EN EL SUBMUNDO DEL TERROR
(Fui un profanador de tumbas adolescente)
CAPÍTULO UNO
Era como una pesadilla. Como
uno de esos sueños irreales de los que te despiertas a la mañana siguiente.
Sólo que esta pesadilla estaba sucediendo de verdad. Delante de mí alcanzaba a
distinguir la linterna de Rankin: un gran ojo amarillo en la sofocante
oscuridad estival. Me tropecé con una lápida y por poco no me desparramo de
bruces. Rankin se volvió hacia mí, siseando un juramento:
—¿Es que quieres
despertar al vigilante, imbécil?
Susurré una
respuesta y continuamos andando sigilosamente. Por fin, Rankin se detuvo y
enfocó el haz de la linterna sobre una lápida recientemente cincelada. En ella
podía leerse:
DANIEL
WHEATHERBY
1899–1962
Reunido con su amada esposa en una
tierra mejor
Sentí que me
ponían una pala en las manos y, repentinamente, estuve seguro de que no podría
hacerlo. Pero entonces recordé al administrador de becas meneando su cabeza y
diciendo: Temo que no podemos darte más
tiempo, Dan. Tendrás que irte hoy mismo. Te ayudaría de alguna forma si
pudiera, créeme...
Excavé en la
todavía blanda tierra y la arrojé por sobre mi hombro. Unos quince minutos
después mi pala entró en contacto con la madera. Ambos nos pusimos a ensanchar
el agujero rápidamente, hasta que la linterna de Rankin reveló el ataúd. Nos
metimos en el pozo y lo izamos.
Atontado,
contemplé cómo Rankin le atizaba a los cerrojos con la pala. Luego de unos
pocos golpes éstos se rompieron y pudimos alzar la tapa. El cadáver de Daniel
Wheatherby nos miró con ojos vidriosos. Sentí que el horror se derramaba
lentamente sobre mí. Siempre creí que los ojos permanecían cerrados cuando uno
estaba muerto.
—No te quedes
allí —susurró Rankin—; son casi las cuatro. ¡Tenemos que largarnos de aquí!
Envolvimos el
cuerpo con una manta y regresamos el ataúd al pozo. Lo tapamos y reemplazamos
el césped, rápido pero cuidadosamente. Dispersamos toda la tierra que nos
sobró.
Para cuando
cargábamos con el cuerpo amortajado de blanco ya los primeros rastros del alba
comenzaban a iluminar el cielo oriental. Atravesamos la valla que bordeaba el
cementerio y nos internamos en el bosque que lo limitaba por el oeste. Rankin
se abrió paso expertamente durante unos cuatrocientos metros hasta que lo
cruzamos y llegamos al automóvil, que seguía estacionado donde lo habíamos
dejado, en una rodada abandonada y cubierta de malezas que alguna vez había
sido un camino. El cadáver fue a parar al baúl. Poco después nos unimos al
flujo de automovilistas que se apresuraban en alcanzar el tren de las seis.
Me contemplaba
las manos como si nunca antes las hubiera visto. La mugre que tenía bajo mis
uñas había estado amontonada sobre el lugar de reposo final de un hombre, menos
de veinticuatro horas atrás. Se sentía inmundo.
La atención de
Rankin se concentraba por entero en la conducción del coche. Al mirarlo
comprendí que el repulsivo acto que acabábamos de cometer no le preocupaba en
lo más mínimo; para él se trataba de un trabajo más. Nos desviamos de la
carretera principal y empezamos a remontar el sinuoso, estrecho y sucio camino.
Y entonces salimos al espacio abierto y pude verla, la mansión victoriana que
se elevaba en la cumbre de la empinada pendiente. Rankin dió la vuelta y sin
decir una palabra enfiló hacia la escarpada roca de un acantilado que se alzaba
durante otros doce metros más, un poco a la derecha de la casa.
Se produjo un
horrendo sonido chirriante y se abrió una parte de la colina lo suficientemente
ancha como para permitir el paso del automóvil. Rankin nos condujo adentro y
apagó el motor. Nos encontramos en una estancia pequeña, con forma de cubo, que
servía como garaje oculto. En ese momento se abrió una puerta al otro extremo y
un hombre alto y rígido se nos acercó.
El rostro de
Steffen Weinbaum parecía una calavera; tenía unos ojos insondables y una piel
que se le tensaba tanto sobre los pómulos que la carne era casi transparente.
—¿Dónde está? —su
voz era profunda, ominosa.
En silencio,
Rankin se bajó y yo lo seguí. Rankin abrió el baúl y sacamos la figura envuelta
en la manta.
Weinbaum asintió
lentamente.
—Bien, muy bien.
Tráiganlo al laboratorio.
CAPÍTULO DOS
Mis padres murieron en un
accidente automovilístico cuando yo tenía trece años. Quedé solo y tendría que
haber ido a parar a un orfanato. Pero el testamento de mi padre reveló que me
había dejado una sustancial suma de dinero, y yo tenía mucha confianza en mí
mismo. Los de asistencia social nunca me rondaron y a los trece años me ví
abandonado en el extraño rol de ser el único inquilino de mi propia casa. Pagué
la hipoteca de la cuenta del banco e intenté estirar los dólares tanto como
fuera posible.
El dinero
escaseaba para cuando tuve dieciocho años y terminé el colegio, pero igual
quise ingresar en la universidad. Vendí la casa por diez mil dólares por
intermedio de un comprador de bienes raíces. A comienzos de septiembre todo se
me vino encima. Recibí una carta muy amable de Erwin, Erwin y Bradstreet,
Abogados. Para ponerlo en el idioma del hombre de la calle, la carta decía que
el departamento comercial en el que mi padre había estado empleado había
llevado una auditoría general de sus libros; parecía que faltaban quince mil
dólares y que tenían pruebas de que mi padre se los había robado. El resto de
la carta simplemente manifestaba que si yo no pagaba los quince mil dólares
iríamos a la corte y que intentarían duplicar aquella cantidad.
Todo aquello me
trastornó y, por esa razón, aquellas preguntas que se me tendrían que haber
ocurrido no lo hicieron. ¿Por qué no descubrieron antes el error? ¿Por qué me
estaban ofreciendo arreglar el asunto sin ir a la corte?
Fui hasta la
oficina de Erwin, Erwin y Bradstreet y discutimos el tema. Para decirlo en
pocas palabras, pagué la suma que me estaban pidiendo y me quedé sin dinero.
Al día siguiente
busqué la firma Erwin, Erwin y Bradstreet en la guía telefónica. No figuraba.
Me dirigí a su oficina y encontré un cartel de Se Alquila en la puerta.
Fue entonces cuando comprendí que había sido estafado como un niño incauto;
cosa que, reflexioné miserablemente, era justo lo que yo era.
A los de la
universidad los engañé durante mis primeros meses, pero finalmente descubrieron
que no había sido convenientemente matriculado.
Ese mismo día
conocí a Rankin en un bar. Fue mi primera experiencia en una taberna. Tenía una
licencia de conducir falsificada, así que pedí los whiskys suficientes como
para emborracharme. Imaginé que lograrlo me llevaría algo así como dos whiskys
puros, ya que nunca antes de aquella noche había tomado más que una botella de
cerveza.
El primero me
sentó bien; el segundo logró que mi problema pareciera más inconsistente. Me
estaba zampando el tercero cuando Rankin entró en el bar.
Se sentó en el
taburete junto al mío y me miró con atención.
—¿Tienes algún
problema? —le pregunté bruscamente.
Rankin sonrió.
—Sí, ando
buscando un ayudante.
—¿Ah, sí? —le
pregunté, interesado—. ¿Te refieres a que quieres contratar a alguien?
—Sí.
—Bien, soy tu
hombre.
Comenzó a decir
algo pero luego cambió de idea.
—Mejor vayamos a
un reservado y conversémoslo, ¿te parece?
Nos dirigimos a
un reservado y comprendí que me estaba arriesgando demasiado. Rankin tiró de la
cortina.
—Así está mejor.
Ahora, ¿quieres un trabajo?
Asentí.
—¿Te preocupa de
qué pueda tratarse?
—No. ¿Cuánto es
la paga?
—Quinientos el
trabajo.
Se evaporó un
poco la niebla rosada que me rodeaba. Algo no andaba bien allí. No me gustó
nada la forma en que usó la palabra «trabajo».
—¿A quién tengo
que matar? —pregunté con una sonrisa poco jovial.
—No tienes que
hacerlo. Pero antes de que pueda decirte de qué se trata, tendrás que hablar
con el señor Weinbaum.
—¿Quién es?
—Es un...
científico.
La niebla se
evaporó más aún. Me levanté.
—Uh-uh. No tengo
interés en servir de conejito de indias. Consíguete a otro flaco.
—No seas idiota
—me dijo—. Nadie te hará daño.
—Bien, vamos
—respondí, en contra de mi buen juicio.
CAPÍTULO TRES
Tras una recorrida por la
casa que incluyó al laboratorio, Weinbaum se refirió al propósito de mi labor.
Vestía un guardapolvo blanco y había algo en él que hacía que me estremeciera
por dentro. Se apoltronó en la sala y me señaló un asiento. Rankin había
desaparecido. Weinbaum me observó con esos ojos penetrantes y una vez más sentí
que me atravesaba una corriente helada.
—Se lo explicaré
de este modo —dijo—; mis experimentos son demasiado complicados como para
describirlos con lujo de detalles, pero están relacionados con la carne humana.
Con carne humana muerta.
Empecé a notar
que sus ojos se iluminaban con llamaradas vacilantes. Parecía una araña lista
para zamparse una mosca, y toda la casa era su tejido. El sol se inflamaba al
oeste, y profundos charcos de sombras se extendían por el cuarto, ocultando su
rostro, pero dejando los relucientes ojos, como si se movieran en la creciente
oscuridad.
Él continuaba
hablando:
—A menudo, las
personas donan sus cuerpos a los institutos científicos para su estudio.
Desafortunadamente soy un hombre que trabaja en solitario, de modo que tengo
que recurrir a otros métodos.
El horror saltó
sonriendo desde las sombras, y por mi mente se filtró la horrible imagen de dos
hombres cavando a la luz de una luna imprecisa. Una pala golpeaba la madera; el
ruido congeló mi alma. Me puse de pie de un salto.
—Creo que puedo
encontrar el camino hasta la puerta, señor Weinbaum.
Se rió
suavemente.
—¿Le comentó
Rankin cuál es la paga por este trabajo?
—No estoy
interesado.
—Mal hecho.
Esperaba que pudiera verlo a mi manera. No le llevaría más de un año ganar el
dinero suficiente como para volver a la universidad.
Me sobresalté,
experimentando la extraña sensación de que aquel hombre estaba escrutando mi
alma.
—¿Cuánto sabe de
mí? ¿Cómo lo averiguó?
—Tengo mis
recursos —rió entre dientes de nuevo—. ¿Va a reconsiderarlo?
Vacilé.
—¿Hacemos la
prueba? —me preguntó suavemente—. Estoy convencido de que ambos podemos llegar
a un mutuo entendimiento.
Tuve la terrible
impresión de estar hablando con el mismísimo diablo, que de algún modo me había
obligado a venderle mi alma.
—Preséntese aquí
a las ocho en punto, pasado mañana a la noche —me dijo.
Así fue como todo
empezó.
En cuanto Rankin
y yo ubicamos el cadáver envuelto de Daniel Wheatherby sobre la mesa del
laboratorio se encendieron unas luces detrás de unos paneles rectangulares que
parecían tanques de vidrio.
—Weinbaum —sin
darme cuenta, había olvidado llamarlo «señor»—; me parece...
—¿Ha dicho algo?
—preguntó, con sus ojos atravesando los míos. El laboratorio pareció alejarse.
Sólo quedábamos nosotros dos, precipitándonos en un submundo repleto de
horrores que estaban más allá de la imaginación.
Rankin entró
vestido con una blanca chaqueta corta, y rompió el hechizo al decir:
—Todo listo,
profesor.
Rankin me detuvo
en la puerta.
—El viernes, a
las ocho.
Un escalofrío
helado y terrible me corrió por la espalda cuando miré hacia atrás. Weinbaum
había tomado un escalpelo y estaba cortando la sábana que cubría el cuerpo.
Ambos me miraron de manera extraña y yo me largué de allí.
Me subí al auto y
rápidamente desanduve el angosto y sucio sendero. No volví la mirada. El aire
era puro y caliente, con una promesa de verano en ciernes. El cielo era azul,
con algodonosas nubes blancas deslizándose por la cálida brisa estival. La
noche anterior parecía una pesadilla, un sueño vago que, como todas las
pesadillas, se vuelve irreal y transparente cuando resplandece la brillante luz
del día. Pero cuando conduje más allá de las verjas de hierro del Cementerio
Crestwood comprendí que no se trataba de un sueño. Cuatro horas atrás mi pala
había removido la tierra que cubría la tumba de Daniel Wheatherby.
Un nuevo
pensamiento me asaltó por primera vez. ¿Qué le estaban haciendo al cuerpo de
Daniel Wheatherby en ese momento? Relegé la pregunta a un profundo rincón de mi
mente y apreté el acelerador. Me concentré en manejar el auto, agradecido por
haber alejado de mi mente, al menos durante un rato, la terrible acción que
había llevado a cabo.
CAPÍTULO CUATRO
El paisaje de California se
borroneaba a medida que aumentaba la velocidad. Los neumáticos chirriaron en
una curva y, cuando salí de ella, varias cosas sucedieron al mismo tiempo.
Vi a una
camioneta imprudentemente estacionada en medio de la línea blanca, a una
muchacha de unos dieciocho años corriendo justo hacia mi auto, y a un hombre
mayor detrás de ella. Clavé los frenos, que explotaron como bombas. Maniobré el
volante y el cielo de California de repente se encontró debajo de mí. Entonces
todo se acomodó y comprendí que había dado una vuelta de campana. Por un
momento quedé aturdido, pero entonces un grito fuerte y chillón, penetrante, me
atravesó la cabeza.
Abrí la puerta y
corrí a toda velocidad por la ruta. El hombre tenía a la muchacha y estaba
arrastrándola hacia la camioneta. Era más fuerte que ella, pero la chica le
estaba arrancando unos centímetros de piel por cada paso que él daba.
El tipo me
descubrió.
—Tú te quedas
donde estás, compañero. Yo soy su tutor.
Me detuve y me
sacudí las telarañas de mi cerebro. Era exactamente lo que él había estado
esperando. Cargó con un puñetazo que me asestó a un lado de la barbilla y me
derribó al suelo. Agarró a la muchacha y prácticamente la arrojó dentro de la
cabina.
Cuando logré
levantarme él ya estaba en el asiento del conductor y haciendo rechinar los
neumáticos. Pegué un salto y me subí al techo justo cuando arrancaba. Por poco
no salí despedido, aunque tuve que arañar como cinco capas de pintura para
poder sujetarme. Entonces extendí un brazo a través de la ventanilla abierta y
lo sujeté del cuello; con una maldición, el tipo me agarró de la mano. Dio un
volantazo, y el camión giró locamente al borde de un empinado terraplén.
Lo último que
recuerdo es la trompa del camión apuntando hacia abajo. Entonces mi
contrincante me salvó la vida al pegarme un tirón del brazo; salí dando
volteretas justo cuando el camión se zambullía por el precipicio.
Aterricé duro,
aunque la piedra en la que aterricé lo era más. Todo se desvaneció.
Algo fresco me
tocó la frente cuando recuperé el sentido. Lo primero que vi fue la luz roja
que destellaba en el techo del auto de aspecto oficial, estacionado junto al
terraplén. Me erguí de repente, y unas manos suaves me empujaron hacia abajo.
Unas manos agradables, las manos de la muchacha que me había metido en este
enredo.
Tenía a un Agente
de la Policía de Carreteras sobre mí, y a una voz oficial que me decía:
—La ambulancia
está en camino. ¿Cómo se encuentra?
—Machucado —le
dije, sentándome de nuevo—. Aunque dígale a la ambulancia que se largue. Estoy
bien.
Intentaba sonar
impertinente. La policía era lo último que necesitaba luego del
"trabajito" de las últimas noches.
—¿Qué puede
decirme sobre esto? —preguntó el policía, sacando una libreta de notas. Antes
de contestarle caminé sobre el terraplén. El estómago me dio un vuelco. La
camioneta estaba enterrada de trompa en el suelo de California, y mi compañero
de boxeo estaba transformando a aquella buena tierra de California en un barro
rojizo con su propia sangre. Yacía grotescamente, con una mitad dentro de la
cabina, y con la otra mitad fuera. Los fotógrafos estaban haciendo sus tomas.
Estaba muerto.
Retrocedí. El
agente de policía me miraba como esperando que vomitara pero, gracias a mi
nuevo trabajo, mi estómago era admirablemente fuerte.
—Yo venía
conduciendo desde el distrito de Belwood —le respondí—, aparecí doblando
aquella curva…
Le conté el resto
de la historia con la ayuda de la muchacha. Justo cuando terminé llegó la
ambulancia. A pesar de mis protestas y de las de mi todavía anónima amiga,
fuimos empujados a la parte trasera.
Dos horas después
teníamos el visto bueno de salud por parte del agente de policía y de los
doctores, y nos pidieron que testimoniáramos en las pesquisas de la semana
siguiente.
Encontré mi
automóvil en el bordillo. Se encontraba un poco peor que antes, aunque las
ruedas reventadas habían sido reemplazadas. ¡En el salpicadero había una
factura que daba cuenta de los gastos del camión grúa, de los neumáticos, y del
escuadrón de limpieza! Ascendía a casi doscientos cincuenta dólares; la mitad
del cheque por el trabajo de la noche anterior.
—Pareces
preocupado —dijo la chica.
Me volví hacia
ella.
—Um, sí. Bien, ya
que esta mañana casi nos asesinan juntos, ¿qué te parece si me dices cómo te
llamas y vamos a almorzar a algún lado?
—De acuerdo —dijo
ella—. Mi nombre es Vicki Pickford. ¿Y el tuyo?
—Danny —respondí
inexpresivamente mientras nos apartábamos del bordillo. Cambié de tema con rapidez—.
¿Qué sucedió esta mañana? Le escuché decir a ese tipo que era tu tutor...
—Sí —confirmó.
Me reí.
—Mi nombre es
Danny Gerad. Te enterarás por los diarios vespertinos.
Ella sonrió
gravemente.
—De acuerdo. Era
mi custodio. También era un borrachín y un tipo despreciable.
Sus mejillas se
tiñeron de rojo. La sonrisa desapareció.
—Lo odiaba, y me
alegro de que haya muerto.
Me echó una
mirada cortante y por un instante vislumbré el húmedo brillo del miedo en sus
ojos; luego recuperó su autocontrol. Estacionamos y comimos el almuerzo.
Cuarenta minutos
después pagué la cuenta con mi dinero recientemente adquirido y regresamos al
auto.
—¿Hacia dónde?
—pregunté.
—Motel
Bonaventure —dijo ella—. Es donde estoy parando.
Ella notó un
sobresalto de curiosidad en mis ojos y suspiró.
—Está bien,
estaba huyendo. Mi tío David me encontró e intentó arrastrarme de vuelta a
casa. Cuando le dije que no iría me metió en la camioneta. Estábamos pasando
esa curva cuando le arrebaté el volante de las manos. Entonces llegaste tú.
Se encerró en sí
misma como una almeja y no intenté obtener más nada de ella. Había algo extraño
en su historia; no quise presionarla. La acerqué hasta la playa de
estacionamiento y apagué el motor.
—¿Cuándo puedo
verte de nuevo? —pregunté—. ¿Qué tal si vemos una película mañana?
—Seguro
—contestó.
—Pasaré a
buscarte a las siete y media —le dije y me alejé, reflexionando pensativamente
en los eventos que me habían ocurrido en las últimas veinticuatro horas.
CAPÍTULO CINCO
Cuando entré en el
departamento el teléfono estaba sonando. Lo descolgué y tanto Vicki como el
accidente y el luminoso mundo laboral de la California suburbana se fundieron
en un submundo de sombras, de seres fantasmas. La voz que susurraba fríamente
en el receptor era la de Weinbaum.
—¿Problemas?
—inquirió con suavidad, aunque había un tono ominoso en su voz.
—Tuve
un accidente —le contesté.
—Leí acerca de
eso en el diario… —la voz de Weinbaum se arrastró. El silencio descendió sobre
nosotros durante un momento y luego dije:
—¿Eso significa
que me está descartando?
Esperé que dijera
que sí; yo no tenía la valentía suficiente para renunciar.
—No —respondió
con suavidad—, tan sólo quería asegurarme de que no reveló nada sobre el...
trabajo... que está realizando para mí.
—Pues bien, no lo
hice —le dije lacónicamente.
—Mañana a la
noche —me recordó—. A las ocho.
Hubo un click y
luego el tono de discar. Me estremecí y colgué el receptor. Tenía la
extrañísima sensación de acabar de cortar una comunicación con la tumba.
La mañana
siguiente a las siete y media en punto pasé a buscar a Vicki por el Motel
Bonaventure. Ella estaba ataviada con un vestido que le daba un aspecto
estupendo. Le silbé por lo bajo; ella se ruborizó encantadoramente. No hablamos
del accidente.
La película era
buena y nos tomamos de la mano parte del tiempo, comimos palomitas de maíz
parte del tiempo, y nos besamos una o dos veces. Todo aquello en una tarde
agradable.
El segundo
detalle importante sucedió llegando al climax de la película, cuando un
acomodador bajó por el pasillo.
Se detenía en
cada fila y parecía irritado. Finalmente se plantó en la nuestra. Barrió la
fila de asientos con el haz de la linterna y preguntó:
—¿El señor Gerad?
¿Daniel Gerad?
—¿Sí? —pregunté,
sintiendo la culpa y el miedo corriendo a través de mí.
—Hay un caballero
en el teléfono, señor. Dice que es una cuestión de vida o muerte.
Vicki me miraba
sobresaltada mientras yo seguía al acomodador apresuradamente. Alertaron a la policía. Mentalmente tomé
nota de mis únicos parientes vivos. La tía Polly, la abuela Phibbs y mi tío
abuelo Charlie; hasta donde yo sabía todos ellos seguían con vida.
Podrían haberme
derribado con una pluma cuando levanté el receptor y escuché la voz de Rankin.
Habló
rápidamente, con una cruda señal de miedo en su voz:
—¡Ven aquí, ahora
mismo! Necesitamos...
Había sonidos de
lucha, un grito ahogado, luego un chasquido y el tono vacío del discado.
Colgué y regresé
a toda prisa junto a Vicki.
—Ven —le dije.
Me siguió sin
preguntarme nada. Al principio pensé en conducir hasta el motel, pero el grito
ahogado me hizo decidir que se trataba de una emergencia. Ni Rankin ni Weinbaum
me gustaban, pero sabía que tenía que ayudarlos.
Nos largamos.
—¿De qué se
trata? —preguntó Vicki ansiosamente, mientras yo pisaba el acelerador y hacía
patinar el automóvil.
—Mira —le dije—,
algo me dice que tienes tus propios secretos con respecto a tu tutor; yo
también tengo los míos. Por favor, no preguntes.
Ella no volvió a
hablar.
Tomé posesión de
la senda de paso. El velocímetro subió de ciento veinte a ciento treinta,
continuó aumentando y tembló al borde de los ciento cuarenta. Entré en el
desvío en dos ruedas, y el auto se zarandeó, se aferró al piso y empezó a volar
por el sendero.
Podía ver la
casa, siniestra y lúgubre contra el cielo encapotado. Detuve el auto y me
encontré afuera en un segundo.
—Espera aquí —le
grité a Vicky por sobre mi hombro.
Había una luz
encendida en el laboratorio; abrí la puerta violentamente. Estaba vacío pero
arrasado. El lugar era un lío de tubos de ensayo rotos, aparatos destrozados y,
sí, unas manchas sangrientas que cruzaban la puerta entornada que llevaba al
garaje en sombras. Entonces advertí el líquido verde que fluía por el suelo en
pegajosos riachuelos. Por primera vez noté que se había roto uno de los
diversos tanques. Caminé por encima de los otros dos. Las luces que tenían
adentro estaban apagadas, y los paneles que los cubrían no dejaban ver qué
podrían haber tenido dentro o, ya que estamos, qué era lo que todavía tenían.
No tenía tiempo
para andar mirando. No me gustó nada la vista de la sangre, todavía fresca y
sin coagular, que se dirigía a la puerta delantera del garaje. Abrí la puerta
con cuidado y entré en el garaje. Estaba oscuro y no sabía dónde buscar el
interruptor de la luz. Me maldije por no traer la linterna que guardaba en la
guantera. Me adelanté unos pocos pasos y me di cuenta de que una corriente de
aire frío me soplaba contra la cara; avancé hacia ella.
La luz del
laboratorio arrojaba un dorado pozo de luz a todo lo largo del suelo del
garaje, aunque no llegaba a alumbrar nada en esa espesa negrura. Regresaron
todos mis infantiles miedos a la oscuridad. Una vez más me introduje en esos
reinos del terror que sólo un niño puede llegar a conocer. Comprendí que la sombra que me espiaba desde
la oscuridad no podría disiparse con ninguna luz brillante.
De repente, mi
pie derecho pisó el vacío. Adiviné que la corriente de aire provenía de una
escalera en la que casi me había caído. Lo debatí durante un momento, pero
luego me volví y atravesé de prisa el laboratorio y corrí hacia el auto.
CAPÍTULO SEIS
Vicki se me vino encima en
cuanto abrí la puerta del auto.
—¿Danny, qué
estás haciendo aquí?
Su tono de voz me
hizo mirarla con atención. Su rostro se veía aterrorizado bajo el enfermizo
resplandor de la luz.
—Trabajo en este
lugar —expliqué brevemente.
—Al principio no
advertí donde nos encontrábamos —dijo ella, con lentitud—. Sólo una vez estuve
aquí.
—¿Has estado aquí
antes? —exclamé— ¿Cuándo? ¿Y por qué?
—Una noche —dijo
reservadamente—, le traje la comida al tío David. Se la había olvidado.
El nombre hizo
sonar una campanilla en mi mente. Ella comprendió que yo intentaba recordar de
quién se trataba.
—Mi tutor
—explicó—. Quizás lo mejor sería que te cuente toda la historia. Probablemente
sepas que no se suele designar como tutor a las personas que tienen problemas
con la bebida. Bien, el tío David no siempre los tuvo. Hace cuatro años, cuando
papá y mamá murieron en un choque de trenes, el tío David era la persona más
amable que te puedas imaginar. La corte lo designó como mi tutor hasta que yo
llegara a la mayoría de edad, con mi sustento completo.
Se quedó callada
durante un momento, reviviendo sus recuerdos, y la expresión que le cruzó por
los ojos no fue nada agradable; luego continuó el relato.
—Hace dos años
cerró la compañía en la que trabajaba como vigilante nocturno, y mi tío se
quedó sin trabajo. Estuvo desempleado durante casi año y medio. Comenzamos a
desesperarnos, con tan sólo los cheques de asistencia social para alimentarnos
y con la universidad amenazando con suspenderme. Entonces consiguió un trabajo.
Era bien pago y originaba sumas fabulosas. Solía bromear sobre los bancos que
había tenido que robar. Una noche él me miró y me dijo: «No se trata de
bancos».
Sentí que el
miedo y la culpa me daban golpecitos en el hombro con unos dedos fríos. Vicki
siguió hablando.
—Comenzó a
volverse irritable. Empezó a traer whisky a la casa y a emborracharse. Me
esquivaba en las ocasiones en que le preguntaba por su trabajo. Una noche me
dijo que dejara de molestarlo y que me metiera en mis propios asuntos.
»Lo vi
derrumbarse delante de mis propios ojos. Hasta que una noche se le escapó un
nombre; Weinbaum, Steffen Weinbaum. Un par de semanas después olvidó llevarse
su comida de medianoche. Busqué el nombre en la guía telefónica y se la llevé.
Se puso terriblemente furioso, como nunca lo había visto.
»En las semanas
que siguieron se quedaba más y más tiempo en esta casa horrible. Una noche,
cuando volvió a casa, me pegó. Yo decidí escapar. El tío David que conocía
estaba muerto, al menos para mí. Pero me atrapó... y entonces llegaste tú.
Se quedó callada.
Me estremecí de
la cabeza a los pies. Tenía una idea bastante aproximada acerca de qué fue lo
que hizo el tío de Vicki para ganarse la vida. La época en la que Rankin me
había contratado coincidía con aquella en la que el tutor de Vicki perdiera el
control. En ese instante estuve a punto de arrancar el auto y largarme, a pesar
de la salvaje carnicería del laboratorio, a pesar de la escalera secreta, incluso
a pesar del reguero de sangre en el piso. Pero entonces un grito lejano y débil
llegó hasta nosotros. Manoteé el botón del compartimiento de la guantera, metí
la mano dentro, y la revolví hasta encontrar la linterna.
La mano de Vicki
me apretó el brazo.
—No, Danny. Por
favor, no lo hagas. Sé que algo terrible está pasando aquí. ¡Condúcenos lejos
de eso!
El grito sonó de
vuelta, esta vez más debilitado, y tomé una determinación: agarré la linterna.
Vicki me adivinó la intención.
—Muy bien, iré
contigo.
—Uh-uh —dije—. Tú
te quedas aquí. Tengo el presentimiento de que hay algo... suelto allí afuera.
Tú te quedas aquí.
Volvió al asiento
de mala gana. Cerré la puerta y regresé corriendo al laboratorio. Entré de
nuevo al garaje, sin detenerme. La linterna alumbró el agujero oscuro donde la
pared se había deslizado para revelar la escalera. Con la sangre
tamborileándome densamente en las sienes, me aventuré allí abajo. Fui contando
los escalones, apuntando con la linterna hacia las anodinas paredes, hacia la
impenetrable oscuridad de las profundidades.
—Veinte,
veintiuno, veintidós, veintitrés...
Al llegar al
treinta, la escalera se convirtió repentinamente en un corto pasadizo. Empecé a
atravesarlo sigilosamente, deseando tener a mano un revólver o incluso un cuchillo
que me hiciera sentir un poco menos desnudo y vulnerable.
De repente un
grito, terrible y colmado de miedo, resonó en la oscuridad que tenía enfrente.
Era el sonido del terror, el sonido de un hombre enfrentado con algo salido de
los más profundos fosos del horror. Comencé a correr. Mientras lo hacía advertí
que la fría corriente de aire me estaba soplando directamente en la cara.
Supuse que el túnel debía dar al exterior. Y entonces me tropecé con algo.
Era Rankin,
tirado en el charco de su propia sangre; sus ojos contemplaban el techo con un
horror vidrioso. La parte trasera de su cabeza estaba aplastada.
Delante de mí
escuché el disparo de una pistola, una maldición, y otro grito. Corrí hacia
allí y por poco me caigo de bruces al tropezar con unos nuevos escalones. Al
subirlos distinguí, allá arriba, una escalera vagamente enmarcada contra una
abertura cubierta con malezas. Las hice a un lado y me encontré con un cuadro
sorprendente: silueteada contra el cielo, una figura alta que sólo podía ser de
Weinbaum, con un revólver colgándole de una mano, y mirando hacia el suelo en
sombras. Incluso las nubes, que se habían abierto brevemente para dejar pasar
la luz de las estrellas, volvieron a cerrarse.
Él me escuchó y
se dio vuelta con prontitud, con sus ojos vidriosos como linternas rojas en la
oscuridad.
—Oh, es usted,
Gerad.
—Rankin está
muerto —le dije.
—Lo sé
—respondió—. Usted podría haberlo evitado llegando un poco más rápido.
—Oh, cállese —le
contesté, enojado—. Me apuré...
Fui interrumpido
por un sonido que, desde entonces, me ha venido persiguiendo en mis pesadillas,
un horroroso sonido maullante, como si se tratara del grito de dolor de alguna
rata gigantesca. Por el rostro de Weinbaum vi pasar el reconocimiento, el
miedo, y finalmente un parpadeo de determinación, todo en cuestión de segundos.
Me sentí profundamente aterrorizado.
—¿Qué es eso?
—pregunté con la voz estrangulada.
Como al descuido,
con toda su afectada indiferencia, barrió el fondo del pozo con el haz de luz,
y alcancé a notar que su mirada se apartaba de algo.
La cosa maulló de
nuevo y experimenté otro espasmo de miedo. Estiré el cuello para poder ver qué
clase de horror yacía en aquel pozo, un horror capaz de lograr que incluso
Weinbaum gritara de abyecto terror. Y justo antes de que pudiera verlo, un
horrible alarido de espanto se alzó y desplomó desde el difuso contorno de la
casa.
Weinbaum dejó de
alumbrar el pozo con su linterna y la apuntó contra mi cara.
—¿Quién fue? ¿Con
quién vino usted? —preguntó.
Pero yo tenía mi
propia linterna encendida, de modo que volví a atravesar corriendo el pasadizo,
con Weinbaum pegado a mis talones. Había reconocido el grito. Ya lo había oído
antes, cuando una muchacha asustada casi se abalanza contra mi auto mientras
huía de su maniático tutor.
¡Vicki!
CAPÍTULO SIETE
Escuché que Weinbaum ahogaba
un grito cuando entramos en el laboratorio. El lugar estaba inundado del
líquido verde. ¡Los otros dos recipientes estaban rotos! Sin detenerme,
transpuse los recipientes destruídos y vacíos y salí por la puerta. Weinbaum no
me siguió.
No había nadie en
el coche; la puerta del lado del pasajero estaba abierta. Barrí el suelo con la
luz de mi linterna. Aquí y allá se veían las huellas de una chica que calzaba
tacones altos, una chica que tenía que ser Vicki. El resto de las huellas
fueron borradas por algo monstruoso; vacilo al intentar considerarla una
huella. Era más bien como si algo grande se hubiera arrastrado en dirección al
bosque. Su enormidad quedó demostrada, además, cuando descubrí los arbolillos
quebrados y la maleza aplastada.
Volví corriendo
al laboratorio, donde Weinbaum estaba sentado con la cara pálida y estirada,
contemplando los tres tanques vacíos y destrozados. El revólver estaba sobre la
mesa; me apoderé de él y me dirigí hacia la puerta.
—¿Adónde se
piensa que va con eso? —interpeló, poniéndose de pie.
—Afuera, en busca
de Vicki —gruñí—. Y si llega a estar herida o... —no terminé la frase.
Me precipité en
la aterciopelada oscuridad de la noche. Me zambullí en el bosque con la pistola
en una mano y la linterna en la otra, siguiendo el sendero trazado por algo en
lo que no quería pensar. La pregunta vital que me ardía en la mente era si
tenía a Vicki o si aún la estaba arrastrando. Si la tenía en su poder…
Mi pregunta fue
respondida por un grito agudo que no sonó demasiado lejos de mí.
Salí corriendo,
más rápidamente ahora, cuando de repente aparecí en un claro.
Quizás sea porque
quiero olvidarlo, o tal vez sólo porque la noche era oscura y comenzaba a
ponerse brumosa, pero lo cierto es que tan solo puedo recordar cómo Vicki
apareció a la luz de mi linterna, corriendo hacia mí, para enterrar su cabeza
contra mi hombro y sollozar.
Una enorme sombra
se me acercó maullando de manera asquerosa, volviéndome casi loco del terror.
Atropelladamente, escapamos de aquel horror en la oscuridad, de regreso a las
reconfortantes luces del laboratorio, lejos del nunca visto terror que acechaba
en la negrura. Mi cerebro, enloquecido por el miedo, me decía que si sumabas
dos y dos obtenías un cinco.
Los tres tanques
habían contenido tres cosas provenientes de los más oscuros abismos de una
mente retorcida. Una había escapado; Rankin y Weinbaum la persiguieron. Había
matado a Rankin, pero Weinbaum la hizo caer en el pozo disimulado. La segunda
cosa se debatía ahora torpemente en el
bosque, y de repente recordé que, fuera lo que fuese, era muy grande y le había
llevado bastante tiempo arrastrarse hasta allí. Entonces comprendí que había
retenido a Vicki en una hondonada. ¡Había llegado al fondo... con mucha
facilidad! Pero, ¿y volver a escalarla? Estaba casi seguro de que no podría
lograrlo.
Dos de ellas se
encontraban fuera del juego. Pero, ¿dónde estaba la tercera? Mi pregunta fue
respondida en ese preciso instante por un grito proveniente del laboratorio. Y
por un… maullido.
CAPÍTULO OCHO
Corrimos hasta la puerta del
laboratorio y la abrimos. Estaba vacío; los gritos y los terribles sonidos
maullantes provenían del garaje. Llegué a la puerta, y desde aquel entonces he
estado agradecido de que Vicki se quedara en el laboratorio y se ahorrara la
visión que me ha despertado de mil espantosas pesadillas.
El laboratorio
estaba en sombras y lo único que podía distinguir era una enorme mancha
moviéndose perezosamente. ¡Y los alaridos! Gritos de terror, los gritos de un
hombre que se está enfrentando a un monstruo salido de los abismos del
infierno. Algo maullaba espantosamente y parecía jadear complacido.
Mi mano se movió
en busca de la llave de la luz. ¡Allí estaba, la encontré! La luz inundó el cuarto,
iluminando un cuadro de horror que era el resultado del asunto de la tumba en
el que había participado, tanto el tío muerto como yo.
Un gusano grande
y blanquecino se retorcía en el suelo del garaje, reteniendo a Weinbaum con sus
ventosas extendidas, alzándolo hacia esa boca rosa y goteante de la que
provenían los desagradables maullidos. Las venas, rojas y pulsantes,
sobresalían bajo su carne viscosa, y millones de diminutos gusanos serpenteaban
en las vasos sanguíneos, en la piel, incluso formaban un gran ojo que me miró
fijamente. Un inmenso gusano, compuesto de centenares de millones de gusanos,
los festejantes de la carne muerta que Weinbaum había utilizado tan
desvergonzadamente.
Inmerso en el
submundo del terror, disparé el revólver una y otra vez. La cosa maulló y se
convulsionó.
Weinbaum gritó
algo mientras era arrastrado inexorablemente hacia la boca que esperaba. Aunque
no podía creerlo, logré entenderle por sobre el horroroso sonido que producía
la criatura.
—¡Dispárele! ¡Por
el amor del cielo, dispárele!
Entonces noté los
pegajosos charcos de líquido verde que, provenientes del laboratorio, se
rebalsaban sobre el suelo. Me puse a buscar mi encendedor, lo encontré y lo
accioné frenéticamente. De repente recordé que había olvidado cambiarle la
piedra. De modo que busqué la cajita de fósforos, saqué uno y con aquél encendí
todos los demás. Lo hice justo cuando Weinbaum gritaba por última vez.
Distinguí su cuerpo a través de la translúcida piel de la criatura, que aún se
sacudía mientras miles de gusanos se le pegaban como sanguijuelas. Sintiendo
náuseas, arrojé los fósforos encendidos en el rezume verde. Era inflamable, tal
como lo imaginaba. Estalló en llamas resplandecientes. La criatura se enroscó
en una asquerosa pelota de carne pulsante y podrida.
Me volví y salí a
los trompicones hasta donde se encontraba Vicki, pálida y temblorosa.
—¡Vamos! —le
dije—; salgamos de aquí! ¡Todo el lugar va a arder!
Nos abalanzamos
dentro del auto y nos alejamos a toda velocidad.
CAPÍTULO NUEVE
No queda mucho por agregar.
Imagino que habrán leído todo lo referente al fuego que arrasó el distrito
residencial Belwood de California, y que barrió con casi veinte kilómetros
cuadrados de bosques y casas residenciales. No podría sentirme demasiado mal
acerca de aquel incendio. Calculo que cientos de personas habrían sido
exterminadas por las gigantescas cosas-gusano que Weinbaum y Rankin estaban
engendrando. Volví a aquel lugar en el auto, luego del incendio. Todo estaba
lleno de ruinas carbonizadas. No quedaban restos reconocibles del horror contra
el que luchamos esa última noche, y, tras buscar durante un rato, encontré un
armario de metal. Adentro tenía tres cuadernos de anotaciones.
Uno de ellos era
el diario de Weinbaum. Lo leí con detenimiento. Revelaba que estaban
experimentando con la carne muerta, exponiéndola a los rayos gamma. Un día
observaron una cosa extraña: algunos de los gusanos que se arrastraban sobre la
carne estaban creciendo, agrupándose. Con el tiempo fueron creciendo juntos,
formando tres grandes gusanos por separado. Quizás la bomba radiactiva había
acelerado la evolución.
No lo sé.
Además, no quiero
saberlo.
Supongo que, en
cierto modo, tuve algo que ver con la muerte de Rankin; la carne del cadáver
cuya tumba yo mismo había profanado quizás había alimentado a la misma criatura
que lo terminó matando.
Vivo con ese
pensamiento. Pero creo que puede haber un perdón. Me estoy esforzando por
conseguirlo. O, más bien, ambos nos estamos esforzando.
Vicki y yo.
Juntos.
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