] los
escrúpulos de los sabios ante los hurtos y la usura? Poco será, sin duda. Por
lo mismo, quienquiera que ambicione honores y riquezas eclesiásticos, llegará a
ellos antes más bien como asno o como buey que como sabio. Si perseguís el
placer, las muchachas protagonistas de esta comedia son enteramente devotas de
los estultos y se horrorizan y huyen del sabio como del escorpión. En suma,
quien se dispone a vivir con un poco de alegría y optimismo, empieza por
excluir de su compañía al sabio y prefiere admitir a cualquier otro
animal.
En resumen,
adondequiera que vuelvas los ojos, entre pontífices, príncipes, jueces,
magistrados, amigos, enemigos, mayores o menores, todos se desviven por los
bienes materiales, los cuales, como el sabio los desprecia, es lógico que
acostumbren con fijeza a huir de él.
Aunque mis alabanzas
no tienen freno ni fin, es preciso que la declamación acabe alguna vez. Así,
pues, voy a terminar, pero antes demostraré en pocas palabras que no faltan
graves autores que me han celebrado tanto de palabra como de obra, para que así
no parezca que me envanezco estúpidamente y los leguleyos no me calumnien
diciendo que no alego nada en mi apoyo. A ejemplo de éstos, traeré alegatos que
no tengan nada que ver con el tema.
Capítulo LXII
Todo el mundo sabe un
popular proverbio que: «Dime de lo que alardeas y te diré de lo que careces».
Por ello se enseña acertadamente a los niños que «Fingir estulticia
oportunamente es el colmo de la sabiduría». Ya veis, pues, vosotros mismos cuán
grande sea la virtud de la Estulticia, que hasta su engañosa imagen e imitación
merecen tanta estima de los sabios. Aquel lustroso y orondo cerdo [128] de la
piara de Epicuro(91) aconseja con la mayor franqueza que
se mezcle «la sandez con el buen juicio(92)», y añade, no con mucho acierto,
que éste se haga sólo en pequeña proporción. En otro lugar dice: «Amable cosa
es tontear en su momento» y agrega más adelante que «preferible es pasar por
insensato y bobo a ser sabio y rechinar de dientes(93)». Homero, que de tantas maneras
elogió a Telémaco, le llama algunas veces «tontuelo», nombre con que los
autores trágicos llamaban a los niños y a los jóvenes, por considerarlo de buen
augurio. ¿Qué contiene el divino poema de la Ilíada sino las pasiones de
reyes y pueblos estultos? Además, ¿qué elogio más rotundo que el de Cicerón
cuando dijo: «El mundo está lleno de estultos(94)»?. ¿Y quién ignora que es tanto
mayor el bien cuanto más extenso?
Capítulo LXIII
Como acaso éstos
gocen de poca autoridad entre los cristianos, voy, si os place, al testimonio
de las Sagradas Escrituras, según es costumbre de personas eruditas, para
apoyar y fundar mis alabanzas. Solicitaremos primero el permiso de los
teólogos, y luego entraremos en la ardua tarea. Quizá no sería discreto llamar
a las Musas del Helicón por segunda vez para camino tan largo, siéndoles,
además, la materia ajena. Así, como voy a hacer de teólogo y entrar en este
laberinto, será mejor que el espíritu de Escoto abandone un instante la Sorbona
y se traslade a mi pecho; luego este tal, más [129] espinoso que
un puerco espín y un erizo, podrá irse adonde se le antoje, aunque sea al
cuerno. ¡Ojalá pudiese cambiar de rostro y vestir traje teológico! Porque estoy
temiendo que alguien al verme tan profundo saber teológico me acuse de hurto,
como si hubiera registrado a escondidas los papeles de nuestros maestros,
aunque ello a nadie debe asombrar, pues para eso he vivido mucho tiempo con
ellos en la intimidad y así he adquirido algo de su ciencia, al modo que
Príapo, el dios de madera de higuera, llegó, en fuerza de escuchar a su dueño
cuando leía, a observar y retener algunas palabras griegas; y el gallo de
Luciano, tras largo trato de los hombres, pudo hablarles con agilidad. En fin,
vamos a entrar en materia, en buena hora.
Está escrito en el Eclesiastés,
capítulo primero, lo siguiente: «Infinito es el número de los tontos».
Siendo este número infinito, ¿no indica el común de los hombres, exceptuando un
pequeñísimo número de ellos que no sé si nadie podrá apreciar? Jeremías lo
declara de modo más explícito, cuando dice, en el capítulo X: «Estulto se ha
vuelto el hombre a causa de su misma sabiduría». Atribuye este profeta la
sabiduría a Dios y deja para los hombres la estulticia, pues poco antes había
dicho también: «No se glorifique el hombre de su saber». ¿Por qué, excelente
Jeremías, no quieres que el hombre se pague de sabiduría? «Pues -respondería
él-, porque no tiene tal sabiduría».
Volvamos al Eclesiastés.
Cuando allí se exclama: «Vanidad de vanidades y todo vanidad», ¿qué se
entiende sino, según dijimos, que la vida humana no es otra cosa que la comedia
de la Estulticia? Así se aprueba la frase de Cicerón, por la cual es
justísimamente ensalzado y que poco ha mencionamos: «Todo está lleno de locos».
Y estas otras sabias palabras del Eclesiastés: «El estulto es variable
como la Luna y el sabio permanece como el [130] sol», lo que
indica que todos los hombres son estultos y que sólo a Dios está reservado el nombre
de sabio, porque la Luna representa la humana naturaleza, y el Sol, manantial
de toda luz, a Dios.
Hay que añadir a esto
que el mismo Cristo en el Evangelio dice que nadie puede llamarse bueno más que
Dios(95), y, por tanto, si, según testimonio
de los estoicos, el que no es sabio es estulto, y el bueno es también sabio, es
preciso deducir que la estulticia abraza a todos los mortales.
Afirma Salomón en el
capítulo XV que: «La estulticia es la alegría del estulto», o, lo que es lo
mismo, manifiesta claramente que sin esta sandez nada hay grato en la
existencia. A lo mismo se refiere el pensamiento siguiente: «Quien añade ciencia
añade dolor y en el mucho entendimiento hay mucho sufrimiento». El mismo
egregio predicador manifiesta lo propio en el capítulo VII: «En el corazón de
los sabios reside la tristeza y en el de los estultos la alegría». Y quizá por
esto no se contentó con conocer la sabiduría, sino que quiso también tratarme a
mí. Por si en ello no me dais crédito, ved sus palabras en el capítulo primero:
«Dediqué mi corazón a conocer la prudencia y la sabiduría, los errores y la
estulticia». Fijándose bien en este pasaje se ha de comprender como alabanza
para la sandez, ya que el autor la puso en último lugar y el Eclesiastés dice,
y ya sabéis que tal es el ceremonial de la Iglesia, que el primero por su mayor
dignidad ha de ser el último, recordando fielmente el precepto evangélico.
Que la estulticia es
superior a la sabiduría, el autor del Eclesiastés, sea el que fuere, lo
demuestra claramente en el capítulo XLIV, cuyas palabras, ¡por Hércules!, no
quiero citar sin antes preguntaros, para que con vuestra respuesta me ayudéis [131] en la
introducción, como hacen en Platón los que discuten con Sócrates, ¿Qué es lo
que debe guardarse mejor, las cosas raras y valiosas o las vulgares y viles?
¿Os calláis? Aunque disimuléis, responderá por vosotros el adagio griego que
dice: «Dejad el cántaro a la puerta». Y nadie lo rechace temerariamente, porque
lo cita Aristóteles(96), el dios de nuestros maestros. ¿Hay
alguno de vosotros bastante estulto que deje en la calle las joyas y el dinero?
Me parece que no, ¡por Hércules! Los escondéis en el sitio más recóndito, y más
aún en el rincón más secreto de fortísimos cofres, en tanto que lo que no vale
nada lo dejáis a la vista; luego si lo que tiene valor se guarda recóndito y lo
vil se deja expuesto, es evidente que la sabiduría, que se prohíbe esconder, es
inferior a la estulticia, que se aconseja ocultar. Observad el testimonio de
las palabras literales: «Más vale el hombre que oculta su estulticia que el que
esconde su sabiduría(97).
A más, las Sagradas
Escrituras otorgan al estulto la pureza de alma y se la niegan al sabio, porque
éste no considera a nadie igual a él. Así interpreto lo que el Eclesiastés dice,
en su capítulo X: «El estulto, como es insensato, piensa que todos los que
encuentra en el camino son estúpidos como él». ¿Y no es sin par pureza de alma
igualar a todos los hombres consigo mismo y reconocer en ellos, a pesar de que
cada individuo se tenga en gran opinión, que son de tu mismo mérito? Por eso
tan gran rey no se avergonzó nunca del dictado de estulto y dijo en el capítulo
XXX: «Yo soy el más estulto de todos los hombres». Y San Pablo, el doctor [132] de
los gentiles, escribiendo a los corintios, acepta de buen grado el título de
estulto: «Hablo a lo necio -exclama- porque soy más que nadie», como si fuese
deshonroso que nadie le aventajase en tontería.
Pero salen a atajar
lo que voy diciendo algunos de esos helenistas que están siempre acechando a
los teólogos, con cien ojos y luego con sus anotaciones, como si fuesen
humoradas, ofuscan a los demás, de cuyo gremio, mi querido Erasmo, a quien con
frecuencia nombro para honrarle, si no es el alfa es la beta. « ¡Donosa cita
-exclamarán-, verdaderamente digna de la Estulticia! En nada se parece el
pensamiento del Apóstol a lo que tú imaginas». Ni con esa frase quiso dar a
entender que fuese más estulto que los demás, ya que lo que dijo fue:
«Ministros de Cristo son ellos y yo también», como quien tiene a honra hacer
notar que en esto era lo mismo que ellos; y todavía enmendó: «Y yo más», pues
sabía que no sólo era igual a los demás Apóstoles, sino que en algo les
superaba. Para que esta afirmación que él consideraba verdad no ofendiese por
arrogante los oídos, se cubrió con el pretexto de la sandez, diciendo: «Hablo
como el menos sabio», precisamente porque sabía que es privilegio de los
estultos decir la verdad sin causar ofensa.
Les dejo que discutan
lo que San Pablo quiso verdaderamente decir al escribir esto. En cuanto a mí,
me atengo al parecer de nuestros grandes y crasos teólogos, prestigiosísimos a
ojos del vulgo, con los cuales, ¡por Jove!, prefiere la mayoría de nuestros
doctos engañarse, a estar en lo cierto con los sabios trilingüistas. Pues
ninguno de estos helenistillas hace más de lo que puede hacer una cotorra,
sobre todo un insigne teólogo cuyo nombre callo para que mis loros no lancen contra
él el [133] epigrama griego de «El asno tocando la lira(98)»; el cual ha explicado magistral y
teologalmente el pasaje en cuestión y, al llegar a la frase: «Hablo como
estulto porque lo soy más que nadie», hace capítulo aparte, y además, no sin
profunda dialéctica, añade un pedazo para interpretarla así. Transcribo sus
propias palabras, así en forma como en esencia: «Hablo a lo estulto», o sea: «Si
os parezco necio porque me comparo a los falsos apóstoles, más os lo he de
parecer cuando veáis que me considero superior a ellos». Y poco después, como
olvidándose de ello, pasa a otra cosa.
Capítulo LXIV
Pero ¿por qué
escuetamente he de emplear sólo un ejemplo para apoyarme? Es derecho común de
los teólogos que todos pueden estirar como una piel las Sagradas Escrituras. En
San Pablo, algunos pasajes de las Sagradas Escrituras ofrecen contradicciones
que no existen en su lugar original y, si hemos de dar crédito a San Jerónimo,
que hablaba cinco lenguas, cuando el Apóstol estuvo en Atenas vio por
casualidad un ara votiva y violentó la inscripción para convertirla en
argumento en favor de la fe cristiana; suprimió todo lo que le estorbaba y no
conservó más que las palabras finales, aunque también un tanto alteradas: «Al
Dios desconocido». A pesar de ello, la inscripción decía: «A los dioses de
Asia, de Europa y de África; a los dioses desconocidos y extranjeros.»
Siguiendo su ejemplo, a lo que me parece, los teólogos rebuscan en uno y otro
lado unos cuantos fragmentos y, si les hace falta, los mixtifican a tenor [134] de la
conveniencia, sin tener en cuenta que lo anterior o lo que sigue guarde
relación con el caso y a veces hasta lo contradice, método de tan afortunada
desvergüenza que muy a menudo lo copian los jurisconsultos.
¿Y qué será lo que no
les salga bien después de que aquel gran... -casi se me escapa el nombre, pero
le tengo temor al proverbio griego- dio un significado a las palabras de San
Lucas que se acomoda al pensamiento de Cristo como el fuego al agua? Cuando un
grave peligro amenaza, en tal momento los buenos vasallos suelen más
estrechamente unirse a su señor, porque saben cuánto vale la unión para luchar.
Por eso Cristo quiso que los suyos no se acostumbraran a buscar auxilio, y les
preguntó(99) si de alguna cosa habían carecido
desde que les había enviado a anunciar el Evangelio, sin ayuda ninguna, sin
calzado que defendiera sus pies de las espinas y de las piedras y sin alforjas
contra el hambre; y como ellos le respondieron que nada les había faltado,
dijo: «Pues ahora el que tenga un zurrón, lo abandone y el que no lo tenga
venda la túnica y compre una espada.» Como quiera que la doctrina entera de
Cristo no enseña otra cosa que la dulzura, la indulgencia y el desprecio de la
vida, ¿a quién puede ocultarse el sentido de este pasaje? Quiere, para más
desarmar a sus enviados, que vayan exentos no sólo de zapatos y de alforjas,
sino también que se despojen de su túnica, a fin de que, desnudos y libres,
emprendan la predicación del Evangelio sin llevar sino su espada, espada no
como aquella con que se lucran ladrones y parricidas, sino la espiritual que
traspasa hasta el fondo del corazón y que de un solo tajo cercena todas las
pasiones para no dejar en ellos más que la piedad. Pues ved [135] ahora
de qué manera nuestro célebre teólogo retorció este texto: La espada supone la
defensa contra las persecuciones; la alforja, una buena cantidad de víveres
para el camino; es decir, cual si Cristo, al darse cuenta de que había enviado
a sus predicadores equipados poco suntuosamente, se retractara de sus
instrucciones. Como si olvidase cuanto les había dicho de que alcanzarían el
cielo sufriendo injurias, afrentas y suplicios; prohibiéndoles que se
revolviesen contra la adversidad; que fuesen dulces y humildes, y no feroces;
olvidando, repito, haberles señalado que debían tomar ejemplo de los lirios y
de los pajaritos, no quisiese ahora que partiesen sin espada, que habían de
vender la túnica para comprar, y prefiriese que fuesen desnudos que desarmados.
Y así como, bajo el nombre de espada comprendía todos los procedimientos de
rechazar la violencia, la alforja resume todo aquello que concierne a las
necesidades de la vida humana. Luego quiere el intérprete del pensamiento
divino enviar a los Apóstoles a predicar al Crucificado armados de lanzas,
ballestas, hondas y bombardas; les carga de cajas, maletas y fardos, quizá para
que no se expongan a salir de la posada sin comer. No impresiona al teólogo que
acerca de esta espada que tanto recomienda comprar Jesucristo, había mandado
poco antes que estuviese en la vaina y nunca se ha oído que los Apóstoles
usasen espadas y escudos contra las violencias de los gentiles, como sin duda
hubieran hecho si Cristo hubiera tenido la intención que se le atribuye.
Otro doctor que no
quiero nombrar por respeto(100), a la frase de Habacuc: «Las
tiendas de [136] la tierra de Madián serán turbadas», convierte en la piel
de San Bartolomé desollado.
No hace mucho asistí
a una disertación teológica, como lo hago a menudo, y uno preguntó en qué lugar
de la Escritura se ordena castigar a los herejes por el fuego en vez de
convencerlos por la persuasión. Un anciano grave, cuyo ceño declaraba
francamente que era teólogo, respondió con gran indignación que ese pasaje era
del apóstol San Pablo, el cual dijo: «Evita al hereje después de haber
intentado repetidamente disuadirle de su error.» Y como lo dijese
reiteradamente y a grandes voces, muchos se preguntaron qué le sucedía a aquel
hombre, y acabó por explicar que hay que apartar « de vita» al
hereje. Unos se rieron, pero no faltaron quienes encontraron el argumento
completamente teológico, y algunos de los demás protestaron con vehemencia.
Entonces, un abogado tremendo y autor irrefragable dijo: «Está escrito que 'no
dejéis que viva el malvado'; y como todo hereje es malvado, resulta...», etc.
Maravillados se quedaron todos los presentes del genio del hombre y aprobaron
esta opinión. A nadie se le ocurrió que la palabra «malvado» en esta ley se
refiere a los brujos, encantadores y hechiceros, a quienes los hebreos
designaban con el nombre de «mekaschephin», pues de otro modo, sería preciso
también penar con la muerte a la lascivia y a la ebriedad.
Capítulo LXV
Pero estoy
persiguiendo tontamente casos tan innumerables, que no cabrían en los volúmenes
que escribieron Crisipo y Dídimo. Solamente voy a hacer constar que ya que a
estos divinos maestros se les toleró, a mí, que soy una teóloga de pacotilla,
también puede permitírseme igual derecho a [137] no formular
citas con entera exactitud. Vuelvo a San Pablo: «Soportad con paciencia a los
sandios», ha dicho hablando de sí mismo, y añade luego: «Recibidme como a un
ignorante», y «No hablo inspirado por Dios, sino sumido en el desconocimiento».
Y todavía agrega: «Por Jesucristo somos estultos(101)». Ya habéis visto qué elogio de la
Estulticia y qué labios lo pronuncian. Además la recomienda como la cosa más
necesaria y útil: «El que de vosotros -dice- se crea sabio, vuélvase estulto
para encontrar la verdadera sabiduría(102)» Y San Lucas dice que Jesús llamó
necios a dos de los discípulos cuando los encontró en el camino(103). Admirable es aún que San Pablo
atribuya algo de estulticia al mismo Dios, porque ha dicho: «Lo estulto de Dios
es más sabio que los hombres(104)», si bien Orígenes en su
comentario dice que no hay analogía entre el concepto humano y esta estulticia,
pues es la misma a que se refiere este otro texto: «La palabra de la Cruz
estulta para los que se condenan(105)».
Y, en fin, ¿para qué
atormentarme en reunir tantos testimonios que apoyen mis convicciones cuando en
los Sagrados Salmos vemos que Cristo dice claramente a su Padre: «¿Tú conoces
mi ignorancia(106)?» Luego no es disonante que le
complazcan en extremo los necios, al modo que los poderosos príncipes tienen
por sospechosos y desagradables a los hombres demasiado sensatos -como Julio
César, que desconfió de Bruto y Casio, y que, sin embargo, no tenía temor del
beodo [138] Antonio; Nerón de Séneca y Dionisio de Siracusa de Platón-
y se deleiten, por el contrario, con los espíritus sencillos y rústicos. Así
Cristo detesta a los sabios que se ufanan de su prudencia, y les condena, como
atestigua San Pablo, claramente: «Dios escoge precisamente lo que el mundo
tiene por estulto», y «Dios ha querido salvar al mundo por medio de la
Estulticia(107)», ya que por la sabiduría no
podría ser salvado. El mismo Dios abiertamente lo declara por boca del Profeta:
«Confundiré la sabiduría de los sabios y condenaré la prudencia de los
prudentes(108)», y cuando se gloria de haber
ocultado a los sabios el misterio de la salvación y haberlo revelado
francamente a los párvulos, esto es, a los estultos, y a los pobres de
espíritu; porque en griego la palabra «párvulo» significa lo contrario de
«sabio». A esto corresponde el que en todo el Evangelio Cristo ataque
insistentemente a los fariseos, a los escribas y a los doctores de la Ley, en
tanto que protege a la multitud de indoctos. ¿Qué, si no, significa: «¡Ay de
vosotros, escribas y fariseos!»? Igual que si dijese: ¡Ay de vosotros, sabios!
Y se le ve deleitarse con los niños, mujeres y pescadores, del mismo modo que
entre todos los animales agradan más a Cristo los que más se apartan de la astucia
de la zorra. Por eso quiso cabalgar en asno, cuando, si hubiese querido,
hubiese podido hacerlo sin peligro en el lomo de un león; por eso descendió el
Espíritu Santo tomando forma de paloma, y no de águila o milano; por eso las
Sagradas Escrituras hablan constantemente de ciervos, corzos y corderos, y,
además, Jesús llama ovejas a aquellos destinados [139] a la vida
eterna, pues ningún otro animal hay más simple que éste. Así lo prueba
Aristóteles(109) cuando dice: «alma de cordero»,
frase que se dice por modo de insulto contra los estúpidos y torpes, fundándose
en la estolidez de la grey; y, sin embargo, Cristo se declara pastor de este
rebaño; y ciertamente que el nombre de «cordero» le agradaba, como que San Juan
le anunció: «Éste es el cordero de Dios», lo cual aparece después muchas veces
en el Apocalipsis.
¿Qué proclama todo
esto sino que todos los hombres son estultos, incluso los piadosos? El mismo
Cristo, que aun siendo «la sabiduría de su Padre», socorrió a la estulticia de
los mortales, tuvo en cierto modo que hacerse estulto cuando se revistió de
carne mortal, de la misma manera que se transformó en el pecado para redimir el
pecado. Y quiso hacerlo por medio de la locura de la Cruz y de Apóstoles
simples a quienes insiste en recomendar la sandez, apartando la sabiduría, y
les da como ejemplo los niños, los lirios, el grano de mostaza y los
pajarillos, seres sencillos, sin inteligencia, que viven según el instinto,
exentos de preocupación y cuidado.
Además les prohíbe
que se preocupen de lo que vayan a responder delante de los tribunales y les
veda que aprovechen las ocasiones y las circunstancias, es decir, que no se
fíen de su prudencia, sino que descansen en él enteramente. Por la misma razón,
Dios, eximio arquitecto del orbe, ordenó que no se degustase del árbol de la
ciencia, como si ésta fuese el veneno de la dicha. San Pablo abiertamente la
reprueba como vanidad y perdición; San Bernardo sigue esta opinión y pretende [140] que
el lugar donde puso sus reales Lucifer se llame montaña de la sabiduría.
Quizá no parezca
tampoco argumento para pasarlo por alto el de que la estulticia goce de los
favores del cielo, ya que suele conceder a ésta el perdón de sus faltas, que al
sabio niega rotundamente; y de aquí viene que los que han pecado con
conocimiento busquen protección y pretexto en la estulticia. Si mal no
recuerdo, Aarón, en el libro de los Números, implora el perdón para su
hermana diciendo a Moisés: «Te suplico, Señor, que no tomes en cuenta este
pecado que hemos cometido estultamente.» Saúl se excusa con David: «He obrado
como estulto(110)», y el mismo David apacigua así al
Señor: «Te ruego, Señor, que no tomes en cuenta mi infamia, porque obramos
estultamente(111)», como si no pudiera alcanzar
perdón sino pretextando estolidez e ignorancia. Pero es más apremiante el que
Cristo en la Cruz misma al pedir por sus enemigos con estas palabras: «Padre,
perdónalos», sin ofrecer otra excusa que la ignorancia, añadió: «porque no
saben lo que hacen». De la misma manera escribe San Pablo a Timoteo: «Pero la
misericordia de Dios me ha acogido, porque he obrado ignorante dentro de la
incredulidad.» ¿Y qué es obrar como ignorante sino dejarse conducir por la
sandez más que por la maldad? ¿Y qué otra cosa significan las palabras «la
misericordia de Dios me ha acogido» sino que no la habría alcanzado sin la
sandez? Y viene también en nuestro favor un pasaje del Salmista, que no me he
acordado de citar en su oportuno lugar: «Señor, no os acordéis de las altas de
mi juventud ni de mis errores(112)». Ya veis qué excusas [141] da:
La juventud, de la que soy inseparable compañera, y los errores, cuyo número
denota una gran intensidad de estulticia.
Capítulo LXVI
Pero para no
continuar en un tema inacabable y hablar concisamente, diré que parece que toda
la Religión cristiana tenga algún parentesco con cierta especie de estulticia,
y que, en cambio, no tiene la menor armonía con la sabiduría. Si deseáis
pruebas de ello, advertid que los niños, los viejos, las mujeres y los necios
gozan con las cosas de la religión mucho más que los demás y que están siempre
rondando los altares, guiados solamente por un impulso natural. Además, veréis
que aquellos primeros fundadores de la Religión fueron gente de extrema
simplicidad y enemigos encarnizados de las letras. Por último, que no hay
necios que disparaten mas que aquellos a quienes arrebata por completo el ardor
de la piedad cristiana, pues llegan a malversar sus bienes, pasar por alto las
injurias, tolerar ser engañados, no distinguir entre amigos y enemigos,
aborrecer la voluptuosidad, complacerse en el hambre, la vigilia, las lágrimas,
los trabajos y las ofensas, aburrirse de la vida, desear únicamente la muerte
y, en suma, parecer ciegos para el sentido común, como si tuvieran el alma
errante y no dentro del cuerpo. ¿Qué otra cosa es esto sino la locura? Por ello
no parece cosa de admirarse que los Apóstoles fuesen tomados por beodos y que
San Pablo le pareciese loco al juez Festo.
Pero ya que me vestí
con la Diel del león, quiero continuar mostrándoos que la felicidad de los
cristianos, que buscan a costa de tanto esfuerzo, no es sino una especie de
locura y de estulticia, y no se [142] vea animadversión en mis palabras, sino búsquese
su sentido.
Primeramente, los
cristianos convienen poco más menos con los platónicos en que el alma está
oculta y ligada por los vínculos corporales y que esta grosería la impide
contemplar y gozar las cosas verdaderas. Por ello se define la filosofía como
meditación de la muerte, porque, merced a ella, la mente se separa de las cosas
visibles y corpóreas, que es lo mismo que hace la muerte. De este modo, en tanto
cuanto el espíritu hace uso discreto de los órganos del cuerpo, se le llama
sensato, pero cuando, rotos estos vínculos, trata de procurarse la libertad,
como si proyectase la fuga de la cárcel, se le califica de loco. Y si ello
acontece por enfermedad o deficiencia del organismo, no hay quien discrepe de
que ello es locura. Y, sin embargo, vemos a tal especie de hombres predecir las
cosas futuras, y saber lenguas y letras que hasta entonces nunca habían
aprendido, y presentar en sí algo que es absolutamente divino. No cabe dudar de
que ello procede de que la mente, al estar algo más libre del contacto del
cuerpo, empieza a poner por obra su facultad natural. La misma causa, según
creo, debe de tener el que a los moribundos les ocurra algo parecido, como si
dijesen ciertas cosas prodigiosas por inspiración. Aunque esto ocurra también
en el celo piadoso, acaso no es el mismo género de sandez, pero sí tan
parecido, que la mayor parte de los hombres lo consideran vulgar locura, sobre
todo en el caso de unos pocos hombrecillos que viven en pugna con la vida
mortal toda. Así suele ocurrirles lo propio de la fábula de Platón, acerca de
aquellos que vivían encadenados en el fondo de una caverna contemplando las
sombras de las cosas, y si uno de ellos salía, a su regreso al antro aseguraba
haber visto los objetos tales como eran en sí, y entonces sus compañeros [143]
suponían que se equivocaba de medio a medio, ya que fuera de las vanas sombras
no podían creer que existiese nada más. El sabio les compadece y deplora su
estulticia que les hace víctimas de tan grosero error, pero ellos a su vez se
burlan de él como extravagante y le rehuyen. El común de los mortales se siente
especialmente atraído por las cosas totalmente materiales, y cree que son las
únicas que pueden existir; pero los devotos, por el contrario, desprecian tanto
más lo que mayor vínculo tiene con el cuerpo y se dan por entero a la
contemplación de las cosas invisibles. Aquéllos colocan en primer lugar las
riquezas, en el segundo las satisfacciones de los sentidos y relegan el
espíritu al último puesto, y aun hay muchos que niegan su existencia por ser
invisible. Los devotos viven sólo para Dios, el ser más sencillo entre todos, y
después para el alma, que es lo que más se le acerca; desdeñan los cuidados
corporales, repugnan el dinero como inmundo, lo rehuyen, y si se ven obligados
a manejarlo, lo hacen con disgusto y asco, y lo tienen como si no lo tuvieran,
y lo poseen como si no lo poseyeran.
Existe profunda
diferencia entre éstos en todas las cosas. Las facultades humanas tienen todas
relación con el cuerpo, y, sin embargo, hay algunas más groseras, como el
tacto, el oído, la vista, el olfato y el gusto. Otras, como la memoria, el
entendimiento y la voluntad, parecen más independientes de la materia. En
aquellas a las que el alma tienda será donde adquiera mayor fuerza. Los
devotos, al dirigir toda la fuerza del espíritu a las cosas más extrañas a los
sentidos, terminan por quedarse como entorpecidos y atónitos, en tanto que el
vulgo, usando sólo de éstas, prevalece en ellos y no sirve para las otras. Ésta
es la causa de que algunos santos varones bebiesen aceite creyéndolo vino. [144]
Además, entre las
pasiones hay algunas que tienen más palpable afinidad con el cuerpo, como la
lujuria, la gula, la pereza, la ira, la soberbia y la envidia, a las que los
devotos hacen implacable guerra, en tanto que el vulgo no sabe vivir sin ellas.
Hay también movimientos del espíritu comunes y naturales, como el amor a la
patria, el cariño a los hijos, a los padres, a los amigos, a los que el vulgo
concede cierta importancia, pero los devotos se esfuerzan por desarraigarlos de
su corazón o más bien por elevarles a la región más alta del espíritu, y así,
cuando aman al padre, no lo aman como padre que sólo les dio su parte física, y
aun esto se lo deben a Dios, sino como varón justo, en el que ven brillar una
imagen de la divina mente que llaman Sumo Bien, fuera del cual nada hay para
ellos digno de ser amado o anhelado. Este mismo criterio aplican a todos los
sentimientos en la vida, de suerte que si no desprecian absolutamente todo lo
visible, lo postergan a lo invisible.
Establecen en los
Sacramentos y aun de los deberes de piedad un aspecto espiritual y otro
corporal. Así, en el ayuno, conceden poca importancia a la abstinencia de carne
y de cena, que es lo que el vulgo considera absoluto ayuno, a no ser que al
mismo tiempo repriman lo más posible las pasiones refrenando cólera y orgullo,
a fin de que el alma, más aliviada de su carga corporal, pueda elevarse al goce
y delicia de los bienes celestiales. De manera semejante razonan respecto de la
Misa y, aunque no desdeñan la liturgia, no obstante, le conceden poco interés y
la consideran perjudicial si aparece como obstáculo para penetrar en lo espiritual,
que es lo representado con aquellos signos visibles. Se representa allí la
muerte de Cristo, la cual deben imitar los mortales domando, extinguiendo, y
sepultando, por decirlo así, sus pasiones [145] para
resucitar como Él a una nueva vida y unirse con Cristo y con todos los
hermanos. Así piensa y se conduce el creyente.
En contra, el vulgo
cree que el sacrificio de la Misa consiste sólo en plantarse ante el altar lo
más próximo posible al sacerdote, escuchar a los que cantan y contemplar las
ceremonias. No sólo en los ejemplos dichos, sino en todas las demás ocasiones
de la vida, el devoto evita todo lo concerniente al cuerpo para elevarse hacia
lo eterno, lo espiritual y lo invisible. Por lo cual, como tan enorme
diferencia separa a unos y otros, se tachan de locos mutuamente. Esta palabra,
a mi ver, mejor encaja en los devotos que en el vulgo.
Capítulo LXVII
Ello se verá más
claro si, según os lo he prometido, demuestro brevemente que esa suprema
felicidad a que aspiran los creyentes no es sino una especie de locura.
Observad que Platón
vislumbró algo de esto cuando escribió que el delirio de los amantes era el más
feliz de todos(113). En efecto, el que ama
ardientemente no vive en sí, sino en el objeto amado, y cuanto más se aparta de
su propio ser para acercarse a ese objeto, su gozo crece más y más. Cuando el
espíritu procura separarse del cuerpo de modo que ya no usa apropiadamente de
sus órganos, evidentemente es que se produce el delirio. ¿Qué otro sentido
tienen si no las expresiones vulgares de «está fuera de sí», «vuelve en ti» y
«ya ha vuelto en sí»?. Ahora bien: cuanto más intenso es el amor, más profundo
y feliz es el delirio que [146] produce. Por tanto, ¿qué puede ser esa vida
celestial a la que las almas tan fervientemente aspiran?
El espíritu, como más
fuerte y poderoso, absorberá al cuerpo más fácilmente cuanto que éste ha sido
ya preparado para tal transformación por el ayuno y la penitencia. A su vez el
espíritu será después absorbido por la esencia divina, que es más potente por
mil motivos, y así, cuando el hombre esté por completo fuera de sí mismo, podrá
alcanzar la felicidad, porque estará despojado de su materialidad y vivirá de modo
inefable en el Sumo Bien, que atrae hacia sí a todas las cosas.
Es verdad que la
dicha no puede ser perfecta hasta que el alma haya recuperado su antiguo cuerpo
y le dé la inmortalidad, pero como la vida devota no es más que una meditación
de esta existencia y como una sombra de ella, son algunas veces recompensados
como con una especie de goce y aroma de ella.
Aunque es solamente
una gota en comparación con la fuente de la divina felicidad, vale más que
todas las delicias humanas juntas. ¡Tanto aventajan los deleites espirituales a
los corporales y los invisibles a los visibles! El profeta anunció así a los
elegidos que: «No ha visto el ojo, ni oído el oído, ni sentido el corazón jamás
lo que Dios guarda para los que le aman(114). Y esto es una parte de la
necedad, a la que no destruye la muerte, sino que la perfecciona al pasar a
mejor vida. Los pocos a quienes les es dado gustar estos placeres experimentan
algo muy parecido a la locura; dicen cosas poco coherentes y diversas de la
costumbre humana; hablan sin sentido y cambian súbitamente de cara; tan pronto
están alegres como tristes; lloran, ríen o sollozan; y, en fin, están verdaderamente
fuera de sí mismos. Luego, cuando recobran [147] el
conocimiento, no saben si estuvieron dentro del cuerpo o no, ni si están
dormidos o despiertos; ni recuerdan más que como a través de un sueño lo que
han oído, visto, dicho y hecho; de lo único que están seguros es de que han
sido profundamente dichosos durante su éxtasis, por lo cual lamentan el haber
recobrado la razón, tanto que nada desean más que gozar sin interrupción de su
especial locura. Tal es una ligera degustacioncilla de la futura felicidad.
Capítulo LXVIII
Pero noto que me he
olvidado de que estoy traspasando los límites convenientes. Si alguien
considera que he hablado con demasiada pedantería o locuacidad, pensad que lo
he hecho no sólo como Estulticia, sino como mujer. Recordad, además, el
proverbio griego que dice: «Los locos a veces dicen la verdad», a menos que
penséis que este refrán no reza con las mujeres.
Veo que estáis
aguardando el epílogo; pero os erráis si imagináis que me acuerdo de una sola
palabra de todo este fárrago que acabo de soltar... Vaya este adagio antiguo:
«No me gusta el convidado que tiene buena memoria.» Y yo invento éste: «Detesto
al oyente que se acuerda de todo.» Por todo ello, ¡salud, celebérrimos devotos
de la Sandez, aplaudid, vivid y bebed!
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