Narraciones Ocultistas y Cuentos Macabros -- H. P. BLAVATSKY
_
NARRACIONES OCULTISTAS
Y CUENTOS MACABROS
Y CUENTOS MACABROS
_
La cueva de los ecos
Un Matusalén ártico
El campo luminoso
Una vida encantada
La hazaña de un Gossain hindú
Demonología y magia eclesiástica
Asesinato a distancia
La mano misteriosa
El alma de un violín
Los espíritus vampiros
La resurrección de los muertos
La imaginación, la magia y el ocultismo
Un Matusalén ártico
El campo luminoso
Una vida encantada
La hazaña de un Gossain hindú
Demonología y magia eclesiástica
Asesinato a distancia
La mano misteriosa
El alma de un violín
Los espíritus vampiros
La resurrección de los muertos
La imaginación, la magia y el ocultismo
***
LA CUEVA DE LOS ECOS
UNA HISTORIA EXTRAÑA, PERO VERDADERA1
UNA HISTORIA EXTRAÑA, PERO VERDADERA1
***
En una de la provincias más distantes del Imperio ruso y en una pequeña ciudad
fronteriza a la Siberia, ocurrió hace más de treinta años una tragedia misteriosa. A
cosa de seis verstas de la ciudad de P…, célebre por la hermosura salvaje de sus
campiñas y por la riqueza de sus habitantes, en general propietarios de minas y de
fundiciones de hierro, existía una mansión aristocrática. La familia que la habitaba se
componía del dueño, solterón viejo y rico, y de su hermano, viudo con dos hijos y tres
hijas. Se sabía que el propietario, señor Izvertzoff, había adoptado a los hijos de su
hermano, y habiendo tomado un cariño especial por el mayor de sus sobrinos, llamado
Nicolás, le instituyó único heredero de sus numerosos Estados.
Pasó el tiempo. El tío envejecía y el sobrino se acercaba a su mayor edad. Los días y los
años habían pasado en una serenidad monótona, cuando en el hasta entonces claro
horizonte de la familia se formó una nube. En un día desgraciado se le ocurrió a una de
las sobrinas aprender a tocar la cítara. Como el instrumento es de origen puramente
teutón, y como no podía encontrarse maestro alguno en los alrededores, el
complaciente tío envió a buscar uno y otro a San Petersburgo. Después de una
investigación minuciosa, sólo pudo darse con un profesor que no tuviera inconveniente
en aventurarse a ir tan cerca de la Siberia. Era un artista alemán, anciano, que
compartiendo su cariño igualmente entre su instrumento y su hija, rubia y bonita, no
quería separarse de ninguno de los dos. Y así sucedió que en una hermosa mañana llegó
el profesor a la mansión, con su caja de música debajo del brazo y su linda Minchen
apoyándose en el otro.
Desde aquel día la pequeña nube empezó a crecer rápidamente, pues cada vibración
del melodioso instrumento encontraba un eco en el corazón del viejo solterón. La
música despierta el amor, se dice, y la obra comenzada por la cítara fue completada por
los hermosos ojos azules de Minchen. Al cabo de seis meses, la sobrina se había hecho
una hábil tocadora de cítara y el tío estaba locamente enamorado.
Una mañana reunió a su familia adoptiva, abrazó a todos muy cariñosamente,
prometió recordarlos en su testamento y, por último, se desahogó declarando su
resolución inquebrantable de casarse con la Minchen de ojos azules. Después se les
echó al cuello y lloró en silencioso arrobamiento. La familia, comprendiendo que. la
1 Esta historia está sacada del relato de un testigo presencial, un señor ruso muy piadoso y digno de
crédito. Además, los hechos están copiados de los registros de la Policía de P… El testigo en cuestión los
atribuye, por supuesto, parte a la intervención divina y parte al diablo. – H. P. B.
herencia se le escapaba, lloró también, aunque por causa muy distinta. Después de
haber llorado se consolaron y trataron de alegrarse, pues el anciano caballero era
amado sinceramente de todos. Sin embargo, no todos se alegraron. Nicolás, que
también se había sentido herido en el corazón por la linda alemana, y que de un golpe
se veía privado de ella y del dinero de su tío, ni se consoló ni se alegró, sino que
desapareció durante todo un día.
Mientras tanto el señor Izvertzoff había ordenado que preparasen su coche de viaje
para el día siguiente, y se susurró que iba a la capital del distrito, a alguna distancia de
su casa, con la intención de variar su testamento. Aunque era muy rico, no tenía ningún
administrador de sus Estados y él mismo llevaba sus libros de contabilidad. Aquella
misma tarde, después de cenar, se le oyó en su habitación reprendiendo agriamente a
un criado que hacía más de treinta años estaba a su servicio. Este hombre, llamado Iván,
era natural del Asia del Norte, de Kanischatka; había sido educado por la familia en la
religión cristiana, y se le creía muy adicto a su amo. Unos cuantos días después, cuando
la primera de las trágicas circunstancias que voy a relatar había traído a aquel sitio a
toda la fuerza de la Policía, se recordó que Iván estaba borracho aquella noche; que su
amo, que tenía horror a este vicio, le había apaleado paternalmente y le había echado
fuera de la habitación, y aun se le vio dando traspiés fuera de la puerta y se le oyeron
proferir amenazas.
En el vasto dominio del señor Izvertzoff había una extraña caverna que excitaba la
curiosidad de todo el que la visitaba. Existe hoy todavía, y es muy conocida de todos los
habitantes de P… Un bosque de pinos comienza a corta distancia de la puerta del jardín
y sube en escarpadas laderas a lo largo de cerros rocosos, a los que ciñe con el ancho
cinturón de su vegetación impenetrable. La galería que conduce al interior de la
caverna, conocida por la Cueva de los Ecos, está situada a media milla de la mansión,
desde la cual aparece corno una pequeña excavación de la ladera, oculta por la maleza,
aunque no tan completamente que impida ver cualquier persona que entre en ella
desde la terraza de la casa. Al penetrar en la gruta, el explorador ve en el fondo de la
misma una estrecha abertura, pasada la cual se encuentra una elevadísima caverna,
débilmente iluminada por hendiduras en el abovedado techo a cincuenta pies de altura.
La caverna es inmensa, y podría contener holgadamente de dos a tres mil personas. En
el tiempo del señor Izvertzoff una parte de ella estaba embaldosada, y en el verano se
usaba a menudo como salón de baile en las jiras campestres. Es de forma oval irregular,
y se va estrechando gradualmente hasta convertirse en un ancho corredor que se
extiende varias millas, ensanchándose a trechos y formando otras estancias tan grandes
y elevadas como la primera, pero con la diferencia de que no pueden cruzarse sino en
botes, por estar siempre llenas de agua. Estos receptáculos naturales tienen la
reputación de ser insondables.
En la orilla del primero dé estos canales existe una pequeña plataforma con algunos
asientos rústicos, cubiertos de musgo, convenientemente colocados, y en este sitio es
donde se oye en toda su intensidad el fenómeno de los ecos que dan nombre a la gruta.
Una palabra susurrada, y hasta un suspiro, es recogido por infinidad de voces burlonas, y
en lugar de disminuir de volumen, como hacen los ecos honrados, el sonido se hace más
y más intenso a cada sucesiva repetición, hasta que al fin estalla como la repercusión de
un tiro de pistola y retrocede en forma de gemido lastimero a lo largo del corredor.
En el día en cuestión, el señor Izvertzoff había indicado su intención de dar un baile en
esta cueva al celebrar su boda, que había fijado para una fecha cercana. Al día siguiente
por la mañana, mientras hacía sus preparativos para el viaje,. su familia le vio entrar en
la gruta acompañado solamente por su criado siberiano. Media hora después Iván
volvió a la mansión por una tabaquera que su amo había dejado olvidada, y regresó con
ella a la gruta. Una hora más tarde la casa entera se puso en conmoción por sus grandes
gritos. Pálido y chorreando agua, Iván se precipitó dentro como un loco, y declaró que el
señor Izvertzoff había desaparecido, pues que no se le encontraba en ninguna parte de
la caverna. Creyendo que se habla caído en el lago, se había sumergido en el primer
receptáculo en su busca, con peligro inminente de su propia vida.
El día pasó sin que diesen resultado las pesquisas en busca del anciano. La Policía
invadió la casa, y el más desesperado parecía ser Nicolás, el sobrino, que a su llegada se
había encontrado con la triste noticia.
Una negra sospecha recayó sobre Iván el siberiano. Había sido castigado por su amo la
noche anterior y se le había oído jurar que tomaría venganza. Le había acompañado
solo a la cueva, y cuando registraron su habitación se encontró debajo de la cama una
caja llena de riquísimas joyas de familia. En vano fue que el siervo pusiese a Dios por
testigo de que la caja le había sido confiada por su amo precisamente antes de que se
dirigieran a la cueva; que la intención de su amo era hacer remontar las joyas que
destinaba a la novia como regalo, y que él, Iván, daría gustoso su propia vida para
devolvérsela a su amo, si supiese que éste estaba muerto. No se le hizo ningún caso, sin
embargo, y fue arrestado y metido en la cárcel bajo acusación de asesinato. Allí se le
encerró, pues según la legislación rusa, no podía, al menos por aquellos tiempos, ser
condenado criminal alguno a muerte, por demostrado que estuviese su delito, siempre
que no se hubiese confesado culpable.
Después de una semana de inútiles investigaciones, la familia se vistió de riguroso
luto, y como el testamento primitivo no había sido modificado, toda la propiedad pasó
a manos del sobrino. El viejo profesor y su hija soportaron este repentino revés de la
fortuna con flema verdaderamente germánica, y se prepararon a partir. El anciano cogió
su cítara debajo del brazo y se dispuso a marchar con su Minchen, cuando el sobrino le
detuvo, ofreciéndose, en lugar de su difunto tío, como esposo de la linda damisela.
Encontraron muy agradable el cambio, y, sin causar gran ruido, fueron casados los dos
jóvenes.
Transcurrieron diez años, y nos encontramos nuevamente a la feliz familia al principio
de 1859. La linda Minchen se había puesto gruesa y se había hecho vulgar. Desde el día
de la desaparición del anciano, Nicolás se había vuelto áspero y retraído en sus
costumbres, admirándose muchos de tal cambio, pues nunca se le veía sonreír. Parecía
que el único objeto de su vida era el encontrar al asesino de su tío o, más bien, hacer
que Iván confesase su crimen. Pero este hombre persistía aún en que era inocente.
Sólo un hijo había tenido la joven pareja, y por cierto que era un niño extraño.
Pequeño, delicado y siempre enfermo, parecía que su frágil vida pendía de un hilo.
Cuando sus facciones estaban en reposo era tal su parecido con el tío, que los
individuos de la familia a menudo se alejaban de él con terror. Tenía la cara pálida y
arrugada de un viejo de sesenta años sobre los hombros de un niño de nueve. Nunca se
le vio reír ni jugar. Encaramado en su silla alta, permanecía sentado gravemente,
cruzando los brazos de una manera que era peculiar al difunto señor Izvertzoff, y así se
pasaba horas y horas inmóvil y adormecido. A sus nodrizas se les veía a menudo
santiguarse furtivamente al acercarse a él por la noche, y ninguna de ellas hubiera
consentido en dormir a solas con él en su cuarto. La conducta del padre para con su hijo
era aún más extraña. Parecía quererlo apasionadamente y al mismo tiempo odiarlo en
extremo. Muy rara vez le besaba o acariciaba, sino que, con semblante lívido y ojos
espantados, pasaba largas horas mirándole, mientras que el niño estaba tranquilamente
sentado en su rincón, con sus maneras de viejo propias de un duende. El niño no había
salido nunca de la hacienda, y pocos de la familia conocían su existencia.
A mediados de julio, un viajero húngaro, de elevada estatura, precedido de una gran
reputación de excentricidad, fortuna y poderes misteriosos, llegó a la ciudad de P…
desde el Norte, donde había residido muchos años. Se estableció en la pequeña ciudad
en compañía de un shamano, o mago de la Siberia del Sur, con quien se decía que
verificaba experimentos de magnetismo. Daba comidas y reuniones, e invariablemente
exhibía a su shamano, de quien estaba muy orgulloso, para divertir a sus huéspedes. Un
día los notables de P… invadieron repentinamente los dominios de Nicolás Izvertzoff
solicitando les prestase su cueva para pasar una velada. Nicolás consintió con gran
repugnancia, y sólo después de una vacilación aún mayor se dejó persuadir para unirse a
la partida.
La primera caverna y la plataforma al lado del insondable lago estaban refulgentes de
luz. Centenares de velas y de antorchas de vacilantes llamas, metidas en las hendiduras
de las rocas, iluminaban aquel sitio, y ahuyentaban las sombras de ángulos y rincones en
donde habían estado agazapadas, sin ser molestadas, durante muchos años. Las
estalactitas de las paredes chispeaban brillantemente, y los dormidos ecos fueron
repentinamente despertados por alegre confusión de risas y conversaciones.
El shamano, a quien su amigo y patrón no había perdido de vista un momento, estaba
sentado en un rincón, y, como de costumbre, hipnotizado, encaramado en una roca
saliente a la mitad del camino entre la entrada y el agua. Con su rostro de amarillo
limón, lleno de arrugas, su nariz chata y barba rala, parecía más bien un horrible ídolo de
piedra que un ser humano. Muchos de la partida se apretaban a su alrededor recibiendo
atinadas contestaciones a las preguntas que le dirigían, pues el húngaro sometía
gustoso su “sujeto” magnetizado a los interrogatorios.
De pronto una señora hizo la observación de que en aquella misma cueva había
desaparecido el señor Izvertzoff hacía diez años. El extranjero pareció interesarse en el
caso, mostrando deseos de saber lo acaecido. En su consecuencia, buscaron a Nicolás
entre la multitud y le condujeron delante del grupo de curiosos. Era el huésped, y le fue
imposible el negarse a hacer la deseada narración. Repitió, pues, el triste relato con voz
temblorosa, pálido semblante y viéndosele brillar las lágrimas en sus ojos febriles. Los
asistentes se afectaron mucho, murmurando grandes elogios sobre la conducta del
amante sobrino, que tan bien honraba la memoria de su tío y bienhechor. Cuando, de
repente, la voz de Nicolás se ahogó en su garganta, sus ojos parecieron salir de sus
órbitas y, con un gemido ronco, retrocedió tambaleándose. Todos los ojos siguieron con
curiosidad su aterrada vista, que se fijó y permaneció clavada sobre una diminuta cara
de bruja que se asomaba por detrás del húngaro.
–¿De dónde vienes? ¿Quién te trajo aquí, niño?– balbuceó Nicolás, pálido como la
muerte.
–Yo estaba acostado, papá; este hombre vino por mi y me trajo aquí en sus brazos
–contestó con sencillez el muchacho, señalando al shamano, a lado de quien se hallaba
en la roca, y el cual seguía con los ojos cerrados, moviéndose de un lado a otro como un
péndulo viviente.
–Esto es muy extraño –observó uno de los huéspedes –, pues este hombre no se ha
movido de su sitio.
–¡Gran Dios! ¡Qué parecido tan extraordinario!– murmuró un antiguo vecino de la
ciudad, amigo de la persona desaparecida.
–¡Mientes, niño!–exclamó con fiereza el padre –Vete a la cama, éste no es sitio para ti.
–Vamos, vamos –dijo el húngaro, interponiéndose con una expresión extraña en su
cara, y rodeando con sus brazos la delicada figura del niño–; el pequeño ha visto el
doble de mi shamano que a menudo vaga a gran distancia de su cuerpo, y ha tomado al
fantasma por el hombre mismo. Dejadlo permanecer un rato con nosotros.
A estas extrañas palabras los asistentes se miraron con muda sorpresa, mientras que
algunos hicieron piadosamente el signo de la cruz, presumiendo, indudablemente, que
se trataba del diablo y de sus obras.
–Y por otro lado –siguió diciendo el húngaro con un acento de firmeza peculiar,
dirigiéndose a la generalidad de los concurrentes más bien que a algunos en particular
–¿por qué no habríamos de tratar, con ayuda de mis shamano de descubrir el misterio
que encierra esta tragedia? Está todavía en la cárcel la persona de quien se sospecha.
¿Cómo no ha confesado su delito todavía? Esto es seguramente muy extraño; pero
vamos a saber la verdad dentro de algunos minutos. ¡Que todo el mundo guarde
silencio!
Se aproximó entonces al tehuktchené, e inmediatamente dio principio a sus
manipulaciones, sin siquiera pedir permiso al dueño del lugar. Este último permanecía
en su sitio como petrificado de horror y sin poder articular una palabra. La idea
encontró una aprobación general, a excepción de él, y especialmente aprobó el
pensamiento el inspector de Policía, coronel S.
–Señoras y caballeros –dijo el magnetizador con voz suave–: permitidme que en esta
ocasión proceda de una manera distinta de lo que generalmente acostumbro a hacerlo.
Voy a emplear el método de la magia nativa. Es más apropiado a este agreste lugar y de
mucho más efecto, corno ustedes verán, que nuestro método europeo de
magnetización.
Sin esperar contestación, sacó de un saco que siempre llevaba consigo, primeramente,
un pequeño tambor, y después dos redomas pequeñas, una llena de un líquido y la otra
vacía. Con el contenido de la primera roció al shamano, quien empezó a temblar y a
balancearse más violentamente que nunca. El aire se llenó de un perfume de especias, y
la misma atmósfera pareció hacerse más clara. Luego, con horror de los presentes, se
acercó al tibetano, y sacando de un bolsillo un puñal en miniatura, le hundió la acerada
hoja en el antebrazo y sacó sangre, que recogió en la redoma vacía. Cuando estuvo
medio llena oprimió el orificio de la herida con el dedo pulgar, y detuvo la salida de la
sangre con la misma facilidad que si hubiera puesto el tapón a una botella, después de
lo cual roció la sangre sobre la cabeza del niño. Luego se colgó el tambor al cuello y, con
dos palillos de marfil cubiertos de signos y letras mágicas, empezó a tocar una especie
de diana para atraer los espíritus, según él decía.
Los circunstantes, medio sorprendidos, medio aterrorizados por este extraordinario
procedimiento, se apiñaban ansiosamente a su alrededor, y durante algunos momentos
reinó un silencio de muerte en toda la inmensa caverna. Nicolás, con semblante lívido
como el de un cadáver, permanecía sin articular palabra. El magnetizador se había
colocado entre el shamano y la plataforma, cuando principió a tocar lentamente el
tambor. Las primeras notas eran como sordas, y vibraban tan suavemente en el aire, que
no despertaron eco alguno; pero el shamano apresuró su movimiento de vaivén y el
niño se mostró intranquilo. Entonces el que tocaba el tambor principió un canto lento,
bajo, solemne e impresionante.
A medida que aquellas palabras desconocidas salían de sus labios, las llamas de las
velas y de las antorchas ondulaban y fluctuaban, hasta que principiaran a bailar al
compás del canto. Un viento frío vino silbando de los obscuros corredores, más allá del
agua, dejando en pos de sí un eco quejumbroso. Luego una especie de neblina que
parecía brotar del suelo y paredes rocosas se condensó en torno del shamano y del
muchacho. Alrededor de este último el aura era plateada y transparente, pero la nube
que envolvía al primero era roja y siniestra. Aproximándose más a la plataforma, el
mago dio un redoble más fuerte en el tambor; redoble que esta vez fue recogido por el
eco con un efecto terrorífico. Retumbaba cerca y lejos con estruendo incesante; un
clamor más y más ruidoso sucedía a otro, hasta que el estrépito formidable pareció el
coro de mil voces de demonios que se levantaban de las insondables profundidades del
lago. El agua misma, cuya superficie, iluminada por las muchas luces, había estado hasta
entonces tan llana como un cristal, se puso repentinamente agitada, como si una
poderosa ráfaga de viento hubiese recorrido su inmóvil superficie.
Otro canto, otro redoble del tambor, y la montaña entera se estremeció hasta sus
cimientos, con estruendos parecidos a los de formidables cañonazos disparados en los
inacabables y obscuros corredores. El cuerpo del shamano se levantó dos yardas en el
aire y, moviendo la cabeza de un lado a otro y balanceándose, apareció sentado y
suspendido como una aparición. Pero la transformación que se operó entonces en el
muchacho heló de terror a cuantos presenciaban la escena. La nube plateada que
rodeaba al niño pareció que le levantaba también en el aire; mas, al contrario del
shamano, sus pies no abandonaron el suelo. El muchacho principió a crecer como si la
obra de los años se verificase milagrosamente en algunos segundos. Se tornó alto y
grande, y sus seniles facciones se hicieron más y más viejas, a la par que su cuerpo. Unos
cuantos segundos más, y la forma juvenil desapareció completamente, absorbida en su
totalidad por otra individualidad diferente y con horror de los circunstantes, que
conocían su apariencia, esta individualidad era la del viejo Sr. Izvertzoff, quien tenía en
la sien una gran herida abierta, de la que caían gruesas gotas de sangre.
El fantasma se movió hacia Nicolás, hasta que se puso directamente enfrente de él,
mientras que éste, con el pelo erizado y con los ojos de un loco, miraba a su propio hijo
transformado inesperadamente en su tío mismo. El silencio sepulcral fue interrumpido
por el húngaro, quien, dirigiéndose al niño–fantasma, le preguntó con voz solemne:
–En nombre del gran Maestro, de Aquel que todo lo puede, contéstanos la verdad y
nada más que la verdad. Espíritu intranquilo, ¿te perdiste por accidente, o fuiste
cobardemente asesinado?
Los labios del espectro se movieron, pero fue el eco el que contestó en su lugar,
diciendo con lúgubres resonancias:
–¡Asesinado! ¡Asesinado! ¡A–se–si–na–do!...
–¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por quién? –preguntó el conjurador.
La aparición señaló con el dedo a Nicolás, y sin apartar la vista ni bajar el brazo se
retiró, andando lentamente de espaldas y hacia el lago. A cada paso que daba el
fantasma, Izvertzoff el joven, como obligado por una fascinación irresistible, avanzaba
un paso hacia él, hasta que el espectro llegó al lago, viéndosele en seguida deslizarse
sobre su superficie. ¡Era una escena de fantasmagoría verdaderamente horrible!
Cuando llegó a dos pasos del borde del abismo de agua, una violenta convulsión agitó
el cuerpo del culpable. Arrojándose de rodillas se agarró desesperadamente a uno de
los asientos rústicos y, dilatándose sus ojos de una manera salvaje, dio un grande y
penetrante grito de agonía. El fantasma entonces permaneció inmóvil sobre el agua y,
doblando lentamente su dedo extendido, le ordenó acercarse. Agazapado, presa de un
terror abyecto, el miserable gritaba hasta que la caverna resonó una y otra vez:
–¡No fui yo…, no; yo no os asesiné!
Entonces se oyó una caída; era el muchacho que apareció sobre las obscuras aguas
luchando por su vida en medio del lago, viéndose a la inmóvil y terrible aparición
inclinada sobre él.
–¡Papá, papá, sálvame… que me ahogo!…–exclamó una débil voz lastimera en medio
del ruido de los burlones ecos.
–¡Mi hijo!–gritó Nicolás con el acento de un loco y poniéndose en pie de un salto –. ¡Mi
hijo! ¡Salvadlo! ¡Oh! ¡Salvadlo!… ¡Sí, confieso. ¡Yo soy el asesino!… ¡Yo fui quien le
mató!
Otra caída en el agua, y el fantasma desapareció. Dando un grito de horror los
circunstantes se precipitaron hacia la plataforma; pero sus pies se clavaron
repentinamente en el suelo al ver, en medio de los remolinos, una masa blanquecina e
informe enlazando al asesino y al niño en un estrecho abrazo y hundiéndose
lentamente en el insondable lago.
A la mañana siguiente, cuando, después de una noche de insomnio, algunos de la
partida visitaron la residencia del húngaro, la encontraron cerrada y desierta. Él y el
shamano habían desaparecido. Muchos son los habitantes de P… que recuerdan el caso
todavía. El Inspector de Policía, Coronel S., murió algunos años después en la completa
seguridad de que el noble viajero era el diablo. La consternación general creció de
punto al ver convertida en llamas la mansión Izvertzoff aquella misma noche. El
Arzobispo ejecutó la ceremonia del exorcismo; pero aquel lugar se considera maldito
hasta el presente. En cuanto al Gobierno, investigó los hechos y… ordenó el silencio.
_
UN MATUSALÉN ÁRTICO
HISTORIETA DE NAVIDAD
En una de la provincias más distantes del Imperio ruso y en una pequeña ciudad
fronteriza a la Siberia, ocurrió hace más de treinta años una tragedia misteriosa. A
cosa de seis verstas de la ciudad de P…, célebre por la hermosura salvaje de sus
campiñas y por la riqueza de sus habitantes, en general propietarios de minas y de
fundiciones de hierro, existía una mansión aristocrática. La familia que la habitaba se
componía del dueño, solterón viejo y rico, y de su hermano, viudo con dos hijos y tres
hijas. Se sabía que el propietario, señor Izvertzoff, había adoptado a los hijos de su
hermano, y habiendo tomado un cariño especial por el mayor de sus sobrinos, llamado
Nicolás, le instituyó único heredero de sus numerosos Estados.
Pasó el tiempo. El tío envejecía y el sobrino se acercaba a su mayor edad. Los días y los
años habían pasado en una serenidad monótona, cuando en el hasta entonces claro
horizonte de la familia se formó una nube. En un día desgraciado se le ocurrió a una de
las sobrinas aprender a tocar la cítara. Como el instrumento es de origen puramente
teutón, y como no podía encontrarse maestro alguno en los alrededores, el
complaciente tío envió a buscar uno y otro a San Petersburgo. Después de una
investigación minuciosa, sólo pudo darse con un profesor que no tuviera inconveniente
en aventurarse a ir tan cerca de la Siberia. Era un artista alemán, anciano, que
compartiendo su cariño igualmente entre su instrumento y su hija, rubia y bonita, no
quería separarse de ninguno de los dos. Y así sucedió que en una hermosa mañana llegó
el profesor a la mansión, con su caja de música debajo del brazo y su linda Minchen
apoyándose en el otro.
Desde aquel día la pequeña nube empezó a crecer rápidamente, pues cada vibración
del melodioso instrumento encontraba un eco en el corazón del viejo solterón. La
música despierta el amor, se dice, y la obra comenzada por la cítara fue completada por
los hermosos ojos azules de Minchen. Al cabo de seis meses, la sobrina se había hecho
una hábil tocadora de cítara y el tío estaba locamente enamorado.
Una mañana reunió a su familia adoptiva, abrazó a todos muy cariñosamente,
prometió recordarlos en su testamento y, por último, se desahogó declarando su
resolución inquebrantable de casarse con la Minchen de ojos azules. Después se les
echó al cuello y lloró en silencioso arrobamiento. La familia, comprendiendo que. la
1 Esta historia está sacada del relato de un testigo presencial, un señor ruso muy piadoso y digno de
crédito. Además, los hechos están copiados de los registros de la Policía de P… El testigo en cuestión los
atribuye, por supuesto, parte a la intervención divina y parte al diablo. – H. P. B.
herencia se le escapaba, lloró también, aunque por causa muy distinta. Después de
haber llorado se consolaron y trataron de alegrarse, pues el anciano caballero era
amado sinceramente de todos. Sin embargo, no todos se alegraron. Nicolás, que
también se había sentido herido en el corazón por la linda alemana, y que de un golpe
se veía privado de ella y del dinero de su tío, ni se consoló ni se alegró, sino que
desapareció durante todo un día.
Mientras tanto el señor Izvertzoff había ordenado que preparasen su coche de viaje
para el día siguiente, y se susurró que iba a la capital del distrito, a alguna distancia de
su casa, con la intención de variar su testamento. Aunque era muy rico, no tenía ningún
administrador de sus Estados y él mismo llevaba sus libros de contabilidad. Aquella
misma tarde, después de cenar, se le oyó en su habitación reprendiendo agriamente a
un criado que hacía más de treinta años estaba a su servicio. Este hombre, llamado Iván,
era natural del Asia del Norte, de Kanischatka; había sido educado por la familia en la
religión cristiana, y se le creía muy adicto a su amo. Unos cuantos días después, cuando
la primera de las trágicas circunstancias que voy a relatar había traído a aquel sitio a
toda la fuerza de la Policía, se recordó que Iván estaba borracho aquella noche; que su
amo, que tenía horror a este vicio, le había apaleado paternalmente y le había echado
fuera de la habitación, y aun se le vio dando traspiés fuera de la puerta y se le oyeron
proferir amenazas.
En el vasto dominio del señor Izvertzoff había una extraña caverna que excitaba la
curiosidad de todo el que la visitaba. Existe hoy todavía, y es muy conocida de todos los
habitantes de P… Un bosque de pinos comienza a corta distancia de la puerta del jardín
y sube en escarpadas laderas a lo largo de cerros rocosos, a los que ciñe con el ancho
cinturón de su vegetación impenetrable. La galería que conduce al interior de la
caverna, conocida por la Cueva de los Ecos, está situada a media milla de la mansión,
desde la cual aparece corno una pequeña excavación de la ladera, oculta por la maleza,
aunque no tan completamente que impida ver cualquier persona que entre en ella
desde la terraza de la casa. Al penetrar en la gruta, el explorador ve en el fondo de la
misma una estrecha abertura, pasada la cual se encuentra una elevadísima caverna,
débilmente iluminada por hendiduras en el abovedado techo a cincuenta pies de altura.
La caverna es inmensa, y podría contener holgadamente de dos a tres mil personas. En
el tiempo del señor Izvertzoff una parte de ella estaba embaldosada, y en el verano se
usaba a menudo como salón de baile en las jiras campestres. Es de forma oval irregular,
y se va estrechando gradualmente hasta convertirse en un ancho corredor que se
extiende varias millas, ensanchándose a trechos y formando otras estancias tan grandes
y elevadas como la primera, pero con la diferencia de que no pueden cruzarse sino en
botes, por estar siempre llenas de agua. Estos receptáculos naturales tienen la
reputación de ser insondables.
En la orilla del primero dé estos canales existe una pequeña plataforma con algunos
asientos rústicos, cubiertos de musgo, convenientemente colocados, y en este sitio es
donde se oye en toda su intensidad el fenómeno de los ecos que dan nombre a la gruta.
Una palabra susurrada, y hasta un suspiro, es recogido por infinidad de voces burlonas, y
en lugar de disminuir de volumen, como hacen los ecos honrados, el sonido se hace más
y más intenso a cada sucesiva repetición, hasta que al fin estalla como la repercusión de
un tiro de pistola y retrocede en forma de gemido lastimero a lo largo del corredor.
En el día en cuestión, el señor Izvertzoff había indicado su intención de dar un baile en
esta cueva al celebrar su boda, que había fijado para una fecha cercana. Al día siguiente
por la mañana, mientras hacía sus preparativos para el viaje,. su familia le vio entrar en
la gruta acompañado solamente por su criado siberiano. Media hora después Iván
volvió a la mansión por una tabaquera que su amo había dejado olvidada, y regresó con
ella a la gruta. Una hora más tarde la casa entera se puso en conmoción por sus grandes
gritos. Pálido y chorreando agua, Iván se precipitó dentro como un loco, y declaró que el
señor Izvertzoff había desaparecido, pues que no se le encontraba en ninguna parte de
la caverna. Creyendo que se habla caído en el lago, se había sumergido en el primer
receptáculo en su busca, con peligro inminente de su propia vida.
El día pasó sin que diesen resultado las pesquisas en busca del anciano. La Policía
invadió la casa, y el más desesperado parecía ser Nicolás, el sobrino, que a su llegada se
había encontrado con la triste noticia.
Una negra sospecha recayó sobre Iván el siberiano. Había sido castigado por su amo la
noche anterior y se le había oído jurar que tomaría venganza. Le había acompañado
solo a la cueva, y cuando registraron su habitación se encontró debajo de la cama una
caja llena de riquísimas joyas de familia. En vano fue que el siervo pusiese a Dios por
testigo de que la caja le había sido confiada por su amo precisamente antes de que se
dirigieran a la cueva; que la intención de su amo era hacer remontar las joyas que
destinaba a la novia como regalo, y que él, Iván, daría gustoso su propia vida para
devolvérsela a su amo, si supiese que éste estaba muerto. No se le hizo ningún caso, sin
embargo, y fue arrestado y metido en la cárcel bajo acusación de asesinato. Allí se le
encerró, pues según la legislación rusa, no podía, al menos por aquellos tiempos, ser
condenado criminal alguno a muerte, por demostrado que estuviese su delito, siempre
que no se hubiese confesado culpable.
Después de una semana de inútiles investigaciones, la familia se vistió de riguroso
luto, y como el testamento primitivo no había sido modificado, toda la propiedad pasó
a manos del sobrino. El viejo profesor y su hija soportaron este repentino revés de la
fortuna con flema verdaderamente germánica, y se prepararon a partir. El anciano cogió
su cítara debajo del brazo y se dispuso a marchar con su Minchen, cuando el sobrino le
detuvo, ofreciéndose, en lugar de su difunto tío, como esposo de la linda damisela.
Encontraron muy agradable el cambio, y, sin causar gran ruido, fueron casados los dos
jóvenes.
Transcurrieron diez años, y nos encontramos nuevamente a la feliz familia al principio
de 1859. La linda Minchen se había puesto gruesa y se había hecho vulgar. Desde el día
de la desaparición del anciano, Nicolás se había vuelto áspero y retraído en sus
costumbres, admirándose muchos de tal cambio, pues nunca se le veía sonreír. Parecía
que el único objeto de su vida era el encontrar al asesino de su tío o, más bien, hacer
que Iván confesase su crimen. Pero este hombre persistía aún en que era inocente.
Sólo un hijo había tenido la joven pareja, y por cierto que era un niño extraño.
Pequeño, delicado y siempre enfermo, parecía que su frágil vida pendía de un hilo.
Cuando sus facciones estaban en reposo era tal su parecido con el tío, que los
individuos de la familia a menudo se alejaban de él con terror. Tenía la cara pálida y
arrugada de un viejo de sesenta años sobre los hombros de un niño de nueve. Nunca se
le vio reír ni jugar. Encaramado en su silla alta, permanecía sentado gravemente,
cruzando los brazos de una manera que era peculiar al difunto señor Izvertzoff, y así se
pasaba horas y horas inmóvil y adormecido. A sus nodrizas se les veía a menudo
santiguarse furtivamente al acercarse a él por la noche, y ninguna de ellas hubiera
consentido en dormir a solas con él en su cuarto. La conducta del padre para con su hijo
era aún más extraña. Parecía quererlo apasionadamente y al mismo tiempo odiarlo en
extremo. Muy rara vez le besaba o acariciaba, sino que, con semblante lívido y ojos
espantados, pasaba largas horas mirándole, mientras que el niño estaba tranquilamente
sentado en su rincón, con sus maneras de viejo propias de un duende. El niño no había
salido nunca de la hacienda, y pocos de la familia conocían su existencia.
A mediados de julio, un viajero húngaro, de elevada estatura, precedido de una gran
reputación de excentricidad, fortuna y poderes misteriosos, llegó a la ciudad de P…
desde el Norte, donde había residido muchos años. Se estableció en la pequeña ciudad
en compañía de un shamano, o mago de la Siberia del Sur, con quien se decía que
verificaba experimentos de magnetismo. Daba comidas y reuniones, e invariablemente
exhibía a su shamano, de quien estaba muy orgulloso, para divertir a sus huéspedes. Un
día los notables de P… invadieron repentinamente los dominios de Nicolás Izvertzoff
solicitando les prestase su cueva para pasar una velada. Nicolás consintió con gran
repugnancia, y sólo después de una vacilación aún mayor se dejó persuadir para unirse a
la partida.
La primera caverna y la plataforma al lado del insondable lago estaban refulgentes de
luz. Centenares de velas y de antorchas de vacilantes llamas, metidas en las hendiduras
de las rocas, iluminaban aquel sitio, y ahuyentaban las sombras de ángulos y rincones en
donde habían estado agazapadas, sin ser molestadas, durante muchos años. Las
estalactitas de las paredes chispeaban brillantemente, y los dormidos ecos fueron
repentinamente despertados por alegre confusión de risas y conversaciones.
El shamano, a quien su amigo y patrón no había perdido de vista un momento, estaba
sentado en un rincón, y, como de costumbre, hipnotizado, encaramado en una roca
saliente a la mitad del camino entre la entrada y el agua. Con su rostro de amarillo
limón, lleno de arrugas, su nariz chata y barba rala, parecía más bien un horrible ídolo de
piedra que un ser humano. Muchos de la partida se apretaban a su alrededor recibiendo
atinadas contestaciones a las preguntas que le dirigían, pues el húngaro sometía
gustoso su “sujeto” magnetizado a los interrogatorios.
De pronto una señora hizo la observación de que en aquella misma cueva había
desaparecido el señor Izvertzoff hacía diez años. El extranjero pareció interesarse en el
caso, mostrando deseos de saber lo acaecido. En su consecuencia, buscaron a Nicolás
entre la multitud y le condujeron delante del grupo de curiosos. Era el huésped, y le fue
imposible el negarse a hacer la deseada narración. Repitió, pues, el triste relato con voz
temblorosa, pálido semblante y viéndosele brillar las lágrimas en sus ojos febriles. Los
asistentes se afectaron mucho, murmurando grandes elogios sobre la conducta del
amante sobrino, que tan bien honraba la memoria de su tío y bienhechor. Cuando, de
repente, la voz de Nicolás se ahogó en su garganta, sus ojos parecieron salir de sus
órbitas y, con un gemido ronco, retrocedió tambaleándose. Todos los ojos siguieron con
curiosidad su aterrada vista, que se fijó y permaneció clavada sobre una diminuta cara
de bruja que se asomaba por detrás del húngaro.
–¿De dónde vienes? ¿Quién te trajo aquí, niño?– balbuceó Nicolás, pálido como la
muerte.
–Yo estaba acostado, papá; este hombre vino por mi y me trajo aquí en sus brazos
–contestó con sencillez el muchacho, señalando al shamano, a lado de quien se hallaba
en la roca, y el cual seguía con los ojos cerrados, moviéndose de un lado a otro como un
péndulo viviente.
–Esto es muy extraño –observó uno de los huéspedes –, pues este hombre no se ha
movido de su sitio.
–¡Gran Dios! ¡Qué parecido tan extraordinario!– murmuró un antiguo vecino de la
ciudad, amigo de la persona desaparecida.
–¡Mientes, niño!–exclamó con fiereza el padre –Vete a la cama, éste no es sitio para ti.
–Vamos, vamos –dijo el húngaro, interponiéndose con una expresión extraña en su
cara, y rodeando con sus brazos la delicada figura del niño–; el pequeño ha visto el
doble de mi shamano que a menudo vaga a gran distancia de su cuerpo, y ha tomado al
fantasma por el hombre mismo. Dejadlo permanecer un rato con nosotros.
A estas extrañas palabras los asistentes se miraron con muda sorpresa, mientras que
algunos hicieron piadosamente el signo de la cruz, presumiendo, indudablemente, que
se trataba del diablo y de sus obras.
–Y por otro lado –siguió diciendo el húngaro con un acento de firmeza peculiar,
dirigiéndose a la generalidad de los concurrentes más bien que a algunos en particular
–¿por qué no habríamos de tratar, con ayuda de mis shamano de descubrir el misterio
que encierra esta tragedia? Está todavía en la cárcel la persona de quien se sospecha.
¿Cómo no ha confesado su delito todavía? Esto es seguramente muy extraño; pero
vamos a saber la verdad dentro de algunos minutos. ¡Que todo el mundo guarde
silencio!
Se aproximó entonces al tehuktchené, e inmediatamente dio principio a sus
manipulaciones, sin siquiera pedir permiso al dueño del lugar. Este último permanecía
en su sitio como petrificado de horror y sin poder articular una palabra. La idea
encontró una aprobación general, a excepción de él, y especialmente aprobó el
pensamiento el inspector de Policía, coronel S.
–Señoras y caballeros –dijo el magnetizador con voz suave–: permitidme que en esta
ocasión proceda de una manera distinta de lo que generalmente acostumbro a hacerlo.
Voy a emplear el método de la magia nativa. Es más apropiado a este agreste lugar y de
mucho más efecto, corno ustedes verán, que nuestro método europeo de
magnetización.
Sin esperar contestación, sacó de un saco que siempre llevaba consigo, primeramente,
un pequeño tambor, y después dos redomas pequeñas, una llena de un líquido y la otra
vacía. Con el contenido de la primera roció al shamano, quien empezó a temblar y a
balancearse más violentamente que nunca. El aire se llenó de un perfume de especias, y
la misma atmósfera pareció hacerse más clara. Luego, con horror de los presentes, se
acercó al tibetano, y sacando de un bolsillo un puñal en miniatura, le hundió la acerada
hoja en el antebrazo y sacó sangre, que recogió en la redoma vacía. Cuando estuvo
medio llena oprimió el orificio de la herida con el dedo pulgar, y detuvo la salida de la
sangre con la misma facilidad que si hubiera puesto el tapón a una botella, después de
lo cual roció la sangre sobre la cabeza del niño. Luego se colgó el tambor al cuello y, con
dos palillos de marfil cubiertos de signos y letras mágicas, empezó a tocar una especie
de diana para atraer los espíritus, según él decía.
Los circunstantes, medio sorprendidos, medio aterrorizados por este extraordinario
procedimiento, se apiñaban ansiosamente a su alrededor, y durante algunos momentos
reinó un silencio de muerte en toda la inmensa caverna. Nicolás, con semblante lívido
como el de un cadáver, permanecía sin articular palabra. El magnetizador se había
colocado entre el shamano y la plataforma, cuando principió a tocar lentamente el
tambor. Las primeras notas eran como sordas, y vibraban tan suavemente en el aire, que
no despertaron eco alguno; pero el shamano apresuró su movimiento de vaivén y el
niño se mostró intranquilo. Entonces el que tocaba el tambor principió un canto lento,
bajo, solemne e impresionante.
A medida que aquellas palabras desconocidas salían de sus labios, las llamas de las
velas y de las antorchas ondulaban y fluctuaban, hasta que principiaran a bailar al
compás del canto. Un viento frío vino silbando de los obscuros corredores, más allá del
agua, dejando en pos de sí un eco quejumbroso. Luego una especie de neblina que
parecía brotar del suelo y paredes rocosas se condensó en torno del shamano y del
muchacho. Alrededor de este último el aura era plateada y transparente, pero la nube
que envolvía al primero era roja y siniestra. Aproximándose más a la plataforma, el
mago dio un redoble más fuerte en el tambor; redoble que esta vez fue recogido por el
eco con un efecto terrorífico. Retumbaba cerca y lejos con estruendo incesante; un
clamor más y más ruidoso sucedía a otro, hasta que el estrépito formidable pareció el
coro de mil voces de demonios que se levantaban de las insondables profundidades del
lago. El agua misma, cuya superficie, iluminada por las muchas luces, había estado hasta
entonces tan llana como un cristal, se puso repentinamente agitada, como si una
poderosa ráfaga de viento hubiese recorrido su inmóvil superficie.
Otro canto, otro redoble del tambor, y la montaña entera se estremeció hasta sus
cimientos, con estruendos parecidos a los de formidables cañonazos disparados en los
inacabables y obscuros corredores. El cuerpo del shamano se levantó dos yardas en el
aire y, moviendo la cabeza de un lado a otro y balanceándose, apareció sentado y
suspendido como una aparición. Pero la transformación que se operó entonces en el
muchacho heló de terror a cuantos presenciaban la escena. La nube plateada que
rodeaba al niño pareció que le levantaba también en el aire; mas, al contrario del
shamano, sus pies no abandonaron el suelo. El muchacho principió a crecer como si la
obra de los años se verificase milagrosamente en algunos segundos. Se tornó alto y
grande, y sus seniles facciones se hicieron más y más viejas, a la par que su cuerpo. Unos
cuantos segundos más, y la forma juvenil desapareció completamente, absorbida en su
totalidad por otra individualidad diferente y con horror de los circunstantes, que
conocían su apariencia, esta individualidad era la del viejo Sr. Izvertzoff, quien tenía en
la sien una gran herida abierta, de la que caían gruesas gotas de sangre.
El fantasma se movió hacia Nicolás, hasta que se puso directamente enfrente de él,
mientras que éste, con el pelo erizado y con los ojos de un loco, miraba a su propio hijo
transformado inesperadamente en su tío mismo. El silencio sepulcral fue interrumpido
por el húngaro, quien, dirigiéndose al niño–fantasma, le preguntó con voz solemne:
–En nombre del gran Maestro, de Aquel que todo lo puede, contéstanos la verdad y
nada más que la verdad. Espíritu intranquilo, ¿te perdiste por accidente, o fuiste
cobardemente asesinado?
Los labios del espectro se movieron, pero fue el eco el que contestó en su lugar,
diciendo con lúgubres resonancias:
–¡Asesinado! ¡Asesinado! ¡A–se–si–na–do!...
–¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por quién? –preguntó el conjurador.
La aparición señaló con el dedo a Nicolás, y sin apartar la vista ni bajar el brazo se
retiró, andando lentamente de espaldas y hacia el lago. A cada paso que daba el
fantasma, Izvertzoff el joven, como obligado por una fascinación irresistible, avanzaba
un paso hacia él, hasta que el espectro llegó al lago, viéndosele en seguida deslizarse
sobre su superficie. ¡Era una escena de fantasmagoría verdaderamente horrible!
Cuando llegó a dos pasos del borde del abismo de agua, una violenta convulsión agitó
el cuerpo del culpable. Arrojándose de rodillas se agarró desesperadamente a uno de
los asientos rústicos y, dilatándose sus ojos de una manera salvaje, dio un grande y
penetrante grito de agonía. El fantasma entonces permaneció inmóvil sobre el agua y,
doblando lentamente su dedo extendido, le ordenó acercarse. Agazapado, presa de un
terror abyecto, el miserable gritaba hasta que la caverna resonó una y otra vez:
–¡No fui yo…, no; yo no os asesiné!
Entonces se oyó una caída; era el muchacho que apareció sobre las obscuras aguas
luchando por su vida en medio del lago, viéndose a la inmóvil y terrible aparición
inclinada sobre él.
–¡Papá, papá, sálvame… que me ahogo!…–exclamó una débil voz lastimera en medio
del ruido de los burlones ecos.
–¡Mi hijo!–gritó Nicolás con el acento de un loco y poniéndose en pie de un salto –. ¡Mi
hijo! ¡Salvadlo! ¡Oh! ¡Salvadlo!… ¡Sí, confieso. ¡Yo soy el asesino!… ¡Yo fui quien le
mató!
Otra caída en el agua, y el fantasma desapareció. Dando un grito de horror los
circunstantes se precipitaron hacia la plataforma; pero sus pies se clavaron
repentinamente en el suelo al ver, en medio de los remolinos, una masa blanquecina e
informe enlazando al asesino y al niño en un estrecho abrazo y hundiéndose
lentamente en el insondable lago.
A la mañana siguiente, cuando, después de una noche de insomnio, algunos de la
partida visitaron la residencia del húngaro, la encontraron cerrada y desierta. Él y el
shamano habían desaparecido. Muchos son los habitantes de P… que recuerdan el caso
todavía. El Inspector de Policía, Coronel S., murió algunos años después en la completa
seguridad de que el noble viajero era el diablo. La consternación general creció de
punto al ver convertida en llamas la mansión Izvertzoff aquella misma noche. El
Arzobispo ejecutó la ceremonia del exorcismo; pero aquel lugar se considera maldito
hasta el presente. En cuanto al Gobierno, investigó los hechos y… ordenó el silencio.
_
UN MATUSALÉN ÁRTICO
HISTORIETA DE NAVIDAD
_
El antiguo castillo de un rico propietario de Finlandia se veía muy favorecido de
gentes en aquella fría noche de Navidad, gentes reunidas al amor del fuego del
clásico hogar, todo recuerdos de la santa tradición hospitalaria de sus nobles
antepasados, por la que se conservaban aún vivas las prácticas y supersticiones de la
Edad Media, en parte rusas, llevadas de las orillas del Neva por los últimos dueños.
No faltaban, no, en aquella noche augusta consagrada por los siglos, ni el árbol de
Noel, de o Navidad, ni los demás preparativos de fiesta que son de rigor allí como en
toda la tierra.
El castillo estaba lleno de tesoros arcaicos: los ceñudos retratos de los antecesores en
viejos y carcomidos marcos; toda clase de armas de caballeros en las panoplias, y de
antiguos vestuarios señoriles en los armarios. Extenso, misterioso, el tal castillo, como
todos los edificios de su clase, no faltaban en él tampoco antiguos torreones
desportillados y desiertos; baluartes almenados; góticos ventanales; sus sótanos
mohosos, obscuros e interminables, no visitados desde hacía quizá docenas de
generaciones, y enlazados con cuevas y escapes subterráneos, donde más de un preso
había quizá padecido las torturas de alguna vieja venganza, para retornar su espectro,
después de muerto aquél de angustia, a pedir justicia contra los vivos. Era, en fin, el tal
castillo–palacio, un resto imponente de un pasado feudal no menos imponente que él
mismo y el más apto, por tanto, para la reproducción de toda clase de horrores
románticos. Tranquilícese, sin embargo, el lector, que semejante marco de antiguos
horrores no va a jugar papel alguno, como podía esperarse, en esta mi verídica
narración.
El héroe principal de ella es, por el contrario, un hombre vulgarísimo a quien
llamaremos Erkler, o mejor el Dr. Erkler, profesor de medicina, alemán por línea paterna
y completamente ruso por su educación, como por su madre2.
El Dr. Erkler era un consumado viajero, por haber acompañado en todas sus empresas
a uno de los más famosos exploradores en sus viajes alrededor del mundo. Uno y otro,
el doctor y el explorador, habían tenido ocasiones varias de ver cara a cara la muerte y
desafiarla intrépidos, ora bajo las nieves polares, ora bajo los tórridos calores del
trópico.
2 Estas mismas condiciones de ascendencia prusiana y rusa nobiliarias reunía, como es sabido, H. P. B.,
cosa que nos hace sospechar si, bajo el velo de esta ficción, no se oculta alguno de tantos sucedidos de la
autora.
Entre el cúmulo de sus tan numerosos como emocionantes recuerdos, el doctor
parecía mostrar una no disimulada preferencia entusiasta hacia “sus inviernos” pasados
en Groenlandia y Nueva Zembla, más que hacia aquellos otros, por ejemplo, de la
Australia, donde, entre otras peripecias graves, estuvieron a punto de morir de sed él y
los suyos durante una travesía de catorce horas sin sombra ni agua.
–Sí –solía decir el doctor en medio de sus pintorescas y vivas narraciones.– Lo he
experimentado todo... ¡Todo, excepto eso que, en su ignorancia, llaman lo sobrenatural
las gentes supersticiosas!… Sin embargo –añadió, con trémula y baja voz –, hay en mi ya
larga vida un suceso sumamente extraordinario. He tropezado una vez con un extraño
hombre, rodeado de circunstancias completamente inexplicables, capaces de confundir
al más escéptico…
Todos los circunstantes sintieron, al oír aquello, el aletazo de la curiosidad, una
curiosidad terrorífica, bien adecuada al momento aquel en que el viento silbaba con
estrépito y caía la nieve en abundancia, haciendo más inestimable el beneficio de las
comodidades de cuantos le escuchaban al doctor en torno del hogar. El sabio continuó
de esta manera:
–En el año de mil ochocientos setenta y ocho nos fue forzoso invernar en la costa
noroeste de Spizberg, en nuestra exploración del fugaz verano anterior hacia el polo.
Como de costumbre, el propósito de abrirnos un camino hacia el polo ártico, fracasó
por causa de los iceberg, y tras vanos esfuerzos tuvimos que rendirnos a la dura
fatalidad. De allí a pocos días, la terrible noche polar tendió sobre nosotros su manto
cruel, y nuestras naves quedaron aprisionadas por los hielos en el golfo del Mussel3,
donde habíamos de pasar ociosos y separados de todo trato humano durante ocho
largos meses del invierno polar.
Sentí que mi fuerte voluntad me flaqueaba ante tan negra perspectiva, y más aún en
cierta espantosa noche de tempestad en que los , torbellinos de ventisca destruyeron
nuestros depósitos de provisiones, entre ellas catorce ciervos, con cuya carne
contábamos como arma contra la vida ártica que exige, según nadie ignora, un aumento
considerable en la cantidad y la calidad de los alimentos. Nos resignamos, no obstante,
lo mejor que pudimos por nuestra pérdida cruel y hasta llegamos a acostumbrarnos al
más nutritivo alimento del país, consistente en la carne de foca y en su grasa.
Para prevenirnos contra los rigores de la invernada, los hombres de nuestra tripulación
habían construido con los restos salvados del anterior desastre, una casita bastante
aceptable y dividida en dos departamentos, uno para mí y los otros tres jefes, y el
segundo para ellos. Agotando, además, todas nuestras previsiones meteorológicas y
magnéticas, añadimos al edificio un tercer cuerpo o establo protector para los escasos
ciervos que se habían salvado de la catástrofe.
3 Curiosa coincidencia onomástica con el célebre puerto asturiano del mismo nombre: una prueba más
del carácter protosemita de todo el Occidente europeo en sus épocas prehistóricas.
Se iniciaron al punto la inacabable serie de monótonos días y noches, que eran una
eterna noche sin aurora ni crepúsculo. Como, además, nos habíamos trazado el plan de
que dos de nuestros barcos regresasen en Septiembre antes de que los cortasen la
retirada los hielos, y este plan se habla frustrado por haberse anticipado la estación, la
tripulación era triple o cuádruple de la calculada para la invernada y para los elementos
con que contábamos para afrontarla, así que no sólo teníamos que economizar las
provisiones, sino también el combustible y la luz. Las lámparas se encendían sólo para
objetos de urgencia o científicos.
Teníamos que contentarnos, pues, con sólo la luz que quisiese darnos la Providencia
en aquella noche sin día: es a saber, la luz de la luna y la de las auroras boreales, pero,
¿cómo describir la gloria de aquellos incomparables fenómenos celestes? ¿Cómo
ponderar las cambiantes luces y colores de sus irradiaciones tan fantásticas corno
gigantescas de variedad infinita? En cuanto a las noches de luna de Noviembre, eran
sencillamente maravillosas, con los siempre cambiantes espectáculos de sus rayos entre
hielos y nieve. El encanto de tales momentos no se apartará jamás de mi imaginación.
Una de estas últimas noches, o por mejor decir, un día de estos, acaso, pues que desde
fines de Noviembre hasta mediados de Febrero no tuvimos crepúsculo alguno que nos
permitiese establecer diferencia entre la noche y el día, acertamos a columbrar entre las
irisaciones de la luna una como mancha obscura que se movía hacia nosotros,
remedando más que a un rebaño, que por fuerza tenía que ser blanco en aquellas
latitudes, a un grupo compacto de hombres trotando hacia el lugar donde nos
hallábamos, sobre la planicie nevada. ¿Qué seres humanos podían, sin embargo, ser
aquéllos?
Sí, era ya indudable: aunque nos resistiésemos a dar crédito a nuestros ojos, un
pelotón como de cincuenta hombres, se aproximaba rápidamente a nuestra vivienda.
Eran cincuenta cazadores de focas guiados por Matilin, el más famoso veterano de tales
empresas peligrosas, y que, como nosotros, habían sido cortados por los hielos en su
retirada.
Los hicimos entrar, atendiéndolos y obsequiándolos lo mejor que pudimos. Después
interrogamos a Matilin:
–¿Cómo supisteis que estábamos aquí?
–Nos lo dijo y nos enseñó el camino hasta vuestro albergue el viejo Johan–
contestaron varios, señalando a uno de sus compañeros: un anciano venerable con el
cabello más blanco que la misma nieve.
–Verdaderamente que es asombroso el que un anciano como éste se dedique aún a
cazar focas en compañía de hombres jóvenes como vosotros, en lugar de aguardar en el
rincón de su hogar, al amor de la lumbre, la llegada del último de sus días. Además,
¿cómo acertó a saber nuestra presencia en la solitaria región del oso blanco?– dijimos a
una.
Tanto el buen Matilin, como los demás de su grupo sonrieron compasivos ante nuestra
ignorancia. Según ellos nos aseguraron, “el viejo Johan” lo sabia todo, añadiendo:
–Bien novicios debéis de ser en estas tierras polares cuando ignoráis la existencia de
este prodigioso Johan y ahora tanto os asombráis de su presencia –dijo otro.
–Vengo cazando focas en estos mares desde hace cuarenta y cinco años, día tras día–
añadió el primero –y siempre le he conocido igual al buen Johan, a quien todos
veneramos con su cabellera blanca y su aspecto majestuoso. Es más: recuerdo
perfectamente que cuando yo era niño y acostumbraba a salir a la mar con mi padre,
éste y mi abuelo me contaban lo mismo, punto por punto, respecto de Johan, añadiendo
que igual contaron a mi abuelo, su padre y el padre de su padres… ¡Todos le habían
conocido igualmente anciano e imponente de grandeza con sus ojos de fuego y su
cabellera toda nieve!
–¡Según tal cuenta, el buen viejo tiene ya más de doscientos años! opuse festivo e
incrédulo.
Para sacarme de mi escepticismo, varios marineros rodearon al patriarca de la barba y
cabellera blanca importunándole:
–Abuelo querido, ¿tendréis la bondad de decirnos vuestra verdadera edad?
–Realmente, hijos míos, yo mismo no lo sé –replicó con la más seráfica de las sonrisas.
–Nunca conté mis años y vivo así el tiempo que Dios me ha decretado en su sabiduría
inescrutable…
–Pero, ¿cómo supisteis que invernábamos aquí? –le interrogué a mi vez.
–Él me guió –repuso simplemente –. Sólo sabía lo que sabía…
–No me atreví a indagar más, terminó el doctor –coronando su narración con estas
palabras, dichas en voz muy baja y como hablando ya consigo mismo:
–¡Inexplicable! ¡Absolutamente inexplicable!..
El antiguo castillo de un rico propietario de Finlandia se veía muy favorecido de
gentes en aquella fría noche de Navidad, gentes reunidas al amor del fuego del
clásico hogar, todo recuerdos de la santa tradición hospitalaria de sus nobles
antepasados, por la que se conservaban aún vivas las prácticas y supersticiones de la
Edad Media, en parte rusas, llevadas de las orillas del Neva por los últimos dueños.
No faltaban, no, en aquella noche augusta consagrada por los siglos, ni el árbol de
Noel, de o Navidad, ni los demás preparativos de fiesta que son de rigor allí como en
toda la tierra.
El castillo estaba lleno de tesoros arcaicos: los ceñudos retratos de los antecesores en
viejos y carcomidos marcos; toda clase de armas de caballeros en las panoplias, y de
antiguos vestuarios señoriles en los armarios. Extenso, misterioso, el tal castillo, como
todos los edificios de su clase, no faltaban en él tampoco antiguos torreones
desportillados y desiertos; baluartes almenados; góticos ventanales; sus sótanos
mohosos, obscuros e interminables, no visitados desde hacía quizá docenas de
generaciones, y enlazados con cuevas y escapes subterráneos, donde más de un preso
había quizá padecido las torturas de alguna vieja venganza, para retornar su espectro,
después de muerto aquél de angustia, a pedir justicia contra los vivos. Era, en fin, el tal
castillo–palacio, un resto imponente de un pasado feudal no menos imponente que él
mismo y el más apto, por tanto, para la reproducción de toda clase de horrores
románticos. Tranquilícese, sin embargo, el lector, que semejante marco de antiguos
horrores no va a jugar papel alguno, como podía esperarse, en esta mi verídica
narración.
El héroe principal de ella es, por el contrario, un hombre vulgarísimo a quien
llamaremos Erkler, o mejor el Dr. Erkler, profesor de medicina, alemán por línea paterna
y completamente ruso por su educación, como por su madre2.
El Dr. Erkler era un consumado viajero, por haber acompañado en todas sus empresas
a uno de los más famosos exploradores en sus viajes alrededor del mundo. Uno y otro,
el doctor y el explorador, habían tenido ocasiones varias de ver cara a cara la muerte y
desafiarla intrépidos, ora bajo las nieves polares, ora bajo los tórridos calores del
trópico.
2 Estas mismas condiciones de ascendencia prusiana y rusa nobiliarias reunía, como es sabido, H. P. B.,
cosa que nos hace sospechar si, bajo el velo de esta ficción, no se oculta alguno de tantos sucedidos de la
autora.
Entre el cúmulo de sus tan numerosos como emocionantes recuerdos, el doctor
parecía mostrar una no disimulada preferencia entusiasta hacia “sus inviernos” pasados
en Groenlandia y Nueva Zembla, más que hacia aquellos otros, por ejemplo, de la
Australia, donde, entre otras peripecias graves, estuvieron a punto de morir de sed él y
los suyos durante una travesía de catorce horas sin sombra ni agua.
–Sí –solía decir el doctor en medio de sus pintorescas y vivas narraciones.– Lo he
experimentado todo... ¡Todo, excepto eso que, en su ignorancia, llaman lo sobrenatural
las gentes supersticiosas!… Sin embargo –añadió, con trémula y baja voz –, hay en mi ya
larga vida un suceso sumamente extraordinario. He tropezado una vez con un extraño
hombre, rodeado de circunstancias completamente inexplicables, capaces de confundir
al más escéptico…
Todos los circunstantes sintieron, al oír aquello, el aletazo de la curiosidad, una
curiosidad terrorífica, bien adecuada al momento aquel en que el viento silbaba con
estrépito y caía la nieve en abundancia, haciendo más inestimable el beneficio de las
comodidades de cuantos le escuchaban al doctor en torno del hogar. El sabio continuó
de esta manera:
–En el año de mil ochocientos setenta y ocho nos fue forzoso invernar en la costa
noroeste de Spizberg, en nuestra exploración del fugaz verano anterior hacia el polo.
Como de costumbre, el propósito de abrirnos un camino hacia el polo ártico, fracasó
por causa de los iceberg, y tras vanos esfuerzos tuvimos que rendirnos a la dura
fatalidad. De allí a pocos días, la terrible noche polar tendió sobre nosotros su manto
cruel, y nuestras naves quedaron aprisionadas por los hielos en el golfo del Mussel3,
donde habíamos de pasar ociosos y separados de todo trato humano durante ocho
largos meses del invierno polar.
Sentí que mi fuerte voluntad me flaqueaba ante tan negra perspectiva, y más aún en
cierta espantosa noche de tempestad en que los , torbellinos de ventisca destruyeron
nuestros depósitos de provisiones, entre ellas catorce ciervos, con cuya carne
contábamos como arma contra la vida ártica que exige, según nadie ignora, un aumento
considerable en la cantidad y la calidad de los alimentos. Nos resignamos, no obstante,
lo mejor que pudimos por nuestra pérdida cruel y hasta llegamos a acostumbrarnos al
más nutritivo alimento del país, consistente en la carne de foca y en su grasa.
Para prevenirnos contra los rigores de la invernada, los hombres de nuestra tripulación
habían construido con los restos salvados del anterior desastre, una casita bastante
aceptable y dividida en dos departamentos, uno para mí y los otros tres jefes, y el
segundo para ellos. Agotando, además, todas nuestras previsiones meteorológicas y
magnéticas, añadimos al edificio un tercer cuerpo o establo protector para los escasos
ciervos que se habían salvado de la catástrofe.
3 Curiosa coincidencia onomástica con el célebre puerto asturiano del mismo nombre: una prueba más
del carácter protosemita de todo el Occidente europeo en sus épocas prehistóricas.
Se iniciaron al punto la inacabable serie de monótonos días y noches, que eran una
eterna noche sin aurora ni crepúsculo. Como, además, nos habíamos trazado el plan de
que dos de nuestros barcos regresasen en Septiembre antes de que los cortasen la
retirada los hielos, y este plan se habla frustrado por haberse anticipado la estación, la
tripulación era triple o cuádruple de la calculada para la invernada y para los elementos
con que contábamos para afrontarla, así que no sólo teníamos que economizar las
provisiones, sino también el combustible y la luz. Las lámparas se encendían sólo para
objetos de urgencia o científicos.
Teníamos que contentarnos, pues, con sólo la luz que quisiese darnos la Providencia
en aquella noche sin día: es a saber, la luz de la luna y la de las auroras boreales, pero,
¿cómo describir la gloria de aquellos incomparables fenómenos celestes? ¿Cómo
ponderar las cambiantes luces y colores de sus irradiaciones tan fantásticas corno
gigantescas de variedad infinita? En cuanto a las noches de luna de Noviembre, eran
sencillamente maravillosas, con los siempre cambiantes espectáculos de sus rayos entre
hielos y nieve. El encanto de tales momentos no se apartará jamás de mi imaginación.
Una de estas últimas noches, o por mejor decir, un día de estos, acaso, pues que desde
fines de Noviembre hasta mediados de Febrero no tuvimos crepúsculo alguno que nos
permitiese establecer diferencia entre la noche y el día, acertamos a columbrar entre las
irisaciones de la luna una como mancha obscura que se movía hacia nosotros,
remedando más que a un rebaño, que por fuerza tenía que ser blanco en aquellas
latitudes, a un grupo compacto de hombres trotando hacia el lugar donde nos
hallábamos, sobre la planicie nevada. ¿Qué seres humanos podían, sin embargo, ser
aquéllos?
Sí, era ya indudable: aunque nos resistiésemos a dar crédito a nuestros ojos, un
pelotón como de cincuenta hombres, se aproximaba rápidamente a nuestra vivienda.
Eran cincuenta cazadores de focas guiados por Matilin, el más famoso veterano de tales
empresas peligrosas, y que, como nosotros, habían sido cortados por los hielos en su
retirada.
Los hicimos entrar, atendiéndolos y obsequiándolos lo mejor que pudimos. Después
interrogamos a Matilin:
–¿Cómo supisteis que estábamos aquí?
–Nos lo dijo y nos enseñó el camino hasta vuestro albergue el viejo Johan–
contestaron varios, señalando a uno de sus compañeros: un anciano venerable con el
cabello más blanco que la misma nieve.
–Verdaderamente que es asombroso el que un anciano como éste se dedique aún a
cazar focas en compañía de hombres jóvenes como vosotros, en lugar de aguardar en el
rincón de su hogar, al amor de la lumbre, la llegada del último de sus días. Además,
¿cómo acertó a saber nuestra presencia en la solitaria región del oso blanco?– dijimos a
una.
Tanto el buen Matilin, como los demás de su grupo sonrieron compasivos ante nuestra
ignorancia. Según ellos nos aseguraron, “el viejo Johan” lo sabia todo, añadiendo:
–Bien novicios debéis de ser en estas tierras polares cuando ignoráis la existencia de
este prodigioso Johan y ahora tanto os asombráis de su presencia –dijo otro.
–Vengo cazando focas en estos mares desde hace cuarenta y cinco años, día tras día–
añadió el primero –y siempre le he conocido igual al buen Johan, a quien todos
veneramos con su cabellera blanca y su aspecto majestuoso. Es más: recuerdo
perfectamente que cuando yo era niño y acostumbraba a salir a la mar con mi padre,
éste y mi abuelo me contaban lo mismo, punto por punto, respecto de Johan, añadiendo
que igual contaron a mi abuelo, su padre y el padre de su padres… ¡Todos le habían
conocido igualmente anciano e imponente de grandeza con sus ojos de fuego y su
cabellera toda nieve!
–¡Según tal cuenta, el buen viejo tiene ya más de doscientos años! opuse festivo e
incrédulo.
Para sacarme de mi escepticismo, varios marineros rodearon al patriarca de la barba y
cabellera blanca importunándole:
–Abuelo querido, ¿tendréis la bondad de decirnos vuestra verdadera edad?
–Realmente, hijos míos, yo mismo no lo sé –replicó con la más seráfica de las sonrisas.
–Nunca conté mis años y vivo así el tiempo que Dios me ha decretado en su sabiduría
inescrutable…
–Pero, ¿cómo supisteis que invernábamos aquí? –le interrogué a mi vez.
–Él me guió –repuso simplemente –. Sólo sabía lo que sabía…
–No me atreví a indagar más, terminó el doctor –coronando su narración con estas
palabras, dichas en voz muy baja y como hablando ya consigo mismo:
–¡Inexplicable! ¡Absolutamente inexplicable!..
_
EL CAMPO LUMINOSO
EL CAMPO LUMINOSO
_
Procedentes de Grecia habíamos llegado a Constantinopla un alegre y escogido
grupo de turistas. Doce o más horas al día habíamos dedicado a subir y bajar por
las escarpadas alturas de Pera, visitando lugares, encaramándonos en lo alto de
los minaretes y abriéndonos camino entre jaurías hambrientas: los perros vagabundos,
tradicionales dueños de las calles de Estambul. Se dice que la vida bohemia es
contagiosa, y que ninguna civilización ha alcanzado a destruir el encanto de la libertad
omnímoda una vez que se han gustado sus dulzuras. El gitano no puede vivir sin su
tienda portátil, que es su carro, ya veces el viaje a pie es para él una segunda naturaleza,
una fascinación irresistible de su nómada y precaria existencia. Mi principal cuidado,
por tanto, desde que entré en Constantinopla, fue el de evitar que mi perdiguero Ralph
cayese también víctima de tamaño contagio viniendo en ganas de unirse alegremente a
los beduinos de su canina raza que infestaban las calles de la ciudad.
Aquel hermoso camarada de mi perro era mi más fiel y constante amigo, y temeroso
de perderle, le vigilaba en sus menores impulsos; pero el pobre animal se portó durante
los tres primeros días como un cuadrúpedo medianamente educado. A las imprudentes
acometidas de sus congéneres mahometanos, su única respuesta era la de meter el rabo
entre piernas, bajar humildemente las orejas y buscar acobardado la protección de
cualquiera de nosotros. Viéndole, pues, tan refractario a las malas compañías empecé a
confiarme en su discreción y disminuyendo mi vigilancia, pero de allí a poco tuve que
lamentar el haber puesto una excesiva confianza en mala parte. En un momento de
descuido, unas sirenas de cuatro patas le sedujeron traidoras, y lo único que de él vi fue
la punta de su gallardo rabo desapareciendo en sucia y tortuosa callejuela.
Inútiles resultaron después las pesquisas practicadas para dar con el paradero final de
mi mudo compañero. Ofrecí veinte, treinta, cuarenta francos a quien le hallase y me te
trajese. En un momento se puso en su busca una legión de malteses más vagabundos
que los mismos perros, y que asaltaron nuestro hotel trayendo sendos perros sarnosos
en sus brazos, perros que pretendían hacer pasar por mi fiel amigo. Mientras más me
resistía yo a semejante matute, más porfiaban ellos, y uno de aquellos miserables,
cayendo de rodillas y sacando del pecho una antigua y corroída medalla de la Virgen,
llegó hasta a jurarme que la misma Reina del Cielo se le había aparecido para indicarle
cuál era el verdadero animal. Un momento hasta me temí que la súbita desaparición de
Ralph determinase un curioso motín, como acaso habría ocurrido si nuestro patrón no
hiciese venir a una pareja de kavasses o policías que se encargaron de aventar corteses a
aquella turba de bípedos y de cuadrúpedos.
Sospeché entonces que ya no volvería a ver más a mi perrito, y aun acabé por perder
toda esperanza, cuando el conserje del hotel –un honorable ex salteador de caminos,
hombre que no habría pasado menos de media docena de años como penado en las
galeras –me aseguró solemnemente que todas mis pesquisas serían inútiles, pues mi
perdiguero habría sido muerto y devorado por sus congéneres, dado que los perros
turcos vagabundos encuentran muy de su gusto las carnes de sus sabrosos hermanos los
perritos de Inglaterra.
La anterior escena había ocurrido en plena calle, a la puerta del hotel, y ya iba a
retornar a mis habitaciones, cuando una anciana griega, que me había estado oyendo
desde el umbral de una casa cerrada, dijo a mi acompañante Miss H… que, si
queríamos, podía interrogarse sobre el caso a los derviches.
–¿Y qué pueden saber esas gentes acerca del paradero de mi can? Les respondí con
ironía.
–Los hombres santos lo saben todo, para ellos no hay secretos– objetó
misteriosamente la anciana. –La semana pasada me robaron un abrigo nuevo que mi
hijo me trajo de Brusa y, como veis, lo recobré y lo tengo puesto.
–Pero, entonces, los santos hombres os le han transformado también de nuevo en
viejo –añadió uno de los de la partida señalando a un gran jirón preso con alfileres que
mostraba el abrigo en la espalda.
–Esta es, precisamente, la parte más grave de mi historia –contesté la vieja con
aplomo; –porque, habéis de saber que ellos me mostraron en el espejo mágico el barrio,
la casa y hasta la habitación donde el judío que me le robase estaba en aquel instante
haciéndole pedazos. Mi hijo y yo volamos al punto al barrio de Kalindijkulosek donde
atrapamos al ladrón en plena faena, al mismo ladrón que habíamos visto en el espejo y
que, convicto y confeso, pronto fue metido en la cárcel.
Aunque ninguno de los de la partida sabíamos qué podría ser aquello del espejo
mágico de los derviches, resolvimos ir a ver a uno de éstos al otro día. En efecto, apenas
los muecines, con monótono vocear, habían cantado desde los altos minaretes la hora
del mediodía, descendimos desde la colina de Pera hasta el puerto de Gálata,
abriéndonos paso a codazos por entre los abigarrados concurrentes al mercado. Aquella
Babel de cien lenguas; aquella ensordecedora algarabía nos levantaba dolor de cabeza.
Por otra parte, allí no hay medio de orientarse ni de buscar las calles por sus nombres ni
las casas por su número, y hay que confiar en Alab y en su profeta, cuando no en las
vagas indicaciones de la proximidad del punto que se busca a tal edificio o mezquita.
A costa, pues, de mil rodeos y pesquisas, acabamos por encontrar el barrio donde se
vendían cosas inglesas, detrás del cual se encontraba el sitio al que nos dirigíamos.
Aunque el guía de nuestro hotel no sabía tampoco el retiro de los “santos hombres”, un
chicuelo griego, en toda la sencillez del desnudo más nativo, consintió, mediante una
moneducha de cobre, en llevarnos a la presencia de uno de aquellos adivinos.
Penetramos en un sombrío salón, que más bien parecía establo abandonado. El piso,
largo y estrecho, estaba cubierto de arena, y sólo recibía luz por pequeñas ventanas allá
arriba. Los derviches, terminados sus ritos matinales, descansaban, sin duda, unos
tendidos cuan largos eran, otros recostados, y en pie, con extraviada mirada meditando,
nos dijeron, acerca de la Deidad invisible. Todos ellos parecían de inerte mármol, sin
responder a nuestras preguntas. Nuestra perplejidad acabó pronto, sin embargo,
cuando uno de ellos, seco y alto, con una puntiaguda gorra que le hacía parecer mucho
más alto aún, surgió no sé de dónde, diciéndonos que él era el superior de aquella
comunidad de santos, añadiendo que no nos habían respondido porque cuando,
mediante la oración, se ponen en comunicación con Alah, no se les puede interrumpir
por motivo alguno.
Nuestro intérprete explicó al viejo que nuestra visita sólo a él se dirigía, puesto que él
era el depositario de la varilla adivinatoria. Al punto nos extendió la mano en demanda
de la previa limosna. Luego que se hubo guardado ésta, se negó a practicar ceremonia
alguna para la averiguación del paradero del perro más que ante dos miembros
solamente de nuestra comitiva, que fueron Miss H… y mi persona.
Ambos penetramos seguidamente tras el derviche a lo largo de un corredor
semisubterráneo; subimos por una escalera portátil a una pieza artesonada, y de ella
hasta un miserable desván, lleno de polvo y de telarañas. Allí vimos en un rincón un
bulto, que yo creí era un montón corno de trapos viejos y que se movió poniéndose en
pie. Era la criatura más deforme y astrosa que en mi vida he visto. Una mujer–niña; una
enana hidrocéfala e imponente, con unos hombros de granadero, y por piernas dos
patitas de araña, piernas arqueadas que apenas si podían soportar la desproporción de
la feísima mole de su cuerpo. Su cara, burlona y agresiva como la de un sátiro, mostraba
una media luna roja pintada sobre su frente; su cabeza se escondía bajo un mugriento
turbante; sus piernas ostentaban grandes bombachos turcos; una sucia muselina
envolvía su cuerpo, alcanzando apenas a cubrir las deformidades de sus carnes, llenas de
tatuajes, signos y letras árabes.
La espantosa criatura se desplomó más que se sentó en medio de la pieza, levantando
una molesta nube de polvo; ¡era la famosa Tatmos, el oráculo de Damasco, al decir de
las gentes!
Al punto el derviche trazó con tiza en torno de la muchacha un círculo de unos tres
pies de radio; sacó, no sé de dónde, doce lamparitas de cobre, que llenó del contenido
negruzco de una botella que ocultaba en su pecho y las colocó sin simetría en torno de
la víctima; de un entrepaño de la desvencijada puerta arrancó una astilla y, cogiéndola
entre el pulgar y el índice, empezó a soplarla a intervalos regulares, mascullando al par
oraciones, fórmulas como de encantamiento, hasta que de pronto, y sin causa
ostensible, brotó una chispa de la astilla que comenzó a arder corno una seca pajuela.
Con aquel fuego, tan extrañamente obtenido, comenzó a encender las doce lámparas
del círculo.
Tatmos la adivina, que hasta entonces había yacido inerte, se quitó rápidamente los
bombachos y los arrojó al rincón, dejándonos al descubierto con sus monstruosos pies,
la belleza adicional de un sexto dedo. El derviche, por su parte, entró en el círculo, y,
cogiéndola por los tobillos, la alzó cual un saco de patatas, poniéndola bonitamente
cabeza abajo, balanceándola en esta posición como un péndulo, y acabando por hacerla
girar en el aire del más extraño modo.
Mi compañera, Miss H…, aterrada ante el estupendo caso que tenla a la vista, huyó a
refugiarse en el ángulo más apartado, mientras que la enana, bajo el impulso del
derviche, acabó por adquirir un movimiento rotatorio, como el de una peonza, durante
dos minutos, hasta que fue disminuyendo y cesó por completo.
La infeliz enana, así mesmerizada, parecía sumida en un estado como de catalepsia,
con su barba sobre el pecho, y espantosa sobre toda ponderación. El derviche luego
cerró cuidadosamente la única ventana del recinto y habríamos quedado a obscuras a
no ser por un agujero de la misma, por donde penetraba un rayo de sol, que venia a caer
exactamente sobre la muchacha. Nos impuso silencio con ademán solemne, cruzó los
brazos sobre el pecho, y, fijando su mirada en el punto brillante que caía sobre la cabeza
de Tatmos, quedó tan inmóvil como ella, mientras yo me deshacía en cábalas
pretendiendo averiguar qué relación podrían tener tamañas extravagancias con la
averiguación del paradero de mi Ralph.
El disco brillante que demarcaba el rayo de sol se fue convirtiendo, no sé cómo, en una
estrella brillante. Por inexplicable fenómeno de óptica, la estancia que antes había
estado pobremente iluminada por aquel rayito de luz, se fue obscureciendo más y más a
medida que aumentaba en brillantez la estrella, hasta que nos vimos envueltos en una
obscuridad verdaderamente cimeriana, mientras que la estrella titilaba y giraba
lentamente al principio; luego, con vertiginosa rapidez, creciendo hasta envolver a la
enana como en un océano luminoso. Finalmente, la estrella decreció en su giro, al par
que se iba apagando con los suaves destellos de la luna en el agua, iluminando sin
penumbras el círculo y dejando el resto en absoluta obscuridad.
Llegado así el supremo momento, el derviche, sin pronunciar palabra, alargó la mano,
con la que me cogió la mía, señalándome el círculo luminoso. Por todo su ámbito vimos
como formarse y condensarse flóculos blanquecinos de plateado brillo lunar, los cuales
constituyeron bien pronto informes figuras cambiantes, al modo de reflexiones astrales
en un espejo. Pronto, con asombro por mi parte, y con la consternación de mi amiga, se
nos presentó, en el panorama así formado, el puente principal, que une a la antigua con
la nueva ciudad, atravesando el Cuerno de Oro desde Gálata a Estambul. Vimos
deslizarse por el Bósforo los alegres caiques; el hormiguear de la ciudad; las quintas; los
palacios y demás edificios encarnados, reflejándose fantásticos en las aguas iluminadas
por el sol del mediodía y desfilando mágicamente, hasta el punto de que no podíamos
discernir si era todo aquello lo que se movía o nos movíamos simplemente nosotros. Lo
más extraño del caso era que, no obstante toda aquella agitada vida que se mostraba a
nuestra vista, no se escuchaba el menor ruido, sino que se desarrollaba en el silencio
angustioso de un ensueño singular… Las calles iban sucediéndose unas a otras en raudo
desfilar nuestro o suyo. Ora pasaba una tienda de estrecha callejuela; ora un café turco
lleno de fumadores de opio en el momento en que uno de éstos vertía inadvertido el
café y el narghilé sobre su vecino, recibiendo de él una sarta de injurias. De visión en
visión llegamos as¡ ante un gran edificio, en el que reconocí el palacio del Ministerio de
Hacienda, y allí, ¡oh, dolor! en los fosos traseros del mismo, moribundo y lleno de fango
su sedoso pelo, yacía mi pobre perro Ralph, rodeado de otros perros de pésima
catadura, que se entretenían en cazar moscas a la sombra…
Sabía ya, pues, cuanto deseaba, aunque no había dicho ni una palabra acerca del perro
al derviche. impaciente por comprobar lo de mi perro traté de salir, pero, desaparecida
ya la escena, Miss H… se colocó a su vez al lado del derviche, murmurando en su oído
no sé qué palabras con ese tono ardiente y apasionado con que suelen las jóvenes
enamoradas hablar del adorado él.
–Pensaré en él –dijo.
No bien formulado casi mentalmente el deseo que tales palabras entrañaban, cuando
se nos presentó una gran planicie de arena, en cuyo fondo se veía el azulado mar bajo
los rayos del sol y un gran vapor surcando las aguas a lo largo de la costa, seguido de
blanca estela. La cubierta hormigueaba de pasajeros, y entre ellos resaltaba, apoyado
contra la barandilla de popa, un apuesto joven… ¡Era él!
Miss H… suspiró, se sonrió y sonrojó alternativamente con la natural emoción.
Después concentró de nuevo su pensamiento, y he aquí ya que al par el barco se aleja y
desaparece. El espejo mágico queda unos momentos sin panorama. Mas bien pronto
otras manchas luminosas aparecen en su faz, que componen al fin el ámbito de una
biblioteca con alfombra y cortinones verdes. Ante un montón de libros y sentado en una
frailera, está escribiendo un anciano a la luz de la lámpara. Su cabello es gris y está
peinado hacia atrás; su cara toda afeitada y respirando benevolencia…
El derviche hizo entonces un pequeño movimiento con la mano, imponiéndonos
silencio. La luz del mágico campo palideció y de nuevo que damos sin ver imagen
ninguna. De allí a poco tornó a mostrársenos Constantinopla, y con ella nuestra
habitación del hotel con sus libros y periódicos sobre la mesa; el sombrero de viaje de
mi amiga colgado en la percha, y sobre su cama el vestido que se había quitado aquella
mañana para venir. Los detalles más reales completaban el cuadro, y para mayor
maravilla vimos sobre la mesa dos cartas sin abrir, recién traídas por el correo y cuya
letra de los sobres al punto fue reconocida por mi amiga. Eran ambas de un pariente
suyo muy querido, por cuyo silencio se sentía inquieta hacía días.
Nuevo cambio de la mágica escena, y henos ya como en el cuarto ocupado por el
hermano de Miss H…, quien yacía echado hacia atrás en un sillón, mientras que un
criado le ponía paños en la cabeza, de la que con horror vimos que salía sangre. No
acertábamos a explicarnos aquello, habiéndole dejado hacía una hora y en perfecta
salud. Miss H… lanzó un grito, y cogiéndome presurosa por la mano se lanzó hacia la
puerta. Llegamos presurosos a casa, pudiendo comprobar, en efecto, que el joven
hermano de Miss H… acababa de caerse por la escalera, produciéndose una herida de
escasa importancia; que sobre la mesa de nuestro gabinete esperaban, recién traídas,
dos cartas dirigidas a Miss H… por un pariente desde Atenas. No me faltó más para
comprobar en un todo nuestras visiones de el campo luminoso del espejo mágico del
derviche, sino tomar un carruaje, dirigirnos hacia el Ministerio de Hacienda, en cuyo
foso, tal y como tuviese la desdicha de verle en aquel espejo, estropeado, famélico, pero
aún con vida, yacía mi hermoso perdiguero, rodeado de otros perros de mal aspecto que
cazaban moscas…
_
UNA VIDA ENCANTADA
(TAL COMO LA REFIRIÓ UNA PLUMA)
INTRODUCCIÓN
Procedentes de Grecia habíamos llegado a Constantinopla un alegre y escogido
grupo de turistas. Doce o más horas al día habíamos dedicado a subir y bajar por
las escarpadas alturas de Pera, visitando lugares, encaramándonos en lo alto de
los minaretes y abriéndonos camino entre jaurías hambrientas: los perros vagabundos,
tradicionales dueños de las calles de Estambul. Se dice que la vida bohemia es
contagiosa, y que ninguna civilización ha alcanzado a destruir el encanto de la libertad
omnímoda una vez que se han gustado sus dulzuras. El gitano no puede vivir sin su
tienda portátil, que es su carro, ya veces el viaje a pie es para él una segunda naturaleza,
una fascinación irresistible de su nómada y precaria existencia. Mi principal cuidado,
por tanto, desde que entré en Constantinopla, fue el de evitar que mi perdiguero Ralph
cayese también víctima de tamaño contagio viniendo en ganas de unirse alegremente a
los beduinos de su canina raza que infestaban las calles de la ciudad.
Aquel hermoso camarada de mi perro era mi más fiel y constante amigo, y temeroso
de perderle, le vigilaba en sus menores impulsos; pero el pobre animal se portó durante
los tres primeros días como un cuadrúpedo medianamente educado. A las imprudentes
acometidas de sus congéneres mahometanos, su única respuesta era la de meter el rabo
entre piernas, bajar humildemente las orejas y buscar acobardado la protección de
cualquiera de nosotros. Viéndole, pues, tan refractario a las malas compañías empecé a
confiarme en su discreción y disminuyendo mi vigilancia, pero de allí a poco tuve que
lamentar el haber puesto una excesiva confianza en mala parte. En un momento de
descuido, unas sirenas de cuatro patas le sedujeron traidoras, y lo único que de él vi fue
la punta de su gallardo rabo desapareciendo en sucia y tortuosa callejuela.
Inútiles resultaron después las pesquisas practicadas para dar con el paradero final de
mi mudo compañero. Ofrecí veinte, treinta, cuarenta francos a quien le hallase y me te
trajese. En un momento se puso en su busca una legión de malteses más vagabundos
que los mismos perros, y que asaltaron nuestro hotel trayendo sendos perros sarnosos
en sus brazos, perros que pretendían hacer pasar por mi fiel amigo. Mientras más me
resistía yo a semejante matute, más porfiaban ellos, y uno de aquellos miserables,
cayendo de rodillas y sacando del pecho una antigua y corroída medalla de la Virgen,
llegó hasta a jurarme que la misma Reina del Cielo se le había aparecido para indicarle
cuál era el verdadero animal. Un momento hasta me temí que la súbita desaparición de
Ralph determinase un curioso motín, como acaso habría ocurrido si nuestro patrón no
hiciese venir a una pareja de kavasses o policías que se encargaron de aventar corteses a
aquella turba de bípedos y de cuadrúpedos.
Sospeché entonces que ya no volvería a ver más a mi perrito, y aun acabé por perder
toda esperanza, cuando el conserje del hotel –un honorable ex salteador de caminos,
hombre que no habría pasado menos de media docena de años como penado en las
galeras –me aseguró solemnemente que todas mis pesquisas serían inútiles, pues mi
perdiguero habría sido muerto y devorado por sus congéneres, dado que los perros
turcos vagabundos encuentran muy de su gusto las carnes de sus sabrosos hermanos los
perritos de Inglaterra.
La anterior escena había ocurrido en plena calle, a la puerta del hotel, y ya iba a
retornar a mis habitaciones, cuando una anciana griega, que me había estado oyendo
desde el umbral de una casa cerrada, dijo a mi acompañante Miss H… que, si
queríamos, podía interrogarse sobre el caso a los derviches.
–¿Y qué pueden saber esas gentes acerca del paradero de mi can? Les respondí con
ironía.
–Los hombres santos lo saben todo, para ellos no hay secretos– objetó
misteriosamente la anciana. –La semana pasada me robaron un abrigo nuevo que mi
hijo me trajo de Brusa y, como veis, lo recobré y lo tengo puesto.
–Pero, entonces, los santos hombres os le han transformado también de nuevo en
viejo –añadió uno de los de la partida señalando a un gran jirón preso con alfileres que
mostraba el abrigo en la espalda.
–Esta es, precisamente, la parte más grave de mi historia –contesté la vieja con
aplomo; –porque, habéis de saber que ellos me mostraron en el espejo mágico el barrio,
la casa y hasta la habitación donde el judío que me le robase estaba en aquel instante
haciéndole pedazos. Mi hijo y yo volamos al punto al barrio de Kalindijkulosek donde
atrapamos al ladrón en plena faena, al mismo ladrón que habíamos visto en el espejo y
que, convicto y confeso, pronto fue metido en la cárcel.
Aunque ninguno de los de la partida sabíamos qué podría ser aquello del espejo
mágico de los derviches, resolvimos ir a ver a uno de éstos al otro día. En efecto, apenas
los muecines, con monótono vocear, habían cantado desde los altos minaretes la hora
del mediodía, descendimos desde la colina de Pera hasta el puerto de Gálata,
abriéndonos paso a codazos por entre los abigarrados concurrentes al mercado. Aquella
Babel de cien lenguas; aquella ensordecedora algarabía nos levantaba dolor de cabeza.
Por otra parte, allí no hay medio de orientarse ni de buscar las calles por sus nombres ni
las casas por su número, y hay que confiar en Alab y en su profeta, cuando no en las
vagas indicaciones de la proximidad del punto que se busca a tal edificio o mezquita.
A costa, pues, de mil rodeos y pesquisas, acabamos por encontrar el barrio donde se
vendían cosas inglesas, detrás del cual se encontraba el sitio al que nos dirigíamos.
Aunque el guía de nuestro hotel no sabía tampoco el retiro de los “santos hombres”, un
chicuelo griego, en toda la sencillez del desnudo más nativo, consintió, mediante una
moneducha de cobre, en llevarnos a la presencia de uno de aquellos adivinos.
Penetramos en un sombrío salón, que más bien parecía establo abandonado. El piso,
largo y estrecho, estaba cubierto de arena, y sólo recibía luz por pequeñas ventanas allá
arriba. Los derviches, terminados sus ritos matinales, descansaban, sin duda, unos
tendidos cuan largos eran, otros recostados, y en pie, con extraviada mirada meditando,
nos dijeron, acerca de la Deidad invisible. Todos ellos parecían de inerte mármol, sin
responder a nuestras preguntas. Nuestra perplejidad acabó pronto, sin embargo,
cuando uno de ellos, seco y alto, con una puntiaguda gorra que le hacía parecer mucho
más alto aún, surgió no sé de dónde, diciéndonos que él era el superior de aquella
comunidad de santos, añadiendo que no nos habían respondido porque cuando,
mediante la oración, se ponen en comunicación con Alah, no se les puede interrumpir
por motivo alguno.
Nuestro intérprete explicó al viejo que nuestra visita sólo a él se dirigía, puesto que él
era el depositario de la varilla adivinatoria. Al punto nos extendió la mano en demanda
de la previa limosna. Luego que se hubo guardado ésta, se negó a practicar ceremonia
alguna para la averiguación del paradero del perro más que ante dos miembros
solamente de nuestra comitiva, que fueron Miss H… y mi persona.
Ambos penetramos seguidamente tras el derviche a lo largo de un corredor
semisubterráneo; subimos por una escalera portátil a una pieza artesonada, y de ella
hasta un miserable desván, lleno de polvo y de telarañas. Allí vimos en un rincón un
bulto, que yo creí era un montón corno de trapos viejos y que se movió poniéndose en
pie. Era la criatura más deforme y astrosa que en mi vida he visto. Una mujer–niña; una
enana hidrocéfala e imponente, con unos hombros de granadero, y por piernas dos
patitas de araña, piernas arqueadas que apenas si podían soportar la desproporción de
la feísima mole de su cuerpo. Su cara, burlona y agresiva como la de un sátiro, mostraba
una media luna roja pintada sobre su frente; su cabeza se escondía bajo un mugriento
turbante; sus piernas ostentaban grandes bombachos turcos; una sucia muselina
envolvía su cuerpo, alcanzando apenas a cubrir las deformidades de sus carnes, llenas de
tatuajes, signos y letras árabes.
La espantosa criatura se desplomó más que se sentó en medio de la pieza, levantando
una molesta nube de polvo; ¡era la famosa Tatmos, el oráculo de Damasco, al decir de
las gentes!
Al punto el derviche trazó con tiza en torno de la muchacha un círculo de unos tres
pies de radio; sacó, no sé de dónde, doce lamparitas de cobre, que llenó del contenido
negruzco de una botella que ocultaba en su pecho y las colocó sin simetría en torno de
la víctima; de un entrepaño de la desvencijada puerta arrancó una astilla y, cogiéndola
entre el pulgar y el índice, empezó a soplarla a intervalos regulares, mascullando al par
oraciones, fórmulas como de encantamiento, hasta que de pronto, y sin causa
ostensible, brotó una chispa de la astilla que comenzó a arder corno una seca pajuela.
Con aquel fuego, tan extrañamente obtenido, comenzó a encender las doce lámparas
del círculo.
Tatmos la adivina, que hasta entonces había yacido inerte, se quitó rápidamente los
bombachos y los arrojó al rincón, dejándonos al descubierto con sus monstruosos pies,
la belleza adicional de un sexto dedo. El derviche, por su parte, entró en el círculo, y,
cogiéndola por los tobillos, la alzó cual un saco de patatas, poniéndola bonitamente
cabeza abajo, balanceándola en esta posición como un péndulo, y acabando por hacerla
girar en el aire del más extraño modo.
Mi compañera, Miss H…, aterrada ante el estupendo caso que tenla a la vista, huyó a
refugiarse en el ángulo más apartado, mientras que la enana, bajo el impulso del
derviche, acabó por adquirir un movimiento rotatorio, como el de una peonza, durante
dos minutos, hasta que fue disminuyendo y cesó por completo.
La infeliz enana, así mesmerizada, parecía sumida en un estado como de catalepsia,
con su barba sobre el pecho, y espantosa sobre toda ponderación. El derviche luego
cerró cuidadosamente la única ventana del recinto y habríamos quedado a obscuras a
no ser por un agujero de la misma, por donde penetraba un rayo de sol, que venia a caer
exactamente sobre la muchacha. Nos impuso silencio con ademán solemne, cruzó los
brazos sobre el pecho, y, fijando su mirada en el punto brillante que caía sobre la cabeza
de Tatmos, quedó tan inmóvil como ella, mientras yo me deshacía en cábalas
pretendiendo averiguar qué relación podrían tener tamañas extravagancias con la
averiguación del paradero de mi Ralph.
El disco brillante que demarcaba el rayo de sol se fue convirtiendo, no sé cómo, en una
estrella brillante. Por inexplicable fenómeno de óptica, la estancia que antes había
estado pobremente iluminada por aquel rayito de luz, se fue obscureciendo más y más a
medida que aumentaba en brillantez la estrella, hasta que nos vimos envueltos en una
obscuridad verdaderamente cimeriana, mientras que la estrella titilaba y giraba
lentamente al principio; luego, con vertiginosa rapidez, creciendo hasta envolver a la
enana como en un océano luminoso. Finalmente, la estrella decreció en su giro, al par
que se iba apagando con los suaves destellos de la luna en el agua, iluminando sin
penumbras el círculo y dejando el resto en absoluta obscuridad.
Llegado así el supremo momento, el derviche, sin pronunciar palabra, alargó la mano,
con la que me cogió la mía, señalándome el círculo luminoso. Por todo su ámbito vimos
como formarse y condensarse flóculos blanquecinos de plateado brillo lunar, los cuales
constituyeron bien pronto informes figuras cambiantes, al modo de reflexiones astrales
en un espejo. Pronto, con asombro por mi parte, y con la consternación de mi amiga, se
nos presentó, en el panorama así formado, el puente principal, que une a la antigua con
la nueva ciudad, atravesando el Cuerno de Oro desde Gálata a Estambul. Vimos
deslizarse por el Bósforo los alegres caiques; el hormiguear de la ciudad; las quintas; los
palacios y demás edificios encarnados, reflejándose fantásticos en las aguas iluminadas
por el sol del mediodía y desfilando mágicamente, hasta el punto de que no podíamos
discernir si era todo aquello lo que se movía o nos movíamos simplemente nosotros. Lo
más extraño del caso era que, no obstante toda aquella agitada vida que se mostraba a
nuestra vista, no se escuchaba el menor ruido, sino que se desarrollaba en el silencio
angustioso de un ensueño singular… Las calles iban sucediéndose unas a otras en raudo
desfilar nuestro o suyo. Ora pasaba una tienda de estrecha callejuela; ora un café turco
lleno de fumadores de opio en el momento en que uno de éstos vertía inadvertido el
café y el narghilé sobre su vecino, recibiendo de él una sarta de injurias. De visión en
visión llegamos as¡ ante un gran edificio, en el que reconocí el palacio del Ministerio de
Hacienda, y allí, ¡oh, dolor! en los fosos traseros del mismo, moribundo y lleno de fango
su sedoso pelo, yacía mi pobre perro Ralph, rodeado de otros perros de pésima
catadura, que se entretenían en cazar moscas a la sombra…
Sabía ya, pues, cuanto deseaba, aunque no había dicho ni una palabra acerca del perro
al derviche. impaciente por comprobar lo de mi perro traté de salir, pero, desaparecida
ya la escena, Miss H… se colocó a su vez al lado del derviche, murmurando en su oído
no sé qué palabras con ese tono ardiente y apasionado con que suelen las jóvenes
enamoradas hablar del adorado él.
–Pensaré en él –dijo.
No bien formulado casi mentalmente el deseo que tales palabras entrañaban, cuando
se nos presentó una gran planicie de arena, en cuyo fondo se veía el azulado mar bajo
los rayos del sol y un gran vapor surcando las aguas a lo largo de la costa, seguido de
blanca estela. La cubierta hormigueaba de pasajeros, y entre ellos resaltaba, apoyado
contra la barandilla de popa, un apuesto joven… ¡Era él!
Miss H… suspiró, se sonrió y sonrojó alternativamente con la natural emoción.
Después concentró de nuevo su pensamiento, y he aquí ya que al par el barco se aleja y
desaparece. El espejo mágico queda unos momentos sin panorama. Mas bien pronto
otras manchas luminosas aparecen en su faz, que componen al fin el ámbito de una
biblioteca con alfombra y cortinones verdes. Ante un montón de libros y sentado en una
frailera, está escribiendo un anciano a la luz de la lámpara. Su cabello es gris y está
peinado hacia atrás; su cara toda afeitada y respirando benevolencia…
El derviche hizo entonces un pequeño movimiento con la mano, imponiéndonos
silencio. La luz del mágico campo palideció y de nuevo que damos sin ver imagen
ninguna. De allí a poco tornó a mostrársenos Constantinopla, y con ella nuestra
habitación del hotel con sus libros y periódicos sobre la mesa; el sombrero de viaje de
mi amiga colgado en la percha, y sobre su cama el vestido que se había quitado aquella
mañana para venir. Los detalles más reales completaban el cuadro, y para mayor
maravilla vimos sobre la mesa dos cartas sin abrir, recién traídas por el correo y cuya
letra de los sobres al punto fue reconocida por mi amiga. Eran ambas de un pariente
suyo muy querido, por cuyo silencio se sentía inquieta hacía días.
Nuevo cambio de la mágica escena, y henos ya como en el cuarto ocupado por el
hermano de Miss H…, quien yacía echado hacia atrás en un sillón, mientras que un
criado le ponía paños en la cabeza, de la que con horror vimos que salía sangre. No
acertábamos a explicarnos aquello, habiéndole dejado hacía una hora y en perfecta
salud. Miss H… lanzó un grito, y cogiéndome presurosa por la mano se lanzó hacia la
puerta. Llegamos presurosos a casa, pudiendo comprobar, en efecto, que el joven
hermano de Miss H… acababa de caerse por la escalera, produciéndose una herida de
escasa importancia; que sobre la mesa de nuestro gabinete esperaban, recién traídas,
dos cartas dirigidas a Miss H… por un pariente desde Atenas. No me faltó más para
comprobar en un todo nuestras visiones de el campo luminoso del espejo mágico del
derviche, sino tomar un carruaje, dirigirnos hacia el Ministerio de Hacienda, en cuyo
foso, tal y como tuviese la desdicha de verle en aquel espejo, estropeado, famélico, pero
aún con vida, yacía mi hermoso perdiguero, rodeado de otros perros de mal aspecto que
cazaban moscas…
_
UNA VIDA ENCANTADA
(TAL COMO LA REFIRIÓ UNA PLUMA)
INTRODUCCIÓN
_
Las tortuosas calles de A…, pequeña ciudad rhenana, se veían sepultadas bajo un
densísimo manto de niebla en una fría noche del otoño de 1884. Los moradores se
habían ya retirado horas hacía, buscando en el sueño el descanso para sus
laboriosas tareas del día. Todo era reposo, silencio, soledad y tristeza en aquellos
ámbitos vacíos…
También yo me hallaba en mi lecho; pero, ¡ay!, de bien diferente manera por el dolor y
la enfermedad que en él me retenían desde hacía varios días. El silencio en torno mío en
aquella noche de misterio era tal que, según la paradójica frase de Longfelow, hasta se
oía el silencio mismo. Percibía claramente hasta el latido de mi propia sangre al circular
violenta por mis miembros doloridos, y mi sobreexcitada imaginación me llevaba como
a escuchar el susurro de una voz humana musitando no sé qué misteriosas cosas en mi
oído. No parecía sino que era un eco transmitido desde largas distancias en una de esas
gargantas de montaña tan solitarias como maravillosamente resonantes, que pueden
transmitir una palabra a media milla cual por un tubo acústico. Era, sí, la voz tan familiar
para mí desde hace tantos años: la voz de uno de esos grandes seres a quienes no se les
puede conocer sin sentirse en el acto presa de la más viva veneración, y a quien, en los
trances más crueles del paroxismo de mis dolores mentales y físicos siempre he debido
la luz de un rayo de consuelo y de esperanza…
–¡Olvida tus propios dolores –me decía aquella suavísima e inefable voz– apartando tu
imaginación de ellos¡ Piensa en días felices y pretéritos;
en las lecciones que tantas veces has recibido acerca de los grandes misterios de la
Naturaleza, verdades que los hombres, ciegos a toda luz espiritual, tanto se obstinan en
no querer ver. Quiero hoy añadirte a tales enseñanzas otra relativa a una vida extraña
de ese ser que tienes ahí delante, precisamente tras las vidrieras de esa casa tristona de
enfrente.
Y diciendo esto, la voz parecía querer revelarme algo muy raro: el misterio de un alma
tras las paredes de la casa frontera. Los densos jirones de niebla que lamían la fachada
como fantasmas, fueron desapareciendo, y una claridad brillante y suave cual la de la
luna, parecía tender, por decirlo así, un puente encantado entre mis ojos y la casa
aquella, cuyas paredes acabaron como por hacerse transparentes a mi mirada,
dejándome ver con toda limpidez el interior de una habitación pequeña, como de un
chalet suizo, con negruzcas paredes llenas de estantes con libros, manuscritos y arcaicos
decorados. De pechos sobre una obscura mesa de nogal se veía un viejo mal encarado,
un espectro casi, según lo amarillo y extenuado que se hallaba, con sus ojillos
penetrantes y sus manos de marfil, escribiendo a la luz de la fúnebre lámpara, que
apenas si servía para hacer más densas las tristezas y obscuridades de aquel pobre
recinto.
Un instante después, al ir a hacer un movimiento involuntario como para ver mejor
aquel cuadro, diría que todo él por entero, es decir, habitación, libros, espectro, etc.,
atravesando el puente de argentina luz astral que cruzaba la calle, se había trasladado
frente a frente de mí hacia los pies de mi cama.
–Presta atento oído al rumor de esa pluma al rasgar el papel. –continuó diciéndome la
voz misteriosa, tan distante y, sin embargo, tan cercana. –Así alcanzarás a saber por la
pluma misma la más espeluznante y real de las historias de dolor que imaginarte
puedes, olvidándote de tus propios sufrimientos y acortando las terribles horas de esta
noche de insomnio. ¡Ensaya, pues! –añadió, repitiendo la tan conocida fórmula de
cabalistas y rosacruces.
Ensayé, al punto, como se me ordenaba, concentrando toda mí atención en la
imponente figura del anciano, quien parecía no darse ni cuenta de mi presencia. Al
principio, el rasgueo de la pluma de ave de éste, me resultaba casi imperceptible, pero
poco a poco fue haciéndose más claro y comprensible para mí, cual si aquel personaje
de misterio estuviese relatando en alta voz aquello mismo que escribía. Pero no; los
labios de aquel espectro viviente no se desplegaban ni un instante para pronunciar la
palabra más ínfima. La voz, por otra parte, era vaga, vacía, cual acentos de seres del otro
mundo, y a cada letra y palabra un fulgor lívido y fosfórico parecía brotar bajo los
puntos de la pluma, a la manera de un fuego fatuo, no obstante hallarse, quizá, el ser
que delante tenía, a muchos miles de millas de Alemania, cosa nada infrecuente en el
encantado misterio de la noche, cuando, en alas de nuestra mágica imaginación
“aprendemos bajo los destellas de sidérea sombra el sublime lenguaje del otro mundo”,
que lord Byron diría. Los clichés astrales de mis ojos y oídos internos se impresionaron
de un modo indeleble con las frases aquellas, así que hoy no tengo sino copiarlas para
transmitirlas como las recibí, con riesgo de que las tornéis por una novela forjada de
propósito, acerca de un personaje fantástico, cuyo verdadero nombre averiguar no
pude.
Ora la aceptéis como realidad, ora la consideréis como cuento, espero, sin embargo,
que ha de resultaros del más vivo interés.
Empiezo.
I
EL DESCONOCIDO
Las tortuosas calles de A…, pequeña ciudad rhenana, se veían sepultadas bajo un
densísimo manto de niebla en una fría noche del otoño de 1884. Los moradores se
habían ya retirado horas hacía, buscando en el sueño el descanso para sus
laboriosas tareas del día. Todo era reposo, silencio, soledad y tristeza en aquellos
ámbitos vacíos…
También yo me hallaba en mi lecho; pero, ¡ay!, de bien diferente manera por el dolor y
la enfermedad que en él me retenían desde hacía varios días. El silencio en torno mío en
aquella noche de misterio era tal que, según la paradójica frase de Longfelow, hasta se
oía el silencio mismo. Percibía claramente hasta el latido de mi propia sangre al circular
violenta por mis miembros doloridos, y mi sobreexcitada imaginación me llevaba como
a escuchar el susurro de una voz humana musitando no sé qué misteriosas cosas en mi
oído. No parecía sino que era un eco transmitido desde largas distancias en una de esas
gargantas de montaña tan solitarias como maravillosamente resonantes, que pueden
transmitir una palabra a media milla cual por un tubo acústico. Era, sí, la voz tan familiar
para mí desde hace tantos años: la voz de uno de esos grandes seres a quienes no se les
puede conocer sin sentirse en el acto presa de la más viva veneración, y a quien, en los
trances más crueles del paroxismo de mis dolores mentales y físicos siempre he debido
la luz de un rayo de consuelo y de esperanza…
–¡Olvida tus propios dolores –me decía aquella suavísima e inefable voz– apartando tu
imaginación de ellos¡ Piensa en días felices y pretéritos;
en las lecciones que tantas veces has recibido acerca de los grandes misterios de la
Naturaleza, verdades que los hombres, ciegos a toda luz espiritual, tanto se obstinan en
no querer ver. Quiero hoy añadirte a tales enseñanzas otra relativa a una vida extraña
de ese ser que tienes ahí delante, precisamente tras las vidrieras de esa casa tristona de
enfrente.
Y diciendo esto, la voz parecía querer revelarme algo muy raro: el misterio de un alma
tras las paredes de la casa frontera. Los densos jirones de niebla que lamían la fachada
como fantasmas, fueron desapareciendo, y una claridad brillante y suave cual la de la
luna, parecía tender, por decirlo así, un puente encantado entre mis ojos y la casa
aquella, cuyas paredes acabaron como por hacerse transparentes a mi mirada,
dejándome ver con toda limpidez el interior de una habitación pequeña, como de un
chalet suizo, con negruzcas paredes llenas de estantes con libros, manuscritos y arcaicos
decorados. De pechos sobre una obscura mesa de nogal se veía un viejo mal encarado,
un espectro casi, según lo amarillo y extenuado que se hallaba, con sus ojillos
penetrantes y sus manos de marfil, escribiendo a la luz de la fúnebre lámpara, que
apenas si servía para hacer más densas las tristezas y obscuridades de aquel pobre
recinto.
Un instante después, al ir a hacer un movimiento involuntario como para ver mejor
aquel cuadro, diría que todo él por entero, es decir, habitación, libros, espectro, etc.,
atravesando el puente de argentina luz astral que cruzaba la calle, se había trasladado
frente a frente de mí hacia los pies de mi cama.
–Presta atento oído al rumor de esa pluma al rasgar el papel. –continuó diciéndome la
voz misteriosa, tan distante y, sin embargo, tan cercana. –Así alcanzarás a saber por la
pluma misma la más espeluznante y real de las historias de dolor que imaginarte
puedes, olvidándote de tus propios sufrimientos y acortando las terribles horas de esta
noche de insomnio. ¡Ensaya, pues! –añadió, repitiendo la tan conocida fórmula de
cabalistas y rosacruces.
Ensayé, al punto, como se me ordenaba, concentrando toda mí atención en la
imponente figura del anciano, quien parecía no darse ni cuenta de mi presencia. Al
principio, el rasgueo de la pluma de ave de éste, me resultaba casi imperceptible, pero
poco a poco fue haciéndose más claro y comprensible para mí, cual si aquel personaje
de misterio estuviese relatando en alta voz aquello mismo que escribía. Pero no; los
labios de aquel espectro viviente no se desplegaban ni un instante para pronunciar la
palabra más ínfima. La voz, por otra parte, era vaga, vacía, cual acentos de seres del otro
mundo, y a cada letra y palabra un fulgor lívido y fosfórico parecía brotar bajo los
puntos de la pluma, a la manera de un fuego fatuo, no obstante hallarse, quizá, el ser
que delante tenía, a muchos miles de millas de Alemania, cosa nada infrecuente en el
encantado misterio de la noche, cuando, en alas de nuestra mágica imaginación
“aprendemos bajo los destellas de sidérea sombra el sublime lenguaje del otro mundo”,
que lord Byron diría. Los clichés astrales de mis ojos y oídos internos se impresionaron
de un modo indeleble con las frases aquellas, así que hoy no tengo sino copiarlas para
transmitirlas como las recibí, con riesgo de que las tornéis por una novela forjada de
propósito, acerca de un personaje fantástico, cuyo verdadero nombre averiguar no
pude.
Ora la aceptéis como realidad, ora la consideréis como cuento, espero, sin embargo,
que ha de resultaros del más vivo interés.
Empiezo.
I
EL DESCONOCIDO
_
Nací en una aldeíta suiza; un grupo de míseras cabañas enclavado entre dos glaciares
imponentes, bajo una cumbre de nieves perpetuas, y a ella, viejo de cuerpo y enfermo
de espíritu, me he retirado desde hace treinta años, para esperar tranquilo, con mi
muerte, el día de mi liberación… Pero aún vivo, acaso sólo para dar testimonio de
hechos pasmosos sepultados en el fondo de mi corazón: ¡todo un mundo de horrores
que mejor quisiera callar que revelar!
Soy un perfecto abúlico, porque, debido a mi prematura instrucción, adquirí falsas
ideas, a las que hechos posteriores se han encargado de dar el mentís más rotundo.
Muchos, al oír el relato de mis cuitas, las considerarán como absolutamente
providenciales, y yo mismo, que no creo en Providencia alguna, tampoco puedo
atribuirlos a la mera casualidad, sino al eterno juego de causas y efectos que
constituyen la vida del mundo. Aunque enfermo y decrépito, mi mente ha conservado
toda la frescura de los primeros días, y recuerdo hasta los detalles más nimios de
aquella terrible causa de todos mis males ulteriores. Ello me demuestra, bien a pesar
mío, la existencia de una entidad excelsa, causa de todos mis males, entidad real, que yo
desearía fuese tan sólo mera creación de mi loca fantasía… ¡Oh, ser maldito, tan
terrible como bondadoso! ¡Oh, santo y respetado señor, todo perdón: tú, modelo de
todas las virtudes, fuiste, no obstante, quien amargó para siempre toda mi existencia,
arrojándome violentamente fuera de la égida monótona, pero segura y tranquila, de lo
que llamamos vida vulgar; tú, el poderoso que, tan a pesar mío, me evidenciaste la
realidad de una vida futura y de mundos por encima del que vemos, añadiendo así
horrores tras horrores a mi mísero vivir!…
Para mostrar bien mi estado actual, tengo que interrumpir y detener la vorágine de
estos recuerdos, hablando de mi persona. ¡Cuánto no daría, sin embargo, por borrar de
mi conciencia ese odioso y maldito Yo, causa de todos nuestros males terrenos!
Nací en Suiza, de padres franceses, para quienes toda la sabiduría del mundo se
encerraba en esa trinidad literaria del barón de Hoibach, Rousseau y Voltaire. Educado
en las aulas alemanas, fui ateo de cabeza a pies, y empedernido materialista para quien
no podía existir nada fuera del mundo visible que nos rodea, y menos un ser que
pudiese estar encima de este mundo y como fuera de él. En cuanto al alma, añadía, aún
en el supuesto de que exista, tiene que ser material. Para el mismo Orígenes, el epíteto
de incorporeus dado a Dios, sólo significa una causa más sutil, pero siempre física, de la
que ninguna idea clara podemos formar en definitiva. ¿Cómo, pues, va ella a producir
efectos tangibles? Así, no hay por qué añadir que miré siempre al naciente
espiritualismo con desdén y asco, y casi con ira también las insinuaciones religiosas de
ciertos sacerdotes, sentimientos que, a pesar de todas mis tristes experiencias, conservo
aún.
Pascal, en la parte octava de sus Pensamientos, se muestra indeciso acerca de la misma
existencia de Dios. “Examinando, en efecto, por doquiera si semejante Ser Supremo ha
dejado por el mundo alguna huella de si mismo, no veo doquiera sino obscuridad,
inquietud y duda completa…” Pero si bien en semejante Dios extracósmico jamás he
creído, ya no puedo reírme, no, de las potencialidades maravillosas de ciertos hombres
de Oriente, que les convierten virtualmente en unos dioses. Creo firmemente en sus
fenómenos, porque los he visto. Es más, los detesto y maldigo cualquiera que sea quien
los produzca, y mi vida entera, despedazada y estéril, es una protesta contra tal
negación.
Por consecuencia de unos pleitos desgraciados, al morir mis padres perdí casi toda mi
fortuna, por lo cual resolví, más por los que amaba que por mí mismo, labrarme una
fortuna nueva, y aceptando la propuesta: de unos ricos comerciantes hamburgueses, me
embarqué para el Japón, en calidad de representante de la Casa aquella. Mi hermana, a
quien idolatraba, había casado con uno de modesta condición.
El éxito más franco secundó a mis empresas. Merced a la confianza en mí depositada
por amigos ricos del país, pude negociar fácilmente en comarcas poco o nada abiertas
entonces a los extranjeros. Aunque indiferente por igual a todas las religiones, me
interesó de un modo especial el buddhismo por su elevada filosofía, y en mis ratos de
solaz visité los más curiosos templos japoneses, entre ellos parte de los treinta y seis
monasterios buddhistas de Kioto: Day–Bootzoo, con su gigantesca campana;
Enarino–lassero, Tzeonene, Higadzi–Hong–Vonsi, Kie–Misoo y muchos otros. Nunca,
sin embargo, curé de mi escepticismo, y me burlaba de los bonzos y ascetas del Japón,
no menos que antes lo hiciera de los sacerdotes cristianos y de los espiritistas, sin
admitir la posibilidad más nimia de que pudiesen aquéllos poseer poderes extraños in
estudiados por nuestra ciencia positiva. Ridículos en el más alto grado, además, me
resultaban los supersticiosos buddhistas, buscando el hacerse tan indiferentes para el
dolor como para el placer, por el dominio de las pasiones.
Un día fatal y memorable, entablé amistad con un anciano bonzo denominado
Tamoora Hideyeri. Con él visité el dorado Kwon–On, y de su gran saber aprendí no
poco. No obstante la devoción y afecto que por él sentía, no perdonaba nunca la
ocasión propicia de burlarme de sus sentimientos religiosos; pero era de tan dulce
condición como ilustrada, y a fuerza de buen buddhista, jamás se me mostró ofendido
lo más mínimo por mis sarcasmos, limitándose a responder imperturbable: “Esperad, y
veréis algún día”. Su privilegiada mentalidad no podía creer que fuese sincero mi
escéptico ateísmo, tan por encima de la creencia ridícula en un mundo invisible
rechazado por la Ciencia y lleno de deidades y de espíritus malos y buenos. El apacible
sacerdote me decía únicamente: “El hombre es un ser espiritual que es recompensado y
castigado, alternativamente, por sus méritos y por sus culpas, teniendo por ello que
volver, reencarnado, múltiples veces a la Tierra”. Contra aquellas célebres frases de
Jeremy Collier de que somos meras máquinas ambulantes, simples cabezas parlantes y
sin alma ni más leyes que las de la materia, argüía que si nuestras acciones estuviesen de
antemano previstas y decretadas, sin que tuviésemos más libertad en ellas que la que
tienen de detenerse las aguas de un río, la sabia doctrina del Karma, o de que cada cual
recoge aquello que sembró, sería absurda. Así, pues, toda la metafísica de mi amigo se
basaba en esta imaginaria ley, junta con la de la metempsícosis y otros delirios de este
jaez.
–Después de esta vida material no podemos –dijo absurdamente mi amigo cierto día
–vivir en el completo uso de nuestra conciencia sin habernos construido, por decirlo así,
un vehículo, una sólida base de espiritualidad. Quien durante esta vida física, consciente
y responsable, no ha aprendido a vivir en espíritu, no puede aspirar luego a una plena
conciencia espiritual, cuando, privado de su cuerpo, tenga que vivir como mero espíritu.
–Pues, ¿qué entiende usted por vida como espíritu? –le pregunté.
–La vida es un plano puramente espiritual, el Jushitz Devaloka, o paraíso buddhista,
por cuanto el hombre, mediante su cerebro animal y todas las facultades que desarrolla
aquí en la Tierra, se labra ese elevadísimo estado celeste entre dos sucesivas
existencias, transportando a ese plano de superior felicidad cuanto aquí abajo labró,
mediante. el estudio y la contemplación.
–¿Qué le sucede al hombre que rehúsa la contemplación, es decir, que se niega a fijar
su vista en la punta de su nariz, después de la muerte de su cuerpo? –le pregunté burlón.
–Que será tratado al tenor de aquel estado mental que en su conciencia prevaleció. En
el caso mejor, tendrá un renacimiento inmediato, y en el peor un Avitchi o infierno
mental. No es preciso, sin embargo, hacerse un completo asceta: basta con esforzarse
en aproximarse al Espíritu viviendo una vida espiritual; abriendo, aunque sólo sea por
un momento, la puerta de nuestro Templo Interior.
–¡Sois siempre poético, aun en vuestras paradojas!, amigo mío –le respondí –¿Queréis
explicarme un poco semejante misterio?
–No es ningún misterio, replicó– pero gustoso os responderé.– Suponed que el “plano
espiritual” de que os hablo sea cual un templo en el que jamás pisasteis y cuya
existencia, por tanto, creéis tener fundamento para negar, pero que alguien, compasivo,
os toma por la mano, y conduciéndoos hacia la entrada, os hace mirar dentro un
instante tan sólo. Por este mero hecho habréis establecido un lazo imperecedero con el
templo. No podréis, desde aquel día, negar su existencia, ni el hecho de haber entrado
en él, y según haya sido vuestro trabajo en él breve o largo, así viviréis en él después de
la muerte.
–¿Pues qué tiene que ver mi conciencia post–mortem con semejante templo, aun en el
falso caso de que la otra vida exista?
–¡Mucho! Después de la muerte– terminó diciendo el sabio anciano –no puede haber
conciencia alguna fuera del Templo del Espíritu. Lo ejecutado en sus ámbitos es lo único
que a vuestra muerte sobrevivirá, porque todo lo demás, como vano e ilusorio, está
llamado a disolverse en el Océano de Maya o de la ilusión.
Como me chocaba, a fuerza de simple curioso, la peregrina y absurda idea de vivir
fuera de mi cuerpo, disfracé mi escepticismo, y fingiendo interesarme por todo aquello,
obligué a mi amigo a que continuase, engañado por completo respecto de mis
intenciones.
Tamoora Hideyeri servía en Tri–Onene, templo buddhista famoso no sólo en el Japón,
sino en toda China y en el Tibet; no hay en Kioto otro tan venerado, y sus monjes,
secuaces de Dzeno–doo, son tenidos por los mejores y los más sabios, entre aquellas
fraternidades meritísimas, relacionadas a su vez con los ascetas o eremitas llamados
Jamabooshi, discípulos de Lao–tse. Así se explican los altos vuelos metafísicos que, con
ánimo de curarme mi ceguera mental, diese siempre mi amigo a nuestra conversación,
llevándome hacia sus enmarañadas doctrinas con sus peroratas, disparatadas a mi juicio,
y sus ideas de espiritualidad, cuya práctica parece una verdadera gimnasia del plano
espiritual.
Tamoora había dedicado más de las dos terceras partes de su vida a la yoga o
contemplación práctica, que le había dado las pruebas de que,. una vez despojados los
hombres de su cuerpo material con la muerte, vivían con plena conciencia en el mundo
espiritual recogiendo el fruto centuplicado de sus acciones nobles y altos sentimientos,
salario proporcionado, decía el asceta, al trabajo que se esforzaba aquí abajo en realizar.
–Pero, y si uno no hace más que asomarse al templo de la espiritualidad y retroceder,
¿qué le acontecerá después? –objeté con mi eterno escepticismo.
–Pues que en la otra vida no tendríais nada bueno que recordar, salvo aquel feliz
instante, porque en dicha vida espiritual sólo se registran y viven las impresiones
espirituales –respondió el monje.
–Entonces, antes de reencarnar aquí abajo, ¿qué me sucedería? –añadí burlonamente.
–Entonces –dijo, lento y solemne el sacerdote, con un aplomo severo que daba frío
–durante un período, que parecería una eternidad a vuestra angustia, no haríais sino
repetir una y mil veces la acción de abrir y cerrar el templo con esa desesperante
repetición de los temas de la calentura.
Semejante tarea que el buen hombre me asignaba post–mortem, me hizo soltar una
carcajada. ¡Aquello era el colmo del absurdo! Pero mi amigo se limitó a suspirar,
compasivo, añadiendo, así que yo le pedí perdones por mi sinceridad:
–No. Dicho estado espiritual después de la muerte no consiste en una repetición
mímica y automática de lo realizado en la vida, sino el llenar y completar los vacíos de
ella. Yo me he limitado a poneros un ejemplo, incomprensible para vos, por lo que veo,
de los misterios relativos a la Visión del Alma. Siendo entonces nuestro estado de
conciencia el goce final de cuantos actos espirituales hemos ejecutado en vida, cuando
uno de éstos ha resultado fallido, no podemos esperar otra cosa que la repetición del
acto mismo.
Y saludándome cortésmente, como buen japonés, el noble sacerdote se despidió de
mí.
¡Ah, si me hubiera sido entonces posible el saber lo que después aprendí por dolorosa
experiencia..., cuán poco me hubiera burlado de aquella enseñanza sapientísima!... Mas
no, yo no podía creer a ojos cerrados en tamaños absurdos, y muy especialmente en que
ciertos hombres elevados pudiesen adquirir poderes como sobrenaturales.
Experimentaba una repulsión instintiva hacia aquellos eremitas o yamabooshi,
protectores de todas las sectas buddhistas del Japón, –porque sus pretensiones
milagreras me parecían el colmo de la necedad. ¿Quiénes podrán ser estos presuntos
magos, de ojos bajos y manos cruzadas, esos “santos” mendigos, moradores extraños de
montañas apartadas y escabrosas, inaccesibles hasta el punto de que a los simples
curiosos acerca de su naturaleza les era imposible de todo punto llegar hasta ellas?…
No podían ellos ser sino unos adivinos sin vergüenza, unos gitanos vendedores de
hechizos, talismanes y brujerías.
Como se ve, mis insultos y mis odios alcanzaban por igual a maestros y a discípulos,
porque conviene no olvidar que los yamabooshi, aunque no aceptan a los profanos
cerca de ellos, a algunos, tras duras pruebas, los reciben como discípulos, quienes dan
perfecto testimonio acerca de la sabiduría y de la pureza de su vida.
Mis desprecios no se detuvieron ni en los mismos sintos, es decir, en aquellos otros
religiosos del Sin–Syu, o Sintoísmo, cuya divisa es la de “fe en los dioses y en el camino
de los dioses”, porque practican un culto absurdo a los llamados “espíritus de la
Naturaleza”. Así me capté no pocos enemigos, porque los Sinlo–kanusi, o maestros
espirituales de este culto, pertenecen a la aristocracia japonesa, con el propio Mikado a
su cabeza, y los secuaces del mismo constituyen el elemento más sabio de todo el
Japón. No olvidemos que los kanusi, o maestros del Sintoísmo, no proceden de
ordenación regular alguna conocida, ni forman casta aparte. Como jamás alardean de
poseer poderes ni privilegios que les eleven sobre los demás, y visten como los seglares
pasando como meros estudiantes de las ocultas ciencias del espíritu, más de una vez
tuve contacto con ellos sin sospechar siquiera su elevada categoría.
II
EL VISITANTE MISTERIOSO
Nací en una aldeíta suiza; un grupo de míseras cabañas enclavado entre dos glaciares
imponentes, bajo una cumbre de nieves perpetuas, y a ella, viejo de cuerpo y enfermo
de espíritu, me he retirado desde hace treinta años, para esperar tranquilo, con mi
muerte, el día de mi liberación… Pero aún vivo, acaso sólo para dar testimonio de
hechos pasmosos sepultados en el fondo de mi corazón: ¡todo un mundo de horrores
que mejor quisiera callar que revelar!
Soy un perfecto abúlico, porque, debido a mi prematura instrucción, adquirí falsas
ideas, a las que hechos posteriores se han encargado de dar el mentís más rotundo.
Muchos, al oír el relato de mis cuitas, las considerarán como absolutamente
providenciales, y yo mismo, que no creo en Providencia alguna, tampoco puedo
atribuirlos a la mera casualidad, sino al eterno juego de causas y efectos que
constituyen la vida del mundo. Aunque enfermo y decrépito, mi mente ha conservado
toda la frescura de los primeros días, y recuerdo hasta los detalles más nimios de
aquella terrible causa de todos mis males ulteriores. Ello me demuestra, bien a pesar
mío, la existencia de una entidad excelsa, causa de todos mis males, entidad real, que yo
desearía fuese tan sólo mera creación de mi loca fantasía… ¡Oh, ser maldito, tan
terrible como bondadoso! ¡Oh, santo y respetado señor, todo perdón: tú, modelo de
todas las virtudes, fuiste, no obstante, quien amargó para siempre toda mi existencia,
arrojándome violentamente fuera de la égida monótona, pero segura y tranquila, de lo
que llamamos vida vulgar; tú, el poderoso que, tan a pesar mío, me evidenciaste la
realidad de una vida futura y de mundos por encima del que vemos, añadiendo así
horrores tras horrores a mi mísero vivir!…
Para mostrar bien mi estado actual, tengo que interrumpir y detener la vorágine de
estos recuerdos, hablando de mi persona. ¡Cuánto no daría, sin embargo, por borrar de
mi conciencia ese odioso y maldito Yo, causa de todos nuestros males terrenos!
Nací en Suiza, de padres franceses, para quienes toda la sabiduría del mundo se
encerraba en esa trinidad literaria del barón de Hoibach, Rousseau y Voltaire. Educado
en las aulas alemanas, fui ateo de cabeza a pies, y empedernido materialista para quien
no podía existir nada fuera del mundo visible que nos rodea, y menos un ser que
pudiese estar encima de este mundo y como fuera de él. En cuanto al alma, añadía, aún
en el supuesto de que exista, tiene que ser material. Para el mismo Orígenes, el epíteto
de incorporeus dado a Dios, sólo significa una causa más sutil, pero siempre física, de la
que ninguna idea clara podemos formar en definitiva. ¿Cómo, pues, va ella a producir
efectos tangibles? Así, no hay por qué añadir que miré siempre al naciente
espiritualismo con desdén y asco, y casi con ira también las insinuaciones religiosas de
ciertos sacerdotes, sentimientos que, a pesar de todas mis tristes experiencias, conservo
aún.
Pascal, en la parte octava de sus Pensamientos, se muestra indeciso acerca de la misma
existencia de Dios. “Examinando, en efecto, por doquiera si semejante Ser Supremo ha
dejado por el mundo alguna huella de si mismo, no veo doquiera sino obscuridad,
inquietud y duda completa…” Pero si bien en semejante Dios extracósmico jamás he
creído, ya no puedo reírme, no, de las potencialidades maravillosas de ciertos hombres
de Oriente, que les convierten virtualmente en unos dioses. Creo firmemente en sus
fenómenos, porque los he visto. Es más, los detesto y maldigo cualquiera que sea quien
los produzca, y mi vida entera, despedazada y estéril, es una protesta contra tal
negación.
Por consecuencia de unos pleitos desgraciados, al morir mis padres perdí casi toda mi
fortuna, por lo cual resolví, más por los que amaba que por mí mismo, labrarme una
fortuna nueva, y aceptando la propuesta: de unos ricos comerciantes hamburgueses, me
embarqué para el Japón, en calidad de representante de la Casa aquella. Mi hermana, a
quien idolatraba, había casado con uno de modesta condición.
El éxito más franco secundó a mis empresas. Merced a la confianza en mí depositada
por amigos ricos del país, pude negociar fácilmente en comarcas poco o nada abiertas
entonces a los extranjeros. Aunque indiferente por igual a todas las religiones, me
interesó de un modo especial el buddhismo por su elevada filosofía, y en mis ratos de
solaz visité los más curiosos templos japoneses, entre ellos parte de los treinta y seis
monasterios buddhistas de Kioto: Day–Bootzoo, con su gigantesca campana;
Enarino–lassero, Tzeonene, Higadzi–Hong–Vonsi, Kie–Misoo y muchos otros. Nunca,
sin embargo, curé de mi escepticismo, y me burlaba de los bonzos y ascetas del Japón,
no menos que antes lo hiciera de los sacerdotes cristianos y de los espiritistas, sin
admitir la posibilidad más nimia de que pudiesen aquéllos poseer poderes extraños in
estudiados por nuestra ciencia positiva. Ridículos en el más alto grado, además, me
resultaban los supersticiosos buddhistas, buscando el hacerse tan indiferentes para el
dolor como para el placer, por el dominio de las pasiones.
Un día fatal y memorable, entablé amistad con un anciano bonzo denominado
Tamoora Hideyeri. Con él visité el dorado Kwon–On, y de su gran saber aprendí no
poco. No obstante la devoción y afecto que por él sentía, no perdonaba nunca la
ocasión propicia de burlarme de sus sentimientos religiosos; pero era de tan dulce
condición como ilustrada, y a fuerza de buen buddhista, jamás se me mostró ofendido
lo más mínimo por mis sarcasmos, limitándose a responder imperturbable: “Esperad, y
veréis algún día”. Su privilegiada mentalidad no podía creer que fuese sincero mi
escéptico ateísmo, tan por encima de la creencia ridícula en un mundo invisible
rechazado por la Ciencia y lleno de deidades y de espíritus malos y buenos. El apacible
sacerdote me decía únicamente: “El hombre es un ser espiritual que es recompensado y
castigado, alternativamente, por sus méritos y por sus culpas, teniendo por ello que
volver, reencarnado, múltiples veces a la Tierra”. Contra aquellas célebres frases de
Jeremy Collier de que somos meras máquinas ambulantes, simples cabezas parlantes y
sin alma ni más leyes que las de la materia, argüía que si nuestras acciones estuviesen de
antemano previstas y decretadas, sin que tuviésemos más libertad en ellas que la que
tienen de detenerse las aguas de un río, la sabia doctrina del Karma, o de que cada cual
recoge aquello que sembró, sería absurda. Así, pues, toda la metafísica de mi amigo se
basaba en esta imaginaria ley, junta con la de la metempsícosis y otros delirios de este
jaez.
–Después de esta vida material no podemos –dijo absurdamente mi amigo cierto día
–vivir en el completo uso de nuestra conciencia sin habernos construido, por decirlo así,
un vehículo, una sólida base de espiritualidad. Quien durante esta vida física, consciente
y responsable, no ha aprendido a vivir en espíritu, no puede aspirar luego a una plena
conciencia espiritual, cuando, privado de su cuerpo, tenga que vivir como mero espíritu.
–Pues, ¿qué entiende usted por vida como espíritu? –le pregunté.
–La vida es un plano puramente espiritual, el Jushitz Devaloka, o paraíso buddhista,
por cuanto el hombre, mediante su cerebro animal y todas las facultades que desarrolla
aquí en la Tierra, se labra ese elevadísimo estado celeste entre dos sucesivas
existencias, transportando a ese plano de superior felicidad cuanto aquí abajo labró,
mediante. el estudio y la contemplación.
–¿Qué le sucede al hombre que rehúsa la contemplación, es decir, que se niega a fijar
su vista en la punta de su nariz, después de la muerte de su cuerpo? –le pregunté burlón.
–Que será tratado al tenor de aquel estado mental que en su conciencia prevaleció. En
el caso mejor, tendrá un renacimiento inmediato, y en el peor un Avitchi o infierno
mental. No es preciso, sin embargo, hacerse un completo asceta: basta con esforzarse
en aproximarse al Espíritu viviendo una vida espiritual; abriendo, aunque sólo sea por
un momento, la puerta de nuestro Templo Interior.
–¡Sois siempre poético, aun en vuestras paradojas!, amigo mío –le respondí –¿Queréis
explicarme un poco semejante misterio?
–No es ningún misterio, replicó– pero gustoso os responderé.– Suponed que el “plano
espiritual” de que os hablo sea cual un templo en el que jamás pisasteis y cuya
existencia, por tanto, creéis tener fundamento para negar, pero que alguien, compasivo,
os toma por la mano, y conduciéndoos hacia la entrada, os hace mirar dentro un
instante tan sólo. Por este mero hecho habréis establecido un lazo imperecedero con el
templo. No podréis, desde aquel día, negar su existencia, ni el hecho de haber entrado
en él, y según haya sido vuestro trabajo en él breve o largo, así viviréis en él después de
la muerte.
–¿Pues qué tiene que ver mi conciencia post–mortem con semejante templo, aun en el
falso caso de que la otra vida exista?
–¡Mucho! Después de la muerte– terminó diciendo el sabio anciano –no puede haber
conciencia alguna fuera del Templo del Espíritu. Lo ejecutado en sus ámbitos es lo único
que a vuestra muerte sobrevivirá, porque todo lo demás, como vano e ilusorio, está
llamado a disolverse en el Océano de Maya o de la ilusión.
Como me chocaba, a fuerza de simple curioso, la peregrina y absurda idea de vivir
fuera de mi cuerpo, disfracé mi escepticismo, y fingiendo interesarme por todo aquello,
obligué a mi amigo a que continuase, engañado por completo respecto de mis
intenciones.
Tamoora Hideyeri servía en Tri–Onene, templo buddhista famoso no sólo en el Japón,
sino en toda China y en el Tibet; no hay en Kioto otro tan venerado, y sus monjes,
secuaces de Dzeno–doo, son tenidos por los mejores y los más sabios, entre aquellas
fraternidades meritísimas, relacionadas a su vez con los ascetas o eremitas llamados
Jamabooshi, discípulos de Lao–tse. Así se explican los altos vuelos metafísicos que, con
ánimo de curarme mi ceguera mental, diese siempre mi amigo a nuestra conversación,
llevándome hacia sus enmarañadas doctrinas con sus peroratas, disparatadas a mi juicio,
y sus ideas de espiritualidad, cuya práctica parece una verdadera gimnasia del plano
espiritual.
Tamoora había dedicado más de las dos terceras partes de su vida a la yoga o
contemplación práctica, que le había dado las pruebas de que,. una vez despojados los
hombres de su cuerpo material con la muerte, vivían con plena conciencia en el mundo
espiritual recogiendo el fruto centuplicado de sus acciones nobles y altos sentimientos,
salario proporcionado, decía el asceta, al trabajo que se esforzaba aquí abajo en realizar.
–Pero, y si uno no hace más que asomarse al templo de la espiritualidad y retroceder,
¿qué le acontecerá después? –objeté con mi eterno escepticismo.
–Pues que en la otra vida no tendríais nada bueno que recordar, salvo aquel feliz
instante, porque en dicha vida espiritual sólo se registran y viven las impresiones
espirituales –respondió el monje.
–Entonces, antes de reencarnar aquí abajo, ¿qué me sucedería? –añadí burlonamente.
–Entonces –dijo, lento y solemne el sacerdote, con un aplomo severo que daba frío
–durante un período, que parecería una eternidad a vuestra angustia, no haríais sino
repetir una y mil veces la acción de abrir y cerrar el templo con esa desesperante
repetición de los temas de la calentura.
Semejante tarea que el buen hombre me asignaba post–mortem, me hizo soltar una
carcajada. ¡Aquello era el colmo del absurdo! Pero mi amigo se limitó a suspirar,
compasivo, añadiendo, así que yo le pedí perdones por mi sinceridad:
–No. Dicho estado espiritual después de la muerte no consiste en una repetición
mímica y automática de lo realizado en la vida, sino el llenar y completar los vacíos de
ella. Yo me he limitado a poneros un ejemplo, incomprensible para vos, por lo que veo,
de los misterios relativos a la Visión del Alma. Siendo entonces nuestro estado de
conciencia el goce final de cuantos actos espirituales hemos ejecutado en vida, cuando
uno de éstos ha resultado fallido, no podemos esperar otra cosa que la repetición del
acto mismo.
Y saludándome cortésmente, como buen japonés, el noble sacerdote se despidió de
mí.
¡Ah, si me hubiera sido entonces posible el saber lo que después aprendí por dolorosa
experiencia..., cuán poco me hubiera burlado de aquella enseñanza sapientísima!... Mas
no, yo no podía creer a ojos cerrados en tamaños absurdos, y muy especialmente en que
ciertos hombres elevados pudiesen adquirir poderes como sobrenaturales.
Experimentaba una repulsión instintiva hacia aquellos eremitas o yamabooshi,
protectores de todas las sectas buddhistas del Japón, –porque sus pretensiones
milagreras me parecían el colmo de la necedad. ¿Quiénes podrán ser estos presuntos
magos, de ojos bajos y manos cruzadas, esos “santos” mendigos, moradores extraños de
montañas apartadas y escabrosas, inaccesibles hasta el punto de que a los simples
curiosos acerca de su naturaleza les era imposible de todo punto llegar hasta ellas?…
No podían ellos ser sino unos adivinos sin vergüenza, unos gitanos vendedores de
hechizos, talismanes y brujerías.
Como se ve, mis insultos y mis odios alcanzaban por igual a maestros y a discípulos,
porque conviene no olvidar que los yamabooshi, aunque no aceptan a los profanos
cerca de ellos, a algunos, tras duras pruebas, los reciben como discípulos, quienes dan
perfecto testimonio acerca de la sabiduría y de la pureza de su vida.
Mis desprecios no se detuvieron ni en los mismos sintos, es decir, en aquellos otros
religiosos del Sin–Syu, o Sintoísmo, cuya divisa es la de “fe en los dioses y en el camino
de los dioses”, porque practican un culto absurdo a los llamados “espíritus de la
Naturaleza”. Así me capté no pocos enemigos, porque los Sinlo–kanusi, o maestros
espirituales de este culto, pertenecen a la aristocracia japonesa, con el propio Mikado a
su cabeza, y los secuaces del mismo constituyen el elemento más sabio de todo el
Japón. No olvidemos que los kanusi, o maestros del Sintoísmo, no proceden de
ordenación regular alguna conocida, ni forman casta aparte. Como jamás alardean de
poseer poderes ni privilegios que les eleven sobre los demás, y visten como los seglares
pasando como meros estudiantes de las ocultas ciencias del espíritu, más de una vez
tuve contacto con ellos sin sospechar siquiera su elevada categoría.
II
EL VISITANTE MISTERIOSO
_
Con el transcurso de los años, en lugar de mejorar, se agravó mi lamentable
escepticismo. Mi hermana, que era toda mi familia en el mundo, se había casado, vivía
en Nuremberg y sus hijos me eran queridos como si hijos míos fuesen. ¡Oh, y cómo
amaba a aquella hermana mártir que antaño se sacrificó a sí misma y al hombre que se
prestó a ayudar a mi padre en su vejez y darme a mí la educación debida…! Los que
sostienen que ningún ateo puede ser ni súbdito leal, ni fiel pariente, ni amigo cariñoso,
profieren la mayor de las calumnias. Es falso, sí, que el materialista se endurezca de
corazón con los años, incapaz de amar, como dicen amar los –creyentes. Puede que ello
sea verdad en algún caso, y que el positivista propenda a la vulgaridad y al egoísmo,
pero el hombre bondadoso que se hace lo que suele llamarse ateo, no por motivos
egoístas, sino por amor a la verdad, no hace sino fortalecer sus afectos hacia los
hombres todos. Cuántas aspiraciones hacia lo desconocido dejan –de sentir; cuántas
esperanzas se rechazan respecto de un cielo con su Dios correspondiente, se
concentran, centuplicadas sin duda, en los seres amados y aun se extienden a la
humanidad entera…
Un amor así fue el que me impulsó a sacrificar mi dicha para asegurar la de aquella
santa hermana que había sido una madre para mí. Casi niño, partí para Hamburgo,
donde luché con el ardor de quien trata de ayudar a sus seres queridos. Mi primer placer
efectivo fue el de ver casada a mi hermana con el hombre a quien por mí había
sacrificado, y ayudarles. Tan desinteresado era mi cariño hacia ellos y luego hacia sus
hijos, que jamás quise constituirme por mi parte un hogar nuevo, pues el hogar de mi
hermana, compuesto pronto de once personas, era mi iglesia única y el objeto de mis
idolatrías. Por dos veces, en nueve años, crucé el mar con el solo fin de estrechar contra
mi corazón a seres tan caros a mi amor, tornando en seguida al extremo Oriente a
seguir trabajando para ellos.
Desde el Japón mantuve siempre correspondencia con mi familia, hasta que un día la
correspondencia quedó cortada por ésta, sin que pudiese Yo adivinar la causa. Durante
todo un año estuve sin noticia alguna, esperando en vano día tras día y temiéndome
alguna desgracia. Cuantos esfuerzos hice por saber de ella fueron inútiles.
–Mi buen amigo –me dijo un día mi único confidente Tamoora –¿por qué no buscáis el
remedio a vuestras ansiedades consultando a un santo yamabooshi?
No hay por qué decir con qué desprecio rechacé la propuesta. Pero a medida que los
correos de Europa se sucedían en vano, mi ansiedad se iba trocando en desesperación
irresistible, que degeneró en una especie de locura. Era ya inútil toda lucha, y yo,
pesimista a estilo Holbach, creyente en el aforismo de que la necesidad era el acicate
para la dicha filosófica y el factor que más vigoriza a la humana flaqueza, me sentía
vencido… Olvidando, pues, mi fatalismo frente a los ciegos decretos del destino, no
podía resignarme. Mi conducta, mi temperamento eran ya muy otros que los de antaño,
y, cual joven histérico, mil veces trataba mi mirada de sondear a través de los mares la
verdadera causa de aquel enigma que me ponía ya al borde de la locura. Sí; un
despreciable y supersticioso anhelo, me movía, bien a pesar mío, a desear conocer lo
pasado y lo futuro…
Cierto día, al. declinar el sol, mi amigo, el bonzo venerable, se presentó en mi barraca.
Como hacía días que no nos veíamos, venía a informarse sobre mi salud.
–¿Por qué os molestáis en ello? –le dije sarcástico, aunque arrepintiéndome al punto
de mi imprudencia –¿Teníais más sino consultar a un yamabooshi, que a distancia
pueden verlo. y saberlo todo?
Ante tamaño ex abrupto, pareció un tanto ofendido el bonzo; pero, al contemplar mi
abatido aspecto, replicó bondadoso que debería yo seguir su consejo de siempre,
consultando acerca de mis torturas mentales a un miembro de aquella santa Orden.
–Desafío a cuantos se jactan de poseer poderes mágicos– le repliqué, presa de retador
desprecio –a que me adivinen en quién estaba yo pensando ahora y qué es lo que esta
persona realiza en estos momentos.
A lo cual el imperturbable bonzo respondió:
–Nada más fácil: dos puertas por cima de mi casa se halla un santo yamabooshi
visitando a un sinto que yace enfermo. Con sólo que pronunciéis una palabra afirmativa,
os puedo conducir a su presencia augusta…
Y la palabra fue pronunciada, con lo cual quedó ya dictada mi sentencia cruel para
mientras viva. ¿Cómo describir, en efecto, la escena que vino después? Baste decir que
no habían transcurrido apenas quince minutos desde que acepté la propuesta del
bonzo, cuando me vi frente por frente de un anciano alto, noble y extraordinariamente
majestuoso, para ser de esa raza japonesa tan delgada, macilenta y minúscula. Allí
donde pensé hallar una obsequiosidad servil, tropecé con ese tranquilo y digno
continente característico del hombre que conoce su superioridad moral y mira con
benevolencia la equivocación de aquellos que no alcanzan a reconocerla debidamente.
A las preguntas irreverentes y burlonas que, necio, le hice, guardó silencio, mirándome
de hito en hito cual mirarla un médico a un enfermo en su delirio, y yo, desde el instante
mismo en que él fijó su escrutadora mirada en mis ojos, sentí, o vi más bien, un como
delgado, y argentino hilo de luz, que, brotando de sus intensos ojos, penetraba buido en
lo más recóndito de mi ser, sacando de mi corazón y de mi cerebro, bien a pesar mío, el
secreto de mis más íntimos sentimientos y pensamientos. No cabía duda, aquel hombre
imponente se adueñaba de todo mi ser, hasta el punto de serme aquello
angustiosamente intolerable.
Esforzándome cuanto pude en romper la fascinación aquella, le incité a que me dijese
qué era lo que había podido leer en mi pensamiento.
–Una ansiedad extremada por saber qué puede haberle ocurrido a su lejana hermana,
a su esposo y a sus hijos –fue la respuesta exacta que me dió con toda tranquilidad
aquel hombre–prodigio, añadiendo detalles completos acerca de la morada de aquéllos.
Escéptico incurable, dirigí una mirada acusadora al bonzo, sospechando de su
indiscreción; mas al punto me avergoncé de mi sospecha sabiendo por un lado que los
japoneses son esencialmente veraces y caballeros, y por otro, que Tamoora no podía
saber nada acerca de la disposición interior de la casa de mi hermana, cuya descripción
exacta, sin embargo, acababa de darme el yamabooshi.
–El extranjero –respondió éste, al interrogarle de nuevo acerca del actual estado de mi
inolvidable hermana –no se fía de palabras de nadie, ni de nada que él no pueda percibir
por sí mismo. La impresión que en él pudiesen causar las palabras del yamabooshi
acerca de aquélla, apenas duraría breves horas, dejándole luego tanto o más
desgraciado que antes, por lo cual sólo cabe un remedio, y es el de que el extranjero vea
y conozca la verdad por sí mismo. ¿Está, pues, dispuesto a dejarse poner en el estado
requerido a todo yámabooshi, estado para él desconocido?
Al oír aquello, mi primera impresión fue, como siempre, la de la son risa escéptica.
Aunque sin fe jamás en ellos, yo había oído en Europa hablar de pretendidos
clarividentes, de sonámbulos magnetizados y otras cosas análogas, por lo que,
desconfiado, presté, no obstante, mi silencioso consentimiento.
III
MAGIA PSÍQUICA
Con el transcurso de los años, en lugar de mejorar, se agravó mi lamentable
escepticismo. Mi hermana, que era toda mi familia en el mundo, se había casado, vivía
en Nuremberg y sus hijos me eran queridos como si hijos míos fuesen. ¡Oh, y cómo
amaba a aquella hermana mártir que antaño se sacrificó a sí misma y al hombre que se
prestó a ayudar a mi padre en su vejez y darme a mí la educación debida…! Los que
sostienen que ningún ateo puede ser ni súbdito leal, ni fiel pariente, ni amigo cariñoso,
profieren la mayor de las calumnias. Es falso, sí, que el materialista se endurezca de
corazón con los años, incapaz de amar, como dicen amar los –creyentes. Puede que ello
sea verdad en algún caso, y que el positivista propenda a la vulgaridad y al egoísmo,
pero el hombre bondadoso que se hace lo que suele llamarse ateo, no por motivos
egoístas, sino por amor a la verdad, no hace sino fortalecer sus afectos hacia los
hombres todos. Cuántas aspiraciones hacia lo desconocido dejan –de sentir; cuántas
esperanzas se rechazan respecto de un cielo con su Dios correspondiente, se
concentran, centuplicadas sin duda, en los seres amados y aun se extienden a la
humanidad entera…
Un amor así fue el que me impulsó a sacrificar mi dicha para asegurar la de aquella
santa hermana que había sido una madre para mí. Casi niño, partí para Hamburgo,
donde luché con el ardor de quien trata de ayudar a sus seres queridos. Mi primer placer
efectivo fue el de ver casada a mi hermana con el hombre a quien por mí había
sacrificado, y ayudarles. Tan desinteresado era mi cariño hacia ellos y luego hacia sus
hijos, que jamás quise constituirme por mi parte un hogar nuevo, pues el hogar de mi
hermana, compuesto pronto de once personas, era mi iglesia única y el objeto de mis
idolatrías. Por dos veces, en nueve años, crucé el mar con el solo fin de estrechar contra
mi corazón a seres tan caros a mi amor, tornando en seguida al extremo Oriente a
seguir trabajando para ellos.
Desde el Japón mantuve siempre correspondencia con mi familia, hasta que un día la
correspondencia quedó cortada por ésta, sin que pudiese Yo adivinar la causa. Durante
todo un año estuve sin noticia alguna, esperando en vano día tras día y temiéndome
alguna desgracia. Cuantos esfuerzos hice por saber de ella fueron inútiles.
–Mi buen amigo –me dijo un día mi único confidente Tamoora –¿por qué no buscáis el
remedio a vuestras ansiedades consultando a un santo yamabooshi?
No hay por qué decir con qué desprecio rechacé la propuesta. Pero a medida que los
correos de Europa se sucedían en vano, mi ansiedad se iba trocando en desesperación
irresistible, que degeneró en una especie de locura. Era ya inútil toda lucha, y yo,
pesimista a estilo Holbach, creyente en el aforismo de que la necesidad era el acicate
para la dicha filosófica y el factor que más vigoriza a la humana flaqueza, me sentía
vencido… Olvidando, pues, mi fatalismo frente a los ciegos decretos del destino, no
podía resignarme. Mi conducta, mi temperamento eran ya muy otros que los de antaño,
y, cual joven histérico, mil veces trataba mi mirada de sondear a través de los mares la
verdadera causa de aquel enigma que me ponía ya al borde de la locura. Sí; un
despreciable y supersticioso anhelo, me movía, bien a pesar mío, a desear conocer lo
pasado y lo futuro…
Cierto día, al. declinar el sol, mi amigo, el bonzo venerable, se presentó en mi barraca.
Como hacía días que no nos veíamos, venía a informarse sobre mi salud.
–¿Por qué os molestáis en ello? –le dije sarcástico, aunque arrepintiéndome al punto
de mi imprudencia –¿Teníais más sino consultar a un yamabooshi, que a distancia
pueden verlo. y saberlo todo?
Ante tamaño ex abrupto, pareció un tanto ofendido el bonzo; pero, al contemplar mi
abatido aspecto, replicó bondadoso que debería yo seguir su consejo de siempre,
consultando acerca de mis torturas mentales a un miembro de aquella santa Orden.
–Desafío a cuantos se jactan de poseer poderes mágicos– le repliqué, presa de retador
desprecio –a que me adivinen en quién estaba yo pensando ahora y qué es lo que esta
persona realiza en estos momentos.
A lo cual el imperturbable bonzo respondió:
–Nada más fácil: dos puertas por cima de mi casa se halla un santo yamabooshi
visitando a un sinto que yace enfermo. Con sólo que pronunciéis una palabra afirmativa,
os puedo conducir a su presencia augusta…
Y la palabra fue pronunciada, con lo cual quedó ya dictada mi sentencia cruel para
mientras viva. ¿Cómo describir, en efecto, la escena que vino después? Baste decir que
no habían transcurrido apenas quince minutos desde que acepté la propuesta del
bonzo, cuando me vi frente por frente de un anciano alto, noble y extraordinariamente
majestuoso, para ser de esa raza japonesa tan delgada, macilenta y minúscula. Allí
donde pensé hallar una obsequiosidad servil, tropecé con ese tranquilo y digno
continente característico del hombre que conoce su superioridad moral y mira con
benevolencia la equivocación de aquellos que no alcanzan a reconocerla debidamente.
A las preguntas irreverentes y burlonas que, necio, le hice, guardó silencio, mirándome
de hito en hito cual mirarla un médico a un enfermo en su delirio, y yo, desde el instante
mismo en que él fijó su escrutadora mirada en mis ojos, sentí, o vi más bien, un como
delgado, y argentino hilo de luz, que, brotando de sus intensos ojos, penetraba buido en
lo más recóndito de mi ser, sacando de mi corazón y de mi cerebro, bien a pesar mío, el
secreto de mis más íntimos sentimientos y pensamientos. No cabía duda, aquel hombre
imponente se adueñaba de todo mi ser, hasta el punto de serme aquello
angustiosamente intolerable.
Esforzándome cuanto pude en romper la fascinación aquella, le incité a que me dijese
qué era lo que había podido leer en mi pensamiento.
–Una ansiedad extremada por saber qué puede haberle ocurrido a su lejana hermana,
a su esposo y a sus hijos –fue la respuesta exacta que me dió con toda tranquilidad
aquel hombre–prodigio, añadiendo detalles completos acerca de la morada de aquéllos.
Escéptico incurable, dirigí una mirada acusadora al bonzo, sospechando de su
indiscreción; mas al punto me avergoncé de mi sospecha sabiendo por un lado que los
japoneses son esencialmente veraces y caballeros, y por otro, que Tamoora no podía
saber nada acerca de la disposición interior de la casa de mi hermana, cuya descripción
exacta, sin embargo, acababa de darme el yamabooshi.
–El extranjero –respondió éste, al interrogarle de nuevo acerca del actual estado de mi
inolvidable hermana –no se fía de palabras de nadie, ni de nada que él no pueda percibir
por sí mismo. La impresión que en él pudiesen causar las palabras del yamabooshi
acerca de aquélla, apenas duraría breves horas, dejándole luego tanto o más
desgraciado que antes, por lo cual sólo cabe un remedio, y es el de que el extranjero vea
y conozca la verdad por sí mismo. ¿Está, pues, dispuesto a dejarse poner en el estado
requerido a todo yámabooshi, estado para él desconocido?
Al oír aquello, mi primera impresión fue, como siempre, la de la son risa escéptica.
Aunque sin fe jamás en ellos, yo había oído en Europa hablar de pretendidos
clarividentes, de sonámbulos magnetizados y otras cosas análogas, por lo que,
desconfiado, presté, no obstante, mi silencioso consentimiento.
III
MAGIA PSÍQUICA
´_
Desde aquel instante procedió a operar el anciano yamabooshi. Alzó la vista al sol y al
excelso Espíritu de Ten–dzio–dai–dzio que al sol preside, y hallándole propicio, sacó de
bajo su manto una cajita de laca con un papel de corteza de morera y una pluma de ave,
con la que dibuj6 sobre el papiro unos cuantos mantrams en caracteres naiden, escritura
sagrada que sólo entienden ciertos místicos iniciados. Luego extrajo también un
espejito redondo de bruñido acero, cuyo brillo era extraordinario, y colocándoselo ante
los ojos, me ordenó que mirase en él.
Yo había oído hablar de semejantes espejos de los templos y hasta los había visto
varias veces, siendo opinión corriente en el país que en ellos, y bajo la dirección de
sacerdotes iniciados, pueden verse aparecer los grandes espíritus reveladores de
nuestro destino, o sean los daij–dzins, Por ello me supuse que el anciano iba a evocar
con el espejo la aparición de una de tales entidades para que contestase a mis
preguntas, pero lo que me aconteció fue harto diferente.
En efecto, tan pronto como tomé en mis manos el espejo abrumado por la angustia de
mi absurda posición, noté como paralizados mis brazos y hasta mi mente, con aquel
temor quizá con que tantos otros sienten en su frente el invisible aletazo de la intrusa.
¿Qué era aquella sensación tan nueva y tan contraria a mi eterno escepticismo, aquel
hielo que paralizaba de horror todos mis nervios y aun la conciencia y la razón en mi
propio cerebro? Cual si una serpiente venenosa me hubiese mordido el corazón, dejé
caer el… –¡me avergüenzo de usar el adjetivo!… –el espejo mágico, sin atreverme a
recogerle del sofá sobre el que me había reclinado. Se entabló un momento en mi ser
una lucha terrible entre mi indomable orgullo, mi ingénito escepticismo y el ansia
inexplicable que me impulsaba a pesar mío a sumergir mi mirada en el fondo del
espejo… Vencí mi debilidad un instante, y mis ojos pudieron leer en un librito abierto al
azar sobre el sofá esta extraña sentencia: “El velo de lo futuro, le descorre a veces la
mano de la misericordia.” Entonces, como quien reta al Destino, recogí el fatídico y
brillante disco metálico, y me dispuse a mirar en él. El anciano cambió breves palabras
con mi amigo el bonzo, y éste, acallando mis constantes suspicacias, me dijo:
–Este santo anciano le advierte previamente que si os decidís a ver mágicamente, por
fin, en el espejo, tendréis que someteros luego a un procedimiento adecuado de
purificación, sin lo cual –añadió recalcando solemnemente las palabras –lo que vais a
ver lo veréis una, mil, cien mil veces y siempre contra toda vuestra voluntad y deseo.
–¿Cómo? –le dije con insolencia.
–Sí, una purificación muy necesaria para vuestra futura tranquilidad; una purificación
indispensable, si no queréis sufrir constantemente la mayor de las torturas; una
purificación, en fin, sin la cual os transformaríais para lo sucesivo en un vidente
irresponsable y desgraciado, y tamaña responsabilidad gravitaría sobre mi conciencia, si
no os lo advirtiese así, del modo más terminante.
–¡Tiempo habrá luego de pensarlo! –respondí imprudentemente.
–¡Ya estáis al menos, advertido –exclamó el bonzo, con desconsuelo –y toda la
responsabilidad de lo que os ocurra caerá únicamente sobre vos mismo, por vuestra
terquedad absurda!
No pude ya reprimir mi impaciencia, y miré el reloj con gesto que no pasó inadvertido
al yamabooshi: ¡eran, precisamente, las cinco y siete minutos!
–Concentrad cuanto podáis en vuestra mente sobre cuanto deseáis ver o saber– dijo el
“exorcista” poniéndome el espejo mágico en mis manos, con más impaciencia e
incredulidad que gratitud por mi parte. Tras un último momento de vacilación, exclamé,
mirando ya en el espejo:
–Sólo deseo saber el por qué mi hermana ha dejado de escribirme tan repentinamente
desde…
¿Pronuncié yo, en realidad, tales palabras, o las pensé tan sólo? Nunca he podido
saberlo sólo sí tengo bien presente que, mientras abismaba mi mirada en el espejo
misterioso, el yamabooshi tenía extrañamente fija en mí su vista de acero sin que jamás
me haya sido dable poner en claro si aquella escena duró tres horas, o tres meros
segundos. Recuerdo, sí, los detalles más nimios de la escena, desde que cogí el espejo
con mi izquierda, mientras mantenía entre el pulgar y el índice de mi derecha un papiro
cuajado de rúnicos caracteres. Recuerdo que, en aquel mismo punto, perdí la noción
cabal de cuanto me rodeaba, y fue tan rápida la transición desde mi estado de vigilia a
aquel nuevo e indefinible estado, que, aunque habían desaparecido de in¡ vista el bonzo,
el yamabooshi y el recinto todo, me veía claramente desdoblado, cual si fuesen de otro
y no mías mi cabeza y mi espalda, reclinadas sobre el diván y con el espejo y el papiro
entre las manos…
Súbito, experimenté una necesidad invencible como de marchar hacia adelante,
lanzado, disparado como un proyectil, fuera de mi sitio, iba a decir, necio, ¡fuera de mi
cuerpo! Al par que mis otros sentidos se paralizaban, mis ojos, a lo que creí, adquirieron
una clarividencia. tal como jamás lo hubiese creído…Me vi, al parecer, en la nueva casa
de Nuremberg habitada por mi hermana, casa que sólo conocía por dibujos, frente a
panoramas familiares de la gran ciudad, y al mismo tiempo, cual luz que se apaga o
destello vital, que se extingue, cual algo, en fin, de lo que deben experimentar los
moribundos, mi pensamiento parecía anonadarse en la noción de un ridículo muy
ridículo, sentimiento que fue interrumpido en seguida por la clara visión mental de mí
mismo, de lo que yo consideraba mi cuerpo, mi todo –no puedo expresarlo de otra
manera –recostado en el sofá, inerte, frío, los ojos vidriosos, con la palidez de la muerte
toda en el semblante, mientras que, inclinado amorosamente sobre aquel mi cadáver y
cortando el aire en todas direcciones con sus huesosas y amarillentas manos, se hallaba
la gallarda silueta del yamabooshi, hacia quien, en aquel momento, sentía el odio más
rabioso e insaciable… Así, cuando iba en pensamiento a saltar sobre el infame
charlatán, mi cadáver, los dos ancianos, el recinto entero, pareció vibrar y vacilar
flotante, alejándose prontamente de mí en medio de un resplandor rojizo. Luego me
rodearon unas formas grotescas, vagas, repugnantes. Al hacer, en fin, un supremo
esfuerzo para darme cuenta de quién era yo realmente en aquel instante pues que así
me veía separado brutalmente de mi cadáver, un denso velo de informe obscuridad
cayó sobre mi ser, extinguiendo mi mente bajo negro paño funerario…
IV
VISIÓN DE HORRORES
Desde aquel instante procedió a operar el anciano yamabooshi. Alzó la vista al sol y al
excelso Espíritu de Ten–dzio–dai–dzio que al sol preside, y hallándole propicio, sacó de
bajo su manto una cajita de laca con un papel de corteza de morera y una pluma de ave,
con la que dibuj6 sobre el papiro unos cuantos mantrams en caracteres naiden, escritura
sagrada que sólo entienden ciertos místicos iniciados. Luego extrajo también un
espejito redondo de bruñido acero, cuyo brillo era extraordinario, y colocándoselo ante
los ojos, me ordenó que mirase en él.
Yo había oído hablar de semejantes espejos de los templos y hasta los había visto
varias veces, siendo opinión corriente en el país que en ellos, y bajo la dirección de
sacerdotes iniciados, pueden verse aparecer los grandes espíritus reveladores de
nuestro destino, o sean los daij–dzins, Por ello me supuse que el anciano iba a evocar
con el espejo la aparición de una de tales entidades para que contestase a mis
preguntas, pero lo que me aconteció fue harto diferente.
En efecto, tan pronto como tomé en mis manos el espejo abrumado por la angustia de
mi absurda posición, noté como paralizados mis brazos y hasta mi mente, con aquel
temor quizá con que tantos otros sienten en su frente el invisible aletazo de la intrusa.
¿Qué era aquella sensación tan nueva y tan contraria a mi eterno escepticismo, aquel
hielo que paralizaba de horror todos mis nervios y aun la conciencia y la razón en mi
propio cerebro? Cual si una serpiente venenosa me hubiese mordido el corazón, dejé
caer el… –¡me avergüenzo de usar el adjetivo!… –el espejo mágico, sin atreverme a
recogerle del sofá sobre el que me había reclinado. Se entabló un momento en mi ser
una lucha terrible entre mi indomable orgullo, mi ingénito escepticismo y el ansia
inexplicable que me impulsaba a pesar mío a sumergir mi mirada en el fondo del
espejo… Vencí mi debilidad un instante, y mis ojos pudieron leer en un librito abierto al
azar sobre el sofá esta extraña sentencia: “El velo de lo futuro, le descorre a veces la
mano de la misericordia.” Entonces, como quien reta al Destino, recogí el fatídico y
brillante disco metálico, y me dispuse a mirar en él. El anciano cambió breves palabras
con mi amigo el bonzo, y éste, acallando mis constantes suspicacias, me dijo:
–Este santo anciano le advierte previamente que si os decidís a ver mágicamente, por
fin, en el espejo, tendréis que someteros luego a un procedimiento adecuado de
purificación, sin lo cual –añadió recalcando solemnemente las palabras –lo que vais a
ver lo veréis una, mil, cien mil veces y siempre contra toda vuestra voluntad y deseo.
–¿Cómo? –le dije con insolencia.
–Sí, una purificación muy necesaria para vuestra futura tranquilidad; una purificación
indispensable, si no queréis sufrir constantemente la mayor de las torturas; una
purificación, en fin, sin la cual os transformaríais para lo sucesivo en un vidente
irresponsable y desgraciado, y tamaña responsabilidad gravitaría sobre mi conciencia, si
no os lo advirtiese así, del modo más terminante.
–¡Tiempo habrá luego de pensarlo! –respondí imprudentemente.
–¡Ya estáis al menos, advertido –exclamó el bonzo, con desconsuelo –y toda la
responsabilidad de lo que os ocurra caerá únicamente sobre vos mismo, por vuestra
terquedad absurda!
No pude ya reprimir mi impaciencia, y miré el reloj con gesto que no pasó inadvertido
al yamabooshi: ¡eran, precisamente, las cinco y siete minutos!
–Concentrad cuanto podáis en vuestra mente sobre cuanto deseáis ver o saber– dijo el
“exorcista” poniéndome el espejo mágico en mis manos, con más impaciencia e
incredulidad que gratitud por mi parte. Tras un último momento de vacilación, exclamé,
mirando ya en el espejo:
–Sólo deseo saber el por qué mi hermana ha dejado de escribirme tan repentinamente
desde…
¿Pronuncié yo, en realidad, tales palabras, o las pensé tan sólo? Nunca he podido
saberlo sólo sí tengo bien presente que, mientras abismaba mi mirada en el espejo
misterioso, el yamabooshi tenía extrañamente fija en mí su vista de acero sin que jamás
me haya sido dable poner en claro si aquella escena duró tres horas, o tres meros
segundos. Recuerdo, sí, los detalles más nimios de la escena, desde que cogí el espejo
con mi izquierda, mientras mantenía entre el pulgar y el índice de mi derecha un papiro
cuajado de rúnicos caracteres. Recuerdo que, en aquel mismo punto, perdí la noción
cabal de cuanto me rodeaba, y fue tan rápida la transición desde mi estado de vigilia a
aquel nuevo e indefinible estado, que, aunque habían desaparecido de in¡ vista el bonzo,
el yamabooshi y el recinto todo, me veía claramente desdoblado, cual si fuesen de otro
y no mías mi cabeza y mi espalda, reclinadas sobre el diván y con el espejo y el papiro
entre las manos…
Súbito, experimenté una necesidad invencible como de marchar hacia adelante,
lanzado, disparado como un proyectil, fuera de mi sitio, iba a decir, necio, ¡fuera de mi
cuerpo! Al par que mis otros sentidos se paralizaban, mis ojos, a lo que creí, adquirieron
una clarividencia. tal como jamás lo hubiese creído…Me vi, al parecer, en la nueva casa
de Nuremberg habitada por mi hermana, casa que sólo conocía por dibujos, frente a
panoramas familiares de la gran ciudad, y al mismo tiempo, cual luz que se apaga o
destello vital, que se extingue, cual algo, en fin, de lo que deben experimentar los
moribundos, mi pensamiento parecía anonadarse en la noción de un ridículo muy
ridículo, sentimiento que fue interrumpido en seguida por la clara visión mental de mí
mismo, de lo que yo consideraba mi cuerpo, mi todo –no puedo expresarlo de otra
manera –recostado en el sofá, inerte, frío, los ojos vidriosos, con la palidez de la muerte
toda en el semblante, mientras que, inclinado amorosamente sobre aquel mi cadáver y
cortando el aire en todas direcciones con sus huesosas y amarillentas manos, se hallaba
la gallarda silueta del yamabooshi, hacia quien, en aquel momento, sentía el odio más
rabioso e insaciable… Así, cuando iba en pensamiento a saltar sobre el infame
charlatán, mi cadáver, los dos ancianos, el recinto entero, pareció vibrar y vacilar
flotante, alejándose prontamente de mí en medio de un resplandor rojizo. Luego me
rodearon unas formas grotescas, vagas, repugnantes. Al hacer, en fin, un supremo
esfuerzo para darme cuenta de quién era yo realmente en aquel instante pues que así
me veía separado brutalmente de mi cadáver, un denso velo de informe obscuridad
cayó sobre mi ser, extinguiendo mi mente bajo negro paño funerario…
IV
VISIÓN DE HORRORES
_
¿Dónde estoy? ¿Qué me acontece?, me pregunté ansiosamente tan pronto como, al
cabo de un tiempo cuya duración me sería imposible de precisar, torné a hallarme en
posesión de mis sentidos, advirtiendo, con sorpresa, que me movía rapidísimo hacia
adelante, a la vez que experimentaba una rara y extraña sensación como de nadar en el
seno de un agua tranquila, sin esfuerzo ni molestia alguna y rodeado por todas partes
de la obscuridad más completa. Se diría que bogaba a lo largo de una inacabable galería
submarina y llena de agua; de una tierra densísima, al par que perfectamente
penetrable, o de un aire no menos sofocante y denso que la tierra misma, aunque
ninguno de aquellos elementos me molestase lo más mínimo en mi desenfrenada
marcha de humano proyectil lanzado hacia lo desconocido…, mientras que aun sonaba
el eco de aquella mi última frase: “deseo saber las razones por las que mi hermana
querida guarda tan prolongado silencio para conmigo que…” Pero de cuantas palabras
constaba aquella frase, sólo una, la de “saber”, perduraba angustiosa en mi oído,
viniendo a mí cual una criatura viviente que con ello me obsesionase.
Otro movimiento más rápido e involuntario, otra nueva zambullida en aquel tan
informe como angustioso elemento, y héme aquí ya, de pie, efectivamente de pie,
dentro del suelo, amacizado, por todos lados en una tierra compacta, y, que resultaba,
sin embargo, de perfecta transparencia para mis perturbadísimos sentidos. ¡Cuán
absurda, cuán inexplicable situación! Un nuevo instante de suprema angustia, y héme
ahora ¡horror de horrores! con un negro ataúd tendido bajo mis pies; una sencilla caja de
pino, lecho postrero de un desdichado que ya no era un hombre de carne, sino un
repugnante esqueleto, dislocado y mutilado, cual víctima de nueva Inquisición, mientras
la voz aquella, mía y no mía a la vez, repetía el eterno sonsonete postrero de “…saber
las razones por las que…” sonando junto a mí, pero como proviniendo, no obstante, de
la más apartada lejanía y despertando en mi mente la idea de que en todas aquellas
intolerables angustias no llevaba empleado tiempo alguno, pues que estaba
pronunciando, todavía las palabras mismas con las que en Kioto, al lado del
yamabooshi, empezaba a formular mi anhelo de saber lo que a mi pobre hermana
acontecía a la sazón.
Súbito, aquellos informes y repugnantes restos principiaron a revestirse de carne y
como a recomponerse en el más extraño de los retornos retrospectivos, hasta reintegrar
el aspecto normal de un hombre cuya fisonomía ¡ay! me era harto conocida, pues que
resultaba nada menos que el marido de mi pobre hermana, a quien tanto había amado
también; pero a quien, en medio de la mayor indiferencia, veía ahora destrozado como
si acabase de ser víctima de un accidente cruel. –¿Qué te ha ocurrido, desdichado?
–traté de preguntarle.
En el inexplicable estado en que yo me hallaba, no bien me formulaba mentalmente
una pregunta cualquiera, la contestación se me presentaba instantánea cual en un
panorama retrospectivo. Vi, pues, así, en el acto y detalle tras detalle, todas las
circunstancias que rodearon a la muerte de mi desdichado Karl, a saber: que el principal
de la fábrica, en la que, lleno de robustez y de vida, él trabajaba, había traído de
América y montado una monstruosa máquina de aserrar maderas; que éste, para apretar
una tuerca o examinar el motor, había tenido un momento de descuido, y que había
sido cogido por el juego del volante, precipitado, hecho trizas, antes de que los
compañeros pudieran correr en su auxilio… ¡Muerto, triturado, transformado en
horrible hacinamiento de carne y de sangre, que, sin embargo, no me causaba la
emoción más ínfima, cual si de frío mármol fuese!
En mi macabra, aunque indiferente pesadilla, acompañé al cortejo funerario. Nos
detuvimos en la casa de la familia y, como si se tratase de otro que no fuera yo,
presencié impasible la escena de la llegada a ella de la espantosa noticia con sus
menores detalles; escuché el grito de agonía de mi enloquecida hermana; percibí el
sordo golpe de su cuerpo, cayendo pesadamente sobre los restos de su esposo, y hasta
oí pronunciar mi nombre. Pero no se crea que lo percibía como de ordinario, sino mucho
más intensamente, pues que podía seguir con la más impasible de las curiosidades
indiscretas, el sacudimiento y la perturbación instantánea de aquel cerebro al estallar la
escena; el movimiento vermiforme y agigantado de las fibras tubulares; el cambio
fulgurante de coloración en el encéfalo y el paso de la materia nerviosa toda desde el
blanco al escarlata, al rojo sombrío y al azul: un como relámpago lívido y fosfórico
seguido de completa obscuridad en los ámbitos de la memoria, cual si aquella
fulguración surgida de la tapa del cráneo, se ensanchase dibujando un contorno
humano, duplicado, desprendido del inerte cuerpo de mi hermana, que se iba
extendiendo y esfumando, mientras que yo me decía a mí mismo: “¡Esto es la locura, la
incurable locura de por vida, pues que el principio inteligente, no sólo no está
extinguido temporalmente, sino que acaba de abandonar para siempre el tabernáculo
craneano, arrojado de él por la fuerza terrible de la repentina emoción…” “El lazo entre
la esencia animal y la divina se acaba de romper”, me dije, mientras que al oír el término
“divino” tan poco familiar en mí, “mi Pensamiento” se echó como a reír… al par que
seguían resonando como en el primer momento el final de mi inacabable frase… “saber
las razones por las que mi hermana querida guarda tan…”
Al conjuro de mi inacabable pregunta, la escena reveladora continuó. Vi a la madre, a
mi propia hermana, convertida en una infeliz idiota en el manicomio de la ciudad, y a
sus siete hijos menores en un asilo, mientras que mis predilectos, el chico, de quince
años, y la chica mayor, de catorce, se ponían a servir como criados. El capitán de un
buque mercante se llevaba a mi sobrino, y una vieja hebrea adoptaba a la pobre niña.
Yo seguía anotando en mi mente todos aquellos horripilantes detalles, con una
indiferencia y una sangre fría pasmosas. La misma idea de “horrores” debe entenderse
corno algo ulterior, pues que yo no sentía, en verdad, horror alguno, ni durante toda la
visión aquélla experimenté la noción más débil de amor ni de piedad, porque mis
sentimientos parecían paralizados, abolidos, al igual de mis sentidos externos… Sólo al
volver en mí fue cuando pude darme cuenta en toda su enormidad de aquellas pérdidas
irreparables, y por ello confieso que no poco de lo que siempre negara obstinadamente,
me veía a admitirlo, en vista de tamañas experiencias. Si alguien me hubiese dicho antes
que el hombre podía actuar fuera de su cuerpo, pensar fuera de su cerebro y ser
transportado mentalmente a miles de leguas de distancia de su carne por medio de un
poder incomprensible y misterioso, al punto le hubiera deputado por loco, ¡y, sin
embargo, este loco soy yo! Diez, ciento, mil veces durante el resto de mi miserable
existencia, he pasado por semejante vida fuera de mi cuerpo. ¡Hora funesta fue aquella
en que fue despertado en mí por vez primera tan terrible poder, pues ya ni el consuelo
me queda de poder atribuir tales visiones de sucesos distantes a delirios de la locura!…
Si un loco ve lo que no existe, mis visiones, ¡ay!, han resultado, por el contrario,
infaliblemente exactas, para desgracia mía.
Pero sigamos con mi narración.
Apenas había visto a mi infeliz sobrina en su albergue israelita, cuando percibí un
segundo choque de la misma naturaleza que el primero que me había lanzado y hecho
bogar a través de las entrañas de la Tierra. Abrí nuevamente los ojos y me hallé en el
mismo punto de partida, fijando casualmente mi vista en las manecillas del reloj, que
marcaban, ¡absurdo misterio! las cinco y siete minutos y medio… ¡Todas mis espantosas
experiencias se habían desarrollado, pues, en sólo medio minuto!
Aun esta misma noción del brevísimo instante transcurrido entre el momento en que
miré al reloj al tomar el espejo de manos del yamabooshi y aquel otro momento de
medio minuto después, es también un pensamiento posterior. Iba ya a desplegar los
labios para seguirme burlando del yamabooshi y de su experimento, cuando el recuerdo
completo de cuanto acababa de ver fulguró cual vívido relámpago en mi cerebro. Un
grito de desesperación suprema se escapó de mi pecho, y sentí como sí la creación
entera se desplomase sobre mi cabeza en un caos de ruina y desolación. Mi corazón
presentía ya el destino que me aguardaba, y un fúnebre manto de tristeza cayó fatal
sobre mí para todo el resto de mi vida…
V
LA ETERNA DUDA
¿Dónde estoy? ¿Qué me acontece?, me pregunté ansiosamente tan pronto como, al
cabo de un tiempo cuya duración me sería imposible de precisar, torné a hallarme en
posesión de mis sentidos, advirtiendo, con sorpresa, que me movía rapidísimo hacia
adelante, a la vez que experimentaba una rara y extraña sensación como de nadar en el
seno de un agua tranquila, sin esfuerzo ni molestia alguna y rodeado por todas partes
de la obscuridad más completa. Se diría que bogaba a lo largo de una inacabable galería
submarina y llena de agua; de una tierra densísima, al par que perfectamente
penetrable, o de un aire no menos sofocante y denso que la tierra misma, aunque
ninguno de aquellos elementos me molestase lo más mínimo en mi desenfrenada
marcha de humano proyectil lanzado hacia lo desconocido…, mientras que aun sonaba
el eco de aquella mi última frase: “deseo saber las razones por las que mi hermana
querida guarda tan prolongado silencio para conmigo que…” Pero de cuantas palabras
constaba aquella frase, sólo una, la de “saber”, perduraba angustiosa en mi oído,
viniendo a mí cual una criatura viviente que con ello me obsesionase.
Otro movimiento más rápido e involuntario, otra nueva zambullida en aquel tan
informe como angustioso elemento, y héme aquí ya, de pie, efectivamente de pie,
dentro del suelo, amacizado, por todos lados en una tierra compacta, y, que resultaba,
sin embargo, de perfecta transparencia para mis perturbadísimos sentidos. ¡Cuán
absurda, cuán inexplicable situación! Un nuevo instante de suprema angustia, y héme
ahora ¡horror de horrores! con un negro ataúd tendido bajo mis pies; una sencilla caja de
pino, lecho postrero de un desdichado que ya no era un hombre de carne, sino un
repugnante esqueleto, dislocado y mutilado, cual víctima de nueva Inquisición, mientras
la voz aquella, mía y no mía a la vez, repetía el eterno sonsonete postrero de “…saber
las razones por las que…” sonando junto a mí, pero como proviniendo, no obstante, de
la más apartada lejanía y despertando en mi mente la idea de que en todas aquellas
intolerables angustias no llevaba empleado tiempo alguno, pues que estaba
pronunciando, todavía las palabras mismas con las que en Kioto, al lado del
yamabooshi, empezaba a formular mi anhelo de saber lo que a mi pobre hermana
acontecía a la sazón.
Súbito, aquellos informes y repugnantes restos principiaron a revestirse de carne y
como a recomponerse en el más extraño de los retornos retrospectivos, hasta reintegrar
el aspecto normal de un hombre cuya fisonomía ¡ay! me era harto conocida, pues que
resultaba nada menos que el marido de mi pobre hermana, a quien tanto había amado
también; pero a quien, en medio de la mayor indiferencia, veía ahora destrozado como
si acabase de ser víctima de un accidente cruel. –¿Qué te ha ocurrido, desdichado?
–traté de preguntarle.
En el inexplicable estado en que yo me hallaba, no bien me formulaba mentalmente
una pregunta cualquiera, la contestación se me presentaba instantánea cual en un
panorama retrospectivo. Vi, pues, así, en el acto y detalle tras detalle, todas las
circunstancias que rodearon a la muerte de mi desdichado Karl, a saber: que el principal
de la fábrica, en la que, lleno de robustez y de vida, él trabajaba, había traído de
América y montado una monstruosa máquina de aserrar maderas; que éste, para apretar
una tuerca o examinar el motor, había tenido un momento de descuido, y que había
sido cogido por el juego del volante, precipitado, hecho trizas, antes de que los
compañeros pudieran correr en su auxilio… ¡Muerto, triturado, transformado en
horrible hacinamiento de carne y de sangre, que, sin embargo, no me causaba la
emoción más ínfima, cual si de frío mármol fuese!
En mi macabra, aunque indiferente pesadilla, acompañé al cortejo funerario. Nos
detuvimos en la casa de la familia y, como si se tratase de otro que no fuera yo,
presencié impasible la escena de la llegada a ella de la espantosa noticia con sus
menores detalles; escuché el grito de agonía de mi enloquecida hermana; percibí el
sordo golpe de su cuerpo, cayendo pesadamente sobre los restos de su esposo, y hasta
oí pronunciar mi nombre. Pero no se crea que lo percibía como de ordinario, sino mucho
más intensamente, pues que podía seguir con la más impasible de las curiosidades
indiscretas, el sacudimiento y la perturbación instantánea de aquel cerebro al estallar la
escena; el movimiento vermiforme y agigantado de las fibras tubulares; el cambio
fulgurante de coloración en el encéfalo y el paso de la materia nerviosa toda desde el
blanco al escarlata, al rojo sombrío y al azul: un como relámpago lívido y fosfórico
seguido de completa obscuridad en los ámbitos de la memoria, cual si aquella
fulguración surgida de la tapa del cráneo, se ensanchase dibujando un contorno
humano, duplicado, desprendido del inerte cuerpo de mi hermana, que se iba
extendiendo y esfumando, mientras que yo me decía a mí mismo: “¡Esto es la locura, la
incurable locura de por vida, pues que el principio inteligente, no sólo no está
extinguido temporalmente, sino que acaba de abandonar para siempre el tabernáculo
craneano, arrojado de él por la fuerza terrible de la repentina emoción…” “El lazo entre
la esencia animal y la divina se acaba de romper”, me dije, mientras que al oír el término
“divino” tan poco familiar en mí, “mi Pensamiento” se echó como a reír… al par que
seguían resonando como en el primer momento el final de mi inacabable frase… “saber
las razones por las que mi hermana querida guarda tan…”
Al conjuro de mi inacabable pregunta, la escena reveladora continuó. Vi a la madre, a
mi propia hermana, convertida en una infeliz idiota en el manicomio de la ciudad, y a
sus siete hijos menores en un asilo, mientras que mis predilectos, el chico, de quince
años, y la chica mayor, de catorce, se ponían a servir como criados. El capitán de un
buque mercante se llevaba a mi sobrino, y una vieja hebrea adoptaba a la pobre niña.
Yo seguía anotando en mi mente todos aquellos horripilantes detalles, con una
indiferencia y una sangre fría pasmosas. La misma idea de “horrores” debe entenderse
corno algo ulterior, pues que yo no sentía, en verdad, horror alguno, ni durante toda la
visión aquélla experimenté la noción más débil de amor ni de piedad, porque mis
sentimientos parecían paralizados, abolidos, al igual de mis sentidos externos… Sólo al
volver en mí fue cuando pude darme cuenta en toda su enormidad de aquellas pérdidas
irreparables, y por ello confieso que no poco de lo que siempre negara obstinadamente,
me veía a admitirlo, en vista de tamañas experiencias. Si alguien me hubiese dicho antes
que el hombre podía actuar fuera de su cuerpo, pensar fuera de su cerebro y ser
transportado mentalmente a miles de leguas de distancia de su carne por medio de un
poder incomprensible y misterioso, al punto le hubiera deputado por loco, ¡y, sin
embargo, este loco soy yo! Diez, ciento, mil veces durante el resto de mi miserable
existencia, he pasado por semejante vida fuera de mi cuerpo. ¡Hora funesta fue aquella
en que fue despertado en mí por vez primera tan terrible poder, pues ya ni el consuelo
me queda de poder atribuir tales visiones de sucesos distantes a delirios de la locura!…
Si un loco ve lo que no existe, mis visiones, ¡ay!, han resultado, por el contrario,
infaliblemente exactas, para desgracia mía.
Pero sigamos con mi narración.
Apenas había visto a mi infeliz sobrina en su albergue israelita, cuando percibí un
segundo choque de la misma naturaleza que el primero que me había lanzado y hecho
bogar a través de las entrañas de la Tierra. Abrí nuevamente los ojos y me hallé en el
mismo punto de partida, fijando casualmente mi vista en las manecillas del reloj, que
marcaban, ¡absurdo misterio! las cinco y siete minutos y medio… ¡Todas mis espantosas
experiencias se habían desarrollado, pues, en sólo medio minuto!
Aun esta misma noción del brevísimo instante transcurrido entre el momento en que
miré al reloj al tomar el espejo de manos del yamabooshi y aquel otro momento de
medio minuto después, es también un pensamiento posterior. Iba ya a desplegar los
labios para seguirme burlando del yamabooshi y de su experimento, cuando el recuerdo
completo de cuanto acababa de ver fulguró cual vívido relámpago en mi cerebro. Un
grito de desesperación suprema se escapó de mi pecho, y sentí como sí la creación
entera se desplomase sobre mi cabeza en un caos de ruina y desolación. Mi corazón
presentía ya el destino que me aguardaba, y un fúnebre manto de tristeza cayó fatal
sobre mí para todo el resto de mi vida…
V
LA ETERNA DUDA
_
Momentos después de lo que va referido, experimenté una reacción tan repentina
como repentino fue mi pesar. Una formidable duda, un furioso deseo de negar lo que
había visto, me asaltó, tratando de considerar el asunto como mero sueño insustancial y
vano, hijo de mis nerviosidades y de mi exceso de trabajo. Sí, aquello no era sino un
falaz espejismo, una estúpida ilusión sensitiva, una anormalidad de mi debilidad mental
nacida.
–De otro modo –pensaba –¿cómo pude pasar revista a los horribles y distantes
panoramas en simple medio minuto? Sólo en un sueño pueden darse tan por completo
abolidas las nociones básicas del tiempo y del espacio. El yamabooshi nada tiene que
ver con semejante pesadilla de horrores. Acaso no hizo sino recoger los propios clichés
de mi cerebro perturbado; acaso, usando una bebida infernal, secreto de los de su secta,
me ha privado del conocimiento unos segundos para sugerirme esta visión monstruosa.
La teoría moderna relativa al ensueño y la rápida excitación de los ganglios cerebrales,
son explicación suficiente de cuantas anormalidades acabo de experimentar. ¡Fuera,
pues, necios temores! ¡Mañana mismo partiré para Europa!
Este insensato monólogo le formulé en voz alta, sin el menor miramiento de respeto
hacia el bonzo, ni siquiera hacia el yamabooshi que, hierático en su primera actitud,
parecía leer tranquilo en mi interior con un silencio lleno de dignidad. El bonzo, por su
parte, irradiando la más compasiva simpatía, se aproximó a mí cual lo hubiera hecho con
un niño enfermo, y con lágrimas en los ojos, me dijo estrechándome las manos:
–Por lo que más améis, amigo mío, no dejéis la población sin antes ser purificado del
impuro contacto con los dai–djin o espíritus inferiores, cuya intervención ha sido precisa
para conducir a vuestra inexperta alma hacia la remota región que ansiabais ver. No
perdáis, pues, el tiempo, hijo mío; cerrad la entrada de tan peligrosos intrusos hasta
vuestro Yo Interior, y haced que para ello os purifique en seguida el santo Maestro.
Nada hay tan sordo a la razón como la cólera, una vez desatada. La “savia del
raciocinio”, no podía, en aquel trance, “apagar el fuego de la pasión”, antes bien,
caldeada al rojo blanco esta última, sentía ya efectivo odio contra el venerable anciano
y no podía perdonarle su ingerencia en el suceso. Así que, aquel dulce amigo cuyo
nombre no puedo pronunciar ,hoy sin emocionarme, recibió la más acre y dura repulsa
por sus frases, como protesta airada contra la idea de que yo pudiera llegar nunca a
considerar la visión que había tenido sino como mero sueño, y como un gran impostor,
por tanto, al yamabooshi.
–Partiré mañana, aunque en ello me fuese la vida –insistí furibundo.
–… Pero os arrepentiréis toda vuestra vida si antes no hacéis que el santo asceta haya
cerrado una por una todas las entradas, hoy abiertas para los intrusos dai–djins, quienes,
de lo contrario, no tardarán en dominaros por completo –siguió porfiando el bonzo.
No le dejé seguir, antes bien, brutal y despectivo, pronuncié no sé qué frases relativas
a la paga que debla de dar al yamabooshi por su experiencia conmigo, a lo que el bonzo
replicó con dignidad regia:
–El santo desprecia toda recompensa. ¡Su Orden es la más rica del mundo, dado que
sus miembros, al hallarse por encima de todos los deseos terrenales, nada necesitan!…
–Y añadió: –No insultéis así al hombre compasivo que, por mera piedad hacia vuestros
dolores, se prestó gustoso a libraros de vuestra mental tortura.
Todo en vano. El espíritu de la rebeldía se había adueñado de mí en términos que me
era ya imposible el prestar oído a palabras tan llenas de sabiduría. Por fortuna, al volver
la cabeza para seguir en mis ataques rabiosos, el yamabooshi había desaparecido.
¡Oh, y cuán estúpido era! Ciego a la evidencia, ¿por qué no reconocí el sublime poder
del santo asceta? ¿Por qué no vi que al él desaparecer huía para siempre la paz de mi
vida?… El fiero demonio del escepticismo, la incrédula negación sistemática de todo
cuanto por mis propios ojos había visto, obstinándome, sin embargo, en creerlo necia
fantasía, eran ya más poderosos que cualquiera otra fuerza de mi ser.
–¿Debo acaso creer, con la caterva de los supersticiosos y los débiles, que por encima
de este mero compuesto de fósforo y otras materias hay algo que puede hacerme ver
independientemente de mis sentidos físicos? me decía, añadiendo: –¿Nunca? El creer
en los dai–djin de mi importuno amigo, equivaldría a admitir también las llamadas
inteligencias planetarias, por los astrólogos, y el que los dioses del Sol y de Júpiter, de
Saturno o de Mercurio y demás espíritus que guían las esferas de sus orbes, se
preocupan también de los mortales. Tamaño absurdo de invisibles criaturas
arrastrándome por el ámbito de sus elementos, es un insulto a la razón humana; un
fárrago inadmisible de locas supersticiones.
Así desvariaba yo ante el bonzo, pero, su paciencia, inalterable, superaba aun a mis
furores, y una vez más insistió en que me sometiese a la ceremonia de la purificación,
para evitar futuros eventos horribles.
–¡Jamás! –grité ya exasperado, y parafraseando a Richter añadí: –Prefiero morar en la
atmósfera rarificada de una sana incredulidad, que en las nebulosidades de la necia
superstición. Pero, como no puedo prolongar mis dudas, partiré para Europa en el
primer correo.
Semejante determinación acabó de desconcertar a mi bonzo.
–¡Amigo, de extranjera tierra! –exclamó –Ojalá no tengáis que arrepentiros
tardíamente de vuestra ciega obstinación. ¡Que Kwan–Ou, el Santo Uno, y la Diosa de la
Misericordia os protejan contra los djinsi, pues desde el momento en que rechazáis la
purificación del yamabooshi, él es impotente para protegeros contra las malas
influencias evocadas por vuestra incredulidad. ¡Permitid, al menos, en esta hora
solemne, a un anciano que os quiere bien, que os enseñe algo que ignoráis aún! Sabed
que, a menos que aquel venerable maestro que para aliviaros en vuestros dolores os
abrió las puertas del santuario de vuestra alma, pueda, con la purificación, completar su
obra, vuestra futura vida será tan espantosa que no merecerá la pena de vivirla.
Abandonado así al poder de fuerzas poderosas, os sentiréis perseguido por ellas y
acosado hasta la locura. Sabed que el peligroso don de la clarividencia, si bien se realiza
por propia voluntad por aquellos para quien la Madre de Misericordia no tiene ya
secretos, tratándose, por el contrario, de principiantes como usted, no puede lograrse
sino por mediación de los djins aéreos, espíritus de la naturaleza, que, aunque
inteligentes, carecen del divino don de la compasión, porque no tienen alma como
nosotros. Nada tiene que temer, en verdad, de ellos, el arahat o adepto que ha
sometido ya a semejantes criaturas, haciéndolas sus sumisos servidores, pero quien
carece de tamaño poder, no es sino el esclavo de las mismas. Reprimid vuestro
ignorante orgullo y vuestras ironías y sabed que durante visiones corno la vuestra, el
dai–djin tiene al vidente completamente bajo su poder, y este vidente, durante todo el
tiempo de la visión astral no es él mismo, no es ya su propio e inmanente ser, sino que
participa, por decirlo así, de la naturaleza de su guía, quien, en tales momentos en que
así dirige su vista interna, guarda su alma en vil prisión, convirtiéndola en un ser como
él, es decir, en un ser sin alma, desposeído de su divina luz espiritual, y, por tanto,
careciendo a la sazón de toda emoción humana, tal como el temor, la piedad y el amor.
–¡Basta ya! –interrumpí exasperado, al recordar con estas últimas palabras la
indiferencia extraña con que, “en mi alucinación”, había presenciado la catástrofe de mi
cuñado, la desesperación de mi hermana y su repentina locura –Si sabíais esto, ¿por qué
me aconsejasteis experiencia tan peligrosa?
–Ella iba a durar tan sólo unos segundos, y mal alguno se hubiese derivado de ella si
hubieseis cumplido vuestra promesa de someteros después a la purificación. Yo
deseaba únicamente vuestro bien, porque mi corazón se despedazaba al veros sufrir día
tras día, y no ignoraba que el experimento, dirigido por uno que sabe, es inofensivo, y
sólo es peligroso cuando se desatiende aquella precaución. El “Maestro de Visión”,
aquel que ha abierto una entrada en vuestra alma, es quien tiene luego que cerrarla,
contra intrusiones ulteriores, con el sello de la Purificación.
–El “Maestro de Visión”: ¡decid más bien el Maestro de la Impostura!...
Tan dolorosamente intensa fue la expresión de pesar que se reflejó en el semblante
del bonzo al escuchar este último insulto a su guía, que, levantándose y saludándome
ceremoniosamente, se alejó de mí con estas sencillas palabras:
–¡Adiós, pues!
VI
PARTO, PERO NO SOLO
Momentos después de lo que va referido, experimenté una reacción tan repentina
como repentino fue mi pesar. Una formidable duda, un furioso deseo de negar lo que
había visto, me asaltó, tratando de considerar el asunto como mero sueño insustancial y
vano, hijo de mis nerviosidades y de mi exceso de trabajo. Sí, aquello no era sino un
falaz espejismo, una estúpida ilusión sensitiva, una anormalidad de mi debilidad mental
nacida.
–De otro modo –pensaba –¿cómo pude pasar revista a los horribles y distantes
panoramas en simple medio minuto? Sólo en un sueño pueden darse tan por completo
abolidas las nociones básicas del tiempo y del espacio. El yamabooshi nada tiene que
ver con semejante pesadilla de horrores. Acaso no hizo sino recoger los propios clichés
de mi cerebro perturbado; acaso, usando una bebida infernal, secreto de los de su secta,
me ha privado del conocimiento unos segundos para sugerirme esta visión monstruosa.
La teoría moderna relativa al ensueño y la rápida excitación de los ganglios cerebrales,
son explicación suficiente de cuantas anormalidades acabo de experimentar. ¡Fuera,
pues, necios temores! ¡Mañana mismo partiré para Europa!
Este insensato monólogo le formulé en voz alta, sin el menor miramiento de respeto
hacia el bonzo, ni siquiera hacia el yamabooshi que, hierático en su primera actitud,
parecía leer tranquilo en mi interior con un silencio lleno de dignidad. El bonzo, por su
parte, irradiando la más compasiva simpatía, se aproximó a mí cual lo hubiera hecho con
un niño enfermo, y con lágrimas en los ojos, me dijo estrechándome las manos:
–Por lo que más améis, amigo mío, no dejéis la población sin antes ser purificado del
impuro contacto con los dai–djin o espíritus inferiores, cuya intervención ha sido precisa
para conducir a vuestra inexperta alma hacia la remota región que ansiabais ver. No
perdáis, pues, el tiempo, hijo mío; cerrad la entrada de tan peligrosos intrusos hasta
vuestro Yo Interior, y haced que para ello os purifique en seguida el santo Maestro.
Nada hay tan sordo a la razón como la cólera, una vez desatada. La “savia del
raciocinio”, no podía, en aquel trance, “apagar el fuego de la pasión”, antes bien,
caldeada al rojo blanco esta última, sentía ya efectivo odio contra el venerable anciano
y no podía perdonarle su ingerencia en el suceso. Así que, aquel dulce amigo cuyo
nombre no puedo pronunciar ,hoy sin emocionarme, recibió la más acre y dura repulsa
por sus frases, como protesta airada contra la idea de que yo pudiera llegar nunca a
considerar la visión que había tenido sino como mero sueño, y como un gran impostor,
por tanto, al yamabooshi.
–Partiré mañana, aunque en ello me fuese la vida –insistí furibundo.
–… Pero os arrepentiréis toda vuestra vida si antes no hacéis que el santo asceta haya
cerrado una por una todas las entradas, hoy abiertas para los intrusos dai–djins, quienes,
de lo contrario, no tardarán en dominaros por completo –siguió porfiando el bonzo.
No le dejé seguir, antes bien, brutal y despectivo, pronuncié no sé qué frases relativas
a la paga que debla de dar al yamabooshi por su experiencia conmigo, a lo que el bonzo
replicó con dignidad regia:
–El santo desprecia toda recompensa. ¡Su Orden es la más rica del mundo, dado que
sus miembros, al hallarse por encima de todos los deseos terrenales, nada necesitan!…
–Y añadió: –No insultéis así al hombre compasivo que, por mera piedad hacia vuestros
dolores, se prestó gustoso a libraros de vuestra mental tortura.
Todo en vano. El espíritu de la rebeldía se había adueñado de mí en términos que me
era ya imposible el prestar oído a palabras tan llenas de sabiduría. Por fortuna, al volver
la cabeza para seguir en mis ataques rabiosos, el yamabooshi había desaparecido.
¡Oh, y cuán estúpido era! Ciego a la evidencia, ¿por qué no reconocí el sublime poder
del santo asceta? ¿Por qué no vi que al él desaparecer huía para siempre la paz de mi
vida?… El fiero demonio del escepticismo, la incrédula negación sistemática de todo
cuanto por mis propios ojos había visto, obstinándome, sin embargo, en creerlo necia
fantasía, eran ya más poderosos que cualquiera otra fuerza de mi ser.
–¿Debo acaso creer, con la caterva de los supersticiosos y los débiles, que por encima
de este mero compuesto de fósforo y otras materias hay algo que puede hacerme ver
independientemente de mis sentidos físicos? me decía, añadiendo: –¿Nunca? El creer
en los dai–djin de mi importuno amigo, equivaldría a admitir también las llamadas
inteligencias planetarias, por los astrólogos, y el que los dioses del Sol y de Júpiter, de
Saturno o de Mercurio y demás espíritus que guían las esferas de sus orbes, se
preocupan también de los mortales. Tamaño absurdo de invisibles criaturas
arrastrándome por el ámbito de sus elementos, es un insulto a la razón humana; un
fárrago inadmisible de locas supersticiones.
Así desvariaba yo ante el bonzo, pero, su paciencia, inalterable, superaba aun a mis
furores, y una vez más insistió en que me sometiese a la ceremonia de la purificación,
para evitar futuros eventos horribles.
–¡Jamás! –grité ya exasperado, y parafraseando a Richter añadí: –Prefiero morar en la
atmósfera rarificada de una sana incredulidad, que en las nebulosidades de la necia
superstición. Pero, como no puedo prolongar mis dudas, partiré para Europa en el
primer correo.
Semejante determinación acabó de desconcertar a mi bonzo.
–¡Amigo, de extranjera tierra! –exclamó –Ojalá no tengáis que arrepentiros
tardíamente de vuestra ciega obstinación. ¡Que Kwan–Ou, el Santo Uno, y la Diosa de la
Misericordia os protejan contra los djinsi, pues desde el momento en que rechazáis la
purificación del yamabooshi, él es impotente para protegeros contra las malas
influencias evocadas por vuestra incredulidad. ¡Permitid, al menos, en esta hora
solemne, a un anciano que os quiere bien, que os enseñe algo que ignoráis aún! Sabed
que, a menos que aquel venerable maestro que para aliviaros en vuestros dolores os
abrió las puertas del santuario de vuestra alma, pueda, con la purificación, completar su
obra, vuestra futura vida será tan espantosa que no merecerá la pena de vivirla.
Abandonado así al poder de fuerzas poderosas, os sentiréis perseguido por ellas y
acosado hasta la locura. Sabed que el peligroso don de la clarividencia, si bien se realiza
por propia voluntad por aquellos para quien la Madre de Misericordia no tiene ya
secretos, tratándose, por el contrario, de principiantes como usted, no puede lograrse
sino por mediación de los djins aéreos, espíritus de la naturaleza, que, aunque
inteligentes, carecen del divino don de la compasión, porque no tienen alma como
nosotros. Nada tiene que temer, en verdad, de ellos, el arahat o adepto que ha
sometido ya a semejantes criaturas, haciéndolas sus sumisos servidores, pero quien
carece de tamaño poder, no es sino el esclavo de las mismas. Reprimid vuestro
ignorante orgullo y vuestras ironías y sabed que durante visiones corno la vuestra, el
dai–djin tiene al vidente completamente bajo su poder, y este vidente, durante todo el
tiempo de la visión astral no es él mismo, no es ya su propio e inmanente ser, sino que
participa, por decirlo así, de la naturaleza de su guía, quien, en tales momentos en que
así dirige su vista interna, guarda su alma en vil prisión, convirtiéndola en un ser como
él, es decir, en un ser sin alma, desposeído de su divina luz espiritual, y, por tanto,
careciendo a la sazón de toda emoción humana, tal como el temor, la piedad y el amor.
–¡Basta ya! –interrumpí exasperado, al recordar con estas últimas palabras la
indiferencia extraña con que, “en mi alucinación”, había presenciado la catástrofe de mi
cuñado, la desesperación de mi hermana y su repentina locura –Si sabíais esto, ¿por qué
me aconsejasteis experiencia tan peligrosa?
–Ella iba a durar tan sólo unos segundos, y mal alguno se hubiese derivado de ella si
hubieseis cumplido vuestra promesa de someteros después a la purificación. Yo
deseaba únicamente vuestro bien, porque mi corazón se despedazaba al veros sufrir día
tras día, y no ignoraba que el experimento, dirigido por uno que sabe, es inofensivo, y
sólo es peligroso cuando se desatiende aquella precaución. El “Maestro de Visión”,
aquel que ha abierto una entrada en vuestra alma, es quien tiene luego que cerrarla,
contra intrusiones ulteriores, con el sello de la Purificación.
–El “Maestro de Visión”: ¡decid más bien el Maestro de la Impostura!...
Tan dolorosamente intensa fue la expresión de pesar que se reflejó en el semblante
del bonzo al escuchar este último insulto a su guía, que, levantándose y saludándome
ceremoniosamente, se alejó de mí con estas sencillas palabras:
–¡Adiós, pues!
VI
PARTO, PERO NO SOLO
Pocos días después de la escena, me embarqué para Europa, sin volver a ver ya al buen
bonzo. Sin duda estaba ofendido por mis impertinencias e insultos. ¿Qué furia extraña,
en efecto, se apoderaba de mí y me obligaba, casi sin poderlo remediar, a insultar al
santo asceta?… Sin duda, más que una fuerza exterior e insensible que me dominase,
era mi amor propio escéptico el que así me impulsaba, y tan seguro me hallaba
realmente acerca de las imposturas del yamabooshi, que de antemano saboreaba ya mi
triunfo sobre él, al retornar entre los míos de allí a varias semanas, y hallarlos sanos y
dichosos.
Mas, ¡ay!, no hacía una semana que me encontraba a bordo, cuando la venda incrédula
comenzó a caer tardíamente de mis ojos.
Desde el día memorable de la experiencia del espejo, yo experimentaba en todo mi
ser un cambio inexplicable, que en un principio achacaba a las preocupaciones acerca de
los míos, con las que llevaba luchando varios, meses. Durante el día me encontraba
abstraído, como embobado, perdiendo de vista por algunos minutos toda la realidad
que me rodeaba. Mis noches eran intranquilas; mis ensueños tristísimos y hasta con
horrores de angustiosas pesadillas. Aunque buen marino, y con tiempo
extraordinariamente hermoso, sentía vagos mareos, y advertía de cuando en cuando
que las caras familiares de los pasajeros adquirían en tales momentos lar, más grotescas
formas de caricatura. Así, cierta vez, Max Guinner, un joven alemán, a quien conocía de
antaño, pareció transformado de repente en su anciano padre, a quien enterráremos
tres años antes en el cementerio de nuestra colonia. Conversábamos sobre cubierta
acerca del finado y de sus negocios, cuando la cabeza de Max se me antojó rodeada de
una nebulosidad extraña y gris que, condensándose gradualmente en torno de su cara,
sanota y colorada, la dió bien pronto toda la rugosa apariencia de aquel a quien antaño
yo mismo diese tierra.
Otra vez, mientras que el capitán hablaba de un ladrón malayo, a cuya captura había
contribuido, vi a su lado la repugnante y amarillenta cara del hombre a quien
correspondía la descripción del marino, y aunque, por supuesto, guardé silencio
respecto a tamañas alucinaciones creyéndolas debidas a las causas visibles que dice la
Medicina, ello es que se iban haciendo más frecuentes de día en día.
Cierto noche me sentí despertar bruscamente por un penetrante grito de angustia…
Era la voz de una mujer en el paroxismo de su desesperación impotente. Despertando,
salté en una habitación que me era completamente desconocida, donde una
adolescente, una niña casi, luchaba desesperadamente contra un hombre de mediana
edad y de fuerzas hercúleas, que la había sorprendido mientras dormía, al par que
detrás de la puerta, cerrada con llave, advertí una vieja haciendo la centinela, vieja en
cuya cara infernal reconocí al punto a la judía que había adoptado a mi sobrinita, según
viese en el ensueño de Kioto por las artes del yamabooshi. Al volver a mi estado normal
y darme cuenta de mi situación, caí en la cuenta, ¡oh desesperación cruel!, de que la
víctima del brutal atropello no era otra que mi propia sobrina…
Ni más ni menos que en mi primera visión en Kioto, yo no sentía en mí esa compasión
que nace de la simpatía hacia la desgracia de un ser amado, sino más bien una
indignación varonil ante la afrenta infligida a una criatura desvalida. Así que me
precipité fieramente en su socorro, asaltando el cuello de aquel ser lascivo y bestial;
pero, no obstante mi esfuerzo rabioso, el hombre continuó corno si yo no existiese. El
rufián cobarde, exasperado ante la resistencia de la doncella, levantó irritado su brazo
vigoroso y de un terrible puñetazo sobre los dorados bucles de su cabecita, la tendió en
el suelo. Salté entonces sobre la lujuriosa bestia prorrumpiendo en un rugido de tigresa
que defiende a sus cachorros, tratando de ahogarle entre mis garras; pero, horror de
horrores. ¡Noté entonces, por primera vez, que aquel mi yo no era sino una vana
sombra!
Mis imprecaciones y gritos despertaron a todos los pasajeros, quienes los atribuyeron
a una pesadilla, así que no intenté confiar a nadie lo que me acontecía. Pero desde aquel
infausto día, mi vida no fue ya sino una inacabable serie de torturas, porque, apenas
cerraba los ojos, se me representaba con singular viveza el espantoso cuadro de dolores,
desastres o crímenes pasados, presentes o futuros, cual si un demonio obseso se
complaciese en ofrecerme el macabro panorama de todo cuanto de horripilante, bestial
o maligno existe en este despreciable mundo. Nunca un destello de felicidad,
hermosura o virtud descendió, en cambio, hasta la lóbrega cárcel de mi mental
infortunio, sino lascivias, traiciones y crueldades sin fin, en inacabable calidoscopio,
como consecuencia de las pasiones humanas desatadas doquier.
–¿Será todo esto –me dije al fin– el cumplimiento fatal del vaticinio de mi amigo el
bonzo? ¿Estará mi alma real y efectivamente bajo el impío dominio de los crueles
dai–djins?… Mas, no – me respondí al punto, tratando en vano de recobrar la
tranquilidad perdida –Esto no es sino una pasajera anormalidad que cesará tan luego
como me vea en Nuremberg y me convenza de lo infundado de mis absurdos temores.
El hecho mismo de que mi imaginación no me ofrece sino escenas macabras, me
demuestra que ello carece de toda realidad –Pero entonces creí estar oyendo las
palabras del bonzo, cuando me decía:
Dos planos únicos de visión tiene el hombre: el augusto plano del amor trascendente y
las aspiraciones espirituales hacia una eterna Luz, y el tempestuoso mar de las pasiones
humanas, en cuya luz inferior se bañan los descarriados dai–djins.
VII
¡LA ETERNIDAD ES UN ENSUEÑO FUGAZ!
_
Antaño, las absurdas creencias de ciertas gentes respecto de los espíritus buenos y
malos, me parecían incomprensibles, pero, a partir, ¡ay!, de las dolorosas experiencias de
aquellos momentos, las comprendía ya.
Para robustecer, no obstante, mi incredulidad nativa, procuraba evocar en mi mente
cuanto me era dable los recuerdos de mis lecturas antisupersticiosas: el juicioso razonar
de Hume; las áticas mordacidades sarcásticas de Voltaire, y aquellos pasajes de
Rousseau, donde llamaba a la superstición “la eterna perturbación de la sociedad”.–¿A
qué afectarnos por las fantasmagorías del ensueño –me decía con ellos –cuando luego
comprobamos su completa falsedad en la vigilia? ¿Por qué, como dijo el clásico, han de
asustarnos con cosas que no son; nombres cuyo sentido no vemos?…
Un día en que el anciano capitán nos relataba supersticiosas historias marineras, un
infatuado y pedante misionero inglés nos recordó aquella frase de Fielding de que “la
superstición da al hombre la estupidez de la, bestia”, pero en el mismo instante que tal
decía, le vi vacilar de un modo, extraño y detenerse bruscamente, mientras que yo, que
había permanecido alejado de la conversación general, creí leer claramente en la
aureola de vibrantes radiaciones que desde hacía muchos días percibía sobre todas las
cabezas, las palabras con que Fielding concluía su proposición: “…y el escepticismo le
torna loco”.
Había ya oído hablar muchas veces, sin admitirla, la afirmación de que quienes
pretenden gozar del dudoso privilegio de la clarividencia ven los pensamientos de las
personas presentes como retratados en su propia aura. Yo ya, ¡absurda paradoja!, me
veía dotado, en efecto, de la facultad desagradabilísima de poder comprobar por mi la
exactitud del odioso hecho, agregando un nuevo conjunto de horrores a mi ridícula
vida, y viéndome forzado a tener que ocultar a los demás dones tan funestos, cual si se
tratara de un caso de lepra. Mi odio entonces hacia el yamabooshi y el bonzo no tuvo
límites, pues aquél, sin duda alguna, había tocado con sus nefastas manipulaciones
algún secreto resorte de mi cerebro fisiológico y puesto en acción alguna facultad de las
ordinariamente ocultas en la constitución humana… ¡Y el maldito farsante japonés
había introducido tal plaga en mí mismo!
De nada práctico me servía in¡ impotente cólera. Además, bogábamos ya en aguas
europeas, y de allí a pocos días anclaríamos en Hamburgo, donde cesarían mis dudas y
temores. Aun cuando la clarividencia pudiese existir en algún caso, tal como en la
lectura de los pensamientos, lo de ver las cosas a distancia, según yo lo había soñado
bajo la sugestión del yamabooshi, era demasiado admitir dentro de las humanas
posibilidades… Pese a todos estos tristes razonamientos, mi corazón parecía decirme
que me engañaba en ellos, sintiendo como si mi definitiva condenación se hallase
próxima, con sufrimientos tan atenazadores, que intensificaban peligrosamente mi
postración física y mental.
La noche misma de nuestra entrada en Hamburgo me asaltó un ensueño cruel. Me
parecía que yo mismo me veía muerto; mi cuerpo yacía rígido e inerte, y al par que mi
conciencia se daba cuenta de ello, parecía prepararse también a su extinción; mas, como
tenía aprendido que el cerebro, conservaba el calor vital durante unos minutos más que
los órganos periféricos, aquello no me podía extrañar. Así, en el crepúsculo del gran
misterio, al borde, ya sin duda, de la tenebrosa sima “que ningún mortal puede repasar
una vez franqueada”; mi pensamiento, envuelto en los restos de una vitalidad que
escapaba por instantes, se iba extinguiendo como una llama, y asistiendo al propio
tiempo a su aniquilamiento, pero tornando mi “yo”, nota de aquellas mis últimas
impresiones con el apresuramiento de aquel que sabe que va a caer el negro manto de
la nada sobre su conciencia para tener el goce de sentir todo el gran triunfo de mis
convicciones relativas a la completa y absoluta cesación del ser…
Todo se iba obscureciendo por momentos en derredor mío. Enormes sombras,
fantásticas e informes, desfilaban ante mi desvanecida vista; primero lentas, luego
aceleradas, y, finalmente, girando vertiginosas en torno de mí, cual en terrible danza
macabra, y una vez alcanzado su objeto de intensificar las tinieblas, abriendo un como
indefinido ámbito de vacías e impalpables negruras; un insondable océano de eternidad,
por el que, ilimitado, se deslizaba el tiempo, esa fantástica progenie del, hombre, sin
que jamás alcance a acabarlo de cruzar…
No en vano ha dicho Catón que los ensueños no son sino el reflejo de todos nuestros
temores y esperanzas. Como en estado de vigilia jamás he temido a la muerte, ante la
evidencia de mi inminente afán me sentí tranquilo, hasta consolado de que el término
de mis torturas mentales se avecindase. La angustia aquella mía se había ya tornado
intolerable, y si, como dice Séneca, la muerte no es sino la cesación de todo cuanto
fuésemos antes, valía más morir que no soportar durante tantos meses tamaña agonía.
–Mi cuerpo está ya muerto –me decía –y mi “yo”, mi conciencia, que es la que de mi
queda por algunos momentos más, se prepara ya a seguirle; debilitándose mis
percepciones mentales, se irán borrando segundo tras segundo, hasta que el anhelado
olvido me envuelva por completo en su sudario. ¡Ven, pues, dulce y consoladora muerte;
tu sueño sin ensueños es un puerto de paz y de refugio en medio de las borrascas de la
vida...! ¡Dichosa, pues, la barca solitaria que a la ansiada orilla de la muerte me conduce!
Allí, en su regazo eterno, descansaré por siempre, y tú, pobre cuerpo ¡adiós! ¡Gustoso te
abandono, ya que me has dado más dolores que placeres en la vida!
Mientras yo entonaba este himno a la muerte libertadora, la examinaba al par con
extraña curiosidad, no pudiendo menos de maravillarme, sin embargo, de que mi acción
cerebral continuase siendo tan vigorosa. Mi cuerpo, desvanecido ante mi vista algunos
segundos, reaparecía una y varías veces con su cadavérica faz… De improviso
experimenté un violentísimo deseo de saber cuánto duraría el complicado proceso de
mi disolución antes de que el cerebro, estampando su último sello, me dejase inerte. A
través de las, para mí transparentes, paredes de mi cráneo, podía contemplar y hasta
tocar mi masa cerebral. ¿Con qué manos?, me es imposible el precisarlo; pero el
contacto de su iría y viscosa materia, me producía profundísima impresión. Con un terror indecible, advertí que mi sangre se había congelado por completo, y que, alterada
la íntima constitución de mis células cerebrales, se imposibilitaba ya en absoluto todo
funcionamiento… Al par, la misma o mayor obscuridad me rodeaba impenetrable en
todas direcciones; pero además, enfrente de mi, y fuese la que fuese la dirección de mi
mirada, veía un como gigantesco reloj circular, cuya caraza enorme y blanca se
destacaba de un modo siniestro sobre aquel oscuro marco que le rodeaba. Su péndola
oscilaba con la acostumbrada regularidad a uno y otro lado, como si pretendiese divisar
la eternidad, y las agujas señalaban ¡cosa bien extraordinaria!, las cinco y siete minutos,
es decir, la hora precisa en que comenzase en Kioto mi tortura.
No bien noté esta terrible coincidencia, cuando, horrorizado del modo más pavoroso,
me sentí arrastrado de idéntica manera que antaño; nadando, bogando veloz por debajo
del suelo, en el mismo medio viscoso y paradójico. Así me vi otra vez ante la tumba,
donde los despedazados restos de mi cuñado yacían; presencié luego,
retrospectivamente, su muerte desdichada; la escena de la recepción de la noticia fatal
por mi hermana, con el aditamento de su locura, todo sin perder el detalle más mínimo.
Para mayor espanto esta vez, ¡ay!, ya no estaba, acorazado en aquella tranquila
indiferencia de roca con que viese la vez primera la escena, sino que mis torturas
mentales, mi ansiedad, mi desesperación en medio de aquel ciclón de muerte, ya no
tenían límites…¡Oh, y cómo sufría aquel cúmulo de horrores infernales, con el añadido
del peor de todos, que era la desesperada realidad de que mi cuerpo estaba ya
muerto…!
No bien se hizo una leve pausa de alivio, torné a ver de igual modo la enorme esfera
con sus manecillas colosales marcando ¡las cinco y siete y medio minutos! Pero, antes de
que hubiera tenido tiempo de darme cuenta exacta de tal cambio, la aguja empezó a
moverse lentamente hacia atrás, deteniéndose en el séptimo minuto, para sentirme
otra y otra vez forzado a padecer sin término la repetición de los mismos horrores de
bogar por el seno de la tierra y de presenciar la repetición exacta e implacable de las
mismísimas escenas espantosas que parecían no terminar jamás…
Al propio tiempo mi conciencia parecía triplicarse, quintuplicarse, decuplicarse,
pudiendo vivir y sentir en el mismo lapso de tiempo en media docena de sitios a la vez,
desfilando ante mí múltiples sucesos de su vida en diferentes épocas y circunstancias de
mi vida, pero predominando sobre todas mi experiencia espiritual de Kioto. A la manera
de como en la famosa fuga del Don Juan, de Mozart, se destacan desgarradoras las
notas de la desesperación de Elvira, sin que por esto se entrecrucen ni confundan con la
melodía del minuet, ni con el canto de seducción, ni con el coro, de la misma manera
pasé una y mil veces, mezclada con las congojas de las demás escenas, por aquella
indescriptible agonía de Kioto, y oía las inútiles exhortaciones del bonzo, al par que se
me presentaban, sin con ello confundirse, múltiples recuerdos, ora de mi niñez o de mi
adolescencia, ora de mis padres, ora, en fin, de aquel día memorable en que salvara a un
amigo que estaba ahogándose y me burlaba de su padre, que me daba emocionado las
gracias por haber así salvado “su alma”, no preparada sin duda aún para dar cuentas a
“su Hacedor”. ¡Todo ello, por supuesto, en la conciencia más complicada y multiforme!
–¡Hablad, hablad de personalidades múltiples, vosotros los profesores de
psicofisiologia! –me decía en medio de aquella tortura que habría bastado a matar a
media docena de hombres –¡Hablad vosotros, orgullosos, infatuados con la lectura de
miles de libros L… jamás podríais explicarme, no obstante, la sucesión de aquella
horrorosa cadena real, al par que ensoñada, cuyo desfilar parecía no tener fin. No,
aunque se rebelase mi conciencia contra ciertas afirmaciones teológicas, negar no podía
ya la realidad de mi Yo inmortal… ¿Cuál, es, pues, oh Misterio, tu insondable Realidad
que de tal modo conduces, sin término conocido y con el cuerpo ya muerto, a nuestro
pensamiento y nuestra imaginación? ¿Podrá, acaso, ser cierta esa doctrina de la
reencarnación en la que tanto porfiaba el bonzo que creyese? ¿Por qué no, si cada año
nace una nueva hoja y una nueva flor de una misma y permanente raíz?…
En aquel punto, el fatídico reloj desapareció, mientras que la voz cariñosa del bonzo
una vez más parecía repetir: “En el caso de que hayáis entreabierto sólo una vez la
puerta del augusto Santuario de vuestra alma, tendréis que abrirla y cerrarla una y mil
veces durante un periodo que, por más corto que sea, os parecerá una eternidad…”
Un instante después, la voz del bonzo era ahogada por multitud de otras voces en la
cubierta. Anegado en un sudor frío, desperté. ¡Estábamos en Hamburgo!
VIII
DESGRACIAS A GRANEL
Antaño, las absurdas creencias de ciertas gentes respecto de los espíritus buenos y
malos, me parecían incomprensibles, pero, a partir, ¡ay!, de las dolorosas experiencias de
aquellos momentos, las comprendía ya.
Para robustecer, no obstante, mi incredulidad nativa, procuraba evocar en mi mente
cuanto me era dable los recuerdos de mis lecturas antisupersticiosas: el juicioso razonar
de Hume; las áticas mordacidades sarcásticas de Voltaire, y aquellos pasajes de
Rousseau, donde llamaba a la superstición “la eterna perturbación de la sociedad”.–¿A
qué afectarnos por las fantasmagorías del ensueño –me decía con ellos –cuando luego
comprobamos su completa falsedad en la vigilia? ¿Por qué, como dijo el clásico, han de
asustarnos con cosas que no son; nombres cuyo sentido no vemos?…
Un día en que el anciano capitán nos relataba supersticiosas historias marineras, un
infatuado y pedante misionero inglés nos recordó aquella frase de Fielding de que “la
superstición da al hombre la estupidez de la, bestia”, pero en el mismo instante que tal
decía, le vi vacilar de un modo, extraño y detenerse bruscamente, mientras que yo, que
había permanecido alejado de la conversación general, creí leer claramente en la
aureola de vibrantes radiaciones que desde hacía muchos días percibía sobre todas las
cabezas, las palabras con que Fielding concluía su proposición: “…y el escepticismo le
torna loco”.
Había ya oído hablar muchas veces, sin admitirla, la afirmación de que quienes
pretenden gozar del dudoso privilegio de la clarividencia ven los pensamientos de las
personas presentes como retratados en su propia aura. Yo ya, ¡absurda paradoja!, me
veía dotado, en efecto, de la facultad desagradabilísima de poder comprobar por mi la
exactitud del odioso hecho, agregando un nuevo conjunto de horrores a mi ridícula
vida, y viéndome forzado a tener que ocultar a los demás dones tan funestos, cual si se
tratara de un caso de lepra. Mi odio entonces hacia el yamabooshi y el bonzo no tuvo
límites, pues aquél, sin duda alguna, había tocado con sus nefastas manipulaciones
algún secreto resorte de mi cerebro fisiológico y puesto en acción alguna facultad de las
ordinariamente ocultas en la constitución humana… ¡Y el maldito farsante japonés
había introducido tal plaga en mí mismo!
De nada práctico me servía in¡ impotente cólera. Además, bogábamos ya en aguas
europeas, y de allí a pocos días anclaríamos en Hamburgo, donde cesarían mis dudas y
temores. Aun cuando la clarividencia pudiese existir en algún caso, tal como en la
lectura de los pensamientos, lo de ver las cosas a distancia, según yo lo había soñado
bajo la sugestión del yamabooshi, era demasiado admitir dentro de las humanas
posibilidades… Pese a todos estos tristes razonamientos, mi corazón parecía decirme
que me engañaba en ellos, sintiendo como si mi definitiva condenación se hallase
próxima, con sufrimientos tan atenazadores, que intensificaban peligrosamente mi
postración física y mental.
La noche misma de nuestra entrada en Hamburgo me asaltó un ensueño cruel. Me
parecía que yo mismo me veía muerto; mi cuerpo yacía rígido e inerte, y al par que mi
conciencia se daba cuenta de ello, parecía prepararse también a su extinción; mas, como
tenía aprendido que el cerebro, conservaba el calor vital durante unos minutos más que
los órganos periféricos, aquello no me podía extrañar. Así, en el crepúsculo del gran
misterio, al borde, ya sin duda, de la tenebrosa sima “que ningún mortal puede repasar
una vez franqueada”; mi pensamiento, envuelto en los restos de una vitalidad que
escapaba por instantes, se iba extinguiendo como una llama, y asistiendo al propio
tiempo a su aniquilamiento, pero tornando mi “yo”, nota de aquellas mis últimas
impresiones con el apresuramiento de aquel que sabe que va a caer el negro manto de
la nada sobre su conciencia para tener el goce de sentir todo el gran triunfo de mis
convicciones relativas a la completa y absoluta cesación del ser…
Todo se iba obscureciendo por momentos en derredor mío. Enormes sombras,
fantásticas e informes, desfilaban ante mi desvanecida vista; primero lentas, luego
aceleradas, y, finalmente, girando vertiginosas en torno de mí, cual en terrible danza
macabra, y una vez alcanzado su objeto de intensificar las tinieblas, abriendo un como
indefinido ámbito de vacías e impalpables negruras; un insondable océano de eternidad,
por el que, ilimitado, se deslizaba el tiempo, esa fantástica progenie del, hombre, sin
que jamás alcance a acabarlo de cruzar…
No en vano ha dicho Catón que los ensueños no son sino el reflejo de todos nuestros
temores y esperanzas. Como en estado de vigilia jamás he temido a la muerte, ante la
evidencia de mi inminente afán me sentí tranquilo, hasta consolado de que el término
de mis torturas mentales se avecindase. La angustia aquella mía se había ya tornado
intolerable, y si, como dice Séneca, la muerte no es sino la cesación de todo cuanto
fuésemos antes, valía más morir que no soportar durante tantos meses tamaña agonía.
–Mi cuerpo está ya muerto –me decía –y mi “yo”, mi conciencia, que es la que de mi
queda por algunos momentos más, se prepara ya a seguirle; debilitándose mis
percepciones mentales, se irán borrando segundo tras segundo, hasta que el anhelado
olvido me envuelva por completo en su sudario. ¡Ven, pues, dulce y consoladora muerte;
tu sueño sin ensueños es un puerto de paz y de refugio en medio de las borrascas de la
vida...! ¡Dichosa, pues, la barca solitaria que a la ansiada orilla de la muerte me conduce!
Allí, en su regazo eterno, descansaré por siempre, y tú, pobre cuerpo ¡adiós! ¡Gustoso te
abandono, ya que me has dado más dolores que placeres en la vida!
Mientras yo entonaba este himno a la muerte libertadora, la examinaba al par con
extraña curiosidad, no pudiendo menos de maravillarme, sin embargo, de que mi acción
cerebral continuase siendo tan vigorosa. Mi cuerpo, desvanecido ante mi vista algunos
segundos, reaparecía una y varías veces con su cadavérica faz… De improviso
experimenté un violentísimo deseo de saber cuánto duraría el complicado proceso de
mi disolución antes de que el cerebro, estampando su último sello, me dejase inerte. A
través de las, para mí transparentes, paredes de mi cráneo, podía contemplar y hasta
tocar mi masa cerebral. ¿Con qué manos?, me es imposible el precisarlo; pero el
contacto de su iría y viscosa materia, me producía profundísima impresión. Con un terror indecible, advertí que mi sangre se había congelado por completo, y que, alterada
la íntima constitución de mis células cerebrales, se imposibilitaba ya en absoluto todo
funcionamiento… Al par, la misma o mayor obscuridad me rodeaba impenetrable en
todas direcciones; pero además, enfrente de mi, y fuese la que fuese la dirección de mi
mirada, veía un como gigantesco reloj circular, cuya caraza enorme y blanca se
destacaba de un modo siniestro sobre aquel oscuro marco que le rodeaba. Su péndola
oscilaba con la acostumbrada regularidad a uno y otro lado, como si pretendiese divisar
la eternidad, y las agujas señalaban ¡cosa bien extraordinaria!, las cinco y siete minutos,
es decir, la hora precisa en que comenzase en Kioto mi tortura.
No bien noté esta terrible coincidencia, cuando, horrorizado del modo más pavoroso,
me sentí arrastrado de idéntica manera que antaño; nadando, bogando veloz por debajo
del suelo, en el mismo medio viscoso y paradójico. Así me vi otra vez ante la tumba,
donde los despedazados restos de mi cuñado yacían; presencié luego,
retrospectivamente, su muerte desdichada; la escena de la recepción de la noticia fatal
por mi hermana, con el aditamento de su locura, todo sin perder el detalle más mínimo.
Para mayor espanto esta vez, ¡ay!, ya no estaba, acorazado en aquella tranquila
indiferencia de roca con que viese la vez primera la escena, sino que mis torturas
mentales, mi ansiedad, mi desesperación en medio de aquel ciclón de muerte, ya no
tenían límites…¡Oh, y cómo sufría aquel cúmulo de horrores infernales, con el añadido
del peor de todos, que era la desesperada realidad de que mi cuerpo estaba ya
muerto…!
No bien se hizo una leve pausa de alivio, torné a ver de igual modo la enorme esfera
con sus manecillas colosales marcando ¡las cinco y siete y medio minutos! Pero, antes de
que hubiera tenido tiempo de darme cuenta exacta de tal cambio, la aguja empezó a
moverse lentamente hacia atrás, deteniéndose en el séptimo minuto, para sentirme
otra y otra vez forzado a padecer sin término la repetición de los mismos horrores de
bogar por el seno de la tierra y de presenciar la repetición exacta e implacable de las
mismísimas escenas espantosas que parecían no terminar jamás…
Al propio tiempo mi conciencia parecía triplicarse, quintuplicarse, decuplicarse,
pudiendo vivir y sentir en el mismo lapso de tiempo en media docena de sitios a la vez,
desfilando ante mí múltiples sucesos de su vida en diferentes épocas y circunstancias de
mi vida, pero predominando sobre todas mi experiencia espiritual de Kioto. A la manera
de como en la famosa fuga del Don Juan, de Mozart, se destacan desgarradoras las
notas de la desesperación de Elvira, sin que por esto se entrecrucen ni confundan con la
melodía del minuet, ni con el canto de seducción, ni con el coro, de la misma manera
pasé una y mil veces, mezclada con las congojas de las demás escenas, por aquella
indescriptible agonía de Kioto, y oía las inútiles exhortaciones del bonzo, al par que se
me presentaban, sin con ello confundirse, múltiples recuerdos, ora de mi niñez o de mi
adolescencia, ora de mis padres, ora, en fin, de aquel día memorable en que salvara a un
amigo que estaba ahogándose y me burlaba de su padre, que me daba emocionado las
gracias por haber así salvado “su alma”, no preparada sin duda aún para dar cuentas a
“su Hacedor”. ¡Todo ello, por supuesto, en la conciencia más complicada y multiforme!
–¡Hablad, hablad de personalidades múltiples, vosotros los profesores de
psicofisiologia! –me decía en medio de aquella tortura que habría bastado a matar a
media docena de hombres –¡Hablad vosotros, orgullosos, infatuados con la lectura de
miles de libros L… jamás podríais explicarme, no obstante, la sucesión de aquella
horrorosa cadena real, al par que ensoñada, cuyo desfilar parecía no tener fin. No,
aunque se rebelase mi conciencia contra ciertas afirmaciones teológicas, negar no podía
ya la realidad de mi Yo inmortal… ¿Cuál, es, pues, oh Misterio, tu insondable Realidad
que de tal modo conduces, sin término conocido y con el cuerpo ya muerto, a nuestro
pensamiento y nuestra imaginación? ¿Podrá, acaso, ser cierta esa doctrina de la
reencarnación en la que tanto porfiaba el bonzo que creyese? ¿Por qué no, si cada año
nace una nueva hoja y una nueva flor de una misma y permanente raíz?…
En aquel punto, el fatídico reloj desapareció, mientras que la voz cariñosa del bonzo
una vez más parecía repetir: “En el caso de que hayáis entreabierto sólo una vez la
puerta del augusto Santuario de vuestra alma, tendréis que abrirla y cerrarla una y mil
veces durante un periodo que, por más corto que sea, os parecerá una eternidad…”
Un instante después, la voz del bonzo era ahogada por multitud de otras voces en la
cubierta. Anegado en un sudor frío, desperté. ¡Estábamos en Hamburgo!
VIII
DESGRACIAS A GRANEL
_
Mis socios de Hamburgo apenas pudieron reconocerme, ¡tan enfermo, y cambiado
estaba! Al punto partí para Nuremberg.
Media hora después de mi llegada a la ciudad de Nuremberg, toda duda relativa a la
verdad de mi visión de Kioto había desaparecido. La realidad era, si cabe, peor que
aquélla, y en adelante estaba fatalmente condenado a la vida más infeliz. Seguro podía
estar de que, en efecto, había visto uno por uno todos los detalles de la tragedia
desgarradora: mi cuñado destrozado por los engranajes de la máquina; mi hermana, loca
y próxima a morir, y mi sobrina, la flor más acabada de la Naturaleza, deshonrada y en
un antro de infamia; los niños pequeños muertos en un asilo, bajo una enfermedad
contagiosa, y el único sobrino que sobrevivía, ausente de ignorado paradero. Todo un
hogar feliz, aniquilado, quedando yo tan sólo como triste testigo de ello en este
miserable mundo de desolación, deshonra y muerte. La brutalidad del choque, el peso
horrendo del enorme desastre, me hizo caer desvanecido, pero no sin antes oír estas
crueles palabras del burgomaestre:
–Si antes de partir de Kioto hubieseis telegrafiado a las autoridades de la ciudad
vuestra residencia y vuestra intención de regresar a vuestro país para encargaros de
vuestra familia, hubiéramos podido colocarla provisionalmente en otra parte,
salvándolos as! de su destino; pero como todos ignorábamos que los niños tuviesen
pariente alguno, sólo pudimos internarlos en el asilo donde por desgracia han
sucumbido…
Este era el golpe de gracia dado a mi desesperación. ¡Sí, mi abandono había matado a
mis sobrinitos! Si yo, en vez de aferrarme a mis ridículos escepticismos, hubiese seguido
los consejos del bonzo Tamoora y dado crédito a la desgracia que por clarividencia y
clariaudiencia me había hecho ver y oír el yamabooshi, aquello se hubiera podido evitar
telegrafiando a las autoridades antes de mi regreso. Acaso podría, pues, no alcanzarme
la censura de mis semejantes; pero jamás podría ya escapar a las recriminaciones de mi
propia conciencia, ni a la tortura de mi corazón en todos los días de mi vida. Allí fue,
entonces, el maldecir mis pertinaces terquedades; mi sistemática negación de los
hechos que yo mismo había visto, y hasta mi torcida educación. El mundo entero no
había sabido darme otra…
Me sobrepuse a mi dolor, en un supremo esfuerzo, a fin de cumplir un último deber
mío para con los muertos y con los vivos. Pero una vez que saqué a mi hermana del asilo
e hice que viniese a su lado a su hija para asistirla en sus últimos días, no sin obligar a
confesar su crimen a la infame judía, todas mis fuerzas me abandonaron, y una semana
escasa después de mi llegada convertirme en un loco delirante atrapado bajo la garra de
una fiebre cerebral. Durante algún tiempo fluctué entre la muerte y la vida, desafiando
la pericia de los mejores médicos. Por fin venció mi robusta constitución, y, con gran
pesar mío, me declararon salvado… ¡Salvado, sí, pero condenado a llevar eternamente
sobre mis hombros la carga aborrecible de la vida, sin esperanza de remedio en la tierra
y rehusando creer en otra cosa alguna más que en una corta supervivencia de la
conciencia más allá de la tumba, y con el aditamento insufrible de la vuelta inmediata,
durante los primeros días de la convalecencia, de aquellas inevitables visiones, cuya
realidad ya no podía negar, ni considerarlas de allí en adelante como “las hijas de un
cerebro ocioso, concebidas por la loca fantasía”, sino la fotografía de las desgracias de
mis mejores amigos! ¡Mi tortura era, pues, la del Prometeo encadenado, y durante la
noche una despiadada y férrea mano de hierro me conducía a la cabecera de la cama de
mi hermana, forzado a observar hora tras hora el silencioso desmoronarse de su
gastado organismo, y a presenciar, como si dentro de él estuviese, los sufrimientos de
un cerebro deshabitado por su dueño, e imposibilitado reflejar ni transmitir sus
percepciones. Aún había algo peor para mí, y era el tener que mirar durante el día el
rostro inocente e infantil de mi sobrinita, tan sublimemente pura en su misma
profanación, y presenciar durante la noche, con el retorno de mis visiones, la escena,
siempre renovada de su deshonra… Sueños de perfecta forma objetiva, idénticos a los
sufridos en el vapor, y noche tras noche repetidos…
Algo, sin embargo, se había desarrollado nuevo en mí, cual la oruga que,
evolucionando en crisálida, acaba por transformarse en mariposa, el símbolo del alma;
algo nuevo y trascendental había brotado en mi ser de su antes cerrado capullo, y veía
ya, no sólo como en un principio y por consecuencia de la identificación de mi
naturaleza interna con la del dai–djin obsesor, sino por el espontáneo desarrollo de un
nuevo poder personal y psíquico que aquellas infernales criaturas trataban de impedir,
cuidando de que no pudiese ver nada elevado ni agradable. Mi lacerado Corazón era
fuente ya de amor y simpatía hacía todos los dolores de mis semejantes, cual si un
corazón nuevo fluyese fuera del corazón físico, repercutiendo fuertemente en mi alma
separada del cuerpo. Así, ¡infeliz de mí!, tuve que apurar hasta las heces del sufrimiento
por haber rechazado en Kioto la purificación ofrecida, purificación en que tardíamente
creía ya, bajo el insoportable yugo de dai–djin.
Poco falta de mi triste historia. La pobre mártir de mi hermana loca, falleció, al fin,
víctima de la tisis; su tierna hija no tardó en seguirla. En cuanto a mí, ya era un anciano
prematuro de sesenta años, en lugar de treinta. Incapaz de sacudir mi yugo, que me
mantenía tan al borde de la locura, tomé la resolución heroica de tornar a Kioto,
postrarme a los pies del yamabooshi, pedirle perdón por mi necedad y no separarme de
su lado hasta que aquel espíritu infernal que yo mismo había evocado, y del que mi
incredulidad me impidió el separarme, fuese ahuyentado para siempre…
Tres meses después, me vi nuevamente en mi casa japonesa al lado del venerable
bonzo Tamoora Hideyeri, para que me condujese, sin perder un momento, a la
presencia del santo asceta… La respuesta del bonzo me llenó de estupor. ¡El
yamabooshi había abandonado el país sin que se supiese su paradero y, según su
costumbre, no tornaría al país hasta dentro de siete años!
Ante tamaño contratiempo fui a pedir ayuda y protección a otros santos yamabooshis,
y aun cuando sabía harto bien que en mi caso era inútil el buscar otro Adepto eficaz que
me curase, mi venerable amigo Tamoora hizo cuanto pudo por remediar mi desgraciada
situación. ¡Todo en vano!; aquel gusano roedor amenazaba siempre acabar con mi razón
y con mi vida. El bonzo y otros santos varones de su fraternidad me invitaron a que me
incorporase a su instituto, diciéndome:
–Sólo el que evocó sobre vos el dai–djin es quien tiene el poder de ahuyentarle. ínterin
llega, la voluntad y la firme fe en los nativos poderes inherentes a nuestra alma es la
que os puede servir de lenitivo. Un “espíritu” de la perversión de éste puede ser
desalojado fácilmente de un alma en un principio, pero si se le deja apoderarse de ella,
como en vuestro caso, se hace punto menos que imposible el desarraigar a tamaño ente
infernal, sin poner en gran peligro la vida de la víctima.
Agradecido, acepté lo que aquellos piadosos varones me proponían. No obstante el
demonio de mi incredulidad, tan arraigada en mi alma como el propio dai–djin, me
esforcé en no perder aquella mi última probabilidad de salvación. Arreglé, pues, mis
negocios comerciales. A pesar de mis pérdidas, me vi sorprendido con que poseía una
regular fortuna, aunque las riquezas, sin nadie con quien compartirlas, ya no tenían
atractivo alguno para mí, porque, con el gran Lau–tze, había ya aprendido que el
conocimiento, la distinción entre lo que es real y lo que es ilusorio, es el áncora de
salvación contra los embates de la vida. Asegurada una pequeña renta, abandoné el
mundo e me incorporé al discipulado de “los Maestros de la Gran Visión”, en un retiro
tranquilo y misterioso, donde, en soledad y silencio, llevo sondados mil hondos
problemas de la ciencia y de la vida, y leído numerosos volúmenes secretos de la
biblioteca oculta de Tzionene, mediante lo que he logrado el dominio sobre ciertos
seres del mundo inferior. Pero no pude conseguir el gran secreto del señorío sobre los
funestos dai–djin. La clave sobre tan peligroso elemental sólo es poseída por los más
altos iniciados de aquella Escuela de Ocultismo, pues hay que llegar antes a la suprema
categoría de los santos yamabooshis. Mi eterno y nativo escepticismo era siempre un
obstáculo para grandes progresos, y así, en mi nueva situación serenamente ascética, los
consabidos cuadros se reproducían de cuando en cuando sin que lo pudiese evitar, por
lo que convencido de mi ineptitud para la condición sublime de un Adepto ni de un
Vidente, desistí de continuar. Sin esperanzas ya de perder por completo mi don fatal,
regresé a Europa, confinándome en este chalet suizo, donde mi desgraciada hermana y
yo hemos nacido, y donde escribo.
–Hijo mío –me había dicho el noble bonzo –no os desesperéis. Considerad como una
mera consecuencia de vuestro karma lo que os ha sucedido. Ningún hombre que
voluntariamente se haya entregado al señorío de un dai–djin puede esperar nunca el
alcanzar el estado de yamabooshi, Arahat o Adepto, a menos de ser purificado
inmediatamente. Al igual de la cicatriz que deja toda herida, la marca fatídica de un
dai–djin no puede borrarse jamás de un alma hasta que ésta sea purificada por un nuevo
nacimiento. No os desalentéis, antes bien, resignaos con vuestra desgracia que os ha
conducido más o menos tortuosamente a adquirir ciertos conocimientos
transcendentes, que de otro modo habríais despreciado siempre. De tamaño
conocimiento no os podrá despojar nunca el más poderoso dai–djin. ¡Adiós, pues, y que
la gran Madre de Misericordia os conceda su protección augusta y su consuelo...!
Desde entonces, mi vida de estudioso anacoreta ha hecho mucho más tardías mis
visiones; bendigo al yamabooshi que me sacara del abismo de mi materialismo
primitivo, y he mantenido la más fraternal de las correspondencias con el bonzo
Tamoora Hindeyeri, cuya santa muerte, gracias a mi funesto don, tuve el privilegio de
presenciar a tantos miles de leguas, en el instante mismo en que ocurría.
47
LA HAZAÑA DE UN GOSSAÍN HINDÚ
Mis socios de Hamburgo apenas pudieron reconocerme, ¡tan enfermo, y cambiado
estaba! Al punto partí para Nuremberg.
Media hora después de mi llegada a la ciudad de Nuremberg, toda duda relativa a la
verdad de mi visión de Kioto había desaparecido. La realidad era, si cabe, peor que
aquélla, y en adelante estaba fatalmente condenado a la vida más infeliz. Seguro podía
estar de que, en efecto, había visto uno por uno todos los detalles de la tragedia
desgarradora: mi cuñado destrozado por los engranajes de la máquina; mi hermana, loca
y próxima a morir, y mi sobrina, la flor más acabada de la Naturaleza, deshonrada y en
un antro de infamia; los niños pequeños muertos en un asilo, bajo una enfermedad
contagiosa, y el único sobrino que sobrevivía, ausente de ignorado paradero. Todo un
hogar feliz, aniquilado, quedando yo tan sólo como triste testigo de ello en este
miserable mundo de desolación, deshonra y muerte. La brutalidad del choque, el peso
horrendo del enorme desastre, me hizo caer desvanecido, pero no sin antes oír estas
crueles palabras del burgomaestre:
–Si antes de partir de Kioto hubieseis telegrafiado a las autoridades de la ciudad
vuestra residencia y vuestra intención de regresar a vuestro país para encargaros de
vuestra familia, hubiéramos podido colocarla provisionalmente en otra parte,
salvándolos as! de su destino; pero como todos ignorábamos que los niños tuviesen
pariente alguno, sólo pudimos internarlos en el asilo donde por desgracia han
sucumbido…
Este era el golpe de gracia dado a mi desesperación. ¡Sí, mi abandono había matado a
mis sobrinitos! Si yo, en vez de aferrarme a mis ridículos escepticismos, hubiese seguido
los consejos del bonzo Tamoora y dado crédito a la desgracia que por clarividencia y
clariaudiencia me había hecho ver y oír el yamabooshi, aquello se hubiera podido evitar
telegrafiando a las autoridades antes de mi regreso. Acaso podría, pues, no alcanzarme
la censura de mis semejantes; pero jamás podría ya escapar a las recriminaciones de mi
propia conciencia, ni a la tortura de mi corazón en todos los días de mi vida. Allí fue,
entonces, el maldecir mis pertinaces terquedades; mi sistemática negación de los
hechos que yo mismo había visto, y hasta mi torcida educación. El mundo entero no
había sabido darme otra…
Me sobrepuse a mi dolor, en un supremo esfuerzo, a fin de cumplir un último deber
mío para con los muertos y con los vivos. Pero una vez que saqué a mi hermana del asilo
e hice que viniese a su lado a su hija para asistirla en sus últimos días, no sin obligar a
confesar su crimen a la infame judía, todas mis fuerzas me abandonaron, y una semana
escasa después de mi llegada convertirme en un loco delirante atrapado bajo la garra de
una fiebre cerebral. Durante algún tiempo fluctué entre la muerte y la vida, desafiando
la pericia de los mejores médicos. Por fin venció mi robusta constitución, y, con gran
pesar mío, me declararon salvado… ¡Salvado, sí, pero condenado a llevar eternamente
sobre mis hombros la carga aborrecible de la vida, sin esperanza de remedio en la tierra
y rehusando creer en otra cosa alguna más que en una corta supervivencia de la
conciencia más allá de la tumba, y con el aditamento insufrible de la vuelta inmediata,
durante los primeros días de la convalecencia, de aquellas inevitables visiones, cuya
realidad ya no podía negar, ni considerarlas de allí en adelante como “las hijas de un
cerebro ocioso, concebidas por la loca fantasía”, sino la fotografía de las desgracias de
mis mejores amigos! ¡Mi tortura era, pues, la del Prometeo encadenado, y durante la
noche una despiadada y férrea mano de hierro me conducía a la cabecera de la cama de
mi hermana, forzado a observar hora tras hora el silencioso desmoronarse de su
gastado organismo, y a presenciar, como si dentro de él estuviese, los sufrimientos de
un cerebro deshabitado por su dueño, e imposibilitado reflejar ni transmitir sus
percepciones. Aún había algo peor para mí, y era el tener que mirar durante el día el
rostro inocente e infantil de mi sobrinita, tan sublimemente pura en su misma
profanación, y presenciar durante la noche, con el retorno de mis visiones, la escena,
siempre renovada de su deshonra… Sueños de perfecta forma objetiva, idénticos a los
sufridos en el vapor, y noche tras noche repetidos…
Algo, sin embargo, se había desarrollado nuevo en mí, cual la oruga que,
evolucionando en crisálida, acaba por transformarse en mariposa, el símbolo del alma;
algo nuevo y trascendental había brotado en mi ser de su antes cerrado capullo, y veía
ya, no sólo como en un principio y por consecuencia de la identificación de mi
naturaleza interna con la del dai–djin obsesor, sino por el espontáneo desarrollo de un
nuevo poder personal y psíquico que aquellas infernales criaturas trataban de impedir,
cuidando de que no pudiese ver nada elevado ni agradable. Mi lacerado Corazón era
fuente ya de amor y simpatía hacía todos los dolores de mis semejantes, cual si un
corazón nuevo fluyese fuera del corazón físico, repercutiendo fuertemente en mi alma
separada del cuerpo. Así, ¡infeliz de mí!, tuve que apurar hasta las heces del sufrimiento
por haber rechazado en Kioto la purificación ofrecida, purificación en que tardíamente
creía ya, bajo el insoportable yugo de dai–djin.
Poco falta de mi triste historia. La pobre mártir de mi hermana loca, falleció, al fin,
víctima de la tisis; su tierna hija no tardó en seguirla. En cuanto a mí, ya era un anciano
prematuro de sesenta años, en lugar de treinta. Incapaz de sacudir mi yugo, que me
mantenía tan al borde de la locura, tomé la resolución heroica de tornar a Kioto,
postrarme a los pies del yamabooshi, pedirle perdón por mi necedad y no separarme de
su lado hasta que aquel espíritu infernal que yo mismo había evocado, y del que mi
incredulidad me impidió el separarme, fuese ahuyentado para siempre…
Tres meses después, me vi nuevamente en mi casa japonesa al lado del venerable
bonzo Tamoora Hideyeri, para que me condujese, sin perder un momento, a la
presencia del santo asceta… La respuesta del bonzo me llenó de estupor. ¡El
yamabooshi había abandonado el país sin que se supiese su paradero y, según su
costumbre, no tornaría al país hasta dentro de siete años!
Ante tamaño contratiempo fui a pedir ayuda y protección a otros santos yamabooshis,
y aun cuando sabía harto bien que en mi caso era inútil el buscar otro Adepto eficaz que
me curase, mi venerable amigo Tamoora hizo cuanto pudo por remediar mi desgraciada
situación. ¡Todo en vano!; aquel gusano roedor amenazaba siempre acabar con mi razón
y con mi vida. El bonzo y otros santos varones de su fraternidad me invitaron a que me
incorporase a su instituto, diciéndome:
–Sólo el que evocó sobre vos el dai–djin es quien tiene el poder de ahuyentarle. ínterin
llega, la voluntad y la firme fe en los nativos poderes inherentes a nuestra alma es la
que os puede servir de lenitivo. Un “espíritu” de la perversión de éste puede ser
desalojado fácilmente de un alma en un principio, pero si se le deja apoderarse de ella,
como en vuestro caso, se hace punto menos que imposible el desarraigar a tamaño ente
infernal, sin poner en gran peligro la vida de la víctima.
Agradecido, acepté lo que aquellos piadosos varones me proponían. No obstante el
demonio de mi incredulidad, tan arraigada en mi alma como el propio dai–djin, me
esforcé en no perder aquella mi última probabilidad de salvación. Arreglé, pues, mis
negocios comerciales. A pesar de mis pérdidas, me vi sorprendido con que poseía una
regular fortuna, aunque las riquezas, sin nadie con quien compartirlas, ya no tenían
atractivo alguno para mí, porque, con el gran Lau–tze, había ya aprendido que el
conocimiento, la distinción entre lo que es real y lo que es ilusorio, es el áncora de
salvación contra los embates de la vida. Asegurada una pequeña renta, abandoné el
mundo e me incorporé al discipulado de “los Maestros de la Gran Visión”, en un retiro
tranquilo y misterioso, donde, en soledad y silencio, llevo sondados mil hondos
problemas de la ciencia y de la vida, y leído numerosos volúmenes secretos de la
biblioteca oculta de Tzionene, mediante lo que he logrado el dominio sobre ciertos
seres del mundo inferior. Pero no pude conseguir el gran secreto del señorío sobre los
funestos dai–djin. La clave sobre tan peligroso elemental sólo es poseída por los más
altos iniciados de aquella Escuela de Ocultismo, pues hay que llegar antes a la suprema
categoría de los santos yamabooshis. Mi eterno y nativo escepticismo era siempre un
obstáculo para grandes progresos, y así, en mi nueva situación serenamente ascética, los
consabidos cuadros se reproducían de cuando en cuando sin que lo pudiese evitar, por
lo que convencido de mi ineptitud para la condición sublime de un Adepto ni de un
Vidente, desistí de continuar. Sin esperanzas ya de perder por completo mi don fatal,
regresé a Europa, confinándome en este chalet suizo, donde mi desgraciada hermana y
yo hemos nacido, y donde escribo.
–Hijo mío –me había dicho el noble bonzo –no os desesperéis. Considerad como una
mera consecuencia de vuestro karma lo que os ha sucedido. Ningún hombre que
voluntariamente se haya entregado al señorío de un dai–djin puede esperar nunca el
alcanzar el estado de yamabooshi, Arahat o Adepto, a menos de ser purificado
inmediatamente. Al igual de la cicatriz que deja toda herida, la marca fatídica de un
dai–djin no puede borrarse jamás de un alma hasta que ésta sea purificada por un nuevo
nacimiento. No os desalentéis, antes bien, resignaos con vuestra desgracia que os ha
conducido más o menos tortuosamente a adquirir ciertos conocimientos
transcendentes, que de otro modo habríais despreciado siempre. De tamaño
conocimiento no os podrá despojar nunca el más poderoso dai–djin. ¡Adiós, pues, y que
la gran Madre de Misericordia os conceda su protección augusta y su consuelo...!
Desde entonces, mi vida de estudioso anacoreta ha hecho mucho más tardías mis
visiones; bendigo al yamabooshi que me sacara del abismo de mi materialismo
primitivo, y he mantenido la más fraternal de las correspondencias con el bonzo
Tamoora Hindeyeri, cuya santa muerte, gracias a mi funesto don, tuve el privilegio de
presenciar a tantos miles de leguas, en el instante mismo en que ocurría.
47
LA HAZAÑA DE UN GOSSAÍN HINDÚ
_
En la India, como en la China, el Japón y en otras partes de Oriente, es innegable
que existen juglares o prestidigitadores, algunos de los cuales superan en sus
habilidades a cuanto conocemos aquí en Occidente. Pero estos juglares distan de
alcanzar a realizar los prodigios que ejecutan los faquires, tales como el del crecimiento
extraordinario del “mango”, descrito por el Dr. Carpenter en estos términos4:
4 Este caso es frecuente. Vaya otro relato análogo tomado de una revista espiritualista:
“El difunto doctor B…, miembro del Real Colegio de Cirujanos de Londres, a quien me unían los más
íntimos lazos de la amistad –cuenta en “Asclepios” el Dr. F. Malibrán–, era un hombre de dotes
excepcionales. Además de ocupar un puesto muy eminente en su profesión, habla viajado extensamente,
en particular por la India, y poseía varios idiomas orientales. Era de trato agradable y carácter jovial, y si
se le podía tachar de algún defecto, eran sus gustos raros y estrambóticos. Para él, todo lo fantástico y
misterioso tenla un encanto especial. De las paredes de su gabinete colgaban los cuadros enigmáticos de
Wiertz, los dibujos grotescos de Blake y las incoherentes composiciones de Fusell. En cuanto a los
volúmenes que formaban su copiosa biblioteca, allí se podían consultar tratados sobre las ciencias
cabalísticas, la teosofía y el espiritismo: Jacobo Bohme, Blavatsky, Flammarión, Myers, etc. Entre las obras
curiosas figuraban las narraciones inverosímiles de Poe, los cuentos droláticos de Balzác y las novelas
fantásticas de Hoffmann.
“Hablando una tarde sobre la India y las cosas extraordinarias que se pueden ver en ese país, me relató
así la hazaña de un faquir:
“Paseándome una tarde por uno de los barrios más pobres de Madrás, observé a uno de esos faquires
rodeado de un grupo de treinta o cuarenta personas. El faquir recorrió con la vista el círculo de
espectadores, y calculando que eran suficientes, dijo: “Hermanos míos, quiero que me obsequiéis con
unas cuantas parahs (centavos) y tendré entonces mucho placer en mostraros la “Suerte del Mango”. La
mayor parte de las personas presentes contribuyeron con su cuota, y el faquir, muy contento con la
colecta, se colocó en seguida en el centro del grupo y empezó sus preparativos. Sacó del cinturón una
semilla de mango, y procedió a cavar con un cuchillo un agujero en el suelo. Luego enterró la semilla en
cuestión y volvió a tapar el agujero con tierra. Hecha esta maniobra, cubrió el sitio con un pañuelo, y
dando unos pasos hacia atrás, cruzó los brazos y alzó los ojos al cielo, murmurando unos cuantos
encantamientos. Terminada la jerigonza, levantó el pañuelo y apareció una matita de mango, la cual fue
tomando mayores dimensiones hasta alcanzar una altura .de casi veinte pies… “¡Mirad –dijo el faquir con
una sonrisa de satisfacción –cuan alta está la mata y qué hermosa fruta cuelga de ella! Voy a trepar por
sus ramas y os arrojaré unos sabrosos mangos.” Efectivamente, empezó a subir por el árbol hasta llegar a
las ramas más elevadas, desapareciendo entre ellas por completo. Todos nosotros, llenos de sorpresa,
esperábamos a que el faquir asomase la cara; pero, en lugar de esto, la visión de la mata de mango se fue
haciendo cada vez más tenue e, igual que el faquir, terminó por desvanecerse ,en el espacio. ¿Cómo
explicar este fenómeno? No lo puedo. 0 fuimos todos víctimas de una ilusión óptica, o el faquir nos
hipnotizó y se escapó antes que pudiésemos volver de nuestro estupor.”
No hablemos ya del otro espeluznante experimento de “los enterrados en vida”, acto de faquirismo
que ya han tratado de imitar los europeos, ora con actos como el reciente del Palace Hotel de Madrid, o
como los del hindú Kapparu, quien hipnotizó en Sandouski, Estado de Ohío, a una joven americana, Miss .
“La mayoría de los que han visitado la India aseguran que es verdaderamente la mayor
maravilla que hasta ahora he visto. Que un robusto mango crezca casi de golpe hasta
seis pulgadas de altura en un trozo de suelo lleno de hierba no manipulado ni visitado
previamente por el faquir, pues de cubierto con un cestillo invertido, y que el mismo
arbolito suba desde seis pulgadas hasta seis pies, bajo cestos cada vez mayores y en el
intervalo de simple media hora, es cosa prodigiosa, que deja bien atrás a las más
vistosas operaciones de juegos de manos de la mismísima médium feminista Miss
Nidul”.
A propósito del caso que antecede, séame permitido el narrar otro de mi experiencia
personal en mis viajes por el Oriente misterioso.
Me hallaba en Carupuz, camino de Benarés, la ciudad santa de los hindúes, cuando a
una señora amiga mía le robaron todo el contenido de su maleta: joyas, vestidos y hasta
un libro de notas, con el diario que esmeradamente llevaba desde hacía tres meses.
Todo había desaparecido misteriosamente del fondo de aquélla, sin que la cerrada
cerradura ni los costados de la maleta presentasen la menor huella de violación.
Desde la desaparición de los objetos habían mediado, por lo menos, varias horas; un
día y una noche quizá, que es lo que habíamos empleado en visitar las vecinas ruinas
ocasionadas por las huestes de Nana Sahib en sus represalias contra los ingleses
invasores.
La primera idea que se le ocurrió, naturalmente, a ¡ni amiga, fué la de recurrir a la
Policía, y el primer pensamiento mío, por el contrarío, fué el de pedir ayuda a algún
santo hombre o gossaln, verdaderos sábelotodo, o en su defecto a un juglar. Pero los
prejuicios de nuestra civilización prevalecieron, como siempre, en la decisión de mi
compañera, quien perdió más de una semana en pesquisas inútiles y en idas y venidas a
la chabatara o prefectura de policía indígena. Cansada ya, accedió, al fin, a mis deseos, y
Florencia Gibson, enterrándola viva, a dos metros de profundidad y dejándola ocho días sepultada. La
sensacional experiencia se llevó a cabo ante trts mil personas. Miss Florencia Gibson se sometió a ella con
el deseo de asegurar, con la suma concertada, su futuro pasar y la vejez de su madre, a quien habla de
entregársele el tanto convenido si se daba el caso de que ella no volviese a la vida.
Conducida a Cida Point Opera House, fué allí hipnotizada, metida en un féretro y enterrada.
Al octavo día se desenterró el féretro y miss Florencia apareció en estado horroroso a los ojos de los
médicos y de los espectadores. Su cuerpo estaba rígido y frío, sus labios descolorados y sus vestidos
impregnados de humedad. El hindú empleó una hora en sus manipulaciones para devolver la vida a aquel
cuerpo inerte. Por fin, miss Florencia exhaló un profundo suspiro; se agitaron convulsivamente sus
miembros y abrió sus ojos espantados. Salvo una extenuación marcada, los médicos no hallaron ninguna
otra irregularidad en los movimientos respiratorios.
Miss Florencia no experimentó sensación ninguna en el ataúd, y narra su resurrección del siguiente
modo:
“Tuve la impresión de que cala de una altura inmensa y que era arrebatada por una catarata. Todos mis
miembros estaban rígidos y creía que iban a quebrarse. Me parecía haber crecido algunas pulgadas. ¡No
volvería a someterme a esta experiencia ni por un millón!
se buscó a un gossaín, que pronto llegó a nuestro bungalow, situado en la orilla derecha
del río y dominando todo el panorama del Ganges.
La experiencia se realizó allí mismo en la terraza de la casita, ante la familia toda de
nuestro hostelero, mestizo portugués muy amable, dos franceses recién llegados, que
se reían impíos de nuestra estúpida superstición, la interesada y yo.
Eran las tres de la tarde. El calor nos sofocaba, no obstante lo cual el santo gossaín,
verdadero esqueleto viviente de color de caoba, pidió que cesase de funcionar el
gigantesco abanico que para refrescar un poco aquel ambiente de horno estaba
suspendido sobre nuestras cabezas. Sin duda, aunque no lo dijo, lo exigía así porque es
sabido que las corrientes de aire contrarían la producción de todos los fenómenos
magnéticos de índole delicada.
Recordé entonces el famoso procedimiento adivinatorio llamado de la “marmita o
cacharro viviente”, que es el instrumento que ordinariamente emplean los hindúes para
descubrir el paradero de los objetos perdidos; pues, bajo el influjo del magnetizador
que opera, el trebejo en cuestión gira y rueda por el suelo hasta llegar al sitio donde
yace el objeto que se busca, y pensé que el gossaín le emplearía también entonces. Pero
me equivoqué en mis inducciones.
El gossaín, en efecto, procedió de un modo muy distinto. Pidió le diesen un objeto
cualquiera del uso personal de la dueña y que hubiese estado en contacto en el maletín
con los perdidos. La señora le entregó entonces un par de guantes, que él estrujó entre
sus manos, dándoles muchas vueltas entre ellas corno haciéndolos una pelota. Luego los
tiró al suelo; extendió en cruz sus brazos con los dedos abiertos, dando una vuelta
completa sobre sí mismo como para orientarse en la dirección que llevasen los objetos
robados. Se Detuvo de repente con un vivo sacudimiento eléctrico, y, se tiró cuan largo
era, quedó inmóvil. Se sentó, al fin, con las piernas cruzadas y con los brazos siempre
extendidos y en la misma dirección cual bajo un fuerte estado cataléptico.
La operación esta duró una larga hora, tiempo que en aquella sofocante atmósfera
constituía para nosotros una verdadera tortura, hasta que instantáneamente nuestro
huésped dió un salto hacia la balaustrada y comenzó a mirar hacia el río como extasiado
bajo un encanto misterioso. Todos miramos también ansiosos en la misma dirección,
viendo venir, en efecto, no se sabe cómo ni de dónde, una masa obscura, cuya verdadera
naturaleza nos era imposible discernir.
La mole en cuestión se diría que venía impelida por una fuerza misteriosa, dando
vueltas con lentitud primero y con gran rapidez después, como la consabida “marmita
giratoria” antes referida. Flotaba la masa como sostenida por invisible barquilla y se
dirigía en derechura hacia nosotros como un ave que viniese volando.
Pronto aquello llegó hasta la orilla del río y desapareció entre la maleza de su orilla
para reaparecer a poco, rebotando con fuerza al saltar la paredilla del jardín para caer
pesadamente, por último, sobre las extendidas manos del santo asceta o gossaín, quien
le recogió con un movimiento como automático.
Al abrir entonces el anciano sus antes cerrados ojos, dió un profundo suspiro,
apoderándose de él un violentísimo terror convulsivo, mientras que nosotros nos
habíamos quedado paralizados de asombro, y los dos franceses, antes tan escépticos,
parecían como idiotizados. Levantóse luego el gossaín, desenvolvió la cubierta de lona
embreada, dentro de la que, ¡oh, sorpresa!, se hallaban los objetos robados y en buen
estado, sin faltar uno; finalmente, sin decir palabra y sin esperar a recibir por su prodigio
ni las gracias siquiera por parte de la anonadada dueña, hizo una profunda zalema y
desapareció calle adelante, costándonos gran trabajo el alcanzarle para hacerle aceptar
a viva fuerza media docena de rupias, que el anciano recibió en su escudilla.
Bien seguro estoy de que este mi verídico relato, que los demás testigos presénciales
del hecho pueden atestiguar por sí, parecerá un cuento de hadas a no pocos europeos y
americanos que jamás visitaron la India. Pero siempre tendremos en nuestro abono,
contra los suspicaces y malévolos análisis telescópicos y microscópicos, e insolentes de
nuestros científicos al uso, el testimonio del no menos inexplicable “juego del árbol”,
antes copiado del trabajo de nuestro sabio físico el doctor Carpenter…_
En la India, como en la China, el Japón y en otras partes de Oriente, es innegable
que existen juglares o prestidigitadores, algunos de los cuales superan en sus
habilidades a cuanto conocemos aquí en Occidente. Pero estos juglares distan de
alcanzar a realizar los prodigios que ejecutan los faquires, tales como el del crecimiento
extraordinario del “mango”, descrito por el Dr. Carpenter en estos términos4:
4 Este caso es frecuente. Vaya otro relato análogo tomado de una revista espiritualista:
“El difunto doctor B…, miembro del Real Colegio de Cirujanos de Londres, a quien me unían los más
íntimos lazos de la amistad –cuenta en “Asclepios” el Dr. F. Malibrán–, era un hombre de dotes
excepcionales. Además de ocupar un puesto muy eminente en su profesión, habla viajado extensamente,
en particular por la India, y poseía varios idiomas orientales. Era de trato agradable y carácter jovial, y si
se le podía tachar de algún defecto, eran sus gustos raros y estrambóticos. Para él, todo lo fantástico y
misterioso tenla un encanto especial. De las paredes de su gabinete colgaban los cuadros enigmáticos de
Wiertz, los dibujos grotescos de Blake y las incoherentes composiciones de Fusell. En cuanto a los
volúmenes que formaban su copiosa biblioteca, allí se podían consultar tratados sobre las ciencias
cabalísticas, la teosofía y el espiritismo: Jacobo Bohme, Blavatsky, Flammarión, Myers, etc. Entre las obras
curiosas figuraban las narraciones inverosímiles de Poe, los cuentos droláticos de Balzác y las novelas
fantásticas de Hoffmann.
“Hablando una tarde sobre la India y las cosas extraordinarias que se pueden ver en ese país, me relató
así la hazaña de un faquir:
“Paseándome una tarde por uno de los barrios más pobres de Madrás, observé a uno de esos faquires
rodeado de un grupo de treinta o cuarenta personas. El faquir recorrió con la vista el círculo de
espectadores, y calculando que eran suficientes, dijo: “Hermanos míos, quiero que me obsequiéis con
unas cuantas parahs (centavos) y tendré entonces mucho placer en mostraros la “Suerte del Mango”. La
mayor parte de las personas presentes contribuyeron con su cuota, y el faquir, muy contento con la
colecta, se colocó en seguida en el centro del grupo y empezó sus preparativos. Sacó del cinturón una
semilla de mango, y procedió a cavar con un cuchillo un agujero en el suelo. Luego enterró la semilla en
cuestión y volvió a tapar el agujero con tierra. Hecha esta maniobra, cubrió el sitio con un pañuelo, y
dando unos pasos hacia atrás, cruzó los brazos y alzó los ojos al cielo, murmurando unos cuantos
encantamientos. Terminada la jerigonza, levantó el pañuelo y apareció una matita de mango, la cual fue
tomando mayores dimensiones hasta alcanzar una altura .de casi veinte pies… “¡Mirad –dijo el faquir con
una sonrisa de satisfacción –cuan alta está la mata y qué hermosa fruta cuelga de ella! Voy a trepar por
sus ramas y os arrojaré unos sabrosos mangos.” Efectivamente, empezó a subir por el árbol hasta llegar a
las ramas más elevadas, desapareciendo entre ellas por completo. Todos nosotros, llenos de sorpresa,
esperábamos a que el faquir asomase la cara; pero, en lugar de esto, la visión de la mata de mango se fue
haciendo cada vez más tenue e, igual que el faquir, terminó por desvanecerse ,en el espacio. ¿Cómo
explicar este fenómeno? No lo puedo. 0 fuimos todos víctimas de una ilusión óptica, o el faquir nos
hipnotizó y se escapó antes que pudiésemos volver de nuestro estupor.”
No hablemos ya del otro espeluznante experimento de “los enterrados en vida”, acto de faquirismo
que ya han tratado de imitar los europeos, ora con actos como el reciente del Palace Hotel de Madrid, o
como los del hindú Kapparu, quien hipnotizó en Sandouski, Estado de Ohío, a una joven americana, Miss .
“La mayoría de los que han visitado la India aseguran que es verdaderamente la mayor
maravilla que hasta ahora he visto. Que un robusto mango crezca casi de golpe hasta
seis pulgadas de altura en un trozo de suelo lleno de hierba no manipulado ni visitado
previamente por el faquir, pues de cubierto con un cestillo invertido, y que el mismo
arbolito suba desde seis pulgadas hasta seis pies, bajo cestos cada vez mayores y en el
intervalo de simple media hora, es cosa prodigiosa, que deja bien atrás a las más
vistosas operaciones de juegos de manos de la mismísima médium feminista Miss
Nidul”.
A propósito del caso que antecede, séame permitido el narrar otro de mi experiencia
personal en mis viajes por el Oriente misterioso.
Me hallaba en Carupuz, camino de Benarés, la ciudad santa de los hindúes, cuando a
una señora amiga mía le robaron todo el contenido de su maleta: joyas, vestidos y hasta
un libro de notas, con el diario que esmeradamente llevaba desde hacía tres meses.
Todo había desaparecido misteriosamente del fondo de aquélla, sin que la cerrada
cerradura ni los costados de la maleta presentasen la menor huella de violación.
Desde la desaparición de los objetos habían mediado, por lo menos, varias horas; un
día y una noche quizá, que es lo que habíamos empleado en visitar las vecinas ruinas
ocasionadas por las huestes de Nana Sahib en sus represalias contra los ingleses
invasores.
La primera idea que se le ocurrió, naturalmente, a ¡ni amiga, fué la de recurrir a la
Policía, y el primer pensamiento mío, por el contrarío, fué el de pedir ayuda a algún
santo hombre o gossaln, verdaderos sábelotodo, o en su defecto a un juglar. Pero los
prejuicios de nuestra civilización prevalecieron, como siempre, en la decisión de mi
compañera, quien perdió más de una semana en pesquisas inútiles y en idas y venidas a
la chabatara o prefectura de policía indígena. Cansada ya, accedió, al fin, a mis deseos, y
Florencia Gibson, enterrándola viva, a dos metros de profundidad y dejándola ocho días sepultada. La
sensacional experiencia se llevó a cabo ante trts mil personas. Miss Florencia Gibson se sometió a ella con
el deseo de asegurar, con la suma concertada, su futuro pasar y la vejez de su madre, a quien habla de
entregársele el tanto convenido si se daba el caso de que ella no volviese a la vida.
Conducida a Cida Point Opera House, fué allí hipnotizada, metida en un féretro y enterrada.
Al octavo día se desenterró el féretro y miss Florencia apareció en estado horroroso a los ojos de los
médicos y de los espectadores. Su cuerpo estaba rígido y frío, sus labios descolorados y sus vestidos
impregnados de humedad. El hindú empleó una hora en sus manipulaciones para devolver la vida a aquel
cuerpo inerte. Por fin, miss Florencia exhaló un profundo suspiro; se agitaron convulsivamente sus
miembros y abrió sus ojos espantados. Salvo una extenuación marcada, los médicos no hallaron ninguna
otra irregularidad en los movimientos respiratorios.
Miss Florencia no experimentó sensación ninguna en el ataúd, y narra su resurrección del siguiente
modo:
“Tuve la impresión de que cala de una altura inmensa y que era arrebatada por una catarata. Todos mis
miembros estaban rígidos y creía que iban a quebrarse. Me parecía haber crecido algunas pulgadas. ¡No
volvería a someterme a esta experiencia ni por un millón!
se buscó a un gossaín, que pronto llegó a nuestro bungalow, situado en la orilla derecha
del río y dominando todo el panorama del Ganges.
La experiencia se realizó allí mismo en la terraza de la casita, ante la familia toda de
nuestro hostelero, mestizo portugués muy amable, dos franceses recién llegados, que
se reían impíos de nuestra estúpida superstición, la interesada y yo.
Eran las tres de la tarde. El calor nos sofocaba, no obstante lo cual el santo gossaín,
verdadero esqueleto viviente de color de caoba, pidió que cesase de funcionar el
gigantesco abanico que para refrescar un poco aquel ambiente de horno estaba
suspendido sobre nuestras cabezas. Sin duda, aunque no lo dijo, lo exigía así porque es
sabido que las corrientes de aire contrarían la producción de todos los fenómenos
magnéticos de índole delicada.
Recordé entonces el famoso procedimiento adivinatorio llamado de la “marmita o
cacharro viviente”, que es el instrumento que ordinariamente emplean los hindúes para
descubrir el paradero de los objetos perdidos; pues, bajo el influjo del magnetizador
que opera, el trebejo en cuestión gira y rueda por el suelo hasta llegar al sitio donde
yace el objeto que se busca, y pensé que el gossaín le emplearía también entonces. Pero
me equivoqué en mis inducciones.
El gossaín, en efecto, procedió de un modo muy distinto. Pidió le diesen un objeto
cualquiera del uso personal de la dueña y que hubiese estado en contacto en el maletín
con los perdidos. La señora le entregó entonces un par de guantes, que él estrujó entre
sus manos, dándoles muchas vueltas entre ellas corno haciéndolos una pelota. Luego los
tiró al suelo; extendió en cruz sus brazos con los dedos abiertos, dando una vuelta
completa sobre sí mismo como para orientarse en la dirección que llevasen los objetos
robados. Se Detuvo de repente con un vivo sacudimiento eléctrico, y, se tiró cuan largo
era, quedó inmóvil. Se sentó, al fin, con las piernas cruzadas y con los brazos siempre
extendidos y en la misma dirección cual bajo un fuerte estado cataléptico.
La operación esta duró una larga hora, tiempo que en aquella sofocante atmósfera
constituía para nosotros una verdadera tortura, hasta que instantáneamente nuestro
huésped dió un salto hacia la balaustrada y comenzó a mirar hacia el río como extasiado
bajo un encanto misterioso. Todos miramos también ansiosos en la misma dirección,
viendo venir, en efecto, no se sabe cómo ni de dónde, una masa obscura, cuya verdadera
naturaleza nos era imposible discernir.
La mole en cuestión se diría que venía impelida por una fuerza misteriosa, dando
vueltas con lentitud primero y con gran rapidez después, como la consabida “marmita
giratoria” antes referida. Flotaba la masa como sostenida por invisible barquilla y se
dirigía en derechura hacia nosotros como un ave que viniese volando.
Pronto aquello llegó hasta la orilla del río y desapareció entre la maleza de su orilla
para reaparecer a poco, rebotando con fuerza al saltar la paredilla del jardín para caer
pesadamente, por último, sobre las extendidas manos del santo asceta o gossaín, quien
le recogió con un movimiento como automático.
Al abrir entonces el anciano sus antes cerrados ojos, dió un profundo suspiro,
apoderándose de él un violentísimo terror convulsivo, mientras que nosotros nos
habíamos quedado paralizados de asombro, y los dos franceses, antes tan escépticos,
parecían como idiotizados. Levantóse luego el gossaín, desenvolvió la cubierta de lona
embreada, dentro de la que, ¡oh, sorpresa!, se hallaban los objetos robados y en buen
estado, sin faltar uno; finalmente, sin decir palabra y sin esperar a recibir por su prodigio
ni las gracias siquiera por parte de la anonadada dueña, hizo una profunda zalema y
desapareció calle adelante, costándonos gran trabajo el alcanzarle para hacerle aceptar
a viva fuerza media docena de rupias, que el anciano recibió en su escudilla.
Bien seguro estoy de que este mi verídico relato, que los demás testigos presénciales
del hecho pueden atestiguar por sí, parecerá un cuento de hadas a no pocos europeos y
americanos que jamás visitaron la India. Pero siempre tendremos en nuestro abono,
contra los suspicaces y malévolos análisis telescópicos y microscópicos, e insolentes de
nuestros científicos al uso, el testimonio del no menos inexplicable “juego del árbol”,
antes copiado del trabajo de nuestro sabio físico el doctor Carpenter…_
_
DEMONOLOGÍA Y
MAGIA ECLESIÁSTICA
_
En la famosa obra de Bodin La Demonomanie; ou traité des Sorciers (París, 1587) se
relata una espeluznante historia acerca de Catalina de Médicis. El autor era un
ilustre escritor, quien durante veinticinco años estuvo coleccionando documentos
auténticos, sacados de los archivos de las más importantes ciudades de Francia,
para escribir una obra completa acerca de la hechicería y el poder de “los demonios”.
Semejante libro presenta, según la gráfica expresión de Eliphas Lévi, la más notable
colección que darse puede acerca de “los hechos más sangrientos y espantosos, los más
repugnantes actos de superstición, los encarcelamientos y ejecuciones capitales de más
estúpida ferocidad”.
–¡Quememos a todo el mundo! –parecía decir la Inquisición –Dios distinguirá
fácilmente a los suyos.
Locos infelices, mujeres histéricas e idiotas, eran quemadas vivas, sin compasión
alguna, por el crimen de “magia”. Pero al mismo tiempo, ¡cuántos y cuán grandes
criminales no escaparon a esta injusta y sanguinaria justicia! Esto es lo que nos hace
apreciar perfectamente Bodin.
Catalina de Médicis, la piadosísima cristiana que tan meritoria se había hecho a los
ojos de la Iglesia de Cristo por la horrenda e inolvidable carnicería de San Bartolomé; la
reina Catalina, decimos, tenía a su servicio un sacerdote apóstata jacobino. Sumamente
versado en el “negro arte” tan patrocinado siempre por la familia de los Médicis, se
había hecho acreedor a la gratitud y protección de su piadosa señora, merced a su
destreza sin igual en matar las gentes a distancia y sin responsabilidad, torturando por
medio de varios hechizos a sus figuras de cera. El proceso ha sido descrito repetidas
veces y apenas necesitamos repetirlo.
Carlos estaba en cama, atacado de incurable dolencia. La reina madre, que con la
muerte del paciente iba a perderlo todo, recurrió a la necromancia y quiso consultar el
oráculo de la “cabeza sangrienta”. Esta operación infernal requería la decapitación de un
niño que debía poseer una gran hermosura y pureza. Dicho niño había sido preparado
para su primera comunión por el capellán de Palacio, el cual estaba enterado del infame
proyecto, Llegado el día señalado para la ejecución de éste, y en punto de la media
noche, en el aposento del enfermo y en presencia únicamente de Catalina y de unos
cuantos de sus confederados, se celebró la “misa del diablo”. Permítasenos citar el resto
de la historia tal y como la encontramos en una de las obras de Lévi: “En esta misa,
celebrada ante la imagen del demonio teniendo bajo sus pies una cruz invertida, el
hechicero–sacerdote consagraba dos hostias, negra y grande la una, blanca y pequeña la
otra. Esta se dió al niño, al cual conducían vestido de blanco como para el bautismo, y a
quien mataron en las mismas gradas del altar inmediatamente después de su comunión.
La cabeza, separada de un solo golpe del tronco, fue colocada, aún palpitante, sobre la
gran hostia negra que cubría a la patena, y luego fue dejada encima de una mesa, en la
cual ardían algunas lámparas fúnebres. Comenzó entonces el exorcismo. El demonio
tenía que pronunciar un oráculo y contestar por mediación de la cabeza cortada a una
pregunta secreta que el rey no se atrevía a pronunciar en alta voz y que no había sido
comunicada a nadie… En aquel momento, una voz débil, una extraña voz que nada
tenía ya de humana, se dejó oír en la cabeza del infeliz y pequeño mártir…” Pero de
nada sirvió semejante crimen de hechicería, porque el rey murió y… ¡Catalina de
Médicis continuó siendo la fiel hija de Roma! Y es lo notable, que el escritor católico
Des Mousseaux, que en su Demonología usa con tan excesiva libertad los materiales de
la obra de Bodin para formular su formidable acusación contra “los espiritistas y otros
hechiceros”, haya pasado cuidadosamente por alto tan interesante episodio.
Es también un hecho bien probado que el Papa Silvestre II fue acusado públicamente
por el cardenal Benno de encantador y hechicero. La “cabeza oracular” de bronce
fabricada por Su Santidad, era de la misma especie que la construida por Alberto
Magno, que fue hecha pedazos por Tomás de Aquino, no porque fuese obra del
demonio o por él estuviese habitada, sino porque el espíritu que estaba encerrado en
ella por la fuerza magnética, hablaba sin parar como una taravilla, y su charla continua
impedía al elocuente santo el trabajar en sus problemas filosóficos. Semejantes cabezas
y hasta estatuas parlantes completas, solemnes trofeos de la ciencia mágica de monjes
y obispos, eran meros “facsímiles” de los dioses “animados” de los antiguos templos. La
acusación contra el Papa resultó cierta en aquella época, y se le probó también que
estaba acompañado constantemente de “demonios” o “espíritus”. En el capítulo
anterior hemos ' mencionado a Benedicto IX, a Juan XX y a los Gregorios VI y VII, todos
los cuales eran conocidos como magos. Este último Papa era, además, el famoso
Hildebrando, del cual se ha dicho que era tan diestro “en hacer salir rayos de la
bocamanga de su vestido”, que ello dió motivo al respetable escritor espiritista Mr.
Howitt, para creer que era tal el origen del célebre “rayo del Vaticano”.
En cuanto a las hazañas mágicas del obispo de Ratisbona y del “angélico” doctor
Tomás de Aquino, son demasiado conocidas para relatarlas de nuevo. Si el prelado
católico era tan hábil para hacer creer a las gentes durante una cruda noche de invierno
que estaban gozando de las delicias de un espléndido día de verano, y que los
carámbanos pendientes de las ramas de los árboles del jardín eran otros tantos frutos
tropicales, también los magos de la India, aun hoy mismo, y sin necesidad de dios ni
diablo alguno fuera de su conocimiento de leyes no conocidas de la Naturaleza, pueden
poner en juego ante su asombrado público semejantes poderes biológicos, pues que
todos estos pretendidos “milagros”, son producidos por un mismo y dormido poder
humano que nos es inherente a todos, cifrándose sólo el problema en saber
desarrollarlos.
Durante lo época de la Reforma el estudio de la magia y de la alquimia había
adquirido tal preponderancia entre el clero, que dió lugar a los mayores escándalos. El
cardenal Wolsey fue acusado públicamente ante el Tribunal y el Consejo privado, de
complicidad con un hombre llamado Wood, conocidísimo como hechicero, y el cual
declaró: “Mi señor, el cardenal, posee un anillo de tal virtud que cualquier cosa que desea
de la gracia de los reyes le es concedida…”, añadiendo: “Maese Cromwell, cuando servía
como criado en casa de mi señor el cardenal…, leía muchos de sus libros y especialmente
el llamado Libro de Salomón, y estudiaba las virtudes que, según el canon del rey, poseen
los metales todos”. Este caso, juntamente con otros igualmente curiosos, pueden verse
entre los papeles de Cromwell, en la oficina de Archivos de la Casa de Documentos
públicos.
En dicho Archivo se conserva asimismo una relación de las aventuras de cierto
sacerdote llamado William Stapleton, que fue preso como conjurado durante el
reinado de Enrique VIII El sacerdote siciliano a quien Benvenuto Cellini llama
nigromántico, se hizo famoso por sus afortunadas conjuraciones en las que no fue
molestado jamás. La notable aventura que con él tuvo Cellini en el Coliseo de Roma, en
donde el sacerdote conjuró a una legión entera de diablos, es harto conocida del
público ilustrado. Por supuesto que el subsiguiente encuentro de Cellini con su amiga,
predicho y anunciado con todos sus detalles por el conjurador, en el tiempo preciso
fijado por él, será considerado siempre por los frívolos y los escépticos como una “mera
y curiosa coincidencia”.
A últimos del siglo XVI, con dificultad podía encontrarse la más ínfima parroquia en la
cual no se entregasen sus vicarios al estudio de la magia y de la alquimia. La práctica del
exorcismo para expeler los diablos al modo de como lo realizase Cristo –quien, dicho
sea de paso, no empleó jamás tal procedimiento –condujo al clero a la “sagrada magia”
en oposición al “negro arte”, de cuyo crimen eran acusados todos cuantos no era monjes
o sacerdotes. Los conocimientos ocultos espigados por la Iglesia Romana en los, en otro
tiempo fértiles, campos de la Teurgia, los reservaba ella cuidadosamente para su propio
uso, y enviaba únicamente al patíbulo, mediante la Inquisición, a cuantos prácticos
cazaban furtivamente en los campos de aquella Ciencia de ciencias. Los anales de la
Historia así lo comprueban. “Sólo en el transcurso de quince años (1580 a 1595) –dice
Tomás Wright en su obra Magia y Hechicería –y en el limitadísimo territorio de la
Lorena, el inquisidor Remigius quemó implacable a unos novecientos brujos de ambos
sexos”. En tales tiempos publicaba Bodin su célebre obra dicha.
Así, mientras que el clero ortodoxo evocaba legiones enteras de “demonios” por
medio de encantos mágicos sin ser molestado por las autoridades, con tal que no
enseñase ninguna Herejía y se mantuviese fiel a los dogmas establecidos, se
perpetraban, por otra parte, actos de inaudita crueldad en las personas de pobres locos.
Por ejemplo, Gabriel Malagrida, anciano de ochenta años, fue quemado por estos
verdugos estilo Jack Ketches, en 1761. Existe en la biblioteca de Amsterdam una copia
de su famoso proceso, traducido de la edición de Lisboa. Malagrida, en efecto, fué
acusado de hechicería y de mantener pacto con el diablo, el cual ¡le había revelado lo
futuro!… La profecía comunicada por “el enemigo del género humano” al pobre jesuita
visionario aquél, está concebida en estos términos: "El reo ha confesado que el
demonio, bajo la forma de la bienaventurada Virgen María, le ha ordenado el escribir la
vida del Anticristo; que tenían que existir, a bien decir, tres Anticristos sucesivos, y que
el último nacería en Milán del sacrílego comercio de un fraile con una monja, en
1920…”, y otras enormidades más a este tenor.
…Bajo este tan cristiano estandarte6, y en el breve espacio de catorce años, Tomás de
Torquemada, confesor de la reina Isabel la Católica, quemó a más de diez mil personas
y sentenció al tormento a otras ochenta mil. Orobio, el famoso escritor que, por espacio
de tanto tiempo permaneció encarcelado escapando difícilmente a la hoguera,
inmortalizó esta institución en sus obras una vez que se vio libertado en Holanda, no
encontrando mejor argumento contra la Santa Iglesia que abrazar la fe judaica, y hasta
someterse a la circuncisión.
…Granger, por su parte, nos refiere la historia de aquel famoso caballo a quien, por
artes mágicas, se decía que se le había enseñado a señalar los lugares en un mapa y la
hora en el reloj. El caballo y su dueño fueron acusados por el Santo Oficio de tener
pacto con el demonio y ambos fueron quemados, con gran ceremonia, como hechiceros,
en un auto de fe celebrado en Lisboa el año de 1601. Tamaña institución del
Cristianismo llegó a tener hasta su correspondiente Dante que la inmortalizase:
“Macedo, jesuita portugués –dice el autor de la Demonología –descubrió el origen de la
Santa Inquisición nada menos que en el paraíso terrenal, pretendiendo que el mismo
Dios fue el primero que empezó a desempeñar el oficio de inquisidor, tanto con Caín
como con los impíos fabricantes de la Torre de Babel”.
Ciertamente, añadimos, que en ninguna parte fueron más practicadas por el clero las
artes de la hechicería y de la magia que en España y Portugal, debido a que los moros
habían estado siempre versadísimos en las ciencias ocultas, y a que en Toledo,
Salamanca, Sevilla, etc., existieron grandes escuelas de magia. Los cabalistas
salmantinos es fama que eran muy expertos en todas las ciencias ocultas; conocían las
virtudes de las piedras preciosas y habían arrancado a la Inquisición sus más preciados
secretos.
El cura de Barjota, de la diócesis española de Calahorra, vino a ser la maravilla del siglo
XVI por sus mágicos poderes. El más extraordinario de sus hechos era el de poderse
trasladar a los países más distantes, presenciar en ellos los más interesantes sucesos y
profetizarlos luego al volver a su vicaría. Añade la Crónica que el cura contaba al efecto
con un demonio familiar, pero que luego fue ingrato con éste, dándose trazas para
engañarle. Informado por el tal demonio acerca de una conspiración que se tramaba
contra el Papa por sus galanteos excesivos con cierta hermosa dama, el buen cura se
transportó en doble astral a Roma, salvando así la vida de Su Santidad. Después de ello
se arrepintió; confesó sus pecados al galante Papa, y fue absuelto. “A su regreso de
6 Se refiere al estandarte de la Santa Inquisición, sacado de un original que existe en la biblioteca de El
Escorial, donde, al pie del inmaculado trono del Todopoderoso, figura una cruz carmesí con una rama de
olivo a un lado y al otro una espada tinta en sangre hasta su empuñadura y escrito en letras de oro el
lema de los Salmos, que dice: Exurge, Domine, et judica causam mean.
Roma, y por mera fórmula, fue puesto bajo la custodia de los inquisidores, pero fue
perdonado y recobró su libertad al poco tiempo”.
Fray Pedro, monje dominico del siglo XVI –el propio mago que se dice regaló al
famoso licenciado Eugenio Torralba, médico del almirante de Castilla, un demonio
llamado Ezequiel –debió su mucha fama al subsiguiente proceso que por ello hubo de
descargar sobre el antedicho Torralba. El extraordinario proceso está descrito en los
documentos que se conservan en los Archivos de la Inquisición. El cardenal de Volterra
y el de Santa Cruz testimonian que vieron a Ezequiel y tuvieron íntimos tratos con el
mismo, quien, a la postre, resultó ser, durante el resto de la vida de Torralba, un
elemental puro y bondadoso, que llevó a cabo mil acciones benéficas y se mantuvo fiel
a dicho médico hasta el último momento de su vida. La propia Inquisición, teniendo en
cuenta esto, absolvió a Torralba, y, aunque la sátira de Cervantes le ha asegurado una
fama inmortal, ni Torralba, ni el monje Pedro son unos héroes ficticios, sino personajes
históricos, citados en los documentos eclesiásticos que existen en Roma y en Cuenca,
en cuya ciudad se ventiló el proceso el día 29 de Enero de 1530.
El libro del Dr. W. G. Soldan, Geschichte der Hexen procese, aus den Quellen
dargestelli, de Stutgart, ha llegado a ser tan famoso en Alemania como en Francia lo
fuera la Demonología, de Bodin. Es el tratado alemán más completo sobre la hechicería
en el siglo XVI, y cuantos sientan interés por saber las secretas maquinaciones que
motivaron aquellos asesinatos a millares perpetrados por un clero que pretendía creer
en el diablo, las encontrará divulgadas en dicha obra. El verdadero origen de las diarias
acusaciones y sentencias de muerte por hechicería es hábilmente atribuido a
enemistades políticas y personales, en especial al odio de los católicos contra los
protestantes. La astuta labor de los jesuitas se manifiesta en cada una de las páginas de
aquellas sangrientas tragedias, y en Bamberg y Wurzbourg, donde estos dignos hijos de
Loyola eran más poderosos por aquel tiempo, eran donde con más frecuencia se
presentaban los casos de hechiceria.
Los falsificadores eclesiásticos que acusan a la magia, al espiritismo y hasta el
magnetismo de ser producidos por el demonio, o han olvidado o jamás han leído a los
clásicos. Ninguno de nuestros hipócritas han mirado con más desprecio los abusos de la
magia como el verdadero iniciado de la antigüedad. Ninguna ley medioeval ni moderna
pudo ser tan severa como la del hierofante, porque si bien expulsaba al brujo
“inconsciente”, a la persona perturbada por un demonio, del interior de los templos, los
sacerdotes, en lugar de quemarlos despiadadamente, cuidaban con tierna solicitud al
infeliz “poseso” en hospitales donde se le devolvía la salud. Pero respecto de aquel que,
por medio de hechicería consciente, había adquirido poderes peligrosos para sus
semejantes, los sacerdotes de la antigüedad eran severísimos. “Cualquier persona
accidentalmente culpable de homicidio, o convicta de brujería era excluida de los
misterios de Eleusis” –dice Taylor en su obra Los Misterios báquicos y eleusinos –La
pretensión de Agustín de que todas las explicaciones dadas sobre ello por los
neoplatónicos eran invenciones de éstos, es absurda, por cuanto casi todas ellas están
expuestas, más o menos explícitamente, por el propio Platón. Los Misterios son tan
antiguos como el mundo, y cualquiera bien versado en el esoterismo de las mitologías
de las diversas naciones puede seguir sus huellas hasta los días del período antevédico
en la India. En ésta se exige al candidato a la iniciación la virtud y pureza más estrictas,
tanto si pretende ser un Sannyasi, un santo, como si desea ser un Purohita o sacerdote
público, bien, en fin, si se contenta con ser un mero faquir… ¡Indudablemente el
ejercicio de las virtudes exigidas aún para este último caso, es incompatible con la idea
que aquí en Occidente tenemos del culto diabólico y de sus lascivos fines!…
Estos faquires, aunque no pueden pasar nunca del primer grado de la iniciación, son,
no obstante los únicos agentes entre el mundo de los vivos y los “silenciosos hermanos”,
o sannyasis, quienes jamás cruzan ya los umbrales de sus sagradas viviendas. Los
fukarayoguis están eternamente adscriptos a sus templos y, ¿quién sabe si estos
cenobitas, aislados así del mundo profano, tienen que ver mucho más de lo que
comúnmente se cree, con los fenómenos psicológicos operados siempre bajo su oculta
dirección por los faquires, tan gráficamente descriptos por Luis Jacolliot…, ese
“escéptico y empedernido racionalista” como él mismo se jacta de ser en su obra
L´Espiritisme dans le monde?… No obstante su incorregible racionalismo, este autor
francés se vio obligado a admitir las mayores maravillas respecto de los faquires, vistas
por su propios ojos en su larga residencia en la India.
Por regla general los brahmanes –dice Jacolliot –rara vez pasan de la clase de grihastas
o sacerdotes de las castas vulgares, y purohilas, exorcistas, adivinos, profetas y
evocadores de espíritus. Y no obstante vemos… que estos iniciados del grado inferior
se atribuyen, y parecen poseer en efecto, unas facultades desarrolladas hasta un grado
tal, que jamás han sido igualadas en Europa. En cuanto a los iniciados pertenecientes a
la segunda y en especial a la tercera categoría, tienen la pretensión de no conocer el
tiempo ni el espacio, y de ser hasta dueños de la muerte y de la vida. Iniciados de estas
clases confiesa Jacolliot que no los encontró nunca, porque, –añade –“no se les ve jamás
ni en las cercanías ni aun en el interior de los templos, excepto en la fiesta lustral del
fuego sagrado. En esta ocasión aparecen a media noche, en una plataforma erigida en el
centro del estanque sagrado, cual otros tantos espectros, e iluminando el espacio con
sus conjuros. Una brillante columna de luz se eleva en torno de ellos desde el suelo al
cielo; surcan el aire los más extraños sonidos y los cinco o seis mil fieles llegados de
todos los puntos de la India para contemplar un instante a aquellos semidioses, se
prosternan invocando a las almas de sus antepasados queridos”.
_
ASESINATO A DISTANCIA7
En la famosa obra de Bodin La Demonomanie; ou traité des Sorciers (París, 1587) se
relata una espeluznante historia acerca de Catalina de Médicis. El autor era un
ilustre escritor, quien durante veinticinco años estuvo coleccionando documentos
auténticos, sacados de los archivos de las más importantes ciudades de Francia,
para escribir una obra completa acerca de la hechicería y el poder de “los demonios”.
Semejante libro presenta, según la gráfica expresión de Eliphas Lévi, la más notable
colección que darse puede acerca de “los hechos más sangrientos y espantosos, los más
repugnantes actos de superstición, los encarcelamientos y ejecuciones capitales de más
estúpida ferocidad”.
–¡Quememos a todo el mundo! –parecía decir la Inquisición –Dios distinguirá
fácilmente a los suyos.
Locos infelices, mujeres histéricas e idiotas, eran quemadas vivas, sin compasión
alguna, por el crimen de “magia”. Pero al mismo tiempo, ¡cuántos y cuán grandes
criminales no escaparon a esta injusta y sanguinaria justicia! Esto es lo que nos hace
apreciar perfectamente Bodin.
Catalina de Médicis, la piadosísima cristiana que tan meritoria se había hecho a los
ojos de la Iglesia de Cristo por la horrenda e inolvidable carnicería de San Bartolomé; la
reina Catalina, decimos, tenía a su servicio un sacerdote apóstata jacobino. Sumamente
versado en el “negro arte” tan patrocinado siempre por la familia de los Médicis, se
había hecho acreedor a la gratitud y protección de su piadosa señora, merced a su
destreza sin igual en matar las gentes a distancia y sin responsabilidad, torturando por
medio de varios hechizos a sus figuras de cera. El proceso ha sido descrito repetidas
veces y apenas necesitamos repetirlo.
Carlos estaba en cama, atacado de incurable dolencia. La reina madre, que con la
muerte del paciente iba a perderlo todo, recurrió a la necromancia y quiso consultar el
oráculo de la “cabeza sangrienta”. Esta operación infernal requería la decapitación de un
niño que debía poseer una gran hermosura y pureza. Dicho niño había sido preparado
para su primera comunión por el capellán de Palacio, el cual estaba enterado del infame
proyecto, Llegado el día señalado para la ejecución de éste, y en punto de la media
noche, en el aposento del enfermo y en presencia únicamente de Catalina y de unos
cuantos de sus confederados, se celebró la “misa del diablo”. Permítasenos citar el resto
de la historia tal y como la encontramos en una de las obras de Lévi: “En esta misa,
celebrada ante la imagen del demonio teniendo bajo sus pies una cruz invertida, el
hechicero–sacerdote consagraba dos hostias, negra y grande la una, blanca y pequeña la
otra. Esta se dió al niño, al cual conducían vestido de blanco como para el bautismo, y a
quien mataron en las mismas gradas del altar inmediatamente después de su comunión.
La cabeza, separada de un solo golpe del tronco, fue colocada, aún palpitante, sobre la
gran hostia negra que cubría a la patena, y luego fue dejada encima de una mesa, en la
cual ardían algunas lámparas fúnebres. Comenzó entonces el exorcismo. El demonio
tenía que pronunciar un oráculo y contestar por mediación de la cabeza cortada a una
pregunta secreta que el rey no se atrevía a pronunciar en alta voz y que no había sido
comunicada a nadie… En aquel momento, una voz débil, una extraña voz que nada
tenía ya de humana, se dejó oír en la cabeza del infeliz y pequeño mártir…” Pero de
nada sirvió semejante crimen de hechicería, porque el rey murió y… ¡Catalina de
Médicis continuó siendo la fiel hija de Roma! Y es lo notable, que el escritor católico
Des Mousseaux, que en su Demonología usa con tan excesiva libertad los materiales de
la obra de Bodin para formular su formidable acusación contra “los espiritistas y otros
hechiceros”, haya pasado cuidadosamente por alto tan interesante episodio.
Es también un hecho bien probado que el Papa Silvestre II fue acusado públicamente
por el cardenal Benno de encantador y hechicero. La “cabeza oracular” de bronce
fabricada por Su Santidad, era de la misma especie que la construida por Alberto
Magno, que fue hecha pedazos por Tomás de Aquino, no porque fuese obra del
demonio o por él estuviese habitada, sino porque el espíritu que estaba encerrado en
ella por la fuerza magnética, hablaba sin parar como una taravilla, y su charla continua
impedía al elocuente santo el trabajar en sus problemas filosóficos. Semejantes cabezas
y hasta estatuas parlantes completas, solemnes trofeos de la ciencia mágica de monjes
y obispos, eran meros “facsímiles” de los dioses “animados” de los antiguos templos. La
acusación contra el Papa resultó cierta en aquella época, y se le probó también que
estaba acompañado constantemente de “demonios” o “espíritus”. En el capítulo
anterior hemos ' mencionado a Benedicto IX, a Juan XX y a los Gregorios VI y VII, todos
los cuales eran conocidos como magos. Este último Papa era, además, el famoso
Hildebrando, del cual se ha dicho que era tan diestro “en hacer salir rayos de la
bocamanga de su vestido”, que ello dió motivo al respetable escritor espiritista Mr.
Howitt, para creer que era tal el origen del célebre “rayo del Vaticano”.
En cuanto a las hazañas mágicas del obispo de Ratisbona y del “angélico” doctor
Tomás de Aquino, son demasiado conocidas para relatarlas de nuevo. Si el prelado
católico era tan hábil para hacer creer a las gentes durante una cruda noche de invierno
que estaban gozando de las delicias de un espléndido día de verano, y que los
carámbanos pendientes de las ramas de los árboles del jardín eran otros tantos frutos
tropicales, también los magos de la India, aun hoy mismo, y sin necesidad de dios ni
diablo alguno fuera de su conocimiento de leyes no conocidas de la Naturaleza, pueden
poner en juego ante su asombrado público semejantes poderes biológicos, pues que
todos estos pretendidos “milagros”, son producidos por un mismo y dormido poder
humano que nos es inherente a todos, cifrándose sólo el problema en saber
desarrollarlos.
Durante lo época de la Reforma el estudio de la magia y de la alquimia había
adquirido tal preponderancia entre el clero, que dió lugar a los mayores escándalos. El
cardenal Wolsey fue acusado públicamente ante el Tribunal y el Consejo privado, de
complicidad con un hombre llamado Wood, conocidísimo como hechicero, y el cual
declaró: “Mi señor, el cardenal, posee un anillo de tal virtud que cualquier cosa que desea
de la gracia de los reyes le es concedida…”, añadiendo: “Maese Cromwell, cuando servía
como criado en casa de mi señor el cardenal…, leía muchos de sus libros y especialmente
el llamado Libro de Salomón, y estudiaba las virtudes que, según el canon del rey, poseen
los metales todos”. Este caso, juntamente con otros igualmente curiosos, pueden verse
entre los papeles de Cromwell, en la oficina de Archivos de la Casa de Documentos
públicos.
En dicho Archivo se conserva asimismo una relación de las aventuras de cierto
sacerdote llamado William Stapleton, que fue preso como conjurado durante el
reinado de Enrique VIII El sacerdote siciliano a quien Benvenuto Cellini llama
nigromántico, se hizo famoso por sus afortunadas conjuraciones en las que no fue
molestado jamás. La notable aventura que con él tuvo Cellini en el Coliseo de Roma, en
donde el sacerdote conjuró a una legión entera de diablos, es harto conocida del
público ilustrado. Por supuesto que el subsiguiente encuentro de Cellini con su amiga,
predicho y anunciado con todos sus detalles por el conjurador, en el tiempo preciso
fijado por él, será considerado siempre por los frívolos y los escépticos como una “mera
y curiosa coincidencia”.
A últimos del siglo XVI, con dificultad podía encontrarse la más ínfima parroquia en la
cual no se entregasen sus vicarios al estudio de la magia y de la alquimia. La práctica del
exorcismo para expeler los diablos al modo de como lo realizase Cristo –quien, dicho
sea de paso, no empleó jamás tal procedimiento –condujo al clero a la “sagrada magia”
en oposición al “negro arte”, de cuyo crimen eran acusados todos cuantos no era monjes
o sacerdotes. Los conocimientos ocultos espigados por la Iglesia Romana en los, en otro
tiempo fértiles, campos de la Teurgia, los reservaba ella cuidadosamente para su propio
uso, y enviaba únicamente al patíbulo, mediante la Inquisición, a cuantos prácticos
cazaban furtivamente en los campos de aquella Ciencia de ciencias. Los anales de la
Historia así lo comprueban. “Sólo en el transcurso de quince años (1580 a 1595) –dice
Tomás Wright en su obra Magia y Hechicería –y en el limitadísimo territorio de la
Lorena, el inquisidor Remigius quemó implacable a unos novecientos brujos de ambos
sexos”. En tales tiempos publicaba Bodin su célebre obra dicha.
Así, mientras que el clero ortodoxo evocaba legiones enteras de “demonios” por
medio de encantos mágicos sin ser molestado por las autoridades, con tal que no
enseñase ninguna Herejía y se mantuviese fiel a los dogmas establecidos, se
perpetraban, por otra parte, actos de inaudita crueldad en las personas de pobres locos.
Por ejemplo, Gabriel Malagrida, anciano de ochenta años, fue quemado por estos
verdugos estilo Jack Ketches, en 1761. Existe en la biblioteca de Amsterdam una copia
de su famoso proceso, traducido de la edición de Lisboa. Malagrida, en efecto, fué
acusado de hechicería y de mantener pacto con el diablo, el cual ¡le había revelado lo
futuro!… La profecía comunicada por “el enemigo del género humano” al pobre jesuita
visionario aquél, está concebida en estos términos: "El reo ha confesado que el
demonio, bajo la forma de la bienaventurada Virgen María, le ha ordenado el escribir la
vida del Anticristo; que tenían que existir, a bien decir, tres Anticristos sucesivos, y que
el último nacería en Milán del sacrílego comercio de un fraile con una monja, en
1920…”, y otras enormidades más a este tenor.
…Bajo este tan cristiano estandarte6, y en el breve espacio de catorce años, Tomás de
Torquemada, confesor de la reina Isabel la Católica, quemó a más de diez mil personas
y sentenció al tormento a otras ochenta mil. Orobio, el famoso escritor que, por espacio
de tanto tiempo permaneció encarcelado escapando difícilmente a la hoguera,
inmortalizó esta institución en sus obras una vez que se vio libertado en Holanda, no
encontrando mejor argumento contra la Santa Iglesia que abrazar la fe judaica, y hasta
someterse a la circuncisión.
…Granger, por su parte, nos refiere la historia de aquel famoso caballo a quien, por
artes mágicas, se decía que se le había enseñado a señalar los lugares en un mapa y la
hora en el reloj. El caballo y su dueño fueron acusados por el Santo Oficio de tener
pacto con el demonio y ambos fueron quemados, con gran ceremonia, como hechiceros,
en un auto de fe celebrado en Lisboa el año de 1601. Tamaña institución del
Cristianismo llegó a tener hasta su correspondiente Dante que la inmortalizase:
“Macedo, jesuita portugués –dice el autor de la Demonología –descubrió el origen de la
Santa Inquisición nada menos que en el paraíso terrenal, pretendiendo que el mismo
Dios fue el primero que empezó a desempeñar el oficio de inquisidor, tanto con Caín
como con los impíos fabricantes de la Torre de Babel”.
Ciertamente, añadimos, que en ninguna parte fueron más practicadas por el clero las
artes de la hechicería y de la magia que en España y Portugal, debido a que los moros
habían estado siempre versadísimos en las ciencias ocultas, y a que en Toledo,
Salamanca, Sevilla, etc., existieron grandes escuelas de magia. Los cabalistas
salmantinos es fama que eran muy expertos en todas las ciencias ocultas; conocían las
virtudes de las piedras preciosas y habían arrancado a la Inquisición sus más preciados
secretos.
El cura de Barjota, de la diócesis española de Calahorra, vino a ser la maravilla del siglo
XVI por sus mágicos poderes. El más extraordinario de sus hechos era el de poderse
trasladar a los países más distantes, presenciar en ellos los más interesantes sucesos y
profetizarlos luego al volver a su vicaría. Añade la Crónica que el cura contaba al efecto
con un demonio familiar, pero que luego fue ingrato con éste, dándose trazas para
engañarle. Informado por el tal demonio acerca de una conspiración que se tramaba
contra el Papa por sus galanteos excesivos con cierta hermosa dama, el buen cura se
transportó en doble astral a Roma, salvando así la vida de Su Santidad. Después de ello
se arrepintió; confesó sus pecados al galante Papa, y fue absuelto. “A su regreso de
6 Se refiere al estandarte de la Santa Inquisición, sacado de un original que existe en la biblioteca de El
Escorial, donde, al pie del inmaculado trono del Todopoderoso, figura una cruz carmesí con una rama de
olivo a un lado y al otro una espada tinta en sangre hasta su empuñadura y escrito en letras de oro el
lema de los Salmos, que dice: Exurge, Domine, et judica causam mean.
Roma, y por mera fórmula, fue puesto bajo la custodia de los inquisidores, pero fue
perdonado y recobró su libertad al poco tiempo”.
Fray Pedro, monje dominico del siglo XVI –el propio mago que se dice regaló al
famoso licenciado Eugenio Torralba, médico del almirante de Castilla, un demonio
llamado Ezequiel –debió su mucha fama al subsiguiente proceso que por ello hubo de
descargar sobre el antedicho Torralba. El extraordinario proceso está descrito en los
documentos que se conservan en los Archivos de la Inquisición. El cardenal de Volterra
y el de Santa Cruz testimonian que vieron a Ezequiel y tuvieron íntimos tratos con el
mismo, quien, a la postre, resultó ser, durante el resto de la vida de Torralba, un
elemental puro y bondadoso, que llevó a cabo mil acciones benéficas y se mantuvo fiel
a dicho médico hasta el último momento de su vida. La propia Inquisición, teniendo en
cuenta esto, absolvió a Torralba, y, aunque la sátira de Cervantes le ha asegurado una
fama inmortal, ni Torralba, ni el monje Pedro son unos héroes ficticios, sino personajes
históricos, citados en los documentos eclesiásticos que existen en Roma y en Cuenca,
en cuya ciudad se ventiló el proceso el día 29 de Enero de 1530.
El libro del Dr. W. G. Soldan, Geschichte der Hexen procese, aus den Quellen
dargestelli, de Stutgart, ha llegado a ser tan famoso en Alemania como en Francia lo
fuera la Demonología, de Bodin. Es el tratado alemán más completo sobre la hechicería
en el siglo XVI, y cuantos sientan interés por saber las secretas maquinaciones que
motivaron aquellos asesinatos a millares perpetrados por un clero que pretendía creer
en el diablo, las encontrará divulgadas en dicha obra. El verdadero origen de las diarias
acusaciones y sentencias de muerte por hechicería es hábilmente atribuido a
enemistades políticas y personales, en especial al odio de los católicos contra los
protestantes. La astuta labor de los jesuitas se manifiesta en cada una de las páginas de
aquellas sangrientas tragedias, y en Bamberg y Wurzbourg, donde estos dignos hijos de
Loyola eran más poderosos por aquel tiempo, eran donde con más frecuencia se
presentaban los casos de hechiceria.
Los falsificadores eclesiásticos que acusan a la magia, al espiritismo y hasta el
magnetismo de ser producidos por el demonio, o han olvidado o jamás han leído a los
clásicos. Ninguno de nuestros hipócritas han mirado con más desprecio los abusos de la
magia como el verdadero iniciado de la antigüedad. Ninguna ley medioeval ni moderna
pudo ser tan severa como la del hierofante, porque si bien expulsaba al brujo
“inconsciente”, a la persona perturbada por un demonio, del interior de los templos, los
sacerdotes, en lugar de quemarlos despiadadamente, cuidaban con tierna solicitud al
infeliz “poseso” en hospitales donde se le devolvía la salud. Pero respecto de aquel que,
por medio de hechicería consciente, había adquirido poderes peligrosos para sus
semejantes, los sacerdotes de la antigüedad eran severísimos. “Cualquier persona
accidentalmente culpable de homicidio, o convicta de brujería era excluida de los
misterios de Eleusis” –dice Taylor en su obra Los Misterios báquicos y eleusinos –La
pretensión de Agustín de que todas las explicaciones dadas sobre ello por los
neoplatónicos eran invenciones de éstos, es absurda, por cuanto casi todas ellas están
expuestas, más o menos explícitamente, por el propio Platón. Los Misterios son tan
antiguos como el mundo, y cualquiera bien versado en el esoterismo de las mitologías
de las diversas naciones puede seguir sus huellas hasta los días del período antevédico
en la India. En ésta se exige al candidato a la iniciación la virtud y pureza más estrictas,
tanto si pretende ser un Sannyasi, un santo, como si desea ser un Purohita o sacerdote
público, bien, en fin, si se contenta con ser un mero faquir… ¡Indudablemente el
ejercicio de las virtudes exigidas aún para este último caso, es incompatible con la idea
que aquí en Occidente tenemos del culto diabólico y de sus lascivos fines!…
Estos faquires, aunque no pueden pasar nunca del primer grado de la iniciación, son,
no obstante los únicos agentes entre el mundo de los vivos y los “silenciosos hermanos”,
o sannyasis, quienes jamás cruzan ya los umbrales de sus sagradas viviendas. Los
fukarayoguis están eternamente adscriptos a sus templos y, ¿quién sabe si estos
cenobitas, aislados así del mundo profano, tienen que ver mucho más de lo que
comúnmente se cree, con los fenómenos psicológicos operados siempre bajo su oculta
dirección por los faquires, tan gráficamente descriptos por Luis Jacolliot…, ese
“escéptico y empedernido racionalista” como él mismo se jacta de ser en su obra
L´Espiritisme dans le monde?… No obstante su incorregible racionalismo, este autor
francés se vio obligado a admitir las mayores maravillas respecto de los faquires, vistas
por su propios ojos en su larga residencia en la India.
Por regla general los brahmanes –dice Jacolliot –rara vez pasan de la clase de grihastas
o sacerdotes de las castas vulgares, y purohilas, exorcistas, adivinos, profetas y
evocadores de espíritus. Y no obstante vemos… que estos iniciados del grado inferior
se atribuyen, y parecen poseer en efecto, unas facultades desarrolladas hasta un grado
tal, que jamás han sido igualadas en Europa. En cuanto a los iniciados pertenecientes a
la segunda y en especial a la tercera categoría, tienen la pretensión de no conocer el
tiempo ni el espacio, y de ser hasta dueños de la muerte y de la vida. Iniciados de estas
clases confiesa Jacolliot que no los encontró nunca, porque, –añade –“no se les ve jamás
ni en las cercanías ni aun en el interior de los templos, excepto en la fiesta lustral del
fuego sagrado. En esta ocasión aparecen a media noche, en una plataforma erigida en el
centro del estanque sagrado, cual otros tantos espectros, e iluminando el espacio con
sus conjuros. Una brillante columna de luz se eleva en torno de ellos desde el suelo al
cielo; surcan el aire los más extraños sonidos y los cinco o seis mil fieles llegados de
todos los puntos de la India para contemplar un instante a aquellos semidioses, se
prosternan invocando a las almas de sus antepasados queridos”.
_
ASESINATO A DISTANCIA7
_
Cierta mañana de 1867, una espantosa noticia conmovió a todo el Oriente
europeo: Miguel Obrenovitch, rey de Servía; su tía Katinka, o Catalina, y la hija
de ésta, habían sido asesinados en pleno día en el propio jardín de su palacio, sin
saberse quiénes fueran los asesinos. El príncipe estaba cosido materialmente a
puñaladas y acribillado a tiros; la princesa Catalina tenía deshecha la cabeza a golpes, y
su joven hija agonizaba a consecuencia de sus heridas. Todas las circunstancias del
terrible crimen causaron, como era natural, una excitación y una ansiedad general
rayanas en la locura.
Desde aquel instante cruel, de Bucarest hasta Trieste, así en el Imperio austriaco como
en todos los países dependientes del dudoso protectorado de Turquía, ningún
aristócrata de sangre, ni príncipe, se creyó seguro y se extendió doquiera el rumor de
que aquel crimen político había sido ejecutado por Tzerno–Guorgey, o sea por el
príncipe Kara–Georgevitch. Numerosos inocentes fueron encarcelados, mientras que,
como suele suceder siempre, lograron escapar los verdaderos regicidas. Un niño, muy
amado en Servia, próximo pariente de las víctimas, fue sacado de un colegio parisiense,
conducido con toda pompa a Belgrado y coronado como rey de Servía bajo el nombre
de Hospodar.
Dado lo que son en todos los pueblos las pasiones políticas, la tragedia de Belgrado se
olvidó, borrándose con ello las rivalidades y odios que ella despertara. Pero había una
anciana matrona servía, ligada por los más íntimos afectos a la familia de los
Obrenovitch, y que, como Raquel, no se avenía fácilmente a consolarse con la muerte
de los suyos. Proclamado el joven Obrenovitch, sobrino que era del príncipe asesinado,
la matrona misteriosa vendió su patrimonio y desapareció de la vista de todos, no sin
jurar antes, sobre la tumba de las víctimas, que las vengaría.
Quien escribe esta verídica historia había pasado unos días en Belgrado tres meses
antes de cometerse el crimen, y conocía a la princesa Katinka, que era una criatura
muelle, abúlica, pero llena de bondad, y una perfecta parisina por su excelente trato y
educación. En cuanto a los personajes que figuran en esta narración, como aún viven,
ocultaré su s nombres bajo sus iniciales.
La anciana servía aquella de nuestro relato, que de tal manera había jurado venganza,
salía muy poco de su casa, ni aun para visitar de tarde en tarde a su amiga la princesa
Katinka. Lánguidamente reclinada sobre tapices y orientales almohadones y ataviada
7 Este relato está tomado de la Revista A Modern Panarion, quien inserta la carta que sobre él dirigió H. P.
B. al editor de The Sun.
con el típico vestido nacional, recordaba a la propia Sibila de Cumas en sus días de
tranquilo reposo y alejamiento del mundo.
Cierto que se contaban extrañas historias acerca de los conocimientos ocultos de
aquella solitaria mujer, circulando entre los huéspedes reunidos alrededor del hogar de
nuestra modesta posada relatos aterradores, capaces de poner los pelos de punta al
más valiente. El primo de una solterona tía de nuestro obeso posadero, había caído
cierto día bajo la garra de un vampiro cruel que estuvo a punto de desangrarle y matarle
con sus continuadas visitas nocturnas. Vanos fueron los esfuerzos del pobre cura de la
parroquia que le exorcizara, y ya desesperaban todos acerca de la victima, cuando
Gospoja P. –así llamaré desde ahora a la misteriosa sibila –le curó al joven, ahuyentando
al espíritu obsesor con sólo amenazarle con el puño y reprenderle en su propia lengua.
Allí, en Belgrado fue, pues, donde aprendí el curioso detalle de que todos los fantasmas
tienen un lenguaje peculiar suyo.
Añadamos también que Gospoja P., o séase la anciana en cuestión, tenía como
sirviente a una joven gitana de unos catorce años, procedente de Rumania, gitana
llamada a desempeñar un gran papel en este espantoso relato. Quiénes fueron los
padres de la muchacha y cuál el lugar de su, nacimiento, lo ignoraban todos, incluso ella
misma. A mí se me contó que una tropa de vagabundos la habían abandonado un día en
el patio de la Gospoja P., y que ella respondía por el nombre de Frosya o “la niña
sonámbula”, por su rara anormalidad de dormirse sonambúlicamente a la menor
insinuación y de hablar en este estado cual una médium autómata.
Por aquel entonces viajaba yo mucho. Diez y ocho meses después del asesinato del
príncipe servio, recorría la pintoresca comarca italiana de Banat en un carricoche de mi
propiedad, para el que iba alquilando sucesivamente caballo en las localidades que
visitaba.
Cierto día de mi peregrinación, extasiada con la contemplación de las bellezas del
paisaje, estuve a punto de atropellar, distraída, a un anciano sabio francés, quien, como
yo, recorría, aunque a pie, aquellos lugares. Simpatizamos ambos, y sin ceremonias
enfadosas, aceptó el puesto que yo le ofrecí de buena voluntad a mi lado, un modesto
asiento de heno en mi carro, de constante traqueteo. El nombre del científico francés
era célebre en las Sociedades consagradas a los estudios del magnetismo y sus
similares, como uno de los mejores discípulos de Dupotet.
–¡Cuánto me alegro de nuestro encuentro! –me dijo mi sabio compañero en el curso de
nuestra científica conversación. En esta solitaria Tebaida deliciosa he encontrado un
“sujeto sensitivo”, una muchacha de lo más notable que darse puede. ¡Es una maravilla, y
por su mediación tratamos esta noche, con su familia, de descubrir, mediante sus dotes
clarividentes, el misterio que rodea a cierto asesinato.
–¿De quién se trata? –pregunté curiosa.
–De una gitanilla rumana, quien parece se ha criado entre la familia del príncipe de
Servía, aquel príncipe que ya no existe, porque pronto, hará dos años que fue asesinado
del modo más miste… ¡Eh, diable, tened cuidado, que nos vamos a despeñar por ese
precipicio! – se interrumpió a sí propio el francés, arrebatándome las riendas del
caballo.
–¿Acaso el príncipe Obrenovitch? –exclamé alarmadísima.
–¡El mismo!, y como os digo –continuó el francés –pienso llegar junto a la aldea esta
misma noche para ultimar allí una serie de sesiones de magnetismo, desarrollando con
dicho fin una de las más admirables manifestaciones que yacen ocultas en el fondo de
nuestro espíritu. Si os prestáis a acompañarme, podréis servir de intérprete, puesto que
aquella familia no habla el francés.
A mí, con aquello, no me cabía la menor duda de que se trataba de Frosya y de que
Gospoja P. la acompañaría, como así resultó bien pronto.
Caía la tarde y llegábamos a la falda de una montaña: le vieux château, como el buen
francés dió en llamarla. En uno de aquellos sombríos albergues de la poética falda nos
detuvimos, sentándonos en un rústico banco de la entrada. Mientras que mi compañero
de viaje cuidaba galantemente de mi caballo, vi sobre un inseguro puentecillo de la
torrentera vecina la figura espectral, pálida y alta de mi antigua amiga Gospoja P…,
quien no pareció mostrar sorpresa alguna por ello. Al llegar a mí me saludó con el triple
beso en ambas mejillas, característico de Servia, y me condujo cariñosamente a su choza
de hiedra, donde, reclinada en una alfombrilla sobre la hierba y con la espalda contra la
pared, reconocí a la joven Frosya…
Frosya vestía el clásico traje válaco; una especie de turbante de gasa con cintas y
doradas medallitas; camisa blanca de mangas abiertas y falda de chillones colores. Su
cara presentaba una palidez extremada, sus ojos cerrados, daban a su cuerpo ese
aspecto de estatua peculiar a todos los sonámbulos clarividentes, hasta el punto de que,
a no ser por el ritmo respiratorio de su pecho adornado de medallas y sartas de collares
de cuentas, se la hubiera creído muerta. El francés me dijo que la había ya dormido de
igual modo que la noche antes, y sin reparar más en nuestra presencia, les dió unos
cuantos pases y la llevó al estado cataléptico. Cerróla después uno por uno los dedos de
la derecha, salvo el índice, con el cual la hizo señalar a la estrella de la tarde, que lucía
esplendorosa en el inmenso azul del cielo. Siguió así regulando los pases magnéticos y
manejando los invisibles pero poderosos fluidos de Frosya como un hábil pintor que da
los últimos toques a su cuadro. En aquel momento, la anciana le detuvo y le dijo en voz
baja:
–Esperad a las nueve, a que se oculte el hermoso lucero. Los vurdalakis vagan en
derredor y pueden contrarrestar nuestra influencia.
–¿Qué es lo que decís? –opuso, contrariado, el magnetizador.
Yo le expliqué a éste entonces qué eran en Oriente los vurdalakis y su perniciosa
intervención, tan temida por la anciana.
–¡Vurdalakis! ¡Bah! Harto tenemos ya con los espíritus cristianos que acaso nos honren
esta noche con su visita.
La Gospoja se había tornado pálida como una muerta; su entrecejo tenía un
fruncimiento pavoroso, y sus encendidos ojos chispeaban fatídicos.
–Decidle que no se chancée en momentos como los de estas horas nocturnas.
–exclamó –Este señor no conoce el país y no sabe que hasta la misma santa iglesia de
ahí enfrente sería impotente para protegernos contra la irritación de los vurdalakis.
Y, empujando con desagrado un manojo de hierbas que había dejado en el suelo el
botánico francés, añadió:
–¿Qué envoltorio es este? ¡Son plantas de verbena, la hierba de San Juan, que no
deben dejarse aquí, so pena de atraer a los vagabundos vampiros!
La noche había ya extendido su manto por completo, y la luna, con su luz plateada de
fantasmagóricos tintes, realzaba el misterioso ámbito del paisaje, en una de aquellas
placideces del Banat que resultan tan hermosas casi corno las del Oriente. Nos
hallábamos operando el fenómeno magnético, en medio de aquel campo, porque el
pobre párroco de la aldea había dicho al magnetizador:
–Alejaos del lugar, no sea que invadan su recinto y el de la iglesia vuestros demonios
extranjeros, contra los que, como extranjeros, no tendrán valor mis exorcismos.
El francés se había quitado su guardapolvo de viaje y arrollado las mangas de su
camisa, tomando la actitud teatral tan del caso en semejantes operaciones
magnetizadoras. Bajo sus dedos nerviosos, el fluido parecía resplandecer como luces
fosfóricas. Frosya, cara a cara de la luna, nos dejaba ver todos sus movimientos
convulsivos cual si de día fuese. Grandes goterones de sudor surgían de su frente,
resbalando por sus demacradas mejillas. Seguidamente la muchacha inició un lento
vaivén de inquietud, y comenzó a entonar una salmodia extraña, cuyas notas y palabras
recogía ávida Gospoja, transformada en la estatua de la atención, con su dedo huesoso
en los labios; los ojos saltándose de sus órbitas; su cuerpo inerte y una actitud de
ansiedad indescriptible, formando con la joven Frosya un contraste digno de ser
inmortalizado en un cuadro. Además, la escena toda que empezó seguidamente a
desarrollarse, era harto digna de cualquiera de las más trágicas del Macbeth: la infeliz
muchacha, retorciéndose atormentada bajo los tan invisibles corno poderosos fluidos
que sobre ella descargaba su tiránico magnetizador, y de otro lado la vieja matrona,
obsesionada por su sed ardiente de venganza, y esperando oír pronunciar, al fin, de un
momento a otro, el nombre del asesino de su amado príncipe servio. Hasta el
omnipotente magnetizador francés parecía transfigurado; erizada eléctricamente su
nívea y rizada cabellera, y agigantada de un modo increíble su tosca y pequeña estatura.
No había, pues, allí engaño ni teatralidad, sino una de las más estupendas y aterradoras
experiencias de magnetismo nativo, bien por encima de los más altos conocimientos
ocultistas del que la había provocado inconscientemente.
Súbito, como movida por un resorte y un poder sobrenaturales, Frosya se puso en pie;
no aguardaba más para lanzarse hacia lo desconocido cual una autómata, que a recibir
las órdenes del que en aquellos instantes era su omnímodo dueño. Este, entonces, tomó
solemnemente la mano de la Gospoja y, colocándola sobre la de la sonámbula, ordenó a
esta última que obedeciese a aquélla.
–¿Qué es lo que ves, hija mía? –murmuró ansiosamente la señora servia –¿Puede,
acaso, tu espíritu, dar con los asesinos de nuestro príncipe y decirme sus nombres?
–¡Busca, pues, solícita, lo que la señora te manda! –ordenó a su vez, con firmeza, el
magnetizador.
–Ya estoy en camino –exclamó débilmente la chiquilla con vocecita que, más que de
sus labios, parecía salir de su doble y a corta distancia.
Imposible describir con acierto lo que en este momento aconteció. Algo así como una
nube blanquecina e informe se fue condensando al lado de Frosya, envolviéndola
primero con su azulada y metálica luz y destacándose claramente después a su lado con
cárdenos, cloróticos destellos de relámpago, cual un cuerpo nuevo y brillante junto a
cuerpo material, para separarse de éste al fin, coherente, semisólido y, después de flotar
unos segundos sobre el espacio, lanzarse raudo y silencioso hacia el riachuelo,
desapareciendo al fin corriente abajo en la lontananza, confundido con los rayos de la
luna, cual jirón de niebla deshecho en noche otoñal.
No hay que añadir que la escena tenía absorbida todas mis potencias bajo un sopor de
ensueño misterioso. ¡Veía, en efecto, desarrollarse ante mis ojos espantados nada
menos que la evocación de los scin–leca de Oriente! Dupotet tenía razón al afirmar,
corno lo hizo, que el magnetismo occidental no es sino la magia consciente de los
antiguos, y el espiritismo el inconsciente efecto de la misma magia sobra ciertos
organismos neurasténicos.
Conviene añadir que, no bien el vaporoso doble astral de la joven se había
desprendido de su cuerpo físico, la pérfida Gospoja, con un veloz movimiento de la
mano que tenía libre, había sacado de debajo su abrigo y colocado en el seno de la
magnetizada un pequeño estilete o puñal, todo con tal rapidez, que ni el mismo
magnetizador se dió cuenta de ello, según me dijo luego. Siguió entonces un sepulcral
silencio, en el que se oía casi el emocionado latido de nuestros respectivos corazones,
mientras que nuestros cuerpos parecían haberse petrificado de sorpresa como el de la
mujer de Lot. Mas, a poco, la sonámbula lanzó un estridente grito que conmovió los
ecos de la montaña, al par que se inclinaba hacia delante. Empuñando el huido estilete,
comenzó a esgrimirle con saña a diestro y siniestro, en su alrededor, con la más salvaje
sonrisa de la venganza satisfecha, en aquellos sus enemigos imaginarios, y lanzando
espuma por la boca, al par que pronunciaba varias veces, entre incoherentes
exclamaciones guturales, dos vulgares nombres cristianos de hombre… El
magnetizador, al ver aquello, se había aterrado de tal forma que, en vez de descargar de
fluidos a la sonámbula en aquella escena de angustia, la cargaba más y más de ellos,
vigorizándola.
–¡Desgraciado, deteneos! – le grité exasperada –¡La vais a matar, si es que ella no llega
a mataros!
El imprudente magnetizador, sin darse cuenta, había despertado, a no dudarlo, sutiles
fuerzas o entidades de la Naturaleza Oculta sobré las que carecía de todo poder. La
sonámbula misma, en su paroxismo homicida, le asestó con saña una tremenda
puñalada que él pudo evitar dando oblicuamente un gran salto, pero no sin que
recibiera un rasguño de consideración en el brazo derecho. Aterrado así el infeliz
francés, trepó con la agilidad de un gato perseguido al muro vecino, en el que se puso a
cabalgar a horcajadas, al par que, temblando aún de miedo, alcanzó a reunir los restos
de su desecha voluntad para lograr que, al fin, soltase la muchacha el arma y quedase
paralizada.
–¿Qué habéis hecho, desgraciada? –gritó entonces a Frosya el magnetizador en su
nativa lengua francesa –¡Responded, claramente, al punto!
A lo que ésta contestó en el más correcto parisién con gran estupefacción mía, pues
sabía que normalmente la chiquilla ignoraba aquella lengua:
–No he hecho otra cosa que… lo que ella me ha ordenado que hiciese, y eso porque
vos mismo me habíais exigido que la obedeciese en todo…
–¿Pues qué es lo que os ha mandado hacer la vieja bruja? –añadió el francés
irrespetuosamente.
–Que encontrase a los asesinos del príncipe de… y que, así que los viera, los matase,
como lo acabo de hacer… ¡Oh, qué felicidad; vengados, vengados al fin! –añadió ya en
su propia lengua.
Una estruendosa exclamación triunfal de la Gospoja acogió estas últimas frases de la
inconsciente sonámbula. Una carcajada infernal de venganza satisfecha, carcajada que
hizo ladrar lúgubremente a todos los perros de los contornos.
–Vengada, sí, vengada; ¡lo sabía! Mi corazón no me engaña al decirme que aquellos
infames criminales han dejado ya de existir –exclamó –y cayó al suelo agotada de
nervios, arrastrando con ella a la sonámbula.
–¡Oh, y qué buen sujeto de experiencias es esta muchacha! –dijo el pobre francés, bien
ajeno al verdadero desenlace de aquella inocente práctica de magia de mala ley
–¡Peligrosa sí, pero admirable! –terminó frotándose las manos contentísimo.
De allí a pocas horas me separé del pobre francés, de la Gospoja y de Frosya. Tres días
más tarde me hallaba en el comedor de un buen hotel en T… esperando que me
sirviesen el desayuno. Mi vista se fijó distraídamente en un periódico, donde con
sorpresa inaudita leí:
“Dos muertes misteriosas.
Viena…
Anoche a las nueve y cuarenta y cinco minutos, cuando el Príncipe se retiraba a su
cámara, dos señores de su séquito dieron las más vivas muestras de angustioso terror,
tambaleándose como ebrios por el ámbito de la cámara, cual si pretendiesen esquivar
los golpes de un invisible asesino. Incapacitados de prestar atención a las preguntas del
Príncipe y del resto de los circunstantes, cayeron prontamente en el suelo en medio de
una extraña agonía. Sus cuerpos no mostraban señal alguna de heridas ni de aplopejía, y
sí sólo en la piel unas manchas grandes y negruzcas, cual de unas absurdas puñaladas
que hubiesen. desgarrado las carnes sin tocar a la epidermis. La autopsia ha mostrado
en aquellas heridas llenas de sangre coagulada, la huella de un instrumento punzante,
un puñal o la punta de una espada. La Facultad de Medicina se ve obligada a confesarse
incapaz de descifrar tamaño enigma científico. En las altas esferas reina gran excitación
con este motivo…”
_
LA MANO MISTERIOSA8
Cierta mañana de 1867, una espantosa noticia conmovió a todo el Oriente
europeo: Miguel Obrenovitch, rey de Servía; su tía Katinka, o Catalina, y la hija
de ésta, habían sido asesinados en pleno día en el propio jardín de su palacio, sin
saberse quiénes fueran los asesinos. El príncipe estaba cosido materialmente a
puñaladas y acribillado a tiros; la princesa Catalina tenía deshecha la cabeza a golpes, y
su joven hija agonizaba a consecuencia de sus heridas. Todas las circunstancias del
terrible crimen causaron, como era natural, una excitación y una ansiedad general
rayanas en la locura.
Desde aquel instante cruel, de Bucarest hasta Trieste, así en el Imperio austriaco como
en todos los países dependientes del dudoso protectorado de Turquía, ningún
aristócrata de sangre, ni príncipe, se creyó seguro y se extendió doquiera el rumor de
que aquel crimen político había sido ejecutado por Tzerno–Guorgey, o sea por el
príncipe Kara–Georgevitch. Numerosos inocentes fueron encarcelados, mientras que,
como suele suceder siempre, lograron escapar los verdaderos regicidas. Un niño, muy
amado en Servia, próximo pariente de las víctimas, fue sacado de un colegio parisiense,
conducido con toda pompa a Belgrado y coronado como rey de Servía bajo el nombre
de Hospodar.
Dado lo que son en todos los pueblos las pasiones políticas, la tragedia de Belgrado se
olvidó, borrándose con ello las rivalidades y odios que ella despertara. Pero había una
anciana matrona servía, ligada por los más íntimos afectos a la familia de los
Obrenovitch, y que, como Raquel, no se avenía fácilmente a consolarse con la muerte
de los suyos. Proclamado el joven Obrenovitch, sobrino que era del príncipe asesinado,
la matrona misteriosa vendió su patrimonio y desapareció de la vista de todos, no sin
jurar antes, sobre la tumba de las víctimas, que las vengaría.
Quien escribe esta verídica historia había pasado unos días en Belgrado tres meses
antes de cometerse el crimen, y conocía a la princesa Katinka, que era una criatura
muelle, abúlica, pero llena de bondad, y una perfecta parisina por su excelente trato y
educación. En cuanto a los personajes que figuran en esta narración, como aún viven,
ocultaré su s nombres bajo sus iniciales.
La anciana servía aquella de nuestro relato, que de tal manera había jurado venganza,
salía muy poco de su casa, ni aun para visitar de tarde en tarde a su amiga la princesa
Katinka. Lánguidamente reclinada sobre tapices y orientales almohadones y ataviada
7 Este relato está tomado de la Revista A Modern Panarion, quien inserta la carta que sobre él dirigió H. P.
B. al editor de The Sun.
con el típico vestido nacional, recordaba a la propia Sibila de Cumas en sus días de
tranquilo reposo y alejamiento del mundo.
Cierto que se contaban extrañas historias acerca de los conocimientos ocultos de
aquella solitaria mujer, circulando entre los huéspedes reunidos alrededor del hogar de
nuestra modesta posada relatos aterradores, capaces de poner los pelos de punta al
más valiente. El primo de una solterona tía de nuestro obeso posadero, había caído
cierto día bajo la garra de un vampiro cruel que estuvo a punto de desangrarle y matarle
con sus continuadas visitas nocturnas. Vanos fueron los esfuerzos del pobre cura de la
parroquia que le exorcizara, y ya desesperaban todos acerca de la victima, cuando
Gospoja P. –así llamaré desde ahora a la misteriosa sibila –le curó al joven, ahuyentando
al espíritu obsesor con sólo amenazarle con el puño y reprenderle en su propia lengua.
Allí, en Belgrado fue, pues, donde aprendí el curioso detalle de que todos los fantasmas
tienen un lenguaje peculiar suyo.
Añadamos también que Gospoja P., o séase la anciana en cuestión, tenía como
sirviente a una joven gitana de unos catorce años, procedente de Rumania, gitana
llamada a desempeñar un gran papel en este espantoso relato. Quiénes fueron los
padres de la muchacha y cuál el lugar de su, nacimiento, lo ignoraban todos, incluso ella
misma. A mí se me contó que una tropa de vagabundos la habían abandonado un día en
el patio de la Gospoja P., y que ella respondía por el nombre de Frosya o “la niña
sonámbula”, por su rara anormalidad de dormirse sonambúlicamente a la menor
insinuación y de hablar en este estado cual una médium autómata.
Por aquel entonces viajaba yo mucho. Diez y ocho meses después del asesinato del
príncipe servio, recorría la pintoresca comarca italiana de Banat en un carricoche de mi
propiedad, para el que iba alquilando sucesivamente caballo en las localidades que
visitaba.
Cierto día de mi peregrinación, extasiada con la contemplación de las bellezas del
paisaje, estuve a punto de atropellar, distraída, a un anciano sabio francés, quien, como
yo, recorría, aunque a pie, aquellos lugares. Simpatizamos ambos, y sin ceremonias
enfadosas, aceptó el puesto que yo le ofrecí de buena voluntad a mi lado, un modesto
asiento de heno en mi carro, de constante traqueteo. El nombre del científico francés
era célebre en las Sociedades consagradas a los estudios del magnetismo y sus
similares, como uno de los mejores discípulos de Dupotet.
–¡Cuánto me alegro de nuestro encuentro! –me dijo mi sabio compañero en el curso de
nuestra científica conversación. En esta solitaria Tebaida deliciosa he encontrado un
“sujeto sensitivo”, una muchacha de lo más notable que darse puede. ¡Es una maravilla, y
por su mediación tratamos esta noche, con su familia, de descubrir, mediante sus dotes
clarividentes, el misterio que rodea a cierto asesinato.
–¿De quién se trata? –pregunté curiosa.
–De una gitanilla rumana, quien parece se ha criado entre la familia del príncipe de
Servía, aquel príncipe que ya no existe, porque pronto, hará dos años que fue asesinado
del modo más miste… ¡Eh, diable, tened cuidado, que nos vamos a despeñar por ese
precipicio! – se interrumpió a sí propio el francés, arrebatándome las riendas del
caballo.
–¿Acaso el príncipe Obrenovitch? –exclamé alarmadísima.
–¡El mismo!, y como os digo –continuó el francés –pienso llegar junto a la aldea esta
misma noche para ultimar allí una serie de sesiones de magnetismo, desarrollando con
dicho fin una de las más admirables manifestaciones que yacen ocultas en el fondo de
nuestro espíritu. Si os prestáis a acompañarme, podréis servir de intérprete, puesto que
aquella familia no habla el francés.
A mí, con aquello, no me cabía la menor duda de que se trataba de Frosya y de que
Gospoja P. la acompañaría, como así resultó bien pronto.
Caía la tarde y llegábamos a la falda de una montaña: le vieux château, como el buen
francés dió en llamarla. En uno de aquellos sombríos albergues de la poética falda nos
detuvimos, sentándonos en un rústico banco de la entrada. Mientras que mi compañero
de viaje cuidaba galantemente de mi caballo, vi sobre un inseguro puentecillo de la
torrentera vecina la figura espectral, pálida y alta de mi antigua amiga Gospoja P…,
quien no pareció mostrar sorpresa alguna por ello. Al llegar a mí me saludó con el triple
beso en ambas mejillas, característico de Servia, y me condujo cariñosamente a su choza
de hiedra, donde, reclinada en una alfombrilla sobre la hierba y con la espalda contra la
pared, reconocí a la joven Frosya…
Frosya vestía el clásico traje válaco; una especie de turbante de gasa con cintas y
doradas medallitas; camisa blanca de mangas abiertas y falda de chillones colores. Su
cara presentaba una palidez extremada, sus ojos cerrados, daban a su cuerpo ese
aspecto de estatua peculiar a todos los sonámbulos clarividentes, hasta el punto de que,
a no ser por el ritmo respiratorio de su pecho adornado de medallas y sartas de collares
de cuentas, se la hubiera creído muerta. El francés me dijo que la había ya dormido de
igual modo que la noche antes, y sin reparar más en nuestra presencia, les dió unos
cuantos pases y la llevó al estado cataléptico. Cerróla después uno por uno los dedos de
la derecha, salvo el índice, con el cual la hizo señalar a la estrella de la tarde, que lucía
esplendorosa en el inmenso azul del cielo. Siguió así regulando los pases magnéticos y
manejando los invisibles pero poderosos fluidos de Frosya como un hábil pintor que da
los últimos toques a su cuadro. En aquel momento, la anciana le detuvo y le dijo en voz
baja:
–Esperad a las nueve, a que se oculte el hermoso lucero. Los vurdalakis vagan en
derredor y pueden contrarrestar nuestra influencia.
–¿Qué es lo que decís? –opuso, contrariado, el magnetizador.
Yo le expliqué a éste entonces qué eran en Oriente los vurdalakis y su perniciosa
intervención, tan temida por la anciana.
–¡Vurdalakis! ¡Bah! Harto tenemos ya con los espíritus cristianos que acaso nos honren
esta noche con su visita.
La Gospoja se había tornado pálida como una muerta; su entrecejo tenía un
fruncimiento pavoroso, y sus encendidos ojos chispeaban fatídicos.
–Decidle que no se chancée en momentos como los de estas horas nocturnas.
–exclamó –Este señor no conoce el país y no sabe que hasta la misma santa iglesia de
ahí enfrente sería impotente para protegernos contra la irritación de los vurdalakis.
Y, empujando con desagrado un manojo de hierbas que había dejado en el suelo el
botánico francés, añadió:
–¿Qué envoltorio es este? ¡Son plantas de verbena, la hierba de San Juan, que no
deben dejarse aquí, so pena de atraer a los vagabundos vampiros!
La noche había ya extendido su manto por completo, y la luna, con su luz plateada de
fantasmagóricos tintes, realzaba el misterioso ámbito del paisaje, en una de aquellas
placideces del Banat que resultan tan hermosas casi corno las del Oriente. Nos
hallábamos operando el fenómeno magnético, en medio de aquel campo, porque el
pobre párroco de la aldea había dicho al magnetizador:
–Alejaos del lugar, no sea que invadan su recinto y el de la iglesia vuestros demonios
extranjeros, contra los que, como extranjeros, no tendrán valor mis exorcismos.
El francés se había quitado su guardapolvo de viaje y arrollado las mangas de su
camisa, tomando la actitud teatral tan del caso en semejantes operaciones
magnetizadoras. Bajo sus dedos nerviosos, el fluido parecía resplandecer como luces
fosfóricas. Frosya, cara a cara de la luna, nos dejaba ver todos sus movimientos
convulsivos cual si de día fuese. Grandes goterones de sudor surgían de su frente,
resbalando por sus demacradas mejillas. Seguidamente la muchacha inició un lento
vaivén de inquietud, y comenzó a entonar una salmodia extraña, cuyas notas y palabras
recogía ávida Gospoja, transformada en la estatua de la atención, con su dedo huesoso
en los labios; los ojos saltándose de sus órbitas; su cuerpo inerte y una actitud de
ansiedad indescriptible, formando con la joven Frosya un contraste digno de ser
inmortalizado en un cuadro. Además, la escena toda que empezó seguidamente a
desarrollarse, era harto digna de cualquiera de las más trágicas del Macbeth: la infeliz
muchacha, retorciéndose atormentada bajo los tan invisibles corno poderosos fluidos
que sobre ella descargaba su tiránico magnetizador, y de otro lado la vieja matrona,
obsesionada por su sed ardiente de venganza, y esperando oír pronunciar, al fin, de un
momento a otro, el nombre del asesino de su amado príncipe servio. Hasta el
omnipotente magnetizador francés parecía transfigurado; erizada eléctricamente su
nívea y rizada cabellera, y agigantada de un modo increíble su tosca y pequeña estatura.
No había, pues, allí engaño ni teatralidad, sino una de las más estupendas y aterradoras
experiencias de magnetismo nativo, bien por encima de los más altos conocimientos
ocultistas del que la había provocado inconscientemente.
Súbito, como movida por un resorte y un poder sobrenaturales, Frosya se puso en pie;
no aguardaba más para lanzarse hacia lo desconocido cual una autómata, que a recibir
las órdenes del que en aquellos instantes era su omnímodo dueño. Este, entonces, tomó
solemnemente la mano de la Gospoja y, colocándola sobre la de la sonámbula, ordenó a
esta última que obedeciese a aquélla.
–¿Qué es lo que ves, hija mía? –murmuró ansiosamente la señora servia –¿Puede,
acaso, tu espíritu, dar con los asesinos de nuestro príncipe y decirme sus nombres?
–¡Busca, pues, solícita, lo que la señora te manda! –ordenó a su vez, con firmeza, el
magnetizador.
–Ya estoy en camino –exclamó débilmente la chiquilla con vocecita que, más que de
sus labios, parecía salir de su doble y a corta distancia.
Imposible describir con acierto lo que en este momento aconteció. Algo así como una
nube blanquecina e informe se fue condensando al lado de Frosya, envolviéndola
primero con su azulada y metálica luz y destacándose claramente después a su lado con
cárdenos, cloróticos destellos de relámpago, cual un cuerpo nuevo y brillante junto a
cuerpo material, para separarse de éste al fin, coherente, semisólido y, después de flotar
unos segundos sobre el espacio, lanzarse raudo y silencioso hacia el riachuelo,
desapareciendo al fin corriente abajo en la lontananza, confundido con los rayos de la
luna, cual jirón de niebla deshecho en noche otoñal.
No hay que añadir que la escena tenía absorbida todas mis potencias bajo un sopor de
ensueño misterioso. ¡Veía, en efecto, desarrollarse ante mis ojos espantados nada
menos que la evocación de los scin–leca de Oriente! Dupotet tenía razón al afirmar,
corno lo hizo, que el magnetismo occidental no es sino la magia consciente de los
antiguos, y el espiritismo el inconsciente efecto de la misma magia sobra ciertos
organismos neurasténicos.
Conviene añadir que, no bien el vaporoso doble astral de la joven se había
desprendido de su cuerpo físico, la pérfida Gospoja, con un veloz movimiento de la
mano que tenía libre, había sacado de debajo su abrigo y colocado en el seno de la
magnetizada un pequeño estilete o puñal, todo con tal rapidez, que ni el mismo
magnetizador se dió cuenta de ello, según me dijo luego. Siguió entonces un sepulcral
silencio, en el que se oía casi el emocionado latido de nuestros respectivos corazones,
mientras que nuestros cuerpos parecían haberse petrificado de sorpresa como el de la
mujer de Lot. Mas, a poco, la sonámbula lanzó un estridente grito que conmovió los
ecos de la montaña, al par que se inclinaba hacia delante. Empuñando el huido estilete,
comenzó a esgrimirle con saña a diestro y siniestro, en su alrededor, con la más salvaje
sonrisa de la venganza satisfecha, en aquellos sus enemigos imaginarios, y lanzando
espuma por la boca, al par que pronunciaba varias veces, entre incoherentes
exclamaciones guturales, dos vulgares nombres cristianos de hombre… El
magnetizador, al ver aquello, se había aterrado de tal forma que, en vez de descargar de
fluidos a la sonámbula en aquella escena de angustia, la cargaba más y más de ellos,
vigorizándola.
–¡Desgraciado, deteneos! – le grité exasperada –¡La vais a matar, si es que ella no llega
a mataros!
El imprudente magnetizador, sin darse cuenta, había despertado, a no dudarlo, sutiles
fuerzas o entidades de la Naturaleza Oculta sobré las que carecía de todo poder. La
sonámbula misma, en su paroxismo homicida, le asestó con saña una tremenda
puñalada que él pudo evitar dando oblicuamente un gran salto, pero no sin que
recibiera un rasguño de consideración en el brazo derecho. Aterrado así el infeliz
francés, trepó con la agilidad de un gato perseguido al muro vecino, en el que se puso a
cabalgar a horcajadas, al par que, temblando aún de miedo, alcanzó a reunir los restos
de su desecha voluntad para lograr que, al fin, soltase la muchacha el arma y quedase
paralizada.
–¿Qué habéis hecho, desgraciada? –gritó entonces a Frosya el magnetizador en su
nativa lengua francesa –¡Responded, claramente, al punto!
A lo que ésta contestó en el más correcto parisién con gran estupefacción mía, pues
sabía que normalmente la chiquilla ignoraba aquella lengua:
–No he hecho otra cosa que… lo que ella me ha ordenado que hiciese, y eso porque
vos mismo me habíais exigido que la obedeciese en todo…
–¿Pues qué es lo que os ha mandado hacer la vieja bruja? –añadió el francés
irrespetuosamente.
–Que encontrase a los asesinos del príncipe de… y que, así que los viera, los matase,
como lo acabo de hacer… ¡Oh, qué felicidad; vengados, vengados al fin! –añadió ya en
su propia lengua.
Una estruendosa exclamación triunfal de la Gospoja acogió estas últimas frases de la
inconsciente sonámbula. Una carcajada infernal de venganza satisfecha, carcajada que
hizo ladrar lúgubremente a todos los perros de los contornos.
–Vengada, sí, vengada; ¡lo sabía! Mi corazón no me engaña al decirme que aquellos
infames criminales han dejado ya de existir –exclamó –y cayó al suelo agotada de
nervios, arrastrando con ella a la sonámbula.
–¡Oh, y qué buen sujeto de experiencias es esta muchacha! –dijo el pobre francés, bien
ajeno al verdadero desenlace de aquella inocente práctica de magia de mala ley
–¡Peligrosa sí, pero admirable! –terminó frotándose las manos contentísimo.
De allí a pocas horas me separé del pobre francés, de la Gospoja y de Frosya. Tres días
más tarde me hallaba en el comedor de un buen hotel en T… esperando que me
sirviesen el desayuno. Mi vista se fijó distraídamente en un periódico, donde con
sorpresa inaudita leí:
“Dos muertes misteriosas.
Viena…
Anoche a las nueve y cuarenta y cinco minutos, cuando el Príncipe se retiraba a su
cámara, dos señores de su séquito dieron las más vivas muestras de angustioso terror,
tambaleándose como ebrios por el ámbito de la cámara, cual si pretendiesen esquivar
los golpes de un invisible asesino. Incapacitados de prestar atención a las preguntas del
Príncipe y del resto de los circunstantes, cayeron prontamente en el suelo en medio de
una extraña agonía. Sus cuerpos no mostraban señal alguna de heridas ni de aplopejía, y
sí sólo en la piel unas manchas grandes y negruzcas, cual de unas absurdas puñaladas
que hubiesen. desgarrado las carnes sin tocar a la epidermis. La autopsia ha mostrado
en aquellas heridas llenas de sangre coagulada, la huella de un instrumento punzante,
un puñal o la punta de una espada. La Facultad de Medicina se ve obligada a confesarse
incapaz de descifrar tamaño enigma científico. En las altas esferas reina gran excitación
con este motivo…”
_
LA MANO MISTERIOSA8
_
Acabábamos de almorzar, y en esas horas de modorra de la siesta nos hallábamos
varios amigos reposando sobre nuestras mecedoras en la galería de nuestra
residencia veraniega inmediata a San Petersburgo. La atmósfera caliginosa
8 Por referirse esta historieta, como se ve, a H. P. Blavatsky, la insertaos aquí, tomándola de las Revistas
que la tradujeron bien del Theosophist, Madrás, bien del Listok y del Rebas, de San Petersburgo, revistas
rusas en que apareció por primera vez, dando luego vueltas por las publicaciones diferentes países. En el
artículo en cuestión añade que el caso acaeció 1886, y las personas que en él figuran eran todas
conocidísimas de la buena sociedad rusa.
Por otra parte, según relatos contestes de Olcott, Sinnett, Hartmann y otros, H. P. B. acostumbraba a
realizar actos semejantes de verdadera “protección invisible”, como cuando detuvo en la estepa a un tren
de viajeros próximo ya a un terrible corte de la vía.
Hablando nosotros varias veces con D. José Xifré, el veterano y querido teósofo de la primera hora,
hombre que tantos sacrificios ha hecho por la causa, le hemos oído contar rasgos semejantes con los que
la Maestra le salvó la vida en dos o tres ocasiones memorables, una de ellas cuando iba a tomar un tren
que fue víctima, con muchos de sus viajeros, de un choque espantoso. La escena que en El tesoro de los
lagos de Somiedo fingimos con el alquimista de Cudillero (al final de la parte segunda), está calcada en la
primera entrevista que “le petit espagnol”, como aquélla paternalmente le llamaba, tuvo con la misma en
la isla de Wight… ¡Y cuántas de estas invisibles protecciones no se ven acumuladas o impedidas por la
oposición a ellas del karma de nuestros vicios!
A no ser por estos últimos, serían frecuentísimos los casos como el que subsigue, que tomamos de una
Revista inglesa:
“Mister S. Wilmont, habiendo embarcado en el steamer “City of Limerik” para atravesar el Atlántico,
refiere que durante el viaje hubieron de sufrir una tempestad horrorosa que duró nueve días, durante los
cuales no le había sido posible conciliar el sueño, hasta que la madrugada del noveno, habiéndose
apaciguado algo el viento, se durmió profundamente y soñó que veía a su esposa (la cual habla dejado
bien de salud al tiempo de su partida) abrir la puerta del camarote y, después de dudar un momento al ver
que no estaba solo, entrar resueltamente, colgarse a su cuello, abrazarle y desaparecer.
Al despertar quedó sorprendido al ver que su compañero de camarote, Mr. Williams J. Tait, con la
cabeza apoyada en la mano, le miraba fijamente, y más aún cuando éste le dijo: “–Muy bien; vaya un
desahogo el de usted para recibir aquí la visita de una dama.” Wilmont insistió para obtener una
explicación a estas palabras, siendo rehusada, hasta que más tarde Mr. Tait accedió a contarle lo que
había visto hallándose en su lecho completamente desvelado, y que fue exactamente lo soñado por Mr.
Wilmont. Al siguiente día de desembarcar, Mr. Wilmont fue a buscar a su esposa, que habla ido a visitar a
sus padres, y al encontrarse solos, lo primero que ella le preguntó fue “–¿Has recibido mi visita el
martes?” Y le refirió que se hallaba muy intranquila por él a causa de la tempestad, no pudiendo conciliar
el sueño pensando en el riesgo que podía correr, y que a las cuatro y media de la madrugada le parecía
que se iba hacia él. Atravesando el mar, vio al cabo de cierto tiempo un steamer al cual subió,
descendiendo en seguida al camarote donde él se hallaba; y siguió describiendo la escena y los objetos tal
y como referidos quedan anteriormente.”
presagiaba tempestad, el sol quemaba y reinaba en torno nuestro la inmovilidad y el
silencio más completo.
La dueña de la casa, María Nicolaevne, leía en voz alta uno de los más curiosos relatos
publicados en diferentes diarios y revistas rusas, por H. P. Blavatsky, bajo su
pseudónimo de Radha Bai. El relato se refería a Las azules montañas de Nilgiri, en la
India. Todos escuchábamos embelesados a María, quien leía con entusiasmo aquellas
preciosidades, gesticulando y deteniéndose de cuando en cuando para hacer
observaciones o contestar a las que se le hacían. Necesitada, al fin, de un descanso en la
lectura, abandonó un momento. el libro, exclamando:
–¡Cuán maravilloso es todo esto!
–Cierto –replicó escéptico un caballero de los de la concurrencia –todo cuanto nos
narra Radha Bai acerca de las hechicerías aterradoras de los Mula–Kurumba de aquellas
montañas, es muy hermoso, pero, pura invención; meros cuentos de hadas, para niños.
Aquella dura frase nos desagradó a todos, pero a quien más exasperó fue a María
Nikolaevne, la cual, en brusco movimiento nervioso, se dejó caer los lentes. La burlona
indicación procedía del elocuente e infatigable orador ruso Pietre Petrovitch.
–Antes de expresaros así –le contestó la dama –necesitaríais, querido Petrovitch, leer
por entero la obra con todas las mil citas eruditas que la avaloran, citas que…
–Yo me permitiría, sin embargo, preguntar una cosa –interrumpió obstinadamente el
notable orador –¿Cómo sabe usted, señora, que tales referencias no son fantasmagorías
de algún pobre pseudo–sabio hindú? ¿Cómo admite tan de ligero las citas de autores
ingleses y de otros países, que se hacen en el libro, ni si tienen ellos o no, en último
extremo, la autoridad debida?
–Perdóneme, querido amigo. Radha Bai no ha escrito estas páginas sólo para usted y
para mí, sino para públicos agresivos y de diferentes opiniones. Yo la conozco bien y sé
que no ha pensado jamás en engañar a su amado público ruso, ni a los demás públicos
serios para los que con tanta frecuencia escribe. Puedo citar, además, acerca de estos
mismos asuntos a un testigo veraz y que está bien vivo…
–La opinión es libre, señora. Usted puede muy bien creer, a ojos cerrados, todas estas
cosas, pero a mí, por mi parte, también me es lícito el deputarlas como una completa
sarta de embustes y…
Acaeció entonces una cosa singularísima e inexplicable. Al pronunciar el señor Pietre
Petrovitch aquella última palabra “embuste”, dió un repentino salto sobre su asiento
cual si le hubiese mordido una víbora. Seguidamente echó a correr escalera abajo como
un loco; requisó todos los objetos debajo la galería; examinó uno por uno, con
minucioso esmero, todos los macizos del jardín, y, pálido como un muerto, retornó a
nuestro lado, en la terraza.
–¿Qué es lo que le ocurre, amigo? –exclamó alarmada e intentando socorrerle, María
Nikolaevne.
Petrovitch no contestó, sino que revisó segunda vez los peldaños de la escalera, los
techos, y todo, en fin, y hasta recorrió con mirada escrutadora los últimos confines del
bosque.
–Pero, ¿qué es lo que está usted buscando, en fin?–exclamamos todos exasperados.
–No, nada… –dijo vacilante el doctor Pietre, con voz imperceptible y enjugándose las
gruesas gotas de sudor frío que brotaban de su frente –Acaso se trata de una broma
que…
–¿Una broma? –insistimos, llenos de extrañeza.
–Pero, en serio, ¿es que no han visto ustedes realmente a nadie? acabó por preguntar,
ansioso, nuestro hombre.
Unos a otros nos miramos todos entonces, como dudando de lo que oíamos y hasta
temiendo por la razón del escéptico amigo. Después respondimos a una:
–No; no hemos visto a nadie, fuera de los aquí presentes, desde hace rato.
–¡Pues yo sí que he visto a alguien! –balbuceó el doctor… ¡Y he visto y tocado una
mano también! Una mano que…
–¿Qué es lo que decís?…
–Sí; que he visto una mano, indudablemente de mujer; una mano blanca, aristocrática
y transparente cruzada por venas azules. juraría corno que alguien que hubiese venido
no sé cómo del jardín frontero me hubiese cogido familiarmente por el brazo,
apretándomelo hasta tres veces, cual si tratase de arrastrarme hacia afuera de la
galería… Tal decía, respirando con dificultad y pálido como la cera, el bueno de Pietre
Petrovitch.
–Sin duda lo ha soñado –le dijimos para tranquilizarle.
–No lo sé si ha sido visión o ensueño –añadió –lo que sí sé es que he tenido el tiempo
suficiente para examinar la mano por completo, pues que ha permanecido algunos
segundos asida a mi brazo corno unas tenazas, y acabando por fundirse en mi brazo
como un efluvio nervioso o eléctrico.
–Esta es buena lección, sin duda –arguyó la señora Nikolaevne solemnemente –Sabed
que es la propia forma astral de Radha Bai la que se le ha mostrado y le ha cogido por el
brazo para hacerle a usted la cariñosa advertencia de que se abstenga de calumniarla
ante las gentes en lo sucesivo.
El aspecto de Pietre Petrovitch era el de un hombre atontado; entenebrecido como
ante realidades de un orden muy superior a cuanto buenamente imaginase nunca.
Distraído, absorto, y como si aun le durase el astral contacto de la mano, examinaba una
y otra vez la manga de su chaquet. Luego tornó a su búsqueda por el jardín, como un
hombre maniático que trata de perseguir la sombra de lo que ya no existe…Todos le
seguimos…
Entretanto, la tensión eléctrica se había hecho insoportable. Fulguró el relámpago,
estalló instantáneo un horrísono trueno, y vimos caer al par casi sobre nuestras cabezas
el rayo…Un momento más, y todo el alero del tejado de la casa que acabábamos de
abandonar, se desplomó con estrépito sobre la galería aquella, en la que un momento
antes estábamos leyendo la mágica obra de Radha–Baf…
En medio del terror que nos inmovilizó a todos en el jardín, se oía la entrecortada voz
de angustia de Pietre Petrovitch, que decía ya con patéticos acentos de convencido:
–¡La mano! ¡Sí; su mano aristocrática e inconfundible, que me quería arrastrar fuera de
la galería para salvarme y salvarles del peligro…!
–Todos asentimos de corazón, aterrados y sin decir palabra. En efecto, ¡era demasiado
elocuente todo aquello para ser frívolamente considerado!
Acabábamos de almorzar, y en esas horas de modorra de la siesta nos hallábamos
varios amigos reposando sobre nuestras mecedoras en la galería de nuestra
residencia veraniega inmediata a San Petersburgo. La atmósfera caliginosa
8 Por referirse esta historieta, como se ve, a H. P. Blavatsky, la insertaos aquí, tomándola de las Revistas
que la tradujeron bien del Theosophist, Madrás, bien del Listok y del Rebas, de San Petersburgo, revistas
rusas en que apareció por primera vez, dando luego vueltas por las publicaciones diferentes países. En el
artículo en cuestión añade que el caso acaeció 1886, y las personas que en él figuran eran todas
conocidísimas de la buena sociedad rusa.
Por otra parte, según relatos contestes de Olcott, Sinnett, Hartmann y otros, H. P. B. acostumbraba a
realizar actos semejantes de verdadera “protección invisible”, como cuando detuvo en la estepa a un tren
de viajeros próximo ya a un terrible corte de la vía.
Hablando nosotros varias veces con D. José Xifré, el veterano y querido teósofo de la primera hora,
hombre que tantos sacrificios ha hecho por la causa, le hemos oído contar rasgos semejantes con los que
la Maestra le salvó la vida en dos o tres ocasiones memorables, una de ellas cuando iba a tomar un tren
que fue víctima, con muchos de sus viajeros, de un choque espantoso. La escena que en El tesoro de los
lagos de Somiedo fingimos con el alquimista de Cudillero (al final de la parte segunda), está calcada en la
primera entrevista que “le petit espagnol”, como aquélla paternalmente le llamaba, tuvo con la misma en
la isla de Wight… ¡Y cuántas de estas invisibles protecciones no se ven acumuladas o impedidas por la
oposición a ellas del karma de nuestros vicios!
A no ser por estos últimos, serían frecuentísimos los casos como el que subsigue, que tomamos de una
Revista inglesa:
“Mister S. Wilmont, habiendo embarcado en el steamer “City of Limerik” para atravesar el Atlántico,
refiere que durante el viaje hubieron de sufrir una tempestad horrorosa que duró nueve días, durante los
cuales no le había sido posible conciliar el sueño, hasta que la madrugada del noveno, habiéndose
apaciguado algo el viento, se durmió profundamente y soñó que veía a su esposa (la cual habla dejado
bien de salud al tiempo de su partida) abrir la puerta del camarote y, después de dudar un momento al ver
que no estaba solo, entrar resueltamente, colgarse a su cuello, abrazarle y desaparecer.
Al despertar quedó sorprendido al ver que su compañero de camarote, Mr. Williams J. Tait, con la
cabeza apoyada en la mano, le miraba fijamente, y más aún cuando éste le dijo: “–Muy bien; vaya un
desahogo el de usted para recibir aquí la visita de una dama.” Wilmont insistió para obtener una
explicación a estas palabras, siendo rehusada, hasta que más tarde Mr. Tait accedió a contarle lo que
había visto hallándose en su lecho completamente desvelado, y que fue exactamente lo soñado por Mr.
Wilmont. Al siguiente día de desembarcar, Mr. Wilmont fue a buscar a su esposa, que habla ido a visitar a
sus padres, y al encontrarse solos, lo primero que ella le preguntó fue “–¿Has recibido mi visita el
martes?” Y le refirió que se hallaba muy intranquila por él a causa de la tempestad, no pudiendo conciliar
el sueño pensando en el riesgo que podía correr, y que a las cuatro y media de la madrugada le parecía
que se iba hacia él. Atravesando el mar, vio al cabo de cierto tiempo un steamer al cual subió,
descendiendo en seguida al camarote donde él se hallaba; y siguió describiendo la escena y los objetos tal
y como referidos quedan anteriormente.”
presagiaba tempestad, el sol quemaba y reinaba en torno nuestro la inmovilidad y el
silencio más completo.
La dueña de la casa, María Nicolaevne, leía en voz alta uno de los más curiosos relatos
publicados en diferentes diarios y revistas rusas, por H. P. Blavatsky, bajo su
pseudónimo de Radha Bai. El relato se refería a Las azules montañas de Nilgiri, en la
India. Todos escuchábamos embelesados a María, quien leía con entusiasmo aquellas
preciosidades, gesticulando y deteniéndose de cuando en cuando para hacer
observaciones o contestar a las que se le hacían. Necesitada, al fin, de un descanso en la
lectura, abandonó un momento. el libro, exclamando:
–¡Cuán maravilloso es todo esto!
–Cierto –replicó escéptico un caballero de los de la concurrencia –todo cuanto nos
narra Radha Bai acerca de las hechicerías aterradoras de los Mula–Kurumba de aquellas
montañas, es muy hermoso, pero, pura invención; meros cuentos de hadas, para niños.
Aquella dura frase nos desagradó a todos, pero a quien más exasperó fue a María
Nikolaevne, la cual, en brusco movimiento nervioso, se dejó caer los lentes. La burlona
indicación procedía del elocuente e infatigable orador ruso Pietre Petrovitch.
–Antes de expresaros así –le contestó la dama –necesitaríais, querido Petrovitch, leer
por entero la obra con todas las mil citas eruditas que la avaloran, citas que…
–Yo me permitiría, sin embargo, preguntar una cosa –interrumpió obstinadamente el
notable orador –¿Cómo sabe usted, señora, que tales referencias no son fantasmagorías
de algún pobre pseudo–sabio hindú? ¿Cómo admite tan de ligero las citas de autores
ingleses y de otros países, que se hacen en el libro, ni si tienen ellos o no, en último
extremo, la autoridad debida?
–Perdóneme, querido amigo. Radha Bai no ha escrito estas páginas sólo para usted y
para mí, sino para públicos agresivos y de diferentes opiniones. Yo la conozco bien y sé
que no ha pensado jamás en engañar a su amado público ruso, ni a los demás públicos
serios para los que con tanta frecuencia escribe. Puedo citar, además, acerca de estos
mismos asuntos a un testigo veraz y que está bien vivo…
–La opinión es libre, señora. Usted puede muy bien creer, a ojos cerrados, todas estas
cosas, pero a mí, por mi parte, también me es lícito el deputarlas como una completa
sarta de embustes y…
Acaeció entonces una cosa singularísima e inexplicable. Al pronunciar el señor Pietre
Petrovitch aquella última palabra “embuste”, dió un repentino salto sobre su asiento
cual si le hubiese mordido una víbora. Seguidamente echó a correr escalera abajo como
un loco; requisó todos los objetos debajo la galería; examinó uno por uno, con
minucioso esmero, todos los macizos del jardín, y, pálido como un muerto, retornó a
nuestro lado, en la terraza.
–¿Qué es lo que le ocurre, amigo? –exclamó alarmada e intentando socorrerle, María
Nikolaevne.
Petrovitch no contestó, sino que revisó segunda vez los peldaños de la escalera, los
techos, y todo, en fin, y hasta recorrió con mirada escrutadora los últimos confines del
bosque.
–Pero, ¿qué es lo que está usted buscando, en fin?–exclamamos todos exasperados.
–No, nada… –dijo vacilante el doctor Pietre, con voz imperceptible y enjugándose las
gruesas gotas de sudor frío que brotaban de su frente –Acaso se trata de una broma
que…
–¿Una broma? –insistimos, llenos de extrañeza.
–Pero, en serio, ¿es que no han visto ustedes realmente a nadie? acabó por preguntar,
ansioso, nuestro hombre.
Unos a otros nos miramos todos entonces, como dudando de lo que oíamos y hasta
temiendo por la razón del escéptico amigo. Después respondimos a una:
–No; no hemos visto a nadie, fuera de los aquí presentes, desde hace rato.
–¡Pues yo sí que he visto a alguien! –balbuceó el doctor… ¡Y he visto y tocado una
mano también! Una mano que…
–¿Qué es lo que decís?…
–Sí; que he visto una mano, indudablemente de mujer; una mano blanca, aristocrática
y transparente cruzada por venas azules. juraría corno que alguien que hubiese venido
no sé cómo del jardín frontero me hubiese cogido familiarmente por el brazo,
apretándomelo hasta tres veces, cual si tratase de arrastrarme hacia afuera de la
galería… Tal decía, respirando con dificultad y pálido como la cera, el bueno de Pietre
Petrovitch.
–Sin duda lo ha soñado –le dijimos para tranquilizarle.
–No lo sé si ha sido visión o ensueño –añadió –lo que sí sé es que he tenido el tiempo
suficiente para examinar la mano por completo, pues que ha permanecido algunos
segundos asida a mi brazo corno unas tenazas, y acabando por fundirse en mi brazo
como un efluvio nervioso o eléctrico.
–Esta es buena lección, sin duda –arguyó la señora Nikolaevne solemnemente –Sabed
que es la propia forma astral de Radha Bai la que se le ha mostrado y le ha cogido por el
brazo para hacerle a usted la cariñosa advertencia de que se abstenga de calumniarla
ante las gentes en lo sucesivo.
El aspecto de Pietre Petrovitch era el de un hombre atontado; entenebrecido como
ante realidades de un orden muy superior a cuanto buenamente imaginase nunca.
Distraído, absorto, y como si aun le durase el astral contacto de la mano, examinaba una
y otra vez la manga de su chaquet. Luego tornó a su búsqueda por el jardín, como un
hombre maniático que trata de perseguir la sombra de lo que ya no existe…Todos le
seguimos…
Entretanto, la tensión eléctrica se había hecho insoportable. Fulguró el relámpago,
estalló instantáneo un horrísono trueno, y vimos caer al par casi sobre nuestras cabezas
el rayo…Un momento más, y todo el alero del tejado de la casa que acabábamos de
abandonar, se desplomó con estrépito sobre la galería aquella, en la que un momento
antes estábamos leyendo la mágica obra de Radha–Baf…
En medio del terror que nos inmovilizó a todos en el jardín, se oía la entrecortada voz
de angustia de Pietre Petrovitch, que decía ya con patéticos acentos de convencido:
–¡La mano! ¡Sí; su mano aristocrática e inconfundible, que me quería arrastrar fuera de
la galería para salvarme y salvarles del peligro…!
–Todos asentimos de corazón, aterrados y sin decir palabra. En efecto, ¡era demasiado
elocuente todo aquello para ser frívolamente considerado!
No hay comentarios:
Publicar un comentario