NARRACIONES OCULTISTAS Y CUENTOS MACABROS
H. P. BLAVATSKY
2ªparte
_
EL ALMA DE UN VIOLÍN
I
Un anciano alemán, profesor de música, llegó a París cierto día del año 1828,
estableciéndose muy modestamente en uno de los barrios más tranquilos de la
gran urbe, con uno de sus discípulos. El nombre del anciano era el de Samuel
Klaus y el del joven respondía al mucho más poético de Franz Stenio.
Era este último un novel violinista dotado, según la fama, de un talento musical
extraordinario; casi milagroso, mas, como era pobre y sin una reputación europea,
todavía permaneció varios años desconocido e inapreciado en el seno de la capital de
Francia, metrópoli de la siempre caprichosa moda occidental.
Franz Stenio había nacido en Steyer, y no contaba aún treinta años en los días a que
nos vamos a referir. Naturalmente soñador y filósofo, con todas esas rarezas místicas
del verdadero hombre de genio, no parecía sino uno de esos héroes inquietantes de los
Cuentos fantásticos de Hoffmann. Sus primeras, edades estaban llenas de cosas
extraordinarias, excéntricas, increíbles, hasta el punto de que nos vemos precisados hoy
a referir su historia brevemente para la mejor inteligencia de este puntual relato.
Nació Stenio en el seno de una familia de piadosos labriegos, moradores de una tan
apartada como apacible aldeíta en el corazón de los Alpes de Steyer, y fue criado, según
se dice, por los propios gnomos y demás genios del país que velaron solícitos en torno
de su cuna. Creció así el niño en ese ambiente mágico de fantasmas, de hadas y de
vampiros que tan esencial papel desempeñan en todos los dulces hogares de Steyer, de
Esclavonia y demás del Austria meridional.
Educado más tarde como estudiante a la sombra de los antiguos castillos rhenanos, se
diría que el joven Franz había vivido toda su vida hasta entonces en ese emocionante
plano llamado “de lo sobrenatural”. Además, durante algunos años estudió algo de
ciencias ocultas con un gran discípulo de Kunrath y de Paracelso, por lo cual era tan
diestro en hechicerías de todo género, incluso en “ceremonias mágicas” y secretos
teóricos de la Alquimia, como el más ladino de los gitanos húngaros.
No obstante todo esto, el joven Franz amaba con delirio la música y, sobre todo y ante
todo, a su violín. Así que, a los veintidós años de edad, arrinconó por completo sus
estudios ocultos, y se consagró desde entonces por entero a su arte, aunque
permaneciendo fiel adorador de los dioses griegos, en especial de las Musas de Euterpe,
en cuyo altar y en el de Pan y de Orfeo rendía el más noble culto de admiración con su
instrumento, que hubiera ansiado parangonar la flauta y la lira de estos últimos dioses.
Las notas de su stradivarius le alejaban sublimes de todo cuanto en este bajo mundo no
fuesen sus ensueños musicales con ninfas, sirenas y demás paganas diosas de la melodía
y de la poesía. Como nube de perfumado incienso, los acentos celestiales de su violín
querido, subían a la altura, mientras que el joven virtuoso soñaba siempre despierto,
viviendo la vida real como a través de un ambiente encantado. Así, aun en su misma
aldea, donde sólo se respiraba magia y brujería, pasó siempre como un niño
singularísimo, y llegó a ser todo un hombre, sin casi haber tenido juventud.
Nunca cautivó al artista una linda cara de muchacha que fuese capaz de arrancarle de
sus solitarios estudios. Su violín eran todos sus amores; en su compañía única había
vivido siempre, sin contar con otro auditorio para sus conciertos musicales que los
dioses y diosas de la Grecia clásica de aquellas sierras. ¡Un ininterrumpido ensueño de
armonía y de luz1
¡Cuán vívidos, cuán gloriosos, pero cuán inútiles eran estos ensueños perdurables del
maravilloso Franz! ¡Él era un héroe de la música como el dios egipcio con su lira, o el
dios griego con su caramillo, y hasta las diosas del amor y de la belleza dejaban sus
excelsas moradas sugestionadas por el arte supremo de las escalas de su violín!…
–¡Oh! –se decía más de una vez el joven en sus nostalgias de un arte nunca oído
–¿Podría yo atraer y encerrar una ninfa del Parnaso en el alma de mi querido violín?
¿Alcanzaría yo a robar algún día ese misterio que se cuenta de los dos grandes dioses de
la música domesticando con mi canto a las fieras y embelesando a los hombres hasta
obligarles también a rendirme culto?
Tales venían siendo los ensueños de Franz, ansioso siempre de esas glorias, tan
efímeras, de la fama entre los hombres. Por desgracia para él, su madre, al enviudar, le
llamó a su lado a la aldea, arrancándole de ;a Universidad alemana en la que llevaba ya
dos años. Esta llamada echó por tierra todos los proyectos del joven, a lo menos en lo
relativo a su inmediato porvenir, pues, que fuera de su aldea y al calar de su casa, no
contaba con los medios necesarios para satisfacer sus necesidades, por limitadas que
ellas fuesen.
Para colmo, su madre, que constituía su único amor en la tierra, falleció a poco de
haber estrechado entre sus brazos a su amado benjamín, y aun se dió el caso, no sé por
qué, de que las comadre s de la aldehuela desataron cruelmente sus lenguas respecto de
las verdaderas causas determinantes de la muerte de la aldeana, relacionándolas acaso
con la estancia de su hijo.
La señora viuda de Stenio, en efecto, antes de regresar su Franz, era una mujer alegre,
fuerte y joven todavía; un alma piadosa y temerosa, además, de Dios; que jamás faltó a
misa ni dejó nunca de orar a diario. Sin embargo de ello, el primer domingo que siguió a
la llegada del joven estudiante, cuando la pobre aldeana, limpiaba del polvo de varios
años el librito de oraciones que Franz había usado en su infancia cuando se sentaba a su
lado en la iglesia, y en el momento, en fin, en que el alegre repique de las campanas
resonaba llamando a todos para la santa misa, la amante madre escuchó, con escalofrío
mortal, cómo las sonoras campanadas aquellas eran ahogadas por las notas macabras
del violín, respondiendo sarcástico a la llamada con las salvajes melodías de “La danza
de las Brujas”9. Le faltó muy poco para desmayarse a la aldeana cuando su hijo querido
se negó después rotundamente a ir a misa, añadiendo, impío, que todo el tiempo
pasado en la iglesia era tiempo perdido, y que además los ruidosos sones del vetusto
órgano le crispaban sus nervios de artista. Para completar aquel cúmulo de
enormidades blasfemas y mejor acallar las desesperadas súplicas maternales, la invitó el
gran perverso a que escuchase el bellísimo “Himno al Sol”, que acababa de componer.
La buena señora de Stenio perdió desde aquel triste domingo la ordinaria placidez de
su espíritu y fue a desahogar sus angustias y remordimientos a los pies del confesor. La
respuesta del sacerdote a sus dudas llevó su alma sencilla y lógica al borde de la
desesperación, pues de la severidad de aquél no recibió respecto de su hijo sino los más
funestos augurios. Un continuo sobresalto, un terror sin límites avasalló desde entonces
a la anciana, que no dejaba de rezar noche y día por la casi imposible salvación de su
hijo, y, no contenta con hacer en vano los votos más temerarios para lograr ésta, viendo
que ni aun los salmos de latín ni las humildes súplicas en alemán que dirigía a la Corte
celestial entera, daban resultado alguno para con aquel réprobo, hizo varias
peregrinaciones a santuarios distantes, en una de las cuales por los nevados campos del
Tirol la atacó un fuerte enfriamiento que la llevó rápidamente a la tumba. Se veía, pues,
que, en cierto modo, el voto de la señora Stenio se había cumplido, dado que la buena
señora podía ya, en su nuevo estado de después de esta vida, realizar personalmente su
visita a los santos y abogar cerca de ellos por aquel perverso que renegaba de la Iglesia,
nuestra santa Madre; que tenía invencible horror al órgano y que se burlaba de los
sacerdotes y de sus confesonarios.
Bien ajeno estaba Franz a la idea de haber sido el causante verdadero, aunque
inconsciente, de la muerte de su madre; lamentó de todo corazón, y de allí a pocas
semanas vendió todos los trebejos de su casa y las modestas fincas de su hacienda, y,
ligero así de bolsa como de preocupaciones, resolvió recorrer el mundo como un buen
bohemio sin establecerse ni trabajar en nada.
9 Aquelarre (Witches Sabbath o Sábado de las Brujas). – La supuesta danza y asamblea de brujas en algún
paraje solitario, donde se acusaba a las brujas de comunicarse directamente con el diablo. Todas las razas
y todos los pueblos han creído en esto, y algunos creen aún hoy día. Así, el principal punto de reunión de
todas las brujas de Rusia se dice que es la Montaña Pelada (Lissaya Gord), situada cerca de Kief, y en
Alemania, el Brocken, en los montes del Harz. En el viejo Boston (Estados Unidos de América) se
congregaban cerca del “Estanque del Diablo”, en una vasta selva ahora desaparecida. En Salem les dieron
muerte casi a voluntad de los dignatarios de la Iglesia, y en la Carolina del Sur fue quemada una hechicera
en época tan reciente como el año 1865. En Alemania e Inglaterra fueron asesinadas a millares por la
Iglesia y el Estado, después de verse obligadas a mentir y confesar, por la violencia del tormento, su
participación en el “Sábado de las Brujas”. La noche de Santa Walpurgis o Walpurga, cuya fiesta celebra
la Iglesia el día 1.0 de Mayo, noche que aun hoy día ven llegar las gentes sencillas con cierto temor
supersticioso, se hizo famosa en la Edad Media por el aquelarre que celebraban brujos y brujas en la
agreste montaña del Brocken o Blocksberg, el más elevado pico del Harz. Esta escena está
magistralmente descrita en la primera parte del Fausto de Goethe. (Del Glosario Teosófico, por H. P. B.)
Visitó así el joven Franz Stenio las principales ciudades europeas. Depositada su
modesta fortuna en un Banco, recorrió a pie Alemania y Austria, pagando con notas de
su violín los hospedajes en cuantas hosterías y casas de labor visitaba, pasando no pocos
días de la buena. estación entre las verduras de los campos y el augusto silencio de los
bosques umbrosos, cara a cara con la Naturaleza, soñando siempre con los ojos
abiertos, y reduciéndolo todo a armonías a lo Hesiodo o a lo Anacreonte, ni más ni
menos que el alquimista reduce todo a oro. Hasta en sus nocturnos conciertos en las
hosterías y en los prados aldeanos los días de fiesta, los circunstantes eran para su
artística imaginación pastores y pastoras de la feliz Arcadia que le coreaban corno al
propio dios Pan en sus triunfos. El suelo de los salones, prados eran para él de las más
sugestivas creaciones mitológicas; sacerdotes y sacerdotisas de Tersícore aquellos
rudos labriegos y aquellas sanotas hijas de la Alemania rural, de mejillas como frescas
manzanas, labios de cereza y ojos de cielo, bailando como una danza sagrada bajo las
cadencias de un vals…
Su violín, en los momentos solitarios, pasados por su dueño en lo más espeso de la
selva de pinos, parecía animar con fuerzas de sagrada magia a los mismos árboles, a las
peñas, a los musgos, a todo cuanto, como nuevo Orfeo, le rodeaba embelesado, y se
figuraba ver el joven, en el delirio de sus musicales ensueños, que hasta las aguas del
arroyuelo detenían también su curso para seguir oyéndole, mientras la cigüeña, el
águila o el hubo parecían preguntarle en su lenguaje ignorado: ¿Eres tú Franz Stenio, o
el mismo Orfeo redivivo?
Aquel tiempo fue la época más feliz de su existencia de continua exaltación artística;
de divinos deliquios; de ensueños inenarrables. En nada afectaran nunca al joven las
últimas palabras de su madre agonizante, que murmuraran en su oído todos los
horrores de una tan próxima como definitiva condenación. Aquello no podía
compararse más que a su concepto músico del pagano dominio de Plutón, señor del
tétrico reino de las sombras, quien, al oír su instrumento, le daba la bienvenida a sus
estados como a un nuevo libertador de otra Eurídice cual la de Orfeo. Una vez más la
rueda de Isi6n se había parado ante las mágicas cadencias, dando así un descanso al
triste seductor de Juno y un mentís a cuantos creyesen eternos los suplicios de los
condenados en aquella inabordable mansión pues que Franz mismo veía a Tántalo
olvidarse de su inextinguible sed al beber en aquel torrente de armonías; a Sísifo
quedar inmóvil sin sentir ya el peso de su aplastante roca, y sonrientes a las propias
Furias infernales. Vemos, pues, que la mitología clásica era para Franz, como para tantos
otros elegidos, el más seguro antídoto contra los terrores y amenazas teológicas, sobre
la vieja y alta Mitología fortalecida y espiritualizada por la Música. Euterpe, por la
mano de su fiel discípulo Franz, triunfaba, en fin, hasta del infierno mismo.
Pero todo acaba pronto, ¡oh dolor!, en este infame mundo, y los ensueños del joven
Franz no pudieron sustraerse a tamaña ley. Llegó, al fin, cierto día a la ciudad en cuya
universidad enseñaba Samuel Klaus, su viejo profesor de violín. Cuando este santo
anciano vio pobre, huérfano y solo a su discípulo favorito, sintió centuplicársele el
cariño que hacia el Muchacho sentía, y estrechándole contra su noble corazón le adoptó
generoso como hijo.
El violinista Klaus parecía evocar con su grotesca y oronda persona las románicas tallas
medievales, pero, desmintiendo aquellas sus apariencias de trasgo o duende fantástico,
gozaba de uno de los más grandes corazones, de un alma de ternuras femeniles y de una
abnegación no inferior a la de cualquiera de los mártires del Cristianismo. Al referirle su
joven discípulo la historia de los últimos años de su ausencia, el viejo maestro le tomó
por la mano y llevándole a su estudio le dijo tan sólo:
–Abandona la vida errabunda y quédate aquí conmigo. Podrás lograr gloria y dinero.
Yo, anciano y sin familia, no seré más que un padre para ti. Vivamos, pues, juntos,
olvidando todo lo de este mundo, salvo la gloria que en breve tiempo conquistaremos.
Maestro y discípulo acordaron ambos pasar a París, tocando en varias ciudades
alemanas del camino. Con ello, el joven Franz olvidó en breve su vida vagabunda;
desechó las nostalgias de su independencia artística, despertándose, en cambio, su
antigua y dormida ambición de lauros y de oro. Contento desde la muerte de su madre
con el aplauso de los dioses moradores de su volcánica fantasía, quería además el
aplauso también de los hombres mortales. Bajo la severa enseñanza de Klaus, su talento
musical nativo ganaba en vigor y en magia cada día, extendiéndose la fama de sus
méritos rápidamente por ciudades y villas. Las más geniales mentalidades de varios
centros le proclamaron pronto violinista sin rival, el violinista único, con lo cual no hay
que añadir que perdieron la cabeza al fin, tanto el maestro como el discípulo.
Mas la capital de Francia no le concedió de buenas a primeras al joven tamaña
reputación, porque es sabido que París acostumbra a hacerse por si mismo las
reputaciones, sin aceptarlas bajo la fe de otros. Así que el violinista Franz llevaba ya allí
tres años y remontaba aún por la áspera pendiente de su calvario como artista, cuando
le acaeció un suceso que llegó a marchitar todos sus ensueños de gloria. El primer
concierto de Paganini puso a la ciudad–luz en intensa conmoción. El maestro italiano
apareció, y Lutecia entera cayó a sus pies.
II
Llegados a este punto de nuestro relato, conviene recordar una superstición medieval
que ha subsistido hasta mediados del presente siglo, y es la de atribuir todas las
grandezas del genio a que éste mantenía estrecho “pacto con el diablo”.
Todos los artistas, Paganini inclusive, fueron inculpados de semejante pacto.
Del gran violinista Tartini, asombro del siglo XVII, se llegó a decir que sus mágicos
efectos sobre sus auditorios hechizados se debían no más que a sus tratos con los
malignos. Así, su célebre Sonata del Diablo fue causa de las más terribles leyendas. Ella,
conocida también por “El ensueño de Tartini”, se atribuyó a la directa inspiración del
propio Satanás, quien la ejecutó ante Tartini mientras éste dormía, y el propio músico
fue el primer culpable de semejante fama por sus frases imprudentes10.
De tamañas acusaciones brujescas no se han escapado tampoco los más célebres
cantantes, por los efectos maravillosos logrados con su voz sobre sus auditorios
embelesados. La voz sublime de Pasta se atribuía a que su madre, en los tres últimos
meses de su embarazo, había sido arrebatada al cielo, y en medio de su éxtasis, había
tomado parte en un coro de excelsos serafines. La Malibrán debía su voz a Santa
Cecilia, patrona de los músicos, según unos, y al mismísimo diablo, según otros, que ya
la cantaba al oído junto a su cuna para que se durmiese. Por último, el Jubal de Dryden
alcanzó el supremo arte de tocar a guisa de violín en una simple concha marina con
cuerdas, arrastrando¡, sin embargo, a la enloquecida multitud y haciéndola decir que un
ángel del cielo era, y no las cuerdas de la concha, el que producía aquellos sonidos.
El avaro violinista italiano de Paganini no podía menos de tener otra leyenda análoga,
porque sin ella eran inexplicables sus prodigios. Eran tales, en efecto, las emociones que
con su instrumento despertaba en sus auditorios, que se dice que el gran Rossini lloró
como una muchacha sentimental alemana al escucharle por vez primera. La princesa
Elisa de Lucca, hermana de Napoleón I, y a cuyo servicio estuvo algún tiempo como
director de su orquesta privada Paganini, no podía oír las primeras notas del músico sin
desmayarse al punto. La magia de su arco le permitía al gran artista determinar a
voluntad los más aparatosos ataques histéricos en las mujeres y despertar entre los
hombres fuertes el más loco frenesí, haciendo de cualquier cobarde un héroe, y del
soldado más aguerrido, una nerviosa chicuela. De aquí el que las leyendas macabras
acerca del artista hubiesen tomado tanto pábulo especialmente y esto no se decía por
nadie sin terror y de oído a oído–, que todo aquello se debía no más a que las cuerdas
de su violín no eran como las de los demás instrumentos, sino que estaban torcidas con
verdaderos intestinos humanos, extraídos por su hechicería con arreglo a los cánones
más horribles de la necromancia.
Esto último, por mucho que choque a sabios oídos occidentales, nada tiene de
imposible, en efecto. Acaso la tradición de la misma necromancia del medioevo pudo
dar lugar a tamaña leyenda, porque es un hecho probado en Ocultismo que muchos
10 A la famosa Sonata del Diablo, de Tartini, se le atribuye el siguiente origen:
“Después de haber luchado en vano a fin de hallar inspiración para la sonata que estaba componiendo,
el maestro quedó profundamente dormido.
“Preocupado como estaba con su tema, Tartini soñó que continuaba su trabajo de la vigilia tan
estérilmente, que, desesperado, invocó al diablo, quien, apareciéndosele, le propuso la más abundante
inspiración a cambio de su alma.
“Hecho el trato, el maestro escuchó al instante un violín maravilloso que ejecutaba la sonata más
asombrosa que podía oírse, sobre todo en las frases finales, que no parecían, en efecto, cosas de este
mundo…
“Tartini despertó sobresaltado, pero, con la inexplicable inspiración en el sueño recibida, lleno de
ardor, tomó su instrumento, y al punto quedó compuesta la obra que desde entonces se llamó La Sonata del Diablo.
magos negros orientales, en especial los tántricas bengaleses recitadores de tantras o
conjuros para atraer a los espíritus maléficos, usan, para sus perversas obras, de los
propios órganos internos de los cadáveres. Ahora, por otra parte, que nos son mejor
conocidos los poderes peligrosos del magnetismo, mesmerismo e hipnotismo,
manejados técnicamente por los propios médicos, podría suponerse, con menos peligro
que antes de ser escarnecido, que los efectos mágicos que Paganini producía con su
violín, no eran debidos solamente a su genio musical, antes bien, aquellos fenómenos
de pasmo, patología y sugestión experimentados por sus auditorios (pasmos que tenían
algo de sobrenatural y de diabólico, según muchos de sus biógrafos), se debían a más
misterioso origen que el de la impecable ejecución y técnica del maestro. De aquí
también el que pudiese hasta cambiar de nombre al instrumento, haciendo, con sus
melodías en la cuerda G sola, que no pareciese sino flauta el violín.
Rumores tales podían tomar cuerpo mucho mejor antaño que ahora en que las gentes
son mucho más escépticas, y llegarse a murmurar así en su ciudad natal y aun en toda
Italia, que Paganini había asesinado a su esposa y más tarde a una querida, y a la que, no
obstante su pasión, no tuvo inconveniente en sacrificar con sus propias manos para el
logro de sus diabólicas ambiciones. Con el conocimiento previo que tenía, en efecto,
respecto de diferentes artes necromantes, había conseguido luego aprisionar en el alma
de su violín de Cremona las almas amantes de sus dos víctimas.
Los íntimos de Ernesto T. W. Hoffmann, el admirable autor de El maestro Martín, el
tonelero de Nuremberg; El elixir diabólico y otras narraciones místicas y espeluznantes,
aseguran que el consejero Crespel de El violín de Cremona, estaba basado en el
legendario caso de Paganini, pues, según todos saben, el fantástico cuento narra cómo
Crespel el violinista había encerrado en su violín el alma de una diva famosa, a quien
había amado con delirio y aun había incorporado a su instrumento la pura alma de
Antonia, su propia hija.
Una nación, en fin, como Italia, que había tenido entre sus antepasados alas famosas
familias necrománticas de los criminales Borgias y Médicis, bien podía fomentar
leyendas como aquélla, máxime cuando cierto periodo de la juventud de Paganini
resulta, en efecto, envuelto en un misterio impenetrable, lo que junto con aquella
extraordinaria facilidad con la que sacaba los más extraterrestres sones de su
instrumento, incluso el de la voz humana, bien pudieron dar pábulo a tamaña leyenda
terrorífica.
III
Hasta aquellos días de nuestro cuento, Franz Stenio no había oído hablar de Paganini.
En tales tiempos, precursores del vapor y de la electricidad, la Prensa casi no existía, y
era más corto el vuelo de la fama.
El muchacho, devorado por la envidia, juró competir con el mago genovés, y hasta
superarle si podía. ¡Sí, o alcanzaría a ser el atrevido joven el más famoso de todos los
violinistas de su época, o haría añicos su indócil instrumento! El viejo Klaus aplaudió con
toda su alma tan heroica determinación.
Frotándose las manos con muestras del más loco contento, Samuel Klaus saltaba
alegre sobre su pata coja como un estropeado sátiro, adulando y halagando a su
discípulo predilecto, como si cumpliese el deber sagrado de consagrar a un héroe.
Franz era capaz de sufrirlo todo, menos el fracaso. Era indiscutible que tocaba ya como
un maestro; pero los críticos severos le habían afirmado que necesitaba unos cuantos
años más de labor esforzada antes de que pudiese aspirar al don de arrebatar a su
auditorio. Esto ocurrió hacía tres años, a la llegada a París del discípulo y el maestro. Por
último, tras de un estudio desesperado durante más de dos años, en los que puede
decirse que Franz no hizo otra cosa, el artista Sleyer le tenía ya preparada su primera
audición en el Teatro de la ópera, ante el público más exigente del mundo. Mas ¡golpe
fatal asestado a las floridas ilusiones del artista!, la presentación de Paganini entonces,
se encargó de dar al traste con tan dorados ensueños. ¡Había que esperar, y no poco,
ante la refulgente aparición de aquel astro único!…
Al principio, el Envidioso Franz, se contentó con sonreír ante el ciego entusiasmo, los
himnos de elogio cantados en loor del italiano y el asombro casi supersticioso con que
doquiera oía pronunciar el odioso nombre, pero bien pronto éste llegó a ser para los
corazones de entrambos un hierro candente que se los abrasaba. últimamente el sólo
nombre de su rival cuyos éxitos eran cada día más estupendos, les producía casi accesos
de locura.
Concluyó la primera serie de conciertos sin que ni el viejo ni el joven hubiesen podido
oír a Paganini y juzgar por sí mismos. Eran tan exorbitantes los precios hasta de los
puestos más ínfimos y tan pequeña la esperanza de que aquel grandísimo avaro se
mostrase generoso con un humilde y desconocido hermano en el Arte, que hubieron de
resignarse a esperar a que la suerte los deparase el medio como a tantos otros les había
acaecido. Pero llegó un día en que les fue imposible aguantar más, y, empeñando sus
dos relojes, compraron dos modestos asientos para el concierto.
¿Cómo describir las emociones de aquella noche feliz y fatal al mismo tiempo? El
auditorio estaba más enloquecido que nunca: los hombres rugían o lloraban; las damas
chillaban histéricas, desmayándose, mientras que Klaus y Stenio, más pálidos que
espectros, se mordían los labios en silencio. Al brotar la primera nota del arco mágico
de Paganini ambos sintieron un escalofrío sobrenatural, como si la helada mano de la
muerte les hubiese tocado en el corazón. Su tortura era violenta, sobrehumana, al par
que indescriptible su emoción artística… Acabada la función a media noche, y mientras
que delegados escogidos de las Sociedades filarmónicas y del Conservatorio
desenganchaban los caballos del coche del coloso y lo arrastraban en triunfo hasta su
casa, los dos cuitados alemanes, tambaleándose como dos ebrios y sin decirse palabra,
tristes y desesperados, retornaban a su tugurio, ocupando sus acostumbrados asientos
junto al fuego, hasta que Franz, pálido como la misma muerte, rompió el triste silencio,
y dijo:
–¡Samuel, Samuel, no nos queda ya más salvación que el morir!... ¿Me oís? Nada
somos, nada valernos; éramos dos infelices ilusos al creer que nadie pudiese llegar a
rivalizar con él, con…
El nombre odioso, e impronunciable del mago se le atravesaba en la garganta. Lleno de
rabia, impotente, se revolcó por los suelos, desesperado.
El apergaminado semblante del maestro Samuel se tornó lívido primero, y
congestionado después; sus pequeños y grises ojos despedían una singular
fosforescencia. Inclinándose hacia el oído de su discípulo, le dijo, con voz entrecortada y
cavernosa:
–¡Neín, neín! ¡Te equivocas, mi Franz amado, te equivocas! Yo te enseñé del divino arte
cuanto un simple mortal, cristiano viejo puede enseñar a otro mortal. ¿Tengo yo la
culpa de que estos condenados italianos apelen a los recursos diabólicos de la Magia
Negra, enseñados por Satanás en persona, para poder triunfar sin réplica en el mundo
del arte?
Franz, al oír aquello, miró a su maestro de un modo siniestro, echando fuego por sus
ojos febriles. Aquella mirada era todo un poema de la desesperación, que parecía decir:
–Si así fuese, ¡yo no tendría tampoco inconveniente alguno en venderme en cuerpo y
alma al mismísimo diablo!
Mas nada dijeron sus contraídos labios. Antes bien, apartando el joven la mirada de su
maestro, se puso a contemplar como un idiota el mortecino fuego y empezó a soñar:
¡Soñaba, sí, que retornaban como antaño sus incoherentes anhelos; sus ansias, tomadas
por realidades en sus años juveniles, cuando hablaba con los gnomos, con las brujas, con
las hadas de la selva, inspirando las más extrahumanas melodías a su instrumento. Las
siniestras sombras de Tántalo y de Sísifo resucitando como antaño en las
peregrinaciones bohemias del joven, parecían decirle con inaudita perversidad:
–¿Qué pueden importarte, tonto, los horrores de un infierno en el que ya no crees? Y
aun en el supuesto mismo de que existiese, ¿qué otro sitio puede ser sino el grandioso
lugar descrito con –épicos colores por los clásicos griegos, no el de los imbéciles
fanáticos modernos, es decir, una vasta región llena de sombras conscientes, entre las
cuales podrías acaso gallardearte como un segundo Orfeo?
Franz indudablemente enloquecía por momentos. Ya sus ojos, inyectados en sangre,
miraban de un modo excesivamente singular a su maestro. Luego, al verse sorprendido,
eludía la mirada bondadosa del pobre viejo. Samuel comprendía, en efecto, el estado
mental de su discípulo, e hizo cuanto podía por sacarle de él, pero todo fue en vano.
–Franz, hijo mío –le decía –te aseguro, sí, que el funesto arte de ese italiano no es
natural, no, ni debido al estudio ni al genio, ni adquirido, repito, por las vías ordinarias
que siguen los demás mortales. Deja de mirarme así, de ese modo tan inquietante,
porque lo que te digo no es ya un secreto para nadie. Escucha y comprenderás…
Y haciendo un esfuerzo como para rechazar una sombra de miedo, continuó:
–¿Sabes bien lo que se susurraba acerca de la muerte de Tartini el de la “Danza de las
brujas”? Pues que murió un sábado, a altas horas de la noche, estrangulado por su
mismo demonio familiar quien antes le diese el secreto aquel de dotar de la voz
humana a su violín, encerrando en el alma del instrumento el alma de una infeliz
doncella a quien, al efecto, asesinase. Pues sabe además, que Paganini ha hecho otra
cosa peor todavía, pues, para conseguir otro tanto para su instrumento y hacerle que
pueda reír, llorar, gritar, suplicar, blasfemar u orar todo junto, con los más patéticos
acentos humanos, ha asesinado no sólo a su mujer y a su querida, sino al amigo más
intimo, que le amaba con delirio, haciendo, con su intestino retorcido por él mismo, las
cuerdas para su violín. ¡De aquí el secreto de su genio mágico y de esas sucesiones de
melodías inauditas con las que enloquecía sus públicos a diario! Estas cosas, pues, no
puedes conseguirlas tú nunca, a menos que…
El anciano no pudo concluir la frase. Algo vio entonces en la mirada diabólica del
enloquecido discípulo que le dejó petrificado de espanto, y le hizo cubrirse la cara con
las manos para no volver a verlo… ¡Franz tenía un rictus imponente, satánico! Sus ojos
de hiena, su palidez de cadáver, lo decían todo…
Con cavernosa voz exclamó dificultosamente al fin:
–Pero, ¿habláis seriamente?
–¿Qué duda cabe, desde el, momento en que os empeño mi palabra de ayudaros,
cueste lo que cueste respondió Samuel.
–Es decir que –continuó el terrible joven –creéis firmemente que si yo alcanzase a
contar con los medios de proporcionarme. también intestinos humanos podría igualar a
Paganini y aun superarle…
El anciano se descubrió la cara, y como quien ha tomado ya una resolución heroica,
añadió de un modo siniestro:
–Los meros intestinos humanos no bastan por sí para el logro de nuestro intento, sino
que tienen que haber sido arrancados ellos a alguien que le haya querido a uno con
afecto desinteresado y santo. Tartini dotó a su violín con el alma de una virgen que le
amaba y que murió por causa de él al ver que su amor hacia el gran músico no era por
éste correspondido. Aquel efectivo diablo humano recogió en una redoma el aliento
postrero de la doncella y luego le transfirió a su violín. En lo que atañe a Paganini,
conviene añadir que aquel amigo por él asesinado, lo había sido con su consentimiento,
en medio de la más asombrosas de las renunciaciones.
–¡Oh divino poder de la voz humana, no igualado por ningún otro poder del mundo!–
continuó el viejo –¿Qué magia hay en la tierra que pueda igualarse a la suya? Yo os
habría enseñado también este magno, este último secreto, si no fuese porque ello
equivale a arrojarse para siempre en las garras de aquel, cuyo nombre no puede
pronunciarse de noche… –añadió el anciano tornando a las supersticiones de su
juventud.
Franz, en lugar de responder, se levantó de su asiento con una tranquilidad que daba
frío; descolgó su violín, y de un tirón salvaje, le arrancó las cuerdas y las echó en el
fuego. Las cuerdas, al quemarse, parecían silbar y retorcerse como serpientes en las
ascuas. Samuel dió un grito horrorizado.
–Por todas las brujas de la Tesalia y por las negras artes todas de Circe, la perversa
maga; por el mismísimo Plutón y todas sus infernales furias, te juro, ¡oh mi santo
maestro Samuel!, que no volveré a coger es violín en las manos hasta que le ponga
cuerdas humanas.
Y echando espumarajos de rabia, cayó al suelo sin sentido. El pobre maestro le alzó
con ternura de madre; le depositó suavemente en el lecho y voló en busca de un médico,
alarmadísimo…
IV
Franz Stenio luchó varios días entre la vida y la muerte. El médico diagnosticó una
fiebre cerebral, de la que todo podía temerse. Yacía el joven en un casi continuo delirio,
y Klaus, que le cuidaba noche y día con verdadera solicitud paterna], estaba horrorizado
de su propia obra. El viejo profesor, no obstante los años que llevaba tratando a su
discípulo, no había comprendido hasta entonces toda la nativa brutalidad de aquel alma
selvática, supersticiosa e impasible, cuya vida entera se había refugiado en la pasión por
la música tan sólo, alma que únicamente podía alimentarse del aplauso, alma terrenal,
inhumana; alma genuina de artista, pero con la parte divina ausente en absoluto de
aquel hijo de las musas, toda imaginación y poesía cerebral, pero sin corazón, sin
piedad.
Mas de una vez, al seguir el inseguible hilo de aquella delirante fantasía, el buen
anciano se creía transportado por vez primera a una región inexplorada, absurda de
locura, cual si aquella naturaleza psíquica, encerrada en el débil cuerpo del enfermo, no
fuese de esta Tierra, sino de algún otro planeta informe o incompleto. El terror ante
todo ello le tenía también enfermo ya a él, y hasta llegó a preguntarse si valdría la pena
de salvar la vida de aquella criatura infernal o dejarla morir piadosamente antes de que
recobrase el uso de sus sentidos.
Amaba no obstante demasiado a “su hijo” para así hacerlo, por lo que en el acto
rechazó su mente esta última idea. Franz había hechizado el alma esencialmente música
del maestro, y no parecía sino que la vida de los dos se hallaba ligada con un vínculo
irrompible por el Hado mismo. Semejante convicción, adquirida en un vivo rayo de luz
espiritual a la cabecera del enfermo, se decidió al fin, como si fuese una revelación, a
salvar al muchacho, aun cuando fuese a costa de su ya gastada e inútil vida.
Era aquel el séptimo día de enfermedad. La crisis de la mañana fue la más terrible de
cuantas habían asaltado hasta entonces al joven, quien llevaba ya veinticuatro horas sin
cesar de disparatar ni de cerrar los ojos, y describiendo con macabra minuciosidad sus
detalles más nimios. Espectros espantosos; sombras siniestras de crimen flotaban en
sarta inacabable en los ámbitos aquellos, sarta cuyos personajes eran puntualmente
nombrados y designados por el enfermo como si se tratase de antiguos conocidos. Se
creía un nuevo Sísifo, atado al peñasco del Caúcaso con los cuatro fragmentos de
intestino transformados en otras tantas cuerdas de violín… Un río Stix, no de negras
aguas, sino de roja sangre, corría a sus pies de condenado eterno, y añadía enloquecido:
–¿Deseas, ¡oh infeliz anciano!, saber cómo se llama esta roca de mi Cáucaso? ¡Pues se
llama Samuel Klaus, aquel pobre viejo que me enseñó a tocar el violín!
–¡Oh, sí, yo soy, yo solo, la causa de tu desgracia, hijo mío! –le contestaba éste llorando
y cogiéndole las manos con desesperación –¡Yo mismo, al tratar de consolarte, te he
matado imprudentemente, pues que te he herido de muerte a tu imaginación al
informarte acerca de las negras artes de Paganini!
–¡Ja, ja, ja! –replicaba el enfermo con horrísona carcajada satánica –Pobre viejo chocho,
¿qué es lo que me dices? ¡Tu carne es deleznable¡ ¡Yo la cortaría así!… ¡Tú no vales nada
y sólo parecerías bien extendido tu intestino sobre un buen violín de Cremona y metida
en su alma el alma tuya!
Klaus sintió un escalofrío mortal, pero guardó silencio, e inclinándose sobre la frente
del joven abrasada por la fiebre, depositó en ella un beso largo y amantísimo…,
saliendo unos instantes fuera de la estancia porque sentía que le ahogaba la
desesperación. Al retornar de allí a poco, el delirio había tomado otro curso. Franz
cantaba, tratando de imitar las notas de su violín, con la misma satisfacción salvaje que
si ya tuviese tendidos en éste, a guisa de cuerdas, los intestinos del maestro.
Por la tarde el delirio revistió una forma imposible de describir. Ígneos espíritus
metían en la hoguera a su queridísimo instrumento. Manos esqueléticas, manos que
eran las del joven, brotando chispas y llamas por todos sus dedos, hacían señas al viejo
para que se acercase, y abrirle en canal con absoluta rapidez, ¡para disecarle ferozmente
a él, a Samuel Klaus el maestro, “el único hombre que, al amarle tan tierna y
desinteresadamente, era el único también cuyos intestinos podían serie de alguna
utilidad al mundo.”
Al otro día, y como por encanto, la fiebre cesó, y dos días después Stenio pudo dejar el
lecho sin conservar recuerdos de su enfermedad y sin sospechar que en sus delirios
había dejado a Klaus leer en el fondo de sus más secretos pensamientos… El único
resultado fatal de la enfermedad fue aquella que, firme el joven en su promesa al
arrancar a su violín sus antiguas cuerdas, y careciendo su indomable pasión artística de
semejante válvula, se sumid en el estudio de la Alquimia, la Quiromancia y demás artes
ocultas con tanta y mayor pasión que la que antes sintiera por la música.
Pasaron semanas y aun meses, y ni el maestro ni el discípulo mentaron siquiera a
Paganini. El violín, sin cuerdas y cubierto de polvo y telarañas, oscilaba colgado en su
sitio, olvidado y mudo, y en medio de la profunda melancolía que se había apoderado
de entrambos apenas si cruzaban la palabra. Se diría que el violín no era sino un cadáver
que la fatalidad había interpuesto entre los dos. Sarcástico y sombrío, el joven evitaba
cuidadosamente toda conversación sobre la música.
Para sondear un tanto en el alma del joven y saber lo que pasaba en ella, cierto día el
anciano sacó de su caja su olvidado violín y se puso a tocar no sé qué tarantela. A las
primeras notas Franz experimentó una sacudida nerviosa semejante a un latigazo, pero
nada dijo. Los ojos se le salían de las órbitas y escapó al fin como un loco, vagando al
azar por las calles de París durante muchas horas, mientras que el buen Klaus arrojó su
instrumento y se encerró en su alcoba hasta el otro día.
Como se ve, aquello no podía continuar así.
Una noche, en la que el joven Stenio estaba más sombrío e imponente quizá que
nunca, el viejo maestro se levantó repentinamente de su silla, y dirigiéndose con
resolución hacia su discípulo amado, imprimió un largo beso en la frente de éste,
diciéndole amoroso:
–Franz querido: esto no puede continuar así. ¿No crees que es llegado el tiempo de
poner fin a nuestra violenta situación?
Franz despertó sobresaltado de su letargo habitual, respondiendo como en sueños:
–Cierto: ya es tiempo más que sobrado de ponerlo fin.
Ambos se fueron a acostar sin decir más palabra.
Al otro día no vio Franz al anciano en su sitio de costumbre. Se vistió y pasó al
comedor que separaba las dos alcobas. Ni el fuego había sido encendido aquel día,
como era el hábito de Samuel, ni se veía otra huella alguna de las ordinarias
ocupaciones del maestro. Franz, extrañado de todo aquello, se sentó en su sitio de
siempre al lado de la apagada chimenea, cayendo en su eterna obsesión, obsesión de la
que salió extrañamente al extender las manos hacia atrás para cruzarlas tras su cabeza;
chocaron ellas con algo que estaba en el estante de detrás y que cayó al suelo con
estrépito… ¡Era la caja del violín del pobre Klaus, que caía rodando a los pies de su
discípulo y vaciaba su contenido, su violín mismo, cuyas cuerdas, al dar de plano contra
la chimenea, produjeron algo así como un gemido lastimero. El efecto que aquello
produjo en el joven fue mágico.
–¡Samuel, Samuel! –gritó sin hallar respuesta –¿Qué es lo que pasa? –añadió,
dirigiéndose ansiosamente hacia la alcoba de éste.
Mas en aquel punto retrocedió espantado ante el eco de su propia voz, que no lograba
contestación alguna… La habitación estaba a obscuras, y al abrirla vio que Samuel Klaus
yacía sobre su lecho, rígido y frío… ¡Estaba muerto!
El choque fue terrible. La loca ambición del artista fanático no dejó ni lugar casi al
primer impulso de afecto hacia aquel amado muerto a quien tanto debía… Iba, pues, a
obrar en el acto, como era de temerse, cuando su vista perturbada se fijó en un escrito
dirigido a él y que decía:
“Franz, hijo querido. Cuando leas ésta, tu viejo maestro, tu amigo, habrá hecho ya el mayor
sacrificio que por el logro de tu ideal de fama y riqueza podía. El que te amó tanto, hele ya
aquí frío e inerte. Ya sabes lo que te corresponde hacer… ¡Fuera necias preocupaciones! Yo,
libre y espontáneamente, te he ofrendado mi cuerpo, en holocausto a tu fama futura, y
realizarías la más negra de las ingratitudes si, por timidez o cobardía, hicieses inútil este
sacrificio mío. Cuando tu amado violín se vea con sus nuevas cuerdas y estas cuerdas sean
una parte de mi propio ser, aquél se verá ya investido del mismo secreto mágico del célebre
Paganini. En ellas, en mis cuerdas, encontrarás, siempre que quieras, los ecos de mi voz, Mis
gemidos, mis cantos de amor y de bienvenida, los acentos todos más patéticos, en fin, de mi
inmenso amor hacia ti. Así, pues, mi Franz idolatrado, ¡nada temas; nada vaciles! Coge
triunfalmente tu instrumento y lánzate al mundo siguiendo los pasos de aquel que sembró
la desesperación y la desgracia en la senda de nuestras ilusiones… Preséntate altanero en
cuantos lugares él se presente a los públicos; búrlate de él y rétale al más gallardo de los
desafíos. Entonces alcanzarás a comprender y a oír, oh, Franz querido, cuán potentes son
siempre las notas de todo amor desinteresado, y en la última caricia de aquellas cuerdas te
acordarás de que son el cuerpo y el alma de tu abnegado maestro que, por última vez, te
abraza y te bendice,
Samuel”
Dos ardientes lágrimas pugnaron por brotar de los ojos del enloquecido Stenio, pero
se evaporaron antes casi de surgir, mientras que aquéllos, con fulgores demoníacos
nacidos de un orgullo y de una ambición sin límites, se fijaron con fruición en el yerto
cadáver. La pluma se resiste a escribir lo que allí pasó más tarde, una vez que se
cumplieron los trámites de la ley con el suicida, porque conviene advertir que el
abnegado Samuel Klaus lo había previsto todo para asegurar la impunidad de su
discípulo, escribiendo una carta a la Justicia para que a nadie se culpase de su muerte.
Después de un casi simulacro de autopsia por parte de las autoridades judiciales, allí
quedó el cadáver del pobre Klaus, a la completa voluntad de su heredero…
No habían transcurrido bien quince días, después de aquel de la desgracia, cuando ya
estaba el violín de Franz descolgado de su sitio, desempolvado, limpio y con sus cuatro
flamantes cuerdas nuevas. Su dueño, el impasible Franz Stenio, no se atrevía ni a
mirarlas. Quiso tocar, pero el mismo arco parecía temblar en sus manos como el puñal
en las del asesino novicio. Resolvió entonces no tocar hasta el memorable día aquel en
que había de rivalizar con el odiado Paganini, y aun superarle, sin duda. Por entonces el
estupendo artista no se encontraba ya en París, sino que recorría triunfa] las ciudades
flamencas de Bélgica.
V
Pocos días después de lo narrado, se hallaba el maestro Paganini en el comedor de su
hotel, de regreso de su concierto de aquella noche y rodeado de sus constantes
admiradores, cuando se te acercó un extraño joven, de mirada extraviada y selvática,
que te entregó una tarjeta, con unas cuantas líneas de lápiz.
Paganini lanzó sobre el intruso una de aquellas mágicas miradas suyas que pocos
hombres podían soportar cara a cara; pero se encontró, como vulgarmente se dice, con
la horma de su zapato, puesto que el joven, sin bajar la vista, la sostuvo como de
potencia a potencia. Saludóle entonces fríamente, y le dijo con toda sequedad:
–Estoy a vuestra completa disposición, caballero. Fijad la noche, y se hará como
deseáis.
Al otro día la ciudad entera supo estupefacta que se preparaba para una noche
inmediata un desafío singular: el que entrañaba el cartel siguiente, fijado en todas las
esquinas:
“En la noche de…, en el Gran Teatro de la ópera, debutará ante el respetable público
el joven artista alemán Franz Stenio, quien ha venido ex profeso a esta población con el
solo objeto de medir sus dotes musicales como violinista con el maravilloso maestro
Paganini, compitiendo con el artista famoso en la interpretación de sus más difíciles
composiciones. Aceptado noblemente el reto por el maestro sin rival, Franz Stenio
ejecutará en competencia con él, el conocido capricho fantástico que lleva el título de
“Danza de las Brujas”.
El efecto de la noticia aquella no pudo ser más delirante, cosa bien prevista por el
avaro Paganini, que, no perdiendo nunca de vista su negocio, miraba a él tanto y más
que a su propio arte. Había así doblado el precio de las localidades aquella memorable
noche, no obstante lo cual el gran teatro se llenó de bote en bote.
Llegado el día del certamen, no se hablaba de otra cosa en la ciudad y aun en las
vecinas. De los ojos de Stenio el sueño había huido, y toda la noche anterior la habla
pasado en su habitación más inquieto que la fiera en su cubil, cayendo sobre su cama al
amanecer agotado física y moralmente, cayendo, digo, en un estado comatoso que no
parecía sino el prólogo de su muerte.
Entonces tuvo esta macabra pesadilla, que parecía realidad más bien que ensueño:
El violín estaba sobre la mesa inmediata, encerrado en su caja con llave, que el joven
nunca desamparaba desde el día en que le pusiese impávido las consabidas cuerdas, y a
las que no había rozado una sola vez con su arco. Desde el famoso día aquel se había
ejercitado en otro instrumento.
Súbito, el dormido joven creyó ver completamente despierto como si la tapa de la caja
se levantase por sí misma dejando ver el cadáver del viejo Klaus, con sus fosforescentes
ojos abiertos, que le miraban suplicantes, mientras que una cavernosa al par que difusa
voz, la del propio Samuel Klaus, le decía:
–¡Franz, hijo querido, soy muy desgraciado en esta mi nueva vida de ultratumba,
porque no puedo, no, separarme de… ellas, de las cuerdas!
Éstas, como respondiendo telepáticamente a la angustia de su dueño el anciano,
parecieron sonar débilmente, como un gemido…
Aquello le dejó a Franz transido de espanto; sus cabellos se erizaban y su sangre se le
helaba en las venas.
–¡Esto no es más que un sueño, un vano sueño! –repetía maquinalmente, para en vano
darse alientos.
–¡Sí, he hecho todo lo posible, hijito, todo lo posible para desprenderme de estas
malditas cuerdas, pero todo inútil. ¿Podrías ayudarme tú, que estás aún vivo?
Los sonidos se fueron agudizando más y más, hasta hacerse chillones y estridentes,
mientras que, dentro de la caja y en toda la cavidad de la mesa, un arañar extraño como
de ratas, un zumbar como de enjambre de abejas, bordoneaba angustioso y horrible.
Aquellos ruidos le eran bien familiares al miserable Franz, pues que los había
observado a menudo desde la tarde en que había operado el macabro despojo para
colocarle como pedestal de su loca ambición, pero hasta entonces había logrado
persuadirse, mejor o peor, de que se trataba de una alucinación.
Aquello era, sin embargo, bien real, dolorosamente real. Quiso hablar, pedir socorro,
huir; pero, como sucede siempre en tales casos de pesadilla, los pies quedaron clavados
en el suelo y la voz expiró en su garganta. Aquellos saltos y sacudidas eran cada vez más
angustiosos, hasta que llegó un momento en que sonaron unos estallidos como de algo
que se rompiese dentro de la caja. La visión de su violín ya sin cuerdas mágicas le sumía
en la desesperación.
Hizo entonces el joven un supremo esfuerzo por libertarse del íncubo que le
obsesionaba, mientras que la vocecita suplicante de siempre repetía:
–¡Hazlo, hazlo por lo que más ames; hazlo por ti mismo si no, y ayúdame a
desprenderme de mi…!
Franz saltó hacia la entreabierta caja como el avaro a quien tratan de robarle su
tesoro, o como fiera a quien disputan su presa, y en el paroxismo de su desesperación,
rugió furioso crispando las manos:
–Diablo, monstruo, o lo que seas, ¡deja quieto mi violín!
Y mientras tal decía, sujetó la caja con su izquierda y aseguró la tapa, al par que, con la
derecha, dibujaba sobre ésta, mediante un trozo de la colofonia del arco, la famosa
pentalfa, el Sello Salomónico, con el que en los cuentos de Las mil y una noches
aprisionaba el rey en sus redomas a huestes enteras de los jinas rebeldes.
Un aullido de protesta resonó en el interior de la cerrada caja.
–¡Eres un perverso ingrato, mi amado Franz! ¡Sin embargo, te perdono tu insolencia,
por lo mismo que te amo! Sábete bien, no obstante, que no puedes encerrarme. ¡Mira!…
Y al decir esto, una obscura niebla surgió del seno de la cerrada caja, extendiéndose
por la estancia toda y envolviendo en sus frías y viscosas volutas el cuerpo del
aterrorizado Franz, cual los anillos de la serpiente antes de estrangular a su víctima. A
su contacto de insoportable angustia, el desventurado dió un agudo grito y despertó…
–No ha sido sino un mal sueño –exclamó abrumado el joven y oprimiendo contra su
corazón la caja de su estradivarius.
Su violín, en efecto, estaba allí, e intactas sobre su puente sus preciadas cuerdas
mágicas, con lo que recobró al punto su sangre fría de siempre. Limpió seguidamente y
con esmero el instrumento, dió resina a las cerdas del arco, puso en tensión las cuerdas,
templándolas, y hasta llegó a ensayar las primeras notas de Las Brujas, primero con
miedo y luego con denodados bríos.
Aquellas primeras notas de la obra, insultantes y altivas cual himno de combate, al par
que dulces y majestuosas cual arpegios de serafines, revelaron al hábil Franz una nueva
y gigantesca potencia en su arco. En los ligados de notas que después venían, se veían
surgir iris maravillosos, cataratas de luces, tibias, perfumadas, ultraterrestres…, cual en
un supremo himno de amor, de juventud y de eterna primavera. Aquellas armonías,
nunca oídas, parecían poder hacer que los ríos detuviesen su curso, que las montañas se
trasladasen de sitio y hasta que los poderes del infierno inexorable se enterneciesen de
piedad… Los legato se convirtieron en singulares arpegios y terminaron por unos acres
staccalos, semejantes a la carcajada de una harpía infernal… De nuevo asaltaron
entonces a Franz los terrores astrales de la pesadilla; reconoció en aquella carcajada la
propia voz de su anciano maestro Samuel y arrojó acobardado el arco.
No atreviéndose a continuar aquella evocación musical brujesca, encerró
cuidadosamente en su caja el terrible instrumento; lo llevó al comedor, y, vistiéndose
con el mayor esmero, se dió a esperar lo más tranquilamente que pudo la hora solemne
de marchar a la palestra.
VI
El momento supremo llegó: Franz Stenio se hallaba en su puesto, tranquilo y
sonriente. El teatro estaba lleno de bote en bote y mucha gente había quedado fuera
pretendiendo entrar por dinero o por favor. Un río de oro desaguaba, pues, en el
bolsillo del avaro Paganini, seguro, además, de su triunfo artístico.
Le tocaba empezar al famoso maestro. Cuando, dueño perfecto del público, salió a
escena con su estradivarius, estalló una frenética tempestad de aplausos, que duró largo
rato, haciendo retemblar las paredes del salón. En medio del más religioso silencio,
preludió sus célebres variaciones de “La Bruja”, interrumpidas por mal contenidos
¡bravos! Al acabarlas de un modo prodigioso, aquello fue el delirio de entusiasmo,
haciendo creer al joven Stenio, durante largo rato, que su turno no le llegaría nunca, o
que el público, creyendo insuperable la ejecución que acababa de oír, ni se prestaría a
escucharle siquiera. Por fin, el maestro, abrumado por tantos lauros, pudo retirarse del
escenario, pero no sin tropezar su desdeñosa mirada triunfal con la serena y retadora
del joven Franz, que se disponía para su faena.
La frialdad más glacial acogió las primeras notas de Stenio, sin que el presagio de tan
mal comienzo le desconcertase lo más mínimo. Pálido, erguido, sereno, con la más
despreciativa sonrisa en sus delgados labios, continuó, sin embargo, impasible y seguro
de sí mismo.
Al avanzar las notas del preludio, una extraña reacción se operó en el público. Si,
aquella hábil factura musical era la misma de Paganini, se dijeron pronto todos, pero era
algo más también, sin disputa. No pocos llegaron a pensar que jamás había mostrado
tan extraordinaria originalidad el artista italiano, ni aun en sus momentos más sublimes.
Las cuerdas aquellas, pisadas por los largos y enérgicos dedos del joven Stenio,
vibraban, temblaban sobrehumanas, cual los intestinos aún palpitantes de la víctima
bajo el escalpelo del disector; gimiendo en extraña melodía, corno el lamento angélico
de un niño moribundo. Aquellas no eran, no, las resonancias ordinarias de unas cuerdas,
sino notas de la lira de Orfeo, evocadas por la mirada satánica y siempre fija en ellas de
aquellos sus ojazos azules. En torno, si, de aquel novísimo mago del arte, los sonidos
parecían colorearse y tomar formas tangibles, como criaturas brotadas de las cuerdas al
conjuro del joven artista, criaturas infernales, informes, burlonas, proteicas, en la más
brujesca de las danzas macabras, mientras que allá en las sombrías interioridades del
escenario parecían estarse representando al par las mayores lubricidades, los más
sabáticos y monstruosos himeneos…
El público se vio así presa bien pronto de la más inevitable alucinación colectiva.
Paralizados todos, e impotentes para romper el peligroso encanto, todos yacían pálidos
y jadeantes, acurrucados en sus asientos respectivos, con el frío sudor de la muerte.
Todas las delicias del opio, todos los ensueños mórbidos de los paraísos artificiales
ensoñados en sus pipas por los más perturbados fantaseadores coránicos, con huríes
seductoras en cuyos labios de fuego libasen a un tiempo la vida y la muerte, estaban allí,
y el público entero vivía, horrorizado y agónico, el veneno de aquel enloquecedor
delirio… Las señoras chillaban y se desmayaban, los hombres rechinaban los dientes y
crispaban las manos con ardores de calentura…
Llegó así el finale, a un tiempo mismo anhelado y temido, después de un verdadero
terremoto de entusiasmo y frenesí. Un último y radiante saludo del joven Stenio, y héle
ya alzando su arco para atacar triunfante el allegro famoso. Entonces sus ojos
tropezaron un momento con los de Paganini, quien sentado tranquilamente en el palco
del empresario, no se había quedado atrás en sus aplausos, aunque sus ojillos, negros y
penetrantes como puñales, mostraban la más impasible indiferencia, fijos, no en Franz,
sino en las misteriosas cuerdas del estradivarius. Aquello estuvo a punto de turbar al
joven, pero se repuso, y dejando caer gallardamente el arco, dió, al punto, las primeras
notas.
El entusiasmo del público llegó entonces a su paroxismo, porque era ya indudable que
las mágicas voces de mil brujas, sonaban allí mismo en los ámbitos de la escena. Aquí
ladraban con ella rabiosos perros y aullaban lobos y tigres famélicos; allá silbaba la
serpiente venenosa; chirriaba la corneja, rugía el león, gemía el viento, estallaba el
trueno, cantaban, al par, en fin, el ruiseñor y el grillo… Luego el cromatismo de las
últimas escalas, no parecía sino las desenfrenadas carreras y vuelos de las malditas, en
una saturnal sin precedentes en las noches de Walpurgis…
Pero en los momentos mismos de aquella satánica apoteosis del delirio; en mitad de
una de las escalas cromáticas postreras, acaeció una cosa extraña sobre toda
ponderación. Los sonidos se habían hecho inconexos, contradictorios, inarmónicos,
absurdos, mientras que del fondo de la caja sonora surgía la voz cascada y chillona del
anciano Samuel Ktaus, que, espeluznante y mortal, le decía:
–¿Cumplí o no cumplí mi promesa, Franz, hijo querido? ¿Estás ya, pues, contento de mí
y de mi sacrificio?
A la diabólica aparición de aquella voz, el encanto funesto quedó roto al punto, y libre
ya con ello el público de la fascinación que le había dominado hasta entonces,
prorrumpió en carcajadas estruendosas, en burlas y en silbidos. Los músicos de la
orquesta, pálidos aun por las emociones macabras anteriormente sufridas, se
desternillaban de risa sobre sus atriles, y el auditorio en masa se levantó y requirió la
puerta riendo ruidosamente, aunque sin acertar con la clave de aquel enigma. Mas, bien
pronto hubo de quedarse petrificado todo aquel agitado mar de – butacas y palcos,
porque todos los circunstantes percibieron algo que les heló de espanto. Las hermosas
facciones juveniles de Franz Stenio cambiaron y envejecieron en un segundo; su
gallardo cuerpo se encorvó al instante como bajo el peso de los años… Los más
sensitivos fueron más allá aun, en sus videncias, puesto que, surgiendo del cuerpo de
Franz como un vapor giratorio y opalino, pronto vieron formarse una blanca nube que
se contorneó en derredor de esta otra forma más amplia y amenazadora: la del viejo
maestro Samuel Klaus, gruñona y grotesca, con el vientre sangrando y con los intestinos
tendidos sobre la caja del violín, mientras con frenético movimiento, ya de un
condenado eterno, Franz, rascaba y rascaba con su arco sobre aquellas cuerdas humanas,
como esas figuras malditas talladas en los románicos capiteles del medioevo…
El pánico fue general: cada cual ganó enloquecido la puerta exterior como mejor pudo,
aterrados por los estallidos consecutivos como cuatro grandes truenos de las cuerdas
fatídicas, que se arrancaban con violencia de la pontezuela del maldito violín.
Los pocos que acudieron a la escena para socorrer al desdichado artista, le hallaron
con el violín hecho pedazos y con las cuerdas enrolladas en su cuello, como serpientes
vengadoras que le acababan de ahogar.
Cuando la gente de fuera se hubo informado del desgraciado fin de Franz Stenio sin
dejar para pagar su entierro ni la cuenta de su hotel, Nicolás Paganini, aunque avaro
siempre y en todo momento, se apresuró a satisfacer ambas por entero, y a recoger
también hasta las últimas astillas del destrozado violín.
¿Por qué lo haría?…
I
Un anciano alemán, profesor de música, llegó a París cierto día del año 1828,
estableciéndose muy modestamente en uno de los barrios más tranquilos de la
gran urbe, con uno de sus discípulos. El nombre del anciano era el de Samuel
Klaus y el del joven respondía al mucho más poético de Franz Stenio.
Era este último un novel violinista dotado, según la fama, de un talento musical
extraordinario; casi milagroso, mas, como era pobre y sin una reputación europea,
todavía permaneció varios años desconocido e inapreciado en el seno de la capital de
Francia, metrópoli de la siempre caprichosa moda occidental.
Franz Stenio había nacido en Steyer, y no contaba aún treinta años en los días a que
nos vamos a referir. Naturalmente soñador y filósofo, con todas esas rarezas místicas
del verdadero hombre de genio, no parecía sino uno de esos héroes inquietantes de los
Cuentos fantásticos de Hoffmann. Sus primeras, edades estaban llenas de cosas
extraordinarias, excéntricas, increíbles, hasta el punto de que nos vemos precisados hoy
a referir su historia brevemente para la mejor inteligencia de este puntual relato.
Nació Stenio en el seno de una familia de piadosos labriegos, moradores de una tan
apartada como apacible aldeíta en el corazón de los Alpes de Steyer, y fue criado, según
se dice, por los propios gnomos y demás genios del país que velaron solícitos en torno
de su cuna. Creció así el niño en ese ambiente mágico de fantasmas, de hadas y de
vampiros que tan esencial papel desempeñan en todos los dulces hogares de Steyer, de
Esclavonia y demás del Austria meridional.
Educado más tarde como estudiante a la sombra de los antiguos castillos rhenanos, se
diría que el joven Franz había vivido toda su vida hasta entonces en ese emocionante
plano llamado “de lo sobrenatural”. Además, durante algunos años estudió algo de
ciencias ocultas con un gran discípulo de Kunrath y de Paracelso, por lo cual era tan
diestro en hechicerías de todo género, incluso en “ceremonias mágicas” y secretos
teóricos de la Alquimia, como el más ladino de los gitanos húngaros.
No obstante todo esto, el joven Franz amaba con delirio la música y, sobre todo y ante
todo, a su violín. Así que, a los veintidós años de edad, arrinconó por completo sus
estudios ocultos, y se consagró desde entonces por entero a su arte, aunque
permaneciendo fiel adorador de los dioses griegos, en especial de las Musas de Euterpe,
en cuyo altar y en el de Pan y de Orfeo rendía el más noble culto de admiración con su
instrumento, que hubiera ansiado parangonar la flauta y la lira de estos últimos dioses.
Las notas de su stradivarius le alejaban sublimes de todo cuanto en este bajo mundo no
fuesen sus ensueños musicales con ninfas, sirenas y demás paganas diosas de la melodía
y de la poesía. Como nube de perfumado incienso, los acentos celestiales de su violín
querido, subían a la altura, mientras que el joven virtuoso soñaba siempre despierto,
viviendo la vida real como a través de un ambiente encantado. Así, aun en su misma
aldea, donde sólo se respiraba magia y brujería, pasó siempre como un niño
singularísimo, y llegó a ser todo un hombre, sin casi haber tenido juventud.
Nunca cautivó al artista una linda cara de muchacha que fuese capaz de arrancarle de
sus solitarios estudios. Su violín eran todos sus amores; en su compañía única había
vivido siempre, sin contar con otro auditorio para sus conciertos musicales que los
dioses y diosas de la Grecia clásica de aquellas sierras. ¡Un ininterrumpido ensueño de
armonía y de luz1
¡Cuán vívidos, cuán gloriosos, pero cuán inútiles eran estos ensueños perdurables del
maravilloso Franz! ¡Él era un héroe de la música como el dios egipcio con su lira, o el
dios griego con su caramillo, y hasta las diosas del amor y de la belleza dejaban sus
excelsas moradas sugestionadas por el arte supremo de las escalas de su violín!…
–¡Oh! –se decía más de una vez el joven en sus nostalgias de un arte nunca oído
–¿Podría yo atraer y encerrar una ninfa del Parnaso en el alma de mi querido violín?
¿Alcanzaría yo a robar algún día ese misterio que se cuenta de los dos grandes dioses de
la música domesticando con mi canto a las fieras y embelesando a los hombres hasta
obligarles también a rendirme culto?
Tales venían siendo los ensueños de Franz, ansioso siempre de esas glorias, tan
efímeras, de la fama entre los hombres. Por desgracia para él, su madre, al enviudar, le
llamó a su lado a la aldea, arrancándole de ;a Universidad alemana en la que llevaba ya
dos años. Esta llamada echó por tierra todos los proyectos del joven, a lo menos en lo
relativo a su inmediato porvenir, pues, que fuera de su aldea y al calar de su casa, no
contaba con los medios necesarios para satisfacer sus necesidades, por limitadas que
ellas fuesen.
Para colmo, su madre, que constituía su único amor en la tierra, falleció a poco de
haber estrechado entre sus brazos a su amado benjamín, y aun se dió el caso, no sé por
qué, de que las comadre s de la aldehuela desataron cruelmente sus lenguas respecto de
las verdaderas causas determinantes de la muerte de la aldeana, relacionándolas acaso
con la estancia de su hijo.
La señora viuda de Stenio, en efecto, antes de regresar su Franz, era una mujer alegre,
fuerte y joven todavía; un alma piadosa y temerosa, además, de Dios; que jamás faltó a
misa ni dejó nunca de orar a diario. Sin embargo de ello, el primer domingo que siguió a
la llegada del joven estudiante, cuando la pobre aldeana, limpiaba del polvo de varios
años el librito de oraciones que Franz había usado en su infancia cuando se sentaba a su
lado en la iglesia, y en el momento, en fin, en que el alegre repique de las campanas
resonaba llamando a todos para la santa misa, la amante madre escuchó, con escalofrío
mortal, cómo las sonoras campanadas aquellas eran ahogadas por las notas macabras
del violín, respondiendo sarcástico a la llamada con las salvajes melodías de “La danza
de las Brujas”9. Le faltó muy poco para desmayarse a la aldeana cuando su hijo querido
se negó después rotundamente a ir a misa, añadiendo, impío, que todo el tiempo
pasado en la iglesia era tiempo perdido, y que además los ruidosos sones del vetusto
órgano le crispaban sus nervios de artista. Para completar aquel cúmulo de
enormidades blasfemas y mejor acallar las desesperadas súplicas maternales, la invitó el
gran perverso a que escuchase el bellísimo “Himno al Sol”, que acababa de componer.
La buena señora de Stenio perdió desde aquel triste domingo la ordinaria placidez de
su espíritu y fue a desahogar sus angustias y remordimientos a los pies del confesor. La
respuesta del sacerdote a sus dudas llevó su alma sencilla y lógica al borde de la
desesperación, pues de la severidad de aquél no recibió respecto de su hijo sino los más
funestos augurios. Un continuo sobresalto, un terror sin límites avasalló desde entonces
a la anciana, que no dejaba de rezar noche y día por la casi imposible salvación de su
hijo, y, no contenta con hacer en vano los votos más temerarios para lograr ésta, viendo
que ni aun los salmos de latín ni las humildes súplicas en alemán que dirigía a la Corte
celestial entera, daban resultado alguno para con aquel réprobo, hizo varias
peregrinaciones a santuarios distantes, en una de las cuales por los nevados campos del
Tirol la atacó un fuerte enfriamiento que la llevó rápidamente a la tumba. Se veía, pues,
que, en cierto modo, el voto de la señora Stenio se había cumplido, dado que la buena
señora podía ya, en su nuevo estado de después de esta vida, realizar personalmente su
visita a los santos y abogar cerca de ellos por aquel perverso que renegaba de la Iglesia,
nuestra santa Madre; que tenía invencible horror al órgano y que se burlaba de los
sacerdotes y de sus confesonarios.
Bien ajeno estaba Franz a la idea de haber sido el causante verdadero, aunque
inconsciente, de la muerte de su madre; lamentó de todo corazón, y de allí a pocas
semanas vendió todos los trebejos de su casa y las modestas fincas de su hacienda, y,
ligero así de bolsa como de preocupaciones, resolvió recorrer el mundo como un buen
bohemio sin establecerse ni trabajar en nada.
9 Aquelarre (Witches Sabbath o Sábado de las Brujas). – La supuesta danza y asamblea de brujas en algún
paraje solitario, donde se acusaba a las brujas de comunicarse directamente con el diablo. Todas las razas
y todos los pueblos han creído en esto, y algunos creen aún hoy día. Así, el principal punto de reunión de
todas las brujas de Rusia se dice que es la Montaña Pelada (Lissaya Gord), situada cerca de Kief, y en
Alemania, el Brocken, en los montes del Harz. En el viejo Boston (Estados Unidos de América) se
congregaban cerca del “Estanque del Diablo”, en una vasta selva ahora desaparecida. En Salem les dieron
muerte casi a voluntad de los dignatarios de la Iglesia, y en la Carolina del Sur fue quemada una hechicera
en época tan reciente como el año 1865. En Alemania e Inglaterra fueron asesinadas a millares por la
Iglesia y el Estado, después de verse obligadas a mentir y confesar, por la violencia del tormento, su
participación en el “Sábado de las Brujas”. La noche de Santa Walpurgis o Walpurga, cuya fiesta celebra
la Iglesia el día 1.0 de Mayo, noche que aun hoy día ven llegar las gentes sencillas con cierto temor
supersticioso, se hizo famosa en la Edad Media por el aquelarre que celebraban brujos y brujas en la
agreste montaña del Brocken o Blocksberg, el más elevado pico del Harz. Esta escena está
magistralmente descrita en la primera parte del Fausto de Goethe. (Del Glosario Teosófico, por H. P. B.)
Visitó así el joven Franz Stenio las principales ciudades europeas. Depositada su
modesta fortuna en un Banco, recorrió a pie Alemania y Austria, pagando con notas de
su violín los hospedajes en cuantas hosterías y casas de labor visitaba, pasando no pocos
días de la buena. estación entre las verduras de los campos y el augusto silencio de los
bosques umbrosos, cara a cara con la Naturaleza, soñando siempre con los ojos
abiertos, y reduciéndolo todo a armonías a lo Hesiodo o a lo Anacreonte, ni más ni
menos que el alquimista reduce todo a oro. Hasta en sus nocturnos conciertos en las
hosterías y en los prados aldeanos los días de fiesta, los circunstantes eran para su
artística imaginación pastores y pastoras de la feliz Arcadia que le coreaban corno al
propio dios Pan en sus triunfos. El suelo de los salones, prados eran para él de las más
sugestivas creaciones mitológicas; sacerdotes y sacerdotisas de Tersícore aquellos
rudos labriegos y aquellas sanotas hijas de la Alemania rural, de mejillas como frescas
manzanas, labios de cereza y ojos de cielo, bailando como una danza sagrada bajo las
cadencias de un vals…
Su violín, en los momentos solitarios, pasados por su dueño en lo más espeso de la
selva de pinos, parecía animar con fuerzas de sagrada magia a los mismos árboles, a las
peñas, a los musgos, a todo cuanto, como nuevo Orfeo, le rodeaba embelesado, y se
figuraba ver el joven, en el delirio de sus musicales ensueños, que hasta las aguas del
arroyuelo detenían también su curso para seguir oyéndole, mientras la cigüeña, el
águila o el hubo parecían preguntarle en su lenguaje ignorado: ¿Eres tú Franz Stenio, o
el mismo Orfeo redivivo?
Aquel tiempo fue la época más feliz de su existencia de continua exaltación artística;
de divinos deliquios; de ensueños inenarrables. En nada afectaran nunca al joven las
últimas palabras de su madre agonizante, que murmuraran en su oído todos los
horrores de una tan próxima como definitiva condenación. Aquello no podía
compararse más que a su concepto músico del pagano dominio de Plutón, señor del
tétrico reino de las sombras, quien, al oír su instrumento, le daba la bienvenida a sus
estados como a un nuevo libertador de otra Eurídice cual la de Orfeo. Una vez más la
rueda de Isi6n se había parado ante las mágicas cadencias, dando así un descanso al
triste seductor de Juno y un mentís a cuantos creyesen eternos los suplicios de los
condenados en aquella inabordable mansión pues que Franz mismo veía a Tántalo
olvidarse de su inextinguible sed al beber en aquel torrente de armonías; a Sísifo
quedar inmóvil sin sentir ya el peso de su aplastante roca, y sonrientes a las propias
Furias infernales. Vemos, pues, que la mitología clásica era para Franz, como para tantos
otros elegidos, el más seguro antídoto contra los terrores y amenazas teológicas, sobre
la vieja y alta Mitología fortalecida y espiritualizada por la Música. Euterpe, por la
mano de su fiel discípulo Franz, triunfaba, en fin, hasta del infierno mismo.
Pero todo acaba pronto, ¡oh dolor!, en este infame mundo, y los ensueños del joven
Franz no pudieron sustraerse a tamaña ley. Llegó, al fin, cierto día a la ciudad en cuya
universidad enseñaba Samuel Klaus, su viejo profesor de violín. Cuando este santo
anciano vio pobre, huérfano y solo a su discípulo favorito, sintió centuplicársele el
cariño que hacia el Muchacho sentía, y estrechándole contra su noble corazón le adoptó
generoso como hijo.
El violinista Klaus parecía evocar con su grotesca y oronda persona las románicas tallas
medievales, pero, desmintiendo aquellas sus apariencias de trasgo o duende fantástico,
gozaba de uno de los más grandes corazones, de un alma de ternuras femeniles y de una
abnegación no inferior a la de cualquiera de los mártires del Cristianismo. Al referirle su
joven discípulo la historia de los últimos años de su ausencia, el viejo maestro le tomó
por la mano y llevándole a su estudio le dijo tan sólo:
–Abandona la vida errabunda y quédate aquí conmigo. Podrás lograr gloria y dinero.
Yo, anciano y sin familia, no seré más que un padre para ti. Vivamos, pues, juntos,
olvidando todo lo de este mundo, salvo la gloria que en breve tiempo conquistaremos.
Maestro y discípulo acordaron ambos pasar a París, tocando en varias ciudades
alemanas del camino. Con ello, el joven Franz olvidó en breve su vida vagabunda;
desechó las nostalgias de su independencia artística, despertándose, en cambio, su
antigua y dormida ambición de lauros y de oro. Contento desde la muerte de su madre
con el aplauso de los dioses moradores de su volcánica fantasía, quería además el
aplauso también de los hombres mortales. Bajo la severa enseñanza de Klaus, su talento
musical nativo ganaba en vigor y en magia cada día, extendiéndose la fama de sus
méritos rápidamente por ciudades y villas. Las más geniales mentalidades de varios
centros le proclamaron pronto violinista sin rival, el violinista único, con lo cual no hay
que añadir que perdieron la cabeza al fin, tanto el maestro como el discípulo.
Mas la capital de Francia no le concedió de buenas a primeras al joven tamaña
reputación, porque es sabido que París acostumbra a hacerse por si mismo las
reputaciones, sin aceptarlas bajo la fe de otros. Así que el violinista Franz llevaba ya allí
tres años y remontaba aún por la áspera pendiente de su calvario como artista, cuando
le acaeció un suceso que llegó a marchitar todos sus ensueños de gloria. El primer
concierto de Paganini puso a la ciudad–luz en intensa conmoción. El maestro italiano
apareció, y Lutecia entera cayó a sus pies.
II
Llegados a este punto de nuestro relato, conviene recordar una superstición medieval
que ha subsistido hasta mediados del presente siglo, y es la de atribuir todas las
grandezas del genio a que éste mantenía estrecho “pacto con el diablo”.
Todos los artistas, Paganini inclusive, fueron inculpados de semejante pacto.
Del gran violinista Tartini, asombro del siglo XVII, se llegó a decir que sus mágicos
efectos sobre sus auditorios hechizados se debían no más que a sus tratos con los
malignos. Así, su célebre Sonata del Diablo fue causa de las más terribles leyendas. Ella,
conocida también por “El ensueño de Tartini”, se atribuyó a la directa inspiración del
propio Satanás, quien la ejecutó ante Tartini mientras éste dormía, y el propio músico
fue el primer culpable de semejante fama por sus frases imprudentes10.
De tamañas acusaciones brujescas no se han escapado tampoco los más célebres
cantantes, por los efectos maravillosos logrados con su voz sobre sus auditorios
embelesados. La voz sublime de Pasta se atribuía a que su madre, en los tres últimos
meses de su embarazo, había sido arrebatada al cielo, y en medio de su éxtasis, había
tomado parte en un coro de excelsos serafines. La Malibrán debía su voz a Santa
Cecilia, patrona de los músicos, según unos, y al mismísimo diablo, según otros, que ya
la cantaba al oído junto a su cuna para que se durmiese. Por último, el Jubal de Dryden
alcanzó el supremo arte de tocar a guisa de violín en una simple concha marina con
cuerdas, arrastrando¡, sin embargo, a la enloquecida multitud y haciéndola decir que un
ángel del cielo era, y no las cuerdas de la concha, el que producía aquellos sonidos.
El avaro violinista italiano de Paganini no podía menos de tener otra leyenda análoga,
porque sin ella eran inexplicables sus prodigios. Eran tales, en efecto, las emociones que
con su instrumento despertaba en sus auditorios, que se dice que el gran Rossini lloró
como una muchacha sentimental alemana al escucharle por vez primera. La princesa
Elisa de Lucca, hermana de Napoleón I, y a cuyo servicio estuvo algún tiempo como
director de su orquesta privada Paganini, no podía oír las primeras notas del músico sin
desmayarse al punto. La magia de su arco le permitía al gran artista determinar a
voluntad los más aparatosos ataques histéricos en las mujeres y despertar entre los
hombres fuertes el más loco frenesí, haciendo de cualquier cobarde un héroe, y del
soldado más aguerrido, una nerviosa chicuela. De aquí el que las leyendas macabras
acerca del artista hubiesen tomado tanto pábulo especialmente y esto no se decía por
nadie sin terror y de oído a oído–, que todo aquello se debía no más a que las cuerdas
de su violín no eran como las de los demás instrumentos, sino que estaban torcidas con
verdaderos intestinos humanos, extraídos por su hechicería con arreglo a los cánones
más horribles de la necromancia.
Esto último, por mucho que choque a sabios oídos occidentales, nada tiene de
imposible, en efecto. Acaso la tradición de la misma necromancia del medioevo pudo
dar lugar a tamaña leyenda, porque es un hecho probado en Ocultismo que muchos
10 A la famosa Sonata del Diablo, de Tartini, se le atribuye el siguiente origen:
“Después de haber luchado en vano a fin de hallar inspiración para la sonata que estaba componiendo,
el maestro quedó profundamente dormido.
“Preocupado como estaba con su tema, Tartini soñó que continuaba su trabajo de la vigilia tan
estérilmente, que, desesperado, invocó al diablo, quien, apareciéndosele, le propuso la más abundante
inspiración a cambio de su alma.
“Hecho el trato, el maestro escuchó al instante un violín maravilloso que ejecutaba la sonata más
asombrosa que podía oírse, sobre todo en las frases finales, que no parecían, en efecto, cosas de este
mundo…
“Tartini despertó sobresaltado, pero, con la inexplicable inspiración en el sueño recibida, lleno de
ardor, tomó su instrumento, y al punto quedó compuesta la obra que desde entonces se llamó La Sonata del Diablo.
magos negros orientales, en especial los tántricas bengaleses recitadores de tantras o
conjuros para atraer a los espíritus maléficos, usan, para sus perversas obras, de los
propios órganos internos de los cadáveres. Ahora, por otra parte, que nos son mejor
conocidos los poderes peligrosos del magnetismo, mesmerismo e hipnotismo,
manejados técnicamente por los propios médicos, podría suponerse, con menos peligro
que antes de ser escarnecido, que los efectos mágicos que Paganini producía con su
violín, no eran debidos solamente a su genio musical, antes bien, aquellos fenómenos
de pasmo, patología y sugestión experimentados por sus auditorios (pasmos que tenían
algo de sobrenatural y de diabólico, según muchos de sus biógrafos), se debían a más
misterioso origen que el de la impecable ejecución y técnica del maestro. De aquí
también el que pudiese hasta cambiar de nombre al instrumento, haciendo, con sus
melodías en la cuerda G sola, que no pareciese sino flauta el violín.
Rumores tales podían tomar cuerpo mucho mejor antaño que ahora en que las gentes
son mucho más escépticas, y llegarse a murmurar así en su ciudad natal y aun en toda
Italia, que Paganini había asesinado a su esposa y más tarde a una querida, y a la que, no
obstante su pasión, no tuvo inconveniente en sacrificar con sus propias manos para el
logro de sus diabólicas ambiciones. Con el conocimiento previo que tenía, en efecto,
respecto de diferentes artes necromantes, había conseguido luego aprisionar en el alma
de su violín de Cremona las almas amantes de sus dos víctimas.
Los íntimos de Ernesto T. W. Hoffmann, el admirable autor de El maestro Martín, el
tonelero de Nuremberg; El elixir diabólico y otras narraciones místicas y espeluznantes,
aseguran que el consejero Crespel de El violín de Cremona, estaba basado en el
legendario caso de Paganini, pues, según todos saben, el fantástico cuento narra cómo
Crespel el violinista había encerrado en su violín el alma de una diva famosa, a quien
había amado con delirio y aun había incorporado a su instrumento la pura alma de
Antonia, su propia hija.
Una nación, en fin, como Italia, que había tenido entre sus antepasados alas famosas
familias necrománticas de los criminales Borgias y Médicis, bien podía fomentar
leyendas como aquélla, máxime cuando cierto periodo de la juventud de Paganini
resulta, en efecto, envuelto en un misterio impenetrable, lo que junto con aquella
extraordinaria facilidad con la que sacaba los más extraterrestres sones de su
instrumento, incluso el de la voz humana, bien pudieron dar pábulo a tamaña leyenda
terrorífica.
III
Hasta aquellos días de nuestro cuento, Franz Stenio no había oído hablar de Paganini.
En tales tiempos, precursores del vapor y de la electricidad, la Prensa casi no existía, y
era más corto el vuelo de la fama.
El muchacho, devorado por la envidia, juró competir con el mago genovés, y hasta
superarle si podía. ¡Sí, o alcanzaría a ser el atrevido joven el más famoso de todos los
violinistas de su época, o haría añicos su indócil instrumento! El viejo Klaus aplaudió con
toda su alma tan heroica determinación.
Frotándose las manos con muestras del más loco contento, Samuel Klaus saltaba
alegre sobre su pata coja como un estropeado sátiro, adulando y halagando a su
discípulo predilecto, como si cumpliese el deber sagrado de consagrar a un héroe.
Franz era capaz de sufrirlo todo, menos el fracaso. Era indiscutible que tocaba ya como
un maestro; pero los críticos severos le habían afirmado que necesitaba unos cuantos
años más de labor esforzada antes de que pudiese aspirar al don de arrebatar a su
auditorio. Esto ocurrió hacía tres años, a la llegada a París del discípulo y el maestro. Por
último, tras de un estudio desesperado durante más de dos años, en los que puede
decirse que Franz no hizo otra cosa, el artista Sleyer le tenía ya preparada su primera
audición en el Teatro de la ópera, ante el público más exigente del mundo. Mas ¡golpe
fatal asestado a las floridas ilusiones del artista!, la presentación de Paganini entonces,
se encargó de dar al traste con tan dorados ensueños. ¡Había que esperar, y no poco,
ante la refulgente aparición de aquel astro único!…
Al principio, el Envidioso Franz, se contentó con sonreír ante el ciego entusiasmo, los
himnos de elogio cantados en loor del italiano y el asombro casi supersticioso con que
doquiera oía pronunciar el odioso nombre, pero bien pronto éste llegó a ser para los
corazones de entrambos un hierro candente que se los abrasaba. últimamente el sólo
nombre de su rival cuyos éxitos eran cada día más estupendos, les producía casi accesos
de locura.
Concluyó la primera serie de conciertos sin que ni el viejo ni el joven hubiesen podido
oír a Paganini y juzgar por sí mismos. Eran tan exorbitantes los precios hasta de los
puestos más ínfimos y tan pequeña la esperanza de que aquel grandísimo avaro se
mostrase generoso con un humilde y desconocido hermano en el Arte, que hubieron de
resignarse a esperar a que la suerte los deparase el medio como a tantos otros les había
acaecido. Pero llegó un día en que les fue imposible aguantar más, y, empeñando sus
dos relojes, compraron dos modestos asientos para el concierto.
¿Cómo describir las emociones de aquella noche feliz y fatal al mismo tiempo? El
auditorio estaba más enloquecido que nunca: los hombres rugían o lloraban; las damas
chillaban histéricas, desmayándose, mientras que Klaus y Stenio, más pálidos que
espectros, se mordían los labios en silencio. Al brotar la primera nota del arco mágico
de Paganini ambos sintieron un escalofrío sobrenatural, como si la helada mano de la
muerte les hubiese tocado en el corazón. Su tortura era violenta, sobrehumana, al par
que indescriptible su emoción artística… Acabada la función a media noche, y mientras
que delegados escogidos de las Sociedades filarmónicas y del Conservatorio
desenganchaban los caballos del coche del coloso y lo arrastraban en triunfo hasta su
casa, los dos cuitados alemanes, tambaleándose como dos ebrios y sin decirse palabra,
tristes y desesperados, retornaban a su tugurio, ocupando sus acostumbrados asientos
junto al fuego, hasta que Franz, pálido como la misma muerte, rompió el triste silencio,
y dijo:
–¡Samuel, Samuel, no nos queda ya más salvación que el morir!... ¿Me oís? Nada
somos, nada valernos; éramos dos infelices ilusos al creer que nadie pudiese llegar a
rivalizar con él, con…
El nombre odioso, e impronunciable del mago se le atravesaba en la garganta. Lleno de
rabia, impotente, se revolcó por los suelos, desesperado.
El apergaminado semblante del maestro Samuel se tornó lívido primero, y
congestionado después; sus pequeños y grises ojos despedían una singular
fosforescencia. Inclinándose hacia el oído de su discípulo, le dijo, con voz entrecortada y
cavernosa:
–¡Neín, neín! ¡Te equivocas, mi Franz amado, te equivocas! Yo te enseñé del divino arte
cuanto un simple mortal, cristiano viejo puede enseñar a otro mortal. ¿Tengo yo la
culpa de que estos condenados italianos apelen a los recursos diabólicos de la Magia
Negra, enseñados por Satanás en persona, para poder triunfar sin réplica en el mundo
del arte?
Franz, al oír aquello, miró a su maestro de un modo siniestro, echando fuego por sus
ojos febriles. Aquella mirada era todo un poema de la desesperación, que parecía decir:
–Si así fuese, ¡yo no tendría tampoco inconveniente alguno en venderme en cuerpo y
alma al mismísimo diablo!
Mas nada dijeron sus contraídos labios. Antes bien, apartando el joven la mirada de su
maestro, se puso a contemplar como un idiota el mortecino fuego y empezó a soñar:
¡Soñaba, sí, que retornaban como antaño sus incoherentes anhelos; sus ansias, tomadas
por realidades en sus años juveniles, cuando hablaba con los gnomos, con las brujas, con
las hadas de la selva, inspirando las más extrahumanas melodías a su instrumento. Las
siniestras sombras de Tántalo y de Sísifo resucitando como antaño en las
peregrinaciones bohemias del joven, parecían decirle con inaudita perversidad:
–¿Qué pueden importarte, tonto, los horrores de un infierno en el que ya no crees? Y
aun en el supuesto mismo de que existiese, ¿qué otro sitio puede ser sino el grandioso
lugar descrito con –épicos colores por los clásicos griegos, no el de los imbéciles
fanáticos modernos, es decir, una vasta región llena de sombras conscientes, entre las
cuales podrías acaso gallardearte como un segundo Orfeo?
Franz indudablemente enloquecía por momentos. Ya sus ojos, inyectados en sangre,
miraban de un modo excesivamente singular a su maestro. Luego, al verse sorprendido,
eludía la mirada bondadosa del pobre viejo. Samuel comprendía, en efecto, el estado
mental de su discípulo, e hizo cuanto podía por sacarle de él, pero todo fue en vano.
–Franz, hijo mío –le decía –te aseguro, sí, que el funesto arte de ese italiano no es
natural, no, ni debido al estudio ni al genio, ni adquirido, repito, por las vías ordinarias
que siguen los demás mortales. Deja de mirarme así, de ese modo tan inquietante,
porque lo que te digo no es ya un secreto para nadie. Escucha y comprenderás…
Y haciendo un esfuerzo como para rechazar una sombra de miedo, continuó:
–¿Sabes bien lo que se susurraba acerca de la muerte de Tartini el de la “Danza de las
brujas”? Pues que murió un sábado, a altas horas de la noche, estrangulado por su
mismo demonio familiar quien antes le diese el secreto aquel de dotar de la voz
humana a su violín, encerrando en el alma del instrumento el alma de una infeliz
doncella a quien, al efecto, asesinase. Pues sabe además, que Paganini ha hecho otra
cosa peor todavía, pues, para conseguir otro tanto para su instrumento y hacerle que
pueda reír, llorar, gritar, suplicar, blasfemar u orar todo junto, con los más patéticos
acentos humanos, ha asesinado no sólo a su mujer y a su querida, sino al amigo más
intimo, que le amaba con delirio, haciendo, con su intestino retorcido por él mismo, las
cuerdas para su violín. ¡De aquí el secreto de su genio mágico y de esas sucesiones de
melodías inauditas con las que enloquecía sus públicos a diario! Estas cosas, pues, no
puedes conseguirlas tú nunca, a menos que…
El anciano no pudo concluir la frase. Algo vio entonces en la mirada diabólica del
enloquecido discípulo que le dejó petrificado de espanto, y le hizo cubrirse la cara con
las manos para no volver a verlo… ¡Franz tenía un rictus imponente, satánico! Sus ojos
de hiena, su palidez de cadáver, lo decían todo…
Con cavernosa voz exclamó dificultosamente al fin:
–Pero, ¿habláis seriamente?
–¿Qué duda cabe, desde el, momento en que os empeño mi palabra de ayudaros,
cueste lo que cueste respondió Samuel.
–Es decir que –continuó el terrible joven –creéis firmemente que si yo alcanzase a
contar con los medios de proporcionarme. también intestinos humanos podría igualar a
Paganini y aun superarle…
El anciano se descubrió la cara, y como quien ha tomado ya una resolución heroica,
añadió de un modo siniestro:
–Los meros intestinos humanos no bastan por sí para el logro de nuestro intento, sino
que tienen que haber sido arrancados ellos a alguien que le haya querido a uno con
afecto desinteresado y santo. Tartini dotó a su violín con el alma de una virgen que le
amaba y que murió por causa de él al ver que su amor hacia el gran músico no era por
éste correspondido. Aquel efectivo diablo humano recogió en una redoma el aliento
postrero de la doncella y luego le transfirió a su violín. En lo que atañe a Paganini,
conviene añadir que aquel amigo por él asesinado, lo había sido con su consentimiento,
en medio de la más asombrosas de las renunciaciones.
–¡Oh divino poder de la voz humana, no igualado por ningún otro poder del mundo!–
continuó el viejo –¿Qué magia hay en la tierra que pueda igualarse a la suya? Yo os
habría enseñado también este magno, este último secreto, si no fuese porque ello
equivale a arrojarse para siempre en las garras de aquel, cuyo nombre no puede
pronunciarse de noche… –añadió el anciano tornando a las supersticiones de su
juventud.
Franz, en lugar de responder, se levantó de su asiento con una tranquilidad que daba
frío; descolgó su violín, y de un tirón salvaje, le arrancó las cuerdas y las echó en el
fuego. Las cuerdas, al quemarse, parecían silbar y retorcerse como serpientes en las
ascuas. Samuel dió un grito horrorizado.
–Por todas las brujas de la Tesalia y por las negras artes todas de Circe, la perversa
maga; por el mismísimo Plutón y todas sus infernales furias, te juro, ¡oh mi santo
maestro Samuel!, que no volveré a coger es violín en las manos hasta que le ponga
cuerdas humanas.
Y echando espumarajos de rabia, cayó al suelo sin sentido. El pobre maestro le alzó
con ternura de madre; le depositó suavemente en el lecho y voló en busca de un médico,
alarmadísimo…
IV
Franz Stenio luchó varios días entre la vida y la muerte. El médico diagnosticó una
fiebre cerebral, de la que todo podía temerse. Yacía el joven en un casi continuo delirio,
y Klaus, que le cuidaba noche y día con verdadera solicitud paterna], estaba horrorizado
de su propia obra. El viejo profesor, no obstante los años que llevaba tratando a su
discípulo, no había comprendido hasta entonces toda la nativa brutalidad de aquel alma
selvática, supersticiosa e impasible, cuya vida entera se había refugiado en la pasión por
la música tan sólo, alma que únicamente podía alimentarse del aplauso, alma terrenal,
inhumana; alma genuina de artista, pero con la parte divina ausente en absoluto de
aquel hijo de las musas, toda imaginación y poesía cerebral, pero sin corazón, sin
piedad.
Mas de una vez, al seguir el inseguible hilo de aquella delirante fantasía, el buen
anciano se creía transportado por vez primera a una región inexplorada, absurda de
locura, cual si aquella naturaleza psíquica, encerrada en el débil cuerpo del enfermo, no
fuese de esta Tierra, sino de algún otro planeta informe o incompleto. El terror ante
todo ello le tenía también enfermo ya a él, y hasta llegó a preguntarse si valdría la pena
de salvar la vida de aquella criatura infernal o dejarla morir piadosamente antes de que
recobrase el uso de sus sentidos.
Amaba no obstante demasiado a “su hijo” para así hacerlo, por lo que en el acto
rechazó su mente esta última idea. Franz había hechizado el alma esencialmente música
del maestro, y no parecía sino que la vida de los dos se hallaba ligada con un vínculo
irrompible por el Hado mismo. Semejante convicción, adquirida en un vivo rayo de luz
espiritual a la cabecera del enfermo, se decidió al fin, como si fuese una revelación, a
salvar al muchacho, aun cuando fuese a costa de su ya gastada e inútil vida.
Era aquel el séptimo día de enfermedad. La crisis de la mañana fue la más terrible de
cuantas habían asaltado hasta entonces al joven, quien llevaba ya veinticuatro horas sin
cesar de disparatar ni de cerrar los ojos, y describiendo con macabra minuciosidad sus
detalles más nimios. Espectros espantosos; sombras siniestras de crimen flotaban en
sarta inacabable en los ámbitos aquellos, sarta cuyos personajes eran puntualmente
nombrados y designados por el enfermo como si se tratase de antiguos conocidos. Se
creía un nuevo Sísifo, atado al peñasco del Caúcaso con los cuatro fragmentos de
intestino transformados en otras tantas cuerdas de violín… Un río Stix, no de negras
aguas, sino de roja sangre, corría a sus pies de condenado eterno, y añadía enloquecido:
–¿Deseas, ¡oh infeliz anciano!, saber cómo se llama esta roca de mi Cáucaso? ¡Pues se
llama Samuel Klaus, aquel pobre viejo que me enseñó a tocar el violín!
–¡Oh, sí, yo soy, yo solo, la causa de tu desgracia, hijo mío! –le contestaba éste llorando
y cogiéndole las manos con desesperación –¡Yo mismo, al tratar de consolarte, te he
matado imprudentemente, pues que te he herido de muerte a tu imaginación al
informarte acerca de las negras artes de Paganini!
–¡Ja, ja, ja! –replicaba el enfermo con horrísona carcajada satánica –Pobre viejo chocho,
¿qué es lo que me dices? ¡Tu carne es deleznable¡ ¡Yo la cortaría así!… ¡Tú no vales nada
y sólo parecerías bien extendido tu intestino sobre un buen violín de Cremona y metida
en su alma el alma tuya!
Klaus sintió un escalofrío mortal, pero guardó silencio, e inclinándose sobre la frente
del joven abrasada por la fiebre, depositó en ella un beso largo y amantísimo…,
saliendo unos instantes fuera de la estancia porque sentía que le ahogaba la
desesperación. Al retornar de allí a poco, el delirio había tomado otro curso. Franz
cantaba, tratando de imitar las notas de su violín, con la misma satisfacción salvaje que
si ya tuviese tendidos en éste, a guisa de cuerdas, los intestinos del maestro.
Por la tarde el delirio revistió una forma imposible de describir. Ígneos espíritus
metían en la hoguera a su queridísimo instrumento. Manos esqueléticas, manos que
eran las del joven, brotando chispas y llamas por todos sus dedos, hacían señas al viejo
para que se acercase, y abrirle en canal con absoluta rapidez, ¡para disecarle ferozmente
a él, a Samuel Klaus el maestro, “el único hombre que, al amarle tan tierna y
desinteresadamente, era el único también cuyos intestinos podían serie de alguna
utilidad al mundo.”
Al otro día, y como por encanto, la fiebre cesó, y dos días después Stenio pudo dejar el
lecho sin conservar recuerdos de su enfermedad y sin sospechar que en sus delirios
había dejado a Klaus leer en el fondo de sus más secretos pensamientos… El único
resultado fatal de la enfermedad fue aquella que, firme el joven en su promesa al
arrancar a su violín sus antiguas cuerdas, y careciendo su indomable pasión artística de
semejante válvula, se sumid en el estudio de la Alquimia, la Quiromancia y demás artes
ocultas con tanta y mayor pasión que la que antes sintiera por la música.
Pasaron semanas y aun meses, y ni el maestro ni el discípulo mentaron siquiera a
Paganini. El violín, sin cuerdas y cubierto de polvo y telarañas, oscilaba colgado en su
sitio, olvidado y mudo, y en medio de la profunda melancolía que se había apoderado
de entrambos apenas si cruzaban la palabra. Se diría que el violín no era sino un cadáver
que la fatalidad había interpuesto entre los dos. Sarcástico y sombrío, el joven evitaba
cuidadosamente toda conversación sobre la música.
Para sondear un tanto en el alma del joven y saber lo que pasaba en ella, cierto día el
anciano sacó de su caja su olvidado violín y se puso a tocar no sé qué tarantela. A las
primeras notas Franz experimentó una sacudida nerviosa semejante a un latigazo, pero
nada dijo. Los ojos se le salían de las órbitas y escapó al fin como un loco, vagando al
azar por las calles de París durante muchas horas, mientras que el buen Klaus arrojó su
instrumento y se encerró en su alcoba hasta el otro día.
Como se ve, aquello no podía continuar así.
Una noche, en la que el joven Stenio estaba más sombrío e imponente quizá que
nunca, el viejo maestro se levantó repentinamente de su silla, y dirigiéndose con
resolución hacia su discípulo amado, imprimió un largo beso en la frente de éste,
diciéndole amoroso:
–Franz querido: esto no puede continuar así. ¿No crees que es llegado el tiempo de
poner fin a nuestra violenta situación?
Franz despertó sobresaltado de su letargo habitual, respondiendo como en sueños:
–Cierto: ya es tiempo más que sobrado de ponerlo fin.
Ambos se fueron a acostar sin decir más palabra.
Al otro día no vio Franz al anciano en su sitio de costumbre. Se vistió y pasó al
comedor que separaba las dos alcobas. Ni el fuego había sido encendido aquel día,
como era el hábito de Samuel, ni se veía otra huella alguna de las ordinarias
ocupaciones del maestro. Franz, extrañado de todo aquello, se sentó en su sitio de
siempre al lado de la apagada chimenea, cayendo en su eterna obsesión, obsesión de la
que salió extrañamente al extender las manos hacia atrás para cruzarlas tras su cabeza;
chocaron ellas con algo que estaba en el estante de detrás y que cayó al suelo con
estrépito… ¡Era la caja del violín del pobre Klaus, que caía rodando a los pies de su
discípulo y vaciaba su contenido, su violín mismo, cuyas cuerdas, al dar de plano contra
la chimenea, produjeron algo así como un gemido lastimero. El efecto que aquello
produjo en el joven fue mágico.
–¡Samuel, Samuel! –gritó sin hallar respuesta –¿Qué es lo que pasa? –añadió,
dirigiéndose ansiosamente hacia la alcoba de éste.
Mas en aquel punto retrocedió espantado ante el eco de su propia voz, que no lograba
contestación alguna… La habitación estaba a obscuras, y al abrirla vio que Samuel Klaus
yacía sobre su lecho, rígido y frío… ¡Estaba muerto!
El choque fue terrible. La loca ambición del artista fanático no dejó ni lugar casi al
primer impulso de afecto hacia aquel amado muerto a quien tanto debía… Iba, pues, a
obrar en el acto, como era de temerse, cuando su vista perturbada se fijó en un escrito
dirigido a él y que decía:
“Franz, hijo querido. Cuando leas ésta, tu viejo maestro, tu amigo, habrá hecho ya el mayor
sacrificio que por el logro de tu ideal de fama y riqueza podía. El que te amó tanto, hele ya
aquí frío e inerte. Ya sabes lo que te corresponde hacer… ¡Fuera necias preocupaciones! Yo,
libre y espontáneamente, te he ofrendado mi cuerpo, en holocausto a tu fama futura, y
realizarías la más negra de las ingratitudes si, por timidez o cobardía, hicieses inútil este
sacrificio mío. Cuando tu amado violín se vea con sus nuevas cuerdas y estas cuerdas sean
una parte de mi propio ser, aquél se verá ya investido del mismo secreto mágico del célebre
Paganini. En ellas, en mis cuerdas, encontrarás, siempre que quieras, los ecos de mi voz, Mis
gemidos, mis cantos de amor y de bienvenida, los acentos todos más patéticos, en fin, de mi
inmenso amor hacia ti. Así, pues, mi Franz idolatrado, ¡nada temas; nada vaciles! Coge
triunfalmente tu instrumento y lánzate al mundo siguiendo los pasos de aquel que sembró
la desesperación y la desgracia en la senda de nuestras ilusiones… Preséntate altanero en
cuantos lugares él se presente a los públicos; búrlate de él y rétale al más gallardo de los
desafíos. Entonces alcanzarás a comprender y a oír, oh, Franz querido, cuán potentes son
siempre las notas de todo amor desinteresado, y en la última caricia de aquellas cuerdas te
acordarás de que son el cuerpo y el alma de tu abnegado maestro que, por última vez, te
abraza y te bendice,
Samuel”
Dos ardientes lágrimas pugnaron por brotar de los ojos del enloquecido Stenio, pero
se evaporaron antes casi de surgir, mientras que aquéllos, con fulgores demoníacos
nacidos de un orgullo y de una ambición sin límites, se fijaron con fruición en el yerto
cadáver. La pluma se resiste a escribir lo que allí pasó más tarde, una vez que se
cumplieron los trámites de la ley con el suicida, porque conviene advertir que el
abnegado Samuel Klaus lo había previsto todo para asegurar la impunidad de su
discípulo, escribiendo una carta a la Justicia para que a nadie se culpase de su muerte.
Después de un casi simulacro de autopsia por parte de las autoridades judiciales, allí
quedó el cadáver del pobre Klaus, a la completa voluntad de su heredero…
No habían transcurrido bien quince días, después de aquel de la desgracia, cuando ya
estaba el violín de Franz descolgado de su sitio, desempolvado, limpio y con sus cuatro
flamantes cuerdas nuevas. Su dueño, el impasible Franz Stenio, no se atrevía ni a
mirarlas. Quiso tocar, pero el mismo arco parecía temblar en sus manos como el puñal
en las del asesino novicio. Resolvió entonces no tocar hasta el memorable día aquel en
que había de rivalizar con el odiado Paganini, y aun superarle, sin duda. Por entonces el
estupendo artista no se encontraba ya en París, sino que recorría triunfa] las ciudades
flamencas de Bélgica.
V
Pocos días después de lo narrado, se hallaba el maestro Paganini en el comedor de su
hotel, de regreso de su concierto de aquella noche y rodeado de sus constantes
admiradores, cuando se te acercó un extraño joven, de mirada extraviada y selvática,
que te entregó una tarjeta, con unas cuantas líneas de lápiz.
Paganini lanzó sobre el intruso una de aquellas mágicas miradas suyas que pocos
hombres podían soportar cara a cara; pero se encontró, como vulgarmente se dice, con
la horma de su zapato, puesto que el joven, sin bajar la vista, la sostuvo como de
potencia a potencia. Saludóle entonces fríamente, y le dijo con toda sequedad:
–Estoy a vuestra completa disposición, caballero. Fijad la noche, y se hará como
deseáis.
Al otro día la ciudad entera supo estupefacta que se preparaba para una noche
inmediata un desafío singular: el que entrañaba el cartel siguiente, fijado en todas las
esquinas:
“En la noche de…, en el Gran Teatro de la ópera, debutará ante el respetable público
el joven artista alemán Franz Stenio, quien ha venido ex profeso a esta población con el
solo objeto de medir sus dotes musicales como violinista con el maravilloso maestro
Paganini, compitiendo con el artista famoso en la interpretación de sus más difíciles
composiciones. Aceptado noblemente el reto por el maestro sin rival, Franz Stenio
ejecutará en competencia con él, el conocido capricho fantástico que lleva el título de
“Danza de las Brujas”.
El efecto de la noticia aquella no pudo ser más delirante, cosa bien prevista por el
avaro Paganini, que, no perdiendo nunca de vista su negocio, miraba a él tanto y más
que a su propio arte. Había así doblado el precio de las localidades aquella memorable
noche, no obstante lo cual el gran teatro se llenó de bote en bote.
Llegado el día del certamen, no se hablaba de otra cosa en la ciudad y aun en las
vecinas. De los ojos de Stenio el sueño había huido, y toda la noche anterior la habla
pasado en su habitación más inquieto que la fiera en su cubil, cayendo sobre su cama al
amanecer agotado física y moralmente, cayendo, digo, en un estado comatoso que no
parecía sino el prólogo de su muerte.
Entonces tuvo esta macabra pesadilla, que parecía realidad más bien que ensueño:
El violín estaba sobre la mesa inmediata, encerrado en su caja con llave, que el joven
nunca desamparaba desde el día en que le pusiese impávido las consabidas cuerdas, y a
las que no había rozado una sola vez con su arco. Desde el famoso día aquel se había
ejercitado en otro instrumento.
Súbito, el dormido joven creyó ver completamente despierto como si la tapa de la caja
se levantase por sí misma dejando ver el cadáver del viejo Klaus, con sus fosforescentes
ojos abiertos, que le miraban suplicantes, mientras que una cavernosa al par que difusa
voz, la del propio Samuel Klaus, le decía:
–¡Franz, hijo querido, soy muy desgraciado en esta mi nueva vida de ultratumba,
porque no puedo, no, separarme de… ellas, de las cuerdas!
Éstas, como respondiendo telepáticamente a la angustia de su dueño el anciano,
parecieron sonar débilmente, como un gemido…
Aquello le dejó a Franz transido de espanto; sus cabellos se erizaban y su sangre se le
helaba en las venas.
–¡Esto no es más que un sueño, un vano sueño! –repetía maquinalmente, para en vano
darse alientos.
–¡Sí, he hecho todo lo posible, hijito, todo lo posible para desprenderme de estas
malditas cuerdas, pero todo inútil. ¿Podrías ayudarme tú, que estás aún vivo?
Los sonidos se fueron agudizando más y más, hasta hacerse chillones y estridentes,
mientras que, dentro de la caja y en toda la cavidad de la mesa, un arañar extraño como
de ratas, un zumbar como de enjambre de abejas, bordoneaba angustioso y horrible.
Aquellos ruidos le eran bien familiares al miserable Franz, pues que los había
observado a menudo desde la tarde en que había operado el macabro despojo para
colocarle como pedestal de su loca ambición, pero hasta entonces había logrado
persuadirse, mejor o peor, de que se trataba de una alucinación.
Aquello era, sin embargo, bien real, dolorosamente real. Quiso hablar, pedir socorro,
huir; pero, como sucede siempre en tales casos de pesadilla, los pies quedaron clavados
en el suelo y la voz expiró en su garganta. Aquellos saltos y sacudidas eran cada vez más
angustiosos, hasta que llegó un momento en que sonaron unos estallidos como de algo
que se rompiese dentro de la caja. La visión de su violín ya sin cuerdas mágicas le sumía
en la desesperación.
Hizo entonces el joven un supremo esfuerzo por libertarse del íncubo que le
obsesionaba, mientras que la vocecita suplicante de siempre repetía:
–¡Hazlo, hazlo por lo que más ames; hazlo por ti mismo si no, y ayúdame a
desprenderme de mi…!
Franz saltó hacia la entreabierta caja como el avaro a quien tratan de robarle su
tesoro, o como fiera a quien disputan su presa, y en el paroxismo de su desesperación,
rugió furioso crispando las manos:
–Diablo, monstruo, o lo que seas, ¡deja quieto mi violín!
Y mientras tal decía, sujetó la caja con su izquierda y aseguró la tapa, al par que, con la
derecha, dibujaba sobre ésta, mediante un trozo de la colofonia del arco, la famosa
pentalfa, el Sello Salomónico, con el que en los cuentos de Las mil y una noches
aprisionaba el rey en sus redomas a huestes enteras de los jinas rebeldes.
Un aullido de protesta resonó en el interior de la cerrada caja.
–¡Eres un perverso ingrato, mi amado Franz! ¡Sin embargo, te perdono tu insolencia,
por lo mismo que te amo! Sábete bien, no obstante, que no puedes encerrarme. ¡Mira!…
Y al decir esto, una obscura niebla surgió del seno de la cerrada caja, extendiéndose
por la estancia toda y envolviendo en sus frías y viscosas volutas el cuerpo del
aterrorizado Franz, cual los anillos de la serpiente antes de estrangular a su víctima. A
su contacto de insoportable angustia, el desventurado dió un agudo grito y despertó…
–No ha sido sino un mal sueño –exclamó abrumado el joven y oprimiendo contra su
corazón la caja de su estradivarius.
Su violín, en efecto, estaba allí, e intactas sobre su puente sus preciadas cuerdas
mágicas, con lo que recobró al punto su sangre fría de siempre. Limpió seguidamente y
con esmero el instrumento, dió resina a las cerdas del arco, puso en tensión las cuerdas,
templándolas, y hasta llegó a ensayar las primeras notas de Las Brujas, primero con
miedo y luego con denodados bríos.
Aquellas primeras notas de la obra, insultantes y altivas cual himno de combate, al par
que dulces y majestuosas cual arpegios de serafines, revelaron al hábil Franz una nueva
y gigantesca potencia en su arco. En los ligados de notas que después venían, se veían
surgir iris maravillosos, cataratas de luces, tibias, perfumadas, ultraterrestres…, cual en
un supremo himno de amor, de juventud y de eterna primavera. Aquellas armonías,
nunca oídas, parecían poder hacer que los ríos detuviesen su curso, que las montañas se
trasladasen de sitio y hasta que los poderes del infierno inexorable se enterneciesen de
piedad… Los legato se convirtieron en singulares arpegios y terminaron por unos acres
staccalos, semejantes a la carcajada de una harpía infernal… De nuevo asaltaron
entonces a Franz los terrores astrales de la pesadilla; reconoció en aquella carcajada la
propia voz de su anciano maestro Samuel y arrojó acobardado el arco.
No atreviéndose a continuar aquella evocación musical brujesca, encerró
cuidadosamente en su caja el terrible instrumento; lo llevó al comedor, y, vistiéndose
con el mayor esmero, se dió a esperar lo más tranquilamente que pudo la hora solemne
de marchar a la palestra.
VI
El momento supremo llegó: Franz Stenio se hallaba en su puesto, tranquilo y
sonriente. El teatro estaba lleno de bote en bote y mucha gente había quedado fuera
pretendiendo entrar por dinero o por favor. Un río de oro desaguaba, pues, en el
bolsillo del avaro Paganini, seguro, además, de su triunfo artístico.
Le tocaba empezar al famoso maestro. Cuando, dueño perfecto del público, salió a
escena con su estradivarius, estalló una frenética tempestad de aplausos, que duró largo
rato, haciendo retemblar las paredes del salón. En medio del más religioso silencio,
preludió sus célebres variaciones de “La Bruja”, interrumpidas por mal contenidos
¡bravos! Al acabarlas de un modo prodigioso, aquello fue el delirio de entusiasmo,
haciendo creer al joven Stenio, durante largo rato, que su turno no le llegaría nunca, o
que el público, creyendo insuperable la ejecución que acababa de oír, ni se prestaría a
escucharle siquiera. Por fin, el maestro, abrumado por tantos lauros, pudo retirarse del
escenario, pero no sin tropezar su desdeñosa mirada triunfal con la serena y retadora
del joven Franz, que se disponía para su faena.
La frialdad más glacial acogió las primeras notas de Stenio, sin que el presagio de tan
mal comienzo le desconcertase lo más mínimo. Pálido, erguido, sereno, con la más
despreciativa sonrisa en sus delgados labios, continuó, sin embargo, impasible y seguro
de sí mismo.
Al avanzar las notas del preludio, una extraña reacción se operó en el público. Si,
aquella hábil factura musical era la misma de Paganini, se dijeron pronto todos, pero era
algo más también, sin disputa. No pocos llegaron a pensar que jamás había mostrado
tan extraordinaria originalidad el artista italiano, ni aun en sus momentos más sublimes.
Las cuerdas aquellas, pisadas por los largos y enérgicos dedos del joven Stenio,
vibraban, temblaban sobrehumanas, cual los intestinos aún palpitantes de la víctima
bajo el escalpelo del disector; gimiendo en extraña melodía, corno el lamento angélico
de un niño moribundo. Aquellas no eran, no, las resonancias ordinarias de unas cuerdas,
sino notas de la lira de Orfeo, evocadas por la mirada satánica y siempre fija en ellas de
aquellos sus ojazos azules. En torno, si, de aquel novísimo mago del arte, los sonidos
parecían colorearse y tomar formas tangibles, como criaturas brotadas de las cuerdas al
conjuro del joven artista, criaturas infernales, informes, burlonas, proteicas, en la más
brujesca de las danzas macabras, mientras que allá en las sombrías interioridades del
escenario parecían estarse representando al par las mayores lubricidades, los más
sabáticos y monstruosos himeneos…
El público se vio así presa bien pronto de la más inevitable alucinación colectiva.
Paralizados todos, e impotentes para romper el peligroso encanto, todos yacían pálidos
y jadeantes, acurrucados en sus asientos respectivos, con el frío sudor de la muerte.
Todas las delicias del opio, todos los ensueños mórbidos de los paraísos artificiales
ensoñados en sus pipas por los más perturbados fantaseadores coránicos, con huríes
seductoras en cuyos labios de fuego libasen a un tiempo la vida y la muerte, estaban allí,
y el público entero vivía, horrorizado y agónico, el veneno de aquel enloquecedor
delirio… Las señoras chillaban y se desmayaban, los hombres rechinaban los dientes y
crispaban las manos con ardores de calentura…
Llegó así el finale, a un tiempo mismo anhelado y temido, después de un verdadero
terremoto de entusiasmo y frenesí. Un último y radiante saludo del joven Stenio, y héle
ya alzando su arco para atacar triunfante el allegro famoso. Entonces sus ojos
tropezaron un momento con los de Paganini, quien sentado tranquilamente en el palco
del empresario, no se había quedado atrás en sus aplausos, aunque sus ojillos, negros y
penetrantes como puñales, mostraban la más impasible indiferencia, fijos, no en Franz,
sino en las misteriosas cuerdas del estradivarius. Aquello estuvo a punto de turbar al
joven, pero se repuso, y dejando caer gallardamente el arco, dió, al punto, las primeras
notas.
El entusiasmo del público llegó entonces a su paroxismo, porque era ya indudable que
las mágicas voces de mil brujas, sonaban allí mismo en los ámbitos de la escena. Aquí
ladraban con ella rabiosos perros y aullaban lobos y tigres famélicos; allá silbaba la
serpiente venenosa; chirriaba la corneja, rugía el león, gemía el viento, estallaba el
trueno, cantaban, al par, en fin, el ruiseñor y el grillo… Luego el cromatismo de las
últimas escalas, no parecía sino las desenfrenadas carreras y vuelos de las malditas, en
una saturnal sin precedentes en las noches de Walpurgis…
Pero en los momentos mismos de aquella satánica apoteosis del delirio; en mitad de
una de las escalas cromáticas postreras, acaeció una cosa extraña sobre toda
ponderación. Los sonidos se habían hecho inconexos, contradictorios, inarmónicos,
absurdos, mientras que del fondo de la caja sonora surgía la voz cascada y chillona del
anciano Samuel Ktaus, que, espeluznante y mortal, le decía:
–¿Cumplí o no cumplí mi promesa, Franz, hijo querido? ¿Estás ya, pues, contento de mí
y de mi sacrificio?
A la diabólica aparición de aquella voz, el encanto funesto quedó roto al punto, y libre
ya con ello el público de la fascinación que le había dominado hasta entonces,
prorrumpió en carcajadas estruendosas, en burlas y en silbidos. Los músicos de la
orquesta, pálidos aun por las emociones macabras anteriormente sufridas, se
desternillaban de risa sobre sus atriles, y el auditorio en masa se levantó y requirió la
puerta riendo ruidosamente, aunque sin acertar con la clave de aquel enigma. Mas, bien
pronto hubo de quedarse petrificado todo aquel agitado mar de – butacas y palcos,
porque todos los circunstantes percibieron algo que les heló de espanto. Las hermosas
facciones juveniles de Franz Stenio cambiaron y envejecieron en un segundo; su
gallardo cuerpo se encorvó al instante como bajo el peso de los años… Los más
sensitivos fueron más allá aun, en sus videncias, puesto que, surgiendo del cuerpo de
Franz como un vapor giratorio y opalino, pronto vieron formarse una blanca nube que
se contorneó en derredor de esta otra forma más amplia y amenazadora: la del viejo
maestro Samuel Klaus, gruñona y grotesca, con el vientre sangrando y con los intestinos
tendidos sobre la caja del violín, mientras con frenético movimiento, ya de un
condenado eterno, Franz, rascaba y rascaba con su arco sobre aquellas cuerdas humanas,
como esas figuras malditas talladas en los románicos capiteles del medioevo…
El pánico fue general: cada cual ganó enloquecido la puerta exterior como mejor pudo,
aterrados por los estallidos consecutivos como cuatro grandes truenos de las cuerdas
fatídicas, que se arrancaban con violencia de la pontezuela del maldito violín.
Los pocos que acudieron a la escena para socorrer al desdichado artista, le hallaron
con el violín hecho pedazos y con las cuerdas enrolladas en su cuello, como serpientes
vengadoras que le acababan de ahogar.
Cuando la gente de fuera se hubo informado del desgraciado fin de Franz Stenio sin
dejar para pagar su entierro ni la cuenta de su hotel, Nicolás Paganini, aunque avaro
siempre y en todo momento, se apresuró a satisfacer ambas por entero, y a recoger
también hasta las últimas astillas del destrozado violín.
¿Por qué lo haría?…
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LOS “ESPÍRITUS” VAMPIROS11
LOS “ESPÍRITUS” VAMPIROS11
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Cada una de las cosas organizadas de este mundo, tanto del visible como del
invisible, tiene un elemento apropiado para sí misma. El pez vive en el agua; la
planta consume el ácido carbónico, el cual, por el contrario, es mortal para el
animal y el hombre. Algunos seres están organizados para vivir en las capas más
enrarecidas del aire; otros en las más densas. La vida, para unos, pende de la luz del sol,
mientras que para otros precisa de la obscuridad. De este modo la sabia economía de la
Naturaleza adapta siempre alguna forma viva a cada una de las condiciones existentes.
Estas analogías permiten inferir que en toda la Naturaleza no existe punto alguno
inhabitado, y que además cada cosa viviente cuenta con cuantas condiciones se precisan
para su vida. Ahora bien; admitiendo que en el universo existe una parte invisible, la
disposición inmutable de la Naturaleza autoriza la conclusión de que semejante parte
está ocupada, ni más ni menos que la parte visible, y desde el momento en que existen
espíritus, fuerza es aceptar la existencia de una gran diversidad de los mismos, dentro
de su mundo respectivo.
Decir que todos los espíritus son iguales entre sí, o que están adaptados a un mismo
medio ambiente, o, en fin, que poseen poderes idénticos, o que obedecen a las mismas
afinidades y atracciones, sería tan absurdo como pensar que todos los animales son
anfibios, o que todos los hombres pueden nutrirse con la misma clase de alimentos.
Razonable es, pues, el suponer que los espíritus más groseros están sumergidos en los
más profundos abismos de la atmósfera espiritual, es decir, de lo más cercano a nuestra
tierra, mientras que las naturalezas más puras, están muchísimo mas lejos del terrestre
ambiente… Suponer lo contrario y pensar que cualquiera de estos girados de espíritus
pueden ocupar el sitio ni las condiciones de los otros, equivaldría como a esperar que en
ley de hidráulica dos líquidos de diferentes densidades pueden cambiar el grado que le
corresponde en el aerómetro de Baumé.
Görres relata (Mystiques, III, 63) una conversación que él tuvo con algunos hindúes de
la costa de Malabar. Habiéndoles preguntado si entre ellos se presentaban espíritus o
apariciones respondieron: “–Sí; pero son malos espíritus. Los buenos se aparecen
poquísimas veces. Los malos espíritus aquellos son generalmente los de los suicidas y
personas asesinadas, es decir, de las que han muerto de un modo violento, quienes
revolotean en torno nuestro y se nos aparecen como fantasmas, engañando a las gentes
11 Estas páginas y las que subsiguen, están tomadas de Isis sin Velo, traducción del malogrado teósofo de
la primera hora, Don Francisco de Montolin y de Togores, uno de los ilustres fundadores de la Sociedad
Teosófica en España.
C
de cortos alcances y tentando a las demás personas de mil maneras diferentes,
siéndoles la noche especialmente favorable para ello.”
Porfirio (De Sacrificiis, capitulo de El verdadero culto) nos presenta sobre esto algunos
hechos repugnantes cuya verdad está comprobada por la experiencia de todos los
estudiantes de magia. “El alma de las gentes perversas –dice –tiene, aun después de la
muerte, cierto apego a su cuerpo y una afinidad hacia él proporcionada a la violencia
con que se quebrantó su unión. Por eso nosotros, cuando desarrollamos ciertas
facultades, podemos ve r a muchos espíritus cernerse, poseídos de desesperación, en
torno de sus restos terrenales y hasta buscar anhelantes los. pútridos despojos de otros
cuerpos, y, sobré todo, la sangre recientemente derramada, la que, por un momento,
parece comunicarles algunas de las facultades de la vida.” Si algún espiritista pone en
duda las palabras del gran teurgo, no tiene más que ensayar en sus sesiones de
materialización los efectos de una poca de sangre humana fresca. ”Los dioses y los
ángeles se nos aparecen –dice Jámblico –en medio de paz y de Armonía, y los demonios
malos, revolviéndolo todo sin orden ni concierto… En cuanto a las almas ordinarias, es
muy raro el que podamos percibirlas.”
El alma, en efecto, nace en este mundo abandonando el otro mundo, en el cual ha
existido antes de encarnar en la Tierra… Ella parece luego morir cuando se separa de su
cuerpo, en el cual como en frágil barca ha cruzado por esta vida… Pero esta muerte no
aniquila el alma, sino que la transforma tan sólo, ora en un ser protector de esos que los
romanos conocían y reverenciaban con tal nombre y con el de manes, penates y lares,
ora, si ha sido perverso, en una larva, un lemur, un espíritu errante, terror de los
malvados… Cuando por razón de vicios, crímenes y pasiones animales un espíritu
desencarnado ha caído en la octava esfera: el Hades alegórico pagano o el gehnna de la
Biblia, que es la región más próxima a nuestra Tierra, puede arrepentirse con el
vislumbre de razón y de conciencia que aún conserva… Un ardiente deseo de resarcirse
de sus sufrimientos; un ferviente anhelo de retorno, pueden conducirle de nuevo hacia
la atmósfera terrestre, donde quedará errante y sufriendo más o menos en su triste
soledad. Sus instintos le impulsarán a buscar con avidez el contacto de los vivos…
Tales espíritus son los invisibles, pero demasiado palpables vampiros magnéticos; los
demonios subjetivos tan bien conocidos por las monjas y frailes extáticos de la Edad
Media y por los “brujos” a quienes tanta celebridad dió el Martillo de Hechiceros;
verdaderos clarividentes sensitivos según sus propias confesiones. Son los demonios
sanguinarios de Porfirio; las larvas y lemures de los antiguos; los abominables
instrumentos de sugestión que condujeron a tantas desgraciadas y débiles víctimas al
tormento y al patíbulo. Orígenes sostiene que cuantos demonios obsesionaban a los
energúmenos del Nuevo Testamento eran “espíritus” humanos… Moisés sabía
perfectamente quiénes eran estos desgraciados y no ignoraba las tremendas
consecuencias a que estaban expuestas las personas que cedían a tales influencias
demoníacas, por cuyo motivo promulgó sus terribles decretos contra tales “brujos”.
Jesús, en cambio, lleno de justicia y de divino amor hacia la Humanidad, se limitaba a
curarlos en lugar de matarlos. Más tarde, andando los tiempos, nuestro clero, el
pretendido modelo de virtudes cristianas, siguió la ley de Moisés, prescindiendo de
Aquel a quien llamaban “su Dios Vivo”, y quemaron por millares a los pretendidos
hechiceros,… ¡Hechicero! ¡Fatídico nombre que llevaba aparejada antaño la muerte más
ignominiosa y que hoy día, levanta, en cambio, una tempestad de sarcasmos y de
ridículo!…
La historia de los sortilegios de Salem, tal como los encontramos registrados en las
obras de Cotton, Mather, Calef, Upham y otros, son un trágico capítulo de la historia de
Norteamérica, que jamás ha sido descrito de acuerdo con la verdad de los hechos.
En el pueblo de Salem Vitcheraft, cuatro o cinco muchachas se sintieron convertidas
en médiums espontáneas, como hoy diríamos, por haber convivido con una negra india
del Oeste norteamericano, quien era muy ducha en las operaciones de magia negra
conocidas por rito de Obeah. Las indicadas muchachas se empezaron a sentir como
maltratadas por alfilerazos, pellizcos y mordiscos en diferentes partes de su cuerpo,
debidos a invisibles espectros que no las dejaban un momento de reposo. La célebre
Narración de Deodat Lawson (Londres, 1704), consigna que “aquellos espíritus,
obsesores de las muchachas, las maltrataban por el conocido método hechiceril del
emboutement, o sea de las figurillas de cera, trapos, etcétera, representando a las
víctimas, y sobre las que clavaban los alfileres, daban los pellizcos, etc., que luego, por
telepatía, experimentaban las infelices jovenzuelas”. Mr. Upham nos refiere que Abigail
Hobles, una de estas muchachas, reconoció que había hecho pacto con el diablo, “el cual
se le aparecía bajo la forma de un mancebo, y le mandaba que atormentase a las
doncellas a quienes conocía, llevándole imágenes de madera que más o menos se les
pareciesen y espinas para clavarlas en dichas imágenes, lo cual hacía ella al pie de la
letra, con estas últimas, recibiendo entonces aquellas muchachas idéntico dolor al que
experimentarían si las propias espinas se clavasen en sus carnes”.
Todos estos lamentables hechos históricos cuya validez ha sido comprobada por el
irrecusable testimonio de los Tribunales que entendieron en la causa, confirma la
doctrina de Paracelso, siendo por demás sorprendente que un sabio tan sesudo como
Upham, haya podido acumular en las mil páginas de sus dos volúmenes, semejante
masa de evidencia legal para demostrar la intervención en aquellos hechos de almas
ligadas aun a la Tierra y de los maliciosos espíritus de la Naturaleza, sin sospechar la
verdad ocultista que se halla detrás de estas tragedias, ya que hace algunos siglos que
Lucrecio ponía en boca del viejo Ennius estas frases de perfecto ocultismo, que dicen:
Bis duo sunt homínis: mane, caro, spíritus, umbra;
Quator ista loci bis duo suscipiant:
Terra tegil carnem; lumulam circanivolat umbra,
Orcus habet manes.
Respecto de esta clase de hechos, por increíbles que hoy parezcan a nuestro
escepticismo, no debemos preguntarnos, imparciales, cuál de los autores antiguos
menciona hechos de índole tan aparentemente sobrenatural, sino más bien, quién de
ellos es el que no los menciona. En la Odisea de Homero (v. 82) hallamos a Ulises
evocando el espíritu de su amigo el adivino Tiresias, mediante la ceremonia de la “fiesta
de la sangre”. El héroe de Troya desenvaina su espada, ahuyentando con ella a los
millares de sedientos fantasmas atraídos por el cruento sacrificio, y su mismo amigo
Tiresias no se atreve a acercarse al hoyo sangriento, mientras que Ulises blande el arma
homicida… Al troyano Eneas, en la Eneida de Virgilio (libro VI, v. 260), al tratar de
descender al reino de las sombras, la Sibila que le guía a sus umbrales, le ordena que
desenvaine su espada y se abra paso a través de la compacta muchedumbre de las
fugaces sombras que le obstruyen sedientas su camino:
Taque invade víam, vaginâque eripe ferrum.
Glanvil, en su Sadducismus Triumphatus, da una reseña maravillosa de la aparición del
“tamborilero de Tedworth”, acaecida en 1661, y en la cual el scin–lecca, o duplicado del
brujo tamborilero, se asustaba grandemente a la vista de una espada. Psellus, en su obra
De Daemon, hace una larga narración acerca del terrible estado en que se vio sumida. su
cuñada por la posesión de un daimon elementario, y de cómo fue curada aquella por el
conjurador Anaphalangis, quien comenzó amenazando con la espada desenvainada al
invisible obsesor de aquel cuerpo, hasta lograr que le desalojase. Psellus expone luego
el catecismo de la demonología en estos o parecidos términos:
“¿Deseáis saber si los cuerpos invisibles de los espíritus pueden ser heridos con una
espada u otra arma cualquiera? Pues sabed que si, que pueden serio. Un objeto duro
arrojado contra ellos les causará el correspondiente dolor como si aun viviesen aquí
abajo; porque, aunque sus cuerpos no estén ya formados de las substancias resistentes
que los nuestros, no por ello dejan de ser sensibles, porque en los seres dotados de
sensibilidad no son únicamente sus nervios los que tienen la facultad de sentir, sino que
también la tiene el espíritu que reside en ellos… Sin auxilio de organismo físico alguno,
el espíritu ve, oye y siente cualquier contacto… Si le dividís en dos, sentirá el mismo
dolor que experimentaría cualquier hombre vivo, porque su cuerpo actual no deja de ser
materia, aunque de naturaleza tan sutil que generalmente es invisible para nuestros
ojos.
… Sin embargo, hay una cosa que distingue al cuerpo del vivo del muerto, y es que
cuando se seccionan los miembros de una persona viva no pueden volver a reunirse las
dos porciones fácilmente, mientras que el tenue cuerpo etéreo de un demonio se
reintegra inmediatamente después que se le, ha cercenado por completo, a la manera
como el agua o el aire se unen después que les ha atravesado un cuerpo sólido
cualquiera. Mas, a pesar de ello, cada rasguño o herida inferida es causa de dolores para
aquel demonio, razón por la cual todos ellos temen la punta de la espada o los demás
instrumentos de defensa.
Bodin, el más sabio demonólogo de su siglo, sostiene la misma opinión tan repetida
así mismo por el Porfirio y Jámblico, siguiendo a Platón y a Plutarco, como saben
además muy bien todos los teurgistas. En la Demonología de aquel sabio se nos cuenta:
Recuerdo que en 1557 un demonio elemental de los llamados relampagueantes, cayó
con el rayo en casa del zapatero Pondot, y al punto empezaron a llover piedras en toda
la habitación, con las cuales pudo llenar un arcón el ama de la casa, cerrando enseguida
herméticamente las ventanas, lo que no impidió, sin embargo, el que las piedras
siguiesen cayendo, aunque sin dañar a ninguno de los allí presentes. El magistrado
Latomí vino a informarse, pero no bien entró cuando el espíritu le arrebató su
sombrero. Seis días iban así transcurridos cuando el consejero M. J. Morgues llegó
también a buscarme para esclarecer tal misterio. Cuando entramos en la casa ya alguien
había aconsejado al dueño de la misma que se encomendase a Dios de todo corazón y
blandiese con energía por todo el ámbito del aposento su espada desenvainada. Desde
aquel momento cesaron como por encanto aquellos fenómenos que durante una
semana les habían tenido tan molestos.”
Los libros de hechicería de la Edad Media están llenos de narraciones análogas, pero
los más antiguos filósofos no sólo mencionan relatos análogos, sino que puntualmente
los describen y analizan.
Proclo figura en primera línea en punto a semejantes maravillas. Pasma
verdaderamente la colección de hechos que presenta, corroborados por testigos, entre
ellos algunos famosos filósofos. Al recordar muchos casos de su tiempo en los que a no
pocos cadáveres se los había encontrado con diferentes posiciones en sus tumbas, lo
atribuye a que eran larvas o vampiros, “como los casos –añade –referidos por los
antiguos respecto de Aristio, Epiménides y Hermodoro”, o como los otros cinco de la
Historia de Clearco, el discípulo de Aristóteles. Para acabar, cita el caso de Filonea. Esta
hija del Demostrator, añade, casada contra su voluntad con un tal Krotero, murió poco
después, pero a los seis meses de muerta volvió a la vida, como dice Proclo, a causa de
su antiguo amor por el joven Macates, a quien visitó durante muchas noches sucesivas
hasta que ella, o mejor dicho el vampiro que hacía sus veces, murió de rabia. Su cuerpo
muerto, después de su segundo fallecimiento, fue visto por toda la ciudad en la casa de
su padre, mientras que su sepultura se encontró vacía. Semejante suceso está
confirmado por las Epístolas de Hiparco y por las de Arriedo a Filipo, según relata
Catalina Crowe en su Nighi–Side of Nature, pág. 335. Demócrito en sus escritos
referentes al Hades, diserta, en fin, ampliamente sobre las posibilidades de que algunos
muertos retornen a la vida.
Para hacerse cargo de la timidez, frivolidad y prejuicios con los que se suelen juzgar
estos y otros mil hechos del pasado, no hay sino hojear la obra del Dr. Figuier, Historia
de lo maravilloso en los tiempos modernos. La obra apoyada en testimonios tan valiosos
como el del célebre Dr. Calmeil, director del asilo de lunáticos de Charentón, se ocupa
documentadísimamente de los profetas de Cevennes; los camisardos, los jansenistas, el
diácono Paris y cien otras epidemias de neurosis consignadas en la historia de los
últimos siglos y que sólo podemos ligeramente mencionar, máxime habiendo sido
descriptos por cuantos autores modernos se han ocupado de estos problemas.
Los asombrosos fenómenos de los convulsionarios de Cevennes se presentaron como
una verdadera epidemia a fines de 1700. Las medidas inhumanas adoptadas por los
católicos franceses para extirpar aquel espíritu de profecía que había asaltado a una
población entera, son sucesos históricos sobre los que no tenemos por qué insistir. El
mero hecho de que un puñado de hombres, mujeres y niños, que apenas sumaban dos
mil personas, resistiesen durante años enteros a los 60.000 soldados del rey, es ya por sí
solo un prodigio. Todas las maravillas acaecidas a aquéllos, están registradas en los
procesos que hoy se conservan en los Archivos de Francia. Existe entre éstos el informe
oficial que el feroz abate Chayla, prior de Lava¡ elevó a Roma, y en el cual se lamenta de
que el espíritu maligno fuese tan poderoso que no bastase exorcismo ni tortura
inquisitorial alguna que alcanzase a desalojarle de los cevenneses. Añade el abate que él
mismo puso las manos de esta gente sobre carbones encendidos; que envolvió a varios
otros en algodón impregnado en aceite y les prendió fuego, sin conseguir en uno y otro
caso que se chamuscasen ni que se formase una sola ampolla en su epidermis; que se
dispararon tiros sobre ellos a quemarropa, encontrándose luego aplastadas las bajas
entre la ropa y la piel, sin producirles el menor rasguño, etc.…, etc.…
“A fines del siglo XVII –dice el Dr. Figuier después de relatar todo esto –una anciana
importó en Cevennes aquel espíritu de profecía, que bien pronto se comunicó a
diversos jóvenes de ambos sexos, acabando el contagio por ser general. Hombres,
mujeres, tiernos niños se habían constituido en torrentes de la más extraña inspiración,
expresándose, no en patois ordinario, sino en el más correcto francés, lengua tan poco
conocida en la región en aquel tiempo. Hasta los niños de pecho profetizaban. Ocho mil
profetas –continúa –se esparcieron por el país y la mitad de las facultades de Medicina
de Francia, entre ellas la de Montpeller, se apresuraron a constituirse en Cevennes,
declarándose maravilladas y confundidas al escuchar a gentes sin cultura literaria alguna
disertar eruditamente de cosas de las que jamás supieron una palabra, y hasta se
expresaban con igual lucidez ¡meros niños de teta!, durando horas y horas los tales
discursos… Aquello –añade el comentador –no fue sino una momentánea exaltación de
las facultades intelectuales, fenómenos que pueden observarse en muchas afecciones
del cerebro”… ¡Exaltación momentánea, que dura muchas horas, en cerebros de niños
de pecho, hablando en correcto francés antes de que hayan podido aprender ni una sola
palabra de su patois: ¡Oh milagro de la fisiología! Prodigio debía ser tu nombre, exclama
el católico Des Mousseaux al comentar la obra de Figuier en la suya acerca de “Las
costumbres y prácticas de los demonios”.
Vengamos ahora a los no menos célebres prodigios de los jansenistas, según el Dr.
Figuier, con gran copia de datos históricos, nos cuenta.
El diácono Paris era un jansenista que murió en 1727. Inmediatamente después de su
muerte comenzaron a ocurrir junto a su tumba los más sorprendentes fenómenos. El
cementerio rebosaba de gente desde la madrugada hasta la noche, y los jesuítas,
exasperados al ver que los herejes verificaban las curas más maravillosas y todo género
de prodigios, acudieron a las autoridades, obteniendo de ellas la orden de que se
cerrase la entrada a la tumba del célebre diácono. Pero a pesar de todos los obstáculos,
las maravillas continuaron durante unos veinte años. El obispo Douglas, que fue a París
con este exclusivo objeto, visitó el sepulcro y pudo comprobar que los milagros
continuaban como el primer día entre los convulsionarios, cosa que, forzosamente, se
achacó, como siempre, al diablo. El propio Hume, en sus Ensayos filosóficos, añade:
“Jamás seguramente se habrán atribuido a una sola persona tantos milagros corno los
que últimamente se han dado como acaecidos junto a la tumba del diácono Paris.
Doquiera se veían enfermos que habían sanado, sordos que habían oído y ciegos que
habían recobrado la vista por la virtud del sepulcro santo. Pero lo más extraordinario
del caso es que muchos de dichos milagros acaecieron en el sitio mismo de la tumba,
ante jueces de indiscutible seriedad y rectitud, en una época ilustrada, hechos que ni los
propios jesuítas, a pesar de ser gentes de ordinario instruidas; de contar con el apoyo de
las autoridades civiles, y de ser decididos enemigos de las opiniones en cuyo favor se
dice que fueron obrados los milagros, han sido capaces tú de negarlos, ni de refutarlos,
ni de descubrir su verdadera causa. Tal es la verdad que arroja el testimonio histórico
acerca de semejantes sucesos.”
El Dr. Middleton, en su Investigación libre, obra que escribió acerca de dichos
fenómenos a los diez y nueve años de haber comenzado y cuando ya estaban en franca
decadencia, declara que la evidencia de tales milagros es tan plena e indiscutible por lo
menos como la de las maravillas que de los apóstoles se refieren. En efecto, dichos
fenómenos, cuya autenticidad está probada por tantos millares de testigos, ante
magistrados y a despecho del clero católico entonces omnipotente, deben ser
colocados entre los más sorprendentes que registran la Historia. Carré de Montgeron,
miembro del Parlamento, que se hizo famoso por sus relaciones con los jansenistas, los
enumera cuidadosamente en los cuatro gruesos volúmenes en cuarto dedicados al rey,
bajo el título de La Vérité des miraeles operés par l´intercession de M. de Paris,
demontrée contre l'Archevêque de Sens. Por sus irrespetuosidades hacia el clero romano
fue encerrado en la Bastilla; pero era tal el cúmulo de testimonios personales y oficiales
aducidos para probar cada uno de los casos, que la obra fue aceptada.
“Una de las –convulsionarias –dice Figuier –apoyada por sus lomos en la punta de
aguda estaca, se mantenía doblada en forma de arco con la mayor impasibilidad. El
placer mayor que podía darse a esta criatura era recibir en tal posición y sobre su
estómago el golpe de un pedrusco de cincuenta libras suspendido de una polea.
Montgeron y muchos otros testigos añaden que, no sólo no mostraba magulladuras la
muchacha, sino que pedía a voz en grito que golpeasen aún más fuerte.
Juana Maulet, otra joven de veinte años, apoyada su espalda contra la pared, recibía
sobre su epigastrio centenares de golpes dados por un forzudo gañán con un martillo
de treinta libras sobre un taladro de hierro apoyado así sobre la boca del estómago de
la débil paciente. Pudiera creerse –añade Montgeron al relatarlo –que el taladro debería
hundirse en las entrañas de ésta, pero, al contrario, ella gritaba, con la cara radiante de
felicidad: “¡Oh qué delicia, y cuánto placer me causa este golpeteo ¡Valor, hermano, y
golpead con doble fuerza, si podéis!…”
La relación oficial de tales maravillas, que es mucho más completa que la de Figuier,
añade otros detalles, tales como el de aquellos que serenamente se ponían a describir
sucesos distantes, luego infaliblemente comprobados; el de mantenerse en el aire
muchos de estos convulsionarios merced a una fuerza invisible y sin que todos los
esfuerzos reunidos de los miembros de la Comisión eran impotentes para obligarles a
que bajasen. Se vieron ancianas trepando con agilidad de gatos monteses por muros
verticales hasta de treinta pies de altura.
El Dr. Calmeil, director del Asilo de locos de Charentón, dió acerca de estos y otros
fenómenos análogos la acostumbrada explicación que de ellos dan los médicos: “el
meteorismo o plenitud de gases en el tubo digestivo; el estado espasmódico del útero
de las mujeres; la turgencia de las envolturas carnosas de las capas musculares que
protegen y cubren el abdomen, etc.; añadiendo que la asombrosa resistencia ofrecida
por el cuerpo de los convulsionarios era debida al histerismo o a la epilepsia, fuerza que
tiene algunos puntos de contacto con los cambios de sensibilidad que se producen por
el miedo, la cólera, en una palabra, cualquiera otra pasión de ánimo llevada hasta el
paroxismo. Para el terrible crítico católico Des Mousseaux, en su obra citada, replica
lleno de indignación ante ésta y otras opiniones semejantes de nuestra ciencia médica:
“¿Estaba el ilustrado médico completamente despierto cuando formuló tales
teorías?… Si él o el Dr. Figuier quisiesen mantener seriamente sus categóricas
afirmaciones podríamos decirles: “¿Nos permitiríais una vez, por vía de experimento,
insultaros tan duramente que estallaseis en justa indignación contra nosotros al oír de
nuestros labios, por ejemplo que falseáis la ciencia y estafáis a vuestro público, y,
aprovechando tal momento, repitiésemos con vosotros los experimentos de Cevennes,
dándoos un saludable masaje con estacas o garrotes, seguros de que otra cosa no
resultarían estos terribles golpes, dado el estado de insensibilidad a que seguramente
os llevaría vuestra cólera?”
Inútil es el añadir que el reto de Des Mousseaux ha quedado, por siempre, sin
respuesta.
Volvamos a los hechos de vampirismo.
Verdaderas o falsas, existen entre los orientales “supersticiones” de una naturaleza tal
como jamás pudieron soñar un Edgard Poe o un Hoffmann, y estas creencias se hallan
infiltradas en la misma sangre de las naciones que las dieron vida. Cuidadosamente
expurgadas de toda exageración, se verá que encierran una creencia universal en
aquellas almas astrales, inquietas y errabundas conocidas con los nombres de gulas o
vampiros. Un obispo armenio del siglo V, llamado Yeznik, cita algunos ejemplos de esta
clase en el libro I, párrafos 20 y 30, de una obra manuscrita que se conservaba hace unos
treinta años en la biblioteca del monasterio de Etchmeadzine, en la Armenia rusa. Entre
otras existe una tradición que data de los tiempos del paganismo y, según la cual,
siempre que un héroe cuya vida es todavía necesaria en la tierra, cae en el campo de
batalla, los aralez, o sean los antiguos dioses populares del país, quienes poseen la
facultad de poder volver a la vida a los que han muerto en el combate, lamen las
sangrientas heridas de la víctima, y soplan sobre ellos hasta que les han comunicado una
vida nueva y vigorosa, después de lo cual, el guerrero se levanta; desaparecen todas sus
heridas y vuelve a ocupar su puesto en la batalla. Pero el espíritu inmortal del héroe
vuela muy lejos, entretanto, y vive el resto de sus días en un templo abandonado y
lejano.
Tan luego, por otra parte, corno un adepto era iniciado en el último y más solemne
misterio de la transmisión de la vida, el séptimo y temible rito de la gran operación
sacerdotal que constituye la más elevada teurgia, ya no pertenece más a este mundo. Su
alma era ya libre desde aquel momento, y los siete pecados mortales, en acecho siempre
hasta entonces para devorar su corazón al tiempo en que su alma libertada por la
muerte cruzase las siete escaleras y los siete portales, ya no podían dañarle ni en muerte
ni en vida, por cuanto había pasado ya las siete dobles pruebas y los doce trabajos de la
hora final. El Sumo Hierofante era quien únicamente sabía cómo llevar a cabo esta
solemne operación de infundir su propio aliento vital y su propia alma astral en el
adepto escogido por él para sucederle, y quien de esta suerte quedaba así dotado de
una doble vida12.
La Epístola V a los Hebreos trata del sacrificio de sangre. “En donde existe un
testamento –dice –necesariamente debe mediar la muerte del testador… Sin el
derramamiento de sangre no hay remisión alguna…” La sangre produce fantasmas, y
sus emanaciones proporcionan a ciertos espíritus los materiales necesarios para formar
sus apariciones transitorias. “La sangre –dice Eliphas Levi es la primera encarnación del
fluido universal, la luz vital materializada. Su producción es la más maravillosa de todas
las maravillas de la Naturaleza; vive, porque se transforma perpetuamente, siendo el
efectivo Proteo universal. La sangre procede de principios en los cuales antes no existía
nada análogo, y que se convierte en carne, huesos, cabellos, sudor, lágrimas… La
sustancia universal, con su doble movimiento, es el gran arcano del Ser, la sangre es a su
vez el gran arcano de la vida.
“La sangre, dice el hindú Ramatsariar, contiene todos los secretos de la existencia;
ningún ser viviente puede existir sin ella. El comer sangre es profanar la obra del
Creador.” Por ello Moisés, siguiendo la universal tradición prohíbe hacerlo.
Paracelso escribe que con los vapores de la sangre puede uno evocar cualquier espíritu
que desee ver, puesto que con sus emanaciones se formará una apariencia, un cuerpo
12 La feroz costumbre introducida posteriormente entre el pueblo de sacrificar víctimas humanas, es una
mera copia pervertida en los Misterios Teúrgicos. Los sacerdotes paganos que no pertenecían a la clase
de los hierofantes continuaron practicando algún tiempo este horrible rito, el cual servía para ocultar sus
verdaderos propósitos. Pero el Heracles griego está representado como el adversario de los sacrificios
humanos y como el destructor a los hombres o monstruos que los ofrecían. Bunsen demuestra,
apoyándose en el hecho de que en los más antiguos monumentos no se nota figura o señal alguna que
indiquen que entonces se verificaban sacrificios humanos, que esta costumbre habla sido abolida en el
antiguo Imperio a la conclusión del séptimo siglo, después de Menes. Además, tres mil años antes de
Jesucristo, Hipócrates habla prohibido severamente los sacrificios humanos entre los cartagineses. Difilus
ordenó que las víctimas humanas fuesen sustituidas por toros. Amoris obligó a los sacerdotes a sustituir
por figuras de cera las víctimas aquellas.
visible –pero esto es perfecta hechicería o necromancia. –Los hierofantes de Baal se
inferían profundas incisiones en su cuerpo y con su propia sangre producían apariciones
objetivas y tangibles. Los secuaces de cierta secta persa, muchos de los cuales se ven en
las cercanías de los establecimientos rusos de Temerchan–Shoura y Derbent, tienen sus
misterios religiosos, durante los cuales forman un gran círculo y giran en frenética
danza. Estando arruinados sus templos, verifican sus ritos en edificios retirados y
cerrados a toda vista desde el exterior, edificios con una gruesa capa de arena como
pavimento. Todos van vestidos con flotantes vestiduras blancas y las cabezas desnudas
y afeitadas. Armados de cuchillos y excitados por la macabra danza, pronto llegan a un
grado tal de excitación furiosa que comienzan a herirse a sí propios y a los otros hasta
que no pueden más y el pavimento queda empapado en sangre. Antes de que semejante
“Misterio” termine, cada hombre tiene un compañero con quien danza. Algunas veces
los espectrales bailarines tienen cabellos en sus cráneos lo cual se diferencian de los
naturales de sus inconscientes cabezas. Como hemos prometido solemnemente el no
divulgar los demás detalles de esta terrible ceremonia que sólo hemos presenciado una
vez, debemos abandonar este punto, añadiendo que durante el tiempo en que
estuvimos en Petrovsk, del Cáucaso, presenciamos otro misterio semejante.
Antiguamente las hechiceras de Tesalia añadían algunas veces a la sangre del célebre
cordero negro, la de un niño, para mejor evocar las sombras. A los sacerdotes se les
enseñaba el arte de evocar los espíritus de los muertos, así como los de los elementos,
pero su manera de proceder no era ciertamente las de aquellas terribles hechiceras.
Entre los yakuts de Siberia, en los mismos confines del lago Bai kal y junto al río
Vitema, existe otra tribu que practica la hechicería tal y como la ejercían las famosas
brujas de la Tesalia. Sus creencias religiosas son una mezcla extraña de superstición y de
filosofía… Según ellas las almas de los muertos se convierten en “sombras” condenadas
a vagar sobre la tierra hasta que se verifique cierto cambio, ora favorable, ora adverso,
que ellos explican, por supuesto. Las sombras luminosas o sean las de los buenos, se
convierten en los guardianes o protectores de aquellos a quienes han amado en la
tierra. Las sombras obscuras, siempre procuran, por el contrario, causar daño a cuantos
en vida conocieron, incitándoles al crimen y demás malas acciones perjudicando así por
todos los medios a los mortales… Durante los sacrificios de sangre, que siempre se
verifican de noche, los yakuts evocan las sombras obscuras o malvadas para saber de
ellas el modo cómo han de contener su malignidad. La sangre les es necesaria para esta,
porque sin sus vapores, no podrían aquéllas hacerse visibles, y aun serían, creen, más
peligrosas, pues que la extraerían de las personas vivientes por medio de la
transpiración. En cuanto a las sombras buenas o luminosas, ellas no precisan ser
evocadas así, porque les desagrada, y porque cuando quieren, pueden hacer sentir, sin
necesidad de nada, su presencia.
La evocación por medio de la sangre se practica también, aunque con diferente objeto,
en distintos puntos de Bulgaria y de Moldavia, especialmente en los distritos vecinos a
los musulmanes. La tiranía y esclavitud horribles a que han estado sujetos estos
desgraciados cristianos durante siglos les ha hecho mil veces más impresionables y más
supersticiosos. El día 7 de Mayo de cada año, los habitantes de Bulgaria y Moldavia
Valaca celebran “la fiesta de los muertos”. En efecto, después de puesto el sol, multitud
de hombres y mujeres, llevando sendos cirios en las manos, acuden a los cementerios y
oran sobre las tumbas de sus difuntos.
Esta antigua y solemne ceremonia, llamada Trizna, es una reminiscencia general de los
primitivos ritos cristianos; pero era más solemne todavía mientras duró la esclavitud
musulmana… Entre los habitantes de las ciudades la ceremonia es ya meramente
rituaria; pero entre algunos campesinos el rito toma proporciones de toda una
evocación teúrgica. La víspera del día de la Ascensión, las mujeres búlgaras encienden
una porción de lámparas y cirios; junto a las tumbas colocan crisoles sobre trípodes, y el
incienso perfuma la atmósfera en un grandísimo radio alrededor. Desde que anochece
hasta un poco antes de la media noche, y en memoria del muerto, se convida a comer a
los amigos y a un cierto número de mendigos, obsequiándoles además con vino y raki o
aguardiente, y se distribuye dinero a los pobres. En cuanto ha terminado la fiesta, se
acercan los convidados a la tumba, y llamando al difunto por su nombre, le dan las
gracias por las bondades de que han sido objeto. Cuando ya todos, incluso los parientes
más cercanos, se han ido marchando, una mujer, generalmente la de más edad, se queda
sola con el muerto, y se asegura que procede entonces a la ceremonia de la evocación.
Prosternada de hinojos, y después de fervientes súplicas al muerto una y mil veces
repetidas para que se presente, la mujer se extrae un número mayor o menor de gotas
de sangre del lado izquierdo de su pecho y las deja caer lentamente sobre la tumba.
Esto da fuerza al invisible espíritu del muerto que vaga en derredor del sepulcro,
permitiéndole, por algunos instantes, el asumir forma visible y dar sus instrucciones
adecuadas a la cristiana teurgista o bien bendiciéndola simplemente y desapareciendo
hasta el año próximo. Tan firmemente está arraigada semejante creencia, que, con
motivo de una dificultad de familia, hemos oído a una mujer moldava proponer a su
hermano el demorar toda decisión acerca del asunto debatido hasta que en la noche de
la Ascensión pudiese el padre resolver la dificultad, cosa a la que el hermano accedió
como si su padre se hallase en la habitación contigua.
Que en la Naturaleza existen secretos terribles, bien puede creerlo el que, como
nosotros, ha sido testigo del caso del zuachar ruso, caso en el que no pudo el hechicero
morir hasta que comunicase a otro la palabra, lo cual rara vez dejan de hacerlo por su
parte los hierofantes de la Magia Blanca.
Los hindúes creen tan firmemente como los servíos y húngaros en los vampiros. “El
hecho de un espectro que reaparece para chupar la sangre humana, dice el Dr. Pierart
famoso mesmerizador, en un artículo sabio de la Revue Spiritualiste, volumen IV, no es
tan inexplicable como parece, y menos para los espiritistas, quienes admiten los
fenómenos llamados de bicorporeidad o duplicación del alma. Esas manos espectrales
que hemos estrechado, esos miembros materializados que tan palpablemente hemos
visto en las sesiones mediumnímicas, son una prueba evidente acerca de cuántas y
cuántas cosas son posibles, bajo condiciones favorables, para esos espectros de lo astral
evocados por ellas.”
Al así expresarse el respetable médico, no hace sino reproducir la teoría cabalista
acerca de los shandim, o sea de la categoría más inferior de todos los seres espirituales.
Al referirnos Maimónides en su obra Abodah Sarah que las gentes de su tiempo se veían
obligadas a mantener íntimas relaciones con sus difuntos, describen las fiestas de
sangre que en tales casos se celebraban. Cavaban al efecto un hoyo en el suelo en el
cual vertían sangre fresca y, colocando encima del mismo una mesa, evocaban a los
espíritus, quienes presurosos acudían, contestando a todas sus preguntas. No obstante
de ello, Pierart, con toda su doctrina teurgista acerca del vampirismo, se muestra
indignadísimo contra la superstición del clero al ordenar que se atraviese con una estaca
el corazón de todo cadáver sobre quien hayan recaído sospechas de vampirismo.
En tanto que la forma astral del muerto no esté completamente desprendida del
cuerpo, existe, en efecto, cierta trabazón en virtud de la cual, mediante la atracción
magnética, puede obligarse a aquella forma a que retorne y se posesione de nuevo del
cuerpo. Acontece en ocasiones que la forma astral no se ha desprendido de éste más
que a medias, por decirlo así, cuando el cuerpo es enterrado por presentar todas las
apariencias de una muerte efectiva. En semejantes horribles casos, el alma astral,
aterrada, retorna violentamente a su envoltura de carne, y entonces la desdichada
víctima, o bien acaba de morir realmente tras el paroxismo de las atroces angustias de
la sofocación, o bien, si durante su existencia terrestre, ha sido groseramente material,
se convierte en un vampiro…
En este segundo caso, empieza para el mísero cataléptico, así enterrado en vida, una
existencia verdaderamente bicorpórea, en la que el cuerpo que yace aprisionado en la
tumba es sostenido con la sangre o fluidos vitales que sus cuerpos astrales
fantasmáticos roban aquí y allá a los vivos, porque, es sabido, que esta última forma
etérea puede ir donde le plazca y, en tanto que el lazo que la mantiene unida al cuerpo
no se rompa, vagar en forma ya visible ya invisible, alimentándose arteramente de sus
humanas víctimas. A juzgar por todas las apariencias, semejante espíritu logra
seguidamente el transmitir, mediante una disposición misteriosa e invisible que acaso
llegue a ser explicada algún día, el producto de su succiones fluidicas al cuerpo material
que yace inerte en el fondo de la tumba, contribuyendo así a perpetuar en cierto modo
aquel su estado de catalepsia,
Brierre de Boismont cita algunos casos por el estilo, completamente auténticos, que
ha tenido a bien calificar de “alucinaciones”. “Una reciente investigación ha demostrado
–dice un periódico francés –que en 1871 dos cadáveres fueron sometidos al infame
tratamiento de la superstición popular, por instigación del clero… ¡Oh ciega
preocupación!, “pero el Dr. Pierart, citado por el escritor católico Des Monsseaux quien
resueltamente admite el vampirismo, exclama: “–¿Ciega superstición, decís? Sí, tan
ciega como gustéis, pero, ¿de dónde provienen tales preocupaciones? ¿Por qué se han
perpetuado ellas a través de todas las épocas y en tantísimos países? Después de la
infinidad de casos de vampirismos como se han visto, ¿debemos decir nosotros que hoy
ya no sucede tal cosa y que los casos que de ello se relatan jamás tuvieron sólido
fundamento? De la nada, nada se hace. Cada creencia, cada costumbre, procede de los
hechos y causas que le han dado origen. Si nunca se hubiese visto aparecer en el seno de
las familias de ciertos países, seres revestidos de las ordinarias apariencias, de los
muertos yendo a chupar la sangre de una o varias personas y si de esto no hubiese
resultado la muerte por extenuación de la víctima, nadie hubiese ido jamás a
desenterrar los cadáveres a los cementerios, ni jamás hubiésemos presenciado nosotros
el hecho increíble de haberse encontrado personas enterradas varios años antes, con el
cuerpo blando y flexible, los ojos abiertos, la tez sonrosada, con la boca y narices llenas
de sangre y manando sangre a torrentes en el acto de ser decapitada”.
Uno de los más importantes ejemplos de vampirismo figura en las cartas reservadas
del filósofo, marqués d'Argens, y en la Revue Britanique de Marzo de 1837, el viajero
inglés Pashley describe algunos casos de que tuvo noticia en la isla de Candía. El Dr.
Jobard, sabio belga, anticatólico y antiespiritista, da testimonio de otros casos análogos
en su obra acerca de Les Hauts Phenomenes de la Magie, pág. 199.
“No quiero examinar, dice el obispo de Avrauches Huet (Huetiana, página 81), si los
casos de vampirismo que se relatan diariamente son verdaderos o meros frutos de un
error popular, mas es lo cierto que han sido atestiguados por tantos autores
competentes y fidedignos y por un número tan considerable de testigos de vista, que
nadie debe decidirse en esta cuestión sin contar con una gran dosis de prudencia.”
Aquel buen señor de Des Mousseaux, que tanto se ha molestado recogiendo
materiales para su teoría demonológica, nos sale con algunos ejemplos sensacionales
para demostrar que todos estos casos se deben a la intervención del diablo, el cual toma
las formas fantasmáticas de los muertos para revestirse de ellas y vagar por las noches
chupando la sangre de las gentes, explicación que a nosotros nos parecería excelente si
no pudiésemos arreglarnos con otras mejores sin traer a la escena a personaje tan
siniestro. Si de una vez para siempre queremos creer en el retorno de los espíritus,
tenemos una multitud de perversos sensualistas, miserables y criminales de todas
clases, especialmente suicidas, capaces de rivalizar en malicia con el mismísimo diablo
en sus mejores días, que ya es bastante por sí solo el vernos actualmente obligados a
creer en lo que vemos y sabemos que es un hecho, o sea en los espíritus, sin necesidad de
añadir a nuestro panteón de espectros a un diablo a quien nadie ha visto nunca.
Sin embargo, en lo que al vampirismo se refiere, hay particularidades interesantísimas
que recoger, desde el momento en que la creencia en tal fenómeno ha existido desde
las épocas más remotas en todos los países. Las naciones eslavas, los griegos, válacos y
servios, dudarían primero de la existencia de sus enemigos los turcos que del hecho
relativo a la existencia de los vampiros. Los brucolak o vurdalak, como son
denominados estos últimos, son huéspedes sobrado familiares en el hogar eslavo para
que se dude de ellos. Escritores del mayor talento, hombres tan integérrimos como
llenos de perspicacia, se han ocupado del asunto creyendo en él por supuesto.… ¿De
dónde proviene esta máxima creencia a través de los tiempos; esa identidad de detalles
y analogías en las descripciones de aquel singular fenómeno, que encontramos en el
testimonio jurado de pueblos extraños los unos a los otros y que discrepan, sin
embargo, por completo respecto a otras varias supersticiones?
“Hay –dice Dom Calmet, escéptico monje benedictino del siglo XIX, en su artículo
Apparitions (vol. II, pág. 47 de la obra antes citada) –dos procedimientos distintos para
destruir la creencia de estos pretendidos espectros… El primero consiste en explicar los
prodigios del vampirismo por medio de meras causas físicas: el segundo en negar
completamente la verdad de tales relatos, cosa que consideramos lo más seguro y más
prudente”.
El primer procedimiento de explicar, en efecto, el vampirismo por medio de causas
físicas, aunque ocultas, es el adoptado por la escuela de Mesmerismo de Pierart, y, no
son ciertamente los espiritistas quiénes más derecho puedan tener de rechazar lo
plausible de esta explicación. El segundo plan, sin embargo, es el adoptado por los
hombres de ciencia y por los escépticos. Según advierte Des Mousseaux, no hay camino
que menos filosofía requiera que este procedimiento expedito de la negación rotunda
de lo que se ignora.
“Cierto día –añade Dom Calmet –empezó a aparecerse inopinadamente a los
habitantes de una aldea, cerca de Kodom, el espectro de un pastor, y, a consecuencia del
susto, o bien por otra causa cualquiera, todos murieron antes de una semana.
Exasperados los demás campesinos ante aquello, fueron en busca del cadáver del pastor
y le desenterraron, clavándole con una gran estaca en el suelo. Otra vez se apareció, sin
embargo su espectro aquella. misma noche, sumiendo a la población en terrores casi
apocalípticos y matando por sofocación a varios habitantes, en vista de lo cual, las
autoridades locales entregaron el cuerpo del pastor al verdugo, el cual le quemó en un
campo vecino. El cadáver –añade Des Mousseaux al comentar el hecho –aullaba como
un loco, pateando y resistiéndose como si estuviese vivo, arrojando rojas oleadas de
sangre por la herida de la estaca, y las apariciones de su espectro no cesaron hasta que
el cuerpo todo no quedó reducido a cenizas.
“En más de una ocasión –continúa Dom Calmet –varios agentes de la justicia visitaron
los lugares que, según públicos rumores, eran frecuentados por espectros. Los cadáveres
de éstos fueron al punto exhumados y siempre se observó sano y sonrosado el cuerpo
de todos los sospechosos de vampirismo. Se observaba también que los objetos
familiares de las casas antaño habitadas por ellos en vida, se movían extrañamente sin
que nadie los tocase. Por un celo muy natural, las autoridades se negaban generalmente
a la cremación o a la decapitación, sin cumplir antes los procedimientos legales: se
citaban, pues, testigos, y sus declaraciones eran oídas y atentamente meditadas. Luego
se pasaba al examen de los cadáveres desenterrados, y si presentaban, por su parte, las
inequívocas señales dichas de su vampirismo, eran entregados al verdugo.
“La dificultad principal, empero, de todo esto –termina Dom Calmet –consiste en
saber el cómo y cuándo estos vampiros pueden abandonar sus tumbas y, luego de
realizar sus proezas, tornar a entrar en ellas, sin que parezca que la tierra haya sido
removida lo más mínimo, habiéndosele visto por los testigos con sus habituales
vestidos, comiendo y vagando en fin, de un lado a otro, cual si estuviesen vivos… Y si
todo ello no es sino pura fantasía por parte de quienes se vieron favorecidos por
semejantes visitas, ¿por qué, indefectiblemente se encuentran luego en sus respectivas
sepulturas los cadáveres de tales espectros, frescos y flexibles, llenos de sangre, y sin
ofrecer en su cuerpo señales de descomposición alguna?
¿Cómo explicar el que al día siguiente de la noche en que repetidos espectros
aterrorizaron con su aparición a los vecinos, sus pies resultaban sucios, y cubiertos de
barro, cosa que no se observaba en modo alguno con los demás cadáveres del mismo
cementerio? ¿Por qué, una vez quemados los cuerpos de los vampiros, nunca tornan a
aparecer sus espectros y por qué, en fin, han ocurrido casos semejantes con tanta
frecuencia en este país, haciendo imposible el desterrar de él tamañas supersticiones?”.
Existe, a no dudarlo, un estado de semimuerte, fenómeno de naturaleza desconocida y
desechado, por tanto, como superstición por la fisiología y la psicología de nuestra
época. En semejante estado, el cuerpo está virtualmente muerto, y en los casos de
aquellas personas en los que la materia haya predominado sobre el espíritu, sin que una
perversión absoluta, sin embargo, haya destruido “el hilo de oro” que une al alma
humana con su Supremo Espíritu, una vez que el cuerpo físico yace abandonado a sí
mismo, el alma astral se irá desprendiendo de él por medio de esfuerzos graduales,
separándose completamente de aquél al romper el eslabón último de los corpóreos
vínculos. A partir de este momento, una polarización magnética repelerá violentamente
al hombre etéreo, de la masa orgánica de su cuerpo, ya en franca descomposición, y
toda la dificultad consiste, primero, en que nosotros nos imaginamos que el momento
de tal separación entre los dos cuerpos es aquel en que el hombre es declarado muerto
por la ciencia, y no después, y segundo, en la incredulidad dominante acerca de la
existencia, sea del alma, sea del espíritu, mantenida injustamente por esa misma ciencia.
Pierart trata de demostrar en su trabajo que son siempre peligrosos los
enterramientos prematuros, aun cuando ofrezca señales indudables de putrefacción.
“Los infelices muertos catalépticos –dice –enterrados como muertos efectivos en
lugares secos y frescos en donde el cuerpo no puede ser destruido por causas locales, su
espíritu, (es decir, su cuerpo astral), revistiéndose de un cuerpo fluidico (o etéreo) se ve
impelido a abandonar su tumba y a ejecutar, a expensas de los seres vivientes, los actos
peculiares de su vida física, los de nutrición muy especialmente, y cuyos elementos
gracias a un misterioso lazo existente entre el cuerpo y el alma, lazo que la ciencia
espiritualista explicará algún día, son transmitidos al cuerpo material que yace en la
sepultura, ayudándole de este modo a conservar su mísera existencia. Semejantes
espíritus, vagando en sus cuerpos efímeros, han sido vistos con frecuencia alejándose o
retornando a los cementerios, y se ha sabido que, cayendo sobre vivos, les han chupado
la sangre, vampirizándoles. Ulteriores investigaciones judiciales, luego, han venido a
demostrar que, a consecuencia de tamaña monstruosidad, sobrevenía una
extraordinaria hemación o desangre de las víctimas, quienes por ello, más de una vez
habían sucumbido.”
Así, pues, al tenor del piadoso consejo de Dom Calmet, o debemos persistir en negar
los hechos, o bien, si es que hemos de aceptar los testimonios humanos y legales, muy
dignos de respeto, aceptar la única explicación posible dada por Glanvil al decir en el
volumen II, pág. 70 de su Sadducismus Triumphalus, que “las almas de los difuntos se
encarnan en vehículos aéreos o etéreos, como está plenamente comprobado por
hombres tan eminentes como el Dr. More, al evidenciar que semejante doctrina fue
siempre la de los Santos Padres y los más antiguos filósofos…”
Antes de abandonar el repulsivo tema del vampirismo, y sin otra garantía que la de
habérnoslo comunicado varios testigos fidedignos, queremos citar un caso más para
que pueda servir de ejemplo:
A principios de este siglo, acaeció en Rusia uno de los más horribles casos de
vampirismo que la Historia registra. El gobernador de la provincia de Tch*** era un
hombre de unos sesenta años, y de un carácter celoso, malicioso y cruel. Investido de
una autoridad despótica, la ejercía sin contemplación alguna, llevado siempre del
primer impulso de sus brutales instintos. Se había enamorado el gobernador de una
linda muchacha, hija de un oficial subordinado suyo, y, a pesar de que la doncella estaba
prometida a un joven que la amaba extraordinariamente, el tirano obligó al padre de la
muchacha a que la desposase con él y no con el joven. Presa de la mayor desesperación,
la pobre víctima llegó a ser la esposa del viejo, quien bien pronto se mostró lleno de
celos, llegando hasta golpearla y encerrarla semanas enteras en su domicilio sin dejarla
hablar con nadie más que en su presencia. Por último, el odioso gobernador cayó
enfermo cierto día y murió; pero al sentir ya próximo su inevitable fin, hizo jurar a su
esposa que no se volvería a casar, conminándola, con las más horribles imprecaciones,
de que en el caso de que faltase a su juramento, llegaría hasta salir del sepulcro, y la
mataría.
El tirano fue enterrado en el cementerio de la ciudad que cae al otro lado del río, y su
libertada viuda, de allí a poco, venciendo sus escrúpulos por su juramento, dió de nuevo
oídos a las instancias de su antiguo novio, y quedaron comprometidos ambos para
casarse en plazo breve.
La noche misma de la acostumbrada fiesta esponsalicia, cuando ya se había retirado
todo el mundo, se alborotó la antigua casa con unos angustiosos gritos de horror y
lamentos que salían de la cámara de la novia. Se forzaron al punto las puertas y se vio
con sorpresa que la infeliz mujer yacía desmayada en su lecho, al par que se percibía el
ruido como de un carruaje saliendo del patio. El cuerpo de la joven estaba lleno de
cardenales debidos, al parecer, a fuertes pellizcos recibidos, y en su cuello se veía una
como ligerísima punzada de la que brotaban gotitas de sangre. Todo el mundo quedó
pronto pasmado de. horror al volver en sí la viuda y narrar aterrorizada que su difunto
marido, el gobernador, había entrado súbitamente y sin saber cómo en la cerrada
habitación, exactamente como en vida, con la diferencia de presentar en su semblante
una horrible palidez cadavérica, y la había golpeado y pellizcado cruelmente, después
de haberle echado en cara su inconstancia.
Inútil es añadir que nadie dió crédito a semejante relato, pero a la mañana siguiente el
centinela apostado en el otro extremo del puente por el que cruza el río, refirió que,
momentos antes de la media noche, un carruaje arrastrado por seis caballos, pasó con
velocidad vertiginosa por el puente, en dirección de la ciudad y sin hacer el menor caso
de las voces de ¡alto!, que se le dieron.
El nuevo gobernador, que no creía en la historia de semejante aparición, tornó la
precaución, sin embargo, de doblar los centinelas de la otra parte del puente, a pesar de
lo cual, el suceso se repetía noche tras noche con desesperante regularidad. Los
soldados custodios de la barrera del pontazgo, declaraban unánimes que, a pesar de
todos sus cuidados y de los esfuerzos hechos para detenerle, el fantástico carruaje
pasaba velozmente por delante sin que fuesen ellos capaces de impedirlo. Todas las
noches también se oía en el patio de la casa el mismo ruido, prolongado y sordo, del
coche consabido; los vigilantes, juntamente con los criados y la familia de la viuda.
quedaban sumidos al punto en un profundo sueño, y todas las mañanas resultaba, en
fin, la pobre víctima, magullada, ensangrentada y desfallecida.
No hay que decir la consternación que tamaño suceso producía ya en toda la ciudad.
Los médicos no acertaban a explicar aquel caso; los sacerdotes se constituían en el
palacio de la viuda para en él pasar la noche en oración, mas al acercarse el instante de
la media noche todos caían presa de un letargo invencible. El mismo arzobispo llegó de
la capital y practicó en persona la ceremonia del exorcismo, pero a la mañana siguiente
se halló a la viuda en estado más deplorable que nunca y ya próxima a morir.
Para calmar, en fin, al horrorizado vecindario, el gobernador se vio obligado a adoptar
las medidas más severas. Situó a cincuenta cosacos a lo largo del puente con orden
terminante de detener a todo trance al carruaje–fantasma. Sonaron, sin embargo, las
doce campanadas de la media noche y se vio venir veloz el coche por el camino del
cementerio. El oficial de guardia y un sacerdote, crucifijo en mano, se plantaron delante
de la barrera del pontazgo, gritando a la vez:
–En el nombre de Dios y en el del Czar, ¿quién viene aquí? –A lo que, una cabeza harto
conocida por todos, apareció por la ventanilla del coche, y una voz, que no lo era menos,
contestó con energía:
–¡El Consejero secreto de Estado y Gobernador C!… –y en el mismo instante, el
sacerdote, el oficial y los cincuenta soldados fueron lanzados violentamente a un lado,
cual sacudidos por una conmoción eléctrica, al par que el fantástico y lujoso tren
cruzaba veloz sin que nadie pudiese detenerle.
El arzobispo, entonces, y como último recurso, apeló al procedimiento sancionado por
el tiempo, o sea el de desenterrar el cuerpo y clavarlo en tierra por medio de una aguda
estaca de roble que le atravesase el corazón, cosa que fue puntualmente ejecutada con
gran pompa religiosa y en presencia de todo el pueblo. Los narradores del maravilloso
hecho me aseguraron que el cuerpo del gobernador se halló, en efecto, repleto de
sangre y con las mejillas y los labios rojos. En el momento de clavarte la estaca exhaló
un gemido, mientras que un gran chorro de sangre brotó con ímpetu a bastante altura.
El arzobispo pronunció luego el exorcismo acostumbrado, y, desde entonces, no se oyó
hablar más del vampiro ni de su fantástico carruaje.
Hasta qué punto las circunstancias del caso hayan podido ser exageradas por la
tradición, no podemos decirlo, pero nosotros lo sabemos hace años por un testigo
ocular, y aun hoy día existen aún familias en Rusia cuyos ancianos miembros recuerdan
fielmente el espantoso suceso.
Cada una de las cosas organizadas de este mundo, tanto del visible como del
invisible, tiene un elemento apropiado para sí misma. El pez vive en el agua; la
planta consume el ácido carbónico, el cual, por el contrario, es mortal para el
animal y el hombre. Algunos seres están organizados para vivir en las capas más
enrarecidas del aire; otros en las más densas. La vida, para unos, pende de la luz del sol,
mientras que para otros precisa de la obscuridad. De este modo la sabia economía de la
Naturaleza adapta siempre alguna forma viva a cada una de las condiciones existentes.
Estas analogías permiten inferir que en toda la Naturaleza no existe punto alguno
inhabitado, y que además cada cosa viviente cuenta con cuantas condiciones se precisan
para su vida. Ahora bien; admitiendo que en el universo existe una parte invisible, la
disposición inmutable de la Naturaleza autoriza la conclusión de que semejante parte
está ocupada, ni más ni menos que la parte visible, y desde el momento en que existen
espíritus, fuerza es aceptar la existencia de una gran diversidad de los mismos, dentro
de su mundo respectivo.
Decir que todos los espíritus son iguales entre sí, o que están adaptados a un mismo
medio ambiente, o, en fin, que poseen poderes idénticos, o que obedecen a las mismas
afinidades y atracciones, sería tan absurdo como pensar que todos los animales son
anfibios, o que todos los hombres pueden nutrirse con la misma clase de alimentos.
Razonable es, pues, el suponer que los espíritus más groseros están sumergidos en los
más profundos abismos de la atmósfera espiritual, es decir, de lo más cercano a nuestra
tierra, mientras que las naturalezas más puras, están muchísimo mas lejos del terrestre
ambiente… Suponer lo contrario y pensar que cualquiera de estos girados de espíritus
pueden ocupar el sitio ni las condiciones de los otros, equivaldría como a esperar que en
ley de hidráulica dos líquidos de diferentes densidades pueden cambiar el grado que le
corresponde en el aerómetro de Baumé.
Görres relata (Mystiques, III, 63) una conversación que él tuvo con algunos hindúes de
la costa de Malabar. Habiéndoles preguntado si entre ellos se presentaban espíritus o
apariciones respondieron: “–Sí; pero son malos espíritus. Los buenos se aparecen
poquísimas veces. Los malos espíritus aquellos son generalmente los de los suicidas y
personas asesinadas, es decir, de las que han muerto de un modo violento, quienes
revolotean en torno nuestro y se nos aparecen como fantasmas, engañando a las gentes
11 Estas páginas y las que subsiguen, están tomadas de Isis sin Velo, traducción del malogrado teósofo de
la primera hora, Don Francisco de Montolin y de Togores, uno de los ilustres fundadores de la Sociedad
Teosófica en España.
C
de cortos alcances y tentando a las demás personas de mil maneras diferentes,
siéndoles la noche especialmente favorable para ello.”
Porfirio (De Sacrificiis, capitulo de El verdadero culto) nos presenta sobre esto algunos
hechos repugnantes cuya verdad está comprobada por la experiencia de todos los
estudiantes de magia. “El alma de las gentes perversas –dice –tiene, aun después de la
muerte, cierto apego a su cuerpo y una afinidad hacia él proporcionada a la violencia
con que se quebrantó su unión. Por eso nosotros, cuando desarrollamos ciertas
facultades, podemos ve r a muchos espíritus cernerse, poseídos de desesperación, en
torno de sus restos terrenales y hasta buscar anhelantes los. pútridos despojos de otros
cuerpos, y, sobré todo, la sangre recientemente derramada, la que, por un momento,
parece comunicarles algunas de las facultades de la vida.” Si algún espiritista pone en
duda las palabras del gran teurgo, no tiene más que ensayar en sus sesiones de
materialización los efectos de una poca de sangre humana fresca. ”Los dioses y los
ángeles se nos aparecen –dice Jámblico –en medio de paz y de Armonía, y los demonios
malos, revolviéndolo todo sin orden ni concierto… En cuanto a las almas ordinarias, es
muy raro el que podamos percibirlas.”
El alma, en efecto, nace en este mundo abandonando el otro mundo, en el cual ha
existido antes de encarnar en la Tierra… Ella parece luego morir cuando se separa de su
cuerpo, en el cual como en frágil barca ha cruzado por esta vida… Pero esta muerte no
aniquila el alma, sino que la transforma tan sólo, ora en un ser protector de esos que los
romanos conocían y reverenciaban con tal nombre y con el de manes, penates y lares,
ora, si ha sido perverso, en una larva, un lemur, un espíritu errante, terror de los
malvados… Cuando por razón de vicios, crímenes y pasiones animales un espíritu
desencarnado ha caído en la octava esfera: el Hades alegórico pagano o el gehnna de la
Biblia, que es la región más próxima a nuestra Tierra, puede arrepentirse con el
vislumbre de razón y de conciencia que aún conserva… Un ardiente deseo de resarcirse
de sus sufrimientos; un ferviente anhelo de retorno, pueden conducirle de nuevo hacia
la atmósfera terrestre, donde quedará errante y sufriendo más o menos en su triste
soledad. Sus instintos le impulsarán a buscar con avidez el contacto de los vivos…
Tales espíritus son los invisibles, pero demasiado palpables vampiros magnéticos; los
demonios subjetivos tan bien conocidos por las monjas y frailes extáticos de la Edad
Media y por los “brujos” a quienes tanta celebridad dió el Martillo de Hechiceros;
verdaderos clarividentes sensitivos según sus propias confesiones. Son los demonios
sanguinarios de Porfirio; las larvas y lemures de los antiguos; los abominables
instrumentos de sugestión que condujeron a tantas desgraciadas y débiles víctimas al
tormento y al patíbulo. Orígenes sostiene que cuantos demonios obsesionaban a los
energúmenos del Nuevo Testamento eran “espíritus” humanos… Moisés sabía
perfectamente quiénes eran estos desgraciados y no ignoraba las tremendas
consecuencias a que estaban expuestas las personas que cedían a tales influencias
demoníacas, por cuyo motivo promulgó sus terribles decretos contra tales “brujos”.
Jesús, en cambio, lleno de justicia y de divino amor hacia la Humanidad, se limitaba a
curarlos en lugar de matarlos. Más tarde, andando los tiempos, nuestro clero, el
pretendido modelo de virtudes cristianas, siguió la ley de Moisés, prescindiendo de
Aquel a quien llamaban “su Dios Vivo”, y quemaron por millares a los pretendidos
hechiceros,… ¡Hechicero! ¡Fatídico nombre que llevaba aparejada antaño la muerte más
ignominiosa y que hoy día, levanta, en cambio, una tempestad de sarcasmos y de
ridículo!…
La historia de los sortilegios de Salem, tal como los encontramos registrados en las
obras de Cotton, Mather, Calef, Upham y otros, son un trágico capítulo de la historia de
Norteamérica, que jamás ha sido descrito de acuerdo con la verdad de los hechos.
En el pueblo de Salem Vitcheraft, cuatro o cinco muchachas se sintieron convertidas
en médiums espontáneas, como hoy diríamos, por haber convivido con una negra india
del Oeste norteamericano, quien era muy ducha en las operaciones de magia negra
conocidas por rito de Obeah. Las indicadas muchachas se empezaron a sentir como
maltratadas por alfilerazos, pellizcos y mordiscos en diferentes partes de su cuerpo,
debidos a invisibles espectros que no las dejaban un momento de reposo. La célebre
Narración de Deodat Lawson (Londres, 1704), consigna que “aquellos espíritus,
obsesores de las muchachas, las maltrataban por el conocido método hechiceril del
emboutement, o sea de las figurillas de cera, trapos, etcétera, representando a las
víctimas, y sobre las que clavaban los alfileres, daban los pellizcos, etc., que luego, por
telepatía, experimentaban las infelices jovenzuelas”. Mr. Upham nos refiere que Abigail
Hobles, una de estas muchachas, reconoció que había hecho pacto con el diablo, “el cual
se le aparecía bajo la forma de un mancebo, y le mandaba que atormentase a las
doncellas a quienes conocía, llevándole imágenes de madera que más o menos se les
pareciesen y espinas para clavarlas en dichas imágenes, lo cual hacía ella al pie de la
letra, con estas últimas, recibiendo entonces aquellas muchachas idéntico dolor al que
experimentarían si las propias espinas se clavasen en sus carnes”.
Todos estos lamentables hechos históricos cuya validez ha sido comprobada por el
irrecusable testimonio de los Tribunales que entendieron en la causa, confirma la
doctrina de Paracelso, siendo por demás sorprendente que un sabio tan sesudo como
Upham, haya podido acumular en las mil páginas de sus dos volúmenes, semejante
masa de evidencia legal para demostrar la intervención en aquellos hechos de almas
ligadas aun a la Tierra y de los maliciosos espíritus de la Naturaleza, sin sospechar la
verdad ocultista que se halla detrás de estas tragedias, ya que hace algunos siglos que
Lucrecio ponía en boca del viejo Ennius estas frases de perfecto ocultismo, que dicen:
Bis duo sunt homínis: mane, caro, spíritus, umbra;
Quator ista loci bis duo suscipiant:
Terra tegil carnem; lumulam circanivolat umbra,
Orcus habet manes.
Respecto de esta clase de hechos, por increíbles que hoy parezcan a nuestro
escepticismo, no debemos preguntarnos, imparciales, cuál de los autores antiguos
menciona hechos de índole tan aparentemente sobrenatural, sino más bien, quién de
ellos es el que no los menciona. En la Odisea de Homero (v. 82) hallamos a Ulises
evocando el espíritu de su amigo el adivino Tiresias, mediante la ceremonia de la “fiesta
de la sangre”. El héroe de Troya desenvaina su espada, ahuyentando con ella a los
millares de sedientos fantasmas atraídos por el cruento sacrificio, y su mismo amigo
Tiresias no se atreve a acercarse al hoyo sangriento, mientras que Ulises blande el arma
homicida… Al troyano Eneas, en la Eneida de Virgilio (libro VI, v. 260), al tratar de
descender al reino de las sombras, la Sibila que le guía a sus umbrales, le ordena que
desenvaine su espada y se abra paso a través de la compacta muchedumbre de las
fugaces sombras que le obstruyen sedientas su camino:
Taque invade víam, vaginâque eripe ferrum.
Glanvil, en su Sadducismus Triumphatus, da una reseña maravillosa de la aparición del
“tamborilero de Tedworth”, acaecida en 1661, y en la cual el scin–lecca, o duplicado del
brujo tamborilero, se asustaba grandemente a la vista de una espada. Psellus, en su obra
De Daemon, hace una larga narración acerca del terrible estado en que se vio sumida. su
cuñada por la posesión de un daimon elementario, y de cómo fue curada aquella por el
conjurador Anaphalangis, quien comenzó amenazando con la espada desenvainada al
invisible obsesor de aquel cuerpo, hasta lograr que le desalojase. Psellus expone luego
el catecismo de la demonología en estos o parecidos términos:
“¿Deseáis saber si los cuerpos invisibles de los espíritus pueden ser heridos con una
espada u otra arma cualquiera? Pues sabed que si, que pueden serio. Un objeto duro
arrojado contra ellos les causará el correspondiente dolor como si aun viviesen aquí
abajo; porque, aunque sus cuerpos no estén ya formados de las substancias resistentes
que los nuestros, no por ello dejan de ser sensibles, porque en los seres dotados de
sensibilidad no son únicamente sus nervios los que tienen la facultad de sentir, sino que
también la tiene el espíritu que reside en ellos… Sin auxilio de organismo físico alguno,
el espíritu ve, oye y siente cualquier contacto… Si le dividís en dos, sentirá el mismo
dolor que experimentaría cualquier hombre vivo, porque su cuerpo actual no deja de ser
materia, aunque de naturaleza tan sutil que generalmente es invisible para nuestros
ojos.
… Sin embargo, hay una cosa que distingue al cuerpo del vivo del muerto, y es que
cuando se seccionan los miembros de una persona viva no pueden volver a reunirse las
dos porciones fácilmente, mientras que el tenue cuerpo etéreo de un demonio se
reintegra inmediatamente después que se le, ha cercenado por completo, a la manera
como el agua o el aire se unen después que les ha atravesado un cuerpo sólido
cualquiera. Mas, a pesar de ello, cada rasguño o herida inferida es causa de dolores para
aquel demonio, razón por la cual todos ellos temen la punta de la espada o los demás
instrumentos de defensa.
Bodin, el más sabio demonólogo de su siglo, sostiene la misma opinión tan repetida
así mismo por el Porfirio y Jámblico, siguiendo a Platón y a Plutarco, como saben
además muy bien todos los teurgistas. En la Demonología de aquel sabio se nos cuenta:
Recuerdo que en 1557 un demonio elemental de los llamados relampagueantes, cayó
con el rayo en casa del zapatero Pondot, y al punto empezaron a llover piedras en toda
la habitación, con las cuales pudo llenar un arcón el ama de la casa, cerrando enseguida
herméticamente las ventanas, lo que no impidió, sin embargo, el que las piedras
siguiesen cayendo, aunque sin dañar a ninguno de los allí presentes. El magistrado
Latomí vino a informarse, pero no bien entró cuando el espíritu le arrebató su
sombrero. Seis días iban así transcurridos cuando el consejero M. J. Morgues llegó
también a buscarme para esclarecer tal misterio. Cuando entramos en la casa ya alguien
había aconsejado al dueño de la misma que se encomendase a Dios de todo corazón y
blandiese con energía por todo el ámbito del aposento su espada desenvainada. Desde
aquel momento cesaron como por encanto aquellos fenómenos que durante una
semana les habían tenido tan molestos.”
Los libros de hechicería de la Edad Media están llenos de narraciones análogas, pero
los más antiguos filósofos no sólo mencionan relatos análogos, sino que puntualmente
los describen y analizan.
Proclo figura en primera línea en punto a semejantes maravillas. Pasma
verdaderamente la colección de hechos que presenta, corroborados por testigos, entre
ellos algunos famosos filósofos. Al recordar muchos casos de su tiempo en los que a no
pocos cadáveres se los había encontrado con diferentes posiciones en sus tumbas, lo
atribuye a que eran larvas o vampiros, “como los casos –añade –referidos por los
antiguos respecto de Aristio, Epiménides y Hermodoro”, o como los otros cinco de la
Historia de Clearco, el discípulo de Aristóteles. Para acabar, cita el caso de Filonea. Esta
hija del Demostrator, añade, casada contra su voluntad con un tal Krotero, murió poco
después, pero a los seis meses de muerta volvió a la vida, como dice Proclo, a causa de
su antiguo amor por el joven Macates, a quien visitó durante muchas noches sucesivas
hasta que ella, o mejor dicho el vampiro que hacía sus veces, murió de rabia. Su cuerpo
muerto, después de su segundo fallecimiento, fue visto por toda la ciudad en la casa de
su padre, mientras que su sepultura se encontró vacía. Semejante suceso está
confirmado por las Epístolas de Hiparco y por las de Arriedo a Filipo, según relata
Catalina Crowe en su Nighi–Side of Nature, pág. 335. Demócrito en sus escritos
referentes al Hades, diserta, en fin, ampliamente sobre las posibilidades de que algunos
muertos retornen a la vida.
Para hacerse cargo de la timidez, frivolidad y prejuicios con los que se suelen juzgar
estos y otros mil hechos del pasado, no hay sino hojear la obra del Dr. Figuier, Historia
de lo maravilloso en los tiempos modernos. La obra apoyada en testimonios tan valiosos
como el del célebre Dr. Calmeil, director del asilo de lunáticos de Charentón, se ocupa
documentadísimamente de los profetas de Cevennes; los camisardos, los jansenistas, el
diácono Paris y cien otras epidemias de neurosis consignadas en la historia de los
últimos siglos y que sólo podemos ligeramente mencionar, máxime habiendo sido
descriptos por cuantos autores modernos se han ocupado de estos problemas.
Los asombrosos fenómenos de los convulsionarios de Cevennes se presentaron como
una verdadera epidemia a fines de 1700. Las medidas inhumanas adoptadas por los
católicos franceses para extirpar aquel espíritu de profecía que había asaltado a una
población entera, son sucesos históricos sobre los que no tenemos por qué insistir. El
mero hecho de que un puñado de hombres, mujeres y niños, que apenas sumaban dos
mil personas, resistiesen durante años enteros a los 60.000 soldados del rey, es ya por sí
solo un prodigio. Todas las maravillas acaecidas a aquéllos, están registradas en los
procesos que hoy se conservan en los Archivos de Francia. Existe entre éstos el informe
oficial que el feroz abate Chayla, prior de Lava¡ elevó a Roma, y en el cual se lamenta de
que el espíritu maligno fuese tan poderoso que no bastase exorcismo ni tortura
inquisitorial alguna que alcanzase a desalojarle de los cevenneses. Añade el abate que él
mismo puso las manos de esta gente sobre carbones encendidos; que envolvió a varios
otros en algodón impregnado en aceite y les prendió fuego, sin conseguir en uno y otro
caso que se chamuscasen ni que se formase una sola ampolla en su epidermis; que se
dispararon tiros sobre ellos a quemarropa, encontrándose luego aplastadas las bajas
entre la ropa y la piel, sin producirles el menor rasguño, etc.…, etc.…
“A fines del siglo XVII –dice el Dr. Figuier después de relatar todo esto –una anciana
importó en Cevennes aquel espíritu de profecía, que bien pronto se comunicó a
diversos jóvenes de ambos sexos, acabando el contagio por ser general. Hombres,
mujeres, tiernos niños se habían constituido en torrentes de la más extraña inspiración,
expresándose, no en patois ordinario, sino en el más correcto francés, lengua tan poco
conocida en la región en aquel tiempo. Hasta los niños de pecho profetizaban. Ocho mil
profetas –continúa –se esparcieron por el país y la mitad de las facultades de Medicina
de Francia, entre ellas la de Montpeller, se apresuraron a constituirse en Cevennes,
declarándose maravilladas y confundidas al escuchar a gentes sin cultura literaria alguna
disertar eruditamente de cosas de las que jamás supieron una palabra, y hasta se
expresaban con igual lucidez ¡meros niños de teta!, durando horas y horas los tales
discursos… Aquello –añade el comentador –no fue sino una momentánea exaltación de
las facultades intelectuales, fenómenos que pueden observarse en muchas afecciones
del cerebro”… ¡Exaltación momentánea, que dura muchas horas, en cerebros de niños
de pecho, hablando en correcto francés antes de que hayan podido aprender ni una sola
palabra de su patois: ¡Oh milagro de la fisiología! Prodigio debía ser tu nombre, exclama
el católico Des Mousseaux al comentar la obra de Figuier en la suya acerca de “Las
costumbres y prácticas de los demonios”.
Vengamos ahora a los no menos célebres prodigios de los jansenistas, según el Dr.
Figuier, con gran copia de datos históricos, nos cuenta.
El diácono Paris era un jansenista que murió en 1727. Inmediatamente después de su
muerte comenzaron a ocurrir junto a su tumba los más sorprendentes fenómenos. El
cementerio rebosaba de gente desde la madrugada hasta la noche, y los jesuítas,
exasperados al ver que los herejes verificaban las curas más maravillosas y todo género
de prodigios, acudieron a las autoridades, obteniendo de ellas la orden de que se
cerrase la entrada a la tumba del célebre diácono. Pero a pesar de todos los obstáculos,
las maravillas continuaron durante unos veinte años. El obispo Douglas, que fue a París
con este exclusivo objeto, visitó el sepulcro y pudo comprobar que los milagros
continuaban como el primer día entre los convulsionarios, cosa que, forzosamente, se
achacó, como siempre, al diablo. El propio Hume, en sus Ensayos filosóficos, añade:
“Jamás seguramente se habrán atribuido a una sola persona tantos milagros corno los
que últimamente se han dado como acaecidos junto a la tumba del diácono Paris.
Doquiera se veían enfermos que habían sanado, sordos que habían oído y ciegos que
habían recobrado la vista por la virtud del sepulcro santo. Pero lo más extraordinario
del caso es que muchos de dichos milagros acaecieron en el sitio mismo de la tumba,
ante jueces de indiscutible seriedad y rectitud, en una época ilustrada, hechos que ni los
propios jesuítas, a pesar de ser gentes de ordinario instruidas; de contar con el apoyo de
las autoridades civiles, y de ser decididos enemigos de las opiniones en cuyo favor se
dice que fueron obrados los milagros, han sido capaces tú de negarlos, ni de refutarlos,
ni de descubrir su verdadera causa. Tal es la verdad que arroja el testimonio histórico
acerca de semejantes sucesos.”
El Dr. Middleton, en su Investigación libre, obra que escribió acerca de dichos
fenómenos a los diez y nueve años de haber comenzado y cuando ya estaban en franca
decadencia, declara que la evidencia de tales milagros es tan plena e indiscutible por lo
menos como la de las maravillas que de los apóstoles se refieren. En efecto, dichos
fenómenos, cuya autenticidad está probada por tantos millares de testigos, ante
magistrados y a despecho del clero católico entonces omnipotente, deben ser
colocados entre los más sorprendentes que registran la Historia. Carré de Montgeron,
miembro del Parlamento, que se hizo famoso por sus relaciones con los jansenistas, los
enumera cuidadosamente en los cuatro gruesos volúmenes en cuarto dedicados al rey,
bajo el título de La Vérité des miraeles operés par l´intercession de M. de Paris,
demontrée contre l'Archevêque de Sens. Por sus irrespetuosidades hacia el clero romano
fue encerrado en la Bastilla; pero era tal el cúmulo de testimonios personales y oficiales
aducidos para probar cada uno de los casos, que la obra fue aceptada.
“Una de las –convulsionarias –dice Figuier –apoyada por sus lomos en la punta de
aguda estaca, se mantenía doblada en forma de arco con la mayor impasibilidad. El
placer mayor que podía darse a esta criatura era recibir en tal posición y sobre su
estómago el golpe de un pedrusco de cincuenta libras suspendido de una polea.
Montgeron y muchos otros testigos añaden que, no sólo no mostraba magulladuras la
muchacha, sino que pedía a voz en grito que golpeasen aún más fuerte.
Juana Maulet, otra joven de veinte años, apoyada su espalda contra la pared, recibía
sobre su epigastrio centenares de golpes dados por un forzudo gañán con un martillo
de treinta libras sobre un taladro de hierro apoyado así sobre la boca del estómago de
la débil paciente. Pudiera creerse –añade Montgeron al relatarlo –que el taladro debería
hundirse en las entrañas de ésta, pero, al contrario, ella gritaba, con la cara radiante de
felicidad: “¡Oh qué delicia, y cuánto placer me causa este golpeteo ¡Valor, hermano, y
golpead con doble fuerza, si podéis!…”
La relación oficial de tales maravillas, que es mucho más completa que la de Figuier,
añade otros detalles, tales como el de aquellos que serenamente se ponían a describir
sucesos distantes, luego infaliblemente comprobados; el de mantenerse en el aire
muchos de estos convulsionarios merced a una fuerza invisible y sin que todos los
esfuerzos reunidos de los miembros de la Comisión eran impotentes para obligarles a
que bajasen. Se vieron ancianas trepando con agilidad de gatos monteses por muros
verticales hasta de treinta pies de altura.
El Dr. Calmeil, director del Asilo de locos de Charentón, dió acerca de estos y otros
fenómenos análogos la acostumbrada explicación que de ellos dan los médicos: “el
meteorismo o plenitud de gases en el tubo digestivo; el estado espasmódico del útero
de las mujeres; la turgencia de las envolturas carnosas de las capas musculares que
protegen y cubren el abdomen, etc.; añadiendo que la asombrosa resistencia ofrecida
por el cuerpo de los convulsionarios era debida al histerismo o a la epilepsia, fuerza que
tiene algunos puntos de contacto con los cambios de sensibilidad que se producen por
el miedo, la cólera, en una palabra, cualquiera otra pasión de ánimo llevada hasta el
paroxismo. Para el terrible crítico católico Des Mousseaux, en su obra citada, replica
lleno de indignación ante ésta y otras opiniones semejantes de nuestra ciencia médica:
“¿Estaba el ilustrado médico completamente despierto cuando formuló tales
teorías?… Si él o el Dr. Figuier quisiesen mantener seriamente sus categóricas
afirmaciones podríamos decirles: “¿Nos permitiríais una vez, por vía de experimento,
insultaros tan duramente que estallaseis en justa indignación contra nosotros al oír de
nuestros labios, por ejemplo que falseáis la ciencia y estafáis a vuestro público, y,
aprovechando tal momento, repitiésemos con vosotros los experimentos de Cevennes,
dándoos un saludable masaje con estacas o garrotes, seguros de que otra cosa no
resultarían estos terribles golpes, dado el estado de insensibilidad a que seguramente
os llevaría vuestra cólera?”
Inútil es el añadir que el reto de Des Mousseaux ha quedado, por siempre, sin
respuesta.
Volvamos a los hechos de vampirismo.
Verdaderas o falsas, existen entre los orientales “supersticiones” de una naturaleza tal
como jamás pudieron soñar un Edgard Poe o un Hoffmann, y estas creencias se hallan
infiltradas en la misma sangre de las naciones que las dieron vida. Cuidadosamente
expurgadas de toda exageración, se verá que encierran una creencia universal en
aquellas almas astrales, inquietas y errabundas conocidas con los nombres de gulas o
vampiros. Un obispo armenio del siglo V, llamado Yeznik, cita algunos ejemplos de esta
clase en el libro I, párrafos 20 y 30, de una obra manuscrita que se conservaba hace unos
treinta años en la biblioteca del monasterio de Etchmeadzine, en la Armenia rusa. Entre
otras existe una tradición que data de los tiempos del paganismo y, según la cual,
siempre que un héroe cuya vida es todavía necesaria en la tierra, cae en el campo de
batalla, los aralez, o sean los antiguos dioses populares del país, quienes poseen la
facultad de poder volver a la vida a los que han muerto en el combate, lamen las
sangrientas heridas de la víctima, y soplan sobre ellos hasta que les han comunicado una
vida nueva y vigorosa, después de lo cual, el guerrero se levanta; desaparecen todas sus
heridas y vuelve a ocupar su puesto en la batalla. Pero el espíritu inmortal del héroe
vuela muy lejos, entretanto, y vive el resto de sus días en un templo abandonado y
lejano.
Tan luego, por otra parte, corno un adepto era iniciado en el último y más solemne
misterio de la transmisión de la vida, el séptimo y temible rito de la gran operación
sacerdotal que constituye la más elevada teurgia, ya no pertenece más a este mundo. Su
alma era ya libre desde aquel momento, y los siete pecados mortales, en acecho siempre
hasta entonces para devorar su corazón al tiempo en que su alma libertada por la
muerte cruzase las siete escaleras y los siete portales, ya no podían dañarle ni en muerte
ni en vida, por cuanto había pasado ya las siete dobles pruebas y los doce trabajos de la
hora final. El Sumo Hierofante era quien únicamente sabía cómo llevar a cabo esta
solemne operación de infundir su propio aliento vital y su propia alma astral en el
adepto escogido por él para sucederle, y quien de esta suerte quedaba así dotado de
una doble vida12.
La Epístola V a los Hebreos trata del sacrificio de sangre. “En donde existe un
testamento –dice –necesariamente debe mediar la muerte del testador… Sin el
derramamiento de sangre no hay remisión alguna…” La sangre produce fantasmas, y
sus emanaciones proporcionan a ciertos espíritus los materiales necesarios para formar
sus apariciones transitorias. “La sangre –dice Eliphas Levi es la primera encarnación del
fluido universal, la luz vital materializada. Su producción es la más maravillosa de todas
las maravillas de la Naturaleza; vive, porque se transforma perpetuamente, siendo el
efectivo Proteo universal. La sangre procede de principios en los cuales antes no existía
nada análogo, y que se convierte en carne, huesos, cabellos, sudor, lágrimas… La
sustancia universal, con su doble movimiento, es el gran arcano del Ser, la sangre es a su
vez el gran arcano de la vida.
“La sangre, dice el hindú Ramatsariar, contiene todos los secretos de la existencia;
ningún ser viviente puede existir sin ella. El comer sangre es profanar la obra del
Creador.” Por ello Moisés, siguiendo la universal tradición prohíbe hacerlo.
Paracelso escribe que con los vapores de la sangre puede uno evocar cualquier espíritu
que desee ver, puesto que con sus emanaciones se formará una apariencia, un cuerpo
12 La feroz costumbre introducida posteriormente entre el pueblo de sacrificar víctimas humanas, es una
mera copia pervertida en los Misterios Teúrgicos. Los sacerdotes paganos que no pertenecían a la clase
de los hierofantes continuaron practicando algún tiempo este horrible rito, el cual servía para ocultar sus
verdaderos propósitos. Pero el Heracles griego está representado como el adversario de los sacrificios
humanos y como el destructor a los hombres o monstruos que los ofrecían. Bunsen demuestra,
apoyándose en el hecho de que en los más antiguos monumentos no se nota figura o señal alguna que
indiquen que entonces se verificaban sacrificios humanos, que esta costumbre habla sido abolida en el
antiguo Imperio a la conclusión del séptimo siglo, después de Menes. Además, tres mil años antes de
Jesucristo, Hipócrates habla prohibido severamente los sacrificios humanos entre los cartagineses. Difilus
ordenó que las víctimas humanas fuesen sustituidas por toros. Amoris obligó a los sacerdotes a sustituir
por figuras de cera las víctimas aquellas.
visible –pero esto es perfecta hechicería o necromancia. –Los hierofantes de Baal se
inferían profundas incisiones en su cuerpo y con su propia sangre producían apariciones
objetivas y tangibles. Los secuaces de cierta secta persa, muchos de los cuales se ven en
las cercanías de los establecimientos rusos de Temerchan–Shoura y Derbent, tienen sus
misterios religiosos, durante los cuales forman un gran círculo y giran en frenética
danza. Estando arruinados sus templos, verifican sus ritos en edificios retirados y
cerrados a toda vista desde el exterior, edificios con una gruesa capa de arena como
pavimento. Todos van vestidos con flotantes vestiduras blancas y las cabezas desnudas
y afeitadas. Armados de cuchillos y excitados por la macabra danza, pronto llegan a un
grado tal de excitación furiosa que comienzan a herirse a sí propios y a los otros hasta
que no pueden más y el pavimento queda empapado en sangre. Antes de que semejante
“Misterio” termine, cada hombre tiene un compañero con quien danza. Algunas veces
los espectrales bailarines tienen cabellos en sus cráneos lo cual se diferencian de los
naturales de sus inconscientes cabezas. Como hemos prometido solemnemente el no
divulgar los demás detalles de esta terrible ceremonia que sólo hemos presenciado una
vez, debemos abandonar este punto, añadiendo que durante el tiempo en que
estuvimos en Petrovsk, del Cáucaso, presenciamos otro misterio semejante.
Antiguamente las hechiceras de Tesalia añadían algunas veces a la sangre del célebre
cordero negro, la de un niño, para mejor evocar las sombras. A los sacerdotes se les
enseñaba el arte de evocar los espíritus de los muertos, así como los de los elementos,
pero su manera de proceder no era ciertamente las de aquellas terribles hechiceras.
Entre los yakuts de Siberia, en los mismos confines del lago Bai kal y junto al río
Vitema, existe otra tribu que practica la hechicería tal y como la ejercían las famosas
brujas de la Tesalia. Sus creencias religiosas son una mezcla extraña de superstición y de
filosofía… Según ellas las almas de los muertos se convierten en “sombras” condenadas
a vagar sobre la tierra hasta que se verifique cierto cambio, ora favorable, ora adverso,
que ellos explican, por supuesto. Las sombras luminosas o sean las de los buenos, se
convierten en los guardianes o protectores de aquellos a quienes han amado en la
tierra. Las sombras obscuras, siempre procuran, por el contrario, causar daño a cuantos
en vida conocieron, incitándoles al crimen y demás malas acciones perjudicando así por
todos los medios a los mortales… Durante los sacrificios de sangre, que siempre se
verifican de noche, los yakuts evocan las sombras obscuras o malvadas para saber de
ellas el modo cómo han de contener su malignidad. La sangre les es necesaria para esta,
porque sin sus vapores, no podrían aquéllas hacerse visibles, y aun serían, creen, más
peligrosas, pues que la extraerían de las personas vivientes por medio de la
transpiración. En cuanto a las sombras buenas o luminosas, ellas no precisan ser
evocadas así, porque les desagrada, y porque cuando quieren, pueden hacer sentir, sin
necesidad de nada, su presencia.
La evocación por medio de la sangre se practica también, aunque con diferente objeto,
en distintos puntos de Bulgaria y de Moldavia, especialmente en los distritos vecinos a
los musulmanes. La tiranía y esclavitud horribles a que han estado sujetos estos
desgraciados cristianos durante siglos les ha hecho mil veces más impresionables y más
supersticiosos. El día 7 de Mayo de cada año, los habitantes de Bulgaria y Moldavia
Valaca celebran “la fiesta de los muertos”. En efecto, después de puesto el sol, multitud
de hombres y mujeres, llevando sendos cirios en las manos, acuden a los cementerios y
oran sobre las tumbas de sus difuntos.
Esta antigua y solemne ceremonia, llamada Trizna, es una reminiscencia general de los
primitivos ritos cristianos; pero era más solemne todavía mientras duró la esclavitud
musulmana… Entre los habitantes de las ciudades la ceremonia es ya meramente
rituaria; pero entre algunos campesinos el rito toma proporciones de toda una
evocación teúrgica. La víspera del día de la Ascensión, las mujeres búlgaras encienden
una porción de lámparas y cirios; junto a las tumbas colocan crisoles sobre trípodes, y el
incienso perfuma la atmósfera en un grandísimo radio alrededor. Desde que anochece
hasta un poco antes de la media noche, y en memoria del muerto, se convida a comer a
los amigos y a un cierto número de mendigos, obsequiándoles además con vino y raki o
aguardiente, y se distribuye dinero a los pobres. En cuanto ha terminado la fiesta, se
acercan los convidados a la tumba, y llamando al difunto por su nombre, le dan las
gracias por las bondades de que han sido objeto. Cuando ya todos, incluso los parientes
más cercanos, se han ido marchando, una mujer, generalmente la de más edad, se queda
sola con el muerto, y se asegura que procede entonces a la ceremonia de la evocación.
Prosternada de hinojos, y después de fervientes súplicas al muerto una y mil veces
repetidas para que se presente, la mujer se extrae un número mayor o menor de gotas
de sangre del lado izquierdo de su pecho y las deja caer lentamente sobre la tumba.
Esto da fuerza al invisible espíritu del muerto que vaga en derredor del sepulcro,
permitiéndole, por algunos instantes, el asumir forma visible y dar sus instrucciones
adecuadas a la cristiana teurgista o bien bendiciéndola simplemente y desapareciendo
hasta el año próximo. Tan firmemente está arraigada semejante creencia, que, con
motivo de una dificultad de familia, hemos oído a una mujer moldava proponer a su
hermano el demorar toda decisión acerca del asunto debatido hasta que en la noche de
la Ascensión pudiese el padre resolver la dificultad, cosa a la que el hermano accedió
como si su padre se hallase en la habitación contigua.
Que en la Naturaleza existen secretos terribles, bien puede creerlo el que, como
nosotros, ha sido testigo del caso del zuachar ruso, caso en el que no pudo el hechicero
morir hasta que comunicase a otro la palabra, lo cual rara vez dejan de hacerlo por su
parte los hierofantes de la Magia Blanca.
Los hindúes creen tan firmemente como los servíos y húngaros en los vampiros. “El
hecho de un espectro que reaparece para chupar la sangre humana, dice el Dr. Pierart
famoso mesmerizador, en un artículo sabio de la Revue Spiritualiste, volumen IV, no es
tan inexplicable como parece, y menos para los espiritistas, quienes admiten los
fenómenos llamados de bicorporeidad o duplicación del alma. Esas manos espectrales
que hemos estrechado, esos miembros materializados que tan palpablemente hemos
visto en las sesiones mediumnímicas, son una prueba evidente acerca de cuántas y
cuántas cosas son posibles, bajo condiciones favorables, para esos espectros de lo astral
evocados por ellas.”
Al así expresarse el respetable médico, no hace sino reproducir la teoría cabalista
acerca de los shandim, o sea de la categoría más inferior de todos los seres espirituales.
Al referirnos Maimónides en su obra Abodah Sarah que las gentes de su tiempo se veían
obligadas a mantener íntimas relaciones con sus difuntos, describen las fiestas de
sangre que en tales casos se celebraban. Cavaban al efecto un hoyo en el suelo en el
cual vertían sangre fresca y, colocando encima del mismo una mesa, evocaban a los
espíritus, quienes presurosos acudían, contestando a todas sus preguntas. No obstante
de ello, Pierart, con toda su doctrina teurgista acerca del vampirismo, se muestra
indignadísimo contra la superstición del clero al ordenar que se atraviese con una estaca
el corazón de todo cadáver sobre quien hayan recaído sospechas de vampirismo.
En tanto que la forma astral del muerto no esté completamente desprendida del
cuerpo, existe, en efecto, cierta trabazón en virtud de la cual, mediante la atracción
magnética, puede obligarse a aquella forma a que retorne y se posesione de nuevo del
cuerpo. Acontece en ocasiones que la forma astral no se ha desprendido de éste más
que a medias, por decirlo así, cuando el cuerpo es enterrado por presentar todas las
apariencias de una muerte efectiva. En semejantes horribles casos, el alma astral,
aterrada, retorna violentamente a su envoltura de carne, y entonces la desdichada
víctima, o bien acaba de morir realmente tras el paroxismo de las atroces angustias de
la sofocación, o bien, si durante su existencia terrestre, ha sido groseramente material,
se convierte en un vampiro…
En este segundo caso, empieza para el mísero cataléptico, así enterrado en vida, una
existencia verdaderamente bicorpórea, en la que el cuerpo que yace aprisionado en la
tumba es sostenido con la sangre o fluidos vitales que sus cuerpos astrales
fantasmáticos roban aquí y allá a los vivos, porque, es sabido, que esta última forma
etérea puede ir donde le plazca y, en tanto que el lazo que la mantiene unida al cuerpo
no se rompa, vagar en forma ya visible ya invisible, alimentándose arteramente de sus
humanas víctimas. A juzgar por todas las apariencias, semejante espíritu logra
seguidamente el transmitir, mediante una disposición misteriosa e invisible que acaso
llegue a ser explicada algún día, el producto de su succiones fluidicas al cuerpo material
que yace inerte en el fondo de la tumba, contribuyendo así a perpetuar en cierto modo
aquel su estado de catalepsia,
Brierre de Boismont cita algunos casos por el estilo, completamente auténticos, que
ha tenido a bien calificar de “alucinaciones”. “Una reciente investigación ha demostrado
–dice un periódico francés –que en 1871 dos cadáveres fueron sometidos al infame
tratamiento de la superstición popular, por instigación del clero… ¡Oh ciega
preocupación!, “pero el Dr. Pierart, citado por el escritor católico Des Monsseaux quien
resueltamente admite el vampirismo, exclama: “–¿Ciega superstición, decís? Sí, tan
ciega como gustéis, pero, ¿de dónde provienen tales preocupaciones? ¿Por qué se han
perpetuado ellas a través de todas las épocas y en tantísimos países? Después de la
infinidad de casos de vampirismos como se han visto, ¿debemos decir nosotros que hoy
ya no sucede tal cosa y que los casos que de ello se relatan jamás tuvieron sólido
fundamento? De la nada, nada se hace. Cada creencia, cada costumbre, procede de los
hechos y causas que le han dado origen. Si nunca se hubiese visto aparecer en el seno de
las familias de ciertos países, seres revestidos de las ordinarias apariencias, de los
muertos yendo a chupar la sangre de una o varias personas y si de esto no hubiese
resultado la muerte por extenuación de la víctima, nadie hubiese ido jamás a
desenterrar los cadáveres a los cementerios, ni jamás hubiésemos presenciado nosotros
el hecho increíble de haberse encontrado personas enterradas varios años antes, con el
cuerpo blando y flexible, los ojos abiertos, la tez sonrosada, con la boca y narices llenas
de sangre y manando sangre a torrentes en el acto de ser decapitada”.
Uno de los más importantes ejemplos de vampirismo figura en las cartas reservadas
del filósofo, marqués d'Argens, y en la Revue Britanique de Marzo de 1837, el viajero
inglés Pashley describe algunos casos de que tuvo noticia en la isla de Candía. El Dr.
Jobard, sabio belga, anticatólico y antiespiritista, da testimonio de otros casos análogos
en su obra acerca de Les Hauts Phenomenes de la Magie, pág. 199.
“No quiero examinar, dice el obispo de Avrauches Huet (Huetiana, página 81), si los
casos de vampirismo que se relatan diariamente son verdaderos o meros frutos de un
error popular, mas es lo cierto que han sido atestiguados por tantos autores
competentes y fidedignos y por un número tan considerable de testigos de vista, que
nadie debe decidirse en esta cuestión sin contar con una gran dosis de prudencia.”
Aquel buen señor de Des Mousseaux, que tanto se ha molestado recogiendo
materiales para su teoría demonológica, nos sale con algunos ejemplos sensacionales
para demostrar que todos estos casos se deben a la intervención del diablo, el cual toma
las formas fantasmáticas de los muertos para revestirse de ellas y vagar por las noches
chupando la sangre de las gentes, explicación que a nosotros nos parecería excelente si
no pudiésemos arreglarnos con otras mejores sin traer a la escena a personaje tan
siniestro. Si de una vez para siempre queremos creer en el retorno de los espíritus,
tenemos una multitud de perversos sensualistas, miserables y criminales de todas
clases, especialmente suicidas, capaces de rivalizar en malicia con el mismísimo diablo
en sus mejores días, que ya es bastante por sí solo el vernos actualmente obligados a
creer en lo que vemos y sabemos que es un hecho, o sea en los espíritus, sin necesidad de
añadir a nuestro panteón de espectros a un diablo a quien nadie ha visto nunca.
Sin embargo, en lo que al vampirismo se refiere, hay particularidades interesantísimas
que recoger, desde el momento en que la creencia en tal fenómeno ha existido desde
las épocas más remotas en todos los países. Las naciones eslavas, los griegos, válacos y
servios, dudarían primero de la existencia de sus enemigos los turcos que del hecho
relativo a la existencia de los vampiros. Los brucolak o vurdalak, como son
denominados estos últimos, son huéspedes sobrado familiares en el hogar eslavo para
que se dude de ellos. Escritores del mayor talento, hombres tan integérrimos como
llenos de perspicacia, se han ocupado del asunto creyendo en él por supuesto.… ¿De
dónde proviene esta máxima creencia a través de los tiempos; esa identidad de detalles
y analogías en las descripciones de aquel singular fenómeno, que encontramos en el
testimonio jurado de pueblos extraños los unos a los otros y que discrepan, sin
embargo, por completo respecto a otras varias supersticiones?
“Hay –dice Dom Calmet, escéptico monje benedictino del siglo XIX, en su artículo
Apparitions (vol. II, pág. 47 de la obra antes citada) –dos procedimientos distintos para
destruir la creencia de estos pretendidos espectros… El primero consiste en explicar los
prodigios del vampirismo por medio de meras causas físicas: el segundo en negar
completamente la verdad de tales relatos, cosa que consideramos lo más seguro y más
prudente”.
El primer procedimiento de explicar, en efecto, el vampirismo por medio de causas
físicas, aunque ocultas, es el adoptado por la escuela de Mesmerismo de Pierart, y, no
son ciertamente los espiritistas quiénes más derecho puedan tener de rechazar lo
plausible de esta explicación. El segundo plan, sin embargo, es el adoptado por los
hombres de ciencia y por los escépticos. Según advierte Des Mousseaux, no hay camino
que menos filosofía requiera que este procedimiento expedito de la negación rotunda
de lo que se ignora.
“Cierto día –añade Dom Calmet –empezó a aparecerse inopinadamente a los
habitantes de una aldea, cerca de Kodom, el espectro de un pastor, y, a consecuencia del
susto, o bien por otra causa cualquiera, todos murieron antes de una semana.
Exasperados los demás campesinos ante aquello, fueron en busca del cadáver del pastor
y le desenterraron, clavándole con una gran estaca en el suelo. Otra vez se apareció, sin
embargo su espectro aquella. misma noche, sumiendo a la población en terrores casi
apocalípticos y matando por sofocación a varios habitantes, en vista de lo cual, las
autoridades locales entregaron el cuerpo del pastor al verdugo, el cual le quemó en un
campo vecino. El cadáver –añade Des Mousseaux al comentar el hecho –aullaba como
un loco, pateando y resistiéndose como si estuviese vivo, arrojando rojas oleadas de
sangre por la herida de la estaca, y las apariciones de su espectro no cesaron hasta que
el cuerpo todo no quedó reducido a cenizas.
“En más de una ocasión –continúa Dom Calmet –varios agentes de la justicia visitaron
los lugares que, según públicos rumores, eran frecuentados por espectros. Los cadáveres
de éstos fueron al punto exhumados y siempre se observó sano y sonrosado el cuerpo
de todos los sospechosos de vampirismo. Se observaba también que los objetos
familiares de las casas antaño habitadas por ellos en vida, se movían extrañamente sin
que nadie los tocase. Por un celo muy natural, las autoridades se negaban generalmente
a la cremación o a la decapitación, sin cumplir antes los procedimientos legales: se
citaban, pues, testigos, y sus declaraciones eran oídas y atentamente meditadas. Luego
se pasaba al examen de los cadáveres desenterrados, y si presentaban, por su parte, las
inequívocas señales dichas de su vampirismo, eran entregados al verdugo.
“La dificultad principal, empero, de todo esto –termina Dom Calmet –consiste en
saber el cómo y cuándo estos vampiros pueden abandonar sus tumbas y, luego de
realizar sus proezas, tornar a entrar en ellas, sin que parezca que la tierra haya sido
removida lo más mínimo, habiéndosele visto por los testigos con sus habituales
vestidos, comiendo y vagando en fin, de un lado a otro, cual si estuviesen vivos… Y si
todo ello no es sino pura fantasía por parte de quienes se vieron favorecidos por
semejantes visitas, ¿por qué, indefectiblemente se encuentran luego en sus respectivas
sepulturas los cadáveres de tales espectros, frescos y flexibles, llenos de sangre, y sin
ofrecer en su cuerpo señales de descomposición alguna?
¿Cómo explicar el que al día siguiente de la noche en que repetidos espectros
aterrorizaron con su aparición a los vecinos, sus pies resultaban sucios, y cubiertos de
barro, cosa que no se observaba en modo alguno con los demás cadáveres del mismo
cementerio? ¿Por qué, una vez quemados los cuerpos de los vampiros, nunca tornan a
aparecer sus espectros y por qué, en fin, han ocurrido casos semejantes con tanta
frecuencia en este país, haciendo imposible el desterrar de él tamañas supersticiones?”.
Existe, a no dudarlo, un estado de semimuerte, fenómeno de naturaleza desconocida y
desechado, por tanto, como superstición por la fisiología y la psicología de nuestra
época. En semejante estado, el cuerpo está virtualmente muerto, y en los casos de
aquellas personas en los que la materia haya predominado sobre el espíritu, sin que una
perversión absoluta, sin embargo, haya destruido “el hilo de oro” que une al alma
humana con su Supremo Espíritu, una vez que el cuerpo físico yace abandonado a sí
mismo, el alma astral se irá desprendiendo de él por medio de esfuerzos graduales,
separándose completamente de aquél al romper el eslabón último de los corpóreos
vínculos. A partir de este momento, una polarización magnética repelerá violentamente
al hombre etéreo, de la masa orgánica de su cuerpo, ya en franca descomposición, y
toda la dificultad consiste, primero, en que nosotros nos imaginamos que el momento
de tal separación entre los dos cuerpos es aquel en que el hombre es declarado muerto
por la ciencia, y no después, y segundo, en la incredulidad dominante acerca de la
existencia, sea del alma, sea del espíritu, mantenida injustamente por esa misma ciencia.
Pierart trata de demostrar en su trabajo que son siempre peligrosos los
enterramientos prematuros, aun cuando ofrezca señales indudables de putrefacción.
“Los infelices muertos catalépticos –dice –enterrados como muertos efectivos en
lugares secos y frescos en donde el cuerpo no puede ser destruido por causas locales, su
espíritu, (es decir, su cuerpo astral), revistiéndose de un cuerpo fluidico (o etéreo) se ve
impelido a abandonar su tumba y a ejecutar, a expensas de los seres vivientes, los actos
peculiares de su vida física, los de nutrición muy especialmente, y cuyos elementos
gracias a un misterioso lazo existente entre el cuerpo y el alma, lazo que la ciencia
espiritualista explicará algún día, son transmitidos al cuerpo material que yace en la
sepultura, ayudándole de este modo a conservar su mísera existencia. Semejantes
espíritus, vagando en sus cuerpos efímeros, han sido vistos con frecuencia alejándose o
retornando a los cementerios, y se ha sabido que, cayendo sobre vivos, les han chupado
la sangre, vampirizándoles. Ulteriores investigaciones judiciales, luego, han venido a
demostrar que, a consecuencia de tamaña monstruosidad, sobrevenía una
extraordinaria hemación o desangre de las víctimas, quienes por ello, más de una vez
habían sucumbido.”
Así, pues, al tenor del piadoso consejo de Dom Calmet, o debemos persistir en negar
los hechos, o bien, si es que hemos de aceptar los testimonios humanos y legales, muy
dignos de respeto, aceptar la única explicación posible dada por Glanvil al decir en el
volumen II, pág. 70 de su Sadducismus Triumphalus, que “las almas de los difuntos se
encarnan en vehículos aéreos o etéreos, como está plenamente comprobado por
hombres tan eminentes como el Dr. More, al evidenciar que semejante doctrina fue
siempre la de los Santos Padres y los más antiguos filósofos…”
Antes de abandonar el repulsivo tema del vampirismo, y sin otra garantía que la de
habérnoslo comunicado varios testigos fidedignos, queremos citar un caso más para
que pueda servir de ejemplo:
A principios de este siglo, acaeció en Rusia uno de los más horribles casos de
vampirismo que la Historia registra. El gobernador de la provincia de Tch*** era un
hombre de unos sesenta años, y de un carácter celoso, malicioso y cruel. Investido de
una autoridad despótica, la ejercía sin contemplación alguna, llevado siempre del
primer impulso de sus brutales instintos. Se había enamorado el gobernador de una
linda muchacha, hija de un oficial subordinado suyo, y, a pesar de que la doncella estaba
prometida a un joven que la amaba extraordinariamente, el tirano obligó al padre de la
muchacha a que la desposase con él y no con el joven. Presa de la mayor desesperación,
la pobre víctima llegó a ser la esposa del viejo, quien bien pronto se mostró lleno de
celos, llegando hasta golpearla y encerrarla semanas enteras en su domicilio sin dejarla
hablar con nadie más que en su presencia. Por último, el odioso gobernador cayó
enfermo cierto día y murió; pero al sentir ya próximo su inevitable fin, hizo jurar a su
esposa que no se volvería a casar, conminándola, con las más horribles imprecaciones,
de que en el caso de que faltase a su juramento, llegaría hasta salir del sepulcro, y la
mataría.
El tirano fue enterrado en el cementerio de la ciudad que cae al otro lado del río, y su
libertada viuda, de allí a poco, venciendo sus escrúpulos por su juramento, dió de nuevo
oídos a las instancias de su antiguo novio, y quedaron comprometidos ambos para
casarse en plazo breve.
La noche misma de la acostumbrada fiesta esponsalicia, cuando ya se había retirado
todo el mundo, se alborotó la antigua casa con unos angustiosos gritos de horror y
lamentos que salían de la cámara de la novia. Se forzaron al punto las puertas y se vio
con sorpresa que la infeliz mujer yacía desmayada en su lecho, al par que se percibía el
ruido como de un carruaje saliendo del patio. El cuerpo de la joven estaba lleno de
cardenales debidos, al parecer, a fuertes pellizcos recibidos, y en su cuello se veía una
como ligerísima punzada de la que brotaban gotitas de sangre. Todo el mundo quedó
pronto pasmado de. horror al volver en sí la viuda y narrar aterrorizada que su difunto
marido, el gobernador, había entrado súbitamente y sin saber cómo en la cerrada
habitación, exactamente como en vida, con la diferencia de presentar en su semblante
una horrible palidez cadavérica, y la había golpeado y pellizcado cruelmente, después
de haberle echado en cara su inconstancia.
Inútil es añadir que nadie dió crédito a semejante relato, pero a la mañana siguiente el
centinela apostado en el otro extremo del puente por el que cruza el río, refirió que,
momentos antes de la media noche, un carruaje arrastrado por seis caballos, pasó con
velocidad vertiginosa por el puente, en dirección de la ciudad y sin hacer el menor caso
de las voces de ¡alto!, que se le dieron.
El nuevo gobernador, que no creía en la historia de semejante aparición, tornó la
precaución, sin embargo, de doblar los centinelas de la otra parte del puente, a pesar de
lo cual, el suceso se repetía noche tras noche con desesperante regularidad. Los
soldados custodios de la barrera del pontazgo, declaraban unánimes que, a pesar de
todos sus cuidados y de los esfuerzos hechos para detenerle, el fantástico carruaje
pasaba velozmente por delante sin que fuesen ellos capaces de impedirlo. Todas las
noches también se oía en el patio de la casa el mismo ruido, prolongado y sordo, del
coche consabido; los vigilantes, juntamente con los criados y la familia de la viuda.
quedaban sumidos al punto en un profundo sueño, y todas las mañanas resultaba, en
fin, la pobre víctima, magullada, ensangrentada y desfallecida.
No hay que decir la consternación que tamaño suceso producía ya en toda la ciudad.
Los médicos no acertaban a explicar aquel caso; los sacerdotes se constituían en el
palacio de la viuda para en él pasar la noche en oración, mas al acercarse el instante de
la media noche todos caían presa de un letargo invencible. El mismo arzobispo llegó de
la capital y practicó en persona la ceremonia del exorcismo, pero a la mañana siguiente
se halló a la viuda en estado más deplorable que nunca y ya próxima a morir.
Para calmar, en fin, al horrorizado vecindario, el gobernador se vio obligado a adoptar
las medidas más severas. Situó a cincuenta cosacos a lo largo del puente con orden
terminante de detener a todo trance al carruaje–fantasma. Sonaron, sin embargo, las
doce campanadas de la media noche y se vio venir veloz el coche por el camino del
cementerio. El oficial de guardia y un sacerdote, crucifijo en mano, se plantaron delante
de la barrera del pontazgo, gritando a la vez:
–En el nombre de Dios y en el del Czar, ¿quién viene aquí? –A lo que, una cabeza harto
conocida por todos, apareció por la ventanilla del coche, y una voz, que no lo era menos,
contestó con energía:
–¡El Consejero secreto de Estado y Gobernador C!… –y en el mismo instante, el
sacerdote, el oficial y los cincuenta soldados fueron lanzados violentamente a un lado,
cual sacudidos por una conmoción eléctrica, al par que el fantástico y lujoso tren
cruzaba veloz sin que nadie pudiese detenerle.
El arzobispo, entonces, y como último recurso, apeló al procedimiento sancionado por
el tiempo, o sea el de desenterrar el cuerpo y clavarlo en tierra por medio de una aguda
estaca de roble que le atravesase el corazón, cosa que fue puntualmente ejecutada con
gran pompa religiosa y en presencia de todo el pueblo. Los narradores del maravilloso
hecho me aseguraron que el cuerpo del gobernador se halló, en efecto, repleto de
sangre y con las mejillas y los labios rojos. En el momento de clavarte la estaca exhaló
un gemido, mientras que un gran chorro de sangre brotó con ímpetu a bastante altura.
El arzobispo pronunció luego el exorcismo acostumbrado, y, desde entonces, no se oyó
hablar más del vampiro ni de su fantástico carruaje.
Hasta qué punto las circunstancias del caso hayan podido ser exageradas por la
tradición, no podemos decirlo, pero nosotros lo sabemos hace años por un testigo
ocular, y aun hoy día existen aún familias en Rusia cuyos ancianos miembros recuerdan
fielmente el espantoso suceso.
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LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS
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Las pretensiones de los amigos de la ciencia esotérica de que Paracelso produjo
químicamente homúnculos por medio de ciertas combinaciones alquímicas
desconocidas aún, son, como es natural, calificadas de patrañas. Pero si Paracelso
no hizo homúnculos, otros adeptos de la Magia, sí que los desarrollaron no hace
todavía un milenio, y por la misma ley por medio de la cual el biólogo llama a la vida a
sus animáculos, o como el famoso caballero inglés Andrew Crosse de Somersetshire
produjo colonias enteras de ácaros… cosa que le valió la consiguiente persecución
como impío… ¿Quién –dice Bain –es capaz de poner límites a las ocultas posibilidades
de la vida?
Numerosísimos son los misterios de las regiones inexploradas de la Naturaleza, y aun
aquellos fenómenos que se tienen por conocidos, tienen siempre una oculta facies que
se desconoce todavía, porque no hay un solo mineral, una planta sola que haya revelado
la última de sus propiedades a los sabios. ¿Qué es, en efecto, lo que saben los
naturalistas acerca de la naturaleza íntima de los reinos de la Naturaleza? ¿Cómo
pueden estar seguros ellos de que, por cada una de las propiedades, descubiertas, no
existan cien otras ocultas en la naturaleza interna e inexplorada de la planta o de la
piedra? Siempre que Plinio, el naturalista, Eliano y hasta Diodoro Sículo, atribuyen a
alguna planta o mineral una virtud oculta desconocida de nuestros botánicos y físicos,
procurando con laudable perseverancia desembarazar la verdad histórica de las
exageraciones y fábulas que la ocultan, sus afirmaciones son rechazadas de plano como
absurdas.
Desde tiempo inmemorial ha sido objeto de las especulaciones científicas el averiguar
la verdadera naturaleza del llamado principio vital. La ciencia exacta conoce solamente
cinco poderes de la naturaleza; el cabalista conoce siete, y en estos dos adicionales e
ignotos se encierra todo el misterio de la vida. Uno de éstos es el espíritu inmortal,
cuyo reflejo está unido de un modo invisible hasta con la materia inorgánica. En cuanto
al otro, dejaremos a cada cual que la descubra por sí mismo. El profesor José De
Compte en su Correlación de la fuerza vital con las fuerzas físicas y químicas, se
pregunta cuál sea la nota diferencia¡ entre el organismo vivo y el muerto,
contestándose: “¡Ninguna! Todas las fuerzas químicas y físicas, sacadas del depósito
común de la Naturaleza y encerradas en el organismo viviente, parecen existir todavía
en el muerto, aunque ellas van desapareciendo a medida que avanza la descomposición.
Y, sin embargo, ¿cuál es la índole de esta diferencia, expresada en fórmulas de la ciencia
positiva? ¿Qué es aquello que se ha ido y dónde es donde se ha ido ello? Hay algo aquí,
en efecto, que la ciencia no ha podido todavía comprender, y la pérdida de este algo es
precisamente lo que acaece en el momento de la muerte y lo que constituye, en su más
elevado sentido la fuerza vital”.
Por imposible que parezca a la ciencia el encontrar y explicar la Vida, tal misterio es un
misterio a medias, no solamente para los grandes adeptos y videntes, sino hasta para
los creyentes sinceros en un mundo espiritual…, infalible intuición con la cual nada
tiene que ver la razón fría. Por más que se contradigan entre sí los dogmas erróneos
inventados por el hombre, la verdad permanece una, y no existe religión alguna, sea
cristiana o pagana, que no esté firmemente asentada sobre la roca de los siglos: Dios y
el Espíritu inmortal del hombre.
Todo animal está más o menos dotado de la facultad de percibir, sino los espíritus, por
lo menos algo que por ahora es. invisible para la generalidad de los hombres y que
únicamente puede ser vista por una clarividente. Hemos hecho centenares de
experimentos con gatos, perros, monos, y una vez con un tigre domesticado. El espejo
redondo, conocido por el “cristal mágico” fue fuertemente mesmerizado por un señor
hindú que antes habitaba en Dindigul y que hoy reside apartado en su retiro de los
Gates Occidentales. Dicho señor, a la manera de los antiguos marsos y psilas,
encantadores de serpientes, tenía domesticado un tigre de Malabar. El animal se
hallaba como sumido en una modorra crónica. Inofensivo y manso como un perro, los
niños hacían con él toda clase de travesuras, pero cada vez que se le obligaba a mirar en
el “espejo mágico”, el pobre bicho entraba en un estado de extraordinaria excitación.
Sus ojos expresaban entonces el más vivo terror humano. Incapaz de poder apartar la
vista del espejo y fascinado, temblaba ante la vista de algo desconocido para nosotros, y
cuando se le retiraba éste, quedaba aturdido y postrado durante unas horas. ¿Qué
imagen fantástica de su propio mundo animal e invisible podía ver en el espejo, para
sentir tamaños terrores? Nadie puede decirlo, excepto quizá aquel ser que producía la
escena.
El mismo efecto observé también con un sirio, semicristiano y semigentil de
Kumankulam, reputado como hechicero.
Estábamos reunidos siete hombres y dos mujeres, una de éstas natural del país. Cerca
de nosotros estaba un cachorro de tigre entretenido con un hueso, y un wanderoo o
mono–león, personificación de la malicia, con su negro pelaje, sus patillas y perilla
blanca como la nieve y sus ojuelos chispeantes y ladinos. Había, por último, una
hermosa y dorada oropéndola atusándose su cola con el pico en forma de percha, junto
a la ventana. En la India, tales sesiones, que podríamos llamar “espiritistas”, no precisan
realizarse a obscuras, como entre los europeos, ni otra cosa que un silencio perfecto y
una buena armonía entre los circunstantes. La luz penetraba a torrentes por las puertas
y ventanas abiertas, mientras que un lejano murmullo de vida procedente de la selva
vecina, nos enviaba los ecos de miríadas de insectos, pájaros y cuadrúpedos. Rodeadas
todas las fachadas por un hermoso jardín, veíamos afuera los rojos racimos de la eritrina
o árbol del coral; respirábamos la fragancia de árboles y arbustos y de las flores de las
begonias cuyos blancos pétalos vibraban acariciados por una suave brisa. En una
palabra, estábamos rodeados de luz, de armonía y de perfumes, y la amplia estancia
aquella estaba llena de diversas flores y arbustos de los consagrados a los dioses del
país, sin faltar por supuesto, la suave albahaca, la flor de Vishnú sin la cual no puede
celebrarse en Bengala ninguna ceremonia de culto, y las ramas de la Ficus religiosa, árbol
dedicado a la misma resplandeciente deidad y entre cuyas hojas se veían mezcladas las
sonrosadas flores del loto y de la tuberosa.
Mientras un faquir, verdaderamente santo, pero muy sucio, permanecía sumido en sus
contemplaciones y se operaban en su torno diversas maravillas bajo la dirección de su
voluntad, el mono y el pájaro estaban tan tranquilos. So1o el tigre temblaba
visiblemente y miraba con recelo entorno de la estancia, como si sus verdes ojos
fosfóricos siguiesen a algún ser invisible que discurriese por ésta. Pronto el mono quedó
también acurrucado e inmóvil, perdida su habitual vivacidad, y al caer junto a él una flor
azulada de las varias que flotaban por el aire como movidas por manos invisibles,
experimentó tal sobresalto nervioso que fue a refugiarse bajo el traje de su amo. Se oía
aquí y allí un como ruido de alas invisibles y caían en torno nuestro flores arrojadas por
alguien a quien no veíamos. Finalmente, como alguien se quejase de calor, fuimos bien
pronto obsequiados también con un finísimo y perfumado rocío refrescante que al caer
sobre nosotros nos producía una sensación de felicidad inexplicable.
Cuando el faquir hubo terminado su exhibición de magia blanca, el brujo o conjurador
se preparó a su vez para operar una de esas series de maravillas que las relaciones de los
viajeros han hecho familiares al público, mostrando, entre otras cosas, el hecho de que
los animales poseen naturalmente la clarividencia y hasta la facultad de distinguir los
buenos espíritus de los malos. Todos los actos del hechicero fueron precedidos por
fumigaciones de substancias resinosas, mientras que el tigre, el mono y el pájaro daban
muestras de un terror indescriptible…
Hechos como el referido no son nada en comparación de los que los juglares de
profesión ejercitan. Ibn Batuta, el gran viajero árabe, cuenta lo siguiente: “Asistiendo a
una gran fiesta dada en la corte del virrey de Khansa, éste hizo venir a un juglar el cual
invitado a realizar alguna de sus maravillas cogió una bola de madera agujereada de la
que pendían largas correa s y que fue lanzada por el juglar al espacio, subiendo tan alta
que la perdimos de vista igualmente que a la correa salvo su parte inferior que quedó en
manos del encantador. Seguidamente éste ordenó a uno de los chicos que le ayudaban
que trepase correa arriba, como lo realizó hasta que le perdimos de vista también.
Momentos después, le llamó el hechicero por tres veces al muchacho, y como no
recibiese de él respuesta, se mostró iracundo; empuño su cuchillo y desapareció del
mismo modo trepando por la correa. Al poco rato empezamos aterrorizados a ver caer
despedazados y uno a uno los miembros del muchacho y, en fin, su ensangrentada
cabeza. El juglar descendió detrás enardecido y jadeante, con sus vestidos
ensangrentados, se prosternó después ante el emir. Éste pareció como darle órdenes,
por virtud de los cuales, sin duda, el hechicero empezó, a recoger y a ajustar unos
miembros con otros. Dió después una patada en el suelo, y al punto se enderezó sano y
bueno el chiquillo… Wallah, le dijo el jaique que estaba a mi lado. Aquí no ha pasado
nada realmente: ¡todo ha sido una mera farsa!”
¿Y quién duda de que todo aquello era una efectiva farsa; una ilusión o maya como
dicen los hindúes? Pero cuando puede obligarse a que un corro de diez mil personas,
sufran a un tiempo semejante ilusión colectiva durante el público espectáculo, los
medios por los cuales puede determinarse en aquéllos ilusión tan asombrosa bien
merecen llamar la atención de la ciencia. Cuando por medio de una magia tal un
hombre que está en presencia vuestra, en una habitación cuyas puertas habéis cerrado y
cuyas llaves tenéis en la mano, desaparece súbitamente cual relámpago y sin verle por
parte alguna, oís su voz proviniendo de diversos sitios del aposento y que se ríe de
vuestra perplejidad, seguramente que un arte tal no es indigno del estudio de físicos
tan escépticos como Carpenter o Huxley.
Lo que el moro Ibu Batuta vio en China allá por el año de 1348, lo vio igualmente en
Batavia hacia 1670 el viajero anglo–holandés Eduardo Melton, según relata en su
EngeIsh Edelmans Zeldzaame en Geden Kwaardige Zee en Land Reizen, etc. (Amsterdam,
1702). También se consignan hechos análogos en las célebres Memorias del emperador
Jahangire, páginas 99 y 102…
El encantador Chibh Chondor, del que antes hablamos, después de una famosa sesión
de la que sugestionó a varias cobras venenosas, terminó su sesión haciendo pasmosos
experimentos sobre objetos inanimados. Con unos simples pases que hizo con las
manos en dirección del objeto sobre el que quería actuar, y, sin moverse de su sitio,
apagaba o disminuía el brillo de las luces más apartadas de la habitación; hacía que
bailasen los muebles, incluso los mismos divanes en los que estábamos sentados, abría y
cerraba a distancia las puertas… Viendo de repente que un hindú estaba sacando agua
del pozo del jardín, dió un pase en aquella dirección y la cuerda se detuvo súbitamente
en su descenso resistiendo cuantos esfuerzos realizara en contrario el asombrado
jardinero. Dió otro pase al punto el encantador y la cuerda tornó a bajar. Entonces le
pregunté a ChibhChondor:
–¿Empleáis iguales medios con los objetos inanimados que con los seres vivientes?
–Yo no tengo más que un medio –me contestó –que es la voluntad. El hombre es una
síntesis suprema de todas las fuerzas. materiales e intelectuales y debe dominarlas
todas. Un brahmán no podría deciros más que esto…
Desechando toda idea de milagro ante semejantes fenómenos, quisiéramos ahora
preguntar: ¿qué objeción lógica puede aducirse contra la pretensión de que muchos
taumaturgos han logrado hasta la reanimación de los muertos? Los faquires llegan, en
efecto, aun a decir que es tan extraordinariamente poderosa la fuerza de voluntad del
hombre, que puede reanimar a un cuerpo aparentemente muerto, obligando a
retroceder en su camino al alma fugitiva que aún no ha roto por completo el hilo que
durante la vida la ha mantenido unida con su cuerpo. Docenas de tales faquires han
permitido el ser enterrados vivos ante millares de testigos, resucitando algunas
semanas después. Y si los faquires poseen el secreto de semejante proceso artificial,
idéntico o análogo al de la hibernación de ciertos animales, ¿por qué no conceder que
sus antecesores, los gimnosofistas y el mismo Apolonio de Tyana, que con ellos había
estudiado en la India, e igualmente Jesús y otros profetas e iluminados todos los cuales
sabían acerca de los misterios de la vida y de la muerte mucho más que cualquiera de
nuestros hombres de ciencia, no podían, corno se cuenta, haber resucitado a personas
muertas recientemente? Familiarizados completamente con semejante poder, con
aquel algo misterioso que el profesor Le Conte confiesa que la ciencia aún no ha podido
comprender, Eliseo, Jesús, Pablo y Apolonio, ascetas entusiastas e iniciados sabios bien
pudieron, como se dice, hacer volver a la vida y sin milagro a cualquier hombre que “no
estuviese muerto, sino durmiendo”, al tenor de la propia frase de Jesús consignada en el
Evangelio.
Si las moléculas de un cadáver están impregnadas de las fuerzas físico–químicas del
organismo viviente como dice el Manual de Fisiologia, de J. Hughes Bennet, nada impide
el que puedan ser puestas de nuevo en movimiento desde el instante en que logremos
conocer la naturaleza de la fuerza vital y la manera de dominarla. Para el materialista no
habrá siquiera que hablar de la reinfusión del alma, por lo mismo que ésta no existe y
que el cuerpo es al modo de una máquina vital, una locomotora, que se pondrá en
movimiento en cuanto se le aplique fuerza y que se detendrá cuando la fuerza falte.
Para el teólogo el caso presenta mayores dificultades, porque en su opinión la muerte
rompe el lazo que unía al cuerpo con el alma y ésta no puede ser devuelta a aquél sino
mediante un milagro, del mismo modo que el recién nacido no puede ser obligado a
reanudar la vida fetal después del parto y una vez cortado el cordón umbilical que le
ligaba con la madre. Pero el filósofo hermético, manteniéndose entre estos dos
enemigos irreconciliables, se hace dueño de la situación, porque él conoce que el alma
es una forma compuesta de fluido nervioso y de éter cósmico, y sabe cómo la fuerza
vital puede, a voluntad, hacerse activa o latente en tanto que no medie la destrucción
irreparable de algún órgano necesario para la vida…
En el momento de la muerte –dice el filósofo Oetinger en sus Pensamientos acerca del
nacimiento y generación de los seres –un cuerpo, el físico, exuda al otro, el doble astral,
por una especie de fenómeno de ósmosis y a través del cerebro. Luego este último
doble queda cerca de su antigua vestidura carnal, ligado aún a ella por una doble
atracción física y espiritual, y hasta que dicho lazo se rompa, puede, en condiciones
adecuadas, retornar a su cuerpo físico, reanudando la vida interrumpida. Esto y no otra
cosa es lo que realizamos a diario durante el sueño; más completamente durante el
éxtasis, y de un modo más sorprendente y admirable bajo el mandato y con el auxilio de
un Adepto hermético. Jámblico declara que la persona dotada de estos poderes “está
llena del espíritu de Dios”, porque semejante ser, al dominar así a todos los poderes o
espíritus de las más altas esferas, no es un mortal ya, sino un dios. Por eso San Pablo, en
su Epístola a los Corintios, dice que los espíritus de los profetas están sujetos a los
profetas.
Algunas personas tienen la facultad natural y otras la adquirida de disociar el cuerpo
interno del externo a voluntad, haciéndole emprender largos viajes y permitiéndole
aparecerse ante aquellos a quienes así visita. Numerosos son ciertamente los casos
referidos por testigos irreprochables de dobles de personas a los que han visto y con los
que han hablado a cientos de leguas del punto en que se hallaban los cuerpos físicos de
ellos. Si hemos de creer a Plinio (Historia Natural, VII, c. 52) y a Plutarco (Sobre el
daemon de Sócrates, 22), Hermotimus podía a voluntad caer en éxtasis, y entonces su
segundo cuerpo podía encaminarse a cualquier sitio, por distante que estuviese. Del
mismo modo el abate Fretheim, el famoso autor de Steganographie, en el siglo XVII,
podía conversar a distancia con sus amigos por el solo poder de su voluntad… Cordanus
podía realizar otro tanto. “Cuando lo hacía –dice el mismo (De Res, Var, V)–, sentía
como si se abriese una puerta y como si yo mismo pasase inmediatamente por ella
dejando mi cuerpo detrás de mí”. Otro tanto cuenta Nasse (Zeitschrift fir Psychische
Aerie, 1820) respecto de Wesermann.
Napier, Osborne, el mayor Lawes, Quenouillet, Nikiforovitch y muchos otros testigos
modernos acreditan cómo los faquires son capaces, mediante la preparación de una
larga dieta y reposo, de poner su cuerpo en condiciones para poder ser enterrados a seis
pies bajo tierra durante un período de tiempo poco menos que indefinido. Sir Claudio
Wade (Osborne, El campo y la corte de Randfit Singh, y Braid, On France) estaba
presente en la corte de Rundjit–Singh cuando un faquir estuvo durante seis semanas
enterrado vivo en un ataúd sepultado tres pies bajo el suelo de la habitación, la cual
estaba vigilada día y noche por cuatro centinelas. “Al volver a abrir el ataúd al cabo de
aquel tiempo –dice Sir Claudio –vimos dentro una figura metida en un saco de lino
blanco atado con un cordón a la altura de la cabeza. Despojado del saco el falso cadáver,
se procedió a rociarle con agua caliente. Las piernas y los brazos estaban encogidos y
rígidos y la cabeza caída sobre un hombro cual un verdadero muerto. El médico
comprobó que no percibía pulsación alguna ni el corazón se movía siquiera lo más
mínimo, pero que se conservaba todavía algún calor en la región cerebral, faltando ya en
las restantes partes del cuerpo. Se friccionó enérgicamente éste, se le quitaron los
tapones de cera y algodón colocados en nariz y oídos, le frotaron los párpados con
manteca clarificada y, lo que parecía más extraño, se le aplicó una hogaza caliente de
una pulgada de espesor en la coronilla. A la tercera vez que se le aplicó la torta u
hogaza, el cuerpo experimentó violentas convulsiones, se dilataron las ventanas de la
nariz, restableci6se la respiración y adquirieron su flexibilidad ordinaria las
articulaciones, pero el pulso era todavía muy débil. La lengua, untada con grasa,
comenzó a moverse y el paciente habló, reconociendo a los presentes. Conviene
advertir, que además del taponado de nariz y oídos, la lengua había sido vuelta hacia
atrás, de modo que obturase la garganta, cerrando así todo orificio de entrada al aire
atmosférico para evitar, no sólo la acción de éste sobre los tejidos orgánicos, sino
también el que en él pudiesen depositarse gérmenes de putrefacción, los cuales, al
suspenderse la vitalidad en el organismo, podrían determinar su descomposición, a la
manera que cualquier otra carne expuesta a la intemperie.”
Existen asimismo localidades en las cuales los faquires se resisten a ser enterrados
vivos, tales como en aquellas de la India meridional, que están infestadas por las
voracísimas hormigas blancas, y no hay ciertamente faquir, por muy santo que sea,
capaz de prestarse a ser así devorado antes de operarse su resurrección.
Casos como los anteriores, que podrían multiplicarse hasta lo infinito, colocan a la
ciencia ante este embarazoso dilema: o declarar farsantes a tantos testigos irrecusables
o admitir que ello cae dentro de leyes naturales aún desconocidas. Y si esto sucede con
los faquires. ¿por qué no admitir los casos evangélicos de Lázaro, del hijo de la
Shunamita o de la hija de Jairo?
Esto, por otra parte, se relaciona con el problema de la evidencia externa respecto de
la verdadera muerte. Las mejores autoridades médicas convienen en que no hay
seguridad alguna. El Dr. Todd Thomson en su Apéndice a la Ciencia Oculta, vol. 1, dice
que– ni la inmovilidad del cuerpo, ni el hundimiento de los ojos, ni la rigidez cadavérica,
ni la ausencia de respiración ni de pulso, pueden tomarse por señales inequívocas de la
completa extinción de la vida. Únicamente la descomposición total puede constituir
irrefragable prueba. Ya en su tiempo Demócrito aseguraba que no existe signo cierto
alguno acerca de la muerte real. (Cornelio Celso, libro III, c. VI) Plinio (Hist. Nat., I. VII, c.
LII) sostenía lo mismo. Asclepíades, ilustre médico, añadía que la seguridad era aún
menor tratándose dé mujeres que de hombres.
El Dr. Thomson presenta varios casos notables, tales como el de Francisco Neville,
caballero normando que murió aparentemente dos veces con grave riesgo de ser
enterrado vivo. Lady Russell estuvo así a punto de ser sepultada en vida, pero mientras
que por ella doblaban las campanas, se levantó diciendo: “–¡Ya él hora de ir a misa!”
Diemerbroese menciona el caso de un campesino que no dió la menor señal de vida
durante tres días, pero que resurgió con espanto de todos al ser descendido a la fosa. En
1836, a un respetable ciudadano de Bruselas le acaeció lo mismo, y se levantó pidiendo
café y periódicos al tiempo de ir a atornillársele la tapa del ataúd. En la Prensa diaria no
es raro también el tropezar con hechos de esta clase. En los momentos en que
escribimos esta (Abril de 1877), en una carta de Londres a The Times, de Nueva York,
leemos: “Miss Annei Goodale, la actriz, falleció hace tres semanas, pero ayer mismo no
se la había enterrado aún por estar su cuerpo aun caliente y sus facciones suaves y
movibles”.
Los cabalistas dicen que el hombre no está muerto aun después de enterrado su
cuerpo, porque si la Naturaleza en nada procede por saltos, según la sentencia
hermética, la muerte no es repentina jamás, sino siempre gradual, porque así como es
gradual el nacimiento, la muerte lo es también. Los cristianos ilustrados, al paso que
creen implícitamente en. la resurrección de la hija de Jairo y en otros milagros bíblicos,
y que, por otra parte, se indignarían de oírse llamar supersticiosos, rechazan,
despreciativos, casos corno el de Apolonio o el de Empédocles, que son idénticos.
Nuestros sabios, al menos, son más lógicos al medir a unos y otros por el mismo rasero,
desde el momento en que no tienen todavía a la existencia del alma como un hecho
científicamente demostrado por sus dos únicos medios de certeza a saber: la
observación y la experiencia, como, si, a más de éstos, no existiesen muchos otros
conocidos o por conocer todavía.
Pero una vez que el alma y el espíritu se han separado por completo del cuerpo,
rompiéndose el último hilo que los une, toda resurrección es imposible. “Una hoja
después de desprendida de la rama ya no vuelve a adherirse a ella jamás”, dice Eliphas
Levi; o como dice La Science del Esprits, “La oruga se convierte en mariposa, pero la
mariposa no retorna a ser larva”.
La Naturaleza, en efecto, cierra siempre las puertas tras sí a todo lo que evoluciona
hacia adelante. Las formas, pasan; el pensamiento, permanece; lo accidental, cambia;
pero lo esencial perdura y reencarna en formas nuevas, más perfectas cada día…
Las pretensiones de los amigos de la ciencia esotérica de que Paracelso produjo
químicamente homúnculos por medio de ciertas combinaciones alquímicas
desconocidas aún, son, como es natural, calificadas de patrañas. Pero si Paracelso
no hizo homúnculos, otros adeptos de la Magia, sí que los desarrollaron no hace
todavía un milenio, y por la misma ley por medio de la cual el biólogo llama a la vida a
sus animáculos, o como el famoso caballero inglés Andrew Crosse de Somersetshire
produjo colonias enteras de ácaros… cosa que le valió la consiguiente persecución
como impío… ¿Quién –dice Bain –es capaz de poner límites a las ocultas posibilidades
de la vida?
Numerosísimos son los misterios de las regiones inexploradas de la Naturaleza, y aun
aquellos fenómenos que se tienen por conocidos, tienen siempre una oculta facies que
se desconoce todavía, porque no hay un solo mineral, una planta sola que haya revelado
la última de sus propiedades a los sabios. ¿Qué es, en efecto, lo que saben los
naturalistas acerca de la naturaleza íntima de los reinos de la Naturaleza? ¿Cómo
pueden estar seguros ellos de que, por cada una de las propiedades, descubiertas, no
existan cien otras ocultas en la naturaleza interna e inexplorada de la planta o de la
piedra? Siempre que Plinio, el naturalista, Eliano y hasta Diodoro Sículo, atribuyen a
alguna planta o mineral una virtud oculta desconocida de nuestros botánicos y físicos,
procurando con laudable perseverancia desembarazar la verdad histórica de las
exageraciones y fábulas que la ocultan, sus afirmaciones son rechazadas de plano como
absurdas.
Desde tiempo inmemorial ha sido objeto de las especulaciones científicas el averiguar
la verdadera naturaleza del llamado principio vital. La ciencia exacta conoce solamente
cinco poderes de la naturaleza; el cabalista conoce siete, y en estos dos adicionales e
ignotos se encierra todo el misterio de la vida. Uno de éstos es el espíritu inmortal,
cuyo reflejo está unido de un modo invisible hasta con la materia inorgánica. En cuanto
al otro, dejaremos a cada cual que la descubra por sí mismo. El profesor José De
Compte en su Correlación de la fuerza vital con las fuerzas físicas y químicas, se
pregunta cuál sea la nota diferencia¡ entre el organismo vivo y el muerto,
contestándose: “¡Ninguna! Todas las fuerzas químicas y físicas, sacadas del depósito
común de la Naturaleza y encerradas en el organismo viviente, parecen existir todavía
en el muerto, aunque ellas van desapareciendo a medida que avanza la descomposición.
Y, sin embargo, ¿cuál es la índole de esta diferencia, expresada en fórmulas de la ciencia
positiva? ¿Qué es aquello que se ha ido y dónde es donde se ha ido ello? Hay algo aquí,
en efecto, que la ciencia no ha podido todavía comprender, y la pérdida de este algo es
precisamente lo que acaece en el momento de la muerte y lo que constituye, en su más
elevado sentido la fuerza vital”.
Por imposible que parezca a la ciencia el encontrar y explicar la Vida, tal misterio es un
misterio a medias, no solamente para los grandes adeptos y videntes, sino hasta para
los creyentes sinceros en un mundo espiritual…, infalible intuición con la cual nada
tiene que ver la razón fría. Por más que se contradigan entre sí los dogmas erróneos
inventados por el hombre, la verdad permanece una, y no existe religión alguna, sea
cristiana o pagana, que no esté firmemente asentada sobre la roca de los siglos: Dios y
el Espíritu inmortal del hombre.
Todo animal está más o menos dotado de la facultad de percibir, sino los espíritus, por
lo menos algo que por ahora es. invisible para la generalidad de los hombres y que
únicamente puede ser vista por una clarividente. Hemos hecho centenares de
experimentos con gatos, perros, monos, y una vez con un tigre domesticado. El espejo
redondo, conocido por el “cristal mágico” fue fuertemente mesmerizado por un señor
hindú que antes habitaba en Dindigul y que hoy reside apartado en su retiro de los
Gates Occidentales. Dicho señor, a la manera de los antiguos marsos y psilas,
encantadores de serpientes, tenía domesticado un tigre de Malabar. El animal se
hallaba como sumido en una modorra crónica. Inofensivo y manso como un perro, los
niños hacían con él toda clase de travesuras, pero cada vez que se le obligaba a mirar en
el “espejo mágico”, el pobre bicho entraba en un estado de extraordinaria excitación.
Sus ojos expresaban entonces el más vivo terror humano. Incapaz de poder apartar la
vista del espejo y fascinado, temblaba ante la vista de algo desconocido para nosotros, y
cuando se le retiraba éste, quedaba aturdido y postrado durante unas horas. ¿Qué
imagen fantástica de su propio mundo animal e invisible podía ver en el espejo, para
sentir tamaños terrores? Nadie puede decirlo, excepto quizá aquel ser que producía la
escena.
El mismo efecto observé también con un sirio, semicristiano y semigentil de
Kumankulam, reputado como hechicero.
Estábamos reunidos siete hombres y dos mujeres, una de éstas natural del país. Cerca
de nosotros estaba un cachorro de tigre entretenido con un hueso, y un wanderoo o
mono–león, personificación de la malicia, con su negro pelaje, sus patillas y perilla
blanca como la nieve y sus ojuelos chispeantes y ladinos. Había, por último, una
hermosa y dorada oropéndola atusándose su cola con el pico en forma de percha, junto
a la ventana. En la India, tales sesiones, que podríamos llamar “espiritistas”, no precisan
realizarse a obscuras, como entre los europeos, ni otra cosa que un silencio perfecto y
una buena armonía entre los circunstantes. La luz penetraba a torrentes por las puertas
y ventanas abiertas, mientras que un lejano murmullo de vida procedente de la selva
vecina, nos enviaba los ecos de miríadas de insectos, pájaros y cuadrúpedos. Rodeadas
todas las fachadas por un hermoso jardín, veíamos afuera los rojos racimos de la eritrina
o árbol del coral; respirábamos la fragancia de árboles y arbustos y de las flores de las
begonias cuyos blancos pétalos vibraban acariciados por una suave brisa. En una
palabra, estábamos rodeados de luz, de armonía y de perfumes, y la amplia estancia
aquella estaba llena de diversas flores y arbustos de los consagrados a los dioses del
país, sin faltar por supuesto, la suave albahaca, la flor de Vishnú sin la cual no puede
celebrarse en Bengala ninguna ceremonia de culto, y las ramas de la Ficus religiosa, árbol
dedicado a la misma resplandeciente deidad y entre cuyas hojas se veían mezcladas las
sonrosadas flores del loto y de la tuberosa.
Mientras un faquir, verdaderamente santo, pero muy sucio, permanecía sumido en sus
contemplaciones y se operaban en su torno diversas maravillas bajo la dirección de su
voluntad, el mono y el pájaro estaban tan tranquilos. So1o el tigre temblaba
visiblemente y miraba con recelo entorno de la estancia, como si sus verdes ojos
fosfóricos siguiesen a algún ser invisible que discurriese por ésta. Pronto el mono quedó
también acurrucado e inmóvil, perdida su habitual vivacidad, y al caer junto a él una flor
azulada de las varias que flotaban por el aire como movidas por manos invisibles,
experimentó tal sobresalto nervioso que fue a refugiarse bajo el traje de su amo. Se oía
aquí y allí un como ruido de alas invisibles y caían en torno nuestro flores arrojadas por
alguien a quien no veíamos. Finalmente, como alguien se quejase de calor, fuimos bien
pronto obsequiados también con un finísimo y perfumado rocío refrescante que al caer
sobre nosotros nos producía una sensación de felicidad inexplicable.
Cuando el faquir hubo terminado su exhibición de magia blanca, el brujo o conjurador
se preparó a su vez para operar una de esas series de maravillas que las relaciones de los
viajeros han hecho familiares al público, mostrando, entre otras cosas, el hecho de que
los animales poseen naturalmente la clarividencia y hasta la facultad de distinguir los
buenos espíritus de los malos. Todos los actos del hechicero fueron precedidos por
fumigaciones de substancias resinosas, mientras que el tigre, el mono y el pájaro daban
muestras de un terror indescriptible…
Hechos como el referido no son nada en comparación de los que los juglares de
profesión ejercitan. Ibn Batuta, el gran viajero árabe, cuenta lo siguiente: “Asistiendo a
una gran fiesta dada en la corte del virrey de Khansa, éste hizo venir a un juglar el cual
invitado a realizar alguna de sus maravillas cogió una bola de madera agujereada de la
que pendían largas correa s y que fue lanzada por el juglar al espacio, subiendo tan alta
que la perdimos de vista igualmente que a la correa salvo su parte inferior que quedó en
manos del encantador. Seguidamente éste ordenó a uno de los chicos que le ayudaban
que trepase correa arriba, como lo realizó hasta que le perdimos de vista también.
Momentos después, le llamó el hechicero por tres veces al muchacho, y como no
recibiese de él respuesta, se mostró iracundo; empuño su cuchillo y desapareció del
mismo modo trepando por la correa. Al poco rato empezamos aterrorizados a ver caer
despedazados y uno a uno los miembros del muchacho y, en fin, su ensangrentada
cabeza. El juglar descendió detrás enardecido y jadeante, con sus vestidos
ensangrentados, se prosternó después ante el emir. Éste pareció como darle órdenes,
por virtud de los cuales, sin duda, el hechicero empezó, a recoger y a ajustar unos
miembros con otros. Dió después una patada en el suelo, y al punto se enderezó sano y
bueno el chiquillo… Wallah, le dijo el jaique que estaba a mi lado. Aquí no ha pasado
nada realmente: ¡todo ha sido una mera farsa!”
¿Y quién duda de que todo aquello era una efectiva farsa; una ilusión o maya como
dicen los hindúes? Pero cuando puede obligarse a que un corro de diez mil personas,
sufran a un tiempo semejante ilusión colectiva durante el público espectáculo, los
medios por los cuales puede determinarse en aquéllos ilusión tan asombrosa bien
merecen llamar la atención de la ciencia. Cuando por medio de una magia tal un
hombre que está en presencia vuestra, en una habitación cuyas puertas habéis cerrado y
cuyas llaves tenéis en la mano, desaparece súbitamente cual relámpago y sin verle por
parte alguna, oís su voz proviniendo de diversos sitios del aposento y que se ríe de
vuestra perplejidad, seguramente que un arte tal no es indigno del estudio de físicos
tan escépticos como Carpenter o Huxley.
Lo que el moro Ibu Batuta vio en China allá por el año de 1348, lo vio igualmente en
Batavia hacia 1670 el viajero anglo–holandés Eduardo Melton, según relata en su
EngeIsh Edelmans Zeldzaame en Geden Kwaardige Zee en Land Reizen, etc. (Amsterdam,
1702). También se consignan hechos análogos en las célebres Memorias del emperador
Jahangire, páginas 99 y 102…
El encantador Chibh Chondor, del que antes hablamos, después de una famosa sesión
de la que sugestionó a varias cobras venenosas, terminó su sesión haciendo pasmosos
experimentos sobre objetos inanimados. Con unos simples pases que hizo con las
manos en dirección del objeto sobre el que quería actuar, y, sin moverse de su sitio,
apagaba o disminuía el brillo de las luces más apartadas de la habitación; hacía que
bailasen los muebles, incluso los mismos divanes en los que estábamos sentados, abría y
cerraba a distancia las puertas… Viendo de repente que un hindú estaba sacando agua
del pozo del jardín, dió un pase en aquella dirección y la cuerda se detuvo súbitamente
en su descenso resistiendo cuantos esfuerzos realizara en contrario el asombrado
jardinero. Dió otro pase al punto el encantador y la cuerda tornó a bajar. Entonces le
pregunté a ChibhChondor:
–¿Empleáis iguales medios con los objetos inanimados que con los seres vivientes?
–Yo no tengo más que un medio –me contestó –que es la voluntad. El hombre es una
síntesis suprema de todas las fuerzas. materiales e intelectuales y debe dominarlas
todas. Un brahmán no podría deciros más que esto…
Desechando toda idea de milagro ante semejantes fenómenos, quisiéramos ahora
preguntar: ¿qué objeción lógica puede aducirse contra la pretensión de que muchos
taumaturgos han logrado hasta la reanimación de los muertos? Los faquires llegan, en
efecto, aun a decir que es tan extraordinariamente poderosa la fuerza de voluntad del
hombre, que puede reanimar a un cuerpo aparentemente muerto, obligando a
retroceder en su camino al alma fugitiva que aún no ha roto por completo el hilo que
durante la vida la ha mantenido unida con su cuerpo. Docenas de tales faquires han
permitido el ser enterrados vivos ante millares de testigos, resucitando algunas
semanas después. Y si los faquires poseen el secreto de semejante proceso artificial,
idéntico o análogo al de la hibernación de ciertos animales, ¿por qué no conceder que
sus antecesores, los gimnosofistas y el mismo Apolonio de Tyana, que con ellos había
estudiado en la India, e igualmente Jesús y otros profetas e iluminados todos los cuales
sabían acerca de los misterios de la vida y de la muerte mucho más que cualquiera de
nuestros hombres de ciencia, no podían, corno se cuenta, haber resucitado a personas
muertas recientemente? Familiarizados completamente con semejante poder, con
aquel algo misterioso que el profesor Le Conte confiesa que la ciencia aún no ha podido
comprender, Eliseo, Jesús, Pablo y Apolonio, ascetas entusiastas e iniciados sabios bien
pudieron, como se dice, hacer volver a la vida y sin milagro a cualquier hombre que “no
estuviese muerto, sino durmiendo”, al tenor de la propia frase de Jesús consignada en el
Evangelio.
Si las moléculas de un cadáver están impregnadas de las fuerzas físico–químicas del
organismo viviente como dice el Manual de Fisiologia, de J. Hughes Bennet, nada impide
el que puedan ser puestas de nuevo en movimiento desde el instante en que logremos
conocer la naturaleza de la fuerza vital y la manera de dominarla. Para el materialista no
habrá siquiera que hablar de la reinfusión del alma, por lo mismo que ésta no existe y
que el cuerpo es al modo de una máquina vital, una locomotora, que se pondrá en
movimiento en cuanto se le aplique fuerza y que se detendrá cuando la fuerza falte.
Para el teólogo el caso presenta mayores dificultades, porque en su opinión la muerte
rompe el lazo que unía al cuerpo con el alma y ésta no puede ser devuelta a aquél sino
mediante un milagro, del mismo modo que el recién nacido no puede ser obligado a
reanudar la vida fetal después del parto y una vez cortado el cordón umbilical que le
ligaba con la madre. Pero el filósofo hermético, manteniéndose entre estos dos
enemigos irreconciliables, se hace dueño de la situación, porque él conoce que el alma
es una forma compuesta de fluido nervioso y de éter cósmico, y sabe cómo la fuerza
vital puede, a voluntad, hacerse activa o latente en tanto que no medie la destrucción
irreparable de algún órgano necesario para la vida…
En el momento de la muerte –dice el filósofo Oetinger en sus Pensamientos acerca del
nacimiento y generación de los seres –un cuerpo, el físico, exuda al otro, el doble astral,
por una especie de fenómeno de ósmosis y a través del cerebro. Luego este último
doble queda cerca de su antigua vestidura carnal, ligado aún a ella por una doble
atracción física y espiritual, y hasta que dicho lazo se rompa, puede, en condiciones
adecuadas, retornar a su cuerpo físico, reanudando la vida interrumpida. Esto y no otra
cosa es lo que realizamos a diario durante el sueño; más completamente durante el
éxtasis, y de un modo más sorprendente y admirable bajo el mandato y con el auxilio de
un Adepto hermético. Jámblico declara que la persona dotada de estos poderes “está
llena del espíritu de Dios”, porque semejante ser, al dominar así a todos los poderes o
espíritus de las más altas esferas, no es un mortal ya, sino un dios. Por eso San Pablo, en
su Epístola a los Corintios, dice que los espíritus de los profetas están sujetos a los
profetas.
Algunas personas tienen la facultad natural y otras la adquirida de disociar el cuerpo
interno del externo a voluntad, haciéndole emprender largos viajes y permitiéndole
aparecerse ante aquellos a quienes así visita. Numerosos son ciertamente los casos
referidos por testigos irreprochables de dobles de personas a los que han visto y con los
que han hablado a cientos de leguas del punto en que se hallaban los cuerpos físicos de
ellos. Si hemos de creer a Plinio (Historia Natural, VII, c. 52) y a Plutarco (Sobre el
daemon de Sócrates, 22), Hermotimus podía a voluntad caer en éxtasis, y entonces su
segundo cuerpo podía encaminarse a cualquier sitio, por distante que estuviese. Del
mismo modo el abate Fretheim, el famoso autor de Steganographie, en el siglo XVII,
podía conversar a distancia con sus amigos por el solo poder de su voluntad… Cordanus
podía realizar otro tanto. “Cuando lo hacía –dice el mismo (De Res, Var, V)–, sentía
como si se abriese una puerta y como si yo mismo pasase inmediatamente por ella
dejando mi cuerpo detrás de mí”. Otro tanto cuenta Nasse (Zeitschrift fir Psychische
Aerie, 1820) respecto de Wesermann.
Napier, Osborne, el mayor Lawes, Quenouillet, Nikiforovitch y muchos otros testigos
modernos acreditan cómo los faquires son capaces, mediante la preparación de una
larga dieta y reposo, de poner su cuerpo en condiciones para poder ser enterrados a seis
pies bajo tierra durante un período de tiempo poco menos que indefinido. Sir Claudio
Wade (Osborne, El campo y la corte de Randfit Singh, y Braid, On France) estaba
presente en la corte de Rundjit–Singh cuando un faquir estuvo durante seis semanas
enterrado vivo en un ataúd sepultado tres pies bajo el suelo de la habitación, la cual
estaba vigilada día y noche por cuatro centinelas. “Al volver a abrir el ataúd al cabo de
aquel tiempo –dice Sir Claudio –vimos dentro una figura metida en un saco de lino
blanco atado con un cordón a la altura de la cabeza. Despojado del saco el falso cadáver,
se procedió a rociarle con agua caliente. Las piernas y los brazos estaban encogidos y
rígidos y la cabeza caída sobre un hombro cual un verdadero muerto. El médico
comprobó que no percibía pulsación alguna ni el corazón se movía siquiera lo más
mínimo, pero que se conservaba todavía algún calor en la región cerebral, faltando ya en
las restantes partes del cuerpo. Se friccionó enérgicamente éste, se le quitaron los
tapones de cera y algodón colocados en nariz y oídos, le frotaron los párpados con
manteca clarificada y, lo que parecía más extraño, se le aplicó una hogaza caliente de
una pulgada de espesor en la coronilla. A la tercera vez que se le aplicó la torta u
hogaza, el cuerpo experimentó violentas convulsiones, se dilataron las ventanas de la
nariz, restableci6se la respiración y adquirieron su flexibilidad ordinaria las
articulaciones, pero el pulso era todavía muy débil. La lengua, untada con grasa,
comenzó a moverse y el paciente habló, reconociendo a los presentes. Conviene
advertir, que además del taponado de nariz y oídos, la lengua había sido vuelta hacia
atrás, de modo que obturase la garganta, cerrando así todo orificio de entrada al aire
atmosférico para evitar, no sólo la acción de éste sobre los tejidos orgánicos, sino
también el que en él pudiesen depositarse gérmenes de putrefacción, los cuales, al
suspenderse la vitalidad en el organismo, podrían determinar su descomposición, a la
manera que cualquier otra carne expuesta a la intemperie.”
Existen asimismo localidades en las cuales los faquires se resisten a ser enterrados
vivos, tales como en aquellas de la India meridional, que están infestadas por las
voracísimas hormigas blancas, y no hay ciertamente faquir, por muy santo que sea,
capaz de prestarse a ser así devorado antes de operarse su resurrección.
Casos como los anteriores, que podrían multiplicarse hasta lo infinito, colocan a la
ciencia ante este embarazoso dilema: o declarar farsantes a tantos testigos irrecusables
o admitir que ello cae dentro de leyes naturales aún desconocidas. Y si esto sucede con
los faquires. ¿por qué no admitir los casos evangélicos de Lázaro, del hijo de la
Shunamita o de la hija de Jairo?
Esto, por otra parte, se relaciona con el problema de la evidencia externa respecto de
la verdadera muerte. Las mejores autoridades médicas convienen en que no hay
seguridad alguna. El Dr. Todd Thomson en su Apéndice a la Ciencia Oculta, vol. 1, dice
que– ni la inmovilidad del cuerpo, ni el hundimiento de los ojos, ni la rigidez cadavérica,
ni la ausencia de respiración ni de pulso, pueden tomarse por señales inequívocas de la
completa extinción de la vida. Únicamente la descomposición total puede constituir
irrefragable prueba. Ya en su tiempo Demócrito aseguraba que no existe signo cierto
alguno acerca de la muerte real. (Cornelio Celso, libro III, c. VI) Plinio (Hist. Nat., I. VII, c.
LII) sostenía lo mismo. Asclepíades, ilustre médico, añadía que la seguridad era aún
menor tratándose dé mujeres que de hombres.
El Dr. Thomson presenta varios casos notables, tales como el de Francisco Neville,
caballero normando que murió aparentemente dos veces con grave riesgo de ser
enterrado vivo. Lady Russell estuvo así a punto de ser sepultada en vida, pero mientras
que por ella doblaban las campanas, se levantó diciendo: “–¡Ya él hora de ir a misa!”
Diemerbroese menciona el caso de un campesino que no dió la menor señal de vida
durante tres días, pero que resurgió con espanto de todos al ser descendido a la fosa. En
1836, a un respetable ciudadano de Bruselas le acaeció lo mismo, y se levantó pidiendo
café y periódicos al tiempo de ir a atornillársele la tapa del ataúd. En la Prensa diaria no
es raro también el tropezar con hechos de esta clase. En los momentos en que
escribimos esta (Abril de 1877), en una carta de Londres a The Times, de Nueva York,
leemos: “Miss Annei Goodale, la actriz, falleció hace tres semanas, pero ayer mismo no
se la había enterrado aún por estar su cuerpo aun caliente y sus facciones suaves y
movibles”.
Los cabalistas dicen que el hombre no está muerto aun después de enterrado su
cuerpo, porque si la Naturaleza en nada procede por saltos, según la sentencia
hermética, la muerte no es repentina jamás, sino siempre gradual, porque así como es
gradual el nacimiento, la muerte lo es también. Los cristianos ilustrados, al paso que
creen implícitamente en. la resurrección de la hija de Jairo y en otros milagros bíblicos,
y que, por otra parte, se indignarían de oírse llamar supersticiosos, rechazan,
despreciativos, casos corno el de Apolonio o el de Empédocles, que son idénticos.
Nuestros sabios, al menos, son más lógicos al medir a unos y otros por el mismo rasero,
desde el momento en que no tienen todavía a la existencia del alma como un hecho
científicamente demostrado por sus dos únicos medios de certeza a saber: la
observación y la experiencia, como, si, a más de éstos, no existiesen muchos otros
conocidos o por conocer todavía.
Pero una vez que el alma y el espíritu se han separado por completo del cuerpo,
rompiéndose el último hilo que los une, toda resurrección es imposible. “Una hoja
después de desprendida de la rama ya no vuelve a adherirse a ella jamás”, dice Eliphas
Levi; o como dice La Science del Esprits, “La oruga se convierte en mariposa, pero la
mariposa no retorna a ser larva”.
La Naturaleza, en efecto, cierra siempre las puertas tras sí a todo lo que evoluciona
hacia adelante. Las formas, pasan; el pensamiento, permanece; lo accidental, cambia;
pero lo esencial perdura y reencarna en formas nuevas, más perfectas cada día…
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LA IMAGINACIÓN, LA MAGIA Y EL OCULTISMO
LA IMAGINACIÓN, LA MAGIA Y EL OCULTISMO
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¿Qué es la imaginación? –Los psicólogos nos dicen que es el poder p1ástico o
modelador del alma, pero los materialistas la confunden con la fantasía. La
diferencia radical que media, en efecto, entre la fantasía y la imaginación está
admirablemente indicada por Wordsvorth en el prefacio de sus Baladas, y no
es disculpable, en manera alguna, la actual confusión entre estas dos palabras, que
suelen darse casi siempre. como equivalentes.
Pitágoras sostiene que la imaginación no es otra cosa que el recuerdo de precedentes
estados espirituales, mentales y físicos, al paso que la fantasía es el mero y
desordenado automatismo del cerebro material y, según la máxima enseñanza de la
filosofía antigua, la Idea Eterna, esto es, la Imaginación del Ánima Mundi, que vivificó y
moldeó al Caos primordial. Por esto, de igual modo que el Logos Demiúrgico moldeó y
dió forma a la Materia cósmica, así el hombre, cuando alcanza plena conciencia de sus
excelsos poderes, puede hacer, hasta cierto punto, lo mismo. Si Fidias, amasando las
partículas de arcilla, pudo dar la forma plástica a la sublime idea evocada por la magia
de su facultad creadora o imaginativa, la madre que conoce su poder, puede modelar, en
la forma que desee, al hijo que lleva en su seno. El escultor, ignorando sus verdaderos
poderes divinos, produce sólo una figura inanimada, aunque admirable, mientras que el
alma de la madre, violentamente afectada por su propia imaginación, proyecta
ciegamente en la luz astral la imagen del objeto que le ha impresionado, y esta imagen
resulta luego estampada por repercusión en el feto. Fournié, en su Physiologie da
systéme nerpeux cerebro–espinal, añade que si sabemos por la ciencia que un paso dado
por nosotros en la tierra afecta en una ínfima parte al propio equilibrio del universo,
podemos imaginar que lo mismo acaecerá con aquellos movimientos vibratorios que
acompañan al pensamiento. Así, el éter cósmico, o luz astral de los cabalistas, debe
estar lleno de semejantes fotografías continuas de todo cuanto ocurre, pudiendo
decirse que una no pequeña parte de la energía del universo debe estar empleada en la
producción y conservación de semejantes pinturas.
El Dr. Magendie, en sus Précis elementaire de Physiológie, admite la influencia de la
imaginación en la producción de deformidades o teratologías entre los animales. El
nacimiento, por ejemplo, de polluelos con cabeza de halcón, le explica por la teoría de
que la aparición del enemigo hereditario de la raza gallinácea, obró sobre la
imaginación de la gallina y comunicó así a la materia del germen ciertos movimientos
determinantes del fenómeno… Tal es la experiencia de cuantos se dedican a la cría de
animales, y ello está comprobado por Columela, Jonatt y tantos otros…
Catalina Crowe, en su célebre obra Niht–side of Nature, diserta extensamente, con
demostraciones adecuadas, acerca del poder de la mente sobre la materia y con este
asunto se relaciona el fenómeno de los estigmas, o señales concordantes, que aparecen
en el cuerpo de personas de imaginación exaltada. En el caso de la extática tirolesa
Catalina Emnierich, y en otros muchos, las llagas de la crucifixión, producidas por sus
éxtasis, según se dice, eran perfectamente reales… Igual se cuenta de dos señoritas
polacas que contemplaban desde su ventana una tempestad. El rayo cayó cerca de ellas,
fundiendo el collar de oro que llevaba la una, y una reproducción exacta de la forma de
aquél quedó estereotipada en el cuello de ésta. La otra joven, aterrorizada por el
accidente acaecido a su compañera, quedó paralizada del susto y, a poco, la misma señal
del collar impresa sobre la garganta de su compañera, apareció también en la suya y
perduró largo tiempo. El doctor alemán Justinos Kerner refiere este caso, aún más
extraordinario: “En los días de la invasión francesa, un cosaco acorraló a un francés,
trabándose entre ambos un¡ lucha a muerte, de la que el francés resultó mal herido. Una
persona que se había refugiado en aquel sitio aterrorizada, se impresionó de tal
manera, que cuando llegó a su casa presentaba heridas análogas en. su propio cuerpo”.
En estos casos, como en todos aquellos en que sobrevienen trastornos orgánicos y
hasta la muerte merced a una súbita acción de la mente sobre el cuerpo, Magendie no
podría hallar otra razón explicativa distinta de la imaginación, y si él fuese ocultista, al
estilo de Paracelso o Van Helmont, este problema no le resultaría problema, porque
comprendería que el poder de la voluntad y de la imaginación humanas –consciente
aquélla e inconsciente ésta– actuando sobre el éter universal, puede determinar
trastornos, tanto mentales como físicos, no sólo sobre víctimas escogidas de intento,
sino también, y por acción refleja, sobre uno mismo, sin darse cuenta de ello. Uno de los
principios fundamentales de la Magia es el de que, cuándo una corriente de este fluido
sutil no es impelida con la fuerza suficiente para alcanzar su objetivo, o en él encuentra
fuerte obstáculo, reaccionará sobre el individuo que la ha lanzado, al modo como la
pelota retorna hacia la mano que contra el muro la dirigió. En apoyo de esto se citan
muchos casos de personas que, al pretender pasar plaza de hechiceros con sus malas
acciones, fueron víctimas ellos mismos de sus propios intentos.
Deleuze ha coleccionado en su Bibliothéque du magnetisme animal, cierto número de
hechos notables tomados de Van–Helmont: “Se dice que hay hombres que pueden
causar la muerte de un pájaro mirándole durante un cuarto de hora con la imaginación
dirigida hacia el deseo de que muera, cosa confirmada por Rousseau en sus propias
experiencias de Egipto y de Oriente, puesto que así pudo conseguir dar muerte a varios
sapos, hasta que una vez que quiso repetir la prueba en Lyon y el sapo, viendo que no
podía sustraerse a su mirada, dió una vuelta en redondo, se hinchó y se quedó a su vez
mirando fijamente hacia su dañador, con lo que Rousseau experimentó una debilidad
tan grande que a poco se desmaya. Durante algún tiempo temió hasta por su vida…”
Pero, volvamos a la cuestión de la teratología. Wierus, en su obra De prestigiis
demonum, cuenta que a cierta mujer embarazada la amenazó su marido diciéndola que
tenía el diablo en el cuerpo. El terror de la madre fue tal, que el niño nació deforme. En
la obra demonológica de Peramatus se refieren análogas monstruosidades respecto de
cierta criatura nacida en San Lorenzo (Indias Occidentales) en 1573, monstruosidades
confirmadas por el testimonio del entonces Duque de Medina Sidonia y consignadas en
la célebre obra de Henry More acerca de La inmortalidad del alma, donde se dice que el
niño en cuestión, además de sus horribles deformidades en boca, nariz y orejas,
ostentaba dos carnosidades en forma de cuernos sobre su cabeza, largos pelos, como
cerdas, un doble ceñidor, una especie de bolsa de carne en la cintura y una como
campanilla carnosa en la mano izquierda, todo al tenor del conjunto absurdo y diabólico
de cierto hechicero indio a quien la embarazada contemplara horrorizada danzar en una
de las clásicas fiestas brujescas de esta clase de gentes.
No queremos fatigar más al lector con el relato de nuevos casos teratológicos sacados
de las obras de los clásicos antiguos para confirmar nuestro aserto de que tamañas
aberraciones se deben a las acciones recíprocas entre la imaginación de la madre y el
akasha o éter cósmico, que dirían los orientales y Van Helmont.
El archaens, o Principio Vital cósmico de este último, no es otra cosa que la luz astral
de los cabalistas y el éter universal de la moderna ciencia, y ciertamente que si las
marcas más insignificantes del feto en los casos referidos y en mil otros no son debidas
a la imaginación de la madre, ¿a qué otra cosa podría atribuir el Profesor Magendie la
formación de las escamas córneas, cuernos de cabra y el pelaje propio de los animales,
que hemos visto caracterizando a tan monstruosa progenie?… Verdaderamente que la
relación en que se hallan entre sí el feto y la madre es bien poco diferente a la del
inquilino respecto de la casa, de cuyas condiciones depende su calor, su bienestar, su
salud y aun su vida…
Demócrito de Abdera nos enseña que el espacio entero está lleno de átomos, y
nuestros astrónomos nos muestran a estos átomos juntándose para formar mundos y
después las razas mismas de los seres que han de poblarlos. Si, pues, en la voluntad y en
la imaginación humanas existe una potencia que, concentrando corrientes de estos
átomos sobre un punto objetivo, pueden moldear un niño, al tenor de las impresiones
sentidas por la imaginación de la madre, ¿por qué no ha de ser creíble también que
estas mismas potencias, por una especie de inversión o cambio de signo de tales
corrientes, puedan disipar y destruir cualquier parte y hasta el cuerpo todo del ser que
aún no ha nacido de su seno?…
Viene aquí, pues, el problema de los falsos embarazos, que tanto ha preocupado lo
mismo al médico que a sus pacientes. Si la cabeza, el brazo y la mano de los tres
célebres casos teratológicos relatados por Van Helmont pudieron desaparecer por
efecto de una emoción de espanto de la embarazada, ¿por qué no ha de poder la misma
u otra emoción ser causa de una total disociación y extinción del feto en la llamada
falsa preñez? Tales casos, aunque muy raros, ocurren realmente, dejando burlada, de
paso, a la ciencia. Aunque en la sangre de la madre no circule efectivamente ningún
disolvente químico capaz de disociar los elementos del feto sin destruirla a ella misma,
es un hecho que, como dice el escéptico doctor Fournié al relatar con desconfianza
aquellos casos, cante esta extraña serie de fenómenos, nuestro papel es el de meros
historiadores, pues que al tratar de hallar razones científicas para ellos, tropezamos,
como de costumbre, con los inescrutables misterios de la vida, y a medida que
avanzamos en nuestra investigación advertirnos más y más que aquello es para
nosotros un terreno vedado”…
Desde la aparición del espiritismo, los médicos y los experimentadores se encuentran
más dispuestos que nunca a tratar a grandes filósofos, como Paracelso y Van Helmont,
como unos embaucadores supersticiosos y charlatanes, y a ridiculizar frívolamente sus
nociones acerca del archeus cósmico o del anima mundi, con todos sus demás
conocimientos cosmológicos y antropológicos. Y, sin embargo, ¿qué progresos
positivos ha logrado la Medicina desde aquel día en que lord Bacon la clasificó entre el
grupo de las ciencias conjeturales, por contraposición a las ciencias exactas?… La
psicología es una rama científica casi desconocida hasta ahora, al decir de las mayores
autoridades en la materia, y la fisiología, según la gran autoridad de Fournié en el
prefacio de su erudita obra Phisiologie du sistéme nerpeux, a poco que profundicemos,
nos lleva a un terreno en el que notamos que no sólo está por desarrollar la fisiología
del cerebro, sino que del propio sistema nervioso no existe fisiología alguna.
Cierto día oímos decir a un sabio académico francés que haría con gusto el sacrificio
de su propia reputación, a trueque de borrar de la memoria de las gentes el recuerdo de
los infinitos errores y equivocaciones ridículas de sus colegas, y tiempo vendrá, en
efecto, en que los hijos de los hombres de ciencia se avergüencen y renieguen del
degradante materialismo y ruin criterio científico–pasional de sus padres. La simple
ilustración intelectual no puede reconocer lo espiritual. Así como el rayo del sol apaga
el brillo del fuego, del propio modo el espíritu ofusca los ojos de la mera inteligencia.
¡Cuán fielmente el propio racionalista Lecky ha pintado la inconsciente propensión de
los hombres de ciencia a burlarse de todo lo nuevo, recibiéndolo siempre a buena
cuenta con la más escéptica incredulidad. Saturados de la frivolidad de moda, así que
conquistan un puesto en las Academias, dan un cuarto de conversión y se tornan en
perseguidores de los que vienen detrás de ellos. “Es una circunstancia bien curiosa en la
ciencia –dice Howitt –que el propio Benjamín Franklin, que experimentó el ridículo de
las Academias a causa de las tentativas que hizo para identificar la electricidad con el
rayo, fuese luego uno de los del comité de sabios que en 1784 examinaron los
principios del naciente mesmerismo y lo rechazaron de plano como una ridícula farsa”.
…Nuestros filósofos, en conjunto, son los herederos del fracasado método de
inducción aristotélica, con el cual el Estagirita llegó a la conclusión de que la tierra
estaba en el centro del universo, mientras que su maestro Platón “perdido en el
laberinto de las vaguedades pitagóricas” estaba perfectamente enterado del sistema
heliocéntrico. juzgándolos, pues, a aquellos, por el modo como tratan al arcaico saber,
nos vemos obligados a sospechar que tan elevadísimo y respetable asociación nuestra
abriga sentimientos sumamente mezquinos hacia aquellos sus hermanos mayores de la
antigüedad, como si tuviesen siempre en sus mentes y corazones aquel refrán famoso
que reza: “¡Quita el Sol, y al punto verás lucir a las más, pequeñas estrellas!”…
Constantemente se habla de “la magia de la imaginación”. Al hablar, pues, de la
imaginación, debe antes hablarse de la Magia.
Mago, Magiano, provienen de Mag o Maha. Esta palabra es la raíz también de la
palabra mágico. El Maha–atma (el de la grande alma o espíritu) en la India, tenía un
sacerdote en los tiempos prevédicos. Los magos eran los sacerdotes del dios–fuego (el
éter trascendente o Akasha, la Luz Astral). Les encontramos entre los asirios y
babilonios, lo mismo que entre los persas adoradores del fuego. Los tres magos,
también llamados reyes, de los que se dice que ofrecieron al Niño Jesús dones en oro,
incienso y mirra, eran adoradores del fuego como los demás, y también astrólogos, pues
vieron “su estrella”. Al gran sacerdote de los parsis en Surat, se le llama Mobed; algunos
derivan esta palabra de Megh, Meh–ab, algo noble y grandes. Los discípulos de
Zoroastro eran llamados según Kleuker, Meghestom. La palabra “mágico”, título antes
de honor, tiene hoy día su significado de todo punto contrario al verdadero.
Antiguamente era sinónimo de todo lo más honroso y respetable; de uno que poseía los
mayores conocimientos y sabiduría. Hoy ha venido a ser un epíteto degradante para
designar a todo embustero o charlatán: uno “que ha vendido su alma al diablo”, uno que
hace mal uso de sus facultades y emplea sus conocimientos para los usos más perversos,
todo esto de acuerdo con las enseñanzas del clero y según una masa de estúpidos
supersticiosos, quienes creen que el mágico es un brujo, un encantador, un hechicero.
Pero los cristianos, olvidan que Moisés era un mago, y Daniel “el Maestro de los magos
astrólogos, caldeos y adivinos” (Daniel, VII). La palabra, en fin, se deriva del Magh o
Malihindú, o sea del sánscrito Maha grande; un hombre bien versado en la ciencia
secreta o esotérica; o propiamente hablando, un sacerdote.
Maimonides, el gran teólogo e historiador judío, ha demostrado que la Magia Caldea,
la ciencia de Moisés y de otros grandes taumaturgos, estaba fundada en su profundo
conocimiento de las leyes naturales. Enterados completamente de todos los recursos de
los reinos mineral, vegetal y animal, expertos en química y física ocultas, tan psicólogos
como fisiólogos, ¿qué tiene de extraordinario que a los adeptos instruidos en los
misteriosos santuarios de los templos pudiesen llevar a cabo maravillas que aun hoy día
se tendrían por sobrenaturales? Es un insulto a la naturaleza humana el infamar con el
nombre de impostura a la Magia y Ciencia 0culta. El creer que durante tantos miles de
años una mitad del género humano practicaba el engaño y el fraude a expensas de la
otra mitad, equivale a decir que la raza humana se compone sólo de bribones y de
idiotas incurables. ¿En dónde está el país en que no se haya practicado la magia? ¿En
qué época ha sido olvidada por completo?
En los más antiguos documentos, ahora en nuestro poder, los Vedas y las primeras
leyes de Manú, encontramos muchos ritos mágicos practicados y permitidos por los
brahmanes13. En el Tíbet, el Japón y la China se enseña hoy día lo que los antiguos
caldeos enseñaban. El clero de estos países prueba que la práctica de la moral y de la
pureza física, junta con ciertas austeridades, desarrolla el poder vital de la propia
13 Véase el Código publicado por Sir William Jones, cap. IX, pág. 11.
iluminación. Concediendo al hombre el dominio sobre su propio espíritu vital, le da un
verdadero poder sobre los espíritus elementarios, inferiores a el mismo. Vemos que la
Magia es tan antigua en Occidente como en Oriente. Los druídas de la Gran Bretaña las
practicaban en las silenciosas criptas de sus cavernas profundas, y Plinio se extiende
mucho en un capítulo acerca de la “sabiduría” de los jefes celtas14. Los semotheos, los
druídas de las Galias explicaban las ciencias, tanto físicas como espirituales. Enseñaban
los secretos del Universo, el armonioso progreso de los cuerpos celestes, la formación
de la tierra, y sobre todo la inmortalidad del alma15. En sus grutas sagradas, academias
naturales construidas por la mano del Arquitecto Invisible, se reunían los iniciados a la
hora precisa de la media noche, para instruirse acerca de lo que el hombre era y de lo
que será16. No necesitaban de iluminación artificial, ni de gas destructor de la vida, que
brillase sus templos, porque la. casta diosa de la noche difundía sus rayos argentinos
sobre sus cabezas coronadas de roble, y sus sagrados bardos vestidos de blanco
conocían la manera de hablar con la reina solitaria de la bóveda estrellada17.
En el cementerio del pasado remoto permanecen sus robles sagrados, ahora secos y
despojados de su simbolismo espiritual por el venenoso soplo del materialismo. Para el
estudiante de las ciencias ocultas su vegetación es todavía exuberante y lozana y tan
llena de verdades profundas y sagradas como cuando el archi–druida verificaba sus
creaciones mágicas, y tremolando la rama de muérdago, arrancaba con su dorada hoz el
ramo verde de su madre, el roble. La Magia es tan antigua como el hombre. Es tan
imposible citar la época en que por primera vez aparece, como indicar el día en que
nació el primer hombre. Siempre que algún escritor ha intentado relacionar sus
orígenes en algún país, en armonía con tales o cuales datos históricos, investigaciones
ulteriores han demostrado que sus opiniones eran infundadas. Odín, el sacerdote y
monarca escandinavo, creen algunos que fue el primero que introdujo las prácticas
mágicas, unos setenta años antes de J. C., pero es fácil demostrar que los misteriosos
ritos de las sacerdotisas llamadas Voilers Valas, son muy anteriores a aquella época18.
Algunos autores modernos se esfuerzan en probar que Zoroastro fue el fundador de la
Magia, únicamente porque fue el fundador de la religión de los magos. Ammiano
Marcelino, Arnobio, Plinio y otros historiadores antiguos demuestran que sólo fue un
reformador de la Magia tal como la practicaban caldeos y egipcios19. (Isis, I, 79).
La Magia era considerada como una ciencia divina que conduce a participar de los
atributos de la misma Divinidad. “Descubre las operaciones de la Naturaleza, dice Philo
14 Plinio: “Historia Nat.” XXX, 1, Id. XVI, 14, XXXV, 9.
15 Pomponio les atribuye el conocimiento de las ciencias más elevadas.
16 César, III, 14.
17 Plinio, XXX.
18 Munter: “Sobre las más antiguas religiones nórticas anteriores a Odín”. Memorias de la Sociedad de
Anticuarios de Francia. Tomo II, pág. 230.
19 Ammiano Marcelino, XXVI, 6.
Judaeus, y conduce a la contemplación de los poderes celestiales20. En los últimos
períodos, el abuso de la misma y su degeneración en hechicería, hicieron que, en
general, fuese odiada.
Nosotros, sin embargo, debemos ocuparnos de ella, sólo tal como era en el pasado
remoto, durante el cual cada una de las religiones verdaderas se fundaba en el estudio y
conocimiento de los poderes ocultos de la Naturaleza. No fue la clase sacerdotal la que
en Persia estableció la magia, como vulgarmente se cree, sino los Magos, cuyo nombre
se deriva de la misma. Los Mobeds, sacerdotes de los parsis, los antiguos Ghebers o
Geberin, son llamados hasta hoy día Magoi, en el dialecto pehlvi21. La Magia aparece en
el mundo con las primeras razas de hombres. Cassiano menciona un tratado bien
conocido en los siglos IV y V, que se atribuía a Cam, el hijo de Noé, quien se creía lo
había recibido de Jared, la cuarta generación de Seth, el hijo de Adán22. Moisés debía
sus conocimientos a la madre de la princesa egipcia Thermuthis, quien lo salvó de las
aguas del Nilo. La esposa de Pharaon23, Batria, era una iniciada y los judíos debían a ella
su profeta, “instruido en toda la sabiduría de los egipcios y famoso en palabras y
obras”24. Justino Mártir, apoyándose en la autoridad de Trogo Pompeyo, nos muestra a
José como habiendo adquirido grandes conocimientos en las artes mágicas de los
sumos sacerdotes del Egipto25. Los libros de Numa, descritos por Livio, consistían en
tratados mágicos de la filosofía natural, y fueron encontrados en su tumba, pero no era
permitido el darlos a conocer, para que no fuesen revelados los más secretos misterios
de la religión establecida. El Senado y los tribunos del pueblo resolvieron quemar
públicamente tales libros26.
Entre los hindúes tenía la Magia un carácter más esotérico, si cabe, que entre los
egipcios. Se la consideraba tan sagrada, que su existencia era admitida a medias y sólo
practicada en los casos de las más imperiosas necesidades públicas. Más que materia
religiosa, se la consideraba como divina. Los hierofantes egipcios, a pesar de practicar
una moral pura y austera, no pueden ser comparados con los ascetas gímnosofistas, ya
sea por la santidad de su vida, ya por los milagrosos poderes en ellos desarrollados por
la sobrenatural renuncia de todo lo terreno. Quienes les conocen bien guardan hacia
ellos mayor veneración que hacia los magos caldeos. Desdeñando las más simples
comodidades de la vida, viven en bosques apartados, llevando la vida de los más
solitarios ermitaños, mientras que sus hermanos egipcios, por lo menos, viven en
comunidad. A pesar del borrón arrojado por la Historia sobre todos aquellos que han
practicado la magia y la adivinación, se les considera como poseedores de los mayores
20 Philo Ind. “De Specialibus”.
21 “Zend–Avesta”, vol. II, pág. 506.
22 Casslano: “Conferencia”, I, 21.
23 De Vita et Morte Moises, pág. 199.
24 “Hechos de los Apóstoles>, VII, 22.
25 Justino, XXXVI, 2.
26 “Historia de la Magia”, vol. I, pág. 9. “Legibus”.
secretos de la ciencia médica y con conocimiento jamás sobrepujado en la práctica de la
misma. Numerosos son los volúmenes conservados en los conventos hindúes donde
constan las pruebas de sus conocimientos. El intentar decir si estos gimnosofístas eran
los fundadores de la Magia en la India, o si ellos ponían en práctica lo que les había sido
transmitido como una herencia de los más antiguos Rishis o Patriarcas prevédicos (de
quienes pretenden descender directamente los brahmanes), será considerado como una
mera especulación por los sabios del positivismo. “El cuidado que demostraban en la
educación de la juventud y en familiarizarla con los sentimientos generosos y con la
virtud más sincera, les honra en grado sumo, y sus máximas y discursos, conservados por
los historiadores, prueban lo muy entendidos que eran en filosofía, metafísica,
astronomía, religión y moral”. Los gimnosofistas conservaron su dignidad bajo la
dominación de los más poderosos príncipes; jamás condescendieron con humillarse a
visitarlos ni a molestarles por el más pequeño favor. Cuando ellos deseaban los
consejos u oraciones de estos santos hombres estaban obligados a ir ellos mismos en su
busca, o a enviarlos mensajeros. Para estos hombres no había secreto encerrado en
plantas o minerales, que no fuese conocido. Habían penetrado en las profundidades de
la Naturaleza, y la fisiología y psicología eran para ellos libros abiertos. El resultado de
todos sus estudios se condensa en aquella ciencia o Macha–giolia a la que ahora se
designa supersticiosamente con el nombre de Magia…
Giordano Bruno, igual que los platónicos alejandrinos y los más antiguos cabalistas
sostienen que Jesús fue un mago, en el sentido que Cicerón Porfirío da a esta palabra,
como sinónimo de sabiduría divina. “Idéntico sentido es el de Philo Judaeus, para quien
son los magos los más maravillosos investigadores de los secretos misterios naturales,
no en el sentido degradante que nuestro siglo da a la palabra magia. En concepto de
aquél, los magos son aquellos hombres santos que, apartándose por sí mismos de todas
las cosas de este mundo, contemplan las virtudes divinas, y comprenden con nítida
claridad la excelsa naturaleza de los dioses y espíritus, iniciando a otros en los mismos
Misterios o sea en el alto secreto de mantener en vida continuidad de relaciones con los
seres invisibles. (Isis, I, 165).
No hay explicaciones, sean las que fueren, capaces de afectar de un modo vital la
estabilidad de una creencia –como la de la Magia –que la Humanidad haya heredado de
las primeras razas de hombres, aquellas razas que, si admitimos la evolución espiritual
del hombre como admitimos su evolución física, poseían la gran verdad de labios de sus
antecesores, los “dioses de sus padres” que permanecían al otro lado de las aguas. “La
identidad de la Biblia con las leyendas de los libros sagrados hindúes y las cosmogonías
de otras naciones, será demostrada algún día. Las fábulas de las edades mitopeicas,
como pronto habrá de verse, no han hecho más que alegorizar las grandes verdades de la
Geología y la Antropología. A estas fábulas tan ridículamente expresadas, tendrá que
acudir la ciencia para buscar los “eslabones perdidos”. Por otra parte, ¿por qué median
tan raras “coincidencias” entre las míticas historias respectivas de pueblos
extremadamente separados? ¿De dónde procede la identidad de las primitivas
concepciones, las que no obstante ser hoy llamadas leyendas o fábulas, contienen en sí
el núcleo de hechos históricos y un fondo de verdad profundamente enterrada bajo la
capa de poéticas ficciones populares, que no por eso dejan de ser ciertas?… La creencia
en el supernaturalismo sería de otra manera inexplicable. Decir que el mito ha brotado,
crecido y evolucionado al través de épocas innumerables sin un motivo, sin una base
firme en que apoyarse, cual único producto de la más frívola fantasía, sería profesar un
absurdo tan grande como el que admite la Teología al decir que el universo ha sido
creado de la nada.
Los taumaturgos de todos los tiempos, escuelas y países producían sus maravillas
porque estaban perfectamente familiarizados con las imponderables, pero
perfectamente reales, ondulaciones de la luz astral (el archeus, de los griegos). Los tales
prodigios tenían un doble carácter físico y psíquico; el primero comprendía el conjunto
de efectos producidos sobre los objetos materiales; el segundo, los fenómenos
mentales de Mesmer y de sus continuadores. Estos han sido representados en nuestros
tiempos por dos hombres ilustradísimos, Du Potet y Regazzoni, cuyos maravillosos
poderes han sido bien atestiguados en Francia y en otros países. El mesmerismo es la
rama más importante de la Magia, y sus fenómenos son los efectos del agente universal
(archeas, akasha) que media en toda operación mágica y que ha dado lugar en todas las
épocas a los llamados milagros. Los antiguos le llamaban Caos, Platón y los pitagóricos,
le Alma del mundo; y según los indios, la deidad, bajo la forma del Eter transcendente
(Pater omnípotens aether) que penetra todas las cosas. Entre otros nombres, este
Proteo universal u omnipotente nebuloso, como de Mirville le denomina en son de
burla, era llamado por los teurgistas “el fuego viviente”, “el Espíritu de Luz” y Magnes.
Este último nombre indica sus propiedades magnéticas y muestra su naturaleza mágica,
porque mágoç y magnhç son dos ramas procedentes del mismo tronco.
Para encontrar el origen de la palabra magnetismo, es menester remontarnos a una
época inconcebible por lo remota. Muchos creen que la piedra llamada imán (magnhç)
debe su nombre a Magnesia, ciudad o comarca de la Tesalia, en donde tales piedras se
encuentran en abundancia. Nosotros creemos, sin embargo, que la opinión de los
filósofos herméticos es la única correcta. La palabra Magh, magus se deriva dé la
sánscrita Mahaji, el grande, el sabio, el ungido por la sabiduría divina. “Eumolpus es el
fundador mítico de los eumolpides, sacerdotes que atribuían su propia sabiduría, no a
ellos mismos, sino a la Divina Inteligencia reflejada en ellos”, como dice Dunlap en su
“Musah y sus Misterios” (pág. III). Hércules era conocido como el rey de los Musianos, y
la llamada fiesta musiana era la simbolizadora de la unión del Espíritu y la Materia:
Adonis y Venus o Baco y Ceres. Las distintas cosmogonías nos muestran que cada
nación consideraba al Alma–Arquetípica Universal como la “mente” del Creador
Demiúrgico, la Sophia de los Gnósticos o el Espíritu Santo considerado como principio
femenino. Como los magos derivaban su nombre de ella, la piedra magnesiana o imán
era así llamada en honor suyo, pues ellos fueron los primeros en descubrir sus
propiedades maravillosas. El país estaba cuajado de templos, y entre ellos había algunos
de Hércules musiano, y por esto, cuando fue conocida la piedra que los sacerdotes
usaban en sus curaciones y mágicos designios, recibió el nombre de piedra magnesíana
o herdelita. Sócrates, ocupándose de ella, dice: “Eurípides la llama piedra magnesiana,
pero el vulgo la llama heráclita. (Platón, Ion (Burgess), vol. VI, pág. 294.) Los magos eran
los que daban nombre al país y a la piedra, y no ésta y aquél a los magos. Plinio nos
enseña que el anillo nupcial entre los romanos era magnetizado por los sacerdotes
antes de la ceremonia. Los antiguos historiadores paganos han guardado
cuidadosamente silencio respecto de ciertos Misterios de los “sabios” (magos), y
Pausanias dice que fue avisado en sueños de que no revelase los santos ritos del templo
de Deméter y Persephoneia de Atenas a los profanos…27
Dos cosas son necesarias para adquirir el poder mágico: libertar la voluntad de toda
servidumbre y ejercitarse en su dominio. La voluntad soberana está representada por el
ángel resplandeciente que retiene al drag6n bajo sus plantas y te mata. En cuanto al
gran agente mágico, la doble corriente de luz, el fuego viviente y astral de la tierra ha
sido representado por la serpiente con cabeza de monstruo: la serpiente del caduceo de
Mercurio; la del Génesis; la bronceada de Moisés; el macho cabrío de los aquelarres; el
Baphomet de los templarios; el Hyle de los gnósticos y, por fin, el diablo de Mirville y
demás católicos. Pero en realidad, dicho agente mágico no es sino la fuerza ciega que
tienen que vencer las almas para librarse por sí mismas de las cadenas terrenales,
porque si su voluntad no las liberta de esta fatal atracción, serán absorbidas por la
corriente misma de la fuerza que las ha producido.
Eliphas Levi dice en su Dogma y Ritual de la Alta Magia:
“Todas las operaciones mágicas consisten en libertarse uno mismo de los anillos de la
Antigua Serpiente, y después en colocar el pie sobre su cabeza y conducirla según la
voluntad del operador. “–Yo te daré –dice la Serpiente en el mito evangélico –todos los
reinos de la Tierra, si, postrándote a mis pies, me adorases.” Y el Iniciado le contesta:
“–¡No me humillaré ante ti; nada puedes tú darme; antes bien, tú me obedecerás,
porque yo soy tu Señor y Maestro” Así, pues, el Diablo, no es una Entidad. Es una fuerza
errante, como su mismo nombre indica. Una corriente magnética u ódica, formada por
una cadena o cúmulo de voluntades perversas, dando origen a ese espíritu maligno que
el Evangelio llama legión y que precipita en el mar a un rebaño de cerdos, otra alegoría
que demuestra cómo las naturalezas inferiores son arrastradas por las fuerzas ciegas
del error y del pecado.
En su extensa obra acerca de las manifestaciones místicas de la naturaleza humana, el
naturalista y filósofo alemán Maximiliano Perty, dice: “Las manifestaciones mágicas se
fundan, en parte, en otro orden de cosas por completo distinto de aquel cuya naturaleza
conocemos por tiempo, espacio y causalidad. Sus manifestaciones pueden llevarse muy
pocas veces al terreno de la experiencia; pero pueden ser cuidadosamente observadas
cuando en nuestra presencia acaezcan”. El faquir Kovindasami, descrito por Jacolliot,
había alcanzado tal purificación, que su espíritu, libre ya casi, podía, con su voluntad que
es una fuerza creadora, mandar a los elementos y a los poderes de la Naturaleza:
“mandato de espíritu a espíritu y de vida a vida”, y desarrollar en breves horas una
semilla que en condiciones ordinarias habría necesitado muchos días. Esto no es un
27 Attic., I, XIV.
milagro, a menos que definamos el milagro “como algo que está en contradicción con la
constitución establecida y con las leyes conocidas de la Naturaleza”; pero, ¿pueden
sostener nuestros naturalistas la pretensión de que lo que ellos han establecido por la
observación, es infalible, o de que conocen todas las leyes de la Naturaleza?… Si la
vegetación puede ser estimulada por la luz violeta, el fluido magnético que emanaba de
las manos del faquir concentrando en el germen el akasa o principio de vida, producía
cambios aún más rápidos e intensos, porque el principio de vida es una fuerza ciega,
obediente a la influencia que la domine, y capaz de seguir el molde de la imaginación
creadora del faquir. La voluntad crea, porque la voluntad puesta en movimiento es
fuerza y la fuerza produce materia… Para ello, Kovindasami no necesitó sino su espíritu
divino y su alma astral con ayuda de unos seres puros o pitris, mientras que el
despreciable juglar o necromante, llevado por su impureza, sed de riquezas o egoísmo,
no puede atraer al efecto sino espíritus impuros: los klippoth, afrites o devs del astral
más abyecto…
Aunque las ciencias ocultas son víctimas de la malicia de una clase tienen sus
defensores en todas las épocas. En primera línea está Isaac Newton, quien creía en el
magnetismo tal como lo enseñaban Paracelso y Van Helmont y todos los filósofos del
fuego en general. Nadie podrá negar que su doctrina del espacio universal y de la
atracción sea una verdadera teoría sobre el magnetismo. Si algún valor tienen sus
palabras, éstas nos indican que en sus “Principios fundamentales de Filosofia” él
fundaba todas sus especulaciones en el “alma del mundo”, el gran agente universal y
magnético, al cual denominaba sensorium divinum. Se trata, dice, de un espíritu
sutilísimo que penetra todas las cosas, hasta los cuerpos más duros, y que se halla
oculto en su sustancia. En virtud de la fuerza y actividad de este espíritu, los cuerpos se
atraen unos a otros y se adhieren al ponerse en contacto. Por su mediación, los cuerpos
eléctricos obran, lo mismo a grandes que a pequeñas distancias, atrayéndose o
repeliéndose. Por él la luz se difunde, se refleja, se refracta y calienta a los cuerpos.
Todos los sentidos son excitados por este espíritu y por él los animales mueven sus
miembros. Semejantes problemas no pueden explicarse en pocas palabras, porque
carecemos aún de la experiencia necesaria para determinar completamente las leyes
mediante las cuales este espíritu universal opera…
Si la vista de un sujeto es hábilmente dirigida (por un mago o por su propio Espíritu), la
luz astral transferirá sus más secretas noticias a nuestro escrutinio, porque si bien es un
libro que está siempre cerrado para todos aquellos “que ven pero que no perciben”, está
siempre abierto para todo aquel que quiera abrirlo. Contiene un registro completo e
intacto de todo cuanto ha sido, es y será. Los actos más insignificantes de nuestra vida
están impresos en él, y así también quedan fotografiados en sus hojas eternas nuestros
pensamientos. Es el libro que vemos abierto por el ángel en el Apocalipsis, “el cual es el
Libro de la vida, y según el cual los muertos son juzgados dé acuerdo con sus obras”. Es,
en resumen, la MEMORIA DE DIOS. Los oráculos caldeos, dice Cory, aseguran que la
impresión de los pensamientos, caracteres, hombres y otras visiones divinas aparecen
en Éter… En él todas las cosas sin figura están figuradas, según un antiguo fragmento
de los Oráculos caldeos, de Zoroastro… La memoria, desesperación del materialista,
enigma del psicólogo, esfinge de la ciencia, es para el estudiante de las antiguas
filosofías un mero nombre para expresar aquel poder que el hombre ejerce
inconscientemente y que comparte con muchos animales, merced al cual su mirada
interna contempla en la luz astral las imágenes de pasados incidentes y sensaciones. En
lugar de buscar en los ganglios cerebrales unos micrógrafos de lo que vive y de lo que ha
muerto, “de escenas que hemos presenciado e incidentes en que hemos intervenido”,
ellos van al vasto receptáculo en donde los recuerdos de cada vida humana, lo mismo
que cada pulsación del Cosmos visible, se hallan almacenados por toda la Eternidad. Ese
relámpago de memoria que, según supone también la tradición, muestra a las personas
que se están ahogando cada una de las escenas ya olvidadas de su vida mortal, es
simplemente el brillo súbito del alma que, por librarse del peligro (con una evocación
suprema diríamos nosotros a las divinas fuerzas secretas de lo inconsciente) se arroja a
las galerías silenciosas, en las que yace pintada su historia toda con los más indelebles
colores. El hecho de que con frecuencia reconozcamos escenas, paisajes y
conversaciones que vemos u oímos por vez primera, se ha citado como una prueba de la
reencarnación, pero los sabios de la antigüedad y los filósofos medioevos que aunque
tal fenómeno es una prueba de la persistencia y de la inmortalidad del alma, sino que,
cuando durante el sueño reposa nuestro cuerpo, elementario, la forma astral queda
libre, y deslizándose fuera de su prisión terrena, platica con el mundo exterior y viaja a
través de los mundos visibles e invisibles…
Descartes, aunque adorador de la materia, era uno de los más decididos partidarios de
la doctrina del magnetismo universal. Su sistema de física era muy parecido al de los
grandes filósofos. El espacio para él está lleno de una materia fluida y elementaria,
fuente única de la vida, envolviendo y haciendo mover a todos los cuerpos celestes. Las
corrientes magnéticas de Mesmer son los torbellinos cartesianos disfrazados, y
Ennemoser, en su Historia de la Magia, así lo afirma… Las obras de Pierre Poret Naudé,
en 1679, vindican las doctrinas del magnetismo oculto en su Apología de los grandes
hombres falsamente acusados de necromancia.
… El doctor Hufeland ha escrito en 1817 una obra sobre Magia, en la que sienta la
teoría de la simpatía magnética universal, e igual hace Zenzel Wirdig en su Nueva
Medicina espiritual, y el gran Henry More, de la Universidad de Cambridge sigue las
doctrinas de Cardan, Van Helmont y otros místicos… Kepler participaba de la creencia
cabalística de que los espíritus de los astros son “otras tantas inteligencias, y cree que a
cada planeta le informa un principio inteligente, y que todos los planetas están
habitados por todos los seres espirituales, quienes ejercen su influencia sobre los otros
seres que moran en otras esferas más materiales que las suyas, especialmente en
nuestra Tierra… Bautista Porta en su Magia Natural atribuye en último término todos
los fenómenos ocultos posibles al ánima mundi que a todas las cosas liga. Esta luz astral
actúa en armonía y simpatía con toda la Naturaleza, es la esencia prima de la que
nuestros espíritus están formados y, obrando al unísono con la fuente de donde
procede, hace que nuestros cuerpos siderales lleguen a ser capaces de producir mágicas
maravillas. Todo el secreto estriba en nuestro conocimiento. Creía él en la piedra
filosofal “de la que el mundo tiene tan gran opinión y que ha dado motivo a tantas
jactancias, pero que ha sido encontrada felizmente por algunos”, extendiéndose en
insinuaciones acerca de su “significación espiritual”…
En 1643, el Padre Kircher enseñó una filosofía completa de magnetismo universal
(Magnes sive de arte magnetici opus tripartitam). Sus numerosas obras abarcan muchas
cuestiones indicadas sólo por Paracelso. Contradice a Gilbert en lo de que la tierra sea
un gran imán, pues que Sólo existe un verdadero IMÁN en el Universo, y de él procede la
magnetización de todo cuanto existe: el Sol espiritual de los cabalistas o Logos, y si el
Sol, la Luna y las estrellas eran altamente magnéticas, lo debían al flúido universal y
magnético en que se bañan, o sea la Luz espiritual. Prueba la simpatía misteriosa que
existe entre los cuerpos de los tres reinos, y muchos de sus ejemplos han sido ya
comprobados por los naturalistas… El magnetismo de amor puro es la causa original de
todas las cosas creadas… Para ejercitar el poder mágico en pro del bien, se precisa:
nobleza de alma; voluntad poderosa e intensa; facultad imaginativa. Un hombre libre de
las tentaciones mundanas y de la sensualidad, puede curar de este modo las
enfermedades más incurables…
Cada ser creado en esta esfera sub–lunar procede del magnale magnum
(anima–mundi) y con el se relaciona. El hombre posee un poder celestial doble y está
aliado con la vida de los cielos. Este poder existe como dice Van Helmont en su Opera
Omnia (1682, pág. 720); “no sólo en el hombre sino en todas las cosas… pero es
necesario que la fuerza mágica sea despertada lo mismo en el hombre exterior que en el
interior… Nosotros llamarnos a esto un poder mágico; pero el ignorante no hará más
que asustarse con la expresión: podéis llamarle, pues, un poder espiritual (spiritualis
robur vocitaveris). Semejante poder mágico existe en el hombre interno y ha de ser
despertado”. La Loubére en sus Notas para una relación histórica del reino de Siam dice
que los talaipones u hombres santos (buddhistas) siameses son respetados siempre por
los animales feroces gracias al uso de la magia, “porque todos ellos creen que la
Naturaleza está animada y que existen genios tutelares”.
“¿Qué es el sueño sonambúlico, dice Du Potet, sino un efecto de la magia? Lo que
llamamos fluido nervioso o magnetismo, los hombres de la antigüedad lo llamaban
oculta potencia del alma o Magia. La magia se fund6 en la existencia de un mundo
heterogéneo situado fuera de nosotros y con el que podemos entrar en comunicación
por medio de ciertas artes prácticas. Es tan grande el poder del fluido mágico que
ninguna fuerza físico–química es capaz de destruirle”.
“El alma humana dice Cornelio Agripa posee, por el mero hecho de formar parte de la
esencia universal, un poder maravilloso. Quien de él se adueña puede remontarse en
conocimientos hasta una altura tan grande como pueda imaginar, a condición sólo de
permanecer íntimamente unido a dicha fuerza La Verdad y el porvenir pueden
mostrarse continuamente a los ojos del alma; su poder ya no conoce límites; el tiempo y
el espacio desaparecen ante la mirada de águila del alma inmortal…
La Magia teúrgica es la última expresión de la ciencia psicológica oculta. Los
académicos la desprecian como una alucinación o un charlatanismo. Nosotros, sin
embargo, les negamos rotundamente a éstos el derecho de emitir su opinión sobre un
asunto en el que jamás han investigado. No tienen ellos más derecho para juzgar la
Magia en el estado actual de sus conocimientos, que el que tiene un habitante de las
islas Fidgi para aventurar su opinión acerca de los trabajos de Faraday o de Agassiz.
Todo lo más que ellos pueden hacer es rectificarse algún día de sus presentes errores…
Los prodigios llevados a cabo por los sacerdotes de la Magia teúrgica tienen una
autenticidad tan completa, y su evidencia es tan abrumadora, que, antes de confesar
que habían ellos sobrepujados a los cristianos en materia de milagros, sir David
Brevoster los concede grandísimos conocimientos en física y filosofía natural. La ciencia
se halla metida en un desagradable dilema: o confesar los superiores conocimientos de
los antiguos, o admitir que el espíritu posee poderes jamás imaginados por los filósofos
modernos.
¿Dónde esta el secreto real de la Magia acerca del que tanto hablan los herméticos?
Que existía y que existe un gran secreto, ningún estudiante sincero de literatura
esotérica lo pondrá jamás en duda. Diferentes hombres de genio, como sin duda lo eran
muchos de los filósofos herméticos, no se hubieran hecho pasar por locos ellos mismos
procurando enloquecer a otros durante varios millares de años consecutivos. Que este
gran secreto, comúnmente llamado “la piedra filosofal” envolvía una significación tanto
física como espiritual, es lo que en todas épocas se ha sospechado. El autor de las
Observaciones de la Alquimia y de los alquimistas (E. A. Hitchcock: Swedenborg, un
filósofo hermético) hace observar con gran acierto que el sujeto del Arte hermético es
el Hombre y que el objeto de dicho arte es la humana perfección. El hombre es
espiritual mente la piedra filosofal, o sea una “triunidad”, pero físicamente es también
dicha piedra…
Mucho más numerosos de lo que suponen los materialistas modernos, son los
hombres instruidos y los pensadores que creen en la existencia del Ocultismo y de la
Magia, dos cosas en extremo diferentes y que han sido confundidas por la mayor parte
de los creyentes, y hasta por aquellos que siendo teosofistas, han llegado al punto de
pensar que la magia negra forma parte del Ocultismo.
Los poderes que les son conferidos al hombre por el Ocultismo y los medios que
deben emplear su adquisición, han dado lugar a nociones tan variadas como fantásticas.
Los unos se imaginan que para convertirse en un Zanoni es suficiente la dirección de un
maestro en el arte; los otros, que solamente se trataba de atravesar el canal de Suez y
darse una vuelta por la India, para convertirse en rival de Roger Bacon y del Conde de
San Germán; Margrave, con su juventud siempre renaciente, es el ideal de muchos
otros, que consideran que el cambio que él hizo de su alma por obtener este favor no
fue un precio demasiado grande. Buen número de entre ellos identifican la hechicería
pura y simple con el Ocultismo y hacen retroceder hacia la luz “los espectros
desencarnados, errantes en las tinieblas, que gravitan sobre las orillas de la Estigia”,
amén de otros altos hechos de este calibre, y ya se creen Adeptos completos. Para
otros, la filosofía de los antiguos Arhats no es otra cosa que la Magia ceremonial, cuyas
reglas trazara, riéndose, Eliphas Levi. En una palabra, estos filósofos sencillos,
consideran el Ocultismo a través de todos los géneros de prismas que puede imaginar
su fantasía.
Estos candidatos a la Sabiduría y al Poder ¿no se indignarán si se les hace conocer la
verdad pura y simple? En todo caso, viene a ser no solamente útil, sino necesario el
desengañar a la mayor parte de ellos, antes de que llegue a ser demasiado tarde. Entre
los centenares de bravos que en Occidente se califican de “Ocultistas”, es posible que
no se encuentre ni media docena que tenga una idea aproximadamente correcta de la
naturaleza de la ciencia en la cual pretenden llegar a ser maestros. Con raras
excepciones, se encuentran casi todos en el camino de la hechicería. Antes de protestar
contra esta alegación, sería conveniente que pusieran un poco en orden su cerebro, y
una vez que hubiese conocido la verdadera relación entre las artes ocultas y el
Ocultismo, podrían indignarse, si todavía consideraban tener derecho. Ellos, entonces,
fijándose, sabrían que el Ocultismo difiere de la Magia y de otras ciencias secretas,
tanto como el glorioso sol difiere de una vulgar candela; tanto como el Espíritu
inmutable e inmortal del hombre–reflejo del Todo absoluto, sin causa e Incognoscible,
difiere de la arcilla mortal que forma el cuerpo humano.
En todas nuestras tan deficientísimas lenguas occidentales, las palabras han sido
desfiguradas siempre con ánimo de velar las ideas que contenían en sí, y cuanto más
materiales venían a ser éstas, más se condensaban en la fría atmósfera de ese egoísmo
que sólo se ocupa de los bienes de este mundo; más se sentía la necesidad de encontrar
términos nuevos para expresar lo que se consideraba tácitamente como superstición
averiguada. Tales palabras no hubiesen podido servir de expresión sino a ideas para las
cuales ningún hombre instruido encontraría Cabida en su inteligencia: “Magia”,
sinónimo de suertes de manos; “hechicería”, como equivalencia de ignorancia crasa, y,
“Ocultismo”, como el resultado de las tristes elucubraciones de aquellos cerebros
helados que, según tal sentir, tuvieron los Filósofos del fuego, los Jacob Boehme y los
Saint Martín, pareciendo términos más que suficientes para especificar las diversas
vueltas de juego de manos de que se trataba. Tales son los despreciativos términos
aplicados a las escorias que fueron dejadas en el mundo por las épocas de tinieblas que
han sido llamadas la Edad Media y la Antigüedad pagana. Esta es la razón del por qué
no existen términos en nuestras lenguas occidentales que permitan indicar la diferencia
que existe entre los poderes ocultos y las ciencias que conducen a su adquisición, con la
misma exactitud que lo hacen las lenguas orientales y particularmente el sánscrito. Las
palabras milagro y encantamiento tienen en el fondo el mismo sentido, puesto que
ambas expresan la idea de resultados producidos ¡violando las leyes de la Naturaleza!
Pero, ¿qué se entiende precisamente por estos conceptos? Un cristiano cree
firmemente en los milagros que Dios le hizo producir a Moisés, en tanto que rechaza
con indignación los de los magos de Faraón o se los atribuye al diablo. Nuestros
piadosos enemigos hacen venir de este último personaje todo el Ocultismo, en tanto
que sus adversarios, los semi–incrédulos, se mofan a la vez de Moisés, de los magos y
del Ocultismo, y enrojecerían de ira si se les supusiera capaces de ocuparse de
semejantes supersticiones. Todo ello porque no existe ningún término que pueda
designar convenientemente estas cosas; porque nos faltan palabras que tengan la
precisión necesaria de sentido y que nos permitan distinguir lo sublime y lo verdadero,
de lo absurdo y lo ridículo.
Lo absurdo y lo ridículo se encuentra en las interpretaciones teológicas que dicen que
los milagros son una violación de las leyes de la Naturaleza, hecha por el hombre, por el
diablo o por Dios. Lo sublime y lo verdadero, es que los milagros de Moisés y de los
magos fueron producidos por la acción de las leyes naturales, leyes que, tanto los
magos como Moisés, habían aprendido a conocer en los santuarios que eran las
Academias de Ciencias de su tiempo, donde se enseñaba el verdadero Ocultismo.
Esta última palabra, traducción del concepto compuesto Gupta Vidya (ciencia secreta),
no tiene un sentido muy claro. ¿De qué ciencia se trata?
Cuatro nombres sirven especialmente, entre muchos otros en el sánscrito, para
designar las diferentes ramas del saber esotérico, y aun el mismo de los Purânas
exotéricos. 1º la Yajna Vidya, que es el conocimiento de los poderes ocultos que pueden
despertarse en la Naturaleza por ciertas ceremonias y ciertos ritos religiosos; 2º la
Maha Vidya “La Gran Ciencia”, respecto de la cual es a veces la magia de los cabalistas y
la de los tantrikas, una hechicería de la peor especie; 3º, la Gupta– Vidya, la ciencia de
los poderes místicos contenidos en el sonido (éter) y que son despertados por los
Mantras (plegarias, cantos o encantamientos), cuyo efecto depende del ritmo y la
melodía; una operación mágica, en fin, basada sobre el conocimiento de las fuerzas de
la Naturaleza y su correlación, y 4º, el Alma Vidya que equivale a las palabras Ciencia
del Alma o Sabiduría Verdadera cuyo sentido, entre los Orientales, alcanza una
extensión mucho más considerable, que entre nosotros los europeos.
Esta última ciencia del Alma Vidya es la sola especie del ocultismo a que debe aspirar
todo teosofista admirador de “Luz sobre el sendero”, o la que desea llegar a ser un sabio
despojándose del egoísmo. Las otras son solamente ramas de las “Ciencias ocultas”, es
decir, partes basadas sobre el conocimiento de la esencia de las cosas en los diferentes
reinos de la Naturaleza –minerales, plantas, animales –ciencias materiales en suma, por
más que la esencia de las cosas sea invisible hasta el punto de haber escapado hasta
aquí a las investigaciones de la Ciencia. La alquimia, la astrología, la fisiología oculta, la
quiromancia existen en la Naturaleza, y las ciencias exactas, tal vez nombradas así por
paradoja, han descubierto ya un buen número de sus secretos. Pero la clarividencia, que
ha sido designada en la India con el nombre simbólico “del Ojo de Siva”, y en el Japón
con el de “Visión infinita”, no es el hipnotismo, hijo bastardo del Mesmerismo, y no
podría ser adquirida por artes de este género. Podrán obtenerse con ellos y por ellos,
buenos resultados, malos o indiferentes; pero el Alma Vidya los tiene en escasa estima.
Además, ella los contiene a todos, y en ocasiones puede emplearlos con objeto de hacer
el bien, después de haberlos desembarazado de sus escorias y de la más insignificante
partícula de tendencia egoísta.
Nos explicamos. No importa que se atrevan algunos a estudiar las artes ocultas que se
acaban de mencionar, sin el auxilio de una preparación difícil, y sin que le sea necesario
adoptar un género de vida demasiado especial. Hasta se les podría dispensar de un alto
desenvolvimiento moral, pero en este caso, nueve sobre diez de los estudiantes
resultarían hechiceros muy aceptables y no tardarían mucho en caer de lleno en la
magia negra. ¿Qué gran mal habría en ello? Los vudus y los dugpas comen, beben, y se
regocijan sobre los montones de víctimas de sus artes infernales, del mismo modo que
los elegantes viviseccionistas y los hipnotizadores titulados de la facultad de medicina;
la sola diferencia entre estas dos clases de gentes, está en que los vudus y los dugpas
son hechiceros con conocimiento de causa, en tanto que determinadas celebridades
médicas son hechiceros inconscientes. Pero, como quiera que los unos y los otros deben
recoger los frutos de sus hazañas en magia negra, las gentes del Occidente son muy
simples cuando no se atreven a tomar de la hechicería más que la condenación y el
castigo, dejando de lado los provechos y los goces que ellos se podrían procurar.
Nosotros lo repetimos; el hipnotismo y la vivisección son hechicería pura y simple,
aunque sin el saber de que gozan los vudus y los dugpas, saber que no es capaz de
adquirir ningún Charcot–Richet durante cincuenta encarnaciones de estudios
obstinados y de experimentaciones continuas. Por lo tanto, aquellos que, con plena
ignorancia de su naturaleza, quieren ocuparse de magia, se encuentran con las duras
reglas impuestas para alcanzar el Atma Vidya, y se desvían del verdadero Ocultismo,
viniendo a ser mágicos, no importa por qué medios, a riesgo de quedarse vudus o
dugpas por diez encarnaciones consecutivas.
Con esto, es muy probable que nuestros lectores presten todo su interés hacia cuartos,
sintiéndose invenciblemente atraídos hacia el Ocultismo, no comprenden la verdadera
naturaleza del objeto de sus aspiraciones, ni se encuentran todavía acorazados contra
las pasiones, y menos aun, desembarazados de todo egoísmo.
¿Qué deberán hacer estos infelices, campo cerrado en que luchan las más contrarias
fuerzas? Dicho queda antes. Una vez que el deseo por el Ocultismo se despierta en el
corazón de un hombre, ya no existe un rincón en el mundo entero en el que pueda
encontrar la paz; torturado por una inquietud incesante, él vaga por los desiertos de la
vida, buscando en vano el sendero que le conducirá al reposo. Como de un pebetero
humeante, sale de su corazón el humo de sus pasiones y deseos egoístas, ocultándole a
sus ojos la Puerta de Oro. ¿Deberá rodar él entonces por los abismos de la hechicería y
de la magia negra, y a través de numerosas encarnaciones, amasarse un Karma más y
más terrible? ¿No habrá para él otro mejor camino?
Un solo camino existe: Que no aspire a más de lo que puede alcanzar. Que no cargue
sus espaldas con un peso mayor que sus fuerzas. Sin pretender verse convertido en un
Mahatma, un Buddha o un gran Santo, que estudie la “Ciencia del alma” y que venga a
ser así uno de los modestos bienhechores que no tienen poderes sobrehumanos. Los
Siddhis (poderes de los Arhats) son únicamente para aquellos que pueden “vivir la vida,
cumpliendo a la letra los terribles sacrificios exigidos para la adquisición de estos
poderes. Que sepan ellos, si todavía no lo saben, que el verdadero Ocultismo es “la
Gran renunciación del yo”, renunciación incondicional y absoluta en pensamiento y en
acción. Es el altruismo, que para siempre jamás separa al que lo practica del número de
los vivientes. Cuando aquél se ha dedicado a la obra “ya no vive para sí, sino que vive
para el mundo”. Mucho se le perdona durante los primeros años de pruebas. Pero desde
que él es “aceptado”, su personalidad debe desaparecer; es preciso que se convierta en
una simple fuerza bienhechora de la Naturaleza.
El candidato a ocultista, no tiene ya más que dos polos hacia donde poderse dirigir;
porque se abren a su paso dos caminos, sin que fuera de ellos le sea posible encontrar
un lugar de reposo; es preciso que arribe laboriosamente, paso a paso, y siguiendo, a
través de numerosas encarnaciones que se sucederán rápidamente y sin ningún
intervalo de reposo devakánico, por la escala de oro que conduce al estado de Mahatma
(condición de Arhat, de Bodhisatva), de donde, al primer paso en falso, rodará para caer
en los abismos en que se hallan los dugpas…
Todo esto se ignora, o se ha perdido de vista. Cuando se puede seguir la evolución
silenciosa de las primeras aspiraciones de los candidatos, suele notarse cuán extrañas
son las ideas que se apoderan de su espíritu. Entre ellos, la facultad de razonar se
deforma de tal manera, que llegan hasta imaginarse que les es posible purificar sus
pasiones de modo, que volviendo su llama hacia dentro y encerrándola en el corazón, se
convierta en una energía capaz de hacerles llegar a las regiones superiores, e
introducirles hasta en el verdadero santuario del Alma, donde ellos comparecerán ante
el Yo Superior, o ante el Maestro. Así, por un vigoroso esfuerzo de voluntad, domando
sus pasiones, en lugar de inmolarlas, las dejan ellos continuar ardiendo en su alma bajo
una delgada capa de cenizas. ¡Pobres ciegos visionarios!
Encerrad una banda de deshollinadores ebrios, completamente tiznados y sudorosos
en un santuario alfombrado de paños blancos, y figuraos que en lugar de cambiar esos
paños en harapos repugnantes, atrajeran los deshollinadores la blancura sobre sus caras
y vestidos, logrando así salir de allí inmaculados, como lo estaba el santuario antes de
que ellos entraran. Tal es la absurda pretensión de muchos candidatos a Ocultistas…
¡Extraña aberración del espíritu humano! Durante su cautividad en la vida terrestre, no
tiene él otra conciencia que la de su intelecto, que nosotros hemos denominado “el
alma humana”, mientras que el “alma espiritual” es el vehículo del Espíritu. El alma
humana o pasional se compone, en su naturaleza superior, de aspiraciones, de
voliciones espirituales y de amor divino. Su naturaleza inferior está formada de deseos
terrestres, de pasiones animales, resultantes de su unión con el vehículo asiento de
estas pasiones. El alma es entonces la intermediaria entre la naturaleza animal del
hombre, que ella trata de subyugar por su razón, y su naturaleza espiritual o divina, a la
cual va a reunirse cuando queda domado el animal interior. Este último es el “alma
animal”, instintiva, en que viven las pasiones que imprudentes y entusiastas encierran
en su pecho, tratando de adormecerlas en lugar de destruirlas. ¿Esperan ellos que las
aguas cenagosas del sumidero animal podrán transformarse en las ondas cristalinas de
la vida? ¿Sobre qué terreno neutro pueden ellas tener aprisionadas las pasiones para
que el hombre no pueda ser afectado por ellas? El amor y la lujuria, bestias fogosas,
quedan vivientes en el lugar en que han nacido, en el alma animal, porque ni la porción
superior ni la inferior del alma humana les permite entrar, no obstante que ellas no
pueden evitar las manchas de su contacto. En cuanto al Alma trascendente –el YO, el
Espíritu –es tan incapaz de asimilarse tales sentimientos, como le es al agua mezclarse
con el aceite o el sebo líquidos. Es, pues, el mental, el solo lazo que une al hombre de la
tierra con el Alma trascendente, víctima de este estado de cosas, encontrándose
constantemente en peligro de ser arrastrada a perderse en los abismos de la materia, a
causa de las pasiones que pueden despertarse a cada instante. ¿Y cómo podría él
ponerse de acuerdo con la divina armonía del principio superior, si esta armonía es
destruida por la sola presencia de las pasiones animales en el santuario en preparación?
¿Cómo llegaría a dominar la armonía, cuando el alma, a causa del tumulto de pasiones y
deseos del hombre astral, se mancha y desconcierta? Figuraos una jauría de perros
introducida en una iglesia, haciendo coro con sus aullidos al sonido del órgano.
Este “astral”, este doble etéreo, que existe en el animal de igual manera que en el
hombre, no es el compañero del Ego divino, sino del cuerpo físico. Es el lazo entre el yo
personal o conciencia inferior de Manas, y el cuerpo, y sirve él de vehículo a la vida
transitoria no a la inmortal. Corno a nosotros nuestra sombra, así sigue él
mecánicamente todos los movimientos, todas las impulsiones del cuerpo. Queda
siempre unido a la materia y no sube al Espíritu jamás. Cuando la voluntad implacable
ha destilado las pasiones en su retorta y las ha evaporado; cuando todos los deseos de
la carne han muerto al par del sentimiento del yo personal, y el astral ha sido reducido a
cero, es cuando la unión don el Yo puede efectuarse. En el instante en que el astral no
hace más que reflejar al hombre domado, a la personalidad todavía viviente pero
desprovista de deseos y de egoísmos, es cuando el brillante Augoeides, el Ego divino,
puede vibrar en armonía consciente con los dos polos de la entidad humana, el hombre
cuya materia se halla ya purificada, y la eternamente pura Alma Espiritual,
permaneciendo indisolublemente unida al Yo, que es el Maestro, el místico Cristo de
los gnósticos, fundido con Él ya para siempre.
¿Cómo el hombre ordinario, continuamente preocupado por las cosas mundanas y las
ambiciones de riqueza y poderío, puede pretender entrar así por la angosta puerta del
Ocultismo?
No ya la satisfacción de los sentidos, sino hasta los goces mentales, implican por sí
mismos la pérdida inmediata de los poderes del discernimiento espiritual. jamás, puede
la voz del Maestro hacerse oír por los oídos de aquel que no puede distinguir aún con
claridad entre la voz de éste y la de un perverso y engañoso dugpa.
El terrible “fruto de maldición”, fruto del Mar Muerto, asume constantemente la más
seductora y mística apariencia; pero al tocar nuestros labios se trueca en cenizas y en
hieles el corazón, con “sus abismos más y más profundos; sus tinieblas pavorosas, que
dan la locura en lugar de la Sabiduría; la culpa, en vez de la inocencia; el despecho, en
vez de la esperanza, y la congoja infernal, en lugar de los deliquios del éxtasis”, sin que
tales víctimas del más cruel de los engaños lleguen a reconocerlo en su ceguera…
Cualquiera que sea la intención con que el principiante se lance por el Sendero de la
Derecha o el de la Izquierda, toda hechicería realizada, sea consciente o inconsciente,
trae aparejado su karma respectivo. Semejante karma será a la manera de las ondas que
en el lago forma al caer la piedra. ¡Cuán esencial no será, pues, jara nosotros, el que nos
abstengamos de precipitarnos en prácticas cuyo terrible alcance desconocemos!
Pero a nadie se le impone más carga que la que sus hombros pueden soportar. Existen
ciertamente efectivos “magos de nacimiento”, es decir, místicos y ocultistas a quienes
múltiples y fructíferas encarnaciones les han puesto ya a prueba de toda pasión, es
decir, que ningún fuego terrenal puede ya inflamarles, ni sus almas tienen ya eco para
todo aquello que no sea el grito de dolor de la desgraciada Humanidad.
Semejantes seres son los únicos que pueden estar seguros del triunfo final. Se han
despojado del sentimiento de baja personalidad, y al así paralizar por completo los
impulsos de su “astral” animal, han forzado, valerosos, las Puertas de Oro, estrechas y
difíciles. No así cuantos tienen que soporta todavía el lastre de sus pecados en esta y en
anteriores existencias, pues para ellos la Puerta de Oro de la Sabiduría puede
transformarse en el amplio sendero que conduce al aniquilamiento final. Tamaña
Puerta de Perdición es la de las Artes Ocultas practicadas con fines egoístas, Artes
diametralmente opuestas a las sublimidades de la Alma Vidya.
Además, no hay que olvidar que nos hallamos aún en el Kaliyuga o Edad Negra, y que
la fatal influencia de ésta es mil veces más poderosa en Occidente que en Oriente. De
aquí las infinitas víctimas que causan los poderes reinantes en esta tenebrosa edad,
cielo de luchas e imperio de las más engañosas ilusiones, una de ellas la de creer que es
fácil el traspasar los umbrales del Ocultismo sin un inmenso sacrificio.
Semejante error es el ensueño de no pocos teosofistas, animados por el funesto deseo
de egoísmos y poderes. “La puerta es estrecha, y de acceso difícil”, se ha dicho siempre.
Tanto, que con sólo mencionarles algunas de las dificultades preliminares, los
aspirantes occidentales han retrocedido espantados. Que se detengan, sí, aquí, pues si
después de retroceder ante la estrecha Puerta su funesto anhelo hacia lo Oculto les
lleva hacia el dorado misterio que brilla a la luz de la ilusión, pueden estar seguros de
que acabarán siendo unos dugpas, por aquella siniestra Via fatale del infierno dantesco,
sobre cuyo frontispicio leyese. el gran épico:
“Per me si va nella citta dolente,
per me si va nell'eterno dolore,
per me si va tra la perduta gente…”
Por esto conviene, finalmente, decir algo acerca de los primeros pasos en el camino
del Ocultismo, estableciendo de una vez para siempre:
La diferencia esencial entre el Ocultismo teórico y el Ocultismo práctico, o sea entre
lo que, por una parte, se conoce generalmente con el nombre de Teosofía, y por otra
con el de Ciencia Oculta.
La naturaleza de las dificultades inherentes al estudio de esta última.
Es relativamente fácil ser teósofo. Toda persona que posea medianas capacidades
intelectuales y tendencia a la metafísica, que lleve una vida pura y desinteresada, con
mayor placer en ayudar a sus semejantes que en ser ayudado; que se encuentre
dispuesto a sacrificar su propia satisfacción en aras del prójimo y ame la Verdad, la
Bondad y la Sabiduría por sí mismas y no por el beneficio que le puedan allegar, es
teósofo.
Pero todo esto es muy distinto de entrar en el Sendero que conduce al conocimiento
de lo que conviene hacer, así como a la verdadera distinción entre el bien y el mal; de
entrar en el Sendero que conduce al hombre hacia el poder con cuya ayuda puede hacer
el bien que desee sin que, frecuentemente, parezca realizar para ello el menor esfuerzo.
Hay además un punto importante que debe conocer el estudiante. La enorme
responsabilidad que asume el Instructor por amor al discípulo.
Desde los Gurus de Oriente, que enseñan abierta o secretamente, hasta un corto
número de cabalistas que, en los países occidentales, tratan etc. enseñar los rudimentos
de la ciencia sagrada a sus discípulos (los hierofantes occidentales ignoran
frecuentemente el peligro a que se exponen), todos los Instructores están sometidos a
la misma ley inviolable. Desde el momento en que realmente comienzan a enseñar,
desde que confieren un poder cualquiera (psíquico, mental o físico) a sus discípulos,
toman sobre sí todas las faltas que éstos puedan cometer relativas a las ciencias ocultas,
ya por acción, ya por omisión, hasta el momento en que, por la iniciación, convertido el
discípulo en maestro, sea el solo responsable.
Hay una ley religiosa, fatal y mística, muy reverenciada v respetada por los griegos,
olvidada a medias por los católico–romanos y olvidada del todo por la iglesia
protestante. Data de los primeros días del cristianismo y está basada sobre la ley que
acabamos de indicar, de la que es símbolo y expresión. Es el dogma de la santidad del
lazo entre padrino y madrina de un niño28. Aquéllos toman tácitamente la
responsabilidad del bautizazo (ungido, como en verdadera iniciación o misterio) hasta
el día en que el niño llega a ser entidad responsable, conocedora del bien y del mal. Esto
esclarece el porqué los instructores toman sus precauciones y piden a los chelas,
discípulos en estado probatorio, una prueba de siete años, a fin de comprobar su
aptitud y desarrollar las cualidades necesarias a la seguridad del Maestro y del
discípulo.
28 El lazó establecido por estas relaciones reviste tal carácter de santidad en la Iglesia griega, que el
matrimonio entre padrino y madrina del mismo niño es considerado como incestuoso, ilegal y disuelto
por la ley. Esta absoluta prohibición se extiende hasta los hijos de los padrinos y madrinas.
El Ocultismo no es la magia. Es relativamente fácil aprender el uso de los encantos o el
medio de servirse de las fuerzas sutiles, aunque materiales, de naturaleza psíquica. Los
poderes del alma animal en el hombre se despiertan muy pronto. Fuerzas tales como el
amor, el odio o la pasión se desarrollan fácilmente. Pero esto es magia negra y brujería,
porque del motivo, y solamente del motivo, depende que el ejercicio de cualquier poder
sea magia negra, malhechora, o magia blanca, bienhechora. Es imposible emplear las
fuerzas espirituales si queda en el operador el más leve resto de egoísmo, pues a menos
que la intención sea enteramente pura, la voluntad espiritual se transformará en
voluntad psíquica actuante en el plano astral y pudiera producir terribles resultados.
Los poderes y las fuerzas de la naturaleza animal pueden ser empleados por los
egoístas y vengativos, lo mismo que por los desinteresados y dispuestos a perdonar;
pero los poderes y las fuerzas del Espíritu los manejan solamente los de perfecta pureza
de corazón. Esta es la Divina Magia.
¿Cuáles son, por lo tanto, las condiciones requeridas para ser estudiante de la Divina
Sabiduría?
Porque es preciso comprender que tal instrucción no puede darse a menos de poseer
ciertas condiciones y practicarlas rigurosamente durante los años de estudio. Esta es
condición sine qua non. Nadie puede nadar si no se sumerge en aguas suficientemente
profundas. No puede volar el pájaro antes de que sus alas se hayan desarrollado
suficientemente y que tenga ante sí el espacio necesario y valor para lanzarse a él.
El hombre que quiere manejar una espada de dos filos debe ser un muy diestro
maestro de esgrima, si no quiere herirse a sí mismo, y lo que sería más grave, herir a los
demás al primer ensayo.
Para dar una idea aproximada de las condiciones en que solamente puede proseguirse
con seguridad el estudio de la Sabiduría Divina, es decir, sin el peligro de que la magia
divina se convierta en magia negra, extractaré una página de las reglas privadas que
posee todo instructor oriental. Los siguientes pasajes han sido entresacados de un gran
número, y su explicación va a continuación de los mismos.
El lugar reservado para dar la instrucción debe ser de tal manera escogido, que en él no
pueda distraerse la mente y debe estar lleno de objetos que tengan influencia
evolucionante (magnética). Deben lucir allí los cinco colores sagrados, reunidos en un
círculo, en medio de otros objetos.
[El lugar debe ser reservado y no ha de servir para ningún otro uso. Los cinco colores
sagrados son los del prisma, arreglados de cierta manera, porque estos colores tienen
mucha influencia magnética. Por influencias maléficas se designan todos los desórdenes
que pueden producirse por las contiendas, querellas, malos sentimientos, etc., de los
que se dice que se imprimen inmediatamente en la luz astral de la atmósfera de una
habitación y flotan a su alrededor en el aire. Esta primera condición parece bastante
fácil de cumplir; sin embargo, se debe reconocer que es una de las más difíciles].
Antes de autorizar al discípulo para estudiar cara a cara, debe adquirir los
conocimientos preliminares en un grupo escogido de otros upásakas (discípulos) cuyo
número debe ser impar.
[Cara a cara significa, en este caso, un estudio independiente, o separado de otros,
cuando el discípulo recibe la instrucción cara a cara, sea consigo mismo (su Yo superior,
o Yo divino) sea con su gurú. Solamente entonces recibe cada cual la debida instrucción,
según el uso que ha hecho de sus conocimientos.
Esto sólo debe ocurrir hacia el final del ciclo de instrucción].
Antes que tu (el instructor) puedas dar a conocer a tu discípulo las santas palabras de
Lamrin, o que puedas permitirle prepararse para DubJeb, debes velar que esté
enteramente purificada su mente, y en paz con todos, especialmente con las otras
partes de él mismo. De otro modo, las palabras de sabiduría y de la buena Ley se
dispersarán y las arrastrará el viento.
[Lamrin es un trabajo de instrucciones prácticas de Tson–Kapa, en dos partes; una con
fin eclesiástico y exotérico, y la otra de uso esotérico. Prepararse para Dabjeb se refiere
a la preparación de los objetos empleados para la clarividencia, tales como los espejos y
los cristales. Las “otras partes de él mismo” designan los estudiantes de su grupo. A
menos que reine la mayor armonía entre ellos, no es posible el éxito. El instructor
compone los grupos según las naturalezas magnéticas y eléctricas de los estudiantes,
reuniendo y agrupando con el mayor cuidado los elementos positivos y negativos].
Mientras estudian los upâkasas, deben tener cuidado de estar unidos como los dedos
de una misma mano: Tú grabarás en sus mentes que lo que a uno hiera debe herir a los
otros, y si la alegría de uno no encuentra eco en el corazón de los demás, no existen las
condiciones requeridas y es inútil proseguir.
[Esto no sucederá si la elección, preliminar ha sido hecha según las cualidades
magnéticas requeridas. Está reconocido que chelas llenos de promesas y preparados
para recibir la verdad, han debido esperar mucho tiempo (años) a consecuencia de su
temperamento y de la imposibilidad en que se encontraban de ponerse al unísono con
sus compañeros].
Los condiscípulos deben de ser acordados por el Gurú como las cuerdas de un laúd,
que cada una es diferente de las otras y, sin embargo, emiten sonidos en armonía con
las demás. Colectivamente deben formar como un teclado que en todas sus partes
responda a tono, al más ligero toque del Maestro. De este modo sus espíritus se abrirán
a las armonías de la Sabiduría que vibrarán a través de todos y de cada uno,
produciendo efectos agradables a los dioses (tutelares o ángeles guardianes) y útiles al
discípulo. Así la Sabiduría grabará una huella en sus corazones y jamás se alterará la
armonía de la ley.
VI. Los que deseen adquirir el conocimiento que conduce a los Siddhis (poderes
ocultos) deben renunciar a todas las vanidades de la vida y del mundo. (Sigue la
enumeración de los Siddhis.)
Nadie puede sentir diferencia entre él y los demás estudiantes, ni pensar “yo soy el
más sabio” o “el más santo, o más agradable al Instructor que mi hermano, etc., sin dejar
de ser upásaka. Deben, ante todo, estar fijos sus pensamientos sobre su corazón para
destruir en él todo sentimiento hostil a cualquier ser viviente. Debe estar lleno el
corazón del sentimiento de la no separatividad, tanto respecto de los seres como de
todo lo existente en la Naturaleza; de otra manera no puede obtenerse éxito alguno.
Un lana no debe temer más que las influencias de la vida exterior (emanaciones
magnéticas de las criaturas vivientes). Por esta razón, aun cuando se sienta uno con
todos, en su naturaleza interior, debe tener mucho cuidado en separar su ser físico
(exterior) de toda influencia extraña. Solamente él debe comer y beber en sus platos y
vasos. Debe evitar todo contacto corporal (tocar o ser tocado) con los seres humanos, lo
mismo que con los animales.
[No le es permitido ningún animal favorito y hasta le está prohibido tocar a ciertos
árboles y plantas. Un discípulo debe vivir, por decirlo así, en su propia atmósfera a fin
de individualizarla en vista de los designios ocultos].
Debe mantener la mente cerrada a todo lo que no sean las verdades eternas de la
Naturaleza, a fin de que la Doctrina del corazón no se reduzca a la doctrina del ojo
(formalismo vacío y exotérico).
Ninguna carne, nada que tenga en sí vida, debe comer el discípulo. No debe beber
vino, licores, ni fumar opio, porque son como malos espíritus que aferran a los
imprevisores y destruyen su mente.
[Se supone que el vino y los licores conservan el siniestro magnetismo de cuantos han
contribuido a su elaboración, y que la carne de todo animal conserva los rasgos
psíquicos característicos de su especie].
La meditación, la abstinencia en todo, la observancia de los deberes morales, los
elevados pensamientos, las buenas acciones y las benévolas palabras, así como una
buena voluntad hacia todos y un completo olvido de sí mismo, son los más eficaces
medios para obtener el conocimiento y prepararse para recibir la superior Sabiduría.
Solamente por la estricta observancia de estas reglas, puede el discípulo adquirir, en
un tiempo dado, los poderes de los Arhates, el desarrollo que, poco a poco, le hará Uno
con el Todo Universal.
Estos doce pasajes han sido entresacados de setenta y tres reglas cuya enunciación
sería inútil, porque no tendrían sentido para los europeos. Pero las expuestas bastan
para mostrar las graves dificultades de que está sembrado el sendero para quien, nacido
y educado en los países occidentales quiera ser upásaka29.
29 Es preciso. recordar que todos los chelas, hasta los mismos discípulos laicos, se llaman upásakas hasta
después de la primera Iniciación, en que se convierten en lanús–upásakas. Hasta entonces, aun los que
pertenecen a las Lamaserias son puestos aparte, y se consideran como laicos.
Toda la educación, y especialmente la educación inglesa, está basada sobre el principio
de la emulación y de la lucha. Todo educando se ve impedido a aprender más
rápidamente y adelantar a sus compañeros, sobrepujándolos por todos los medios
posibles. Lo que tan sin razón se llama la “amigable rivalidad” se cultiva asiduamente y
se fortifica en cada pormenor de la vida.
¿Cómo puede un occidental, con semejantes ideas inculcadas desde la infancia,
llegarse a sentir par a par de sus condiscípulos– como los dedos de su misma mano? El
instructor no escoge sus condiscípulos según su propia apreciación o su simpatía
personal, sino que los escoge por otra clase de consideraciones, y el que quiera ser
estudiante debe tener, ante todo, bastante fortaleza para destruir en su corazón todo
sentimiento de antipatía o desvío respecto de los otros. ¿Cuántos occidentales están
preparados seriamente ni siquiera para intentarlo?
Y luego vienen los pormenores de la vida diaria. ¡La orden de no tocar ni aun la mano
del más próximo y del más querido! ¡Cuán contrario es esto a las nociones occidentales
sobre los afectos y buenos sentimientos! ¡Cuán frío y duro parece! Se dirá: es egoísmo
abstenerse de proporcionar placer a los demás tan sólo por el deseo del propio
perfeccionamiento. Que los que así piensen difieran para otra vida el propósito de
entrar con ardiente en el Sendero. Pero que no se glorifiquen en su llamado desinterés,
porque, en realidad, se dejan engañar las falsas apariencias, por ideas convencionales
basadas sobre la sentimentalidad o la cortesía, cosas todas de una vida artificial y que
no son reglas de la verdad.
Pero, aun dejando aparte estas dificultades, que pueden considerarse de orden
exterior, aunque no por ello se aminore su importancia, ¿cómo podrán los estudiantes
del Occidente ponerse armoniosamente al unísono como se ordena? El personalismo se
ha desarrollado con tal fuerza en Europa y América, que no hay escuela, ni aun entre
artistas, cuyos miembros no se odien o no sientan celos unos de otros. El odio y la
envidia profesionales han llegado a ser proverbiales; cada cual busca su ventaja a toda
costa, y la llamada cortesía no es más que engañosa máscara que oculta los demonios
de los celos y del odio.
En Oriente la idea de la no separatividad se inculca persistentemente desde la
infancia, como lo es en Occidente la idea de rivalidad. La ambición personal, los
sentimientos y deseos personales no se estimulan allí para que lleguen a ser imperiosos.
Cuando el terreno es bueno por naturaleza y se cultiva en buen sentido, al convertirse
el niño en hombre ha contraído el hábito de la subordinación de su Yo inferior al Yo
superior, y este es fuerte y poderoso.
En Occidente piensan los hombres que su simpatía o antipatía hacia los demás
hombres, o hacia las cosas, son los principios directores según los cuales deben de obrar,
tratando frecuentemente de imponer tal regla de vida a los demás.
Quienes lamentan haber aprendido poco en la Sociedad Teosófica deben grabar en su
corazón las palabras que aparecen en un artículo publicado en The Path: “La llave de
cada grado es el propio aspirante”.
No es “el temor de Dios”, el principio de la Sabiduría; pero el “conocimiento del Yo” es
la Sabiduría misma.
Cuán grande y verdadera le parece entonces al estudiante ocultista que ha empezado
a comprobar algunas verdades, la respuesta del oráculo de Delfos a cuantos van en
busca de la Sabiduría Oculta; palabras confirmadas y repetidas miles de veces por el
sabio Sócrates:
“HOMBRE, CONÓCETE A TI MISMO”
¿Qué es la imaginación? –Los psicólogos nos dicen que es el poder p1ástico o
modelador del alma, pero los materialistas la confunden con la fantasía. La
diferencia radical que media, en efecto, entre la fantasía y la imaginación está
admirablemente indicada por Wordsvorth en el prefacio de sus Baladas, y no
es disculpable, en manera alguna, la actual confusión entre estas dos palabras, que
suelen darse casi siempre. como equivalentes.
Pitágoras sostiene que la imaginación no es otra cosa que el recuerdo de precedentes
estados espirituales, mentales y físicos, al paso que la fantasía es el mero y
desordenado automatismo del cerebro material y, según la máxima enseñanza de la
filosofía antigua, la Idea Eterna, esto es, la Imaginación del Ánima Mundi, que vivificó y
moldeó al Caos primordial. Por esto, de igual modo que el Logos Demiúrgico moldeó y
dió forma a la Materia cósmica, así el hombre, cuando alcanza plena conciencia de sus
excelsos poderes, puede hacer, hasta cierto punto, lo mismo. Si Fidias, amasando las
partículas de arcilla, pudo dar la forma plástica a la sublime idea evocada por la magia
de su facultad creadora o imaginativa, la madre que conoce su poder, puede modelar, en
la forma que desee, al hijo que lleva en su seno. El escultor, ignorando sus verdaderos
poderes divinos, produce sólo una figura inanimada, aunque admirable, mientras que el
alma de la madre, violentamente afectada por su propia imaginación, proyecta
ciegamente en la luz astral la imagen del objeto que le ha impresionado, y esta imagen
resulta luego estampada por repercusión en el feto. Fournié, en su Physiologie da
systéme nerpeux cerebro–espinal, añade que si sabemos por la ciencia que un paso dado
por nosotros en la tierra afecta en una ínfima parte al propio equilibrio del universo,
podemos imaginar que lo mismo acaecerá con aquellos movimientos vibratorios que
acompañan al pensamiento. Así, el éter cósmico, o luz astral de los cabalistas, debe
estar lleno de semejantes fotografías continuas de todo cuanto ocurre, pudiendo
decirse que una no pequeña parte de la energía del universo debe estar empleada en la
producción y conservación de semejantes pinturas.
El Dr. Magendie, en sus Précis elementaire de Physiológie, admite la influencia de la
imaginación en la producción de deformidades o teratologías entre los animales. El
nacimiento, por ejemplo, de polluelos con cabeza de halcón, le explica por la teoría de
que la aparición del enemigo hereditario de la raza gallinácea, obró sobre la
imaginación de la gallina y comunicó así a la materia del germen ciertos movimientos
determinantes del fenómeno… Tal es la experiencia de cuantos se dedican a la cría de
animales, y ello está comprobado por Columela, Jonatt y tantos otros…
Catalina Crowe, en su célebre obra Niht–side of Nature, diserta extensamente, con
demostraciones adecuadas, acerca del poder de la mente sobre la materia y con este
asunto se relaciona el fenómeno de los estigmas, o señales concordantes, que aparecen
en el cuerpo de personas de imaginación exaltada. En el caso de la extática tirolesa
Catalina Emnierich, y en otros muchos, las llagas de la crucifixión, producidas por sus
éxtasis, según se dice, eran perfectamente reales… Igual se cuenta de dos señoritas
polacas que contemplaban desde su ventana una tempestad. El rayo cayó cerca de ellas,
fundiendo el collar de oro que llevaba la una, y una reproducción exacta de la forma de
aquél quedó estereotipada en el cuello de ésta. La otra joven, aterrorizada por el
accidente acaecido a su compañera, quedó paralizada del susto y, a poco, la misma señal
del collar impresa sobre la garganta de su compañera, apareció también en la suya y
perduró largo tiempo. El doctor alemán Justinos Kerner refiere este caso, aún más
extraordinario: “En los días de la invasión francesa, un cosaco acorraló a un francés,
trabándose entre ambos un¡ lucha a muerte, de la que el francés resultó mal herido. Una
persona que se había refugiado en aquel sitio aterrorizada, se impresionó de tal
manera, que cuando llegó a su casa presentaba heridas análogas en. su propio cuerpo”.
En estos casos, como en todos aquellos en que sobrevienen trastornos orgánicos y
hasta la muerte merced a una súbita acción de la mente sobre el cuerpo, Magendie no
podría hallar otra razón explicativa distinta de la imaginación, y si él fuese ocultista, al
estilo de Paracelso o Van Helmont, este problema no le resultaría problema, porque
comprendería que el poder de la voluntad y de la imaginación humanas –consciente
aquélla e inconsciente ésta– actuando sobre el éter universal, puede determinar
trastornos, tanto mentales como físicos, no sólo sobre víctimas escogidas de intento,
sino también, y por acción refleja, sobre uno mismo, sin darse cuenta de ello. Uno de los
principios fundamentales de la Magia es el de que, cuándo una corriente de este fluido
sutil no es impelida con la fuerza suficiente para alcanzar su objetivo, o en él encuentra
fuerte obstáculo, reaccionará sobre el individuo que la ha lanzado, al modo como la
pelota retorna hacia la mano que contra el muro la dirigió. En apoyo de esto se citan
muchos casos de personas que, al pretender pasar plaza de hechiceros con sus malas
acciones, fueron víctimas ellos mismos de sus propios intentos.
Deleuze ha coleccionado en su Bibliothéque du magnetisme animal, cierto número de
hechos notables tomados de Van–Helmont: “Se dice que hay hombres que pueden
causar la muerte de un pájaro mirándole durante un cuarto de hora con la imaginación
dirigida hacia el deseo de que muera, cosa confirmada por Rousseau en sus propias
experiencias de Egipto y de Oriente, puesto que así pudo conseguir dar muerte a varios
sapos, hasta que una vez que quiso repetir la prueba en Lyon y el sapo, viendo que no
podía sustraerse a su mirada, dió una vuelta en redondo, se hinchó y se quedó a su vez
mirando fijamente hacia su dañador, con lo que Rousseau experimentó una debilidad
tan grande que a poco se desmaya. Durante algún tiempo temió hasta por su vida…”
Pero, volvamos a la cuestión de la teratología. Wierus, en su obra De prestigiis
demonum, cuenta que a cierta mujer embarazada la amenazó su marido diciéndola que
tenía el diablo en el cuerpo. El terror de la madre fue tal, que el niño nació deforme. En
la obra demonológica de Peramatus se refieren análogas monstruosidades respecto de
cierta criatura nacida en San Lorenzo (Indias Occidentales) en 1573, monstruosidades
confirmadas por el testimonio del entonces Duque de Medina Sidonia y consignadas en
la célebre obra de Henry More acerca de La inmortalidad del alma, donde se dice que el
niño en cuestión, además de sus horribles deformidades en boca, nariz y orejas,
ostentaba dos carnosidades en forma de cuernos sobre su cabeza, largos pelos, como
cerdas, un doble ceñidor, una especie de bolsa de carne en la cintura y una como
campanilla carnosa en la mano izquierda, todo al tenor del conjunto absurdo y diabólico
de cierto hechicero indio a quien la embarazada contemplara horrorizada danzar en una
de las clásicas fiestas brujescas de esta clase de gentes.
No queremos fatigar más al lector con el relato de nuevos casos teratológicos sacados
de las obras de los clásicos antiguos para confirmar nuestro aserto de que tamañas
aberraciones se deben a las acciones recíprocas entre la imaginación de la madre y el
akasha o éter cósmico, que dirían los orientales y Van Helmont.
El archaens, o Principio Vital cósmico de este último, no es otra cosa que la luz astral
de los cabalistas y el éter universal de la moderna ciencia, y ciertamente que si las
marcas más insignificantes del feto en los casos referidos y en mil otros no son debidas
a la imaginación de la madre, ¿a qué otra cosa podría atribuir el Profesor Magendie la
formación de las escamas córneas, cuernos de cabra y el pelaje propio de los animales,
que hemos visto caracterizando a tan monstruosa progenie?… Verdaderamente que la
relación en que se hallan entre sí el feto y la madre es bien poco diferente a la del
inquilino respecto de la casa, de cuyas condiciones depende su calor, su bienestar, su
salud y aun su vida…
Demócrito de Abdera nos enseña que el espacio entero está lleno de átomos, y
nuestros astrónomos nos muestran a estos átomos juntándose para formar mundos y
después las razas mismas de los seres que han de poblarlos. Si, pues, en la voluntad y en
la imaginación humanas existe una potencia que, concentrando corrientes de estos
átomos sobre un punto objetivo, pueden moldear un niño, al tenor de las impresiones
sentidas por la imaginación de la madre, ¿por qué no ha de ser creíble también que
estas mismas potencias, por una especie de inversión o cambio de signo de tales
corrientes, puedan disipar y destruir cualquier parte y hasta el cuerpo todo del ser que
aún no ha nacido de su seno?…
Viene aquí, pues, el problema de los falsos embarazos, que tanto ha preocupado lo
mismo al médico que a sus pacientes. Si la cabeza, el brazo y la mano de los tres
célebres casos teratológicos relatados por Van Helmont pudieron desaparecer por
efecto de una emoción de espanto de la embarazada, ¿por qué no ha de poder la misma
u otra emoción ser causa de una total disociación y extinción del feto en la llamada
falsa preñez? Tales casos, aunque muy raros, ocurren realmente, dejando burlada, de
paso, a la ciencia. Aunque en la sangre de la madre no circule efectivamente ningún
disolvente químico capaz de disociar los elementos del feto sin destruirla a ella misma,
es un hecho que, como dice el escéptico doctor Fournié al relatar con desconfianza
aquellos casos, cante esta extraña serie de fenómenos, nuestro papel es el de meros
historiadores, pues que al tratar de hallar razones científicas para ellos, tropezamos,
como de costumbre, con los inescrutables misterios de la vida, y a medida que
avanzamos en nuestra investigación advertirnos más y más que aquello es para
nosotros un terreno vedado”…
Desde la aparición del espiritismo, los médicos y los experimentadores se encuentran
más dispuestos que nunca a tratar a grandes filósofos, como Paracelso y Van Helmont,
como unos embaucadores supersticiosos y charlatanes, y a ridiculizar frívolamente sus
nociones acerca del archeus cósmico o del anima mundi, con todos sus demás
conocimientos cosmológicos y antropológicos. Y, sin embargo, ¿qué progresos
positivos ha logrado la Medicina desde aquel día en que lord Bacon la clasificó entre el
grupo de las ciencias conjeturales, por contraposición a las ciencias exactas?… La
psicología es una rama científica casi desconocida hasta ahora, al decir de las mayores
autoridades en la materia, y la fisiología, según la gran autoridad de Fournié en el
prefacio de su erudita obra Phisiologie du sistéme nerpeux, a poco que profundicemos,
nos lleva a un terreno en el que notamos que no sólo está por desarrollar la fisiología
del cerebro, sino que del propio sistema nervioso no existe fisiología alguna.
Cierto día oímos decir a un sabio académico francés que haría con gusto el sacrificio
de su propia reputación, a trueque de borrar de la memoria de las gentes el recuerdo de
los infinitos errores y equivocaciones ridículas de sus colegas, y tiempo vendrá, en
efecto, en que los hijos de los hombres de ciencia se avergüencen y renieguen del
degradante materialismo y ruin criterio científico–pasional de sus padres. La simple
ilustración intelectual no puede reconocer lo espiritual. Así como el rayo del sol apaga
el brillo del fuego, del propio modo el espíritu ofusca los ojos de la mera inteligencia.
¡Cuán fielmente el propio racionalista Lecky ha pintado la inconsciente propensión de
los hombres de ciencia a burlarse de todo lo nuevo, recibiéndolo siempre a buena
cuenta con la más escéptica incredulidad. Saturados de la frivolidad de moda, así que
conquistan un puesto en las Academias, dan un cuarto de conversión y se tornan en
perseguidores de los que vienen detrás de ellos. “Es una circunstancia bien curiosa en la
ciencia –dice Howitt –que el propio Benjamín Franklin, que experimentó el ridículo de
las Academias a causa de las tentativas que hizo para identificar la electricidad con el
rayo, fuese luego uno de los del comité de sabios que en 1784 examinaron los
principios del naciente mesmerismo y lo rechazaron de plano como una ridícula farsa”.
…Nuestros filósofos, en conjunto, son los herederos del fracasado método de
inducción aristotélica, con el cual el Estagirita llegó a la conclusión de que la tierra
estaba en el centro del universo, mientras que su maestro Platón “perdido en el
laberinto de las vaguedades pitagóricas” estaba perfectamente enterado del sistema
heliocéntrico. juzgándolos, pues, a aquellos, por el modo como tratan al arcaico saber,
nos vemos obligados a sospechar que tan elevadísimo y respetable asociación nuestra
abriga sentimientos sumamente mezquinos hacia aquellos sus hermanos mayores de la
antigüedad, como si tuviesen siempre en sus mentes y corazones aquel refrán famoso
que reza: “¡Quita el Sol, y al punto verás lucir a las más, pequeñas estrellas!”…
Constantemente se habla de “la magia de la imaginación”. Al hablar, pues, de la
imaginación, debe antes hablarse de la Magia.
Mago, Magiano, provienen de Mag o Maha. Esta palabra es la raíz también de la
palabra mágico. El Maha–atma (el de la grande alma o espíritu) en la India, tenía un
sacerdote en los tiempos prevédicos. Los magos eran los sacerdotes del dios–fuego (el
éter trascendente o Akasha, la Luz Astral). Les encontramos entre los asirios y
babilonios, lo mismo que entre los persas adoradores del fuego. Los tres magos,
también llamados reyes, de los que se dice que ofrecieron al Niño Jesús dones en oro,
incienso y mirra, eran adoradores del fuego como los demás, y también astrólogos, pues
vieron “su estrella”. Al gran sacerdote de los parsis en Surat, se le llama Mobed; algunos
derivan esta palabra de Megh, Meh–ab, algo noble y grandes. Los discípulos de
Zoroastro eran llamados según Kleuker, Meghestom. La palabra “mágico”, título antes
de honor, tiene hoy día su significado de todo punto contrario al verdadero.
Antiguamente era sinónimo de todo lo más honroso y respetable; de uno que poseía los
mayores conocimientos y sabiduría. Hoy ha venido a ser un epíteto degradante para
designar a todo embustero o charlatán: uno “que ha vendido su alma al diablo”, uno que
hace mal uso de sus facultades y emplea sus conocimientos para los usos más perversos,
todo esto de acuerdo con las enseñanzas del clero y según una masa de estúpidos
supersticiosos, quienes creen que el mágico es un brujo, un encantador, un hechicero.
Pero los cristianos, olvidan que Moisés era un mago, y Daniel “el Maestro de los magos
astrólogos, caldeos y adivinos” (Daniel, VII). La palabra, en fin, se deriva del Magh o
Malihindú, o sea del sánscrito Maha grande; un hombre bien versado en la ciencia
secreta o esotérica; o propiamente hablando, un sacerdote.
Maimonides, el gran teólogo e historiador judío, ha demostrado que la Magia Caldea,
la ciencia de Moisés y de otros grandes taumaturgos, estaba fundada en su profundo
conocimiento de las leyes naturales. Enterados completamente de todos los recursos de
los reinos mineral, vegetal y animal, expertos en química y física ocultas, tan psicólogos
como fisiólogos, ¿qué tiene de extraordinario que a los adeptos instruidos en los
misteriosos santuarios de los templos pudiesen llevar a cabo maravillas que aun hoy día
se tendrían por sobrenaturales? Es un insulto a la naturaleza humana el infamar con el
nombre de impostura a la Magia y Ciencia 0culta. El creer que durante tantos miles de
años una mitad del género humano practicaba el engaño y el fraude a expensas de la
otra mitad, equivale a decir que la raza humana se compone sólo de bribones y de
idiotas incurables. ¿En dónde está el país en que no se haya practicado la magia? ¿En
qué época ha sido olvidada por completo?
En los más antiguos documentos, ahora en nuestro poder, los Vedas y las primeras
leyes de Manú, encontramos muchos ritos mágicos practicados y permitidos por los
brahmanes13. En el Tíbet, el Japón y la China se enseña hoy día lo que los antiguos
caldeos enseñaban. El clero de estos países prueba que la práctica de la moral y de la
pureza física, junta con ciertas austeridades, desarrolla el poder vital de la propia
13 Véase el Código publicado por Sir William Jones, cap. IX, pág. 11.
iluminación. Concediendo al hombre el dominio sobre su propio espíritu vital, le da un
verdadero poder sobre los espíritus elementarios, inferiores a el mismo. Vemos que la
Magia es tan antigua en Occidente como en Oriente. Los druídas de la Gran Bretaña las
practicaban en las silenciosas criptas de sus cavernas profundas, y Plinio se extiende
mucho en un capítulo acerca de la “sabiduría” de los jefes celtas14. Los semotheos, los
druídas de las Galias explicaban las ciencias, tanto físicas como espirituales. Enseñaban
los secretos del Universo, el armonioso progreso de los cuerpos celestes, la formación
de la tierra, y sobre todo la inmortalidad del alma15. En sus grutas sagradas, academias
naturales construidas por la mano del Arquitecto Invisible, se reunían los iniciados a la
hora precisa de la media noche, para instruirse acerca de lo que el hombre era y de lo
que será16. No necesitaban de iluminación artificial, ni de gas destructor de la vida, que
brillase sus templos, porque la. casta diosa de la noche difundía sus rayos argentinos
sobre sus cabezas coronadas de roble, y sus sagrados bardos vestidos de blanco
conocían la manera de hablar con la reina solitaria de la bóveda estrellada17.
En el cementerio del pasado remoto permanecen sus robles sagrados, ahora secos y
despojados de su simbolismo espiritual por el venenoso soplo del materialismo. Para el
estudiante de las ciencias ocultas su vegetación es todavía exuberante y lozana y tan
llena de verdades profundas y sagradas como cuando el archi–druida verificaba sus
creaciones mágicas, y tremolando la rama de muérdago, arrancaba con su dorada hoz el
ramo verde de su madre, el roble. La Magia es tan antigua como el hombre. Es tan
imposible citar la época en que por primera vez aparece, como indicar el día en que
nació el primer hombre. Siempre que algún escritor ha intentado relacionar sus
orígenes en algún país, en armonía con tales o cuales datos históricos, investigaciones
ulteriores han demostrado que sus opiniones eran infundadas. Odín, el sacerdote y
monarca escandinavo, creen algunos que fue el primero que introdujo las prácticas
mágicas, unos setenta años antes de J. C., pero es fácil demostrar que los misteriosos
ritos de las sacerdotisas llamadas Voilers Valas, son muy anteriores a aquella época18.
Algunos autores modernos se esfuerzan en probar que Zoroastro fue el fundador de la
Magia, únicamente porque fue el fundador de la religión de los magos. Ammiano
Marcelino, Arnobio, Plinio y otros historiadores antiguos demuestran que sólo fue un
reformador de la Magia tal como la practicaban caldeos y egipcios19. (Isis, I, 79).
La Magia era considerada como una ciencia divina que conduce a participar de los
atributos de la misma Divinidad. “Descubre las operaciones de la Naturaleza, dice Philo
14 Plinio: “Historia Nat.” XXX, 1, Id. XVI, 14, XXXV, 9.
15 Pomponio les atribuye el conocimiento de las ciencias más elevadas.
16 César, III, 14.
17 Plinio, XXX.
18 Munter: “Sobre las más antiguas religiones nórticas anteriores a Odín”. Memorias de la Sociedad de
Anticuarios de Francia. Tomo II, pág. 230.
19 Ammiano Marcelino, XXVI, 6.
Judaeus, y conduce a la contemplación de los poderes celestiales20. En los últimos
períodos, el abuso de la misma y su degeneración en hechicería, hicieron que, en
general, fuese odiada.
Nosotros, sin embargo, debemos ocuparnos de ella, sólo tal como era en el pasado
remoto, durante el cual cada una de las religiones verdaderas se fundaba en el estudio y
conocimiento de los poderes ocultos de la Naturaleza. No fue la clase sacerdotal la que
en Persia estableció la magia, como vulgarmente se cree, sino los Magos, cuyo nombre
se deriva de la misma. Los Mobeds, sacerdotes de los parsis, los antiguos Ghebers o
Geberin, son llamados hasta hoy día Magoi, en el dialecto pehlvi21. La Magia aparece en
el mundo con las primeras razas de hombres. Cassiano menciona un tratado bien
conocido en los siglos IV y V, que se atribuía a Cam, el hijo de Noé, quien se creía lo
había recibido de Jared, la cuarta generación de Seth, el hijo de Adán22. Moisés debía
sus conocimientos a la madre de la princesa egipcia Thermuthis, quien lo salvó de las
aguas del Nilo. La esposa de Pharaon23, Batria, era una iniciada y los judíos debían a ella
su profeta, “instruido en toda la sabiduría de los egipcios y famoso en palabras y
obras”24. Justino Mártir, apoyándose en la autoridad de Trogo Pompeyo, nos muestra a
José como habiendo adquirido grandes conocimientos en las artes mágicas de los
sumos sacerdotes del Egipto25. Los libros de Numa, descritos por Livio, consistían en
tratados mágicos de la filosofía natural, y fueron encontrados en su tumba, pero no era
permitido el darlos a conocer, para que no fuesen revelados los más secretos misterios
de la religión establecida. El Senado y los tribunos del pueblo resolvieron quemar
públicamente tales libros26.
Entre los hindúes tenía la Magia un carácter más esotérico, si cabe, que entre los
egipcios. Se la consideraba tan sagrada, que su existencia era admitida a medias y sólo
practicada en los casos de las más imperiosas necesidades públicas. Más que materia
religiosa, se la consideraba como divina. Los hierofantes egipcios, a pesar de practicar
una moral pura y austera, no pueden ser comparados con los ascetas gímnosofistas, ya
sea por la santidad de su vida, ya por los milagrosos poderes en ellos desarrollados por
la sobrenatural renuncia de todo lo terreno. Quienes les conocen bien guardan hacia
ellos mayor veneración que hacia los magos caldeos. Desdeñando las más simples
comodidades de la vida, viven en bosques apartados, llevando la vida de los más
solitarios ermitaños, mientras que sus hermanos egipcios, por lo menos, viven en
comunidad. A pesar del borrón arrojado por la Historia sobre todos aquellos que han
practicado la magia y la adivinación, se les considera como poseedores de los mayores
20 Philo Ind. “De Specialibus”.
21 “Zend–Avesta”, vol. II, pág. 506.
22 Casslano: “Conferencia”, I, 21.
23 De Vita et Morte Moises, pág. 199.
24 “Hechos de los Apóstoles>, VII, 22.
25 Justino, XXXVI, 2.
26 “Historia de la Magia”, vol. I, pág. 9. “Legibus”.
secretos de la ciencia médica y con conocimiento jamás sobrepujado en la práctica de la
misma. Numerosos son los volúmenes conservados en los conventos hindúes donde
constan las pruebas de sus conocimientos. El intentar decir si estos gimnosofístas eran
los fundadores de la Magia en la India, o si ellos ponían en práctica lo que les había sido
transmitido como una herencia de los más antiguos Rishis o Patriarcas prevédicos (de
quienes pretenden descender directamente los brahmanes), será considerado como una
mera especulación por los sabios del positivismo. “El cuidado que demostraban en la
educación de la juventud y en familiarizarla con los sentimientos generosos y con la
virtud más sincera, les honra en grado sumo, y sus máximas y discursos, conservados por
los historiadores, prueban lo muy entendidos que eran en filosofía, metafísica,
astronomía, religión y moral”. Los gimnosofistas conservaron su dignidad bajo la
dominación de los más poderosos príncipes; jamás condescendieron con humillarse a
visitarlos ni a molestarles por el más pequeño favor. Cuando ellos deseaban los
consejos u oraciones de estos santos hombres estaban obligados a ir ellos mismos en su
busca, o a enviarlos mensajeros. Para estos hombres no había secreto encerrado en
plantas o minerales, que no fuese conocido. Habían penetrado en las profundidades de
la Naturaleza, y la fisiología y psicología eran para ellos libros abiertos. El resultado de
todos sus estudios se condensa en aquella ciencia o Macha–giolia a la que ahora se
designa supersticiosamente con el nombre de Magia…
Giordano Bruno, igual que los platónicos alejandrinos y los más antiguos cabalistas
sostienen que Jesús fue un mago, en el sentido que Cicerón Porfirío da a esta palabra,
como sinónimo de sabiduría divina. “Idéntico sentido es el de Philo Judaeus, para quien
son los magos los más maravillosos investigadores de los secretos misterios naturales,
no en el sentido degradante que nuestro siglo da a la palabra magia. En concepto de
aquél, los magos son aquellos hombres santos que, apartándose por sí mismos de todas
las cosas de este mundo, contemplan las virtudes divinas, y comprenden con nítida
claridad la excelsa naturaleza de los dioses y espíritus, iniciando a otros en los mismos
Misterios o sea en el alto secreto de mantener en vida continuidad de relaciones con los
seres invisibles. (Isis, I, 165).
No hay explicaciones, sean las que fueren, capaces de afectar de un modo vital la
estabilidad de una creencia –como la de la Magia –que la Humanidad haya heredado de
las primeras razas de hombres, aquellas razas que, si admitimos la evolución espiritual
del hombre como admitimos su evolución física, poseían la gran verdad de labios de sus
antecesores, los “dioses de sus padres” que permanecían al otro lado de las aguas. “La
identidad de la Biblia con las leyendas de los libros sagrados hindúes y las cosmogonías
de otras naciones, será demostrada algún día. Las fábulas de las edades mitopeicas,
como pronto habrá de verse, no han hecho más que alegorizar las grandes verdades de la
Geología y la Antropología. A estas fábulas tan ridículamente expresadas, tendrá que
acudir la ciencia para buscar los “eslabones perdidos”. Por otra parte, ¿por qué median
tan raras “coincidencias” entre las míticas historias respectivas de pueblos
extremadamente separados? ¿De dónde procede la identidad de las primitivas
concepciones, las que no obstante ser hoy llamadas leyendas o fábulas, contienen en sí
el núcleo de hechos históricos y un fondo de verdad profundamente enterrada bajo la
capa de poéticas ficciones populares, que no por eso dejan de ser ciertas?… La creencia
en el supernaturalismo sería de otra manera inexplicable. Decir que el mito ha brotado,
crecido y evolucionado al través de épocas innumerables sin un motivo, sin una base
firme en que apoyarse, cual único producto de la más frívola fantasía, sería profesar un
absurdo tan grande como el que admite la Teología al decir que el universo ha sido
creado de la nada.
Los taumaturgos de todos los tiempos, escuelas y países producían sus maravillas
porque estaban perfectamente familiarizados con las imponderables, pero
perfectamente reales, ondulaciones de la luz astral (el archeus, de los griegos). Los tales
prodigios tenían un doble carácter físico y psíquico; el primero comprendía el conjunto
de efectos producidos sobre los objetos materiales; el segundo, los fenómenos
mentales de Mesmer y de sus continuadores. Estos han sido representados en nuestros
tiempos por dos hombres ilustradísimos, Du Potet y Regazzoni, cuyos maravillosos
poderes han sido bien atestiguados en Francia y en otros países. El mesmerismo es la
rama más importante de la Magia, y sus fenómenos son los efectos del agente universal
(archeas, akasha) que media en toda operación mágica y que ha dado lugar en todas las
épocas a los llamados milagros. Los antiguos le llamaban Caos, Platón y los pitagóricos,
le Alma del mundo; y según los indios, la deidad, bajo la forma del Eter transcendente
(Pater omnípotens aether) que penetra todas las cosas. Entre otros nombres, este
Proteo universal u omnipotente nebuloso, como de Mirville le denomina en son de
burla, era llamado por los teurgistas “el fuego viviente”, “el Espíritu de Luz” y Magnes.
Este último nombre indica sus propiedades magnéticas y muestra su naturaleza mágica,
porque mágoç y magnhç son dos ramas procedentes del mismo tronco.
Para encontrar el origen de la palabra magnetismo, es menester remontarnos a una
época inconcebible por lo remota. Muchos creen que la piedra llamada imán (magnhç)
debe su nombre a Magnesia, ciudad o comarca de la Tesalia, en donde tales piedras se
encuentran en abundancia. Nosotros creemos, sin embargo, que la opinión de los
filósofos herméticos es la única correcta. La palabra Magh, magus se deriva dé la
sánscrita Mahaji, el grande, el sabio, el ungido por la sabiduría divina. “Eumolpus es el
fundador mítico de los eumolpides, sacerdotes que atribuían su propia sabiduría, no a
ellos mismos, sino a la Divina Inteligencia reflejada en ellos”, como dice Dunlap en su
“Musah y sus Misterios” (pág. III). Hércules era conocido como el rey de los Musianos, y
la llamada fiesta musiana era la simbolizadora de la unión del Espíritu y la Materia:
Adonis y Venus o Baco y Ceres. Las distintas cosmogonías nos muestran que cada
nación consideraba al Alma–Arquetípica Universal como la “mente” del Creador
Demiúrgico, la Sophia de los Gnósticos o el Espíritu Santo considerado como principio
femenino. Como los magos derivaban su nombre de ella, la piedra magnesiana o imán
era así llamada en honor suyo, pues ellos fueron los primeros en descubrir sus
propiedades maravillosas. El país estaba cuajado de templos, y entre ellos había algunos
de Hércules musiano, y por esto, cuando fue conocida la piedra que los sacerdotes
usaban en sus curaciones y mágicos designios, recibió el nombre de piedra magnesíana
o herdelita. Sócrates, ocupándose de ella, dice: “Eurípides la llama piedra magnesiana,
pero el vulgo la llama heráclita. (Platón, Ion (Burgess), vol. VI, pág. 294.) Los magos eran
los que daban nombre al país y a la piedra, y no ésta y aquél a los magos. Plinio nos
enseña que el anillo nupcial entre los romanos era magnetizado por los sacerdotes
antes de la ceremonia. Los antiguos historiadores paganos han guardado
cuidadosamente silencio respecto de ciertos Misterios de los “sabios” (magos), y
Pausanias dice que fue avisado en sueños de que no revelase los santos ritos del templo
de Deméter y Persephoneia de Atenas a los profanos…27
Dos cosas son necesarias para adquirir el poder mágico: libertar la voluntad de toda
servidumbre y ejercitarse en su dominio. La voluntad soberana está representada por el
ángel resplandeciente que retiene al drag6n bajo sus plantas y te mata. En cuanto al
gran agente mágico, la doble corriente de luz, el fuego viviente y astral de la tierra ha
sido representado por la serpiente con cabeza de monstruo: la serpiente del caduceo de
Mercurio; la del Génesis; la bronceada de Moisés; el macho cabrío de los aquelarres; el
Baphomet de los templarios; el Hyle de los gnósticos y, por fin, el diablo de Mirville y
demás católicos. Pero en realidad, dicho agente mágico no es sino la fuerza ciega que
tienen que vencer las almas para librarse por sí mismas de las cadenas terrenales,
porque si su voluntad no las liberta de esta fatal atracción, serán absorbidas por la
corriente misma de la fuerza que las ha producido.
Eliphas Levi dice en su Dogma y Ritual de la Alta Magia:
“Todas las operaciones mágicas consisten en libertarse uno mismo de los anillos de la
Antigua Serpiente, y después en colocar el pie sobre su cabeza y conducirla según la
voluntad del operador. “–Yo te daré –dice la Serpiente en el mito evangélico –todos los
reinos de la Tierra, si, postrándote a mis pies, me adorases.” Y el Iniciado le contesta:
“–¡No me humillaré ante ti; nada puedes tú darme; antes bien, tú me obedecerás,
porque yo soy tu Señor y Maestro” Así, pues, el Diablo, no es una Entidad. Es una fuerza
errante, como su mismo nombre indica. Una corriente magnética u ódica, formada por
una cadena o cúmulo de voluntades perversas, dando origen a ese espíritu maligno que
el Evangelio llama legión y que precipita en el mar a un rebaño de cerdos, otra alegoría
que demuestra cómo las naturalezas inferiores son arrastradas por las fuerzas ciegas
del error y del pecado.
En su extensa obra acerca de las manifestaciones místicas de la naturaleza humana, el
naturalista y filósofo alemán Maximiliano Perty, dice: “Las manifestaciones mágicas se
fundan, en parte, en otro orden de cosas por completo distinto de aquel cuya naturaleza
conocemos por tiempo, espacio y causalidad. Sus manifestaciones pueden llevarse muy
pocas veces al terreno de la experiencia; pero pueden ser cuidadosamente observadas
cuando en nuestra presencia acaezcan”. El faquir Kovindasami, descrito por Jacolliot,
había alcanzado tal purificación, que su espíritu, libre ya casi, podía, con su voluntad que
es una fuerza creadora, mandar a los elementos y a los poderes de la Naturaleza:
“mandato de espíritu a espíritu y de vida a vida”, y desarrollar en breves horas una
semilla que en condiciones ordinarias habría necesitado muchos días. Esto no es un
27 Attic., I, XIV.
milagro, a menos que definamos el milagro “como algo que está en contradicción con la
constitución establecida y con las leyes conocidas de la Naturaleza”; pero, ¿pueden
sostener nuestros naturalistas la pretensión de que lo que ellos han establecido por la
observación, es infalible, o de que conocen todas las leyes de la Naturaleza?… Si la
vegetación puede ser estimulada por la luz violeta, el fluido magnético que emanaba de
las manos del faquir concentrando en el germen el akasa o principio de vida, producía
cambios aún más rápidos e intensos, porque el principio de vida es una fuerza ciega,
obediente a la influencia que la domine, y capaz de seguir el molde de la imaginación
creadora del faquir. La voluntad crea, porque la voluntad puesta en movimiento es
fuerza y la fuerza produce materia… Para ello, Kovindasami no necesitó sino su espíritu
divino y su alma astral con ayuda de unos seres puros o pitris, mientras que el
despreciable juglar o necromante, llevado por su impureza, sed de riquezas o egoísmo,
no puede atraer al efecto sino espíritus impuros: los klippoth, afrites o devs del astral
más abyecto…
Aunque las ciencias ocultas son víctimas de la malicia de una clase tienen sus
defensores en todas las épocas. En primera línea está Isaac Newton, quien creía en el
magnetismo tal como lo enseñaban Paracelso y Van Helmont y todos los filósofos del
fuego en general. Nadie podrá negar que su doctrina del espacio universal y de la
atracción sea una verdadera teoría sobre el magnetismo. Si algún valor tienen sus
palabras, éstas nos indican que en sus “Principios fundamentales de Filosofia” él
fundaba todas sus especulaciones en el “alma del mundo”, el gran agente universal y
magnético, al cual denominaba sensorium divinum. Se trata, dice, de un espíritu
sutilísimo que penetra todas las cosas, hasta los cuerpos más duros, y que se halla
oculto en su sustancia. En virtud de la fuerza y actividad de este espíritu, los cuerpos se
atraen unos a otros y se adhieren al ponerse en contacto. Por su mediación, los cuerpos
eléctricos obran, lo mismo a grandes que a pequeñas distancias, atrayéndose o
repeliéndose. Por él la luz se difunde, se refleja, se refracta y calienta a los cuerpos.
Todos los sentidos son excitados por este espíritu y por él los animales mueven sus
miembros. Semejantes problemas no pueden explicarse en pocas palabras, porque
carecemos aún de la experiencia necesaria para determinar completamente las leyes
mediante las cuales este espíritu universal opera…
Si la vista de un sujeto es hábilmente dirigida (por un mago o por su propio Espíritu), la
luz astral transferirá sus más secretas noticias a nuestro escrutinio, porque si bien es un
libro que está siempre cerrado para todos aquellos “que ven pero que no perciben”, está
siempre abierto para todo aquel que quiera abrirlo. Contiene un registro completo e
intacto de todo cuanto ha sido, es y será. Los actos más insignificantes de nuestra vida
están impresos en él, y así también quedan fotografiados en sus hojas eternas nuestros
pensamientos. Es el libro que vemos abierto por el ángel en el Apocalipsis, “el cual es el
Libro de la vida, y según el cual los muertos son juzgados dé acuerdo con sus obras”. Es,
en resumen, la MEMORIA DE DIOS. Los oráculos caldeos, dice Cory, aseguran que la
impresión de los pensamientos, caracteres, hombres y otras visiones divinas aparecen
en Éter… En él todas las cosas sin figura están figuradas, según un antiguo fragmento
de los Oráculos caldeos, de Zoroastro… La memoria, desesperación del materialista,
enigma del psicólogo, esfinge de la ciencia, es para el estudiante de las antiguas
filosofías un mero nombre para expresar aquel poder que el hombre ejerce
inconscientemente y que comparte con muchos animales, merced al cual su mirada
interna contempla en la luz astral las imágenes de pasados incidentes y sensaciones. En
lugar de buscar en los ganglios cerebrales unos micrógrafos de lo que vive y de lo que ha
muerto, “de escenas que hemos presenciado e incidentes en que hemos intervenido”,
ellos van al vasto receptáculo en donde los recuerdos de cada vida humana, lo mismo
que cada pulsación del Cosmos visible, se hallan almacenados por toda la Eternidad. Ese
relámpago de memoria que, según supone también la tradición, muestra a las personas
que se están ahogando cada una de las escenas ya olvidadas de su vida mortal, es
simplemente el brillo súbito del alma que, por librarse del peligro (con una evocación
suprema diríamos nosotros a las divinas fuerzas secretas de lo inconsciente) se arroja a
las galerías silenciosas, en las que yace pintada su historia toda con los más indelebles
colores. El hecho de que con frecuencia reconozcamos escenas, paisajes y
conversaciones que vemos u oímos por vez primera, se ha citado como una prueba de la
reencarnación, pero los sabios de la antigüedad y los filósofos medioevos que aunque
tal fenómeno es una prueba de la persistencia y de la inmortalidad del alma, sino que,
cuando durante el sueño reposa nuestro cuerpo, elementario, la forma astral queda
libre, y deslizándose fuera de su prisión terrena, platica con el mundo exterior y viaja a
través de los mundos visibles e invisibles…
Descartes, aunque adorador de la materia, era uno de los más decididos partidarios de
la doctrina del magnetismo universal. Su sistema de física era muy parecido al de los
grandes filósofos. El espacio para él está lleno de una materia fluida y elementaria,
fuente única de la vida, envolviendo y haciendo mover a todos los cuerpos celestes. Las
corrientes magnéticas de Mesmer son los torbellinos cartesianos disfrazados, y
Ennemoser, en su Historia de la Magia, así lo afirma… Las obras de Pierre Poret Naudé,
en 1679, vindican las doctrinas del magnetismo oculto en su Apología de los grandes
hombres falsamente acusados de necromancia.
… El doctor Hufeland ha escrito en 1817 una obra sobre Magia, en la que sienta la
teoría de la simpatía magnética universal, e igual hace Zenzel Wirdig en su Nueva
Medicina espiritual, y el gran Henry More, de la Universidad de Cambridge sigue las
doctrinas de Cardan, Van Helmont y otros místicos… Kepler participaba de la creencia
cabalística de que los espíritus de los astros son “otras tantas inteligencias, y cree que a
cada planeta le informa un principio inteligente, y que todos los planetas están
habitados por todos los seres espirituales, quienes ejercen su influencia sobre los otros
seres que moran en otras esferas más materiales que las suyas, especialmente en
nuestra Tierra… Bautista Porta en su Magia Natural atribuye en último término todos
los fenómenos ocultos posibles al ánima mundi que a todas las cosas liga. Esta luz astral
actúa en armonía y simpatía con toda la Naturaleza, es la esencia prima de la que
nuestros espíritus están formados y, obrando al unísono con la fuente de donde
procede, hace que nuestros cuerpos siderales lleguen a ser capaces de producir mágicas
maravillas. Todo el secreto estriba en nuestro conocimiento. Creía él en la piedra
filosofal “de la que el mundo tiene tan gran opinión y que ha dado motivo a tantas
jactancias, pero que ha sido encontrada felizmente por algunos”, extendiéndose en
insinuaciones acerca de su “significación espiritual”…
En 1643, el Padre Kircher enseñó una filosofía completa de magnetismo universal
(Magnes sive de arte magnetici opus tripartitam). Sus numerosas obras abarcan muchas
cuestiones indicadas sólo por Paracelso. Contradice a Gilbert en lo de que la tierra sea
un gran imán, pues que Sólo existe un verdadero IMÁN en el Universo, y de él procede la
magnetización de todo cuanto existe: el Sol espiritual de los cabalistas o Logos, y si el
Sol, la Luna y las estrellas eran altamente magnéticas, lo debían al flúido universal y
magnético en que se bañan, o sea la Luz espiritual. Prueba la simpatía misteriosa que
existe entre los cuerpos de los tres reinos, y muchos de sus ejemplos han sido ya
comprobados por los naturalistas… El magnetismo de amor puro es la causa original de
todas las cosas creadas… Para ejercitar el poder mágico en pro del bien, se precisa:
nobleza de alma; voluntad poderosa e intensa; facultad imaginativa. Un hombre libre de
las tentaciones mundanas y de la sensualidad, puede curar de este modo las
enfermedades más incurables…
Cada ser creado en esta esfera sub–lunar procede del magnale magnum
(anima–mundi) y con el se relaciona. El hombre posee un poder celestial doble y está
aliado con la vida de los cielos. Este poder existe como dice Van Helmont en su Opera
Omnia (1682, pág. 720); “no sólo en el hombre sino en todas las cosas… pero es
necesario que la fuerza mágica sea despertada lo mismo en el hombre exterior que en el
interior… Nosotros llamarnos a esto un poder mágico; pero el ignorante no hará más
que asustarse con la expresión: podéis llamarle, pues, un poder espiritual (spiritualis
robur vocitaveris). Semejante poder mágico existe en el hombre interno y ha de ser
despertado”. La Loubére en sus Notas para una relación histórica del reino de Siam dice
que los talaipones u hombres santos (buddhistas) siameses son respetados siempre por
los animales feroces gracias al uso de la magia, “porque todos ellos creen que la
Naturaleza está animada y que existen genios tutelares”.
“¿Qué es el sueño sonambúlico, dice Du Potet, sino un efecto de la magia? Lo que
llamamos fluido nervioso o magnetismo, los hombres de la antigüedad lo llamaban
oculta potencia del alma o Magia. La magia se fund6 en la existencia de un mundo
heterogéneo situado fuera de nosotros y con el que podemos entrar en comunicación
por medio de ciertas artes prácticas. Es tan grande el poder del fluido mágico que
ninguna fuerza físico–química es capaz de destruirle”.
“El alma humana dice Cornelio Agripa posee, por el mero hecho de formar parte de la
esencia universal, un poder maravilloso. Quien de él se adueña puede remontarse en
conocimientos hasta una altura tan grande como pueda imaginar, a condición sólo de
permanecer íntimamente unido a dicha fuerza La Verdad y el porvenir pueden
mostrarse continuamente a los ojos del alma; su poder ya no conoce límites; el tiempo y
el espacio desaparecen ante la mirada de águila del alma inmortal…
La Magia teúrgica es la última expresión de la ciencia psicológica oculta. Los
académicos la desprecian como una alucinación o un charlatanismo. Nosotros, sin
embargo, les negamos rotundamente a éstos el derecho de emitir su opinión sobre un
asunto en el que jamás han investigado. No tienen ellos más derecho para juzgar la
Magia en el estado actual de sus conocimientos, que el que tiene un habitante de las
islas Fidgi para aventurar su opinión acerca de los trabajos de Faraday o de Agassiz.
Todo lo más que ellos pueden hacer es rectificarse algún día de sus presentes errores…
Los prodigios llevados a cabo por los sacerdotes de la Magia teúrgica tienen una
autenticidad tan completa, y su evidencia es tan abrumadora, que, antes de confesar
que habían ellos sobrepujados a los cristianos en materia de milagros, sir David
Brevoster los concede grandísimos conocimientos en física y filosofía natural. La ciencia
se halla metida en un desagradable dilema: o confesar los superiores conocimientos de
los antiguos, o admitir que el espíritu posee poderes jamás imaginados por los filósofos
modernos.
¿Dónde esta el secreto real de la Magia acerca del que tanto hablan los herméticos?
Que existía y que existe un gran secreto, ningún estudiante sincero de literatura
esotérica lo pondrá jamás en duda. Diferentes hombres de genio, como sin duda lo eran
muchos de los filósofos herméticos, no se hubieran hecho pasar por locos ellos mismos
procurando enloquecer a otros durante varios millares de años consecutivos. Que este
gran secreto, comúnmente llamado “la piedra filosofal” envolvía una significación tanto
física como espiritual, es lo que en todas épocas se ha sospechado. El autor de las
Observaciones de la Alquimia y de los alquimistas (E. A. Hitchcock: Swedenborg, un
filósofo hermético) hace observar con gran acierto que el sujeto del Arte hermético es
el Hombre y que el objeto de dicho arte es la humana perfección. El hombre es
espiritual mente la piedra filosofal, o sea una “triunidad”, pero físicamente es también
dicha piedra…
Mucho más numerosos de lo que suponen los materialistas modernos, son los
hombres instruidos y los pensadores que creen en la existencia del Ocultismo y de la
Magia, dos cosas en extremo diferentes y que han sido confundidas por la mayor parte
de los creyentes, y hasta por aquellos que siendo teosofistas, han llegado al punto de
pensar que la magia negra forma parte del Ocultismo.
Los poderes que les son conferidos al hombre por el Ocultismo y los medios que
deben emplear su adquisición, han dado lugar a nociones tan variadas como fantásticas.
Los unos se imaginan que para convertirse en un Zanoni es suficiente la dirección de un
maestro en el arte; los otros, que solamente se trataba de atravesar el canal de Suez y
darse una vuelta por la India, para convertirse en rival de Roger Bacon y del Conde de
San Germán; Margrave, con su juventud siempre renaciente, es el ideal de muchos
otros, que consideran que el cambio que él hizo de su alma por obtener este favor no
fue un precio demasiado grande. Buen número de entre ellos identifican la hechicería
pura y simple con el Ocultismo y hacen retroceder hacia la luz “los espectros
desencarnados, errantes en las tinieblas, que gravitan sobre las orillas de la Estigia”,
amén de otros altos hechos de este calibre, y ya se creen Adeptos completos. Para
otros, la filosofía de los antiguos Arhats no es otra cosa que la Magia ceremonial, cuyas
reglas trazara, riéndose, Eliphas Levi. En una palabra, estos filósofos sencillos,
consideran el Ocultismo a través de todos los géneros de prismas que puede imaginar
su fantasía.
Estos candidatos a la Sabiduría y al Poder ¿no se indignarán si se les hace conocer la
verdad pura y simple? En todo caso, viene a ser no solamente útil, sino necesario el
desengañar a la mayor parte de ellos, antes de que llegue a ser demasiado tarde. Entre
los centenares de bravos que en Occidente se califican de “Ocultistas”, es posible que
no se encuentre ni media docena que tenga una idea aproximadamente correcta de la
naturaleza de la ciencia en la cual pretenden llegar a ser maestros. Con raras
excepciones, se encuentran casi todos en el camino de la hechicería. Antes de protestar
contra esta alegación, sería conveniente que pusieran un poco en orden su cerebro, y
una vez que hubiese conocido la verdadera relación entre las artes ocultas y el
Ocultismo, podrían indignarse, si todavía consideraban tener derecho. Ellos, entonces,
fijándose, sabrían que el Ocultismo difiere de la Magia y de otras ciencias secretas,
tanto como el glorioso sol difiere de una vulgar candela; tanto como el Espíritu
inmutable e inmortal del hombre–reflejo del Todo absoluto, sin causa e Incognoscible,
difiere de la arcilla mortal que forma el cuerpo humano.
En todas nuestras tan deficientísimas lenguas occidentales, las palabras han sido
desfiguradas siempre con ánimo de velar las ideas que contenían en sí, y cuanto más
materiales venían a ser éstas, más se condensaban en la fría atmósfera de ese egoísmo
que sólo se ocupa de los bienes de este mundo; más se sentía la necesidad de encontrar
términos nuevos para expresar lo que se consideraba tácitamente como superstición
averiguada. Tales palabras no hubiesen podido servir de expresión sino a ideas para las
cuales ningún hombre instruido encontraría Cabida en su inteligencia: “Magia”,
sinónimo de suertes de manos; “hechicería”, como equivalencia de ignorancia crasa, y,
“Ocultismo”, como el resultado de las tristes elucubraciones de aquellos cerebros
helados que, según tal sentir, tuvieron los Filósofos del fuego, los Jacob Boehme y los
Saint Martín, pareciendo términos más que suficientes para especificar las diversas
vueltas de juego de manos de que se trataba. Tales son los despreciativos términos
aplicados a las escorias que fueron dejadas en el mundo por las épocas de tinieblas que
han sido llamadas la Edad Media y la Antigüedad pagana. Esta es la razón del por qué
no existen términos en nuestras lenguas occidentales que permitan indicar la diferencia
que existe entre los poderes ocultos y las ciencias que conducen a su adquisición, con la
misma exactitud que lo hacen las lenguas orientales y particularmente el sánscrito. Las
palabras milagro y encantamiento tienen en el fondo el mismo sentido, puesto que
ambas expresan la idea de resultados producidos ¡violando las leyes de la Naturaleza!
Pero, ¿qué se entiende precisamente por estos conceptos? Un cristiano cree
firmemente en los milagros que Dios le hizo producir a Moisés, en tanto que rechaza
con indignación los de los magos de Faraón o se los atribuye al diablo. Nuestros
piadosos enemigos hacen venir de este último personaje todo el Ocultismo, en tanto
que sus adversarios, los semi–incrédulos, se mofan a la vez de Moisés, de los magos y
del Ocultismo, y enrojecerían de ira si se les supusiera capaces de ocuparse de
semejantes supersticiones. Todo ello porque no existe ningún término que pueda
designar convenientemente estas cosas; porque nos faltan palabras que tengan la
precisión necesaria de sentido y que nos permitan distinguir lo sublime y lo verdadero,
de lo absurdo y lo ridículo.
Lo absurdo y lo ridículo se encuentra en las interpretaciones teológicas que dicen que
los milagros son una violación de las leyes de la Naturaleza, hecha por el hombre, por el
diablo o por Dios. Lo sublime y lo verdadero, es que los milagros de Moisés y de los
magos fueron producidos por la acción de las leyes naturales, leyes que, tanto los
magos como Moisés, habían aprendido a conocer en los santuarios que eran las
Academias de Ciencias de su tiempo, donde se enseñaba el verdadero Ocultismo.
Esta última palabra, traducción del concepto compuesto Gupta Vidya (ciencia secreta),
no tiene un sentido muy claro. ¿De qué ciencia se trata?
Cuatro nombres sirven especialmente, entre muchos otros en el sánscrito, para
designar las diferentes ramas del saber esotérico, y aun el mismo de los Purânas
exotéricos. 1º la Yajna Vidya, que es el conocimiento de los poderes ocultos que pueden
despertarse en la Naturaleza por ciertas ceremonias y ciertos ritos religiosos; 2º la
Maha Vidya “La Gran Ciencia”, respecto de la cual es a veces la magia de los cabalistas y
la de los tantrikas, una hechicería de la peor especie; 3º, la Gupta– Vidya, la ciencia de
los poderes místicos contenidos en el sonido (éter) y que son despertados por los
Mantras (plegarias, cantos o encantamientos), cuyo efecto depende del ritmo y la
melodía; una operación mágica, en fin, basada sobre el conocimiento de las fuerzas de
la Naturaleza y su correlación, y 4º, el Alma Vidya que equivale a las palabras Ciencia
del Alma o Sabiduría Verdadera cuyo sentido, entre los Orientales, alcanza una
extensión mucho más considerable, que entre nosotros los europeos.
Esta última ciencia del Alma Vidya es la sola especie del ocultismo a que debe aspirar
todo teosofista admirador de “Luz sobre el sendero”, o la que desea llegar a ser un sabio
despojándose del egoísmo. Las otras son solamente ramas de las “Ciencias ocultas”, es
decir, partes basadas sobre el conocimiento de la esencia de las cosas en los diferentes
reinos de la Naturaleza –minerales, plantas, animales –ciencias materiales en suma, por
más que la esencia de las cosas sea invisible hasta el punto de haber escapado hasta
aquí a las investigaciones de la Ciencia. La alquimia, la astrología, la fisiología oculta, la
quiromancia existen en la Naturaleza, y las ciencias exactas, tal vez nombradas así por
paradoja, han descubierto ya un buen número de sus secretos. Pero la clarividencia, que
ha sido designada en la India con el nombre simbólico “del Ojo de Siva”, y en el Japón
con el de “Visión infinita”, no es el hipnotismo, hijo bastardo del Mesmerismo, y no
podría ser adquirida por artes de este género. Podrán obtenerse con ellos y por ellos,
buenos resultados, malos o indiferentes; pero el Alma Vidya los tiene en escasa estima.
Además, ella los contiene a todos, y en ocasiones puede emplearlos con objeto de hacer
el bien, después de haberlos desembarazado de sus escorias y de la más insignificante
partícula de tendencia egoísta.
Nos explicamos. No importa que se atrevan algunos a estudiar las artes ocultas que se
acaban de mencionar, sin el auxilio de una preparación difícil, y sin que le sea necesario
adoptar un género de vida demasiado especial. Hasta se les podría dispensar de un alto
desenvolvimiento moral, pero en este caso, nueve sobre diez de los estudiantes
resultarían hechiceros muy aceptables y no tardarían mucho en caer de lleno en la
magia negra. ¿Qué gran mal habría en ello? Los vudus y los dugpas comen, beben, y se
regocijan sobre los montones de víctimas de sus artes infernales, del mismo modo que
los elegantes viviseccionistas y los hipnotizadores titulados de la facultad de medicina;
la sola diferencia entre estas dos clases de gentes, está en que los vudus y los dugpas
son hechiceros con conocimiento de causa, en tanto que determinadas celebridades
médicas son hechiceros inconscientes. Pero, como quiera que los unos y los otros deben
recoger los frutos de sus hazañas en magia negra, las gentes del Occidente son muy
simples cuando no se atreven a tomar de la hechicería más que la condenación y el
castigo, dejando de lado los provechos y los goces que ellos se podrían procurar.
Nosotros lo repetimos; el hipnotismo y la vivisección son hechicería pura y simple,
aunque sin el saber de que gozan los vudus y los dugpas, saber que no es capaz de
adquirir ningún Charcot–Richet durante cincuenta encarnaciones de estudios
obstinados y de experimentaciones continuas. Por lo tanto, aquellos que, con plena
ignorancia de su naturaleza, quieren ocuparse de magia, se encuentran con las duras
reglas impuestas para alcanzar el Atma Vidya, y se desvían del verdadero Ocultismo,
viniendo a ser mágicos, no importa por qué medios, a riesgo de quedarse vudus o
dugpas por diez encarnaciones consecutivas.
Con esto, es muy probable que nuestros lectores presten todo su interés hacia cuartos,
sintiéndose invenciblemente atraídos hacia el Ocultismo, no comprenden la verdadera
naturaleza del objeto de sus aspiraciones, ni se encuentran todavía acorazados contra
las pasiones, y menos aun, desembarazados de todo egoísmo.
¿Qué deberán hacer estos infelices, campo cerrado en que luchan las más contrarias
fuerzas? Dicho queda antes. Una vez que el deseo por el Ocultismo se despierta en el
corazón de un hombre, ya no existe un rincón en el mundo entero en el que pueda
encontrar la paz; torturado por una inquietud incesante, él vaga por los desiertos de la
vida, buscando en vano el sendero que le conducirá al reposo. Como de un pebetero
humeante, sale de su corazón el humo de sus pasiones y deseos egoístas, ocultándole a
sus ojos la Puerta de Oro. ¿Deberá rodar él entonces por los abismos de la hechicería y
de la magia negra, y a través de numerosas encarnaciones, amasarse un Karma más y
más terrible? ¿No habrá para él otro mejor camino?
Un solo camino existe: Que no aspire a más de lo que puede alcanzar. Que no cargue
sus espaldas con un peso mayor que sus fuerzas. Sin pretender verse convertido en un
Mahatma, un Buddha o un gran Santo, que estudie la “Ciencia del alma” y que venga a
ser así uno de los modestos bienhechores que no tienen poderes sobrehumanos. Los
Siddhis (poderes de los Arhats) son únicamente para aquellos que pueden “vivir la vida,
cumpliendo a la letra los terribles sacrificios exigidos para la adquisición de estos
poderes. Que sepan ellos, si todavía no lo saben, que el verdadero Ocultismo es “la
Gran renunciación del yo”, renunciación incondicional y absoluta en pensamiento y en
acción. Es el altruismo, que para siempre jamás separa al que lo practica del número de
los vivientes. Cuando aquél se ha dedicado a la obra “ya no vive para sí, sino que vive
para el mundo”. Mucho se le perdona durante los primeros años de pruebas. Pero desde
que él es “aceptado”, su personalidad debe desaparecer; es preciso que se convierta en
una simple fuerza bienhechora de la Naturaleza.
El candidato a ocultista, no tiene ya más que dos polos hacia donde poderse dirigir;
porque se abren a su paso dos caminos, sin que fuera de ellos le sea posible encontrar
un lugar de reposo; es preciso que arribe laboriosamente, paso a paso, y siguiendo, a
través de numerosas encarnaciones que se sucederán rápidamente y sin ningún
intervalo de reposo devakánico, por la escala de oro que conduce al estado de Mahatma
(condición de Arhat, de Bodhisatva), de donde, al primer paso en falso, rodará para caer
en los abismos en que se hallan los dugpas…
Todo esto se ignora, o se ha perdido de vista. Cuando se puede seguir la evolución
silenciosa de las primeras aspiraciones de los candidatos, suele notarse cuán extrañas
son las ideas que se apoderan de su espíritu. Entre ellos, la facultad de razonar se
deforma de tal manera, que llegan hasta imaginarse que les es posible purificar sus
pasiones de modo, que volviendo su llama hacia dentro y encerrándola en el corazón, se
convierta en una energía capaz de hacerles llegar a las regiones superiores, e
introducirles hasta en el verdadero santuario del Alma, donde ellos comparecerán ante
el Yo Superior, o ante el Maestro. Así, por un vigoroso esfuerzo de voluntad, domando
sus pasiones, en lugar de inmolarlas, las dejan ellos continuar ardiendo en su alma bajo
una delgada capa de cenizas. ¡Pobres ciegos visionarios!
Encerrad una banda de deshollinadores ebrios, completamente tiznados y sudorosos
en un santuario alfombrado de paños blancos, y figuraos que en lugar de cambiar esos
paños en harapos repugnantes, atrajeran los deshollinadores la blancura sobre sus caras
y vestidos, logrando así salir de allí inmaculados, como lo estaba el santuario antes de
que ellos entraran. Tal es la absurda pretensión de muchos candidatos a Ocultistas…
¡Extraña aberración del espíritu humano! Durante su cautividad en la vida terrestre, no
tiene él otra conciencia que la de su intelecto, que nosotros hemos denominado “el
alma humana”, mientras que el “alma espiritual” es el vehículo del Espíritu. El alma
humana o pasional se compone, en su naturaleza superior, de aspiraciones, de
voliciones espirituales y de amor divino. Su naturaleza inferior está formada de deseos
terrestres, de pasiones animales, resultantes de su unión con el vehículo asiento de
estas pasiones. El alma es entonces la intermediaria entre la naturaleza animal del
hombre, que ella trata de subyugar por su razón, y su naturaleza espiritual o divina, a la
cual va a reunirse cuando queda domado el animal interior. Este último es el “alma
animal”, instintiva, en que viven las pasiones que imprudentes y entusiastas encierran
en su pecho, tratando de adormecerlas en lugar de destruirlas. ¿Esperan ellos que las
aguas cenagosas del sumidero animal podrán transformarse en las ondas cristalinas de
la vida? ¿Sobre qué terreno neutro pueden ellas tener aprisionadas las pasiones para
que el hombre no pueda ser afectado por ellas? El amor y la lujuria, bestias fogosas,
quedan vivientes en el lugar en que han nacido, en el alma animal, porque ni la porción
superior ni la inferior del alma humana les permite entrar, no obstante que ellas no
pueden evitar las manchas de su contacto. En cuanto al Alma trascendente –el YO, el
Espíritu –es tan incapaz de asimilarse tales sentimientos, como le es al agua mezclarse
con el aceite o el sebo líquidos. Es, pues, el mental, el solo lazo que une al hombre de la
tierra con el Alma trascendente, víctima de este estado de cosas, encontrándose
constantemente en peligro de ser arrastrada a perderse en los abismos de la materia, a
causa de las pasiones que pueden despertarse a cada instante. ¿Y cómo podría él
ponerse de acuerdo con la divina armonía del principio superior, si esta armonía es
destruida por la sola presencia de las pasiones animales en el santuario en preparación?
¿Cómo llegaría a dominar la armonía, cuando el alma, a causa del tumulto de pasiones y
deseos del hombre astral, se mancha y desconcierta? Figuraos una jauría de perros
introducida en una iglesia, haciendo coro con sus aullidos al sonido del órgano.
Este “astral”, este doble etéreo, que existe en el animal de igual manera que en el
hombre, no es el compañero del Ego divino, sino del cuerpo físico. Es el lazo entre el yo
personal o conciencia inferior de Manas, y el cuerpo, y sirve él de vehículo a la vida
transitoria no a la inmortal. Corno a nosotros nuestra sombra, así sigue él
mecánicamente todos los movimientos, todas las impulsiones del cuerpo. Queda
siempre unido a la materia y no sube al Espíritu jamás. Cuando la voluntad implacable
ha destilado las pasiones en su retorta y las ha evaporado; cuando todos los deseos de
la carne han muerto al par del sentimiento del yo personal, y el astral ha sido reducido a
cero, es cuando la unión don el Yo puede efectuarse. En el instante en que el astral no
hace más que reflejar al hombre domado, a la personalidad todavía viviente pero
desprovista de deseos y de egoísmos, es cuando el brillante Augoeides, el Ego divino,
puede vibrar en armonía consciente con los dos polos de la entidad humana, el hombre
cuya materia se halla ya purificada, y la eternamente pura Alma Espiritual,
permaneciendo indisolublemente unida al Yo, que es el Maestro, el místico Cristo de
los gnósticos, fundido con Él ya para siempre.
¿Cómo el hombre ordinario, continuamente preocupado por las cosas mundanas y las
ambiciones de riqueza y poderío, puede pretender entrar así por la angosta puerta del
Ocultismo?
No ya la satisfacción de los sentidos, sino hasta los goces mentales, implican por sí
mismos la pérdida inmediata de los poderes del discernimiento espiritual. jamás, puede
la voz del Maestro hacerse oír por los oídos de aquel que no puede distinguir aún con
claridad entre la voz de éste y la de un perverso y engañoso dugpa.
El terrible “fruto de maldición”, fruto del Mar Muerto, asume constantemente la más
seductora y mística apariencia; pero al tocar nuestros labios se trueca en cenizas y en
hieles el corazón, con “sus abismos más y más profundos; sus tinieblas pavorosas, que
dan la locura en lugar de la Sabiduría; la culpa, en vez de la inocencia; el despecho, en
vez de la esperanza, y la congoja infernal, en lugar de los deliquios del éxtasis”, sin que
tales víctimas del más cruel de los engaños lleguen a reconocerlo en su ceguera…
Cualquiera que sea la intención con que el principiante se lance por el Sendero de la
Derecha o el de la Izquierda, toda hechicería realizada, sea consciente o inconsciente,
trae aparejado su karma respectivo. Semejante karma será a la manera de las ondas que
en el lago forma al caer la piedra. ¡Cuán esencial no será, pues, jara nosotros, el que nos
abstengamos de precipitarnos en prácticas cuyo terrible alcance desconocemos!
Pero a nadie se le impone más carga que la que sus hombros pueden soportar. Existen
ciertamente efectivos “magos de nacimiento”, es decir, místicos y ocultistas a quienes
múltiples y fructíferas encarnaciones les han puesto ya a prueba de toda pasión, es
decir, que ningún fuego terrenal puede ya inflamarles, ni sus almas tienen ya eco para
todo aquello que no sea el grito de dolor de la desgraciada Humanidad.
Semejantes seres son los únicos que pueden estar seguros del triunfo final. Se han
despojado del sentimiento de baja personalidad, y al así paralizar por completo los
impulsos de su “astral” animal, han forzado, valerosos, las Puertas de Oro, estrechas y
difíciles. No así cuantos tienen que soporta todavía el lastre de sus pecados en esta y en
anteriores existencias, pues para ellos la Puerta de Oro de la Sabiduría puede
transformarse en el amplio sendero que conduce al aniquilamiento final. Tamaña
Puerta de Perdición es la de las Artes Ocultas practicadas con fines egoístas, Artes
diametralmente opuestas a las sublimidades de la Alma Vidya.
Además, no hay que olvidar que nos hallamos aún en el Kaliyuga o Edad Negra, y que
la fatal influencia de ésta es mil veces más poderosa en Occidente que en Oriente. De
aquí las infinitas víctimas que causan los poderes reinantes en esta tenebrosa edad,
cielo de luchas e imperio de las más engañosas ilusiones, una de ellas la de creer que es
fácil el traspasar los umbrales del Ocultismo sin un inmenso sacrificio.
Semejante error es el ensueño de no pocos teosofistas, animados por el funesto deseo
de egoísmos y poderes. “La puerta es estrecha, y de acceso difícil”, se ha dicho siempre.
Tanto, que con sólo mencionarles algunas de las dificultades preliminares, los
aspirantes occidentales han retrocedido espantados. Que se detengan, sí, aquí, pues si
después de retroceder ante la estrecha Puerta su funesto anhelo hacia lo Oculto les
lleva hacia el dorado misterio que brilla a la luz de la ilusión, pueden estar seguros de
que acabarán siendo unos dugpas, por aquella siniestra Via fatale del infierno dantesco,
sobre cuyo frontispicio leyese. el gran épico:
“Per me si va nella citta dolente,
per me si va nell'eterno dolore,
per me si va tra la perduta gente…”
Por esto conviene, finalmente, decir algo acerca de los primeros pasos en el camino
del Ocultismo, estableciendo de una vez para siempre:
La diferencia esencial entre el Ocultismo teórico y el Ocultismo práctico, o sea entre
lo que, por una parte, se conoce generalmente con el nombre de Teosofía, y por otra
con el de Ciencia Oculta.
La naturaleza de las dificultades inherentes al estudio de esta última.
Es relativamente fácil ser teósofo. Toda persona que posea medianas capacidades
intelectuales y tendencia a la metafísica, que lleve una vida pura y desinteresada, con
mayor placer en ayudar a sus semejantes que en ser ayudado; que se encuentre
dispuesto a sacrificar su propia satisfacción en aras del prójimo y ame la Verdad, la
Bondad y la Sabiduría por sí mismas y no por el beneficio que le puedan allegar, es
teósofo.
Pero todo esto es muy distinto de entrar en el Sendero que conduce al conocimiento
de lo que conviene hacer, así como a la verdadera distinción entre el bien y el mal; de
entrar en el Sendero que conduce al hombre hacia el poder con cuya ayuda puede hacer
el bien que desee sin que, frecuentemente, parezca realizar para ello el menor esfuerzo.
Hay además un punto importante que debe conocer el estudiante. La enorme
responsabilidad que asume el Instructor por amor al discípulo.
Desde los Gurus de Oriente, que enseñan abierta o secretamente, hasta un corto
número de cabalistas que, en los países occidentales, tratan etc. enseñar los rudimentos
de la ciencia sagrada a sus discípulos (los hierofantes occidentales ignoran
frecuentemente el peligro a que se exponen), todos los Instructores están sometidos a
la misma ley inviolable. Desde el momento en que realmente comienzan a enseñar,
desde que confieren un poder cualquiera (psíquico, mental o físico) a sus discípulos,
toman sobre sí todas las faltas que éstos puedan cometer relativas a las ciencias ocultas,
ya por acción, ya por omisión, hasta el momento en que, por la iniciación, convertido el
discípulo en maestro, sea el solo responsable.
Hay una ley religiosa, fatal y mística, muy reverenciada v respetada por los griegos,
olvidada a medias por los católico–romanos y olvidada del todo por la iglesia
protestante. Data de los primeros días del cristianismo y está basada sobre la ley que
acabamos de indicar, de la que es símbolo y expresión. Es el dogma de la santidad del
lazo entre padrino y madrina de un niño28. Aquéllos toman tácitamente la
responsabilidad del bautizazo (ungido, como en verdadera iniciación o misterio) hasta
el día en que el niño llega a ser entidad responsable, conocedora del bien y del mal. Esto
esclarece el porqué los instructores toman sus precauciones y piden a los chelas,
discípulos en estado probatorio, una prueba de siete años, a fin de comprobar su
aptitud y desarrollar las cualidades necesarias a la seguridad del Maestro y del
discípulo.
28 El lazó establecido por estas relaciones reviste tal carácter de santidad en la Iglesia griega, que el
matrimonio entre padrino y madrina del mismo niño es considerado como incestuoso, ilegal y disuelto
por la ley. Esta absoluta prohibición se extiende hasta los hijos de los padrinos y madrinas.
El Ocultismo no es la magia. Es relativamente fácil aprender el uso de los encantos o el
medio de servirse de las fuerzas sutiles, aunque materiales, de naturaleza psíquica. Los
poderes del alma animal en el hombre se despiertan muy pronto. Fuerzas tales como el
amor, el odio o la pasión se desarrollan fácilmente. Pero esto es magia negra y brujería,
porque del motivo, y solamente del motivo, depende que el ejercicio de cualquier poder
sea magia negra, malhechora, o magia blanca, bienhechora. Es imposible emplear las
fuerzas espirituales si queda en el operador el más leve resto de egoísmo, pues a menos
que la intención sea enteramente pura, la voluntad espiritual se transformará en
voluntad psíquica actuante en el plano astral y pudiera producir terribles resultados.
Los poderes y las fuerzas de la naturaleza animal pueden ser empleados por los
egoístas y vengativos, lo mismo que por los desinteresados y dispuestos a perdonar;
pero los poderes y las fuerzas del Espíritu los manejan solamente los de perfecta pureza
de corazón. Esta es la Divina Magia.
¿Cuáles son, por lo tanto, las condiciones requeridas para ser estudiante de la Divina
Sabiduría?
Porque es preciso comprender que tal instrucción no puede darse a menos de poseer
ciertas condiciones y practicarlas rigurosamente durante los años de estudio. Esta es
condición sine qua non. Nadie puede nadar si no se sumerge en aguas suficientemente
profundas. No puede volar el pájaro antes de que sus alas se hayan desarrollado
suficientemente y que tenga ante sí el espacio necesario y valor para lanzarse a él.
El hombre que quiere manejar una espada de dos filos debe ser un muy diestro
maestro de esgrima, si no quiere herirse a sí mismo, y lo que sería más grave, herir a los
demás al primer ensayo.
Para dar una idea aproximada de las condiciones en que solamente puede proseguirse
con seguridad el estudio de la Sabiduría Divina, es decir, sin el peligro de que la magia
divina se convierta en magia negra, extractaré una página de las reglas privadas que
posee todo instructor oriental. Los siguientes pasajes han sido entresacados de un gran
número, y su explicación va a continuación de los mismos.
El lugar reservado para dar la instrucción debe ser de tal manera escogido, que en él no
pueda distraerse la mente y debe estar lleno de objetos que tengan influencia
evolucionante (magnética). Deben lucir allí los cinco colores sagrados, reunidos en un
círculo, en medio de otros objetos.
[El lugar debe ser reservado y no ha de servir para ningún otro uso. Los cinco colores
sagrados son los del prisma, arreglados de cierta manera, porque estos colores tienen
mucha influencia magnética. Por influencias maléficas se designan todos los desórdenes
que pueden producirse por las contiendas, querellas, malos sentimientos, etc., de los
que se dice que se imprimen inmediatamente en la luz astral de la atmósfera de una
habitación y flotan a su alrededor en el aire. Esta primera condición parece bastante
fácil de cumplir; sin embargo, se debe reconocer que es una de las más difíciles].
Antes de autorizar al discípulo para estudiar cara a cara, debe adquirir los
conocimientos preliminares en un grupo escogido de otros upásakas (discípulos) cuyo
número debe ser impar.
[Cara a cara significa, en este caso, un estudio independiente, o separado de otros,
cuando el discípulo recibe la instrucción cara a cara, sea consigo mismo (su Yo superior,
o Yo divino) sea con su gurú. Solamente entonces recibe cada cual la debida instrucción,
según el uso que ha hecho de sus conocimientos.
Esto sólo debe ocurrir hacia el final del ciclo de instrucción].
Antes que tu (el instructor) puedas dar a conocer a tu discípulo las santas palabras de
Lamrin, o que puedas permitirle prepararse para DubJeb, debes velar que esté
enteramente purificada su mente, y en paz con todos, especialmente con las otras
partes de él mismo. De otro modo, las palabras de sabiduría y de la buena Ley se
dispersarán y las arrastrará el viento.
[Lamrin es un trabajo de instrucciones prácticas de Tson–Kapa, en dos partes; una con
fin eclesiástico y exotérico, y la otra de uso esotérico. Prepararse para Dabjeb se refiere
a la preparación de los objetos empleados para la clarividencia, tales como los espejos y
los cristales. Las “otras partes de él mismo” designan los estudiantes de su grupo. A
menos que reine la mayor armonía entre ellos, no es posible el éxito. El instructor
compone los grupos según las naturalezas magnéticas y eléctricas de los estudiantes,
reuniendo y agrupando con el mayor cuidado los elementos positivos y negativos].
Mientras estudian los upâkasas, deben tener cuidado de estar unidos como los dedos
de una misma mano: Tú grabarás en sus mentes que lo que a uno hiera debe herir a los
otros, y si la alegría de uno no encuentra eco en el corazón de los demás, no existen las
condiciones requeridas y es inútil proseguir.
[Esto no sucederá si la elección, preliminar ha sido hecha según las cualidades
magnéticas requeridas. Está reconocido que chelas llenos de promesas y preparados
para recibir la verdad, han debido esperar mucho tiempo (años) a consecuencia de su
temperamento y de la imposibilidad en que se encontraban de ponerse al unísono con
sus compañeros].
Los condiscípulos deben de ser acordados por el Gurú como las cuerdas de un laúd,
que cada una es diferente de las otras y, sin embargo, emiten sonidos en armonía con
las demás. Colectivamente deben formar como un teclado que en todas sus partes
responda a tono, al más ligero toque del Maestro. De este modo sus espíritus se abrirán
a las armonías de la Sabiduría que vibrarán a través de todos y de cada uno,
produciendo efectos agradables a los dioses (tutelares o ángeles guardianes) y útiles al
discípulo. Así la Sabiduría grabará una huella en sus corazones y jamás se alterará la
armonía de la ley.
VI. Los que deseen adquirir el conocimiento que conduce a los Siddhis (poderes
ocultos) deben renunciar a todas las vanidades de la vida y del mundo. (Sigue la
enumeración de los Siddhis.)
Nadie puede sentir diferencia entre él y los demás estudiantes, ni pensar “yo soy el
más sabio” o “el más santo, o más agradable al Instructor que mi hermano, etc., sin dejar
de ser upásaka. Deben, ante todo, estar fijos sus pensamientos sobre su corazón para
destruir en él todo sentimiento hostil a cualquier ser viviente. Debe estar lleno el
corazón del sentimiento de la no separatividad, tanto respecto de los seres como de
todo lo existente en la Naturaleza; de otra manera no puede obtenerse éxito alguno.
Un lana no debe temer más que las influencias de la vida exterior (emanaciones
magnéticas de las criaturas vivientes). Por esta razón, aun cuando se sienta uno con
todos, en su naturaleza interior, debe tener mucho cuidado en separar su ser físico
(exterior) de toda influencia extraña. Solamente él debe comer y beber en sus platos y
vasos. Debe evitar todo contacto corporal (tocar o ser tocado) con los seres humanos, lo
mismo que con los animales.
[No le es permitido ningún animal favorito y hasta le está prohibido tocar a ciertos
árboles y plantas. Un discípulo debe vivir, por decirlo así, en su propia atmósfera a fin
de individualizarla en vista de los designios ocultos].
Debe mantener la mente cerrada a todo lo que no sean las verdades eternas de la
Naturaleza, a fin de que la Doctrina del corazón no se reduzca a la doctrina del ojo
(formalismo vacío y exotérico).
Ninguna carne, nada que tenga en sí vida, debe comer el discípulo. No debe beber
vino, licores, ni fumar opio, porque son como malos espíritus que aferran a los
imprevisores y destruyen su mente.
[Se supone que el vino y los licores conservan el siniestro magnetismo de cuantos han
contribuido a su elaboración, y que la carne de todo animal conserva los rasgos
psíquicos característicos de su especie].
La meditación, la abstinencia en todo, la observancia de los deberes morales, los
elevados pensamientos, las buenas acciones y las benévolas palabras, así como una
buena voluntad hacia todos y un completo olvido de sí mismo, son los más eficaces
medios para obtener el conocimiento y prepararse para recibir la superior Sabiduría.
Solamente por la estricta observancia de estas reglas, puede el discípulo adquirir, en
un tiempo dado, los poderes de los Arhates, el desarrollo que, poco a poco, le hará Uno
con el Todo Universal.
Estos doce pasajes han sido entresacados de setenta y tres reglas cuya enunciación
sería inútil, porque no tendrían sentido para los europeos. Pero las expuestas bastan
para mostrar las graves dificultades de que está sembrado el sendero para quien, nacido
y educado en los países occidentales quiera ser upásaka29.
29 Es preciso. recordar que todos los chelas, hasta los mismos discípulos laicos, se llaman upásakas hasta
después de la primera Iniciación, en que se convierten en lanús–upásakas. Hasta entonces, aun los que
pertenecen a las Lamaserias son puestos aparte, y se consideran como laicos.
Toda la educación, y especialmente la educación inglesa, está basada sobre el principio
de la emulación y de la lucha. Todo educando se ve impedido a aprender más
rápidamente y adelantar a sus compañeros, sobrepujándolos por todos los medios
posibles. Lo que tan sin razón se llama la “amigable rivalidad” se cultiva asiduamente y
se fortifica en cada pormenor de la vida.
¿Cómo puede un occidental, con semejantes ideas inculcadas desde la infancia,
llegarse a sentir par a par de sus condiscípulos– como los dedos de su misma mano? El
instructor no escoge sus condiscípulos según su propia apreciación o su simpatía
personal, sino que los escoge por otra clase de consideraciones, y el que quiera ser
estudiante debe tener, ante todo, bastante fortaleza para destruir en su corazón todo
sentimiento de antipatía o desvío respecto de los otros. ¿Cuántos occidentales están
preparados seriamente ni siquiera para intentarlo?
Y luego vienen los pormenores de la vida diaria. ¡La orden de no tocar ni aun la mano
del más próximo y del más querido! ¡Cuán contrario es esto a las nociones occidentales
sobre los afectos y buenos sentimientos! ¡Cuán frío y duro parece! Se dirá: es egoísmo
abstenerse de proporcionar placer a los demás tan sólo por el deseo del propio
perfeccionamiento. Que los que así piensen difieran para otra vida el propósito de
entrar con ardiente en el Sendero. Pero que no se glorifiquen en su llamado desinterés,
porque, en realidad, se dejan engañar las falsas apariencias, por ideas convencionales
basadas sobre la sentimentalidad o la cortesía, cosas todas de una vida artificial y que
no son reglas de la verdad.
Pero, aun dejando aparte estas dificultades, que pueden considerarse de orden
exterior, aunque no por ello se aminore su importancia, ¿cómo podrán los estudiantes
del Occidente ponerse armoniosamente al unísono como se ordena? El personalismo se
ha desarrollado con tal fuerza en Europa y América, que no hay escuela, ni aun entre
artistas, cuyos miembros no se odien o no sientan celos unos de otros. El odio y la
envidia profesionales han llegado a ser proverbiales; cada cual busca su ventaja a toda
costa, y la llamada cortesía no es más que engañosa máscara que oculta los demonios
de los celos y del odio.
En Oriente la idea de la no separatividad se inculca persistentemente desde la
infancia, como lo es en Occidente la idea de rivalidad. La ambición personal, los
sentimientos y deseos personales no se estimulan allí para que lleguen a ser imperiosos.
Cuando el terreno es bueno por naturaleza y se cultiva en buen sentido, al convertirse
el niño en hombre ha contraído el hábito de la subordinación de su Yo inferior al Yo
superior, y este es fuerte y poderoso.
En Occidente piensan los hombres que su simpatía o antipatía hacia los demás
hombres, o hacia las cosas, son los principios directores según los cuales deben de obrar,
tratando frecuentemente de imponer tal regla de vida a los demás.
Quienes lamentan haber aprendido poco en la Sociedad Teosófica deben grabar en su
corazón las palabras que aparecen en un artículo publicado en The Path: “La llave de
cada grado es el propio aspirante”.
No es “el temor de Dios”, el principio de la Sabiduría; pero el “conocimiento del Yo” es
la Sabiduría misma.
Cuán grande y verdadera le parece entonces al estudiante ocultista que ha empezado
a comprobar algunas verdades, la respuesta del oráculo de Delfos a cuantos van en
busca de la Sabiduría Oculta; palabras confirmadas y repetidas miles de veces por el
sabio Sócrates:
“HOMBRE, CONÓCETE A TI MISMO”
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