La lucha contra el demonio -- (Hölderlin · Kleist · Nietzsche)-2
RESURRECCIÓN
Yo era como una nubecilla matinal: efímera a
inútil. Y a mi alrededor dormía el mundo
mientras yo florecía en mí soledad.
La Historia es la más grave de todas las diosas. Inconmovible a inmortal,
penetra con su mirada hasta las profundidades de los tiempos y, con mano
segura, sin sonrisas y sin piedades, va modelando los sucesos. Parece
indiferente, ella, la inmutable, y sin embargo tiene sus ocultos placeres. Su
misión es dar forma a los sucesos y formar tragedias de las fatalidades, pero sus
placeres, en medio de este austero trabajo, son las pequeñas analogías, las
coincidencias inesperadas que afectan a las gentes, a los pueblos, o al azar, con
sus profundas significaciones. Nada deja la Historia solo con su destino; para
todo suceso encuentra otro parecido; así, a la muerte de Hölderlin ha de
corresponder una muerte análoga.
El 7 de junio de 1843 han sacado un cadáver ligero como el de un muchacho
para llevarlo desde su cuartito a la tierra que lo ha de cubrir. Scardanelli ha
muerto y Hö1derlin no ha resucitado todavía en la gloria. Su existencia está ya
terminada. Las historias literarias mencionan su nombre como de paso, citándolo
como discípulo de Schiller. Los papeles que ha dejado -grandes rimeros y voluminosos
tomos- son en parte desdeñados; algunos son llevados a la Biblioteca
de Stuttgart; allí se les pega un número que indica el fascículo y se les pone la
abreviación «Mcpt» (manuscritos), con una cifra al lado. El polvo los va
pudriendo; nadie los hojea; tal vez en cincuenta años no les dirigen ni una sola
mirada los futuros profesores de literatura, que saben administrar muy
cómodamente las herencias del genio. Tácitamente se los tiene por ilegibles,
como escritos de un loco, como la grafomanía de un monomaníaco, como
simple curiosidad, tan simple curiosidad que, en medio siglo, nadie se empolva
los dedos desatando esas empolvadas pandectas.
Unos meses antes, en los últimos días del año 1842, en París, en el boulevard
des Italiens, un caballero obeso cae herido por el rayo de la apoplejía; se mete al
muerto en un portal; alguien reconoce en él al ex ministro del Consejo de
Estado, Henri Beyle. Algunas gacetillas recuerdan al día siguiente en la prensa
que este señor Beyle había escrito algunas narraciones de viajes y algunas
novelas, que firmaba con el seudónimo de Stendhal. Pero su muerte pasa, por lo
demás, inadvertida. Lo mismo pasó con Hölderlin. Algunos montones de manuscritos
son llevados (para que no molesten a nadie) a la Biblioteca de Grenoble, y
allí, igual que los de Stuttgart, se empolvan sin que nadie los toque durante
medio siglo. También pasan por ilegibles, por escritos sin valor alguno de un
monomaníaco de la literatura; nadie los toca. Y así las generaciones resultan
insensibles al mejor prosista francés y al mejor lírico alemán. A la Historia, en su
ironía, le gustan esas jugadas dobles.
Pero Stendhal había dicho: «Je serai célèbre vers 1900», es decir, casi en la
misma época en que Hölderlin es elevado, como un héroe, por el pueblo
alemán. Algunas personas aisladas habían adivinado ya eso, tanto en el uno
como en el otro, pero solamente Friedrich Nietzsche los había reconocido a
ambos como raíces de su propia personalidad, porque Friedrich Nietzsche fue el
espíritu más claro y más sabio que ha habido entre nosotros. Nietzsche vio en
Hölderlin al magnífico amante de la libertad, que proyecta su naturaleza hacia el
mundo; y en Stendhal vio también a un magnífico espíritu independiente que
desciende a las profundidades de su conciencia con un implacable deseo de
verdad; el uno es el genio del entusiasmo, y el otro, el genio de la renunciación,
ambos ardientes de pasión artística; ambos incomprendidos y ajenos a su
tiempo; ya por exceso de calor, ya por exceso de frialdad, ninguno de los dos
tuvo la tibieza necesaria para ser amado por sus contemporáneos. Nietzsche
encuentra en ellos dos extremos de su propio ser, y eso sin haberlos llegado a
conocer perfectamente, pues el testamento psicológico de Stendhal, su Henri
Brulard, está tan cubierto de polvo como las poesías de Hölderlin; aún ha de vivir
y desaparecer toda una generación hasta que la personalidad de esos dos
genios llegue a ser desenterrada y reconocida.
Después, sin embargo, la resurrección de Hölderlin es grandiosa. Aquel eterno
adolescente vuelve a la luz, puro, incólume, igual que aquellas estatuas griegas
que han permanecido siglos enteros bajo las arenas del pasado para salir
después a la luz mostrando su belleza. Muchos poetas tienen para nosotros un
doble aspecto, según la época de su vida en que fijemos nuestra atención:
Goethe se nos presenta ya como muchacho impetuoso, ya como hombre de
madura razón, ya como anciano profético. Schiller, como principiante lleno de
entusiasmo o como artista que ha llegado a la perfección. Pero Hölderlin
únicamente se presenta ante nuestra alma como una constelación de juventud,
del mismo modo que Kant siempre se nos aparece como un viejo. Hölderlin, al
ser transportado fuera de la realidad, quedó más allá del tiempo.
No podemos imaginar a Hölderlin más que como poeta alado, como radiante
genio de la aurora, el hijo del arte cuyas miradas conservan todo el día el frescor
del rocío matinal; siempre parece venir de una esfera más alta, de una región
que está allá arriba, y su poesía no tiene la tibieza de la sangre y del trabajo
cotidiano, sino el fuego interno de oculto origen. Hasta el demonio que le
atenaza y le hace sentir lo peligroso de su misión toma por su pureza un brillo de
serafín: como fuego sin humo, como un aliento, sube la palabra de su 9 boca. Es
así como, revestido de pureza, se presenta a las generaciones posteriores como
la imagen heroica del idealismo alemán; ese idealismo que cabalga en las nubes,
ese idealismo entusiasta que tomó en Schiller una forma teatral; en Fichte,
una forma teórica; en los románticos, una forma mítico-católica; el mismo que,
en la masa del pueblo, se había convertido en idealismo político.
En Hölderlin, este entusiasmo que le sale del corazón toma una forma
radiante, única y sin rival:
Pues, por donde pasan los seres puros, el espíritu se hace más visible.
Como una leyenda heroica, su destino, reflejado en sus obras, toma un
prestigio grandioso: anhelo infinito hacia un cielo infinito, ardiente entusiasmo
juvenil de la vida que sube, eterno adolescente de los alemanes; todo, eso es
Hölderlin para las generaciones nuevas que tienen fe en la poesía. Si Goethe es
el Zeus de Otricoli, dios de plenitud y de fuerza, Hölderlin es el joven Apolo, el
dios de la mañana y del canto: un mito de dulce heroísmo y de santa pureza
emana de su figura apacible y, como si fuera un joven serafín con alas de
esplendor, el rayo plateado de su poesía se eleva por encima de la pesadez y
confusión de nuestro mundo.
HEINRICH VON KLEIST
La encina muerta resiste la tempestad,
pero la sana sucumbe y cae al suelo deshecha
porque el viento la puede agarrar
por su testa coronada.
PENTESILEA
EL PERSEGUIDO
Soy un arcano para ti, pero consuélate: Dios lo es
también para mí.
No hay ninguna dirección de la rosa de los vientos que Kleist, el eterno
inquieto, no haya seguido; no hay ninguna ciudad de Alemania en la que Kleist,
el eterno solitario, no haya vivido. Siempre está en camino. Desde Berlín, sale
presuroso en un chirriante coche de posta hacia Dresde; cruza el Erzgebirge, va
a Bayreuth, pasa por Chemnitz, para marchar después, como perseguido, hacia
Würzburgo; después atraviesa los campos de las guerras napoleónicas para
dirigirse a París. Se propone estar un año en esta población, pero, unas
semanas más tarde, huye a Suiza; reside en Berna para luego ir a Thun y, más
tarde, a Basilea; de pronto, sale disparado como una piedra para ir a parar a la
tranquila casa de Wieland en Ossmannstedt. Otra noche, las ruedas del carruaje
que le lleva pasan por Mailand y por los lagos italianos para volver hacia París;
se mete entre los ejércitos en Bolonia y se despierta, en grave peligro, en
Maguncia. Y huye hacia Berlín y Potsdam. Un empleo logra retenerlo durante un
año en Königsberg; nuevamente se desprende de todo y quiere pasar entre los
ejércitos franceses que marchan hacia Dresde, pero, preso como presunto
espía, llega a Chálons. Apenas está libre, va y viene por las ciudades, pasa por
Dresde, llega a Viena, que arde en guerra, cae prisionero en la batalla de Aspern
y logra escapar à Praga. A veces, como ciertos ríos subterráneos, desaparece
durante algunos meses para aparecer mil millas más lejos; por último, como
atraído por la fuerza de la gravedad, vuelve a Berlín. Aún, con sus alas vibrantes
y medio rotas, va y viene varias veces. Intenta ir a Francfort, como buscando, en
casa de su hermana, un escondrijo para ocultarse de la invisible jauría que lo
acosa. Tampoco encuentra allí el descanso. Vuelve, pues, a subir al carruaje
(que durante treinta y cuatro años fue su verdadero hogar) y parte hacia
Wannsee, donde se mete una bala en la cabeza. Su tumba está en una
carretera.
¿Qué es lo que arrastra a Kleist a esa eterna peregrinación? ¿Qué se
propone? La filología no basta para explicarlo; sus viajes no tienen meta alguna,
ni sentido tampoco. No son realmente explicables. Lo que una investigación
concienzuda pudiera descubrir como motivos de esos viajes, no serían, en
realidad, más que pretextos, excusas que da su demonio. A pesar de toda reflexión,
esos viajes ahasvéricos quedarán siempre como un enigma; no es,
pues, extraño que dos o tres veces sea detenido por espía. En Boulogne se
prepara un ejército napoleónico para desembarcar en Inglaterra, y Kleist, que
acaba de dejar su servicio como oficial en el ejército alemán, va y viene en
medio de este ejército; por poco lo fusilan. Cuando los franceses avanzan hacia
Berlín, Kleist marcha entre las tropas hasta que se le descubre y se le interna;
Kleist aparece en el campo de Whelstatt; no lleva otros documentos de identidad
que unas poesías patrióticas. Ese proceder tan ilógico en cada uno de los casos
citados no tiene explicación razonable; indudablemente se halla dominado por
una fuerza poderosa que le llena de una invencible inquietud. Se ha hablado de
mísiones secretas que le fueron confiadas, para explicar así sus andanzas; eso
podría justificar algo, pero no toda su vida, que fue una eterna peregrinación. La
verdad es simplemente que Kleist no tenía ninguna razón que explicara sus
viajes.
El poeta no intenta ir aquí o allí; no apunta a ningún sitio, sino que se dispara
como una flecha desde el arco de su inquietud. Evidentemente, huye de algo
más fuerte que su ser; cambia (como dice Lenau) de ciudad como el enfermo
atacado de fiebre cambia de almohada. Por todas partes busca alivio, curación;
en vano, porque cuando es el demonio el que arrastra, no permite el calor del
hogar ni la protección del techo. Así, del mismo modo, Rimbaud recorre tantos
países; así Nietzsche cambia continuamente de residencia; así Beethoven va de
casa en casa, y Lenau, de nación en nación. Todos ellos sienten dentro de sí el
terrible látigo de la inquietud, la intranquilidad perpetua, la trágica inestabilidad
espiritual. Todos son arrastrados por una fuerza poderosa, desconocida, de la
cual nunca han de poder librarse, pues reside en su misma sangre y domina
dentro de su propio cerebro. Para poder destruir a ese demonio interior que los
domina, no pueden hacer nada más que destruirse a sí mismos.
Kleist sabe perfectamente adónde le empuja esa fuerza desconocida: al
abismo, pero lo que ya no sabe es si huye de ese abismo o si marcha a su
encuentro. A veces, sus manos se agarran crispadas a la vida, al último pedazo
de tierra, de esa tierra que ha de cubrirlo.
En esos momentos busca algo que lo retenga en la caída; busca el afecto de
su hermana, busca mujeres, busca amigos que lo sostengan. Pero, de pronto,
vuelve a precipitarse como anhelante hacia el, hacia las profundidades
abismales. Kleist tiene a siempre la sensación de la proximidad de ese abismo,
pero ignora también siempre si está delante de él, si está detrás, y sí ese abismo
es vida o es muerte. Y es que ese abismo está en su interior, y por eso nunca
podrá librarse de él. Lo lleva consigo como a su propia sombra.
Corre desesperado por todos los países, como aquellas antorchas vivientes,
aquellos mártires del cristianismo que Nerón hacía envolver en estopa
alquitranada para después prenderles fuego, y que, con su vestido de llamas,
corrían y corrían sin saber adónde iban. Tampoco Kleist sabía adónde iba; los
mojones de la carretera pasaban inadvertidos a sus ojos y las ciudades del
camino apenas merecían una mirada suya. Toda su vida es una huida del
abismo; una carrera hacía la sima; una caza azarosa que hace latir el corazón y
jadear los pulmones. Por eso se explica aquel terrible grito de alegría cuando por
fin, cansado ya, se arroja voluntariamente al abismo.
La vida de Kleist no fue vida, sino un eterno correr por la tierra; una cacería
monstruosa, llena de sangre y de sensualidad, de crueldad y de terror, rodeada
de la máxima excitación y del sonar de la trompa de caza. Toda una jauría lo
acosa; él, como ciervo perseguido, se mete en la espesura; a veces, se vuelve
de pronto, movido por su voluntad, contra alguno de los perros acosadores del
destino, hace su sacrificio -tres, cuatro, cinco obras concebidas en la sacudida
de la pasión- y sigue su carrera, sangrando. Y cuando los mastines de la fatalidad
creen ya tenerle, se alza, magnífico, en un último esfuerzo y se precipita
-antes que ser botín de la vulgaridad-, en un salto aparatoso, al fondo del
abismo.
EL INESCRUTABLE
No sé lo que te he de decir acerca de mí, pues soy una
persona inefable.
(De una carta)
Las imágenes que del poeta han llegado hasta nosotros son casi inutilizables
para su descripción; se conservan sólo una miniatura mal hecha y un retrato de
muy poco valor. Ambas imágenes nos muestran una cara redonda, como de
muchacho, a pesar de que es ya un hombre hecho; una cara como la de
cualquier joven alemán, con ojos negros a inquisitivos. Nada indica en él al
poeta, ni aun al hombre espiritual; ninguno de sus rasgos despierta la curiosidad
por saber qué alma se esconde tras ese rostro; uno lo contempla sin curiosidad,
sin nada que le atraiga. Y es que el interior de Kleist está metido muy hondo
dentro de su cuerpo; su secreto no estaba a flor de piel y no era fácil captarlo.
Tampoco se conservan narraciones que traten del poeta. Todos los informes
que de él nos han llegado, procedentes de sus contemporáneos o amigos, son
escasos e insignificantes. Todos, pues, tienen un punto de unanimidad al
decirnos que era inexpresivo, hermético, y que nada había en él que chocase al
observador. Nada había en él que pudiera llamar la atención a nadie; ningún pintor
podía sentirse inclinado a pintarle; ningún poeta, a describirle. Deben de
haber habido en él una vulgaridad, una falta de expresión y una reserva sin
igual. Centenares de personas hablaron con él sin adivinar que era un poeta;
amigos y compañeros le encontraron en sus andanzas docenas de veces, y ni
uno de ellos, en sus cartas, hace mención de haber visto a Kleist. Su vida de
treinta años no ha sido capaz de dar pie ni a una docena de anécdotas. Para
hacerse cargo de esa penumbra que rodeaba a Kleist, basta que uno recuerde
las descripciones de Wieland referentes a la llegada de Goethe a Weimar, de
ese Goethe que fue como un rayo de luz deslumbradora; recuérdese igualmente
la aureola de atractivo que rodeó a las figuras de Byron y Shelley, Jean Paul y
Víctor Hugo, a quienes uno encuentra mil veces mencionados en libros, cartas o
poesías de la época. En cambio, nadie toma la pluma para hablarnos de Kleist;
la única descripción que se conserva del poeta son aquellos cortos renglones de
Clemens Brentano, que dicen así: «Un hombre rechoncho, de unos treinta y dos
años, cabeza redonda y vivaracha; carácter variable; bueno como un niño; pobre
y firme.» Incluso esa' única descripción que de él tenemos nos muestra mas su
modo de ser que su físico. Muchos son los que pasaron por su lado; nadie le
dirigió una mirada. El que logró verlo, es porque miró en su interior.
Eso sucedía porque su envoltura era muy gruesa y fuerte (con ello decimos ya
cuál fue la tragedia de su vida). Todo lo que era lo llevaba oculto; sus pasiones
no lograban hacerle brillar los ojos; los exabruptos no lograban pasar más allá
de sus labios, que ya ni siquiera articulaban la primera palabra. Hablaba poco;
tal vez eso fuera debido a la vergüenza, pues era tartamudo, o quizá a que sus
propios sentimientos no podían expresarse con libertad.
Él mismo reconoce su incapacidad para conversar, su dificultad de expresión,
que como un sello hizo enmudecer a sus labios: «Falta -dice- un medio de
comunicación. El único que poseemos, la palabra, no es aprovechable; es
incapaz de servir de expresión al alma y nos permite sólo dar fragmentos
aislados de la misma. Por eso siempre he sentido temor, terror más bien,
cuando he tenido que descubrir a alguien mi intimidad.» As permanecía, pues,
callado, no por no tener nada que decir, sino por lo que podría llamarse castidad
del pensamiento. Y este silencio persistente, sordo, era lo que más chocaba en
él cuando estaba en compañía de otras personas. Y además de eso, cierta
ausencia de espíritu que era como un nublado en un día claro. A veces, cuando
hablaba, quedaba de pronto cortado y enmudecía sus ojos permanecían fijos,
como quien mira un abismo. Wieland cuenta que «en la mesa a menudo
murmuraba algo entre dientes, igual que hace un hombre que está solo o que
está preocupado, con sus pensamientos en otro sitio o en otros asuntos». No
podía charlar ni estar con naturalidad; le faltaba todo lo convencional, de modo
que todos adivinaban en él algo raro, oculto y nada atrayente, mientras que a
otros disgustaban su agudeza, su cinismo y exageración (cuando él, a veces,
incitado por su propio silencio, rompía a hablar de pronto). No aureolaba a su ser
la amable conversación, su palabra no emanaba simpatía, su cara no era atractiva.
Rahel, que fue quien mejor le comprendió, ha dicho esto mejor que nadie:
«había una atmósfera de severidad a su alrededor». Y obsérvese que Rahel, en
general tan descriptiva, tan buena narradora, al hablar de Kleist nos refiere sólo
su modo de ser interior, pero nada dice respecto a su figura, es decir, a su parte
física. Así vemos que Kleist ha de quedar para nosotros como invisible, como
«inefable».
La mayor parte de las personas que lo conocieron no se fijaron en él, o
sintieron, como mucho, una sensación de desagrado. Pero los que le
comprendieron, le amaron, y los que le amaron, lo hicieron con pasión. Pero
incluso éstos, en su presencia, notaban siempre una angustia secreta y fría que
les rozaba el alma y les cohibía. Cuando ese hombre hermético se abría, era
para mostrarse en 3 toda su profundidad: una profundidad que era más bien un
abismo. Nadie lograba encontrarse a gusto en su compañía y, sin embargo,
tenía, como el abismo, una gran fuerza, una fuerza mágica de atracción; así se
ve que ninguno de los que lo conocieron llegó a abandonarlo del todo, pero, por
otra parte, tampoco nadie permaneció a su lado incondicionalmente, y es que la
opresión que de él dimana, su pasión ardiente, lo exagerado de sus pretensiones
(pide nada menos que la muerte), todo eso son cosas difíciles de ser
soportadas por otra persona.
Todos los que tratan de estar a su lado retroceden ante su demonio interior;
todos le creen capaz de lo más alto y también de lo más terrible, y al mismo
tiempo todos le sienten separado de la muerte sólo por un paso. Cuando Pfuel
no lo encuentra una noche en su casa, cuando vivía en París, sólo se le ocurre ir
al depósito, para buscar su cadáver entre los suicidas. Una vez que Marie von
Kleist está sin noticias suyas durante una semana, manda a su hijo para que lo
busque y evite que cometa un disparate. Los que lo conocían le creían frío e
indiferente; pero los que lo tratan temen el incendio interior que le consume. Así
que nadie pudo comprenderle ni ayudarle, los unos porque le creen demasiado
frío, los otros porque saben que es demasiado fogoso. Sólo el demonio le fue
fiel.
El mismo Kleist sabe cuán peligroso es su trato, y en una ocasión así lo
manifiesta; por eso nunca se queja de que se retiren de su compañía: sabe que
quien está cerca de él corre peligro de chamuscarse en las llamas de su pasión.
Wilhelmine von Zenge, su novia, pierde a su lado la juventud, debido a sus
intransigencias. Ulrica, su hermana predilecta, por su causa pierde su fortuna
Marie von Kleist, su amiga del alma, queda sola y aislada, y Henriette Vogel
acaba muriendo con él. Kleist sabe eso perfectamente, conoce lo peligroso que
es para los demás su demonio interior, y así se recoge en sí mismo y se vuelve
aún más solitario de lo que la naturaleza le creó. En sus últimos años, pasa días
enteros fumando en la cama y escribiendo; pocas veces sale a la calle, y cuando
lo hace, es para meterse en cafés y en tabernas. Su aislamiento aumenta cada
vez más; cada vez queda más olvidado de los hombres, y así, cuando en I8o9
desaparece un par de meses, sus amigos, con indiferencia, le dan por muerto.
No hace falta a nadie, y sí su muerte no hubiera sido tan trágica, habría pasado
inadvertida, tan aislado se había quedado del mundo.
No tenemos ningún retrato suyo, ningún retrato de sus facciones; tampoco
tenemos otro retrato de su espíritu, de su interior, si no es el espejo de sus
propias obras o de su epistolario.
Y, sin embargo, hubo un retrato magnífico de su ser, que hizo estremecer a
aquellos que llegaron a leerlo: unas confesiones a lo Rousseau que él mismo
escribió poco antes de morir y que se titulaban
Historia de mi alma. Pero no hanllegado hasta nosotros; o el mismo Kleist quemó el manuscrito, o sus hojas se
esparcieron debido a la indiferencia de las manos que lo recogieron, como pasó
con otras muchas obras.
No conocemos su imagen, ningún retrato físico o moral nos queda de ese
hombre hermético; sólo conocemos a su siniestro acompañante: el demonio.
PLAN DE VIDA
Todo está revuelto en mí, como la estopa en la
rueca.
Pronto, muy pronto, se dio cuenta Kleist del caos interior que formaban sus
sentimientos. Ya de muchacho, y después cuando hombre, siente el golpear de
las olas del sentimiento contra el mundo que le oprime. Pero cree que esa
confusión extraña es como una fermentación de juventud, una postura
desacertada de su vida y sobre todo una falta de preparación sistemática. Eso
es cierto; Kleist no había sido educado para la vida: huérfano, sin hogar, es
educado por un sacerdote emigrado; después va a la Escuela Militar a aprender
el arte de la guerra, a pesar de que su inclinación verdadera es la música, que
es, en él, como la primera erupción de su ser hacía lo inefable. Sin embargo,
sólo le es dado tocar a escondidas la flauta (debió de tocarla magistralmente);
durante el día está siempre de servicio, bajo la dura disciplina prusiana, o
haciendo ejercicios en el polígono. La campaña de 1793, que le arroja
definitivamente a la guerra, fue la campaña más penosa, más aburrida y más
triste de la historia de Alemania. Nunca hizo mención de ninguna acción de
guerra; sólo en una poesía a la paz deja entrever su anhelo de huir de eso que
para él no tiene sentido. El uniforme le viene estrecho a su pecho amplio. Nota
que está lleno de fuerza, pero que esa fuerza no podrá ser eficiente mientras no
esté disciplinada. Nadie lo ha educado; nadie lo ha instruido, por lo que decide
ser su propio maestro y hacer un plan de vida, y, como buen prusiano, este plan
ha de ser ante todo un plan de orden. Quiere vivir ordenadamente conforme a
principios fijos, conforme a ideas y a máximas, y así, de esta manera, espera
poder domar este caos interior que ya adivina; su existencia ha de ser para ello
regular, sistemática, para después -según sus propias palabras- entrar en el
mundo en condiciones convencionales. Su pensamiento básico es que cada
hombre debiera tener un plan de vida, y esta idea quimérica no le abandona ya
nunca. Uno debe fijarse una meta y después escoger cuidadosamente los medios
de lograrla, lo mismo que hacen el estratega o el matemático. El hombre
que piensa no debe quedarse allí donde lo arroje la casualidad ...; él cree que
uno puede ser superior a su destino o que es posible guiar este destino.
Determina, pues, según su razón, cuál sería su suprema felicidad y se traza el
plan para alcanzarla. Mientras un hombre no sea capaz de formarse un plan de
vida, seguirá siendo un menor y habrá de estar sujeto a la tutela de los padres o
de la fatalidad; así filosofa Kleist a los veintiún años y cree poder burlarse del
hado. Todavía no sabe que su destino está dentro de sí mismo y por encima de
sus fuerzas.
Con gran empuje entra en la vida. Se quita el uniforme, porque « el estado
militar -según escribe- me era molesto y odioso, al igual que sus fines». Y,
liberado de esa disciplina, busca en seguida otra. Ya lo he dicho: Kleist no sería
prusiano si su primer pensamiento no hubiera sido de orden; ahora no sería
alemán si no lo esperara todo del estudio. Su formación es para él su primera
preocupación, como lo es para todo alemán: aprender, aprender mucho en los
libros; asistir a las conferencias, escuchar a los profesores. Así cree el joven
Kleist poder encontrar el camino de su vida. Con máximas y teorías, con filosofía
y ciencia, con matemáticas o historia de la literatura, espera Kleist
compenetrarse con el espíritu del mundo y dominar su demonio. Y, eterno
exagerado, se arroja como un loco a los libros. Como todo lo hace con voluntad
demoníaca, se emborracha con el saber y hace de la pedantería una verdadera
orgía. Como a Fausto, le resultan también muy lentos la tarea y el camino que
conducen a la Ciencia; quisiera abarcarlo todo de un solo salto, para después
deducir la verdadera forma de vida.
Influido por el espíritu de su tiempo, llega a creer, con toda la exageración de
su impulso, que es posible aprender la virtud en el sentido de los griegos; que es
posible hallar una fórmula de vida con la que puedan determinarse la ciencia y la
educación a ir aplicando esa fórmula, como quien se sirve de la tabla de
logaritmos, para cada caso concreto. Por eso se pone a estudiar como un
desesperado: lógica, matemáticas puras, física experimental, griego, latín, todo
con la máxima aplicación, pero sin saber lo que busca, sin meta alguna, como
era de esperar de su carácter fanático. Se nota que debe apretar los dientes
para no perder la constancia. «Me he propuesto algo que exige, para poder ser
alcanzado, el empleo de todas mis fuerzas y de todo el tiempo de que pueda
disponer», pero ese algo que se ha propuesto no acaba de definirse. Aprende en
el vacío, y cuantos más conocimientos aislados acumula, tanto menos sabe el
fin que se propone. «Para mí no hay una ciencia más útil que otra. ¿Tendré que
ir siempre de una a otra nadando solamente en su superficie, sin llegar a
sumergirme en ninguna?»
En vano predica continuamente Kleíst acerca de la utilidad de lo que está
haciendo; lo hace, sin duda, para convencerse a sí mismo, aunque se dirige a su
novia. De modo pedante, le expone todo un sistema moral; durante meses
atormenta a la pobre muchacha, como el más obstinado maestro de escuela,
con toda clase de preguntas y respuestas sosas y vacías de sentido que, para
educarla, le presenta por escrito. Nunca Kleíst aparece más antipático, más
poco humano y más prusiano que en esta época desgraciada en que está
buscándose a sí mismo por medio de libros, preceptos o conferencias. Nunca se
nos aparece tampoco más lejos de su verdadera personalidad que en este
tiempo en que trataba de educarse para ser un ciudadano útil.
Pero no puede escaparse de su demonio aunque acumule sobre él toda clase
de libros y pandectas; de esos mismos libros surge un día hacia él una terrible
llamarada. De pronto, un día, queda destruida toda la fe que Kleist ponía en la
ciencia; su religión de la inteligencia, deshecha; su plan de vida, aniquilado. Es
que ha leído a Kant -enemigo terrible de todos los poetas alemanes, su seductor
y destructor-, y su luz brillante, pero fría, lo deslumbra. Horrorizado, Kleist ha de
reconocer la falsedad de sus más arraigadas convicciones; es decir, su fe en la
ciencia y en la educación y hasta en la verdad como fuerza espiritual. «Nosotros
nunca podremos afirmar sí eso que llamamos verdad es verdad o si sólo nos lo
parece.» La agudeza de este pensamiento le atraviesa dolorosamente el
corazón y, excitado, declara en una de sus cartas: « Se ha hundido mi único fin y
no me queda ya otro.»
Su plan de vida se ha deshecho. Kleist se queda de nuevo consigo mismo, con
ese misterioso, terrible y oscuro «yo» que nunca podrá domar. Ese hundimiento
resulta terriblemente trágico, porque Kleist, con su modo de ser pasional, se lo
juega siempre todo a una sola carta. Al perder su fe y su pasión, lo ha perdido
todo; en eso estriban siempre su tragedia y su grandeza: en revolcarse
apasionadamente en un sentimiento, y no poder zafarse de él si no es por el
camino de la explosión o de la propia destrucción.
Así, pues, esta vez se libra por destrucción. Arroja el cáliz sagrado, en el que
ha bebido lleno de fe durante años, contra la pared de su destino; de su boca
sale un juramento.
De ahí en adelante, al hablar de la razón, que ha sido su gran ídolo, la llama
«la triste razón». Después huye de los libros hasta llegar al otro extremo, y huye
con su ansia exagerada, con fervor, con ardor, pues es el eterno exagerado.
«Me da asco todo lo que se llama ciencia», exclama, y de un salto se lanza al
extremo contrarío, rompe su fe como uno rasga la hoja del calendario de un día
ya vivido, y aquel que hasta entonces había visto la única salvación en la
ciencia, en la instrucción, aquel que había creído en la magia del saber, en la
fuerza protectora del estudio, arde ahora por refugiarse en lo primitivo, por vivir
una vida vegetativa. Enseguida -la pasión de Kleist no puede comprender la
palabra paciencia- está ya trazándose un nuevo plan de vida, un plan débil,
pues, como el primero, tampoco éste se funda en la experiencia. Ahora el noble
prusiano quiere una vida retirada, oscura, tranquila; quiere vivir en aquella
soledad que Jean Jacques Rousseau inventó como cosa tan tentadora. No pide
nada más que lo que los magos persas llaman «el cielo de la satisfacción», esto
es: «un campo que cultivar, plantar un árbol y educar un niño». Apenas
concebido este plan, se dispone ya a ejecutarlo; con la misma velocidad con que
quería hacerse sabio, quiere ahora hacerse un ignorante. Al día siguiente huye
de París, adonde había ido extraviadamente tras una falsa filosofía; al mismo
tiempo se separa bruscamente de su novia, tan sólo porque ella, de pronto, no
se atreve a aprobar el nuevo plan y expresa la preocupación de si, siendo ella
hija de un general, debería hacer las faenas de sirvienta en el campo o en los
establos. Pero Kleist no puede esperar cuando está poseído de una idea;
febrilmente se pone a leer libros de agricultura, trabaja con los campesinos
suizos; viaja de un lado para otro por los cantones, en busca de un buen campo
que comprar con su último dinero, precisamente en unos momentos en que el
país está sacudido por la guerra; aunque lo que él busca es sencillo, no lo puede
hacer si no es con pasión, demoníacamente.
Sus planes de vida son como la yesca: arden al primer contacto con la
realidad; cuanto más se esfuerza en lograr sus fines, tanto peor le salen las
cosas, puesto que esta misma pasión que pone en ello, por ser exagerada, es
destructora. Si algo le sale bien a Kleist, es porque sucede contra su voluntad;
es el oscuro demonio que a veces vence a esta última. Así que, mientras su
voluntad busca el camino de la instrucción, primero, y el de la ignorancia,
después, su ímpetu interno se ha liberado ya; ; como una úlcera se abre su
interna supuración. Mientras quiere curar juiciosamente su fiebre interior con
salvia o con emplastos, el demonio interior se ha desencadenado en poesía.
Como un sonámbulo del sentimiento, Kleist había empezado en París, sin objeto
alguno, La familia
Schroffenstein. Enseña a regañadientes ese ensayo a susamigos. Pero después adivina una posibilidad, entrevé la válvula por la que
puede descargarse de su presión interior, y apenas se da cuenta de ello, apenas
comprende que, en este mundo de la fantasía, en ese mundo sin fronteras,
puede dar rienda suelta a sus sueños, entonces se precipita de cabeza,
locamente y con toda su voluntad, a esas regiones de la ficción, y su ansia ya no
decae un momento, es la misma en el primer minuto que cuando llega al fin. La
literatura es la liberación única que encuentra Kleist y, saltando de júbilo, se
entrega enteramente al demonio (de quien precisamente quería huir) y se arroja
a su abismo, a su precipicio.
AMBICIÓN
El despertar de nuestra ambición... es
irresponsable; somos pasto de una Furia.
(De una carta)
Como quien sale de la prisión, Kleist se precipita en ese mundo sin fronteras
que es la poesía. Finalmente ha encontrado un modo de huir de esa fuerza que
hierve en su interior. Su fantasía aherrojada puede por fin resolverse en
imágenes y desbordarse en torrentes de palabras, pero a Kleist nada le
satisface, porque es insaciable y no tiene mesura. Apenas empieza a hacer de
poeta, de plasmador, quiere en seguida ser el más grande, el más magnífico y el
más poderoso poeta de todos los tiempos, y con su obra de primerizo, de
aprendiz, tiene ya la pretensión de eclipsar las grandes creaciones de los
griegos y de los clásicos; quiere lograrlo todo con su primer salto; la exageración
de Kleist se ha hecho ahora literaria. Otros poetas empiezan sus tanteos llenos
de esperanzas y de sueños, con modestia, contentos si logran crear una obra
importante. Pero Kleist vive en superlativo y pide a su primer ensayo lo
inalcanzable. Al empezar su Guis
kard, que es lo primero que escribe despuésdel ensayo
La familia Schroffenstein, piensa ya que esta obra ha de ser la mejortragedia de todos los tiempos; de un salto pretende pasar a la inmortalidad;
nunca la literatura ha conocido una audacia semejante a la pretensión de Kleist
de pasar a la eternidad con su primer esbozo. Ahora se ve cuánto orgullo
ocultaba en su pecho, un orgullo que, como el vapor de una caldera, silba y sale
vibrando. Cuando un Platen se jacta con vana palabrería de las Odiseas o de las
Ilíadas que va a crear, no hace más que, con palabras huecas, expresar un
exagerado aprecio de sí mismo, todo debilidad; pero, en Kleist, es seria esta
apuesta contra los dioses del espíritu; cuando una pasión se apodera de él, se
entrega a ella con una intensidad sin límites, y desde este momento la ambición
es para él una mortal misión de todo su ser. Su impulso poético tiene la realidad
de la vida y la realidad de la muerte, y él, como un desesperado, retando a los
dioses, se arroja de cabeza en una obra que debe ser (según él mismo sugiere a
Wieland) como un conjunto donde estén presentes los espíritus de Esquilo, de
Sófocles y de Shakespeare. Siempre Kleist se lo ha jugado todo a una carta.
Desde entonces, su plan de vida ya no se refiere a vivir bien, sino a lograr la
inmortalidad.
Kleist empieza su obra espasmódicamente, como si hubiera bebido
demasiado; a él, todo, hasta la creación literaria, se le convierte en una orgía;
sus cartas están llenas de frases doloridas y de frases alegres. Lo que anima a
otros poetas, y les da más fuerza, es, sin duda, alguna palabra amigable de
aliento; pero a Kleist, lejos de esto, lo llenan de temor y de placer al mismo
tiempo, pues lo excitan terriblemente pensamientos oscilantes entre el éxito y el
fracaso. Lo que para otros es alegría, es para el, por su exageración, un serio
peligro, pues en su lucha decisiva pone en tensión hasta el último de sus
nervios. « Las primeras estrofas de mi poema -escribe a su hermana-, «en las
cuales se presenta tu amor hacia mí, despiertan el entusiasmo de todas aquellas
personas a quienes se las enseño. ¡Oh, Jesús mío! ¡Ojalá pudiera terminarlo!
Quiera el Cielo concederme este mi único deseo; después de esto, puede hacer
de mí lo que quiera.» Kleist apuesta todo el tesoro de su vida a una sola carta,
Guiskard.
Apartado, allá en una isla del lago de Thun, se sumerge absolutamenteen el trabajo y se hunde cada vez más en el abismo. Allí lucha con su
demonio, como Jacob luchó con el ángel. En éxtasis grita a veces: «Pronto
tendré que contarte muchas cosas alegres, pues me aproximo a la felicidad.»
Después, pronto, reconoce que hay fuerzas misteriosas que se han conjurado
contra él: «¡Ah!, la ambición es un veneno que emponzoña todas las alegrías.»
En esos momentos de decaimiento siente el deseo de morir, pues dice: «Estoy
pidiendo a Dios que me envíe la muerte»; después le vuelve a invadir el temor
de que «pudiera morir antes de terminar la obra». Tal vez nunca ningún poeta ha
aportado todo su ser a una obra como lo hizo Kleist en aquellas semanas de
soledad en la isla del lago de Thun.
Guiskard es, ante todo, un espejo que reflejael interior del poeta; quiere expresar en esa obra toda la tragedia de su vida, la
monstruosa fuerza de su espíritu frente a las debilidades y miserias de su
cuerpo. La terminación de este trabajo significa para Kleist su Bizancio, su
dominio del mundo, la realización de sus sueños de ambición y de poder, que él
quiere realizar en lucha con su propio cuerpo. Así como Heracles quiere
arrancar de sí la ardiente túnica de Neso, Kleist quisiera también librarse de las
llamas de su fuego interior; quiere huir de su demonio arrojándolo lejos de sí
convertido en un símbolo, en una imagen, es decir, en su obra. Terminarla
significa para él la curación, la victoria contra su división interna y hasta su
propia conservación; por eso lucha con todos sus músculos, con todos sus
nervios. Es una lucha decisiva; él lo comprende así y también lo ven sus amigos,
los cuales le aconsejan: «Usted debe terminar su
Guiskard aunque todo elCáucaso o el Atlas le caigan encima.» Nunca Kleist se ha lanzado tan de cabeza
en su trabajo; escribe la tragedia dos y tres veces para volverla a destruir después,
y llega a aprenderse sus palabras tan de memoria, que es capaz de
recitarlas en casa de Wieland. Durante meses, se esfuerza por escalar la
inaccesible altura de la máxima cumbre, resbala y cae hacia abajo, pero vuelve
a empezar. Él no puede, como hace Goethe en su
Werther, desprenderse delespectro que lo atrapa; su demonio lo ha agarrado demasiado fuerte. Por último,
la mano le queda ya deshecha: « El Cielo sabe, querida Wrica (y máteme el
Cielo si no digo la verdad) -dice tartamudeando-, con cuánto gusto daría una
gota de sangre de mi corazón por cada una de las letras de una carta que
pudiera empezar así: mi poesía está terminada. Pero tú sabes que nadie hace
más de lo que puede. He intentado terminarla durante más de medio millar de
días seguidos con sus noches respectivas, para conquistar así otra corona para
nuestro apellido. Ahora mi diosa protectora me llama para decirme que ya es
bastante. Necio sería si quisiera poner todavía más tiempo a prueba mis fuerzas
en una obra que, estoy convencido, es demasiado pesada para mí. Así que
retrocedo ante uno que no está todavía aquí, y me inclino reverente, con un
millar de años de adelanto, ante su espíritu.»
Parece, por un momento, que Kleist se inclina obediente ante su destino, como
si su espíritu esclarecido dominara su tumultuoso sentimiento. Pero no, su
demonio domina más furioso que nunca; su ambición, despertada a latigazos, no
se deja frenar de nuevo. En vano sus amigos tratan de apartarle de su
desesperación; en vano le aconsejan un viaje hacia países más alegres. Lo que
le ha sido recomendado como una excursión de esparcimiento, se convierte en
seguida en una huida. El fracaso de
Guiskard es Para Kleist una puñalada, y suorgullo, que bajaba del cielo, se trueca ahora en un sentimiento virulento de
desprecio hacia sí mismo. Un pensamiento de su juventud retoña en su cerebro:
el sentimiento de la impotencia ante el arte. Como en su juventud, ahora cree no
poder llegar a poeta, y este sentimiento de debilidad, terriblemente exagerado, le
hace gemir de dolor. «El Infierno me dio la mitad de lo que ha de ser un talento;
el Cielo, o no da talento o, si lo da, lo da entero.» En su exageración, Kleist no
conoce la medianía: todo o nada; inmortalidad o fracaso.
Y opta por ser nada, y realiza de esa manera su primer suicidio. Marcha a
París sin saber a qué va; allí quema el manuscrito de su
Guiskard y otrosoriginales, para salvarse así de su anhelo de inmortalidad. De este modo queda
destruido un segundo plan de vida; entonces, como le sucede siempre en tales
momentos, surge mágicamente, junto al plan de vida que se ha deshecho, su
contrapunto, que es un plan de muerte. Liberado de esa manera de toda
ambición, escribe una carta inmortal, la más hermosa que haya podido escribir
un artista en el momento de su fracaso: «Mi querida Ulrica. Tal vez lo que lo voy
a contar lo costará la vida, pero debo decidirme a escribirlo. Una vez terminada
mi obra, aquí en París, la he leído y en seguida la he arrojado al fuego; ahora
todo ha terminado. El Cielo me niega la Gloria, que es la mayor felicidad de la
Tierra. Todo lo demás no lo quiero y, como un niño obstinado, lo arrojo lejos de
mí. No soy digno de lo amistad y, sin embargo, me eres imprescindible; me echo
en brazos de la muerte. Estáte tranquila: moriré como un héroe en la batalla...
Me alistaré en el ejército francés que se dispone a desembarcar en Inglaterra.
Toda clase de peligros están acechando ya en el mar y me lleno de alegría al
pensar en mí tumba, infinita y magnífica.» Y con sus sentidos extraviados, loco,
se lanza a través de Francia para ir a Boulogne; con dificultad logra detenerle su
amigo, y permanece durante un mes, con el espíritu ofuscado, en casa de un
médico de Maguncia.
Aquí termina el primer salto gigantesco de Kleist.. Haciéndose una herida,
quería expulsar por ella al demonio que albergaba en su pecho, pero sólo ha
conseguido desgarrarse, y en sus manos ensangrentadas queda una obra
incompleta, un torso, uno de los más hermosos que haya podido crear un poeta.
Su obra no está acabada, pero sí lo está –y es todo un símbolo- la escena de la
lucha con la voluntad, donde Guiskard vence su debilidad y sus dolores. El resto
de la obra queda sin acabar.' Pero esa lucha por lograr la tragedia es ya una
tragedia heroica. Sólo aquel que lleva en su pecho todo un infierno puede luchar
como lucha un dios, como lucha Kleist; contra sí mismo en esta obra.
LA NECESIDAD DEL DRAMA
Sí escribo poesías, es porque no puedo hacer
menos.
(De una carta)
Al destruir su
Guiskard, cree Kleist que ha logrado estrangular al terribleperseguidor que lleva dentro de su alma, pero la ambición, que había nacido de
lo más ardiente de su sangre, no ha muerto; lo que ha hecho no ha sido más
que disparar contra su propia imagen reflejada en un espejo; ha roto su imagen,
pero no ha destruido al demonio que le sigue acechando. Kleíst no puede
prescindir del arte, del mismo modo que un morfinómano no puede prescindir de
la morfina. En el arte ha encontrado una válvula por donde puede descargar algo
la excesiva presión de sus sentimientos, la superabundancia de su fantasía, por
donde dar salida a sus sueños poéticos. En vano trata de defenderse, al darse
cuenta de que cae en manos de otra pasión; comprende que no puede ya
prescindir del arte, que es para él como una sangría que le alivia su plétora.
Además, no tiene ya bienes de fortuna; echó a rodar su carrera; una vida modesta
de empleado no puede en modo alguno satisfacer a su naturaleza
poderosa; así, nada puede hacer ya fuera del arte. Aunque atormentado, escribe
en una ocasión: «¡Oh! ¡Escribir libros por dinero! ¡Nada de eso!» El arte es la
forma forzosa de su existencia; el demonio se ha transformado ya en un
personaje que va y viene junto a él en sus obras. Todos los planes de vida que
se ha formado han sido destruidos por la fatalidad; ahora vive conforme a la
voluntad de la Naturaleza, que siempre ha gozado formando algo inmenso a
partir del inmenso dolor del hombre.
El arte entonces es para él algo atenazante y pesaroso; de ahí procede la
fuerza explosiva de sus dramas. Todos han nacido -excepto El
cántaro roto-,mas que de él, de su nerviosa mano; son, en fin, una explosión de su
sentimiento, un movimiento de huida de ese infierno que hay en su corazón;
todos sus dramas tienen una hipertensión, algo de alarido; parecen salir
disparados de la tensión de sus nervios; son, para terminar, y perdón por la
imagen, pero es la más exacta, eyaculados como el semen del hombre, que
brota de lo más ardiente de su sangre. Carecen de fecundación espiritual y
apenas se nota en ellos la sombra de la razón; son desnudos, vergonzosamente
desnudos; salen solamente de una pasión infinita para ser lanzados al infinito.
Cualquiera de sus partes lleva un sentimiento en grado superlativo; en cada
detalle hay una célula de fuego de su alma ahogada en instintos. En
Guiskardbrota toda su ambición de Prometeo, como si fuera un chorro de sangre; en
Pentesilea
se agita todo su ardor sexual; en Hermanrcssch1acht salta su odio,elevado hasta la bestialidad; todas esas obras tienen, más que vida real, ardor
de sangre. Hasta en aquellas obras más serenas, más apartadas de su «yo»,
como
Käthchen von Heilbronn, y en algunas novelitas, se ve toda la vibracióneléctrica de sus nervios; se adivina ese tránsito cruel que va desde la ampulosidad
épica a la sobriedad espiritual. Por doquiera, que se siga a Kleíst, se le
ve siempre en regiones demoníacas, mágicas, de ensombrecimiento de sus
sentidos, para elevarse hasta la exhalación grandiosa en medio de una
atmósfera pesada y opresiva, como la que toda la vida envolvió a su propio
corazón. Esa atmósfera de azufre y de fuego es lo que hace tan extraños los
dramas de Kleist. Cierto que en Goethe se ven transformaciones de la vida, pero
sólo en un sentido episódico; son desahogos de un alma oprimida,
justificaciones de sí mismo, huida, pero nunca tienen esa fuerza explosiva,
volcánica, de las obras de Kleist, donde parece que la lava ardiente es arrojada
a chorros desde las profundidades de su corazón. Ese poder volcánico de Kleist,
esa acción sobre los arrecifes que están entre la Vida y la Muerte, es lo que
distingue a Kleist de los pensamientos adornados de Hebbel, en quien se ve que
todo sale del cerebro y no de las profundidades más hondas de la existencia o
de Schiller también, cuyas creaciones son grandiosos edificios que están, por
decirlo así, fuera de él y no nacen de la necesidad imperiosa de su ser. Ningún
poeta alemán ha puesto tanto su alma en sus obras como Kleist, ninguno ha
destrozado de modo tan criminal su propio pecho en la poesía. Sólo la música
puede ser tan volcánica, tan potente, tan soñadora; precisamente este carácter
peligroso es lo que ha cautivado tan mágicamente al músico Hugo Wolf hasta
hacer brotar su música pasional para
Pentesilea.Pero esa fuerza de Kleist, ¿no traduce de modo sublime el deseo que, dos mil
años antes, había expresado Aristóteles de que la tragedia « libere de un afecto
peligroso por una vehemente expansión»? En los adjetivos «peligroso» y
«vehemente» está la verdadera cuestión (que han dejado de ver los franceses y
tantos alemanes), y eso parece haber sido escrito para Kleist, pues ¿qué afectos
fueron más peligrosos que los suyos? No dominaba los problemas como los
dominó Schiller, sino que los problemas lo dominaban a él; pero eso
precisamente, esa falta de libertad, es lo que le hace tan volcánico y explosivo.
Su producción no es una exposición planeada y medida de lo que desea
expresar, sino que es una lucha para librarse desesperadamente de esa locura
interior que lo oprime hasta matarlo. Todo personaje que aparece en su obra
siente (como el mismo Kleist) el problema que se le presenta como si fuera el
único y esencial problema del mundo, del cual dependiera su existencia; a cada
personaje se le ve lleno de la locura de ese modo de ser. En Kleist (y por eso
también en sus personajes);. cualquier cosa se convierte en algo incisivo,
cortante, todo en él es herida, es crisis. Las desgracias de la patria, que en otros
dan pie a un hinchado patetismo, la filosofía (que Goethe precisamente trató con
cierto escepticismo, aprovechando de ella tan sólo lo que podía favorecer su,
desarrollo espiritual), su erotismo, todos sus sentimientos, todos, se vuelven en
él fiebre y manía, pasión y dolor, pero siempre en grado máximo, hasta
amenazar con la destrucción de su propia existencia. Eso hace que la vida de
Kleist sea tan dramática y sus problemas tan trágicos que no puedan quedar,
como los de Schiller, en meras ficciones poéticas, sino que lleguen a ser crueles
. realidades de su sentimiento; por eso hay en sus obras esa atmósfera tan
realmente trágica, que ningún otro, poeta alemán ha podido presentar en tan alto
grado. Para Kleist, el mundo y toda su vida se convierten en tensión; ha sabido
transportar sus contrastes a los hiperbólicos personajes de sus ficciones como
en una polaridad de la Naturaleza: la incapacidad para no adentrarse en los
sentimientos, la severidad rígida de sus conceptos, conducen siempre a sus
personajes a un conflicto con el ambiente que los rodea, ya se trate de
Kohlhaas, de Homburg o de Aquiles, y como esta resistencia se da en grado
superlativo (como la de Kleist), ha de surgir, no por casualidad, sino fatalmente,
la tragedia.
La esencia de Kleist lo lleva fatalmente a la tragedia sólo la tragedia puede
hacer tangible la lucha interna de su naturaleza, pues, mientras que la épica es
de formas más conciliadoras y deja cierto margen de libertad, el drama exige
agudización, fuerza vibrante (por eso encaja mejor con su carácter exaltado).
Las pasiones lo empujan con su ansia de liberarse, y son ellas, y no Kleist, las
que forman sus obras; por eso siempre me ha parecido equivocado el atribuir a
Kleíst un plan, o un método, o hasta un esfuerzo consciente para lograr sus
creaciones Goethe ha hablado algo irónicamente de un teatro invisible para el
cual eran escritas sus obras: ese teatro invisible era, sin embargo, para Kleist, la
demoníaca naturaleza del mundo que, en su poderosa dualidad, en su
contradicción rotunda, en su fuerza y en su movimiento no cabía entre los
decorados, cualesquiera que fueran, si no era para destruirlos. Nadie fue ní
quiso ser menos práctico que Kleíst. Lo que él buscaba era librarse de su
presión, liberarse, y todo lo teatral y práctico se oponía completamente a su
carácter. Sus concepciones tienen siempre algo de casual a inevitable, sus lazos
son más sólidos, la parte técnica está dibujada como al fresco por su mano
presurosa a impaciente. Cuando su mano no es genial, deriva enseguida hacia
lo teatral, hacía lo melodramático y, en según que momentos, cae en los efectos
más bajos del teatro de arrabal, del espectáculo de magia, para, de pronto,
cortar de un solo tajo con lo anterior (como Shakespeare) y elevarse a las más
altas esferas del espíritu. El argumento es para Kleist un simple pretexto; su arte
empieza cuando lo adorna todo con pasiones, con todo el entusiasmo de que es
capaz. Por este motivo sabe crear muy a menudo la emoción con los medios
más vulgares, débiles o remotos
(Käthchen von Heilbronn, Schroffenstein); perocuando está encendido por la pasión, se encuentra en su propio elemento, que
es el choque y la lucha de los impulsos; cuando suelta toda la fuerza expansiva
de su alma, llega a una intensidad de emoción sin precedentes. La técnica de
Kleist parece sencilla, cándida; sus disposiciones, triviales y defectuosas; se va
metiendo en lo más interno del conflicto a fuerza de rodeos y de apartados
vericuetos para saltar después, con fuerza enorme, con la terrible expansión de
sentimientos que lo caracteriza. Antes, sin embargo, tiene que adentrarse hasta
lo más hondo, y necesitaba para ello, como Dostoievski, largos preparativos,
refinadas complicaciones, rodeos laberínticos. Al principio de sus dramas (El
cántaro roto, Guiskard, Pentesilea),
las situaciones se enredan tupidamente, delmismo modo que las nubes preparan la tormenta, y a Kleist parece gustarle esa
atmósfera sobrecargada, tensa y oscura, porque, por su tensión, oscuridad y
sobrecarga, es la fiel imagen de su alma. La confusión de las situaciones
corresponde a aquella confusión de los sentimientos que Goethe adivinó en
nuestro poeta. Ciertamente, en el fondo de esa poderosa confusión hay una
chispa de masoquismo, un placer en la tensión mantenida para encender con su
propia inquietud la inquietud ajena. Así, los dramas de Kleist tratan de excitar
deliciosamente los nervios antes de conmoverlos; algo análogo a lo que pasa
con la música de
Tristán, que sabe despertar una vibración de los sentidos consu monotonía de ensueño y sus insinuaciones y frases excitantes. Sólo en
Guiskard
arranca de un tirón la cortina para dejarlo todo tan claro como el día;en sus otros dramas
(Homburg, Pentesilea, Hermansschlacht) empieza siemprecon una situación confusa y con cierta imprecisión en los personajes, y de esa
confusión primera brota después un alud de pasiones que luchan y chocan entre
sí. Muchas veces, ese cúmulo de pasiones se desborda y destroza la frágil
concepción del drama; excepto en
Homburg, en Kleist se tiene siempre la sensaciónde que sus personajes han saltado de su mano y de que febrilmente se
precipitan más allá de toda medida, con una fuerza que él ni en sueños habría
podido pretender alcanzar. No domina a sus personajes, como hace
Shakespeare, sino que sus personajes lo arrastran a él; parece que en Kleist los
personajes acuden a la llamada del demonio, convirtiéndose cada uno de ellos
en un aprendiz de brujo, y que no siguen en nada a una voluntad consciente.
Dicho en el más elevado sentido de la palabra, Kleist no es responsable de lo
que ellos hacen o dicen; parece que hablen en sueños y dejen ver los deseos
más ciertos a irrefrenables.
Esa fuerza superior a la propia voluntad, esa irresponsabilidad, está también
en su lenguaje dramático, que se asemeja al aliento ardiente de la exaltación,
que deja escapar a veces un quejido de dolor o un alarido, o marca, a veces, un
silencio. Incesantemente, su lenguaje oscila entre los más opuestos contrastes;
en ocasiones, la reserva de Kleist se traduce en un magnífico laconismo; en
otras, funde su lenguaje en un ardor sin límites, sin diques. A veces surgen de
sus palabras como masas vivas y tibias de sangre; después hace pedazos el
sentimiento que había provocado. Mientras logra dominar el idioma, éste es
fuerte y viril, pero cuando los sentidos desbocados se convierten en pasión,
entonces las palabras le huyen para expresar el delirio de sus sueños. Nunca
logra Kleist dominar perfectamente la palabra; sus oraciones salen torcidas,
oscuras y descoyuntadas. Cuando quiere que su lenguaje sea duro y fuerte, él,
el eterno exagerado, lo extiende y desarticula de tal forma que resulta difícil
encontrar la ilación entre las frases. Su paciencia y dominio no se extienden más
que a frases aisladas; nunca logra abarcar la totalidad, así que sus versos nunca
salen fluidos ni melódicos, sino que parecen salidos a chorros intermitentes,
llenos de la espuma y el calor de la pasión. Lo mismo que pasa con sus
personajes, que se ven arrebatados por la fiebre y la exageración y rompen sus
riendas, así también le pasa con el lenguaje. Cuando Kleist se entrega de
verdad (y en sus producciones pone todo su «yo»), el exceso de pasión le
arrolla; por eso no logra crear nunca una verdadera poesía (excepto aquella
mágica «Letanía de la muerte»), porque la hipertensión y la propia caída nunca
podrán crear una fuente fluida y cadenciosa, sino sólo un torbellino hirviente; su
verso es tan poco melodioso y tranquilo como lo es su respiración. Sólo la muerte
logró transformar en música su último suspiro.
Arrebatador y arrebatado; flagelador y flagelado; tal aparece Kleist en relación
con sus personajes, y lo que hace tremendamente trágicos sus dramas no es su
concepción, ni los anhelos espirituales que encierran, ni sus escenas, sino su
horizonte monstruosamente nublado, que los eleva al grado mayor de lo heroico
y grandioso. Kleist posee una visión trágica del mundo, una visión innata, porque
nunca forma una tragedia, que por lo demás no sentiría, de una sola faceta, sino
que su tragedia es siempre la tragedia del mundo. Kleist lleva siempre consigo,
hiperbólicamente, su propia fatalidad, y la herida que abre el pecho de cada uno
de sus personajes no es más que una parte de esa monstruosa herida que
lacera al mundo entero y lo convierte en eterno dolor. Otra gran verdad que dijo
Nietzsche es que Kleist se ocupaba siempre de la parte incurable de la
naturaleza, pues a menudo hablaba de lo enfermizo del mundo; para él, el
mundo era incurable, no podía nunca integrarse en un todo, no había solución.
Pero precisamente por eso, Kleist merece el nombre de verdadero trágico; sólo
el que siente el mundo en su dualidad de juez y de reo, sólo éste puede actuar
como acusador y defensor, como deudor y acreedor, en cada una de sus frases,
y dar la razón a cada una de las partes, frente a la injusticia de la naturaleza,
que ha hecho a los hombres tan fragmentarios, tan divididos, tan eternamente
insatisfechos.
Una vez escribió Goethe una ironía en el álbum de un hombre de alma
entenebrecida, en el álbum de Schopenhauer:
Si quieres sentir la satisfacción de lo propio mérito, debes conceder mérito al
mundo.
La visión trágica de Kleist no le permitió nunca conceder mérito al mundo; por
eso en él se cumplió la profecía, y así nunca pudo tener la satisfacción de su
propio mérito; al contrario, todas sus creaciones surgen de su descontento del
mundo, y sus personajes trágicos (de una tragedia verdadera) quieren elevarse
siempre por encima de sí mismos y romper con sus cabezas las rígidas paredes
del destino. La resignación de Goethe respecto a la vida contagió siempre a
todos los personajes de sus obras; por eso ninguna de ellas tiene la
grandiosidad de los antiguos, aunque él las vistiera con túnica y coturno. Aun los
personajes trágicos de Goethe, como Fausto y Tasso, acaban por tranquilizarse
y salvan a su «yo» de la última caída. Goethe, todo sabiduría, no ignoraba el
efecto destructor de toda verdadera tragedia («me destruiría a mí mismo -dice
una vez- si escribiese una verdadera tragedia»); con su mirada de águila domina
la perspectiva del peligro, y era por otra parte demasiado sabio y prudente para
precipitarse en él. Kleist era, por el contrario, heroicamente ignorante del peligro,
y su ` ánimo y entereza, absolutamente profundos; con voluptuosidad, llevaba
sus sueños y sus creaciones hasta las más extremas posibilidades, sabiendo
que iba a la perdición. Veía el mundo como una tragedia y por eso creó
tragedias, y de su propia vida supo hacer la última y más sublime de sus obras.
EL MUNDO Y SU ESENCIA
Únicamente puedo sentirme satisfecho cuando
estoy en compañía de mí mismo, pues sólo
entonces puedo ser sincero.
(De una
carta)
Kleíst supo muy poco del mundo, pero mucho de su esencia. Vivía como un
extraño, casi como un enemigo de lo que le rodeaba; sabía tan poco de la
astucia a intereses creados de los hombres, como esos mismos hombres sabían
de su exageración. Su psicología era tal vez nula en lo que se refiere al tipo
corriente de los hombres, a lo normal; sólo parece despertarse toda su lucidez
cuando los sentimientos, al apoderarse de los hombres, los suben a alturas
insospechadas; Kleist sólo está unido al mundo exterior por las pasiones; su
aislamiento cesa allí donde la naturaleza de los hombres se hace demoníaca,
abismal. Igual que les pasa a muchos animales, Kleíst no ve claro a plena luz,
sino en la penumbra del sentimiento, en la noche o en el crepúsculo del corazón.
Lo único que parece ser adecuado para él son los ardientes y volcánicos
interiores de los hombres. En lo eruptivo, en lo caótico de los sentimientos
básicos, domina vidente su pasional imaginación; lo superficial de la vida, la
cáscara fría y dura de la existencia cotidiana, la sencilla forma de lo corriente,
todo eso no merece ser ni aun rozado por una mirada de Kleist. Era demasiado
impaciente para poder observar sereno durante algún tiempo la realidad; por eso
siempre tiende a apresurar los sucesos hasta hacerlos llegar a un ardor de
trópico; para ese hombre pasional sólo hay problemas en el fuego de los
sentimientos. Bien mirado, nunca llegó a crear personajes, sino que su demonio
reconoció a su hermano en cada uno de ellos, fuera de la esfera de lo terrenal:
los demonios de las figuras, los demonios de la Naturaleza.
Por eso todos sus héroes son tan desequilibrados, porque se han elevado por
encima de la vida cotidiana, llevando consigo una parte del espíritu de Kleist;
cada uno de ellos era portador exagerado de su pasión. Todas esas indomables
criaturas de su imaginación son, como dice Goethe al hablar de
Pentesílea, «deuna casta singular, y cada una de ellas ostenta los rasgos del poeta:
intransigencia, acritud, obstinación, impulso, independencia y acometividad;
desde la primera mirada, se reconocen en ellas los rasgos de Caín: deben
destruir o ser destruídas. Todos sus personajes tienen esta extraña mezcla de
fogosidad y de frialdad, de «demasiado poco» y «en exceso de brutalidad y de
vergüenza, de superabundancía y de reserva, de versatilidad y de exaltación,
hasta alcanzar la máxima tensión nerviosa. Todos martirizan incluso a aquellos a
quienes aman (como Kleist a sus amigos); todos llevan prendido de los ojos un
brillo de fuego peligroso que asusta hasta a los más escépticos; de ahí que su
heroísmo no sea nunca popular ni esté al alcance del pueblo; nunca los libros de
Kleíst han sido manuales del heroísmo. Hasta la misma Káthchen, que,
retrocediendo sólo un poquitín hacía lo popular y lo trivial, sería más popular que
Gretchen y que Louise, tiene un no sé qué en el alma, un exceso de abnegación,
que no desciende a los límites del sentido común. Hermann, el héroe nacional,
tiene un deje excesivo de política y de habilidad; tiene, en fin, demasiado de
Talleyrand, para convertirse en figura patriótica. En todo, hasta en lo más trivial,
hay siempre una gota de algo peligroso que lo hace extraño al pueblo: al oficial
Homburg su magnífico miedo a la muerte le imposibilita para llevar el nimbo de
la popularidad, igual que le pasa a Pentesilea por su ansia báquica, a Wetter von
Strahl por cierto trazo excesivamente viril, y a Thusnelda, por tontería y vanidad
femenina. A todos les aparta Kleist de lo común, de lo schilleriano, por algún
rasgo primitivo que sale descarnado por debajo de su ropaje teatral. Cada uno
de ellos tiene algo extraño, inesperado, inarmónico, algo no típico en su espíritu;
todos ellos (si se exceptúa al bufón Kunigunda y a los soldados) tienen un rasgo
acusadísimo en su fisonomía, como sucede con los personajes de Shakespeare.
Así como Kleist es, en sus dramas, antíteatral, también es antídealista como
formador de figuras, y lo es de un modo inconsciente; pues siempre que en él se
encuentra idealización, se ve que se ha logrado por una consciente labor de
retocado o por una visión superficial y miope. Pero Kleist siempre ve claro y
nada odia más que los pequeños sentimientos; antes dejará de tener buen
gusto, que ser vulgar; antes será exageradamente seco que melifluo. El
enternecimiento le es repulsivo pues su naturaleza es cruda y consciente de la
pasión real; por eso también es conscientemente antisentimental y sabe cortar a
tiempo en aquellos momentos en que se inicia lo trivial o lo romántico, cerrando
la boca de sus personajes, principalmente en las escenas de amor; permitiéndoles,
a lo sumo, un balbuceo, un sonrojo, un suspiro y sobre todo un
silencio significativo. Tiene extremo cuidado en que sus personajes no sean algo
vulgar, y de ahí-hay que hablar francamente-que tales personajes sean extraños
al pueblo alemán, y no sólo al pueblo, sino a cualquiera acostumbrado a la
literatura y formado según las tradiciones de la escena. Esos personajes pueden
ser considerados como tipos nacionales, pero de una nación de ensueño, así
como sólo pueden ser considerados como figuras teatrales en el sentido de
aquel teatro imaginario de que Kleist hablaba a Goethe. Los personajes de Kleist
son rebeldes, obstinados como su creador, y por eso están aureolados de
soledad. Sus dramas quedan sin contacto alguno con la literatura, ya anterior, ya
posterior a Kleist; no son herederos de ningún estilo literario y tampoco formaron
escuela. Kleist fue un caso aislado y el mundo que creó ha quedado también
como un mundo aislado.
Sí, un caso aislado, pues ese mundo no tiene límites en el tiempo ni el espacio;
no se reduce a los años que van de 1790 a 1807, ni a las fronteras de
Brandeburgo; tampoco hay en él el soplo del clasicismo ni el crepúsculo del
romanticismo. El mundo de Kleist es tan extraño y tan sin delimitación posible
como lo fue el mismo Kleist; es como una esfera de Saturno, apartada de la luz
del día.
A la par que el hombre, la Naturaleza también interesa a Kleist, pero sólo en
sus fronteras extremas, donde linda con lo demoníaco, donde lo natural se hace
mágico, y lo corriente, extraño; donde el mundo se acerca al caos primitivo para
convertirse en lo inaudito, en lo inverosímil; donde, permítaseme decirlo así,
abandonando toda norma, se hace pasional y vicioso. A Kleist le preocupa lo
anormal, lo anárquico. (Véanse
La marquesa de O, La mendiga de Locarno, Elterremoto de Chile.)
Siempre se interesa, pues, por aquel momento en que laNaturaleza diríase que rompe el círculo que Dios le había trazado. No en vano
ha leído con tanta pasión
Nachtseite der Natur, de Schubart. Los misterios delsonambulismo, del hipnotismo, de la sugestión, del magnetismo animal, son
materias apropiadas para encender su fantasía, que se ve atraída no ya sólo por
las pasiones humanas, sino también por las fuerzas secretas del Cosmos, y de
esta manera, sus creaciones se enredan aún más, porque a la confusión del
sentimiento, hay que añadir la confusión de las cosas materiales. Donde está lo
extraordinario, allí está a gusto Kleist; allí, entre tinieblas, trata de ver al demonio
por alguna rendija, y sale siempre a su encuentro; allí, entonces, está lejos de lo
vulgar, que siempre le repugna y hasta le asusta; eterno apasionado, se adentra
cada vez más en la Naturaleza. También en el modo de ser del mundo, como
antes en el modo de ser de los hombres, busca ahora siempre lo superlativo.
Ese apartamiento de lo real y manifiesto podría, a primera vista, hacer de Kleist
un pariente próximo de sus contemporáneos los románticos, pero no es así: entre
la cándida superstición y novelería de éstos y el amor invencible de Kleist
hacia todo lo fantástico o abstruso hay un verdadero abismo de sentimiento. Los
románticos buscan lo maravilloso como una devoción; Kleist busca lo extraño
como una enfermedad de la naturaleza. Un Novalis quiere creer y remontarse en
esta fe; un Eichendorff o un Tieck quieren resolver la dureza y el contrasentido
de la vida en música, pero Kleist sólo persigue ansiosamente el secreto que se
oculta detrás de las cosas y quiere andar a tientas hasta lo más extremo para
poder dirigir su mirada fríamente pasional, su mirada que siempre escruta,
sondea a investiga, hasta los últimos rincones de lo maravilloso. Cuanto más
extraño es un suceso, tanto más le agrada relatarlo, y pone todo su ánimo en
aclarar lo inconcebible a fuerza de sobriedad en la narración, y así su intelecto,
tenaz como un tornillo, va penetrando hasta lo más profundo de las cosas, hasta
las esferas mágicas donde celebran extraña boda lo maravilloso de la naturaleza
con lo demoníaco de los hombres. En esto se parece a Dostoievski mas que ningún
otro alemán; como en Dostoievski, los personajes de Kleist están cargados
de fuerzas nerviosas, enfermizas y exageradas, y sus nervios parece que estén
enredados dolorosamente en lo demoníaco de la naturaleza. Kleist sólo es
auténtico, como Dostoievski, cuando pasa por la exaltación, y por eso va
rodeado de esa atmósfera pesada, pero al mismo tiempo cristalina, como la del
cielo antes de soplar el viento, sobre el paisaje de su mundo interior; como el frío
hielo de la razón, que de pronto se trueca en una pesadez tibia de fantasía para
romper después inopinadamente en terribles ráfagas de pasión. El panorama
espiritual de Kleist es ciertamente hermoso y lleno de profunda visión, tan
intensa como no hay otro ejemplo en la poesía alemana, pero al mismo tiempo
es difícil de soportar; nadie puede sumergirse largo tiempo en el mundo de Kleist
(él sólo Pudo soportarlo diez años), porque los nervios se ponen en tensión,
excita constantemente con sus alternancias de calor v de frío y le llena a uno de
inquietud. Es demasiado duro el pasar toda una vida en esa atmósfera cargada
y opresora; el cielo parece que pesa sobre el alma; es un mundo demasiado
cálido para tan poco sol y hay demasiada luz para tan poco espacio. Tampoco
Kleist, eterno indeciso, tiene en el sentido artístico ninguna patria, ningún pedazo
de tierra firme bajo sus pasos de eterna peregrinación. Está aquí o allí, pero ese
aquí o allí nunca es su casa, su patria; vive en lo maravilloso sin creer en ello, y
plasma la realidad sin amarla.
EL NARRADOR
Pues es cualidad de la verdadera forma el hacer salir
de ella inmediatamente al espíritu, mientras que, en
la forma defectuosa, ese espíritu queda retenido
como por un espejo y nada nos recuerda si no es a sí
mismo.
(Carta de un poeta a otro)
El alma de Kleist vive en dos mundos distintos; en el mundo cálido de la
fantasía y en el mundo helado de la razón, del análisis; por eso su arte está
dividido en dos partes, que marcan esos dos extremos. Se ha relacionado muy a
menudo al Kleist dramaturgo con el Kleist novelista, pero en realidad sus dos
formas de arte (drama y novela) son lo opuesto, lo inverso; marcan, en fin, la división
interior de Kleist llevada al extremo. El dramaturgo se arroja, sin riendas,
en el asunto, lo calienta con la fiebre de sus propias venas, mientras que el
novelista se abstiene de mezclarse en su narración, se reprime fuertemente,
queda ausente ella, procurando que no se note ni aun el aliento de su boca. En
los dramas es todo tensión y pasión; en sus narraciones, quiere que esas
tensiones y esa pasión las ponga el lector. En los dramas está delante su autor;
en las novelas, detrás. En aquéllos hay expansión; en éstas, reserva; ambas
cosas son llevadas hasta los límites más exagerados que el arte permite. Por
eso sus dramas son los más volcánicos y más caudalosos del teatro alemán, y
sus novelas, las más recortadas, más heladas y más comprimidas de todas las
alemanas. Y es que Kleist sólo vive en grado superlativo.
En las novelas, Kleist aparta a su «yo», sofoca su propia pasión para dejar
paso a los otros, y eso lo practica hasta el extremo de la exageración. Lleva la
autoseparación hasta tal punto, que es ya un exceso de objetividad y, por tanto,
un peligro para el arte (el peligro es su elemento).
Nunca la literatura alemana ha logrado un estilo tan objetivo, una tranquilidad
tan aparente, un realismo tan magistral, como en esas pequeñas novelas y
anécdotas; quizá les falte sólo un elemento para ser perfectas: la naturalidad; en
ellas sigue siendo Kleist el eterno esclavo: aquí lo es de su voluntad rígida, como
en los dramas lo es de su pasión desbordada; les falta por eso a sus narraciones
un punto de alegría, una presentación suave, una naturalidad de lenguaje.
Constantemente se adivinan sus labios apretados para no dejar escapar el
aliento cálido de su pasión; uno se da cuenta de que su mano está febril a fuerza
de contenerse; se ve cómo el hombre está luchando por echarse atrás, por estar
ausente. En esa reserva, en esa ocultación y represión, se adivina una perversa
voluptuosidad que busca extraviar al lector y desorientarlo en un laberinto
ingeniosamente disfrazado de realidad que no es más que su impulso erótico,
desterrado de su estilo. Para darse cuenta de esto, véase su modelo, las No
velasejemplares
de Cervantes, y compárese con la técnica de Kleist, que haceun exceso de la misma sobriedad que se adivina. No hay ningún Aríel en su
alma oprimida y rebosante; la atmósfera es siempre opresora y no vibra
musicalmente. Quiere ser frío, y se vuelve de hielo; quiere bajar la voz, y habla
como ahogado; quiere ser fuerte en el lenguaje, latino, a lo Tácito, y sus
palabras salen convulsas. Siempre, al lado de Kleist, en un sentido u otro, está
la exageración. Nunca había el idioma alemán adquirido tal dureza, pero al
mismo tiempo nunca tampoco había sonado tan metálico, tan frío, como en la
prosa de Kleist. No lo sabe manejar (como Hölderlin, Novalis y Goethe) como si
fuera un arpa, sino como un arma, como un arado de poder inflexible. Y en esta
lengua dura, de bronce, el eterno contraste de Kleist quiere encajar las cosas
más ardientes, más sugestivas, y su sobriedad y claridad de protestante luchan
con los problemas más fantásticos a inverosímiles. Su narración se hace misteriosa,
enredada, tensa, con el fin malévolo de llenar de angustia al lector,
atraerlo, asustarlo, y después, cuando ya está junto al borde, dar un tirón a las
riendas y parar de golpe; aquel que no vea, en la aparente frialdad de Kleist
como narrador, su placer demoníaco de apartar a los lectores de aquello que es
su verdadero elemento, a ése le parecerá simplemente una cuestión de técnica
lo que en realidad es fanatismo del autodominio o disimulo de las más profundas
pasiones. Yo mismo no puedo menos que estremecerme cuando releo las
historias de Kleist
(La mendiga de Locarno y otras historias), y no a causa de loque en ellas se narra, sino por la terrible vibración, latente en ellas, de una
inflexible voluntad demoniaca que se muestra silenciosa y que, en su aparente
tranquilidad, resulta mucho más terrible que el apasionamiento de los versos y
hasta que los gritos pasionales de Pentesilea. Todo lo malo que hay en Kleist,
todo lo que él oculta, todo lo equívoco que en él existe, se traiciona en su estilo
comedido, porque la tranquilidad, dominio y maestría de su estilo eran la
antítesis de su modo de ser. No podía lograr la naturalidad -que es la suprema
magia del artista-, porque esa naturalidad aparente no era otra cosa que una ley
que el poeta se imponía a sí mismo.
Y sin embargo, ¡cómo logra Kleist imponer su voluntad de acero en la prosa de
sus narraciones! ¡Con qué precisión corre la sangre por las venas del idioma!
Donde más claramente se ve esa voluntad férrea es en aquellas pequeñas
anécdotas que escribía sin fin artístico, sólo para llenar los blancos de su
periódico. En cualquiera de los informes de la policía o en aquellos menudos
episodios de la Guerra de los Siete Años, se ve de modo inolvidable el resultado
de su voluntad; la narración es transparente como un bloque de cristal; no hay
en ella el menor vestigio de psicología, por lo que la realidad queda perfecta. En
las novelas se advierte con más intensidad el esfuerzo de Kleist por ser objetivo.
Toda la pasión de Kleist por lo complicado, por lo tortuoso, sus ganas de buscar
siempre el lado misterioso o escondido de las cosas, se aprecia notablemente
en las narraciones más extensas, pero donde más se adivina es en su aparente
frialdad, de tal manera que, en
La marquesa de O, una anécdota de ochorenglones escasos parece casi una charada, y La
mendiga de Locarno es comouna pesadilla. Lo que hace más atormentadores y fuertes esos sueños es que
sus figuras aparecen dibujadas sobriamente, con un estilo de cronista, sin nada
de imágenes de ensueño, sin claroscuros, como troqueladas con una
naturalidad que tiene tanto de real como de espectral. El demonio de su voluntad
va ahí disfrazado de sobriedad; pero de una sobriedad llevada al exceso,
llevada, en fin, a un límite tal que nos deja ver claramente el reverso de Kleist,
que es una exaltación de la frialdad fuera de toda medida.
También Stendhal había tendido siempre a escribir en una prosa fría, sobria y
antisentimental, y diariamente se preocupaba de leer el estilo burgués de las
disposiciones oficiales. Kleist, del mismo modo, procuró tomar como modelo el
tono y el estilo de las crónicas, pero mientras que el primero logra una técnica
propia, Kleist, en su exageración, cae de lleno en la pasión de no ser
apasionado y la emoción pasa del autor al lector. Pero siempre se ve ese eterno
<>
novelas en que crea una figura que es representación de su caso; por eso
Michael Kohlhaas es el tipo más magistral que ha sabido crear, porque en él se
personifica la exageración, una exageración que acaba por destruirlo; es la
imagen inconsciente del escritor, que creó, de lo mejor de sí mismo, lo más
peligroso, y el fanatismo de su voluntad sale desbordante por encima de toda
ley. En lo exagerado de esa autodisciplina, de esa reserva, Kleist es tan
demoníaco como en su pasión.
Todo eso resulta mucho más palpable, como ya he dicho, en aquellas
pequeñas anécdotas que escribió sin buscar efecto artístico ninguno, y después
en aquellas extrañas manifestaciones que hace en sus cartas. Nunca ningún
autor alemán se ha mostrado a sí mismo tan desnudo, tan descarnado como
Kleist en aquellas pocas cartas que se conservan de él. Me parece que no
tienen comparación con los documentos psicológicos de Goethe y de Schiller,
porque la veracidad de Kleist es infinitamente más osada, más ¡limitada a
incondicional que las confesiones de los clásicos, que siempre van más o menos
subordinadas a la estética. Kleist, conforme a su modo de ser, es excesivo hasta
en la confesión; parece que hace su autopsia lleno de placer; no es que sienta
amor a la verdad, sino que experimenta una fogosa pasión por ella y conserva
una magnífica estética hasta en el más profundo dolor. Nada hay más agudo
que los gritos de ese corazón y, sin embargo, parecen descender desde las
alturas como el grito estremecido de un ave herida; nada hay más gran dios que
el patetismo heroico de su soledad quejumbrosa. Parece oírse el tormento de
Filotek envenenado, disputando con los dioses, aislado en la isla de su espíritu,
separado de sus hermanos, cuando, en el tormento de conocerse a sí mismo, se
arranca las vestiduras y queda desnudo ante nosotros; pero no como un
desvergonzado, sino como un cuerpo sangriento y ardiente que acaba de salir
de su última lucha. Hay gritos que proceden de lo más hondo de lo humano,
gritos de un dios despedazado, gritos de un animal atormentado, y después de
eso vuelven a fluir las palabras, llenas de lucidez, de una lucidez tal que
deslumbra. En ninguna obra pudo llegar a tanta profundidad como en sus cartas;
en ninguna obra se ve tan claramente ese dualismo de exceso de presión y
exceso de contención; de análisis y éxtasis; de ponderación y pasión; de
prusianismo y primítivismo. Muy posiblemente, en aquel manuscrito perdido de
Historia de mi alma,
todos esos mismos relámpagos y llamaradas formarían unaúnica luz; pero ese manuscrito, que no era ciertamente un arbitraje entre Poesía
y Verdad, sino el fanatismo de la verdad, se ha perdido para nosotros. En esto,
como siempre, la fatalidad ha intervenido de nuevo para no dejar escapar su
secreto, para que Kleist siga siendo el hombre hermético y desconocido, para
que, en fin, no podamos verle en sí mismo, solo, sino siempre envuelto en las
sombras del Demonio.
EL ULTIMO LAZO
Por encima de todo, siempre vence el sentimiento de
justicia.
La familia Schroffenstein
En cada uno de sus dramas, Kleist nos revela su alma; en todos ellos hay una
entrega al mundo de una chispa del fuego de su espíritu; porque en cada uno de
ellos se encuentra una de sus pasiones convertida en personaje de ficción. Así,
pues, por sus obras lo conocemos en parte, a él y su batallar heroico; sin
embargo, no habría pisado nunca el terreno de la inmortalidad si en su última
obra no nos hubiera ofrecido lo más elevado: su heroica lucha. En su
Príncipede Homburg
ha sabido hacer una tragedia con su conflicto vital, y lo ha logradocon ese soplo genial que raras veces el destino concede más de una vez al
artista; ha escrito la tragedia genial de su fuerza interior, de su lucha, de la
antinomia entre la pasión y el autodominio. En sus otras obras,
Pentesilea, Guiskard,Hermannsschlacht,
había siempre un impulso pasional hacia el infinito,exagerado, contundente; pero en su última tragedia no sólo ha puesto ese
impulso, sino que ha creado un mundo donde se agita todo ese revoltijo de
fuerzas pasionales; un mundo donde la presión y la contención forman una
unidad que se eleva poderosa por encima de todo, en vez de dejar que esas
fuerzas de acción y de reacción se separen en direcciones distintas. Y ese
elevarse de las fuerzas, ¿qué es, sino la más alta armonía?
El arte no conoce momentos más hermosos que aquellos en que puede
presentar en su justo equilibrio lo desmesurado; momentos sonoros en que, en
un abrir y cerrar de ojos, toda disonancia se une para formar una armonía
celeste; entonces todas esas fuerzas opuestas, divorciadas, incompatibles, se
precipitan una dentro de la otra para, sólo un instante, unir sus labios, formados
de palabras y de amor. Cuanto más fuerte es esa separación, esa
contraposición, tanto más fuerte es también ese ósculo y tanto más rugiente el
acorde que surge de esas cataratas de pasión. El
Homburg de Kleist tiene, masque ningún otro drama alemán, la magnificencia de la extrema tensión, y su
autor da a la nación alemana una tragedia perfecta a un paso apenas de su
propia destrucción, del mismo modo que Hölderlin, una hora antes de sumergirse
en las tinieblas, entona su himno órfico universal; del mismo modo que
Nietzsche, antes de su derrumbamiento interior, deja fluir, embriagado, la fuente
saltarina, brillante como una gema, de sus palabras. Esa fuerza mágica que sale
del sentimiento de la propia desaparición está más allá de todo análisis o
explicación, es algo inefablemente hermoso, como el último salto de la azulada
llama antes de apagarse.
En su
Homburg supo Kleist domar a su demonio por algún tiempo y hastaarrojarlo de su obra. En esa obra no se ha limitado a aplastar una de las
cabezas de la hidra que lo rodeaban amenazantes, como hace en
Pentesilea, enGuiskard
y en Hermannsschlacht; aquí ha agarrado al monstruo por la gargantay lo arroja lejos de sí. Y por eso aquí puede verse toda la fuerza enorme de la
pasión, que no sale silbando como el vapor, desde la presión interior hacia el
vacío, sino que ahora una fuerza, una pasión, se precipita contra la otra en lucha
abierta. En esta obra no queda ni un solo átomo de esa presión interior que no
tome parte en esa lucha dramática, porque se expande con toda su fuerza; aquí
son igualmente fuertes el dique y la corriente, el oleaje y el acantilado. Ahora
Kleist no sale de sí mismo, sino que se duplica; así lo antagónico pierde su
fuerza destructora porque no deja, como antes, comer libremente ninguno de
sus impulsos; no permite, en fin, ninguna hegemonía, Toda la antinomia de su
ser se presenta aquí claramente. Pero toda claridad facilita la visión de las
cosas, y esa visión produce la reconciliación. Cesa ya la eterna lucha entre su
apasionamiento y su disciplina al quedar éstos frente a frente y a plena luz. La
disciplina (el príncipe, que hace proclamar vencedor a Homburg en la iglesia)
honra al apasionado, y éste (Homburg, que exige su propia pena de muerte)
honra la ley. Ambas fuerzas se reconocen como fuerzas primordiales que
forman un conjunto; la inquietud pide movimientos; la disciplina, orden; y cuando
Kleist arranca de su pecho oprimido aquella lucha eterna para colocarla allá
arriba, entre las estrellas, logra por primera vez su unidad y se convierte en
partícipe de la creación.
Y, de pronto, fluye naturalmente todo lo que ha estado buscando, todo lo que
amaba, y fluye en la forma más elevada y pura, ungido por un sentimiento de reconciliación.
Todas las pasiones de sus treinta años se realizan de pronto, se
materializan, pero ya no de un modo brusco y exagerado, sino suave y
luminosamente. La loca ambición de Guiskard tiene toda la fogosidad del adolescente
cuando se cobija en el pecho de Homburg. El patriotismo de
Hermannsschlacht,
patriotismo brutal, homicida, obsesionante, bárbaro, sesuaviza y se hace humano hasta trocarse en inefable sentimiento patrio. La
manía legalista de Kohlhaas se trueca, en la figura del príncipe, en clara
observancia de la ley. Toda la decoración mágica de
Käthchen no es ya másque un dulce claro de luna que ilumina la escena de un jardín de verano, donde
la muerte flota como un soplo del más allá. Y aquella pasión voluptuosa de
Pentesilea, aquella extraña ansia de vivir, se reducen a un natural sentimiento
de deseo. Por primera vez, hay en esta obra de Kleist un escondido fondo de
bondad, un aliento de humanidad y de comprensión, y de esa comprensión
-cuerda de plata, que él nunca había ni rozado- surge como una armonía de
arpa. Todo lo que puede emocionar a un hombre está reunido aquí, y así como
se dice que los moribundos en sus últimos momentos de vida reviven su pasado,
así pasa también por esta obra de Kleist toda su anterior vida, todas sus faltas,
todos sus errores, todas sus omisiones, todo lo que parecía sin sentido, todo lo
vano en apariencia, y todo eso recobra en esta obra su verdadera significación.
La filosofía de Kant, que tanto lo atormentó a los veinte años y que casi asfixió
su plan de vida, está ahora en las palabras del príncipe y eleva esa figura a lo
espiritual. Sus años de cadete, su escuela militar tantas veces maldecida,
reviven en magnífica imagen del ejército, en un canto a la solidaridad; hasta el
mundo real y mercantilizado, tan odiado por él, es ahora base de la tragedia, y la
atmósfera, antes tan vacía, adquiere transparencia y horizontes. Todo aquello de
lo que él había logrado liberarse: disciplina, tradición, tiempo, se alza ahora
como un cielo por encima de su obra. Por primera vez crea algo que sale de su
patria, de su hogar, de su propia sangre. Por primera vez, la atmósfera ha
dejado de ser tan pesada y densa; ya no vibran sus nervios en dolorosa tensión;
sus versos fluyen por primera vez claros y armónicos; no brotan ya a empujones,
a borbotones; por primera vez hay música en su obra. El mundo espiritual, que
antes era como una presión demoníaca en su obra, se eleva ahora como un
crepúsculo por encima de lo humano; un tono dulce, como el de los últimos
dramas de Shakespeare, consciente y animoso, cubre como un velo su mundo
lleno de armonía.
El Principe de Homburg
es el verdadero drama de Kleist, porque en él estácontenida su vida entera; todas las complicaciones de su existencia están allí: su
amor a la vida; su anhelo de muerte; su indisciplina, su exuberancia, su
atavismo, su experiencia; sólo aquí, donde se ha entregado completamente, se
eleva por encima de su conciencia. De ahí ese tono profético y misterioso en la
escena de la muerte; el miedo a la fatalidad, que suena como a poesía, de su
muerte, escrita por adelantado, es también todo su pasado. Sólo los que han
recibido ya la unción de la muerte tienen esa visión elevada que abarca el
pasado y el futuro. De todos los dramas alemanes, sólo
Homburg y Empédoclesregalan nuestros oídos con esa música espiritual que es ya como una
resonancia del Infinito. Sólo en el último umbral es dado a las almas el diluirse
completamente; sólo la resignación de llegar a aquellas misteriosas esferas,
tanto tiempo anheladas, permite su entera expansión; Kleist logra, cuando ya
nada espera, aquello que le fue negado a su ansia fogosa y pasional. Sólo en
esa hora en que ya nada espera, el destino le concede lo que antes le negó: la
perfección.
PASIÓN DE MUERTE
He hecho lo máximo que permiten las fuerzas humanas:
he buscado el imposible. Todo lo he apostado en
esa jugada. El dado está ya echado; ahí está... y he
perdido.
Pentesilea
En el tiempo en que Kleist alcanza la cumbre del arte, el año de
Homburg,llega fatalmente también a la soledad más absoluta. Nunca estuvo más olvidado
del mundo, más perdido en el tiempo y en su patria; ha abandonado el empleo;
le han prohibido la entrada al periódico; aquella misión que se le había
encomendado de arrastrar a Austria a la guerra, ha quedado en nada. Su
enemigo, Napoleón, domina en toda Europa; el rey de Prusia se convierte en su
aliado, después de haber sido su vasallo. Las obras de Kleist van y vienen por
los escenarios sin ser representadas, rechazadas por los empresarios, o, sí se
representan, no son del agrado del público; sus libros no encuentran editor; él
mismo no logra encontrar ni el empleo más modesto. Goethe se ha apartado de
él; los demás apenas lo conocen y ningún aprecio pueden tenerle; sus
protectores lo han abandonado en su caída; los amigos le han olvidado; finalmente,
también lo abandona su hermana Ulrica. Ha perdido en todas las cartas
a que ha apostado; sólo le resta ya una; lo único de valor que le queda en las
manos es el manuscrito de su obra maestra, El
Príncipe de Homburg, que nologra ver representada. Nadie le sienta a su mesa ya, y nadie tampoco tiene la
menor confianza en esta última carta que él lleva en la mano. Entonces, Kleist
se dirige de nuevo a su familia, saliendo así de una soledad que duraba y
muchos meses. Así, pues, se va hacia Francfort del Oder a; ver a los suyos y a
alegrarse el alma con un poco de amor; pero los suyos le echan sal en las
heridas y hiel en los labios. Aquella hora que pasa con su familia le destroza;
todos ven en Kleist al fracasado que ha perdido el empleo, al dramaturgo sin
éxito, y, en resumen, le miran desdeñosamente como a algo indigno de la
familia. «Quisiera morir diez veces, antes de volver a sufrir lo que sufrí en
Francfort, en ese día, durante la comida», escribe lleno de desespero. Los suyos
le echan y él se ha de refugiar en sí mismo, en su pecho,, oprimido, y,
avergonzado, humillado, se dirige como puede hacia Berlín. Durante algunos
meses va y viene, vestido, miserablemente y con los zapatos rotos, intentando
encontrar un empleo. Ofrece su
Homburg, su Hermannsschlacht a los libreros,pero en vano; pone de mal humor a sus amistades con su triste aspecto, hasta
que todos parece que se cansan de él y él a su vez se cansa también de esa
búsqueda. Mi alma está tan lacerada -escribe estremecido en aquellos días-,
que diría que hasta la luz del Sol me hace daño cuando me atrevo a asomarme
a la ventana.»
Todas sus pasiones han terminado; todas sus fuerzas están dispersas; todas
sus esperanzas han resultado, fallidas, pues:
Su fama no logra llegar a los oídos de nadie, y cuando ve el signo de los
tiempos que ondea ante cada puerta, termina su canción; quiere acabar ya y,
llorando, deja escapar la lira de sus manos.
Entonces, en medio de la soledad espantosa en que se encuentra, soledad y
silencio como nunca ha sentido otro genio alrededor de sí (si se exceptúa tal vez
a Nietzsche), entonces oye sonar una voz siniestra, oscura, y que ya había oído
en momentos de desesperación: es la llamada de la muerte. Este pensamiento
de una muerte voluntaria le acompaña desde su juventud, y así como cuando
era casi un muchacho se había hecho un plan de vida, ahora, desde hacía algún
tiempo, estaba formando un plan de muerte; este pensamiento, aunque oculto,
se había afirmado en su alma, y ahora, cuando la marea y el oleaje de la
esperanza se retiran de su alma, queda el pensamiento de la muerte como una
negra roca descubierta por el reflujo, negro y fuerte. Son innumerables en las
cartas de Kleist las alusiones voluptuosas al suicidio. Ciertamente, se podría
decir paradójicamente que si soportó la vida tanto tiempo, fue porque en todo
momento sabía que podía arrancarla de su cuerpo. Siente continuamente el deseo
de morir, y si se le ve titubear no es de miedo, sino por su naturaleza
exagerada, excesiva; Kleist no ama a la muerte de cualquier manera, sino con
pasión, con exaltación; no quiere matarse, pues, miserablemente, cobardemente,
sino que ansía -según él mismo escribe a Ulrica- «una muerte
magnífica». Hasta este pensamiento siniestro y oscuro logra en Kleist la
voluptuosidad de la embriaguez. Quiere ir a la muerte como quien va al lecho
nupcial; su erotismo, que no encontró el cauce natural, se desborda hasta
inundar todas las profundidades de la naturaleza, y sueña ya con una muerte
que sea de místico amor, una muerte que sea desaparición de dos almas. Cierto
terror atávico -que él ha inmortalizado en el
Principe de Homburg- le hace temerla soledad de la muerte, el tener que soportarla toda una eternidad; así pide
desde su infancia, a todos los que ama, que mueran con él. Él, que durante la
vida ha estado sediento de amor, pide ahora una muerte de amor. En el mundo
ninguna mujer logró satisfacer su amor ¡limitado, ninguna mujer logró sostener el
paso hacia el éxtasis de aquel loco de amor; ninguna, ni su novia, ni Ulrica, ni
Marie von Kleist, pudieron soportar la ebullición de sus pasiones. Ahora el amor,
el ansia de amor de Kleist, sólo puede satisfacerse con la muerte, que es lo más
alto a insuperable; en
Pentesilea se adivina esa pasión. Así pues, sólo la mujerque esté dispuesta a morir con él es la que puede ofrecerle un amor insuperable,
y esa mujer es la única que Kleist desea; « su tumba me ha de ser más
agradable que los lechos de todas las emperatrices del mundo», escribe en su
última carta de despedida. Por eso Kleíst pide la compañía hacia la muerte a las
personas que le son más afectas, y a Karoline von Schiller, que le era casi
desconocida, le propone «pegarle un tiro a ella y después pegarse otro él».
Trata de atraer a su amigo Rühle diciéndole: «No acaba de abandonarme la idea
de que todavía hemos de hacer juntos una cosa; ven -sigue diciendo-, hagamos
algo bien hecho y encontremos la muerte en ello; será uno de los millones de
muertes que ya hemos sufrido o que hemos de sufrir todavía; es sólo como si
pasáramos de una habitación a otra.» Como siempre le sucede a Kleist, la idea,
fría al principio, es pronto ardiente pasión; cada vez se entusiasma más con el
proyecto de acabar su lento desmoronamiento con una explosión, de un golpe,
en una destrucción heroica, y arrojarse a una muerte fantástica para librarse de
su eterna lamentación, de su lucha interior, de su insaciable pasión, rodeado de
embriaguez y de éxtasis. Su demonio interior se alza magnífico, pues quiere
arrojarse a su elemento: al Infinito.
Esa pasión de muerte en compañía de otra persona, queda sin ser
comprendida por sus amigos y por las mu
jeres, como incomprendidas quedaronsiempre sus hipertrofias sentimentales. En vano insiste, mendiga casi, para
encontrar a su compañero en la muerte: todos se apartan de él horrorizados al
oír tal proposición. Finalmente, cuando su alma rezuma ya asco y amargura,
cuando la oscuridad de su corazón le borra la vista y el sentimiento, encuentra a
una mujer que acepta agradecida su proposición. Se trata de una enferma
condenada a muerte; un cáncer le corroe las entrañas como a Kleist le corroe el
alma el cansancio de vivir. Kleist, exaltado en su éxtasis, se deja acompañar
voluptuosamente por aquella infeliz a la tumba: ya hay alguien que le priva de la
soledad en sus últimos momentos de vida, y así surgió aquella extraña noche de
bodas del «no-amado» con la «no-amada», así aquella mujer enferma y fea (él
sólo miró su rostro en el éxtasis del pensamiento) se arroja con él a la
inmortalidad. En el fondo, aquella pobre cajera le era desconocida; nunca la
conoció sexualmente, pero se desposa con ella bajo otros signos y otras estrellas,
se desposa con ella en el sagrado sacramento de la muerte. Esa mujer, que
para su vida habría resultado pequeña, débil y enfermiza, será una magnífica
compañera de muerte, porque es la única que pone, sobre la muerte del poeta,
un alba engañosa de amor y compañerismo. Él mismo se le ofreció: ella no tenía
mas que tomarlo, y él estaba preparado.
La vida le había dispuesto demasiado a ello, pues lo había pisoteado,
esclavizado, decepcionado y hasta rebajado, y ahora él sabe levantarse con
toda su magnífica fuerza para hacer de su muerte su última tragedia. El artista
que hay en él reaviva ahora el fuego que ardía oculto entre cenizas, soplando
con su aliento poderoso, y de su pecho brota una llamarada de júbilo apenas
está seguro, como él mismo dice, de que « ya está maduro para la muerte»,
apenas se da cuenta que la vida ya no lo domina, sino que es él quien domina la
vida. Y aquel que nunca pudo decir un «sí» claro y puro (como Goethe), ahora
dice su «sí» más sagrado y alegre a la muerte, y ese «sí» suena por primera vez
magnífico y sin disonancia. Toda la acrimonia ha desaparecido; toda torpeza ha
muerto; todas sus palabras suenan ahora magníficas bajo el hacha del destino.
La luz del día no le molesta ya, porque su alma respira la inmortalidad; lo vulgar
está lejos; su mundo interior está lleno de luz; ahora vive feliz su propio «yo»;
vive aquellos versos de su
Homburg, que son los versos de su propia extinción:Ahora, oh Inmortalidad, ya eres completamente mía. A través de la venda que
cubre mis ojos, pasa lo brillo como el de mil soles. Siento que me nacen alas y
que flota mi espíritu tranquilo en los etéreos espacios; y del mismo modo que un
buque llevado por el soplo del viento ve cómo paulatinamente van
desapareciendo el puerto y la ciudad, así yo veo cómo toda mi ida se va
hundiendo en el crepúsculo. Aún distingo los colores y las formas... y ahora sólo
niebla se extiende debajo de mí.
El éxtasis que lo arrastró, durante treinta y tres años, través de todas las
espesuras del bosque de la vida, lo levanta ahora henchido de amor en una
despedida llena de bienaventuranza. Todo el antagonismo interior, toda la lucha
eterna, se funde ahora en un único y exclusivo sentimiento. Al entrar en las
tinieblas voluntariamente, animoso, su sombra lo abandona; el demonio de su
vida se cierne unos instantes sobre su cuerpo arruinado y, corno el humo, se
disuelve después. En esta última hora, todo el dolor y la pesadumbre de Kleist
se disuelven, desaparecen, y su demonio se convierte en armonía.
FRIEDRICH NIETZSCHE
El interés que despierta en mí un filósofo
depende exactamente de su capacidad para darnos
un ejemplo.
CONSIDERACIONES INTEMPESTIVAS
TRAGEDIA SIN PERSONAJES
Vivir de un modo peligroso es obtener el mayor placer
que puede dar la existencia.
La tragedia de Friedrich Nietzsche es un monodrama: el único actor en la corta
escena de su vida es él mismo. En cada uno de los actos -rápidos como un aludestá
Nietzsche como un luchador solitario bajo el tempestuoso cielo de su
destino; no tiene a nadie a su lado; nadie está enfrente de él; ninguna mujer, con
su tierna presencia, suaviza esa tensión atmosférica. Toda acción procede de él
y en él se refleja solamente. Las únicas figuras que al principio marchan a su
lado son acompañantes mudos, asombrados y asustados de su heroica
empresa, que después, poco a poco, se van alejando de él, como si fuera
peligroso. Nadie se atreve a adentrarse en el círculo interior de su destino.
Nietzsche habla, lucha y sufre siempre por su propia cuenta. No habla a nadie y
nadie le habla a él. Y, lo que aún es más terrible: nadie lo escucha.
Esa heroica tragedia de Friedrich Nietzsche no tiene, pues, personajes ni
público, y tampoco tiene decorado, ni escenario, ni trajes: se representa, por
decirlo así, en el vacío, en la idea. Basilea, Naumburgo, Niza, Sorrento,
Sils-Maria, Génova: esos nombres no son, en realidad, diferentes residencias de
Nietzsche, sino jalones que bordean el camino recorrido en un vuelo ardiente, es
decir, bastidores y telones fríos y sin color. Realmente, el decorado de su
tragedia fue siempre el mismo: aislamiento, soledad, esa soledad muda que
siempre rodea el pensamiento de Nietzsche como una campana de cristal; esa
soledad sin flores ni luz, sin música, sin seres humanos, sin animales, y hasta
sin Dios; esa soledad petrificada, muerta, de un mundo primitivo anterior o
posterior a cualquier tiempo. Pero lo que hace más vacía y triste esa soledad,
terrible y grotesca al mismo tiempo, es el hecho inconcebible de que esta
soledad de desierto, de glaciar, se encuentre, intelectualmente hablando, en
medio de un país americanizado, en medio de esa Alemania moderna donde
trepidan los ferrocarriles que van y vienen, donde cruza por doquier el telégrafo;
un país lleno de ruido y tumulto, en medio de una cultura llena de curiosidad
malsana que lanza al mundo, todos los años, cuarenta mil libros, que en sus
cien universidades trata continuamente de resolver nuevos problemas, que en
sus centenares de teatros está contemplando diariamente dramas y tragedias, y
que, a pesar de todo lo dicho, no sabe absolutamente nada, ni adivina nada, ni
siente nada de ese formidable drama del espíritu que se está desarrollando en
su mismo centro, en su círculo más íntimo.
Pues ni aun en los momentos más grandiosos la tragedia de Nietzsche logra
tener en Alemania siquiera un espectador, un solo testigo. A1 principio, cuando
habla desde su cátedra y la luz de Wagner lo ilumina, sus palabras despiertan
alguna curiosidad; pero cuanto más profundiza en sí mismo o en la hondura del
tiempo, tanto menor es el eco que despierta su voz. Uno después de otro,
amigos y extraños se sienten intimidados por el heroico monólogo, asustados
por las transformaciones cada vez más salvajes y por los éxtasis cada vez más
ardientes del eterno solitario que fue Nietzsche, y por eso le abandonan,
terriblemente solo, a su destino. Poco a poco, el solitario actor se va llenando de
la inquietud de hablar siempre en el vacío; va alzando la voz, grita, gesticula,
queriendo despertar así un eco o una voz contradictoria. Inventa una música
para sus palabras: una música tempestuosa, embriagadora, dionisíaca, pero ya
nadie lo escucha. Recurre entonces a arlequinadas, a una alegría forzada,
punzante, estridente; hace cabriolas con sus frases, las adorna, todo ello sólo
para atraer, con su diversión artificial, a algunos oyentes a aquello tan terriblemente
serio que él está diciendo, pero ni una mano se mueve para aplaudirle.
Finalmente, inventa una danza, la danza de las espadas, y, herido, desgarrado,
sangrante, ejercita su nuevo arte ante el público, pero nadie adivina el sentido de
esas bromas estridentes ni la pasión destrozada que se encierra en su afectada
frivolidad. Sin público, sin eco, termina entonces el drama de su espíritu, que es
el más extraordinario que pueda haberse presentado en nuestro inquieto siglo.
Nadie se molesta en dirigirle una mirada cuando el zumbel de sus pensamientos
salta por última vez, para acabar cayendo al suelo agotado... «muerto ante la
inmortalidad.»
Ese aislamiento rotundo, ese estar consigo mismo, es lo más profundo, lo más
trágico de la vida de Friedrich Nietzsche. Nunca una plenitud de espíritu como la
suya, ni una orgía semejante de los sentimientos, estuvieron rodeadas de un
vacío tan enorme, de un silencio tan hermético. Ni siquiera tuvo adversarios; así,
la más poderosa voluntad de pensar, «encerrada en sí misma y enterrándose a
sí misma», se ve obligada a buscar dentro de su propio pecho, dentro de su
alma trágica, la respuesta o la contradicción. Y ese espíritu, furioso por su
destino, arranca su túnica de Neso de los jirones sangrientos de su piel, arranca
ese ardor que lo devora para aparecer desnudo ante la verdad, frente a sí
mismo. Pero ¡qué frío glacial hay alrededor de esa desnudez! ¡Qué silencio
alrededor de ese grito del espíritu! ¡Qué cielo siniestro, lleno de nubes y de
rayos, se cierne sobre ese « asesino de la divinidad», que, a falta de un enemigo
con quien combatir, se precipita sobre sí mismo, sin piedad, como quien se
conoce a sí mismo y es su propio verdugo! Arrebatado por su demonio más allá
del tiempo y del espacio, más allá de los límites más extremos de su ser,
Sacudido por extraña fiebre, temblando ante las aceradas puntas de las
flechas heladas, repudiado por ti, ¡oh, pensamiento! ¡Indecible! ¡Sombrío!
¡Terrible!
retrocede a veces, sacudido por un estremecimiento, con la mirada llena de
terror, cuando se da cuenta de cuán lejos de todo lo viviente, de todo lo que ha
sido, le ha arrastrado su vida. Pero un impulso tan grande no puede volver atrás;
con plena conciencia, y al mismo tiempo en el supremo éxtasis de la embriaguez
de sí mismo, cumple su destino, aquel que Bölderlin, su querido Hölderlin, le había
marcado en la figura de Empedocles.
Un heroico paisaje sin cielo, un espectáculo grandioso sin espectadores, un
silencio cada vez mayor que rodea al trágico grito de la soledad de un espíritu:
tal es la tragedia de Friedrich Nietzsche; se debería abominar de tina tragedia
así, como de una de esas terribles crueldades de la Naturaleza, tan estúpida, sí
Nietzsche no la hubiera aceptado en un gesto extático y si no hubiera escogido,
y hasta amado, esa crueldad única a causa de su naturaleza también única.
Pues, voluntariamente y con claro sentido, supo edificar esa «vida particular» en
su segura existencia, con su profundo instinto trágico, y su gran fortaleza de
ánimo supo retar a los dioses para experimentar en sí mismo el mayor grado de
peligro en que un hombre puede vivir: ¡Salud, oh, demonios! Con ese grito de la
hybris,
Nietzsche y sus amigos evocan las potencias en una noche alegre, comode estudiantes: a la hora de los espíritus, arrojan por la ventana sus vasos llenos
de vino a una de las calles tranquilas de una Basilea dormida, como en sacrificio
a los Invisibles. Es sólo una broma fantástica que encierra un presentimiento;
pero los demonios escucharon la invocación y persiguen al que los desafió, y así
la broma de una noche llega a ser la tragedia de un destino. Nunca logra
Nietzsche escabullirse de esas monstruosas exigencias que lo han agarrado y
atado con cadenas: cuanto más fuerte pega el martillo, tanto más sonoro rebota
en la masa de bronce de su voluntad. Y sobre ese yunque, puesto al rojo por la
pasión, se ve forjada, a golpes cada vez más fuertes, la fórmula que, como una
armadura, defiende su espíritu: «Fórmula para la grandeza de un hombre,
amorfatí
; no querer ser nada diferente de lo que ha sido, de lo que es, o de lo que hade ser. Soportar lo fatal; más aún: no disimularlo; más aún: amarlo.» Ese canto
ferviente de amor a las potencias ahoga ditirámbicamente los gritos de dolor:
arrojado a tierra, vencido por el silencio, devorado por sí mismo, roído por todas
las amarguras del dolor, no levanta jamás su mano para que el destino lo
abandone. A1 contrario, reclama una miseria mayor todavía, una soledad más
profunda, un sufrimiento más completo; siempre lo máximo que puede resistir. Si
alza sus manos no es pidiendo gracia, sino al contrario, su oración es la de los
héroes: « ¡Oh!, voluntad de mí alma, que yo llamaré mi destino, tú que estás en
mí, por encima sírvame y concédeme un destino grande.» Y el que así sabe
orar, es escuchado.
DOBLE RETRATO
El énfasis en el gesto no es propio de la grandeza;
quien necesita del gesto, es falso... Desconfiemos de
todas las personas pintorescas.
Imagen patética del héroe: veamos cómo lo describe la mentira marmórea, la
leyenda pintoresca: una cabeza de héroe orgullosamente levantada; frente alta,
surcada por sombríos pensamientos; los cabellos revueltos, como en oleadas; el
cuello potente y robusto. Bajo sus cejas tupidas, una mirada de halcón; cada
músculo de su rostro está tenso de voluntad, de salud y de fuerza. El bigote a lo
Vercingétorix, que cubre su boca áspera, y un mentón prominente nos recuerdan
a un guerrero bárbaro, a involuntariamente surge el pensamiento de la espada
guerrera y victoriosa, del cuerno de caza o de la lanza, al contemplar su robusta
cabeza de león y su cuerpo musculoso de vikingo germano. Bajo esta forma de
superhombre, de antiguo Prometeo, ha sido representado por escultores y
pintores ese gran solitario del espíritu para hacerle más comprensible a una
humanidad no muy llena de fe, que es incapaz de comprender la tragedia si no
la ve envuelta en el ropaje teatral, influida en esto por los libros de texto y por el
teatro. Pero el auténtico trágico nunca es teatral; el verdadero retrato de
Nietzsche es mucho menos pintoresco de como lo representan los bustos o los
cuadros.
Imagen del hombre: un mezquino comedor de una pensión de seis francos al
día, en un hotel de los Alpes o junto a la ribera de Liguria. Huéspedes
indiferentes, la mayor parte de veces; algunas señoras viejas en
small talk, esdecir, en conversación trivial. La campana ha llamado ya a comer. Entra un
hombre de espaldas cargadas, de silueta imprecisa; su paso es incierto, porque
Nietzsche, que tiene «seis séptimos de ciego», anda casi tanteando, como si
saliese de una caverna. Su traje es oscuro y cuidadosamente aseado; oscuro es
también su rostro, y su cabello castaño va revuelto, como agitado por el oleaje;
oscuros son igualmente sus ojos, que se ven a través de unos cristales gruesos,
extraordinariamente gruesos. Suavemente, casi con timidez, se aproxima; a su
alrededor flota un silencio anormal. Parece un hombre que vive en las sombras,
más allá de la sociedad, más allá de la conversación, y que está siempre
temeroso de todo lo que sea ruido o hasta sonido; saluda a los demás
huéspedes con cortesía y distinción y, cortésmente, se le devuelve el saludo. Se
aproxima a la mesa con paso inseguro de miope; va probando lbs alimentos con
una precaución propia de un enfermo del estómago, no sea que algún guiso esté
excesivamente sazonado o que el té sea demasiado fuerte, pues cualquier cosa
de ésas irritaría su vientre delicado, y sí éste enferma, sus nervios se excitan
tumultuosamente. Ni un vaso de vino, ni una jarra de cerveza, nada de alcohol,
nada de café, ningún cigarro, ningún cigarrillo; nada estimulante; sólo una
comida sobria y una conversación de cortesía, en voz baja, con el vecino de
mesa (como hablaría uno que ha perdido el hábito de conversar y tiene miedo
de que le pregunten demasiado).
Después se retira a su habitación mezquina, pobre, fría. La mesa está colmada
de papeles, notas, escritos, pruebas; pero ni una flor, ni un adorno, algún libro
apenas y, muy raras veces, alguna carta. Allá en un rincón, un pesado cofre de
madera, toda su fortuna: dos camisas, un traje, libros y manuscritos. Sobre un
estante, muchas botellitas, frascos y medicinas con que combatir unos dolores
de cabeza que le tienen loco durante horas y más horas, para luchar con los
espasmos gástricos y los vómitos, para vencer su pereza intestinal y para
combatir, sobre todo, su terrible insomnio con cloral y veronal. Un horrible
arsenal de venenos y de drogas, que es la única ayuda que puede encontrar en
el vacío de un cuarto extranjero, donde no le es posible encontrar otro reposo
que el obtenido por un sueño corto, artificial, forzado. Envuelto en una capa y
una bufanda de lana (pues la chimenea hace humo, pero no da calor), con sus
dedos ateridos, sus gruesos lentes tocando casi el papel, escribe rápidamente,
durante horas enteras, palabras que sus mismos ojos no pueden luego apenas
descifrar. Durante horas está allá sentado escribiendo, hasta que los ojos le
arden y lagrimean; una de las pocas felicidades de su vida es que alguien,
apiadado de él, se le ofrezca para escribir un rato, para ayudarle. Si hace buen
día, el eterno solitario sale a dar un paseo, siempre solo con sus pensamientos.
Nadie lo saluda jamás, nadie lo acompaña jamás, nadie lo para jamás. El mal
tiempo, la nieve, la lluvia, todo eso que él odia tanto, lo retienen prisionero en su
cuarto; nunca abandona su habitación para buscar la compañía de otros, para
buscar a otras personas. Por la noche, un par de pastelillos, una tacita de té
flojo, y enseguida otra vez la soledad eterna con sus pensamientos. Horas
enteras vela junto a la lámpara macilenta y humosa sin que sus nervios, siempre
tensos, se aflojen de cansancio. Después echa mano del cloral a otro hipnótico
cualquiera, y así, a la fuerza, se duerme, se duerme como las demás personas,
como las personas que no piensan ni son perseguidas por el demonio.
A veces permanece en cama días enteros: vómitos y espasmos gástricos que
le hacen perder el sentido, las sienes le duelen como si se las trepanasen, los
ojos pierden casi totalmente la vista; pero nadie se aproxima a su lecho, nadie
tiende su mano para poner una compresa en su frente, nadie hay que se preste
a leerle en voz alta, a conversar con él, a reír con él.
Esa habitación es siempre la misma. La población tiene nombres distintos:
Sorrento, Turín, Venecia, Níza, Marienbad, pero la habitación es la misma: una
habitación de alquiler, extraña, fría, de muebles descabalados; siempre la misma
mesa de trabajo y el mismo lecho de dolor; siempre también la misma soledad.
En todos sus años de peregrinación no hay ni un solo descanso en un ambiente
alegre y amable; nunca, durante la noche, se aprieta contra él el cuerpo desnudo
y tibio de una mujer; nunca hay una aurora de gloria tras de sus miles y miles de
noches de trabajo y de soledad. ¡Cuánto más absoluta es la soledad de
Nietzsche que la de la pintoresca meseta de Sils-Maria, visitada ahora por los
turistas, entre
su lunch y su diner: la soledad de Níetzsche es de toda su vida, detodo su mundo!
De vez en cuando un huésped, un visitante. Pero la corteza se ha hecho ya
demasiado dura alrededor de ese corazón anhelante de compañía; el solitario da
un suspiro de alivio cuando se marcha el visitante. No queda ya en él ni rastro
de sociabilidad; la conversación fatiga, agota, al que se alimenta de sí mismo y
que, por tanto, sólo tiene apetito de sí mismo. A veces, rápido como un destello,
pasa aún un rayo de felicidad: esa felicidad se llama música. Una representación
de
Carmen en un mal teatro de Niza, un par de arias de un concierto, algunahora de piano, pero esa felicidad es también forzada y le conmueve hasta
hacerle derramar lágrimas; su falta de felicidad lo ha desacostumbrado tanto a
ella que acaba por ser ya sólo un tormento.
Durante quince años recorre Níetzsche esa galería subterránea que va de
habitación alquilada a habitación alquilada; siempre desconocido, sólo conocido
de sí mismo, pasa por oscuras ciudades, por tétricas habitaciones, por
pensiones mezquinas, por sucios vagones de ferrocarril, por cuartos de enfermo,
mientras en la superficie del tiempo bulle toda la ruidosa feria de las artes y de
las ciencias. Sólo el caso de Dostoievski, simultáneo, igualmente oscuro y triste,
presenta la misma luz grisácea y espectral. En éste, como en aquél, la obra de
titán oculta a la figura miserable del Lázaro que muere diariamente de miseria y
de enfermedades, y que también cada día encuentra el milagro salvador de su
voluntad que lo saca de lo profundo. Durante quince años, Nietzsche sale y
vuelve a caer en el ataúd de su habitación, va de muerte en muerte, de dolor en
dolor, de resurrección en resurrección, hasta que todas las energías de su
cerebro estallan por fin y le destrozan. Hombres desconocidos levantan del
suelo de una calle a ese otro hombre desconocido; hombres desconocidos,
extranjeros, le llevan a la habitación, también extranjera, de la Vía Carlo-Alberto
de Turín. Nadie presencia su muerte intelectual. Su fin está rodeado de
oscuridad y de soledad. Solo, desconocido, se sumerge el espíritu más lúcido
del genio en la oscuridad de su propia noche.
APOLOGIA DE LA ENFERMEDAD
Lo que no me mata, me hace más
fuerte.
Innumerables son los gritos de dolor de ese cuerpo martirizado. Es todo un
cuadro de los males físicos, con cien anotaciones, y después esa terrible frase:
«En todas las edades de mi vida, el exceso de dolor ha sido monstruoso.» Y
efectivamente, no falta ningún diabólico tormento en ese pandemónium de la
enfermedad: dolores de cabeza, martilleantes, brutales, que hacen permanecer
a ese pobre mártir días enteros echado en un sofá o en la cama; espasmos
gástricos con vómitos de sangre, migrañas, fiebres, abatimiento, falta de apetito,
hemorroides, debilidad intestinal, escalofríos, sudores nocturnos; todo un círculo
terrible. Además, unos ojos «que son, en sus tres cuartos, ciegos», que al menor
esfuerzo se hinchan y lagrimean y que no le permiten gozar de la luz del día más
que una hora y media o dos diariamente; pero Nietzsche odia el cuidado del
cuerpo y trabaja diez horas diarias en su mesa, y su cerebro se venga de esos
excesos con dolores de cabeza que lo enloquecen o con terribles tensiones
nerviosas, pues su cerebro sobreexcitado no se para por la noche, sino que
continúa girando en sus visiones y en sus pensamientos hasta que lo ha de
ensordecer por medio de soporíferos. Pero las dosis son cada vez mayores (en
dos meses, Nietzsche llega a emplear cincuenta gramos de cloral para
procurarse el sueño); entonces su estómago se niega a resistir tan dura prueba
y se subleva. Y, en un círculo vicioso, sus vómitos, sus dolores de cabeza,
necesitan nuevos remedios; se entabla una lucha encarnizada, insaciable, entre
sus órganos irritados, que, en un juego loco, se arrojan uno a otro la pelota llena
de espinas del sufrimiento. Jamás hay un momento de reposo en esa lucha,
jamás se presenta un momento de satisfacción, ni un solo mes de descanso y
de olvido en su dolor. En veinte años, no hay una sola de sus cartas en donde
no suene el gemido de sus padecimientos. Y sus gritos son cada vez más
furiosos, más agudos, ante el aguijonazo incesante de sus nervios delicados y
sensibles. «Descárgate de ello; muere», se dice a sí mismo. Otra vez escribe:
«Una pistola es para mí, actualmente, un pensamiento consolador.» Y en otra
ocasión, exclama: «Mi terrible martirio, casi insoportable, me hace anhelar la
muerte; por ciertos indicios, me parece próximo un ataque cerebral que me
traerá la liberación.»
Después ya no encuentra palabras lo bastante significativas para expresar sus
sufrimientos; tanto han sido repetidas, que han perdido su fuerza; sus gritos
atroces ya no parecen humanos y suben a la superficie desde lo más hondo de
su « existencia de perro» De pronto brilla una afirmación que hace estremecer
por lo monstruosa; una afirmación sólida, firme, que da el mentís a todos sus
anteriores quejidos: «En resumen, he tenido (en esos quince últimos años) un
buen estado de salud»
¿Qué significa eso? ¿Qué vale aquí: sus sufrimientos, o su frase lapidaria?
Evidentemente, ambas cosas. El cuerpo de Nietzsche era fuerte y resistente; su
tronco grueso y sólido podía soportar cualquier carga; sus raíces se hunden
profundamente en una sana generación de sanos alemanes. En summa
summarum -como él dice-, su constitución, su organismo, eran sanos; sólo sus
nervios son demasiado sensibles para la violencia de su sensibilidad, y por eso
están en perpetua conmoción (una conmoción que, sin embargo, nunca logra
hacer temblar su sólida fuerza de espíritu) Una vez, Nietzsche encontró la
expresión feliz de ese estado semi-peligroso de su salud, cuando habló de
«esos pequeños disparos del sufrimiento», porque, efectivamente, en esa lucha,
no se abrió nunca una verdadera brecha en sus murallas interiores; vive, como
Gulliver en Brobdignac, sitiado por un hormiguero de diminutos sufrimientos. Sus
nervios están siempre alerta, siempre en guardia y al acecho; toda su atención
está supeditada a su propia defensa, pero nunca fue vencido por una verdadera
enfermedad, si se exceptúa esa dolencia sorda que, en silencio, fue abriendo
aquella mina que un día hizo saltar su cerebro. Un espíritu monumental como el
de Nietzsche no sucumbe al fuego de fusilería; sólo una explosión puede hacer
saltar en pedazos su cerebro de granito. Así, a un gran sufrimiento se opone una
gran capacidad para sufrir y, frente a una gran vehemencia de sentimiento, se
opone una gran delicadeza nerviosa del sistema motor. Pues cada nervio del
estómago o del corazón de Nietzsche es como un manómetro de precisión que
marca, con depresión o excitación terribles, las más pequeñas alteraciones de la
tensión. Nada permanece inconsciente para su cuerpo o para su espíritu. El más
pequeño nerviecillo, que en los otros está mudo, le señala a él siempre su
misión con un estremecimiento poderoso, y su «furiosa irritabilidad» rompe su
fuerte vitalidad en mil fragmentos agudos, cortantes y peligrosos. De ahí los
gritos penetrantes que le hacen exhalar sus nervios lastimados al menor
movimiento, al menor paso que Nietzsche da en su vida.
Esa hipersensibilidad fatal, demoníaca, de sus nervios, que se estremecen al
menor roce con un dolor que en otra persona no traspasaría el umbral de la
conciencia, es la verdadera fuente de sus sufrimientos y al mismo tiempo es
también fuente de su genial sistema de valores. No es necesario, para agitar su
sangre en reacción fisiológica, que haya una causa tangible o una afección
verdadera; basta para ello la menor cosa: las variaciones meteorológicas, por
ejemplo, que para Nietzsche son ya motivo de penalidades terribles. Puede que
no haya existido nunca un intelecto tan sensible a las variaciones atmosféricas o
a las oscilaciones meteorológicas. En su interior lleva un manómetro, lleva
mercurio; es la excitación misma; entre su pulso y la presión atmosférica, entre
sus nervios y la humedad del ambiente, parece que existen misteriosos
contactos eléctricos. Sus nervios acusan la presión dolorosamente y reaccionan
al compás de las oscilaciones de la naturaleza. La lluvia o un tiempo revuelto
deprimen su vitalidad («un cielo cubierto me abate profundamente», declara él
mismo); un cielo cargado de nubes descompone sus intestinos; las lluvias le
restan « potencial», la humedad lo debilita; la sequedad lo vivifica; el sol le da
vida; el invierno lo agarrota y lo mata. La aguja barométrica de sus nervios
nunca está quieta; necesita ir a un cielo sin nubes, subir a la meseta de Engadín,
donde no sopla el viento. Y todas esas variaciones, esas presiones que alteran
tanto su estado físico, obran también poderosamente sobre su espíritu. Pues
cada vez que brota en él un pensamiento, corre una chispa eléctrica a través de
sus tensos nervios; la acción de pensar se realiza, en Nietzsche, como una
descarga eléctrica que actúa sobre su cuerpo como una tormenta, y «en cada
explosión de su sensibilidad, aunque sea rápida como un parpadeo hay una
alteración en el curso de sus venas». El cuerpo y el espíritu, en el más vital de
los pensadores, se encuentran íntimamente ligados a las variaciones atmosféricas.
Para Níetzsche, las reacciones internas y externas llegan a ser idénticas:
«No llego a ser ni espíritu ni cuerpo: soy algo diferente: sufro en todo y por todo»
Ahora bien, esa precisión de su sensibilidad, esa tendencia a reaccionar
vehementemente ante cada impresión, se ven aumentadas por la atmósfera
inmóvil y concentrada en que se desenvuelve su vida, por esa soledad en que
vive Nietzsche. En los trescientos sesenta y cinco días del año, nada entra en
contacto con él, ni amigo ni mujer, y en las veinticuatro horas del día, nada tiene
ante sí mas que a sí mismo; por eso su vida llega a ser un continuo diálogo con
sus nervios. En medio de este monstruoso silencio, sostiene en sus manos la
brújula de su sensibilidad y, como un anacoreta, como un solitario, como un
aislado, observa, bañado en hipocondría, hasta las menores alteraciones que
sufren las funciones de su cuerpo. Otros se olvidan de sí mismos porque dirigen
su atención a la charla y a los negocios, a la diversión y a las distracciones,
porque se sumen en el vino y la apatía, pero Nietzsche es un diagnosticador
genial, que se entrega al placer del psicólogo curioso hasta en su propio dolor y
hace de sí mismo un « caso de observación y estudio».
Continuamente, con agudas pinzas, pone al desnudo sus nervios, actuando
como médico y paciente simultáneamente, dejando al descubierto lo más
doloroso de su sensibilidad, y con ello sólo logra, como ha de suceder con toda
naturaleza nerviosa, aumentar su hípersensíbilidad. Escamado de los médicos,
se convierte en su propio médico y se medica por su propia cuenta durante toda
su vida. Va ensayando todas las medicinas o las curas que uno pueda
imaginarse: masajes eléctricos, dietas, brebajes, curas de agua; ya calma sus
nervios con bromuro, ya se los excita de nuevo con alguna otra sustancia. La
extrema sensibilidad que presenta a los cambios meteorológicos lo mueve
continuamente a buscar una atmósfera particular, un lugar apropiado, lo que él
llama « clima para su alma». Pronto está en Lugano por el aire del lago y la
carencia de viento; pronto en Pfáfer o en Sorrento; después cree que los baños
de Ragaz podrían librarle de esa porción dolorosa de su ser y que la región
salubre de Saint-Moritz o las fuentes de Baden-Baden o Marienbad podrían
convenirle. Durante una primavera cree haber descubierto en Engadin la
atmósfera más apropiada a su naturaleza, debido a aquel aire vigorizador y
ozonizado; después descubre que es Niza, con su aire seco; después cree que
es Verona o Génova. Ahora desea estar en pleno bosque, después necesita el
aire del mar; ya una pequeña ciudad con alimentos puros y sencillos, ya un lugar
en la ribera. Dios sabe cuántos kilómetros de vía férrea recorrió ese
fugitivuserrans,
buscando siempre ese lugar fabuloso donde debía cesar esa excitación,esa quemazón de sus nervios. De sus experiencias patológicas va surgiendo,
poco a poco, toda la geografía sanitaria; hojea gruesos volúmenes de obras
geológicas buscando ese lugar que nunca encuentra; ese lugar que, como una
lámpara de Aladino, ha de reportarle la paz y la tranquilidad. Ningún viaje ha de
parecerle excesivamente largo; está en sus proyectos ir a Barcelona, y también
piensa en las cordilleras mejicanas, en la Argentina y hasta en el Japón. La
situación geográfica, la dietética y la climatología llegan a ser su segunda ciencia
particular. En cada lugar anota la temperatura, la presión; con el hidroscopio
mide la humedad y toma razón de las precipitaciones atmosféricas; su cuerpo es
ya como una especie de columna barométrica, un alambique. En la dicta observa
una sistematización igualmente exagerada; lleva un registro con todas las
precauciones necesarias. El té ha de ser de cierta marca y tener una fuerza
prescrita; la carne no le conviene; las legumbres y verduras han de ser
preparadas de cierta manera. Poco a poco, esta medicación, este diagnóstico
continuo, se convierten en un egotismo enfermizo, en una contemplación
patológica de sí mismo. Nada ha hecho más doloroso el padecimiento de
Nietzsche que esa continua vivisección; como siempre, el psicólogo sufre
doblemente, porque vive dos veces su dolor: una vez, en la realidad, y otra vez,
en la auto-observación.
Pero Nietzsche es el genio de las más violentas posiciones enfrentadas;
contrariamente a Goethe, que sabe siempre evitar los peligros, tiene una
monstruosa y audaz manera de ir directamente hacía ellos para coger, como se
dice, el toro por los cuernos. La psicología, la intelectualidad (he tratado de
demostrarlo), arrastran con fuerza al hombre sensible hacia el sufrimiento y
hacia el desespero; pero también sólo por la psicología, por el es -pírítu, puede
volver a la normalidad; así, en Nietzsche su enfermedad y su cura vienen del
conocimiento que tiene de sí mismo. La psicología, manejada magistralmente en
este caso, se convierte en terapéutica, en una aplicación sin par del «arte de la
alquimia» que se jacta de convertir en algo precioso lo que nada valía. Después
de seis años de tormentos incesantes, ha llegado al punto más bajo de su
vitalidad; se le puede creer abatido, deshecho por sus nervios, víctima ya del
pesimismo y del propio abandono, y he aquí que, de pronto, en la salud
espiritual de Nietzsche, se presenta uno de aquellos mágicos «restablecimientos
», parecidos a una chispa eléctrica, uno de aquellos momentos en los
que se encuentra frente a sí mismo, uno de aquellos movimientos rápidos de
propia salvación que han hecho de la vida espiritual de Nietzsche algo tan
dramático y emocionante. En gesto brusco, toma la enfermedad que mina su
propio terreno y la estrecha contra su corazón; es un momento misterioso (no se
puede precisar cuándo ocurrió); es una de esas inspiraciones que, como
destellos, están en sus obras, en las que Nietzsche descubre su propia
enfermedad; entonces se asombra de encontrarse vivo y de ver que, en el curso
de sus mas profundas depresiones, en las épocas más dolorosas de su
existencia, no ha hecho más que aumentar su Productividad, y proclama
entonces, firmemente convencido, que sus sufrimientos, sus privaciones, son
parte integrante de lo único sagrado que hay en su vida. A partir de este momento,
su espíritu no tiene la menor compasión por su cuerpo, no toma parte en
su dolor y, por primera vez, ve su propia vida desde un punto de vista
completamente nuevo y otorga a sus padecimientos un sentido grande y
profundo. Con los brazos abiertos, acepta el dolor conscientemente, como algo
necesario, y puesto que él, «defensor de la vida», ama todo lo que constituye la
existencia, pronuncia, ante su sufrimiento, aquel hímnico «sí» de Zarathustra:
aquel entusiasta «otra vez, otra vez, siempre, eternamente». El conocimiento se
convierte en reconocimiento, y éste en gratitud; pues desde este elevado punto
de mira que se alza por encima de sus propios dolores y desde donde
contempla la vida como el camino para llegar a sí mismo, descubre (con la
alegría extrema que en él produce la magia de las cosas extremas) que a nada
del mundo está más unido y debe más reconocimiento que a su enfermedad y
que ha de agradecer lo que en él hay de más elevado a ese terrible verdugo de
su vida; ha de agradecerle la libertad, la libertad de su existencia, la libertad de
su espíritu, pues siempre ha sido la enfermedad la que lo ha aguijoneado
cuando quería reposar, cuando tendía a la pereza, cuando se sentía tentado a
fosilizarse en una profesión, en una ocupación o en una forma espiritual. A la
enfermedad ha de agradecer haberse librado de la profesión militar para
reintegrarse a la ciencia; a la enfermedad ha de agradecer igualmente no haberse
estancado en esa misma ciencia; ella es quien le ha hecho salir de la
Universidad de Basilea para llevarlo a su «retiro» y, por tanto, a su mundo. A sus
ojos enfermos tiene que estar agradecido, pues le han librado de «leer libros», lo
que «es el mayor beneficio de que he disfrutado» Todas las trabazones que lo
privaban de su desenvolvimiento, todos los lazos que lo ataban, han sido
destruidos por sus padecimientos; ha sido doloroso, pero útil. «La enfermedad
me libera por sí misma», reconoce claramente; y en verdad que ha sido para él
la feliz auxiliadora en el parto del hombre superior que ha salido de su
existencia; sus dolores han sido, pues, los dolores vitales del alumbramiento; ha
de agradecerles que, para él, la vida no haya sido un hábito, una rutina, sino una
renovación, un descubrimiento: « Descubrí la vida como si fuera algo nuevo, y a
mí mismo también.»
Pues « sólo el dolor da la ciencia» (así entona su canto de agradecimiento al
dolor ese hombre torturado). La salud de hierro, simplemente heredada, no se
estremece jamás y evita la lucidez: nada desea, nada pregunta, por eso no hay
psicólogos que disfruten de buena salud. Toda ciencia viene del dolor, «el dolor
busca siempre las causas de las cosas, mientras que el bienestar se inclina a
estar quieto y no volver la mirada hacía atrás»; en el dolor uno se hace cada vez
más sensible; es el sufrimiento el que prepara y labra el terreno para el alma, y
ese dolor que produce el arado al desgarrar el interior, prepara todo fruto
espiritual. «Sólo el dolor libera al espíritu, sólo él nos obliga a descender a lo
más profundo de nuestro ser», y por ser casi mortal ese dolor, dice aún esas
orgullosas palabras: «Conozco mejor la vida porque muy a menudo he estado
en trance de perderla.»
Nietzsche vence todo dolor, no por un artificio, no por una negación, no por
paliativos, no idealizando su sufrimiento corporal, sino por la fuerza primordial de
su naturaleza: por el conocimiento; el magnífico descubridor de valores define en
sí mismo el valor de la enfermedad. Mártir a la inversa, no llega al tormento lleno
de fe, sino que encuentra esa fe en el sufrimiento, en el mismo dolor. Pero, por
misteriosa ciencia, descubre no sólo el valor de la enfermedad, sino también su
polo opuesto: el valor de la salud; hacen falta estas dos cosas reunidas para dar
con el verdadero sentido de la vida, el eterno estado de tensión que oscila entre
el éxtasis y el tormento, y que proyecta al hombre hacia el infinito. Ambas cosas
son necesarias: la enfermedad, como medio; la salud como fin; la enfermedad
es el camino, la salud es la meta. Pues, al modo de ver de Nietzsche, el
sufrimiento es la orilla imprecisa de la enfermedad; la orilla opuesta brilla de un
modo indecible, es la orilla de la salud, que no puede ser alcanzada si no se
parte del sufrimiento. Ahora bien, curarse, obtener la salud, es algo más que
alcanzar un estado normal de salud; no es sólo un cambio, una transformación,
sino infinitamente más: es una ascensión, una elevación, un perfeccionamiento
de la sensibilidad. Se sale de la enfermedad con una piel nueva, más delicada,
con un gusto más refinado para saborear el placer, con una lengua más sensible
a los sabores, con una sensibilidad más feliz y una segunda inocencia en medio
de la alegría, como la inocencia de un niño, y con mas refinamiento que nunca.
Y esta segunda salud que sigue a la enfermedad, esa salud que no ha venido
sin saber por qué, sino que ha sido deseada con anhelo, que ha sido atraída por
la voluntad a costa de mil lamentos, gritos y suspiros, esa salud que ha sido
conquistada, es cien veces mas viva que la de aquel que siempre estuvo sano.
Y el que ha gustado una vez de su dulzura, de su embriaguez, ese arde en
ganas de disfrutar mil veces de esa sensación agradable; se precipita una y otra
vez en el torbellino de fuego del dolor y se somete a los tormentos sólo para
poder encontrar de nuevo esa impresión deliciosa de la curación, esa
embriaguez que para Nietzsche reemplaza y sobrepasa mil veces a los
estimulantes vulgares como el alcohol o la nicotina.
Pero, apenas Nietzsche descubre el sentido de sus padecimientos y la gran
voluptuosidad de la curación, quiere enseguida convertirlo en un apostolado,
como si fuera el único sentido del mundo. Como todos los demoníacos,
enseguida se rinde a su propio éxtasis y nunca queda saciado ya de esa
oscilación entre el dolor y el placer; quiere ser martirizado más profundamente
para así después elevarse más alto en el placer supremo y bienaventurado de la
curación, que es fuego y vigor. Y, en esa embriaguez chispeante y ardiente,
confunde poco a poco su rabiosa voluntad de curación con la propia curación; su
fiebre, con la vitalidad; el vértigo de su caída, con el aumento de sus fuerzas. ¡La
salud, la salud! como un estandarte hace flamear esta palabra ante sí; esa palabra
debe ser el sentido del Universo, la meta de la existencia, la medida de
todas las cosas, la piedra de toque de todos los valores. Y el que, año tras año,
ha ido dando tumbos por las tinieblas del tormento, ahoga ahora sus lamentos
en un himno a la vitalidad, a la fuerza bruta. Monstruosamente despliega los
colores ardientes de la bandera de la voluntad de poder, de la voluntad de vida,
de la voluntad de ser fuerte y cruel, y sale, enarbolando esa bandera, al
encuentro de una humanidad futura, sin darse cuenta de que la fuerza que lo
anima a levantar tan alto su estandarte es la que, al mismo tiempo, tensa el arco
que va a dispararle la flecha mortal.
Pues esa segunda salud de Nietzsche, que en su propia exaltación se estimula
a sí misma hasta llegar al ditirambo, es una autosugestión, una salud ficticia;
precisamente cuando levanta sus manos hacia el cielo lleno de gozo, ebrio de
fuerza y (en su
Ecce Homo) se jacta de su salud y jura no haber estado nuncaenfermo ni decadente, el rayo mortal vibra ya en sus venas. Lo que canta victoriosamente
en él no es la Vida, sino la Muerte; no es su intelecto, sino el
demonio que se apodera de su víctima. Lo que él toma por luz, por brillo de su
fuerza, es el germen disfrazado de su enfermedad, y aquel mágico bienestar que
le invade en sus últimas horas, lo diagnosticaría cualquier médico de hoy como
euforia, esa sensación agradable precursora del fin. La luz argentina que
alumbra sus últimas horas proviene del demonio, del más allá, de otras esferas;
pero él, en su embriaguez, de nada se da cuenta; se limita a sentirse sacudido
por el placer, por el mayor placer posible en la Tierra; los pensamientos le brotan
ardientes, el lenguaje le mana por todos los poros, la música le envuelve el
alma. Adondequiera que dirige la vista no ve mas que paz; los transeúntes, en la
calle, le saludan sonrientes; cada carta que recibe es un mensaje divino y,
tambaleándose de placer, en uno de sus últimos escritos llama a su amigo Peter
Gast: «Cántame una nueva canción. El mundo se ha transfigurado y los cielos
se estremecen de alegría.» Y es precisamente de ese cielo de donde sale el
rayo que le alcanza, confundiendo el sufrimiento y la felicidad en una sola cosa
indisoluble. Los dos extremos del sentimiento le atraviesan al mismo tiempo el
pecho y, en sus sienes ardorosas, la sangre hace brotar vida y muerte al mismo
tiempo, en una música única y apocalíptica.
EL DON JUAN DEL CONOCIMIENTO
Lo que importa no es la vida eterna, sino la vitalidad eterna.
Kant vive con el conocimiento como quien vive con la esposa; duerme con él,
durante cuarenta años, en el mismo lecho espiritual y, con él, engendra toda una
generación alemana de sistemas filosóficos, cuyos descendientes viven aún
entre nosotros en nuestro mundo burgués. Sus relaciones con la verdad son de
un orden puramente monogámico, así como lo son para todos sus hijos intelectuales:
Schiller, Fichte, Hegel y Schopenhauer; lo que los arrastra hacia la
filosofía es una voluntad de orden; una voluntad muy alemana, objetiva,
profesional, para disciplinar el espíritu; en modo alguno demoníaca, sino, al
contrario, una voluntad que tiende hacia una sistematización del destino. Sienten
el amor a la verdad como un amor hondo, duradero y fiel. Pero ese sentimiento
está desprovisto enteramente de erotismo y del deseo de consumir, de dominar,
ya a uno mismo, ya a otros; sienten la verdad, su verdad, como una esposa o
bien propio del que no han de separarse hasta la hora de la muerte y al que han
de ser siempre fieles. Pero en estas relaciones hay algo que huele a doméstico,
a casero, y, efectivamente, cada uno de ellos se ha edificado su casa, es decir,
su sistema filosófico, para albergar a su amada. Y trabajan con mano maestra el
campo de su espíritu, con arado y rastrillo, ese campo que les pertenece y que
han conquistado para la humanidad, arrancándolo de la confusión del caos.
Cautelosamente van poniendo, cada vez más lejos, los mojones que marcan el
límite de sus conocimientos desde el seno de la cultura de su época, y saben
aumentar, con su sudor y su trabajo, la cosecha intelectual.
En cambio, la pasión de Nietzsche por saber viene de un temperamento muy
distinto, de un lugar que está en los antípodas de lo anteriormente dicho. Su
posición frente a la verdad es demoníaca, pasional, vibrante, nerviosa y ávida,
nunca se ahíta ni se agota, no se para en un resultado y, a pesar de todas las
respuestas, sigue preguntando implacablemente, siempre insaciable. Nunca
busca la verdad para hacer de ella una esposa, un sistema, una doctrina a los
que se debe fidelidad. Todos los conocimientos lo atraen y ninguno lo sujeta.
Tan pronto como un problema ha perdido la virginidad, el encanto del pudor, lo
abandona sin piedad y sin celos a los que van detrás, como hacía don Juan
-hermano suyo por los instintos- con las
mille a tre que ya no le interesaban.Pues, como hace todo gran seductor que busca a la mujer en las mujeres,
Nietzsche busca el « conocimiento cabal» en los conocimientos aislados, y el
conocimiento cabal es algo eternamente imposible, eternamente inaccesible. Lo
que martiriza a Nietzsche no es la lucha por el conocimiento, no es su conquista,
su posesión, su disfrute, sino la eterna pregunta, la búsqueda, la caza. Su
pasión es incertidumbre y no-certeza; por tanto, es una voluntad « vuelta hacía
la metafísica» y que consiste en
amour-plaisir del conocimiento; un deseodemoníaco de seducir, de poner al desnudo, de violar cada objeto intelectual; un
conocer en el sentido bíblico, donde el hombre « conoce» a la mujer y, por
decirlo así, descubre su secreto. Nietzsche, eterno relativista de los valores,
sabe que ninguno de esos actos de conocimiento, ninguna de esas tomas de
posesión, es una verdadera posesión, un conocimiento definitivo, y que la
verdad, en su verdadero sentido, nunca se deja poseer por nadie, pues «quien
cree estar en posesión de la verdad, ¡cuántas cosas no deja escapar!». Por eso
Nietzsche no trata de conservar a su lado la Verdad, por eso no construye nada
como refugio intelectual; quiere (o quizá sería mejor decir «debe», pues va
forzado por su naturaleza nómada) permanecer siempre sin posesiones, como
un Nemrod solitario que pasea sus armas por todos los boscajes del espíritu,
que no tiene techo, ni mujer, ni hijos, ni criados, pero que, en compensación,
tiene el pleno goce del placer de la caza. Igual que don Juan, busca, no la
posesión del placer, ni su prolongación, sino sólo «los grandes y encantadores
instantes», sólo le atraen las aventuras del espíritu, aquellos peligrosos «tal
vez», en cuya persecución uno se enciende y estimula, pero que si se los alcanza
nunca sacian; no busca un botón, sino (como él mismo dice en
Don Juan delconocimiento)
«el espíritu, el cosquilleo y el placer de la caza o las intrigas delconocimiento, hasta sus más altas y lejanas estrellas, hasta que nada le queda
por perseguir, sino los conocimientos perniciosos, como el bebedor que, al final,
acaba por beber ajenjo o ácido corrosivo».
Pues, en el concepto de Nietzsche, don Juan no es un epicúreo ni un gran
gozador; para ello le falta a ese aristócrata, a ese gentilhombre de nervios
sensibles, el romo placer de la digestión, el perezoso contentamiento de la
saciedad, la satisfacción y la fanfarronería del triunfo. El cazador de mujeres es
(como el Nemrod del espíritu) el eterno perseguidor de su propio instinto. El
seductor sin escrúpulos es seducido, a su vez, por su insaciable curiosidad; es
un tentador que es tentado continuamente por la tentación de tentar; así
Nietzsche pregunta por el placer de preguntar, en inextinguible placer
psicológico. Para don Juan, el secreto está en todas y en ninguna de las
mujeres: en cada una de ellas, cada noche; en ninguna, para siempre. Así, para
el psicólogo, la verdad está momentáneamente en cada problema, pero en
ninguno de ellos existe perennemente.
La vida intelectual de Nietzsche no tiene nunca, pues, un punto de reposo ni
una superficie lisa como un espejo; es completamente parecida a un torrente,
siempre variable, llena de rápidos zigzags, de meandros y de corrientes
violentas. En otros filósofos alemanes, la existencia discurre con tranquilidad
épica; su filosofía consiste en hilar cómodamente y hasta mecánicamente el hilo
que antes estaba enredado; filosofan sentados, con sus miembros
cómodamente descansados, y, durante el acto de pensar, apenas se nota una
mayor afluencia de sangre a sus cerebros o algo de fiebre en su destino. Kant
nunca da la sensación de un espíritu agarrado por los vampiros del pensamiento
y espoleado perpetuamente por la necesidad de crear o elaborar ideas; y la vida
de Schopenhauer, a partir de sus treinta años, después de haber creado El
mundo como voluntad y como representación,
tiene, a mi modo de ver, un ciertoparecido con la vida de un hombre jubilado ya, con todas las pequeñas
amarguras de una carrera que se ha detenido. Todos avanzan con paso firme,
seguro y medido, por un camino que ellos mismos han elegido, mientras que
Nietzsche (como las aventuras de don Juan) tiene un sello altamente dramático;
forma una cadena de episodios peligrosos y sorprendentes, una tragedia sin
reposo, llena de incesantes emociones y de peripecias a cuál más vibrante; y
todo acaba en una inevitable caída a un abismo sin fondo. Y precisamente esa
ausencia de todo reposo, esa necesidad de pensar, ese impulso demoníaco de
seguir adelante, son lo que da a esa existencia única una fuerza trágica,
inaudita, y un sabor seductor de obra de arte, porque nada hay en ella de
profesional o de burgués. Nietzsche está maldito, está condenado a pensar
continuamente, como el cazador de la leyenda está condenado a cazar
eternamente; lo que era un placer, se convierte en un tormento, en un pesar, y
su aliento tiene el ritmo y el fuego de una pieza de caza acosada; su alma time
los ardores y las depresiones de un hombre sin reposo, que nunca puede estar
satisfecho. Por eso sus lamentos de Ahasverus son tan emocionantes, así como
lo es el grito que exhala a partir del momento en que querría la tranquilidad y el
placer del reposo; pero lo espolea siempre el aguijón del eterno descontento y lo
obliga a levantarse para seguir el camino: «Uno ama algo y, apenas ese algo se
convierte en un amor profundo, el tirano que llevamos dentro (que podríamos
llamar nuestro «yo» superior) dice: eso es precisamente lo que lo pido en sacrificio.
Y, en efecto, lo sacrificamos, pero no sin ser torturados a fuego lento.»
Siempre estas naturalezas de don Juan deben abandonar la voluptuosidad del
conocimiento, los dulces abrazos femeninos. Porque el demonio que los lleva
cogidos por la nuca les hace seguir avanzando (el mismo demonio de Hölderlin,
el mismo demonio de Kleist, el mismo demonio de todos los fanáticos del
infinito). Y el grito de Nietzsche, cuando surge, cuando estalla, suena agudo,
áspero, como el alarido de una pieza de caza herida por la flecha. Y ese grito de
Nietzsche, eterno perseguido y acosado, dice así:
Por todas partes hay para mí jardines de Armidas y por todas partes hay, por
tanto, desgarramientos y amarguras para el corazón. Necesito levantar el pie
fatigado y herido y, ya que es necesario que así lo haga, he de dirigir una mirada
de pesar hacia todo lo hermoso que he ido dejando atrás y que no ha sabido
retenerme... Precisamente por eso, porque no ha sabido retenerme.
Ese grito de su alma no tiene parangón posible, no hay otro grito tan irresistible
como ese, que brota de lo más hondo del sufrimiento; no hay nada semejante en
todo lo que, anteriormente a Nietzsche, se escribió en Alemania con el nombre
de Filosofía; quizá lo haya entre los místicos de la Edad Media o entre los
herejes. En los santos de la época gótica se encuentra a veces una exclamación
impregnada de un dolor parecido, puede ser que más sordo y a través de unos
dientes más apretados y con palabras más sobriamente vestidas. Pascal, que se
encuentra también sumergido en el purgatorio de la duda, conoce estas
convulsiones, esos aniquilamientos del alma inquieta, pero nunca, ni en Leibniz,
ni en Kant, ni en Hegel, ni siquiera en Schopenhauer, encontramos ese acento
emocionante. Pues, por leales que sean esas naturalezas científicas, por
valerosa y resuelta que pueda parecer su concentración en el todo, no se
arrojan, sin embargo, de esa manera-con todo su ser, sin contemplaciones, de
corazón, con nervios y entrañas, con todo su destino-, a ese juego heroico de
perseguir el conocimiento. Sólo arden como las bujías, es decir, por arriba, por la
cabeza, por el espíritu. Una parte de ellos mismos, la terrenal, la privada, y, por
tanto, lo más personal de su existencia, queda siempre al abrigo del destino,
mientras que Nietzsche pone en juego todo su ser, abordando en todo caso el
peligro, no con las ligeras antenas de su pensamiento, sino con todas las
voluptuosidades y tormentos de su sangre, con todo su ser, con todo su destino.
Sus pensamientos no vienen solamente de arriba, sino que son también el
producto de una fiebre que quema su sangre excitada, de una fiebre que
procede de sus nervios vibrantes, de sus sentidos no satisfechos, de todo su
sentimiento vital; por eso es por lo que sus pensamientos, como los de Pascal,
se tienden trágicamente sobre la historia pasional de su alma; con la
consecuencia, elevada hasta el extremo, de aventuras peligrosas, casi mortales:
un drama vivo que nosotros contemplamos emocionados (mientras que los otros
filósofos -biógrafos no ensanchan ni una pulgada el panorama intelectual). Y, sin
embargo, aun en su miseria y tristeza más extremas, no querría Nietzsche
cambiar su vida, su vida peligrosa, por la de otros, que es un modelo de orden,
pues precisamente lo que están buscando los otros por mediación del
conocimiento -una
aequitas animae, un reposo del alma, un muro de contencióncontra la ola de los sentimientos- es lo que más odia Nietzsche, porque
disminuye la vitalidad. Para Nietzsche, tan trágico y tan heroico, la lucha por la
existencia no es buscar protección ni parapeto contra la misma vida; no ¡nada de
seguridad ni de bienestar! «¿Cómo podría uno sentir esta maravillosa inquietud,
esa totalidad de existencia, sin interrogar, sin temblar continuamente de
curiosidad y de placer por esa eterna pregunta?», inquiere Nietzsche orgullosamente,
menospreciando así a los espíritus domésticos, caseros, que
viven satisfechos. Que se hielen en el frío de la certeza, que se encierren en la
cáscara de un sistema; a él sólo lo atraen el revuelto oleaje, la aventura, la
multiplicidad seductora, la tentación ardiente, el eterno encanto y la eterna
desilusión. Que continúen los otros practicando su filosofía, encerrados en la
frialdad de un sistema, como si fuera un negocio, aumentando honradamente y
con economías lo que poseen hasta crearse una fortuna; a él le atraen el juego,
la riqueza suprema, su propia existencia. Pues él, tan aventurero, ni aun su propia
vida anhela poseer; quiere algo más heroico: «No es la vida eterna lo que
importa, sino la vitalidad eterna.»
Con Nietzsche aparece por primera vez, en el vasto mar de la filosofía
alemana, el pabellón negro del pirata: un hombre de otra especie, de otra raza,
un nuevo heroísmo, una filosofía despojada de las vestiduras sabias, pero
provista de una armadura para la lucha. Los navegantes del espíritu que lo han
precedido, aunque heroicos y audaces, habían descubierto solamente imperios y
continentes con fines utilitarios, como conquista para la civilización y para la
humanidad, a fin de completar también el mapa geográfico de la filosofía y
conocer, cada vez más, la porción de
terra incognita del pensamiento. Ellosplantan su bandera de Dios o del espíritu en las nuevas tierras que conquistan;
edifican ciudades, templos, calles en esas regiones antes desconocidas, y tras
ellos llegan los gobernantes o los administradores para cultivar los nuevos
campos y recoger sus cosechas, es decir, llegan los comentadores, los
profesores, los hombres de cultura. Pero el sentido último de sus trabajos era el
descanso, la paz, la seguridad; quieren aumentar las posesiones del mundo,
propagar las normas y las leyes, todo lo que es orden superior. Níetzsche, al
contrario, entra en la filosofía alemana como entraron en el Imperio español los
filibusteros del final del siglo XVI, un enjambre de desesperados sin patria, sin
amor, sin rey, sin bandera y sin hogar. Lo mismo que aquéllos, nada conquista
Nietzsche para sí ni para los que lo siguen, ni para un rey, ni para un dios, ni aun
para una fe, sino sólo por la satisfacción de la conquista misma, pues nada
pretende ganar, ni poseer, ni conquistar. No hace pactos con nadie, ni se edifica
ninguna casa, desprecia la estrategia filosófica y no busca secuaces: él, el
eterno apasionado, el destructor de todo reposo gris, de toda habitación cómoda,
desea únicamente saquear, destruir la propiedad, la paz y el goce de los
hombres; desea tan sólo propagar, a sangre y fuego, esa vitalidad que él ama
tanto como aman los hombres la tranquilidad y el reposo. Aparece de un modo
audaz; echa abajo las murallas de la moral y las empalizadas de la fe; no da
cuartel a nadie; ningún veto, procedente de la Iglesia o de la realeza, es capaz
de detenerle; detrás de él, como detrás de los filibusteros, quedan las iglesias
profanadas, los santuarios violados, los sentimientos escarnecidos, las creencias
asesinadas, los rebaños de la moralidad dispersos y un horizonte en llamas,
como monstruoso faro de osadía y de fuerza. Pero nunca vuelve la vista hacia
atrás, ni para regocijarse con lo que deja, ni para gozarse en su posesión; su fin,
lo que persigue, es lo desconocido, lo ignoto a inexplorado, es el infinito; su
único placer es ejercer el poder, «sacudir la somnolencia» Continuamente
apareja su nave para nuevas aventuras, libre, sin creencia alguna, sin patria,
hermano de la inquietud y amante de lo infinito. Espada en mano y con el barril
de pólvora a sus pies, aleja su nave de la costa y, solo ante los peligros, canta
para s mismo, en honor suyo, su magnífico canto del pirata, si canto de fuego,
su canto del destino:
Sí, ya sé de dónde vengo; como la llama insaciable me con sumo; todo lo que
tocan mis manos se vuelve luz y lo que arrojo no es ya más que carbón.
Seguramente soy una llama...
PASIÓN DE SINCERIDAD
Sólo un mandamiento hay para ti: sé puro.
Passio nuova o Pasión de sinceridad:
tal es el título de una obra que seproponía escribir Friedrich Nietzsche; pero este libro nunca fue escrito. Mas, si
no fue escrito, fue vivido, pues la pasión por la sinceridad, una sinceridad
fanática, un amor exaltado por la verdad, llevado hasta el tormento, es el eje
alrededor del que gira todo el desarrollo de Nietzsche. Como un resorte de acero
que mantiene en tensión su pensamiento, esta pasión está clavada en su carne,
embutida en su cerebro, aferrada a sus nervios, y ese resorte es lo que le hace
mantenerse erguido siempre ante todos los problemas de la vida.
Sinceridad, honradez, pureza; uno se sorprende un poco al no encontrar,
precisamente en un «amoralista» como Nietzsche, ningún otro impulso que sea
más extraño, que sea diferente del que los burgueses, los tenderos, los
comerciantes y los abogados llaman, con orgullo, su virtud; honradez, sinceridad
hasta la tumba, es decir, una verdadera y auténtica virtud intelectual de gente
vulgar, un sentimiento convencional y mediocre. Pero al hablar de sentimientos,
lo único que cuenta es su intensidad, el sentimiento en sí, nada; y a las
naturalezas demoníacas les es dado recobrar la noción trivial, vulgar, para
llevarla a un caos creador, a una esfera infinita. Ellas saben dar a los elementos
más insignificantes y más convencionales el calor del fuego y el éxtasis de la
exaltación; lo que un ser demoníaco toma en sus manos, lo convierte siempre en
caótico a indómito; por eso la sinceridad de Nietzsche nada tiene que ver con la
correcta honradez de los hombres de orden; su amor hacia la verdad es una
llama, es un demonio, un demonio de claridad, un ave de rapiña salvaje,
hambrienta y anhelante de botín, dotada de los instintos más finos de los
animales carniceros, Una sinceridad como la de Nietzsche nada tiene que ver
con el instinto de prudencia enjaulada, domesticada, atemperada, de los
comerciantes, y menos aún con la sinceridad grosera y brutal, a lo Kohl-haas, de
muchos pensadores (por ejemplo, Lutero) que, llevando a su derecha y a su
izquierda sendas anteojeras, se precipitan furiosamente por el camino de una
sola verdad, que es la suya. Por poderosa y hasta brutal que pueda parecer a
veces la pasión de Nietzsche por la verdad, es sin embargo demasiado nerviosa,
demasiado cultivada, para poder ser limitada; nunca se para ni se obstina, sino
que, vibrando, va de problema en problema, como una llamarada, iluminándolos
y consumiéndolos sin que ninguno llegue a saciarla. Esa dualidad es magnífica;
siempre, en Nietzsche, la sinceridad y la pasión están en el mismo plano. Puede
ser que nunca un tan destacado genio psicológico haya tenido una estabilidad
ética tan grande ni tanto carácter.
Por eso, Nietzsche está predestinado a ser un pensador claro: el que
comprende y practica la psicología con pasión, siente todo su ser Heno de aquel
placer que sólo sienten los que son perfectos. Sinceridad, verdad; esa virtud
burguesa que se siente materialmente como fermento de toda vida espiritual,
produce las sensaciones de la música. Las magníficas exaltaciones, los
crescendo
en contrapunto que hay en su amor son como una fuga de manomaestra, pasando, con compás tempestuoso, desde el viril
andante a unespléndido
maestoso, renovándose continuamente en magnífica polifonía. Laclaridad se hace mágica. Ese hombre medio ciego, que anda tanteando el
terreno y que vive en la oscuridad, como los búhos, tenía, para la psicología, una
mirada de halcón, una mirada que se precipita en un segundo desde lo alto del
cielo altísimo de sus pensamientos tras la pista más oculta, descubriendo
infaliblemente los matices más parecidos de un color. Ante ese inaudito
conocedor, ante ese psicólogo sin rival, no es posible ocultarse ni disimularse;
sus ojos, como los rayos de Roentgen, atraviesan los vestidos y la piel y la carne
y los cabellos hasta llegar al fondo de cada problema. Y del mismo modo que
sus nervios reaccionan, con los cambios de presión atmosférica, como un
aparato de precisión, su intelecto, provisto de nervios también de precisión,
registra con la misma fidelidad cualquier matiz espiritual. La psicología de
Nietzsche no proviene de su inteligencia dura y lúcida como el diamante, sino
que es parte integrante de la hipersensibilidad característica de su cuerpo; él
siente, husmea, ventea («Mi genio está en mi olfato») con espontaneídad de
función física todo aquello que no es completamente puro y completamente sano
en los negocios humanos a intelectuales. «Una lealtad extrema frente a todo el
mundo» es, para él, no sólo un dogma moral, sino condición primaria elemental,
precisa, para su existencia. «Peligro cuando estoy en un medio ímpuro.» La falta
de luz, la suciedad moral, lo deprimen y lo irritan del mismo modo que la
pesadez de la atmósfera deprime también sus nervios o la pesadez de los
alimentos mal condimentados oprime su estómago; su cuerpo reacciona antes
de que lo haga su espíritu. « Siento una irritabilidad muy desagradable en el
instinto de pureza, de modo que la percibo fisiológicamente en las entrañas de
las almas, y en sus proximidades.» Todo lo que está adulterado por el
moralismo, hiere desagradablemente su olfato y le hace detectar la mentira: el
incienso de la iglesia, la frase patriótica o cualquier otro narcótico de la
conciencia. Tiene un olfato finísimo para todo lo que huela a podrido, a
corrompido o a malsano, un olfato que descubre toda mezquindad intelectual;
así, pues, la claridad, la pureza, la limpieza, significan, para su intelecto, condiciones
tan necesarias para su existencia como para su cuerpo es necesario el
aire puro (ya lo dije antes). Ésa es la psicología verdadera tal como él mismo la
define al llamarla «interpretación del cuerpo»; es decir, prolongación de una
disposición nerviosa en lo cerebral. Todos los demás psicólogos parecen
pesados y romos sí se los compara con este caso de sensibilidad adivinatoria. Ni
siquiera Stendhal, que estaba provisto de nervios de gran delicadeza, puede ser
comparado con Nietzsche, porque a aquél le faltan el acento apasionado, la
insistencia vehemente, se limita a anotar observaciones, mientras que Nietzsche
pone toda su alma en el menor detalle, se precipita sobre el menor
conocimiento, del mismo modo que el ave de presa se lanza desde enormes
alturas sobre algún pequeño animalillo. Sólo Dostoievski tíene nervios tan
clarividentes (producto igualmente de una hipersensibilidad, de una enfermedad
dolorosa), pero Dostoievski es inferior a Nietzsche en lo que se refiere a la
veracidad. Puede ser injusto, puede exagerar a veces, pero Nietzsche nunca
cede una pulgada de verdad, ni aun en medio del éxtasis. Por eso nadie tuvo
nunca una tan gran predisposición a la psicología como la que tuvo Nietzsche;
nunca un espíritu estuvo tan bien constituido para actuar de barómetro del alma;
nunca el estudio de los valores poseyó un aparato de precisión tan exacto, tan
sublime, como Nietzsche.
Pero no basta a la psicología disponer de un escalpelo cortante, fino, exacto;
no basta el tener un instrumento espiritual perfecto; necesita también que la
mano del psicólogo sea de acero duro y templado; necesita una mano que no
retroceda ni tiemble durante la operación; pues a la psicología no le basta el
talento, sino que precisa también carácter, exige el valor de «pensar todo lo que
se sabe». En un caso como el de Nietzsche, que se podría considerar ideal, se
trata de una facultad de conocer, junto a una fuerte voluntad de saber, de conocer.
El psicólogo de verdad debe « querer» ver allá donde «puede ver»; no debe
dejar que su pensamiento se desvíe como consecuencia de una indulgencia
sentimental, de una timidez personal o de un temor innato; no debe
adormecerse por escrúpulos o por sentimientos. Esos guardianes «cuyo deber
es la vigilancia» no pueden tener espíritu de conciliación, ni magnanimidad, ni
timidez, ni compasión; no pueden tener, en fin, ninguna debilidad o virtud de
burgués o de hombre mediocre. No les está permitido a esos guerreros, a esos
conquistadores del espíritu, el dejar escapar con indulgencia alguna verdad que
han podido capturar en algunas de sus expediciones. En lo que se refiere al
conocimiento, « la ceguera no es sólo error, sino cobardía», y la indulgencia es
un crimen, pues aquel que tiene miedo o vergüenza de hacer daño, aquel que
teme oír los gritos de los desenmascarados o retrocede ante la fealdad del
desnudo, ése no ha de descubrir nunca el último secreto. Toda verdad que no
alcance el punto más extremo posible, toda veracidad que no sea absoluta, no
constituye nunca un valor absoluto. De ahí viene la severidad de Nietzsche con
aquellos que, por pereza o cobardía de pensamiento, descuidan el deber
sagrado de la firmeza; de ahí la cólera contra Kant por haber introducido en su
sistema, por una puerta secreta, volviendo al mismo tiempo la mirada hacía otro
lado, el concepto de la divinidad; de ahí su cólera contra aquellos que cierran o
entornan los ojos frente a la filosofía, frente «al diablo o el demonio de la oscuridad
», y que echan un velo sobre la última y suprema verdad. No hay
verdades de gran estilo que surjan por adulación; no hay grandes secretos que
puedan ser descubiertos en una charla llana y familiar; la naturaleza sólo se deja
arrancar sus secretos más preciosos a la fuerza, con violencia, con tenacidad;
gracias a la brutalidad se puede hacer la afirmación, en una moral de gran estilo,
de «la majestad y la atrocidad de las exigencias infinitas» Todo lo que está
oculto exige mano dura a intransigente; sin firmeza no hay sinceridad ni «
conciencia de espíritu» «Donde desaparece mi sinceridad, quedo en las
tinieblas, allí donde quiero saber, quiero también ser sincero; es decir: duro,
severo, intransigente, cruel a inexorable.»
No se piense que Nietzsche ha recibido ese radicalismo, esa dureza y esa
implacabilidad como regalo del destino; no, todo eso lo ha comprado, y el precio
ha sido su vida, su reposo, su tranquilidad, su bienestar. Siendo la naturaleza de
Nietzsche, en su origen, dulce, buena, accesible, hasta alegre y bien dispuesta,
ha necesitado una fuerza de voluntad verdaderamente espartana para hacerse
inexorable a inaccesible a sus propios sentimientos; la mitad de su vida la ha
pasado, puede decirse, en el fuego. Hay que estudiarlo profundamente para lograr
comprender lo doloroso de ese proceso moral, pues Nietzsche quema, junto
con su debilidad, su mansedumbre y su bondad: todo lo humano que hay en él y
que lo une a la humanidad; destruye sus amistades, sus relaciones, y su último
pedazo de vida llega a ser tan ardiente, tan al rojo por su propio fuego, que los
que quieren tocarlo se abrasan la mano. Así como se cura una herida por medio
del cauterio, así también Nietzsche cauteriza su sentimiento para conservarlo
limpio y sano; se cura a sí mismo, sin compasión, con el hierro candente de su
amor a la verdad; por eso su soledad es una soledad buscada, forzada. Pero
como verdadero fanático, sacrifica todo lo que él ama, sacrifica incluso a Richard
Wagner, cuya amistad fue para él el más precioso de los hallazgos; se vuelve
pobre, solitario, odiado, aislado, infeliz, y todo por ese apostolado de la verdad,
de la sinceridad, que quiere cumplir completamente. Como todos aquellos que
están en poder del demonio, la pasión (en él es pasión de sinceridad) se
convierte, poco a poco, en una monomanía que llega a destruir, con su fuego,
todos los bienes de la vida; como todos los que están en poder del demonio,
acaba por no tener ya nada más que esta pasión. Hay, pues, que descartar de
una vez esas preguntas, propias de un maestro de escuela, que dicen, por
ejemplo: «¿qué quería Nietzsche?», « ¿qué quería decir Nietzsche?», «¿qué
sistema filosófico profesaba Nietzsche?»: Nietzsche nada quiere, sino que está
en poder de una pasión inconmensurable hacia la verdad. Nada persigue;
Nietzsche nunca piensa para, con su pensamiento, instruir al mundo o hacerlo
mejor, ni para buscar una posición tranquila; el éxtasis del pensamiento es su
único fin, y en el pensar están el único placer, la única recompensa, la única
voluntad (egoísta y elemental, como toda pasión demoníaca). Nunca en ese
despliegue de fuerzas se refiere a una «doctrina»; hace tiempo que está más
allá «de esa puerilidad del principiante que es el dogmatismo» y más lejos
todavía de toda religión. («En mí nada hay de común con el fundador de una
religión, la religión es asunto del pueblo.») Nietzsche practica la filosofía como
quien practica un arte y, como un verdadero artista, no busca el resultado, ni
cosas fríamente definitivas, sino únicamente un estilo, « el estilo de la moral», y,
como un verdadero artista también, experimenta los escalofríos de la inspiración.
Por eso es probablemente un error dar a Nietzsche el nombre de filósofo, es
decir, amigo del saber, pues en el hombre apasionado falta toda sabiduría y
nada había más lejos del ánimo de Nietzsche que el ir a parar a un equilibrio
intelectual, a un reposo, a una tranquilidad, a una sabiduría gris y satisfecha, a
una convicción firme y perenne. Él va usando y consumiendo nuevas
convicciones, después las arroja lejos de sí y por eso pudiera ser llamado más
bien un «filaleta», es decir, un amante apasionado de Aleteya, de la verdad, de
esa diosa virginal y cruel que sin cesar, como Artemisa, encadena a su amante
en una cacería eterna para permanecer, sin embargo, siempre inaccesible tras
su velo desgarrado. La verdad, como la comprende Nietzsche, no es una verdad
rígida, cristalizada, sino una voluntad ardiente de ser sincero y de permanecer
siempre así; para él, no es la verdad el término final de una ecuación, sino una
elevación constante y demoníaca hacia una tensión mayor del sentimiento vital,
una exaltación de la vida en toda su plenitud; Nietzsche no quiere jamás, en
ningún caso, ser feliz, sino sincero. No busca el reposo (como el noventa por
ciento de los filósofos), sino que, como servidor y esclavo del demonio, busca lo
superlativo de todas las excitaciones, de todos los movimientos. Pero toda lucha
por lo inaccesible adquiere carácter de heroísmo, acaba necesariamente en una
consecuencia fatal y sagrada: en la caída.
Una hipertensión tan fanática de la necesidad de sinceridad, una exigencia tan
implacable y peligrosa como la de Nietzsche, entran necesariamente en lucha
con el mundo, en una lucha asesina y suicida al mismo tiempo. La naturaleza,
que es la mezcla de mil elementos, se defiende siempre de todo radicalismo
unilateral. La vida es, al fin y al cabo, conciliación, indulgencia (eso es lo que
Goethe comprendió pronto y practicó en seguida con sabiduría) Es necesario,
para conservar el equilibrio, someterse a situaciones intermedias, concesiones,
compromisos y pactos. Y aquel que tiene la pretensión antinatural y
antropomorfa de no vivir superficialmente, de no aceptar la superficialidad, las
concesiones en este mundo, aquel que quiere arrancarse con violencia esa serie
de lazos que forman una red tejida por los siglos, éste se opone, no sólo a la
humanidad, sino a la naturaleza. Cuanto más pretende un individuo «querer ser
completamente puro», tanta más enemistad se atrae de sus contemporáneos.
Ya sea que, como Hölderlin, pretenda querer dar una forma esencialmente
poética a una vida que, en esencia, es prosaica, ya sea que pretenda, como
Nietzsche, «pensar en claro» dentro de la tremenda confusión de las vicisitudes
humanas; en ambos casos, ese deseo insensato, pero heroico, constituye una
sublevación contra las normas y las reglas, lo cual trae como consecuencia que
el temerario se vea rodeado del aislamiento más irremediable y de una guerra
sin esperanza. Lo que Nietzsche llama la «mentalidad trágica», la resolución de
llegar hasta el fin del sentimiento, pasa desde el espíritu a la realidad, creándose
así la tragedia. El que quiere acatar en la vida sólo una ley, el que, en el caos de
las pasiones, quiere hacer prevalecer una sola pasión, se convierte en un
solitario y como tal sucumbe; si es un soñador, no pasa de ser un inconsciente,
pero es un héroe si conoce el peligro y lo desafía. Nietzsche, aunque apasionado
de la verdad, es de los conscientes. Conoce el peligro a que se expone;
sabe desde el primer momento, desde sus primeros escritos, que sus
pensamientos giran alrededor de un centro peligroso y trágico, sabe que su vida
es también peligrosa, pero (como buen héroe intelectual) ama la vida a causa de
este peligro. «Edificad vuestras casas al borde del Vesubio», grita a los filósofos
para espolearles hacia un concepto elevado de la vida, pues « el grado de
peligro en que un hombre vive, por su voluntad», es la única medida de su
grandeza. Sólo aquel que sabe jugarse el Todo puede ganar el Infinito; sólo el
que arriesga su propia vida puede dar a su estrecha forma terrestre un valor
infinito.
Fiat veritas, pereat vita: qué importa que la vida perezca si se salva laverdad. La pasión es más que la existencia, el sentido de la vida es más que la
misma vida. Con pujanza monstruosa, en su éxtasis, Nietzsche va dando a este
pensamiento una forma grandiosa y que sobrepasa a su destino: «Todos preferimos
la ruina de la humanidad a la ruina del conocimiento.» Cuanto más
peligrosos se vuelven la suerte, el destino, tanto más adivina ya en el cielo el
rayo suspendido sobre su cabeza, y el deseo de ese conflicto supremo se hace
cada vez más fatídicamente gozoso. «Conozco mi destino», dice la víspera de
su caída. «Un día mi nombre irá unido al recuerdo de algo extraordinario, el
recuerdo de una crisis sin rival en el mundo, el recuerdo de la más grande lucha
en la conciencia, el recuerdo de una conjuración contra aquello que, hasta
entonces, había sido tenido por artículo de fe sagrada»; pero Nietzsche ama el
máximo abismo de todo conocimiento y todo su ser marcha hacia esta
conclusión mortal: «¿Qué dosis de verdad puede soportar un hombre?» Ésa fue
la pregunta que durante toda su vida se hizo ese gran pensador, pero, para
medir la capacidad de resistir la verdad, se necesita antes franquear la zona de
seguridad, a fin de llegar al escalafón en el cual el hombre ya no la soporta ese
escalafón en que el conocimiento se hace ya algo mortal, donde la luz es ya tan
fuerte que ciega. Y precisamente esos últimos pasos son los más inolvidables y
más emocionantes de la tragedia de su vida: nunca su espíritu estuvo más
lúcido, nunca su alma fue más apasionada, nunca sus palabras fueron más
musicales y alegres que cuando, con plena conciencia, con plena voluntad se
arroja desde las alturas de su vida a las profundidades de la nada.
HACIA SÍ MISMO
La serpiente que no puede mudar la piel, perece; del
mismo modo, los espíritus que se ven impedidos de
cambiar de opinión, dejan de ser espíritus.
Los hombres de orden son habitualmente ciegos para descubrir lo que es
original, pero tienen un instinto infalible para señalar lo que les es hostil; mucho
antes de que Nietzsche se presentara como amoralista a incendiario de sus
refugios morales, intuyeron ya que era un enemigo; esos hombres presintieron
mucho más de él que lo que él mismo podía saber de sí. Les era molesto (nadie
ha practicado con tanta pericia
the gentle art of making enemies), porque erapara ellos un tipo dudoso, un
outsider de todas las categorías, una mezcla defilósofo, filólogo, revolucionario, artista, literato y músico; desde el primer
momento le odiaron los especialistas porque traspasaba sus límites. Apenas
Nietzsche, como filólogo, publicó su primera obra, Wilamowitz, maestro de la filología
(en maestro quedó, mientras Níetzsche se elevaba hacia la inmortalidad),
lo fustiga delante de todos sus colegas: los wagnerianos desconfían (y muy
justamente) del apasionado defensor; los filósofos, de sus filosofías; antes de
haber salido de la crisálida de la filología, antes de que le hayan nacido las alas,
tiene ya contra sí a los especialistas. Solamente el genio, que conoce todas las
mudanzas, solamente Richard Wagner ama a ese espíritu que ha de ser su
enemigo. Pero todos los demás olfatean el peligro en su manera audaz de ser,
en su manera de caminar; adivinan en él a aquel que no está nunca seguro y
que no ha de permanecer mucho tiempo fiel a sus convicciones, adivinan en él
esa libertad absoluta que todo hombre libre practica con todas las cosas y, por
tanto, consigo mismo; a incluso hoy, cuando su autoridad los intimida y aplasta,
los especialistas querrían volver a encerrar de nuevo al <>
ley» en un sistema, en una doctrina, en una religión o en una misión; querrían
verlo atado a las convicciones, como lo están ellos mismos, encerrado entre las
cuatro paredes de una concepción del universo (precisamente lo que más temía
Nietzsche); lo definitivo, lo absoluto, es lo que ellos querrían imponer a ese
hombre que ahora ya no puede defenderse, y querrían también colocar a ese
gran nómada en un templo (ahora que ya ha conquistado el mundo infinito del
espíritu), en un palacio, cosa que él no deseó nunca.
Pero Nietzsche no puede ser encerrado en una doctrina, ni clavado en una
convicción -nunca se ha pretendido en estas páginas sacar la conclusión, a la
manera de un maestro de escuela, de que de esta tragedia del espíritu surgió
una «teoría del conocimiento»-; nunca este apasionado de todos los valores
quiso sujetarse a las palabras de su propia boca, ni a una convicción de su espíritu,
ni a una pasión de su alma. «Un filósofo utiliza o consume convicciones»,
responde altaneramente a los espíritus sedentarios que se jactan
orgullosamente de su firmeza de voluntad y de sus convicciones; cada una de
sus convicciones es algo provisional; y hasta su propio « yo», su piel, su cuerpo,
su estructura intelectual, no han sido jamás a sus ojos más que «un asilo de
numerosas almas» Una vez llega a pronunciar la frase más atrevida: « Es
pernicioso para el pensador estar sujeto a una sola persona. Cuando uno ha
llegado a encontrarse a sí mismo, es necesario intentar perderse de nuevo, para
después volverse a encontrar.» Su modo de ser constituye, en él, un modo de
transformarse, un modo de perderse para hallarse nuevamente, es decir, un
eterno cambio sin reposo ni quietud; por eso el único imperativo de vida que se
encuentra en sus escritos es: «Llega a ser lo que eres.» Goethe ha dicho
irónicamente que estaba siempre en Jena cuando se le buscaba en Weimar, y la
imagen preferida de Nietzsche, que se refiere a la piel de la serpiente, se
encuentra ya cien anos antes en una carta de Goethe; pero ¡cuán contrarios son
el desenvolvimiento reflexivo de Goethe y los cambios eruptivos de Nietzsche!
Pues Goethe va engrandeciendo su vida alrededor de un punto fijo, del mismo
modo que un árbol añade cada año un anillo más a la circunferencia de su
tronco, y aunque se libra de la coraza exterior, cada vez se hace más sólido,
más robusto, más alto, y, por tanto, su mirada alcanza cada vez más lejos. El
desarrollo de Goethe se efectúa de un modo paciente, con una fuerza que crece
progresivamente, así como aumenta su resistencia, la defensa de su propio
«yo», que se robustece a la vez que su crecimiento, mientras que Nietzsche
tiene un desarrollo violento, producido por la vehemencia de su voluntad. Goethe
crece sin sacrificar ni un ápice de sí mismo; no necesita negarse para ascender;
Nietzsche, en cambio, es el hombre de las metamorfosis, que se ve obligado a
destruirse para reconstruirse después. Todas sus conquistas y descubrimientos
intelectuales provienen de heridas de su propio «yo» o de creencias perdidas, es
decir, de descomposición; para subir más, necesita ir arrojando pedazos de sí
(mientras que Goethe nada sacrifica y se limita a hacer cambios químicos,
alquitarados, de sus elementos). Nietzsche, para alcanzar una mirada más
amplia, ha de pasar por caminos de dolor y de destrozo: «La ruptura de todo
lazo individual es dura, pero me nace un ala en cada sitio donde antes había una
atadura.» Como naturaleza demoníaca, no conoce otra transformación que la
brutal, la violenta, la que se opera por combustión; así como el Fénix ha de
pasar todo su cuerpo por el fuego destructor para renacer de sus propias
cenizas, con un nuevo canto, un nuevo plumaje, unas nuevas alas, así, para
Nietzsche, los hombres espirituales deben pasar por el fuego de la contradicción
devoradora para que el espíritu se eleve sin cesar, libre de toda convicción.
Nada queda de lo anterior en su visión del universo, en sus transformaciones,
de ahí que sus nuevas fases no se deslicen una después de otra, dulce y
fraternalmente, sino hostilmente; siempre se encuentra en el camino de
Damasco. No se trata de una fe que cambia de creencia o de sentimiento, sino
de infinidad de creencias, pues cada nuevo elemento espiritual penetra en él, no
sólo por el espíritu, sino hasta sus entrañas; sus conocimientos morales o
intelectuales se transforman en él químicamente, cambiando el curso de su
sangre, su sentimiento y sus pensamientos. A la manera de un jugador
insensato (como lo exige un día Hölderlin de sí mismo), se juega «toda su alma
a la potencia destructiva de la realidad» y, desde el principio, las impresiones
que recibe parecen erupciones volcánicas. En su juventud lee en Leipzig El
mundo como voluntad y como representación,
de Schopenhauer, y eso le impidedormir durante diez días; toda su alma, todo su ser, se ven agitados como por un
ciclón; la fe sobre la que se apoyaba se derrumba con estrépito y, cuando su
espíritu deslumbrado sale poco a poco de ese vértigo y recobra su sangre fría,
se encuentra frente a una filosofía completamente nueva, frente a un concepto
de la vida completamente distinto. Del mismo modo, su amistad con Richard
Wagner es también una fuente de amor apasionado que ensancha
enormemente la enjundia de su sensibilidad. Cuando regresa de Triebschen a
Basilea, su vida toma otro rumbo: de la noche a la mañana ha muerto en él el
filólogo y la perspectiva del pasado, es decir, la historia, ha hecho sitio al
porvenir. Y es precisamente porque toda su alma está llena de este amor
espiritual, por lo que su ruptura con Wagner abre en él una herida ardiente y casi
mortal, que continuamente supura y que ya no ha de cerrarse ni cicatrizarse
nunca de un modo completo. Siempre, como en un terremoto, se hunde el
edificio de sus convicciones por las sacudidas espirituales, y Nietzsche, en cada
caso, se ve obligado a reconstruirse de arriba abajo. Nada se desarrolla en él
suavemente, silenciosamente, orgánicamente, como crecen las cosas en la
Naturaleza; nunca su individualidad se desarrolla por un trabajo oculto,
creciente; no: todo, hasta sus propios pensamientos, brota a golpes como una
chispa eléctrica; es necesario siempre que sea destruido su mundo interior para
que de sus ruinas salga un nuevo cosmos. Esa fuerza tempestuosa de las ideas
en el cerebro de Nietzsche no tiene parangón: «Quiero verme libre -dice un díade
esa fuerza expansiva de mis sentimientos que se desarrolla en mis
producciones; muchas veces me ha venido el pensamiento de que un día voy a
morir repentinamente por este motivo.» Y verdad es que hay algo que muere en
él repentinamente en esos procesos de renovación; siempre hay algo que se
desgarra en sus tejidos internos, como sí un acerado cuchillo penetrase en sus
entrañas para cortar todos los vínculos, todas las relaciones anteriores. Su
refugio espiritual se ve quemado por las nuevas inspiraciones, quemado hasta
quedar inservible. Las transformaciones de Nietzsche van acompañadas de
calambres y convulsiones de muerte y de parto. Nunca un ser humano se ha
desarrollado con tormentos tan terribles; ningún hombre se ha herido tan
profundamente en la búsqueda de sí mismo. En realidad, todos sus libros no son
-si hemos de hablar con propiedad- más que informes clínicos de esas
operaciones, la exposición de métodos de sus vivisecciones: manuales de
partos espirituales. «Mis libros sólo hablan de las victorias sobre mí mismo.»
Son la historia de sus transformaciones, de sus preñeces, de sus partos, de sus
muertes, de sus resurrecciones; una historia de descomunales guerras
sostenidas sin piedad contra su «yo»; una historia de castigos y ejecuciones y,
en su conjunto, una biografía de todos esos hombres diferentes que ha ido
siendo Nietzsche en el transcurso de su vida intelectual.
Lo que hay de característico en las transformaciones de Nietzsche es que la
línea de su vida representa, en cierto modo, un movimiento retrógrado.
Tomemos a Goethe (siempre es Goethe con quien nos encontramos, como lo
más simbólico de los fenómenos humanos) como prototipo de una naturaleza
orgánica que, de modo misterioso, marcha al unísono con el ritmo del universo;
vemos que las formas de su desarrollo son un reflejo de las edades de su vida.
Goethe es, en su juventud, fogosamente exuberante; cuando hombre, es
sensato en su actividad; en su vejez, su mirada es toda luz; el ritmo de su
pensamiento corresponde orgánicamente a la temperatura de su sangre. El caos
es su principio (como pasa siempre en los jóvenes), el orden, su final (como
pasa siempre en los ancianos); el orden está al final de su carrera; allí se vuelve
conservador, cuando antes fue revolucionario; allí se encuentra convertido en
hombre de ciencia, cuando antes fue ocultista; allí es un administrador de sí mismo,
cuando antes sólo sabía prodigarse. Nietzsche sigue el camino contrario al
de Goethe; mientras éste aspira a lazos que den firmeza a su ser, busca
Nietzsche una disgregación apasionada; como en todos los caracteres demoníacos,
cada vez hay más fuego en su pasión, más impaciencia; cada vez es
más tempestuoso, más revolucionario, más caótico. Hasta su aspecto exterior
está en completa oposición con la evolución normal. Nietzsche comienza siendo
viejo. A los veintiún años, cuando sus camaradas se entregan aún a las bromas
estudiantiles y celebran sus ritos báquicos, cuando vacían interminables jarros
de cerveza y desfilan a «paso de oca», Nietzsche es ya todo un profesor,
propietario de la cátedra de Filosofía en la Universidad de Basílea. Sus amigos
son hombres de cincuenta a sesenta años, grandes eruditos como Jacob
Burckhardt y Ritschl. Su íntimo amigo es el más serio artista de su tiempo:
Richard Wagner. Una severidad implacable, una objetividad inflexible, lo hacen
pasar siempre por un sabio, nunca por un artista, y todos sus libros tienen un
aire didáctico más propio de un hombre de experiencia que de un principiante.
Con toda su fuerza trata de ahogar sus aficiones poéticas, su alma profesional;
como un grave profesor universitario, fosilizado por los años, está encorvado
sobre sus escritos; elabora índices, y se place en revisar polvorientos legajos de
viejos papeles. La mirada de Nietzsche por aquel entonces está vuelta hacia el
pasado: hacía la historia, hacia lo muerto, hacia lo que fue; los placeres de su
vida están encerrados entre los muros de una manía por lo antiguo; su alegría y
su ardor se ocultan tras la dignidad del profesor; su mirada está siempre fija en
los libros o en problemas de erudición. A los veintisiete años, El
origen de latragedia
abre un primer foso en el presente, pero el autor lleva todavía la seriamáscara del filólogo, y sólo ocultamente hay ya en esa obra un brillo de cosas
futuras, una chispa de amor al presente y una pasión por el arte. A los treinta
años, edad en que el hombre normal empieza a convertirse en un reposado
burgués, edad en que Goethe llega a ser consejero, edad en que Kant y Schiller
son ya profesores, a esa edad, Nietzsche abandona sus tareas oficiales y se
aleja de su cátedra con un suspiro de alivio: ése es su primer avance hacia sí
mismo, su primer empujón hacia su mundo, su primer cambio íntimo, y esa
primera ruptura constituye el principio del artista. El verdadero Nietzsche
comienza con su entrada en el presente, es ya este Nietzsche trágico,
intelectual, con su mirada dirigida siempre hacia lo futuro, lleno de nostalgia por
el hombre que ha de venir. Entretanto, brotan sus impulsos de transformación,
surgen cambios radícales en lo más íntimo de su ser, pasa bruscamente de la
filología a la música, de la gravedad al éxtasis, de la paciencia positiva a la
danza. A los treinta y seis años, Nietzsche es ya libre, inmoralista, escéptico,
poeta y músico, más joven que en su juventud, libre del peso del pasado y de su
propia ciencia, libre también del presente y compañero sólo del hombre futuro,
del hombre del más allá. Por eso, en vez de estabilizarse su vida con los años,
como le pasa al artista normal, en vez de arraigarse, de hacerse más positivo, se
libra apasionadamente de todos los vínculos, de todas las relaciones. El ritmo de
ese rejuvenecimiento es verdaderamente monstruoso. A los cuarenta años, el
lenguaje de Nietzsche, sus pensamientos, su ser, tiene más glóbulos rojos, más
lozanía, más colorido, más temeridad, más pasión y más música que a los
diecisiete, y el solitario de Sils-Maria marcha con un paso más ligero, más alado,
más ingrávido que el antiguo profesor de veinticuatro años, que era prematuramente
viejo.
Por eso en Nietzsche se intensifica el sentimiento de la vida en vez de
adormecerse; sus metamorfosis se hacen cada vez más rápidas, libres, ligeras,
múltiples, convulsivas, malignas, patológicas; ya no encuentra en ninguna parte
un punto de reposo para su espíritu inquieto. Apenas se para, su piel «se seca y
se rompe»; por último, su propia vida es incapaz de seguir esas transformaciones,
esas renovaciones, que se realizan con un ritmo cinematográfico, en el que
las imágenes titilan de continuo. Precisamente aquellos que creen conocerlo
mejor, los amigos de su juventud, que ya están encadenados a la ciencia, a sus
convicciones o a un sistema, se llenan de sorpresa al verle tan diferente cada
vez que tienen un nuevo encuentro con él. Con sobresalto, descubren, en su
figura intelectual rejuvenecida, rasgos nuevos que en nada se parecen a los de
antes. Y el mismo Nietzsche, en eterna metamorfosis, cree encontrarse ante un
espectro cuando oye que lo llaman por su antiguo título, cuando oye que lo
«confunden» con el « profesor Friedrich Nietzsche», el filólogo, con aquel
hombre envejecido por la erudición de hace ya -apenas puede recordarlo-, más
de veinte años. Puede ser que nadie haya arrojado lejos de sí su vida pasada
como la arrojó Nietzsche, apartando de su ser hasta los vestigios de sus
sentimientos de antes; de ahí vienen el terrible aislamiento, la terrible soledad de
sus últimos años, pues ha roto todos los lazos de «lo que fue» y su ritmo actual
no le permite crearse nuevos vínculos que lo unan a las cosas nuevas. Pasa
raudo junto a los hombres y a las cosas y, cuanto más se aproxima a sí mismo,
tanto más rápidamente huye de sí. Las metamorfosis de su ser son cada vez
más radicales; cada vez más bruscos sus saltos desde el « sí» al «no»; cada
vez más fuertes sus sacudidas eléctricas. Se devora a sí mismo en un incendio
interior y su camino es un camino de llamas.
Pero a medida que se aceleran esas transformaciones, ganan también en
violencia y en dolor. Las primeras victorias de Nietzsche sobre sí mismo se
reducen a despojarse de algunas creencias de muchacho, es decir, de las
creencias impuestas o formadas en la escuela; esas creencias quedan tras de
sí, como una serpiente deja su piel seca a inútil. Pero cuanto más profundo se
hace su sentido de la psicología, tanto más hondamente ha de escarbar con su
cuchillo en las capas más íntimas de su ser; cuanto más subcutáneas, más
nerviosas, más jugosas, son sus convicciones, tanto más vivas son, tanto más
formadas en su plasma, tanto más violenta ha de ser su extirpación, tanto más
cruenta. Es ya un trabajo de verdugo de sí mismo, de Shylock, una verdadera
operación en su carne palpitante. Finalmente, esa auto-vivisección alcanza las
zonas más íntimas del sentimiento y las operaciones se hacen más dolorosas y
más peligrosas. La amputación del complejo wagneriano, sobre todo, resulta una
intervención quirúrgica extremadamente delicada y casi mortal, porque se realiza
en lo más profundo de su sentimiento, casi en el mismo corazón; linda con el
suicidio, y en su violencia, en su ritmo, tiene algo de asesinato masoquista, pues
en sus abrazos amorosos, en los segundos de unión íntima, su instinto salvaje
hacia la verdad viola, estrangula, lo que le es más querido; pero cuanta más
violencia, mejor; cuanto más cruenta es la victoria sobre sí mismo, tanto más
voluptuosamente goza su ambición en la prueba a la que somete a su fuerza de
voluntad. Como un implacable inquisidor de sí mismo, somete despiadadamente
a cada una de sus más íntimas convicciones a las preguntas de su conciencia y,
con una crueldad voluptuosa, siniestra, contempla los autos de fe de sus ideas
heréticas. Poco a poco, el espíritu de destrucción de sí mismo que anida en
Nietzsche se convierte en una pasión intelectual: «Siento el placer de destruir en
un grado idéntico a mi fuerza destructora.» De la simple transformación de sí
mismo nace el deseo de contradecirse y de ser su propio adversario. Hay
pasajes de sus libros que se contradicen violentamente; a cada « sí», ese
prosélito de sus convicciones sabe poner un correspondiente « no», y a cada «
no» no falta nunca un « sí»; se extiende hacía el infinito para poder desplazar los
polos de sus convicciones a dos puntos opuestos de ese infinito y poder sentir
así la tensión eléctrica que hay entre esos dos polos opuestos, tensión que es
en él la verdadera vida intelectual. Siempre huir, alcanzarse siempre (su «alma
huye de sí misma y trata de encontrarse de nuevo en un círculo más vasto»).
Eso acaba por llevarlo a una excitabilidad extrema y esa exageración llega a
serle fatal. Pues, precisamente cuando la forma de su ser se ha extendido hasta
el infinito, la tensión de su espíritu se rompe: el núcleo de fuego, la fuerza
primitiva y demoníaca, hacen explosión, y esa fuerza elemental destruye, con un
solo choque volcánico, la serie grandiosa de figuras que su espíritu de creador
plástico había sacado de su propia sangre y de su propia vida, en su carrera
hacia el infinito.
DESCUBRIMIENTO DEL SUR
Tenemos necesidad del sur a cualquier precio; necesitamos
acentos límpidos, inocentes, alegres, felices
y delicados.
«Nosotros, los aeronautas del espíritu», dice en una ocasión Nietzsche, lleno
de orgullo, al vanagloriarse de esa libertad de pensamiento que se abre nuevas
sendas a través de un elemento ¡limitado y virgen. Y, efectivamente, la historia
de sus viajes espirituales, de sus excursiones, de sus transformaciones y de sus
ascensiones se realiza en un espacio superior, en un espacio espiritualmente
¡limitado. Como un globo cautivo que continuamente va arrojando lastre,
Nietzsche es cada vez más libre a fuerza de deshacerse de lazos que lo aten o
de pesos que lo entorpezcan, Con cada cable que rompe, con cada
dependencia que arroja lejos de sí, se eleva más y más hacia un horizonte más
amplio, hacia un campo de visión más vasto y hacia una perspectiva personal
fuera de todo tiempo. Innumerables son los cambios de dirección que sufre el
globo antes de caer en el torbellino tempestuoso que ha de destrozarlo; tantas
son esas direcciones, que se hace imposible contarlas o hasta fijarlas. Sólo un
momento decisivo, extraordinariamente importante, se dibuja agudamente y
como un símbolo en la vida de Nietzsche; es como el segundo dramático en que
se suelta el último cable y el aerostato pasa de la cautividad a la libertad, de la
gravedad a la fuerza ascensional. Y este simbólico segundo se encuentra, en la
vida de Nietzsche, en el día en que abandona su puesto de amarre, su patria, su
cátedra, su profesión, para no volver ya a Alemania sino en un vuelo de ave de
paso, en un vuelo despreciativo, en un vuelo que ya se desarrolla eternamente
en un elemento libre. Pues todo lo que sucede antes de esa hora no tiene una
importancia esencial para la personalidad de Nietzsche; sus primeros cambios
sólo son movimientos para conocerse mejor. Y sin su impulso decisivo hacía la
libertad, Nietzsche habría sido siempre un hombre sujeto, un profesional atado a
su rama, un Erwin Rohde, un Dilthey, uno de esos hombres que nosotros
admiramos en su especialidad, pero que no son nunca una revelación para
nuestro mundo interior. Sólo es la aparición de su naturaleza demoníaca, la libre
expansión de su pasión intelectual, el sentimiento de libertad primitiva, lo que
convierte a Nietzsche en una figura profética y transforma su destino en un mito.
Y dado que yo, en esta obra, trato de explicar la vida de Nietzsche como una
tragedia y no como una historia, una tragedia que es una obra maestra del
espíritu, su vida no empieza, para mí, antes de aquel momento en que comienza
en él el artista y se siente consciente de su libertad. Nietzsche, en su crisálida de
filólogo, es un problema para los filólogos: solamente el hombre alado, el «
aeronauta del espíritu», pertenece a la creación literaria.
Esta primera dirección de Nietzsche, en su ruta de argonauta a la búsqueda de
sí mismo, es el sur, y siempre quedará como la metamorfosis de sus
metamorfosis. También, en la vida de Goethe, el viaje a Italia significa algo
decisivo; también Goethe va a Italia en busca de su verdadero «yo», en busca
de la libertad y de una vida creadora, en vez de la vida vegetativa de antes.
Cuando atraviesa los Alpes, cuando los primeros resplandores del sol italiano le
dan en la cars, se produce en él una metamorfosis fuerte como una erupción.
«Me parece –escribe– que regreso de una excursión a Groenlandia.» También
era Goethe un «enfermo del invierno» que en Alemania sufría bajo el cielo
nublado; también Goethe, que era todo ansia de luz y de claridad, al entrar en el
suelo de Italia, siente brotar en su pecho un sentimiento íntimo, una expansión,
una necesidad de libertad, un alivio nuevo y personal. Pero el milagro del sur
vino demasiado tarde para Goethe: tenía cuarenta años. La corteza que rodea
su alma es ya demasiado dura; su naturaleza es ya metódica y reflexiva; una
pane de su ser, de su esencia, de su pensamiento, ha quedado allá en Weimar,
prendida en la corte, en sus funciones, en su jerarquía. Ha cristalizado ya
demasiado fuerte en sí mismo para poder ser transformado por otro elemento.
Dejarse dominar sería ahora contrarío a su constitución orgánica: Goethe quiere
ser el señor de su destino y no tomar de las cosas más que lo que su sino le
permite (Nietzsche, Hölderlin y Kleist, al contrario, los disipadores, se abandonan
enteramente, con toda su alma, a cualquier impresión, felices de verse
arrastrados por ella al torbellino de fuego de la vida). Goethe encuentra en Italia
lo que buscaba y no mucho más: nuevos lazos de unión con el mundo (Nietzsche
anhelaba romper esos lazos), los grandes recuerdos del pasado (Nietzsche
iba en busca del grandioso futuro y del olvido de todo lo histórico); Goethe va
tras cosas que se encuentran en el mundo: arte antiguo, el alma del pueblo
romano, los misterios de la Naturaleza (Nietzsche sólo contempla con placer lo
que está más allá de él: el cielo de zafiro, el horizonte claro hasta el infinito, la
magia de la luz que parece que le penetra por todos los poros). Por eso la
impresión de Goethe es sobre todo cerebral y estética y la de Nietzsche es vital;
mientras que aquél se lleva de Italia un estilo artístico, Nietzsche se lleva un
estilo de vida. Goethe se ve fecundado; Nietzsche, trasplantado y renovado.
Verdad es que el sabio de Weimar siente también anhelo de renovación («ciertamente
sería mejor que no volviera si no puedo hacerlo renacido»), pero como
toda figura ya asentada, sólo puede recibir « nuevas impresiones». Para sufrir
un cambio radical como el de Nietzsche, Goethe, a los cuarenta años, está ya
demasiado formado, es demasiado egoísta y ésta poco dispuesto a ello; su
poderoso y sólido instinto de conservación (que en sus últimos años es ya una
verdadera coraza) no consiente un cambio que comprometa su estabilidad; el
hombre sabio y ordenado sólo acepta aquello que su naturaleza puede
aprovechar (mientras que las naturalezas dionisíacas lo aceptan todo, hasta un
exceso de peligro). Goethe solamente quiere enriquecerse espiritualmente, pero
nunca perderse en una inclinación excesiva, en una transformación radical. Por
eso sus últimas palabras dirigidas al sur son mesuradas, agradecidas, y en el
fondo negativas: « Entre las cosas loables que he aprendido en este viaje -dice
al abandonar Italia- se encuentra el hecho de que ya no puedo en modo alguno
vivir solo ni alejado de mi patria.»
Basta invertir completamente esas palabras, duras como la leyenda de una
medalla, para tener en sustancia el efecto que el sur produjo en Nietzsche; al
contrario que Goethe, llega a la conclusión de que ya sólo puede vivir fuera de
su patria. Mientras que Goethe, al salir de Italia, regresa al mismo punto de
donde partió, tras un viaje atractivo a interesante, llevando en su equipaje
muchas cosas preciosas para su hogar, Nietzsche queda expatriado para
siempre y encuentra su verdadero « yo»: príncipe sin ley, apátrida feliz, sin
hogar, sin bienes, alejado para siempre de las mezquindades de la patria y de
toda sujeción patriótica, ya no hay para él otra perspectiva que la vista de pájaro
del « buen europeo», de «esta clase de hombre esencialmente nómada y que
está más allá de la idea de nacionalidad», un nuevo hombre cuya llegada
inevitable siente Nietzsche en la atmósfera, y en ese punto de vista fija su
residencia, su reino, que pertenece al porvenir. La casa espiritual de Nietzsche
se halla allí donde está, no donde nació (eso pertenece a la historia); está sólo
donde él mismo se engendra a sí mismo y vuelve a nacer:
ubi pater sum, ibipatria, allí donde soy padre, donde engendro, allí está mí patria, no donde fui engendrado.
El beneficio inestimable a inalterable que ha recogido en su viaje al
sur es que, desde entonces, el mundo entero se convierte para Nietzsche en un
país extranjero y en su propia patria al mismo tiempo, y que puede conservar la
perspectiva de la vista de pájaro, esa mirada límpida y penetrante de ave de
presa en la altura, una mirada que se extiende hacia todos los horizontes
abiertos (Goethe, al contrario, según sus propias palabras, pone en peligro su
personalidad y al mismo tiempo la conserva «al volverse hacia horizontes
cerrados»). Una vez que Nietzsche se ha establecido en el sur, se encuentra ya
más allá del pasado; está ya completamente desgermanizado, del mismo modo
que ha abandonado ya la filología, el cristianismo y la moral; y nada caracteriza
tanto esa naturaleza excesiva y que siempre avanza sin freno como este simple
hecho: que nunca ha dado un paso atrás ni ha dirigido una mirada de melancolía
o de nostalgia hacia su pasado. El navegante que marcha hacia el reino futuro
es demasiado feliz por haberse embarcado « en el más rápido buque que hay
para ir a Cosmópolis» para que pueda sentir la nostalgia de su patria, que sólo
tiene un idioma para expresarse y por tanto es unilateral y monótona; por eso
toda tentativa de querer germanizar a Nietzsche (tendencia ahora muy corriente)
es un craso error. No es posible, para ese hombre archilibre, el abandonar la
libertad por ningún concepto; desde el momento en que siente sobre sí el
inmenso azul del cielo de Italia, su alma se estremece al pensar en la oscuridad
que procede de las nubes, de los anfiteatros universitarios, de la iglesia o del
cuartel; sus pulmones, sus nervios sensibles, ya no pueden soportar nada del
norte, nada germano, nada de pesadez; no puede ya vivir con las ventanas
cerradas, con las puertas entornadas, en la penumbra, en el crepúsculo o entre
la niebla intelectual. Ser sincero es, desde este momento, ser claro, ver en todas
direcciones y trazar contornos en el infinito; y desde que ha divinizado con toda
la embriaguez de su sangre esa luz elemental, aguda y penetrante del sur, ha
renunciado gustoso para siempre al «diablo propiamente alemán, al genio o al
demonio de la oscuridad» En el sur, en el extranjero, su sensibilidad casi
gastronómica percibe, en todo lo que es alemán, un alimento pesado para su
gusto refinado, una especie de indigestión, una necesidad de no terminar con los
problemas, un dejarse arrastrar el alma por los rodeos que da la vida: lo alemán
ya no será jamás, para él, bastante libre, bastante ligero. Hasta las obras que
antes le deleitaban le causan ahora una especie de pesadez de estómago;
siente esa pesadez en Los
maestros cantores; esta forzada; en Schopenhauernota sensación de sed; en Kant descubre un resabio de la hipocresía de un
moralista oficial; en Goethe, pesadez causada por sus funciones oficiales y los
horizontes limitados. Todo lo alemán es ya sólo, para él, crepúsculo, penumbra,
oscuridad, sombras del pasado, exceso de historia; resulta demasiado pesado
para su nuevo «yo», que es algo lleno de posibilidades, pero sin nada claro: una
interrogación continua, un deseo ininterrumpido de buscar, una perenne
transformación dolorosa, una oscilación perpetua entre el «sí» y el «no» Pero no
se trata solamente de un desasosiego intelectual ante la estructura espiritual de
la nueva Alemania de entonces, que había llegado realmente a un punto extremo;
no se trata sólo de un sentimiento de desagrado político causado por el
Imperio y por todos los que han sacrificado la idea alemana al ideal de los
cánones; no es sólo una antipatía estética hacia la Alemania de los muebles de
felpa y de las columnas de la Victoria. La nueva doctrina del sur, que es la de
Nietzsche, pide toda clase de problemas, y no sólo problemas nacionales;
reclama la vida entera, pura y clara como el Sol, «luz, sólo luz, aunque alumbre
cosas malas», la más alta luz por la limpidez más alta, una
gaya scienza y no eldidactismo pedagógico, malsano, del «pueblo escolar», esa erudición paciente,
gravemente profesional de los alemanes, que huele a gabinete o a aula. Su
renuncia al norte no procede de su espíritu, de su intelecto, sino de sus nervios,
del corazón, del sentimiento, de sus mismas entrañas; es un grito de sus
pulmones, que por fin encuentran el aire libre; es el grito de júbilo de alguien que
por fin ha encontrado el clima apropiado a su alma, la libertad; de ahí ese su
grito de alegría íntima y maligna: «Ya he dado el salto.»
Al mismo tiempo que el sur contribuye a su desgermanización, le ayuda
también a descristianizarse. Al mismo tiempo que como una lagartija goza del
sol y en su alma penetra la luz hasta los rincones más ocultos, y mientras
Pregunta qué es lo que durante tanto tiempo ha ensombrecido al mundo, qué es
lo que lo ha llenado de inquietud, de ansia, de abatimiento, de cobarde conciencia
del pecado, qué es lo que lo ha despojado de las cosas más serenas, más
naturales, más vigorosas, aviejando lo más precioso que hay en el mundo, que
es la vida misma, Nietzsche reconoce en el cristianismo, en la fe en el más allá,
el principio que arroja su sombra sobre el mundo moderno. Este «judaísmo
maloliente, hecho de rabinismo y de superstición», ha arruinado y asfixiado la
sensualidad y la serenidad del Universo; ha sido para cincuenta generaciones un
narcótico tan peligroso que ha paralizado moralmente todo lo que antes había
sido una fuerza verdadera. Pero ahora (y de pronto ve la misión de su vida) debe
ya comenzar la cruzada contra la cruz, la cruzada para reconquistar los lugares
más santos de la humanidad, es decir, la vida. El « sentimiento de exuberancia
de la existencia» le ha enseñado un modo de mirar apasionado para todo lo que
pertenece al mundo, verdad animal y objeto inmediato; sólo después de este
descubrimiento se da cuenta de cómo la moral y el humo de incienso le han
ocultado tanto tiempo «la vida sana y roja». En el sur, en esa escuela «de
curación espiritual y física», ha aprendido la fuerza de lo natural, el goce sin
remordimientos, y conoce la vida serena y alegre sin miedo al infierno ni a Dios.
Ha aprendido la fe en sí mismo que le da un rotundo, alegre a inocente «sí».
Pero este optimismo no viene más que de arriba; no de un dios oculto,
naturalmente, sino de un secreto, de un misterio abierto de par en par; viene del
Sol, de la luz. «En San Petersburgo sería nihilista, aquí creo en el Sol como
creen en él las plantas.» Toda su filosofía mana directamente de su sangre
libertada. «Sed meridionales, hacedlo por la fe», había dicho a un amigo; ahora,
cuando la claridad es un remedio tan grande, se convierte en algo sagrado, y en
su nombre comienza la guerra, la más terrible de las campañas, contra todo lo
que hay en la Tierra que tienda a destruir la serenidad, la limpidez, la libertad
desnuda y la soleada embriaguez de la vida. « Mi actitud hacía el presente ya no
es más que una guerra a cuchillo.»
Pero, junto con esa audacia, entra también el orgullo en esa vida de filósofo
que ha transcurrido tras las ventanas cerradas, en malsana inmovilidad; la
circulación de su sangre toma un ritmo rápido y fogoso; hasta en sus nervios
más ocultos, infiltrados de luz, se agita la fuerza clara y cristalina de sus
pensamientos, y en el estilo, en su idioma, que se hace fuerte a inquieto, hay
destellos de sol. « Todo está escrito en el lenguaje "del viento de deshielo"»,
dice él mismo al hablar de su primer libro escrito en el sur; su acento es de
violenta liberación, volcánico, como cuando se rompe una capa de hielo y la
primavera tibia pasa sobre el paisaje, voluptuosa, acariciante. Brilla la luz en el
mismo centro de su ser, hay claridad hasta en lo más nimio de su lenguaje, hay
música hasta en las pausas y, por encima de todo, un acento de Alción y un cielo
lleno de luz. ¡Qué diferencia de ritmo entre su idioma de antes, que era fuerte
y bien construido, pero en su conjunto algo petrificado, y ese idioma de ahora,
nuevo, sonoro y exuberante, de movimientos sueltos y que, como los italianos,
gesticula mímicamente, no limitándose, como los alemanes, a hablar inmóvil y
sin que el cuerpo participe en la expresión! Níetzsche no confía sus pensamientos
de ahora al grave idioma de los humanistas, a ese idioma vestido de
frac, porque sus nuevos pensamientos son como ingrávidas mariposas
recogidas en el curso de sus paseos; esos pensamientos libres necesitan un
lenguaje libre, flexible, saltarín, de cuerpo ágil y desnudo como un gimnasta, de
articulaciones flexibles; un lenguaje que pueda correr, saltar, ascender por los
aires, bajar, extenderse y bailar todas las danzas, desde la danza de la
melancolía hasta la tarantela de la locura; un lenguaje que lo resista todo y que
pueda decirlo todo sin necesidad de tener espaldas de ganapán ni paso tardo y
pesado de hombre forzudo. Toda la pasividad del animal doméstico, toda la
dignidad de las cosas confortables, ha desaparecido de su lenguaje; ahora sabe
ya hacer piruetas de juegos de palabras, tanto como llegar a la serenidad más
elevada; y en otros momentos sabe tomar un
pathos que resuena como unacampana ancestral; un lenguaje que bulle en fermentación de fuerza, como el
champaña, desprendiendo pequeñas y brillantes perlitas o desbordándose en
espuma; su estilo está dorado por la luz y es solamente como el antiguo Falerno,
mágicamente transparente hasta en sus mas grandes profundidades, y mana
límpido, alegre y brillante. Muy posiblemente, nunca la lengua de un poeta
alemán se ha rejuvenecido tan rápidamente, tan completamente, como en
Nietzsche, y seguro que en ninguno se ha visto tan inundada de sol, ni se ha
hecho tan libre, tan meridional, tan divinamente cadenciosa, tan llena del aroma
del buen vino, tan pagana. Sólo en el caso fraternal de Van Gogh podemos
volver a ver una tan rápida irrupción de luz en un hombre del norte: sólo en Van
Gogh hay ese tránsito del colorido triste, gris y pesado de sus años de Holanda
a los colores vívidos, agudos, crudos y sonoros de la Provenza; sólo en él se da
esa irrupción local de luz en un espíritu ya medio ciego, comparable a la iluminación
que el sur produce en el modo de ser de Nietzsche. Sólo en esos días
fanáticos de la transformación es tan rápida a inaudita la absorción de luz,
realizada con pasión vampiresca. Sólo los espíritus demoníacos son capaces de
abrirse tan completamente al milagro de la luz, con sus nervios, con su pintura,
con su música y con sus palabras.
Pero la sangre de Nietzsche no sería sangre de poseso si pudiera saciarse con
alguna embriaguez; por eso sigue buscando algo superior al sur, a Italia; busca
más luz, más claridad. Del mismo modo que Hölderlin lleva
su Hellas a Asia, aOriente, a los países bárbaros, así también la pasión de Nietzsche lanza
destellos pasionales hacia un nuevo éxtasis, un éxtasis tropical, africano. Ya no
quiere la luz del Sol, sino su fuego, una luz que hiera cruelmente, en vez de
rodear de claridad las cosas que ilumina; quiere un espasmo de placer en vez de
serenidad; su anhelo se hace infinito cuando busca convertir en embriaguez las
excitaciones de los sentidos; quiere hacer de la danza un vuelo, y subir hasta el
rojo vivo el calor vital. Y mientras tales deseos congestionan sus arterias, el
idioma no basta ya para expresarlos; se ha vuelto demasiado limitado, pesado y
material. Necesita un nuevo instrumento para esa danza dionisíaca que ha empezado
en él por una embriaguez; necesita más libertad que la que le permite la
rigidez de las palabras, y por eso se refugia en la música. La música del sur se
convierte en su último anhelo, en su última inspiración: una música en la que la
claridad se ha hecho melodía y en la que el espíritu adquiere nuevas alas. Y la
busca; la busca en todos los tiempos y en todos los lugares, sin encontrarla jamás...
hasta que él mismo la inventa.
EL REFUGIO EN LA MÚSICA
¡Dorada serenidad, ven!
La música había estado en Nietzsche desde el principio, pero de un modo
latente y apartada por una fuerte voluntad de justificación espiritual. Cuando
niño, entusiasmaba a sus amigos con sus audaces improvisaciones; en sus
cuadernos de escuela se encuentran múltiples alusiones a composiciones
propias. Pero cuanto más se inclina por los estudios filológicos primero y
filosóficos después, tanto más va limitando ese empuje de su naturaleza que
quiere abrirse paso. La música es sólo para el joven estudiante una especie de
opio, un descanso, un entretenimiento, como el teatro, la literatura, la equitación,
la esgrima o cualquier otro ejercicio gimnástico. Por esa cuidadosa canalización,
por esa consciente oclusión, ninguna gota puede filtrarse para caer,
fecundándola, sobre la obra de la primera época de Nietzsche. Al escribir El
nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música,
ésta no es más que untema, un objeto, pero no una modulación del sentimiento musical que se
introduzca en su estilo, en su poesía o en su pensamiento. Incluso los ensayos
líricos de su juventud están desprovistos de musicalidad y, lo que parece más
asombroso todavía, sus ensayos de composición parecen, según el juicio de
Bülow, resolución de un tema, algo amorfo, una música anti-musical. Durante
largo tiempo la música no es, para Nietzsche, más que una inclinación particular
a la que el joven estudiante se lanza con todo el placer de la irresponsabilidad,
con la alegría del
dilettante, pero nada más.La irrupción de la música en el espíritu de Nietzsche no se realiza sino cuando
su larva de filólogo, su objetividad de erudito, se agrietan y se rompen, cuando
todo su cosmos se descalabra y se desgarra por sacudidas volcánicas. Sólo
entonces se rompen los canales, y la inundación es repentina. La música
penetra siempre con más fuerza en los hombres sacudidos por la pasión,
debilitados y sometidos a tensiones violentas o desgarrados en lo más íntimo de
su ser; eso lo sabía Tolstoi, y Goethe lo experimentó trágicamente. Pues incluso
Goethe, que tomó ante la música una actitud de prudencia, defensiva y
temerosa (como hizo siempre ante todo lo demoníaco, pues siempre reconocía
el sitio donde se ocultaba el demonio), hasta Goethe sucumbe a la música en los
momentos de debilidad (o, como él dice, en los momentos de eclosión, cuando
todo su ser se ve trastornado, cuando se vuelve débil y asequible). Cuando él (la
última vez fue con Ulrica) se ve presa de un sentimiento y pierde su propio
dominio, la música rompe los más fuertes diques, le hace derramar lágrimas
como tributo y, como agradecimiento, música poética, que es la más magnífica
de todas. La música (¿quién no lo ha experimentado?) necesita que uno esté
predispuesto para recibirla, sumido en una especie de languidez femenina, para
poder fecundar un sentimiento; sólo entonces es cuando llega a Nietzsche, sólo
cuando el sur le ha abierto otros horizontes donde anhela vivir con más ardor y
con más pasión. Es un simbolismo notable que se introduce en él precisamente
en el momento en que su vida abandona la tranquilidad, la continuidad épica,
para volverse hacia lo trágico en una rápida catálisis; quería expresar el nacimiento
de la tragedia en el espíritu de la música y experimenta lo contrario: el
nacimiento de la música en el espíritu de la tragedia. La fuerza desbordante de
los nuevos sentimientos no puede ya expresarse con un lenguaje mesurado;
necesita un instrumento más poderoso. «Será necesario que cantes, alma mía.»
Precisamente porque esa fuente demoníaca de su ser ha estado tanto tiempo
cegada por la filología, la erudición y la indiferencia, es por lo que ahora brota
con más fuerza y sale a tal presión, llegando hasta las fibras nerviosas más
ocultas, hasta la última entonación de su estilo. Como después de una
infiltración de nueva vida, el lenguaje, que hasta entonces sólo aspiraba a
expresar las cosas, comienza a respirar sonoridad y música: el
andantemaestoso
del discurso, el pesado estilo de los anteriores escritos, tienen ahoratodas las sinuosidades, las reflexiones, el movimiento ondulatorio y múltiple de la
música. Todos los refinamientos de un virtuoso brillan en las palabras: los
pequeños
staccati de los aforismos, el sordini lírico de los cantos, el spiccato dela burla, las estilizaciones audaces y armónicas de la prosa, de las sentencias y
de la poesía. Hasta la puntuación, lo que sobreentiende el idioma, los guiones,
los subrayados, tienen toda la fuerza de signos musicales. Nunca como en el
caso de Nietzsche ha provocado la lengua alemana tal sentimiento de prosa
instrumentada para pequeña o gran orquesta. Un artista del idioma siente una
voluptuosidad tan grande como la del músico en los detalles de una polifonía
como la lograda por Nietzsche. ¡Cuánta armonía se oculta tras las aparentes
disonancias! ¡Cómo se adivina bajo esa abundancia desordenada un espíritu de
la forma pura! Pues no sólo las extremidades de los nerviecillos del idioma
vibran de musicalidad, sino que sus obras enteras tienen una concepción
sinfónica; no responden a una arquitectura puramente intelectual, planeada
fríamente, sino a una inspiración directamente musical. Él mismo ha dicho,
hablando de
Zarathustra, que estaba escrita siguiendo el espíritu de la primerafase de la
Novena sinfonía. Y el preludio de Ecce Homo, único y divino, ¿no esun conjunto de frases musicales enormes, interpretadas como por el
monumental órgano de la catedral del porvenir? En las poesías como «El canto
de la noche» y «La canción del gondolero», ¿no es una voz esencialmente
humana la que suena en medio de una soledad infinita? ¿Y cuándo la
embriaguez ha podido llegar a ser una música cadenciosa, heroica, griega,
como lo es en el ditirambo de Dionisos? Aquí su lenguaje, rodeado de la luz del
sur y elevado en un torrente de música, se convierte en un oleaje sin descanso,
y sobre ese vasto oleaje, sobre ese mar tormentoso, flota el espíritu de
Nietzsche marchando hacía el torbellino que lo ha de hundir.
Ahora, cuando la música penetra violenta a impetuosamente en su espíritu,
Nietzsche, con la sabiduría de un demonio, reconoce enseguida el peligro y se
da cuenta de que ese torbellino podría arrastrarlo lejos de sí mismo; pero, así
como Goethe evita los peligros (una vez Nietzsche hace notar la « actitud
prudente de Goethe frente a la música»), Nietzsche se adelanta a cogerlos por
los cuernos, pues las transmutaciones y transformaciones son su defensa e,
igual que con sus padecimientos físicos, convierte aquí el veneno en remedio.
Es necesario que la música tenga ahora para él un sentido completamente
diferente del que tenía en sus años de filólogo; entonces pedía a la música que
pusiera sus nervios en tensión y su cerebro en actividad (¡Wagner!); la
embriaguez y exuberancia musical eran en aquel entonces un antídoto contra su
tranquila vida de erudito, un estimulante frente a su sobriedad. Ahora que su
existencia es todo exceso y una pérdida, una dilapidación estática de sentimiento,
necesita que la música sea para él un sedante, un bromuro moral, un
calmante interior. No le pide ya la embriaguez (pues su espíritu está en
embriaguez perpetua), sino que ahora le pide, según frase magistral de
Hólderlin, «la santa sobriedad». La música ha de ser ahora sedante y no
excitante. Necesita de la música para refugiarse en ella cuando regresa herido y
maltrecho de la caza de pensamientos; la necesita como refugio, como baño que
lo refresque y purifique. « Música divina» que desciende del cielo, de un cielo
sereno y no de un espíritu de fuego medio asfixiado en una atmósfera pesada;
música que lo ayude a olvidar y no a abstraerse y sumirse en crisis y catástrofes
del sentimiento; una música que diga «sí» y que haga «sí»; una música del sur,
límpida en sus armonías, simple, pura; una música que se deje silbar; una
música que es música y no caos (como el caos que alberga en su pecho); una
música del séptimo día de la Creación, de ese día de descanso y de alabanza al
Dios; una música serena... «Ahora que he llegado a puerto, dadme música,
música.»
La ligereza es el último amor de Nietzsche, la suprema medida de todas las
cosas; lo que da ligereza y salud es bueno, ya sea en el alimento, en el espíritu,
en el aire, en el sol, en el paisaje o en la música. Lo que eleva, lo que hace
olvidar la pesadez y la oscuridad de la vida y la fealdad de la verdad, sólo es
fuente de gracia. Por eso siente ese tardío amor por el arte que « hace fácil la
vida», que es su mejor estimulante. La mejor bendición celeste para un espíritu
agitado es una música pura, libre y ligera. Ya no puede prescindir de la música
para aliviarse de los dolores de sus partos cruentos. «La vida sin música es
sencillamente una fatiga y un error.» Un enfermo abrasado de fiebre no podría
alargar sus labios, secos y ardientes, en un delirio de sed, de un modo más
salvaje que el de Nietzsche en sus últimas crisis, cuando los tiende hacia esa
bebida fresca y límpida que es la música. «¿Ha tenido jamás un hombre tanta
sed de música?» Es su última salvación; por ese motivo siente un odio
apocalíptico contra Wagner, que ha emponzoñado la música con estimulantes y
narcóticos. De ahí esos dolores que experimenta Nietzsche «en el destino de la
música» como si fuera una herida abierta. El gran solitario ha renegado de todos
los dioses; sólo quiere conservar esa única cosa, ese néctar y esa ambrosía que
le refrescan alma y la rejuvenecen, esa cosa única que es la música. «Arte y
sólo arte..., tenemos el arte para no morir a fuerza de verdad.» Con la crispación
del que se ahoga se agarra él al arte, a la única fuerza vital que no depende de
la fuerza de gravedad; al arte, que es ya lo único que puede elevarlo para
transportarlo a su propio elemento.
Y la música, que ha sido invocada de modo tan emocionante, se inclina
bondadosa y recibe el cuerpo de Nietzsche en el momento en que iba a
hundirse. Todos han abandonado a ese hombre delirante; se fueron, tiempo ha,
todos sus amigos; sus pensamientos corren sin descanso en peligrosas
peregrinaciones; sólo la música lo acompaña en su última, en su séptima
soledad. Todo lo que Nietzsche toca con sus manos, queda impregnado de
música; cuando habla, su voz suena musicalmente; sólo la música levanta al
que se está cayendo, y cuando, por fin, Nietzsche se precipita al abismo, la
música queda velando esa alma que se ha apagado. Overbeck, que entra en el
cuarto de Nietzsche, lo encuentra, ya cegado en su espíritu, delante del piano
buscando despertar con mano temblorosa elevadas armonías, y mientras el
pobre loco es llevado a su casa, va cantando, durante todo el viaje, melodías
emocionantes: va cantando «La canción del gondolero». La música le acompaña
hasta las oscuras profundidades del espíritu; la fuerza demoníaca de la música
preside su vida y su muerte.
LA SÉPTIMA SOLEDAD
Un gran hombre se ve empujado, oprimido y
martirizado por su soledad.
« ¡Oh, soledad, soledad, patria mía!», tal es el canto melancólico que sale del
mundo glacial del silencio. Zarathustra compone su canto precursor de la última
noche, su canto de eterno regreso a la patria. Pues, ¿no ha sido la soledad la
eterna posada del viajero, su frío hogar, su techo de piedra...? En mil diversas
ciudades ha vivido Nietzsche en su peregrinaje espiritual; a veces, ha tratado de
huir de su soledad trasladándose a otro país; pero siempre ha vuelto a ella,
herido, agotado, desilusionado, como quien vuelve a su patria.
Pero esa soledad que ha acompañado a Nietzsche en sus metamorfosis se ha
ido metamorfoseando a su vez, y, cuando él la mira a la cara, queda asustado,
pues, a fuerza de convivencia, la soledad se parece ya a él. Se ha vuelto dura,
cruel, violenta como él; también ella parece que ha aprendido a hacer daño y a
engrandecerse en el peligro. Y cuando él la llama cariñosamente «su querida y
vieja soledad», hace ya tiempo que ese nombre no es muy apropiado, porque se
ha convertido en un aislamiento completo, en la séptima y última soledad; eso ya
no es estar solo, eso es estar completamente abandonado. Alrededor del
Nietzsche de los dos últimos años se hace un vacío terrible, un silencio
horroroso; nunca un eremita o un anacoreta del desierto han estado tan abandonados,
pues esos fanáticos de su fe tienen todavía un Dios que llena, con su
sombra, toda la cabaña. Pero Nietzsche, «el asesino de Dios», no tiene a su
lado ni a Dios ni a persona alguna; cuanto más se aproxima a su «yo», tanto
más se aleja del mundo; cuanto más camina, tanto más vasto es el horizonte de
su desierto. Ordinariamente, los escritores más solitarios ven cómo aumenta
silenciosa y lentamente el poder magnético que ejercen sobre los hombres; por
raro misterio, van atrayendo a un círculo cada vez más amplio de hombres a la
órbita de su presencia aún invisible; pero la obra de Nietzsche tiene un efecto
repulsivo: va alejando de sí a todos los amigos y se aísla del presente con una
violencia cada vez mayor. Cada nuevo libro le cuesta un amigo, cada obra le
hace perder una nueva relación. Poco a poco, la última hierbecilla de interés que
pueda haber hacia su obra se va secando; primero perdió a los filólogos,
después vio alejarse a Wagner de su círculo espiritual y, por fin, a sus
compañeros de juventud. Acaba por no encontrar editor en Alemania; el trabajo
de veinte años, acumulado en un sótano, pesa sesenta y cuatro quintales; se ve
obligado a recurrir a su propio dinero, que procede de lo poco que ha podido
ahorrar o que le ha sido dado para que siguiera publicando sus obras. Pero no
sólo no las compra nadie, sino que, incluso cuando Nietzsche las regala, nadie
las lee. De la cuarta parte de Zarathustra, que imprime por su cuenta, sólo hace
tirar cuarenta ejemplares y, entre los sesenta millones de alemanes, sólo
encuentra siete a quienes pueda enviarles un ejemplar; porque Nietzsche, que
está ahora en el apogeo de su obra, es un ser desconocido por su época. Nadie
le concede la menor confianza ni el menor crédito, ni le muestra agradecimiento;
al contrario, para no perder a su último amigo de juventud, Overbeck, se ve
obligado a darle excusas por escribir libros: «Mi viejo amigo (se ve en estas
palabras un gesto de ansiedad; se ve en su rostro contraído, en sus manos
tendidas, el porte de alguien que ha recibido golpes y espera aún algún otro), lee
este libro desde el principio hasta el fin; no lo turbes ni lo extrañes. Concentra
toda lo benevolencia en mi obra. Si el libro lo es insoportable, quizá sus detalles
no lo lo sean.» Así es cómo, en 1887, el más grande espíritu de su siglo ofrece a
sus contemporáneos los más grandes libros de su época, y no encuentra nada
más heroico y elogiable en una amistad que el hecho de no haberla podido
destruir, « ni aun el Zarathustra» «¡El Zarathustra!» ¡De tal manera ha llegado a
hacerse insoportable la actividad creadora de Nietzsche para los que lo rodean!
¡Tan intolerable se ha vuelto! ¡De qué manera se ha hecho infranqueable la
distancia que media entre su genio y la inferioridad de su época! Crece el vacío
a su alrededor y el silencio se hace cada vez mayor.
Ese silencio convierte en un verdadero infierno la última, la séptima soledad de
Níetzsche; el muro metálico del aislamiento le rompe el cerebro. «Después de
Zarathustra, que es un grito de llamada salido de lo más íntimo de mí alma, ¡no
he oído ni una sola palabra de contestación!; ¡nada, nada, siempre el mismo
silencio de la soledad, mil veces más penosa! ¡Es algo más terrible de lo que se
pueda concebir y que hace sucumbir aun al más fuerte!», dice gimiendo;
después añade: «Y yo no soy el más fuerte. Me parece a veces que estoy herido
de muerte.» Pero lo que él pide no son aplausos, ni muestras de agrado, ni
gloria; al contrario, nada sería más agradable a su temperamento combativo que
la ira, la indignación, el desprecio y hasta la mofa. « Para un arco tan tenso que
hasta corre el peligro de romperse, todo sentimiento apasionado es favorable,
mientras sea violento»; pero nada, ni una sola contestación fogosa o fría o
siquiera tibia; nada que le dé la prueba de que existe espiritualmente. Hasta sus
amigos evitan contestar, y en sus cartas pasan por encima de ese asunto, sin
expresar su juicio porque les es penoso. Y ésta es la herida que lo corroe cada
vez con más fuerza, que inflama su amor propio y su orgullo, <>
recibir contestación». Esa herida es la que envenenó su soledad hasta
convertirla en un estado febril.
Y esa fiebre, después de haberse incubado largamente, rompe un día de
pronto su prisión y surge hirviente. Si uno ausculta los escritos de Nietzsche o
las cartas de sus últimos años, puede oír el batir precipitado de su sangre bajo la
monstruosa presión del aire enrarecido. El corazón de los alpinistas o de los
aviadores ha experimentado el ritmo martilleante de unos pulmones sometidos a
tan ruda prueba; las últimas cartas de Kleist tienen también ese pulso y esa
presión violenta: las vibraciones peligrosas y el zumbido de una caldera que va a
estallar. En el porte tranquilo de Nietzsche surge un rasgo de impaciencia: «El
silencio tan prolongado ha exasperado mi orgullo.» Ahora quiere, exige a
cualquier precio una contestación. Estimula, azuza al impresor con cartas y
telegramas para que imprima deprisa, rápidamente, como si la demora fuese
perjudicial. Ya no espera -como era su primitivo proyecto- a que
La voluntad depoder,
su obra principal, esté acabada, sino que, lleno de impaciencia, arrancaalgunos fragmentos de la obra y los arroja como si fueran antorchas en medio de
su época. « El acento alciónico» ha desaparecido; hay en sus últimas obras
gemidos de dolor, de un dolor reprimido; hay gritos de una cólera terriblemente
irónica, arrancados a su espíritu por el látigo de la impaciencia; hay gruñidos de
mastín, mastín de labios llenos de baba y de dientes blanquísimos. La
indiferencia, en su orgullo exaltado, acaba empujándole a provocar a su época
para que ésta reaccione contra él con un grito de rabia. Y, como un reto más
provocador, se pone a narrar su vida en
Ecce Homo con un cinismo que pasaráa la historia. Nunca ningún libro había sido producido con este deseo, con una
sed tan febril y una tal impaciencia por la respuesta como esos últimos libelos de
Nietzsche: así como Jerjes ordenó castigar al mar insensible y rebelde con
fuertes latigazos, Nietzsche quiere ahora también, en una locura semejante,
desafiar la indiferencia que lo rodea por medio de esos escorpiones que son sus
libros. Hay en su deseo urgente de respuesta una inquietud demoníaca, un
temor terrible de no poder vivir el tiempo suficiente para ver el resultado, el éxito.
Y se siente claramente cómo a cada golpe de látigo que da, le sigue un
momento de pausa. Es entonces cuando se asoma fuera de sí mismo para
escuchar ansioso el grito de sus víctimas; pero no hay ningún grito; nada se
conmueve; ninguna respuesta sube hasta las regiones de su soledad de azur. El
silencio forma como un anillo de hierro alrededor de su garganta y no se rompe
ni aun con el grito más terrible que ha conocido el hombre. Y él se da perfecta
cuenta de que ningún dios podrá ya librarle del tormento de su suprema soledad.
Entonces se apodera de Níetzsche una cólera apocalíptica. Cual Polifemo
ciego, arroja Nietzsche a su alrededor bloques de piedra que silban en el aire,
sin ver si acierta o no; y como no tiene a nadie que sufra con él, que sienta con
él, se coge a sí mismo, se coge su corazón tembloroso. Como ha matado a
todos los dioses, hace de sí mismo un nuevo dios. «¿No debemos convertirnos
en dioses, para parecer dignos de tal acción?» Ha destruido todos los altares, y
por eso se construye uno nuevo, el
Ecce Homo, con el fin de celebrar sobre élsu propio sacrificio; ensalzarse, ya que nadie lo ensalza; vanagloriarse, ya que
nadie lo alaba. Amontona ahora las más grandes piedras del idioma; resuenan
golpes de martillo furiosos como no han resonado otros en el siglo; entona con
entusiasmo su canto fúnebre de embriaguez y exaltación, el
pean de sus actos yvictorias. Empieza como un crepúsculo, y hay en él aullidos de una tempestad
que se acerca; después resuenan carcajadas, unas carcajadas de loco,
malignas, estridentes, como la alegría de un desesperado, que rompen el alma;
eso es su
Ecce Homo. Pero ese canto se hace cada vez más violento, másestridente; las carcajadas resuenan agudamente en medio de silencios glaciales,
y Nietzsche, como transportado lejos de sí mismo, eleva sus manos y agita sus
pies ditirámbicamente; y de pronto empieza la danza, la danza sobre el abismo;
el abismo de su horrible caída.
LA DANZA SOBRE EL ABISMO
Si miras largo tiempo hacia el abismo, llegas a sentir
que el abismo lo mira a ti.
Los cinco meses del otoño de 1888, los últimos de la época creadora de
Nietzsche, son únicos en los anales de la producción literaria. Es posible que, en
un período de tiempo tan limitado, nunca un genio haya pensado tanto, de un
modo tan intenso, tan continuo, tan hiperbólico y radical; jamás un cerebro
humano se ha visto tan colmado de ideas, tan lleno de imágenes a inundado de
música como el de Nietzsche, ya dispuesto así por el destino. No hay otro
ejemplo en la historia literaria universal que pueda ser comparable a esa
abundancia, a ese éxtasis de embriaguez, a ese furor fanático de creación; sólo
cerca de él, en el mismo año y bajo el mismo cielo, un pintor experimenta una
productividad semejante, una productividad que llega a los confines de la locura.
En su jardín de Arles, y en su asilo de alienados, Van Gogh pinta con la misma
rapidez, con la misma pasión de luz, con la misma exuberancia creativa. Apenas
ha terminado uno de sus cuadros al rojo blanco, su pincel impecable corre ya
sobre otra tela, sin plan, sin duda, sin reflexión. Crea al dictado, con una lucidez
y una mirada completamente demoníacas, en una procesión de visiones
inagotables. Los amigos que lo han dejado solo durante una hora ante su
caballete, se asombran al ver que ya ha acabado una segunda tela y que, sin
parar, húmedos aún los pinceles, con ojos brillantes, está ya empezando la
tercera. El demonio, que lo tiene asido por la garganta, no consiente ni aun darle
tiempo para respirar, ni se inquieta porque, como un jinete vertiginoso, esté
destrozando al cuerpo jadeante y febril que tiene debajo de sí. Del mismo modo
crea Nietzsche su obra: sin respiro, sin descanso, con una rapidez y velocidad
sin precedentes. Sus últimas obras sólo le ocupan diez días, quince tal vez, tres
semanas a lo más; los períodos de gestación, de creación y de elaboración se
funden en uno solo como en un brillante relámpago. No hay tiempo para la
incubación, para el reposo, para alguna investigación, para un tanteo, para correcciones
o rectificaciones; todo sale ya perfecto, definitivo; caliente y ya
enfriado al mismo tiempo. Nunca ha tenido un cerebro una tal tensión eléctrica,
sostenida hasta en las últimas vibraciones de sus palabras; nunca se han
asociado las palabras a velocidades tan mágicas; la visión es ya al mismo
tiempo palabra, la idea es claridad perfecta y, a pesar de esa plenitud
gigantesca, no hay rastro de la violencia del esfuerzo. La creación ha dejado de
ser acción o trabajo; es ya sólo un
laissez faire a las potencias superiores. Elespíritu vibrante no necesita más que alzar los ojos, esos ojos que tan lejos
miran y que «tan lejos piensan», para ver (como Hölderlin en su último impulso
de contemplación mística) enormes espacios del pasado y del porvenir; pero él,
con el demonio de la claridad, los ve al alcance de su mano. Y no tiene más que
alargar esa mano, ardiente y rápida, para tocarlos; y apenas los toca, se llenan
de imágenes, de música, de vida. Y ese río de ideas y de imágenes no se
interrumpe un solo momento en esas jornadas verdaderamente napoleónicas. El
espíritu está inundado, se llena de fuerza, de una fuerza elemental. «
Zarathustra me ha asaltado.» Siempre, con sorpresa violenta, se ve desarmado
ante cualquier cosa superior, como si en alguna parte de su espíritu un dique de
razón o de defensa hubiera sido destruido por la corriente torrencial que se
precipita sobre ese ser impotente y desprovisto magníficamente de toda
voluntad. « Puede ser que nunca haya sido producido nada por un tal
desbordamiento de fuerzas», dice Nietzsche estáticamente al hablar de sus
últimas obras; pero nunca osa afirmar que esa fuerza que se agita dentro de él y
lo destruye sea su propia fuerza. Al contrario, se siente como ebrio.
Modestamente se da cuenta de que es solamente «portavoz de imperativos del
más allá» y que se ve presa de un poder demoníacamente superior.
1 Pero ¿quién podría describir ese milagro de inspiración, los espantos y los
estremecimientos de ese huracán creador que sopla cinco meses sin
interrupción, cuando él mismo lo ha descrito ya con transportes de gratitud, con
la fuerza iluminada de las cosas que ha vívido por sí mismo? Sólo cabe copiar la
siguiente página como él mismo la escribió entre relámpagos:
«¿Tiene alguien, a fines del siglo XIX, una idea clara de eso que los poetas de
las edades fuertes llamaron inspiración? Si no, os lo diré yo: con sólo un resto de
superstición en nuestro interior, no podríamos, desde luego, rechazar la
posibilidad de ser solamente una encarnación, un portavoz, un
medium depotencias superiores. Ése es el concepto de revelación, en el sentido de que, de
pronto, con seguridad y fineza indecibles, algo bien visible y audible, algo que os
estremece y trastorna hasta lo más mínimo de vuestro ser, describe simplemente
un hecho. Se oye, sin tratar de oírlo; se toma sin tenerlo que pedir; como
un relámpago surge un pensamiento, como algo necesario. No hay la menor
duda al darle forma..., nunca he tenido que elegir. Un encanto, cuya formidable
tensión se resuelve a veces en un torrente de lágrimas, y en el cual el ritmo de la
marcha ya se acelera, ya se retarda; un estado completamente fuera de uno
mismo, con una conciencia clarísima de experimentar innumerables escalofríos
y estremecimientos hasta la punta de los pies; una profundidad feliz en la que
las cosas más dolorosas y más siniestras no producen efectos de contraste, sino
que parecen indispensables, necesarias, como si fueran un color
complementario en medio de esa superabundancia de luz, un instinto de relaciones
rítmicas que abrazan vastos espacios donde las formas se
despliegan..., la necesidad de un ritmo amplio, son casi la medida de la fuerza
de la inspiración, como un contrapeso a la presión interior, a la tensión... Todo
sucede fuera del dominio de la voluntad, en un desbordamiento sentimental de
la libertad, de lo absoluto, de la fuerza, de la divinidad... Lo más característico es
la necesidad de la imagen, de la metáfora; uno no se da cuenta de lo que es
imagen o metáfora, sino que éstas se presentan como la expresión más
adecuada, más justa y más sencilla. Se podría decir, en verdad, recordando una
frase de Zarathustra, que los objetos, las cosas vienen solas para ofrecerse
como metáforas ("Todas las cosas se presentan dócilmente en lo discurso y lo
acarician y lo adulan; pues quieren montarse sobre tus espaldas. Aquí cabalgas
tú mismo sobre cada parábola, en marcha hacia la verdad. Aquí lo brotan todas
las palabras del ser y todos los secretos de esas palabras; el espíritu, el ser
entero, quiere convertirse en palabra, todo el futuro quiere expresarse por ti").
Eso es lo que yo sé de la inspiración; no dudo que tendríamos que remontarnos
miles de años atrás para encontrar a alguien que pudiese decirme: "Eso es
también lo que yo creo".»
En ese vertiginoso acento que suena en esa especie de beatífico himno a sí
mismo, ya sé que los médicos ven un caso de euforia, ese último sentimiento de
voluptuosidad del que va a morir, así como el estigma de la megalomanía, de
esa exaltación del «yo» tan característica de los espíritus enfermos; sin
embargo, pregunto yo: ¿cuándo la embriaguez creadora ha sido esculpida así,
para la eternidad, con una claridad tan diamantina? Pues ése es el milagro
particular a inaudito de las últimas obras de Nietzsche: en ellas hay una especie
de sonambulismo, un grado supremo de claridad mezclado con un grado supremo
de embriaguez, y son sutiles como serpientes, en medio de una fuerza casi
bestial de orgía desenfrenada. Habitualmente, los exaltados, aquellos a quienes
Dionisos ha embriagado el alma, tienen los labios pesados y la palabra oscura.
Como en un sueño, sus expresiones son confusas. Todos aquellos que han
mirado hacia el fondo del abismo adquieren el acento órfico, pítico y misterioso
de un lenguaje del más allá, para el cual nuestros sentidos sólo tienen un
presentimiento temeroso, al tiempo que nuestro espíritu no acaba de
comprenderlo. Nietzsche, sin embargo, es claro como un diamante, aun cuando
esté poseído por la exaltación, y su palabra sigue siendo fuerte, incisiva y dura
aun en medio del fuego de la embriaguez. No ha habido seguramente otro
mortal que se haya asomado al borde de la locura con tanta temeridad y tanta
calma como lo hizo Nietzsche. El estilo de Nietzsche no es (como el de Hölderlin
y el de todos los místicos o píticos) algo sombrío y oscuro a fuerza de misterio;
al contrario, nunca ha sido más claro, más verdadero, que en sus últimos
momentos, cuando se podría muy bien decir que se vio iluminado por el misterio.
Verdad es que ésta es una luz muy peligrosa; tiene el brillo y resplandor
enfermizos de un sol de medianoche, que se eleva rojo por encima de los
icebergs; es una luz septentrional del alma que, en su grandiosidad única, hace
estremecer. No calienta, pero espanta; no deslumbra, pero mata. Nietzsche no
es arrastrado al abismo por el ritmo oscuro del sentimiento, como Hölderlin, ni
tampoco por un torrente de melancolía; Nietzsche se consume en su propia luz,
como por una insolación de un sol extraordinariamente brillante y luminoso, por
una alegría que pudiéramos llamar alegría al rojo blanco y que resulta insoportable.
La caída de Nietzsche es una muerte de luz, una carbonización del
espíritu en su propia llama.
Hace ya tiempo que el alma le arde y le llamea por un exceso de luz; a
menudo él mismo se asusta, en su clarividencia, de ese exceso de luz que le
llega de arriba y de la salvaje alegría que hay en su alma: « Las intensidades de
mi sentimiento me hacen estremecer y reír.» Pero ya nada puede poner diques a
esa corriente de éxtasis, a ese flujo de pensamientos que han descendido del
cielo como halcones y aletean chillando a su alrededor día y noche, hora tras
hora, hasta que las sienes parecen estallar. Durante la noche el cloral le alivia y
le provee de un refugio pasajero, el del sueño, contra la invasión tumultuosa de
las visiones, pero sus nervios están al rojo, como hilos metálicos; todo su ser se
convierte en electricidad y en luz, una luz resplandeciente, llena de llamaradas y
fulguraciones.
¿Puede considerarse un milagro el hecho de que este torbellino de inspiración
tan rápida, esa torrentera de vertiginosos pensamientos, pierda el contacto con
la tierra firme, y que Nietzsche, arrastrado por todos los demonios del espíritu,
olvide quién es y acabe por no reconocer sus propios límites? Desde hace
mucho tiempo (desde el momento en que observó que obedecía a fuerzas
superiores y no a sí mismo), su mano duda antes de escribir su propio nombre
bajo sus escritos: Friedrich Nietzsche. Pues el nieto del pastor protestante de
Naumburgo siente sordamente que, después de tanto tiempo, ya no es él quien
está viviendo esa vida tan extraordinaria, sino que es otro ser que no tiene
nombre todavía, una potencia superior, un nuevo mártir de la humanidad. Por
eso no firma sus últimos mensajes más que con nombres simbólicos: «El
Monstruo», «El Crucificado», « El Anticristo», «Díonisos». No los firma con su
nombre porque se da cuenta de que sólo obran en él las potencias superiores y
él ya no es, en su concepto, un hombre, sino una potencia, una misión. «Ya no
soy un hombre, soy dinamita.» «Soy un pasaje de la historia universal que divide
en dos toda la historia de la humanidad», grita en un acceso de
hybris, en mediode un atroz silencio. Del mismo modo que Napoleón ante Moscú ardiendo, con
el invierno frente a él, el infinito invierno de Rusia, y a su alrededor los restos
miserables de aquel gran ejército, lanza aún las proclamas y alocuciones más
amenazadoras y grandiosas (grandiosas hasta rozar el ridículo), Níetzsche, ante
el Kremlin en llamas que es su cerebro, compone, con los restos de sus
pensamientos, libelos terribles. Ordena al emperador de Alemania que venga a
Roma para ser fusilado; invita a las potencias europeas a una acción militar
contra Alemania, a la que quisiera ver encerrada en una camisa de hierro.
Nunca un furor tan apocalíptico se ha debatido tan en el vacío; nunca una
hybrismás magnífica ha elevado a un espíritu tan lejos de las cosas terrestres. Sus
palabras suenan como martillazos dados contra el edificio mundial; pide que el
calendario sea modificado y cuente, no desde el nacimiento de Cristo, sino
desde la aparición del Anticristo; coloca su imagen encima de las más altas
figuras de todos los tiempos; el delirio mental de Nietzsche es más grandioso
que el de los demás enfermos del espíritu; en eso, como en todo, sigue reinando
el exceso.
Nunca un mortal se ha visto invadido por una inundación tan grande de
inspiración creadora como la que sufrió Nietzsche en ese otoño. «Nunca se ha
escrito de esa manera, nunca se ha sentido así; nadie ha sufrido nunca de ese
modo; así sólo sufre un dios: un Dionisos»; esas palabras, que pronuncia
cuando empieza su locura, son de una verdad terrible. Pues ese cuartito del
cuarto piso y la gruta de Sils-Maria albergan, al mismo tiempo que al hombre
enfermo, presa del delirio, los pensamientos y las palabras más grandiosos que
ha conocido el siglo; el espíritu creador se ha refugiado bajo ese techo quemado
por el sol, y despliega toda su plenitud sobre un pobre hombre solitario,
innominado, tímido y perdido... Es mucho más de lo que un ser humano puede
soportar. Y en este estrecho espacio, asfixiado de inmensidad, el pobre espíritu
terrestre, asustado, vacila y se tambalea bajo la fuerza de los relámpagos, de las
iluminaciones y de las fulguraciones que lo azotan. Igual que Hölderlin en su
ceguera espiritual, siente que un dios está junto a él, un dios de fuego, cuya
mirada es imposible sostener y cuyo aliento quema... El pobre ser, estremecido,
se levanta para verle la cara y los pensamientos se le escapan en incoherente
precipitación..., pues el que siente, crea y sufre cosas inefables... ¿no es él, por
sí mismo, un dios?... ; ¿no es él un nuevo dios del Universo, ya que el otro ha
sido aniquilado?... ¿Quién es?... ¿El Crucificado?... ¿Un dios muerto o un dios
vivo?... ¿El dios de su juventud, Dionísos..., o las dos cosas a la vez?...
¿Dionisos crucificado?... Sus pensamientos corren como un torrente, la corriente
arde a fuerza de luz... Pero ¿es que eso es luz? ¿No es más bien música? El
cuartucho de la Vía Alberto comienza a resonar, las esferas vibran, los cielos se
transfiguran... ¡Oh, qué música! Las lágrimas le resbalan por la barba, ardientes,
fervorosas... ¡Oh, qué ternura, qué felicidad... ! ¡Y qué inmensa claridad! En la
calle, allá abajo, todos le sonríen; sí, las gentes le sonríen. Respetuosamente se
levantan para saludarlo; y la vendedora busca en su cesta las más hermosas
manzanas... ; todos hacen cortesías y reverencias ante el asesino de Dios; todo
es júbilo... ¿por qué?... Sí, él lo sabe; es porque ha llegado el Anticristo y todos
gritan: «¡Hosanna, hosanna!...» Todo canta, el Universo resuena de alegría y de
música... Después todo queda mudo... ; algo ha caído; ¡ay! es él mismo el que
ha caído frente a su casa... Alguien lo levanta .... está de nuevo en su cuarto...
¿Ha dormido mucho tiempo?... Todo está oscuro... Allí está el piano. ¡Música,
música!... De pronto hay muchos hombres en el cuarto... ¿No es Overbeck?...
Sin embargo, está en Basilea... Y él mismo, ¿dónde está?..., ¿dónde?... Ya lo
sabe... ¿Por qué lo miran de un modo tan extraño, tan inquietos?... Un vagón, un
coche... Los raíles rechinan, rechinan de un modo extraño, como si quisieran
cantar... Sí... Están cantando La
canción del gondolero..., y él empieza a cantarcon los raíles..., canta en medio de las tinieblas infinitas...
Y después, largo tiempo en un cuarto oscuro, lejos, en un cuarto siempre
oscuro, siempre oscuro. Ya no hay sol; ya no hay luz, ni dentro ni fuera. En
alguna parte, abajo, hablan algunos hombres. Una mujer... ¿Es su hermana?...
Pero su hermana está lejos, muy lejos, en el país de los lamas... Una mujer le
lee un libro... ¿Un libro?... ¿No ha escrito él también libros?... Alguien le habla
con dulzura, pero él no comprende lo que le dicen... Aquel a quien ha pasado un
tal huracán por el alma queda sordo para siempre a las palabras humanas...
Aquel a quien el demonio ha mirado tan profundamente a los ojos, queda ciego
para siempre.
EL EDUCADOR PARA LA LIBERTAD
Grandeza significa marcar una dirección.
«Después de la próxima guerra europea me entenderán»-entre sus últimos
escritos emerge esta frase profética. Porque, en efecto, el verdadero sentido, la
necesidad histórica del gran exhortador sólo se comprende a partir de la
situación tensa, insegura y peligrosa de nuestro mundo a finales del siglo XIX y
principios del XX. En este genio atmosférico se descargó con violencia toda la
presión del embotamiento moral de Europa: la tempestad más maravillosa del
espíritu que precede a la tempestad más terrible de la historia. La mirada de
Nietzsche, mirada que «pensaba más allá», previó la crisis, mientras los demás
se mantenían en un ambiente doméstico al calor de los agradables fuegos del
tópico, y vio también sus causas: «el prurito nacionalista del corazón y el veneno
en la sangre por los que hoy en día en Europa los pueblos se aíslan el uno del
otro como si estuvieran en cuarentena», el «nacionalismo bovino» carente de
una idea superior a la idea egoísta de la historia, mientras todas las fuerzas se
empeñaban ya con ahínco en alcanzar una unión futura y más elevada. Y el
anuncio de la catástrofe prorrumpe con furia de su boca cuando ve los intentos
convulsos por «eternizar en Europa el sistema de pequeños estados» y por
defender una moral basada única y exclusivamente en el negocio y los
intereses. «Esta situación absurda no puede durar mucho», escribe en la pared
con dedo de fuego, «la capa de hielo que la sustenta se ha vuelto tan delgada
que todos percibimos el aliento cálido y peligroso de los vientos del deshielo»
Nadie como Nietzsche percibió los crujidos en los cimientos de la sociedad
europea, nadie lanzó tan desesperadamente, en una época de
autocomplacencia optimista, un grito a Europa, un grito a favor de la huida, de la
huida hacia la honestidad, hacia la claridad, hacia la máxima libertad intelectual.
Nadie sintió tan intensamente que una época había acabado y muerto, y que
algo nuevo y violento tomaba cuerpo en el núcleo de una crisis letal: sólo ahora
lo sabemos con él.
Esta crisis letal fue pensada y vivida previamente por él de una manera
también letal: he ahí su grandeza, su heroísmo. Y la enorme tensión que
atormentó su espíritu hasta límites insospechados y que, por último, lo desgarró,
lo hizo vincularse a un elemento superior: no era más que la fiebre de nuestro
mundo antes de que estallara el absceso. Los pájaros que anuncian la
tempestad, mensajeros del espíritu, siempre preceden a las grandes
revoluciones y catástrofes, y hay una verdad espiritual en la fe sorda y
supersticiosa del pueblo, que hace que aparezcan cometas en el elemento
superior y tracen órbitas sangrientas antes de las crisis y de las guerras.
Nietzsche fue una luz de este tipo en el elemento superior, el relámpago que
precede a la tormenta, el gran tumulto en las montañas antes de que la
tempestad se precipite hacia los valles: nadie presintió como él, con tal certeza
meteorológica, además de los detalles, toda la violencia del futuro cataclismo de
nuestra cultura. Mas esa es la eterna tragedia del espíritu: que su ámbito claro y
superior de contemplación no se transmita al aire escaso y viciado de su época,
que el presente jamás capte ni perciba que un signo se alza sobre él en el cielo
del espíritu y que se oye el aleteo de la profecía. Ni siquiera el espíritu má s
lúcido del siglo se mostró lo suficientemente claro para que su época lo
entendiera; así como aquel corredor de maratón que presenciara el ocaso del
imperio persa y que, recorriendo con pulmones palpitantes la larga distancia que
lo separaba de Atenas, sólo pudo anunciar su mensaje con un único grito
extático (la sangre explotó después mortalmente en su sofocado pecho),
Nietzsche sólo pudo anunciar la terrible catástrofe de nuestra cultura, pero no
pudo evitarla. Solamente lanzó un grito inmenso, inolvidable, extático a su
tiempo: luego se le quebró el espíritu.
Sin embargo, a mi juicio, quien mejor nos reveló a nosotros y a todo el mundo
su verdadera acción fue su mejor lector, Jakob Burckhardt, cuando escribió que
sus libros «acrecentaban la independencia en el mundo». Hombre inteligente y
perspicaz, Burckhardt dijo de manera expresa: la independencia
en el mundo, yno la independencia
del mundo. Pues la independencia siempre existe sólo en elindividuo, en lo singular, y no puede multiplicarse con el número, no crece con
los libros y con la educación: «no existen edades heroicas, sino sólo hombres
heroicos». Es siempre el individuo quien introduce la independencia en el mundo
y siempre lo hace para sí solo. Pues todo espíritu libre es un Alejandro que
conquista al asalto todas las provincias a imperios, pero carece de heredero: el
reino de la libertad siempre recae luego en diadocos y administradores, en
comentaristas e intérpretes que se convierten en esclavos de la palabra. La
grandiosa independencia de Nietzsche no regala por tanto una doctrina (como
creen los académicos), sino una atmósfera, la atmósfera infinitamente clara,
demasiado clara, atravesada por tormentas de pasión, de una naturaleza
demoníaca que se redime en la tempestad y en la destrucción. Cuando uno se
adentra en sus libros, siente el ozono, el aire elemental despojado de todo embotamiento,
de toda niebla y humedad: en ese paisaje heroico, uno ve con
libertad hasta las alturas de los cielos y respira un aire transparente y afilado
como un cuchillo, un aire para corazones fuertes y espíritus libres. El último
sentido de Nietzsche es siempre la libertad: el sentido de su vida y el sentido de
su ocaso. Así como la naturaleza necesita ciclones y tornados para descargar su
exceso de fuerza en una revuelta contra su propia existencia, así necesita el
espíritu de vez en cuando a un hombre demoníaco cuyo exceso de violencia se
rebele contra la comunidad del pensamiento y la monotonía de la moral. A un
hombre que destruya y se destruya a sí mismo; pero estos rebeldes heroicos no
son menos formadores a imagen del universo que los creadores silenciosos. Si
aquellos muestran la plétora de la vida, éstos señalan su inconcebible amplitud.
Porque por las naturalezas trágicas tomamos conciencia de la profundidad del
sentimiento. Y sólo gracias a los desmesurados conoce la humanidad su última
dimensión.
FIN
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