La lucha contra el
demonio
(Hölderlin · Kleist · Nietzsche)
INDICE
Introducción
HÖLDERLIN
- La pléyade sagrada
- Infancia,
- La imagen del poeta,
- La misión del poeta
- El mito de la poesía
- Faetón o el entusiasmo
- Entrada en el mundo
- Encuentro peligroso
- Diotima
- El ruiseñor canta en las tinieblas
- Hyperion
- La muerte de Empédocles
- Las poesías de Hölderlin
- Caída en el infinito
- Tinieblas de púrpura
- Scardanelli
- Resurrección
-
HEINRICH VON KLEIST
- El perseguido
- El inescrutable
- Plan de vida
- Ambición
- La necesidad del drama
- El mundo y su esencia
- El narrador
- El último lazo
- Pasión de muerte
FRIEDRICH NIETZSCHE
- Tragedia sin personajes
- Doble retrato
- Apología de la enfermedad
- El Don Juan del conocimiento
- Pasión de sinceridad
- Hacia sí mismo
- Descubrimiento del sur
- El refugio en la música
- La séptima soledad
- La danza sobre el abismo
- El educador para la libertad
INTRODUCCIÓN
Cuanto más difícilmente se libera un hombre,
tanto más logra conmover nuestro sentimiento
humano.
CONRAD FERDINAND MEYER
En la presente obra, lo mismo que en la anterior trilogía titulada Tres maestros,
se exhiben tres retratos de poetas unidos por una íntima afinidad; pero esta afinidad
no debe tomarse más que como algo alegórico. No trato de buscar fórmulas
para lo espiritual, sino que plasmo espiritualidades. Si en mis libros, con toda intención,
coloco siempre unos retratos junto a los otros, lo hago para lograr un
efecto pictórico, como lo hace el pintor que, buscando efectos de luz y de
contraluz, logra poner de manifiesto, por medio del contraste, cualidades y
analogías que de otro modo quedarían ocultas. Siempre me ha parecido la
comparación un elemento creador de gran eficacia, y hasta me gusta como
método, ya que puede ser usado sin necesidad de forzarse; así como las
fórmulas empobrecen, la comparación enriquece, pues realza los valores, dando
una serie de reflejos que, alrededor de las figuras, forman como un marco de
profundidad en el espacio. Ese secreto plástico lo sabía ya Plutarco, ese antiguo
creador de retratos, quien, en sus Vidas paralelas, presenta siempre un
personaje romano a la par que uno griego, para que así, detrás de la
personalidad, pueda verse de modo más claro su proyección espiritual, es decir,
el tipo. Algo parecido a lo que perseguía ese ilustre escritor antiguo dentro de la
biografía histórica, lo intento alcanzar yo en la presentación literaria de
personajes. Esos dos volúmenes son los primeros de una serie en proyecto que
llamaré: Los constructores del mundo, Tipología del espíritu. Nada, sin embargo,
más lejos de mi intención que querer ver un rígido sistema en el mundo de los
genios. Psicólogo por pasión, plasmador de la voluntad creadora, realizo
solamente mis aficiones dejándome arrastrar por aquellas figuras que más
profundamente me atraen. Así pues, por mis tendencias, queda creada una valla
opuesta a toda idea de delimitación. No lo lamento, pues lo fragmentario sólo
asusta a aquel que cree en sistemas dentro de las fuerzas creadoras y que,
orgullosamente, se imagina que el mundo del espíritu, mundo infinito, puede ser
encerrado dentro de un círculo; a mí, por el contrario, lo que me atrae de ese
vasto plan es precisamente eso: que no tiene límites, porque toca al infinito. Y
así, lentamente pero con pasión, seguiré elevando ese edificio que empecé al
azar, con mis manos llenas de curiosidad, en la incertidumbre del tiempo que,
como un pedazo de cielo, se cierne sobre nuestra vida.
Las tres épicas figuras de Hölderlin, Kleist y Nietzsche tienen extrañas
afinidades en los destinos de su existencia. Los tres, arrancados de su propio
ser por una fuerza poderosísima y en cierto modo ultramundana, son arrojados a
un calamitoso torbellino de pasión. Los tres terminan prematuramente su vida,
con el espíritu destrozado y un mortal envenenamiento en los sentidos. Los tres
terminan en la locura o en el suicidio. Los tres parece que viven bajo el mismo
signo del Horóscopo. Los tres pasan por el mundo cual rápido y luminoso
meteoro, ajenos a su época, incomprendidos por su generación, para
sumergirse después en la misteriosa noche de su misión. Ignoran adónde van;
salen del Infinito para hundirse de nuevo en el Infinito y, al pasar, rozan apenas
el mundo material. Domina en ellos un poder superior a su propia voluntad, un
poder no humano en el que se sienten aprisionados. Su voluntad no rige (llenos
de angustia, lo reconocen ellos mismos en momentos de clarividencia). Son
esclavos. Son posesos (en todo el sentido de la palabra) del poder del demonio.
Demonio, demoníaco. Estas palabras han sufrido ya tantas interpretaciones
desde su primitivo sentido misticorreligioso en la antigüedad, que se hace
necesario revestirlas de una interpretación personal. Llamaré demoníaca a esa
inquietud innata, y esencial a todo hombre, que lo separa de sí mismo y lo
arrastra hacia lo infinito, hacía lo elemental. Es como sí la Naturaleza hubiese
dejado una pequeña porción de aquel caos primitivo dentro de cada alma y esa
parte quisiera apasionadamente volver al elemento de donde salió: a lo ultra
humano, a lo abstracto. El demonio es, en nosotros, ese fermento atormentador
y convulso que empuja al ser, por lo demás tranquilo, hacia todo lo peligroso,
hacia el exceso, al éxtasis, a la renunciación y hasta a la anulación de sí mismo.
En la mayoría de las personas, en el hombre medio, esa magnífica y peligrosa
levadura del alma es pronto absorbida y agotada; sólo en momentos aislados,
en la crisis de la pubertad o en aquellos minutos en que por amor o simple
instinto genésico ese cosmos interior entra en ebullición, sólo entonces domina
hasta en las existencias burguesas más triviales y, sobre el alma, reina ese
poder misterioso que sale del cuerpo, esa fuerza gravitante y fatal. Por lo demás,
el hombre comedido anula esa presión extraña, la sabe cloroformizar por medio
del orden, porque el burgués es enemigo mortal del desorden dondequiera que
lo encuentre: en sí mismo o en la sociedad. Pero en todo hombre superior, y
más especialmente si es de espíritu creador, se encuentra una inquietud que le
hace marchar siempre hacia adelante, descontento de su trabajo. Esta inquietud
mora en todo «corazón elevado que se atormenta» (Dostoievsky); es como un
espíritu inquieto que se extiende sobre el propio ser como un anhelo hacia el
Cosmos. Todo cuanto nos eleva por encima de nosotros mismos, de nuestros
intereses personales y nos lleva, llenos de inquietud, hacia interrogaciones
peligrosas, lo hemos de agradecer a esa porción demoníaca que todos llevamos
dentro. Pero ese demonio interior que nos eleva es una fuerza amiga en tanto
que logramos dominarlo; su peligro empieza cuando la tensión que desarrolla se
convierte en una hipertensión, en una exaltación; es decir, cuando el alma se
precipita dentro del torbellino volcánico del demonio, porque ese demonio no
puede alcanzar su propio elemento, que es la inmensidad, sino destruyendo
todo lo finito, todo lo terrenal, y así el cuerpo que lo encierra se dilata primero,
pero acaba por estallar por la presión interior. Por eso se apodera de los
hombres que no saben domarlo a tiempo y llena primero las naturalezas demoníacas
de terrible inquietud; después, con sus manos poderosísimas, les arranca
la voluntad, y así ellos, arrastrados como un buque sin timón, se precipitan
contra los arrecifes de la fatalidad. Siempre es la inquietud el primer síntoma de
ese poder del demonio; inquietud en la sangre, inquietud en los nervios,
inquietud en el espíritu. (Por eso se llama demonios a esas mujeres fatales que
llevan en sí la perdición y la intranquilidad.) Alrededor del poseso sopla siempre
un viento peligroso de tormenta, y por encima de él se cierne un siniestro cielo,
tempestuoso, trágico, fatal.
Todo espíritu creador cae infaliblemente en lucha con su demonio, y esa lucha
es siempre épica, ardorosa y magnífica. Muchos son los que sucumben a esos
abrazos ardientes -como la mujer al hombre-; se entregan a esa fuerza
poderosa, se sienten penetrar, llenos de felicidad, para ser inundados del licor
fecundante. Otros lo dominan con su voluntad de hombre, y a veces ese abrazo
de amorosa lucha se prolonga durante toda la vida. Ahora bien, en el artista, esa
lucha heroica y grandiosa se hace visible, por decirlo así, en él y en su obra; y,
en lo que crea, está viva y palpitante, llena de cálido aliento, la sensual vibración
de esa noche de bodas de su alma con el eterno seductor. Sólo al que crea algo
le es dado trasladar esa lucha demoníaca desde los oscuros repliegues de su
sentimiento a la luz del día, al idioma. Pero es en los que sucumben en esa
lucha en quienes podemos ver más claramente los rasgos pasionales de la
misma, y principalmente en el tipo del poeta que es arrebatado por el demonio;
por eso he escogido aquí las tres figuras de Hölderlin, Kleist y Nietzsche como
las más significativas para los alemanes, pues cuando el demonio reina como
amo y señor en el alma de un poeta, surge, cual una llamarada, un arte
característico: arte de embriaguez, de exaltación, de creación febril, un arte
espasmódico que arrolla al espíritu, un arte explosivo, convulso, de orgía y de
borrachera, el frenesí sagrado que los griegos llamaron pavta y que se da sólo
en lo profético o en lo pítico.
El primer signo distintivo de ese arte es lo ilimitado, lo superlativo del mismo;
un deseo de superación y un impulso hacia la inmensidad, que es adonde quiere
llegar el demonio, porque allí está su elemento, el mundo de donde salió.
Hólderlin, Kleist y Nietzsche son como Prometeos que se precipitan llenos de
ardor contra las fronteras de la vida, de una vida que, rebelde, rompe los moldes
y en el colmo del éxtasis acaba por destruirse a sí misma. En sus ojos brilló la
mirada del demonio, y éste habló por sus labios. Sí, él habla por sus labios
dentro de su cuerpo destruido y su espíritu apagado. Nunca se ve más
claramente al demonio que albergaba en su ser que cuando puede ser atisbado
a través de su alma destrozada por el tormento, rota en terrible crispación, y es a
través de sus desgarraduras como se ven las oscuras sinuosidades donde se
esconde el terrible huésped. En esos tres personajes se hace visible, de pronto,
el terrible poder del demonio, que antes estuvo en cierto modo oculto, y ello
sucede precisamente cuando su espíritu sucumbe.
Para hacer resaltar mejor las características misteriosas del poeta poseso, he
seguido mi método comparativo y he contrastado a esos tres héroes clásicos
con otra figura. Pero lo opuesto al alado poeta demoníaco no es en modo alguno
el no demoníaco; no, no hay verdadero arte que no sea demoníaco y que no
proceda, como un susurro, de lo ultra terrenal. Nadie lo ha afirmado de modo tan
rotundo como Goethe, el enemigo por antonomasia del poder del demonio, el
que estuvo siempre alerta frente a ese poder, cuando dice a Eckermann, refiriéndose
a esa cuestión: «Todo lo creado por el arte más elevado, todo
aperçu..., no procede del poder humano; está por encima de lo terrenal.» Y así
es: no hay arte grande sin inspiración, y la inspiración llega inconscientemente
del misterioso más allá y está por encima de nuestra ciencia. Yo veo, pues, en
contraposición al espíritu exaltado, arrastrado fuera de sí mismo por su propia
exuberancia, frente al espíritu que no conoce límites, veo, digo, al poeta que es
amo de sí mismo y que, con su voluntad humana, sabe domar al demonio
interior y lo convierte en una fuerza práctica, eficaz. Pues el poder del demonio
-magnífica fuerza creadora- no conoce una dirección determinada, apunta sólo
al infinito o al caos de donde procede. Por tanto, es arte grande y elevado, y no
inferior en modo alguno al que procede del demonio, aquel otro que crea un
artista que domina por su voluntad ese misterioso poder, que le da una dirección
fija, que lo sujeta a una medida, que «gobierna» en la poesía, en el sentido en
que lo dice Goethe, y que sabe convertir lo inconmensurable en forma definitiva.
Es decir, el poeta que es amo del demonio y no su siervo.
Goethe: con ese nombre está ya designado el tipo, el contratipo, cuya
presencia se halla en todo momento en este libro. Goethe no fue sólo opuesto al
vulcanismo en las cuestiones geológicas, sino que también, en el arte, ha
colocado lo evolutivo ante lo eruptivo y combate toda fuerza convulsiva,
volcánica, es decir, todo lo demoníaco, con decisión entusiasta. Y es
precisamente ese ataque encarnizado lo que revela y traiciona su secreto, y éste
es: que, para él, la lucha contra el demonio fue también el problema decisivo de
su arte, pues solamente quien se ha encontrado en su vida con el demonio,
quien lo ha percibido en todo su peligro, sólo ése puede sentirse enemigo
terrible de él. En alguna peligrosa encrucijada de su vida debió Goethe de
encontrarse un día frente a frente con el Maligno en lucha de vida o muerte.
Buena prueba de ello es Werther, donde proféticamente está escrita la vida de
Kleist y de Tasso, de Hölderlin y de Nietzsche. Desde ese temible encuentro
quedaron en el espíritu de Goethe, para siempre, un temor respetuoso y un
oculto miedo hacia la terrible fuerza de su adversario. La mirada inteligentee de
Goethe reconoce a su enemigo mortal en todas sus formas, en todos sus
disfraces: en la música de Beethoven, en Pentesilea de Kleist, en las tragedias
de Shakespeare (de las que dice que no se atreve ni a abrirlas, porque < me
destruirían»), y cuanto más su mente tiende a la propia conservación y a la
adaptación, tanto más lo evita lleno de angustia. Sabe perfectamente cuál es el
fin de aquel que se entrega al demonio, y por eso lo evita y hasta lo señala,
aunque en vano, a los otros. Tanta fuerza de heroísmo necesita Goethe para
defenderse, como los otros para entregarse. Él se juega en esa lucha algo muy
alto: lo definido, la perfección, mientras que aquéllos luchaban únicamente por la
inmensidad.
Sólo en ese sentido he puesto a Goethe frente a los tres poetas esclavos del
demonio, nunca en el sentido de una rivalidad entre ellos (aunque existió
realmente.) Necesitaba yo una gran figura como contrapunto para que no
pareciera que lo hímnico, lo extático, lo titánico que yo presento en Kleist, en
Hölderlin y en Nietzsche, lleno de devoción, es el único arte posible, ni el más
sublime por su valor. Precisamente presento su antítesis como una polaridad
espiritual del más alto rango; así no parecerá superfluo si yo trato a veces
superficialmente esa relación, pues ese contraste se encuentra, como en fórmula
matemática, ya en el conjunto que todo lo envuelve, ya en los menores
episodios de su vida sensitiva: sólo la comparación de Goethe con sus polos
opuestos puede iluminar hasta el fondo ese problema, que es, al fin, comparación
de las formas más altas del espíritu.
Lo primero que salta a la vista en Hölderlin, Kleist y Nietzsche es su
alejamiento de las cosas del mundo; y es que aquel a quien el demonio estrecha
en su puño, se ve arrancado de la realidad. Ninguno de los tres tiene mujer ni
hijos (como tampoco Beethoven ni Miguel Ángel), ninguno de los tres tiene
hogar ni propiedades, ninguno tiene una profesión fija o un empleo duradero.
Son nómadas por naturaleza, eternos vagabundos, externos a todo, extraños,
menospreciados, y su existencia es completamente anónima. No poseen nada
en el mundo: ni Kleist ni Hölderlín ni Nietzsche han tenido jamás una cama que
les fuera propia; nada es suyo; alquilada es la silla en que se sientan, alquilada
es la mesa en que escriben y alquiladas son las habitaciones en que van parando.
No echan raíces en ninguna parte, ni aun el amor logra atarlos de modo
duradero, pues así sucede con aquellos que han encontrado al demonio como
compañero de vida. Sus amistades son frágiles; sus posiciones poco fijas; su
trabajo no es remunerador; están como en el vacío, y el vacío los rodea por
todas partes. Su vida tiene algo de meteoro, de estrella errante en eterna caída;
no así la vida de Goethe, que forma una línea clara y definida. Goethe sabe
arraigar y arraiga profundamente, y cada vez más hondas se hunden sus raíces.
Tiene mujer y tiene hijos, y lo femenino florece siempre a su alrededor; en
cualquier hora de su vida hay siempre unos pocos pero buenos amigos que
están a su lado. Habita amplia casa, bien puesta, repleta de colecciones
diversas y de mil curiosidades; vive rodeado de su vasta fama, y la celebridad
vive con él más de medio siglo; es Consejero y tiene título de Excelencia, y
sobre su ancho pecho brillan los distintivos de todas las órdenes de la Tierra. En
él aumenta cada día la fuerza para el vuelo. Él se torna más y más sedentario,
con más base, mientras que aquéllos, eternos fugitivos, corren cual animales
acosados. Donde Goethe está, allí está siempre el centro mismo de su «Yo»,
que es a la vez el centro espiritual de la nación, y desde este punto fijo, quieto,
pero activo, abrasa al mundo entero, y sus vínculos crecen ya por encima de los
hombres y alcanzan a las plantas, a los animales, a las piedras y se unen
fecundamente hasta con los elementos.
Al final de su vida está, amo del demonio, más afianzado que nunca en su
propio ser, mientras que aquéllos acaban despedazados por su propia jauría,
como Dionisos. La existencia de Goethe se dirige a la conquista del mundo y
toda su estrategia a ello tiende; pero la de ellos, la de los otros, es una continua
lucha heroica, sin plan alguno, en la que acaban por ser arrojados del mundo
para hundirse en el Infinito. Deben ser arrebatados con fuerza de lo terrenal para
unirse a lo ultra terrenal. Goethe, para alcanzar la inmensidad, no necesita dar
un solo paso fuera de este mundo, sino que sabe atraerla hacia él, lenta y
pacientemente. Su sistema es perfectamente igual al sistema capitalista: cada
año sabe poner a un lado una porción de la existencia que ha adquirido; es su
ganancia espiritual. Como buen comerciante, lo registra al final del ejercicio en
su Diario y en sus Anales. Su vida le produce ganancias, como el campo
produce frutos. Los otros, en cambio, siguen el método de los jugadores y
ponen, con una magnífica indiferencia hacia las cosas del mundo, todo su ser,
toda su existencia, en una sola carta, ganando así infinito o perdiendo infinito;
pues el demonio aborrece el lento ahorro hecho peseta a peseta. Cosas que
aprende Goethe como esenciales, no tienen para aquellos otros ningún valor;
así, nada aprenden en el mundo si no es a aumentar su sensibilidad, y van hacia
la perdición, como santos, absortos. Goethe aprende siempre; la vida es para él
un libro abierto que él quiere saber renglón por renglón: es el eterno curioso, y
sólo mucho más adelante se atreve a pronunciar aquellas misteriosas palabras:
He aprendido a vivir; prolongadme, oh dioses, el tiempo.
Los otros no encuentran que la vida enseñe nada ni la creen, por lo demás,
digna de ser aprendida; tienen sólo el presentimiento de una existencia más alta
y por encima de toda percepción o experiencia. Nada les es dado sino lo que da
el genio. Sólo de la plenitud interior que los llena de destellos saben tomar su
parte y se dejan elevar, convulsivos, por su sentimiento ardiente; y el fuego es
su propio elemento, la acción es llamarada, y eso mismo que fogosamente los
levanta es lo que abrasa su propia vida. Kleist, Hölderlin y Nietzsche se
encuentran al final de su existencia más abandonados que nunca, más extraños
a la Tierra, más solitarios que en sus comienzos; para Goethe, en cambio, de
cada hora « el último momento es el más rico». En ellos, al contrario, sólo el demonio
es el que va haciéndose fuerte, sólo el Infinito manda en ellos; hay
pobreza de vida en su belleza y belleza en su pobreza de felicidad.
Esa tan opuesta polarización de la vida muestra, dentro del más íntimo
parentesco con el genio, el diferente aprecio de la realidad. La naturaleza
demoníaca desprecia la realidad, porque para ella es sólo insuficiencia. Los tres,
Hölderlin, Kleist y Nietzsche, son eternos rebeldes, sublevados, amotinados
contra el orden de las cosas. Prefieren romperse antes que ceder al orden
establecido, y su intransigencia es llevada, sin titubeos, hasta su propio
aniquilamiento. Por eso -y ello es magnífico- se convierten en personajes
trágicos de la tragedia de su vida. Goethe, al contrario -claramente se ve que
estaba afirmado en sí mismo- confiesa a Zelter que no se sentía nacido para lo
trágico «porque su naturaleza era conciliadora». No desea, como aquéllos, una
continua guerra, sino que prefiere, porque su naturaleza es conservadora y
acomodaticia, transigencia y armonía. Se subordina a la vida, lleno de devoción,
porque la vida es la fuerza más alta y él adora la vida en todas sus formas y
aspectos («sea como sea, la vida siempre es buena»). Nada se les puede dar a
esos atormentados, a esos perseguidos, a esos arrancados del mundo, a esos
posesos, si no es la realidad de ese tan alto valor; por eso ellos ponen el arte por
encima de la vida y la poesía por encima de la realidad. Ellos, como Miguel
Ángel, abren a martillazos, a través de los duros bloques de piedra, la galería de
su vida que va hacia la gema resplandeciente adivinada en sus sueños, allá
profundamente enterrada. Goethe, pues, como Leonardo, siente el Arte como
una de las miles y miles de hermosísimas formas de la vida, que él tanto ama; el
Arte es sólo una parte, como la Ciencia, como la Filosofía, pero, al fin, sólo una
parte de la vida. Por eso el demonio interior de aquéllos es cada vez más intensivo,
mientras en Goethe es cada vez más extensivo. Aquéllos convierten su
ser en un grandioso exclusivismo, una entrega sin condiciones, y Goethe, por el
contrario, es cada vez de una más amplia universalidad.
Ese mismo amor a la existencia hace que en Goethe apunte todo contra el
demonio, es decir, hacia su propia seguridad y conservación. Y por el desprecio
a esa misma existencia real, tienden aquéllos al juego peligroso, a su
ensanchamiento, para acabar de esta forma en su perdición. Así como en
Goethe se reúnen todas las fuerzas en una sola fuerza, la centrípeta, en los
otros obra la fuerza centrífuga; en aquél, del exterior al punto central; en éstos,
del centro de la vida al exterior, y este empuje hacia fuera los rasga, los
desgarra inexorablemente. Esa tendencia hacia lo abstracto se sublima en el
espacio definido por la inclinación a la música. En ella les es dado derramarse
en su elemento, ese elemento sin orillas, sin forma, que atrae con su magia a
Hölderlin y a Nietzsche, y hasta al duro Kleist, precisamente al llegar a su
muerte. Con la música, la razón se transmuta en éxtasis, y el idioma en ritmo.
Cuando se extingue un espíritu poseso, siempre va rodeado de música (hasta
en Lenau sucede así). Goethe teme a la música, es cauteloso ante su atracción
que arrastra a lo quimérico y, cuando está en momentos de fortaleza, se
defiende hasta de Beethoven; sólo en los momentos de debilidad, de
enfermedad o de amor, se abre para ella. Su verdadero elemento es el dibujo,
es decir, lo plástico, lo que presenta formas definidas, lo que limita toda vaguedad
y evita la propia difusión. Aquéllos, pues, aman todo lo que desliga y
conduce hacia la libertad, hacía el caos primitivo del sentimiento, pero él tiende
siempre hacia todo lo que pueda fomentar la estabilidad del individuo, esto es: el
orden, la norma, la forma y la ley.
Hay cien imágenes apropiadas para representar esa contraposición creadora
entre él que es amo del demonio y el que es siervo del mismo. Escogeré la
geometría por ser la más clara. La forma de la vida de Goethe es el círculo: una
línea cerrada, completa, que abraza todo su ser; una eterna vuelta hacia sí
mismo; la misma distancia desde su inconmovible centro hacia el infinito; crecimiento
armónico de todas sus partes a partir del centro. Por eso no hay en su
existencia lo que pudiera constituir un punto culminante, ninguna cumbre de
producción, sino que su crecimiento es por igual hacia todas las direcciones. La
vida de los posesos tiene forma parabólica, esto es, una subida brusca a
impulsiva hacia una dirección fija que es siempre la superior, lo infinito; después
aparecen una curva rápida y la caída repentina. El punto más alto (poéticamente
y como momento de vida) está junto a la caída, misteriosamente va unido a ella.
Así se comprende que las muertes de Hölderlin, de Kleist o de Nietzsche formen
parte integrante de su destino. Sin su caída no se ve la forma completa de su
existencia, así como no hay parábola sin la caída brusca de la línea. La muerte
de Goethe no es más que una partícula insignificante en la historia de su vida;
nada nuevo esencial añade la muerte a su existencia. Él no muere, como
aquéllos, de muerte mística, heroica y legendaria, sino que su muerte es la de
un patriota (pues en vano el vulgo quiso ver algo profético o simbólico en
aquellas palabras de: «¡Luz, más luz!»). La vida se ha cumplido por sí misma y
la muerte es sólo su fin; pero en los otros, en los posesos, la muerte es caída, es
llamarada. La muerte les indemniza de la pobreza de su existencia y llena sus
últimos momentos de un poder místico. Y es que quien la vida como una
tragedia, tiene la muerte de un héroe.
Una entrega pasional del propio ser, incluso hasta el aniquilamiento, una
defensa pasional de la propia conservación: ambas formas de lucha con el
demonio exigen el más alto heroísmo, y ambas recompensan al corazón con
magnífica victoria. La vida de Goethe, llena de plenitud, y la muerte de ellos, de
los otros, es lo mismo, pero en sentido contrario; es la misma meta del
individualismo espiritual: pedir a la existencia lo inconmensurable. Si he
colocado esas figuras una junto a otra, es para hacer resaltar más ese doble
aspecto de la belleza; no lo he hecho para sacar de ello conclusiones, ni menos
aún para afirmar aquella interpretación clínica, trivial por lo demás, de que
Goethe representa la salud y aquéllos la enfermedad; Goethe lo normal y
aquéllos lo patológico. La palabra patológico sirve tan sólo en el mundo inferior,
en el mundo de lo infecundo; pues si la enfermedad puede crear cosas
inmortales, ya no es enfermedad, sino que será una fuerza, un exceso de salud,
la más alta salud. Y cuando el demonio está al borde extremo de la vida y ya se
inclina hacia fuera, hacia lo inaccesible, no deja de ser por ello algo inmanente a
lo humano y comprendido dentro del círculo de la naturaleza. Pues hasta la
misma naturaleza, ella que desde los principios fija exactamente el plazo durante
el que el niño vive en el cuerpo de la madre, también ella, prototipo de lo
inexorable de las leyes, conoce esos momentos demoníacos y tiene erupciones,
y en sus exuberancias -tormentas, ciclones, cataclismos- pone en peligrosa
tensión todas sus fuerzas y lleva hasta el extremo su tendencia a la propia
destrucción.
Ella también interrumpe a veces, raras veces, es cierto, como también raras
veces surge un hombre demoníaco en la humanidad; interrumpe, digo, su paso
tranquilo, y es entonces cuando, al pasar de las medidas normales, nos damos
cuenta de su fuerza ilimitada. Sólo lo raro ensancha nuestros sentidos, sólo ante
el estremecimiento crece nuestra sensibilidad. Por eso lo extraordinario es
siempre la medida de toda grandeza. Y siempre, aun en las formas más
complicadas, el mérito creador queda por encima de todos los valores, y su
sentido por encima de nuestros sentidos.
SALZBURGO, 1925
FRIEDRICH HÖLDERLIN
Difícilmente los mortales reconocen al hombre puro.
LA MUERTE DE EMPÉDOCLES
LA PLÉYADE SAGRADA
El frío y la noche cubrirían la tierra, y el alma
se hundiría en la miseria, si los buenos dioses
no enviaran de cuando en cuando al mundo a
tales adolescentes para rejuvenecer la
marchita vida de los hombres.
La muerte de Empédocles
El siglo XIX, el nuevo siglo, no ama a sus juventudes. Ha surgido una nueva
generación que, fogosa y llena de empuje, avanza hacia la nueva libertad. La
fanfarria de la revolución ha despertado a esos jóvenes; en sus espíritus hay una
divina primavera y una fe nueva envuelve sus almas. Lo imposible parece, de
pronto, realizable; el dominio de la tierra y de su magnificencia parece ofrecerse
como botín al primer audaz, desde que aquel joven de veintiún años, Camille
Desmoulins, de un solo golpe hiciera saltar la Bastilla, desde que aquel abogado
de Arras, esbelto como un muchacho, Robespierre, hiciera temblar a los reyes y
a los emperadores con la fuerza huracanada de sus decretos, y desde que aquel
menudo teniente venido de Córcega, Bonaparte, dibujara a su antojo, con la
punta de la espada, las nuevas fronteras de Europa y, con sus manos de
aventurero, cogiera la corona más preciada del Universo. La hora de la juventud
ha llegado: así como, después de las primeras lluvias primaverales, se ven
aparecer los primeros y tiernos brotes, brota ahora también toda esa sementera
de jóvenes puros y entusiastas. En todos los países se han alzado al mismo
tiempo y, con la mirada fija en las estrellas, traspasan las fronteras del nuevo
siglo, como las de un reino que se les ofreciera. El siglo XVIII, en su sentir,
perteneció a los viejos y a los sabios, a Voltaire, a Rousseau, a Leibniz y a Kant,
a Haydn y a Wieland, a los calmosos y a los acomodaticios, a los hombres
grandes y a los eruditos; ahora es ya el tiempo de la juventud y de la audacia, de
la pasión y de la impaciencia. Ahora se lanza ya al asalto esa ola poderosa;
nunca Europa, desde el Renacimiento, ha visto una más pura elevación de
espíritu ni una más hermosa generación.
Pero el nuevo siglo no ama a esa intrépida generación; siente miedo de su
plenitud y un sordo terror ante la fuerza extática de su exuberancia. Y con la hoja
de su guadaña siega sin piedad esos brotes de su propia primavera. Centenares
de miles, los más valerosos, son aplastados por las guerras napoleónicas, que,
como rueda de molino, asesinan y trituran durante quince años. La guerra
aplasta a los más nobles, a los más valerosos, a los más animosos de todas las
naciones, y la tierra de Francia, de Alemania, de Italia, y hasta los remotos
campos de nieve de Rusia o los desiertos de Egipto, se riegan y se empapan de
su sangre palpitante aún. Pero, como si no quisiera destruir solamente a la
juventud apta para llevar las armas, sino el mismo espíritu de esa juventud, no
se limita ese furor suicida a lo guerrero, es decir, a los soldados, y la destrucción
levanta su hacha sobre los soñadores y cantores, que, casi niños, han pasado
los umbrales del siglo, y también sobre los efebos del espíritu, sobre los divinos
poetas y sobre las figuras más sagradas. Nunca, en un espacio de tiempo tan
corto, han sido sacrificados en magnífica hecatombe tantos poetas y artistas
como en aquellos años del cambio de siglo, de ese siglo que Schiller saludó
como un sonoro himno, sin adivinar su propio destino. Nunca la adversidad ha
producido cosecha tan fatal de espíritus tan puros e iluminados. Nunca
humedeció el altar de los dioses tanta sangre divina.
Múltiple es la forma de muerte, pero en todos es prematura, a todos les llega
en el momento de más íntima elevación. El primero de ellos, André Chénier, con
quien Francia vio nacer un nuevo helenismo, es llevado a la guillotina en la
última carreta del Terror; un día, sólo un día, la noche del ocho al nueve
Termidor, y se hubiera salvado de la cuchilla para volver a recogerse en su canto
de pureza clásica. Pero el destino no quiere perdonarlo, ni a él ni a los otros;
con su cólera codiciosa, como una hidra, destroza toda una generación.
Inglaterra, después de siglos de espera, ve aparecer de nuevo un genio lírico, un
adolescente de elegíacos ensueños, John Keats, ese sublime anunciador del
Universo; a los veintisiete años, la fatalidad le roba el último aliento de su pecho.
Un hermano en espíritu, Shelley, se asoma a su tumba, soñador, lleno de fuego
(la naturaleza lo escogió como mensajero de sus arcanos más hermosos);
conmovido, entona para su hermano espiritual el más magnífico canto fúnebre
que un poeta ha dedicado jamás a otro, su elegía «Adonais». Dos años
después, su cadáver es arrojado a la costa por una insignificante tempestad en
las aguas del Tirreno. Lord Byron, amigo suyo, preciado heredero de Goethe,
acude allí a encender la pira funeraria, como Aquiles encendió la de Patroclo
junto a aquel mar sureño; la envoltura mortal de Shelley se eleva entre las llamas
hacia el cielo de Italia -pero él, el mismo Byron, se consume por la fiebre en
Missolonghi dos años después-. Sólo un decenio, y la más bella floración lírica
de Francia y de Inglaterra ha quedado extinguida.
Tampoco esa dura mano se torna más suave para la joven generación
alemana: Novalis, cuyo devoto misticismo ha penetrado hasta los más
guardados secretos de la Naturaleza, se extingue prematuramente, agotándose
gota a gota, como la luz de una vela en oscura celda. Kleist se salta la tapa de
los sesos en una repentina desesperación. Raimund le sigue pronto con una
muerte igualmente violenta. George Büchner es aniquilado a los veinticuatro
años por una fiebre nerviosa. Wilhelm Hauff, ese genio apenas abierto, ese
narrador tan lleno de fantasía, está ya en el cementerio a los veinticinco años, y
Schubert, alma de todos esos poetas hecha canción, expira antes de tiempo en
dulce melodía. Ya es la enfermedad, con sus golpes o sus venenos, ya el
suicidio, ya el asesinato, lo que bien pronto ha dado cuenta de esa joven
generación. Leopardi, con su noble melancolía, se marchita en su languidez tan
sombría; Bellini, el poeta de Norma, muere después de ese comienzo trágico;
Gribodejov, el espíritu más claro de la Rusia nueva, es apuñalado en Tiflis por
un persa. Su coche fúnebre se encuentra casualmente, allá en el Cáucaso, con
Aleksandr Pushkin, ese genio ruso, aurora espiritual de su patria, pero éste no
tiene mucho tiempo para llorar al muerto, sólo dos años, pues una bala lo mata
en desafío. Ninguno de ellos llega a los cuarenta años, muy pocos alcanzan los
treinta. Así, la primavera lírica más sonora que ha conocido Europa se sumerge
en la noche, y esa pléyade sagrada de jóvenes que han cantado en idiomas
diversos el mismo himno a la naturaleza y al mundo la bienaventuranza, se ve
deshecha y destrozada. Solitario, como Merlín en su bosque encantado, sin
darse cuenta del tiempo que va pasando, ya medio olvidado, ya medio
legendario, está el anciano y sabio Goethe allá en Weimar; sólo de esos ya
viejos labios fluye aún, de cuando en cuando, el canto órfico. Padre y heredero,
al mismo tiempo, de la nueva generación, a la que ha sobrevivido por milagro,
guarda en urna de bronce el fuego de la poesía.
Uno solo de esa pléyade sagrada, el más puro de todos, se arrastra todavía
largo tiempo sobre esa tierra ya sin dioses. Es Hölderlin, a quien la Fatalidad ha
deparado los más extraños destinos. Aún florecen sus labios, aún camina a
tropezones su avejentado cuerpo por las tierras alemanas; su mirada azul se
hunde todavía desde la ventana en el tan amado paisaje del Neckar. Aún puede
abrir sus párpados para elevar sus ojos hacia el Padre Éter, hacia el cielo
eterno; pero su espíritu ya no está despierto, sino cubierto por las nubes de un
ensueño infinito. Los dioses, celosos, no han matado al que los espiaba, sino
que, como a Tiresias, le han cegado la inteligencia. No han degollado a la
víctima sagrada, como a Ifigenia, sino que la han envuelto en una nube para llevarla
al Ponto Euxino del espíritu, a la oscuridad quimérica del sentimiento. Un
espeso velo cubre su alma y su palabra. Vive aún algunas docenas de años con
los sentidos turbados «en divina esclavitud», desligado del mundo, extraño a sí
mismo, y sólo el ritmo, como una ola, brota aún, pulverizado, en sonidos
quejumbrosos, de su boca vibrante. Las primaveras florecen y se marchitan a su
alrededor, pero él ya no las cuenta. En torno a él, caen y mueren los hombres,
pero no repara en ello. Schiller y Goethe, Kant y Napoleón, los dioses de su
juventud, hace ya tiempo le precedieron en el camino de la tumba. Los
ferrocarriles trepidantes cruzan ya Alemania en todas direcciones; crecen las
ciudades; se levantan los países; pero nada de todo eso llega a su corazón
apagado. Poco a poco, empieza a grisear su cabeza; ya no queda más que una
sombra tímida, un fantasma, del ser agradable que fue un día. Y, tambaleante,
marcha por las calles de Tubinga, escarnecido por los muchachos, rodeado de
estudiantes que se burlan de él, estudiantes que no supieron ver aquel espíritu
apagado tras la envoltura trágica del cuerpo. Hace ya tiempo que nadie se
acuerda de Hölderlin. Un día, a mediados del siglo, Bettina -que una vez lo
saludó como a un dios- oye decir que el poeta arrastra su vida serpentina en
casa de un honrado carpintero y se horroriza ante él como si fuera un emisario
del Hades, tan extraño lo encuentra para el presente, tan remoto suena ya su
nombre, tan olvidada está su magnificencia. Y el día que se acuesta para morir,
su muerte no tiene en Alemania más importancia que la caída de una hoja ya
marchita por el otoño. Algunos obreros lo llevan a la tumba envuelto en raída
mortaja; miles de páginas que escribió durante su vida se dispersan entonces o
algunas son guardadas negligentemente, cubriéndose de polvo años y más años
en las bibliotecas. Durante toda una generación quedó sin ser leído el heroico
mensaje del último, del más puro de la pléyade sagrada.
Como una estatua griega, enterrada entre escombros, permanece la imagen
espiritual del poeta escondida durante muchos años, docenas de años, cubierta
por 1 el olvido. Pero del mismo modo que esfuerzos piadosos 3 hacen salir al fin
de la oscuridad el torso sepultado, por fin también una generación, con divino
estremecimiento, siente toda la pureza indestructible de esa figura marmórea de
adolescente. En sus admirables proporciones, el último efebo del helenismo se
levanta de nuevo hacia el cielo, y otra vez, como antes, sus labios sonoros florecen
de exaltación. Con su aparición parecen haberse vuelto eternas todas las
primaveras que él anunció y, con la frente coronada de destellos de gloria, sale
de la oscuridad, como quien abandona una misteriosa patria, para iluminar de
nuevo nuestra época.
INFANCIA
Desde su quieta mansión, los dioses envían a
menudo a sus favoritos por algún tiempo a las
naciones para que, ante su imagen y su recuerdo, el
corazón de los mortales se alegre.
La casa de Hölderlin está situada en Lauffen, antiguo pueblecillo conventual de
las orillas del Neckar, a un par de horas de camino de la patria de Schiller. Este
paisaje de Suabia es el más dulce de Alemania, es la Italia alemana. Los Alpes
ya no se alzan aquí con sus moles opresivas, pero se adivina su proximidad; los
ríos con sus meandros de plata cruzan entre viñedos; el humor del pueblo suaviza
aquí la crudeza de la raza germánica y la resuelve en canciones. La tierra
es rica, sin ser exuberante; la Naturaleza, apacible, sin ser generosa en extremo:
los trabajos del campesino se hermanan, casi sin transición, con los de los
artesanos. El Idilio tiene ahí su patria, porque la Naturaleza contenta fácilmente
al hombre, y hasta el poeta que se ha dejado vencer por la más sombría tristeza,
piensa con sereno espíritu en el país perdido:
¡Ángeles de la patria! ¡Oh, vosotros, ante quien el ojo más fuerte y hasta la
rodilla del hombre solitario no pueden menos que desfallecer y hasta hacer que
se apoye en sus amigos y ruegue a las personas queridas que le ayuden a llevar
esa carga de felicidad! ¡Oh, ángeles bondadosos, aceptad nuestro agradecimiento!
¡Cuán dulce, con qué ternura elegíaca salta la exuberancia de su melancolía
cuando él canta a Suabia y a ese cielo, que es el suyo entre los cielos de la
eternidad! ¡Cuán apacible fluye la ola de su emoción extática y con qué ritmo tan
acompasado, cuando el poeta se enternece ante el recuerdo!
Huido de su patria, traicionado por su querida Grecia, rotas sus esperanzas,
siempre reconstruye con intensa ternura el cuadro del mundo de su infancia y lo
inmortaliza al convertirlo en inspirado himno:
¡País afortunado! No hay ni una colina que no esté cubierta de vid. Y allá sobre
la hierba ondulante, cae su fruto como una lluvia de otoño. Los montes,
encendidos por el sol, mojan con agrado su pie en la corriente del río, mientras
que su cabeza recibe la dulce sombra de las coronas de ramaje y de musgo. Y
allá arriba se ven fortalezas y casitas, sobre las espaldas del monte, cual niños a
quienes llevara a cuestas el robusto abuelo.
Durante toda su vida siente el anhelo de esa patria, como si fuera el cielo de su
corazón. La infancia fue para Hölderlin la época más sincera, más vívida y más
feliz de su existencia.
Una Naturaleza dulce lo rodea, suaves mujeres cuidan de él. No tiene, por
desgracia, un padre que le enseñe la disciplina y la fortaleza, que robustezca los
músculos de su sensibilidad contra su eterno enemigo, es decir, contra la misma
vida. Al contrario que en Goethe, no hace presión sobre él un espíritu
pedantesco y disciplinado que despierte pronto en el todavía muchacho el sentimiento
de la responsabilidad y que imprima en su espíritu maleable la inclinación
hacia las formas sistemáticas. Sólo la piedad le enseñan su abuela y su
bondadosa madre, y ya, desde entonces, su sentido soñador se refugia en la
música, en ese infinito que se ofrece siempre, antes que otros, a la juventud.
Pero ese idilio termina prematuramente; a los catorce años, el niño, todo
sensibilidad, entra como alumno en la escuela del monasterio de Denkendorf;
después pasa al convento de Maulbronn y, a los dieciocho años, ingresa en el
Seminario de Tubinga para no abandonarlo ya hasta finales del año 1792.
Durante más de diez años, su naturaleza libre se ve encerrada entre muros, en
el espacio reducido de un convento, entre una comunidad opresora. El contraste
es demasiado violento para que no tenga resultados dolorosos y hasta desastrosos.
Ha pasado, de pronto, de la libertad de sus juegos y de sus sueños,
paseados por el borde del río o por los campos, al encierro; ha pasado de la
ternura femenina y maternal a la severidad del régimen monástico; se ve
oprimido por el hábito negro, y la disciplina del convento lo atornilla a un régimen
de trabajo ordenado mecánicamente.
Para Hölderlin, esos años de convento son lo que para Kleist fueron sus años
de cadete, a saber: represión de la sensibilidad, origen de la más fuerte
excitación de su tensión nerviosa y de una fuerte aversión hacia el mundo real.
En su interior, se rompió y se hundió algo para siempre. Diez años después
escribe todavía: «Voy a decirte que de mis años de muchacho, de mi corazón de
entonces, guardo aún, como lo que más quiero, una ternura como de blanda
cera... y precisamente esa parte de mi corazón fue lo que sufrió más durante
todo el tiempo que viví en el convento.» Al cerrarse detrás de él las pesadas
puertas del Seminario, su instinto más noble y más íntimo, su fe en la vida, han
enfermado prematuramente y están ya medio marchitos antes de que el poeta
se bañe en el brillante sol de su primer día libre. Alrededor de su clara frente de
muchacho flota ya, sólo aún como un ligero soplo, aquella imprecisa melancolía
del hombre que se ha extraviado en el mundo, melancolía que, con los años, se
hace cada vez más profunda y rodea su alma, cada vez más sombría, hasta
llegar a ocultar a su mirada toda perspectiva de alegría.
Es entonces, en el crepúsculo de su infancia, en los años decisivos de su
formación, cuando se inicia en Hölderlin ese desgarramiento interior, incurable,
ese corte rotundo entre el mundo real y su mundo interior. Y ese desgarramiento
no cicatriza ya lamas; siempre le queda la sensación de ser un niño desterrado
lejos de su casa; siempre experimentará la nostalgia de una patria feliz, perdida
prematuramente, y que se le aparece a menudo como una Fata Morgana,
rodeada siempre de una atmósfera poética, hecha de presentimientos y de
recuerdos, de sueños y de música. Sin cesar se siente, ese eterno muchacho,
como arrancado del cielo de su juventud, de sus primeros deseos, de un mundo
primitivo a ignoto; se siente precipitado brutalmente contra la dura tierra, metido
en un medio repulsivo para él; y desde esa época, desde su primer encuentro
con la realidad, supura, en su alma herida, el sentimiento de un mundo hostil.
Hölderlin resulta desde entonces irrecuperable para la vida, y todo lo que
desde entonces experimenta, con aparente alegría o desencanto, ya no influye
en su actitud fume a inconmovible de defensa contra la realidad: « ¡Ah!, el
mundo; desde mi primera infancia ha asustado a mi espíritu y le ha hecho
replegarse en sí mismo», escribe en cierta ocasión a Neuffer. Y, efectivamente,
ya nunca más entra en contacto o en relación con el mundo: se convierte,
paradigmáticamente, en eso que los psicólogos llaman «tipo introvertido», uno
de esos caracteres que se cierran, llenos de desconfianza, a toda excitación
exterior y que se nutren intelectualmente de sus propios gérmenes interiores.
Medio muchacho todavía, sueña siempre con su infancia y evoca continuamente
tiempos místicos o el mundo del parnaso que nunca ha vivido. Desde entonces,
la mitad de sus poesías no son más que variaciones del mismo motivo: la
oposición irremediable entre la infancia, llena de fe y libre de cuidados, y la vida
real, hostil, vacía de ilusiones; es decir, el contraste entre la existencia temporal
y la espiritual. A los veinte años, titula melancólicamente una poesía: «Antes y
ahora», y en el himno a la Naturaleza brota sonora esa eterna melancolía de sus
primeras impresiones:
Cuando yo jugaba todavía junto a lo velo; cuando estaba prendido a ti como
una flor, sentía aún latir lo corazón en cada uno de los rumores que rodeaban mi
pecho estremecido de ternura. Cuando aún estaba lleno de deseos y de
ilusiones, lo mismo que tú, en ti encontraba todavía un sitio donde poder llorar y
un universo entero para mi amor.
Mi corazón se volvía hacia el Sol, como si el Sol escuchara sus acentos y
llamara «hermanas» a las estrellas y « melodía de Dios» a la Primavera. Y la
brisa que mecía el ramaje estaba llena de lo espíritu, de lo espíritu alegre que se
henchía en ondas apacibles. Entonces, sí, entonces viví días de oro.
Pero a ese himno juvenil contesta, en tono grave, el espíritu desilusionado y
que siente ya la hostilidad de la vida
Muerta está ya aquella que me crió y que me amaba; muerto está ya también
el mundo de mi infancia; ese mi pecho, que un día se emborrachaba del azul del
cielo, está ya muerto y estéril como un campo de rastrojos. ¡Oh!, la Primavera
podrá cantar todavía como entonces su canción dulce y de consuelo, pero la
aurora de mi vida pasó ya y la primavera de mi pecho ha tiempo que se
marchitó.
Eternamente, nuestro amor más intenso debe estar envuelto en miseria; lo que
amamos no es más que una sombra. Cuando los dulces sueños de la juventud
se acabaron, murió para mí toda la alegría de la Naturaleza. En los días alegres
de la niñez no pensabas que lo patria pudiera un día estar lejos de ti. ¡Pobre
corazón! Nunca la volverás a encontrar si no es en sueños.
En estas estrofas (que se repiten innumerables veces, en mil variantes, a
través de toda su obra) está ya fijada la posición romántica que Hölderlin ha
tomado en la vida. Ya siempre habrá en él una mirada atrás, hacia el pasado:
hacia «esa nube mágica con que mi buen espíritu de la juventud me envolvió
para que no viera demasiado pronto todo lo mezquino y bárbaro del mundo que
me rodeaba.» Desde esa época, el eterno niño desamparado se defiende ya
hostilmente contra la procesión de los acontecimientos cotidianos. Las dos
únicas direcciones de su alma están fijadas: «hacia atrás» y « hacía arriba»;
nunca su voluntad se dirige a la vida real, sino que está siempre fuera y por
encima de ella. No quiere tener nada que ver con el presente, ni aun para
combatirlo. Toda su fuerza se hace pasiva, muda, tratando sólo de conservar la
pureza de su ser. Así como el mercurio no se mezcla nunca con el agua, así su
propio ser se niega a toda combinación o mezcla. Por eso, fatalmente, se ve
siempre rodeado de una invencible soledad.
La formación de Hölderlin está virtualmente acabada cuando abandona la
escuela. Aumentará todavía su intensidad, pero no aumentará en nada la
extensión de su apariencia. Él nada quería aprender, nada quería aceptar de
ese círculo de lo cotidiano que tanto le repugna; su invariable inclinación hacia la
pureza le impide mezclarse con esa materia impura que constituye la vida. Por
eso se convierte en pecador endurecido -en el más alto significado- contra la ley
del mundo, y su destino es ya sólo la expiación de su Hybris, la expiación de su
orgullo heroico y santo, pues la ley de la vida es -mezcla, convivencia, y no
consiente que se permanezca fuera de su eterna órbita; quien se niega a
sumergirse en su oleaje, ése muere de sed junto a su borde; aquel que no colabora
queda condenado a eterna ausencia, a trágica soledad. El único deseo de
Hölderlin, que es servir al arte y a los dioses y no a la vida ni a los hombres,
constituye, repito, en el sentido más elevado y trascendental, lo mismo que el de
Empédocles, una exigencia irreal y presuntuosa. Pues sólo a los dioses les es
dado permanecer en su pureza, separados de todo, y si la vida se venga de
aquel que la desprecia empleando en su venganza los medios más rastreros y
hasta la necesidad del pan cotidiano; si somete a aquel que precisamente no la
quería servir a la esclavitud más mezquina, es debido a que esta venganza era
inevitable. Precisamente porque Hölderlin no quiere tomar parte en el banquete
de la vida, se le arrebata todo; precisamente porque su espíritu no quiere
dejarse encadenar, su vida cae en la esclavitud. La pureza de Hölderlin es su
error trágico. A1 poner toda su fe en un mundo más elevado, queda en lucha
con el mundo bajo, con el terrenal, del que no puede escapar si no es con el
ímpetu de su poesía. Y sólo cuando ese eterno incorregible comprende un día el
sentido de su destino -que es una muerte heroica-, sólo entonces se hace amo
de su sino. Solamente dispone del corto espacio que media entre la salida y la
puesta del Sol, entre la partida y el fracaso; pero eso, en la juventud, es
sumamente heroico: es como un alto peñascal que se alza desafiante, rodeado
de las olas agitadas del infinito; es como una vela afortunada perdida en medio
de la tempestad o como una ardiente ascensión hacia las nubes.
LA IMAGEN DEL POETA
Nunca comprendí las palabras de los hombres. Crecí en brazos de los dioses.
Como fugitivo rayo de sol entre pesadas nubes, brilla la imagen de Hölderlin en
el único retrato que de él se conserva: mozo esbelto; cabellos rubios y rizados
que forman una aurora resplandeciente en torno a su rostro; boca suave y
mejillas delicadamente femeninas, mejillas que uno se imagina cubiertas del
rubor del entusiasmo y unos ojos claros bajo la hermosa curvatura de sus oscuras
cejas. Tal es su rostro: ni un solo rasgo que deje adivinar un punto de dureza
o de orgullo; más bien domina una timidez de doncella y una misteriosa ola de
sentimiento. «Gracia y gentileza», dice Schiller al hablar de él. No es difícil
imaginarse a ese joven esbelto metido en el severo hábito de magister
protestante o verle cruzar meditabundo por los corredores del Seminario, dentro
de su hábito negro y sin mangas, con su blanca gorguera. Parece un músico;
hasta tiene cierto parecido con uno de los primeros retratos de Mozart, y así
también nos lo describen sus compañeros de colegio: «Tocaba el violín; sus
rasgos regulares, la expresión dulce de su cara, su elegante estatura, sus
vestidos tan meticulosamente limpios y, sobre todo, aquella distinción de todo su
ser, me han quedado grabados para siempre.» Así dice uno de sus camaradas.
Nadie podría imaginar una palabra cruda en esa suave boca; ningún deseo
impuro en esos ojos límpidos; ningún pensamiento mezquino bajo esa noble
frente; pero tampoco hay nada en su porte delicado y aristocrático que nos hable
de sentimientos verdaderamente alegres. Y es así, retraído, tímidamente
recogido en sí mismo, como también nos lo pintan sus compañeros. Nos dicen
que jamás se mezcló con los otros, que solamente en el refectorio, lleno de
entusiasmo, leía algunas veces versos de Ossian, de Klopstock y de Schiller, o
que a veces desahogaba la exaltación de su pecho por medio de la música. Sin
ser orgulloso, se guardaba a distancia; cuando salía de su celda, esbelto,
erguido, como si marchara hacia lo sublime, les parecía a sus camaradas como
«si Apolo atravesara la habitación». La persona de Hölderlín hace pensar en la
antigua Grecia y en la patria griega incluso al menos dado a las musas, incluso a
aquel hijo de pastor, destinado a ser él también pastor, de quien son las palabras
que he citado.
Pero sólo por un momento su figura aparece nimbada de luz entre las nubes
oscuras de su destino, como algo salido de la propia divinidad. De su edad
madura no nos queda ningún retrato, como si la suerte no quisiera dejarnos ver
a Hölderlin más que en plena floración; como si no quisiera dejarnos ver más
que la resplandeciente faz del poeta adolescente, y no la del hombre que en
realidad nunca fue. Sólo medio siglo después nos muestra la máscara reseca
del viejo, convertido otra vez en niño. Entre estas dos imágenes hay tinieblas y
crepúsculo. Se puede adivinar tan sólo, por unas palabras que han llegado hasta
nosotros, que el resplandor de su figura, pura como la de una doncella, y el
impulso alado de su juventud empezaron pronto a borrarse. Aquella «gentileza»
que Schiller le atribuye se convierte pronto en crispación, y su timidez, en miedo
misantrópico a los hombres; en su raída levita de preceptor, el último a la mesa,
cerca ya de la librea del criado, se ve forzado a aprender el gesto servil del
fracasado. Temeroso, asustado, atormentado y sólo dándose cuenta de su
fuerza de espíritu por un sufrimiento impotente, pierde ya pronto el movimiento
libre con que su ritmo marchaba como por encima de las nubes y, dentro de su
alma, se rompen la cadencia y el equilibrio espiritual.
Hölderlin se vuelve desconfiado y susceptible: «una palabra, una palabra
cualquiera, podía ofenderle». Lo precario de su situación le quita la seguridad y
hace que su ambición se refugie en lo más hondo de su pecho, causándole una
profunda herida de arrogancia y amargura. Desde entonces, trata ya de ocultar
su rostro interior ante la brutalidad de la plebe intelectual a quien está obligado a
servir y, poco a poco, esta máscara servil se le incrusta en la carne y en la
sangre. Sólo la locura, como sucede con toda pasión, pone al desnudo la íntima
distorsión que padece. Aquel servilismo que, mientras fue preceptor, encubría su
universo interior, se trueca en manía de propia degradación y llega a ser un
continuo gesto con que el poeta saluda, al primer extraño que se le presenta,
con exageradas cortesías y con reverencias repetidas centenares de veces, y le
hace desplegar (siempre temeroso de ser reconocido) un torrente de «Vuestra
Santidad», « Vuestra Excelencia», «Vuestra Gracia.»
Su rostro también se llena de lasitud; su mirada se oscurece; se dirigen hacia
abajo aquellos ojos que siempre se alzaban hacia el cielo y, como una llama que
se apaga, se vuelven oscilantes y débiles; a veces, entre sus párpados se ve
relampaguear la mirada del demonio que ya se ha apoderado de su espíritu. En
fin, su figura, en esos largos años de olvido, se inclina hacia delante, como en
terrible simbolismo. Cincuenta años más tarde de su primera efigie juvenil, hay
otro retrato del poeta sujeto a celestial prisión. En un croquis a lápiz vemos al
Hölderlin que fue, convertido ya en un anciano flaco, desdentado, que va
tanteando con el bastón y que levanta su mano descarnada diciendo versos en
el vacío, en un mundo ya insensible. Sólo la proporción de sus rasgos se ha salvado
de la destrucción, y la frente conserva aún su línea pura a pesar del
hundimiento de su espíritu, pura como la de una estatua marmórea, bajo su
cabellera gris y revuelta. Su mirada tiene aún pureza, reflejo de la pureza
interior. Los visitantes contemplan estremecidos la máscara especial de
Scardanellí y en vano tratan de ver en él al mensajero del destino,
personificación de la belleza y de los éxtasis sobrenaturales. Pero ese
mensajero ya no está allí; está ya lejos. Sólo la sombra de Hölderlin es lo que
marcha tambaleante, durante cuarenta años, por el mundo. A1 poeta de figura
de adolescente se lo llevaron los dioses. Su belleza permanece, pura a
inmaculada, invulnerable a la edad, en otras esferas: en el espejo irrompible de
sus cantos.
LA MISIÓN DEL POETA
Sólo creen en lo divino aquellos que son divinos.
La escuela fue, para Hölderlin, una prisión; lleno de impaciencia y al mismo
tiempo temeroso, entra ahora de pronto en el mundo, en ese mundo que
siempre le parecerá extraño. Todo lo que había que aprender lo ha aprendido en
Tubinga, en el Seminario. Domina completamente las lenguas muertas: el latín,
el griego y el hebreo; ha estudiado filosofía, teniendo a Hegel y Schelling por
compañeros de clase; y documentos con sus buenos sellos atestiguan que no
ha estado ocioso en el estudio de la Teología: «Studia theologica magno cum
successo tractavít. Orationem sacrum recte elaboratam decenter recitavit.» Ya
sabe, pues, pronunciar un buen sermón protestante y puede dar por seguro un
vicariato, con su correspondiente alzacuello y birrete. El deseo de su madre se
ha cumplido; tiene ya el camino abierto para llegar a un buen estado civil o
eclesiástico, para alcanzar el púlpito o la cátedra.
Pero, desde el principio, el corazón de Hölderlin no desea una colocación
temporal o eclesiástica; sólo conoce una vocación: la de mensajero de un
mundo superior. En la escuela ya ha escrito algunas poesías, «litterarum
elegantiarum assiduus cultor», según dice un certificado ampulosamente
barroco. Al principio ha escrito algunas imitaciones de elegías, después muestra
tendencia decidida hacia la concepción de Klopstock y, finalmente, en sus
Himnos a los ideales de la humanidad, ha seguido el ritmo sonoro de Schiller.
Ha empezado una novela de formas vagas a imprecisas aún: Hyperion, y es
solamente en esa esfera supraterrestre donde su espíritu clarividente encuentra
sus elementos afines. Desde el principio, lleno de entusiasmo, vuelve el timón de
su vida hacia el infinito, hacía la costa inaccesible donde ha de estrellarse. Nada
puede ya apartarlo de ese llamamiento misterioso al cual obedecerá siempre
con una fidelidad que no retrocede ni aun ante su propia destrucción.
Desde un principio también, Hölderlin no admite compromiso profesional
alguno, ni quiere contacto alguno con ninguna actividad práctica. Se niega a la
indignidad que significaría el construir un puente, por estrecho que fuese, que
uniera lo prosaico de una ocupación burguesa con lo sublime de su vocación.
Mi vocación es sólo cantar lo sublime; por eso Dios me dio una lengua y puso
el reconocimiento en mi corazón.
Ésas son sus orgullosas palabras. Quiere permanecer puro en su resolución a
íntegro en su modo de ser. No quiere la realidad que él llama destructora, sino
que busca el mundo eternamente puro; busca, con Shelley,
some world
where music and moonlight and feeling
are one.
Un mundo donde no haya necesidad de mezclarse con las cosas bajas y
donde el espíritu puro pueda flotar en un elemento también puro. En esa
resistencia fanática, en esa grandiosa intransigencia hacia la realidad, es donde
se manifiesta el sublime heroísmo de Hölderlin mucho más claramente aún que
en cualquiera de sus poesías. Sabe que, con esa exigencia, queda anulada la
seguridad de su vida; sabe que renuncia a tener casa y hogar; sabe, en fin, que
se aparta para siempre de las comodidades de la existencia. No ignora cuán
fácil es ser feliz si uno tiene un corazón superficial, y tampoco ignora que no
podrá conocer la alegría. Pero no quiere que su vida sea un tranquilo lugar
donde estar a cubierto, sino que desea un destino profético. Así, pues, con la
mirada hacia el cielo, con el alma impasible ante las necesidades de su cuerpo,
con el corazón lleno de privaciones, marcha decidido hacia el altar invisible en el
cual va a ser sacerdote y víctima al mismo tiempo.
Esa firmeza interior, esa decisión de mantenerse puro ante todo, esa voluntad
de dedicarse con toda el alma a la vida que se ha marcado, todo eso constituye
la verdadera fuerza de Hölderlin, de ese muchacho dulce y humilde. Sabe
perfectamente que la poesía, el infinito, no pueden ser alcanzados si divorcia su
corazón de su espíritu; quien quiere anunciar lo divino debe entregarse
íntegramente a lo divino y sacrificarse completamente. Hölderlín tiene un
concepto sagrado de la poesía; el verdadero poeta, el poeta de vocación, debe
renunciar a todo lo que la Tierra ofrece a los humanos, a cambio de poderse
aproximar a la divinidad. El que está al servicio de los elementos debe
permanecer entre ellos en sagrada incertidumbre y en constante peligro
purificador. Sólo se puede encontrar el Infinito dedicándose enteramente a él;
toda desviación de la voluntad conduce a una meta inferior. Desde el primer
momento, Hölderlin comprende la necesidad absoluta de esa entrega sin
condiciones; antes de abandonar el Seminario ya ha decidido no ser sacerdote,
no ligarse a un compromiso terrenal, y no ser nunca otra cosa que «guardián del
fuego sagrado». No sabe el camino, pero sabe adónde va. Y como su potencia
espiritual le hace darse cuenta de todo lo que le amenaza en su debilidad, se
dirige a sí mismo esas palabras de consuelo:
¿No son hermanos tuyos todos los hombres? ¿No vendrá en tu auxilio hasta la
misma Parca? Continúa, pues, marchando tranquilamente por el camino de tu
vida; no temas nada, y bendice todo lo que acaeciere.
Y así, decidido, entra bajo el cielo de su destino. Con esa resolución de tener
un fin único en su vida y conservarse íntegramente puro, queda marcado el
destino de Hölderlín, y así también atrae sobre sí la fatalidad. Pero su
sufrimiento interior llega a ser pronto trágico, porque su primera lucha no ha de
ser contra el mundo que él odia, contra el mundo brutal, sino contra los seres a
los que ama y que lo rodean llenos de cariño; y eso, para su corazón lleno de
sensibilidad, es la mayor de las miserias. Los primeros adversarios con que se
encuentra su firme voluntad de vivir tan sólo para la poesía, son las personas de
su familia a quienes ama tanto y que, al mismo tiempo, lo aman tanto a él. Es su
madre, es su abuela, son los parientes cercanos los que le cierran el paso. Él
querría no lastimar sus sentimientos, pero se ve obligado, a pesar de todo, más
tarde o más temprano, a disgustarles dolorosamente. Como siempre, el
heroísmo de un hombre encuentra el mayor peligro en los seres que más lo
quieren; los que lo aman tratan de calmar esa tensión dolorosa y
bondadosamente soplan sobre el fuego sagrado para reducirlo a las cómodas
proporciones de una modesta llama de hogar doméstico.
Conmueve en extremo ver cómo ese humilde adolescente, «fortiter in re,
suaviter in modo»- fuerte en el fondo, suave en las formas-, sabe, con amables
evasivas, disculparse, consolar a sus allegados y testimoniarles repetidas veces
su agradecimiento; durante diez años les está expresando su pesar por no
poderles dar la satisfacción mayor que ellos pueden esperar, que es verle
pastor, sacerdote. Esta lucha invisible constituye un indecible heroísmo de
silencio y de evasivas, puesto que Hölderlin mantiene secreta, escondida,
tímidamente, castamente diríamos, toda la fuerza que anima y sostiene su alma,
es decir, su vocación poética. Cuando habla de sus versos, los cita tan sólo
como « ensayos poéticos», y el más grande éxito que podrá ofrecer a su madre
no le inspira más que esas modestas palabras: « Que espera poderse mostrar,
un día, digno de su buena opinión.» Nunca se vanagloria de sus tentativas o de
sus éxitos; al contrario, siempre da a entender que es sólo un principiante:
«Tengo la profunda convicción de que el objeto de mi vida es algo noble y
provechoso para los hombres, siempre que pueda llegar a una perfección
conveniente.»
Pero su madre y su abuela, en la lejana aldea, no ven, tras esas palabras, más
que la triste realidad, que es que Hölderlin, como un iluso, corre tras extrañas
fantasmagorías, ciegamente, sin casa ni hogar. Las dos pobres mujeres están
un día y otro día sentadas en su casa de Nürtingen. Durante años y más años
han economizado, céntimo a céntimo, un poquito de sus gastos de comida, de
vestuario y hasta lo destinado a leña para el fuego, para, con todo ello, poder dar
estudios al muchacho. Llenas de felicidad, leen las cartas respetuosas que el
joven les escribe desde la escuela; se alegran con él de sus adelantos y de sus
premios, y participan también de su orgullo por los primeros ensayos poéticos
que salen a la luz.
Ahora que ha terminado sus estudios, las pobres mujeres lo ven ya vicario;
entonces, seguramente, se casará con una muchacha dulce y amable, y podrán
ver, llenas de orgullo, cómo dirige al pueblo la palabra de Dios desde el púlpito
de alguna iglesia de Suabia. Hölderlin conoce ese sueño y sabe que lo ha de
romper; pero no quiere deshacerlo bruscamente, sino que prefiere, con mano
suave, ir apartándolo dulcemente. Entonces piensa que, muy probablemente, a
pesar del cariño que le tienen, empiezan ya a sospechar que es un holgazán, y
trata por eso de explicarles algo acerca de su vocación. Les escribe así: «A
pesar de esa aparente ociosidad no estoy ocioso, y me hallo muy lejos de soñar
en disponerme a vivir a costa de los demás». Insiste formalmente, para quitarles
semejantes sospechas, en lo serio y moral de su vocación. «No debe creer
-escribe a su madre- que considero a la ligera mis relaciones con usted; muy a
menudo me lleno de inquietud cuando trato de reconciliar mi pensamiento con
sus deseos.»
Trata de persuadirla de que sirve a los hombres igual que si fuera predicador, y
al asegurarle eso sabe, sin embargo, que nunca logrará convencerla. «No es un
capricho -le dice a su madre- lo que determina mi inclinación; es mi propia
naturaleza, mi destino, y éstas son cosas a las que uno no puede negarse nunca
a obedecer.»
A pesar de todo eso, las dos pobres viejas, tristes y solitarias, no lo
abandonan; llorosas, envían al incorregible muchacho sus ahorrillos, le lavan las
camisas y le zurcen los calcetines; muchas veces, esa ropa que le envían va
empapada de lágrimas. Pero los años pasan y el muchacho sigue, en opinión de
ellas, fuera de la realidad. Así, suavemente, llaman de nuevo a su corazón para
recordarle su deseo. No es que quieran apartarlo de su pasión por la poesía; le
insinúan tímidamente que eso no está reñido con algún buen vicariato. Le
recuerdan a Mörike, tan semejante a él, que estuvo siempre resignado en su
vida idílica y supo dividir bien el mundo entre la poesía y la vida real. Pero eso
es tocar la cuerda sensible de Hölderlin, el cual cree firmemente en la indivisibilidad
de la fe y en que el sacerdote se debe sólo a Dios, y así expresa esa
convicción como quien despliega un estandarte: « Más de un hombre de
mayores méritos que yo, ha tratado de ser comerciante o profesor y cultivar al
mismo tiempo la poesía. Pero siempre ha tenido que acabar por sacrificar una a
otra cosa..., y eso no ha sido nunca por su propio bien, pues el sacrificar su
profesión era perjudicial para los demás hombres, y al sacrificar su arte pecaba
contra sí mismo, contra su vocación, contra los dones que Dios le había
dispensado, lo cual es un gran pecado, ciertamente mayor que pecar contra su
propio cuerpo.»
Pero esa seguridad absoluta que él tiene en su misión nunca es afirmada por
el menor éxito. Pasa ya de los veinte años, llega después a los treinta y Hölderlin
sigue siendo un humilde magister y comiendo a expensas de los demás, y, como
un niño, ha de dar las gracias a las pobres mujeres por los pañuelos, por los
calcetines o por las medías que le envían, y ha de oír una y otra vez el suave
reproche que le dirigen. Para él eso es un tormento, y así, como en un gemido,
dice a su madre: «Bien quisiera no serle más gravoso», pero, a pesar de ello,
muy a menudo ha de acudir a la única puerta que en el mundo le queda abierta
para seguir repitiendo: «Tened paciencia.» Mucho después acaba por venir a
caer en el umbral de esa misma puerta; está vencido, hundido. Su lucha por el
ideal le ha costado la vida.
El heroísmo de Hölderlin es magnífico porque es heroísmo sin orgullo y sin fe
en el mundo. El poeta siente su misión, obedece a la misteriosa voz y cree en su
vocación, pero no tiene fe en el triunfo. Él, tan sensible, nunca tiene la
conciencia de ser invulnerable a los dardos del destino, como Sigfrido; nunca
jamás se imagina victorioso o triunfante. Y es precisamente esa idea de fracaso
que siempre lo acompaña en la vida lo que da a su lucha esa fuerza
grandiosamente heroica. No hay que confundir, pues, esa fe inquebrantable que
Hölderlin tiene en la poesía, en la cual ve el único fin de su existencia, con la fe
en sí mismo como poeta; cuanta más fe ponía en la poesía, tanto más humilde
se consideraba como poeta. Nada estaba más lejos de él que aquella fe casi
enfermiza que Nietzsche puso en sí mismo y que representó en aquella su
divisa: «Pauci mihi satis, unus mihi satis, nullus mihi satis». Cualquier palabra al
vuelo le descorazona y le hace dudar de sus dotes. Una evasiva de Schiller lo
puso enfermo durante meses enteros. Como un escolar, se inclina ante vulgares
versificadores como Conz y Neuffer; pero bajo esta modestia personal se oculta,
envuelta en su suavidad exterior, una voluntad de acero para marchar hacia el
sacrificio. «¡Oh, querido! -escribe a uno de sus amigos-, ¿cuándo se reconocerá
que la fuerza más alta es siempre la más modesta, y que cuando lo divino se
manifiesta por boca de un hombre, se realiza siempre con humildad y hasta con
tristeza?» Su heroísmo no es un heroísmo guerrero, de fuerza, sino el heroísmo
del mártir, es decir, una alegre disposición a sufrir por lo inevitable y a sucumbir
por su fe y por su ideal.
«Hágase tu voluntad, ¡oh destino!» Con esas palabras se inclina hacia la
fatalidad que él mismo se ha atraído. Yo no conozco una forma más elevada de
heroísmo que ésta: un heroísmo limpio de sangre o de deseo de dominio; el más
noble heroísmo es el heroísmo sin brutalidad; es el abandono al destino fatal,
todopoderoso y sagrado.
EL MITO DE LA POESÍA
No son los hombres quienes me lo han
enseñado, sino un corazón sagrado y amante
que me empujó hacia el Infinito.
Ningún poeta alemán ha tenido tanta fe en la poesía y en el origen divino de la
misma como Hölderlin; nadie ha proclamado como él la división absoluta que
separa a la poesía de las cosas del mundo. Él mismo, todo éxtasis, ha
trasladado su propia pureza al concepto poético. Podrá parecer raro, pero ese
tierno aspirante a pastor de almas tiene un concepto de lo Invisible y un punto de
vista respecto a las potencias sobrenaturales como nadie lo ha tenido desde la
antigüedad. Tiene una fe mucho más firme en el Padre Éter y en el Destino que
gobierna al mundo que la que sus contemporáneos Novalis y Brentano tuvieron
en Cristo. Para él, la poesía es lo que el Evangelio para aquéllos: es la verdad
suprema, es el misterio embriagador de la Hostia y el Vino que pone en comunicación
el cuerpo con el Infinito. Incluso para el propio Goethe, la poesía era
parte de su vida, pero para Hölderlin es la vida misma y su único sentido; para
aquél fue una necesidad puramente personal; para éste es una necesidad
religiosa. Hölderlin reconoce en la poesía el aliento divino que anima y fecunda
la tierra, la única armonía en la que se sumerge el espíritu para, en dulce bienaventuranza,
borrar dentro de sí el eterno desacuerdo interior. La poesía llena
este angustioso vacío que existe entre las partes elevadas y las regiones más
bajas del espíritu, entre los dioses y los hombres, de la misma manera que el
éter llena y presta color a ese abismo espantoso que existe entre la bóveda
estrellada y la superficie de la tierra. Repito, pues, que para Hölderlin no es la
poesía un puro adorno de la humanidad, o una postura espiritual, sino que es el
único designio de la vida, es el principio creador que sostiene al Universo. Por
eso, el consagrar la vida entera a la poesía es la única ofrenda digna de
ofrecerse. Y este grandioso concepto explica por sí solo el heroísmo de
Hölderlin.
Incansablemente, Hölderlin trata, en sus poemas, de ese mito de la poesía, y
hay que insistir en ello para que así sea comprendida la pasión de su
responsabilidad y el deseo absoluto que llena su existencia.
Para él, fiel creyente, el mundo se divide en dos partes, según el concepto
griego de Platón: arriba están los inmortales, bienaventurados y nimbados de
luz, inaccesibles a nosotros y que, sin embargo, participan de nuestra existencia.
Abajo está la masa oscura de los mortales, uncidos a la triste rueda de la vida
cotidiana:
Nuestra generación peregrina en eterna noche, como sumergida en el Orco,
ausente de todo lo divino. Están los hombres como atornillados en su propia
actividad, y en el estruendo de los talleres sólo oyen su propia voz. Como
salvajes, trabajan incansablemente y con brazo duro, pero su labor queda
siempre infructuosa, estéril, como la de las Furias.
Como en el poema de Goethe El diván, el mundo está dividido en luz y en
tinieblas, hasta que llega la aurora y, compadecida de ese tormento, forma una
transición, un enlace, entre las dos esferas. Pues la soledad y el aislamiento en
ese cosmos sería doblemente soledad (soledad de los dioses y soledad de los
hombres), si no apareciera una ligazón entre ambas partes, una ligazón que,
aunque de modo pasajero, reflejase el mundo de arriba en el mundo de abajo.
Tampoco los dioses, que marchan rodeados de luz en la esfera celeste,
tampoco ellos podrían ser felices si su existencia no fuera sentida por alguien:
Ciertamente lo sagrado necesita, para su completa gloria, un corazón humano
que lo sienta y lo reconozca, del mismo modo que los héroes sienten la
necesidad de ser reconocidos y coronados de laurel.
Así es que lo bajo se siente atraído por lo alto, pero también lo alto tiende
hacia lo bajo; la Vida se eleva hacia lo espiritual, pero también lo espiritual
desciende hasta la Vida. La Naturaleza no tiene verdadero sentido si no es
reconocida por los mortales; si no es amada por los hombres. La rosa no será
verdaderamente una rosa mientras no sea acariciada por la contemplación; no
hay magnificencia en el crepúsculo si no se refleja en la retina del hombre. Así
como el hombre necesita lo divino para no morir, lo divino necesita del hombre
para ser realmente divino, y por eso crea testigos de su fuerza y bocas para que
le canten alabanzas, bocas de poetas que lo hacen verdaderamente divino.
Esa idea primordial en la filosofía de Hölderlin podría ser muy bien un
préstamo recibido de Schiller, pues conocido es el concepto del autor de Los
dioses de Grecia:
El gran amo del mundo estaba sin alegría, algo faltaba a su divinidad; por eso
creó a los espíritus, que son los espejos afortunados donde se refleja la divina
beatitud.
Pero no. ¡Cuán diferente es la visión órfica que tiene Hölderlin del nacimiento
del poeta!
Solo y solitario, mudo y triste, estaría en las tinieblas el Padre divino, a pesar
de su omnipotencia, a pesar de ser todo pensamiento, todo fuego, si no pudiera
reflejarse en los humanos, si los hombres no tuvieran un corazón para cantarle.
No es por ocio o por tristeza, como dice Schiller, por lo que la Divinidad crea al
poeta -en eso muestra Schiller una idea secundaria de la poesía-, sino que,
según Hölderlin, es por una necesidad esencial; sin el poeta no existe lo divino,
que sólo se forma gracias a él. La poesía -aquí se llega hasta el mismo fondo de
la ideología de Hölderlin- es una necesidad del Universo, no es algo que el
Cosmos ha creado, sino que es algo creado con el mismo Cosmos. Los dioses
no crean a los poetas como un juego, sino como una necesidad; les son
precisos:
Pero los dioses se cansan de su inmortalidad; necesitan una cosa: esa cosa es
el heroísmo, la Humanidad. Sí, necesitan de los mortales, porque los seres
celestes no tienen conciencia de su ser. Necesitan -sea permitido expresarse
así- que alguien les revele su existencia.
Sí, los dioses necesitan a los poetas, pero los humanos, los mortales, también
sienten necesidad de ellos, de esos
vasos sagrados donde se conserva el vino de la vida, el espíritu de los héroes.
En ellos se concilia el eterno dualismo del Universo, el elemento superior con
el inferior; ellos saben resolver esa disonancia en la armonía de la unidad,
pues...
los pensamientos del espíritu común van completándose silenciosamente en el
alma del poeta.
Así el poeta, figura escogida y al mismo tiempo maldita, nacido en el mundo
pero saturado de divinidad, se interpone entre los dioses y los hombres y es
llamado a contemplar la divinidad para presentarla después a los hombres en
imágenes terrenales. El poeta procede de lo humano, pero sirve a lo divino; su
existencia es una misión; es como una escalera armoniosa por la que descendiera
a este mundo la divinidad. Gracias al poeta, la Humanidad en tinieblas
puede vivir simbólicamente lo divino. Como en el misterio del cáliz, en él, en el
poeta, toman los hombres la hostia y beben el vino del cuerpo y de la sangre de
lo Infinito. Por eso el poeta lleva la unción sacerdotal y ha de guardar el voto de
pureza.
Ese mito constituye, para Hölderlin, el eje intelectual del mundo. Nunca perdió
esa fe en lo sagrado de la poesía; por eso también su esencia era sacerdotal,
sacramental. Siempre, las poesías de Hölderlin empiezan por una elevación;
desde el momento en que su espíritu se dirige a lo poético, se olvida de su
propio ser para convertirse en un mensajero que las fuerzas divinas envían a la
Humanidad. Aquel que es la «voz de Díos», el «proclamador del heroísmo» o
como dice en otra ocasión «la lengua del pueblo, necesita elevación en su
discurso, porte sacramental y la pureza propia de todo mensajero de Dios.
Habla, elevado sobre invisibles escalones de un templo, a una multitud también
invisible, a un pueblo que existe sólo en sueños, a una nación, en fin, que aún
ha de aparecer sobre la tierra, pues lo «inamovible son los poetas que la han de
fundar». Al callar los dioses, hablan los poetas en su nombre para plasmar la
divinidad en la vida cotidiana. Por eso sus vestiduras crujen como las de un
sacerdote y, como las de un sacerdote, son de limpieza inmaculada; por eso
también su discurso tiene siempre un tono elevado. Esa misión de mensajero
divino no fue nunca olvidada por Hölderlin, a pesar de los embates y desgracias
de su vida; sin embargo, ese mito se hizo cada vez más sombrío, hasta
convertirse en trágico, y perdió el carácter de optimismo y el sentido de alegre
elección, para convertirse solamente en un destino heroico. Lo que al joven se le
aparecía como dulce bendición, acaba por ser, ya en su madurez, como una
grandiosa misión, rodeada de negras nubes, alumbrada por los destellos de la
fatalidad y acompañada de los coléricos truenos de las fuerzas misteriosas:
Pues aquellos que nos han otorgado el fuego celeste, es decir, los dioses, nos
han dado también el divino sufrimiento.
El poeta sabe perfectamente que ser llamado por los dioses quiere decir
renunciar a toda felicidad; el elegido viene a ser como un árbol del celeste
bosque que es marcado para que lo reconozca el hacha del leñador. La poesía
pertenece a la fatalidad; por eso el poeta sabe que ha de renunciar a lo
agradable de la vida y abandonarse mansamente a las fuerzas sobrenaturales.
Sólo llegará a ser verdadero héroe aquel que abandone su cómodo hogar para
lanzarse en medio del torbellino de la tormenta; no basta ser anunciador de lo
heroico y de lo trágico si uno no sabe vivir. Ya lo dice Hyperion:
Haz un solo sacrificio al Genio y verás cómo quedan rotos para siempre los
lazos que lo atan al mundo.
Pero sólo Empédocles se da cuenta de la terrible maldición que pesa sobre
aquellos que divinamente saben contemplar lo divino:
Sin embargo, ése ha de destruir su propia casa y destrozar, como si fuera
enemigo, lo que le es más querido; y ha de ver sepultados en sus escombros a
su propio padre y a sus propios hijos; si río, nunca será como los dioses, nunca
se verá nimbado de su luz.
El poeta está siempre en peligro porque lucha con las fuerzas que no conocen
el freno. Es como un pararrayos solitario que recoge toda la exhalación
tremulante del Infinito, y ese fuego celeste que recoge lo presenta, envuelto en
música, a los habitantes de la Tierra. Está solo, frente a toda la tensión
atmosférica del fuego sagrado, y esa fuerza es casi siempre mortal.
No puede el poeta reservarse esa sagrada llama que ha atraído sobre sí, no
puede ocultar esa ardiente profecía:
El poeta se consumiría en el fuego celeste, pues nunca ha soportado la divina
llama la cautividad.
Por otra parte, nunca puede el poeta revelar lo indecible. Callar lo divino es un
crimen, pero también lo es el revelarlo sin ninguna restricción. El poeta debe
buscar lo heroico y lo divino entre los hombres, y por eso ha de participar de sus
miserias, sin por ello maldecir a la humanidad; debe anunciar a los dioses y
proclamar su esplendor, aunque ellos, los dioses, lo abandonen a su soledad en
las miserias terrestres. Tanto la revelación como el silencio son parte de su
sagrada misión. La poesía no es -como creía Hölderlin en sus mocedades -una
libertad feliz, un dulce equilibrio, sino un deber amargo, una esclavitud. Quien ha
hecho voto de obediencia queda atado para siempre. Nunca más podrá ya
arrancar de sí la ardiente túnica de Neso, y habrá de seguir la suerte de
Hércules y de los demás héroes. Los espíritus elegidos por la poesía, lo son
para toda la eternidad.
Por eso Hölderlin se da perfecta cuenta de lo trágico de su destino; como en
Kleist y en Nietzsche, domina en él, desde muy pronto, el sentimiento de una
caída trágica a inevitable, y su siniestra sombra se proyecta ante él con diez
años de antelación. Pero ese tierno hijo de pastor protestante, Hölderlin, tiene
-como Nietzsche, que también era hijo de pastor-, el valor y hasta el deseo de
medir su fuerza con el Infinito. No trata nunca, como hizo Goethe, de domar a
ese demonio interior, ni aun intenta refrenarlo. Mientras Goethe está siempre
esquivando su destino, para salvar así el tesoro dulcísimo de la vida, Hölderlin,
con su alma de bronce, se lanza a la lucha sin más armas que su pureza. Sin
miedo y lleno de devoción (ese dualismo de su vida no le abandonó jamás, ni en
la vida ni en la poesía), levanta su voz para recordar a los poetas, hermanos de
martirio, lo sagrado de su fe y lo heroico de su responsabilidad:
No debemos desmentir la nobleza que hay en nuestro deseo de modelar esa
porción de Infinito que existe dentro de nosotros.
El poeta no puede, no debe querer ahorrar nada de esa felicidad cotidiana que
constituye el precio, el monstruoso precio que paga por su misión. La poesía es
un reto al destino, es devoción y es valentía. Quien habla con los cielos no debe
temer a los relámpagos, ni a los truenos, ni tampoco a la fatalidad:
Los poetas debemos entrar con la cabeza descubierta hasta el mismo centro
de la tempestad. Con nuestra propia mano hemos de tomar el rayo celeste y,
envueltos en nuestro canto, transmitir al pueblo ese don divino. Pues sólo
nosotros tenemos el corazón puro como el de un niño y sólo nuestras manos
son inocentes. El rayo celestial no nos aniquila y, aunque nos sacude de dolor
divino, nuestro corazón, eternamente, permanece firme.
FAETÓN O EL ENTUSIASMO
¡Oh entusiasmo! En ti encontramos una afortunada tumba. Nos sumergimos
con silenciosa alegría en lo oleaje, hasta que oímos la llamada del tiempo; y entonces,
despertamos para volver orgullosamente, lo mismo que las estrellas, a la
breve noche de la vida.
Para la misión heroica que se ha asignado, Hölderlin cuenta -¿por qué
negarlo?- con muy pocos dones poéticos. Nada, ni en la aptitud ni en la actividad
de ese joven de veinte años, anuncia una verdadera personalidad. La forma de
sus primeras poesías, hasta las imágenes aisladas y aun las frases mismas, son
de una semejanza casi ilícita con las poesías de los maestros de sus años
juveniles de Tubinga, con las odas de Klopstock, con los sonoros himnos de
Schiller y con la prosodia alemana de Ossian. Sus motivos poéticos son pobres;
sólo la fogosidad juvenil con que los va repitiendo puede disimular la estrechez
de horizontes. Su fantasía marcha por un mundo vago, sin figuras: los dioses, el
parnaso y la patria forman el eterno círculo de sus ensueños. Las palabras
mismas, y los epítetos «celeste» y «divino», se repiten con molesta monotonía.
Su pensamiento propio está también sin desarrollar; depende enteramente de
Schiller y de las tinieblas; punzan algunas frases misteriosas, como pronunciadas
por un vidente, que no provienen de su propio espíritu, sino del espíritu
del Universo. Faltan en sus poesías incluso las huellas de los elementos
fundamentales de toda creación literaria; es decir: visión del mundo sensible,
humor, conocimiento de los hombres, en fin, todo lo que procede de lo humano;
y como Hölderlin renuncia siempre a mezclarse con la realidad, ese estado de
ceguera para las cosas del mundo llega a convertirse en un sueño absoluto y en
una visión irreal de un mundo formado únicamente de idealismo. La sustancia de
su poesía está privada de sal y de pan, falta en ella todo colorido y así resulta
algo etéreo, transparente a ingrávido, que ni aun los años de infortunio logran
teñir de una sombra mística ni darle más que un misterioso soplo como de
presentimiento. Su capacidad productiva es, al mismo tiempo, escasa, está
como entorpecida por una debilidad en el sentimiento, por la melancolía o por un
desarreglo nervioso. Junto a esa plenitud sabrosa de Goethe -cuyas poesías
están llenas de fuerza y de jugos vitales-, junto a ese campo fértil, trabajado por
mano fuerte, junto a esa tierra que parece absorber toda la fuerza del Sol y de
los elementos, el campo poético de Hölderlin aparece pobre en extremo. Tal vez
nunca, en la historia literaria de Alemania, haya habido un poeta tan grande con
menos dotes poéticas. Su «material» era insuficiente; el todo era su ejecución,
como se dice de los cantantes. Era más débil que cualquier otro, pero su alma
creció alimentada por un mundo superior. Sus dotes pesaban poco, pero su
expansión era infinita. El genio de Hölderlin no era, en fin, genio de arte, sino
milagro de pureza. Su genio era el entusiasmo, el impulso invisible.
Pero el talento poético de Hölderlin no puede ser medido, filosóficamente
hablando, ni por su longitud ni por su profundidad. Hölderlin es un fenómeno de
intensidad. Su figura poética es mezquina comparada con la de Goethe o la de
Schiller, que fueron todo fuerza arrolladora. Junto a esas dos figuras, Hölderlin
es tan débil y humilde como lo fue san Francisco de Asís junto a las torres
gigantescas de la Iglesia de la Edad Media que se llamaron santo Tomás de
Aquino, san Bernardo o san Ignacio de Loyola. Como san Francisco, Hölderlin
no tiene más que aquella ternura angélica y transparente, aquel sentimiento
extático de la fraternidad, pero también tiene aquella enorme fuerza franciscana:
la fuerza de la dulzura y del entusiasmo y el impulso del éxtasis que nos eleva
por encima de nuestra mezquina esfera.
Como el santo de Asís, Hölderlin llega a ser un artista sin arte; y no artista por
fe evangélica en un mundo superior, sino por un gesto heroico de renuncia como
el de san Francisco en la plaza del mercado de Asís.
Lo que predestina a Hölderlin para la poesía no es, pues, una fuerza parcial o
un talento literario cualquiera, sino que es la facultad de concentrar toda su alma
en el éxtasis, todo su ser en un estado de exaltación: esa fuerza que ha de
arrebatarlo del mundo para arrojarlo al Infinito. La poesía de Hölderlin no afluye
de su sangre o de sus nervios, de su savia interior o de circunstancias personales,
sino que brota de un entusiasmo innato y espasmódico y de su anhelo
por un mundo inaccesible. Para él, no hay un asunto especial que le inspire
particularmente, pues ve con ojos poéticos todo el Universo y no vive su vida
más que poéticamente. El mundo se le aparece como una inmensa poesía épica
y gigantesca; lo que toma para plasmarlo con sus manos se vuelve inmediatamente
épico: sea paisaje, río, hombre o sentimiento. El Éter es para él su
padre, como san Francisco se sentía hermano del Sol. La roca o la fuente se le
presentan, igual que a los griegos, como unos labios que exhalan una melodía
cautiva. Las cosas más prosaicas que él convierte en armoniosas palabras, se
transforman enseguida en parte de aquel mundo platónico; se hacen transparentes
y vibran en dulce melodía de luz por la fuerza de un lenguaje que no tiene
nada en común con el corriente si no es la forma de los vocablos. Las palabras
que usa tienen un brillo nuevo, como el que el rocío sabe dar a una pradera, un
brillo libre de todo aspecto terrenal. Ni antes ni después de Hölderlin ha habido
jamás en Alemania poesía tan alada, tan ingrávida, tan como un vuelo de pájaro;
nunca el mundo fue mirado desde tanta altura, desde una altura como la que
quiere alcanzar Hölderlin llevado por su fogoso entusiasmo. Por eso, en su
poesía, aparecen todos los seres como vistos a través de un sueño,
misteriosamente libres de la fuerza de la gravedad, como si fueran almas. Nunca
Hölderlin (y en ello está su grandeza, al mismo tiempo que su limitación), nunca
ha aprendido a mirar el mundo tal como el mundo es. Sólo lo ha cantado. No
llegó a ser un sabio, sino un soñador, un fanático. Pero ese desconocimiento de
lo real es lo que creó en él la más alta magia: que es aspirar siempre a la pureza
absoluta, bañar la realidad en la luz de otras esferas y soñarla siempre, sin
tocarla nunca con torpe mano al contemplarla con su corazón puro.
Ese impulso interior es la única y propia fuerza de Hölderlin. Nunca desciende
el poeta hacia lo inferior, a lo terrestre, a lo contaminado por la vida cotidiana,
sino que, de un solo salto, como llevado por alas, sube a un mundo superior que
es como su patria. No vive en la realidad, pero tiene un mundo propio, un
armonioso < más allá». Siempre aspira a remontarse todavía más.
¡Oh, melodías, que os cernéis allá arriba en lo Infinito quiero volar hacia
vosotras, siempre hacia vosotras!
Como una flecha, se dispara siempre por medio de un misterioso arco, tenso
hacia las alturas, pues él, para sentir su «yo», necesita estar subiendo, estar en
unas regiones de exaltado ensueño. Una naturaleza como ésta debía de estar
siempre en peligrosa tensión; y así fue ya desde el principio. Schiller, al hablar
de él, menciona, en sentido de censura y no de alabanza ni de admiración, su
violencia impulsiva y lamenta la falta de estabilidad de Hölderlin. Pero esos
entusiasmos inefables en los que desaparecen el mundo y el tiempo, y por los
que el espíritu se libera hasta convertirse en dios, esos espasmos lejos del «yo»
son el fundamento, la base de Hölderlin. Siempre en eterno flujo y reflujo, no
puede ser poeta sí no es con toda su alma. Cuando no está inspirado, en las
horas oscuras de su existencia, Hölderlin es el más pobre, el más encadenado,
el más triste y sombrío de los hombres, pero en su exaltación llega a ser el más
feliz y el más libre de todos.
El entusiasmo de Hölderlin es, a decir verdad, algo vacío de toda sustancia; el
entusiasmo está lleno tan sólo de entusiasmo y, así, el poeta no se entusiasma
sino cuando canta al entusiasmo, que es para él objeto y sujeto a la vez, y si no
tiene forma propia, es porque es plenitud suprema; no tiene límites porque viene
de la eternidad y vuelve a la eternidad. Hasta en Shelley, de gran parentesco
espiritual con Hölderlin, el entusiasmo se encuentra siempre unido a lo terrestre.
Para aquél, aún va vinculado a los ideales sociales, a la fe en la libertad o al
progreso del mundo. Pero el entusiasmo de Hölderlin, como si fuera humo, sube
directamente hacia el cielo y se pierde en las tinieblas; no descansa más que en
sí mismo y no pasa de ser nunca más que una sensación de divina felicidad en
la Tierra. El placer y su descripción vienen a ser una misma cosa en él: para
describirlo ha de gozarlo y el goce está en la descripción.
Hölderlin representa ese estado interior que sólo a él le es propio; su poesía es
un himno ininterrumpido a la productividad, una queja patética por la esterilidad,
pues «los dioses mueren cuando muere el entusiasmo.» La poesía va unida en
él al entusiasmo, así como éste no puede resolverse más que en canto, en
poesía. Por eso la poesía (en el sentido del poeta de la necesidad universal) es
la liberación del individuo y de la humanidad entera: «¡Oh, entusiasmo; oh, rocío
celeste; tú eres quien volverá a traer la primavera de los pueblos!», dice ya
febrilmente Hyperion y su Empédocles no significa nada más que el contraste
inaudito entre el sentimiento divino (es decir, fructífero) y el terrenal (es decir,
improductivo). La naturaleza de la inspiración de Hölderlin se ve claramente en
su poesía trágica. El estado fundamental de toda productividad es ese
sentimiento crepuscular, sin alegría y sin dolor, de la contemplación interior y del
ensueño meditabundo:
Aquel que no siente necesidades marcha por el mundo con la apacible
tranquilidad de los dioses, camina entre sus propios pensamientos, y el soplo del
aire está temeroso de molestar su ventura.
No siente el mundo exterior, la fuerza del entusiasmo está en sí mismo:
El mundo nada le dice; su entusiasmo se desarrolla por sí mismo, aumentando
así la felicidad, hasta que en la noche oscura del éxtasis fecundo surge de
pronto, como vívida chispa, el milagro del pensamiento.
Por eso, en Hölderlin, la inspiración poética no procede nunca de una idea, de
un suceso ni de una voluntad, sino que es de sí mismo, del entusiasmo, de
donde surge la fuerza creadora. No se inflama contra una superficie cualquiera,
sino que el fuego brota en él espontáneamente, como un milagro:
...de pronto el genio creador desciende sobre nosotros; nuestro espíritu
enmudece entonces y nuestro cuerpo sufre una sacudida hasta lo más hondo,
como tocado por el rayo.
Y eso es la inspiración, un rayo divino que se enciende en nosotros. Hölderlin
nos describe este estado -que él conoce tan bien- en el cual la llamarada celeste
consume todo el recuerdo del mundo real:
Entonces nos sentimos como si fuéramos un dios en su elemento propio, y
nuestra alegría es un canto celestial.
Desaparece entonces el dualismo, el cielo abraza a la totalidad del
sentimiento. (Sentirse identificado con el Todo es ser dios, es estar en el cielo
-dice su Hyperion.)
Faetón, que simboliza la vida de Hölderlin, ha llegado a las estrellas en su
carro de fuego, y la música sideral suena ya en sus oídos. En esos momentos
de éxtasis es cuando Hölderlin vive el apogeo de su vida.
Pero, aun en esos momentos de bienaventuranza, se mezcla ya un impreciso
sentimiento de derrumbamiento, de caída. Sabe perfectamente que sólo se está
el instante que dura un relámpago en esas esferas celestes, en esa mesa divina
donde se sirven el néctar y la ambrosía a los mortales; por eso predice acto
seguido su destino:
Sólo unos instantes puede el mortal vivir plenamente como un dios; después
su vida ya no puede ser más que un continuo recuerdo de esos instantes.
Como a Faetón, después de ese maravilloso viaje en el carro de fuego no le
queda ya más que la terrible caída, la insondable caída a los más profundos
abismos:
Pues parece como si a los dioses no les pluguiera nuestra impaciente plegaria.
Es entonces cuando el genio lúcido y feliz muestra a Hölderlin su otra cara, es
decir, el aspecto tenebroso del demonio. Hölderlin, libre de la poesía, cae
pesadamente para estrellarse en la vida cotidiana. Como Faetón, se precipita
hacia abajo, para caer, no sobre la Tierra, sino aún más abajo: sobre el
tenebroso mar de la melancolía. Goethe y Schiller y los demás vuelven de la
poesía como de un viaje; podrán volver, si se quiere, cansados, pero regresan
con el alma sana y los sentidos cabales. Pero no así Hölderlin, que se rompe al
caer y queda herido, destrozado y extrañamente ausente de la realidad. Su despertar
del entusiasmo es siempre como una muerte del alma, y entonces, en su
hipersensibilidad, no ve en el mundo más que vulgaridad y grosería: «Los dioses
mueren cuando muere el entusiasmo. Pan muere cuando muere Psique.» La
vida vulgar no merece ser vivida; fuera de los momentos de entusiasmo, todo es
insípido y sin alma.
Aquí están las raíces de aquella melancolía peculiar de Hölderlin, que no era, a
decir verdad, una melancolía patológica del espíritu, sino que era como un
contrapunto de la fuerza de exaltación extrema que posee su organismo. Esa
melancolía, lo mismo que su entusiasmo, no procede del exterior, se alimenta de
sí misma, pues no hay que exagerar la importancia del episodio de Diotima. Su
melancolía es sólo la reacción que sigue al éxtasis y por tanto es algo fecundo.
Si cuando se elevaba en el éter se sentía bañado de Infinito, como formando
parte de él, en su melancolía, en su esterilidad, se encuentra terriblemente
aislado y ajeno a la existencia. Por eso yo quisiera llamar a esa melancolía
sentimiento de nostalgia, tristeza que ha de despertar en un ángel el recuerdo
del cielo perdido, añoranza infinita de una invisible patria. Hölderlín nunca trató
de apartar de sí esa melancolía, como hicieron Leopardi, Schopenhauer o
Byron, proyectándola hacia un pesimismo mundano. «Soy enemigo de esa
enemistad hacia lo humano que se llama misantropía», nos dice el poeta. Su
piedad le impide renegar de una parte del Todo, por insignificante que esa parte
pueda parecer. Lo que sucede es que se siente ajeno a la vida real, a la vida
práctica. No sabe hablar a los hombres más que cantando, es decir, su lenguaje,
su conversación, no pueden ser de otro modo para que sean inteligibles; por eso
la producción poética es algo, para él, de una necesidad absoluta. La poesía es
como un asilo amable donde refugiarse al huir de ese país extraño que es la
Tierra. Nunca ningún poeta ha entonado con más fervor el Veni, Creator Spiritus,
pues Hölderlin sabe que toda fuerza creadora desciende siempre de arriba,
como el vuelo de un ángel, y nunca surge del propio ser. Fuera del éxtasis, vaga
como ciego por el mundo vacío de dioses. «Pan muere [para él] cuando muere
Psique», y la vida no es más que un montón de escorias sin la llama ardiente de
un espíritu abierto para la floración.
Pero su tristeza es impotente contra el mundo: su melancolía es muda; poeta
de la aurora, queda callado en el crepúsculo de la noche y se deja llevar a la
deriva, como un cadáver de sí mismo, hasta el final de su vida, poeta siempre,
pero sin poder expresar sus sentimientos; y así Hölderlin, con las alas rotas, se
convierte en su espectro trágico, en Scardanelli.
Waiblinger, que lo conoció mucho y lo trató de cerca en los años en que su
espíritu estaba ya velado, lo colocó en una de sus novelas con el nombre de
Faetón. Faetón es el nombre que los griegos dieron a aquel adolescente que
montó en un carro de fuego para marchar a ver a los dioses. Los dioses le dejan
aproximarse; su vuelo cruza los cielos dejando un rastro de luz, pero después se
precipita sin piedad en las tinieblas. Los dioses castigan siempre a aquel que se
les aproxima demasiado; destrozan su cuerpo, ciegan su vista y arrojan al audaz
al fondo del abismo del destino. Pero, al mismo tiempo, aman al temerario que
se quema por aproximarse a ellos, y por eso colocan su nombre, como una
figura ideal, a guisa de ejemplo, entre las eternas estrellas.
ENTRADA EN EL MUNDO
Muy a menudo, el corazón del hombre
permanece dormido, como una simiente que
estuviera envuelto en inerte cáscara, hasta
que un día llega su hora.
Hölderlin, al salir de la escuela, entra en el mundo como quien penetra en
territorio enemigo; él, todo fragilidad, sabe de sobra la lucha que le espera. Aún
no ha bajado del coche de postas que avanza chirriante por el camino, cuando
ya escribe, en extraño simbolismo, un himno titulado El destino que dedica a la
madre de los héroes: la « necesidad de brazo de bronce». En el momento de la
partida, ya va el poeta cargado de presentimientos y dispuesto para su caída.
Todo parece que se le presenta bien: Schiller en persona le ha recomendado
como domine a Charlotte von Kalb, pues el poeta se ha negado a ser pastor
según los deseos de su madre. No hay otra casa en todas las províncias
alemanas donde se honren tanto el entusiasmo y la emoción como en casa de
Charlotte; no hay otra casa tampoco donde pueda encontrar más comprensión
para su sensibilidad y timidez. Charlotte misma era una mujer « incomprendida»
y, por haber sido amante de Jean Paul, tenía toda la comprensión posible para
las almas sentimentales. El propio Von Kalb le recibe con extrema amabilidad, y
el muchacho le coge pronto aprecio sincero; por las mañanas, Hölderlin no tiene
ocupaciones; puede, pues, dedicarse libremente a la poesía. Los paseos y excursiones
a caballo que hace en común con la familia lo ponen de nuevo en
contacto con la amada Naturaleza, de la que hacía ya algún tiempo que estaba
algo apartado, y en sus paseos a Weimar y a Jena, Charlotte, mujer muy
inteligente, cuida de introducirlo en los círculos más distinguidos, y así es como
le fue dado conocer a Goethe. Se ve, pues, que Hölderlin no podía haber caído
en mejor parte. Sus primeras cartas están henchidas de entusiasmo y hasta de
optimismo; bromeando, escribe a su madre que «desde que no tengo cuidados
ni pájaros en la cabeza he empezado a engordar» . Expresa su satisfacción por
la amabilidad de sus amigos, los cuales hacen llegar a Schiller y dan a conocer
los primeros fragmentos de Hyperion, que aún es sólo un esbozo. Por un
momento, parece que Hölderlin se ha domiciliado en el mundo.
Pero pronto siente en su interior aquel demonio de la intranquilidad, aquel
espíritu demoníaco de la inquietud que lo arrastra como las aguas de un
torrente. Pronto en las cartas hay un dejo de melancolía y veladas quejas acerca
de la falta de libertad; el secreto es éste: quiere partir, porque Hölderlin no puede
vivir sujeto a un empleo; quiere vivir sólo para la poesía. En esta primera crisis,
Hölderlin no se da cuenta de que lleva un demonio interior que le impide trabar
relaciones, y no comprende que son su voluntad inflamable, su interno impulso,
los que le mueven. Esta vez lo atribuye a la molesta obstinación del muchacho y
a su secreto vicio, que él no logra dominar. En eso se ve la incapacidad para la
vida de Hölderlin: un muchacho de nueve años puede más que él. Y deja el
empleo. Charlotte von Kalb, al verlo partir, comprende el porqué y escribe a su
madre (para consolarla) la cruda verdad: «Su espíritu no puede descender a las
mezquindades y trabajos del mundo..., o mejor aún, su alma sufre demasiado
por esas cosas.»
Hölderlin destroza por sí mismo todas las formas de vida que se le van
presentando. Nada hay más falso que la idea corriente, de orden puramente
sentimental, que se encuentra en las biografías del poeta y que declara que Hölderlin
fue humillado por todas partes, que por doquier sufrió ofensas y que en
Walterhausen, o en Francfort, o en Suiza, se quiso hacer de él un lacayo,
torturando así su dignidad. La verdad no es ésa, no: por todas partes se trató de
favorecerle. Pero su epidermis era demasiado fina, su sensibilidad exagerada,
su ánimo sufría demasiado.
Se puede aplicar a Hölderlin y a naturalezas análogas lo que Stendhal hizo
reflejar en su espejo y personificó en Henri Brulard: «Ce qui ne fait qu'effleurer
les autres me blesse jusqu'au sang.» Hölderlin se ha encontrado con la realidad
y el mundo es ya sólo, para él, brutalidad, encadenamiento y esclavitud; sólo la
poesía le puede hacer feliz. Fuera de la esfera poética, Hölderlin no puede
respirar; sus manos se tienden hacia el vacío que lo rodea y el aire del mundo lo
asfixia. «¿Por qué no he de estar tranquilo como un muchacho, si nada me
impide dedicarme a mi inocente diversión y lo que me rodea es agradable?», se
pregunta a sí mismo, asustado de tanto conflicto que se le presenta a cada
paso. No sabe todavía que su inadaptación es incurable; todavía llama
casualidad a eso que encierra un demonio y que es su vocación. Cree aún que
libertad y poesía son cosas que pueden unirlo al mundo. Así se atreve a
lanzarse a una vida libre, sin trabas, lleno de esperanzas por la obra que va a
realizar. Hölderlin prueba la libertad. Se dispone a pagar con toda suerte de
privaciones una vida libre, puramente intelectual. En invierno pasa días enteros
en cama para así ahorrar leña; sólo come una vez al día; renuncia a beber vino
o cerveza; renuncia, en fin, hasta al más insignificante placer. Nada ve de Jena
si no es algunas conferencias de Fichte; a veces Schiller le concede alguna hora
de compañía. Vive retirado en un cuartucho que apenas puede llamarse
habitación. Pero su alma viaja con Hyperion a través de Grecia, y hasta podría
considerarse feliz si no fuera porque está predestinado a la inquietud, a la
convulsión.
ENCUENTRO PELIGROSO
¡Ojalá no hubiera ido nunca a vuestra escuela!
Lo primero que hace Hölderlin, cuando se decide a vivir en libertad, es pensar
en lo heroico de la vida, que es el impulso hacia lo grande. Sin embargo, antes
de querer descubrir ese pensamiento heroico dentro de su propio pecho, quiere
ver a «los espíritus grandes», a los poetas, quiere ver las cumbres sagradas. No
es, pues, la casualidad lo que le lleva a Weimar; no, allí están Goethe y Schiller,
allí está Fichte, y alrededor de éstos, como satélites brillantes, están Wieland,
Herder, Jean Paul, los Schlegel, es decir, todo el firmamento espiritual de Alemania.
Su espíritu poético, que odia lo que no es poesía, anhela vivir en ese
círculo elevado y respirar esa atmósfera espiritual. Aquí espera gustar del divino
néctar del espíritu antiguo, a fin de ensayar así sus fuerzas en esta ágora, en
este coliseo de lucha poética. Pero antes, el joven Hölderlín quiere prepararse
para esas lides, pues el poeta no se siente digno, intelectualmente hablando, por
su pensamiento y por su cultura, de sentarse junto a Goethe, cuyo espíritu
abraza el universo, o junto a Schiller, espíritu de coloso que se agita en
formidables abstracciones. Por este motivo, incurre en el eterno error de los
alemanes, que es quererse formar de un modo sistemático; quiere cultivarse y
emprende estudios filosóficos. Lo mismo que Kleist, fuerza su naturaleza, que es
toda espontaneidad, trata de hacer la anatomía de ese cielo que le llena de
felicidad y quiere someter sus proyectos poéticos a las doctrinas filosóficas.
Nunca, en mi opinión, se ha dicho con toda crudeza cuán perjudicial fue, no ya
para Hölderlin, sino para todos los poetas alemanes, el encontrarse con Kant y
con su metafísica.
La historia de la literatura podrá encontrar digno de alabanza que los poetas de
entonces llevasen a su círculo poético la ideología de Kant, pero todo espíritu
libre debe reconocer los daños incalculables derivados de esa invasión de ideas
dogmáticas en el reino de la poesía. Soy de la firme opinión de que la influencia
de Kant limitó en extremo la producción poética de la época clásica, producción
que se dejó influir mucho por la maestría constructiva de sus pensamientos.
Kant perjudicó en extremo la expresión sensual, la euforia de la poesía, el libre
curso de la imaginación, al quererlas llevar hacia un criticismo estético. Esterilizó
las facultades puramente poéticas de todo aquel que abrazó sus teorías. ¿Y
cómo podía ser de otro modo? Un ser todo cerebro, todo fría razón, ¿cómo
podría ese hombre, que no conoció mujer ni salió de su provincia, ese hombre
que era como un delicado mecanismo de relojería inflexible en su regularidad,
ese hombre que se encadenó así a su vida cuarenta, cincuenta y hasta sesenta
años; ese hombre desprovisto de espontaneidad, sujeto a un sistema rígido,
pues su genio era sólo constructivismo fanático; cómo podría ese hombre, repito,
ser jamás útil a un poeta, a un poeta que vive sólo por sus sentidos, que se
eleva por su inspiración y a quien la pasión arrastra siempre a la inconsciencia?
La influencia de Kant apartó a los clásicos de su pasión más magnífica, más
poética, que tenía toda la fuerza y el colorido del Renacimiento, y los llevó
insensiblemente a un nuevo humanismo: a una poesía de eruditos. Por último
¿no ha sido para la poesía alemana una gran pérdida el que Schiller, el más
formidable plasmador de figuras poéticas, se preocupe y se torture buscando
dividir la poesía en dos categorías, la poesía ingenua y la poesía sentimental, y
que Goethe diserte con los hermanos Schlegel acerca de los clásicos y los
románticos? El exceso de luz de la filosofía debilita a los poetas, aunque ellos no
se den cuenta, porque esa luz es fría y surge de este espíritu sistemático que
cristaliza según leyes fijas; precisamente cuando Hölderlin llegó a Weimar,
Schiller ha perdido ya aquella su primera borrachera de inspiración y Goethe
(cuya sana naturaleza ha reaccionado siempre a toda metafísica sistemática) se
dedica con todo interés a la ciencia. La correspondencia entre Goethe y Schiller
nos demuestra muy claramente en qué esferas de acción se agitaban entonces
sus pensamientos; esas cartas son magníficos documentos, son una magnífica
concepción del universo, pero son racionalistas; parecen más bien la
correspondencia de filósofos o de profesores de estética que confesiones
poéticas. La poesía está, cuando Hölderlin entra en aquellos círculos,
desplazada de su centro por la constelación de Kant y ha sido relegada a la
periferia. Ha empezado una época de humanismo clásico. Sólo que, por fatal
contraste con Italia, los espíritus más fuertes de la época no se han refugiado,
como Dante, Petrarca o Boccaccio, en la poesía al huir del mundo helado de la
erudición; al contrarío, Goethe y Schiller han dejado el divino mundo creador
para refugiarse en la frialdad de la ciencia y de la estética. ¡Ay, nunca más han
de volver ya aquellos años divinos!
Y los jóvenes que tienen a esas grandes figuras como maestros sufren la fatal
locura de la formación filosófica. Y así Novalis, de espíritu angélicamente
abstracto, y Kleist, todo impulso, ambos, a pesar de su naturaleza que repele
todo espíritu positivo como el de Kant y su escuela, se dejan llevar a la deriva,
llenos de duda, hacia este elemento hostil. Hasta Hölderlin, todo inspiración, que
aborrece lo sistemático; indómito, abstracto, rebelde por propia voluntad, fuerza
su naturaleza y se aferra a los análisis filosóficos, creyéndose además obligado
a hablar en la jerga estético-filosófica dominante, y todas sus cartas de los
tiempos de Jena están atiborradas de sosas interpretaciones de conceptos y de
esfuerzos por filosofar, cosas muy contrarias al anhelo infinito que le llenaba.
Pues Hölderlin es precisamente un espíritu ilógico, no intelectual; sus
pensamientos, grandiosos como relámpagos de genio, no son articulables; se
resisten a toda combinación, a todo sistema. Lo que él dice del espíritu creador
marca bien sus límites:
Sólo reconozco lo que florece naturalmente; lo meditado ya no lo reconozco.
Este espíritu no puede expresar más que el anhelo de llegar, pero no puede
elaborar esquemas o conceptos. Las ideas de Hölderlin son aerolitos -píedras
del cielo y no de cantera terrestre-, y por eso no pueden ser alisadas y
colocadas disciplinadamente para formar un muro, es decir, un sistema, pues
todo sistema es siempre un muro. Esas piedras quedan en la misma forma en
que caen, no necesitan ser desbastadas ni sufrir variación alguna. Lo que una
vez dijo Goethe refiriéndose a Byron, se le puede aplicar mil veces mejor a
Hölderlin: «Cuando raciocina es un niño; sólo es grande cuando hace poesía.»
Pero ese niño se sienta en el banco de la escuela de Fichte y de Kant y se
asfixia, desesperado, en las doctrinas que oye, de forma que hasta Schiller le ha
de advertir un día: «Huya usted siempre que pueda de las materias filosóficas;
son las más ingratas... Permanezca más bien cerca del mundo sensible; así no
se expondrá a perder el entusiasmo.»
Ha de pasar bastante tiempo antes de que Hölderlin vea el peligro a que se
expone en el laberinto de la lógica. Pero una disminución en sus producciones,
como un exacto barómetro, le advierte un día que él, todo alas, ha caído en una
atmósfera que lo asfixia, y entonces sí, dándose cuenta, rechaza toda la filosofía
sistemática: « He ignorado durante algún tiempo por qué el estudio de la
filosofía, que suele producir tantas satisfacciones y que compensa esa
dedicación con la serenidad, me hacía sentir inquieto y exaltado, y tanta más
intranquilidad me producía cuanto más me concentraba en ella. Ahora ya veo
que si esto sucedía es porque me alejaba de mí mismo, de mi propia
naturaleza.» Por primera vez descubre la fuerza de su vocación poética, que
celosamente no le permite entregarse a la vida material. Su naturaleza le exigía
situarse entre el mundo superior y el inferior. No podía encontrar el reposo ni en
lo abstracto ni en la realidad concreta.
Así engaña la filosofía a su abnegado discípulo; inspira, en su espíritu lleno de
dudas, más dudas todavía, y no le hace aumentar la certeza, como él habría
esperado. Pero su segunda decepción, más peligrosa que la primera, viene de
los poetas. Desde lejos, se le aparecían como mensajeros de lo sobrenatural,
sacerdotes que dirigían su corazón hacia Dios; deseaba poder elevar su espíritu
a través de ellos, de Goethe y aún más de Schiller, a quien había leído noches
enteras en el Seminario de Tubinga y cuyo Don Carlos había sido como la
«nube encantadora de su juventud». Esperaba que le darían, a su propia inseguridad,
aquello que transfigura la vida, es decir, el impulso hacia el infinito, la
elevada fogosidad. Pero aquí empieza el eterno error de la segunda y tercera
generaciones, y que consiste en querer seguir a sus maestros; olvidan los
jóvenes que el tiempo resbala sobre las obras perfectas como sobre el mármol,
sin dañarlas, pero que no pasa así con los hombres, aunque sean poetas; las
obras perduran, pero el hombre envejece. Schiller es ya consejero; Goethe es
consejero privado; Herder, consejero municipal, y Fichte, profesor de
universidad. Sus intereses ya no están en la producción poética, sino en los
problemas de la poesía; la diferencia es clara. Todos están ligados a su obra,
han anclado en la vida y nada hay tan ajeno a un hombre, nada tan fácil de
olvidar, como su propia juventud; así, el paso de los años determina la incomprensión:
Hölderlin esperaba de ellos entusiasmo, y ellos le enseñaron
moderación; él ansiaba inflamarse a su lado, y ellos sólo lo bañan con una ligera
luz; junto a ellos quería una vida libre, una existencia espiritual, y ellos se
esfuerzan por buscarle una buena colocación burguesa. Él iba a buscar, junto a
ellos, ánimos para la lucha monstruosa que le marca su destino, y ellos (con la
mejor intención) le aconsejan una paz honrosa. Él iba a inflamarse, y ellos tratan
de apagarlo; así, a pesar de todas las afinidades intelectuales, a pesar de sus
simpatías, la sangre ardiente de Hölderlin, frente a la sangre ya templada de
ellos, da lugar a la mala inteligencia.
Ya su primer encuentro con Goethe es simbólico. Hölderlín visita a Schiller, y
en su casa se encuentra con un señor ya anciano que le dirige fríamente
algunas preguntas, a las que él contesta con indiferencia; la misma noche, con
sobresalto, se entera de que ha estado frente a Goethe, y espiritualmente no
había de reconocerlo ya nunca; Goethe, por lo demás, tampoco reconoció nunca
a Hölderlin. Si se exceptúan las cartas que escribió a Schiller, no menciona
Goethe a Hölderlin para nada en el transcurso de casi cuarenta años. Como
desquite, Hölderlin se siente atraído por Schiller, como Kleist se sintió atraído
por Goethe; ambos sólo sienten la atracción hacia uno de los astros de aquella
constelación y, con injusticia de jóvenes, se olvidan totalmente del otro genio.
Goethe desconoce totalmente a Hölderlin cuando dice de él que «sus poesías
expresan un agradable esfuerzo que se pierde en la satisfacción por su propia
obra», y no ve la pasión. nunca satisfecha de Hölderlin cuando le alaba por
poseer «cierta intimidad, atractivo y mesura», y recomienda al verdadero creador
del himno en la poesía alemana que haga principalmente pequeñas poesías.
Ese buen olfato que siempre tuvo Goethe para descubrir el oculto demonio, le
falló completamente en este caso, y por eso no se pone en guardia, como
siempre acostumbraba a hacer cuando sospechaba lo demoníaco; en este caso,
es decir, en sus relaciones con Hölderlin, no lo hizo, y así se muestra con él
lleno de bonhomie, amable a indiferente. Y mira a Hölderlin con mirada superficial
que no trata nunca de hacerse profunda. Eso lastimó en grado sumo a
Hölderlin, tanto, que cuando éste se sumergió en las tinieblas de la locura,
saltaba de cólera sí algún visitante osaba pronunciar el nombre de Goethe,
porque, cosa notable, Hölderlin, entre las brumas de su desvío de la razón,
siempre recordó las antipatías o las simpatías de antaño.
Hölderlin pasó, pues, como todos los poetas de su tiempo, por el obligado
desengaño, por aquella decepción que hizo que Grillparzer, tan frío y hermético,
dijera un día con toda claridad: «Goethe se ha dedicado a la ciencia y, en su
quietismo grandioso, reclama la moderación, la inercia y la pasividad, mientras
que en mí arden, chispeantes, todas las antorchas de la imaginación.» Hasta él,
el más sabio de los hombres, no fue bastante sabio para comprender, en sus
años de vejez, que juventud es sólo otra palabra para designar la exaltación.
Las relaciones de Hölderlin con Goethe no fueron, pues, más que unas
relaciones muy tenues; si Hölderlin, con su habitual humildad, se hubiera dado a
los consejos de Goethe, es decir, hubiera reducido sus proporciones,
limitándose a ser un poeta idílico o bucólico, su propia vocación habría corrido
un gran peligro; por eso esa resistencia que mostró hacia Goethe es, en el mejor
de los sentidos, su propio instinto de conservación. Trágicas fueron, en cambio,
sus relaciones con Schiller, trágicas y tempestuosas para Hölderlin, pues, en
este caso, su voluntad tuvo que enfrentarse al hombre a quien más amaba, al
hombre que era su formador espiritual, su maestro. La veneración que siente por
Schiller es el fundamento de su concepción del universo; por eso, es nada
menos que su universo lo que amenaza con hundirse cuando Schiller, con su
actitud suave, reservada, tibia e inquieta, provoca en el alma sensible del poeta
un verdadero terremoto; pero esa falta de comprensión entre Schiller y Hölderlin
es algo altamente ético, es una defensa llena de afecto y de dolor. Sólo es
comparable ese desacuerdo al que reinó entre Nietzsche y Wagner. También,
en este caso, el alumno es el que defiende la pureza de ideas contra su propio
maestro y antepone la fidelidad a sí mismo al proselitismo. Y verdad es que
Hölderlin fue más fiel a Schiller de lo que el mismo Schiller lo fue hacia sí mismo.
En efecto, Schiller, por aquellos tiempos, es aún amo y señor de sus dotes
poéticas; todavía sabe poner en sus palabras aquel énfasis que llega hasta el
fondo de los corazones alemanes; pero Schiller, antes que Goethe, ha visto
cómo se enfriaba su espíritu; allí está, asmático, envejecido, sin salir de su
habitación, sentado en un sillón de enfermo; su entusiasmo poético no se ha
perdido, sin embargo; lo que ha pasado es que se ha hecho un entusiasmo
intelectual, se ha convertido en teoría; la fuerza creadora, espumosa y rebelde
del poeta que supo lanzar al mundo su In tyrannos, ha cristalizado en una
Metodología del idealismo; su alma de fuego se ha convertido en una lengua de
fuego; su fe se ha hecho un optimismo perfectamente manejable para los fines
burgueses en forma de liberalismo; Schiller ya no vive más que emociones
intelectuales, que no son, como exige Hölderlin, «integrales», es decir, de todo el
ser, de la existencia toda. Debió de ser en verdad una hora extraña aquella en
que Hölderlin se presentó ante Schiller, pues Hölderlin era su propio hijo
espiritual, no ya en el sentido de la forma de los versos ni en su orientación, sino
que era hijo de toda su ideología y de la fe de Schiller en la elevación de la
Humanidad. Está formado de su misma sustancia, es tan hijo suyo como los
personajes que ha creado en sus obras, como Posa y como Maz Piccolomini;
así que no puede menos que ver en Hölderlin el reflejo de su «yo», su palabra
que ha tomado cuerpo. Hölderlin es sencillamente todo lo que Schiller pidió a los
jóvenes: entusiasmo, pureza, exaltación; es el postulado de Schiller hecho
hombre, es decir, idealismo como condición primera de la existencia. Hölderlin
vive verdaderamente ese postulado, mientras que el propio Schiller ya no pide
más que un idealismo retórico-dogmático; Hölderlin cree en los dioses de
Grecia, esos dioses que para Schiller ya no son más que grandiosas y
decorativas alegorías; Hölderlin vive con plena fe religiosa, no poética tan sólo,
para aquella misión del poeta que en Schiller es ya sólo un postulado ideal. Y de
pronto ve ante sí, en Hólderlin, encarnadas todas sus teorías, sus anhelos. Y se
comprende el espanto de Schíller cuando ve hecho hombre ante sí su propio
postulado; en seguida lo reconoce: «encontré en sus poesías -escribe a Goethemi
propia sustancia; no es la primera vez que ese poeta me recuerda a mí
mismo», y se inclina respetuoso ante el joven humilde que es todo fuego, y lo
hace como si tuviera delante su propia imagen de cuando era joven y que ahora
está ya tan lejos.
Pero esa fogosidad volcánica, ese entusiasmo (que él en sus poesías trata
siempre de despertar), aparecen ante Schiller, ya hombre maduro, como algo
sumamente peligroso para la vida normal. Schiller, humanamente hablando, no
puede aprobar en Hölderlin lo que siempre pidió en el orden poético; es decir,
efervescencia espumante al jugarse la vida a una sola carta. Y, trágicamente, ha
de apartar de sí su propia creación, ese idealismo exaltado, no adaptable a la
existencia humana. Por primera vez se presenta ante Schiller la contradicción
peligrosa de querer partir la vida interior entre la poesía heroica y la existencia
burguesa y comodona. Mientras que corona de laurel a sus discípulos poéticos,
Posa, Max, Moor, y los envía a la muerte porque son demasiado grandes esta
vida, queda perplejo ante su otra creación, ante Hölderlin, pues enseguida le
salta a la vista que aquel idealismo que él ha encendido en los jóvenes
alemanes sólo está en su lugar en el mundo ideal, en el drama, pero que aquí,
en Weimar o en Jena, esa entrega sin condiciones a la poesía, esa voluntad
interior al servicio del demonio, traen forzosamente la perdición de todo joven:
«Tiene una peligrosa subjetividad, es un estado grave, pues a naturalezas así,
muy difícilmente se las puede conducir.» Entonces habla de Hölderlin como si
fuera una aparición ambigua, llamándole «el iluminado», del mismo modo en
que Goethe hablaba del « patológico» Kleist.
Ambos reconocen, por intuición, a ese demonio interior, esa presión interna,
recalentada, explosiva. Y Schíller, que en la poesía ensalza a tales jóvenes en
exaltados lirismos que brotan de lo más hondo de sus sentimientos, en la vida
real, como hombre bondadoso, trata tan sólo de aplacar y moderar a Hölderlin.
Entonces se interesa por su vida privada, busca colocar sus obras en una casa
editora; Schiller es, por decirlo así, algo paternal con el joven poeta. Con suave
presión, trata de reducir su entusiasmo, esa tensión interior tan peligrosa; pero
no cuenta con que esa ligera presión, aun siendo tan suave, puede fácilmente
romper aquella alma hipersensible y frágil. Y así, poco a poco, se van haciendo
complicadas las relaciones entre Schiller y Hölderlin. Schíller, con esa mirada
que sabe conocer el destino, ve elevada sobre la cabeza de Hölderlin el hacha
de la destrucción, y Hölderlin se siente otra vez incomprendido, y ahora es por el
hombre único a quien se ha entregado con toda el alma, por Schiller, de quien él
depende fatalmente, sin condiciones.
Había esperado recibir de Schiller un nuevo impulso, un nuevo fortalecimiento:
«Una palabra amable, salida de los labios de un hombre honrado, viene a ser
como un agua espiritual que fluye de las entrañas de un monte y que nos
comunica el misterioso vigor de la tierra», dice Hyperion. Pero tanto uno como
otro, tanto Schiller como Goethe, no le dan esta agua más que gota a gota y como
con tamiz; nunca le prodigan el entusiasmo ni le inflaman el corazón; así,
pues, la proximidad de Schiller acaba siendo para Hólderlin un verdadero
tormento: «Siempre deseé verlo a usted y, cuando lo vi, fue solamente para
sentir que yo nada podía significar para usted», le escribe en dolorosa
despedida, hasta que acaba por expresar claramente su disconformidad: «Por
eso me permitirá usted que le confiese que, muy a menudo, lucho secretamente
contra su genio para poder apartar de su influencia mi propia libertad.»
Reconoce, pues, que ya no puede confiar lo más íntimo de su ser a quien
censura sus poesías, a quien apaga sus entusiasmos, a quien lo prefiere
pequeño y tibio que « subjetivo y exaltado». Por orgullo -aun dentro de su
humildad- acaba ocultando a Schiller sus creaciones más esenciales, más
ciertas, y le muestra lo más teatral y lo más epigramático de su producción, pues
Hólderlin no sabe defenderse; sólo le es dado doblegarse o esconderse; ésa es
siempre su posición. Hólderlin sigue de rodillas ante los dioses de su juventud;
nunca desaparecen de él la veneración y el agradecimiento hacia aquellos que
fueron «la nube encantada de su juventud» y que le revelaron el secreto del
canto. Y ahora, Schíller se vuelve de vez en cuando hacia él sólo para decirle
algunas palabras amables, y Goethe pasa por su lado con indiferencia; pero
ambos le dejarán de rodillas hasta que se le rompa el espinazo.
Así, pues, su encuentro con esos dos grandes hombres fue algo fatal y peligroso; el año de libertad
absoluta que pasa en Weimar, durante el cual pensaba terminar sus obras, ha sido un año perdido.
La filosofía -ese hospital para poetas desgraciados- de nada le ha servido; los poetas tampoco.
Hyperion ha quedado como un torso solamente; el drama está sin acabar y sus medios económicos
se han agotado pese a la más estricta austeridad. Parece, pues, perdida su primera batalla para
lograr una existencia de pura poesía. Hólderlin vuelve a ser una carga para su madre, y cada pedazo
de pan está empapado en reproches encubiertos. Pero, en realidad, ha triunfado ante su mayor
enemigo; no se ha dejado apartar de la integridad de su entusiasmo; no se ha dejado moderar ni
templar como querían los que hablaban en nombre de sus intereses. Su genio se ha afirmado más
profundamente en su verdadero elemento y su demonio le ha dado el instinto de no acomodarse a
las sensateces que se le proponían. Así que sólo responde con un exabrupto violento a los esfuerzos
de Schiller y de Goethe para llevarlo a lo idílico, a lo bucólico. Goethe había dicho al poeta en su
poesía «Euforion»
Suavemente, suavemente; nada de audacia para así no encontrarte con la
desgracia y la perdición...; por amor a tus padres, mira de domar tus impulsos
sobrehumanos, que son demasiado violentos. Conténtate con adornar
silenciosamente tu campo.
Y a esto contesta Hólderlin lleno de pasión:
¿Qué he de domar, si el alma me arde al verse encadenada? ¿Por qué
vosotros, oh espíritus relajados, queréis arrancarme de mí propio elemento, que
es el fuego, sí no puedo vivir más que combatiendo?
Ese elemento ardiente, es decir, el entusiasmo, en el cual vive el alma de
Hölderlin como salamandra en el fuego, ha podido ser salvado del abrazo glacial
de los clásicos y, ebrio en su propio destino, aquel que no podía vivir más que
combatiendo, se arroja de nuevo en medio de la lucha, en medio de la vida y es
entonces cuando, en esa fragua, se forja toda su pureza.
Lo que podía romperlo sirve sólo para templar mejor su alma; y lo que templa
su alma acaba por romperlo.
DIOTIMA
A pesar de todo, los débiles son
arrastrados por el destino.
Madame de Staël escribe en su Diario: «Francfort est une très jolie ville; on y
dîne parfaitement bien, tout le monde parle le français et s'appelle Gontard».
En una de esas familias llamadas Gontard, el fracasado poeta entra como
dómine, como maestro de un niño de ocho años; aquí, como en Waltershausen,
su espíritu impresionable no ve al principio más que «buenas gentes, como no
es fácil encontrar»; se encuentra bien, aunque ya ha perdido mucha de su
primitiva fuerza impulsiva. «Estoy, por lo demás -escribe en tono elegíaco a
Neuffer-, como una planta en flor que, roto el tiesto, ha caído a la calle; los
tiernos brotes se han perdido, sus raíces están mutiladas y, vuelta a plantar de
nuevo, sólo puede salvarse de la muerte a fuerza de cuidados.» Y él conoce
perfectamente su fragilidad, que consiste en no poder respirar más que en una
atmósfera de idealismo y poesía, en una Grecia imaginaria. La realidad es que,
ni aquí ni allí, ni en Waltershausen ni en Francfort ni en Hauptwyl, ha encontrado
una vida particularmente dura; todos esos sitios, por ser lugares determinados y
reales, ya son trágicos a sus ojos: «The world is too brutal for me», dijo ya una
vez su hermano en espíritu, Keats. Esas almas tan tiernas no podían soportar
más que una existencia poética.
Así, el sentimiento poético de Hölderlin se vuelve hacia la única figura que
puede ser considerada, en el medio en que vive, como un ensueño, como un
mensajero del «más allá». Y esa figura es la madre del muchacho, Susanne
Gontard, su Diotima. En un busto que ha llegado hasta nosotros brilla en sus
rasgos toda la pureza griega, y es en este aspecto en el que Hölderlin la ve
desde el primer momento. «¿No es verdad?; es una griega -susurra a su amigo
Hegel cuando éste viene a verle a Francfort-, parece que pertenece a un mundo
que nada tiene de terrestre.» Ella, como él, caída entre los hombres, busca dolorosamente
su propio elemento, su propio universo:
Tú callas y sufres porque no lo comprenden, oh espíritu noble; miras la tierra y
callas, porque en vano buscas a los tuyos en la luz del Sol, pues esas almas
grandes y tiernas no existen en ninguna parte.
Hölderlin, eterno soñador, no ve en la esposa del que le da el pan más que a
una hermana, una mujer desterrada del mismo mundo interior que él sueña, y a
este profundo sentimiento de afinidad no viene a mezclarse ningún pensamiento
sensual. Todo pensamiento de Hölderlin tiende siempre hacia arriba, hacia la
esfera espiritual. Por primera vez en su vida, Hölderlin ha encontrado en la
Tierra una imagen del ideal que un día presintió y, en un extraño paralelismo con
los versos que un día dirigió Goethe a Charlotte de Stein,
¡Oh!, en tiempos que ya fueron vividos, tú fuiste hermana. mía, o esposa quizá,
él también saluda a Diotima como si la hubiese esperado largo tiempo o como
si hubiera sido una hermana en alguna existencia anterior:
Diotima, noble espíritu. Hermana mía, divina allegada. Antes de haberte dado
la mano, lo había ya conocido en un inundo pretérito.
Por primera vez en este mundo corrompido y fragmentario, logra ver, en la
embriaguez del entusiasmo, a la criatura que es «Uno y Todo.» Amabilidad y
elevación, calma y viveza, espíritu y corazón, y además belleza; tal es esa
criatura privilegiada. Y por primera vez, en una carta de Hölderlin brota la
palabra felicidad como un sonido de órgano triunfal: «Todavía soy feliz, como en
el primer momento; para mí es ella una amistad alegre, eterna y sagrada, pues
es un ser desterrado en este mundo de miseria, de desorden y sin espíritu. Mi
sentimiento de belleza no se engaña; se orienta ya para siempre hacia esa
cabeza de madonna. Mi inteligencia se educa junto a ella y mi ánimo turbado se
calma y reposa, a su lado, en una paz agradable.»
Esa mujer influye formidablemente en Hölderlin, ya que logra serenarlo. Un
Hölderlin todo éxtasis no necesita aprender de una mujer lo que es la fogosidad.
La felicidad, para ese corazón siempre inflamado, es la acción bienhechora del
reposo. Y ésa es la influencia que Diotima ejerce en él: moderación. Lo que no
había logrado Schiller, lo que no había logrado ni aun la madre del poeta, lo
logra esa mujer que, en dulce melodía, sabe domar a aquel espíritu intranquilo.
Entre las líneas de Hyperion se adivinan su mano solícita, su ternura maternal.
Se ve cómo ella trata de volver a ganar la vida de aquel muchacho que parecía
perdido, pues, como escribe el mismo Hölderlin, «ella siempre trata, con sus
consejos, con sus cariñosas advertencias, de hacer de mí un hombre normal y
hasta de buen humor, y me reprocha el desorden de mis cabellos, el descuido
de mi traje, o mis uñas roídas.»
Como a un niño impaciente, lo cuida con ternura -a él, que es quien debía velar
por los hijos de ella-, y esta atmósfera apacible hace la felicidad de Hólderlin.
«Bien sabes tú -escribe a un amigo de confianza- cómo era yo; sabes cómo
vivía sin fe; mi corazón estaba cerrado a todos y era por eso un miserable;
¿cómo Podría, pues, ahora ser tan alegre como un águila si no se me hubiera
aparecido ese ser único?» El mundo se le presenta más puro, más sagrado,
ahora que su monstruosa soledad se ha convertido en armonía:
¿No se ha llenado mi corazón de la más hermosa vida? ¿No hay en él algo
santo, desde que amo?
Y la frente de Hölderlin se vio libre por algunos momentos de aquella perenne
misantropía:
La fatalidad ha aflojado su presión por algún tiempo.
Una sola vez -sólo esa vez- y durante un momento fugaz, su vida tiene el
armonioso equilibrio de la poesía. Pero el terrible demonio vela siempre en él:
La divina flor, la tierna flor de la serenidad, no floreció mucho tiempo...
Hölderlin es de aquellos a quienes no es dado descansar largo tiempo en un
mismo lugar. El mismo amor «sólo le calma para hacerle después más salvaje»,
como dice Diotima hablando de Hyperion, hermano espiritual de Hölderlin. Y él
mismo, vibrando a fuerza de presentimientos, conoce muy bien la calamidad que
anida en su ser, y de sobra sabe que no podrían estar mucho tiempo juntos <
como dos cisnes amorosos». La confesión del secreto misterio que lo envuelve
como siniestra nube está manifestada en su Perdón:
Sagrada criatura; muy a menudo he turbado lo divino reposo dorado y has
aprendido de mí muchos dolores de la vida.
Entonces empieza a ver claro el «maravilloso vértigo del abismo», esa
misteriosa atracción del precipicio, y poco a poco, el poeta va cayendo,
insensiblemente, en la fiebre del pesimismo. El mundo cotidiano que lo rodea se
ensombrece y, como un relámpago que surge de las nubes, brota la siguiente
frase en una de sus cartas: «Estoy roto de amor y de odio.»
Su excitada sensibilidad experimenta desagrado ante la trivial riqueza de la
casa, riqueza que tiene una fuerte acción sobre las personas que viven en ella,
«como -dice él- el vino nuevo en los campesinos». En todas partes cree ver
ofensas, hasta que por último -como le sucede siempre- acaba explotando
violentamente. Es un secreto para nosotros lo que pudo pasar aquel día; quizá el
marido se ha puesto celoso y hasta brutal al ir observando la inclinación que su
esposa va sintiendo por el poeta; quizá, pero no lo sabemos. De un modo o de
otro, Hölderlin se siente herido en plena alma, y ésta le queda rota; desde
entonces las estrofas de sus versos fluyen dolorosamente, como gotas de
sangre, entre sus labios contraídos:
Si muero en la ignominia, si mi alma no se venga de la insolencia, si me veo
hundido en una tumba de cobardía por los enemigos del genio, entonces
olvídame tú también y no recuerdes ya ni siquiera mi nombre, ¡oh, corazón
bondadoso!
Pero Hölderlin no se defiende, no se vuelve virilmente hacia quien lo ataca,
sino que se deja arrojar de la casa como si fuera un ladrón al que hubieran
sorprendido y renuncia a ver de nuevo a su amada, si no es en algunos
encuentros convenidos en secreto, para los que viene de Hamburgo. La posición
de Hölderlin es débil, pueril y hasta femenina en esos momentos decisivos. Escribe
cartas exaltadas a la amiga que le ha sido arrebatada; hace de ella la
sublime novia de Hyperion y derrama sobre el papel las hipérboles más
exaltadas de su amor, pero nada hace para recobrar a su amada, que está allí,
casi junto a él. No se atreve como Schelling, como Schlegel, a arrancar a la
mujer que ama del odioso tálamo matrimonial, frío y helado, riéndose de peligros
y maledicencias, para transportarla al flamante centro de su vida. Ese eterno
desarmado no lucha nunca con el destino; siempre se inclina y cede ante su
poder superior, siempre se declara vencido por la vida, que es más fuerte que él:
«the world is too brutal for me». Y ésa su posición muy bien pudiera llamarse
cobardía sí detrás de ella no estuvieran ocultos un gran orgullo y una gran
energía muda. Pues este hombre tan frágil siente dentro de sí algo indestructible,
algo que siempre queda incólume al recibir los manotazos de la
vida. «La libertad, para quien sabe lo que esta palabra significa, es algo lleno de
profundidad.» «Estoy herido, brutalmente herido, como nadie pudo estarlo
jamás; estoy sin esperanza, sin meta, sin honor y, sin embargo, dentro de mí
noto algo fuerte, invencible, que me hace estremecer apenas se agita en el interíor
de mi pecho, llenándome de entusiasmo.» En estas palabras está todo el
valor de Hölderlin; detrás de su decaimiento de neurasténico, detrás de su
cuerpo débil, caduco, se ocultan un aplomo indestructible, la invulnerabilidad de
un dios.
Por eso permanece invencible ante los embates del mundo, y los
acontecimientos pasan tan sólo como pubes rosadas o sombrías por encima del
espacio de su alma, siempre serena. Nada de lo que sucede a Hölderlin logra
atravesar su espíritu; la misma Susanne Gontard llegó a él como un sueño,
como una madonna griega, y como un sueño se esfumó después, para dejarle
meditabundo y melancólico. Un niño sabe quejarse más amargamente y hasta
defenderse mejor, cuando se le priva de un juguete, que Hölderlin cuando se le
arrebata a la mujer amada. Su despedida es débil, resignada, y hasta parece
desprovista de dolor:
Quiero partir. Tal vez algún día pueda volver a verte, Dio tima, pero el deseo ya
se habrá marchado entonces y nos mira remos apaciblemente, extraños uno
para el otro, como bienaventurados.
Hasta lo más querido está ausente para él en este mundo. Hölderlin está
siempre sin fuerza vital, como un noctámbulo, como un iluminado, fuera de la
realidad Lo que conquista o lo que pierde no influye en su vida interna; por eso
pueden reunirse en él la sensibilidad extrema y la invulnerabilidad absoluta de su
genio. Aquel que todo lo da por perdido nada puede perder, y el sufrimiento
purifica su alma y aumenta su fuerza creadora: «Cuanto más sufre un hombre,
tanto más profunda se hace su fuerza.» Ahora que tiene el alma herida, rota, es
cuando va a desplegar la fuerza suprema de su valor poético, arrojando lejos de
sí todas las armas defensivas, para marchar orgulloso y sin miedo hacia su
destino:
¿No son hermanos tuyos todos los hombres? ¿No vendrá en lo auxilio aun la
misma parca? Continúa, pues, tranquilamente marchando por el camino de lo
vida; no temas nada, y bendice todo lo que acaeciere.
Lo que procede de la miseria a injusticia de los hombres nada puede contra
Hölderlin. Pero el destino que le marcan los dioses es recogido por su genio, y
entonces lo despliega grandiosamente en su corazón sonoro.
EL RUISEÑOR CANTA EN LAS TINIEBLAS
La ola del corazón no se cubriría de la más
hermosa espuma, ni se haría toda espíritu, si
la roca impasible del destino no se opusiera a
su paso.
Sólo en estas horas trágicas y oscuras, feliz en su canto solitario, puede haber
escrito Hölderlin esas frases llenas de elevación, de fuerza y de belleza:
Nunca había experimentado tan plenamente esa antigua e infalible voz del
destino que nos dice que una nueva felicidad se abre en nuestro corazón,
soportando la negrura del dolor; esa voz que nos dice que es solamente en la
profundidad del dolor donde surge y resuena divinamente el canto vital del
mundo, del mismo modo que se oye en las tinieblas el canto del ruiseñor.
La melancolía de Hölderlin, presentimiento en la adolescencia, se convierte
entonces en un dolor trágico y la elegíaca melancolía se transforma en poder
hímnico. Las estrellas de su vida han caído: Schiller y Diotima. Ahora,
completamente solo, en la oscuridad, eleva su canto de ruiseñor, canto que
perdurará siempre, mientras perdure la lengua alemana. Desde ahora, todo lo
que crea Hölderlin, templado y endurecido por el dolor, todo lo que crea desde
este punto culminante que separa el éxtasis de la caída, está ya ungido por el
genio; ahora su obra ya es una obra acabada. Ha saltado ya la cáscara, la
envoltura que ocultaba la verdadera esencia de su ser, y ahora corre libremente
la verdadera melodía del canto incomparable de su sino. Entonces nace ese
magnífico triple acorde de su vida: la poesía de Hölderlin, la novela de Hyperion
y la tragedia de Empédocles, esas tres variantes de su apogeo y de su caída. Al
hundirse su vida terrenal encuentra Hölderlin la más alta armonía del espíritu.
«Quien marcha sobre su dolor -dice Hyperion- marcha hacia las alturas.»
Hölderlin ha dado ya su paso decisivo; está por encima de su desgracia, por
encima de j su propia vida. Ya no busca la sensibilidad en su vida, sino que vive
consciente de su destino trágico. Como Empédocles en el Etna, teniendo allá
abajo las voces de los hombres, arriba las melodías eternas y delante de sí el
abismo de fuego, así está el poeta también en su magnífico aislamiento. Sus
ideales de antes se han borrado ya como nubes; incluso la figura de Diotima se
entrevé sólo como en sueños, pero ahora se alzan visiones poderosas y
proféticas, himnos atronadores como de anunciación. Hölderlin, desligado del
tiempo y de la sociedad, ha renunciado a todo lo que significa felicidad o
comodidad; la certeza de su próxima caída lo eleva por encima de las
preocupaciones de la vida. Sólo una inquietud lo conmueve aún, levemente: no
caer demasiado pronto, no hundirse antes de haber podido cantar sus himnos
en honor de Apolo, sus cantos de victoria sobre su propia alma. Así pues, se
postra ante el altar invisible y suplica una muerte heroica, una muerte rodeada
de canto:
Concededme un verano, ¡oh, inmortales!; concededme 1, también un otoño
para la madurez de mi canto, para que mí corazón, satisfecho de esos dulces
juegos, pueda luego morir. El alma que en la vida no logró la divina satisfacción,
tampoco descansa cuando está en el Orco subterráneo; sí, por el contrario,
terminase la sagrada tarea que hay en mí corazón, la poesía, entonces
bendeciré la llegada del reino de las sombras Contento marcharé, aun cuando la
lira no me acompañe, puesto que sólo entonces habré vivido como los dioses; y
esto me ha de bastar.
Pero las Parcas, las calladas Parcas, tienen una hebra de hilo muy corta; ya
las tijeras brillan en manos de Atropos. Pero ese corto espacio de tiempo
encierra un infinito: Hyperion, Empédocles y las Poesías se han salvado, y
llegará a nosotros ese triple canto del genio. Después el poeta desaparece en la
oscuridad. Los dioses no le permiten acabar completamente su obra. Pero a él sí
le dejan acabado.
Hölderlin · Kleist · Nietzsche
¿Sabes lo que lloras? No lloras algo que haya
desaparecido en tal o cual año; no se puede decir
exactamente cuándo estaba aún aquí, ni cuándo
partió; sino que estaba aquí, que está aún aquí, está
en ti. Tú buscas una época mejor, un mundo más
hermoso.
Hyperion es el sueño de juventud de Hölderlin; es aquel mundo del «más allá»;
es la patria invisible de los dioses; es, en fin, aquel sueño que él cobijó tan
ardientemente y del cual nunca llegó a despertar en la vida real. «No hago más
que adivinar, sin poder encontrar», dice en el primer fragmento de Hyperion. Sin
experiencia, sin conocer el mundo y hasta ignorando las formas del arte,
empieza Hölderlin a escribir versos de una vida que no ha vívido todavía. Como
todas las novelas de los románticos, como Ardinghello, de Heinze, Sternbald, de
Tieck, y Ofterdingen, de Novalis, Hyperion es también algo escrito a priori, antes
de toda experiencia; Hyperion es sólo sueño, sólo poesía; sólo un mundo donde
el Poeta se refugia al huir del mundo de la realidad, pues, en los umbrales del
siglo, los idealistas alemanes huyen de la realidad para refugiarse en la
literatura, mientras que al otro lado del Rin saben interpretar mejor a su maestro
Jean Jacques Rousseau. Éstos están ya cansados de limitarse a soñar en un
mundo mejor; ya no esperan, desde hace tiempo, transformar las cosas del
mundo real por medio de la poesía, sino por la fuerza y por la violencia.
Robespierre ha rasgado sus poesías; Marat ha roto sus novelas sentimentales;
Camille Desmoulins, sus malos versos; Napoleón, su planeada novela al estilo
de Werther, y se disponen todos a transformar el mundo según sus ideales,
mientras que los alemanes se agitan convulsivamente en el sentimentalismo y
en la música; llaman novelas a libros de ensueño o f. a diarios de su
sensibilidad, pero que nada tienen de concreto y que se pierden en los límites
adonde llegan sus sentimientos entreabiertos, de forma que un mundo imaginario
les oculta el mundo real. Se entregan a elevados sueños de
voluptuosidad espiritual hasta que se agotan ' sus sentidos. El triunfo de Jean
Paul marca el punto mas elevado de esta clase de novela y el fin de la
sentimental, que había llegado más allá de lo tolerable con obras que eran más
música que poesía, que eran una melodía tocada sobre las cuerdas de la
sensibilidad, tensas hasta el exceso, que eran, en fin, una elevación pasional del
alma hacia la melodía del universo.
De todas esas anti-novelas (perdóneseme esta palabra), de todas esas
novelas emocionales, puras, divinamente juveniles, es Hyperion la más pura, la
más emocionante y la más juvenil. Tiene todo el dulce abandono de un sueño de
juventud, junto con el embriagador ímpetu del genio; es inverosímil hasta la
parodia y al mismo tiempo solemne por el ritmo de esa marcha hacia el infinito;
hay que reflexionar largo tiempo para poder descubrir todo lo que se ha
malogrado por falta de madurez en este libro encantador, y aún no se puede
presumir j todo. Pero hay que tener la valentía (en presencia de una naciente
idolatría por Hölderlin, idolatría que desearía encontrar grandioso hasta lo menos
acertado, lo mismo que en Goethe) de declarar que la naturaleza íntima del
genio de Hölderlin era entonces ajena a lo humano a incapaz, por tanto, de
formar una psicología consistente.
«Amigo, no me conozco ni conozco nada de los hombres, había dicho, lleno de
clarividencia. Ahora, en Hyperion, vemos su intento de crear personajes
plásticos, aun cuando él no conoce a los hombres; describe una esfera (la
guerra) que nunca ha visto; pinta un escenario (Grecia) donde no ha estado
nunca; y un tiempo (el presente) que nunca le ha preocupado. Por eso él, todo
pureza, todo presentimiento, necesita pedir prestado a otros libros lo que quiere
representar. Toma los nombres de otras novelas; las descripciones de Grecia,
de los viajes de Chandler; copia situaciones y figuras de obras contemporáneas
como las copiaría un escolar; la fábula está llena de reminiscencias; la forma
epistolar es imitación; la parte filosófica no es más que una presentación poética
de escritos o conversaciones. Nada en Hyperion es propiedad de Hölderlin (¿por
qué no hablar claro?), si no es lo único y más original, o sea, el monstruoso impulso
del sentimiento; un ritmo en la palabra que nos hace saltar, un ritmo que
es reflejo del infinito. En el más elevado sentido, esa novela no tiene más interés
que como música.
Pero a ese libro de ensueños no sólo le falta lo plástico, sino hasta lo espiritual,
y se ha tratado de llamarlo novela filosófica para encubrir así todo lo que tiene
de amorfo, de abstracto y de impreciso. Ernst Cassirer, con muchos trabajos, ha
ido aislando todo lo que Hyperion, ese conglomerado sonoro, tiene de Kant, de
Schiller, de Schelling y de Schlegel; sin embargo, lo creo un esfuerzo vano, pues
la filosofía de Hölderlín no tiene lazos profundos con ninguna filosofía. Su
espíritu indisciplinado, inquieto, desordenado, que se nutría sólo de la intuición o
de la revelación, no podía nunca asimilar ningún sistema filosófico; es decir, no
podía ordenar coordinaciones de pensamientos arquitectónicamente; sí, cierta
confusión de ideas, paralela a la confusión de sentimientos que -tenía Kleist,
cierta incoherencia del pensamiento es típica de Hölderlin; aun antes de que
llegara a ser, por su enfermedad, completamente incapaz de coordinar las ideas.
. Su espíritu inflamable se encendía por cualquier chispa aislada que cayera en
el barril de pólvora de su entusiasmo; así la filosofía le era ciertamente útil, pero
sólo en aquello que sirviera a sus fines poéticos, es decir, como fuente de
inspiración. Las ideas sólo le son útiles cuando pueden convertirse en impulso
interior; jamás Hölder1ín, cuya potencia intelectual era la contemplación, tuvo
que agradecer nada a las especulaciones teóricas o a los refinamientos de las
escuelas filosóficas. Y si alguna vez le sirven como motivos de inspiración, las
trastoca y las resuelve en éxtasis y en ritmo; utiliza unas palabras de su amigo
Hegel o de Schelling como Wagner utiliza la filosofía de Schopenhauer en la
obertura de Tristán o en el preludio del tercer acto de Los maestros cantores; es
decir, las transforma en música, en sentimiento o en exaltación. Su pensamiento
es sólo una vía para esa sensibilidad que lanza al mundo, del mismo modo que
el aliento del hombre necesita una flauta, un instrumento, para que el aire de su
pecho, al ser devuelto a la atmósfera, se haga armonioso.
El contenido ideológico de Hyperion cabría perfectamente dentro de una nuez;
de toda su enervadora y ardiente lírica se desprende, tan sólo, un único
pensamiento, y este pensamiento es, como siempre pasa en Hölderlin, el
sentimiento de su vida: el dualismo inarmónico, el no poder conciliar el mundo
externo, trivial a impuro, con el mundo interior. Reunir el interior y el exterior en
una forma suprema de unidad y de pureza, crear sobre la Tierra la «teocracia de
la belleza», la unidad del Todo, he aquí la tarea ideal del individuo en particular y
de la Humanidad en general: « Sagrada Naturaleza; eres la misma dentro y
fuera de nosotros. No puede ser muy difícil conciliar lo que está fuera de mí con
lo que hay de divino en mi interior», así reza el joven y entusiasta Hyperion al
preconizar la sublime religión de una comunión universal. En él no se halla la
voluntad fría y verbal de Schelling, sino la voluntad brutal de Shelley de lograr
una comunión con la Naturaleza, o bien la nostalgia de Novalis por hacer saltar
esa tierna membrana que limita nuestro «yo», para así poderse difundir
voluptuosamente en el tibio cuerpo de la Naturaleza.
En Hölderlin, la única cosa que parece original, en su aspiración hacia la
unidad de la vida, es el mito de una edad de oro de la Humanidad, en que este
estado existía inconscientemente, como en una Arcadia primitiva, y también su
fe religiosa en una segunda edad de oro de la Humanidad. Lo que una vez
dieron los dioses a los hombres y éstos perdieron en su inconsciencia, ese
estado sagrado, será obtenido de nuevo, después de siglos de rudo trabajo, a
fuerza de espíritu, a fuerza de entusiasmo poético. Los pueblos han perdido la
armonía infantil, y la armonía de los espíritus será siempre el principio de una
nueva historia de la Tierra. Sólo habrá belleza, y el hombre y el mundo exterior
se unirán en un solo abrazo, formando así una divinidad universal. «Pues de
este modo -deduce con sorprendente inspiración Hölderlin- no habrá para el
hombre ningún ensueño que no corresponda a una realidad. El ideal -nos dice el
poeta- es lo que fue en otro tiempo la naturaleza. Así el mundo alciónico debe de
haber existido, pues sentimos nostalgia de él. Y teniendo la nostalgia, nace en
nosotros la voluntad de que resucite ese antiguo mundo. junto a la Grecia
histórica, debemos crear otra nueva Grecia: la del espíritu.» Hólderlin, el más
grande patriota de esa nueva patria espiritual, nos da su imagen en sus obras.
Por todas partes busca Hólderlin ese mundo mejor que él ha anunciado:
Hölderlin lo ha colocado en Oriente y en el mar, a fin de que las costas del nuevo
reino aparezcan más pronto a sus claros ojos. El primer ideal de Hyperion (que
es una sombra luminosa de Hölderlin) será la naturaleza que todo lo abraza en
su seno; pero aun así, ésta no puede disipar la melancolía innata de ese eterno
soñador, pues la naturaleza, que es el todo, rehusa tener una visión
fragmentaria. Entonces Hyperion busca esa comunión en la amistad, pero ésta
no logra llenar la inmensidad de su corazón; después, parece que el amor le
concede, al fin, esa sagrada unión, pero Diotima desaparece y así acaba ese
sueño apenas empezado. Ahora va tras el heroísmo, la lucha por la libertad;
pero ese nuevo mundo ideal queda hecho pedazos ante la realidad, pues la
realidad rebaja la guerra hasta hacerla saqueo, asesinato, brutalidad. El
nostálgico peregrino sigue entonces a sus dioses hacia su patria, pero Grecia ya
no es la Hélade de la antigüedad; una generación descreída profana hoy
aquellos lugares míticos. Por ninguna parte la exaltación de Hyperion puede
encontrar lo absoluto ni la armonía; reconoce su destino terrible, que es ser
vencido, más tarde o más temprano, y presiente la «incurabilidad del siglo». El
mundo está despedazado y se ha hecho insípido.
Pero el sol del espíritu, el mundo ideal, ha desaparecido, y en la noche glacial
sólo reinan huracanes.
Entonces, cediendo a una cólera que no puede dominar, Hölderlin conduce a
su héroe a Alemania, a la Alemania donde el mismo Hölderlin sufre, en su propia
carne, la maldición de no poder encontrar nada de aquella perfección de la vida,
sino que sólo encuentra dispersión, aislamiento y disolución del todo. Entonces
se alza la voz de Hyperion para hacer una terrible advertencia. Parece como si
Hölderlin hubiera ya profetizado con ello todo el peligro al que conduce
Occidente: el americanismo, la mecanización, la desespiritualización de ese
siglo para el que él pedía la teocracia de la belleza. Nadie, en el tiempo
presente, piensa ya más que en sí mismo; al contrario de los antiguos y de los
hombres futuros que él ha soñado y que formarán unidad con el universo:
Están los hombres como encadenados a su propia actividad y, en el estruendo
de los talleres, sólo oyen su propia voz. Como salvajes, trabajan
incansablemente y con brazo duro, pero su labor resulta siempre infructuosa,
estéril, como la de las Furias.
La independencia de Hölderlin con respecto al presente se convierte en una
declaración de guerra a su patria, cuando ve que en Alemania no aparece
todavía su nueva Grecia, su Germanía; así que él, que tanta fe tenía en su
pueblo, alza su voz de maldición, que es la maldición más fuerte que ningún
alemán, herido de amor patrio, haya podido lanzar contra su país.
Él había partido a la busca del ideal en el universo y ha de huir ahora a
refugiarse en su idealismo: «Ha terminado ya mi sueño sobre las cosas
humanas.» Pero ¿adónde huye entonces Hyperion? La novela no lo dice.
Goethe, en el Fausto o en Wilhelm Meister, habría contestado: «A la acción.»
Novalis habría dicho: «A la fantasía, al ensueño o a la magia.» Hyperion, que es
todo r preguntas, no tiene qué contestar. Como lamento nostálgico, su acento se
pierde en el vacío. El hermano que nace, Empédocles, sabe ya algo más acerca
de sublimes huidas; huye del mundo para refugiarse en la poesía, huye de la
vida a la muerte. En Empédocles se ve ya la ciencia del genio; Hyperion, en
cambio, es siempre el eterno muchacho, el eterno soñador que presiente, pero
no encuentra.
Un presentimiento puesto en música: tal es Hyperion, nada más; no es una
obra completa, ni un poema tampoco. Sin recurrir al examen filosófico, se ve
claramente que, en él, los años y la sensibilidad mezclan caóticamente
diferentes sedimentos y que la melancolía del desengaño convierte en profunda
depresión aquel optimismo entusiasta de la juventud. En la segunda parte de la
novela flota como un cansancio otoñal; aquella luz resplandeciente del éxtasis
es ya un crepúsculo que marcha hacia la noche oscura y empieza a ocultar « las
ruinas de pensamientos que fueron edificados tiempo atrás». En esta obra,
como en las demás, la impotencia del poeta le ha impedido realizar su ideal, es
decir, crear una unidad. La fatalidad sólo le ha permitido crear un fragmento y su
esfuerzo no llega nunca a producir algo terminado por completo. Hyperion es
como un torso de juventud, un sueño que no ha llegado a su fin, pero toda
sensación de imperfección desaparece totalmente gracias al magnífico ritmo del
lenguaje, que cautiva nuestro entusiasmo por su pureza y fuerza, ya sea en lo
que tiene de exaltación, ya en lo de desaliento. Nada ha producido la prosa alemana
más puro y más lleno que esas oleadas sonoras que no se interrumpen ni
por un segundo; ninguna obra de la poesía alemana tiene esa continuidad de
ritmo, esa armonía tan bellamente desplegada. Pues, para Hölderlin, la nobleza
de su lenguaje era la forma natural de su aliento, de su voz; era algo
fundamental de su propio ser; así que nada hay de artificial en esa obra, en la
que sólo hallamos espontaneidad y naturalidad, compensándose así la endeblez
del fondo, por la magnificencia de la forma. Todo Satisface, todo conmueve en
esa prosa elevada e impetuosa que llena de amplitud las figuras más inverosímiles,
haciéndolas como vivas y posibles. Las ideas, pobres de por sí, se
llenan de un ímpetu tal, que parecen sonar a algo celeste; los paisajes irreales
se desvanecen en la magia de esa música, como visiones de un sueño de
vívidos colores. El genio de Hölderlin viene siempre de lo inconcebible, de lo
inconmensurable; siempre es algo alado que desciende de un mundo superior
hasta nuestra alma, subyugada por el entusiasmo. Siempre vence él, pobre
artista, sin facultades, por su pureza y su música.
«LA MUERTE DE EMPÉDOCLES»
...Y puras imágenes salen, como tranquilas estrellas, de aquellas largas dudas.
Empédocles es el grado superlativo del sentimiento heroico de Hyperion. Ya no
es elegía del presentimiento, sino tragedia de la seguridad del destino; lo que en
la primera obra es un canto lírico, dirigido al destino, se eleva en Empédocles
hasta ser una rapsodia dramática. El soñador, el buscador incansable, ha dejado
paso libre al héroe consciente a impávido. Después de que Hölderlin ha visto su
alma destrozada, ha subido el escalón decisivo, un escalón formidable,
elevándose hasta el espíritu de resignación, y con un paso más traspasa ya el
umbral oscuro de la profundidad suprema que consiste en abandonarse,
voluntariamente y con piedad antigua, al propio destino. Por eso, ese oculto
duelo que flota en ambas obras es tan diferente en cada una de ellas: en
Hyperion tiene toda la media luz del crepúsculo matutino; en Empédocles es ya
una siniestra y oscura nube de tempestad, que vibra bajo los relámpagos de la
desesperación y adelanta el brazo amenazador de la destrucción. El sentimiento
de fatalidad se ha convertido ahora en un heroico sentimiento de caída.
Hyperion soñaba aún en una vida noble y pura, en una unidad en la existencia.
Empédocles, borrados ya sus sueños, pide, con relevante clarividencia, no una
vida noble y grande, sino una muerte grande. Hyperion es una pregunta juvenil;
Empédocles, una viril contestación. Hyperion es una elegía del comienzo;
Empédocles, una magnífica apoteosis del fin, de la caída heroica. Por eso la
figura de Empédocles se alza de manera tan visible por encima de Hyperion; la
poesía tiene aquí un ritmo más elevado, pues no se trata de un casual
sufrimiento del hombre, sino de la sagrada miseria del genio. El sufrimiento del
muchacho es sufrimiento de él mismo y de la tierra, es la suerte inherente a todo
ser humano; pero el dolor del genio es un dolor más alto que ya no le pertenece
a él mismo, es un sufrimiento sagrado que pertenece a los dioses. Aquí se
delimita, pues, un mundo nuevo; el primero de ellos está aún húmedo por el
rocío de la fe, es como un dulce paisaje del alma; el otro es ya una esfera
heroica, una mole rocosa, una cordillera donde reinan la soledad y las grandes
tormentas; la separación entre ambos mundos la constituyen la pubertad del
genio y el choque con el destino. El que no ha podido aprender a vivir, el que ha
visto hundirse el cielo de la fe, rompiéndose así su corazón, va ahora a tener su
último sueño, el sueño supremo, el sueño de la muerte en la inmortalidad.
Hölderlin quería representarse a sí mismo una muerte voluntaria, recibida con
toda la energía y todo el sentimiento de que es capaz un alma que está en su
plenitud; quería representarse a sí mismo cómo se muere en la belleza (pues
¡cuán cerca estaba de tal decisión en aquellos días en que buscaba su propia
destrucción!). Entre sus papeles se encuentra un primer esbozo del drama La
muerte de Sócrates; debía ser la muerte de un sabio, la muerte de un hombre
libre, pero pronto la imprecisa imagen de Empédocles descarta la figura de
Sócrates, la figura del filósofo escéptico. De Empédocles nos ha quedado la
sugestiva frase: « Se vanagloriaba de ser más que los humanos, consagrados a
tantos males.» Este sentimiento de diferencia, de superioridad y de mayor
pureza hace de Empédocles un antepasado intelectual de Hölderlin, que ahora,
siglos después, se dispone a adornar a este personaje mítico con todas las
desilusiones que el mundo, ese mundo eternamente fragmentario, le ha hecho
experimentar a él. Y va a revestir a esa figura de toda la cólera que a él le inspira
la humanidad impía y egoísta. Al muchacho Hyperion sólo podía Hölderlin darle
su anhelo caótico, su impaciencia, pero a Empédocles puede darle ya su mística
comunión con el todo, su éxtasis y su intuición de una próxima y fatal caída.
Hyperíon es poesía, símbolo; Empédocles, la exaltación del heroísmo, la
embriaguez de la divinidad. Aquí se cumple todo su ideal, que es elevarse con
toda la plenitud de su intacta sensibilidad.
Empédocles de Agrigento es -como Hölderlin dice en su primer renglón- «un
enemigo implacable de toda existencia parcial». La vida y los hombres le hacen
sufrir porque él no puede « vivir y amar con todos ellos, con corazón
omnipotente, ardiente como un dios y libre como un dios». Por eso Hölderlin le
da lo más íntimo que tiene: la indivisibilidad del sentimiento; Empédocles posee,
como todo poeta, como todo genio, el privilegio de comunicarse con el universo,
un celeste parentesco con la naturaleza eterna. Pero pronto la fuerza
embriagadora de Hölderlin lo eleva aún más alto, haciendo de él un mago del
espíritu:
Para quien, en la hora sagrada, en la hora alegre de la muerte, la divinidad
descorre el velo; aquel a quien amaban la luz y la tierra; aquel en quien el
espíritu del mundo despertó su propio espíritu.
Pero, precisamente a causa de esta universalidad, el maestro padece por la
forma fragmentaria de la vida; sufre al ver que todo lo que existe es regido por la
ley de la sucesión. Sufre al ver que los hombres dividen la vida en escalones, en
puertas, en barreras, y que, hasta el más alto entusiasmo, nunca es capaz de
fundir las divisiones en . una unidad de fuego. Así, Hölderlín proyecta hacía lo
cósmico su propia experiencia, el desacuerdo que hay entre su propia fe y la
insipidez del mundo real; adorna a Empédocles con lo más entusiasta de su ser,
con el éxtasis de su inspiración, pero también con la depresión más profunda de
sus horas de abatimiento. Pues, en el momento en que Hölderlin hace aparecer
a Empédocles, ya no es éste aquel espíritu poderoso; los dioses (es decir, la
inspiración) le han abandonado y le han desposeído de su fuerza, porque su
hybris le ha hecho jactarse de su felicidad:
Pues la divinidad pensativa odia una grandeza inoportuna.
Pero el sentimiento de universalidad se había convertido ya en un
arrobamiento feliz; el vuelo de Faetón le ; había elevado tan alto en los aires que
él creía ser un dios y se vanagloriaba:
La Naturaleza, que necesita un amo, se ha convertido en sierva mía, y si está
esplendorosa es gracias a mí. ¿Qué serían los cielos y la mar, las islas y los
astros, y todo lo que se ofrece a la vista de los hombres, qué sería también la lira
muerta, si yo no les diese un alma? ¿Qué son los dioses, si yo no soy heraldo?
Ahora, sin embargo, le ha sido retirada la gracia de los dioses; de la altura
todopoderosa en que estaba, se ha precipitado en la más terrible impotencia. El
vasto mundo, pletórico de vida, parece a su espíritu, condenado al silencio, un
reino perdido. La voz de la Naturaleza pasa por encima de él como si estuviera
vacía; ya no llena su pecho de armonías; así se ve, pues, arrojado hacia las cosas
terrenas.
En esta obra se sublímalo experimentado por el propio Hölderlin, es decir, su
caída desde el más alto entusiasmo al bajo nivel de lo real y, en una escena
grandiosa, describe toda la ignominia que ha de sufrir. Los hombres en seguida
se dan cuenta de la impotencia del genio de Empédocles y, con malicia, los
desagradecidos se precipitan contra él y lo arrojan de su patria, de su ciudad, del
mismo modo que ya arrojaron a Hölderlin de su nido de amor, y lo persiguen
hasta hacerle refugiarse en la más profunda soledad.
Aquí, en la cumbre del Etna, en la divina soledad, la Naturaleza recobra su voz
y el caído se levanta, y con él se levanta, magnífica, la poesía heroica. Tan
pronto como Empédocles -¡cuán maravilloso es este símbolo- ha bebido el agua
pura de aquel monte, la pureza penetra otra vez en su sangre:
Otra vez, entre tú y yo, aquel amor de antes brilla como en rosada aurora.
La tristeza se convierte en luz y la violencia se trueca en aceptación.
Empédocles sabe el camino que conduce a su patria, que es comunión
suprema; ese camino discurre por encima de los hombres; es un camino solitario
más allá de la vida; es un camino de muerte. El deseo más fuerte de
Empédocles es ahora la suprema libertad, la comunión con el gran Todo; lleno
de fe, se dispone a alcanzarla:
Repugna generalmente a los humanos todo aquello que es j nuevo o extraño.
Limitados a cuidar de su propiedad, no se inquietan más que por su
subsistencia; su espíritu no llega a más. Pero, finalmente, han de partir, han de
dejar la vida y, medrosos, se sumergen en el misterio. Así, cada uno de ellos
recobra una nueva juventud, como quien se refresca en la purificación de un
baño. Los hombres deberían hallar su mayor placer en este rejuvenecimiento y
salir invencibles, como Aquiles de la, Estigia, de una muerte purificadora, fijada
por ellos mismos.
«Entregaos a la Naturaleza antes de que sea ella la que os tome.» Es un modo
magistral de sugerir el suicidio. Y el sabio comprende el sentido sublime de una
muerte que llega demasiado pronto, fatalmente, necesariamente. En efecto, la
vida es destrucción, porque es desintegración, fraccionamiento, mientras que la
muerte disuelve al ser en el Universo. La pureza es la ley suprema del artista y
éste ha de cuidar de mantener puro, no la envoltura, sino el espíritu que ella
encierra:
Debe marcharse aquel cuyo espíritu ya ha hablado. La divina Naturaleza se
manifiesta a veces como es: divina, y así es como la reconoce la raza que tiene
osadía; pero después, cuando el mortal ha sentido ya su pecho lleno de delicias
y ya ha pregonado, puede ya romper el vaso, a fin de que no pueda servir para
otro uso. Que lo divino no se mezcle con lc humano. Mueran, pues, esos
hombres libres, esos hombres felices; mueran antes de que caigan en el
egoísmo, en la frivolidad o en la ignominia, aportando así a los dioses su
sacrificio de amor.
Sólo la muerte salva lo divino que hay en el poeta; sólo la muerte puede
guardar intacto su entusiasmo, no manchado aún por la vida; sólo la muerte
puede inmortalizarlo y hacer de él un mito:
Ése es el único destino propio del poeta, para quien, en la hora sagrada, en la
hora alegre de la muerte, la divinidad descorre el velo; aquel a quien amaban la
luz y la tierra; aquel en quien el espíritu del mundo despertó su propio espíritu.
En el presentimiento de la muerte encuentra su último entusiasmo, que es a la
vez el más alto; como el cisne a la hora de morir, él también ve que su alma se
llena de melodía... de una melodía que se eleva magníficamente y que no tiene
fin. Aquí, pues, cesa ya la tragedia. A Hölderlin ya no le era posible elevarse mas
por encima de su propia destrucción voluntaria, pero abajo contesta todavía una
voz terrenal a los elegidos que cantan la suprema necesidad:
Así debe suceder, así lo quieren el espíritu y el tiempo que llegó a su madurez,
pues nosotros, los ciegos, necesitamos un día ver el milagro.
Y termina en un sublime final, cantando en alabanza de ese misterio
inconcebible:
Grande es su divinidad y grande es el sacrificio.
Hasta su última palabra, hasta su último aliento, Hölderlin alaba todavía al
destino, servidor inconmovible de la sagrada necesidad. Nunca se ha acercado
tanto al mundo griego como en esta tragedia; con su dualismo de sacrificio y
exaltación, alcanza más pureza y elevación que la que alcanzó nunca la tragedia
alemana. El hombre que desafía a los dioses y al destino, alzándose contra ellos
con ímpetu amoroso; el sufrimiento del genio, rodeado de vulgaridad y
fraccionamiento en este mundo sin alas; tal es el conflicto elemental en el que
Hólderlin ha expresado magistralmente su propia opresión. Lo que no logró
Goethe en Tasso, porque se limita a mostrar el tormento del poeta en la vida
burguesa, por el sentimiento de vanidad, del orgullo de casta y de un amor
exaltado, lo alcanzó Hölderlin por la pureza del elemento trágico: Empédocles
está completamente deshumanizado y su tragedia es puramente tragedia de la
poesía. Ni un átomo de episodio vano o de teatralidad oscurece el ropaje
armonioso de esta acción dramática. Ninguna mujer dificulta la acción con la
menor intriga erótica; no se interponen ni criados ni siervos en el terrible conflicto
entre el solitario y los dioses. Como en Dante, como en Calderón, se eleva sobre
el destino individual un espacio infinito, y así la acción se desarrolla bajo el gran
cielo de la eternidad. Ninguna tragedia alemana tiene tanto cielo encima como
ésta, ninguna sale tan naturalmente de las tablas para llegar al ágora, a la plaza
pública, a la fiesta y al sacrificio solemne: en este fragmento (y en el titulado
Guiskard pasa lo mismo) ha sido resucitado el mundo antiguo por la voluntad
apasionada del alma. Empédocles se alza aquí, entre nosotros, como un templo
de mármol de columnas sonoras, aparentemente incompleto, un torso nada
más, pero perfecto.
LAS POESÍAS DE HÖLDERLIN
Es un enigma aquel que nace puro. Apenas
puede el canto descubrirlo, pues así como
naciste quedarás.
La poesía de Hölderlin sólo tiene tres de los cuatro elementos de la filosofía
griega, éstos eran: el fuego, el agua, el aire y la tierra; en la poesía de Hölderlin
falta la tierra, esa tierra turbia y pesada que subyuga poderosamente y que es
signo de plasticidad y de dureza. La poesía de Hólderlin ha sido moldeada con
un fuego que, llameante, se eleva hacia la altura; es símbolo del espíritu, del
eterno viaje hacia el cielo; es ligera como el aire y se cierne allá arriba como una
procesión de nubecillas y de viento sonoro; es pura, es diáfana. A través de ella
pasan todos los colores y tiene un ritmo incesante de subida y bajada, como la
eterna respiración del espíritu creador. No tiene raíces que la aten a la tierra,
sino que crece hacia arriba, hostilmente, en esa tierra pesada a infructífera; sus
versos son inquietos, errantes, como nubes que suben hacia el cielo y que ya se
arrebolan de sol, ya se oscurecen de pesimismo y, a veces, dejan escapar de
pronto el violento rayo y trueno de la profecía. Pero siempre se mantienen allá
arriba, en las regiones etéreas, siempre alejadas de la tierra, inaccesibles a los
sentidos y sensibles solamente para el sentimiento. «En su canto flota su espíritu
», dice Hölderlin al hablar de los poetas, y así su espíritu se convierte en
música igual que el fuego se convierte en humo. Todo se dirige hacia las alturas;
« por el calor se alza el espíritu» ; por la combustión, es decir, por la idealización
de la materia, el sentimiento se sublima. Para Hölderlin, la poesía es siempre la
evaporación de lo material y. su conversión en espíritu, la sublimación en el
espíritu universal, pero nunca es envoltura o adorno de lo material. La poesía de
Goethe, aun la más sublime, siempre tiene una porción material; tiene calor de
vida: i es sabrosa como una fruta y se la puede abarcar con los sentidos, pero la
de Hölderlin escapa a toda percepción. La poesía de Goethe tiene aún la tibieza
del cuerpo, aroma de tiempo, gusto de tierra; hay siempre en ella algo de
individualismo, algo de Johann Wolfgang Goethe y algo también de su mundo.
Al contrario, la poesía de Hölderlin está personificada adrede: «lo individual molesta
siempre al espíritu puro que lo concibe», dice el poeta algo oscuramente.
Por esta falta de materialidad, su poesía tiene una estática particular, no
descansa en sí misma, formando un círculo vicioso, sino que se sostiene,
elevada por sí misma, como un aerostato; siempre nos recuerda a los ángeles,
esos espíritus puros, sin sexo, que pasan como un sueño por encima de nuestro
mundo, esos seres ingrávidos convertidos en su propia melodía. Goethe poetiza
cosas de la Tierra; Hölderlin, supraterrestres. Su poesía es (como la de Novalis,
como la de Keats, como la de todos los genios muertos prematuramente) una
victoria sobre la gravedad, una conversión de expansión en sonido, un regreso
al fluido elemental.
La tierra, pues, ese elemento duro, pesado, ese cuarto elemento del Todo -ya
lo dije antes-, no es compatible con la plasmación espiritual de la poesía de Hölderlin;
para éste, la tierra es siempre lo inferior, lo bajo, lo enemigo, lo brutal, la
fuerza de gravedad que le recuerda su origen terrenal y de la que se desprende.
Pero también la tierra está llena de fuerza poética, es fuerte, tiene forma, calor,
abundancia divina, para los que la saben aprovechar. Baudelaire, que todo lo
forma de materia terrenal con la misma pasión espiritual que Hölderlin, es tal vez
el lírico más completo en contraposición a Hölderlin; sus poesías están hechas
por compresión (las de Hölderlin por expansión) y tienen tanta solidez frente al
infinito como la música de Hölderlin; su brillo cristalino y su solidez no son
menos puros que la transparencia y armonía de este último. Esos dos géneros
de poesía están frente a frente, como la tierra y el cielo, como el mármol y la
nube. En ambos géneros, la transformación de la vida en arte plástico o musical
es perfecta. Lo que entre ellos se despliega, como variantes infinitas del soplo
poético, hecho ya sea de materialización, ya de idealización, constituye una
transición magnífica. Son ambas formas del arte los dos extremos, el punto
supremo de la concentración y el punto supremo de la expansión.
En la poesía de Hölderlin, la desintegración de lo concreto, o mejor aún, según
la expresión de Schiller, « la negación de lo accidental, es tan completa y destruye
tanto lo objetivo, que los títulos que escribe sobre los versos no parecen a
veces tener ningún sentido y diríanse colocados por la casualidad. Para darse
cuenta de eso, léanse las tres odas « A1 Rhin», «Al Main» y « Al Neckar», y
podrá verse cómo el mismo paisaje está despojado de toda individualidad: el
Neckar corre hacia el mar Ártico de sus ensueños y los templos griegos
muestran su blancura en las márgenes del Main. La propia vida del poeta se
disuelve en símbolos; Susanne Gontard pierde su verdadero sentido al
convertirse en Diotima. Alemania es una patria mística; los sucesos se
convierten en sueños; el mundo, en mito; ningún vestigio terrestre, ningún
vislumbre del destino del propio poeta, se salva de ese proceso de depuración
lírica.
Hölderlin no transforma, como Goethe, el suceso en poesía, sino que aquél
desaparece, se borra, al hacerse poesía sin dejar ni una nube. Hölderlin no
transforma la vida en poesía, sino que huye de la vida para refugiarse en la
poesía, como realidad más cierta de la existencia.
Esa falta de fuerza real, de precisión de los sentidos, no sólo descorporiza lo
objetivo, lo real, en la poesía de Hölderlin, sino que hasta el propio idioma deja
de ser terrenal, pierde su color y su resabio para hacerse una cosa transparente,
nebulosa, blanda: «El idioma es superfluo», hace decir a Hyperion con acento
dolorido, ya que el lenguaje de Hölderlin está falto de toda riqueza, pues él no
quiere beber en la fuente del idioma, sino que escoge sus palabras sobriamente
y con cuidado. Su caudal de palabras es tal vez inferior en una décima parte al
de Schiller y apenas llega a una centésima del de Goethe. Este, con mano firme
y nunca mojigata, tomó sus palabras del pueblo, de la plaza pública, para así
enriquecer su estilo y renovar sus imágenes. Hölderlin se forma un caudal
reducido, sin variedad, sin matices.
Él mismo se da cuenta de esa limitación voluntaria y del peligro de esa
renuncia a lo sensitivo: «Me falta menos fuerza que ligereza, menos las ideas
que los matices, menos un tono mayor que una serie complementaria de tonos
menores, menos luz que sombras, y todo por la razón de que aborrezco lo
vulgar y común que hay en la vida real.» Prefiere permanecer pobre, prefiere
reducir su lenguaje a un círculo limitado, antes que tomar del idioma del mundo
impuro un solo dracma para utilizarlo en las esferas celestes. Prefiere «proceder
sin adornos, únicamente por largos acordes, en que cada uno forme un todo, y
alternarlos armónicamente», antes que dar a su lenguaje lírico el acento del
mundo inferior. En su sentir, no debe considerarse la poesía como una cosa terrestre,
sino como un presentimiento de lo divino. Prefiere el peligro de la
monotonía antes que comprometer la pureza absoluta de su poesía; que su
lenguaje sea puro es preferible a que sea rico. Incesantemente se repiten,
aunque en magistrales variantes, los epítetos «divino», «celestial», «santo»,
«eterno», «feliz», «bienaventurado»; tampoco utiliza sino palabras tomadas de la
antigüedad, ennoblecidas por la edad, y rechaza las que aún llevan prendido en
su ropaje el aliento de ahora, del presente, que todavía están tibias de vaho de
pueblo y gastadas por el use incesante. Así como antes el sacerdote vestía de
blanco inmaculado, así también la poesía de Hölderlin lleva un ropaje solemne y
severo que la distingue de lo que hay de vanidoso y de superficial en los poetas.
Elige adrede las palabras vaporosas, sugestivas, que como incienso exhalan un
perfume religioso, un aroma de fiesta, de solemnidad, algo que huele a
consagración. Todo lo tangible, concreto, plástico y físico falta completamente
en sus expresiones elevadas. Y es que Hölderlin no toma nunca las palabras por
lo que pesan, por su colorido para concretar las cosas, sino siempre por su
fuerza de ascensión, por su ímpetu espiritual para llevarnos al mundo superior,
al mundo divino del éxtasis. Todos esos epítetos efímeros, «feliz», «celeste»,
«sagrado», esas palabras, como ángeles sin sexo, son incoloras como un velo,
pero, como un velo también, cuando se inflan por la impetuosidad del ritmo, por
el soplo del entusiasmo, se llenan de ampulosidades maravillosas y nos elevan
muy alto. Toda la fuerza de Hölderlin -ya lo he dicho- viene de su potencia de
exaltación, de su entusiasmo; eleva todas las cosas, y por tanto también las palabras,
a otras esferas, donde adquieren otro peso específico que el que tienen
en nuestro mundo mezquino, apagado, donde no son más que una < nube
eufónica». En el aliento del canto, esas palabras vacías a incoloras adquieren
nueva luz, se mantienen en el éter, solemnes, y suenan misteriosamente como
con un sentido oculto.
Su más alta magia viene de la sugestión, la elevación del sentimiento, pero no
de su precisión. Su poesía no quiere ser nunca plástica, sino luminosa, y por eso
carece de sombras. No quiere describir las cosas de la vida real, sino algo que
está más allá de los sentidos y que nos eleva hacia el cielo al mostrarnos lo
sobrenatural, lo que se escapa al intelecto. Por eso, la característica de las
poesías de Hólderlin es el impulso hacia la altura. Todas empiezan con ese
fuego de la exaltación» en el que el espíritu puro y la sinceridad de sus himnos
tienen siempre algo rudo, algo de choque, algo de empujón: es que el lenguaje
que emplea en los versos se ha de separar enseguida del lenguaje corriente
para difundirse en su propio elemento. En Goethe no se encuentra una gran distancia
entre la prosa poética (véanse sus cartas de juventud) y el verso; no hay
apenas transición. Como en los anfibios, su lenguaje vive en los dos mundos: el
de la prosa y el de la poesía; el de la carne y el del espíritu. Hölderlin, por el
contrario, en la prosa tiene una lengua pesada; en sus cartas y en su
conversación tropieza continuamente con fórmulas filosóficas; el léxico de su
prosa está desarticulado sí se compara con el de sus poesías, que es donde
mana con naturalidad. Como aquel albatros de la poesía de Baudelaire, sólo
puede medio arrastrarse por tierra; pero en los aires, en las alturas, puede
moverse libremente, planear y hasta descansar. Así, cuando Hölderlin encuentra
su propio entusiasmo, el ritmo fluye de su boca como aliento de fuego; la pesadez
de la sintaxis se transforma en giros llenos de arte; brillantes inversiones son
el contrapunto a una fluidez mágica: su etérea canción, transparente como el ala
membranosa y cristalina de un insecto, deja ver a través de ella el azul infinito,
todo sonoridad. Precisamente lo que en los demás poetas es más raro, la
inspiración que no decae un momento, la continuidad del verdadero canto, es
para Hólderlín lo más natural. En Empédocles, en Hyperion, no se anquilosa
nunca el ritmo, no decae ni desciende un solo segundo. Nada prosaico queda a
aquel que se deja arrebatar por el entusiasmo; él habla en poesía como en un
lenguaje que poseyera a la perfección y nunca la mezcla con la prosa cotidiana;
el lirismo y el entusiasmo lo llenan completamente en los momentos de
inspiración: «la embriaguez de su caída en las alturas», como él mismo dice
magistralmente, se extiende por encima de él. Más tarde, su destino, como un
emocionante símbolo, nos demostró que su poesía era más fuerte que su
espíritu, pues cuando Hölderlin está ya enfermo de espíritu, pierde la capacidad
para la vida inferior, pierde el lenguaje cotidiano de la conversación, pero el ritmo
sonoro sigue fluyendo siempre de sus labios temblorosos.
Esa magnificencia, esa desligadura completa de todo prosaísmo, ese ímpetu
hacía el elemento etéreo, no fueron propios de Hólderlin desde el primer
momento; el poder y la belleza de su poesía crecen a medida que aumenta la
presión de su demonio interior. Los inicios poéticos de Hölderlin son
insignificantes y faltos de toda individualidad. La cubierta que envuelve a la larva
interior no se ha desprendido todavía. El principiante se limita a la imitación, se
nutre de sentimientos ajenos, a veces en una medida que roza incluso lo
ilegítimo, pues no sólo la forma métrica y hasta el fondo espiritual son de
Klopstock, sino que desliza en sus obras versos enteros y hasta estrofas del
maestro en sus propias odas. Después, en Tubinga, le llegó la influencia de
Schiller, de quien «depende invariablemente», y a ella, a su atmósfera clásica, a
sus pensamientos, se va sometiendo en sus obras de versificación, en el acento
de la estrofa. La oda barda se convierte pronto en himno schilleriano, armonioso,
limado, con un fondo mitológico que se despliega lleno de sonoridad. Aquí la
imitación no sólo alcanza al original, sino que sobrepasa las formas más propias
del maestro (a mí, al menos, la poesía de Hölderlin « A la Naturaleza» me
parece más bella que las más bellas creaciones de Schiller) Pero un tono
elegíaco que empieza a sonar medio oculto nos revela, en esas poesías, la
melodía personal de Hölderlin: el poeta no tiene más que acentuar su tonalidad,
abandonarse completamente a su impulso hacía la altura, al idealismo, sin otra
necesidad que escoger la forma antigua, pura, desnuda, que no admite ritmo, y
entonces nace la verdadera poesía hölderliniana; es decir, el ritmo puro.
Sin embargo, en esa época de transición, todavía se halla en sus versos su
propia personalidad, aún hay algo de arquitectura intelectual que es como el
esqueleto de una máquina voladora; el poeta, aunque depende todavía de la
materia sistemática y razonada de Schiller, busca ya una estabilidad propia para
sus poesías, que se desprende del ritmo y del encuadramiento de la estrofa: si
se estudian sus poesías de esa época se ve, en todas ellas, un sistema rígido
(observado por muchos, pero estudiado detalladamente por Viëtor); hay como
una triplicidad: ascenso, descenso y equilibrio, lo que constituye un triple acorde
armonioso: la tesis, la antítesis y la síntesis. En docenas de composiciones de
Hölderlin pueden observarse ese flujo, ese reflujo y esa resolución en armonías
sonoras; pero, aun dentro de esa ingravidez mágica de sus poesías, se adivina
la huella de la maquinaria, la parte técnica.
Pero al fin se desprende de ese resto de lo sistemático, de ese resabio de
técnica schilleriana, como la serpiente se desprende de su piel. Reconoce la
grandiosidad de una libertad sin leyes, de una lírica toda ritmo. Y aunque los
informes de Bettina no son siempre dignos de la mayor confianza, en este caso
las palabras que pone en la narración de Sinclair no hay duda de que son
ciertamente las de Hölderlin: «El espíritu no se eleva sino por el entusiasmo, y el
ritmo no obedece más que a aquel cuyo espíritu se llena de vida. Aquel que ha
nacido para la poesía, en el sentido divino de la palabra, ha de reconocer, como
única ley, el espíritu del infinito, y a esta ley ha de sacrificar todas las restantes:
"hágase lo voluntad, mas no la mía".»
Por primera vez Hölderlin se libra, en sus poesías, de la razón, del
racionalismo, y se abandona a las fuerzas puras. Lo demoníaco de su ser rompe
sus trabas rugiendo y despliega las magnificencias del ritmo, una vez que ha dejado
ya las leyes que lo ataban. Sólo entonces es cuando, de las profundidades
de su ser, brota la música original de Hölderlin, ese ritmo, esa fuerza caótica y
salvaje que es lo más íntimo de su ser y de la cual él mismo dice: «Todo es
ritmo; el destino del hombre es ritmo celeste y toda obra de arte es un ritmo
único.» Las leyes arquitectónicas desaparecen y la poesía hölderliniana expresa
ya tan sólo su propia melodía; en toda la poesía alemana no hay otro ejemplo en
que el todo descanse tanto en el ritmo; en las poesías de Hölderlin, el color, la
forma, no son más que cosas diáfanas, vaporosas. La poesía de Hölderlin ya no
tiene nada de material, ni recuerda ya la técnica de Schiller, donde todo es
trabajo, remache, tornillo; se ha convertido ahora en algo aéreo, angelical, ligero
como el pájaro, libre como una nube que se expande en sonido, en armonía. La
melodía de Hölderlin, como la de Keats, y a menudo como la de Verlaine, parece
tomada de las regiones cósmicas de los sueños; nada tiene de terrenal; su carácter
específico está por encima de todo contacto tangible y se mantiene
elevada milagrosamente. Por eso sus poesías tienen tan poca materia objetiva
que admits ser aislada y transmitida por medio de una traducción; mientras que
las poesías de Schiller y hasta las de Goethe pueden ser traducidas línea a línea
a lenguas extranjeras, las de Hölderlin no admiten ese trasplante porque, dentro
de la lengua alemana, se sitúan más allá de la expresión sensible. Su secreto
supremo es mágico; es un milagro de idioma, único, inimitable y sagrado.
El ritmo de Hölderlin no tiene nada de la estabilidad que ofrece, por ejemplo, el
de Walt Whitman (a quien Hölderlin recuerda a veces por su fluidez y
abundancia). Walt Whitman había encontrado enseguida el metro que convenía
a su ritmo, su forma poética; una vez hallado ese ritmo, se express con él en
toda su obra poética, es decir, durante veinte, treinta o hasta cuarenta años. En
Hölderlin, por el contrario, el ritmo se refuerza, se amplía incesantemente, se
hace cada vez más sonoro, más libre, más precipitado, más turbio, más primitivo
y más tempestuoso. Empieza con la dulce sonoridad de una fuente, como una
melodía que pasa, y acaba espumeante, ruidoso, como un torrente. Esa libertad,
esa potencia, esa glorificación del ritmo sin ley, van mano a mano, misteriosamente
(como en Nietzsche), con la destrucción del espíritu y el
oscurecimiento de la razón. El ritmo, en Hölderlin, va tomando más libertad a
medida que se aflojan los lazos de las facultades mentales del poeta.. Por fin,
Hölderlín ya no puede poner dique a su desbordamiento interior y se ve
inundado, sumergido en él, y su propio cadáver es arrastrado por las aguas
rugientes de su canto. Esa libertad, mejor dicho, esa liberación, ese dominio del
ritmo a costa de la coherencia y de la razón, va realizándose por etapas: primero
se libera de la rima, esa cadena que estaba sus pies; después prescinde de la
estrofa, esa vestidura que oprimía su amplio pecho. Ahora, como una obra de la
antigüedad, vive su poesía la belleza del desnudo y como un corredor griego
marcha hacia el infinito. Todas las formas tradicionales se hacen demasiado
estrechas para el poeta, las profundidades resultan superficiales, todas las
palabras, sin acento, y todos los ritmos, pesados; la regularidad, que era al
principio clásica, tiende a formar la bóveda del edificio lírico para hundirse
después; el pensamiento fluye oscuro, pero más fuerte y tormentoso, del seno
de las imágenes evocadas; al mismo tiempo, el ritmo es cada vez mas profundo
y más lleno y, a veces, construcciones atrevidas de las frases unen, en un solo
párrafo, una serie de estrofas; la poesía se hace canto, himno, mirada profética,
manifestación heroica. La transmutación del mundo en mito ha comenzado para
Hölderlin; todo su ser se convierte en poesía. Europa, Asia, Alemania, se
muestran ante él como paisajes de ensueño vistos a una inverosímil distancia;
mágicas asociaciones de ideas unen el horizonte próximo con el horizonte del
infinito; es decir, el sueño y la realidad. «El mundo se hace sueño, el sueño se
hace mundo.» Las palabras de Novalis se realizan en Hölderlin. La esfera
personal queda anulada en él. «Las canciones de amor no son más que como
un vuelo fatigado -escribe en aquellos días-; otra cosa es la alegría pura y
elevada de los cantos nacionales.» Así, un nuevo énfasis se abre paso como por
fuerza plutónica a través de su sensibilidad desbordada. Empieza el tránsito a lo
místico; el tiempo y el espacio se han hundido en purpúrea oscuridad; la razón
ha sido completamente sacrificada a la inspiración; ya no hay canciones, sino
oraciones versificadas a las que rodean luces de antorcha y de relámpagos
píticos. El entusiasmo juvenil de Hölderlin se ha convertido en embriaguez
demoníaca, en furor sagrado. Esas poesías van sin dirección fija, como naves
sin timón en un mar de infinito; a nada obedecen si no es al mandato de los
elementos; son voces del más allá; cada una de ellas es un bateau ivre que, sin
gobierno, marcha cantando hacia la catarata. Por último, el ritmo de Hölderlin
llega a ser tan tenso, que acaba por romperse el idioma; a fuerza de
versificación, pierde sus sentidos; ya no es más que «el sonido del bosque
profético de Dodona». El ritmo triunfa sobre la idea y se convierte en algo «divinamente
loco y sin ley, como Baco».
El poeta y sus poesías perecen a la vez en el Infinito, en la suprema exaltación
de sus fuerzas. Perece el espíritu de Hölderlin, sublimándose dentro de la
poesía sin dejar rastro, y al fin se oscurece en un caótico crepúsculo. Todo lo
terreno, todo lo personal, todo lo formal, queda devorado en esa
autodestrucción; sus palabras son pura música órfica que vuela hacia el éter,
hacia su elemento.
CAÍDA EN EL INFINITO
Lo que uno es se rompe, Empédocles, del
mismo modo que los astros declinan
solemnemente. Y ebrios de luz brillan los
valles.
Treinta años cuenta Hölderlin al cruzar el umbral del nuevo siglo; los
sufrimientos de sus últimos años han hecho en él una obra gigantesca. Ha
encontrado la forma lírica; ha creado el ritmo del gran canto; su propia juventud
se ha corporizado en la figura de Hyperion; la tragedia de su espíritu ha quedado
inmortalizada en Empédocles. Nunca había llegado a tanta altura; nunca tampoco
había estado tan cerca de la caída. Pues las mismas olas que, en
maravilloso empuje, le han llevado por encima de su propia vida, forman ya una
mole amenazante, dispuesta a dar el golpe destructor. Él mismo, proféticamente,
tiene la sensación de su descenso:
Contra su voluntad, el maravilloso deseo lo arrastra de escollo en escollo hacia
el abismo. Y va a la deriva, sin timón.
De nada le sirve haber creado una tan alta obra: la realidad, celosa, se venga
de quien la despreció, y el mundo, del que él nada quiso saber, tampoco quiere
ahora saber nada de él. Sólo recoge incomprensión donde espera hallar amor,
pues
...hay una oscura generación que no gusta de escuchar ni aun a un semidiós,
ni quiere oír al espíritu celeste que aparece entre los hombres o sobre las ondas.
Una raza que no adora la pureza ni aun el rostro del mismo Dios, próximo y
omnipotente.
A los treinta años sigue comiendo en una mesa que no es suya; da sus
lecciones vistiendo una raída levita de aspirante a pastor. Vive aún a expensas
de su anciana madre y de su decrépita abuela, encorvada por la edad. Como
cuando era muchacho, esas dos mujeres siguen zurciéndole las medías, le
proveen de ropa blanca y de vestidos. Con «cotidiana aplicación» ha buscado en
Homburg, como antes lo hizo en Jena, un medio de vivir sólo para la poesía,
gracias a una vida de increíble privación, se ha tasado la comida y ha tratado de
llamar la atención de la patria alemana hasta el punto de que los hombres
deseen conocer su lugar de nacimiento y el nombre de su madre. Pero nada
sucede de esa manera; nada le es favorable; a veces, Schiller, con
condescendencia benévola, acepta alguna de sus poesías para su Almanaque,
rechazando las restantes.
Ese silencio que el mundo mantiene a su alrededor quiebra todos sus ánimos.
Verdad es que él, en lo profundo de su alma, sabe perfectamente que lo sagrado
es siempre sagrado, aunque no sea reconocido por los hombres, pero el poeta
encuentra más difícil cada día sostener su fe en un mundo donde no encuentra
ninguna simpatía. «Nuestro corazón no puede seguir amando a la Humanidad sí
no tiene hombres a quien amar.» Su soledad, que durante un tiempo fue su
castillo de oro y de sol, se torna fría, invernal, con rigidez de hielo. « Callo y callo
siempre, y así se va acumulando un gran peso sobre mí... que por lo menos ha
de oscurecer inevitablemente mi espíritu», dice quejándose. Y en otra ocasión
escribe a Schiller: «Tengo frío y me entumezco en el invierno que me rodea. Mi
cielo es de hierro y mi ser es de piedra.» Pero nadie llega a él con el calor de la
amistad. «Pocos hay ya que tengan fe en mí», dice el poeta con resignada pena,
y, poco a poco, él mismo va perdiendo también la fe en sí mismo. Lo que antes
le parecía divino, celestial, es decir, su misión como poeta, se le aparece ahora
vacío y sin sentido. Duda ya de la poesía. Los amigos están lejos. La llamada de
la gloria no resuena:
Sin embargo, me parece a menudo que mejor sería dormir que estar en esta
soledad. No sé qué hacer ni qué decir y me pregunto muchas veces por que ha
de haber poetas en esto, tiempos de miseria.
Una vez más ha experimentado la impotencia del espíritu frente a la realidad;
una vez más, ha de encorvar su espalda bajo el yugo opresor, y una vez más se
entrega a una vida que no es la suya, puesto que le resulta imposible vivir de la
literatura si no quiere conducirse con exceso de servilismo. No le es dado volver
a ver su patria sino en una hora feliz de otoño, un día en que con sus amigos de
Stuttgart celebra la «fiesta del otoño». Pero después ha de volver a tomar su
casaca de dómine y marchar a Suiza, a Hauptwyl, para amarrarse una vez más
a une ocupación servil.
El corazón profético de Hólderlin sabe perfectamente que ha llegado la hora de
su ocaso, la hora de su crepúsculo y de su dolorosa caída. Elegiacamente se
despide de su juventud: « ¡Oh, juventud, lo has apagado ya!»Y en sus poesías
sopla un airecillo frío, vespertino:
He vivido poco; pero ya respiro el aire frío del ocaso. Aquí estoy, silencioso
como una sombra; mi corazón se estremece en mi pecho, incapaz ya de cantar.
Se ha roto el resorte de su impulso, y él, que sólo sabía vivir en pleno vuelo,
rotas las alas no recobra jamás el equilibrio. Ahora debe pagar la falta de no
haberse ocupado «exclusivamente de lo superficial de su ser y haberse
entregado a la acción destructora de la realidad con toda su alma, con todo su
amor». El nimbo del genio se ha borrado de su cabeza; angustiado, se recoge
en sí mismo para ocultarse a los hombres, cuyo trato le es molesto hasta
físicamente. Cuanto mayor es su debilidad, tanto más fuerte salta el demonio y
hace vibrar sus nervios. Poco a poco, la sensibilidad de Hölderlin se va
haciendo enfermiza y sus impulsos espirituales se convierten en ataques. Las
nimiedades le excitan, y aquella actitud humilde, que le protegía como una
coraza, se desgarra y deja ver su hipersensibilidad; por todas partes cree ver
ofensas y desprecios. Su cuerpo reacciona dolorosamente a los cambios
atmosféricos; lo que antes era inquietud espiritual es ya neurastenia, crisis y
catástrofe de sus nervios; sus gestos son crispados, su humor agresivo; y su
mirada, antes tan serena a inteligente, pone ya un brillo de inquietud en su cara
demacrada. El incendio se extiende por todo su ser; el demonio de la agitación y
de la confusión, el espíritu siniestro, se apodera de la víctima; «una inquietud
que lo aturde» y que « e acumula alrededor de su alma» lo arrastra a los
extremos opuestos: ardor y frialdad; éxtasis y desespero; alegría y tristeza, y lo
lleva de país en país, de ciudad en ciudad. La febril irritación turba sus
pensamientos hasta que alcanza a su poesía; la intranquilidad del hombre se
refleja ya en la incoherencia de sus versos; se ve incapaz de formar un
pensamiento, sostenerlo y desarrollarlo. Así como su cuerpo va de casa en
casa, su espíritu va de imagen en imagen, de idea en idea. Y este ardor
demoníaco no se calma hasta que ha devorado a toda la persona del poeta.
Sólo resta, cual ennegrecida armazón de un edificio destruido por el fuego, el
cuerpo, en el cual el demonio no puede aniquilar lo que aún queda de divino:
ese ritmo que sigue fluyendo todavía de sus labios inconscientes.
Así pues, en la patología de Hölderlin no se encuentra un punto preciso que
marque el principio de su hundimiento; no hay una división clara entre lo que es
su espíritu lúcido y sano y su espíritu ya enfermo. Hölderlin arde interior y
lentamente; su razón es destruida por el demonio, no con uno de esos incendios
que de pronto hacen arder todo un bosque, sino por medio de un fuego
escondido, entre rescoldos. Sólo la parte más divina de su ser resiste como si
fuera de amianto ese incendio interior; su sentido poético sobrevive a su razón y
salva su melodía, su ritmo, su palabra. Tal vez sea Hölderlin el único caso clínico
en que, muerta la inteligencia, subsista la poesía, del mismo modo que, a veces
-muy raras veces, es cierto-, un árbol carbonizado por el rayo sigue floreciendo
en alguna rama elevada que salió incólume del siniestro. El tránsito de Hölderlin
a lo patológico es escalonado, progresivo. No es, como en Níetzsche, un
derrumbamiento repentino de un altísimo edificio de ideas, sino que es una
desintegración gradual, piedra a piedra, una descomposición paulatina de los
cimientos, un deslizamiento hacia lo inconsciente.
Es sólo en su exterior donde se van acentuando su inquietud, su miedo
nervioso, su exagerada sensibilidad, que llegan a provocar accesos de furor y
crisis nerviosas que aumentan de intensidad y se repiten cada vez más
frecuentemente; así como antes podía contenerse meses y aun años enteros
hasta llegar a la explosión, ahora esas descargas eléctricas se suceden sin
apenas interrupción. Mientras que en Waltershausen y en Francfort supo resistir
años enteros, en Hauptwyl y en Burdeos sólo puede aguantar unas semanas; su
incapacidad para la vida se vuelve más agresiva. Por fin, la vida, como el
temporal a un buque, lo arroja a la casa materna. Allí, en pleno desespero, se
dirige de nuevo a Schiller, al maestro de su juventud, pero Schiller no responde;
le deja hundirse, y Hölderlin, como una piedra, se hunde hasta lo más hondo de
su destino. Aún vuelve a partir una vez, pues ha de aceptar un cargo de
preceptor; va ya sin espíritu, ungido por la muerte, diciendo adiós eterno a sus
seres queridos.
Entonces, un tupido velo nos oculta su vida. Su historia es ya leyenda, mito. Se
sabe que en florida primavera pasó por Francia, y que pernoctó en las cumbres
de Auvernia, rodeado de nieve, en paraje solitario, en dura cama y con una
pistola a su lado. Se sabe que estuvo en Burdeos, en casa del cónsul de
Alemania, y que después, de pronto, abandonó el lugar. Pero luego descienden
negras nubes que nos ocultan su caída.
¿Sería Hölderlin aquel extranjero que, diez años más tarde, fue visto por una
mujer en París hablando entusiasmado con las marmóreas estatuas de los
dioses en un parque? ¿Será cierto que una insolación le privó de sus sentidos y
que, como él mismo afirma, el rayo de Apolo lo castigó? ¿Será cierto que unos
bandidos le robaron todo su dinero y hasta sus vestiduras? Nunca se tendrá la
respuesta a estas preguntas. Un negro velo encubre su regreso a Alemania y su
caída. Sólo se sabe que un día, en casa de Matthisson, en Stuttgart, entró un
hombre pálido como un cadáver, flaquísimo, con ojos apagados, enmarañada y
salvaje cabellera, luengas barbas y traje de mendigo, y como Matthíson
retrocediera espantado y temeroso ante aquella visión, el extranjero, con voz
apagada, dijo su propio nombre: Hölderlin.
Las últimas pavesas se han apagado. Sus restos van a la deriva hacía la casa
materna, pero los mástiles de la confianza y el timón de la inteligencia se han
roto para siempre. Desde entonces, Hólderlin vive ya en oscura noche,
iluminada tan sólo de vez en cuando por relámpagos órficos. Su razón está
apagada, pero de esa oscuridad surge aún, a veces, la palabra del genio y sobre
su cabeza pasa, en alguna ocasión, sonora y rápida, la poesía. En la
conversación, no puede encontrar el sentido de las palabras, sus cartas son un
conglomerado barroco; su ser sigue aún cerrándose a las cosas reales, pero se
abre todavía a las palabras musicales, mas sin comprender siquiera lo que le
dicen. Su ser se deshace grano a grano, se hace total la pérdida de la
conciencia, y su inconsciencia se transforma en portavoz de palabras píticas; su
voz se convierte «en órgano del imperativo que llega del más allá», como dice
Nietzsche, intérprete y heraldo de las cosas divinas que le susurra el demonio y
cuyo sentido ya no puede reconocer.
Los hombres se apartan de su compañía (pues su irritabilidad se desata a
menudo como una bestia desencadenada) o también a veces se burlan de él.
Sólo Bettina, que, como en Goethe y en Beethoven, sabe distinguir el genio a
través de la atmósfera, y Sinclair, el amigo magnífico, digno de una leyenda,
siguen reconociendo la presencia de un dios en esta degradación del poeta que
está « preso en celeste esclavitud». «Es cosa cierta para mí -escribe aquella
espléndida mujer- que una fuerza divina ha envuelto en sus olas a Hölderlin; me
refiero a sus palabras, que, en río irrefrenable, han inundado sus sentidos, los
cuales, al pasar esa inundación, han quedado ya debilitados, como muertos.»
Nadie ha expresado con más nobleza y perspicacia el destino de Hölderlin;
nadie nos ha hecho más asequible el eco de aquellas conversaciones
demoníacas (que se han perdido, como las improvisaciones de Beethoven)
como Bettina cuando escribe a la señora Günderode: «A1 oírle, uno parece
escuchar el viento desencadenado, pues su voz suena a himno rugiente que de
pronto cesa, como cesan las ráfagas del viento.» Y entonces se apodera de él
como una ciencia profunda, de tal modo que no se puede pensar que haya
perdido la razón y hay que escuchar lo que dice de la poesía para llevarse la
impresión de que está a punto de revelar el secreto divino del lenguaje. Y de
pronto todo se hunde en la oscuridad, el poeta languidece, queda en completa
confusión y declara «que no lo logrará nunca». Todo su ser se funde en la
música; durante horas enteras (como Níetzsche en los últimos días de su estancia
en Turín) se sienta al piano y golpea el teclado en incesante esfuerzo
para lograr acordes, como si quisiera captar las melodías infinitas que pasan
sobre su cabeza y que resuenan dolorosamente en su cerebro, o a veces
también se recita a sí mismo, como en un monólogo, siempre rítmicamente,
palabras y cantos. Él, que antes se sentía arrebatado por la poesía, se va
hundiendo poco a poco en el río sonoro; lo mismo que los indios del poema «
Hiawatha», de su hermano espiritual Lenau, se precipita cantando hacía la
catarata rugiente.
Aterrorizados y conmovidos a la vez, su madre y sus amigos, respetuosos ante
el milagro incomprensible, le dejan en completa libertad dentro de la casa. Pero
el demonio estalla cada vez más poderosamente en su interior; sufre furiosos
ataques; la llama, antes de apagarse completamente, se levanta en peligrosas
contorsiones, hasta que se hace necesario llevarlo a una clínica, después a casa
de unos amigos y finalmente a la casa de un honrado carpintero. Con los años,
ese furor salvaje se va apaciguando, sus crisis se calman, y Hölderlin se hace
manso como un niño; las tempestades de sus nervios se disipan, dejando lugar
al silencio del crepúsculo. Su locura cataléptica se hace ahora tranquila, pero,
aunque el espíritu del poeta se calma, su razón queda siempre envuelta en
negro velo y muy raras veces un relámpago de lucidez ilumina su pasado.
Recuerda cosas, es cierto, pero no se acuerda de sí mismo. Como en un sueno,
su cuerpo sin alma nota aún la suave acción benéfica de la primavera y aspira el
agradable aliento de los campos; su corazón solitario palpita aún durante
cuarenta años en su cuerpo consumido, pero ya no es más que una sombra del
que fue. Hölderlín, aquel adolescente divino, está ya hace mucho tiempo entre
los dioses, como Ifigenia de Áulide. Vive en otra esfera, vive una vida que nada
tiene de terrestre.
Lo que ahora queda aquí, entre las negras garras del tiempo, es su cadáver
espiritual; es una sombra fantasmal desfigurada, que ya no se reconoce a sí
misma y que se llama a veces « el señor bibliotecario», y a veces también «
Scardanelli».
TINIEBLAS DE PÚRPURA
...hasta en la oscuridad lucen brillantes
imágenes.
Las grandes poesías órficas que Hölderlin, con su espíritu ya apagado, crea en
aquellos años de crepúsculo, sus Cantos de la noche, pertenecen a una zona
completamente definida de la literatura universal; sólo son comparables quizá a
aquellos libros proféticos de William Blake, aquella otra criatura angélica,
confidente de Dios, al que sus contemporáneos consideraban «unfortunate
lunatic whose personal inoffensivenes secures him from confinement.
En éste, como en Hölderlin, la creación es algo dictado por el demonio; en
Blake, como en Hölderlin, apunta un sentido pueril a impreciso en la significación
manifiesta de sus palabras; la sonoridad órfica se apodera de la frase como un
eco que llega de otras esferas; en uno y en otro, la mano inconsciente a
ignorante de la realidad traza aún la bóveda de un firmamento sin analogía, por
encima de este caos cruzado de estrellas y relámpagos, y crea así un mito
propio. La poesía (y en Blake también el dibujo) llega a ser en el estado
crepuscular del poeta un lenguaje pítico: como la sacerdotisa, ebria de visiones
inauditas, por encima de los vapores de la caverna de Delfos, balbuce palabras
profundas en transportes convulsos, así el demonio creador hace fluir en ellos,
del cráter apagado de su espíritu, una lava de fuego y de piedras
incandescentes. En estas poesías demoníacas de Hölderlin no habla la razón, ni
habla el idioma corriente de la vida real, sino sólo el ritmo, sin significación,
incomprensible, dejando ver a veces en un renglón el relámpago que ilumina
todo el Universo. El vidente es transportado a una esfera apocalíptica:
Un valle y ríos se extienden alrededor de las montañas de la profecía, a fin de
que el hombre pueda tender su vista hacia el Oriente y ya partir de allí, en
variadas metamorfosis. Pero del Éter desciende la fiel imagen y llueven las
palabras divinas y resuenan las profundidades del bosque.
Los sueños poéticos se han convertido en una melodiosa anunciación, en una
«resonancia en lo más profundo del bosque»; la voz del más allá, en una
voluntad superior a la propia. Aquí el poeta no habla ya de sí, ni trata ya de él; es
sólo el héroe inconsciente de las palabras elementales. El demonio, la voluntad
superior, ha vencido al espíritu del poeta y ha hecho enmudecer sus palabras y
habla ahora por su boca crispada, por sus labios exánimes, como a través de
algo muerto que resonase sordamente. Aquel hombre esclarecido que fue
Friedrich Hölderlin se marchó ya. Y de su cuerpo se sirve ahora el demonio
como de una larva vacía.
Pues esos Cantos de la noche, esas canciones rotas, son indudablemente
improvisaciones que ya no nacen de lo terrenal, de lo cultivado del arte; no salen
ya de lo conmensurable; no son materia trabajada en el trepidante taller del
genio, sino meteoros caídos del invisible cielo de la inspiración, llenos aún de la
fuerza mágica de las regiones ultraterrenales. Una poesía representa un tejido
de elementos artísticos, salidos de la inconsciencia, de la inspiración y de la
conciencia, y cualquiera de esas artimañas se ve más o menos, se acusa con
más o menos fuerza. Es un fenómeno completamente típico que, en el ser
corriente (Goethe, por ejemplo), en la edad madura, domine ya la técnica, es
decir, el elemento material, sobre la inspiración, y, por consiguiente, que el arte
que fue al principio un presentimiento consciente, se convierta en sabia maestría
dominadora y sugestiva. En Hölderlin sucede lo contrario; se fortalecen el
envoltorio, lo inspirativo, lo demoníaco, lo genial, mientras se deshacen como
una cadeneta el tejido intelectual, lo artificioso, lo planeado. Por eso, en sus
obras líricas posteriores, el lazo intelectual va relajándose más y más; los
versos, como las olas, montan uno sobre otro, no obedeciendo ya más que a la
armonía de sonido, y toda forma, toda regla, toda ley, son arrolladas por la ola
sonora. Pues el ritmo se ha hecho ya el amo y señor; la fuerza primitiva vuelve a
su origen. A veces puede verse en Hölderlin, que ha sido arrancado de su propio
ser, una especie de defensa contra este poder superior; se ve su esfuerzo para
fijar una idea poética y desarrollarla espiritualmente, pero siempre las olas
sonoras le arrebatan lo medio planeado, lo que está a medio formar. Y he aquí
su queja:
Poco nos conocemos a nosotros mismos, pues llevamos dentro un dios que
nos domina.
Cada vez más, el poeta indefenso pierde el dominio sobre la poesía. «Como
un arroyo, me siento arrastrado hacia el fin de algo que es tan vasto como toda
Asia», dice al hablar de esa fuerza superior que lo arranca de su propio ser.
Parece que toda coherencia ha sido anulada en su cerebro y que los
pensamientos caen dispersos en el vacío: todo lo que empezaba con valiente y
osado énfasis, acaba en trágico balbuceo. El hilo de su discurso se embarulla,
las oraciones forman un enredo; las frases se barajan rítmicamente, de modo
que es imposible encontrar su principio o su fin. Y el poeta, cansado, ve siempre
cómo el pensamiento primitivo se desprende de su cerebro. Entonces, su mano
temblorosa a inhábil une dos pensamientos no acabados por medio de un «a
saber» o un «sin embargo, o abandona resignadamente la continuación del hilo
del pensamiento diciendo: «mucho podría decirse sobre esto». Una poesía como
«Patmos», de gran enjundia espiritual, que se extiende sobre la inmortalidad, se
deshace al final en un balbuceo que no es más que un preludio de lo que iba a
decir. En vez de un discurso, nos da como una nota taquigráfica que nada tiene
que ver con el texto:
Y ahora quisiera cantar la partida de los caballeros hacia Jerusalén y los
sufrimientos errantes de Canosa y del emperador Enrique, pero sería necesario
que el ánimo no me faltara para ello. Desde Cristo, los nombres son como el aire
matinal; se convierten en sueños.
Pero esos sonidos, esos balbuceos faltos de la coherencia del pensamiento,
están unidos por un sentido elevado. El espíritu, invadido por una vegetación
exuberante, no puede ya fijarse en detalles; los lazos intelectuales se aflojan,
pero bajo esas lagunas de forma, el contenido ardiente de las poesías de
Hölderlin toma más fuego y más calor. El que era plasmador se ha convertido en
visionario poderosísimo, y con mirada ardiente abraza todo el universo
poéticamente. Hölderlin alcanza en ese tartamudeo rítmico, en su embriaguez
¡lógica, una profundidad de sentido que nunca alcanzó cuando su espíritu
estaba despierto. «Llueven las palabras divinas y resuenan las profundidades
del bosque.» Lo que ahora ha perdido su poesía en claridad matinal y en
precisión de silueta, lo gana en inspiración demoníaca, en claros relámpagos de
su espíritu que llenan de luz el caos del sentimiento y alumbran por un instante
todas las alturas y las profundidades de la Naturaleza. Desde ahora, las poesías
de Hölderlin son tempestuosas, llenas de relámpagos proféticos; son rápidas,
cortas y brotan de los oscuros nublados de sus odas, pero iluminan espacios
infinitos. La poesía de Hölderlin se extiende por todo el universo; sus cantos
brotan de él como visiones cósmicas y se dirigen a su elemento natural, al caos.
El poeta de espíritu ya ciego tantea en la oscuridad, alumbrado tan sólo por
relámpagos llenos de vibraciones, y trata de captar grandiosas imágenes y
signos del tiempo y del espacio. Y en su maravillosa marcha por esta región sin
caminos, antes de su caída, de su final, se produce aún un milagro sin
precedentes: en lo más tenebroso de su camino, en ese tormentoso crepúsculo
de su espíritu, Hölderlin alcanza lo que en vano trató de encontrar cuando su
espíritu estaba aún despierto y su inteligencia lúcida: el secreto de la Gracia.
Desde su niñez lo había perseguido por todos los caminos, en los cielos del
idealismo, en los ensueños; ya adolescente, había buscado su Grecia y había
enviado en vano a su Hyperion en busca de su secreto por todos los caminos
del tiempo y del pasado. Había evocado a Empédocles entre las sombras,
estudiado las obras de los filósofos; el «estudio de los griegos» le había servido
de círculo de amigos y había llegado a ser tan extraño a su patria y a su tiempo
por haber estado siempre en la Grecia de sus sueños. Y él mismo, asombrado
de ese poder que se ejercía sobre sus sentidos, se había preguntado a menudo:
¿Qué es lo que me ata a aquellas riberas afortunadas y me las hace amar
todavía más que a mi propia patria? Pues, como sometido a dulce esclavitud,
siempre estoy en los lugares por donde pasó Apolo.
La antigua Grecia fue siempre su meta; Grecia lo había arrancado del
agradable calor de su hogar y de los brazos de su gente para sumergirlo en
continuas decepciones hasta llevarlo a la desesperación, a la soledad suprema y
absoluta.
Y entonces, en el caos de sus sentidos, entre los más profundos repliegues de
su espíritu, brilla de pronto su secreto griego. Como Virgilio conduce a Dante,
Píndaro conduce al exaltado, con la superabundancia de su verbo, hacia la
última embriaguez de la expresión hímnica, y el poeta, deslumbrado en el
crepúsculo del mito, ve brillar como una brasa, en el fondo del abismo abierto,
aquella Grecia que antes que él nadie había adivinado y que, después de él,
sólo otro poseso, Nietzsche, el filósofo todo luz, hará salir de las entrañas del
pasado. Hölderlin puede ver y anunciar con su verbo vidente esa región de
fuego, y su anunciación es el primer sentimiento, vivo, cálido y lleno del vigor de
la sangre, que el mundo ha tenido de esa fuente espiritual del universo perdida
entre los escombros del pasado. No se trata ya de la Grecia clásica de figuras
de yeso, mostrada por Winckelmann, ni es la Grecia helénica que Schiller ha
tomado como modelo en su «imitación tímida y sin ánimo del arte antiguo»
-según las palabras de Nietzsche-; ahora se trata de la Grecia asiática, la Grecia
oriental que acaba de salir de la barbarie, ebria de sangre y de juventud, y que
aún muestra las huellas ardientes de la matriz del caos. Es Dionisos, que sale
ebrio y lleno de ardor báquico de la oscura caverna; ya no es la clara y diáfana
luz de Homero iluminando las formas de la vida, sino que ahora es el espíritu
trágico de la lucha eterna el que se levanta gigantesco entre la alegría y el dolor.
Sólo lo demoníaco, que ha triunfado en Hölderlin, permite que sea visto lo
antiguo, es decir, la significación de aquella verdadera Grecia, como visión del
principio del mundo que une grandiosamente las épocas de la historia, Asía y
Europa, y la interpretación de las culturas: la barbarie, el paganismo y el
cristianismo.
Pues esta Grecia que Hölderlin descubre brillando en la oscuridad ya no es la
pequeña península griega, arrinconada, sino que es el ombligo del mundo,
origen y centro de toda mudanza: < Es de allí de donde viene el futuro Dios y es
allá adonde volverá.» Es la fuente del espíritu que salta de pronto de los
pliegues de la barbarie, y al mismo tiempo es el mar sagrado adonde han de ir a
parar un día los ríos de los pueblos; es el mar de la futura Germanía; es la
mediadora entre el misterio de Asia y el mito del Crucificado. Lo mismo que a
Nietzsche en su decadencia espiritual, por el presentimiento trágico de este
«Dionísos crucificado» que se figura ser en su delirio, también a Hölderlin le
llena el presentimiento de una sublime unión entre Cristo y Pan. El símbolo de
Grecia torna proporciones gigantescas. Nunca ningún poeta tuvo una más alta
concepción histórica que la mostrada por Hölderlin en sus últimos cantos, que en
apariencia carecen de sentido.
Y en esos cantos, en esas versiones de Píndaro y de Sófocles, grandes como
rocas caóticas, el lenguaje de Hölderlin sobrepasa el simple helenismo, la
claridad apolínea de sus comienzos: como enormes construcciones de bloques
megalíticos de una Grecia primitiva y rítmica, esas transposiciones de ritmo
trágico se levantan en nuestro mundo lingüístico de atmósfera tibia y que ya no
tiene más que un calor artificial. No es la palabra del, poeta, no es una frase
dulce de un verso lo que pasa de una orilla del lenguaje a la otra, sino que es el
núcleo de fuego de la pasión creadora, que sigue ardiendo con su fuerza
primitiva. Así como, en el mundo físico, los ciegos oyen más claramente, porque
un sentido muerto despierta a los otros, así también el espíritu de Hölderlín,
privado de razón, es más sensible a las fuerzas que llegan de las misteriosas
profundidades poéticas con audacia inaudita: Hölderlin estruja el idioma hasta
hacerle manar sangre melódica, hasta romper el esqueleto de su armazón,
tornándolo así flexible, y al mismo tiempo endurece su lenguaje por la tensión
del ritmo sonoro. Como Miguel Ángel con sus bloques medio elaborados,
Hölderlín, en sus fragmentos caóticos, es más perfecto que en la obra
terminada, que es ya una meta, un fin; en esos fragmentos resuena un canto
grandioso, el caos, la fuerza del universo, y no la voz poética del individuo.
Así es como el espíritu de Hölderlin cae en la oscuridad de la noche; es como
una hoguera que aún lanzara hacia el cielo una columna de chispas antes de
convertirse en un montón de cenizas. Si su genio tiene una figura divina,
también la tiene el demonio de su melancolía. Cuando en los poetas el demonio
aplasta al individuo, generalmente las llamaradas que surgen están azuladas por
el alcohol (Grabbe, Günter, Verlaíne, Marlowe) o se mezclan con el incienso del
aturdimiento voluntario (Byron, Lenau); la embriaguez de Hölderlin, al contrario,
es pura, y su caída es más bien un vuelo hacia atrás, hacia el infinito. El
lenguaje de Hölderlin se disuelve en el ritmo, y su espíritu, en visiones
grandiosas, en el mundo primitivo. Su caída es todavía música, y su
desaparición, un canto; como Euforion, que en el Fausto es el símbolo de la
poesía, Hölderlin, hijo del espíritu alemán y del espíritu griego, destruye todo lo
destructible de su ser, y su cuerpo es lo único que desciende a las tinieblas de la
nada. Pero su lira de plata se eleva siempre por encima del horizonte, hacia las
estrellas.
SCARDANELLI
Pero él ha partido; está ya lejos, pues los genios son
demasiado buenos: una celeste conversación le ocupa
ahora.
Durante cuarenta años, lo que queda de Hölderlin está sumergido en la
vorágine de la locura. Lo que queda de él en la Tierra es sólo su sombra, su
triste imagen, Scardanelli, pues éste es el nombre que su mano desvalida pone
al final de las tumultuosas olas de sus versos. El mundo lo ha olvidado ya; él
también se olvidó de sí mismo.
Scardanelli vive en casa de un honrado carpintero hasta bastante avanzado el
siglo. El tiempo pasa insensible por encima de su cabeza y, con su toque, hace
emblanquecer los cabellos que antes fueron revueltas ondas doradas. El mundo
exterior se agita, muda continuamente. Napoleón invade Alemania para ser
rechazado después; perseguido desde Rusia, acaba en Elba y en Santa Elena;
aquí vive aún diez años como un Prometeo encadenado; entonces muere y se
convierte en leyenda. El pobre solitario de Tubinga nada sabe de eso, y sin
embargo una vez cantó al héroe de Arcole. Unos artesanos colocan una noche
el féretro de Schiller en el fondo de una tumba; años y años se pudre allí su
esqueleto; luego, un día, vuelve a abrirse esa sepultura y Goethe, pensativo,
toma en sus manos la calavera del que fue su amigo tan querido. Pero «el
celeste prisionero» ni tan sólo comprende la palabra « muerte». Después, aquel
sabio anciano de 83 años, Goethe, parte también; va a la muerte después de
Beethoven, Kleist, Novalis, Schubert. Hasta el mismo Waiblinger, que siendo
estudiante visitó a menudo a Scardanelli en su celda, es encerrado en el ataúd,
mientras que Hölderlin sigue viviendo, arrastrándose «como una serpiente».
Surge una nueva generación. Finalmente, los hijos de Hölderlin, Empédocles a
Hyperion, son reconocidos por el pueblo alemán, pero todo eso es ignorado por
aquel cadáver viviente de Tubinga. Hölderlin está fuera de todo tiempo; está en
lo eterno, embriagado por el ritmo y la melodía.
A veces llega algún curioso, algún forastero, para ver a Hölderlin, que es ya
como algo legendario. junto a la antigua torre del Concejo de Tubínga hay una
pequeña casita; arriba, en un cuarto, hay una ventana enrejada que tiene amplia
vista al campo; esta habitación es el pequeño remanso de Hölderlin. La honrada
familia del carpintero guía al visitante allá arriba hasta llegar ante una puertecilla;
tras ésta nada hay sino el triste enfermo que se pasea hablando incesantemente
en elevado lenguaje. Fluye un río de palabras de su boca, palabras sin forma,
sin sentido, como un murmullo de salmodia. Muchas veces Hölderlin se sienta al
piano para tocar horas enteras; pero no coordina; del instrumento sale solamente
una armonización muerta, una repetición monótona, fanática, de una
corta y pobre melodía (y al mismo tiempo se oye el ruido de sus uñas,
enormemente crecidas, que golpean las teclas). Siempre hay, pues, un ritmo
que envuelve al poeta prisionero. Así como el viento pasa por el arpa de Eolo
cantando, en Hölderlin parece que la música de los elementos pase a través de
su cerebro ya vacío.
El visitante, medio asustado, acaba golpeando la puerta; una voz apagada que
da miedo contesta: « Adelante». Una figura encanijada, como un personaje de
Hoffmann, se halla en medio de la pequeña habitación, su cuerpo frágil está ya
encorvado por la edad; el cabello blanco y escaso le cae sobre la frente surcada
de arrugas. Cincuenta años de sufrimiento, de soledad, no han podido destrozar
totalmente aquella nobleza que era adorno de su adolescencia; una línea pura,
que el tiempo ha acusado más fuertemente, marca su fina silueta; los rasgos
delicados de su cara dibujan aún sus líneas ligeramente abovedadas y su
barbilla prominente. A veces, los nervios marcan en su cara un rápido «tic», o
una sacudida lo estremece hasta el fondo de sus huesos. Pero su mirada tiene
ahora una fijeza horrorosa; aquellos ojos, antes dulces y soñadores, están ahora
apagados, sin expresión; su pupila parece la de un ciego.
Sin embargo, en alguna parte escondida de esa figura decrépita, en esa
sombra, arde aún un poco de vida; el pobre Scardanelli se encorva servilmente
en exageradas y múltiples reverencias, como quien recibe a una alta a inmerecida
visita. Brota un río de tratamientos: «Alteza», «Santidad»,
«Eminencía», «Majestad», y, con cortesía que oprime, conduce Hölderlin a su
visitante al honroso sillón, que arrima respetuosamente. No se entabla una
verdadera conversación, pues el pobre loco no puede fijar su pensamiento ni
desarrollarlo lógicamente; cuanto más se esfuerza convulsivamente en ordenar
sus ideas, tanto más se le enredan las palabras, formando un surtido de
balbuceos que ya no son lenguaje, sino sonidos barrocos, fantásticos. Con gran
dificultad comprende las preguntas que se le hacen, pero en su cerebro luce un
momento de claridad cuando se le nombra a Schíller o a alguna otra figura
desaparecida. Pero si un imprudente pronuncia el nombre de Hölderlin, entonces
Scardanellí se encoleriza y pierde todo freno. Una conversación prolongada
impacienta al enfermo, porque el esfuerzo de pensar y concentrarse es
demasiado grande para su cerebro cansado; y, cuando el visitante se marcha,
se ve acompañado hasta la puerta con toda clase de reverencias a inclinaciones.
Pero, cosa extraña: en ese espíritu sumergido completamente en la noche, en
esas quemadas cenizas de lo
que fue, queda aún una chispa: la chispa de la poesía. Ese ser extraño no puede
ir libremente por la calle por que la «elite» espiritual de Alemania, los
estudiantes, se burla de él y sus torpes bufonadas llevan al infeliz a terribles
accesos. Pero, como digo, en esa ruina queda una chispa que brilla
simbólicamente. Scardanelli, pues, hace poesías, como las hacía también
Hölderlin cuando niño. Horas enteras escribe en pliegos de papel versos y más
versos o prosas fantásticas (Mörike, que dejó perder esos manuscritos, declara
que se los llevaba a capazos). Si un visitante le pide una hoja como recuerdo, se
sienta sin dudarlo y escribe con mano segura (su letra salió indemne de su
enfermedad) unos versos, según se desee, sobre las estaciones, sobre Grecia,
o también un « pensamiento» como éste:
La ciencia que llega a la más profunda espiritualidad es como el día que, con
sus luces, ilumina al hombre y que, con sus rayos, unifica los fenómenos
crepusculares.
Abajo escribe una fecha cualquiera, siempre inexacta, pues en las cosas
reales le abandona instantáneamente la razón, y después añade siempre estas
palabras:
«Vuestro humilde servidor, Scardanelli.» Esos versos de locura son
completamente distintos de las producciones de su crepúsculo espiritual, de
aquellas ampulosidades de sus Cantos de la noche. Parece que el poeta vuelve
misteriosamente a sus principios. Ninguna de las composiciones de ahora está
escrita en versos libres como aquellos himnos compuestos en el umbral de la
locura; todas riman (a menudo en asonantes); presentan estrofas bien
marcadas, de ritmo corto, en contraposición a la amplitud del ritmo que hay en
sus odas. Es como si el poeta fatigado temiera lanzarse a la oda sin freno, libre,
a la catarata del ritmo; aquí parece servirle la rima como de muleta. Ninguna de
esas poesías tiene un sentido claro, pero ninguna está tampoco desprovista
completamente de sentido; no tienen forma lógica, sino forma eufórica; son
como la transcripción lírica de algo vago que no puede ser desentrañado.
Pero estas poesías de locura siguen siendo poesías, mientras que las de los
otros dementes, como el Lenau ingresado en Winethal, están vacías de sentido,
son un simple sonsonete («Die Schwaben, sie traben, traben, traben...») En
Hölderlin aún hay imágenes, comparaciones; a veces se ve aún el alma del
poeta en algún grito agudo, como en aquel verso inolvidable:
He gozado ya de lo que hay de agradable en este mundo; los placeres de la
juventud se han ido. ¡Oh, cuánto tiempo hace! Se fueron ya abril, mayo y junio;
ahora ya no soy nada; ya no me gusta vivir.
Eso parece escrito, más que por un demente, por un niño poeta o por un gran
poeta que se ha convertido en niño; tiene la candidez y ligereza del pensamiento
infantil, pero nada tiene de abrupto, ni de monstruoso, ni de exaltación de locura.
Como en el abecedario, las imágenes están alineadas una junto a la otra y su
ritmo es repetitivo. Un niño de siete años no puede ver un paisaje más puro ni
más simple que Scardanelli cuando nos dice:
¡Oh!, frente a ese dulce cuadro donde hay árboles verdes, como ante el rótulo
de una hostería, trabajo me cuesta no pararme. Pues, decididamente, en los
días agradables, me parece un reposo excelente. A eso no lo habría de
contestar si me lo preguntaras.
Sin pensarlo, eso parece el juego improvisado de un muchacho feliz que nada
conoce aún de la realidad más que los sonidos y los colores y la libre armonía
de la forma. Como un reloj de manecillas rotas, pero que sigue marchando
todavía, Scardanelli no cesa de marchar, de ser poeta, en medio del vacío de un
mundo que ya acabó para él. Su respirar es hacer poesías. La razón ha muerto,
pero sobreviven el ritmo, la poesía; así, de esa manera, se cumple uno de los
deseos de su vida: ser todo poesía y marchar en el mundo exclusivamente
envuelto en lo poético. El hombre ha muerto para dejar sólo al poeta; su razón
es ya sólo la poesía; y la muerte y la vida elaboran su destino, aquello que él
proféticamente proclamó un día como único fin del poeta: «Ser consumidos Por
las llamas que no supimos domar.»
CONTINUA:
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