La Noche del Tigre
(Night of the Tiger)
Stephen King
Vi por primera vez al señor
Legere cuando el circo pasó por Steubenville, pero yo sólo llevaba dos semanas
en el espectáculo, y tal vez él hubiera hecho indefinidamente sus visitas
irregulares. Nadie quería hablar gran cosa del señor Legere, ni siquiera
aquella última noche, cuando parecía que el fin del mundo estaba al caer..., la
noche que desapareció el señor Indrasil.
Pero si he de explicárselo
desde el principio, debería empezar diciendo que me llamo Eddie Johnston, y que
nací y me críe en Sauk City. Allí fui a la escuela, tuve mi primer amor y
trabaje durante algún tiempo en el almacén del señor Lillie, una vez terminados
mis estudios en la escuela superior. Eso fue hace algunos años..., a veces mas
de los que quisiera contar. No es que Sauk City sea un lugar tan malo. Algunas
personas se contentan con sentarse en el porche de sus casas en las cálidas y
perezosas noches de verano, pero a mi eso me producía una cierta comezón, como
cuando te pasas demasiado tiempo sentado en la misma silla. Así que deje el
almacén y me enrolé en el Circo Americano de Farnum y Williams, con sus tres
pistas y sus exhibiciones secundarias. Supongo que lo hice en un momento de
aturdimiento, cuando la musiquilla del circo me nubló el juicio.
Me convertí entonces en un
peón nómada. Ayudaba a levantar y desmontar las carpas, limpiar las jaulas y, a
veces, vender algodón de azúcar cuando el vendedor regular tenia que
ausentarse, y vociferar para Chips Baily, el cual padecía malaria, y en
ocasiones tenia que ir a algún sitio muy lejano. En general eran cosas que
hacen los muchachos para que les regales localidades..., cosas que solía hacer
yo mismo de niño. Pero los tiempos cambian, y ya no parecen presentarse como
antes.
Aquel tórrido verano pasamos
por Illinois e Indiana, el público era bueno y todo el mundo se sentía feliz.
Todos excepto el señor Indrasil, el cual nunca era feliz. Era el domador de
leones, y su aspecto me recordaba al Rodolfo Valentino que había visto en
viejas fotografías. Un hombre alto, de rasgos apuestos y arrogantes y una
agreste cabellera negra. La expresión de sus ojos era extraña, furiosa..., la más
furiosa que he visto jamás. Casi siempre estaba callado; un par de sílabas del
señor Indrasil eran todo un sermón. Todos los miembros del circo mantenían con
el una distancia tanto mental como física, porque sus accesos de cólera eran
legendarios. Se rumoreaba, siempre en susurros, que en una ocasión, después de
una actuación especialmente difícil, uno de los peones derramó café sobre las
manos del señor Indrasil, y éste estuvo a punto de matarle antes de que
lograran separarle del muchacho. No se si será cierto. Lo que si se es que
llegue a temerle mas que al frío señor Edmont, el director de mi escuela, al
señor Lille e incluso a mi padre, el cual era capaz de frías reprimendas que te
dejaban temblando de vergüenza y desaliento.
Cuando limpiaba las jaulas
de los grandes felinos, las dejaba siempre impecables. El recuerdo de las pocas
ocasiones en que fui objeto de las iras del señor Indrasil todavía me hace
flaquear las rodillas.
Eran sus ojos, sobre todo...,
grandes, oscuros y totalmente inexpresivos. Los ojos y la sensación de que un
hombre capaz de dominar a siete gatazos ojo avizor en un pequeña jaula, por
fuerza tenía que ser también un salvaje.
Y las dos únicas cosas a las
que él temía eran el señor Legere y el único tigre del circo, una bestia enorme
llamada Terror Verde.
Como he dicho, vi por
primera vez al señor Legere en Steubenville, cuando el contemplaba la jaula de Terror
Verde como si el tigre conociera todos los secretos de la vida y de la muerte.
Era enjuto, moreno,
sosegado. Sus ojos profundos, muy hundidos en las cuencas, tenían una expresión
de dolor y cavilosa violencia en sus honduras con reflejos verdes, y siempre
cruzaba las manos a la espalda mientras contemplaba taciturno al tigre.
Terror Verde era una fiera
digna de verse, un enorme y hermoso espécimen con un impecable pelaje rayado,
ojos verde esmeralda y grandes colmillos como escarpias de marfil. Sus rugidos
solían oírse en todo el recinto del circo..., fieros, airados y absolutamente
salvajes. Parecía gritar su desafío y su frustración al mundo entero.
Chips Baily, que llevaba en
el circo Farnum y Williams desde Dios sabe cuando, me dijo que el señor Indrasil
solía utilizar a Terror Verde en sus actuaciones, hasta que una noche el tigre
saltó de repente desde su plataforma elevada y casi le arrancó la cabeza antes
de que el señor Indrasil pudiera salir de la jaula. Observé que el señor
Indrasil siempre llevaba el cabello largo, cubriéndole la nuca.
Todavía puedo recordar la
escena aquel día en Steubenville. Hacía calor, un calor sofocante, y el público
iba en mangas de camisa. Por ello destacaban los señores Legere e Indrasil. El
señor Legere, que estaba de pie en silencio junto a la jaula del tigre, vestía
traje y chaleco, y no tenía el rostro húmedo de sudor. El señor Indrasil
llevaba una de sus bonitas camisas de seda y calzones de gruesa tela blanca, y
los miraba a ambos, pálido como un muerto, con una expresión de cólera
lunática, odio y temor en sus ojos saltones. Sostenía una almohaza y un
cepillo, y las manos le temblaban espasmódicamente, aferradas a aquellos
objetos.
De repente me vio y dio
rienda suelta a su ira.
–¡Tú! –Gritó –. ¡Johnston!
–Sí, señor.
Sentí un hormigueo en la
boca del estómago. Sabía que la ira de Indrasil estaba a punto de volcarse sobre
mi, y el temor que me inspiraba aquella idea me hizo sentir débil. Me gusta
pensar que soy tan valiente como cualquier hijo de vecino, y si se hubiese
tratado de alguien mas, creo que hubiera estado plenamente decidido a
defenderme. Pero no era nadie más. Era el señor Indrasil, y tenía ojos de loco.
– Estas jaulas, Johnston.
¿Crees que están limpias?
Señalo con un dedo, cuya
dirección seguí. Vi cuatro trocitos dispersos de paja y un acusador charco de
agua de la manguera al fondo de una de las jaulas.
–S... sí, señor –le respondí, y lo que pretendía que fuera
firmeza se convirtió en una débil bravata.
Se hizo un silencio, como la
pausa eléctrica que antecede a un aguacero. La gente empezaba a mirar, y yo tenía
la vaga conciencia de que el señor Legere nos observaba con sus ojos
insondables.
–¿Sí, señor? –atronó de
repente el señor Indrasil– ¿Sí, señor?
–¿Sí, señor? ¡No te burles
de mi inteligencia, muchacho! ¿Crees que no veo, que no puedo oler? ¿Pusiste el
desinfectante?
–Ayer puse el desinfec...
–¡No me repliques! –gritó, y
entonces bajó súbitamente la voz, lo que me hizo sentir un hormigueo en la piel–
No te atrevas a replicarme –Ahora todo el mundo nos miraba. yo quería vomitar,
morirme–. Ahora mismo vas a ir al cobertizo de las herramientas, vas a coger el
desinfectante y fregar estas jaulas– susurró, midiendo cada palabra. De
repente, tendió una mano y me agarró de un hombro–. Y nunca, nunca, vuelvas a
replicarme.
No se de dónde salieron mis palabras, pero de
pronto estaban allí, brotando de mis labios.
–No le he replicado, señor
Indrasil, y no me gusta que diga eso. Yo... me ofendo si dice una cosa así. Ahora
déjeme ir.
Su rostro se puso
repentinamente rojo, luego blanco y finalmente casi azafranado de ira. Sus ojos
eran llameantes umbrales del infierno.
En aquel momento pense que
iba a morir.
El señor Indrasil emitió un
sonido gutural inarticulado, y la presión de su mano en mi hombro se hizo insoportable.
Su mano derecha subió alto, muy alto..., y entonces descendió con increíble
velocidad.
Si aquella mano hubiera
alcanzado mi rostro, como mínimo me habría derribado al suelo sin sentido y, en
el peor de los casos, me habría roto el cuello.
Pero no me alcanzó.
Otra mano surgió como por
ensalmo en el espacio, directamente delante de mi. Ambos miembros en tensión
colisionaron con un ruido sordo. Era el señor Legere.
–Deja en paz al muchacho –le
dijo fríamente.
El señor Indrasil se lo
quedó mirando durante un largo momento, y creo que no había nada tan desagradable
en todo el asunto como observar el temor del señor Legere y la loca avidez de
herir (¡o matar!) mezclados con aquella mirada terrible.
Entonces dio media vuelta y
se alejó.
Me volví hacia el señor
Legere.
–No me des las gracias.
Y no era un «no me des las gracias», sino un «no me des las gracias», no un gesto de
modestia, sino una orden literal. Con su súbito relámpago de intuición –de
concordancia afectiva, si usted quiere– comprendí exactamente qué quería decir
con aquel comentario. Yo era un peón en lo que debía de ser un largo combate
entre los dos hombres. Había sido capturado por el señor Legere más que por el
señor Indrasil. Había detenido al domador de leones no para protegerme, sino porque
ello le daba una ventaja, por pequeña que fuera, en su guerra privada.
–¿Cómo se llama? –le
pregunte, en absoluto ofendido por lo que había deducido.
Después de todo, había sido
sincero conmigo.
– Legere –dijo rápidamente,
y se volvió para marcharse.
– ¿Esta usted en el circo? –le
pregunté, pues no quería que se fuera tan fácilmente–. Parecía... conocerle.
Una leve sonrisa apareció en
sus labios delgados, y una llamita de afecto brilló fugazmente en sus ojos.
–No. Podríamos decir que soy
un policía.
Y antes de que pudiera
replicarle, desapareció entre la gente que pasaba por allí.
Al día siguiente desmontamos
las carpas y nos marchamos.
Volví a ver al señor Legere
en Danville y, dos semanas después, en Chicago. En los intervalos procuré
evitar al señor Indrasil tanto como me fue posible, y mantuve impecablemente
limpias las jaulas de los felinos. La víspera de nuestra partida para Saint
Louis, les pregunte a Chips Baily y Sally O'Hara, la pelirroja funámbula, si
los señores Legere e Indrasil se conocían. Estaba bastante seguro de que así
era, porque el señor Legere difícilmente seguía al circo para saborear nuestro
estupendo helado de lima.
Sally y Chips intercambiaron
miradas por encima de sus tazas de café.
–Nadie sabe gran cosa de lo
que hay entre esos dos –dijo Sally–. Pero es algo que dura desde hace mucho
tiempo..., quizá veinte años, desde que llegó aquí el señor Indrasil, tras
dejar el circo Ringling Brothers, y tal vez incluso antes de eso.
Chips asintió.
–Ese tipo, Legere, llega al
circo casi todos los años, cuando pasamos por el Medio Oeste, y se queda con
nosotros hasta que cogemos el tren hacia Florida, en Little Rock. Vuelve tan
irritable al viejo domador de felinos como si fuera uno de sus gatos.
–Me dijo que era policía
–comente–. ¿Que creéis que busca por aquí? ¿No suponéis que el señor Indrasil...?
Chips y Sally intercambiaron
una mirada extraña, y ambos se levantaron tan bruscamente que estuvieron a
punto de romperse la espalda.
–He de ver si esos pesos y
contrapesos están bien almacenados –dijo Sally, y Chips musitó algo no muy
convincente acerca de la necesidad de revisar el eje trasero de su remolque.
Y así es como solía terminar
toda conversación acerca de los señores Indrasil o Legere..., apresuradamente,
con muchas excusas forzadas.
Nos despedimos de Illinois y
de la comodidad al mismo tiempo. Se produjo una abrumadora oleada de calor, al
parecer en el mismo instante en que cruzamos el limite del Estado, y aquel
calor nos acompañó durante mes y medio, mientras avanzábamos lentamente por
Missouri y entrábamos en Kansas. Todo el mundo estaba nervioso, incluidos los
animales. Y entre ellos, naturalmente, los felinos, que eran responsabilidad
del señor Indrasil. Éste trataba a los peones en general, y a mi en particular,
sin la menor consideración. Yo sonreía y procuraba aguantarlo, aunque el calor
me ponía también muy irascible. No se puede discutir con un loco, y había
llegado a la conclusión de que eso era sin lugar a dudas el señor Indrasil.
Nadie dormía muy bien, y ésa
es la maldición de los artistas de circo.
La falta de sueño hace que
los reflejos sean mas lentos, lo cual aumenta el peligro. En Independence, Sally
O'Hara cayó a la red de nilón desde veinte metros de altura y se fracturó el
hombro. Andrea Solienni, nuestra amazona a pelo, se cayó de uno de sus caballos
durante un ensayo, y un casco la golpeó y la dejó inconsciente. Chips Baily
sufría en silencio con su fiebre crónica, el rostro como una mascara de cera y las
sienes bañadas en un sudor frío.
Y en muchas ocasiones las
cosas tenían peor cariz para el señor Indrasil. Los leones estaban nerviosos e
irritables, y cada vez que entraba en la Jaula de los Gatos Endiablados, como
la llamábamos, ponía en peligro su vida. Alimentaba a los leones con excesiva
cantidad de carne antes de entrar, algo que hacen raramente los domadores de
leones, contrariamente a la creencia popular. Tenía el rostro cada vez mas
fatigado y ojeroso, y la mirada frenética.
El señor Legere casi siempre
estaba allí, junto a la jaula de Terror Verde, mirándole. Y eso, claro, aumentaba
la presión del señor Indrasil. Todo el circo empezó a ponerse nervioso cuando
veía pasar a aquel personaje con camisa de seda, y supe que todos pensaban lo
mismo: «Va a reventar, y cuando lo hace...»
Cuando lo hiciera, sólo Dios
sabia lo que ocurriría.
La oleada de calor continuó,
y las temperaturas rebasaban los treinta grados todos los días. Parecía como si
los dioses de la lluvia se burlaran de nosotros. En cuanto abandonábamos una
ciudad, ésta recibía la bendición de los aguaceros, y cada ciudad en la que
entrábamos estaba reseca y ardiente.
Y una noche, en la carretera
entre Kansas City y Green Bluff, vi algo que me trastornó mas que ninguna otra
cosa.
Hacía calor..., un calor
abominable. Ni siquiera merecía la pena tratar de dormir, me revolvía en mi
litera como un hombre que sufre fiebre delirante sin poder conciliar nunca el
sueño. Finalmente me levanté, me puse los pantalones y salí.
Nos habíamos detenido en un
pequeño campo, formando un circulo. Otros dos peones y yo habíamos descargado
las jaulas de los felinos, a fin de que pudieran beneficiarse del menor soplo
de brisa. Allí estaban ahora las jaulas, pintadas de color plata apagado por la
hinchada luna de Kansas, y una persona de elevada estatura que llevaba unos
calzones de basta tela blanca se hallaba junto a la mayor de ellas. Era el
señor Indrasil.
Azuzaba a Terror Verde con
una pica larga y puntiaguda. El gatazo se movía en silencio en la jaula, tratando
de evitar la aguda punta. Y lo aterrador era que cuando el palo punzaba la
carne del tigre, este no rugía de dolor y cólera, como debería hacer, sino que
mantenía un silencio ominoso, mas aterrador para quien conoce a los felinos que
el rugido mas intenso.
Aquello también había
surtido efecto en el señor Indrasil.
–Estas tranquilo, ¿verdad,
maldito? –gruñía; con los potentes brazos flexionados, empujó la pica. Terror
Verde retrocedió, abriendo horriblemente los ojos, pero no emitió ningún sonido–
¡Ruge! –dijo entre dientes–. ¡Vamos, monstruo, ruge! ¡Ruge!
Y hundía mas el palo en el
flanco del tigre.
Entonces vi algo extraño.
Pareció que una sombra se movía en la oscuridad bajo uno de los remolques más
distantes, y la luz de la luna pareció incidir en unos ojos que miraban...,
unos ojos verdes.
Un viento fino pasó
silenciosamente por el claro, levantando polvo y revolviéndome el pelo.
El señor Indrasil alzó la
vista y escuchó, con una curiosa expresión en el rostro. De repente, dejó caer
el palo, se volvió y regresó a su remolque.
Miré de nuevo el lejano
remolque, pero la sombra había desaparecido. Terror Verde permanecía inmóvil
entre los barrotes de su jaula, mirando el remolque del señor Indrasil. Y
entonces se me ocurrió pensar que odiaba al señor Indrasil no porque fuera
cruel o arisco, pues el tigre respeta estas cualidades a su propia manera
animal, sino más bien porque se apartaba incluso de la norma salvaje del tigre.
Era un bribón. Esa es la única forma en que puedo decirlo. El señor Indrasil no
era sólo un tigre humano, sino también un tigre bribón.
La idea cristalizó en mi
interior, turbadora y un tanto temible. Volví adentro, pero seguí sin poder dormir.
El calor continuó.
Por el día nos freíamos, por
la noche dábamos vueltas, inquietos, sudorosos, insomnes. Todos teníamos la
piel enrojecida por el sol, y había peleas por las cosas mas triviales. Todo el
mundo estaba llegando al punto de explosión.
El señor Legere seguía con
nosotros, observando en silencio, superficialmente impasible, pero yo percibía
que en lo más profundo de su ser fluían corrientes de... ¿de qué? ¿De odio? ¿De
miedo? ¿De venganza? No podía saber qué era, pero no me cabía ninguna duda de
que aquel hombre era potencialmente peligroso, tal vez más de lo que lo era el
señor Indrasil, si alguien encendía alguna vez su mecha particular.
Vestido siempre con su
impecable traje marrón a pesar de las elevadas temperaturas, no se perdía ninguna
función del circo. Permanecía en silencio junto a la jaula de Terror Verde, al
parecer en profunda comunicación con el tigre, que siempre estaba sosegado
cuando aquel hombre se hallaba cerca.
De Kansas fuimos a Oklahoma,
y la temperatura no se suavizaba. Era raro que pasara un día sin que tuviéramos
un caso de postración debido al calor. El público empezaba a reducirse. ¿Quién
quería sentarse bajo una asfixiante carpa de lona cuando había un cine con aire
acondicionado a la vuelta de la esquina?
Todos estabamos tan
nerviosos como los gatos, por usar una frase especialmente apropiada a la situación.
Y cuando plantamos las carpas en Wildwood Green, Oklahoma, creo que todos
sabíamos que estabamos a punto de llegar a alguna clase de clímax. Y la mayoría
sabíamos que tendría que ver con el señor Indrasil. Había sucedido algo extraño
antes de nuestra primera función en Wildwood. El señor Indrasil estaba en la
Jaula de los Gatos Endiablados, adiestrando a sus irascibles leones. Uno de
ellos perdió el equilibrio en su pedestal, se tambaleó y casi lo recobró.
Entonces, en aquel preciso momento, Terror Verde soltó un terrible rugido que
amenazaba con rompernos los tímpanos.
El león cayó, aterrizó
pesadamente y, de repente, se lanzó con la precisión de una bala contra el
señor Indrasil. Éste, asustado, soltó una maldición y levantó su silla para
protegerse de los zarpazos. Logró salir de la jaula en el mismo instante en que
el león se estrellaba contra los barrotes.
Mientras el domador se
recobraba y se preparaba para entrar de nuevo en la jaula, Terror Verde lanzó
otro rugido..., pero éste se parecia monstruosamente a una inmensa y desdeñosa
risotada.
El señor Indrasil miró a la
bestia, pálido, y luego dio media vuelta y se alejó. No salió de su remolque en
toda la tarde.
Aquella tarde se alargó
interminablemente. Pero a medida que subía la temperatura, todos empezamos a
mirar con esperanza hacia el oeste, donde se estaban formando enormes cúmulos
de nubes.
–A lo mejor llueve –le dije
a Chips, deteniéndome junto a la plataforma desde la que vociferaba, ante la
pista de exhibiciones secundarias.
Pero él no respondió a mi
sonrisa esperanzada.
–Eso no me gusta –replicó–.
No hay viento y hace demasiado calor. Es señal de granizo o de tornados –su expresión
se volvió más sombría –. Mira, Eddie, salir de un tornado llevando a remolque
un montón de animales salvajes enloquecidos no es una excursión de placer. Más
de una vez, al cruzar la región de los tornados, he agradecido a Dios que no
lleváramos elefantes. Sí –añadió tristemente–, es mejor confiar en que las
nubes se queden en el horizonte.
Pero las nubes no se
quedaron en el horizonte, sino que avanzaron lentamente hacia nosotros, como ciclópeas
columnas celestes de base purpúrea y un temible negro azulado en los
cumulonimbos. Cesó todo movimiento del aire, y el calor cayó sobre nosotros
como una mortaja de lana. De vez en cuando, la tormenta se aclaraba la garganta
en la lejanía del oeste.
Hacia las cuatro, el señor
Farnum en persona, maestro de ceremonias y medio propietario del circo, se presentó
y nos dijo que se suspendería la función de la noche. Sólo teníamos que
asegurar las instalaciones y buscar un agujero conveniente para refugiarnos en
caso de que hubiera problemas. Se habían divisado trombas en varios lugares
entre Wildwood y Oklahoma City, algunas a sesenta kilómetros de nosotros.
Cuando se hizo el anuncio,
había muy poco público, y la gente paseaba apáticamente por la zona de exhibiciones
secundarias, o curioseaba entre las jaulas de los animales. Pero el señor
Legere no había estado presente en todo el día. La única persona junto a la
jaula de Terror Verde era un sudoroso escolar con un montón de libros bajo el
brazo. Cuando el señor Farnum anunció que el Servicio Meteorológico había advertido
la proximidad de un tornado, el muchacho se escabulló rápidamente.
Yo y los otros dos peones
pasamos el resto de la tarde deslomándonos, asegurando los cables de las carpas,
cargando los animales en los remolques y asegurándonos de que todo estaba bien
atado.
Al final solo quedaron las
jaulas de los felinos, y para estas había una disposición especial. Cada jaula
tenia un «pasadizo» especial de tela metálica que se plegaba como un acordeón y
que, cuando se extendía del todo, conectaba con la Jaula de los Gatos
Endiablados. Cuando era preciso mover las jaulas mas pequeñas, se podía reunir
a los felinos en la jaula grande mientras se cargaban las otras. La jaula
grande rodaba sobre un gigantesco juego de ruedas que podía girar en todas
direcciones, y era posible moverla a mano, colocándola en una posición que
permitiera a cada felino regresar a su jaula propia. Parece complicado, y lo
era, desde luego, pero esa era la única forma en que se hacia.
Primero trasladamos a los
leones y luego a Terciopelo Ebano, la dócil pantera negra que casi le había
costado al circo los ingresos de toda una temporada. Era bastante difícil
convencer a los animales para que se levantaran y caminaran por los pasadizos,
pero todos preferíamos ese trabajo a pedirle ayuda al señor Indrasil.
Cuando llegó el momento de
trasladar a Terror Verde había oscurecido..., un fantasmagórico y húmedo
crepúsculo amarillento se cernía sobre nosotros. El cielo había adquirido un
resplandor uniforme que nunca había visto hasta entonces, y no me gustaba lo
mas mínimo.
–Será mejor que nos demos
prisa –dijo el señor Farnum, mientras hacíamos rodar trabajosamente la Jaula de
los Gatos Endiablados para conectarla con la parte trasera de la jaula de
exhibición de Terror Verde–. El barómetro esta bajando rápidamente –Meneó la
cabeza, preocupado–. Esto tiene mala pinta, chicos, mala pinta.
Se escabulló a toda prisa,
todavía meneando la cabeza.
Conectamos el pasadizo
metálico en la jaula de Terror Verde y abrimos la parte trasera.
–Hala, pasa –le dije
alentadoramente.
Terror Verde me dirigió una
mirada amenazante y no se movió.
Atronó de nuevo, con mas
intensidad y mas cerca. El cielo se había vuelto icterico, el color mas feo que
he visto jamás. Los demonios del viento empezaron a tirar bruscamente de
nuestras ropas y arremolinar las envolturas de caramelos y los conos de algodón
de azúcar que ensuciaban el suelo.
–Vamos, vamos –le urgí,
empujándole con las varillas de punta roma que nos daban para obligarles a moverse.
Terror Verde lanzó un
horrible rugido y agitó una pata con cegadora velocidad. Me arrebató de las manos
el palo de dura madera y lo astilló como si fuera una ramita tierna. Ahora el
tigre se había levantado, y sus ojos tenían una expresión asesina.
–Mirad –dije con voz
temblorosa– , uno de vosotros tendrá que ir en busca del señor Indrasil. No podemos
esperar aquí.
Como para subrayar mis
palabras, estalló un trueno mas potente, que parecía el palmoteo de unas gigantescas
manos cósmicas.
Kelly Nixon y Mike McGregor
se apresuraron a hacerlo. Yo quedé excluido debido a mi anterior enfrentamiento
con el señor Indrasil. Se lo jugaron a cara o cruz y le tocó a Kelly, el cual
nos dirigió una silente mirada en la que leímos que preferiría enfrentarse a la
tormenta, y fue en busca del domador.
Tardó casi diez minutos en
volver. El viento estaba adquiriendo velocidad y el crepúsculo se fundía en la
noche. Estaba asustado, y no temo admitirlo. Aquel extraño cielo, los terrenos
desiertos del circo, los agudos y bruscos vórtices del viento..., todo eso
conforma un recuerdo que permanecerá vívido en mi memoria para siempre.
Y Terror Verde no hacia el
menor ademan de moverse por el pasadizo. Kelly Nixon volvió corriendo, con los
ojos muy abiertos.
–¡He llamado a su puerta durante
casi cinco minutos! –jadeó– ¡No he podido levantarle!
Nos miramos sin saber qué
hacer. Terror Verde era una fuerte inversión para el circo. No podíamos dejarlo
a la intemperie. Perplejo, me volví en busca de Chips, el señor Farnum o
cualquiera que pudiera decirme que hacer, pero todos se habían ido. Eramos
responsables del tigre. Consideré la posibilidad de intentar cargar la jaula a
pulso en el remolque, pero yo no iba a poner mis dedos en aquella jaula.
–Bueno, no tenemos mas
remedio que ir a buscarle... los tres. Vamos.
Y corrimos hacia el remolque
del señor Indrasil, a través de la oscuridad que aumentaba a pasos agigantados.
Aporreamos su puerta hasta
que debió pensar que todos los demonios del infierno iban a por él. Por fortuna,
finalmente la puerta se abrió y apareció el señor Indrasil, tambaleándose y
mirándonos, con ojos de loco abrillantados por el alcohol. Olía como una
destilería.
–Dejadme en paz –gruñó–,
malditos seáis.
– Señor Indrasil... – tuve que gritar para hacer oír mi voz sobre
el estruendo del viento.
Aquella tormenta no se parecía
a nada de lo que había oído o leído jamas. Era como el fin del mundo.
–Tú –dijo entre sus dientes
apretados. Alargó una mano y me cogió por la pechera de la camisa–. Voy a
enseñarte una lección que nunca olvidarás –Lanzó una mirada furibunda a Kelly y
Mike, agazapados en las sombras movedizas de la tormenta–.¡Marchaos!
Los dos echaron a correr, y
no los culpé. Ya he dicho que el señor Indrasil... estaba loco. Y no era la suya
una locura ordinaria... Era como un animal loco, como uno de sus propios
felinos que se hubiera vuelto majareta.
–De acuerdo –musitó, sus
ojos como dos quinqués prendidos–, no hay ningun amuleto que te proteja ahora,
ningún talismán. –Sus labios se contorsionaron en una sonrisa demencial,
horrible–. Él no esta aquí ahora, ¿verdad? Somos de la misma clase, él y yo.
Quizá los dos únicos que quedamos. Mi Dios de la venganza... y yo soy el suyo.
Desbarraba, y no trate de
detenerle. Al menos no centraba su mente en mi.
–Volvió aquel felino contra
mi, allá por el año cincuenta y ocho. Siempre tuvo mas poder que yo. El muy
estúpido pudo ganar un millón..., los dos pudimos ganarlo, si no hubiera sido
tan altanero y poderoso... ¿Qué ha sido eso?
Era Terror Verde, que había
empezado a rugir aterradoramente.
–¿No has encerrado a ese
maldito tigre? –gritó, casi con voz de falsete, y me sacudió como si fuera un
muñeco de trapo.
– ¡No quiere moverse! –me oí
replicar también a gritos–. Tiene usted que...
Pero él me dio un empujón.
Tropecé con los escalones plegados bajo la puerta de su remolque y caí al
suelo. Con algo entre un sollozo y una maldición, el señor Indrasil pasó por mi
lado, el rostro lleno de ira y temor.
Me levanté y fui tras él
como hipnotizado. Alguna intuición dentro de mi me decía que estaba a punto de
presenciar la representación del último acto.
Fuera del refugio que
proporcionaba el remolque del señor Indrasil, la fuerza del viento era
tremenda. Rugía como un tren de carga a toda velocidad. Me sentía como una
hormiga, una mota, una molécula desprotegida ante aquella atronadora fuerza
cósmica.
Y el señor Legere estaba en
pie junto a la jaula de Terror Verde.
Era como una escena de
Dante. El espacio casi vacío de jaulas dentro del circulo formado por los remolques;
los dos hombres enfrentados y silenciosos, con las ropas y el cabello agitados
por el viento aullador; la hirviente bóveda del cielo; los ondulantes trigales
al fondo, como almas condenadas dobladas por el látigo de Lucifer.
–Ha llegado la hora, Jason
–dijo el señor Legere, con una voz cortante que el viento llevó al otro lado
del claro.
El cabello frenéticamente
agitado del señor Indrasil se alzó alrededor de la lívida cicatriz que le
cruzaba la nuca. Apretó los puños, pero no dijo nada. Yo casi podía percibir
que hacia acopio de su voluntad, de su fuerza vital, de su verdadero
inconsciente, se rodeaba con todo aquello como una corona profana.
Y entonces vi con horror que
el señor Legere desenganchaba el pasadizo de Terror Verde... ¡Y el fondo de la
jaula estaba abierto!
Grité, pero el viento ahogó
mis palabras.
El gran tigre saltó Y pasó
como una flecha por el lado del señor Legere. El señor Indrasil se tambaleó, pero
no echó a correr. Bajó la cabeza Y miró fijamente al tigre.
Y Terror Verde se detuvo.
Volvió su enorme cabeza
hacia el señor Legere, casi dio media vuelta y luego, lentamente, se enfrentó
de nuevo al señor Indrasil. Había en el aire una sensación aterradoramente
palpable de una fuerza dirigida, un revoltijo de voluntades en conflicto
centradas alrededor del tigre. Y las voluntades eran parejas.
Creo que al final fue la
propia voluntad de Terror Verde –su odio al señor Indrasil– lo que inclinó la balanza.
El felino empezó a avanzar,
sus ojos como ardientes faros infemales. Y algo extraño comenzó a sucederle al
señor Indrasil. Parecía plegarse sobre sí mismo, encogerse como un acordeón. La
camisa de seda se deformó, el cabello negro y ondulante se transformó en un
asqueroso bongo alrededor de su cuello.
El señor Legere gritó algo
y, simultáneamente, Terror Verde saltó.
No vi lo que siguió. Un
instante después, una fuerza tremenda me derribó y caí al suelo de espaldas. Tuve
la sensación de que extraían todo el aire de mi cuerpo. Desde un ángulo
absurdamente inclinado tuve un atisbo de una inmensa tromba ciclónica, y
entonces descendió la oscuridad .
Cuando desperté me vi en mi
camastro, detrás de los arcones para guardar el grano en el remolque que servía
como almacén general. Me sentía como si me hubiera aporreado el cuerpo con
mazas de gimnasia acolchadas.
Apareció Chips Baily, con el
rostro cejijunto y pálido. Vio que tenia los ojos abiertos y sonrió aliviado.
–No sabía si ibas a
despertar alguna vez. ¿Cómo estás?
–Dislocado –le dije–.
–¿Que ocurrió?
–¿Cómo llegue aquí?
–Te encontramos al lado del
remolque del señor Indrasil. El tornado casi se te llevó de recuerdo, muchacho.
Al oír el nombre del señor
Indrasil, fluyeron mis espantosos recuerdos.
–¿Dónde esta el señor
Indrasil? ¿Y el señor Legere?
Su mirada se volvió sombría
y empezó a responder con evasivas.
–Habla sin tapujos –le dije,
irguiéndome penosamente sobre un codo–. Tengo que saberlo, Chips. Necesito
saberlo.
Algo en mi rostro debió
decidirle.
–De acuerdo, pero esto no es
exactamente lo que les dijimos a los policías... De hecho, apenas les contamos
nada. Seria estúpido hacer creer que estamos locos. En cualquier caso, Indrasil
se ha ido. Ni siquiera sabia que ese Legere estaba por aquí.
–¿Y Terror Verde?
La mirada de Chips volvió a
oscurecerse.
–Él y otro tigre lucharon a
muerte.
–¿Otro tigre? No hay otro...
–Si, pero encontraron a dos,
tendidos en la sangre de ambos. Ha sido un endiablado estropicio. Se desgarraron
la garganta mutuamente.
–¿Qué..., dónde... ?
–¿Quién sabe? Les dijimos a
los policías que teníamos dos tigres. Así es más sencillo todo.
Y antes de que pudiera decir
otra palabra, Chips me dejó.
Así termina mi relato...,
aunque he de añadir un par de cosas. Recordé las palabras que gritó el señor Legere
antes de que llegara el tornado.
«¡Cuando un hombre y un
animal viven en la misma concha, Indrasil, los instintos determinan el molde!»
La otra cosa es lo que me
mantiene despierto por las noches. Más tarde Chips me lo dijo, sin darle mayor
importancia. Lo que me dijo fue que el extraño tigre tenia una larga cicatriz
en la nuca.
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